La Iglesia Del Posconcilio

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LA IGLESIA

DEL POSCONCILIO

V. ENRIQUE TARANCÓN

VICENTE ENRIQUE TARANCÓN

HINNENÍ

73

LA IGLESIA DEL POSCONCILIO

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332 SALAMANCA

1967

ÍNDICE INTRODUCCIÓN El «clima» posconciliar Aires pesimistas Lucidez y equilibrio Los caminos de la renovación posconciliar CARACTERÍSTICAS FUNDAMENTALES DE LA RENOVACIÓN ECLESIAL 1.

RENOVACIÓN PROFUNDA

Superación del espíritu defensivo Superación del espíritu individualista Adaptación a las transformaciones del mundo II.

RENOVACIÓN GRADUAL, PRUDENTE Y ADECUADA

Mirando al futuro Sobre realidades Proporcionada al medio ambiente ... III.

RENOVACIÓN ACORDE CON LA TRADICIÓN

El gran peligro posconciliar Fidelidad al Evangelio Fidelidad sustancial a la Tradición . . ©

IV.

Ediciones Síyucme, 196? Núra. Edición: ES 2g8

Es propiedad

RENOVACIÓN TRANSIDA DE HUMANISMO .

Atención al hombre Respeto al hombre: a su dignidad, a sus derechos Simpatía y optimismo Impreso en España

Depósito legal: B. 14037 - 1967 - Imp- Altes, s. L. - Barcelona

V.

SINCERIDAD Y AUTENTICIDAD

El compromiso personal Las estructuras y formas de culto .

14 18 21 23

VI.

EL RESPETO A LA LIBERTAD INDIVIDUAL Y COLECTIVA

En la exposición de la doctrina En las actuaciones pastorales

95

96 103

NUEVA FISONOMÍA DE LA IGLESIA I.

ENRIQUECIMIENTO DOGMÁTICO .

El «misterio» de la Iglesia . El sacramento del mundo . La colegialidad episcopal . El sacerdocio Bases para una «laicología» II.

... ... ... ...

RENOVACIÓN MORAL

La moral conyugal La responsabilidad personal ... Los deberes sociales Primacía de la caridad III.

RENOVACIÓN ASCÉTICA

La unidad de vida en el cristiano El valor divino de lo humano Unidad y diversidad en las orientaciones ascéticas La iniciativa y la responsabilidad personal IV.

RENOVACIÓN JURÍDICA

Unidad pastoral de la Iglesia Consecuencias de la colegialidad episcopal El espíritu de servicio V.

RENOVACIÓN PASTORAL

Espíritu misionero Planificación Independencia de lo temporal Pastoral de madurez CONCLUSIÓN ...

343

INTRODUCCIÓN

H

A sido Paulo VI el que ha hecho resaltar en más de una ocasión la importancia del posconcilio y las exigencias que entraña para la Iglesia y para cada uno de sus miembros. Decía, por ejemplo, en una ocasión: «Se ha dicho, y lo repetimos, que la eficacia práctica del Concilio, espiritual y pastoral, se medirá por el período siguiente a su celebración, pues su eficacia depende de la aplicación efectiva y concreta de las enseñanzas emanadas del Concilio mismo. Es importante, pues, que en los círculos especiales de los fieles más fieles, del clero y de los religiosos, de católicos conscientes y comprometidos, haya la persuasión de que el Concilio todavía es operante; más aún, que es operante precisamente después de su clausura» l. El mismo Papa se ha referido a una nueva «sicología» creada por el Concilio2, que ha de inspirar y potenciar la renovación de las estructuras, de los métodos pastorales y de las formas de vida cristiana propuesta por los documentos conciliares atendiendo a los llamados «signos de los tiempos». Porque si el Concilio «no ha sido transformador... ni radicalmente reformador» —como ha aclarado el Pontífice— «sí ha tenido un espíritu renovador clarísimo»... Y «con relación a algunos puntos doctrinales y prácticos, 1 2

Audiencia General, 21-12-65. Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, 23-4-66.

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el Concilio ha sido también innovador, derivando con fiel coherencia, de las fuentes genuinas de la Sagrada Escritura y de la buena teología, ciertos criterios y preceptos que, para mayor gloria de Dios y beneficio de la misma Iglesia, podemos tener por nuevos». «Y esta herencia del Concilio — terminaba el Papa— es un compromiso» para todos los miembros del Pueblo de Dios 3 . Cada día va afianzándose más en la conciencia de los sacerdotes, religiosos y militantes seglares el sentido de responsabilidad que la época posconciliar presenta para todos. La Iglesia vive un momento crucial. Difícil, pero esperanzador. La Iglesia debe renovarse muy intensamente para encarnar las nuevas directrices que el Espíritu Santo ha señalado por medio de la Asamblea Conciliar. Y ya vamos dándonos cuenta de que la empresa que se ha iniciado por voluntad de Dios exige la preocupación, el esfuerzo y la entrega de todos los cristianos. Los mismos hermanos separados y aun los no cristianos están alertados y miran a la Iglesia Católica con una atención extraordinaria. La Iglesia se ha comprometido ante el mundo con la postura conciliar. Y ellos están ahora a la expectativa, siguiendo con vivísimo interés las orientaciones pontificias y los pasos renovadores que se van dando en las iglesias particulares. No cabe duda de que el Espíritu Santo ha soplado con fuerza sobre la Iglesia y sobre el mundo y se ha producido un «nuevo Pentecostés», como afirmó Juan X X I I I 4 , que ha removido los espíritus y que ha de tener consecuencias muy amplias que todavía no podemos prever. * * * El Papa, consciente de su responsabilidad máxima como Vicario de Cristo y Maestro universal de los hombres, está 3 Discurso al Colegio Cardenalicio, 23-12-65.

4 Discurso clausura 1 .a sesión del Concilio Vaticano II, 8-12-62. 12

realizando una labor de magisterio posconciliar verdaderamente asombrosa. En plan de catcquesis dirigida primariamente a los miembros del Pueblo de Dios —es lo que suele hacer en las audiencias generales tic los miércoles — o de reflexiones teológicas que dirige a los que tienen responsabilidad magisterial — obispos, sacerdotes, teólogos, etc.—, va contestando a las preguntas inquietantes que afloran en estos momentos y encauzando las comentes que se manifiestan en los distintos ambientes. Él está decidido a lograr todos los frutos del Concilio promoviendo una intensa renovación eclesial, pero evitando, al propio tiempo, los peligros que necesariamente se presentan en toda época revisionista. Los obispos que compartimos la responsabilidad del Pastor Supremo tenemos el deber de secundar esta conducta del Papa, dando resonancia a sus enseñanzas y adaptando a nuestras iglesias particulares las directrices que él propone para la Iglesia universal. Ésta es la finalidad que me propongo en esta Carta, dirigida primariamente a los sacerdotes y religiosos cuya responsabilidad es mayor en el Pueblo de Dios; pero que ofrezco también a todos los fieles — en especial a los militantes seglares que trabajan en obras de apostolado — ya que es necesaria la actuación conjunta de todos para que se pueda realizar ese propósito tan ambicioso. Creo que no puedo ni debo soslayar la problemática que presenta esta época posconciliar. Estoy convencido, además, — la conducta del Papa lo indica claramente — que el gran quehacer de la Iglesia en este momento histórico es el de encontrar el camino que la acerque a las realidades actuales, para llenarlas de espíritu. La realización del Concilio es ahora la tarea principal para todos. Siguiendo, pues, mi costumbre de publicar todos los años un documento pastoral de mayor amplitud sobre problemas vivos, era ineludible el tema de este año. Y creo que la mejor manera 13

de manifestar claramente mi propósito es titulándolo «La Iglesia del posconcilio» ya que de esta suerte queda expresada la responsabilidad de todos los miembros de la misma en esa renovación o reforma que el Concilio exige. EL «CLIMA» POSCONCILIAR Los Concilios tienen su propio clima. Clima que se proyecta a la sociedad eclesial después de su clausura. La historia nos recuerda las distintas épocas posconciliares y podemos encontrar en ellas unas características propias — específicas — que con matizaciones quizá un poco diferentes, se manifiestan en todos los tiempos. Es lógico que en esas Asambleas ecuménicas del magisterio eclesiástico en las que se perfila la doctrina y se aplican los principios a las realidades sociales, surjan tensiones fuertes — fruto de criterios prudenciales distintos — y que se provoquen discusiones, a veces enconadas, y aun que se produzcan posturas extremosas e imprudentes. La coincidencia fundamental en los principios —aun suponiendo que ésta se consiga en temas no definidos — comporta muchas apreciaciones distintas en su aplicación a la vida y aun en su misma formulación. Y ningún padre conciliar tiene asegurada la infabilidad personal y ni aun la discreción y la prudencia. Para nadie es un secreto que han existido discrepancias muy notables en las sesiones del Concilio Vaticano II. Se ha hablado de una mayoría y de una minoría y no sin razón. En algunas ocasiones las tensiones fueron muy fuertes. Parecía imposible la coincidencia en puntos fundamentales. Pero la hora de la discusión y de las disensiones cede el paso en el Aula Conciliar, a la hora de la madurez y de la unidad. La asistencia del Espíritu asegura la lucidez y el equilibrio que se reflejan en los documentos conciliares y hace coincidir plenamente a todos los miembros de la Asamblea. 14

Pero las discusiones internas de los Padres, no son más que una manifestación y como un eco de la realidad eclesial en la que se entrecruzan las mismas posturas y criterios que se han enfrentado en el Concilio. Los obispos reflejan los criterios y las corrientes de la comunidad que presiden y de cuyo ambiente participan. Y el equilibrio que se consigue en el Concilio por la asistencia especialísima del Espíritu, no elimina necesariamente las posturas divergentes que ya existían en la Iglesia. Hace falta siempre un tiempo más o menos largo para que las nuevas orientaciones conciliares vayan penetrando y ganando el ambiente hasta que sean captadas y asimiladas por todos. No es extraño, por lo tanto, que después de la sesión de clausura sigan las tensiones con el mismo o mayor ímpetu que antes. Con la novedad, entonces, de que unos y otros pretendan utilizar los textos aprobados para defender sus posiciones anteriores. Ahora, por ejemplo, se están utilizando textos conciliares para justificar posturas divergentes. Y todos tratan de interpretar las intervenciones pontificias en conformidad con sus criterios personales. Cuando por la amplitud de los medios de difusión y por la hipersensibilidad del mundo moderno han llegado rápidamente a todos los confines de la tierra los incidentes de las sesiones conciliares, el problema se agrava necesariamente. Es natural que los informadores, sensacionalistas casi por profesión, subrayasen y orquestasen las discrepancias de los Padres. Es lógico que, cada cual, hiciese resaltar especialísimamente las intervenciones que favorecían su peculiar punto de vista. Con lo cual se había de conseguir que las posturas opuestas se fueran endureciendo cada vez más, durante la celebración del Concilio, y que sea más difícil reducirlas a unidad en la época posconciliar. La confusión y el desconcierto son consecuencias casi inevitables de ese hecho. * * * 15

Toda época de renovación o de reforma presenta, además, una problemática muy variada que tiene como base la inestabilidad; ya que se trata, precisamente, de cambiar estructuras o formas de vida y no siempre se ven claras las formas definitivas. En los documentos conciliares, efectivamente, se han recogido los grandes principios que han de orientar la reforma y se han señalado las metas que deben conseguirse. Pero ni se han sacado en ellos todas las consecuencias de los principios establecidos — que incluso podían no estar explícitas, al menos plenamente, en las conciencias de los mismos padres conciliares— ni se ha precisado la táctica o los medios que se deberán utilizar, ni el ritmo a que debe hacerse la evolución. Es lógico que surjan discrepancias cuando se trate de realizar la reforma. Los impacientes y los más osados, radicalizando los principios propuestos, intentarán llevarla a un ritmo acelerado y darle una profundidad y una amplitud que la convertirían en una auténtica revolución, mientras que los «prudentes» y los tímidos se asustarán ante esos propósitos y mirarán con recelo todas las innovaciones que, a su juicio, cuartean aquel clima de «seguridad» en el que vivían tranquilamente. Los mismos sacerdotes y religiosos se encontrarán desconcertados. También entre ellos surgirá la división. Unos, fijándose exclusivamente en los fallos de la pastoral realizada hasta ahora, querrán imponer cambios radicales. Otros, viendo los riesgos que todo cambio produce en las masas poco formadas, aceptarán teóricamente la renovación pero se opondrán a ella en la práctica. Es natural en este clima que surjan divisiones en el clero, que proliferen criterios extremosos y se ensayen posturas atrevidas e incluso que se produzcan escándalos y hasta desviaciones doctrinales — en una y en la otra tendencia— como Paulo VI ha subrayado en distintas ocasiones. •\a

Este fenómeno es normal en las épocas posconciliares. No puede extrañarnos demasiado y menos, escandalizarnos. Yo me atrevería a decir que sustancialmente, es un buen síntoma, aunque siempre sean lamentables los excesos. Es señal de vitalidad. Lo peor que podía acontecer actualmente a la Iglesia es que todos continuásemos con nuestra vida y actividades de antes, como si no se hubiese celebrado el Concilio. Que no acabemos de entendernos al formar los juicios prudenciales en orden a la reforma, es lógico. Los hombres, además, somos de tal suerte que marcamos siempre con nuestra limitación y mezquindad los mismos acontecimientos providenciales. &

*

-k

El Concilio que terminó el año pasado ha tenido un matiz especial, bastante distinto al que tuvieron los otros Concilios de la Iglesia. Esa peculiaridad ha creado también, como es lógico, sus propíos problemas. La apertura al mundo de hoy con el que ha pretendido iniciar un diálogo sereno y leal; la atención persistente a «los signos de los tiempos» que ha presidido todas las deliberaciones conciliares; el deseo vivísimo «de conocer, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla, por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio»; «el descubrimiento de las necesidades humanas... que ha absorbido la atención de nuestro sínodo» 5 ; el reconocimiento explícito de los derechos de la persona humana que ha exigido una explicación más rica y más completa de algunos puntos de doctrina que se daban por definitivos —piénsese, por ejemplo, en el ecumenismo, en la libertad religiosa, en la declaración sobre las religiones no cristianas, en el nuevo 5 Alocución sesión pública clausura del Concilio Vaticano II, 7-12-65.

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matiz que va tomando la obediencia ahora más racional, más activa, más responsable y humana— han desconcertado a no pocos católicos tradicionales. El Concilio Vaticano II ha introducido efectivamente una nueva mentalidad y una nueva sicología. Y esto no se impone por decreto. Las grandes masas, sobre todo, con su fe recia aunque poco formada, con su piedad sincera aunque un poco exteriorista, con su amor apasionado a la Iglesia más por educación que por convicción personal, con su visión un poco simplista de todas las cosas, han tenido que sufrir un choque profundo, y aunque acepten en bloque lo que dice el Concilio, por espíritu de fe, tardarán en asimilar esa nueva sicología. Queriendo ser renovadores porque lo quiere la Iglesia, boicotearán prácticamente todas las innovaciones. El Papa ha dicho que «el Concilio ha sido una gran novedad», y que «no todos los ánimos estaban preparados para comprenderla y agradecerla». Exige, añadía, «una reforma sicológica» y «no es nada fácil — en su aplicación — en cuanto que supone un cierto desarrollo en la doctrina, y consiguientemente, en la praxis» 6 . Todas estas consideraciones explican perfectamente el momento «de incertidumbre, de inquietud» y de confusión que estamos viviendo y que se manifiesta en posturas extrañas, aun en los mismos ambientes clericales, como ha puntualizado el Papa 7 . AIRES PESIMISTAS En los últimos meses — ya desde el verano pasado — he podido detectar en no pocos ambientes sacerdotales y religiosos y aun de militantes seglares un aire de pesimismo que se hace cada vez más denso y más fuerte. Y aunque no 6

Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, 23-4-66. 7 Discurso semana «Aggiornamento», 9-9-66.

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en todos presente las mismas características ni tenga idéntica orientación tiene siempre una causa común: la división cada día más enconada entre unos y otros que enfrenta a católicos con católicos, a sacerdotes y religiosos con religiosos y sacerdotes y a unos y otros con la Jerarquía. La división es evidente. Los choques son ciertos y han sido aireados y comentados con poca prudencia, aunque quizá con buena intención. El peligro, por lo tanto, existe y todos nos hemos de prevenir contra él. Pero la verdad es que lo que está sucediendo es perfectamente normal en estas circunstancias — y aun no es tan grave como lo acaecido en otras parecidas — y que no existe una razón seria para ser pesimistas. El Espíritu Santo ha conseguido su propósito hasta ahora, a pesar de los hombres algunas veces, y podemos estar seguros de la eficacia de su actuación en la Iglesia de Dios. Paulo VI, que se ha visto obligado a hablar muy seriamente sobre algunas cuestiones fundamentales y básicas para prevenir desviaciones que o se habían iniciado ya o podían producirse — sobre la inmutabilidad, por ejemplo, de las verdades de fe que podía peligrar en un ambiente relativista 8 , sobre la obediencia a la autoridad 9 y la adhesión al magisterio oficial de la Iglesia que algunos desvalorizaban prácticamente I0 — no es pesimista. Él mira ilusionado hacia el futuro. Y aunque reconoce y valora justamente las dificultades del momento presente, sus palabras están siempre impregnadas de una esperanza alegre, serena y segura que disipa las tinieblas que el confusionismo y las tensiones actuales pueden producir. Tampoco nosotros podemos ni debemos ser pesimistas. 8

Audiencia General, 7-9-66. 9 Audiencia General, 5-10-66. i° Discurso al Congreso Internacional de Teología del Concilio Vaticano II, 2-10-66.

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Ha sido el soplo del Señor el que ha removido los espíritus y es «el mismo Espíritu Santo el que impulsa a la Iglesia a que abra nuevas vidas de acceso al mundo de nuestro tiempo» (PO 22) y el que está ahora asistiendo extraordinariamente al Vicario de Cristo en la tierra en la realización de la tarea posconciliar. «La Iglesia (en el Concilio) se ha recogido en su íntima conciencia espiritual, no para complacerse en eruditos análisis de sicología religiosa o de historia de su experiencia o para dedicarse a reafirmar sus derechos y a formular sus leyes, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio, o sea, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de sí y para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios... Los documentos conciliares... demuestran cuan límpida, fresca y rica es la vena espiritual que el vivo contacto con Dios vivo hace saltar en el seno de la Iglesia y correr por su medio sobre los áridos terrones de nuestros campos» " . La Iglesia, por lo tanto, está ahora en magníficas condiciones para emprender esa tarea ambiciosa que puede abrir una nueva época en orden a la influencia de la misma en la sociedad humana. No podemos ni debemos ser pesimistas, aunque hemos de reconocer las dificultades que encierra el momento actual. Y hemos de prepararnos para superarlas con el menor daño posible para las almas. Una reflexión honda y serena se nos impone ahora a todos para no dejarnos llevar por «cualquier viento de doctrina» (Ef 4,14) que pudiera alejarnos de la línea conciliar.

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20

Alocución, 7-12-65.

LUCIDEZ Y

EQUILIBRIO

«Está comenzando una nueva era histórica en la Iglesia», decía Paulo VI en septiembre del año pasado. «Es verdaderamente necesario —decía— que cuantos amamos a esta santa y bendita Iglesia de Dios, que cuantos tenemos en ella cualquier autoridad o función, que cuantos advertimos el peligroso momento, y quizá decisivo, por el que atraviesa la fe de nuestro pueblo, es necesario, decimos, procurar tener ideas claras y seguras, movimientos estudiados y coordinados y un empeño decidido y generoso». Y es en ese mismo discurso en el que dice que es necesario dar «una respuesta clara y rápidamente tanto en el campo doctrinal como en el disciplinar, para evitar que el fermento de ideas y movimientos, que nos ha traído el Concilio, se traduzcan en una arbitraria inestabilidad de pensamiento y en una menor cohesión de la vida orgánica eclesiástica», y cuando reclama que «el espíritu de nuestro clero vuelva a encontrar su lucidez y equilibrio». En estas dos palabras que utiliza el Papa: «lucidez y equilibrio», está la solución perfecta y definitiva de los problemas que esta etapa de renovación nos presenta. Lucidez para interpretar correctamente los textos conciliares y pontificios y para no perder nunca de vista la finalidad sobrenatural y misionera de la Iglesia. Equilibrio para no dejarse llevar por esas corrientes impetuosas y extremistas que, con pretexto de fidelidad a la tradición de la Iglesia o con excusas de comprensión de la humanidad actual, quieren llevarnos o hacia un inmovilismo inaceptable o hacia «un mortificante conformismo con el mundo profano, aferrándose (unos) al modo de hacer de otros tiempos, como si fuesen tradiciones intangibles, o apelando (otros) al Concilio como si su autoridad cubriese cualquier novedad arbitraria» I2 . "

Discurso semana «Aggiornamento», 9-9-66. 21

No es fácil interpretar adecuada y fielmente los textos conciliares. Es más difícil todavía prevenir todas las posibilidades que encierran. La lucidez necesaria en estos momentos no puede conseguirse más que con una atención sincera y generosa — sin prejuicios y sin condicionamientos — al magisterio del Papa y, en la debida proporción, al magisterio episcopal. Es necesario, ante todo, que leamos los textos conciliares con los ojos limpios y que escuchemos las palabras pontificias y episcopales sin posturas tomadas de antemano. No es honrado presentar unos textos esquivando otros positivamente, o destacar unas frases del Papa silenciando las restantes. En el Concilio no ha triunfado ninguna de las dos posturas que se enfrentaron. El Papa, siguiendo la línea conciliar, busca la unidad de criterio y de acción integrando todas las corrientes legítimas. Quien lea con sinceridad los documentos conciliares y escuche con lealtad los discursos pontificios encontrará la luz que le orientará en medio del confusionismo reinante. No olvidemos que es el Papa el único que puede interpretar y aplicar la doctrina del Concilio con plena seguridad. Tampoco es fácil mantener el equilibrio en medio de esas corrientes encontradas. Por una fidelidad mal entendida a la tradición de la Iglesia se están oponiendo resistencias sordas al espíritu conciliar por personas buenas y fervorosas, de cuya rectitud de intención no se puede dudar. AI mantenerse en una postura cerrada no han sido capaces de entender ese espíritu conciliar que es reflejo fiel y auténtico del espíritu evangélico. Por un celo indiscreto e imprudente se están recibiendo con recelo y hasta con hostilidad directrices pontificias y episcopales, por personas sinceras y entregadas, de cuyo espíritu de sacrificio existen argumentos irrecusables. Y por fidelidad o por celo se falta no 22

pocas veces a la humildad, a la sencillez, a la caridad, a la obediencia. Todos pretenden aplicar el Concilio juzgando de las realidades de la Iglesia y del mundo. Pero cada cual mira esas realidades desde un punto de vista diferente y las constriñe según su propio criterio. Hay buena fe, recta intención, un espíritu de entrega maravilloso. Quizá no aparezca siempre tan claramente la virtud de la humildad. Y por caridad, unos y otros, están faltando a la caridad con los de la otra tendencia. Los documentos conciliares han recogido todos los puntos de luz que existían en las dos tendencias que se enfrentaron. El Papa recoge todos los valores positivos que se encuentran en esas distintas corrientes. In medio consistit virtus, como dice el refrán. Por encima de esas dos corrientes pasa la línea auténticamente conciliar. Es necesario, pues, que reflexionemos serenamente y que, teniendo en cuenta los peligros que el momento actual nos presenta, nos prevengamos para esquivarlos. Esta Carta quiere ser una ayuda para ello. LOS CAMINOS DE LA RENOVACIÓN POSCONCILIAR Es evidente que «está comenzando una nueva era histórica en la Iglesia», que lleva el signo de la renovación. Y que esta renovación ha de ser obra de todos los miembros del pueblo de Dios. Renovación que deberá hacerse con la decisión y las cautelas indispensables para que se cumplan todos los objetivos que señala el Concilio, pero sin grandes convulsiones eclesiales y sin que se rompa el hilo de la tradición ni se pierda ninguna de las conquistas que, bajo la asistencia del Espíritu Santo, ha ido integrando la Iglesia en el tesoro de su doctrina y de su plenitud estructural. 23

Interesa, ante todo, que determinemos claramente cuáles han de ser las características que ha de tener esa reforma, a la luz de la doctrina conciliar y de las necesidades actuales del mundo. Es necesario, después, que precisemos los campos en que ha de ir realizándose esa evolución de fórmulas, estructuras y formas de vida para conseguir la puesta al día perfecta de la Iglesia. Respondiendo a esas exigencias dividiré mi Pastoral en dos partes: características de la renovación eclesial y campos en que ha de realizarse la renovación.

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CARACTERÍSTICAS FUNDAMENTALES DE LA R E N O V A C I Ó N E C L E S I A L

S

E ha hecho clásica, hablando del Concilio, la palabra aggiornamento empleada repetidamente por el Papa que lo convocó y ratificada, prescisando su auténtico significado, por el actual Pontífice. Esta palabra supone necesariamente una renovación o reforma. La puesta al día significa evidentemente que han de actualizarse algunos elementos que han quedado anticuados. Juan XXIII habló claramente de renovación cuando convocó el Concilio. Por eso tuvo marcado interés en subrayar su carácter pastoral. Al mismo objetivo se dirigían todas las deliberaciones conciliares como se ve claramente por los documentos promulgados. Ésta es la finalidad que se propone también Paulo VI en todos sus discursos. Creo que en este punto no existe ninguna divergencia. Todos estamos de acuerdo. Las divergencias surgen cuando se quieren precisar las características que ha de tener esa renovación o cuando se habla del alcance y profundidad de la misma. No todos coincidimos en los detalles. La unanimidad en el principio se quiebra en el momento de la ejecución. Algunos creen excesivos todos los ensayos que se hacen. Otros piensan en una verdadera revolución. Esta divergencia práctica está retrasando más de lo justo la renovación iniciada por el Concilio. Discutiendo sobre características y procedimientos perdemos un tiempo precioso que difícilmente podremos recuperar. 27

Urge, por lo tanto, el que nos pongamos de acuerdo. Prescindiendo de nuestros puntos de vista particulares, nos hemos de esforzar en asimilar fielmente la doctrina y la orientación del Concilio. Tan sólo de esta suerte podremos realizar la labor que la evangelización del mundo moderno nos está exigiendo. Al precisar las características que ha de tener esta renovación no pretendo imponer mi criterio. No quisiera manifestar mi punto de vista personal. Son los criterios del Concilio y del Papa los que nos interesan y los que todos hemos de aceptar con fidelidad y entusiasmo. Habrán de ser, pues, los documentos conciliares los que inspiren nuestras reflexiones. Y procuraré interpretar esos documentos a la luz de las palabras de los que pueden llamarse con verdad los artífices del Concilio —Juan XXIII y Paulo V I — que son los escogidos por Dios para manifestarnos su auténtico significado y los que deben dirigir su aplicación.

I

RENOVACIÓN «PROFUNDA»

Ha sido Paulo VI el que ha utilizado muchas veces la palabra «reforma»: «El Concilio —decía en cierta ocasión— tiende a una nueva reforma». Sería suficiente esta afirmación para convencernos de que no se trata tan sólo de un cambio externo o de una cuestión de detalles, sino de algo profundo e importante. «No es que al hablar así —aclaraba el mismo Pontífice— y al expresar esos deseos, reconozcamos que la Iglesia Católica de hoy pueda ser acusada de infidelidad sustancial al pensamiento de su divino Fundador, sino que más bien el reconocimiento profundo de su fidelidad sustancial la llena de gratitud y humildad y le infunde el valor de corregirse de las imperfecciones que son propias de la humana debilidad». Cuando afirmo, pues, que la renovación ha de ser profunda ya doy por descontado que «ésta no puede consistir — son palabras del mismo Pontífice — en un cambio radical de la vida presente de la Iglesia, o en una ruptura con la tradición en lo que ésta tiene de esencial y digno de veneración» T. El espíritu «revolucionario» que se manifiesta en algunas posturas y que se quiere justificar con un «puritanismo» a ultranza o con un retorno absoluto y total a los tiempos primitivos, es antidogmático y antihumano. Aun1

28

Discurso apertura 2.a sesión Concilio Vaticano II, 29-9-63.

29

que impulsado no pocas veces por deseos que pueden ser subjetivamente legítimos, es sumamente peligroso: lleva fácilmente al cisma o a la herejía, como nos demuestra l a historia. Tampoco puede darse al aggiornamento propuesto por Juan XXIII un alcance excesivo, que él no pretendía. Como explica Paulo VI él «no quería atribuir a esa programática palabra el significado que alguno intenta darle, como si ella consistiera en relativizar según el espíritu del mundo todas las cosas de la Iglesia: dogmas, leyes, estructuras, tradiciones, siendo así que estuvo en él tan vivo y firme el sentido de la estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia que lo constituyó en eje de su pensamiento y de su obra. Aggiornamento querrá decir de ahora en adelante, para nosotros, sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado y aplicación fiel de sus normas feliz y santamente emanadas»2. Evitando esas interpretaciones erróneas, es necesario afirmar que la renovación o reforma ha de ser profunda y muy importante. No sólo porque habrá de extenderse a todos los campos o aspectos de la Iglesia como veremos después, sino porque exige un cambio de mentalidad, de sicología, de espíritu, en la manera de vivir el cristianismo y de concebir y realizar la acción pastoral de la Iglesia. «La conciencia posconciliar —decía Paulo VI a los obispos italianos — tenemos que predicárnosla a nosotros mismos, desde el momento en que todos debemos tratar de infundirla a los demás, en el clero y en los fieles. ¿Terminado el Concilio todo vuelve a ser como antes? Las apariencias y las costumbres dirán que sí. El espíritu del Concilio dirá que no. Alguna cosa y no pequeña tendrá que ser nueva también para nosotros. ¿El cambio de muchas formas exteriores? Sí, pero no aludimos a esto ahora. Nos re2

30

Discurso sesión pública Concilio Vaticano II, 18-11-65.

ferimos a nuestro modo de considerar la Iglesia; modo que el Concilio tanto ha cargado de pensamientos, de temas teológicos, espirituales y prácticos, de deberes y consuelos, que nos exige una nuevo fervor, un nuevo amor, un nuevo espíritu»3. No se trata, pues, de cambiar detalles o formas externas, sino de un cambio de postura, de una concepción eclesial que siendo antiquísima y más conforme, desde luego, con el espíritu evangélico y con la auténtica línea tradicional, aparece ahora con caracteres de verdadera novedad. Algunos creen, por ejemplo, que con la inclusión de las lenguas vernáculas en los actos litúrgicos y con las pequeñas reformas, más bien de detalle, que se han introducido en la Misa ya está terminada la reforma litúrgica. E incluso quieren aplicar ese módulo a las otras vertientes de la pastoral o de las estructuras eclesiales. Sin negar la importancia orientadora que ha tenido la reforma de esos detalles, lo cierto es que la verdadera reforma litúrgica apenas se ha iniciado. Como miembro del Consilium que estudia esos cambios, tengo un conocimiento directo de todo lo que se prepara y puedo asegurar que la reforma será amplísima y muy importante. La más profunda, sin duda, de toda la historia de la Iglesia. Pero al destacar la profundidad de la renovación yo no pretendo referirme al número de cosas — más o menos importantes — que se habrán de cambiar. Son los principios establecidos para la reforma los que están exigiendo un cambio interior —una nueva mentalidad y sicología, como dice el Papa — que es lo que le da verdadera profundidad e importancia a la nueva postura eclesial. Limitándome al campo de la Liturgia que me ha servido de ejemplo, la Constitución Conciliar propugna unos criterios que casi podrían llamarse «revolucionarios», dada 3 Alocución al Episcopado Italiano, 6-12-65. 31

la mentalidad y la praxis que vigían en los últimos siglos. Baste recordar algunos de ellos para convencernos: 1. El reconocimiento de la autoridad de las Conferencias Episcopales Nacionales que supone un cambio notable respecto a la uniformidad de los ritos y ceremonias que existían hasta ahora (SC 22, 2) y que abre la puerta para que los actos litúrgicos se acomoden a las costumbres de las distintas regiones, como se reconoce explícitamente: «Al revisar los libros litúrgicos, salvada la unidad sustancial del rito romano, se admitirán variaciones y adaptaciones legítimas a los diversos grupos, religiones, pueblos, especialmente en las misiones, y se tendrá esto en cuenta oportunamente al establecer la estructura de los ritos y las rúbricas». «Corresponderá a la competente autoridad eclesiástica territorial, de la que se habla en el artículo 22, 2, determinar esas adaptaciones... sobre todo en lo tocante a la administración de los sacramentos, a los sacramentales, procesiones, lengua litúrgica, música y arte sagrados, siempre de conformidad con las normas fundamentales de esta constitución» (SC 38-39). 2. La primacía que concede a las celebraciones comunitarias, con asistencia y participación activa de los fieles, tanto en la celebración de la Misa como en la administración de los sacramentos (SC 27), superando, de esta suerte, el criterio individualista de la piedad que consideraba el sacrificio y los sacramentos como medios de perfección individual, no como actos propios de la Asamblea cristiana. 3. La disposición de que «los ritos deben resplandecer con una noble sencillez; deben ser breves, claros, evitando las repeticiones inútiles; adaptados a la capacidad de- los fieles y, en general, no deben de tener necesidad de 32

muchas explicaciones» (SC 34) con lo que se pretende que vuelva a ser la liturgia la oración auténticamente popular en la Iglesia — la oración fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios — quitándole el carácter un poco arcano y un mucho esotérico que solía tener anteriormente. 4. La importancia decisiva que da a la proclamación de la Palabra de Dios mandando que «en las celebraciones sagradas debe haber lecturas de la Sagrada Escritura, más abundantes, más variadas y más apropiadas», fomentando «las celebraciones sagradas de la Palabra de Dios» (SC 35), dando a la Revelación la importancia decisiva que ha de tener en la formación y en la piedad de los cristianos y poniendo a éstos en relación directa con ella; con lo cual aumentará su veneración y su afición a la lectura de los libros sagrados. Estos principios y otros muchos que se podrían entresacar de la misma constitución conciliar nos demuestran que la reforma que se propone no se refiere tan sólo a detalles o a formas externas. Es otra disposición interior, otro espíritu, el que se quiere crear en los fieles respecto al culto oficial de la Iglesia. Se trata, pues, de una renovación no externa, sino interior, no de formas, sino profunda. Todas las constituciones, decretos y declaraciones aprobadas por el Concilio están en la misma línea, como podremos apreciarlo al tratar de los distintos campos en que se debe realizar dicha renovación. Lo interesante, por lo tanto, para comprender el alcance y profundidad que tiene la reforma es precisar las razones y los hechos fundamentales que la exigen y que suponen ese cambio de mentalidad y de postura. Se trata, evidentemente, de un nuevo enfoque de los problemas eclesiales, de una nuevo proyección de la vida 33

y de la actividad de la Iglesia para que el mensaje de Cristo pueda encarnarse perfecta y plenamente en la civilización y costumbres del mundo actual. La importancia que ha tenido la transformación cultural, científica, técnica y moral del mundo puede ser el índice que nos señale la profundidad que habrá de tener esa renovación eclesial que propone el Concilio. La ventaja de las cosas de Dios, que son eternas, estriba en su perenne actualidad, sin que tengan que cambiar sustancialmente. Manteniendo incólume todo el tesoro de la revelación y todas las adquisiciones que la Iglesia ha conseguido a través de los tiempos bajo la asistencia del Espíritu — manteniéndolos en toda su pureza y autenticidad —, es como podremos conseguir la adecuación perfecta a las necesidades de nuestro tiempo. Para ello bastará que superemos todas las posturas circunstanciales que han servido para encarnar la vida cristiana y la acción eclesial en otras épocas —ya superadas— y cambiar los procedimientos humanos — y por humanos temporales— que hemos vivido y actuado cuando las circunstancias eran distintas a las de ahora. Podrían señalarse, a mi juicio, los siguientes factores clarísimamente presentados en los documentos conciliares y pontificios: SUPERACIÓN DEL ESPÍRITU DEFENSIVO La revelación oficial se cerró con la muerte del último de los Apóstoles. Lo cual significa que la Iglesia ha de encontrar toda su doctrina — su contenido dogmático — en la Biblia y en la Tradición. La Iglesia no puede inventar nuevos dogmas. Pero ella recibió de Jesucristo una autoridad magisterial auténtica, por la que puede y debe precisar y aclarar las verdades que se contienen en la revelación para proponerlas de manera definitiva a la fe de los hombres. 34

Como las interpretaciones falsas o parciales de las verdades reveladas surgen ya desde los primeros tiempos, la Iglesia se ve obligada desde los comienzos a cumplir el deber sagrado que san Pablo recordaba a su discípulo «depositum custodi»; ha de custodiar y defender el depósito sagrado de la fe. Para defender eficazmente ese depósito, debe, ante todo, proclamar y definir esas verdades que han de ser aceptadas por todos, y ha de condenar a quienes las nieguen. Todos los Concilios celebrados en la Iglesia hasta el Vaticano II tienen esa finalidad primordial. De todos ellos surgen proposiciones que contienen verdades reveladas y todos ellos terminan con anatemas contra los herejes. No es extraño que los Concilios tuviesen un clima defensivo — solían celebrarse, precisamente, cuando las herejías o los cismas obligaban a definir claramente las verdades reveladas — y que ese clima, casi inconscientemente, orientase la vida y la actuación de la Iglesia. La seguridad de la fe — la señal, podríamos decir de auténtico catolicismo — se ponía, ante todo, en la oposición a las desviaciones doctrinales, única manera segura de evitar el contagio. Por tanto una sicosis de recelo — y en algunos sectores, hasta de miedo: la propia de los que están defendiendo una posición atacada por el enemigo— había de apoderarse fácilmente del ánimo de la mayor parte de los cristianos. La Iglesia se ha visto obligada, además, durante muchos años, a defender la fe de sus hijos contra tendencias políticas, económicas y sociales que querían sustraer al mundo de su influencia —relegándola al interior de los templos — y contra la difusión de ciertas ideas disolventes que presentándose bajo el aspecto de un humanismo inofensivo o de un laicismo que quería aparecer correcto, entorpecían su tarea evangelizadora y minaban las mismas convicciones cristianas. 35

Si a esto se añade que las masas siempre son un poco «menores de edad» y los menores de edad han de ser protegidos y defendidos, aun prescindiendo de su propia voluntad, y que el proceso sicológico del hombre medio y de las sociedades iba avanzando a un paso muy lento por la misma implicación de las realidades terrenas, a nadie puede extrañar que se fomentase en la Iglesia universal, y con mayor razón en las naciones masivamente católicas, ese espíritu de defensa — siempre cerrado y receloso — que ha caracterizado durante tanto tiempo a la comunidad eclesial. Y no es lícito censurar ahora actitudes y procedimientos pasados, sin tener en cuenta las circunstancias históricas que quizá los hicieron inevitables. La Congregación del Santo Oficio, por ejemplo, la Inquisición, etc., eran exponentes, sin duda, de ese espíritu defensivo y receloso. Son los ejemplos que a muchos les gusta proponer, no siempre con intención recta. No creo, sin embargo, que sean ni los más expresivos ni los que pudieron producir más impacto. Más grave era, a mi juicio, el alejamiento en que se quería tener a los fieles de la oración oficial litúrgica y del contacto directo con la Sagrada Escritura y el convencimiento de que los laicos bautizados no tenían ninguna responsabilidad cclcsial. Eran meros espectadores pasivos en los actos litúrgicos; eran demasiado pequeños para asimilar la palabra revelada; y carecían de todos los derechos en la Iglesia. Todo esto obedece, en gran parte, al mismo espíritu de defensa y al desconocimiento práctico de la personalidad eclesial madura de los seglares. El Concilio Vaticano II no sólo intentó superar desde el comienzo esa actitud defensiva, sino que recalcó ya desde la primera sesión su voluntad firme de apertura, de comprensión y de diálogo con todos los hombres — también los que estaban fuera de la Iglesia y aun en contra de ella — manifestando su más absoluto respeto a la persona humana y su confianza eclesial en los laicos bautizados. Así se explica

el nuevo enfoque doctrinal que se ha dado a las verdades dogmáticas sobre la Iglesia, entre las que se perfila la de la personalidad del seglar bautizado, y se entienden clarísimamente las directrices que han presidido la redacción de todos los documentos: tanto los que miran al interior como los que se dirigen más abiertamente a los hermanos separados, a los que profesan religiones no cristianas y a todos los hombres del mundo. Este hecho evidente que han provocado las mismas circunstancias internas de la Iglesia —ya con su doctrina claramente definida y con sus estructuras fundamentales perfectas: es, diría yo, el momento de su plenitud histórica y social — y las condiciones de los hombres de hoy — que han adquirido conciencia plena de su dignidad de persona y no consienten ser defendidos como menores de edad — supone un cambio casi radical de mentalidad y de postura interior que no puede conseguirse con los solos cambios de estructuras o de formas externas de vida. Por eso los cambios que se vayan introduciendo no serían eficaces si no estuviesen concebidos y realizados con ese espíritu nuevo que es el verdadero espíritu conciliar. Ya no cabe duda que ese nuevo espíritu abierto, comprensivo; de respeto y confianza en el hombre y de integración plena de los laicos en las actividades eclesiales, está más conforme con el espíritu evangélico que el espíritu cerrado y defensivo anterior, que tan sólo podía justificarse por la presión que las circunstancias externas ejercen siempre sobre la parte humana de la Iglesia y sobre los modos de encarnación de la vida cristiana. Ese espíritu defensivo creó el clima jurídico y de temor que caracterizaba a no pocos grupos de cristianos y que marcaba la piedad —todas las orientaciones ascéticas — con un carácter preferentemente negativo. En la asistencia a la misa dominical se atendía mucho más — e incluso era el aspecto que hacíamos resaltar con-

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tinuamente los sacerdotes — al cumplimiento del precepto que a la necesidad vital de participar periódicamente en el misterio pascual. Las normas de formación cristiana se ordenaban más a engendrar aborrecimiento del pecado que amor a la virtud. El cumplimiento de los preceptos externos impuestos por la Iglesia tenía más importancia en la conciencia de muchos que el hecho de vivir en gracia de Dios; incluso se proponía como garantía de autenticidad del cristianismo. El temor al contagio de los «malos» prevalecía sobre el deber de evangelizarlos. Para hacer reaccionar a los fieles se utilizaban más frecuentemente los recursos del temor que los del amor y la figura del Juez severo, que ha de juzgarnos y que condenará sin remisión a los que no acepten plenamente su doctrina, era más familiar que la del Padre que «hace llover sobre los buenos y sobre los malos y hace salir el sol sobre los justos y los pecadores» (Mt 5,45). Entendíamos mejor el deber de arrancar la mala semilla y de combatir el error que la obligación de no «apagar la mecha que humea» (Mt 12,20). Por espíritu defensivo considerábamos como enemigos a los que están fuera de la Iglesia y casi como incapaces de salvación a los que se habían separado de ella. Y éramos demasiado propicios a distribuir anatemas y condenaciones, sin darnos cuenta de que tan sólo Dios puede juzgar con rectitud porque es el único que penetra la intimidad de los corazones y de los espíritus. Ya Él nos había advertido «no juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1). La doctrina y la conducta de Juan XXIII, la postura que abiertamente ha tomado el Concilio, y la norma de conducta que se ha impuesto Paulo VI significan la clara superación de ese espíritu juridicista y defensivo. Están obligándonos a cambiar nuestra postura interior que se habrá de reflejar en la reforma de estructuras y formas de vida y de apostolado.

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SUPURACIÓN DEL ESPÍRITU INDIVIDUALISTA El egoísmo, consecuencia, aunque desordenada, de un instinto primario en todos los seres: el amor a sí mismos, es una constante en la vida del hombre que no se logra superar sin una vigilancia esmerada y sin un constante sacrificio. No es extraño que el hombre quiera justificar esa tendencia con razones especiosas y que, incluso, se adentre ese sentimiento en los ideales y amores más santos: el familiar, el patriótico, el religioso. La misma estructura de la sociedad civil ha sido durante muchos siglos propicia al dominio del más fuerte: por su dinero, por su cultura, por su posición social, incluso por su fuerza material. El ambiente social era favorable a la exacerbación del individualismo egoísta. Incluso se fomentaba un individualismo colectivo — aunque sean dos términos antitéticos— que trasladaba a grupos: clases sociales, naciones, confesiones religiosas, todos los defectos, y quizá exacerbados, del individualismo personal. No es extraño que en ese clima social tomase también la vida cristiana un tinte individualista, y hasta un poco egoísta, personal y colectivamente. Y es lógico, además, que teniendo la religión por su misma naturaleza un carácter personal e intimista, ese individualismo pudiese confundirse con la auténtica espiritualidad cristiana. «De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma» (Mt 16,26), dice Jesús en el Evangelio. Y es cierto que la salvación del alma es el resultado final de la vida cristiana; es lo más importante para cada uno de los hombres. Pero también dijo Jesucristo que no aceptaría la ofrenda del que esté enemistado con su hermano; que hemos de orar por nuestros mismos enemigos y que la mayor prueba de amor es dar la vida por los amigos. Y cuando quiso enseñarnos a orar puso en nuestros labios una oración comunitaria: Padre nuestro. 39

Influidos por el ambiente externo se olvidó — al menos se desvalorizó— el aspecto comunitario del cristianismo y la proyección social del mismo, haciendo resaltar, casi exclusivamente, el aspecto personal. Salvar el alma —la propia alma — era el objetivo único de muchos cristianos, sin pararse a considerar si su propia salvación estaba ligada por voluntad de Dios a la de los demás. Evitar un pecado mortal era la razón primaria, casi exclusiva para asistir a Misa los domingos sin darse cuenta de que la Iglesia le invitaba a tomar parte en la Asamblea, en la reunión familiar, por la importancia de esc acto comunitario. Los mismos sacramentos eran considerados como medios para la perfección personal, sin atender al carácter comunitario de los mismos ya que Jesucristo los dio a la Iglesia para el desarrollo y perfeccionamiento de su Cuerpo místico. Ese mismo espíritu penetró las estructuras, los ministerios y los oficios eclesiásticos. La cura de almas se consideraba más bien como un beneficio que como un servicio. La Iglesia había de atender preferentemente a su desarrollo y perfeccionamiento, aunque se olvidase del mundo que era enemigo de Cristo. Los derechos y los privilegios tenían prácticamente más importancia que los deberes. El mismo apostolado se realizaba más bien en plan de protección que de invitación al Reino de Cristo. Era como una condescendencia, no un deber ineludible. Un criterio «moralista» iba imponiéndose en defensa del bien personal o de la propia seguridad. Hasta se ponían límites a la caridad y al espíritu de entrega ya que «la caridad bien ordenada empieza por uno mismo» — era un axioma moral—, principio verdadero si se entiende rectamente, pero que en ese sentido moralista no se adapta al módulo impuesto por el mismo Cristo: «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado» y que nos obliga a olvidarnos algunas veces de nosotros mismos en servicio de los demás. 40

Ese mismo espíritu nos impulsaba a condenar sin oírles a los que podían poner en peligro nuestra «seguridad», y a sentirnos ajenos a las angustias de la humanidad que eran un castigo a su apostasía. Nosotros éramos los «buenos» que lo merecíamos todo, aunque fuese faltando a la justicia o a la caridad — se ha creído muchas veces dar gloria a Dios con injusticias y «malos modos» —; los demás eran los «malos» que no merecían nada y que incluso habían de agradecer nuestra compasión. De ahí surgía nuestro pesimismo al juzgar al mundo y a las cosas terrenas y el convertirnos en «profetas de calamidades», en frase de Juan XXIII, por no ver en nuestro derredor más que «desolación y ruina» 4 . Otro efecto de esa misma causa era el «absentismo» que algunos proclamaban como un principio, respecto a los problemas temporales: política, economía, etc. La Iglesia, instituida para salvar al hombre, debía desentenderse de esas cuestiones que llevan siempre una carga materialista. Los católicos no se buscan más que conflictos inútiles y perniciosos actuando en un campo en que prevalece sobre todo el afán de medro y de lucro y en el que se entrecruzan los peores egoísmos. La realidad tuvo que convencernos de que ese absentismo era funesto para la Iglesia y para la vida cristiana. Y peligró el altar no pocas veces por razones y motivos políticos, y un movimiento económico-social fue el abanderado de un ateísmo masivo que socavaba los principios más elementales del orden religioso. I !,\ Concilio ha destacado reiteradamente el sentido coinunhiii'io de la vida cristiana y ha urgido su proyección social. I la predicado asimismo la solidaridad del cristiano con lodos los hombres y todos los problemas del mundo. •» Discurso apertura Concilio Vaticano II, 11-10-62. 41

Juan XXIII dijo en el discurso de apertura que disentía de los profetas de calamidades y abría un horizonte esperanzador, diciendo que el Concilio debía proponerse la unión de los cristianos y dar respuesta y remedio a las preguntas y necesidades del mundo actual. Paulo VI propuso el diálogo como instrumento de pastoral y ha empezado a recorrer personalmente los caminos que le acercan a los hombres de hoy. Y toda la doctrina conciliar está concebida con ese espíritu comunitario, social, de servicio a todos. Incluso daba la impresión algunas veces en el Aula que los obispos nos olvidábamos de la Iglesia y de sus miembros para fijar principalmente la atención en los grandes problemas del mundo. El Concilio se ha enfrentado directamente con todas las cuestiones que boy angustian especialmente a los hombres: política, cultura, economía, paz, etc. El ha demostrado que la Iglesia, desde su posición propia y a la luz de la ley natural y revelada, tiene una palabra que decir sobre todos esos problemas. El Concilio ha urgido a los católicos el deber de colaborar con todos los hombres en la construcción de la ciudad terrestre. Esta postura conciliar que ya estaba preparada por la actitud de los Romanos Pontífices, desde León XIII, nos obliga a un cambio de mentalidad y a encontrar una nueva actitud. Exige una renovación a fondo de muchas posiciones y estructuras, que alcanza a la liturgia, al magisterio, al gobierno, etc. El mismo principio de colaboración de los católicos con todos los demás hombres —dentro de las normas, evidentemente, que señale la prudencia— en orden a la solución de los problemas temporales, propuesto por el Concilio y que aparece a los ojos de muchos como una novedad quizá un poco peligrosa, es también una consecuencia de esa nueva actitud conciliar. La prevalencia que se ha dado a la caridad en todas las manifestaciones de la vida cristiana; la valoración justa del 42

carácter carismático; la obligación del apostolado como una exigencia ineludible del bautismo; la misma doctrina sobre el misterio de la Iglesia y el Pueblo de Dios; los principios de renovación litúrgica, etc., etc. son consecuencia de esa superación del individualismo y nos indican el rumbo que habrá de seguir la reforma posconciliar. ADAPTACIÓN A LAS DEL MUNDO

TRANSFORMACIONES

La transformación que se ha producido en el mundo durante los últimos años tiene, aun en el orden puramente humano, características un poco alarmantes. Resulta difícil encajar en la evolución normal del hombre esos cambios tan rápidos y tan profundos. La misma inestabilidad del mundo es una prueba de ello. Se han transformado casi sustancialmente las estructuras económicas y sociales; se ha producido una verdadera crisis en las costumbres; ha cambiado muy notablemente la mentalidad y el gusto de los hombres. Se ha producido un verdadero desconcierto en la apreciación de los valores que condicionan la conducta de la humanidad. Se trata de una crisis de crecimiento y de perfeccionamiento, ciertamente, que va acompañada de una mayor madurez sicológica y social. Pero el ritmo desconcertante que todos los pueblos quieren imponer al desarrollo económico y que resulta difícil de mantener; el resquebrajamiento de las estructuras establecidas que se vienen abajo sin que se hayan encontrado las que deben sustituirlas; las nuevas costumbres que van imponiéndose masivamente, sin la reflexión necesaria para que sean verdaderamente racionales y humanas; y el naturalismo rabioso que está creando una situación de vacío y de angustia, como quizá nunca habíamos conocido, son pruebas evidentes de la gravedad de la crisis. Se va a necesitar mucho tiempo para 43

que los hombres asimilen adecuadamente esos cambios que de momento les trastornan. Éste es el hecho que la Iglesia no podía desconocer y ante el que se había de preparar para cumplir su misión evangelizadora en esas circunstancias. Ésta ha sido la verdadera finalidad del Concilio. Ante esa realidad podía la Iglesia aumentar la distancia y la lejanía que la separaba de las realidades humanas. Cabía una ruptura definitiva con ese mundo alocado. Eso es lo que proponían los «profetas de calamidades». Juan XXIII no compartía esc criterio y por inspiración del Espíritu Santo convocó el Concilio. Esa transformación rapidísima del mundo traía consigo unas consecuencias de orden religioso y moral que alarmaban a muchos. Paulo VI ha dicho que el Concilio se ha celebrado en «un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la tierra más bien que del reino de los cielos; un tiempo en que el olvido de Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el progreso científico; un tiempo en que el acto fundamental de la personalidad humana, más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse en favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo en que el laicismo aparece como la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta filosofía de la ordenación temporal de la sociedad; un tiempo, además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de desolación; un tiempo, finalmente, que registra aun en las grandes religiones étnicas del mundo perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas» 5. La tensión que debía existir necesariamente entre el sobrenaturalismo cristiano y el estado de la humanidad cre-

cía por momentos. Paulo VI ha llegado a hablar de un «desafío». La Iglesia se veía obligada a tomar postura. Y el Concilio la ha tomado de manera clara y abierta. Ésta ha sido, a mi juicio, la gran novedad que ofrece el Concilio y que nos obliga a todos a una honda reflexión para ponernos en la misma línea. Ésta ha de ser la piedra de toque para conocer el verdadero espíritu renovador posconciliar. Paulo VI lo describía así: «El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión — porque tal es — del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas — y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra— ha absorbido la atención de nuestro Sínodo». Esta nueva postura tomada por la Iglesia delante del mundo, y el afán de adaptación del Mensaje y de la vida cristiana a las necesidades y exigencias del hombre de hoy que ha penetrado todos los documentos conciliares, exige de nosotros, para captar todo el significado y todo el alcance de la misma: — Un conocimiento lo más completo posible del mundo y de los valores positivos que lleva consigo esa transformación: — Un amor apasionado y redentor al mundo, tal como i's, que nos impulse a gastarnos y desgastarnos en su servicio; — Una simpatía grande para todos los progresos culturales, científicos y técnicos, aceptando el modo de pensar, de ser y de vivir de los hombres, en todo lo que no sea pecaminoso;

5 Alocución, 7-12-65.

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— Un sentimiento de verdadera solidaridad con todos los hombres que son nuestros hermanos; — Un optimismo realista con respecto al futuro del mundo y a la sección de la Iglesia en él; — Un estudio serio para hacer la adaptación lo mejor posible, de tal suerte que logremos presentar la doctrina y la vida de la Iglesia con los elementos apropiados por la nueva cultura y la nueva civilización nos ofrecen. El Concilio está en esa línea como nos lo demuestra el fondo y la forma de todos sus documentos. Paulo VI, en el discurso de clausura, justificó plenamente la conducta del Concilio y continúa desarrollando la misma trayectoria. Esto es lo que debemos procurar nosotros si en verdad queremos estar a la altura de la renovación posconciliar. Bien se ve que esta orientación nos está imponiendo deberes muy serios y graves a todos: a los teólogos, a los pastores y a todos cuantos quieran ser instrumentos de esa reforma, participando en la acción pastoral de la Iglesia. No nos sirven algunos esquemas mentales que dábamos por definitivos; ni ciertas explicaciones teológicas que algunos confundían con las mismas verdades reveladas; ni determinadas orientaciones ascéticas que han quedado un poco raquíticas y parciales; ni algunas prácticas de piedad que eran válidas en otro tiempo y no se acomodan hoy al nuevo clima litúrgico; ni muchos procedimientos de pastoral que eran eficacísimos hace unos años y no son viables en las nuevas circunstancias. La honda transformación que ha sufrido el mundo está exigiendo una renovación profunda en la Iglesia ya que ella ha de continuar «predicando el Evangelio a toda criatura» y ha de conseguir que los hombres de hoy, sin renunciar a ninguna de las ventajas que esa transformación les ha proporcionado, puedan captar el mensaje y vivir el espíritu del Evangelio, siendo hombres de su época y de su tiempo. 46

II

RENOVACIÓN GRADUAL, PRUDENTE Y ADECUADA

La prisa, característica de la civilización técnica, nos está urgiendo a todos. Hoy resulta difícil la serenidad, porque el vértigo en que andamos metidos casi la hace imposible. La prudencia en el obrar se considera casi siempre como indecisión y cobardía. Esa prisa, como es lógico, acucia más fuertemente a los jóvenes que han abierto los ojos a la vida de responsabilidad bajo ese signo del vértigo. No es extraño, por lo lunto, que la juventud ande inquieta y desasosegada en lodos los órdenes, porque las cosas no cambian al ritmo que ellos desearían. Las «algaradas» juveniles que tanto pioliferan, en estos tiempos, en cualquier vertiente de la vida, son una prueba clarísima y fehaciente de esa verdad. Esta sicosis de prisa hace que los mismos que se manilicNlan «idealistas» a la hora de exigir —piden prácticamente lo imposible: la perfección, que nunca puede darse nbsoluta en ninguna cosa humana— sean muy «mediocres» en el momento de las realizaciones. Quieren que las CONOS se hagan aprisa, aunque ni estén maduras ni puedan evitarse los defectos que las convertirían en contraproducentes. Llega incluso a crear en no pocos de ellos una inclinndón morbosa: el afán de la novedad por la novedad porgue la prisa se manifiesta mejor con el cambio —aunque den absurdo — que con el perfeccionamiento de lo existen47

te. Ya se refirió Pío XII a este fenómeno en su Exhortación «Menti Nostrae» 6 . El Concilio con su apertura a las realidades de hoy, parece justificar esa prisa en el campo religioso y eclesial. Son bastantes, preferentemente entre los jóvenes, los que exigen la aplicación inmediata de todas las innovaciones que, a su juicio exigen los documentos conciliares. Incluso tachan de «inmovilistas» al Papa y a los obispos porque no hemos provocado «una revolución» en la Iglesia. Creen — y aun lo dicen— que pretendemos escamotear el espíritu y la orientación del Concilio porque no seguimos el ritmo que ellos quisieran imponer. No puede negarse que ha sido el mismo Paulo VI el que ha impuesto el ritmo lento en la aplicación de las reformas. Él, que no sólo aceptó plenamente el ritmo conciliar, sino que lo impulsó decididamente y que ha manifestado en repetidas ocasiones su voluntad decidida de aplicarlo con plenitud, repite con insistencia, tanto en intervenciones de carácter general como dirigiéndose a grupos responsables de esa aplicación: —recuérdese, por ejemplo el discurso que dirigió en octubre pasado a los miembros del Consilium para la aplicación de la Constitución sobre Sagrada Liturgia— que la renovación que ha de ser profunda no puede hacerse precipitadamente: ha de ir por grados. Esta conducta del Papa ha de hacernos reflexionar. Porque es significativo que él mismo que ya en los discursos conciliares urgía la puesta en práctica de las reformas y que más de una vez ha pisado el acelerador con fuerza, predique moderación y calma y exija a cuantos intervienen en este asunto que estudien con serenidad los problemas y anden con tiento y por grados en la ejecución de los cambios. La antinomia que algunos ven en el proceder de Pau6 Sigúeme, Salamanca "1964,102.

lo VI encierra una gran lección y manifiesta claramente la esmerada prudencia del Papa —la prudencia no es siempre indecisión ni paso lento; consiste, precisamente, en saber utilizar oportunamente tanto el acelerador como el freno para conseguir la velocidad conveniente—: lección que hemos de aprender todos en la parte que nos toca. Lejos de incluir una contradicción es una gran prueba de sabiduría y de tesón que a todos nos hace falta. Hay una cosa urgente —más bien inaplazable—: el que todos nos pongamos en línea conciliar, sin miedo y sin vacilaciones. Ha pasado el tiempo de la discusión, como decía Paulo VI, y hemos de aceptar lealmente el espíritu renovador que trae el Concilio. Hemos de esforzarnos por enfocar todos los problemas de la Iglesia a la luz de ese clima nuevo que ha sido obra del Espíritu. Es cierto que también aquí existen peligros y dificultades, como veremos después. Pero no ha de ser el recelo y la prevención ante los peligros que se inician, lo que inspire nuestra postura. El recelo refrena la espontaneidad. Reconociendo los peligros y previniéndonos contra ellos, ha de ser el afán de renovación el que positivamente oriente nuestra actitud. La ejecución, sin embargo, de la reforma ha de hacerse con lentitud y por grados, como dice el Papa. Hay razones apodícticas que lo exigen. MIRANDO AL FUTURO Los textos conciliares no intentan hacer la reforma sino orientarla. No se trataba de un congreso teológico que, cuando hace una afirmación, tiene que precisar sus implicaciones con las demás verdades reveladas, para encuadrarla científicamente dentro del campo de la teología. Ni de una Asamblea de Pastoral que, estudiando la realidad en que ha de actuarse, propone las tácticas más adecuadas 49

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de evangelización. No era una asamblea de juristas que se propusiesen concretar en textos jurídicos las nuevas normas eclesiales. Ni era una reunión de expertos o de técnicos que cuidan los detalles de la ejecución. El Concilio es un acto — el más solemne — del magisterio auténtico de la Iglesia. Su misión es señalar verdades y principios, bajo la inspiración del Espíritu Santo, que habrán de regular la vida y la actuación de los sacerdotes y fieles. Estas verdades propuestas habrán de ser desarrolladas, sistematizadas y aplicadas por los teólogos, por los juristas, por los expertos en pastoral. La reforma concreta ha de hacerse después del Concilio, aunque basándose, evidentemente en las orientaciones que él ha señalado. El Concilio Vaticano II, más pastoral que todos los anteriores por voluntad expresa de su iniciador, había de ofrecer elementos más valiosos en orden a la reforma de las estructuras y de los procedimientos de apostolado. Había de estar más encarnado en la realidad del mundo, ya que la pastoral se realiza de cara a unos hombres y a unas circunstancias concretas. A primera vista parece que las orientaciones conciliares podían ser de una aplicación más inmediata por esa razón. Realmente, sin embargo, esa misma característica aumenta la dificultad de la ejecución de la reforma. El Espíritu Santo ha removido fuertemente las conciencias y ha asistido a los Padres Conciliares para que preparasen el futuro de la Iglesia en orden a ese nuevo mundo que se está formando. La renovación que se contiene en los textos conciliares no es para el año 1966; ha de disponer a la Iglesia para las futuras contingencias. No basta entender la letra de los documentos. Es indispensable penetrar su espíritu para atísbar su largo alcance. Quizá por esta razón ha dicho un teólogo contemporáneo que los documentos conciliares deben interpretarse con espíritu profético.

No es tan fácil, por lo tanto, entender todas las exigencias que entrañan las afirmaciones conciliares. Corremos el riesgo de interpretar demasiado humana y racionalmente la inspiración de Dios, equivocando el camino. ¿Puede extrañar a nadie, aunque no fuese más que por esta razón, que el Papa, que siente la máxima responsabilidad de la Iglesia, extreme la prudencia y quiera proceder por grados para ir interpretando cada vez con mayor claridad lo que el Espíritu nos dice a través de «los signos de los tiempos»? Hace años ya, por ejemplo, que el Consilium trabaja con afán para planificar la reforma litúrgica. Son varios centenares de técnicos de todo el mundo los que han puesto su ilusión en esa labor tan interesante. Todos quieren interpretar de la mejor manera las orientaciones de la Constitución conciliar y darle al culto oficial toda la autenticidad y eficacia pastoral que exige. Muchos creían que la reforma litúrgica podría hacerse en poco tiempo. Ahora todos están convencidos de que no se puede correr. Incluso el Papa ha insistido varias veces en la conveniencia de proceder gradualmente para preparar bien los espíritus en orden a la totalidad de la reforma. Es muy vasto el horizonte que abre el Concilio en todos los órdenes. Es indispensable una máxima prudencia y serenidad para secundar los planes ambiciosos de Dios. SOBRE REALIDADES La renovación que propugna el Concilio tiene, como es sabido, una finalidad eminentemente pastoral: adecuar las estructuras y las formas de vida y de actuación cristiana a las necesidades y exigencias del hombre de hoy, a la mentalidad y a las costumbres de la humanidad actual, alcanzando al mundo en su rápido desarrollo. Un ele-

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mentó de juicio indispensable para acertar en la reforma es el conocimiento exacto, y a poder ser exhaustivo, de esas exigencias y necesidades. En esto todos seguimos de acuerdo. ¿Cómo conseguir la coincidencia en la apreciación de esas exigencias y necesidades? El problema resulta mucho más difícil de lo que pudiera aparecer a primera vista. Yo recuerdo perfectamente la reacción de muchos obispos orientales ante la primera redacción del Esquema XIII, cuando se trataba de dar una visión del mundo para precisar después la labor de la Iglesia en él. El mundo no es sólo Europa ni es sólo occidente. Aquella primera redacción hecha con criterio occidental, casi exclusivamente europeo, resultaba incompleta y parcial. Complica aún más la cosa el hecho de que el mundo sigue todavía evolucionando y no ha encontrado la nueva forma de cultura y de vida. El movimiento que se inició hace unos cuantos años sigue y cada día a un ritmo más acelerado sin que podamos precisar aún el cauce que ha de regular esa corriente y que nos dé cierta seguridad. Es lógico que no coincidan las apreciaciones y que sean distintos los juicios al precisar el momento en que se encuentra esa evolución y mucho menos al determinar las perspectivas más o menos inmediatas que ofrece. El Concilio, que se había de desarrollar en el plano de los principios, podía tener elementos suficientes — hay que contar, además, con la asistencia especialísima del Espíritu Santo— porque el procedimiento evolutivo tiene ya su orientación fundamental bastante clara. Es, precisamente, lo que ha determinado la nueva postura de la Iglesia o la llamada «línea conciliar». La reforma práctica ha de hacerse sobre realidades. Han de crearse estructuras concretas o renovarse las anteriores; han de iniciarse nuevos procedimientos de pastoral; han de encontrarse nuevas fórmulas para la transmisión del 52

«mensaje»; se ha de proyectar la luz del Evangelio sobre el campo inmenso y variable de lo temporal, etc. Y todo eso exige un conocimiento profundo de la realidad en que ha de hacerse la encarnación y de los módulos y valores que regulan la conducta de los hombres. Es lógico que no coincidamos todos en la apreciación de esa realidad que todavía es inestable. Sobre todo cuando la hemos de concretar a personas o ambientes determinados, que no siempre-presentarán las líneas generales con toda exactitud y sobre los que tenemos criterios y experiencias anteriores que difícilmente podemos olvidar. Es natural, por lo tanto, que surjan diferencias al tratar de concretar los detalles de la reforma y que sea indispensable un diálogo previo — y una prudencia audaz — para ir realizándola eficazmente. Si a esto se añade que para muchas cosas necesitamos el refrendo de la experiencia — antes que lleguemos a conclusiones definitivas — porque los principios teóricamente magníficos no siempre pueden aplicarse con exactitud — la vida es mucho más compleja y más rica que la teoría —, a nadie puede extrañar que se empiece por meras experiencias, que siempre van acompañadas de la timidez, para ir avanzando sobre seguro, recogiendo la luz del Espíritu que nos vendrá también a través de esas experiencias. En el Motu Proprio «Ecclesiae Sanctae» dice Paulo VI que las normas que establece para aplicar algunos decretos conciliares son tan sólo ad experimentum, como de prueba. Las reformas definitivas nos las dará el nuevo Derecho Canónico que, por lo mismo, habrá de renovarse sin prisas. No es fácil predicar prudencia a la generación del vértigo. Esa palabra ha perdido mucho prestigio ante ella porque la considera casi sinónimo de conservadurismo y de cobardía. Ahora, sin embargo, es cuando los hombres responsables han de estar más atentos a esa virtud, que no 53

excluye la audacia, aunque la dosifica. El equilibrio que ha querido mantener el Concilio y que está manteniendo el Papa supone una audacia extraordinaria, evitando las improvisaciones y las aventuras. PROPORCIONADA AL MEDIO AMBIENTE Las masas evolucionan con lentitud. Las costumbres y los hábitos no se cambian por decreto. Un cambio profundo que afecte a la gran masa de los hombres — en nuestro caso de los católicos— ha de hacerse con delicadeza, con discreción, con prudencia, con la debida preparación para que no resulte pernicioso. En el campo religioso, en el cual el convencimiento y el compromiso personal tienen tanta importancia y en el que están en juego intereses tan sagrados, la discreción y la delicadeza, son mucho más necesarias. Los cambios en la Iglesia han de salvar, además, y han de salvarlo íntegramente, el tesoro común que no se compone tan sólo de verdades teóricas sino de realidades vivas, ya que las ideas deben encarnarse en la vida. Y siempre es delicado operar en carne viva. Toda delicadeza es poca para que al corregir el defecto no se pierda ni un átomo de vida. Jesucristo nos mandó que tuviésemos un cuidado especial de los «pequeños». La Iglesia ha de ir con sumo cuidado al hacer innovaciones para no escandalizar a los pequeños, a los que por falta de formación o, simplemente, de personalidad, tardan mucho, quizá más de lo justo, en hacerse cargo de las cosas y asimilan con dificultad los cambios. Todo cambio ha de ir preparado por una catequesis especial y acomodada. Los más importantes habrán de estar prevenidos con unas experiencias que los vayan explicando y exigiendo. Tan sólo de esta suerte se podrá 54

conseguir el objetivo plenamente con los menos riesgos posibles. Es verdad que el Espíritu está obrando maravillas en su Iglesia. En cuatro años se ha producido un progreso — en la mentalidad y en la sicología de la mayor parte de católicos — para los que hubieran sido necesarios, normalmente, varios lustros. Parece que el Espíritu Santo tiene prisa porque la evolución rapidísima del mundo y el clima naturalista cada vez más intenso no admiten espera. Todos hemos visto con asombro que los mismos fieles que se manifestaban más reacios para admitir la corriente conciliar han recibido la primera reforma — la de la Misa — con verdadero entusiasmo y con mucho fruto. Tampoco podemos olvidar este detalle al intentar la renovación. Nosotros contamos con un elemento —la asistencia del Espíritu sobre la Iglesia— que debe hacernos optimistas; aunque sin caer en la temeridad ni creernos con espíritu carismático para imponer nuestros criterios. La reforma debe hacerse sin pausas, pero sin prisas. Lo interesante es que nos empeñemos todos en crear el clima adecuado para la misma y en ir formando lo más intensamente posible la mentalidad de los fieles. Después, se podrá ir más aprisa sin peligro. Los jóvenes, impetuosos, entusiastas, idealistas y poco prácticos por temperamento, quisieran acabar cuanto antes con muchas prácticas que les parecen absurdas, al menos totalmente anticuadas, y que quizá lo sean en efecto. No se dan cuenta de que «al arrancarse la cizaña se puede arrancar también con ella el trigo»: la fe que, aunque poco formada, es sincera y honda y que es la última explicación de muchas prácticas piadosas. Las experiencias que algunos han realizado en este sentido han dado ordinariamente mal resultado. Han quitado a los fieles el apoyo que tenían para su fe sin darle el que pudiese sustituirlo. A algunos pueden haberles puesto en peligro de perder su fe. 55

Es esto un problema muy serio para proceder ligeramente. Paulo VI decía a las religiosas benedictinas: «No debéis pensar que el Concilio es una especie de huracán arrollador, como una revolución, que trastueca ideas y costumbres y permite novedades insospechadas y temerarias. No, el Concilio es renovación, no revolución» 7 .

7 Alocución abadesas benedictinas italianas, 28-10-66. 56

III RENOVACIÓN ACORDE CON LA TRADICIÓN Es curioso observar cómo el Concilio más abiertamente renovador es el que ha extremado el interés en acudir a las fuentes: Escritura y Tradición, tanto para orientar y potenciar la reforma como para formar el espíritu auténticamente cristiano de los fieles, en orden a la misma reforma y a la acción pastoral que la Iglesia ha de realizar en nuestros días. Y es altamente significativo que al proponer a los religiosos los principios generales de renovación —eran muchos los que estaban pidiendo una actualización de las órdenes y congregaciones religiosas— hable, ante todo, de la fidelidad al Evangelio — «norma última de la vida religiosa» — y de la fidelidad «al espíritu y propósitos propios de los fundadores y a las sanas tradiciones» (PC 2). Y lo más interesante es que esa vuelta a las fuentes y esa fidelidad a la tradición aparece claramente exigida por el mismo afán de acomodar las estructuras y formas de vida a las características del mundo actual. Quizá la exigencia más fuerte y universal del hombre de hoy es la de la autenticidad. Y el cristianismo será, efectivamente, tanto más auténtico cuando más se conforme con el Evangelio y más puro conserve el espíritu de su Fundador. Dice Paulo VI en la «Ecclesiam suam»: «La Iglesia volverá a hallar su renaciente juventud, no tanto cambiando sus leyes exteriores cuanto poniendo interiormente su espíritu en actitud de obedecer a Cristo, y, por consiguiente, de observar aquellas leyes que ella, en el intento de seguir el camino de Cristo, se prescribe a sí misma». 57

Esto, que podía parecer extraño a algunos, es normalísimo en todas las personas e instituciones y es esencialmente vital en la Iglesia que no puede renovarse y perfeccionarse más que renovando continuamente el «descubrimiento de su relación vital con Cristo» (ES 22) 8 ; ya que toda la razón de ser de la Iglesia está en Cristo y en la presencia de Cristo en ella: «He aquí que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). La fidelidad a sí mismo es, así para las personas como para las instituciones, una exigencia ineludible de desarrollo y perfección. En la Iglesia, particularmente, que tiene como única finalidad continuar la obra evangelizadora de Cristo y ser como prolongación suya en el tiempo, esa fidelidad lo es todo para ella. Por eso «la reforma —como advierte el Papa— no puede referirse a la concepción esencial ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia Católica. La palabra reforma estaría mal empleada si la usáramos en ese sentido... si se puede hablar de reforma, no se debe entender cambio, sino más bien confirmación en el empeño de conservar la fisonomía que Cristo ha dado a su Iglesia, más aún, de querer devolverle siempre su forma perfecta que, por una parte, corresponda al plan primigenio y que, por otra, sea reconocida como coherente y aprobada en aquel desarrollo necesario que, como árbol de la semilla, ha dado a la Iglesia, partiendo de aquel diseño, su legítima forma histórica y concreta» (ES 29). Esa advertencia que el Papa ha repetido en distintas ocasiones nos previene contra un peligro, básico a mi juicio — el mismo Paulo VI lo ha señalado— que podría anular todos los propósitos renovadores que ha fomentado con tanto interés el Concilio. Es preciso tenerlo en cuenta. 8 Sigúeme, Salamanca 1964. En adelante las citas de la encíclica «Ecclesiam suam» se harán dentro del texto con la sigla «ES».

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EL GRAN PELIGRO

POSCONCILIAR

La reforma de la Iglesia ha de hacerse de cara al mundo y al hombre de hoy. Aceptando de la nueva cultura y de las formas de vida actuales, todos los elementos aprovechables. La atención a los llamados «signos de los tiempos» ha sido constante en el Concilio. Y que esa misma exigencia radica el peligro, el gran peligro, en el que pueden caer casi sin darse cuenta «los que no están bien arraigados en la fe y en la práctica de la ley eclesiástica» y aun católicos fervorosos y sacerdotes celosos y entregados que desean adentrarse en los nuevos ambientes que les son reacios: «la fascinación de la vida profana que es hoy poderosísima» (ES 30). El humanismo del Concilio puede llevarnos insensiblemente hacia el «naturalismo que amenaza vaciar la concepción originaria del cristianismo y atenta al carácter absoluto de los principios cristianos» (ES 31). La adaptación a las necesidades y exigencias del mundo puede confundirse con «la adaptación a los sentimientos y costumbres de los mundanos. .. y a la concepción profana de la vida como si fuese la mejor» (ES 30). La racionabilidad que queremos destacar en la vida cristiana puede impulsarnos a «una renuncia a las formas propias de la vida cristiana» (ES 31), pretendiendo racionalizar plenamente el mensaje para que sea entendido y aceptado por la generación actual. La preocupación por lo temporal que impone el Concilio, puede hacernos olvidar el punto de vista religioso y sobrenatural desde el cual la Iglesia ha de mirar necesariamente todos los problemas humanos. Así, por ejemplo, al pretender renovar el concepto de obediencia para que se acomode mejor a la dignidad de la persona humana y a la sicología del hombre de hoy, enriqueciendo su significado como ha dicho Paulo V I 9 , pode9 Audiencia General, 5-10-66. 59

mos desnaturalizar la obediencia como virtud cristiana que consiste en el acatamiento de la voluntad de Dios manifestada por las disposiciones de la autoridad legítima. Al ensayar nuevas formas de apostolado, podemos descuidar los factores sobrenaturales — alma de todo apostolado — que son los únicos capaces de convertir a la fe y de transfundir el espíritu evangélico. Al buscar unas estructuras jurídicas más eficaces, podemos perder de vista la naturaleza especial de esa sociedad misteriosa — la Iglesia — en la que lo jurídico ha de estar siempre al servicio del dogma y de la pastoral. Al procurar una mayor encarnación de la vida cristiana en las formas de vida actuales, podemos llegar a confundirnos con el mundo, borrando la distinción marcadísima que nos debe separar de él. En todos estos casos no se trataría de una renovación o de una reforma aceptable. Sería una verdadera traición. Es necesario, por lo tanto, que al enfocar seriamente el problema de la renovación posconciliar tengamos siempre en cuenta las dos condiciones fundamentales que deben inspirarla para que sea auténtica: — la fidelidad al Evangelio en la doctrina, en el espíritu y en la realización de la tarea evangelizadora, y — la fidelidad a lo esencial de la Tradición que bajo la asistencia del Espíritu Santo ha ido realizando históricamente el plan de Dios sobre su Iglesia. FIDELIDAD AL EVANGELIO La doctrina de la Iglesia no es suya. Ella la ha recibido de Dios y es misión suya conservarla, defenderla, transmitirla, auténticamente. Es la Palabra de Dios la garantía del acervo doctrinal. La Iglesia no puede añadirle ni quitarle una tilde. Podrá interpretarla, aclararla, definirla, enseñarla. Como esa doctrina está sustancialmente en el Evangelio, en el cual se recogen las enseñanzas y la vida del 60

Maestro, puede hablarse de fidelidad al Evangelio en el terreno doctrinal. El Antiguo Testamento y la Tradición son como la preparación y complemento del Evangelio. Toda la Sagrada Escritura es Palabra de Dios y la Tradición es eco, aclaración, explicación y complemento de esa Palabra. Era lógico de consiguiente que el Concilio reformador acudiese con especial interés a la Sagrada Escritura para cimentar todas sus determinaciones y haya urgido que la asamblea de los fieles mantenga un contacto directo, frecuente y amplio con la Palabra revelada. Aquella reforma, pues, que ponga en peligro las verdades de fe y no esté plenamente de acuerdo con las enseñanzas evangélicas ha de ser rechazada totalmente. La renovación será tanto más segura, auténtica y eficaz, cuanto más fielmente se base en la Palabra de Dios interpretada por la Iglesia. El Evangelio nos presenta, además, un espíritu. Un espíritu propio — el verdadero espíritu cristiano o de Cristo — distinto del espíritu o clima del Antiguo Testamento, que exige de los hombres una conversión interior, una verdadera «metanoia», porque está en contra del «espíritu del mundo». Espíritu, que si quisiéramos concretarlo en sus rasgos más característicos, podríamos señalar los dos que indica Paulo VI en su Encíclica «Ecclesiam suam», cuando habla, precisamente, de la renovación necesaria en la Iglesia: 11) El espíritu de pobreza El espíritu de pobreza, que «está de tal manera prorlamado en el santo Evangelio, tan en las entrañas del plan de nuestro destino al reino de Dios, tan amenazado por la valoración de los bienes en la mentalidad moderna; que es, por otra parte, tan necesario para hacernos comprender imitas debilidades y pérdidas en el tiempo pasado, y para 61

hacernos también comprender cuál debe ser nuestro tenor de vida, y cuál el método mejor para anunciar a las almas la religión de Cristo, y que es, en fin, tan difícil practicarlo debidamente, que nos atrevemos a hacer mención explícita de él» (ES 35). Hoy, además, los hombres — quizá por la misma obsesión del desarrollo económico y de la elevación del nivel de vida — están hipersensibilizados a este respecto. Es uno de los rasgos que están exigiendo muchos con marcada ininsístencia a la Iglesia y a los miembros destacados de ella. b)

El espíritu de caridad

El espíritu de caridad que «debe hoy asumir el puesto que le compete, el primero, el más alto en la escala de los valores religiosos y morales, no sólo en la estima teórica, sino también en la práctica de la vida cristiana» (ES 37). Caridad que nos impulse a servir a todos y a sacrificarnos por todos y que llene de delicadeza nuestro trato con los demás, aun con los que viven fuera de la Iglesia y se sienten alejados de ella. c)

El espíritu de libertad

Quizá podría añadirse también el espíritu de libertad propio de los hijos de Dios — «qua libértate Christus nos liberavit» (Gal 4 , 2 1 ) — y que es el que señala el mismo Concilio como nota distintiva de la educación cristiana: «Su nota distintiva (de la escuela católica) es crear un ambiente en la comunidad escolar animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad» (GE 8). El Evangelio nos presenta, finalmente, a Jesús evangelizando y nos recuerda sus consignas y normas dadas a los apóstoles cuando les transmite la misión de evangelizar. Las circunstancias de entonces eran muy distintas a las de ahora. El mundo con que se enfrentaban los apóstoles 62

no era el mundo de hoy. La misión, no obstante, continúa siendo la misma. Los valores fundamentales y la orientación básica no pueden cambiar. La encarnación del mensaje a la mentalidad y a los condicionamentos de cada época y la práctica de la evangelización a través de circunstancias concretas, aunque distintas, pueden inducirnos, casi sin darnos cuenta, a destacar lo secundario descuidando lo principal, o a confundir con la esencia — lo permanente — del mensaje cualquier postura concreta, útil en un tiempo determinado. El «espíritu defensivo» que ha superado el Concilio y a que antes me refería puede ser un ejemplo de ello. La renovación debe hacerse, precisamente, contrastando las normas actuales de evangelización con las que nos ofrece el Evangelio para desechar lo superfluo —quizá completamente caducado ya — manteniendo con la mayor pureza posible la orientación inicial. La predicación de Cristo y de los apóstoles continúa siendo válida para nuestro tiempo y para los siglos futuros. La vida de Cristo y de los apóstoles y los procedimientos pastorales que ellos emplearon continúan, sustancialmente, teniendo vigencia en nuestros días. Hemos querido quizá adornar las palabras evangélicas porque nos parecían excesivamente sencillas y llanas. Hemos intentado soslayar los grandes temas de la predicación paulina, por ejemplo — e l del misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia— porque los juzgábamos desplazados de nuestro mundo. Hemos puesto el acento pastoral en los recursos humanos porque desconfiábamos de la oración, del sacrificio, de la pobreza, como medio de evangelizar a esta generación del desarrollo económico. Ahora nos damos cuenta de que los hombres de hoy prefieren las palabras llanas y sencillas del Evangelio a nuestras disquisiciones retóricas y de que, cuando el Concilio ha querido presentar al mundo moderno la verdadera faz de la 63

Iglesia, ha empezado hablándole de su misterio, como san Pablo. Ahora lamentamos que con todos los recursos técnicos hemos fracasado en nuestra tarea pastoral y el mundo se ha ido organizando cada día más abiertamente al margen de la Iglesia penetrado por un naturalismo exacerbado y rabioso. La renovación debe hacerse buscando la mayor fidelidad posible al Evangelio. Y nadie dirá que esa fidelidad fomenta el inmovilismo. Son muchas cosas las que se han de reformar para que el espíritu evangélico penetre todas las estructuras y formas de vida. Habremos de empezar reformándonos a nosotros mismos, como afirmaba el Papa, porque «la meta principal del Concilio era infundir en el Pueblo de Dios claridad, consciencia, buena voluntad, devoción, celo, buenos propósitos, nuevas esperanzas, nuevas actividades, energía, espiritualidad, fuego» ,0 . Y habremos de reformar nuestras tácticas pastorales para que nuestra evangelización se funde, «no en persuasivos discursos de humana sabiduría, sino en la manifestación y poder del Espíritu», a fin de que la fe que nosotros suscitemos «no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,4). Esa vuelta al Evangelio que nos haga fieles a su doctrina, a su espíritu y a su orientación evangelizadora es la única garantía de seguridad para que acertemos plenamente en la labor posconciliar y para que podamos contrarrestar el ambiente naturalista que, casi sin querer, se infiltra también en nuestros espíritus. Por algo el Concilio de la reforma es el que ha promulgado claramente la vocación general a la santidad de todos los miembros del Pueblo de Dios (LG 51) y ha recordado a los presbíteros que las tareas pastorales tan sólo pueden entenderse y realizarse eficazmente con un gran espíritu de fe (PO 22). i° Audiencia General, 29-12-65.

FIDELIDAD SUSTANCIAL A LA TRADICIÓN «El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que toma un hombre y lo siembra en su campo. El cual grano es, ciertamente, la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es mayor que todas las legumbres, y se hace árbol, de modo que los pájaros del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13,31). La vuelta a las fuentes — la fidelidad al Evangelio, tal como he explicado — como base de la renovación, puede tener sus quiebras si no la entendemos rectamente. Algunos han llegado a pensar que la vida cristiana y las estructuras eclesiales habían de tener ahora las mismas características que tenían en los primeros siglos de la Iglesia, cuando por la predicación de los apóstoles se iniciaban las comunidades cristianas. Es éste un engaño en el que han caído algunos, llevados de un deseo de mayor autenticidad. Por eso es conveniente no olvidar la parábola del granito de mostaza que se refiere sin duda alguna, a la Iglesia. Paulo VI nos prevenía también contra este peligro: «No nos engañe el criterio — escribía — de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus proporciones iniciales mínimas» (ES 29). El desarrollo histórico de la Iglesia, tanto en la parte doctrinal, como en el culto, en sus estructuras jurídicas y en sus tácticas pastorales, obedece a un doble impulso: la acción del Espíritu Santo y la intervención del hombre; éste puede fallar, pero la asistencia del Espíritu asegura siempre la fidelidad sustancial. El hilo de la tradición no puede romperse en la Iglesia porque está trenzado por la providencia que la gobierna de una manera, aunque invisible, real y eficiente. Por eso «no podemos acusar de infidelidad a nuestra amada y santa Iglesia de Dios... tenemos la luminosa certeza y la gozosa convicción... de poseer en

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el gran patrimonio de verdades y costumbres que caracterizan a la Iglesia Católica tal como hoy es, la herencia intacta y viva de la tradición originaria apostólica» (ES 29). La realidad que expresa la parábola del granito de mostaza se ha cumplido y se seguirá cumpliendo bajo la mirada providente de Dios, el mejor pedagogo, que sabe ir revelando sus misterios de manera gradual y acomodándose a la capacidad de los hombres y que sabe llevar a cabo sus planes con sabiduría, aunque a nosotros no se nos alcancen siempre sus designios. Desde el primer rayo de luz que aparece en el Génesis con el anuncio de la redención hasta Jesucristo, ha ido progresando continuamente la revelación de Dios. Desde que Jesucristo establece su Iglesia hasta nuestros días ha ido desarrollándose y perfeccionándose el cuerpo místico de Cristo en la tierra y seguirá su camino de progreso hasta el último día, para encontrar su plenitud en el cielo. El culto litúrgico, cení rado en los primeros momentos en la fracción del pan, ha ido desenvolviéndose majestuosamente hasta constituir un patrimonio exuberante y glorioso con el culto eucarístico; también, fuera de la Misa, con la devoción al Sagrado Corazón y a la Santísima Virgen y hasta con las devociones populares que llenan la vida de los cristianos para que puedan cumplir la consigna del maestro: «Conviene orar siempre» (Le 16,1). Las estructuras jurídicas y administrativas de la Iglesia, rudimentarias en los comienzos, han adquirido la majestad y solidez que exigía su propia naturaleza y que reclamaba la misión que ella ha de cumplir, extendida por todo el mundo para ser el fermento de una sociedad humana compleja y cada día más técnicamente organizada. La autoridad suprema y universal del Romano Pontífice — Cabeza y fundamento de la Iglesia: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18) —; la personalidad de los obispos — sucesores de los apóstoles y como tales

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I andamento también de la Iglesia universal — con su autoridad local y sus preocupaciones universales, la naturaleza de las Iglesias particulares con su demarcación territorial y su vinculación subordinada a la Iglesia universal, etc., son verdades y hechos que han ido perfilándose a través de los siglos, desarrollando la constitución fundamental que Jesucristo dio a su Iglesia. Las preocupaciones y tácticas pastorales y los procedimientos de apostolado han ido enriqueciéndose a través de los tiempos con nuevas formas y detalles sobre un fondo inalterable y atesoran riquísimas experiencias que podemos olvidar. Sería una locura, aun en este campo eminentemente práctico, empeñarse en partir de cero cuando tantas maravillas se han producido por inspiración de Dios. Es verdad que el elemento humano ha podido tener sus fallos en ese progreso histórico. En el desarrollo de la liturgia y de la piedad han podido mezclarse elementos menos propios que deberán eliminarse. O formas y prácticas piadosas circunstanciales que no tienen vigor más que en una época determinada y que será necesario revisar. Puede suceder también que una excesiva frondosidad de prácticas externas llegue a poner en peligro la misma vitalidad de la devoción. Ello habrá de ser objeto de revisión y, en su caso, de reforma. Nunca será lícito, sin embargo, desvalorizar lo permanente que forma parte ya del tesoro de la Iglesia. Reconocer culpas y defectos en el elemento humano de la Iglesia es legítimo. Los ha de haber necesariamente. Ese acto de humilde sinceridad es muy evangélico y a tollos nos hace un bien. Sin olvidar, no obstante, que «el divino Salvador dirige y gobierna directamente por sí mismo la sociedad por Él fundada», de una manera invisible, pero real 11 . La indefectibilidad sustancial de la Iglesia a través de los tiempos está plenamente asegurada. 11 «Mystici corporis», Sigúeme, Salamanca 41959,28.

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La juventud, inconformista por temperamento, es ahora rebelde. Quisiera romper totalmente con el pasado para forjar ella el mundo nuevo que desea. No le faltan motivos para desconfiar de muchas cosas pasadas, incluso en el campo eclesiástico, que aun consideradas hasta ahora como insustituibles, han perdido ya su razón de ser. El peligro estriba en que juzguen de las cosas sobrenaturales con el mismo criterio con que enjuician las realidades humanas y se olviden que la Iglesia es una sociedad distinta, única, que no puede encerrarse dentro de los módulos normales para las otras agrupaciones humanas. «Debemos servir a la Iglesia — escribía el actual Pontífice— tal cual es, y amarla con el sentido inteligente de la historia y con la humilde búsqueda de la voluntad de Dios que asiste y guía a su Iglesia, aun cuando permite que la debilidad humana oscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de su acción, lista pureza y esta belleza son las que estamos buscando y queremos promover» (ES 29). La reforma debe hacerse según la voluntad de Dios. No son nuestros criterios personales o los módulos que nos ofrezca el mundo los que habrán de regularla. Y la voluntad de Dios la conocemos a través de la revelación — la Palabra de Dios nos ofrece cada día luces nuevas —, a través de la tradición eclesiástica en la que cristalizan los planes de la Providencia, y a través del magisterio auténtico. «No nos fascine, decía el mismo Paulo VI, el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera aquella expresión eclesial que naciese de ideas particulares — fervorosas, sin duda, y tal vez persuadidas de que gozan de la divina inspiración — introduciendo así sueños arbitrarios de renovaciones artificiales en el diseño constitutivo de la Iglesia» (ES 29). La renovación debe acomodarse a la tradición de la Iglesia.

IV RENOVACIÓN TRANSIDA DE HUMANISMO

Pablo VI dedicó su discurso de clausura a destacar y aprobar la orientación humanística del Concilio. Quiso aprovechar esa ocasión solemne para justificar plenamente la nueva postura tomada por la Iglesia en esa asamblea extraordinaria de su magisterio. No cabe duda que ha sido este detalle el que más ha sorprendido a todos — particularmente a los no cristianos — y el que puso en labios del Papa estas palabras: «Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo; también nosotros — y más que nadie— somos promotores del hombre» I2 . Ésta, podríamos decir, ha sido la vertiente nueva señalada y urgida por el Concilio que ha de especificar también la renovación eclesial. Es interesante, por lo tanto, descubrir su íntima naturaleza y sus principales detalles para orientar la tarea renovadora. ATENCIÓN AL HOMBRE Lo primero que salta a la vista es que «el Concilio se ha ocupado mucho del hombre tal cual hoy en realidad se presenta» y que ha manifestado «un interés prevalente por los valores humanos y temporales». i2 Alocución, 7-12-65.

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Y no ha recurrido a principios filosóficos o a elucubraciones teóricas para enfocar el problema. Se ha preocupado «del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo se hace el centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir, cubierto con las vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de los Padres conciliares... se ha levantado el hombre trágico en sus propios dramas, el hombre super-hombre de ayer y de hoy, y, por lo mismo, frágil y falso, egoísta y feroz; luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que llora; el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el hombre rígido, que cultiva solamente la realidad científica; el hombre tal cual es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de algo; el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor; el hombre individualista y el hombre social; el hombre que alaba los tiempos pasados y el hombre que sueña con el porvenir, el hombre pecador y el hombre santo...» Y hasta tal punto llegó la preocupación por el hombre que pudo afirmar el Papa: «el descubrimiento de las necesidades humanas ha absorbido la atención de nuestro Sínodo» I3 . El carácter sobrehumano del cristianismo ha podido hacernos olvidar o, al menos descuidar, el factor hombre que es, al fin y al cabo, quien ha de vivir la vida sobrenatural y ha de salvarse. En principio la Iglesia ha sido siempre la gran defensora de la dignidad personal del hombre y ha realizado esfuerzos extraordinarios para conseguir su promoción, particularmente cuando la sociedad civil no tenía conciencia de sus deberes en el orden cultural, bené13

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Ibid.

fico, etc. Prácticamente, sin embargo, ha podido acontecer que hablando de las «almas» nos hayamos olvidado de la totalidad del hombre. Incluso algunos casi exigían la anulación de la propia personalidad por razones ascéticas. Estábamos, además, tan acostumbrados a las debilidades y flaquezas del hombre que hemos formado un juicio peyorativo de él y creíamos improcedente, al menos poco interesante, preocuparnos de las necesidades y problemas humanos desde el punto de vista religioso y por motivos sobrenaturales. El Concilio nos impone una clara rectificación en este sentido. Paulo VI nos dirá que el que observe ese interés del Concilio por el hombre «no puede negar que tal interés se debe al carácter pastoral que el Concilio ha escogido como programa, y deberá reconocer que ese mismo interés no está jamás separado del interés religioso más auténtico, debido a la caridad, que únicamente lo inspira — y donde está la caridad allí está Dios —, o a la unión de los valores humanos y temporales con aquellos propiamente espirituales, religiosos y eternos, afirmada y promovida siempre por el Concilio; éste se inclina sobre el hombre y sobre la tierra, pero se eleva al reino de Dios». Y aún añadirá el Papa más hermosamente: «Y si recordamos... cómo en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo, el Hijo del Hombre, y si en el rostro de Cristo podemos y debemos, además, reconocer el rostro del Padre celestial... nuestro humanismo se hace cristianismo, se hace teocéntrico; tanto que podemos afirmar también: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre» I4 . Esta atención preferente al hombre, tal como hoy se nos presenta: con sus grandezas y con sus miserias; al hom14

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bre, tal como va configurándose por la influencia de la técnica y del desarrollo económico, es una lección magistral que nos da el Concilio y que ha de impregnar toda nuestra acción pastoral. Porque el humanismo moderno que, apoyado en las grandes conquistas realizadas últimamente que conceden al hombre el dominio de casi todas las fuerzas de la naturaleza, quiere convertir al hombre en el principio y fin de la vida y de la historia, tiene valores positivos que hemos de recoger —quizá los habíamos olvidado hasta ahora— y tiene vacíos que hemos de llenar. Difícilmente podrá hoy el mundo llegar a Dios sino es por el conocimiento y servicio al hombre. Y no logrará dar a la vida humana toda su trascendencia sino es mediante el conocimiento de Dios. Éste puede ser nuestro testimonio más eficaz. La pastoral adquiere a la luz del Concilio una dimensión nueva en el fondo y en la forma. Los temas humanos han de entrar normalmente en el ámbito del magisterio ordinario y la preocupación por las necesidades del hombre ha de informar el celo pastoral. Ésta es Ja primera verdad que hemos de tener en cuenta porque condicionará extraordinariamente la eficacia del apostolado. No es ésta una novedad que rompa el hilo de la tradición de la Iglesia, como alguien podría suponer, antes al contrario, entronca con lo más auténtico de la misma. Si se había producido una ruptura entre la Iglesia y el mundo, en los últimos siglos, y habíamos descuidado esos temas humanos, fue por circunstancias externas que presionaron sobre el común de los cristianos. La tradición humanística de la Iglesia ha sido maravillosa y constante. Esa atención prevalente al hombre ha sido concebida por el Concilio como un acto de servicio: «Toda esa riqueza doctrinal — dice el Papa refiriéndose a los temas, principalmente, de la Iglesia en el mundo actual— se vuelca en una única dirección: servir al hombre... La Iglesia se 72

ha declarado casi la sirvienta de la humanidad precisamente en el momento en que tanto su magisterio eclesiástico como su gobierno pastoral han adquirido mayor explendor y vigor debido a la solemnidad conciliar; la idea de servicio ha ocupado un puesto central» I5 . «Por nosotros, los hombres, bajó del cielo», decimos en el Credo de la Misa señalando el fin de la Encarnación. Por los hombres y para los hombres ha sido instituida la Iglesia. Es lógico que la pastoral sea un acto de servicio a los hombres y que los problemas humanos preocupen seriamente a los pastores. También la forma de la pastoral habrá de cambiar, como veremos al estudiar los detalles del humanismo conciliar. RESPETO AL HOMBRE: A SU DIGNIDAD, A SUS DERECHOS «El Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, debe considerar al prójimo, sin ninguna excepción, como otro yo», dice la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (GS 27) y explicando la vertiente humanística del Concilio decía el Papa: «Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige no menos la caridad que la verdad; pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo, en vez de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores; en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza; sus valores no sólo han sido respetados, sino honrados; sostenidos sus incesantes esfuerzos; sus aspiraciones purificadas y bendecidas» l6 . Estábamos acostumbrados al tono pesimista con que la ascética hablaba siempre del mundo y de las realidades 15 16

Ibid. Ibid. 7?

humanas. Parecía latir en muchas de esas afirmaciones, una desconfianza instintiva hacia todo lo humano. Era fácil llegar prácticamente a la desvalorización del hombre, aunque la doctrina nos recordase que había sido creado a imagen y semejanza de Dios, constituido rey de la creación y elevado al orden sobrenatural. Es cierto que desde León XIII el respeto a la dignidad de la persona humana y el reconocimiento de los derechos del hombre habían sido reconocidos y proclamados reiteradamente por el magisterio. Son hermosos y definitivos, por ejemplo, los textos de Pío XII a este respecto. Pero quizá hasta el Concilio no nos habíamos dado cuenta del respeto y veneración que merece el hombre por la misma condición que Dios le ha dado y que le constituye en centro de todas las cosas de la tierra. «No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material — dice el Concilio— y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero: a estas profundidades retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino» (GS 14). Ese respeto al hombre que incluye el reconocimiento de todos sus derechos y, sobre todo, el de su libertad responsable por la que es él quien «personalmente decide su propio destino» está en el fondo de casi todos los documentos conciliares. Es, al menos en su formulación, una novedad de extraordinaria importancia que estaba exigida por la madurez sicológica que ha conseguido la humanidad en nuestros días. En el Concilio presenta un doble carácter. Negativamente, condena todos los atentados contra la dignidad de la persona y todas las coacciones externas que pueden reprimir o anular la libertad personal. Positivamente sub74

raya las consecuencias de esa dignidad, incluso en el orden religioso, y proclama decididamente la obligación que pesa tanto sobre los individuos como sobre las sociedades — muy particularmente sobre la autoridad — de defender y promover los derechos inalienables del hombre. Con verdad podía afirmar Paulo VI que aun los no cristianos deben estar agradecidos al Concilio ya que su postura puede influir de una manera decidida en la promoción total del hombre, tal como están exigiendo las circunstancias actuales y están reclamando todos los hombres de buena voluntad. En el aspecto negativo dice, por ejemplo, el Concilio: «Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia, y el mismo suicidio deliberado —; cuando viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la exclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas esas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (GS 27). Y añade después: «Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión debe ser vencida y eliminada por contraria al plan divino... Más aún, aunque existen diversidades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige se llegue a una situación social más huma-

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na y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional» (GS 29). Por eso dirá al hablar de la sociedad: «El orden social pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal y no al contrario» (GS 26). Es necesario tener la sensibilidad muy despierta para captar todos esos atentados, que con procedimientos más o menos disimulados y hasta con excusas de bien común, se están haciendo a la dignidad de la persona humana. Y hemos de procurar ordenar de tal suerte nuestra pastoral que no produzca una coacción que sería inadmisible a la luz de esa doctrina. Ésta es la razón por la que el Concilio se declaró opuesto al «proselitismo» religioso tal como era entendido por algunos. El celo por la salvación de las almas es uno de los distintivos del auténtico cristianismo. La mejor manera de agradecer al Señor el don de la fe es sentir la necesidad de difundirla y propagarla. Pero también cabe la indiscreción en el celo. Algunos, impulsados por su entusiasmo, quisieran salvar a los hombres un poco a la fuerza. Comprenden que es éste el mayor de los bienes que pueden proporcionar a sus hermanos —la salvación eterna— y creen que son lícitos y laudables todos los procedimientos para conseguirlo. No tienen en cuenta que ha sido el mismo Dios el que ha hecho libre al hombre y ha dejado en sus propias manos la última decisión. No podemos ir en contra del plan de Dios, aunque sea muy excelso el fin que nos propongamos. La Declaración sobre libertad religiosa es quizá el documento más significativo en el orden positivo. En él se 76

dice que «pertenece esencialmente a la obligación de todo poder civil el proteger y promover los derechos inviolables del hombre» (DH 6) y se dan normas para que se respete el derecho de cada hombre a guiarse por el dictado de su propia conciencia y para que se defienda la libertad religiosa de los individuos y de las comunidades. Es un nuevo planteamiento de la cuestión que obedece a ese respeto al hombre que caracteriza al Concilio. Es interesante, sin embargo, observar cómo en casi todos los textos conciliares, tanto en la Constitución dogmática sobre la Iglesia como en la Declaración sobre la educación cristiana, tanto en el Decreto del Ecumenismo como en el de las religiones no cristianas, es el reconocimiento positivo de la dignidad de las persona humana y de sus derechos el que inspira sus afirmaciones. Todo ello nos obligará a rectificar criterios y a cambiar procedimientos que quizá considerábamos perfectos. La obra del Creador ha de ser respetada totalmente. La gracia no destruye la naturaleza, como reza el axioma teológico, antes la eleva y la perfecciona. Nada inhumano o antihumano puede ser cristiano. SIMPATÍA Y OPTIMISMO El Papa ha señalado otro detalle en ese humanismo conciliar: «Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo», dice refiriéndose al encuentro de la Iglesia con el hombre actual. Y añade: «Hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno» 17. Conviene destacar este clima porque tan sólo de esta Niierte podrá tener toda su eficacia ese acercamiento al '7 Alocución, 6-12-65. 77

mundo para salvarlo que, iniciado por el Concilio, ha de ser continuado ahora por la actuación pastoral. Porque quizá habíamos aceptado como un axioma el antagonismo entre la Iglesia y el mundo. Fundándonos en palabras del Evangelio, habíamos llegado a creer que el mundo era el «enemigo» y que el hombre atareado en las cosas mundanas y temporales había de estar casi al margen de lo sobrenatural. Como si entre la Iglesia y el mundo hubiese de existir necesariamente una guerra continua en la que no era posible la alianza ni la componenda. En los últimos siglos, particularmente en el siglo pasado y primera parte del presente, la ruptura de la Iglesia con la civilización profana había sido casi total. La influencia de la Iglesia en el mundo había de ser exigua necesariamente. Incluso el «amor con que Dios había amado al mundo hasta darle a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16), parece que nos obligaba a condenar al mundo por no haberle recibido. Y la condenación ahondaba cada vez más la separación. Superadas las circunstancias históricas que quizá explicasen aquella conducta, el Concilio ha cambiado de postura. «La religión católica y la vida humana reafirman así su alianza», como dice el Papa. «La religión católica es para la humanidad; en cierto sentido, ella es la vida de la humanidad» l8 . La Iglesia ha de sentirse solidaria de esa humanidad a la que ha de salvar. Ha de mirarla con simpatía y, recordando su misión y los poderes recibidos de Cristo, ha de sentirse optimista. Al fin y al cabo, también el desarrollo humano está dirigido y encauzado por la providencia de Dios. Todas las cosas pueden convertirse en instrumentos de evangelización si sabemos utilizarlas. La nueva cultura y el cambio extraordinario que ha conseguido la humanidad son «medios» que el Señor nos ofreís Alocución, 7-12-65. 78

ce para que la Iglesia pueda cumplir su misión evangelizadora. Cuando el Concilio quiere iniciar el diálogo con el mundo de hoy, hablando con él de los problemas que le inquietan y le angustian, empieza ratificando su solidaridad con todos los hombres: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de salvación para comunicarla a todos. La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1). Y a lo largo de todo el documento bien se ve la simpatía con que se registran todos los progresos del hombre y el optimismo con que emprende ese diálogo cordial con el mundo sobre cuestiones vivas y palpitantes. El mundo, aun el no cristiano, se ha dado cuenta de que la Iglesia le comprende y le ama. No es extraño que vuelva esperanzado los ojos hacia ella en estos momentos de angustia y confusión. Realmente, ésa fue la conducta que siguió el Maestro en su vida como nos atestigua el Evangelio. Tiene compasión por las multitudes que «andan errantes como ovejas sin pastor» (Mt 9, .36), y va prodigando beneficios materiales a lo largo de toda su vida. No se desentiende de los enfermos y de los que tienen hambre, como tampoco se desentiende de los pecadores. Para unos y para otros reserva sus mayores delicadezas, las manifestaciones más expléndidas y persuasivas de su misericordia, de su simpatía y de su amor. El mundo no es esencialmente malo, aunque tenga un espíritu contrario al de Cristo por la herencia del pecado. 79

El hombre siente el vacío de Dios, aunque quiera aturdirse con el trabajo y los placeres. La Iglesia ha sido instituida para salvar al mundo y para llenar ese vacío del corazón del hombre. Incluso la Iglesia puede ofrecer al hombre su verdadera dimensión, su auténtica excelencia. «La religión católica, como dice el Papa, es la vida de la humanidad por la interpretación, finalmente exacta y sublime, que nuestra religión da del hombre (¿no es el hombre, él sólo, misterio por sí mismo?), y la da precisamente en virtud de su ciencia de Dios: para conocer al hombre, al hombre verdadero, al hombre integral, es necesario conocer a Dios» "'. No podemos ser pesimistas por muy negra que aparezca la realidad que nos envuelve. Dios sigue amando a este mundo de hoy y sigue entregando por él a su Hijo Unigénito. La Iglesia tiene el tesoro de la verdad y de la gracia de Dios que puede «salvar a todo hombre que venga a este mundo». Las circunstancias actuales han sido ordenadas y permitidas por Dios en favor del hombre. Tan sólo entregándonos a la tarea pastoral con ese optimismo y mirando con simpatía todo lo de nuestros hermanos, los hombres, es como podremos secundar los planes de Dios en este momento histórico de la Iglesia y del mundo.

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V SINCERIDAD Y AUTENTICIDAD «El reino de los cielos está dentro de vosotros», dijo el Maestro (Le 17,21). «Dios es espíritu —añadió—, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad» El cristianismo no es una postura externa sino una disposición interior. La vida sobrenatural que la gracia nos participa no trasciende al exterior. Ni aun la propia conciencia puede experimentar esa transformación que se opera en el alma. Pero la vida sobrenatural se encarna en el hombre que la ha de vivir según su propia condición. Y el hombre, alma y cuerpo, necesita también de los actos externos para exteriorizar y aun para mantener sus disposiciones interiores. El carácter comunitario del cristianismo —Jesucristo quiso salvarnos incorporándonos a Él y haciéndonos miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia — y la naturaleza visible de la sociedad por Él fundada exigen, además, ritos, ceremonias, prácticas externas, costumbres colectivas, estructuras jurídicas, etc., que en el plan de Dios son indispensables como complemento y manifestación de nuestra entrega a Dios y de la aceptación de su doctrina y de su fe. Dada la condición del hombre, abierto a las impresiones sensibles por las que recibe los mismos elementos de su propia vida espiritual, no es extraño que algunas veces se deje deslumhrar y como dominar por las cosas externas son las que más directa e inmediatamente le impresionan— descuidando un tanto lo principal, que es el espí81 s

ritu; incluso que se acostumbre a aquellas prácticas religiosas dándoles valor por sí mismas, olvidando que es la disposición interior la que ha de darles su aliento vital y su auténtico significado. Cuando los siglos, además, han ido dejando su impronta en las estructuras eclesiales y en los actos de culto que van pasando de generación en generación con las aportaciones de las distintas épocas, siempre se corre el riesgo de que el núcleo básico e inicial de los mismos vaya desdibujándose en la conciencia de muchos perdiendo entonces, su plena autenticidad. Toda tradición ha de ser viva, actualizándose continuamente, para que no pierda su valor y no consiga un efecto distinto, quizá contrario, al que debería producir. Esta ley también tiene valor en la parte humana de la Iglesia y por eso la renovación es una exigencia ineludible y constante de las estructuras y formas de vida de la sociedad cclcsial. El Concilio tenía como fin «confrontar la imagen ideal de la Iglesia — tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como su esposa santa e inmacuhóa — y eJ rosiro rea} que hoy la Iglesia presenta» haciendo un «a modo de examen interior frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de Sí» (ES 6). Esa revisión de vida que el Concilio realizó con toda lealtad, ante el asombro, incluso el escándalo de algunos, había de poner al descubierto defectos y fallos que casi son inevitables en todos los procesos humanos. Defectos que aun sin culpa de nadie podían oscurecer su autenticidad evangélica o la autenticidad de muchas de sus manifestaciones. La renovación debía proponerse, por lo tanto, con esa finalidad: la de conseguir en lo posible la máxima sinceridad en la vida de todos los cristianos y reorganizar de tal suerte sus formas de expresión y de vida que reflejasen con toda pureza ante los ojos del hombre de hoy su autenticidad evangélica. Con ello, al propio tiempo que se velaba por la pureza de la fe y se 82

garantizaba la fecundidad de la vida cristiana y la actualización de las estructuras y actos de culto, se daba una respuesta adecuada a la generación presente que presume de sincera y de auténtica —aunque no siempre resplandezcan esas condiciones en su vida — y que pone en esas dos virtudes la base de la verdadera honradez. La renovación posconciliar deberá hacerse con este signo. EL COMPROMISO

PERSONAL

El ambiente influye en todos los hombres. El clima familiar y social en que uno vive inmerso va conformando poco a poco su espíritu, creando en él hábitos, tendencias, inclinaciones casi instintivas en las que apenas si ha tenido parte su iniciativa personal. Todos somos — en mucho o en poco, más bien en mucho—, hijos del ambiente. Hace falta una personalidad muy acusada — o un amor propio rayando en el orgullo — para que uno cree su propia vida, prescindiendo, incluso contradiciendo, la fuerza del ambiente qcre le aprisiona. Y esto es verdad tanto en el orden de la cultura como en el de las costumbres familiares y sociales. Lo mismo acontece, y quizá con mayor fuerza, en el orden religioso. Cuando los apóstoles predicaban el Evangelio a los judíos o a los paganos de su tiempo, el bautismo era siempre la consecuencia de una aceptación plena y libre del mensaje cristiano. Se trataba de una verdadera conversión que encerraba un compromiso personal, a veces heroico. Tenían que arrancarse del ambiente de su familia, de su familia, de su grupo, de sus creencias, para aceptar una doctrina extraña y misteriosa que estaba en contradicción con la escala de valores que todo el mundo aceptaba. Esto les exigía una madura reflexión y una verdadera «metanoia» que les llevaba a adquirir aquel compromiso serio y trascendental que incluía la aceptación de la nueva fe. 83

Después de veinte siglos de cristianismo cuando la «buena nueva» ha entrado en la vida normal de muchas naciones, hasta tal punto que toda una civilización —la occidental— ha podido llamarse civilización cristiana, cuando muchas de las ideas evangélicas han recibido el refrendo de generaciones y generaciones y la Iglesia ha influido incluso en ambientes profanos, el problema se presenta de distinta manera. En naciones secularmente cristianas la diferencia es mucho mayor. La tradición, el ambiente familiar y social — las mismas costumbres públicas, en no pocas ocasiones— forman con todos un ¡alante católico que puede confundirse fácilmente con la convicción personal y con el compromiso libremente adquirido. Sus miembros reciben el bautismo antes del uso de razón, cuando no pueden aceptar libre y responsablemente la fe que se les infunde; abren los ojos a Ja vida dirigidos y presionados por el clima de su familia y por los hechos sociales que apenas si les dejan libertad para evadirse de ellos. Lo normal será que la mayor parte sigan siendo católicos porque no pueden ni imaginar que razonablemente se puede ser otra cosa. Refiriéndome al caso de nuestra Patria, escribía yo en otra ocasión: «España es una nación tradicionalmente católica. Con todas las ventajas que entraña una tradición hecha carne. Pero con todos los inconvenientes a la vez que tienen siempre los hechos masivos y tradicionales. Casi sin darnos cuenta hemos hecho de la religión católica una realidad nacional. Y la vivimos con el mismo ímpetu, con el mismo fondo de sinceridad, pero con la misma inconsciencia con que vivimos las demás realidades nacionales. Para muchos la fe no es un compromiso personal. No es una responsabilidad consciente. Es como un patrimonio o como una herencia que han recibido y que, a veces, no saben qué hacer con ella. El ambiente les ha dado un talante católico y en los momentos cruciales de su vida 84

reaccionarán en católico casi sin darse cuenta. Su vida humana discurrirá, sin embargo, por cauces heterogéneos — al margen no pocas veces de su fe — sin acabar de entender la incoherencia de su conducta». No se puede afirmar que sea insincero el catolicismo de esas masas que practican su religión casi instintivamente. La mayor parte de ellos tienen la fe muy arraigada y están tan connaturalizados con ella que son capaces, en un momento determinado, de dar un testimonio heroico de la misma; hasta con el sacrificio de su propia vida, como lo demuestra la historia. Y no olvidemos que no hay mayor amor — más explícito testimonio de fe — que dar la vida, en frase del Maestro. Su testimonio ordinario adolecerá, no obstante, de muchas aparentes contradicciones que incluso pueden escandalizar a algunos. Y delante de los alejados tendrá menos fuerza, cuando no resulte un contratestimonio, por esa ausencia de compromiso personal. * * * Cuando la Iglesia se ha de esconder en las catacumbas para poder sobrevivir, es lógico que mantenga en sí misma y en sus fieles una postura de tensión casi heroica que le obligue a mantener su pureza y su autenticidad de una muiiiTii extremada. No hay peligro, entonces, de que lo religioso se involucre con lo profano o de que los actos extetnof» y IIIH cNtructumN jurídicas aminoren su propio cnrriVlrr cclexial. I.u NÍnccndml ile los miembros y la autenticidad de IHH insiiiticioncH osla plenamente asegurada. Por eso la persecución purifica siempre ¡i los cristianos y a la Iglesia. Incluso cuando, viviendo en lilierind, la iglesia es «minoritaria» — vive en una sociedad pluralista en cuya contextura socio-económica no influye para nada o influye muy escasamente— es natural también que la adhesión a la 85

misma sea en los cristianos más consciente y responsable y que la Iglesia conserve mejor su «diferencia» y su «separación» de las cosas temporales. Su actuación tendrá fácilmente un carácter plenamente auténtico delante de todos. Pero cuando la Iglesia entra de lleno en la civilización de un pueblo, incluso se convierte por la fuerza de su doctrina y por el testimonio de sus hijos en instrumento de civilización, es natural que se relaje la tensión religiosa de sus miembros y es muy humano, incluso, que se confundan conceptos y que se mezclen intereses distintos. La misma relación que la Iglesia mantiene con las estructuras civiles, el carácter popular que adquieren muchas conmemoraciones religiosas, etc., hacen que se involucre fácilmente lo espiritual con lo temporal y que, prácticamente, vaya perdiendo vigor en las conciencias el compromiso personal y la autenticidad de las manifestaciones religiosas. Se han dicho muchas tonterías sobre el «triunfalismo» y sobre la «época constantininna», y se han lanzado acusaciones contra la Iglesia sin tener en cuenta la perspectiva histórica que explica y justifica cosas y situaciones que ahora —con la mentalidad moderna— nos parecen absurdas. No obstante hay que confesar que esas acusaciones encierran un principio válido y que están señalando, sobre todo, una exigencia ineludible de este momento que está viviendo la Iglesia. Aquella época ya está superada y ahora es necesario, no sólo velar por la pureza de la fe, sino por la autenticidad de todas sus manifestaciones y por la plena sinceridad — consecuencia de un compromiso personal consciente y libre — de todos los cristianos. Es, precisamente, lo que se ha propuesto el Concilio y el signo que ha dado a la renovación eclesial. Si la fe es un don de Dios, una gracia que nosotros no mercemos ni podemos conseguir con nuestro esfuerzo, la vida según la fe — la vida cristiana — exige de los hombres una entrega total y un sacrificio continuo 86

que es imposible sin una decisión libre y responsable. Dios, además, se acomoda siempre a la naturaleza de las criaturas, que Él mismo les dio, y exige la colaboración libre del hombre — su compromiso personal — para darle su gracia. *

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En años anteriores era frecuente que los cristianos seglares se considerasen miembros pasivos de la Iglesia; sin iniciativa propia y sin responsabilidades en las tareas eclesiales; sin intervención en la pastoral y sin que se sintiesen portadores de la misión evangelizadora que Jesucristo transmitió a su Iglesia. En años anteriores era frecuente que la piedad se ligase a fórmulas externas y a cultos espectaculares, al margen del culto oficial o litúrgico, en el que la participación de la Asamblea de los fieles era muy escasa. En años anteriores éramos muy celosos de los «privilegios» civiles para la Iglesia o para los clérigos, como si buscásemos en esas ayudas externas y ajenas, un apoyo que diese prestigio y solidez a la Iglesia de Jesucristo. Todos estos hechos muy explicables seguramente por las circunstancias históricas, podían ser considerados por muchos como una falta de fe o como una falta de sinceridad evangélica, con lo que el testimonio individual y colectivo perdía fuerza y eficacia ante los alejados. Como consecuencia de ese estado de cosas, era lógico que se desdibujasen en la conciencia de no pocos cristianos las tremendas exigencias que entraña la profesión sincera de la fe: la exigencia de santidad personal a la que están llamados todos los bautizados; la exigencia de colaboración en el desarrollo y perfeccionamiento del Pueblo de Dios que han de procurar obligatoriamente todos los miembros del mismo; la exigencia del testimonio y de la acción en el mundo para conseguir la animación cristiana 87

de todo el orden temporal, y que se redujese la vida cristiana casi a un «seguro de la vida eterna» y a un moralismo achatado y alicorto que desmedulaba el espíritu evangélico. Había un fondo de sinceridad en la conciencia de muchos — de la mayor parte, sin duda — pero la vida cristiana carecía de raíces humanas hondas y podía bastar cualquier acontecimiento — el transplante, por ejemplo a un clima humano o social distinto— para que perdiese vigor y hasta llegase a agostarse. Faltaba ese compromiso personal, plenamente consciente y responsable, que va acompañado de una verdadera conversión interior y que es la raíz humana indispensable para dar vitalidad, coherencia y vigor a toda la vida del hombre. El fallo apareció en toda su crudeza cuando, al evolucionar el mundo al impulso de una técnica incontenible, fue formándose un clima naturalista —opuesto al sobrenaturalismo cristiano— que iba restando eficacia, hasta casi anularlos, a aquellos apoyos externos de la fe de las multitudes. Pueblos y regiones que considerábamos auténticamente cristianas tienen ahora no pocas características de las tierras de misión. Entonces es cuando todos hemos comprendido la necesidad imperiosa de reforzar esa raíz humana, que dábamos por supuesta, y que no tenía plena consistencia. Eso es, precisamente, lo que ha pretendido el Concilio. La responsabilidad que el Concilio atribuye a todos los miembros del Pueblo de Dios en orden a su propia santificación, a la difusión del Evangelio y a la animación cristiana del orden temporal; el hacer resaltar la libertad del acto de fe y establecer el derecho de libertad religiosa que debe reconocer y proteger la autoridad civil, como un derecho de la persona humana, etc., van dirigidos clarísimamente a ahondar esa raíz humana y a conseguir que todos los cristianos se sientan personalmente comprometidos en la misión de la Iglesia y en la exigencia de su fe. Con este 88

signo tendrá que orientarse necesariamente la renovación posconciliar. Los ensayos que en alguna parte se están haciendo respecto a la instauración del «catecumenado»; las garantías que algún episcopado ha querido establecer respecto al bautismo de los niños, etc., son ya pasos positivos en este mismo sentido. La legislación posconciliar va orientándose toda ella en este mismo plan, como lo demuestra, por ejemplo, la nueva disciplina penitencial en la que es cada uno de los cristianos quien ha de juzgar, en conciencia, los motivos de dispensa y la manera en que habrá de sustituir las prácticas concretas de penitencia que están prescritas. Este hecho marca un rumbo clarísimo a la tarea renovadora. Este compromiso personal tiene otra vertiente que el Concilio ha destacado con claridad y que ha de estar presente en la orientación de la reforma posconciliar: la de la presencia de los cristianos en el mundo — e n todo el complejo de las llamadas realidades temporales u orden temporal—, para animar cristianamente las estructuras y los ambientes a fin de que se pueda conseguir un orden social conforme con los principios del Evangelio y con las enseñanzas de la Iglesia (AA 7). Tan sólo de esta suerte podrá la Iglesia cumplir su misión de salvar al mundo, esto es, de alcanzar la «recapitulación de todas las cosas (las de los cielos y las de la tierra) en Cristo», según la expresión del Apóstol (Ef 1,10). El orden temporal que está constituido, según el Concilio, por «los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y otras cosas semejantes» ha de estar «ordenado hacia Dios por Jesucristo». Restablecer ese orden «es obligación de toda la Iglesia». «Con todo, es preciso que los seglares tomen como obligación suya la restauración del orden temporal y que, conducidos en ello por la luz del Evangelio y por la 89

mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, obren directamente en forma concreta» (GS 7). Durante algún tiempo habíamos andado todos un poco confusos en este campo. Pesaba en muchas conciencias el recuerdo de la «cristiandad» que producía una cierta confusión entre el orden temporal y el espiritual. Había calado en otros el criterio del liberalismo que hacía resaltar la independencia absoluta de los dos órdenes. Los regímenes totalitarios, además, hacían muy difícil toda intervención en ese campo con criterio religioso y eclesial. No es extraño que se mirase con recelo, desde el punto de vista religioso, la vertiente de las cosas temporales y que cristianos, por otra parte magníficos, considerasen casi como una imperfección toda actividad en ese campo. Parecía más perfecta la «evasión», en lo posible, de todo lo mundano para dedicarse a la propia vida espiritual o a actividades más directamente religiosas. Apenas nadie reconocía la obligación del cristiano como tal de intervenir en la ordenación de las cosas materiales y de comprometerse en la construcción de la ciudad terrestre. La experiencia nos había hecho ya comprender la incoherencia de ese criterio y los males que de esa conducta se seguían para la religión y para la Iglesia, porque de la política provenían no pocas dificultades para que la Iglesia pudiese cumplir libremente su misión y una teoría económico-social había sido la causa de la expansión del ateísmo en el mundo. El Concilio con su doctrina y con su modo de proceder — sancionado abiertamente por la conducta de Juan XXIII y de Paulo VI — ha abierto ese camino a la actuación de los católicos y ha señalado el deber de los bautizados, particularmente de los seglares, de comprometerse en esa empresa. Actualmente nadie puede dudar que esos temas entran también en el campo del magisterio ordinario de la Iglesia — e n cuanto a la recta formación de la 90

conciencia y a la interpretación de los principios religiosos y morales que han de regular el uso de los bienes terrenos— (AA 7) y en la actividad normal de los católicos seglares. Si todos los ciudadanos tienen el deber de procurar el bien común y para ello deben preocuparse del régimen político, económico y social de los pueblos, los bautizados están obligados a ello en conciencia por una nueva razón: la de su bautismo. La Iglesia ha recibido también la misión de ordenar según Dios todas las cosas de la tierra y los miembros del Pueblo de Dios tienen el deber de facilitar esa misión eclesial. La reforma debe ordenarse, por lo tanto a formar esa conciencia en los cristianos, procurando que su compromiso personal se refiera también a este campo de actuaciones. La «evasión» sería hoy francamente anticonciliar y, por lo tanto, inadmisible. LAS ESTRUCTURAS Y FORMAS DE CULTO La Iglesia que vive en el mundo y que, constituida por hombres, ha de anunciar el mensaje a los hombres de las distintas generaciones y de diferentes culturas, ha de tomar del mundo y del orden temporal los elementos indispensables para que sus estructuras y formas humanas se adapten a las circunstancias y exigencias del ambiente y de las personas que ha de evangelizar. Ella asume el lenguaje, las formas de vida, los conceptos jurídicos, los criterios económicos, las costumbres, etc., de cada época para vestir su mensaje y configurar sus actos de culto y sus estructuras sociales. No crea ella esos elementos, sino que los recibe de la cultura y de la civilización en que vive, tal como son entendidos y aplicados comúnmente por los hombres de cada generación, ya que tan sólo de esta suerte puede realizar su misión en el mundo y en favor de los hombres, que no la entenderían ni podrían reconocerla y amarla como cosa propia y entraña-

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ble si utilizase un lenguaje ininteligible o emplease unas estructuras o formas de vida que no se acomodasen a los criterios, a la sensibilidad y al modo de ser de aquellas personas que han de encontrar en ella su salvación. Esta «servidumbre» de la Iglesia — consecuencia ineludible de la naturaleza divino-humana que le dio su Fundador — puede tener quiebras. Puede incluso ser causa, en algunas ocasiones, de que aparezca desdibujado en la conciencia de muchos el verdadero perfil de la auténtica Iglesia de Cristo y de que se vea acusada de infidelidad al Evangelio o de inautenticidad en su estructuras, expresiones y formas de vida. Incluso se corre el riesgo — n o tan infrecuente, dada la condición de la gran masa de hombres — de que se estime como sustantivo lo que es circunstancial, formándose un concepto equivocado de la misma. La Iglesia, por ejemplo, tomó los elementos del Derecho Romano para estructurarse jurídicamente; se sirvió por mediación principalmente de Santo Tomás, de la filosofía aristotélica para sus explicaciones teológicas; se acomodó en la configuración de sus actos litúrgicos a los gustos estéticos reinantes; asumió los criterios que todos aceptaban en la época feudal para muchos de sus procedimientos, etc. Esto a nadie puede ni debe extrañar por lo que he dicho anteriormente. Pero muchos principios del Derecho Romano han sido superados o han admitido, a lo largo de los siglos, otra interpretación diversa a la que tenían entonces; algunas teorías aristotélicas no son aceptadas por los filósofos modernos o están francamente superadas. Los gustos estéticos de la humanidad han cambiado enormemente a través del tiempo; los criterios feudales han sido proscritos. Es verdad que la Iglesia no ha permanecido estancada; ha ido evolucionando constantemente impulsada por su afán pastoral. No podemos negar, sin embargo, que ha sido mucho más rápida y extremosa la evolución que se ha pro92

ducido en el mundo, particularmente en los últimos cincuenta años. Es lógico, por lo tanto, que ante la generación actual el testimonio colectivo de la Iglesia no resulte lo suficientemente auténtico por las reminiscencias que todavía quedan, en su legislación y en sus formas de culto y de vida, de épocas pasadas que hoy se consideran totalmente superadas y menos conformes con el espíritu evangélico. Éste es uno de los hechos que ha corroborado el Concilio y que ha pretendido resolver con la renovación que preconiza. * * * El Concilio ha señalado claramente la pauta de esa renovación. Al destacar la finalidad pastoral que han de tener todas las estructuras y formas de vida de la Iglesia nos ha dado un criterio exacto para llevarla a cabo con tino. Los actos de culto, por ejemplo, miran directamente a Dios a quien la Iglesia ha de tributar comunitariamente el homenaje de adoración que le es debido. Pero han de estar realizados por hombres y han de servir también para que éstos comprendan perfectamente, la presencia especial de Dios en medio de su pueblo y puedan aprovecharse de ellos en orden a su propia santificación. Han de estar, pues, ordenados y realizados según un criterio pastoral que al propio tiempo les darían su auténtico significado. La sencillez en los ritos y ceremonias, la actualización de los símbolos y el mismo lenguaje vernáculo que el Concilio requiere para los actos litúrgicos tienen esa finalidad. Las primeras reformas que hasta ahora se han introducido en la Misa, han hecho comprender mejor a los fieles el carácter del sacrificio, su aspecto comunitario y los elementos de santificación personal que el sacrificio encierra. Su misma participación activa da un tono de sinceridad y autenticidad a la presencia de la comunidad eucarística. Las nuevas estructuras que perfila el Motu Proprio 93

«Ecclesiae Sanctae» en orden al régimen y al pastoreo de las diócesis, pretenden hacer resaltar la unidad del sacerdocio — por la corresponsabilidad de todos los presbíteros con el obispo — y la intervención de todos los sectores del Pueblo de Dios en la actividad pastoral, favoreciendo la acción conjunta y la responsabilidad de todos los miembros del Cuerpo Místico, con un fin eminentemente pastoral que, al propio tiempo, ayuda a fomentar el compromiso personal y a dar plena autenticidad a las manifestaciones externas de todos los cristianos. Todo ello nos demuestra que la renovación ha de hacerse bajo este signo. Es indispensable que se haga resaltar el carácter eminente y aun exclusivamente religioso de todas las estructuras y formas de vida. Juntamente con el compromiso personal que dará sinceridad a la conducta externa de cada cristiano ha de procurarse que todas las manifestaciones externas —cultos litúrgicos, devociones privadas, manifestaciones cultuales públicas, etc.—, den un testimonio evangélico inteligible para los hombres de hoy. Las estructuras eclesiásticas, tanto jurídicas como pastorales, han de ser un fiel reflejo del espíritu de servicio que debe animar a la Iglesia de Jesucristo. No cabe duda, ciertamente, que el testimonio debe adaptarse a la mentalidad del hombre de hoy y a las prácticas y costumbres sociales para que pueda ser captado y reconocido por esta generación que es la que se ha de evangelizar. Por eso la atención a los llamados «signos de los tiempos», tiene una importancia excepcional cuando se trata de esta característica de la renovación que es la que ha de potenciar el testimonio individual y colectivo de la Iglesia y de los cristianos. Y no olvidemos que el testimonio tiene en nuestros días tal fuerza que no puede ser suplido por nada. Y ese testimonio será eficaz en la medida en que sea sincero y aparezca como auténtico ante los hombres que lo contemplen. 94

VI EL RESPETO A LA LIBERTAD INDIVIDUAL Y COLECTIVA Dios hizo al hombre libre. Dejó en sus manos su propio destino. Le dio una ley que sirviera de norma a su libre albedrío, pero quiso que la aceptara libremente, por su decisión personal. Ahí radica, precisamente, la responsabilidad moral del hombre y en esto se manifiesta su dignidad personal. La Iglesia, depositaría de la verdad revelada y custodia y defensora de la ley natural, ha reconocido y defendido siempre la libertad de la persona. Aun podría afirmarse que el reconocimiento público y social de esa libertad para todos y cada uno de los hombres, de cualquier clase o condición, es una conquista del cristianismo. Hoy, la esclavitud — negación radical de la dignidad y libertad de la persona humana— es rechazada airadamente por todo el mundo civilizado como consecuencia, principalmente, de la influencia social del cristianismo. Los avatares históricos obligaron a la Iglesia a tomar una postura determinada en defensa de los derechos de Dios y de la verdad que negaban u olvidaban sistemas filosóficos, políticos y religiosos en nombre de la libertad o del criterio personal del hombre. Esta postura legítima, fácilmente podía ser exagerada por algunos en la práctica e incluso podía crear un criterio y hasta un hábito, que acostumbrase a muchos a ver el problema de una manera unilateral. Por todo ello se ha podido sospechar que la 95

Iglesia no era suficientemente respetuosa con la libertad de los hombres, al menos en algún campo — el religioso — e incluso que se introdujesen ciertas prácticas — e n la evangelización y en las realizaciones pastorales — que pudiesen parecer coaccionantes; que quizá lo fuesen en alguna ocasión. La misma utilización del poder civil en orden al cumplimiento de ciertos deberes que, aun estando impuestos por la ley, eran esencialmente religiosos, que ha parecido muy normal — casi obligatoria — en algunas épocas, podría dar la misma sensación. El humanismo del Concilio, a que ya me he referido anteriormente, había de enfrentarse con este problema. Y creo que se han dado pasos decisivos en este aspecto. Y no sólo por la Declaración sobre la libertad religiosa que ha planteado el problema en términos nuevos, aunque entroncados con la doctrina tradicional, sino por el tono de todos los documentos conciliares y por la fuerza con que se ha querido destacar la parte personal y libre de cada hombre en sus relaciones con Dios. La orientación del Concilio, que ha sido concretada maravillosamente por Paulo VI en alguna de sus Encíclicas y en muchos de sus discursos, nos obligará a una renovación intensa en nuestros métodos pastorales. Creo que ha de ser éste uno de los presupuestos indispensables que hemos de tener en cuenta al hablar de la renovación posconciliar. EN LA EXPOSICIÓN DE LA DOCTRINA La Iglesia se funda en la revelación: en la palabra de Dios. Su doctrina no admite cambios ni interpretaciones personales porque la verdad de Dios es inmutable y existe, por voluntad de Jesucristo, un magisterio auténtico que infaliblemente debe interpretar esas verdades. La Iglesia es dogmática en su constitución esencial y en sus princi96

pios vitales. Y tiene la seguridad de ser siempre fiel a sí misma — a la palabra y a la voluntad de Dios — porque la presencia de Cristo en ella la inmuniza de toda defección sustancial. Pero el dogmatismo de los principios no puede trasladarse siempre a su formulación humana ni mucho menos a los métodos de exposición. La aplicación de los principios, además, no tiene siempre la misma seguridad ya que depende, en no pocas ocasiones, de circunstancias contingentes. La fe es un «obsequio racional», como dice el apóstol san Pablo. Aunque sea a la vez un don de Dios es indispensable que el hombre, racionalmente — y , por lo tanto, libremente— la acepte por propia decisión. En la explicación catequística, tanto si va dirigida a los ya cristianos como a los alejados, debe proponerse la verdad sin imponerla. Sería más erróneo proponer con la misma seguridad dogmática las explicaciones teológicas — al fin, humanas — de las verdades reveladas, o los criterios personales. Y siempre resulta improcedente usar medios coactivos que debiliten la libertad de los oyentes. El «lavado de cerebro», frase con la que se suele calificar una táctica proselitista que utilizan ciertos sistemas, es francamente inmoral y no puede utilizarse ni para conseguir un bien. Circunstancias históricas hicieron posible una táctica en la exposición de la doctrina, que no sólo se consideraba legítima sino laudable y hasta necesaria, que quizá no tuviese en cuenta el principio anterior. Nos parecía que definitivamente era un bien imponer a los hombres la verdad revelada, que era la que podía salvarles eternamente. No acabábamos de darnos cuenta de que Dios es siempre respetuoso con la libertad de los hombres y nunca los salva contra su voluntad. El Concilio nos obliga a rectificar ciertos procedimientos menos adecuados y a renovar las tácticas de pastoral. 97

Paulo VI ha institucionalizado el diálogo como táctica de apostolado. Él ha escrito que está «convencido de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico» (ES 45) y que «la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo» que «manifiesta por parte del que lo entabla un propósito de corrección, de estima, de simpatía, de bondad y excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual y la vanidad de la conversación inútil» (ES 50-51). Se trata, a mi juicio, no tanto de cambiar formas o métodos externos, como de un cambio interno de actitud al realizar la misión evangelizadora. Quizá los afanes proselitistas —fruto de un celo auténtico en muchas ocasiones— nos hacían fijarnos exclusiva o, al menos, principalmente en la conversión o santificación de los otros y no tanto en la parte que a nosotros nos corresponde en esa conversión o santificación. Hablábamos para convertirles o para hacerles adelantar en el camino de la santidad. Y nos creíamos fracasados o faltos de celo y de espíritu apostólico si no veíamos un fruto tangible. Esto nos impulsaba a utilizar todos los resortes, aunque fuesen un poco coactivos, para conseguir nuestro propósito. No nos dábamos cuenta de que a nosotros nos corresponde tan sólo sembrar y regar, no dar el incremento. Que nuestra misión apostólica nos exige gastarnos y desgastarnos en beneficio de los demás, prescindiendo de los resultados de nuestra entrega. Es Dios el único que puede transformar los corazones y el que da a los hombres el don de la fe. Nosotros tan sólo podemos preparar el camino para que el hombre no rehuya el encuentro con Dios. Paulo VI nos dirá que el «diálogo supone en nosotros... un estado de ánimo; el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, del que se da cuenta que no puede separar su propia salvación 98

del empeño por buscar la de los otros, del que se preocupa continuamente por poner el mensaje de que es depositario en la circulación de la vida humana» (ES 51). El «¡ay de mí si no evangelizare!» (1 Cor 9,16) del Apóstol es el sentimiento normal de todo cristiano. Pero sabiendo que «ni el que planta ni el que riega es nada, sino Dios que da el incremento» (1 Cor 3,7) y que, por lo tanto, nosotros cumplimos nuestro deber sembrando —proponiendo con toda claridad y unción el mensaje — y regándolo con nuestras oraciones y sacrificios; poniendo el mensaje en contacto con los hombres para que ellos libremente lo acepten. No debemos tratar «de obtener de inmediato la conversión del interlocutor», como nos advierte el Papa, «porque respetamos su dignidad y su libertad, aunque buscamos, sin embargo, su provecho y quisiéramos disponerlo a una comunión más plena de sentimientos y convicciones» (ES 51). Nos hemos de acomodar al modo de ser de los hombres respetando siempre las cualidades con que Dios adornó a la naturaleza humana. Y hemos de proceder siempre humanamente; invitando, no forzando a la aceptación de la fe, como lo hizo Jesucristo. Por eso nos dirá Paulo VI que cuando procedemos así, utilizando el diálogo en la exposición de la doctrina, es cuando «se realiza la unión de la verdad con la caridad, de la inteligencia con el amor» (ES 52). Es entonces, cuando nos damos cuenta de que «el clima del diálogo es la amistad; más todavía, el servicio» (ES 55) y toda la razón de ser de la Iglesia es ésta: no ser servida, sino servir, como el Maestro. Hay un texto en el Concilio que es definitivo, a mi juicio, para orientar esa labor catequística de conversión y de formación religiosa. En la «Declaración sobre la educación cristiana de la juventud» se dice a los educadores que «deben ayudar a los niños y a los adolescentes... para 99

desarrollar armónicamente sus cualidades físicas, morales e intelectuales, a fin de que adquieran gradualmente un sentido más profundo de la responsabilidad en el recto y laborioso desarrollo de la vida y en la consecución de la verdadera libertad» (GE 1) y afirma a continuación que la educación cristiana se propone, ante todo, conseguir «esa madurez de la persona humana», aunque añada, después, toda la formación sobrenatural (GE 2). La exposición doctrinal debe dirigirse, pues, a ayudar a los hombres para que se responsabilicen en el uso de su propia libertad. Tanto si se trata de no cristianos, a los que exponemos los principios de nuestra fe, como si nos dirigimos a los fieles para ir formando cada vez mejor su conciencia cristiana, hemos de tener en cuenta que nuestra misión es facilitarles su reflexión personal y su decisión libre. Son ellos los que deben creer y los que, como decía antes, deben comprometerse. Sería inmoral que pretendiéramos anular su personalidad y poco correcto que les comprometiéramos nosotros, sin su libérrima voluntad, o de alguna manera los forzáramos a tomar determinaciones. Todos recordaréis el lema que se utilizó en el «Domund» de hace unos años: «A tiempos nuevos, misión nueva». También en el campo misional hay que tener presente ese principio establecido por el Concilio, que no siempre se ha respetado con absoluta escrupulosidad. Y es evidente que todos habremos de reflexionar sobre nuestros hábitos en esta materia, ya que fácilmente podíamos emplear un dogmatismo inaceptable —hoy particularmente no lo toleran los hombres, conscientes de su dignidad personal— en nuestra catequesis o exposición doctrinal por el hábito de nuestra formación dogmática. *

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El Concilio ha planteado este problema en otra vertiente interesante. AI destacar la actividad propia del se-

glar bautizado en la Iglesia y en el mundo, y la justa autonomía del orden temporal, al propio tiempo que ampliaba el campo de la formación doctrinal que ha de darse a los fieles, le fijaba unos límites que no se deben traspasar e incluso indicaba el tono y la orientación que debe tener, con ese respeto máximo a la libertad personal. «Los laicos, dice el Concilio, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones (LG 33) donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos». «Los seglares —añade en otra parte— hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo... ejercen el apostolado con su trabajo para la santificación y evangelización de los hombres y para la función y desempeño de los negocios temporales... siendo propio del estado de los seglares vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento» (AA 2). «Es preciso que los seglares tomen como obligación suya la restauración del orden temporal, y que, conducidos en ella por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y en forma concreta; que cooperen unos ciudadanos con otros con sus conocimientos especiales y su responsabilidad propia; y que busquen en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios» (AA 7). La formación doctrinal, por lo tanto, no puede limitarse a los temas exclusivamente religiosos. La Iglesia tiene una palabra que decir y una orientación que dar en todos los problemas humanos. Esos principios orientadores deben entrar también en el campo de la formación doctrinal. Pero son los seglares los que han de ir formando su propia conciencia y actuando en esas cosas temporales bajo

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su responsabilidad personal. Es necesario que se exponga la doctrina de tal suerte que no coarte lo más mínimo la libertad de los cristianos en su proyección hacia las cosas civiles y humanas que ellos habrán de estudiar en la realidad, formando su propio juicio y actuando, después, según su leal saber y entender y en conformidad con los principios de la técnica y de la prudencia política y social. Pretender dirigir la actuación humana y temporal de los seglares es un exceso clerical, lo que suele llamarse «clericalismo». Influir en sus determinaciones humanas es, normalmente, incorrecto. Y es peligroso que nosotros asumamos un magisterio que no nos corresponde. Puede existir un clericalismo de derechas y otro de izquierdas, ateniéndonos al lenguaje moderno. Los dos son reprensibles por excesivos: No tienen en cuenta la personalidad adulta del seglar y no respetan suficientemente su libre determinación personal. El orden temporal, además, tiene su propia estructura y sus peculiares características que no dependen de la Iglesia. Si el orden temporal no puede decirse independiente del orden religioso, porque ambos concluyen en el hombre que debe ordenar su vida a la consecución del fin que Dios le ha señalado, sí debe proclamarse autónomo. «Si por autonomía de la realidad terrena — afirma el Concilio — se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, ordenar y emplear paulatinamente, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo; es que, además, responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte» (GS 36). 102

La Iglesia no tiene soluciones para todos los problemas que se presentan al hombre ni es misión suya encontrarlas, como dijera en cierta ocasión Paulo VI. Si debe cooperar con la sociedad civil, aun en los problemas temporales, para el bien del hombre, no es ella la que ha recibido funciones de magisterio o de dirección para resolverlos. No existe ninguna civilización, cultura, o técnica que merezca con exclusividad el título de cristiana. No existe ninguna política concreta que pueda llamarse católica. No es lícito, por lo tanto, sacar consecuencias de los principios religiosos en el orden cultural, político, etc., coartando la libertad de los hijos de Dios, que en todas estas cosas pueden pensar y actuar libremente siempre que lo hagan con honradez y dentro de las normas básicas que señala el Evangelio. El respeto, pues, a la libertad de los fieles en el ejercicio de su propia actividad eclesial y el respeto a las leyes y normas del orden temporal en el que cada cual puede actuar según su propio criterio, es una exigencia ineludible que ha de tenerse en cuenta en la formación doctrinal para respetar la libertad de la persona humana. Es una magnífica norma para orientar la renovación en este aspecto. EN LAS ACTUACIONES PASTORALES La religión es un factor importante en la vida social, como reconocen hoy fácilmente la mayor parte de los hombres. La Iglesia Católica, que conserva incólume la revelación de Dios y ofrece a los hombres la religión verdadera merece la consideración y el respeto de la sociedad y del poder civil. Incluso «es de justicia —como dice el Concilio — que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres 103

sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones» (GS 76). En naciones tradicíonalmente católicas la Iglesia adquiere una situación especial, podríamos llamarla privilegiada, por su influencia en el mismo orden social y en la configuración de las costumbres y tradiciones familiares y sociales del pueblo. Esto es legítimo y a nadie puede extrañar. Dada la condición de los hombres es fácil que con buena fe se quiera aprovechar esa situación para la mayor eficacia de la acción santiíicadorn. Y entonces puede ocurrir que, aun sin pretenderlo y sin darse cuenta, se ejerza una cierta coacción .sobre los individuos, por la fuerza que tiene en todos el ambiente social, incluso se puede confiar demasiado en esa situación privilegiada, aunque sea con rectitud de intención. Comprendo que es muy difícil discernir bien estas cosas y apreciar exactamente hasta que" punto se puede aprovechar esa influencia humana en orden al bien de las almas. Pero es evidente que puede pecarse por exceso; que quizá hemos pecado no pocas veces con buena voluntad, y que haya sido ésta una de las causas de que el testimonio de la Iglesia no haya parecido suficientemente auténtico ante la conciencia de muchos. Lo cierto es que el Concilio, dándose cuenta de esa dificultad ha dicho que aun siendo verdad que «las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí» y siendo lógico que «la Iglesia se sirva de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige», ella «no pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará

al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos, tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de la vida exijan otra disposición» (GS 76). Estas palabras del Concilio nos obligan a revisar también nuestras actuaciones pastorales y apostólicas, porque no cabe duda de que las condiciones de la vida, en todas partes — y también entre nosotros — están exigiendo una mayor pureza en el testimonio y una mayor independencia de lo religioso de todo aquello que pudieran parecer «gangas» terrenas. Y que será necesario ordenar de tal suerte los actos públicos y los medios de apostolado que no puedan ser tildados de coaccionantes. Cuando el Concilio habla de la libertad religiosa, y, refiriéndose a las comunidades, dice que «tienen el derecho de no ser impedidas en la enseñanza... de su fe», añade: «Pero en la divulgación de la fe religiosa y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas. Tal comportamiento debe considerarse como abuso del derecho propio y lesión del derecho ajeno (DH 4). Se está refiriendo con estas palabras a esas formas de proselitismo que todos conocemos que se valen de la ignorancia o de la necesidad de las gentes para atraerlos subrepticiamente a su propia confesión. Pero estas palabras son un aviso para todos, también para nosotros que con buena fe y con rectísima intención podemos desconocer prácticamente el derecho de cada persona a obrar libre y responsablemente. Es curioso observar cómo la Iglesia prohibió ya hace tiempo todo lo que pudiera significar un control sobre los que iban a comulgar en los seminarios y demás internados, porque era una coacción que podía impulsar a algunos a

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comulgar indignamente. Otros controles que se utilizaban antiguamente para el cumplimiento pascual, por ejemplo, tampoco son admisibles según ese criterio. Y dadas las condiciones del hombre moderno será indispensable extremar la corrección en algunas actividades pastorales para que no aparezca ni la sombra de coacción en ellas. Otro detalle importante en este aspecto es el de utilizar el poder o la fuerza civil o social para finalidades religiosas, aun tratándose de disposiciones civiles, por ejemplo el descanso dominical, que tienen una razón fundamental religiosa. Prescindiendo ahora de la licitud moral de esta conducta, que no pongo en duda, lo interesante es ver su conveniencia dadas las circunstancias actuales del mundo y el espíritu del Concilio. Creo sinceramente que, al menos, se requiere en esto una gran discreción para que no tenga efectos contrarios a los que se pretende. Lo de menos, al fin y al cabo, es que los hombres cumplan la materialidad de la ley; lo interesante desde el punto de vista religioso y cristiano es el espíritu con que se cumple. Y, en general, dado el clima del mundo de hoy, creo que este procedimiento no acercaría a los hombres a la Iglesia, antes los alejaría de ella. No cabe duda que el Concilio nos está exigiendo un cambio profundo de mentalidad y de espíritu, como decía el Papa. Y que hace falta ponernos en una postura de absoluta disponibilidad para aceptar fielmente la orientación conciliar. Necesitamos todos reflexionar serena y seriamente sobre las responsabilidades del momento presente a fin de secundar fielmente los planes de Dios sobre la Iglesia y el mundo.

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N U E V A L A

F I S O N O M Í A I G L E S I A

D E

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E ha insistido repetidamente en el carácter pastoral del Concilio y no sin razón. Un afán eminentemente pastoral es el que movió a Juan XXIII a convocarlo y el que dirigía todas las deliberaciones de los padres conciliares. El fondo y la forma de todos los documentos aprobados revelan claramente esa misma finalidad. Pero la palabra pastoral que hoy tanto se utiliza y con la que se pretenden justificar todas las tendencias, aun las más dispares, no tiene en todas las ocasiones el mismo significado. Algunos contraponen lo pastoral a lo jurídico, como si las estructuras sociales y jurídicas de la Iglesia no fuesen una exigencia de su propia misión santificadora. Otros, distinguen casi totalmente lo pastoral de lo dogmático, como si la Iglesia no tuviese que fundamentarse necesariamente sobre la Palabra de Dios y no fuesen los dogmas la raíz necesaria de su vida y de su actuación. Y no son pocos los que limitan ese concepto a un practicismo de cortos alcances, como si se tratase de unas simples «recetas» de orden práctico, cual se entendió no pocas veces la llamada «práctica parroquial». Ésta es una de las razones principales, a mi juicio, por la que muchos no se han dado cuenta de la importancia que ha tenido el Concilio y de la amplitud extraordinaria de la renovación que propone. Pretenden reducir la reforma a un solo campo — y aun preferentemente a detalles externos — sin acabar de entender que en la Iglesia todo ha de tener un carácter pastoral. 109

La pastoral se funda en la teología y necesita de ella. La renovación de las tácticas pastorales ha de nacer, precisamente, de una reconsideración de los principios dogmáticos y ha de ir acompañada de las investigaciones de los teólogos. Paulo VI podía escribir: «El hecho de que el Concilio Ecuménico Vaticano II se haya propuesto fines eminentemente pastorales, no atenúa ni disminuye prácticamente la importancia de la misión que corresponde a los teólogos. Más aún, hoy más que nunca, por motivos pastorales, se requiere que la vida espiritual de los fieles esté apoyada sobre la solidez de la verdad y que se les den orientaciones seguras para preservarlos de los peligros de las ideologías modernas erróneas, cuya virulencia es tal que amenaza con resquebrajar las mismas bases racionales de la fe. Por lo demás, no hay duda de que las mismas formas de la disciplina eclesiástica, establecidas por el Concilio Ecuménico, mantendrán mayor fuerza y vitalidad cuanto más directamente se deriven de los principios de la Sagrada Teología y más estrechamente estén ligados con ellos»». De la teología, al fin y al cabo, ha de brotar el espíritu y la actuación de esta sociedad que ofrece la vida de Dios a los hombres, y de la teología han de deducirse, al menos remotamente, las estructuras jurídicas, las orientaciones ascéticas, todo lo que integra la acción pastoral de la Iglesia. Una simple lectura de los documentos aprobados es suficiente para darse cuenta de que el Concilio, no sólo ha tratado temas diversos — teológicos, jurídicos, litúrgicos, ascéticos, etc. —, sino que ha señalado unos principios de renovación que tienen la máxima amplitud y que son vá1 Carta al Congreso Internacional de Teología del Concilio Vaticano II, 21-9-66.

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lidos para todos los aspectos de la Iglesia y de la vida cristiana. El dogma y la moral, la liturgia y el derecho canónico, los seminarios y las escuelas y colegios, la espiritualidad y el apostolado, la relación con los hermanos separados y con los no cristianos, la intervención de la Iglesia en los problemas temporales y en todas las cuestiones que preocupan al hombre; todo lo que se refiere, tanto a la constitución y vida interna de la Iglesia, como a su actividad y a lo que podríamos llamar sus «relaciones exteriores», ha recibido una orientación y una norma en el aula conciliar. Si al considerar las características que debe tener la renovación, veíamos que exigía un cambio de postura interior — una sicología o un espíritu nuevo, en frase de Paulo VI —, al determinar su amplitud podremos apreciar que no hay vertiente alguna de la vida o de la actuación de la Iglesia que escape a la misma. No es extraño, si nos fijamos en el auténtico significado de ese carácter pastoral que tanto se ha remarcado. Porque la pastoral tiene sus raíces en el dogma, tiene su manifestación en las estructuras jurídicas y en las medidas disciplinares, se realiza por medio del apostolado, exige una intensa vida espiritual y penetra todas las junturas de esa institución que continúa la misión del Buen Pastor, razón por la que se llama pastoral a la actividad santificadora de la Iglesia. Al señalar los distintos campos en que debe hacerse la reforma, no pretendo hacer un estudio detallado y exhaustivo; entre otras razones, porque será necesario esperar bastante tiempo para que se puedan explicitar todas las consecuencias que encierran las orientaciones conciliares. Tampoco podría hacerse en un documento de esta índole, ya que es necesario que sean especialistas los que determinen los cauces y límites de la renovación en cada uno de los aspectos. 111

Yo me voy a limitar a presentar una visión de conjunto. Señalaré en cada uno de los campos aquellos detalles más significativos que puedan ayudarnos a formar juicio sobre la amplitud y la orientación que habrá de tener la reforma. Esto es lo que intentaré en esta segunda parte ofreciendo así como un boceto de la nueva fisonomía de la Iglesia.

I

ENRIQUECIMIENTO DOGMÁTICO El Concilio no se propuso definir nuevos dogmas de fe. Ni «discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo con mayor difusión, las enseñanzas de los padres y teólogos antiguos y modernos». «Para esto, como advertía Juan XXIII, no era necesario un Concilio». El acervo doctrinal de la Iglesia, elaborado cuidadosamente durante siglos, y que «se ha convertido en patrimonio común de los hombres», es suficientemente conocido y, «aunque no haya sido recibido gratamente por todos, constituye una riqueza para todos los hombres de buena voluntad». Urgía más, en estas circunstancias, una actualización de ese tesoro doctrinal para acercarlo a la mentalidad y a las exigencias del hombre de hoy. Porque «una cosa es la sustancia del depósitum fidei, es decir, de las verdades que contiene nuestra veneranda doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral». Por eso «de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión... el espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica

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doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la exposición literaria que exigen los métodos actuales» 2. Precisamente porque el Concilio tenía un carácter prevalentemente pastoral, había de tener un gran contenido dogmático. Pero más que definiciones nuevas, debía darnos precisiones, aclaraciones, fórmulas y puntos de vista nuevos que, al propio tiempo que pusiesen de relieve de una manera más clara la fidelidad absoluta de las verdades tradicionales a las fuentes de la revelación, las acercasen más a la mentalidad del hombre moderno. El Concilio había de significar un enriquecimiento dogmático que fuese como el fundamento de toda la renovación eclesial. Y así ha sido en efecto. Para estudiar con seriedad todo el contenido dogmático del Concilio sería necesario pasar revista a todos los documentos promulgados. Kn todos ellos se encuentran principios doctrinales que en su formulación presentan cierta novedad. Mi propósito es mucho más modesto. Yo me limitaré exclusivamente a presentar aquellas novedades en la exposición de la doctrina que, refiriéndose directamente a la renovación interior o exterior de la Iglesia, interesan a la generalidad de los sacerdotes y militantes seglares. Esos principios teológicos se contienen principalmente en la Constitución dogmática «Lumen gentium». Porque todos los Decretos conciliares se fundan en esa Constitución. Algunas de las Declaraciones encuentran también en la misma su justificación doctrinal. Será suficiente recoger las novedades que en ella se encierran para orientar a los sacerdotes en el ejercicio del magisterio y presentar las que se imponen en la actuación pastoral.

2

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Discurso apertura Concilio Vaticano II.

EL «MISTERIO» DE LA IGLESIA «La Iglesia es, en Cristo, un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género Humano», dice el Concilio (LG 1). Para que pueda cumplir su misión de signo o señal ha de ser una institución visible. Para ser instrumento de la íntima unión con Dios, ha de contener una realidad sobrenatural y una fuerza divina. En la conjunción de esos dos elementos consiste el misterio de la Iglesia que es una sociedad única, singular; al propio tiempo que «una comunidad de fe, de esperanza y de caridad», verdadero «cuerpo místico de Cristo», es una sociedad «dotada de órganos jerárquicos» que fue constituida por Cristo «como una trabazón visible» que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (LG 1). Esta realidad divino-humana de la Iglesia, siempre misteriosa para la inteligencia humana, «no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes de un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia» (ES 23). Cuando la investigación teológica se separa, aunque sea por razones metodológicas, de la «conciencia del misterio de la Iglesia, que es un hecho de fe madura y vivida» y que «produce en el alma el sentido de la Iglesia» (ES 23), se corre el riesgo de racionalizar excesivamente ese conocimiento, olvidando la genuina perspectiva de esa sociedad singular. Entonces es fácil insistir casi con exclusivismo en los elementos jurídicos y jerárquicos, desvalorizando prácticamente su auténtica profundidad. Este riesgo es mucho mayor cuando urge la necesidad de defender su aspecto visible y humano contra quienes lo desconocen o lo niegan y cuando se trata de perfilar sus estructuras sociales para que resulten eficaces en un mundo organizado jurídicamente. 1U

No es extraño que durante algunos años los tratados dogmáticos sobre la Iglesia adoleciesen, más o menos, de ese defecto porque existían a la vez esas dos razones. Incluso para mantener el rigor del método científico se consideraba indispensable separar el raciocinio teológico del sentido de la Iglesia. No pueden admitirse sin más las acusaciones que algunos lanzan contra la eclcsiología tradicional tachándola de «jerarquicología»: «un mero continente jurídico y humano sin contenido sobrenatural», como alguien ha escrito. Es cierto, sin embargo, que podía producirse un vacío doctrinal no dando la suficiente importancia al otro elemento. Corríamos el riesgo de proponer a los fieles la figura de una sociedad maravillosamente organizada — sociedad perfecta, como efectivamente lo es — pero cuyo hálito sacramental y divino quedase un tanto oscurecido. Desde lince unos cuantos años surgió una nueva corriente teológica, particularmente en este campo, que se fijaba principalmente en el elemento vital de la Iglesia y exigía un cambio en la presentación de la doctrina. Algunos, entendiendo mal las afirmaciones correctas de esos teólogos, querían ver como una contradicción o antagonismo entre los dos sistemas. De hecho han sido bastantes, en estos últimos tiempos, los que contraponían lo vital a lo jurídico y los que, al hacer resaltar casi exclusivamente su carácter misterioso y divino, desvalorizaban su estructura jerárquica y despreciaban lo que consideraban como puro juridicismo. Paulo VI ha confesado que son «muchas las antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología». Se refería concretamente a esas aparentes contradicciones que algunos se empeñaban en remarcar: «cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo santa ya y siempre en vías 116

de santificación, cómo es contemplativa y activa y así en otras cosas» (ES 24). Él mismo nos da la solución. Dice que esas aparentes contradicciones tan sólo pueden ser «prácticamente dominadas y resueltas con la experiencia iluminada por la doctrina, por la realidad viviente de la Iglesia misma» (ES 24). Éste es el camino que ha seguido el Concilio señalando la orientación que ha de darse a esta materia. Ha hecho resaltar, ante todo, el misterio de la Iglesia —éste es el primer capítulo de la Constitución «Lumen gentium» —. Ha buscado en las Sagradas Escrituras todos los rayos de luz que las distintas figuras bíblicas nos ofrecen para iluminarlo. Y ha enmarcado en ese clima de misterio, plenamente vital, la constitución interna y la acción exterior del Pueblo de Dios. La eclesiología habrá de tener ahora un planteamiento distinto, tanto en su vertiente propiamente teológica o científica como en su presentación magisterial ante los fieles y ante el mundo. Todo lo que se decía en los tratados de teología y en nuestros catecismos continúa teniendo plena validez. Ha de encuadrarse, sin embargo, en esa visión sobrenatural y misteriosa que la Revelación nos ofrece. La presencia vital de Cristo en la trabazón humanojerárquica de la Iglesia; la acción santificadora del Espíritu Santo, que obra libre y fecundamente en ella, la realidad interna que late detrás de todas las estructuras jurídicas, etc., habrán de ponerse de manifiesto en los tratados teológicos y penetrar nuestras explicaciones catequísticas. No resulta nada fácil esa actualización de la doctrina eclesial porque prácticamente habrán de ser los cauces humanos y jerárquicos los que ofrezcan la garantía de seguridad a los creyentes. Habrá de mantenerse todo cuanto se decía en los manuales de Eclesiología. Siempre será cierto que «la comunidad de los creyentes puede hallar la última certeza de su participación en el cuerpo místico de Cristo, 117

cuando se da cuenta de que es el ministerio de la jerarquía eclesiástica el que por divina institución provee a iniciarla, a engendrarla, a instruirla, a santificarla, a dirigirla, de tal manera que mediante este bendito canal, Cristo difunde en sus miembros místicos las admirables comunicaciones de su verdad y de su gracia, y da a su cuerpo místico, mientras peregrina en el tiempo, su visible estructura, su noble unidad, su orgánica funcionalidad, su armónica variedad y su belleza espiritual» (ES 23). Al revalorizar lo vital y carismático se corre el riesgo de desvalorizar el otro elemento que también es sustancial y que durante la peregrinación tiene una primacía práctica. Precisamente porque se lv.i preterido esa consideración, han asomado ya algunas desviaciones que el Papa se ha visto obligado a denunciar. Pero la renovación se impone. Y habrá de ser profunda para recoger lealmenle y con toda plenitud esa doble vertiente que ha remarcado el Concilio. Los dogmas cristianos no son puras elucubraciones intelectuales y teóricas. Encierran un aliento divino y nos han sido revelados para comunicarnos la vida. Éste habrá de ser el que podríamos llamar «nuevo elemento» que habremos de incorporar a los tratados teológicos y a la catequesis eclesiológica, para ser fieles a la Palabra de Dios y a la orientación conciliar. La Iglesia «prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos» (LG 2). Nos encontramos, pues, ante una realidad — la Iglesia viviente en el mundo — que hinca sus raíces en los albores de la historia del género humano, que va perfilándose cada vez con mayor claridad en la etapa de preparación y que ha de estar, después, realizándose continuamente. Y esta Iglesia viva en el mundo no puede desconectarse tampoco de 118

la Iglesia celestial, que es su perfección, y de la acción misteriosa del Espíritu Santo, bajo cuya influencia se encuentra la Iglesia peregrinante en la tierra. Las estructuras jurídicas y la constitución jerárquica de esa sociedad — indispensables mientras peregrina en este mundo— no son más que una de las manifestaciones de esa Iglesia que ha de servirse de ellas necesariamente para cumplir en el mundo su misión santificadora. Limitar el concepto de Iglesia a esas realidades jurídicojerárquicas o presentarla de tal suerte que esa manifestación pueda confundirse con su realidad trascendente, o pueda oscurecerla, al menos, sería presentar una visión parcial y raquítica de la misma. Desvalorizar esas estructuras jurídico-jerárquicas en la Iglesia peregrinante sería una parcialidad parecida. El esfuerzo de los teólogos habrá de consistir, precisamente, en armonizar los dos aspectos de la verdad revelada, de tal suerte que, manteniendo toda su eficacia y solidez las estructuras jurídico-jerárquicas, adquieran su verdadera naturaleza y su plenitud por el misterio de Cristo que se perpetúa en la Iglesia. Ni se pueden desconocer ni desvalorizar los carismas que son consustanciales al Pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo, ni se pueden disimular o despreciar los cauces jerárquicos que canalizan, por voluntad de Cristo, la acción santificadora de Dios, al menos normalmente. El Concilio ha dado la orientación y ha señalado los principios elementales. Será labor de los teólogos sistematizar la doctrina y ofrecernos la respuesta para contestar adecuadamente a la pregunta que el mundo le dirige: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?» «Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). Así podrá reconocer todo el mundo a la verdadera Iglesia de Jesucristo que «permanece en 229

la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» (LG 8). EL PUEBLO DE DIOS

La insistencia, por otra parte necesaria, al menos en determinadas épocas, con que se ha hecho resaltar la diferencia establecida por Jesucristo entre los sagrados ministros y los otros miembros del Pueblo de Dios, fue quitando importancia en la conciencia de muchos a la unidad e igualdad esencial entre todos los cristianos. La doctrina teológica era correcta en su formulación. Se presentaba, sin embargo, de una manera un poco parcial. Y uno de los aspectos — ambos esenciales — iba perdiendo poco a poco importancia y relieve. Era necesario, efectivamente, defender la naturaleza y las características del sacerdocio ministerial o jerárquico — participado tan sólo por algunos— que había sido instituido por Jesucristo como pieza clave de su Iglesia santificadora. Era indispensable destacar el relieve y la trascendencia del magisterio auténtico que en nombre del Maestro realiza la Jerarquía. Era legítima e insoslayable la división entre Iglesia docente y discente. Incluso era lógico se hiciese especial hincapié en aquel aspecto que pretendían negar los que se habían separado de la Iglesia católica. Esa conducta, legítima y hasta indispensable en algunos momentos, había de producir casi inevitablemente, dada la condición de la naturaleza humana, un clima de parcialidad y confusión. Al destacar uno de los aspectos se iba olvidando el otro. Prácticamente se podía llegar con facilidad a una vivencia parcial de la realidad eclesial. Lo cierto es que hasta hace unos cuantos años, cuando hablábamos de la perfección evangélica, nos referíamos a los religiosos, sin necesidad de nombrarlos. Cuando se estudiaban las características o las metas del apostolado, 120

teníamos en cuenta tan sólo la actividad sacerdotal. Hablando de los religiosos, insistíamos siempre en lo específico de su estado y en las razones que a ellos les exigían una peculiar perfección; lo general de la vida cristiana no parecía para ellos. Y apenas si se hacía alguna tímida excursión en el campo de la teología para aclarar las características de las perfección cristiana —evangélica— que por ser cristiana y evangélica había de ser propia de todos los miembros del Pueblo de Dios: religiosos, clérigos y seglares, y para precisar el contenido de la misión pastoral — evangelizadora — de la Iglesia en la que por lo mismo debían participar y responsabilizarse todos sus miembros. Quizá la organización clasista de la ciudad terrestre, con sus clases sociales cerradas, era clima a propósito para que arraigase el clasismo en el mismo seno de la Iglesia. La verdad es que nos parecía absurdo hablar de perfección evangélica a los seglares o de responsabilidad pastoral a los que no fuesen clérigos. Desde hace ya varios años, particularmente desde que Pío XI llamó a los seglares para colaborar con el apostolado de la Jerarquía por medio de la Acción Católica, había empezado a revalorizarse la figura del seglar bautizado en la Iglesia y algunos teólogos iniciaron los estudios sobre la espiritualidad y el apostolado de los laicos. Se empezaban a destacar las consecuencias eclesiales que entraña el bautismo y la tarea común que han de realizar todos los miembros de la Iglesia. El apostolado litúrgico que inició la revalorización del culto oficial por aquella misma época, ayudó a fomentar el espíritu comunitario y a reforzar los vínculos de todos los que participaban activamente en la oración y en el sacrificio de la Asamblea cristiana. La unidad del Pueblo de Dios aparecía compacta junto al altar. Teológicamente, sin embargo, no se había hecho una labor seria en este sentido. Basta repasar los manuales de 121

teología, aun los más recientes, para darse cuenta de que la unidad del Pueblo de Dios y la igualdad esencial de todos sus miembros, queda desdibujada ante las diferencias entre ellos que son las que se remarcan preferentemente. Este clima teológico se reflejó en la primera redacción de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Fue necesaria una discusión previa en el Aula para que apareciese la necesidad de dedicar un capítulo de la misma al Pueblo de Dios, que había de ser el fundamento de los que después se dedicaban a la Jerarquía, a los religiosos y a los seglares. Era necesario subrayar la unidad y la igualdad de todos los miembros del pueblo escogido antes de precisar las funciones que unos y otros debían ejercer en el mismo como consecuencia de Jos dones especiales recibidos de Dios. Paulo VI ya había escrito en su encíclica «Ecclesiam suam»: «Es necesario volver a dar toda su importancia al hacho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante tal sacramento, en el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe hacer de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo, a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación a una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original y que es capaz de dar las mejores manifestaciones y probar los más ricos frutos de todo lo que es humano» (ES 24). Es el bautismo el que nos hace a todos hijos de Dios y miembros del Cuerpo místico de Cristo. Y esto es lo fundamental y lo más importante. Desde ese momento estamos en la órbita de Dios y formamos parte de su pueblo escogido. El hecho de que por voluntad de Dios ocupemos un lugar determinado en ese pueblo y ejerzamos una función peculiar y que, por lo mismo, nuestra vida cristiana deba 222

estar matizada con unas características concretas, tiene ya una importancia relativa, por mucha que sea su trascendencia en orden al cumplimiento de la labor santificadora en el mundo. El valor fundamental de la Iglesia es el de la unidad — «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,5) — y, por lo tanto, el de la igualdad esencial de todos los miembros porque «tan sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación». Por eso no hay más que «un Dios y Padre de todo, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,4). Y nadie puede llamarse Maestro «porque no hay más que un solo Maestro, Cristo» (Mt 23,10). Y esa unidad e igualdad sustancial ha de mantenerse e incluso robustecerse por la diversidad de dones, de gracias y de funciones. El Concilio lo ha afirmado con toda claridad: «El pueblo elegido de Dios es uno». Y habla, entonces, de «común dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad» (LG 32). Es verdad, como dice san Pablo que «a cada uno de nosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo» y que «Él constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores» (Ef 4,7.11). Pero estas diferencias se basan en la igualdad sustancial y no rompen la unidad. «Aunque no todos en la Iglesia, afirma el Concilio, marchan por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios. Y si es cierto que, algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del cuerpo de Cristo» (LG 32). 123

Estas afirmaciones conciliares tienen importancia extraordinaria, tanto en el orden dogmático como en la orientación de la actividad pastoral. Obligan a revisar el planteamiento de la doctrina eclesiológica y a reconocer teórica y prácticamente que «el apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del bautismo y de la confirmación» (LG 33). Es el primer aspecto el que nos interesa ahora, al hablar del enriquecimiento dogmático, y creo que se podría concretar siguiendo la orientación — e l espíritu y la letra — de los documentos conciliares, en los siguientes apartados: a)

La regeneración bautismal El fundamento de toda grandeza y dignidad, al propio tiempo que la raí/ de (oda perfección y apostolado en la Iglesia está en Ja participación de la vida divina por la regeneración bautismal que nos incorpora a Cristo. Todos los bautizados estamos llamados a la misma santidad sustancial —la perfección del Padre— y somos responsables de la misma tarea eclesial: la evangelización del mundo. Las diferencias que en orden a los medios que cada uno ha de emplear, o al camino concreto que los distintos miembros hemos de seguir, para alcanzar la perfección, o la diversidad de funciones determinadas que unos y otros habrán de realizar para la ejecución de esa tarea eclesial, no pueden romper la unidad y trabazón de los miembros ni alteran su igualdad radical. Es curioso que cuando el Concilio quiere recordar a los presbíteros su deber de adquirir la perfección, les recuerde que «ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran vocación y gracia para sentirse capaces y obli124

gados, en la misma debilidad humana, a seguir la perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial"» (PO 12). Y que cuando habla de la renovación de la vida religiosa proponga como primer principio de la misma «la vuelta a las fuentes de toda vida cristiana» (PC 2), y diga que la oblación total propia de la profesión religiosa es «una consagración peculiar, que se funda íntimamente en la consagración del bautismo y la expresa en su totalidad» (PC 5). Existen, pues, unos principios o elementos vitales que son comunes a todos y que tienen carácter fundamental en esa sociedad fundada por Cristo, que es su cuerpo místico. Los otros — las diferencias que realmente existen por voluntad también del mismo Cristo — siendo esenciales para que la Iglesia peregrinante pueda realizar eficazmente su misión en el mundo, no son más que desarrollo, perfeccionamiento, matización de los primeros. Es lógico, por lo tanto, que los tratados dogmáticos de eclesiología pongan como tesis fundamental la de la unidad del pueblo de Dios con la igualdad esencial de todos sus miembros, para edificar sobre ella la estructuración social completa de la misma. Entonces aparecerá claramente lo que dice san Pablo que «abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquél que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» (Ef 4,15-16). b)

El sacerdocio común «Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, a su nuevo pueblo lo hizo reino y sacerdote para Dios su Padre» (LG 10). La Iglesia continúa el sacerdocio de Cristo. Toda la Iglesia y, por lo tanto, todos sus miembros participan del 125

mismo. El sacerdocio común a todos los bautizados es una consecuencia ineludible que es necesario destacar. «Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificio y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable» (LG 23). Y ese carácter sacerdotal, propio de todos los bautizados — clérigos, religiosos y seglares— «les hace partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (LG 23) y les da derecho y les impone el deber de «ejercer la misión de todo el pueblo cristiano» (LG 31). Este principio debe explicarse previamente a la enumeración de las características del sacerdocio ministerial o jerárquico, poique fundándose en él es cuando se entiende plenamente la razón de ser de esta participación de los poderes sagrados de Cristo, ya que tan sólo de esta suerte — por medio del sacrificio y sacramento que han de realizar los «dispensadores de los misterios de Dios» — puede ese pueblo sacerdotal realizar plenamente su sacerdocio. La diferencia que existe entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, diferencia que, como dice el Concilio, «es esencial, no sólo de grado», es un complemento de aquella doctrina. Pero teniendo en cuenta que «se ordenan el uno al otro, aunque cada cual participe de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo» (LG 31). Existe, pues, una unidad de vida, de tarea y de misión entre todos los miembros del Cuerpo místico. La realización de esa tarea y de esa misión en la organización social de ese pueblo exigiría diversidad de funciones y de poderes. «Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de que goza, modela y dirige al pueblo sacerdo126

tal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio real, asisten a la oblación de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante» (LG 31). No cabe duda de que las tesis eclesiológicas sobre los poderes y funciones de la Jerarquía —obispos y presbíteros — adquieren a esta luz una fuerza especial y dan una visión exacta de esa conjunción misteriosa de lo divino y humano, del único Espíritu que rige la vida y la acción evangelizadora de la Iglesia. c)

El magisterio y el sentido de fe

El sensus fidei —instinto sobrenatural para las cosas de fe y costumbres — y los carismas — dones o iluminaciones del Espíritu Santo para conocer las necesidades de la Iglesia y para encontrar los medios aptos para remediarlas— son propios del pueblo de Dios, esto es, de todos sus miembros. Nadie en la Iglesia tiene asegurado el acierto en la interpretación de la verdad revelada, más que el Romano Pontífice en determinadas circunstancias. Ningún particular puede estar seguro de que su postura obedece a una iluminación de Dios. Pero todo el pueblo cristiano no puede fallar en sus creencias. Y cualquier cristiano puede recibir carismas especiales. Si es justo que se ponga de relieve la importancia capital del magisterio auténtico en la Iglesia y que se recuerde que tan sólo la legítima autoridad puede garantizar plenamente la autenticidad de los carismas, no es menos justo que se diga que el pueblo cristiano tiene el «sentido de fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene» (LG 12) y que la autoridad no debe «apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno» (LG 12). 127

Aunque toda esta doctrina ha sido siempre admitida por los teólogos, no siempre se ha propuesto con claridad en los manuales de teología y, prácticamente, no ha guiado la conducta de todos. El Concilio obliga a reelaborar esas tesis eclesiológicas para presentarnos en toda su grandeza la visión de la Iglesia de Jesucristo. EL SACRAMENTO DEL MUNDO «Extra Ecclesiam milla salus», fuera de la Iglesia no hay salvación, se ha dicho siempre como un axioma teológico. Y esta afirmación es exacta. Jesucristo es el «Salvador del mundo». La Iglesia, que continúa su obra salvadora, «tiende eficaz y constantemente a recapitular a la humanidad entera con todos sus bienes, bajo Cristo como cabeza, en la unidad de su Espíritu» (LG 13). Ella es el medio establecido por el Salvador para que todos los hombres puedan conseguir los frutos de la redención. Esta exclusividad de la Iglesia en orden a la salvación no limitaba en la mente de los teólogos la misericordia de Dios ni coartaba la acción del Espíritu Santo. Y siempre se había admitido que fuera de la Iglesia pueden salvarse los que, siguiendo de buena fe la religión natural, encontraban la vida divina y la salvación por medios extraordinarios para nosotros desconocidos. Por eso se hacía la distinción entre el cuerpo y el alma de la Iglesia y se admitía el bautismo de sangre y de deseo, además del bautismo de agua. Era la manera de compaginar la misericordia de Dios y la libertad de la acción del Espíritu con aquella verdad que recogía el axioma. La doctrina teológica permanece intacta. Su presentación, sin embargo, cambia no poco en el Concilio, abriendo horizontes extraordinarios de misericordia, amor y paz. Si la afirmación tajante, que incluye la anterior afirmación axiomática, llevaba a no pocos a despreciar a los 128

que vivían fuera de la Iglesia Católica y a considerar como «enemigos» a todos los que se habían separado de ella — separación que, siendo culpable en los comienzos, podía ser plenamente inculpable en los que habían nacido ya «separados» —, la nueva presentación se fija más bien en lo positivo que puede haber en los que no forman parte de la Iglesia y pone de relieve la acción del Espíritu fuera de la misma. Es también un enriquecimiento doctrinal que abre las puertas al legítimo ecumenismo y que facilita el camino del encuentro con Dios. No podemos olvidar que un hálito de misterio envuelve todo lo referente a la Iglesia en su constitución y en su vida. No siempre podremos explicarnos suficientemente algunos de sus detalles. La condición de la Iglesia como medio de salvación ha de compaginarse con la voluntad salvífica de Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). La acción de Dios no puede ser catalogada con nuestras fórmulas humanas. Será necesario, por lo tanto, que en los tratados de teología se pongan en claro estos conceptos: a) Vocación a la Iglesia La Iglesia es el sacramento del mundo. «Ella, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este reino» (LG 5). Por eso «todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios» que es la Iglesia. «Este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar al mundo entero y todos los tiempos para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana y determinó congregar en un conjunto a todos los hijos que estaban dispersos» (LG 13). 129

Porque «el Señor quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente» (LG 9). Y este pueblo «aunque de momento no contenga a todos los hombres y muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad es empleado también por Él como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el inundo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9). Será necesario concluir, por lo tanto, que no sólo «todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios», sino que verdaderamente «pertenecen a la Iglesia de varios modos tanto los fieles católicos como los otros cristianos e incluso todos los hombres en general, llamados a la salvación por la gracia de Dios» (LG 13). Esta vinculación a la Iglesia de todos los hombres de buena voluntad —que siguen de buena fe los preceptos de la religión natural— da un tono positivo a las relaciones de los católicos con los que están externamente fuera de la Iglesia Católica. Es, podríamos decir, el principio del auténtico ecumenismo. b) Unicidad de rebaño La Iglesia Católica «es el único rebaño de Dios. Como un lábaro alzado ante todos los pueblos, comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina llena de esperanza hacia la patria celestial» (UR 2). Porque «el Señor entregó todos los bienes del Antiguo Testamento a un solo colegio apostólico, a saber, al- que preside Pedro, para constituir un solo cuerpo de Cristo en la tierra, al que tienen que incorporarse totalmente todos los que de alguna manera pertenecen al Pueblo de Dios» (UR 3). 130

«Éste es el sagrado misterio de la unidad de la Iglesia en Cristo y por medio de Cristo, comunicando el Espíritu Santo la variedad de sus dones. El modelo supremo y el principio de este misterio es la unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo» (UR 2). La unidad interna de la Iglesia y su unidad exterior o unicidad, en cuanto es la única Iglesia de Cristo, es también un principio dogmático que es necesario poner de relieve como base de esa nueva formulación de la doctrina eclesial. c) Grados de vinculación La vinculación de los hombres a la Iglesia admite grados. Católicos: «Se incorporan plenamente (a ella) los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos» (LG 14). Los católicos son los miembros propios y plenos de la verdadera Iglesia de Cristo. Y «no podrían salvarse quienes sabiendo que la Iglesia Católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en ella» (LG 14). Cristianos separados: «Todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesen íntegramente la fe, o no conserven la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro» están también unidos a la verdadera Iglesia porque «conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida... creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el Hijo de Dios Salvador, están 131

marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos... Hay que contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún, cierta unión en el Espíritu Santo, pues que también obra en ellos con su virtud santificadora por medio de dones y de gracias y a alguno de ellos les dio la fortaleza del martirio» (LG 15). Todos esos medios «pueden, sin duda ninguna, producir la vida de la gracia, y hay que confesar que son aptos para dejar abierto el acceso a Ja comunión de la salvación» (UR 3). Los hermanos separados «justificados por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo y, por tanto, reciben el nombre de crisl ¡anos con todo derecho y justamente son reconocidos como hermanos en el Señor por los hijos de la Iglesia Católica» (UR 3). No-cristianos: «Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio están relacionados con el Pueblo de Dios por varios motivos» (LG 16). El pueblo judío «a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne»; los musulmanes «que, confesando profesar la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios»; los que «entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido»; todos «los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia» (LG 16) están cerca de Dios y se hallan en cierta manera vinculados a la Iglesia, instrumento de salvación para todos. d) Responsabilidad de los católicos No basta la incorporación de hecho, aunque sea plenamente, a la Iglesia Católica para tener asegurada la salva-

ción. Porque «no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia "en cuerpo", pero no "en corazón"». Nadie debe considerarse seguro por estar en la verdad. Ni se salvarán todos los que pertenecen plenamente a la Iglesia Católica ni se condenarán todos los que externamente están fuera de ella. «No olviden los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo, y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad» (LG 14). No cabe duda de que la nueva presentación de esta doctrina, sin alterar en un ápice la sustancia de la misma, crea un clima más positivo — de mayor caridad — en las relaciones de la Iglesia Católica con los hermanos separados, con los no cristianos y aun con todos los hombres del mundo. Y aparece más claramente la eficacia de la voluntad salvífica de Dios que alcanza a todos los hombres de la tierra. Es un verdadero enriquecimiento doctrinal que nos obliga a una renovación en la exposición dogmática y en el magisterio de cara a los fieles. LA COLEGIALIDAD EPISCOPAL El Concilio Vaticano I inició el estudio de los temas eclesiológicos. Definió el dogma de la jurisdicción universal del Romano Pontífice sobre toda la Iglesia y el de su infalibilidad personal cuando habla ex cathedra. No pudo resolver otras cuestiones importantes, como la del episcopado, por razones de todos conocidas. La providencia divina que rige a su Iglesia de una manera misteriosa, pero admirable, quería, sin duda, asegurar

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la unidad de la Iglesia universal — eran los tiempos de los nacionalismos extremosos incluso en el campo eclesial — afianzando y robusteciendo definitivamente la autoridad del Papa que es el principio de esa unidad, la roca inconmovible sobre la que Jesucristo fundó su Iglesia. El hecho de que el Concilio proyectase toda su luz sobre la figura del Papa y resolviese exclusivamente el problema de su autoridad personal, hizo que la figura y la autoridad de los obispos —particularmente su vinculación a la Iglesia universal— quedase un poco en la penumbra. Los obispos, puestos por el Romano Pontífice al frente de una diócesis o iglesia particular, aparecían a los ojos de muchos como meros representantes o delegados de la autoridad central —vicarios del Papa fueron llamados por algunos — con unn responsabilidad eclesial limitada a aquel territorio y sin ninguna intervención ni responsabilidad en los asuntos universales. ííste era el criterio casi común en muchos ambientes, tanto católicos como no católicos. Al reforzar la autoridad personal del Papa, se hacía resaltar de una manera extraordinaria y singular el carácter monárquico del régimen de la Iglesia. Tanto en el gobierno de la Iglesia universal como en el de las iglesias particulares se insistía exclusivamente en la autoridad personal del Papa o del Obispo. Y de tal suerte insistían los manuales de teología en ese carácter que, al parecer, no había lugar para ninguna otra forma de gobierno que pudiese compaginarse con aquélla. Hasta hace unos años hubiera parecido sospechoso un planteamiento distinto, como se manifestó claramente cuando se empezó a discutir en el Aula el tema de la colegialidad episcopal. Estábamos acostumbrados a aplicar a la sociedad eclesial los mismos conceptos de las sociedades humanas. Parecía incompatible el régimen personal con el colegial. Y todos sabemos cuántos esfuerzos tuvieron que hacerse a última hora, antes de la votación definitiva del texto con134

ciliar sobre este tema, para que todos se convenciesen de que la colegialidad episcopal no restaba un ápice de la autoridad personal del Romano Pontífice. Ésta fue la razón de la «Nota explicativa previa», presentada al frente de este tercer capítulo de la Constitución por la Comisión Doctrinal, a fin de vencer todos los escrúpulos. Por esta misma razón a los obispos se les consideraba siempre en junción de una diócesis determinada y no se les concebía sin diócesis propia, ya que su razón de ser en la Iglesia estriba precisamente, al parecer, en ser cabezas de una comunidad local o diocesana. La práctica seguida comúnmente por la Santa Sede de atribuir una diócesis titular a los que no tenían diócesis propia obedecía a ese mismo clima. Todos reconocemos que esto es una verdadera ficción ya que esas diócesis titulares no existen actualmente. Se consideraba necesario, sin embargo, permitir esa ficción para salvar lo que parecía un principio teológico. Es cierto que el hecho de la «colegialidad episcopal» era reconocido también teológicamente. La realidad del Colegio Apostólico que con Pedro regía el pueblo santo de Dios es evidente. Y como los obispos son sucesores de los apóstoles, los manuales de teología afirmaban que al Colegio Apostólico sucedía el Colegio de los Obispos, no con todas las facultades que aquellos tenían por ser cofundadores de la Iglesia, pero sí con todas las necesarias para cumplir la misión que les había confiado el Espíritu Santo: regir la Iglesia de Dios. Los concilios ecuménicos eran la manifestación más clara y terminante de la colegialidad episcopal. Todos los teólogos admitían, además, que aun dispersos por el mundo, cuando todos los obispos — todos con el Romano Pontífice, que es la Cabeza del Colegio — coincidían en la profesión y enseñanza de una verdad religiosa, gozaban del carisma de infabilidad. 135

Se trataba, sin embargo, de casos extraordinarios que podríamos llamar de emergencia. Normalmente los obispos quedaban encerrados en sus diócesis sin proyección ni responsabilidad fuera de la misma. Tan sólo la comunión con el Papa los vinculaba a la Iglesia universal. Esa comunión se consideraba indispensable, desde luego, para que fuesen verdaderos Pastores de su propia diócesis. El Concilio Vaticano II no ha cambiado la doctrina, pero la ha enriquecido dando todo su alcance a la colegialidad episcopal. El planteamiento teológico ha de ser ahora distinto. Las consecuencias de carácter jurídico y pastoral pueden ser extraordinarias. a) El primado del Palia Hay que mantener íntegramente lo que definió el Concilio Vaticano I y proponen los manuales teológicos sobre la autoridad personal del Romano Pontífice con su jurisdicción universal sobre toda la Iglesia —Pastores y fieles— y con su infalibilidad personal. Porque «para que el episcopado mismo fuese uno solo c indiviso, estableció (Jesucristo) al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, y puso en él el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión. Esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio lo propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles» (LG 18). Hay que afirmar, por lo tanto — como dice la nota explicativa previa—, que «el Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio». El Papa no necesita del consentimiento, ni aun del parecer de los obispos, para tomar una determinación ni, propiamente hablando, para definir un dogma de fe. Y las «normas aprobadas por la autoridad suprema (tanto en las reso-

luciones personales del Papa respecto al régimen de la Iglesia, como en la organización y realización de los actos colegiales) deben observarse siempre» 3 . El Papa es el Vicario de Cristo en la tierra. Es la piedra sobre la que Jesucristo edificó su Iglesia. Es el que ha de apacentar a las ovejas y a los corderos, según el texto de san Juan (Jn 21,15-16). El Papa tiene una autoridad personal independiente del Colegio de los obispos. Autoridad que puede ejercer según su discreción. Él es el que merece una oración especial del Señor a fin de que no desfallezca su fe y pueda confirmar a sus hermanos (Le 22,31-32). Actualmente, sobre todo, cuando el mundo va unificándose cada vez más y por medio de los instrumentos masivos de información va creándose una mentalidad, unas costumbres, un clima mundiales, la intervención personal del Papa en cuestiones de magisterio o de disciplina puede ser más necesaria y urgente. La colegialidad episcopal no puede restar libertad de actuación al Romano Pontífice. Algo parecido, en la debida proporción, puede decirse del obispo en la diócesis. También él es el representante auténtico — e l Vicario— de Cristo en la comunidad local. También los apóstoles —los obispos— son fundamento de la Iglesia. También él debe apacentar a los presbíteros, a los religiosos y fieles de su diócesis. También él tiene una autoridad personal independientemente del «presbyterium» y de la comunidad de los fieles, porque la recibe de Cristo. También él puede ejercer esa autoridad según su discreción. Y las normas aprobadas por él deben observarse siempre. b) El obispo y la Iglesia universal Cada obispo «es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la co3 Nota citada, n.° 4.

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munión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio (LG 22). Porque «en la consagración se da una participación ontológica de los ministerios sagrados, como consta, sin duda alguna, por la tradición, incluida la liturgia» 4 . El obispo, por lo tanto, queda vinculado a la Iglesia universal, prescindiendo de su adscripción a una iglesia local y, lógicamente al menos, antes de la misma. Por el hecho de ser consagrado obispo ha de sentir la «sollicitudo omnium ecclesiarum» y tiene una responsabilidad en los asuntos de toda la Iglesia. Es evidente que el ejercicio de esa responsabilidad y, por lo tanto, de la autoridad eclesial, necesitará de la «determinación jurídica o canónica por la autoridad jerárquica (por el Papa)... Esta determinación está requerida por la propia naturaleza de la cosa, ya que se trata de ministerios que deben ejercerse por muchos sujetos, que cooperan jerárquicamente por voluntad de Cristo» 4 . El hecho de que hasta ahora esa determinación se hiciese normalmente por la asignación de unos subditos o de un territorio determinado, no excluye el que pueda hacerse de manera distinta. Esto depende de la autoridad suprema (del Papa) que es el que ha recibido la misión de ordenar y jerarquizar todas las actividades del Pueblo de Dios. Lo importante es que el obispo está vinculado por su misma consagración a la Iglesia universal, no a una comunidad local. Que, ante todo y sobre todo, es obispo de la Iglesia, no jefe de una diócesis. Es lógico, por lo tanto, que los problemas generales de la Iglesia tengan primacía en su conciencia y en su dedicación, aun sobre los de su propia diócesis, si la tiene. Y que la función que ejerza en la Iglesia — regir una diócesis determinada, por ejemplo—, ha de estar subordinada al bien general de todo el Pueblo de Dios. 4 Nota explicativa, n.° 2. 138

c) El colegio episcopal «El orden de los obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio apostólico, más aún, en quien perdura continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal... Dentro de este Colegio, los obispos, guardando fielmente el primado y principado de su Cabeza, gozan de su potestad propia en bien no sólo de sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, siendo el Espíritu Santo el que robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia» (LG 22). Es evidente, como añade el Concilio, que «la potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio ecuménico» Pero es evidente, al propio tiempo, que «esa misma potestad colegial puede ser ejercitada por obispos dispersos por el mundo a una con el Papa» (LG 22). ¿Debe intervenir el Colegio, representando y actuando de la manera que la autoridad suprema determine, en el régimen normal de la Iglesia universal, de tal suerte que la actuación personal del Papa — que siempre podrá ejercer libremente— tenga una ayuda en la intervención de los obispos? No creo que se pueda dar una afirmación positiva con carácter de principio teológico. A juzgar, sin embargo, por las insinuaciones que hace el Concilio y por la norma de conducta seguida por Paulo VI parece que pueda proponerse la respuesta afirmativa como una consecuencia pastoral. El Concilio dice que los obispos diocesanos «en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los apóstoles, todos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen, que, aunque no se ejercite por acto de juris139

dicción, contribuye, sin embargo, grandemente al progreso de la Iglesia universal». Y aun añade concretamente: «Todos los obispos, en efecto, deben promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia... promover, en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de la fe y a la difusión plena de la luz de la verdad entre todos los hombres... Todos los obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro... deben con todas sus fuerzas promover a las misiones no sólo de operarios para la mies sino también de socorros espirituales y materiales... procuren, finalmente..., según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraterna ayuda a las otras Iglesias, sobre todo en las Iglesias vecinas y míís pobres, dentro de esta universal sociedad de la calidad» (LG 23). Todo esto parece indicar una intervención de los obispos en el régimen y actividades pastorales de la Iglesia universal. En el Decreto Christus Dominus dice que «los obispos elegidos de entre las diversas regiones del mundo, en la forma y disposición que el Romano Pontífice ha establecido o tenga a bien establecer en lo sucesivo, prestan al Supremo Pastor de la Iglesia una ayuda más eficaz en consejo que se designa con el nombre de sínodo episcopal, el cual, puesto que obra en nombre de todo el episcopado católico, manifiesta al mismo tiempo, que todos los obispos en comunión jerárquica son partícipes de la solicitud de toda la Iglesia» (CD 5). Y hablando, después, de las relaciones de los obispos con la Santa Sede y, en concreto, de los Dicasterios romanos, afirma: «Puesto que estos Dicasterios han sido creados para el bien de la Iglesia universal, se desea que sus miembros, oficiales y consultores, e igualmente los legados del Romano Pontífice, en cuanto sea posible, sean tomados de las diversas regiones de la Iglesia, de manera que las ofi140

ciñas u órganos centrales de la Iglesia Católica presenten un aspecto verdaderamente universal». Y añade: «Es también de desear que entre los miembros de los Dicasterios se encuentren algunos obispos, sobre todo diocesanos, que puedan comunicar con toda exactitud al Sumo Pontífice el pensamiento, los deseos y las necesidades de todas las Iglesias» (CD 10). Estas insinuaciones del Concilio están plenamente corroboradas por la conducta del actual Pontífice que no sólo creó el Sínodo Episcopal, antes incluso que se aprobase el Decreto 5 , sino que creó las Comisiones Posconciliares integradas por obispos de distintas regiones para la puesta en práctica de la reforma conciliar y para la reforma del Derecho Canónico. Prácticamente concede funciones de gobierno normal al Colegio, por medio de sus representantes. Y todo hace prever que tendrá en cuenta los deseos del Concilio en la anunciada reforma de la Curia Romana. No hay ninguna contradicción entre el régimen personal del Papa que puede ejercer libremente, cuando quiera, y esa participación del Colegio en el gobierno normal de la Iglesia, aunque en una sociedad humana podrían surgir roces y dificultades fácilmente. Hay que contar con la asistencia del Espíritu Santo que como dice el Concilio «robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia» (LG 22). Aunque por razones diversas, como veremos después al precisar la doctrina conciliar sobre el sacerdocio, también en las diócesis habrá de encontrar la autoridad personal del obispo una ayuda, en el gobierno, por la participación del presbiterio. El Decreto Christus Dominus dice: «Para promover más y más el servicio de las almas, sírvase el obispo establecer diálogos con los sacerdotes, aun en 5 Motu propio «Apostólica Sollicitudo» (15-9-65) en AAS 77 (1965) 775 ss. 141

común, no sólo cuando se presente la ocasión, sino también en tiempos establecidos, en cuanto sea posible» (CD 28). Y concretando más esa idea el «Presbyterorum ordinis»: «Los obispos... los tienen (a los presbíteros) como necesarios colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la plebe de Dios». Y añadirá: «Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis. Y para que esto sea una realidad constituyanse de una manera apropiada a las circunstancias y necesidades actuales, con estructura y normas que ha de determinar el derecho, un consejo o senado de sacerdotes, representantes del presbiterio, que pueden ayudar con sus consejos eficazmente al obispo en el gobierno de la diócesis» (PC) 7). Paulo VI, viendo la importancia pastoral de este instrumento, ha querido que se constituyesen en seguida, antes de la reforma del Derecho Canónico, y en su Motu propio «Ecclesiae Sanctae» dio ya las instrucciones apropiadas para ello. d) Las Conferencias Episcopales En el Concilio ha surgido una nueva figura jurídica, la de las Conferencias Episcopales. No me atrevería a afirmar que sean éstas una consecuencia necesaria teológicamente del principio de la colegialidad, pero es evidente que pueden ser una realización pastoral del mismo. Si los obispos deben atender, ante todo, a las necesidades y exigencias de la Iglesia universal y deben supeditar el régimen de sus diócesis al bien común de la cristiandad, es clarísimo que no pueden encerrarse en sus diócesis y ordenar su gobierno con criterios localistas. Será necesario que los obispos procedan de común acuerdo; incluso que actúen con criterios comunes los que se encuentren en circunstancias parecidas, única manera de conseguir de un 142

modo eficiente la unidad de dirección y responsabilidad en toda la Iglesia. Y ésta es, precisamente, la misión de las Conferencias Episcopales. Así lo dice claramente el Decreto «Christus Dominus»: «Juzga este santo Concilio que es muy conveniente que en todo el mundo los obispos de la misma nación o región se reúnan en una asamblea, coincidiendo en fechas prefijadas, para que, comunicándose las perspectivas de la prudencia y de la experiencia, y contrastando los pareceres se constituya una santa conspiración de fuerzas para el bien común de las Iglesias». El mismo Decreto reconoce que «en los tiempos actuales, sobre todo, no es raro que los obispos no puedan cumplir su cometido oportuna y fructuosamente si no estrechan cada día su cooperación con otros obispos» (CD 37). Y al dar las normas sobre el funcionamiento de dichas Conferencias aun añade: «Foméntense, además, las relaciones entre las Conferencias Episcopales de diversas naciones para suscitar y asegurar el mayor bien» (CD 38). El mismo Concilio ha concedido a las Conferencias verdadera autoridad en algunas cosas importantes, como por ejemplo, en lo referente a la aplicación de la reforma litúrgica, dándonos a entender la trascendencia pastoral que tienen para la vida de la Iglesia e incluso su relación con esa solicitud de todas las Iglesias propia del Colegio episcopal. e) Nuevos aspectos eclesiológicos Ha de renovarse, pues, intensamente la doctrina teológica sobre el régimen de la Iglesia, completándola con esas aportaciones conciliares. Y ha de renovarse, sobre todo, el fondo — o la motivación íntima— de la misma, que si hasta ahora era preferentemente jurídico, aun en los mismos tratados dogmáticos, ha de recobrar plenamente su carácter pastoral. El gobierno de las diócesis cambia de signo a la luz de esa doctrina conciliar. Si las formas jurídicas serán siempre 143

necesarias y el ministerio habrá de estar siempre canalizado por la potestad jurisdiccional, ahora debe prevalecer el concepto de pastoreo con miras universales y con sentido colegial en conformidad con la definición de diócesis que nos da el mismo Decreto Christus Dominus. «La diócesis, dice, es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una iglesia particular, en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica» (CD 11). Los obispos han de darse cuenta de que «gobernando bien sus propias iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo místico que es también el cuerpo de todas las iglesias» (LG 23). Y mirando al bien común, es como deberán ordenar los ministerios de sus diócesis teniendo en cuenta que los presbíteros son sus «colaboradores y consejeros necesarios». f) Concepto teológico del «colegio» La palabra «colegio» o «gobierno colegial» lleva en sí un peso jurídico. Ésta fue la mayor dificultad que entorpeció la discusión de ese tema. Algunos no podían prescindir del significado jurídico de la misma y la creían incompatible con la autoridad suprema del Papa, tal como quedó definida en el Concilio Vaticano I. Otros, queriendo aplicar al plano teológico el significado jurídico de la misma, aumentaron la alarma de los primeros. También en la explicación teológica de esta verdad y, particularmente, en su aplicación pastoral, puede surgir la misma dificultad cayendo en un error teológico o en una democracia al modo humano, que es incompatible con la constitución que Jesucristo quiso dar a su Iglesia. 144

Ésta fue la razón principal que hizo convenientísima la Nota explicativa previa propuesta por la Comisión Doctrinal y que, al deshacer el equívoco, serenó los ánimos — muy exaltados antes de la votación definitiva — y la que aconseja que se tenga muy en cuenta al desarrollar y sistematizar la doctrina en los tratados dogmáticos para evitar confusiones y excesos. «El término colegio —dice la 1.a Nota— no se entiende en un sentido estrictamente jurídico, es decir, de una asamblea de iguales que confieren su propio poder a quien los preside, sino de una asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la revelación. Por este motivo..., se dice explícitamente de los doce apóstoles, que el Señor los constituyó a manera de un colegio o asamblea estable. Por la misma razón se aplican con frecuencia al colegio de los obispos las palabras "orden" o "cuerpo"». Aunque los obispos tengan voto deliberativo en el Concilio o en los actos propiamente colegiales, sus determinaciones no tienen valor jurídico mientras no sean aprobadas por el Romano Pontífice. Y nunca pueden tenerlo, aunque hubiesen sido tomadas por gran mayoría, en contra de la voluntad del Papa. Los presbíteros, como advierte claramente Paulo VI en la «Ecclesiae Sanctae», no tienen voto deliberativo en el consejo presbiteral, sino tan sólo consultivo. Así lo ha establecido Jesucristo y así debemos reconocerlo y afirmarlo, aunque nos pueda parecer extraño juzgando con criterios políticos o humanos. El peligro que ofrece esta verdad, tanto en el campo universal como en el de las diócesis, es que se quiera introducir en la Iglesia un régimen democrático que es contrario al establecido por su Fundador. Es evidente que esta forma de gobierno resultaría excesivamente complicada — incluso peligrosa — en las sociedades terrenas. Como resulta difícil de entender, con cri145

terios de política humana, que el Papa tenga autoridad ordinaria en todas las diócesis y la tenga también y al propio tiempo el obispo que está al frente de ella. Si tenemos en cuenta que en la Iglesia todos actuamos en nombre de otro — de Cristo — del cual no somos más que vicarios y que la Iglesia tiene asegurada la asistencia del Espíritu Santo, admitiremos fácilmente lo que nos dice la revelación, aunque no acabemos de comprenderlo. El misterio de la Iglesia aparece necesariamente en toda su vida y en toda su actuación. Los conceptos que utilizamos en las sociedades humanas no pueden aplicarse unívocamente a esa sociedad única y exo prionnl que siendo humana es a la vez divina y que h-nií-iidn autoridades visibles está verdadera y realmente rcj-.iihi por el mismo Hijo de Dios. Es evidente que i-.sia doctrina conciliar supone un enriquecimiento U'ol> Será necesario para conseguir ese enriquecimiento de la obediencia que se recuerde a los superiores que «dóciles a la voluntad de Dios en el desempeño de su cargo, ejerzan la autoridad con espíritu de servicio a los hermanos, de suerte que manifiesten la caridad con que Dios los ama». Y que «dirijan a sus subditos como a hijos de Dios y con respeto a la persona humana promoviendo su subordinación voluntaria» (PC 14). Ésta es la doctrina completa sobre la obediencia que la ascética ha de recoger. La iniciativa y la responsabilidad de los subditos queda a salvo. La obediencia no supone, entonces, humillación ni cesión de derechos, sino madurez en la libertad. Los subditos colaboran libre y responsablemente con los superiores en el bien de la comunidad.

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IV RENOVACIÓN JURÍDICA La Iglesia es una realidad humana a la vez que un hecho sobrenatural. Es una sociedad integrada y dirigida por hombres — aunque éstos la dirijan en nombre y con la autoridad del mismo Dios— que está inmersa en la realidad histórica y ha de convivir con las otras sociedades. Necesita estructuras y normas jurídicas para cumplir su misión pastoral. Lo jurídico tiene, sin embargo, en la Iglesia un caráctei propio, un tanto distinto al que tiene en cualquier sociedad humana. En las sociedades terrenas el estado de derecho es como la base de la convivencia pacífica entre sus miembros y de la coordinación eficaz de todos los esfuerzos en orden al bien común. El derecho, respetado por todos y garantizado por una autoridad independiente de toda presión social, es el fundamento del orden, de la paz y del progreso de los pueblos. En la Iglesia, lo jurídico no puede ser más que la concreción de los principios dogmáticos —señalados por el mismo Dios — y el medio para que pueda realizar la misión que le confió el mismo Jesucristo al instituirla. La raíz del Derecho Canónico está en la Revelación. La finalidad del mismo es facilitar el cumplimiento de la tarea evangelizadora hasta el fin de los tiempos. Es lógico, por lo tanto, que las estructuras y normas jurídicas tengan que acomodarse inexcusablemente a las exigencias dogmáticas y pastorales. Una renovación en esos 245

dos órdenes lleva consigo necesariamente la reforma del Derecho Canónico. La Iglesia del posconcilio ha de abordar esa reforma con rapidez y decisión para que las orientaciones conciliares puedan tener plena eficacia. Por razones muy explicables se recargó quizá demasiado el acento, durante muchos años, en el elemento jurídico de la Iglesia descuidando un poco el elemento carismático de la misma y, alguna vez, hasta olvidando su finalidad pastoral. Como reacción contra esa postura excesiva, que había creado sus propios problemas — algunos graves — en la vida y actuación de la Iglesia, se ha querido insistir ahora, con especialísimo interés, en lo carismático y en lo pastoral, destacándolo como elemento básico de esa institución que está animada y dirigida por el Espíritu Santo. Esta reacción es legítima, si se mantiene dentro de los justos límites. Porque no se puede prescindir del derecho y de la ordenación jurídica en una sociedad integrada por hombres que han de actuar en el mundo. Ni se puede olvidar tampoco que el mismo Jesucristo dio una constitución jerárquica a la misma, que ha de estar garantizada por las normas del derecho. Incluso porque Él lo ha querido, ha de ser ese elemento humano el que asegure la autenticidad del elemento divino en el desarrollo de la vida y de la actuación normal de esa sociedad, ya que fácilmente se podía tergiversar la acción de Dios sobre la comunidad y sobre cada uno de los hombres, dejándola a la libre interpretación y al juicio de cada cual. Es Jesucristo quien ha querido que existiese un magisterio auténtico en su Iglesia que garantizase a los hombres la interpretación auténtica de la Palabra revelada: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Le 10,16). Es Él quien quiso que actuase una autoridad indiscutible que garantizase la unión de las hombres con Él: «El que a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Le 10,16). Son esos los dos 246

factores principales y básicos de la ordenación jurídica de la Iglesia. El Concilio no ha sido antijurídico, como algunos han querido suponer. En él se contienen las bases de la nueva orientación del Derecho Canónico. Si quiso hacer resaltar particularmente el carácter pastoral no fue oponiéndolo a lo jurídico, sino queriendo significar que todo en la Iglesia ha de ser un medio para que ésta continúe en el tiempo la misión del Buen Pastor. También el derecho ha de tender a ese fin; ha de facilitar la acción santificadora. La aplicación hecha por Paulo VI de algunos Decretos conciliares y la legislación que ha promulgado sobre algunos puntos concretos — la disciplina de la penitencia, por ejemplo; la institución del «Consilium» de laicos en la misma Curia Romana, etc.— nos presentan el nuevo horizonte que se abre en el campo del derecho. Tenemos ya unos datos para poder juzgar cuan intensa habrá de ser esta reforma. Todos esos detalles son interesantes para formar criterio y podrían servir para perfilar los contornos de la renovación jurídica. Para fijarme detenidamente en cada uno de ellos sería necesario un estudio excesivamente prolijo que, además, no podría ser definitivo, porque es indispensable que la experiencia nos aporte elementos de juicio para que podamos hablar de nuevas estructuras o de nuevas formas jurídicas estables. El mismo Papa las presenta todas «ad experimentum», por esa misma razón. Creo más conveniente — y hasta más orientador — fijarme solamente en los grandes principios que habrán de presidir la renovación de las estructuras y normas jurídicas y habrán de tenerse en cuenta en la reforma del Código. De esta suerte podemos vislumbrar la nueva fisonomía que presentará la Iglesia posconciliar, aunque tengamos que esperar unos cuantos años para verla totalmente realizada. Y podrá servirnos esta reflexión para iniciar ya el cambio 247

de rumbo en muchas actividades pastorales, aunque dentro, claro está, de las normas establecidas que no han perdido su vigencia y que deben mantenerse hasta que sean autoritativamente cambiadas por otras. Las principales orientaciones conciliares, a este respecto, son, a mi juicio, las siguientes: UNIDAD PASTORAL DE LA IGLESIA La unidad de la Iglesia está perfectamente garantizada en el derecho actual, como es lógico. La Curia Romana ha sido siempre el órgano del gobierno general del Romano Pontífice que llevaba sus directrices y mandatos a todas las diócesis del mundo. También en el campo de la pastoral se daban orientaciones generales y se salvaba sustancialmente la unidad. Esa unidad que era perfecta en el orden jurídico, no siempre se lograba eficazmente en el campo propiamente dicho de la acción pastoral. «La «localización» de cada obispo en su propia diócesis, sin responsabilidades en la Iglesia universal; la misma concepción de la parroquia casi como un «feudo» de un presbítero que la tenía en propiedad; la organización hasta un límite exclusivamente nacional de las actividades apostólicas de los laicos y otros detalles que se aceptaban como válidos y casi como insustituibles, hasta ahora, hacían que, prácticamente, se realizasen muchas actividades importantes en la base —parroquia, diócesis, quizá nación — que no tenían una influencia proporcionada en el mundo porque faltaba la acción universal suficientemente eficaz. Ante las necesidades nuevas que iban presentándose, se pensaba seriamente en ampliar la visión y se buscaban relaciones a una mayor escala para conseguir una coordinación de las distintas actividades. No se pensaba seriamente en que la unidad tiene otras exigencias, ya que es 248

necesario concebir las cosas y actividades con criterio universal y con unidad de dirección, aunque el plan conjunto deba realizarse de distinta manera en los distintos pueblos o diócesis. En los últimos años se vio ya claramente y con carácter de urgencia, esa necesidad de grandes iniciativas pastorales que influyesen en todo el mundo. Nuevos problemas se presentaban que tenían carácter mundial en muchas ocasiones. Y los medios masivos de información y propaganda creaban fácilmente un estado de opinión en todas partes. El Concilio contrasta este hecho. Lo considera como uno de los «signos de los tiempos» y pone las bases para un cambio en este sentido. «El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva; de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis»... «Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas reacciones simultáneas»... «De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y, al mismo tiempo, la propia socialización crea nuevas relaciones...» (GS 6). Hasta tal punto considera importante este hecho el Concilio que, cuando habla del bien común de la sociedad que deben procurar todos los miembros, dice: «La interdependencia cada vez más estrecha, y su propia universalización, hacen que el bien común... se universalice cada vez más e implique, por ello, derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana» (GS 26). 249

Es evidente que la contrastación de este hecho, del que se sacarán consecuencias importantes en esa misma Constitución respecto a las relaciones de la Iglesia con el mundo, exige un nuevo planteamiento de la acción pastoral con carácter universal y unitario; aunque se hagan, después, como es lógico, todas las adaptaciones que exijan las circunstancias locales. Y esta unidad pastoral de la Iglesia ha de estar garantizada y ordenada por el derecho para que sea eficaz. El Concilio nos ofrece los siguientes elementos que habrán de tenerse en cuenta en la elaboración del Derecho Canónico: a) Reforma de la Curia Romana «Desean... los Padres conciliares que estos dicasterios que han prestado por cierto al Romano Pontífice y a los pastores de la Iglesia un servicio excelente, sean reorganizados de nuevo según las necesidades de los tiempos». Y será el mismo Concilio el que señale las características que ha de tener esa reorganización para conseguir, precisamente, esa unidad pastoral. «Puesto que estos dicasterios han sido creados para el bien de la Iglesia universal, se desea que sus miembros, oficiales y consultores..., en cuanto sea posible, sean tomados de las diversas regiones de la Iglesia... «Es también de desear que entre los miembros de los dicasterios se encuentren algunos obispos, sobre todo diocesanos, que puedan comunicar con toda exactitud al Sumo Pontífice el pensamiento, los deseos y las necesidades de todas las Iglesias... «Juzgan, por fin, de suma utilidad los Padres del Concilio que estos dicasterios escuchen más a los seglares distinguidos por su piedad, su ciencia y experiencia, de forma que también ellos tengan su cometido conveniente en las cosas de la Iglesia» (CD 10). 250

La Curia Romana será siempre un órgano jurídico, anejo a la autoridad suprema del Romano Pontífice, que ha de ejercerse sobre toda la Iglesia. Esto lo ha cumplido en todos los tiempos con absoluta perfección. Las circunstancias actuales del mundo exigen, sin embargo, que tenga, a la vez, la máxima eficacia pastoral. La unidad de que vengo hablando no se puede conseguir más que desde el centro, desde la Curia Romana. Esa inserción de obispos diocesanos en los órganos centrales de gobierno y esa facilidad de acceso a los mismos que se pide para los seglares — que toman también su parte en la pastoral de la Iglesia — indican claramente la misma finalidad. El Papa ha hablado ya muchas veces de la reforma de la Curia. Ha dado algunos pasos, que son bastante significativos, para demostrar que persigue esa finalidad pastoral. La creación del «Consilium» para el apostolado de los laicos y de la Comisión Pontificia de estudio «Justicia y Paz», están clarísimamente en esa línea. Y este hecho nos revela el principio básico que ha inspirado casi todas las decisiones conciliares y que habrá de ser, como la piedra de toque, para juzgar de la autenticidad de las normas jurídicas en la Iglesia posconciliar: El bien de las almas es la suprema ley en la Iglesia. Todas las estructuras y normas jurídicas habrán de supeditarse al mismo, al fin pastoral que le confió Jesucristo. El gobierno de la Iglesia es, al fin y al cabo, un pastoreo, un gobierno pastoral. b) Los obispos y la Iglesia universal «Los obispos, como legítimos sucesores de los apóstoles y miembros del Colegio episcopal, reconózcanse siempre unidos entre sí, y muestren que están solícitos por todas las Iglesias, porque por institución de Dios y exigencias del ministerio apostólico cada uno debe ser fiador de la Iglesia juntamente con los demás obispos» (CD 6). 251

El principio dogmático de la sacramentalidad de la consagración episcopal, que constituye a los obispos miembros del cuerpo episcopal, tiene evidentemente repercusiones jurídicas. La preocupación por los problemas universales, la responsabilidad colegial en las actuaciones de la Iglesia, etc., son consecuencias lógicas de aquel principio teológico. Es necesario, por lo tanto, que el Derecho Canónico especifique la manera cómo los obispos han de cumplir esos deberes de carácter universal y prevean los cauces por los que las actividades pastorales de carácter local estén subordinadas a la dirección común y condicionadas por las necesidades de toda la Iglesia. El Concilio señala estos deberes principales: — «Pongan todo su empeño en que los fieles sostengan y promuevan las obras de evangelización y apostolado», principalmente, como advierte antes, «en aquellas regiones del mundo en que todavía no se ha anunciado la palabra de Dios, y en aquellas, en que, por el escaso número de sacerdotes, están en peligro los fieles de apartarse de los mandamientos de la vida cristiana e incluso de perder la fe». — «Procuren, además, preparar dignos ministros sagrados e incluso auxiliares, tanto religiosos como seglares para las misiones y los territorios que sufren escasez de clero». — «Tengan también interés en que, en la medida de sus posibilidades, vayan algunos de sus sacerdotes a las referidas misiones o diócesis, para desarrollar allí su ministerio sagrado para siempre, o al menos por algún tiempo determinado». — «No pierdan de vista, por otra parte los obispos que, en el uso de los bienes eclesiásticos, tienen que tener también en consideración las necesidades no sólo de su diócesis, sino que las otras iglesias particulares, puesto que son parte de la única Iglesia de Cristo». 252

— «Atiendan, por fin, con todas sus fuerzas al remedio de las calamidades que sufren otras diócesis o regiones» (CD 6). Esa proyección universal del episcopado — que no es una novedad propiamente dicha en la Iglesia porque ya «desde los primeros siglos de la Iglesia los obispos, puestos al frente de las iglesias particulares, movidos por la comunión de la caridad fraterna y por amor a la misión universal conferida a los apóstoles, coadunaron sus fuerzas y voluntades para procurar el bien común y el de las iglesias particulares» (CD 36) adquiere en el Concilio un relieve especial y exige una nueva ordenación jurídica en servicio de la unidad pastoral. El mismo Decreto dirá: «Dispone el sagrado Concilio que en la revisión del Código de Derecho Canónico se definan las leyes, según la norma de los principios que se establecen en este decreto» (CD 44), indicando que esas orientaciones han de cristalizar en normas jurídicas para que sean eficientes. c) Los presbíteros al servicio de la Iglesia Esa unidad pastoral que hoy resulta indispensable exige, como ya veíamos en parte en el número anterior, que pueda disponerse más libremente de los sacerdotes para que sirvan a la Iglesia en los lugares más necesitados. El Concilio ha abordado de lleno esta cuestión, particularmente en el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros. Y como la actual práctica jurídica de la incardinación en una diócesis determinada es un inconveniente para ello, el Concilio pide que se renueve en conformidad con las necesidades actuales. Afirma, ante todo, el principio de que «el don espiritual que recibieron los presbíteros en su ordenación no los dispone para una cierta misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación, hasta los extremos de la tierra, porque cualquier ministerio sa253

cerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles», para sacar la consecuencia de que «los presbíteros deben llevar en el corazón la solicitud en todas las iglesias» (PO 10). Es lógico que una pastoral unitaria y conjunta en toda la Iglesia exija una distribución razonable de sacerdotes. Hoy esa distribución resulta difícil, precisamente por las normas jurídicas. El Concilio lo tiene en cuenta y, después de excitar la generosidad de los mismos sacerdotes, para que se ofrezcan voluntariamente: «los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero», pide que se revisen las normas canónicas con este fin. «Revísense, dice, las normas sobre la incardinación y excardinación, de forma que, permaneciendo firme esta antigua institución, respondan mejor a las necesidades pastorales del tiempo» (PO 10). F,sle aspecto que estoy considerando va a exigit unas reformas jurídicas importantes. El Concilio insinúa algunas de ellas, a más de la de la incardinación. Dice, por ejemplo: «Donde lo exija la consideración del apostolado» —es constante esa preocupación por la pastoral y el interés de que todo en la Iglesia, principalmente lo jurídico, se subordine a ella— «háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra». Y señala las siguientes novedades jurídicas: «Para ello, pues, pueden establecerse útilmente algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras providencias por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la 254

Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso» (PO 10). Con esas afirmaciones se abre un horizonte de posibilidades insospechadas. Y lo que más claramente se destaca es la necesidad de unas normas jurídicas flexibles para que, manteniendo la Iglesia su actual estructura —la Iglesia universal está compuesta por diócesis o iglesias particulares —, se puedan atender suficiente y eficazmente las necesidades generales que hoy ocupan el primer lugar. La eficacia de la acción pastoral en las distintas diócesis y regiones está condicionada, efectivamente, por la intensidad en la acción general que se enfrenta con los problemas mundiales. Esa unidad pastoral es una exigencia ineludible que ha de estar garantizada por las futuras normas jurídicas. d) Concepto de diócesis y parroquia Las diócesis y las parroquias no han perdido su importancia en el momento actual. Quizá sea conveniente, sin embargo, perfilar mejor los conceptos de las mismas para que no prevalezca el criterio jurídico sobre el pastoral, con perjuicio para el apostolado universal de la Iglesia. Lo que prevalece en la ordenación canónica actual, en el concepto de diócesis y de parroquia, es el aspecto territorial. Conjugado este aspecto con el concepto de beneficio eclesiástico, tal como se entendía comúnmente, era fácil que las diócesis se convirtiesen en reductos cerrados y las parroquias en patrimonio del párroco, sin una conexión vital —aparte de la jurídica— con la Iglesia universal. Todos sabíamos que los obispos han de estar en comunión con el Papa, a quien deben reverencia y obediencia, para ejercer legítimamente su cargo. Y que los párrocos no son más que auxiliares del obispo, de cuya autoridad participan y al que representan en el régimen de su feligresía. Prácticamente, sin embargo, era fácil la dispersión de fuer255

zas y resultaba difícil la unidad pastoral. Parecía suficiente, si acaso, la coordinación posterior de las distintas actividades parroquiales o diocesanas. El Concilio nos da una definición más vital — más pastoral — de la diócesis y de la parroquia, haciendo resaltar no sólo su conexión con la Iglesia universal, sino llegando a considerarlas como una concreción local de la única Iglesia de Cristo; con lo cual se supone y exige la unidad pastoral a que me estoy refiriendo. «La diócesis, dice, es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma, que unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una iglesia particular, en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica» (CD 11). A las parroquias se puede aplicar perfectamente lo que dice de las comunidades locales o congregaciones de fieles en las que «los presbíteros representan al obispo, con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de Ja carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo» (LG 28). Y respecto a esas comunidades locales dice: «Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las reuniones locales de los fieles»... «En todo altar, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del obispo — los presbíteros representan al obispo, decían las palabras anteriores— se manifiesta el símbolo de aquella caridad y unidad del Cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia una, católica y apostólica» (LG 26). Será necesario perfilar ahora jurídicamente esos conceptos para salvar esa acción unitaria en la diócesis y en la Iglesia universal, en conformidad con las exigencias conci256

liares. Y no cabe duda de que serán necesarios algunos cambios para que ésta se pueda realizar. Porque esa nueva concepción exige una planificación pastoral desde arriba qué habrá de concretarse después, según las circunstancias locales, en las distintas zonas de actuación. Y si la diócesis habrá de organizar su actividad santificadora de acuerdo con las exigencias y orientaciones de carácter general, las parroquias, sobre todo las de las ciudades, habrán de sacrificar su independencia en algunos aspectos y quizá parte de su autonomía para que pueda ser viable esa acción común que el mundo de hoy exige. Es lógico que en la reforma del Derecho Canónico se introduzcan esos elementos nuevos y se nos presente una visión jurídico-pastoral de la parroquia, distinta a la que era común hasta ahora. Incluso deberán hacerse algunas precisiones respecto a la actividad diocesana para que aparezca claramente la unidad pastoral de toda la Iglesia. e) Participación de los seglares en la acción pastoral A los seglares se les ha reconocido un oficio propio en el Pueblo de Dios. Oficio que «es participación de la misma misión salvífica de la Iglesia» (LG 33). Será necesario que el derecho eclesiástico encuadre esa actividad laical dentro de la pastoral de conjunto. Hasta ahora, apenas si se preocupaba el Derecho Canónico de regular la vida y la actuación de los laicos. Reconocía sus derechos como miembros de la Iglesia, pero esos derechos casi se limitaban a recibir. Su actividad eclesial no tenía cauce jurídico. La misma Acción Católica, que tanta importancia ha tenido en los últimos años, tampoco tenía una reglamentación jurídica completa y definitiva. Será necesario, por lo tanto, que se concreten las características del estado de los seglares en la Iglesia y que se regularice su acción pastoral o apostólica en los distintos planos: universal, nacional, diocesano y local. 257

La creación del Consilium para el apostolado de los seglares es un avance de lo que habrá de ser la futura legislación a este respecto. La intervención de los seglares en el Consejo diocesano de Pastoral es otro indicio que habrá de tenerse en cuenta. Quizá sea este campo, el de la vida y de la actuación eclesial de los seglares, el que ofrezca unas perspectivas más nuevas en la renovación jurídica que impone el Concilio. Los principios dogmáticos que se establecen en la Lumen gentium y que pueden servir de base para una «laicologia», como decía anteriormente, han de concentrarse en disposiciones jurídicas. Y no resulta fácil. Será necesario, ante todo, que aparezca claramente la personalidad propia del seglar en la estructuración del Pueblo de Dios. Incluso que se aclare cómo podrá confiarse a los seglares «el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual» (LG 33), como afirma la Constitución dogmática. Y habrá de precisarse con normas de derecho el carácter propio de esa conexión especial que pueden tener con la jerarquía, cuando «son llamados a una cooperación más inmediata con el apostolado de la jerarquía» y «trabajan bajo la dirección superior de la misma jerarquía», asumiendo, sin embargo, «la responsabilidad en la dirección de estas organizaciones, en el examen diligente de las condiciones en que ha de ejercerse la acción pastoral de la Iglesia y en la elaboración y desarrollo del método de acción» (AA 20). Porque existe, en esas organizaciones, una doble dirección y una doble responsabilidad. Unidos los seglares más estrechamente a la responsabilidad de la jerarquía, no pierden su personalidad ni su condición de seglares y deben «cooperar según su condición». Esa tensión que necesariamente ha de existir en ese campo de actuación, necesita una regulación clara y precisa para evitar los conflictos. Ésta es la misión propia del Derecho Canónico.

No cabe duda que el reconocimiento de la personalidad de los laicos como miembros libres y responsables en la Iglesia, participando de su misma misión salvífka, es de extraordinaria importancia pastoral en estos momentos históricos. Para el diálogo con el mundo, que ha iniciado el Concilio y que propone Paulo VI como método de pastoral, la intervención de los seglares es indispensable. Y no tan sólo en cuanto a elemento de información, porque ellos conocen mejor la realidad del ambiente social en el que viven inmersos y participan en sus actividades temporales, sino en cuanto a instrumentos de ejecución, porque ese diálogo habrán de realizarlo ellos preferentemente para que tenga eficacia. El Concilio ha establecido los principios. La realización de los mismos y su concreción en normas jurídicas ha de hacerse ahora para evitar la confusión y los excesos que ya se están produciendo. Y esto, tanto con carácter universal, como en el plano diocesano y local. Si la creación del Consilium para el apostolado de los laicos y de la Comisión Pontificia «Justicia y Paz», junto a la Santa Sede, nos da ya una pauta, será necesario completar la doctrina jurídica y proponer las normas adecuadas en todos los planos de la actuación eclesial. Es éste un aspecto casi nuevo que debe afrontarse decididamente en este campo de renovación. f) Pastoral de conjunto La unidad pastoral exige la utilización inteligente y adecuada de todas las fuerzas apostólicas en la Iglesia. Y no sólo en el plano universal, sino también en el nacional, diocesano y local para que la acción de la Iglesia en el mundo sea eficiente. Es otro aspecto que debe orientar esta renovación. Será necesario, ante todo, precisar bien las características y el alcance de la «exención» que tienen ciertos reli-

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giosos y buscar, después, la manera eficiente de que los religiosos laicales y las religiosas y los distintos movimientos de apostolado, queden perfectamente encuadrados dentro de esa pastoral unitaria. El Concilio ha dado unas orientaciones que se habrán de precisar en el ordenamiento jurídico. Dice que «los religiosos sacerdotes, que se consagran al oficio del presbiterado para ser también prudentes cooperadores del orden episcopal... puede decirse en cierto aspecto verdadero que pertenecen al clero de la diócesis, en cuanto toman parte en el cuidado de las almas y en la realización de las obras de apostolado bajo la autoridad de los obispos. También los otros hermanos, sean hombres o mujeres, que pertenecen de una forma especial a la diócesis, prestan una grande ayuda a la sagrada jerarquía y pueden y deben aumentarla cada día, puesto que van creciendo las necesidades del apostolado» (CD 34). Y en el Decreto sobre la renovación de la vida religiosa insiste reiteradamente en el servicio que deben prestar a la Iglesia y les dice que en la «acomodación de sus objetivos a las necesidades de tiempos y Jugares» atiendan «a la utilidad de toda la Iglesia y de las diócesis» (PC 20). Y les da la razón: «pero como esa donación de sí mismos ha sido aceptada por la Iglesia, sepan que también han quedado entregados a su servicio» (PC 5). Respecto a los seglares el Concilio distingue varios campos de apostolado: las comunidades eclesiales, la familia, los ambientes sociales, y formas diferentes de ejercerlo. Tiene problemas y procedimientos muy distintos el apostolado que se ejerce en vistas a la conquista de los ambientes descristianizados y el que ejercen las comunidades eclesiales para vitalizarlas y responsabilizar en ellas a todos los miembros; como tiene distintos problemas y procedimientos la pastoral misionera y la que se realiza en comunidades eclesiales ya constituidas.

El Concilio admite también diversas clases de organizaciones apostólicas de seglares. Algunas, que ellos mismos pueden constituir por su propia voluntad, y otras, de las que tiene la iniciativa la misma jerarquía. Unas que «se proponen el fin general apostólico de la Iglesia, otras buscan de un modo especial los fines de evangelización y de la santificación, otras persiguen la inspiración cristiana del orden social, otras dan testimonio de Cristo, especialmente por las obras de misericordia y caridad» (AA 19). La inserción de las distintas asociaciones dentro de la pastoral de conjunto no puede ser uniforme. Las normas que regulen el apostolado para la conquista de los ambientes no pueden ser idénticas a las que encaucen el apostolado de las comunidades eclesiales. Es éste un campo totalmente nuevo en el Derecho Canónico, que impone una clara renovación jurídica. Renovación que es indispensable y urgente para asegurar esa unidad pastoral en la Iglesia que hoy tendrá una complejidad especial por esos nuevos elementos que han de tenerse en cuenta al estructurarla. Los Consejos de Pastoral que han de organizarse en todas las diócesis y cuya naturaleza señala Paulo VI en la «Ecclesiae Sanctae», pueden ser un indicio. Pero el problema tiene una envergadura y una trascendencia realmente extraordinarias, y será necesario un estudio serio para encontrar el cauce de solución. La actividad pastoral de la Iglesia puede adquirir una dimensión social verdaderamente notable, si se acierta a encauzar ordenadamente todas esas fuerzas en un esquema organizativo eficaz. Es evidente, por lo tanto, que esa unidad pastoral que el Concilio propugna reclama una renovación amplia y proI unda en el campo jurídico. Renovación tanto más interesante, cuanto de ella depende, en gran parte, la eficacia de las orientaciones doctrinales, y ella es la que ha de dar con-

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sistencia y viabilidad a todo el dispositivo apostólico de la Iglesia, que ahora puede dar el máximo rendimiento. CONSECUENCIAS DE LA COLEGIALIDAD EPISCOPAL La afirmación de la colegialidad episcopal — principio teológico — ha de tener consecuencias en el orden jurídico y práctico en la Iglesia. Es otra fuente de renovación en el campo del Derecho Canónico. Hasta ahora, consecuente con el planteamiento teológico, era natural que el Derecho atendiese exclusivamente al carácter monárquico del régimen de la Iglesia. La legislación sigue siendo válida, no sólo fundamentalmente, sino en casi todos sus detalles; porque la colegialidad episcopal, como declaró abiertamente el Concilio, no resta absolutamente nada a la autoridad personal del Papa, tal como quedó definida en el Concilio Vaticano I, ni a la autoridad personal del obispo, como Cabeza y Jefe de la diócesis. Es evidente, sin embargo, que la afirmación de aquel principio introduce un nuevo elemento, al menos en la manera de ejercer la autoridad personal e incluso en el mismo régimen de la Iglesia. Ya han surgido los primeros organismos jurídicos que desarrollan ese nuevo aspecto, como el Sínodo Episcopal, las Conferencias Episcopales, el Consejo Presbiteral, etc., y todo hace prever que serán muchas y muy fecundas las aplicaciones que habrán de hacerse en la práctica jurídica de la Iglesia. La colegialidad episcopal abre un horizonte importante de renovación en el campo del Derecho. Es verdad, como dice la 1.a Nota explicativa al capítulo III de la Constitución dogmática Lumen gentium, que «el término colegio no se entiende en un sentido estrictamente jurídico». Pero la doctrina aprobada ha de tener necesariamente repercusiones en la manera de conce262

bir y de realizar el gobierno de la Iglesia y, por lo tanto, en el orden jurídico. Tenemos la ventaja, en este aspecto, de que ya han iniciado su funcionamiento los organismos principales que prevé el Concilio y en ellos podemos apreciar mejor el rumbo que habrá de seguirse en la renovación. Me fijaré, brevemente, en tres, pretendiendo descubrir la perspectiva que nos ofrecen en este campo. a) El Sínodo Episcopal Hablando del Sínodo dice el Concilio: «Los obispos, elegidos de entre las diversas regiones del mundo..., prestan al Supremo Pastor de la Iglesia una ayuda más eficaz en el consejo que se designa con el nombre de Sínodo Episcopal, el cual, puesto que obra en nombre de todo el episcopado católico, manifiesta al mismo tiempo que todos los obispos en comunión jerárquica son partícipes de la solicitud de toda la Iglesia» (CD 5). En el Motu Proprio en que se instituye y en el Orden de la Celebración del mismo puede apreciarse la importancia que el Papa le da y la parte que ha de tener, prácticamente, en el régimen de la Iglesia. La misma rapidez en convocarlo es una prueba más de la confianza que tiene el Sumo Pontífice en su gestión. El Sínodo tiene una doble finalidad: recoger las informaciones y sugerencias de todo el Pueblo de Dios y formar juicio para asesorar al Romano Pontífice, facilitándole su gobierno universal. Para que la información sea lo más completa posible el «Orden de la Celebración» determina: «Los temas que el Papa haya establecido en la convocatoria del Sínodo que deben tratarse en el mismo, es necesario que sean estudiados antes detenidamente por las Conferencias Episcopales»8. Y para que el asesoramiento pueda 8

Motu propio «Apostólica sollicitudo», art. 21.

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ser razonado y verdaderamente eficaz autoriza la constitución de «Comisiones de estudio» cuando los temas, por su especial dificultad, exijan una consideración o investigación ulterior. Este nuevo organismo forma parte desde ahora del entramado jurídico de la Iglesia. Será necesario que el Derecho estudie y determine, no sólo sus especiales características, sino su relación con los demás organismos existentes o que habrán de crearse. Es evidente que el Sínodo no limita la autoridad personal del Romano Pontífice a quien «pertenece en exclusiva: 1.° convocar, todas cuantas veces lo crea oportuno, el Sínodo de los obispos y designar, asimismo, el lugar en el que han de celebrarse las reuniones; 2° ratificar la elección de los miembros o componentes; 3.° establecer el programa de las cuestiones a tratar; 4.° ordenar que se les envíe el programa de cuestiones a tratar a los que hayan de intervenir en la discusión de estos temas; 5.° establecer el orden del día; 6.", presidir el Sínodo por sí mismo o por medio de otros; 7." deliberar acerca de los pareceres que se hayan expresado» 9. Pero es clarísimo, por otra parte, que una institución de este género no puede ser un organismo inoperante. Ofrece magníficos elementos para un gobierno más pastoral que tenga en cuenta las realidades de todo el orbe católico, y es un medio eficaz para llegar, suave pero eficazmente a la unidad pastoral hoy indispensable, dentro de la libertad de movimientos que se habrán de mantener e incluso fomentar en las distintas regiones según sus necesidades peculiares de encarnación. Las relaciones del Sínodo con los distintos dicasterios de la Curia, habrán de estudiarse también jurídicamente, pues por medio de ellos se habrán de ejecutar sus decisiones 9 Ibid., art. 1.

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que hayan merecido el refrendo del Papa y de ellos se podrá servir, además, para el estudio de ciertos temas. Aunque sea un organismo de carácter preferentemente pastoral, colabora prácticamente en el gobierno de la Iglesia y no puede estar desconectado de la Curia de gobierno. Y no sería extraño que en la reforma del Código se siguiesen otras consecuencias de este principio, en vistas a una mayor influencia de la Iglesia en el mundo de hoy. En esta línea está la facultad de dispensar de las leyes de la Iglesia que el Concilio reconoce a los obispos diocesanos y las actividades que Paulo VI les deja a ellos por el «Pastorale Munus». Esa revalorización de la figura de los obispos en el plano general de la Iglesia podrá tener, además, otras consecuencias en el orden práctico. b) Las Conferencias Episcopales Las Conferencias Episcopales han encontrado en el Concilio su carta de naturaleza y su base jurídica. Por las finalidades que se les señalan, van a tener una importancia extraordinaria en la vida y en la acción pastoral del Pueblo de Dios. El mismo Sínodo Episcopal está, en cierta manera, conectado con ellas a las que, en parte al menos, representa. Creo que es ésta una novedad de trascendencia que ha de condicionar la renovación jurídica. La Constitución sobre sagrada liturgia concede ya jurisdicción a las Conferencias Episcopales en orden a introducir la lengua vernácula en los actos litúrgicos: «Será de la incumbencia de la autoridad eclesiástica territorial... determinar si ha de usarse la lengua vernácula y en qué extensión; estas decisiones tienen que ser aceptadas, es decir, confirmadas por la Sede Apostólica» (SC 36). En el número 22 ya suponía que el derecho podía conceder verdadera autoridad a las mismas: «En virtud del poder concedido por el derecho, la reglamentación de las cuestiones litúrgicas corresponde, también, dentro de los 265

límites establecidos, a las competentes asambleas territoriales de obispos de distintas clases legítimamente constituidas» (SC 22). En el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, cuando se trata deliberadamente de la constitución, funcionamiento y autoridad de las Conferencias Episcopales, ya se prevé que los acuerdos de las mismas pueden obligar jurídicamente, aunque «tan sólo en los casos en que lo ordenare el derecho común o lo determinare una orden expresa de la Sede Apostólica, manifestada por propia voluntad o a petición de la misma Conferencia» (CD 38,40). Y, efectivamente, en la legislación posconciliar se han encomendado varias determinaciones a las Conferencias, algunas con obligación jurídica como, por ejemplo, la relativa a la disciplina penitencial. Es claro, pues, que el Derecho Canónico habrá de estudiar y resolver el ordenamiento jurídico de esos órganos nuevos que no encajan en la estructura canónica actual. Y habrá de estudiar un doble aspecto: el de sus relaciones con cada uno de los obispos que la integran y el de la aportación que ellas han de prestar a la acción pastoral de toda la Iglesia. * * * «Cada uno de los obispos, a los que se ha confiado el cuidado de cada iglesia particular, bajo la autoridad del Sumo Pontífice, como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacientan sus ovejas en el nombre del Señor, desarrollando en ellas su oficio de enseñar, de santificar y de regir» (CD 11). «Los obispos, como sucesores de los apóstoles, tienen por sí en las diócesis que se les han confiado toda la potestad ordinaria, propia e inmediata, que se requiere para el desarrollo de su oficio pastoral, salva siempre en todo la 266

potestad que, por virtud de su cargo, tiene el Romano Pontífice de reservarse a sí o a otra autoridad las causas» (CD 8). El obispo es, por lo tanto, el pastor propio en la diócesis. Es el maestro auténtico, el «dispensador de los misterios de Dios» (1 Cor 4, 1), el que dirige por derecho propio toda la actividad pastoral de la comunidad diocesana. Es éste un principio teológico-jurídico que es necesario mantener. Es evidente, sin embargo, que en las actuales circunstancias del mundo se impone muchas veces una actuación supradiocesana del magisterio, ordinariamente de carácter nacional, para orientar a los fieles sobre problemas comunes a distintas diócesis. Y es clarísimo, además, que en el ambiente cada vez más unificado del mundo apenas si se puede influir por actuaciones pastorales reducidas y desconectadas. Las Conferencias Episcopales se verán obligadas, en no pocas ocasiones, a hacer declaraciones doctrinales y a fijar las bases comunes de muchas actuaciones pastorales. Puede surgir fácilmente el conflicto entre los derechos de cada obispo y las necesidades de carácter nacional. El Derecho Canónico habrá de abordar esta cuestión y presentar unas normas para solucionarla. Todos estamos convencidos de que la actuación de las Conferencias Nacionales habrá de ser cada vez más frecuente e intensa y que es necesario, sin embargo, salvar la autoridad y el prestigio del propio obispo en su diócesis, el cual no puede renunciar a su oficio de Maestro y de Pastor. La misma colegialidad episcopal obliga a cada obispo a no encerrarse en los límites de su diócesis, como he dicho anteriormente. Parece que le imponga cierto deber de entenderse con los demás obispos para actuar acordemente. Es cierto, al menos, lo que dice el Concilio: «En los tiempos actuales, sobre todo, no es raro que los obispos no pue267

dan cumplir su cometido oportuna y fructuosamente si no estrechan cada día más su cooperación con otros obispos» (CD 37). Es ésta una razón pastoral, pero que ha de servir de base para el ordenamiento jurídico. Los fieles, efectivamente, están dando cada día más importancia a las decisiones de las Conferencias. Y casi no llegan a comprender que se sigan orientaciones o procedimientos distintos en las diócesis de una misma nación. Las circunstancias actuales no permiten los cotos cerrados o las actuaciones en solitario por acertadas que sean. Por eso propuso el Concilio que «en todo el mundo los obispos de la misma nación o región se reúnan en una asamblea coincidiendo todos en fechas prefijadas, para que, comunicándose las perspectivas de la prudencia y de la experiencia, y contrastando los pareceres, se constituya una santa conspiración de fuerzas para el bien común de las Iglesias» (CD 37). Yo me atrevería a decir que la renovación propuesta por el Concilio está en manos, principalmente, de las Conferencias Episcopales. No es a escala parroquial y diocesana, sino nacional — y, en algunas ocasiones, internacional— donde puede realizarse eficazmente la renovación de la Iglesia. La experiencia de la reforma litúrgica lo confirma plenamente. Será necesario, por tanto, que se ordenen las cosas de suerte que, respetando la autoridad del obispo en su diócesis, se dé toda la eficacia posible a la actuación de la Conferencia y que en el orden pastoral puedan tener sus decisiones la fuerza suficiente para conseguir la unidad de acción en todos aquellos campos que las circunstancias la exijan. Es éste también un aspecto nuevo que deberá abordarse en la reforma del Derecho Canónico. •k ie

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Las Conferencias han de elegir a sus representantes en el Sínodo Episcopal y han de estudiar los temas que el 268

Papa señale para aquellas reuniones. Esto es importante, pero no suficiente, para una pastoral de conjunto de carácter general. Es necesario estudiar la manera como deban mantener una relación directa y permanente con los organismos rectores de esa acción universal. Pero no sería posible llegar a una unidad eficiente en el vértice — en la Curia Romana — si las diócesis anduviesen desconectadas entre sí. La relación de los organismos centrales de pastoral — el Consilium para el apostolado de los laicos, por ejemplo — no podría realizarse eficientemente con cada una de las diócesis. Ha de existir un organismo nacional que sirva de enlace; la Conferencia Episcopal, que llevará al propio tiempo, la dirección y vigilancia de los distintos movimientos de apostolado laical y que ha de mantener relaciones con la Conferencia de los Superiores Mayores de los religiosos en orden «a las obras de apostolado que llevan a cabo los religiosos» (CD 35). Será necesario establecer en el Derecho los procedimientos por los cuales las Conferencias puedan cumplir ese cometido en la respectiva nación — erigiendo, por ejemplo, asociaciones o movimientos apostólicos de carácter nacional, etc.— y los cauces por los cuales habrá de concurrir a las iniciativas y decisiones de carácter universal. Nos encontramos, también en este aspecto, ante problemas nuevos que no están previstos en el derecho vigente. Y aunque no resulte fácil la solución jurídica, es necesario encontrarla porque le están urgiendo las necesidades pastorales de la Iglesia. Es evidente, por estas razones, que se impone una renovación intensa y profunda en el orden jurídico y una atención preferente en él a las exigencias pastorales de hoy. c) El Consejo Presbiteral La constitución del Consejo Presbiteral, insinuada en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, está 269

urgida en el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros. Y es interesante fijarse en el razonamiento que utiliza el Concilio en las dos ocasiones y en la finalidad que le señala al mismo. Creo, sinceramente, que no se trata tan sólo de conseguir una mayor efectividad en la acción ministerial de los presbíteros o de asegurar una pastoral de conjunto — cosa que busca más directamente el Consejo de Pastoral que también se indica —, sino que se vislumbra en esa orientación una nueva forma de ejercer el gobierno en la diócesis, cosa que entra de lleno dentro de la ordenación jurídica. «Las relaciones entre el obispo y los sacerdotes diocesanos, leemos en el Christus Dominus— deben fundamentarse en la caridad, de manera que la unión de la voluntad de los sacerdotes con la del obispo, haga más provechosa la acción pastoral de todos. Por lo cual, para promover más y más el servicio de las almas, sírvase el Obispo establecer diálogos con los sacerdotes, aun en común, no sólo cuando se presente la ocasión, sino también en tiempos establecidos, en cuanto sea posible» (CD 28). El Decreto Presbyterorum ordinis es mucho más explícito y contundente. Afirma, ante todo, «los obispos, por el don del Espíritu Santo que se ha dado a los presbíteros en la sagrada ordenación, los tienen como necesarios colaboradores en el ministerio y función de enseñar, de santificar y ¡'¿le apacentar la plebe de Dios» (PO 7). Les dice después: «Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las necesidades de la labor pas : toral y del bien de la diócesis». Es, precisamente, en ese plan de colaboración necesaria de los presbíteros con el obispo para apacentar debidamente al Pueblo de Dios, cuando el Decreto prescribe la constitución de este Consejo: «Para que esto sea una realidad, constituyase de una manera apropiada a las circuns270

lancias y necesidades actuales, con estructura y normas que ha de determinar el Derecho, un consejo o senado dé sacerdotes, representantes del presbiterio, que puedan ayudar con sus consejos eficazmente al obispo en el régimen de la diócesis» (PO 7). La representatividad que ha de tener ese consejo y la finalidad clarísima que se le señala: ayudar al obispo en el régimen de la diócesis, indican claramente, a mi juicio, esa nueva modalidad en el ejercicio del gobierno. El obispo es, ciertamente, la cabeza de la comunidad diocesana, el Pastor por derecho propio de aquella porción del Pueblo de Dios. Tiene una autoridad personal indiscutible que podrá ejercer según su discreción, como dije anteriormente. Pero el obispo no apacienta solo aquella Iglesia local. «Los presbíteros como próvidos colaboradores del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su obispo un presbiterio» (LG 28). Si «en cada una de las congregaciones de fieles ellos representan al obispo, con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo», y «bajo la autoridad del obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada» (LG 28), colectivamente considerados, tienen cierta responsabilidad en aquella Iglesia particular. Son, con el obispo, los maestros y pastores de ella. Es lógico, pues, que tengan cierta intervención en el régimen de la misma. Por eso exige el Decreto que sea todo el presbiterio el que esté auténticamente representado en el Consejo que dialoga con el obispo. La colaboración que debe prestar el presbiterio al obispo no se limita a la vertiente llamada comúnmente pastoral, sino, como dice el Decreto, a todo lo que atañe al ré271

gimen de la diócesis, esto es, todas las actividades del pastoreo que encierra la triple misión de enseñar, santificar y regir. Paulo VI, en la «Ecclesiam suam», propuso el diálogo como táctica de pastoral para nuestros días. «Nos parece, escribe, que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo que no podrá ser, evidentemente, uniforme» (ES 50). Y había dicho poco antes: «convencidos de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico» (ES 45). El Concilio señala también el diálogo como medio normal de ejercer el gobierno. Ésta es para mí la novedad de estos textos que habrá de reflejarse, como es lógico, en las disposiciones jurídicas. La autoridad prudente siempre había procurado informarse lo mejor posible y pedir consejo antes de tomar decisiones importantes. Éstas son medidas de buen gobierno. Pero esa orientación pide mucho más. Da una participación estable al presbiterio en las cuestiones diocesanas y señala el diálogo con el obispo como un medio normal de gobierno. Es cierto que el Consejo Presbiteral no ayuda más que con su consejo. No tiene voto deliberativo. El diálogo no es el fin, sino el camino. La decisión final habrá de tomarla el obispo. A nadie se le oculta, sin embargo, la influencia que 'pueda tener en esas decisiones ese diálogo leal con los representantes de todos los sacerdotes de la diócesis que aportan sus conocimientos de la realidad en las distintas zonas o vertientes del apostolado y que manifiestan el parecer de sus representados. Esa fórmula es, además, maravillosa para responsabilizar a todos los sacerdotes en los problemas diocesanos, nacionales y universales, y conseguir la unión de criterios y de esfuerzos que exige la pastoral de conjunto.

La obediencia activa y responsable que el Concilio recomienda, como advertía anteriormente, es una consecuencia que se desprende fácilmente de ese estudio común y del contraste de pareceres y criterios que se ha de realizar en las reuniones periódicas del Consejo. El consejo Presbiteral tiene ya su fundamento jurídico en el Motu Proprio «Ecclesiae Sanctae», por el que se aplica lo que dicen a este respecto los Decretos conciliares. Queda, sin embargo, un amplio margen a los juristas para que estudien sus peculiaridades y puedan presentar unas normas que aseguren su eficiencia, dentro del marco dogmático que se ha de salvar. Es interesante, por ejemplo, el aspecto de la representatividad de dicho Consejo para que todo el presbiterio se sienta presente en las principales decisiones de carácter diocesano. Y sería convenientísimo que se pudiesen fijar unos cauces fundamentales para asegurar dicha representatividad. Si el Romano Pontífice deja a la libertad de los obispos el que puedan formar parte del mismo los religiosos, «en cuanto toman parte en la cura de almas y en las obras de apostolado» I0 , sería convenientísimo dar unas normas objetivas que, sin coartar esa libertad, la reglamentasen, al menos, en cierta manera. También convendría que se indicasen los problemas que normalmente deberían tratarse en sus reuniones. Si es cierto que, dada la constitución de la Iglesia, el obispo ha de tener siempre un margen de libertad para su acción personal, no es menos cierto que la orientación del Concilio y la misma eficacia de la actividad personal reclaman, en no pocas ocasiones, ese diálogo que puede ser importantísimo para todos. io Motu propio «Ecclesiae Sanctae», 1,15, 2 en AAS 18(1966) 766. 273

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Hará falta subrayar el carácter «exclusivamente consultivo» del Consejo para evitar las exigencias del espíritu democrático, tan general en nuestros días, que no tiene aplicación a la Iglesia, por voluntad del mismo Jesucristo. No cabe duda que esa decisión conciliar abre unas perspectivas extraordinarias que se habrán de sopesar y esclarecer en el campo del derecho para conseguir la renovación jurídica que sirva de base a una actividad pastoral más fecunda y más en consonancia con las exigencias del mundo de hoy y con la mentalidad de la actual generación. Complemento de este organismo, en la vertiente concreta de la acción pastoral, es el otro Consejo de que habla el Christus Dominus: «Es muy de desear que se establezca en la diócesis un consejo especial de pastoral, presidido por el obispo diocesano, formado por clérigos, religiosos y seglares especialmente elegidos», con «el cometido de investigar y justipreciar todo lo pertinente a las obras de pastoral y sacar de ello conclusiones prácticas» (CD 27), sobre el que también serían convenientes algunas precisiones jurídicas para entroncarlo debidamente dentro de la estructura diocesana. EL ESPÍRITU DE SERVICIO «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir», afirmó el Maestro (Mt 20,28). «Vosotros me llamáis Mae&o y Señor y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os lavé los pies, también os los debéis lavar unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros como yo hice» (Jn 13,13-15). La Iglesia que continúa a través de los tiempos la misión redentora de Cristo, y que ha aprendido su ejemplo, tampoco quiere ser servida. Sirve a sus propios hijos y sirve a todos los hombres. Sirve en el orden religioso y está dispuesta a servir al mundo en todas sus necesidades. 274

Nunca se ha olvidado esta finalidad de servicio. Y en el orden cultural, en el de la beneficencia, etc., la Iglesia ha demostrado a lo largo de los siglos que no sólo está dispuesta a ofrecer a los hombres el mensaje de salvación — ésta es su tarea específica —, sino también a prestar su concurso en todas las tareas humanas que la sociedad, por su deficiente organización, no era capaz todavía de llevar a cabo por sí misma. No podemos negar, sin embargo, que en los últimos años particularmente, se ha ido formando un ambiente cada vez más enrarecido con respecto a la postura de la Iglesia y al modo de proceder de algunas de sus instituciones y ministros. Ambiente, en parte explicable, por el desarrollo de los pueblos y por la transformación de la mentalidad y de las costumbres de los hombres, que no aceptan ahora postura y actitudes, en otros tiempos lógicas y hasta necesarias, pero que han ido quedando desplazadas. Se ha acusado a la Iglesia de que quiere dominar, en vez de servir, y se ha repetido insistentemente lo del aire triunfalista de sus procedimientos e instituciones. Se le acusa igualmente de haber procurado rodearse de honores y privilegios sociales y de haberse creado una seguridad económica con el sistema beneficial que, además de estar desplazado, da a sus miembros una sicología de «amos», no de servidores del Pueblo de Dios. Las acusaciones que también se oyeron en el Aula conciliar, recogían este mismo ambiente, que existe — no podemos negarlo— tanto dentro como fuera de la Iglesia. Y aunque esas acusaciones hayan sido excesivas y no siempre justas, es clarísimo que señalan un desequilibrio existente entre algunas formas jurídicas y la mentalidad social, desequilibrio que el Concilio ha querido superar. A nadie puede sorprender demasiado que se produjese este desequilibrio que es un fenómeno normal, sobre todo, en ciertas circunstancias históricas. Porque la Iglesia no 275

tiene fórmulas en exclusiva para la estructuración de sus realidades humanas. Utiliza el lenguaje, los criterios, las normas jurídicas que encuentra en la sociedad en que vive inmersa, para expresar su doctrina y configurar sus propias instituciones. Es lógico que se sirviese del Derecho Romano para su primera estructuración jurídica y que Santo Tomás utilizase la filosofía de Aristóteles para sus explicaciones teológicas. Esas formas utilizadas por la Iglesia evolucionan al ritmo del desarrollo cultural, científico, social de los pueblos. Y cuando la evolución es más rápida o más profunda, no es extraño que se produzca el desequilibrio que será necesario superar. Se impone una reforma en la expresión y en la estructuración jurídico-humana de la Iglesia. «El género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados que, progresivamente, se extienden al universo entero... Tanto es así que se puede hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también sobre la vida religiosa» (GS 4). El desequilibrio había de ser ahora, necesariamente, más amplio y mucho más profundo. Ésta es la razón por la que algunos pudieron llegar a creer que el Concilio tenía un carácter antijurídico, al desaprobar instituciones y prácticas sancionadas hoy por el Derecho. El Concilio con esa labor, que pareció negativa, estaba preparando las bases de la reforma del Código. Al Concilio señala unos cuantos puntos que habrán de ser los fundamentales para conseguir esa adaptación a la mentalidad y a las costumbres del mundo de hoy. Creo que pueden señalarse los siguientes: a) Los beneficios eclesiásticos La Iglesia debía asegurar la permanencia de sus estructuras y ministerios pastorales y la digna sustentación de sus ministros. Esto es básico para que pueda actuar eficaz y 276

libremente en su tarea santificadora a través de las distintas generaciones. Para conseguirlo, valiéndose de la mentalidad y de las costumbres de la época, creó el concepto y la realidad del beneficio eclesiástico tal como quedó estructurado en el Código. La finalidad que la Iglesia pretendió conseguir con esa institución, no sólo es legítima, sino necesaria. Y lo será siempre. El procedimiento empleado — e l sistema beneficial — obedece a un clima sociológico que es, por sí mismo, contingente, y que, según dicen, ha sido plenamente superado. Lo que se habrá de intentar ahora, como consecuencia de las orientaciones conciliares, es encontrar la forma o el procedimiento adecuado para conseguir aquel fin con instituciones o medios a tono con las exigencias de nuestros tiempos. Habrá de mantenerse siempre, como principio permanente, la estabilidad de las estructuras y ministerios y la congrua sustentación de los ministros. Esto no puede cambiar y el Concilio se manifiesta muy exigente en este aspecto. Esa teoría de dejar las realidades humanas de la Iglesia un poco en el aire, para vivir más plenamente el espíritu evangélico, como dicen algunos que se creen «carismáticos», no puede admitirse como norma general, aunque pueden darse casos en que esa inseguridad humana está plenamente justificada. Dios puede llevar a algunos — sacerdotes y seglares —, por caminos extraordinarios. En momentos de especial tensión entre Iglesia y mundo, entre lo natural y lo sobrenatural, puede ser conveniente, quizá necesario, un testimonio excepcional que pueda parecer imprudente desde un punto de vista humano, y normal. La norma jurídica — que es la ley de la normalidad — no sirve, evidentemente, para esos casos de excepción que son provocados por carismas especiales de Dios y exigen un tratamiento propio. 277

El principio, sin embargo, jurídicamente, es inmutable. Incluso tiene en nuestros tiempos una mayor amplitud que antes ya que «las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual» (GS 9). Con lo cual no es extraño que también para los mismos ministros de la Iglesia se hayan de procurar esos medios indispensables para conseguir la aspiración que es común a todos los hombres y que es, fundamentalmente, justa. El Decreto sobre presbíteros afronta claramente esta cuestión y exige que «esa remuneración sea adecuada a su condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las personas dedicadas al servicio de los presbíteros... sea tal — añade —, que permita a los presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones» (PO 20). También la estabilidad la exige y la traslada al propio oficio, que «ha de entenderse en lo sucesivo como cargo conferido establemente para ejercer un fin espiritual» (PO20). El concepto de beneficio, con unas réditos propios que ceden en favor del propietario — del que tenía el beneficio en propiedad de manera permanente —, obedece a una mentalidad económico-social que no ha sido superada realmente en la vida social — al menos, en la práctica: el capitalismo liberal e incluso el espíritu feudal no han desaparecido plenamente en el campo político y económico, al menos, en algunas de sus consecuencias — pero que se ha hecho francamente impopular. Nadie se atrevería a proponerlo como un sistema propio de una entidad religiosa. Por la seguridad personal que ofrece y las apariencias de dominio que da, ha podido crear fácilmente un clima sicológico poco favorable para el espíritu de servicio propio de la Iglesia y de sus ministros. 278

El hecho de que el beneficio se tuviese en propiedad — cuando todavía perduraba el concepto de propiedad propio del Derecho Romano — podía hacer olvidar a algunos las exigencias del servicio y aun podía crear en ellos el complejo de «amos», no precisamente de servidores. Un obispo o un párroco podían sentirse fácilmente, casi sin darse cuenta y, desde luego, sin mala voluntad, como los amos de la diócesis o de la parroquia, no precisamente como los servidores de todos. Con lo que su ministerio podía tomar fácilmente un carácter poco evangélico, con escándalo del hombre de hoy. La realidad de que los réditos del beneficio cedían en favor del titular del mismo, podía crear conflictos entre éste y sus colaboradores — párroco y coadjutores, por ejemplo— y hasta justificar unas desigualdades económicas y sociales que la sensibilidad moderna no admite. Podía llegarse, fácilmente, aun sin darse cuenta, a no cumplir los postulados de la justicia social. Aunque se haya exagerado muchas veces, al generalizar esas acusaciones, y no se ha procedido siempre con equidad y justicia, no puede negarse que esa institución chocaba hoy con la mentalidad y con el ambiente del mundo. No es extraño que el Concilio se haya referido a ella, queriendo evitar ese desequilibrio que podría ser pernicioso. Hablando de la remuneración de los presbíteros dice que «la remuneración que cada uno ha de recibir, habida consideración de la naturaleza del cargo y de las condiciones de lugares y tiempos, sea fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las mismas circunstancias» (PO 20). Y, aplicando este principio, hasta que en la reforma del Derecho Canónico se renueve el sistema beneficial, dice Paulo VI en la «Ecclesiae Sanctae» que «han de procurar los obispos, oído el Consejo Presbiteral, que se haga una equitativa distribución de los bienes eclesiásticos, aun de 275»

los réditos que provienen de los beneficios» (PO 8). Con lo que ya se soluciona alguno de los inconvenientes del sistema. Pero el Concilio aborda el problema con toda decisión y dice taxativamente: «Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan los sagrados ministros. Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman beneficia!, o a lo menos hay que reformarlo, de suerte que la parte beneficial, o el derecho a los réditos dótales anejos al beneficio, se considere como secundario y se atribuya, en derecho, el primer lugar al propio oficio eclesiástico» (PO 20). Y el Papa dice, al hacer la aplicación, que «encarga a la Comisión para la renovación del Código de Derecho Canónico la reforma del sistema beneficiáis ". Esta reforma va a exigir una renovación en muchas partes del derecho. Hará cambiar el concepto de muchas instituciones: diócesis, parroquias, etc., que tendrán el carácter pastoral que les da el Concilio y conseguirá que se ponga de relieve el aspecto de oficio — d e ministerio, de servicio— que es característico de toda función eclesiástica. Creo que es un paso importantísimo en la puesta al día de las instituciones eclesiásticas que dará una fisonomía distinta — más evangélica y más humana, a la vez — a la Iglesia del posconcilio. b) „ Honores y privilegios Los ministros de las distintas religiones han merecido siempre una atención y un respeto especiales en todas partes. La misma religión, por su carácter misterioso y trascendente, ha gozado de excepciones y privilegios de carácter social, aun en los pueblos primitivos. No es extraño que, cuando la Iglesia, pasadas las primeras persecuciones, empieza a extenderse por el mundo y adquiere, podríamos "

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Ibid., I, 8 en AAS 78 (1966) 762.

decir, carta de natural en las sociedades en las que va influyendo cada día más, reciba las mismas atenciones y sea objeto de idénticos privilegios que siempre se habían considerado propios de las instituciones religiosas. Durante muchos siglos los honores externos y los privilegios sociales han sido considerados por todos como la manifestación casi necesaria de la dignidad o autoridad de una persona o de la importancia de una institución. Este criterio se ha seguido siempre respecto a las autoridades civiles. Se tenía en cuenta la sicología de las multitudes que estaban acostumbradas a juzgar de la excelencia y dignidad de las personas e instituciones por esos signos externos. La Iglesia se acomodó, en esto como en todo lo que no es positiva e intrínsecamente malo, a la mentalidad y a las costumbres de los pueblos en que vivía inmersa. Concedió también a los honores y a los privilegios una importancia evidente en su estructura jerárquico-jurídica. Y aun compartía el criterio común, como era lógico, de que era ésta una verdadera exigencia de su vida social. Convenía que la autoridad estuviese rodeada de pretigio, aun externamente. Ésta era la opinión unánime que la Iglesia aceptó. Y aun se llegó a tener el convencimiento de que la actividad religiosa se podía realizar con mayor libertad y eficacia si aparecía ante los hombres aureolada con esos signos externos que tanta influencia ejercían en las multitudes. Todos consideraban esa postura perfectamente correcta y hasta necesaria. No se puede juzgar de las cosas de otros siglos con la mentalidad y con la sensibilidad del momento actual. Han cambiado notablemente las características de la humanidad y se «ha mudado el orden de valores en el aprecio de los hombres». La sociedad civil ha llegado, además, en estos últimos años, a una madurez y perfección verdaderamente extraordinarias. «El hombre con281

temporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación creciente de sus derechos» (GS 4), con lo cual cambia naturalmente de postura ante aquellas desigualdades sociales. No es extraño que esas apoyaturas externas de la autoridad y de las instituciones vayan perdiendo cada vez más su valor y que hoy se considere como inconveniente, quizá peligroso, lo que antes se consideraba como necesario. El prestigio de la autoridad ha de conseguirse ahora por el servicio que se preste a la comunidad y por la capacidad y demás cualidades humanas que adornen al gobernante, no por los honores que se le tributan y que van apareciendo ante los ojos de los hombres como un «compromiso social», sin apenas significado. La importancia de una institución se juzga por la eficacia de su labor y por el valor y la autenticidad de su testimonio; no por los privilegios sociales de que disfrute y que más bien sirven para desprestigiarla. Los hombres no se dejan deslumhrar ahora por esas apariencias externas. Exigen efectividad en la tarea y prontitud en la entrega. Incluso miran con recelo todas esas cosas que de alguna manera contribuyen al «culto de la personalidad» o fomentan vanidades y ambiciones. No aceptan fácilmente las excepciones de la ley general, si no están planamente justificadas. Se afianza cada día más «la convicción de que el género humano puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde, además, establecer un orden político y social que esté más al servicio del hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad» (GS 9). Las excepciones y los privilegios van resultando ya casi odiosos. Les parecen a no pocos una discriminación injusta y una especie de humillación, ya que son todos los hombres 282

los que deben desarrollar plenamente su personalidad y todos tienen los mismos derechos fundamentales y merecen idéntica consideración. Son, pues, como una especie de atentado contra la dignidad personal del común de los hombres. * * * Esta sicosis de recelo y hasta de hostilidad contra los hombres desmedidos o contra los privilegios, es mucho más fuerte con respecto a la Iglesia. El hombre de hoy, «purificado del concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos» (GS 7) que explicaban, al menos en parte, aquella postura de miedo reverencial que les impulsaba a humillarse ante lo misterioso y desconocido, «exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe» (GS 7) y, de consiguiente, necesita que la religión se presente ante él en toda su pureza, desligada totalmente de cualquier ventaja humana. Exige que la Iglesia dé un testimonio pleno y auténticamente evangélico. Incluso le molesta que se sirva de las formas y de los modos que, teniendo quizá vigencia todavía en algunos órdenes, están francamente desprestigiados. Ésta es la razón principal de esa acusación de «triunfalismo» que tanto se ha prodigado —incluso en la misma Aula conciliar — en el que algunos pretenden ver residuos del poder temporal de otros tiempos o del confusionismo entre lo religioso y lo civil, entre el poder de la Iglesia y del Estado, tan frecuente en alguna época. Hoy quieren todos una Iglesia sencilla, pobre, sin exhibiciones innecesarias, sin apetencias políticas y humanas, sin honores y privilegios. Aunque las acusaciones que se han formulado contra la Iglesia han sido, no pocas veces, injustas, no puede negarse que expresan un estado de opinión y que revelan un desequilibrio entre los signos de los tiempos y la realidad 283

que todavía se conserva en la legislación eclesiástica. Será necesario tenerlo en cuenta para orientar la reforma jurídica. El Concilio ha afirmado categóricamente que «la Iglesia no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición» (GS 76). Éste es el criterio que ha de presidir la reforma. Si hasta ahora la Iglesia buscaba el apoyo de esas realidades externas, incluso de algunos privilegios sociales, es porque estaba convencida de que con ellos se facilitaba su acción evangelizadora. Es cierto que, dada la condición de los hombres, podía convertirse, al menos para algunos, en una apetencia humana o en un afán de presumir y de dominar, lo que había sido buscado con recta intención. Y no me atrevería a negar que no se haya producido algunas veces este fenómeno c, incluso, que sin casi darnos cuenta todos liábamos demasiado en esos recursos humanos. Podía parecer que la Iglesia ponía su esperanza en el apoyo de las autoridades terrenas o en las situaciones sociales de excepción. Hoy es indispensable hacer un detenido examen, teniendo en cuenta las críticas que con buena o mala fe se han hfiícho. También del enemigo puede venir el consejo. Es necesario, evidentemente, demostrar — aun con las apariencias — que es verdadera esa afirmación del Concilio, esto es, que la Iglesia no pone sus esperanzas en ventajas terrenas. La gran fuerza de la Iglesia estriba precisamente en su propia debilidad humana. Su única esperanza ha de fundarse en Cristo: en la seguridad de su presencia en medio de ella hasta la consumación de los siglos y en la asistencia constante del Espíritu Santo. La Iglesia recobrará ante el mundo de hoy toda su fuerza y toda su eficacia apostólica 284

en la medida en que aparezca desligada — además de estarlo realmente, claro está— de todas las protecciones terrenas y de todas las ventajas de orden temporal. •k

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La Iglesia tiene derechos propios a los que no puede renunciar. Son consecuencia de la misión sagrada que ha recibido de Cristo. Ella tiene la obligación de mantener y ejercitar esos derechos para ser fiel a sí misma. No pueden confundirse, pues, esos derechos que ella exige, con las excepciones o privilegios, cosa que se hace con demasiada frecuencia. «Es de justicia — como dice el Concilio — que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y situaciones» (GS 76). Cuando la Iglesia pide libertad absoluta para evangelizar, o para fundar centros educativos en servicio de sus miembros o para organizar asociaciones religiosas y apostólicas de seglares, no pide un privilegio, sino el reconocimiento de un derecho al que ella no puede renunciar. No se refiere a esos derechos el Concilio, porque tan sólo por desconocimiento o mala fe se puede acusar a la Iglesia en estos casos de buscar excepciones o ventajas de orden humano. Hay otros derechos, que no le son esenciales, pero que la Iglesia tiene porque son convenientes para cumplir más eficazmente su misión o que ha adquirido legítimamente 285

por la ayuda que presta a la misma sociedad civil ya que de la misma misión religiosa de la Iglesia «derivan tareas, luces y energías, que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina» (GS 42). Porque la Iglesia «al bascar su propio fin de salvación, no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo en cierto modo el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos» (GS 40). La Iglesia está dispuesta a renunciar a esos derechos, siempre que por las condiciones de vida o por la mentalidad de los hombres, puedan ser un estorbo para su acción santificadora. Y como los hombres de hoy exigen un testimonio heroico — es el único que convence a esta humanidad impregnada de naturalismo y orgullosa de su dominio sobre la naturaleza—, la Iglesia está demostrando ya con hechos que sabe prescindir de esos derechos y que está dispuesta a renunciar gozosamente a todo lo que enturbie de cualquier manera la pureza de su testimonio evangélico. Esta afirmación del Concilio habrá de tenerse en cuenta en la reforma del Derecho Canónico.

Podrían señalarse los siguientes puntos, sobre los que más se ha criticado a la Iglesia en este aspecto y que deberán revisarse en la futura legislación. 1) Honores anejos a los cargos eclesiásticos. — El esplendor de la Corte Pontificia y los honores verdaderamente extraordinarios que se conceden al Papa, ha sido uno de los aspectos más duramente criticados por algunos cató286

lieos. Lo mismo que era antes motivo de edificación y que conmovía y entusiasmaba a los que visitaban el Vaticano — incluso a los no cristianos — se ha convertido para muchos en piedra de escándalo. El tratamiento que se da a los obispos y la fastuosidad de las vestiduras y de las funciones episcopales con el plan de vida que han llevado éstos comúnmente es otro motivo de desedificación. Las varias distinciones meramente honoríficas que existen en la Iglesia y que conceden siempre ciertos privilegios en el tratamiento, vestido, etc., han sido también objeto de censura. Es lógico que en todas esas determinaciones se reflejasen gustos y costumbres de otra época, que ya no están en vigencia. Será necesario revisarlas para que correspondan a la mentalidad y a las costumbres del hombre de hoy. Debe tenerse en cuenta, al tratar de este asunto, el nuevo clima creado por el Concilio de mayor apertura hacia el mundo para establecer un diálogo con él y la nueva orientación que se ha dado al ejercicio de la autoridad que exige también el diálogo del obispo con el presbiterio. Porque el diálogo requiere un clima apropiado que debe caracterizarse por la confianza mutua. Y es difícil que se establezca esa confianza cuando los signos externos separan excesivamente a las personas. Pero hay que considerar, a la vez, que alguna distinción es imprescindible y que la misma realidad social de hoy exige que algunos cargos tengan también cierta prestancia. El Papa es el Vicario de Cristo en la tierra. Es, a la vez, el Jefe Supremo de una sociedad perfecta que ha de relacionarse con los otros Jefes de los Estados para defender los derechos de sus hijos. Si como Vicario de Cristo podría vivir y presentarse en público con absoluta sencillez y sin ninguna clase de protocolo, como Jefe de la Iglesia necesita acomodarse a las normas comunes que se usan también en 287

nuestros días. Pretender contrastar la vida social del Papa con la vida de Cristo, como si por esas apariencias externas no se ajustase al espíritu del Evangelio, es una sinrazón. Es Jesucristo el que ha querido que su Iglesia viviese inmersa en el mundo y que su Vicario actuase cerca de las otras autoridades para cumplir la misión que le encargó. Un estado, aunque sea minúsculo como lo es el Estado Vaticano —necesario, por otra parte, para garantizar la independencia civil del Papa — y una Curia internacional que sea el órgano de su jurisdicción sobre todas las Iglesias, tienen sus exigencias. Exigen gastos cuantiosos y ciertas reglas de protocolo que se habrán de mantener.

Los obispos han de ser los «hermanos y amigos» (PO 7) de sus sacerdotes. Por eso «las relaciones entre el obispo y los sacerdotes diocesanos deben fundamentarse en la caridad, de manera que la unión de la voluntad de los sacerdotes con la del obispo haga más provechosa la acción pastoral de todos» (CD 8). Quizá el tratamiento de excelencia y los demás honores que a los obispos se tributan y que han influido, como era lógico, en el género de vida de los mismos y en el distanciamiento entre ellos y los presbíteros merezcan ser revisados. Es difícil que uno y otros tengan verdadera sicología de «dialogantes» tal como pide el Concilio, si no se procura un mayor acercamiento y una más íntima familiaridad. 2) Los privilegios clericales.—Los privilegios que la Iglesia concede a los clérigos son legítimos. Por estar dedicados exclusivamente al servicio del Pueblo de Dios, merecen una consideración especial y aun deben distinguirse externamente de los simples fieles. Tanto el privilegio del foro, como los demás, están plenamente justificados. 288

Quizá sea verdad, sin embargo, que por razones ajenas a la voluntad de la Iglesia — la misma organización clasista de la sociedad, tan pronunciada en años anteriores, puede ser una causa — esas excepciones habían podido crear en los clérigos un complejo de persona privilegiada. Y como en los países sincera y masivamente católicos se les tributaban toda clase de consideraciones en la misma vida social, se podían creer con derecho a una vida de excepción; como si las leyes civiles o las normas de convivencia no contasen para ellos. También es cierto que por lo que he dicho anteriormente el hombre de hoy no tolera fácilmente los privilegios. Prácticamente puede ser quizá necesario que la Iglesia renuncie a esos derechos legítimamente adquiridos, para dar más fuerza y mayor autenticidad a su testimonio. Es lógico, además, que los clérigos, como los demás ciudadanos, se sujeten a las leyes y normas de convivencia social — las leyes del tráfico, por ejemplo — y no puedan escudarse en ningún privilegio para esquivar la sanción que quizá han merecido por su imprudencia. Será necesario, por lo tanto, que se revisen los privilegios clericales para ponerlos al día. Quizá pueda haber llegado el momento de renunciar a toda clase de privilegios, en orden, precisamente, a la mayor eficacia del diálogo de la Iglesia con la humanidad de hoy. 3) La protección de las leyes civiles. — La Iglesia ha acudido algunas veces al «brazo secular» — a la autoridad civil— para hacer cumplir algunas de sus determinaciones. En los tiempos en que la palabra cristiandad tenía uO significado religioso a la vez que civil, eso no sólo parecía lógico sino obligatorio. La Iglesia ha pedido muchas veces la protección de las leyes civiles, fundándose en el «deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y 289

la única Iglesia de Cristo» (DH 1). Y esa conducta es perfectamente correcta, ateniéndonos a los principios. Por esas mismas razones y, como en correspondencia, la Iglesia concedió a las autoridades civiles cierta intervención en asuntos eclesiásticos: la presentación de obispos, por ejemplo. A nadie llamaban la atención estas cosas en otras épocas y aun parecían plenamente justificadas. Desde hace algún tiempo, sin embargo, esas mutuas ingerencias que, sin duda, favorecen la confusión tienen un ambiente adverso. Se cree comúnmente que son un obstáculo — aunque a veces parezca lo contrario — para la verdadera libertad y para la necesaria independencia de la Iglesia, y aun para el ejercicio eficaz del ministerio sagrado. El Concilio lo afirmó claramente, respecto al nombramiento de obispos: «Para defender como conviene la libertad de la Iglesia y para promover mejor y más expeditamente el bien de los fieles, desea el sagrado Concilio que en lo sucesivo no se conceda más a las autoridades civiles ni derechos ni privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el ministerio episcopal» (CD 20). Y en repetidas ocasiones se manifestó en el Aula la voluntad decidida de los Padres de que se evitasen todas las cosas que pudiesen producir la confusión. Porque es verdad que esa protección de las leyes civiles podía producir algún bien inmediato. Acarreaba también ijp pocos males. Juan XXIII, al inaugurar el Concilio, afirmaba: «Los príncipes de este mundo, en más de una ocasión se proponían ciertamente proteger con toda sinceridad a la Iglesia; mas, con mayor frecuencia sus acciones no se hallaban exentas de daños y peligros espirituales, al dejarse ellos llevar por motivos políticos y de propio interés». Por eso decía a continuación: «No sin una grande esperanza y un gran solaz, vemos hoy que la Iglesia, finalmente libre de tantas trabas de orden profano como en otros tiempos sucedía, puede, desde esta Basílica Vaticana, como des290

de un sagrado cenáculo, hacer sentir, a través de vosotros, su voz llena de majestad y de grandeza». Algunos consideran también como una protección del Estado, que no puede admitirse, el que la Iglesia reciba ayuda económica, sea por el procedimiento de asignaciones a las personas, como se hace en España, sea por otros procedimientos que están en uso en distintos países. Una de las peticiones que vienen formulando últimamente grupos de seglares católicos, y hasta de sacerdotes, es que la Iglesia debería renunciar a ese «privilegio» que empaña, dicen, la pureza de su testimonio. Muchos de los que mantienen esa postura la apoyan en el espíritu evangélico que la Iglesia debe encarnar con toda perfección y que es espíritu de pobreza, esto es, de desasimiento total de los bienes materiales y hasta, dicen ellos, de inseguridad económica. Quieren una Iglesia realmente pobre, sin recursos propios de ninguna clase, y exigen que sus ministros carezcan de asignaciones fijas y seguras, porque es la única manera de dar un testimonio auténtico de pobreza. Otros, lo consideran como un privilegio al que se habrá de corresponder por parte de la Iglesia, lo que coarta su libertad y le quita su independencia. No se dan cuenta los primeros, que Jesucristo quiso que su Iglesia estuviese integrada por hombres y tuviese que utilizar los bienes materiales, incluso para realizar su misión sobrenatural. La Iglesia necesita bienes materiales para atender a sus obras fundamentales: misiones, culto, administración, etc. Los sacerdotes no podrían dedicarse totalmente a su ministerio — en estos tiempos, particularmente, en que tan vasta y necesaria es su tarea santificadora — si no tuviesen de alguna manera asegurada su subsistencia. El Concilio dice que «los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión que se les ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración, porque el obrero es digno de su salario y el Señor ha orde291

nado a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio» (PO 20). Es razonable que los miembros de la Iglesia contribuyan al sostenimiento de la Iglesia, como ofrecen los medios necesarios al Estado los miembros de la sociedad civil. Y «cuando no se haya provisto de otra forma a la justa remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la obligación de cuidar que puedan procurarse los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros consagran su trabajo al bien de los fieles» (PO 20). Pero aun esta fórmula requiere una organización adecuada, y unos bienes permanentes para casos de emergencia, como lo están haciendo en varias naciones, y debe conseguirse con ella dar cierta seguridad económica a los presbíteros a fin de que puedan dedicarse a servir a todos, sin ansiedades innecesarias. Pero también es razonable que el Estado que recoge el dinero de sus subditos para atender a las necesidades comunes de éstos, tenga en cuenta las necesidades religiosas, que forman parte del bien común. Parece justo que en una sociedad uniconfcsional, al menos en su inmensa mayoría, atienda a las necesidades religiosas de sus subditos como atiende a sus necesidades culturales, deportivas, etc. Los sacerdotes realizan una función social. Tampoco debe olvidarse este aspecto, como recordaba Pío XII en la «Menti Nostrae» I2 . Se podrá discutir cuál sea el procedimiento más conveniente en un pueblo concreto o en unas circunstancias determinadas. Será necesario, además, asegurar la libertad total de la Iglesia, aunque reciba esas subvenciones. No es lícito, sin embargo, incluir esa ayuda en la lista de los privilegios, ni es lícito exigir la renuncia a ella como fórmula exclusiva y necesaria del testimonio auténticamente evangélico. I2

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- «Menti nostrae», 116.

En la renovación jurídica habrán de tenerse en cuenta esos principios para que la Iglesia aparezca plenamente libre y sin esos aditamentos que puedan menoscabar su diálogo con el mundo de hoy. Es interesante recordar lo que dice el Concilio cuando habla precisamente de «las cosas que pertenecen al bien de la Iglesia y que han de conservarse en todo tiempo y lugar». Afirma que «es ciertamente la más importante que la Iglesia disfrute de tanta libertad de acción cuanta requiere el cuidado de la salvación de los hombres». Y dice a continuación que «hay una concordancia entre la libertad de la Iglesia y la libertad religiosa que debe reconocerse como un derecho de todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico» (DH 13). La libertad de la Iglesia no se funda, pues, en privilegios o en protecciones de la autoridad civil. Éstas, por el contrario, pueden ser un obstáculo para la misma. c) Las penas canónicas El cumplimiento de la ley debe asegurarse, en lo posible. Dada la condición actual del hombre, con las consecuencias del pecado original, esa seguridad aunque relativa, no puede conseguirse más que con las penas. No hay educación, sin corrección, dirán todos los pedagogos. Porque los instintos, desordenados por sí mismos, necesitan ser encauzados. Y como la educación no podrá conseguir nunca al hombre plena y permanentemente perfecto, la corrección — la pena — habrá de acompañar ordinariamente a la ley. El mismo Dios que llama libremente a la fe y a la salvación, no se olvida de recordar la pena que merecerán quienes, conscientes y voluntariamente, repudien su llamamiento. Y al dar su ley a los hombres la acompañó de las debidas sanciones. Quizá se había dado una importancia excesiva a la pena, en épocas anteriores, como se había abusado de la correc293

ción y del castigo en la educación. Quizá las penas o las correcciones excesivas habían conseguido un fin contrario al que se pretendía. Al menos, habían podido servir para disminuir la libertad responsable e incluso para favorecer el exteriorismo o la sujeción por el temor, más bien que por el convencimiento. Sería necesario, en este caso, revisar la doctrina y los procedimientos empleados, a fin de que la pena sirviese para estimular la propia responsabilidad personal y no para anularla. La Iglesia, siguiendo los criterios comunes, había utilizado las penas, incluso los castigos corporales —• cosa que apenas si podemos comprender ahora — en defensa de la fe y de sus estructuras jurídico-jerárquicas. Pero, aun prescindiendo de esos castigos corporales totalmente abolidos, es cierto que las penas han tenido una importancia notable en su legislación. Teniendo en cuenta lo que dije en la primera parte sobre el espíritu de defensa, que caracterizaba muchas de sus actuaciones, no puede sorprendernos tal conducta. Era lógico que se defendiese condenando a los que se desviaban de la fe o querían romper su estructura jurídica unitaria. Se ha superado aquel espíritu de defensa, como indiqué anteriormente. El Concilio ha creado un nuevo clima más positivo, más abierto. Se ha remarcado con énfasis el espíritu de servicio que ha de inspirar todas las actuaciones de la Iglesia. Y ahora se presenta la cuestión de las penas eclesiásticas como un tema insoslayable, en la renovación jurídica que se proyecta. La reacción en muchos ambientes ha sido radical. No les acomoda hablar del infierno — no pueden suprimirlo porque es un dogma de fe y el mismo Jesucristo se refirió a él repetidas veces en su predicación — y quisieran suprimir totalmente las penas eclesiásticas, por contrarias a la sensibilidad de nuestra época y por opuestas al espíritu de servicio que debe caracterizar a la Iglesia en nuestros días. 294

Casi da la impresión de que hoy esas penas no pueden aplicarse, sin que se conmuevan los cimientos de la misma Iglesia, que ha de ser una Iglesia de caridad y ha de empeñarse en hacer olvidar a los hombres sus actuaciones pasadas excesiva y unilateralmente jurídicas. Tal es, al menos, la opinión que algunos seglares y sacerdotes mantienen por fidelidad al espíritu evangélico. No puede extrañarnos esa reacción que es a todas luces excesiva y, por lo tanto, incorrecta. Porque las reacciones masivas siempre son extremosas. Pero mientras perduren las consecuencias del pecado original —que perdurarán siempre— y mientras no se puedan borrar del Evangelio muchas afirmaciones del Maestro — y nadie puede quitarle una tilde a su predicación— será necesario recordar la existencia del infierno para evitar el pecado, y será indispensable la pena canónica, si se quiere mantener la integridad de la fe y la consistencia estructural de la misma Iglesia. La Iglesia debe servir a los hombres en orden a su salvación eterna. Y les sirve tanto con los premios como con las penas. La Iglesia debe inspirarse siempre por la caridad. Pero la madre ama tanto a su hijo cuando le alaba como cuando le corrige o castiga. Quizá manifiesta más claramente su amor en el segundo caso, porque ha de sufrir en su corazón al tener que castigar a quien tanto ama. El mismo Paulo VI nos ha indicado ya el camino que habrá de seguirse en este aspecto de la renovación jurídica. El cambio de título y de estructura de la que se llamaba Congregación del Santo Oficio, la supresión del índice de libros prohibidos, la nueva actitud manifestada por él con los hermanos separados, etc., nos señalan la orientación. Se tiene más en cuenta la dignidad de la persona y se recarga el acento en el aspecto medicinal de la pena, más que en el de castigo. Se atiende a la nueva sicología de la humanidad y se hace resaltar el espíritu maternal — de caridad entrañable — de la Iglesia. 295

Ya lo advirtió Juan XXIII al inaugurar el Concilio: «En nuestros tiempos, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos... La Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para los hijos separados de ella». Las penas canónicas seguirán siendo necesarias. Y habrán de aplicarse en más de una ocasión. Habrá de modificarse, sin embargo, la legislación sobre las mismas, atendiendo a aquellos principios que han inspirado la actitud del Concilio y movido a Paulo VI al iniciar la reforma. Será necesario: — que se intenten todos los recursos posibles, incluso acudiendo al diálogo cordial, para conseguir la rectificación del error, antes de aplicar las sanciones. Éste es el procedimiento que va a seguir la Congregación de la Doctrina de la fe, como hizo constar públicamente el nuevo Asesor nombrado por Paulo VI; — que se den todas las posibilidades para que uno pueda defenderse o enmendarse, antes de aplicarle la pena; — que tan sólo cuando lo reclamen las exigencias del bien común, mirando, al propio tiempo, a la enmienda del interesado, se hagan públicas las penas; — que el espíritu de caridad y el afán de servicio regule siempre la acción legislativa y punitiva de todos los superiores eclesiásticos. Es evidente, por lo tanto, que se impone una intensa renovación en todo lo concerniente a las penas canónicas, para que se recoja fielmente en el ordenamiento jurídico el espíritu conciliar que ha traducido ya en realidades el actual Pontífice. 296

V RENOVACIÓN PASTORAL La pastoral tiene un fundamento dogmático; es una parte de la Eclesiología. Se regula por normas jurídicas y disciplinares. Se realiza, teniendo en cuenta a los hombres concretos y a las circunstancias sociales. Es, diríamos la que pone a la teología, a la liturgia, al Derecho Canónico en contacto con los hombres y con los pueblos. Ha de ser la vertiente más sensible de la Iglesia a los cambios de mentalidad y de costumbres del mundo. Ésta es la razón por la gae el Concilio tuvo desde los comienzos un carácter eminentemente pastoral —era indispensable para asegurar el «aggiornamento»— y por la que habrá de ser la actividad pastoral en todas sus manifestaciones la que deberá encarnar con mayor fidelidad el clima del Concilio, atendiendo con especialísima preocupación a los signos de los tiempos. Yo me atrevería a decir que la renovación que impulsa el Concilio en todos los campos de la Iglesia ha de tener su definitiva expresión en las actividades pastorales. Es muy interesante, de consiguiente, que reflexionemos seriamente sobre ellas, fijando claramente las directrices fundamentales que la habrán de orientar. Fue Jesucristo quien inició la labor de pastoreo; Él es el Buen Pastor. Los apóstoles continuaron la tarea comenzada por el Maestro. La actividad pastoral que pretende, precisamente, la transmisión del Mensaje de salvación y pone a disposición de los hombres los medios necesarios 297

para responder al llamamiento de Dios, ha sido desde entonces constante en la Iglesia. Es cierto que esa actividad ha tomado formas distintas y se ha presentado con características diversas a través de los tiempos. Pero nunca se ha roto el hilo de la tradición que unía las acciones, al parecer muy dispares, realizadas en el transcurso de los siglos, con la acción santificadora de Cristo. Y en contacto con las distintas situaciones del mundo, ha adquirido la Iglesia una serie de experiencias que, en su aspecto fundamental, no han perdido su valor. No podemos partir de cero al intentar la renovación pastoral. Es el peligro que nos acecha ante la realidad tan distinta del mundo moderno. No podemos prescindir del desarrollo de la historia de la salvación a través de la actividad de la Iglesia. No se trata, como ha repetido el Papa tantas veces, de una revolución, sino de un aggiornamento, de una renovación, que por muy amplia e intensa que la concibamos, no puede perder de vista los elementos esenciales que han inspirado siempre a la acción eclesial. Serán muchos los detalles que debelan cambiarse. Lo importante, sin embargo, es atender a los principios que han de informar esos cambios. Es lo único que yo puedo hacer en este trabajo. Estudiando los documentos conciliares a la luz de las iniciativas que en este orden de cosas ha propuesto el actual Pontífice y que indican el cauce de su aplicación, podríamos señalar los siguientes: ESPÍRITU MISIONERO «La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles, dice el Concilio, sino que imbuida también por el celo misionero, debe preparar a todos los hombres el camino hacia Cristo» (PO 6). 298

En otro lugar, refiriéndose a los obispos, dice: «Muéstrense interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales de allí, ya advenedizos, ya forasteros... Extiendan su amor a los hermanos separados, recomendando también a los fieles que se comporten con ellos con gran humildad y caridad, fomentando igualmente el ecumenismo, tal como la Iglesia lo entiende. Amen también a los no bautizados, para que les amanezca la caridad de Cristo» (CD 16). Estas palabras y otras parecidas que podríamos encontrar en muchos documentos conciliares nos obligan a cambiar el concepto, hasta ahora bastante común, de comunidad eclesial —mejor dicho, de su dinámica—: parroquia, diócesis, etc., y a completar la ordenación pastoral que era común hasta ahora. La comunidad eclesial —me limitaré a la parroquia para dar mayor claridad y concreción a mis reflexiones — era el «aprisco» del Buen Pastor, 1ü «hogar» de la familia de los hijos de Dios, un como «coto cerrado», el único centro de atracción, de vida y de actividades para todos los miembros del Pueblo de Dios. Era la parroquia centrípeta, en frase de un teólogo, que se preocupaba de reunir a ese pueblo por la predicación, especialmente por «la liturgia de la palabra en la celebración de la Misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor, y la respuesta del pueblo que escucha, se unen inseparablemente con la oblación misma con que Cristo confirmó en su sangre la nueva alianza» (PO 4), de darle la consistencia y la vida por la administración de los sacramentos y, especialísimamente, por la celebración de la Eucaristía que es la raíz y el quicio de toda comunidad cristiana (PO 6) y de prestar a los fieles todos los servicios religiosos para desarrollar y perfeccionar su vida espiritual. La parroquia había de concebir, entonces, su actividad pastoral atendiendo preferentemente —quizá exclusiva299

mente — a las necesidades espirituales de sus miembros y había de monopolizar casi en absoluto todas las tareas apostólicas que debían hacerse en la parroquia, por la parroquia o, al menos, y eso ineludiblemente, a través de ella. La pastoral era la propia y característica de una comunidad ya constituida — de un hogar espiritual — en que los hijos habían de ir creciendo y perfeccionándose en la fe y en la vida. No se olvidaba, quizá, en la parroquia a los alejados. Se tenía en cuenta también que cada cristiano ha de vivir en un ambiente distinto y en conformidad con las exigencias de su profesión, de su familia, etc. Pero esa pastoral comunitaria, que inevitablemente había de tener un carácter general, no conseguía — tal vez ni lo intentaba — que todos y cada uno de los cristianos enfocasen su vida real y concreta con un espíritu de fe. Para esa pastoral de carácter centrípeto no era necesaria la colaboración del laico, como tal laico, con las características que ha señalado claramente el Concilio; porque no se atendía a la conquista de los ambientes y a la encarnación del mensaje en las distintas circunstancias de vida en que han de profesar su fe los cristianos. Cuando los seglares fueron llamados a colaborar con el apostolado de la jerarquía — a intervenir, por lo tanto, en la pastoral de la Iglesia — se exigía casi como una clericalización del laico, ya que debía actuar exclusivamente como miembro de la comunidad eclesial, no como representante de un mundo profano en el que está inmerso, ni como responsable personal de la animación cristiana de las realidades temporales. No puede negarse que hace algunos años esa opinión era bastante común. Aun ahora es prácticamente mantenida por muchos sacerdotes, sobre todo, por los párrocos. Incluso los mismos seglares de Acción Católica llegaron a creer que su apostolado debía limitarse a este campo de 300

la pastoral y ésta ha sido la opinión general hasta hace poco tiempo, de los que integraban los llamados Centros generales. En la Acción Católica es donde se pudo apreciar más pronto la limitación que tenía, por su propia naturaleza, esa pastoral centrípeta. Los ambientes ejercían una influencia, a veces decisiva,.en los seglares que vivían en ellos. No estaba asegurada la conversión de los individuos mientras no se conseguía la transformación del ambiente. La formación demasiado general que había de darse, además, con ese criterio no era suficiente para que cada uno de los cristianos viviese y orientase con espíritu de fe las realidades concretas de su familia, profesión, etc., que le eran consustanciales y en las que se había de santificar. Es entonces cuando surgen los Movimientos especializados que se proponen la transformación de los ambientes y empiezan a emplearse los nuevos métodos de formación, que miran directamente a las realidades concretas en que cada uno de los cristianos ha de realizar su propia vida espiritual, para alcanzar la perfección de la caridad. Empieza también a hablarse entonces de la parroquia misionera y van ensayándose nuevas formas de pastoral, más abiertas y realistas. El Concilio ha resuelto clarísimamente el problema, tanto en el campo del apostolado sacerdotal como en el del seglar, y es necesario ahora fijar los cauces y límites de esa renovación, según ese espíritu misionero. * * * Es necesario decir, ante todo, que en el Concilio no sólo no ha sido proscrita la pastoral que se efectuaba anteriormente, sino que ha sido revalorizada y robustecida para que tenga toda su fuerza; como ha sido reconocida y reforzada la actividad apostólica seglar realizada como comunidad eclesial, tal como la concebían los Centros generales de Acción Católica. 301

Es necesario recordar este punto porque algunos que quieren aplicar fielmente el Concilio, caen en el mismo error que tratan de corregir: el de la parcialidad. Esa pastoral es buena, pero insuficiente. Debe completarse con esa orientación que nos ofrece el espíritu misionero. Esto vale tanto para la parroquia en sí misma, como para las organizaciones de apostolado seglar. El Decreto «Presbyterorum ordinis» cuando presenta a los párrocos el programa pastoral que han de proponerse, como «cooperadores muy especialmente del obispo», se refiere a esas tareas que siempre se han ejercido según el criterio tradicional: «En el desempeño del deber del magisterio es propio de los párrocos predicar la palabra de Dios a todos los fieles, para que éstos, fundados en la fe, en la esperanza y en la caridad, crezcan en Cristo, y la comunidad cristiana pueda dar el testimonio de caridad que recomendó el Señor... En el llevar a cabo la obra de la santificación, procuren los párrocos que la celebración del sacrificio eucaristía) sea el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana; y procuren, además, que los fieles se nutran del alimento espiritual por la recepción frecuente de los sacramentos y por la participación consciente y activa en la liturgia... En el cumplimiento de su deber pastoral, procuren ante todo los párrocos conocer su propio rebaño. Pero siendo servidores de todas las ovejas, incrementen la vida cristiana tanto en cada uno en particular como en las familias y asociaciones, sobre todo, las dedicadas al apostolado, y en toda la comunidad parroquial. Visiten, pues, las casas y las escuelas, según les exige su deber pastoral; atiendan cuidadosamente a los adolescentes y a los jóvenes; desplieguen la caridad paternal para con los pobres y los enfermos; tengan, finalmente, un cuidado especial con los obreros y esfuércense en conseguir que todos los fieles ayuden en las obras de apostolado» (PO 30). 302

Es exactamente el mismo plan que ha venido realizándose continuamente en todas las parroquias del mundo y en todos los tiempos de la historia. Lo único que hace el Concilio es darle una nueva vitalidad, concediendo a esas actividades litúrgicas, de enseñanza, etc., una trascendencia mayor en orden a la vida espiritual de los fieles. Y es, hablando también de esa vertiente de la pastoral, cuando dice que todos los fieles deben ayudar en las obras de apostolado y que los párrocos deben buscar «no sólo la ayuda de los religiosos, sino también la cooperación de los seglares», indicando que también esas actividades son propias de los laicos que quieran participar en ^.pastoral de la Iglesia cooperando con los sacerdotes (PO 30). Dirigiéndose ya especialmente a los seglares, en el Decreto que va dedicado a ellos, dice que «a los seglares se les presentan innumerables ocasiones para el ejercicio del apostolado de la evangelización y santificación» y que en el apostolado que se ordena, ante todo, «al mensaje de Cristo, que hay que revelar al mundo con las palabras y con las obras, y a comunicar su gracia», cosa «que se realiza principalmente por el ministerio de la palabra y de los sacramentos, encomendado especialmente al clero», los «seglares tienen que desempeñar también un papel importante, para ser cooperadores de la verdad. En este orden, sobre todo, se completan mutuamente el apostolado de los seglares y el ministerio pastoral» (AA 6). Y cuando habla ya concretamente de los varios campos de apostolado, en el capítulo III, se refiere a la comunidad eclesial y afirma rotundamente: «Los seglares tienen su papel activo en la vida y en la acción de la Iglesia... Su obra dentro de los comunidades de la Iglesia es tan necesaria que sin ella el mismo apostolado de los pastores muchas veces no puede conseguir plenamente su efecto. Pues los seglares de verdadero espíritu apostólico, a la manera de aquellos hombres y mujeres que ayudaban a Pablo en el 303

Evangelio, suplen lo que jaita a sus hermanos y reaniman el espíritu tanto de los pastores como del resto del pueblo fiel. Porque nutridos ellos mismos con la participación activa en la vida litúrgica de su comunidad, cumplen solícitamente su cometido en las obras apostólicas de la misma; conducen hacia la Iglesia a los que quizá andaban alejados; cooperan resueltamente en la comunicación de la palabra de Dios, sobre todo con la instrucción catequética; con la ayuda de su pericia hacen más eficaz el cuidado de las almas e incluso la administración de los bienes de la Iglesia». Y termina con estas palabras: «La parroquia presenta el modelo clarísimo del apostolado comunitario, reduciendo a la unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertándolas en la Iglesia universal. Acostúmbrense los secares a trabajar en la Parroquia íntimamente unidos con sus sacerdotes; a presentar a la comunidad de la Iglesia los problemas propios y del mundo, los asuntos que se refieren a la salvación de los hombres, para examinarlos y solucionarlos por medio de una discusión racional; y a ayudar según sus fuerzas a toda empresa apostólica y misionera de su familia eclesiástica» (AA 10). El templo será siempre el centro de la comunidad eclesial; y en el templo, el altar y el sagrario, como afirmó ya Pío XII '3. La revitalización interior de la comunidad es el primer objetivo que se ha de proponer indispensablemente toda pastoral rectamente concebida. * * * No basta, ciertamente, esa actividad que podríamos llamar hacia dentro. Es indispensable que sea completada, tanto en el plano sacerdotal como en el laical, con la actividad hacia afuera. A esto nos obliga ese espíritu misionero J

3 Pío XII al Congreso de Liturgia Pastoral de Asís, 22-9-56.

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de que habla el Concilio y es lo que ha de conseguirse con esta renovación sin descuidar, desde luego, lo de carácter interno. Esta nueva faceta que enriquece notablemente la pastoral tradicional y que la hace apta y eficiente para el mundo de hoy ha de proponerse los siguientes objetivos: a) La transformación de los ambientes El Concilio llama a este aspecto de la pastoral «apostolado en el medio social» y lo define con estas palabras: «el esfuerzo por llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de ls»comunidad en que uno vive... en el campo de trabajo, o de la profesión, o del estudio, o de la vivienda, o del descanso, o de la convivencia» (AA 13). La pastoral hacia dentro busca la conversión de los individuos por su agregación a la comunidad eclesial, y su perseverancia y perfección por los medios propios de la Iglesia. Esto es necesario, pero no suficiente; particularmente en los momentos actuales. Es necesario, porque la conversión, definitivamente, ha de ser un compromiso personal y es cada uno el que cree, el que se santifica y el que se salva. No es suficiente, porque el clima o ambiente influye de una manera decisiva en los hombres, particularmente en los de personalidad menos desarrollada. Es muy difícil, moralmente imposible, que la mayoría de los hombres conserven viva y operante su fe en un ambiente naturalista o pagano. No es suficiente además, porque cada uno se ha de santificar valiéndose de los medios que su propio ambiente social: trabajo, profesión, etc., le ofrece. Es más importante esa transformación de ambientes en nuestros días porque «en caso de crecimiento repentino» se encuentran dificultades muy graves. Es lo que ocurre hoy. «Mientras el hombre amplía extraordinariamente su 305

poder, no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar» (GS 4). Por eso «ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias legendarias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?» (GS 10). Y estos interrogantes que consciente o inconscientemente se formulan hoy todos los hombres que piensan, adquieren matices propios en cada ambiente concreto de vida: laboral, estudiantil, etc., condicionando la postura intelectual y sicológica de todos los que actúan en ellos. Bien se ve, por lo tanto, la urgencia con que la pastoral ha de procurar influir en esos ambientes parciales y en el ambiente general para llenarlos del espíritu de Cristo, contestando a esas preguntas con la verdad del Evangelio. Sin esta labor hacia afuera la comunidad eclesial viviría un poco en el vacío, en medio de un clima más que adverso, glacial. Es moralmente imposible que se mantenga firme y eficiente la fe de muchos cristianos en ese clima enervante y letal. * * * La parroquia no puede realizar ese apostolado sin la colaboración de los seglares. Y necesita de seglares, humanamente maduros — d e personalidad bien formada— y preocupados por esos problemas temporales, para que puedan actuar con eficacia.

El Concilio dice que el apostolado en el campo social «hasta tal punto es deber y carga de los seglares que nunca lo pueden realizar convenientemente otros. En este campo, los seglares pueden ejercer perfectamente el apostolado de igual a igual. En él completan el testimonio de la vida por el testimonio de la palabra» (AA 13). No sirven para este apostolado los laicos clericalizados. Ni los que actúan como menores de edad, sin iniciativa ni responsabilidad. Por algo afirmó el actual Pontífice que la pastoral de la Iglesia no puede concebirse ni realizarse actualmente con eficacia sin la cooperación de la Acción Católica I4 , que es la organización de apostolado que reúne a los seglares que quieren cooperar con la jerarquía en la realización de la acción pastoral. No cabe duda que esta sola consideración abre horizontes amplísimos para una renovación pastoral que nos obligará a revisar los criterios y las actitudes que hemos mantenido hasta ahora. La parroquia — mejor, la comunidad cristiana local— se ha de convertir en un centro de vida, de formación y de impulso apostólico que mantenga el espíritu de todos sus miembros que actúan en la brecha de cara a vivir con espíritu de fe su propia realidad humana y a cristianizar todo el orden temporal. b) La amplitud del Mensaje evangélico El Evangelio contiene la doctrina de salvación. Tiene un carácter esencialmente religioso porque dirige a los hombres hacia Dios. Pero los hombres han de dirigir su vida hacia Dios desde su situación concreta en el mundo y valiéndose de las realidades temporales que han sido creadas para el hombre y para que éste consiga la unión sobrenatural con Dios, inicialmente en esta vida, por la gracia, y definitivamente en la Iglesia celestial. 14 Discurso a A.C.I., 30-7-63.

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Para eso es indispensable que los cristianos «se hagan cada día más conscientes de su fe, mientras son iniciados gradualmente en el conocimiento del misterio de salvación» (GE 2), y conozcan perfectamente la doctrina de la Iglesia sobre las realidades temporales a fin de que «el orden temporal — influido por ellos — observando íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios de la vida cristiana, adaptados a las variadas circunstancias de lugares, tiempos y pueblos» (AA 7). Para una pastoral de cortos alcances, tal como se realizaba tantas veces, bastaba, quizá, una formación elemental y una vida cristiana sincera, aunque poco consciente. Esta pastoral misionera ;—hacia afuera— que nos impone el Concilio, exige una maduración personal, también en el orden religioso, y un conocimiento, lo más perfecto posible} de lo que podríamos llamar «implicaciones humanas y temporales» del Mensaje evangélico. El Concilio exige dos cosas para ello: I." Que se proponga a los fieles «el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuyo desconocimiento es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que se ha revelado para la glorificación de Dios y por ello mismo para la consecución de la felicidad eterna». 2. a «Muéstrenles, asimismo, que las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas, por la determinación de Dios Creador, se ordenan también a la salvación de los hombres y, por consiguiente, pueden contribuir mucho a la edificación del cuerpo de Cristo. Enséñenles, por consiguiente, cuánto hay que apreciar la persona humana, con su libertad, y la misma vida del cuerpo, según la doctrina de la Iglesia; la familia y su unidad y estabilidad, la procreación y educación de los hijos; la sociedad civil con sus leyes y profesiones; el trabajo y el descanso, las artes y 308

los inventos técnicos; la pobreza y la abundancia, y expónganles, finalmente, las razones por las que hay que resolver los gravísimos problemas acerca de la posesión de1 los bienes materiales, de su incremento y recta distribución, acerca de la paz y de la guerra y de la vida hermanada de todos los pueblos» (CD 12). A nadie se nos hubiese ocurrido, hace algunos años, presentar ese panorama al hablar del magisterio de la Iglesia y de la labor pastoral que han de realizar los obispos y sacerdotes. El Concilio lo afirma ahora explícitamente, sin embargo, y precisamente cuando trata del deber que tienen los obispos de enseñar, que «sobresale entre los primeros deberes de los obispos» (CD 12). Si es necesaria la homilía para la formación de los fieles — y el Concilio le ha concedido una importancia excepcional al decir que forma parte de la liturgia de la misa y al hacerla obligatoria todos los días festivos —, no basta la homilía, ni la predicación, en el sentido estricto de la palabra — como se ha entendido comúnmente — para cumplir con ese deber pastoral de la enseñanza en nuestros días. Si era suficiente la formación general que solía darse en los círculos de estudio tradicionales de las organizaciones apostólicas, no basta ahora para la nueva pastoral que el Concilio nos pide. El Concilio nos ha dado ejemplo tratando detenidamente de todos estos problemas, tanto al presentarnos íntegramente el misterio de Cristo y de la Iglesia, como al enfrentarse con las angustias de la humanidad de hoy. Y Paulo VI nos ha enseñado la manera práctica de hacerlo para que todo, en la labor pastoral, tenga carácter de verdadera evangelización, aun al proyectar la luz de la doctrina de la Iglesia sobre las realidades temporales. Lo que antes llamábamos «catecismo de adultos» que, aunque obligatorio, estaba tan descuidado, ordinariamente, 309

ha de convertirse, en el fondo y en la forma, en una cosa muy distinta a la que estábamos acostumbrados. La tarea pastoral de las comunidades eclesiales adquiere a esa luz una amplitud y una transcendencia verdaderamente extraordinarias. Su influencia en el mundo moderno puede ser decisiva si tenemos grupos de seglares, con fe viva y operante, con iniciativa y responsabilidad, con un conocimiento cada vez más consciente del misterio de Cristo, y de todas las consecuencias del mismo, en orden a la orientación cristiana de las realidades temporales. La parroquia ha de transformarse para ello. Ahora se comprende cómo es indispensable que no sean excesivamente populosas para que estén adaptadas a la capacidad y al espíritu de los sacerdotes que han de realizar una tarea tan ingente. c) Establecer un diálogo con los hombres y con el mundo. Ha sido Paulo VI el que ha dado categoría pastoral al diálogo. Incluso habla de él como de una obligación de la Iglesia y del ministerio pastoral (ES 44). Leyendo su Encíclica puede uno darse cuenta en seguida de que, sin despreciar otras formas de apostolado, y sin quitarle la menor importancia a la predicación, tal como siempre se ha entendido — la defiende él explícitamente — establece la táctica del diálogo como la forma de acción pastoral más acomodada a las exigencias de nuestro tiempo. También esto se incluye en el espíritu misionero de que nos habla el Concilio. Porque es mirando directamente a los alejados cuando aparece la necesidad de esta táctica — el diálogo, dice Paulo VI, es el modo de relación normal entre los hombres — para conocer sus exigencias, comprender sus angustias y ofrecerles el remedio que esperan, quizá sin darse cuenta. El Concilio lo afirma claramente: «Siendo propio de la Iglesia el establecer el diálogo con la sociedad humana 310

dentro de la que vive, los obispos tienen ante todo el deber de llegarse a los hombres y buscar y promover el iájálogo con ellos. Estos diálogos de salvación que, como siempre hace la verdad, han de llevarse a cabo con caridad, con comprensión y con amor, conviene que se distingan siempre por la claridad de conversación, al mismo tiempo que por la humildad y la delicadeza, llenos siempre de prudencia y de confianza, puesto que han surgido para favorecer la amistad y acercar a las almas» (CD 13). El diálogo supone una disposición sicológica y exige un clima propicio. Los sacerdotes y los apóstoles seglares han de estar dispuestos a comprender, a amar, a tratar a todos —los de dentro y los de fuera — con humildad y delicadeza. Han de crear, además, en la comunidad eclesial ese clima abierto, de comprensión y de amor. No podrá mantenerse, quizá, ni en la predicación, ni en los contactos con los fieles, ni en las relaciones con los alejados, el criterio y la conducta que se ha seguido muchas veces hasta ahora con el anterior criterio de la pastoral. La misma predicación a los miembros de la Asamblea cristiana, habrá de tener cierto carácter de diálogo, según da a entender el Concilio cuando dice: «Expliquen la doctrina cristiana con métodos acomodados a las necesidades de los tiempos, es decir, que respondan a las dificultades y problemas que más preocupan y angustian a los hombres» (CD 13). Si se forma para la vida, es evidente que la enseñanza religiosa debe ser una respuesta a las cuestiones y preguntas que se formulan los oyentes sobre la manera de vivirla, dadas las circunstancias del medio ambiente en que se encuentran. Esta predicación ya no resultará monótona y aburrida, como resultan tantas veces las peroraciones sobre temas que no preocupan — resultan un monólogo que no interesa a los oyentes —. Tendrá mordiente y actualidad y todos comprenderán su indudable eficacia. 311

Esa actitud de diálogo ha de manifestarse, ante todo, dentro de la comunidad, en la relación de los distintos sacerdotes que están al frente de ella, en el trato de los sacerdotes con los laicos y entre los distintos grupos de seglares interesados en el apostolado. Lo afirma también el Concilio. Refiriéndose a los sacerdotes podemos leer: «Los vicarios parroquiales, como cooperadores del párroco, prestan diariamente un trabajo importante y activo en el ministerio parroquial, bajo la autoridad del párroco. Por lo cual, entre el párroco y sus vicarios ha de haber comunicación fraterna, caridad mutua y constante respeto; ayúdense mutuamente con consejos, ayuda y ejemplos, atendiendo a su deber parroquial con voluntad concorde y común esfuerzo» (CD 30). Hablando de la relación de los sacerdotes con los seglares, dice: «Reconozcan y promuevan (los presbíteros) la dignidad de los seglares y la suya propia y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia... Escuchen con gusto a los seglares, considerando fraternalmente sus deseos y acepten su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos» (PO 9). Y recordando los deberes de los sacerdotes que tienen el cuidado de las organizaciones apostólicas de los laicos, dice: «En diálogo continuo con los seglares averigüen cuidadosamente las' formas más oportunas para hacer más fructífera la acción apostólica» (AA 25). Respecto a las relaciones de los seglares entre sí, afirma: «A fin de promover el espíritu de unidad para que resplandezca en todo el apostolado de la Iglesia la caridad fraterna, pata que se consigan los fines comunes y se eviten las emulaciones peligrosas, se requiere un mutuo aprecio de todas las formas de apostolado en la Iglesia y una coordinación conveniente» (AA 23). 312

Tan sólo con un diálogo cordial dentro de la misma comunidad de fieles podrá ponerse ésta en condiciones sicológicas para establecer el diálogo ecuménico, cuando sea conveniente, y para acercarse a todos los hombres en ese clima de comprensión y sencillez que reclama esta táctica de la pastoral. d) Ayuda a los que trabajan en actividades paraparroquíales La comunidad local —la parroquia— ha de proporcionar a sus fieles todos los servicios religiosos. Pero existen otra clase de servicios que, sin ser extrictamente religiosos, y aun siendo profanos por sí mismos, pueden servir para asegurar la fe de los mismos miembros del Pueblo de Dios, para lograr la penetración cristiana en los ambientes e incluso para manifestar la buena voluntad de la Iglesia de resolver, en la medida de sus posibilidades, los problemas que angustian a la humanidad. Obras asistenciales, de cultura, de esparcimiento, etc. La parroquia puede realizar por sí misma algunas de esas obras, legítimamente. No ha de exigir, sin embargo, el monopolio de ellas. Incluso puede ser más conveniente y eficaz, en muchas ocasiones, que no sea la comunidad cristiana como tal la que las organice. Pueden existir fácilmente algunas personas o grupos de fieles que, espontáneamente, se dediquen a organizar esos servicios porque se sienten vocacionados para ello. El espíritu abierto que ha de tener la nueva pastoral exige que la parroquia ayude a esos grupos de personas, sin querer asumir la dirección y responsabilidad de las obras, incluso que impulse a sus propios militantes a emprenderlas, bajo su responsabilidad, prestándoles la asistencia espiritual que le es propia. Concibiendo la acción apostólica con ese espíritu misionero, de cara a los alejados, se ha de dar la suficiente im313

portancia a esas actividades que podríamos llamar marginales o paraparroquiales, renunciando la parroquia de ordinario, al honor y a la responsabilidad de dirigirlas. La parroquia las vivificará con su espíritu, realizando, por medio de los seglares que trabajan en ellas, su misión evangelizadora.

Hasta ahora la pastoral de las comunidades eclesiales se había limitado, casi generalmente, a una de las vertientes de la misma. Manteniendo esa preocupación, será necesario completarla con esa ambición misionera que procura la transformación de los ambientes reacios y se preocupa de todos los hombres que viven en aquel territorio. Es evidente que con este criterio, sobre todo en las grandes poblaciones, no se podrá mantener a rajatabla la parroquialidad de muchas instituciones apostólicas. Ni los ambientes serán, ordinariamente, parroquiales, ni se pueden transformar con actuaciones parciales y desconexas de grupitos pequeños. Esta nueva concepción obligará a reformar la estructura de las parroquias de las grandes ciudades, para dar mayor eficacia a la labor apostólica. Es otra consecuencia ineludible de esta renovación que impone el Concilio. Muchos serán los detalles que se habrán de modificar en las estructuras y actividades pastorales. Será necesario, sobre todo, una nueva mentalidad, de horizontes abiertos, y una nueva postura sicológica respecto a los alejados, para cumplir esos objetivos que el Concilio propone. Tanto en las parroquias, como en las diócesis —por medio de los Consejos de Pastoral, particularmente— se habrán de encontrar los medios a propósito para que la acción de la Iglesia llegue a todos los ambientes y a toda clase de personas.

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PLANIFICACIÓN

La unidad del pueblo de Dios es una verdad sustancial que el Concilio ha querido destacar. Existen en la Iglesia diversidad de funciones y ministerios, correspondientes a «dones» distintos, según la expresión de san Pablo (Rom 12, 6). Pero esa diversidad está ordenada por Dios a robustecer la unidad, y debe realizarse en función de la unidad, «in edificationem Corporis Christi» (Ef 4, 12). «En la Iglesia, dice el Concilio, hay diversidad de ministerios, pero unidad de misión» (AA 2). La unidad de la Iglesia no es, por lo tanto, solamente interna: Todos sus miembros viven una misma vida y forman un solo cuerpo. Es también dinámica; se ha de manifestar en su relación con el mundo en toda su actividad externa, ya que ha sido enviada a salvar a la humanidad. Si «todo el esfuerzo del Cuerpo místico, dirigido a este fin — la propagación del reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, para hacer a todos los hombres partícipes de la redención salvadora, y para que por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo — se llama apostolado» (AA 2) y es, precisamente, a este apostolado dirigido y encauzado por los pastores a lo que conocemos con el nombre de pastoral, es evidente que «la Iglesia habrá de ejercer el apostolado por todos sus miembros» y que la pastoral habrá de tener necesariamente un fin único y una dirección uniforme, ensamblando perfectamente los distintos oficios o ministerios que existen en la Iglesia. Por eso dirá el Concilio: «La acción peculiar de la Iglesia requiere la armonía y la cooperación apostólica del clero secular y regular, de los religiosos y de los seglares» (AA 23). Toda la Iglesia ha de realizar la misma empresa: la que le confió Jesucristo. Y la ha de conseguir por medio de todos sus miembros y valiéndose de todos los recursos que 315

el Señor le concedió y que el Espíritu Santo le inspira. Es imposible conseguir eficazmente el objetivo de una empresa si todas las fuerzas que trabajan en ella no lo hacen dentro de un plan preconcebido, perfectamente ensambladas, y siguiendo una misma y eficaz dirección. Es cierto que el Espíritu Santo «ubi vult spirat» Existen «carismas» en el pueblo de Dios que el Señor puede dar a quien quiera. Y con esos carismas «prepara y dispone para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia» (LG 12). Pueden surgir iniciativas en el orden espiritual y apostólico, al margen del plan de actuación concertado. Y Dios se complace, no pocas veces, en «otorgar la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Cor 12, 7) a personas sin representación, sin autoridad y sin relieve en la Iglesia. Pretender ahogar esas iniciativas porque no se acomodan al plan de pastoral, sería una temeridad. Pero no hemos de hacernos la ilusión de que la renovación de la Iglesia y la fecundidad de su acción pastoral se han de conseguir principalmente por vía carismática, como advierte Paulo VI en la «Ecclesiam suam». Al fin y al cabo, porque Dios lo ha querido, «el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia» (LG 12). Bajo su vigilancia podrán realizarse tales actividades, aun al margen de la actividad común, cuando así convenga a la gloria de Dios. Esto no es lo normal. En estos tiempos, particularmente, «cuando el mundo entero tiende cada día más a la unidad de organización civil, económica y social» (LG 28), la unión de esfuerzos, la concordancia de pareceres, la unidad de dirección, la planificación, en una palabra, de toda la actividad pastoral es una exigencia ineludible. «Conviene, dice el Concilio, que cada vez más, los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de 316

los obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo conato de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios» (LG 28). Y lo que dice en este lugar de los sacerdotes lo repite al hablar de los religiosos y de los seglares, indicándonos claramente que la pastoral ha de estar perfectamente planificada y concordemente realizada para que pueda responder a las exigencias del mundo de hoy. El Concilio va dándonos todos los elementos necesarios para esa planificación y para esa concordancia práctica de esfuerzos y realizaciones. Instituye, incluso, unos organismos en el plano diocesano, principalmente, pero con proyección en las parroquias, para realizarla prácticamente. Nos impulsa, pues, con todo vigor, hacia lo que se ha venido en llamar pastoral de conjunto, que es la manera eficiente de ejercer el apostolado en un mundo cada vez más unificado, como es el nuestro. Los elementos que señalan son: a) Estudio de la realidad La pastoral no actúa sobre conceptos, sino sobre realidades. Si los conceptos la impulsan y orientan, las realidades condicionan su actuación porque tienen la finalidad de penetrarlas y transformarlas. La condición previa para una pastoral acertada será siempre el conocimiento, lo más exacto posible, de la realidad — personas, costumbres, ambientes — sobre la que se ha de actuar. Este conocimiento es tan importante que, si faltase totalmente, podría anular casi por completo la eficacia del apostolado. Sería necesario un milagro de Dios para suplir este fallo, ya que se trata de una condición indispensable, en el orden normal. Porque Dios quiso encarnarse: ser como nosotros y vivir entre nosotros. Quiso Él mismo acomodarse a la realidad que había de,salvar. La obra redentora no podrá realizarse normalmente sin una perfecta en317

carnación. Y esta encarnación no podría tener lugar, al menos de una manera acomodada, sin un conocimiento previo de aquellos elementos que debe asumir y en los que debe actuar para transformarlos. Es cierto que la fecundidad de la pastoral no depende principalmente de esa parte que podemos llamar humana, sino de su trascendencia, del elemento sobrenatural que le da su eficacia santificadora, como Jesucristo nos redimió precisamente porque era Dios. No será lícito nunca — es el peligro que podemos correr ahora al destacar el elemento humano— descuidar lo fundamental, la parte que se ha llamado pastoral de trascendencia. Pero tampoco se puede olvidar ese aspecto que, por voluntad del mismo Dios, es normalmente necesario. En nuestros días están un poco de moda los estudios sociológicos, las estadísticas y encuestas, que se emplean en todas las vertientes de la vida. Quizá algunos han confiado demasiado en ellas y han sufrido, después, una decepción. No cabe duda, sin embargo, que son un elemento de juicio importante y que, si se saben utilizar rectamente, pueden servir de base para una acción inteligente y eficaz. El Concilio indica esos procedimientos. Y los propone, como medios eficaces para ayuda de la labor pastoral. Incluso habla de «oficinas de sociología pastoral» que recomienda encarecidamente. No impone un deber en sentido estricto — jurídico — pero señala un camino que es necesario seguir si queremos responder a las necesidades actuales. «Para procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, esfuércense en conocer bien sus necesidades actuales, atendiendo a las condiciones humanas no sólo espirituales y morales, sino también sociales, demográficas y económicas... Para cuya eficacia y fructuosa consecución son muy útiles las investigaciones sociales y religiosas por medio de oficinas de sociología pastoral, que se recomiendan encarecidamente» (CD 17). 318

Las investigaciones del factor religioso, son particularmente difíciles. Es interesante, por ejemplo, tener una estadística exacta sobre el cumplimiento dominical o pascual. Pero lo que particularmente nos interesa descubrir no es la fidelidad externa, sino la disposición interior, el compromiso personal que esos actos encierran. Y esto no se averigua con facilidad, ni puede reducirse a estadísticas. Es necesario reconocer, no obstante, qué factores materiales — económicos, demográficos, familiares, etc.—, condicionan fuertemente el fenómeno religioso. Y de éstos se puede hacer una investigación exacta que podrá servirnos magníficamente para orientar la actividad apostólica. Algunos sacerdotes tienen una especie de «alergia» a esos procedimientos, como si con ellos se pretendiese materializar el fenómeno religioso y abrir un cauce científico — humano— por el que hubiese de discurrir, limitando la acción de la gracia. Creen, además, que no necesitan esos datos porque conocen perfectamente a sus fieles. La verdad es, sin embargo, que el «complejo de fracaso», demasiado frecuente hoy por desgracia en no pocos sacerdotes, obedece, principalmente, a ese desprecio de los medios naturales — legítimos y hasta necesarios como decía — y a esa confianza de nuestro criterio subjetivo que ha hecho posible la inadaptación tan frecuente de muchas tácticas pastorales: De tantos sermones, por ejemplo, que no interesan a nadie porque son o demasiado abstractos —excesivamente teóricos— o demasiado «religiosos»: se emplean unos conceptos, una forma y un lenguaje totalmente desfasados, o de obras de apostolado en las que no se concede iniciativa y responsabilidad a los seglares, o se pretende clericalizarlos para que actúen con criterio y hasta con modos sacerdotales. No es posible por lo tanto planificar acertadamente la pastoral sin ese conocimiento previo. El Concilio así lo reconoce al encargar esa labor a uno de los órganos que han 319

de crearse con dicha finalidad: «Es muy de desear que se establezca en la diócesis un consejo especial de pastoral, presidido por el obispo diocesano, formado por clérigos, religiosos y seglares especialmente elegidos. El cometido de este consejo será investigar y justipreciar todo lo pertinente a las obras de pastoral y sacar de ello conclusiones prácticas» (CD 27). b) Coordinación efectiva de las actividades de los presbíteros. La unidad de ministerio de todos los presbíteros exige una coordinación efectiva y real de todas sus actividades, un detalle en que insiste el Concilio de una manera especial por su gran trascendencia para la pastoral de conjunto. Son los sacerdotes, efectivamente, los pastores, y por ello los ministros natos, podríamos decir, de la pastoral de la Iglesia. Sin una unidad de acción entre ellos sería imposible la unidad dinámica del pueblo de Dios. Para lograr esa coordinación de una manera práctica y eficaz señala el Concilio las siguientes razones que la exigen inexorablemente: — Su vinculación al obispo, ya que «todos los presbíteros, juntamente con los obispos, participan de tal modo el mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige una unión '•jerárquica de ellos con el orden de los obispos» (PO 7). Ya había afirmado en la Constitución dogmática «Lumen gentium»: «Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están pues, adscritos (coaptantur) al cuerpo episcopal y sirven al bien de toda la Iglesia» (LG 28). — Su unidad colegial como presbiterio que ha de traducirse en una actuación conjunta con unidad de dirección. «Los presbíteros, constituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental y forman un presbiterio

especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan, con todo, un sólo ministerio sacerdotal para los hombres» (PO 8). — Su unión con los demás presbíteros: «Ningún presbítero puede cumplir cabalmente su misión aislada o individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de quienes están al frente de la Iglesia» (PO 7). «En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad» (LG 28). Y en este texto se está refiriendo a todos los presbíteros, tanto diocesanos como religiosos, de los que afirma que «puede decirse en cierto aspecto verdadero que pertenecen al clero de la diócesis, en cuanto toman parte en el cuidado de las almas y en la realización de las obras de apostolado bajo la autoridad de los obispos» (CD 34). «Estén, por lo demás, unidos entre sí todos los sacerdotes diocesanos y estimúlense por el celo del bien espiritual de toda la diócesis» (CD 28). c) XJnipn entre sacerdotes y religiosos y coordinación de actividades apostólicas de unos y otros «Procúrese una ordenada cooperación entre los diversos institutos religiosos y entre éstos y el clero diocesano. Téngase, además, una estrecha coordinación de todas las obras y empresas apostólicas, que depende sobre todo de una disposición sobrenatural de las almas y de las mentes, fundada y enraizada en la caridad» (CD 35,5). Cuando el Concilio señala a los religiosos las orientaciones que han de guiar su renovación, insiste repetidas

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veces en que están al servicio de la Iglesia, porque la Iglesia ha aceptado oficialmente su donación a Dios. Por eso les dice, al hablarles de la revisión que deben hacer de sus propias obras: «Los institutos mantengan y cumplan con fiedelidad sus propios objetivos y, atendiendo a la utilidad de toda la Iglesia y de la diócesis, acomódenlas a las necesidades de tiempos y lugares, adoptando medios oportunos incluso nuevos y abandonando aquellas obras que hoy están menos conformes con el espíritu del instituto y con su carácter genuino» (PC 20). d) Inserción de los seglares en el plan pastoral de conjunto Los seglares tienen una acción propia en el pueblo de Dios. Es lógico que la actividad que ejercen como miembros de la Iglesia esté ensamblada con la actividad general de la misma. Ésta es ley de toda sociedad, en la que autoridades y subditos han de cooperar a la consecución del bien común. Pero «los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la jerarquía, como aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor» (LG 33). Es una colaboración en otro orden, en el de la acción pastoral, precisamente. Por eso aclarará el Concilio, al referirse a la Acción Católica que está en ese plano, que «los seglares, ofreciéndose espontáneamente e invitados a la acción y directa cooperación con el apostolado jerárquico, trabajan bajo la dirección superior de la misma jerarquía» (AA 20). •k

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El dispositivo apostólico de la Iglesia, integrado por esas tres fuerzas —sacerdotales, religiosos y seglares — aparece así perfectamente conjuntado. Realizando cada cual 322

su propia acción, siguen todos un mismo plan que dirigen los que «han sido puestos por el Espíritu Santo para regir el pueblo de Dios» (Act 20,28). Esa dirección conviene que sea eficiente. Para ello ha de contar con los órganos adecuados. Y esos órganos necesitan de las sugerencias e iniciativas de cada grupo de fuerzas, única manera de conseguir que todos compartan la responsabilidad, dándole verdadera eficacia a la labor conjunta. También el Concilio se preocupa de ellos. Y va señalando sus propias funciones para que pueda conseguirse el objetivo pretendido. La Curia diocesana ha sido siempre el órgano de gobierno del obispo. A través de ella realizaba éste, ordinariamente, sus propias funciones jurisdiccionales y administrativas. La Curia diocesana subsiste, como es lógico. Pero si hasta ahora había prevalecido en ella el carácter administrativo y casi no se concebía que pudiesen formar parte de la misma los laicos, el Concilio abre ahora nuevas perspectivas. También los seglares pueden pertenecer a la Curia. Y su misión es ayudar al obispo en el ministerio pastoral y en el apostolado: «Los sacerdotes y seglares que pertenecen a la Curia diocesana sepan que prestan su ayuda al ministerio pastoral del obispo. Hay que ordenar la Curia diocesana de forma que resulte un instrumento apto para el obispo, no sólo en la administración de la diócesis sino también en el ejercicio de las obras de apostolado» (CD 27). La Curia habrá de ser en definitiva el órgano ejecutivo de los planes de pastoral. No podría serlo, si prevaleciese en ella el carácter burocrático propio de la sola administración. Será necesario, no sólo que se lleven a ella personas de celo y afanes pastorales, sino que esté concebida y estructurada teniendo en cuenta las realizaciones pastorales que se han de llevar a cabo en la diócesis. 323

No es la Curia, sin embargo, la que planifica la pastoral. Ni es el obispo tan sólo el que, personalmente, deberá hacerlo de ordinario. Si no se limita en lo más mínimo la autoridad personal del obispo diocesano, como dije anteriormente, se le ofrecen unos medios para que la planificación se haga teniendo en cuenta todos los puntos de vista interesantes, no sólo los del centro de la diócesis, sino también los de la periferia. Esa planificación ha de hacerse en dos planos distintos, en el propiamente sacerdotal — no olvidemos que los sacerdotes son, unidos al obispo, los pastores propios de la Igle^sia — y en el de pueblo de Dios, integrado por los distintos grupos de bautizados que tienen una función propia en él. El Consejo presbiteral, que representa a todos los presbíteros de la diócesis —diocesanos y religiosos — es el que actúa en el primer plano. Las inquietudes sacerdotales de todo el presbiterio se reflejarán en él. Las dificultades que se encuentren en las distintas zonas, arciprestazgos o parroquias, para el ejercicio del ministerio, serán estudiadas por ellos mismos. El obispo habrá de decir la última palabra, ya que ésta es propia de la autoridad que ha recibido de Jesucristo. Pero esta última palabra estará preparada e informada por el diálogo con todos los presbíteros que en el Consejo están representados. El Consejo Pastoral, del que forman parte también los religiosos laicales, las religiosas y los seglares — particularmente los que cooperan directamente con el apostolado de la jerarquía — será el que pueda investigar con mayor amplitud, enjuiciar con más conocimiento de causa, y planificar con mayor acierto, las actividades que habrán de realizar conjuntamente todas las fuerzas del dispositivo apostólico. La planificación de la pastoral resulta así perfecta. No se deja nada a la improvisación. Y se procura dar responsabilidad en la preparación a todos los que deben llevar a cabo la empresa. 324

No cabe duda que el panorama que nos ofrece el Concilio es totalmente nuevo. Será necesario que todos hagamos un esfuerzo para saberlo realizar. Estábamos demasiado acostumbrados a actuar como francotiradores. Y a resolver los asuntos por nuestro criterio personal. Se perdían muchas energías porque cada parroquia actuaba por su cuenta; los religiosos y sacerdotes actuábamos paralelamente, sin conexión, y no siempre teníamos suficientemente en cuenta el parecer y las iniciativas de los seglares que han de conocer «su mundo» mejor que nosotros, como es lógico. La diócesis, que era una unidad administrativa, perfecta, no siempre era realmente una unidad pastoral. Es, precisamente, lo que recalca ahora el Concilio, como ya advertí en otra ocasión. Esa planificación es el medio de conseguir esa unidad pastoral diocesana. Si en principio habrán de vencerse no pocas dificultades para poner en marcha esa nueva planificación, ya que sicológicamente no estamos preparados para ella, es fácil apreciar su importancia en orden, particularmente, a la influencia de la Iglesia en el mundo. Es ésta, podríamos decir, la pastoral que está reclamando y exigiendo la civilización técnica que cada día se va imponiendo con más fuerza en el mundo. INDEPENDENCIA DE LO TEMPORAL La Iglesia, «unida ciertamente por razón de los bienes eternos y enriquecida con ellos, ha sido constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo y está dotada de los medios adecuados propios de una unión visible y social. De esta forma la Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, 325

que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios» (GS 40). Esa naturaleza especialísima y única de la Iglesia que está en el mundo sin ser del mundo, que sufre la suerte terrena de los hombres sin estar implicada, propiamente, en las cosas terrenas, que ha de convivir con los hombres y con las sociedades influyendo en ellos para transformarlos sin confundirse ni dejarse aprisionar por ellos, es siempre motivo de tensión y produce fácilmente confusiones, incertidumbres, cambios, incluso, de orientación en sus mismas actividades, según ^e ponga el acento en una de esas dos vertientes tan distintas que sin embargo han de coincidir sin confundirse para que sea la verdadera Iglesia de Jesucristo. Al fin y al cabo, como dice el mismo Concilio, «esa compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún es un misterio permanente de la historia humana, que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios» (GS 40). La pastoral se ha planeado y ejercido a través de los tiempos, con más o menos relación con las realidades temporales, con más o menos implicaciones políticas y sociales, según el criterio de cada época. Si cuando la palabra cristiandad tenía un significado político a la vez que religioso, la pastoral.de la Iglesia se apoyaba no pocas veces en estructuras políticas y se creía con derecho a intervenir en las discusiones temporales de los hombres, al producirse, después, la reacción contra aquella experiencia, que si había conseguido frutos espirituales, llegó a condicionar el testimonio auténticamente evangélico de la Iglesia, al menos ante grupos numerosos de hombres —recuérdese la frase acusadora de Pío XII «el gran escándalo de nuestro siglo es la apostasía de la clase obrera», apostasía que, al menos en parte, obedecía a considerar a la Iglesia ligada

con un determinado régimen político-económico — era natural que se tendiese hacia una pastoral desvinculada de todo lo temporal, mirando casi exclusivamente a los propios miembros de la comunidad, como decía antes, y dándole un carácter plenamente religioso, cayendo fácilmente en la pastoral desencarnada que tampoco admite el Concilio. La nueva orientación conciliar pretende encontrar el equilibrio, reconociendo la compenetración de la ciudad terrestre y de la ciudad eterna, pero manteniendo celosamente la autonomía de ambas, y hasta la independencia, en todo lo que les es propio y específico. Por una parte, la Iglesia no puede desentenderse de los problemas temporales; deben preocuparle y angustiarle todos los que preocupan y angustian a los hombres. Y tiene una palabra que decir sobre todas las cuestiones humanas. Pero no es misión de la Iglesia solucionarlos temporalmente, sino orientarlos espiritualmente. Por eso advierte el Concilio a los laicos católicos que actúan en ese campo y que «conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometen sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas» que ellos, de los sacerdotes pueden esperar «orientación e impulso espiritual». «Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión» (GS 43). No es fácil resolver esta cuestión en el orden práctico de la pastoral. Aunque existan unos principios teóricos de carácter permanente, que siempre se deberán salvar, la actuación práctica puede ser muy distinta según las circunstancias de los tiempos. Será propio de la autoridad legítima — del Romano Pontífice, principalmente — marcar en cada época el rumbo a seguir y los cauces que habrán de regularla. Lo interesante, ahora, es estudiar los criterios que nos ofrece el Concilio — son los que tienen validez actual-

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mente en la Iglesia, según la aplicación que haga el Papa para toda la Iglesia y las Conferencias Episcopales en cada nación — para orientar la renovación de la pastoral. a) Autonomía del orden temporal Es frecuente escuchar la acusación de que la Iglesia tiene ambiciones terrenas o se mueve, no pocas veces, por fines políticos. Es quizá una de las críticas más acerbas que algunos sectores dirigen a la actuación de algunos sacerdotes y de los movimientos especializados de Acción Católica. El hombre se creé amo y señor de la naturaleza y quiere ordenar según su criterio y voluntad todas las cosas terrenas. No admite que la Iglesia o la religión en general pise su propio terreno. El Concilio se hace eco, ante todo, de esa acusación. «Muchos de nuestros contemporáneos, dice, parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia» (GS 36). Quizá algunas actuaciones del pasado, cuando la sociedad civil no había llegado a su madurez y la Iglesia se vio obligada en servicio de los hombres a intervenir en cosas y problemas humanos, pueden explicar ese recelo, aunque no justifican la acusación. El Concilio afirma clara y terminantemente esa autonomía de lo temporal como principio permanente — es la voluntad del Creador— que ha de mantenerse siempre. «Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes V valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar paulatinamente, es absolutamente legítima esta existencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperio¡amente los hombres de nuestro tiempo. Es que además •esponde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia nauraleza de la creación, todas las cosas están dotadas de '28

consistencia, verdad y bondad propias, y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte» (GS 36). Y refiriéndose a la comunidad política — es el aspecto siempre más vidrioso en el que existe una hipersensibilidad extraordinaria: es en ella al fin y al cabo donde se ejerce la dirección de la sociedad—, dice: «La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está atada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvación del carácter trascendente de la persona humana, ha comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno» (GS 76). La práctica pastoral está condicionada necesariamente por las circunstancias políticas de los pueblos, ya que no tendrá más remedio que atemperarse a ellas. Pero no es admisible una actividad pastoral que pueda crear confusión entre el orden político y religioso o que pueda aparecer — ante los hombres serenos y sensatos — como servidora del orden político. Ni se puede prescindir de las leyes, valores y métodos técnicos de las cosas temporales: economía, ciencia, etc., al utilizarlas con una finalidad religiosa. Éstas son las dos consecuencias prácticas que hemos de tener en cuenta al renovar los métodos de pastoral. * * * «Cuando la política ámenla al altar, la Iglesia no hace política al defender el altar» dijo en unos momentos difíciles Pío X I l S . Cuando la autoridad política no reconoce los derechos elementales de la persona humana o actúa claramente en contra de la verdad y de la justicia, la Iglesia *5 A peregrinación internacional juventudes católicas, 20-9-25. 329

no hace política defendiendo esos derechos y urgiendo la aplicación de la justicia social. El Concilio podrá decir que «es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen gravemente los derechos de las personas o de los grupos sociales» (GS 75) sin salirse de su campo. Y puede afirmar que «para responder a las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de la personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las diferencias económicas verdaderamente monstruosas que, vinculadas a descriminaciones individuales y sociales, existen hoy y frecuentemente aumentan» (GS 66) sin que se la pueda acusar de invadir jurisdicciones extrañas. Esto es evidente, aunque algunos lo censuren; porque la Iglesia es la guardiana de la voluntad y de la ley de Dios, también de la ley natural. La amplitud del mensaje, de que hablé anteriormente, exigirá algunas veces que los pastores hagan juicios morales sobre situaciones concretas políticas y sociales, como reconoce también claramente el Concilio: «dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» (GS 76). Y ésta será una actividad extríctamente pastoral, aunque como dije anteriormente, habrá de intervenir la autoridad legítima — la jerarquía — que es la que «ha de manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo» (AA 7) y puede magisterialmente emitir ese juicio definitivo. Será necesario, por lo demás, que al revisar los métodos pastorales tengamos muy en cuenta evitar todo aquello que pueda engendrar la confusión entre los dos órdenes procurando que no se nos pueda acusar de apoyarnos en estructuras o auxilios políticos. 330

La pastoral necesita de medios humanos: económicos, por ejemplo. Ha de utilizar los instrumentos de comunicación social, que tienen sus propias leyes y su técnica especial. Es necesario valerse de todos esos medios guardando cuidadosamente sus propios valores. Una planificación pastoral que no incluya un presupuesto económico se quedará en pura teoría o no se realizará más que de una manera raquítica. Una campaña por radio o televisión en la que no actúen especialistas, puede ser contraproducente. Pretender suplir la ciencia de los medios humanos con espíritu sobrenatural es una ingenuidad. Nos hemos contentado no pocas veces con obras de «aficionados». No teníamos medios económicos para actuaciones bien hechas, e incluso creíamos que las obras de Dios no podían utilizar los mismos recursos que se emplean en las obras humanas. Y nos extrañábamos, después, de la poca eficacia de muchas empresas apostólicas, al menos de cara a muchos grupos calificados de personas. Una de las razones, quizá, por la que manteníamos ese criterio y esa praxis es porque estábamos convencidos de que la pastoral había de estar planeada y realizada exclusivamente por sacerdotes. Y lo normal es que nosotros no entendamos de muchas de esas cosas y que, aun cuando entendamos de ellas, nos cueste despojarnos de la mentalidad y de la sicología sacerdotal que no son las más a propósito para emplearlas con fruto en esos casos. El Concilio, al afirmar que los laicos tienen como misión propia la actuación en el campo de lo temporal, nos señala un camino. La administración económica de las parroquias, de las diócesis, por ejemplo, y otros aspectos similares de la pastoral habrán de dejarse, principalmente, en manos de los laicos.

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b) Libertad de los hijos de Dios «Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre» (PO 9). Nadie duda de que, dentro del margen amplísimo de la ley natural y de la doctrina de la Iglesia, pueden los católicos mantener libremente sus opiniones económicas, políticas, etc., sin que en nombre de la religión se les pueda presionar en ningún sentido. No existe dificultad en esto. Pero el Concilio hace una advertencia que es necesario tener presente, en especial al referirnos a la actividad pastoral. «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guíados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, nuchos tienden a vincular su solución con el mensaje evan\élico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está Permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la '.utoridad de la Iglesia» (GS 43). Aunque con estas palabras se hace referencia a la ctividad que podríamos llamar normal de los cristianos tautizados, en cuanto miembros de la sociedad civil, es vidente que esa recomendación tiene una aplicación exacísima a las actividades pastorales, particularmente ahora, uando por la renovación pastoral puede procederse con se criterio abierto, respecto a los problemas humanos. e corre el peligro de darle un tinte marcadamente políco o temporalista al apostolado con afanes de evangeliición. 32

Porque es cierto que la pastoral, con espíritu misionero, habrá de presentar todo el Mensaje y las consecuencias del mismo en orden a los problemas humanos. Pero ni los sacerdotes en su acción personal pueden ofrecer soluciones concretas en este orden — tan sólo en casos de emergencia, previstos por la legítima autoridad, sería lícito esa intervención — ni la inserción de los seglares en la pastoral de la Iglesia por medio de las obras que colaboren más directamente con el apostolado de la jerarquía, puede ser nunca para ellos una limitación de su libertad en la ciudad terrestre. La pastoral es obra de todo el Pueblo de Dios. Lo que se haga en su nombre no puede dividir a sus miembros ni romper su unidad. Es muy difícil, casi imposible, que los sacerdotes y los laicos católicos coincidan plenamente en soluciones concretas en el orden humano o al enjuiciar problemas reales que tienen muchas implicaciones. Si cada católico podrá mantener libremente su criterio en esas ocasiones, no es lícito imponer ese criterio a una acción conjunta, ni a todos los cristianos. Hoy quieren muchos que la Iglesia se comprometa en los problemas concretos que tiene planteados la humanidad. Porque tan sólo de esta suerte, dicen, merecerá el respeto y la adhesión de muchos hombres que no admiten sus valores sobrenaturales. Ni aun con esta razón es lícito servirse de medios o procedimientos que no cuadran a esa sociedad que busca el reino de Dios y no los reinos de este mundo. El afán de adquirir prestigio humano con fines apostólicos, es una ingenuidad. A veces, puede ocultar ciertas intenciones que, aun siendo naturalmente correctas, no deben mezclarse conscientemente en las obras de Dios. Es necesario, por lo tanto, que la acción oficial de la Iglesia no coaccione a nadie en cosas que el Señor dejó a la libertad de los hombres. Y que seamos respetuosísimos, teórica y prácticamente, con las opiniones y criterios tem333

de los mismos seglares que colaboran en las tareas pNMttii-dlcN. Pura lo cual es indispensable una delicadeza MIIIIIH cu las organizaciones de seglares, particularmente, |>HiM ' que no exista ese peligro de coacción. (HIIMICN

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Quizá sea conveniente, en algunas ocasiones, que se oriente al pueblo fiel en momentos importantes de la vida política o sobre problemas especiales en que deben intervenir. Esa formación de conciencia puede ser un deber pastoral y no es raro que la misma jerarquía se dirija a los católicos en esas circunstancias. Pero es necesario que no se impongan criterios que libremente se puedan discutir, ni que se señalen más deberes que los estrictamente indispensables. La Iglesia, por medio de su jerarquía — o de las actividades pastorales de los presbíteros y de los laicos — debe ser muy respetuosa con la libertad de los hijos de Dios. Y cada cristiano es muy libre de obrar en conformidad con sus criterios, atendiendo los dictados de su conciencia, en todas las cosas de la ciudad terrestre, mientras se respeten los derechos de Dios y las exigencias de la doctrina revelada. PASTORAL DE MADUREZ «La dignidad de la persona humana se hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, y aumenta el número de quienes exigen que los hombres en su actuación gocen y usen de su propio criterio y ilc una libertad responsable» (DH 1). Con estas palabras empieza la Declaración sobre la libertad religiosa y me atrevería a decir que la consideración de la dignidad del hombre ion todas las consecuencias que esa dignidad entraña lm HÍilo una de las ideas que más han influido en la redacción ilr lodos los documentos conciliares. Refiriéndose a

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este aspecto decía el Papa en el discurso de clausura: «también nosotros — y más que nadie— somos promotores del hombre». Siempre había reconocido la Iglesia la dignidad de la persona humana. Incluso la había defendido con tesón, contra los que negaban o coartaban excesivamente sus cualidades fundamentales, la libertad, la responsabilidad. No siempre, sin embargo, habíamos obrado en consecuencia, por razones explicables, que si algún día pudieron ser prácticamente válidas han perdido ya su validez. La educación religiosa no siempre se proponía que los «fieles adquiriesen gradualmente» un sentido más perfecto de la responsabilidad en el recto y laborioso desarrollo de la vida y en la consecución de la verdadera libertad» (GE 1). Incluso la misma palabra libertad, nos resultaba molesta. La responsabilidad personal, que incluye la iniciativa, nos parecía menos importante — obrábamos, al menos como si nos lo pareciese— que el cumplimiento fiel de los actos externos. La pastoral tenía más bien carácter de «protección» que de «promoción». Nos daba miedo el riesgo que toda promoción lleva consigo y preferíamos «defender» a nuestros cristianos sin darnos cuenta que es cada uno el que debe defenderse, y que la importancia de todo acto religioso estriba precisamente en la parte personal — libre y responsable — que cada uno pone en él. Desde hace unos cuantos años se notaba una evolución clara en este aspecto. La pluralidad religiosa existente en muchos países y que va siendo una característica de la sociedad moderna, nos obliga a cambiar de táctica, ya que tan sólo una fe consciente, practicada por hombres de madura personalidad, podía actuar eficientemente en un mundo pluralista. Pero no sé si hemos acabado de darnos cuenta de las exigencias que esta consideración entraña con respecto a 335

la práctica de la pastoral. Tanto fijándonos en los que han de ser objeto de la misma: los fieles y también los alejados, a los que tratamos de orientar hacia Dios, como en los que deben realizarla: sacerdotes, religiosos y seglares. A mi juicio esta orientación del Concilio nos obliga a concebir de otra suerte la tarea pastoral y la actuación en ella de las distintas clases de personas y a proponernos un objetivo — más de promoción que de protección— al realizarla. Éstos son los dos aspectos que habrán de tenerse en cuenta en la renovación pastoral. a) La iniciativa y responsabilidad de los apóstoles Puede dar la impresión, a primera vista, que una planificación de la pastoral, como propone el Concilio y he explicado anteriormente, podría anular, al menos coartar, la personalidad — iniciativa y responsabilidad — de quienes hayan de intervenir en ella. Nada más ajeno a la mente del Concilio. Todos los que intervienen en la pastoral diocesana han de prestar su colaboración —sus sugerencias e iniciativas — para hacer el plan de conjunto. Ésta es la razón de ser de los Consejos Presbiteral y Pastoral, como he dicho antes. Este solo detalle es ya por sí, bastante significativo. Lo normal es que uno se responsabilice plenamente en aquellas empresas en cuya preparación ha intervenido de alguna manera. No porque nadie pueda exigir que en una labor de conjunto se hayan de seguir necesariamente sus puntos de vista o sus proposiciones personales. Sino porque, manifestando su parecer y habiendo intervenido en la estructuración del plan, ha de considerarlo como cosa propia, aunque no se haya aceptado su criterio. El plan de conjunto no debe ser minucioso. No se trata de perfilar todos los detalles, sino de señalar las líneas maestras que han de inspirar la actividad de los distintos 336

sectores. Pero cada sector — sacerdotes, religiosos, seglares — y hasta cada persona moral y aun física dentro del sector — parroquia, organización, etc. — ha de aplicar el plan con inteligencia; no con espíritu servil, sino con la iniciativa suficiente para adaptarlo a las especiales circunstancias que concurren a su propio campo de acción. Obedecer, no consiste en hacer lo que se manda al pie de la letra. Los hombres han de obedecer como personas racionales y libres. Han de compenetrarse con el fin que se propone el que manda — con el objetivo que se propone aquel plan determinado de pastoral— para conseguirlo en su caso de la mejor manera posible. Cada párroco, cada superior religioso o dirigente de una obra de apostolado seglar, habrá de estructurar su propio plan dentro del plan general diocesano. Ensamblando perfectamente su actividad dentro de la actividad común. Pero con los matices que en sus circunstancias se requieran. — Los párrocos no pueden descargar toda la responsabilidad en cuanto a la ordenación del apostolado, en los Consejos diocesanos o en el Delegado o Responsables de la Zona. Aun dentro de cada zona, será necesario actuar de distinta manera en las parroquias, según los medios de que se disponga y en las circunstancias de la misma. Él — con sus colaboradores, si los tiene —, habrá de adaptar el plan diocesano, con los matices zonales, a su propia parroquia, dividiendo el trabajo convenientemente y responsabilizando a cada sacerdote, religioso o seglar en su propia tarea. — Los superiores religiosos, no pueden tampoco inhibirse en la estructuración de un plan concreto, con la excusa de hacer lo que les han mandado. Ni deberán asumir toda la responsabilidad de lo que hagan los miembros de su comunidad. — Los dirigentes seglares de las obras de apostolado, tienen quizá una tarea mucho mayor en esta parte de ejecución. Por algo dice el Concilio, y hablando, precisamente, 337

de la Acción Católica, que «los seglares, cooperando según su condición con la jerarquía, ofrecen su experiencia y asumen la responsabilidad en la dirección de estas organizaciones, en el examen diligente de las condiciones en que ha de ejercerse la acción pastoral de la Iglesia y en la elaboración y desarrollo del método de acción» (AA 20). Aunque los seglares ya han intervenido en la planificación, porque forman parte del Consejo Pastoral, es necesario, además, que estudien la manera de realizar las distintas tareas en el ambiente que ellos conocen como nadie y que los sacerdotes y religiosos no podemos conocer más que por aproximación y siempre desde nuestro punto de vista. El Concilio ha destacado muchas veces la responsabilidad de los seglares y es necesario que ellos actúen, en la realización de la pastoral, como personas maduras. * * * Crco que es necesario insistir, para que se logre esa pastoral de madurez que pide el Concilio, en la importancia que tiene el que cada uno se responsabilice plenamente de la actividad que realiza. Si la plena responsabilidad de la diócesis la tiene el obispo, la de una parroquia el párroco, la de una casa religiosa el superior, la de una organización de apostolado el llamado «responsable», no quiere eso decir que sean ellos los que tengan que hacer todas las cosas por sí mismos o que cuando tengan colaboradores, hayan de controlar — quizá intervenir — en todos los detalles de las obras. Una de las condiciones indispensables para la eficacia de una acción importante es la acertada división del trabajo. Y de tal suerte, que cada parte o aspecto tenga su propio responsable, con la iniciativa y libertad suficiente para actuar un poco por su cuenta, aunque siempre, claro está, dentro del plan general y de las directrices que proponga el superior. 338

No siempre se ha reconocido esa iniciativa y libertad a los coadjutores en la actuación parroquial, a las distintas religiosas en las actividades concretas que realizaban, ni a los seglares que colaboraban en las empresas apostólicas. Y quizá sea ésta una de las razones de la escasa eficacia de ciertas actuaciones y del poco entusiasmo que los seglares de destacada personalidad sentían por las actividades apostólicas. El Concilio ha insistido mucho en la parte referente a los seglares — quizá fuera éste el fallo principal, ya que no se les reconocía el derecho de intervenir responsablemente en las actividades eclesiales — y tanto dirigiéndose a los obispos como a los presbíteros les dice que «guarden el papel reservado a ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también el derecho y la obligación que ellos tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo» (CD 16) y que «reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia» (PO 9). Tan sólo de esta suerte será eficaz la colaboración de todos los grupos y de todas las personas en la tarea común. Es un requisito indispensable para la pastoral de conjunto. b) Pastoral de promoción La pastoral ha de tener una doble dirección. Mira ante todo a los miembros de la Iglesia a los que ha de formar para que siendo cada día más conscientes de su fe, contribuyan al crecimiento del Cuerpo Místico, con su vida, que ha de ser un testimonio de esperanza, y con su palabra, y ayuden a la conformación cristiana del mundo (GE 2). Se dirige, después, a los alejados y aun a todos los hombres del mundo con los que inicia un diálogo para conducirlos por la promoción humana al descubrimiento de los valores sobrenaturales y, definitivamente, a Dios. 339

En los dos aspectos, han de renovarse las tácticas apostólicas. Se ha de intentar una verdadera promoción para que personal y responsablemente cumpla cada cual sus deberes humanos y religiosos. 1) Sus consecuencias. — No basta conseguir que los fieles cumplan sus deberes. Es necesario que — vivan su vida cristiana consciente y responsablemente; — se sientan miembros activos, libres y responsables de la Iglesia de cuya misión participan; — sepan dar testimonio de esperanza en medio del mundo; — entiendan que se han de santificar en su vida humana — familiar, profesional, etc. — y han de ser la levadura que fermente en cristiano toda la masa del mundo. La pastoral ha de tender, por lo tanto, a formar cristianos adultos, con iniciativa y responsabilidad, capaces de comprometerse personalmente. La predicación, los actos de devoción y culto, las asociaciones piadosas y apostólicas habrán de concebirse y realizarse con esa finalidad. 2) Nueva forma de actuación. — E l diálogo con los alejados y con todos los hombres de buena voluntad exige una presentación del Mensaje y una forma de actuar, distintas a las que comúnmente empleábamos. Es cierto que nosotros tenemos la seguridad absoluta de estar en posesión de la verdad religiosa. Es cierto que la Iglesia Católica es la verdadera y única Iglesia de Jesucristo. Pero esa seguridad no nos da derecho a creernos superiores a los demás o juzgar que todo es verdadero en nuestra vida, con la que podemos, en no pocas ocasiones, oscurecer el brillo de la verdad revelada. Y, aunque la Iglesia 340

no puede fallar en lo sustancial, no podemos presentarnos ante los demás como si todas las actuaciones de la Iglesia y de sus ministros hubiesen sido intachables y perfectas en el transcurso de la historia. Nuestra misión con los alejados, no es imponer la verdad, sino presentársela, con lealtad y con humildad. Su conversión ha de ser obra de la gracia. Nosotros deberemos ayudarles para que lleguen a la verdad; pero sin querer imponer el ritmo que han de seguir para alcanzar la meta. Creo que el objetivo que se ha de proponer la pastoral, según este criterio de madurez que estoy exponiendo, es el que señala el Concilio en la Declaración sobre libertad religiosa: «Este Concilio Vaticano exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que cuidan de la educación de otros, a que se esmeren en formar hombres que, acatando el orden moral, obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuína libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad, y que se esfuercen en secundar todo lo verdadero y lo justo, asociando gustosamente su acción con los demás» (DH 8). Esta pastoral de promoción es la que están exigiendo las circunstancias actuales del mundo y la misma práctica de la libertad religiosa que ha señalado el Concilio. Ella nos exigirá no pocos cambios en los criterios y en las tácticas que hemos seguido muchas veces hasta ahora.

34Í

CONCLUSIÓN

E

L Concilio Vaticano II ha sido un regalo extraordinario de Dios. «Se cuenta entre los grandes acontecimientos del cristianismo, más aún, de la vida religiosa de la humanidad, por su coherencia histórica, por su feliz celebración, por su riqueza doctrinal, por su fecundidad práctica, por su profundidad espiritual, por su apertura universal '. Durante muchos años obrará la Iglesia estimulada por ese hecho histórico que la obligará a un continuo esfuerzo para adaptarse a la marcha del mundo, para cuya salvación fue fundada por Cristo. Para orientar adecuadamente a mis sacerdotes, religiosos y fieles, en este momento providencial — difícil, pero lleno de esperanza — me arriesgué a escribir esta Pastoral, cuyas limitaciones soy el primero en reconocer, a fin de que la doctrina conciliar, interpretada por el único que puede hacerlo con plena autoridad: el Romano Pontífice, pudiese encauzar nuestra labor renovadora. Porque es necesario tener en cuenta que el Concilio nos obliga a todos. Debemos comprenderlo y debemos seguirlo, como ha dicho el Papa. Y el celo pastoral y la fidelidad a la Iglesia se habrá de medir ahora por nuestra fidelidad al Concilio. Teniendo en cuenta sin embargo, que nada puede ni debe hacerse al margen «del magisterio (Papa y obispos) de la Iglesia, establecido por Cristo y asistido por i

Discurso de Pablo VI, 8-12-66.

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el Espíritu Santo» 2 . Por eso he procurado yo apoyarme siempre en textos conciliares y en textos pontificios. ¿En qué consiste la fidelidad al Concilio? Ha sido el mismo Paulo VI el que quiso hablarnos de ella en el discurso que pronunció en el primer aniversario de su clausura. Creo que sus palabras son la mejor conclusión que puedo poner a mi Carta. Se puede faltar a la fidelidad al Concilio con dos posturas extremas, no tan infrecuentes como sería de desear. Y esa fidelidad nos exige a todos una reforma interior que sea la que dé consistencia a la renovación de la Iglesia1. Meditemos sus palabras: Primer error: «Suponer que el Concilio Ecuménico Vaticano II representa una ruptura con la tradición doctrinal y disciplinar que le precede, como si fuese una novedad tal que deba compararse a un descubrimiento que todo lo echa abajo, a una subjetiva emancipación que autorice a la separación, a una como pseudo-liberación de cuanto hasta ayer ha enseñado y profesado la Iglesia» 3 . El Papa se queja amargamente de las extralimitaciones que se producen aun en el aspecto dogmático por esa falsa interpretación del Concilio. Llegan, dice, «ecos de opiniones erróneas, que pretenden mantener interpretaciones arbitrarias y ofensivas de verdades sacrosantas de la fe católica. Y lo que espanta, no es solamente la gravedad de esas falsas afirmaciones, sino también la audacia irreverente y temeraria con que son pronunciadas, permitiendo entrever que se insinúa acá y allá el criterio de juzgar las verdades de la fe a voluntad, según la capacidad propia de entendimiento el gusto propio de diálogo en el campo teológico y religioso» 4 . 3 Alocución Audiencia General, 30-11-66. 3 Discurso de Pablo VI, 8-12-66.

4 Audiencia General, 30-11-66. 344

Segundo error: «Desconocer la inmensa riqueza de enseñanzas y la providencial fecundidad renovadora que nos viene del mismo Concilio. Con gusto debemos atribuirle virtud de principio, más bien que el papel de conclusión; porque si es verdad que él, histórica y materialmente, se pone como epílogo complementario y lógico del Concilio Ecuménico Vaticano I, en realidad representa una toma nueva y original de conciencia y de vida de la Iglesia de Dios; hecho que abre a la Iglesia misma, por su interno desarrollo, por las relaciones con los hermanos todavía separados, y con los seguidores de otras religiones, con el mundo moderno tal cual es — magnífico y complejo, formidable y atormentado — maravillosos sentimientos» 5 . El Concilio abrió horizontes y señaló caminos. Impulsó a la comunidad eclesial hacia nuevos derroteros. La tarea, sin embargo, queda por hacer y ha de ser obra de todos. La renovación que ha de hacerse en todas las vertientes de la Iglesia, como decía anteriormente, ha de ir haciéndose poco a poco desarrollando todas las posibilidades que encierran los principios conciliares. No podemos cruzarnos de brazos. Tampoco podemos lanzarnos a una aventura. El impulso conciliar ha de ser encauzado por quien tiene la misión de regir la Iglesia. La postura positiva y eficaz en la etapa posconciliar ha de estar garantizada por lo que podríamos llamar el deber fundamental de nuestra fidelidad al Concilio: «Nuestra interior y personal reforma mediante la cual la profesión de la religión cristiana, a la que todo el Concilio se refiere, venga a ser para cada uno de los fieles una sincera razón de vida; una vuelta al Evangelio; un encuentro con Cristo; una lucha por la santidad» 6 .

s Discurso Pablo VI, 8-12-66. 6 Ibid. 345

Los sacerdotes, religiosos y militantes seglares, han de ser los principales artífices de esta renovación, siguiendo con amor las directrices de la Jerarquía y, particularmente, las orientaciones que para toda la Iglesia vaya señalando el Romano Pontífice. Nunca ha sido más necesaria la acción eficaz de cada grupo de personas que constituyen el Pueblo de Dios, y nunca más indispensable la coordinación real y eficiente de todas las fuerzas bajo la única autoridad del Vicario de Cristo. La buena voluntad que se está manifestando, abre el corazón a las más halagüeñas esperanzas. He escrito esta Carta con ilusión y optimismo. Tanto mirando a la realidad de la Iglesia universal — en donde existen reacciones maravillosas juntamente con los excesos que no pueden faltar — como fijándome, principalmente, en las posibilidades de nuestra Patria y de nuestra diócesis. El impulso extraordinario del Espíritu Santo ha de ser necesariamente eficaz. La mayor parte de los sacerdotes, religiosos y fieles de nuestra diócesis están animados de la mejor voluntad para secundarlo. El Señor quiera que la luz que ha brillado en el Concilio se haga día espléndido en toda la Iglesia. Que el Señor os bendiga a todos como yo os bendigo de corazón. f VICENTE ENRIQUE Y TARANCÓN

Arzobispo de Oviedo Oviedo, 24 de marzo de 1967, vigésimo primer aniversario de mi consagración episcopal.