Mujeres quebradas: la Inquisición y su violencia hacia la heterodoxia en Nueva España 9783954879465

APARECE EN DICIEMBRE DE 2018. Este libro ofrece estudios multidisciplinarios sobre la situación de la mujer en la Inquis

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Spanish; Castilian Pages 410 [330] Year 2019

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Table of contents :
Índice
Presentación
Corre de pública vos i fama que es bruxa. Catalina de Miranda y el perfil de la víctima propicia
Poesía novohispana femenina bajo lupa inquisitiva. Estudio de la poesía escrita por mujeres con relación a la Inquisición en México (siglos XVI al XVIII)
Motivos tradicionales de hechicería erótica en denuncias y autodenuncias inquisitoriales de San Luis Potosí (1629)
Magia y estructuras punitivas en procesos contra mujeres durante el periodo novohispano, Zacatecas
El tormento de la carne. La supervivencia del judaísmo. Historias de circuncisión femenina
Una bruja mulata: documento extra ordinem de la Inquisición mexicana
«¡Ay qué bonito es volar a las dos de la mañana…!» Aquelarres y transmutación en el enclave de Nombre de Dios, Nueva España, 1666-1679
Chinas, milagreras, negras y beatas: ejemplos de la vida cotidiana religiosa ante la Inquisición de México en los siglos XVI-XVII
«Córtote ruda para mi ventura»: las palabras entre el cielo y el infierno
Guatemala, 1706: el caso de las dos brujas que se metían de noche en el cuento de El sueño del tesoro (ATU 1645A)
Los fetiches de María Guadalupe, un caso de la inquisición novohispana en Michoacán en el siglo XVIII
La escritura como martirio y la enfermedad como delirio. El caso de sor María Coleta en el siglo XVIII novohispano
Sobre los autores
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Mujeres quebradas: la Inquisición y su violencia hacia la heterodoxia en Nueva España
 9783954879465

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María Jesús Zamora Calvo (ed.)

MUJERES QUEBRADAS LA INQUISICIÓN Y SU VIOLENCIA HACIA LA HETERODOXIA EN NUEVA ESPAÑA

Tiempo Emulado Historia de América y España 66 La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität, München) Jorge Cañizares Esguerra (The University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México, México D. F.) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

María Jesús Zamora Calvo (ed.)

MUJERES QUEBRADAS

LA INQUISICIÓN Y SU VIOLENCIA HACIA LA HETERODOXIA EN NUEVA ESPAÑA

Iberoamericana - Vervuert - 2018

Este libro forma parte del proyecto «La mujer frente a la Inquisición española y novohispana» (FEM2016-78192-P), Proyecto I+D de Excelencia del Ministerio de Economía y Competitividad de España, financiado por la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER, UE); y se ha desarrollado en el marco del grupo de investigación «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)», reconocido oficialmente en la Universidad Autónoma de Madrid.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Derechos reservados © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.es ISBN 978-84-9192-018-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-945-8 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-946-5 (eBook) Depósito Legal: M-39394-2018 Impreso en España Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Ilustración de cubierta: Condenada por la Inquisición, Eugenio Lucas Velázquez, c. 1870. Museo del Prado, Madrid. Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

A mi madre, porque te quiero y mucho. Por el vínculo único que te une a Rodrigo.

Índice

Presentación María Jesús Zamora Calvo......................................................................... 11 Corre de pública vos i fama que es bruxa. Catalina de Miranda y el perfil de la víctima propicia Alberto Ortiz............................................................................................... 17 Poesía novohispana femenina bajo lupa inquisitiva. Estudio de la poesía escrita por mujeres con relación a la Inquisición en México (siglos xvi al xviii) Yadira Munguía........................................................................................... 35 Motivos tradicionales de hechicería erótica en denuncias y autodenuncias inquisitoriales de San Luis Potosí (1629) Manuel Pérez y Paola Monreal.................................................................. 59 Magia y estructuras punitivas en procesos contra mujeres durante el periodo novohispano, Zacatecas Graciela Rodríguez Castañón.................................................................... 83 El tormento de la carne. La supervivencia del judaísmo. Historias de circuncisión femenina Esther Cohen Dabbah................................................................................ 105 Una bruja mulata: documento extra ordinem de la Inquisición mexicana María Jesús Torquemada............................................................................ 123 «¡Ay qué bonito es volar a las dos de la mañana…!» Aquelarres y transmutación en el enclave de Nombre de Dios, Nueva España, 1666-1679 José Enciso Contreras y José Juan Espinosa Zúñiga.................................. 155

Chinas, milagreras, negras y beatas: ejemplos de la vida cotidiana religiosa ante la Inquisición de México en los siglos xvi-xvii Robin Ann Rice........................................................................................... 181 «Córtote ruda para mi ventura:» las palabras entre el cielo y el infierno Mariana Masera.......................................................................................... 203 Guatemala, 1706: el caso de las dos brujas que se metían de noche en el cuento de El sueño del tesoro (ATU 1645A) José Manuel Pedrosa.................................................................................... 229 Los fetiches de María Guadalupe, un caso de la Inquisición novohispana en Michoacán en el siglo xviii Cecilia López Ridaura................................................................................ 273 La escritura como martirio y la enfermedad como delirio. El caso de sor María Coleta en el siglo xviii novohispano Anel Hernández Sotelo............................................................................... 301 Sobre los autores......................................................................................... 325

Presentación

Cuando uno escucha la palabra Inquisición un escalofrío le recorre la espalda y escabrosas imágenes se agolpan en la mente. El miedo a la denuncia anónima, el arresto repentino, las cárceles secretas, la carencia de defensa, el desconocimiento de los motivos, los interrogatorios interminables, los llantos, el terror, el pánico, el quebranto y todo lo que ello conlleva, nos presenta una idea moldeada por la propia institución, pero también lastrada por prejuicios difundidos intencionadamente desde su origen. Si en este marco centramos nuestra atención en aquellas mujeres que fueron procesadas por el Santo Oficio, la tensión aumenta, ya que se trata de una entidad controlada eminentemente por hombres, jerarquizada y gobernada por unas leyes a las que ellas se ven sometidas, desde el aislamiento, la desprotección, la vulnerabilidad, la irracionalidad… en un entorno que las cosifica y las desnuda, arrancándoles hasta su condición femenina. Y si ubicamos este escenario en Nueva España, la expectación crece al combinarse elementos europeos con los autóctonos de dicha zona. Nadie tiene duda de que la Inquisición fue un órgano de control político-religioso, pero cuando se instauró en las colonias americanas no fue tan rígido como en España. No se persiguieron a los nativos por cuestiones religiosas con la misma virulencia con que se hizo en Europa. La mayor parte de sus creencias, sus ritos y sus costumbres se mantuvieron al adaptarse externamente al catolicismo. Además nada tenían que ver con el judaísmo o el islamismo, combatidos con dureza en el viejo continente. En el caso de Nueva España, los inquisidores

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se preocuparon sobre todo de quemar los códices y los libros sagrados, siendo bastante laxos con las prácticas precolombinas, que sobrevivieron sin mayor dificultad. No persiguieron a los autóctonos, pero sí que centraron su atención especialmente en la población negra, mulata y en ciertos segmentos de la europea, como los criptojudíos, los homosexuales y aquellos intelectuales que intentaron propagar ideas reformistas por el Nuevo Mundo. En este contexto se encuadra este libro, donde ofrecemos estudios multidisciplinarios sobre la situación de la mujer en la Inquisición novohispana. Es una continuación del monográfico Mulieres inquisitionis. La mujer frente a la Inquisición en España (2017). En ambos se recogen las investigaciones generadas dentro del proyecto «La mujer frente a la Inquisición española y novohispana» (FEM2016-78192-P) I+D de Excelencia-MINECO y del grupo de investigación «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)» de la Universidad Autónonoma de Madrid. En esta ocasión, a lo largo de doce capítulos, se muestran diversos retratos de mujeres que, bajo acusaciones tan diversas como la brujería, la bigamia, la falsa beatitud, la herejía, etc., se presentaron ante la Inquisición novohispana para responder de su vida. Nos proponemos estudiar su estatus social, concretar sus motivaciones, determinar las características de su procesamiento, conocer las razones que justificaron la violencia ejercida sobre ellas, etc. Se parte de la hipótesis de que, en todos los casos de mujeres sujetas al encarcelamiento, el interrogatorio y la sentencia, se alza el espectro del desprecio, la humillación, el silenciamiento y la negación de la propia persona. Los autores de cada uno de los doce capítulos que componen este libro son investigadores que, desde hace décadas, se dedican a este tema y, gracias a su experiencia, ponen a disposición del lector sus estudios y sus metodologías para favorecer, sin duda, la riqueza, la solvencia y la solidez de los resultados, bajo el enfoque de la filología, la literatura, la teoría literaria, la historia, la filosofía, el derecho, la antropología, la paleografía, la genealogía y la archivística. El libro comienza con el capítulo escrito por Alberto Ortiz, quien, partiendo del proceso inquisitorial que durante el siglo xvii se emprendió contra la española residente en el Valladolid de la Nueva España, Catalina de Miranda, traza un vínculo entre sus características personales y existenciales y las acusaciones que los denunciantes

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adujeron para su detención. Propone este caso como un ejemplo de cómo se diseña en la mujer un chivo expiatorio fundamentando el ejercicio de la Inquisición desde la teoría de los tratados que contra la magia, los demonios y las supersticiones se publicaron durante esta época. En el capítulo segundo, Yadira Munguía realiza una visión panorámica de la poesía novohispana femenina, una literatura marcada por el Barroco español, pero individualizada por características propias. En un espacio de mayoría masculina, Munguía nos ofrece un horizonte femenino, escaso durante el siglo xvi, pero en constante aumento durante los dos siguientes. Aparte de sor Juana Inés de la Cruz o de Ana de Zayas, centra su atención en aquellas poetas coloniales que por diversas razones se enfrentaron al Santo Oficio; y analiza las circunstancias y consecuencias de dichos procesos. Manuel Pérez y Paola Monreal proponen examinar como motivos narrativos las causas jurídicas que por hechicería erótica tuvieron lugar en San Luis Potosí hacia 1629. Buscan sentar las bases de su comprensión como elementos supra jurídicos y cuasi literarios. En esta línea, Graciela Rodríguez se ocupa de explicar las prácticas mágicas femeninas registradas en los expedientes del Santo Oficio en Zacatecas. Revisa especialmente la presencia normativa, desde la lectura de los edictos de fe hasta la ejecución de la sentencia, cuando el tribunal recobraba toda la carga simbólica y la dejaba caer sobre una de las partes más sensibles de la sociedad: las mujeres transgresoras. Prácticas criptojudías, como la poco conocida circuncisión femenina, son estudiadas por Esther Cohen en el capítulo quinto. A lo largo de sus páginas, va desentrañando la llegada de los judíos a la América colonial, la ola de represión que a partir de 1614 este colectivo comienza a sufrir y cómo sus ritos quedaron sometidos al paso del tiempo, transmutándose en prácticas aberrantes plasmadas en diversas mutilaciones femeninas. El otro colectivo perseguido por el Santo Oficio es el de los mestizos y mulatos, y justamente a él se dedica María Jesús Torquemada mostrándonos un proceso contra una mujer, acusada de ser bruja mulata, que fue perseguida, juzgada y sentenciada por realizar actividades supersticiosas. En el capítulo séptimo, José Enciso y José Juan Espinosa se ocupan de la sociedad de frontera minera localizada en el norte de Nueva España durante el siglo xvii, donde la infracción y la disipación se combinaron con un imaginario colectivo de gran riqueza simbólica

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y cultural. La causa inquisitorial en contra de la española María de Valenzuela y sus socios de Sombrerete —entre los que se encontraban mulatos y negros– entre 1666 y 1667, es quizá una de las muestras más representativas del perfil de las hechiceras en el septentrión novohispano. Estos documentos sirven además para profundizar en las mentalidades de la población, así como en el conocimiento de los mecanismos normativos religiosos y morales para el control social de los reales de minas en el llamado siglo de la depresión. Robin Ann Rice sigue adentrándose en aquellos colectivos especialmente vigilados por la Inquisición novohispana, como son las chinas, las milagreras, las santas y las falsas beatas, realizando un mosaico de aquellas prácticas de magia blanca y creencias supersticiosas que fueron toleradas por los inquisidores novohispanos, al considerarlas inocuas y formar parte de la cultura que en el siglo xvii existió en la colonia. Analiza los casos de Catalina de San Juan, D.ª María de Poblete y los panecillos de santa Teresa y otros ejemplos con los que Rice demuestra las idiosincrasias del fervor popular y la escasa importancia que la Inquisición novohispana le dio. Desde la literatura oral tanto Mariana Masera como José Manuel Pedrosa ofrecen sus estudios en los que abordan cómo las mujeres podían tener en su memoria todo un manual de conocimiento supersticioso, puesto de manifiesto a través de cancioncillas recogidas en la tradición oral novohispana; mientras que Pedrosa se centra en el análisis de un cuento de brujas, localizado en un manuscrito de la Inquisición en Guatemala en 1706. Estudia los paralelismos entre este relato, sobre un tesoro escondido que se descubre en sueños, y las canciones del cantor chileno Santos Rubio ya en pleno siglo xx, al mismo tiempo que analiza sus paralelos medievales e internacionales. Siguiendo con el tema de las mulatas, Cecilia López Rodadura trata el caso de María Guadalupe, que en 1760 fue denunciada ante el comisario del Santo Oficio de San Miguel el Grande por dedicarse a maleficiar mediante fetiches a todo aquel que se metiera con ella. El proceso contiene diversos tópicos y motivos propios de los relatos populares, como tesoros enterrados, pacto con el demonio, vuelos nocturnos, etc., y a su análisis se dedica el capítulo undécimo de este libro. Y, por último, Anel Hernández Sotelo cierra el libro con el caso de sor María Coleta, capuchina del convento del Dulcísimo Corazón de Jesús de Oaxaca, quien fue denunciada por alumbrada y herética,

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junto con su confesor, Andrés Quintana, en 1771. Se trata de un sumario bastante peculiar al tener un amplio seguimiento por todos los estamentos sociales, ya que la procesada fue muy conocida en su época por las revelaciones que hacía, el halo de santidad que la rodeaba y los escritos que firmaba. Hernández nos propone un estudio muy acertado de este proceso desde el border thinking planteado por Mignolo. En definitiva, cada autor se beneficia de una combinación de metodologías que ofrece diferentes y enriquecedores puntos de vista sobre una misma realidad: la de la mujer y la Inquisición novohispana. Así lo deseamos presentar en este monográfico que está dirigido no solo a la comunidad académica, sino a cualquier persona interesada en el tema que, lejos de la curiosidad y el morbo, quiera reflexionar sobre el binomio propuesto, ya que conociendo el pasado, podremos encarar mejor nuestro presente, hacia un futuro libre de la violencia, la misoginia y el odio que muchos ejercieron hacia el género femenino. María Jesús Zamora Calvo

Corre de pública vos i fama que es bruxa. Catalina de Miranda y el perfil de la víctima propicia Alberto Ortiz

Quaedam scelleratae mulieres, retro post Satanam conversae, daemonum illusionibus et phantasmatibus seductae, credunt, et profitentur se nocturnis horis cum Diana dea paganorum, vel cum herodiade et innumera multitudine mulierum equitare super quasdam bestias et multarum terrarum spatia intempeste noctis silentio pertransire. Eiusque iussionibus velut dominae obediere, et certis noctibus ad eius servitius evocari. Nicolás Eymeric: Directorium inquisitorum, 1595.

La relación entre instituciones e individuos implica eventualidades de extrañamiento y desequilibrio. Por un lado la institución trata al sujeto como una entidad ajena a su funcionamiento, a pesar de que el asunto que se le proponga le competa, de acuerdo a sus atribuciones normadas; por otro lado, el vínculo que los une está determinado por la disparidad de potencias, la persona siempre parece débil, y en la práctica lo es, frente a la maquinaria burocratizada de la institución. Aspectos históricos, sociales, culturales e ideológicos suelen tensar aún más dicha relación inequitativa. Resulta especialmente crítica la relación entre las instituciones discrecionales que detentan poder intrínseco y los individuos marginados. Y en este conflicto de poder, no hay mejor caso representativo e histórico que el funcionamiento del

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aparato inquisitorial cuando subsume en coerción a la mujer acusada de brujería. A lo largo de la operación del Santo Oficio en Europa y América muchos casos de vinculación jurídica o subjetiva entre el poder y el género femenino muestran la contundencia de la diferenciación prejuiciosa, la extrañeza oficializada y la aplicación desequilibrada de la fuerza sobre el débil. Este trabajo se refiere a un caso específico, analizado implícitamente desde la perspectiva teórica propuesta por René Girard (1986) respecto a la fenomenología que constituye al «chivo expiatorio», y también, en general, intenta describir el panorama ideológico que sirvió de esquema conceptual para construir en la mujer a una víctima propicia, de acuerdo a la idiosincrasia de la erudición al servicio del poder cuando formuló y detalló el mito de la brujería, aplicada en especial durante los siglos xvi y xvii. Así pues, de acuerdo al proceso inquisitorial que durante el siglo xvii se emprendió en contra de la española avecindada en el Valladolid de la Nueva España, Catalina de Miranda, existe un vínculo entre sus características personales, transformadas en presunciones existenciales socialmente dañinas y las acusaciones que los denunciantes adujeron para su detención; y, en especial, conforme a la teoría demonológica, más o menos asimilada por los representantes inquisitoriales que se utilizó a manera de guía de autoridad para emitir los dictámenes institucionales. Este proceso sería un ejemplo claro de cómo se diseña en la mujer dicho chivo expiatorio avalando y fundamentando al ejercicio de la Inquisición desde la preceptiva de los tratados contra la magia, los demonios y las supersticiones. El expediente inquisitorial abierto a Catalina de Miranda, como todos los procesos contra supuestas brujas, se inscribe dentro de la tradición discursiva estereotipada a la que Girard llama «textos de persecución»1, es decir, discursos que penalizan a un individuo hasta la victimización; construidos desde el arbitrario control ideológico, combinan y distorsionan datos reales con fantasías tenidas por verdades incuestionables, y están acotados por las ideas prefabricadas que comparten por igual denunciantes, jueces y acusadas.

1. El autor los define sintéticamente así: «Entiendo por ello los relatos de violencias reales, frecuentemente colectivas, redactados desde la perspectiva de los perseguidores, y aquejados, por consiguiente, de características distorsiones» (Girard 1986: 18).

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Catalina de Miranda fue una mujer española, sola, pobre y entrada en años, oriunda de Ciudad Rodrigo (España), avecindada y fallecida en la ciudad novohispana de Valladolid durante la primera mitad del siglo xvii. A falta de protectores masculinos –una tutoría que era necesaria de acuerdo a la idiosincrasia de la época, que condicionaba tanto la valía como la identidad de la mujer a la dependencia supervisora del hombre– conseguía recursos para su manutención por medio de limosnas y, según se desprende del proceso inquisitorial, ejerciendo entre los vecinos solicitantes algún grado de celestinaje, hechicería y prácticas de magia amorosa. Las acusaciones en su contra fueron detonadas por una de las tantas periódicas peticiones oficiales para denunciar desvíos de la norma religiosa o francas herejías, un Edicto general de la fe emitido el 26 de marzo de 1650. Los testigos, antes beneficiarios de su supuesta intermediación y conocimiento acerca de brebajes y oraciones para fines eróticos, y los inquisidores, a través de los interrogatorios tendenciosos y el formato del proceso burocrático mismo, completan el esquema que califica a la mujer de transgresora, extendiendo sus prácticas supersticiosas vulgares hacia el peligroso extremo del mito de la brujería. Catalina termina bajo las sospechas de ser –al menos levemente de acuerdo al dictamen resuelto por los frailes integrantes de la Junta de Calificación–, una bruja infanticida amparada por demonios familiares que aparecían y desaparecían en forma de animales dentro de su precaria vivienda (Hurtado, Meza y Rebban 2006). El expediente en cuestión muestra las contaminaciones y mixturas típicas de los procesos contra supuestas brujas, por un lado, las diligencias e interrogatorios responden a un formato prefabricado y, por otro, el mito alrededor de la brujería se trasluce como verdad reproducida por todos los sujetos inmiscuidos en el asunto. Acontecimientos externos fortuitos, como la muerte de algunos niños, y costumbres sociales e individuales, como la recitación de ciertos versos y frases conjurantes por parte de la acusada, complican y a la vez aumentan la sinergia que la lleva ante el tribunal inquisitorial. Los participantes de este esquema, que deriva de inmediato en la invención de la culpabilidad y la inmolación simbólica de la víctima propicia, no pueden distinguir entre la fantasía y la verdad. Pero, sea de la forma que fuere, las hechiceras y brujas que se dejan ver en estos procesos de la Inquisición novohispana proporcionan relatos tan

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naturales que algunas veces puede olvidarse que se trata de testimonios reales en los que la bruja no es un ente de ficción cuya creación responde al deseo literario de «causar estremecimiento», que son personas que estaban sometidas a una investigación judicial y a las que sus afirmaciones de practicar actividades brujeriles y aceptar su filiación con el Demonio podría acarrearles consecuencias por demás desagradables (Morales 2000: 312).

Claramente el ejemplo cumple con la mayoría de los estereotipos de la persecución, los cuales indican que los perseguidores, en este caso inquisidores y testigos, están convencidos de que una persona aparentemente débil, sospechosa y en medio de una crisis, alberga una amenaza social y tiene culpa de cualquier desequilibrio, en especial de «crímenes indiferenciadores» o especiales, como la brujería, que incluye «chupar niños»2; además, su culpabilidad parece tan evidente que incluso muestra marcas físicas o distintivas que la eligen en tanto víctima; por esas razones, se puede ejercer violencia sobre ella (Girard 1986: 21-34). La mujer indiciada de este ejemplo se convirtió en víctima propicia porque reúne las características del estereotipo: se enfrenta a un esquema social sometido a crisis, por un lado, la urgencia del mandato para la denuncia de las transgresiones y, por otro, el fallecimiento de una niña; desempeña una función peculiar entre los vecinos, se trata de una actividad casi licenciosa cercana a la distorsión propia y de los demás, así que sus aparentes habilidades para la magia amorosa la califican de bruja; por último, pero no menos importante, es una mujer sola, vieja, sin instrucción y supersticiosa. No perdamos de vista que las primeras reprobaciones, en este caso y en muchos otros tratados por el Santo Oficio, provienen del seno social que antes la cobijaba. Aunque estimulados por el miedo y obligados por las leyes que exigen actuar como denunciantes, son los vecinos los que inician la persecución y, por lo tanto, prefiguran, apenas con bases líricas, el perfil criminal de la mujer señalada. Como ya se dijo, comúnmente se trata de las mismas personas que previamente a la incursión judicial solicitaron los servicios de magia erótica, los filtros amorosos, los amarres y las ligaduras, los brebajes de retención y fidelidad, los rituales de protección, etc., sin mayores escrúpulos. 2.

Expresión coloquial que se refiere al vampirismo de las brujas. Se supone que una bruja asalta a los niños por las noches y les succiona la sangre hasta matarlos.

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«Caught in ambiguous relationships with their neighbours, the female poor generated growing hostility by their persistent requests for help, and, at the same time, aroused feelings of guilt in those who were no longer willing to respond with charity» (Clark 2005: 107). De acuerdo a la opinión de Solange Alberro, la clasificación de los delitos mágicos perseguidos por la Inquisición muestra una tendencia mayor en la población femenina de la Nueva España. Y lo mismo se aplica para el continente europeo. Si bien algunos hombres destacaron como astrólogos y quirománticos, tales variables supersticiosas fueron consideradas nobles y, por ende, tratadas parcialmente con cierta condescendencia. Ahora bien, si la práctica de disciplinas herméticas trascendía al pacto diabólico para obtener conocimiento, poder y amor, el castigo era similar, independientemente del género. En general, atenidos a los repositorios documentales de origen inquisitorial, mientras que los hombres prevalecen en los campos de la herejía protestante, blasfemias y proposiciones incorrectas y en los delitos morales como la bigamia y la fornicación, las mujeres practican magia práctica y especialmente erótica. «Los procesos las muestran afanándose por preparar, proporcionar, aconsejar o usar recetas tan numerosas como monótonas que les permitan dar una solución simbólica o real a las mil dificultades diarias» (Alberro 1993: 186). Para una mentalidad inmersa en el conflicto de preservar la fe ante las supersticiones y aún más, ante un latente peligro de perdición de las almas por las intrigas diabólicas, esa búsqueda de soluciones rayaba en la brujería, un delito ya suficientemente tipificado por la teoría inquisitorial y la discusión de casos durante el siglo xvii, por lo mismo no resulta extraño que las mujeres que sobrevivían a duras penas desempeñando oficios de apariencia secreta terminaran acusadas. Según Barstow, la combinación disponía a «[…] una mujer de clase baja juzgada por la oligarquía masculina de su ciudad» (Barstow 1995: 36), se repitió muchas veces y acentúo la calidad de chivo expiatorio de las mujeres solas, viejas y pobres en los procesos contra supuestas brujas. A eso se añade el número de víctimas, el sexo, la clase social, el carácter y la edad, el oficio, la propiedad machista del cuerpo femenino y la ideología tradicional preceptiva respecto a su calidad inferior, para explicar la violencia que derivó de las acusaciones por brujería. El binomio histórico entre la magia amorosa y los oficios limitados a mujeres, incluso en la prohibición, caracteriza al perfil de la víctima

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acusada de brujería. Al tratarse de personas pobres y desamparadas, viejas y débiles, su manutención dependía de los conocimientos que tuvieran para aconsejar y promover hasta materializar con hierbas, objetos y brebajes, uno de los anhelos esenciales de los hombres comunes, el amor, ya fuera negado, perdido, roto, lejano o deseado. Eventualmente, la práctica del oficio podía acarrear resultados intencionales o no. Uno de ellos consistía en destacar, ganar un espacio de notoriedad y fama dentro de una sociedad casi inmóvil en la que las mujeres no podían sobresalir fácilmente por méritos propios, las prácticas pseudomágicas dotaban a la mujer de poder y estatus; y otro, no menos importante, consistía en que, al menos, la magia instrumental3 podía usarse personalmente para conseguir marido. Para algunos estudiosos, la amplia participación femenina en la hechicería era una forma de conseguir un poder por el cual las mujeres pretendían poner remedio a cuestiones fundamentales para su propio bienestar económico y físico. La cuestión de conseguir poder adquiere especial importancia en una sociedad tan patriarcal como la del México colonial, donde la mujer sólo tenía dos vías reconocidas para desarrollarse: ser esposa y madre o ser monja. Puesto que las mujeres estaban sometidas legalmente a una autoridad masculina, ya fuera un esposo o un sacerdote, en ambas circunstancias, obtener un esposo o un amante amable y generoso materialmente adquiría un nuevo significado. La magia amorosa femenina por lo general pretendía controlar, dominar y sin duda manipular al hombre elegido, que no sospechaba que se usaran rituales, pociones y cantos para influir en su conducta con respecto a una mujer. En algunos casos, esa magia era la única defensa que tenía ella contra un esposo abusivo en una sociedad en la cual el hombre tenía el derecho legal de disciplinar a su esposa (Curcio-Nagy 2000: 317-318).

Mujer y hechicería, en especial para usos eróticos, constituyen una categoría aledaña a la culpabilidad aplicada por el prejuicio femenino respecto a su natural atracción de todos los males mundanos y ultraterrenales, a tal grado que es imposible determinar si la mujer se dedica a la magia con fines eróticos porque su necesidad económica y las limitaciones laborales la orillan a ello, o si los prejuicios, consejas, 3.

Es decir, la hechicería. El uso de objetos, pócimas hechas de hierbas e instrumental, más cierto dominio de los procesos físicos diferencia a la hechicera de la bruja, pues esta obtiene los poderes de su filiación diabólica, no de su conocimiento de la naturaleza.

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leyendas y mitos la describen y critican ocupando esos oficios y así ella corresponde a la guía que el imaginario colectivo le ofrece. En los procesos inquisitoriales está claro que la mujer acusada en ocasiones cree firmemente que es una hechicera o bruja, o termina declarando tal afirmación por tortura e imposición doctrinal autoritaria. En todo caso responde a una tradición diferenciadora, como afirma Guerrero Navarrete: Los tradicionales estereotipos que asocian desde la Antigüedad mujer a naturaleza convierten a estas en protagonistas absolutas de estas «artes», especialmente de algunas de las que más sospechas despertaban en los primeros «padres» de la Iglesia: la magia amatoria y la curativa (2012: 105).

La autora se pregunta: Y, sobre todo, ¿qué hizo posible la íntima asociación magia-mujerbrujería? ¿Qué permitió el tránsito de las «fantasías femeninas» a las «servidoras de Satán»? Se han argumentado en este sentido los siguientes factores: la crisis económica que, con síntomas más que evidentes a comienzos del siglo xiv, transformó profundamente las mentalidades y generó un sentimiento de vulnerabilidad e inseguridad que condujo a canalizar el furor popular y a buscar «chivos expiatorios» (2012: 110).

Además, refiere, del crecimiento popular de la figura del diablo, el aumento y la criminalización de la pobreza, la generalización de la imagen de la bruja en el imaginario popular a partir de los dictámenes eruditos, el control intolerante de disidencias propio del sistema administrativo religioso, entre otras (2012: 110-112). Hay más causas para entender la inquina contra el sexo femenino: Los motivos para este creciente odio hacia el sexo femenino son complejos. Las guerras y las pestes ocasionan un desequilibrio demográfico, produciendo un predominio de las hembras sobre los varones. Ello da lugar a un aumento de mujeres sin pareja: solteras o viudas; de ahí que la sociedad patriarcal las considere o santas o perversas. Según Monter, la perversidad se decanta hacia la brujería (Zamora Calvo 2012: 404).

Todos esos factores se resumen en la filiación maligna que Occidente fabricó para la mujer transgresora. Los tratados de magia y demonología escritos por reputados autores como Martín del Río,

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Francesco Guazzo, Gaspar Navarro y Pedro Ciruelo, sintetizan la mezcla de ignorancia y temor que el cuerpo femenino despertaba en el hombre obligado a ejercer de jefe, tutor, guía, consejero y patriarca de ese otro con quien convivía en medio de explicaciones fantásticas respecto a su ser pero que desconocía en realidad. Se trata de una clara tendencia cultural divisora de los sexos, ahora descrita por la teoría de género: «A lo largo de toda su historia el cristianismo ha difundido su visión de los dos sexos: el hombre es más espiritual y racional, en consecuencia, está más próximo al bien y a la divinidad. Por su parte la mujer, unida al cuerpo y a la sexualidad, está inevitablemente asociada al mal y al demonio» (Sarrión 2012: 345). Sin embargo el asunto del diseño de chivos expiatorios, ya que constituye todo un esquema o red de obcecaciones y supuestos ideológicos, proviene de algo mucho más enmarañado y abarcador. Hay nodal importancia en que la víctima sea de sexo femenino, bajo esta condición prejuiciada se desencadenó la llamada época de «persecución de brujas». Es un hecho histórico irrefutable que la mayoría de las personas procesadas por el delito de brujería en los tribunales inquisitoriales, y por lo tanto sujetas a victimización, eran mujeres, y esto no fue mera casualidad. ‘The history of witchcraft’, as one recent authority says, ‘is primarily a history of women.’ But often the answer has been sought not so much in the culture-specific links between witchcraft and feminine behavior articulated at the time, but in changes in the social situation of women that marginalized them (in whole or in part) and in consequence made them more susceptible in general way to charges of deviance (Clark 2005: 107).

Efectivamente, la concomitancia tipo cliché entre mujer y brujería frente a la mentalidad, algunas veces juiciosa, debemos conceder, de los inquisidores, ofreció a la sociedad barroca una posibilidad típica para armar un chivo expiatorio y reunir sus culpas colectivas. La persona que se persigue, entonces, para esta estructura hecha de pensamientos misóginos y ejercida por hombres autoritarios por gusto u obligación, debía ser mujer, esencialmente debido a la tradición que la aliaba al mal, pero también por su notoria debilidad física, lo que impele al más fuerte al dominio, hasta que, claro, la inteligencia predomina y ubica a cada cual en su sitio.

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Finalmente, el hecho de que las mujeres fueran socialmente más débiles que los hombres, particularmente las viudas y las solteras, permitía acusarlas con más facilidad y menos riesgos que a los hombres, cuya fuerza política, económica, jurídica y –por qué no decirlo también– física ornaba al posible acusador o acusadora más susceptible de padecer represalias. Una vieja físicamente débil, socialmente marginada, económicamente mísera y jurídicamente sin derechos sólo podía ofrecer y recurrir a embrujos como fuerza disuasoria (Russell 1998: 147).

Para el caso que sirve de introducción a esta polémica no es posible saber con certeza cuáles fueron las características personales ni la biografía de Catalina de Miranda. Se trata de una mujer anónima, de las que desafortunadamente no tuvieron voz histórica registrada durante la época novohispana como para que permaneciera hasta hoy. Sin embargo, la descripción anterior acierta en el encuadre del caso. Efectivamente, el connotado historiador de la brujería, Russell, sintetiza este y todos los casos similares de mujeres dispuestas ante la Inquisición a manera de víctimas propicias. La debilidad, en este caso, significa también vulnerabilidad y ambos conceptos son aplicados externamente por el calificador, que puede ser tanto el acusador como el juez. En seguida, esta aparente flaqueza de cuerpo y espíritu permite deducir al sujeto que comparte el mito de la brujería, que la mujer en cuestión puede abrir las puertas a las incitaciones del diablo, si no es que ya lo hizo. «De todo lo visto hasta el momento, se deduce claramente que a las mujeres se les acusaba de brujería porque se las consideraba moralmente más débiles que los hombres y, por tanto, eran presas más fáciles para el diablo y sus tentaciones» (Centini 2012: 35). Además, la vulnerabilidad sugiere algún tipo de aceptación, al no tener la fuerza de voluntad suficiente, incluso, al carecer de ella, se consideraba que las mujeres permitían, y en ocasiones aceptaban de buen grado, la intromisión del mal en sus vidas, lo que significaba una amenaza para todos. La mujer era considerada vulnerable en el delicado ejercicio de mantener y conservar la fe y, en cambio, dueña de una gran credulidad en las cosas sobrenaturales, por ello se consideraba que era impresionable y que podía recibir la influencia de algún mal espíritu con mayor facilidad, además de que tenía la habilidad para transmitir el conocimiento sobre la elaboración y práctica de las artes mágicas (Rodríguez Castañón 2015: 23).

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Dentro de la construcción de esta estructura ideológica occidental persistió, claro, una tradición falocéntrica que desplazó a las mujeres a un segundo plano y las delimitó a la procreación y al ámbito doméstico. En otras clasificaciones, como hizo la poesía cortesana, se las instaló en nichos extremos e inalcanzables rodeándolas de misterios virginales y poder erótico. De acuerdo al caso que marcó su fuerte vínculo con la brujería, dos características resaltan: la ignorancia y el miedo. La primera erigió una mitología extravagante pero sistemática alrededor de la imagen mujeril, también falsa, y el segundo la proveyó de poderes mágicos y actividades metafísicas mal adquiridas. Así, el binomio justificó las consecuencias violentas y autorizó su anatemización, ya que «Para legitimar una persecución, sobre todo masiva y sistemática, generalmente se intenta mostrar a los transgresores como personas que representan un grave peligro para la nación o, mejor aún, para la supervivencia del mundo» (Nathan Bravo 2002: 104). Si bien la marginación y la victimización las remite al aquelarre, al pacto diabólico y al desempeño de actos malvados contra la comunidad religiosa, el desconocimiento sustenta al mito y los detalles revelan temor que se convierte en agresión colectiva. La satanización de las mujeres se fortaleció a través de la historia con los dictámenes emitidos desde el principio de autoridad que la propia cultura depositó en los constructores del cristianismo, teólogos como santo Tomás de Aquino y tratados de magia y demonología afirmaron contundentes diatribas en contra de supuestas debilidades femeninas. En opinión de Nathan Bravo, hay dos aspectos importantes que se pueden sumar a la presumible influencia y responsabilidad que los discursos eruditos tienen en tal confección artificiosa de culpables: Uno de ellos es que con frecuencia se busca legitimar una persecución que ya ha comenzado, de tal forma que más que abogar por el inicio de ésta se trata de justificarla y ampliarla. El otro aspecto es que no sólo se busca avalar una persecución, sino una poco ética, en la que el persecutor viola sus propios principios éticos y legales; esto se fundamenta en la idea pragmática de que sólo los métodos salvajes pueden aniquilar eficazmente al enemigo (2002: 105-106).

Un lugar preponderante en la fortalecimiento de la misoginia para inculcar en las mujeres la debilidad de carácter, la endeble fe, la lascivia, la maldad, la brujería, la apostasía y las negociaciones ilícitas con

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los demonios, entre otras muchas denuncias llamadas imperfecciones, corresponde al libro que marcó el inicio de la persecución sistematizada de la magia y la brujería: el tristemente célebre Martillo de las brujas, en latín Malleus maleficarum, escrito, como es bien sabido, hacia finales del siglo xv luego de reunir sus propias experiencias de campo, por los frailes dominicos Jacobus Sprenger y Heinrich Kramer. Para varios estudiosos del tema este éxito editorial del pasado contribuyó determinantemente a la creación de un sistema misógino que veía a la mujer como aliada del mal, siempre próxima a la herejía, al tiempo que recreaba, afinaba, detallaba e inventaba el perfil acusatorio de la bruja inserta en el mito de la secta demoniaca comandada por el diablo. Trejo Rivera sentencia que los autores del Malleus ya habían instituido a la sociedad alfabetizada de su tiempo en cuanto al vínculo entre lo femenino y el mal: La argumentación sobre los motivos por los cuales la superstición se encuentra ante todo en las mujeres, lleva a concluir que su misma naturaleza las condena; el discurso estereotipado pues las personifica como crédulas, impresionables, de lengua móvil, débiles de mente y cuerpo, pero sobre todo lujuriosas, lo cual los hace inferir que como el principal objetivo del Demonio es corromper la fe, prefiere atacarlas (2000: 296-297)4.

Ciertamente, si se valora desde los modernos juicios de género, el texto de los inquisidores contiene una abrumante carga misógina, y no solo eso, sino que cooperó directamente e, incluso, justificó la persecución y victimización de la mujer: «En síntesis, a través del examen del Malleus hemos descubierto un criterio fundamental para poder ser acusado de brujería: el ser débil o marginal, o más precisamente, el ser mujer, pobre, vieja y sin marido» (Nathan Bravo 2002: 132). Pero, aunque el señalamiento particular es correcto, tales conceptos, remarcados por el discurso acusador, forman parte de una tradición añeja y su recreación resulta comprensible si nos limitamos a la idiosincrasia 4. Además afirma que el libro es culpable del fortalecimiento de la misoginia: «Los detalles que aparecen sobre los vuelos nocturnos en compañía de otras mujeres, la búsqueda insaciable para provocar daño a los buenos cristianos, el trato con demonios que operaban como ayudantes, son conceptos que encontramos casi textualmente en el Malleus, un libro que había sido redactado dos siglos antes, lo que nos muestra de qué manera se había colocado y era aceptado un concepto misógino que planteaba siempre la dualidad Mujer-Demonio» (Tejo Rivera 2000: 296).

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de su tiempo. La calificación desde la actualidad fuerza un poco el sentido diacrónico de los conceptos. Obviamente los hombres y las mujeres de entonces compartían los mismos supuestos y reproducían las conductas que ahora nos parecen machistas y reprobables. Lo que tenemos por cierto es que mediante este tipo de tratados se colabora a la construcción del esquema cultural que inventa y conforma en el cuerpo femenino a la necesaria víctima, justificando la impostura a través del abigarrado mito de la supuesta bruja. Aun prevaleciendo el criterio diferenciador entre otras actividades mágicas integradas al esquema supersticioso vulgar –que desde los tratados demonológicos estableció el requisito de acordar un pacto implícito o explícito con el diablo para poder ser considerado parte de la secta de los brujos–, en la realidad jurídica, en la práctica censora e incluso en la creencia popular, el concepto de la bruja abarcó una amplia gama de personajes y actividades, la mayoría de género femenino. Por lo tanto, eran sospechosas de brujería: la partera, la yerbera, la curandera, la huesera, la trotaconventos, la falsa beata, la gitana, la posesa, la alumbrada y, por supuesto, la hechicera. La propia denominación excluye al género de las salvedades eruditas, solo concebibles en los hombres: «El mago puede ser sabio, la bruja, nunca. […] Es una mujer inclinada al mal, primero por su condición de mujer, segundo por su sexualidad insatisfecha y tercero por sus conocimientos hechiceriles» (Guerrero Navarrete 2012: 113). Atrás de cada caso y cada categoría prevalece una de las características que marcan como elegible a la víctima: su indefensión, aunada a la marginación socioeconómica. La persecución y eventual martirio ejemplar se desencadena en parte por la síntesis de yerros e imperfecciones que representan. Kramer y Sprenger afirman que el demonio busca, para convertir en brujas, a aquellos que podrían tener alguna necesidad de él, o sea, a los atribulados […] Los ‘atribulados’ o ‘necesitados’ son aquellos que han sufrido contrariedades materiales repetidas, o sea, los pobres, los que están tentados de goces carnales y los que sufren tristeza –porque fueron abandonados por sus amantes, por enfermedad, etcétera–. De acuerdo con esto, las brujas son seres atribulados: pobres, tristes y con necesidades carnales. De todos los grupos sociales, las mujeres parecen llenar estos requisitos. Y en verdad, para el Malleus la mayoría de los brujos eran mujeres (Guerrero Navarrete 2012: 129).

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Sin embargo, debe quedar claro que un libro, por importante que haya sido para dirigir y argumentar las decisiones inquisitoriales en cada persecución, constituye únicamente un pilar de influencia dentro del complicado fenómeno. En realidad las redes ideológicas que impactaron en el acoso social y jurídico de la caza de brujas, están tejidas con lazos de diversa índole, entre los que destacan: la tradición judeocristiana que favoreció al género masculino, las legislaciones para regular el control de los unos sobre las otras, la mitología alrededor del origen del mal en el mundo y un statu quo donde los varones toman las decisiones importantes y acaparan el uso de la voz que se aplica, en especial sobre los diferentes, los otros y los ajenos, en cuya lista las mujeres aparecen en primer lugar. Que la acusación de hechicería se centre sobre la mujer, es algo de lo que se sigue haciendo responsable al autor o autores del Martillo de brujas de 1487. Eso es sólo verdad en parte, porque el Malleus maleficarum, como ya se dijo, representa el intento de sintetizar y estandarizar los conocimientos disponibles sobre el tema en la tardía Edad Media, y por tanto es una obra que posee muchos padres (Daxelmüller 1997: 214).

El punto es que el discurso oral y escrito, popular y erudito, transfiere su responsabilidad y deposita los delitos fantásticos de la brujería en una víctima propicia, la cual no puede defenderse; primero, porque sus condiciones físicas e intelectuales no le permiten hacerlo; segundo, porque carece de recursos y respaldos reconocibles por la sociedad que la juzga; tercero, porque esencialmente y sin discernimiento o crítica, comparte los supuestos que le imputan; y cuarto, porque a fin de cuentas, el señalamiento de heterodoxia le confiere a la víctima probable un estatus social que no tenía antes, se convierte en el centro de las miradas y las discusiones ordinarias y legales, después de ocupar ínfimos estratos sociales se yergue a manera de una personalidad especial dentro de una sociedad que no permite más movilidad que la convencionalmente restringida. Mediante un sistema único de Iglesia-Estado, el acoso social se convierte en persecución judicial con trámite burocrático y la norma jurídica, a su vez, ampara la búsqueda de chivos expiatorios para mantener el control de la moral y los dogmas entre los creyentes. «The important point is that the punishment of witchcraft was justified

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ultimately in terms of notion of authority that were very commonly brought to bear when the maintenance of the social and moral order was at issue» (Clark 2005: 566). Hay que considerar que esta compleja conjunción de factores culturales y prejuicios legalizados inician y terminan en el sistema judicial que acoge el perfil prefigurado ideológicamente de la mujer transgresora para contener las posibles infracciones unificadas en delitos contra Dios y contra los hombres. La mujer se criminaliza por sus facetas míticas; por ende, la bruja es castigada. Ahora bien, ya sujeta al cepo inquisitorial, las autoridades procuran cumplir con un protocolo que, en teoría, debe estar guiado por los principios de justicia y legalidad. El enfoque jurídico supone una sistematización de la ley frente al acusado, aunque el supuesto delito sea calificado de escandaloso y abominable, por ejemplo la herejía y la brujería. «Como todo proceso judicial el caso de la hechicera utiliza determinadas construcciones discursivas que evidencian claridad, orden e imparcialidad en el tratamiento del juicio […]» (González Molina 2013: 79). De acuerdo a esa lógica el proceso tiene un formato legal diseñado y aplicado constantemente sin cambios significativos ni diferenciación de persona, o sea, cuenta ya con una jurisprudencia burocratizada que los administradores respetan en términos generales, así que, en principio, el prejuicio no se encuentra en la lógica jurisdiccional, sino que está implícito y determinado por la presunción de maldad femenina dentro del imaginario social y religioso, desde ahí domina la aplicación de las leyes mediante su funcionalidad apriorística. Para el efecto, las campañas propagandísticas incluían todo tipo de estrategias, la doctrina llegaba al individuo en lenguaje pictórico, oral y escrito, y estaba llena de recursos retóricos y didácticos, siempre al servicio de un adoctrinamiento promisorio y apocalíptico. A tal grado que, en ocasiones, las conciencias se saturaban de un dirigido complejo de culpa y la autodenuncia, específicamente de mujeres, aumentaba drásticamente después de la emisión de un edicto conminatorio o la presentación pública del dramático auto de fe. En tal caso la persecución se interioriza, mas no basta con que la propia indiciada se victimice, la acusación confesa puede provenir del mismo prejuicio colectivo que hace de la mujer un chivo expiatorio, pero eso no significa que todos los jueces del Santo Oficio lo creyeran a pie juntillas,

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pues debían seguir el procedimiento oficial, aunque su imaginario y conciencia les dictara culpabilidad a priori de la mujer autoacusada. Por otra parte, se recomienda averiguar cuidadosamente los hechos antes de proceder a cualquier detención. Para abrir un proceso, es preciso que haya elementos objetivos: «Que se hagan primero ciertas diligencias y averiguaciones». Si una bruja confiesa haber salido de su casa, de noche, para asistir a un aquelarre, conviene reunir informaciones precisas (Pérez 2010: 196).

La actuación de los inquisidores frente al peligro de la brujería está dirigida teóricamente por varias recomendaciones establecidas por los manuales inquisitoriales, como el de Eimeric y Peña y el propio Malleus: el sigilo, el secretismo, la diligencia, la cautela, la dureza y la mesura, lo cual hizo de cada proceso un pesado fardo burocrático. Algunos jueces tuvieron prestigio debido a su actitud analítica frente a supercherías, imposturas y charlatanerías, pero estaban obligados a actuar conforme al espíritu aleccionador y persecutor ya imbuido en los trámites del propio sistema. «En muchos casos, en efecto, está claro que el vulgo denuncia a individuos cuyo comportamiento parece sospechoso o fuera de los habitual, comportamiento que, examinado con calma, nada tiene de delictivo» (Pérez 2010: 198-199). Si colocamos esta maquinaria judicial frente a la posible amenaza de la brujería y el mal, encarnado en la mujer, de acuerdo a una añeja tradición cultural y religiosa que además la margina de todo discernimiento y capacidad frente a las influencias diabólicas y la propia sensualidad, resulta lógico que personas como Catalina de Miranda, en cuyo ser se concentran los resquemores de la sociedad barroca, hayan sido culpadas de enormes y extraordinarios delitos, a pesar de ser, cuando mucho, una pobre reproductora de supersticiones populares. Como ya se afirmó, justamente su debilidad, oficio, pobreza y lugar en la comunidad la perfilaron como víctima gracias al prejuicio común, los dictámenes de los teólogos y la burocracia inquisitorial. Para su fortuna no se tuvo que enfrentar a las consecuencias de aquella tendenciosa justicia, cuando la resolución de su caso llegó ordenando confinarla en la cárcel secreta del Santo Oficio, el 23 de agosto de 1667, ella llevaba 16 años muerta, pues había fallecido el 25 de octubre de 1651.

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Poesía novohispana femenina bajo lupa inquisitiva. Estudio de la poesía escrita por mujeres con relación a la Inquisición en México (siglos xvi al xviii) Yadira Munguía

Introducción El presente estudio aborda la problemática de la poesía femenina novohispana, en especial aquella que se vio inmersa en procesos inquisitorios, dando a conocer algunos casos de mujeres que tomaron la pluma entre los siglos xvi al xviii a través del análisis documental de los procesos. Este trabajo por tanto se propone reivindicar a estas mujeres parcialmente rescatadas de los archivos. La presencia de la mujer en las letras novohispanas es aun hoy poco conocida, la imagen luminosa de sor Juana Inés de la Cruz hace pensar por lo común que su escritura es una excepción en el mundo literario, casi de uso exclusivo de los varones. Hace falta por tanto un mayor conocimiento de las mujeres de letras del periodo virreinal. Si bien no es muy común ver literatura femenina en los siglos xvi y xvii, sor Juana no es la única, existían mujeres que publicaban y mantenían cierta fama por sus escritos, sobre todo, monjas que eran incitadas u obligadas por sus confesores a escribir sus experiencias místicas (Baranda 2014: 11). De ellas conocemos por los estudios hechos en épocas recientes sus características y problemáticas, pero existe otro grupo de poetas a las que no se les ha puesto la suficiente atención: aquellas cuyas obras fueron confiscadas por la Inquisición, razón por la cual no fueron difundidas.

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La investigación se realizó en dos partes, por un lado la indagación bibliográfica contextual acerca de la poesía femenina virreinal; por otro, se hizo una búsqueda, de entre los procesos inquisitoriales realizados a mujeres, aquellos que incluyeran poemas, sin hacer una discriminación de las temáticas, por lo que encontramos variedad de contenidos. Los casos analizados nos muestran que era común la expresión femenina en las letras, pero no es evidente debido a la poca difusión en su época y a la escasa investigación en la nuestra. Por lo anterior, debemos considerar que la literatura femenina novohispana no es escasa, sino que los medios muchas veces adversos, tanto social como intelectualmente, no permitían a las mujeres acceder de manera favorable en el universo de las publicaciones en la Nueva España. Aunque son pocas las evidencias que tenemos en torno a la poesía femenina confiscada por la Inquisición, los procesos nos muestran el tipo de temas considerados fuera de la norma religiosa. Debemos recordar, respecto a esto, las faltas que eran merecedoras de una indagación. Aunque pareciera que eran extensos los motivos de proceso, en realidad son pocos, más aún en el caso de la Nueva España. Por lo anterior, la presente investigación toma en cuenta, tanto los versos como los delitos. Para sustentar el contexto en el cual escriben nuestras poetas, debemos observar varios ámbitos de investigación, primero los trabajos en los cuales se muestra la producción literaria novohispana en los tres siglos que abarca, por otro lado, las reflexiones actuales acerca del papel y ejercicio de la Inquisición del Santo Oficio y, por último, la revisión de los casos particulares. La reunión de estos campos de estudio nos permite tener una panorámica más amplia de la situación de las poetas virreinales. Las mujeres novohispanas y la literatura. ¿Qué mujeres escribían en la Nueva España? La época novohispana se define por sus contrastes, desde su inicio oficial en 1521, la nueva sociedad se va permeando con altibajos, diversidad de colores, nuevas tradiciones e impensables relaciones sociales. En las primeras generaciones novohispanas marcadas por los conquistadores, encomenderos y evangelizadores, las mujeres españolas eran

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escasas, aunque no inexistentes. Es falso pensar que la generación peninsular estaba conformada solo por varones. Las féminas llegaron en mayores cantidades conforme iban pasando las décadas del siglo xvi. Para mediados de la centuria ya tenemos en la capital novohispana una importante cantidad de féminas participando en varios ámbitos, principalmente en la casa y en el convento, lugares destinados a las mujeres y los mejores en los cuales podían estar según la visión social de la época. En este periodo, las mujeres eran poco valoradas por sus dotes intelectuales, en todo caso se consideraba como algo atípico y poco serio, una curiosidad de divertimento en la que incurrían algunas damas, tanto españolas como criollas. No se cuenta en su época, y poco en la nuestra, un reconocimiento amplio a otra poeta que no sea sor Juana Inés de la Cruz, tanto así, que la jerónima, con la brillantez de su obra, oscurece la de sus contemporáneas. Es tiempo, por tanto, de destacar por justicia los escritos de estas mujeres poetas de la Nueva España. La literatura novohispana está poblada de mujeres, la mayoría de ellas de clase alta, con suficiente tiempo libre para poder dedicarse a pensar en versos y no en sobrevivir en las labores diarias. Si estamos hablando de mujeres de clase privilegiada, debemos clasificarlas como españolas o criollas, aunque, bien sabemos, los matices de la Nueva España nos dejan ver la disfuncionalidad real del sistema de castas y la diversidad de parentescos que se formaban entre los grupos primigenios, a saber: españoles, mexicanos y africanos. No encontramos hasta este momento mujeres intelectuales de los grupos mestizos, mexicanos y menos aún africanos. De las mujeres negras y mulatas podemos encontrar conjuros, sobre todo amorosos, escritos en verso, pero no poesía pensada como tal. La versificación en este caso se debe más a la facilidad de memorización que a la búsqueda de la belleza literaria. La mayoría de las mujeres que escribieron fueron monjas, parece ser que la vida de casadas o doncellas poco tiempo confería para la lectura y menos aún para la producción de obra propia. Debemos recordar que no todas las niñas y las jovencitas eran educadas para leer y escribir, actividades que la mayoría de los padres consideraba inútil e incluso perjudicial para las jóvenes, dados los peligros del mundo; por un lado, las lecturas no aptas para mujeres que pudieran caer en sus manos y, por otro, el riesgo de la comunicación con pretendientes que pudieran poner en entredicho su honor. Es obvio, tomando en cuenta

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lo anterior, que las doncellas y casadas poco o nada podían estudiar y menos aún escribir. Las monjas, por tanto, mostraban una cultura más amplia que las mujeres «en el mundo», la mayoría sabía leer y escribir; además de que los tiempos y ambiente dentro del convento eran más propicios para el ejercicio del pensamiento que la casa. Nos dice sobre esto María Sten Raquel Gutiérrez: A pesar de las diferencias de la enseñanza, las monjas fueron las mujeres más instruidas en la Nueva España. El convento, que muchas veces fue representado como un refugio o como una prisión, era al mismo tiempo el lugar en que las mujeres podían mantenerse a sí mismas y cultivar una cierta independencia y desde donde podían tener influencia y desarrollar los talentos que nunca podrían poner en práctica en el exterior. Así podría explicarse que en ellos hubiera poetas, cantoras, músicas y monjas que ejercían otras profesiones. En varios monasterios las monjas tenían permiso para leer durante las recreaciones (desde luego, libros recomendados por sus superiores). Las lecturas profanas, especialmente novelas y comedias, estaban rigurosamente prohibidas (2007: 17).

El convento era el mejor espacio para que una mujer pudiera dedicarse a cuestiones intelectuales, era no solo bien visto, sino también necesario que las monjas supieran leer y escribir, por lo menos lo básico para anotaciones y pequeñas comunicaciones. Esta idea nos la reafirma Nieves Baranda: Sin duda no todas las monjas de velo negro sabían escribir, pero sí tenían obligación de saber leer y cuando la ocasión lo requirió, muchas de las que no habían practicado con la pluma dieron el paso a hacerlo. El convento exigía llevar un control documental que asegurara su pervivencia económica y administrativa, pero también debía gestionar su memoria, la red de relaciones imprescindibles en la sociedad clientelar, funciones pedagógicas y la transmisión de un patrimonio inmaterial, espiritual (2014: 11).

El grupo de monjas escritoras se extiende a España, Portugal y Nueva España, contando con admirables ejemplos como sor Maria do Céo, Violante do Céo y santa Teresa de Jesús, entre muchas otras. Sin embargo, según Baranda: «La gran mayoría de las obras escritas por monjas no se imprimieron y redujeron su difusión bien a las hermanas de convento bien a otros miembros (masculinos y femeninos) de su

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propia orden o entorno» (2014: 14). Es notorio que las obras de las mujeres y monjas se han conservado gracias a que fueron publicadas, de forma propia o bien incluidas en antologías. Nueva España no es ajena a este fenómeno, es en el ámbito conventual donde vemos la participación femenina en la literatura, el mejor ejemplo es sor Juana Inés de la Cruz, quien supo llevar de una manera admirable sus obligaciones en el convento y una amplia obra literaria, considerada una de las más altas poetas mexicanas y del Siglo de Oro español. Una circunstancia que obligó a las monjas a escribir fue, precisamente, la petición de autobiografías por parte de sus directores espirituales. Las monjas que destacaban por su afán religioso, las que tenían visiones o demás manifestaciones de una arrebatada religiosidad, se vieron precisadas a escribir sobre sus experiencias. Varias de ellas hablan de su repugnancia ante la obligación de escribir, pero otras parecen disfrutar del ejercicio de la escritura. Las poetas destacadas en el ámbito literario novohispano La primera poeta novohispana de la que tenemos noticia es Catalina de Eslava, sobrina del poeta Hernán González de Eslava, uno de los principales promotores de la literatura virreinal y autor de poemas y coloquios, piezas teatrales breves, con elementos moralizantes, pero que desde un punto de vista que tiende a la comedia. De Catalina no sabemos casi nada, no hay referencias a su nacimiento y muerte, ni si contrajo o no matrimonio. Sabemos que era hija de Pedro Ortiz de Eslava y María Cuevas y Paz, es decir, sobrina-nieta del dramaturgo. Los hijos de este matrimonio se convertirán en los herederos universales del poeta: a Catalina, doncella y la menor de los tres, le correspondían dos terceras partes, a Isabel de Eslava, casada con Juan de Torres Bravo, una tercera parte y a su hermano Antonio de Paz, la capellanía surgida de las rentas de unas casas pertenecientes a Hernán González de Eslava. Parece ser que Catalina era distinguida de sus hermanos, ya que dispone la mayoría de sus bienes y rentas para tomar estado, si no matrimonial, religioso. Aunque es muy probable que haya escrito más, lo único que conservamos de Catalina es un soneto en la publicación de los Coloquios y autos sacramentales de su famoso tío, cuando este ya había fallecido.

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El excelente manejo del lenguaje que tiene la poeta nos deja ver que tenía cierta experiencia al respecto. Un aspecto importante, como nos dice Josefina Muriel es que «Los versos de Catalina de Eslava empiezan a mostrarnos cómo las mujeres se integran a las corrientes literarias de su época, lo que indica que no viven ajenas a la cultura que las rodea» (2014: 122). Esperemos que algún día surjan de algún archivo más versos de esta primera poeta novohispana. Transcribimos aquí el único poema hasta ahora conocido:

Soneto a Fernán González de Eslava

El sagrado laurel ciña tu frente, la yedra, el arrayán trébol y oliva, porque (aunque muerto estás) tu fama viva y se pueda extender de gente en gente. El tiempo la conserve, pues consiente que el levantado verso suba arriba, y en láminas de oro el nombre escriba del que no tiene igual de Ocaso a Oriente. En el carro de Apolo te den gloria, digo de aquel Apolo soberano a quien con tanto amor tan bien serviste: Y pues él hace eterna la memoria, con que muevas mi pluma con mi mano la gloria alcanzarás que acá nos diste



(Muriel 2014: 122).

Catalina debió de llevar una buena educación en casa; se nota en los conocimientos grecolatinos mostrados en su poema, además de en su fluido manejo del lenguaje. Por la cercanía que tenía con su tío abuelo, es probable que él mismo haya contribuido en la educación de la niña. Por lo mencionado por González de Eslava, Catalina debió de ser joven todavía al año de su muerte, acaecida en 1599, ya que aún era doncella casadera hacia esta fecha. Aunque no tengamos más obra de Catalina, es sobresaliente que en los tempranos tiempos del xvi contemos ya con una poeta, criolla en este caso. De esta manera, el valor de la poeta Catalina de Eslava está tanto en su calidad literaria, como en el mérito de ser la primera en iniciar la configuración de una obra femenina novohispana.

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Dentro del siglo xvi encontramos también a María Estrada Medinilla. De ella tampoco tenemos muchos datos, solo los que podemos inferir de sus propios escritos, aunque según Maricruz Patiño y Leticia Luna, «probablemente sea la primera poeta criolla que ofrece un imaginario de los mexicanos» (2011: 15). Su importancia es relevante para las letras femeninas novohispanas, pues podemos considerarla como una de las primeras mujeres que mantuvo cierta sonoridad en las letras de su siglo, aceptación en el medio literario y oportunidad de ser publicada. Recordemos la temprana etapa en la que ella escribe; la obra poética conservada corresponde a la década de 1640. María Estrada Medinilla sigue siendo un misterio. La poca información que de ella conservamos nos vuelca hacia su poema, a los análisis de sus versos desde distintas perspectivas, resaltando su visión femenina ante los detalles de la capital novohispana1. La mayor información que tenemos de María Estrada es la que nos da Josefina Muriel en su libro Cultura femenina novohispana, en donde arma, a partir de los detalles del poema, una serie de características de su vida como, por ejemplo, conjeturarla criolla o española de situación social privilegiada, según el punto de vista desde el cual nos narra: la ropa que porta, las costumbres que describe, el carruaje que utiliza, datos que nos sirven para ubicarla en la alta sociedad novohispana. Podemos destacar también, el trabajo de Erja Vetteranta, quien en su artículo «“La relación feliz” de María de Estrada Medinilla en la fiesta barroca de la Nueva España (1640)», nos muestra detalles novedosos acerca de la autora, así como el estudio desde una perspectiva carnavalesca del poema de María Estrada. Lo más interesante de su poema, además de sus aspectos biográficos o su calidad poética, es que es la primera vez en Nueva España que tenemos, desde un punto de vista muy femenino, la descripción de la ciudad. Recordemos que las dos obras más célebres en ese sentido son las de Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, escrita en 1603 (Balbuena 2011), y la incluida en los diálogos de Francisco Cervantes de Salazar de 1554 (Cervantes 2007), ambas de fecha anterior a la de Medinilla, publicada en 1640, con motivo de la entrada del nuevo virrey, don Die1. De forma reciente Miguel Zugasti encontró un poema de la autora que se creía perdido, hecho destacable que abona no solo su obra, sino también al aspecto biográfico. Se trata de un poema dedicado a las fiestas de toros, cañas y alcancías, publicado en 1641 por el cabildo de la ciudad, trabajo por el cual se le pagó la cifra de 500 pesos (Zugasti 2013).

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go López Pacheco Cabrera y Bobadilla, marqués de Villena. Resalta en dichos versos, la perspectiva femenina criolla de la autora. El poema se publica en el volumen dedicado al viaje de posesión del cargo del marqués, seguido de varias obras relacionadas con este personaje, incluidas en la misma publicación, pero dispuestas como libros separados. El poema de Medinilla se nos muestra con su portada, aprobaciones y dedicatoria, donde nos explica el motivo de su factura y la dedicatoria a doña Antonia Niño de Castro, mujer de prestigio en la Nueva España2. El poema fue escrito para favorecer a una prima de la poeta que, por ser monja, no podía asistir al recibimiento y celebración de la llegada triunfal del nuevo virrey. Su calidad literaria no es superior a lo convencional, pero nos nuestra ciertas frases y detalles de la vida cotidiana que serían imposibles de encontrar en otro tipo de escrito y que resultan fascinantes por su frescura, familiaridad y visión femenina, de ahí su valor y riqueza. María Estrada nos cuenta de su carruaje, de los colores variopintos, los adornos de los edificios, de las señoras que acudían a la celebración, de la multitud, incluso nos habla del vestuario prudente para llevar a un evento de este tipo. Es interesante notar que Catalina de Eslava es la primera mujer novohispana en ser publicada, 2. Dentro de la breve publicación de María Estrada podemos destacar como un elemento interesante la aprobación del poema, realizado por Juan de San Miguel, padre jesuita. La aprobación se convierte en una serie de elogios desmedidos donde eleva a la autora al nivel de las clásicas grecolatinas, de las cuales muestra un amplio conocimiento. Es notorio asimismo que no solo destaca su calidad poética, sino también su erudición, a la que denomina «varonil estudio», lo que pone en evidencia que no se consideraba el conocimiento como una actividad propia de la mujer. Transcribo la aprobación de Juan de San Miguel con ortografía actual: Aprobación del padre Juan de San Miguel, religioso de la Compañía de Jesús. Señor ilustrísimo He leído y más que leído he admirado en esta relación de doña María Estrada y Medinilla, el término al que puede llegar lo sublime, conciso, y numeroso de los heroico y lírico: y tanto más admirable en tal sujeto; cuanto menos imitable, aun de más varonil estudio. O que nacido elogio el de Ponciano a Casandra Fidel, a no ser extraño de estos reinos el honesto ejercicio de Aragnes: Illam, dize, pro lana librum; profuso calamum; itilum pro acutractasse. Ya no tendrá que envidiar México a Atenas su Corina; a Lesbos su Safo; a Mileto su Aspasia; a Grecia su Cleobalina; a Alejandría su Hipatia; a Lidia su Sofipatra; a Palmira su Cenobia; ni a Roma su Proba Valeria: porque en sola esta hija suya comprendió la naturaleza y gracia, cuanto dispendió raro, y admirable en todas. No hallo cosa digna de censura; de admiración mucho; de aplauso todo. Así lo siento. En esta Casa Profesa de la Compañía de Jesús de México (Medinilla 1640: 2).

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pero Estrada Medinilla, a su vez, es pionera en cuanto se hiciera una publicación especial para su obra, aunque fue incluida dentro del volumen dedicado al marqués de Villena, pero el hecho de que sea una separata, le da otro cariz a la publicación. Aunque la obra que conservamos de María Estrada no supera los cánones de su época, para Erja Vetteranta: «María Estrada Medinilla nos arma con su pluma barroca un espectáculo alternativo dentro de la realidad mexicana, y el valor de su Relación Feliz estriba en esta subjetividad individual y claramente criolla» (Vetteranta 2011: 45). Por lo anterior es importante considerar la presencia de María Estrada como una antesala de la poesía femenina novohispana. El siglo xvii novohispano gozó de poca participación de mujeres en el ámbito de las letras (aunque no nula), no así el siglo xviii, donde el crecimiento del interés de las féminas por participar del estudio y la escritura se elevó considerablemente; encontramos poetas, monjas dramaturgas3, biógrafas, autobiografías de iluminadas entre otras modalidades literarias. Josefina Muriel, en Cultura femenina novohispana, apunta sobre esto la causa de las apariciones de estas poetas, regularmente de un solo poema: Durante todo el siglo xviii aparecen numerosas mujeres dedicadas a la poesía. Sus obras se publican en las ediciones de los concurso literarios, por ello únicamente conocemos de cada una contadas obras. Aunque indudablemente todas escribieron más, pues para atreverse a entrar en los certámenes debieron de tener ya experiencia de su propia capacidad de versificación, cultura para poder desarrollar los complicados temas de los concursos e interés de triunfar allí en contienda literaria con los poetas más connotados (2000: 269).

3. Una veta importante dentro de la literatura femenina novohispana es el teatro. Las mujeres virreinales, como buenas novohispanas, encontraban cercanía e identificación con el arte dramático, no solo para escribirlo u observarlo, sino para la puesta en escena. Para lo anterior baste recordar que sor Juana fue más prolífica en el teatro que en otro género. Son muestra de ello también las piezas dramáticas breves, que fueron comunes en los conventos del siglo xviii. Varias obras cortas encontradas en archivos conventuales dan cuenta de esto. Aunque aún falta mucha investigación al respecto, desde la autoría hasta las temáticas y otras implicaciones, es interesante observar este fenómeno dado dentro de los conventos. Según María Sten y Raquel Gutiérrez Estupiñán (2007), las religiosas escribían, dirigían y actuaban las obras, lo cual nos da un panorama distinto de la vida conventual del siglo xviii, con mucha mayor apertura que en el siglo xvii novohispano.

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Sin duda, la fuente más prolija para el conocimiento de la poesía femenina novohispana son los concursos literarios, en los cuales incluso sor Juana llegó a participar. Es posible que las mujeres que gustaban de escribir, pero que no se atrevían a mostrarse en alguna publicación en solitario, se sintieran cobijadas por los concursos, donde al mismo tiempo de dar a conocer su obra, podían hacerlo desde el anonimato, opción que toman varias de ellas. Sin embargo, hay otras que sí deciden mostrarse, incluso es posible que vieran el certamen como un impulso para darse a conocer en el medio literario, iniciando de esta manera una obra autónoma. Varias de estas mujeres fueron premiadas y celebradas, pero su fama no pasó del ámbito del concurso, ni dio la oportunidad de publicaciones o nexos literarios de importancia. Nos quedan, por lo menos, algunos poemas que, premiados o no, fueron publicados en las antologías de los concursos; habrá que lamentarnos por los que fueron desechados a discreción de los jurados. Es en el marco de estos certámenes donde las monjas poetas, muchas veces limitadas a la difusión en su propio convento, se atrevían a salir a la luz pública, según la descripción de Nieves Baranda: La forma de la poesía más visible de las monjas es, no obstante, la de las justas y certámenes poéticos. Las religiosas no solo componen versos para el consumo interno del convento o incluso personal, sino que también acuden a la llamada de los numerosos certámenes poéticos convocados en la península, envían sus poemas, se leen en público, se exponen como poesía mural, se critican y elogian en sentencias y vejámenes, se lazan puntualmente con algún premio y se publican en el volumen que inmortaliza la celebración del evento (2014: 22).

Conservamos nombres y poemas dentro de varios concursos literarios, que nos muestran que no era raro que las féminas participaran en estos certámenes. Josefina Muriel, rescata dichos nombres, nos aporta datos acerca de estas poetas y hace un análisis y comentario sobre los poemas. Algunas de ellas son: Teresa Magdalena de Cristo, sor Juana Teresa de San Antonio, María Josefa de San José, D.ª Francisca García de Villalobos, Juana de Góngora, D.ª Ana María González, D.ª Marina Navarro, D.ª María Teresa Medrano, D.ª Josefa Guzmán, D.ª Mariana Velázquez de León y D.ª María Dolores López (Muriel 2000: 269-312). Llama la atención que varias de las mujeres mencionadas arriba fueran seglares, lo que pone en duda nuestro concepto general acerca

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de la mayor facilidad que tenían las monjas para dedicarse al estudio y a la escritura. Esto nos muestra que también las mujeres solteras, casadas o viudas se daban el tiempo de leer y de participar de las letras. Si bien existen dentro de estos concursos una participación anónima abundante, también es cierto que algunas de las poetas no dudaron en mostrar su nombre y procedencia, algunas de ellas del sector más privilegiado de la Nueva España, como es el caso de María Dávalos Orozco, condesa de Miravalles. De muchas de ellas no tenemos mayores noticias que las que nos dan los textos en los cuales aparecen publicadas, lo que no nos permite adentrarnos en la categorización social y biográfica de las mismas, pero sí podemos intuir de manera certera que la mayor parte de ellas mantenía una situación social y económica que les permitía tiempo para el ocio, además de gustos refinados y acceso a fuentes de lectura, que les facilitara cierta educación y los ejemplos necesarios para hacer uso de la pluma de manera autónoma. El que estas mujeres participaran de concursos literarios nos lleva también a inferir que estaban enteradas de los acontecimientos sociales y políticos del virreinato. El universo de las mujeres que escribían en la Nueva España es amplio y sorprendente por su cantidad y calidad. Bien es cierto que el número de las escritoras y poetas en este periodo objetivamente no supera la producción masculina, pero debemos entender las circunstancias sociales y familiares de las novohispanas: monjas de claustro, que tomaban la pluma no solo para escribir biografías y autobiografías con visos místicos, sino también comedias, piezas teatrales breves, poemas religiosos, laudatorios e incluso políticos. Féminas que nos demuestran que sor Juana Inés no es la excepción a la regla, sino la punta del iceberg de la literatura femenina novohispana. Las poetas y versificadoras en el Santo Oficio El tema del Santo Oficio, siempre polémico4, es de difícil abordaje, debido al mito popular que se ha cernido sobre el tribunal inquisitorio 4. No está por demás destacar el comentario de Solange Aberro al respecto: «Para no caer en cualquier prejuicio estéril parece recordar que la imagen que hoy en día tenemos de la Inquisición está íntimamente ligada por una parte a la de la España Imperial, y por otra parte, que la idea que de ella manejamos fue forjada, lenta y

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promovido por la visión ilustrada5. Cabe destacar que el Santo Oficio no funcionó igual en España que en los virreinatos, las circunstancias distintas, las necesidades diferentes debido a la convivencia en adaptación, de personas originarias de culturas con poco en común, hizo que la Inquisición procesara según el contexto. La mayor parte de los procesos estaba relacionada con blasfemias, herejías, casos de judaizantes, hechizos, censura de libros y un buen número de iluminados y solicitadores, como los pecados y faltas cometidos y juzgados con mayor regularidad. Todo aquello que nosotros, desde el punto vista de nuestro siglo xxi, podríamos considerar como delito, no figura dentro de lo que era castigado por la Inquisición. En el universo de procesos llevados a cabo en los casi tres siglos de existencia del Santo Oficio en Nueva España, la gran mayoría no son procesos de gravedad, por lo que no eran reportados a la Suprema. Muchos de ellos eran delitos o pecados menores e incluso irrisorios en comparación con los europeos y, por consiguiente, los resultados y consecuencias eran también leves. Son realmente pocos los casos que concluyen en penas mayores6. En general los estudios tratan de tener casi sistemáticamente, por la potencias emergentes de Inglaterra, los Países Bajos y Francia a partir de los finales del siglo xvi, hasta que se consolidó en la llamada leyenda negra, que triunfa en el Siglo de las Luces, cuando España ya no es más que un cuerpo exangüe, cuyos despojos encienden la codicia las principales naciones europeas» (2006: 83). 5. En el prólogo a la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México, de José Toribio Medina, Solange Alberro hace un interesante comentario y recuento de la historiografía y los enfoques de los investigadores respecto a la Inquisición, dándonos una visión novedosa acerca del tema, con el fin de desmitificar la información surgida de los trabajos del siglo xix y parte del xx. Dice Alberro: «Desde el siglo xvii, la Inquisición española no ha dejado de ejercer una fascinación a menudo horrorizada en el gran público, en aquel que nunca tendrá la oportunidad de consultar un documento inquisitorial. Los mismos historiadores han sucumbido, también, al turbio hechizo, a tal grado, que el estudioso Emil Van Vekene registró en 1963 unos 1950 títulos de obras que versaban sobre este tema» (Medina 2011: 19). A su vez, la autora nos muestra las limitaciones, no de información, sino de enfoque, que mantiene José Toribio Medina, texto que podría confundir a los interesados por el tema. En resumen, lo que nos muestra Alberro es cómo la visión ilustrada y positivista del xix logra mantener una sola versión parcial del ejercicio de la institución española y novohispana. 6. Alberro nos describe también el tipo de transgresiones que eran frecuentes en la Nueva España: «Al contrario de los que demasiadas veces se cree, el Santo Oficio no intervenía en cualquier delito de tipo religioso, sino tan sólo cuando se podía sospechar que la transgresión se originaba en un error voluntario o no,

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una visión clara y ecuánime, tendiente a desmitificar y a describir la institución desde diversos ángulos como su funcionamiento, sus intereses, sus procesos y las divergencias surgidas entre sus miembros que nos dan cuenta de un aparato con fallas y aciertos, como dice Adriano Prosperi: «Un signo positivo de nuestro tiempo está constituido por el hecho que los historiadores laicos dialogan tranquilamente sobre la base de las fuentes con los miembros de la Orden dominica, quienes llevan sin avergonzarse la herencia histórica de los tribunales inquisitoriales» (2009: 5), comentario que sin duda nos demuestra una actitud histórica y científica. Dentro de los procesos encontramos una diferencia entre la cantidad de hombres y mujeres procesados. Supera el número de hombres reprendidos por el Santo Oficio en comparación con las mujeres, juzgadas, y menos aún castigadas por esta institución. Si son pocos en realidad los procesos en comparación con las denuncias y de estos pocos muchos menos los aplicados a mujeres, nos queda en una cantidad mucho más reducida el caso de mujeres procesadas en cuyos casos se incluían versos que podían entenderse como una blasfemia o herejía. Acerca de esto asevera Alberro: De manera general, son consideradas como seres débiles, flacos, ignorantes y caprichosos, lo que, en efecto, son a menudo, y sus testimonios aparecen como menos fiables que los de un varón. Este desprecio, de ninguna manera privativo de la Inquisición sino universalmente compartido, vale para las reas cierta indulgencia, puesto que la inferioridad que se les atribuye disminuye al mismo tiempo su culpabilidad: no se castiga a un niño con el mismo rigor que a un adulto (2006: 94).

Por lo general, las mujeres eran poco juzgadas por este tipo de delitos, la capacidad racional poco valorada de las novohispanas no permitía que sus palabras fueran tomadas muy en serio. Solo en el que impugnaba el dogma o la ortodoxia. […] Esto explica que a veces, el tribunal puede parecer muy riguroso, puesto que una afirmación o una convicción contraria a un dogma –la Trinidad o la Encarnación por ejemplo– podía llevar al culpable a la hoguera, mientras que las transgresiones evidentes o hasta crímenes que actualmente sería sancionados con severidad –muerte lograda mediante maleficios, rapto, etc.– eran vistas como flaquezas de un pecador, dignas, al fin y al cabo, del perdón debidamente acompañado de un castigo, relativamente benigno, en la mayoría de los casos» (2006: 85).

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caso de las mujeres judaizantes, los procesos y los castigos eran a la par del hombre. Las consecuencias después del proceso tendían a ser leves. Las mujeres que sufrieron procesos eran en su mayoría judaizantes, falsas beatas, iluminadas y hechiceras, y dentro de este grupo las mayores consecuencias eran para las judías; las iluminadas y las hechiceras eran vistas incluso con benevolencia. La investigación documental que se llevó a cabo para esta pesquisa abarcó dos áreas, en primer lugar, verificar si las poetas novohispanas de que tenemos noticia tuvieron alguna denuncia o proceso; en segundo lugar, una búsqueda exhaustiva de obras poéticas en los procesos realizados a mujeres. Cabe destacar que, aunque existen obras de mujeres que fueron captadas por el Santo Oficio y llevadas a proceso, sobre todo por autobiografías de beatas e iluminadas, nos enfocamos aquí solo en las obras poéticas escritas en verso, motivo por el cual se reduce significativamente el universo de nuestro corpus. El fondo utilizado en esta ocasión fue el Ramo Inquisición del Archivo General de la Nación de México (AGN), y se revisaron casos de denuncias y procesos a mujeres relacionadas con tres delitos principales: falsas cristianas (judaizantes), beatas iluminadas y blasfemia. Dentro de estos casos, se separaron los procesos donde se contenían poemas. Dentro del corpus de procesos con poemas, la mayoría son varones o bien versos anónimos, que aunque resultan ser muy interesantes no pudieron ser considerados para este trabajo, ya que la intención es la búsqueda de poetas mujeres, procesadas por la Inquisición, o por lo menos que la documentación tuviera composiciones poéticas escritas por ellas, aun cuando su finalidad no fuera literaria, que fue el resultado de la mayoría de los casos. Se realizó una compilación, utilizando variedad de fuentes, como publicación de los concursos literarios, historias de conventos, historias de la literatura, monografías y artículos, en busca de una lista general de poetas novohispanas. A lo anterior se sumó la búsqueda de archivo de las poetas procesadas aun cuando no figuraran en los registros literarios. Las mujeres que escriben versos y aquellas que son procesadas son criollas, de familias poco destacadas y con moderados recursos económicos; una buena cantidad de ellas son monjas que vivieron en el siglo xviii.

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De las poetas podemos contar a las siguientes, quienes están contenidas de alguna forma en los trabajos relacionados con la literatura novohispana. Siglo xvi

Inés de la Cruz Castillet y Ayala, D.ª Josefa Antonia Gallegos, D.ª Catalina de Eslava

Siglo xvii

María Inés de los Dolores y Cuellar, D.ª Francisca Carrasco Ramírez, sor Micaela Josefa de la Purificación, Agustina Josefa de Jesús Vera Villavicencio Palacios, María Rita Vargas, sor Josepha de Jesús María, D.ª Isabel de Rivera, Madre María de Jesús Ágreda, Margarita de Rivera, sor Juana Inés de la Cruz, Ana de Sayas

Siglo xviii

Sor Teresa Magdalena de Cristo, sor Juana de Teresa de San Antonio, sor Sebastiana María Josefa de la Santísima Trinidad, sor María Josefa de San José, sor Catarina Josefa de San Francisco, D.ª María Guerrero, D.ª María Dávalos y Orozco, María Dolores López, María Teresa Medrano, D.ª Francisca García de Villalobos, D.ª Ana María González, D.ª Blanca Méndez de Rivera, D.ª Josefa Guzmán, D.ª Juana de Góngora, María de Santa Clara, D.ª María Navarro, María Ana Águeda de San Ignacio, D.ª Manuela Martínez, D.ª Nicolasa Hurtado de Mendoza, D.ª María Sánchez Anaya, D.ª Clementa Vicenta Gutiérrez, María Marcela Soria, Phelipa Olaeta, Isabel de Tinoco

Cuadro 1.

De las poetas mencionadas antes, la mayoría no tiene relación con procesos inquisitorios, de las que sí aparecen, son pocas las féminas que son sujeto de proceso, las demás son mencionadas en casos ajenos que nada tienen que ver con obras poéticas. Del corpus anterior, las mujeres que aparecen en algún caso inquisitorio son las siguientes: D.ª Catalina de Eslava, en un proceso de deudas; D.ª María de Estrada Medinilla y sor Micaela Josefa de la Purificación, en un proceso ajeno; la beata Agustina Josefa de Jesús Vera Villavicencio Palacios, María Rita Vargas, sor Josepha de Jesús María, D.ª Isabel de Rivera, madre María de Jesús Ágreda, D.ª María de Rivera, sor Juana Teresa de San Antonio, sor María Josefa de San José, D.ª Blanca Méndez de Rivera y D.ª Juana de Góngora, por superstición. Además de las anteriores, podemos destacar a Phelipa Olaeta y Ana de Sayas, como casos especiales.

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Dentro de este nuevo corpus, aunque alguna vez escribieran poesía, son pocas quienes sus versos son tomados como prueba dentro del proceso o bien que fueran causa del mismo. Con lo anterior, comprobamos lo afirmado más arriba, las mujeres no eran consideradas dentro de los procesos por blasfemia o herejía, aun cuando sus poemas tuvieran características suficientes para su denuncia. Sin embargo, en el universo de acusaciones y de procesos, sobre todo, de alumbradas, hechiceras y judaizantes, de muy pocas se incluyen poemas. Aun cuando hay procesos que los contienen, son casi nulos los casos de aquellas que escriben los versos y menos quienes escriben con fines literarios. Lo anterior nos muestra que las mujeres acusadas, procesadas y culpadas en la Inquisición por lo general no fueron poetas declaradas, sino muy por el contrario, las poetas que tomaron la pluma con este fin nunca se vieron inmiscuidas en asuntos del Santo Oficio, por lo menos no por sus obras, como es el caso de sor Juana Inés de la Cruz y el sermón La fineza mayor, de Francisco Xavier Palavicino. En los casos de mujeres nuevas cristianas o de ascendencia conversa, que son mayoritarios en las denuncias inquisitoriales a mujeres, por lo general no se incluyen poemas; los pocos que encontramos son oraciones que servían para sustituir rituales declarados o traspasar la fe entre unas y otras, es curioso notar que era mucho más sencillo para las mujeres llevar la fe judía disfrazada que los hombres7, debido a que muchas tradiciones podían encubrirse como costumbres hogareñas. Según Solange Alberro, las mujeres judaizantes solían ser de edad madura y fungir como guía de otras mujeres en la misma situación. Los versos que encontramos en sus procesos se refieren siempre a oraciones con motivos judíos. Un caso interesante para mostrar los procesos a mujeres acusadas por judaizantes donde se incluyen versos es el caso de D.ª María de Rivera (AGN, Inq., vol. 403, exp. 3, fols. 371r-372v), peninsular, nacida en Sevilla y viuda de Manuel de Granada. D.ª María es procesada a causa de diversas denuncias donde se describen situaciones de la vida cotidiana que la demuestran como practicante oculta de la «fe de Moisés». En las declaraciones D.ª María Rivera se nombra «católica, bautizada y confirmada», pero las denuncias describen lo contrario. 7.

Para ampliar la información de mujeres acusadas por judaizantes en la Nueva España, véase Alberro (2006).

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De estas circunstancias y actos que la acusan podemos destacar las siguientes: hace repetidos ayunos en los días tradicionales para los judíos, come pescado en la noche, visita personas que al parecer también practican la misma fe y, sobre todo, enseña oraciones y ensalmos judíos. Cabe destacar que las oraciones, todas escritas en verso no son de autoría propia, todas son aprendidas y transmitidas de persona a persona de forma oral, obviamente por el riesgo que constituía llevarlo a la letra, D.ª María lo hace por petición de los fiscales. Tras la valoración de las pruebas, D.ª María es declarada culpable y condenada a cadena perpetua. Poco después de iniciarse en el cumplimiento de su pena D.ª María se deja morir de hambre. De entre las mujeres beatas, ilusas y alumbradas, tenemos una buena cantidad. Sobre todo en el siglo xviii encontramos casos diversos de estas mujeres que, según Águeda Méndez: Eran “mujeres que, bien en sus casas, solas o en comunidad con otras, emparentadas o no, dedicaban el resto de sus días a la religión”. Llevaban indumentaria distintiva y, las que pertenecía a alguna orden, hábito. Estas últimas respetaban las reglas pero no tenían obligación de clausura, no hacían votos y estaban subordinadas a la autoridad de las parroquias. También se daba el caso de que vivieran solas o con alguna persona o familia que les proporcionaba manutención. Muchas de ellas se dedicaban a la caridad y la asistencia (2001: 43).

Dentro de este motivo de proceso inquisitorial sí encontramos casos de textos escritos por mujeres, sobre todo, en las autobiografías, de las cuales hallamos considerable cantidad, principalmente en el siglo xviii. Las menos son las beatas e ilusas8 que escriben versos, aunque sí existen varios casos. El de María Rita Vargas y María Luisa Celis, tratado ya por Águeda Méndez y Edelmira Ramírez Leyva, no incluye textos, sino que los pronunciamientos tomados como heréticos son descritos por su confesor, quien hace la denuncia y describe las causas. El 11 de mayo de 1796, María Phelipa Olaeta (AGN, Inq., vol. 1391, exp. 8, fols. 163-195), doncella de aproximadamente 24 años,

8. Recordemos que las ilusas eran aquellas mujeres que fingían extrema beatitud y que por lo general veían visiones, padecían enfermedades y tenían de alguna forma comunicación directa con Dios, la Virgen o algún santo. Estas visiones y arrebatos rallaban muchas veces en lo blasfemo y herético.

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compareció por voluntad propia ante el tribunal de la Santa Inquisición con una acusación sobre sí misma de herejía, torpeza y abuso del sacramento de la penitencia. La intención de delatarse surgió después de su confesión con fray Francisco de Jesús María y Joseph, quien identificó las faltas. El fiscal encargado de llevar el proceso fue el propio Francisco de Jesús María, presbítero y religioso de la orden carmelita, nombrado comisario del Santo Oficio. El proceso inquisitorio aplicado a Phelipa Olaeta fue sencillo, la buena disposición de la joven aceleró el proceso y atenuó la consecuencia de forma considerable. En pocos meses Phelipa estaba libre de toda culpa. El 11 de mayo de 1796, Phelipa asistió a acusarse al tribunal llevando como prueba sus versos, considerados herejes, el 3 de junio, menos de un mes después fue citada para responder a una serie de preguntas para indagar el porqué de las proposiciones heréticas. El 13 de junio se revisa y discute por parte de fiscales y oficiales el caso completo, poniendo especial atención en los poemas de Phelipa para, finalmente, el 15 de junio dictar una sentencia laxa y permisiva, dando las gracias al confesor por su atención al caso. Olaeta quedaría absuelta después de cumplido el mandato del tribunal el 2 de diciembre del mismo 1796. Cabe destacar que Phelipa Olaeta es procesada principalmente por blasfemia, reflejado en sus comentarios desafortunados frente a otras personas, criticando de manera jocosa decisiones divinas o en referencia del físico poco agraciado de santos, calificados por la joven como «feos». A la par de dichos comentarios se usó como prueba de las acusaciones ciertos versos, aunque no de su autoría9, que solía cantar. La poesía jocosa en este caso es el principal agente de comprobación de las faltas de las que es acusada Olaeta. En sus declaraciones, da detalle de sus malas proporciones y da cuenta por escrito de los versos cantados. Nos llama la atención el uso de la literatura como prueba irrefutable de la falta herética y blasfema (AGN, Inq., vol. 1391, exp. 8, fol. 168). Como sabemos, Phelipa no tuvo, gracias a su cooperación, mayores problemas: se vio obligada a cumplir las penitencias impuestas por su confesor, como rezar y estudiar de forma reflexiva el catecismo, no asistir a festejos o eventos públicos y ayunar todos los viernes, siem9.

No se incluyen los versos incluidos en el proceso debido a la falta de total autoría por parte de Phelipa Olaeta.

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pre y cuando su salud se lo permitiese10. La conclusión de este caso nos deja ver cuán sencillos y burocráticos resultaban muchos de estos procesos inquisitorios. El caso más interesante dentro de las poetas novohispanas procesadas por la Inquisición es sin duda el de Ana de Zayas, personaje polémico y atrayente que se ha mantenido en la penumbra de las investigaciones e ignorada en la mayor parte de las antologías de poesía novohispana. Resalta, sin embargo, el invaluable trabajo de investigación que hace sobre la autora Concepción Zayas (2001; 2017). Además de ello, tenemos la mención de la poeta dentro de artículos, sobre todo, que versan sobre el tema de los alumbrados11. Ana de Zayas12, nacida en Puebla hacia 1650, era contemporánea de sor Juana; apenas dos o tres años debieron separarlas. Dos puntos más de unión tenemos entre ellas, por un lado el hecho de su amplia cultura y talento versificador y, por el otro, la amistad con D. Manuel Fernández de Santa Cruz. Ana de Sayas no fue una monja, ámbito favorable a los estudios femeninos. Su situación de casada, es posible que redujera la facilidad para leer y escribir, pero parece que pese a ello tuvo un desarrollo favorable. Conocemos de ella muy pocos textos, como el llamado Danza moral o juego de maroma, que se conservó gracias a que fue procesada por la Inquisición entre 1694 y 1700, proceso largo, difícil y con altibajos, en el que fueron y vinieron los papeleos, pero del cual salió bien librada sin ninguna consecuencia, gracias a la intervención del obispo Manuel Fernández. Santa Cruz con este hecho nos 10. Fray Francisco de Jesús María, encargado del proceso, nos da una detallada narración de la penitencia completa impuesta a Phelipa Olaeta y cuál fue el proceso en el cual se arrepiente y retracta de sus faltas (AGN, Inq., vol. 1391, exp. 8, fols. 190-191). 11. Concepción Zayas nos dice lo siguiente acerca de los alumbrados: «alumbrados o iluministas, secta radical de carácter místico que originalmente surgió en Guadalajara, España, en las primeras décadas del siglo xvi, fueron uno de los grupos que brotaron dentro de la gran conmoción religiosa que sacudía la Europa de entonces. Los alumbrados se nutrieron de la mística tradicional de occidente y el neoplatonismo gnóstico reavivado por el Renacimiento, y su idea central era concebir a la fe como amor o experiencia» (2001). 12. El proceso llevado contra Ana de Zayas es largo; se inicia en 1694 y termina hacia 1700. Por lo anterior, la cantidad de documentos expedidos son numerosos, sobre todo, por la insistencia de Manuel Fernández de Santa Cruz al tratar de quitarle responsabilidad declarándola «mal de la cabeza» (AGN, Inq., vol. 692, exp. 2, fols. 164-315).

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deja ver su simpatía y aceptación de las letras femeninas y nos asegura más la falsa enemistad entre el obispo y sor Juana. A Ana de Zayas se le procesó por alumbrada, tomando como prueba principal su poema. Lo anterior es importante, pues entre los procesos inquisitorios a mujeres donde se incluyen versos, este es una excepción, pues tenemos una obra de autoría de la acusada, que tiene fines literarios y no se trata de oraciones o conjuros, como en otros casos. La poeta nos demuestra que aunque difícil, el acceso de las mujeres casadas al mundo intelectual y literario no era imposible. Zayas supo combinar su vida marital y de madre con la escritura, circunstancia que la anota en una reducida lista de poetas seglares novohispanas. Debemos destacar, sin embargo, que su mayor acercamiento a las letras se dio no en el matrimonio, sino cuando, después de lograr la separación de su marido a causa de malos tratos y concubinato, se refugió en un recogimiento de mujeres administrado por Fernández de Santa Cruz, lo cual demuestra su amistad y la protección que le brindó el obispo, durante y después del proceso inquisitorio. El apoyo que recibe Ana de Zayas del obispo nos recuerda la también amistad de Fernández de Santa Cruz y sor Juana, dándonos una buena pauta para pensar que gustaba y apoyaba la escritura de las mujeres, alejándonos de la idea de una fuerte enemistad entre los dos personajes. La mayor estrategia de Santa Cruz para quitarle responsabilidades a la poeta fue declararla perturbada de sus facultades mentales: recordemos que el Santo Oficio no procesaba locos. El papeleo inquisitorio duró tantos años porque pese a la respetable opinión del obispo, el texto de Zayas parecía estar construido por una mujer perfectamente cuerda, veamos un fragmento:

Ay, le, le, Que no hay más que tener fe. Ay, le, le, Y yo les diré por qué. Pues Dios me dice en D. Ay Dexaré en manos de Dios Y en su sola providencia Es por sacar a bailar De la mano a la Prudencia. Oh, que valiente osadía

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Ha menester la milicia Pero qué valiente sale A acompañar la justicia. Hace cortesía de mano Que no la usa de cabeza Porque lleva de resguardo Una fuerte fortaleza (Zayas 2006: 441).

Aunque el texto de Ana de Zayas parezca sencillo e inocente, sus conceptos suponen conocimientos filosóficos y religiosos13, lo que la convierte en una mujer excepcional para su contexto, tomando en cuenta sus características biográficas. Es quizá por esto último que contó siempre con el apoyo del obispo, quien pasó por alto sus inclinaciones alumbradas, demostradas en sus versos. Mujeres fuera del estereotipo femenino novohispano. Palabras finales La poesía femenina novohispana no fue abundante; sin embargo, sus páginas van más allá de considerar solo a sor Juana Inés de la Cruz, aunque la brillantez de sus letras y su vida nos hiciera parecer lo contario. Desde el siglo xvi y hasta principios del xix, en que todavía podemos hablar de virreinato, las mujeres se dejaron sentir dentro del mundo intelectual y letrado, aunque, por supuesto, de forma reducida, considerando la deferencia de oportunidades de educación y publicaciones entre hombres y mujeres. 13. Concepción Zayas, hace una excelente síntesis de las ideas filosóficas y teológicas implicadas en su poema. Veamos lo siguiente: «Aunque el caso de Ana de Zayas da muestra de un cuerpo heterodoxo con características propias, ofrece también significativas consonancias en la raíz del alumbradismo español: la búsqueda de una religiosidad experimental y venturosa, la práctica del ejercicio ascético del dexámetro y con ello la defensa de la revelación interior por encima del dictamen eclesiástico, así como una asimilación muy particular de las filosofías griegas, cuya esencia de conocimiento con relación a la práctica de la virtud es transmitida por esta seglar Danza moral. Tal herencia se ve enriquecida con las vanguardias contrarreformistas promovidas por figuras de gran influencia como Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, además de las especificidades culturales y religiosas del contexto novohispano» (2006: 426).

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La mayor parte de las poetas novohispanas fueron monjas, con poca o nula publicidad literaria. Una minoría son mujeres seglares que tuvieron que esforzarse más que las monjas para sobrellevar su vida familiar en forma conjunta con el estudio. En general nos encontramos con que las mujeres novohispanas que incursionaron en el mundo de la poesía no fueron consideradas dentro de los procesos inquisitoriales, salvo algunas excepciones, en las que destaca Ana de Zayas. Podemos concluir que en el Santo Oficio se encuentra una importante cantidad de poesías, pero pocas de ellas fueron escritas por mujeres. Las poetas novohispanas siguieron el canon, así como siguieron la belleza de las letras. Referencias bibliográficas Alberro, Solange (2006): «Herejes, brujas y beatas: mujeres ante el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en la Nueva España», en Carmen Ramos Escandón (coord.), Presencia y transparencia: la mujer en la historia de México. Ciudad de México: El Colegio de México, pp. 83-96. Balbuena, Bernardo (2011): Grandeza mexicana. Madrid: Cátedra. Baranda, Nieves; y Marín Piña, Carmen (eds.) (2014): Letras en la celda. Cultura escrita de los conventos femeninos en la España moderna. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Baudot, George; y Méndez, María Águeda (1997): Amores prohibidos: La palabra condenada en el México de los virreyes: Antología de coplas y versos censurados por la Inquisición de México. Ciudad de México: Siglo XXI. Cervantes de Salazar, Francisco (2007): México en 1554. Joaquín García Icazbalceta (trad.). Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2007. Dedieu, Jean-Pierre (2004): «De la inquisición y su inserción social. Nuevas directrices en la historiografía inquisitorial», Coloquios de Historia Canario Americana, Cabildo de Gran Canaria, XVI, pp. 2116-2129 (consultado: 8 de noviembre de 2016). Estrada Medinilla, María (1640): Viage de Tierra, y mar, feliz por mar, y tierra, que hizo El Excellentisimo señor Marques de Villena Mi Señor, yendo por virrey, y capitán General de la Nueva España en la flota que embió su magestad este año del mil y seicientos y quarenta, siendo General della Roque Centeno y Ordoñez: su Almirante Juan de Campos. Dirigido a Don Ioseph Lopez Pacheco,

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Conde de Santistevan de Gormaz mi señor. Con licencia del Excellentisimo Señor Virrey desta Nueva España. Ciudad de México: Imprenta de Iuan Ruyz. Repositorio Documental Gredos de la Universidad de Salamanca (consultado: 8 de noviembre de 2016). Medina, José Toribio (2011): Historia del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México. Ciudad de México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Méndez, Águeda (1997): Catálogo de textos marginados novohispanos: Inquisición; Archivo general de la Nación (México). Ciudad de México: El Colegio de México/Archivo General de la Nación/ Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. — (2001). Secretos del oficio. Avatares de la inquisición novohispana. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México. Muriel, Josefina (2000): Cultura femenina novohispana. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México. Patiño, Maricruz; y Luna, Leticia (2011): Cinco siglos de poesía femenina en México. Antología. Toluca de Lerdo: Gobierno del Estado de México. Peña, Margarita (ed.) (1995): Cuadernos de Sor Juana: Sor Juana Inés de la Cruz y el siglo xvii. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México. Prosperi, Adriano (2009): «Nuevas perspectivas para una historia de la Inquisición», Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, vol. 41, pp. 1-11. Ramos Escandón, Carmen (2006): Presencia y transparencia. La mujer en la historia de México. Ciudad de México: El Colegio de México/Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer. Sten, María; y Gutiérrez Estupiñán, Raquel (2007): No solo ayunos y oraciones. Piezas teatrales menores en conventos de monjas (siglo xviii). Ciudad de México/Puebla: Universidad Nacional Autónoma de México/Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Vetteranta, Erja (2011): «“La relación feliz” de María Estrada Medinilla en la fiesta barroca de la Nueva España», Guarao, 15, n.º 36, pp. 34-48. Zayas, Concepción (2001): «La escritora Ana de Zayas y el obispo poblano Manuel Fernández de Santa Cruz», Anuario de Estudios Americanos, vol. 58, 1, pp. 61-81. — (2006): «Danza moral o juego de Maroma: religiosidad interior, filosofía ética y heterodoxia en Ana de Zayas. Escritora seglar procesada por alumbradismo (Puebla de los Ángeles, México, siglo xvii)», en Asunción Lavrin y Rosalva Loreto (eds.), Diálogos espirituales.

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Motivos tradicionales de hechicería erótica en denuncias y autodenuncias inquisitoriales de San Luis Potosí (1629) Manuel Pérez Paola Monreal

En 1629 San Luis Potosí era ya un próspero pueblo minero, a pesar de haber sido fundado hacía más bien poco, en 1592, por el capitán Miguel Caldera1. Un año antes había sido instituida una Real Caja con el fin de recibir las nada despreciables cantidades de metales procedentes de las minas, a juzgar por la rica veta de oro que se descubrió justo por esos meses en la mina del Cerro de San Pedro (Velázquez 2004: vol. 1, 539 y ss.). De modo que se trataba de un pueblo vibrante, habitado por aquellos personajes que solían atraer las minas: mineros, naturalmente, soldados y aventureros, pero también clérigos y oficiales de distinto género, así como indios y negros. Es decir, se trataba de una sociedad pluriétnica, rica aunque desigual y con fuerte presencia eclesiástica; tal vez por ello, como afirma Noemí Quezada, fue también un lugar en el que la moral religiosa hundió pronto sus raíces2.

1.

Se trataba de la fundación oficial, porque en realidad había ahí pueblo desde hacía tiempo (Velázquez 2004: vol. 1, 461-478). Manuel Muro hablaba de otra fundación, en 1576, por Luis de Leija (Muro 1910: t. 1, 2-3), y Francisco Peña va incluso más allá al opinar que «de la lectura de la provisión sobre repartimiento de tierras hecho a los indios tlaxcaltecas y de una declaración de Pedro de Anda, se infiere que […] se denominaba ya San Luis por el año de 1591, lo que da a conocer que el nombre de San Luis no lo impusieron los españoles al pueblo que fundaban, sino los misioneros a la congregación (franciscanos), cuando la establecieron» (Peña 1894: 86). En cualquier caso, el título de ciudad tampoco tardaría tanto, pues fue concedido el año de 1656, por el virrey duque de Albuquerque, título que fue confirmado por Felipe IV, el 17 de agosto de 1658 (Muro 1910: t. 1, 13). 2. Al menos así explica Quezada una curiosa discrepancia estadística de San Luis con el resto del virreinato, en cuanto a la distribución por género de las denuncias a cau-

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Es en este San Luis Potosí de 1629, entre el 3 de abril y el 22 de julio, en el que fueron recibidas varias curiosas denuncias y autodenuncias por Juan de Herrera Sandoval, comisario del Santo Oficio, referidas a cuestiones de hechicería3. Los denunciantes habían sido enviados al Santo Oficio por su confesor, un jesuita de nombre Gabriel Díaz4, quien al parecer les había condicionado la absolución a la exhibición de una constancia de presentación y autodenuncia ante el comisario5. El proceso inquisitorial consiste solo en denuncia, sin seguimiento judicial, pues el comisario no era juez, sino únicamente «un súbdito del tribunal de la Inquisición de México, era su ‘criado’. Pero al mismo tiempo era su delegado en el distrito y cabeza de los familiares del Santo Oficio en él», como afirma Martínez Rosales (1983: 415)6. sa de lo que llama «magia amorosa»: «En esta zona las mujeres y los hombres que se acercaron a las prácticas mágicas con fines terapéuticos o amorosos fue equilibrada 50% y 50%, proporción muy diferente al resto de la Nueva España, en la cual se presenta 69% de mujeres en relación con un 31% de varones, lo que permite plantear ciertas hipótesis explicativas para San Luis Potosí. En primer lugar, la represión impuesta por la religión, con un mayor control moral y sexual, hizo que los varones y las mujeres por igual se acercaran a la magia; y segundo, probablemente un menor número de mujeres españolas en la zona, limitó las posibilidades para encontrar a la esposa ideal que respondiera al modelo social, provocando la incertidumbre en los hombres, quienes se aproximaron a la magia para lograr sus objetivos» (Quezada 2002: 112). Es verdad que hay poca base para una conclusión de esa naturaleza, aunque también lo es que la proporción es, en efecto, equilibrada. 3. Dice Alfonso Martínez Rosales que el comisario era relativamente nuevo en el cargo: «el licenciado Herrera consiguió el título de comisario el 9 de octubre 1627, el cuál ejerció por casi cuarenta años. Todo esto, mediante la solicitud al alcalde mayor de San Luis, Juan de Cerezo y Salamanca, un testimonio de las probanzas de su padre Diego de Herrera, familiar que fue de la Inquisición de Toledo» (1984: 419-420). 4. Natural de Tavira, Portugal, nació en 1574. Entró a la Compañía de Jesús en 1591 y llegó a México en 1599, como profesor de gramática del colegio de Valladolid. Llegó a Pátzcuaro en 1607 y al año siguiente se ordenó sacerdote; desde entonces y hasta 1626 estudió la lengua purépecha. En 1626 fue enviado a la misión de San Luis de la Paz, donde permaneció cuatro años, para luego ser enviado a la Sierra Tarahumara en donde fundó las Misiones de Las Bocas. Ahí murió el 25 de septiembre de 1648 (Zambrano 1966: vol. 6, 169-179). 5. Noemí Quezada, quien estudió estos y otros documentos, afirma que los denunciantes «fueron obligados a delatarse por indicaciones de sus confesores, sacerdotes de la Compañía de Jesús, quienes no les otorgaron la absolución enviándolos ante el Comisario del Santo Oficio. Cabe aclarar, que aquellos que se confesaron con franciscanos sí fueron absueltos» (2002: 106). 6. Dice, además, que el perfil del comisario podría describirse del modo siguiente: «un eclesiástico letrado, cristiano viejo, de vida y costumbres ejemplares conforme a su estado y a la moral social de la época, de recta conciencia, obediente,

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Aunque uno de los casos, el de Juan Vizcaíno, sí sugiere la existencia de algún seguimiento judicial, pues requirió el interrogatorio de una chocolatera llamada Melchora, que había sido testigo del delito; luego, la chocolatera mencionó a un negro llamado Francisco, quien también sería requerido7. Las denuncias fueron las siguientes, expuestas en orden cronológico de presentación ante el comisario: El sábado 17 de marzo de 1629 se recibió la autodenuncia del sastre Francisco de Arellano, soltero de 26 años, español, «contra sí y contra Anna de Arellano, su hermana, porque le dio piedra ymán y azero para alcanzar mujeres» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 15, fol. 146r-v). Aunque la práctica denunciada es aquí realizada por un hombre, parece fácil, como se verá en otras denuncias (y como se vio desde los primeros tiempos bíblicos), acusar a una mujer de ser la causa primera del mal; llama la atención también el hecho de que dicha mujer era, en este caso, su hermana pues ¿qué clase de amor tendría que haber entre hermanos para que ella se arriesgase tanto por él cuando fue, claramente, capaz de traicionarla? Dos semanas después, el martes 3 de abril, el comisario recibe autodenuncia de María Velázquez, joven mestiza de 18 años, esposa de Juan Miguel, pastor de cabras. El documento dice que la joven «se labó las partes bajas y dio a un hombre el agua a beber [para que la quisiese]», lo que efectivamente confesó la joven y, además, que una india llamada María (que a la sazón se encontraba en Zacatecas) le había dicho «que para que a las mugeres quisiesen vien los hombres era bueno qu[an]do acababan de tener eseso [exceso] con ellos labarse las dichas mugeres las partes bajas y darles a veber aquella labadura» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 12, fol. 140r). Es sin duda, como algún lector avezado advertirá, una práctica escatológica y una creencia muy difundida, incluso hasta nuestros días, como adelante se verá. Justo una semana después, 10 de abril, el comisario recibe la autodenuncia de Juan Bautista, mulato, soltero de 33 años, esclavo de Antonio de Espinosa, presbítero y minero, por haber usado yerbas sumiso, fiel y reverente con el Tribunal, de espíritu de servicio a la religión, vecino y/o natural de San Luis, prudente, avisor, enérgico, cauto, discreto y sigiloso, no ‘parlero’, y persona en quien pudiera confiarse; además debería ser limpio de sangre» (2002: 410). 7. «Diego de Espinoza [y Melchora, mulata] contra Juan Vizcaíno [por tener un libro que trataba sobre hierbas]» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 19, fols. 154r-155r).

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para conseguir mujeres (AGN, Inq., vol. 363, exp. 13, fol. 142r); Juan Bautista alegaba en su defensa que un indio llamado Miguel, ya difunto, «le dio unas ierbas diciéndole que eran buenas para atraer mugeres y que le tubiesen amor», con lo cual ya son tres las confesiones que echaban la culpa a terceros, y en dos de los casos a indios que no podían ser traídos como testigos: una se encontraba en Zacatecas y el otro estaba muerto. Al siguiente lunes, el 16 de abril, fue recibida la autodenuncia de otro sastre, este de nombre Diego Bautista, mestizo, casado de 25 años, «contra sí y Antonio de San Martín, [porque] alcanzó mugeres traiendo una cabeza de golondrina» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 14, fol. 144r). Que Antonio de San Martín, compañero sastre8, le había dicho «que para afisionar y atraer a las mujeres a sus boluntades era buen remedio una cabesa de golondrina que se le pasasen los ojos con un cabello de muger de parte a parte» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 14, fol. 144r). Luego, pasado poco más de un mes, el viernes 25 de mayo de 1629, el comisario recibe la autodenuncia de Francisco, negro, esclavo de Francisca de Llama, viuda, por traer tierra de monte para conseguir mujeres; «que avra tiempo de seis meses que un negro llamado francisco esclavo de Fernando de Salasar y Ribera, de tierra angola y soltero, le dio a este denunsiante unas tierras que en el monte avía quitado del pie de un arbolillo que con el aigre se movia a todas partes y le dixo a este confesante eran buenas para atraer a las mujeres»9. Curioso, por lo menos, es que un tal Francisco, negro, denuncie también a un «negro Francisco».

8. Al parecer el colectivo de sastres, una profesión artesanal y liberal, era particularmente dado a la ambición y a medrar. Su deseo de mejorar llevaba a los sastres a ejercer profesiones complementarias, justamente como la curandería: «fuera cual fuera la causa que provocara este simultanear de actividades —garantía de subsistencia, complemento de retribuciones, enriquecimiento personal—, muchas de estas situaciones venían animadas por añadidura por un deseo de búsqueda de protección y significación social, como lo evidencia el acercamiento de numerosas figuras de sastres a entornos religiosos. Así hemos tenido oportunidad de comprobarlo en el caso del sastre Juan Francés —mozo del cura de Barajas Ramírez de Arellano—, quien temporalmente curaba en su casa unas cabalgaduras y trabajaba en unas labores de obra que el cura realizaba» (Marchant Rivera 2014: 115). 9. «Contra sí y otro negro Francisco […] que trayan tierra del monte para alcanzar mugeres» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 18, fol. 150r).

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El 28 de abril de 1629, Diego de Espinosa, clérigo de 24 años, denunciaba a Juan Vizcaíno, criado de Juan de Zavala, vecino, por decir que tenía un libro de hechizos para atraer mujeres10, «que puede aver un mes poco mas o menos que dicho este denunsiante en cassa de una chocolatera que se llama Melchiora, mulata, dixo el dicho Juan estando tratando cossas de mugeres ‘calle señora Melchiora que tengo yo un libro que trata de iervas y con un [ilegible] para qualquier cossa que quisiere de qualquiera mujer’» (154r). Como se adelantó, posteriormente el comisario llamaría a la mulata Melchora para que ratificara la denuncia, cosa que hizo. Pasadas varias semanas, el viernes 22 de junio de 1629, Luisa Fernández (15 años, esclava de Simón Pasqua, escribano real) acude a autodenunciarse ante el comisario del Santo Oficio y, de paso, denuncia a Joanna, negra, esclava de Melchor de Guzmán, presbítero, por haber dado «polvos de uñas en bebida para que la quisiesen». Que Joanna: […] le dixo a esta confesante que para que la quisiese bien un hombre le daría unos polvos, para lo qual le manda a esta confesante se cortase las uñas de los pies y de las manos y esta confesante lo iso asi y se las llebo de las quales no sabe de que mas hiso la dicha Joanna negra los dichos polvos, y se los dio a esta confesante mandandole los diese a vever dos veses al dicho hombre [un sastre llamado Juan López, español] y esta confesante se los dio a bever una bes nomas y con estos dichos polvos le a querido el dicho hombre y a tenido su amistad asta el dia de oy (AGN, Inq., vol. 363, exp. 16, fol. 148r-v).

Finalmente, el 22 de julio de 1629, Martín García, español de cincuenta años que trabajaba en la hacienda de Francisco Bravo, alguacil mayor, acude a denunciar a Joanna de la Cruz, mestiza, por traer un envoltorio sospechoso, que el denunciante encontró en la calle a Joanna, con quien «trataba de amores» y «teniendo un enojo con ella quiso aporriarla y iendole a dar le topo en la faxa que traia faxada un enboltorio y se lo quito […]»11. Así que se llevó el envoltorio a su casa 10. «Diego de Espinoza [y Melchora, mulata] contra Juan Vizcaíno [por tener un libro que trataba sobre hierbas]» (San Luis Potosí, 28-29 de abril de 1626) (AGN, Inq., vol. 363, exp. 19, fols. 154r -155r). «Que no lo dise por odio», afirmó el denunciante después del juramento y antes de la firma. 11. «Martín García contra Joanna de la Cruz, hechicera [le encontró en la faja un envoltorio con hierba pullumate, cabellos, recortes de uñas y polvos blancos]» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 17, fol. 152r).

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y lo enseñó a su mujer. Contenía «ierbas con cabesa de las que dicen se llaman pullumate y juntamente estaban en el dicho enboltorio unas uñas de gente, recortadas de pies y manos de persona y otro genero como polvos blanco» (AGN, Inq., vol. 363, exp. 17, fol. 152r); que, espantados, junto a otras personas, quemaron todo y que de ello salió humo morado y de otros colores. Finaliza diciendo Martín García que su mujer lo obligó a denunciar. Llama la atención que, a pesar de lo sospechoso que resulta la denuncia sin cuerpo del delito, el Santo Oficio incluya sin más en la relación de los documentos del expediente el título de «hechicera» para Joanna. ¿Y nosotros? ¿Cómo podríamos llamar estas prácticas? ¿Cuál sería el término correcto? Porque los nombres han abundado en los estudios sobre el tema: han sido definidas como «magia amorosa» o «magia erótica», lo mismo que como «brujería amorosa» o «brujería erótica»; también se ha reconocido ya la diferencia legal entre «brujería» y «hechicería», a partir de la ausencia o presencia en alguna de ellas de un pacto satánico; de modo que conviene ver cuál de dichas definiciones se ajusta a nuestras denuncias o si habría que recoger una mejor. En primer lugar, debe decirse que tanto brujería como hechicería pueden considerarse especies del género «magia», entendida esta desde su definición en el Diccionario de autoridades: «Ciencia o arte que enseña a hacer cosas extraordinarias y admirables»; de donde se puede deducir que la magia, a su vez, es solo una de las formas posibles de la maravilla. Curiosamente, una misma es la etimología para milagro y maravilla, ambas voces devenidas de la raíz latina mir- que remite a lo asombroso, a lo admirable; de modo que así como el verbo «miror, mirari» significa «maravillarse, admirar», el adjetivo «mirus, mira, mirum» significa «admirable, asombroso, maravilloso»; de donde tanto mirabilis como miraculum reciben el sentido de «hechos admirables, maravillosos». Es sin duda una etimología que se mantiene en el siglo xvii, pues Covarrubias todavía trae una definición en ese sentido: «Maravilla es cosa que causa admiración, del verbo latino miror-aris, por admirarse». Por lo demás, miraculum parece haber estado en un principio más cercano al prodigio o al portento12; y no sería sino hasta 12. Recuérdese cómo en el mundo romano la palabra miraculum era asociada también a cuestiones corporales: miracula puede ser, para Plauto, una mujer feísima, un «portento de fealdad» (Pérez Martínez 2008: 49-63).

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la Edad Media cuando el adjetivo miraculosus comenzaría a referirse exclusivamente a las maravillas de origen divino, por lo que los milagros se singularizaron frente a las otras maravillas de distinto signo que poblaban la imaginación y la realidad medievales13. Es Jacques Le Goff quien ofrece una tipología de lo maravilloso en el contexto medieval, según la cual lo sobrenatural se dividiría en Occidente, entre los siglos xii y xiii, en tres dominios: mirabilis, que nombra lo maravilloso con orígenes precristianos; magicus, lo sobrenatural maléfico, satánico; y, finalmente, miraculosus, lo maravilloso cristiano. Hay que decir, sin embargo, que la recuperación latina del vocablo griego μαγικό (magicus) remite más a lo misterioso o sobrenatural que a lo satánico, lo que sin duda llevaría a Le Goff a sugerir que en esta categoría podía caber también la «magia blanca» (Le Goff 1985). De este modo, si la magia es una de las formas posibles de la maravilla, y si la magia misma podría ser clasificada en dos especies: la brujería y la hechicería (por presencia o ausencia de pacto satánico respectivamente), habrá que discernir el papel del diablo en estos asuntos. Ya María Águeda Méndez nos recuerda que la vinculación de la brujería con el diablo, hacia el año 1326, había sido el elemento fundamental para su constitución como delito de herejía, lo que abría la puerta a su persecución inquisitorial14; por ello, el Malleus maleficarum trataría la brujería en estos términos: «Porque en muchos pasajes la ley divina manda que no sólo debemos evitar a los brujos, sino que también éstos tienen 13. Con todo, todavía en el siglo xvii la diferencia práctica entre el milagro y la hechicería no era del todo clara: «el año de 1657 à 12. de Febrero, estando el Cardenal Rapacciola del mismo achaque [el “mal de piedra” tan à lo vltimo apretado, que aviendo passado ya ciento, y siete horas de supression continua, recibidos los Sacramentos, esperaba por instantes la muerte. Su confessor acordandose de aquel milagro, escrive al punto en vna cedulita de papel estos versiculos de la Iglesia: In Conceptione tua, Virgo, Immaculata fuisti: Ora pro nobis Patrem, cuius Filium peeristi. Daselo en agua a beber al enfermo, que era devotissimo deste misterio; y al punto hechò siete piedras, y en vna dellas embuelta aquella cedulita, y quedò en vn momento sano» (Martínez de la Parra 1691-1696: vol. II, 7). Puede verse también Pérez Martínez (2017: 557 y ss.). 14. Se trata de la bula Super illius specula, en 1326, de la que escribe María Águeda Méndez, siguiendo a Jean Delumeau: «La importancia de este documento radicaba en que a partir de entonces la brujería se consideraba herética y, por tanto, a los inquisidores se les facultaba para perseguirla. La razón era contundente: “los magos al adorar al diablo y hacer un pacto con él [...] volvían la espalda a la fe verdadera”» (Méndez 2014: 218).

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que ser ejecutados, y en realidad no impondría esta pena definitiva si los brujos no hicieran reales y auténticos pactos con los demonios para provocar verdaderos daños y maldiciones» (Kramer y Sprenger 2006: 51). Se trata de una distinción con base en la causa eficiente del hecho, lo que configura varias clases diferentes de delito y, con ello, varios castigos; como consignara Martín del Río en sus Disquisitionum magicarum libri sex15. Así, la brujería sería perseguida como un crimen mayor contra la fe y la religión; de modo que a partir de tal concepción jurídica la bruja, como delincuente y como personaje de relatos orales, particularizaría sus rasgos de identidad sobre, justamente, «el pacto y la cohabitación con el Demonio, la propiedad de volar y el carácter maléfico y nocturno de sus prácticas», como afirma Ana María Morales (2000: 302-303)16; mientras que la hechicería quedaría en el imaginario colectivo asociada al conocimiento y uso de elementos naturales, a la curandería y, por supuesto, a la alcahuetería17. En nuestra opinión, tal distinción no es irrebatible como concepto cultural, por más que los tratados jurídicos de la época abunden en clasificaciones hechas a partir de ese criterio; porque no siempre una definición jurídica puede dar cuenta con precisión de fenómenos culturales complejos en los que se transgreden varios límites: el de la ortodoxia o el de las leyes naturales, por ejemplo18. 15. «Tam late sumptae Magicae divisio, petenda ex causis finali et efficiente. Ab efficiente ducitur divisio in Naturalem, Artificiosam et Diabolicam; quia cuncti effectus eius adscribendi sunt, vel infinitae rebus naturae, vel humana industriae, vel cacodaemonis malitiae. A finali causa, recte dispartitas: primo in bonam, si bona intentione et licitis mediis utatur (quod tantum competit artificiosae vel naturali) et in malam, cuius nempe finis vel media, quibus utitur, prava sunt; haec peculiaris est Magiae prohibitate, quam idolatriam tacitam et superstitionis speciem ese diximus» (1679: 4). 16. Sobre esta concepción de la bruja como maga satánica pueden verse también Guerrero (2007: 56 y ss.) y Gallardo Arias (2011: 77-111). 17. Adelante abundaremos sobre el énfasis femenino que esta última asociación trajo para las prácticas de hechicería, por lo pronto, véase lo que al respecto afirma María Vázquez Melio (2016: 713): «a lo largo del siglo xiv y comienzos del xv […] asistimos también a un proceso de depreciación, demonización y consiguiente marginación de aquellas mujeres que poseían todo un conjunto de prácticas, habilidades y saberes tradicionales relacionados con el ámbito de lo femenino; es decir, prácticas ancestrales que tenían que ver con los procesos naturales que van desde la sexualidad, la salud femenina o la procreación, en donde va a destacar la denostada figura de la comadrona como se percibe en el Malleus maleficarum». 18. De hecho, otro tanto sucedería en la persecución de idolatrías (desde la Edad Media) cuyo concepto de «idólatra» podía ser entendido de dos modos: idólatras eran

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Y es que, como apuntan Alberto Montaner y Eva Lara, las concepciones de brujería o de hechicería son diferentes si tratamos su uso en el ámbito tradicional o en el teológico; de modo que podríamos pensar en otras distinciones, como el de «magia alta» vs. «magia baja», por ejemplo: La primera comprende la astrología, la alquimia y la nigromancia; la segunda, la hechicería, la curación mediante encantamientos y la adivinación. Es decir, la magia se va concretando en una serie de ramificaciones que no van a representar más que la encarnación precisa de ese intento de influir en un cierto estado de cosas y, según use unas estrategias u otras para lograr sus objetivos, se hablará de una u otra de las mencionadas magias (2014: 51).

Asimismo, como ya proponía Martín del Río, podrían distinguirse tipos de magia también por su causa teleológica (es decir, por su fines), y así encontraríamos «magia blanca» vs. «magia negra»: una dedicada al bien y otra, al mal; criterio que si bien podría hacer coincidir la magia negra con la brujería19, no deja claro que la magia blanca esté efectivamente libre de participación demoniaca o al menos, de la presencia de algún daemon de raíz precristiana (Montaner y Lara 2014: 54). Incluso en el ámbito normativo la distinción entre brujería y hechicería no era tan clara. Ángel Gari, citando a Isidro de San Vicente (inquisidor del reino de Mallorca desde 1613 y, después de 1650, de Toledo), afirma que los magos podrían organizarse con base en la siguiente jerarquía: «brujos-brujas[,] como los que participan en juntas (aquelarres), real o imaginariamente, y practican daños como ejecutores de las órdenes del demonio. A continuación se extiende a los hechiceros, adivinos, invocadores de demonios y supersticiosos» (1991: 45). Es decir, la hechicería también implicaría la ayuda de demonios, como lo reconoce el Diccionario de autoridades, que define el verbo «hechizar» como «hacer a alguno muy grave daño, ya en la salud, ya trastornándole el juicio vehementemente, interviniendo pacto con el los hierberos y curanderos, más o menos tolerados, como lo eran los «doctores de idolatría», a quienes se les adjudicaba alevosía y comunicación con el Diablo (Pérez Martínez 2013: 221-252). 19. La magia negra es, según el Diccionario de autoridades, «el abominable arte de invocar al demónio, y hacer pacto con él, para obrar con su ayuda cosas admirables y extraordinárias. Latín. Magia supersticiosa, vel diabolica» (Aut., s.v. «Magia»).

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demonio, ya sea implícito, ya explícito»20. Para confundir más, cuando el mismo Autoridades define «brujería» remite a la hechicería y no solo al maleficio21. Con todo, las denuncias que aquí nos ocupan sí que podrían clasificarse como casos de hechicería simple y llana, magia natural, popular e inocua en términos de presencia demoniaca, aunque el criterio jurídico pueda quedarse corto para nombrar las muchas facetas de estos actos mágicos vinculados al erotismo. Como se adelantó, el nombre más común que se ha dado en los estudios de estas prácticas ha sido el de «magia amorosa», mismo que coincide en lo fundamental con el de philocaptio, concepto usado para estudiar las formas de la hechicería asociadas a la figura de la alcahueta, de la que Celestina es sin duda el paradigma hispánico (Cátedra 1989)22. 20. Aut., s.v., «Hechizar». Tampoco Covarrubias parece reconocer en su Tesoro el criterio diacrítico del pacto diabólico: «Cierto género de encantación con que ligan a la persona hechizada de modo que le pervierten el juicio y le hacen querer lo que estando libre aborrecería (esto se hace con pacto del demonio expreso o tácito); y otras veces, o juntamente, aborrecer lo que quería bien con justa razón y causa, como ligar a un hombre de manera que aborrezca a su mujer, y se vaya tras la que no lo es, y los hechizos como los daños que causan las hechiceras, porque el demonio los hace a medida de sus infernales peticiones» (Tesoro, s.v., «Hechicería»). 21. «El acto executado por maleficio y hechicería. Lat. Maleficium. Incantatio. LAG. Diosc. lib. 3. cap. 37. Untándose con este ungüento, se adormecen y sueñan las bruxerías que de ellas se cuentan» (Aut, s.v., «Bruxeria»). Cabe agregar que cuando Autoridades define «bruja» incluye también el pacto diabólico: «Comunmente se llama la muger perversa, que se empléa en hacer hechizos y otras maldádes, con pacto con el demónio, y se cree, ù dice que vuela de noche. Díxose assi por analogía de la Bruxa ave nocturna» (Aut. s.v., «Bruxa»). 22. De nuevo es aquí el Malleus maleficarum la fuente preferida para el conocimiento de su concepto en la Edad Media, a pesar de que este no haya sido precisado, ni en el Malleus ni en los estudios contemporáneos; de este modo, cuando el Malleus señala que las brujas «innumera Maleficia pertractant, eorum animos ad amorem illicitum vel Philocaptionem adeo immutando, vt nulla confusione, aut persuasione ab eis desistere valeant» («mediante toda clase de hechizos provocan la muerte de su alma debido al ansia excesiva del amor carnal, de manera que ni la vergüenza ni la persuasión pueden disuadirlas»); y adelante: «sed quia per hanc distinctionem non possumus discernere, qualiter interdum amor illicitus sed philocaptio procurari potest, est vlterius advertendum, quod Diabolus licet non possit esse causa illius inordinati amoris, directe cogendo hominis voluntatem, potest tamen esse per modum persuadentis» («y porque esta distinción no es suficiente para explicar cómo el demonio produce una frenética infatuación del amor, debe señalarse que, aunque no pueda causar este frenesí mediante la compulsión de la voluntad, puede llegar a lograrlo por medio de la persuasión») (1669: vol. 1, 47 y 48 respectivamente).

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De este modo, si en las nociones de magia amorosa o de philocaptio cabe tanto un pacto satánico como un brebaje, convendría volver al más preciso término de «hechicería» para nuestros casos; y si, en el mismo sentido, el adjetivo «amorosa» diluye la definición al punto en que permitiría algún tipo de magia culta, platónica23, conviene pensar en un término más duro y preciso, como el de «hechicería erótica»24. En los documentos que aquí se estudian no hay lugar ni para el demonio ni para el amor sublime de los poetas cultos, pues se trata de una magia mucho menos platónica y muchos menos malvada, que remite a prácticas más bien populares y que vive –aún– también en motivos de la tradición oral. «Hechicería erótica», entonces, por cuanto que se trata de prácticas mágicas cuya causa no implica pactos con el diablo, y por cuanto la dimensión del amor aquí buscado es erótica y sexual. Detengámonos un poco en la consideración de las «causas jurídicas» de las denuncias y autodenuncias por hechicería erótica aquí presentadas: usar piedra imán o una cabeza de golondrina para alcanzar mujeres, usar «lavadura» de partes bajas o polvo de uñas para alcanzar hombres, etc., todas ellas pueden encontrarse también como motivos narrativos tradicionales, en la época de las denuncias, antes y después de ellas, algunos de estos motivos estarían vigentes, incluso, hasta la actualidad; lo que sugiere la existencia de una matriz cultural, narrativa, que coadyuva a configurar el hecho jurídico o litis; es decir, que los diligentes inquisidores y sus asistentes podrían haber estado persiguiendo durante todos esos años no otra cosa que realidades literarias. Ya Solange Alberro ha reseñado aquel caso de mentalidad Tampoco en el Formicarius (1475), de Juan Nider, encontramos una definición en toda regla, aunque sí una tipología: «De philocaptione igitur seu amore inordinato vnius sexus ad alterum, scire debes quod triplici de causa oriri potest. Aliquando ex sola in cautelarum: Aliquando ex tentatione Daemonum tantum: aliquando vero ex maleficio necromanticorum similiter et Daemonum» (1602: 361). 23. Como aquella magia que conduce a un amor esencialmente distinto del erotismo y de la sexualidad, como escribió Octavio Paz: «En todo encuentro erótico hay un personaje invisible y siempre activo: la imaginación, el deseo» (1993: 15). 24. Tal como la describe Óscar González siguiendo a Solange Alberro: «la hechicería erótica […] era la más recurrente en la sociedad novohispana de los siglos xvi y xvii, pues consistía en la búsqueda de favores sentimentales o sexuales que un hombre y, principalmente, una mujer (en razón a las dinámicas sociales de la época) deseaba obtener de una persona ajena o reticente a sus intenciones, por lo que acudía a una hechicera que con amuletos, conjuros, bebedizos o amarres, entre otras prácticas de magia y superstición, atraía al ser amado» (2013: 71) (Alberro 2006: 92).

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supersticiosa, ocurrido hacia el siglo xvii en los alrededores de Acapulco, que se coló a un proceso judicial: un hombre es apresado por haber matado un caimán en el momento en que una anciana moría cerca de ahí; dicha anciana, en el momento de su muerte dijo que la mataba aquel que mataba el caimán, y ello fue argumento suficiente para considerar al señalado como culpable de asesinato de la mujer. La acusación se fundamentaba tanto en la fama de hechicera de la vieja como en la probabilidad de una manifestación de su «nahual», pues seguía viva la creencia indígena en la doble alma de ciertas personas poderosas (una alma humana y otra animal), tanto como de la antigua costumbre europea de atribuir a las brujas el poder de transformarse en animales; en cualquier caso, ello muestra el valor jurídico que podía tener una creencia popular (Alberro 1997: 105). Por ello propongo estudiar estas causas jurídicas como motivos narrativos, con el fin de sentar las bases de su entendimiento como elementos suprajurídicos y cuasi literarios. El Diccionario de retórica y poética de Beristáin define el motivo como una unidad sintácticotemática recurrente en la tradición en virtud de que ofrece algo inusual y sorprendente, distinta del lugar común25; motivo es aquella construcción cuyos elementos se hallan unidos por una idea o tema común, son unidades capaces de pasar de una cultura a otra y de integrarse en conjuntos más vastos. De este modo, en la narratio (de un discurso jurídico tanto como de uno literario) la suma de motivos armarían el argumento: la serie de hechos sobre cuya base se teje la historia; así, la repetición de un motivo da lugar a la aparición de lo que se conoce como leitmotiv, motivo recurrente y ordenador de los elementos (u otros motivos) integrantes del texto; alguno de estos, en función de su posibilidad de condicionar o ejercer dominio sobre el 25. Diccionario de retórica y poética: s.v. «motivo». Es la definición más simple y conocida, que sigue en mucho aquella otra definición, también tópica, de Haggerty Krape: motivos son «los elementos más pequeños –personajes, objetos, incidentes– capaces de perdurar en la tradición» (1963: 21). En realidad, para una definición de motivo en toda regla tendríamos que remontarnos a Alexander Veselovski, sobre cuyos postulados se construyó la mayoría de los estudios posteriores del cuento tradicional; como se sabe, en su Poética de los argumentos (1913), Veselovski entendió el motivo como la unidad más simple de la narración, aquella que contenía una proposición narrativa básica y que, en conjunto con otros, podía constituir un tema (Propp 1986: 25). Lo mismo que Boris Tomachevski para quien el motivo es la «unidad mínima de significación» (1982: 185-186).

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texto en su conjunto, se pueden convertir en motivos temáticos. Se trata de una lectura que puede coincidir con algunas aproximaciones cuasi-gramáticas de la escuela formal-estructuralista, en las que La estructura del motivo puede ser comparada a la estructura de la proposición (juicio). [Para lo que] Proponemos que se considere el motivo como un micro sujet en un acto, cuya base es la acción. La acción en el motivo es el predicado del que dependen los argumentos-actantes (agens, patiens y así sucesivamente). Del predicado depende el número y carácter de los mismos. El motivo debe abarcar esa estructura en su totalidad (Meletinski 1993: 132-133).

Naturalmente, una definición estructural de motivo nos serviría para intentar precisar la función que esta unidad narrativa cumple al interior de las denuncias, acusaciones y sentencias de los tribunales. Sin embargo, hoy nos detendremos solo en el comportamiento extratextual del motivo; es decir, en su pertenencia a un ámbito extrajurídico desde el cual sería posible rastrear su huella y su presencia en la tradición literaria popular así como su función en la cultura jurídica que suele rodear toda sanción estatal. Por ello, nos sirve más una definición atenta a la tradicionalidad del motivo y, por tanto, a su tránsito entre tipos y aun entre géneros diversos; una definición, por ejemplo, como la que en su momento acuñaría Juan Manuel Cacho Blecua para su estudio de los libros de caballerías: el motivo como una unidad recurrente y estereotipada de contenido, que propicia, moldea y cohesiona la acción, funcionando en diversos niveles narrativos y según distintos grados de abstracción (Bueno Serrano 2008: 31-46)26. Es esto justamente lo que proponemos aquí: entender las causas perseguidas por la Inquisición como motivos narrativos, y el motivo como una mínima unidad narrativa, recurrente y estereotipada, capaz de generar núcleos temáticos o, en su combinación, tipos, en el horizonte fehaciente de la tradición oral. Mercedes Zavala ya reconoce esta capacidad generadora del motivo en su definición de leyenda: «En términos generales, la leyenda tradicional es una narración en prosa

26. Aurelio González trae, además, un uso técnico musical del término para rescatar una definición frecuentemente olvidada en los estudios literarios: su dimensión generadora, al concebir el motivo como un elemento que reproduce, desarrolla o recrea partes contenidas en la idea generadora de la composición (2003: 353).

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con valor de verdad reconocido para la comunidad. La característica fundamental de su forma es la apertura y sencillez estructural; el relato consiste en un solo motivo narrativo apoyado por la creencia del narrador» (Zavala 1998: 191). Veamos qué se puede encontrar en las causas vistas como motivos en estas denuncias. En primer lugar, encontramos un conjunto de motivos vinculados al uso mágico de elementos naturales, como los de las denuncias del 10 de abril y 25 de mayo respectivamente: en la primera, el mulato Juan Bautista confiesa que ha usado hierbas para conseguir mujeres, por consejo de un indio; en la segunda se denuncia a un hombre que había dicho poseer un «libro de hierbas» que traía métodos para conseguir mujeres. Se trata de una longeva tradición de hechicería erótica a partir de elementos vegetales que puede encontrarse desde la Antigüedad, en la tradición griega, judía o hindú; es también un tópico bien constituido que incluso tuvo funciones ejemplares en la obra de Cesáreo de Heisterbach (siglo xiii), asociadas a las apariciones de almas en pena que intentaban educar con el ejemplo, en este caso, de una mujer que había empleado hierbas para conservar el amor de su esposo (Heisterbach 1998: 27)27. Se trata, también, del tipo de hechicería botánica que tan fértil ha sido en el estudio de La Celestina, como escriben Manuel Pardo y colaboradores: […] tanto Celestina como sus correligionarias reales comenzasen su periplo por el proceloso mar de la magia como curanderas, empleando diferentes plantas tóxicas de benéficas propiedades en dosis pequeñas, pasando poco a poco a proporciones más elevadas, descubriendo así los efectos psicotrópicos que éstas poseían. Flora medicinal que, según la dosis, se transformaba en satánica, favoreciendo todo tipo de visiones y creencias. Conocimiento codiciado y peligroso, que veía reforzada su actividad con el recitado de conjuros y oraciones demoníacas, cuyo papel era crear el escenario psicológico adecuado para llevar a cabo rituales de aojamiento, ligamen, maleficio o curación (Pardo de Santayana et alii 2006: 255).

27. El motivo está registrado en Stith-Thompson: D1355.22. Love-producing magic plant; y Tubach: 3126. Magic practiced by wife. A matron, who had practiced the art of magic to keep the love of her husband appeared after death for deliverance from purgatory.

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Otra especie de denuncias vinculadas al uso mágico de elementos naturales es el referido a la tierra y sus elementos. Como en la autodenuncia del negro Francisco, quien trajo tierra del monte para alcanzar mujeres; o, más específica, la denuncia de Francisco de Arellano, contra sí y contra su hermana, por haber usado piedra imán y acero para el mismo efecto. En su confesión, aseguró que su hermana, Ana de Arellano, le dijo que «la piedra yman era buena para atraer las voluntades»; que la usó, se confesó y la volvió a usar: luego de no tener efecto satisfactorio arrojó la piedra y se volvió a confesar. Se trata este también de un motivo antiguo, ya presente en los Gesta romanorum (siglos xiii-xiv) y que Mariano José Vázquez Alonso describe del modo siguiente: «Para la magia la piedra imán constituía un importante elemento por las muchas propiedades y virtudes que se le atribuían. Dedicada al dios Marte, se la consideraba muy valiosa porque reforzaba los lazos de la amistad, del amor e, incluso, del matrimonio» (2002: 194)28. Otro género de hechicería erótica visto en las denuncias lo constituye el uso de amuletos de distinto tipo y hechos con distintos materiales; aquí el ingenio y la capacidad combinatoria desempeñan un papel importante. Así sucede en la denuncia que presenta Martín García contra la joven mestiza Joanna de la Cruz, a la que el denunciante dice haberle encontrado un bulto sospechoso, que después vino a ser un amuleto, en el momento en que la iba a «aporrear» (con el derecho propio de un viejo casado que «trata de amores» a una joven de clase baja). Estos amuletos hechos con uñas, cabello y otras partes del cuerpo, también son motivos recurrentes en la tradición oral, como registra Thompson29. El otro amuleto es de uso 28. Thompson y Tubach registran lo siguiente: Stith-Thompson: D931.0.4. Magic stone as amulet (cfr. D1274.1.); Tubach: 3144. Magnet, power lost. A magnet loses its power in the presence of a diamond. 29. Stith-Thompson: D1274.1. Magic conjuring bag. Filled with nail parings, human hair, feet of toads, and the like. *Kittredge Witchcraft 48ff., 401f. nn. 197--208.--Africa (Ekoi): Talbot 403. Aurora López dice que «existen también amuletos de origen animal y vegetal; estos últimos se colocan dentro de un saquito, que se llevaría colgado. En los amuletos de animales figura el escorpión, protector contra su mordedura y contra el mal de ojo. En el zodíaco rige las partes sexuales; asociado al falo se utiliza para los desórdenes de tipo sexual, aunque también puede incitar a la concupiscencia. El perro, figura unida a Hécate en sus ritos mágicos, es utilizado (huesos y piel de perros guardianes de casas) por su

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masculino; consiste en la portación de una cabeza de golondrina con un cabello de la mujer deseada a fin de conseguirla. Se trata de una práctica que ha dejado huella también en la memoria colectiva, de modo que hoy en Zacatecas y otras regiones de México se suele decir que «traer golondrina» o «traer chuparrosa» significa poseer encanto o ser atractivo para las mujeres. Es también, asimismo, un motivo tradicional bastante difundido30. Finalmente, los filtros de amor son el tipo más llamativo de hechicería erótica que encontramos en estas denuncias; filtros que pueden ser hechos a partir de los polvos de uñas o cabellos que solían traer algunos amuletos, o a partir de sustancias mucho más escatológicas, como los flujos vaginales o «labadura» que usó María Velázquez con un hombre para conseguir su amor. Sobre esto segundo, puede verse la profunda tradición de motivos vinculados al simbolismo erótico del agua, tanto como a su uso en la hechicería erótica31. En México, esta hechicería se conoce hoy como «agua de calzón»; en Chile y Perú, como «agua de poto», y es posible incluso encontrar recetarios detallados al respecto. Gustav Henningsen, por ejemplo, nos describe el hechizo de la avellana, que va por estos curiosos términos: El hechizo consistía en arrancarse unos cuantos pelos de las partes vergonzosas y hacer con ellos una bola, después se metía ésta en la cáscara de una avellana y se tragaba. Cuando la avellana era desalojada por el recto, se machacaba hasta hacerse un polvo, que luego debería mezclarse con sangre menstrual y echarse en la comida del hombre a quien se quería subyugar (1994: 11-28).

poder apotropaico, y se emplea en magia homeopática para captar la fuerza de la constelación que lleva su nombre». 30. Stith-Thompson: D1011.0.1. Magic bird head. *Aarne MSFO XXV 175; *Type 567; India: Thompson-Balys. 31. Stith-Thompson: D1355.2.1.2. Magic water causes sexual desire (cfr. D1242.1.). D1041. Blood as magic drink. D1355.2.2. Blood as love-philtre. D1355.2.3. Semen in love-philtre. D1355.3.1. Seed mixed with blood as love charm (cfr. D971.). Confróntese con D1242.1.1. Baptismal water as magic object. D1242.1.2. Holy water as magic object. D1305.1. Drop of water from Paradise gives power of prophecy. (cfr. D1242.1.). D1310.9. Magic water gives knowledge. D1311.3.1.1. Divination by water. D478.4. Transformation: water to marvelous drink. Tubach: 5210. Water, for washing feet, drunk. A man drinks the water which had been used to wash the feet of a pauper.

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Finalmente, es posible encontrar filtros con elementos de amuleto32, pues la utilidad de las partes pulverizadas del cuerpo humano no solo se expresaba al ser portadas, sino que funcionaban mejor si lograban penetrar el cuerpo deseado, básicamente por ingesta. Veamos de nuevo el caso de Joanna: […] le dixo a esta confesante que para que la quisiese bien un hombre le daría unos polvos para lo qual le manda esta confesante se cortase las uñas de los pies y de las manos y esta confesante lo iso asi [se las dio a un sastre llamado Juan López, español] y se las llebo de las quales no sabe de que mas hiso la dicha Joanna negra los dicho polvos y se los dio a esta confesante mandandole los diese a vever dos veses al dicho hombre y esta confesante se los dio a bever una bes nomas y con estos dichos polvos le a querido el dicho hombre y a tenido su amistad asta el dia de oy (AGN, Inq., vol. 362, exp. 16, fol. 148r ).

Por supuesto, hacer que partes del cuerpo femenino entren en el masculino parece una venganza por parte de la mujer, la siempre penetrada, la que por esa vía encuentra la oportunidad del equilibrio; hacerle beber su esencia, amamantarlo de ese modo brutal, son ya palabras mayores. Por ello, y por otros de los motivos que aquí encontramos, es que suponemos que hay en estos documentos elementos suficientes para volver a sustentar la asociación punitiva de la magia ilícita con lo femenino, e incluso su definición por lo femenino; ello es, por supuesto, un procedimiento razonable y útil que ha permitido enfocar el problema desde una dimensión social y cultural más comprensiva, además de que se trata de un enfoque perfectamente documentable33. La obra 32. Este carácter misceláneo de la hechicería ya lo describe Diana Rueda: «Las hechiceras novohispanas utilizaban hierbas para hacer bebedizos y dárselos a sus maridos, recurrían a la sangre menstrual para revolverla junto con la cena del marido o bien conseguían el cadáver de un ave llamada “chuparrosa” para atraer al ser amado. Con este conjunto de prácticas se buscaba afectar físicamente al otro, para esto se tenía que estar en contacto directo con él». 33. Dice ya el Malleus maleficarum [1578]: «Con justicia podemos decir, con Catón de Utica: “Si el mundo pudiera liberarse de las mujeres, no faltaría Dios en nuestras relaciones”. En verdad, sin la vileza de las mujeres, para no mencionar la brujería, el mundo seguiría existiendo a prueba de innumerables peligros» (Kramer y Sprenger 2006: 121). El Tesoro de Covarrubias recoge una definición en este sentido, aunque más comprensiva: «Este vicio de hacer hechizos, aunque es común a hombres y mujeres, más de ordinario se halla entre las mujeres» (Tesoro, s.v., «Hechicería»).

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de Jules Michelet es, en este sentido, paradigmática, porque se interesa casi en un mismo movimiento de la bruja y de la mujer, ocupando para ambas similares estrategias definitorias: su cercanía a lo natural, a lo vegetal, a la fertilidad y a la imaginación. Si en La femme (1859) Michelet había sentado las bases del reconocimiento de lo femenino por su vínculo con la labor de la naturaleza34, tres años después, en La Sorcière (1862), sería más radical: Todo pueblo primitivo tiene el mismo comienzo […] El hombre caza y combate. La mujer se ingenia, imagina: engendra sueños y dioses. Cierto día es vidente: tiene las alas infinitas del deseo y del ensueño. Para contar mejor el tiempo, observa el cielo. Pero la tierra no está por ello menos en su corazón. Con los ojos bajos sobre las flores enamoradas, ella misma joven y flor, la mujer traba con las flores un conocimiento personal. Es mujer, y les pide que curen a los que ella ama (2008: 7)35.

Así, viene bien que los estudios de la brujería o hechicería en las sociedades coloniales hispanoamericanas inicien por su definición como un asunto femenino, de acuerdo con el argumento construido con base en tres presupuestos: la sujeción inicial de la mujer al poder patriarcal, su consecuente marginación de las fuentes de poder y la transgresión que implica el empoderamiento femenino por medio de la magia36, porque de algún modo, es verdad, la práctica de la hechicería otorgaría a la mujer la ocasión de subvertir el orden masculino establecido pues, como afirma Patricia Gallardo, «por medio de hechizos, la mujer tuvo la capacidad de disponer de nuevas reglas en las cuales ella es la que 34. «Los frutos efímeros que el otoño arroja a torrentes para perderse, ella los fija, los encanta» (Michelet 1985: 101). 35. La traducción que de este mismo pasaje trae Carlos Fuentes, como epígrafe de Aura, es sin duda más hermosa, más libre, aunque también más significativa: «El hombre caza y lucha, la mujer intriga y sueña: es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer» (Aura, 2001). Sobre la presencia del pensamiento de Michelet en la obra de Fuentes puede verse Pérez Martínez (2003: 141-151). 36. Como lo expone Noemí Quezada, tratando justamente algunos de los documentos que aquí se estudiarán: «Las relaciones asimétricas entre los sexos, en las cuales el hombre ejercía el poder sobre la mujer y los hijos, explican el por qué la mujer novohispana mayoritariamente se acercaba a las prácticas mágicas buscando un mecanismo de equilibrio para revertir el orden social y obtener el poder sobre el hombre» (2002: 105).

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ordenaba, formaba criterios de rechazo o aceptación, controlaba voluntades y condenaba actitudes» (2011: 108)37. En cualquier caso, se trata de una venganza simbólica, más cerca de la metaforización del cuerpo que de la conceptualización jurídica; por ello, una forma posible de entender estas causas judiciales es como sistemas de motivos literarios que articulaban en la tradición oral sistemas de creencias, como marco, fuente y referencia de las prácticas sociales cotidianas. La categoría motivo, por otro lado, es menos rigurosa que cualquier categoría sociológica, pues se mueve siempre en la adaptación y la recreación; lo que permite sin problema concebir como parte del sistema la excepción de la regla social o la observación de matices en su cumplimiento. De este modo, aunque aceptamos que la hechicería ofreció a la mujer novohispana una oportunidad de emancipación, sobre todo, cuando se trataba de hechicería erótica, no se pierde de vista que estas prácticas no eran exclusivamente femeninas, pues era corriente que hombres fuesen también usuarios de ese poder simbólico con el fin de «alcanzar mujeres», como se ha advertido en las denuncias que aquí se estudian y en su longeva vida como motivos de la tradición oral. Referencias bibliográficas Alberro, Solange (1997): Del gachupín al criollo. O cómo los españoles de México dejaron de serlo. Ciudad de México: El Colegio de México. — (2000): «El Santo Oficio Mexicano en este final de siglo», en Noemí Quezada, Martha Rodríguez y Marcela Suárez (eds.), Inquisición Novohispana. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad Autónoma de México, vol. 1, pp. 49-50. — (2006): «Herejes, brujas y beatas: mujeres ante el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España», en Carmen Ramos Escandón (coord.), Presencia y transparencia: la mujer en la historia de México. Ciudad de México: El Colegio de México, pp. 79-94.

37. O como afirma Raquel Martín: «el hecho de que algunas mujeres recurran a la magia amorosa para cumplir su deseo de mantener relaciones con varones […] significa una toma consiente de decisiones sobre la propia sexualidad, sobre el propio cuerpo» (2004: 71).

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Magia y estructuras punitivas en procesos contra mujeres durante el periodo novohispano, Zacatecas Graciela Rodríguez Castañón

El ser y el deber ser femenino, mujeres transgresoras En el Zacatecas colonial, como en otros lugares del territorio novohispano, se ejercieron actividades entre los límites de lo permitido y lo prohibido. El transcurrir de la vida cotidiana se veía influida por sensaciones, emociones y deseos propios que se manifestaban a manera de mitos y creencias de orden mágico-religioso, relacionados con las necesidades y problemas de sus habitantes. Este trabajo versará sobre el análisis de un aspecto de su cultura: las prácticas mágicas femeninas registradas en los expedientes del Santo Oficio, a través de algunos de los procesos inquisitoriales contra mujeres más representativos y ejemplares que acontecieron en esta región. Se revisará en especial la presencia normativa, desde la lectura de los edictos de fe hasta la ejecución de la sentencia, cuando el tribunal recobraba toda la carga simbólica y la dejaba caer sobre una de las partes más sensibles de la sociedad, las mujeres transgresoras. Discutir alrededor del discurso inquisitorial requiere indicar la estructura punitiva, en el sentido social, político y religioso. El control social era uno de los objetivos de la represión inquisitorial, siendo los grupos marginales a quienes iba dirigida la vigilancia pero, sobre todo, hacia el sector más vulnerable, que era la mujer. De esta manera eran vigiladas desde sus relaciones familiares, sociales, políticas hasta sus relaciones amorosas, que se tenían y desarrollaban en Zacatecas, legado de una tradición ancestral occidental que marcaba la

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imagen de la mujer y por consecuencia lo que se esperaba de ella. A la mujer, en la época colonial, se le consideraba con una inferioridad física y mental con respecto a la del hombre; de fragilidad corporal, con predominio de los sentidos, en una eterna minoría de edad, lo cual la supeditaba a la tutela masculina; pasaban de ser hijas a esposas, siempre bajo el cuidado de la figura del varón. De acuerdo con los cánones las cualidades o las virtudes que debían poseer las mujeres, no como virtud sino como una sugerente obligación eran: la obediencia o docilidad, la castidad, la honestidad, la modestia, la ternura, la delicadeza, la compasión y la vergüenza (Recéndez Guerrero 2006: 34-35). Este tipo de discurso fijó las pautas de comportamiento en ambos sexos. Sin embargo, a pesar de que se establecieron figuras, sobre todo, para la mujer, por los datos que arrojan los documentos que analizamos, consideramos que el modelo que se siguió no fue establecido para todas las personas de igual manera. Así, por ejemplo, lo de ser consideradas en una eterna minoría de edad y, por lo tanto, como seres sin posibilidades de emancipación, necesitadas de estar siempre bajo la protección de un varón, era un supuesto que se rompía por una consideración de clase. Esto pudo haber funcionado para las clases económicamente desahogadas, pero para las mujeres que no tenían qué comer o forma de alimentar a sus pequeños hijos, esta norma no se ajustó; si eran abandonadas o viudas, sin el apoyo de una familia preponderante, debían desempeñar el papel del hombre, protegiendo y sosteniendo a su familia, lo cual las orilló a ejercer algún oficio que les garantizara la subsistencia. Tales empleos variaban desde el comercio de algún artículo elaborado por ellas mismas, el préstamo de algún servicio o bien sobrevivir desarrollando sus conocimientos como curandera e intentando doblegar las fuerzas de la naturaleza dando algún consejo e impactando los sentidos de sus adeptos como hechicera o bruja. El abuso físico del hombre hacia la mujer corresponde a la supuesta inferioridad física y mental de esta, que a su vez refuerza la dependencia como una necesidad, según se puede constatar a través de las denuncias por maltrato de los maridos que contienen los acervos de los archivos y que fue motivo en diversos procesos para «consultar» y «solicitar» servicios de mujeres que se dedicaban a las prácticas mágicas. En la época colonial se consideraba que el hombre era superior a la mujer, quien debía ser casta y trabajadora para tener un marido.

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Ya casada, estaba obligada a ser buena administradora del hogar, educadora de los hijos, obediente para evitar el maltrato del marido y cumplidora con el débito conyugal. El hombre, marcado como superior en todos los aspectos, debía ser fuerte, trabajador, buen jinete y con suerte en los juegos, proveedor y protector de la mujer y de los hijos, a quienes consideraba de su propiedad. Pero, por otra parte, es interesante la opinión de François Giraud, que a nuestro parecer rompe con algunos esquemas. Este autor señala que la mujer novohispana (sobre todo la indígena) tuvo a cuestas dos desventajas: el predominio masculino en el grupo de los conquistadores, de donde se desprende una imagen doblemente desfavorable, el hecho de ser mujer y ser indígena (hijas de los vencidos). La segunda desventaja es la que trae aparejada la imagen en el conquistador de la mujer mediterránea, de quien pensaban era subordinada e irresponsable (una imagen de la mujer española) (Becerra 1982: 74-75). Por lo anterior, debemos señalar que de esta manera nos explicamos que las relaciones entre la mujer y el varón fueron vínculos de poder ejercido en un mayor número por el varón, quien llegaba a la prepotencia y maltrato hacia las mujeres en el ámbito doméstico. La mujer tenía dos caminos para equilibrar esta situación: la religión y la magia, siendo la magia una esperanza para revertir el orden establecido. En este orden de ideas, la magia se convierte para las mujeres en un tipo de poder que controla la expectativa del otro, el tiempo del otro, llenando las perspectivas de poder de un grupo social que tuvo oportunidad de asomarse a la cotidianeidad de una vida. Entre Dios y el demonio: la beata La comunidad cristiana se desarrolló en un orden social con reglas y normas acordes a la letra evangélica que inundaban la vida cotidiana. El hombre y la mujer tenían designados ciertos roles de tipo social, sexual, cultural, familiar. Bajo estos parámetros se medían las acciones y actitudes del ser humano dentro del grupo social sujeto a tales dogmas. De acuerdo con la escatología cristiana, el rol de la mujer en la tierra quedó estereotipado a partir de las letras bíblicas. A la mujer, con el pretexto de la desobediencia a Dios, se le consideraba como guía

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del camino al infierno, debido a que «desvió» al hombre del sendero recto. Estos conceptos acuñados por reconocidos teólogos a partir de la interpretación de los evangelios se trasladaron a la vida religiosa, negando a la mujer la participación y la decisión directas en espacios de la Iglesia, como el sacerdocio y la predicación. Los varones, a diferencia de las mujeres, pudieron aspirar a convertirse en guías de rebaños y suministrar los sacramentos. En la vida cotidiana ocurrió algo semejante: dentro de la familia, la sociedad, el ámbito político y la actividad económica, se marcaron límites entre ambos sexos, de manera que el deber ser femenino y masculino quedaban ontológicamente opuestos. Dentro de la normatividad religiosa y social para el territorio novohispano, la vida femenina se remitió a dos caminos aprobados: el convento y el matrimonio. Aunque, además, para aquellas mujeres que no podían ingresar a un convento porque no lo hubiera –en Zacatecas, por ejemplo, no se estableció uno sino hasta entrado el siglo xix– existió una opción que la Iglesia permitió, impulsó y, paradójicamente, condenó. La elección de llevar una vida recogida y cercana a Dios para las mujeres casadas, viudas o solteras tuvo su desarrollo en la existencia de beatas, quienes ofrecían sacrificios como la abstinencia sexual o los ayunos, y dedicaban espacios a la oración; eventualmente, experimentaban raptos, visiones y revelaciones místicas producidas por su búsqueda de comunión con Dios. Hombres y mujeres, como producto del discurso católico, se encontraban en una constante lucha entre Dios y el demonio, entre el bien y el mal, entre el deber ser y el ser. La obsesión del pecado y la culpa los hacía librar batallas para vencer al mal, tratando de alcanzar una vida de virtud. Esa vida católica, honesta y moderada era la esperada por los esquemas de comportamiento que desarrollaban monjas y sacerdotes, quienes junto con las vidas de los santos servían como fuente de inspiración para las mujeres laicas. Esta forma de culto era fomentada por la Iglesia, ya que para el siglo xviii había reconsiderado algunos de sus puntos, disponiendo frente a las dificultades para alcanzar la santidad, la virtud. Esto ganó terreno en la instrucción social, y hombres y mujeres laicos persiguieron el cielo mediante la virtud de su comportamiento, renunciando al mundo y dedicándose a Dios. Las beatas aparecen ya desde la Edad Media. Se dio este nombre a las mujeres que portaban un hábito religioso, profesaban el celibato y

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se dedicaban a la oración y a las obras de caridad, por lo que eran reconocidas entre la gente común como «santas vivas». Algunas de ellas vivían en congregaciones, otras se asociaban a conventículos y algunas otras vivían en sus casas ejerciendo de manera particular sin el cobijo institucional (Rubial García 1999: 30). María de Jesús García de Aguilar fue una de estas beatas, la única zacatecana que registró el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición por el delito de «alumbrada», en el año de 1744. De origen criollo, al iniciarse el proceso contaba con 37 años, y había estado bajo la guía espiritual de los padres de la Compañía de Jesús desde los siete u ocho años. Tras siglo y medio de haberse instalado en Zacatecas (Recéndez Guerrero 2000)1, la labor evangélica de los jesuitas comenzaba a dar sus frutos. La instrucción jesuita se caracterizó por un especial interés pedagógico, y las beatas representaban un modelo que les ayudaba a promover devociones y cultos. Recuérdese que para el siglo xviii se había asimilado un cambio en la mentalidad de la Iglesia católica ante la santidad, iniciado en 1623, cuando se fijaron límites en los procesos de canonización, la posibilidad del milagro parecía perder fuerza para dejar espacio al ejercicio de las virtudes entre los fieles. En esta corriente se encontraba la Compañía de Jesús, que impulsaba entre sus feligreses el anhelo por interiorizar las prácticas religiosas y, con ello, lograr una vida virtuosa. De acuerdo con la declaración de María de Jesús (que en realidad es una narración de una supuesta plática con Cristo), a la edad de 17 o 18 años comenzó a tener visiones en las que se le presentaba Jesucristo. Sin embargo, pensando que podía ser cosa del demonio, las rehuía, hasta que se lo manifestó a uno de los padres de la Compañía, quien concluyó que era un buen espíritu. Según sus palabras, Jesucristo le pidió que escribiera las cosas de su alma y ella comenzó a hacerlo redactando un total de 39 cuadernos (AGN, Inq., 1744, vol. 820, exp. 15, fol. 318r-v)2. Estos cuadernillos fueron entregados al Santo Oficio y, tal vez, se decidió hacerlos desaparecer quemándolos en algún auto de fe, ya que no han sido encontrados. 1. Después de un primer acercamiento en el año de 1574, la Compañía de Jesús se instaló en Zacatecas en el año de 1589, hasta su expulsión de la orden de España y de todos sus territorios en 1767. 2. María de Jesús dice en su declaración ser criolla, aunque en la averiguación se maneja su origen español.

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Los pocos datos registrados en el expediente inquisitorial imposibilitan conocer más sobre esta mujer que, al parecer, brindaba esperanza, fe, caridad y consuelo a los zacatecanos que se acercaban para pedir consejo y ayuda, quienes la tenían como profetisa por su supuesto conocimiento del alma y la conciencia. Se sabe, por la declaración del padre confesor, Juan de Dios García de Pruneda, que sus escritos estaban dedicados a los Siete Sellos del libro de san Juan, el Apocalipsis, además de redactar otros textos espiritualmente útiles para la humanidad. También se conoce que vivían de ella y de su caridad tres hermanos que se encontraban también bajo la guía espiritual jesuita (AGN, Inq., 1744, vol. 820, exp. 15, fol. 297v). Hay varias causas por las que una mujer de una ciudad minera en el siglo xviii pudo decidir engrosar las filas de los imitadores de las vidas de los santos: la primera, por decisión propia de renunciar al mundo terreno y dedicarse en cuerpo y alma a Dios; la segunda tiene que ver con la fuerte influencia religiosa que imperaba en una sociedad regida por la Iglesia; la tercera, consecuencia de la segunda y aunque parezca inverosímil, se la debemos al demonio, sin cuya influencia muchos hombres y mujeres no hubieran dedicado su vida a Dios; la cuarta, como un medio de reconocimiento y poder social; y la quinta, porque representaba una forma de subsistencia. El tribunal del Santo Oficio de la Inquisición analizaba con cuidado los delitos derivados de la vida de beatas, y es que era difícil determinar el origen de los prodigios que las rodeaban, incluso si estos eran genuinos, porque oscilaban entre lo divino y lo supersticioso. Estas actitudes, si bien podían causar alguna desviación, también fomentaban la fe y religiosidad en la comunidad cristiana y hasta las personas comunes podían convertirse en una especie de santo o santa en la tierra, en un símbolo de la presencia divina. La legislación inquisitorial había empezado a obrar en consecuencia, publicando edictos que permitió establecer los parámetros para procesar dichas manifestaciones, catalogando a los alumbrados3 como 3.

Los alumbrados fueron un movimiento heterodoxo que tuvo su origen en España en el siglo xvi, y que significó una nueva vía espiritual para alcanzar la unión con Dios. Los alumbrados se sentían iluminados por la luz de Dios y en un estado de gracia y alto grado de perfección. Dentro de este pensamiento se dieron tres corrientes: los «alumbrados recogidos», los «alumbrados dejados» y los «alumbrados apocalípticos». Los «dejados» fueron los acusados de herejía por el tribunal

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una secta que afirmaba que a través del amor de Dios se llegaba a un estado de perfección en que se podían cometer acciones pecaminosas sin pecar. Quienes seguían esta doctrina evangelizaban promoviendo la oración mental, que permitía una mayor comunicación con Dios, la comunión frecuente, el menosprecio hacia la Iglesia como institución y la libre interpretación de la Sagrada Escritura, entre otros aspectos (Quezada 2000: 282-283)4. El expediente de María de Jesús nos muestra que la Inquisición daba seguimiento a las actividades denunciadas con olor a herejía aunque no todas se sujetaran a la tipología del delito perseguido. Mientras que para algunos funcionarios del santo tribunal ella era culpable de alumbrada, para el comisario del Santo Oficio de Celaya, después de haberla examinado, no existía error formal (AGN, Inq., 1745, vol. 820, exp. 15, fol. 317r-v)5. A María de Jesús se le acusó de alumbrada por haber creído llegar a un estado superior o sobrenatural al recibir comunicación con Jesucristo. Sin embargo, el proceso se sobreseyó aunque su actitud tocara algunos puntos considerados heréticos, como «la interiorización de la espiritualidad cristiana», que de acuerdo a la opinión de historiadores y estudiosos del tema esta es una de las principales características del «alumbradismo», o el creer que el Espíritu Santo iluminaba su conocimiento de la Escritura. Uno de los puntos a su favor fue que ella decía tener contacto con Jesucristo, mientras que los alumbrados concentraba su devoción en Dios padre y en el Espíritu Santo, no mostrando fervor al Hijo (Alcalá 2000: 125-148). Inquisitorial, representaban la interpretación evangélica por inspiración personal y afirmaban que era la misericordia de Dios la que los sostenía, por esto la designación de «dejados». El desarrollo de este pensamiento se nutrió de la escuela neoplatónica de Alejandría, de los gnósticos, agapetas, priscilianos, de los albigenses y de la obra de Erasmo, ante quien se inclinaron una vez que fue prohibido el luteranismo (Lagarriga Atias 2000: 263-276; Rodríguez Delgado 2000: 277-279). 4. Nueva España fue heredera del «alumbradismo» de Extremadura, pues sus características no se comparan con la continuación doctrinal de la génesis del movimiento en Toledo, por ejemplo, su tendencia fue hacia las manifestaciones supuestamente sobrenaturales considerándolas indicios del amor de Dios, como los raptos, temblores, ardores, desmayos, etc. 5. En los casi tres siglos de dominación española, el tribunal inquisitorial levantó 95 acusaciones, en las que imperaban los delitos de ilusos y alumbrados. De estas acusaciones, solo dos terminaron con la pena de muerte en la hoguera por herejía alumbradista: las de Pedro García Arias y Juan Ponce (Rubial García 1999: 235).

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Este personaje zacatecano es también ejemplo de los mecanismos de recepción y adaptación de los modelos de santidad que la Iglesia manejaba, pero al mismo tiempo de las imágenes que el pueblo necesitaba para reafirmar una fe que, no importando como realizaban la adaptación, era utilizada para sus propios fines y necesidades. Las beatas cumplieron con una función social, proporcionaron a sus seguidores fe y esperanza; esperanza de solución a sus problemas y fe en un mundo inmerso en lo extraordinario, lo maravilloso, lo sobrenatural, lo mágico, donde brotaban los prodigios que cohesionaba la fe cristiana, en el que las beatas se reconocían y también a través de ellas se observaba el discurso de la Iglesia. El proceso quedó interrumpido en la averiguación, ya que no se le pudo comprobar que perteneciera a alguna secta de alumbrados o que cometiera acciones pecaminosas en el nombre de Dios. En general, el corpus doctrinal de las herejías se fue conformando, como otros delitos de la Nueva España, bajo la casuística: mientras a algunos se les consideraba verdaderos santos a otros se les formaba proceso por herejes, como en otros ámbitos delictivos era posible que, dependiendo del caso y de persona, se le diera reconocimiento o condena. La curandera Los sacerdotes y sabios indígenas fueron reconocidos como curanderos, brujos, hechiceros y adivinos por el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición tras la conquista española, ya que continuaron dando apoyo espiritual a la población autóctona aun y cuando perdieron el liderazgo formal en sus pueblos. Los indígenas que poseían conocimientos de medicina —por ejemplo, diagnosticaban las enfermedades que involucraban elementos mágico-religiosos con una aplicación de remedios— se acompañaban de un complejo ceremonial (Uchmany 1989: 352-353). Es importante señalar que, tanto en América como en algunas otras culturas, era creencia común cuando las personas presentaban algún problema de salud, que este se debía a causas externas como la hechicería y la brujería. El procedimiento que se siguió, por un lado, consistía en localizar al causante del mal, es decir, el maleficio; y, por otro, determinar la parte afectada del cuerpo mediante un diagnóstico

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que se hacía de dos maneras: el curandero ingería plantas alucinógenas que le permitía localizar el maleficio y la parte afectada en el enfermo (esta era la más común); o se realizaba la adivinación mediante maíces o habas (Uchmany 1989: 352-353)6. Las costumbres y prácticas tradicionales del viejo mundo en materia mágica, como las oraciones, ensalmos, conjuros o veneración a las figuras religiosas, fueron incorporadas por los indígenas dentro de sus rituales mágico-religiosos. En Zacatecas, como en cualquier otro lugar de la colonia, se presentaban serios problemas de salud por su propia condición de ciudad minera en desarrollo, además de por las fuertes epidemias que azotaban a la población7. Las prácticas de curanderismo eran más comunes de lo que creemos; el registro del Santo Oficio solo era una mínima representación de las pulsiones de la realidad. Para resolver el problema de salud en la Nueva España, existía un esquema de especialistas en medicina, organizados jerárquicamente de la siguiente manera: el médico, el cirujano, el sangrador-barbero, el boticario y la partera (Quezada 2000: 15). Sin embargo, podemos observar que el curandero quedaba al margen de este esquema, por lo que sufrió más persecuciones, lo cual podemos constatar a través de los expedientes. La figura de la curandera en la mayoría de los casos se remitía al de apoyo del curandero y, por ende, también era perseguida. 6. Al respecto de la adivinación mediante habas se sabe que los egipcios pensaban que en ellas habitaban los malos espíritus y las almas de los muertos; los romanos las relacionaban con los ritos funerarios; en la Nueva España el sortilegio con habas era una práctica muy común, sobre todo, entre las mujeres. Con ellas se creía conocer el porvenir y responder interrogantes de la vida cotidiana: estas suertes iban acompañadas del conjuro de las habas (Campos 1999: 95). 7. En el transcurso del siglo xviii, Zacatecas fue azotada por fuertes epidemias como las que ocurrieron en 1714, 1727, 1734, 1736-1738 con el matlazahuatl, tifus y cólera; en 1761-1766, tifus y viruela; 1768-1769, 1772, 1779, tifus; 1779, 1787, viruela (de acuerdo con García González a fines de 1779 y principios de 1780 fallecieron alrededor de 7.000 niños por viruela); 1797, 1799, viruela; y luego estas fueron acentuadas por la conjunción de crisis minera y agrícola, como la de 1759-1760, cuando la población zacatecana ascendía a más de 50.000 habitantes de los que murieron de 25.000 a 40.000. Los años de crisis generalizada en la colonia entre 1785-1786 también afectaron a la economía y población de Zacatecas y demás reales como Sombrerete, Nieves o Mazapil. Hacia los años de 1808-1810 tuvieron lugar crisis de subsistencia por hambrunas, debidas a las malas cosechas, de lo que resulta una revuelta en Sombrerete y en toda la región de Zacatecas se dio la suspensión parcial o total del trabajo en las minas (Langue 1999: 62-64; García González 2000: 53).

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La relación de la práctica médica de la curandera se daba más bien con los grupos bajos de la sociedad, que eran quienes no tenían posibilidades económicas para acudir a un médico; además, se debe tener en cuenta la escasez de estos especialistas. Los curanderos eran las personas que no obtuvieron la acreditación mediante título o examen por el Real Tribunal del Protomedicato, pero que eran especialistas básicamente empíricos que poseían y manipulaban un complejo cúmulo de conocimientos indios, españoles y negros, dentro de un contexto cultural que correspondía a los grupos marginados cuyo comportamiento estaba reglamentado por la tradición y la colectividad (Quezada 2000: 17-18, 27-28). La personalidad del curandero estaba marcada por la magia, al creer que establecía contacto con seres y fuerzas sobrenaturales; así también por creer que su conocimiento médico, capacidad para curar y enfermar se encontraban en la predestinación, formación tradicional y la revelación, por lo que se le asoció con el demonio (Quezada 2000: 12-21)8. Esta personalidad se reafirmaba con el acompañamiento de la figura femenina, que era su brazo ejecutor la mayoría de las veces. También era importante el poder sugestivo del curandero, hechicero, sacerdote (reminiscencia prehispánica) o mago. Dentro de los grupos sociales existen hombres que mantienen alguna distinción entre los demás que les permite ser identificados bajo este rango, por ejemplo,

8. Quezada define en una de sus fases al curandero con una doble capacidad, la de curar y la de enfermar. Sin embargo, consideramos que el curandero, aunque tenga conocimientos sobre las plantas o supersticiones que pueden enfermar a la gente, no lo hacen frecuentemente, se dedican más bien a curar, de ahí su connotación. En los expedientes que estudiamos los curanderos son procesados por curaciones supersticiosas, en ningún caso por provocar enfermedades. Quezada concluye que: a) el curandero tiene una doble capacidad para curar, dado su conocimiento empírico sobre las plantas y la parte mística; b) el curanderismo se basa en una terapia psicosomática y la profunda relación que se establece entre el «médico» y el paciente; c) el curanderismo viene a resolver no solo la demanda de salud, sino también el problema económico del grupo marginado; d) señala que las autoridades coloniales persiguen y castigan las prácticas supersticiosas, sin lograrlo, tratan de separar de la curación la parte mística de su contraparte empírica; e) el curanderismo permite esclarecer cómo se transformaron y relacionaron las prácticas de diversas procedencias en un proceso sincrético, dentro de un marco social determinado, que permiten explicar su vigencia, permanencia, función y contradicciones.

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puede ser alguna característica física sobresaliente9, que tenga sueños, visiones o alucinaciones, e incluso que su poder sugestivo sea tal que llegue a crear un estado semihipnótico, sobre todo en el grupo. También lo son quienes conocen las características de las plantas o los venenos de los animales, y pueden curar con ellos, o quienes, gracias a sus conocimientos empíricos de observación de las estrellas, afirman poder adivinar el futuro, etc. Todo ello les hace tener cierto estatus dentro del grupo. Castiglioni señala que el ambiente, la sugestión colectiva, son parte importante en la aparición de la figura del curandero, quien también se convierte en la voz de un pueblo, en su esperanza. Para que existan los curanderos debe haber un doble vector: por un lado, el curandero mismo que cree en su propio poder, la confianza en el poder personal, o la confianza en factores sobrenaturales que lo dotan de este poder; y, por otro, la sugestión de la gente, de las masas, la fascinación colectiva que anima y aumenta el poder del curandero10. La figura de la curandera emerge y estuvo presente para resolver problemas de salud en Zacatecas, ganando reconocimiento y cierto poder social, así como una forma de subsistencia. Por medio de los expedientes inquisitoriales sabemos que, hacia el año de 1713, Antonia de Ábrego, de estrato «loba» (AGN, Inq., 1713, vol. 746, exp. s.n.)11 acompañaba a un indio llamado Joan Sánchez, quienes realizaban curaciones. En 1730 se levantó denuncia contra una mujer conocida como «Dominga» por curandera (AGN, Inq., 1730, vol. 848, exp. s.n.). 9.

Una creencia supersticiosa tradicional en la Europa de entonces era que si un niño nacía con la placenta (nacer «con la camisa») o era el séptimo varón de la familia, tendría ciertos poderes mágicos y taumatúrgicos. 10. Arturo Castiglioni, señala que un hombre con conciencia crítica no podría ser curandero, porque para serlo debe haber una ausencia de tal espíritu crítico. Sin embargo, en cierta medida, los curanderos también fueron tolerados, por haber pocos especialistas examinados. En 1799 fue emitido un bando en el que se señalaba que no existía prohibición de que en los lugares donde habitaban indios fueran auxiliados los enfermos por curanderos. Dicha orden también fue válida para los negros y las castas; de esta manera se legalizaba una práctica consuetudinaria que se había mantenido por siglos, la prohibición se restringía para los lugares donde habitaban españoles (Castiglioni 1993). 11. De acuerdo con los planteamientos de Emilia Recéndez, quienes poseían el conocimiento que posibilitaba la curación era el hombre, siendo transmitido oralmente entre ellos. La presencia de la mujer se justifica solo como ayudante o aprendiz, lo cual queda claro en los expedientes que sobre curanderismo estudiamos (Recéndez Guerrero 2006: 194).

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Y en 1733 se le siguió proceso a Manuela Riveros, castiza, y Roque de los Santos, indio, por realizar curaciones (AGN, Inq., 1733, vol. 848, exp. s.n.). Joan Sánchez, indio, junto con su mujer como asistente, Antonia de Ábrego, loba, hacían curaciones en Zacatecas bailando y cantando toda la noche con un arco y flecha en la mano frente al altar de la Virgen de la Concepción (AGN, Inq., 1713, vol. 746, exp. s.n., fol. 1r). El tribunal procesó y castigó por curanderismo a españoles, negros y castas, dejando fuera de su jurisdicción a los indios, que eran juzgados por un tribunal paralelo: el Juzgado General de Indios o, en su defecto, por la jurisdicción ordinaria de los obispos. Las penas a que condenaba el Santo Oficio por este delito eran las siguientes: purgación canónica, abjuración –que podía ser de levi o de vehementi–, penas pecuniarias, privación de oficios y cargos, cárcel perpetua y relajación al brazo seglar. Los indios en cambio no podían sufrir penas pecuniarias, pero sí azotes, trabajo forzado, mutilación y privación de la vida. Los que confesaban voluntariamente su delito recibían la misericordia con que se procedía con ellos. La partera La figura de la partera también subsistía sin haber adquirido la acreditación por el Real Tribunal del Protomedicato, pero bajo la mirada benevolente de las autoridades inquisitoriales, llegando a adquirir reconocimiento entre la población y guardando siempre un lugar preponderante al brindar sus conocimientos para traer criaturas al mundo. Sin embargo, igual que la figura de la curandera, oscilaba entre la delgada línea de lo permitido y lo prohibido al usar, para mejor resultado de su trabajo, de oraciones y plantas mágicas que pudieran ayudar a las parturientas; además, las supersticiones las ayudaban a sobrevivir como si de un oficio se tratara. Así llega hasta nosotros Francisca Delgado, siguiendo a un hombre que le había prometido matrimonio, con la ilusión frustrada de contraer nuevas nupcias; una mujer viuda, mulata libre, alta, quien a sus cincuenta años se dedicaba a realizar filtros amorosos, una celestina novohispana, que subsistía a través de los conocimientos que la vida le había otorgado (AGN, 1669, vol., 513, exp. 1 y 2). Las personas que necesitaban de

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su ayuda sabían dónde encontrarla: en una casa ubicada en la calle del hospital de San Juan de Dios. Así lo hizo María Pimentel, a quien le dio una raíz envuelta en listones para que un hombre con quien tenía relación se casara con ella. De igual forma, a Mariana Meneses le dio unos polvos para que los pusiera en la comida de un hombre y este la quisiera y se casara con ella. También recurrió a ella Pedro de Arzola, quien la solicitó para casarse con una mujer, pero aunque realizó ciertas supersticiones con una jícara de agua y motas de algodón, ni a Pedro ni a ningún testigo contenido en este expediente le hicieron efecto los artilugios que Francisca realizara para que los quisieran. La sentencia para Francisca después de confesar sus culpas fue que sería sacada en «auto público de fe», con insignias de penitente, vela de cera en las manos, soga al pescuezo, una coroza de embustera en la cabeza, se le leería sentencia con méritos, que abjurara de levi, escuchara misa, se le daría 200 azotes y sería confinada en un hospital para que sirviera a los pobres por seis años. Después de quince días debía confesar mentalmente sus culpas, haciéndolo también en uno de los días de cada Pascua de los dos primeros años posteriores a la sentencia, así como todos los domingos en la iglesia del hospital donde sirviere; estando obligada también a visitar cinco altares, rezando en cada uno la estación ordinaria y ayunar todos los sábados de los dichos dos años pidiendo al Señor que le perdonara sus culpas. Una vez cumplido todo lo anterior sería desterrada de la villa de Zacatecas veinte leguas a la redonda por cuatro años. La hechicera La figura de la hechicería es un fenómeno presente en todas las épocas y sociedades, un intento por dominar la naturaleza para producir resultados generalmente benéficos. Se concibe como un conjunto de arquetipos mágicos que pueden o no estar sistematizados bajo un ritual, con el fin de tratar de modificar el orden natural de las cosas. Dentro de las prácticas mágicas, el tema amatorio ocupa un lugar preponderante y recurrido en un mundo lleno de emociones y deseos propios. Por ejemplo, para sentirse queridas, poder ganar la voluntad de los hombres y dulcificar su carácter, algunas mujeres realizaban ciertos actos supersticiosos como dar de comer la natura, o sea, los

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genitales, de una vaca, seca y molida en chocolate o vino (AGN, Inq., 1617, vol. 318, exp. 5H. Vs.)12. También se sabe del uso de polvos de zopilote para que el marido dejara de maltratar a la mujer (AGN, Inq., 1624, vol. 303, exp. 75); incluso había quien usaba raíces de plantas alucinógenas como el peyote adornadas con listones o talladas a semejanza de los rostros que pretendían se unieran para que las quisieran bien y no las dejaran (AGN, Inq., 1618, vol. 317, exp. 12)13. Con el sincretismo también se originó la utilización de plantas en el arte culinario hechiceril, siendo así que D.ª Constanza de Esquivel, esposa de Miguel Jerónimo, alcaide de la cárcel pública de la villa de Llerena, fue procesada por hechicera en 1582 por utilizar palabras supersticiosas, invocar al demonio y realizar hechizos sobre algunas personas mediante el peyote. Su condena fue el pago de cien pesos de oro común, como multa por palabras y adivinanzas, cuya mitad fue a dar a la cámara del rey y con la otra mitad contribuyó para las obras públicas (AGN, Inq., 1582, vol. 131, exp. 13). Este proceso nos da la pauta tanto como para conocer la equiparación del delito como para conocer el proceder del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. No podemos saber si Constanza solo era portadora de un sincretismo manifiesto que se venía cocinando mediante supersticiones del viejo y nuevo mundo mediante el empleo de plantas con un sentido amatorio o si realmente había de por medio una invocación al demonio. Al respecto, el Manual de los inquisidores señala que el adivino o vidente simple es el que practica la quiromancia o cualquier otro método que revele algo del presente u oculto, y que esto no compete a la Inquisición. Sin embargo, también indica que los adivinos o videntes heréticos son los que para predecir el futuro o penetrar en el secreto de los corazones rinden al diablo veneración o adoración (Eimeric y Peña 1983: 78). Es en este momento del proceso en el que el tribunal inquisitorial mediante su comisario en Zacatecas realizaría una investigación y, de acuerdo con las testificaciones y la calificación de los doctos a su servicio, 12. Felicitas de Pungarin, de 25 años, originaria de Pamplona. El comisario de Zacatecas, fray Lope Izquierdo solicitó que fuera desterrada. 13. Proceso contra Isabel de Bonilla, mulata, casada, porque usaba de hierbas (raíces) y las daba para que la quisieran bien y no la dejaran. En este expediente declara contra ella D. Juan Tolosa Moctezuma.

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podría decidir si existía herejía o eran simples supersticiones. En este caso todo hacía indicar la culpabilidad de las indiciadas, que fueron recluidas en las cárceles secretas y sentenciadas a una pena pecuniaria. La Inquisición se encargaba de fijar los parámetros para el castigo de la brujería y la hechicería. Esta última era equiparable a la superstición por ser una práctica atribuida al desconocimiento de la religión, sin mediar pacto demoniaco ni la apostasía de renegar de Dios, mientras que la brujería se castigaba como una de las más graves herejías por mediar pacto explícito con el demonio y rendirle culto. El Manual de los inquisidores señaló como sospechosos de herejía a quienes suministraban filtros de amor. En dicho manual, Francisco Peña hace una acotación sobre la constante utilización de estos filtros, y trata de racionalizar el hecho mágico señalando que no hay nada en la composición de estas pociones capaz de forzar al amor, la libre voluntad del hombre (Eimeric y Peña 1983: 83). La bruja La práctica de la brujería remite al pacto con el demonio, estar a su servicio y renegar de Dios. Mientras que el cimiento de la hechicería es el poder para cambiar el entorno de una vida cotidiana de manera empírica, a la brujería le da sustento toda una teoría demonológica en la que se establece la relación diabólica y las brujas mediando un maleficio sobrenatural. En el siglo xvi las opiniones vertidas en el Malleus maleficarum dieron mayor sustento a la creencia en las brujas porque explicaba que «la brujería no existe sólo en la imaginación de los hombres, sino en los hechos; y que en verdad y en realidad pueden producirse numerosos encantamientos con el permiso de Dios» (Kramer y Sprenger 2006: 138-139)14. La brujería llevó implícito el pacto demoniaco, la herejía y la maldad. Respecto a esta última, los teólogos de la época sostuvieron que el pecado que se comete con malicia es peor que aquel que ocurre por ignorancia.

14. El primer toque oficial para la caza de brujas fue la bula Summis Desiderantes Affectibus, del papa Inocencio VIII.

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El Malleus maleficarum también señala que existen tres tipos de brujas: las que curan y dañan; las que dañan pero no pueden curar; y las que curan, pero, por algún extraño arreglo con el diablo, no pueden dañar. Las brujas pueden, entre otros, realizar los siguientes artilugios: —Matan, devoran y ofrendan niños al demonio (no bautizados, por esto las madre siempre cuidaban a sus pequeños y en ocasiones les ponían unas tijeras abiertas simulando una cruz bajo su cuna, para que las brujas se espantaran o hicieran daño con ellas cuando llegaban a por un niño). —Causan granizo, grandes tempestades y rayos. —Pueden transportarse por el aire, tanto con el cuerpo como imaginariamente. —Pueden perturbar a jueces y magistrados para que no las juzguen. —Pueden mantener y hacer mantener a otros, silencio en la tortura. —Pueden revelar cosas ocultas y ciertos acontecimientos futuros, por información de los demonios. —Pueden inclinar la mente de los hombres hacia un amor u odio desmesurados. —Pueden declinar la potencia para copular y provocan abortos. —Pueden embrujar a hombres y animales con solo mirarlos (Eimeric y Peña 1983: 220-224).

Existen semejanzas de los elementos brujeriles en todo el mundo. Los más repetitivos e importantes, de acuerdo con las descripciones de los propios censores, y los aspectos mitológicos que aparecen con mayor frecuencia son: —Las brujas generalmente son hembras entradas en años. —Se reúnen en conventículos por la noche, en la fiesta del sabbat, dejando sus cuerpos o cambiando de forma. —Chupan la sangre de las víctimas o devoran sus órganos. —Comen niños o causan su muerte, llevando a veces la carne a las asambleas. —Viajan montadas en escobas u otros objetos, vuelan desnudas por los aires. —Usan ungüentos para cambiar de forma. —Practican danzas. —Mantienen espíritus familiares. —Se entregan a orgías. —Abjuran de Dios y pactan con el diablo (Russell 1998: 32).

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En el siguiente caso se pueden percibir los elementos descritos. Tuvo lugar en la villa de Llerena, real de minas de Sombrerete, Zacatecas, donde se denunciaron a tres personas por sospecha de tener pacto con el demonio, decirse públicamente brujas y realizar brujerías en el año de 1666. En su declaración como testigo, Sebastián Ximénez, sastre, señala que un día, por la noche, le pareció ver en la plaza, a distancia, a una mujer con quien tenía trato ilícito llamada Felipa Canchola, y a quien trató de agredir (no se señala por qué), huyendo esta y transformándose en vaca ante su mirada atónita. Otros testigos también aseguraban que Felipa y María eran brujas y realizaban tales prácticas junto con Alonso Flores, hijo de María, quienes en compañía de un hombre negro salían de noche e iban a un corral a donde había ganado cabrío, y allí bailaban y adoraban a un chivato rosillo que también salía bailando de entre los demás chivos y le besaban el trasero. Asimismo, viajaban a diferentes partes de Zacatecas convertidas en palomas y, para que la gente con quienes vivían no se dieran cuenta, ponían huesos de muerto debajo de la cabecera de la cama (AGN, Inq., 1666, vol. 482, exp. 3; vol. 605, exps. 7, 13 y 17). Al respecto, el Malleus maleficarum señala que el diablo puede engañar la imaginación humana de manera que el hombre realmente semeje un animal y se alude al ejemplo que da san Agustín en su Summa y al tercer capítulo del «Libro de los gentiles», que señala que Circe transformó en cerdos a los compañeros de Ulises y que estos encantos se produjeron por ilusión más que por un prodigio real. Respecto al poder de volar, durante el siglo ix el Canon episcopi señalaba que ciertas mujeres supuestamente pervertidas por Satán creían que por las noches cabalgaban en ciertas bestias con Diana, la diosa pagana, y que en el intemporal silencio de la noche recorrían largas distancias, por lo que recomendaba que los sacerdotes debían explicar al pueblo que todo esto era falso. Sin embargo, cinco siglos después, los autores del Malleus maleficarum sostuvieron que las brujas, asesoradas por el diablo, elaboraban un ungüento con el cuerpo de los niños que habían matado antes del bautismo y lo untaban a una silla o trozo de madero y que así eran levantadas por el aire a cualquier hora del día de manera visible o invisible, según fuera su deseo. Otra manera de volar era siendo transportadas sobre cuerpos que parecieran animales, aunque, según se consideró, eran en realidad demonios. En otras ocasiones los traslados ocurrían simplemente por el poder del diablo.

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Los calificadores del Santo Oficio de la Inquisición en México señalaron que el caso de Felipa Canchola era «superstición clara y hecho constante que la probaba bruja, de pacto expreso con el demonio y vehementemente sospechosa en la fe». Luego, el fiscal pidió mandamiento de prisión contra Felipa con embargo de todos sus bienes y que fuera puesta en las cárceles secretas. Al comisario del Santo Oficio de la Inquisición en Zacatecas, Diego de Herrera y Arteaga, le tocó una de las etapas más difíciles, no porque en este momento hubiera mayor número de personas que practicaran las artes mágicas, sino porque el fenómeno se acrecentó por la caza y quema de brujas en Europa, lo que contribuyó a la persecución de todos los actos con sabor a herejía en la colonia, y por ende se tuvo mayor vigilancia, de acuerdo a los registros inquisitoriales durante el siglo xvii (AGN, Inq., 1629, vol. 363, exp. 30). En 1632, Pascual de Rocha Bello, mercader, vecino de la Ciudad de México, que por su oficio viajaba constantemente a la ciudad de Zacatecas, denunció a María de la Vega, residente en tal ciudad por maléfica y hechicera, ya que lo «ligó», es decir, le causó impotencia mediante brujería, además de no poder tener relaciones sexuales, su salud iba en detrimento (AGN, Inq., 1632, vol. 376, exp. 8). En 1650 fue denunciada Juana de Rivera por Ana de Salazar, vecina de esta ciudad y natural del real de minas del Fresnillo, porque teniendo a un hombre llamado Alonso de Riveros, español, no podía tener relaciones sexuales con él, pero después de preparar un bebedizo con una receta que una partera vieja le aconsejó pudo hacerlo (AGN, Inq., 1650, vol. 435, exp. 240, fols. 1-2)15. Al respecto, el Malleus maleficarum señala que el demonio interfiere en la capacidad genital no en forma intrínseca, mediante una lastimadura del órgano, sino de manera extrínseca, inutilizándolo. También debe apuntarse que la impotencia del aparato reproductor masculino no es el único encantamiento posible, sino que a menudo se impide a la mujer que pueda concebir (Kramer y Sprenger 2006: 140-141). En Zacatecas también hubo quien realizara ciertos pactos con el demonio a cambio de favores. Por ejemplo, en 1812, Feliciana Gutiérrez, de estrato social «loba», a los 40 años realizó algunos maleficios 15. El brebaje consistía en tostar y moler la cresta de un gallo y darla diluida en vino.

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en los que debía decir «mi alma es del diablo» para que surtieran mayor efecto y se los dio a su hija Marcela Pinales, para su marido y suegros que la maltrataban. Al marido le dio una hierba en infusión que este bebió y le produjo sangrado por la nariz y a los suegros les vertió unos polvos en la comida con el resultado de que enfermaron inmediatamente (AGN, Inq., 1812, vol. 1454, exp. 9). La principal diferencia entre la brujería y la hechicería es que en la primera media pacto o acuerdo entre las brujas y el demonio, además de rendirle culto a cambio de poderes y protección, lo cual lleva a la apostasía16. Además, la brujería persigue el perjuicio del hombre, mientras que en la hechicería lo que se pretende es el bien para el otro obteniendo la cura de alguna enfermedad, la obtención de la buena suerte, etc. (Pieters 2006: 184-190). En el Real del Fresnillo, durante 1816, Casilda Morillo, mulata que practicaba artes mágicas para la población, fue visitada por María Roberta Pérez, española, casada, de 23 años, originaria de la Villa de Jerez, quien le pidió que le hiciera escritura al diablo de su alma, para que su marido, quien le daba mala vida, la tratara bien, y como también tenía sospechas de que la engañaba, pretendía que con una hierba mágica que le proporcionaba el diablo iría y regresaría a Zacatecas para espiarlo (AGN, Inq., 1816, vol. 1460, exp. 7). Un pacto con el demonio se podía hacer de dos maneras: de forma expresa o tácita; en el primero, mediaba un documento con la rúbrica entintada de sangre al calce de quien lo ejecutaba; el otro se asumía sin que mediara documento, simplemente con pedirlo. Las brujas, para profesar ser sus seguidoras, cocinaban y comían niños (acto importante para la iniciación) y reunidas convocaban al demonio ante quien la nueva integrante abjuraba de la religión cristiana y de la eucaristía, y se comprometía a pisar la cruz siempre que pudiese hacerlo secretamente (Kramer y Sprenger 2006: 223-224). El Malleus maleficarum señala que a las brujas se les debía castigar con la excomunión, la confiscación de sus bienes y la muerte (Kramer y Sprenger 2006: 180-181).

16. Un apóstata es un cristiano que niega una verdad de fe y, por obvias razones, se separa totalmente de la Iglesia y de la fe católica, renunciando a la Iglesia de Cristo y comulgando con la del diablo; se le tratará como hereje e infiel y de esta manera se le procesará (Eimeric y Peña 1983: 97-98).

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Mientras que el Manual de los inquisidores señala que el que invoca al demonio rindiéndole culto de latría o dulía sería tratado como hereje, si se arrepintiera y abjurara sería emparedado, y si no se arrepintiera ni quisiera abjurar se entregaría al brazo secular, es decir, sería ejecutado (Eimeric y Peña 1983: 82-83). Pero la cultura popular sigue otro rumbo distinto del discurso intelectual. Así, el pueblo se convertirá en la aplicación práctica de las teorías escritas, no porque lo haya aprendido de los libros, tal vez no conceptualice la palabra demonio con toda su carga, pero sí podrá distinguir que la hechicera utiliza materiales empíricos y la bruja danza con el demonio o se unta ungüentos para volar. La norma de Dios se expandió por el tiempo y se quedó a regir en muchos lugares mediante la institución creada para enfrentar peligros constantes como la desunión religiosa y monárquica mediante la herejía: el tribunal de la fe, dando inicio al juego del cumplimiento y la transgresión. En este pequeño grupo social se trasluce el sentimiento de poder, el poder desde la institución, la comisaría, pero también en ese grupo de mujeres que tienden a sobresalir por su peculiaridad, por su necesidad de hacerse ver y escuchar en una sociedad estratificada y con pocas posibilidades de una presencia notoria. En este confuso horizonte, las mujeres se convirtieron en transgresoras recibiendo su castigo por una desviación de conducta, por practicar las artes ocultas y, al mismo tiempo, exponiendo un entramado en el que, apegado al dogma católico y en el nombre de Dios, se realizaban compendios de magia mediante los que se juzgaba y condenaba. Referencias bibliográficas Alcalá, Ángel (2000): «María de Cazalla. El doloroso precio de la victoria», en Mary E. Giles (ed.), Mujeres en la Inquisición. Barcelona: Martínez Roca, pp. 125-148. Becerra, Gabriela E. (1982): «Familia y sexualidad en Nueva España», en François Giraud (ed.), De las problemáticas europeas al caso novohispano: Apuntes para una historia de la familia mexicana. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, pp. 56-80. Campos Moreno, Araceli (1999): Oraciones, ensalmos y conjuros mágicos del archivo inquisitorial de la Nueva España. La Piedad: El Colegio de Michoacán.

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El tormento de la carne. La supervivencia del judaísmo. Historias de circuncisión femenina Esther Cohen Dabbah

Para Adela, sobrina querida, que me orientó en estos menesteres. La historia de los marranos1 se convierte entonces en la historia trágica y a menudo sombreada de esquizofrenia de hombres y mujeres que en lo externo aceptan ser como los demás mientras rechazan ardientemente tal idea en su fuero interno (Alberro 1988).

Todo acto violento contra una comunidad, como lo fue la expulsión de los judíos de España en 1492, conlleva una serie de transformaciones en la conducta y en las mentes de quienes lo padecen. Sin llegar a los extremos de lo que significó el exterminio nazi y sus secuelas, entre ellas, las que se manifiestan en una política racial de aquellos que fueron víctimas de ese mismo impacto, me detengo con sorpresa ante la práctica, no solo bipolar sino «desviada», por decir lo menos, del fenómeno converso y criptojudío en la Nueva España. ¿Hasta dónde, 1. Los novohispanos consideraban a los judíos en tres categorías: conversos (judíos que adoptaron, en apariencia, la fe cristiana), marranos (término despectivo con el que se refieren a judíos que se unieron al cristianismo solo con la intención de salvar sus vidas) y criptojudíos (judíos que optaron por vivir la fe en secreto). Podría decirse, en realidad, que los tres términos se refieren a una misma manifestación de los conversos (consultado: 17 de mayo de 2017).

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sería la pregunta, puede llegar un grupo social aislado en su «esquizofrenia» para mantener viva una tradición prohibida e irremediablemente al borde del abismo, es decir, una práctica en plena decadencia? Las respuestas son múltiples y responden en términos generales a la situación histórica de persecución y deshonra a la que los criptojudíos han sido sometidos. Hablemos de la sociedad novohispana, del conglomerado que se funde en una colectividad que bien podría llamarse híbrida; heredera de una cultura prehispánica arraigada a fondo entre sus indios y golpeada por la furia descarnada del conquistador español, quien finalmente logrará internarse hasta las entrañas de esa grandiosa naturaleza indígena, con una diversidad étnica de incalculable riqueza; hablemos del mestizaje como puntual desenlace de esa mezcla de tantas formas de pensamiento, conductas y creencias, que hace de la Nueva España, en particular, de la Ciudad de México, el espacio más cosmopolita de América. La llegada a este país de los judíos conversos, particularmente de aquellos portugueses que lograron escapar en un primer momento del imperio español y que, más tarde, con la unión de las dos coronas, vislumbran en el Nuevo Mundo la posibilidad de ejercer libremente su credo sin persecución del Santo Oficio, amplía aún más esa diversidad cultural que confirma de nuevo el carácter heterogéneo y universal de una nueva sociedad en ciernes. Su arribo a México a principios del siglo xvi y la laxitud de la Inquisición en esos momentos, da a los conversos llegados de España y Portugal, y de todos los confines donde fueron a refugiarse después de 1492, un respiro frente al ambiente persecutorio del que huían. Sin embargo, este «paraíso» terrenal no durará mucho. Como señala Solange Alberro: «La presencia en Nueva España de instancias inquisitoriales se remonta a los días que siguen a la conquista (1522) y se mantiene hasta 1819 […]» (1988: 21). No obstante, es solo a partir del establecimiento del Santo Oficio en 1571, cuando el fuego comienza a expandir sus llamas hacia amplios sectores y prácticas de la población. Hubo, es cierto, una temprana época en la que los llamados marranos y criptojudíos gozaron de una dichosa armonía, pero esta no durará mucho. «Los principios del siglo xvii asisten a la vez a un fuerte incremento económico y a un aumento de la actividad inquisitorial» (1988: 160), insiste Alberro. Este periodo asistirá, en particular, a la cancelación de casi todo ejercicio de prácticas rituales que remitan

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al judaísmo. Este momento histórico verá sucumbir, finalmente, ese criptojudaísmo que con tanta fuerza defendieron sus fieles. El siglo xvii será testigo, lenta pero certeramente, a fuerza de tortura y fuego, de la asimilación prácticamente total de las prácticas y la fe judías; a partir de 1614 una ola de represión contra judaizantes marcará el principio del fin de ritos milenarios trasplantados desde el imperio donde se vivieron trece siglos de tolerancia entre cristianos, musulmanes y judíos. La sospecha, la delación y el miedo, sobre todo el miedo, marcarán, como sucedió en Europa (Cohen 2005), el comportamiento de varias esferas de la población tanto conversa, criptojudía, como cristiana. Se tratará de sobrevivir al castigo y al martirio del cuerpo, pero también de conservar las propias doctrinas, la fe en la, denominada por sus inquisidores, «aberrante ley de Moissen». A partir de este siglo, los ritos judaicos, médula de la religión y pensamiento judíos, comenzarán a cambiar de piel, las líneas de sus rostros se irán desvaneciendo en la oscuridad y sus creyentes sufrirán una descomposición que los arrojará, a final de cuentas, a la hoguera y, por encima de todo, a su propio desvarío. Porque si bien los devotos de esta religión se reconocen como herederos del Libro, no es sino en el rito donde se cumple su razón de ser. No basta una Biblia si esta no viene acompañada de prácticas cotidianas concretas, de ritos específicos que sellen el pacto con Yahveh, su dios. Así, el rito del sabbat, el encendido de las velas, la limpieza del linaje, el rito de los muertos y sus deudos, el ayuno del perdón, el Gran Día, como se le conoce en las actas inquisitoriales, la alimentación y, de manera muy específica, la circuncisión de los varones, se convierten en los verdaderos enemigos que se han de vencer: acabar con el rito es liquidar una creencia maligna que ha llegado para contaminar la auténtica evangelización de los indios. Por ello, una buena parte de los juicios novohispanos encontrados en el Archivo General de la Nación (AGN) contra judaizantes recurren al castigo debido a causas que nada tienen de «herejía», pero sí de vida cotidiana ritual, como el lavado de sábanas en vísperas del sabbat, el huevo que los deudos comen después de la muerte de los padres, al amortajamiento de los cuerpos, a los días de ayuno, al evitar comer carne de cerdo, a las velas que se encienden cada viernes por la noche, etc. Pero también, y como se verá en los casos que trataremos, la rigurosa endogamia que criptojudíos practican para no pervertir la ley de Moisés. No sorprende

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hallar matrimonios entre primos o entre parientes muy cercanos. De hecho, estos hábitos perdurarán, particularmente, en comunidades sefarditas, hasta mediados del siglo pasado. Si bien es cierto que todo rito está sometido al paso del tiempo, al transcurrir de la historia y sus avatares, en este espacio quiero mostrar la forma en que la tortura y la persecución pueden llevar a prácticas aberrantes, como es el caso que aquí trataré: la circuncisión femenina. Me detengo aquí por un momento para señalar algunas características de ambas religiones, que hicieron de la judía una víctima factible de ser reconocida como tal. La religión cristiana está basada en un principio de «fe» y certificada en una imaginería que hace del fiel un hermanado de la imagen de un Cristo sufriente que se ofrece en sacrificio para salvar a la humanidad. La religión judía, por el contrario, está cimentada en los ritos cotidianos que son, en efecto, los que dan identidad a sus fieles. Por decirlo de alguna manera, el judío puede no creer en Dios, lo que no puede es dejar de circuncidar a sus varones o conmemorar el Día del Perdón2. «El judío», escribe Georges Friedman, «no puede afirmar como el cristiano creyente, que es la fe la que salva. La vida judía es consustancial a la religión judía. Nuestra religión no tiene dogmas y es nada sin las prácticas que la estructuran. Suprimir o simplemente endulzar las mitzvot (preceptos), es vaciar, es arruinar nuestra religión» (Friedman 1968: 240; cursivas mías). La fe, tal y como la entiende el mundo cristiano, no tiene esa importancia en el culto judío; quizás, y esta peculiaridad se ha señalado ampliamente, el hecho de que la imagen no participe del espectro divino de los judíos (como se sabe, este es un «ser» abstracto que prohíbe cualquier representación) hace de él un dios espectral cuyo rostro puede solo atisbarse en la escritura sagrada, ya que en ella y solo en ella, la divinidad se despliega, aunque veladamente, al mundo. De ahí que Yahveh responda al llamado de Moisés de ver su rostro, diciendo: «Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Éxodo 33: 22). Es en este sentido como un dios «sin rostro» precisa algo más que una fe y exige una práctica ritual. 2. «San Pablo predicó, polemizando con los fariseos, que la verdadera salvación no provendría del cumplimiento servil de los ritos, sino que ésta sólo se conseguiría mediante una conducta moralmente virtuosa, es decir, comportándose sinceramente caritativo, detestando el mal y adhiriéndose al bien; así como a través de la fe en Cristo y en su resurrección» (Cohen s.f.: 29).

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En un ensayo inédito de Eduardo Cohen (1939-1995), llamado «Una comunidad ritualista», el pintor y ensayista escribe: «Cuando se opta por llevar a un primer plano el ritual como verdadero índice de religiosidad, la religión mantiene aún cierto vigor vivencial. El rito, independientemente de su apoliticidad, implica un tipo de entrega incondicional. Desde un punto de vista existencial, el rito satisface de varias maneras la necesidad de dar significado al mundo porque, sobre todo, su fuerza estriba paradójicamente, en su carácter de experiencia no intelectual. Y si bien es cierto que el ritualismo difícilmente puede producir una vocación universalista, sí, en cambio, es probable que suelde más firmemente a quien practica con su comunidad» (s.f.: 14). Es así y desde esta perspectiva «religiosa», como el abandono del rito anuncia ya su ruina; de ahí que las comunidades judías, en momentos precisos de la historia, insistan en no alejarse de este, en la medida en que es el rito el rasgo único que ratifica su vínculo con la sociedad. Por esta razón, y dado el carácter frágil de la fe sin sus rasgos rituales, el criptojudío novohispano intentará por todos los medios posibles mantener, aunque sea en un mínimo tenor, ese perfil ritual que le da una identidad frente al mundo al que se enfrenta. De hecho, lo que la Inquisición violenta es la posibilidad de pertenencia a un pasado milenario que se remonta a más de dos mil años de existencia, trastocando de manera irreversible todo orden ritual. Hacia finales de la década de 1640-1650, el criptojudaísmo como tal y aunque en su forma «esquizofrénica», desaparecerá casi por completo y terminará por fusionarse y confundirse con esa marea de identidades novohispanas. Los autos de fe de 1646, 1647, 1648 y 1649 pueden leerse, entonces, como los últimos suspiros de la sociedad criptojudía novohispana3. 3. Si bien el año 1650 marca una «derrota» del criptojudaísmo, habría que tomar en cuenta que seguirán existiendo casos aislados de circuncisión femenina. Me refiero concretamente al juicio de María de Zárate y de su marido Francisco Botello. En su libro, La Inquisición en México. Racismo inquisitorial (El singular caso de María de Zárate), Boleslao Lewin relata el juicio completo a esta mujer, acusada de llevar las marcas de su circuncisión en el hombro izquierdo. «Cuando el proceso ya estaba adelantado, el 27 de noviembre de 1657, se presentó el fiscal para decir, que según se había comprobado en los procesos de la “Complicidad”, los judaizantes, por particular ceremonia usaron en lugar de circuncisión que en dicha Ley se mandaba hacer a los varones en el prepucio, sacar a las hembras un bocado de carne del hombro o en la parte superior de la espaldilla, y que puede haber sucedido con la dicha rea y que esté señalada en la dicha forma, por ser de

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En última instancia, y reflexionando a fondo, ¿no son acaso los ritos cotidianos –dentro o fuera de cualquier religión– los que nos protegen y amparan de la crueldad de la vida? ¿Qué sería de una sociedad sin esos ritos cotidianos que estructuran nuestras vidas y que nos dan cobijo? Sin el rito, cualquiera que este sea, la muerte, esa soberana que rige y se levanta gloriosa ante nuestros ojos, terminaría desde nuestra más tierna infancia con el mínimo impulso de vida; sin él, solo seríamos seres condenados a Tánatos. Sin los ritos, el mundo dejaría de ser mundo y el hombre se arrojaría, impotente, a los umbrales del abismo. Somos, en pocas palabras, seres habitados por ritos de sobrevivencia: son ellos y solo ellos, los que estructuran nuestra existencia, los que, llevándonos de la mano, vigilan y administran, a veces sin saberlo, nuestro aliento de vida. De ahí que, en su momento, fuera irrefutable la posibilidad de cancelarlos. Ahora bien, ¿qué sucede en la década (1640-1650) que marca la disolución del criptojudaísmo? Habría que destacar que el escenario represivo pone en juego la mentalidad agobiada de aquellos practicantes que ven en la deformación y el delirio la fuente última de su existencia. Cuando el espacio de las formas rituales, generadoras de identidad, desaparecen, brotan de improviso formas totalmente opuestas a los principios rituales del judaísmo. Es entonces, en esa década de ocaso, cuando una pequeña comunidad de criptojudíos portugueses se pierde en las tinieblas de su propia desesperanza al pretender mantener a toda costa el pacto de la circuncisión, aunque esta sea, esta vez, en el cuerpo de la mujer. Como se sabe, Dios manda circuncidar al hijo de Abraham para sellar su pacto con el «pueblo elegido»; es esta la traza (la trace), como diría Derrida (Bennington y Derrida 1994), que sella de manera definitiva al sexo masculino con lo divino, y es el falo el único que da cuenta de este vínculo. En él se inscribe el nombre de dios, de ahí que dentro de esta tradición, el género masculino se convierta en el sexual mujer de Francisco Botello» (1971: 39). En el juicio a esta mujer, los jueces se refieren explícitamente a los casos de Duarte de León y de sus hijas, Antonia y Clara Núñez, «retajadas» por el primero (1971: 157) y, de igual manera, se afirma: «[…] cortándoles con un cuchillo muy bien afilado en la espaldilla u hombro izquierdo a esta rea y a sus hermanas un pedazo de carne que asiéndole sobre brasas encendidas… se comían el dicho su padre y las demás personas que asistían a este judaico sacrificio» (1971: 159).

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portavoz de la divinidad. Pero, ¿qué pasa con la «desmarcación» femenina cuyo signo es la apertura al mundo y cuyo cuerpo se mantiene al margen de cualquier incisión divina? ¿No fue acaso ese cuerpo desmarcado el que llevó a miles de brujas a la hoguera durante el Renacimiento? En la desmarcación femenina, entre otras causas, la bruja renacentista la contuvo todas. Por ello fue llevada a la hoguera, por ello se convirtió en el chivo expiatorio de tanta barbarie. Hablando de nuevo del criptojudaísmo, resulta extraño, entonces, pensar que la maternidad sea la fuente de la descendencia judía, mientras que el dios judío privilegia al sexo masculino imprimiendo en él su nombre. Por ello, cortar el hombro derecho o izquierdo de una mujer como señal de pertenencia al grupo es, en todo sentido, una desviación del culto; esa cicatriz «cincuncidada» transgrede toda norma y lleva a la tradición judía a su quiebre, esta vez definitivo. Balbuceos y raptos de quienes se ven a un paso de la hoguera; lamentos de quienes perciben la muerte del cuerpo, sí, pero sobre todo, los últimos estertores de una religión en la que moraron durante siglos. El auto de fe de 1646 es el primer aviso de esta agonía: Corre sin freno la malicia a perderse, y, ciega, se precipita por ruidosos despeños de obstinación. La perfidia judaica, antiguamente rebelde al Imperio Divino, nunca obligada de milagrosos beneficios, siempre ocasionada de sí misma a indignas ingratitudes, hoy fecunda madre de sacrilegios inauditos, en todas partes madrastra cruel de la gente que protervamente engaña, ¿hasta dónde no ha llegado con la impiedad y con el atrevimiento? (García 1974: 141; cursivas mías).

¿A qué tipo de sacrilegios puede referirse el auto de fe? Si partimos de nuestro interés en la llamada circuncisión femenina, un sacrilegio bien podría aludir a la práctica ritual llevada a cabo, particularmente, por una familia, la de Duarte de León Jaramillo y su esposa Isabel Núñez, provenientes de Portugal. No me atrevo a afirmar con certeza que el resto del grupo de familias a las que remite el auto de 1646, y que llegaron a la Nueva España junto con los primeros, cumplieran con el mismo ritual; lo que es cierto es que nombres como Francisco Núñez, Gaspar Váez Sevilla, Isabel de Rivera, Margarita de Rivera, Simón Fernández de Torres, Tomás Núñez de Peralta o Tomé Gómez, judaizantes llevados a juicio en los tribunales inquisitoriales de ese periodo son acusados de ser practicantes de la ley de Moisés en sus

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diversas manifestaciones cotidianas. Si bien los casos más destacados son los de la familia de Duarte de León, Genaro García da cuenta de una gran cantidad de circuncisiones femeninas durante ese periodo. Lo mismo sucede con el auto de fe de 1647, en el que aparecen los juicios a judaizantes tales como Beatriz Henríquez, Tomás Méndez, Fernando Rodríguez, Francisco de León Jaramillo, Simón de León, hijos de Duarte de León Jaramillo, principal ejecutor de este inusitado ritual, así como Tomás Méndez. Para el año 1648, el auto de fe se vuelve mucho más crudo y a partir de él se perfilan ya las últimas bocanadas de la criptojudería. Es precisamente aquí donde se lleva a juicio a buena parte de la familia Duarte de León-Isabel Núñez. Es Francisco de León Jaramillo quien encabeza la lista, judaizante e hijo de Duarte de León, Ana, Antonia y Clara Núñez hijas de Isabel Núñez y Duarte de León. Después de una búsqueda exhaustiva en el AGN de la Ciudad de México, logré encontrar el juicio a Isabel Núñez, donde la causa de su encarcelamiento radica justamente en la cicatriz en el hombro que la delata como miembro de la comunidad criptojudía que, no pudiendo circuncidar a sus varones para evitar su persecución, conciben la idea de hacerlo en el hombro de las mujeres. El caso más mencionado es el de esta familia portuguesa que ya desde el auto de 1647 es acusada por su propio hijo, Simón de León, de prácticas crueles e indignas. Me permito citar in extenso esa parte del juicio. [Fol. 29v] [Letra 1] Señal que le fue halla-{2} da a Isabel Núñez {3} de circuncisión en {4} el hombro izquierdo {5} a la declaración {6} de Juan de Correa Ci-{7} rujano de este Santo Oficio {8} [Letra 2] Yo Eugenio de Saravia, secretario del secreto del Santo Oficio {1} de la Inquisición de esta Nueva España, certificó que{2}, sábado cuatro días del mes de mayo de mil Y{3}seiscientos y cuarenta y siete años, estando en{4}su audiencia de la mañana los señores inquisidores{5}Don Franco de Estrada y Escobedo, Don Juan Sáenz de{6}Manozca y Licenciado Don Bernabé de la Higuera y{7} Amarilla, y por ordinario de este Arzobispado, el dicho{8}señor Inquisidor Manozca, mandaron traer de las cárceles {9} secretas a Simón de León, preso en ellas para ejecutar{10} en su persona los votos de tortura in caput alienum{11} a que fue condenado en dos días de el dicho mes de mayo.{12} Y habiéndosele hecho la monición caritativa pro-{13} nunciado la sentencia y notificándosele, empezó{14} a confesar.

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Y entre otras cosas que dijo y confesó. {15}Dijo contra Duarte de León e Isabel Núñez {16} sus padres, lo siguiente: {17} Y que no se acuerda cuanto tiempo a, pero se a-{18} cuerda que fue antes que le enseñasen sus padres {19} la ley de Moysen. Que un día se acuerda cual, se{20}encerraron en la despensa los dichos su padre{21}y madre, y yendo este confesante a pedirle para{22}papel al dicho su padre, y llegándose a la puerta, llamó{23} este confesante y abrió el dicho su padre, y vio que la{24}dicha su madre decía: ¡ay! Quejándose, poniendo la {25} mano sobre el hombro y que cómo el dicho su padre {26} cortó en aquel lugar a sus hermanas la carne. {27}Presume cortaría en el mismo lugar a su madre. {28}Y que se con firma el que fue esto así. Porque habiendo {29} aporreado un día el dicho su padre a su madre, {30}4

4.

Véase la primera imagen para consultar este folio.

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[Fol. 30v] Le dijo su hermana Clara al dicho su padre {1} en su cara que era un perro judío, y que si había {2} hecho a la dicha su madre lo mismo que a las demás {3} cortándoles la carne. {4}Y habiendo dicho otras cosas que no hacen al {5} propósito. Fue mandado llevar a la capilla {6} y los dichos señores inquisidores fueron de parecer que Juan {7} Correa cirujano de este Santo Oficio viese. Luego yncontinente{8} a la dicha Isabel Núñez si tenía la dicha señal para{9}Verificación de la verdad de lo que ha confesado el dicho,{10}Simón de León. Y Habiendo sido mandado en-{11}trar en la dicha audiencia el dicho Juan Correa le fue{12} mandado que, so cargo del juramento que tiene{13}fecho, viese a la dicha Isabel Núñez si tenía alguna {14} señal en alguno de los dos hombros derecho o izquierdo.{15}

Y habiendo vasado juntamente conmigo el dicho {16} secretario del secreto y con Pedro de cargas, ayudante{17} de las cárceles secretas. A la en que estaba la dicha {18} Isabel Núñez, que es en el cuarto nuevo, y habiéndola{19}visto con todo cuidado a la luz del patio y servido a la{20} dicha audiencia, dijo que había visto a la dicha Isabel{21} Núñez y la había

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hallado en el hombro derecho{22}tres dedos arriba de la juntura del hueso una seña{23}trasversal que viene del hombro al pecho, poco menos{24}de un medio real en ovalo que párese haberse{25}hecho con instrumento cortante y cicatriz{26} en la circunferencia de toda la dicha señal que{27}demuestra haberse cortado el cutis y carne haciendo{28} cóncavo, y que como quien ha visto las señales{29}que tienen sus hijas Antonia Y Ana Núñez{30}5 [Fol. 30 r] la juzga por de la misma calidad, y que no {1}es antigua y al parecer de poco más de cinco años. {2} Y que esto es lo que siente, según su leal saber {3} y entender, y so cargo del juramento que tiene {4} fecho. Y lo firmo. Y con tanto fue mandado salir {5} del audiencia= el médico Juan de Correas. Ante mi Eugenio {6} de Saravia {7} Concuerda con su original que está en el proceso del {8} dicho Simón de León a que me refiero. De que Doy fe. {9} Firma El licenciado Eugenio de Saravia. {10}///.

5.

Véase la segunda imagen para consultar este folio (cursivas mías).

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El testimonio de Simón de León, hijo de Duarte de León e Isabel Núñez es transparente; en su defensa, acusa al padre de haber circuncidado tanto a su madre como a su hermana Clara. La descripción detallada del hijo nos sumerge en el rito que por obvias razones se llevaba a cabo en la oscuridad, donde nadie pudiera presenciar tal ritual. Simón de León describe con toda minuciosidad la forma en que Duarte de León circuncida a su mujer y cómo ella se duele del corte. Estamos hablando del año 1647, o sea, de la década de la desgracia criptojudía. A lo largo de este y otros juicios, podemos ir viendo la descomposición del mundo criptojudío que no solo circuncida a sus mujeres como forma de continuar el rito, sino que llega a niveles jamás vistos dentro de la tradición judía. Desafortunadamente, los archivos que van más allá de la descripción del corte ritual en el hombro de la mujer no se encuentran dentro del AGN, y sería necesario realizar una nueva investigación para encontrar el destino de los archivos inéditos que describe Genaro García en su libro ya citado. Por lo pronto, registremos la confesión de Simón de León, para certificar esta inédita práctica que llevó a estos criptojudíos a la hoguera. Debo decir que no he logrado encontrar los motivos que hicieron del hombro femenino el espacio simbólico del vínculo divino. Lo cierto es que son las mujeres quienes padecerán los tormentos de la carne para salvar, aparentemente, una religión de la que habían sido oficialmente «desmarcadas». Sus cuerpos serán las víctimas de ese fervor del converso ante el umbral de la muerte. Si el corte en el hombro femenino ejerce ya una violencia no vista en el cuerpo de la mujer judía, el canibalismo, abiertamente prohibido dentro del judaísmo, entra a desempeñar un papel decisivo en estos casos donde la carne desprendida del hombro es sometida a una cocción para alimentar tanto al padre, Duarte de León, como al resto de la familia. Los siguientes ejemplos están tomados del libro Documentos inéditos y muy raros de la historia de Nueva España, escrito por Genaro García a principios del siglo xx. Desafortunadamente, no he logrado ubicar el destino de estos archivos descritos por Genaro García; sin embargo, el autor, reconocido por su excelente trabajo de investigación, nos ofrece abundantes casos donde la mujer es sometida a tales rituales, sin tener la posibilidad de defenderse. He aquí algunos ejemplos que nos ofrece García:

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Y ya reducida y después de presa su madre, la cogió su padre a puertas cerradas en un almacén, en un viernes, presentes Francisco de León y Antonia Núñez, sus hermanos, y la desnudó hasta la cintura, diciéndola que callara y no gritara, porque por no tener una señal su madre, la habían traído presa; y sentándose sobre una caja blanca, de pescado, teniendo puesto el sombrero, como rabino, la metió entre las piernas, estando esta criatura parada, y llegándose su hermana Antonia Núñez, por un lado, la tapó con las manos, los ojos y boca, y con un cuchillo nuevo la cortó su padre de sobre el hombro izquierdo un pedazo de carne, de buen tamaño, que cogió y echándole sal, lo soasó en unas brasas que estaban en un tiesto, y el inhumano judío se lo comió: abominable y nunca visto, oído ni leído sacrificio y nueva invención de circuncisión; mandándola con amenazas que callara y no dijera nada […] (García 1974: 228).

Este acto también se repite en el testimonio de Antonia Núñez, hija menor de Duarte de León e Isabel Núñez: Asimesmo la señaló su padre en el hombro izquierdo, diciéndola que la quería señalar en aquella parte, porque era ceremonia de su ley, y sucedió lo propio de soasar la carne, que era del grandor y tamaño de medio real, que la cortó y comérsela según se refiere en la causa de su hermana, Ana Nuñez (García 1974: 222).

Y también en el testimonio de Clara Núñez, igualmente hija de Duarte de León, donde se da mayor información del aberrante ritual: […] rigor la hacían guardar los sábados, que ni aun lavar la cabeza la dejaban. Y la señaló en el hombro izquierdo, como a las dos hermanas suyas, cortándole un pedazo de carne Y con tanto (García 1974: 237). Otro modo de hazer a las mugeres christianas renegadas: la ceremonia es diferente porque no consiste en mas que hazerlas lavar y después hazen el zala en una camara, o aposento y les cortan los cabellos de la cabeza por delante un poco, rapándole todo el celebro, o colodrillo que no queda por aquella parte cabello: luego le ponen su nombre morisco, o turquesco, y con esto quedan renegadas. Y otra ceremonia tienen algunas mugeres observantes que practican en su ley según confecion de alguna en este tribunal por bautismo, o circuncision entrarla en siete tinas de agua caliente, y otras en siete de agua fría: Otra usan nueva y esquisita que encima del hombro isquierdo con un cuchillo nuevo se les corta un vocado en circulo y despues de quitado se lo comen asado como se refirio en el auto de fe que se celebro en el año del quarenta y ocho en esta ciudad (Duarte de León) (García-Molina 1998: 401-402).

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No existen, hasta este momento de la historia judía, casos en los que el canibalismo como tal aparezca como parte de la tradición. Muy por el contrario, se trata para el judío de una violación a los principales preceptos de la Torah: «Guárdate sólo de comer la sangre, porque la sangre es vida, y no debes comer la vida con la carne. No la comerás, la derramarás en tierra como agua» (Deuteronomio 12: 23-24). Si este precepto fundamenta varios rituales alimenticios dentro del judaísmo, leyes fundadoras de una ética de la alimentación, tan importante para esta religión, comer la carne de una mujer ultrajada, incluyendo su sangre, representa una de las mayores desviaciones del culto. Querer salvar al judaísmo del fuego mediante el agravio del cuerpo femenino, es ya caer en la barbarie. Si bien esta práctica ritual queda como una ofensa al culto judío, resulta interesante acercarnos al texto de Raphael Patai The Seed of Abraham (Jews and Arabs in Contact and in Conflict) en el que el autor se refiere a la forma en que tanto judíos como árabes compartían rituales mágicos aceptados desde hacía siglos por la mística judía. Hay uno, entre ellos, que llama especialmente la atención en la medida en que bien podría remitirse a los casos de canibalismo practicado por algunas familias novohispanas. Es así como el autor describe con lujo de detalle los casos en que el prepucio de los circuncidados alimenta las bocas de mujeres estériles, así como de mujeres que desean proteger a sus hijos. Citemos: Westermarck reports that among the Ait Warain Berbers it often happened that at the circumcision of a boy, his mother, immediately after the operation, swallowed the foreskin with some water. This was done because of the belief that if she did so her son would never be found out if he committed theft, adultery with another man’s wife, or any other crime (159). […] I find it most interesting that both alternative customs, that of swallowing the foreskins and of stringing them up and preserving them, existed among both Muslims and Jews, but that the motivations for doing so were so different. Among the Muslims it meant insurance against being caught if the boy in later life engaged in criminal acts, or the augmentation of love for him, or the protection of the circumciser against claims of negligence. Among the Jews it meant the achievement of fertility for barren women, and a proof of great religious merit for the circumciser (Patal 1987: 161).

Ciertamente, el texto arriba citado da muestras de un cierto «canibalismo» practicado con fines benéficos o curativos. No obstante, esta

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práctica llevada a cabo por judíos y musulmanes no va más allá de una superstición y una magia practicada por místicos que, aunque la historia no ha reivindicado del todo como grandes pensadores de los ritos judíos, no ha sido comprobado que recurrieran a prácticas desviadas de la auténtica tradición. Pero, me pregunto, ¿cuál sería esa tradición cuando esta queda siempre sujeta a transformaciones, desviaciones o alteraciones históricas siempre y cuando no transgredan un código ético marcado desde las Escrituras? De acuerdo con la ley halágica, nada habría de barbarie en alimentarse de un residuo de la circuncisión masculina con el fin de fertilizar a mujeres estériles. Sin embargo, esto nada tiene que ver con la ferocidad con la que los propios judíos sacrificaron a sus mujeres en la Nueva España y mucho menos con el salvajismo de alimentarse con su propia carne. Si miramos a fondo, el corte infligido a las mujeres no es un corte superficial, sino la extirpación de un «bocado de carne» para cocinarlo y alimentar con él a sus víctimas. Es verdad que toda tradición implica de principio una respuesta de su receptor; recibir una tradición no es nunca un acto pasivo, viene siempre acompañado por cambios, transformaciones incluso traiciones que, sin embargo, no violan las leyes éticas básicas del judaísmo. Lo que vemos en los juicios de los Duarte-Núñez no es la continuidad del rito y la tradición hebreas, sino su mutilación. Se trata de una forma, la más aberrante posible, de persistencia del rito; más aún, arrancar un pedazo de carne del hombro de una mujer y llevárselo a la boca significa la deformación absoluta de la ritualidad judía, que rompe con toda ética, fundamento del judaísmo en términos de Lévinas, para caer en el más tórrido de los avernos. Y ejercer esta violencia en el cuerpo desgarrado de una mujer no es más que justificar una y otra vez el lugar que ellas ocuparon en la sociedad novohispana. Es más que sabido que al mismo tiempo de la persecución de judaizantes, se estaba llevando a cabo una violencia en contra de las indias, ultrajadas, violadas o asesinadas por sus conquistadores. El término «evangelización» es un simple eufemismo para ocultar el lado más oscuro de la conquista. La violencia no es una excepción a la regla, sino el privilegio del conquistador y, por supuesto, de sus inquisidores. Regresando al tema que nos ha ocupado en este ensayo, me gustaría retomar el concepto de Gershom Scholem, defensor de la tradición/traición de la tradición. Para él, la cábala, o sea, una buena parte de la tradición mística, justifica la innovación en términos históricos:

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no somos los mismos que vivieron la revelación divina, ni seremos los últimos. Por ello surge la necesidad de adaptar los preceptos a las leyes de la historia y de la tradición misma. Y esto trae a cuento un bellísimo relato, contado por el mismo Scholem en su libro Las principales tendencias de la mística judía donde cuenta, en pocas palabras, el inevitable cambio de los rituales que, a pesar de todo, siguen estructurando a una comunidad: Cuando el Baal Shem tenía ante sí una tarea difícil, solía ir a un cierto lugar del bosque, encendía un fuego, meditaba y rezaba, y lo que él había decidido hacer, se llevaba a buen fin. Cuando, una generación más tarde, el Magguid de Meseritz se enfrentaba a la misma tarea, iba al mismo lugar del bosque y decía: «Ya no podemos encender el fuego, pero aún podemos decir las plegarias y aquello que quería se volvía realidad». Nuevamente una generación más tarde, rabí Moshé Leib de Sassov tuvo que realizar esta tarea. También fue al bosque y dijo: «Ya no podemos encender el fuego, ni conocemos las meditaciones secretas que corresponden a la plegaria, pero sí conocemos el lugar en el bosque y dijo: “Ya no podemos encender el fuego, ni conocemos las meditaciones secretas que corresponden a las plegarias, pero sí conocemos el lugar, y ha de ser suficiente, y fue suficiente”». Pero pasada otra generación, cuando se pidió a rabí Israel de Rishin que realizara la tarea, se sentó en el sillón dorado de su castillo y dijo: «No podemos encender el fuego, no podemos decir las plegarias, no reconocemos el lugar, pero podemos contar la historia acerca de cómo se hizo todo esto». Y –agrega el narrador– la historia que él contó tuvo el mismo efecto que las acciones de los otros tres (Scholem 1996: 283).

Cada vez que leo este relato, pienso en los años que viví cuando mi padre aún conocía el bosque, encendía el fuego y recitaba las plegarias secretas. Ahora, en la indigencia en la que nos encontramos, la única esperanza, el último aliento que me queda, es el recuerdo, memoria; a falta del rito original, ese sueño de hombres perfumados que cantaban las plegarias y encendían el fuego no se ha borrado de mi memoria. Queda también el relato que, me pregunto, ¿es acaso suficiente? A siglos de distancia la pregunta sigue teniendo pertinencia para recuperar, como muestra la memoriosa historia del judaísmo, estas prácticas rituales en la Nueva España de las que apenas conservamos documentos. Estos rituales ilustran, por un lado, la represión que la Santa Inquisición ejerció sobre toda la población de América; en particular, con los colectivos más frágiles: los indios y los judíos conversos.

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Por el otro, la violencia ejercida sobre la mujer como sujeto del rito de circuncisión: una marca que se inscribe a falta de un «lugar» privilegiado en la sociedad; ellas sucumben ante quienes actuaron, como los conquistadores españoles, a modo y semejanza. Ante la ausencia de un falo circuncidado, la mujer, una vez más en la historia, ha debido pagar con el tormento de su propia carne. Referencias bibliográficas Alberro, Solange (1988): Inquisición y sociedad en México 15711700. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. García, Genaro (comp.) (1974): Documentos inéditos o muy raros para la historia de México. Ciudad de México: Biblioteca Porrúa. García-Molina Riquelme, Antonio M. (1998): «Una monografía para cirujanos del Santo Oficio», Revista de la Inquisición. Madrid: Universidad Complutense de Madrid, n.º 7, pp. 389-419. — (2003): «Duarte de León: Un relapso ficto y una circuncisión desconcertante», Anuario Mexicano de Historia del Derecho. México: Instituto de Investigaciones Jurídicas, vol. 22, pp. 369-406. Friedmann, Georges (1968): ¿El fin del pueblo judío? Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Lewin, Boleslao (1971): La inquisición en México: Racismo inquisitorial. (El singular caso de María de Zárate). Puebla: Editorial José M. Cajica Jr. N.A. (1981): Biblia De Jerusalén. Bilbao: Descleé de Brouwer. Patai, Raphael (1987): The Seed of Abraham: Jews and Arabs in Contact and Conflict. New York: Charles Scribner’s Sons. Proceso contra Isabel Núñez, mujer de Duarte de León, por observante de la ley de Moysen (AGN, Inq. 61, vol. 401). Scholem, Gershom (1996): Las grandes tendencias de la mística judía. «El hasidismo: la última etapa». Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Toro, Alfonso (comp.) (1982): Los judíos en la Nueva España. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica/Archivo General de la Nación.

Una bruja mulata: documento extra ordinem de la Inquisición mexicana1 María Jesús Torquemada

Una mujer mestiza se ve perseguida, juzgada y sentenciada por el Santo Oficio mexicano a causa de sus actividades supersticiosas. La particularidad del presente trabajo consiste en el hecho de haberse mencionado a su personaje principal de forma tangencial al hilo de algunas publicaciones que analizan procesos inquisitoriales similares protagonizados por otras sortílegas. Sin embargo, los autos procesales contra esta mulata no fueron hasta ahora objeto de análisis por separado, seguramente al haber sido adquiridos hace tiempo por una universidad estadounidense. Ello habría implicado que tales expedientes quedaran apartados del circuito por el que habitualmente transitan quienes se han venido dedicando al estudio de los documentos de la Inquisición mexicana. Introducción La historia de la Inquisición continúa siendo un elemento esencial para comprender la yuxtaposición existente entre la cultura cristiana y otras que ya existían en el Nuevo Mundo antes del descubrimiento de América. El aparato inquisitorial se creó para controlar las activi-

1. Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación «Literatura del crimen: doctrina jurídica y crónica social (siglos xvi-xx)» (DER201564627-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

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dades de los denominados «cristianos nuevos», siempre bajo sospecha de que su conversión no hubiera sido sincera. Esa mentalidad inquisitorial, que se extendió por Europa mucho antes de la llegada de Colón a las Indias, iba dirigida a la erradicación de diversas herejías que germinaron en el viejo continente. En el caso concreto de la Inquisición española, la amenaza inicial consistía en el criptojudaísmo y en el mahometismo encubiertos, pero después, tras el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo, los tribunales inquisitoriales fueron exportados al territorio indiano para salir al paso de la amenaza protestante y otras prácticas que mezclaban la religión cristiana con el paganismo preexistente y profundamente arraigado en muchas sociedades indígenas. Los expedientes relativos a los procesos inquisitoriales mexicanos que al presente se custodian en la Bancroft Library de California aluden a un importante número de reos que fueron acusados de crímenes relacionados con las prácticas esotéricas, etiquetadas con las denominaciones de «brujería y superstición». Además del valor que revisten como fuentes jurídicas casi siempre inéditas, los citados documentos tienen el mérito añadido de servir como ilustración de las culturas indígenas, pues en pocas ocasiones la tradición documental sobre la que se han reconstruido esas civilizaciones reviste la minuciosidad con que las describen los documentos inquisitoriales, de manera que estos dejan traslucir al hilo de los diferentes estadios procesales la mentalidad de quienes participaban en las prácticas que en ellos se plasman. Esos documentos a veces se hallan incompletos, en ocasiones porque se incoaron sin que llegara a pronunciarse sentencia firme y definitiva a causa de diversos motivos. En otros casos sencillamente se han extraviado o destruido algunas de las hojas que componían los expedientes, circunstancia fácil de determinar al aparecer citados esos papeles a lo largo de los autos sin que se conserven dentro de las correspondientes carpetas. La mayoría de los documentos gozan de la asombrosa homogeneidad que caracteriza la documentación procesal inquisitorial. En los encabezamientos se hace una breve alusión a la identidad del sujeto encausado, su procedencia, el delito por el cual se lo juzga, etc. En los documentos de la sumaria, que contienen las bases para la instrucción del expediente, el Santo Oficio se ceñía escrupulosamente

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a las normas marcadas por una tradición procesal no siempre puesta por escrito, sino en ocasiones de tipo consuetudinario, pero en cualquier caso respetada. Tanto es así que se puede afirmar haber sido el procedimiento judicial del Santo Oficio un sistema bastante más garantista para los acusados que el proceso penal ordinario (Gacto Fernández 1986: 175-194). Disponían los tribunales inquisitoriales de manuales y tratados que les formaban sobre los trámites que debían llevar a cabo para instruir y, llegado el caso, sentenciar cada proceso, destacando a tal efecto la obra del inquisidor aragonés Nicolás Eymeric titulada Directorium inquisitorum, anterior al nacimiento de la Inquisición española, al haber sido publicada en el siglo xiv2. El principal objetivo del presente trabajo consiste en añadir otra pieza al siempre incompleto y complicado rompecabezas formado por los distintos procesos inquisitoriales que tuvieron lugar ante el tribunal de México. Dada la ingente actividad desplegada por el Santo Oficio mexicano a lo largo del periodo que se extiende entre 1571 y 1820 muchas son las mujeres que hubieron de comparecer como acusadas ante dicho tribunal inquisitorial. Si las diferentes sedes del Santo Oficio peninsular habían hecho su aparición con el fin de reprimir las herejías de los falsos conversos procedentes del judaísmo y el mahometismo, la creación de los tribunales americanos obedecía más bien a la necesidad de frenar y neutralizar las creencias ancestrales de los indígenas recién bautizados. A pesar de que los predicadores desplazados a las Américas llevaron a cabo denodados esfuerzos para suprimir las prácticas tradicionales de los aborígenes, casi siempre impregnadas del pensamiento mágicosimbólico característico de aquellas culturas, las gentes originarias del Nuevo Mundo hallaron la forma de entremezclar las creencias adquiridas tras el nuevo bautismo con las heredadas de sus mayores, construyendo un todo compacto en que ambos credos, lejos de repelerse, se complementaban e imbricaban de forma casi milimétrica. De ese modo, el paso de los años daría lugar a una sociedad que oscilaba entre el catolicismo y el paganismo haciendo gala de un admirable equilibrio entre tradiciones diversas. 2. Hubo numerosas ediciones de esta obra, publicada por vez primera alrededor de 1356.

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Las mujeres eran las principales protagonistas en ese escenario, puesto que tanto en la vieja Europa como en las Indias la sociedad les había concedido desde tiempos remotos la categoría de vínculos incontestables entre los hombres y las fuerzas supraterrenales. Si bien es cierto que la tradición cultural judeocristiana y patriarcal había investido a los varones de la dignidad sacerdotal, las mujeres seguirían siendo extraoficialmente administradoras preferentes de la magia heterodoxa, es decir, de la que no resultaba incluida en la categoría de milagro. Dentro de una sociedad variopinta en cuanto a la extracción y la raza de los individuos que la componían, no es extraño que las prácticas supersticiosas se extendieran como la pólvora. Ese fue uno de los mayores escollos con los cuales tropezó la Inquisición mexicana a la hora de hacer que prevaleciera la recta doctrina católica, a juzgar por el alto porcentaje de procesos que se sustanciaron ante ese Santo Oficio bajo acusación de actividades relacionadas con la magia prohibida y las supersticiones. La inexorable maquinaria inquisitorial, utilizando su peculiar modo de actuación tendente a fomentar las denuncias entre convecinos e incluso entre parientes, finalmente conseguía desvelar y desentrañar las tramas supersticiosas existentes generalmente en todas y cada una de las poblaciones novohispanas. Normalmente eran las mujeres quienes capitaneaban y nutrían las filas de tales colectivos heréticos y, en muchos casos, tales prácticas se constituían en un medio de vida para quienes tomaban parte en ellas. A fuerza de tirar del hilo, los inquisidores conseguían hacerse con la madeja que se escondía tras lo que parecían actuaciones aisladas. Tanto en los tribunales peninsulares como en los americanos las mujeres acusadas de brujería y supersticiones intentaban exculparse ante el santo tribunal acusando a otras comadres y convecinas, de forma que, al cabo de cierto tiempo, dado que se trataba de poblaciones y territorios no demasiado populosos, resultaba relativamente fácil detener a todo el conventículo de personas involucradas en las prácticas sortílegas. Casi todos esos individuos formaban parte de un grupo que llevaba a cabo esos actos heterodoxos y llegarían a ser reos de inquisición, abocados a que se les incoaran los correspondientes procesos para esclarecer y depurar responsabilidades, de modo que los autos relativos a sus presuntos delitos se sustanciaban con poca diferencia de tiempo entre unos y otros.

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Sería prolijo traer a colación el numeroso elenco de trabajos dedicados a los procesos inquisitoriales contra brujos y hechiceros en la Nueva España, pues muchos son los expedientes que se conservan sobre el particular. En todos ellos se ha subrayado la importancia del elemento racial3. Es importante resaltar que en los territorios americanos se entremezclaron las prácticas mágicas de tres continentes: Europa, América y África. Rara vez las mujeres de raza blanca fueron reas del Santo Oficio con motivo del ejercicio de la magia supersticiosa, pues tales actividades quedaban, por tácito consenso, reservadas a las etnias indígenas o de procedencia africana. A ellas se dirigían quienes deseaban obtener por vía del prodigio lo que la vida cotidiana les negaba. Salud, dinero o amor eran bienes profusamente demandados por aquellos que acudían a solicitar los servicios de esas personas, generalmente mujeres. Estas se desenvolvían, por lo general, en ambientes sociales de marginalidad donde todos sabían de sus correrías y escarceos con el mundo de lo paranormal, pero solo era objeto de denuncia su heterodoxia cuando alguien se sentía defraudado en sus expectativas o en los casos de competencia mutua y desleal entre sortílegas. Todas esas mujeres que se repartían los territorios y, en consecuencia, la potencial clientela, mantenían entre sí un difícil equilibrio que se traducía a veces en la amistad que genera la existencia de mutuos intereses, mientras que en ocasiones esa camaradería se transformaba en odio según las circunstancias. En ese punto donde estallaba el conflicto, el entramado subterráneo que subsistía en medio de cierto ambiente de secretismo salía a la luz, quedando a merced de las autoridades públicas, obligadas a su persecución y represión, máxime de los inquisidores, que tenían especialmente encomendada la tarea de erradicar todo aquello que pareciera sapiens haeresim, cual es el caso de las prácticas y creencias relacionadas con la magia supersticiosa, tan nociva para el recto adoctrinamiento de la población indígena en las verdades de la fe católica.

3. Podemos mencionar, a modo de ejemplos y por orden cronológico durante las décadas más recientes, los trabajos publicados por Sepúlveda (1983), Scheffler (1985), Cárdenas (1997), Velasco Vargas y Hernández Miranda (1997), Lewis (2003), Guerrero Galván (2007) y Flores, Masera et alii (2011).

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En 1652 el Santo Oficio desarticuló una trama de hechicería y sortilegios en Puebla de los Ángeles y toda la región circundante. La mayoría de los autos incoados contra las sortílegas y hechiceras involucradas se hallan en el Archivo General de la Nación mexicana. Muchos han sido los estudiosos que han acometido la tarea de desentrañar los procesos por brujería y magia heterodoxa obrantes en el mencionado repositorio documental. Sin embargo, no se han tratado por separado los correspondientes a la mulata panadera María de Rivera. Si bien aparece mencionada como una abanderada de la red de delincuentes al hilo de diversos procesos donde los documentos se hacen eco de haber sido juzgada y condenada por la Inquisición mexicana, sus autos permanecían ocultos a los ojos de los investigadores al hallarse fuera de México. Azares del destino los han trasladado hasta el estado de California, donde se hallan custodiados en la Bancroft Library del campus de Berkeley. Esos documentos pueden servir en cierta medida de ayuda a la hora de reconstruir el mosaico del universo femenino que latía en la Nueva España al margen de la legalidad, grupo decidido a preservar algunas tradiciones indígenas entre las que se encontraban la atribución a las mujeres de las facultades sanadoras del cuerpo y del espíritu, todo ello a través del conocimiento exhaustivo de hierbas y otras sustancias presentes en la naturaleza. Sus actividades formaban parte de la vida íntima y cotidiana en los lugares donde residían. Las ceremonias llevadas a cabo por la hechicera mulata protagonista de estas páginas no difieren en lo esencial de las que desarrollaban otras congéneres y convecinas también dedicadas a las prácticas sortílegas, por lo cual puede considerarse su expediente inquisitorial como el cliché que se repite insistentemente en tantos otros casos juzgados y sentenciados por el Santo Oficio. Este personaje aparece mencionado en los autos inquisitoriales que se siguieron contra otras componentes de la trama. Una tal Mónica de la Cruz, famosa hechicera de Cholula, fue encausada por el Santo Oficio mexicano junto con algunas correligionarias como Isabel de Montoya o Margarita de Palacios. Muy poco tiempo antes ya había sido juzgada y condenada por ese Santo Oficio María de Rivera, quien, deseosa de que no se la volviera a inculpar y en consonancia con el colaboracionismo que desplegaban los que habían sido ya previamente encausados por la Inquisición, declaró como testigo contra Mónica de la Cruz.

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Varios autores que han centrado su atención en los procesos inquisitoriales sobre brujería en México mencionan a Rivera siempre tangencialmente y en conexión con la mencionada Mónica de la Cruz, pero nunca haciendo alusión a su propio expediente4. Los autos (García Marín 1989) En la primera página del expediente (BANC, Mss 96/95m, R. 1, n.º 10)5 fechado en 1652 e incoado el 17 de febrero en la ciudad de Puebla de los Ángeles, se hicieron constar los distintos elementos identificativos del proceso. Se abrían así los autos contra María de Rivera, mulata libre, natural y vecina de la citada población, de profesión panadera. Se le acusaba de ser hechicera. Uno de los pocos datos específicos que diferencian los encabezamientos de los procesos inquisitoriales americanos respecto a los peninsulares consiste en la precisión acerca de la circunstancia social

4. Norma Angélica Castillo Palma (2005a) nos desvela diferentes datos sobre el grupo de sortílegas que actuaban en Puebla de los Ángeles por aquel entonces. Tanto Mónica de la Cruz como nuestra protagonista María de Rivera y otras comadres, por ejemplo, Isabel de Montoya, fueron presas y juzgadas por el Santo Oficio durante el mismo año. Las páginas 179-182 las dedica la mencionada autora al tema de «Las mulatas e indias en la hechicería sexual». La página 180, nota 25, alude a que María de Rivera, mujer de 50 años a la sazón y previamente condenada por el Santo Oficio, declaró como testigo contra su antigua comadre Mónica de la Cruz. En la página 181 se refiere la autora de nuevo a María de Rivera en relación con el expediente inquisitorial de Mónica de la Cruz, donde aparece mencionada por otra testigo como cómplice de la misma. También Castillo Palma (2005b) alude de forma tangencial a la protagonista de estas páginas, siempre en relación con el proceso contra Mónica de la Cruz, en la página 135, nota 34, en los mismos términos de la obra previamente citada. El expediente inquisitorial de Mónica de la Cruz también aparece parcialmente insertado por Castillo Palma (2000). En los autos de ese proceso María de Rivera fue citada por la rea Mónica de la Cruz en varias ocasiones al hilo de su confesión (capítulos 4, 16 y 18) así como por otra sortílega involucrada en la misma trama, Juana de Sossa. También compareció como testigo María de Rivera en el proceso de ese mismo año, 1652, contra otra hechicera de Puebla de los Ángeles llamada Margarita de Palacios, asunto del que se ha ocupado Celene García Ávila (2009). En las páginas 53 y 56 se pone de manifiesto que el testimonio de la Rivera era muy valioso como gran conocedora de conjuros y oraciones supersticiosas. 5. Proceso del tribunal inquisitorial de México contra la mulata María de Rivera. El expediente completo consta de 133 folios.

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relativa a la raza y la condición de libre o esclavo que ostentaba el reo, pues en el último caso había que involucrar a los propietarios. En esta ocasión se trata de una mujer mulata libre que ha sido denunciada ante el Santo Oficio por llevar a cabo determinados sortilegios. No sabemos exactamente cómo llegaron a oídos del tribunal mexicano las actividades sospechosas de herejía desarrolladas por la reo. Sin embargo, es bien conocido que las hechiceras de cada localidad se delataban unas a otras con el fin de resultar gratas a los ojos de la Inquisición una vez que el Santo Oficio destapaba una trama de curanderas y sortílegas supersticiosas. Los inquisidores mexicanos, durante su audiencia matutina de un viernes 23 de febrero de 1552, determinaron la prisión de la mulata para que se le abriera causa ante el Santo Oficio. En la Ciudad de Mexico viernes 23 dias del mes de febrero de 1552 […] estando en su audiencia de la mañana […] (luego constan los tres inquisidores) son de voto y parecer […] Maria de Ribera Mulata […] y traída a las carceles secretas se siga… causa conforme a las leyes e instrucciones del Santo Oficio (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Dado que los hechos achacables a la reo habían ocurrido en ciudad diferente de la sede del tribunal, los inquisidores ordenaron prender a María de Rivera (o Ribera) a través de un mandamiento dirigido a Juan Bautista Elorriaga, canónigo y comisario inquisitorial en la ciudad de Puebla. Ese era el modus operandi habitual, puesto que los diferentes tribunales del Santo Oficio disponían de oficiales y ministros repartidos por las diferentes poblaciones de sus correspondientes distritos. Todos esos subalternos estaban en contacto permanente con la sede, sita en la capital, y dispuestos a cumplir las órdenes procedentes de la misma. Ante la posibilidad de que la susodicha María pudiera tener conocimiento de que se hallaba perseguida por la Inquisición y decidiera refugiarse en lugar sagrado, sistema que se consideraba por aquel entonces como idóneo para burlar a la justicia, el propio mandamiento inquisitorial que se cursaba al comisario del Santo Oficio en Puebla neutralizaba esa presunta inmunidad. Nos los Inquisidores contra la heretica pravedad y apostasía en esta ciudad y Arzobispado de Mexico estados y provincias de Nueva España, por autoridad apostolica:

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Mandamos a vos el Dor. D. Juan Bautista de Elorriaga, Canónigo de esta Sta. Iglesia de la Puebla y Comisario de Este Santo Oficio en esa ciudad, que luego que recibais este mandamiento, prendais el cuerpo de Maria de Ribera, mulata vecina de dicha ciudad a donde quiera que estuviere y la hallaredes aunque sea en Yglesia, Monasterio u otro lugar sagrado… y assi presa y a buen recaudo la embiareis con guarda de satisfaccion a las carceles secretas de este dicho Santo Oficio para que sea entregada al alcaide de ellas (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

De ese modo, la presa sería enviada sin dilación a las cárceles de la Inquisición en la Ciudad de México. Dicho mandamiento de prisión contenía instrucciones precisas acerca de lo que debía hacerse con la reo una vez capturada, con orden de que fuera remitida sin demora a las cárceles inquisitoriales. Una vez allí, el secretario de la Inquisición, oficial encargado de levantar acta formal de cuantas actuaciones tuvieran lugar en el seno del tribunal (Torquemada 1997: 15-94), levantaría acta de su llegada, quedando responsable de su custodia el alcaide de las «cárceles secretas», que así se denominaban las del Santo Oficio. La responsabilidad del alcaide se extendía, por mandato específico de los inquisidores, a ocuparse personalmente de la presa, quedando advertido de no descuidar su custodia ni ponerla en otras manos sin expresa orden del tribunal. […] para que sea entregada al alcaide dellas el qual Mandamos la reciba de la persona que la truxere por ante uno de los Secretarios del Secreto del, para que la tenga presa y a dicho buen recaudo, y no la de presa ni en fiado sin nuestra licencia y mandado (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

El paso siguiente consistiría, como era de rigor y según el estilo del Santo Oficio, en la confiscación y el embargo de los bienes que se hallaren en poder de María de Rivera, pues los reos de la Inquisición se mantenían a sus propias expensas mientras se hallaban en prisión. La reo, según el procedimiento habitual, era invitada a designar una persona de su confianza para que asistiera junto con el secretario inquisitorial a la elaboración del inventario de bienes que servirían para su sustento en tan apurado trance. Una vez llevado a cabo el inventario de todos los bienes, se pondrían estos en manos de un tercero que fuera de la confianza del comisario inquisitorial, tercero que debía, a su vez, entregar fianza y acuse de recibo.

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Para liquidar los bienes de los que se hallaban presos por el Santo Oficio, se llevaba a cabo subasta pública de los mismos, teniendo en cuenta que se debía empezar por los que perjudicaran menos al conjunto de la masa patrimonial de los acusados. Todos esos requerimientos se hacían constar en el mandamiento de prisión remitido por los inquisidores. Se trataba de un cliché que se repetía en los diferentes autos sustanciados por el crimen de herejía, fuera cual fuere esta. Sin embargo, la experiencia demostraba la frecuente insolvencia de los presos inquisitoriales para salir al paso de los gastos que se derivaban de su prendimiento, traslado a las cárceles del Santo Oficio y manutención subsiguiente. Y la embargareis todos sus bienes haciendo Ymbentario dellos con asistencia de una persona que para este efecto ella a de nombrar siendo por vos Requerida y los pondreis en deposito en persona lega llana y abonada a vuestra satisfaccion de que a de otorgar deposito en forma y de dichos vienes bendereis en publica almoneda los que os parecieren menos perjudiciales hasta en cantidad de cinquenta pesos de oro […] (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Por ello el propio documento que se cursaba ordenando los diferentes pasos que se habían de seguir, señalaba otra solución económica que evitaría la impunidad de los reos insolventes. Se involucraba para ello a las autoridades tanto civiles como eclesiásticas, que debían aportar, bajo pena de excomunión, los medios para salir al paso de tales gastos. […] y si para cumplir y executar este nuestro mandamiento tubieredes necesidad de favor y ayuda, exortamos y requerimos y siendo nesesario embirtud de Santa Obediencia y so pena de excomunión Mayor lata sententia trina canonica monitione premisa y de quinientos ducados de castilla para gastos extraordinarios deste Stº Ofº Mandamos a todos cualesquiera Juezes y Justicias assi eclesiásticas como seculares destos Reinos […] (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Esa misiva en que se ordenaba el prendimiento de la reo y su puesta a disposición ante los inquisidores mexicanos no difiere de otras destinadas a idéntico fin. La gigantesca burocracia inquisitorial se limitaba a repetir una y otra vez los mismos clichés, con el fin de ahorrar a sus

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ministros y oficiales la aún más tediosa tarea de improvisar y redactar los diferentes documentos procesales. En efecto, sin que conste en autos la forma en que fue localizada, la mulata fue presa por el alguacil del Santo Oficio acompañado de un familiar de la Inquisición. De ese modo se ponía en marcha la inexorable maquinaria inquisitorial y así fue como María de Rivera, el 27 de mayo de 1652, fue entregada por Juan de Elorriaga, canónigo en Puebla, que recibió el encargo desde la capital, a través de un tal José Montes, que fue quien la acompañó hasta la Ciudad de México. Una vez llegados y sin dilación, según preceptuaban las órdenes inquisitoriales, fue puesta a disposición del alcaide de las cárceles secretas de la Inquisición en la susodicha población, siendo luego trasladada a su celda, sin duda vecina a las de otras correligionarias que estaban sufriendo procesos simultáneos por el mismo tipo de delitos. En la Ciudad de Mexico, bentisiete de mayo de mil seiscientos y sinquenta y dos años Joseph Montes entrego a Pedro de Almonacer Salazar, alcaide delas carceles secretas la persona de Maria de Ribera que se la entregó en la Ciudad de los angeles el canónigo Dr. D. Juan Bautista de Elorriaga, Comisario de este Santo Oficio y della que tengo rexivo en forma (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Una particularidad de los procesos que se siguieron ante el Santo Oficio mexicano consiste en el hecho de reflejarse en autos el documento en que se señalan algunas formalidades simultáneas a la recepción física de los reos en las cárceles inquisitoriales6. En primer lugar los presos eran registrados en su persona y bienes, para detectar cualquier objeto que estuviera prohibido en prisión. En el caso de los delitos de brujería y supersticiones esta diligencia era especialmente importante, pues las sortílegas solían esconder amuletos y objetos presuntamente mágicos entre sus ropas o en su propio cuerpo. Luego se estipulaba, siempre siguiendo las instrucciones de los inquisidores, la cantidad de dinero que se iba a destinar para la manutención de los reclusos. En el caso de María de Rivera se le adjudicaron dos reales y medio al día, cantidad frecuentemente prevista para supuestos similares. 6

Era lo que en autos figuraba como el documento de «Cala, cata y ración» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

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[…] cala y cata yncontinenti, antes de entrar en la carcel secreta la dicha Maria de Ribera se cató y miró su persona y no traia cosa alguna de las prohibidas, que se le amoneste y se le prevenga de la modestia y fervor con que debe estar en la carcel (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Seguramente, uno de los trances más difíciles por los que atravesaba cualquier persona que cayera en las garras inquisitoriales era el interrogatorio a que eran sometidos los reos inmediatamente después de ser puestos en prisión. A varias preguntas de mero trámite, pues los inquisidores solían conocer las respuestas de antemano, preguntas acerca de la identidad del reo, genealogía, su edad, procedencia, profesión, etc., se añadía una que revestía especial perversión a causa de las consecuencias que pudieran derivarse para sí o para otros de la respuesta ofrecida por los acusados. Era la relativa a los motivos por los cuales creía el reo haber sido prendido por el Santo Oficio. La indefensión que generaba en las personas la inseguridad acerca de cuáles podrían ser las razones de su prendimiento llevaba a los inquisidores, en no pocas ocasiones, a descubrir otras posibles actividades delictivas diferentes de las que habían motivado la prisión de los acusados. Ello por no abundar en las consecuencias que las respuestas podrían acarrear para terceras personas que resultarían involucradas o acusadas en el desesperado intento de los reos por parecer colaboracionistas con la Inquisición. En consonancia con el estilo procesal del Santo Oficio, María de Rivera fue convocada para la primera audiencia ante el tribunal a finales del mes de mayo de ese mismo año de 1652. Era la norma que tras la primera declaración los inquisidores llevaran a cabo varias «moniciones», advertencias dirigidas a obtener la confesión de la reo. Ante la negativa de esta tras la primera monición, el proceso seguiría por los cauces habituales. En la ciudad de Mexico treinta y un días del mes de Mayo de mil seiscientos y sinquenta y dos años estando en su audiencia de la tarde los Sres. Inquisidores Doctores D. Francisco de Estrada y Escovedo, D. Juan Saenz de Muñozca y Licenciado D. Bernave de la Higuera y Amarilla mandaron traer a ella de las carceles secretas a una mujer presa en ellas de la qual siendo que lo fue resevido juramento en forma devida de derecho so cargo del qual prometió desir verdad asi en esta audiencia como en las demás que con ella se tuvieren hasta la conclusión de su causa (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

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Así fue como los tres inquisidores mexicanos, reunidos en su sesión vespertina, ordenaron sacar a la reo de las cárceles secretas en que se hallaba recluida. Una vez en presencia de los mismos le hicieron prestar juramento de decir la verdad acerca de todas las preguntas que se le formulasen, tanto en esa primera audiencia como en todas las sucesivas. El juramento también alcanzaba al compromiso de mantener en secreto todas las actuaciones en las que tomara parte hasta la finalización de su causa: «Y que guardara secretto de todo lo que viere y entendiere y con ella pasare sobre su negocio y causa» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). Aunque los componentes del tribunal ya se habían informado acerca de las circunstancias personales de María de Rivera, las formalidades procesales exigían volver a formular al comienzo de la primera audiencia y, ya bajo juramento formal, algunas preguntas relativas a la propia identidad de la reo: debía declarar su nombre, lugar de nacimiento, edad y oficio, así como el tiempo que llevaba presa en las cárceles inquisitoriales. Por primera vez se expresa en el expediente la edad de la reclusa y su estado civil. Dijo tener más de cincuenta años, sin poder especificar más. Era frecuente que este tipo de personas ignorasen el año preciso de su nacimiento. También afirmó hallarse soltera. Declaró, además, ser hija de un portugués llamado Antonio Gomes, a quien no conoció por haber regresado a Portugal cuando ella era muy niña. Dijo ignorar dónde se hallaba en ese momento. Sobre su madre declaró ser esta una esclava llamada María Muñoz, cuyo propietario era un vecino de Puebla de los Ángeles. Una más, en suma, de las tortuosas historias y de los tristes desarraigos que generalmente marcaban los comienzos de esta y otras mujeres que terminarían ejercitándose en las artes propias de la hechicería para ganarse la vida. La edad y la propia soltería eran elementos que no jugaban a favor de la encausada, pues esas circunstancias coincidían con las que comúnmente se observaban entre las sortílegas heréticas que terminaban siendo condenadas por la Inquisición. El último paso consistía en interrogar a los acusados acerca de los motivos por los que sospechaban haber sido llevados ante el Santo Oficio. En ese punto, María de Rivera reconoce imaginar que su cautiverio se debía a ciertas prácticas que llevaba a cabo utilizando plantas y sustancias, de modo que suponía estar en prisión por hacer sahumerios de romero y usar semillas de ruda además de polvos de azufre

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para hacer ungüentos. Había diversos catálogos de objetos comúnmente utilizados entre los curanderos supersticiosos que eran generalmente considerados como indicio de pacto con el diablo. El azufre era uno de los que entrañaban mayor «olor a herejía»7. Toda la información así obtenida durante la audiencia de la reo fue trasladada al fiscal inquisitorial, para que este, a la vista de lo que se sometía a su consideración, procediera a la acusación formal. El cargo de fiscal del Santo Oficio en aquel momento era desempeñado por el licenciado Tomás López de Erenchun. Este era también secretario del Secreto en el tribunal de México. No era frecuente que se unieran en la misma persona las calidades de fiscal y de secretario, pues lo habitual es que se exigieran diferentes requisitos para el ejercicio de uno y otro cargo, requisitos que a veces eran incompatibles entre sí. Cabe imaginar, a la vista de las palabras con que se expresa el documento examinado, que quizá el secretario ejercía las funciones de fiscal de manera transitoria, por ausencia o enfermedad del titular: «El licenciado Thomas Lopez de Erenchun secretario de este Santo Oficio que al presente hago officio de fiscal del […] acuso criminalmente a Maria de Rivera […]» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). A la vista de los hechos que se presentaban como achacables a la mulata María, López de Erenchun decidió acusarla criminalmente. En la propia acusación, el fiscal nos informa de que la reo era panadera de oficio en Puebla de los Ángeles y de que era soltera. También añadió a lo anterior que la mulata era ya conocida por sus andanzas y sortilegios, así como que formaba parte de una extensa trama de hechiceras. […] famosa hechicera y maestra de otras, usando de yerbas, sahumerios y otros embustes… diciendo algunas palabras mescladas con supersticiones en orden a tener fortuna y otros fines particulares (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Además, le achacaba hallarse en connivencia con otras personas, sin duda aludiendo a las demás sortílegas de Puebla integrantes del 7.

El azufre era una sustancia altamente sapiens haeresim, es decir, según la terminología inquisitorial, fuertemente sospechosa de ser utilizada por una persona que hubiera llevado a cabo un pacto diabólico. Todavía en la actualidad se utiliza la expresión «oler a azufre» en el sentido de apreciarse indicios de alguna influencia maligna o demoniaca en ciertos asuntos.

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mismo conventículo y que fueron juzgadas casi simultáneamente: «[…] tratando y comunicando con otras personas que sabían y husaban las cosas referidas» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). Pero lo más grave era que el propio fiscal apreciaba serios indicios de que la mulata María había llevado a cabo un pacto con el demonio: «[…] teniendo, según se debe creer, pacto con el demonio […]» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). En eso consistía la herejía perfecta de la brujería, que convertía a cualquiera que fuera sospechoso de ella en reo de inquisición. Entre tanto, siguiendo las noticias que iban llegando al tribunal acerca de las actividades llevadas a cabo por María de Rivera, noticias obtenidas a través de testimonios prestados por personas de su entorno que se habían visto involucradas de alguna manera en las prácticas supersticiosas, los inquisidores iban cubriendo los diferentes estadios del proceso necesarios para poder llegar a la culminación del mismo. En cuanto a los hechos y dichos concretos que habían conducido a la mulata María ante la Inquisición, hay que poner de manifiesto la enorme similitud entre estos y los que se usaban a la sazón para idénticos efectos en cualquier otro territorio de la monarquía española (Torquemada 1997: 15-94). Hierbas, huesos de difunto, cabellos de personas y animales, diversos fluidos corporales, oraciones a ciertos santos que habían sido grandes pecadores en vida, etc., se constituían en el núcleo principal de los sortilegios heréticos realizados aquende y allende los mares. Los testigos interrogados, en muchos casos «clientes» de las sortílegas, también coincidían plenamente en cuanto a su actitud cuando se hallaban deponiendo ante los inquisidores. Procuraban hacer ver al tribunal que ellos se vieron inmersos en la trama de sortilegios contra su voluntad y que, en realidad, siempre habían considerado que los presuntos poderes de las hechiceras no eran sino meros embustes y supercherías que parecían tener tintes pecaminosos, lo cual era sistemáticamente negado por las sortílegas, con el fin de no espantar a sus parroquianos. La pregunto que si havia vuelto a hacer la diligencia que la havia enseñado. Y dicha persona la respondió que no la havia hecho por parecerle como le parecía que era cosa del diablo, a que esta rea la respondió que bien se podía hacer que no era cossa mala (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

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A medida que los inquisidores iban estrechando el cerco alrededor de los testigos, estos se mostraban más dispuestos a cooperar con el fin de apartar cualquier sospecha de herejía que pudiera pesar sobre ellos por hallarse involucrados en las prácticas supersticiosas, razón por la cual le proporcionaban al tribunal cumplida información acerca de las ceremonias y oraciones que usaba la reo para llevar a cabo sus hechizos. La mulata María estaba especializada en los sortilegios amatorios. En una ocasión aconsejó a una de sus clientas que, con el fin de lograr el amor de la persona que deseaba, saliera al corral durante la hora de la siesta y arrancara algunas cerdas de la crin del caballo en que llegara su amado. Si el caballo era negro o morcillo, tanto mejor, pues los animales de color oscuro o negro eran los preferidos por las hechiceras, pero también los más sospechosos de pacto diabólico a los ojos de los inquisidores. Además, debería estar pendiente de cuando el susodicho caballo defecara, pues habría de recoger un poco de estiércol del animal y ponerlo al sol. La sortílega aconsejaba que, al tiempo de llevar a cabo cada uno de los actos mencionados, la persona que realizaba el sortilegio debía pronunciar una oración que tenía alto contenido herético, según los inquisidores, por mencionar conjuntamente al diablo de manera encubierta y a santa Marta de forma explícita. En el nombre del Señor de la Calle Señor compadre donde quiera que estuviere fulano (ahí se insertaba el nombre del amado) no lo dejes parar ni sosegar para que me venga a buscar y para ver si esto es verdad mandame una señal: ladre un perro, cante un gallo o passe un caballo (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 33).

Varios son los elementos que hacen entrever la herejía en esa oración. En primer lugar el color del caballo. El uso de cabellos también resultaba altamente sospechoso. La expresión «señor de la calle» o la palabra «compadre» no son más que formas eufemísticas de aludir al demonio. Por último, la alusión a santa Marta, que fuera gran pecadora en vida, se repite a lo largo y ancho de toda la geografía hispánica del hechizo herético. Lo mismo sucedía, por ejemplo, con santa Elena. Esas santas solían ser invocadas en calidad de mediadoras entre el diablo y los sortílegos, casi siempre cuando realizaban hechizos amorosos:

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Marta Martilla comadre la mala que le ruegue al Señor de la Calle que donde estuviere Juan no lo deje parar ni sosegar hasta que me venga a buscar (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Los inquisidores eran expertos en tales argucias utilizadas para enmascarar la invocación al diablo: «[…] entendiendo por conpadre al demonio […] con quien communicaba en mala amistad» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). El sortilegio tenía su continuación ya en presencia del hombre amado, al que se debería hacer tomar alguna sustancia preferiblemente enmascarada en otra dulce. Esa ingesta produciría el prodigio de que el varón le entregara su amor a la mujer que se la ofreciese: «darle un poco de chocolate, con que no se le volveria a ir y la querria mucho y se casaria con ella» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). Otras oraciones que aparecen reproducidas en el expediente contienen también veladas alusiones al demonio, quien también aparecía en algunos sortilegios bajo la forma de la serpiente que tentó a Adán y Eva en el Paraíso:

Señora Sancta Marta en el monte Tabor entrastes con la gran sierpe encontrastes con el hisopo del agua bendita la arrojaste con el cordon la amarrastes […] (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Apremiada por los inquisidores, María de Rivera recitó otros rezos sospechosos ante los ojos del tribunal. Todos ellos giraban en torno a las consabidas y ampliamente extendidas supersticiones relacionadas con santa Marta, el diablo cojuelo, las señales enviadas por el demonio a través de ciertos sonidos una vez invocado para dar respuesta a las preguntas de los sortílegos, etc. Todas ellas iban encaminadas a conseguir amor y dinero para quienes acudían a recibir esas ventajas por medios esotéricos, además de proporcionarles a las mujeres maltratadas por sus maridos un medio para amansar la furia de estos. Así pues, esas rimas con efectos mágicos, como puede observarse, se practicaban de forma

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bidireccional, de manera que no solo servían para lograr atraer al amado o mantener intacta la affectio maritalis, sino también para neutralizar su cólera cuando se producían conflictos de pareja, consiguiéndose que la mujer pudiera sofocar la ira de los hombres, siempre a través de la magia y de los consabidos santos mediadores, puesto que durante el Antiguo Régimen no era imaginable que las féminas dominaran sobre los varones por otros medios. Lo que se trasluce en todas esas prácticas no es sino un conjunto de intentos desesperados por parte de algunas desdichadas para remediar diferentes males endémicos en sociedades profundamente machistas, donde las féminas no solían disponer de independencia económica, dependiendo del varón para sobrevivir, de modo que procuraban por todos los medios conservar el afecto de los que les proporcionaban su sustento y el de la prole. Prueba de que las oraciones supersticiosas traspasaban fronteras y océanos la tenemos en otra de las que circulaban entre las sortílegas mexicanas y que hacía alusión a ciertos accidentes geográficos de la península ibérica. Esos rezos también aparecen en los territorios del sur peninsular, como lo demuestran las actas de algunos procesos inquisitoriales que se sustanciaron ante el tribunal de Sevilla8.

En el monte Pirineo cuatro palos de Ebano están al uno llamaras y a tu mandado vendrá (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Los inquisidores sabían a través de testigos que la oración que hace alusión a los montes Pirineos fue recitada por la mulata en varias ocasiones y le preguntaron a María de Rivera cuál era la finalidad con que se rezaba. Esta dijo haberla aprendido de otra correligionaria cuyo nombre, sin duda, proporcionaría al tribunal como muestra de buena voluntad y en señal de arrepentimiento.

8.

Véase también la oración pronunciada por la reo Francisca de Morales, cuya causa se sustanció en la Inquisición sevillana tras ser prendida en 1738: «A los montes Pirineos fuiste, tres varas cogiste, una le diste a Barrabás, otra a Satanás, y otra al Diablo Cojuelo, y págame a mí como yo te pago a ti» (Torquemada 2000: 124, nota 63).

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Otro de los cargos que constaban en contra de la reo era la declaración de algunos testigos acerca de que la sortílega aconsejaba a su clientela no confesarse de las ceremonias, oraciones y conjuros en que participaban. Era una circunstancia frecuente en este tipo de delitos, siendo señal inequívoca a los ojos de los inquisidores de que la acusada despreciaba el sacramento de la penitencia, cuando en realidad todas las hechiceras prevenían a quienes acudían solicitando sus peculiares servicios de que no lo trasladaran a los sacerdotes confesores con el fin de evitar caer en las manos de la Inquisición, pues estos estaban obligados a poner los medios para que tales hechos llegaran al conocimiento del Santo Oficio. A la lista interminable de oraciones mágico-amorosas pertenecientes al repertorio de la mulata hechicera se añadía alguna otra que también consta en autos y que se rezaba con frecuencia a tales efectos.

Con dos te miro con dos te ato a sangre te bebo y el corazón te mato (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

Hasta aquí aparece el repertorio de oraciones cuyo contenido moral no necesariamente resultaba censurable, pues el objetivo perseguido puede considerarse bueno, cual es el de lograr el acercamiento de dos personas en el plano amoroso. Pero también la mulata era capaz de practicar sortilegios maléficos, como resulta de otra declaración que aparece al hilo del proceso. En el ambiente de comadres generalmente pobres y desasistidas de los hombres, la promiscuidad de estos conllevaba los celos de las que eran abandonadas. Esas mujeres frecuentemente acudían a las hechiceras para lograr dañar a quienes les arrebataban el afecto de los hombres, solicitando de ellas alguna pócima o conjuro capaz de neutralizar a la mujer adversaria. En el caso de María, ya hemos mencionado el uso que hacía de sustancias sospechosas de pacto con el demonio a tales efectos, cual es el caso del azufre9. 9.

En este caso no se trata de una oración, sino de un ritual consistente en mezclar un poco de azufre con agua y sal. La mezcla debía ser vertida ante la puerta de la casa donde habitara la maleficiada al tiempo que se pronunciaban las siguientes palabras: «como esta es agua se te vuelva todo sal y agua; puta» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 36v).

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En el caso de los sortilegios amorosos se entremezclaba con frecuencia el elemento económico, pues muchos de los rituales y oraciones solicitados por las mujeres víctimas del desamor implicaban el ruego de que los hombres les proporcionaran dinero, siendo habitualmente el patrocinio de un varón su único medio de subsistencia.

Marta Martilla Señor Compadre y la Comadre Me embie dinero y al hombre que quiero bien y para ver si es verdad que ladren los perros, y cante un gallo y el diablo cojuelo hara esto por mi (BANC, Mss 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 37).

Si a todo lo anteriormente mencionado le añadimos las alusiones al «diablo cojuelo», los inquisidores contarían con todos los elementos para sospechar seriamente que María de Rivera había llevado a cabo un pacto con el demonio10. Todos los testimonios vertidos en el proceso de esta mulata resultaban contestes, es decir, concordaban los unos con los otros, de manera que el tribunal inquisitorial al cabo de poco tiempo ya se había formado una idea muy aproximada de cuáles eran las fechorías de la acusada. Además, el Santo Oficio estaba más que familiarizado con todas esas supercherías desde antiguo, de modo que sustanciar estos procesos no revestía especial dificultad. De los expedientes se desprende una cierta rutina casi tediosa para el tribunal inquisitorial.

10. La alusión al «diablo cojuelo» es una constante en los sortilegios que se practicaban a lo largo y ancho de los territorios asimilados al sistema jurídico castellano entre los siglos xvi y xviii, especialmente en los hechizos amorosos destinados a lograr el amor de los varones. Las sortílegas recurrían frecuentemente a ese personaje por resultar el más inocuo y menos demoniaco de todos los diablos, siempre según la creencia más extendida en aquella sociedad. Más que un demonio se lo consideraba como un espíritu burlón y travieso. Su cojera, según se pensaba, era debida a que fue el primer ángel caído del cielo, de manera que el resto de sus camaradas soberbios aterrizaron sobre él y le causaron su minusvalía, lo cual no impedía que fuera gran aficionado a la música y la danza.

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Todos los hechos y dichos constan en los documentos procesales recogidos por los inquisidores durante la fase de instrucción de la sumaria, tanto a partir de las declaraciones llevadas a cabo por la propia reo como de los testimonios vertidos por los diferentes testigos que intervinieron en la causa, testigos que fueron llamados luego a ratificarse en sus declaraciones, como era de rigor. Según el estilo procesal del Santo Oficio, se nombró abogado para la defensa de María de Rivera, si bien conviene advertir que los abogados que actuaban en el proceso inquisitorial centraban su actividad en convencer a los acusados para que confesaran sus crímenes más que en defender su inocencia. Se sucederían así durante un tiempo más audiencias concedidas a la reo y más testimonios que iban siendo recabados por los inquisidores. Una vez llevada a cabo la publicación de testigos, que tenía como principal finalidad la recusación de los mismos por parte de los acusados cuando pudieran ser manifiestamente enemigos de estos, se les concedía a los reos la posibilidad de hacer las alegaciones que considerasen oportunas. Todo ello culminaba con la acusación del fiscal del Santo Oficio, si bien podían seguir recabándose nuevos testimonios si ello se consideraba conveniente. En el caso de María de Rivera, como en tantos otros similares, las pruebas recogidas fueron consideradas insuficientes por los inquisidores del tribunal mexicano. No habían logrado obtener de la reo la prueba más contundente, cual era la confesión de los crímenes que se sospechaba había cometido. En esa circunstancia procedía someter a María a interrogatorio durante una sesión de tortura con el fin de que finalmente confesara, cosa que no se logró según consta en su expediente: «Un inquisidor, el Ordinario y los tres consultores votaron ponerla a quistión de tormento, en lo que permanecio negativa» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 115r y 115v). No expresan los documentos cuál fue el tormento que se le aplicó a esta mulata. El proceso contra María de Rivera entraba así en su fase final. Una vez que los inquisidores consideraban concluido el periodo probatorio se procedía a la llamada «consulta de fe», formalidad previa a la publicación de la sentencia. Durante la misma, el obispo del lugar juntamente con los consultores del Santo Oficio, sin hallarse presente el fiscal, examinaban todas las actuaciones llevadas a cabo durante el proceso, dando su opinión todos y cada uno de ellos. En primer lugar actuaban los consultores, quienes dictaminaban acerca del carácter

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herético de cuanto se sometía a su consideración. Después votaba el ordinario del lugar. Este podía votar u omitir su voto si lo consideraba oportuno. Por último votaban los inquisidores (Fernández Jiménez 1999: 119-140). Después, procedía votar la causa en definitiva, lo que suponía hacer una propuesta de resolución. Fue acordado cursar una orden para que la sortílega saliese desde el tribunal en forma de penitente con insignias de hechicera un día festivo hacia la iglesia de Santo Domingo sita en la Ciudad de México. También se proponía que abjurase de vehementi, lo cual implicaba que se la consideraba fuertemente sospechosa de herejía a tenor de las pruebas obtenidas durante el proceso. A continuación constan los consabidos castigos corporales y de privación de libertad clásicos para el delito de brujería, tales como los doscientos azotes, así como el destierro que alejara a la sortílega de los lugares en que delinquió y sus proximidades, además de tres años de trabajos forzados en un hospital de la capital mexicana, con amenaza añadida de que esa pena sería doblada caso de quebrantarse, pues era bastante frecuente que los sentenciados se dieran a la fuga mientras servían en ese tipo de establecimientos. […] Que saliera en forma de penitente con insignias de hechicera en día festivo a la iglesia de Santo Domingo, abjurase de vehementi […] doscientos azotes […] destierro perpetuo de Puebla y 6 leguas en contorno […] Tres años de servicio en un hospital de la ciudad de Mexico y que no lo quebrante pena de serle doblada la pena (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10).

En ese punto procedía dictar sentencia definitiva. La de María de Rivera está fechada el 16 de febrero de 1653. En el caso de esta hechicera mulata se optó por la denominada «sentencia con méritos», lo cual suponía insertar en el documento que la contenía una extensa motivación relativa a los hechos que habían conducido al tribunal a la condena correspondiente. Se trataba, en suma, de una especie de resumen de los cargos que pesaban contra la reo y que el tribunal consideraba debidamente probados. Visto por nos los Inquisidores apostolicos contra la herética pravedad y apostasía, siendo famosa hechicera, y para ello teniendo pacto expreso con el demonio, à quien llamaba su compadre, y regalava con darle de cenar pan y queso fresco, obrando por su medio cosas que causaban admira-

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ción con yervas, rayces, polvos y saumerios con ciertas oraciones con que invocaba al demonio para atraer las voluntades de los hombres: sacando y estafando dineros y otras cosas de las personas a quien daba lo referido, y lo que mayor gravedad contenía, persuadiendo a sus complices no se confessassen sacramentalmente de las cosas que con ella les passaban, sino que las reserbassen para el articulo de la muerte: o que congiessen algun sancto Christo y de rodillas se confessassen de dichas cosas, siguiendo en esto las heregias del perverso y maldito heresiarca Martin Lutero, y de otros hereges que niegan la confesión sacramental […] usando un corazón de cera rodeado con hebras de seda verde con alfileres clavados […] (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 117r y 117v).

Ese documento resulta enormemente interesante porque contiene de forma condensada todas las prácticas censurables que resultaban probadas según el criterio del tribunal. Ya se ha mencionado que el dato primordial que rastreaban todos los inquisidores cuando se les planteaban delitos relativos a las prácticas supersticiosas era la posible existencia de pacto con el demonio. En el caso de María tal circunstancia se dio por probada a partir de indicios tales como el hecho de que se acumularon los testimonios según los cuales la mulata profesaba una especie de demonolatría bastante extendida entre las sortílegas, consistente en acciones tales como custodiar en su domicilio algún objeto o animal que representaba al diablo, dedicándole diariamente ofrendas o alimentos. Además, usaba la mulata los consabidos polvos, sahumerios, plantas y otras sustancias comúnmente utilizadas en los sortilegios mientras se invocaba al demonio. Otros objetos no eran menos sospechosos del carácter herético que revestían sus hechizos, como el «corazón de cera». En este caso, el tribunal inquisitorial hizo hincapié en el hecho de incurrir la sortílega en otra importante herejía que discurre paralelamente a la brujería. Varios testigos declararon que no habían acudido a confesar los hechos en que participaban con la mulata por haberlos persuadido esta de que reservaran la confesión de los mismos para cuando se les administrara la extremaunción, o que lo hicieran sin la presencia de un sacerdote, simplemente arrodillándose y sujetando una imagen de Cristo mientras declaraban sus culpas. Ello estaba claramente tipificado como luteranismo, de modo que a todos los otros cargos se añadían algunos propios de la herejía protestante, pues esa desviación herética rechaza la confesión sacramental.

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Es muy probable que esta, como otras hechiceras, ignorase en qué consistía la herejía protestante en lo relativo al sacramento de la penitencia, recomendando a sus parroquianos evitasen relatar sus hechos al confesor con el único fin de mantenerlos en secreto, pues era fácil que a través del sacerdote llegaran a oídos de la Inquisición. Sin embargo, el tribunal inquisitorial no podía ignorarlos, aunque sus miembros tuvieran la íntima convicción de que la reo muy probablemente desconocía quiénes eran Lutero y el resto de los heresiarcas a los que alude el expediente. Además, a los cargos que constaban contra la mulata se añadía el de obrar de mala fe con el fin de engañar y conseguir así dinero y otros bienes materiales11. Después de haberse puesto de acuerdo los miembros del tribunal inquisitorial, fue evacuada la correspondiente sentencia con sus «méritos» y el consiguiente fallo. No siempre se conserva el documento literal, pero afortunadamente el expediente consultado inserta el tenor literal de dicho fallo con los castigos que le fueron impuestos a la mulata María. La sentencia reviste las características propias de otras firmadas por el tribunal mexicano en similares circunstancias. Conviene recordar que cuando el Santo Oficio deseaba desplegar su potente propaganda de adoctrinamiento social, ordenaba la preparación de un auto de fe en algún lugar abierto y céntrico de la población donde radicaba la sede de cada tribunal. Se trataba de una gran ceremonia a la que salían con ropajes de penitente todos los sentenciados por los inquisidores del distrito encargado de su organización. En esas ocasiones las sentencias les eran leídas a los reos durante la propia celebración del auto. Empero, la frecuencia de semejante puesta en escena fue espaciándose en el tiempo cada vez más debido a diversos motivos, siendo el más importante de ellos el enorme coste material de los autos de fe. Lo habitual a esas alturas del siglo xvii en que tuvo lugar el proceso de la mulata María era que la sentencia les fuera leída a los reos en el interior de un templo, donde debían ser conducidos por las propias 11. «[…] para atraer la voluntad de los hombres: sacando y estafando dineros y otras cosas de las personas a quien daba lo referido» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10). Consta también en el expediente que solía reclamar, a cambio de sus servicios, «cuatro pesos y dos gallinas negras». Ese dato también revestía tintes demoniacos a los ojos de los inquisidores, pues existía la común creencia de que el diablo podía adoptar la forma de animales, prefiriendo para ello el negro. Todavía subsiste de manera muy extendida la superstición relativa a los gatos de ese color.

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autoridades inquisitoriales, todo ello siguiendo unas ciertas formalidades que, al igual que en el auto de fe, también revestían las características de una cierta representación teatral. Los inquisidores actuaban en nombre de Dios y a él se encomendaban cuando sentenciaban a los herejes. De ahí que todas las sentencias inquisitoriales aparezcan encabezadas con la expresión Cristi Nomine Invocato (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 129v) u otras similares. El fallo se redactaba siempre siguiendo un modelo cuyo encabezamiento se redactaba en términos paternalistas, haciendo gala el tribunal de una presunta benevolencia hacia los sentenciados, quienes, a la vista de los castigos que prescribía la sentencia, debían sentirse afortunados por gozar de la indulgencia de quienes los habían juzgado. Fallamos, atentos los autos y meritos del dicho proceso que si el rigor del derecho hubiéramos de seguir, pudiéramos condenar a la dicha Maria de Rivera en grandes graves penas, mas queriéndolas moderar con equidad y misericordia por algunas causas y justos respetos que a ello nos mueven (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 129v).

Después de esa fórmula se insertaban las penas propiamente dichas. En este caso tampoco difiere la sentencia de las demás que se redactaban para supuestos similares, sea en los territorios americanos o en los peninsulares. Los castigos que contenían las sentencias pronunciadas por cargos relativos a la brujería o las supersticiones eran, como sucedía con otros crímenes de herejía, bastante variopintos en cuanto a su naturaleza. Se entremezclaban los de carácter espiritual y los de naturaleza temporal. Seguro que ninguno de ellos sorprendió a la condenada, sabedora, al igual que otras de sus correligionarias, de la suerte que le aguardaba después de la lectura de su sentencia. Todo se llevaba a cabo con arreglo a un ceremonial que se repetía para los casos de quienes eran sentenciados por ese tipo de delitos. En ese punto comenzaba la exhibición cara al público de la justicia inquisitorial. El mismo día en que se pronunciaba la sentencia la reo tuvo que salir hacia la iglesia de Santo Domingo, sita en la capital mexicana. Una vez llegada al templo con los ropajes propios de los penitentes sentenciados y castigados por el Santo Oficio, es decir, vistiendo el sambenito y la coroza, estaba obligada a permanecer con una soga al cuello mientras sujetaba una vela de color verde.

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En pena y penitencia de lo por ella fecho, dicho y cometido la debemos mandar y mandamos que hoy dia de la pronunciacion de esta nuestra Sentencia Salga a la Iglesia del Convento del Sr. Santo Domingo desta ciudad estando en ella en forma de penitente con una vela de cera verde en las manos y una soga al pescuezo y con una coroza con insignias de hechicera, donde le sea leida esta nuestra Sentencia. Y por la vehemente sospecha que contra ella del dicho proçeso resulta, la mandamos abjurar y que abjure públicamente de vehementi los errores que por el dicho proceso ha sido testificada y acusada, y de que queda y esta vehementemente sospechosa, y toda otra cualquier especie de heregia. Y que fecho esto sea sacada en una bestia de alvarda desnuda de la cinta arriba con las dichas soga y coroza, y traída por las calles publicas acostumbradas de esta Ciudad y con boz de pregonero que publique su delicto le sean dados duçientos azotes; y la condenamos en destierro perpetuo preciso de la ciudad de la Puebla de los Angeles y sus lugares en contorno y de tres años de servicio en el hospital que le señalaremos en esta Ciudad, y no lo quebrante so pena de serle doblado el tiempo de dichos tres años de servicio por la primera vez. Y por esta nuestra sentencia difinitiva juzgando assi lo pronunciamos y mandamos en estos escritos y por ellos.

A continuación firman los tres inquisidores y el ordinario, tal como era preceptivo: «Dada y pronunciada fue esta Sª por los Señores Ynquisidores y Ordinario que en ella firmaron sus nombres estando en la Yglesia de Santo Domingo desta Ciudad de Mexico a 16 dias del mes de febrero de 1653» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fols. 129v y 130r)12. Todo ello era inmediatamente reconocido por quienes asistían al acto como las llamadas «insignias» de los brujos y hechiceros13. A continuación, la sentencia proclama haber resultado María de Rivera «vehementemente sospechosa» de herejía, lo cual implicaba necesariamente, a tenor de la normativa y la tradición inquisitorial, la imposición de una serie de castigos (García-Molina 1999). En primer lugar se ordenaba a la sentenciada que abjurase públicamente de sus creencias y prácticas. Los sospechosos de herejía podían generalmente serlo de levi, cuando no existía demasiada evidencia acerca del carácter

12. A continuación firman la sentencia los inquisidores, que a la sazón eran el Dr. Francisco de Estrada y Escovedo, el licenciado Bernabé de la Iguera y el Dr. Juan Saenz de Mañozca, así como el ordinario, Dr. Nicolás del Puerto. 13. Francisco de Goya representó magistralmente en su grabado titulado Aquellos polbos el momento en que el secretario de la Inquisición le está leyendo la sentencia inquisitorial a una hechicera.

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herético de sus actos, o de vehementi, siempre que de las pruebas obtenidas en el proceso se pudiera inducir que las acciones llevadas a cabo por el reo revestían un alto grado de herejía. Este era el caso de María de Rivera. La abjuración suponía abandonar formalmente la herejía de la cual se le acusaba, siendo el paso primero e imprescindible para considerar que su arrepentimiento era sincero. María, tras serle leída su sentencia, se vería obligada a llevar a cabo la ceremonia de abjuración, que solía realizarse en el interior de una iglesia, destacando en ella la lectura solemne de una fórmula creada a tales efectos. Al acabar ese acto, María de Rivera sería reconciliada, es decir, recibida de nuevo en el seno de la Iglesia, perdonándosele la excomunión a la que era acreedora en calidad de hereje formal14. Después de mencionar la sentencia esa penitencia espiritual, pasaba el documento a dictaminar otros castigos de carácter temporal. Tendría la reo que sufrir la exposición a la pública vergüenza en el modo acostumbrado para los reos de la Inquisición, lo cual suponía ser paseada sobre una bestia de albarda desnuda de cintura para arriba con la soga al cuello y la coroza sobre la cabeza, sujetando un cirio de color verde entre las manos. Existía en todas las sedes de los tribunales inquisitoriales un itinerario acostumbrado para ese tipo de castigo, recorrido que incluía las calles más céntricas y populosas. Mientras María de Rivera desfilaba de semejante guisa, un pregonero iría voceando su delito por las calles acostumbradas de México. [...] y que fecho esto [se refiere a la abjuración] sea sacada en una bestia de albarda desnuda de la cinta arriva con las dichas soga y coroza, y traída por las dichas calles publicas acostumbradas de esta ciudad y con boz de pregonero que publique su delito (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 130).

Otro castigo clásico reservado desde antiguo por los inquisidores para el delito de brujería y supersticiones era la pena de azotes15. 14. «Forma abiurandi haeresi quando delatus est suspectus vehementer: “Nos inquisidores, etc.; estando vos legalmente convicta de tales y tales culpas, que constituyen vehementísimos indicios de herejía, y habiendo vos seguido el saludable consejo de hacer abjuración, os otorgamos la absolución de la excomunión en que habíais incurrido”» (Eymeric 1595: pars 3, cap. IX, pp. 493-494). 15. En ello estaban de acuerdo los diversos tratadistas. Citaremos como ejemplo las obras de De la Cantera (1589: 513, n.º 6): «De sortilegiis: Ubi conclussi poenam ese arbitrariam, mitrando in actu publico fidei, et flagelando»; Carena (1668: 359): «Fustigantur mulierculae viles sortilegae».

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La mulata María fue condenada a recibir doscientos16. Por desgracia para la sentenciada, al dolor de los golpes habría que añadir el oprobio de serle también aplicados los susodichos latigazos mientras permanecía desnuda de cintura para arriba. Con el tiempo, ya en el siglo xviii y con el fin de evitar el escándalo –más, probablemente, que por razones humanitarias–, las mujeres castigadas por la Inquisición seguirían sufriendo el vergonzante paseo a la grupa de una caballería y continuarían recibiendo los correspondientes azotes, pero ya lo harían totalmente vestidas. Las penas impuestas por el Santo Oficio no estaban exentas de un carácter preventivo. Cuando una mujer había sido condenada por ejercer la brujería y las supersticiones, era frecuente que reincidiera en sus delitos, principalmente porque esas actividades constituían su medio de subsistencia. Por otro lado, era complicado ejercer esos oficios fuera del entorno donde la hechicera se había generado una cierta fama a lo largo de su vida. Por ello, las sentencias inquisitoriales que se dictaban para castigar por este tipo de delitos contenían invariablemente la pena de destierro. Ese destierro se solía decretar en dos sentidos: por una parte se prohibía que esas mujeres pudieran volver a habitar en los lugares donde habían llevado a cabo sus fechorías. Por otro lado, quedaba proscrita su presencia en las poblaciones muy populosas o importantes, donde fácilmente podrían pasar desapercibidas si reiniciaban sus actividades delictivas. Tampoco se expresa en este caso el periodo de tiempo que duraría el destierro, tiempo que solía extenderse a lo largo de ocho años en muchas sentencias inquisitoriales evacuadas para los delitos de sortilegios. Solamente se alude en el texto de la sentencia al «destierro perpetuo», pero esa expresión no debe entenderse literalmente. Para que los desterrados no se acercaran siquiera a los lugares prohibidos, se establecía un radio de prohibición, radio que solía oscilar entre las seis y las ocho leguas alrededor de la población. Figuran seis en el documento objeto de estudio17. 16. Al respecto, conviene señalar que el número de azotes para este tipo de delitos oscilaba entre uno y dos centenares, siendo más común que las sentencias prescribieran doscientos. Lo cierto es que en un considerable número de ocasiones los parientes y valedores de los reos conseguían sobornar al verdugo que los aplicaba con el fin de que no extremara la fuerza con el látigo. 17. «En lo que se refiere al ámbito temporal, el destierro podía ser perpetuo o por tiempo determinado. Si bien ambos conceptos eran relativos, pues el Santo Oficio

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En este punto observamos en la sentencia dictada para María de Rivera otra diferencia con respecto a las que se pronunciaban para desterrar a los reos de Inquisición en los territorios peninsulares. Falta, como es lógico, la mención relativa a la prohibición de establecerse en la corte, omnipresente en las sentencias contra las hechiceras de la península. Solo se ordenaba que permaneciera alejada de la ciudad de Puebla y del territorio circundante a la misma: «Y la condenamos en destierro perpetuo preciso de la ciudad de la Puebla… y seis leguas en contorno» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 130). Dado que las sentencias inquisitoriales podían insertar un amplio elenco de castigos temporales y espirituales, en el presente caso se añadía a las anteriores condenas la de servir durante tres años en un hospital de la Ciudad de México. Modalidad de trabajos forzados que redundaba en una forma de añadir cierta funcionalidad social a la pena. Caso de abandonar esa tarea sin permiso de los inquisidores, se le doblaría el tiempo de servicio en el hospital: «Y la condenamos… en tres años de servicio en el hospital que le señalaren en esta ciudad y no lo quebrante so pena de serle doblado el tiempo de dichos tres años de servicio por la primera vez» (BANC, Mss. 96/95m, R. 1, n.º 10, fol. 130). También esta es una constante en las sentencias por el delito de sortilegios, tanto en América como en los tribunales peninsulares, no solo para las mujeres, sino también para los varones cuando sufrían alguna incapacidad física que les impedía cumplir penas más severas (Torquemada 2000)18. Al final del expediente relativo a María de Rivera se hace constar lacónicamente haberse llevado a cabo la ceremonia de abjuración prevista en la sentencia y también haberse ejecutado la pena de azotes en presencia del alguacil mayor y de algunos familiares y ministros del tribunal mexicano.

siempre podía reducir o agravar la pena cuando lo estimara oportuno, puesto que, como ya se sabe, el tribunal desconocía el principio de cosa juzgada» (GarcíaMolina 1999: 346). 18. Consta en sus expedientes que fueron condenados a servir en hospitales los reos Micaela Meléndez (p. 81), María de Reina (p. 172) y Salvador Ortiz (p. 222). A este último se le conmutó, a causa de enfermedad, la pena de prisión durante cinco años en el presidio de Orán por la de servicios en el hospital de la prisión los mismos cinco años.

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«¡Ay qué bonito es volar a las dos de la mañana…!» Aquelarres y transmutación en el enclave de Nombre de Dios, Nueva España, 1666-1679 José Enciso Contreras José Juan Espinosa Zúñiga

Un difuso asunto de brujas A principios de la década de 1660, los pobladores de Nombre de Dios, el enclave más alejado del reino de la Nueva España, extrañamente remetido entre las fronteras de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, murmuraban acerca de una serie de acontecimientos que tenían a todo el pueblo consternado. Alrededor de una docena de lugareños se reunía en casa del vicario de la villa y sostenía animadas tertulias en las que la comidilla solía ser algunos de sus convecinos, hombres y mujeres, tachándolos de brujos. Aquellas habladurías, siempre en aumento, se extenderían por un buen tiempo, de tal forma que en 1666 se publicó en la villa un edicto inquisitorial que invitaba a los parroquianos a denunciar a todo sospechoso de brujería. Esto motivó que varios de los habituales contertulios acudieran ante el comisario del Santo Oficio en Sombrerete, quien, basándose en las denuncias, decidió incoar un proceso que a su vez se prolongaría por más de una década1, en cuyos 1. Archivo General de la Nación de México, fondo Inquisición, Proceso y causa criminal de fe contra doña María de Valenzuela, vecina de la villa del Nombre de Dios, por hechicera o bruja, exp. 7, vol. 605. Proceso y causa criminal contra Alonso Flores de Rivera, por brujerías en unión de su mujer, exp. 13, vol. 605. Causa criminal contra Felipa Conchola, mestiza, doña María de Valenzuela y otras vecinas de la villa del Nombre de Dios, por sospechosas de pacto con el demonio y decir públicamente ser brujas, exp. 17, vol. 605. Proceso contra doña María de Valenzuela, española, por bruja que se volvía paloma y volaba de Sombrerete a Zacatecas y

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expedientes se contó con los testimonios de más de diez personas, lo que permitió descubrir una supuesta red de hechiceras y brujas de distintas edades, sexo y niveles sociales. Con toda independencia de si las mujeres y hombres que fueron denunciados pudieron o no haber realizado los hechos que se les endilgaron, hemos tratado de responder al por qué los testigos declararon en determinado sentido y por qué fueron cuestionados de esa manera por los pesquisidores; hemos apoyado nuestra búsqueda de respuestas tanto en el pensamiento mágico de la época como en los datos empíricos que fueron emergiendo al seguir el hilo de cada expediente. También nos hemos cuestionado acerca de la estrecha semejanza entre las prácticas brujescas de la Europa medieval y renacentista, y las que se describen en este proceso, tomando en cuenta además que la supuesta bruja principal era española. Del mismo modo, trataremos de señalar mínimamente el latente sincretismo del pensamiento mágico mesoamericano en las prácticas de aquellas mujeres y hombres, visible en la utilización de plantas endémicas de la región en sus menjurjes y encantamientos. De Nombre de Dios a Sombrerete, sin escalas Mientras el beneficio de plata fue abundante, las poblaciones mineras de la Nueva Vizcaya y principalmente sus vecinas del norte de la Nueva Galicia fueron intensamente transitadas por comerciantes, arrieros y aventureros en busca de riquezas (Enciso Contreras 2004: 99). En tiempos de crisis los niveles de vida descendían al igual que el tamaño de las bailaba con un cabrito y después le besa el trasero, exp. 3, vol. 482. Los eventos que hemos decidido estudiar no están íntegramente contenidos en un expediente, sino en cuatro, que fueron instruidos por cuerda separada entre 1666 y 1679. Actualmente se encuentran resguardados por el Archivo General de la Nación de México, en el fondo Inquisición, cosidos en dos gruesos volúmenes. Sería fragmentaria la comprensión de lo acaecido en Nombre de Dios para quien consulte un solo expediente, puesto que todos se complementan entre sí. Por ejemplo, si en el expediente 17 está contenida la declaración del primer denunciante de los hechos brujescos, Miguel de Costilla, en el expediente 7 se encuentra su ratificación y en el 3, el acta del libro de entierros donde consta su muerte. Este patrón no se aplica para todos los expedientes ni para todos los testigos, exigiendo toda la atención del investigador en la búsqueda de la información referente a determinado sujeto o evento. En adelante referiremos el archivo por sus siglas AGN, y citaremos el número de expediente y el número de foja que corresponda.

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poblaciones, propiciándose incluso la desaparición de algunas2. Desde luego que en los reales de minas del entorno de Zacatecas la vida era un tanto digamos que disipada; a menudo actividades no muy devotas ganaban terreno en la cotidianidad como la delincuencia, la prostitución y toda clase de supersticiones. Aunque no fueron determinantes absolutos, podemos referir como causa de esta actitud transgresora a la intermitente pobreza de la mayoría de los habitantes de aquellos pueblos, junto a otros factores como la extendida superstición y el pensamiento mágico alimentado por esta, con afluentes tanto de origen europeo, como el heredado de tiempos precolombinos; podemos agregar a todo ello el contexto natural de flora y fauna que proveía lo necesario para efectuar prácticas heterodoxas3. En consecuencia, el número de procesos instaurados por el Santo Oficio contra mujeres y hombres de la región fue abundante (Alberro 1988: 410-414). A diferencia de los pueblos vecinos que se dedicaban a la explotación de minas, en su nacimiento Nombre de Dios se pobló para seguridad de los caminos debido a que el área era un cruce peligroso donde hacían frontera la gobernación de la Nueva Vizcaya y los reinos de Nueva Galicia, y Nueva España. Se piensa, aunque el asunto no queda lo suficientemente claro, que la primera población europea en asentarse allí fueron los franciscanos, que dirigidos por Gerónimo de Mendoza comenzaron en 1554 a congregar indios en ese lugar, considerado desde entonces con potencial agrícola y ganadero (Saravia 1986: 171); no obstante, es aceptado que la fundación oficial data de 1563 (Porras Muñoz 1980: 29)4, integrándose en su comarca inicial las haciendas de los valles de Súchil y Poanas. Dos años más tarde se fundó un convento franciscano en Nombre de Dios (Porras Muñoz 1980: 211), y en 1563 se le asignó ayuntamiento y el título de villa (Gerhard 1986: 209-210); complementariamente, el vecino presidio de Santa Catarina era el encargado del resguardo militar de los valles de Poanas

2. Tal es el caso de San Martín, pueblo minero de la provincia de Zacatecas que a mediados del siglo xvi gozó de gran productividad, pero que a finales de siglo ya había caído en franco declive (Mota y Escobar 1940: 177). 3. Como el «peyote», planta utilizada por grupos asentados en la región desde tiempos precolombinos, para fines mágicos y terapéuticos. 4. Aunque la fecha de fundación oficial de la villa ha sido objeto de controversias, don Guillermo Porras ha encontrado la documentación necesaria para demostrar este año. Por su parte, don Atanasio proponía 1562 (Saravia 1986: 172).

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y de Súchil, áreas constantemente asediadas por asaltantes nómadas hasta bien entrado el siglo xvii; otras razones hacían de esta zona una región inhóspita, en palabras de los coetáneos, Nombre de Dios era «un horno donde habitaban mil sabandijas ponzoñosas» (Mota y Escobar 1940: 179) y sin embargo, como ya se adelantaba, su clima era propicio para la siembra de trigo y la crianza de ganado, labores a las que estaban dedicados la mayoría de sus vecinos5. Por lo demás, la estratégica ubicación de Nombre de Dios suscitó la disputa entre los tres mencionados gobiernos por su jurisdicción, situación arreglada provisionalmente en 1579 cuando el virrey nombró un alcalde mayor para administrar la remota villa y las 16 leguas alrededor de esta (Gerhard 1986: 210). Así que el control político del pueblo por parte de las autoridades de la Nueva España se dio desde tiempos tempranos y tuvo en sus orígenes las fricciones o «desabridos disgustos», entre la audiencia de Guadalajara y el gobernador Francisco de Ibarra. Pese a todo, la cuestión no parecía estar finiquitada a finales del siglo xvi, cuando el Consejo de Indias seguía solicitando al virrey conde de Monterrey información sobre la jurisdicción de la villa6, y con intermitencias esta disputa se prolongó durante el siglo xvii. En síntesis: durante largo periodo las autoridades de Nombre de Dios fueron designadas desde la lejana capital del virreinato, configurándose así el remoto enclave. En sus primeros tiempos el mayor peligro para el progreso de la villa lo representaban los indios chichimecas, bravos nómadas que hostilizaban el Camino de Tierra Adentro (Mota y Escobar 1940: 179) 5.

Sancho Jiménez, de los primeros vecinos de Nombre de Dios, con casa en la plaza principal, se dedicaba a las labores agrícolas y al comercio. Puede verse su patrimonio consistente en estancias de ganado mayor, partes de minas, casas y solares, también herramientas, ganado y menaje de casa, así como buena dotación de armas ofensivas y defensivas, por lo que pudiera ofrecerse. Archivo General de Indias, Contratación 202 B, nº 23. Autos de bienes de difuntos de Sancho Jiménez, fallecido en Sain. Abril de 1564. 6. Archivo General de Indias de Sevilla, Sección Audiencia de Guadalajara, legajo 230, libro 2. Al virrey de la Nueva España, que envíe relación con su parecer sobre qué se ha entendido convendría declarar en la villa del Nombre de Dios, que está en medio de las gobernaciones de la Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, que al presente lo es de su jurisdicción, lo fuese de la audiencia de la dicha Nueva Galicia o gobernación de la Nueva Vizcaya. Concertada. Azeca, 4 de mayo de 1596 (en adelante este archivo será referido por las siglas AGI, seguido del título de la sección, número de legajo, ramo o documento, en su caso).

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y que serían gradualmente asimilados mediante el paulatino asentamiento de grupos «mansos» sedentarios del centro de México como tlaxcaltecas y mexicas. En la década de 1570 las ofensivas chichimecas se recrudecieron ostensiblemente en esa zona del norte de Nueva Galicia y sur de la Nueva Vizcaya (García-Abásolo González 1979: 26 y 27)7, pero teniendo en cuenta que en 1572 los ingresos por diezmos del obispado de Guadalajara se calculaban en 9.806 pesos de oro de minas, y que los provenientes del beneficio de Nombre de Dios –que también incluía el valle de Poanas–, ascendían a la nada despreciable suma de 1.300 pesos de oro de minas, es decir, el 13,3% de la recaudación (Enciso Contreras 2010: 81-83), no puede decirse que la Guerra Chichimeca ocasionara crisis severa en la villa por esa época. Beneficios y habitantes de la diócesis de Guadalajara con diezmos valuados en 500 pesos de oro de minas o más en 1572 Beneficio Guadalajara Nombre de Dios y Poanas Compostela Los Lagos Juchipila Las Nieves Zacatecas Teocaltiche

diezmos

2.270 1.300 1.180 728 540 513 500 500

españoles

_ 20 10 20 0 20 300 20

indios

_ 1.000 1.000 _ 400 _ 1.500 600

Enciso Contreras, José: Cedulario de oficio de la Audiencia de la Nueva Galicia (1554-1680). Tomo I (1554-1584).

7. El autor anota que «[...] fue otra de las épocas duras para los pobladores de la jurisdicción de Llerena; tenemos noticia de la formación de una alianza entre los indios de los pueblos de San Andrés, Nombre de Dios, el Valle de Poana y algunos otros, encabezados por el principal de San Andrés, don Alonso, cuyos frutos fueron numerosas muertes de españoles e indios pacíficos […] El alcalde mayor de Llerena, Juan de Avellaneda, nombró capitán a Pedro de Ibarra, que salió al frente de 15 soldados para castigar a los que habían dado muerte en El Calabazal, a diez kilómetros de la villa, a diez indios que se dirigían a prestar servicio en las estancias del valle de Súchil y a los españoles Alonso Martín Abreu y otros muchos. En Atotonilco, pueblo cercano a Nombre de Dios –jurisdicción de Nueva España– mataron al guardián del convento de San Francisco fray Juan Cerrado, al alcalde ordinario Gaspar Rodríguez de Valdepeñas, a Pedro Ortiz y a gran cantidad de indios, incendiando la iglesia y asolando el pueblo por completo».

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Ya en 1608 aquella villa de labradores y ganaderos se gobernaba por un alcalde mayor y capitán a guerra designado por el virrey; por dos alcaldes ordinarios, un alguacil mayor, cuatro regidores, un alférez real y un escribano público y del cabildo. También existía un cabildo de indios con tres alcaldes, varios regidores y topiles (Torres de Mendoza 1969: 241-242). En ese año una descripción del entonces alcalde mayor informaba que en una traza desordenada alrededor de una plaza grande había 18 casas de españoles, 30 de indios, una iglesia mayor y un monasterio de san Francisco, además de las casas del ayuntamiento. Vivían alrededor de 57 vecinos españoles, 45 casados y 10 doncellas, sin contar los niños; además dos o tres mulatos libres y dos o tres mulatas casadas con españoles y otras tantas con indios. Se agregaban entre cinco o seis negros esclavos de españoles, nueve esclavas y una negra libre. Los indios que vivían en la villa no pasaban de cien. «En general los vecinos son labradores, pocos oficiales; sastres hay tres» (Torres de Mendoza 1969: 211 y 219). Diezmos de la Diócesis de Durango con al momento de su fundación en 1620 (pesos de oro de minas) Diezmatorio Durango Santa Bárbara Nombre de Dios, valle de Súchil y Poanas Haciendas de Parras y Patos Valle de la Magdalena Río Grande y haciendas Cuencamé Sinaloa, Topia y San Andrés Sombrerete y Chalchihuites Culiacán

diezmos

5.100 3.200 2.275 2.000 1.500 700 400 320 286 230

Porras Muñoz, Guillermo: Iglesia y estado en Nueva Vizcaya.

La economía de esta región no marchaba del todo mal en esta época y, sin descartar altibajos posteriores, junto con los diezmos de las parroquias de Poanas y el valle de Súchil, los de Nombre de Dios seguían siendo muy codiciados por el obispado de Guadalajara hacia 16368. 8.

AGI, Audiencia de Guadalajara, legajo 230, libro 2. Al virrey de la Nueva España,

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Setenta kilómetros al sur de la villa se encontraba el real de minas de Sombrerete o villa de Llerena, que después de Zacatecas era el centro político y económico más importante del septentrión junto a pueblos vecinos como Chalchihuites, San Martín, San Miguel, así como el propio Nombre de Dios y Durango, la capital de la desmesurada gobernación neovizcaína. La población de Sombrerete a principios del siglo xvii rondaría los quinientos españoles y mil indios, dedicados a labores de minas y al comercio, principalmente. El tráfico entre Sombrerete y Nombre de Dios era habitual y en el expediente que nos ocupa hay constancia de cómo algunos vecinos de la primera villa se trasladaban a vivir a la segunda y viceversa. Por su parte, Sombrerete se encontraba, como hasta la fecha, a una distancia de alrededor de 150 kilómetros al norte de las minas de Zacatecas. Aunque Sombrerete y Nombre de Dios quedaban incluidos en la jurisdicción del obispado de Durango, que se había fundado en 1621 (Gerhard 1996: 33), las causas inquisitoriales tenían que llevarse ante el comisario establecido en Sombrerete, puesto que el ámbito de autoridad del Santo Oficio era diferente al de los cleros regular y secular9, así que con toda independencia de lo anterior el cura de Nombre de Dios podía actuar en su villa como juez eclesiástico tratándose de procesos contra indígenas. La razón por la cual Nombre de Dios no fuera sede de un comisario del Santo Oficio se debía a su baja densidad poblacional, problema que inclusive ocasionó perdiera su calidad de villa, desapareciendo su informe lo que se le ofreciere sobre que el cabildo eclesiástico de Guadalajara pide se reduzca a menos número los prebendados de aquella iglesia, Madrid, 11 de febrero de 1636. 9. La sede del distrito jurisdiccional del Santo Oficio se instaló en la Ciudad de México, y abarcaba aproximadamente dos millones de kilómetros cuadrados. Sujetos a esta jurisdicción se instalaron comisarías en el interior del reino, donde jueces de instrucción (comisarios) desahogaban las primeras fases del proceso inquisitorial. La competencia del comisario instalado en la ciudad de Zacatecas comprendía en un inicio, además del Real de Minas de Fresnillo, Bolaños, Guadalupe de los Zacatecas, villa de Llerena (Sombrerete), Jerez de la Frontera, pueblo de San Joseph, real y minas de San Pedro de los Chalchihuites, villa de Aguascalientes y real de Mazapil. En cuanto a los demás lugares comprendidos dentro de la jurisdicción política de Zacatecas (localidades de menor importancia poblacional y económica), el tribunal estaba presente por medio de religiosos que desempeñaban la tarea de jueces de instrucción, debido a que la institución debía conocer todas las denuncias en materia de fe, sin importar que estas se hubieran presentado en los lugares más recónditos del reino (Guerrero Galván 2010: 115 y 116).

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cabildo hacia 1631, debido a que no contaba con los veinte vecinos con casa poblada que se exigían para tal privilegio (Garza Limón 1999: 15). Pese a esto, a Nombre de Dios se le siguió llamando villa por propios y extraños, como lo atestiguan las fojas del proceso inquisitorial que hemos analizado. La escasa población de Nombre de Dios, junto a que no poseyera comisario, son hechos de notable importancia en el proceso que nos ocupa, puesto que como veremos influyeron sobre los pocos avecindados y en la dilación del trámite procesal. El paisaje de la población lo completaban numerosos corrales anexos a casas de adobe, útiles para la crianza de ganado, que como se recordará fue una de las principales actividades en el poblado desde su origen10. Se podían ver en derredor del pueblo numerosas parcelas de cultivo, principalmente «tierras de pan coger», que así se conocía a las dedicadas al cultivo de trigo, laboradas por población indígena e irrigadas por un «arroyo de agua perpetuo» que corría próximo a la población (Mota y Escobar 1940: 179-180). A mediados del siglo xvii la vocación agrícola y ganadera estaba más que consolidada en la región: seguía siendo un pueblo de campesinos. Desde el primer tercio del siglo xvii, Nombre de Dios y su comarca, integrada con los valles de Súchil y Poanas, eran predominantemente indígena, muchos indios tepehuanes estaban asentados en los cuatro barrios que había en la villa y en el pueblo aledaño de Malpaís. Los grupos étnicos y sus mezclas no siempre estuvieron bien avenidos entre sí ni con los españoles (Quiñones Hernández 2008: 195-196 y ss.). Las diversas castas tradicionales de la región constituían el segundo estrato en importancia, seguido de la población española que, está de más decirlo, controlaban política, económica y culturalmente la zona (Quiñones Hernández 2009: 132-133). El comercio de la villa, en manos de tres mercaderes «de pequeños caudales» dependía de la venta de trigo y harina a los reales de minas comarcanos, especialmente a Zacatecas, desde donde a la vuelta traían mercaderías pera distribuir localmente (Torres de Mendoza 1969: 241). 10. La vocación agrícola y ganadera de Nombre de Dios se manifestó tempranamente y definiría la vida de sus moradores en los años por venir. Desde 1564, a pocos años de la fundación del poblado, Sancho Jiménez, vecino de la plaza principal, murió en el camino a Zacatecas. En el inventario de sus bienes destacan las herramientas y bártulos propios de ambas actividades, sin descartar las eventuales incursiones en el comercio y la minería (Enciso Contreras 2000: 137 y ss.).

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Brujas en los confines del mundo La presencia de la Iglesia en la región fue muy señalada. Ya en las primeras décadas del siglo xvii estaban plenamente establecidos conventos franciscanos en Zacatecas, Sombrerete, Nombre de Dios y Chalchihuites11. A mediados del siglo xvii, Nombre de Dios era un caserío apenas destacable en los registros cartográficos de la época y seguía siendo el enclave más alejado incluido en la gobernación de la Nueva España. Como una pequeña mancha en un inmenso territorio ocre y semiárido, la villa se asentó con calles algo desordenadas alrededor de una plaza principal en la que se ubicaba el edificio desde donde gobernaban los agentes del rey y donde alguna vez hubo ayuntamiento. En cambio había dos iglesias, la de San Francisco del Malpaís, a cargo del convento de la provincia franciscana de Zacatecas, y la de la parroquia de San Pedro del Nombre de Dios perteneciente a la diócesis de Durango (Gerhard 1986: 210); por si esto fuera poco se contaba con dos ermitas, una de la Veracruz y la otra de Nuestra Señora. A principios del siglo xvii la iglesia mayor amenazaba con derrumbarse y estaba siendo reparada por el cabildo y los vecinos. En esa misma época solo vivían dos franciscanos y el guardián en el convento (Torres de Mendoza 1969: 245-246). Por su parte, la Inquisición no expidió muchas distinciones de familiar del Santo Oficio en la región, antes al contrario, fueron muy escasas durante los siglos xvi y xvii: en 1581 obtuvo el cargo Juan de Soto, vecino de Sombrerete, y en 1595 lo recibió Arias de Vargas, vecino de Nombre de Dios12. En opinión de Porras Muñoz, la Inqui-

11. «La conversión de los zacatecos no fue empresa fácil, y no es raro encontrar en estos pueblos sólo un reducido número de indios, de quienes uno no está seguro si se trata de los pobladores que trajeron los misioneros o de los zacatecos a los que habían cristianizado los frailes. Más hacia el norte, en el presente estado de Durango, la expansión de la provincia de Zacatecas fue tan grande que llegó a formar una custodia, la de Parral» (Morales 1993: 232). 12. Realmente, la de familiar del Santo Oficio no fue una distinción muy codiciada en la Nueva Vizcaya durante los siglos xvi y xvii, adicionalmente a los descritos, hemos encontrado escasos antecedentes, como los de Francisco Bernal de la Parra y Alonso Hernández Castellanos, vecinos de Durango, en 1600 y 1614, respectivamente. D. Juan Ignacio de la Vera Sotomayor y D. Juan Ignacio de la Vega Mariño de Lovera, vecinos de El Parral, lo obtuvieron en 1693 y 1696, respectivamente (Fernández de Recas 1956: 44, 45, 87, 133 y 135).

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sición comenzó sus actividades en el norte de México, precisamente en Nombre de Dios, cuando en 1566, como parte de sus funciones otorgadas por el obispo de la Nueva Galicia, como guardián del convento franciscano de Nombre de Dios, fray Pedro de Espinareda, actuando como «juez de lo espiritual» nombró notario a Miguel Gallegos, y al año siguiente instruyó causa en contra de Guiyén Bernal, saboyano, por infidente (Porras Muñoz 1980: 385). En opinión de Porras, «[…] en la Nueva Vizcaya el Santo Oficio quedó bajo la jurisdicción ordinaria y nunca tuvo causas sensacionales ni gran actividad como ocurrió en otras provincias» (Porras Muñoz 1980: 385); y quizá el caso que en estas páginas se relata sea una de las excepciones que confirman esta regla de Porras, porque no se puede afirmar que el diablo en forma de chivo, bailando con sus adoradores en los corrales de una población, no tuviera algo de sensacional. Entre brujas y brujos Entre las menos de treinta familias de españoles que a mediados de siglo xvii vivían en Nombre de Dios, sobresalían los Flores Rivera, quienes contaban entre sus integrantes con militares de cierto renombre, respetables clérigos y funcionarios de gobierno (Garza Limón 1999: 16; y Quiñonez Hernández 2008: 205). Y justamente era Pedro Flores de Rivera, vicario del pueblo en 1662, aquel cura muy sociable de 46 años –de quien hablábamos al comienzo de este texto–, el cotidiano anfitrión del grupo de vecinos y parientes que se reunían en su casa para hablar sobre las novedades de la villa. La plática y conversación fue práctica por demás apreciada en el mundo novohispano y el medio más importante de comunicación interpersonal, tenida en mucho especialmente en los ambientes alejados de las grandes urbes, en el medio rural y los caminos polvorientos. El aburrimiento que sobrevenía con el aislamiento y la monótona existencia de los remotos poblados donde no abundaban los libros o actividades de entretenimiento, procuraba combatirse con las charlas, que llegaba a convertirse en una verdadera necesidad13, y en las que podrían recrearse todo tipo de historias,

13. La conversación sería un arte sumamente practicado en Occidente en el proceso cultural de instauración de la Ilustración (Craveri 2004: 18-19).

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fábulas, chismes y noticias reales o inventadas. Buenos conversadores o personas decidoras solían tener amplios círculos de amistades y muy demandada era su compañía. Decía Voltaire que «al calor de inagotables conversaciones en las largas tardes de invierno, la nobleza medieval [francesa] encerrada en sus castillos recreaba brujas, magos y aparecidos deambulando por los pueblos y sus bosques» (Porras Muñoz 1980: 383). Algo parecido ocurría en el septentrión novohispano. En las tertulias del cura Flores se hablaba por ese tiempo de un hecho acontecido en la plaza del pueblo una noche de luna llena. Sucedía que un sastre llamado Sebastián Jiménez había venido manteniendo ilícita amistad con una mestiza llamada Felipa Canchola. Como suele acontecer a cualquier pareja, la de estos amasios pasaba por un momento digamos que difícil, así que, en dicho lugar, el sastre agredió a la Canchola. La cosa pudiera haber quedado ahí, pero llegó al escándalo cuando comenzó a decirse públicamente que la mujer había huido de su agresor convertida nada menos que en vaca; otras versiones asaz malintencionadas sostenían que transformada en animal había aporreado al sastre, quien en su lecho de muerte se negó a perdonar a Felipa, jurando y perjurando que era bruja y que no la había calumniado al decirlo a todo el mundo. No podemos descartar que este pleito callejero fuera el origen de las murmuraciones en contra de la mestiza, aunque tenemos razones para suponer que su fama de bruja era ya moneda corriente en la villa. Las acusaciones iban en varios sentidos. Sin contar con la transmutación descrita, asimismo se le involucraba en la celebración de aquelarres, es decir, de reunirse por las noches junto a otros vecinos de su calaña en un corral donde bailaban con un chivato al que adoraban y besaban en el trasero14. Otro cargo sobre aquella mujer era el de volar, asunto muy mal visto por aquel entonces. Ciertos testigos juraron haberla visto surcando los cielos transformada en paloma en compañía de otras nacaradas aves, recorriendo dilatadísimas distancias, por lo menos desde esa villa hasta la mismísima ciudad de Zacatecas. Según las deposiciones, el solo nombre de «Jesús» las hacía caer hasta los suelos cuando se atrevían a pronunciarlo.

14. Según la declaración de un tal Miguel de Ontiveros, otras veces los bailes se organizaban en el campo, y en una de estas ocasiones a Felipa se le ordenó «besar al chivato en el culo», a lo que ella respondió diciendo «¡Jesús!» por lo que desapareció al instante el baile y ella cayó desmayada (exp. 3, fol. 138).

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Desde luego que lo que se hablaba al respecto en casa del vicario y en general en todo el pueblo eran meros rumores hasta el momento en que llegaron a ser confirmados por la propia Felipa, quien –y esto es algo que no hemos podido explicarnos– el año a que nos referimos vivía en la propia vivienda del vicario, presumiblemente dedicada a labores domésticas y al cuidado de una niña que había en la casa, y lo que resulta más raro aún es que a menudo participaba en la tertulia del cura Flores. Extrañamente todo parecía indicar que el cura no tenía ningún empacho en convivir y hasta cohabitar con una sospechosa de estos vuelos. Además, Canchola era bocona, presumía sin ningún rubor ante los escandalizados oyentes de su poder para transformarse en distintos animales, entrar en casas sin ser vista y salir de la suya sin que nadie de los durmientes moradores se percatara de ello porque colocaba sigilosamente al efecto huesos de muerto bajo las almohadas, logrando inducirles un sueño tan profundo como la muerte. Más insólito aún que la situación de Felipa era el que varios testigos en la causa también acusaron a María de Valenzuela, española, quien era nada menos que cuñada del propio cura Flores, pues estaba casada con su hermano Diego. Agravando la situación, María era señalada como la bruja principal, la guía y maestra de una gavilla de entusiastas seguidores y seguidoras suyas y de su propio hijo, Alonso, a quienes instruía en prácticas de naturaleza diabólica. Aquella panda de servidores del diablo estaba compuesta en su mayoría por habitantes de Nombre de Dios, quienes «jugaban como locales»: además de los tres ya nombrados, se les unían Inés Flores de Rivera –también parienta del cura– y Juan y Lucía Velásquez –acusados de mascar copal y hacer candelas–, y un negro anónimo a quien se le endilgaba el participar en los aquelarres. Los fuereños señalados por los testigos eran la mulata María de Angulo, residente en la ciudad de Durango, de quien se dijo volaba transmutándose en paloma y participaba en los aquelarres. De Sombrerete se mencionó a Beatriz de Andrade, de quien se dijo había heredado al grupo de Nombre de Dios, ciertos botes conteniendo bártulos para hechizos y brujerías. Si la circulación de todas estas consejas se hubiera circunscrito estrictamente al ámbito de la villa de Nombre de Dios o, en el peor de los casos, extendido hasta los valles de Súchil y Poanas, o quizás incluso hasta Sombrerete y Guadiana, las cosas no hubieran pasado a mayores. Al igual que muchos casos similares seguirán en el cajón de la cifra negra

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inquisitorial, como sabroso chisme local de pleito de familia y maledicencia que hubiese sido comentado en las décadas posteriores y hasta allí nomás. Pero las cosas se salieron de control y todo aquel cotilleo fue llevado hasta el tribunal del Santo Oficio de la Ciudad de México15. Las circunstancias de esto que decimos no quedan claras en los expedientes, tan solo el hecho de que al enterarse el tribunal actuó en consecuencia instaurando un procedimiento que se extendería por casi tres lustros sin llegar a esclarecer nada en absoluto, jurídicamente hablando. Labores de un comisario en remota provincia En la primavera de 1666 un edicto de fe redactado por el Santo Oficio de México exigió a los habitantes de Nombre de Dios acudir ante el comisario más cercano y denunciar a todas las personas sospechosas de practicar brujería. Aunque la publicación seguramente careció de la solemnidad con que se hacía en las grandes ciudades, sus resultados fueron igual de eficaces. A lo largo del mes de mayo un activo José Antonio de Valdés, comisario del Santo Oficio en Sombrerete, tomó declaración a una docena de testigos que acudieron «sin ser llamados» hasta la comisaría para denunciar los rumores de brujas en la región. Aunque no hemos podido localizar el edicto de marras hay evidencia de la existencia de este y debió tratarse de un documento particular contra María de Valenzuela y Felipa Canchola, según la declaración de uno de los testigos16. Una vez finalizadas las declaraciones y ratificaciones 15. A propósito del proceso, quien se pregunte cómo las autoridades inquisitoriales de México –los únicos facultados para dictar un edicto de fe– se enteraron de los hechos brujescos en la remota jurisdicción de Nombre de Dios, tendrá que conformarse con la sospecha de que existía alguna correspondencia aún no descubierta, elaborada por algún clérigo o familiar de la región, y que llegó hasta las salas de México. Como haya sucedido, el edicto surtió efecto probando su eficacia como mecanismo para el combate de las heterodoxias, pues temerosos por la terrible amenaza de excomunión para quienes solaparan cualquier acto herético, los crédulos vecinos acudieron ante el comisario para descargar su conciencia. 16. Durante la segunda entrevista que se le hizo a Agustín Quirarte en 1679, el comisario Valdés le preguntó si recordaba haber depuesto ante algún juez sobre cosas tocantes a la fe, a lo que este respondió que «se acuerda haber dicho su dicho ante el padre reverendo fray Antonio de Valdés, comisario del Santo Oficio en la villa de Llerena, en publicación de edictos contra Felipa de Santiago Canchola y contra doña María de Valenzuela por correr voz de que se ejercitaban en oficio de brujas» (exp. 3, fol. 141).

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el día 30 de mayo, sin demora el comisario de Valdés recorrió siete leguas hasta Nombre de Dios para entrevistar a los vecinos cuyos nombres habían resultado en los dichos de los querellantes. Entre el día primero y el tres de junio, auxiliado por el franciscano Francisco de la Maza –quien solícito hizo las veces de notario–, tomó declaración y ratificación a tres personas, entre ellas al vicario del pueblo, Pedro Flores de Rivera, quien sorprendentemente no había acudido a Sombrerete en obediencia al edicto de fe, teniendo en cuenta que él era el anfitrión de las reuniones donde se recreaban sabrosamente todos los casos de brujas, y a la que era tan asidua la propia Canchola, una de las principales imputadas. Las diligencias en la villa debieron haberse suscitado sin contratiempos de no ser por una desavenencia con el clero secular. Según una queja por correspondencia del comisario Valdés enviada más tarde a los inquisidores de México, en una de las obligadas visitas en que el claridoso obispo de Durango (Porras Muñoz 1980: 153) Juan de Gorospe y Aguirre, se detuvo en Nombre de Dios, dio expresas órdenes al cura de la villa para que impidiera que Valdés diera lectura de los edictos de Inquisición en ese pueblo17, ya que supuestamente el comisario había invadido su jurisdicción en el pasado (exp. 17, fol. 566)18. Fuera de esta minucia burocrática lo que realmente salta a la vista es que inexplicablemente el comisario evitó citar a ninguno de los directamente acusados. Ya lo hemos señalado anteriormente, el proceso no finalizó el año de su inicio, sino que se extendió por trece largos años debido entre otras cosas a que el impulso procesal fue suspendido por largo tiempo sin explicación alguna. Parece que una especie de azoro social habría sobrevenido en la villa y su región tras la lectura del edicto y las primeras averiguaciones del comisario de Sombrerete, el que de alguna forma supo encontrar la manera de dejar las cosas como estaban sin 17. Los comisarios «tenían por misión proceder a la lectura de los edictos de fe, realizar visitas de distrito y recibir las denuncias y las testificaciones» (Alberro 1988: 50). 18 La mayoría de las disputas entre las autoridades surgían en el ejercicio profesional, aunque no faltaron problemas de índole personal como los celos por la preeminencia de unos y otros en actos públicos como los autos de fe, celebraciones religiosas y actos conmemorativos. No obstante, la oposición del aprensivo obispo, por declaraciones de testigos sabemos que el edicto se conoció tanto en la villa de Nombre de Dios como en sus alrededores. Los problemas entre los oficiales del Santo Oficio y los del clero regular y secular fueron bastante frecuentes durante el periodo virreinal, casi siempre motivados por disputas de jurisdicción.

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afectar a nadie ni molestar a los Flores de Rivera, habida cuenta de que estos habían sido incapaces de controlar la rumorología local, poniendo a la familia y a la villa entera en la temible mira del Santo Oficio. Casi se salían todos con la suya si no fuera porque doce años más tarde, cuando todo parecía olvidado, el 26 de noviembre de 1678, el tribunal ordenó a Antonio de Valdés que continuara las averiguaciones de los procesos suspendidos, procediendo a recibir más testimonios y, en caso de que algunos testes hubiesen muerto, debería anexarse a los autos la debida constancia parroquial de su defunción. El comisario de Valdés era ya un hombre de edad avanzada, mas pese a ello y a lo fatigoso y supuestamente peligroso del camino volvió a trasladarse a Nombre de Dios, entrevistando y ratificando a dos mujeres españolas que no habían declarado en 1666. Durante esta segunda averiguación, luego de haberse reunido con tres de los trece testigos originales, el clérigo se enteró de la muerte de Felipa Canchola. Por su parte, el vicario Pedro Flores de Rivera –pieza clave en aquel enredo–, seguía vivo y probablemente tertuliando con el mismo entusiasmo en 1679; durante su ratificación hizo declaración precisa sobre la mayoría de los rumores que habían dado pie al escándalo hacía más de una década. Sorprende la claridad de la memoria del párroco, lo que sugiere una de las tres cosas siguientes: a) que los hechos aún eran tema de conversación para los habitantes de la villa, cosa bastante improbable; b) que las hazañas de su difunta criada y su cuñada y sobrino seguían latentes en su prodigiosa memoria; o c) que mantenía y recreaba en su mentalidad de cura un discurso simbólico bastante clásico acerca de la brujería que por sabido y transmitido entre los de su oficio, no tenía por qué variar demasiado. Expuso que Joseph de Salcido, presbítero difunto, le había dicho que Felipa de Santiago Canchola, que es ya difunta, era bruja o hechicera porque queriéndola aporrear un hombre llamado Sebastián Jiménez, que es ya difunto, se volvió vaca la dicha Felipa de Canchola […] Dijo que la dicha Felipa [a su vez] dijo que doña María de Valenzuela le enseñaba a volar y que ella y la dicha doña María de Valenzuela y otra persona salían de noche e iban a un corral donde había ganado cabrío e iban y adoraban un chivato rosillo19 que salía bailando de los demás; y así mismo le dijo la dicha Felipa

19. Se utiliza el término «rosillo» para referirse al pelaje de animal, entre negro, blanco y castaño.

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de Canchola que una noche vinieron a su casa de este declarante ella y doña María de Valenzuela volando, y que la dicha Felipa de Canchola se quedó debajo de un mezquite que está frontero de su casa y la dicha doña María entró dentro, pero que este declarante no vio a ninguna, y que así mismo dijo a este declarante la dicha Felipa de Santiago Canchola que cuando querían salir a estos ejercicios ella y la dicha doña María de Valenzuela ponían a los de casa un envoltorio debajo de la almohada para no ser sentidas porque los adormecía y no despertaban hasta que se lo quitaban […] (exp. 3, fol. 146).

Por las declaraciones de los testigos podemos deducir que los rumores tenían su origen en tres dichos principales: uno era el de la propia Felipa Canchola, quien siempre se dio a sí misma notoria publicidad de sus andanzas como bruja. Los otros dos fueron los de Francisca Flores y del sastre Sebastián Jiménez, antiguo amante de la Canchola, los que al parecer fueron los únicos en toda la villa de Nombre de Dios que presenciaron vuelos y transformaciones de la susodicha. Todos los demás testimonios fueron «de oídas», y frecuentemente se había obtenido la información de personas ya fallecidas y a las que por lo tanto no podía confrontárseles, como el cura Joseph de Salcido y el sastre Sebastián Jiménez. Por otro lado, poco se sabe de la muerte de Canchola, asunto que debiera haber preocupado en buena lógica al comisario. El notario Alonso López Bravo, delegado por el comisario para averiguar en los archivos parroquiales sobre la defunción de los testigos, logró saber que Felipa había muerto muy pobre, probablemente como lo fue durante toda su vida, habiendo recibido entierro de limosna, es decir, gratuitamente. Se tuvo en cuenta que Felipa se fue de este mundo sin que jamás le fuese comunicada su pena por abjuración de vehementi que en septiembre de 1669 la junta de calificadores le había asignado en la lejana Ciudad de México20; es probable que el párroco del pueblo la enterrara con el ritual católico como si nada hubiera pasado, lo cual nos mueve a otra reflexión consistente en que ni la fama de la Felipa, ni sus frecuentes autoimputaciones, jactancia 20. La junta de calificadores estableció unánimemente que Felipa «era supersticiosa clara y hecho constante que la prueba bruja de pacto expreso con el demonio y vehemente sospechosa en la fe» (exp. 17, fol. 568; exp. 7, fol. 403). Hay que señalar que, aunque la abjuración no era considerada una pena para la Inquisición medieval, esta regla evolucionó en la práctica considerándose una pena más que solía traer aparejada casi siempre el destierro, la flagelación pública o la condena a galeras (García-Molina 1999: 552- 553, 559- 563; y Pérez 2009: 137).

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y, desde luego, ni las inquietantes afirmaciones de Francisca Flores y Sebastián Jiménez llegaron nunca a tener entre los parroquianos y el párroco el suficiente peso de veracidad, como para que se impidiera –y con más razón por ser de gorra– su cristiana sepultura. En cuanto a María de Valenzuela y las demás mujeres y hombres acusados, podemos añadir que salieron bien librados de la rigurosidad del tribunal, pues no recibieron más persecución, y ni hablar de un castigo condigno a las terribles imputaciones pendientes sobre sus cabezas. Para acabar pronto, la Valenzuela y su hijo Alonso ni siquiera fueron molestados con un citatorio. Nada se dijo tampoco sobre jactancias que hubiera hecho la presunta bruja maestra María de Valenzuela, no era como la imprudente Felipa, quien parecía querer acaparar los reflectores valiéndose de su mala fama, actitud que seguramente determinó la gravedad de su situación al resultar más perjudicada que sus compañeras de ronda en el plano judicial, a quienes de cualquier manera el tribunal de la Ciudad de México no les impuso una pena. Nótese que el total de sospechosos alcanzan la docena, pero que no a todos se les formó un proceso individual, como sí se hizo con María de Valenzuela, Felipa Canchola y Alonso Flores de Rivera, seguramente por el pretendido protagonismo de los aquelarres, transmutaciones y vuelos nocturnos. Como colofón de este apartado habrá que señalar que las declaraciones y ratificaciones tomadas por el comisario de Valdés y los distintos notarios que lo auxiliaron, adolecen de distintos formalismos de rigor sobre los que el Santo Oficio se apoyaba en sus respectivas actuaciones judiciales. Por estos descuidos desconocemos la edad, oficio y calidad de algunos de los acusados y testigos, por ejemplo, datos que permitirían obtener más claridad sobre los hechos. También es muy extraño y francamente sospechoso el hecho de que no se haya entrevistado a los principales denunciados, garrafal omisión por la que el propio tribunal reprendió en su momento al comisario. Sin embargo, a estas aparentes ineficiencias de Valdés, habrá que traer a colación en su descargo algunas circunstancias, por ejemplo, el peligro que enfrentaba el comisario a causa de indígenas chichimecas que en la década de 1660 violentaban los caminos o los achaques de salud propios de un hombre entrado en años. Finalmente, ninguno de los acusados pareció haber causado daño a nadie, cosa rara para unas brujas que se preciaran de genuinas.

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¿Qué pasaría realmente? Antes que otra cosa digamos acerca de estos hechos que se narran, debe establecerse la línea que separe la llamada verdad histórica de la verdad procesal. La primera consistiría en el conocimiento de los hechos tal y como efectivamente ocurrieron, pero como podrá entenderse los elementos que aparecen en los expedientes son demasiado fragmentarios como para tener una visión histórica completa. Por otra parte, estos no son tan dispersos como para no poder reconstruir la verdad procesal, es decir, los hechos descritos tal y como constan en los expedientes, siendo esta versión construida no solamente por los dichos de los acusados, sino también por los acusadores e incluso –de manera principalísima–, por los curas y las propias autoridades del Santo Oficio, las que solían aportar más elementos que los demás sujetos procesales para la reconstrucción más o menos coherente de esta verdad procesal, en la medida que eran los poseedores, cultivadores y generadores de la doctrina, en este caso sobre brujería, partiendo de la recreación de estereotipos bastante sobados en la actividad inquisitorial: […] muchas personas, especialmente mujeres fáciles y dadas a las supersticiones, con más grave ofensa de Nuestro Señor, no dudan en dar cierta manera de adoración al Demonio para fin de saber de las cosas que desean, ofreciéndole cierta manera de sacrificio, encendiendo candelas y quemando incienso y otros olores y perfumes y usando de ciertas unciones en sus cuerpos le invocan y adoran con nombre de ángel de luz […] para lo cual las dichas mujeres se salen otras veces al campo de día y a deshoras de la noche y toman ciertas bebidas de hierbas y raíces con que se enajenan y entorpecen los sentidos […] (Jiménez Rueda 1946: 198-199).

Esta interpretación de los hechos se comprueba al momento de cotejar los dichos de los testigos interrogados por el comisario Valdés, los cuales son asombrosamente parecidos por no decir idénticos, cuestión que se explica sencillamente por ser el propio comisario quien lo redactaba teniendo enfrente al teste. Solo de esta forma podemos señalar que las reuniones de brujas en la villa de Nombre de Dios y sus alrededores, eran réplicas casi exactas de sus homólogas trasatlánticas, al no carecer más que de algunos pocos de los elementos asociados al sabbat europeo.

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De ninguna manera debe descartarse la existencia de prácticas digamos que heterodoxas en la comunidad de Nombre de Dios que se aborda en este estudio, que por lo demás tenían antecedentes de sobra en la región (Enciso Contreras 2015: 114 y ss.), y seguirían presentándose en la Nueva Vizcaya, particularmente en Nombre de Dios y en Durango. De los 373 expedientes inquisitoriales que Luis Quiñones ha encontrado referentes a la Nueva Vizcaya, algo más del 7% corresponden a herejías, hechicería y brujería (Quiñones Hernández 2009: 121-132). A su vez, Julio Jiménez Rueda sugirió que en España no hubo «espectaculares noches de sabbat» como sí aconteció en otras regiones europeas (Jiménez Rueda 1946: 1999), sin embargo, el dato solo parece referirse al periodo medieval, puesto que en los siguientes siglos el ritual fue habitualmente denunciado por toda la península ibérica, especialmente durante el siglo xvii (Caro Baroja 1969; Bordes 2006; y Blázquez 1990). En otros términos, hechicería, brujería y aquelarres eran mitos muy taquilleros para el control social y bien arraigados en el imaginario popular y en el pensamiento mágico hispano, tanto peninsular como indiano, y no solamente se trataba de un asunto explicable por la ignorancia y la marginación de los sectores sociales más desfavorecidos, todavía en el Siglo de las Luces el asunto fascinaba marcadamente, cuando no colonizaba, la mentalidad de las élites21. En este sentido, las denuncias sobre sabbats o aquelarres22 como los celebrados en la villa de Nombre de Dios, no son tan raras como se creía en territorios hispánicos, ni espacialmente, ni mucho menos en su contenido simbólico.

21. Citemos como ejemplo a la duquesa de Osuna, quien encargó a Francisco de Goya la elaboración de escenas sobre brujería del corte de Brujos en el aire (17971798), El gran cabrón o El aquelarre, quizá motivada por la fascinación que sentía acerca de estos temas de gran arraigo popular. En una serie de aproximadamente doce estampas del artista arremeten contra clérigos, inquisidores y frailes. Considera a la Inquisición como la principal responsable del fomento a la superstición. «El hecho de que la Iglesia persiga a las brujas, no hace más que confirmar sus existencia» (Hagen 2003: 36). 22. Siguiendo a Caro Baroja, se han dado muchas etimologías eruditas sobre la palabra sabbat, buscándole conexiones con cultos paganos como, por ejemplo, el sabazius que se realizaba en honor Dionisio. Sin embargo, para el español, el sabbat tiene como origen la ceremonia hebraica, puesto que en la época, los ritos y creencias de los judíos eran considerados como signos de perversión (Caro Baroja 1969: 120).

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Las eventuales prácticas de María de Valenzuela y sus compañeras de juerga tienen origen muchos siglos atrás. Los registros señalan al sur de Francia, durante las declaraciones que entre 1330 y 1340 hicieron Ana María de Georgel y una tal Catalina, como el primer lugar donde se documentó el sabbat. Aquellas tolosanas acusadas de brujería confesaron ante los inquisidores que previo pacto con el príncipe de las tinieblas, se reunían por las noches junto a otras mujeres alrededor de un macho cabrío al que adoraban, para después adquirir conocimientos que este les concedía (Caro Baroja 1969: 115-119). Aunque el macho cabrío ya se asociaba con el diablo por lo menos desde el siglo ix, como una alusión a los excesos sexuales de sátiros, silvanos y faunos de la Antigüedad (Caro Baroja 1969: 109-132; y Muchembled 2006: 121), la adoración nocturna que hacían las «brujas» al animal en alejados bosques o recónditos parajes, en estricto sentido, son elementos del imaginario medieval (Caro Baroja 1969: 48-85). En paralelo a un extendido folklore demonológico, la doctrina inquisitorial conformó el prototipo del aquelarre agrupando tres elementos constitutivos: reuniones nocturnas, la presencia del diablo –comúnmente en forma de cabrón o gato– y la adoración al maligno por parte de las brujas y brujos que acudían a las reuniones. Comúnmente los aquelarres solían estar precedidos por los vuelos de las brujas que acudían montadas sobre escobas, demonios en forma de animales e incluso sillas, como lo señala el controvertido Malleus maleficarum. En el medio rural de aquellas épocas y mucho nos tememos que hasta la actualidad, como lo afirma Julio Caro Baroja, todo aquello que existe nominativamente en el ámbito del lenguaje existe forzosamente en el mundo real. «Así, si existe el nombre de “brujas” es porque las hay, si se habla de sus vuelos es porque éstos tienen lugar en el aire que respiramos, y si se cuentan sus transformaciones en animales es porque se las ha visto […] bajo la forma de ellos» (Caro Baroja 1969: 85). Las brujas poseían el poder de volar y, según los inquisidores medievales, para ese efecto utilizaban ungüentos hechos a base de niños no bautizados machacados, cuestión que evoca a los ungüentos que se supone fueron a recoger a Sombrerete María de Valenzuela y otras mujeres ante la inminente muerte de su colega Beatriz de Andrade. Por otra parte, es un hecho bastante explorado que el culto al diablo efectivamente se presentó en la Nueva España con alguna frecuencia, alcanzando en ocasiones proporciones asombrosas por la manera

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en que se expresaba hasta arquitectónicamente (Terán Bonilla 1999). Sin embargo, los datos que constan en los expedientes aquí estudiados permiten sostener que la mayor parte de los elementos simbólicos que caracterizan a los aquelarres de Nombre de Dios fueron aportados por los propios declarantes, mas nunca directamente por los imputados, los que jamás fueron confrontados procesalmente. Incluso es posible afirmar, reiteramos, que tanto el comisario de Sombrerete como el vicario de Nombre de Dios y el presbítero Joseph de Salcido, contribuyeron notablemente a la construcción de esta versión neovizcaína del mito. La construcción de este y otros mitos fue actividad que hizo correr mucha tinta en las Indias, ya ni qué decir de las innúmeras conversaciones de los novohispanos. Luis Weckmann ha realizado un minucioso recorrido sobre el fomento –muy conveniente políticamente hablando– del mito diabólico en la Nueva España, al que en sus manifestaciones clásicas los curas y frailes cronistas le enjaretaban las más variadas apariencias zoomórficas (1984: 213 y ss.). Por los testimonios vertidos en los expedientes estudiados solo sabemos que ciertas mujeres salían engalanadas –es decir, muy arregladas y adornadas– de su casa y volaban juntas por las noches transformadas en palomas hasta alcanzar ciertos parajes a las afueras de la villa, entonces se reunían junto a un macho cabrío al que besaban el culo. En otras ocasiones el mismo cabrón se desprendía de su rebaño bailando, saliendo al encuentro de sus adoradores. Otra versión consistía en que algunas ocasiones al ir surcando los aires y pronunciar la palabra «Jesús» las brujas caían de sus vuelos. La misma palabra pronunciada en mal momento, echaba a perder la diversión de la concurrencia porque se dispersaban los bailes en que se entretenían, quedando desmayados los circunstantes (exp. 17, fol. 553; exp. 3, fols. 137- 138). Al no haberse entrevistado a las directamente imputadas de brujería, es decir, a la Valenzuela y a la Canchola, por extrañas razones que se desconocen hasta el día de hoy, no alcanzamos a saber lo que se llegaba a decir en aquellas reuniones, o si al estilo de algunos aquelarres europeos las mujeres bailaban desnudas y copulaban con el diablo, porque de lo actuado en la causa no se desprende esta circunstancia. En caso contrario, de un hecho pongamos aquí que tan colorido como este hubiera quedado la debida constancia en los autos del comisario, pero no fue así; en su lugar, solamente sabemos que todos procuraban asistir al sabbat muy prendiditos, con sus mejores galas.

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Habrá que comentar de paso que nada hay en los expedientes que revele la inclusión de elementos materiales humanos o simbólicos, de signos de carácter indígena de no ser por algunas personas –Inés Flores de Rivera y Juan Velásquez– a quienes se acusaba de masticar copal, material de origen vegetal que era utilizado por los mexicas, según los informantes de Sahagún, en la ritualística precolombina (Sahagún 1992: 37 y ss.). Fuera de ello todos los elementos son clásicos de las tradiciones folclóricas europeas, como los mismos aquelarres que fueron publicitados y condenados sin demora en América por medio de tratados, sermones, documentos pontificios y todo un vasto saber divulgado a gran escala por las consejas y la imprenta. Comentarios finales Son impresionantes las semejanzas entre las prácticas brujeriles descritas en los expedientes aquí analizados y las descripciones de los manuales inquisitoriales, confeccionados a lo largo de siglos por la represión en contra de la brujería. El célebre Malleus maleficarum, obra escrita por dos inquisidores dominicos durante el siglo xv23, advertía sobre el peligro que representaban las brujas para el cristianismo y la humanidad. Ellas eran capaces de causar desastres naturales como sequías e inundaciones, dominar la voluntad de hombres y mujeres, destruir familias con ataques mágicos y, aún más reprensible, profanar las enseñanzas de la Iglesia católica. Por una supuesta debilidad en la fe, el libro considera a la brujería como un oficio de mujeres, quienes adoraban al diablo en las profundidades oscuras de los espesos bosques europeos, presentándole niños para sacrificios, bailando y fornicando con él (Sprenger y Kramer 1976: 100-101). El martillo de las brujas –como también se le denominó a la obra de Sprenger y Kramer–, apuntaba que el diablo solía presentarse a sus servidores en forma de un macho cabrío, junto al que bailaban besándole el trasero como una especie de iniciación o de manifiesta sumisión, tal y como supuestamente lo hicieran María de Valenzuela y sus aprendices de Nombre de Dios. 23. Junto al Directoruim inquisitorium de Nicolau Eimeric, el Malleus es la obra que utilizaron los inquisidores, entre otras cosas porque les proporcionó conocimiento jurídico, teológico y vivencial para la persecución de las distintas formas de herejía.

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Creemos que si este proceso quedó trunco fue responsabilidad tanto de los inquisidores de la Ciudad de México como del comisario de Sombrerete. Queda claro que Antonio de Valdés no promovió las pesquisas necesarias a las que estaba obligado, pues nunca entrevistó a los acusados de brujería y se conformó que los testimonios de personas en su mayoría fueran de oídas. El tribunal de México justificaba su demora en no haber recibido declaraciones primordiales como la de Pedro Flores de Rivera, anfitrión de las reuniones donde se daban los supuestos hechos brujeriles de Nombre de Dios (exp. 7, fol. 401), pero tampoco dictó las medidas necesarias para dar celeridad y eficacia al proceso. Posiblemente, la aparente ineficiencia del comisario se debía a sus achaques físicos y a las difíciles condiciones que tenía que enfrentar un comisario en la región, aunque nos inclinamos a explicarla por circunstancias políticas, ya que dos de los principales acusados eran familiares directos de las autoridades eclesiásticas en Nombre de Dios, además de que pertenecían a una de las familias más prominentes en la localidad. Trabajos historiográficos como el de Luis René Guerrero Galván han averiguado que, durante los momentos más críticos del tribunal, los comisarios en provincia tuvieron que negociar con las distintas autoridades locales como una medida de supervivencia (Guerrero Galván 2010). No suena descabellado conjeturar pues que un anciano y achacoso comisario hubiera preferido mantener relaciones pacíficas con vecinos poderosos, antes de hacerles la guerra con enredosos juicios. Referencias bibliográficas AGI (Archivo General de Indias de Sevilla), Contratación 202 B, n.º 23. Autos de bienes de difuntos de Sancho Jiménez, fallecido en Sain. Abril de 1564. — Sección Audiencia de Guadalajara, legajo 230, libro 2. Al virrey de la Nueva España, que envíe relación con su parecer sobre qué se ha entendido convendría declarar en la villa del Nombre de Dios, que está en medio de las gobernaciones de la Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, que al presente lo es de su jurisdicción, lo fuese de la audiencia de la dicha Nueva Galicia o gobernación de la Nueva Vizcaya. Concertada. Azeca, 4 de mayo de 1596.

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— Sección Audiencia de Guadalajara, legajo 230, libro 2. Al virrey de la Nueva España, informe lo que se le ofreciere sobre que el cabildo eclesiástico de Guadalajara pide se reduzca a menos número los prebendados de aquella iglesia. Madrid, 11 de febrero de 1636. AGN (Archivo General de la Nación de México), Fondo Inquisición, Proceso y causa criminal de fe contra doña María de Valenzuela, vecina de la villa del Nombre de Dios, por hechicera o bruja, exp. 7, vol. 605. — Proceso y causa criminal contra Alonso Flores de Rivera, por brujerías en unión de su mujer, exp. 13, vol. 605. — Causa criminal contra Felipa Conchola, mestiza, doña María de Valenzuela y otras vecinas de la villa del Nombre de Dios, por sospechosas de pacto con el demonio y decir públicamente ser brujas, exp. 17, vol. 605. — Proceso contra doña María de Valenzuela, española, por bruja que se volvía paloma y volaba de Sombrerete a Zacatecas y bailaba con un cabrito y después le besa el trasero, exp. 3, vol. 482. Alberro, Solange (1988): Inquisición y sociedad en México, 15711700. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Blázquez, Juan (1990): La Inquisición en Cataluña. El tribunal del Santo Oficio de Barcelona, 1487- 1820. Toledo: Arcano. Bordes, François (2006): Brujos y brujas. Procesos de brujería en Gascuña y en el País Vasco. Madrid: Jaguar. Caro Baroja, Julio (1969): Las brujas y su mundo. Madrid: Alianza. Craveri, Benedetta (2004): La cultura de la conversación. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Enciso Contreras, José (2000): Testamentos y autos de bienes de difuntos de Zacatecas (150-1604). Zacatecas: Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas. — (2004): «Mercaderes y redes comerciales en los distritos mineros de Sombrerete, en el septentrión de la Nueva Galicia del siglo xvi», en Antonio López Gutiérrez (coord.), Guadalajara y Sevilla, dos ciudades hermanadas en el reino de Nueva Galicia. Guadalajara/ Sevilla: Ayuntamiento de Guadalajara/Fundación El Monte, pp. 99-119. — (2010): Cedulario de oficio de la Audiencia de la Nueva Galicia (1554-1680). Tomo I (1554-1584). Zacatecas: Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas. — (2015): «Bárbola de Zamora: su proceso eclesiástico por hechicería y alcahuetería en las minas de San Martín, Zacatecas, 1570», en Miguel Carbonell et alii, Historia y Constitución. Homenaje a José

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Chinas, milagreras, negras y beatas: ejemplos de la vida cotidiana religiosa ante la Inquisición de México en los siglos xvi-xvii Robin Ann Rice

Introducción Los jerarcas religiosos novohispanos del siglo xvii eran tolerantes con las manifestaciones religiosas exuberantes y prácticas supersticiosas de la vida cotidiana espiritual del pueblo. En algunos casos, sin malicia, los mismos clérigos animaban estas costumbres o las practicaban también ellos mismos. Hernán Cortes pidió a Carlos V que enviara frailes franciscanos para convertir a los indígenas a la fe cristiana. Así sucedió, y en 1524, llegaron los primeros doce franciscanos reclutados en Extremadura. Pareciera que los indígenas se convirtieron fácilmente, pero se escondían ídolos en cuevas, hubo todavía incidencias de sacrificio humano y seguían extrayendo sangre de las piernas, lenguas y orejas de jóvenes para ofrecer a los ídolos (Cervantes 1994: 12-14). La pervivencia en el siglo xvii de la superstición y la aceptación universal de la magia blanca, tiene que ver tanto con la cultura indígena como con los inmigrantes españoles y más tardíamente, los negros africanos. Todos estos factores se amalgamaron para crear una sociedad creyente en la magia, supersticiones, curas, maravillas y prodigios inusitados. Mientras el resto de Europa pasaba por la que Weckmann denomina la «crisis decisiva del mundo gótico» (1996: 26), el Renacimiento no echó raíces ni en España ni en América: «En la mayor parte de los países europeos […] representa una gradual secularización de la cultura, un neoclasicismo y un homocentrismo

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vestidos con espléndidos ropajes de humanismo» (1996: 26). Además, la religión difundida no era el cristianismo de los intelectuales, sino la popular y local importada de lugares como Castilla. Los santos castellanos eran patronos residentes en sus comunidades, percibidos tal como los dioses tutelares mesoamericanos. El cristianismo también incluía prácticas «mágicas». Nigromantes, hechiceros y conjuradores de nubes compitieron directamente con párrocos en la Castilla moderna temprana. Los archivos de la Inquisición demuestran que muchos de ellos eran clérigos o religiosos y se involucraron en prácticas tales como el combate contra langostas por medio de juicios de excomunión o hacían competencias con magos para ver quién perseguía mejor a las nubes (Cervantes 1994: 58). Es de admirarse que estas prácticas pudieran prosperar sin la intervención de la Inquisición de México. Obviamente, hubo procesados y condenas, pero existen casos muy sonados de personas que ejercieron actos muy pletóricos de magia, milagros y otras actividades muy imaginativas sin la más mínima preocupación por parte de las autoridades. Tanto fue así, que descripciones de muchos de los milagros se asentaron por escrito y estos textos recibieron las aprobaciones de las más altas autoridades eclesiásticas. Incluso, en algunos casos, miembros del Santo Oficio dieron sus pareceres positivos. Mi tesis es que, gracias a una confluencia de tradiciones españolas medievales, indígenas y negras, en algunos casos, mujeres asentadas en la Nueva España practicaron una especie de magia blanca y tuvieron creencias supersticiosas en parte debidas a las costumbres populares religiosas auspiciadas por los clérigos. Por medio del análisis del caso de Catarina de San Juan y sus devaneos con la religiosidad popular, el caso de D.ª María de Poblete y los panecitos de santa Teresa, y otros casos que demuestran las idiosincrasias del fervor popular, quiero probar que las autoridades religiosas del siglo xvii novohispano demostraron cierta laxitud con la magia blanca, incluso, fue bien tolerada y animada, a veces, por altos jerarcas eclesiásticos. En muchas ocasiones, cuando tomaron cartas en los asuntos, fue para mantener las redes de poder intactas. Al contrario, cuando no intervinieron en asuntos sospechosos o heterodoxos, fue porque quizás la persona en duda tenía vínculos con protagonistas religiosos o políticos poderosos.

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Peculiaridades del aparato de la Inquisición en la Nueva España En primer lugar, los burócratas inquisitoriales americanos no fueron los más lúcidos y muchos llegaron por motivos equivocados: «la juventud o la mediocridad de un currículum insignificante, la falta de porvenir en la metrópoli y en Italia, una pesada familia que mantener, el deseo de una fortuna o promoción rápida y relativamente fácil, constituían factores determinantes para que se resolviesen a tomar el camino del exilio a las Indias» (Alberro 1988: 31). Cuando el visitador Pedro de Medina Rico vio la nula experiencia y la incompetencia de los inquisidores en la Nueva España dictaminó que eran los de menor perfil y dado que sus antecesores también eran insignificantes, no pudieron aprender de ellos sino malas costumbres fruto de sus «inteligencias torcidas» (cit. en Alberro 1988: 33). Eran voraces e hicieron caso omiso de su obligación de entregar todo lo confiscado de los ricos judaizantes a la Suprema. El visitador Medina Rico documentó los agravios cometidos por los inquisidores en la repartición de «fardos de almizcle llegados de Filipinas, joyas y piedras preciosas, encajes, sedas de China, objetos valiosos, cajas ricamente labradas y ropa fina perteneciente a los reos» (Alberro 1988: 44). En efecto, los inquisidores eran sobornables y acaudalados, podrían hacer un arreglo económico con los burócratas para resarcir sus faltas religiosas y morales. Muchos inquisidores se cuidaban de no implicar a la alta jerarquía eclesiástica porque los mismos inquisidores tenían vidas disolutas: el inquisidor Estrada y Escobedo y el notario Eugenio de Saravia tenían relaciones con las hermanas judaizantes Rafaela y Micaela Enríquez entre otras; el inquisidor Bernabé de la Higuera y Amarilia «[v]ivía públicamente amancebado con dos esclavas, una africana y otra mulata»; y el anciano inquisidor Argos tenía un salón de juegos (Alberro 1988: 47-48). Muchas veces, los familiares de los inquisidores se comportaban tan mal como los funcionarios. Se hicieron mercaderes y hubo denuncias en contra de muchos por «contrabando, hechos de violencia, malas costumbres, origen sospechosos de algunos, acusados por ser cristianos nuevos, moriscos, incluso indígenas, falta de prestigio para unos cuantos, así el de las minas de Ramos, “fábula y risa de dicho pueblo”» (Alberro 1988: 57).

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La Inquisición tenía una función social de control y normalización más que religiosa. Apaciguaba las «tensiones y pulsiones individuales y colectivas bajo la forma de denuncias» (Alberro 1988: 150151). Los individuos y los grupos se pacificaban con las denuncias porque estas servían como una catarsis. La Inquisición normalmente las guardaba bajo los montones de papeles que recolectaban y los grupos acusatorios se aplacaban y, por esto, se puede decir que la función encubierta de estas denuncias era la de contribuir a la «estabilización social» (Alberro 1988: 150); tal era su ocupación primordial. Como asevera Solange Alberro, no hay una separación entre la Iglesia y el Estado: todo es política (1988: 152) y normalmente lo político prevaleció sobre lo religioso. Pese el gran aparato de la Inquisición de México, pese sus modos disipados de vivir y de enriquecerse, pese su desobediencia a veces a la Corona, ni siquiera se redimió en cuanto a la cantidad de procesos llevados a cabo: entre 1571 y 1700, el promedio por año de procesos formados por este monstruo burocrático fue de 15, número muy debajo de las cifras de los tribunales de Zaragoza, Valencia, Granada, etc. (Alberro 1988: 168). En la Nueva España, los procesos más numerosos correspondieron a delitos de poca monta: «reniegos, blasfemias, palabras y acciones escandalosas», seguidos por los de infracciones de índole sexual y en tercer lugar a la herejía (Alberro 1988: 169). La Inquisición no tenía «lo que tradicionalmente movilizó lo mejor de sus energías y ejerció agudizándolas, sus competencias en la búsqueda minuciosa y refinada de la falla y del error: el hereje» (Alberro 1988: 170). Los herejes novohispanos practicaban una herejía baladí sin premeditación, sin ciencia, sin bases teológicas y seguramente importada de Europa, una especie de transculturación no meditada: «Éstos florecen con profusión cabalmente tropical, nutriéndose ampliamente de las relaciones de dominación propias de la situación colonial, […] a la sombra de una regulación institucional e ideológica precaria» (Alberro 1988: 171). En resumen, el aparato novohispano de la Inquisición no actuaba, reaccionaba por inercia. El sistema era corrupto y muchas veces las denuncias se archivaron sin hacer la más mínima investigación. Muchos de los inquisidores eran ineptos y llegaron a América para poder vivir de la rapiña. Vivían con costumbres muy relajadas y no querían causar ruido con la persecución de personas con sus mismos estilos de vida.

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Los casos que persiguieron a veces eran políticos, fuera de su jurisdicción, y no desistieron aun cuando venía ordenado desde la Corona. En ocasiones, «se extraviaron» edictos que habían llegado de España o no procesaban personas que gozaban de relaciones con entes poderosos. Milagros, hechizos y otras actividades heterodoxas en la Nueva España del siglo xvii Los religiosos que sospecharon de las prácticas mágicas indígenas usaron técnicas parecidas a las que criticaban. Jacinto de la Serna, autor del famoso libro Manual de ministros de indios para el conocimiento de sus idolatrías y extirpación de ellas, escrito en 1656, era egresado de la Universidad de México y había sido rector de la misma en tres ocasiones. Cuando supo que un indígena había curado a una mujer, atribuyó sus poderes a un pacto con el demonio. Sin embargo, él mismo usa una cura similar con su sirvienta indígena Agustina. Tomó un pedazo de un hueso del venerable Gregorio López y se lo dio con un poco de agua a Agustina. La mujer se recuperó y De la Serna usó la proeza para demostrar dos milagros, uno de los cuales dejó patente sus creencias supersticiosas: primero, que la había curado, y, segundo, que la mujer había estado hechizada (Cervantes 1994: 59). No hay diferencias entre los métodos curativos de los religiosos y los de los indígenas, de hecho, compitieron entre sí. La utilidad mágica de ciertos objetos se aceptó «científicamente». Parte de la confusión brotó de una creencia vigente hasta inicios del siglo xviii de la existencia de analogías entre diferentes partes de la creación que justificó, gracias a estas clasificaciones, a que un grupo de médicos de la Puebla de los Ángeles pidió permiso a la Inquisición para intentar curar un caso de epilepsia por medio del uso de las calaveras de unos hombres ahorcados. Efectivamente, el rechazo a la magia indígena surgió porque era muy poderosa y eficaz y, por lo tanto, muy peligrosa. Recurrir a la magia era una práctica aceptada por las dos culturas y comprendida y puesta en práctica de una manera muy parecida. Los europeos y africanos que llegaban al Nuevo Mundo necesitaban más y más a los indígenas para poder comprender las fuerzas espirituales de su nuevo hábitat. Pronto, los inmigrantes reconocieron las habilidades superiores de los indígenas en cuestiones mágicas y

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les dieron papeles protagónicos en sus actividades de índole supersticiosa y, por esto, se ve un aumento en el número de ellos incluidos en juicios inquisitoriales. Los inquisidores incluyeron más y más a los indígenas en los juicios por sus conocimientos sofisticados de las prácticas mágicas (Cervantes 1994: 59-60). El vacío dejado por el declive de los chamanes era llenado por los ermitaños, ascetas y venerables que empezaron a colmar la literatura hagiográfica novohispana a partir del siglo xvi. Su prestigio dependió de su prodigiosidad y toda clase de personas empezó a buscarlos como antes habían recurrido a templos y curanderos paganos. Algunos autores como Fernando Cervantes hablan del carácter no-cristiano del catolicismo novohispano (1994: 62). El culto de los santos, sus reliquias y sus milagros, cultivados por Gregorio de Tours en la Edad Media llegaron al Nuevo Mundo y se fusionaron fácilmente con las tradiciones mesoamericanas (1994: 62). Para subrayar este punto, podemos mencionar a Weckmann, que aseveró: «los españoles, de manera harto medieval, pudieron transmitir al Nuevo Mundo instituciones y valores arquetípicos de la Edad Media todavía en plena vigencia. El otoño de la Edad Media se produjo –si acaso– en el siglo xvii americano» (1996: 27). Un hecho de la existencia cotidiana de los sujetos novohispanos que pudiera sorprender a los receptores contemporáneos es la naturalidad con la cual consideraron su contacto con el demonio. El demonio era una figura que interfería constantemente en la vida de cualquier persona de la época. Bajo la influencia de los franciscanos de la modernidad temprana, el concepto del demonio y lo demoniaco cambió radicalmente desde los tiempos medievales. El demonio medieval era un personaje subordinado a Dios y no tenía poderes sin su aquiescencia. No obstante, a la vez, era un agente libre e independiente que hacía el mal por voluntad propia. El demonio de los franciscanos había perdido toda su libertad e independencia y, por ende, no tenía responsabilidad de sus actos. Era un mensajero de Dios que, dentro de este contexto, se había vuelto un tirano caprichoso y omnipotente (Cervantes 1994: 132). Con la llegada y el aumento en importancia de los jesuitas, dominicos y agustinos, los franciscanos perdieron su predominancia en el campo espiritual. Por esto, según sugiere Solange Alberro, como una manera de reposicionarse, los franciscanos insistían obsesivamente

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en la importancia de tomar en serio las posesiones diabólicas (Cervantes 1994: 133). Algo muy importante con respecto a esta teoría demonológica franciscana es que, pese a ser muy estrafalaria, se volvió ortodoxa y prueba de esto es que no rechistó la Inquisición ante tales teorías que propagaron abiertamente (Cervantes 1994: 133), actitud que perduró hasta la última década del siglo xvii. Tanto era así que la Inquisición estaba dispuesta a investigar meticulosamente una epidemia de posesiones demoniacas en Querétaro. El cambio de actitud era a causa del miedo por parte de la Inquisición de una frivolización del demonio como había detectado en los demonizados de Querétaro. La Inquisición tomaba muy en serio tanto la magia como el demonio y su cambio de actitud hacia estos casos a finales del siglo era para darles el respeto merecido. Catarina de San Juan La magia era preciada y tolerada por personas muy graves, y una especie de «magia blanca» se practicaba sin levantar sospechas de la Inquisición. Un personaje muy reconocido en el siglo xvii fue la esclava, raptada de la India, Catarina de San Juan (¿1609?-1688). La hagiografía escrita sobre ella por su confesor, Alonso Ramos, titulada Los prodigios de la omnipotencia y milagros de la gracia en la vida de la venerable sierva de Dios, Catarina de San Juan, es una fuente importantísima de las prácticas cotidianas de la magia, las supersticiones y la demostración de que el demonio era un personaje habitual en la vida diaria de personas selectas. No era una señal del mal, en absoluto, era una manifestación de la predilección que tenía Dios por el sujeto, valor inculcado por los franciscanos. Un ejemplo de la fantasía novohispana es el caso de un hueso de unicornio que conservaba el primer confesor de Catarina en la Puebla de los Ángeles, el franciscano descalzo, fray Juan Bautista. Cuando murió su confesor, se lo dio en herencia a Catarina, que lo usaba para curaciones. La mujer lo raspaba para que cayera un poco de polvo en un vaso de agua que daba a curar a distintas personas enfermas. Ya fallecida Catarina, D. Manuel de Monzárabe, un señor principal de la Puebla de los Ángeles tuvo el uso del hueso y lo conservó como reliquia por sus poderes milagrosos.

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Catarina de San Juan era un caso muy especial porque todos los documentos relacionados con sus hazañas parecen ser retóricamente encauzados a certificar una causa de beatificación. Tanto fue así que después de su muerte, se certificaron muchos milagros que se efectuaron por medio de la invocación de su nombre. En 1690, en la ciudad de San Luis Potosí, una niña de 11 años se había enfermado de perlesía. En conjunción con unos religiosos, el padre de la niña juró que «nos determinamos a mandar decir una misa a la Madre de Dios, para que mediante la intercesión de esta sierva del Señor [Catarina de San Juan], experimentase mi casa este consuelo con la salud de la enferma» (AGN, Inq. 1692, fol. 118). Hubo una mejoría instantánea: «dijese la misa según y cómo se había prometido y, acabando de decirse, le reconoció tan grande y repentina mejoría en la enferma que pudo venir y vino por su pie desde la dicha iglesia hasta la casa de mi morada» (AGN, Inq. 1692, fol. 118). Otro confiable confesor que vivía a trescientas leguas de la Ciudad de México, reportó el siguiente milagro al padre Ramos. Durante su vida y después de su muerte, Catarina apareció varias veces en espíritu y en lo natural a una señora. Siempre venía vestida regiamente y en hábito de la Compañía de Jesús, dato curioso porque habría sido un vestido confeccionado especialmente para ella, pues la Compañía no tenía religiosas. Le relató que, cuando había muerto, la acompañaron al paraíso la Virgen María, san Ignacio, san Francisco Javier y Estanislao de Kostka, entre muchos otros santos. Parece que la cosmografía espiritual indicaba que el purgatorio quedaba de paso para llegar al paraíso, así que Catarina sacó cuarenta almas del purgatorio y las llevó consigo al paraíso, según su reporte. Catarina tenía una amiga en espíritu de nombre Juana de Irazoqui. El padre Ramos había planeado escribir una hagiografía también sobre ella. El día en que se murió Catarina, Juana estaba con ella y en las horas antes de su muerte, vio a Catarina transformada: […] en forma de un árbol de grandes ramas pero con pocas hojas, como que se iba secando, si bien advirtió que en el tronco, hasta comenzar a nacer y extenderse las ramas, que tendría de longitud como de cuatro o seis varas, se descubrían siete blancos o claraboyas de cristal, por donde salían otras tantas refulgentes luces que esclarecían la sala donde se hallaba la dicha alma en compañía del misterioso árbol, que la pareció, estaba asistido y cercado de un gran número de bienaventurados, con ademanes de

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quienes le guardaban y asistían vigilantes, esta visión permaneció hasta la hora en que la sierva de Dios, Catarina de San Juan dio su espíritu al Señor, que fue como a las cuatro de la mañana y día 5 de Enero de 1688 (AGN, Inq., 1692, fol. 126).

Además de las visiones de este tipo que reportan en el libro, hay unas noticias que llegaron al padre Ramos de última hora para ayudar en la recopilación de los milagros ejercidos por la mujer. Por ejemplo, una persona muy principal, el padre Juan Fernández Cabero, de la Compañía de Jesús y rector del colegio de San Pedro y San Pablo de la Ciudad de México en el momento de la redacción del tercer tomo, 1692, informó sobre otros milagros que pudieran quizás ayudar en la preparación de la causa. En uno de ellos, Catarina dio una amonestación al padre por parte de Dios. Resulta que el religioso había escrito varios textos satíricos sobre personas conocidas por entretenimiento propio. Un día, se le acercó la mujer y le dijo: «Te vi escribiendo y me dijo el Señor, te dijese estas palabras que yo no entiendo, tú las entenderás pues eres sabio: “Diliges proximum tuum, sicut te ipsum” que en nuestro lenguaje, quieren decir: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (AGN, Inq., 1692, fol. 127). Varios de los actos milagrosos que efectuó Catarina eran jocosos, un aspecto más que demuestra que la magia y los eventos supernaturales formaron parte de la vida cotidiana. Los tres tomos hagiográficos sobre Catarina, intitulados Los prodigios de la omnipotencia y milagros de la gracia en la vida de la venerable sierva de Dios Catarina de San Juan son otro testimonio de lo expuesto por Solange Alberro. El autor de los tres tomos, Alonso Ramos, fue un jesuita que había disfrutado de puestos importantes durante la mayor parte de su vida en la Nueva España. Los tomos tuvieron aprobaciones y censuras de personajes ilustres que incluían arzobispos, virreyes, inquisidores, provinciales de órdenes religiosas y autoridades intelectuales eclesiásticas. No obstante, los tomos conforman un compendio de magia, milagros, actos prodigiosos y contactos con lo sobrenatural que nada más podrían haber sucedido en el siglo xvii novohispano. Comprueba el punto de Alberro que todo era política. El reino de la Nueva España quería una santa como había conseguido el reino de Perú y los jesuitas eran los cultivadores por excelencia de mujeres prodigiosas. La Santa Inquisición no se opuso en

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su día a aprobar los libros. Poco después, Ramos tuvo problemas con el provincial de los jesuitas en España por su apoyo a Juan de Palafox y Mendoza, y, repentinamente, salió un edicto «extraviado» prohibiendo la circulación de los tomos. El edicto había llegado en 1692 pero se extravió hasta 1695, año en que Ramos tuvo contrariedades con el provincial. Los jesuitas encerraron a Ramos en una celda por más de 18 años sin impedimentos por parte de la Inquisición. Los panecitos milagrosos Una familia de personas distinguidas en la Ciudad de México está relacionada con otro encadenamiento de milagros que se vuelven más y más burdos con el paso de los años y el suceso se convirtió en un escándalo. Se trata de la deformación de una costumbre pía por parte de las hermanas de las carmelitas descalzas de la ciudad de la Puebla de los Ángeles de hacer panecillos en que imprimían la imagen de santa Teresa o con el nombre de Jesús (Tenorio 2001: 12), y que posteriormente mandaban a bendecir. Estos panecitos se usaron para resolver favorablemente casos difíciles: enfermedades y otras penurias. En el ambiente milagrero del siglo xvii novohispano había una demanda muy grande de estos panecillos y para poder dar abasto a los pedidos, empezaron a fabricarlos en el convento de Regina Caeli de la Ciudad de México a mediados de aquel siglo. Cuando estos panes benditos se desmigajaron, recolectaron las migas y lo distribuyeron como remedio a los enfermos, pues, si los panecillos enteros eran prodigiosos, también sus restos funcionarían en cierto grado. En 1648, la familia Poblete, y más específicamente, María de Poblete, empezó a «experimentar» con los restos benditos de estos panecillos. Su marido estaba enfermo y para curarlo, molió las migajas de pan y echó los polvos en un vaso de agua que le instó a tomar. Pero, en el proceso de hacer este intento de curación, los polvos se reintegraron milagrosamente para formar un panecillo completo (Tenorio 2001: 12-14). Como en otros casos novohispanos, personas de alto rango eclesiástico documentaron y aprobaron los milagros. En la época, se incluyó el relato en tres documentos importantes y hasta Juan de Palafox y Mendoza envió un panecillo a España (Tenorio 2001: 15-26). Espectacular es el hecho de que personajes de la talla de Antonio Núñez de

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Miranda, exconfesor de sor Juana Inés de la Cruz, fray Payo Enríquez de Ribera, a la vez arzobispo y virrey de la Nueva España, entre otros personajes prominentes, apoyaran al milagro. Tanto fue así que, en 1677, fray Payo «ratificó la resolución de la junta y se declaró la autenticidad del milagro» (Tenorio 2001: 43) impulsado por los padres carmelitas. La junta se había compuesto por «personas piadosas, doctas y graves, de las facultades de Sagrada Theología y Sagrados Cánones y de Philosophía, así del estado Eclesiástico Secular como de Sagradas Religiones» (Tenorio 2001: 44). Todo marchaba bien hasta que el padre dominico fray Francisco Sánchez tuvo unos «percances» con María de Poblete y puso una demanda en la que no cuestionaba la gran autoridad de personas tan ilustres que habían apoyado al milagro, sino que ponía en tela de juicio los testimonios que usaron las autoridades para calificar y promulgar el milagro. Fray Francisco quería disfrutar de los beneficios del milagro y fue a la capilla de D.ª María para participar con otros entusiastas en el evento, pero se quedó defraudado cuando vio que después de haber echado los polvos de los panecillos estampados y molidos, la mujer se quedó sola en la capilla y, también, notó que los polvos echados permanecieron en el fondo de la jarra y que otros panecillos salieron. En pocas palabras, el milagro no era una reintegración de los panecillos molidos sino que salieron nuevos panecillos. Posiblemente, el fraile haya mostrado su escepticismo en la primera visita porque el día siguiente cuando asistió de nuevo con un amigo importante, fray Alonso Sandín, que había sido catedrático de Prima en la Universidad de Santo Tomás en Manila, D.ª María le dijo a fray Francisco que «el suyo no iba a salir porque era de Santa Rosa», algo que negó el franciscano (Tenorio 2001: 77). El inconveniente fue que este día, los testigos no salieron de la capilla y, de igual manera, los panecillos tampoco se reintegraron porque, según la anfitriona: «la santa estaba “abuchornada”: “es una bellaca y nos hace muchas burlas”» (Tenorio 2001: 78). Fray Francisco estaba indignado, pero regresó el día siguiente para comprobar de nuevo el milagro. Mientras los polvos estaban en los jarros y los padres estaban sentados en los bancos y María «se fue derecho a los jarros, y volviéndonos las espaldas, los cubrió totalmente y los destapó y tapó deteniéndose bastante tiempo, que es sólo lo que se pudo percibir por el ruido de las tapaderas y meneos de sus hombros» (Tenorio 2001: 78) y luego, avisó a los padres que

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ya estaban listos los panecillos que encontraron en un mal y lamentable estado: «mojados y desmoronados» (Tenorio 2001: 79). Con el paso del tiempo, el franciscano se volvió más y más desconfiado, pues, además de ver la suciedad de los jarros y el lugar en donde se realizaba el milagro, su manera de «machacar» los panecillos, su vocinglería y su sospecha de que la señora traía los nuevos panes en «la faltriquera o seno», le animaron a elaborar toda una serie de objeciones sobre el milagro (Tenorio 2001: 79-90). Se presentaron dos denuncias al Santo Oficio y aparecieron personas que dieron testimonios en contra de la autenticidad del milagro. Uno comentó que traía los panecillos «entre los lienzos de las ropas» (Tenorio 2001: 94) y otro que se escuchaban los ruidos que hacían los panecillos en la bolsa y luego la vieron sacar unos de la bolsa y acercarse al altar. Con el paso del tiempo, María se volvió más y más irascible y descuidada. Por ejemplo, usaba el agua con los polvos restantes del milagro para regar las plantas. A ella le gustaba, por supuesto, estar sola en el oratorio para poder hacer de las suyas. Una vez, diversos religiosos carmelitas estaban rezando mientras quiso «echar» los panecillos. No podía proceder bien con el «milagro» durante su presencia y por esto, les regañó por estar tanto tiempo allí y les dijo que la Santa «no quería tanto rezo» (Tenorio 2001: 109). Durante el proceso, un religioso se preguntó sobre la motivación que habría tenido la mujer por seguir todos estos años con la molestia de echar los panecillos, y concluyó que era para recibir las limosnas que daban las visitas, porque María era muy pobre (Tenorio 2001: 115). María de Poblete se lucró con los panecillos durante casi 40 años (1648-1686). Si no hubiera sido tan descuidada, quizás nunca habrían descubierto su sospechosa metodología. Dejó de cuidar su estilo y empezó a hacer maniobras demasiado descaradas ante todos los asistentes a la oratoria. Por ejemplo, a plena vista, sacaba ruidosamente unos panecillos de su faltriquera y se acercaba al altar para echar los panes en los jarritos. Se había vuelto enojadiza y, a veces, cuando no salían los panecitos porque María sabía que las personas le estaban observando, insultaba a santa Teresa llamándole «bellaca». Era pobre y no le quedaba otra que seguir con el trajín de los panes para poder recibir limosnas, pero había desaparecido cualquier semblanza de decoro: todo estaba sucio, los panecitos con inscripciones complicadas salían con otras imágenes, se movía por la oratoria efectuando el milagro como si

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fuera una cocina, una vez que sacaba los panecitos, usaba el agua con los polvos para regar sus plantas o para escombrar. Al final de su vida, seguramente por la gran influencia de su hermano, Juan de Poblete que «fue racionero y deán de la catedral de México, cura de la parroquia de Santa Catarina Mártir, chantre de la catedral de Valladolid y decano de la facultad de teología de la Real Universidad de México» (Tenorio 2001: 13) y por las personas doctas que habían promovido su milagro, después de 1685 «no hubo más declaración de acciones en relación con el proceso» (Tenorio 2001: 122). El caso de los panecitos no fue extraordinario; hay muchos ejemplos documentados por autoridades de la alta jerarquía eclesiástica novohispana de milagros que rayaban en chamanismo o magia blanca y, por la lentitud deliberada de las acciones de la Inquisición, nunca hubo repercusiones. Otros casos peculiares en la Nueva España Oratorios Como María de Poblete, Rosa de Escalante, una española de 17 años de edad también usaba un espacio en su domicilio para hacer rituales que se convirtieron en manifestaciones poco ortodoxas de la religiosidad popular. El caso de Rosa de Escalante es particularmente interesante porque involucra a una mujer común y corriente de la Nueva España. La mujer vivía con su hermana, Margarita de Narana, y organizaba ciertas fiestas en el oratorio de su casa, todos los domingos de tres de la tarde hasta las ocho de la noche. Parece que este tipo de fiestas en los oratorios caseros era tan común que el Santo Oficio denominó estos jolgorios como «oratorios» y se convirtieron en un problema social y religioso. Muchos de los hombres que asistieron a las reuniones fungieron como burócratas del gobierno y, en general, la concurrencia era de gente bien, con buena fama, católicos devotos. Durante la primavera de 1691, las hermanas organizaron diversos oratorios en que, con mucha reverencia, Rosa ponía una estatua de san Antonio sobre un altar específicamente construido para el evento. Hecho esto, se arrodillaba inmediatamente ante Juan de Galdo, funcionario del virrey, y después de echarle un escapulario de san Antonio, bailaba con el joven. Después de cierto tiempo, le quitaba el escapulario, momento en

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que los demás asistentes empezaban a bailar; tras una tarde de entretenimiento, tomaban dulces y chocolates. Estas juergas se empezaron a llamar «la fiesta de Rosa» (Curcio-Nagy 1999: 254-255). Linda Curcio-Nagy hace hincapié en que estos oratorios seguramente eran bastante comunes, porque hubo edictos contra los mismos tan pronto como 1626 y más promulgaciones en 1643, 1684 y 1704, quizás relacionadas con un aumento en el mestizaje y una ampliación, por parte de la Inquisición, de sus investigaciones sobre hechicería y fiestas populares como los oratorios (1999: 255). Los oratorios no eran un fenómeno únicamente de los españoles o criollos. En 1647 una mujer mestiza, de nombre Petrona, hizo uno en que asistieron «muchos mulatos, negros, y mestizos [que] bailaban» (Curcio-Nagy 1999: 256). Veneraban a san Antonio, cuya efigie fue llevada a misa en la catedral y después, a la iglesia del Colegio de las Niñas. En la fiesta de Petrona, la gente bailó por mucho tiempo y tomó vino (Curcio-Nagy 1999: 256), así que era más subida de tono que la de Rosa. Los ritos aumentaban la identidad comunitaria de los participantes y servían como elemento integrador, un tipo de catarsis y una manera en que los devotos podrían relacionarse con lo divino sin la intervención de la Iglesia (Curcio-Nagy 1999: 257-259). Es verdaderamente revelador que la hechicería parece ser un híbrido de ritos y objetos religiosos, y versiones distorsionadas de ellos. Hubo una pervivencia del catolicismo folclórico que la Iglesia empezó a considerar como heterodoxo. Por ejemplo, la devoción tanto en España como en América tenía una tradición de localismo y autonomía, y esta devoción creó autogestión al nivel individual e inculcó redes de solidaridad entre los creyentes. La tradición oratoria se transmitió y se practicó por mujeres laicas y reunió a otros devotos sin pedir el permiso o los consejos de las autoridades. Además, Rosa y Petrona oficiaron las ceremonias, algo sancionado por la Inquisición. Los escapularios empezaron a ser considerados objetos de poderes mágicos y se volvieron talismanes. Conjuntamente con otros actos de hechicería, tales como la adivinación o la clarividencia, el uso de pociones, polvos, efigies y talismanes para afectar las vidas individuales o positivamente o negativamente, se ligaron con los oratorios y su uso popular y poco digno de san Antonio en las celebraciones (Curcio-Nagy 1999: 260-261). San Antonio se transformó en el santo que podía propiciar el amor y el día 13 de junio, se echaba una clara de huevo en un vaso de agua para leer el futuro dentro de la

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formación que se hacía en ella. No existía una clara separación entre el hecho de recurrir a los santos o el de recurrir a la magia: dentro de la jerarquía santoral, existía una correspondencia entre los padecimientos y los santos más proclives para su alivio (Curcio-Nagy 1999: 262). Los oratorios eran singulares porque los organizaban y los controlaban mujeres, pese a que los invitados eran tanto hombres como mujeres. En el caso de Rosa, quizás por los rituales que se describen, ella buscaba un marido y el patrocinio de san Antonio y el escapulario eran maneras de asegurar sus posibilidades. En el caso de Petrona, ella ya estaba casada, así que quizás esperaba que san Antonio pudiera ayudarle embarazarse o interferir en el maltrato, tal vez, de su marido. Los oratorios formaban parte de la tradición de los altares particulares, familiares, pero el Santo Oficio disuadía a los feligreses de participar o de organizar eventos de esta índole. La Santa Inquisición procesó nada más que un 6% de todos los casos que le llegaron entre 1571 y 1700, por fortuna para Rosa y Petrona (Curcio-Nagy 1999: 262-268); ellas nunca sufrieron verdaderas repercusiones por sus actos. Beatas Las beatas eran una manifestación femenina insólita. Mujeres pías, célibes que vivían solas o en pequeños grupos pudieron esquivar el estricto control de una jurisdicción monacal y dedicarse a obras de caridad o a la enseñanza sin tantas restricciones. Hay menciones despectivas a las beatas en la Nueva España, pero el modelo se inició en la Edad Media en los Países Bajos, Francia y el norte de Alemania, donde había mujeres relacionadas con las beguinas y las hermanas de la «vida común» en el norte de los Países Bajos (Zarri 2001: 181). La costumbre se diseminó a Italia y en el siglo xvi se refieren a este tipo de vida como «la tercera vía»: un tercer estado en que las mujeres tuvieron otra alternativa para vivir que no fuera el matrimonio o la vida conventual. La tercera vía se refiere a una vida femenina en solitario o en comunidad que implicaba un celibato voluntario y resolvía la dicotomía entre la vida activa y la contemplativa, pues las beatas podían pertenecer a las dos. En Italia, una soltera no adquiría una identidad social propia si no se asimilaba a la vida semimonacal, y la práctica era vehementemente auspiciada por san Ignacio de Loyola (Zarri 2001: 181-183).

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Marina de San Miguel era una beata novohispana y los problemas que tuvo con la Inquisición representan, según las autoridades, quizás los peligros inherentes de una vida religiosa femenina sin supervisión. Española de nacimiento, Marina sentía una gran atracción desde joven por los asuntos religiosos, y cuando tenía 16 años hizo voto de castidad. La decisión de optar por la vida de beata era lógica. La tercera vía era una opción respetable para las mujeres que no contaban con una dote suficiente para pretender una vida monacal o matrimonial. Además, gozaban de una relativa libertad: los votos variaban mucho y las condiciones de vida, también. La beata podría optar por la convivencia en un beaterio o en una casa propia y gozaba de una vida activa combinada con la contemplativa. Cuando Marina buscó opciones para una vida religiosa viable, no había muchas alternativas: en 1560, la Ciudad de México tenía La Concepción, un convento que requería de una dote elevada. Pero, los beaterios habían existido desde los primero años de la colonia y ayudaban en la evangelización de los indígenas. Para 1560, las beatas eran una presencia importante e incluía una gran gama de devotas con votos varios, distintos grupos étnicos y de clase social que ejercían diversas ocupaciones (Holler 1999: 213-214). En el caso de Marina, vivía en su propia casa, pero otras vivían en casas de patrones. El caso de la amiga de Marina, una beata negra de nombre María de los Ángeles, que sirvió a las monjas de Santa Clara, ejemplifica que la vida de la beata era una opción accesible y atractiva a un grupo heterogéneo de mujeres (Holler 1999: 213-214). Marina vivió con su hermana Luisa y laboraban en tareas como costura y enseñanza de niños. Marina compró una casa enfrente de la de Juan Núñez de León, hombre con un buen puesto burocrático y que se convirtió en su patrón y hermano espiritual. Ella tenía espacio para rentar cuartos y gozaba de servidumbre, además, era devota y sabía leer y escribir, pero lo que le daba más orgullo era su independencia económica. La comunidad la admiraba y, además de dar consuelo espiritual, servía como una especie de psicóloga para aliviar la melancolía y la desesperación de los que se lo pedían. Marina empezó a experimentar trances, temblores y momentos de estar fuera de sí, todos los cuales atribuyó al favor de Dios. Algo típico de la época, la mujer tenía muchos amigos y discípulos espirituales que se describen como una cooperación diádica: por un lado, las mujeres eran recipientes de dirección, apoyo y protección de sus patrocinadores masculinos. Por

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el otro lado, los hombres tuvieron acceso a un mundo apasionante de revelación directa y el patrocinio divino de sus propios empeños y creencias (Holler 1999: 216-218). Entonces, después de una vida tan singular como mujer que había osado seguir la tercera vía, ¿por qué en 1599, con 54 años de edad, apareció y confesó ante la Inquisición de México? Resulta que descubrieron una red de crímenes religiosos organizados por herejes alumbrados que operaba entre Puebla y la Ciudad de México. Muchos de los alumbrados acusados eran inmigrantes de Córdoba y Sevilla, donde el iluminismo había surgido al inicio del siglo (Holler 1999: 221-222). Como en el caso de otras beatas y religiosas que he estudiado, una vez que los sujetos habían recibido una respuesta positiva por parte de sus coetáneos religiosos, empezaban a exagerar tanto sus actitudes iluministas (trances, ensimismamientos, temblores) como sus palabras (revelaciones, consejos heréticos, adivinaciones). En otras palabras, las religiosas empiezan paulatinamente a exagerar y a acercarse más y más al precipicio de la herejía gracias a la retroalimentación positiva que reciben de sus amigos. Marina admitió haber sostenido relaciones sexuales con distintas personas y haber tenido pensamientos impuros. También confesó que sus visiones habían sido falsas. Como castigo, precedida por un pregonero que describía sus crímenes, la llevaron por la ciudad, amordazada y sobre un caballo, con su torso desnudo. Le dieron cien latigazos y pasó el resto de su vida trabajando en el Hospital de las Bubas (Holler 1999: 227). Si la idea era castigar la conducta lasciva de la mujer, ¿cuánta lascivia habría provocado a los espectadores masculinos que llenaron las calles ver a la mujer desnuda y amordazada? Hasta cierto momento de su vida, Marina era un caso de éxito. Autodidacta, compró una casa y sobrevivió por medio de su costura y sus enseñanzas. Por un tiempo, era reverenciada y respetada. Representa nada más un ejemplo de cómo vivían algunas mujeres en la modernidad temprana que no podían insertarse ni en el sistema domestico tradicional ni en una vida monástica típica (Holler 1999: 228). El término «beata» se usaba en el léxico común del siglo xvii de una manera bromista y peyorativa. Sin embargo, estas mujeres que usaban un hábito blanco e intentaban forjar su propia identidad social representan un área de estudio poco explorado. El caso de Marina es espectacular porque terminó en desgracia y en escándalo, pero

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las mujeres de la «tercera vía» formaron un sustrato representativo de un grupo silenciado que se negó a insertarse en las vidas convencionales disponibles en la modernidad temprana. Un caso de blasfemia En el siglo xvi, el trabajo más arduo realizado por la Inquisición de México fue la búsqueda y la prosecución de la bigamia y la blasfemia. Entre 1590 y 1620, entre todas las prosecuciones de esclavos, el 80% de ellas fue por blasfemia (McKnight 1999: 229). Además, las circunstancias de las blasfemias seguían un patrón: pronunciaban las palabras blasfemas durante una paliza por haber intentado escaparse. Tomada así, la blasfemia era una reacción visceral a un castigo físico insoportable y seguramente, las palabras no eran premeditadas. En la Nueva España, la blasfemia era más grave si se podía clasificar como herética, una distinción que transmutó el asunto en manipulable y sujeto a qué tan rebelde consideraban el sujeto y si querían aumentar su castigo más para reprehender un carácter insubordinado. Los inquisidores se esforzaron para comprobar que la blasfemia de esclavos era de tipo herética –que era mucho más grave que la blasfemia simple– como una medida de control de la sociedad esclava (McKnight 1999: 230-233). Según Solange Alberro, ser un blasfemo o decir blasfemias podría representar «un rechazo global de la ideología del grupo dominante que determina todos los aspectos de la cultura europea impuesta, la concepción del más allá, el orden temporal, la estructura social y familiar, la mora y la vida diaria; la blasfemia viene a ser un resumen simbólico de ello» (cit. en McKnight 1999: 233-234). Hubo un esfuerzo grande por controlar cualquier síntoma de indomabilidad en los esclavos: estos superaban en número a los europeos en una proporción de tres a uno, así que un levantamiento era un peligro real. En la Nueva España, los negros se rebelaron o planearon sublevaciones en 1537, 1546, 1570, 1608, 1609, 1611, 1612 y 1670 (McKnight 1999: 234-235). Las negras también participaban de esta rebeldía. Este momento de insubordinación de los esclavos coincidió con el aumento de casos de blasfemia como resultado de las golpizas que recibían por sus actos subversivos. Efectivamente, la blasfemia se relacionó directamente con el castigo de un esclavo

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rebelde. La sociedad blanca y la Inquisición utilizaron la persecución de la blasfemia como un control del espíritu sedicioso de los subyugados (McKnight 1999: 235-236). Kathryn Joy McKnight documentó un caso de blasfemia que ejemplifica las circunstancias habituales del acto y cómo sirvieron para atemorizar a otros esclavos que quisieran oponerse al trato inhumano de sus amos. La flagelación resultante intentó reafirmar el papel de propietarios por parte de los amos y restablecer el orden social degradado. El caso sucedió en 1609 cuando María Blanca, una negra congolesa, propiedad de D. Antonio de Saavedra, fue recapturada después de un intento de huir del trato cruel de D.ª Catalina, la esposa de Saavedra. Según el caso, mientras la vapuleaban otras mujeres que trabajaban con los Saavedra y la esposa de Saavedra le pegaba en la cara con su zapato, María renunció a Dios y a todos sus santos. Las dos mujeres que ayudaban en el castigo comentaron en su testimonio que, normalmente, María era buena cristiana y que no estaba borracha cuando abjuró de Dios (McKnight 1999: 237-238). En su propio testimonio, María se describió como esclava congolesa, mientras la mulata que sirvió de testigo, la había descrito como «bozal» y «ladina», otra demostración del concepto confuso y ambiguo que había de personas marginales. En muchas ocasiones utilizan cualquier término que hayan escuchado previamente para describir a personas no blancas. María narró que renunció a Dios y a todos sus santos porque cuatro personas le estaban castigando físicamente: dos indias tapisques, una mestiza y otra mulata, la esposa del amo y el amo, y que le pegaron hasta que se cansaron. Algo crucial que reportó fue el castigo cruel que recibió, que demostró una pena tan violenta que resultaba desproporcionada con el crimen de haber escapado y, además, era una muestra de un amo irresponsable con sus esclavos. María desplazó la culpa a sus amos: por sus errores ella escapó y, por el exceso de violencia que ejercieron en la expiación, la impulsaron a cometer blasfemia. En parte, tenía razón. En efecto, la ley estipulaba que los amos se refrenaran en las sanciones crueles y excesivas. María pidió un cambio de amos, pero le fue denegado. Le aplicaron la pena típica de una misa penitencial, la abjuración de levi y una golpiza. Para asustar a la población de esclavos, la amordazaron y, semidesnuda y sobre una bestia de carga, tuvo que recitar una larga y penosa abjuración. La Inquisición la usó como ejemplo para asustar a la comunidad

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de esclavos y para apaciguar la ansiedad de los blancos, que sabían que en cualquier momento podían ser aplastados por una revuelta de aquellos (McKnight 1999: 243-248). Conclusiones La cultura religiosa de la modernidad temprana novohispana combinaba la religiosidad popular y folclórica con ciertos excesos que surgieron de los mismos religiosos que llegaron colmados de prácticas cotidianas heredadas de la Edad Media. Los curanderos, la magia blanca, los santos patronos con poderes especiales son extensiones de un dominio antes controlado por los chamanes prehispánicos. La mentalidad mágica de Castilla se combinó con la nueva cultura americana despojada de un Renacimiento y un positivismo filosófico que nunca vivieron. Los religiosos recompensaron los milagros y la santidad porque habían creado una empresa en el Nuevo Mundo y los réditos se dieron en la forma de almas convertidas y una santa proclamada. Catarina de San Juan es un ejemplo de esta sociedad tan ávida de ver y reconocer actos portentosos. Su hagiografía es el texto más voluminoso jamás publicado en la Nueva España. Personas importantísimas los aprobaron y recomendaron. Pese a sus hazañas exageradas y sobrenaturales, los habitantes de la Puebla de los Ángeles la consideraron una santa. Después de su muerte, prohibieron su hagiografía y el redactor, un famoso y respetado jesuita, Alonso Ramos, se involucró en un problema que provocó la ira de la Inquisición y del más alto jerarca de la Compañía de Jesús. La Santa Inquisición de México era un aparato aletargado, corrupto e inepto. Los burócratas llegaban con el deseo de hacer fortuna y los procesos de índole política siempre superaron los de religión. Esto se ve en el caso de María de Poblete, cuyo hermano, un religioso importantísimo en la Ciudad de México, la amparó por casi cuarenta años de una investigación de la Inquisición. Los pobladores, incluso religiosos prestigiosos, llegaron a su casa para ver los milagros burdos y transparentemente falsos. Pero, la mujer vivía de estos trucos y vaciló la Inquisición en procesarla por no querer tener problemas con su eminente hermano. Además, personas principales habían dado su testimonio sobre la magnificencia de los milagros.

CHINAS, MILAGRERAS, NEGRAS Y BEATAS

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Hubo exteriorizaciones devotas de otras formas para crear identidades y ejercer la libertad en la vida cotidiana. Hubo oratorios que eran ostentaciones privadas de prácticas populares religiosas. Normalmente, las mujeres organizaban estos eventos, que se pueden considerar una afirmación del individuo para interactuar con Dios pese a los actos algo heterodoxos que se realizaban en estos jolgorios. Otra forma de religiosidad poco estudiada es la «tercera vía», un estilo de vida practicado por las beatas. Vestidas de blanco, estas mujeres no se subyugaron al matrimonio y tampoco a la vida monacal. Mientras en algunos lugares de la Europa moderna temprana, tenían algo de prestigio, en la Nueva España, las beatas no lograron su merecida reputación quizás por casos presentados ante la Inquisición como el de Marina. Las mujeres negras no parecen haber sufrido más casos de blasfemia que los negros, pero esto es debido a un control generalizado usado por la Inquisición para dominar a la gran población de esclavos. Para poder ejercer su autoridad y castigarlos, cuando los esclavos se escapaban y eran recapturados, durante las golpizas, era común que profirieran blasfemias. Pese a ser muchas veces ofensas menores, a veces aumentaron las dimensiones de las mismas hasta alcanzar el grado de blasfemia herética y en tales casos se les usaba como chivos expiatorios para hostigar y amenazar a los otros esclavos. La época moderna temprana novohispana fue un momento único en el que predominaba un pensamiento con los rezagos de la Edad Media, y México no había llegado al umbral de una verdadera modernidad. Atada a un sistema de castas aun siendo toda la población mestiza; de supersticiones pese a ser producto del Concilio de Trento, la Nueva España era una idiosincrasia que conservaba una mentalidad mágica lejos de la metrópoli que la hostigaba y la encerraba en el laberinto de la Inquisición. Referencias bibliográficas Alberro, Solange (1988): Inquisición y sociedad en México 15711700. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Cervantes, Fernando (1994): The Devil in the New World. New Haven: Yale University Press.

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«Córtote ruda para mi ventura»: las palabras entre el cielo y el infierno Mariana Masera

La sociedad novohispana fue culturalmente compleja, como lo muestra la diversidad de expresiones que se cantaron, bailaron, recitaron o leyeron en sus diferentes espacios. Entre ellas se destacan dos manifestaciones que generaron numerosos discursos y que abarcaron a todos los estamentos por igual: la magia y lo erótico. Dado el carácter transgresor de ambas, fueron perseguidas y tratadas de controlar por el Santo Oficio, donde quedaron registrados abundantes testimonios entre sus papeles. Los discursos mágicos y sus prácticas formaron parte del imaginario cultural1 de la colonia como otras manifestaciones marginales al poder, distintas y complementarias a la cultura oficial. Estas constituyeron un lenguaje por medio del cual se compartieron saberes entre las diferentes castas: Las prácticas mágicas son un “lenguaje”, un sistema simbólico completo, con una lógica interna de funcionamiento, que se rige por sus propias reglas, su propia “gramática” y de acuerdo a sus propios mecanismos, y actúa donde otros saberes son ineficaces (Ceballos Gómez 2001: 52).

1.

Me parece pertinente utilizar la definición de imaginario cultural de Ceballos Gómez: «se podrían definir los imaginarios culturales como el bagaje mental con el cual una cultura, un grupo social o un conjunto de individuos se acercan a lo “real”, y por medio de los cuales clasifican, distinguen, interpretan y caracterizan el mundo y a las personas que los rodean» (2001: 52).

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La palabra susurrada: los conjuros2 El extenso territorio de la Nueva España con su exuberancia y su impenetrabilidad significaba un reto para la Inquisición, un mundo complejo culturalmente por la diversidad de etnias que lo poblaron, así como por los azotes de las numerosas epidemias, «un mundo que hervía de aventureros rapaces o dementes, de sobrevivientes, fugitivos y rebeldes de toda calaña, la espuma de los tormentosos siglos xvi y xvii del viejo continente» (Alberro 1998: 28-29). Ante esta realidad, el Santo Oficio, más que realizar las funciones de un aparato de control y de represión con las que se asocia frecuentemente, se revela como una entidad que «polariza las tensiones y pulsiones individuales y colectivas bajo la forma de denuncias» (Alberro 1988: 150). Entre las actividades más comunes tanto para los hombres como para las mujeres se hallan las prácticas mágicas en sus distintas modalidades y con variopintas finalidades, como mejorar su salud, hallar objetos perdidos, saber el futuro, pero, sobre todas las preocupaciones, predominaron las pasiones, los asuntos eróticos. Se lee en los diferentes procesos cómo se intentaba a través de los rituales mágicos conseguir amantes, apaciguar al marido, seducir a las mujeres, etcétera. La proliferación de estos casos sin duda fue un rasgo diferenciador de la Nueva España: Si las prácticas de magia y hechicería, los delitos religiosos menores, son aquí levemente más numerosos que en España, la escasez de herejes y la abundancia de bígamos y de confesores solicitantes –lo erótico se 2.

Gonzalo Aguirre Beltrán pormenoriza las fechas de algunos procesos que muestran la preocupación por la Inquisición de catalogar y prohibir los discursos mágicos: «En 1608 hizo memoria de los ensalmos y oraciones en uso y en 16191620 recogió, en 63 fojas, oraciones contra la muerte súpita y contra todo mal. En los procesos que instauró, antes y después de esas fechas, contra peninsulares, moriscos y mulatas blancas, procedentes del mediodía español, el volumen principal de las diligencias está ocupado por la fiel trascripción de oraciones de toda índole destinadas a la atracción y a la ligadura amorosas, al diagnóstico de las dolencias y a la producción o curación de maleficios. Los instrumentos usados en la práctica mágica y los procedimientos para manipularlos, en modo alguno merecen la atención preferente que se da a la exacta relación de los conjuros o palabras que, en ocasiones, constituyen el mecanismo único de la acción» (Aguirre Beltrán 1992: 249-250).

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sustituye por lo herético–, pintan un cuadro de colores mucho menos sombríos y con figuras mucho más pintorescas que en la península. Así, la herejía en el continente americano, fue una flor exótica mientras las transgresiones a la moral sexual que enseñaba la iglesia, brotaron naturalmente, cual respuesta al mundo colonial, a las relaciones de dominación (Alberro 1998: 197).

Las prácticas mágicas sobresalen como un modo de relación entre las diferentes castas en los procesos inquisitoriales de los siglos xvii y xviii, como he comentado en otras partes. Estas permiten no solo la interacción entre los individuos, sino también el intercambio de conocimientos: Las prácticas mágicas […] hacen parte de los sistemas simbólicos, son aparatos cognitivos, sistemas de conocimiento, que proporcionan formas distintas de acercarse al mundo y de construir y constituir «lo real», así como de intervenir sobre el mundo (Ceballos Gómez 2001: 51).

Del estudio de las manifestaciones populares de la Nueva España, se distingue a las mujeres entre los transmisores y usuarios de la magia más frecuentes, quienes, asociadas con otras, recurren a oraciones, conjuros y ensalmos acompañados de diversos rituales «caseros». Se puede señalar a dos tipos de usuarias de acuerdo con el nivel de los saberes y su actividad en las prácticas: el primero sería el de las «especialistas», quienes enseñan; el segundo, sería el de las beneficiarias, «menos profesionalizadas», quienes aprenden solamente aquello que necesitan. Un ejemplo de ello se observa en las narraciones compiladas en el libro Relatos populares de la Inquisición novohispana: rito, magia y otras supersticiones, siglos xvii-xviii (Flores, Masera et alii 2010), donde existen algunas mujeres capaces de aprender verdaderos «manuales mágicos» de transmisión oral, principalmente, aunque a veces implique la escritura de una papel o el soporte escrito de una oración: […] textos en los que, mientras se enumeran las acciones mágicas y rituales a realizar para determinado fin –buscar un objeto perdido, ligar amantes, etc.–, se narran también algunos hechos y el énfasis está tanto en la descripción como en la enumeración y, generalmente, son casos cuyo protagonista es una mujer que participa activamente (Flores, Masera et alii 2010: 37).

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El conocimiento de las mujeres comprendía no solo la adquisición de los textos, sino que también incluía la memorización de los gestos, las condiciones y un sinnúmero de elementos que se agregan en cada ejecución. Una información compleja que se transmitía de forma oral y con eficiencia la mayor parte de las veces. Las palabras susurrantes interesaron sobremanera al Santo Oficio, quien en su afán de controlar estas acciones y de normarlas, registró en sus procesos, intermediados por el escribano, un sinnúmero de voces que llegan hasta nosotros3. En ellos se demuestra la importancia de la tradición oral para aprender textos y saberes asociados a diferentes rituales4.

3. Como he señalado en otra parte (Masera 2012), la manera más intensa de relacionarse entre las culturas fueron justamente estas prácticas mágicas. Una etnia buscaba a la otra pensando que el saber de aquella quizás podría ofrecerle un contacto con lo sobrenatural que resolvería sus necesidades (Caro Baroja 1992: I, 63). Además, la magia y la religión, de acuerdo con José Manuel Pedrosa: «[…] constituyen, en efecto, una especie de fluido cultural cuyas fronteras comunes y demarcaciones internas han sido tradicionalmente definidas, más que por los criterios de un único y empírico pensamiento racional –que por definición, les sería antagónico–, por los intereses –tan arbitrarios como variables– de los grupos que en cada época y en cada lugar han controlado el poder espiritual: grupos que, al discriminar entre lo mágico y lo religiosos, ponían barreras también entre lo vergonzoso y lo prestigioso, lo heterodoxo y lo ortodoxo, lo marginal y lo institucional, y hasta lo ilegal y lo legal, creando con ello un grupo –el suyo– legitimado por lo religiosos, y otro grupo –el de los insumisos a su control espiritual– desligitimado por lo mágico, lo supersticioso y lo herético, entendido todo ello como anti religioso» (2000: 14). 4. El sigilo y el secreto eran necesarios para proseguir con la transmisión de sus conocimientos, sabiendo de antemano el peligro de la delación ante el Santo Oficio. Un recurso notorio en el discurso de la hechicera, cuando trata de convencer a la usuaria de que se aleje de la confesión, es el empleo del mismo formato de discurso que utiliza en las demás «recetas», ya que le indica qué tiene que hacer, cuándo y cómo para no tener que confesarse, como se aprecia en el siguiente proceso: «Y que tratando cierta persona de confessarse, y procurar el remedio de su alma arrepentida de las maldades que por consejo de esta rea y otras havía cometido, queriendo confesarse de sus delictos, yendo en busca del confessor que la encaminasse a salir del mal estado en que estaba, esta perniciossa muger, no contenta con el daño que le havía hecho, procuró de su parte impedir el remedio de su alma, aconsejando como aconsejó a dicha persona que en ninguna manera confessasse al confesor las cossas que con ella y otras personas le havían passado, poniéndole para ello muchos miedos, y diziéndola que confessar dichos delictos a la ora de la muerte o referirlos en su casa y a solas ante un Christo, y confessar otros pecados al confessor bastaba» (Flores, Masera et alii 2010: 107-108).

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Los conjuros, los ensalmos, y las oraciones son las formas predilectas para comunicarse con los entes sobrenaturales a quienes se les harán los requerimientos. Los seres aludidos, mayoritariamente, pertenecen a los tres espacios que integran el más allá del imaginario de la Nueva España desde la cultura oficial, como son el cielo, el purgatorio y el infierno. La concepción sobre el más allá que se dio en la Nueva España muestra la riqueza devocional, cultural y artística de aquella sociedad y aporta nuevos conocimientos acerca del fenómeno religioso y de la vida cotidiana. El estudio de las construcciones simbólicas resulta asimismo importante para entender las relaciones sociales, las manifestaciones culturales y artísticas; las instituciones, la economía e incluso la política (Von Wobeser 2015: 7).

La organización tripartita del más allá ocurre también en la palabra mágica, pues este contiene sus propias reglas y habitantes, a los que solo se puede acceder a través de un discurso marcado por palabras específicas y ritmos distintos5. De acuerdo con José Manuel Pedrosa una oración podría definirse como: […] un discurso que una persona dirige a una divinidad, santo o personaje sagrado con el objeto de obtener un favor o una gracia moralmente positivas. La oración suele estar impregnada de una actitud de sumisión y de reverencia, suele reflejar un tipo de pensamiento religioso más o menos ortodoxo, y suele ser fomentada, por las instituciones religiosas dominantes (Pedrosa 2000: 10).

Mientras que «un conjuro sería, en cambio, un discurso que una persona dirige a un personaje sagrado o demoníaco con el objeto de exigirle o de obligarle a la concesión de un favor mágico, que puede ser (aunque no siempre) moralmente negativo o perjudicial para otras personas» (Pedrosa 2000: 10)6. 5. Sobre el más allá como un espacio necesario en las diferentes culturas comenta el geógrafo Paul Claval: «The idea that it is important to know what happens beyond the familiar horizons has always haunted the conscience of human groups. It had been systematically pursued by Western societies […] in order to integrate really faraway areas into our World, possibilities of visiting them and communicating with their inhabitants have to be created» (Claval 2004: 324). 6. José Manuel Pedrosa define al ensalmo como «un discurso que una persona dirige a una divinidad, santo o personaje sagrado con el objeto de obtener una curación

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La diferencia entre ambos se basa en el tono con el que el usuario se dirige a la entidad sobrenatural, dado que «el conjuro suele tener un tono imperativo y autoritario, mientras que la oración y el ensalmo suelen mostrar sumisión, reverencia e incluso súplica para obtener los favores del sujeto mágico-sagrado invocado» (Pedrosa 2000: 10). El conjuro sería una manifestación que «refleja creencias más apegadas a lo mágico y que se sitúan en los márgenes o fuera de la norma impuesta por la religión dominante» (Pedrosa 2000: 10). Los conjuros y las oraciones también pueden clasificarse según su soporte en orales o escritos, en estos últimos, el soporte se convierte en parte del hecho mágico, ya que se transportan los papeles como talismanes: un ejemplo de ello sería la difundida oración al Santo Sepulcro y los conjuros orales serían aquellos cuyo soporte es la voz7. En cuanto al contenido y de acuerdo con la clasificación propuesta por Roper, los conjuros se pueden dividir dos categorías. La primera la conforman aquellos narrativos, que contienen generalmente una historiola8 y consiste en el recitado de varios versos: mágica o milagrosa de una enfermedad propia o de otra persona. Se puede afirmar que el ensalmo se caracteriza básicamente por su funcionalidad curativa o sanadora de alguna enfermedad, por la fuerte presencia de elementos o de motivos mágicos, y por el hecho de que el ensalmador se sitúe como intermediario entre la divinidad y la persona que precisa curación» (Pedrosa 2000: 10). 7. Esta clasificación fue realizada por Jonathan Roper para los textos ingleses, como señala el autor: «A verbal charm, or in this study simply a charm, is a traditional form of words thought to have a direct effect in the world, usually of a protecting, healing, kind. These forms are often formulaic in character and repetitive in structure, possessing a high degree of sound-patterning. They are intended, when performed by a legitimate person (often using special accompanying actions and accessories) to bring about change in the world in which we live (e.g. to heal someone, to cause someone to fall in love with another, to encourage a cow to give milk, to make rain fall, etc.), or to serve an apotropaic function (eg. to protect someone, to prevent something bad from happening), or to discover some information (such as the location of stolen property or the direction of someone’s affections) When delivered orally, such a charm is termed an oral charm. A written charm is a similar traditional form of words to an oral charm found in written form. The words may, for instance, be written on paper and worn as a talisman, or they may be engraved on an object, such, for example, as a nail. A non verbal charm is a traditional series of wordless actions, often the same or similar to those actions which accompany verbal charms, intended to have similars effects» (2005: 15). 8. Sobre este aspecto señala Roper que «Jorgen Podemann Sorensen has remarked that the historiola “formulates a rule that will exert an authority of its own on the event to Follow”» (2005: 91).

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Bienabenturada Santa Marta, por el monte Tarabam (que le parese deçía ansí), entrastes, con la fiera sierpe encontratastes, con el ysopo de la agua bendita la rosiastes, com vuestra preçiosa sinta la ligastes, a la gente del pueblo la entregastes mansa, y leda, y queda (Flores, Masera et alii 2010: 5).

La segunda categoría la integran los conjuros breves, que se dicen de una sola vez, hechos como de una pieza, donde la repetición de sonidos y el ritmo lo invaden todo. Córtote, ruda, para mi bentura; ruda, te corto para mi bentura (Flores, Masera et alii, 2010: 45)

Todos estos textos, como ha dicho Díez Borque, deben ser considerados como una forma poética alternativa: […] creo que podemos considerar conjuros, ensalmos, algún tipo de oraciones, por sus temas, funcionalidad, ideología, sentido y pragmatismo como una forma de la marginalidad poética del Barroco y, a la vez, por su retórica y poética, por la forma de pervivencia y comunicación, como una manifestación especial de la oralidad y tradicionalidad poéticas (Díez Borque 1985: 50).

A pesar de que tengamos estas definiciones iniciales las fronteras entre los términos es muy resbaladiza y muchas veces los textos pueden convivir en distintas versiones tanto orales como escritas con distintas funciones. El cielo y el purgatorio Serafina de Espinoza, una muchacha española de 17 años en 1617, acude en Puebla a denunciar a Teresa de Paz, quien le había enseñado hacía un año, diez oraciones y los rituales que las acompañaban, como se aprecia en el siguiente fragmento del proceso:

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En la ciudad de los Ángeles, en dies días del mes de henero de mill y seiscientos y dies y siete años, a las nuebe de la mañana, ante el padre, doctor Pedro García de Heredia, canónigo de la Sagrada Escriptura de la catedral de Tlaxcala y comissario del Santo Oficio de la Santa Inquisición, en su obispado, pareció sin ser llamada, y habiendo jurado en forma, una muger española que dixo llamarse doña Seferina de Espinoza, vecina de esta ciudad, y estante en la casa de las recojidas desta ciudad, muger de Juan Merino, vecino desta ciudad y que no tiene oficio. Y dixo ser de edad de dies y siete años, la cual dice y declara, por descargo de su consciencia, que abrá un año, poco más o menos, que estando esta delatora en las dichas recojidas halló allí a una mujer que actualmente está llamada Theresa de Pas, mujer de Juan de Cabesas (que es tratante en cacao que entiende esta dicha delatora vive en Guatemala), la cual Teresa de Pas enpeñó a esta delatora unas oraçiones que, a lo que se quiere acordar, son dies (Flores, Masera et alii 2010: 81).

La mención de que la informante estuvo en la Casa de Recogidas, lugar de reclusión para aquellas mujeres «caídas», tanto en hechos criminales como en la prostitución, nos habla ya de un espacio transgresor donde se encontraron el grupo de mujeres. Serafina llama indistintamente oraciones o conjuros a los textos aprendidos9. El corpus de Serafina consta de trece textos, aunque ella dice diez, de las que solo recuerda algunas. Aquí las enumero como las va citando en el proceso: «Llagas abiertas / coral compartido, Tres Reyes, el Alma sola, a Cristo, a Cristo crucificado, a La Virgen y San Juan, otra de San Juan, a Santa Elena10, a San Juan el Verde, a San Chistoval, 9. A partir del siglo xvi, las autoridades vieron con preocupación la delincuencia, la mendicidad y la prostitución de las mujeres y esto dio como resultado la creación tanto en España como en las colonias de lugares de reclusión de mujeres o la «casa de recogida para mujeres arrepentidas, cuyos fines eran esencialmente los de servir como correccional o reformatorio de aquellas que habían tenido en la vida pocas oportunidades, dedicándose por ello especialmente a la prostitución o a la mendicidad. En dichos centros se pretendía regenerar y recuperar para la sociedad a estas mujeres por medio del trabajo y la oración, con una férrea disciplina. No existieron, sin embargo, criterios fijos que delimitaran la clase de ellas que en aquellos centros habrían de admitirse, variando, pues, de unas fundaciones a otras» (Pérez Baltasar 1985: 13-14). 10. La oración a santa Elena es mencionada por Caro Baroja en su estudio sobre el caso de D.ª Antonia de Acosta Mexía donde explicita que se emplea para una mujer cuyos amores son frustrados, de acuerdo con el autor: «A veces la afligida era una mujer que se sentía ya deshonrada, como Francisca de Torres, amante engañada del licenciado León, en cuyo caso la hechicera empleó la larguísima “oración”,

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a Sancta Marta, a San Antonio de Padua, a Santa Verónica, al “Niño perdido”, a San Pedro».11 Además escucha las oraciones al «a el escudo san Jorje» y «a la capa de Abraam». Comencemos con los seres sobrenaturales ubicados en el cielo, el primer texto que recuerda la denunciante es un conjuro de tipo breve dedicado a las llagas de Cristo que dice:



Llagas abiertas, coral compartido, Virgen de las Angustias, otórgame esto que os pido (Flores, Masera et alii, 2010: 2)12.

Además, añade Seferina, que este debía decirse «coxiendo dos palmas, en cada mano la suia, y poniendo las manos sobre las rodillas» y señala que «Y si avía de suseder lo que pedían, se cuesaban las dichas palmas». El texto es complementado por el gesto donde se puede observar la respuesta a la petición de acuerdo con las posiciones de las palmas. clásica también en el saber brujeril» (Caro Baroja 1992: II, 116). Asimismo, esta oración es realizada por un hombre para poder ver en sueños el resultado, como en el proceso de Amador Velasco en 1576: «y rezó la oración de Santa Elena para que se le revelase en sueños el resultado» (Caro Baroja 1992: I, 309). La oración canónica de santa Elena aparece en un pliego del editor Vanegas Arroyo de 1908: «Alabada seas Elena / cantemos con gran fervor/ mitiga pues nuestra pena/ y nuestro amargo dolor// Alabamos con anhelo/ tu virtudes y tu amor/ por eso ganaste el cielo/ y el cariño del Señor. // Hoy con fervoroso acento / tus virtudes ensalzamos/ y con anhelo y contento / tu santo nombre invocamos// Con gloria al cielo subiste/ por el infinito amor / que con el alma tuviste / al Divino Redentor//Oh gloriosa Santa Elena/ quítanos las aflicciones/ y que siempre en gracia plena/ estén nuestros corazones.// Alabada seas Elena/ cantemos con devoción/ y en mis conflictos y penas/ válgame tu intercesión» (Base de datos Impresos Populares Iberoamericanos). 11. Ropper afirma que los conjuros «are narrative healing charms, consisting in a short narrative, or narrative, describing (often apocryphal) episodes in the lives of Jesus and the saints, followed by the magical formulas or conjuration. The historiola is very much a micro-narrative, sometimes less than a sentence in length. It is this section where Biblical characters or saints appear, often encountering or conducting a dialogue with one another. David Frankfurter notes that historiolas “most often are employed in healing spells (as opposed to love or curse spells)” and suggests this may be because illness “require[s] more dramatic invocations of divine power than [are] possible with mere directives, prayers or commands» (2005: 91). 12. Véanse las supervivencias en oraciones portuguesas en Flores, Masera et alii (2010: 60).

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La segunda oración que menciona, que puede considerarse por su forma como un conjuro es dedicado a los Tres Reyes Santos. Este se caracteriza por tener una enumeración caótica y una historiola, además de la petición:

Dios os salve Reies Sanctos, sanctos y bienabenturados, de el Espíritu Santo juistis alumbrados; de la estrella santa, juistis guiados; a Jesús de Nazaret, juistis a buscar; dentro en Belém, le juistis a hallar; tres dones le juistis a llebar: oro, insiensio y mirra. Así como esto es verdad, me otorguéis esto que os quiero pedir y demandar (Flores, Masera et alii 2010: «Llagas abiertas, coral compartido», 3).

Después de registrar la oración, añade el escribano, «Y que esta oraçión hizo esta delatora porque se biera fuera de un pleito que trata de dirimir el matrimonio con el dicho su marido. Y la resó nuebe días [...], porque así diçen que se a de haser»13. La cuarta oración, también asociada con los seres celestiales se realizaba ante un Cristo, pero Serafina no se acuerda del texto, solo puede recordar los gestos asociados: «acabando de comer, la hizo incada de rodillas con una candela ensendida. Y que la dicha oraçión es de rodillas y un credo en pie. Y que ansí como acabasse, saliera allá fuera a ver lo que oýa y no se acuerda de lo que oyó» (Flores, Masera et alii 2010: 85).

13. Este conjuro denominado de la estrella, como he mencionado en otra parte, aparece en Tirant Lo Blanc [...] «en la nit, la primera stela que veuràs, agenolla’t en terra, e diràs tres paternostres e tres avemaries en reverència deis tres reys d’Orient, que. ls placía voler-te recaptar gracia ab lo gloriós Déu Jesús e ab la sua sacratíssima Mare, que així com ells foren guiats e guardats, anant vetlant, dormint e estant, de les mans del rey Herodes, que.ls placía voler-te recaptar gracia que sies liberada de vergonya e infamia, e que totes les tues coses sien prosperades e aumentadas en tôt bé. E sies certa que obtendràs tot lo que vulles. E no.m torbes de ma devoció» (cap. 260 apud Beltrán 2001: 417; Cfr. Flores, Masera et alii: 2010: 60).

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Más adelante, la quinta oración es a tres entes que son el crucifijo, la Virgen y san Juan. En esta se puede apreciar la minuciosidad de los gestos que comprendía, así como a la hora que se había rezado: La quinta es ante otro crucifijo y Nuestra Señora y san Juan, que esta delatora a vido resar esta oraçión a unas mugeres (que no la resó por ella y no se acuerda quién eran), con tres pedasielos de candelilla. Y que si quedabam todos los tres pedasos: en uno asia Nuestra Señora, y el otro asia nuestro Señor y el otro asia san Juan (la cual oraçión resaban con tres belas ensendidas) y que estos pedasos se ensendían y se ponían cada uno a los pies de nuestro Señor y nuestra Señora y san Juan. Y que si se acababa el que estaba a los pies de Nuestra Señora, berían lo que le pedían aunque tarde; y si se quedaba en la de nuestro Señor, que sería tarde o nunca; y que no se acuerda de la oraçión que era, más de que le parese resó esta delatora credos y salbes, y que resó esta oraçión de rodillas a las dies del día, con ella, la dicha Agustina Garçía (Flores, Masera et alii 2010: 82).

Durante las sesiones de las mujeres entre cuyos fines se hallaban los problemas eróticos no podía faltar un conjuro a san Antonio de Padua, que es el santo patrón de Portugal y es muy conocido como el «santo de los milagros». Este conjuro es del tipo que contiene una «historiola» donde para dar más potencia al rezo se cuenta parte de la historia del santo –verdadera o falsa–, existe un diálogo que se manifiesta en discurso directo y finalmente la fórmula petitoria. Todas estas características son compartidas por un gran grupo de conjuros asociados a la religión cristiana (Puig 2013).

Bien abenturado San Antonio de Padua14, en Padua nasistis, en Portugal fuistes criado, a el estudio andubistis,

14. La versión que más se parece a la que hemos registrado esta recogida por Rodríguez Marín: «San Antonio de Padua, / que en Padua nacistes, / en Portugal te criastes, / en el púrpito donde Dios predicó predicastes. / Estando predicando el sermón / te bino un angel con la embajá / que a tu padre lo iban a’justiciá. / Por él fistes, / el brebiario perdistes, / la Birgen te se presentó, / tres dones te dio. / -Antonio, Antonio, Antonio, / buélbete atrás, / qu’el brebiario tú lo hayarás. / Lo olbidado será recordao, / lo perdío hayao, / lo ausente presente. / Santo mío, / que aparezca lo perdío» (2005: n.º 1057). Ahí mismo se pueden consultar más versiones. Juan Rodríguez Pastor (1996) ha compilado numerosas oraciones sobre san Antonio. Véanse también mis trabajos Flores, Masera et alii (2010) y Masera (2012).

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para predicador aprendistis, el primero sermón que hisistis se os fue revelado que a buestro padre llebavan a orcar . Del púlpito baxastes y a Padua bolbistis, de la orca y falso testimonio buestro padre librastis, y a la buelta que bolbistis buestro sancto breviario perdistis. Al Verbo divino lo halló, tres boses os dio: «Hijo Antón, hijo Antón, hijo Antón, bes aquí tu breviario, que en él estoy sentado y en tu corasón sellado». Ansí como esto es verdad, me otorguéis esto que os pido (Flores, Masera, et alii 2010: 83).

La oración la dijo Serafina nueve veces y menciona «la resó esta delatora nuebe beses. Y que le parese era incada de rodillas, a prima noche». En esta versión no sabemos si se refiere al santo para encontrar objetos perdidos o para ayudarla en algún otro trance. En la actualidad existen numerosas oraciones a san Antonio de Padua en las diferentes regiones panhispánicas y portuguesas, por ejemplo se puede mencionar aquellas que se rezan a la medianoche para que el santo obre algún milagro:

Antonio, Antonio de Padua, que en Portugal naciste en Lisboa te criaste, donde predicó nuestro Señor Jesucristo predicaste; estando predicando, una voz del cielo oíste: «Antonio, que a tu padre lo van a ahorcar». Del púlpito te elevaste, el santo breviario perdiste, otra voz del cielo oíste: «Antonio, vuélvete atrás y el santo breviario encontrarás». Tres dones el Señor te dio: encontrar lo perdido,

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acercar lo lejano y librar al preso. Por este mérito, santo mío, te suplico me concedas lo que te pido. Señas te pido, señas me darás: puertas abrir y cerrar, niños llorar, gallos cantar, perros ladrar, hombres con candela para arriba y para abajo pasar. Estas señas son garantías de la concesión (Nogales 1907: 145-167; apud Rodríguez Pastor 1996).

Otro aspecto del santo que es muy socorrido es su virtud para encontrar maridos. Sobre este aspecto también hay numerosas oraciones, coplas, y cantares que perviven en la tradición panhispánica con tonos diversos15. En México, por ejemplo, en la imprenta popular Vanegas Arroyo, en el siglo xix existen pliegos de las oraciones al santo de carácter más culto y textos de carácter burlesco en las hojas volantes donde se puede apreciar esta referencia al santo como casamentero. Estas son unas décimas burlescas de las cuales solo cito un fragmento:

San Antonio bendito Yo te suplico llorando Que me des buen esposo Porque ya me estoy pasando



San Antonio bendecido, Santo de mi devoción Por tu santa intercesión Dame, por dios un marido.

15. Algunas de las coplas que aparecen sobre el tema de San Antonio como casamentero son las siguientes: «San Antonio bendito, / tres cosas te pido: / salud, suerte/ y un buen marido» ; «¡San Antonio bendito! / Tres cosas te pido:/ salvación y dinero / y un buen marido./–Ya te lo he dado / jugador de cartas/ y enamorado» (Rodríguez Padrón 1996: 87).

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Sea viejo, manco o tullido Que me quiera en todo caso Y si no un soldado raso O un recluta de cuartel; Para casarme con él ¡que me paso! Que me paso! (Hoja volante, Vanegas Arroyo, Base de datos Impresos Populares Iberoamericanos).

Otro texto recitado por Serafina es la oración a la «santa Berónica», que es de carácter nocturno:

Berónica, sancta y digna, que a las tinieblas diste luz, consuela mi ánima triste por las tres caídas que diste, llebando a cuestas la cruz16.

Una oración que se niega a aprender Serafina es una dedicada a santa Elena cuyo fin era obtener el amor de un hombre que no fuera el marido: Y la dicha Agustina García le dijo a esta delatora que no la avía de resar por su marido, sino por otro hombre, si lo tenía, que bería cómo se acordaba della. Y no la quiso resar. Y que la sancta Elena le avía de dar al hombre en el corazón con un clabo, y que la dicha Agustina García la avía resado por un hombre que ella tenía (Flores, Masera et alii 2010: 82).

El recuerdo de Serafina sobre que la santa le «daría a un hombre con un clavo» nos permite identificar esta oración con una que se reza actualmente «para atraer al amor deseado»:

Santa Elena, Reina fuiste Y al calvario llegaste, Tres clavos trajiste,

16. Esta oración, de carácter nocturno y tradicional, sobrevive en otra versión en Logrosán (Cáceres): «Verónica santa y divina, / rostro de mi redentor, / pintada de un paño de lino / que relumbra más que el sol, / más que el sol y las estrellas. / Quien esta oración dijera tres veces al acostar, / verá la Virgen María / tres veces al expirar» (Pedrosa 1992: 159).

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Uno lo tiraste al mar, El otro se lo clavaste a tu hijo, El que te queda no te lo pido dado Sino prestado para clavárselo a (decir nombre de la persona amada) Para que venga a mí, amante y cariñoso, Fiel como un perro, Manso como un cordero, Caliente como un chivato, Que venga, que venga, Que nadie lo detenga. Ven, Ven, Ven. Yo soy la única persona que te llama Ven, Ven, Ven17.

En el corpus de Serafina se integran también dos oraciones a san Juan. La primera «la resan nuebe noches, a las onse de la noche, incados de rodillas con candelas o sin ellas». Además, continúa que «en acabándola de resar, echaba la dicha Teresa de la Paz unos huebos en agua puniéndose en una bentana. Y deçía la susodicha a esta delatora que señalara lo que le pedía». El texto es el siguiente:



Dios te salbe San Juan bendito, antes sancto, que a çido gran propheta esclareçido, de mi Dios gran pregonero, tu me seas mi medianero deste don que a mi Dios pido (Flores, Masera et alii 2010: 82).

La suerte del huevo fue muy común en todo el territorio peninsular y las colonias entre las diferentes castas, como se aprecia en algunos casos de la Inquisición españoles18: 17. La referencia corresponde a un sitio donde se han incluido las oraciones impresas que se venden en diferentes lugares (consultado: 18 de mayo de 2017). 18. Se considera muy común hoy en la tradición panhispánica. Esta consistía en: «Se echaba el huevo en un vaso con agua y por la mañana, según la figura que aparecía, se adivinaban hechos futuros», como había señalado en 1623 Juana de Aguilera, quien

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Los deseos de las jóvenes por encontrar marido y saber cómo iba a ser se desbordaban en esa noche. Por lo general, se utilizaba un huevo, con el que se realizaban diferentes prácticas. Por ejemplo, en Madrid compían un huevo de gallina en una escudilla repleta de agua y según la forma que tomase al juntarse con el líquido deducían el oficio que tenía.[…] En tierras de Cuenca, extensibles a gran parte de Castilla, también se echaba un huevo en un orinal y se tapaba. En un altar casero, previamente preparado, se colocaba junto con dos velas y la pretendiente a boda se hincabade rodillas y comenzaba a rezar hasta que las velas se apagasen. Inmediatamente se asomaba a la ventana y allí permanecía hasta que veía pasar un bulto, tras lo cual se acostaba. Al día siguiente, tan pronto se ponía el sol se exponía el orinal a sus rayos y en él se veñia el sujeto con que iba a casarse (Blázquez Miguel 1989: 166-167).

San Juan el Verde es otra oración mencionada por Seferina y de la que solo recuerda un fragmento, se asocia con numerosas cancioncitas de los siglos xv a xvii. El ritual, como la anterior, se asocia con la revelación entre sueños de lo que hubiera pedido. Y que también le enseñó la dicha Teresa de Paz a Agustina Garçía otra oraçión de san Juan El verde se acuerda, pero se acuerda que le deçía que entre sueños le revelara lo que avía de suceder, y que se acuerda de algunas palabras que la oraçión deçía, que son: «En aguas claras y en flores, y que si no le avía de otorgar lo que le pedía, se lo revelara, en campos secos y en aguas turbias» (Flores, Masera et alii 2010: 82).

«San Juan el Verde» también aparece recogido en el Corpus de la antigua lírica popular hispánica siglo xv a xvii de Margit Frenk, en cancioncitas tomadas del teatro o de los refraneros19. Por ejemplo, en el Auto da Festa de Gil Vicente, siglo xvi, los personajes «Cantam esta cantiga»: «lo había hecho la noche de San Juan con otras monjas» (Splendiani 1997: II, 75). 19. No podemos dejar de mencionar un ensalmo novohispano dicho por un hombre para curar las mordidas de los perros: «Y dijo llamarse don Bartolomé Antonio de Arjona, natural de la ciudad de Lucena, en los reynos de españa, y vezino de la de Salvatierra, de estado casado con María Ruiz de la Vega, española, de edad de cinquenta y ocho años. Y dijo que, haviéndose ido a confesar el día de ayer al colegio de San Pedro y San Pablo para ganar el jubileo de la Puríssima, y comunicado a su confesor un ensalmo con que solía ensalmar a los heridos y mordidos de perros, éste le dijo volviese a las dos de la tarde con lo qual, el declarante vino a presentarse a este santo ofizio para salir de una vez de dudas. Y que, después que oyó los edictos de este tribunal, nunca a usado de dicho ensalmo. Y que el ensalmo de que usaba era este: ‘En el nombre de la Santíssima Trinidad (haziendo la cruz), Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas

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San Ju[an] Verde passó por aquí: ¡quán garridico lo vi venir! (NC 1240 A)20.

Todavía hoy la mención a «San Juan el Verde» se registra en las cancioncitas que se cantan en el Corpus Christi en Llanes (España):

Corpus Christi dímelo San Juan el Verde, ¿dónde quedó?



Como es santi tan querido, San Juan el Verde, ¿dónde quedó? con la gracia precedido, San Juan el Verde, ¿dónde quedó? Corpus Christi, dímelo (Piñero 1998).

Hasta aquí hemos citado tan solo una parte del corpus que aprendió Serafina durante su estancia en las Recogidas. En este encontramos oraciones, conjuros que son aprendidas con sus rituales: cuándo, cómo y un solo Dios verdadero. De tal manera que Dios Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y con todo lo [cual] no son tres dioses sino un solo Dios verdadero. Y haziendo la señal de la cruz tres vezes, dezía: “Ponga la Virgen santíssima primero su santíssima mano que yo la mía. Y después, haziendo la señal de la cruz, también dezía: Dos ángeles iban por un camino, a Jesucristo encontraron y les dijo Jesucristo: –¿Dónde vais, ángeles míos? – Señor, a buscar yerbas para las heridas curar. Y les dijo Jesucristo: –Volveos, ángeles míos, que curaréis y ensalmaréis con las palabras de mi ensalmo”. Y así como esto es verdad, Fulano (diziendo el nombre de la criatura), se te ataje la sangre o te se quite tu mal, en nombre de la Santíssima Trinidad (Repitiendo esto tres vezes)» (Flores, Masera et alii 2010: 205). El formato de este ensalmo es común y en Inglaterra han sido recogidos por Johnatan Roper: «Although the narrative is brief, it has space enough to name the characters and, often, their location, to describe the illness that the sufferer has an how it was overcome» (Roper 2005: 91). 20. Otras versiones de esta oración que aparecen en el Nuevo Corpus son: «Y en el Auto do inverno los personajes “ataviados en folia, dizendo esta cantiga”: Quem diz que nam hé este/ sam Joam o Verde?» (NC 1239 A). En Lope de Vega la encontramos en la obra Santiago el Verde: «¿Quién dice que no es éste / Santiago el Verde?» (NC 1239 B). En Núñez, Orozco y Correas hallamos versiones de esta cancioncita: «–¿Sant Juan el Verde passó por aquí? / –Más ha de un año que nunca le vi» (NC 1240 B).

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y para qué deben ser dichas. Estos textos y paratextos que se asocian con el amor, los objetos perdidos, la necesidad de saber el futuro nos muestran formas de discursos orales y oralizados que son comunes a la gente, formas de aprender y aprehender, cuyos contenidos forman parte de un imaginario que trasciende los siglos. Otras oraciones celestiales son las dedicadas al «gran poder de Dios y a la Purificación de la Virgen María» que pronuncia la mulata Dominga, denunciada ante el Santo Oficio también por una muchacha española de 20 años, a quien entre otras cosas le había enseñado unas oraciones «para que quando una perssona estuviesse enojada con otra, en diciendo dicha oración, se le quitase el enojo»:

El gran poder de Dios y la purificación de la siempre Virgen María, y la Santísima Trinidad una y conforme su voluntad con la mía21.



Volvelde el coraçón en bien, Jesuchristo de piedad, pues sois verdadero Dios y Santísima Trinidad.

21. Algunas versiones de esta oración aparecen compiladas en varios sitios. Citaré dos ejemplos. La primera en prosa: «El Gran Poder de Dios me valga la fortaleza de la fe de Jesucristo, me acompañe. La purificación es conmigo. El consistorio de la santísima trinidad quebrante la fortaleza de mis enemigos, para que no me hagan más ni a mí ni a todo nosotros ni a mis bienhechores, Jesucristo redentor, que al mundo desde la cruz venciste. Vence a mis enemigos por la muerte que tuviste amen» (consultado: 15 de diciembre de 2016). Una versión de esta oración en verso sugiere que se rece «cuando se ha perdido todo y hay que volver a empezar: Que el Gran Poder de Dios me valga, / me acompañe su gran fuerza / y la fe que necdsito para creer, / cuando todo está perdido / y es necesario volver a empezar. / Que el Gran Poder de Dios me valga / la Virgen María y el patriarca San José. // El Gran Poder de Dios me valga, / la fortaleza de fe, me acompañe, / la purificación sea conmigo, / para que todo lo malo se acabe, / y yo vuelva a renacer. // Que me de salud, fortaleza y paciencia, / y que yo con mi trabajo, / me pueda recuperar / de todo lo que he perdido / y volver a tener paz. / Jesús y la Santa Cruz vayan delate de mí,/ abriéndome los caminos, para que aparten todos los males/ que vengan en contra de mí» (consultado: 15 de diciembre de 2016).

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El gran poder de Dios te tenga, la Santísima Trinidad te presenta, el Espiritu Santo me defienda.



En el purgatorio22 Serafina aprendió también oraciones de seres del purgatorio, como es la del «Alma sola», que aunque no la cita era muy difundida. De acuerdo a lo registrado esta se debe decir «todos los días, treinta y tres credos depositados en el costado de Christo. Y la dicha Theresa de Pas le conjuraba esta oración, poniéndose en una ventana entre onse y dose de la noche». Aunque en este caso no tenemos el texto podemos pensar que se parecería mucho al siguiente conjuro que aparece en un proceso del mismo año 1617, pero acontece en la Ciudad México, cuya estructura repetitiva y paralelística recuerda a los conjuros más breves:

¡Ánima, ánima, ánima! Traédme a Garci Pérez. ¡Luego, luego, luego! Que no tenga quietud ni reposo Hasta que venga. Que no tenga quietud ni reposo Hasta que venga. Que no duram ni coma ni tenga reposso Hasta que venga a verse conmigo. ¡Presto, presto, presto! (Campos 2005: 28).

En la oración se pide también el desasosiego del ser amado, estado que se incluye en las penas del infierno y que es muy común entre las peticiones de los conjuros (véase más adelante).

22. Sobre la creencia en el purgatorio en la Nueva España, como indica Gisela Von Wobeser: «Un segundo periodo de mayor duración empieza en 1585 y concluye hacia 1700 con la subida al trono de los Borbones. […] En este periodo se comienza a propagar la existencia del purgatorio, a raíz de las resoluciones del Concilio de Trento, puestas en práctica por el Tercer Concilio Provincial Mexicano, celebrado en 1585» (2015: 8).

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Las representaciones de las almas variaban de acuerdo en qué lugar del más allá se encontraran. A las del purgatorio y del infierno se las pintaba desnudas: mientras que a las primeras se les tapaban los genitales, a la segunda se las pintaba desnudas completamente; en contraste las almas del paraíso iban vestidas (Von Wobeser 2015: 19). La devoción fue muy popular en la Nueva España: «Con el tiempo la devoción a las ánimas del purgatorio se convirtió en una de las más populares de Nueva España. Aparte de creer que ayudaban a las ánimas, les atribuyeron milagros como curar enfermos, prevenir enfermedades, detener a soldados enemigos y proveer de dinero a sacerdotes necesitados» (Von Wobeser 2015: 105). Una imagen muy socorrida de las ánimas purgantes era la que las mostraba saliendo de entre las llamas. La persistencia de esta devoción la podemos comprobar en los impresos de Vanegas Arroyo, donde se conserva la misma iconografía. En el infierno El infierno es otro de los espacios que suministra a los seres sobrenaturales, como en el caso de Mónica Cruz, una mulata de oficio tamalera, quien fue acusada en Puebla de ser «maestra en hacer y dar hechizos», como se aprecia en la siguiente acusación: El licenciado thomás lópez de herrenchun, secretario de este Santo Oficio y al presente hago oficio de fiscal dél, en la mejor forma que aya lugar en derecho, premisas sus solemnidades, acusso criminalmente a Mónica de la cruz, mulata o castiza, soltera, vecina de la ciudad de la Puebla de los Ángeles, residente en la ciudad de Cholula, de oficio tamalera, pressa en las cárçeles secretas de este Santo oficio, que está presente. […] siendo como la susodicha es famossa hechizera, ussado de yerbas, sahumerios supersticiones y otros embustes, diciendo ciertas palabras, y comunicando a otras personas que savían y ussaban de las cossas referidas, procurando con semejante engaño sacar y robar dineros o cossa que lo valiesse, teniendo como tendría (según es de presumir) pacto expresso con el demonio, cometiendo otros muchos delictos de que en general la acusso (Flores, Masera et alii 2010: 105).

La mulata Mónica entre las múltiples actividades, utiliza el conjuro de Marta, donde se pide ayuda a seres malignos «como el compadre», nombre que se da al demonio, y el diablo cojuelo:

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[…] desseosa de saber si cierto hombre quien por mal fin comunicaba esta muger, y para saber si la quería o no, y en orden, assismimo, a tener ventura y dinero, dixo y refirió la dicha Mónica, las palabras y oración siguiente, usando de ella y refiriéndola en muchas ocaciones, no sólo para los fines dichos, sino también para otras de que ésta trataba, y es como sigue:

Marta Martilla23, señor Compadre y la Comadre me ymbíe dineros, y al hombre que quisiere bien. Y para ver si es verdad, Y el diablo cojuelo hará esto por mí.

Las quales palabras no sólo decía la Mónica, como está dicho, sino también la oía decir a cierta persona, como con efecto se la oyó en muchas ocasiones (Flores, Masera et alii 2010: 49-50).

En este caso se aprecia en la acusación muy detallada todas las enseñanzas que realizaba Mónica a diferentes usuarios que podían consistir en la realización de amuletos, en decir conjuros o participar, de acuerdo con el inquisidor, en celebraciones con el demonio. Un caudal muy variado y que revela que la acusada era una activa «especialista» que intervenía en numerosas situaciones donde podía explayar su conocimiento a los beneficiarios. Las preocupaciones sobre el poder dominar al sexo opuesto para el beneficio propio también era frecuente en los hombres, como podemos ver en el conjuro registrado en Chinameca, en El Salvador (1801), «para rendir a las mujeres» [sic] que aprendió Pedro Trinidad Crespo de otro hombre llamado José: […] y allí […] un tal José, de edad como de cuarenta años y de quien ignora el apellido, le propuso enseñarle varias oraciones para rendir las mugeres, de las quales, por menos mala, aprendió la siguiente, llena de blasfemias24. 23. Véase para las oraciones y conjuros de santa Marta los trabajos de Noemí Quezada (1973 y 1974), y de Araceli Campos Moreno (1999), en donde se aprecia la popularidad que tuvieron en Nueva España. 24. Este texto pertenece al Cancionero popular novohispano que realizamos Mariana Masera, Caterina Camastra y Anastasia Krutitskaya y que está en prensa.

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Este conjuro es totalmente infernal por las imágenes y estados que describe. Por una parte, se pide que el ser amado no tenga sosiego, que era una de las penas del infierno, como señala Gisela Von Wobeser (2015: 125)25. Además, la ayuda solicitada no solo es al mismo diablo, sino a las legiones de los demonios, que son también personajes que pueblan el imaginario del infierno26:

Aborresco a Dios y amo al Diablo, quiero al Diablo y olvido a Dios. Todas las legiones de demonios, ayúdenme a vencer este imposible. ¡O signo, o vara alta! Pues heres yerva de guachichino, pues heres yerva de granada, pues heres yerva de maraya ayúdame con siete legiones de demonios y Lucifer, pues heres yerva encantada, de polvos de yervas encantadoras que se encante el corazón de esta muger. ¡Hea!, siete legiones de demonios aquí conmigo, ayúdenme a vencer el corazón de esta muger para que quando esta muger hile no se acuerde de hilar por acordarse de mí, para que quando esta muger coma se olvide de la comida y que se acuerde de mí, para que acostada no duerma por acordarse [de] mí. ¡Hea!, siete legiones de demonios con Lucifer, júntense aquí y ayúdenme a vencer el corazón de esta muger, para que en qualquier hora que se levante o ande no se acuerde de otra cosa por acordarse de mí,

25. Cecilia López Ridaura, en su comunicación en Lyra Minima VIII, en Urueña, en 2016, ha mostrado que es un rasgo característico de un grupo de conjuros amorosos. 26. De acuerdo con Gisella Von Wobeser: «Los demonios, en plural, funcionaban como sus secuaces y actuaban bajo sus órdenes. A ellos se les atribuía hacer maldades en la tierra, influir negativamente en la naturaleza, tentar a los hombres, llevar las almas de los caídos hacia el infierno y aplicar las penas a los condenados. Se creía que eran numerosísimos y formaban legiones, semejantes a las de los ángeles, pero mientras que los ángeles siempre eran inferiores a la deidad, los demonios formaban parte esencial de lo demoniaco. Por eso cada uno de los demonios, a su vez, encarnaba al Diablo» (2015: 133).

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por las siete legiones de demonios y Lucifer, que andan siempre conmigo para vencer quantos imposibles huviere.

La perduración de las legiones de demonios que persiguen a los pecadores se preserva en el imaginario durante todo el siglo xix como lo podemos ver en otra hoja volante de Vanegas Arroyo, donde una legión de demonios persigue a un ebrio. Los casos aquí expuestos demuestran la existencia de una forma de compartir saberes complejos por medio de la palabra oral que tejían profundas redes culturales, ya que involucraban lenguaje y gestos de distintas procedencias, además de la recurrencia a elementos locales para la realización de amuletos, y cuyos usuarios fueron todos los habitantes de la Nueva España, con mucha frecuencia las mujeres. Entre los especialistas y los beneficiarios produjeron un susurro constante que llenó todos los espacios y cuyo murmullo no pudieron dejar de oír y tratar de frenar los inquisidores. Además construyeron un imaginario más allá de las fronteras que pervivió durante siglos. La permanencia de los conjuros y oraciones a través del tiempo nos remite a una tradición: […] antiquísima y resistentísima-multisecular, multicultural, multilingüística– […] descubriendo que lo que alguna vez se consideró antagónico –lo mágico y lo religioso– era en realidad complementario –o sea, mágico religioso– y que lo que en algún tiempo se creyó que dividía y enfrentaba –la no ortodoxa magia frente a la religión institucional–, podía con mucha razón y con mucha más justicia haberse considerado como un patrimonio que unía y acercaba, por encima de épocas, fronteras y tradiciones (Pedrosa 2000: 16)27.

27. La condena de Mónica de la Cruz fue la siguiente: «Haviendo visto el processo y causa criminal tocante a Mónica de la Cruz, mestiza natural de la ciudad de la Puebla de los Ángeles, soltera, y residente de la ciudad de Cholula, en el obispado de la Puebla, pressa en las cárceles secretas, y en conformidad, fueron de voto y parecer, saliesse en forma de penitente con una coroza e insignias de hechicera en día festivo a la iglesia de Santo Domingo, de esta ciudad. [Y la condenaron también a doscientos azotes, y a destierro perpetuo de la ciudad de la Puebla de los Ángeles a “seis leguas en contorno”, y a tres años deservicio en el hospital» (Flores, Masera et alii 2010).

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Los habitantes de la Nueva España aprendieron las palabras especiales para hablar con los seres sobrenaturales que poblaron su imaginario, así organizaron sus demandas entre el cielo y el infierno, como sus propias esperanzas. Referencias bibliográficas Aguirre Beltrán, Gonzalo (1992): Obra antropológica. Medicina y magia VII. El proceso de aculturación en la estructura colonial. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Alberro, Solange (1998): Inquisición y sociedad en México 15711700. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Aut. (Diccionario de Autoridades) (1984). Madrid: Gredos. Base de datos Impresos Populares Iberoamericanos . Dirección: Mariana Masera. Equipo: Briseida Castro, Ana Rosa Gómez Mutio, Rafael González Bolívar, Grecia Monroy y Adrián Olivera. Blázquez Miguel, Juan (1989): Eros y Tanatos. Brujería, hechicería y superstición en España. Toledo: Arcado. Campos Moreno, Araceli (1999): Oraciones, ensalmos y conjuros mágicos del Archivo Inquisitorial de la Nueva España. Ciudad de México: El Colegio de México. — (2004): «Oraciones mágicas impresas para diversos dolores y aflicciones. México», Revista de Literaturas Populares, IV-1, pp. 54-68. Caro Baroja, Julio (1992): Vidas mágicas e Inquisición. Madrid: Istmo. Ceballos Gómez, Diana L. (2001): «Grupos sociales y prácticas mágicas en el nuevo reino de granada durante el siglo xvii», Historia Crítica, 22, pp. 51-71. Claval, Paul (2004): «At the Heart of the Cultural Approach in Geography: Thinking Space», GeoJournal, 60, pp. 321-328. Díez Borque, José María (1985): «Conjuros, oraciones, ensalmos…: formas marginales de poesía oral en los siglos de oro», Bulletin Hispanique, 37 (1-2), pp. 47-87. Flores, Enrique; Masera, Mariana; Carranza Vera, Claudia; Cortés, Santiago; Granados, Berenice; López Ridaura, Cecilia; y Mateo, José Manuel (2010): Relatos populares de la Inquisición novohispana: Rito, magia y otras «supersticiones», siglos xvii-xviii. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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Guatemala, 1706: el caso de las dos brujas que se metían de noche en el cuento de El sueño del tesoro (ATU 1645A)1 José Manuel Pedrosa

Una joven denuncia como brujas a la mujer en cuya casa vivía, y a su hermana en Guatemala, en 1706 Una noche, durmiendo en compañía de dicha Antonia de Santiago, sintió ruido que dispertó a esta denunciante, por lo qual encendió candela y vio durmiendo a dicha Antonia, voca arriva, y vió que el ruido lo hacía un pájaro más grande que chumapipi2 o gallina de la tierra3, que a manera de pavo, pero tenía este los pies amarillos. Y asustada de verle dispertar a dicha Antonia, la halló muerta, y después vio que el dicho pájaro se entró en la voca de dicha Antonia y no salió más. Pero dicha Antonia al instante volvió en sí, y dixo a esta denunciante que para qué avía encendido candela, y que no dixera nada. De aí a unos días vino a dicho pueblo [...] su hermana Sebastiana Santiago, y las vio juntar muchas cáscaras de güevo, no sabe para qué y se entraron las dos hermanas en un aposento, a quienes halló esta denunciante dormidas voca arriba. Y estándolas viendo, vio venir dos pájaros: el ya dicho y otro de la mesma especie, pero el pico de oro, y entró uno en cada una, y dispertaron diciendo a esta denunciante que no era nada y que no lo dixese a nadie. Antes de ver estos pájaros, avía notado y visto esta denunciante que amanecían junto a las camas de dichas mugeres, vestidos de raso y seda ya hechos, cucharas de plata y de carei, y otras cosas, y no veía quién traía esto.

1. Agradezco su ayuda y orientación a José Luis Garrosa, Gerardo Fernández Juárez, María Jaén, Sofía González y Davide Ermacora. 2. Chumapipi, chumpipe: «variante de Chompipe. Nombre con que se conoce, vulgarmente, al guajolote o pavo común, en Centro América y hasta Chiapas y ciertos puntos del interior. Chumpipe comúnmente en Guatemala» (Mej.). 3. Gallina de la tierra: «pavo, guajolote».

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Después de aver visto a dichos pájaros, atribuye a que ellos traerían dichas cosas a dichas mugeres, las quales tienen cinco caxas y quatro escritorios llenos destas cosas, y que usan de dichos vestidos para ir a la iglesia. Dize también que dichas personas son mugeres del mal vivir, y aunque son casadas no hazen vida con sus maridos. Y que dicha Sebastiana está casada con Manuel de Molina, español, de oficio platero, que está en esta ciudad, y dicha Antonia está casada con Julián López, indio del pueblo de Güegüetenango4. Una y otra no hazen vida con dichos maridos, ya mucho tiempo que están divididos. Y que esta es la verdad por juramento que tiene hecho; que no le mueve pasión ni la voluntad, sino el descargo de su conciencia. Encargada el secreto, en forma prometido, por no saber firmar, lo firmó dicho comisario. Bachiller Pedro López de Ramales [rúbrica]5.

¿Qué rencores ocultos albergaría el corazón de la —suponemos que— joven Simona de los Santos cuando formuló tan fantástica denuncia contra Antonia de Santiago, en cuya casa guatemalteca estaba recogida, y contra la hermana de esta, Sebastiana de Santiago? ¿Sería alguna pariente menor y maltratada? ¿Alguna criada explotada y con cuentas que saldar o que vengar? ¿Alguna novicia de burdel, si es verdad lo que alega de que sus señoras eran «mugeres del mal vivir, y aunque son casadas no hazen vida con sus maridos»? No lo sabemos, aunque los indicios dan pábulo a cualquiera de tales posibilidades. El texto de la denuncia es, por desgracia, breve y escueto, con detalles fascinantes, pero que no alcanzan a saciar, ni mucho menos, los interrogantes y la curiosidad que despiertan. Y el expediente no tiene alegaciones ni apéndices que nos iluminen acerca de todo lo que allí se dijo y sucedió. Lo que daríamos por conocer las defensas y contraargumentos de las dos hermanas que fueron denunciadas —a traición, porque el detalle de que a la denunciante le estuviese permitido dormir en su dormitorio y contemplarlas durante el sueño denotaba alguna familiaridad o confianza— por la persona que vivía bajo su mismo techo. Y lo que daríamos por tener noticia, 4. 5.

La ciudad de Huehuetenango, cabecera del departamento del mismo nombre, en el noroeste de Guatemala, fue fundada por Gonzalo de Alvarado en 1524, tras la conquista de Zaculeu, la antigua capital de los mames. «En Guatemala, en el año de 1706, Simona de los Santos denuncia a las hermanas Santiago, dos hechiceras que criaron a la denunciante», en Relatos (2010: 198). El documento forma parte del AGN, Inq., vol. 735, exp. 16, fols. 149r-151v. Véase además «Hechos mágicos de las hermanas Santiago», en Catálogo 1992: n.º 2258.

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de paso, de los razonamientos de la sentencia que se verían obligados a pronunciar los tribunos de la Inquisición novohispana. ¿Sería posible que los miembros de aquella institución diesen una respuesta racional a una denuncia de aspecto tan irracional como aquella? Sabemos que, en los inicios del siglo xviii en que se dio el caso, las sentencias en las causas por brujería de los inquisidores hispanos y novohispanos se hallaban regidas, en grado creciente, por el escepticismo y por la voluntad de refutación de las creencias en brujas. En especial cuando las delaciones eran tan imaginativas y los delitos tan inciertos como los que fueron reprochados en este caso. Lo más probable es que la causa abierta contra las hermanas de Santiago quedase rápida y contundentemente archivada, y que fuese la entrometida y malévola Simona la parte perdedora del juicio y, a buen seguro, del techo bajo el que hasta entonces había vivido. Pecaríamos, en cualquier caso, de ingenuos o de desinformados si aceptásemos que la denuncia de Simona de Santiago fue un discurso irracional o inventado o arbitrario. Nada más lejos de eso. Sus alegatos contra las hermanas Antonia y Sebastiana de Santiago no fueron más que una trasposición —habilísima, cuidadísima— de un argumento que resulta bien conocido para muchos folcloristas y para muchos historiadores y críticos de la literatura. Y quién sabe si no les resultaría familiar también a los inquisidores que se vieron obligados a atender a él, puesto que de algún sitio —del medio ambiente oral, seguramente— tenía que haberlo sacado ella. Denunciar que, mientras dormían y se quedaban como muertas, a las dos hermanas les salían por la boca ciertas aves que se perdían en la noche, y que volvían a entrar en sus cuerpos al punto del despertar, y que gracias a la acción de tales animalitos gozaban ellas de «vestidos de raso y seda ya hechos, cucharas de plata y de carei, y otras cosas» que tienen en «cinco caxas y quatro escritorios llenos destas cosas, y que usan de dichos vestidos para ir a la iglesia» —detalles sabrosísimos, si creemos en la posibilidad de que fuesen prostitutas—, era, lisa y llanamente, reciclar el viejísimo e internacional cuento del durmiente por cuya boca o nariz sale, durante el sueño, alguna bestezuela —mosca, abeja, mariposa, serpiente, lagarto, etc.— que en su deambular nocturno se topa con un tesoro cuya localización es desvelada al durmiente cuando el animal regresa a su cuerpo para que despierte y pueda apropiarse de tales riquezas.

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En la versión más antigua que del cuento conocemos, la latina que fue resumida por Pablo Diácono antes del año 795, el durmiente era Guntram o Gontrán (ca. 528-592), rey y santo de los burgundios. Por eso se ha dado muchas veces al cuento el título de Leyenda de Guntram, Cuento de Guntram o Guntramsage; y el personaje que, en aquella venerable versión, contemplaba al animalito —«de su boca salió un pequeño animal con forma de reptil»— y descubría la existencia del tesoro era un escudero fiel e innominado. En la versión sorprendentemente rediviva en la Guatemala de 1706, por obra y gracia de una criada verbalmente incontinente, las durmientes eran dos —las presumibles prostitutas Antonia y Sebastiana de Santiago—, y quien decía contemplar la salida y la entrada del animalito y constatar la existencia del tesoro era su escasamente leal pupila, Simona de los Santos. ¿Caben más sorprendentes analogías, y más expresivas oposiciones? Excepcional arte de fabular, en fin, el de aquella joven Simona que no tuvo el menor empacho en vestir a sus amas con el traje de personajes de cuento y en contar un relato maravilloso —muy poco camuflado— ante los jueces de la Inquisición, recurriendo a todos los actualizadores de persona, tiempo, espacio y escenario posibles, para que todo aquel edificio narrativo tuviese visos de verosimilitud. No sabemos qué es lo que el destino depararía a aquella inventora y actriz portentosa, que si hubiese vivido en época y circunstancias más amables, hubiese podido ser, quizás, autora ilustre de literatura fantástica. Lo que sí sabemos es que a ella le debemos el conocimiento de un relato de brujas que tiene, entre muchos otros, el mérito de ser la primera versión documentada en América del cuento internacional de La compra del sueño del tesoro (Dream of Treasure Bought, ATU 1645A) —enseguida desentrañaremos lo que eso significa—, y de ser el precedente del genial narrador —chileno, puesto que el cuento solo ha sido atestiguado, si nos ceñimos a América, en Guatemala y en Chile— y de la rarísima versión que vamos enseguida a conocer. Los cuentos del cantor Santos Rubio (La Puntilla, Pirque, 4 de diciembre de 1938-San Juan, Pirque, 24 de mayo de 2011) está considerado como uno de los músicos y poetas populares más importantes de los que ha habido en

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Chile y en toda la América hispana. Vástago de una familia en la que no escasearon, desde generaciones atrás, los grandes músicos herederos y cultivadores de tradiciones inmemoriales (su hermano Alfonso fue también notable payador), ciego desde poco después de nacer, Santos Rubio fue un guitarronero excepcional, que conocía todos los secretos del tradicional guitarrón chileno de veinticinco cuerdas y cantaba con voz inimitable un repertorio riquísimo de versos a lo divino y a lo humano. Descolló, por otro lado, como músico de arpa, acordeón, guitarra y más instrumentos. Fue, además, un cantor y payador inspiradísimo, capaz de improvisar en décimas muy sofisticadas, y de mantener épicos desafíos verbales, que duraban horas, con otros payadores. Sobre todo en sus últimos años dedicó mucho tiempo a la pedagogía del folclore y a formar a niños, jóvenes y músicos que acudían a beneficiarse de su magisterio desde lugares diversos de su país. Su arte, o sus varios artes, los aprendió en el seno del hogar, y en las reuniones, velorios de angelitos, fiestas privadas y públicas, tabernas y viajes que emprendía para cantar en un lugar o en otro. Sus maestros los encontró en la conversación de los mayores y de los coetáneos, más que en ninguna escuela formal; y en los pueblos y caminos más que en las ciudades. Fue un juglar que vivió durante toda su vida de lo que ganaba con un arte que prodigó ante auditorios casi siempre campesinos y humildes, al margen por lo general de los grandes escenarios. No tuvo la enorme repercusión internacional que sonrió a su amiga Violeta Parra, o que tuvieron sus también amigos Víctor Jara y Pedro Yáñez, con quienes grabó el disco Cantos por travesura en 1973. Pero de entre todos los músicos y poetas populares del Chile de su tiempo, está considerado el que mejor recogió y transmitió las esencias de lo popular. Su nombre se ha hecho mítico entre los amantes de la música, la poesía y la cultura tradicional chilena. Se conservan de él, por desgracia, no muchos documentos sonoros y audiovisuales, aunque todos y cada uno de ellos tengan un valor inmenso. Algunos pueden ser escuchados y contemplados en internet, donde también es posible acceder a un reportaje de su emotivo funeral, que convocó a cientos de payadores y músicos de todo el país. Tuve el privilegio de conocer a Santos Rubio durante el Sexto Encuentro-Festival Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado que se celebró en Las Palmas de Gran Canaria entre los

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días 6 y 11 de octubre de 1998, auspiciado por la Universidad de aquella ciudad, bajo la experta dirección de Maximiano Trapero. Aquel encuentro-festival fue, posiblemente, la ocasión en la que más y mejores músicos y poetas improvisadores de toda la geografía hispánica, con el añadido de muchos estudiosos de ese arte, habrán sido reunidos a lo largo de la historia. Sobre todos descollaba el octogenario Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí, el mítico improvisador cubano que se hallaba retirado desde hacía décadas, y al que el festival rindió homenaje. Se ha conservado, por fortuna, el registro sonoro de las sesiones del festival que se desarrollaron en el Teatro Pérez Galdós de las Palmas; y se ha publicado un libro de actas que recoge las ponencias que un gran número de especialistas en poesía oral improvisada pronunciaron en las jornadas de estudios que acompañaron al encuentro-festival; ese volumen está acompañado por otro que edita una antología de la transcripción de los versos improvisados que fueron cantados en aquellos días. Las páginas de ambos volúmenes desgranan el elenco y algunas de las intervenciones de los cantores y estudiosos que se congregaron en Las Palmas en aquellos días. El caso es que tuve entonces la oportunidad de convivir —compartíamos hotel, restaurantes, excursiones, actuaciones y ocios, desde la mañana hasta a la noche— y de conversar largamente con Santos Rubio y con otros grandes improvisadores que por allí había. Y pude grabar, en cintas de casete, algunas de nuestras conversaciones. En ratos perdidos aproveché para registrar unas cuantas de sus narraciones en prosa, pues enseguida me di cuenta de que el repertorio de Santos no se limitaba, ni mucho menos, a los géneros en verso; de ese modo pude preservar algunos de los cuentos, de rareza muy excepcional, que retenía en su memoria. Pude, por aquellos mismos días, registrar otra colección de cuentos, realmente sensacional, que me comunicó la insigne improvisadora cubana Tomasita Quiala. Del mismo modo, tuve la suerte de grabar algunas de las ingeniosísimas improvisaciones en verso que —con gran asombro de los camareros y de los comensales de las mesas vecinas— manaron a raudales durante las comidas y las cenas de aquellos días, pues ningún momento era desaprovechado por aquella insólita troupe de artistas de la palabra y de la música para desafiarse en décimas.

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Las grabaciones que hice de Santos Rubio, de Tomasita Quiala y de otros tienen una calidad técnica bastante deficiente, pues fueron registradas de manera muy informal, en cintas de casete, en ocasiones improvisadas y en lugares casi siempre muy ruidosos, como el salón del hotel en el que nos alojábamos, o las terrazas de diversos bares. Su transcripción ha sido una labor, por eso, muy lenta y llena de dificultades. Cuando intentaban regresar a Chile, haciendo escala en Madrid, Santos Rubio y otros dos grandes payadores chilenos en cuya compañía él viajaba —Viviana Chávez y Santiago «Chago» Morales— tuvieron problemas con su billete de avión, y salieron del apuro quedándose varios días —creo recordar que dos o tres— en mi casa de Madrid. Allí pude grabar más cuentos y más cantos. Ahora, cuando aquellos días quedan ya tan lejanos, me arrepiento de no haber aprovechado mejor la ocasión y de no haber grabado, cuando todo resultaba tan propicio, muchos más. Tengo el propósito de dar a conocer, en una serie de trabajos, el conjunto de los cuentos y de los cantos que me comunicó Santos Rubio en aquellos días. Por el momento, ofrezco el adelanto de un relato que se corresponde con el tipo cuentístico conocido como La compra del sueño del tesoro (Dream of Treasure Bought), que tiene el número ATU 1645A en el catálogo internacional de cuentos de Uther. El mismo que Simona de los Santos recicló, en la Guatemala de 1706, con el retorcido fin de denunciar como brujas a sus dos amas, las hermanas Antonia y Sebastiana de Santiago. Las versiones de este tipo de relato son rarísimas en la tradición oral panhispánica e internacional, lo que empezará a dar la medida de la memoria y del arte narrativo descomunales del artista chileno. En el próximo de esa serie de artículos que proyecto transcribiré y estudiaré una versión interesantísima, que lleva también la impronta del arte verbal singularísimo de Santos Rubio, de un cuento que tiene alguna relación con el que ahora estudio, por cuanto ambos son muy raros en la tradición oral hispánica y abordan el viejísimo tópico folclórico de la búsqueda de tesoros escondidos: será una versión del relato conocido internacionalmente como Quienes encuentran un tesoro se matan unos a otros (Treasure Finders Murder One Another), titulado también a veces El tesoro fatal, que tiene el número ATU 763 en el catálogo de Uther.

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La compra del sueño del tesoro (ATU 165A): la versión de Santos Rubio El primero de los cuentos de Santos Rubio que voy a transcribir y estudiar es el que tiene el número ATU 1645A en el catálogo internacional de cuentos de Uther. Uno de sus motivos folclóricos esenciales es el que tiene los números E721 (Soul Journeys from the Body), E733 (Soul in Form of Reptile) y E733.1 (Soul in Form of Serpent) en el índice de motivos de Thompson. El título que se le suele dar al tipo cuentístico ATU 1645A es Dream of Treasure Bought (La compra del sueño del tesoro), pese a que, en mi opinión, el motivo de la compra del sueño es bastante periférico y solo se da en una cantidad muy localizada de versiones. A mí me parecería más adecuado un título del tipo de El alma sale del cuerpo del durmiente y descubre un tesoro. El resumen que acompaña al enunciado del tipo dentro del catálogo internacional de Uther es este. La traducción es mía, igual que lo será la traducción de otros resúmenes: ATU 1645A. La compra del sueño del tesoro. Un rey se queda dormido debajo de un árbol. Un criado observa que un animal sale de su boca, va hacia un arroyo e intenta cruzarlo. El criado coloca su espada atravesando el arroyo, y el animal corre por encima y se mete en una abertura que hay en la montaña. Después, el animal vuelve a meterse dentro de la boca del rey durmiente. El rey se despierta y cuenta que ha soñado que pasó por encima de un arroyo sobre un puente de hierro, y que entró en una montaña y encontró allí un gran tesoro. El criado le dice al rey lo que él observó. El rey explora dentro de la montaña y descubre el gran tesoro, que dona a la iglesia. En muchas variantes, alguien compra el sueño y encuentra el tesoro.

De acuerdo con el catálogo de Uther, se trata de un cuento que está «documentado en Europa en la primera Edad Media por Paulo el Diacono en la Historia Longobardorum, III, 34; véase además Petrus de Natalibus, Catalogus sanctorum et gestorum corum, IV, 8; y Gesta romanorum, núm. 172». Acerca de sus variantes hay —señala Uther— trabajos y entradas de catálogo de Chauvin, Wesselski, Schwarzbaum, Tubach, Lixfeld, Almqvist, Lecouteux, Uther, Chesnutt y Schmidt. Y se han recogido, además, versiones orales más modernas, desde el siglo xix hasta la actualidad, en Estonia, Noruega, Islandia, Irlanda, Francia, Alemania, Ladinia, Hungría, Grecia, Polonia, Arabia Saudí,

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Irán, China, Corea, Japón y Chile. Habría que añadir ahora, claro, la guatemalteca de 1706. Antes de adentrarnos en el análisis comparatista, conozcamos la versión chilena que me comunicó Santos Rubio en octubre de 1998. Conviene señalar que no incorpora el motivo de la compraventa del sueño afortunado, por lo que el título de La compra del sueño del tesoro, tan acuñado en los catálogos internacionales, no le cuadra del todo bien: Por ejemplo, ¿usté sabe algo de los sueños? Por ejemplo, usted sueña, ¿cierto? Y ve, cuando sueña con alguien, ve a la gente. Y yo me encuentro con ellos también. También sueño, y… ¿Y sabe usté por qué se produce eso? Porque el espíritu que nosotros tenemos sale a vagar de noche. Sí. Por la boca. Por la boca. Usté ha soñao, por ejemplo, si se acuesta con sed, ¿ha soñao tomando agua? Tomando agüita, ¿sí?, ¿eh? A veces, en la vertiente, ¿no es cierto? Una vez me contaba a mí mi padrino de confirmación, Delfín Contreras, dice que él… Eran dos hermanos que trabajaban, que trabajaban. Y cuando… Y todo el tiempo tenían como costumbre, después que almorzaban, se tendían, por decir unos diez o veinte minutos. Y enseguida trabajaban otra vez. Cuando dice que un día estaba durmiendo uno de los hermanos y, de repente, empezó como a saltar, así, a saltar todo el cuerpo en el suelo y… Y a él le dio susto. Cuando ve que desde dentro de la boca sale una… una mariposita, una palomita… Pues ya sabe, ¿no? Y él la ve que sale volando así, y la sigue. Y cuando llega a una quebrada donde venía agua. Y la mariposita pero ya, ¿cómo?, quiere adentrarse al agua. Entonces llega él, el otro, que siguió a la mariposita. Habían unas matas así como de maqui. Y corta una varilla larga, y se la atraviesa a la mariposita, haciéndole como un puente. Y la mariposita entiende, y se mete al agua. Toma agua y sale volando. Y pasa por el lado de él. Y él se viene. Y estaba el hermano así con la boca abierta, así de espaldas. Y la mariposita llega y se mete adentro. Se estrujó. Y él despierta. —Oye, dejame, que me he quedé dormío, hombre. Pero profundamente, así, pero profundamente. Y he tenío un sueño. Le dijo el otro: —Un sueño. ¿Y qué soñastes, hermano? —le dijo. —Soñé lejos que me metía por una quebrada así. Me cogió una sed, y voy allá. —¿Cómo? —A tomar agua —le dijo—. Y me encuentro con un gigante. Y el gigante —le dijo— corta una vara, gües, así. Y porque tenía toda la fuerza. Y me la pone en el río. Y me hace un puente. Y yo me meto por ahí y tomo agua.

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—Ya —dijo el otro—. Pero esto no siguió más. Al otro día, la misma historia otra vez. Cuando dice que se acuesta otra vez y se queda dormío. Y se vuelve a repetir toda la historia. Y cuando estaban ya muy…, se va otra vez detrás de la mariposa él. Y se encuentra con que la mariposita tenía sed otra vez. Y el agua. Y ahí dice que él va, como había dejao a la varillita ahí, y la toma. Y le hace el puente, toma agüita y se para en una piedrecita que servía así como una, como una misa, una mesita así. Y estuvo harto rato parado. Seguía. Y se va otra vez. Y él la siguió otra vez. La siguió y se mete otra vez. Cuando espertó: —Qué lejos he ido. He vuelto a tener el mismo sueño. —¿Sí? —Sí —le dijo—. —¿Y qué soñaste ahora, najo? —¿Sabes qué soñé? Lejos otra vez tomando agua. Y el gigante me volvió a tirar la vara otra vez —le dijo—, y… Pero fue la misma de ayer —le dijo—, porque como la dejó ahí… Dice: —A mí —le dijo— que alguien me decía, yo me paré en una piedra —dijo—. Y en esa piedra me cayó una, me cayó un entierro —le dijo—. Ay, porque entierro no es lo mismo que mina, ¿eh? ¿Sabía? Ya. Eso pueden ser entierros que dejaron nuestros antepasados ná más. Y eso se saca todo. Fuera poco, fuera poco en comparación con la mina. Entonces cuando dice que al otro día él pensaba en la noche, pensaba, cómo le dijera lo que yo he visto. Decía el otro que no soñaba ná. Cuando al otro día le dijo: —Ya. Almorcemos. —Almorcemos. Almorzaron. Dice el otro: —Oye, ¿qué te parece —le dijo— que vamos a dar una vuelta pa allá? —No, no hay nada, no. ¿Qué vamos a ir a hacer pa allá? —Vamos, andar pa allá. Y le costó convencerlo. Y él en los dos sueños que había tenido le había dicho que adonde él tomaba el agua era igual que la quebrada que estaba cerca donde trabajaban ellos. —Vamo a andar pa allá. —Vamo. Salieron. Dicen que llegaron ahí. Miraron, miraron. —Oye, es igual con la quebrada de cuando yo soñé tomando agua. Y la piedra de cuando estuvistes parao ayer. Igual a esta que está aquí. Pues le dijo: —Mira, oyes, igual —dijo.—Movamos esta piedra.

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—Estás loco. ¿Cuándo vamos a moverla? —Con los chuzos finitos —dijo—. —No. ¿Cuándo vamos a moverla? —Ahí esta piedra está enterrá. Aquí ha estao enterrao. Va a estar na enterrarle. —Vámonos. —Voy a buscar las herramientas, después nos venimos. —Dale —le dijo—, vamos. Se empiezan a hacerle caletas pa apalancarla así. Cuando la tenían harto llegan y la levantan, y la dan vuelta. Y aparecen unas tinajas de greda llenas con cosas de oro, oro, oro, oro, oro, oro, oro, oro. Sacaron eso. Y se fueron. Y él asustao. —No te asustís —le dijo el otro. Pero él le dijo: —¿Y por qué a ti se te ocurrió —le dijo— que hiciéramos esto? —Porque lo tuyo —le dijo— fue un sueño. Pero esto te lo dieron todo. Dijo: —¿Cómo supiste tú? —Mira —le dijo—, tú te acostaste. Cuando tú soñaste lejos la primera vez, te salió algo de adentro aquí —le dijo—. Una mariposa. Y yo la seguí —dijo— porque empezaste a saltar, a saltar, a saltar —le dijo así— el cuerpo, como que te daban convulsiones. Y yo te seguí —le dijo—. Y tú quisiste entrar allí a la quebrá. Y yo corté una varilla. Así que —dijo— el gigante era yo. Y la varillita es esa que tú viste. Y ayer cuando vi. Y ayer —le dijo— te paraste en esa piedra. Y como que revoloteaba lejos la mariposa, y miraba a todas partes así —le dijo—. —Pues lejos fui. Ahora te he entendido. Y se fueron de ahí. Se fueron. Porque dicen que hay que pasar un río para poder gastar la plata. Hay que pasarlo, atravesarlo. Porque si no, es la perdición de todo: se hace sal y agua. No lo sé. Se, se evapora.

La versión chilena rememorada por Santos Rubio del cuento ATU 1645A es excepcional por varias razones. Primero, porque es la tercera que ha sido documentada en la tradición oral panhispánica: la primera es la que recogió el expediente inquisitorial instruido en Guatemala en 1706; la segunda fue anotada también en Chile y publicada por Ramón A. Laval en 1923 (n.º 37)6. Jamás se ha registrado este tipo cuentístico, que sepamos, en ninguna otra tradición de lengua española.

6. Quien primero catalogó el cuento de Laval (aunque lo hizo con el número **1648B) fue Hansen (1957).

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La dispersión geográfica que hasta ahora conocíamos apunta a que es un cuento propio más bien de las tradiciones narrativas del norte y del oriente de Europa, y también de Asia. En las páginas de este artículo yo añadiré algún texto africano, que abre horizontes nuevos a lo que conocemos de su difusión. La versión de Santos Rubio tiene, por añadidura, una extensión y una complejidad superiores a las de la gran mayoría de las demás versiones, antiguas y modernas, que tenemos atestiguadas. El cuento en las colecciones de exampla medievales La de Santos Rubio es, desde luego, una versión mucho más prolija y circunstanciada que la que quedó integrada en la Historia gentis longobardorum que fue escrita por Pablo Diácono, en latín, antes del año 795. Su protagonista era, en aquella antiquísima versión, el rey y santo Guntram o Gontrán (ca. 528-592) de los burgundios. En su honor, el cuento ATU 1645A es identificado en ocasiones, por los estudiosos de la narrativa tradicional, como Leyenda de Guntram, Cuento de Guntram o Guntramsage: Cómo el rey Autario envió embajadores a Gontrán, y sobre la maravillosa visión de este. Por lo demás, este Gontrán de quien hemos hablado era un rey pacífico y destacado en todo tipo de bondades. Nos place introducir brevemente en esta nuestra historia un hecho suyo muy admirable, sobre todo porque sabemos que no lo incluye la Historia de los francos. En una ocasión en que este había ido a cazar al bosque y sus compañeros, como suele suceder, se habían dispersado en sus carreras, se quedó con uno solo de los suyos muy leal y, presa de un sueño muy pesado, se durmió con la cabeza echada sobre las rodillas de aquel leal servidor. De su boca salió un pequeño animal con forma de reptil, que se puso a intentar cruzar un arroyuelo que corría al lado. Entonces este hombre en cuyo regazo descansaba sacó su espada de la vaina y, tras ponerla sobre aquel arroyuelo, el reptil de que hemos hablado cruzó sobre ella a la otra parte. Y luego de introducirse en una cavidad de un monte que había no lejos de allí y regresar un rato después, volvió a cruzar el mencionado riachuelo sobre la espada y se metió de nuevo en la boca de Gontrán, de donde había salido. Después de esto, Gontrán se despertó de su sueño y refirió haber tenido una asombrosa visión. En efecto, contó que en sus sueños le había parecido haber cruzado un río por un puente de hierro y haberse metido bajo un

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monte donde había visto gran cantidad de oro. Por su parte, aquel en cuyo regazo había tenido la cabeza mientras dormía le contó punto por punto lo que de aquello había visto. ¿Y para qué más? Se excavó aquel lugar y se hallaron tesoros incalculables que habían sido depositados allí desde antiguo. Con aquel oro dicho rey hizo después un ciborio macizo de asombrosa magnitud y gran peso y, tras adornarlo con muchas gemas de gran valor, lo quiso enviar al Sepulcro del Señor en Jerusalén. Pero como no pudo, lo hizo poner sobre el cuerpo del bienaventurado mártir Marcelo, que está enterrado en la ciudad de Châlon, donde estaba la capital de su reino, y allí está hasta el día de hoy. Y en ninguna parte hay obra alguna hecha de oro que se le pueda comparar (Diácono, 2006: III, 34, 136-137).

La versión latina de los Gesta romanorum, que cabe fechar en torno a 1342, bien conocida también por los estudiosos, es bastante más sintética, igualmente, que la de Santos Rubio, aunque se halla inserta dentro de una narración muy prolija, que tiene las proporciones y las ambiciones, casi, de una novella breve. De hecho, el relato de los Gesta romanorum tiene paralelos en las colecciones de exempla de Beauvais y de Gobbi, y también en el cantar de gesta de Amis et Amiles, en el ciclo narrativo de Amicus et Amelius, en el de los Siete sabios de Roma y en el Recull de exemplis —tomo estos datos de la edición de los Gesta romanorum que voy a citar—. En cualquier caso, el motivo del alma que sale en forma de animal de la boca de un durmiente, y cuyo vagar hasta dar con un tesoro es contemplado por algún testigo asombrado, es propio, dentro de esta gran familia de relatos, de la versión de los Gesta romanorum. La historia-marco nos presenta a dos caballeros, Guido y Tirio, excelentes amigos, que marcharon a luchar en las Cruzadas y allí estuvieron hasta que los avatares de la guerra los separaron. Tirio se estableció en la Dacia, donde fue primero muy querido por su rey, pero después sufrió envidias y calumnias que hicieron que fuese despojado de sus bienes y expulsado de la corte. Fue entonces cuando, […] un día, mientras paseaba triste en medio de su soledad, Guido salió a su encuentro bajo la apariencia de un peregrino. Al verlo, Tirio no lo reconoció aunque Guido sí lo hizo al instante, pero como no quería revelarle quién era, le dijo: —Queridísimo, ¿de dónde eres? —Soy de tierras lejanas —respondió este—, pero he vivido durante muchos años en este reino. Tenía un compañero que marchó a Tierra Santa, pero no tengo absolutamente ninguna noticia sobre si está vivo o muerto.

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—Por el amor de tu compañero —replicó Guido—, permíteme descansar en tu regazo para dormir un poco, pues estoy cansado del camino. Él asintió y, mientras Guido dormía en su regazo, Tirio vio su boca abierta y salir de ella una comadreja blanca que se adentraba en un monte que había junto a él. Después de pasar allí un cierto espacio de tiempo, regresó y volvió a introducirse en su boca. Sucedido esto, Guido se despertó del sueño y le dijo: —Queridísimo, he tenido un sueño admirable. Me parecía que una comadreja salía de mí y penetraba en aquel monte y de nuevo volvió a entrar en mi boca. —Queridísimo —dijo Tirio—, tal como lo has contemplado en tu sueño, así lo he visto yo con mis propios ojos, aunque ignoro totalmente qué hacía la comadreja en ese monte. —Ambos entraremos en el monte —sugirió Guido—, y quizás encontremos algo útil. Entraron en el monte y he aquí que encontraron un dragón muerto con el vientre lleno de oro y, sobre él, una espada resplandeciente; sobre la espada estaba esta inscripción: «Con esta espada Guido vencerá al enemigo de Tirio». Guido, al encontrar el dragón, se puso muy contento y dijo a Tirio: —Queridísimo, te doy todo el tesoro, pero quiero quedarme con la espada. —¡Oh, señor! —respondió Tirio—, no he hecho merecimientos ante vos como para que me deis tal regalo. —Levanta tus ojos y mira —repuso Guido—. Yo soy Guido, tu compañero. Aquel, al oír esto, le miró fijamente y al instante lo reconoció, cayó a tierra de alegría y llorando amargamente le dijo: —Me es suficiente para vivir el haberte podido ver de nuevo. —¡Levántate rápidamente! —insistió Guido—. Mi llegada debe producirte más alegría que llanto. Lucharé por ti contra tu enemigo y ambos regresaremos con honor a Inglaterra, pero cuida ante todo no decir a nadie quién soy yo (Gesta romanorum 2004: 335-336).

La acción se enreda a partir de este punto en una serie de batallas contra los traidores que habían maltratado a su amigo, de peripecias caballerescas varias y de escenas del retorno de Guido a su país, que no vienen al hilo de nuestra argumentación de ahora. Entre la versión de Pablo Diácono del siglo viii y la de los Gesta romanorum del xiv se inscribe otra que había sido pasada por alto hasta ahora —creo— en algunos catálogos de cuentos: la de la latina Vita Dagoberti, o Vida de san Dagoberto, que algunos críticos han fechado

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en el siglo ix, y otros han retrasado a dos siglos después. Su desenlace es, por cierto, mucho más tenebroso que el de las demás versiones que hemos conocido hasta ahora. He aquí su resumen: El itinerario de la vida terrenal de Dagoberto se cierra cuando decide cazar en el pagus de Woevre, en un lugar que se llama Scortias. En determinado momento se separa de sus compañeros, que persiguen un ciervo, mientras que él se sienta junto a una fuente con su ahijado adolescente. Se queda dormido y en sueños se ve a sí mismo caminando sobre un prado bonito pero fangoso. Atraviesa un puente de hierro brillante mientras tiembla, y entra en un hermoso edificio en el que contempla un inmenso tesoro con vasos de oro y de plata. Luego vuelve a pasar de nuevo por el puente. Al despertar cuenta esta visión a su ahijado quien, a su vez, le cuenta lo que vio durante su sueño. Una mariposa salió de la boca del rey y quiso cruzar un arroyo. El adolescente entonces sacó la espada (del rey) de la vaina y la colocó sobre el curso de agua. La mariposa, después de haber atravesado el agua, entró en un robledal que había en la otra orilla. Después de haberlo explorado volvió por la misma ruta y volvió a entrar en la boca del rey. El adolescente dice que cree que la mariposa representaba el espíritu del rey. Este cree que se trata de una visión espiritual a continuación, y después se vuelve a dormir. Su ahijado, que había interpretado de manera terrenal el sueño, saca la espada y mata a su señor. Y buscó en vano un tesoro bajo el roble y por los alrededores. De modo que Dagoberto sufrió el martirió y ascendió al paraíso, mientras que el adolescente murió y se precipitó en el infierno. El autor de la Vida explica a continuación que la visión de Dagoberto representaba el Más Allá: el prado agradable pero fangoso era este mundo, bello pero lleno de pecados; el puente de hierro brillante que estaba en el camino que cruzó Dagoberto era el martirio preciso para entrar en el edificio donde están los bienes de la vida eterna (Carozzi 1984: 228, traducción mía).

Conocemos otra versión que fue integrada dentro de la enorme colección de exempla morales en francés (no en latín) que lleva el título de Ci nous dit y fue compuesta por un religioso anónimo de alguna orden mendicante de la región de Soissons entre los años 1313 y 1330 aproximadamente. He aquí su resumen: Un rey limosnero encuentra un tesoro Un rey entregó a los pobres todos sus bienes, hasta el extremo de que a él no le quedó ni el mobiliario propio de un rey. Vio en sueños un pequeño

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animalito que le hizo descubrir un tesoro dentro de una montaña; y el caballero junto al que dormía vio claramente la misma cosa. Conforme a las indicaciones de este sueño, excavaron y encontraron un tesoro tan grande que valía más que todo su reino. Desde entonces dio limosnas más abundantes, pero fue rico durante toda su vida. Dios le hizo este favor porque él alimentaba a sus pobres (Thesaurus Exemplorum Medii Aevi 1979-1986: 522, 1-5, traducción mía).

Una versión más que ha pasado por lo general desapercibida para los catalogadores de cuentos y que es, posiblemente, la más interesante que nos ha legado la Edad Media europea, es francesa y quedó atestiguada, otra vez, en francés. Fue documentada en la tradición oral del pueblo de Montaillou y de sus alrededores, en las estribaciones de los Pirineos, en los años que van desde los finales del siglo xiii a los iniciales del xiv, y tiene una frescura y una cercanía al discurso y al imaginario mágico del vulgo que no se hacían tan patentes en las demás versiones medievales, más dóciles a los registros y clichés del exemplum clerical. La reproduzco junto con las glosas de su clarividente recuperador, el eximio historiador Emmanuel Le Roy Ladurie: El hombre no tiene solo un alma que, salvo excepción, es considerada inmortal. Hay que tener en cuenta también su espíritu; este, en el momento de los sueños, puede escaparse del cuerpo del durmiente en que reside. Montaillou en general, y Pierre Maury [un humilde pastor del pueblo en particular] en particular, están fascinados por los problemas del sueño y por el exemplum del lagarto, tal como lo contó Philippe de Alayrac, de Custaussa. Este exemplum, no sin variantes, había sido recitado por los narradores de la Edad Media durante muchos siglos; debía finalmente surgir en las riberas del Ariège, en los diálogos de pastores: Había una vez —dice Philippe Alayrac— dos creyentes que se encontraban junto a un río. Uno de ellos se durmió. El otro permaneció despierto; de la boca del durmiente vio salir un ser semejante a un lagarto. De pronto, ese lagarto, aprovechando una tabla (¿o una pajita?) que se extendía de una orilla a otra, pasó el río. En la otra orilla había el cráneo descarnado de un asno. Y el lagarto entraba y salía corriendo por los orificios que atravesaban aquel cráneo. Luego, volvía hasta la boca del durmiente volviendo a pasar el río por encima de la tabla. Hizo aquello una vez o dos. Al verlo, el hombre que velaba usó de un ardid: esperó a que el lagarto pasase al otro lado del río y se acercase a la cabeza del asno. ¡Y quitó la tabla! El lagarto abandonó la cabeza del asno y volvió a la orilla. ¡Imposible pasar! ¡La tabla se había ido!

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De pronto, el cuerpo del durmiente se agitaba mucho, pero sin lograr despertarse pese a los esfuerzos que desplegaba el despierto para sacarle de su sueño. Por fin, el que estaba despierto volvió a poner la tabla sobre el río. El lagarto pudo entonces volver sobre sus pasos y reintegrarse al cuerpo del durmiente pasando por su boca. Al punto este se despertó, y contó el sueño que acaba de tener a su amigo: —He soñado —dijo— que pasaba un río sobre una tabla; luego entraba en un gran palacio con muchas torres y habitaciones, y cuando quise volver al punto de donde había salido, ¡no había tabla! Imposible pasar: me habría ahogado en el río. De ahí mi agitación (en mi sueño). Hasta que volvieron a poner la tabla, y pude volver. Los dos creyentes se maravillaron mucho por aquella aventura, y fueron a contársela a un perfecto, que les dio la clave del misterio; el alma —les dijo— vive permanentemente en el cuerpo del hombre; por el contrario, el espíritu del hombre entra y sale del cuerpo humano, igual que el lagarto que va de la boca del durmiente a la cabeza del asno, y viceversa (III, 152). Así, según algunos, el hombre tiene su espíritu-lagarto personal, que preside su vida despierta, libre de escaparse durante el sueño y durante las ensoñaciones. El hombre posee también un alma, con forma de doble; después de la muerte, ese alma vendrá a velar, de creer al folclore, el sueño de los allegados del difunto (Le Roy Ladurie 1981: 578-579).

Más acerca de las tradiciones orales modernas Ya he hecho notar que, en toda la amplísima geografía internacional que se expresa en español, la cosecha del cuento ATU 1645A ha resultado hasta ahora muy exigua: solo conocemos los registros de la versión elaborada en la Guatemala de 1706 por la criada Simona de los Santos, para que sirviese como acusación por brujería contra sus amas Antonia y Sebastiana de Santiago; de la chilena publicada por Ramón A. Laval en 1923; y de la también chilena registrada por mí a Santos Rubio en 1998. No se pueden hacer siquiera conjeturas en torno a la época, la procedencia y las circunstancias en que llegaría y arraigaría el cuento en Guatemala y en Chile —¿llegado de España?, ¿de alguna otra tradición cercana o lejana?—, puesto que no disponemos de la menor información extratextual que nos ilumine al respecto. Eso sí: a las versiones indexadas en el catálogo internacional de tipos cuentísticos de Uther —recordemos: de Estonia, Noruega, Islandia, Irlanda, Francia, Alemania, Ladinia, Hungría, Grecia, Polonia, Arabia

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Saudí, Irán, China, Corea, Japón y Chile— se les pueden sumar, todavía, unas cuantas más, que nos permitirán adquirir una comprensión más amplia —aunque todavía muy parcial, indudablemente— de la dispersión tradicional que ha debido de tener el relato. He seleccionado varias: algunas nórdicas, otra de los bereberes de Argelia, y una más de los circasianos del Cáucaso. Estas dos últimas tradiciones, la magrebí y la caucásica, quedan muy lejos de las que eran tenidas, hasta ahora, por ecologías privilegiadas del cuento. Entre las versiones nórdicas y las no europeas reproduciré una versión danesa y una versión neerlandesa cuyo hallazgo no es mérito mío, sino del gran historiador de las religiones Jan N. Bremmer. A ningún iniciado en la cuestión se le oculta que en las tradiciones del norte de Europa el cuento ATU 1645A ha tenido un arraigo singularmente intenso, acaso porque se trata de un área en que las creencias y las prácticas etnomédicas de tipo chamánico —en las que el viaje del alma fuera del cuerpo, tan reminiscente del motivo principal de nuestro cuento, resulta un ingrediente narrativo esencial—, han tenido una presencia muy viva hasta casi hoy. Lo cual no significa que estemos ante una narración que podamos calificar de chamánica sin más: cabría decir, en todo caso, que comparte algunos motivos clave con relatos que ilustran, en áreas determinadas, creencias y experiencias de tipo chamánico. La documentación especialmente abundante de versiones nórdicas tiene seguramente mucho que ver, además, con el hecho de que es esa un área vigorosamente explorada por muchas promociones de folcloristas, desde el siglo xix a esta parte. Entre las versiones indexadas en el catálogo de Uther brillan, sin duda, las que estudió Hannjost Lixfeld (1972). No voy a repetir nada de lo que señaló Lixfeld en aquel trabajo ya clásico, pero sí diré que a mí me parecen muy reveladoras, además, las glosas y versiones recuperadas, al hilo de su análisis del concepto de Dream-Soul, por el folclorista noruego Bengt G. Alver en 1989: Hoy la noción del alma que abandona el cuerpo es rara [en la tradición popular noruega], pero la noción de sueños que se convierten en realidad es bastante común. Es difícil verificar esta clase de información, porque la memoria que queda del sueño puede estar contaminada por la experiencia. En la tradición noruega hay una leyenda acerca del alma que sueña. Puesto que es una leyenda migratoria, su valor como reflejo de los conceptos noruegos acerca del alma que sueña es limitado (Christiansen 1958,

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tipo 4000). Es la llamada Leyenda de Guntram, por causa de que su variante más antigua, recordada por Paulo Diácono, un historiador que murió en 797, está asociada a Guntram, rey de los burgundios […] Esta variante viene de Gudbrandsdal [Noruega]: Hay una creencia antigua acerca del alma que dice que es algo más cuando se sueña. De modo que, en Lesso, se cree que cada persona tiene la compañía de un pequeño animal que se llama vord. Pues sucedió que dos cazadores de renos salieron a cazar. Como estaba anocheciendo, se echaron a dormir y a esperar a los renos, porque, antiguamente, cuando había gran abundancia de renos, nadie se preocupaba de ir muy lejos a buscarlos, sino que esperaban a que ellos acudiesen. Después de que hubiesen dormido un rato, uno de los hombres se levantó e intentó despertar al otro. Pero no pudo despertarlo, pese a que disparó un tiro por encima de él. Después se dio cuenta de que había un ratoncito que buscaba acercarse, yendo para adelante y para atrás sobre un arroyo, como si no pudiera atravesarlo. Bueno, pues al final llegó donde estaban ellos y brincó sobre la cabeza del durmiente. Entonces se desvaneció y, en ese mismo momento el hombre se despertó. Dijo que había soñado que había estado intentando cruzar un río. De la tradición de los samis (lapones) viene esta variante que ha conservado el motivo original del tesoro: Tres hombres pretenden alcanzar el Polo Norte, pero son detenidos por el hielo. Cuando el viento empezó a soplar, en el hielo se abrieron huecos, lo que les permitió llegar al mar abierto, donde se dieron cuenta de que habían llegado a la costa de Rusia. Así que volvieron a casa. Durante el viaje se echaron a dormir, y uno de los hombres soñó que había dinero escondido cerca. Otro hombre estaba despierto, y vio algo que parecía un abejorro saliendo de la nariz del durmiente y volando hacia el bosque. Lo siguió de cerca. El abejorro se quedó un rato en el bosque y luego volvió y entró por los agujeros de la nariz del durmiente. Por la mañana se levantaron, y el hombre dijo a sus compañeros: —He soñado que había un montón de monedas de oro en el bosque. El otro hombre no dijo nada. Llegó la hora de partir. Entonces, el hombre que había observado al abejorro, dijo: —Yo no me voy todavía de aquí. Vosotros podéis continuar, pero yo no me quiero ir hoy. Cuando los otros se fueron, él fue al bosque y empezó a cavar en el lugar donde había visto a la abeja. Encontró un montón de monedas y de objetos de plata, tantos que alcanzaban un peso considerable. Caminó todo el día. Después, se echó a dormir. Soñó que un hombre venía adonde estaba él y le decía: —Has hecho mal en no decirle esto al hombre de cuya nariz viste que salía la abeja. Debes darle a él una parte del dinero. Si no lo haces, terminarás muy mal.

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Él se levantó, y pensó: —Yo no puedo ni pensar en darle a él una parte del dinero. Otra vez caminó durante largo tiempo, y cuando oscureció, se echó a dormir. De nuevo el hombre se le apareció en sueños y le dijo: —Deberías dar la mitad a tu compañero, porque lo que viste era la fortuna de aquel hombre. Cuando él regresó a casa, le dijo a aquel hombre lo que había visto, y por qué se había quedado detrás, y le dio la mitad del tesoro. Fue a dormir otra vez aquella noche, y soñó que una vieja llegaba hasta él y le decía: —Si no le hubieras dado al otro la mitad del tesoro, te hubieras vuelto idiota y habrías arruinado tu vida. En Noruega, la noción de que el alma asume la forma de un animalito y deja el cuerpo durante el sueño no está operativa en la tradición de las creencias y, con toda probabilidad, no fue parte de la tradición común. Pero, por otro lado, la creencia de que el alma sale a viajar mientras la persona todavía está dormida sí existe, y se manifiesta en el modo en que la gente se relaciona con las personas que duermen. Hay ciertos tabúes que previenen contra el despertar a los durmientes, especialmente si son niños. Un cambio de posición puede confundir el alma, de modo que no podría volver a entrar dentro de la persona. La superstición de que uno no debe despertar a un sonámbulo tiene sus raíces en esta idea. La razón que se aduce es que el sonámbulo puede volverse loco si es despertado de manera abrupta; pero no es preciso ir hasta tan atrás para descubrir la idea de que un despertar brusco podría impedir que el alma volviese a la persona, lo cual podría causar la pérdida de su alter-ego (1989: 123-125, traduzco de Alver)7.

Jan N. Bremmer, el gran historiador holandés de las religiones, prestó demorada atención al cuento ATU 1645A en su libro The Early Greek Concept of the Soul (1983). En su opinión, […] un análisis profundo de la literatura antigua en lengua sajona y alto alemán demuestra claramente que a comienzos de la Edad Media el concepto 7.

Hay más bibliografía del norte de Europa acerca de nuestro cuento. Sveinsson (2003: 190) declara —la traducción es mía— que «en Islandia se decía que el hamremmi [una especie de doble de forma confusa] salía de la gente si estaba bautizada, pero ahora quedan ya pocas leyendas al respecto. El relato conocido como El rey de las monedas de plata tiene difusión en Islandia y en más lugares. Es una variante de la leyenda internacional 4000, The Soul of a Sleeping Person Wanders on its Own, conocida también como The Guntram Legend, y tiene afinidades con la vieja creencia islandesa acerca del fylgja, el alma externa». Otro título que debe ser tenido en cuenta sobre la tradición nórdica de sueños y almas externadas es el de Grambo (1973: 417-425).

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de alma pervivía aún en Europa occidental. Este concepto halló expresión en numerosas versiones de un modelo de cuento popular en el cual el alma abandona el cuerpo en forma de homúnculo o de pequeño animal, para regresar a él más tarde. Existen versiones de este cuento desde el siglo viii d.C. hasta tiempos modernos, provenientes en la mayoría de los casos de las áreas más remotas y rurales de Europa occidental. Este hecho sugiere que en dichas áreas el concepto dualístico del alma se mantuvo vivo, mientras en las ciudades la élite pasó a adoptar un concepto unitario del alma8.

Bremmer recuperó, en su monografía, esta versión danesa del cuento: Hace tiempo, durante el acopio del heno, un grupo de gente se tumbó una tarde sobre un montón de hierba para dormir. Entre ellos se encontraba una muchacha que tuvo un extraño sueño. A corta distancia, un hombre con una pala cavaba cerca de un arroyo. De pronto, apareció un ratón blanco diminuto. El ratón quería cruzar el cauce de agua y se mostró muy afligido porque no encontraba ningún punto por donde vadearlo. Al darse cuenta de la confusión del ratón, el hombre tendió su pala por encima del cauce y el ratón cruzó el arroyo. Después pensó que nunca antes había visto un ratón tan bonito como este, de modo que decidió seguirlo y observar lo que hacía. El ratoncito se deslizó con cautela bajo una piedra de gran tamaño y allí permaneció escondido durante un tiempo; más tarde, volvió a salir de su escondite y se dirigió al arroyo siguiendo el mismo camino por el que había venido. El hombre recogió la pala con la que había ayudado al ratón a cruzar de nuevo el arroyo y lo siguió hasta un montón de hierba, donde desapareció. Sin embargo, creyó ver cómo éste se introducía en la boca de la muchacha que allí estaba durmiendo. En ese mismo momento, la muchacha se despertó y dijo: —Oh, qué extraño sueño he tenido. Pensé que llegaba a un bosque que no tenía fin, hasta que me encontré ante un gran río. No podía hallar ningún lugar por donde vadearlo, pero finalmente llegué a un extraño puente, que estaba hecho primero de hierro y después de madera. Por él crucé sin sufrir ningún daño y alcancé un gran castillo de piedra gris, al que entré por una puerta muy pequeña. No se veía a nadie en su interior, pero había grandes cantidades de oro y plata por todas partes. Después de inspeccionar todas las habitaciones, decidí volver a casa y lo hice cruzando el mismo puente que ahora estaba puesto del revés. 8. Bremmer (2002: 95-99) dedicó a nuestro cuento el capítulo «El alma errante en la tradición popular de Europa occidental». Por la traducción española es por la que le cito. Esta cita es de la p. 95. El cuento danés que reproduciré a continuación está en las pp. 95-96, y el holandés en las pp. 96-97.

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El hombre contó a la muchacha lo que había visto y ambos pensaron que el tesoro debía de tener algún significado. Juntos levantaron la piedra y encontraron tanta plata y oro que nunca más volvieron a ser pobres9.

La versión neerlandesa traída a colación por Bremmer es la siguiente: Hace más de cien años, en una granja llamada Blijendaal, a las afueras de St. Annaland, vivía un granjero con sus dos hijas. Las muchachas no eran muy bellas, pero un muchacho del campo que venía de Brabante, Jan Marinusse, pretendía a una de ellas. En la noche de un sábado, en torno a las ocho, se dirigió a la granja para cortejar a la muchacha. Tras haber estado sentados juntos durante un rato en una habitación, la muchacha sintió sueño y el muchacho le dijo: —Apoya la cabeza en mi hombro. Esto es lo que ella hizo, quedándose enseguida dormida. De pronto, el muchacho vio cómo un abejorro salía de la boca de la muchacha y se alejaba volando. Pensó que su novia era una bruja y sintió temor. Por ese motivo, tomó su pañuelo y le tapó con él la cara. Una vez que la muchacha hubo dormido por espacio de veinte minutos, el abejorro volvió. La muchacha entonces dio muestras de que le faltaba el aliento, hasta que la cara se le puso azul; entonces el muchacho, temeroso de que se ahogara, le retiró el pañuelo de la cara. El abejorro se introdujo inmediatamente en su boca, desapareció en su cuerpo y la muchacha se despertó10.

La siguiente versión del cuento ATU 1645A que vamos a conocer nos conducirá hasta una latitud muy alejada de la nórdica. En concreto, hasta el oasis de Ouargla, en el sur de Argelia, en el que se asienta una población de cultura bereber. Allí encontramos documentada la primera versión africana —quién sabe cuántas más habrá latentes en aquel continente, a la espera de ser registradas por los folcloristas— que nos será posible sumar al corpus de las versiones conocidas del cuento ATU 1645A: Los dos ladrones Ocurrió que... Dios da crédito al bien, no al mal. El bien para mí, el mal para él... 9. La fuente danesa declarada por Bremmer es «H. F. Feilberg, Sjaeletro (Copenhague 1914), 51 s». 10. La fuente holandesa declarada por Bremmer es «J. R. W. Sinninghe y M. Sinninghe, Zeeuwsch Sagenboek (Zutphen, Holanda 1933) 118 s. Cito la primera parte del cuento solamente, ya que las posteriores aventuras de Jan no tienen interés aquí».

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En los viejos tiempos, había dos amigos ladrones que no tenían mucho dinero. Una vez provistos de víveres y de agua, salieron a buscar trabajo. Por la noche se acostaron con la bella estrella. Uno de los dos tuvo un sueño: había encontrado un agujero que tenía dentro un tesoro. Su compañero, despertándose, vio que una mosca salía de la nariz de su amigo y se metía por un agujero. Luego, el que había soñado se levantó y contó lo que había visto: —He encontrado un agujero lleno de un tesoro. El otro le dijo: —Seguro que ha sido así, pues he visto a una mosca salir de tu nariz y meterse por ese agujero. —¡Vamos! —dijo entonces su compañero— ¡cavemos en ese hoyo! Lo encontraron repleto de luises de oro. Uno de los dos, después de bajar, llenó un saco hasta la mitad, diciéndose a sí mismo: «Si lo lleno hasta el borde, se lo va a llevar él y me abandonará». Entonces llenó el saco hasta la mitad, y después se metió dentro de él. El que estaba arriba tira del saco, lo carga sobre su espalda y se lo lleva corriendo. Más tarde, tras haber llegado bastante lejos, se dijo a sí mismo: «¡Por Dios, me tengo que sosegar!». Entonces, el otro salió del saco y dijo: —¡Heme aquí, soy yo! Su compañero le dijo: —¡Oh, mi querido amigo, no huyamos! Cuando llegó la noche, el que había cargado el saco se durmió, y el otro se quedó velando. En mitad de la noche, el que velaba cargó con el saco y se alejó. Más tarde, tras haber llegado bastante lejos, se siente muy cansado. El otro, al levantarse, se pone a buscarlo. Sube a una colina, y se pone a rebuznar como un asno. El otro, al oír aquello, se dice: «Bondad divina, Dios me envía un asno; me voy a servir de él para el transporte del saco». Al subir a la colina, descubre a su compañero. Le dice entonces: —Inútil es engañarnos entre nosotros. Se dirigen a la ciudad vecina. Y uno de los dos se casa. Esconden su fortuna. Una noche, uno de los ladrones le dice a su mujer: —Mañana por la mañana, al levantarte, di a la gente: «Mi marido ha muerto». Cuando llega la mañana, recién levantada la mujer, se pone a dar alaridos y a llorar: —¡Mi marido ha muerto! Ella no deja de vociferar y de llorar. El otro ladrón, al oír aquello, le pregunta: —¿Qué tienes, mujer? —Mi marido está muerto —responde la mujer—. —¿No te ha dicho sus últimas voluntades? —pregunta el otro ladrón— ¿No te dijo que yo mismo debía hacer su lavado fúnebre y ponerle el sudario?

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—No —respondió ella—, no me hizo indicaciones. —A mí sí —dijo el hombre—. Entonces calienta agua en un recipiente, lava al muerto, y le pone el sudario clavándole las espinas de palmera (que sirven de alfileres) en la carne a través de la mortaja. Pero él, él resiste. Lo llevan al cementerio, lo entierran, y construyen la tumba. Cada noche, la mujer iba allí a llevarle su cena y le procuraba una garrafa de agua con un plato de cuscús. Él comía, bebía, y ella le traía el plato y la garrafa, y después se marchaba. Al día siguiente le volvía a llevar lo mismo. Pero al día siguiente el otro ladrón la ve salir hacia el cementerio, llevando la comida y la bebida, con el objeto de después entregarlas. Al día siguiente, de buena mañana, este ladrón le lleva un buen plato de cuscús y de carne. El otro come y se llena bien el vientre. El primero dice (imitando a la mujer): —No me queda más dinero. —Corre —respondió el marido— cava cerca del asno y encontrarás el dinero. El otro se lleva el plato y se va. Se encuentra por el camino a la mujer que iba a llevar la comida a su marido. Éste le dice: —Pero si ya me la has traído. —No —dice—, no te la he traído. —¡Ah!, ¡es ese hijo del pecado quien me la ha traído! Sale de su tumba y se pone a correr hasta la casa. Encuentra a su amigo en el momento en que éste carga con el saco y le dice: —¡Ah! Había oído decir que estabas muerto. —No estoy muerto —dice el otro— ¿es por los bienes de este mundo por lo que tú te comportas así? Partieron la fortuna en dos y se fueron con sus bienes cada uno por su lado. Lo que he omitido, que Dios me lo perdone11.

La última versión del cuento ATU 1645A que vamos a conocer nos llevará hasta otras tierras exóticas de un continente distinto. En concreto, hasta la tradición oral de los circasianos del Cáucaso, que está considerada particularmente conservadora, en cuanto a temas y registros, por folcloristas y mitólogos: Khotkhoshdemyr, el nieto de Tlepsh por parte de hija, fue conducido ante su abuelo para que se quedase con él y aprendiese a ser herrero. Tlepsh acostumbraba a enseñar a los jóvenes a hacer labores de orfebrería y a colocarlos después con familias. 11. La versión original del cuento fue publicada en Delheure (1989: n.º 21). Fue traducida al español y estudiada en Pedrosa y Moraga (2001: 173-175).

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Un día habían trabajado durante bastante tiempo, y Tlepsh se había cansado mucho, así que se acostó en la misma herrería y se echó una siesta. Khotkhoshdemyr se quedó levantado contemplando a Tlepsh, sin saber muy bien qué hacer. En aquel momento, una mosca salió de la nariz de Tlepsh, revoloteó frente a su cara, deambuló por su pecho, y ascendió por sus pies. Cruzó el suelo y fue por el hierro que había en lo alto de la barra que sostenía un recipiente con agua, y entonces se dirigió hacia el carbón que estaba apilado en la esquina y desapareció. En cuanto la mosca hubo desaparecido por la esquina, Tlepsh comenzó a dormir con más calma. Un buen rato después, Khotkhoshdemyr vio que la mosca volvía, desandando exactamente el camino que había hecho antes. Cuando la mosca llegó hasta el hierro que había en lo alto de la barra, alcanzó y levantó la pieza que estaba encima. En el mismo instante en que hizo esto, Tlepsh se mostró muy inquieto en su sueño. Durante un momento se quedó Khotkhoshdemyr contemplando el desasosiego de Tlepsh y de la mosca, cosa que le producía gran asombro; y luego volvió a colocar el hierro en su sitio. Cuando la mosca comprobó que el hierro estaba otra vez en su sitio, se dirigió a Tlepsh, ascendió por la punta de su pie, subió por su pierna, cruzó su pecho, y volvió a entrar por su nariz. En ese mismo momento se despertó Tlepsh, con la respiración entrecortada, y dijo: «¡Oh, Dios mío! Mientras dormía, tuve un sueño interesante». Khotkhoshdemyr dijo: «¡Que Dios lo haga favorable! ¡Cuéntamelo!». «Yo me dirigía hacía algún lugar y cruzaba un cierto puente de hierro. Seguí marchando un rato, y entonces la tierra se abrió y entré en una cueva. En la cueva estaba enterrado un tesoro de oro. Miré al oro y dije: “Volveré y se lo diré a la gente, y les dejaré llevarse a casa todo este oro”. Mientras regresaba, encontré un abismo lleno de agua en el lugar en el que antes estaba el puente, pero el puente de hierro ya no estaba sobre el abismo, y yo me quedé muy preocupado; pero los carpinteros y los herreros llegaron y reconstruyeron súbitamente el puente. Tras cruzarlo, me desperté», dijo Tlepsh. Khotkhoshdemyr contó a su madre lo de la mosca y lo del sueño de Tlepsh. «Cuando mi padre termine de enseñarte el oficio, él construirá para ti una herrería y dispondrá que tú te establezcas con tu propia familia. No hagas caso. Tú debes decirle: “Cree en mi palabra, yo me he acostumbrado por completo a esta herrería. Nunca podría acostumbrarme a trabajar en ninguna nueva herrería”. Entonces, él te dejará su herrería para ti. En ese momento nosotros iremos adonde fue la mosca y adonde está el oro enterrado, y lo sacaremos afuera», dijo la madre, y con estos sabios consejos iluminó a Khotkhoshdemyr. Khotkhoshdemyr hizo lo que su madre le había dicho. Cuentan que cuando Tlepsh murió, Khotkhoshdemyr sacó mucho dinero de debajo de la herrería, y que se hizo muy rico (Colarusso 2002: n.º 37, traducción mía).

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¿Y qué es lo que sucede si el alma encuentra obstáculos para retornar al cuerpo? Pues pueden suceder, en casos como ese, cosas diversas, y con soluciones distintas. Algunas tan elementales y de tan fácil remedio como esta de la que da cuenta la tradición oral de Nicaragua: Mi mamá por las noches colocaba en la mesa, junto a la cama, un vaso con agua. Porque ella nos decía que, cuando dormíamos, nuestra alma salía a volar con figura de palomas. Y, si no encontraba agua cerca, volaba más largo. Podría pasarle algo, y no volvería al cuerpo. Y amaneceríamos sin alma, es decir, muertos (Colarusso 2002: n.º 37, traducción mía).

Puede, también, que sucesos de ese tipo susciten relatos, enfoques, poéticas inesperados, con ribetes incluso novelescos. Como se aprecia en este que, en el intersticio que queda entre la realidad, el sueño y la ficción —con el agravante de las interpretaciones distintas que cada una de las dos voces intervinientes se empeña en hacer del suceso—, se cuenta que acaeció en el Perú de hace tres siglos y medio: Durante la visita de 1662, el licenciado Juan Sarmiento de Vivero, entre las muchas denuncias que le trajo doña Rafaela de los Ríos, una española residente en la doctrina de Sayán, se ocupó de averiguar el extraño suceso que se refería a un indio llamado Francisco Felipe, natural de la doctrina de Auquimarca. Según los rumores que propagaban sus vecinos, había sido materialmente arrebatado por una guaca [un lugar apartado, a veces asociado a ruinas, cuevas o subterráneos, que se considera sede de los muertos y de los espíritus del mal], y su alma, antes de regresar de nuevo al cuerpo, permaneció en ella durante tres días mientras su cuerpo aguardaba junto al río: «…del susto había estado enfermo y descolorido…». Todo empezó un día que su cura el licenciado Diego Palma le envió a pescar: «Se fue a pescar al río y que sacó dos pescados al parecer grandes, pero eran pequeños. Y que luego se juntó muchos pejes donde estaba pescando y estaban pataleando para arriba. Y entonces tuvo miedo y empezó a temblar y rezó cuatro oraciones» (fol. 18v). Asustado por el prodigio, Francisco Felipe abandonó apresuradamente el lugar y continuó remontando el río en dirección a su tierra. Después de haber caminado un trecho, decidió detenerse en un paraje donde se veían unas ruinas. Una vez dispuestos los aparejos, se dispuso a aguantar a que picaran los peces. Se echó a dormir junto a las piedras, con la mano puesta en el carrillo:

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«Y luego llegaron un negro y un mestizo con sus monteras en la cabeza y llevaron su alma, y su cuerpo quedó allí, y le llevaron por un camino que había hierba como lachay, a donde había mucha gente, plateros y herreros. Y estaban comiendo en una mesa un hombre y la mesa era de candela y la silla…» (fol. 19). La versión de Francisco Felipe no se ajusta exactamente a las habladurías que ya propagaban sus vecinos; de hecho, la denuncia de doña Rafaela era muy diferente: «… que había su cuerpo quedado a orilla de un río y su alma había entrado en una huaca donde estaba una mesa muy grande de oro y plata y platos de lo mismo. Y muchos hombres sentados comiendo, y que así se había visto aquello había temblado de pies y manos. Y que los que estaban sentados a la mesa lo mandaron entrar a la sala, porque estaba en la puerta, y que dijeron: “este se ha de quedar aquí”. Y que le salvó un fraile franciscano, y en esto del frayle franciscano varió porque después dijo que un negro. Y que el frayle le dio con el cordón y le dijo: “¡anda, vete! vete a tu casa hijo”. Y que el rey que estaba sentado a la mesa le dijo “¡no! déjenlo aquí”. Y que el frayle volvió y dijo: “Señor, déjelo usted que este es un pobrecillo y no sabe nada» (fol. IV). Doña Rafaela ofreció al visitador un relato del sueño mucho más detallado que la propia declaración del protagonista, lo que implica que su versión de los hechos había sido reelaborada. Según ella, el indio había entrado en la guaca por su propia voluntad y sin haber sido víctima de un rapto como él aseguraba. Otro «añadido» que nos sorprende, es la insistencia en destacar la intervención de un franciscano intercediendo por el alma del miserable ante el rey-demonio, un juicio de valor muy apropiado para tan piadosa señora. El origen de su preocupación se debía a la trascendencia que los sueños tenían para la sociedad cristiana. Era el modo de proceder que tuvo Dios en la antigüedad y aún solía tener para revelar sus misterios. Pero el mundo onírico también es un medio utilizado por el diablo. Las imágenes que proyecta el testimonio de doña Rafaela evocan la caverna, el inframundo, el infierno, morada del Demonio, inevitablemente asociado a la guaca. Francisco Felipe describe un paisaje muy diferente. A través de un espacio abierto sus captores, un negro y un mestizo, le conducen por un camino entre la hierba, donde transita mucha gente: son herreros y plateros, oficios del reino de Vulcano. El recorrido sumerge al protagonista en el infierno hasta la secuencia final de encuentro con el Demonio, para asistir al banquete en un escenario de fuego (Sánchez 1991: IV-V )12.

12. Véase, además, el comentario de este relato que hace Fernández Juárez (2012: 74-75).

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Documento de fabulosa exuberancia narrativa y de trabada articulación ideológica, que combina el relato que el indio Francisco Felipe (que dio voz a los dominados) y la española Rafaela de los Ríos (que dio voz a los dominadores) hicieron, cada uno por su lado, del supuesto «rapto» del alma del que había sido víctima el primero tras dormirse en el campo, en las cercanías de la cueva que alojaba los tesoros —«una mesa muy grande de oro y plata y platos de lo mismo…»— que guardaban el demonio y sus estrafalarios acólitos. Acostumbrados como estábamos a los relatos en neutra y fría tercera persona acerca del viaje del alma fuera del cuerpo y de su contemplación de los tesoros ocultos en algún lugar reservado —en alguna cueva dentro de una montaña, muchas veces—, asomarnos a esta otra tradición y a esta descripción tan viva, emotiva y coloreada, en una primera persona (la del indio) que se ve refutada por otra voz (la de la dama española) que quiere arrogarse la facultad no ya de interpretar, sino incluso de erigirse en portavoz de la experiencia del indio, brinda una experiencia fascinante y aleccionadora desde el punto de vista del análisis literario e ideológico. Y también, incluso, del político. Por primera vez desde que se inició nuestro itinerario tras el cuento ATU 1645A, alguien nos explica, entrando en fastuosos detalles, qué es lo que vio dentro de la cueva del tesoro. Una novedad excepcional. La precisión, por otro lado, de que el alma del indio, «antes de regresar de nuevo al cuerpo, permaneció en ella [en la cueva] durante tres días mientras su cuerpo aguardaba junto al río», nos coloca ante una variante muy imaginativa e hiperbólica de la norma que era común en los demás relatos que hemos conocido: que la expedición del alma fuera del cuerpo tuviese la duración que tiene un simple sueño nocturno. La insólita intercesión del extraño fraile franciscano que forma parte de la corte del diablo y que ruega a su señor que permita regresar a su cuerpo el alma del indio resulta, por lo demás, extraordinariamente sugestiva. Porque su auxilio puede, en cierto modo, ser funcionalmente equiparado con el auxilio que los ayudantes que asomaban en los demás cuentos —testigos, como el franciscano, del externamiento del alma— prestaban al alma errante —construyendo un puente sobre una corriente de agua, en muchos de los relatos— para que pudiera reingresar en el cuerpo del durmiente. Es llamativo que la cueva llena de

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riquezas sea identificada con el reino del diablo. En el imaginario popular de muchos lugares los tesoros ocultos son propiedad, en efecto, del diablo. Pero pocas veces habían, los relatos tradicionales, dejado constancia tan explícita y tan sugerente de ello. El desenlace de este relato nos reserva otra lección que tiene una obvia lectura ideológica. Mientras los reyes, caballeros e incluso los simples paisanos de los demás cuentos no solo alcanzaban a contemplar el tesoro, sino que también llegaban, al final, a apropiarse de él, en el cuento peruano es posible la contemplación pero no la apropiación. La razón no puede ser más lógica, en el marco de la sociedad en la que se desarrolla el relato: al indio le estaba permitido soñar, pero no le estaba permitido, de ninguna manera, poseer. No es este el espacio más adecuado para hacer un análisis detallado del relato peruano de 1662, cuya complejidad y originalidad reclaman que se le preste atención monográfica en algún otro lugar. Pero sí para apuntar que, en toda la América hispana, están vivos innumerables creencias, relatos y rituales sanadores que atañen a almas que salen, de manera voluntaria o no, de sus cuerpos, y que pueden encontrar, en muchos casos, impedimentos para regresar y para hacer que la persona recupere la consciencia, el entendimiento o la salud: en definitiva, para que su parte espiritual y su parte corporal vuelvan a formar una unidad. En ocasiones se asocia, este complejo de creencias y de ritos, a un tipo de patología que ha sido denominada, en términos muy generales, «susto» —se suele pensar que, cuando una persona recibe un susto o sobresalto inopinado, causado en ocasiones por la visión de algún ente sobrenatural, su alma o su entendimiento salen despedidos de su cuerpo, y se ven en dificultades para regresar a él—; una dolencia que tiene un sinnúmero de nombres y de atributos en cada tradición étnica e incluso en cada tradición local, y cuya fenomenología es muy difícil resumir en pocas líneas13. Puede que la fábula peruana de 1662 no sea una versión legítima y rigurosa —aunque sí muestra tener bastantes genes comunes— del

13. Sobre el susto y otras patologías y emociones asociadas existe una bibliografía gigantesca. Detallo aquí unos pocos títulos, y remito a las amplias bibliografías que cada uno despliega: Rösing (1993); Rubel (1995); Fernández Juárez (2004); Neila Boyer (2006); y Pedrosa (2016: 32-53).

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tipo cuentístico ATU 1645A, La compra del tesoro soñado, porque su argumento se halla muy enriquecido y muy orientado hacia otros polos narrativos que parecen pugnar con ese. Pero sí merece la pena subrayar su originalidad y su relevancia, igual que conviene relacionarlo con la versión guatemalteca de 1706 por la que comenzamos a tirar de nuestro largo hilo. Ambas son muestras muy aleccionadoras de cómo los motivos e incluso los tipos folclóricos pueden, si median narradores hábiles e imaginativos, descender al suelo de la historia, quedar encarnados en personas de carne y hueso, y asumir sorprendentes trazas o ínfulas de verosimilitud. Ambas son, además, indicios o reverberaciones del fabuloso tesoro narrativo que es muy posible que siga mayormente oculto en los legajos de la Inquisición panhispánica, esperando ojos escrutadores a los que sorprender con su caleidoscopio de voces, tonos y recreaciones. Si el relato peruano de 1662 que acabamos de conocer resultaba tan sorprendente como exótico, el que vamos ahora a leer, sacado del Soushenji, una compilación de relatos chinos de los inicios del siglo iv, nos llenará de más admiración aún. Pese a su escenografía totalmente singular y a sus muchos elementos discrepantes, tampoco falta aquí la intervención de agentes externos —los testigos que «retiraron la manta» que impedía el paso— que se movilizaron para que el alma viajera pudiera reingresar en su cuerpo. Noticia de una tribu En tiempos de la dinastía Qin, existió en el sur del Imperio la tribu de los cabezas posadas, unos hombres cuyas cabezas podían volar. Su nombre deriva de una expresión, «posar insectos», con la que se referían a uno de sus rituales. Pues bien, ya en tiempos del reino de Wu se dio el caso de un general llamado Zhu que tenía una sirvienta cuya cabeza, en cuanto caía dormida por la noche, echaba a volar; y ya fuera por la gatera o por cualquier alto ventanillo abierto, salía y entraba de la casa usando las orejas a modo de alas, para regresar siempre justo antes del amanecer. Creyéndolo anormal, prendieron teas cierta noche ya bien tarde, entraron a observarla en su aposento y lo que vieron en la cama fue un cuerpo sin cabeza, ligeramente frío y que mantenía una levísima respiración; lo envolvieron en una manta y se quedaron a esperar. Y ocurrió entonces que, cuando la cabeza regresó justo antes del amanecer, como solía, y fue a acoplarse con el cuerpo, chocó contra la manta y cayó por tierra, donde la vieron rodar lanzando hondos suspiros de impotencia y desesperanza,

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mientras el cuerpo respiraba con tan creciente rapidez y parecía tan próximo a la muerte que retiraron la manta: la cabeza se elevó entonces del suelo y fue a posarse sobre su cuello, y enseguida el cuerpo entero empezó a respirar con calma y paz. Tan anormal le pareció a Zhu todo aquello y tanto se asustó de la sirvienta que la despidió. Tiempo después, sin embargo, examinado bien el caso, comprendió que nada había antinatural en ella. De hecho, no era infrecuente que los militares destinados a las provincias del sur topasen con personas de esta especie, personas a las que veían morir irremisiblemente por no poder juntarse sus cabezas con sus cuellos, aunque el único impedimento fuera un cacillo de cobre interpuesto (Gan Bao 2000: 9-10).

«Ausencia y retorno del alma» «Absence and Recall of the Soul» es el título que James George Frazer dio a uno de los capítulos más relevantes y recordados, el XVIII:2, de la refundición de The Golden Bough que publicó en 192214. Pasó revista, en aquellas páginas famosas —con su característica desmesura comparatista, y con su también característica tendencia a la simplificación y al manejo de fuentes documentales cuestionables, que además no declaraba— a las creencias que han sido atestiguadas en tiempos y en espacios muy diversos acerca de los viajes del alma fuera del cuerpo. Célebes, Borneo, Java, Brasil, las Guayanas, Transilvania, India, Birmania, China, Congo, fueron algunas de las escalas que hizo en su desordenado itinerario, mientras desplegaba ante nosotros un batiburrillo de creencias y de prácticas rituales que tenían algo que ver, aunque desde orillas muy diversas e irregulares, con el tópico del alma viajera. En tiempos más recientes, y con un rigor infinitamente superior, historiadores como Jan N. Bremmer —a quien ya nos hemos referido— han establecido nexos mucho más convincentes entre, por ejemplo, las viejas concepciones griegas clásicas acerca del viaje del alma y las que han sido atestiguadas en las tradiciones folclóricas europeas de muchos siglos después. Bremmer (2002: 95-99) ha editado completas, de hecho, una versión danesa y una holandesa —que he reproducido en las páginas anteriores— del cuento ATU 1645A, sobre las que ha hecho comentarios atinados. Mircea Eliade, en su tratado clásico acerca del chamanis14. Puede ser leído en la versión española de Frazer (1981: 219-230).

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mo, no recuperó ni analizó versiones concretas de nuestro cuento, pero sí reunió informaciones muy profusas, que se hallan dispersas por todo el libro, acerca de las creencias sobre el externamiento y el retorno del alma al cuerpo del chamán, y sobre el difícil tránsito que suele tener que hacer a través de un puente. Sus informaciones pueden resultar relevantes a la hora de abordar el análisis y la interpretación de nuestros relatos. No pocos críticos han insistido en que el cuento ATU 1645A, el que tiene asignado el título de La compra del sueño del tesoro en los catálogos de cuentos —aunque vuelvo a defender que le convendría más el de El alma sale del cuerpo del durmiente y descubre un tesoro— es reflejo de antiguas creencias y prácticas que tienen relación con las religiones chamánicas15. Yo no comparto ese juicio, entre otras cosas porque el concepto de chamanismo es muy abierto y difuso, y no puede ser reducido a una simple cuestión de narrativa: pienso que los motivos del alma externada y de su accidentado proceso de reingreso en el cuerpo tienen las suficientes entidad propia y autonomía narrativa como para que puedan acoplarse a relatos muy diversos, tengan algo que ver o no con experiencias de sesgo chamánico. Otros autores han propuesto, también, interpretaciones que no tienen demasiado en cuenta la cuestión del chamanismo. El historiador de la medicina Luis R. Menéndez Bueyes ha defendido, al hilo de la antiquísima versión que puso por escrito Pablo Diácono, una interpretación mucho más apegada a lo empírico: ¡Aunque esta noticia forma parte de una narración de carácter fantástico sobre la aparición de un tesoro, lo que se describe posiblemente es una infectación por helmintos basada en episodios que la experiencia diaria proporcionaba con enfermos contagiados por estos parásitos tan comunes. Tal vez ascariosis, causada por Ascaris lumbricoides, el más largo de los nematodos intestinales, que alcanza hasta 40 cm., con unos 5 mm. de grosor, y que se trasmite a través de la tierra contaminada con heces fecales (Menéndez Bueyes 2012: 232)16.

15. Eso es lo que defiende, por ejemplo, Klaniczay (2002: 69), cuando lo define como «una leyenda con matices chamánicos». 16. En una nota, el autor intenta conciliar la dimensión fabulística del relato con la interpretación etnomédica que él sugiere: «Nota 53. La vinculación de serpientes y lagartos con el hallazgo de tesoros ocultos (arquetipo del guardián del tesoro) se encuentra muy enraizada en numerosas tradiciones populares (muy notablemente en la mitad septentrional de España), llegando hasta nuestros días. El caso rela-

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Al hilo de esto, no será ocioso señalar que existen, en muchas tradiciones folclóricas de todo el mundo, creencias acerca de animales invasores —reptiles sobre todo—, capaces de entrar y salir del cuerpo humano —por arriba o por abajo, y aprovechando ocasionalmente el momento del sueño, del bostezo, del estornudo, del baño, de la excreción, de la menstruación, de algún descuido— que tienen una relación tangencial con los tópicos que estamos nosotros analizando (Delpech 1993; Pedrosa 2010). Davide Ermacora ha escrito una cantidad considerable de artículos que analizan con erudición y agudeza todo ese complejo de creencias y relatos. En alguno de ellos ha evaluado, además, su posible relación con el cuento ATU 1645A y su presunto vínculo con el imaginario chamánico (Ermacora 2015)17. Lo cierto es que, aunque Frazer lo argumentase de modo muy rudimentario, no le faltaba la razón cuando subrayó que la creencia de que el alma o el espíritu —o cualquiera de los innumerables avatares y nombres que pueden recibir— es capaz de salir del cuerpo durante el sueño, para después intentar regresar a él, tiene una difusión que se acerca a lo universal. Sumados a todas las versiones conocidas del cuento ATU 1645A, los relatos nicaragüense, peruano y chino de los siglos xxi, xvii y iv que he reproducido en el epígrafe anterior —y que están relacionados de manera periférica con ese tipo cuentístico— son botones de muestra aleatorios, entre los muchos que podrían ser aducidos, de narraciones que están en una órbita lejana pero conexa. En el Tíbet (Lakhi 2009), Nepal (Ramble 2010), Filipinas (Tan 1987), Colombia (Reichel-Dolmatoff 1997), México (Guiteras Holmes 1996; Ruiz Velasco 2010; y Ruiz Velasco Márquez tado por Pablo sería uno de los ejemplos más antiguos que se han documentado de dicha tradición: García Figuerola, 2012: 60-61. En cualquier caso, la narración es suficientemente significativa como para poder entrever la mezcla de elementos fantásticos (tesoro) y reales (parásito intestinal)». 17. En Ermacora (2013-2014: 161-194) es donde el etnógrafo italiano analiza las cuestiones relativas al cuento ATU 1645A y al chamanismo. Acaso convenga puntualizar, porque es relato que analiza también Ermacora y porque alude a un animal que entra por la boca en el cuerpo humano, aunque en condiciones y con fines muy distintos a los de nuestro cuento ATU 1645A, que hay otro cuento, el ATU 285B*, The Snake in the Man’s Stomach (La serpiente en el estómago del hombre), que tiene este resumen: «Un hombre (o mujer) se duerme debajo del árbol con la boca abierta. Una serpiente se mete a hurtadillas dentro de su cuerpo, y él enferma. En algunas variantes la serpiente abandona el cuerpo con sus crías. A veces la serpiente es sacada del cuerpo con leche (o con agua)».

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y Alvarado Tejeda 2010) y en un sinfín de países más podríamos encontrar confirmación abrumadora de todas esas creencias, narraciones y ritos acerca de almas viajeras, de dificultades de retorno al cuerpo y de dolencias derivadas de ello18. Ahora es el momento solo de subrayar que nuestro seguimiento del devenir del cuento ATU 1645A, y del complejo cultural que se le asocia nos ha colocado en una atalaya inmejorable para constatar algunos de los rasgos poéticos e ideológicos más perdurables y representativos de los que definen el género del cuento tradicional. Su estabilidad argumental a prueba, como estamos constatando, de distancias de tiempo, de espacio, de lengua, de religión, de ideología, no deja nunca de asombrar. Para cualquiera es evidente que los mil doscientos años transcurridos —con el hito intermedio de la versión guatemalteca de 1706— entre la anotación de la versión latina de Pablo Diácono y el registro de la versión chilena de Santos Rubio no han servido para desdibujar, ni mucho menos, el irrenunciable aire de familia que los vincula. Del mismo modo, y aunque cada una de las versiones que hemos documentado en cuatro continentes y en muchas culturas funciona de modo distinto en cada marco social, cultural y poético, y se sustancia en variantes textuales irrepetibles, todas muestran analogías obvias e indiscutibles con respecto a los demás miembros de su familia tipológica. Los avatares de nuestro cuento se vinculan además, a través de sus motivos constituyentes, en especial —aunque no solo— a través de E721 (Soul Journeys from the Body), con otras tipologías de relatos, que conectan a su vez con una panoplia gigantesca de creencias y de rituales mágico-religiosos, de los que difícilmente podrá dar cuenta cabal el instrumental crítico de la filología, sin el auxilio de los de la antropología, la ciencia de las religiones, la etnopsicología, etc. Más asignaturas pendientes, que deberán quedar para futuras exploraciones.

18. Sobre almas que van y vienen del cuerpo durante el sueño y sobre otras creencias y rituales relacionados con los sueños místicos, véanse además estos títulos esenciales y recientes: Klaniczay (2012); Sleep Around the World (2013); y Keskiaho (2015).

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Cooperación, competencia y tesoros escondidos Una clave más, que conviene que quede cuando menos apuntada, es que nuestros relatos plantean, como casi siempre se trasluce en el lenguaje de los cuentos tradicionales —y muy en especial en el de los cuentos acerca de tesoros ocultos (Suárez López y Álvarez Peña 2001)—, la cuestión de la cooperación que es necesaria para obtener un bien que beneficie a todos, y de la crisis que perjudicaría al conjunto de la comunidad en el caso de que no se produjera esa cooperación. Nuestro durmiente cuya alma viajera contempla un tesoro acaba repartiéndolo, en muchas versiones, con el amigo que le ayuda a que el alma sortee los obstáculos sembrados en el itinerario de vuelta, de lo cual sale beneficiada la solidaridad entre las personas y la prosperidad económica de la comunidad a la que los dos se reintegrarán cuando retornen a la civilización. Un ejemplo limpio y convencional, en definitiva, de alianza entre héroe y auxiliar que suman fuerzas para la consecución de un bien común. Pero cuando, en alguna versión, uno de los personajes traiciona al otro para apropiarse del tesoro, su castigo es inexorable. Recordemos que en la versión de los Gesta romanorum, Guido entregaba a su amigo Tirio la totalidad del tesoro, en lo que constituía una exhibición insuperable de generosidad. Sin embargo, en la versión de la Vita Dagoberti o Vida de san Dagoberto, el ahijado asesinaba traidoramente a su señor, el santo que se había quedado dormido, para arrebatarle las riquezas que había hallado durante el sueño. La recompensa para Dagoberto fue el cielo, mientras que para el ahijado egoísta quedó el infierno. La versión documentada en la Guatemala de 1706 adquiere, dentro de este marco, una dimensión muy singular, que se enfanga en una sociología tan cruda como mísera, encajada en una escenografía prostibularia insólita en el refinado concierto de las demás versiones. Simona de los Santos, la joven que denunció por brujas a sus dos amas, las presuntas rameras Antonia y Sebastiana de Santiago, debía de ser, si hacemos caso del rencor que la embargaba, una criada explotada y quién sabe si de algún otro modo maltratada. En su relato de denuncia ante los inquisidores, se inventó que las dos hermanas ocultaban dentro de sus cuerpos unos pájaros equívocos, uno con los «pies amarillos» y otro con el «pico de oro» —sublimaciones obvias del oro— y que eran due-

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ñas de una gran cantidad de «vestidos de raso y seda ya hechos, cucharas de plata y de carei, y otras cosas» que tienen en «cinco caxas y quatro escritorios llenos destas cosas, y que usan de dichos vestidos para ir a la iglesia». Está latente, en esa acusación, el rencor y la envidia contra unas amas que no comparten posesiones, ganancias o tesoros con quienes les ayudan a ganarlas; un conflicto de clase en toda regla, por más que se presente soterrado o envuelto en metáforas del color del oro. Las admoniciones que subyacen en las dos modalidades, la positiva y la negativa, de desenlace están en la línea de las que, de manera explícita o de manera subliminal, destilan otros tipos de cuentos acerca de tesoros escondidos. Así, los relatos del tipo ATU 1645, The Treasure at Home (El tesoro en casa) (Pedrosa 1998: 127-157), premian la cooperación entre los dos sujetos que sueñan y comparten sus visiones acerca del tesoro que al final es encontrado. Recuérdese el resumen que ofrece el catálogo de Uther: Un hombre sueña que si va a una ciudad distante encontrará un tesoro escondido en cierto puente. Al no encontrar ningún tesoro, cuenta su sueño a otro hombre que dice que él también ha soñado con un tesoro que está en un lugar cuya descripción resulta coincidir con la casa del primero. Cuando este regresa a su casa, encuentra el tesoro.

Hay otro cuento, el ATU 840, The Punishment of Men (El castigo de los hombres) —que Uther señaló que estaba conectado con nuestro cuento ATU 1645A—, en el que no asoma ningún tesoro material, aunque su clave es el tesoro espiritual del conocimiento y de la ética. Su apología de la solidaridad dentro del grupo no puede ser más vigorosa: Cuando un padre y su hijo (o dos viajeros) pasan la noche en una casa, el hijo es incapaz de dormir. Contempla cómo suceden cosas maravillosas: una serpiente sale de la boca de un hombre que duerme y se mete dentro de la boca de su esposa; la cabeza de un hombre es arrancada por un hacha, etc. Por la mañana el dueño de la casa explica que esos son castigos de la humanidad (explica que las visiones fueron causadas por la falta de armonía y las peleas entre la familia).

La insolidaridad y el intento de fraude son, en cambio, dramáticamente castigados en el cuento ATU 834, The Poor Brother’s Treasure (El tesoro del hermano pobre):

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Una persona (esposa, hermano, hermana, muchacha, hombre, pariente, un rico, un perezoso, un vecino, un amigo, un criado) cuenta su sueño a otra persona (esposa, hermano, hermana, pariente, un pobre, un vecino, un amigo, un criado) diciéndole que en cierto lugar está enterrado un tesoro (o ha encontrado un tesoro). La segunda persona intenta sacar el tesoro del lugar indicado, o una tercera persona (un ladrón, un vecino) espía la conversación y excava allí. Pero en vez del tesoro la persona desentierra solo un perro muerto (o un gato muerto, o sapos, escarabajos, una olla de hormigas, una olla de serpientes, una olla de brasas ardientes, una olla de estiércol, un esqueleto). Enfadado y decepcionado, él o ella arroja el animal (o la olla) a la casa (o la cama, a través de la ventana, a través del techo) del soñador, y todo queda transformado en oro (o en plata, o en dinero).

En los cuentos del tipo ATU 763, Treasure Finders Murder One Another (Quienes encuentran un tesoro se matan unos a otros) (Pedrosa 1998 y 2000), el castigo de los avariciosos resulta mucho más cruento: Tres (o dos, o más) hombres (cazadores, amigos, hermanos) encuentran (o roban) un tesoro. Cuando uno de ellos va a la ciudad a buscar alguna comida, los otros planean matarlo para no compartir el tesoro con él. Los que se quedaron en el lugar matan (apuñalan hasta la muerte, asfixian) al que se había ido, apenas regresa, pero mueren a continuación, porque aquel había envenenado el pan (o el vino).

Hay cuentos, en fin, como el ATU 1645B, Dream of Marking the Treasure (El sueño de marcar el tesoro), en que solo hay operativo un personaje, lo que priva a otros sujetos y a la comunidad de la expectativa del reparto del tesoro. El desenlace no puede ser, en consecuencia, más irónico ni más decepcionante: Un hombre sueña que encuentra un tesoro (o le dicen dónde hay un tesoro enterrado). Es demasiado pesado para que él lo cargue, de modo que pone una marca sobre el lugar, con su propio excremento. Por la mañana encuentra que solo el final de su cuento se había cumplido: había defecado sobre su cama.

Los relatos acerca de tesoros ocultos y hallados por alguien, en sueños o no, se nos revelan, en conclusión, como metáforas de las dos actitudes éticas —la cooperación y la competición— desde las que el ser humano tiene la posibilidad de funcionar en la vida en

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comunidad. Monografías futuras nos permitirán seguir avanzando en su desciframiento, que es, también, el desciframiento de algunas de las claves más profundas y perdurables de nuestros deseos y decepciones. En tanto llegan esas próximas indagaciones, no será ocioso insistir en la enorme relevancia y originalidad que, en lo literario, lo sociológico, lo antropológico, tiene la denuncia que Simona de los Santos presentó contra sus amas Antonia y Sebastiana de Santiago ante el tribunal de la Inquisición de Guatemala en el año de 1706. Las alegaciones de que las dos hermanas eran «mugeres del mal vivir, y aunque son casadas no hazen vida con sus maridos», además de brujas capaces de hacerse con tesoros buscando con pájaros mágicos y nocturnos que ocultaban durante el día dentro de sus cuerpos, nos remite a tópicos mayores de las creencias relativas a la brujería —su asociación ocasional con la prostitución—, y a tópicos mayores del folclore —la asociación de la denuncia de Simona con el cuento folclórico ATU 1645A—. Pero el relato de la criada guatemalteca que se levantó, quién sabe tras cuántas y cuáles injurias, contra sus amas, sin dejar de reunir tales rasgos —lo cual es algo en sí mismo muy notable—, va mucho más allá: es un experimento literario e ideológico insólito, que reclama a la narradora y a sus interlocutores (entre los que nos encontramos) el esfuerzo de ver la realidad bajo el prisma de lo maravilloso y de reconfigurar la historia dentro del encaje del folclore heredado; es, además, la descripción, sublimada con pájaros de color de oro y tesoros nocturnos, de una guerra sin solución de la insolidaridad contra la insolidaridad, de los más pobres y humillados —Simona— contra los que eran un punto menos pobres y humillados —Antonia y Sebastiana—; y es, en fin —ya era el momento de decirlo, y de desvelar por qué hemos convocado aquí tantos relatos con protagonistas masculinos—, una declaración que destila crudeza de la posición de inferioridad que la literatura y la cultura de las sociedades tradicionales han forzado a ocupar, tantas veces, a la mujer. Todos los avatares —menos uno— del cuento ATU 1645A y de algunas narraciones de su órbita que han pasado ante nuestros ojos estaban protagonizados por varones, la inmensa mayoría de los cuales eran reyes, nobles o santos; ninguno se prostituía, y solo uno —el peruano, cuyo caso no fue sacado de fuentes literarias, sino de legajos inquisitoriales— fue marginado por pobre e indio, y acusado de brujo. Frente a todo ese bloque, y para una vez que tocó a un plantel de

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mujeres —Simona, Antonia, Sebastiana— transustanciarse en sus personajes, el cuento las recluyó, sin remisión, en la categoría de pobres, brujas y «mugeres del mal vivir». Referencias bibliográficas Alver, Bengt G. (1989): «Concepts of the Soul in Norwegian Tradition», en R. Kvideland y H. K. Sehmsdorf (eds.), Nordic Folklore: Recent Studies. Bloomington/Indianapolis: Indiana University Press, pp. 110-127. Bao, Gan (2000): Cuentos extraordinarios de la China medieval. Antología del «Soushenji». Y. Ning y G. García-Noblejas (eds.). Madrid: Lengua de Trapo. Blangez, Gérard (1979-1986): Ci nous dit. Recueil d’exemples moraux. Paris: SATF, 2 vols. Berlioz, Jacques; Polo de Beaulieu, Marie Anne; y Collomb, Pascal (dirs.): Thesaurus Exemplorum Medii Aevi (ThEMA) . Bremmer, Jan N. (1983): The Early Greek Concept of the Soul. Princeton: Princeton University Press. — (2002): El concepto del alma en la antigua Grecia. Menchu Gutiérrez (trad.). Madrid: Siruela. Carozzi, Claude (1984): «La vie de saint Dagobert de Stenay: histoire et hagiographie», Revue Belge de Philologie et d’Histoire, 62, pp. 225-258. Chenhall, Richard; y Glaskin, Katie (eds.) (2013): Sleep Around the World: Anthropological Perspectives. London: Palgrave Macmillan. Christiansen, Reidar Thoralf (1958): The Migratory Legends: a Proposed List of Types with a Systematic Catalogue of the Norwegian Variants. Helsinki: Academia Scientiarum Fennica. Colarusso, John (2002): Nart Sagas from the Caucasus. Princeton: Princeton University Press. Delheure, Jean (1989): Contes et légendes berbères de Ouargla. Paris: La Boîte à Documents. Delpech, François (1993): «La baigneuse et le crabe indiscret. Nouvelles contributions au folklore érotique», Tigre 7: Travaux des hispanistes de l’Université Stendhal, pp. 43-68. Diácono, Pablo (2006): Historia de los longobardos. Pedro P. Herrera Roldán (ed.). Cádiz: Universidad de Cádiz.

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Los fetiches de María Guadalupe, un caso de la inquisición novohispana en Michoacán en el siglo xviii1 Cecilia López Ridaura

La Inquisición, en su afán de vigilar y castigar los comportamientos desviados de la ortodoxia católica, registró por escrito –y guardó celosamente– esas mismas prácticas que condenaba, permitiendo que los testimonios de hombres y mujeres involucrados en alguno de los asuntos de que se ocupaba el Santo Oficio llegaran a nosotros. Particularmente interesantes son los expedientes que giran en torno a la brujería, la hechicería, la superstición; en ellos se reflejan los temores y, sobre todo, los deseos de una comunidad; lo que la gente cuenta sobre estos temas nos permite adentrarnos en el imaginario de una colectividad. No solo eso: en el flujo de discursos entre las autoridades y de los interrogados podemos ver el contraste entre dos sistemas de creencias que en el fondo son las mismas. Las investigaciones sobre el tema basadas en fuentes inquisitoriales han producido ya una ingente cantidad de estudios desde las más variadas disciplinas y con distintos objetivos que van desde la Historia en mayúscula –con sus múltiples ramificaciones: historia universal, nacional, local, cultural, de las ideas, de la Inquisición, etcétera–, hasta 1. El proyecto de investigación del que sale el presente trabajo cuenta con auspicio del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación, Innovación y Tecnología (PAPIIT) de la UNAM, que lleva por título «Brujería y hechicería en el siglo xviii en Michoacán. Revisión y edición crítica de los expedientes inquisitoriales»; está registrado con la clave IA 401315. El objetivo principal de este proyecto es realizar un catálogo razonado de todos los expedientes sobre brujería, hechicería y superstición que se encuentran en el Archivo Casa Morelos.

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el estudio de la actuación del Santo Oficio en un lugar en particular, frente a un delito, en un caso, contra un personaje. El presente trabajo se enfoca en el caso de una mulata llamada María Guadalupe, que en 1760 fue denunciada ante el comisario del Santo Oficio de San Miguel el Grande (actualmente San Miguel Allende, Guanajuato, México) acusada de dedicarse a maleficiar mediante fetiches a todo aquel que se metiera con ella. El caso tiene, al menos, dos atractivos: por un lado, los testimonios contienen diversos tópicos y motivos propios de los relatos populares, como tesoros enterrados, maleficios, pactos con el demonio, vuelos nocturnos, etc., lo que lo hace sumamente interesante para los estudios de la literatura; por otro lado, cosido al expediente encontramos uno de los fetiches elaborados por esta mujer: se trata de un muñequito de manta de unos 17 cm de alto que, bajo la camisa, en el vientre, tiene una maraña de cabellos. Los rasgos de la cara están bordados toscamente con estambre negro2. El proceso seguido a María Guadalupe se encuentra en el Archivo Histórico Casa Morelos, en Morelia, Michoacán. Este archivo está ubicado en una casona construida en 1758 que fue, efectivamente, propiedad del prócer de la independencia de México, José María Morelos y Pavón. Originalmente el edificio era del juzgado de Testamentarías. En 1801 lo compró Morelos y le agregó un piso para alojar a su hermana Antonia. La casa estuvo habitada por los descendientes del caudillo hasta 1949, aunque desde 1910 la había comprado la Secretaría de Hacienda y desde 1933 se declaró monumento nacional; el resguardo del inmueble se le asignó al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que lo habilitó como museo. Poco antes, en 1931, el acervo documental del antiguo obispado de Michoacán, que estaba reunido en la catedral de Morelia, se depositó en esta casa3. Este archivo, dentro del fondo diocesano, sección «Justicia», tiene una serie llamada «Inquisición» que –según el libro Índices documentales del Archivo Histórico Casa de Morelos de Carlos Juárez Prieto– se compone de 164 expedientes contenidos en once cajas, casi todos del siglo xviii (solo cuatro son del siglo xix). De estos expedientes, 2. Un resumen de este caso puede verse en Argueta et alii (1985). 3. Información tomada de la página de Conaculta (consultado: 12 de marzo de 2017).

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59 se relacionan con brujería o hechicería (1998: 307-341). Estos expedientes tratan sobre casos que tuvieron lugar en el obispado de Michoacán, que se fundó en 1536, diez años después de la conquista de la ciudad de Tzintzuntzan. Para el siglo xviii el obispado comprendía los actuales estados de Michoacán, Guanajuato, San Luis Potosí, Guerrero y Colima, y parte de Jalisco. La sede episcopal estaba en la ciudad de Valladolid, hoy Morelia, Michoacán. La mayor parte de estos expedientes están clasificados como «autos» y comprenden las diligencias que se siguieron en cada caso. Ocasionalmente, como en el caso de María Guadalupe, se documenta todo el proceso llevado a cabo por la Inquisición en la Ciudad de México. El caso que nos interesa es el expediente 57 contenido en la caja 1.248 y consta de 72 folios4. Se puede dividir en dos etapas: una entre 1760 y 1761, y otra de 1767 a 1769. La primera etapa consiste en la denuncia y los interrogatorios a los directamente implicados. La segunda etapa corresponde principalmente a la actuación del tribunal en la Ciudad de México. El expediente se abre con una portada que dice: «San Miguel el Grande, año de 1760. El señor inquisidor fiscal del Santo Oficio de México contra María Guadalupe, mulata, y María Isavel. Por maléficas», seguido de una extraña nota de la que no se ha podido deducir el sentido: «toca a estos autos un tompiate». Aunque en los documentos que siguen se menciona alguna vez a una María Isabel, este nombre es uno más entre los que se enlistan de las mujeres que practicaban la brujería y la hechicería con María Guadalupe; probablemente a ella y a las demás se les incoó proceso aparte, pero no se ha podido localizar algún rastro de ello. A continuación se detalla el caso de María Guadalupe, una bruja novohispana. En la mañana del 21 de agosto de 1760, el administrador de la hacienda de San Antonio del Blanquillo5, Joseph Molina, un mestizo de 4.

En adelante las referencias al expediente se indicarán únicamente con el número de folio, entre paréntesis. 5. La hacienda de San Antonio del Blanquillo, ahora abandonada, está ubicada en el municipio de San Felipe, Guanajuato, cerca del límite con el estado de San Luis Potosí. La hacienda fue comprada por el famoso mercader Pedro Sánchez de Tagle (1661-1723), segundo marqués de Altamira. A su muerte, es probable que haya pasado a las manos de su yerno, Francisco de Valdivieso (1683-1749), conde de San Pedro de Álamo y casado en segundas nupcias con la marquesa de San Miguel

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37 años, viudo, se presentó ante el comisario del Santo Oficio en la villa de San Miguel el Grande. «Movido de la repugnancia y golpe que le han hecho las cosas que ha sabido» (fol. 4r), refirió al comisario que dos años antes había oído decir que en un cerro que en la hacienda llaman el cerro de Patagalana había un tesoro escondido. Para averiguar qué tan cierto era, mandó a un sirviente de la hacienda, el mulato Joseph Antonio Rosales Pichardo para que fuera a investigar. No obtuvo información porque el tal Rosales estuvo a partir de entonces «como alucinado» (fol. 4r). Por esos días se le acercó una muchacha de la hacienda, María de Jesús, mulata de 14 años, y le contó que ella sabía dónde estaba enterrado el dinero porque se lo había dicho su madre, María Guadalupe. En su denuncia, Joseph Molina se queja de que Joseph Rosales y María de Jesús estuvieron jugando con él y sus ansias por encontrar el tesoro: el primero se hacía el mudo y la segunda le aseguraba que no le podría decir nada más porque su madre se lo había prohibido. María de Jesús se fue a vivir a casa del administrador para que este le enseñara la doctrina católica y ahí le contó más cosas sobre las actividades de su madre. Le dijo, por ejemplo, que la enfermedad que Molina padecía desde algún tiempo atrás se la había provocado María Guadalupe con un muñeco que lo representaba. No solo eso: su madre tenía una gran cantidad de muñecos llenos de espinas y crucificados que representaban a otros tantos hombres y mujeres que por esos lares estaban padeciendo diversas enfermedades. La muchacha le llevó dos de ellos que correspondían a dos personas que ya habían fallecido. El administrador Molina encerró a Joseph Rosales en una galera bajo llave para castigarlo, pero María de Jesús dijo que eso no era un problema para su madre, que había estado yendo a visitarlo. Luego sabría Molina, por boca de Rosales y confirmado por la propia María Guadalupe, que el tesoro estaba encantado: […] y que el encanto estaba en que en un hollo de el cerro havían puesto una piedra grande, y sobre la piedra una tabla tapada con tierra para que

de Aguayo. En la época que nos ocupa el dueño era su hijo, el tercer conde de San Pedro del Álamo (Goyas Mejía 2011: 65). El obispo de Michoacán en esos años era Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, sobrino de Pedro Sánchez de Tagle y, por lo tanto, pariente de los dueños de la hacienda. El obispo y su sobrino habían sido fiscales del Santo Oficio en México, el primero de 1728 a 1747 y el segundo, Juan Francisco Tagle Bustamante, de 1749 a 1753 (Medina 2010: 385-386).

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así no diera el que denuncia con la boca donde el dinero estaba. Y entre la tabla y la piedra puesto un animal pinto y un muñeco de un negro con vidrios como el que trajo entre los muñecos, que es como el encantador o guarda de el lugar de el dinero (fol. 5r).

La muchacha quería que su madre se fuera a confesar con el cura para salvación de su alma y María Guadalupe decía que estaría dispuesta a hacerlo si no fuera porque su marido no estaba enterado de nada y ella temía las represalias que pudiera tomar contra ella en caso de saber que se dedicaba a esas actividades. Joseph Molina, en esa primera deposición, le dijo al comisario del Santo Oficio, Juan Manuel de Villegas, que, de hecho, iba acompañado tanto de María de Jesús como de Joseph Rosales para que dieran testimonio de lo que él estaba denunciando, y que María Guadalupe había aceptado ir después a hacer lo propio. A la mañana siguiente se presentó la muchacha ante el comisario. Su testimonio es un verdadero catálogo de prácticas hechiceriles. Afirmó que comparecía en nombre de su madre y de ella misma para decir que desde que tenía unos cuatro años se dio cuenta de que su madre hacía cosas malas, pues en ese entonces supo que María Guadalupe y sus amigas tenían maleficiada a una mujer llamada María Apolonia, que sufría de intensos dolores provocados mediante una muñeca con espinas que le habían hecho. Cuando María de Jesús tenía ocho años, su madre y dos de sus amigas –su vecina María Isabel y una india llamada María Teresa– «le dieron una bebida a la que vio que le echaron la hierva de santa maría6 y pellote la que, bebiéndola, se volvió loca y andaba como en el aire» (fol. 6r-v). El uso de narcóticos por parte de

6.

Son muchas las plantas que tienen este nombre, entre ellas, el mismo peyote. Dice Gonzalo Aguirre Beltrán qua a veces se hace una distinción entre el peyote macho y el peyote hembra; basado en lo que declaran los interrogados en los archivos inquisitoriales, unas veces, cuando se trata de la raíz o la cabeza de la planta es masculino y se le llama también rosa de san Nicolás; en cambio, la parte femenina de la planta es la flor y a esa se le llama santa maría o rosa maría. En otros casos, más bien se basa en el poder psicoactivo de la planta: cuando el peyote está maduro es masculino, cuando la planta es joven, es femenina (cfr. Aguirre Beltrán 1992: 142-144). Por otro lado, también a la mariguana (Cannabis sativa) se le conoce con el nombre de santa maría, rosa maría o santa rosa (BDMTM, «marihuana», s.v.). El hecho de que en este caso se hable de una yerba y se mencione además del peyote, induce a pensar que se están refiriendo a la mariguana.

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las brujas está bastante estudiado7. En Europa, a la brujería se asocian plantas como la mandrágora, la belladona, el beleño; en la Nueva España, las plantas alucinógenas de la farmacopea prehispánica pronto tomaron su lugar: el peyote, el ololiuhqui, el toloache, etc. Cuenta también María de Jesús que estas mujeres la llevaron a una cueva que estaba en la hacienda y que ahí, ella oyó que la llamaban por su nombre. Su madre le explicó que quien la llamaba era un muñeco puesto en cruz que tenía encantada la cueva. En esa misma cueva, luego de que su madre «hizo unas señas con las manos» la tierra se abrió y aparecieron muchas luces; su madre le dijo que eso era porque ahí estaba enterrado el dinero. Esas luces eran las mismas brujas, según relata María de Jesús. Dijo que su madre se juntaba con muchas mujeres, más de veinte, en la cueva y transformadas en luces verdosas se levantaban del suelo y se iban hacia los sitios en que había dinero escondido. En los relatos de brujas del México actual, es común identificarlas como luces o bolas de fuego que sobrevuelan los cerros8. Describe la muchacha cómo es que su madre realiza esa transformación: Dice que en su cassa se juntaron con su madre otras sinco; y que poniéndose todas alrededor de el fogón con los dedos se sacaban los ojos y los echavan en un plato blanco, y este lo ponían junto al tenamastle9 de la pared o piedra sobre quien ponen el comal y que cogiendo una untura amarilla (como la vio) se untaban por el pecho y pesqueso y baxo de los brazos. Y diziendo estas palabras: «sin Dios y Santa María», daban el volido y se desaparecían, y veía en el cerro las luces donde se juntaban otras varias. Y que para que su marido de Guadalupe, y padre de la que denuncia, no las sintiese y se durmiese hasta bien tarde, le ponían en la cabezera su trabuco y espada en cruz, con lo que quedaba como una piedra (fol. 7r-v).

7. 8.

9.

Véase, por ejemplo, el minucioso estudio de Gómez Fernández (1999); así como el libro de Mérida Jiménez (2006), que dedica parte del tercer capítulo al tema, entre muchos otros. Dice Alfredo López Austin que en el mundo náhuatl prehispánico existía un tipo de brujo o mago llamado tlahuipuchtli, que significa «el sahumador luminoso»; este personaje andaba por la noche en las montañas echando fuego por la boca, lo que explicaría la difusión de la idea de las brujas luminosas en México (1967: 93). Tenamastle o tenamaste: «Entre los indígenas y gente pobre cada una de las tres piedras que componen el fogón y sobre las cuales se coloca la olla, el comal, etc. para cocinar o cocer» (Mej. s.v.).

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Lourdes Samohano ha registrado varios casos con similitudes importantes con el de María Guadalupe, donde se habla de brujas convertidas en luciérnagas. También habla de lo que hacen las mujeres casadas para que sus maridos no descubran sus malas artes (2013: 70). Uno de los casos que menciona Samohano y que aparece también en el libro Relatos populares de la Inquisición novohispana de Enrique Flores y Mariana Masera10 parece sacado del mismo molde que este: es también la hija, Juana Teresa Gómez, la que denuncia a su madre, María Gómez, de ser bruja. A esta mujer, un gato le quita toda la carne del cuerpo y los ojos los pone debajo de un tenamaste; luego, dice «de villa en villa, sin Dios ni Santa María», se convierte en una lucecita verde y se va volando (Samohano 2013: 57-58; y Flores, Masera et alii 2010: 254). Con respecto a los muñecos, dice María de Jesús que su madre tiene varios y, entre ellos, tres que corresponden a tres hombres que ya murieron. Aclara que la razón por la que no le pudieron dar a Joseph Molina información sobre el tesoro enterrado fue porque su madre había hecho dos muñecos, uno para Rosales y otro para ella, con la boca cosida y con pellejos de víbora con el fin de que no pudieran revelar su secreto. Por eso, cuando María de Jesús trató de guiar a Molina a la cueva no la encontró y no pudo pronunciar una sola palabra. También había hecho María Guadalupe otro muñeco para Joseph Molina al que le puso una hebra de oro al cuello, con lo que parecía significar que a la víctima lo podían manejar y engañar gracias a su ambición. María de Jesús termina su declaración diciendo que es su misma madre quien la envía con la intención de pedir misericordia por sus errores y volver al buen camino, imposibilitada como está de hacerlo personalmente por temor a su marido. Ese mismo día, por la tarde, llaman a testificar a Joseph Antonio Rosales Pichardo11. Él es un mulato de 28 años, casado, arriero de la misma hacienda de San Antonio del Blanquillo. Su larga deposición está llena de historias insólitas; no es de extrañar que Joseph Molina lo considerara «alucinado». Entre otras cosas cuenta que, cuando el 10. En el mismo libro hay otros relatos que hablan de brujas en forma de luces o bolas de fuego: «Globos de fuego» y «La bruja brillosa» (Flores, Masera et alii 2010: 225-226). 11. En su declaración dice llamarse solo Joseph Antonio Pichardo, pero es el mismo Joseph Rosales que aparece en la primera declaración de Joseph Molina. María Guadalupe se refiere a él como Joseph Antonio el Reynero, porque era originario del Nuevo Reino de León.

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administrador Molina le pidió que averiguara sobre el dinero enterrado en el cerro, decidió hacerlo por «modos diabólicos» (fol. 8v) para lo que molió una peonía y se la bebió; entonces «le pareció que se le revolvía todo el mundo, y que le daban vueltas por todas partes y vio cerca de sí un vulto como de hombre (el que le causó temor) y este lo llevó de la mano, y lo fue guiando hasta el cerro, y asomándose por la abertura que havía en la cueva, vio un montón de dinero» (fol. 8v). Después de decirle a Molina lo que había visto, decidió ir a Guanajuato a la iglesia del Señor de Villaseca a pedir que se le concediera sacar ese dinero. Cuando volvió de su peregrinación, se «puso en mala amistad» con María Guadalupe y decidieron engañar a Molina para que no se les adelantara en sacar el tesoro. Como vio Molina que lo estaban engañando y que, además, Rosales había estado contando en Guanajuato sobre el asunto del tesoro, en represalia lo encerró en una galera, encadenado con grilletes. Ahí lo tuvo cinco meses. Dice Rosales que a los dos meses de estar encerrado llamó al demonio para que lo sacara; pero la que se le apareció fue María Guadalupe con un muñeco en las manos. Al parecer ella lo visitó en muchas ocasiones y platicaban sobre cómo encantar el cerro para que Joseph Molina no sacara el tesoro antes que ellos. Nunca queda claro por qué ellos no podían simplemente o por medios mágicos sacar el dinero, pero en los relatos sobre tesoros, frecuentemente aparecen condiciones que impiden a alguien acceder a un tesoro encontrado12. Una noche, cuenta el declarante, sin saber cómo, María Guadalupe lo llevó al cerro y ahí, entre los dos, hicieron un encanto con un muñeco y otras cosas para que nadie pudiera sacar el tesoro. La noche siguiente, María Guadalupe volvió a transportar a Rosales al cerro y ahí presenció una suerte de aquelarre en el que había unas veinte mujeres con luces verdes en las manos y que volaban. No se especifica, pero el muñeco que María Guadalupe llevaba en las manos cuando se le aparecía a Rosales en su prisión, probablemente representaba al mismo Rosales y era por medio del fetiche como la mujer podría sacarlo y meterlo en la galera a su voluntad. María Guadalupe también sacaba ocasionalmente a Rosales de la prisión para que le diera el sol. 12. Son innumerables los estudios sobre tesoros malditos. Remito al trabajo de Pedrosa (1998: 195-193), que contiene un análisis y numerosas referencias bibliográficas sobre el tema.

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Joseph Manuel Rosales Pichardo afirma que tiene visiones en las que puede ver lo que sucede en otros lugares porque Dominga, una de las amigas de María Guadalupe, le untó los ojos con la yerba rosa maría y le dijo que a esa yerba le podía pedir lo que quisiera y que ella se lo concedería. Con respecto a los muñecos de María Guadalupe, dice Rosales que un día se apareció dentro de su celda otra de las brujas amigas de María Guadalupe, Felipa, que fue a visitarlo para decirle que le habían hecho un muñeco con la boca cosida y que por eso es que no podía hablar más del asunto del dinero. Le dijo también que tenían otro muñeco junto al humo del fogón para que todo aquel que se acercara a buscar el dinero se ahogara. También tienen otro muñeco que representa a Joseph Molina, que tiene puesto «un hilo de sincho en la barriga, para que en toda su vida se abrigase con eso pues no tendría ni hallaría con qué mantenerse, y que en los volsicos le pusieron al muñeco unos pellexos de bíbora en representación de que ese fuese el dinero que conseguiese del que vuscaba en el cerro» (fol. 9v). Por último dice que María Guadalupe ha tratado de matar varias veces a Joseph Molina, el administrador, por diversos medios, tanto sobrenaturales como naturales. En una nota escrita al margen de la declaración de Rosales Pichardo en 1767 se hace constar que, según Joseph Molina, poco después de haber hecho su deposición en San Miguel el Grande, Rosales le dijo que «se iba de la tierra porque ya no quería meterse en más enrredos y engaños» (fol. 9r). Nunca se volvió a saber de él. El 27 de agosto declaró María Guadalupe. En su deposición se consigna que es una mulata de más de cuarenta años, casada con Joseph de Salas y que vive en San Antonio del Blanquillo. Dice que ha recorrido las veinte leguas que separan la hacienda del Blanquillo de San Miguel el Grande para denunciarse y pedir misericordia al tribunal; que está arrepentida de sus errores y que desea vivir como cristiana; que sus hijas, principalmente María de Jesús, la han persuadido para comparecer ante el comisario. Cuenta María Guadalupe que un día, en 1750, unas amigas suyas la convencieron para que bebiera rosa maría con peyote. Por la declaración de su hija sabemos que la niña estaba con ella y que también le dieron la bebida. Cuando se la tomó, sintió como que estaba en el aire o borracha; luego ella misma se preparaba la bebida. Dice que varias veces sus amigas le untaron los ojos con rosa maría y cebo, pero no afirma, como Rosales, que eso le permitiera tener visiones.

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La declaración de María Guadalupe responde mayormente al estereotipo brujeril europeo. Contó que el demonio se le ha aparecido al menos en tres ocasiones: una en forma de perro, la segunda como un cabrito que jugaba con ella y la tercera como un guajolote que la rondaba. En otra ocasión lo vio como hombre con los pies de gallo que la incitaba a tener relaciones sexuales. Ella dice que no aceptó, pero que el demonio no la dejaba en paz; incluso, en una época en que ella había decidido dejar las cosas de brujería, el demonio se metía en su cama y la agarraba de la cintura para apartarla de su marido. María Guadalupe confirma lo relatado por su hija en lo referente al vuelo, especificando que antes de volar se sacaban unas a otras los ojos con los dedos y en los huecos que quedaban se aplicaban un ungüento hecho con azufre y cardenillo. Ya en el cerro les salía del cuerpo, principalmente del pecho, una llama que crecía y decrecía según los brincos que daban. Dijo que cuando se juntaban en el cerro veían al demonio en forma ya de perro, de cabrito o de guajolote, y le besaban el rabo. La mujer no menciona nada de los tesoros; dice más bien que volaban de una hacienda a la otra, al parecer sin ningún objetivo, excepto una vez que a Dominga se le antojó un recién nacido de una hacienda cercana al Blanquillo. Fueron volando y entraron a la casa donde dormía el bebé; ya lo tenían agarrado de un pie cuando los padres de la criatura se despertaron y el marido le preguntó a su mujer si había puesto la escoba, la mostaza y el romero para proteger a su hijo de las brujas. La mujer contestó que sí y eso, aparentemente, hizo que las brujas se fueran sin hacerle daño. María Guadalupe, por su parte, volaba hasta la galera donde se hallaba encerrado Joseph Rosales. Según ella, era su amante el que le hablaba del tesoro y le decía que, cuando lo sacara, le compraría unos vestidos, «a lo que no asintió por recelos de su marido, a quien le hiziera fuerza verla con ropa que él no le havía dado» (fol. 12v). De nuevo sale a relucir el temor que le tenía María Guadalupe a su marido. Este, evidentemente iba armado, ya que cuando menciona María Guadalupe lo que hace para que él no se entere de sus andanzas, se habla de un trabuco y un cuchillo, propiedad del señor, que su esposa ponía en forma de cruz. Con esto, el marido no despertaba hasta que ella regresaba a su casa, con el canto del gallo. Su única referencia al tesoro tiene que ver con el encanto que, confiesa, hizo para que nadie más lo hallara. Su descripción difiere un poco de lo que contó Joseph Rosales, porque ella dice que eran dos

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muñecos los que utilizó para hacerlo: uno con unos vidrios en los ojos que colocó bajo una piedra, y otro en cruz, invisible para todos menos para las brujas, al que tenían por su dios y al que adoraban sabiendo que era el maligno. También refiere el maleficio que le hicieron al padre franciscano fray Bernardino Laviano, del que «se aficionaron de su cara» (fol. 12v), maleficio que ya habían mencionado los tres declarantes anteriores. Dice que hicieron un muñeco que lo representaba y le clavaron muchas espinas para que muriera del dolor. También habla del muñeco que hizo para Joseph Molina, al que se refiere como «su amo» a pesar de que ella no era una esclava. Como los muñecos no habían funcionado como querían, Dominga fue a buscar a un hombre llamado Cristóbal, apodado Tobalino, para que las ayudara en esta pretensión. Tobalino le dio a Dominga un ungüento amarillo para que se lo aplicaran al sacerdote con el pretexto de aliviarlo de sus dolores. También les dio azogue para que se lo echaran en la comida o en la bebida tanto al padre como al administrador de la hacienda, que con esto, le aseguró el hombre, les provocaría un garrotillo que los mataría. Otra de las brujas, la mulata María Juliana, fue la encargada de echar el azogue al padre, mientras que la mestiza María Pascuala hizo lo propio con Molina. Ninguna de las dos tuvo éxito porque el veneno no cayó en la comida, sino en el suelo y los dos hombres se salvaron. Dice que el muñeco que tiene junto al humo del fogón también es para matar a Joseph Molina, quien, además, era su compadre. Termina María Guadalupe su declaración asegurando que desea dejar las malas artes y satisfacer a Dios, por lo que está dispuesta a hacer lo que le manden para lograrlo. Al día siguiente, el 28 de agosto de 1760, el comisario de San Miguel el Grande, Juan Manuel de Villegas, envió con el notario Joseph Ramos, una carta a las autoridades inquisitoriales en la Ciudad de México pidiendo instrucciones. Con ella manda las diligencias practicadas advirtiendo que, por la prisa de mandarlas, no van ratificadas. Joseph Ramos también llevaba los muñecos que habían podido confiscarle a María Guadalupe. El comisario pide a los inquisidores que le asignen el caso al cura de la villa de San Felipe porque San Miguel el Grande está a más de veinte leguas de distancia y eso dificulta el seguimiento del caso. Al parecer, los inquisidores en la Ciudad de México no respondieron nada y el caso quedó estancado durante un año. Entre el 24 de julio y el 6 de agosto de 1761, el alcalde de San Felipe, Miguel Martín de

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Arguijo, escribió tres perentorias notas al administrador Joseph Molina exigiendo sin dilación su presencia y la de otras personas por ser «assí correspondiente a la administración de justicia» (fol. 24r). Entre las personas nombradas está María Guadalupe. No queda muy claro para qué asunto se expidieron estos citatorios, pero es evidente que provocaron revuelo en la villa y que atemorizaron a la mulata, por lo que el 6 de agosto de 1761 se presentó, acompañada de su hija María de Jesús ante el cura de la villa, fray Joseph María de Morales, a decir que aunque se había denunciado un año antes en San Miguel el Grande, no había pasado nada, por lo que ahora […] volvía a denunciarse porque le instaba, lo uno, el que su marido no supiera que estaba incursa en este delicto, porque sin duda le quitará la vida; lo otro, porque deceaba el beneficio de la absolución; lo otro, porque todas las cómplices andaban alborotadas estrañando el que ella no las acompañasse, y temía no la enfermaran, y aun lo da ya por hecho, respecto a haberle resultado unas hinchasones (que mostró) en las piernas y brazos. Y, por último, se temía no la hisieran volber a reinsidir, como ha vuelto, de miedo. Y últimamente porque el alcalde andaba llamando a muchos para este fin (fol. 22v).

La carta donde fray Joseph María Morales relata este encuentro con María Guadalupe llegó a la Inquisición de México el 21 de agosto. En las notas marginales consta que los inquisidores pidieron buscar los registros de aquella denuncia de agosto de 1760 y no encontraron nada, por lo que le escriben al comisario de San Miguel el Grande, Juan Manuel de Villegas, preguntándole por este caso y si está relacionado con otro del que recientemente envió información. Villegas contesta el 19 de septiembre diciendo que recuerda haber recibido a la madre y a la hija (aunque no recuerda sus nombres) y que envió las diligencias y los muñecos a México; dice que no se relaciona con el otro caso13. La última nota al margen escrita por el secretario de la Inquisición en la carta de respuesta de Villegas dice: Y vistos los antezedentes que son la consulta fecha por fray Joseph María de Morales y las diligencias que envió este comisario, recividas en 13. El caso al que se refiere es una acusación, también por hechicería, contra María Josepha Canales o de la Canal, casada con Joseph Degollado, del que no se ha podido localizar el expediente.

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26 de septiembre de 1760, que paran en la mesa del señor ynquisidor fiscal, dixo el señor ynquisidor Arias que se acumule dicha consulta a las referidas diligencias, las que se debuelban al señor ynquisidor fiscal (fol. 28r).

Aquí termina esta primera parte del caso de María Guadalupe. Al parecer, todo lo hecho en estos dos años se traspapeló en la Inquisición de México, porque en la misma hoja de la primera carta de Villegas del 28 de agosto de 1760 hay una nota de 1767, cuando se retoma el caso, que dice que no hay registro en los libros a nombre de María Guadalupe. Eso explicaría que el caso se haya mantenido suspenso durante seis años. Probablemente el caso se hubiera abandonado para siempre si no fuera porque el 20 de abril de 1767 se presentó ante el comisario Villegas un mulato de 40 años, viudo, sirviente de la hacienda de San Antonio del Blanquillo, llamado Joseph Javier Gómez, para decir que en enero de ese año, viviendo en la casa de María Guadalupe, una noche oyó ruido de guajolotes y que vio que la mujer metía en un pozo un cabo de vela encendido al revés y luego lo tapaba con una piedra y una penca de nopal. Cuando la mulata se retiró, el hombre se acercó a ver qué era aquello y encontró en el hoyo un muñeco hecho de trapos con una maraña de cabellos y espinas clavadas en la cabeza y en los muslos. A la mañana siguiente Joseph Javier le entregó el muñeco al administrador Joseph Molina, quien lo mandó a México a llevar unos carneros. Como declaró Joseph Molina al comisario Villegas –ante quien se presentó, siendo llamado, el 21 de abril– cuando el sirviente le entregó el muñeco y viendo que tenía las espinas clavadas en los lugares en los que llevaba algún tiempo sintiendo dolores, sospechó que se trataba de nuevo de un maleficio que le hacía María Guadalupe, su comadre, a la que fue a enfrentar para reclamarle su acto. Ella, después de haber negado tener algo que ver con el muñeco, confesó que sí era para hacer un maleficio pero no para su compadre sino para un hombre de la villa de León. Dijo estar muy arrepentida de seguir con sus prácticas, afirmó que no era culpa suya haber reincidido sino de sus amigas que la instaban y ella no podía negarse, y prometió dejar todo si no la denunciaba; como prueba de su sincero arrepentimiento, prometió entregarle a Molina todos los muñecos e instrumentos que tenía en su poder en cuanto regresara de un viaje que tenía que hacer. Cuando declara Molina, en abril de ese año, ella no ha vuelto aún. Joseph Molina asegura que desde

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antes de aquella primera denuncia de 1760 él nunca ha dejado de aconsejarla y presionarla para que abandone al demonio y vuelva a Dios, pero, dice, «me son en vano, porque aunque se vense a fuerza de mucho desirle y da muestra de no prosiguir, es por aquel instante, y a poco se le olvida. Esto ella mesma me lo ha declarado» (fol. 36v). Tres días después de cada declaración, el 23 y 24 de abril de 1767 respectivamente, Joseph Javier Gómez y Joseph Molina ratifican su declaración, pero este último agrega en ella que la primera reincidencia de María Guadalupe luego de las declaraciones de 1760 fue maleficiar y matar a su hija María de Jesús, por haberla impulsado a denunciarse. La muchacha murió el 12 de agosto de 1761, tan solo seis días después de haber acompañado a su madre a confesarse con el cura fray Joseph María de Morales. El 26 de abril de 1767 el comisario Juan Manuel de Villegas envía las declaraciones y ratificaciones de Gómez y Molina a la Inquisición de México diciendo que las hizo él solo porque no tiene notario, ya que los dos con los que cuenta están ausentes de la villa. En los documentos, en este punto se abre un nuevo expediente que en la portada dice: «San Miguel el Grande, año de 1767. El señor inquisidor de este Santo Oficio contra María Guadalupe, mulata libre, natural y vecina de la Villa de San Felipe. Por hechicera». A esta portada está cosido el fetiche (fol. 31r). Los inquisidores consideran que las diligencias practicadas por Juan Manuel de Villegas, tanto las primeras como las últimas, no están hechas «conforme a estilo y práctica de este Santo Tribunal»: las primeras por no estar ratificadas y las segundas por no estar hechas ante un notario; estas últimas, además, están ratificadas solo por el comisario y no ante dos «honestas y religiosas personas» como se indica en el numeral VIII de la Cartilla de comisarios del Santo Oficio de la Inquisición de México14. Deciden devolver todo a Villegas para que las vuelva a hacer con la formalidad requerida. El comisario responde a los inquisidores diciendo que es falso que las primeras declaraciones no se hubieran ratificado ante honestas y religiosas personas

14. Se puede consultar un ejemplar en la página web del Archivo General de la Nación (consultado: 16 de agosto de 2017).

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pero, como se recordará, en su primera carta él mismo dice que no se ratificaron por la prisa con la que se enviaron. Repite la sugerencia que había hecho en su primera carta respecto a que las diligencias las debía continuar alguien en San Felipe ya que por la distancia entre esa villa y San Miguel el Grande, es difícil darle seguimiento a lo que le piden. Los inquisidores nombran entonces a un comisario para llevar a cabo estas diligencias en San Felipe: fray Francisco de Araujo, guardián del convento de San Francisco en la villa de San Felipe, al que se le confiere la facultad de nombrar un notario para el caso; el asignado es fray Antonio Maldonado, predicador del mismo convento. No deja de ser curioso cómo se validarán estos nombramientos según las instrucciones que enviaron los inquisidores: El padre guardián del combento de San Francisco de la villa de San Phelipe, luego que reciba esta pondrá al pie el autto de admisión y obedecimiento y a su continuación pondrá la diligencia de nombramiento de notario para esta causa (que deberá ser un religioso de su satisfacción, para lo qual le damos facultad) y admitido, le recivirá juramento de fidelidad y secreto de modo que conste, y por ante él lo hará después el guardián nuestro comisario para proceder a las diligencias del servicio de Dios que se dirán (fol. 39r).

Las instrucciones que mandan los inquisidores al nuevo comisario nombrado son muy claras: con la información de los documentos anteriores y la cartilla de comisarios que le dieron, deberá citar al administrador Joseph Molina y, luego de tomarle juramento, le preguntará si se acuerda de haber hecho alguna vez alguna deposición sobre asuntos tocantes al Santo Oficio. Luego el comisario hará que le diga todo lo que sabe de María Guadalupe, tanto lo que declaró en 1760 como lo dicho cuando fue citado en 1761. A continuación el comisario deberá interrogarlo para obtener más información o para precisar lo que dijo en las declaraciones anteriores. El comisario deberá hacer lo mismo con Joseph Javier Gómez y luego ratificar ambas deposiciones ante dos religiosos previamente juramentados que sirvan de testigos. Hecho esto y ante las mismas honestas y religiosas personas, el comisario deberá ratificar a los demás que declararon primero: María de Jesús, Joseph Rosales Pichardo y María Guadalupe. Al terminar, deberá enviar todos los documentos a la Ciudad de México luego de asentar la opinión y el crédito que le merecen los declarantes (fol. 39r-v).

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Varios días el nuevo comisario estuvo tratando de hacer que compareciera Joseph Molina. En dos hojas dobladas por la mitad que están mucho antes en el expediente (fols. 19 y 20) el mayordomo explica que no ha atendido al llamado del comisario en primer lugar por haber estado fuera de casa; en segundo lugar, por haber estado enfermo; y en tercero, porque no quiere acercarse a la villa por temor a los muchos acreedores a los que les debe dinero y lo tienen amenazado. Sin embargo, viendo que no tiene más remedio que presentarse, acepta ir y se presenta el 16 de julio de 1767 en el convento de San Francisco. El mismo día, por la tarde, se presenta Joseph Javier Gómez. Ambos dicen en sustancia lo declarado antes; pero cabe resaltar que Gómez, en esta ocasión es un poco más preciso sobre la razón que tuvo para espiar a María Guadalupe la noche en que le descubrió el muñeco. Dice que vio un guajolote encima de la casa y a deshora de la noche y que por eso se puso a espiar y vio que María Guadalupe se levantaba de su cama y se iba para la milpa. Ahí la vio sacar el muñeco –que debe ser el mismo que está cosido al expediente– y apretarle las espinas. La mención del guajolote por parte de Gómez se inscribe en todo un sistema que relaciona a las brujas novohispanas con este animal. Se podría considerar que el guajolote es el equivalente al gato negro de la tradición europea: un animal que acompaña a la bruja o en el que la bruja misma se transforma15. La visión de un guajolote aunada a la mala fama de María Guadalupe hacen que Joseph Gómez decida espiarla para ver qué hace con los resultados ya dichos. Cuatro días después, tal y como indica la cartilla de comisarios, Joseph Molina y Joseph Javier fueron ratificados ante dos presbíteros de los que, curiosamente, no constan las firmas al final del documento, como debería ser. Normalmente, dado que estas ratificaciones se hacen unos días después de la declaración, estas no contienen nada adicional a la declaración. Sin embargo, ambos declarantes añaden datos importantes. Molina agrega a sus ya extensas declaraciones anteriores que 15. Son numerosos en México los ejemplos en los que se habla de la bruja transformada en guajolote. Roberto Martínez González dice que probablemente se deba a que este animal está asociado tanto a la sexualidad como a la feminidad, características ambas de la bruja europea. El mismo autor afirma que en las leyendas de sierra norte de Puebla y en muchas de las de Tlaxcala, es el guajolote el animal en el que se transforman las brujas (2011: 386).

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había olvidado decir que otra de las reincidencias de María Guadalupe era un plan que había hecho para que su hija María de Jesús sedujera al padre fray Bernardino Laviano, con el que habían ido a confesarse luego de las denuncias de 1760. La intención de María Guadalupe era que el padre se acostara con su hija –para lo que la llevaba «bien compuesta y aderezada»– de manera que lo pudieran acusar después de solicitación y que así «primero iría el padre a la Santa Inquisición que no ellas» (fol. 44r-v). También agregó Molina que sus dolencias han sido continuas excepto durante algún tiempo en el que el padre Pedro Ygnacio de Olvera convenció a María Guadalupe para que sanara a su compadre y ella le dio una bola y tres palitos diciéndole que al destruirlos, Molina dejaría de padecer, con lo que este se convenció de que sus dolores eran provocados por la mulata. Finalmente, relata Molina cómo luego de la primera denuncia de 1760 decidió acudir al padre Bernardino Laviano, aquel que las mujeres trataron de maleficiar, para que fuera a conjurar el cerro: Charitativamente fue el referido padre a executar el conjuro, y sabiéndolo Joseph Rosales Pichardo, a quien tenía enserrado en un galera, le dixo no dexara ir a el padre, porque le tenían puesto un arte en una peña del mismo cerro, para que a la hora que se determinara ir, resbalara, callera, y se matara. Y el padre fue sabidor porque el declarante se lo relacionó y que, con todo, armado del poder de Dios, se resolvió ha ir. Y que llegando a los recintos del cerro, se puso la estola y tomó la agua bendita y comensó a suvir, según delcaró el padre, con grandíssimo trabajo porque en donde pisaba, se le meneaban tanto las piedras y aun el suelo firme, que no se atrevió, sin reselo, ha dar paso adelante por temor de no pereser; pero, con todo, llegó al paraje en donde hizo su conjuro, y haviéndolo concluido, se vaxó del cerro sin algún trabajo, pero con la estola puesta. Y hallándose en la ladera del mismo cerro, considerando estar ya seguro, se quitó la estola y al primer paso que dio, se calló, pero ya sin peligro. Que esto fue lo que vio el que declara, y también que se lo comunicó el padre (fol. 14v).

Aunque dice que la solicitud de conjurar el cerro es por serle repugnante a la fe y por estar el demonio involucrado en las actividades de las mujeres, no hay que olvidar que desde el principio lo que Molina quería era obtener el tesoro. Ya en la segunda parte del proceso no se vuelve a mencionar el asunto. En cuanto a Joseph Javier Gómez, este añadió a su ratificación que

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[…] avrá un año, poco más o menos, que le dixo la dicha María Guadalupe que estaba mui triste, desconsolada, aburrida, desesperada y sin saber qué hacer, porque se le llegaba un plaso, pero no le dixo qué plaso era, y que ojalá y viniera una legión de demonios y se la llevara. Y que aviendo oído esto el que habla, la quiso meter por camino dándole buenos consejos y que se encomendara a Dios para que la librara de aquella tentación. Y que con todo le volvió a repetir que estaba desesperada y que no tenía remedio, que ojalá y se la hurtara el que habla y la retirara a estrañas tierras donde más no se acordaran de ella ni la viera la gente. Y que aviéndola visto en este estado y que no valían sus consejos, sin condesender a su ruego se fue y la dexó (fol. 45r).

¿Arrepentimiento? ¿Miedo? Una constante en las deposiciones tanto de María Guadalupe como de sus denunciantes es el temor a su marido: estaba más dispuesta a confesarse y pedir misericordia al santo tribunal a arriesgarse a que su marido supiera sus actividades; su desesperación podría deberse a que el marido se había enterado de los que todos en la hacienda sabían que su mujer era una bruja. El 29 de julio de 1767 María Guadalupe se presentó a ratificar sus primeras declaraciones ante Araujo. A su declaración agrega aún peores acciones de las confesadas siete años antes. A pesar de decir una y otra vez que está arrepentida y que no lo volverá a hacer, insiste en que todo lo dicho es verdad y describe con gran detalle sus maldades. Dice que luego de haber ido a San Miguel en agosto de 1760, salió «con ánimo de ser buena, de confessarse, y seguir a Dios, [pero] hubo la fatalidad de dexarse engañar del demonio y de sus compañeras en otras cosas peores y más feas, que son las que, en esta ocación, añade y declara, llena de horror de haverlas cometido, por ser mui graves, atroses y de tanta malicia» (fols. 15v-16r). No es para menos, confesó que en dos ocasiones ha ido a la iglesia, por órdenes del demonio, y que al comulgar se guardó la hostia en la boca para luego sacarla, envolverla en un papel y quemarla. Dice que el demonio le había dicho que hiciera esto para nunca regresar a la fe católica; al parecer funcionaba porque por más promesas que hizo, siempre, como dejó constancia Molina, reincidía. Confiesa también que mató a su hija: Dice más: que ella fue la causa total de la muerte de su hija María de Jesús y que la mató por que la dicha defunta le daba buenos consejos, y porque le contaba a su amo todo lo que miraba en ella, y también porque fue la primera que la empesó ha denunciar. Y que el modo con que

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le quitó la vida fue haciendo una muñeca a quien le fingió una barriga que le iba creciendo a la hija, de manera que se jusgara moría de parto y por que se pensara mal de ella contra su crédito y el de su amo Molina, a quien ella misma le achacaba la barriga, quando no havía habido tal. Y que también le dio a beber tres llervas que le dio un moso de la hacienda, nombrado Joseph Antonio Pichardo, conoscido por el Reinero, y compañero de sus maldades. Y que este muchos años ha que no parese y se fue de la tierra (fol. 16r).

También habla del plan para seducir al padre Laviano y describe cómo pensaba hacerlo: le pidió dinero al padre para que luego su hija, al írselo a pagar, se quedara a solas con él y lo sedujera. El plan se arruinó porque el fraile, aunque le dio el dinero, no las quiso confesar y mandó a madre e hija de vuelta a su casa. Confesó los vuelos nocturnos y a las compañeras que iban con ella, agregando a tres más de las que había dicho al principio. Esta vez dice que el demonio se le ha presentado varias veces en forma de hombre con los pies de gallo y […] que la provocó terriblemente al pecado de la carne, y que de hecho tuvo acto carnal con ella, y que en esta misma ocación declara que se atemorisó demaciado. Y que después de haver pecado, le dio el enemigo quatro pesos, que tomó; y que haviéndose ido a su casa halló que no eran de plata, sino como de barro o, cuando más, de cobre, y que entonses los tiró. Y que después de este trabajo, que poco ha le susedió, le ha hablado el demonio muchas vezes poniéndosele delante en varias figuras, y que en una le hiso que le vesara el rabo. Y que la última vez que le habló fue después de pasada la cuaresma de este año (fol. 17r).

Aseguró que el demonio la había golpeado por haber ido a confesarse. Con este relato se terminan de conformar los atributos típicos de la bruja europea; aunque desligados y confesados poco a poco, María Guadalupe ha maleficiado, ha volado, ha asistido a aquelarres, ha atacado a niños, ha ofendido el sacramento de la eucaristía y ha adorado al demonio, le ha entregado –al menos– su cuerpo y le ha besado el rabo. Luego de haber tomado declaración al padre fray Ignacio de Olvera, que confirmó lo que Molina había dicho sobre su enfermedad, el 30 de junio de 1767, el comisario fray Francisco de Araujo dio por concluidas las diligencias y, tal como se lo habían pedido, anotó su opinión sobre los declarantes. De Molina dice que «es hombre de bien,

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christiano viejo, de costumbres arregladas, y que a lo que dice y hace se le da crédito»; pero que, fuera del padre Olvera, todos los demás son «gente del campo, nascida y criada en los incultos retiros de él y con verdad silvestre, de cortos alcanses y sujeta a muchos errores e ingnorancias las más vezes» (fol. 47v). En la Ciudad de México, el fiscal pidió que se sacaran los dichos y hechos de María Guadalupe para mandarlos analizar por los calificadores del Santo Oficio. El documento enumera 19 que se enlistan a continuación: Dichos y hechos que se sacan para calificar contra cierta muger de calidad mulata:  1. Primeramente, consta por su declarazión que la dieron a bever la rosa maría con peyote y que luego que la bevió se halló como en el aire o emborrachada, y que esta bebida la hizo ella misma y la tomó voluntariamente en otra ocasión.  2. Que en dos ocasiones la untaron en los ojos la rosa maría con sebo.  3. Que en tres ocasiones se la apareció el demonio en figura de perro, de cabrito y de guajolote, y que quando lo vio como cabrito, le hacía la rueda parándosela en el pecho como retosando con ella con los pitones. Que otra vez lo vio en figura de hombre, aunque con los pies de gallo, y la incitava a cosas torpes de dormir con ella, aunque no lo consintió. Que en otras dos ocasiones, estando ella con su marido, después de haver renunciado y estando resuelta a buscar su remedio, lo sintió en la cama agarrándola de la cintura, como que la apartava de su marido.  4. Que por quatro noches seguidas se juntaron esta y otras en su casa, y estando alrededor del fogón, se sacaron con los dedos los ojos, y echándolos en un plato blanco, lo pusieron con los ojos bajo del tenamastle viejo, y que untándose los cóncabos de los ojos con untura amarilla que hacían de azufre y cardenillo, y todas las coiunturas del cuerpo, y diciendo estas palabras: «sin Dios y Santa María», se ivan bolando y se juntavan en un cerro, saliéndoles del cuerpo y principalmente del pecho una llama que crecía y se minorava según los brincos que daban de una parte a otra. Y que desde el cerro se repartían y se ivan a un parage que distava más de dos leguas, y de allí pasavan a otro que hai como tres leguas, y desde este a otro de quatro leguas y medía. Y que andaban bolando de este modo hasta el canto de los gallos, que se recogía cada una a su casa, después de haverse puesto unas a otras los ojos que havían dejado en el plato.  5. Que haviendo ido a chupar una criatura de 15 días que estava distante como tres leguas, y entrado en la casa con otras, la tiró del pie. Y siendo sentidas de sus padres y preguntado el marido a su

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muger si havía puesto la escoba, la mostaza y el romero para que no entraran brujas, y respondiéndole que sí, tiraron ambos a defender a su criatura, y ellas se fueron sin maleficiarla. Que ella sola se untó en dos ocasiones para bolar y lo hizo.  6. Que quando se juntavan en el cerro veían al demonio en figura de alguno de los tres animales referidos, y que todas le besavan el rabo.  7. Que estando preso cierto hombre, lo fue a visitar en tres ocaciones –preparándose con sacarse los ojos y untarse, y bolando ella, se la abrían las puertas–, con el que platicava de un tesoro que estava enterrado en un cerro, el que la decía que lo sacarían y la vestiría, a lo que no asintió por rezelos de su marido.  8. Que en las dos ocasiones que bevió la rosa maría y peiote y que fue al cerro, se abrió la tierra y vio mucho dinero, aunque no lo tocó, pero que encantaron el cerro para que otro no lo encontrara poniendo bajo de una piedra grande un muñeco con vidrios en los ojos.  9. Que sobre una peña colocaron en cruz un muñeco y que solo a este lo tenían por su Dios, siendo el maligno, a quien adoravan como si fuese cosa divina. 10.  Que para que su marido no la sintiese salir, así que quedava dormido, le ponía a la cabezera su cuchillo y trabuco en cruz, y no despertava hasta que ella quitava esta figura. 11.  Que a tres hombres quitaron la vida con varios hechizos y supersticiones formando tres muñecos clavados de espinas; que los tuvieron así hasta que murieron. 12.  Que entre ella y otra hicieron un muñeco clavado de espinas que representava a cierto sugeto por que se aficionaron de su cara, con el fin de acabar con su vida llenándolo de dolores. 13.  Que hicieron otro que representase otro sugeto clavado todo de espinas, que havía estado padeciendo algunos tiempos. 14.  Consta asimismo que, posteriormente, haviendo oído ruido como de guajolote en casa de esta muger, un hombre estuvo espiándola diversas noches, y en una de ellas vio que llevó sola un cabo de vela encendido al revés, lo metió en un hoyo, lo tapó con una piedra y puso encima una penca de nopal. Y que haviéndose ido ella, pasó a reconocer el hoyo y halló en él un muñeco de trapos con una maraña de cabellos y diversas espinas de visnaga clavadas en la cabeza y otros miembros del mono, y el cabo de vela que lo quemó. 15.  Que reconvenida esta muger por un hombre que sospechava lo tenía hechizado por haverlo ella dicho y estar con dolores en donde el muñeco tenía las espinas, aunque al principio lo negó, confesó luego haverlo ella hecho y pidió perdón, ofreciendo dejar la creencia que tenía en el demonio y bolverse a Dios, y que en prueba de ello entregaría otros instrumentos que paravan en su poder, lo que no se ha verificado.

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16.  Que el muñeco lo havía hecho ella, aunque no para enfermar a este hombre, sino a otro, y que para eso lo tenía enterrado. 17.  Que el haver perseverado en su mala vida, aunque la havía largado delatándose sola, no consistía en ella, sino en las compañeras que la instavan. 18.  Que haviéndola amonestado repetidas veces para que se apartara de su mala vida, aunque por aquel instante dava muestras de no querer proseguir en ella, a poco tiempo lo olvidava. 19.  Y, por último, es tenida y reputada públicamente por hechizera (fols. 50r-52r).

No se menciona ni la muerte de la hija, ni que al final efectivamente cohabitó con el demonio, ni que quemó las hostias, ni que había tratado de corromper a un sacerdote, ni que había denunciado a muchas otras compañeras suyas incursas en los mismos delitos, puntos todos que hubieran apoyado aún más su carácter de bruja. Los calificadores, según la práctica habitual del Santo Oficio, revisaron punto por punto estos «dichos y hechos». Comienzan su reporte con una larga –tres folios escritos por ambos lados con letra pequeña y apretada– y erudita disertación para definir conceptos como la superstición, el sortilegio, el pacto con el demonio y la herejía, para lo que se apoyan –y citan constantemente– en autoridades como el Cursus theologiae moralis del Colegio de los Salamanticenses; el Tractatus de Officio Sanctissimae Inquisitionis et modo procedenti in causas fidei de Cesare Carena; el tratado de Jean Bodin De magnum daemonomania libri IV; las Consulttationes novissimas canonicas de Jacobo Pignatelli; el tratado de Agostino Matteucci Cautela confessarii pro foro sacramental; el Opus morale in praecepta decalogi de Tomás Sánchez; y la Reprovacion de las supersticiones y hechizerias de Pedro Ciruelo. Plantean seis supuestos:  1. Que la superstición es el género supremo dentro del cual se contienen la idolatría, la adivinación, la magia y la vana observancia, y que el sortilegio es un tipo de superstición (fol. 53r-v).  2. Que el pacto diabólico incluye necesariamente al sortilegio (fols. 53v-54r).  3. Que todo sortilegio hecho con pacto con el demonio es heretical (fol. 54r).  4. Que también el que hace pacto implícito con el demonio es sospechoso de herejía y, por lo tanto, pertenece al Santo Oficio (fol. 54r).  5. Que hay varios tipos de sortilegio: adivinatorio, amatorio y maléfico (fol. 54v).

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 6. Que de los que practican los sortilegios son más las mujeres que los hombres y que se conocen más con el nombre de hechiceros y brujos que con el de magos o sortílegos (fol. 54v).

Planteados estos supuestos, comienzan con la calificación de los puntos para lo que también se basan en tratados de demonología, teología y autoridades de la Iglesia16. Del primero dicen que si sabía los efectos que le provocaría la ingesta del peyote y la rosa maría y aun así lo bebió, esto la hace mágica supersticiosa, sacrílega, hechicera con pacto explícito con el demonio y, por lo tanto, rea del Santo Oficio. Del segundo punto, los calificadores consideran que si el motivo de untarse los ojos con rosa maría y sebo fue para tener visiones adivinatorias, eso la hace mágica supersticiosa, sortílega, hechicera con pacto con el demonio; pero que si la untura era para facilitar que se pudiera luego sacar los ojos, también. En el tercer punto, dicen los calificadores que si el demonio se les apareció con esas figuras, siendo que no es más que espíritu, es porque fue invocado y para aparecerse adquiere figuras como la del chivo, que es como regularmente lo adoran las brujas, lo que la hace mágica supersticiosa, sortílega, etc. y rea del Santo Oficio. Sobre el punto cuarto, los calificadores dudan de su veracidad: dicen que les parece muy difícil que luego que los ojos han estado a la intemperie en un plato, fríos y secos, puedan volver a ponérselos y que funcionen igual que antes. También les provoca cierta extrañeza que regresando ciegas en la madrugada a las mujeres no se les caigan los ojos al tratar de ponérselos o, peor, que no los confundan ya que el solo tacto no debe ser suficiente para que cada una reconozca sus propios ojos (fol. 56r). Por lo mismo dudan de los puntos 6, 7 y 8 porque, sin ojos, ¿cómo hacían para «ver» al demonio, para besarle el rabo, para llegar hasta donde estaba el hombre encerrado y para ver el tesoro enterrado en el cerro?; hacer todo eso implica o que es mentira (y entonces es perjura) o que el demonio les sugiere esas ensoñaciones17 lo que la hace mágica supersticiosa, sortílega, hechicera con pacto con el demonio 16. Las Quaestiones de quodlibet de Santo Tomás; el Hispani episcopi abulensis de Alfonso Tostado; los Commentarius in quatour evangelia de Cornelius a Lapide; la Biblia, etc. además de los antes citados. 17. Para más información sobre san Agustín y la tesis del ensueño, véase Caro Baroja (2003: 76-77, 95).

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y rea del Santo Oficio. Para calificar el punto 9, referente al vuelo, los calificadores se extienden en una larga discusión sobre la realidad de este fenómeno, discusión que ocupó muchos de los tratados de magia durante el auge de la brujería europea, con lo que agregan el epíteto «bruja estrige» a los de mágica supersticiosa, sortílega, etc. Por decir «sin Dios ni Santa María» al volar, la califican de blasfema y por el asunto de chupar a la criatura, como «saga»; por haber hecho los maleficios con los muñecos, como «venéfica o maléfica» y por haber matado a tres hombres como «lamia». El beso en el rabo la convierte en idólatra y por lo del padre Laviano (punto 12), en sortílega amatoria. Por último, por haber pedido perdón a quien no había maleficiado (puntos 15 y 16) y por haber reincidido luego de mostrarse arrepentida, la califican de embustera. Todo esto la hace, concluyen los calificadores, vehementer de hęresi suspecta y, por lo tanto, rea del Santo Oficio. Tres meses les tomó a los calificadores elaborar este texto que enviaron a los inquisidores el 25 de noviembre de 1767 y el 7 de diciembre el fiscal Amestoy pide a los inquisidores Dr. Cristóbal Fierro y Torres y Lic. Julián Vicente de Andia el mandamiento de prisión. Inexplicablemente, el otorgamiento de este documento se demora nueve meses, hasta septiembre de 1768. Finalmente, el 10 de septiembre se despachó el mandamiento de prisión con embargo de bienes al comisario de San Miguel el Grande, Juan Manuel de Villegas. Ya antes habíamos visto que Villegas no recordaba bien el caso de María Guadalupe y que en varias ocasiones pidió que pasara a la villa de San Felipe, más cerca de la hacienda donde vivía la mulata, lo que dio lugar a las diligencias practicadas por Araujo y Maldonado. Nuevamente, el comisario se hace el desentendido y devuelve el mandamiento de prisión el 23 de octubre diciendo que en esa villa no hay ninguna María Guadalupe mulata acusada ante el Santo Oficio y que solo recordaba haber mandado algunas diligencias sobre una mujer de San Felipe («distante de esta [villa] más de veinte leguas», insiste el comisario); no obstante, dice Villegas, «si ella es la que se solisitta, procuraré con el maior disimulo y secreto el que se aprehenda, y executar lo más que previene Vuestra Señoría en la comissión, teniendo bienes que, si es la que pienso, en esto no abrá que hazer por ser pobre» (fol. 65v). Los inquisidores contestan que se trata de esa misma mujer y le ordenan que ejecute lo que le piden.

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Demasiado tarde. María Guadalupe murió repentinamente el 11 de junio de 1768. Para entonces, según su partida de defunción, ya era viuda: su marido debe haber muerto entre julio de 1767 y junio de 1768. Nunca sabremos si ella lo mató, pero no cabe duda de que hubiera sido capaz de hacerlo. Ante esta noticia, el fiscal Amestoy dice que, a pesar de lo prolijo de la calificación hecha por los padres Juan de Pozos y Vicente Garrido, esta «no se halla con aquella claridad conducente para que el fiscal vea si es de seguirse esta causa contra la memoria y fama de la referida María Guadalupe» (fol. 67r), por lo que solicita a los inquisidores se mande a calificar de nuevo. Todo el expediente le fue enviado entonces al calificador fray Francisco Larrea. El nuevo calificador, ahora sí, tiene toda la información, y no solo los dichos y hechos que se entresacaron de los documentos, por lo que sí califica la muerte de la hija y la intención de María Guadalupe de desacreditar su buen nombre haciendo que pareciera que murió de parto, siendo doncella; también se ocupa del trato carnal con el demonio –el calificador considera que con este acto «pecó contra religión por el comercio con el demonio; contra castidad por el sexto mandamiento; contra justicia porque fue adúltera, y contra naturaleza, por ser de distinta especie el cómplice» (fol. 69v)– y del grave sacrilegio de quemar las hostias. Su escrito es igualmente erudito y documentado; se apoya sobre todo en el Manual de calificadores del Santo Oficio, pero recurre también al Malleus maleficarum de Kramer y Sprenger, y a santo Tomás, para decir que María Guadalupe es vehementemente sospechosa de herejía. El calificador se refiere a ella como «iniquísima rea», «perversísima rea», «maldita mujer», «esta infame», «mala hembra», «afrenta de todo el sexo»; sin embargo, al final de su calificación dice que, según el Manual, para declarar a alguien hereje se requiere la pertinacia en el error, que entiende como un «assenso interior con su entendimiento de una proposición contraria a la fee» (fol. 70r). Es decir, para declarar a María Guadalupe hereje formal no bastan sus dichos y hechos por más terribles que sean; se tendría que demostrar, sin que quepa la menor duda, que entendiendo en lo más profundo de su corazón que ofendía a Dios, ella se obstinara en no creer en él. El calificador dice que esto no se puede probar ya que «la poca inteligencia o práctica» (fol. 70v) del comisario que la interrogó hizo que no le preguntara cosas como si ella al quemar las hostias estaba consciente de que quemaba el mismísimo cuerpo de Cristo, si creía que era lícito

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ofender los sacramentos, si dejó alguna vez de creer en la santa fe y lo que enseña la santa madre Iglesia católica. Sin las respuestas a esas preguntas, solo Dios podía saber si era o no hereje, y, si Dios por sus justos juicios le pidió el alma antes de que pudiera contestarlas y demostrarse que era hereje formal, «no debe ser juzgada por los hombres como tal, pues murió con el derecho a su fama» (fol. 70v). El calificador entregó su escrito el 22 de febrero de 1769. El último folio del expediente es un documento del inquisidor Vicente diciendo que, en vista de la calificación de Larrea y que el fiscal Amestoy pedía se atendiera a su dictamen, […] en atención a no haverse verificado el caso de que se llegase a justificar la intención de unos hechos que son tan difíciles de probar, y mucho más de poder constituir reos de modo que, según el alma de las instrucciones, se les deva seguir la causa contra su memoria y fama, especialmente quando los expresados delitos se cometen por sujetos brutos e incapases de saver lo que es heregía ni sus penas, como era la difunta María Guadalupe, devía declarar y declaraba no deverse seguir esta causa contra la memoria y fama de la expresada María Guadalupe, y mandaba y mandó que se ponga en su lugar y lo firmó (fol. 71v-72r).

Con esto terminó el caso de María Guadalupe. No es frecuente que las denuncias de brujería y hechicería en la Inquisición novohispana pasen de la denuncia, algunos interrogatorios y una reprimenda a los acusados. Probablemente el que a María Guadalupe se le haya seguido el proceso hasta sus últimas consecuencias fue por la gran acumulación de delitos típicos de la brujería europea: prácticamente no falta ninguno; o al minucioso trabajo de los calificadores, que demuestran que cada uno de sus actos está plenamente descrito en la literatura especializada lo que hace de ella la bruja perfecta. Por su parte, aunque si bien María Guadalupe usaba de muchos de los instrumentos típicos de la brujería universal, su especialidad eran los fetiches, que usaba para conseguir los más diversos fines: matar, hacer callar, guardar el tesoro, simular un embarazo, probablemente transportar a alguien, para rendirle adoración. Ella jamás negó alguno de los delitos que se le atribuyeron o los que ella misma confesó; aunque varias veces manifestó su formal deseo de dejar sus malas prácticas, al parecer, como diría la Cañizares de Cervantes, se quedó «con la curiosidad de ser bruja, que es un vicio dificultosísimo de dejar».

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La escritura como martirio y la enfermedad como delirio. El caso de sor María Coleta en el siglo xviii novohispano Anel Hernández Sotelo

Las diligencias inquisitoriales El 22 de noviembre de 1771, Joseph Xavier de Cubas Bao denunció por escrito ante el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de México que […] cierto presbítero que se dice ser provisor del obispado de Oaxaca había contado a ciertas personas que en aquel obispado vivía cierta religiosa, a quien él había confesado, que era de vida portentosa pues predecía muchas cosas, tenía señaladas las cinco llagas y que un Domingo de Ramos, apareciéndosele nuestro señor Jesucristo, le regaló una palma de la cual el mismo presbítero repartió varios fragmentos a la familia del contador de la Real Aduana, de que usaron como reliquias hasta que el bachiller Manuel Muñoz se los quitó diciendo que iba a quemarlos (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 76)1.

Un año después, Cubas Bao ratificó ante el tribunal su denuncia escrita y añadió que el dicho provisor esparcía en la localidad la especie de que la misma religiosa había profetizado a dos padres de la Compañía de Jesús que habrían de ser expulsados por el monarca hispano 1. Aprovecho la oportunidad para aclarar que, dada la riqueza del documento completo, el análisis aquí planteado cubre solamente la parte del proceso inquisitorial y de las primeras treinta y cinco cartas de María Coleta integradas al expediente. También comunico al lector que la ortografía y los signos de puntuación de este documento y de los impresos antiguos que se citan han sido modernizados.

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y que, luego de la expulsión, la monja había predicho el regreso de los jesuitas a «estos reinos». Además agregó que, hablando con su esposa, el provisor le refirió que dicha religiosa profetizó la muerte del «señor obispo», a pesar de que los médicos aseguraron que sus dolencias eran «de poco cuidado», por lo que la religiosa solicitó entregar un papel al obispo «previniéndole del peligro en que se hallaba y que con afecto, habiéndolo así ejecutado y leído dicho papel, el señor obispo enfermó, se dispuso para morir y, con efecto, sucedió el haber muerto de aquella enfermedad» (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fols. 77v-78r). Así, en 1774 el Santo Oficio comenzó a realizar las diligencias inquisitoriales correspondientes contra sor María Coleta de San Joseph, capuchina del convento del Dulcísimo Corazón de Jesús de Oaxaca, por alumbrada y herética, y contra Andrés Quintana, su guía espiritual y arcediano y provisor de la Santa Iglesia de Oaxaca. Entre los cuarenta y cinco testificantes en el proceso inquisitorial estuvieron hombres que ostentaban cargos vinculados al funcionamiento de la Real Hacienda de la Nueva España: el citado Joseph Xavier de Cubas Bao, guardia mayor de los reales ramos de alcabalas, pólvora y pulque; Joachin Xavier de Uría, contador de la Real Aduana; Francisco Xavier de Uría, oficial de la contaduría general del tabaco; y Manuel de Uría, oficial tercero en la Real Aduana. Este hecho evidencia que el caso de María Coleta gozó de una inusitada fama entre la élite burocrática-administrativa novohispana, gracias a la divulgación que de su santidad, sus prodigios y sus revelaciones hacía el arcediano Andrés Quintana al visitar continuamente a los miembros de esta élite, como se desprende de la documentación. Asimismo, se solicitó la testificación del dominico fray Pedro Rivas, quien señaló que en una ocasión encontró en la calle a Andrés Quintana y este aprovechó para referirle la vida ejemplar de María Coleta y la existencia de sus estigmas. Añadió que hacia 1773, estando de visita en casa de un tal Agüero, este le refirió que […] en la puerta de la [iglesia de la] Concepción, predicando misión un religioso agustino a quien no conocía, después del estrago ocasionado de temblores de Guatemala había dicho en el púlpito que una religiosa capuchina había escrito al señor obispo diciéndole que igual ruina que había padecido Guatemala amenazaba a la ciudad de Oaxaca por sus culpas. Y que preguntando el declarante a la madre Coleta que quién había escrito semejante especie, sorprendida le respondió que ella la había escrito por orden y mandato de su confesor el padre don Ángel Briones, pero no para

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que se publicara. Y que esto lo supo de la madre Josepha Galana, religiosa de la Concepción, quien dijo que no lo había oído ella sino las muchachas que estaban en el coro (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fols. 103v-104r).

El dominico contó que a oídos de su provincial, el padre fray Juan Cavallero, llegaron noticias de que «había bajado del cielo una palma a la madre Coleta y que esta se la envió a [Andrés] Quintana» quien, partiéndola en pedazos, la repartía como reliquia. Entonces, fray Pedro de Rivas «haciéndole fuerza, reconvino a dicha madre Coleta, quien le dijo que esa palma era la que daban el Domingo de Ramos». Declaró también que estando «en el pueblo de Ocotlán» escuchó que María Coleta había enviado unos frijoles a Andrés Quintana pero que «se le olvidaron el comerlos por lo que se acedaron y se los echaron a las gallinas». Sin embargo, un mozo envió a religiosa un recado de agradecimiento, al que Coleta respondió que no se podía decir que habían estado muy buenos los frijoles «cuando no los probaron sino que se los echaron a las gallinas». Al parecer, por este y otros rumores, el mismo dominico prohibió a María Coleta que «comunicara su espíritu» con Andrés Quintana, «por motivo de que no anduviesen por acá fuera las especies […] sobrenaturales, siendo naturales» (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 104 r-v). Llamado a testificar fray Juan Cavallero, provincial de San Hipólito de la Orden de Predicadores, expuso que en la región se rumoraba que no solo María Coleta tenía fama de ser «favorecida de Dios con maravillas», pues había oído que «a otra madre la había hecho nuestro señor Jesucristo el singular favor de imprimirle sus sagradas llagas». El provincial expuso también que «habrá siete u ocho años», durante el levantamiento de «Zachilla», había oído contar que un indio atacó al provisor Andrés Quintana, que en el mismo instante del ataque, Dios le reveló el acontecimiento a María Coleta «y que por súplicas de la referida madre lo libró Dios del peligro», si bien el provincial asentó que el portento «se dijo antes de que volviera a la ciudad dicho provisor». Además, Juan Cavallero contó, que siete u ocho años atrás, Juan Antonio Quero le hizo saber que Quintana aseguraba que «los incendios del amor divino en que se decía arder la madre Coleta, el agua que bebía cada día por templarlos, y que se calentaba en la que se bañaba [eran] más seráficos que los de santa Catarina de Sena [sic]». Finalmente, el provincial advirtió que las enfermedades de la capuchina habían sido continuas, «llegando cuatro o cinco veces a estar en peligro de muerte, de modo que en algunas se

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le había administrado el santo sacramento de la extremaunción a toda prisa», siendo su afección más grave «lo mucho que padecía en la cabeza» (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fols. 105r-107r). Más importante –si cabe– fue el requerimiento que la Inquisición realizó a personajes vinculados con el gremio de la salud. En el proceso fueron testigos el cirujano Joseph López, quien señaló que había oído «por pública voz y fama [que María Coleta] tenía estampadas las llagas de nuestro señor […] pero que habiéndola sangrado y pulsado, no le descubrió señal alguna […] y que con la misma generalidad había oído que bañándose la dicha María Coleta en agua fría, se calentaba» (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 93v); el barbero Juan Antonio Guzmán, quien declaró que «habría catorce años que necesitaba la madre Coleta, religiosa capuchina, de una sangría en una noche en que le solicitaron con mucha eficacia […] teniendo opinión de ser muy virtuosa la religiosa» (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 94r); y el médico Juan Vasconcelos, quien asentó que por voz de Andrés Quintana supo que la monja capuchina «había tenido estampadas las llagas de nuestro señor Jesucristo y que él la había asistido en sus accidentes y no le vio señal alguna porque no le ha visto las palmas de las manos», además de considerar que la religiosa calentaba el agua fría al bañarse «a causa de adolecer de un marasmo escorbútico» (AGN, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 95 r-v). Luego de entrevistar al resto de los declarantes, con toda seguridad los inquisidores se alarmaron de la resonancia que, por espacio de casi una década, habían tenido las visiones, revelaciones y profecías de María Coleta y el papel de Andrés Quintana como legitimador y divulgador de las mismas. Entre los quinientos veinte folios que componen el expediente, se encuentran las transcripciones de una serie de cartas que la religiosa escribió a sus diferentes confesores entre 1751 y 1775, correspondientes a la primera fecha que aparece en una de las cartas y al año del fallecimiento de la religiosa, aunque para Carolina Aguilar las epístolas fueron escritas entre 1751 y 1752. Sin embargo, la causa se suspendió debido a la muerte de la religiosa, acaecida el 17 de diciembre de 17752.

2. Es probable que el proceso inquisitorial contra la capuchina María Coleta de San Joseph sea uno de los más ricos testimonios del lenguaje femenino en la clausura monástica a mediados del siglo xviii novohispano, como lo dejan ver algunos estudiosos del caso (Aguilar García 2013; Gonzalbo Aizpuru 2002; Guerra 2013; Ibsen 1999; y Rubial García 2004).

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La orfandad física y representativa en los conventos de capuchinas novohispanas El convento de capuchinas de Oaxaca al que pertenecía María Coleta fue fundado en 1744. Este convento oaxaqueño, con titularidad del Dulcísimo Corazón de Jesús y cuya iglesia estuvo dedicada a san José, fue el primero de dos monasterios de capuchinas construidos en la región, dado que «San José estuvo dedicado a la educación de mujeres españolas, en contraposición al convento de Santa María de los Ángeles (o de los Siete Príncipes) orientado a las indias caciques de Oaxaca» (Aguilar García 2013: 194). Sin embargo, Lázaro Iriarte menciona solamente la existencia del convento de capuchinas de 1744, agregando que «fue llamado de capuchinas indias, por ser uno de los que, como el de Valladolid, estaban destinados a nutrirse de vocaciones indígenas» (Iriarte 1996: 71). En realidad, como quiere Carolina Aguilar, existieron dos conventos oaxaqueños de capuchinas. El primero, fundado en 1744 para recogimiento y educación de mujeres españolas, se levantó gracias al envío de cuatro religiosas del convento capuchino de Nuestra Señora del Pilar de Guatemala (fundado en 1725) a la ciudad de Oaxaca en 1743 (Juarros 1808: vol. 1, 187) y fue dispuesto en lo que «con anterioridad había sido un templo jesuita, reconstruido a causa de los daños producidos por varios sismos» (Aguilar García 2013: 194). El segundo convento oaxaqueño de capuchinas fue «patrocinado y costeado por los caciques del valle de Oaxaca [y] se inauguró en 1782 tras una engorrosa tramitación que se prolongó durante casi cuarenta años» (Martínez Cuesta 1995: 590). Este monasterio fue organizado siguiendo el esquema del convento de Corpus Christi para nobles indias de la Ciudad de México, fundado entre 1720 y 1724 con el apoyo del virrey Baltasar de Zúñiga, marqués de Valero, y de la franciscana descalza sor Petra de San Francisco (Rocha Cortés 2004; y Sarabia Viejo 1997). Al parecer, desde entonces las religiosas descalzas de este primer monasterio de indias cacicas fueron conocidas popularmente con el calificativo de «capuchinas», como queda evidenciado en el sermón dedicado a las honras fúnebres de la fundadora de Corpus Christi, impreso en 1727, en donde el jesuita Juan Antonio de Oviedo la llamó «fundadora del religiosísimo convento de capuchinas indias de Corpus Christi». Asimismo, Oviedo expresó su admiración ante la «severísima regla de

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las capuchinas» que observaban las indias, «en quienes parece nativa la tosquedad y rudeza» (López 1727). Así, el calificativo «capuchina» en territorio novohispano significó más una actitud penitencial vinculada con la descalcez monacal franciscana, que la real adscripción de las religiosas a la orden de clarisas capuchinas, pues esta congregación femenina no llegó a la Nueva España sino hasta 16663. Cabe destacar que, desde su fundación en 1538, las monjas capuchinas tuvieron serios problemas con los frailes capuchinos, debido a que estos fueron obligados desde la Santa Sede a confesar a las religiosas, a pesar de que en sus constituciones les estaba prohibido administrar este sacramento a seglares y monjas (Constituciones de los Frayles Menores Capuchinos 1644; Murcia 1645). Así, amparándose en diferentes documentos pontificios, en 1625 los frailes recibieron de Urbano VIII un breve «dando facultad a los ordinarios para asignar a las capuchinas confesores extraordinarios, como una mínima atención a las comunidades» (Iriarte 1996: 114)4, por lo que, desde entonces, la filiación entre monjas y frailes capuchinos fue casi inexistente, reduciéndose a la obligación del ministro general capuchino de otorgar las patentes fundacionales de los cenobios femeninos. Sin embargo, es necesario señalar que en casos muy particulares los capuchinos solicitaron licencias para confesar seglares y monjas, en virtud de necesidades bien específicas (Hernández Sotelo 2017).

3. Hacia 1654 Isabel de la Barrera, viuda del capitán Simón de Haro, donó diez mil pesos para la construcción de un convento de capuchinas en la Ciudad de México, consagrado al beato Felipe de Jesús. Las religiosas que ocuparían el convento serían capuchinas de Toledo. Sin embargo, en 1659, Isabel Barrera murió, con lo que la fundación se pospuso hasta 1665, cuando don Francisco de Villareal se dispuso a cumplir con los deseos de la fallecida. Estuvieron en el convento de la Concepción (fundado antes por Isabel de la Barrera) hasta que terminaron las obras de su propio convento. En mayo de 1666 fundaron el convento de san Felipe de Jesús y Pobres Capuchinas de México (Diccionario universal de historia y geografía 1853, vol. 2: 138-140). 4. «Por el nombre de Ordinario se entienden en derecho, además del Romano Pontífice, los Obispos diocesanos y todos aquellos que, aun interinamente, han sido nombrados para regir una Iglesia particular o una comunidad a ella equiparada […] y también quienes en ellas tienen potestad ejecutiva ordinaria, es decir, los Vicarios generales y episcopales; así también, respecto a sus miembros, los Superiores mayores de institutos religiosos clericales de derecho pontificio y de sociedades clericales de vida apostólica de derecho pontificio, que tienen, al menos, potestad ejecutiva ordinaria» (Reyes Vizcaíno).

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El estado de orfandad espiritual, manifiesto ya en los primeros cenobios de capuchinas fundados en Granada (1588) y en Barcelona (1599), fue mucho mayor entre las capuchinas americanas porque mientras las capuchinas europeas tenían noticias vívidas del instituto regular que observaban sus hermanos de religión, «la mayoría de las capuchinas americanas jamás habían visto al fraile francisano barbado, con hábito tosco, estrecho y puntiagudo, que era el capuchino». Y es que, por instrucciones del Consejo de Castilla, desde finales del siglo xvi hasta el primer cuarto del siglo xix, los capuchinos estaban inhabilitados para cruzar el océano y fundar conventos, seminarios y casas de estudio (Pobladura 1964; Hernández Sotelo 2010a; y Hernández Sotelo 2010b). A lo sumo, se permitió que algunos capuchos realizaran el viaje para desarrollar misiones temporales, principalmente en el virreinato de Nueva Granada, aunque la Nueva España fue territorio vedado a los religiosos incluso para los trabajos de misión. El primer contacto directo de la sociedad novohispana con los frailes capuchinos se verificó entre 1763 y 1767, cuando fray Francisco de Ajofrín y fray Fermín de Olite fueron comisionados en el cobro de una deuda pagadera a la congregación de Propaganda Fide y en la recolección de limosnas para la misión capuchina del Tíbet (Lorenzen 2013)5. Durante su estancia, Ajofrín escribió su famoso Diario del viaje a la Nueva España y, utilizando el recurso del anagrama en el nombre del autor (Pobladura 1966), hizo imprimir en México su Carta familiar de un sacerdote (1765), que conoció una reimpresión madrileña en 1772 con algunos añadidos aclaratorios sobre nombres o lugares que en la 5.

Grosso modo, las causas por las que Felipe V permitió la entrada de capuchinos a la Nueva España se explican así: Carlos II murió sin haber pagado completamente una deuda al hispano-genovés Giovanni Domenico Spinola por lo que, en 1734, sus descendientes decidieron «donar la deuda» de la Corona española a la congregación de Propaganda Fide. En 1738 Felipe V hizo un acuerdo con las instancias vaticanas, gracias al cual la «deuda Spinola» quedó transferida al virreinato de la Nueva España. En el mismo año, Propaganda Fide comenzó a enviar a religiosos capuchinos italianos y españoles para que la cobrasen al pueblo novohispano y recolectasen limosnas. El proyecto estuvo vigente desde 1738 hasta 1791, año en que Fermín de Olite murió. Aprovechamos para aclarar que en el artículo el autor se refiere al ministro general capuchino como «Pedro de Colindres», aunque el nombre de este fraile fue Pablo de Colindres. Por otro lado, recomendamos ampliamente el análisis que Lorenzen hace sobre el proceder del capuchino Fermín de Olite, quien encontró en la comisión que se le impuso la justificación perfecta para solicitar ascensos profesionales y favores especiales del Vaticano.

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versión mexicana se sobreentendían. El objetivo de escribir y publicar esta obra en México era, indudablemente, dar a conocer el «sagrado» instituto capuchino en la Nueva España, donde se les confundía con otras ramas franciscanas, especialmente con los franciscanos descalzos de la provincia de San Diego de México, quienes fueron conocidos popularmente como «dieguiños». Por su Diario —que no fue impreso sino hasta el siglo xx— sabemos que Ajofrín visitó el convento del Dulcísimo Corazón de Jesús de capuchinas de Oaxaca (Ajofrín 1986) y quizá fue entonces cuando, por la reja del convento o en el torno, las capuchinas oaxaqueñas tuvieron contacto por vez primera con uno de sus hermanos de religión. Es probable que el fraile Ajofrín haya recibido cuestionamientos sobre la desvinculación de los frailes capuchinos con las monjas capuchinas novohispanas, pues en la Carta familiar asentó que todas las capuchinas, excepto algunas, están sujetas al ordinario, por tener los padres ley expresa que les prohíbe su gobierno [por lo que] verdad es que los capuchinos son santos y las capuchinas santas; y no sé si en esta santidad habrá influido la referida separación e independencia; solo sí me acuerdo haber oído a mis mayores, con la sencillez propia de aquellos tiempos, este proverbio: «Entre Santa y Santo, pared de cal y canto» (Ajofrín 1772: 33-34).

Esta singular situación determinó que el tema del capuchino como «guía espiritual» de religiosas no preocupara en demasía a los frailes, dada la escasez de obras de su cuño sobre el asunto. Sin embargo, sabemos que Francisco de Ajofrín obtuvo licencias especiales para confesar monjas en la península ibérica por lo que, en el ocaso de su vida, decidió escribir su Tratado teológico-místico-moral sobre el confesor extraordinario de monjas (1789). Fiel a los principios de su orden, el libro no es propiamente un manual de confesión sino un amplio texto en el que el autor argumenta que, frente al confesor adscrito a una congregación religiosa, el confesor extraordinario de monjas resultaba más útil en la sanación espiritual porque mientras el primero «esclavizaba» a las religiosas con el «yugo» de su orden, con el confesor extraordinario las monjas obtenían la «apreciable libertad de elegir confesor a su gusto» (Ajofrín 1789: 89-90). En respuesta a los razonamientos del capuchino, el franciscano observante

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Joseph Fernández Reconco imprimió su Justa defensa de los prelados (1794), en donde se lee: No ha mucho tiempo que llegó a mis manos la explicación de la Bula Pastoralis curae, que dio a la luz el reverendo padre fray Francisco de Ajofrín, y pensando hallar en ella una obra digna de su autor, que sin agravio de alguno aspirase al logro de los tres fines que se proponen en su título y prólogo del consuelo de monjas, dirección de los prelados que las gobiernan e instrucción de los confesores que las dirigen, hallé cuestiones odiosas, quejas, acusaciones, declamaciones y amenazas contra los regulares, así prelados como súbditos, que gobiernan y dirigen [a] esas monjas […] No extrañaríamos que escribiesen contra los regulares los impíos que sienten mal de los institutos de las sagradas religiones, pero se hace intolerable que un regular ensangriente su pluma contra sus hermanos, que habitan como él en las Casas del Señor (Fernández Reconco 1794: I-II).

Así las cosas, no nos equivocamos al subrayar que las capuchinas novohispanas, además de carecer de un confesor propio de su instituto religioso, adolecieron también del referente penitencial –del capuchino en presencia– al que debían aspirar siendo religiosas emanadas de la orden de frailes menores capuchinos. María Coleta y el border thinking Cuando comenzaron las indagaciones inquisitoriales en su contra, María Coleta era una mujer madura. En 1773 Sebastián Pareja, canónigo de Oaxaca, dijo que la religiosa tenía entonces más de 46 años, mientras que el provincial dominico, Juan Cavallero, declaró que su edad era de 49 o 50 años, por lo que es probable que Coleta hubiera nacido entre 1727 y 1731. Si, hipotéticamente, la capuchina comenzó a escribir desde 1751 –primera fecha declarada en sus misivas–, resulta probable que se dedicara a este ejercicio por espacio de más de veinte años. Durante este tiempo, sor María fue asistida al menos por seis confesores: los seculares Ángel Briones y Pedro Nolasco, los oratorianos Guillermo Mier y Cristóbal Cabrera, el dominico Pedro Rivas quien fuera, en algún momento, «confesor extraordinario de dicho convento de las capuchinas» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 88v ) y, últimamente, el arcediano Andrés Quintana. Cabe la posibilidad de que María Coleta fuese, en algún momento, confesada también

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por jesuitas, dada la relación entre estos y las religiosas capuchinas (Lavrin 2014). Estos datos nos permiten suponer que, ante la falta de una identidad propiamente capuchina, debida al estado de orfandad espiritual y representativa en el que fueron erectos los conventos americanos de capuchinas, las directrices confesionales que recibió María Coleta sobre las experiencias paranormales en su vida monástica no fueron homogéneas, pues desde el siglo xvii surgieron verdaderas contiendas teológicas y morales entre clérigos regulares y seculares «sobre la confesión penitencial [que] llevó a poner en duda la noción de «ley natural y a conceder un valor creciente a la conciencia individual y a la responsabilidad personal» (Delumeau 1997: 148). Aunque se ha dicho que el convento de capuchinas del Dulcísimo Corazón de Jesús, al que estuvo adscrita sor María, recibía solo vocaciones de españolas, es probable que la religiosa haya tenido otros orígenes raciales porque, a nivel semántico, existen en sus cartas algunas peculiaridades discursivas, como el uso de diminutivos («padrecito», «crucecitas», «apuntito», «cajetitas», «tabaqueritos»), más propias del lenguaje mestizo. Y es que, hacia 1810, la población oaxaqueña estaba constituida por 37.694 españoles y criollos, 31.444 mestizos (incluidas las castas) y 526.466 indígenas, aproximadamente (Malvido 2006: 128), lo que nos hace suponer que durante la segunda mitad del siglo xviii las estadísticas poblacionales no fueron significativas porcentualmente. En este sentido, es importante recordar que el convento de indias capuchinas de Santa María de los Ángeles, inaugurado en 1782, había sido proyectado por los caciques indígenas de Oaxaca desde la década de 1740; lo que nos permite intuir que, así como en el cenobio de indias de Corpus Christi de México fueron aceptadas «cuatro novicias españolas procedentes de San Juan de la Penitencia» (Saravia Viejo 1997: 184), pudo suceder que frente a la densidad de población autóctona y a la demanda de un monasterio femenino para indígenas, las capuchinas del Corazón de Jesús hubiesen reclutado vocaciones entre indias y mestizas nobles de la región. En este sentido, el «ser» de María Coleta y la «representación» escritural que hizo de sí misma, pueden estudiarse desde el border thinking («paradigma otro» para las traducciones al castellano) propuesto por Mignolo6. Así, sor María Coleta de San Joseph representaba 6.

«El “paradigma otro” es diverso, no tiene un autor de referencia, ni un origen co-

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una «universalidad abstracta»: la de la monja capuchina que recibía los ardores de Dios, las llagas de Cristo y los dones de profecía, gracias a su santidad. Sin embargo, la religiosa carecía de «un autor de referencia» dada la histórica ignorancia sobre la ontología capuchina en América, la necia oposición de los frailes capuchinos a responsabilizarse de la vida espiritual de las monjas y de la administración conventual, y la heterogeneidad del discurso masculino sobre el modo de llevar a buen puerto el sacramento de la confesión y los ejercicios penitenciales. Esta «universalidad abstracta» que hizo famosa a sor María durante dos décadas, sin que por ello tuviese problemas con el Santo Oficio, fue disfrazada de una curiosa «novedad»: María Coleta fue asimilada con una religiosa embaucadora que había vivido ¡hacía casi doscientos años! En efecto, el delator Joseph de Cubas Bao confesó que decidió contar los hechos debido a que «los prodigios referidos de la enunciada religiosa tenían tanta analogía con los que en España se publicaban como dos siglos había de María de la Visitación, priora de la Anunciata de Lisboa, [considerados] falsos y fingidos por el santo tribunal de aquella Corte en 1588» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 74v)7. Así fue como la especificidad de sor María –su verdadera «otredad» frente a la «universalidad abstracta»– quedó invisibilizada y, por ende, colonizada.

mún. Lo que el paradigma otro tiene en común es “el conector”, lo que comparten quienes han vivido o aprendido en el cuerpo el trauma, la inconsciente falta de respeto, la ignorancia –por quien puede hablar de derechos humanos y de convivialidad– de cómo se siente en el cuerpo el ninguneo que los valores de progreso, de bienestar, de bien-ser, han impuesto a la mayoría […]. La “otredad” del paradigma de pensamiento que aquí bosquejo es, precisamente, la de llevar implícita la negación de la “novedad” y de la “universalidad abstracta” del proyecto moderno que continúa invisibilizando la colonialidad» (Mignolo 2011: 20). 7. María de la Visitación, religiosa dominica conocida popularmente como «la monja de Lisboa», experimentaba éxtasis, raptos, visiones, levitaciones y tenía impresos los estigmas. Tras la anexión de Portugal por Felipe II en 1582, realizó diversas protestas en las que públicamente declaraba que «el reino de Portugal no pertenece a Felipe II, rey de España, sino a la familia de Braganza. Si el rey de España no restituye el trono que injustamente ha usurpado, Dios le castigará severamente». La Inquisición investigó a la monja e informó «que sus famosos estigmas no eran sino pinchazos que ella misma se había causado, y que su halo había sido creado hábilmente por medio de luces y espejos». En 1588 fue declarada culpable por embustería y condenada a exiliarse en Brasil por el resto de sus días (Kagan 1991: 23-24).

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Aunque nos es imposible determinar cuál de sus confesores la conminó a escribir sus experiencias paranormales en un primer momento, sabemos que María Coleta recibió el encargo como un martirio, es decir, como «tormento que se padece en defensa de la verdadera religión», pero también como «las aflicciones, infelicidades y penas de la vida» (Terreros y Pando 1787: vol. 2, 537). Ya en su primera carta se queja amargamente de que «es tanta la repugnancia que tengo al escribir que no quisiera jamás coger pluma, y más para estas cosas […] porque aunque le escriba a vuestra merced, no es como yo le pudiera hablar […] sino que tengo yo un genio que de mi misma tengo vergüenza» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 116). Más adelante, la capuchina lamentaba que «me hallo más atajada para escribir, no por otro motivo más que el de mis grandes temores que cada día son mayores, y a la presente como nunca, no me olvide por amor de Dios que soy una pobre necesitada» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 121). En otra ocasión afirmó que «no podía escribir porque tenía malo el ojo» pero durante el «recreo» se sentó «junto al Niño que siempre ponen en una mesita» y, al solicitarle algunos favores, aquel le contestó que antes de rogar debía escribir. Y «estando todavía con aquellas repugnancias […], con una violencia se me ponía delante santa Teresa [y] me decía que tan claro como decía sus cosas que le pasaban a los confesores, que así lo había yo de hacer» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fols. 118v-119r). Tiempo después se le presentó san José y, «con seriedad», le preguntó sobre sus avances escriturales. Ella le contestó «ya voy a escribir» y experimentó «un temor grandísimo de ver [tanta] aspereza» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol.119v). Es probable que los confesores de Coleta la persuadieran de que sus padecimientos –tanto espirituales como físicos– serían remediados con el acto de escribir, pues declaraba que «conozco por una parte que […] necesito [escribir a menudo] y la imposibilidad que aquí hay para eso» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 123v). La imposibilidad de escribir a la que alude la capuchina estaba determinada por la falta de papel. Así, María Coleta refiere que un día sintió que le «echaban los brazos por el pescuezo» mientras oía una voz que le decía «dile a tu padre que todo es mío lo que te está pasando […] pues a Dios tienes», por lo que al final de su misiva le rogaba al confesor: «Por amor de Dios, padrecito, que me envíe un poquito de papel que yo no se lo pido» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/,

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exp. 7, fol. 120v). Era Dios mismo, y no la religiosa, quien solicitaba el papel para curar sus achaques espirituales dada la irregularidad con la que los confesores visitaban el cenobio. Es necesario considerar que la escritura monástica estaba restringida al mandato del confesor y a la aprobación de la abadesa quien, en última instancia, leía las cartas antes de hacerlas circular extramuros del convento. El torno era propiamente el lugar de circulación de las epístolas, siendo el lugar de reunión entre María Coleta y su confesor en turno. Este colocaba ahí algunos libros religiosos y un cuadernillo, mismo que la religiosa devolvía intercalando sus papeles manuscritos entre las hojas. Si la escritura era, entonces, el remedio para las dolencias de la religiosa, ¿cómo entender las repugnancias, vergüenzas y temores que le causaba el acto de escribir? María Coleta escribía continuamente que las palabras no le alcanzaban para referir lo que veía, lo que oía y lo que sentía, así como tampoco podía determinar si estos sucesos extraordinarios eran efecto de la presencia de Dios o de los engaños demoniacos, de ahí la vergüenza y el temor que le producía escribir «tantos disparates». Aunque agradecía a su director espiritual «los consuelos que me da en decirme que en todo lo que le tengo comunicado, no ha habido engaño», comentaba, sin embargo, que «no cesan ni un instante mis temores, ni cesarán hasta morir» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 135). Y es que la religiosa confesaba también que «bien conozco que todos estos disparates pudieran ser de la cabeza» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 153). En efecto, las más de las veces María se nos revela como una mujer que padece dolores insufribles, lo que explica las constantes referencias a la enfermería del convento. Escribía la religiosa que no podía hincarse para orar, ni aun estar sentada, debido a los horribles dolores de cintura que padecía y que, «porque continuamente tengo el dolor de cerebro y la ca[beza] sumamente delicada, […] cualquier ruidecito» era ocasión para impedirle rezar siquiera un pater noster. A veces sentía «escozor como si tuviera alguna llaga [y] aunque hablo, ando y hago otras cosas, es con tanta violencia como si ardieran brasas […], parece que ni piso la tierra [y] todas las cosas que veo y oigo me parecen cosas de sueño» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 137v). La consecuencia de estos padecimientos eran el insomnio y la anorexia, mismos que la dejaban «sumamente desflaquicida [sic]» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 123v) y con sensación de inquietud, angustia y «sequedad»

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en el alma. Pero, aun con el dolor inscrito en el cuerpo, María escribía por mandato de su confesor, a pesar de lo repugnante que le resultaba en estas circunstancias cumplir con tal encargo. Sin embargo, la obediencia poco le servía para atenuar las «sequedades» de su alma y los dolores de su cuerpo, pues se quejaba continuamente de que no recibía el sacramento de la confesión con periodicidad, resultando de esto la imposibilidad de comulgar. En una carta escribió: «lo dejo a su consideración, padre mío […] no cesan mis ojos de llorar [porque] como no han venido a confesar, me he estado hasta hoy jueves sin comulgar» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 117v). En otra misiva se le lee desesperada: «como no he podido comulgar, por haber estado mala, estaba haciendo diligencia de comulgar espiritualmente y, como tenía la cabeza que parecía loca, procuré pensar mucho y dije, ya Su Majestad sabe el cómo estoy [y] me pareció que estaban junto a mí [y] cogieron una y me comulgaron» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 127v). Así, a sus padecimientos físicos hay que añadir la ansiedad que le producían el desamparo del sacerdote confesor responsable de la comunidad y la involuntaria abstención de recibir a Dios por medio de la hostia, así como la continua inquietud de «tener la cabeza que parecía loca». Porque es necesario agregar que sor María no concebía sus padecimientos como señales de experiencias místicas, al menos en un primer momento. En una de sus cartas, la capuchina da cuenta a su confesor de que ahora estoy en la enfermería, y aunque se salga la comunidad para irse al refectorio, me quedo yo en el coro, y después me voy a la enfermería, y así prosigo en mortificaciones interiores, porque exterior no hago ninguna, solo los días pasados cuando se lo envié a decir a vuestra merced, pero como vi que aunque lo hice me puse peor […], quedo aguardando a ver si vuestra merced me manda que haga algo, que deseo obedecerle (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 117r).

Es probable, entonces, que el confesor haya sugerido alguna penitencia a sor María, a pesar de su estado de salud y de la poca atención espiritual que la religiosa recibía de aquel. Esta mortificación estaba vinculada con la ingesta de agua porque, en la misma misiva, la religiosa escribe que […] antes de tomar el desayuno tomo tres tragos de agua, porque se suele haber acabado la misa y tengo todavía la forma en la boca, y por eso,

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antes del desayuno, tomo agua; pero si le pareciere a vuestra merced que no la tome, no la tomaré. Cuando me parece que es más por apetito que por lo que he dicho, entonces no la tomo desde la hora que me levanto hasta cuando me duermo. No le dejo hacer a mi cuerpo su gusto, porque aunque falte en agua, no fue como mi sed me lo pedía (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 117r).

En otra ocasión la capuchina apuntó: «le digo la pura verda[d], que sí la he tomado […], ahora, salvo la voluntad de vuestra merced […], aunque padezca por no tomarla, no la tomaré». Pero el desacato tenía justificación: «como ya vuestra merced supo que estuve tan mala, me mand[ó el mé]dico que tome agua, y la más fresca que hubiera […], que fuera de nieve». Por eso, María Coleta suplicaba a su confesor que le mandara «mortificaciones que conozca puedo hacer» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 123v). Sin embargo, sus súplicas no fueron escuchadas pues, más adelante, cerró otro misiva con esta posdata: «Padre mío: el agua no la he vuelto a tomar, aunque apure mucho la sed» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 124r). Así, sor María Coleta no era una mística, no pretendía serlo y no podía serlo. Su dimensión penitencial estaba en los dolores que le producían las enfermedades que padecía, en el espanto que le causaban sus escuchas y visiones, en el mandato «repugnante» que la obligaba a escribir «disparates» y en la tragedia que suponía la ausencia del representante institucional de Dios en su convento, tragedia permanente que hemos de remontar a los tiempos de María Lorenza Llonc, fundadora de las capuchinas durante en la primera mitad del siglo xvi. Mientras la mala calidad de su salud le impedía cumplir con rezos, ayunos y mortificaciones propios de la vida conventual y el irresponsable gobierno espiritual del convento le dificultaba recibir el sacramento más importante para una «esposa de Cristo», el de la comunión, María Coleta escribía: «estoy como peleando con Su Majestad, cuando siento que me dice alguna palabrita, la repugnancia que tengo de escucharla, no porque la dejo de escuchar, que aunque yo no quiero, no hay como atajarla. Pues, más bien, otras cosas no oigo cuando me están parlando, aunque estén pegadas conmigo, y solo los veo menear la boca» (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 125r). Frente a las interpretaciones del confesor sobre los favores que Dios hacía a sor María, hemos de considerar ahora el discurso médico. Sabemos que, circunstancialmente, María recibía atención médica, pues escribió:

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Por ahora estoy tan bonita de la cabeza, no he faltado de la oración, esta semana me abren otras dos [¿fuentes?] y solo lo hago porque mi madre abadesa tiene esperanza que quizás con eso me aliviaré, pero a mi harto escrúpulo se me hace que me estén haciendo medicamentos […] porque ninguno me hace, ni tengo fe, más que a Dios que con solo querer, lo hace todo (AGNM, Inq., 1172/12996/7/, exp. 7, fol. 134r).

Si bien, no conocemos el diagnóstico por el que era medicada ni a qué tipo de medicamentos se refería, recordemos que el doctor Juan Vasconcelos asentó frente al tribunal que había tratado a la monja «en sus accidentes» y que consideraba que la religiosa calentaba el agua fría al bañarse debido a que sufría de «marasmo escorbútico». ¿Qué quería decir Vasconcelos con este diagnóstico clínico? Se consideraba «marasmo» al tercer grado de la «fiebre hectica». Esta era «una fiebre fija y clavada en nuestro cuerpo, y principalmente en el corazón, que jamás se inquieta o altera, sino por algún accidente extrínseco, como es por comer y beber demasiado, tener ira o causas semejantes, pasión de alma, estar sobre los libros estudiando y discurriendo después de haber comido, y cenado, &c.». El marasmo, siendo el grado más peligroso de la fiebre hectica, se manifestaba «cuando se consume la sustancia del pellejo de todas las partes del cuerpo y, en llegar a este estado, se tiene por incurable, y sin remedio alguno» (Vidos y Miro 1698: 307-308). Por otra parte, el «escorbuto», conocido como «el sumo y superior grado de la afección hipocondriaca», era caracterizado por «debilidades de piernas y muslos, impotencia de andar, lasitudes espontáneas, gravativa molestia de todas las partes inferiores, angustia en el pecho, difícil respiración, el pulso débil o intermitente, frecuentes deliquios, sopores, debilidades de particulares miembros y de todo el cuerpo, palidez en el rostro». Con el aumento de la enfermedad, a estos síntomas había que añadir fiebres «erráticas» y «dolores crueles [que] suelen fijarse en lo membranoso de la cabeza»; destilación de sangre en las encías y caída de dientes y muelas, «de que se sigue un fetor [sic] y grave olencia [sic] extraña»; orinas «rubicundas por la copia de salinos azufres disueltos con el suero»; manchas en la piel que «terminan en grangrenismo [sic]» y «convulsiones, vértigos, vómitos, horrorcillos [sic], vigilias» (Virrey y Mange 1739: vol. 2, 279-281)8. 8. Significativamente, este médico añadió al final de su Palma febril una disertación físico-moral sobre las enfermedades que solían manifestar los penitenciarios en el confesionario mediante «aprehensiones, y obscenosos [sic] objetos, que en en-

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¿Estos síntomas explicaban las experiencias paranormales de Coleta? ¿Eran los estados febriles y las cefaleas las causas de tales experiencias, o debemos pensar que las visiones, revelaciones y escuchas de la monja se relacionaban con las lecturas que su confesor le recomendaba? ¿Fue María Coleta una embaucadora, una falsa mística o una alumbrada, o una mujer con padecimientos físicos y psicológicos? No lo sabemos. Lo que sí es evidente es que mientras para el «médico de las almas» la cura espiritual de sor María estaba en la escritura obligatoria como paliativo a la esporádica presencia del sacerdote en el confesionario y en la mortificación de abstenerse de beber agua; para el «médico de los cuerpos» la patología del marasmo escorbútico se trataba mediante purgaciones, sangrías, polvos, infusiones y píldoras, además de que se recomendaba el cese de cualquier trabajo intelectual. De ahí que los remedios del primero resultaban perniciosos para la curación propuesta por el segundo y viceversa. La experiencia religiosa femenina como espacio de poder masculino El caso de sor María Coleta es una ventana para comprender el discurso de la santidad femenina en Oaxaca durante la segunda mitad del siglo xviii como un constructo cuyos orígenes se encuentran en una doble negación: por un lado, los capuchinos negaron la heredad trambos sexos, no infrecuentemente se les ocurren a los que exaltados los fermentos obsceno-lascivos […] inciden en los delirosos [sic] preternaturales afectos». Las causas médicas de estos afectos descompuestos estaban en el furor uterinus en las mujeres, y en el salacitas nimia, que tenía su origen en los testículos. Ambos padecimientos estaban vinculados con el «delirio venéreo», también conocido como «demencia venérea», cuyos síntomas podían ser la manía y la melancolía, si no había calentura en el paciente, y el frenesí, caracterizado por «jocosidades, ridiculeces, y por lúcidos intervalos con calentura». La curación debía hacerse conjunta entre el médico y el confesor. El confesor, como médico espiritual, proponía al paciente buenos consejos relacionados con los misterios de la fe, mientras que el médico recetaba «horchatas frescas, compuestas de almendras dulces, cuatro semillas frías con seis onzas de agua de achicorias, y media dracma de sal de plomo (generosísimo absorbente del específico ácido prepolente [sic] en todo delirio venéreo)», paseos con personas que movieren la imaginación del enfermo a «cosas decentes, y honestas» y «hacer dos medias sangrías de tobillos, a fin de divertir el conflujo [sic] de sangre, y espíritus de la cabeza, dejando recobrar a la naturaleza de una, a otra sangría» (Virrey y Mange 1739: vol. 2, 286-312).

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ontológica que les pertenecía a las monjas capuchinas al contender y lograr la separación y la independencia de ambos institutos; por otro, al impedir el paso de los capuchinos a la Nueva España, el Consejo de Castilla les negó a las religiosas el referente visual del fraile capuchino al que debían imitar. Con toda seguridad, esta peculiar situación fue determinante para que los diferentes confesores de sor María utilizaran sus vivencias en pos de beneficios propios, relacionados con el poder de hacerse representar como los intermediarios entre la supuesta santidad de Coleta y el mundo secular. En este sentido, el caso del arcediano Andrés Quintana –último confesor de la capuchina– resulta paradigmático porque, quizá de viva voz de la amanuense, supo de la existencia de los papeles que ella había manuscrito décadas atrás por mandato de otros confesores. Aunque queda por averiguar cómo obtuvo Quintana esas cartas que luego el Santo Oficio de la Inquisición transcribió, parece cierto que el arcediano se limitó a continuar con la dinámica epistolar impuesta a la religiosa por los confesores que le antecedieron y continuó con la divulgación que aquellos habían hecho de la santidad y los prodigios de Coleta, aun a sabiendas de que su mermada salud podía ser la causa de sus extrañas vivencias. ¿Qué beneficios obtenían los confesores con estas prácticas? El beneficio del poder simbólico que, en última instancia, es poder político, al asumirse como los intérpretes de los modelos religiosos que, «al igual que los mitos, trascienden toda evidencia disponible, proyectan el futuro y escapan al presente» (Dupre 1999: 183), pero también como los intermediarios entre la «angustiante devoción» femenina y la «tiránica sanción» de Dios respecto a esa devoción. En esta lógica, el discurso médico quedaba desestimado indefectiblemente porque ponía en tela de juicio las maravillas que Dios obraba en el cuerpo y en la mente de la capuchina. Desde la teoría del border thinking, Coleta se encontraba en medio de dos discursos masculinos (el «religioso» y el «científico») cuyo «conector» era su propia escritura. Como autora, pero también como mujer, sor María se hallaba en una posición «transdiscursiva» en tanto que su obra producía asimismo «la posibilidad y la regla de formación de otros textos» (Foucault 2015: 33). Así se comprende, por una parte, la imposición que recibió la capuchina de escribir sus «disparates» y, por otra, la recreación masculina de sus experiencias paranormales y sus sufrimientos corporales.

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Ahora bien, ¿cuál fue la función social que se cumplía con el esparcimiento del rumor sobre la santidad de la capuchina? No creemos equivocarnos al sugerir que los confesores propusieron el modelo de santidad de María Coleta como un «escapismo al presente» si consideramos que la dinámica social novohispana de mediados del siglo xviii estuvo marcada por rebeliones y motines causados, generalmente, por el hartazgo que indígenas, mestizos y castas manifestaron hacia la sobreexplotación laboral, pero también hacia el racismo y el clasismo (Proctor 2010); por la imperiosa necesidad de los criollos de colocarse en la cúpula del poder político; por el regalismo de la casa de Borbón, que aspiraba «a un mayor rigor moral frente al laxismo de los jesuitas [y a] una sumisión de la Iglesia al estado» (Pérez 2006: 343) y que tuvo como consecuencia la expulsión de la Compañía de Jesús de los reinos hispanos; y, particularmente en la Nueva España, por la implementación de las Reformas Borbónicas desde 1765 mediante la figura del visitador José de Gálvez, quien impuso «el monopolio del estado sobre el tabaco, el aguardiente, los naipes y el papel sellado; modernizó y aumentó la tributación; desarrolló la industria y el comercio», obteniendo en 1771 «la dirección general de los asuntos coloniales con el título de ministro universal de las Indias, que conservó hasta 1787» (Pérez 2006: 357; consúltese también: Béligard 2015: 105-156; Río 2000: 111-138; y Yuste 1991: 119-134). A este mapa hay que añadir las singularidades de la intendencia de Oaxaca, siendo una de las que mayor número de indígenas presentaba después de la Intendencia de México y de la de Puebla. En Oaxaca, desde finales del siglo xvi la política de extirpación de idolatrías por parte del clero secular fue aún más frecuente que en México (Tavárez Bermúdez 2012: 187-220); además, las fluctuaciones económicas en la región dieron como resultado diversas rebeliones desde 1700 hasta 1794 (Beltrán 2004: 496-506). Así, los rumores sobre las revelaciones de sor María distendían, de alguna manera, el malestar social generalizado en la región oaxaqueña, pero también servían como distractor de las corruptelas hacendarias novohispanas pues, como dijimos, fue entre la élite burocrática-administrativa en donde la apropiación y recreación del discurso de Coleta se hizo más fuerte. Desde 1746 José Antonio de Villaseñor y Sánchez denunciaba que las jurisdicciones de alcaldes mayores, vinculadas con la administración general de la Nueva España,

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[…] son tantas y tan dilatadas […] y tan grande el número de los tributarios [que] ni las recaudaciones se pueden hacer con el mayor lucimiento; ni el ramo se puede afianzar con la mayor seguridad; porque como se versan tantos sujetos en las entradas y salidas a gobernar cada jurisdicción, no es dable que los fiadores de tanto número sean todos idóneos y solventes […] y así raros son lo que pueden afianzar el ramo con seguridad (Villaseñor y Sánchez 2005: 161).

Finalmente, si la escritura es «un espacio donde el sujeto que escribe no deja de desaparecer» (Foucault 2015: 14), el caso inquisitorial en contra de sor María Coleta nos empuja a volcar la mirada sobre la «otredad» que representaba en sus dolencias y en sus letras. Sobre estas últimas, no cabe más que traer aquí una larga, pero ilustrativa cita, sobre las implicaciones subjetivas en la producción escritural de «lo sagrado» durante la época moderna: En una primera lectura existe la tentación, nada absurda por cierto, de plantear todo el diálogo vidente-divinidad como un texto al modo del teatro; una comedia en escenarios íntimos y sobrenaturales. Estilísticamente, y añadiendo el decorado de las visiones, la interpretación no resulta tan retorcida como a primera vista pudiera parecer, pero hay algo, en el trasfondo de estos textos con largos parlamentos sobrenaturales, que establece una barrera técnicamente decisiva: los autores de teatro saben que el público sabe que los diálogos y los personajes son ficción, más o menos verosímil y aquí, por el contrario, lo que los autores quieren que los lectores sepan es que las voces y los mensajes son Dios-Dios (o la Virgen, o los Santos o los Ángeles) y que cuanto en ellos se contenga son contenidos de la preocupación, el juicio, el fervor amoroso, las amenazas o la doctrina irrefutable de Dios. No es un juego de figuras de teatro ni palabras de teatro, es la demostración de que la cúspide de la pirámide del poder y el referente absoluto de la sabiduría están con el o la visionaria. En realidad (y ahora la metáfora sería más verosímil) todo cuanto en los escritos visionarios se lea es Dios puesto que él garantiza que la obra de las videntes no es más que el resultado de un autómata que Dios ha «construido» y hace hablar-escribirpregonar, por decisión hermética (Álvarez Santaló 2012: 298-299).

Referencias bibliográficas Aguilar García, Carolina (2013): «Vivencias de una capuchina oaxaqueña. La vida de sor María Coleta de San José a través de sus

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Sobre los autores

Esther Cohen Dabbah, licenciada y maestra en Letras Modernas (Inglesas) por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (México), doctora en Filosofía por la misma Facultad. Especialista en Semiótica por la Universidad de Bolonia (Italia), investigadora titular C de TC Definitivo en el Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Poética de la UNAM. Ha publicado numerosos ensayos, así como traducciones, en revistas especializadas tanto nacionales como extranjeras. Es profesora de postgrado y licenciatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue coordinadora del Centro de Poética del IIFL-UNAM. Ha impartido cursos y conferencias en el país como en diversas partes del extranjero (Francia, Italia, Argentina). Actualmente dirige la Revista semestral Acta Poética del Centro de Poética. Entre sus publicaciones destacan: La palabra inconclusa (2008, trad. al francés 2007), El silencio del nombre (1999, trad. al francés 2007), Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y brujas en el Renacimiento (2003, trad. al francés 2004, trad. al italiano 2005, 2006), Los narradores de Auschwitz (2006, trad. al francés 2010), El silencio del nombre (2015) y Walter Benjamin. Resistencias minúsculas (2015). Recientemente, ha editado el Glosario Walter Benjamin: Conceptos y figuras (2016), que recoge textos de académicos internacionales alrededor del pensamiento de Walter Benjamin. José Enciso Contreras, licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Zacatecas (1987); becario del CONACyT y de la ANUIES para estudios de posgrado en el

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SOBRE LOS AUTORES

extranjero (1991-1993); doctor en Historia del Derecho por la Universidad de Alicante; en 2001 fue docente invitado por la misma universidad alicantina; en 2001, por la Universidad de Sevilla y la Escuela de Estudios Hispano Americanos de dicha ciudad. De igual forma, en 2003, impartió cursos en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza (Argentina). Autor de los libros: Pinacoteca del Poder Judicial del Estado de Zacatecas, Tribunal Superior de Justicia del Estado de Zacatecas (1996). Coordinador de A la mitad del foro, poemas de abogados zacatecanos de los siglos xix y xx (1997), Epistolario de Zacatecas, 1549-1599 (1996), Cedulario de Zacatecas, 1554-1595 (1998), Ordenanzas de Zacatecas del siglo xvi y otros documentos normativos neo-gallegos (1998), Taxco en el siglo xvi, sociedad normatividad en un real de minas novohispano (1999), Zacatecas para propios y extraños, gruía histórica rápida (2000), Zacatecas en el siglo xvi. Derecho y sociedad colonial (2000), Testamentos y autos de bienes de difuntos de Zacatecas (1550-1604) (2000), Procesos criminales ejemplares del Zacatecas colonial (2005), La Piña, tejido del paraíso (2005), entre otros. Trabaja las siguientes líneas de investigación: 1) historia de las instituciones mineras y reales de minas de los siglos xvi, xvii y xviii; 2) historia del Derecho Indiano; 3) historia del libro; 4) historia de la justicia; 5) historia colonial andina; 6) paleografía y diplomática indianas. José Juan Espinosa Zúñiga, becario del CONACyT para formación de estudiantes de licenciatura. Ha realizado estancias de investigación en el AGN y en el AHEZ; autor del artículo «Abogados zacatecanos de los siglos xviii y xix», que se publicó en la revista Actualidad Judicial del TSJEZ. Está por culminar su maestría en Historia en la Universidad Autónoma de Zacatecas con el tema «Inquisición y mujeres en la Nueva España, siglos xvi-xvii». Anel Hernández Sotelo, doctora y maestra en Humanidades por la Universidad Carlos III (Madrid), licenciada en Historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, investigadora postdoctoral en el Centro de Estudios de las Tradiciones de El Colegio de Michoacán, certificada en Teoría Crítica por el Instituto de Estudios Críticos 17 (México), miembro del Sistema Nacional de Investigadores (nivel I) desde 2013 a la fecha. Sus líneas generales de investigación son: historia e historiografía de la orden de frailes menores capuchinos durante la época moderna; estudios sobre cultura escrita

SOBRE LOS AUTORES

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en Iberoamérica (prácticas de intertextualidad discursiva y figurativa); humanidades digitales e insurrección de los saberes en el mundo contemporáneo. Entre sus publicaciones destaca su libro Una historia de barbas y capuchas. La deconstrucción de la figura de san Francisco por los frailes capuchinos. Siglos xvii y xviii. Cecilia López Ridaura, licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas, maestra en Letras Españolas y doctora en Letras, todo ello por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, actualmente es profesora a tiempo completo en la licenciatura en Literatura Intercultural y encargada del programa editorial de la Escuela Nacional de Estudios Superiores (ENES), Morelia/UNAM. Sus principales líneas de investigación son las literaturas populares y la brujería novohispana. Participó en la elaboración del libro Relatos populares de la Inquisición novohispana. Rito, magia y otras «supersticiones», siglos xvii y xviii, con Enrique Flores y Mariana Masera (coords.) (2010); así como en distintas monografías y revistas académicas entre las que se encuentra la Revista de Literaturas Populares dirigida por Margit Frenk. Mariana Masera, doctora en Letras por la Universidad de Londres en el Queen Mary and Westfield College, investigadora del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, imparte clases en el postgrado y la licenciatura de la Facultad de Filosofía y Letras, así como en la licenciatura en Literatura Intercultural de la Escuela Nacional de Estudios Superiores (ENES), Morelia/UNAM. Actualmente es coordinadora de la Unidad de Investigación sobre Representaciones Culturales y Sociales de la ENES, Morelia/UNAM. Sus temas de investigación son la literatura medieval, la literatura novohispana popular y la literatura oral. Ha impartido conferencias en España, Argentina, Alemania, Portugal e Inglaterra. Ha sido responsable de numerosos proyectos colectivos nacionales e internacionales como «Literaturas y culturas populares de la Nueva España» y de «Impresos populares mexicanos (1880-1917): rescate y edición crítica». Entre sus publicaciones se encuentran los libros, como autora y editora, «Que no puedo dormir sola, non»: La voz femenina en la antigua lírica popular hispánica (2001), Bailar, saltar y brincar: apuntes sobre el cancionero tradicional hispánico (2014), Mapas del cielo y de la tierra. Espacio y territorio en la palabra oral (2014) y Poéticas de la oralidad (2014).

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SOBRE LOS AUTORES

Paola Monreal, estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericanas de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Escribe una tesis sobre la configuración de la bruja como personaje, tanto en leyendas actuales como en procesos inquisitoriales en el San Luis Potosí del siglo xvii, bajo la dirección del profesor Manuel Pérez. Yadira Munguía, doctora en Literatura Hispanoamericana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, maestra en Literatura Mexicana por la misma institución, maestra en Historia de México por la Universidad de Guadalajara (Jalisco), especialista en Antropología y Ética por la Universidad Panamericana y licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara (Jalisco). Ejerce como profesora titular a tiempo completo en la Universidad Panamericana, campus Guadalajara (Jalisco). Sus líneas de investigación son la literatura novohispana y del Siglo de Oro español, obras literarias conventuales ibéricas de los siglos xvi al xviii, con referencia primordial en sor Juana Inés de la Cruz. Ha publicado diversos artículos de investigación literaria en revistas nacionales e internacionales, así como capítulos de libros en diversas compilaciones de temática novohispana. Actualmente realiza investigación acerca de literatura femenina ibérica y novohispana de los siglos xvi al xviii. Alberto Ortiz, docente investigador del doctorado en Estudios Novohispanos y la licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y perfil PRODEP. Sus líneas de investigación incluyen propuestas teóricas para analizar la figura del mal en las obras literarias. Como autor ha publicado los siguientes libros alrededor de la tradición mágica en Europa y América: Feijoo y la tradición discursiva en contra de las supersticiones (2006), Tratado de la superstición occidental (2009), Diablo novohispano. Discursos contra la superstición y la idolatría en el Nuevo Mundo (2012), El aquelarre. Mito, literatura y maravilla (2015), El diablo. Interpretaciones del mal figurado según la cultura occidental (2016) y Ficciones del mal. Teoría básica de la «Demonología literaria» para el estudio del personaje maligno (2018). José Manuel Pedrosa, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Alcalá. Autor de numerosos artículos y libros sobre

SOBRE LOS AUTORES

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literatura oral, literatura comparada y antropología cultural. Entre sus últimos libros están Heródoto y la soprano que cruzó el mar con el hombro tatuado (2016); y Dante y Boccaccio entre brujas caníbales: el cuento de El corazón devorado en África y Europa (2016). Manuel Pérez, doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y doctor en Filología Española por la Universidad de Zaragoza. Es autor de varios libros sobre retórica y literatura coloniales, así como de algunas ediciones de textos novohispanos. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, nivel I en el Sistema Nacional de Investigadores.   Robin Ann Rice, doctora en Filología Hispánica de la Universidad de Navarra, catedrática-investigadora a tiempo completo en el decanato de Artes y Humanidades de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son la literatura del Siglo de Oro novohispano y español, literatura marginal y escritoras y escritos sobre mujeres en el siglo xvii. Ha publicado libros y artículos sobre sor Juana Inés de la Cruz, Isabel de la Encarnación, Catarina de San Juan, Feliciana Enríquez de Guzmán, María de Zayas, Mariana de Carbajal, Vélez de Guevara, Lope de Vega, Cervantes, entre otros. Graciela Rodríguez Castañón, licenciada en Derecho, maestra en Historia y doctora en Humanidades y Artes. En la actualidad es docenteinvestigadora de la Unidad Académica de Historia de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Su línea de investigación se ha enfocado en los aspectos históricos de la cultura novohispana, los procesos inquisitoriales y los conflictos derivados de las prácticas mágicas durante la Colonia. Entre sus publicaciones destaca el libro Transgresión mágica e inquisición novohispana en Zacatecas (2014) y su colaboración en Magia y Siglo de Oro. La relación entre la tradición discursiva antisupersticiosa y la literatura en español de los siglos xvi y xvii (2007). María Jesús Torquemada, profesora titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Algunas de sus líneas de investigación son las siguientes: derecho local castellano, legislación medioambiental en la Edad Media, la Inquisición española, la historia

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SOBRE LOS AUTORES

de la censura, el delito de magia y brujería, estudios sobre género, etc. Entre sus publicaciones cuenta con los siguientes libros: La Protección ecológica en la Castilla bajomedieval (1997); Palabra de hereje (1998), en coautoría con Juan Antonio Alejandre; La Inquisición y el diablo (2000); La inmigración en España durante las primeras etapas del Franquismo (2009); Derecho y Medio Ambiente en la Baja Edad Media castellana (2009); Tres estampas sobre la mujer en la Historia del Derecho (2013), en coautoría con María José Muñoz; La Lucha por el agua en una región madrileña: antiguos documentos y ordenanzas para El Real de Manzanares (2014); y Manual de Historia del Derecho, en coautoría con María José Collantes de Terán y Miguel Pino Abad (2015). María Jesús Zamora Calvo, profesora titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus líneas de investigación se encaminan hacia el estudio de los tratados de magia y los manuales de inquisidor (siglos xvi y xvii), el cuento inserto en este tipo de libros y las TIC y la investigación literaria. Entre otros, es autora de los libros Ensueños de razón. El cuento inserto en tratados de magia (siglos xvi y xvii) (2005) y Artes maleficorum. Brujas, magos y demonios en el Siglo de Oro (2016); editora de los volúmenes Espejo de brujas. Mujeres transgresoras a través de la historia (2012), Japón y España: acercamientos y desencuentros (siglos xvi y xvii) (2012), La mujer ante el espejo: estudios corporales (2013), «Un alarido entre cristales»: Ensayos y lecturas sobre Antonio Gamoneda (2014), Brujas de cine (2016) y Mulieres inquisitionis. La mujer frente a la Inquisición en España (2017). En la actualidad lidera el grupo de investigación «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xvi, xvii y xviii)» en la Universidad Autónoma de Madrid y es investigadora principal del proyecto «La mujer frente a la Inquisición española y novohispana» (FEM201678192-P) Proyectos I+D de Excelencia-MINECO/AEI/FEDER-UE.