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Spanish Pages [180] Year 2018
Mujeres en la historia Sandra Ferrer Valero
Índice ELLAS… QUE DEBERÍAN ESTAR EN LA HISTORIA PARTE I. MUJERES DE CARÁCTER Reinas, aristócratas, guerreras, que pusieron en jaque a grandes imperios Las temidas amazonas Reinas contra Roma Teuta de Iliria (Siglo III a.C.) - Hipsicratea (Siglo II a.C.) - Cleopatra VII (69 - 30 a.C.) - Boudicca (Siglo I d.C.) - Zenobia (Siglo III) Guerreras samuráis Emperatriz Jingu (169-269) - Tomoe Gozen (1157-1184) - Nakano Takeko (18471868) Luchadoras contra la colonización Inés de Suárez (1507-1578) - Juana Azurduy (1780-1862) - Manuela Sáenz (17971856) - Lakshmi Bai (1828-1858) Poniendo en jaque al papado Caterina Sforza (1463-1509) - Olimpia Maidalchini (1591-1657) Las brujas de la noche Marina Raskova (1912-1943) - Lily Litvak (1921-1943)
PARTE II. SANTAS CONTESTATARIAS Religiosas que se dedicaron a algo más que rezar Santa Brígida de Suecia (1303-1373) - Santa Catalina de Siena (1347-1380) Elizabeth Barton (1506-1534) - Edith Stein (1891-1942)
PARTE III. MUJERES CURIOSAS Mentes inquietas que idearon grandes cosas y descubrieron los secretos de la
naturaleza Inventoras Carmenta (Siglo VII a.C.) - María la Judía (Siglo II ?) - Josephine Cochrane (18391913) - Mary Anderson (1866–1953) - Elizabeth Magie (1866-1948) - Melitta Bentz (1873-1950) - Florence Lawrence (1886-1938) - Ángela Ruiz Robles (1895-1975) Hedy Lamarr (1914-2000) - Marion Donovan (1917-1998)
Buscando en el pasado Mary Anning (1799-1847) - Elizabeth Philpott (1780-1857) - Maria Sibylla Merian (1647-1717) - Marianne North (1830-1890) - Margaret Fountaine (1862-1940)
PARTE IV. PROFESIONALIZANDO LA MATERNIDAD Ginecólogas, matronas y parteras Ginecólogas Agnódice (Siglo IV a.C.) - Lady Grace Mildmay (1552-1620) - Helen Taussig (18981986) - Virginia Apgar (1909-1974) Parteras Louise Bourgeois (1563-1636) - Jane Sharp (1641-?) - Luisa Rosado (Siglo XVIII) Angélique du Coudray (1712-1794) - Martha Ballard (1734-1812) - Marie Anne Gillain (1773-1841)
PARTE V. ESPÍRITUS LIBRES Porque no siempre quisimos permanecer entre pucheros Viajeras incansables Egeria (Siglo IV) - Jane Franklin (1791-1875) - Ida Pfeiffer (1797-1858) - Sophia Raffles (1817-1858) - Mary Livingstone (1821-1862) - Isabella Bird (1831-1904) Lady Anne Blunt (1837-1917) - May French Sheldon (1847-1936) Superando retos Annie Edson Taylor (1838-1921) - Bertha Benz (1849-1944) - Nellie Bly (18641922) - Annie Londonderry (1870-1947) - Clärenore Stinnes (1901-1990)
PARTE VI. ASTRÓNOMAS Mirando las estrellas, buscando en el Universo Hipatia (370-413?) - Elisabetha Hevelius (1647-1693) - Maria Winkelmann (16701720) - Caroline Herschel (1750-1848) - Maria Mitchell (1818-1889) - Sarah Frances Whiting (1847-1927) - Williamina Fleming (1857-1911) - Annie Jump Cannon (1863-1941) - Antonia Maury (1866-1952) – Henrietta Leavitt (1868-1921) - Cecilia Payne-Gaposchkin (1900-1979)
PARTE VII. ARTISTAS SILENCIADAS Las musas también quisieron crear Pintoras Sofonisba Anguissola (1532-1625) - Lavinia Fontana (1552-1614) - Barbara Longhi (1552-1638) - Fede Galizia (1578-1630) - Artemisia Gentileschi (1593 – 1654) Marie Bracquemond (1840-1916) - Berthe Morisot (1841-1895) - Mary Cassatt (1844-1926) -Eva Gonzalès (1849-1883) Compositoras Maddalena Casulana (1540-1590) - Élisabeth Jacquet de La Guerre (1665-1729) Maria Anna Mozart (1751-1829) - Maria Theresia von Paradis (1759-1824) Fanny Mendelssohn (1805-1847) - Clara Schumann (1819-1896) - Pauline ViardotGarcía (1821-1910) Fotógrafas Anna Atkins (1799-1871) - Frances Benjamin Johnston (1864-1936) - Christina Broom (1862-1936) - Olive Edis (1876-1955) - Lee Miller (1907-1977) - Gerda Taro (1910-1937) - Eve Arnold (1912-2012) - Kati Horna (1912-2000) Cineastas Alice Guy (1873-1968) - Lotte Reiniger (1899-1981)
BIBLIOGRAFÍA
ELLAS… QUE DEBERÍAN ESTAR EN LA HISTORIA Hace años que llevo soportando una pequeña obsesión. Bueno, no muy pequeña si contamos con que me ha absorbido horas y horas de mi escaso tiempo libre y ha provocado un serio problema de espacio en mi reducido y humilde hogar. No puedo dejar pasar la oportunidad, cuando se me presenta, de hacerme con un libro que hable de ellas. Sí, estoy obsesionada con nombres propios femeninos que existieron en pasados remotos o no tan lejanos. Mujeres que sacaron los pies del plato patriarcal, se arremangaron las faldas y avanzaron por una senda poco ortodoxa para el orden establecido. Mi particular camino hacia el descubrimiento de aquellas heroínas silenciadas empezó hurgando en la vida de las reinas de España. No sé muy bien por qué, pero Juana la Loca me tenía obsesionada en mis tiempos de adolescente. Ellas, las soberanas, aún se podían encontrar en biografías y novelas más o menos cercanas a la realidad. Pero poco a poco, un fino hilo de Ariadna se fue alargando peligrosamente. Resulta que a la desdichada reina Juana la educó una mujer que se llamaba Beatriz Galindo. Lo que me llevó a desempolvar unas páginas de la historia que escondían secretos acerca de mujeres eruditas en un siglo XVI que no aceptaba de muy buen grado la unión de fémina y conocimiento. Algo que, ni entonces ni durante mucho tiempo se había aceptado. Entonces me di cuenta que muchas mujeres (también hombres, todo hay que decirlo), alzaban sus voces más o menos tímidamente, más o menos osadamente, defendiendo algo que, en nuestros avanzados tiempos modernos nos parece una obviedad. Citaré sólo una de aquellas voces, pero hubo muchas. Mary Astell escribió en 1694 un libro titulado A serious proposal to the Ladies en el que afirmaba que «la ignorancia nos inclina [a las mujeres] al vicio» añadiendo que «Dios ha dado a las mujeres lo mismo que a los hombres: almas inteligentes». Astell defendía la necesidad imperiosa de crear instituciones educativas en las que las mujeres pudieran formarse en igualdad de condiciones que los hombres y demostrar así que no eran seres inferiores como se llevaba afirmando cansinamente desde la Antigüedad. La historia de las mujeres es, por desgracia, la historia de la lucha constante por
desatar el yugo al que se vieron sometidas una y mil veces. Sólo algunos datos. Aún existen, en pleno siglo XXI, sociedades en las que las mujeres son menores de edad ante la ley y dependen de un tutor legal para ejercer sus derechos más básicos. Algo que no queda tan lejos en el pasado del desarrollado mundo Occidental. Un mundo en el que las mujeres no pudieron abrir las puertas de las universidades de manera masiva hasta bien entrado el siglo XX. Hace apenas cien años. Aquel hilo de Ariadna que empecé a estirar hace años se ha convertido en una enorme madeja que cada vez es más grande. Pintoras, escritoras, astrónomas, matemáticas, guerreras, doctoras, fotógrafas, cineastas. Las mujeres resulta que siempre han estado presentes en todas y cada una de las disciplinas del arte y del saber. Sólo que nadie se ocupó demasiado de hablar de ellas. Hace diez años decidí empezar un blog en el que escribir sobre algunas de aquellas primeras mujeres con las que me había topado en algún momento. Pensé sinceramente que terminaría pronto la faena y que en unas cuantas entradas se me habrían terminado los nombres. Siete años después, son más de seiscientas las mujeres que forman parte de mi personal mundo cibernético femenino. Muchas de ellas están ahí gracias a los seguidores que, para mi sorpresa, empezaron a pasar de un puñado a más de cincuenta mil. Gente que no conozco personalmente me escribe proponiéndome nombres y dándome las gracias por haber creado esta pequeña ventana que deja entrar la luz a la historia de las mujeres. Muchas personas me escriben también pidiéndome permiso para utilizar las entradas de www.mujeresenlahistoria.com para alguna exposición o para un trabajo de clase de bachillerato o un máster en estudios de género. También recibo una crítica recurrente y es que siguen faltando muchas. La lista de nombres pendientes es casi más larga que la de nombres ya publicados. A pesar de que me obliga a sacrificar mis horas de descanso, me demuestra que ellas sí que estuvieron en la historia, aunque nadie se preocupara de plasmar sus méritos en ningún manual o libro de texto. Este libro que ahora os presento es un paso más. He recopilado algunas de las biografías que aparecen en www.mujeresenlahistoria.com y las he revisado y ampliado. También hay historias nuevas, organizadas temáticamente. Espero continuar mi personal viaje al pasado de la mano de todas estas mujeres extraordinarias y muchas otras que aún desconozco. Sé que siempre estaré muy bien acompañada. Las mujeres han sufrido una y mil veces una injusta Damnatio memoriae para mantener como válidas las teorías que nos hacían inferiores a los hombres. Pero esta «condena de la memoria» femenina debe desaparecer. En nuestras manos está restablecerla.
PARTE I Mujeres de carácter Reinas, aristócratas, guerreras, que pusieron en jaque a grandes imperios
Nunca me ha quedado muy claro si la expresión «las chicas son guerreras» escondían alguna connotación negativa o de mofa hacia las mujeres que es salían de los estrictos estereotipos de género que encorsetaban a las damiselas frágiles y elegantes en unos roles en los que siempre necesitaban de un aguerrido hombre para que la protegiera. «Mujeres de armas tomar» tampoco me convence demasiado. Quizá sea porque soy demasiado susceptible ante estas expresiones estereotipadas pero no acaban de gustarme. Desde las primeras sociedades en las que la propiedad de la tierra y los medios de producción se convirtieron en la base de la riqueza de los pueblos, fue necesario defenderse y protegerse de las amenazas externas. Los hombres eran los que luchaban y las mujeres, con sus hijos a cuestas, eran blanco fácil y por tanto susceptibles de ser protegidas. Pero este modelo no es rígido e inamovible y, poco a poco se han ido descubriendo pueblos en los que las mujeres luchaban con la misma ferocidad que los hombres. Ya en época prehistórica podrían haber existido mujeres guerreras, algo que nos desvela la inquietante obra Arqueología feminista ibérica en el que su autora, Francisca Martín-Cano, defiende que las figuras que tradicionalmente creíamos de hombres cazando eran en realidad mujeres porque presentan «rasgos evidentes de feminidad como: cabeza pequeña, torso triangular, cintura de abeja, anchas caderas, piernas gruesas». Desde entonces y hasta nuestros días, la historia androcéntrica se ha empeñado en esconder este rol considerado masculino en casos que, cada vez son menos excepcionales. Resulta que las amazonas o las mujeres vikingas, cuyas tumbas se están desenterrando y certificando científicamente que existieron, no son únicamente personajes de cómic. Otra afirmación que durante siglos se aceptó como válida era que las guerras eran cosa de hombres, que las mujeres, con sus almas cándidas, eran defensoras siempre de la paz. Es cierto, porque casi todas las guerras fueron provocadas por hombres. Pero muchas mujeres participaron activamente en ellas. En las cruzadas, por ejemplo, además de las mujeres que siguieron a sus esposos a los Santos Lugares como simples acompañantes, encontramos otros casos como el de la margravina Ida de Austria que se vistió con cota de malla y empuñó su espada como un cruzado más. Archiconocida es la historia de la monja alférez, Juana de Arco, Agustina de Aragón u otras mujeres que durante las guerras de independencia y descolonización se unieron a sus padres,
hermanos o maridos en la lucha armada. Con armadura vistieron también algunas reinas, como Isabel I de Castilla o Isabel I de Inglaterra que, aunque no entraron en batalla, impulsaron a sus compatriotas sobre sus caballos. Soberanas que demostraron que no sólo servían para lucir corona y lujosos vestidos; mujeres de carácter que pusieron en jaque a grandes imperios como Roma o se mantuvieron firmes ante el enemigo. El genial escritor Marcel Proust bautizó a una de las hermanas de la emperatriz Elizabeth de Habsburgo (la inmortal Sissí) como la «Reina Soldado». María Sofía, que así se llamaba la regia señora, se había casado con el pusilánime futuro rey de Nápoles Francisco II. Corría la década de 1860 y la unificación italiana era prácticamente un hecho pero María Sofía se convirtió en toda una heroína en los últimos días del reino de las Dos Sicilias. Mujeres todas ellas, como otras que veremos a continuación, que demostraron que, en tiempos de guerra y en conflictos políticos y sociales, fueron capaces de ser algo más que floreros.
LAS TEMIDAS AMAZONAS Grecia, Persia, Roma, China, fueron algunos de los reinos que se toparon en algún momento de su historia con las temidas amazonas. Su imagen de mujeres aguerridas, extremadamente violentas e insensibles, que se extirpaban un pecho para poder tirar mejor con el arco ha llegado hasta nuestros días y se ha repetido una y otra vez en novelas, películas, series de televisión o cómics. El caso de las amazonas es un claro ejemplo de mentira repetida reiteradamente a lo largo de los siglos. Durante un tiempo, las amazonas se movieron en la esfera de la fantasía y se creyó que eran simplemente fruto de la imaginación de los antiguos griegos. Pero las amazonas fueron reales y la arqueología moderna se ha encargado de desenterrar su auténtica identidad. El exhaustivo ensayo de la investigadora Adrienne Mayor, Amazonas. Guerreras del mundo antiguo, nos presenta una imagen muy real de aquellas guerreras de las estepas. Las amazonas, según Mayor, eran mujeres que pertenecían a los pueblos escitas. Sus tumbas nos descubren un gran número de mujeres enterradas con artefactos bélicos que demuestran que «las culturas guerreras de las estepas, los jinetes de ambos sexos disfrutaban de una paridad inimaginable para los antiguos helenos». Las amazonas sorprendieron con su gallardía y durante más de dos mil años se mantuvo la creencia de que se extirpaban un pecho para poder disparar mejor sus flechas, lo que no se basa en ninguna «evidencia empírica». Tampoco es cierto que las amazonas odiaran a los hombres o que asesinaran a sus bebés varones. Esta imagen estereotipada de unas guerreras despiadadas podría haber surgido de la
sorpresa mayúscula por parte de los griegos, los primeros que nos hablaron de ellas. Cuando Grecia se topó con los pueblos de las estepas, chocaron dos modelos sociales muy distintos, en lo que a igualdad de sexos se refiere. Mientras que los escitas eran sociedades en las que hombres y mujeres tenían roles similares, las mujeres griegas vivían sometidas a un estricto patriarcado. No es extraño que los griegos, que mantenían a sus mujeres, hermanas e hijas escondidas en el gineceo sin poder salir más que en ocasiones especiales, pusieran el grito en el cielo al descubrir que otra sociedad (más igualitaria entre hombres y mujeres) era posible. Nombres como Hipólita, Atalanta, Antíope, Pentesilea, Talestris, Hipsicratea… pasaron a la historia como amazonas que se enfrentaron a héroes y reyes de la antigüedad como Aquiles, Teseo, Heracles, Alejandro Magno o Pompeyo, llegando a luchar contra guerreros de la lejana Asia. «Se hicieron temer —como nos explica Cristina de Pizán en su Ciudad de las damas — por sus hazañas bélicas a lo ancho del mundo».
REINAS CONTRA ROMA Roma fue un gran imperio que se extendió a lo largo y ancho del mundo conocido y sentó las bases de la futura Europa Occidental. El poderío del ejército romano logró conquistar vastos territorios que, no siempre, sucumbieron fácilmente. Algunos de los reinos que se enfrentaron abiertamente a la superioridad de Roma lo hicieron liderados por reinas dispuestas a plantar cara al emperador de turno. Nombres como Cleopatra, Zenobia o Boudicca pusieron en jaque a las bravas legiones romanas. Teuta de Iliria (Siglo III a.C.) Cuando Iliria era uno de los muchos pueblos asentados a orillas del mar Mediterráneo, Roma era una República que se encontraba enfrascada en un sinfín de conflictos con el afán expansivo de asentar su poder en todo el mundo conocido. Los romanos luchaban con los cartagineses en las Guerras Púnicas mientras en Iliria reinaba Agrón. Este pueblo indoeuropeo se había instalado hacía siglos en la zona de los Balcanes y el noreste de Grecia. Parte de su actividad económica se basaba en la piratería que llevaba de calle a las colonias griegas y después a los romanos que arribaron a sus tierras. En el año 231 a.C. fallecía aquel rey al que hemos aludido, Agrón. Su esposa, Teuta, asumió la regencia ante la minoría de edad de Pinnés, hijo de un matrimonio anterior de su esposo fallecido. Teuta no era en realidad su nombre, sino un apodo que significaba «la que dirige al pueblo». Teuta debería ser una mujer de carácter que no se contentó con mantener la estabilidad de su reino sino que se dispuso a expandirlo ocupando algunas colonias griegas vecinas. Fiel a sus súbditos, Teuta
concedió patente de corso a los piratas ilirios que atacaban las naves que comerciaban por el Mediterráneo. La fama de los piratas ilirios llegó a oídos de Roma quien intentó arreglar el espinoso asunto por la vía diplomática. Hacia el 230 a.C., una delegación romana se presentó ante Teuta para intentar llegar a una solución. Pero la reina apeló al derecho de sus súbditos a ganarse la vida como buenamente pudieran, esto es, pirateando por las aguas mediterráneas. A lo que los delegados romanos respondieron que se verían obligados a aplicar las leyes internacionales. Cuando terminó la audiencia con Teuta, se dispusieron a regresar a Roma pero en el camino de vuelta se vieron atacados por unos ilirios enviados por su reina quien, al parecer, no había quedado muy satisfecha con las amenazantes palabras de los romanos. Los aguerridos soldados de Roma no podían ni iban a quedar impasibles ante la respuesta de aquella mujer rencorosa y caprichosa. Había que darle su merecido y lo hicieron fletando doscientos navíos en los que veinte mil hombres debían humillar a la osada reina. Teuta se vio asediada por semejante muestra de poderío varonil y tuvo, además, que soportar la traición de uno de sus gobernadores, Demetrio, y su cuñado, Escerdilaidas. Acorralada, Teuta tuvo que firmar una paz muy favorable para Roma. Tiempo después, el tránsfuga Demetrio volvió al redil y consiguió casarse con Teuta adoptando al hijo de Agrón, Pinnés, iniciando de nuevo una política expansionista que, otra vez, enfureció a Roma y volvió a la carga contra los díscolos ilirios. Su reino acabaría siendo absorbido por Roma a mediados del siglo II a.C. De Teuta no sabemos cual fue su final. Fue borrada sutilmente de la historia.
Hipsicratea (Siglo II a.C.) En el siglo II a.C., Mitríades Eupátor se erigía como rey del Ponto. Mitríades VI fue el último soberano de este reino heredero de Persia y Grecia que fue derrotado por Roma tras un largo periodo de luchas intestinas con el gran imperio. Al parecer, Mitríades VI tuvo una esposa que era una amazona llamada Hipsicratea de la que se sabe muy poco. Hacia el año 68 a.C. se habría unido al ejército que el rey del Ponto estaba forjando para enfrentarse una vez más a las legiones romanas que se habían hecho con sus territorios. Hipsicratea no habría sido la única amazona que respondería a la llamada de Mitríades para enfrentarse a Roma. Pero ella fue la que luchó al lado del que terminaría siendo en su esposo, convirtiéndola a ella en reina. Hipsicratea blandió sus armas junto a Mitríades en la batalla de Zela, en el año 67 a.C. en la que salieron victoriosos. Pompeyo, líder del ejército romano, no podía tolerar que aquel reyezuelo y su esposa guerrera hubieran asestado semejante derrota por lo que al año siguiente respondió aniquilando a buena parte de las fuerzas del Ponto.
La derrota del año 66 a.C. supuso el principio del fin del reino de Mitríades. Pompeyo hizo prisioneros a muchos de sus fieles soldados, entre ellos, muchas amazonas que harían las delicias de los curiosos ciudadanos de la Ciudad Eterna al verlas llegar en el Triunfo de Pompeyo. En la sociedad patriarcal romana, observar a mujeres con atuendos guerreros sería, sin duda, todo un espectáculo. Es cierto que en Roma se organizaban luchas de gladiadoras, pero aquellas amazonas eran algo más que unas pocas mujeres dedicadas a la lucha por entretenimiento, representaban una sociedad en la que hombres y mujeres actuaban en igualdad de condiciones. Volviendo a Hipsicratea, ella y su esposo no fueron alcanzados por Pompeyo, que se quedó con las ganas de exhibirlos en Roma. Tuvo que conformarse con sus guerreros y guerreras. Tras un largo periplo por la cordillera del Cáucaso, regresaron al Ponto donde Mitríades se empeñó en volver a coronarse como soberano de un reino moribundo y sentó a su lado en el trono a su amada Hipsicratea. La felicidad y el sueño duró escasos dos años. En el 63 a.C. instigadores a las órdenes de Pompeyo encendieron una revuelta que terminó con Mitríades obligado a suicidarse. De ella, la reina amazona que se enfrentó a Roma, no volvió a hablarse y su rastro desapareció de la historia.
Cleopatra VII (69 - 30 a.C.) Cleopatra es sin lugar a dudas la más conocida, más por sus amoríos que por su poder y su capacidad política para gobernar en la última etapa del ancestral Imperio Egipcio. Para Roma era extraño ver a una mujer sentada en un trono. El título de Emperatriz no existía como tal en la época de la monarquía. Las esposas, madres o hermanas de los emperadores romanos podían llegar a tener cierto poder e influencia, llegando algunas a ser honradas con el título de Augusta, pero ninguna de ellas fue soberana por derecho propio. De Roma nos ha llegado la imagen de la «matrona romana», que controlaba y gestionaba la vida del domus, el hogar. En alguna ocasión, nombres propios como Cornelia o Terencia que, sin ostentar ningún cargo público, algo inconcebible para una mujer romana, llegaron a influenciar de un modo u otro en la política. A pesar de que Catón afirmó, no sabemos si con algún atisbo de sarcasmo, que «todos los pueblos obedecen a los romanos y los romanos obedecen a las mujeres», lo cierto es que ninguna de ellas lo hizo de manera oficial. Así que no es raro que personalidades como la de Cleopatra inquietara a los viriles césares y legionarios romanos. Cleopatra VII Tea fue la última soberana del Egipto de los Ptolomeos, la dinastía helenística heredera de Alejandro Magno. Cuando el gran general falleció en el año 323 a.C., sus generales se repartieron el vasto imperio que había forjado a sangre y fuego. La zona de Egipto fue asignada al general Ptolomeo quien, en 305 a.C. se autoproclamó rey como Ptolomeo I iniciando así la dinastía ptolemaica, la última que
ostentaría el poder antes de que el espléndido Egipto pasara a ser una provincia romana. Durante tres siglos los Ptolomeos intentaron mantener el antiguo esplendor del imperio griego. Pero cuando Cleopatra VII subió al poder, recibió un reino sumido en una profunda crisis económica y política y asediado por el imperialismo romano. La derrota de la última reina ante los ejércitos del futuro Octavio Augusto la colocarían en el bando de los perdedores construyéndose a su alrededor una leyenda negra de la que nunca se desligó. Leyenda que pretendió esconder la fuerza de voluntad de una mujer culta e inteligente que puso en jaque al todopoderoso Imperio Romano haciendo que algunos de sus todopoderosos emperadores y militares cayeran rendidos a sus pies. Las crónicas posteriores a la muerte de Cleopatra se empeñaron en enfatizar una imagen distorsionada y exagerada de una auténtica femme fatale ambiciosa y mezquina. Cleopatra VII Tea Filopator pertenecía a la dinastía de los Ptolomeos. Era hija de Ptolomeo XII y de una de sus esposas, de la cual se desconoce el nombre. Cuando Cleopatra heredó el trono de su padre recibía un Egipto inmerso en una situación complicada. El reinado de su padre había terminado con su expulsión de Alejandría y la posterior petición de protección al Senado romano. Este había devuelto el poder a Ptolomeo XII pero a cambio de convertir Egipto en un protectorado romano. Así que fue Roma quien legitimó la corona de Cleopatra, una joven de dieciocho años, y su hermano pequeño, Ptolomeo XIII, con quien se había casado, algo habitual en la dinastía para mantener su carácter sagrado. Los matrimonios entre miembros de la misma familia dentro de la realeza egipcia era una práctica que venía realizándose desde los inicios de la historia del Antiguo Egipto. Así lo describe Teresa Bedman en su exhaustivo estudio sobre las reinas egipcias: «Los faraones legitimaron su poder a través del desposamiento con una Hija Real. La realeza siempre tuvo dos componentes igualmente importantes: el masculino, como ejercicio externo del poder divino, y el femenino, auténtico fundamento imprescindible que apoyaba la existencia del primero». Cleopatra fue una joven inteligente que supo aprovecharse del conocimiento que le brindó la lectura de Homero, Heródoto o Tucídides. Miguel Ángel Novillo en su Breve historia de Cleopatra, nos habla de la amplia educación de la futura reina de Egipto: «Aprendería el arte de la retórica en los discursos de Demóstenes, al igual que seguiría varios cursos de aritmética, geometría, astronomía y medicina». Aprendió varias lenguas extranjeras y tomó nota de las intrigas palaciegas en los convulsos últimos años del reinado de su padre, lecciones políticas que le serían muy útiles en el futuro. Cuando en el año 51 a.C. fallecía Ptolomeo XII, su hermano y marido subió al trono como Ptolomeo XIII. Este era tan sólo un niño de diez años al que su esposa Cleopatra pudo dominar a su antojo. Al menos en un primer momento, cuando
Cleopatra se hizo con el poder. Pronto los consejeros del pequeño Ptolomeo instigaron contra ella hasta conseguir, en el 48 a.C., expulsarla de Egipto. Cleopatra huyó entonces a Siria donde organizó un ejército y regresó para recuperar su reino, sin éxito. Fue aquel mismo año cuando un flamante cónsul Julio César arribó a Alejandría y se convirtió en el aliado de Cleopatra a la que acabó reincorporando al poder. Un año después, en el verano del año 47 a.C. nacía Ptolomeo César, fruto del idilio entre Julio César y Cleopatra y que pasó a la historia con el apodo de «Cesarión». El año 44 a.C. Roma vivía uno de sus acontecimientos más dramáticos, el asesinato de Julio César. En su testamento, César legaba todo su poder a Octavio, quien había sido nombrado su hijo adoptivo un año antes. Empezaba un periodo inestable para el poder de Roma. Marco Antonio, uno de los generales más influyentes en aquel momento, recibió con frialdad a Octavio y puso todas las trabas posibles para retrasar el cumplimiento del testamento de César. La tensión derivó en una terrible guerra civil centrada en Módena. Una guerra que derivó en el conocido como segundo Triunvirato: Octavio, Marco Antonio y Emilio Lépido asumieron el poder y se dividieron el gobierno de los territorios romanos (El primer Triunvirato lo habían formado Cneo Pompeyo Magno, Cayo Julio César y Marco Licinio Craso y duró del 60 hasta el 53 a. C.). Marco Antonio recibió las provincias orientales, entre las que se encontraba el Egipto de Cleopatra. En el verano del año 41 a.C., Marco Antonio se reunió con Cleopatra en la ciudad de Tarso. La intención del general y triunviro era recibir ayuda militar contra los partos. La reina egipcia vio también la oportunidad de recuperar el antiguo esplendor del imperio de Alejandro Magno. Los intereses comunes en Oriente no fueron los únicos puntos en común. Cleopatra mantuvo una relación amorosa con Marco Antonio fruto de la cual fueron unos gemelos llamados Cleopatra Selene II y Alejandro Helios. Los triunfos de Marco Antonio en Oriente hicieron crecer las aspiraciones imperiales de Cleopatra. De hecho, Marco Antonio, tras su victoria en Armenia, no sólo entró en Alejandría recuperando las famosas Ptolemaia mezcladas con los ritos romanos, sino que repartió los territorios conquistados entre los gemelos y el tercer hijo que había tenido con Cleopatra, Ptolomeo Filadelfo. Pero las difíciles relaciones entre Octavio y Marco Antonio empeoraban por momentos. Mientras Octavio no había escuchado las peticiones de ayuda para sus conquistas en Oriente, Marco Antonio era acusado desde Roma de haber repudiado a su verdadera esposa, Octavia, que era hermana de Octavio. Este inició una inteligente campaña de propaganda utilizando el idilio con la reina egipcia y su amenaza imperialista. El año 33 a.C. expiraba el segundo mandato de los triunviros. Dos años después, Octavio había conseguido poner a Occidente en contra de Marco Antonio, acusado de traidor y desleal a los valores de Roma, y, por supuesto, de su lasciva amante, Cleopatra. El senado romano despojaba al general de su derecho de ciudadanía
romana y declaraba la guerra a la reina de Egipto. La batalla de Actium terminaba con los sueños de los amantes que tuvieron que huir a Alejandría. Terminaba el poder de Cleopatra y empezaba su leyenda negra. Octavio Augusto se encargó de propagar una imagen de lo más negativa de la última reina del Egipto de los Ptolomeos. Los escritores que inmortalizaron los episodios de la vida de Cleopatra lo hicieron siempre pensando en la buena imagen de Roma, una Roma que había salido de nuevo victoriosa. El hecho de que la tumba de Cleopatra aun no se haya localizado aumenta las dudas sobre las posibles causas de su muerte. Está claro que consiguió huir de Octavio y es más que probable que se suicidara. El modo de hacerlo llevó a múltiples versiones por parte de los literatos, entre ellas la ingesta de veneno o la mordedura de serpiente. Lo cierto es que a la muerte de Cleopatra Egipto quedó como propiedad privada de Octavio. Cesarión, quien había conseguido huir de Egipto, fue finalmente asesinado por Octavio. Los otros dos hijos varones debieron morir muy jóvenes. Quien tuvo más suerte fue Cleopatra Selene a quien Octavio casó con el rey de Numidia, Juba II. El asesinato de su hijo a manos de Calígula terminaría con una larga dinastía de la cual Cleopatra VII fue sin duda una de sus más destacadas soberanas.
Boudicca (Siglo I d.C.) La larga historia de Roma, desde mediados del siglo VIII a.C. hasta su caída definitiva a finales del siglo V de nuestra era (el Imperio Romano de Oriente aún perduraría mil años más) hizo que sus ciudadanos y ejércitos se toparan con un sinfín de pueblos y civilizaciones. En los primeros años de la era cristiana, cuando el Imperio Romano continuaba extendiendo su poder por el mundo conocido, fueron pocos los que se enfrentaron abiertamente a su hegemonía. En la Britania romana, donde ahora se encuentra el condado de Norfolk, una reina sola y obligada a someterse a Roma, luchó hasta el final en uno de los enfrentamientos más cruentos que se conocen en los que las legiones romanas no tuvieron la más mínima compasión del ejército de voluntarios que había reclutado Boudicca con su carisma y valentía. Boudicca no triunfó, y su historia estuvo silenciada durante siglos. Boudicca, nacida alrededor del año 30 d.C., era la esposa del rey de la tribu de los icenos, Prasutagus. Durante su reinado, el rey había mantenido una relación de alianza con los romanos quienes les permitieron una cierta libertad de movimiento disfrutando de un período de paz en su historia. Pero el hecho de que Prasutagus y Boudicca no hubieran tenido hijos varones complicaba la situación cuando el rey falleciera. A pesar de que Prasutagus pactó con los romanos una futura alianza y gobierno conjunto entre el imperio y sus hijas, al fallecer alrededor del año 60, su
última voluntad no fue respetada. Roma no aceptaba que el poder pudiera traspasarse por vía femenina así que tras la muerte del rey de los icenos, hizo de este pueblo uno más de los que sucumbieron a su voluntad. Muchos de sus ciudadanos fueron esclavizados y las tierras y posesiones confiscadas. A la reina, mientras veía cómo sus hijas eran violadas por las huestes romanas, se le exigió el pago de la deuda contraída por su marido con el imperio. Boudicca decidió entonces rebelarse contra Roma, algo que era a todas luces un suicidio pero que ella consiguió al menos intentarlo. A Boudicca se unieron otros pueblos vecinos que soñaban con liberarse de las cadenas de Roma. Con una voluntad de hierro, la reina de los icenos organizó un ejército que consiguió conquistar Camulodunum y Londinium. Los ejércitos romanos, al mando de Cayo Suetonio Paulino, el entonces gobernador de Britania esperó a Boudicca en un territorio situado entre Londinium y Viroconium donde tuvo lugar la terrible batalla de Watling Street. Boudicca y su ejército de hombres mal armados y mujeres y niños no consiguieron, a pesar de su superioridad numérica, doblegar las imparables y organizadas legiones romanas. Ante la inminente derrota, Boudicca desapareció de la historia. Según Tácito, se suicidó antes de ser apresada, mientras que Dión Casio asegura que falleció a causa de las heridas sufridas en la batalla. Lo cierto es que los hechos narrados por estos dos historiadores romanos desaparecieron durante siglos, hasta que en los tiempos del renacimiento volvieron a salir a la luz. Pero fue en la época de la reina Victoria, quien la ensalzó como una de las más grandes heroínas del pasado británico, cuando Boudicca volvió a renacer. Poemas laudatorios, un buque de guerra con su nombre y una estatua erigida por orden del Príncipe Alberto, fueron algunos de los homenajes más destacados a esta reina cuyo nombre significa «victoria». En la Europa de los bárbaros, que acabaría con derrocar al Imperio Romano, Boudicca fue de las pocas mujeres guerreras con nombre propio, pero no fue la única que se enfrentó a Roma. Celtas y germanos sorprendieron a las exclusivamente masculinas legiones romanas al incorporar a sus rudimentarios ejércitos a mujeres guerreras. Plutarco las recuerda cuando habla de la batalla de los Ambrons, mientras que Estrabón dedicó uno de sus textos a las guerreras germanas de pueblos como los cimbres.
Zenobia (Siglo III) Zenobia fue la última soberana de un reino que tuvo una existencia tan gloriosa como efímera. En los últimos tiempos de vida del reino de Palmira, su última gobernante plantó cara a los grandes imperios que la rodeaban, Roma y Persia, y consiguió extender sus dominios desde Asia Menor hasta Egipto. Palmira era una provincia romana desde el siglo I d.C. aunque sus orígenes
nabateos se remontan hasta el siglo IV a.C. Durante dos siglos aproximadamente, el reino de Palmira permaneció fiel al imperio Romano, el que se benefició de su situación estratégica como paso de las principales rutas comerciales entre Oriente y Occidente y como punto fronterizo entre los dos grandes imperios en aquel momento, Roma y Persia. En un momento impreciso de mediados del siglo III d.C. nacía Septimia Bathzabbai Zainib, quien con el tiempo se convertiría en una de las reinas más famosas de su tiempo. Zenobia se casó hacia el 258 con el príncipe Septimio Odenato de Palmira, quien ya tenía un hijo, Septimio Herodes, fruto de un matrimonio anterior. Odenato había sido nombrado ese mismo año Cónsul de Roma por el emperador Valeriano. En 266, la pareja real tuvo un hijo, Lucius Iulius Aurelio Septimio Vaballathus Atenodoro conocido como Vaballato. Un año después, Odenato y su primer hijo eran asesinados al parecer a causa de conflictos familiares. En aquel momento Zenobia tomó las riendas del poder a la espera de que su hijo Vaballato alcanzara la edad para reinar. El reinado de Zenobia fue muy corto, del 267 al 272, pero consiguió dar un esplendor como nunca antes se había visto en la ciudad siria. La reina inició una serie de trabajos para fortificar y embellecer la ciudad de la cual hoy día aún se pueden contemplar sus imponentes ruinas. Grandes columnas y colosales estatuas, templos, monumentos y jardines completaron la política edilicia de Zenobia. Pero la reina de Palmira no se conformó con embellecer su propia ciudad sino que también emprendió una importante campaña expansiva de su pequeño imperio. En aquel momento el gobierno del Imperio Romano era un auténtico caos en el que se erigían y deponían emperadores con demasiada asiduidad y las fronteras empezaban a estar peligrosamente amenazadas. Zenobia no dudó en aprovechar aquella débil coyuntura del imperio al que sus predecesores sirvieron. Así, en el año 269 las tropas de Palmira consiguieron dominar un vasto territorio comprendido entre Asia Menor y Egipto. Zenobia sintió siempre una gran admiración por la reina egipcia Cleopatra VII Tea. No sólo imitó su estilo estético y llegó incluso a usar parte del ajuar perteneciente a Cleopatra sino que siguió su mismo destino. El año 270, el emperador Aureliano tomaba las riendas de un Imperio Romano desorganizado y al borde del caos. Pronto estabilizó la frontera del Danubio y puso orden en las distintas zonas de conflicto. No se olvidó de Zenobia, quien disfrutaba de su nuevo poder. Aureliano inició una campaña militar contra Egipto haciendo retroceder las fuerzas de Zenobia hasta Siria. La última reina de Palmira fue finalmente derrotada en Emesa. Aunque consiguió huir, ella y su hijo fueron capturados en el río Éufrates cuando intentaban llegar al reino persa en busca de asilo. El esplendor de Palmira duró escasos cinco años. Mientras la ciudad era destruida por orden de Aureliano, su reina era trasladada a Roma como prisionera. Aunque se
desconoce el destino final de Zenobia, lo más probable es que recibiera el perdón del emperador Aureliano y terminara sus días como matrona romana en una villa cercana a la capital de un imperio al que puso en jaque aunque sólo fuera por un corto periodo de tiempo.
GUERRERAS SAMURÁIS La mujer en la sociedad japonesa ha sido tradicionalmente relegada de la vida pública. Sometida a la autoridad de un varón, padre, hermano, marido, tutor, las mujeres en Japón eran consideradas seres inferiores y pecaminosos, susceptibles de romper el orden social. Pero en el Japón patriarcal existieron mujeres que no vivieron precisamente a la sombra de ningún hombre. Ese fue el caso de las mujeres guerreras que emularon a los aguerridos y famosos samuráis. Su origen se remonta a los tiempos medievales. En los siglos XI y XII, Japón estaba sometido al poder de un emperador que era más ficticio que real. Los shogunes, o señores feudales, eran los que tenían el control de la sociedad. La necesidad de afianzar el poder en el interior de cada shogunato y los planes expansionistas de algunos de ellos, ligado a la débil autoridad imperial llevaron, a finales del siglo XII, a una serie de conflictos conocidos como las Guerras Genpei. Fue en aquellos enfrentamientos en los que encontraremos a una de las más famosas mujeres samuráis, Tomoe Gozen. Conocidas como Onna bugeisha, habían aprendido el arte de la guerra de la mano de algún samurái de la propia familia. A pesar de que las mujeres no debían dedicarse a la guerra, eran instruidas en el arte marcial de la naginata para proteger sus hogares durante las largas ausencias de los guerreros samuráis. La naginata era una suerte de lanza de madera que llevaba acoplada una hoja metálica. Expertas en artes marciales las Onna bugeisha también eran expertas en el uso de otras armas como el arco. Las Onna bugeisha eran guerreras como los samuráis y, como ellos, adoptaron un suicidio ritual. Mientras que ellos adoptaban el harakiri como fórmula para terminar con su vida antes que vivir deshonrados, las mujeres samuráis realizaban el jigai, que consistía en seccionar la arteria carótida con una daga ritual conocida como kaiken. Se conservan muy pocos nombres propios de aquellas mujeres valerosas que sorprendieron en más de una ocasión al enemigo. Su presencia en el campo de batalla dejó atónitos a más de un guerrero que no se esperaba encontrarse con grupos de mujeres cabalgando hacia ellos dispuestas a morir como el más aguerrido de los samurái. De los pocos nombres que se conservan, algunos se encuentran muy cerca de la delgada línea que separa la realidad del mito.
Emperatriz Jingu (169-269)
Ese es el caso de la emperatriz Jingu, de la que no todo el mundo acepta su existencia. L a Leyenda de Jingu nos habla de una mujer como la principal artífice de la dominación japonesa de Corea. Jingu, que significa «Valor divino», era la esposa del emperador Chuai quien, según la leyenda, falleció por no haber escuchado a los dioses. Al parecer, Jingu no sólo se iba a convertir en una aguerrida emperatriz, sino que era también docta en las artes mágicas y adivinatorias y había alertado a su marido de la necesidad de luchar contra los enemigos del reino. La negativa de Chuai a escuchar la voz divina fue lo que terminó con su vida. Jingu se convirtió en regente de su hijo y futuro emperador de un imperio expandido gracias a la valentía de una mujer legendaria que se puso al frente de un gran ejército, vestida con atuendo masculino, para hacerse con el poder en Corea. La verdadera Jingu ha quedado velada por las historias míticas que seguramente se construyeron alrededor de su persona para justificar el interregno entre el gobierno de su esposo y el de su hijo.
Tomoe Gozen (1157-1184) De quien tampoco tenemos demasiadas certezas históricas es de una de las mujeres samurái más famosas del puñado de nombres que han llegado hasta nosotros. Se trata de Tomoe Gozen, cuyo nombre significa algo así como «Círculo perfecto». Real o legendaria, su nombre aparece en la Historia de Heike, un libro japonés del siglo XII en el que aparece una mujer que fue una «excelente arquera, y como espadachina era una guerrera que valía por mil, dispuesta a confrontar un demonio o un dios, a caballo o a pie. Cuando una batalla era inminente, Yoshinaka la enviaba como su primer capitán, equipada con una pesada armadura, una enorme espada y un poderoso arco». Tomoe Gozen nació alrededor del año 1157 en Japón, en el seno de una prestigiosa familia de samuráis. Tomoe fue educada en las artes marciales y pronto aprendió a dominar la naginata con gran soltura y eficacia. Amante de la lucha, Tomoe se familiarizó también con el uso del arco y dominó a la perfección los caballos. Tomoe Gozen formó parte de las conocidas como Guerras Gempei que durante cinco años, entre 1180 y 1185, enfrentaron a dos principales clanes, Taira y Minamoto. Tomoe luchó con valentía del lado del clan Minamoto junto a su esposo, un prestigioso general llamado Minamoto Yoshinaka. Como líder guerrera, Tomoe consiguió tomar Kioto, capital japonesa y residencia imperial. Finalizada la guerra a favor del clan de Tomoe, su esposo sufrió las acusaciones de conspiración por parte del Shogun de Kamakura, Yorimoto Minamoto, quien apeló al emperador para que fuera declarado enemigo del estado. Minamoto Yoshinaka fue abandonado por sus hombres, excepto por algunos de sus más fieles soldados y su esposa. No está claro cómo murió Tomoe. Mientras unas fuentes apuntan que falleció al lado de su esposo en la batalla de Awazu, en 1184, otras aseguran que Tomoe era
simplemente compañera de Minamoto y otras afirman que terminó sus días como religiosa en un templo budista. Sea como fuere, la existencia de la guerrera samurái Tomoe Gozen parece demostrada y su vida legendaria sigue fascinando a su país y al resto del mundo.
Nakano Takeko (1847-1868) La existencia de mujeres samurái alcanzó el siglo XIX, momento en el cual se documenta el último grupo de guerreras en la historia del Japón. Estas Onna bugeisha, que pasaron al a historia como Joshitai, participaron en la batalla de Aizu, lideradas por Nakano Takeko. Tal fue el coraje de Nakano que su historia se recuerda año tras año en el lugar donde reposan sus restos. Nakano Takeko nació en el año 1847 en Edo. Hija de un samurái, Nakano recibió una amplia formación en artes marciales de la mano de un maestro personal, Akaoka Daisuke, quien acabó adoptándola. Además de aprender a manejar diversas armas, Nakano leía con asiduidad historias de mujeres de la historia del Japón, de las cuales Tomoe Gozen se convirtió en una de sus favoritas y sería, con el tiempo, un modelo a seguir. En 1868 estalló la guerra de Boshin que enfrentó a los partidarios del shogunato Tokugawa con los fieles al emperador. Nakano se unió a la causa del shogunato organizando un contingente de mujeres guerreras que se dispusieron a luchar en la batalla de Aizu con sus armas contra el poderoso ejército imperial, que disponía de armas de fuego. A pesar de la inferioridad de condiciones, el factor sorpresa declinó la balanza, al menos momentáneamente, hacia el lado de Nakano. Cuando los soldados imperiales se dieron cuenta que tenían delante a mujeres en vez de hombres, ordenaron el alto el fuego, momento de duda que las Onna bugeisha aprovecharon para acercarse al enemigo y llegar a herir a alguno de ellos. Pero la ventaja se desvaneció ante las letales armas de fuego. También terminó con la vida de la propia Nakano. Herida en el pecho por un disparo, pidió a su propia hermana, Onna bugeisha como ella, que acabara con su vida para no sufrir la deshonra. Yuko decapitó a su hermana y enterró su cabeza en el templo familiar de Hokai. La memoria de Nakano Takeko y sus guerreras, las «últimas mujeres samuráis» de la historia, se recuerda cada año en el Festival de Otoño de Aizu.
LUCHADORAS CONTRA LA COLONIZACIÓN Inés de Suárez (1507-1578) Inés de Suárez pasó a la historia por ser una de las fundadoras de Santiago de Chile junto al conquistador Pedro Valdivia. Pero también se hizo famosa por haber
protagonizado uno de los actos más crueles de la batalla por los territorios americanos. Ante la lucha encarnizada con los pueblos indígenas que ocupaban la actual Chile, Inés de Suárez no dudó en decapitar a sus siete caciques presos para atemorizar y amedrentar al enemigo. Además de demostrar semejante sangre fría, Inés escandalizó a la sociedad puritana de su tiempo compartiendo vida y cama con Pedro Valdivia, un hombre casado con una sufrida esposa que esperaba en España poder reunirse algún día con su marido. Inés de Suárez nació en la ciudad extremeña de Plasencia en el año 1507. Sus padres eran una pareja humilde que se ganaba la vida él como ebanista y ella como costurera. De su período infantil poco se conoce de ella, salvo que aprendió de su madre el oficio de costurera. En 1526, sin haber cumplido los veinte años, Inés se casaba por primera vez con Juan de Málaga, un aventurero que pronto se uniría a la conquista de América. Al poco tiempo de haber contraído matrimonio, su esposo partió rumbó al nuevo continente donde permaneció casi diez años. Mientras tanto, Inés tuvo que esperar pacientemente hasta que en 1537 consiguió una licencia real para viajar a América en busca de su marido. Cuando Inés pisó tierras americanas tenía treinta años y pocos recursos para sobrevivir. Durante un año estuvo trabajando en Panamá haciendo labores de costurera y criada. Cuando tuvo dinero suficiente, compró un pasaje a Lima con la esperanza de reencontrarse, al fin, con su marido. Pero lo que se encontró fue la fatal noticia de su fallecimiento en la Batalla de las Salinas, un conflicto que había enfrentado a los conquistadores Pizarro y Almagro por la ciudad de Cuzco. La joven se encontró entonces viuda, en una tierra desconocida y con unas tierras en Cuzco recibidas como compensación al fallecimiento de su esposo. Fue en su nuevo hogar donde Inés conocería a Pedro de Valdivia, que poseía una hacienda cerca de la suya y que, cosas de la vida, había batallado también en Salinas. Valdivia resultó ser un aventurero como su marido con el que entabló una relación tan estrecha que terminaron convirtiéndose en amantes, mientras la esposa de Valdivia, Marina Ortiz de Gaete, esperaba pacientemente en el otro lado del océano como Inés hiciera unos años antes. A finales del año 1539, Pedro de Valdivia inició su expedición a Chile como teniente gobernador de Francisco Pizarro. Inés ayudó económicamente en la preparación del viaje al cual ella misma se unió en calidad de sirvienta de Pedro para no escandalizar a la Iglesia ni a la sociedad que no veía con buenos ojos la convivencia de un hombre casado con una joven viuda. El viaje no fue fácil. Por el camino sufrieron las inclemencias del tiempo, hambre y sed. Inés no desfalleció y ayudó en todo momento a los que más lo necesitaban. Tal fue la fama que se fue labrando Inés que las crónicas imprimieron alguna que otra hazaña cercana al milagro. Una de ellas, la que dio nombre a un manantial que aún hoy da agua y que se conoce como «Aguada de Doña Inés», cuenta que en uno de los
asentamientos organizados para descansar, indicó el lugar en el que habían de cavar para encontrar un manantial. Con tal precisión que el agua manó. Milagros aparte, Inés aguantó el duro viaje que terminó felizmente en el invierno de 1541 con la fundación de Santiago de Nueva Extremadura. La llegada de los españoles a la zona provocó una respuesta casi inmediata entre los caciques de la zona que se unieron para hacerles frente. En uno de los enfrentamientos, Valdivia apresó a siete caciques que pensó utilizar para negociar con el resto de indios. Pero Inés tenía un plan más drástico; y sanguinario. Ella, que se encontraba organizando a varios grupos de mujeres para defender la plaza, decidió que había que hacer algo ante la alarmante presión que estaban ejerciendo los araucanos a los pies de las murallas. El enemigo ya había penetrado en la ciudad cuando Inés planteó a los soldados que custodiaban a los siete caciques terminar con sus vidas. Pero como los guardianes respondieron con cara de sorpresa, ella no dudó en coger un arma y decapitarlos uno por uno. La terrible decisión tuvo el efecto deseado y los araucanos, al ver a sus líderes asesinados, huyeron despavoridos. Las historias sobre Inés no se contentaron con finalizar aquí su cruel hazaña. Algunos afirmaron que se vistió una cota de malla y salió al campo de batalla, cabeza de cacique en mano, para arengar a los suyos y asustar a los enemigos. Sean o no verdad estas historias, Inés de Suárez debió jugar un papel importante en la contienda para que su fama trascendiera hasta el punto de convertirse en una heroína. Cuando Valdivia regresó del campo de batalla se encontró una ciudad arrasada. Sobre sus cenizas, los suyos levantarían Santiago de Chile. Por supuesto, Inés trabajó duro en la reconstrucción del que fue el sueño de su amante. Inés Suárez y Pedro de Valdivia mantuvieron una relación que se alargó casi una década. Aun así, ni la Iglesia ni el virrey aceptaron aquella situación por más tiempo y a finales de 1548 una sentencia firme obligó a Pedro a traer a su esposa y a casar a su amante con algún hombre de su confianza. La sufrida Marina Ortiz de Gaete llegó a Santiago de Chile en junio de 1554. Su marido había fallecido seis meses antes. Inés lloró la muerte de su amado cuando ya era una respetable señora casada. Valdivia había elegido a Rodrigo de Quiroga, uno de sus mejores capitanes, para que contrajera matrimonio con Inés. Rodrigo, cinco años más joven que Inés, fue nombrado regidor de Santiago de Chile. La vida de Inés, quien no pudo tener hijos, se tornó entonces en una existencia tranquila dedicada a las obras de caridad. Las más destacadas fueron su contribución a la construcción del templo de la Merced y la ermita de Montserrat en Santiago de Chile, ciudad en la que murió en el año 1578.
Juana Azurduy (1780-1862)
En el año 2009, tres siglos después de haber pasado por este mundo, Juana Azurduy fue nombrada «La libertadora de Bolivia». Juana está considerada una de las principales heroínas de la independencia del país del imperialismo español. Como éste, otros muchos honores recibió en vida y tras su desaparición. No en vano, Juana Azurduy lideró con valentía, primero junto a su marido y después en solitario, las guerrillas que se enfrentaron en la guerra contra España. Pero a pesar de haberse jugado la vida por su patria y ver morir a cuatro de sus hijos, Juana terminó viviendo en la indigencia y murió en soledad. Juana Azurduy Bermúdez nació el 12 de julio de 1780 en la ciudad de Chuquisaca, la actual Sucre, en el seno de una familia muy bien posicionada. Sus padres, Matías Azurduy y Eulalia Bermúdez, tenían varias haciendas dedicadas a la agricultura y la ganadería. Juana tuvo dos hermanos, un chico que falleció siendo un niño, y una niña, Rosalía. Su infancia transcurrió felizmente en las tierras de sus padres en las que Juana exprimía la libertad de correr sin límites dando rienda suelta a su espíritu salvaje, para mayor desesperación de su madre, que esperaba hacer de ella una muchacha educada y dispuesta para el matrimonio. Pero la felicidad de Juana y su hermana Rosalía se vio truncada siendo ambas unas niñas. En menos de dos años fallecieron sus progenitores y fueron trasladadas al convento de Santa Teresa de Chuquisaca donde su espíritu rebelde no soportó el orden y la disciplina. Tiempo después se trasladó a vivir al campo, a una de las haciendas que habían pertenecido a su familia, en Toroca. Allí se encontró con la familia del que sería su marido, los Padilla, y que en aquel tiempo se convirtieron en su consuelo. A los veinticinco años contrajo matrimonio con el hijo de los Padilla, Manuel Ascencio, quien en aquel momento, en 1805, estaba estudiando derecho. Cuatro años después, la pareja se unía a la revolución de Chuquisaca que terminó con la derrota de los rebeldes y su huida de la zona. Manuel y Juana volvieron a unirse a la causa anti española que supuso la confiscación de todos sus bienes cuando las tropas realistas ganaron terreno en el Alto Perú, la actual Bolivia. La pareja, que tuvo cinco hijos, pasó los siguientes años luchando contra el control del imperio español. Juana destacó por su valentía y sus dotes de mando y organización en el escuadrón conocido como «Los Leales», hechos que le valieron algunos triunfos y su nombramiento como teniente coronel en el verano de 1816, cuando se le hizo la entrega simbólica de un sable con el que se la ha retratado en alguna ocasión. Aquel mismo año Juana Azurduy sufría un duro golpe cuando su marido fallecía cuando acudió a rescatarla de la batalla de la Laguna en la que había caído herida. Desde entonces, su suerte fue a peor hasta que terminó viviendo en la indigencia. Juana había perdido a cuatro de sus hijos, muertos a causa del hambre y las penurias de la guerra y al morir Manuel, se encontraba embarazada del quinto hijo, una niña a la que bautizó con el nombre de Luisa. En 1825 Simón Bolívar la ascendió a coronel y le otorgó una pensión con la que
pudo sobrevivir hasta que cinco años después dejó de recibirla. Los últimos años de su vida fueron penosos, en lucha continua por recuperar los bienes que perdió en la guerra y malviviendo con un dinero que no siempre llegaba del gobierno por el que había luchado. Juana Azurduy logró sobrevivir hasta los ochenta y un años. Falleció el 25 de mayo de 1862 en la más absoluta de las pobrezas y fue enterrada en una fosa común. Tuvieron que pasar más de cien años para que su cuerpo y su memoria fueran restablecidos. Sus restos fueron exhumados y trasladados a un mausoleo construido en su honor en la ciudad de Sucre. En 2009 Argentina la ascendía a general del ejército argentino y Bolivia a mariscal de la república boliviana.
Manuela Sáenz (1797-1856) Contemporánea de Juana Azurduy fue otra valiente luchadora que fue recordada como heroína de la independencia de Latinoamérica. Aunque tal reconocimiento tardó demasiado tiempo en llegar. Los prejuicios sociales ante una mujer que vivió «amancebada» con el gran libertador Simón Bolívar se arrastraron pesadamente a lo largo de los años. Ironías de la vida, ella había sido fruto de una relación extramatrimonial. Que fuera una mujer casada (contra su voluntad) pesó más que todos los actos heroicos con los que ayudó a liberar a las tierras americanas del imperialismo español. Entre ellos, salvarle la vida a su líder, poniendo la suya en peligro. Manuela Sáenz nació el 27 de diciembre de 1797 en Quito. Hija natural de Simón Sáenz y Vergara, un importante político español de la ciudad de Quito, y su amante Joaquina Aizupuru, Manuela vivió su infancia recluida en un convento. Cuando falleció su madre, de la que poco se sabe, se incorporó a la casa familiar de los Sáenz, donde convivió con sus cuatro hermanastros y la esposa de su padre, Juana María del Campo. Cuando era una niña de poco más de trece años, Manuela empezó a ser testigo de las revueltas contra el orden establecido y pronto se sentiría identificada con la causa independentista. El 27 de junio de 1817, cuando aún no había cumplido los veinte, contrajo matrimonio con James Thorne, un rico comerciante de origen inglés elegido por su propio padre para hacer de su hija natural una dama respetable. La pareja se instaló en Lima donde Manuela permaneció mucho tiempo sola, pues su marido se ausentaba constantemente por cuestión de trabajo. Su esposa aprovechó la coyuntura para unirse a los conspiradores que preparaban la revolución. A pesar de las reprimendas de James, que intentaba meter en cintura a su díscola Manuela, ella hizo oídos sordos y pasó de unos tímidos trabajillos como mensajera a participar de manera tan activa que cuando en el verano de 1821 se proclamó la independencia de Perú ella fue una de las que recibió la condecoración de la Orden del Sol.
Manuela dio un paso más cuando al año siguiente se trasladó a Quito donde participó activamente en la batalla de Pichincha. Fue en la misma ciudad de Quito donde empezó la historia de amor y lucha común de Manuela y Simón Bolívar. Ambos se conocieron el baile de bienvenida al Libertador organizado tras su entrada triunfal en la ciudad el 16 de junio de 1822. Ella tenía veinticinco años y era una mujer casada; él tenía treinta y nueve y era viudo. A ambos les unió un amor incondicional y una creencia común en la causa independentista. Su relación estuvo marcada por las largas ausencias, las cuales intentaron compensar con largas misivas mientras Manuela soportaba estoicamente las críticas vertidas sobre ella, una mujer casada que se relacionaba abiertamente con otro hombre. Pero Manuela estaba más preocupada por ayudar a Bolívar. Cuando estalló una sublevación en Quito, no dudó en vestirse su uniforme de húsar y salir a luchar. En compensación, Bolívar, que se encontraba en Lima, la reclamó a su lado como miembro de su Estado Mayor, nombrándola teniente de húsares. En 1824, Manuela se incorporó a la lucha armada en la batalla de Junín donde era conocida por los seguidores de Bolívar como «La Generala». Aquel mismo año participó en otra batalla, en Ayacucho, cuyo valor le valió el título de coronel del ejército colombiano. La situación política se fue enrareciendo alrededor de Simón Bolívar, cuya vida llegó incluso a correr peligro. En septiembre de 1828, la situación llegó a ser tan tensa que se preparó un atentado contra él. Fue Manuela quien, con su valentía, se encargó de frustrarlo. Ella misma se enfrentó directamente a los conspiradores que iban a matar a Bolívar mientras este huía por una ventana. Manuela Sáenz se ganó entonces el título de «Libertadora del libertador». Dos años después se iniciaba el declive físico de Simón Bolívar quien tuvo que retirarse a Santa Marta mientras su amante continuaba al frente de la lucha armada batallando por alcanzar el sueño de su amado, estabilizar la Gran Colombia. Un sueño que no se vería consolidado y que derivaría en la creación de tres naciones, Colombia, Venezuela y Ecuador. Simón Bolívar falleció el 17 de diciembre de 1830, una triste noticia que alcanzó a Manuela de camino a reencontrarse con él, algo que ya nunca iba a suceder. Tal fue su desesperación que intentó terminar con su vida haciéndose morder por una víbora. Pero Manuela sobreviviría a su amante más de dos décadas, tiempo en el que tuvo que soportar el exilio, la cárcel y la acusación de conspiradora por parte de las autoridades de Bogotá. Manuela Sáez terminó sus días en Paita, una localidad situada al norte de Perú, donde se ganó la vida con un negocio de tabaco, cosiendo y vendiendo dulces. A la puerta de su hogar se acercaron hombres como el escritor Herman Melville, autor del famoso Movy Dick, o Giuseppe Garibaldi, uno de los artífices de la unificación Italiana.
Cuando el 23 de noviembre de 1856 su cuerpo sucumbió a la epidemia de difteria que se había declarado en Paita, sus restos mortales fueron depositados en una fosa común y todas sus pertenencias se quemaron para evitar el contagio. Dos siglos después, tierra de aquella fosa común fue trasladada a Caracas y depositada junto a los restos de Simón Bolívar. Dos siglos después, al menos simbólicamente, los amantes volvieron a reencontrarse. Por el camino, Manuela Sáenz fue silenciada de la historia o se le dedicaron muchas críticas. Pablo Neruda le regaló una larga elegía, La insepulta de Paita, con versos tan hermosos como estos que reivindicaron la personalidad de Manuela Sáenz y su amor por Simón Bolívar. Quién vivió? Quién vivía? Quién amaba? Malditas telarañas españolas! En la noche la hoguera de ojos ecuatoriales, tu corazón ardiendo en el vasto vacío: así se confundió tu boca con la aurora. Manuela, brasa y agua, columna que sostuvo no una techumbre vaga sino una loca estrella. Hasta hoy respiramos aquel amor herido, aquella puñalada del sol en la distancia.
Lakshmi Bai (1828-1858) En una India sumida en las más ancestrales leyes de castas, en la que las mujeres no existían legalmente y eran seres sumisos a los hombres, en un país en constante conflicto con la metrópoli inglesa, una mujer se enfrentó a la tradición y a la colonización. Lakshmi Bai, contra todo pronóstico, se convirtió en reina, gobernó y se ganó el cariño de su pueblo y el respeto de los ingleses que lucharon contra ella. Lakshmi Bai fue una de las principales heroínas que protagonizó la rebelión contra el imperialismo británico en la India. Manikarnika nacía probablemente el 19 de noviembre de 1828 en la ciudad santa de Varanasi en el seno de una familia de brahmanes, una de las castas más elevadas de la India. Manu, como se la llamaba cariñosamente, quedó huérfana de madre con tan sólo cuatro años. Su padre, Moropant Tampé, se la llevó con él a la corte del peshwa, algo así como un primer ministro, de Bithur donde creció y aprendió las artes de la guerra de la mano del propio Moropant y se crio junto a la familia del peshwa como una más. A pesar de ser una niña, su padre no dudó en enseñarle disciplinas consideradas masculinas como la equitación, la esgrima y el uso de armas de fuego. Inteligente y despierta, con muchas ganas de vivir y experimentar, la pequeña Manu no sabía que se estaba preparando para convertirse en todo un símbolo de la lucha contra
el Imperio Británico. Desde finales del siglo XVIII, la India estaba considerada como una de las principales colonias británicas. Conocida como British Raj, la India Británica englobaba un vasto territorio en el corazón de Asia donde el choque de civilizaciones entre las culturas ancestrales que allí se asentaban y la sociedad occidental fue inevitable. Por aquel entonces, las colonias británicas estaban gobernadas de facto por la Compañía de las Indias Orientales, que mantuvo su poder hasta que fue disuelta en 1857. En 1842, cuando Manu aún era una niña de catorce años, fue entregada en matrimonio al maharajá de Jhansi, Gangadhar Rao. Asumía entonces el nombre de Lakshmi Bai y se convertía en reina de Jhansi. Jhansi, capital del antiguo imperio Maratha, era una fortaleza situada en el actual estado indio de Uttar Pradesh. El nombre asumido por la nueva esposa del maharajá hacía honor a la diosa hindú Lakshmi, diosa de la fortuna y esposa de Vishnu, una de las deidades principales del hinduismo. Los monarcas tuvieron un hijo, Damodar Rao, en 1851, pero fallecía con tan sólo cuatro meses. Ante la imposibilidad de poder concebir un nuevo vástago, la pareja real decidió adoptar a un familiar de Gangadhar como era tradición en los reinos hindúes. Pero a la muerte del maharajá en 1853, la Compañía de las Indias Orientales, que controlaba la región, aplicó la doctrina del gobernador general Lord Dalhousie según la cual, los reyes que fallecían sin descendencia debían entregar su reino a la Compañía. Así, en marzo de 1854, la reina de Jhansi marchaba del palacio real y se trasladaba a vivir al palacio de Rani Mahal. En 1857 estallaba la rebelión largamente larvada que convertiría a la India en un campo de batalla, no en vano, años después fue considerada como la primera guerra de independencia de la India, también conocida como la rebelión de los cipayos. El reino de Jhansi se mantuvo relativamente al margen durante un tiempo hasta que el capitán Hugh Rose decidió sitiar la ciudad. Era el mes de marzo de 1858 y Lakshmi Bai, acostumbrada a cabalgar en su caballo y a usar las armas que su padre le enseñara, se puso al frente de la resistencia. El 24 de marzo empezaron los bombardeos para derribar las murallas de Jhansi. El asedio duró varios días y terminó con la caída de la ciudad. La reina decidió entonces huir. Cuenta la tradición, que Lakshmi subió a su caballo con su hijo adoptivo agarrado a ella y saltó las murallas para poder escapar. Lakshmi Bai se unió a otros dignatarios indios para luchar de nuevo contra los ingleses. El último enfrentamiento tuvo lugar en la batalla de Gwalior, en junio de aquel mismo año. Vestida de soldado, la reina de Jhansi cabalgó con valentía ante las tropas inglesas. Fue su última batalla. Parece ser que los suyos, al ver el cuerpo sin vida de su amada Lakshmi Bai, decidieron quemarlo para que las tropas del enemigo no pudieran hacerse con él. Tres días después caía la ciudad de Gwalior.
Tras la derrota de Gwalior, en 1858, la India pasó a ser formalmente colonia británica, con un virrey asentado en Calcuta. Una situación que se alargó una centuria, hasta mediados del siglo XX, cuando la India se independizó definitivamente de Inglaterra. A lo largo de la rebelión, otras mujeres, además de Lakshmi Bai, se levantaron en contra del dominio británico. Entre ellas, las conocidas como ganewalis, eran intelectuales con gran conciencia política y social que se reunían en sus salones, convertidos a mediados del siglo XIX, en lugares donde se «conspiraba contra el poder colonial» (Historia de las mujeres en la India, Ana Gracía-Arroyo). La reina de Jhansi es uno de los personajes históricos más queridos de la India. Su imagen se representa en estatuas en las que su gesta saltando a caballo con su hijo en brazos la inmortaliza para toda la eternidad. En la misma fortaleza de Jhansi, una placa marca el lugar donde su reina realizó su memorable salto. Incluso sus enemigos recordaron años después de su muerte el coraje de esta mujer que se enfrentó al todopoderoso Imperio Británico.
CONTRA EL PAPADO Caterina Sforza (1463-1509) «Diablesa encarnada», «Vampiresa de la Romaña» o «Virago cruelísima» son algunos de los originales apelativos con los que fue conocida la condesa Caterina Sforza, una mujer de gran coraje que puso tan nerviosos a sus enemigos que en ocasiones sólo les quedó utilizar sus lenguas viperinas para insultarla. Hija ilegítima, Caterina llegaría a ser condesa de Imola y Forlí y lucharía con valentía por los derechos de sus hijos llegando a enfrentarse al papa, al que intentó envenenar. Caterina Sforza era hija ilegítima del duque de Milán, Galeazzo Maria Sforza y de Lucrecia Landriani, esposa del cortesano y fiel amigo de Galeazzo, Gian Piero Landriani. Caterina no fue la única hija del duque y su amante, tuvo tres hijos más. A pesar de su condición de hija ilegítima, Caterina fue educada como una hija más de la familia Sforza. Caterina era todavía una niña cuando la casaron con un sobrino del Papa Sixto IV, Jerónimo Riario. Al título de condes de Forlí se unía el de Imola, territorio que el Papa concedió a Jerómino. El matrimonio concertado no fue un matrimonio feliz. A pesar de haber tenido cuatro hijos, Caterina tuvo que soportar las constantes infidelidades de Jerónimo. El odio hacia su marido no impidió que Caterina luchara por sus territorios que repercutirían en un futuro en sus hijos. Muerto Sixto IV en 1484, la subida al solio pontificio del nuevo Papa Inocencio VIII amenazaba con recuperar los dominios de Imola. Aun estando embarazada, Caterina no dudó en llegar hasta el Castillo de
Sant'Angelo en Roma para defender sus derechos y los de su marido sobre el territorio cedido por el anterior pontífice. La condesa no sólo consiguió mantener Imola, sino que ganó la plaza de Forlí. La mala relación entre la pareja la puso directamente en el punto de mira cuando su marido fue brutalmente asesinado. En 1488, desafectos del conde lo mataban a cuchilladas mientras que Caterina era encarcelada acusada de haber colaborado en el asesinato de su propio marido. Pero Caterina consiguió escapar de su cautiverio. Lo primero que hizo fue conseguir que se reconociese a su hijo mayor, Octavio Riario, como el legítimo heredero de las tierras y títulos de su padre enfrentándose a los conjurados que la amenazaron con asesinar a todos sus vástagos. Suprimidos los enemigos internos, Caterina tendría que enfrentarse también con una peligrosa invasión francesa que amenazaba sus ciudades. En este caso también salió victoriosa contra las tropas de Carlos VIII. De nuevo el papado, con Alejandro VI a la cabeza, se erigía como su principal enemigo. El pontífice y toda su poderosa familia, los Borgia, declararon ilegítimos a sus herederos. La única salida era la guerra abierta contra un poderoso ejército papal dirigido por el hijo de Alejandro VI, el militar César Borgia. Los dominios de Caterina cayeron como naipes ante el genio militar de los Borgia. En su desesperación, la condesa llegó incluso a hacer uso de sus conocimientos alquímicos para envenenar al mismísimo Papa. El atentado fue descubierto y Caterina nombrada enemiga eterna del Vaticano, donde se la conoció desde entonces como «La diablesa de Imola». En 1500, la derrota era un hecho y Caterina era capturada. A pesar de la mediación francesa para conseguir su liberación, que se produjo poco tiempo después, Caterina no tenía dónde ir. Sus dominios habían sido tomados por la familia Orsini. Mujer exuberante que no dudó en tener varios amantes a lo largo de su viudedad, entre ellos un joven de diecinueve años o un miembro de la familia Médicis, Caterina terminó sus días en un convento de Florencia al lado de su hijo pequeño. Caterina Sforza, condesa de Imola y Forlí, moría el 28 de mayo de 1509. Por expresa voluntad de la dama, en su lápida no se escribió nada.
Olimpia Maidalchini (1591-1657) Cuando el 15 de septiembre de 1644 el cardenal Giambattista Pamphili era elegido papa como Inocencio X pocos imaginaban que junto al nuevo pontífice gobernaría en Roma su cuñada. Desde siempre, Olimpia Pamphili demostró que nadie iba a controlar su vida, más bien era ella la que estaba decidida a controlar la de los demás. Con un carácter ambicioso en extremo, consiguió escalar en la sociedad romana hasta situarse al lado de la silla de Pedro. Desde allí controló los movimientos del papa, las decisiones del Vaticano y a los ciudadanos de Roma
mientras llenaba sus arcas con exagerada avaricia. A su muerte había amasado una ingente fortuna. Olimpia Maidalchini había nacido el 26 de mayo de 1591 en la ciudad italiana de Viterbo. Su padre era Sforza Maidalchini y su madre, Vittoria Gualterio, una noble de Orvieto hija ilegítima del obispo de Viterbo. Sus padres pensaron ingresar a Olimpia en un convento pero no contaron con la personalidad de la joven que no dudó en acusar en falso al confesor del monasterio donde debía ingresar para evitar la clausura. Aunque el pobre religioso fue absuelto, ya nadie la quiso tras los muros de su convento. Poco después se casaba con Paolo Nini, uno de los hombres más ricos de la ciudad de Viterbo. Olimpia se quedaba viuda antes de haber cumplido los tres años de casada. Con la herencia de su marido se trasladó a Roma en busca de un esposo que la ayudara a situarse entre la alta sociedad de la ciudad. El elegido, con el que se casó en 1612, era un hombre casi treinta años mayor que ella pero perteneciente a una familia noble de Roma. Además, Pamphilio Pamphili, que así se llamaba, era hermano de un cardenal, Giovanni Battista Pamphili, muy bien posicionado en la curia vaticana. En 1639 quedaba viuda por segunda vez pero ni ella ni su hijo Camilo Pamphili se separaron del cardenal que en 1644 fue nombrado papa como Inocencio X. Durante casi una década, el tiempo que su cuñado ocupó la silla de Pedro, Donna Olimpia, como se la conocía en Roma, fue su sombra insaciable de poder. Sin ningún escrúpulo, no sólo consiguió que su hijo fuera nombrado cardenal, sino que obligó a todo aquel que quería ostentar un rango en el Vaticano a dejar previamente en su bolsillo grandes cantidades de dinero. Donna Olimpia también se dedicó a controlar a las prostitutas romanas obligándolas a pagarle si querían ejercer en la ciudad, convirtiéndose así en la más grande proxeneta de la historia. Los ejemplos de su avaricia configuran una larga lista. Entre ellos, voces que aseguran que Bernini tuvo que recibir su beneplácito para poder erigir la hermosa fuente de los cuatro ríos de la Plaza Navona. Pero uno de los más sonados sucedía en 1650 durante el jubileo, cuando no le tembló el pulso a la hora de quedarse con el dinero obtenido de un organismo creado por ella misma de asistencia a los peregrinos. Poco le importaba a Olimpia las críticas que se escribían sobre ella en la famosa estatua de Pasquino (de ahí la palabra «pasquín») que decían cosas como esta: Olim pia, nunc impia (Otrora piadosa, ahora impía). Inocencio X, lejos de intentar cambiar las cosas con respecto a su cuñada de quien, por cierto, las malas lenguas decían que era su amante (aunque esto nunca fue probado históricamente), le seguía el juego y las apariencias con fundaciones como el Instituto de Viudas en Duelo destinado a la devoción de la Purísima Concepción. El papa llegó incluso a darle el título de Princesa de San Martino al Cimino, una abadía medio
derruida cercana a Viterbo que Olimpia reformó y convirtió en su última morada. En 1655 fallecía Inocencio X. Pocos días antes de su muerte, Olimpia se afanó en saquear las habitaciones papales y llevarse de los aposentos de su agónico cuñado todo el oro que pudo. Y cuando el papa exhalaba su último aliento, la que fue su larga sombra durante años no tuvo reparos en dejar que su cuerpo se pudriera sin preocuparse por darle digna sepultura pues era una «pobre viuda sin recursos». Olimpia Pamphili terminó sus días recluida en San Martino. Cuando murió el 27 de septiembre de 1657 dejó en la tierra una herencia de dos millones de escudos.
LAS BRUJAS DE LA NOCHE Durante la Segunda Guerra Mundial, las batallas en el aire eran cruentas y se cobraban muchas vidas. Algunos de aquellos pilotos se embarcaban en misiones suicidas en acciones desesperadas para frenar al enemigo. Algunos de aquellos aviones destartalados que sobrevolaron el cielo en guerra de la Vieja Europa estaban pilotados por mujeres cuyo valor y coraje pocos podían creer en una débil fémina. Pero lo cierto es que hubo unos regimientos formados exclusivamente por mujeres que pusieron en jaque a los alemanes durante largas y mortales batallas. No en vano las bautizaron como «Las brujas de la noche». Las mujeres habían tenido un papel importante en la Segunda Guerra Mundial ejerciendo como enfermeras o trabajando en las fábricas ocupando los puestos dejados por sus padres, hermanos o maridos que había marchado al frente. En el mundo de la aviación, también estaban presentes ejecutando tareas logísticas. Pero pocas eran las mujeres que se subían a una cabina para pilotar un avión. Por eso resulta sorprendente la decisión de la Unión Soviética de crear en 1941 tres regimientos aéreos de combate formados por mujeres. No era la primera vez que las mujeres habían decidido surcar los cielos. Cuatro años antes, la famosa aviadora norteamericana Amelia Earhart había desaparecido en algún lugar de las aguas del Pacífico en la última de una larga lista de aventuras en el aire. Fue una escultora de profesión y amante de los aviones, Thérèse Peltier, la mujer considerada como la primera piloto de la historia, allá por el año 1908. Tras ella, una larga lista de mujeres intrépidas se atrevieron a subir a aquellos aparatos inestables jugándose la vida para alcanzar sus sueños. Muchas jugaron y perdieron, falleciendo a bordo de aquellos primeros aviones. Pero una cosa era volar como entretenimiento, como piloto de competiciones y realizando acrobacias. Otra muy distinta era ponerse al mando de un bombardero en un conflicto armado. Ya en la Primera Guerra Mundial, la piloto norteamericana Ruth Law Oliver propuso al gobierno de su país la incorporación de las mujeres en el ejército como pilotos de guerra. La negativa fue rotunda y sólo le quedó desahogarse
en la revista Air Travel con su famoso artículo Let Women Fly! (¡Dejad a las mujeres volar!). Habría que esperar a la Segunda Guerra Mundial para que los Estados Unidos aceptaran a las mujeres como pilotos de guerra. Y fue gracias a la tenacidad de otra aviadora, Jacqueline Cochran. Cochran pasó a la historia por convertirse en la primera mujer en romper la barrera del sonido. Había iniciado su carrera como piloto volando una aeronave en la que anunciaba su propia marca de cosméticos, a la que había bautizado como Wings (Alas). Esta intrépida empresaria participó en muchas competiciones y en 1938 recibió el reconocimiento de ser la mejor mujer piloto de los Estados Unidos. No en vano había ganado la Bendix Race, competición en la que el año anterior se había enfrentado solamente con hombres. Habían sido ella y Amelia Earhart quienes lucharon para que las mujeres pudieran participar en dicha carrera. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se incorporó a la organizaciónWings for Britain (Alas por Bretaña) encargada de transportar aeronaves construidas en Norteamérica hasta Gran Bretaña. Jacqueline se convertía entonces en la primera mujer en pilotar un bombardero a través del Atlántico. Convertida en una mujer influyente en el mundo de la aviación, no dudó en proponer a la entonces primera dama de los Estados Unidos, Eleanor Roosevelt, la creación de una división aérea femenina que se encargara de los vuelos domésticos no combativos para que todos los pilotos posibles pudieran entrar en combate solucionando así el problema de la escasez de pilotos en las zonas de conflicto. Su duro trabajo tuvo como compensación la creación de la Women Airforce Service Pilots (WASP), organización que dirigió desde el primer momento y que tenía como objetivo la formación y entrenamiento de mujeres piloto. En Francia, Marthe Richer intentó lo mismo que Ruth Law Oliver, que las mujeres pudieran volar en tiempos de guerra. Richer llegó a fundar una organización, la Union patriotique des aviatrices françaises, pero, a pesar de su tenacidad y su amplia campaña en los medios franceses, no consiguió su cometido. En definitiva, las mujeres piloto del bando aliado hicieron una importante labor trasladando aeronaves a las zonas de conflicto pero nunca se les permitió entrar directamente en combate. Fue en el frente ruso donde las mujeres participarían de manera activa en los combates que se lidiaron en los cielos de Europa. En el verano de 1941, el ejército alemán había alcanzado algunas de las principales ciudades rusas y se había plantado a las puertas de Moscú. En septiembre, los tanques de la Wehrmacht atemorizaban a los moscovitas mientras en el Kremlin se buscaba desesperadamente una solución a la escasez de pilotos. Podía parecer una locura pero Stalin aceptó entonces la propuesta de la que por aquel entonces estaba considerada una heroína de la Unión Soviética, Marina Raskova, que pasaba por la creación de un regimiento de aviación formado por mujeres que fue bautizado como el 122 Grupo de Aviación. Raskova decidió organizar tres en vez de un regimiento, debido a la exitosa y multitudinaria respuesta de mujeres voluntarias. Aquellas
valientes pilotos tuvieron que aprender en un tiempo récord los entresijos básicos del combate y entrenarse para estar a la altura en los cielos en guerra. Los Regimientos 586º de Caza y 587º de Bombarderos Pesados fueron los primeros en tener en sus filas a mujeres pero compartieron las tareas con otros hombres. Fue el tercer regimiento, el 588º, conocido como el Regimiento de Aviación de Bombardeo Nocturno el que estuvo formado exclusivamente por mujeres. La presencia de mujeres en el ejército soviético no era inusual. Existían, de hecho, grupos liderados por mujeres como el Regimiento Aéreo 101, dirigido por la comandante Valentina Grizodubova, Héroe de la Unión soviética como su compañera Marina Raskova, con quien había pilotado en varias ocasiones. Muchas de aquellas mujeres provenían de familias humildes y habían descubierto su pasión por la aviación en los muchos clubs de vuelo que se habían creado en la URSS en la década de 1930. Algunas dejaron sus estudios y sus prometedoras carreras, otras se alejaron con lágrimas en los ojos de sus familias. Todas decidieron responder masivamente a la llamada de Raskova. En poco tiempo, las jóvenes aprendices de piloto, tuvieron que adaptarse a un mundo pensado para hombres. Para empezar, el atuendo masculino no ayudaba a moverse con comodidad. Los uniformes eran demasiado grandes y tenían que rellenar las botas con papel de periódico para poder caminar con más o menos agilidad. Pero aquello no era lo peor, los aparatos se habían diseñado para las envergaduras masculinas por lo que tenían que poner algún tipo de elevador en los asientos y alzas en los pies para poder tener visibilidad y llegar a los pedales. Pero nada parecía frenar a aquellas muchachas que se afanaron en aprender en un tiempo récord lo que los soldados habían aprendido en años. A mediados de octubre, el recién creado 122 Grupo de Aviación fue trasladado a la localidad de Engels, situada a ochocientos kilómetros de Moscú y a trescientos kilómetros de Stalingrado. Los hombres de las fuerzas aéreas que las vieron llegar no quedaron impasibles. Algunos se reían de ellas, apodándolas «Las Muñequitas», mientras que otros las miraban con desprecio. No tardarían en cambiar de opinión. A pesar de las dificultades y del rechazo inicial, las chicas de Raskova iniciaron su adiestramiento como pilotos unas, navegantes o mecánicas otras, mientras que su líder decidía a cuál de los tres regimientos debía destinarlas. Todas ellas iban a enfrentarse a un destino incierto, muchas encontrarían la muerte. Pero por aquel entonces sólo veían ante sí la posibilidad de entrar en combate, en un combate de verdad. Es posible que fueran temerarias, o simplemente mujeres con gran coraje y valentía que querían demostrar al mundo que podían luchar como los hombres y ayudar a su patria a alcanzar la gloria. Lo cierto es que algunas de ellas pasarían a la historia después de amedrentar al enemigo desde el aire. Bautizadas como «Las brujas de la noche» por los alemanes, el Regimiento de Aviación de Bombardeo Nocturno realizaba misiones muy peligrosas.
Su principal estrategia consistía en intentar compensar la lentitud de los pesados aparatos que tenían que pilotar volando en el último momento con el motor apagado. De noche y a punto de alcanzar su objetivo, paraban el motor, lanzaban las bombas y volvían a encender el aparato para poder salir con vida. Aquella estrategia hacía que los aviones emitieran unos extraños sonidos que el ejército y la población enemiga comparó con el ruido de una escoba volando. De ahí el apodo de «Las brujas de la noche». Además de jugarse la vida con un modo tan peligroso de atacar, aquellas mujeres volaban sin paracaídas para aligerar el peso del avión al máximo y poder cargar cuantas más bombas en su interior. Siguiendo este plan de ataque, las brujas de la noche, realizaban varias incursiones en territorio enemigo en una misma noche. Muchas de aquellas mujeres perdieron la vida en el cielo y muchas fueron reconocidas como Héroes de la Unión Soviética. Todas demostraron sin duda, que estaban igualmente capacitadas que los hombres para enfrentarse a situaciones límite y cumplir con éxito con su misión. Fueron muchas las mujeres con nombre y apellido, con su propia historia a sus espaldas, con sus sueños escondidos en sus corazones, las que se ganaron el respeto de sus compañeros en el frente. Pero quizás sobre todas ellas destacan dos, el de la mujer que convirtió en realidad algo que años atrás parecía una quimera, Marina Raskova, y Lilia Litvak, una de las mejores piloto rusas de la historia.
Marina Raskova (1912-1943) De pequeña soñaba con ser cantante de ópera y sentía una gran pasión por la química pero Marina Raskova terminó convirtiéndose en una Heroína de la Unión Soviética. A su llamada acudieron cientos de mujeres que sentían verdadera admiración por esta mujer que había propuesto a Stalin la descabellada idea de permitir a las mujeres que se incorporaran a las fuerzas aéreas del ejército soviético. Marina Raskova había nacido el 28 de marzo de 1912 en el seno de una familia rusa de clase media. Su padre, Mikhail Malinin, era profesor de canto y su madre, Anna Liubatovich, profesora. Su infancia en Moscú transcurrió rodeada de música. Su padre inculcó en Marina su pasión, por lo que no es de extrañar que estudiara en el conservatorio moscovita. Sin embargo, su carácter perfeccionista hizo que la música se convirtiera en algo estresante para ella. La química fue su sustituta, en parte porque su padre hacía tiempo que había muerto y la familia necesitaba dinero para subsistir, así que empezó a trabajar en una fábrica de tintes como técnica de laboratorio. Todo esto sucedía en 1929, el mismo año que se casaba con el ingeniero Serguéi Raskov, con el que tendría una hija, Tania, y del que se divorciaría pocos años después. Pero sería su trabajo como dibujante de planos en el Centro de Navegación Aérea de la Academia del Aire el que cambiaría su destino para siempre. Cuando en su nuevo puesto entró en contacto con el mundo de la aviación, supo que había
encontrado su verdadero camino. En un tiempo récord asumió tales conocimientos que la convirtieron al año de ingresar en el centro en profesora de la Academia del Aire Zhukovski. Era la primera mujer que lo conseguía. Y no sería su único logro. En 1934 se graduaba y empezaba una larga serie de vuelos cuyas marcas no pararía de superar. La más sonada fue la hazaña que consiguió en 1938 cuando junto a otras dos mujeres se embarcaron en una aventura que las pondría al borde de la muerte. Marina Raskova, junto a Valentina Grizobudova y Polina Osipenko decidieron hacer un viaje que atravesara Rusia, desde Moscú al Extremo Oriente Soviético. El 24 de septiembre, un bimotor Túpolev ANT-37, un bombardero de largo alcance al que pusieron el nombre de «Patria», despegaba de Moscú con destino a la lejana Komsomolsk. Fueron veintiséis horas de vuelo ininterrumpido en el que atravesaron más de seis mil kilómetros de tundra y estepa. La aventura se complicó cuando, sobrevolando Siberia, las alas del avión empezaron a acumular hielo. Para poder perder peso y ganar altura empezaron a lanzar objetos innecesarios. La propia Marina, viendo que la situación era complicada, no dudó ni un segundo en lanzarse ella misma en paracaídas en plena estepa rusa. Un campesino salvó a Marina de una muerte segura y las tres mujeres regresaban a Moscú como auténticas heroínas. Con tan sólo veinticinco años, Marina Raskova era galardonada junto a sus compañeras, con la Estrella de Oro de los Héroes de la Unión Soviética, siendo las primeras mujeres en recibirlo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Tal fue la fama de Marina en este y otros retos aeronáuticos, que el propio Stalin quiso tener una entrevista privada con ella. Para entonces, la Segunda Guerra Mundial estaba haciendo verdaderos estragos en muchos puntos del territorio europeo. Y Rusia no sería la excepción. Cuando Alemania invadió la Unión Soviética, Marina Raskova aprovechó su rango de Mayor de la Fuerza Aérea Soviética con el que había sido nombrada poco tiempo atrás, y no dudó en pedir personalmente a Stalin que le permitiera organizar nuevos regimientos de combate aéreo. La petición, sin embargo, era excepcional, pues Marina propuso que su equipo estaría formado en su gran mayoría por mujeres. Por primera vez en la historia, el rol femenino en un conflicto armado no se iba a reducir a tareas en la retaguardia. Marina quería, confiaba, sabía, que ellas podían ser tan válidas como sus colegas pilotos en el aire. El sueño de Marina Raskova se materializó con la creación del Grupo de Vuelo Especial nº. 122. Un sueño que compartieron cientos de voluntarias que de manera casi inmediata empezaron a hacer cola para poder ocupar una plaza en la Academia de Aviación Zhukovski. Fue la propia Marina quien seleccionó a unas aspirantes que deberían enfrentarse a una formación dura e intensiva que las tendría que convertir en pilotos del ejército soviético. Aún no había terminado 1941 cuando el primer grupo de aspirantes se trasladó a la base aérea situada en un pueblecito a orillas del Volga llamado Engels, al norte de
Stalingrado. Lo que sus colegas masculinos aprendieron en años de formación, ellas tuvieron que hacerlo en un tiempo récord. Más de doce horas de vuelo diarias en rudimentarios aviones de madera y lona. Mientras las aspirantes a piloto se sometían a este duro entrenamiento, otras mujeres del regimiento tuvieron que realizar una tarea indispensable: reconvertir el vestuario masculino en prendas adecuadas para las mujeres. Las diligentes agujas transformaron los uniformes de soldados en piezas acordes a las tallas femeninas mientras que en las botas se incrustaban todo tipo de materiales blandos que ayudaran a reducir sus tallas. Los aviones también se tuvieron que adaptar a las nuevas medidas, elevando los asientos y acercándolos a los pedales. Seis meses después, Marina Raskova vio con orgullo que sus mujeres estaban preparadas para elevarse a los cielos en guerra. Raskova tenía un carisma innato que atraía a todo aquel que se encontrara a su lado. En sus emotivos discursos consiguió a lo largo de todos aquellos años mantener la moral de sus chicas por los aires: «Podemos hacer cuanto nos propongamos», les decía a aquellas jóvenes a las que animaba a seguir en el frente para conseguir «que las fuerzas armadas de nuestra nación reciban también con los brazos abiertos a las mujeres». El 122º Grupo de Aviación se dividió en tres regimientos. El 586, conocido como el Regimiento de Aviación de Caza, entraba en combate en abril de 1942. Comandado por Tamara Kazarinova, este regimiento realizó más de mil misiones. El 587 fue el Regimiento de Aviación de Bombardeo y estuvo comandado por la propia Marina Raskova. Desde diciembre de 1942 superaría también las mil misiones. El Regimiento 588 fue quizás el más conocido de todos. Su nombre oficial fue el de Regimiento de Aviación de Bombardeo Nocturno pero en Alemania se las rebautizó como las «Las brujas de la noche». Aquellas mujeres comandadas por Evdokiia Bershanskaia, iniciaron sus misiones, las cuales superarían las veinte mil, en el verano de 1942. En noviembre de 1942, cuando los Regimientos creados por Marina ya habían conseguido pilotar biplanos y llevaban un sinfín de incursiones en territorio enemigo, el estado mayor del ejército las mandó a apoyar a las tropas que desde agosto luchaban en la que se convertiría en una de las batallas más cruentas de la Segunda Guerra Mundial. Marina Raskova haría su último vuelo el 4 de enero de 1943. Su avión no fue abatido con un aparato enemigo. Fue el frío ruso el que terminó con una de las mujeres más valientes que había conocido la guerra. Aquel gélido día de invierno, una tormenta de nieve limitó la visibilidad de su bimotor PE-2 que terminó estrellándose. Toda la tripulación moría en el acto y se consideró que habían muerto en combate. Los restos mortales de Raskova, de treinta y un años de edad, se trasladaron a Moscú ante el estupor de sus compañeras, quienes se resignaban a creer lo que ya se había publicado en los periódicos rusos como una de las noticias más tristes de la guerra.
Las cenizas de Marina Raskova fueron enterradas en un muro del palacio del Kremlin. Recibió condecoraciones a título póstumo y muchas calles de distintas ciudades rusas recibirían su nombre. Pero el mayor homenaje que pudo recibir fue el esfuerzo incansable que sus compañeras continuaron realizando hasta el final de la guerra. El 587º Regimiento continuó volando sobre los cielos de Stalingrado a las órdenes de Zhenia Timoféieva, quien asumió el difícil papel de sustituir a Raskova. Las bombas que cayeron sobre el enemigo llevaban grabado en su superficie «¡Por Marina Raskova!».
Lily Litvak (1921-1943) El 1 de agosto de 1943 un avión de combate caía abatido en un lugar desconocido de la zona del Donbass, en Ucrania, en la conocida como la Batalla de Kursk. Los cazas alemanes habían abatido a una de las mejores mujeres piloto de la historia: Lily Litvak. Lidia Litvak nació en Moscú el 18 de agosto de 1921. Desde muy joven, Lily demostró un interés inusitado por el mundo de la aviación. Tenía solamente catorce años cuando empezó a recibir clases de aviación y un año después ya pilotaba y pocos años más tarde recibía la licencia de instructora de vuelo. Lily tenía veinte años cuando la Unión Soviética se vio amenazada por los ejércitos nazis. Como muchas otras mujeres, respondieron a la llamada de Marina Raskova y se presentó como voluntaria para formar parte de los regimientos que esta iba a formar con mujeres piloto. Lily tenía pocas oportunidades de ser admitida por lo que no se lo pensó dos veces y decidió mentir en su historial de vuelo para ser aceptada en la aviación militar debido a su corta edad y falta de experiencia. Con cien horas de vuelo más de las que en realidad tenía a sus espaldas, fue aceptada. Pronto demostró que sus mentiras en los informes presentados no iban a ser las únicas infracciones que iba a realizar aquella muchacha un tanto rebelde que se ausentaba por las noches para ir a bailar al club de oficiales, tropelía que repetía una y otra vez a pesar de los castigos que se le imponían. A pesar de su carácter díscolo, Lily demostró ser una avezada aviadora a bordo de un avión de caza Yakovlev Yak. Su primera participación en un combate real tuvo lugar a finales de septiembre de 1942. Desde entonces, y hasta su trágica desaparición, el avión de Lily sobrevoló el cielo de importantes batallas como la de Stalingrado consiguiendo derribar hasta doce aviones alemanes en solitario. Ninguna mujer hasta la fecha ha superado esta cifra. Lily se convirtió pronto en una celebridad que protagonizaba muchas páginas de los periódicos nacionales mientras recibía el reconocimiento de sus colegas, tanto hombres como mujeres. En tiempos de guerra, hubo momentos también para el amor. Lily se había enamorado de un aviador, Alekséi Salomatin, y sus compañeros respetaron su
relación permitiéndoles tener ratos de intimidad. Llegaron incluso a formular una promesa de matrimonio que el destino se afanó en truncar. El 21 de mayo de 1943, el avión de Salomatin se estrellaba tras un combate de adiestramiento. Lily lloró profundamente su muerte pero no dejó de volar y continuó surcando los cielos de aquella Rusia devastada por la guerra. Su fama se extendió entre las líneas enemigas que identificaban su avión con facilidad gracias a una lila blanca pintada en su avión, que de lejos parecía una rosa, origen de su famoso apodo, la «Rosa Blanca de Stalingrado». Tras varios accidentes y múltiples éxitos, Lily Litvak llegó a Comandante del tercer escuadrón, de la 73º Regimiento de la Guardia. A pesar de caer herida en varias ocasiones, Lily no desfalleció y continuó luchando y subiéndose a su temido avión. El 1 de agosto de 1943, pilotaría por última vez. Después de tres misiones victoriosas a lo largo de aquel fatídico día, Lily volvió a salir en su cuarta y última misión. Atacada por sorpresa por varios aviones alemanes, el Yakovlev de Lily fue finalmente abatido. Su joven y pequeño cuerpo de veintiún años no se encontró. A finales de julio, Lily había escrito una última carta a su madre en la que le transmitía todo su cariño y sus muchas ganas de volver a reencontrarse con ella. Soñaba con el fin de la guerra para «volver a casa y contarte todo lo que he hecho desde el día en que nos separamos». En el panel de control de su cabina había grabado «Mamá». Inna Pasportnikova, la mecánica de Lily, pasó muchos años buscando en la zona los restos de su querida amiga. Tras un largo periplo, en 1979 consiguió encontrarla. A pesar de que algunas voces pusieron en duda que Lily hubiera sido de verdad encontrada, años después, en 1990, el entonces presidente de la URSS, Mijaíl Gorvachov, condecoró a Lily Litvak con la merecida Estrella de Oro de Heroína de la Unión Soviética.
PARTE II Santas contestatarias Religiosas que se dedicaron a algo más que rezar
Las mujeres han sido, desde tiempos de Jesús, un pilar indispensable de la Iglesia Católica. A pesar de que su papel ha sido siempre de sumisión a la jerarquía eclesiástica que nunca le ha permitido ejercer roles protagonistas negándoles el acceso al sacerdocio, aquellas que siguieron el camino de la fe y renunciaron al mundo como un gesto de amor divino absoluto, no siempre permanecieron calladas tras los muros de un convento. En plena Edad Media, nació en Lieja un movimiento femenino que se revelaba contra todos los poderes establecidos y determinaba una nueva forma de vida para las mujeres. A pesar de la rebelión aparente, las beguinas consiguieron ganarse el respeto de los ciudadanos y eclesiásticos, aunque algunas voces se alzaron contra ellas e intentaron eliminarlas acusándolas de herejía. Las beguinas tuvieron su momento de esplendor en aquellos siglos medievales pero poco a poco fueron desapareciendo, aunque algunos beguinatos consiguieron sobrevivir a lo largo de los años, de los cambios religiosos y de las revoluciones políticas y sociales. Llegaron hasta el moderno siglo XXI, gracias a una beguina nonagenaria que fallecía en 2013. La mujer en la Edad Media tenía pocas alternativas de vida: casarse o ingresar en un convento. En el ámbito doméstico rara vez tendría acceso a la cultura, conocimientos que podía adquirir tras los muros de una orden religiosa renunciando en este caso a una vida en pareja. Siempre tenía que renunciar a algo. Ambas opciones suponían también la necesidad de contar con una importante dote que abriría las puertas de alguna familia importante o de un monasterio destacado. Ante esta situación, unas mujeres del norte de Europa decidieron hacer un mundo a su medida. Casas aisladas, espacios comunes y el objetivo básico de ayudar a los demás fueron los rasgos principales de los primeros beguinatos. El carácter revolucionario de las beguinas fue que crearon una comunidad aparentemente religiosa, no en vano se conocían como «mujeres religiosas», pero que no se regía por ninguna de las reglas monásticas existentes. El principal objetivo de las beguinas fue el servir a los demás. Orfanatos, leproserías, hospitales eran sus principales lugares de trabajo en los que esas mujeres dedicaban su vida a los más necesitados. Su carácter asistencial iba en la línea de dominicos y franciscanos, las órdenes mendicantes que en el siglo XIII también removerían los cimientos de la iglesia establecida. A pesar de que no existen muchos datos concretos acerca del número de beguinatos, lo cierto es que en menos de dos siglos este movimiento que aceptó también a hombres, se extendió rápidamente por toda Europa. Jaques de Vitry
o Luis IX de Francia (conocido como el «pobre rey de las beguinas») fueron algunos de los hombres destacados que defendieron el papel de las beguinas. Sin embargo, la condena por herejía de Margarita Porete, una de las beguinas más famosas del siglo XIII, debilitó las voces en su favor y empezó un cierto proceso de decadencia. En 1312, el Papa Clemente V condenaba su modo de vida. En el siglo XV serían obligadas a fusionarse a la orden carmelita. A pesar de todos los intentos por frenar este extraño y revolucionario movimiento femenino, las beguinas continuaron existiendo a lo largo de los siglos y la Unesco declaró los beguinatos como centros patrimonio de la humanidad. Fue el 14 de abril de 2013 cuando fallecía Marcella Padjjin y con ella un mundo femenino distinto, original y revolucionario, al menos para los tiempos en que lo vieron nacer. Y es que, a pesar de que la historia no ha reservado demasiadas páginas a estas mujeres, lo cierto es que fueron de las primeras que se organizaron al margen de los órdenes establecidos para defender la solidaridad y la libertad de las mujeres para decidir sobre sus vidas. Y hacer eso en la Edad Media, era una verdadera osadía. Un siglo después del nacimiento de las beguinas, el orbe cristiano se vio sumido en una grave crisis en la cúpula cuando coexistieron dos sedes papales, una en Roma y otra en Aviñón. Un momento complicado que ponía en peligro la hegemonía católica en Europa y que fue criticado desde muchos escenarios. Dos voces que se alzaron contra aquella situación vergonzosa para los cristianos fueron las de dos religiosas que se presentaron ante la curia papal para sacarle los colores a más de un hombre de fe. A ambas las recuerda Sigrid Undset, escritora y premio Nobel de Literatura, en su biografía sobre Santa Catalina de Siena: «Una viuda nacida en un extremo de Europa, Santa Brígida de Suecia, o una joven del pueblo, Santa Catalina de Siena, supieron dar buenos consejos a los poderosos de este mundo. Y el mundo las escuchaba con respeto aun cuando no seguían sus consejos. Llegaron a desempeñar un papel en la política mundial. Y reprendieron, aconsejaron y guiaron y, a veces, mandaron y dieron órdenes al vicario de Cristo en la tierra». Antes que estas dos mujeres valientes se atrevieran a criticar abiertamente al papado, otra mujer excepcional e injustamente silenciada durante siglos, ya se había convertido en asesora de emperadores y papas. Corría el siglo XI cuando la religiosa de la que hablamos, Hildegarda de Bingen, vivía en un hermoso rincón de Alemania que ella misma se había encargado de fundar. Mística, científica, doctora, literata, lingüística, compositora, iluminadora, Hildegarda fue, irónicamente, una mujer de frágil salud a la que nada frenó. En su tiempo, sólo los hombres de fe salían a predicar por los caminos. Las mujeres debían permanecer recluidas, protegidas, en sus monasterios, manteniendo la boca cerrada. Sólo debían hablar para rezar y poco más. Pero Hildegarda realizó cuatro viajes de peregrinación en los que aglutinaba a su alrededor al pueblo sorprendido de ver a aquella religiosa hablando de los designios divinos. En 1152, el mismísimo emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, el todopoderoso Federico Barbarroja, mandaba una invitación a Hildegarda para que se entrevistara con él en su palacio de Ingelheim. Su fama había llegado a oídos de Federico quien quiso conocerla y recibir sus sabios consejos. Una escena que habría sido un lujo presenciar, todo un emperador, imponente, varonil, escuchando a aquella mujer sencilla, frágil. Una entrevista que inició una larga relación epistolar en la que Federico Barbarroja tuvo que aceptar el lenguaje directo de la monja: «Mira, pues, que el Rey supremo te observa, para que no seas acusado de no haber ejercido con rectitud tu oficio y que no tengas de qué sonrojarte». El poder terrenal escuchó sus consejos, no sólo el emperador, también condes y señores feudales, así como el poder espiritual, pues varios pontífices escucharon sus sabios consejos. Mujeres todas ellas, como otras que veremos a continuación, que no vieron incompatibilidad alguna en dedicar su vida a Dios y permanecer en el mundo, un mundo imperfecto que creyeron necesario ayudar a mejorar.
Santa Brígida de Suecia (1303-1373) A diferencia de otras místicas que entraron desde muy pequeñas en un convento y dedicaron toda su vida a la contemplación y al amor de Dios, Santa Brígida de Suecia tuvo una larga vida alejada del monasterio. Tras quedar viuda y ser madre de ocho hijos, con más de cuarenta años, decidió que el resto de sus días iban a estar dedicados a la espiritualidad. Pero incluso en su papel de religiosa fundadora de la orden del Santísimo Salvador, Brígida continuó en contacto que el turbulento mundo al que no dudó en criticar y amonestar. Brígida Birgersdotter nació en 1303 en Skederid, en la provincia sueca de Uppland, de la que su padre, Birgerio, era gobernador. Su madre, Ingerborg, era hija del gobernador de la zona oriental de Gotland. Esta familia aristocrática, de amplia cultura, inculcó a Brígida una fuerte religiosidad. Brígida fue precoz en el habla y en la devoción. Con tres años hablaba con soltura; con siete, tuvo su primera visión. Pero a pesar de sentir la religión con intensidad, aceptó el destino que sus padres le tenían preparado. Cuando aún no había cumplido los catorce años, Brígida se casó con Ulf Gudmarsson, cuatro años mayor que ella. La piedad de su marido hizo que ambos llevaran una intensa vida espiritual además de cumplir con los designios del matrimonio. Brígida y Ulf compartieron veintiocho años en los que tuvieron ocho hijos, cuando niños y cuatro niñas. Una de ellas sería otra santa, Catalina de Suecia. Ulf era gobernador de Nericia. Brígida ejerció de señora feudal de las tierras de su marido y se dedicó a la crianza de sus ocho hijos. Pero cuando Ulf fue nombrado canciller del rey en 1335, lo dejó todo, incluidos a sus hijos, para seguir a su marido en su nueva tarea en la corte. En aquel entonces reinaba en Suecia el joven monarca Magnus II, casado con
Blanca de Namur, de la que Brígida fue nombrada dama de honor. Brígida no tuvo ningún inconveniente en criticar las tendencias autoritarias de Magnus, así como los vicios de los esposos reales. A pesar de que el rey y la reina hicieron poco caso de los consejos de Brígida, escucharon con respeto sus palabras. Brígida y Ulf fueron una pareja profundamente religiosa que dedicaba parte de su vida a la oración. La pareja realizó varios viajes de peregrinaje, uno de los más importantes a Santiago de Compostela. Fue el año 1338 cuando emprendieron camino hacia el sur y tuvieron ocasión de ver las calamidades y problemas que la guerra de los Cien Años estaba acarreando a la población. En dicho viaje también fueron testigos de la fastuosa y poco piadosa corte de Aviñón en la que el Papa Clemente VI se había instalado huyendo de Roma. En la ciudad francesa de Arras, Ulf cayó gravemente enfermo pero Brígida no temió por su vida pues el santo francés San Dionisio se le apareció y le comunicó que su marido no moriría entonces. En agradecimiento a su curación, el matrimonio se dispuso a vivir en religión instalándose en el convento de Alvastra. Pero poco duró su penitencia. «Cuando enterré a mi marido, enterré con él a mi amor carnal». Así de contundente se mostró Brígida al morir Ulf hacia 1344. Con poco más de cuarenta años Brígida decidió repartir sus bienes entre sus hijos y los más necesitados y se quedó para sí lo indispensable para sobrevivir. Se retiró del mundo durante cuatro años y de dedicó a la vida contemplativa y a la penitencia. Brígida tuvo visiones desde muy pequeña pero fue en este periodo cuando aumentaron en número, hasta el punto de hacer temer que dichas visiones no fueran provocadas por el demonio y por su propia locura. Pero una de estas visiones hicieron que Brígida volviera de nuevo al mundo de su siglo. En ella se le ordenaba que volviera a encauzar el mal comportamiento del rey Magnus. Terminado su periodo de reclusión, Brígida empezó una vida dedicada a los demás en múltiples facetas. En Vadstena fundó una orden que hoy día sigue vigente, la Orden del Santísimo Salvador. Brígida siguió la estructura organizativa de la francesa abadía de Fontevrault, donde vivían religiosas y sacerdotes, diáconos y legos, todos ellos dirigidos por una madre abadesa. La orden se había fundado principalmente para las mujeres; los hombres que vivían pero no convivían con ellas, tenían la tarea de asegurar los ministerios espirituales de las monjas. Brígida no se había olvidado de los principales problemas que asolaban a la Europa cristiana de su tiempo. No le tembló el pulso a la hora de escribir una dura carta al Papa de Aviñón instándole a que mediara en el litigio entre Francia e Inglaterra a la vez que le pedía que dejara la suntuosa y lujosa corte en la que se había instalado y volviera a la sede romana. Brígida defendía un modelo de papado basado en la austeridad y la obediencia, requiriendo para ello una profunda reforma en la Iglesia. En 1349 Brígida decidió viajar a Roma esperando que el Papa volviera pronto a
su sede original. Instalada en la Ciudad Santa, se dedicó a obras de caridad y ayudar a los peregrinos. Brígida continuó con su crítica valiente a aquellos sectores de la Iglesia que se alejaban de la humildad original. Con casi setenta años, en 1371, otra visión la animó a peregrinar a los Santos Lugares. En su último viaje, Brígida continuó amonestando y criticando a reyes y nobles corruptos que no seguían las órdenes divinas. Dos años después, de vuelta en Roma, Brígida moría después de caer gravemente enferma. Aunque sus restos se enterraron provisionalmente en San Lorenzo de Panisperna, poco tiempo después, su hija Catalina y Pedro de Alvastra llevaron sus restos a Vadstena, su convento. Santa Brígida se asemeja mucho a Santa Hildegarda de Bingen y Santa Catalina de Siena en tanto que fueron místicas visionarias que se movieron e intentaron cambiar el mundo corrupto y beligerante en el que vivían. Pero Santa Brígida destaca por haber sido una mujer que en un principio no estaba destinada a ser religiosa. Antes de ser religiosa fue esposa y fue madre para, una vez viuda, dedicar su vida a la piedad.
Santa Catalina de Siena (1347-1380) Hija de una muy numerosa familia, Catalina pasó de ser una humilde joven con visiones tempranas a ser consejera de papas y mediadora de la paz entre las repúblicas italianas. En un tiempo en el que el papado y la política en Europa era un polvorín, su voz se alzó ante unos dignatarios que escucharon sus consejos. Con humildad pero con gran sabiduría, Catalina se hizo respetar por reyes y papas. Catalina Benicasa nació en Siena el 25 de marzo de 1347. Su padre, Jacobo Benincasa, era un próspero tintorero de lana que trabajaba junto a algunos de sus muchos hijos en el taller familiar mientras que su esposa, Lapa di Puccio di Piagente, estaba al frente de un hogar lleno de niños, una casa situada en la Via dei Tintori y que un siglo después se convertiría en santuario y lugar de peregrinación. No se sabe cuántos de la amplia prole llegaron a la edad adulta pero al parecer más de la mitad sobrevivieron, entre ellos, una de las más pequeñas, Catalina. Catalina había nacido tras veintidós partos de su madre y junto a ella nació una hermana melliza, Juana, que falleció siendo una niña pequeña. Poco después nacería otra niña a la que también bautizaron como Juana y que tampoco sobrevivió por lo que Catalina terminó siendo la benjamina de la familia, querida y mimada por sus padres y hermanos. Como otras muchas místicas anteriores a Catalina, tuvo visiones muy tempranas. Tenía seis años y parecía ser una niña como las demás que jugaba por las calles de la ciudad cuando en un paseo por Siena se detuvo y experimentó su primera visión de Dios. Desde entonces, Catalina empezó a pasar las horas en soledad, rezando y leyendo la vida de santos. Su familia advertiría un cambio sustancial en su comportamiento, hasta entonces el habitual en una niña de su edad que salía a jugar alegremente con sus amigos y que de repente pareció haber mudado en una
personalidad seria, adulta. Se volvió más callada y empezó a auto infligirse penitencia en las comidas y a mortificar su cuerpo con un pequeño látigo. Cuando tenía siete años decidió hacer un voto privado de castidad, algo que solía ser habitual en las jóvenes que decidían consagrarse al mundo religioso. Así permaneció hasta cumplir los doce años, edad en la cual sus padres consideraron que ya era el momento de empezar a buscar un marido para Catalina. Fue entonces cuando descubrieron la promesa secreta de permanecer alejada del matrimonio, algo que no les agradó en absoluto. Sin embargo, de nada sirvieron los castigos a la joven. Su voluntad continuó permaneciendo firme hasta que a los diecinueve años conseguía tomar el hábito de la orden Tercera de Santo Domingo con el beneplácito de sus resignados padres. Catalina permaneció tres años recluida como un eremita dedicada plenamente a la oración y mortificando su cuerpo con duros ayunos. Durante este tiempo vivió lo que en sus cartas describió como un matrimonio místico con Jesús. Además de esta experiencia mística, Catalina tuvo continuas visiones. Transcurrido este periodo de reclusión, una nueva visión invitó a la santa a entrar en el siglo para ayudar a los más necesitados, tarea que realizó con gran devoción. Aunque el destino le deparaba funciones más elevadas, tal y como se lo reveló Jesucristo en una de sus visiones en la que le avisó: «Yo te enviaré a los Papas y a los gobernantes de mi Iglesia y a todo el pueblo cristiano, pues tengo la costumbre de humillar el orgullo de los poderosos con instrumentos débiles». Siguiendo los pasos de Santa Brígida de Suecia, Catalina no tuvo reparo en escribir a hombres y mujeres con poderes e influencias políticas con el objetivo de pedir la paz. En aquellos tiempos, las repúblicas italianas vivían constantes conflictos y levantamientos; disturbios que se unían a la desaparición de la corte pontificia de Roma que hacía tiempo estaba instalada en Aviñón. El Papa también fue destinatario de parte de sus misivas instándole a volver cuanto antes a la sede romana a la vez que se atrevió a recordarle que él, como representante de Cristo en la tierra, era el responsable de la degradación que estaba sufriendo la Iglesia y le recordó la necesidad de reformarla limpiándola de corruptos. La defensa de Catalina de la pureza dentro de la Iglesia no sólo la defendió por carta. La joven se trasladó a Aviñón para entrevistarse cara a cara con Gregorio XI, quien quedó realmente sorprendido por su inteligencia y la determinación. Allí permaneció un tiempo en el que intercambió con el pontífice ideas y pensamientos centrados en dos temas importantes, el regreso de la corte papal a Roma y la convocatoria de una nueva cruzada. A pesar de que no sabemos hasta qué punto influenció Catalina en Gregorio XI, lo cierto es que en 1377, después de casi setenta años, los papas volverían a sentarse en la silla de Pedro en el Vaticano. Por desgracia, la paz no llegó a tierras italianas y Catalina, conocida como la popolana, continuó buscando la manera de iluminar a sus dirigentes para que
alcanzaran una solución a los problemas que asolaban pueblos, ciudades y estados. Catalina no dudó en inmiscuirse en las disputas entre güelfos y gibelinos en Florencia, poniendo en peligro su propia integridad física. También viajó hasta Nápoles para intentar mediar ante la reina Juana I, quien apoyaba el reciente cisma sufrido en la Iglesia y que había provocado una situación de doble sede papal, Roma y, de nuevo, Aviñón. En aquella ocasión fue la enviada del Papa Urbano VI y Catalina no se amedrentó ante ninguna corona. Juana I de Nápoles, empeñada en defender al Papa cismático Clemente VII recibió duras palabras de la popolana: «De reina os habéis convertido en sierva y esclava de algo que no es nada. […] Ha oído consejos de hombres que son demonios encarnados». Aquel fue un duelo de damas de gran carácter. Porque si Catalina, amparada en sus visiones celestiales osaba alzar su voz sin importarle la dureza de sus palabras, Juana I no era una reina insignificante. Heredera del trono napolitano, su familia la había casado con su primo Andrés, hijo a su vez del rey de Hungría. Cuando su padre, Roberto I de Nápoles falleció en 1343, Juana, que entonces tenía dieciséis años, se negó a aceptar la última voluntad de su padre que anteponía a Andrés a los derechos de Juana a la corona. Ella se consideraba reina de pleno derecho y así lo defendió hasta conseguirlo. Sospechosamente, poco después de ser proclamada reina en solitario, su marido era asesinado, provocando la ira de su familia húngara que no dudó en declarar la guerra a Nápoles. Juana I consiguió neutralizar dicha amenaza y se afianzó en su trono. En el conflicto del papado, Juana I se posicionó a favor de Clemente VII haciendo caso omiso a las advertencias de Catalina y no le importó ser excomulgada por el Papa Urbano VI. Juana I encontraría la muerte en 1382 por uno de sus enemigos. Catalina puso también el foco sobre Francia, sede de la corte cismática, y escribió a su soberano instándole a abandonar su apoyo a Clemente. Aunque se desconoce la formación intelectual de Catalina e incluso hay quien afirma que era analfabeta, lo cierto es que mantuvo una abundante correspondencia con personas destacadas. Actualmente se conservan más de trescientas cartas. Además de su obra epistolar, Catalina escribió el Diálogo de la Divina Providencia tras una corta pero profunda experiencia mística. Catalina de Siena murió repentinamente a los treinta y tres años de edad, el 29 de abril de 1380, cuando residía en una Roma sumida en el conflicto con Aviñón. Un conflicto que se alargaría casi cuarenta años más, hasta que en 1417 finalizó el cisma de Occidente. Sus conciudadanos, deseosos de recuperar el cuerpo de Catalina, se llevaron su cabeza a escondidas. Cuenta la leyenda que, detenidos por la guardia romana, al mostrar la bolsa que contenía la reliquia, los guardias sólo vieron un puñado de rosas. Los sieneses pudieron conservar la cabeza de Catalina en la Basílica de Santo Domingo. El resto del cuerpo reposa en la Basílica de Santa María Sopra Minerva de Roma. Pío II la declaraba santa en 1461. En 1970 se convirtió en la primera mujer en ser nombrada Doctora de la Iglesia. Tras ellas recibieron este
reconocimiento Santa Teresa de Ávila (1515-1582), Santa Teresa de Lisieux (18731897) y Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179).
Elizabeth Barton (1506-1534) El 20 de abril de 1534 una mujer de apenas veintiocho años subía al cadalso para ser ejecutada. Se llamaba Elizabeth Barton y poco tiempo antes había sido considerada una santa y visionaria tocada por la mano divina. Fue posiblemente su enfrentamiento directo con el rey Enrique VIII lo que la convirtió en una farsante para la historia oficial. El monarca, que también la había alabado, no aceptó que una monja condenara públicamente su divorcio de Catalina de Aragón. Conocida como «La monja de Kent», nunca se pudo dilucidar si sus visiones eran ciertas. Elizabeth Barton nació alrededor del año 1506 en Aldington, cerca de Canterbury y aunque no se conoce nada de sus orígenes, es probable que perteneciera a una familia humilde. Cuando tenía diecinueve años la encontramos sirviendo en la casa de un farmacéutico local. Fue entonces cuando cayó enferma y empezó a experimentar sus primeras visiones y profecías. La fama de Elizabeth se expandió cuando hombres de Iglesia como el arzobispo William Warham y el obispo John Fisher creyeron en ella. Fue el propio arzobispo quien medió para que Elizabeth ingresara en el convento benedictino del Santo Sepulcro de Canterbury. En 1528 fue recibida por el cardenal Thomas Wolsey y el propio rey Enrique VIII quien también creyó en sus visiones. Pero la opinión real empezó a cambiar a raíz del proceso de divorcio de su primera esposa, Catalina de Aragón, y su intención de casarse con Ana Bolena. Un conflicto personal que derivaría en la ruptura con la Iglesia de Roma. La hermana Elizabeth no dudó en amenazar públicamente a Enrique VIII con la condena divina y denunciar su conducta. El rey dudó en un primer momento en atacar a la monja de Kent por su gran popularidad pero los agentes de Enrique no tardaron en detenerla y acallar sus profecías contra él. En la Torre de Londres fue interrogada y probablemente torturada hasta forzarla a una declaración que la condenaba a morir. Un proceso dirigido por el todopoderoso cardenal Wolsey, fiel a la corona, del que no hubo juicio por lo que nunca se podrá llegar a saber si Elizabeth era una demente o una santa o, simplemente una mujer valiente que se atrevió a criticar públicamente los caprichos de un hombre que se creía con el derecho a hacer su santa voluntad a costa de abandonar a su esposa por su amante y poner a todo un pueblo en peligro provocando una profunda crisis religiosa y social. Su osadía la llevó a un triste destino. El 20 de abril de 1534 fue decapitada en Tyburn y su cabeza colgada de una pica en el Puente de Londres. Fue la primera mujer en la historia en sufrir tal escarnio público a su memoria. El conflicto religioso entre católicos y protestantes que se extendió por Inglaterra en los años posteriores hizo de Elizabeth Barton el símbolo de la santidad o de la
maldad, dependiendo del bando en el que se buscaran las opiniones. Unos la conocían como la «Santa doncella de Londres» mientras otros la bautizaron como la «Loca doncella de Kent».
Edith Stein (1891-1942) La vida de Edith Stein supone un ejemplo de valentía, integridad y grandeza. Monja carmelita de origen judío, filósofa, feminista, Edith Stein dedicó su vida al análisis de grandes pensadores, entre ellos Immanuel Kant, Santo Tomás de Aquino o San Juan de Cruz, de la mano de su mentor, Edmund Husserl. A pesar de haber perdido su fe en la adolescencia, fue el testimonio de Santa Teresa de Jesús el que iluminó su corazón y guió sus pasos hacia el credo católico y la vida religiosa. Convertida en Sor Teresa Benedicta de la Cruz, Edith vivió los oscuros tiempos del inicio del nazismo con abierta indignación. Denunció públicamente el silencio del Vaticano y criticó sin tapujos el antisemitismo que empezaba a propagarse como la pólvora por Europa. Un testamento escrito en 1939 de su puño y letra parecía presagiar su trágico final en Auschwitz. Décadas después, el papa Juan Pablo II la elevaría a los altares de la santidad. Edith Stein nació el 12 de octubre de 1891 en la ciudad alemana de Breslau en el seno de una familia judía. Su padre, Siegfried Stein, un vendedor de maderas, falleció cuando ella apenas tenía dos años y su madre tuvo que hacerse cargo del negocio familiar y de su amplia prole, pues Edith era la pequeña de once hermanos. La familia se había instalado en Lublinitz en 1882 donde la maderería familiar se había convertido en un negocio floreciente y muy rentable que permitió mantener en los primeros años a la extensa familia de Edith. Su madre, Auguste Stein, era una mujer luchadora que había perdido cuatro hijos y ahora tenía que mantener a los otros siete y gestionar el negocio de su difunto marido que pronto se convertiría en un auténtico quebradero de cabeza. Edith no había cumplido entonces los dos años. A pesar de que su madre era una mujer profundamente devota, no consiguió transmitir ese fervor religioso a todos sus hijos. En concreto, la pequeña Edith pronto se alejó de la religión y empezó a prestar atención a la filosofía. Mientras sus hermanos mayores intentaban colaborar en las tareas domésticas y en la economía familiar, Edith y su hermana Erna se convirtieron en dos niñas inseparables. De pequeña, recibió su primera educación de la mano de su hermana mayor Elsa hasta que con seis años empezó a estudiar en la Escuela Victoria de Breslau. Edith Stein fue una estudiante ejemplar que soñaba con convertirse en maestra, posiblemente para imitar a su querida hermana Elsa. Los libros se convirtieron desde bien pequeña en sus compañeros, a los que no dejaba ni un sólo minuto. Como nos recuerda Waltraud Herbstrith en su obra, El verdadero rostro de Edith Stein, «no dejaba de leer ni siquiera cuando la peinaban». Tras finalizar sus estudios básicos
con excelentes evaluaciones, en 1911 inició su formación superior en la Universidad de Breslau donde se matriculó en germanística e historia y asistió a clases de otras disciplinas como la psicología. En aquella etapa de formación descubrió la obra del filósofo Edmund Husserl, con quien se encontraría en la Universidad de Gotinga, donde se trasladó para continuar con sus estudios. En su época universitaria, además de implicarse de lleno en las clases del pensador, empezó a participar en grupos sociales como los que defendían el derecho al sufragio femenino, en concreto se unió a la Liga Prusiana para el Derecho al Voto de la Mujer. El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso un paréntesis en su vida de estudiante. Se formó en principios básicos de enfermería y ejerció como tal en un hospital militar austríaco. En 1916, Edith siguió a Husserl a Friburg donde terminó su carrera y se doctoró summa cum laude con una tesis titulada Sobre el problema de la empatía. Esta sería la primera de una amplia lista de obras filosóficas. En 1921, Edith realizó una visita a Hedwig Conrad-Martius, otra discípula de Husserl, en su casa de Bergzabern. Aquella visita, que en principio no debería tener más importancia, fue determinante en la vida y el destino de la joven filósofa. En la biblioteca de Hedwig se topó con la autobiografía de Santa Teresa de Jesús que leyó con gran interés. Ella, que se había alejado de la vida religiosa y había dedicado su vida académica a la filosofía, tuvo una revelación gracias a la santa de Ávila. En enero de 1922, Edith Stein se bautizaba arropada por Hedwig, quien ejerció de madrina, y un mes después confirmaba su fe en Cristo. Su nueva fe no fue incompatible con su obra filosófica, simplemente modificó el rumbo de sus pensamientos. En esta nueva etapa de su vida, Edith Stein se sumergió en la obra de Santo Tomás de Aquino y Duns Escoto. De todo aquel estudio, unido al bagaje intelectual anterior, nacería su gran obra filosófica, Ser infinito y Ser eterno. En aquellos años vivió dedicada a la escritura y a dar conferencias sobre pensamiento y también sobre la mujer, pues Edith Stein fue también una gran defensora de la igualdad de sexos. En 1933 viajaba a su Breslau natal para despedirse de su madre. Había tomado una decisión que cambiaría para siempre su destino, tomar los hábitos. El 14 de octubre de 1933, cuando acababa de cumplir los cuarenta y dos años, entraba en el monasterio de las Carmelitas de Colonia. Meses después, el 14 de abril de 1934, Edith Stein se convertía en Sor Teresa Benedicta de la Cruz. Años más tarde, con el advenimiento del nazismo, la vida de Sor Teresa se puso en peligro. Tiempo atrás ya había advertido al propio Vaticano, de la necesidad de frenar la barbarie que se iba a cernir sobre las tierras europeas. Edith Stein había enviado una misiva al papa Pío XI, una carta firmada el 12 de abril de 1933. El texto empezaba presentándose «como hija del pueblo judío, que, por la gracia de Dios, desde hace once años es también hija de la Iglesia». Stein exponía la preocupante situación que se estaba viviendo en una Alemania liderada por el nacionalsocialismo que estaba iniciando una campaña que
«siembra el odio» hacia los judíos, una situación que no se explicaba más allá de las fronteras alemanas porque «la opinión pública está amordazada». Con palabras claras y directas, Edith Stein apelaba al Santo Padre para que tomara cartas en el asunto: «Todo lo que ha acontecido y todavía sucede a diario viene de un régimen que se llama "cristiano". Desde hace semanas, no solamente los judíos, sino miles de auténticos católicos en Alemania, y creo que en el mundo entero, esperan y confían en que la Iglesia de Cristo levante la voz para poner término a este abuso del nombre de Cristo. Esa idolatría de la raza y del poder del Estado, con la que, día a día, se machaca por radio a las masas, ¿acaso no es una patente herejía? ¿No es la guerra de exterminio contra la sangre judía un insulto a la Sacratísima Humanidad de Nuestro Redentor, a la Santísima Virgen y a los apóstoles? ¿No está todo esto en absoluta contradicción con el comportamiento de Nuestro Señor y Salvador quien aún en la Cruz rogó por sus perseguidores? ¿Y no es esto una negra mancha en la crónica de este Año Santo que debería ser un año de paz y de reconciliación?» La carta de Edith Stein, que no se hizo pública hasta el año 2003, podría haber influido en la encíclica Mit brennender Sorge de marzo de 1937 en la que el Vaticano advertía de la peligrosa deriva que estaba tomando el nacionalsocialimo. A pesar de ser monja católica, los orígenes judíos de Edith Stein la convertían en blanco fácil para los nazis. Conscientes de ello, sus compañeras del convento de Colonia la ayudaron a cruzar la frontera. Fue a fines del año 1938. Poco después llegaba al convento de Carmelitas de Echt, en Holanda. A pesar de que aquellos territorios aún estaban a salvo de la amenaza alemana, en junio de 1939, Sor Teresa escribía su propio testamento. También dedicó su tiempo a escribir un ensayo sobre San Juan de la Cruz. En mayo de 1940, los alemanes ocupaban Holanda. Dos años después la Gestapo entraba en el convento de Echt donde fueron detenidas Sor Teresa y su hermana Rosa que se había unido a ella. Primero fueron trasladadas al campo de concentración de Westerbock pero su destino final, como el de miles y miles de judíos, sería el temible campo de exterminio de Auschwitz. El 9 de agosto de 1942, Sor Teresa de la Cruz, era asesinada en una cámara de gas junto a su hermana y otros inocentes. En 1962 se iniciaba su proceso de beatificación que concluyó el 1 de mayo de 1987, de la mano de Juan Pablo II. El 11 de octubre de 1998, el mismo pontífice canonizaba a la desde entonces Santa Teresa Benedicta de la Cruz y poco después la declaraba co-patrona de Europa. Su fiesta se celebra el 9 de agosto, aniversario de su muerte. En 1983, Alemania homenajeaba su figura emitiendo un sello con su imagen. Sor Teresa Benedicta de la Cruz demostró ser una mujer valiente, inteligente pero por encima de todo, una mujer consecuente con sus decisiones. Tras su muerte nos legó su amplia obra filosófica y su precioso ejemplo de vida.
PARTE III Mujeres inquietas y curiosas Inventoras y buscadoras del pasado
A lo largo de los siglos, mentes inquietas han permitido avanzar a la humanidad. Han sido muchos los inventos que han permitido a las sociedades desarrollarse o, simplemente, hacer de la vida diaria algo más llevadero. Aparatos, artilugios, sistemas de comunicación y transporte, han sido los objetos materiales de hitos y revoluciones a lo largo de los siglos. Pero, ¿todos esos inventos fueron ideados por hombres? La respuesta es no. Como nos explica Deborah Jaffé en su apasionante libro Ingenious women, desde que se concediera la primera patente a una mujer en 1637, fueron cientos los inventos que ellas idearon pero, «muchas mujeres han sido olvidadas bajo la suposición de que “no hay mujeres inventoras”». Ironías de la vida, el día del inventor se celebra cada año el 9 de noviembre en homenaje a una mujer inventora, Hedy Lamarr. Porque sí que existieron mujeres inventoras. Desde épocas muy antiguas, las mujeres también han sentido la necesidad de desarrollar sus mentes y buscar soluciones a problemas, tanto trascendentales como prosaicos de la vida diaria. Algunas consiguieron que sus nombres traspasaran las fronteras del pasado pero muchas otras se quedaron relegadas a la sombra de hombres, padres o esposos, que se hicieron con el mérito de sus genios femeninos. Hoy en día no somos conscientes que inventos tan importantes como el Wi-Fi o tan cotidianos como el baño María o el limpiaparabrisas de los coches fueron ideados por mujeres que demostraron que sus cabecitas podían servir para mucho más que para lucir hermosos sombreros (algunos diseñados por ellas mismas, por cierto) o peinados extravagantes. Además de inventoras, las mujeres también demostraron ser buenas observadoras. Ya fuera cerca de sus hogares, como serían los casos que veremos de Mary Anning (1799-1847) y Elizabeth Philpott (1780-1857) o en los lugares más remotos y desconocidos del planeta, muchas mujeres escrutaron la naturaleza que las rodeaba y descubrieron especímenes primitivos y plantas exóticas en un tiempo en el que la teoría de la evolución aún sonaba a algo peligroso y estrambótico. Muchas de aquellas mujeres, con sus extraordinarios descubrimientos fruto de la tediosa y constante observación, pusieron sobre la mesa dudas acerca de verdades largamente aceptadas. Por desgracia, muchas de aquellas mujeres se convirtieron en científicas aficionadas que, al no tener estudios superiores (a lo que, claro, llevaban siglos vetándoles los hombres), no fueron tenidas en cuenta por la estricta y recta sociedad científica de su tiempo. Los sesudos hombres de ciencias se escandalizaban ante
mujeres que pretendían entrar en su selecto círculo sin saber ni tan siquiera latín (gracias que sabían leer y escribir en su propia lengua vulgar). Por suerte, algunas consiguieron un tímido reconocimiento en vida, muchas lo recibieron siglos después de su desaparición, ante la evidencia de la importancia de sus descubrimientos científicos. Algunas de aquellas mujeres ávidas de escudriñar la naturaleza fueron también viajeras incansables y artistas excelentes. Mujeres que, en fin, no estaban preparadas para asumir el rol de esposas y madres que el mundo esperaba de ellas. Margaret Fountaine (1862-1940) lo explicó de manera muy sencilla pero difícil de comprender para su tiempo: «Las mujeres como yo no pueden aportar felicidad a la vida doméstica y tampoco encontrarla en ella».
INVENTORAS Carmenta (Siglo VII a.C.) El alfabeto latino es el sistema de escritura más extendido y usado en el mundo. Desde su creación, allá por el siglo VII a.C., sus letras se han utilizado a lo largo y ancho del planeta siendo utilizado por más de dos mil millones de personas como principal sistema de comunicación lingüística. Pero ¿quién inventó este útil alfabeto? Hay tradiciones que sitúan sus orígenes en una diosa de la mitología romana conocida como Carmenta. Según ésta, Carmenta fue una divinidad relacionada con el nacimiento y considerada protectora de las mujeres parturientas y de las matronas que las ayudaban. Nicostrata era su verdadero nombre y fue la madre de Evandro, uno de los fundadores de Pallantium que estaría en el origen de la posterior ciudad de Roma. Carmenta, cuyo nombre fue asignado por los romanos, viene de «carmen», que significa «oráculo» o «profecía». Y es que Carmenta también estaba considerada como una diosa profética y amante del saber y la innovación. En este sentido, Carmenta está considerada como la creadora del primer alfabeto latino que habría ingeniado a partir de una adaptación del alfabeto griego. Carmenta dio nombre a las fiestas de las Carmentalias y a una de las puertas de Roma, la puerta Carmentale, cerca del Capitolio. Que fuera un personaje histórico o una diosa de la Antigüedad no es tan importante como el hecho de que la tradición asigne a un personaje femenino la creación de tan importante invención lingüística. Cristina de Pizán ensalzó su importancia con estas palabras: «Ten por cierto que el bien que hizo Carmenta fue inmenso, porque fue gracias a ella por lo que los hombres, aunque ellos no lo quieran reconocer, pasaron de la ignorancia a la cultura».
María la Judía (Siglo II ?) En el siglo IV, un alquimista de Alejandría, Zósimo de Panópolis, recuperó parte de la obra de una mujer que había vivido uno o dos siglos antes que él y la incluyó en una recopilación de saberes antiguos junto con otros sabios de la alquimia. En el siglo VIII aparece citada por un cronista de Bizancio y el árabe al-Nadim también inmortalizó su nombre en el siglo IX. Todos ellos nos hablan de una mujer de la que se sabe muy poco de su existencia. María la Judía, María la Hebrea o Miriam la Profetisa fue el primer nombre femenino relacionado con los saberes de la alquimia. María la Judía habría vivido en una fecha desconocida entre el siglo I y el siglo III de nuestra era. Autora de varios escritos científicos, los cuales no se han conservado en su formato original, María está considerada como una de las primeras alquimistas de la historia. Entre sus inventos, destacan varios artilugios destinados a mejorar la destilación de sustancias químicas, como el tribikos o el kerotakis. También fue la creadora del procedimiento de calentamiento de sustancias de manera uniforme conocido popularmente como baño María y que aún a día de hoy se utiliza en laboratorios químicos. Y en muchas cocinas.
Josephine Cochrane (1839-1913) En 1850, Joel Houghton patentó la idea de fabricar un lavavajillas que nunca se llevó a cabo. Unos treinta años después, una mujer patentaría y construiría ella misma la primera máquina para lavar platos de manera mecánica. Esa mujer, Josephine Cochrane, fue una dama de la alta sociedad quien, gracias a su ímpetu y su determinación, puso en el mercado uno de los aparatos domésticos que hoy en día no falta en muchos de nuestros hogares. Josephine Garis Cochrane nació el 8 de marzo de 1839 en el condado de Ashtabula, en Ohio. De su infancia se sabe muy poco, solamente que vivió junto a su padre, John Garis, entre Ohio e Indiana. Huérfana de madre y con su única hermana lejos de casa, Josephine se crió junto a John, un ingeniero hidráulico que a buen seguro inculcó en su hija el interés por la mecánica y la ingeniería. Tras estudiar en la escuela, Josephine vivió un tiempo con su hermana en Illinois hasta que contrajo matrimonio. Tenía diecinueve años cuando Josephine se casó con William Cochran, un hombre de negocios dedicado también a la política del que adoptó su apellido añadiéndole una «e» al final. La señora Cochrane se convirtió pronto en una dama de la alta sociedad y en una perfecta anfitriona. En sus largas y continuas veladas había mucho trabajo por hacer, entre otras cosas, limpiar los múltiples platos que se ensuciaban. Evidentemente, ella no hacía aquella tediosa tarea reservada al personal de servicio de su casa pero la ruptura de muchas piezas de su lujosa vajilla empezó a suponer un problema para la exigente señora, sobre todo si tenemos en cuenta que algunos de los platos de los que
disfrutaban sus invitados era valiosas porcelanas chinas del siglo XVII. Mujer emprendedora y defensora de la máxima «si quieres algo, hazlo tú mismo», decidió diseñar una máquina que lavara su suntuoso arsenal de cocina. Dentro de una caldera de cobre dispuso una rueda con una serie de compartimentos con cables en los que cupieran a la perfección platos, vasos y otros utensilios. Dicha rueda se movía gracias a un motor mientras entraba y salía por distintos conductos agua con jabón. Había nacido la conocida como «Lavavajillas Cochrane». Pronto la invención de su artilugio llegó a oídos de distintos hoteles y restaurantes de la zona que obligaron a Josephine a patentar y fabricar de manera más o menos masiva su nuevo aparato, presentado oficialmente en la Exposición de Chicago de 1893 donde ganó el premio al mejor invento. Josephine Cochrane fundaría la Garis-Cochran Dish Washing Machine Company que sería uno de los remotos orígenes de la empresa Whirpool. Fallecía el 3 de agosto de 1913. Pocos años antes, otra mujer había buscado la solución a otra de las tareas domésticas que más tiempo y trabajo robaba a la mujeres, lavar la ropa. La estampa de grupos de mujeres lavando ropa en los ríos cercanos a sus hogares o en los lavaderos públicos de las grandes ciudades era habitual hasta no hace tanto tiempo. El proceso suponía acarrear grandes cantidades de ropa, agacharse en posturas incómodas y frotar y frotar. Daba igual que fuera invierno o verano, tenían que remangarse en aguas confortablemente calientes o fastidiosamente heladas. Algunas de aquellas sufridas lavanderas buscaron maneras de hacer más llevadera una tarea que se repetía una y otra vez. Mary Buchanan, por ejemplo, ideó unos guantes protectores hechos de caucho que fueran impermeables y protegieran del frío. En 1859, Elizabeth Merrell diseñó una rudimentaria lavadora de cobre que exhibió en la Chicago Word Fair en 1893. Tres años antes, en 1890, Elia Garci-Lara registró su diseño de un lavadero mecánico. Anna Smith en 1870 y Elisabeth Beckmann en 1907 presentaron sus propios diseños de lavadoras pero al final, el mérito se lo llevaron varios hombres (James King o Alva J. Fisher) que, a día de hoy se consideran los inventores «oficiales» de la lavadora. Otro invento indispensable hoy en día en nuestras cocinas, la nevera, nació gracias al genio de otra mujer. Florence Parpart inventó en 1941 el primer refrigerador moderno.
Mary Anderson (1866–1953) Mary Anderson fue una de muchas mujeres que engrosan una larga lista de inventoras de artilugios que utilizamos diariamente. Su ingenio fue algo tan prosaico como el limpiaparabrisas, pero que facilitó la vida a miles de conductores de trenes, tranvías y coches. Empresaria nata, Mary Anderson fue una mujer práctica que utilizó su
imaginación para diseñar un modelo de limpiaparabrisas que fue tan eficaz que pronto se incorporó a todo vehículo a motor. Mary Anderson nació en 1866 en el Condado de Greene, en Alabama. Tras la muerte de su padre, Mary se fue a vivir con su madre y su hermana en 1889 a la floreciente ciudad de Birmingham, en el mismo estado de Alabama. Ya entonces, Mary era una mujer de negocios dispuesta a subirse al tren de la reconstrucción de la zona, destruida durante la reciente guerra civil. Allí levantó edificios de apartamentos y poco tiempo después se trasladó a vivir a California donde gestionó una granja de ganado y viñedos. Mujer inquieta, en un viaje que realizó a Nueva York, experimentó con hastío la lentitud de los tranvías que debían detenerse una y otra vez para que el conductor limpiara el parabrisas de lluvia o nieve. Así que decidió diseñar un artilugio que consistía en unir a un brazo metálico una lámina que arrastrara el agua de la luna en plena conducción. Después de varios modelos que fue mejorando, Mary decidió patentar su invento en 1903. Pronto, marcas como Ford, empezaron a incorporarlo a sus coches y poco a poco se convirtió en un elemento indispensable. El automóvil ya había sido dotado de otro invento ingeniado por una mujer. Fue en el año 1893 cuando Margaret Wilcox patentó el primer sistema de calefacción para coches. Una de las pocas ingenieras mecánicas de su tiempo, Wilcox también había inventado otros artilugios como una máquina que limpiaba tanto platos como ropa que no tuvo demasiado éxito. Años después, los coches mejorarían con otra mejora salida de una mente femenina, el intermitente.
Florence Lawrence (1886-1938) El nombre de Florence Lawrence no es precisamente un nombre conocido para el gran público pero la suya fue una historia singular. Una de las actrices del cine mudo con más éxito en su tiempo, Florence Lawrence ganó una fortuna cuando consiguió uno de los primeros contratos millonarios del cine. Protagonizó un número elevadísimo de películas y se convirtió en una de auténtica estrella del celuloide mudo. Parte de su fortuna la invirtió en una de sus pasiones, los coches. Además de coleccionarlos y disfrutar de ellos, los mejoró incorporando unos primitivos intermitentes y señales de freno. Pero como Florence no se consideraba una inventora, no patentó sus inventos que, sin embargo, fueron aprovechados por las empresas automovilísticas. Florence terminó sus días sola y arruinada. Posiblemente se suicidó. Florence Annie Bridgwood nació el 2 de enero de 1886 en Hamilton, Canadá. Florence era la pequeña de los tres hijos de George Bridgwood, un constructor de carros de origen inglés, y Charlotte Bridgwood. Charlotte era una conocida actriz y directora de la Lawrence Dramatic Company. El apellido artístico que asumió su madre, Lawrence, también lo adoptaría Florence desde los inicios de su carrera
artística. Con tan sólo tres añitos, Florence debutó en la compañía de su madre haciendo una breve aparición en la que ambas cantaban y bailaban juntas. No tardaría en ampliar su tiempo y su protagonismo sobre el escenario. A principios del año 1898 su padre fallecía en un accidente. Charlotte decidió trasladarse con sus tres hijos a vivir con su madre a Buffalo, Nueva York. Allí Florence se centró únicamente en los estudios hasta su graduación. Pronto volvió a los escenarios junto a Charlotte. Cuando su madre disolvió la compañía de teatro, ambas se trasladaron a la ciudad de Nueva York donde Florence empezaría su verdadera carrera como actriz. Desde que en 1906 apareciera en una película, Florence Lawrence no dejó de trabajar en decenas de filmes al año de la productora Vitagraph y después con la Biograph Studios. En 1908 se casaba con un joven actor llamado Harry Solter. Por aquel entonces, no era común que los actores aparecieran en los títulos de créditos pero la popularidad de Florence había crecido tanto que sus fans reclamaban saber su nombre. Los productores decidieron apodarla «La chica de la Biograph». Florence Lawrence y Harry Solter se habían convertido en una pareja de éxito por lo que ambos decidieron crear en 1909 la Independent Moving Pictures of America. Por aquel entonces el nombre de Florence ya se había hecho público convirtiéndose en la primera gran estrella del cine con unos sueldos de escándalo para su tiempo. En 1912 la pareja fundaba la Victor Film Company pero aquel mismo año su matrimonio empezaba a hacer aguas y ella intentó alejarse de los escenarios. Al final, Lawrence claudicó y aceptó volver a actuar con la mala suerte de sufrir un terrible incendio durante un rodaje que le dejó secuelas físicas y psíquicas. Florence, quien hizo responsable a su marido de haberla obligado a volver a trabajar, decidió separarse definitivamente de él. En 1921 se casaba con Charles Byrne, un vendedor de coches con el que estuvo diez años a su lado. Rica y famosa, Florence dedicó parte de su fortuna a coleccionar coches, unas máquinas muy rudimentarias en aquella segunda década del siglo XX. Florence inventó un artilugio en forma de palo que se movía para indicar si el coche iba a girar hacia un lado u otro y una señal de stop que aparecía en la parte de atrás cuando el conductor accionaba el pedal de frenos. Sin pensarlo, Florence había inventado el intermitente y la luz de frenos, ingenios que no patentó y que las empresas automovilísticas se afanaron en adquirir. La historia de Florence Lawrence guardaría muchos paralelismos con la de otra actriz e inventora, Hedy Lamarr. Ambas guapas y listas, triunfaron en la meca del cine y aportaron a la sociedad moderna inventos que se incorporaron a la cotidianidad. Florence con sus artilugios automovilísticos, Hedy con su sistema de comunicaciones inalámbricas. También ambas sufrieron un inevitable declive artístico. Tras la larga recuperación física de Florence, las ofertas de trabajo se vieron reducidas drásticamente por lo que su economía se vio también perjudicada. 1929 fue
un año terrible para Florence. Su madre falleció y ella se gastó una auténtica fortuna en su tumba. El crack del 29 acabó de agotar los pocos ahorros de la pareja y Lawrence empezó a caer en una peligrosa depresión. Dos años después de separarse por segunda vez, volvió a casarse, esta vez con Henry Bolton, un hombre violento que la maltrataba y con quien estuvo casada solamente cinco meses. Después de tres matrimonios fracasados y una carrera cinematográfica acabada, arruinada y sola, Florence Lawrence no lo pudo soportar. A todo ello se unía una terrible y dolorosa enfermedad de la médula. El 27 de diciembre de 1938 fallecía pocas horas después de ser trasladada desde su apartamento a un hospital. La hipótesis más probable es que se suicidó. El cuerpo de la que fuera la primera gran actriz de cine fue enterrado en el cementerio de Hollywood, cerca de la ostentosa tumba de su madre, en una lápida sin nombre. Sería muchas décadas después, en 1991, que un actor mandó poner una placa que reza: The biograph girl, the first movie star.
Elizabeth Magie (1866-1948) El 5 de enero de 1904 se registraba en Estados Unidos la patente número 748.626. Dicha patente era un juego de mesa inventado por una mujer llamada Elizabeth Magie. El juego en cuestión se llamaba The Landlord's Game, algo así como «El juego de los terratenientes». Elizabeth Magie, apasionada por nuevas teorías económicas, ideó este juego para demostrar de una manera lúdica que el monopolio de la tierra en manos de unos pocos era perjudicial para el resto de la población y para el desarrollo de la economía. Lo que empezó siendo un simple entretenimiento pedagógico, terminaría convirtiéndose en el mundialmente conocido como juego del Monopoly, un juego de mesa «inspirado» en el de Magie, pero que escondía una oscura historia de plagio. Elizabeth Magie nació en 1866 en la ciudad estadounidense de Illinois. Su padre, James Magie, era un editor de periódicos implicado con los movimientos abolicionistas. Elizabeth se dedicó a varias disciplinas artísticas en su juventud. Fue escenógrafa, poeta, escritora de relatos breves y actriz de teatro. Mientras, estudiaba ingeniería y se acercaba a las teorías económicas de Henry George, conocidas como «Georgismo». Elizabeth ideó su primera versión del The Landlord's Game de la que solicitó su patente el 23 de marzo de 1903 para exponer sus conclusiones sobre las ideas económicas de Henry George, quien defendía que debía existir una propiedad común de la tierra. Para Elizabeth, el monopolio de tierras era una lacra para la economía y la única manera de paliar la situación de monopolio era crear un impuesto especial sobre la propiedad privada. El juego recibió la patente unos meses después y pronto se extendió por muchas escuelas de económicas y tuvo tanto éxito que muchos alumnos creaban incluso sus propias versiones.
Casada en 1910 con Albert Phillips, Elizabeth patentó una versión revisada del juego en 1924. Durante la Gran Depresión, un vendedor en paro llamado Charles Darrow decidió patentar en 1935 una versión del juego de Elizabeth al que bautizó con el nombre de Monopoly. Cuando el nuevo juego empezó a tener importantes ventas, la empresa juguetera norteamericana Parker Brothers ofreció a Darrow la producción y distribución del juego. Mientras el Monopoly se iba extendiendo por el mundo, el juego original de Elizabeth Magie se perdía en el olvido, igual que su nombre como inventora. También el espíritu pedagógico del juego fue desapareciendo con el tiempo. Pues mientras su creadora pretendía dar una enseñanza sobre la economía más salvaje, el Monopoly terminó convirtiéndose en un juego en el que el ganador era quien más posesiones y dinero tenía. Elizabeth Magie fallecía en Arlington en 1948.
Melitta Bentz (1873-1950) A principios del siglo XX, una ama de casa alemana, harta de beber café amargo y lleno de grumos, decidió que podía mejorar el proceso de filtrado y hacer de esta bebida un auténtico placer. Cien años después, la compañía de los sucesores de Melitta Bentz, que así se llamaba la entonces joven emprendedora, sigue liderando la producción de filtros para el café. Melitta no sólo fue una mujer con gran inventiva, fue también una mujer trabajadora, que con su empeño creó un imperio en el que sus empleados eran tratados con ecuanimidad y justicia laboral. Amalie Auguste Melitta Liebscher nació el 31 de enero de 1873 en la ciudad alemana de Dresde. Hija de un editor, Melitta se casó con Johannes Emil Hugo Bentz, con quien tuvo dos hijos y una hija y una vida de felicidad familiar. Convertida en ama de casa, un día se cansó de tener que beber café con grumos y tener que lavar las bolsitas que hacían las veces de filtros. Después de probar con distintos materiales, al final optó por usar papel secante de los que sus hijos utilizaban en sus estudios y un bote de latón. Con esos utensilios caseros, Melitta consiguió hacer un café libre de grumos y con un gusto mucho más bueno. El 20 de junio de 1908 Melitta registró su invento en la oficina de patentes alemana y en diciembre de aquel mismo año abría su pequeña fábrica de filtros con la ayuda de su marido. Poco después, en 1909, en la feria de Leipzig, logró vender más de mil filtros del café. La Primera Guerra Mundial supuso la reconversión forzosa y un paréntesis forzoso y la familia de Melitta sobrevivió vendiendo cajas de cartón. Finalizada la guerra, la empresa de los Bentz volvió a fabricar filtros con tal éxito que los trabajadores llegaron a ser más de ochenta y sus instalaciones tuvieron que ser trasladadas a una nave más amplia en la zona de Westfalia. En la década de 1930, cuando Melitta tenía unos cincuenta y siete años, decidió
traspasar la dirección de la fábrica a sus hijos Willy y Horst, aunque no se desvinculó del todo de la empresa. Melitta se preocupó sobre todo de las condiciones laborales de sus trabajadores, asegurándose de que recibían una paga extra en Navidad, reduciendo la jornada laboral a cinco días y dando más días de fiesta. Melitta fundó la Melitta Aid, una fundación de ayuda social a sus trabajadores. La Segunda Guerra Mundial volvía a detener la producción de la fábrica pero de nuevo volvió a ponerse en funcionamiento tras la finalización de la contienda. Melitta Bentz falleció el 29 de junio de 1950. La empresa que hoy continúan dirigiendo sus descendientes es líder en la fabricación de filtros de café en todo el mundo.
Ángela Ruiz Robles (1895-1975) Si rastreamos los datos que nos dicen quién fue el inventor del ebook que conocemos en la actualidad, encontraremos a un hombre llamado Michael Hart y una fecha, 1971. Efectivamente, el que fuera el creador del Proyecto Gutemberg para facilitar el acceso a los libros digitalizados, se acepta como el inventor del ebook. Pero unos veinte años antes, en un pueblo recóndito de una España autárquica y sumida en la larga postguerra, una mujer con inquietud y pasión por el conocimiento, patentó un artilugio que pretendía ser una suerte de libro mecánico que redujera el espacio ocupado por la gran cantidad de libros que podía ocupar una disciplina de estudio y que permitiera adaptarse a las necesidades de cada lector. Como si de un Julio Verne en femenino se tratara, aquella maestra gallega llamada Ángela Ruiz Robles, soñó con un invento que nadie entonces quiso comercializar pero que décadas más tarde, se ha convertido en un objeto habitual para muchos afamados lectores. Ángela Ruiz Robles nació el 28 de marzo de 1895 en la localidad leonesa de Villamanín en el seno de una familia acomodada. Su padre, Feliciano Ruiz, era farmacéutico, y su madre, Elena Robles, ama de casa. Ángela inició sus estudios superiores en la Escuela de Magisterio de León. Fue en esta misma institución donde impartiría años después clases de taquigrafía, mecanografía y contabilidad mercantil. Ángela se convirtió en una maestra de gran valía que dió clases en distintas escuelas e incluso en algunas de ellas llegó a ser su directora. También crearía su propia academia para adultos en la que impartiría ella misma clases para opositores. Además de su faceta como docente, Ángela, un espíritu incansable, llegó a escribir dieciséis libros versados en gramática, ortografía y taquigrafía y dio conferencias sobre dichos temas. Mientras Ángela dedicaba su vida a la enseñanza, su mente fue gestando una idea genial. Observando a sus alumnos, cargados siempre de libros, y viendo la necesidad de impartir una educación que tendiera a adaptarse a los estudiantes, imaginó un artilugio que facilitara la lectura de libros. Su primer invento fue patentado con el número 190698 el 7 de diciembre de 1949 sin que recibiera el interés ni de la comunidad científica ni de ninguna empresa
susceptible de comercializarla. Sin detenerse en su ímpetu creativo, Ángela patentaba el 10 de abril de 1962 con el número de patente 276346 lo que se conocería como su «enciclopedia mecánica». Esta enciclopedia, de la que llegó a realizar un prototipo real en el parque de artillería del Ferrol, era un libro «ideovisual» interactivo, con luces, botones para escoger distintas opciones, sonido y múltiples contenidos. Un artilugio que, salvando mucho las distancias, incorporaba las prestaciones que hoy día pueden tener los ebooks o las tabletas electrónicas. A pesar de que Ángela Ruiz recibió muchos reconocimientos en España y otros países como Francia o Bélgica, no hubo ninguna empresa que quisiera comercializar su enciclopedia mecánica. Solamente una propuesta le llegó desde Washington en 1970 pero la rechazó con la esperanza de que alguna institución de su propio país hiciera realidad su sueño. Nadie en España financió su proyecto. Ángela Ruiz Robles fallecía el 27 de octubre de 1975. Pocas décadas después, el mundo no se sorprende al ver un dispositivo electrónico de pequeñas dimensiones y altas capacidades. Ella, una mujer en la España franquista, donde sólo podía aspirar a ser ama de casa o, a lo sumo, maestra de escuelas femeninas, imaginó un libro que bien podría haber sido el abuelo o tatarabuelo de los sofisticados libros electrónicos actuales.
Hedy Lamarr (1914-2000) Hedy Lamarr demostró al mundo con su talento y su inteligencia que la belleza femenina no tenía por qué estar reñida con la sabiduría. Aunque le costó lo suyo, porque aquello de la «guapa tonta» no es un tópico de ahora. Hedy pasó a la historia por ser la primera mujer en protagonizar un desnudo en el cine y convertirse en la más bella de Hollywood mientras descubría la base de las futuras comunicaciones inalámbricas. Con una vida digna de una novela o una película de aventuras, Hedy Lamarr tuvo que hacer entender al mundo que su belleza y su inteligencia formaban parte de sí misma a partes iguales. Hedwig Eva Maria Kiesler nació el Viena el 9 de noviembre de 1914 en el seno de una familia judía. Su padre, Emil, era banquero y su madre, Gertrud, pianista, profesión que abandonó cuando contrajo matrimonio (algo demasiado frecuente entonces). Ya desde bien pequeña, Hedwig demostró ser una niña superdotada y su padre se afanó en potenciar las cualidades intelectuales de su hija. Con tan sólo dieciséis años inició sus estudios de ingeniería. Pero tres años después, Hedwig decidió apartar sus intereses científicos por su otra gran pasión, la interpretación. Y como en esta faceta también destacó, los escenarios teatrales de Berlín le quedaron pequeños. Hedwig ya descubrió entonces que su belleza era un arma de doble filo, sufriendo el acoso de más de un indeseable llegando incluso a ser víctima de una
violación. En el verano de 1933 Hedy se casaba con Friedrich Mandl, un rico empresario que dirigía una fábrica de munición bélica, en lo que fue, a todas luces, un matrimonio de conveniencia pactado por su padre y contra la voluntad de la propia Hedy. Cuesta creer que el señor Mandl aceptara casarse con una actriz que acaba de escandalizar al mundo. Meses antes, había tenido lugar en Praga la premier mundial de Éxtasis, dirigida por el checo Gustav Machatý y que cosechó críticas y premios a partes iguales. La película, en la que Hedy aparecía desnuda interpretando el primer orgasmo de la gran pantalla, fue denunciada por el papado y distintas organizaciones católicas mientras su director era galardonado en el Festival de Venecia. Mandl pretendía que la protagonista de aquella cinta escandalosa para su época se convirtiera en una esposa sumisa y calladita. Y lo intentó, eso sí, recluyendo a la pobre Hedy contra su voluntad en el magnífico castillo austriaco de Schloss Schwarzenau. Allí permaneció dos largos y tediosos años alejada de los focos y vigilada constantemente por su marido y una doncella. Hedy intentó sobrellevar aquella reclusión como pudo y decidió recuperar sus estudios de ingeniería. Su cabeza empezó a hervir con muchas ideas que alimentaba no sólo con sus libros. En las fiestas a las que acudía con su marido, lejos de ser una mujer florero, Hedy escuchaba las conversaciones de los invitados, relacionados con la industria armamentística, por lo que muchos eran militares. Pocos se podían imaginar que la señora Mandl utilizaba la cabeza para algo más que para lucir bonitos peinados. Entre los invitados a las fiestas de los Mandl, aparecieron en alguna que otra ocasión Hitler y Mussolini, quienes no tuvieron reparos en alabar la belleza de la anfitriona, a pesar de la ascendencia judía tanto de Hedy como de Friedrich. Pero llegó un punto en el que Hedy ya no lo soportaba más y con la ayuda de su asistenta, con la que al parecer mantuvo una relación sentimental, consiguió fugarse de su enclaustramiento matrimonial y dejar atrás al machista de su marido. Hedy aprovechó un viaje de Friedrich para huir en coche hasta París. En su fuga se llevó consigo las joyas que le había regalado su esposo, que vendió para poder conseguir el dinero suficiente para continuar con su huida. Desde París viajó a Londres donde conoció a Louis B. Mayer, empresario de la Metro Goldwyn Mayer, con el que volvió a coincidir en el barco que la llevaría a los Estados Unidos. Durante la travesía en el Normandía, Hedy consiguió de Mayer un contrato de siete años para sus estudios cinematográficos y desembarcó en América como Hedy Lamarr, nombre artístico con el que Mayer la bautizó. Empezaba entonces una exitosa carrera cinematográfica trabajando con grandes nombres de Hollywood como Cecil B. DeMille, Clarck Gable o Lana Turner. Pero también en Hollywood llegó a aburrirse y su recién estrenado matrimonio con el productor Gene Markey, con quien se había casado en 1939 tras divorciarse de su primer marido y con quien adoptó a un hijo, tampoco la satisfizo.
En 1940, cuando las fiestas y el glamour de la meca del cine empezaban a provocarle un profundo hastío, Hedy conoció al amor de su vida, un compositor vanguardista llamado George Antheil con el que compartió inquietudes científicas. Un año después se divorciaba de Markey. Junto a George inventaron un sistema de comunicaciones secreto utilizando saltos de frecuencias, que se conoció como el «espectro expandido». Inspirándose en las teclas de un piano, idearon la manera de hacer saltar señales de radio de una frecuencia a otra para poder transmitir mensajes de manera secreta y poder teledirigir torpedos sin ser interceptada su trayectoria. El 11 de agosto de 1942 patentaron su invento y lo cedieron al ejército estadounidense sin pedir nada a cambio. Sin embargo, incapaces de ver el potente regalo que les servían en bandeja, los militares aliados no utilizaron el nuevo sistema, aunque lo mantuvieron en secreto. Durante la Segunda Guerra Mundial Hedy Lamarr también ayudó a la causa aliada ofreciendo su imagen para la venta de bonos de guerra. No sabemos qué habrían pensado sus antiguos compañeros de fiestas en el castillo de su marido, convertidos ahora en sus enemigos. En 1943 se casó por tercera vez. Su nueva pareja, el actor Jonh Loder, quien adoptó a su primer hijo y con quien tuvo otros dos biológicos, le duró solamente cuatro años. Aún se casaría tres veces más pero ninguno de sus matrimonios le dio la estabilidad emocional que necesitaba. En 1962 su idea del «espectro expandido» se utilizó por primera vez por parte del ejército norteamericano en la crisis de los misiles de Cuba. Desde entonces, empezó a aplicarse tímidamente por parte del gobierno norteamericano. En la década de 1980 se introdujo en la industria civil en lo que se convertiría en los cimientos del sistema de comunicación Wi-Fi. A principios de la década de 1960 su carrera cinematográfica había empezado a declinar hasta que se fue aislando del mundo. A pesar de que el invento de Lamarr y Antheil fue determinante para la evolución de las telecomunicaciones recibieron un exiguo homenaje pasados demasiados años. Tantos que George ya había fallecido. Fue en el año 1997 cuando la Electronic Frontier Foundation les concedía el premio pionero de ese año. Hedy no fue a recoger el galardón. Su respuesta ante dicho reconocimiento tardío fue: «Ya era hora». Hedy Lamarr fallecía el 19 de enero del año 2000 en su casa de Florida.
Marion Donovan (1917-1998) Marion Donovan fue una mujer práctica. Madre de tres niños, desbordada en muchas ocasiones por las dificultades rutinarias de su vida como ama de casa, lejos de sentarse a llorar y lamentarse, decidió hacer su vida, y la de muchas otras mujeres, mucho más fácil. Marion Donovan pasó a la historia por haber inventado los primeros pañales desechables. Su primer prototipo, una suerte de protector para los pañales de
tela, lo consiguió con tela de paracaídas. A lo largo de su vida consiguió hasta veinte patentes de muchos otros objetos que ayudaron a hacer más llevadera su existencia en el hogar. Marion Donovan nació el 15 de octubre de 1917 en Fort Wayne, Indiana. Marion perdió a su madre siendo una niña de poco más de siete años por lo que pasó mucho tiempo junto a su padre y su tío, dos hermanos gemelos propietarios de una empresa y con un espíritu inventivo que pronto impregnaría a la pequeña Marion. Después de estudiar literatura inglesa en el Rosemont College de Pennsylvania, donde se graduó en 1939, empezó a trabajar como asistenta en la revista de moda Vogue. En aquel tiempo conoció a James Donovan, un empresario dedicado al negocio de la piel, con el que se casaría. La pareja se marchó a vivir a Westport, en Connecticut. Convertida en ama de casa y madre de tres hijos, dos niñas, Christine y Sharon, y un niño, James, Marion se vio desbordada en muchas ocasiones en su papel de esposa y madre. Fue entonces cuando siguió la estela de su padre y su tío como inventores y se propuso inventar un protector que evitara los escapes provocados por los pañales de tela. Sus primeros prototipos los hizo cosiendo un protector utilizando tela de cortina de baño hasta que el formato definitivo lo consiguió usando el mismo nailon con el que se fabricaban los paracaídas. Este protector fue bautizado por la propia Marion como «Boater» porque le recordaba a la forma de un barco (boat en inglés). El Boater se comercializó por primera vez en 1949 con gran éxito de ventas. Dos años después consiguió las cuatro patentes que había necesitado para fabricarlo y vendió los derechos de comercialización a la empresa Keko Corporation por un millón de dólares. Mujer incansable, Marion Donovan estudió en la década de los cincuenta la carrera de arquitectura en la Universidad de Yale; fue, junto a otras dos mujeres, las únicas estudiantes femeninas que se graduaron en su promoción. Mientras tanto, Marion continuó trabajando para mejorar el Boater y conseguir un pañal desechable por completo. Después de años intentando convencer a distintas empresas papeleras para que participaran en el desarrollo de unos pañales desechables a base de celulosa — los hombres de negocios consideraron que era un invento irrelevante — fue Victor Mills quien en 1961 creyó en Marion y desarrolló para Procter & Gamble el primer pañal desechable de la historia. Marion Donovan no dejó de inventar distintos objetos a lo largo de su vida. Entre ellos, el «Zippity-Do», una goma elástica que se acoplaba a las cremalleras (zippers en inglés); el «Dental Loop», una seda dental colocada en un círculo que ayudaba a la limpieza dental; unos platos que se autosecaban en el friegaplatos; un colgador de ropa... Hasta veinte patentes consiguió. Con su título de arquitecta bajo el brazo diseñó su propio hogar y trabajó en varias ocasiones como asesora de distintas empresas.
El 4 de noviembre de 1998, a la edad de ochenta y un años, fallecía en la ciudad de Nueva York. Años después, en 2015, era incluida en el Paseo Nacional de la Fama de Inventores de los Estados Unidos. El mundo de la maternidad fue una fuente de inspiración para muchas madres de familia que hicieron uso de su inventiva para mejorar su día a día. Antes de que Marion Donovan inventara los pañales de usar y tirar, otras mujeres diseñaron pañales de distintos materiales que mejoraran la adaptación a los pequeños cuerpos de los bebés y fueran realmente impermeables. También pensaron en prototipos de los actuales parques y cunas plegables.
BUSCANDO EN EL PASADO Mary Anning (1799-1847) Mary Anning pertenecía a la clase baja y a una familia de protestantes que no aceptaba el credo anglicano. Y, por encima de todo, era mujer. Estos factores pesaron más al encorsetado mundo científico de su tiempo que el amplio conocimiento que acumuló a lo largo de años de búsqueda de fósiles. Una búsqueda que aprendió de su padre y que inició para ganarse la vida y ayudar a la paupérrima economía familiar. Con el tiempo, se convirtió en una eminencia en la sombra en el mundo de la paleontología y sus descubrimientos contribuyeron a desmontar la teoría creacionista y a corroborar las teorías evolutivas. Pero solamente algunos pocos hombres la citaron en sus estudios y fue después de su muerte que la Sociedad Geológica de Londres se dignó a rendirle el merecido homenaje. Mary Anning nació el 21 de mayo de 1799 en la ciudad inglesa de Lyme Regis. Sus padres pertenecían a un grupo conocido como disidentes, es decir, que profesaban el protestantismo pero no seguían los dictados de la iglesia anglicana. Su padre, Richard Anning, se ganaba la vida como ebanista y vendiendo fósiles que encontraba en los muchos yacimientos costeros que se encontraban cerca de Lyme. Con su esposa Molly tuvieron una larga lista de hijos que fueron falleciendo de manera prematura. De hecho, Mary fue bautizada con el nombre de la hija primogénita que había muerto al quemarse con el fuego de la casa. Solamente sobrevivieron ella y su hermano Joseph. La familia Anning, además de ser pobres, sufrieron el rechazo social por su opción religiosa. Mary no recibió ningún tipo de educación formal y lo que aprendió a lo largo de su vida fue de manera autodidacta y por su propia inquietud. Mary y Joseph solían acompañar a su padre a los acantilados donde los niños empezaron a aprender a seleccionar y encontrar las piezas que después vendían a los coleccionistas que se acercaban a Lyme atraídos por la gran cantidad de fósiles descubiertos en la zona. Los preciosos acantilados, con sus playas y sus imponentes paredes de piedra que escondieron durante siglos los misterios de una naturaleza remota, se convirtieron en
el lugar de recreo para Mary y Joseph. Sus juguetes no eran muñecas de trapo ni trenecitos de juguetes, eran los pequeños tesoros que encontraban hurgando entre las rocas. Lo que para aquellos niños que no tenían prácticamente nada era un juego se iba a convertir en uno de los hallazgos más impresionantes de su tiempo. En 1810, cuando Mary era aún una niña de unos diez años, la familia Anning recibió el duro golpe de ver morir a Richard de tuberculosis. Joseph y Mary siguieron buscando fósiles y vendiéndolos en una humilde parada a los apasionados de este tipo de coleccionismo. Aquel mismo año, Joseph hizo su primer descubrimiento importante, un cráneo de ictiosaurio, pero los ingresos familiares continuaban siendo escasos. Poco después, Mary descubrió el resto del esqueleto del espécimen encontrado por Joseph. Era la primera vez que se encontraba un animal de aquellas características en tan buenas condiciones, lo que llamó la atención de la sociedad científica. Un rico coleccionista de fósiles llamado Thomas Birch ayudó a Mary y su familia organizando distintas subastas de fósiles y dándoles lo recaudado. Mientras Mary continuaba escarbando la tierra de los acantilados, su hermano Joseph decidió iniciar una vida más tranquila y estable como tapicero. La cruda realidad se imponía y debía buscar una manera más rentable de sobrevivir. Los juegos de la infancia debían quedar atrás. Mary, sin embargo, era una mujer, por lo que sólo le quedaba esperar que, algún día, algún mozo de la zona quisiera casarse con ella para poder vivir al amparo de un hombre encajándose en las estructuras sociales de su tiempo. Pero Mary siguió empeñada en buscar fósiles; el pasado la había atrapado para siempre, la paz que sentía en los acantilados, en soledad, con la brisa acariciándole el rostro y las manos mezcladas con las piedras, no se podía comparar con nada. Además de exprimir al máximo la libertad que sentía rodeada de un pasado ignoto, Mary Anning era también una excelente pintora que inmortalizaba en hermosas acuarelas los extraños objetos que desenterraba. Los continuos hallazgos de Mary empezaron a captar la atención no solo de coleccionistas sino también de la sociedad científica de su tiempo. Además de encontrar los restos fósiles, Mary intentaba aprender de todas las publicaciones que caían en sus manos y estudiaba animales de su tiempo como peces o calamares a los que diseccionaba para encontrar similitudes con los restos que descubría en los acantilados. Pero de poco o nada servían sus esfuerzos por intentar profesionalizar su actividad. Los científicos que compraban sus fósiles y publicaban el descubrimiento en publicaciones científicas se olvidaban de nombrar a la muchacha de Lyme que los había encontrado. Solamente en ocasiones excepcionales se acordaban de ella. Como en 1829, cuando el científico William Buckland escribió acerca de un espécimen encontrado por Mary, a la que citó en su artículo. Otro geólogo, Henry de la Beche, medió en 1830 por ella para que una acuarela suya de un Duria Antiquior se
imprimiera en una litografía. Esta imagen fue una de las primeras sobre animales prehistóricos ampliamente difundidas en los medios científicos. Mary Anning falleció el 9 de marzo de 1847 de un cáncer de mama con el convencimiento de que la ciencia la había silenciado y se había aprovechado de sus hallazgos. Ser mujer pesó más que sus conocimientos ante la sociedad erudita que, sólo tras su muerte, se rindió a la evidencia. La Sociedad Geológica de Londres que le cerró las puertas en vida la homenajeó con un panegírico escrito por Henry de la Beche, uno de los pocos científicos que la había ayudado. Fue la primera persona que sin ser miembro de la sociedad recibía este homenaje. Por supuesto fue también la primera mujer. La iglesia parroquial de Lymes erigió una vidriera en su memoria, mientras la literatura se encargaba de rememorar su historia. En el Museo de Historia Natural de Londres se expone un imponente esqueleto descubierto por aquella mujer tenaz cuyo retrato situado al lado recuerda al mundo su valiosa labor.
Elizabeth Philpot (1780-1857) Elizabeth Philpot es una de esas mujeres dedicadas al mundo de la ciencia cuya vida y obra pasó desapercibida para la historia. Poco se sabe de ella, si no hubiera sido por su amistad y colaboración con Mary Anning. Ambas se conocieron en Lyme Regis y, a pesar de su diferencia de edad y de clase, su pasión por descubrir el pasado las unió para el resto de sus días. Elizabeth Philpot nació en el seno de una familia acomodada del Londres de finales del siglo XVIII. Después de la muerte de sus padres, su hermano les buscó a ella y sus hermanas un lugar para vivir, pues la casa familiar pasaba directamente a él, el único varón. Así, Elizabeth, Mary y Margaret se trasladaron a vivir a Morley Cottage en Lyme Regis. Las hermanas Philpot dedicaban buena parte de su tiempo a buscar fósiles en los acantilados de la zona, una actividad habitual entre las gentes del lugar. Su extensa colección la exponían a menudo en su casa para que pudiera ser contemplada por los visitantes. Mientras ellas tenían el mundo de la paloentología como algo con lo que disfrutar, una niña de Lyme Regis, Mary Anning, lo hacía para ganar dinero para su propia familia. A pesar de que Elizabeth tenía veinte años más que Mary y que provenían de mundos sociales distintos, pronto se hicieron amigas y disfrutaron de su pasión común por los fósiles. Un día de los muchos que ambas salían a buscar restos del pasado, Mary descubrió en un belemnite una cámara con tinta seca que Elizabeth consiguió recuperar. Al mezclarla con agua, la tinta se pudo utilizar para algunos de sus dibujos. La técnica de recuperación de la tinta seca sería imitada por otros buscadores. Elizabeth Philpot se especializó en la búsqueda de restos de fósiles de peces y mantuvo contacto constante con algunos de los paleontólogos y geólogos destacados de su tiempo, como William Buckland o Henry de la Beche. Sin embargo, en un
tiempo en el que las mujeres tenían prohibido el acceso a la Sociedad Geológica, el trabajo de Elizabeth Philpot, como el de Mary Anning, nunca fue del todo reconocido. El legado de Elizabeth Philpot descansa hoy en día en el Museo de la Universidad de Oxford y en el Museo Philpot, construido por uno de los sobrinos de las hermanas en Lyme Regis. Una especie de pez fósil, el Eugnatus philpotae, fue bautizado así por el paleontólogo suizo Louis Agassiz en su honor.
Maria Sibylla Merian (1647-1717) Cuando nació Maria Sybilla Merian, el mundo creía que los insectos eran seres malignos, que provenían del demonio. Así lo creían desde la Antigüedad cuando sabios intocables como Aristóteles aseguraron que eran «bestezuelas del diablo» (a las mujeres tampoco las había dejado en demasiado buena posición, por cierto). Verdades inamovibles que no se podían cuestionar y menos por parte de una mujer. Recordemos que en el tiempo en el que nació nuestra científica Europa se iluminaba con multitud de teas humanas en las que monjes puritanos, juristas respetados e inquisidores implacables vertían sus prejuicios contra el sexo débil avalados con obras como el Malleus maleficarum (Martillo de brujas), un exhaustivo manual para cazar a todas las mujeres indeseables que existieran sobre la faz de la tierra publicado a finales del siglo XV pero que aún tuvo eco en el siglo XVII. Al parecer, a Maria Sibylla Merian nunca le importó demasiado el ambiente intolerante en el que creció y primó por encima de todo su espíritu observador y apasionado. A lo largo de su vida, su afán por descubrir la naturaleza de gusanos o mariposas la llevó a dibujar detalladas ilustraciones que se convertirían en una preciosa fuente de información científica. Su pasión por la naturaleza la llevó a viajar hasta la lejana Surinam. Su incansable trabajo legó a la ciencia un amplio catálogo de insectos ilustrados y una detallada descripción de la metamorfosis de alguno de ellos. Ni que decir tiene que la niña apasionada por descubrir qué sucedía dentro del capullo de una mariposa no fue tomada en consideración por los científicos de su tiempo. Maria Sibylla Merian nació el 2 de abril de 1647 en Fráncfort del Meno, entonces perteneciente al Sacro Imperio Romano Germánico. Maria era hija de un reputado editor, Matthäus Merian, y su segunda esposa, Johanna Sibylla Helm. Cuando esta quedó viuda y Maria tenían entonces tan sólo tres años, volvería a casarse, esta vez con el pintor Jacob Marrel. Pasado el tiempo, sería su padrastro quien le enseñaría los entresijos de la pintura. A los once años ya había realizado su primer grabado en el taller de Marrel. De pequeña, a Maria le encantaba recoger insectos y plantas que observaba cómo evolucionaban mientras los inmortalizaba en sus primeros dibujos. Maria tenía un talento innato para plasmar en el lienzo la belleza de las flores y las plantas y una excepcional capacidad de observación y análisis del detalle que hicieron de sus pinturas auténticas radiografías de la vida de los insectos. El interés
de Maria por aquellos extraños seres coincidió con una corriente científica que empezaba a cuestionarse algunas de las verdades asumidas como tales que aseveraban rotundamente que los insectos surgían por generación espontánea de la podredumbre de la naturaleza. Estas ideas, heredadas de los tiempos de Aristóteles, ya no parecían tan lógicas ni racionales. Es probable que Maria accediera a una de las obras que pusieron en duda esta teoría, la Metamorphosis naturalis del pintor holandés Johannes Goedaert publicada en 1662. Los fundamentos aristotélicos empezaban entonces a desmoronarse en favor de una teoría basada en la reproducción y no en la metamorfosis. Con una mente preclara y las nuevas corrientes científicas a su disposición, Maria optó por la sencilla opción de observar el mundo que la rodeaba antes que aceptar sin cuestionarse aseveraciones del pasado. Y así fue cómo las orugas se convertirían en inquilinas de su hogar en el que las crio y las estudió durante años. En 1665, cuando Maria tenía dieciocho años, se casó con el pintor Johan Andreas Graff con quien tendría dos hijas, Johanna Helena y Dorothea Maria. Instalados en Nuremberg, Maria pintó los distintos estadios de la metamorfosis de las mariposas, los diferentes cambios que sufría, su vida y alimentación en las plantas... ilustraciones que se convertirían en 1675 en su primera obra publicada, Nuevo libro de flores. Dos años después se publicarían dos volúmenes más. La oruga, maravillosa transformación y extraña alimentación floral fue su segunda obra, publicada en 1679. Maria combinaba su tiempo de observación con clases de dibujo y pintura en el taller que ella misma abrió y gestionó y en el que asistieron muchas jóvenes dispuestas a seguir los pasos de la ya reputada artista. En 1685, Maria Sibylla Merian se separaba de su marido e iniciaba un periplo en solitario de investigación y observación de la naturaleza que la llevaría a la sorprendente decisión de viajar a la lejana Surinam para estudiar sus formas de vida más pequeñas. Pero antes de dejar Europa, Maria pasó unos años recluida en el castillo de Waltha donde se unió a una secta calvinista. Una decisión extraña para una mujer como Maria, quien se trasladó allí con su madre y sus dos hijas. En aquella época, Maria continuó observando a sus inseparables orugas y otros animalejos como las ranas y en 1686 publicaba su Libro de notas y estudios en el que se avanzó a los descubrimientos oficiales respecto a la metamorfosis de los renacuajos. Al cabo de los años, cuando una epidemia llegó hasta los muros del castillo de Waltha y se llevó a muchos de sus habitantes, entre ellos su propia madre, Maria decidió dejar la secta. En 1691 ya se encontraba instalada en Ámsterdam acompañada de sus dos hijas donde se ganó la vida como dibujante y maestra de pintura. Y por supuesto continuó observando la naturaleza. Un día, en el Museo de Historia Natural de Ámsterdam descubrió que el mundo se le estaba quedando pequeño. Allí pudo observar rarísimos especímenes que las expediciones comerciales habían traído desde las colonias y sintió la necesidad de ir a descubrirlos en su hábitat natural.
Hasta el nuevo continente viajó acompañada de una de sus hijas en 1699. Y allí se dedicó de lleno a dibujar insectos y plantas autóctonos hasta que la malaria, contraída en 1701, la obligó a volver a Europa. Metamorfosis de los insectos de Surinam se publicó cuatro años después y la consagró como experta en entomología e historia natural. Desde entonces y hasta el final de sus días, Maria Sibylla Merian continuó observando la naturaleza que tanto la había atrapado y dando clases de dibujo pues sus publicaciones no le daban para vivir. Dos años antes de morir quedó postrada en una silla de ruedas por un ataque de apoplejía. Mucho después de su desaparición, el 13 de enero de 1717, su obra fue descubierta por la comunidad científica y recibió el reconocimiento que se merecía. Atrás quedaba la intransigencia de unos sabios que se resistieron a aceptar que una mujer fuera capaz de realizar un estudio científico riguroso.
Marianne North (1830-1890) Un día de junio de 1882, una dama inglesa de cincuenta y un años permanecía medio escondida en un rincón de la imponente sala que llevaba su propio nombre. Ochocientas treinta y dos pinturas se exponían por primera vez al público en la Marianne North Gallery, ubicada en el Jardín Botánico de Kew, en Londres, uno de los más importantes y prestigiosos del mundo. Eran el testimonio de una vida apasionante y unas impactantes ventanas a los lugares más recónditos del mundo a los que viajó Marianne North y en los que descubrió, observó e inmortalizó con su talentoso pincel, una naturaleza que convirtió en arte. Más de mil invitados, entre ellos muchos personajes de renombre del mundo de la ciencia, observaron impactados la obra de Marianne mientras ella permanecía con el catálogo de sus lienzos entre las manos pensado muy posiblemente que aquel hermoso espacio aún debía completarse. Nuevos viajes la estaban esperando. Marianne North había nacido el 24 de octubre de 1830 en Hastings, Inglaterra. Hija de un reputado político de su tiempo, Frederick North, Marianne vivió su infancia a caballo entre las distintas mansiones de su familia y rodeada de cultura e intelectuales que visitaban su hogar en múltiples ocasiones. La música y la pintura fueron disciplinas artísticas que la atrajeron desde pequeña. Marianne tuvo siempre una estrecha relación con su padre que se acentuó aún más con la muerte de su madre en 1855. Empezó entonces una época agridulce en la que, huyendo de la pérdida de su madre, Marianne viajó con su padre a lo largo y ancho de Europa y de otros lugares como Oriente Próximo. Pero en 1869 volvía a sufrir un duro golpe con la desaparición de Frederick. La soledad fue entonces su compañera hasta el final de sus días y viajar pasó de ser un mero entretenimiento a una manera de vivir. En 1871 Marianne North vendió la propiedad familiar de Hastings y emprendió su
primera gran aventura. Jamaica fue el inicio de una nueva vida. Desde entonces, y durante años, sorprendería a los que la veían sentada en su silla plegable pintando animales y plantas que observaba horas y horas protegida por una práctica sombrilla. Así empezaría una extensa colección de cuadros en los que reflejó la naturaleza que se le presentaba ante sus ojos. Desde Jamaica viajó hasta Brasil, donde permaneció un año entero y después de realizar más de cien lienzos de gran realismo y precisión de plantas y animales exóticos volvió a Inglaterra donde permaneció muy poco tiempo. A principios de 1875, acompañada de una amiga, partía en su segundo viaje que la llevaría a lugares tan lejanos como Japón o la India. Cuando en el verano de 1879 regresaba de nuevo a Inglaterra tuvo verdaderos problemas para trasladar todos los cuadros que había pintado en aquellos cuatro años de viaje. Sus lienzos fueron primero expuestos en una pequeña galería londinense que alquiló ella misma pero pronto se puso en contacto con los responsables del Jardín Botánico Real de Kew y decidió donar sus pinturas a cambio de que estas fueran expuestas en un lugar adecuado. Pero antes de la inauguración de la Marianne North Gallery y siguiendo los consejos del director del Jardín Botánico y las sugerencias de Darwin, quien había sido durante años amigo de su padre, viajó durante un año a Australia y Nueva Zelanda para completar su catálogo. De vuelta a casa, en 1882, se inauguraba el que sería el hogar de sus lienzos hasta el día de hoy. Aquel mismo año, Marianne realizaba un nuevo viaje. África era el único continente que aún no había explorado, así que desembarcó en Ciudad del Cabo y continuó su periplo por lugares tan hermosos como las islas Seychelles. A finales de 1884 emprendería el que sería su último viaje. Chile fue el destino; el objetivo, pintar la araucana imbricada. Cuando regresó de Chile con su ansiado dibujo bajo el brazo, Marianne North alquiló una casa en Gloucestershire donde permanecería el resto de su vida aquejada de fiebres tropicales y de otras enfermedades fruto de una agitada e intensa existencia. Sin embargo, aún tuvo tiempo y energía para escribir Recollections of a happy life y Further recollections. El 30 de agosto de 1890 fallecía en su último refugio. Su obra permanecería en la Marianne North Gallery para deleite de los amantes de la pintura, de la ciencia y de la naturaleza. Una naturaleza que fue bautizada en su honor en alguno de sus pequeños rincones, pues existen muchas especies que llevan el nombre de la gran exploradora.
Margaret Fountaine (1862-1940) El 15 de abril de 1978, en el castillo de Norwich, ante la presencia de varios testigos, familiares lejanos y miembros del museo de la ciudad, se procedió a la apertura de un cofre de metal que llevaba cerrado varias décadas. Se cumplía así la última voluntad
de su dueña, Margaret Fountaine, quien, poco antes de morir envió su amplia colección de mariposas y aquella caja en la que se escondía toda su vida, recogida en doce volúmenes, unos diarios que había empezado a escribir el 15 de abril de 1878, cien años antes. Según el prisma con el que se mira la biografía de Margaret Fountaine o dónde queramos poner el acento, podemos hablar de una viajera incansable (visitó cinco continentes y decenas de países) o una entomóloga aficionada que recopiló en sus múltiples viajes una extensa colección de mariposas. Habría que hacer el esfuerzo por profundizar en su vida aceptando ambas facetas en igualdad de condiciones, sobre todo porque una está estrechamente ligada con la otra. A Margaret se le quedó pequeña su fría y gris Inglaterra. Con un espíritu libre y una necesidad imperiosa de descubrir el mundo, fueron las mariposas y el embrujo que encontró en ellas el motor que la impulsó a dejar su hogar una y otra vez. Margaret Elizabeth Fountaine nació el 16 de mayo de 1862 en South Acre, una pequeña localidad cercana a la ciudad inglesa de Norwich, donde se trasladarían tras el fallecimiento de su padre en 1877. Margaret era la benjamina de una amplia familia de ocho niños. Sus padres eran el reverendo John Fountaine y su esposa, Mary Isabella Lee. Además de su amplia familia, Margaret compartió su infancia con tíos, primos e institutrices en un ambiente feliz y acomodado; pero también rígido y estricto. En 1887, a la muerte de su tío Edward, Margaret recibió parte de su herencia. Tenía entonces veintisiete años y muchas ganas de descubrir el mundo por lo que aquel dinero le permitió empezar a cumplir sus sueños. Sus primeros viajes se ciñeron a Inglaterra pero pronto necesitó ampliar horizontes y decidió cruzar el Canal de la Mancha. Un poco antes de iniciar su viaje, acompañada de su hermana Rachel, Margaret había conocido a Henry John Elwes, un reputado entomólogo que introdujo a la joven en el mundo de las mariposas. En Sicilia inició su larga relación con el mundo de aquellos apasionantes y hermosos insectos. Desde entonces, y hasta el final de sus días, la vida de Margaret se basó en un mismo patrón: un largo viaje, cada vez a lugares más lejanos después del cual volvía a Inglaterra donde no conseguía evitar la tristeza y la melancolía que la abrumaban a cada regreso. El cazamariposas no faltaba nunca en su equipaje y con ella siempre regresaban un sinfín de mariposas que organizaba y catalogaba. En 1898 fue admitida en la Royal Entomological Society de Londres en la que por aquellos años sólo habían sido aceptadas poco más de cinco mujeres. En 1901, cuando Margaret se encontraba en Siria, conoció al que se convertiría en su compañero durante treinta años. Khalil Neimy había sido contratado por Margaret como su guía pero pronto estrecharon su relación. Khalil se unió a la vida nómada de su amante con quien compartió alegrías y también momentos difíciles. En Argelia, ambos contrajeron la malaria y se cuidaron mutuamente. En 1912, Margaret ya había recopilado un alto número de especímenes de
mariposas y había empezado a recopilar también orugas y crisálidas para criar ella misma los ejemplares. Y su nombre se había colado en el mundo de la entomología. Aquel mismo año participó en el International Congress of Etimology de Oxford y recibió la invitación para ingresar en la Linnean Society de manos de su presidente, Edward Poulton. Fundada en 1788 por el naturalista sueco Carlos Linneo, esta sociedad dedicada al estudio de la naturaleza, llevaba años debatiendo acerca de la idoneidad de incorporar entre sus miembros a mujeres. Quince años antes de que Margaret Fountaine ingresara en la Linnean Society, otra mujer apasionada de la naturaleza vio cómo se cerraban sus puertas ante sus narices por causa de su sexo. Era Beatrix Potter, una botánica que se pasó su vida observando y dibujando el mundo natural, famosa por su entrañable personaje infantil «Peter Rabbit». En 1896 había desarrollado su propia teoría acerca de la reproducción de las esporas de los hongos recopilada en su artículo On the Germination of the Spores of Agaricineae que intentó, sin éxito, leer en la Linnean Society. No sólo se le prohibió la oportunidad de explicar su teoría sino que su artículo nunca se publicó. Años después, la ciencia reconocía el valioso estudio de Potter. Margaret continuó viajando, recopilando mariposas y publicando artículos en la revista científica The Entomologist de la Royal Entomological Society de Londres. Cuando Khalil falleció en 1928, Margaret siguió con su periplo vital alrededor del mundo. Cazaba especímenes nuevos de mariposas, escribía en su diario y pintaba bonitas acuarelas en las que plasmaba todos los colores de sus presas. Viajó por tierra, mar… y aire. En bicicleta, carguero, coche… e incluso avión. Al parecer nada frenaba a esta mujer incansable que hizo de los viajes su modo de vida. A mediados de la década de 1930, ya había superado los setenta y era una anciana que se negaba a quedarse quieta en un sitio, pero ya había redactado su testamento que había enviado al castillo de Norwich. Quería asegurarse que, tras su desaparición, el amplio legado de su vida, veintidós mil ejemplares de mariposas, sus diarios y documentos permanecieran perfectamente custodiados por el museo de dicho castillo. Y partió hacia el que sería su último destino, Trinidad. El 21 de abril de 1940, un monje benedictino de Trinidad encontraba el cuerpo moribundo de Margaret tirado en la cuneta de un camino. A su lado, su cazamariposas.
PARTE IV Profesionalizando la maternidad Ginecólogas, parteras, matronas
Desde que el mundo es mundo, las mujeres han dado a luz rodeadas de madres, hermanas o amigas. La experiencia, acumulada a lo largo de los años, hizo de unas mujeres, conocidas como parteras o comadronas, piezas indispensables en uno de los momentos más importantes y trascendentales de las futuras madres. Traer hijos al mundo era una cuestión exclusivamente femenina. En lugares tan dispares como el Antiguo Egipto o las tribus precolombinas se han encontrado restos de pequeñas chozas construidas junto a casas en las que, auspiciadas por amuletos y diosas de la fertilidad, se preparaban para el peligroso trance que entonces suponía traer un hijo al mundo. Sorano, un médico romano del siglo II d.C. hizo una descripción del carácter que debían de tener las parteras: «Será imperturbable, no temerá el peligro, capaz de exponer claramente las razones de sus medidas, contagiará confianza a sus pacientes y será comprensiva». Las parteras fueron mujeres que acumularon a lo largo de los siglos remedios para paliar el dolor de los trabajos del parto y se convirtieron en mujeres capaces de salvar vidas en alumbramientos difíciles. A pesar de que ya desde el principio los médicos estaban presentes en alguno de estos casos complicados, el saber de las parteras fue determinante para muchas madres y muchos hijos. Durante la Edad Media, las parteras empezaron a sufrir la amenaza de los titulados universitarios que empezaron a querer controlar su saber y sus prácticas. A pesar de ser mujeres reconocidas por su alta profesionalidad, experiencia y competencia, a partir del siglo XV en algunas ciudades de Europa se empezó a exigir una licencia para poder ejercer como parteras. Esta licencia se obtenía tras un examen dirigido por médicos y otras parteras licenciadas. Estos procedimientos derivaron en un interés por controlar las prácticas de estas mujeres, con la intención de asegurarse de que las parteras no ejercieran ninguna práctica médica más allá de lo estipulado por dicha licencia. Así, el único espacio de la medicina en el que las mujeres habían tenido un cierto protagonismo y potestad a lo largo de los siglos, se vio pronto en manos de los médicos y cirujanos que empezaron a interesarse por el arte de partear en particular y por la salud de las mujeres en general. Las parteras se vieron entonces en un callejón sin salida. Aunque durante algún tiempo los lejanos espacios rurales se vieron fuera del control de médicos y cirujanos, poco a poco, desde las esferas de poder, la corte y la alta aristocracia, los profesionales de la salud empezaron a extender su influencia
dejando a las parteras en una difícil situación. En el caso de España, en el siglo XVIII los cirujanos hicieron la partería una disciplina quirúrgica. Las parteras terminarían convirtiéndose en «subordinadas de los especialistas en obstetricia, máxima autoridad en el conocimiento y la práctica del arte de partear» (CABRÉ, Montserrat y ORTIZ, Teresa,Sanadoras, matronas y médicas en Europa. Siglos XII – XX). Si tenemos en cuenta que hasta el siglo XIX no se inició una lenta incorporación de la mujer a los estudios universitarios, podemos hacernos una idea de la pérdida de estatus social y profesional que sufrieron muchas parteras. El arte de partear lo protagonizaron muchas mujeres que, por desgracia, han quedado en el anonimato. Pero algunas de ellas consiguieron ganarse un rinconcito en la historia de la medicina y la historia social en general. Famosas o anónimas, pasadas o presentes, las parteras o comadronas son una pieza clave en las prácticas obstétricas. Desde que las mujeres empezaron a incorporarse a las aulas universitarias, su papel como ginecólogas ha sido imparable.
GINECÓLOGAS Agnódice (Siglo IV a.C.) Que las mujeres han sido sistemáticamente apartadas de las distintas esferas públicas y profesionales a lo largo de la historia no es algo desconocido. En el campo de la sanidad, las mujeres, como amas de casa, madres y personas al cargo de niños y ancianos dentro del hogar, aglutinaron una amplia experiencia como sanadoras y como parteras. Pero este era un conocimiento no profesional que se circunscribía al ámbito privado o como mucho al núcleo social más cercano. Conseguir convertirse en enfermeras o doctoras tituladas fue un logro de hace escasamente un siglo. Pero en los miles de años de historia conocida, fueron muchas las pioneras en este campo que no se resignaron a acatar la orden de alejarse del conocimiento. Agnódice fue una joven de la Antigua Grecia que se convirtió en la primera ginecóloga conocida. Pero su historia no fue sólo la de la primera mujer que consiguió dicha dignidad, sino que impulsó una de las primeras revueltas femeninas conocidas en la historia. Agnódice nació en el seno de una familia de la alta sociedad en una Atenas en la que filósofos y legisladores insistían una y otra vez, como si de un mantra se tratara, en la inferioridad de las mujeres. Su vida se reducía a pasar del hogar paterno a depender de un marido al que debían servir y darle descendencia. El acceso al saber les estaba, por supuesto, totalmente vetado y su vida se circunscribía al gineceo. Cuando Agnódice se rebeló ante esta injusticia, ella, que deseaba con todas sus fuerzas aprender medicina, recibió el apoyo de su propio padre (porque también había hombres que sabían ver más allá de los prejuicios de su tiempo), quien la ayudó
a cambiar su aspecto por el de un hombre. La única manera que existía de poder aprender sin alterar el orden establecido. Así, Agnódice se cortó el pelo, cambió su ropa por tejidos masculinos y con su nuevo aspecto empezó a aprender de la mano del célebre médico Herófilo de Calzedonia. La joven aprovechó el tiempo y consiguió convertirse en ginecóloga tras destacarse como un «alumno» ejemplar. Cuando empezó a ejercer continuó escondiendo su verdadera naturaleza aunque en alguna ocasión desveló su auténtica esencia femenina para ganarse, aún más, la confianza de sus pacientes. Pero incluso siendo hombre en apariencia, su eficacia y su gran profesionalidad pronto despertó las envidias de sus colegas de profesión. Estos, sin poder encontrar una razón determinante con la que poder acusarla de mala praxis médica no dudaron en acusarla de haberse acercado demasiado a sus pacientes e incluso haber violado a alguna de ellas. Las calumnias surtieron efecto y Agnódice fue llevaba ante un tribunal. En aquel momento decidió que la única manera de demostrar que aquellas acusaciones tan masculinas eran falsas pasaba por desvelar que en realidad era una mujer. Desnuda ante los presentes consiguió anular automáticamente las acusaciones de violación pero se la acusó de un delito peor. La pena de muerte era lo que le esperaba por haber ejercido la medicina siendo mujer y fingir que era un hombre. Sorprendentemente, Agnódice se salvó de una muerte segura gracias a sus fieles pacientes. Las mujeres de aquellos hombres que la estaban acusando no dudaron en levantarse en masa a favor de su ginecóloga que tantas vidas de madres e hijos salvó y tantos dolores mitigó. La valentía de Agnódice y de todas aquellas mujeres no sólo supuso la absolución de la ginecóloga a quien se le permitió seguir ejerciendo sino que poco después las leyes atenienses fueron modificadas para que las mujeres pudieran acceder a los estudios de medicina.
Lady Grace Mildmay (1552-1620) El hecho de que las mujeres tuvieran vetado el acceso a una formación similar a la de los hombres hasta hace relativamente poco tiempo no fue un obstáculo para alguna de ellas. En el ámbito de la medicina es bien conocido el papel que durante siglos ejercieron las comadronas y muchas mujeres que en su larga lista de tareas domésticas estaba el cuidado de viejos y enfermos. En la mayoría de los casos fue la transmisión oral de madres a hijas o a otras mujeres de la comunidad el modo de acceder a conocimientos más o menos rudimentarios de la medicina. Pero existieron mujeres que también legaron su saber en documentos escritos. Ese fue el caso de Lady Grace Mildmay, una aristócrata terrateniente inglesa que dejó escrita su vida y sus conocimientos de medicina. Grace Sharington nació en 1552 en Wiltshire. Hija de Sir Henry Sharington y de Ann Paggett, tenía una hermana mayor, Ursula y una hermana más pequeña llamada
Olive. En el hogar familiar vivía también una prima llamada Hamblyn. Educada por su madre se convirtió después en la tutora de sus hermanas y prima. Durante su infancia, fueron instruidas en la fe protestante, aprendieron música y recibieron formación sobre matemáticas, física y medicina. Paradójicamente, cuando Grace se casó con su esposo Sir Anthony Mildmay en 1567, consiguió una cierta libertad para estudiar y ejercer la medicina. Instalada en su nuevo hogar en Apethorpe, Grace pasó largas temporadas en soledad debido al cargo de su marido. Sir Anthony, al servicio de la reina Isabel I como embajador de Inglaterra en Francia, viajaba a menudo. Sola y sin hijos, Grace aprovechó aquellos momentos de soledad para dedicarse al estudio y a la práctica de la medicina como un acto de caridad. Su postura altruista permitió que Lady Grace, igual que muchas otras damas de la alta sociedad, ejercieran su actividad como sanadoras sin entrar en conflicto con los médicos. Los sabios doctores aceptaran que algunas mujeres les hicieran la competencia siempre y cuando no se lucraran por ello. Además, la escasez de doctores en algunas zonas de Inglaterra, sobre todo las zonas rurales, permitía a aquellas mujeres seguir actuando sin suponer ninguna amenaza profesional. Al final de su vida, Lady Grace Mildmay decidió dejar por escrito no sólo sus conocimientos médicos sino también su propia vida. A lo largo de ochenta y cinco folios relató su autobiografía, algo inusual en una mujer. Otros doscientos cincuenta folios fueron dedicados a su saber médico. Lady Mary Fane, su propia hija, hizo una introducción a la obra de su madre, una hermosa herencia que mientras otras habían recibido por vía oral, ella y sus hijas recibía en unos textos escritos. Lady Grace Mildmay murió el 27 de julio de 1620.
Helen Taussig (1898-1986) El 29 de noviembre de 1946 un bebé de once meses era sometido a un tratamiento pionero en el campo de la cardiología pediátrica que le salvó la vida. Se aplicaba por primera vez la conocida como maniobra de Blalock-Taussig para contrarrestar el llamado «síndrome del bebé azul». La doctora Helen Taussig, después de largos años de investigación consiguió importantísimos avances en la cura de enfermedades cardiopáticas congénitas, no en vano se la considera la fundadora de la cardiología pediátrica. Helen no lo tuvo nada fácil. A las habituales trabas que se encontró por ser mujer, se añadieron varias enfermedades que pusieron muy difícil su camino en el mundo de la ciencia. Aun así, demostró ser una mujer incansable que superó todas las dificultades convirtiéndose en un puntal de la medicina pediátrica. Helen Brooke Taussig nació el 24 de mayo de 1898 en Cambridge, Massachusetts. Helen era la pequeña de los cuatro hijos de Frank W. Taussig, un reputado economista de la Universidad de Cambridge, y su esposa Edith Thomas Guild. Cuando Helen tenía nueve años, su madre fallecía de tuberculosis. La propia Helen estuvo enferma
durante mucho tiempo, además de sufrir dislexia, lo que hizo que sus años de estudio no fueran un camino de rosas. Esto no impidió que con gran voluntad consiguiera graduarse en el Cambridge School of Girls en 1917. Durante dos años estudió en el Radcliffe College, universidad femenina a la que su madre también había acudido. En 1921 se graduaba en la Universidad de California. A pesar de que ni en Harvard ni en la Universidad de Boston las mujeres podían graduarse, Helen asistió a clases de histología, bacteriología y anatomía en ambas universidades, recibiendo el rechazo de los estudiantes que no veían con buenos ojos a una mujer en las aulas. Helen continuó adelante con sus estudios y en 1925 publicó su primer artículo científico. Dos años después se graduaba en la Johns Hopkins University School of Medicine de Baltimore, uno de los pocos centros de enseñanza médica que admitían mujeres. Aquí permaneció como ayudante en el departamento de cardiología y pediatría durante dos años. El destino volvió a poner a Helen una dura prueba en su camino al quedarse sorda y tener que aprender a leer los labios y a utilizar sus dedos para suplir el estetoscopio. Mujer incansable, Helen pasó años estudiando e investigando la anoxemia, o «síndrome del bebé azul», hasta conseguir diseñar un protocolo pionero en cardiología pediátrica que recibió el nombre de Blalock-Taussig. En 1946, tras haber realizado con éxito la primera intervención relacionada con el «síndrome del bebé azul», Helen fue nombrada profesora asociada del Johns Hopkins University School of Medicine y en 1959 recibiría el cargo de profesora titular que mantendría hasta 1963. En 1947 publicó un libro en el que plasmó todas sus investigaciones acerca de las malformaciones congénitas del corazón. Helen Taussig tuvo también un papel determinante en advertir de los peligros de la Talidomida, una medicina que se daba a las mujeres embarazadas y con el tiempo provocó graves malformaciones en los niños. Un accidente de coche sesgó la vida de esta científica incansable el 20 de mayo de 1986, a la edad de ochenta y ocho años. A pesar de su avanzada edad, Helen se encontraba entonces investigando sobre los defectos cardíacos congénitos. Además de sus valiosos aportes al mundo de la medicina, Helen Taussig recibió importantes reconocimientos, como la Medalla Presidencial de la Libertad que el presidente norteamericano Lyndon B. Johnson le entregó en 1964. Varios centros universitarios y médicos de los Estados Unidos llevan su nombre.
Virginia Apgar (1909-1974) Mujer incansable, luchadora, estudiosa, amante de la música y apasionada de la jardinería, Virginia Apgar sorprendía a todos sus colegas con su gran capacidad de estudio y de trabajo. Anestesióloga, pediatra y profesora en Columbia, dedicó su vida al estudio de los efectos de la anestesia en mujeres embarazadas y las razones de las
muertes prematuras de los bebés. Pero lo que la hizo mundialmente famosa fue un test que lleva su nombre y que a día de hoy continúa aplicándose en los protocolos de partos en todo el mundo. El test de Apgar ha salvado millones de vidas y prevenido enfermedades desde su primera aplicación a mediados del siglo XX. Luchadora incansable, Virginia sufrió en propia piel la discriminación de sexos en el campo de la ciencia y la medicina pero nunca se alineó con ninguna formación feminista. Su manera de cambiar el mundo era una sola: continuar trabajando. Virginia Apgar nació el 7 de junio de 1909 en Westfield, New Jersey. Era la pequeña de los tres hijos de Charles E. Apgar, trabajador en el mundo de los seguros, y su esposa, Helen May. Desde sus primeros años en la escuela, Virginia demostró ser una buena estudiante y pronto descubrió su pasión por la ciencia y la medicina. Después de graduarse en el Westfield High School en 1925, empezó a estudiar en el Mount Holyoke College donde se especializó en zoología mientras hacía trabajos esporádicos para poder pagarse sus estudios. Virginia también practicaba distintos deportes, colaboraba en el periódico de la escuela, participaba en obras de teatro y tocaba el violín. Todo lo hacía con gran implicación y sin que el alto nivel académico de sus estudios se viera alterado en absoluto. En 1929 terminaba sus estudios en Mount Holyoke con notas excelentes y al poco tiempo empezó a estudiar medicina en la Universidad de Columbia. Virginia compartía aula con otras ocho mujeres, quienes debían hacerse un sitio entre los noventa alumnos. Después de licenciarse empezó un período de prácticas de cirugía en la Hospital Presbiteriano de Nueva York. Sin embargo, y a pesar de sus grandes capacidades como profesional, su mentor Allen Whipple le aconsejó que se dedicara a una especialidad en la que la situación de la mujer no fuera tan precaria como en el mundo de la cirugía. Así, Virginia siguió el consejo de Allen e inició estudios de anestesiología. En 1938, después de años de estudio y prácticas, Virginia Apgar se graduaba y volvía al Hospital Presbiteriano convertida en la directora de una nueva división de anestesia, convirtiéndose en la primera mujer en dirigir un equipo de semejante importancia. Durante los once años que se mantuvo al frente de la división, se dedicó en cuerpo y alma a formar a los estudiantes y a convertir la división de anestesiología en un servicio profesionalizado convertido en departamento. El siguiente paso en su carrera fue convertirse en la primera mujer en entrar como profesora de anestesia en Columbia mientras dedicaba parte de su tiempo a la investigación en el campo de la anestesia obstétrica. Virginia se centró en estudiar los efectos de la anestesia en parturientas y en detectar las razones de las muertes prematuras de neonatos. Sus análisis se convirtieron en 1952 en el que se conocería y aplicaría en todo el mundo como Test de Apgar. Virginia evaluaba cinco aspectos de los recién nacidos, frecuencia cardíaca, esfuerzo en la respiración, reflejos, tono y color muscular. Este test se hacía al minuto de nacer y cinco minutos después. Con
esta evaluación temprana, Virginia pretendía detectar posibles deformaciones y enfermedades en los neonatos. Durante casi diez años analizó y clasificó miles de partos en los que estuvo presente para acotar su test. En 1958 Virginia se tomó un breve descanso en su carrera profesional pero pronto volvió a estudiar, esta vez un Máster relacionado con el programa de Salud Pública. Un año después aceptaba el cargo que la Fundación Nacional March of Dimes le ofreció como directora de una nueva división de malformaciones congénitas. Su nuevo cargo la llevó a viajar por todo el país dando a conocer sus estudios y sus análisis con el fin de disminuir al máximo las muertes de los recién nacidos. Con una energía inagotable y un sentido del deber incuestionable, Virginia Apgar no se retiró nunca. Continuó trabajando hasta poco tiempo antes de su muerte, el 7 de agosto de 1974.
PARTERAS Louise Bourgeois (1563-1636) La práctica de la medicina ha estado históricamente reservada a los hombres. Solamente algunos ámbitos concretos estaban permitidos a las mujeres. Uno de ellos era el de las parturientas. Durante siglos, la amplia experiencia de estas mujeres fue respetada por los hombres, algunas de ellas incluso pasaron a la historia con nombre propio. Ese fue el caso de Louise Bourgeois, quien no sólo ejerció como comadrona, sino que plasmó en un libro toda su experiencia. Louise Bourgeois nació en 1563 en una zona rural a las afueras de París, en el conocido barrio de Faubourg Saint-Germain, donde su padre poseía importantes propiedades. Louise pertenecía a la burguesía francesa por lo que tuvo la suerte de recibir una muy buena educación. En 1584 se casó con el cirujano Martín Boursier. Martín era ayudante de Ambroise Paré, entonces jefe de cirugía del hospital para pobres de París, Hôtel Dieu. Es más que probable que Louise aprendiera los primeros conocimientos de medicina y cirugía de la mano de su marido. Con veinticuatro años, Louise ya había tenido tres hijos. Al poco tiempo, en 1593, ya estaba ejerciendo como partera en París y su fama se empezó a extender. Durante años, las parteras habían ejercido acreditadas por una licencia que expedían las universidades. Pero a finales del siglo XVI tanto médicos como parteras se dieron cuenta de que era necesario dotar a las mujeres que querían ejercer dicha profesión de algunos fundamentos teóricos básicos. Los cirujanos del Hôtel Dieu diseñaron una formación que, desde 1560, se convirtió en referente no sólo en Francia, también en otros países de Europa. Louise obtuvo tanto la licencia como el diploma para practicar legalmente su profesión en 1598. Para ello tuvo que examinarse realizando dos operaciones y dos
partos. En 1601, la profesionalidad de Louise llegó a oídos de la reina de Francia, María de Médicis. Un año antes se había casado con Enrique IV y ya estaban esperando su primer hijo. María impuso la elección de partera a su marido, quien había escogido a Madame Dupuis como partera real pero cuando conoció las experiencias de las damas de la corte con Louise y su excelente reputación fue la razón de ser llamada a palacio. Durante nueve años, Louise trajo al mundo a los seis hijos de la reina, entre ellos el futuro Luis XIII. Pero Louise Bourgeois no pasó a la historia solamente por ser una partera real. En 1609, decidió poner sus conocimientos por escrito y publicó su obra Observaciones diversas sobre la esterilidad, el aborto, la fertilidad, el parto y enfermedades de la mujer y los recién nacidos. El libro de Louise se convirtió en un auténtico tratado de obstetricia en el que plasmó su experiencia, casi dos mil partos, en cincuenta capítulos con explicaciones que actualmente siguen estando vigentes. Sus Observaciones fueron ampliamente difundidas por toda Europa y se convirtieron en un tratado imprescindible en su época para la práctica de la obstetricia.
Jane Sharp (1641-?) Muchas mujeres y hombres han pasado a la historia por su labor excepcional y determinante en un área concreta del conocimiento mientras que su propia vida ha quedado en el olvido. Este es el caso de Jane Sharp, una gran mujer que merece un lugar destacado en la historia de la obstetricia pero de la que desconocemos su propia historia. Por desgracia, poco o nada se sabe de la vida privada de esta mujer excepcional. No se sabe ni dónde nació ni si fue ella misma madre. Probablemente fue una mujer dedicada en cuerpo y alma al trabajo de parturienta, una labor realizada por muchas mujeres que aplicaban su sabiduría personal de largos años de experiencia a la práctica de la obstetricia. Fue el único ámbito de la medicina, todo lo relacionado con el embarazo y el parto, en el que las mujeres tuvieron relativa autonomía y libertad para ejercer su profesión. En 1671, Jane Sharp recopiló en su obra El libro de las parteras sobre el arte de la obstetricia sus más de treinta años de experiencia y conocimiento. La obra iba dirigida tanto a las futuras madres como a las profesionales y abordaba desde la concepción hasta el postparto y otras cuestiones como infecciones o enfermedades venéreas. Sharp citó otros libros e ilustró el suyo con dibujos sobre anatomía femenina. La obra de Sharp fue ampliamente difundida y fue un auténtico best-seller en su época, lo que hace pensar que estuviera presente en muchos hogares de su tiempo. Jane Sharp fue una defensora acérrima de la importante tarea que las parteras realizaban en un momento en el que los hombres empezaron a querer invadir, también, ese espacio profesional reservado durante muchos siglos a las mujeres. Sharp criticó
la intrusión de «parteros» en la profesión. Para ella, estos podían tener mucha formación teórica pero la amplia y extensa experiencia de las mujeres era mucho más importante. A pesar de no conocer mucho más de Jane Sharp, sabemos que siglos atrás vivieron mujeres que no sólo se dedicaron a ayudar a otras a traer a sus hijos al mundo sino que hicieron de ello una práctica profesional y defendieron esta disciplina médica como un rincón femenino.
Luisa Rosado (Siglo XVIII) La medicina, como la gran mayoría de las ciencias, estuvo vetada a las mujeres hasta hace poco más de un siglo. Sin embargo, fueron ellas, en la intimidad de las casas quienes a menudo cuidaron de ancianos y enfermos y llegaron a convertirse en verdaderas sanadoras. Aún sin saber el nombre técnico o científico de muchos males, fueron capaces de aplacar y curar muchas dolencias. Uno de los ámbitos médicos que tuvo cierto reconocimiento público fue sin duda en el de la asistencia a los partos. Los galenos dejaron que durante siglos las mujeres se encargaran de ayudar a las mujeres a traer a los niños al mundo. Pero llegó un momento en que esta parcela de la medicina también les fue vetada. En España, en el siglo XVIII, los cirujanos empezaron a inmiscuirse en el arte de partear. En este contexto encontramos a una mujer excepcional, Luisa Rosado. Una matrona de larga trayectoria que, sabedora de su capacidad y experiencia, tuvo la original idea de publicitar sus servicios con un cartel. Se enfrentó al Protomedicato y llegó a pedir en reiteradas ocasiones al rey Carlos III no sólo la publicación de dicho cartel sino su ingreso en la corte como parturienta. Sabemos de la existencia de Luisa Rosado principalmente por los documentos que se encuentran en el Archivo de Simancas referentes al proceso de petición de publicación de un cartel en el que la matrona informaba de sus habilidades como partera. De su vida no nos queda mucho más. Se sabe que nació en Toledo pero no la fecha exacta de su nacimiento. Para ser matrona debería hacer sido cristiana vieja y es probable que fuera soltera o viuda. Luisa había conseguido el título de partera en 1765 de manos del Tribunal del Real Protomedicato, un cuerpo técnico creado en el siglo XV que controlaba a todas las personas que ejercían alguna actividad relacionada con la sanidad. En 1768, se trasladó a Madrid donde vivía en la corte y trabajaba como matrona del Real Colegio de Niños Desamparados. Ya en la época en la que ejerció Luisa Rosado, las matronas tenían limitada su actividad a lo que se consideraba como partos normales. Cuando se presentaba alguna complicación era obligatorio que estuviera presente en el proceso un médico. Pero parece ser que Luisa salvó muchas vidas asistiendo partos normales y partos de riesgo y no dudó en hacerlo público con la original idea de la edición de un cartel.
La respuesta del Protomedicato fue negativa, hecho que no amedrentó a la matrona quien pidió por tres veces al rey Carlos III el permiso para la publicación de su cartel. Tan segura y orgullosa estaba de su experiencia que en la última ocasión en la que se dirigió al monarca en agosto de 1771 llegó incluso a ofrecerse para asistir al parto de la Princesa de Asturias, María Luisa de Parma, esposa del futuro Carlos IV, quien daría a luz el 19 de septiembre de aquel mismo año a Carlos Clemente, infante que no sobreviviría más de tres años. La osadía de Luisa Rosado fue demasiado elevada para una mujer del siglo XVIII. A pesar de defender su experiencia en una España ilustrada en la que se valoraba más la ciencia empírica que el saber teórico, los médicos del Protomedicato y los cirujanos de la corte vieron amenazada su posición privilegiada. No se sabe si el cartel de Luisa Rosado fue finalmente publicado, aunque lo más probable fuera que no. Pero lo más importante es que esta matrona ilustrada fue un «ejemplo de matrona con clara conciencia y orgullo profesional, y una mujer segura de sí misma y de sus conocimientos» (CABRÉ, Montserrat y ORTIZ, Teresa, Sanadoras, matronas y médicas en Europa. Siglos XII – XX).
Angélique du Coudray (1712-1794) En la agónica Francia de los últimos tiempos del Antiguo Régimen, las élites médicas amenazaban con hacer desaparecer el ancestral trabajo de las comadronas. Los médicos empezaron a invadir el único ámbito de la medicina en el que las mujeres habían sido durante siglos protagonistas. Las parteras no se quedaron de brazos cruzados y reivindicaron la necesidad de obtener una formación y titulación oficial como los cirujanos que empezaban a invadir sus competencias. Angélique du Coudray destacó no sólo por haber sido una reputada partera en París. A instancias del rey Luis XV, viajó por toda Francia para enseñar a miles de mujeres, y también a un buen puñado de médicos y cirujanos, las técnicas básicas del arte de partear. Y lo hizo utilizando un rudimentario útero y muñeco de trapo. Angélique Marguerite Le Boursier du Coudray nació en 1712 en Clermond-Ferrand en el seno de una familia de reputados médicos. Ella misma se formó en el ámbito sanitario y en 1740, después de varios años de formación, superó los exámenes de la École de Chirurgie. En aquel tiempo, las comadronas estaban viendo cómo su labor y su formación estaba siendo puesta en entredicho, por lo que fue la propia Angélique que puso una queja formal en la Facultad de Medicina de la Universidad de París. No sólo se aceptó su queja sino que la joven aprendiz de comadrona fue aceptada como maestra. Sin embargo las cosas continuaban complicándose con el auge de los cirujanos en el ámbito de la ginecología y la obstetricia. Angélique volvió a poner una queja formal. Poco después fue nombrada partera jefe del Hôtel Dieu de París y se convirtió en una reputada figura en la capital francesa. En aquellos años, además de
velar por la formación de las parteras, escribió una suerte de manual para ellas, Abrégé de l’art des accouchements (Compendio del arte de partear), publicado en 1759. Dado su profesionalidad y reputación, el rey Luis XV, preocupado por la alta mortalidad de recién nacidos en la época, decidió encargarle una importante labor educativa a lo largo y ancho del país. Así, entre 1760 y 1783, viajó por las ciudades y sobre todo zonas rurales más alejadas de Francia para enseñar a miles de mujeres el arte de partear. Algún que otro médico y cirujano asistió también a sus clases. Para que sus lecciones fueran más efectivas, y dado que la práctica con seres humanos no era lo habitual, Madame du Coudray inventó un muñeco de trapo que consistía en un bebé metido en un útero. Aquel maniquí que se movía siguiendo el proceso del parto, fue tan efectivo que se fabricaron varias réplicas. Hubo incluso polémica acerca de la autoría de dicho artilugio, polémica que zanjó la Academia Francesa de Cirujanos que certificó que era Madame du Coudray y no un tal William Smellie, quien había ideado el maniquí. Con la llegada de la Revolución Francesa, Madame du Coudray continuó con su labor como partera hasta que falleció el 17 de abril de 1794, en plena época del Terror.
Martha Ballard (1734-1812) En una de las trece colonias británicas de América del Norte, Massachusetts, vivió una mujer cuya vida pasó desapercibida hasta que, siglos después, su diario salió a la luz. Martha Moore fue una sanadora y partera que dedicó su vida a curar a los demás y a traer al mundo a los niños de su comunidad. Buena parte de su experiencia médica la traspasó a las páginas de un diario que con el tiempo se convirtió en una importante fuente de información sobre su biografía y la historia social de aquellos primeros años de la vida en los nacientes Estados Unidos de América. Martha Moore Ballard nació en la ciudad norteamericana de Oxford, en Massachusetts, en 1734. Como Martha empezó a escribir su diario siendo adulta, los primeros años de su vida privada quedó en el olvido. Se sabe que sus padres se llamaban Elijah Moore y Dorothy Learned Moore. Martha tuvo una descendiente destacada en Clara Barton, la fundadora de la Cruz Roja americana. En 1754, con apenas veinte años, se casó con Ephraim Ballard y tuvo ocho hijos de los cuales tres murieron en la epidemia de difteria que arrasó su ciudad natal en 1769. Martha debió vivir como cualquier habitante de aquellas colonias que aún no se habían unido para formar los Estados Unidos de América y sufrió los acontecimientos violentos que llevaron a esos territorios a separarse de Gran Bretaña en 1776. Martha cuidó de sus hijos pero también dedicó buena parte de su vida a sanar a los demás y a ejercer como partera. En 1785 Martha Ballard empezó a escribir un diario
en el que apuntó durante años, de hecho hasta su muerte en 1812, su vida profesional. Una actividad que realizó en la ciudad de Hallowell, en el distrito de Maine, donde se habría trasladado con su familia. El diario de Martha Ballard recoge nueve mil novecientas sesenta y cinco entradas escritas a lo largo de veintisiete años con tinta casera y una pluma. La mayor parte de sus entradas diarias empezaban con una referencia al tiempo y a la hora en que eran escritas. Cada día reflejó su trabajo, así como acontecimientos sociales, convirtiéndose en una valiosa fuente de información para la historia social de aquellos primeros años de la historia de los Estados Unidos. Niños traídos al mundo y decenas de personas curadas, gracias a su constante ir y venir a pie, canoa o caballo; remedios medicinales; disputas en la comunidad; hechos destacados; eventos religiosos, un cuadro de aquella sociedad que Martha fue pintando a lo largo de la última etapa de su vida. Tras la muerte de Martha, el diario quedó en manos de su familia hasta que una de sus descendientes, Mary Hobart, una de las primeras mujeres doctoras de la historia americana, se hizo cargo del diario. Mary Hobart, la primera mujer que ingresó en la Sociedad Médica de Massachusetts, donó en 1930 el diario a la Biblioteca del Estado de Maine, en Augusta. Allí permaneció en silencio hasta que Laurel Thatcher Ulrich, una historiadora americana especializada en la historia de las mujeres lo rescató del olvido y escribió A Midwife's Tale: The Life of Martha Ballard based on her diary, 1785–1812 (Un cuento sobre una partera: La vida de Martha Ballard basada en su diario, 1785-1812). El libro de Thatcher no sólo recibió el Premio Pulitzer y muchos otros reconocimientos, sino que rescató del olvido la vida de esta partera americana que fue ama de casa, cuidó de una amplia prole, sanó enfermos, trajo a niños al mundo y aún tuvo tiempo de escribir todo aquello que le sucedía y observaba a su alrededor. Martha Ballard moría en Augusta en 1812 a los setenta y siete años de edad.
Marie Anne Gillain (1773-1841) Marie Anne Gillain Victorine fue una de las mujeres más importantes en el mundo de la medicina y la obstetricia del siglo XIX. No sólo escribió manuales de ginecología que serían utilizados por los estudiantes de su tiempo y traducidos a varios idiomas, sino que inventó nuevos artilugios que ayudaron a avanzar en este campo médico. Marie Anne tuvo una vida humilde, criada en un colegio de monjas, se quedó viuda muy joven y vio morir a su hija prematuramente. Al final de sus días se encontraba sumergida en la pobreza. Marie Anne Victoire Gillain nació el 9 de abril de 1773 en Montreuil, un suburbio de París cerca de Versalles. De su infancia se sabe que vivió mucho tiempo en un convento de Étampes. Allí, las monjas, que dedicaban su tiempo a cuidar a los enfermos, enseñaron a Marie Anne los rudimentos de la medicina y la enfermería.
Cuando se inició la Revolución Francesa y se abolió la monarquía, las órdenes religiosas también desaparecieron y muchos de los conventos y monasterios fueron destruidos. Dicha suerte corrió el cenobio en el que vivía Marie Anne. A pesar de tener que cambiar de vida, la joven continuó estudiando anatomía y obstetricia hasta que contrajo matrimonio. En 1797, se casaba con Louis Boivin, un empleado del gobierno con el que tendría una hija. Pero pronto quedaría viuda y en una situación económica complicada. En 1800, tras reemprender sus estudios, obtuvo el diploma en obstetricia y empezó a trabajar como comadrona en un hospital local de Versalles hasta que en 1801 se convirtió en superintendente. En aquellos años, Marie Anne utilizó su influencia para fomentar la creación de una escuela especializada en obstetricia. Marie Anne convenció al ministro de Bonaparte, Jean-Antoine Chaptal, para que fundara en 1802 en el Hospicio de la Maternidad de París, una escuela de partería además de revisar y reorganizar dicha profesión en los centros públicos franceses. En la Maternidad de París, donde trabajó como asistente de María Luisa Dugès La Chapelle, otra partera importante de su tiempo, Marie Anne empezó a despuntar como una gran especialista en obstetricia y en resolver casos especialmente complicados. María Luisa Dugès La Chapelle, nacida en 1769, fue una de las comadronas más importantes de su tiempo, llegando a alcanzar el cargo de jefa de obstetricia en el Hôtel-Dieu de París. Hija y nieta de comadronas, María Luisa escribió un manual de obstetricia, Pratique des accouchements, que se convirtió en un texto de referencia durante mucho tiempo y en el que se abogaba por promover los partos naturales intentando evitar el uso de fórceps. María Luisa, considerada la madre de la obstetricia moderna, fue también maestra de matronas. Marie Anne entraría en conflicto con La Chapelle y decidió dimitir de su cargo en la Maternidad. Después de trabajar en un hospital de madres solteras, Marie Anne dirigió varios hospitales en Francia que le dieron tanto renombre que su fama llegó hasta la lejana Rusia. Además de trabajar como partera y dirigir hospitales, Marie Anne formó parte de varias sociedades médicas del país, escribió varios manuales de ginecología y obstetricia e inventó algunos de los artilugios que con el tiempo se convertirían en indispensables en las salas de parto. Las obras más importantes de Marie Anne fueron Arte de Obstetricia, un libro que formó parte de la bibliografía esencial para los estudiantes y Causas del aborto en el que analizaba las razones por las que se sufría un aborto involuntario. Entre sus inventos, destaca el pelvímetro vaginal que ayudaba a la dilatación de la vagina y a explorar el cuello del útero en los momentos previos al parto. Marie Anne fue una de las primeras parteras en utilizar el estetoscopio para escuchar el latido fetal. A pesar de que Marie Anne Gillain fue durante su tiempo una partera respetada que recibió reconocimientos y títulos honoris causa en distintos puntos de Europa, la Academia de Medicina de París nunca aceptó su ingreso. Y cuando el 16 de mayo de 1841
fallecía, poco después de su retiro profesional, Marie Anne se encontraba sumida en la pobreza.
PARTE V Espíritus libres Porque no siempre quisimos permanecer entre pucheros
Viajar se ha convertido en algo habitual en nuestras vidas. Por tierra, mar o aire, solos, en familia, en pareja, coger las maletas y explorar el mundo lo hacen millones y millones de personas en su tiempo libro. Pero hubo un tiempo que viajar por placer no era sólo cosa de unos pocos ricos excéntricos; hubo un tiempo en el que viajar se convirtió, para las mujeres, en una manera de reivindicar su libertad. Desde que Egeria, aquella curiosa monja gallega que emprendió un larguísimo viaje hasta Tierra Santa allá por el siglo IV, han sido muchas las mujeres que marcharon con lo necesario a buscar el sentido de sus vidas lejos de un hogar, palacio o monasterio. La gran mayoría de aquellas primeras trotamundos tenían una motivación religiosa. Fueron las primeras peregrinas cristianas que, bajo el amparo de su fe, salieron de distintos países de la Europa medieval en busca de la verdad de Cristo en los escenarios de su vida. Siglos más tarde, los destinos se fueron ampliando, como se fue expandiendo el mundo conocido. Muchas mujeres viajeras y aventureras se jugaron la vida en sus periplos por sendas desconocidas. No fueron siempre caminos de rosas ni mucho menos viajes de placer. Animales salvajes, naturalezas indómitas que amenazaban con aniquilarlas con su ira en forma de tormentas o huracanes, tribus que tenían la horrible costumbre de servir a sus invitados en el plato pusieron a prueba los límites físicos y emocionales de aquellas damas ataviadas con largas faldas manteniendo siempre su elegancia. May French Sheldon, que viajó por África, llegó a los pies del Kilimanjaro y se encontró con los temidos masáis reconoció que, a pesar de todos los peligros enfrentados «había valido la pena». Aunque no todas opinarían lo mismo al final de sus periplos pues algunas llegaron a perder la vida en el intento. Viajar se convirtió en una manera de vivir para muchas, para otras una vía de escape ante los agobiantes encorsetamientos sociales, para algunas una divertida forma de superar retos. Pero todas tenían algo en común, sus pies no podían estar quietos.
Egeria (Siglo IV) En un tiempo en el que el Imperio Romano de Occidente se desmoronaba y el mundo monacal se empezaba a extender con fuerza desde Oriente, una monja, desde los más recónditos lugares de la Gallaecia, decidió emprender un valiente y osado viaje hasta
los Santos Lugares. Egeria, que así se llamaba la religiosa, pudo haber sido una mujer de alta estirpe, incluso abadesa de su monasterio. Su periplo duró tres años y parte del mismo lo dejó plasmado en un valioso manuscrito que tuvo que esperar pacientemente hasta el siglo pasado para ser atribuido a aquella que se convirtió en la primera mujer viajera y peregrina de la historia o, como la define Cristina Morató en su libro Viajeras intrépidas y aventureras, la «patrona de los viajeros». Egeria o Eteria vivió en el siglo IV en el rincón occidental del Imperio Romano, en la provincia de Gallaecia. La única fuente de información que nos ha quedado de Egeria fueron sus propias cartas que escribió a sus hermanas del monasterio del que salió para emprender su largo viaje. Es por esta razón por la cual en sus misivas no nos habla de ella sino de sus experiencias. La pérdida de parte de aquellos preciosos manuscritos también nos impide reconstruir parte de su vida y de su viaje. Pero podemos deducir por sus hechos que Egeria fue una religiosa de orígenes nobles. Su cultura y la posibilidad de poder emprender aquella aventura en la que estuvo protegida por reyes, obispos y soldados, nos indican que Egeria podría haber pertenecido a una familia de alto linaje. Algunas fuentes apuntan que incluso podría ser hija del emperador de Oriente Teodosio I y su primera esposa Aelia Flacilla. A pesar de haber emprendido viaje con dinero y protección, está claro que una mujer del siglo IV que decidía recorrer buena parte del mundo entonces conocido y adentrarse en largos y peligrosos caminos, no era una mujer cualquiera. Aventurera, osada, valiente, curiosa son algunos de los adjetivos que se le pueden atribuir a Egeria. Egeria inició su periplo en 381 y duró, al menos según los textos que de ella nos han llegado, como mínimo hasta el 384. Tres largos años en los que visitó Constantinopla, Mesopotamia, Asia Menor, Siria, Palestina, Egipto y así una larga lista de lugares. La Pax Romana, un largo periodo de paz entre tiempos de guerras e invasiones de la historia de Roma, junto con una extensa red de calzadas que pintaron un mapa de caminos de más de ochenta mil kilómetros, favorecieron el viaje de Egeria. Un salvoconducto o pasaporte, reservado solamente a personas importantes, le dio seguridad ante los posibles peligros que pudiera encontrar. El diario de Egeria, o al menos lo que se ha conservado, termina con su estancia en Constantinopla, una vez visitado Egipto y Oriente Medio. A pesar de que la incansable viajera apuntó su deseo de dirigirse hacia Éfeso, no sabemos si continuó el viaje. El nombre de Egeria permaneció oculto durante siglos. Solamente se conocía una referencia suya gracias a una carta que San Valerio escribió a los monjes del monasterio de El Bierzo. En 1884, un arqueólogo italiano, Gian Francesco Gamurrini, encontró en la Biblioteca de la Cofradía de Santa María de Laicos en Arezzo un códice en pergamino de treinta y siete folios. Una parte del manuscrito estaba incompleta y no se identificaba su autor. Eran las palabras de Egeria escritas quince
siglos atrás. Pero Gamurrini atribuyó aquel texto a Santa Silvia de Aquitania quien también estuvo en los Santos Lugares poco tiempo después que Egeria. Egeria tendría aún que esperar un poco más para despertar del olvido de la historia. Fue en 1903, gracias a Mario Ferotín, quien en un estudio publicado en la Revista de Cuestiones Históricas, atribuyó aquellos textos a su verdadera autora. El conocido como Peregrinación o Itinerario no se ha conservado íntegro, falta el inicio y el final. Dividido en dos partes diferenciadas, la primera es una exhaustiva narración de sus aventuras. La segunda parte es una descripción más concreta de los lugares en los que estuvo, de las personas que conoció y de las liturgias que se oficiaban en los templos que visitó. No se sabe dónde ni cuándo murió Egeria, una mujer cuya curiosidad y afán de aventuras la llevó a convertirse en una pionera de la peregrinación y de los viajes.
Jane Franklin (1791-1875) En la capilla de San Juan Evangelista de la Abadía de Westminster se erige un busto en memoria de John Franklin, un explorador británico que desapareció en una expedición por el Ártico a mediados del siglo XIX. En el memorial al que fue también gobernador de la isla de Tasmania se puede leer: Este monumento fue erigido por Jane, su viuda, quien, después de una larga espera y de enviar a muchos en su busca, partió ella misma para encontrarlo y reunirse con él en el reino de la luz . La viuda era Jane Franklin, una mujer ambiciosa, de fuerte personalidad, que removió cielo y tierra e implicó a presidentes, reyes y zares para encontrar a su esposo. A pesar de que durante años su historia cayó en el olvido, en su tiempo llegó a convertirse en la dama británica más famosa, con permiso de la reina Victoria. Jane Franklin tuvo una vida apasionante. Recorrió todos los continentes, sintiéndose una mujer libre de las convenciones sociales de la Inglaterra victoriana. Al casarse con un caballero inglés y convertirse en la esposa del gobernador de una de las colonias inglesas más remotas, lejos de reducir su día a día al de una dama de la alta sociedad victoriana colonial organizando reuniones femeninas alrededor de una taza de té, se implicó en la labor gubernativa de su marido, lo que no siempre fue del agrado de sus súbditos. Pero a Jane poco le importó a lo largo de su ajetreada vida lo que dijeran de ella el resto del mundo. Jane Griffin nació el 4 de diciembre de 1791 en Londres en el seno de una familia humilde. Jane fue la tercera de los cuatro hijos de John Griffin y su esposa Jane Guillemard, una pareja de tejedores de seda que vivían en un barrio poco elegante de la capital inglesa. En 1795 fallecía su madre y su padre dejó a sus hijos, Fanny, John, Jane y Mary, al cargo de una ama de llaves. En su infancia, Jane vio morir a su único hermano, John, quien falleció con tan sólo catorce años. Cuando tenía diez años, ella y su hermana pequeña Mary, fueron enviadas a estudiar a un internado, aunque el
tiempo en la escuela fue para ella poco productivo; tal y como reconocería años más tarde, su educación fue más bien escasa, algo, por otro lado, nada excepcional para las niñas de su tiempo a las que se les enseñaba poco más que los rudimentos necesarios para acabar convirtiéndose en hacendosas amas de casa. Jane y su hermana permanecieron en el internado hasta los diecisiete años cuando una infección de garganta la obligó a volver a casa. Poco tiempo después, un tío materno, casado y sin hijos, se la llevó a vivir a Oxford donde se encargó personalmente de su educación. De vuelta a Londres, Jane Griffin pasó los siguientes años estudiando de manera autodidacta, acumulando lecturas y disfrutando de los viajes que realizaba junto a su padre. Ya entonces se había despertado en ella el espíritu aventurero que marcaría toda su existencia. En el invierno de 1828, cuando aún no había cumplido los treinta y siete años, Jane se casó con un reputado explorador. John Franklin, de cuarenta y dos años, era viudo y tenía una hija, Eleanor. Poco después era nombrado caballero, convirtiéndose en sir John y su esposa en lady Franklin. Jane nunca tuvo un sentimiento maternal y, a pesar de que se preocupó del bienestar de la hija de su esposo, no sintió por ella un afecto profundo ni tampoco le despertó deseos de ser madre. Los primeros años de matrimonio, la pareja viajó por el Mediterráneo. En 1830, John había sido destinado a un barco, el Rainbow, y su esposa no estaba dispuesta a quedarse en Londres, tal y como debería haber hecho cualquier dama obediente y modosita. Además, tampoco estaba muy bien vista la presencia de mujeres en ninguna expedición. En realidad, el viaje de su marido fue la excusa para emprender su propio viaje. Para no dar mucho más que hablar, Jane se hizo acompañar por su padre, un reverendo norteamericano y su esposa. Viajar por placer se consideraba como una frivolidad, más si la que pretendía disfrutar del trayecto era una mujer, por lo que Jane insistió en que lo suyo no era por gusto, sino para «aprender y ampliar horizontes». A lo largo de tres años, desde 1831 hasta 1834, Jane hizo lo que quiso y fue a donde le apeteció con el beneplácito de su marido. Pisó distintos países de Oriente Próximo, viajó por Turquía, Egipto y llegó hasta España y Marruecos. Las incomodidades o dificultades que surgieron a lo largo de su periplo parecían no importarle a esta mujer que estaba decidida a exprimir cada minuto de su vida. En algunas de las escalas se encontraba con John pero no parecía que tuviera necesidad de vivir a la sombra de su marido. La pareja se reencontró en Londres y durante un breve periodo de tiempo vivieron en casa del padre de Jane sin saber muy bien qué les iba a deparar el futuro. John Franklin quería volver a enrolarse en una expedición pero el destino (y posiblemente la voluntad de su esposa) quisieron que su vida fuera por otros derroteros. Después de rechazar una oferta como vicegobernador de Antigua, John Franklin aceptó el mismo título pero en la Tierra de Van Diemen, la actual isla de Tasmania,
en Australia. Por aquel entonces, era una de las colonias británicas más importantes y John decidió empezar una nueva vida en las Antípodas, acompañado de Jane y de su hija Eleanor, que por aquel entonces tenía ya doce años. En el verano de 1836, los Franklin embarcaron en el Fairlie iniciando una travesía de cuatro meses que les llevaría hasta Hobart, la capital de la colonia, fundada en 1803, por los británicos como colonia penal y que, para cuando los Franklin ejercieron como gobernadores, se había convertido en una de las tierras más prósperas del Imperio Británico. El nombramiento de un caballero con fama de explorador fueron las credenciales para que John fuera recibido con entusiasmo por sus nuevos súbditos. Durante los años en los que John Franklin fue gobernador de la Tierra de Van Diemen, Jane no se conformó con el papel de «esposa de» organizando fiestas para las damas respetables y dedicándose a las tareas domésticas y femeninas que ella detestaba. Jane tenía que organizar fiestas para las damas de la colonia pero lo que hizo fue, además de bailes y cenas, citar a la alta sociedad de Van Diemen a veladas intelectuales. Por desgracia, las mujeres tasmanas recibieron la iniciativa con poco o nulo entusiasmo, diciendo que dichas reuniones eran «soberanamente sosas e insípidas». Además de colaborar con distintas organizaciones de la comunidad, como orfanatos o fundaciones que ayudaban a los pobres, Jane se decidió por otros derroteros menos femeninos. A mediados del siglo XIX, la inquietud por la ciencia, el afán por descubrir nuevos especímenes y estudiar la naturaleza desconocida eran habituales, sobre todo en las colonias alejadas de las grandes ciudades europeas. Jane Franklin, que se consideraba a sí misma como «una aficionada ocasional a la ciencia», impulsó la creación de la Sociedad Científica de Tasmania, con museo y revista científica incluidos. Apasionada por el arte y sorprendida por la poca actividad artística de la colonia, Jane Franklin creó una gliptoteca, convirtiéndose en la única mujer que, hasta el día de hoy, haya impulsado un museo de este tipo. A Jane Franklin aún le quedó tiempo para recuperar su faceta de viajera. Jane era una mujer casada pero tenía su propio dinero, no tenía hijos y su marido era benevolente con sus inquietudes alejadas de las que se esperaba que una esposa tradicional tuviera. Pero a Jane no le gustaba permanecer junto a los fogones ni bordando mansamente en su hogar. A pesar de haber alcanzado los cuarenta, era una mujer ágil y con buena constitución física. Y, sobre todo, con muchas ganas de seguir explorando el mundo. Entre sus hazañas, Jane subió al monte Gawler por el que recorrió treinta y dos kilómetros bajo el sofocante calor del verano austral; también se atrevió con el monte Wellington, de mil doscientos setenta y cuatro metros de altura, al que pocas mujeres se habían atrevido subir. Pero pronto las excursiones dentro de la isla fueron poco para saciar su ánimo aventurero. En todo el tiempo que vivió en la Tierra de Van Diemen, Jane Franklin realizó cuatro viajes largos por Australia y se
convirtió en la primera mujer blanca en recorrer por tierra la distancia que separaba Melbourne de Sidney por un camino recientemente construido por los colonos y considerado bastante peligroso. En uno de los viajes por Australia, Jane se inventó un juego para entretener a sus compañeros de viaje que consistía en escribir en unas tarjetas preguntas sobre Australia Meridional, lo que podría considerarse como una versión primigenia del Trivial Pursuit. Jane Franklin se ganó la admiración de algunos de los miembros de la colonia que la veían como «un hombre con enaguas», una mujer que estaba «por encima de la debilidad de su sexo». Aunque también cosechó críticas que se centraron, sobre todo, en su incursión en la vida política de la colonia, saliéndose «del círculo que delimita la esfera correspondiente a las de su sexo». Jane Franklin ayudó a su marido en las tareas gubernamentales de la Tierra de Van Diemen, algo que no fue bien visto por algunos de sus enemigos que utilizaron la participación de la esposa de John en dichas tareas para desprestigiarlo y forzar su destitución. Once años después de su llegada a la Tierra de Van Diemen, en enero de 1844, John Franklin era destituido de su puesto de gobernador tras un largo proceso de desprestigio por parte de sus enemigos en el que las críticas a su esposa «metomentodo» fueron constantes. A pesar de que Jane Franklin viajaría en los años venideros por medio mundo, nunca más volvería a pisar aquellas tierras. De vuelta en Inglaterra empezaría un periodo difícil para los Franklin. John decidió unirse a una expedición para resolver la cuestión del paso del Noroeste, el camino que debía unir los océanos Atlántico y Pacífico por el norte, atravesando el océano Ártico. La aventura era peligrosa y Jane no estaba muy convencida de darle el beneplácito a su marido quien, finalmente, decidió zarpar. Era el 19 de mayo de 1845, ante la mirada de su hija y su esposa, quienes se acercaron hasta el muelle para despedir a la expedición que nunca volvería. En los primeros años de ausencia, Jane Franklin disfrutó de su libertad viajando. Pero cuando la falta de noticias de su esposo empezó a alargarse en el tiempo, la angustia se apoderó de ella. Jane no se dio por vencida, incluso cuando el Almirantazgo británico los dio por muertos y decidió dejar de buscarlos. Empeñada en reencontrarse con su marido, intentó organizar expediciones de rescate por su cuenta, buscando ayuda privada y dirigiéndose incluso a los altos dignatarios del mundo. Fue tal su empeño que su nombre y su incansable lucha por recuperar a su esposo se hizo célebre. No en vano, la búsqueda de los barcos de sir John fue una de las más caras de la historia. Casi cuarenta expediciones, entre las oficiales y las privadas, se organizaron para intentar encontrar, vivos o muertos, a aquellos hombres que habían desaparecido sin dejar rastro. Jane, convertida en la esposa abnegada dispuesta a lo que fuera por volver a reencontrarse con su marido, buscó inversores privados que financiaran su búsqueda e interpeló a los grandes dignatarios de su
época. Jane Franklin se dirigió a los más poderosos hombres y mujeres de su tiempo. La reina Victoria, el presidente de los Estados Unidos, el zar de Rusia o el emperador de Francia, recibieron conmovedoras misivas que dieron la vuelta al mundo haciendo de su causa una de las más conocidas de su tiempo. Todo aquel ruido mediático sólo sirvió para dar fama a la señora Franklin. Pero no consiguió su principal cometido, encontrar a su marido. Una vez aceptó que John no iba a regresar, decidió hacer algo por su esposo. Restablecería su memoria y haría de él un hombre célebre. Jane Franklin reclamó para su marido el mérito de haber descubierto el Paso del Noroeste, algo que muchos otros en aquellos momentos de auge descubridor se abogaban como propio. Pero nadie iba a ponerse en el camino de aquella dama excéntrica, cabezota y luchadora hasta las últimas consecuencias. Cuando la Real Sociedad Geográfica decidió conmemorar el descubrimiento de sir John Franklin otorgó a su viuda la medalla de oro de sus fundadores, convirtiéndose en la primera mujer en recibir dicho reconocimiento. Jane Franklin era entonces una mujer que rallaba los setenta años. Había pasado los últimos años de su vida volcada en la búsqueda de John hasta que aceptó que nunca iba a volver. Lejos de quedarse en casa bordando, decidió volver a disfrutar de lo que siempre había sido su principal afición, viajar. Jane emprendió un largo viaje que la llevó por el continente americano y Japón. Como la recordó uno de sus sobrinos, «Lady Franklin tenía el ardiente deseo de ver todos los rincones del mundo habitable y no había fatiga, calor ni tosco alojamiento que mermase su determinación de ver todo aquello que mereciese la pena ver». En el Parque Nacional de Yosemite, una roca lleva su nombre. De vuelta a Inglaterra aún tuvo energía para encargar un busto de su marido y velar porque fuera colocado en la Abadía de Westminster de Londres. Jane Franklin había superado los ochenta y su cuerpo empezó a apagarse hasta que falleció el 18 de julio de 1875. Un descendiente político de Jane Franklin dijo de ella que vivió en una «permanente inquietud». Su «espartana indiferencia a las adversidades y las incomodidades» la convirtió en una mujer que no se rendía fácilmente. «Sabía adónde quería llegar y allí fue donde llegó».
Ida Pfeiffer (1797-1858) Una niña criada entre hermanos, en un mundo de libertad, cuando su madre decidió reconducirla hacia los rigurosos estereotipos que marcaba la sociedad del diecinueve para las mujeres, simplemente se rebeló. No quiso ser esposa, ni madre, ni mujer sumisa. Viena era demasiado pequeña para su espíritu aventurero. Cuando tuvo la oportunidad, lo dejó todo y con un minúsculo equipaje y una pequeña herencia, se
embarcó a descubrir el mundo. Nada frenó a esta mujer insaciable, ni los caníbales ni las tempestades. Se mezcló con distintos pueblos y fue recibida por reyes y príncipes. Dos veces dio la vuelta al mundo y cuando su cuerpo estaba a punto de sucumbir, su espíritu aventurero aún planificaba un último viaje. Ida Pfeiffer fue sin duda una de las mujeres viajeras más intrépidas del siglo XIX. Ida Laura Reyer nació el 14 de octubre de 1797 en Viena en el seno de una familia de clase media y rodeada de siete hermanos con los que no tuvo ningún problema en relacionarse y participar en sus juegos varoniles y poco adecuados para una niña. Su padre, un hombre de carácter inflexible, trató a Ida como un chico más por lo que en los primeros años de su vida no recibió la típica formación destinada a las mujeres. Ida disfrutó de una infancia en libertad, correteando y jugando con sus hermanos. Pero aquel mundo desaparecería con la muerte de su padre cuando Ida tenía tan sólo nueve años. Fue entonces cuando su madre tomó las riendas de su educación y la quiso reconducir y reconvertirla en una pequeña damita. Pero ya sería demasiado tarde. Obligada a estudiar piano de la mano de un tutor personal, Ida llegó a quemarse los dedos con cera para impedir aquellas largas sesiones musicales. Y mientras su madre la obligaba a vestir como una dama, ella corría a esconderse en su habitación donde devoraba uno tras otro todos los libros de viajes que podía. La rebeldía de Ida culminó cuando, a los diecisiete años, y para desesperación de su madre, se enamoró de su tutor de piano. Sin pensárselo dos veces, su madre despidió al desdichado profesor y buscó para su pequeña salvaje un partido más adecuado. El escogido fue un tal Dr. Pfeiffer, un viudo veinticuatro años mayor que Ida con una buena posición en el gobierno de Viena. Corría el año de 1820 y la pareja se trasladaba a vivir a Lemberg, a ciento ochenta kilómetros de la capital austriaca. Ni que decir tiene que empezaba para Ida una de las épocas más tristes de su vida en las que ni tan siquiera la maternidad consoló su espíritu rebelde. Madre de dos hijos, dedicada a ser esposa y buena ama de casa, la vida de Ida Pfeiffer se complicó cuando la fama y el prestigio de su marido en el gobierno vienés cayó en picado tras ser acusado de corrupción. Fue poco después cuando fallecía la madre de Ida y la pequeña herencia recibida le permitió dar un giro radical a su vida. En 1842, y con cuarenta y cinco años a sus espaldas, Ida Pfeiffer abandonaba a su familia y se disponía a vivir la vida con la que siempre había soñado. La herencia recibida no era demasiado dinero pero sí el suficiente para aquel espíritu aventurero dispuesto a enfrentarse a situaciones extremas que, lejos de amedrentarla, hicieron crecer en ella la felicidad y las ansias de vivir. Empezaban entonces diecisiete años en los que Ida realizó dos veces la vuelta al mundo, siguiendo rutas distintas. Conoció lugares civilizados, salvajes, cercanos y remotos en los que Ida Pfeiffer sufrió el agotamiento, sed, hambre y la amenaza de piratas y grupos de salteadores. Pero nada impidió que siguiera adelante y se
empapara de la belleza ante la que se encontró. Dos años después de iniciar su periplo por el mundo en 1846, Ida Pfeiffer regresaba a Viena donde permaneció un tiempo escribiendo sobre sus excepcionales experiencias. Su libro se convirtió en un éxito de ventas que se tradujo en varios idiomas y la consagró como una auténtica viajera. En 1851, a pesar de su edad y del agotamiento al que había expuesto su cuerpo, Ida necesitaba volver a volar. En esta segunda ocasión, consagrada como viajera, no fueron pocas las invitaciones de compañías ferroviarias y navieras así como de europeos que vivían en lugares remotos. Además, Ida había ganado bastante dinero con las ventas de su libro por lo que este segundo viaje fue un poco más «cómodo» que el primero. El segundo viaje empezó en África desde donde se trasladó a Singapur y desde allí se adentró en aventuras tan peligrosas como disponerse a conocer a los antropófagos batak, de los que pocos europeos habían escapado con vida. Ella lo consiguió. El continente americano, desde el sur hasta el norte, fue la última etapa de su segundo viaje por el mundo. Su segundo libro fue también un éxito de ventas y el reconocimiento definitivo como viajera. Algunas sociedades geográficas como las de Berlín o París la aceptaron entre sus miembros aunque otras como la de Londres primaron su naturaleza femenina por encima de su valentía para denegar su ingreso. Ida Pfeiffer realizó aún otro viaje, esta vez a Madagascar donde, además de sufrir la ira de la reina Ranavala, quien la encarceló durante un tiempo, contrajo unas fiebres que mermaron definitivamente su cuerpo. De nuevo en Viena, escribió otro libro de viajes y se preparó para viajar a Australia. Pero el 27 de octubre de 1858, su cuerpo dijo basta. Poco antes había viajado a Londres y Berlín pero a sus sesenta y un años, con una larga lista de aventuras a sus espaldas, Ida Pfeiffer ya no pudo continuar. Pero Ida se fue habiendo cumplido su sueño. Había conocido buena parte de un mundo que para ella era una necesidad vital descubrir y experimentar.
Sophia Raffles (1817-1858) En la biografía de Sophia Raffles no encontraremos la historia de una viajera intrépida con grandes aventuras a sus espaldas y finales felices. El suyo (como el de Mary Livingstone que veremos a continuación) fue un periplo vital plagado de tristeza y dramas personales. Curiosidades de la vida, fueron ambas mujeres casadas que siguieron a sus maridos al final del mundo y descubrieron que el matrimonio y la maternidad no se llevaban demasiado bien con las aventuras en tierras lejanas. Sophia Hull nació el 5 de mayo de 1786 en Londres, hija de James Watson Hull, un agente comercial de la Compañía de las Indias Orientales. Sophia Hull tenía treinta años cuando una amiga suya, Mary Anne, le presentó al que se convertiría en su marido. El teniente Thomas Raffles acababa de llegar de Java donde, como
gobernador a las órdenes de Inglaterra, había participado activamente en el conflicto entre las fuerzas inglesas y las holandesas y francesas por el dominio colonial de la zona. Raffles se había casado en 1805 con Olivia Mariamne Devenish pero su matrimonio no había alcanzado la década de vida a causa de la muerte de Olivia en el invierno de 1814. Cuando Raffles volvió a Inglaterra en aquel verano de 1816, encontraría en Sophia a una perfecta candidata a ocupar el lugar de su difunta esposa. Seis meses después de conocerse se casaron en Londres. En octubre de 1817, Sophia y Thomas Raffles embarcaban rumbo a Sumatra con el objetivo de estabilizar las posiciones inglesas en aquella zona inestable del planeta. Sophia había subido al barco que los llevaría a su nuevo destino en un estado avanzado de gestación. De hecho, antes de pisar tierra, el primer bebé de los Raffles, Leopoldo, decidió que quería llegar al mundo, imitando a su padre, quien también había nacido en un barco cerca de Jamaica. Sophia desembarcó en la localidad de Bencoolen convertida en madre y se enfrentó a un paisaje poco alentador. Aquello no era un paraíso bucólico, era más bien un rincón alejado del mundo civilizado en el que los Raffles iban a permanecer siete años. Thomas Raffles debía hacerse con el control de la zona y para ello debía adentrarse en el interior de la isla de Sumatra. Sophia pensó que acompañarle sería la mejor alternativa al tedio y el más absoluto de los aburrimientos. Algunas de aquellas expediciones regalaron a Sophia parajes realmente paradisíacos pero en alguna ocasión tuvieron que enfrentarse a fuertes lluvias y peligrosos caminos que pusieron a prueba la resistencia física de la señora Raffles. Sophia estaba de nuevo embaraza cuando la pareja se trasladó a Calcuta para informar a las autoridades británicas de lo que habían encontrado en Sumatra. De Calcuta se trasladaron a la península de Malaya, donde dio a luz a su segundo hijo mientras su marido continuaba con los contactos políticos y comerciales con los pueblos de la zona. De vuelta en Bencoolen, en la primavera de 1820, Sophia se enfrentaba a su tercer parto. Un año después nacía la pequeña Sophia y pocos meses después sufría la muerte del pequeño Leopoldo. La señora Raffles no tuvo tiempo de asimilar la desaparición de su hijo mayor pues la tragedia se cebaría con aquella madre que había puesto en peligro su propia vida para traer al mundo a cuatro hijos en un periodo de tiempo muy breve. En diciembre de 1821, Thomas escribía preocupado en una carta: «En estos momentos estamos alarmados por nuestra querida Charlotte, que lucha contra una violenta disentería. Sophia no la ha dejado en los últimos tres días con sus tres noches. […] Ha sido tan terrible nuestra aflicción por la muerte del pobre Leopoldo que a duras penas seríamos capaces que afrontar un segundo golpe. Los pequeños también han estado muy enfermos, pero van mejorando». Las esperanzas de Thomas no se cumplieron. Sus hijos Stamphord y Charlotte fallecieron con una diferencia de diez días a principios de 1822. Estaba claro que las condiciones de vida
de Sumatra estaban cebándose con la vida de aquellos seres indefensos por lo que los Raffles decidieron enviar a la pequeña Sophia a Inglaterra en un intento de salvar a la única hija que les quedaba. Es difícil imaginar el profundo dolor que sentiría aquella madre que había perdido a tres bebés y había tenido que separarse del único consuelo que le quedaba en la tierra. Thomas, consciente del peligro que corría su esposa de caer en una razonable depresión, la animó a convertirse en su ayudante en las responsabilidades comerciales que la Compañía de las Indias Orientales le había encargado en Singapur. Al parecer la estrategia de Thomas dio sus frutos y Sophia se volcó de llenó en colaborar en la organización de la vida en la ciudad. Thomas Raffles fue un marido atento con su esposa, tal y como se refleja en la cantidad de cartas en las que cita la frágil salud de Sophia y se conmueve con todo lo que tuvo que sufrir. En septiembre de 1823 nacía la quinta hija de los Raffles, Flora. De nuevo, dos meses después, Sophia tuvo que enfrentarse a la pérdida. Y ya no lo pudo soportar. Pidió a su marido regresar a Inglaterra. Perseguida por una sombra, en el viaje de regreso aún tuvo que enfrentarse a un terrible incendio que destruyó completamente su embarcación y una apocalíptica tormenta en el nuevo barco en el que subieron para, al fin, poner los pies en el puerto de Plymouth. Instalados en una mansión cerca de Londres, los problemas económicos de los Raffles no les dejaron mantener una última etapa de su vida tranquila. El 5 de julio de 1826, fallecía Thomas Raffles. Cuatro años después, Sophia publicaba una extensa obra en la que recogía la labor de su marido en las colonias, Memoir of the life and public services of Sir Thomas Stamford Raffles: particularly in the government of Java, 1811-1816, and of Bencoolen and its dependencies, 1817-1824: with details of the commerce and resources of the Eastern archipelago, and selections from his correspondence. El destino aún le deparaba un último golpe cuando, en 1840, su única hija viva, Sophia, fallecía a causa de un derrame cerebral. La vida de Sophia Raffles fue un camino plagado de espinas. A ella, los mundos desconocidos por los que otras mujeres lo dejaron todo, no la recibieron con los brazos abiertos.
Mary Livingstone (1821-1862) La historia de Mary Livingstone se asemeja bastante a la que acabamos de relatar de la pobre Sophia Raffles. Si algo la diferencia es la notoriedad de sus maridos. A Thomas Raffles no se le conoce demasiado, pero el nombre del doctor David Livingstone es universalmente conocido. Ambas mujeres tuvieron destinos igualmente desdichados y demostraron con su trágica existencia, que las aventuras estaban reñidas con la maternidad. Traer hijos al mundo en siglos pasados conllevaba más riesgos que ahora pero hacerlo en plena selva africana no debería ser demasiado
seguro. Mary Moffat nació en 12 de abril de 1821 en África. Su padre, Robert Moffat, era un pastor inglés que se había casado con Mary Moffat y juntos habían iniciado una vida como misioneros en el continente africano. Mary Moffat era una mujer de gran coraje que dio a luz a diez hijos, de los cuales tres no superaron la infancia. La hija mayor, que llevaría su nombre, vivió sus primeros años en la misión de Lattakoo, conviviendo con bosquimanos y viviendo en chozas rodeadas de barro. Con tres años acompañó a sus padres a la nueva misión de Kuruman, un pequeño paraíso levantado en medio de la nada con la tenacidad de los Moffat. Tras una década de libertad, disfrutando de una vida medio salvaje, la pequeña Mary Moffat empezó a estudiar en la escuela misionera de Wesleyan, en Salem, donde no fue bien recibida por los «civilizados» estudiantes que la apodaron despectivamente «la africana blanca». Cinco años después se trasladó a Ciudad del Cabo para completar unos estudios que la iban a preparar para convertirse en maestra. Poco después, Mary tendría ocasión de viajar con toda su familia a la patria de sus padres en un viaje que resultó ser una auténtica pesadilla en la que su madre dio a luz a su noveno hijo mientras lloraba la muerte del pequeño James, enfermo de rubéola. En Inglaterra, los Moffat permanecieron cuatro años en los que el cabeza de familia, miembro de la Sociedad Misionera de Londres, era aclamado por su labor evangelizadora en el continente negro. En una de sus multitudinarias conferencias, el señor Moffat conocería a un hombre que no sólo se quedaría impresionado con su trabajo sino que acabaría siguiendo sus pasos. Y se convertiría en su yerno. De vuelta a la misión de los Moffat, el señor David Livingstone volvió a reencontrarse con el misionero, su esposa y algunos de sus hijos (otros se habían quedado en Inglaterra). La primogénita Mary era entonces una joven maestra que enseñaba a los pequeños de Kuruman y empezaba a sentir los cosquilleos del amor cada vez que se topaba con el invitado de su padre. La atracción fue mutua y en 1844 David se declaraba a la joven Mary en una romántica escena bajo un almendro, momento que, por desgracia no sería reflejo de su futuro como marido y mujer. Tras formalizar su noviazgo, Livingstone dejó la misión de Kuruman para construir en Mabotsa el que debería ser su hogar. De vuelta a Kuruman, Mary Moffat se convertía en Mary Livingstone con la bendición de su propio padre, quien casó a la pareja en enero de 1845 en la iglesia que él mismo había levantado. La luna de miel de los Livingstone consistió en agotadoras jornadas de trabajo para convertir Mabotsa en un lugar habitable. A pesar de que tenía que fabricar ella misma el jabón y las velas, moler el trigo y mantener el huerto, mientras buscaba tiempo para continuar con su labor de maestra, Mary Livingstone era feliz porque soñaba con una vida sedentaria en aquel oasis del que no quería marchar en mucho tiempo. Pero las intenciones de su marido pasaban por continuar con sus planes misioneros y tenía pensado continuar explorando aquel vasto continente con muchos
rincones aún por descubrir. A finales de 1845 nacía el pequeño Robert Livingstone tras un embarazo que Mary había pasado en soledad. David había marchado meses atrás a crear una nueva misión en Chounuané hacia donde marcharon cuando su primer hijo acababa de cumplir los dieciocho meses y Mary se encontraba embarazada de su segundo hijo. Tras el nacimiento de Agnes, el inquieto doctor Livingstone decidió volver a emprender la marcha rumbo a Kolobeng, donde nacería Thomas. En todo aquel tiempo, Mary había hecho frente a las incomodidades de sus embarazos mientras permanecía alerta ante los peligros que acechaban a sus retoños y continuaba con los extenuantes trabajos en la misión. En Kolobeng, los animales salvajes que merodeaban por la zona y las densas nubes de mosquitos o moscas se unían al insoportable calor que hacía muy complicada cualquier tarea diaria. De nuevo Livingstone decidió poner rumbo a lo desconocido y escogió como destino la región del Kalahari. Mary, agotada física y mentalmente, decidió en esta ocasión no seguir a su incansable esposo y regresar junto a los Moffat en Kuruman. Tras una larga ausencia de más de un año, la familia Livingstone se reencontraba en Kolonbeg donde decidieron volver a embarcarse en la enésima aventura, esta vez los cinco juntos. Pero a medio camino, tuvieron que regresar a causa de las fiebres tifoideas que los pequeños habían cogido. La madre también acabó exhausta, pues viajaba embarazada de su cuarto hijo. La pequeña Elizabeth era poco menos que un ratoncillo y no pasó de las pocas semanas de vida. Además de la tristeza por haber perdido a su pequeña, toda la carga física y emocional que había acumulado Mary le provocó una terrible parálisis facial que le producía insoportables dolores de cabeza. Embaraza de nuevo, Mary volvió a ponerse en marcha para seguir los pasos de su marido que puso de nuevo rumbo al Kalahari. De nada sirvieron las quejas de una suegra que veía con impotencia cómo los anhelos evangelizadores de su yerno se ponían por encima de la seguridad de toda su familia. Poco tiempo después, sin embargo, Livingstone se rindió a la evidencia, quizás se dio cuenta que no podía acarrear con una mujer y una recua de niños (otro pequeño, Oswell, había nacido hacía poco) por aquellas tierras inhóspitas y decidió enviarlos a Inglaterra. Así, mientras él se disponía a hacer historia explorando la zona del río Zambeze, ella se encontraba en una Escocía fría no sólo por el clima, sino también, y sobre todo, por el gélido recibimiento que se encontró de su familia política. Mary se vio sola y con escasos recursos económicos mientras que su marido descubría las cataratas Victoria y se convertía en el primer hombre europeo en cruzar el continente africano de costa a costa. Cuando David Livingstone pisó tierras inglesas lo hizo como un auténtico héroe que se bañó en un mar de multitudes. Mary observaba desde la distancia cómo el mundo aplaudía al héroe mientras alguno de sus admiradores recordaba tímidamente el papel abnegado de su esposa. En 1858, los Livingstone volvieron a poner rumbo a África, dejando a todos sus
hijos, excepto al pequeño Oswell, en Inglaterra. David había sido nombrado cónsul en Quelimane y debía cartografiar toda la zona de Zambeze. Mary no sabía que regresaba al continente africano estando de nuevo embarazada. Mientras David continuaba su camino, su esposa se instaló en Kuruman, donde nació Ann Mary. En 1861, después de haber viajado de nuevo a Inglaterra donde dejó a todos sus hijos, se reencontró con su marido. Y volvió a quedarse embarazada. Pocos meses después, la salud de Mary degeneró de manera acelerada. Unas terribles fiebres la llevaron a entrar en coma y a no despertar jamás. Mary Livingstone fallecía el 27 de abril de 1862. Acababa de cumplir cuarenta y un años pero era ya una anciana con una penosa vida a sus espaldas. Mary Livingstone vivió siempre entre la espada de quedarse sola en una misión y la pared de acompañar a su marido en su obsesión por descubrir y evangelizar el continente negro. Nos podemos imaginar pero no hacernos a la idea de lo que realmente debió de sufrir aquella mujer que nunca disfrutó de su sencillo sueño, tener un hogar estable y ver crecer a sus hijos. El cuerpo agotado de Mary Livingstone descansa eternamente bajo un baobab a orillas del río Zambeze. Cuando su marido falleció once años después , su cuerpo fue trasladado a Inglaterra y enterrado con todos los honores en la Catedral londinense de Westminster junto a reyes, reinas y grandes hombres ilustres. Miles de visitantes observan diariamente la lápida del inmortal explorador. ¿Cuántas personas rendirán homenaje a los restos de su sufrida esposa en Mozambique?
Isabella Bird (1831-1904) Isabella Bird fue una mujer de frágil salud física y mental que encontró curiosamente en la vida del viajero una medicina única para sus dolencias crónicas. Su pequeño mundo en Yorkshire le asfixiaba hasta el punto de necesitar marchar al otro extremo del planeta para encontrar sentido a su existencia. Como otras trotamundos decimonónicas, Isabella Bird fue recopilando experiencias en unas notas que se convertirían en destacados libros de viajes. Y como muchas otras también, quiso viajar por el mundo hasta que su cuerpo ya no pudo más. Además de viajar como bálsamo para su débil salud, Isabella Bird tuvo siempre a los más desfavorecidos en mente, a los que ayudó siempre que pudo y a los que dedicó parte de los beneficios obtenidos por sus exitosos libros. Isabella Lucy Bird nació el 15 de octubre de 1831 en Boroughbridge Hall, en Yorkshire. Su padre, el Reverendo Edward Bird se había casado en segundas nupcias con Dora Lawson, a cuya familia pertenecía Boroughbridge Hall. Isabella tuvo una hermana pequeña, llamada Henrietta, con quien mantendría una relación muy estrecha toda su vida. Isabella y su hermana tuvieron una infancia marcada por los constantes traslados de toda la familia por causa del trabajo de su padre. Ambas fueron educadas por su propia madre. Además de enseñarles a leer y escribir, Dora formó a sus
pequeñas en religión, costura y dibujo. Pero lo que más le gustaba a Isabella era unirse a los largos paseos campestres de su padre, quien marcaría profundamente su carácter y su futuro. Sin embargo, el espíritu de Isabella se vio pronto asfixiado en aquel tedioso mundo en el que viajar de vicaría en vicaría era lo más apasionante que existía. A su melancolía se unió una lesión de la espina dorsal que se convirtió en crónica tras una precaria operación quirúrgica cuando tenía dieciocho años. Su padre, intentando encontrar una solución a las dolencias de su hija, decidió cambiar drásticamente de aires e instalarse durante seis meses en Escocia con su mujer y sus dos hijas. Aquello fue un revulsivo perfecto para Isabella quien disfrutó como nunca del aire libre y cuya experiencia plasmó en una revista local. Escocia sería el primer viaje de Isabella. Y no sería, ni mucho menos el último. De nuevo volvía a sufrir terribles dolores de espalda y su ánimo empezaba peligrosamente a decaer. Así que decidió marchar de nuevo y lo hizo ni más ni menos que a la lejana isla del Príncipe Eduardo en Canadá desde la que continuó su periplo hasta recalar en la ciudad de Nueva York. Una inglesa en América sería su primer libro de viajes, editado por el que se convertiría en su gran amigo y mentor: John Murray. En 1857, y de nuevo por prescripción médica, Isabella se reencontró con Nueva York desde donde viajó a otras ciudades de Norte América. Su viaje terminó de manera abrupta en abril de 1858 al conocer la muerte de su padre. En casa de nuevo, escribió Los aspectos religiosos en los Estados Unidos de América a la vez que convencía a su madre de trasladarse con ella a vivir a Edimburgo. En Escocia, donde había disfrutado de su primera experiencia como viajera, Isabella hizo un interesante círculo de amigos intelectuales. Pero de nuevo la mala salud hizo mella en su cuerpo. Sumida en la depresión, la muerte de su madre en 1866 agravó aún más su situación. Fue gracias a su hermana Henrietta, quien estuvo siempre a su lado y la apoyó en sus proyectos como viajera, que Isabella pudo superar aquella difícil situación. Fue precisamente Henrietta quien la animó a emprender un nuevo viaje. Y esta vez puso rumbo a Melbourne, desde donde terminó recabando en las Islas Sandwich en Hawai donde permaneció medio año. En agosto de 1873 se trasladó a los Estados Unidos. Los territorios del lejano Oeste fueron el escenario de una furtiva relación con un forajido legendario, Jim Nugent. De vuelta a casa, en 1875 se publicaba su obra El archipiélago hawaiano y una serie de artículos narrando sus experiencias que la consagraron como escritora de libros de viajes. A mediados de 1878 volvía a coger su maleta y ponerse de nuevo en marcha. Su próximo destino: Japón. Allí permaneció seis meses y después viajó por otros países del continente asiático como China o Malasia. Desde allí, continuó su periplo por Egipto desde donde se embarcó rumbo a Inglaterra donde sus experiencias se
convirtieron una vez más en éxito de ventas. Pero aquel feliz momento de su vida se vio empañado por la desaparición de su hermana Henrietta. Sola, sin sus padres ni su hermana, Isabella decidió aceptar una antigua proposición de matrimonio de un doctor llamado John Bishop. Isabella Bird se casó de luto en 1881. Cinco años después quedaba viuda y de nuevo sola. Para superar aquella situación, Isabella decidió hacer algo en memoria de su hermana y su marido y que además fuera de ayuda a los más necesitados. Así, tras formarse brevemente como enfermera, se embarcó hacia la India donde fundó el John Bishop Memorial Hospital y otro hospital en recuerdo de Henrietta. Antes de volver a casa, Isabella viajó por Persia y el Kurdistán, lugares que serían la esencia de su obra cumbre, Viajes por Persia y Kurdistán. Su prestigio como viajera la convertiría en la primera mujer en ser aceptada en la tradicionalista y inamovible Real Sociedad Geográfica de Londres. Isabella continuó viajando. El siguiente destino fue de nuevo Japón, Manchuria y Corea, lugares donde permaneció tres años y llegó a temer por su vida. Después de regresar y publicar otras exitosas obras, aún en 1900 organizó un viaje a Tánger. Pero cuando Isabella arribó a Londres, ya era una mujer que había sobrepasado los setenta y su cuerpo ya no la iba a poder seguir demasiado tiempo más. Dos años pasó postrada en su cama, lo que desde luego habría supuesto una terrible prueba para ella, hasta que su vida se apagó el 7 de octubre de 1904.
Lady Anne Blunt (1837-1917) Nieta de Lord Byron, hija de Ada Lovelace, Lady Anne Blunt tuvo una vida apasionante lejos de la Inglaterra victoriana que la vio nacer. Siguiendo los pasos de su rebelde abuelo, lady Anne fue un alma viajera que quedó prendada por el mundo de Oriente Próximo y sus hermosos caballos. Egipto, Mesopotamia y Arabia fueron sus hogares donde vivió experiencias apasionantes junto a su marido. Primera mujer en atravesar el peligroso desierto de Negeb, fue una invitada de excepción de jeques y emires llegando a descubrir un harén desde dentro, algo totalmente vetado para una mujer occidental. Tras una dramática experiencia como madre y después como esposa, Lady Anne Blunt decidió terminar sus días a orillas del desierto, hablando árabe y adoptando una existencia para la que siempre estuvo destinada. Anne Isabella King-Noel nació el 22 de septiembre de 1837 en la Inglaterra victoriana en el seno de una ilustre familia. Su abuelo fue el famoso poeta romántico Lord Byron y su madre Ada Lovelace, considerada la primera programadora de la historia. Casada con el barón William King, Ada tuvo tres hijos y se convirtió en la XIV baronesa de Wentworth, título que heredaría Anne. Lady Anne fue una alumna aventajada durante su infancia. Además de hablar varios idiomas, tocaba largas horas uno de los dos violines Stradivarius que poseía su familia y era una pintora de talento que recibió clases del pintor John Ruskin.
Tenía veintinueve años cuando Lady Anne conoció en Florencia al que sería su marido. Sir Wilfrid Scawen Blunt era un poeta apasionado por Oriente que quedó prendado de aquella dama inteligente y culta que hablaba de filosofía, literatura o del mundo árabe con gran entusiasmo. Seis meses después de conocerse, Lady Anne se convertía en la señora de Wilfrid Blunt. Era el año 1869 y la pareja inició un largo periplo por distintos lugares de África del Norte y Oriente Próximo donde se alejaron de las costumbres victorianas y adoptaron los atuendos y maneras de los beduinos con quienes viajaron por lugares tan hermosos como el Sinaí. Los Blunt volvieron a Inglaterra donde estuvieron cinco años perfeccionando la lengua árabe y planeando sus próximos viajes. En aquel paréntesis inglés, en 1872, el hermano mayor de Wilfrid Blunt fallecía y le dejaba en herencia una extensa finca familiar en Crabbet Park de cuatro mil acres de terreno. Un año después, Lady Anne consiguió dar a luz a una esperada hija, a la que pusieron de nombre Judith Anne Dorothea Blunt. Lady Anne había deseado aquel bebé después de haber sufrido un aborto y ver morir a dos gemelas recién nacidas. En 1877 los Blunt dejaban Inglaterra para vivir una apasionante aventura que les llevó a visitar ciudades legendarias como Alepo, Bagdad, Palmira, Damasco y Beirut. De vuelta a Inglaterra, Lady Anne empezó a escribir su obra Las tribus beduinas del Éufrates. Pero poco después, en 1879 regresaban a Oriente donde tenían planeado un viaje de gran envergadura. Su objetivo, atravesar el conocido como desierto de los desiertos, el Nefud. Los Blunt lo consiguieron y llegaron sanos y salvos a la ciudad amurallada de Hail donde fueron recibidos con gran boato por el emir Mohamed ibn Rashid. Lady Anne Blunt se convertía en la primera mujer occidental en pisar aquella ciudad en la que pudo incluso conocer de primera mano el harén del emir. Cuando los Blunt volvieron a Inglaterra, instalados en su mansión de Crabbet Park, se dedicaron a plasmar sus experiencias en el papel mientras se instauraban en una rutina muy alejada de las tradiciones victorianas. Siguieron hablando árabe y vistiendo ropas beduinas. En 1882 compraban cerca de El Cairo una mansión conocida como Sherykh Obeyd donde se fueron a vivir. Allí continuaron disfrutando de otra de sus pasiones, la cría de caballos que ya realizaron en Inglaterra. Pero el matrimonio Blunt estaba destinado al fracaso a causa de la pasión desenfrenada de Wilfrid por las mujeres. Cuando éste invitó a vivir en su mansión inglesa a una de sus amantes, Lady Anne decidió que ya había sufrido demasiado por su díscolo marido. Cuando se separó de él, Lady Anne Blunt se instaló definitivamente en una propiedad que adquirió cerca de El Cairo donde vivió el resto de su vida. Falleció el 15 de diciembre de 1917 donde siempre se sintió feliz, junto al desierto.
May French Sheldon (1847-1936) Cuando los hombres blancos civilizados de América y Europa exploraban las tierras desconocidas de África, una mujer decidió emularlos pero siguiendo sus propias normas. May French Sheldon consiguió organizar una expedición al Kilimanjaro para demostrar que las mujeres también podían ser exploradoras. Y sus expediciones demostraron que el contacto con aquellas civilizaciones podía ser amigable y pacífico. May French Sheldon, con sus vestidos, regalos y parafernalias, se ganó la estima de sus porteadores y el respeto de las tribus con las que se topó. No en vano fue conocida como la «Reina Blanca del Kilimanjaro». May French Sheldon nació el 10 de mayo de 1847 en Beaven, Pennsylvania, en el seno de una rica familia sureña. Su padre, Joseph French, era propietario de un gran número de plantaciones. Su madre, Elizabeth Poorman, fue también una mujer excepcional al dedicarse al estudio de la medicina y la electroterapia. Cuando la familia de May emigró a Europa y se estableció por un tiempo en Italia, aprovechó todo el conocimiento que le pusieron a su alcance y se formó, entre otras materias, en literatura, historia, geografía y medicina. Con dieciséis años se unió al largo viaje que emprenderían sus padres alrededor del mundo. De vuelta al hogar, May profundizó en el universo de los viajes pegando su mirada a todos los libros de geografía y de grandes exploraciones que caían en su falda. Escuchar de boca del mismísimo Henry Morton Stanley su periplo por África en busca del archiconocido Doctor Livingstone no haría más que alimentar sus ansias de viajar. Pero aún tendrían que pasar unos años antes de que sus sueños se convirtieran en realidad. Así, entre velada y velada junto a sus atlas y libros de viajes, llegó a los veinticinco y tuvo que empezar a pensar en contraer matrimonio. Por aquel entonces había conocido a Eli Lemon Sheldon, un hombre de negocios que había ganado bastante dinero como banquero y editor. En 1876 se casaron y poco después fundaron la editorial Saxon & Co. en Londres, donde fijaron su residencia. May colaboraba como traductora. Entre otros, tradujo Salambó, del famoso escritor francés Gustave Flaubert. Entusiasmada por el mundo de la edición y la literatura, la señora Sheldon se atrevió a publicar su primera novela, Herbert Severance, una novela con tintes autobiográficos y llena de mensajes feministas que fue un auténtico desastre. Lejos de deprimirse por su frustrada incursión en el mundo de la novela, May dirigió sus energías a recuperar aquellas lecturas sobre lugares lejanos centrando su interés en el continente africano. Y decidió organizar una expedición a África pero distinta a las que se habían hecho hasta el momento. La futura expedicionaria quería demostrar que las mujeres también eran capaces de participar en aquellas aventuras. Su primera intención de crear una expedición íntegramente femenina tuvo que ser desestimada por la necesaria fuerza que requería el porteo del material. Aun así, inició su aventura cuando en 1891 dejó Londres y a su marido, quien la esperaría fielmente, y se embarcó rumbo a Mombasa. May se encontró con el primer problema
nada más pisar tierras africanas. Nadie quería seguir a aquella mujer extravagante y le costó mucho conseguir los más de cien porteadores que al fin decidieron unirse a su aventura. Aquellos que en un principio recelaron de May pronto se verían cuidados y respetados por ella. May veló en todo momento por la salud de sus porteadores, los vacunó y revisó los tiempos de relevo. Los miembros de su expedición la llamarían cariñosamente Bibi Bwana, «Reina blanca». Así empezaba aquella curiosa expedición en la que una mujer, sentada en un gran palanquín de mimbre de forma redonda, ondeando la bandera americana y un mensaje claro, noli me tangere (no me toquéis), se adentraba en tierras extrañas en busca de los masáis y el salvaje Kilimanjaro. May Sheldon viajaba con un equipaje abundante. Además de lo indispensable en una expedición como aquella, tiendas, mosquiteras, hamacas, May se llevó con ella una bañera de zinc, sillas y mesas, sábanas, vajilla de porcelana y un amplio y rico vestuario. Todo ello no era un capricho de una rica y frívola europea, sino que formaba parte de sus intenciones. May creía que se podía entrar en contacto con las tribus africanas sin necesidad de usar la violencia. Actuar como una perfecta anfitriona era un objetivo. De ahí la vajilla para ofrecer un buen banquete a los nativos o regalos de todo tipo, los más curiosos, cientos de anillos que grabó con su nombre. Cuando May se presentaba a algún jefe de tribu, lo hacía con una peluca rubia, un vestido blanco con pedrería y un sable en la cintura. Así conoció a más de treinta tribus en su expedición desde Taveta hasta los pies del Kilimanjaro. De vuelta a Mombasa, May sufrió un aparatoso accidente que le fracturó la espalda pero pudo llegar al lado de su esposo y recuperarse de sus lesiones. May French Sheldon aún realizaría dos expediciones más y en 1892 plasmaría sus experiencias en un libro, De sultán en sultán. Aventuras entre los Masái y otras tribus del este de África, que se convirtió en un éxito de ventas. Además de plasmar sus experiencias sobre el papel, organizó varias exposiciones con los objetos que se había traído de África. May había conseguido su objetivo, viajar por el corazón del continente negro para conocer distintas formas de vidas. Y lo hizo de manera pacífica, usando la violencia en escasas ocasiones y cuidando a sus porteadores con cariño y respeto. May demostró, al fin y al cabo, que las mujeres también podían ser exploradoras. No en vano ella fue de las primeras y fue elegida como miembro de la Real Sociedad Geográfica por sus estudios sobre el lago Chala. Murió el 10 de febrero de 1936.
SUPERANDO RETOS Annie Edson Taylor (1838-1921) Recién estrenado el siglo XX, cuando los deportes de aventura eran casi ciencia ficción, una mujer con más de seis décadas a su espalda, decidió saltar los rápidos de
las cataratas del Niágara convirtiéndose en la primera persona, al menos documentada, que realizara semejante hazaña. Metida en un barril y recostada en su «almohada de la suerte», Annie Edson Taylor, que así se llamaba la osada abuelita, se lanzó desde lo más alto del Niágara para recaudar dinero que mejorara su situación económica en los últimos años de su vida. Si es que sobrevivía. Annie Edson Taylor había nacido el 24 de octubre de 1838 en una localidad cercana a Nueva York conocida como Auburn en el seno de una amplia familia de ochos hijos. Cuando su padre murió, Annie tenía solamente doce años pero dejó a su esposa una renta suficiente para poder salir adelante. Annie fue una buena estudiante y terminó convirtiéndose en maestra, se casó y tuvo un hijo, al que perdió siendo un niño. Cuando Annie se quedó viuda quiso asegurar su vejez económicamente y no se le ocurrió otra cosa que idear alguna acción espectacular que llamara la atención sobre ella y le terminara reportando beneficios. Así que decidió buscar un patrocinador para la hazaña que había decidido realizar, saltar las cataratas del Niágara dentro de un barril forrado con un colchón para que amortiguara los golpes y oxígeno inyectado artificialmente para que pudiera respirar. El día que cumplía sesenta y tres años fue el elegido por Annie para lanzarse en su barril ante la atenta mirada de una multitud de curiosos y periodistas que se habían congregado en la zona. Unos veinte minutos duró el salto y el viaje por los rápidos del Niágara. Con gran expectación, el público vio salir a la viejecita del barril con una herida en la cabeza y poco más. Durante los meses siguientes, Annie y su representante ganaron una importante cantidad de dinero ofreciendo entrevistas y vendiendo recuerdos de la curiosa aventura. Hasta que un día, el afamado representante desapareció sin dejar rastro. Había huido con todo el dinero. Lo poco que le quedó a Annie lo malgastó en detectives que no lograron encontrarlo. Annie Taylor falleció dos décadas después, el 29 de abril de 1921, después de un largo olvido sobre su persona y su salto.
Bertha Benz (1849-1944) Existe en Alemania una curiosa ruta turística conocida como Bertha Benz Memorial Route, un camino que conmemora el que fue el primer viaje de un vehículo a motor. Un trayecto que lo realizó la mujer que lleva su nombre, Bertha Benz, esposa del famoso fabricante de automóviles y que supuso la demostración empírica de que los prototipos que llevaba tiempo ideando Karl Benz eran perfectamente seguros y viables para el uso diario. Aquel primer viaje fue un impulso de una mujer espontánea o un acto perfectamente estudiado por una auténtica mujer con visión de futuro. Lo cierto es que el viaje de Bertha Benz se convirtió no sólo en el primero de la historia, sino que fue la primera vez que una mujer se puso al volante de un automóvil.
Bertha Ringer nació el 3 de mayo de 1849 en Pforzheim, entonces una ciudad perteneciente al Gran Ducado de Baden. Novia del fabricante de motores Karl Benz, Bertha ayudó a su prometido a mejorar el taller en el que trabajaba, en el que invirtió parte de su dote y se convirtió en una de las inversoras de la naciente empresa automovilística. Pero las normas sociales de aquellos tiempos eran muy estrictas, así que cuando Bertha se casó con Karl el 20 de julio de 1872, ella se convirtió en ama de casa sin ningún derecho empresarial sobre el negocio. Lo que no impidió que la nueva señora Benz, una mujer con inquietudes y preocupada por la buena marcha de la fábrica familiar, estuviera siempre al tanto de su evolución e intentara aconsejar a Karl en todo momento. En enero de 1886, Karl Benz había patentado un vehículo de tres ruedas al que bautizó como Benz Patent Motorwagen. Aquel extraño artilugio no había traspasado los muros de su propia fábrica. Como mucho había hecho algún pequeño trayecto de prueba dentro de los terrenos de las propiedades de los Benz pero aún nadie le veía una verdadera utilidad. Los Benz empezaban a tener problemas económicos y los nuevos inventos de Karl no pasaban de ser prototipos sin salida comercial. Quizás con una brillante visión empresarial o simplemente por curiosidad, Bertha decidió comprobar hasta dónde podría llegar con el extraño triciclo motorizado. «Vamos a Pforzheim a ver a la abuela». Estas fueron las palabras que Bertha dejó escritas en una nota a su marido la mañana de 5 de agosto de 1888 antes de subirse al Benz Patent Motorwagen junto a dos de sus hijos. El viaje desde Mannheim, donde vivían los Benz, hasta Pforzheim, donde vivía la abuela, se convirtió en un periplo de ciento seis kilómetros cubierto en una jornada entera. Bertha no disponía de mapas y, por supuesto, nunca había realizado aquel viaje en coche, así que optó por ir haciendo etapas llegando a los pueblos que recordaba cercanos a Pforzheim. El rodeo que dieron los intrépidos aventureros les llevó a tener que subir unas montañas en las que el motor no consiguió alcanzar las alturas. Bertha y sus dos hijos no se rindieron ante las adversidades. Bajaron del coche para empujarlo ellos solos o con la ayuda de algunos lugareños que miraban con gran sorpresa aquel extraño artilugio. No fue el único obstáculo que tuvieron que salvar. Faltos de combustible en medio del camino, tuvieron que comprar gasolina refinada en las farmacias, dado que las estaciones de servicio en aquellos tiempos eran ciencia ficción. El agua necesaria se fue cogiendo de las fuentes del camino, desatascaron el carburador con una pinza del pelo de Bertha, cubrieron un cable pelado con una de sus ligas… El accidentado viaje terminó felizmente cuando terminaba el día. Bertha enviaba entonces un escueto telegrama a su marido: «Llegados sanos y salvos». La odisea de Bertha Benz no sólo se convirtió en la noticia del momento en aquellos lares sino que su periplo sirvió para impulsar el negocio familiar. Con su viaje había demostrado que el triciclo de Benz era capaz de realizar distancias largas, una vez que hicieran los ajustes necesarios, que la misma Bertha se encargó de
apuntar. Poco tiempo después, las ventas de la marca Benz empezaron a subir y con los años se convertiría en una de las principales empresas fabricantes de vehículos en todo el mundo. La intrépida Bertha Benz aún vivió hasta los noventa y cinco años. Falleció dos días después de celebrar su cumpleaños, el 5 de mayo de 1944.
Nellie Bly (1864-1922) En 1873, el genial escritor Julio Verne publicaba una de sus obras más conocidas, La vuelta al mundo en 80 días. Dieciséis años después, una intrépida periodista norteamericana decidió seguir la senda del caballero británico Phileas Fogg e intentar batir su récord. Nellie Bly iba a ser maestra pero se convirtió en una reportera pionera en la historia del periodismo norteamericano. No sólo fue su viaje alrededor del mundo el que la situó en la primera línea de la actualidad. Nellie inició su carrera respondiendo a una diatriba misógina, se convirtió en una valiente escritora que se internó en un sanatorio para denunciar sus nefastas condiciones y viajó a México para denunciar su régimen autoritario. No contenta con esto, Nellie Bly fue también inventora. Elizabeth Jane Cochran nació el 5 de mayo de 1864 en Cochran's Mills, Pensilvania. Su padre, Michael Cochran, era un terrateniente de origen irlandés que había fundado la ciudad en la que vivían. Viudo de su primera esposa, con la que había tenido diez hijos, el padre de Elizabeth se casó con Mary Jane, también viuda pero sin hijos. La pareja Cochran tuvo cinco hijos. Elizabeth fue la tercera. La familia crecía feliz hasta la muerte del patriarca, acaecida cuando Elizabeth tenía solamente seis años. Michael Cochran no había dejado testamento por lo que su mujer quedó en una muy precaria situación económica. Elizabeth Cochran pudo empezar sus estudios para llegar a ser maestra pero pronto tuvo que abandonar el colegio que su madre no le podía pagar y se marchó a vivir con ella a Pittsburg. Cuando Elizabeth tenía dieciocho años, su vida dio un giro importante. El periódico local The Pittsburg Dispatch había publicado una carta que llevaba como título What girls are good for en la que un individuo con altas dosis de misoginia, abogaba por obligar a las mujeres a ceñirse a sus labores de esposas y madres, criticando a aquellas que decidían trabajar fuera de casa, tildando su decisión de «monstruosidad». Elizabeth se molestó profundamente y decidió contestar públicamente con una carta que tituló Lonely orphan girl. El editor del periódico, George Madden, quedó tan impresionado ante la inteligente respuesta de Elizabeth que publicó un anuncio en el que pedía a la misteriosa autora que se identificara. Cuando Elizabeth se presentó fue contratada con el pseudónimo de Nellie Bly, en honor a una de las canciones más conocidas del cantautor de Pittsburg, Stephen Foster.
La nueva periodista Nellie Bly inició su carrera escribiendo artículos en los que visibilizaba los problemas de las mujeres trabajadoras, algo que la dirección del rotativo no aplaudía, por lo que instaron a Bly a que se centrara en escribir textos en las páginas consideradas como «femeninas». Harta de tener que escribir sobre moda, ecos de sociedad y temas banales, Nellie Bly abandonó las oficinas de Pittsburg y se marchó a México para ejercer como corresponsal. Nellie tenía entonces veintiún años y se sumergió durante seis meses en la vida de un país sometido a la dictadura de Porfirio Díaz, escribiendo sobre las costumbres de los mexicanos pero también denunciando la situación política. Sus artículos la llevaron a recibir amenazas por lo que Nellie decidió volver a los Estados Unidos donde su experiencia se convertiría en el libro Six Months in Mexico. En 1887, Nellie dejó definitivamente el The Pittsburg Dispatch y se marchó a Nueva York donde inició su colaboración con el periódico New York World, del magnate de los medios Joseph Pulitzer. Uno de los artículos más comprometidos de Nellie en su nueva faceta profesional y que también acabó convirtiéndose en un libro fue Ten days in a Mad-House. Nellie decidió hacerse pasar por una enferma mental para poder ingresar en el sanatorio femenino Women's Lunatic Asylum de la isla de Blackwell y denunciar el maltrato al que eran sometidas las internas. Consagrada como escritora y periodista, Nellie Bly propuso en 1888 un reto al editor del New York World, emular al protagonista de la obra de Julio Verne, La vuelta al mundo en 80 días, e intentar realizar semejante hazaña en menos días. Pulitzer aceptó la propuesta entusiasmado y tal fue la expectación, que la revista Cosmopolitan decidió enviar a su propia reportera, Elizabeth Bisland, para que compitiera con Bly. Nellie Bly marchó sola, con veinticinco años, una escasa maleta y doscientas libras esterlinas escondidas en una bolsa atada alrededor de su cuello, Nellie Bly se embarcó en el Augusta Victoria en el puerto de Hoboken. Era el 14 de noviembre de 1889. Setenta y dos días después, seis menos que los que había necesitado el afamado inglés creado por Verne, llegaba a Nueva Jersey, el 25 de enero de 1890. Una de las paradas de su viaje alrededor del mundo fue precisamente en el hogar de los Verne, en Amiens, donde fue recibida por Julio Verne y su esposa Honorine. Nellie Bly fue escribiendo crónicas en las distintas escalas de su viaje que se convertirían en el libro Around the world in seventy-two days, edición que iría acompañada de un simpático juego de la oca en el que la protagonista era la intrépida periodista. El mismo día que iniciaba su periplo Bly, Elizabeth Bisland emprendía su propio viaje en sentido opuesto. Tres años mayor que Nellie, Elizabeth era una escritora y reportera de Luisiana que había nacido el 11 de febrero de 1861. Desde muy joven empezó a trabajar como periodista en distintas cabeceras norteamericanas. Cuando se embarcó en la aventura de dar la vuelta al mundo era la editora de la revista que esponsorizó su periplo mundial. Igual que Bly, Bisland fue tomando notas en sus
escalas que terminarían convirtiéndose primero en artículos para Cosmopolitan y posteriormente en uno de los muchos libros que escribiría a lo largo de su vida. Nellie Bly llegó a Nueva York cuatro días antes que su contrincante, aunque ambas consiguieron batir el récord del ilustre personaje creado por Julio Verne. Años después, en 1895, cuando tenía treinta y un años, Nellie Bly contrajo matrimonio con un rico magnate de más de setenta. Robert Seaman era dueño de la Iron Clad Manufacturing, una próspera fábrica de acero que construía contenedores y recipientes para distintos usos. En 1904 Nellie enviudó por lo que tuvo que hacerse cargo del negocio de su marido. Nellie llegó incluso a patentar varios diseños de botes y recipientes. Pero la señora Seaman no pudo evitar la bancarrota del negocio. Nellie volvió entonces a dedicarse al periodismo cubriendo acontecimientos como la Primera Guerra Mundial o la famosa Manifestación Sufragista en Washington de 1913. El 27 de enero de 1922 fallecía de neumonía en el Hospital Saint Mark de Nueva York. Sus restos descansan en el cementerio Woodlawn del Bronx, el mismo lugar en el que fue enterrada siete años después si rival Elizabeth Bisland.
Annie Londonderry (1870-1947) El 24 de septiembre de 1895, el New York Times publicaba en la página seis una noticia poco menos que curiosa. Bajo el titular «La señorita Annie Londonderry ha llegado a Nueva York después de dar la vuelta al mundo en bicicleta», el texto relataba las peripecias de esta mujer de origen judío, casada y con tres hijos, que aceptó una apuesta de dos empresarios que le ofrecieron diez mil dólares por realizar semejante hazaña. Annie no se lo pensó y se lanzó a recorrer el mundo convirtiendo su medio de transporte en un medio publicitario de lo más rentable. Incluso cedió su propio apellido a su primer sponsor. Annie Londonderry se llamaba en realidad Annie Cohen Kopchovsky y había nacido en Letonia en 1870. Sus padres, Levi y Beatrice Cohen, se trasladaron a vivir a los Estados Unidos cuando Annie era una niña de cinco años. La familia, que además de Annie tenía dos hijas mayores, aumentó con la llegada de tres hijos más. La vida tranquila y feliz de los Cohen se vio truncada en 1887 cuando en menos de dos meses, fallecieron Levi y Beatrice. Por aquel entonces, Annie tenía diecisiete años y tuvo que hacerse cargo, junto con su hermano de veinte, de los dos pequeños, Jacob y Rosa, pues la hermana mayor, Sarah, hacía tiempo que vivía con su marido en Maine. Un año después, Annie Cohen se casó con un vendedor ambulante, Simon Kopchovsky, con el que tuvo cuatro hijos. Annie, a pesar de ser ama de casa, ayudaba en la economía familiar vendiendo anuncios de los periódicos locales. Un día, dos empresarios de un club de Boston retaron a Annie a dar la vuelta al mundo en bicicleta a cambio de diez mil dólares. Está claro que no creían que la joven madre de familia aceptara ni muchos menos que ganara su osada apuesta pero lo
cierto es que Annie, que ya había tenido a tres de sus cuatro hijos, debió pensar que el dinero le iría bien para mantener a su familia y, ante la estupefacción de los ilustres caballeros, se dispuso a partir. El 25 de junio de 1894 empezó su viaje desde la Massachusetts State House. Iba subida a una bicicleta de mujer de la marca Columbia y vestida con una falda larga. En la parte trasera de la misma había colgado el cartel de su primer sponsor, la compañía New Hampshire's Londonderry Lithia Spring Water, que le había pagado cien dólares. Annie también cambió su apellido por el de la marca. En Chicago consiguió cambiar su pesada bicicleta de mujer de casi veinte kilos de peso por otra de hombre, la mitad de ligera y se cambió la falda por unos pantalones más cómodos. A lo largo de los quince meses que duró su viaje, Annie Londonderry atravesó el planeta despertando admiración allá por dónde pasaba. Poco a poco su bicicleta se convirtió en un rentable anuncio móvil en el que muchas marcas querían aparecer. Cuando a finales de septiembre llegó sana y salva, con una muñeca un poco perjudicada a causa de una caída, los dos hombres que la habían retado tuvieron que rendirse a sus pies y abonarle el dinero de la apuesta. Annie aprovechó la fama de su viaje y se trasladó con su familia a vivir a Nueva York donde durante un tiempo trabajó como periodista en el New York World. Annie tuvo un cuarto hijo y murió en el anonimato años después. En 2007, un descendiente de Annie recopiló su historia y la plasmó en un libro, Around the World on Tho Wheels. El periplo de Annie fue la culminación de la revolución social que supuso la bicicleta a finales del siglo XIX. Muchos modelos y prototipos llevaban tiempo rondando las mentes de afamados inventores pero fue en las últimas décadas del 1800 cuando aquel artilugio de dos ruedas se puso al alcance de hombres… y mujeres. Estas llevaban siglos metidas en sus casas sin poder alcanzar más allá de la esquina de sus hogares. Ya hemos visto que hubo viajeras incansables que sí que rompieron barreras y llegaron hasta los lugares más recónditos del planeta pero fueron un puñado de nombres en comparación con las millones de amas de casa que no podían alejarse demasiado. La bicicleta era un medio de transporte relativamente asequible y fácil de utilizar. E individual. No necesitabas a nadie que te llevara. Y entonces empezó la revolución de lo que se vino a llamar «La nueva mujer». La bicicleta daba libertad a las mujeres. Lo que no gustó demasiado a los estirados padres y esposos que «avisaron» de los peligros que podía acarrear su uso desmedido por sus afamadas hijas y esposas. Viajar en bicicleta tenía como contraindicación la esterilidad, el aborto o el desenfreno sexual muy poco adecuado para una respetable dama decimonónica. Por suerte, aquellas mujeres no se amedrentaron ante tales patrañas y, lejos de escucharlas, buscaron atuendos más cómodos que los corsés y las faldas y salieron a las calles a disfrutar de su libertad largamente negada. Tal fue la importancia social del uso de la bicicleta por parte de las mujeres que se convirtió en
un símbolo más en la lucha de las feministas por alcanzar sus derechos. Susan B. Anthony, una de las sufragistas más importantes de la historia del feminismo en Estados Unidos le dijo a Nellie Bly, la intrépida periodista de la que antes hemos hablado, en una entrevista: «El uso de la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo».
Clärenore Stinnes (1901-1990) A Clärenore Stinnes su Alemania natal se le hizo pequeña cuando decidió poner rumbo al este y embarcarse en una aventura que la convertiría en célebre. Al volante de su automóvil, la que fuera hija de uno de los principales industriales del sector de la automoción en Alemania, decidió dar la vuelta al mundo. Su excepcional aventura no estuvo exenta de peligros e imprevistos que en más de una ocasión hicieron peligrar su vida y la de los que la acompañaron. Solamente su determinación y fuerza de voluntad la convirtieron en la primera mujer en recorrer el globo en coche. Clara Eleonor Stinnes nació el 21 de enero de 1901 en la ciudad alemana de Mülheim. Hija del industrial y político Hugo Stinnes, Clärenore se sintió atraída desde pequeña por los automóviles, esos nuevos artilugios que se fabricaban en una de las industrias de su padre. Clärenore fue una niña activa, que ya desde pequeña prefería jugar con sus hermanos a indios y vaqueros a coser con su madre. En la escuela era conocida por sus pocas dotes para permanecer quieta y centrarse en los estudios. Así de claro lo dejó al principio de su diario: «Hasta donde yo puedo recordar, siempre sentí una profunda atracción por la aventura. Por más que mi madre intentara despertar en mí la tendencia a las actividades que se consideraban propias de la mujer, yo demostraba siempre otras aficiones». Para desesperación de su madre, que probablemente a esas alturas de la vida ya había tirado la toalla en su empeño de hacer de su hija una dama respetable, según los cánones de su tiempo, con veinticuatro años participó en la primera carrera de coches. Por supuesto fue la única mujer. Desde entonces, consiguió ganar a todos los pilotos que se enfrentaron con ella en diecisiete ocasiones en carreras celebradas en distintos países europeos. Cuando acababa de cumplir los veintiséis años, decidió que el mundo de la competición se le quedaba pequeño e inició un viaje que le llevaría por multitud de países alrededor del mundo. Clärenore estudió mapas y buscó los mejores coches mientras convencía a dos mecánicos y un fotógrafo para que la acompañaran en aquella aventura. La empresa fue financiada por varios empresarios de la industria automovilística. Con cien mil marcos en el bolsillo y muchas ganas de comerse el mundo, Clärenore iniciaba su viaje el 25 de mayo de 1927. Ella conducía un Adler Standard 6 e iba acompañada de Carl-Axel Söderström, un fotógrafo sueco al que había conocido horas antes y había contratado para que inmortalizara su periplo. Otro coche más
pequeño les seguía con dos mecánicos y una importante carga de material de repuesto. Con ellos viajaba también Lord, el perro de Clärenore. La expedición puso rumbo hacia el este. Desde Oriente Medio atravesaron Asia para embarcarse en Japón en un barco que les llevaría a Sudamérica desde donde continuarían su camino hacia los Estados Unidos. En Canadá, un barco los traería de vuelta a Europa, más de dos años después de salir de Alemania y tras haber recorrido cuarenta y siete mil kilómetros. En todo ese tiempo, Clärenore y los que no desertaron a medio camino sufrieron hambre, frío y la amenaza de animales salvajes. Aunque también fueron recibidos por humildes lugareños de remotas aldeas y por el mismísimo presidente de los Estados Unidos. Ya en Europa, Clärenore y Carl-Axel Söderström, que habían estrechado su relación a lo largo del viaje, se casaron y se trasladaron a vivir a Suecia, donde vivieron una vida tranquila cuidando de sus tres hijos. Clärenore Stinnes falleció el 7 de septiembre de 1990. Años después de su muerte, su aventura aún permanece viva gracias a la propia Clärenore que escribió un extenso diario en el que anotó todos los detalles de su periplo. Un viaje que la haría inmortal.
PARTE VI Astrónomas Mirando las estrellas. Buscando en el Universo
La escena más bonita de la película Ágora, de Alejandro Amenábar, es sin lugar a dudas el momento en el que Hipatia observa los cielos de Alejandría. Si figura erguida, solemne, digna, pequeña ante la grandeza de un universo al que han mirado durante siglos cientos y cientos de hombres y mujeres. Desde que el mundo es mundo, la inmensidad de los cielos ha sido objeto de estudio por parte de astrónomos, matemáticos, científicos, inspirados por su musa, Urania. A la sombra de hombres obsesionados por los planetas y las estrellas existieron muchas mujeres que sintieron igual pasión por el cielo desconocido. La misma Hipatia aprendió de su padre quien tuvo la grandeza de permitir a su hija brillar con luz propia. Hijas, esposas, hermanas de astrónomos demostraron tener el mismo talento y la misma capacidad de trabajo que ellos, cuando se les daban las mismas herramientas. A pesar de que muchos méritos se los llevaron sus compañeros, a ellas les interesó más encontrar respuestas a las grandes preguntas del firmamento que se presentaba ante sus ojos. La primera mujer en ganar un sueldo como astrónoma fue Caroline Herschel a finales del siglo XVIII. Por supuesto las que empezaron a ver remunerado su trabajo científico fue siempre por debajo de los salarios de sus colegas. Un siglo después, en unos Estados Unidos en los que las mujeres empezaban a organizarse formalmente para alcanzar derechos civiles elementales como poder votar, un puñado de mujeres inició un tímido camino hacia la profesionalización de las mujeres en el mundo de la astronomía. En 1883, el observatorio astronómico de Harvard contaba entre su plantilla con seis mujeres conocidas como «calculadoras». En la sala de computación pasaban largas jornadas por un salario irrisorio haciendo multitud de cálculos que tenían que permitir descifrar los misterios que escondían las estrellas del universo. Algunas de ellas habían crecido rodeadas de telescopios y observando las estrellas como un juego de niños. Entre ellas, Selina Bond, hija del primer director del observatorio de Harvard, William Cranch, y hermana de su segundo director, George Phillips Bond, o Anna Winlock, hija de Joseph Winlock, predecesor de Edward Charles Pickering, el entonces director del centro astronómico que las había contratado (Louisa, hermana de Anna Winlock, se uniría al equipo en 1886). El reducido grupo de mujeres de Harvard fue creciendo y nutriéndose de mentes extraordinarias. Su fama se hizo internacional y fueron conocidas con el ridículo y ofensivo nombre de «El harén de Harvard». Pickering llevaba dirigiendo el observatorio desde 1877 y, desde entonces,
había trabajado para potenciar el uso de la fotografía en el mundo de la astronomía. Las observaciones directas en los telescopio tenían que registrarse en el momento; esas notas eran las que se utilizaban para recuperar la información observaba en el pasado. Según Pickering y otros astrónomos, creían que acoplar una cámara a un telescopio permitiría no sólo realizar instantáneas del universo mucho más fiables que lo observado por el ojo humano. La astrofotografía permitía además registrar muchas más imágenes. Algo muy positivo para la ciencia, pero un problema también porque la información aumentaba y era necesario mucho más personal. Además de preocuparse por las cuestiones científicas, Pickering tenía que buscar la manera de mantener a flote el observatorio, cuyo funcionamiento dependía exclusivamente de las contribuciones económicas de mecenas solidarios. Pickering era consciente de que había muchas mujeres interesadas en la astronomía (las hijas de sus antecesores en la dirección del observatorio, sin ir más lejos), ya fueran graduadas en las pocas universidades femeninas que existían o porque lo habían aprendido junto a sus familiares de manera autodidacta. Pickering tampoco negaba que emplear a mujeres supondría pagar salarios mucho más bajos que los que tendría que pagar si fueran hombres. Así que, con unos argumentos que llegaban a la conclusión práctica de que «todos ganaban», apostó por empezar a contratar a chicas a las que se les presuponía mucha más paciencia y tenacidad que a los hombres. Es cierto que Pickering intentó con su ejemplo demostrar que las mujeres podían hacer grandes aportaciones a la ciencia y, cuando lo hicieron, no les negó su autoría y su mérito públicamente. A principios de aquel año de 1883, Pickering tuvo la suerte de recibir el apoyo de una auténtica «hada madrina». La señora Anna Palmer Draper acababa de enviudar del prestigioso astrónomo Henry Draper. Anna, una rica heredera de Connecticut, no tenía conocimientos previos en ninguna ciencia pero cuando se casó con Henry en 1867 se convirtió también en su fiel compañera en el observatorio. Los Draper, que no tuvieron hijos, construyeron un telescopio en el observatorio que habían construido en Hastings-on-Hudson, en Nueva York, donde pasaron buena parte de su vida fotografiando y observando las estrellas. Cuando Henry falleció el noviembre de 1882, su viuda sintió la necesidad de continuar con la labor de su marido. Para ello encontró a un gran aliado en el señor Pickering. Anna Draper decidió que el dinero y las rentas que le generaban los bienes inmuebles que había heredado los utilizaría para financiar el trabajo del Observatorio de Harvard en el que, bajo la dirección de Edward Pickering, se examinarían las placas fotográficas de cristal tomadas por los Draper y se continuaría fotografiando el universo para completar lo que se convertiría en el Memorial Henry Draper, un «catálogo fotográfico de espectros estelares», la primera recopilación de estrellas basado exclusivamente en fotografías que permitiría no sólo conocer su posición en el universo sino desentrañar su naturaleza física.
La señora Draper donaría también varios de los telescopios de su marido y, al final de sus días, en 1914, decidió dejar en su testamento ciento cincuenta mil dólares para que la labor del Observatorio de Harvard no se detuviera. Otra importante mecenas seguiría los pasos altruistas de la señora Draper que permitían a Pickering continuar con su ambicioso proyecto. Catherine Wolfe Bruce era una rica soltera que no tenía ninguna relación con la astronomía. Su pasión era la pintura pero a sus sesenta y tres años despertó en ella un nuevo interés por la ciencia y decidió apoyar el proyecto de Pickering. El dinero de Catherine, cincuenta mil dólares, fue como un regalo caído del cielo justo cuando proyectaba la creación e instalación de un potente telescopio fotográfico en el hemisferio sur. En todo el tiempo en el que Pickering dirigió el Observatorio de Harvard, más de ochenta mujeres trabajaron largas jornadas de lunes a sábado en el conocido como «Edificio de Ladrillo» por veinte o veinticinco centavos la hora. Los telescopios de Harvard fotografiaban el universo a gran velocidad generando un número ingente de placas de cristal que eran analizadas por las calculadoras de Harvard. De todas ellas, cuya labor fue incalculable, despuntaron un puñado de nombres: Williamina Fleming, Annie Jump Cannon, Antonia Maury y Henrietta Leavitt.
Hipatia (370-413?) Unos años después de que el emperador Constantino decretara el cristianismo como religión oficial, el mundo de las ideas y la fe dio un giro importante en todo el territorio del Imperio Romano. Mientras años atrás, muchas mujeres y hombres había dado su vida por una fe, la de Cristo, prohibida y perseguida, ahora le tocaba el turno a las creencias consideradas entonces como paganas. Hipatia de Alejandría ha pasado a la historia por su terrible fin, quizás el episodio de su biografía mejor documentado. Fue perseguida por un obispo intransigente que terminó con una de las mujeres más sabias de la Antigüedad, de la que poco nos ha quedado de su legado científico y filosófico, pues fue debidamente borrado de la historia por sus detractores. Hipatia nació en Alejandría en una fecha indeterminada alrededor del año 370 d.C. Hija de un famoso filósofo y astrónomo llamado Teón, Hipatia recibió en su infancia y juventud una educación extraordinaria centrada en la filosofía, la astronomía, las matemáticas y la literatura. De su madre no nos ha llegado ninguna información. Hipatia, que pronto destacó como una de las primeras seguidoras de la corriente neoplatónica, vivió en un Egipto que, en el siglo IV, era una de las provincias romanas que había experimentado una fuerte cristianización. Hipatia no era cristiana pero durante mucho tiempo pudo continuar con su labor como maestra sin ningún problema en la escuela platónica dirigida por Plotino. Respetada por los eruditos de Alejandría, Hipatia se ganó su reconocimiento y se relacionó con ellos como una más. Además de dar clases en el Museion de Alejandría
de filosofía platónica, geometría y astronomía, su casa se convirtió en un centro de saber y conocimiento. Aunque algunos autores apuntan a que Hipatia llegó a contraer matrimonio, otros afirman que permaneció soltera. Lo que está claro es que Hipatia dedicó su vida en cuerpo y alma a la ciencia y al pensamiento. La obra de Hipatia fue destruida tras su muerte por lo que su pensamiento filosófico se ha perdido. Sabemos sin embargo que fue la inventora de algunos aparejos para uso científico. Hipatia pasó muchas noches observando el cielo de Alejandría junto a su padre primero y, tras su desaparición, en solitario, intentando descifrar sus secretos. Para ello tenía a su alcance una base teórica riquísima. Hipatia conocía la obra de Claudio Tolomeo conocida como Almagesto, considerado uno de los pilares de la astronomía antigua, en el que se podía encontrar un amplio catálogo de estrellas y se planteaban cuestiones esenciales sobre el movimiento de los planetas, defendiendo la teoría geocéntrica. De hecho, Hipatia colaboró en la obra de su padre Comentario de Teón de Alejandría sobre el libro III del «Almagesto» de Tolomeo en la edición revisada por su hija Hipatia. Otros títulos que se consideran escritos por ella fueron El canon astronómico y una revisión de las tablas astronómicas de Tolomeo. Años dedicados al estudio que se vieron truncados por la intransigencia y el rechazo al pensamiento. En la Alejandría en la que vivía Hipatia, también residía uno de los obispos más rígidos del cristianismo e intolerantes con cualquier otra fe. Cirilo estaba en contra de los ritos paganos y de los pensamientos filosóficos. Según la versión del historiador Sócrates Escolástico, la muerte de Hipatia fue a manos de unos monjes exaltados instigados por el obispo, que la asaltaron mientras iba en su carruaje por las calles de Alejandría. Tras arrastrarla un tramo, la descuartizaron y quemaron su cuerpo. Este fue el terrible final de una de las mujeres más brillantes de la Antigüedad Tardía. Su obra fue destruida, pero su muerte no pudo ser borrada de la historia, pasando de siglo en siglo como un ejemplo de final injusto para una mujer erudita, sabia y consecuente con sus ideas.
Elisabetha Hevelius (1647-1693) Elisabetha Hevelius pasó a la historia como «La madre de los mapas lunares». Desde jovencita sintió una imparable atracción por observar el universo y su matrimonio con uno de los astrónomos más prestigiosos de su tiempo le permitió vivir en un mundo que le apasionaba. Uno de sus biógrafos escribió esta frase que recoge a la perfección el espíritu de Elisabetha: «Permanecer aquí siempre, poder explorar contigo las maravillas de los cielos; ¡esto es lo que me haría perfectamente feliz!». Elisabetha Catherina Koopman Hevelius nació en 1647 en la ciudad polaca de Danzig. Su fecha de nacimiento se desconoce pero sería unos días antes del 17 de enero cuando fue bautizada. Hija de Nicholas Kooperman, un próspero comerciante, y su esposa Joanna Mennings, Elisabetha sintió desde muy pequeña una atracción
especial por la astronomía. Al parecer recibió una buena educación que completaría junto al que se convertiría en su esposo. Elisabetha acababa de cumplir dieciséis años cuando contrajo matrimonio con Johannes Hevelius en febrero de 1663. Johannes Hevelius era un reputado astrónomo de cincuenta y dos años que había enviudado de su primera esposa un año antes sin descendencia. A pesar de la gran diferencia de edad, Elisabetha y Johannes fueron un matrimonio feliz, tuvieron cuatro hijos (un niño que murió poco después de nacer y tres niñas) y se convirtieron en una pareja de científicos perfecta. Hevelius poseía un observatorio en Danzig en el que pasó largas jornadas junto a su esposa. A lo largo de los diez años que duró aquella larga luna de miel astronómica, Elisabetha colaboró en el estudio de las órbitas planetarias de Kepler y en completar el catálogo de estrellas conocidas. A finales de 1679 un terrible incendio en la extensa casa de los Hevelius destruyó buena parte del material del observatorio y, lo que era aún más dramático, parte de sus resultados científicos y de su extensa biblioteca. La pareja de astrónomos no se rindió y decidir reconstruir su hogar y su observatorio, para lo que recibieron el apoyo de mecenas reales como Luis XIV de Francia y Juan III de Polonia. En 1687 Elisabetha recibía un nuevo golpe con la muerte de su amado esposo, quien fue desde el primer momento, un compañero excepcional que admiró la pasión de su mujer por el universo: «Mi joven esposa, fiel asistente en mis observaciones nocturnas». Tampoco entonces dejó la astronomía de lado y continuó la labor que había iniciado con Johannes. Tres años después publicaba una magna obra formada por varios tomos. Prodromus Astronomiae describía el proceso de creación de su catálogo estelar, recopilado en Catalogus Stellarum, una de la recopilación más extensa de estrellas (mil quinientas sesenta y cuatro concretamente) realizada mediante la observación directa, sin el uso de ningún telescopio. Firmamentum Sobiescianum sive Uranographia, por último, analizaba más de setenta constelaciones. Elisabetha Hevelius falleció el 22 de diciembre de 1693. Un asteroide y un cráter de Venus llevan su nombre.
Maria Winkelmann (1670-1720) Maria Winkelmann fue una astrónoma en la sombra y, por desgracia, no fue la única. Como muchas otras mujeres apasionadas por la ciencia y por descubrir los misterios del universo, tuvo que resignarse a ser la esposa y la hija de astrónomos reconocidos. Maria tuvo suerte al principio, pues su padre y después su tío, defensores de la educación de las mujeres, ayudaron a la pequeña a formarse. Ya como esposa, su marido la trató siempre como una igual y trabajaron juntos en el observatorio. También su hijo, la tuvo a su lado. Pero la gran mayoría de hombres de su tiempo no se lo pusieron fácil. Daba lo mismo que hubiera descubierto un cometa o que fuera
una astrónoma muy competente. Era mujer, y eso pesaba más. Maria Margarethe Winkelmann-Kirch nació el 25 de febrero de 1670 en la ciudad alemana de Leipzig. Desde bien pequeña, Maria recibió la educación que le brindó su padre de manera excepcional para una niña en el siglo XVII. Pastor luterano, su padre creía que las mujeres tenían el mismo derecho que los hombres para recibir una formación básica. Su padre falleció cuando Maria era todavía una niña pero su tío continuó encargándose de su educación. Pronto Maria despertó su interés por la que sería su profesión, la astronomía, y empezó a trabajar como ayudante de un astrónomo llamado Christopher Arnold mientras aprendía todo lo que podía de él. Fue gracias a Christopher que conocería a Gottfried Kirch, otro astrónomo treinta años mayor que Maria que terminaría siendo su pareja. En 1692, Gottfried y Maria se casaron. La pareja llegaría a tener un hijo y tres hijas y todos terminarían dedicándose a la ciencia. Además de matrimonio, eran compañeros en el observatorio donde ambos se complementaban. En 1670, se trasladaron a vivir a Berlín donde Gottfried fue nombrado astrónomo de la Academia de las Ciencias. Maria no obtuvo ningún cargo oficial por su condición de mujer pero se mantuvo al lado de Gottfried como su ayudante. La pareja se ganaba la vida elaborando calendarios y almanaques muy demandados en aquellos años, aunque también pasaron buena parte de su tiempo en el observatorio estudiando el cielo. Fue entonces cuando Maria Winkelmann se convertiría en la primera mujer de la historia en descubrir un cometa, el C/1702. Aunque oficialmente, fue su marido el descubridor. No fue hasta ocho años después que Gottfried reconoció a su mujer como la verdadera descubridora del cometa. Maria nunca consiguió el reconocimiento que se merecía como astrónoma, ni tan siquiera cuando publicó varios estudios como Las Observaciones sobre la Aurora Boreal. Al morir su marido en 1710, la Academia de Ciencias de Alemania la obligó a dejar el laboratorio que había compartido con él. Durante los siguientes años, Maria siguió trabajando en el observatorio del barón Krosigk hasta que este también falleció. En aquellos años, Maria tuvo a su lado a sus hijos, quienes aprendieron de ella los fundamentos de la astronomía. Unas enseñanzas que verían sus frutos en su hijo Christfried, quien en 1716 consiguió el cargo de Director del Observatorio de la Real Academia de Ciencias de Berlín. Sus tres hijas, igualmente apasionadas por la astronomía, siguieron la misma suerte que su madre. Por el hecho de ser mujeres, solamente pudieron trabajar como ayudantes de su hermano. Maria Winkelmann fallecía el 29 de diciembre de 1720 sin haber conseguido un reconocimiento oficial a su carrera y a su importante descubrimiento.
Caroline Herschel (1750-1848) Caroline Lucretia Herschel parecía destinada a triunfar en la música pero dedicó parte de su vida a la astronomía. Una mujer se introducía en la revolución científica no sin cosechar recelos y controversia por ser precisamente alguien del sexo débil quien descubrió el primer cometa en la historia de la ciencia. Caroline Herschel nació el 16 de marzo de 1750 en la ciudad alemana de Hannover. Sus padres fueron Isaac Herschel y Anna Lise Moritzen. Isaac era un músico e intelectual que transmitió a sus cuatro hijos varones el amor por la música, la ciencia y la filosofía. A pesar de que Anna Lise intentó que su hija Caroline y su hermana se centraran en sus futuros deberes de esposa y madre, Caroline fue una hija rebelde que se acercó siempre que pudo a los conocimientos de su padre y sus hermanos. No lo tuvo fácil, pues Anna Lise, una madre rígida y estricta, obligaba a las chicas a ayudarla en el hogar de los Herschel donde realizar las labores domésticas era tarea interminable. Una malformación provocada por el tifus a los diez años, hizo de Caroline una mujer bajita y con pocas aspiraciones al matrimonio por lo que pronto desistió del papel que su madre hubiera querido para ella. Sólo le quedaba una opción, dedicarse al servicio doméstico. En vez de casarse y tener hijos, Caroline siguió otros caminos menos ortodoxos para la Europa del siglo XVIII. Cuando sus hermanos emigraron a Inglaterra para ganarse la vida como músicos, la joven, que tenía entonces veintidós años, les siguió sin dudarlo. Caroline quedó bajo la tutela de uno de ellos, Frederick Willliam, junto al que cultivó importantes éxitos como soprano. Sin embargo, su carrera como cantante terminaría pronto. Además de un buen músico, William sentía cierta atracción hacia la ciencia. Un hombre apasionado por las estrellas, decidió construir sus propios telescopios para descubrir los misterios del firmamento. Caroline se convirtió en su ayudante no sólo en el taller, también llevaba la casa que compartían en Bath. Como de pequeña dedicaba las horas a lavar y cocinar, Caroline no tenía ningún conocimiento científico por lo que William se afanó en enseñarle los rudimentos de las matemáticas que le permitieran convertirse en una ayudante útil. Y el tiempo que restaba lo dedicaban a cantar y tocar para ganarse la vida. A William poco le importaba que la comunidad científica lo catalogara como un aficionado. Su ímpetu y paciencia dio sus frutos a principios de 1781 cuando, gracias a uno de los telescopios que él mismo había fabricado con la ayuda de Caroline, descubrió el planeta Urano. William se había convertido de la noche a la mañana en un astrónomo conocido en toda Europa y en astrónomo real a las órdenes del rey Jorge III de Inglaterra. La fortuna les sonreía a los hermanos Herschel que no dejaron de recibir peticiones para fabricar telescopios. Pero no todo eran luces. Las sombras se encontraban en el duro trabajo que la construcción de aquellos artefactos requería y el escaso sueldo que
William recibía del rey. Por supuesto Caroline no estaba (aún) en la nómina real. Algo que cambió en el verano de 1786 cuando su hermano estaba de viaje y Caroline continuaba vigilando el universo. En una de las veces que miró por el telescopio descubrió un cometa. Cuando William explicó al rey el hallazgo de su hermana, Jorge III decidió asignarle cincuenta libras anuales y la posibilidad de trabajar en su propio observatorio. Los hermanos Herschel continuaron descubriendo muchos de los secretos escondidos del universo hasta que el sólido equipo que formaban se rompió. La causa fue el matrimonio de William con una mujer con la que Caroline no pudo convivir y tuvo que dejar el hogar que habían compartido durante años. A pesar de que continuaron colaborando en proyectos conjuntos, Caroline intensificó su trabajo en solitario y descubrió cometas, nebulosas, galaxias y estrellas. En 1822 fallecía su hermano William y sintió la necesidad de volver a su Alemania natal donde siguió dedicando su vida a la astronomía. Seis años después recibía la Medalla de Oro de la Royal Astronomical Society de Londres por haber catalogado dos mil quinientos objetos de cielo profundo. Años después, en 1835 y cuando era ya una anciana de ochenta y cinco años, era admitida como miembro honorario en la misma Royal Astronomical Society. Ella y Mary Somerville tuvieron el honor de figurar entre las primeras mujeres admitidas en dicha sociedad. Aún recibiría muchas otras medallas y reconocimientos como la Medalla de Oro de la Ciencia de manos del rey de Prusia o la medalla del rey de Dinamarca, además de ser admitida como miembro de la Royal Irish Academy. El 9 de enero de 1848, fallecía en la ciudad que la vio nacer noventa y ocho años antes. En 1889 un asteroide recibía su segundo nombre, Lucretia, y tiempo después un cráter lunar era bautizado como C. Herschel.
Maria Mitchell (1818-1889) En 1848, el rey Federico VII de Dinamarca otorgaba un premio a una mujer que, al otro lado del Atlántico, había descubierto un cometa. Era la tercera mujer en la historia que identificaba uno en aquel cielo al que tantas horas había mirado a través de su telescopio. Perteneciente a una comunidad cuáquera que defendía el igual acceso a la educación de niños y niñas, María Mitchell aprendió de su padre, un reputado astrónomo que transmitió a su hija la pasión por la ciencia de las estrellas. Mitchell fue una mujer excepcional. Además de ser profesora en la Universidad de Vassar, estuvo comprometida con la causa antiesclavista y con los derechos de las mujeres. Maria Mitchell nació el 1 de agosto de 1818 en una extensa familia cuáquera de Nantucket Island. Sus padres, William Mitchell y Lydia Coleman criaron a diez hijos en la igualdad. Todos, niños y niñas, tuvieron el mismo acceso a la educación. Maria
estudió en su infancia en la escuela Elizabeth Gardener y posteriormente en la North Grammar School, donde su padre era profesor. Cuando tenía once años, continuó estudiando en la escuela que acababa de fundar William Mitchell en la que, además de asistir como alumna, ejerció de ayudante de su padre. Maria heredaría de su progenitor su pasión por la astronomía y ya desde entonces recibía lecciones privadas en su casa junto al telescopio familiar. Maria continuó estudiando en la escuela de Cyrus Peirce donde también colaboró como ayudante hasta que en 1835 abrió su propia escuela en la que aceptó a niños tanto blancos como negros, algo impensable en aquel tiempo. Un año después inició un trabajo como bibliotecaria en el Nantuchet Atheneum. Y además tenía tiempo para dedicarse al estudio de los astros. El 1 de octubre de 1847, Maria Mitchell descubriría el cometa que llevaría su nombre y que le valdría el reconocimiento de la comunidad científica. Era la tercera mujer en la historia, después de Caroline Herschel y Maria Winckelmann que descubría un cometa. Un año después se convertía en la primera mujer en formar parte de la American Academy of Arts and Sciences. En 1850 volvía a hacer historia como primera científica en ingresar en la American Association for the Advancement of Science. Años después, la universidad femenina de Vassar la requeriría como profesora de astronomía y fue nombrada directora de su observatorio. Maria permaneció en Vassar desde 1865 hasta 1888, tiempo en el que reivindicó que su salario debería ser el mismo que el de los profesores, los cuales ganaban más que las profesoras. Maria, además de ser una reputada astrónoma, dedicó parte de su vida a luchar contra las injusticias sociales como la esclavitud (dejó de usar vestidos de algodón en señal de protesta) y estuvo vinculada a los movimientos feministas de su tiempo. En este sentido, además de permanecer en contacto con figuras como Elizabeth Cady Stanton, participó activamente en la fundación de la American Association for the Advancement of Women. Maria Mitchell trabajó hasta poco tiempo antes de su muerte, acaecida el 28 de junio de 1889, poco antes de cumplir los ochenta y ocho años de edad.
Sarah Frances Whiting (1847-1927) Sarah Frances Whiting fue una científica autodidacta que aprendió de la experiencia de su padre y se convirtió en una prestigiosa meteoróloga y astrónoma. Pero donde más destacó fue en su papel como maestra de astronomía en el que se sumergió durante más de veinte años formando a futuros físicos, entre ellos otras mujeres destacadas como Annie Jump Cannon. Sarah Frances Whiting nació el 23 de agosto de 1847 en Wyoming, Nueva York, hija de Elizabeth Comstock y Joel Whiting. Su padre, profesor de física, fue el mejor
mentor para Sarah a quien enseñó los entresijos de la física y las matemáticas mientras ayudaba a su padre a preparar sus clases. Tras años de estudio al lado de Joel, Sarah Frances Whiting se graduaba en la Universidad Ingham de Le Roy, Nueva York, en 1865. Empezó entonces a trabajar como profesora en el Seminario Femenino Brooklyn Heights como profesora de física. Una labor que compaginó con distintos trabajos en laboratorios. Diez años después, el fundador del Wellesley College, Henry Fowle Durant, le propuso trabajar en su institución como profesora de física. Así, Sarah se trasladó a Boston donde además empezó a colaborar con el laboratorio del Instituto de Tecnología de Massachusetts. En 1878 creaba su propio laboratorio en el Wellesley College donde años después haría las primeras fotografías con rayos X. Su laboratorio y sus clases en Wellesley fueron un complemento perfecto. Mientras investigaba con un telescopio y espectroscopio, enseñaba a sus alumnos sus trabajos. Además de enseñar e investigar, Sarah publicó varios artículos científicos y un libro pedagógico para sus alumnos. Sarah Frances Whiting pasó su vida dedicada a la astronomía y a la docencia. No sólo recibió la gratitud de sus entusiastas alumnos, sino que fueron muchos los reconocimientos públicos. Fue la primera mujer en ingresar en la Sociedad Meteorológica de New England, fue nombrada miembro de la Sociedad Americana de Física y una de las primeras cinco científicas en formar parte de la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia. En 1905 recibía un grado honorífico del Tufts College en reconocimiento a su amplia labor docente en el ámbito de la ciencia. Sarah Frances Whiting falleció el 12 de septiembre de 1927.
Williamina Fleming (1857-1911) A veces, los caminos de las personas no vienen marcados desde sus inicios y terminan convirtiéndose en extraordinarios a pesar de no haber ni tan siquiera soñado con alcanzar la gloria. Que las mujeres lo han tenido muy complicado a lo largo de la historia para acceder a muchas de las disciplinas artísticas y científicas no es ningún secreto. Pero que una mujer a la que su marido había abandonado antes de que naciera su hijo en un país que no era el suyo y dedicada a ser ama de casa terminara siendo una de las astrónomas más importantes de la historia no es precisamente algo habitual. Williamina Fleming salvó todas las dificultades que la vida le puso delante y gracias a la confianza de un científico de Harvard pudo dedicar su vida a la ciencia y hacer importantes aportaciones a la astronomía. Williamina Paton Stevens nació el 15 de mayo de 1857 en la ciudad escocesa de Dundee. Mina, como se la llamaba cariñosamente, tuvo una infancia normal, estudiando en colegios públicos. Mina, que fue una buena estudiante, empezó a ejercer de profesora a los catorce años de otros niños mientras ella continuaba sus
estudios. Pero su formación no iba dirigida a forjar una carrera profesional, sino a aprender como las niñas de su tiempo. Porque cuando en 1877 contrajo matrimonio, Mina se convirtió en ama de casa. Tenía entonces veinte años y se casó con James Orr Fleming, con quien emigró a los Estados Unidos poco tiempo después. Instalados en Boston, Mina pronto quedó embarazada. Pero lo que parecía que iba a ser una vida normal de una pareja de inmigrantes normal se convirtió en una pesadilla para ella. Cuando aún no había nacido su hijo, James la abandonó. Williamina Fleming se encontró sola en un país extranjero, del que aún no había conseguido la nacionalidad, por lo que tuvo que buscar un trabajo con el que sobrevivir y mantener a su futuro bebé. La joven tuvo suerte y encontró un trabajo como empleada del hogar en casa de Edward Charles Pickering, un reconocido profesor de astronomía que dirigía por aquel entonces el Observatorio de la Universidad de Harvard. Edward, cansado de la falta de profesionalidad de su ayudante en el observatorio, decidió proponer a Williamina que le ayudará también allí. No le decepcionaría. 1881 fue el año que cambiaría para siempre el destino de Williamina Fleming. A pesar de que empezó trabajando de manera temporal realizando tareas administrativas y algunos cálculos matemáticos sencillos, al poco tiempo el profesor Pickering la incluyó en su equipo de investigación en el que le fue muy útil en tareas de fotometría. En 1886, una de las calculadoras en Harvard, Nettie Farrar, dejó su puesto en el observatorio para contraer matrimonio. En aquellos años, la gran mayoría de trabajadoras del Observatorio de Harvard eran solteras o, como decía la propia mina, estaban casadas con su trabajo. Pickering no se lo pensó dos veces y decidió nombrar a Mina como su sustituta, dándole la responsabilidad de supervisar a un amplio número de mujeres dedicadas a realizar miles de cálculos matemáticos y de revisar los documentos que generaba el observatorio. Antes de dejar su puesto, Nettie le enseñó a Mina todo lo que ella había aprendido sobre la lectura de las placas de cristal que escondían muchos datos sobre los espectros estelares. Mina se puso al frente de aquellas laboriosas e incansables trabajadoras con un sentimiento de orgullo hacia su género: «Aunque no podemos mantener que las mujeres sean iguales a los hombres en todo, en muchos aspectos, su paciencia, perseverancia y método las hacen superiores». Williamina demostró ser una profesional disciplinada y exigente consigo misma quien, a pesar de no disponer de amplios estudios científicos, puso todo su empeño en aprender sobre la marcha. Tal fue su determinación, que terminó ideando un sistema de clasificación de las estrellas que consistía en asignarles una letra según tuvieran mayor o menor cantidad de hidrógeno en su espectro. En 1890 se publicaba el Catálogo Draper de espectros estelares en los Anales del Observatorio de Harvard en el que se recogía la labor de Williamina Fleming revisando y clasificando los espectros de diez mil estrellas.
Los siguientes años de su vida continuó analizando los espectros estelares e identificó más de doscientas estrellas variables, novas y enanas blancas. Todo un logro para una mujer como ella. Los más de treinta años de dedicación a la astronomía le valieron el reconocimiento de la comunidad científica que le otorgó el título de Conservadora del Archivo de Fotografías Astronómicas de Harvard, siendo además la primera mujer en recibir un cargo de este tipo en dicha universidad. Pickering fue siempre respetuoso con su trabajo (y el de todas las mujeres que trabajaron en su observatorio) y no les negó su mérito. Por ejemplo, cuando Mina descubrió una nueva estrella, Nova Norvae, Pickering lo publicó en la revista Astronomy and Astro-Physics, que había sido un descubrimiento «realizado por la señora M. Fleming». El 11 de mayo de 1906, cuando Mina estaba a punto de celebrar su cuadragésimo noveno cumpleaños, fue la primera mujer estadounidense en ser elegida miembro honorario de la Royal Astronomic Society de Londres. Otras sociedades astronómicas como la francesa o la mexicana homenajearon a Mina. También el Wellesley College, donde Mina había asistido a las clases de la profesora Sarah Whiting, le abrió sus puertas en muchas ocasiones para realizar conferencias y fue nombrada así mismo miembro honorario en Astronomía. El 9 de septiembre de 1907 Williamina Fleming, tres décadas después de llegar a los Estados Unidos, recibió la ciudadanía estadounidense. Williamina Fleming trabajó incansablemente estudiando las estrellas hasta el final de sus días. El 21 de mayo de 1911 fallecía a causa de una neumonía, a los cincuenta y cuatro años de edad. Todos los que trabajaron con ella en algún momento de los treinta años que había dedicado a la astronomía quedaron consternados y le dedicaron emocionadas palabras repletas de elogios y alabanzas. Su compañera, la señorita Annie Jump Cannon, recordó su carisma y calidad humana así como la posesión de una «mente brillante». Su obra permaneció como una importante base a futuros estudios y abrió el camino a otras mujeres que soñaron con descubrir la verdadera naturaleza de las estrellas.
Annie Jump Cannon (1863-1941) Animada por su propia madre, Annie Jump Cannon dedicó su vida al estudio de las estrellas. Desde que, siendo una niña, observara el cielo en su hogar de Dover, Annie se apasionó por la astronomía. Profesora y amante de la fotografía, catalogó miles de estrellas con un curioso sistema mnemotécnico que parecía más el verso de una canción que una ágil metodología para ordenar los astros del cielo: Oh Be A Fine Girl, Kiss Me. Annie Jump Cannon nació el 11 de diciembre de 1863 en Dover, Delaware. Annie era la mayor de tres hermanos del matrimonio Cannon. Su padre, Wilson Cannon, era
senador y constructor de barcos que vivía con su segunda esposa, Mary Jump. Fue precisamente Mary, la madre de Annie, quien despertó e impulsó el amor de su hija hacia las estrellas y el mundo de la astronomía. Ya siendo una niña, Mary le descubrió las constelaciones a su hija enseñándole a descubrir la belleza del universo. En 1880, marchó a Massachusetts a estudiar en el prestigioso Wellesley College, una institución educativa femenina de carácter liberal. Annie estudió matemáticas, biología y física. Entre sus profesoras, tuvo la suerte de contar con la astrónoma Sarah Frances Whiting. Cuatro años después se graduaba en física y volvía a su hogar en Delaware. En 1892, animada de nuevo por su madre, la joven emprendió un viaje por Europa en el que se dedicó a observar el cielo desde el otro lado del océano. Después de graduarse en Wellesley había estudiado fotografía, por lo que aplicó todo lo que había aprendido y, con su cámara a cuestas, retrató estrellas, constelaciones e incluso un eclipse solar, creando un amplio catálogo de imágenes. Poco tiempo después, Annie enfermó de escarlatina, cuya principal consecuencia fue una sordera aguda que la aisló del mundo e hizo de ella una mujer introvertida que solamente era feliz con sus estrellas. En aquellos años, Annie trabajó como tutora de grupos reducidos de estudiantes a los que impartía clases de aritmética e historia. Cuando en 1894 fallecía su madre, Annie, sumida en la tristeza y necesitada de encontrar su propio destino, decidió volver a Massachusetts y pedir a su antigua profesora Sarah Frances Whiting un puesto como maestra. Sarah no sólo aceptó a Annie en Wellesley sino que la convirtió en su ayudante. Empezaba entonces una nueva vida para Annie quien, además de enseñar física, ella misma continuó estudiando y perfeccionando sus conocimientos sobre medidas espectroscópicas. Tras pasar por el Radcliffe College, otro de los pocos centros universitarios para mujeres donde estudió astronomía, el astrónomo Edward C. Pickering la contrató en 1896 como asistente del Observatorio de Harvard. Annie se unía entonces al grupo de calculadoras con las que pasaría largas horas estudiando las placas de cristal del Henry Draper Memorial. En un primer momento se quedó a vivir con Williamina Fleming, entonces supervisora del grupo de Pickering. Tras años de estudio, Annie había clasificado los astros con distintas letras del alfabeto y el orden resultante era este: O, B, A, F, G, K, M. Para recordar la secuencia, y a modo de broma, a alguien se le ocurrió utilizar las letras para crear un verso que terminó siendo una fantástica regla mnemotécnica: Oh, Be A Fine Girl, Kiss Me! (¡oh, sé una buena chica, bésame!). Annie empezó a realizar observaciones nocturnas, actividad reservada únicamente a los hombres, para estudiar las variables circumpolares mientras continuaba analizando las miles de placas de cristal. En 1903, Annie Jump Cannon publicaba su primer Catálogo provisional de
estrellas variables. Publicado en los Anales del observatorio y con una amplia difusión en la comunidad científica, con la palabra «provisional» avisaba que la labor de Annie en el observatorio aún tenía que avanzar. Era consciente de que el universo aún escondía muchos rincones que descubriría a lo largo de sus años de estudio. En los años sucesivos hizo nuevas actualizaciones en su catálogo hasta que en 1907 publicó el último, Segundo catálogo de estrellas variables, aunque continuó con su trabajo de observación y clasificación de más de cien mil estrellas, a una media de cinco mil estrellas mensuales. No es extraño que las letras que había utilizado para su clasificación le quedaran pequeñas por lo que tuvo que añadir dos más, la N y la R (letras que formaban parte de una clasificación previa de las señorita Fleming). Por supuesto, la cancioncilla de la chica que besaba se modificó: Oh, Be A Fine Girl, Kiss Me Right Now! (¡Oh, sé una buena chica, bésame ahora mismo!). Annie se había hecho un hueco en la comunidad científica quien en 1912 la nombró tesorera de la American Astronomical Society. En el verano de 1913, Annie se dio un respiro en el observatorio pero no aparcó su pasión por la astronomía. Se marchó a Europa donde participó en muchas reuniones y conferencias astronómicas en las que fue una de las pocas, por no decir la única, que asistió. Annie Jump Cannon dedicó su vida a escribir libros y a participar en conferencias y encuentros de mujeres científicas para defender su papel en un mundo tradicionalmente masculino. Su trabajo tuvo como principal recompensa que la Unión Astronómica Internacional adoptara en 1922 su sistema de clasificación estelar que, con alguna pequeña variación, aún se sigue utilizando. La Universidad de Delaware le concedió el doctorado en ciencia en 1918. En 1922 viajó a Arequipa, Perú, donde tomó fotografías de la Vía Láctea que le sirvieron para estudiar estrellas débiles y descubrir una nova. Annie Jump Cannon fallecía el 13 de abril de 1941 en Cambridge, Massachusetts. Solamente un año antes se había retirado. Atrás quedaba toda una vida dedicada a la ciencia y a la reivindicación de la mujer en el mundo de la astronomía, luchando para que ellas también pudieran estudiar las estrellas recibiendo el mismo respeto que los hombres.
Antonia Maury (1866-1952) Procedente de una familia apasionada por la ciencia y la astronomía, Antonia Maury heredó la pasión por las estrellas y se convirtió en una de sus principales estudiosas. Su manera de catalogar los espectros estelares supuso un gran avance en esta materia. Antonia Maury dedicó toda su vida profesional a observar, analizar y catalogar la naturaleza de las estrellas, labor que obtuvo el reconocimiento de buena parte de la comunidad científica. Una vez retirada del mundo de la astronomía, Maury no dejó el mundo de la investigación dirigiendo sus intereses al mundo natural. Antonia Caetana de Paiva Pereira Maury nació el 21 de marzo de 1866 en el seno
de una familia de origen portugués y en la que muchos de sus miembros habían sido destacados investigadores. Su padre, Mytton Maury, era ministro protestante y su madre, Virginia Draper Maury, era hija y hermana de dos astrónomos destacados, Jonh William Draper y Henry Draper. Antonia y sus hermanas vivieron una infancia rodeadas de personas apasionadas por la ciencia. En 1887, Antonia se graduaba con honores en el Vassar College donde estudió entre otras materias, física y astronomía y recibió clases de una renombrada astrónoma, Maria Mitchell. Antonia empezó a trabajar poco tiempo después en el Harvard Observatory College bajo las órdenes de Edward C. Pickering, quien había iniciado el magno proyecto del Memorial Henry Draper, tío de Antonia y financiado por su tía Anna Draper. Su trabajo consistía en procesar datos astronómicos midiendo los espectros de las estrellas más brillantes. Pero Antonia, quien pronto sintió que aquel era un trabajo demasiado monótono, empezó a analizar los distintos espectros estelares y los reorganizó y clasificó en un nuevo catálogo. Antonia compaginaba su trabajo en el observatorio dando clases en una escuela cercana para completar así el bajo salario que, como las demás mujeres, recibía por sus largas jornadas. El agotamiento físico y mental terminó haciendo mella en Antonia quien decidió dejar el observatorio en 1892 aunque volvería en varias ocasiones en el futuro para terminar su trabajo de clasificación de estrellas. Pickering no dudó en recomendar a Antonia Maury cada vez que esta se lo pidió y que le abriría las puertas de observatorios como el de Roma o el de Potsdam. En 1897, consiguió finalizar su trabajo en Harvard y se publicó en sus Anales bajo el título de Espectros de las estrellas brillantes. Era la primear vez que una mujer aparecía en su portada como autora, junto al nombre de Edward C. Pickering como director del proyecto. Al año siguiente, un amplio número de astrónomos acudió sin dudarlo a la invitación hecha por Pickering para que acudieran a una conferencia de la señorita Maury. Antonia Maury continuó dirigiendo su mirada al cielo y transmitiendo su conocimiento en distintas clases y conferencias que ella misma había bautizado como Tardes con las estrellas . Tras su retirada definitiva del mundo de la astronomía, Antonia Maury dirigió sus intereses científicos hacia la naturaleza, analizando pájaros y defendiendo especies arbóreas en peligro de extinción. Durante un tiempo también revisó el trabajo de distintos observatorios fundados por su abuelo, el astrónomo John William Draper. Antonia Maury recibió algunos premios en reconocimiento a su labor científica y varios cráteres lunares llevan su nombre. Fallecía el 8 de enero de 1952.
Henrietta Leavitt (1868-1921) Durante años, el observatorio de Harvard reclutó a un amplio número de mujeres como calculadoras humanas. Mentes privilegiadas que observaron miles de placas
fotográficas en busca de los secretos mejor guardados del universo. A pesar de su valiosa labor y sus muchas aportaciones a la ciencia, la comunidad científica no les dio todo el reconocimiento que se merecían. Una de aquellas mujeres fue Henrietta Leavitt, una joven astrónoma que por un sueldo mísero y largas horas de trabajo, dedicó su vida a su gran pasión y descubrió la verdadera naturaleza de las estrellas variables, las Cefeidas, aportando las herramientas necesarias para medir el universo. Henrietta Swan Leavitt nació el 4 de julio de 1868 en Lancaster, Massachusetts. Era hija de George Roswell Leavitt, un ministro de la iglesia Congregacional, y su esposa, Henrietta Kendrick. La familia se trasladó poco después a vivir a Cleveland. Henrietta estudió música en el Conservatorio Obelin, humanidades y matemáticas en el Oberlin College y se graduó en el Radcliffe College de la Universidad de Harvard, en 1892, donde estudió varias disciplinas, entre ellas la astronomía. Un año después de graduarse, continuó estudiando astronomía y se incorporó al grupo de calculadoras del observatorio de la universidad. Su director le asignó la tarea de calcular magnitudes estelares en las placas fotográficas. Henrietta, quien había perdido capacidad auditiva a causa de una enfermedad, dedicaba largas horas en el laboratorio observando el amplio catálogo de placas fotográficas de estrellas. Al principio trabajó como becaria a cambio de obtener créditos para obtener un posgrado en astronomía. Al cabo de unos años empezó a cobrar un sueldo, menor que el de los hombres, y su trabajo nunca fue publicado con su nombre. Henrietta dejó durante un tiempo el observatorio para viajar por Europa y trabajar como ayudante de arte en el Beloit College de Wisconsin. En 1903 regresó a Harvard. La labor constante de Henrietta dio su primer y crucial resultado para la historia en 1904 cuando descubrió la Pequeña Nube de Magallanes y estableció la relación entre la periodo y la luminosidad de las estrellas variables conocidas como Cefeidas. Con este descubrimiento importantísimo para descubrir los misterios del Universo, la conocida como «Ley de Leavitt» se utilizó para medir la distancia entre distintos objetos en el espacio. Gracias a su estudio, se pudo calcular el tamaño de la Vía Láctea. Henrietta también estableció un patrón de medida de las fotografías de las estrellas que fue aceptado por el International Comittee of Photographic Magnitudes. El 12 de diciembre de 1921, con tan sólo cincuenta y tres años, Henrietta Leavitt fallecía a causa de un cáncer. A pesar de la importancia de sus descubrimientos y a la gran labor de análisis de miles de placas fotográficas que escondían los secretos de las estrellas, no tuvo nunca un cargo de renombre en Harvard ni recibió ningún reconocimiento. Cuatro años después de su muerte, un miembro de la Academia Sueca de la Ciencia propuso su nombre para recibir el Premio Nobel pero este reconocimiento no se podía conceder a título póstumo. Así que Henrietta Leavitt no
fue valorada como se merecía y su nombre quedó relegado durante años.
Cecilia Payne-Gaposchkin (1900-1979) La comunidad científica y universitaria tardó siglos en aceptar que las mujeres podían llegar a tener las mismas capacidades intelectuales que los hombres. Muchas de ellas hicieron grandes contribuciones a la ciencia sin recibir un reconocimiento oficial y siendo consideradas trabajadoras de segunda en los distintos centros del saber. Cecilia Payne-Gaposchkin rompió un importante techo de cristal al convertirse en la primera mujer en ser considerada oficialmente con el título de «Astrónoma» en la Universidad de Harvard. Se había ganado el reconocimiento por méritos propios, después de descubrir la verdadera esencia de las estrellas. Y del universo. Cecilia Helena Payne nació el 10 de mayo en 1900 en la ciudad inglesa de Wendover. Era una de los tres hijos de Edward John Payne, abogado, músico e historiador, y su esposa de origen prusiano, Emma Leonora Pertz, quien quedó viuda cuando Cecilia era aún una niña de cuatro años. Cecilia estudió en el Saint Paul’s Girls School y con diecinueve años consiguió una beca para poder estudiar en el Newnham College, perteneciente a la Universidad de Cambridge. A pesar de terminar su formación en botánica, física y química, su condición de mujer le impidió recibir el título oficial de graduada. Por aquellos años, en una conferencia del astrofísico Arthur Eddington, Cecilia descubrió el apasionante mundo de la astronomía, en el que trabajaría el resto de su vida. Terminados sus estudios, Cecilia se dio cuenta que en Inglaterra sólo podía aspirar a ser profesora en algún colegio femenino, por lo que en 1923 puso rumbo a los Estados Unidos donde entró en contacto con un universo que hacía tiempo acogía a las mujeres científicas. Hacía décadas que el Observatorio de la Universidad de Harvard contaba entre sus filas a mujeres de gran valía que dedicaron su vida al estudio de las estrellas. Nombres como Annie Jump Cannon, Williamina Fleming, Antonia Maury o Henrietta Leavitt, de las que ya hemos hablado, habían dado un gran prestigio a la institución a finales del siglo XIX y principios del XX. El Observatorio acababa de iniciar unos estudios de postgrado sobre astronomía a los que otra mujer, Adelaide Ames, ya se había incorporado en 1922. Cecilia lo hizo al año siguiente. En 1925, firmaba su tesis doctoral Atmósferas estelares, una contribución al estudio de observación de las altas temperaturas en las capas inversoras de las estrellas, considerada por algunos científicos del momento como la tesis doctoral más brillante sobre astronomía. El estudio de Cecilia concluyó que las estrellas estaban formadas en un amplio porcentaje por hidrógeno, por lo que este se consideraba el elemento más abundante de todo el universo. Cecilia continuó trabajando en Harvard estudiando las estrellas y en 1931 recibía
la nacionalidad norteamericana. Dos años después, en un viaje por Europa donde entró en contacto con distintos científicos, conoció al que se convertiría en su marido, el astrofísico ruso Sergei I. Gaposchkin. Después de conseguir un visado para poder viajar a los Estados Unidos, contrajeron matrimonio en 1934 y tuvieron tres hijos. Cecilia no siguió la tradición norteamericana de asumir el apellido del marido eliminando el propio y desde entonces pasaría a llamarse Cecilia Payne-Gaposchkin. Trabajadora incansable, como científica y maestra en la universidad, Cecilia consiguió en 1938 que se la reconociera oficialmente en Harvard con el título de astrónoma. Hasta ese momento, todas las mujeres que habían estudiado en el observatorio recibían menos salario que los hombres y no estaban consideradas como científicas de manera oficial. En 1956 alcanzaba un nuevo logro dentro de Harvard al ser nombrada profesora titular en la Facultad de Artes y Ciencias. Poco después alcanzaba la Cátedra del Departamento de Astronomía y se convertía en la primera mujer en dirigir un departamento dentro de la prestigiosa universidad americana. En 1966 se retiraba oficialmente de la enseñanza pero aún tuvo energía para continuar observando el universo como investigadora del Observatorio Astrofísico Smithsonian. Al final de sus días escribió su autobiografía. Fallecía el 7 de diciembre de 1979.
PARTE VII Artistas silenciadas Las musas también quisieron crear
La estructura «lógica» según la cual se llevaban a cabo los procesos creativos se basaba en una fórmula muy básica. Los hombres se inspiraban en las musas para crear músicas excelsas, cuadros perfectos, versos inmortales. Así nos lo vienen explicando desde la mitología griega en la que una larga lista de damas inspiradoras del Arte en mayúsculas, las musas, se afanaban en guiar el genio de los mortales a los que servían. Tuvieron incluso el detalle en organizarlas según distintas ramas artísticas y disciplinas de conocimiento. Clío, Talía, Terpsícore, Erato… fueron muchas servidoras del talento. Pero, ¿qué pasó cuando alguna mujer decidió invertir el orden? No encontró ningún «muso» que la inspirara. Pero genios como Safo demostraron que, además de musas, las mujeres podían, también, ser grandes artistas. A lo largo de siglos, las mujeres han conseguido demostrar que son capaces de pintar, rimar, componer, con igual, o superior talento que los hombres. Pero entonces, ¿por qué en las grandes pinacotecas ellas ocupan más lugares como modelos que como autoras?¿por qué la literatura empieza a descubrir nombres femeninos, tímidamente, hacia el siglo XVIII?¿por qué en los conciertos de música clásica, los libretos casi nunca están firmados por mujeres? Ángeles Caso, en uno de aquellos libros que lleva el camino de convertirse en un clásico en la literatura reivindicativa del genio femenino, Las olvidadas, responde a estas preguntas alto y claro: «La única razón por la cual la presencia de las mujeres en cualquiera de los campos de la creación ha sido muchísimo menor que la de los hombres es la misma por la cual la presencia de las mujeres ha sido muchísimo menor que la de los hombres en cualquier otra actividad pública, prestigiosa y capaz de proporcionar dinero: la opresión masculina». De la misma manera que las puertas de las universidades estuvieron cerradas para las mujeres hasta prácticamente principios del siglo XX, los centros del arte no quisieron a mujeres autoras. Como mucho las aceptaron como musas, modelos o heroínas. Esta visión antropocéntrica en el mundo del arte nos ha llevado a dar por hecho que sólo ellos fueron capaces, desde el principio de los tiempos, de ser creadores. Un artículo publicado en octubre de 2013 en la edición española de la revista National Geographic hablaba de un reciente estudio sobre las pinturas rupestres. Dicho artículo empezaba con esta frase demoledora: «Los autores de las huellas rupestres eran en su mayoría mujeres, lo que desmonta la teoría de que los primeros artistas eran hombres». El estudio no sólo es revelador por lo que planteó, sino por el simple hecho de haber pensado en hacerlo. Después de siglos observando
aquellos hermosos y misteriosos dibujos, a alguien se le ocurrió plantearse que podrían no haber sido pintados por hombres. A pesar de las dificultades, existieron mujeres que desde tiempos inmemoriales buscaron en el arte su válvula de escape, la mejor manera para expresar sus sentimientos o desarrollar su talento. Nada frenó a muchas artistas que tuvieron que vivir a la sombra de sus maridos, padres o hermanos, quienes incluso se apropiaron de las obras de arte de sus compañeras. Por suerte, en las últimas décadas son algunas las retrospectivas, exposiciones temporales y estudios que están reubicando a aquellas damas del arte en el lugar del que nunca debieron salir o en el que nunca pudieron estar.
PINTORAS Sofonisba Anguissola (1532-1625) Con nombre atípico y formación excepcional, Sofonisba Anguissola firmó algunos de los retratos más bellos del Renacimiento italiano. A pesar de ser reconocida en su tiempo, cayó en el olvido tras su muerte, muy posiblemente por ser mujer. Algunos tuvieron la osadía de atribuir alguno de sus cuadros a pintores de renombre, mentira que se mantuvo durante siglos y, aún hoy, existen lienzos que podrían haber sido obra de su genio atribuidos a otros pintores. Esto no impidió que Sofonisba abriera el camino para otros pinceles femeninos que brillaron tanto o más que cualquier pintor reconocido. Nacida en Cremona en una fecha incierta, hacia 1532, en el seno de una familia noble, Sofonisba tomó junto con sus seis hermanos, el nombre de los principales protagonistas de la historia de Cartago. Esta no fue la única rareza que dio su padre, Amilcare Anguissola, a su amplia progenie. De un modo excepcional para la época, propició una educación humanista para su único hijo y sus seis hijas. Pronto, tanto Sofonisba como tres de sus hermanas destacaron en el arte de la pintura. Aunque ninguna haría sombra a la mayor de todas. Viendo que Sofonisba y su hermana Elena empezaban a despertar un talento especial para el pincel, Amilcare les proporcionó los mejores maestros de la época, entre ellos, Bernardino Campi, con quien vivieron durante tres años aprendiendo los rudimentos básicos del arte pictórico. En 1549, las hermanas Anguissola dejaron el hogar de los Campi. Mientras que Elena ingresaba en un convento, Sofonisba continuó con su formación artística, esta vez de la mano de otro pintor, Bernardino Gatti. Ya entonces, siendo todavía pupila, Sofonisba empezó a recibir los primeros encargos desde su círculo más cercano. En 1554, siendo una joven muchacha de veintiún años, con un prometedor futuro como artista, Sofonisba viajó a Roma donde tuvo la gran suerte de conocer a Miguel
Ángel. El genio renacentista no fue un maestro al uso para Sofonisba pero sí le dio ciertas lecciones y consejos artísticos que influyeron decisivamente en su obra. A pesar de tener grandes maestros, su condición de mujer le impidió profundizar en el estudio del cuerpo humano iniciado por los artistas del Renacimiento. Por supuesto habría supuesto un escándalo que una mujer hubiera visto un cuerpo desnudo aunque sólo hubiera sido por razones profesionales. Es por esto por lo que muy probablemente Sofonisba optó por profundizar en el retrato, estudiando los rasgos faciales y las expresiones de los rostros que inmortalizó. En los dos años que permaneció en Roma, Sofonisba Anguissola recibió el reconocimiento de otros grandes nombres del arte como Giorgio Vasari, mientras que en el papado, uno de los grandes mecenas de su tiempo, se fijaron también en su talento. En 1558, cuando Sofonisba era una gran conocida en los círculos artísticos italianos, emprendió un viaje a Milán, donde pintó un retrato, hoy perdido, del Duque de Alba, por aquel entonces virrey de Nápoles, territorio en manos del Imperio Español. Ese retrato fue la llave para entrar en una de las cortes más importantes del momento. Con tan sólo veintisiete años, Sofonisba fue llamada a la corte de Madrid de Felipe II para incorporarse a la amplia lista de damas de compañía de su tercera esposa, Isabel de Valois. Durante catorce años, la pintora se convirtió en una de las más cercanas acompañantes de la soberana. No sólo fue su confidente, también ejerció de maestra de la reina quien compartía con la artista italiana un gran interés por la pintura. Además de retratar a Isabel, Sofonisba inmortalizó a otros miembros de la familia real y de la corte de Felipe II. En su etapa en España conoció a uno de los retratistas de corte más destacados del momento, Alonso Sánchez Coello, del que aprendió su arte hasta el punto que algunos de los cuadros de la joven fueron atribuidos al reputado pintor. También aprendió sin duda de otros grandes pintores que iluminaron la corte española como Tiziano o Juan Pantoja de la Cruz. La muerte de Isabel de Valois en 1568 debió sumir a la pintora, sin lugar a dudas, en una profunda tristeza. La reina se acordó de su fiel acompañante dejándole una buena suma de dinero en su testamento pero la situación de Sofonisba en España era entonces incierta. Aún pudo permanecer un tiempo en palacio pero en 1570, cuando rondaba los cuarenta años, contrajo matrimonio. Felipe II arregló su unión con Don Francisco de Moncada, hijo del virrey de Sicilia y le dio una importante dote. Viuda de su primer marido, en 1580, Sofonisba se casó con Orazio Lomellino, un capitán de barco que apoyó incondicionalmente la profesión de su esposa. Gracias al apoyo de su marido, junto con su destacada fortuna y la pensión recibida de Felipe II, Sofonisba vivió el resto de sus días dedicada a su gran pasión, la pintura. Sofonisba tuvo una vida longeva. Llegó a los noventa y tres años de edad, muchos años en los que fue aclamada como gran artista gracias a sus más de cincuenta retratos y autorretratos. Grandes pintores como Miguel Angel o Van Dick admiraron
públicamente su obra. Aunque tras su desaparición, el 16 de noviembre de 1625, la pintora renacentista cayó en el olvido, su obra influyó en grandes maestros futuros e inspiró a grandes artistas femeninas que, como ella, también destacaron con un pincel en la mano.
Lavinia Fontana (1552-1614) Sorprende encontrar en pleno siglo XVI la historia de una mujer que no sólo se ganó la vida como pintora sino que además tuvo a su lado a un marido que abandonó su propia carrera para encargarse de un hogar con once hijos. Lavinia Fontana fue una destacada pintora barroca que llegó a pintar desnudos masculinos y femeninos y se ganó la vida como retratista de la alta sociedad. Lavinia Fontana nació en la progresista ciudad italiana de Bolonia el 24 de agosto de 1552. Su padre, un importante pintor de la escuela boloñesa, Prospero Fontana, fue su gran maestro y mentor. Aunque aprendió el estilo de su padre, pronto se fue alejando de su manierismo tardío y asumiendo los coloridos de la escuela veneciana gracias a la influencia de su amigo Ludovico Carracci y otros artistas como Correggio. Pronto la fama de Lavinia le proporcionó lucrativos encargos para retratar a la aristocracia boloñesa. Lavinia era una joven artista cuando en 1577 se casaba con otro pintor, Gian Paolo Zappi, a quien había conocido en el taller de su padre. Al contrario de lo que podría esperarse según los corsés de la época, Lavinia no sólo continuó pintando aún siendo una mujer casada, sino que su marido dejó de pintar para cuidar a sus once hijos y hacerse cargo del hogar. Gian Paolo ayudaba también a Lavinia en sus encargos pintando parte de los cuadros de su esposa. En 1603, cuando su fama se había extendido por toda Italia, Lavinia fue reclamada por el mismísimo Papa Clemente VII para asumir el cargo de pintora oficial. La familia se trasladó inmediatamente a Roma donde el talento de la artista le valió el ingreso en la Academia de Roma. Lavinia no sólo pintó retratos. También se dedicó a la pintura religiosa y a la mitológica. En las pinturas mitológicas Lavinia consiguió pintar desnudos femeninos y masculinos algo inusual en una mujer artista. Lavinia Fontana murió el 11 de agosto de 1614. Llegó a pintar más de ciento treinta obras, de las que se han conservado poco más de treinta.
Barbara Longhi (1552-1638) Contemporánea de otras grandes artistas como Sofonisba Anguissola, Fede Galizia, Lavinia Fontana o Artemisia Gentileschi, Barbara Longhi se suma a muchas mujeres que durante el Renacimiento y el Barroco no sólo se dedicaron a su gran pasión, el
arte, sino que vivieron de él e incluso consiguieron cierto reconocimiento. Aunque sin llegar a la fama de coetáneos masculinos, muchas, entre ellas Barbara Longhi, tuvieron un lugar destacado en la historia de la pintura, lugar que, en los últimos tiempos, están recuperando cada vez con más intensidad. Barbara Longhi nació el 21 de septiembre de 1552 en Rávena. Su padre, Luca Longhi, un destacado pintor manierista, introdujo a sus dos hijos, Barbara y Francesco, en el estudio del humanismo, el arte y la pintura. Aparte de saber que Barbara pasó toda su vida en su ciudad natal, en el taller de su padre, poco más se conoce de su vida privada. Barbara se crió en un ambiente profundamente religioso. Su padre fue un ferviente seguidor de la Contrarreforma católica y así se refleja en sus obras y en las de su hija. El catálogo de lienzos de Barbara es escueto, quince obras de arte, de las que todas versan sobre temas religiosos, en especial la representación de la Virgen con el Niño, iconografía ampliamente defendida por el credo católico en contraposición al protestante. Leonardo da Vinci o Rafael fueron algunos de los artistas que inspiraron la obra de Barbara Longhi, una obra cuya fama no traspasó los muros de su ciudad natal hasta que Giorgio Vasari la incluyó en su libro Vidas de los más sobresalientes arquitectos, escultores y pintores. Fede Galizia (1578-1630) Fede Galizia fue una de las pocas mujeres que, durante la época del barroco, destacaron por sus dotes artísticas con el pincel. Retratos, pinturas religiosas y profanas fueron los géneros que le dieron fama en su tiempo. La naturaleza muerta la encumbró en la historia del arte: el primer bodegón firmado por un artista italiano llevaba su nombre. Fede Galizia, nacida en Milán en 1578, aprendió el arte de la pintura de manos de su propio padre. Nunzio Galizia fue pintor de miniaturas, un género que permitió a Fede profundizar en el detallismo y la minuciosidad a la hora de reflejar en sus obras los objetos más simples. Con sólo doce años, el pintor Giovanni Paolo Lomazzo consideraba a Fede una artista. En poco tiempo empezó a recibir numerosos encargos, sobretodo de retratos. Ya en 1596 pintaba su primera obra conocida, un retrato de Paolo Morgia, un jesuita y mecenas de la artista. Obras profanas o temas religiosos para iglesias o conventos fueron otros géneros que cultivó y por los que fue reconocida en su tiempo. Los bodegones de Fede Galizia recobraron su merecido lugar en la historia del arte en el siglo XX. Pero en vida no cobró fama por este género, a pesar de ser el primer artista en firmar una naturaleza muerta en la Italia barroca. Era el año 1602. En este género supo exprimir al máximo todos los conocimientos que del género miniaturista había aprendido de su padre. Fede también recibió una fuerte influencia
del gran artista barroco Caravaggio y de obras suyas como la Canasta de frutas. Fede nunca se casó. Pasó toda su vida, desde muy joven, dedicada a su gran pasión, la pintura. Actualmente se encuentran catalogadas sesenta y tres obras suyas, de las cuales cuarenta y tres son bodegones.
Artemisia Gentileschi (1593 - 1654) La obra de esta pintora barroca fue el reflejo de una vida marcada por un dramático episodio. Violada por su propio preceptor y sometida a tortura para defender su dignidad y honor, Artemisia consiguió convertirse en una de las artistas más importantes de su época y en un referente de la pintura caravaggista. A través de sus cuadros, Artemisia no sólo mostró su propia belleza sino que plasmó la angustia, el odio y el dolor de su propia vida. Y a pesar de que fue olvidada por un tiempo por su condición de mujer, su obra perduró para siempre. Artemisia Lomi Gentileschi, nacida el 8 de julio de 1593, fue una de las mejores discípulas de su propio padre. El pintor toscano, Orazio Gentileschi, seguía los dictados del gran Caravaggio de cuya escuela romana fue uno de sus más importantes representantes. Junto con sus hermanos, Artemisia empezó muy joven a aprender las técnicas pictóricas de las que hacía gala su propio padre. Pero a pesar de ser mucho mejor que sus hermanos, su condición femenina le impidió ingresar en ninguna de las academias de Bellas Artes romanas. Orazio, consciente del talento de su hija, decidió que ésta continuara su formación en privado. Fue por eso por lo que le asignó un preceptor, el que sería el origen de su más horrible desgracia. Agostino Tassi fue el elegido por su padre para que Artemisia continuara con su formación artística en el taller familiar. Tassi abusó de la confianza de su colega Orazio y violó a su joven alumna. A pesar de que en el proceso judicial se demostró que Tassi había intentado asesinar a su esposa, robar a Orazio y que la acusación por violación era fundada, Artemisia tuvo que sufrir tortura para demostrar su inocencia y hubo de someterse a humillantes exámenes ginecológicos. El duro trance que tuvo que pasar la joven artista marcó para siempre su vida. Porque, si bien el veredicto del juicio le dio la razón a Artemisia, Tassi consiguió reducir su pena a cinco meses de destierro de Roma, tras los cuales volvió a su vida como si nada hubiera pasado. La vida de Artemisia no sería nunca la misma. Su padre intentó arreglar la situación casando a su hija con Pietro Antonio Stiattesi, un pintor modesto pero lo suficientemente respetable para restituir a Artemisia su honor y dignidad a los ojos de la sociedad. Pero en su interior continuó presente un drama que no borraría jamás y que plasmaría en lienzos tan elocuentes como la que está considerada su obra maestra: Judith decapitando a Holofernes. En esta pintura, que actualmente custodia el museo florentino de La Galería Uffizi, en la que se recogen los principales elementos de los seguidores de Caravaggio como el claroscuro, se ha querido ver una
suerte de venganza de Artemisia hacia el que fuera su tutor. Hay quien asegura que el rostro de Judith podría ser el de la propia pintora, mientras que el decapitado Holofernes habría tomado prestados los rasgos de Tassi. Artemisia se inspiró en historias de grandes heroínas de la Antigüedad y utilizó escenas cargadas de violencia. Parecía como si su arte fuera un constante grito de rabia y odio. Artemisia habría canalizado en sus lienzos la frustración provocada por la injusticia que tuvo que sufrir. Al final, Artemisia consiguió convertirse en una pintora de éxito al servicio de personajes tan importantes en la época como Cosme II de Médicis. Roma, Florencia, Venecia, Inglaterra y Nápoles se convirtieron en el hogar de esta mujer luchadora que consiguió vivir de su arte. Desde que a los diecisiete años firmara su primera pintura, Artemisa consiguió ganarse una gran reputación como artista raramente reservada a las mujeres. Artemisa nos legó cuadros religiosos, históricos, retratos, que actualmente se pueden contemplar en grandes pinacotecas del mundo y lugares emblemáticos como el Palazzo Pitti o la Galería Ufizzi en Florencia, El Prado o El Escorial en Madrid y así una larga lista de museos, galerías de arte, palacios o iglesias que acogen las treinta y cuatro obras que de Artemisa se han conservado. Artemisia Gentileschi fue madre de cuatro hijos. Dos niños que perdió en la infancia y dos niñas. La mayor, Prudenzia, era hija de su marido, quien desapareció de sus vidas en 1622. Cuatro años después, nacía Francesca, cuya paternidad se atribuye a un músico de la corte de Carlos I de Inglaterra que se encontraba viajando por Italia cuando conoció a la pintora y mantuvo con ella una apasionada pero breve relación. En 1638 acudió en ayuda de su padre quien se encontraba en Inglaterra intentando terminar, a sus setenta y cinco años, la decoración de uno de los salones del palacio de Greenwich. De vuelta a su hogar, fijado en Nápoles, Artemisia continuó pintando hasta el final de sus días, en 1653. Durante mucho tiempo, parte de su obra fue atribuida a su padre e incluso a Caravaggio. Por supuesto su nombre no apareció en prácticamente ningún libro de arte hasta bien entrado el siglo XX.
Marie Bracquemond (1840-1916) Marie Bracquemond soñó con ser pintora. Fue una niña nacida en una familia humilde que un día se convirtió en pintora, se enamoró del movimiento impresionista e inició una carrera pictórica que prometía ser tan prometedora como la de otras mujeres de la talla de Mary Cassatt. Pero resultó que su marido, un grabador de prestigio, no aceptó que su esposa se uniera al grupo de pintores abanderados por Monet, Renoir o Cézanne. Fue su esposo quien cortó sus alas y la recluyó en el hogar, donde debían estar las mujeres. Ella, que había soñado con ser pintora, que salió a los jardines de Sèvres para inmortalizar el mundo, se rindió, agotada de luchar contra los
estereotipos de género y dejó de pintar. Marie Anne Caroline Quivoron nació el 1 de diciembre de 1840 en Angenton-enLandunvez, una localidad situada en un rincón de la costa atlántica de Francia. Allí se ganaba la vida un padre al que no llegó a conocer, un capitán de barco que se había casado en un matrimonio concertado con su esposa y que falleció poco después de nacer Marie. Su madre se volvió a casar e inició una vida itinerante por varias ciudades hasta que la nueva familia, con una nueva hermana para Marie, se asentó en Étampes, al sur de París. Tenía unos diez años cuando Marie empezó a recibir clases de pintura y pronto su talento salió a la luz. En 1857, el Salón de París exponía su obra en la que había retratado a su madre, su hermana y su profesor. Poco después conoció al pintor Dominique Ingres e inició su aprendizaje en su estudio parisino. La fama de Bracquemond empezó a crecer hasta llegar a los salones del palacio imperial. La emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, le encargó que pintara un cuadro, Cervantes en prisión, mientras que el director de museos de Francia, el conde de Nieuwerkerke la contrató para que copiara algunas de las principales obras maestras del Museo del Louvre. Fue entonces cuando Marie conoció al que se convertiría en su esposo, el pintor y grabador Félix Bracquemond. Después de dos años de noviazgo, la pareja contrajo matrimonio en 1869. Un año después nacía su único hijo, Pierre, quien con los años se convertiría en el principal defensor de su madre y de su obra y escribiría una biografía de sus padres, La vida de Félix y Marie Bracquemond. El matrimonio Bracquemond trabajó durante unos años en un estudio de arte en el que Marie diseñaba vajillas y paneles de loza, algunos de los cuales fueron expuestos en la Exposición Universal de 1878. Su marido le enseñó la técnica del aguafuerte con la que realizó varias obras expuestas en las Galerías Durand-Ruel en 1890. Marie no dejó nunca sus lienzos y por aquella época fue exponiendo varias obras en el Salón de París. Fue por aquellos años cuando Marie Bracquemond conoció la obra que los impresionistas estaban realizando y su estilo empezó a cambiar. Salió del estudio y empezó a pintar al aire libre, en los jardines de Sèvres, con mentores de la talla de Monet o Degas. Marie Bracquemond iba a seguir el camino de otras pintoras como Berthe Morisot o Mary Cassatt, pero su marido no aprobó el nuevo giro artístico que tomaba su esposa, quien llegó a exponer en exhibiciones impresionistas. Su obra se expuso también en La Vie Moderne y en la Dudley Gallery de Londres. Hasta que la presión conyugal acabó dando sus frutos. En la década de 1890, cansada de las recriminaciones de su marido y las continuas trabas que le ponía a su trabajo, Marie Bracquemond dejó de pintar. Solamente realizó alguna pieza esporádica para algún amigo. Fallecía el 17 de enero de 1916 en París.
Berthe Morisot (1841-1895) Cuando en 1874 tuvo lugar la primera exposición de artistas impresionistas, entre los muchos cuadros que allí se expusieron se encontraba un hermoso lienzo que representaba a una madre contemplando a su hijo. La cuna fue la única obra que Berthe Morisot expuso entonces pero se convirtió en una de sus pinturas más conocidas. Morisot llevaba tiempo ligada al grupo impresionista con el que estrechó, también, lazos personales. Berthe Morisot nació en la localidad francesa de Bourges el 14 de enero de 1841 en el seno de una familia burguesa. Morisot descendía por vía materna de un pintor conocido universalmente, el artista rococó Jean-Honoré Fragonard, por lo que no es de extrañar que la pasión por los pinceles corriera por sus venas. Su padre, Edmé Tiburce Morisot, era prefecto del departamento de Cher. La familia de Edmé, su esposa, Marie-Joséphine-Cornélie Thomas, y sus cuatro hijos, Yves, Edma, Berthe y Tiburce se trasladaron a vivir a París en 1852. Como era común en las familias burguesas, las niñas empezaron a recibir clases de arte primero de la mano de profesores particulares y después en la escuela para chicas que el pintor Joseph Guichard tenía en la Rue des Moulins. En cuanto ella y su hermana Edma mostraron aptitudes para la pintura, su familia las animó a continuar con una afición que se convertiría en su manera de vivir. La vida tranquila y sosegada de la burguesía francesa sería una importante fuente de inspiración para su obra, fiel reflejo del universo femenino de las familias ricas del siglo XIX. Cuando tenía veinte años, Berthe conoció a Camille Corot, un destacado pintor de paisajes perteneciente a la Escuela de Barbizon que la acogió como discípula. Además de enseñarle a mejorar su técnica pictórica, Corot empezó a introducirla en los círculos artísticos de París. Berthe y Edma aprendieron también a las órdenes de Joseph Guirard quien las guió en sus largas jornadas en el Louvre donde se ejercitaron como copistas. En 1864 dos de sus paisajes pintados al aire libre y terminados en su estudio, técnica que utilizaría con la mayor parte de su obra, eran expuestos en el Salón de París donde expondría durante seis años seguidos. Cuatro años después conocía a Édouard Manet con quien mantendría una estrecha relación artística a lo largo de su vida. Aunque aquella unión profesional hizo sospechar a algunos que mantuvieron algo más que veladas artísticas, lo cierto es que Berthe Morisot acabó casándose con su hermano, Eugène Manet. La boda se celebró en 1874, un año plagado de acontecimientos en la vida de la artista de quien se introdujo de lleno en el grupo de pintores impresionistas participando en su primera exposición con su delicado lienzo La cuna. Esta obra pintada en 1872, en la que Berthe inmortalizó a su hermana Edma contemplando a su hija Blanche durmiendo en su cuna la convirtió en la primera mujer en exponer junto a los pintores impresionistas. La cuna fue también la primera de
muchas obras en las que Berthe Morisot plasmaría la maternidad. Siguiendo la estela de otras grandes artistas de su tiempo, como Mary Cassatt o Marie Bracquemond, Berthe Morisot llenó sus lienzos de escenas cotidianas con gran dulzura y delicadeza. La vida burguesa que había tenido quedó reflejada en aquellos momentos de ternura entre madres e hijos o simples momentos cotidianos. Influenciada por Renoir, su obra fue admirada en vida. El matrimonio de Berthe Morisot y Eugène Manet permitió a ambos continuar viviendo del mundo del arte. Mientras que Berthe pudo seguir pintando después de convertirse en una mujer casada, su hermana Edma se desvinculó del mundo artístico cuando contrajo matrimonio. Edma abandonó una carrera artística que podría haber sido igual de buena que la de su hermana. El mismo año que Berthe exponía por primera vez en el Salón de París, ella también expuso dos cuadros y en años posteriores la Academia continuó aceptando alguna de sus obras. Edma pintó paisajes y retratos, como uno de su hermana Berthe. Implicada de lleno en el grupo de pintores impresionistas, Berthe expuso con ellos durante muchos años seguidos excepto cuando quedó embarazada de su única hija, Julie. 1892 fue también un año clave en la vida de Berthe Morisot. En lo artístico consiguió realizar una exposición en solitario. Pero en lo personal fue un momento triste pues fue el año en el que fallecieron su marido Eugène y su querida hermana Edma. Berthe se quedaba sola con su amada hija a la que cuidó con especial devoción. Tres años después, el 2 de marzo de 1895 moría en París dejando a Julie al cuidado de dos grandes amigos, el pintor Edgar Degas y el poeta Stéphane Mallarmé. Sus restos reposan en el cementerio de Passy en París. Tras su desaparición, sus cuadros siguen teniendo un lugar destacado en el mundo del arte.
Mary Cassatt (1844-1926) Inspirada en Edgar Degas, Mary Cassatt luchó contra su padre, sus profesores y las convenciones de su época para convertirse en una destacada pintora impresionista. Mary quería ser pintora profesional, algo que no estaba muy bien visto en la sociedad decimonónica. Pero ella se rebeló contra quienes pensaban que no sería capaz de vivir de su arte y no sólo lo consiguió, sino que se ganó el respeto de muchos artistas a ambos lados del Atlántico. Mary Stevenson Cassatt nació el 22 de mayo de 1844 en Allegheny City, Pensilvania, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Robert Simpson Cassatt, era un rico banquero y agente de bolsa que siempre se opuso a las inclinaciones artísticas de su hija. Su madre, Katherine Kelso Johnston, provenía de una rica familia de banqueros. Mary fue una de los siete hijos de la pareja Cassatt, dos de ellos muertos de manera prematura. Su infancia fue un tiempo feliz y recibió una esmerada educación. Como era habitual entre las familias acomodadas, Mary viajó a Europa
siendo una niña. En 1855 se encontraba en París donde pudo conocer de primera mano la obra de los grandes artistas del momento como Dominique Ingres o Eugène Delacroix. Además de aprender varios idiomas en sus largas estancias en Francia, Italia o Alemania, Mary se enamoró desde entonces del universo pictórico europeo. Una pasión que le provocaría algún que otro dolor de cabeza. Su padre estaba de acuerdo en que sus hijas se formaran en disciplinas artísticas como la música o la pintura pero única y exclusivamente como complemento a la formación de una dama respetable. Mary Cassatt quería ir más allá y soñaba con convertirse en una pintora profesional. Su insistencia dio su primer fruto cuando su familia accedió a que ingresara en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania cuando tenía quince años. Pero también fue su primera desilusión cuando se dio cuenta que muchas de las chicas que acudían a la academia pensaban como sus padres, en adquirir conocimientos artísticos simplemente como entretenimiento. Esto hacía que la formación fuera, según sus inquietudes artísticas, básica y muy elemental. Además, los profesores trataban con condescendencia a aquella muchacha que parecía estar demasiado ávida de conocimientos. Así que, desilusionada ante aquella primera experiencia artística decidió abandonar la Academia y continuar su formación por su cuenta. En 1866, consiguió que su familia la dejara volver a París, donde se instaló con su madre y algunos amigos. En la capital del arte, Mary no pudo ingresar en la Escuela de Bellas Artes, donde las mujeres tenían vetado el acceso, por lo que se tuvo que buscar un profesor particular, Jean-Léon Gérôme. Además de las clases de Gérôme, Mary completó su formación pasando largas horas en las salas del Louvre copiando a los grandes pintores. Dos años después empezó a recibir clases de otro pintor, Thomas Couture y sus esfuerzos empezaron a dar sus frutos. En 1868, el Salón de París aceptaba una de sus obras, La intérprete de mandolina. Desde entonces, y durante una década, los lienzos de Mary Cassatt se convertirían en habituales en el Salón de París. En 1870, a causa de la guerra franco-prusiana, regresaba a los Estados Unidos donde se reencontró con un padre que continuaba negándose a la evidencia de que su hija tenía muchas posibilidades de convertirse en pintora profesional. Mary expuso en Nueva York pero no consiguió vender ningún cuadro. Cuando empezaba a desilusionarse y creer que, quizás su padre tuviera razón, recibió el encargo del arzobispo de Pittsburg, a cuyos oídos había llegado la fama de aquella joven pintora, de viajar a Italia para copiar algunas de las obras del pintor renacentista Antonio Allegri da Correggio. Su vuelta a Europa fue una época feliz para Mary. Además de terminar el encargo del arzobispo en la ciudad italiana de Parma, viajó por otros países europeos como Bélgica, Holanda o España donde estudió a grandes artistas como Pedro Pablo Rubens o Diego Velázquez y pintó algunos cuadros como el Retrato de una flamenca
con mantilla. En 1874, se instalaba por una larga temporada en París acompañada de Lydia, una de sus hermanas, y sus padres. Tres años después, volvió a sufrir un bache emocional al ver cómo el Salón de París no iba a exponer, después de varios años seguidos, alguna de sus obras. Además, las ventas de retratos y paisajes no eran suficientes para poder sobrevivir. Fue entonces cuando aceptó la invitación del pintor impresionista Edgar Degas de unirse a su grupo de artistas que llevaban tres años exponiendo de manera independiente al margen de la oficialidad del Salón de París. Mary Cassatt había conocido por primera vez la obra del pintor en 1875 en el escaparate de una galería de arte y había quedado prendada de su arte. La relación entre Degas y Cassatt fue de enriquecimiento mutuo. Ella posó para algunos de sus cuadros y le ayudó a promocionarse en los Estados Unidos. Él, por su parte, además de introducirla en el círculo impresionista, le enseñó a pintar con pastel y a utilizar la técnica del grabado. Cuando Mary Cassatt se unió al grupo de los impresionistas ya había otra mujer con ellos, Berthe Morisot, con quien congenió desde el primer momento. En la exposición impresionista de 1879, Mary Cassatt ya formaba parte de ellos. Desde aquel momento y hasta 1886 su obra permaneció ligada al círculo de artistas impresionistas de París, llegando incluso a participar en la primera exposición impresionista en los Estados Unidos celebrada aquel mismo año. En 1882, la muerte de su querida hermana Lydia, con quien continuaba viviendo, la sumió en una profunda tristeza que la alejó momentáneamente del mundo del arte. El estilo de Mary Cassatt fue evolucionando y, a finales de la década de 1880 empezó a distanciarse de los dictados impresionistas y se acercó a un reflejo más fiel de la realidad. Empezó a realizar sus entrañables recreaciones de escenas domésticas destacando sus preciosos retratos de madres junto a sus hijos. A pesar de que Mary decidió no casarse nunca y no disfrutó la maternidad en primera persona, en estos cuadros plasmó con fiel realismo la ternura y el amor maternal, inspirándose en amigas y familiares o en cuadros de la Virgen con el Niño Jesús. Durante la última década del siglo XIX la obra de Cassatt había madurado y empezó a exponerse con éxito en galerías de arte de Nueva York y París. También se acercó a un estilo oriental basado en artistas japoneses que habían expuesto su obra en la capital francesa en 1892. En 1891 aceptó el encargo de pintar un gran mural para el Women’s Building de la Exposición Universal de Chicago que iba a celebrarse dos años después. El edificio, construido por la arquitecta Sophia Hayden, aglutinó una serie de conferencias y debates sobre el papel de la mujer en distintos ámbitos de la sociedad además de una amplia biblioteca con libros escritos por mujeres. La pintura, titulada Modern Woman desapareció después de la exposición. Con el cambio de siglo, Mary Cassatt era ya una reputada pintora reconocida en muchos países. La Francia que la vio crecer como artista le otorgó en 1904 la Medalla de la Legión de Honor. En su constante búsqueda de inspiración, en 1910
viajó a Egipto para empaparse del arte de los faraones. Pero Mary había superado ya las seis décadas de vida y su cuerpo empezaba a resentirse. Aquel viaje la agotó físicamente y su salud fue degenerando. En 1914, después de sufrir varias enfermedades como la diabetes o el reumatismo, Mary quedó prácticamente ciega de unas cataratas y tuvo que aceptar la evidencia y empezar a dejar los pinceles que tanto le habían dado pero no se alejó del mundo. Aún tuvo fuerzas para apoyar los movimientos sufragistas que luchaban por los derechos de las mujeres. A ellas donó casi una veintena de cuadros. Mary Cassatt moría el 14 de junio de 1926 en el castillo francés de Beaufresne. Fue enterrada en el mausoleo de Le Mesnil-Théribus, en la Picardía francesa. Grandes pinacotecas del mundo como el Museo del Prado de Madrid, el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York o el Museo d’Orsay de París custodian algunas de sus obras.
Eva Gonzalès (1849-1883) Eva Gonzalès tuvo una vida breve. El nacimiento de su hija terminó con una de las pintoras impresionistas más importantes de la historia. Pupila de Charles Joshua Chaplin y Édouard Manet, Gonzalès aprendió de los más grandes y acabó definiendo un estilo propio que la muerte se encargó de truncar. Durante décadas fue recordada exclusivamente por su labor como modelo de los pintores impresionistas franceses pero poco a poco su figura como pintora va siendo recuperada. Su obra se expone en algunas de las principales pinacotecas del mundo. Eva Carola Jeanne Emmanuela Antoinette Gonzalès nació en París el 19 de abril de 1849 en el seno de una familia burguesa de origen español y monegasco. Su padre, Emmanuel Gonzalès, era novelista, redactor del periódico Le Siècle y fundador de La revue de France. Su madre, Marie Céline Ragut, era una reputada música de origen belga. Eva recibió una esmerada educación y creció rodeada de la más exquisita intelectualidad de París. En 1865 empezó a recibir clases de Chaplin, un pintor que había desarrollado un programa de estudios artísticos para mujeres. Cuatro años después fue Édouard Manet quien se convirtió en su profesor. En el taller de Manet, además de haber posado para el artista, aprendió los principales secretos del estilo impresionista y entró en conflicto con otra de las pupilas de Manet, Berthe Morisot. En 1876, expuso en el Salón de París El soldadito. Por aquel entonces, Eva hacía tiempo que había iniciado un estilo propio alejado del de Manet e influenciada por Edgard Degas. En 1879, se casó con el pintor y grabador Henri Guérard y continuó con su carrera artística haciendo de sus amigos y familiares los protagonistas de sus lienzos. Eva Gonzalès fue reconocida por la crítica parisina pero disfrutó de una fama efímera. Tenía solamente treinta y cuatro años cuando el nacimiento de su hija le provocó una
embolia que terminó con su vida. Eva Gonzalès falleció el 5 de mayo de 1883.
COMPOSITORAS Maddalena Casulana (1540-1590) La educación musical de las mujeres, sobre todo de las pertenecientes a la burguesía y la nobleza, era bastante común en la Europa medieval y renacentista. La excelencia de alguna de aquellas mujeres hizo que sus interpretaciones traspasaran los muros del ámbito privado y se atrevieran incluso a sumergirse en sus propias composiciones. Maddalena Casulana fue una de aquellas mujeres tocadas por el don de la creatividad musical. A pesar de ser la primera mujer en publicar un trabajo musical y de haber colaborado con algunos de los principales músicos de su tiempo, poco sabemos de la vida de esta genial artista. Se desconoce la fecha exacta del nacimiento de Maddalena Casulana situado en Casola d’Elsa, en Siena, alrededor de 1540. Localización que se deduce de su apellido y de la cita del literato sienés Giulio Piccolomini, quien la nombra entre muchos de los artistas destacados de Siena. Como su nacimiento, los escasos datos de su biografía, que se reducen a su recorrido profesional por distintas ciudades de Italia, se conocen gracias a dedicatorias hechas por ella misma en sus obras o por otros autores que la citan. Venecia, Florencia, Milán o Vicenza fueron algunos de los destinos de la compositora en los que se dedicó a impartir clases de música y a componer madrigales. Que estuvo casada con un hombre que al parecer se llamaba Mezari se sabe también por la dedicatoria que el editor veneciano Angelo Gardano le hizo en una publicación de madrigales en la que citaba a la compositora como Maddalena Casulana di Mezari. 1586 es la última fecha en la que aparece algún dato de la biografía de Maddalena; fue el año en el que se publicó su última composición. Tras esta fecha, el silencio, hasta 1590 que parece que fue el año en el que murió. Maddalena Casulana empezó su andadura musical como intérprete de laúd y cantante aunque pronto se centró en su actividad como compositora. En 1566, ya había compuesto cuatro madrigales que se recopilarían bajo el nombre de Il Desiderio (El Deseo). Maddalena pasó a la historia de la música por ser la primera mujer en ver publicada una de sus obras musicales. Con el sencillo nombre de Il primo libro di madrigali, se publicaba en Venecia su primera recopilación de madrigales a cuatro voces. Esta importante obra estuvo dedicada a otra gran mujer, Isabela de Médicis, hija del Gran Duque de Toscana Cosme I de Médicis y su esposa Leonor de Toledo y una apasionada de la música. De esta dedicatoria destaca su reflexión acerca de la capacidad de las mujeres para dedicarse a la composición: «Deseo mostrar al mundo,
tanto como pueda en esta profesión musical, la errónea vanidad de que sólo los hombres poseen los dones del arte y el intelecto, y de que estos dones nunca son dados a las mujeres». Maddalena dedicó su vida a la composición, regalando a la historia de la música más de sesenta madrigales.
Francesca Caccini (1587-1641?) Durante los festejos que tuvieron lugar el 17 de diciembre de 1600 con motivo del enlace entre Enrique IV de Francia y su segunda esposa María de Médicis, una jovencita de apenas trece años encandiló a todos los presentes con su hermosa voz. Aquella niña iba acompañada por su propio padre, un compositor que había sido contratado para la ocasión. Eran una familia de artistas provenientes de Florencia. La pequeña, a la que los suyos llamaban cariñosamente Cecchina, se llamaba Francesca Caccini y pasaría a la historia como la primera compositora de óperas. Dotada de grandes dotes musicales, tocaba varios instrumentos y compuso muchas obras. Solamente una ópera ha llegado hasta nuestros días. Su memoria, fue también olvidada. Francesca Caccini nació el 18 de septiembre de 1587 en Florencia. Su padre, Giulio Caccini, era cantante y compositor reconocido en la corte florentina de los Médicis. Su madre, Lucía Gagnolanti también se dedicaba al canto. Francesca recibió una amplia educación humanista así como una extensa formación musical de manos de su propio padre. Fue en la boda de Enrique IV donde actuó por primera vez en público, encandilando de tal modo a la nueva pareja real que pidió a su padre que permanecieran en la corte francesa, a lo que se negaron las autoridades florentinas quienes reclamaron la vuelta de la familia Caccini junto a los Médicis. Francesca dedicó aquellos años a ejercer como profesora de música, a tocar varios instrumentos, como el laúd y el arpa, a cantar y componer. En 1607, se casaba con otro músico de la corte florentina llamado Giovanni Battista Signorini, con quien tendría una hija, Margherita. En aquellos años, además de abrir una escuela de música, Francesca se convirtió en una de las músicas mejor pagada en Florencia y en una compositora prolija. Junto al poeta Miguel Ángel Buonarroti el Joven (sobrino nieto del gran artista del Renacimiento), Francesca Caccini compuso varias canciones. En febrero de 1625 estrenaba La liberazione di Ruggiero, considerada como la primera ópera compuesta por una mujer, y la única de las cinco que compuso Francesca que sobrevivió. La obra, compuesta en ocasión de la visita del príncipe Ladislao Segismundo a Italia, tuvo tanto éxito que se convertiría también en la primera ópera italiana en interpretarse fuera de las fronteras italianas, concretamente en Varsovia, en 1628. En diciembre de 1626 fallecía su esposo y pocos meses después volvía a casarse
con un noble originario de Luca, Tommaso Raffaelli, con quien tuvo un hijo. Tommaso fallecería cuatro años después, dejando a la joven viuda en una situación bastante acomodada. De vuelta a Florencia con sus dos hijos, hacia 1634, Francesca Caccini volvió a trabajar al servicio de los Médicis. Cuando en mayo de 1641 dejaba la corte, la pista de Francesca desaparecería para siempre.
Élisabeth Jacquet de La Guerre (1665-1729) Durante el floreciente período del barroco francés, la música vivió un auténtico momento de esplendor. Élisabeth Jacquet de La Guerre fue uno de los nombres propios de aquellos tiempos. No sólo fue una gran intérprete de clavecín, sino que también dedicó su vida profesional a la composición. Su talento llegaría a deslumbrar a personajes de la talla del rey Sol. Élisabeth Jacquet de La Guerre nació en Saint-Louis-en-l'Île, en París, el 17 de marzo de 1665. Élisabeth vivió la música desde pequeña pues nació en el seno de una familia de músicos. Su padre, Claude Jacquet, era un conocido e influyente organista. Élisabeth tuvo cuatro hermanos que también se dedicarían a la música. Desde bien pequeña, destacó como niña prodigio. A los cinco años ya llamó la atención de Luis XIV cuando ofreció al monarca un concierto de clave. Tan impresionado quedó el rey Sol, que la conocida como «Pequeña maravilla» permaneció unos años en la corte de Versalles al servicio de Madame de Montespan. Élisabeth se casó en 1684 con Marin de La Guerre, un organista con el que se trasladó a vivir a París. Su vida transcurrió entonces tranquila dando conciertos, trabajando como profesora y componiendo. En 1687 publicó su Premier Livre de Pièces de Ariette. Su matrimonio duró escasos seis años. En 1700, se divorció de Marin. Poco tiempo después, Élisabeth sufrió la desaparición de sus padres y de su hijo, quien también había destacado como niño prodigio con el clave. Hasta 1707 Élisabeth permaneció en un triste silencio profesional. Entonces empezó de nuevo su vida al lado de la música, esta vez investigando las nuevas formas italianas de la sonata y la cantata. En 1715, publicaba su última gran obra, Cantates françoises. Desde entonces hasta su muerte el 27 de junio de 1729, Élisabeth Jacquet de La Guerre fue retirándose paulatinamente de la vida pública.
Maria Anna Mozart (1751 - 1829) Maria Anna Walburga Ignatia, hermana mayor de Mozart, fue una niña prodigio como su hermano. Ambos unidos por la mutua admiración infantil y la interpretación musical, fueron exhibidos por su ambicioso padre por las cortes de Viena y París. Pero mientras Mozart continuó con su carrera musical, Maria Anna tuvo que
abandonarla por su papel de madre y esposa. Maria Anna, conocida también como «Nannerl» o «Marianne», era la mayor de los cuatro hijos del matrimonio Mozart. Nació el 30 de julio de 1751. A los siete años, ante la atenta mirada de Wolfgang, su padre Leopoldo empezó a enseñarle a tocar varios instrumentos. Pronto destacó como genial intérprete en clave y piano. A sus clases se uniría pronto su hermano pequeño, compañero también de sus juegos en los que crearon un mundo de fantasía y se hicieron inseparables. Cuando Leopoldo Mozart decidió mostrar al mundo el prodigio de su hijo Wolfgang, también se llevó a Marianne. Las cortes de París y Viena fueron testigos de la genialidad de los dos hermanos por igual. Pero mientras Wolfgang estaba destinado a continuar exprimiendo su genio, a la joven casadera Marianne se le terminaba el tiempo. En el siglo en que vivió la joven Nannerl no había lugar para mujeres excepcionales, o al menos así lo dictaba la tradición y la costumbre. Sólo un carácter valiente y rebelde hubieran conseguido poner a la hermana de Mozart a su misma altura en la historia de la música. Pero Nannerl se mostró siempre sumisa a los designios de su padre y dispuesta a aceptar el destino que le tocaba como mujer. Nannerl no sólo tuvo que abandonar su espléndida carrera como intérprete sino que también tuvo que renunciar a un verdadero amor, el capitán y tutor Franz D'Ippold, por el marido que su familia le había escogido para ella. Su carácter obediente contrastaba con los constantes actos de desobediencia de su hermano a quien no gustaba en absoluto que Nannerl acatara todas las órdenes de su padre. A pesar de los esfuerzos de Wolfgang porque su hermana siguiera los dictados de su propia voluntad, Nannerl aceptó casarse con la elección de Leopoldo, un magistrado millonario llamado Johann Baptist Franz von Berchtold zu Sonnenburg. Así, Nannerl pasó de ser una joven prodigio a convertirse en la rica esposa de un magistrado. Se hizo cargo de cinco hijos que su marido ya tenía de dos matrimonios anteriores y de los tres hijos que tuvo con él. Sin embargo, el mayor de estos, llamado Leopoldo, fue criado por su abuelo, no se sabe a ciencia cierta si para convertirlo también en un genio de la música como Wolfgang o por otras razones desconocidas. Marianne hubiera sido probablemente el alter ego femenino de su hermano Wolfgang. Según unas cartas que éste escribió a su hermana en las que alababa sus obras, Marianne podría haber iniciado su carrera como compositora aunque nunca se conoció ninguna pieza musical suya. Lo que sí está claro es que fue una genial intérprete y que podría haber llegado muy lejos en el mundo de la música si los corsés de la época y su propia voluntad no lo hubiesen impedido. Su particular contribución fue sin duda la inspiración de varias de las geniales obras de su hermano. A pesar de quedarse ciega, continuó ejerciendo como profesora de piano y tocando este instrumento hasta su muerte el 29 de octubre de 1829.
Maria Theresia von Paradis (1759-1824) Ciega desde que era una niña, Maria Theresia Von Paradis superó su discapacidad física y se convirtió en una respetada intérprete y compositora, admirada por grandes nombres de la música como Mozart, quien al parecer le habría dedicado una de sus obras. Aprendió de los mejores músicos de su Viena natal y viajó por media Europa mostrando su talento. La falta de visión no le impidió componer sinfonías, óperas y otras piezas musicales. Aunque algunas de sus obras no se han conservado, su música se continúa interpretando en la actualidad, manteniendo viva la memoria de esta mujer que no sólo tuvo que enfrentarse a su condición femenina para hacerse un hueco en el mundo de la música. Su ceguera fue un impedimento que tuvo que superar, demostrando que nada podría frenar su talento. Maria Theresia Von Paradis nació el 15 de mayo de 1759 en la ciudad de Viena. Maria Theresia era hija de Joseph Anton Paradis, Secretario Imperial en la corte de la emperatriz María Teresa de Austria. No se sabe por qué razón médica, siendo una niña de poco más de dos años empezó a perder la visión hasta quedarse ciega. Y aunque fue tratada por algunos de los médicos más respetados de su tiempo, nunca pudo recuperar la vista. A pesar de su discapacidad, Maria Theresia mostró desde bien pequeña un gran talento para la música. Como no podía leer, memorizaba las notas de memoria para poderlas tocar luego en el piano. Parece ser que la emperatriz, en cuyo honor su padre le había puesto el nombre de Maria Theresia, la ayudó económicamente y puso en contacto a la pequeña con los principales compositores de la Viena de su tiempo. Así, pudo aprender de Leopold Kozeluch, Antonio Salieri o Carl Friberth. Con tan sólo once años dio su primer concierto tocando el órgano y cantando y a los dieciséis ya era reconocida por los círculos artísticos vieneses como una cantante e intérprete virtuosa. En 1783, se embarcó en una larga gira de tres años por Europa, mostrando su talento en ciudades como París, Londres, Berlín o Praga. En París tuvo ocasión de conocer a Valentin Haüy, uno de los pioneros en la integración de los invidentes en la sociedad. En el tiempo que permaneció en la capital francesa, además de triunfar con sus conciertos colaboró con Haüy en la creación de una escuela para ciegos. Maria Theresia von Paradis compuso cinco óperas, tres cantatas, conciertos para piano y su famoso concierto Sicilienne. Pudo componer sus obras gracias a un tablero para componer inventado por su compañero Johann Riedinger, compositor y libretista, y a una máquina de escribir para ciegos ideada por Wolfgang von Kempelen. Su obra fue admirada por grandes compositores de su tiempo como Haydn o Mozart. Al parecer, el gran compositor de Salzburgo le habría dedicado su Concierto para piano nº 18. Con el cambio de siglo, Maria Theresia von Paradis se centró más en la composición que en la interpretación, además de dedicar buena parte de su tiempo a la enseñanza musical. En 1808 fundó su propia escuela para niñas en Viena,
donde ejerció como maestra hasta el final de sus días. Maria Theresia von Paradís falleció en Viena el 1 de febrero de 1824.
Fanny Mendelssohn (1805-1847) Cuentan los anecdotarios que cuando la reina Victoria I de Inglaterra escuchó por primera vez una canción titulada Italien, quedó tan conmovida que quiso felicitar personalmente a su autor, Felix Mendelssohn. Invitado a Buckinghan Palace por la soberana en 1842 para que interpretara la pieza en su honor, debió pasar un momento bastante bochornoso al confesar que dicha canción en verdad la había compuesto su hermana Fanny. Tanto o más virtuosa que su hermano, Fanny Mendelssohn tuvo que doblegarse ante las normas machistas de su tiempo, a pesar de que muchos, incluido su padre y su hermano, admiraron siempre su talento. Sólo el paso del tiempo y la recuperación de su obra por algunas firmas prestigiosas de música han colocado a la desconocida hermana de Mendelssohn en el lugar que su mundo nunca le dejó. Fanny Cacilie Mendelssohn nació el 14 de noviembre de 1805 en la ciudad alemana de Hamburgo. Fue la mayor de los cuatro hijos del banquero y filántropo Abraham Mendelssohn y su esposa, Lea Salomon, ambos procedentes de distinguidas familias judías. Entre sus ancestros destaca el abuelo paterno, el filósofo Moses Mendelssohn. Educada en un ambiente exquisito, Abraham Mendelssohn, quien pronto se fijó en las actitudes para la música tanto de Fanny como de su hermano Felix, decidió darles a ambos una formación específica. Desde pequeños demostraron un talento excepcional para la interpretación y la composición musical a partes iguales. Pero cuando crecieron, los roles sociales preconcebidos para hombres y mujeres truncaron la carrera de Fanny. Mientras que su hermano Felix pudo continuar con su carrera musical, ella tuvo que aceptar que la música, como dijo su propio padre, sería para ella un mero «ornamento». Fanny Mendelssohn contrajo matrimonio en 1829 con un pintor de la corte prusiana, Wilhelm Hensel, con quien se instaló en Berlín. Allí tuvo que aceptar su nuevo rol de esposa y madre de un único hijo. Tuvo suerte sin embargo, pues su marido aceptó que Fanny continuara componiendo y organizando uno de los salones culturales más famosos de la ciudad en el que se dieron cita otros compositores e intérpretes como Franz Liszt o Clara Schumann. Con el apoyo incondicional de Wilhelm, Fanny publicó en 1837 una de sus canciones firmadas con su nombre y no con el de su hermano como sucedió con muchas otras de sus obras. La única vez que Fanny Mendelssohn tocó en público fue al año siguiente, en 1838, cuando interpretó una pieza de su hermano Felix, el Concierto para Piano Nº.1. Un año antes de su muerte, Fanny publicó una compilación de canciones compuestas por ella. Poco disfrutó de la notoriedad pública como compositora. El 14 de mayo de 1847 falleció
a los cuarenta y un años mientras interpretaba una obra de su hermano. Felix Mendelssohn, impresionado con la muerte de su amada hermana, nunca se recuperó de su pérdida. Moría seis meses después. Antes pudo terminar su última obra, un cuarteto de cuerda dedicado a Fanny.
Clara Schumann (1819-1896) Empezó a estudiar piano con cinco años, con ocho, componía su primera pieza musical y al año siguiente hacía su exitoso debut como virtuosa del piano. El amor la llevó a ser la musa y compañera incondicional de Robert Schumann. Mujer inteligente y luchadora, Clara Schumann superó con dignidad muchas tragedias personales como la separación de sus padres, la muerte de cuatro de sus ocho hijos y el intento de suicidio de su marido. Pero claro, tantos problemas y trabas le impidieron continuar con la que podría haber sido una excelente carrera musical. Clara Wieck nació el 13 de septiembre de 1819. Hija de una cantante y pianista y un profesor de piano, Clara estaba destinada a ser una gran concertista. De eso se encargó su padre, quien se preocupó de darle la mejor formación musical con los mejores profesores de la época. Como Clara, existían en el siglo XIX muchas jóvenes promesas que daban conciertos por toda Europa mostrando sus dotes al piano. Sin embargo, la carrera de muchas de ellas se veía pronto truncada por la obligación de ser madres y dedicarse a su hogar. A la escuela de su padre llegaban muchos jóvenes dispuestos a aprender y convertirse en grandes compositores. Uno de ellos entró rápidamente en el corazón de Clara. Con sólo once años se enamoró de Robert Schumann, nueve años mayor que ella. En aquel momento, Robert no era el gran compositor que llegaría a ser, sino que era un joven con pocos recursos y un carácter tendente a la depresión. Con estas credenciales, el padre de Clara se opuso firmemente a la unión de su hija con el joven Schumann. De modo excepcional para su época, Clara se enfrentó a su padre llegando a los tribunales. Era menor de edad y necesitaba la aprobación paterna para poderse casar, así que, como no la obtuvo, dejó que la justicia mediara en el problema, fallando a favor de los jóvenes. A Clara no le importó abrir una profunda fractura en la buena relación que tenía con su padre. Un gran amor acaba de nacer y nada lo iba a romper. Sin embargo, ese amor llevó a Clara a una vida de renuncia y con ciertas tribulaciones ante las que tuvo que demostrar una gran fuerza de espíritu y de lucha. No era extraño que una mujer fuera concertista, pero que compusiera no era muy normal. Este prejuicio social y sus propias dudas en relación a su gran talento hicieron que Clara solamente compusiera cuatro obras. Una vez casada, no volvió a componer. Sin embargo, de modo excepcional para el tiempo que le tocó vivir, Clara sí que pudo dedicarse toda su vida a dar conciertos por todo el continente e incluso
ganarse la vida con ello sacando a su familia adelante. Clara fue una esposa fiel y una madre excepcional. Cuidó de sus ocho hijos y trabajó hasta su muerte para que a su familia no le faltara de nada. Siempre al lado de su esposo, Clara fue la gran musa de Schumann, al que inspiró gran parte de su obra, y la intérprete de la misma. Lo común entre los compositores de la época era que ellos mismos tocaran sus propias piezas, pero un problema en la mano derecha hizo que Robert no pudiera interpretarlas. Para eso estaba su famosa y exitosa esposa. Fiel hasta el final al papel que le tocó vivir, Clara Schumann superó la muerte de alguno de sus hijos y siguió tocando incluso después del intento de suicidio de su marido. El carácter depresivo que no había gustado al padre de Clara no desapareció con el tiempo, al contrario, altibajos en la carrera del compositor le llevaron a la desesperada decisión de lanzarse a las aguas del Rin. Internado en un psiquiátrico, Clara continuó sus giras, a pesar de estar de nuevo embarazada. Y Clara no dejó de querer a su marido al que apoyó y ayudó hasta su muerte. Clara Schumann supone un ejemplo de mujer inteligente, tenaz, luchadora y responsable. Fue madre con devoción, esposa con respeto y una de las pianistas más grandes de la historia. Clara renunció a seguir componiendo pero en la obra de Robert Schumann está parte de su genio y grandeza. Clara moría el 20 de mayo de 1896.
Pauline Viardot-García (1821-1910) Pauline Vilardot-García nació y se crió rodeada de música. Con unos padres y hermanos dedicados a componer, cantar e interpretar, no es extraño que Pauline siguiera los pasos de los suyos. Y lo hizo con tal maestría que su voz llegó a hipnotizar a grandes compositores de su tiempo. A sus pies se rindieron Rossini, Chopin, Liszt. Casada con un escritor, mantuvo una extraña relación extramatrimonial con uno de aquellos hombres ilustres, Ivan Turguénev, quien dejó su amada Rusia para seguirla allá donde ella estaba. Michelle Ferdinande Pauline García nació en París el 18 de julio de 1821. Su padre, Manuel del Pópulo Vicente García, era tenor, compositor y maestro de canto y su madre, Joaquina Briones-Sitchez, era soprano. Sus dos hermanos también se dedicaron al mundo de la música. Su hermana María Felicia, pasó a la historia como una gran diva del bel canto bajo el nombre de María Malibrán, mientras que su hermano Manuel fue barítono y profesor como su padre. Pauline recibió formación musical como sus hermanos de la mano de su estricto padre quien le enseñó a tocar el piano y le dio clases de canto. Desde que empezó a adentrarse en el mundo de la música, Pauline sintió una especial debilidad por el piano, cuya técnica aprendió de la mano de grandes figuras como Franz Liszt y Hector Berlioz. Pero a la muerte de su padre, cuando tenía once años, su madre tomó las riendas de su incipiente carrera musical y la obligó a dejar su
tan amado instrumento y centrarse en perfeccionar el canto. Aunque no pudo dedicarse profesionalmente, Pauline continuaría tocando el piano en privado toda su vida. En 1837, con tan sólo dieciséis años, Pauline García hizo su debut como cantante en Bruselas. Dos años después Londres se rendía a sus pies gracias a su representación de Desdémona, en la ópera de Rossini Otello. En 1840, Pauline se casaba con Louise Viardot, un escritor, hispanista y director del Teatro Italien veintidós años mayor que ella. A pesar de la gran diferencia de edad, Louise amó y respetó siempre a su esposa a la que ayudó en su carrera musical y aceptó incluso a pesar de sus infidelidades. La pareja llegaría a tener cuatro hijos, los cuales también se dedicaron también a la música. Pauline Viardot-García se convirtió en poco tiempo en una admirada cantante de ópera que inspiró a compositores como Berlioz, Chopin o Saint-Saëns. Ella misma compuso también algunas piezas, pero nunca tuvo la intención de exponerlas al público más allá de los alumnos que tendría en la última etapa de su carrera. En uno de sus muchos viajes por Europa, Pauline llegó a San Petersburgo, donde permanecería tres años cantando en la Ópera de dicha ciudad rusa. Fue allí donde conoció al escritor Ivan Turguénev quien quedó prendado para siempre de su belleza y su personalidad hasta tal punto que no dudó en dejar San Petersburgo cuando ella también volvió a Francia. En la casa de campo que los Viardot tenían en Courtavenel, Pauline recibía a grandes nombres de la música, las letras y las artes como Rossini, George Sand o Delacroix. Entre ellos siempre estaba Turguénev con quien parece ser que mantuvo un romance durante años con el silencioso beneplácito de Louise Viardot. En 1863 Pauline Viardot-García se retiró de los escenarios y se dedicó durante años a enseñar en el Conservatorio de París y a presidir un salón de música situado en el Boulevard Saint-Germain. 1883 fue un año triste para Pauline. En poco tiempo perdió a su marido y a su amado Ivan. Desde entonces y hasta su muerte Pauline vivió volcada en su faceta de profesora y en seguir las carreras musicales de sus propios hijos. El 18 de mayo de 1910 fallecía en su hogar de París a los ochenta y ocho años de edad.
FOTÓGRAFAS Anna Atkins (1799-1871) The pencil of nature, de William Henry Fox Talbot, está considerado como el primer libro que incorporó en sus páginas fotografías para ilustrarlo. Talbot, pionero de la fotografía gracias a su invento conocido como calotipo, publicó su obra en 1844. Un año antes, una mujer llamada Anna Atkins había publicado con sus propios fondos, British algae: cyanotype impressions, un libro en el que se recogían decenas de ilustraciones fotográficas. La obra de Atkins no era sólo un trabajo de gran
importancia para la ciencia por la gran cantidad de información sobre las algas que había recopilado, sino que la convertía en la primera fotógrafa de la historia. Por desgracia, Talbot se llevó el mérito, como así lo atestiguan la gran mayoría de obras dedicadas a la historia de la fotografía. Anna Children Holwell nació el 16 de marzo de 1799 en Tonbridge, Reino Unido. Su padre, John George Children, era un científico inglés que perdió a su esposa un año después del nacimiento de Anna. Al parecer, tras el parto, Hester Anna Holwell nunca se recuperó. La muerte de su madre forjaría unos vínculos muy fuertes entre Anna y su padre. Durante los primeros años de la vida de Anna, ella y su padre vivieron de manera acomodada gracias a la fortuna familiar. Padre e hija viajaron por Europa, mientras John George ofrecía a su pequeña una educación alejada de los convencionalismos de su tiempo. En 1816, la quiebra de la banca del abuelo George Children, obligó a su hijo y nieta a cambiar de vida. Se trasladaron a vivir a Londres donde John George tuvo que buscar un trabajo. Hasta ese momento había vivido holgadamente, viajando y realizando experimentos científicos. John George encontró un trabajo como ayudante de bibliotecario del departamento de Antigüedades del Museo Británico. Cinco años después fue trasladado al departamento de historia natural. Cuando en 1822 empezó a trabajar en la traducción del libro Genera of Shells, obra de un autor francés, en el que Anna participó haciendo doscientos cincuenta y seis dibujos que reflejaban fielmente los especímenes que observó, estudió y analizó en el propio museo. En 1825, Anna Children se casó con John Pelly Atkins, un hombre de negocios que tenía propiedades en Jamaica y fue impulsor del ferrocarril en Inglaterra. La pareja se instaló en Halstead Place, una finca en la que la nueva señora Atkins, hizo construir un herbario en el que empezó a estudiar las plantas. Estudio que le llevaría a sumergirse en la naturaleza de las algas británicas durante más de una década. Anna conocía los nuevos inventos que estaban apareciendo en el mundo de la fotografía. William Henry Fox Talbot había creado un proceso llamado calotipo con el que podía tomar «dibujos fotogénicos». Amigo de la familia Children, Talbot envió a John George un paquete con varias muestras del invento. En aquel tiempo, John Frederick William Herschel había inventado el cianotipo, con el que conseguía plasmar la realidad con fotografías que mostraban un azul profundo (de ahí su nombre). Herschel, que también conocía a los Children, les envió muestras de su invento. Anna empezó a interesarse por estas nuevas técnicas y realizó muchas fotografías de las algas británicas con el proceso del cianotipo. La utilización de este tipo de imágenes no fue muy bien acogido por la comunidad científica que seguía pensando que las ilustraciones eran mucho más fieles a la realidad. Sin embargo, Anna recopiló sus cientos de fotografías y las convirtió en su primera obra científica, British Algae: Cyanotype Impressions (Algas británicas: impresiones en cianotipia). Anna publicó
por partes su obra, entre 1843 y 1853, y la pagó de su propio bolsillo. Con la ayuda de una buena amiga, Anne Dixon, prima segunda de la escritora Jane Austen, Anna se volcó de lleno en editar su obra y hacer las copias, un total de cuatrocientas. De su vida privada no se conoce prácticamente nada. Años después de publicar su primera obra, escribió otros libros, algunos de poesía y una biografía de su padre. Falleció el 9 de junio de 1871 a los setenta y dos años de edad. Su obra fue donada íntegramente al Museo Británico.
Frances Benjamin Johnston (1864-1936) Cinco años antes de la muerte de Anna Atkins, al otro lado del Atlántico, nacía una niña que pasaría a la historia por ser una de las fotoperiodistas pioneras y más reconocidas del siglo XIX. Independiente, transgresora de los convencionalismos de su tiempo, Frances Benjamin Johnston no sólo sintió la misma pasión que Atkins por aquel nuevo invento que pasó a llamarse fotografía sino que hizo de él una profesión de éxito. A lo largo de más de seis décadas, la incansable Frances inmortalizó con su talento tras el objetivo a grandes personalidades de la vida política, social e intelectual de los Estados Unidos y rescató los paisajes olvidados de su tierra natal. Su vida y su obra fueron una fuente de inspiración para otras mujeres que admiraban no sólo la obra de Frances, también, quizá sobre todo, su independencia. Frances Benjamin Johnston nació el 15 de enero de 1864 en Grafton, una ciudad de Virginia Occidental en la que vivió muy poco tiempo. En 1875, la familia Johnston se había instalado en Washington, después de vivir una temporada en Rochester. En la capital, el padre de Frances trabajaba en el Departamento de Tesorería de los Estados Unidos y su madre se ganaba la vida como periodista especializada en temas políticos, algo poco habitual en una mujer de finales del siglo XIX. Así que Frances creció en un ambiente acomodado y se podría decir que privilegiado a nivel económico y también intelectual y social, pues la posición de sus padres le permitiría con el tiempo conocer a personalidades relevantes. Pero Frances era aún una niña, la única que sobrevivió de los cuatro hijos del matrimonio, que recibió una exquisita educación con tutores privados primero y en prestigiosas escuelas después como la Academia Notre Dame, un centro religioso para chicas de Baltimore, en la que se graduó. Como muchas chicas de clase social acomodada, Frances completaría sus estudios con un viaje por Europa. (Ya vimos en su momento a Mary Cassatt atravesando el Océano para descubrir todo el arte del Viejo Continente). Como la pintora impresionista, Frances recaló en París. Allí ingresó en la Académie Julian, un centro artístico abierto a estudiantes internacionales que excepcionalmente aceptaba mujeres. A lo largo de dos años, entre 1883 y 1885, Frances recibió clases de dibujo y pintura de maestros reconocidos, como el pintor Adolphe William Bouguereau.
De vuelta a los Estados Unidos, se unió a la Art Students League, una organización fundada principalmente por mujeres en la que acudía a charlas y participaba en distintas actividades relacionadas con el arte. También acudió a clases en la Corcoran School of Art y acudió a distintos eventos de la Smithsonian Institution. Frances empezó en aquellos años a hacer sus primeras incursiones profesionales como ilustradora en algunos periódicos hasta que un amigo de la familia puso en sus manos un objeto que le cambiaría la vida. A finales de la década de 1880, George Eastman, fundador de la Eastman Kodak, había patentado una cámara de fotos que funcionaba con un rollo de película sustituyendo las placas de cristal. En una reunión de amigos, Eastman le enseñó a Frances una de aquellas novedosas cámaras. A partir de entonces, la futura fotógrafa dejó de lado el uso de la ilustración para acompañar a las noticias y empezó a ver en la imagen congelada dentro de la cámara Kodak una manera más fidedigna de plasmar la realidad. Frances se sumergió de lleno en el mundo de la fotografía de la mano del director de fotografía de la Smithsonian Institution. En 1889, la Demorest’s Family Magazine publicó su primer gran reportaje fotográfico. Bajo el título Uncle Sam’s Money, Frances inmortalizó el proceso de fabricación del dólar americano. Fue el primero de una larga lista publicados en dicha revista y que la convertirían en una reconocida fotoperiodista. En 1895, abrió su propio negocio de fotografía en la capilar norteamericana desde el que continuó realizando amplias series de fotografía documental. Su reputación y los contactos de su familia la convirtieron también en la fotógrafa de grandes personalidades de su tiempo, empezando por los inquilinos de la Casa Blanca. Fueron cinco los presidentes de los Estados Unidos, sus familiares y amigos, los que se pusieron bajo el foco de la ya prestigiosa fotógrafa. Junto a ellos, nombres como el escritor Mark Twain o la carismática sufragista Susan B. Anthony fueron retratados por ella. Convencida del camino que había tomado, el de una mujer independiente económicamente que no necesitaba de nadie para vivir, sabedora del éxito que había alcanzado en el mundo de la fotografía, Frances Benjamin Johnston dio una vuelta de tuerca y gritó al mundo su elección vital con un autorretrato que no dejó indiferente a nadie. Frances se fotografió con un cigarrillo en una mano y una jarra de cerveza en la otra mientras su falda aparecía arremangada hasta la rodilla. Una actitud «poco femenina», al menos para los estándares de su tiempo, con la que dejó bien claro el mensaje que quería transmitir. Fotógrafa comprometida con la sociedad, Frances quería plasmar con su cámara la realidad cotidiana de los trabajadores de las fábricas o de las mujeres y los roles que asumían en el día a día. Como culminación de este tipo de reportajes, destaca el que realizó en 1899 sobre los alumnos afroamericanos y descendientes de esclavos de una escuela de Virginia. Un año después, viajaba a París para participar como delegada en el Congreso Internacional de Fotografía en el que se convirtió en abanderada de las
mujeres fotógrafas cuyo papel defendió. Muchas de aquellas mujeres que habían seguido su mismo camino admiraban en privado y públicamente a quien se había convertido para ellas en un referente. Desde que la conociera personalmente en la Pan American Exposition, en 1901, la fotógrafa Mattie Edwards Hewitt se convirtió en una de las principales admiradoras de Frances. De hecho, Mattie ya sabía de la trayectoria profesional de Frances, cuyo famoso artículo publicado en 1897 Lo que la mujer puede hacer con una cámara en el Ladies Home Journal había influido en su propia carrera profesional. Casada con el también fotógrafo Arthur Hewitt, Mattie Edwards Hewitt era una fotógrafa especializada en paisajes y arquitectura. La relación profesional y de amistad que nació entre ambas fotógrafas se convirtió en algo más íntimo. Cuando en 1909 Mattie se divorció, se trasladó a vivir con Frances a Nueva York donde en 1913 abrieron un estudio cuya vida fue relativamente corta, pues funcionó hasta 1917, momento en el que su relación personal también terminó. Frances inició una nueva etapa en su carrera fotográfica en la que puso el foco en jardines e interiores. De nuevo, nombres destacados se pusieron a sus pies, como la escritora y ganadora del premio Pulitzer en 1921 por la Edad de la Inocencia, Edith Wharton, quien le abrió las puertas de su villa francesa para que fotografiara sus hermosos jardines. Su pasión por los paisajes evolucionó hasta evolucionar por un profundo interés por casas y entornos del pasado de su país que se encontraban en peligro de desaparecer. La arquitectura histórica se convirtió durante muchos años en su obsesión, creando un fondo documental gráfico de gran valor histórico del patrimonio norteamericano que se convirtió en herramienta indispensable para conservadores, historiadores y arquitectos. En 1945 Frances se compró una casa en Nueva Orleans donde continuó con su trabajo hasta que falleció el 16 de mayo de 1864 sin que su desaparición despertara demasiado interés mediático. La muerte de la que fuera una de las principales pioneras en el mundo de la fotografía y el fotoperiodismo fue anunciada solamente en un medio local de Nueva Orleans.
Christina Broom (1862-1936) A finales de 2014, el Museo de Londres organizaba una amplísima exposición de miles de fotografías realizadas por la que se considera como la primera fotoperiodista inglesa de la historia. Fotógrafa autodidacta, Christina Broom se introdujo en el mundo de la fotografía por necesidad y terminó inmortalizando algunos de los acontecimientos más relevante de la Inglaterra de principios del siglo XX. Christina Livingstone nació el 28 de diciembre de 1862 en Chelsea, en el seno de una familia acomodada. Christina adoptó el nombre de su marido al casarse con Albert Edward Broom en 1889. La pareja, que tuvo una hija llamada Winifred, tenía
una vida tranquila. El negocio familiar, una ferretería regentada por Albert, era suficiente. Pero en 1903, un accidente aparentemente absurdo trucaría la vida de los Broom. Albert recibió un golpe en la tibia con una bola de cricket cuya herida se complicó degenerando en necrosis. La inmovilidad de Albert supuso el declive de la ferretería y Christina tuvo que buscar una solución urgente. Acababa entonces de cumplir los cuarenta y decidió probar suerte con el negocio de las postales. A Christina se le ocurrió coger una cámara, aprendió a hacer fotografías más o menos profesionales de manera autodidacta y montó su primer negocio fotográfico vendiendo tarjetas postales a los visitantes de las Caballerizas Reales del Palacio de Buckingham. Ayudada por su hija adolescente, que dejó los estudios para revelar las fotografías que realizaba su madre, Christina vio cómo su reputación como fotógrafa crecía. Christina no era una fotógrafa de estudio, salía a la calle, acompañada de Winifred, plantaba su cámara y disparaba una y otra vez. Sus imágenes de eventos públicos como la inauguración del tranvía de Westminster, el funeral del rey Eduardo VII y la coronación de su sucesor Jorge V empezaron a aparecer en distintos periódicos londinenses mientras que la reina Mary la requería para que retratara a la familia real británica. En los momentos de mayor trabajo, Christina y Winifred llegaron a revelar mil fotografías diarias. La cámara de Christina Broom se convirtió en testigo impagable del movimiento sufragista británico, uno de los más activos y reivindicativos de principios de siglo. Líderes indiscutibles del sufragismo como Emmeline Pankhurst y sus hijas fueron inmortalizadas por Christina en las calles de Londres junto a las centenares de mujeres que se unieron a la lucha por el voto femenino en Inglaterra. En 1912, Christina sufrió otro duro golpe al morir su marido. Junto a su hija Winifred, marchó a vivir a una nueva casa y adoptó el nombre profesional de Señora Albert Broom. Cuando en 1914 se iniciaba la Gran Guerra, Christina quiso plasmar con su cámara la angustia de los soldados que marchaban al frente. Y, a pesar de que ella nunca estuvo en primera línea de batalla, sus imágenes de aquellos hombres a punto de jugarse la vida se convirtieron en un testimonio muy valioso de aquellos tiempos. Christina se convirtió así en fotoperiodista, una de las primeras de la historia, retratando a los soldados haciendo trabajos en sus cuarteles, curando a los heridos que llegaban del frente y preparándose para su propia partida. De aquellos tiempos de guerra tristes y oscuros, Christina fotografió también el funeral de la enfermera Edith Cavell, fusilada por los alemanes acusada de espiar contra Alemania. Finalizado el conflicto, su fama como fotógrafa la llevó a trabajar con revistas como Illustrated London News o The Sphere. A principios de los años treinta, Christina se encontraba cansada físicamente. Llevar la pesada cámara arriba y abajo había hecho mella en su cuerpo que ya rondaba los setenta años hasta que se vio obligada a moverse en silla de ruedas. Cuando cerró su negocio de postales empezó a vivir durante largas temporadas en
Margate, acompañada de su inseparable hija Winifred. Christina Broom falleció el 5 de junio de 1939.
Olive Edis (1876-1955) Christina no pudo, o no quiso, viajar al frente para fotografiar los terribles escenarios de la Gran Guerra pero muchas de las imágenes que nos han llegado del primer gran conflicto mundial fueron realizadas por mujeres. De hecho, fue una mujer fotógrafa la primera que fue contratada oficialmente para fotografiar el frente, tarea para la que fueron acreditados solamente seis profesionales de la fotografía a lo largo de todo el conflicto. En marzo de 1917 se fundaba en Londres el Imperial War Museum en el que se dedicó un comité específico para recopilar todo tipo de material relacionado con el esfuerzo de las mujeres en el conflicto. Dos años después, el Women’s Work Committee del museo encargó a Olive Edis la tarea de fotografiar la vida en el frente. Edis era entonces una reputada profesional de la imagen. Había nacido el 3 de septiembre de 1876 en Londres. Era la hija mayor de un respetable médico londinense. Tenía dos hermanas gemelas más pequeñas, Katharine y Emmeline. Cuando tenía dieciséis años, recibió un regalo que le cambiaría la vida para siempre. Su prima Caroline, hija de un prestigioso fotógrafo, le regaló una cámara de fotos. Con ella empezó a hacer sus primeras fotografías, en las que Caroline posaba muchas veces. Su hobby adolescente se convirtió en su modo de vida. En 1905, abrió junto a su hermana Katharine un estudio fotográfico en Sheringham. Dos años después, Olive se quedó al frente del negocio cuando Katharine lo dejó para contraer matrimonio. A lo largo de los años, Olive abriría varios estudios en distintas ciudades de Inglaterra expandiendo su negocio personal y convirtiéndose en una fotógrafa de prestigio. Su cámara inmortalizaría a personas anónimas y nombres ilustres a lo largo de los cincuenta años que duró su carrera profesional. Desde pescadores humildes hasta el rey Jorge VI. Sensibilizada con la lucha feminista, Edis fotografió a mujeres como la doctora Elizabeth Garrett Anderson, la parlamentaria Nancy Astor, o la sufragista Emmeline Pankhurst. Olive Edis fue una de las primera mujeres en Inglaterra en utilizar el autocromo de los hermanos Lumière. Su original diascope que ideó ella misma y patentó, le valió el aplauso de la Royal Photographic Society, que la aceptó entre sus miembros. Convertida en una fotógrafa de primer orden, no extraña que el Imperial War Museum la escogiera a ella, a pesar de ser mujer. En un principio el viaje se retrasó por la complicada situación que se vivía en el frente pero al final inició su viaje acompañada de Lady Priscilla Norman, presidenta del Women’s Work Committee que
ya había estado en el frente organizando un hospital en Francia. A lo largo del viaje, Edis fotografió las duras condiciones en las que trabajaban las mujeres en los hospitales de campaña y los desastres que provocaba la guerra. A pesar de que fueron muy pocos los fotógrafos acreditados en el conflicto, fueron muchas las imágenes que se tomaron gracias al interés de muchas personas que se llevaron sus cámaras a las zonas del conflicto. Uno de los casos más conocidos fue el de las enfermeras Elsie Knocker y Mairi Chisholm, conocidas como las damas de Pervyse. Además de ejercer una importantísima labor de asistencia en el frente belga, utilizaron su cámara para pasar mejor los pocos ratos tranquilos y vieron en sus imágenes una potente manera de recabar fondos para su causa. En el frente ruso, otra enfermera, Florence Farmborough también utilizó su talento para inmortalizar el conflicto. En 1920, Edis viajó a Canadá para fotografias el Canadian Pacific Railway. Algunas de aquellas imágenes las realizó a color, siendo de las primeras que se hicieron. En 1928 se casó con un abogado, Edwin Galsworthy, y ejerció como madrastra de los dos hijos de su marido. Edis no dejó nunca de trabajar en lo que le apasionaba, hasta que falleció el 28 de diciembre de 1955.
Lee Miller (1907-1977) Cuando las tropas aliadas entraron en París, una mujer norteamericana, posiblemente la única, lo hizo en calidad de fotógrafa. Su trayectoria artística había pasado por el glamour de las revistas de moda y el surrealismo de las nuevas corrientes artísticas. Lee Miller fue una mujer excepcional que con su talento delante y detrás de la cámara la convirtieron en una personalidad única en el siglo XX. La vida de Lee Miller no fue un camino de rosas. Su infancia estuvo marcada por una violación, la mala relación de sus progenitores y la extraña obsesión de su padre por fotografiarla desnuda. Dispuesta a comerse el mundo, Lee Miller sería testigo de los acontecimientos más trágicos de la historia de Europa y sufriría mucho por ello. Al final, fue su hijo quien consiguió que su legado no cayera en el olvido. Elizabeth Miller nació el 23 de abril de 1907 en Poughkeepsie, en el estado de Nueva York. Los primeros años de vida fueron felices, normales. Pero la normalidad duró muy poco. Cuando tenía siete años, un amigo de la familia abusó de ella y le contagió la gonorrea. Lejos de apoyarla, su madre Florence se alejó de ella y no la trató como debería haberlo hecho con una niña que acababa de sufrir una violación. Florence tampoco mantenía una relación idílica con su marido, Theodor, quien mantenía escarceos extramatrimoniales. Una de las aficiones de Theodor era la fotografía, pasión que transmitió a su hija, a la que fotografiaba una y otra vez, en muchas ocasiones desnuda, práctica que mantuvo durante años. No es extraño que la pequeña Lee no se adaptara a las normas estrictas de los colegios a los que sus padres la llevaron y de los que fue expulsada una y otra vez. Lee se sentía atraída por el arte
pero aún no tenía claro qué disciplina iba a ser la que le iba a permitir sacar al exterior su expresividad y talento. Al principio pensó en el teatro y en 1925 consiguió que sus padres le financiaran un viaje a París, donde estudió iluminación y escenografía en la École Medgyés. De vuelta a los Estados Unidos un año después, y tras pasar brevemente por la universidad femenina de Vassar donde estudió teatro experimental, se unió a la Art Students League, por donde habían pasado otras artistas como la fotógrafa de la que ya hablamos, Frances Benjamin Johnston. Lee Miller se encontraba buscando su lugar en la nueva sociedad cosmopolita neoyorquina cuando fue el destino el que la lanzó a los brazos de Condé Nast, editor de la revista Vogue. La historia que nos ha llegado sobre cómo se encontró con Nast parece salida de una novela y se asemeja mucho a aquellas historias que muchas modelos nos han contado según las cuales su belleza captó la atención de sus descubridores en los lugares más insospechados. En el caso de Lee, estaba a punto de ser atropellada por un coche cuando Nast la salvó. Y su belleza le cautivó. Sea como fuere, lo cierto es que Condé Nast la introdujo en el mundo de la moda y la puso bajo los objetivos de los principales fotógrafos del momento. Hasta que apareció en la portada de Vogue del número de marzo de 1927. Durante dos años fue la musa de la moda neoyorquina hasta que se cansó. La aparición de su imagen en un anuncio de productos femeninos fue posiblemente la gota que colmó el vaso y decidió cambiar de rumbo. En 1929 volvía a París con la intención de aprender del que por aquel entonces era uno de los mejores y más prestigiosos fotógrafos del mundo. Lee se presentó en el estudio de Man Ray y le pidió que la aceptara como alumna. A pesar de que en un primer momento el artista se negó, la insistencia de Lee dio sus frutos y la joven modelo acabó convirtiéndose se su pupila, su musa y su amante. Lee se introdujo de la mano de Ray en el mundo surrealista del París de entreguerras, en el que se codeó con artistas de la talla de Picasso y hay quien asegura que algunas de las fotografías firmadas por Ray fueron realizadas por ella. Pero en 1932, tras una turbulenta ruptura con Ray, Lee Miller decidió regresar a los Estados Unidos. Con la ayuda de su hermano Erik, abrió un estudio fotográfico en la ciudad de Nueva York que fue todo un éxito. Entre sus clientes se encontraban las grandes damas de la cosmética, y enemigas irreconciliables, Helena Rubinstein y Elizabeth Arden. Su prestigio la llevó a participar en la Modern European Photography junto a otros fotógrafos y fotógrafas, como Margaret Bourke-White y Tina Mondotti. Al año siguiente, en 1933, protagonizó una exposición en solitario, la única que se organizó en vida de la artista. Espíritu inconstante, en 1934 su vida dio un nuevo giro cuando se casó con el ingeniero egipcio Aziz Eloui Bey y se marchó a vivir al país de los faraones, un estado en pleno proceso de independencia de Gran Bretaña y en el que sus mujeres
habían iniciado un amplio movimiento feminista liderado por mujeres como Nabawiyya Musa, Huda Shaarawi y Saiza Naharawi. Pero lo que vio la cosmopolita neoyorquina fue un país que le ofrecía pocas posibilidades a su espíritu inconformista. Cuando ya había explorado sus desiertos y fotografiado sus antiguos templos a modo de hobby, pues en Egipto no trabajó como fotógrafa profesional, se sintió profundamente aburrida. Así, en 1937, decidió regresar por una temporada a París donde su vida dio un nuevo giro. El responsable fue el pintor inglés Roland Penrose, del que se enamoró y con el que se trasladó a vivir a Londres en 1939. La Segunda Guerra Mundial desmoronó los sueños de millones de personas. Lee Miller sufrió en primera persona los ataques a la capital inglesa y sintió la necesidad de utilizar su cámara para inmortalizar la barbarie y enseñarla al mundo. De nada sirvieron las súplicas que le llegaron desde el otro lado del Atlántico para que regresara a su hogar en los Estados Unidos. Por el contrario, se convirtió en fotógrafa de guerra. El primer hecho que fotografió fue el Blitz o Guerra Relámpago, una serie de bombardeos seguidos e indiscriminados que el ejército alemán realizó sobre el Reino Unido entre 1940 y 1941. En 1942 recibía la acreditación oficial de la Armada Norteamericana para las publicaciones de Condé Nast y se convirtió en corresponsal de guerra, título que sólo adquirieron un puñado de mujeres norteamericanas durante el conflicto. Con su nueva documentación en el bolsillo, Lee Miller atravesó el Canal de la Mancha acompañada del fotógrafo de la revista Life David E. Scherman y se dirigió a la Francia ocupada pocos días antes del Día D. En Normandía fotografió la vida en el frente y algunos de los hechos clave para el final de la guerra como la liberación de Saint Maló o la entrada de las tropas aliadas en París. Con la retirada de las tropas nazis, Lee Miller inició su viaje hacia el este donde se topó con el horror del holocausto. En los campos de concentración de Buchenwald y Dachau, su cámara congeló las atrocidades cometidas por el nazismo y que el mundo tardó en conocer y aceptar. Cuando sus fotografías fueron publicadas en la revista Vogue en su edición norteamericana, sus imágenes fueron acompañadas de esta frase rubricada por la propia Miller: «Creedlo, ¡es verdad!». La edición inglesa se negó a publicar aquel testimonio de la degeneración humana. Tras dejar Dachau, Miller y Scherman entraron en Munich y se colaron en la que había sido la casa de Hitler. Allí, Scherman fotografió a su compañera tomándose un baño en la bañera del führer, una imagen que daría la vuelta al mundo y se convertiría en un icono. Antes de regresar a Londres, Miller aún viajó hasta Budapest donde fue testigo en 1946 de la ejecución del ex primer ministro húngaro László Bárdossy. Lee Miller fue recibida en Inglaterra como una celebridad y su trabajo como fotoperiodista fue aplaudido en Gran Bretaña y los Estados Unidos. Lee Miller había hecho una labor impagable convirtiendo sus ojos en los ojos del mundo ante la
barbarie de la guerra. Pero pagó un alto precio por ello. Todo lo que había visto no la dejó indiferente y aquellas imágenes que parecían sacadas de una película de terror no la abandonaron nunca. Lee Miller sufrió depresión y estrés postraumático que intentó mitigar con demasiados medicamentos mezclados con alcohol. Después de un viaje relámpago a los Estados Unidos para reencontrarse con su familia, Miller volvió a Inglaterra donde después de saber que esperaba un hijo de Penrose se divorció de Aziz y se casó con su amante. En 1949 se compraron una granja en Sussex que durante un tiempo se convirtió en punto de encuentro de artistas e intelectuales a los que Lee inmortalizó con su cámara. Con el tiempo, la fotografía fue dejando paso a una nueva pasión para la inconstante Lee, quien se convirtió en una experta cocinera. Entre objetivos y recetas permaneció hasta 1977, cuando un cáncer se la llevó. Tras su muerte, su hijo Antony rescató del olvido sesenta mil negativos, veinte mil impresiones y multitud de escritos y documentos que habían permanecido durante años en el silencio de su hogar de Sussex. Antony rescató del olvido la vida y la obra de una de las fotógrafas más importantes del siglo XX despertando en propios y extraños el interés por esta mujer excepcional a la que se le han rendido merecidos homenajes en forma de exhibiciones y biografías, como la que escribió su propio hijo años después de su muerte.
Gerda Taro (1910-1937) Pensar en uno de los mejores fotoperiodistas de guerra del siglo XX es pensar sin duda en Robert Capa. Un fotógrafo húngaro «inventado» por una mujer de la que durante años muy poco se habló. Gerda Taro se encontró un día en París con un fotógrafo llamado André Friedman con el que compartió su breve existencia. Él le enseñó todo lo que se podía enseñar del mundo de la fotografía. Ella le ayudó a crear a un gran reportero gráfico. Gerda se convirtió en los ojos de la Guerra Civil Española, de la que inmortalizó algunos de sus momentos clave, entre ellos, la batalla de Brunete. Mujer independiente y con una gran valentía, Gerda Taro fallecía bajo un tanque republicano mientras se encontraba fotografiando su huida. Tras su muerte, el nombre de Robert Capa, al que ella misma ayudó a crear, silenció durante décadas su impagable labor como reportera gráfica. Gerda Pohorylle nació el 1 de agosto de 1910 en la ciudad alemana de Stuttgart, en el seno de una familia de origen judío y polaco. Gerda vivió una infancia acomodada, sus padres pertenecían a la burguesía, y estudió en un internado suizo durante un tiempo. En 1929, Gerda y su familia se trasladaron a vivir a Leipzig donde empezó a participar activamente en los movimientos en contra del incipiente nazismo en Alemania. Gerda fue detenida en una ocasión mientras repartía panfletos en contra de las ideas de Hitler. En 1933, viendo que su vida podía correr peligro, decidió
marchar a París ante las políticas antisemitas que cada vez eran más reales en el país. A pesar de que su familia también marchó poco tiempo después de Leipzig, Gerda no volvería a encontrarse nunca más con ellos. Con poco más de veintitrés años, Gerda se instalaba en un piso en la parisina plaza de Port-Royal y empezaba una nueva vida como secretaria de un psicoanalista mientras entraba en contacto con un amplio grupo de hombres y mujeres afines al socialismo y en contra del cada vez más amenazante nazismo. Una de estas nuevas amistades, Ruth Cerf, fue quien le presentó a un hombre que cambiaría para siempre su vida. Y ella la de él. André Friedman era un fotógrafo judío de origen húngaro, tres años más joven que Gerda. En 1935, Gerda se marchó a vivir con André y empezó a apasionarse por el mundo de la fotografía. Mientras ella le ayudaba en su trabajo, él le enseñaba todo lo que sabía. Gerda aprendió rápido y en poco tiempo consiguió un trabajo como asistente en Alliance Photo. En 1936, la agencia holandesa ABC Press-Service la acreditaba como fotoperiodista. Sin embargo, tanto Gerda como André eran conscientes de que su profesión iba a ser poco rentable si no hacían algo diferente. Así nació la idea de crear un personaje ficticio al que imaginaron como un elegante fotógrafo americano con un nombre atractivo. Así nacía Robert Capa quien, hasta que se descubrió su verdadera identidad, fue una mezcla de André y Gerda. Fue entonces cuando André tomó la identidad de Capa y Gerda decidió cambiar su apellido por el que pasaría a la historia de la fotografía, Gerda Taro. La relación de ambos se movió siempre entre el amor y la independencia que sentían, sobre todo ella, hasta el punto de rechazar una proposición de matrimonio de André. Sin embargo, en lo profesional, se respetaron siempre mutuamente. Cuando en julio de 1936 estallaba la Guerra Civil española, a las órdenes de una agencia, Robert y Gerda se trasladaron a Barcelona para cubrir la contienda. De allí marcharon a distintas ciudades donde fotografiaron los primeros momentos de la guerra. Tras una estancia breve en París en 1937 donde publicaron una serie de imágenes bajo la firma Capa & Taro con gran éxito, volvieron a España. Gerda y Robert trabajaron en distintos lugares y se reencontraron en París en varias ocasiones. La última, en la conmemoración de la Toma de la Bastilla de 1937. Gerda regresaba al frente sin saber que aquella iba a ser la última vez que se verían. La batalla de Brunete fue el principal destino de Gerda donde inmortalizó los momentos más crueles del conflicto. Y, a pesar de que consiguió salir con vida del campo de batalla, fue en la retirada del bando republicano cuando un tanque la arrolló dejándola mortalmente herida. El cuerpo malherido de Gerda fue trasladado al hospital de El Goloso, en El Escorial, donde nada se pudo hacer por su vida. Fallecía al día siguiente, el 26 de julio de 1937. No pudo cumplir los veintisiete años. Los restos mortales de Gerda fueron trasladados a París y enterrados en el cementerio de Père-Lachaise. Durante años, el trabajo como fotoperiodista de Gerda Taro quedó totalmente
eclipsado por el éxito como reportero gráfico de Robert Capa, considerado uno de los mejores fotoperiodistas del siglo XX. Sin embargo, en los últimos años se ha redescubierto la vida y la obra de Gerda colocándola en un sitio merecido en el mundo del fotoperiodismo.
Eve Arnold (1912-2012) Fue precisamente Robert Capa, compañero de la fotógrafa Gerda Taro, quien había creado junto a otros fotógrafos en 1947 la agencia de fotografía Magnum. Con sede en Nueva York, pronto se convirtió en una de las más prestigiosas. Entre su larga lista de reputados fotógrafos, la primera mujer que ingresó en la mítica agencia fue Eve Arnold, una mujer que dedicó su vida a inmortalizar lugares y personajes de su tiempo. Eve Cohen nació en Filadelfia, Estados Unidos, el 21 de abril de 1912, en el seno de una numerosa familia judía (eran nueve hermanos) de raíces rusas. Su padre, rabino, se llamaba William Cohen, y su madre, Bessie. Su familia no tenía grandes ingresos así que la infancia de Eve estuvo marcada por múltiples carencias económicas. Los intereses de Eve no fueron en un primer momento la fotografía. Pero a pesar de tener la intención de estudiar medicina, cuando un novio suyo le regaló una cámara de fotos, su destino cambiaría por completo. Sus primeras experiencias en el mundo de la fotografía se ciñeron a imágenes autodidactas y a un trabajo en un centro de revelado. Tras una breve pero intensa formación en 1948 en la New School for Social Research de Nueva York, de la mano del director de arte de Harper’s Bazaar Alexey Brodovitch, Eve ingresaba en 1951 en la joven agencia Magnum (fundada en 1947) como miembro asociado. Seis años después se convertiría en miembro de pleno derecho y sus reportajes llenarían las páginas de revistas tan prestigiosas como Vogue, Life o Paris Match. Eve se convertía así en la primera mujer reportera de Magnum. Su carrera como fotoperiodista se iniciaba siguiendo las líneas básicas de la agencia, intentando inmortalizar al ser humano en su estado más natural. Eve dedicó buena parte de su trabajo a observar con su objetivo la naturaleza femenina retratando a grandes mujeres del siglo XX como Marlene Dietrich o Marilyn Monroe. Fueron precisamente sus fotografías de Marilyn durante el tortuoso rodaje de Vidas Rebeldes en 1960 las que dieron gran prestigio y fama a la fotógrafa. Muchos otros hombres y mujeres del siglo pasado pasaron por el brillante filtro de su cámara: Isabel II de Inglaterra, Malcom X, Paul Newman, Calck Gable o Joan Crawford. En 1980 organizó su primera exposición individual bajo el título China. Por aquel entonces ya se había trasladado a vivir de manera permanente al Reino Unido con su hijo Frank, habido de un matrimonio frustrado con un diseñador industrial, Arnold
Arnold, del que tomaría su apellido. Eve viajó por todo el mundo realizando fantásticos reportajes de lugares lejanos y exóticos de los que intentaba resaltar su lado más humano y social. Uno de esos países fue China, que le dio gran prestigio como fotoperiodista. La exposición se estrenó en el Brooklyn Museum de Nueva York pero fue expuesta de manera itinerante por otros países. A lo largo de su vida, Eve recibió multitud de premios y reconocimientos a su extensa obra fotográfica. Uno de sus últimos trabajos fue una serie de retratos de primeras damas estadounidenses. Pero las limitaciones de la edad hicieron que la cámara de Eve se fuera apagando como su propia vida. Moría el 4 de enero de 2012 a los noventa y nueve años de edad.
Kati Horna (1912-2000) Cuando estalló la Guerra Civil española, fueron muchos los hombres y mujeres que atravesaron los Pirineos o llegaron de lugares remotos del planeta para luchar por unos ideales. Algunos se dejaron la vida por un sueño. Otros volvieron a casa con recuerdos de un conflicto sangriento. Y unos pocos lo inmortalizaron para mayor vergüenza de todos. Entre ellos, una mujer húngara que captó con su cámara una visión muy humana del conflicto. Kati Horna no estuvo en el campo de batalla, su objetivo fueron las mujeres y los niños que sufrieron la miseria, el hambre, la muerte, en la retaguardia. Kati no buscó la fama, sólo quiso captar aquellos momentos duros. Ahora, muchos años después, su obra escondida empieza a ser redescubierta. Kati Deutsch nació el 19 de mayo de 1912 en el seno de una familia judía de Budapest. La menor de las tres hijas de un banquero y su esposa, Kati podía haber tenido una vida regalada. Pero su espíritu artístico y sus ideales sociales la impulsarían lejos de su patria. En 1931, con diecinueve años, se marchó a Berlín para estudiar fotografía. Fue en la capital alemana donde Kati entró en contacto con la escuela de la Bauhaus y con el poeta alemán Bertold Brecht. Sus primeros trabajos como fotógrafa los realizaría en la agencia alemana Dephot. La escalada del nazismo obligó a Kati a volver a Budapest donde los judíos estaban empezando a ser controlados y detenidos, como fue el caso de su padre. Por aquel entonces, su madre la ayudó en su carrera pagándole un curso con el fotógrafo Jósef Pécsi. En 1933 se trasladó a vivir a París donde trabajó durante un tiempo retocando fotografías de moda y trabajando para la agencia Agence Photo. En la capital francesa conoció a Robert Capa con quien mantuvo una relación de pareja. Cuando en 1936 estalló la Guerra Civil española, Kati se trasladó con Capa a Barcelona donde la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) la había requerido para que fotografiara la vida de los pueblos colectivizados de Aragón. Además de la labor encomendada por la CNT, Kati trabajó en distintas publicaciones anarquistas,
entre ellas Tierra y Libertad o Mujeres Libres. En la redacción de la revista Umbral conoció al pintor José Horna, con el que se casaría y compartiría su vida. Kati Horna no fotografió el frente, sino que fijó su mirada en la población civil que permanecía en la retaguardia sufriendo la miseria, el hambre y el miedo de la guerra. Su cámara Rolleiflex fue testigo de la tristeza de las mujeres que lloraban por sus maridos, hermanos e hijos mientras debían seguir manteniendo a su prole con vida. Imágenes auténticas, reales, del sufrimiento anónimo de miles y miles de personas. José y Kati Horna huyeron a París en los últimos momentos de la guerra y continuó ganándose la vida con su trabajo fotográfico. Pero la amenaza del nazismo sobre Francia obligó a la pareja a volver a huir, esta vez a México, a donde llegaron en el otoño de 1939. Allí nacería diez años después la única hija del matrimonio, Norah. La colonia Roma se convirtió en el nuevo hogar de los Horna, donde la pareja estableció lazos de amistad con aristas e intelectuales como Walter Gruen, Remedios Varo, Chiki Weisz o su esposa Leonora Carrington. Con las dos pintoras surrealistas, Varo y Carrington, Kati Horna colaboró en varias ocasiones realizando fotografías surrealistas. La vida de Kati Horna en el exilio mexicano se centró en su labor como fotógrafa y profesora de fotografía en distintas universidades y escuelas de arte. Hasta su muerte el 19 de octubre del año 2000. Kati Horna nunca buscó hacerse famosa, por lo que no fue amante de las exposiciones. Parte de su legado fotográfico fue vendido por la propia artista al Ministerio de Cultura de España y donado al Centro Nacional de Difusión e Investigación de las Artes Plásticas de México. Su hija fue rescatando del olvido los miles de negativos que su madre realizó a los largo de su vida y cada vez son más las retrospectivas y exposiciones que se organizan para homenajearla.
CINEASTAS Alice Guy (1873-1968) Cuando se evoca los orígenes del cine, los nombres de los hermanos Lumière o Georges Méliès son los primeros que nos vienen a la cabeza. Es cierto que fueron ellos los que iniciaron el camino de la industria cinematográfica pero en aquellos mismos años existió una mujer que convirtió los rudimentos del cine en lo que terminaría siendo, una auténtica fábrica de ilusiones y un negocio de lo más lucrativo. Alice Guy fue la primera mujer en utilizar el cine para contar historias de todos los géneros. A pesar de tener a sus espaldas centenares de títulos, incluida la primera superproducción de la historia, su nombre cayó durante décadas, injusta e inexplicablemente, en el olvido. Alice Ida Antoinette Guy nació el 1 de julio de 1873 en Saint-Mandé, cerca de París. Era la quinta hija de un editor de origen chileno, Emile Guy, y su esposa
Mariette. Esta había viajado a su Francia natal para dar a luz a Alice, mientras su marido continuaba amasando una importante fortuna en el sector editorial. Poco tiempo después viajaron a Chile pero para una estancia breve. Los negocios del señor Guy empezaron a fallar y, tras su muerte, la familia se instaló definitivamente en París donde su madre se tuvo que poner a trabajar para sacar a su amplia prole adelante. Tras estudiar junto a sus hermanos en distintos colegios e internados, Alice continuó sus estudios como mecanógrafa y taquígrafa, que le permitieron encontrar un trabajo como secretaria en la compañía Le Comptoir Général de la Photographie. Corría el año 1894 y Alice era una joven de apenas veinte años que empezó a descubrir la magia de las imágenes. Pocos meses después, Léon Gaumont, uno de los directivos de la empresa dejó Le Comptoir Général de la Photographie y se llevó a Alice como secretaria de su propia compañía. En 1895, los hermanos Lumière organizaron una proyección pública de las primeras imágenes que habían grabado con su cinematógrafo. A la cita en el Salón Indio del Gran Café asistió el señor Gaumont acompañado de Alice. Hasta entonces, el cine primitivo estaba más preocupado por los inventos que inmortalizaban la realidad que por contar historias con ellos, algo que Alice Guy hacía tiempo que ya barruntaba en su cabeza. Tras mucho insistir, y con la condición de que no dejara sus tareas como secretaria, Gaumont decidió encargar a Alice en 1897 la dirección de una división dedicada a producir historias. Empezó entonces una época apasionante para Alice que gravó con un cronógrafo varias películas en las que explicaba historias de lo más variopintas. En 1906 se atrevió incluso a realizar la que se considera la primera superproducción de la historia del cine, La pasión de Cristo, rodada en los exteriores de Fontainebleau con más de trescientos extras y una veintena de decorados. En 1907, Alice Guy se casaba con Herbert Blanché, un cámara con el que tendría dos hijos, Simone y Reginald. La pareja se trasladó a vivir a los Estados Unidos donde crearon varias productoras de cine. En aquellos años, Alice dirigió centenares de cintas de ficción abordando géneros tan dispares como la comedia, el western o el drama. Su nombre se convirtió en un habitual en el mundo de Hollywood donde fue pionera en la utilización de efectos especiales. Alice Guy tuvo tiempo, entre cinta y cinta, de escribir en 1913 un texto reivindicativo sobre la exclusión de las mujeres en el mundo del cine, Woman's Place in Photoplay Production. En lo personal, su matrimonio acabó con un tormentoso divorcio en 1917 y tiempo después volvió a vivir a Francia, donde en 1953 recibió la Legión de Honor y recibió homenajes a su labor en el mundo del cine. Sin embargo, con el paso del tiempo, la historia de esta pionera fue cayendo en el olvido, sus cintas fueron olvidadas o atribuidas a su marido u otras personas de su entorno. Alice Guy acabó sus días en Nueva Jersey, donde vivió con su hija Simone hasta su muerte, el 24 de marzo de 1968.
Lotte Reiniger (1899-1981) Unos años antes de que Walt Disney sorprendiera al mundo con la magia de sus dibujos animados en los años dorados de Hollywood, en la Alemania de entreguerras una joven enamorada del cine creaba un largometraje con siluetas animadas. No fue el primero de su género, pero sí el más antiguo de todos los que se han conservado. Las aventuras del príncipe Achmed, que así se tituló la cinta, fue el resultado del meticuloso trabajo de Lotte Reiniger, una muchacha que desde siempre había soñado con formar parte de la historia del séptimo arte. Charlotte Reiniger nació el 2 de junio de 1899 en Berlín-Charlottenburg, en el seno de una familia de clase media. Desde bien pequeña, Charlotte, a la que llamaban cariñosamente Lotte, se había sentido atraída por el mundo de las sombras chinescas. Ella misma se construía sus propios personajes que hacía desfilar por un teatro casero con el que deleitaba a sus familiares y amigos. Un entretenimiento infantil que se convertiría con los años en una verdadera pasión. Siendo una adolescente, se enamoró de las películas del cineasta francés George Méliès y del director de cine alemán Paul Wegener, a quien vio en persona en una conferencia sobre el cine de animación en 1915. Al momento supo a lo que quería dedicar su vida y convenció a sus padres para que la dejaran ingresar en la compañía de teatro en la que trabajaba en propio Wegener. Este pronto se fijó en el talento de aquella joven de apenas diecisiete años que realizaba con gran maestría las siluetas de los actores interpretando escenas concretas de la compañía. Wegener decidió aprovechar la obra de Reiniger para los rótulos de sus películas. El siguiente paso fue participar también en la elaboración de los decorados. El nombre de Lotte Reiniger empezó a sonar en los ambientes artísticos berlineses y consiguió que la admitieran en el Instituto de Innovaciones Culturales de la capital alemana donde aprendió nuevas técnicas de animación y realizó en 1919 su primera película de siluetas, El ornamento del corazón enamorado. En el Instituto de Innovaciones Culturales no sólo creció profesionalmente. Allí también conocería al que sería su compañero para toda la vida, Carl Koch, un director de cine con el que se casó y con quien trabajó en muchas producciones conjuntas. Lotte Reiniger se había convertido en una más del mundo del cine animado alemán. Tal era su talento y su reputación que, además de realizar sus propias producciones junto a su marido, realizó algunas colaboraciones destacadas como su participación en la película Los Nibelungos de Fritz Lang. En 1923, un rico banquero judío apasionado de la obra de Lotte, le ofreció la posibilidad de financiarle un largometraje a cambio de dar clases a sus hijos. Así se pudo hacer realidad Las aventuras del príncipe Achmed, el primer largometraje de cine animado que se conserva y que catapultó a Lotte Reiniger a la fama. Una cinta
que tardó tres años en terminar y que recogía distintas historias de Las Mil y una Noches. Diez años antes de Walt Disney, Reiniger ya utilizó la cámara multi-plano. Los años siguientes, Lotte y su marido continuaron creando historias para el cine animado y también para una película con personajes reales en 1929 que tuvo la mala suerte de coincidir con la llegada del cine sonoro. La búsqueda de la felicidad, que así se llamaba la película, quiso incluir voces a la cinta, con tan mala fortuna que no agradó demasiado. La llegada del nazismo a Alemania obligó a Lotte y Carl a emigrar. Fueron unos años difíciles en los que no consiguieron instalarse en ningún país más tiempo del que sus visados se lo permitían. Años en los que, sin embargo, la pareja no dejó de crear cintas animadas. En 1949 se instalaban en Londres de manera más o menos permanente y fundaron la Primrose Productions de donde salieron muchas películas de animación. Carl Koch fallecía en 1962. Sola, sin su compañero, Lotte no abandonó el mundo del cine ni el de sus mágicas siluetas que dieron vida a muchas de las óperas más conocidas de la historia de la música, por las que sentía debilidad. La Flauta mágica, Las Bodas de Fígaro o Carmen fueron algunas que Lotte transformó en hermosas historias animadas con sus inmortales siluetas fruto de una laboriosa creación artística y un estudio detallado de la anatomía humana y de la naturaleza. Trabajadora incansable, en 1979, dos años antes de morir, realizaba su última película en color, La Rosa y el Anillo. Fallecía en la localidad alemana de Dettenhausen el 19 de junio de 1981, a los ochenta y dos años.
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