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Spanish Pages [424]
Coordinadores Lourdes Celina V ázquez Parada Darío A rm an do Flores Soria
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EDITORI al un IVE RS HARIA
Universidad de Guadalajara
Mujeres jaliscienses del siglo XIX Cultura, religión y vida privada
/ Rectoría General M arco A n to n io C o rtés G uardado
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V Á Z Q U E Z PA R A D A, C e lina M ujere s jaliscienses d e l sig lo XIX. C ultu ra , religión y v ida privada / C elina V ázquez Pa ra da ... [e t a/.]
Vicerrectoría Ejecutiva M ig u e l Á n g e l Navarro Navarro
1a e d . - - G u a d a la ja ra , Jal. : E d ito ria l U nive rsita ria , 2008. 424 p. ; 22.8 cm . -- (C o le c c ió n Jalisco) ISBN 978 607 450 009 7 1. M u je re s . 2. Ja lisco - H isto ria .
Secretaría General José A lfre d o Peña Ramos
305.4 -cdd21
Rectoría del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Jesús A rroyo A leja ndre
Corporativo de Empresas Universitarias José A n to n io Ibarra Cervantes
Dirección de la Editorial Universitaria Javier Espinoza d e los M on te ro s C árdenas
Coordinación editorial Sayri K a rp M itastein
Primera edición , 2008
Textos © 2008, Lourdes Celina Vázquez Parada, W o lfg a n g Vogt, M agdalena González Casillas, O ctavio Velazco López, Federico de la Torre de
D.R. © 2008, Universidad de Guadalajara
EDITORI AL UN IVE RS ITARI A
la Torre, Cristina C oncepción Meza Bañuelos, María G uadalupe M ejía Núñez, Darío Arm ando
Editorial Universitaria
Flores Soria, Isabel Eugenia M éndez Fausto,
José Bonifacio A n dra da 2679
Graciela Esther Abascal Johnson, Claudia
C o l. Lomas d e Guevara
Lizette Castellanos Sánchez, Juan Carlos
44657 G uadalajara, Jalisco
González Cruz, Jorge A lb e rto Trujillo Bretón, Fidelina González Llerenas, Laura Benítez
w w w .e d ito ria l.u d g .m x
Barba, M igue l Á n gel Isais Contreras.
01 800 UD G LIBRO
Fotografía de portada
ISBN 978 607 450 009 7
A n ó n im o , "Paz Huerta Tapia", G uadalajara, 1927
Se p r o h íb e la r e p r o d u c c ió n , el re g is tro o la tra n s m is ió n p a rc ia l o to ta l d e e s ta o b r a p o r c u a lq u ie r s is te m a d e re c u p e ra c ió n d e in fo r m a c ió n , e x is te n te o p o r e xistir, sin el p e rm is o p re v io p o r e s c rito d e l titu la r d e lo s d e re c h o s c o r re s p o n d ie n te s .
H e c h o e im p re s o e n M é x ic o
Printed and made in México
C oordinadores
Lourdes Celina Vázquez Parada Darío Armando Flores Soria
Mujeresjaliscienses del siglo XIX Cultura, religión y vida privada
EDITORI AL UN IVE RS I TARI A
Universidad de Guadalajara
Índice 9
Prólogo M arco A n to n io C o rté s G ua rd ad o Rector G eneral de la U niversidad de G uadalajara
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Introducción Lourdes Celina Vázquez Parada M agdalena G onzález Casillas
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Parte I.Cultura y literatura Las escritoras jaliscienses en el siglo xix W o lfg a n g V og t
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La mujer y el quehacer literario en el Jalisco del siglo xix M agdalena G onzález Casillas
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"Su indigna hija que Besa Su M an o ..." Correspondencia de María Manuela Guzmán a Fray Romualdo Gutiérrez Lourdes Celina Vázquez Parada
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La mujer y la masonería en el Jalisco del siglo xix. Catalina Álvarez Rivera O cta vio Velasco López
132
Los socialistas utópicos jaliscienses y su influencia en el devenir intelectual femenino de mediados del siglo xix: el caso de Sotero Prieto y su hija Isabel F ederico de la Torre
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Retrato de las mujeres mexicanas. Una representación de lo fem enino en la narrativa del porfiriato Cristina C o n ce p ció n Meza Bañuelos
Faldas en el periodismo tapatío (primeras décadas del siglo xx) María G u a d a lu p e Mejía Núñez
186
Parte II. Religión y vida privada
186
I. La vida re ligio sa fe m e n in a
187
La Piedra del Patio. Correspondencia de una religiosa capuchina Darío A rm a n d o Flores Soria
209
Sepulcros y vida cotidiana en el convento de Santa María de Gracia Isabel Eugenia M én de z Fausto
232
II. M a trim o n io y d iv o rc io
233
Entre la sevicia y la dignidad: el juicio de divorcio de Teresa Colza. Guadalajara, 1837 G raciela E. Abascal Johnson
255
La sumisión como condición femenina: el divorcio de Refugio Rodríguez Claudia Lizette C astellanos Sánchez
279
Raptadas tapatías. Mujeres fuera del estereotipo (1885-1933) Laura Benítez Barba
314
III. La m ujer, la salud y la ley
315
Mujer parturienta y el oficio de partear en la Nueva España. Siglos xviii-xix Juan Carlos G onzález Cruz
329
Ars Amandis. Prostitución y bajos fondos en la Guadalajara porfiriana J o rg e A lb e rto T rujillo Bretón
360
La reglamentación sanitaria de la prostitución en Guadalajara y sus reformas, segunda mitad del siglo xix Fidelina G onzález Llerenas
Solas y desdichadas. Locura y suicidio fem enino ante la circunstancia médico-jurídica de fines del siglo xix y principios del xx M ig ue l Á n g e l Isais C ontreras
Prólogo Marco Antonio Cortés Guardado Rector General de la Universidad de Guadalajara
El proceso de emancipación de la mujer en México, su autorreconocimiento, el autocontrol de su cuerpo, así como su participación social, política y religiosa, se ha visto plagada de dificultades. El Estado, la Iglesia y la familia se erigen en poderosas instituciones que insisten en mantener confinada a la mujer a las labores del hogar y al cuidado y educación de los hijos. A pesar de las grandes transformaciones sociales ocurridas en nuestro país en el siglo xx, como la conquista del voto, la incursión de las mujeres en las universidades y en espacios sociales que antes les eran vedados, todavía subsisten viejos esquemas de segregación, que se manifiestan en la marginación en los procesos de toma de decisiones, en la inequidad salarial, así como en la violencia física y psicológica de la que son objeto. Cualquier intento de explicación y comprensión de la actual socie dad mexicana quedaría incompleto sin la valoración del papel funda mental que han tenido las mujeres en el proceso de apropiación de sí mismas como sujetos y como género; asumiendo, sufriendo y superan do la condición de mujer sumisa, callada, ama de casa, sujeta a las reglas no escritas, pero profundamente arraigadas en las representaciones co lectivas de una sociedad patriarcal, que les asigna un papel secundario en la vida social, pero que pese a todos esos escollos han asumido un papel activo en la construcción de su propia historia y destino. De ahí que los estudios sobre los procesos de lucha femenina en nuestro país para ganar espacios en la vida pública, reivindicar sus derechos individuales y ciudadanos, a contrapelo de un autoritaris mo déspota y absolutista, omnipresente en todas las esferas de la vida
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social, nos permiten reconstruir el largo periplo de las mujeres en la sociedad decimonónica para comprender mejor su situación actual en el estado de Jalisco y en el México de hoy. El siglo xix fue un parteaguas en el papel de la mujer en la socie dad moderna, pues el desarrollo industrial obligó a que ésta se incor porara al trabajo asalariado. En la mayoría de los casos esta integración laboral se daba por carencias económicas de la familia o por la ausencia del hombre de la casa que proporcionara el sustento. El trabajo de las mujeres se asoció generalmente con salarios muy bajos, sus labores se centraban en actividades que no requerían demasiada fuerza física. Era muy común en la época encontrar empleadas en los talleres o almace nes de costura, cigarreras, lavanderas, cocineras, floristas, planchado ras, y para la clase alta, impartiendo clases de piano. Este proceso de incorporación al mundo laboral, vino aparejado de la emancipación incipiente que fue vista como algo peligroso por los varones de la época, mismos que buscaron hacerle saber a la mujer que no podía tener derechos iguales a los del hombre, pues no era propio de su naturaleza. Más allá de las vicisitudes a las que estaban sometidas las mujeres, no había peor existencia en la época que la de ser mujer, pobre y puta. Este triple oprobio moral hace que de la vida de estas mujeres se consi dere como el más deleznable que haya existido. La doble moral carac terística de la época hacía que se tolerara la actividad de la prostitución y aún más cuando dicha actividad traía beneficios al erario público, a los propietarios de burdeles y servía de regocijo y sosiego para los ricos, que se entregaban a los placeres fuera del hogar y de su círculo social. Las mujeres jaliscienses debieron ajustar sus ideales de vida a lo que la moral y las costumbres heredadas les imponían por todos los medios; desde sermones, penitencias, periódicos, narrativa, la poesía y, sobre todo, la moral familiar. A estas restricciones no escapaban las mujeres de ningún tipo, fueran, ricas o pobres, casadas, viudas, solte ras, monjas, jóvenes, viejas o prostitutas. Existía un estilo muy arraigado entre ellas mismas, que fomentaba su desvalorización frente a lo masculino, por lo que era muy común que se autoadjudicaran adjetivos peyorativos como pecadora, tonta, inútil, incapaz, errática, indigna, entre otros. La idea de que el trabajo doméstico y el estudio eran incompati bles, impidió que una gran cantidad de mujeres desarrollaran todo su potencial intelectual, o en el mejor de los casos, sólo se les permitió desempeñar actividades que se consideraron propias de las mujeres,
P rólogo
como escribir poesía, desarrollar labores de educadoras o bien apren der economía del hogar. El estereotipo de la mujer que pugnaba por sus derechos estaba asociado a una persona fea, soltera y maleducada, totalmente alejada del ideal femenino de la época, en la que se ponderaba la buena edu cación, el refinamiento, la sumisión, la habilidad para la confección de ropa, el cuidado del marido y los hijos, la limpieza doméstica y la elaboración de los alimentos. Este ideal de mujer, herencia del modelo impuesto por los espa ñoles, prescribía estilos de comportamiento para las mujeres, a partir de valores tradicionales y conservadores, como el permanecer encerra das, independientemente de su estado civil, y limitarse a los trabajos domésticos, a la lectura de obras pías y al cuidado de los hijos. Éstas deberían ser virtuosas; es decir, compasivas, modestas, nunca cometer errores, dar consejos, siempre tener la palabra precisa para confortar y poseer una belleza deslumbrante. El vínculo conyugal por amor y atractivo sexual no existía; la de cisión matrimonial se realizaba sobre la base de la conveniencia eco nómica, política o social. El placer les estaba negado aún dentro del matrimonio, pues las mujeres sólo podían tener relaciones sexuales con fines de procreación. Las relaciones sexuales antes del matrimonio o fuera de éste, eran motivo de escarnio. La familia, como institución social encargada de conservar los va lores y tradiciones encuentra su principio generador en el matrimonio, ente que reproduce códigos y valores impuestos por el Estado y la Iglesia para el control social, es una herencia colonial basada en un patriarcado dominante, mismo que, a pesar de los cambios políticos y sociales, aún prevalece en la sociedad actual. La reproducción de los roles femeninos es promovida y alimentada por las mismas mujeres quienes, sin ser conscientes de ello, participan en forma activa en una relación social de dominación y sumisión que ha posibilitado la perpetuación de los roles que se les han asignado en el proceso histórico. La influencia de la Iglesia en la reproducción del esquema de dominación masculino y la consiguiente sumisión y reducción de la mujer al espacio doméstico, es un elemento siempre presente en cada uno de los escritos que aquí se compilan; desde la descripción del matrimonio como indisoluble y único, hasta la obligación im puesta para prohibir la participación de las mujeres en actos públi cos si no estaban acompañadas de un hombre. Permanece la figura
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de la Iglesia y sus prescripciones morales rigiendo la vida privada de hombres y mujeres. El valor principal de M ujeres jaliscienses d el siglo XIX . Cultura, reli gión y vida privada, consiste en el análisis que, con excepcional riqueza interpretativa, las y los autores aquí compilados, realizan de las apor taciones de las mujeres a la sociedad de su época y cómo es que sus acciones en conjunto fueron fundamentales para impulsar el cambio social que deviene en los primeras décadas del siglo xx. Resulta por demás interesante la caracterización de las mujeres que sobresalieron, siendo éstas de la clase social holgada, pertenecientes a familias cultas, de ideas liberales, hecho que les permitía relacionarse con la élite intelectual, política y religiosa. Una aportación más de esta compilación radica en que se trata de una serie de investigaciones desde una perspectiva multidisciplinaria, que permite obtener un amplio panorama de la situación de la mujer jalisciense en el siglo xix y, en ese sentido, viene a cubrir un importan te hueco en esta materia. Con la edición de esta obra, la Universidad de Guadalajara con tribuye a la difusión y al conocimiento de la historia de las mujeres en Jalisco y en México, para promover con ello a una mayor compren sión de la conformación de la sociedad contemporánea y de nuestra integración a ésta como sujetos plenos, con iguales derechos y posibi lidades, con independencia de nuestra raza, género, religión, origen étnico y geográfico. De igual manera, se abona a la construcción de una sociedad más igualitaria, justa y equitativa, donde el respeto y el reconocimiento al otro sea una premisa básica que debe normar nues tra vida cotidiana.
Introducción Lourdes Celina Vázquez Parada Magdalena González Casillas
En los albores del tercer milenio la mujer empieza a jugar una destaca da participación en la vida pública y cultural de nuestro país, progre sando de manera notable en su lucha por la igualdad de género. Pero estos logros sólo podremos valorarlos, y entender la situación de la mujer en el Jalisco actual, si conocemos los antecedentes históricos de este largo proceso de desarrollo y emancipación. Es necesario conocer cómo vivían y pensaban las mujeres en otras épocas, saber qué pensa ban los hombres de ellas, cuáles eran las raíces ideológicas o religiosas que propiciaron la subordinación de estas mujeres y cuáles las alterna tivas que encontraron para desarrollarse en la vida cotidiana. Son muy pocos los nombres de mujeres que se han recogido en las páginas de la historia jalisciense. Esta gran ausencia se debe, por un lado, a su velada participación en la vida pública, siempre detrás de un “gran hombre”, y por otro, a las limitaciones que la cultura de la época imponía para que se desarrollaran de manera independiente. A ello contribuyó, en gran medida, la visión predominante en la época colonial de la mujer siempre subordinada al hombre, ya fuera su padre, luego su esposo y en ausencia de él su hermano o su hijo mayor, avalada y promovida por el discurso eclesial católico, y su escasa formación y educación en tareas ajenas al ámbito doméstico y la educación de los hijos. La condición de la mujer, observada desde su centralidad en la vida cotidiana y en la transmisión de visiones del mundo, hereda de la socie dad colonial muchos juicios y prejuicios, así como una gran diversidad de condiciones de vida de acuerdo al grupo étnico al cual pertenecían, o su relación con la familia y el contexto socio-económico-cultural;
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tales visiones persistieron a nivel nacional durante el siglo xix y en el occidente de México, hasta muy avanzado el siglo xx, y se van modifi cando lentamente en la medida en que surgen nuevos sectores sociales conformados a la par del desarrollo económico y político de México. El periodo que comprende este libro está marcado en la historia nacional por dos acontecimientos importantes: la guerra de Indepen dencia y la Revolución de 1910. Aunque en el tema que nos ocupa no podemos ni debemos marcar fechas precisas, ya que los cambios en las visiones del mundo y los patrones culturales no se corresponden tem poralmente con los que se dan en la economía o la política, obviamente influyen e impulsan el desarrollo de la sociedad con nuevos sujetos so ciales y nuevas mentalidades. La guerra de Independencia marca una ruptura fundamental con un modelo que se gestó durante el virreinato y concluyó con el reconocimiento de la soberanía nacional. La confor mación del Estado nacional, sin embargo, se fue gestando de manera dolorosa a lo largo de todo el siglo XIX a través de la lucha enconada entre dos proyectos que pretendían imponer su hegemonía: liberales y conservadores, con sus respectivos grupos de poder y sus alianzas en el plano internacional; debatieron en las cámaras, discutieron en la na ciente prensa y se enfrentaron mediante interminables guerras acerca de la manera en que este país debía conducirse y en qué proyecto político y social se sustentaría. Formados muchos de ellos en las instituciones de la Iglesia católica, ya que la educación continuaba bajo su monopolio durante la primera mitad del siglo, sus posturas con respecto a la moral y la visión de la mujer, no se diferenciaban mucho. En el occidente de México la primera generación liberal y román tica, de la cual formaba parte Miguel Cruz Aedo, fundó El ensayo literario, primera revista literaria de Guadalajara, en 1851. Al interior de la asociación que editaba la revista, la “Falange de estudios”, se empieza a reconocer la sensibilidad literaria de algunas mujeres y se publican y comentan algunos de sus poemas, pero se les deja al margen del grupo en atención al cumplimiento de sus ocupaciones principales en el ámbito doméstico. En tanto, el centro del país, Ignacio Manuel Altamirano fundaba la primera escuela normal, independiente de la Iglesia católica y sin la enseñanza obligatoria del latín, base de la edu cación eclesial y la formación de seminaristas. La revolución que estalla en 1910, para derrocar a Porfirio Díaz y con él al monopolio del poder y la riqueza concentrados en unas cuan tas manos, nos muestra un país marcado por las diferencias económicas, pero también con nuevos sujetos sociales, y donde se nota ya la presencia
In tro d u cció n
femenina en la lucha armada. La Negra Angustias, personaje de la novela homónima de Francisco Rojas González, autor tapatío, nos narra la vida y los avatares de una mujer que llegó a ocupar el cargo de general del ejército revolucionario. Las Adelitas, combatientes en este periodo que alcanzaron con el ejército villista el grado de coronelas, como canta el famoso corrido, o las acompañantes de los soldados que encontramos en las fotografías, sin nombres propios, son pruebas fehacientes de que la mujer participa de manera activa en los grandes procesos nacionales. Será hasta el episodio de la guerra Cristera (1926-1938), gracias a los testimo nios recogidos en las investigaciones más recientes,1 que sus nombres y sus versiones de la historia se den a conocer públicamente.
Tomado del periódico Jueves d e Excelsior, 1929. Acervo de la familia Aceves Bravo.
1 J o v ita Valdovinos, u n a h istoria viv ien te. Edición de autor. Vázquez Parada, Lourdes Celina, T estim onios sobre la R evolu ción Cristera. H acia u n a h erm en éu tica d e la co n cien cia histórica. UdeG-Colegio de Jalisco, Guadalajara 2000. Vázquez Parada, Lourdes C elina y Federico M unguía Cárdenas, P rotagonistas y testigos d e la g u e rra Cristera. UdeG, 2002. Agustín Vaca, Los silen cios d e la historia. Las cristeras. Colegio de Jalisco, Zapopan, 1999.
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La Revolución de 1910, y sobre todo la aprobación de la Consti tución política de 1917, son los eventos políticos que cierran nuestro periodo de estudios, aunque para los temas que abordamos en este libro, debemos extendernos hasta 1933 con los cambios en la legisla ción y la aplicación del Código Penal del estado de Jalisco, donde se tipifican los delitos que atentan “contra las familias, la moral pública y las buenas costumbres”, y que atañen principalmente a la mujer, como el rapto, el suicidio o la prostitución. También en estas primeras déca das del siglo xx surgen en el estado la primeras periodistas que emiten juicios sobre la vida nacional, así como las primeras profesionistas en los campos de la ingeniería, la medicina y el derecho. La exclusión de las mujeres jaliscienses de las páginas de la historia, cuyos nombres no se recuerdan de manera independiente, ¿significa que en verdad no existieron mujeres desatacadas?, ¿qué pasó con las mujeres del occidente mexicano durante esta época?, ¿cómo vivían?, ¿cómo pensaban? Compartiendo estas interrogantes, un grupo de investigadores del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara realizamos una serie de seminarios donde discutimos nuestras hipótesis y las posibilidades de acceder a sus historias recurriendo a viejas fuentes que no han sido suficientemente estudiadas. Quienes participamos en este proyecto desde mayo del 2006, partimos de la convicción de que su ausencia de las páginas de nuestra historia se debía, por un lado, a su papel subordinado en la vida cotidiana y su escaso acceso a la cultura pero, sobre todo, a la falta de investigaciones en nuevas fuentes y con nuevos enfoques que pusieran la centralidad en la mujer. La meta de este proyecto es el estudio de la mujer en el occidente de México durante el periodo de la Independencia a la Revolución, enfocándolo desde los ángulos más di versos que abarcan la vida en el hogar, los conventos, las instituciones, las organizaciones políticas y culturales y la vida laboral de las mujeres como profesoras de primaria, parteras, comerciantes, monjas o periodistas. Estos fueron los temas tratados en el coloquio Mujeres jaliscienses en el siglo xix. Historia, sociedad, literatura, que realizamos con motivo del Día Interna cional de la Mujer en marzo del 2007 en la capilla del Museo Regional de Guadalajara y cuyos resultados se compendian en este libro. Los trabajos que se presentan cuestionan los tabúes que con respec to a la mujer del occidente mexicano se tenían, con base en la extrapo lación de hipótesis y comparaciones con los estudios sobre el centro de México. Se trata de investigaciones realizadas bajo nuevas hipótesis y enfoques del campo de las ciencias sociales, cuya mayor aportación sea, tal vez, mostrarnos los datos y las historias de vidas escondidas en archi-
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vos públicos, privados y de congregaciones, que no se habían consul tado. Fuentes riquísimas de primera mano, cuyo acceso nos transportó a otra época, donde las mujeres manifiestan a veces de su puño y letra sus propias inquietudes y sus propios miedos, sus deseos y sus anhelos; o sus problemáticas y conflictos desde la voz o la pluma de un hombre cercano que la representa en los juzgados, porque ellas mismas, por su condición de mujeres, no tenían personalidad jurídica ni política. La Constitución de 1917 les reconoce ser sujetos de derecho como garan tía individual, y hay que esperar hasta 1952 para obtener el reconoci miento como sujetos políticos y la capacidad de votar y ser votadas. El presente libro se divide en dos grandes apartados: el primero se refiere a la participación de la mujer en la vida cultural y en el campo de las letras, y el segundo considera los aspectos de la religión y la vida privada; ambos en estrecha relación, tratándose de una región marcada profundamente por las ideas religiosas y el papel que la institución católica y sus diversas congregaciones han jugado en ella.
Mujeres jaliscienses en el siglo xix. Cultura y literatura La incursión de la mujer en la vida literaria de México ha sido lenta y difícil. Durante la época colonial las mujeres tuvieron poca presencia en la vida cultural de la Nueva Galicia. Si Juana de Asbaje, la gran y única figura femenina destacada de la Nueva España no hubiera sido protegida por la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, princesa de Mantua y Condesa de Paredes, no hubiera podido desarro llar su obra ni pasar tan detalladamente a la historia. Es la excepción, pero tuvo que enfrentar grandes dificultades para escribir y difundir su obra. Más aún, si en el siglo xviii la presencia de la mujer es mínima en la cultura de la Nueva España, en la Nueva Galicia brilló por su ausencia, ya que antes de 1792 ni siquiera existían universidad ni im prentas, y los escritores de esta región tenían que recurrir a la ciudad de México o España para estudiar o publicar sus escritos. Por este motivo Bernardo de Balbuena abandonó la Nueva Galicia y, ya instalado en la ciudad de México, logró destacar en el ámbito de las letras. A lo largo del siglo x ix se instalan varias imprentas en Guadala jara, lo cual propicia una intensa vida literaria en la ciudad. En este periodo aparecen tres mujeres que destacan en las letras jaliscienses: Isabel Prieto de Landázuri, Esther Tapia de Castellanos y Refugio Ba rragán de Toscano. Ellas son la muestra de que la presencia femenina
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en la vida pública del occidente de México es mayor de lo que común mente se piensa. La mujer jalisciense del siglo xix se ha dado a conocer gracias a las investigaciones desarrolladas en el campo de la literatura. Pioneros son, en este terreno, Wolfgang Vogt y Magdalena González Casillas, quienes han dedicado muchos años y una gran parte de sus obras al estudio y análisis de la cultura y literatura jaliscienses. Lo que hasta el momento se conoce mejor es la participación de la mujer en la vida literaria, que es más bien modesta, pero también en este campo hay muchos aspectos que aún no se han estudiado. Wolfgang Vogt, Mag dalena González Casillas y María Guadalupe Mejía presentan en este libro resultados de sus investigaciones sobre las mujeres escritoras en Jalisco; es decir, aquéllas que publican en libros, revistas y periódicos. Quienes se dedican a la literatura son, sobre todo, mujeres de alta so ciedad como Isabel Prieto de Landázuri y Esther Tapia de Castellanos; o maestras de escuela primaria como Refugio Barragán de Toscano. Es hasta las primeras décadas del siglo xx en Jalisco, cuando mujeres como Antonia Vallejo, Micaela Contreras Medellín, Atala Apodaca, María Luisa Garza de Cantú o Antonieta Morfín, pudieron dedicarse al periodismo como actividad profesional. Es ya un lugar común afirmar que la típica mujer decimonónica jalisciense fue ama de casa o monja. Si bien fueron las alternativas más viables en la época, algunas mujeres realizaron otras tareas en la vida coti diana, cuyo registro se conoce sólo a través de sus escritos personales. Las cartas de María Manuela Guzmán a Fray Romualdo Gutiérrez, en el tra bajo de Lourdes Celina Vázquez, son una fuente invaluable para conocer los pensamientos íntimos de esta mujer, sus descripciones del ambiente social y político del convulso siglo xix, sus creencias y sus actividades en la vida diaria. En ellas encontramos una imagen diferente de la mujer a partir de su propia voz, de manera directa y en primera persona. Cabe mencionar que el acceso a los manuscritos de mujeres es muy reciente en el campo de las ciencias sociales, lo que ha arrojado nuevas luces para el conocimiento de la mentalidad femenina en México y Latinoamérica, de manera que es posible ya establecer comparaciones. Un ejemplo intere sante es el de los ensayos compendiados en el libro Diálogos espirituales. M anuscritos fem enin os hispanoamericanos. Siglos xvi-xix, editados por Asunción Lavrin y Rosalba Loreto2 con los trabajos de Celina Vázquez 2 Asunción Lavrin y Rosalba Loreto (eds.), D iálogos espirituales. M anuscritos fem en in os hispanoam ericanos. Siglos x v i- x ix , b u a p - u d la , Puebla, 2006.
Intro d u cció n
y Darío Flores acerca de manuscritos de mujeres remitidos a religiosos franciscanos. Particularmente, las hipótesis de Araya, Azúa e Invernizzi para el caso de sor Josefa de los Dolores Peña, de Santiago de Chile, acer ca del proceso de reconocimiento personal que paulatinamente se ve re flejando en la escritura íntima, pueden corroborarse en los casos de María Manuela Guzmán y sor María Josefa de la Santísima Trinidad Zapata, quien firmaba como “la Piedra del Patio”, tratados en este volumen. Si ya de por sí la condición femenina representa un obstáculo para la incorporación a la vida pública en el siglo xix, ser mujer, soltera y masona es el colmo del atrevimiento. De suyo el tema de la masonería ha sido un tabú en las investigaciones de la historia regional, y el caso de Catalina Álvarez Rivera que nos presenta Octavio Velasco López es, sin duda, excepcional. Se trata de una normalista que se empeña en educar a las mujeres de Ahualulco del Mercado y conforma ahí una célula de la logia. Una mujer que ofrece su dinero, su tiempo y su vida a mejorar la condición de otras mujeres, convencida de que sólo mediante su prepa ración podrán salir adelante. Tarea nada fácil que se ve constantemente frenada por las hostilidades que promueve la Iglesia católica hacia la masonería y, más aún, a la incorporación de mujeres en sus filas. La posibilidad de que algunas mujeres destacaran en el ámbito de las letras se debió, sobre todo, a la especial educación que le pro piciaron en el ámbito familiar. Un caso excepcional en Jalisco es el de Isabel Prieto de Landázuri. En ella se conjugan la sensibilidad literaria, su formación culta y su espíritu libre, gracias a la formación que le brinda especialmente su padre, Sotero Prieto, un empresario de ideas socialistas afines al fourierismo de moda en Europa. Este trabajo, de la autoría de Federico de la Torre, es un descubrimiento importante no sólo para la comprensión de la situación de la mujer jalisciense, sino para conocer el desarrollo de la industria jalisciense en el siglo xix y la mentalidad de sus empresarios pioneros. Una fuente importante para el estudio de la vida cotidiana de la mujer en Jalisco y México es la narrativa. Cristina Meza nos presenta sus resultados de investigación acerca de la imagen de la mujer en la narrativa mexicana del porfiriato; cómo ven y describen a la mujer los pensadores y narradores más destacados de la época: el tapatío José López Portillo y Rojas, José Tomás de Cuéllar, de la ciudad de México; el veracruzano Rafael Delgado y el laguense Carlos González Peña. Estos autores, aún tratándose de personajes liberales, en el fondo de su pensamiento mantienen las mismas ideas con respecto a la mujer, que el catolicismo de la época promovía.
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Tomado del periódico Jueves de Excelsior, 1929. Acervo de la familia Aceves Bravo.
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Durante el porfiriato llega el positivismo a México, una corriente filosófico racionalista que cuestiona los dogmas del catolicismo desde una perspectiva científica. Lo que es el positivismo en la filosofía, es el naturalismo en la literatura. Émile Zola, el representante más destaca do de esta corriente, afirma que el desarrollo de cada hombre está de terminado por tres factores: raza, ambiente y momento histórico. Trata de demostrar esta teoría en su ciclo de novelas Los Rougon Macquart, presentando al lector la vida de varias generaciones de una familia. La raza y la herencia biológica son factores en los cuales varios autores mexicanos del porfiriato se basan para el desarrollo de sus novelas. En Santa, de Federico Gamboa y M aría Luisa, de Mariano Azuela, las protagonistas son víctimas de una herencia biológica negativa. Los católicos de la época rechazan el positivismo y el naturalismo como corrientes materialistas contrarias a la religión. José López Por tillo y Rojas, en su novela Fuertes y débiles, critica vehementemente la moda positivista y ridiculiza a estudiantes de bachillerato que piensan que la religión es incompatible con la ciencia. La buena sociedad ca tólica de México y Jalisco rechaza por lo menos los excesos de estas corrientes, actitud que prevalece hasta medados del siglo xx, en Gua dalajara, cuando se les prohibía a hijas de buenas familias la lectura de obras de un autor tan “materialista e indecente” como Émile Zola. Pero el naturalismo mexicano de un autor católico como Federico Gamboa era aceptado porque presenta a la prostituta Santa como una
Introd ucció n
muchacha caída y arrepentida que busca el perdón de Dios. Igual que la novelista española Emilia Pardo Bazán, Gamboa trata de conciliar las teorías científicas naturalistas con la religión católica. En el México del porfiriato, y en particular en Jalisco, no encon tramos autoras naturalistas. El naturalismo sólo influye las obras de autores masculinos como Federico Gamboa, Mariano Azuela o Carlos González Peña. En Jalisco se impregna más el costumbrismo de origen español, que el naturalismo que viene de Francia.
Teresa Martínez con sus hijos Rafaela, Dem etrio, Petra y Micaela. Ixtlán del Río, Nayarit, 1917.
A finales del siglo xix y principios del xx observamos dos fenóme nos que contribuyeron de manera determinante al cambio de la condi ción femenina: la fundación de la Escuela Normal en Guadalajara en 1880 y la incursión de la mujer en el periodismo. Ejemplo del primer caso es Refugio Barragán de Toscano, escritora nacida en Zapotlán, en el sur de Jalisco, quien gracias a sus ingresos como maestra dedi có tiempo a la escritura, y de la que se conservan y se han reeditado varias obras. Ejemplos del segundo caso son las primeras mujeres que incursionan en el periodismo en las primeras décadas del siglo xx, tema tratado por Guadalupe Mejía, y con el cual cerramos la primera parte de este libro. Será hasta la segunda década del siglo xx, justo en los años
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de la Revolución, cuando algunas mujeres jaliscienses concluyan sus estudios profesionales en la universidad. Vale la pena destacar los casos de Victoria de la Mora, egresada de la Escuela Libre de Ingenieros de Guadalajara en 1917, quien en un campo eminentemente masculino se desarrolla profesionalmente como ingeniera ensayadora y apartado ra de metales y metalurgista, y quien, como sucedió también con los escritores y era común en la época debido al modelo centralista impul sado durante los años del porfiriato cambió su residencia a la Ciudad de México y se incorporó a la Universidad Nacional; Jacinta de la Luz Curiel, segunda mujer egresada de la Escuela de Medicina, en la Uni versidad de Guadalajara, quien logró destacar profesionalmente como oncóloga y Mercedes Martínez, primera estudiante de Derecho, titular posteriormente de la Notaría 1 Uno en Mexicali, Baja California.
La religión y la vida privada
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Como en las “Notas de sociales” de la prensa actual se sabe más de las cla ses dominantes que de las dominadas; durante el período colonial tam bién se encuentran más documentos acerca de las mujeres de la aristo cracia española y de las monjas, españolas en su mayoría, que de aquéllas que las atendían como sirvientas o esclavas, o de las mujeres pobres del campo o de la ciudad. A lo largo del siglo xix la prensa se refiere sobre todo a las mujeres mexicanas a partir de los retratos idealizados de los escritores hombres, o la infinidad de consejas para hacer de ellas mujeres de bien, pero algunas empiezan a mandar colaboraciones firmadas con sus nombres. En suma, es más fácil tener datos de las mujeres de mayor poder social, económico y político porque tenían derecho a la palabra, la escritura, la cultura y podían dejar huellas, recuerdos o memorias. La parte segunda de este libro, referida a la religión y la vida privada, presenta las rupturas y continuidades en la vida cotidiana de las mujeres jaliscienses de la Independencia a la Revolución, a través de la enorme influencia moral que ejerce la religión católica. Esta es una muestra de cómo los modelos ideales se topan con la realidad de la vida cotidiana. En su estudio sobre las mujeres mexicanas de esta época, Julia Tuñón ad vierte cómo en la construcción y definición del modelo de nación que se pretendía construir se va conformando un estereotipo de lo femenino, que muestra claramente los rasgos de la ideología dominante, donde se presenta a la mujer como estandarte de la nación; pero no la mujer real y sus dificultades cotidianas, sino el prototipo femenino construido por los
3 Julia Tuñón. El A lbum d e la M ujer. A ntología ilustrada d e las mexicanas, vol. v iii, el siglo x ix (1821-1880), pp. 11-13. 4 Ibid, pp. 13-14 5 Graciela Abascal, “Entre la sevicia y la dignidad. El juicio de divorcio de Teresa Colza”, en esta edición.
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moralistas, contrastado con “la realidad desbordada de mujeres alegando en casas, calles, plazas y tribunales”. Se quiere construir a la mexicana, dice la autora, de acuerdo a las nuevas circunstancias, pero éstas no se definen y se sublima a la mujer-madre protectora que permite el reposo del gue rrero, sea éste federalista o centralista, liberal o conservador,3 de manera que las diferencias reales fuesen borradas en el modelo ideal. Así, pese a las enormes desigualdades a las que se enfrentaban en la vida diaria las mu jeres de las ciudades y medios rurales, las empleadas, costureras, obreras o amas de casa; célibes, casadas o religiosas; hijas de hacendados o de fami lias con recursos económicos y aquellas desheredadas o hijas de artesanos u hombres de campo, debieron ajustar sus ideales de vida a lo que la moral y las costumbres heredadas de la época colonial, pero sobre todo la religión católica, promovía y difundía por todos los medios, trátese de la narrativa, los sermones morales, las penitencias confesionales, los periódicos de la época, la catequesis, la poesía, la oralidad, etc. En la vida real, el proto tipo de mujer que se promovió, ceñido al mundo doméstico, sólo pudo realizarse en algunos sectores de clase, aquellos que contaban con recursos y medios para definir el deber ser de la moral social. Actualmente, a tra vés del estudio de fuentes primarias podemos percatarnos de la diferencia entre hecho y derecho, entre idea y realidad; y esta disparidad “nos hace sentir absurdo el discurso moral, excesivo en cuanto a la rigidez sexual y la cortesía, cursi en la caracterización del pudor, la virginidad, la discreción; pero cuando accedemos a los mundos reales estos acartonamientos pue den explicarse, conjurando los excesos de la vida con la decencia”.4 La vida de las mujeres y los roles que les fueron asignados por la sociedad, durante casi todo el siglo xix, fueron producto de una heren cia colonial basada en la estructura social de un patriarcado dominante. No obstante los cambios políticos, económicos e ideológicos que se vivieron en el país, a partir del movimiento de Independencia y durante todo el proceso de conformación de la nación mexicana, el mundo de la mujer siguió centrado en la vida familiar y el matrimonio.5 Veamos las continuidades y rupturas entre el periodo virreinal y el siglo xix. Desde la época colonial, a la mujer se le educaba y preparaba para el matrimonio, al cual debía llegar como doncella, o a la vida religiosa para entregarse a su nuevo esposo en la cruz. El matrimonio era parte
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fundamental del tejido social a través del cual la mujer se relacionaba con la sociedad de su entorno, de ahí que podamos observar los as pectos de la vida cotidiana a través de expectativas y vivencias de las mujeres casadas y las que no: solteras, viudas y monjas.
Tomado del periódico Jueves d e Excelsior, 1 92 9 . Acervo de la familia Aceves Bravo.
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Como todo ser humano, la mujer ingresaba en la vida familiar al nacer, a menos que formara parte del gran número de niños abando nados que la Iglesia recogía en sus hospicios, de los cuales el de mayor importancia fue el que mandó construir Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, estrenado el 1 de febrero de 1810, con el ingreso de 66 niños, justo a unos momentos de estallar la Guerra de Independencia. Poco se sabe de cómo pasaba el parto y era recibido el recién nacido por una matrona empírica y generalmente anónima, de cuya profesionalización nos da cuenta en este libro el trabajo de Juan Carlos Gon zález Cruz. De la niñez tampoco se sabe mucho, sólo puede suponerse que hubo gran fecundidad y que pocos llegaban a la edad adulta, por la falta de higiene que predominaba, al grado de que durante la época colonial el baño se usaba poco y se consideraba tan peligroso que se debía guardar cama por un par de días después de realizarse.
Artículos 2°, 3°, 4°, y 7° del D ecreto sobre esta b lecim ien to d e una escuela n o rm a l del 26 de octubre de 1833, en Valentín G ómez Farías. Id ea rio reform ista. Recopilación, prólogo y notas de Ricardo Delgado Román. Publicaciones del Gobierno del Estado. Guadalajara 1958, pp. 129-130. 7 Carmen Castañeda, Violación, estupro y sexualidad. N ueva G alicia 1790-1821, Edit. Hexágono, Guadalajara, 1989.
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También durante esta época las madres españolas y criollas contra taban nodrizas o nanas, que vivían en casa y habitualmente eran indias o negras, lo que acercaba culturalmente a los pequeños con mitos y costumbres ajenas a las de sus padres. Esta situación continuó durante el siglo xix entre las nuevas familias de clases altas, a pesar de la enorme campaña a través de los medios destacando y sublimando el carácter maternal de la mujer como su más alta encomienda en la vida. En las clases populares, la infancia tenía actividades sencillas rela cionadas con las de los adultos: recoger leña, llevar la comida al padre que trabajaba en el campo, ayudar en los quehaceres domésticos, hilar y coser y, casi sin excepción, morir analfabetas. Las niñas de la aristocracia tenían, desde el principio de la Colo nia, escuelas especiales donde se les enseñaban las tradicionales tareas domésticas: tejer, bordar, aprender la doctrina cristiana, tocar el órgano y cantar en las ceremonias religiosas. En las llamadas “de amigas” se les instruía en lectura y escritura, como la que en Guadalajara constituyó el Beaterio de Santa Catarina de Sena y luego el Colegio de San Juan de la Penitencia. Pese a todo, su ineficacia debe haber sido muy alta si se considera el grado de analfabetismo que queda demostrado en el hecho de que muy pocas eran capaces de firmar. Esta situación trató de modificarse desde las primeras décadas del siglo xix, gracias a la preocupación del reformista Valentín Gómez Farías, vicepresidente de la República, con las primeras Leyes de Reforma de 1833. En el Decreto sobre establecimiento de una escuela normal del 26 de octubre de ese año, señala que “se establecerá una escuela normal para la enseñanza primaria de mujeres”. Las cuales se establecerán también en cada parroquia del distrito y ciudad federal. Que en ella se enseñará a leer, escribir, el catecismo religioso y el político, además de coser, bordar y otras labores de su sexo.6 Estas inquietudes fueron logradas sólo hasta finales del siglo xix con la fundación de la Escuela Normal y la profesionalización de las primeras mujeres para ejercer el oficio de maestras. Desde su más temprana edad la mujer conoció el desprecio que la sociedad manifestaba por su sexo, como lo prueban las múltiples violaciones de que fueron víctimas las niñas indígenas y negras, e in cluso alguna criolla, como lo demuestra Carmen Castañeda en su libro Violación, estupro y sexualidad7 para la época colonial. En muchos 6
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casos fueron, sin embargo, las mismas mujeres quienes se encargaban de aliviar en algo la problemática, como sucedió en León, Guanajuato con la fundación del Beaterio del Santo Niño el 7 de octubre de 1741, por doña Catalina, doña María, doña Francisca y doña Nicolasa Manrique, “cuatro hermanas doncellas del claustro de las Hermanas Vírgenes Ursulinas”, como una casa para acoger a niñas golpeadas, maltratadas o violadas, según consta en el acta de la fundación.8 A la niñez se le reprobaban aspectos que ahora consideramos na turales, como la espontaneidad y el interés dominante por los juegos; se les exigía una religiosidad conductual que implicaba contención, autodominio, dedicación a sus tareas y respeto total a sus mayores. El fin de la infancia era, para las niñas, la edad legal del matrimonio: los 12 años, aunque mayoritariamente contrajeran nupcias entre los 15 y los 18. Si para los varones esa edad correspondía a una cierta indepen dencia existencial, para la mujer sólo era el cambio de dependencia jurí dica y vital; de la del padre o tutor pasaba directamente a la del marido. Para preservar el valor del matrimonio había que cuidar “la honra”, vigilando estrechamente la vida de las doncellas: no podían salir sino acompañadas por una “dueña” (“chaperona” en el siglo xix), pese a lo cual había “encuentros” con los galanes en las iglesias, cartas intercam biadas en secreto, conversaciones nocturnas en las azoteas, y todo en complicidad con las sirvientas. Esto ocurría en los altos estratos, que vigilaban con mucho celo el capital simbólico de la virginidad. El matrimonio era un momento clave en la vida de las mujeres y se le preparaba con mucho cuidado. Como se casaban demasiado jóvenes, el asunto era una preocupación temprana en la vida de la doncella y su familia. La edad para el matrimonio variaba según las clases sociales; en promedio se efectuaba a los 18 años, pero podía contraerse a partir de los 12, sobre todo entre las indígenas, y alrededor de los 20 en las clases media y alta. Durante la época colonial el matrimonio era un trámite más sencillo para las clases populares que en los estratos superiores, pese a lo cual había más mujeres casadas entre españolas y criollas que en las etnias inferiores. Al final del virreinato, de acuerdo al censo de 1793, la tenden cia es muy clara: de las mujeres blancas el 90.9% se encontraban casadas; de las indígenas, el 66.4% y de las africanas sólo el 50%.9 8 Aranzazú Camarena, N uestra Señora d e Los Angeles. Un tem plo d e l siglo XVIII en León G uanajuato. Tesis de maestría en Historia del Arte. FFyL. u n a m , 2007. 9 Francoise Giraud, “Mujeres y fam ilia en Nueva España”, en Presencia y
transparencia: la m u jer en la historia d e M éxico, El Colegio de México, 26
México: 1987.
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Las mujeres de las clases populares no vivían tan recluidas; la elección del cónyuge era más libre y el sentimiento tenía más cabida. Los novios se hacían promesas, materializadas por un intercambio de regalos, aunque hubo muchas jóvenes que se quejaron, después, del incumplimiento de la palabra de matrimonio y del engaño que las dejaba solas y embarazadas. La ley consideraba entonces que las relaciones sexuales realizadas bajo presión o engaño, equivalían a violación y que el hombre que las había provocado tenía que compensar la pérdida del honor femenino con el matrimonio o, si esto ya no era posible, en forma económica. Cuando la mujer se casaba aportaba una dote cuyo valor podía ser considerable, una hacienda, por ejemplo, aunque en la mayoría de los casos sólo consistía en prendas de vestir u otros objetos útiles para la casa. Esta asignación estaba destinada a compensar los gastos que, en lo sucesivo, la mujer causaría a su esposo. De hecho, él usufructuaría el valor de la dote durante el tiempo del matrimonio. Si éste se disol vía, la esposa recuperaba la dotación. Ésta hacía más atractiva a una joven casadera, al grado de que había instituciones religiosas dedicadas a aportar dotes para niñas huérfanas, aunque el carecer de ella no im pedía necesariamente el conseguir marido.
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Pese a que la dotación era, supuestamente, garantía de estabilidad financiera para la nueva pareja, con frecuencia desaparecía por la mala administración o despilfarro del esposo. También el hombre debía aportar una cierta cantidad de dinero llamado arras, correspondiente al 10% de sus bienes, para asegurar la manutención de su esposa, cos tumbre que de manera simbólica permanece todavía en las ceremonias eclesiásticas del tercer milenio. La vida cotidiana de las mujeres casadas difería según el estatus social. El ideal mediterráneo, traído por los españoles, era la clausura, es decir, que igual que en la casa de su padre, la mujer permanecía encerrada, debía hacerlo tras casarse; tenía que dedicarse a los trabajos domésticos, aunque contara con una veintena de servidores: bordar, leer obras pías y cuidar a sus hijos. En las clases populares este ideal des aparecía, ya que las mujeres tenían que hacer tareas productivas fuera de la casa: comercio; trabajo doméstico como sirvientas, blanqueado ras, trajinantes o costureras; y productivo como hilanderas, fabricantes de velas o cigarreras.10 Por eso, mientras las mujeres de los bajos estratos tenían mucho contacto con el exterior, las damas de clases altas se aburrían dentro de las casas. Salían para hacer visitas e ir a misa en coches cerrados. Ahora bien, en ambos grupos sociales tenían responsabilidades, pero mandar a la servidumbre y organizar la vida hogareña les daba reco nocimiento social. Las excepciones, sin embargo, se dieron en abundancia: hubo quie nes estuvieron asociadas con sus esposos, en el siglo xviii, en el desarro llo de actividades industriales, y a partir de 1798 una Real pragmática les permitió ingresar en la vida productiva también como obreras fabri les, sin dejar sus responsabilidades domésticas, lo que las cargó con un enorme peso laboral, derivado de la Revolución Industrial que llegaba de Europa. Simone de Beauvoir les llamó “oficios esclavos, pagados con salarios de hambre”, con horarios que iban de las cinco de la mañana a las once de la noche; es decir, 18 horas diarias. En el campo, las mujeres trabajaban de manera tradicional cuidan do el ganado, sembrando y recolectando, vendiendo lo producido en los pueblos cercanos y, por supuesto, atendiendo a la familia, igual que las nacientes obreras, en una agobiante explotación. No podemos olvidar el trabajo de las nodrizas, quienes dedicadas a la “lactancia mercenaria” veían morir de hambre a sus propios hijos y engordar a los ajenos.
11 González Escoto, Armando. B reve historia d e la Iglesia d e G uadalajara, UNiVA-Arzobispado de Guadalajara, Guadalajara 1998, p. 183.
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En cuanto al amor entre esposos, no puede parecer extraño el que si tantos matrimonios habían sido arreglados por conveniencias entre los padres de los cónyuges, sin que hubiera atracción entre ellos, el adulterio haya compensado la falta de atracción y afecto. Con el ro manticismo de finales del siglo xviii y la difusión de novelas como la Nouvelle Hélo'íse, de Rousseau, aunque prohibida, irían cambiando las cosas; pero será hasta el siglo xix cuando nazca el “amor romántico” y la posibilidad de vivirlo en matrimonio. Entre las que nunca se casaban estaban las monjas, cuyo prestigio social era enorme y disfrutaban de libertad e iniciativa dentro de las reglas de su orden. Además tenían cierto poder económico y desarro llaban diversos talentos, literarios o musicales, por ejemplo. La vida re ligiosa era una opción muy bien vista para las mujeres de familias cató licas tanto del occidente de México como de todo el país. Las Órdenes femeninas, a diferencia de las congregaciones masculinas, eran hasta mediados del siglo xix exclusivamente monásticas, es decir, dedicadas a la oración y manutención de los conventos. Hacia 1850, cuando la población nacional se calculaba en siete millones y medio de personas, había en los monasterios de todo el país 1,494 monjas, 533 niñas y 1,266 criadas. La dote para ingresar era en promedio de 4 000 pesos, a excepción de las Capuchinas, por tratase de una congregación que daba cabida a mujeres pobres. En su conjunto, el valor de los bienes raíces de todas estas congregaciones ascendía a 12 millones 516 mil 400 pesos, y en hipotecas poseían 5 millones 514 mil 132 pesos. En Guadalajara se encontraban instalados a mediados del siglo los monasterios de Santa Mónica con 36 monjas; Santa Teresa con 22; Jesús María con 28; Ca puchinas con 42; y el más rico de ellos, el de Santa María de Gracia con 72 monjas y 90 criadas. Las Capuchinas de Lagos en 1833 sumaban 39 monjas y el Monasterio de la Enseñanza de Aguascalientes, 12.11 Las esposas místicas de Cristo llevaban su vida conventual también en medio de conflictos, añoraban la presencia de sus confesores, úni cas voces masculinas a las que tendrían acceso a partir del momento en que las puertas del convento se cerraran para ellas, generalmente a muy temprana edad; de ello nos dan cuenta el capítulo de Darío Flores acerca de la “Piedra del Patio”, y el de Isabel Méndez que nos muestra la diferencia al interior del convento de Santa María de Gracia y los privilegios a que tenían derecho las hijas de destacadas familias, con
respecto al número de criadas a su servicio o la asignación de lugares privilegiados para sus entierros. Las criadas se consideraban propiedad del convento y realizaban los trabajos más pesados, como la limpie za general del edificio, el arreglo de sus bodegas y la elaboración del pan, tarea que comprometía por lo general la vigilancia hasta de cuatro monjas y la participación de una docena de criadas. Otra actividad difícil de su incumbencia fue el lavado, planchado y arreglo no sólo de la ropa de su institución sino también de las prendas pertenecientes a la catedral; las criadas procuraron con este auxilio granjearse la dispensa de entierros gratuitos. El convento podía también ser un refugio que salvara a las jóvenes de repugnantes matrimonios impuestos por los padres. Pero el acceso a la vida religiosa, reservado durante la época colonial a las mujeres de clase alta, debido a las altas dotes, en el siglo xix se extiende a mujeres sin recursos a través de la posibilidad de su ingreso en congregaciones como la de Capuchinas o solicitando dotes a personas pudientes.
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Cartas femeninas de mujeres neogallegas no hay ninguna; existen algunos diarios; y ya en el siglo xix Lourdes Celina Vázquez Parada y Darío Flores han descubierto 250 epístolas femeninas, de enorme valor para conocer sus problemas de vida, su sensibilidad y criterio. Quienes siempre hablan son las fuentes judiciales, aunque los datos a los que se refieren contienen más sentimientos negativos, como odios, celos, resentimientos, problemas suscitados por nuevos matrimonios que sur-
12 Giraud, op. cit.
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gían entre hijos del primero y las segundas esposas, o tensiones entre esposas y cuñadas. Llaman la atención las quejas femeninas contra los maridos por violencia física, por borrachera o por adulterio, sobre todo entre las clases populares. Esto nos revela que la sumisión de las mujeres tenía un límite, puesto que hubo incluso quienes pidieron el divorcio eclesiástico no necesariamente con éxito, como lo prueban las investi gaciones de Graciela Abascal y Claudia Castellanos. En muchos casos en que el marido era arrestado al comprobarse la denuncia, las mujeres que se encontraban solas se quejaban de la miseria en que las dejaba la ruptura de una asociación económica que les había proporcionado, al menos, los medios para la sobrevivencia. El rapto, frecuentemente aceptado por las futuras cónyuges sobre todo al finalizar el siglo xix y las primeras décadas del xx, se constituyó en una forma de transgredir la norma y consumar una relación no acep tada por los padres, o de evadir los altos costos del trámite matrimo nial para miembros de las clases bajas, como nos explica Laura Benítez Barba en su ensayo. Pese a todo, el matrimonio era un estado deseado, porque aunque estuviera sometida a su cónyuge, la mujer casada gozaba, con el ma trimonio, de honorabilidad, protección y apoyo económico. La mujer casada podía disfrutar, a través de su esposo, de una influencia social directa o indirecta, dentro del estrato donde se hallara. No obstante, y a pesar de la fuerte atracción que el matrimonio ejercía sobre las mujeres y de la presión social para que se casaran, había muchas que vivían fuera del vínculo conyugal porque lo habían roto la muerte o el divorcio, porque sus condiciones de vida no les permitían casarse, o porque ha bían decidido vivir libremente. La viudez en la época colonial no es fácil de precisar, ya que había mujeres que se autodeclaraban viudas para gozar de una mejor posición social. El censo de 1793 indica que entre las mujeres de origen europeo había un 10% de viudas; entre las africanas un 33.3%; y entre las indí genas un 15.1%.12 Si había pocas viudas entre las europeas se debía a su facilidad para volver a casarse, lo que no sucedía en los otros dos grupos. Aunque las blancas contraían nupcias a mayor edad, tenían más oportunidades de hallar marido por ser un grupo socialmente privilegiado. Esto se comprueba por la cantidad de segundos matrimonios que había entre ellas y la consiguiente suma de fortunas. Un ejemplo lo encontramos
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en el caso de doña Mariana Caballero de Acuña y Pérez Quintanar, de León, Guanajuato, quien, como hija única de dos matrimonios de su madre y sin poder concebir, hereda su riqueza para el cuidado del templo de Nuestra Señora de la Luz en la misma ciudad,13 situación que debió haber sido muy bien vista por el clero y que, junto con las limosnas para la celebración de misas por el alma de los difuntos, era muy frecuente como camino para alcanzar la salvación eterna e incre mentar las arcas de la iglesia. En los otros estratos eran más numerosas las mujeres que nunca se casaban, que vivían amancebadas o eran abandonadas por hombres que luego se casaban con españolas. El caso de las esclavas negras y las sirvientas indígenas era el más alto en porcentajes de soltería, así como de viudedad por la temprana mortalidad de esclavos negros sobreexplotados en los trapiches y las minas. La viudez acababa por representar cierta ventaja: aunque al perder al esposo perdiera protección y apoyo material, la misma pérdida la llevaba al primer plano del escenario social, porque la obligaba a encar garse de tareas desempeñadas hasta entonces por el hombre; la volvía responsable familiar y podía gozar de cierta respetabilidad y personali dad jurídica autónoma. Cuando eran herederas de un capital económico o simbólico im portante, las viudas se podían volver a casar con facilidad, pero mu chas escogían seguir viviendo solas, administrando su patrimonio, a veces incluso sin ayuda de un mayordomo. Así, es posible encontrar ya desde la Colonia, mujeres que administraban comercios, ranchos, haciendas, minas o fábricas. Algunas aprendieron al lado de sus mari dos; otras lo hicieron solas demostrando talento y responsabilidad. En Guadalajara, un caso notable fue el de Petra Manjarrez y Padilla, viuda de José Fructo Romero, quien continuó trabajando la única imprenta existente en la Nueva Galicia, en plena revolución de Independencia, publicando los periódicos bélicos y políticos del momento, lo que no debe haber sido fácil. Para otras, la viudez fue muy pesada ya que tenían que pagar las deudas dejadas por sus maridos, además de mantenerse ellas y a sus hijos. Esta situación las exponía a la miseria y la prostitución, como ocurrió con María Atayde, recogida por un capellán que abusó de ella y sus tres hijas, en Guadalajara.14 13 Camarena, op. cit. 14 Giraud, op. cit, p. 74.
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El divorcio era la segunda causa de ruptura conyugal, pero ocu rría con menos frecuencia. El divorcio eclesiástico era una separación autorizada por los tribunales eclesiásticos (Proviserato), al término de un largo procedimiento desencadenado por la queja de la mujer, en la mayoría de los casos. Los motivos eran el adulterio, la violencia, incum plimiento de deberes alimenticios o conyugales, borracheras, abusos, etc. Durante el proceso la mujer era colocada en un depósito, o casa particular honrada, o un recogimiento para mujeres pobres. Era dificilí simo obtener el divorcio, pues la justicia eclesiástica procuraba reunir a la pareja, salvo excepciones realmente mínimas. El caso de Refugio Ro dríguez muestra hasta qué punto la mujer debió someterse para salvar la institución matrimonial, a pesar de la sevicia, sodomía e infidelidad comprobada de su marido, a quien tiene que pedir perdón después de tres meses de encierro a solicitud de su confesor. El adulterio masculino se aceptaba usualmente, así como los golpes que el marido propinaba. En la mayor parte de los casos, la mujer se separaba sin autorización jurídica y sin autonomía legal. El divorcio “eclesiástico” no permitía a los cónyuges volver a ca sarse; la anulación del matrimonio se autorizaba muy raras veces, y las mujeres, en cualesquiera de estas situaciones, no gozaban de la misma consideración que las viudas. En las clases subalternas muchas mujeres vivían solteras, pero amancebadas. A veces esta situación era provisional, sólo para adquirir la dote necesaria. En muchos casos era un modo de vida impuesto por los hombres, quienes las abandonaban al contraer nupcias, o las conser vaban como amantes semiocultas en esa ambigua tradición poligámica que la Iglesia nunca consiguió erradicar del todo. La frecuencia de las relaciones extramaritales en las clases supe riores indica que los límites entre amancebamiento, adulterio y matri monio no eran muy tajantes. La idea del vínculo conyugal por amor y atractivo sexual no existía en el período colonial, puesto que partía, como ya se dijo, de una decisión entre padres que deseaban asociarse convenientemente por motivos económicos, políticos y sociales. Finalmente hay que mencionar el caso de las mujeres solteras, que nunca se casaban para quedarse como domésticas en una casa. Con frecuencia eran parientes recogidas por su orfandad y pobreza, o que se habían visto obligadas a renunciar al matrimonio para cuidar a un anciano o un discapacitado. Fueran o no parientes, se las trataba como miembros de la familia, no recibían sueldo pero sí comida y alojamien to y vivían como hijas de la casa. Generalmente las amas tenían para
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ellas los mismos cuidados y deberes que con sus propias hijas: cuidaban su educación y religiosidad, pero estas solteronas rara vez podían con quistar su independencia jurídica o económica. La elección del cónyuge era un asunto muy delicado. Aunque la Iglesia consideraba que debía ser un acto libre, la mujer no podía ha cerlo por amor o por libre elección. La Iglesia prohibía los matrimonios entre parientes cercanos, a menos que hubiera autorización episcopal. Pero la problemática más fuerte consistía en la pertenencia al estrato social y económico: no era factible casarse con una persona de otra clase u otra etnia. De hecho, la oposición de los padres a la elección de las hijas, se daba frecuentemente. A lo largo de los tres siglos de Colonia, la libertad de las jóvenes se fue limitando cada vez más, a medida que la Iglesia abandonó su defensa de la libre elección conyugal. El punto de vista de los padres se volvió más estricto en el siglo xviii por la fuerte rivalidad entre criollos y españoles peninsulares. Se conoce el caso de una madre que amenazó con ahogar a su hija si no la obedecía, aunque también hubo ocasiones en que los padres estaban en desacuerdo entre sí. Hasta 1870 las uniones matrimoniales estaban reguladas conforme al código propio de cada grupo étnico. Prevalecía y se había impuesto el matrimonio eclesiástico como lazo indisoluble, de acuerdo al canon católico, aunque con la posibilidad de separación de cuerpos en casos comprobados de sevicia o infidelidad. El nuevo régimen liberal, que se va consolidando en las décadas sexta y séptima del siglo xix con el esta blecimiento de la ley civil, promulga la obligatoriedad del matrimonio y desconoce las uniones consensuales, muy comunes sobre todo en los estratos populares, calificando además a los hijos de éstas como ilegales o naturales,15 este oprobioso calificativo a los hijos de madres solteras se estampó en las actas de nacimiento del registro civil hasta 1972, cuando se instituyó en México la celebración del Día Internacional de la Mujer, impulsada de manera decidida por Esther Zuno de Echeverría, enton ces primera dama del país. Jurídicamente, los avances que al respecto se dan durante todo el siglo xix, en la medida en que se va consolidando el Estado-nación en México, van igualando poco a poco la situación de los individuos frente a la ley, como ciudadanos, y restando el poder que la Iglesia ejerce sobre ellos como sus creyentes. Las Leyes de Reforma, prime ro, con la institucionalización del matrimonio civil y la legitimación de las parejas de diferentes etnias y estratos; y las garantías indivi34
15 V. Julia Tuñón, op. cit., p. 26.
En el apartado “El matrimonio y la vida privada”, de la segunda parte de este libro, incluimos tres capítulos que nos muestran las dificul tades de la vida en pareja y cómo con el correr del tiempo se recurre a formas no autorizadas ni bien vistas por las sociedad. La vida matrimo nial, tan loada en el discurso como la forma de vida ideal para la mujer decimonónica, en la realidad fue en muchos casos la legitimación de la violencia hacia la mujer dentro en el ámbito doméstico. Los casos de Te resa Colza y Refugio Rodríguez, tratados por Graciela Abascal y Claudia Castellanos narran los avatares de estas mujeres que solicitan el divorcio eclesiástico; es decir, la separación de lecho y mesa, acusando a sus mari dos de sevicia, violación y estupro. No es fácil precisar en qué momento empieza a generarse en las mujeres el sentimiento de agravio moral y de injusticia que las lleve a rebelarse, señala Graciela Abascal; lo que sí fue posible constatar en los documentos es que estas mujeres enfrentaron un rechazo y una presión social, que las llevó muchas veces a desistirse o a
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duales de la Constitución de 1917, culminaron este proceso de libre elección de pareja y la posibilidad de que la mujer se representara a sí misma en los tribunales.
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abandonar el juicio. La presión dependía directamente de la condición social del matrimonio, sobre todo en las clases medias y altas en donde la separación se relacionaba con el honor, el status y las apariencias, y en las clases bajas la opción más común fue el abandono del hogar. Pero lo realmente importante a destacar es que, independientemente de que hu bieran logrado su objetivo o no, son mujeres que se atrevieron a rebelarse ante el modelo establecido, al modelo de la obediencia y la sumisión. El tercer y último apartado, “Mujeres públicas: la salud y la ley”, incluye cuatro capítulos acerca de la relación de la mujer y la salud pública. En el primero de ellos, Juan Carlos González Cruz aborda el caso de las parteras o comadronas al final del periodo colonial, y señala cómo en la mentalidad de la época y en los escritos religiosos se desle gitimaba el quehacer de las parteras, una preocupación por la salvación del alma de los fetos, por el aborto y las diferentes formas de parir, además del interés por lo que pasaba con las madres solteras, con emba razos producto de adulterios y por las mujeres sin fortuna, evitando que tomaran decisiones extremas. A diferencia de la época actual, se pensa ba entonces que entre mayor población, mayor riqueza; por lo tanto, a un índice alto de mortalidad le seguía mayor pobreza para las naciones. Para tratar de solucionar el problema y de paso poder señalar a alguien como culpable de tales muertes — curas y médicos— en nombre de la humanidad doliente, se dedicaron a publicar una serie de escritos en donde se culpaba a las llamadas comadres, curanderas, brujas y hechice ras de estos problemas, lo cual muestra que la presencia de estas mujeres en los partos estaba muy arraigada, sobre todo en poblaciones alejadas de las ciudades y a donde los médicos y cirujanos se negaban a ir. De Jorge Alberto Trujillo Bretón se incluye un capítulo donde recons truye el fenómeno de la prostitución en la Guadalajara porfiriana (1877 1911) considerando dos elementos imprescindibles: la mujer prostituta y el burdel; representativos de los “bajos fondos”, en los que la contaminación, lo marginal, la violencia, el control, los estereotipos, la explotación y la trasgresión formaban parte de la cotidianeidad de los actores sociales que se involucraban en el gran negocio de la carne y el sexo. Una historia de la prostitución que en el caso latinoamericano entraña importantes similitudes y diferencias. Entre las similitudes, la prostitución se presenta como un fenómeno urbano, contrario a la ele vada carga moral de las clases dominantes, en el que su discurso represi vo se enfrenta a las prácticas sexuales insumisas y en el que los juegos de poder se encuentran siempre latentes en medio de un cuerpo femenino cuyo comportamiento rebelde quebranta todo tipo de reglas.
Intro d u cció n
Con el mismo tema, pero enfocado al problema de la reglamenta ción sanitaria de la prostitución en Guadalajara, Fidelina González Llerenas presenta un análisis comparativo del contenido de los diferentes reglamentos de la prostitución expedidos durante la segunda mitad el siglo xix, para detectar en qué medida las reformas ayudaron a mejorar la problemática de la prostitución, y la que se fue generando a conse cuencia de la misma reglamentación. Vista siempre como un mal social necesario, los reglamentos que pretendieron regular el comercio de la carne y la sexualidad atentaron siempre contra la mujer sin importar las causas que la orillaban a ejercer dicha actividad. Las razones que motivaron el establecimiento de la reglamentación de la prostitución en Guadalajara, al igual que en la capital del país, fueron la influencia de las ideas higienistas de Europa, el temor por la sífilis y su detonante, la pro pagación de la enfermedad entre los soldados franceses, recientemente llegados con relación a la fecha de expedición del primer reglamento. La mujer se considera como transmisora de la enfermedad y única culpable, y se le somete a constantes revisiones médicas que, por supuesto, debe pagar de su propios ingresos. En el caso de México, dice la autora, llama la atención que a pesar de haber firmado en 1956 el “Convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena”, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1949, sólo se aplicó a la capital del país, donde desde 1940 se había eli minado el sistema reglamentarista, mientras que en el resto del territorio se continuó con la normatividad igual que antes, como si no hubiera pa sado nada. En Guadalajara se siguió reglamentado la prostitución hasta 1986 en que se suprime de manera definitiva. Pero el ideal femenino del siglo xix, tanto en México como en el mundo occidental, fue la configuración que desde siglos atrás la autori dad masculina pudo entender, bien o mal, hacia un sexo cuya naturaleza no comprendía. Esto, finalmente, nos lleva a tratar los temas de la locura y el suicidio femenino durante el siglo xix y principios del xx. Cerramos esta publicación con el capítulo de Miguel Angel Isais Contreras acerca de los estudios de la fisiología femenina de la época y cómo a partir de ello se establecieron diferencias fundamentales entre los sexos y se atribu yeron ciertas enfermedades psiquiátricas a la mujer por su propia natura leza. Locura y suicidio femenino en la Guadalajara porfiriana son temas que apenas se empiezan a estudiar y de lo cual el autor de este trabajo nos ofrece interesantes avances. Señala, por ejemplo, la influencia de las teorías degeneracionistas o deterministas originadas desde fines del siglo xviii en Europa por el antropólogo inglés Francis Galton, bajo el uso
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corriente de la eugenesia, práctica auxiliar de la medicina que en México se encargó de realizar políticas para el perfeccionamiento racial bajo los hábitos de la higiene y la puericultura, entre otros. Uno de los principios de estas teorías consistía en impedir la degeneración de la especie por efecto de uniones multi-étnicas. La élite mexicana del siglo xix buscó eli minar los rasgos y costumbres indígenas mezclándolos y preponderando el matiz claro de los europeos que se presentaba más en la burguesía. A esta época y a este fin corresponden los intentos de Porfirio Díaz de pro mover la inmigración de grupos europeos para “blanquear” y “mejorar” la raza, requisito del progreso. Para Justo Sierra, tanto el indio como el mestizo debían alcanzar las aptitudes de dicha clase para que entre ellos se desarrollara realmente el progreso. En el occidente de México, el renombrado médico Miguel Mendo za López, jefe de la sala de enajenados del Hospital Civil de Guadalajara y profesor de la Escuela de Medicina, definió la histeria como una afec ción propia de las mujeres que manifiesta sensaciones de vapor caliente presentes desde el vientre hasta la cabeza, convulsiones que “conmue ven todo el cuerpo y agitan los miembros, por gritos, sollozos ó risas sin motivo alguno”. Las mujeres histéricas, dijo, sufren arrebatos de violencia que las orillan a “golpear ó injuriar a las personas que las ro dean”, al grado de que “algunos inocentes han sido condenados á penas más o menos severas, por las acusaciones que han hecho falsamente contra ellos las histéricas, por atentados contra el pudor, por violación, etc”. Con estos argumentos, se creía que delitos como el infanticidio o el aborto, las mujeres los cometían bajo el influjo de una “locura transitoria”, la cual les provenía desde el momento de la gestación o por herencia: “la locura se hereda mejor de la madre que del padre”, enfatizaba este pensamiento patriarcal decimonónico. Los suicidios femeninos son poco conocidos; no porque no existie ran, sino por la breve aparición de la mujer en la vida pública. La mujer era hija, esposa y madre. Su subordinada vida al lado del hombre le llevó incluso a depender de él moral e ideológicamente. En el discurso moral, concluye Isais, el suicidio de la mujer era inconcebible, especial mente en Guadalajara; algo que no debía darse a conocer. En la prensa, en las noticias sobre mujeres suicidas ni siquiera se daban a conocer sus nombres. Como si el referirse a ellas diese vergüenza, fuera un fuerte golpe contra la moral. Las mujeres no tenían derecho sobre sus cuerpos por ser, en su papel idealizado de madres, el principal elemento de la familia y las que se encargarían de fomentar los valores morales sobre sus hijos, los nuevos ciudadanos.
El autorreconocimiento, el control sobre el cuerpo, la emancipa ción religiosa y política son procesos que se han dado de manera muy lenta en la vida de las mujeres, tal vez más lentamente en nuestra región que en la capital del país, y del cual cosechan sus frutos las nuevas generaciones. Este libro pretende mostrar el largo y difícil camino de quienes nos antecedieron y brindar un reconocimiento a todas aquellas mujeres anónimas que contribuyeron con su esfuerzo y los hechos de su vida cotidiana a cambiar la percepción de lo femenino y elevar la dignidad de la mujer. Los autores que participamos en este recorrido de la vida femeni na, queremos manifestar nuestro agradecimiento a las familias Aceves Bravo, Parada Tovar, Tovar Martínez, Nava Vázquez, Ruiz Martínez y Durán Huerta por compartir generosamente sus albumes fotográficos para ilustrar este volumen, así como a Claudia Castellanos y Cristina Concepción Meza Bañuelos por la selección de imágenes del archivo de Fondos Especiales de la Biblioteca Publica del Estado de Jalisco.
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In tro d u cció n
Gage, Tomas. N uevo reconocim iento
Lourdes Celina Vázquez Parada (coordinadora)
Parte I. Cultura y literatura
Las m ás herm osas p in tu ra s , Londres, 1 9 2 1 , s/a. BPEJ, Fondos Especiales
Las escritoras jaliscienses en el siglo X IX W olfgang Vogt
El siglo xix es un periodo de grandes cambios en la historia occidental. Es el tiempo de la independencia de las colonias españolas en América. México consigue su independencia en 1821 y Cuba en 1898. En este siglo observamos también profundos cambios sociales causados por la revolución industrial. En el siglo xix se imponen nuevas formas de go bierno. Con la revolución francesa de 1789 ya se había dado un golpe mortal a la monarquía absoluta. Los primeros intentos de establecer la república fracasan, pero a partir de 1871, con la caída del emperador Napoleón iii, esta nueva forma de estado se impone de manera defini tiva en Francia. En Inglaterra y otros países europeos paulatinamente la monarquía absoluta se convierte en constitucional y su forma de go bierno es democrática. Una vez derrotado el emperador Maximiliano de Habsburgo en México, el presidente Benito Juárez puede restaurar de manera definitiva la república. En Prusia y Austria, donde gobierna durante varias décadas Francisco José II, hermano de Maximiliano, desaparece el imperio hasta 1918, con el final de la Primera Guerra Mundial; no obstante, la nobleza había hecho un pacto con la burgue sía para hacerla participar en el gobierno. Este es el contexto mundial que enmarca el tema de este trabajo. Nuestro propósito es estudiar la situación de las escritoras mexicanas, y en particular las jaliscienses, entre la guerra de Independencia (1816-1821) y la Revolución (1910-1917), sin perder de vista el contexto internacional. El ámbito público donde mejor se desarrolla la mujer es en el cultural. Para poder apreciar los cambios de mentalidad de las mujeres en el siglo xix y su inserción en la actividad cultural, hay que echar un vistazo a la participación de la mujer en la vida literaria de los siglos anteriores.
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Antes de 1900, la cantidad de nombres de escritoras que se con servan en los registros literarios e históricos es muy reducida. La mujer tuvo serias dificultades para prepararse para la vida intelectual, ya que no tuvo acceso a la educación superior. Durante la Edad Media y la época colonial en la Nueva España, la enseñanza en las universidades se dio en latín. Para sacerdotes, abogados y médicos, el conocimiento de esta lengua clásica era imprescindible, pero nadie la enseñaba a las mujeres, cuyas actividades cotidianas se limitaban a las tareas del hogar y la educación de los hijos. Sólo señoras de la alta sociedad y algunas monjas tenían tiempo para el estudio y la escritura. Las condiciones y posibilidades de su educación eran difíciles porque tenían que adquirir sus conocimientos de manera autodidacta. Un caso extraordinario es el de la monja alemana Roswith, del convento de Gandersheim, quien ya en el siglo x, y gracias a su alta posición social, pudo adquirir los conocimientos para dedicarse a la creación literaria. Escribió en latín le yendas, historias y obras de teatro. Su obra está a la altura de los demás escritores alemanes de la Edad Media quienes escribieron en latín.1 Durante la Edad Media, entre los autores místicos alemanes de los siglos xi y xii encontramos tres monjas, entre las cuales destaca Hildegard von Bingen (1089-1179), quien nos legó una amplia obra filosófica y poética en los terrenos de la poesía, la mística, la apocalíptica y la profética, así como de medicina e historia natural. Todavía gozan de gran popu laridad en Alemania los escritos naturistas de esta monja, gran figura de la Edad Media, quien es reconocida y revalorada por las feministas alema nas. En la Francia del siglo xvi destacó la reina Margarita de Angulema o Navarra como poetisa y autora del famoso libro de cuentos Heptameron. Ella es contemporánea de la monja carmelita Santa Teresa de Jesús, cuya obra es superior a todas las escritoras hasta ahora mencionadas. Los libros místicos de esta autora durante mucho tiempo han sido lectura pri mordial de muchas mujeres cultas y fuente de inspiración de numerosas congregaciones religiosas femeninas hasta la época actual. Acerca de su repercusión en Jalisco, el poeta tapatío Enrique González Martínez nos cuenta en sus memorias que los escritos de Santa Teresa eran la lectura preferida de su madre; la cual, según él, tuvo una mayor influencia que su padre, un profesor de español, para desarrollar sus gustos literarios. En los países de lengua española, durante el siglo xix, la obra de Santa Teresa fue mucho más apreciada y difundida que la de Sor Juana Inés de la Cruz, 1 4 4
Modern, Rodolfo, H istoria d e la L iteratura alem ana, Fondo de Cultura Económica, México, 1961, p. 25.
Llama la atención que en el siglo xix existan ciertas autoras que atraen especialmente a mujeres. Era bien visto, por ejemplo, que una señora ta paría leyera Las moradas de Santa Teresa; sin embargo, la lectura del reco nocido novelista francés, Émile Zola, les era prohibida. En esta época era común que los padres de familia controlaran mucho más las lecturas de sus hijas que las de sus hijos. El narrador tapatío Fernando Navarro Velarde2 en su novela modernista El ausente (Guadalajara, 1920) describe a una joven de buena familia que no tiene acceso a la biblioteca de su casa. Ante su gran interés por la lectura, un día su padre convoca a un consejo de familia para discutir cuáles libros de la biblioteca son aptos para una joven de buena familia. Por lo general en esta época se pensaba que los libros escritos por mujeres eran los idóneos para otras mujeres. Los escritos por hombres habría que revisarlos con mayor detenimiento antes de darlos a la lectura femenina. También en Francia las mujeres cultas tienen durante el siglo xix sus autoras preferidas. En la obra En busca d el tiempo perdido Marcel Proust nos cuenta que su madre había sido una asidua lectora de las cartas que Madame de Sévigné, una dama de la corte de Luis xiv, había 2 Vogt, Wolfgang. Literatura, tomo v iii de Ja lisco d esd e la R evolución, Gobierno de Jalisco, Universidad de Guadalajara, 1986, p. 144 y ss.
Las escritoras jaliscienses en el siglo xix
a pesar de ser novohispana. Eso se explica, en parte, por el rechazo de la crítica literaria de entonces a la estética del barroco, pero también por la defensa de Sor Juana a los derechos de la mujer.
escrito a su hija. En la sociedad parisina de finales del siglo xix la inquietud por lo religioso y su influencia en la vida privada y cultural no está tan presente entre las mujeres cultas como en la sociedad tapatía. En la literatura alemana del siglo xix, la escritora más destacada es Annette von Droste Hülshoff (1797-1848), una mujer rica y noble quien, gracias a las comodidades de su vida a orillas del lago de Cons tanza, llegó a ser “la más grande poetisa de la literatura alemana y una de sus personalidades más complejas”, a juicio de Rodolfo Modern.3Su formación y sus convicciones católicas se reflejan en su obra. El romanticismo de Annette von Droste es más bien conservador, mientras que el de Georg Sand es sobre todo liberal y rebelde. Por estas características, que nos reflejan una personalidad fuerte y con testataria, es que firma su obra con seudónimo. Esta mujer francesa se hizo famosa como amante de Musset y Chopin; fue muy criticada por la gente de su época porque además le gustaba vestirse de hombre. A pesar de no ser una figura aceptada por la buena sociedad, sus novelas sentimentales tenían entonces, y tienen todavía, mucha difusión. En España destacan durante el siglo xix dos escritoras: la romántica Cecilia Bohl Faber, quien se hizo famosa con la novela La gaviota, que publicó bajo el seudónimo de Fernán Caballero (1796-1877), y la natura lista Emilia Pardo Bazán (1851-1921), autora de Los pazos de Ulloa. Pardo Bazán es la representante más importante del naturalismo español. Se cuenta que cuando se presentó a impartir su primera clase de literatura en la Universidad de Madrid sus alumnos, todos ellos hombres, se negaron a asistir, señalando que no irían a una clase impartida por una mujer. Durante todo el siglo xix la mayoría de los hombres ven todavía en la mujer un ser inferior con menores capacidades intelectuales que el hombre. El dramaturgo neoclásico Leandro Fernández de Moratín, en su obra La Nueva Comedia, habla despectivamente de la esposa de un autor de teatro quien, en lugar de atender la cocina y los niños, le ayuda a su marido a escribir comedias. Según la opinión general de entonces, la primera obligación de la mujer es atender el hogar. Sólo señoras de la alta sociedad que disponen de muchos criados tienen tiempo para escribir. Durante la época colonial también algunas monjas pudieron dedicarse a la literatura. Sor Juana Inés de la Cruz4 se decidió por el convento porque no formaba parte de la alta nobleza. En las condiciones en que nació y pasó su infancia le hubiera correspondido, seguramente, casarse con un 3 Modern, op. cit., p. 223. 4 Paz, Octavio, Sor Ju a n a Inés d e la Cruz, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.
Las escritoras jaliscienses en el siglo xix
pequeño propietario incapaz de ofrecerle una vida holgada. A las mujeres de su categoría les tocaba trabajar en la agricultura y cuidar a los niños. Su madre tampoco tenía dinero para pagarle la alta dote que se exigía para ingresar a un convento. Pudo ser monja con tres sirvientas y una esclava, gracias a que un noble generoso le pagó la dote. En el convento tenía tiempo suficiente para las letras y además gozaba de la protección de la corte virreinal. Sor Juana no siempre tenía la protección de sus superiores eclesiásticos. Cuando el arzobispo Aguiar y Seijas le prohíbe dedicarse a las letras, se termina su carrera de escritora. Uno de los poemas más co nocidos de Sor Juana, “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón”, critica duramente el machismo de su época. Gracias a este poema es con siderada hoy día como una precursora del feminismo actual. Durante los siglos xviii y xix su obra era poco apreciada en España y México, y sobre todo no se aceptaba “Hombres necios...”, poema que en algu nos casos provocó protestas. En Guadalajara, en 1882, el librero español Pedro Páes publicó en el Calendario M ercantilJalisciense, de muy amplia difusión, su Réplica a Sor J.I. d e la C., en defensa d e los hombres: Sor Juana con m il razones, sin consultar pareceres, justifica a las mujeres y condena a los varones. Mas sus razones al ser tan vanas como la esponja, se comprende que la M onja no deja de ser mujer...
El M und o : suplem ento hum orístico, cuadro de Paul Hoecker, 7 de junio, 1896.
Por una causa sin nombre, siendo tan tierna y tan bella, juntáronse al punto en ella los enemigos del hombre... Y fue tal su condición, que el mismo Demonio quiso que fuera en el paraíso su agente de seducción... Aquesta pesada broma hizo al hombre la mujer,
BPEJ, Fondos Especiales.
y hoy pretende aparecer como cándida paloma. Solo y querido de Dios el hombre m uy bueno era: mas tuvo una compañera y fueron malos los dos. pues bien, ¿habrá quien me nombre al que este mal pudo hacer? ¿dañó el hombre a la mujer, o la mujer dañó al hombre?... Desde entonces, diligente la mujer, con gracia y tino, sigue el instinto dañino que heredó de la serpiente Con sus hechizos ufana, hace de diversos modos que todos los hombres, todos, coman la fatal manzana. . . De su rostro retocado persuasiva es la elocuencia, aunque hay mucha diferencia de lo vivo a lo pintado; se ven de sus labios rojos las sonrisas combinadas con la luz de las miradas que se escapan de sus ojos; luego el rizado cabello, las cintas, perlas y flores y los brillantes primores de los dijes de su cuello... y su elocuencia duplica, desde la cabeza al pie, ese sutil no sé qué 48
que se siente y no se explica.
De su adorno, los reflejos solicítándolo terca, para que le hable de cerca ella le habla desde lejos... ¿Quién es el culpable, pues, que cargar debe el madero? ¿La mujer, que habla primero, o el hombre, que habla después? Si ella con porte sensual juega al amor y al desdén, ¿podrá decir que obra bien cuando va incitando al mal? Si ella con pueril denuedo, usa un proceder tan loco ¿quién es el que pone el coco y luego le tiene miedo? Si con tal estratagema gusta con lumbre jugar, ¿de quién se podrá quejar cuando su casa se quema?... En tan delicado asunto mucho se debe pecar al vender como al comprar; pero, curioso, pregunto: ¿Quién más falta a la justicia entre los que a Dios ofenden: quien compra lo que le venden, o quien vende por malicia?
Las escritoras jaliscienses en el siglo xix
Así, sin perder su norte, del hombre el querer provoca, y antes de que hable con la boca él, ella habla con su porte.
¿Quién más, por su mala estrella, merece condenación: quien pone la tentación o el que débil era en ella Y aunque de las buenas no hablo, importa tener presente que acecha traidoramente detrás de la Cruz, el Diablo. Porque aunque en ellas se encarne un alma de santo imán, siempre en ellas juntos van el Mundo, Demonio y Carne.5
En las obras completas de Sor Juana se cita otra réplica del mismo estilo, pero más corta, publicada en 1888 en Tabasco. Los ilustrados del siglo xviii, así como el crítico literario español Marcelino Menéndez y Pelayo, rechazan la obra de Sor Juana como toda la literatura barroca como una obra oscura incompatible con las reglas de la estética neoclásica. Por eso Sor Juana tenía pocos lectores, a diferencia de Santa Teresa, monja de vocación; una mística y auténtica escritora religiosa, cuya obra era compatible con la enseñanza del ma gisterio católico de la época; en tanto que en Sor Juana encontramos a una erudita cuya obra literaria no está al servicio de la religión. Los ilustrados se oponen a las mujeres sabias porque la erudición es privile gio del hombre, quien tiene acceso a la universidad y a las profesiones intelectuales. La educación de la mujer debe limitarse a la enseñanza de la lectura y escritura, y en el caso de las mujeres de clase alta, a la cultura general que les permita participar en las conversaciones de las reuniones sociales. En cambio, una mujer que sabe latín “no encuentra marido ni tiene buen fin”. Fernando Calderón (1805-1842), autor nacido en Guadalajara, defiende en su comedia más famosa A ninguna d e las tres, la visión ilus trada y neoclásica de la mujer. El tema de esta obra son tres hermanas en edad de matrimonio rechazadas por un pretendiente. Su crítica se 5 Nota correspondiente al texto 12 del tomo i de Sor Juana Inés de la Cruz, Obras com pletas, Fondo de Cultura Económica, México, 2 ed., 1988, pp. 489 ss.
Clara
Te lo repito, María, también debe la mujer la política entender y las cuestiones del día: por qué tan sólo el varón a esto se ha de dedicar? Yo puedo m uy bien entrar en cualquier discusión; gracias a Dios, he podido los publicistas mejores entender, y no hay autores graves que no haya leído. Horacio, el gran Cicerón, Ovidio, Petrarca, Tasso, Cervantes, y Gracilaso, Mariana, Solis, Bufón, Comedias de Moratín, Burlamaqui, Pedralieri, de Pradt, Humboldt, Filangieri...
Las escritoras jaliscienses en el siglo xix
centra sobre todo en Clara, la más culta de las tres, como nos muestra en el siguiente diálogo que tiene con su hermana María:
María
Por Dios, que ya pongas fin a esta lista interminable: ¿es preciso acaso leer tantos libros, para ser una joven apreciable? Tú con todos tus autores no tendrás un solo amante6
Obviamente, para la mujer del siglo xix el matrimonio es la fina lidad de su vida y no el éxito profesional. La cultura es sólo un adorno 6 Calderón, Fernando, A nin gu n a d e las tres,
unam ,
México 1943, p.145 y ss.
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que puede dar gusto al marido. En esta obra el pretendiente, quien rechaza la mano de las tres hermanas, después de criticar la supuesta “falsa instrucción de Clara” describe su ideal de esposa:
El m undo: s u p le m e n to h u m o rístico . "Resignación. Las delicias del m atrim onio". D ibujo de J. M artínez Carrillo. 17 de junio, 1896. BPEJ, Fondos Especiales.
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Un hombre de juicio recto, elegirá por esposa una mujer que cumpliendo su deber, cuide su casa; que cultive su talento con gusto; que si dedica a la lectura algún tiempo, no quiera pasar por sabia; que no esté siempre gimiendo por personajes ficticios; que no ocupe su cerebro solamente con las flores,
En la Guadalajara del siglo xix se rechaza a la mujer erudita, a la mujer que sabe latín, pero a veces se acepta a la mujer con sensibilidad estética que escribe versos. Es común encontrar poemas y artículos de mujeres firmados con seudónimo o con las iniciales de la autora, esto debido a la fuerte crítica social o la presión que se ejercía sobre ellas. José María Vigil, en un ensayo titulado “La actividad literaria en Jalis co”, dice que en el libro Aurora p o ética d e Jalisco, publicado en 1851por Pablo Villaseñor “se encuentran composiciones de siete poetisas, de las cuales sólo dieron su nombre Josefa Sierra y Petra Gómez de Carmona”.8Tampoco apareció el nombre de la reconocida escritora jalisciense Isabel Prieto. Vigil cita un comentario que publicó Francisco Zarco en La ilustración mexicana: Sin dejarnos llevar de un ciego espíritu de galantería, decimos que entre las mejores composiciones de Aurora deben contarse las escritas por personas del bello sexo. Estas composiciones son tales, que en cuanto a mujeres que cultivan las letras, la superioridad de Guadalajara sobre el resto de la República es incontestable.9
En El Ensayo Literario (1852), primera revista literaria de Guada lajara, encontramos también poemas de Isabel Prieto y Josefa Sierra. Se 7 Idem , pp. 1945 8 Vigil, José María, Estudios sobre literatura mexicana, tomo ii, Ed. Et Caetera, Guadalajara 1972, p.465. 9 Idem , p. 466.
Las escritoras jaliscienses en el siglo xix
los bailes y el coliseo; ser sin ficciones sensible; ser instruida, sin empeño de parecer literata, la compostura, el aseo, usar sin afectación y vivir siempre cumpliendo las dulces obligaciones de su estado y de su sexo: ¡he aquí una joven amable! he aquí, amigo, en mi concepto las virtudes de una esposa:7
nota la ausencia de Petra Gómez, pero se da conocer a Ignacia Cañedo. En la misma revista, el crítico español Ignacio de Zamacois publica un artículo con el título “Poetas y poetisas, o ellas y ellos”. A pesar de los elogios que hace de los versos de las tres mujeres, no puede ocultar ciertos prejuicios con respecto a la poesía femenina. Habla de la sensibi lidad e imaginación viva de la mujer, pero exige que las poetisas “estén dotadas de instrucción y de talento, de lo contrario sólo serán unas marisabidillas insoportables.”10 Ya antes, Zamacois había señalado que “algunas jóvenes, reducidas por las perjudicales lisonjas de algunos adu ladores, se han arrojado a escribir versos (¡perdónales, Señor!) creyendo que eso es tan fácil como bailar la polca o la mazurca”.11 El crítico concluye que Jalisco debería estar orgulloso de las tres poetisas mencio nadas, y Zacatecas por los poemas de doña Josefa Letechepí. Pero en los renglones finales de este mismo ensayo, Zamacois no puede ocultar sus firmes convicciones machistas, cuando pone a la mujer ignorante al mismo nivel que la culta: Tan recomendable es la mujer indocta como la docta; y es tan cierto esto, que algunas conociendo esta verdad, no titubean en confesar que nada saben, siendo esta confesión casi siempre a los ojos del hombre una reco mendación.12
La sociedad tapatía acepta que algunas damas se dediquen a la poe sía. En la asociación “La Aurora Literaria”, de la segunda mitad del siglo xix, participaban en 1876 más de veinte miembros activos, de los cua les dos eran mujeres cuyos nombres no se recuerdan actualmente. En realidad, y de acuerdo a la calidad de la obra publicada, sólo podemos mencionar a dos escritoras de prestigio en la Guadalajara del siglo xix. La primera, Isabel Prieto de Landázuri,13 ocupa un lugar importante en la historia de la literatura mexicana; en tanto que la segunda, Esther Tapia de Castellanos, hoy en día está un poco olvidada. Esther Tapia desempeñaba papeles importantes en revistas tan destacadas como La República Literaria dirigida por José López Portillo y Rojas y que se pu blicó durante los años 1886-1990 y Flor de Lis, publicada durante 1896 1899, donde Manuel Puga y Acal difundió sus poemas modernistas. En
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10 El Ensayo L iterario (1852), reedición de la Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1994, p. 112. 11 Idem , p. 112. 12 Idem , p. 119. 13 Ver Gómez Loza, Ma. Esther, Isabel Prieto d e Landázuri, Gobierno de Jalisco, 1999.
Los prejuicios coloniales aún estaban hondamente arraigados en los distin tos estratos sociales y el destino de la mujer seguía siendo, en forma casi exclusiva, el del matrimonio y la maternidad. Con horizontes tan estrechos para las clases tan extremas de la sociedad, sólo la media permitía el in greso de sus miembros femeninos en la Escuela Normal o la Comercial e Industrial para Señoritas que impartía las clases de contabilidad doméstica y comercial, taquigrafía...15
Un producto típico de esta clase media es Refugio Barragán de Toscano, quien obtuvo su título de profesora en 1865. Su trabajo le permitió también incursionar en el periodismo y crear una amplia 14 González Casillas, Magdalena, H istoria d e la literatura ja liscien se en e l siglo XIX, Gobierno de Jalisco 1987 p. 207. 15 Id em , p. 279.
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la pequeña revista La M ariposa, que también se publicó en la década de los años noventa del siglo xix, se mantiene un equilibrio en el número de colaboradores y colaboradoras.14 A finales del siglo xix cada vez se ofrecen más posibilidades a las mujeres para participar en la vida cultural y profesional de la sociedad. Es la época en la que Emilia Pardo Bazán empieza a tener éxito como narradora naturalista en España y recibe un nombramiento de profesora de literatura en la universidad de Madrid. En este tiempo también la pacifista y feminista Berta von Suttner, a quien se le otorga el Premio Nobel de la Paz en 1905, impresiona a la so ciedad internacional. Durante los últimos años del siglo xix, las mujeres modernas tienen que vencer todavía muchas resistencias para participar activamente en la vida cultural, sobre todo las mujeres de clase media y baja. Las de la alta sociedad, en cambio, comúnmente tenían tiempo suficiente para dedicarse a las letras, y sus familias podían pagarles pro fesores particulares. Las familias de clase media y baja, por lo regular, ca recían de medios para proporcionarles a sus hijas una buena educación, pero a mediados del siglo xix, gracias a los esfuerzos de Manuel López Cotilla, crece en Jalisco el número de escuelas primarias públicas, y a finales del siglo xix, las mujeres cuentan con la posibilidad de trabajar en el magisterio. Si ya en el siglo xvii Sor Juana se quejaba de que a las mujeres no se les permitiera dar clases a niños chicos, dos siglos después de su muerte su sueño se hizo realidad. Sobre la vida profesional de la mujer tapatía del siglo xix, comenta Magdalena González Casillas:
obra literaria. Refugio Barragán cultivó diversos géneros y es la única jalisciense del siglo x ix que escribió novela. Todavía en la actualidad su novela La hija d el bandido o los subterráneos d e l N evado, cuya primera edición es de 1887, aún tiene muchos lectores, sobre todo en la región sur de Jalisco. Desgraciadamente, su obra se conoce sólo a nivel regio nal y pocas historias de la literatura mexicana la mencionan. Miguel Galindo elogia “sus dotes intelectuales y su laboriosidad épica”.16 El nombre de Esther Tapia de Castellanos figura también en las historias de la literatura más conocidas. Carlos González Peña la men ciona brevemente comentando que su “producción copiosa no res ponde siempre al atildamiento de la forma.”17 El juicio de Galindo, quien le dedica más espacio, es más amable, pero también el estudioso colimense expresa sus reservas: “Por su influencia personal en el de sarrollo lírico de su tiempo, merece ser recordada con admiración y con afecto, aunque su inspiración haya estado muy inferior a la fama.” No hay duda de que la figura femenina más destacada del siglo xix en Guadalajara es Isabel Prieto de Landázuri.18 José María Vigil prefiere la obra de Isabel Prieto inclusive que la de Sor Juana. Para él hay una diferencia profunda entre las dos escri toras, “... pues mientras en las obras de Sor Juana Inés no se descubre ninguna huella que revele el sentimiento de la maternidad, al que lo mismo puede conjeturarse que su corazón fue siempre ajeno, en ese sentimiento halló Isabel Prieto la fuente más viva y fecunda de su ins•/ J?1109 piración... Al hablar de escritoras jaliscienses no se debería omitir el nombre de Antonia Vallejo (1842-1940), primera mujer tapatía que ejercicio el periodismo profesional.20 Hija de buena familia; nunca se casó. Cuatro años antes de su muerte, el historiador Ignacio Dávila Garibi publicó una biografía suya. En el siglo xx aumentó de manera considerable el número de periodistas femeninas y escritoras en Guadalajara. Es gra cias a su labor que hoy en día la mujer tiene los mismos derechos que el hombre para participar en la vida cultural y profesional. 16 Dr. M iguel Galindo, A puntes p a ra la historia d e la literatura m ejicana, Universidad de Colima, 2a ed., 1982. 17 Carlos González Peña, H istoria d e la literatura m exicana, 10a ed., México 1975, p. 198. 18 Galindo, op. cit., p. 148. 19 Vigil, op. cit., p. 654. 20 Wolfgang Vogt, La cultura jalisciense desde la Colonia hasta la Revolución, H. Ayuntamiento de Guadalajara, 1994, pp. 73-78.
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Bibliografía
La mujer y el quehacer literario en el Jalisco del siglo X IX Magdalena González Casillas
Introducción La primera condición para ejercer el oficio de escritor consiste en la alfabetización de un ser humano, y la mujer fue cuidadosamente margi nada de los procesos intelectuales a lo largo de milenios, lo que ha dado como resultado el que sea una relativa novedad su actividad literaria. Safo de Lesbos, Margarita de Navarra y Teresa de Jesús son excepciones; en razón de su mismo destino dice Simone de Beauvoir: Las reinas por derecho divino y las santas por sus altas virtudes, se aseguran en la sociedad un apoyo que les permite igualarse con los hombres (1957, tomo I, p. 136).
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Sin embargo, las consejas de las viejas junto al fuego nos hablan de mujeres que gustaban de narrar y lograban embelesar a su auditorio. Scherezada es el ejemplo típico de la habilidad narrativa femenina, pero la trascendencia de sus relatos sólo se logró cuando alguien (gene ralmente varón) perpetuó sus palabras a través de la escritura. A pesar de las limitaciones que enfrentaron las mujeres del Méxi co colonial respecto de su instrucción, el Altiplano ofrece nombres de poetisas desde el siglo xvi, debido al entusiasmo que despertaron en la capital del virreinato dos certámenes literarios y, desde el siglo xvii, el gusto que la corte manifestó por las sutilezas del ingenio y el cultivo de temas eruditos. De ahí salió Juana Ramírez de Asbaje, emulada, aunque menos brillantemente, por otras 28 escritoras de la décimo octava centuria. Fuera del Altiplano (México y Puebla), sólo
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un nombre se conoce durante la colonia y es el de Sor Encarnación de Cárdenas, poeta yucateca. En Jalisco, tierra pródiga en escritores, ninguna mujer alcanzó la letra impresa antes de 1851, es decir, muy tardíamente, aún cuando existen anteriores textos inéditos femeninos en el Archivo Histórico del Estado.
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Publicidad del periódico Jueves d e Excelsior, 1926. Acervo de la familia Aceves Bravo.
Las razones hay que buscarlas en el contexto sociocultural que en volvió a la Nueva Galicia y los primeros años de la vida independiente de Jalisco: por un lado el ambiente conservador y mercantil, alejado de certámenes y del brillo cortesano; por otro lado, la carencia de universi dad e imprenta hasta finales del siglo xviii, lo que aletargaba espíritus y encarecía y dificultaba la impresión, sólo accesible a clérigos, apoyados
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por la Mitra o por su orden monástica, o a ricos laicos que podían cos tear sus ediciones de autor en la Ciudad de México o en España, con influencias cerca de los lectores de la Inquisición para recibir la apro bación de sus textos. Agréguese a esto que los estilos predominantes fueron el barroco y el neoclásico, a los que únicamente podía llegarse con una cultura erudita, siendo que las damas novogalaicas alcanzaban, en el mejor de los casos, lo que se designaba como “primeras letras” y que en su mayoría eran intencionalmente mantenidas, por sus padres, en el más completo analfabetismo. La situación mejoró durante el siglo de la Independencia con la desaparición del Santo Oficio y la preocupación gubernamental de extender los beneficios de la Ilustración a todas las clases étnicas y sociales, abriendo escuelas públicas y gratuitas en todos los pueblos. Para 1839 la población estudiantil de primeras letras, en Guadalajara, estaba compuesta por 1 269 niños y 1 200 niñas, lo que indica que éstas constituían casi el 50%. Para 1890 se incluyó en el Liceo de Niñas la carrera de Maestra Normalista, que ya existía con anterioridad en otras entidades, y en 1903 se formó la Escuela Normal Mixta. Un año más tarde, abrió sus puertas la Escuela Comercial e Industrial para Señoritas, creando opciones laborales a las mujeres de clase media. Los estratos más altos de la sociedad incrementaron también el contacto entre los dos sexos a través de una vida sociocultural más intensa con asistencia a conciertos, exposiciones de pintura, conferen cias, recitales y representaciones dramáticas cada vez más frecuentes, en algunas de las cuales actuaron damas de la burguesía guadalajarense. La Biblioteca Pública del Estado, integrada por 20 mil volúmenes, inició sus labores en 1861 y desde el principio abrió sus puertas a las mujeres, quienes podían presentarse dos días de la semana, mientras que anteriormente la única Biblioteca Pública, la de la Universidad Real y Literaria, les tenía vedado el ingreso. Para finales del porfiriato, el Instituto del Estado ofrecía cuatro ca rreras a nivel de licenciatura, y aunque ninguna ley prohibía la entrada a las mujeres, éstas se abstuvieron de asistir porque la fuerza de una tra dición secular era más efectiva que cualquier disposición legislativa. La participación femenina en la vida universitaria tuvo que espe rar los cambios radicales que operó la Revolución de 1910, ayudados poderosamente por la transformación debida a las dos guerras mun diales, auténticas llaves que acabaron por abrir los últimos cerrojos que limitaban la actividad de la mujer en el mundo occidental.
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El periodismo de combate, propio del periodo independentista, inició la centuria sin presencias femeninas, como era de esperarse. Tampoco hubo mujeres en las sesiones de los seudoateneos nacidos en Lagos de Moreno, hacia 1808, donde a media voz y entre zozobras se leían las prohibidas obras de los Enciclopedistas franceses. La primera sociedad realmente literaria de la entidad, significa tivamente llamada “La Esperanza”, surgió en 1849, y constituyó un exclusivo club de hombres, casi todos jóvenes estudiantes provenientes de las reuniones que en torno del prior carmelitano, Fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, se habían quedado ayunos de mentor, pero hambrientos de cultura, cuando el monje abandonó Guadalajara. Con la asociación literaria apareció la primera publicación de este gé nero, en el estado, y se tituló asimismo La Esperanza. El segundo órgano jalisciense de carácter literario surgió en 1851 con el nombre de Aurora poética de Jalisco. En el único número que vio la luz se dejó sentir, por primera vez, la presencia femenina en la voz de cinco jóvenes, aun solteras y una viuda. Estas fueron: Josefa Sierra, zacatecana; Ignacita Cañedo, hija de poderoso hacendado, velando su identidad con el seudónimo de “Sofía”; Soledad Pérez Maldonado, quien sólo estampó sus siglas; una “digna señorita” sin identificación posible; la viuda recien te, Petra Gómez de Carmona; e Isabel Ángela Prieto, hija de próspero industrial, quien firmó con sus iniciales o con el seudónimo de “Zelima”. De todas, sólo Isabel perseveró en el quehacer literario. El único número que circuló estuvo dedicado al “bello sexo” y no incluyó sino poesías: las de las seis damas mencionadas y las de trece vates jaliscienses. Aunque las poetisas fueron profusamente elogiadas, hasta por crí ticos de la Ciudad de México, sus voces callaron de nuevo durante un cuarto de siglo. Las publicaciones literarias se sucedieron ininte rrumpidamente, pero de sus páginas la mujer se ausentó. ¿Sería por la inestabilidad que cundió en el país durante aquellas décadas? Éstas constituyeron un largo periodo de guerras civiles que culminaron con la crudelísima de la Reforma. Después vinieron las de la Intervención y el Imperio; en seguida, las constantes revueltas militares que obsta culizaron los gobiernos de Juárez y Lerdo y, por fin, un año antes de nacer el porfiriato, la voz de la mujer se volvió a oír y se siguió escu chando a lo largo de todo su régimen, con algunos nombres conocidos y otros diferentes a los de las pioneras de 25 años atrás.
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Participación de la mujer en asociaciones y revistas del Jalisco decimonónico
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En La Alianza Literaria, órgano de difusión de la sociedad del mismo nombre, publicaron poemas, en 1876, Isabel Prieto —pocos meses antes de su fallecimiento— y Josefa Sierra, entre las pioneras de antaño; Esther Tapia y Antonia Vallejo, quienes eran ya amplia mente conocidas para entonces, y Josefa Letechipia de González, quien posteriormente se hundió en el anonimato. Las dos Josefas eran socias honorarias en el grupo de destacados intelectuales que formaban “La Alianza”. Celsa Serratos y Rosario M aría Rojas publicaron poemas en La Aurora Literaria, que circuló de 1876 a 1880. En la asociación que llevó por nombre La B ohem ia Jalisciense hubo 23 socios de núme ro, dos de los cuales eran mujeres: Rosario María Rojas y Adriana Mendiola. Esta agrupación se distinguió por su longevidad: nació en 1880 y se extinguió con la Revolución maderista, treinta años des pués. Lamentablemente, careció de órgano de difusión, aunque entre sus miembros militaron activos periodistas y eminentes escritores. En La M ariposa (1893) colaboró una pléyade de poetisas entre las que se contaron Rosario María Rojas, Rosa Navarro, Guadalupe Ruvalcaba, Juana Urzúa y una legión de jóvenes embozadas tras los más inve rosímiles pseudónimos: Rosa Reina, Abigail, Martha, Lidia, Violeta, Débora y Safo, inspiradas en heroínas del Antiguo Testamento, en la literatura clásica y en protagonistas de novelas románticas, de quienes deben haberse sentido auténticas encarnaciones. Sólo Guadalupe Ruvalcaba siguió manejando la pluma, y el resto, después de esta breve incursión por el campo de las letras, desapareció.
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Pulido, 1915.
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Flor d e Lis (1896-1899) incluyó el mejor poema de la Ruvalcaba, el último de Esther Tapia de Castellanos, quien falleció por entonces, y otros de Josefina Nandín y Laura Méndez de Cuenca. Adelaida Váz quez Schiaffino colaboró con prosas poéticas, siendo la primera que no cultivó el verso. Después, todas se hundieron en el olvido, con excep ción de Esther Tapia de Castellanos cuya obra merece mención aparte. Ella fue la primera mujer que dirigió una publicación periódica en el estado, como redactora-propietaria, junto con José López Portillo y Rojas, Antonio Zaragoza y Manuel Álvarez del Castillo, sustituido, a su muerte, por Manuel Puga y Acal, iniciador del modernismo jalisciense. La revista titulada La República Literaria se contó entre las mejores del siglo pasado, a nivel nacional, por su calidad literaria, y circuló entre 1886 y 1890. Esther ofreció en sus páginas poemas propios y traduc ciones del inglés y del francés, en prosa y en verso. Isabel Palomino publicó un relato en prosa, siendo la única colaboradora femenina. Dentro de la línea de dirección de publicaciones periódicas cabe a Refugio Barragán de Toscano el honor de haber sido la primera que lo hizo sin contar con apoyo de varón. Su órgano llevó por nombre La Palmera del Valle y vivió del 5 de febrero de 1888 al 16 de junio del año siguiente. Salía quincenalmente con artículos de carácter religioso, científico y literario. Si tenemos en cuenta las dificultades que implicaba el mantener una revista de este género y las constantes lamentaciones de aquellos que intentaron tal proeza, entenderemos el admirable esfuerzo de esta mujer que, ade más, no vivía parasitariamente; entre los principales problemas afrontados estuvieron los de índole económica, porque las suscripciones y ventas es caseaban y la publicidad no se usaba —La Mariposa y Flor de Lis fueron de las pocas que la utilizaron entre las revistas literarias—; además, dirigir una publicación periódica absorbe enorme cantidad de tiempo y desgasta energías solicitando y seleccionando colaboraciones y corrigiendo galeras. Hombres de pelo en pecho se rindieron ante empresa tan ardua, como lo prueba la efímera existencia de todas las publicaciones de entonces. Otra maestra normalista, Refugio Muñoz, dirigió, por la misma época, el órgano de difusión del Colegio San Carlos, titulado La Niñez. Tuvo carácter didáctico y calidad muy inferior a la de La Palmera d el Valle, pues la señora Toscano manejaba la pluma con destreza, conocía de letras y supo rodearse de magníficos colaboradores. Ya “al filo del agua”, en Lagos de Moreno, la generación de 1903, a la que perteneció Mariano Azuela, vio producir a María Dolores Ama dor, a Rosa Gómez de Lomelín y a la antecitada Laura Méndez de Cuenca, quien fue galardona en los primeros Juegos Florales de la lo-
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calidad, los de 1903, que dieron nombre a la generación de los alegres “Farautes”, quienes brillantes páginas dejaron en las letras nacionales. Aquellas mujeres que se avocaron al quehacer literario en el Jalisco decimonónico publicaron junto a hombres de la talla de López Portillo y Rojas, de Victoriano Salado Álvarez, de José María Vigil y de Enrique González Martínez. Alcanzaron un puesto de excepción en la sociedad masculina de su tiempo; fueron elogiadas por críticos y lectores co munes y, sin embargo, pocas perseveraron en su labor. ¿Por qué? ¿Las letras fueron afición pasajera y flor de juventud utilizadas únicamente como distracción mientras alcanzaban la meta deseada: un marido y un hogar? Me atrevo a pensar que sí, porque el fenómeno se repite en nuestras universitarias de hoy, desertoras a mitad de la carrera en bene ficio del matrimonio, o consagradas a la vida doméstica y empolvando la profesión después de titularse. En el Jalisco de antaño pocas mujeres continuaron cultivando su interés intelectual hasta la muerte. Unas lo consiguieron en el claustro, como sus ancestras de la Colonia; otras lo combinaron con el matrimonio y unas más prefirieron la soltería.
Culminación de las letras femeninas en el Jalisco del siglo XIX Por ser escaso el número de las que mostraron verdadera vocación y singular talento, me centraré en las cinco que juzgo más representativas de la altura literaria que llegó a alcanzar la mujer de entonces. Únicas, además, que publicaron volúmenes propios por la calidad y abundancia de su obra, sazonada y jugosa tras años de continuado esfuerzo. Ellas fueron Isabel Prieto de Landázuri, Esther Tapia de Castellanos, Refugio Barragán de Toscazo, Antonia Vallejo y Emilia Beltrán y Puga. Isabel Ángela Prieto de Landázuri
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Isabel Ángela Prieto llegó de fuera: nativa de Alcázar de San Juan, España, donde vio la luz primera en 1833, arribó a los cuatro o cinco años de edad a Guadalajara, donde se formó intelectualmente al lado de su padre, el próspero industrial Sotero Prieto, quien le hizo dar esmerada educación. Aprendió el inglés, el francés, el italiano y el ale mán y bebió en las fuentes del Siglo de Oro el más castizo español. Su poesía carece de preocupaciones teológicas, pero no de piedad, y está, en su primera época, bañada en alegría festiva y mundana, con
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bailes de máscaras y amistades de ambos sexos. Juventud dorada de in tensa vida social en los salones más distinguidos de la cerrada burgue sía provinciana, en la orgullosa capital jalisciense. Culta, rica, mimada y, por eso, segura de sí misma, fue la única voz feminista que se elevó en el Jalisco de su tiempo. Hablando de hombres que quieren esposas sin iniciativa ni cultura, le dice a una colega: ¡Ay Silveria! Yo contigo Digo y siento Que hombre del bien enemigo, Merece en justo castigo, Por compañera un jumento.
En la letrilla que tituló “¡No me caso!” especula sobre las posibi lidades de un mal marido: egoísta, “celoso feroz, infiel y necio [...] de humor atrabilario, enfermizo y glotón”, y en un soneto que recuerda a la musa de Asbaje, con impecable lógica declara: Si es la mujer tan vana como necia, Si de su propio hechizo se enamora,
Si díscola riñendo se desdora, Si ignorante confunde Roma y Grecia, Si aprecia siempre a aquél que no la aprecia Y sin motivo ríe, goza o llora; Si desprecia cruel al que la adora E idolatra al que altivo la desprecia; ¿No merece de necio el justo apodo El que buscando amor, dicha y placeres Siembra sus ilusiones en el mito Cifrando su ventura en las mujeres? Filósofo, poeta y sabio, y... todo ¿Por qué por monstruo tal, de amor te mueres?
Para Isabel ser mujer y ser poeta es algo natural porque:
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Sabed que de inspiración H alla la mujer la fuente En su propio corazón. Teméis que no haga calceta Si hace un drama La mujer. Y es a fe la maravilla Más sencilla Cuando la musa la asedia, Que haga, al zurcir una media Un drama o una letrilla. ¿Suponéis que grave y tiesa, A una mesa Se sienta con rostro fiero Y del fondo del tintero Evoca su musa presa; con expresión airada, Faz severa, Sobre una mano apoyada, El soplo de Apolo espera. Con la pluma enarbolada? ¡Dios la libre! Perlesía Le daría Con tales precauciones... Al remendar los calzones
Isabel claudicó de la soltería y contrajo nupcias, a los 32 años, con su primo Pedro Landázuri, quien supo ser un excelente compañero. Cuatro años después de su boda, él fue electo diputado ante el Congreso de la Unión y la familia, que contaba entonces con un hijo pequeño, se trasladó a la Ciudad de México. El estro poético de Isabel cambió de rumbo y los cantos maternos se sucedieron, dulces y tiernos. Una cierta paz doméstica la volvió ínti ma, como arrullada por la benignidad de su sereno existir. La naturale za, humanizada en los románticos, reflejaba sus estados anímicos:
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Hace avanzar la poesía. Nada a caseras labores. ¡Oh censores! La mujer poeta roba... Se pueden hacer primores Mientras se mueve la escoba. Sabed ¡derrota completa De opinión Tan absurda e indiscreta! Que puede aun junto al fogón Ser una mujer poeta.
Está la tarde tibia, hermosa y sosegada; Sereno el firmamento ostenta su zafir; Con el flotante manto de nube sonrosada, El sol cubre su frente, ya próximo a morir.
Pronto, sin embargo, el dolor clavó sus garras en el corazón de la poeti sa, quien casi al mismo tiempo perdió a su muy amado padre y a su segundo vástago, la pequeña Blanca, de apenas ocho meses de edad. Su desconsuelo se volcó en el ahogado sollozo que tituló “¡Hija!” cuyo final dice: ¡Ángel! que de este mundo de dolores Tan presto alzaste por mi mal el vuelo, Deja de nuevo por tu madre el cielo; Vuelve al destierro en que suspiro yo. No me es dado anhelar dejar la tierra Para volar por siempre entre tus brazos; A ella me ligan del deber los lazos Que omnipotente mano sujetó.
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Mas si vienes por orden soberana A llevarme a tu lado, vida m ía; Si ángel custodio en la ignorada vía Dios te ha ordenado de tu madre ser; Bendeciré al Señor y con el alma De contrarios afectos combatida, Lloraré al despedirme de la vida Por los que dejo en ella a padecer.
El poema está fechado “A bordo”, en marzo de 1874, cuando al dolor de la pérdida de dos seres amados, se agregó el de abandonar la patria, rumbo a Hamburgo, donde el marido de Isabel sería cónsul de la República por tiempo indeterminado. Como si el poema hubiera sido una plegaria escuchada, Isabel no volvió. Dos años después de su partida, a finales de septiembre del 76 cerró sus ojos a la luz. Tenía 43 años. Días antes terminó lo mejor de su producción: su canto del cisne fue la leyenda de inspiración germánica y medieval Bertha d e Sonnenberg, en la que se mantuvieron vivos su interés por el eterno femenino y su hondo amor por el solar abandonado. Lejos, m uy lejos de la patria bella, Que amorosa arrulló mi dulce infancia, Con el canto armonioso de sus aves, Con el blando murmullo de sus auras, Con la luz de su cielo esplendoroso Que ningún otro en hermosura iguala. Puro, cual la sonrisa de una virgen, Azul, cual mi ilusión y mi esperanza; Lejos, m uy lejos, en la vieja Europa, En la sombría y pálida Alemania, Tierra de las fantásticas leyendas De poesía misteriosa y vaga [...]
Quedaron los restos de Isabel para siempre, aunque desde su lle gada, y quizás presintiendo su temprano final, dejó a su marido un poema que llamó “Tristeza”: Tal vez cercana al fin de mi existencia, Que en medio de agudísimos dolores Ha ornado Dios con las benditas flores
Las dificultades inherentes al traslado impidieron que se cumplie ra su voluntad postrera. Para 1883, Pedro Landázuri gobernaba al estado de Jalisco. El mismo año, el eminente intelectual tapatío, José María Vigil, avecin dado en la Ciudad de México, publicó en dos gruesos volúmenes las Obras poéticas d e la Sra. Dña. Isabel Prieto d e Landázuri con largo y elo gioso prólogo. La producción completa de Isabel incluyó quince piezas dramáticas, unas en verso y otras en prosa, cinco de las cuales fueron puestas en escena en teatros de Guadalajara y la Ciudad de México.
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Que sólo los afectos pueden dar; No quiera que este cielo nebuloso De abrigo sirva a mi mansión postrera; En esta tierra helada y extranjera No quiero el sueño eterno reposar; Quiero que me transporten algún día, Aunque se encuentre por mi mal distante, A ese rincón de tierra que anhelante Do quiera el alma en sus ensueños ve. Quiero dormir bajo el modesto asilo, Bajo la misma funeraria losa En que su sueño postrimer reposa El padre que en la tierra idolatré.
Esther Tapia de Castellanos
Esther Tapia de Castellanos comenzó a escribir y a publicar en su na tiva Morelia, donde vio la luz primera en 1842, nueve años después que Isabel. Huérfana de padre desde muy niña, su madre contrajo nupcias por segunda vez y Esther adoptó el apellido de su padrastro, a quien llama “queridísimo padre” en los muchos poemas que le de dicó. Su primera poesía conocida data de sus 16 años y está inspirada en el terrible impacto que le produjo el fusilamiento de los “mártires de Tacubaya”. En Morelia tuvo amistad con los escritores locales y el trasladarse a Guadalajara le resultó sumamente doloroso, según lo manifiesta en su despedida a la capital michoacana. Llegó a tierras jaliscienses siendo una jovencita y pronto se ubicó en el círculo que gravitaba en torno de la familia López Portillo, con quien la ligó una profunda amistad. A diferencia de Isabel, no parece haber vivido una juventud dorada de intensa actividad social. Sus preferen-
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cias la llevaron hacia el círculo de intelectuales que, aparentemente, la recibió con los brazos abiertos. A semejanza de Isabel, dominó el inglés y el francés, los que tradujo con elegante soltura; se casó “bien”, con el rico latifundista Ignacio Castellanos; procreó cuatro hijos varones y una mujer, dedicándoles a todos parte de su producción, realizada mayoritariamente en Guadalajara. José María Vigil publicó y prologó Flores silvestres, colección dedicada a su hijo Luis, en 1871. Para 1880 editó Cánticos a los niños y en 1905 Manuel Puga y Acal dio a la imprenta, con introducción propia y prólogo de Vigil, las Obras poéticas com ple tas, en dos volúmenes que incluyen la producción mencionada y otras dos, tituladas Páginas d e un álbum ín tim o y Poemas, cuentos y leyendas, todo en verso. Para entonces la poeta ya había muerto y catorce años después, Luis, su primogénito, regía los destinos de Jalisco.
Esther Tapia de Castellanos. "Recuerdo de eterno cariño a mi am iguita y ahijada la Srita. Emilia Hayhoe. Esther Tapia de Castellanos. Julio 12 de
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".
Colección Aurora Chávez Hayhoe.
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Muchas coincidencias se advierten en las vidas de Isabel y Esther: ambas fallecieron antes de la impresión de sus obras completas y de que culminaran las carreras políticas de sus allegados con la gubernatura del estado. Las dos estuvieron vinculadas con el poderoso grupo de los intelectuales liberales y pertenecieron al estrato más alto de la población. Pedro Landázuri costeó la edición de las obras completas de su mujer, y Luis Castellanos y Tapia, las de su madre. Ambas reco-
Y Esther afirma: Ninguna mano dirigió mi mano Cuando mi mano se ensayó en la lira. Que el hombre enseña su saber humano Mas nadie enseña lo que el cielo inspira.
El estro poético de Esther fue ardientemente patriótico; sus estro fas conmovieron a los hombres del 62, con acentos que “no parecían de mujer”. A su ritmo salieron de Jalisco “Arteaga para morir como un mártir” y “Corona para triunfar como un héroe”. El vulgo repetía enardecido: ¡Venid a mí los que sintáis que late En vuestro pecho un corazón valiente, Venid a mí los que sintáis la llama De patriotismo en vuestra altiva frente: Los que a la patria améis y améis su gloria. Venid a mí y os contaré su historia!
En “La voz de Hidalgo”, el prócer “llora como lloran las mujeres” ante la reciente proclamación del Imperio y, levantando las manos al cielo, pide la gloria de México, pero si ésta no fuera posible [...] que el Atlántico fiero con el Pacífico al unir sus olas. sepulte sus gigantes cordilleras y la lápida forme de su tumba, en que grabe con mano omnipotente: ¡Murió luchando libre, independiente!
A su hondo nacionalismo, Esther aunaba sus profundas conviccio nes liberales y la agudeza de su ingenio, como testimonia el soneto que
del siglo xix en el Jalisco
Sabed que de inspiración Halla la mujer la fílenle En mi propio corazón.
La mujer y el quehacer literario
nocieron su autonomía en el aprendizaje de las letras y atribuyeron su oficio literario a su propia vocación; Isabel dice:
improvisó en un banquete, al levantar en un brindis su copa, ante un grupo de conservadores: ¡Que viva Miramón, muera D oblado! ¡Viva Márquez, y muera D egollado! ¡Muera Juárez, y viva C oronado! Pero su lira no sólo vibró ante el dolor de la patria convulsa y hu millada. La mujer que la pulsaba supo también de pasiones intensas, de amores ardientes: Celosa de tu amor, de tu ternura: Del objeto que fija tus miradas; Del aire que tu acento me arrebata, De la sombra que sigue tus pisadas; Y en mi dolor profundo Quisiera ¡cielo santo! Ser la única mujer en este mundo.
Su amor fue generoso: Si Dios quiere la ofrenda de tu llanto Ruégale tú que me la ofrezca a mí; Que le haga a ti dichoso, que entre tanto Aquí estoy yo que lloraré por ti.
Fatalista, percibe el destino de la mujer, sin sombra de feminismo, como una entrega dolorosa al amor inevitable: Yo no sé si por premio o por castigo, Dios le puso en el seno [femenino]; Y si vemos la tumba a nuestras plantas, Sumiendo apuramos al veneno Es mandato de Dios; así lo quiere; Esa es nuestra misión en esta vida; ¡Oh! bebe, bebe, pues, niña querida, Apura ese veneno, gozo y muere.
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Yo beberé contigo los amores Mezclados con la hiel de los dolores.
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La mujer es la mitad pasiva y sufriente de la pareja humana:
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