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Spanish; Castilian Pages 224 Year 2013
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Enric Novella LA CIENCIA DEL ALMA LOCURA Y MODERNIDAD EN LA CULTURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX
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LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA VOL. 20
Consejo editorial Joaquín Álvarez Barrientos (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Universidad Autónoma de Madrid) Philip Deacon (University of Sheffield) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität Freiburg) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Yvan Lissorgues (Université Toulouse - Le Mirail) Elena de Lorenzo (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Leonardo Romero Tobar (Universidad de Zaragoza) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Josep Maria Sala Valldaura (Universitat de Lleida) Manfred Tietz (Ruhr-Universität Bochum) Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)
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LA CIENCIA DEL ALMA Locura y modernidad en la cultura española del siglo xix
Enric Novella
Iberoamericana • Vervuert • 2013
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“Esta obra ha sido publicada con una subvención del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual”.
Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-703-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-753-4 (Vervuert) Depósito legal: M-9970-2013 Diseño de la cubierta: Carlos Zamora The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en España
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ÍNDICE
Agradecimientos .................................................................................
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Introducción ........................................................................................ Locura y modernidad ...................................................................... Un mundo que despierta .................................................................
15 15 35
I. Ciudadanos y locos ........................................................................ Los reclamos de la locura ................................................................ La humanidad doliente ................................................................... Un tratamiento moral ...................................................................... Los límites de la sinrazón ................................................................
43 43 52 66 73
II. Los paisajes del alma .................................................................... La era del individuo ......................................................................... Frenología y magnetismo ................................................................ La psicología liberal ......................................................................... La cultura del yo ...............................................................................
77 77 84 91 99
III. La medicina del espíritu ............................................................. La naturalización del alma .............................................................. La ciencia del hombre ...................................................................... Medicina, subjetividad y moral ...................................................... Del alma a la mente ..........................................................................
105 105 115 124 132
V. El malestar en la cultura ........................................................... El problema de la imaginación ....................................................... El imperio de las pasiones ............................................................... Del buen uso de la libertad .............................................................. Locura y civilización .........................................................................
137 137 146 154 162
Epílogo: hacia la psiquiatría ..........................................................
169
Bibliografía ..........................................................................................
181
Índice analítico y onomástico ........................................................
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A Llanos
In all external grace you have some part, but you like none, none you, for constant heart. WILLIAM SHAKESPEARE
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AGRADECIMIENTOS
Muchas personas me han ayudado a escribir este libro. Su punto de partida se encuentra en lecturas y reflexiones que, en algunos casos, se remontan a bastantes años atrás, aunque todas ellas recibieron el respaldo afortunado y decisivo de una serie de circunstancias que les permitieron tomar forma y sustanciarse en los sucesivos capítulos de este estudio. En primer lugar, he de mencionar el inmejorable entorno que ha supuesto para ello el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC en Madrid, donde he tenido la suerte de trabajar rodeado de todo tipo de facilidades y de personas a las que leo y admiro desde hace tiempo. A Leoncio López-Ocón, Consuelo Naranjo, José Luis Peset y Juan Pimentel quiero agradecerles su interés por mi trabajo y su cálida acogida. Pura Fernández ha sido una interlocutora siempre cercana y entusiasta a cuya amabilidad, profesionalidad y buenos oficios debe este libro su entrada en la presente colección. A Ricardo Campos y Francisco Pelayo, mis amigos y compañeros de grupo de investigación, debo un sinfín de buenos momentos y de conversaciones placenteras sobre la historia de la ciencia, las miserias del oficio y el (des)gobierno de este mundo. Y tampoco quiero olvidar a Antonio Diéguez, Ángel González de Pablo, Luis Montiel y Olga Villasante, con quienes he participado en el proyecto “Medicina mental y cultura de la subjetividad en la España del siglo xix” (Ref. HAR2008-04899-C02-01), en cuyo marco se ha redactado este trabajo. En cualquier caso, el grueso de la deuda la tengo contraída con Rafael Huertas, que ha tenido la insólita capacidad de ser a la vez un excelente compañero, maestro y amigo en todo el tiempo que hemos trabajado juntos.
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Agradecimientos
En unos años en los que no han faltado los momentos difíciles, mis padres, mi familia y mis amigos en Valencia y Albacete han sido una fuente constante de estímulo y apoyo sin el que mi trabajo hubiera resultado en ocasiones poco menos que imposible. Y en este apartado debo destacar, como es lógico, el acicate y el papel irremplazable de Llanos, mi compañera en el arte de vivir, y de mis hijos Mar y Mikel, porque su presencia y su mirada son siempre el mejor antídoto contra la vanidad del mundo, y de su padre.
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Cada hombre lleva dentro de sí un germen de locura. La serenidad y la actividad del espíritu son las únicas fuerzas capaces de impedir el desenvolvimiento de aquel germen. ERNST VON FEUCHTERSLEBEN (1838)
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INTRODUCCIÓN
¿Qué resta a la medicina para dar el último paso que reclama con justicia la humanidad afligida por los padecimientos que emanan del sistema sensitivo, mejor diré, del sistema moral? El estudio profundo de estos fenómenos morbosos, considerados en el mismo enfermo, es decir, la patología de las pasiones. ¿Y quién sino los dementes son el gran libro de esta patología? Florencio Ballarín (1835)
Locura y modernidad En el primer capítulo de su Tratado teórico-práctico de frenopatología o estudio de las enfermedades mentales (1876), Juan Giné y Partagás, médico director del Manicomio Nueva Belén, en las afueras de Barcelona, catedrático de su universidad y figura central en el proceso de institucionalización de la medicina mental española1, sostenía con orgullo que, en su opinión, existía una evidente “relación entre el progreso social y el de los conocimientos frenopáticos”. Por ese motivo, Giné se felicitaba expresamente por haber dado a la imprenta el primer tratado español de la especialidad, glosando de forma entusiasta la aportación seminal de sus grandes pioneros europeos y, muy particularmente, la obra de Philippe Pinel: En el osado intento de Pinel vemos rielar el astro de la medicina moderna, remontando su órbita de traslación hasta las regiones del mundo psicológico, para ejercitar un derecho que le atañe como ciencia biológica, experimental y curativa. De la obra de Pinel resultan a un tiempo: una ad-
1 Véanse, en este sentido, Rey González, Antonio, “Clásicos de la psiquiatría española del siglo xix: Juan Giné y Partagás (1836-1903)”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, II (1982), pp. 99-110; y Huertas, Rafael, Organizar y persuadir: Estrategias profesionales y retóricas de legitimación de la medicina mental española (1875-1936), Madrid, Frenia, 2002, pp. 82-96.
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quisición moral de inestimable valor, y, para la medicina, una conquista de imponderable importancia. ¡Cuánta gloria para un hombre!2.
Más allá del tono hagiográfico tan común en la retórica de la época, no deja de ser significativo que, en este párrafo introductorio, Giné reconozca justamente en esa “conquista” del “mundo psicológico” el elemento verdaderamente constitutivo y singular del alienismo, y que, además, considere a éste como un correlato muy representativo del nuevo rumbo adquirido por la medicina con el advenimiento de la Modernidad. En concreto, su testimonio avala la apreciación de que el surgimiento de la psiquiatría resulta inseparable de la conversión de la figura tradicional del loco en lo que podríamos denominar un sujeto psicológico, y, en definitiva, de una progresiva incursión y apropiación discursiva del ámbito del psiquismo por parte de la medicina; pues, como él mismo sugiere, sólo una medicina abierta a la exploración sistemática del “mundo psicológico” en sus relaciones con la salud y la enfermedad pudo forjar, validar y cultivar un ámbito propio en el psiquismo del loco, y proceder así a una paulatina medicalización del mismo. En las últimas décadas, y una vez superadas las reconstrucciones más o menos apologéticas (y, en cierto modo, ahistóricas) del pasado, la historia de la psiquiatría se ha convertido en uno de los campos más dinámicos y apasionantes de la historia de la ciencia, acumulando un ingente caudal de aportaciones que han procedido a lo largo de tres ejes principales que, a su vez, se relacionan con otros tantos procesos constitutivos de la historia contemporánea. En primer lugar, el eje de una historia conceptual que ha explorado el desenvolvimiento del discurso psicopatológico en el marco del largo y complejo proceso de racionalización y secularización del saber que acompaña a la Modernidad3.
2 Giné y Partagás, Juan, Tratado teórico-práctico de frenopatología o estudio de las enfermedades mentales, Madrid, Moya y Plaza, 1876, p. 2. 3 Dentro de esta línea de trabajo son muy conocidas las aportaciones de Germán Berrios y sus colaboradores (cuyo resultado más notable hasta la fecha es Berrios, Germán E., The History of Mental Symptoms: Descriptive psychopathology since the nineteenth century, Cambridge, Cambridge University Press, 1996), pero no hay que olvidar otras obras importantes como las de Bercherie, Paul, Los fundamentos de la clínica, Buenos Aires, Manantial, 1984; Lantéri-Laura, Georges, Ensayo sobre los paradigmas de la psiquiatría moderna, Madrid, Triacastela, 2000; o Álvarez, José María, La invención de las enfermedades mentales, Madrid, Gredos, 2008.
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En segundo término, el eje de una historia social que, en la estela de la muy influyente obra de Michel Foucault, ha intentado desentrañar la imbricación de los saberes y prácticas psiquiátricas con los resortes e intereses del poder en el contexto de la introducción de formas disciplinarias de control social y de aparatos estatales crecientemente burocratizados4. Y, por último, el eje de una historia profesional particularmente interesada en desvelar las estrategias corporativas de los psiquiatras en el seno de una sociedad marcada por la especialización, la división del trabajo y el monopolio competencial5. Pero, tal y como nos recuerda el mismo pórtico del Tratado de Giné y salvo algunas excepciones muy notables, sólo unos pocos estudios han abordado la “invención” de la medicina mental como un producto cultural estrechamente vinculado al progresivo despliegue del ideario democrático de las revoluciones burguesas de los siglos xviii y xix (la “adquisición moral”) y, sobre todo, a la conformación histórica de las estructuras y atributos distintivos de la individualidad y la subjetividad moderna (el “mundo psicológico”). Con respecto al primer punto, conviene recordar que, disolviendo los viejos órdenes de experiencia basados en la jerarquía y el rango, movilizando al individuo y haciéndolo partícipe de la identidad abstracta del ciudadano, la Modernidad siempre se ha entendido a sí misma como un horizonte histórico y cultural destinado a erradicar la alteridad6. A mediados del siglo xviii, la corte y los salones parisinos acogían, con una extraña combinación de arrogancia y fascinación, la exhibición de indígenas reclutados por naturalistas y viajeros, al tiempo que londinenses ociosos se acercaban al viejo hospital de Bedlam a contemplar, por un módico precio, el grotesco e inefable espectáculo
Cf. Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica, México, Fondo de Cultura Económica, 1967; y Castel, Robert, El orden psiquiátrico: La edad de oro del alienismo, Madrid, La Piqueta, 1980. 5 Este aspecto ha sido abordado de una forma particularmente lograda por Goldstein, Jan E., Console and Classify: The French psychiatric profession in the nineteenth century, Cambridge, Cambridge University Press, 1987; y Dowbiggin, Ian, Inheriting Madness: Professionalization and psychiatric knowledge in nineteenth-century France, Berkeley CA, University of California Press, 1991. 6 Véase, en este sentido, Luhmann, Niklas, “Jenseits von Barbarei”, en: Gesellschaftsstruktur und Semantik. Studien zur Wissenssoziologie der modernen Gesellschaft, Vol. 4, Frankfurt, Suhrkamp, 1995, pp. 138-150. 4
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de la locura7. Pocas décadas después, el conocimiento empírico de los pueblos, las costumbres o las razas se había convertido en uno de los ejes fundamentales del saber posrevolucionario, mientras el alienista acudía al encuentro del loco movido por un novedoso afán reeducador, disponía para él el nuevo espacio disciplinar del manicomio y se proponía esclarecer de forma concluyente el asiento de su mal mediante un examen detenido de sus órganos. Ambos casos son muy indicativos de la naturaleza esencialmente inclusiva (y totalitaria) del proyecto moderno e ilustrado, cuya invención de la “humanidad” resulta inseparable de un sofisticado programa de gestión de la diferencia por medio de complejos dispositivos de saber/poder8. Como subrayó hace unas décadas el psiquiatra e historiador alemán Klaus Dörner, buena parte de la singularidad de las llamadas ciencias de la mente, y muy particularmente de la psiquiatría, se deriva así de su ambivalente condición de discursos y prácticas a la vez emancipadoras e integradoras9, y, consecuentemente, esta ambivalencia ha impregnado los sucesivos intentos de esclarecer sus propias condiciones históricas de posibilidad. De hecho, el conocido énfasis foucaultiano en la represión y el silenciamiento epistémico y cultural de la locura operado por el conocimiento psicopatológico y sus instituciones fue pronto contestado por otras aproximaciones que pusieron en valor el reconocimiento de la humanidad y la individualidad del loco como momentos igualmente constitutivos de la empresa psiquiátrica10. Pero, en todo caso, no cabe duda de que, como un producto tan característico de los
7
Sobre estas prácticas, inmortalizadas en las célebres estampas del pintor William Hogarth (1697-1764), pueden consultarse Byrd, Max, Visits to Bedlam: Madness and literature in the eighteenth century, Columbia SC, University of South Carolina Press, 1974; o Foucault, Michel, Historia de la locura..., Vol. 1, pp. 228-231. 8 Cf. Foucault, Michel, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI, 1976. Véase también Rouse, Joseph, “Power/Knowledge”, en: Gutting, Gary (ed.), The Cambridge companion to Foucault, 2ª ed., Cambridge University Press, 2005, pp. 95-122. 9 Cf. Dörner, Klaus, Ciudadanos y locos. Historia social de la psiquiatría, Madrid, Taurus, 1974. Aunque circunscrito al ámbito anglosajón y al periodo fundacional del alienismo, es también interesante en esta misma línea Scull, Andrew T., “Humanitarianism or control? Some observations on the historiography of anglo-american psychiatry”, en: Social Order/mental Disorder: Anglo-american psychiatry in historical perspective, Berkeley CA, University of California Press, 1989, pp. 31-53. 10 De forma muy manifiesta en Gauchet, Marcel y Swain, Gladys, La pratique de l’esprit humain: L’institution asilaire et la révolution démocratique, Paris, Gallimard, 1980. En
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tiempos modernos como la soberanía popular, el Estado burocrático o la educación obligatoria, el surgimiento de la medicina mental y el tratamiento manicomial sólo pueden entenderse en el marco de la progresiva implantación de un orden social atravesado por una poderosa vocación universalista (y normativa) y, en definitiva, por el recurso sistemático a instituciones diseñadas o reconfiguradas para la asimilación de poblaciones “especiales”. De este modo, un elemento que –aparte de inspirar la retórica filantrópica de los primeros alienistas– debió desempeñar un papel de primer orden en la reorganización de la experiencia de la locura operada en el tránsito a la sociedad moderna fue la aparición de una serie de generalizaciones independientes de estatus (humanidad, ciudadanía, nación, etc.)11 y, más concretamente, la difusión de un conjunto de prácticas culturales que modificaron sustancialmente la percepción social de la alteridad. Entre éstas cabe destacar, en primer lugar, la constitución de ese ámbito de razonamiento y discusión entre iguales que conocemos como opinión pública. Frente al espacio restringido de la corte o el salón aristocrático, el siglo xviii asistió, como es sabido, a su consagración como una instancia de legitimación formada por un conjunto indeterminado de individuos que, dotados de nuevas vías de comunicación y sociabilidad, exponen sus puntos de vista –y, por tanto, su subjetividad– a un proceso continuado de intercambio, redefiniendo así el cuerpo social en los términos de una comunidad discursiva y soberana12. Pero, igualmente, también la experiencia de las diferencias raciales, sociales y culturales favorecida por los descubrimientos geográficos acumulados desde siglos atrás, la aparición de un novedoso gusto por lo exótico o la popularización de los viajes formativos movieron a las élites ilustradas a cuestionar la naturalidad de las distinciones sociales, a relativizar la condición propia y a interrogarse por la naturale-
este sentido, es muy esclarecedor el prefacio del propio Gauchet a la reedición de 2007 (“La folie à l’âge démocratique”, pp. I-XXVIII). 11 Muy representativas de lo que el antropólogo francés Louis Dumont describió como la emergencia histórica del homo aequalis. Cf. Dumont, Louis, Ensayos sobre el individualismo, Madrid, Alianza, 1987. 12 Sobre el surgimiento y las implicaciones de la nueva “publicidad burguesa” sigue siendo imprescindible consultar Habermas, Jürgen, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Barcelona, Gustavo Gili, 1981.
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za común a todos los hombres13. Y, en estas coordenadas, no debe sorprender que la locura, una de las de las figuras clásicas del “otro” en la cultura occidental, empezara a ser objeto de un saber especializado y unas prácticas institucionales que prometían su curación y su reinserción social mediante la aplicación de un novedoso régimen médico y moral, de manera que, como ha sugerido el filósofo italiano Sergio Moravia, el alienismo bien puede ser considerado como una de las “ciencias de la diferencia” con las que la nueva sociedad burguesa “decidió enfrentarse a la alteridad con las armas del conocimiento” y conjurar una serie de viejas y nuevas ansiedades relacionadas con la integridad del psiquismo y los efectos de la civilización14. En gran medida, estas ansiedades deben entenderse en el contexto de otro fenómeno constitutivo de la cultura moderna como es la irrupción de una nueva comprensión del individuo como consecuencia de la progresiva singularización de las formas y los estilos de vida suscitada por los profundos cambios económicos y sociales consumados a partir del siglo xviii. Rompiendo con la tradición, erosionando las viejas ataduras estamentales o gremiales y forzando al individuo a conducir su propia existencia, el nuevo orden burgués trajo consigo una conciencia individualista que, mediada por nuevos patrones de experiencia, conducta y comunicación, alentó los ideales de autonomía y emancipación expresados en las revoluciones políticas de la época, pero también la creciente proyección cultural de una subjetividad definida por la reflexividad, el cultivo de la interioridad y la adscripción de las claves de la identidad personal al ámbito del psiquismo15. Esta centralidad del
13 Véanse, en este sentido, Duchet, Michèle, Antropología e historia en el siglo de las luces, México, Siglo XXI, 1975; Krotz, Stefan, La otredad cultural entre utopía y ciencia: Un estudio sobre el origen, desarrollo y la reorientación de la antropología, México, Fondo de Cultura Económica; o Abulafia, David, El descubrimiento de la humanidad: Encuentros atlánticos en la era de Colón, Barcelona, Crítica, 2009. 14 Cf. Moravia, Sergio, “The Enlightenment and the sciences of man”, History of Science, 18 (1980), pp. 247-268, pp. 260-265. 15 Para una visión preliminar de la articulación histórica de esta cultura de la subjetividad y de los aspectos fundamentales que la conforman pueden consultarse, entre otros, Taylor, Charles, Fuentes del yo: La construcción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós, 1996; Porter, Roy (ed.), Rewriting the Self, London, Routledge, 1997; Bürger, Peter y Bürger, Christa, La desaparición del sujeto: Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot, Madrid, Akal, 2001; y Seigel, Jerrold E., The Idea of the Self: Thought and
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sujeto o el yo fue activamente promovida por una marcada escisión entre esfera pública y privada que, como sabemos, condujo a una progresiva inserción de la vida familiar e interpersonal en los cada vez más extensos dominios de la privacidad16, mientras se difundían una serie de prácticas relacionadas con la introspección o el registro de estados subjetivos (cartas, diarios íntimos, autobiografías, confesiones, etc.) y la creación literaria y artística empezaba a pivotar alrededor de las vicisitudes de una individualidad desbordante pero atenazada por la experiencia de su propia precariedad17. Sin duda, éste es el telón de fondo sobre el que hay que contemplar la eclosión del interés por el conocimiento psicológico en la sociedad europea del tránsito del siglo xviii al xix, así como el desarrollo en paralelo de diversas doctrinas y formulaciones teóricas en torno al psiquismo que, con el tiempo, darían paso a la propia creación e institucionalización de la psicología como disciplina científica18. En este sentido, disponemos de dos interpretaciones complementarias que han mostrado el papel germinal de todo este entramado cultural en el surgimiento del programa de conocimiento y gestión institucional de la locura encarnado por la psiquiatría y el manicomio. En la década de 1970, esto es, en un momento en que la Historia de la locura de Michel Foucault cautivaba por el virtuosismo de su prosa y la radicalidad de sus conclusiones, la psiquiatra y psicoanalista francesa
experience in Western Europe since the seventeenth century, Cambridge, Cambridge University Press, 2005. Una interesante revisión del “progreso de la conciencia psicológica” como correlato de la Modernidad se ofrece en Béjar, Helena, La cultura del yo: Pasiones colectivas y afectos propios en la teoría social, Madrid, Alianza, 1993, pp. 151-185. 16 Sobre las múltiples consecuencias culturales de la escisión entre esfera pública y privada y la redefinición de lo doméstico que se opera a lo largo de los siglos xvii y xviii, véase McKeon, Michael, The Secret History of Domesticity: Public, private, and the division of knowledge, Baltimore MD, The Johns Hopkins University Press, 2005. Para una lectura sociológica preocupada por la moderna inflación de la privacidad a expensas de lo público y lo común, Sennet, Richard, El declive del hombre público, Barcelona, Anagrama, 2011. 17 Sobre estos procesos, analizados bajo la fórmula conjunta de una “revolución no galileana”, véase Gusdorf, Georges, Naissance de la conscience romantique au siècle des lumières, Paris, Payot, 1976. 18 Cf. Goldstein, Jan E., “Bringing the psyche into scientific focus”, en: The Cambridge History of Science, Vol. 7: The Modern Social Sciences, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 131-153.
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Gladys Swain revisó la obra de Pinel con la intención de desvelar no tanto la naturaleza oculta de su legendario gesto liberador, sino los supuestos implícitos a su nueva comprensión “moral” de la locura19. Redefiniendo ésta como alienación –es decir, como una perturbación del conjunto de la personalidad–, pero advirtiendo en el delirio la presencia invariable de un fondo de razón posibilitador de su reversión, la novedad esencial aportada por Pinel habría consistido, a su juicio, en una suerte de transposición al campo de la locura de un reconocimiento cultural de mayor alcance: la escisión constitutiva del individuo moderno y el emplazamiento de una alteridad esencial en el interior de su psiquismo20. Por su parte, dos décadas después, la historiadora alemana Doris Kaufmann abordó el estudio de los primeros pasos de la medicina mental en su país en función de la creciente tematización entre la opinión pública ilustrada de los atributos y la problematicidad de un yo concebido –tal como sugirió Norbert Elias con la noción de homo clausus– como una esfera autónoma y soberana, pero expuesta a una larga serie de amenazas y líneas de fractura. Desde este punto de vista, la psiquiatría habría supuesto antes que nada una empresa destinada a establecer sobre un nuevo fundamento la delimitación del yo frente a “lo otro de la razón”, de manera que su emergencia histórica en el tránsito del siglo xviii al xix podría entenderse como un importante correlato científico e institucional de la propia reflexividad burguesa21. Así pues, sea bajo la forma de un reconocimiento integrador o de un proyecto más bien reactivo, parece claro que, desde sus mismos orígenes, la medicina mental fue deudora de un contexto cultural atravesado por la prominencia y la conflictividad de una subjetividad obligada a construirse, narrarse y confrontarse con su propia vulnerabilidad e
19
Cf. Swain, Gladys, Le sujet de la folie: Naissance de la psychiatrie, Toulouse, Privat,
1977. 20
Sobre la interpretación de Swain, incluyendo sus notables resonancias hegelianas y lacanianas y su proyección en la historiografía más reciente, pueden consultarse Moyn, Samuel, “The assumption by man of his original fracturing: Marcel Gauchet, Gladys Swain, and the history of the self”, Modern Intellectual History, 6 (2009), pp. 315341; y Huertas, Rafael, “Locura y subjetividad en el nacimiento del alienismo: Releyendo a Gladys Swain”, Frenia, X (2010), pp. 11-27. 21 Cf. Kaufmann, Doris, Aufklärung, bürgerliche Selbsterfahrung und die ‘Erfindung’ der Psychiatrie in Deutschland, 1770-1850, Götingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1995.
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irracionalidad, hasta el punto de identificar en la locura un fracaso potencialmente universal y constitutivo de lo humano. En 1816, Jean-Étienne-Dominique Esquirol, el más activo y carismático de los discípulos de Pinel, abría su extensa contribución sobre la locura para el célebre Diccionario de ciencias médicas de C. L. F. Panckoucke con la siguiente observación: ¡Cuantas meditaciones se ofrecen al filósofo que, apartándose del tumulto del mundo, recorre un asilo para alienados! Allí encontrará las mismas ideas, los mismos errores, las mismas pasiones, los mismos infortunios: todo es como en el mundo mismo. Pero, en un asilo, los rasgos son más fuertes, los matices más acusados, los colores más vivos, los efectos más claros, porque el hombre se muestra en toda su desnudez, porque no encubre sus pensamientos, porque no oculta sus defectos, porque no presta a sus pasiones el encanto que seduce, ni a sus vicios la apariencia que engaña22.
Este fragmento, muy conocido y citado, puede tomarse como un testimonio que, procedente de la pluma de un autor especialmente comprometido con la promoción institucional del alienismo, compendia de una forma particularmente lapidaria las apreciaciones precedentes. Si, como apunta Esquirol, la locura se manifiesta en “ideas, errores, pasiones e infortunios” que sólo se diferencian de lo que puede encontrarse en el “tumulto del mundo” por una cuestión de grado, el loco ya no remite a una alteridad completa e irreversible, sino que se halla en una relación de continuidad con respecto al cuerdo (con el que, en definitiva, comparte las mismas estructuras mentales); pero el loco, además, encarna una claudicación del psiquismo cuyas lecciones tienen alcance universal, pues en ella el hombre se revela “en toda su desnudez” y su fragilidad carece de un asidero que permita ocultarla bajo el engañoso disfraz de la cultura. Por ese motivo, el loco es susceptible de un abordaje “moral” que, bajo la benéfica tutela del médico y el asilo, podrá devolverlo a una sociedad que ya no reconoce un “afuera” y aspira a asimilar la dife-
Esquirol, Jean Étienne Dominique, “Folie”, en: Dictionnaire des sciences médicales, par une société de médecins et de chirurgiens, Vol. 16, Paris, C. L. F. Panckoucke, 1816, pp. 151-240, pp. 151-152. Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones de los originales citados son obra del autor. 22
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rencia, pero el suyo –y aquí es necesario reconocer el mérito de la lectura foucaultiana– ya no es un error feliz y soberano, sino un “sufrimiento” que lo despoja y degrada en lo más propio de su ser y lo confina en un universo psicológico del que ya nunca podrá escapar. La medicina mental, en suma, constituye un producto de su tiempo en la medida en que su pretensión de conocer, emancipar e integrar al loco representa lo más granado de los valores ilustrados, a la vez que su énfasis en la fragilidad constitutiva del psiquismo y la problematicidad de la cultura lo sitúa claramente en la órbita de la sensibilidad romántica23. En cualquier caso, si el “descubrimiento” del psiquismo del loco constituye el logro fundacional de la psiquiatría y su atributo distintivo frente a toda la medicina anterior de la locura, todavía es necesario aclarar el modo en que la medicina pudo forjar, validar y cultivar un “dominio específicamente psiquiátrico” justo en el momento histórico en que lo hizo. Y lo cierto es que, desde este punto de vista, el desarrollo de un conocimiento propiamente médico del psiquismo y la emergencia de una disciplina como la medicina mental constituye un largo y complejo proceso que no sólo requirió las aportaciones más o menos inspiradas de una insigne estirpe de pioneros, sino que se apoyó, ante todo, en una profunda transformación de la comprensión que los mismos médicos tenían de su saber, de sus fines y de sus ámbitos legítimos de actuación. Como es sabido, el interés de la medicina por las “enfermedades del alma” se remonta a la Antigüedad clásica, pero, hasta bien entrado el siglo xviii, los médicos formados en la tradición hipocrática y galénica las consideraron mayormente como unos trastornos de índole espiritual que, aunque pudieran tener un efecto muy perturbador sobre la salud del cuerpo, concernían por definición a la periferia de la naturaleza enfermable24. Posteriormente, también es sabido que, relegando
23 No en vano, el legado de Pinel, ferviente rousseauniano, ha sido certeramente descrito como el de un “alma sensible reunida con un espíritu ilustrado” (Goldstein, Jan E., Console and Classify…, p. 119). Un buen análisis de la conjunción de elementos ilustrados y románticos implicados en la génesis de la psiquiatría se ofrece en el trabajo ya citado de Dörner, Klaus, Ciudadanos y locos, inspirado por un aliento crítico muy similar al de Foucault, pero bastante más respetuoso con el ideario humanista y emancipador de origen ilustrado. 24 Sobre este punto, es interesante consultar los trabajos de García Ballester, Luis, “Diseases of the soul in Galen: The impossibility of a galenic psychotherapy”, Clio Medica, 9 (1974), pp. 35-43; y García Ballester, Luis, “Alma y cuerpo: Enfermedad del alma
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el psiquismo a la esfera de una res cogitans transmundana, la filosofía cartesiana mantuvo el viejo reducto del alma como un ámbito esencialmente inaccesible al mecanicismo militante de la nuova scienza, y, de este modo, todavía a principios del siglo xviii, una gran figura de la medicina europea como Herman Boerhaave podía sostener que no es asunto de los médicos conocer lo que es la mente y cómo ésta pasa de un pensamiento a otro […] pues, aunque todas estas propiedades de la mente son reales, su conocimiento no tiene ninguna utilidad para el médico en la medida en que no guarda relación alguna con el cuerpo25.
Sólo con la difusión de algunas de las corrientes más emblemáticas de la ciencia y el pensamiento ilustrado como el vitalismo o el sensualismo, el conocimiento empírico o fisiológico del psiquismo o, como se decía entonces, del “hombre intelectual y moral”, pudo convertirse en un campo legítimo de estudio y conformar incluso un objeto de atención preferente para los médicos. Del paradigma del hombre máquina a la noción de hombre sensible, y de la consideración del individuo aislado a un creciente interés por su entorno, la nueva fisiología de la época permitió superar las limitaciones de las viejas posiciones dualistas por medio del recurso a conceptos de orden superior como “sensibilidad”, “irritabilidad”, “organización” o “economía animal”, con lo que no sólo pudo explicarse sobre nuevas bases el “comercio” entre la parte física y moral del hombre, sino también la propia y problemática interacción entre naturaleza y cultura26. En estas coordenadas, algunas figuras señaladas de la medici-
y enfermedad del cuerpo en el pensamiento médico de Galeno”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 60 (1996), pp. 705-735. 25 Citado por Suzuki, Akihito, “Dualism and the transformation of psychiatric language in the seventeenth and eighteenth centuries”, History of Science, 33 (1995), pp. 417447, p. 425 26 Véanse, en este sentido, Moravia, Sergio, “From homme machine to homme sensible: Changing eighteenth century models of man’s image”, Journal of the History of Ideas, 39 (1978), pp. 45-60; los ensayos compilados en Rousseau, George S. (ed.), The Languages of Psyche: Mind and body in Enlightenment thought, Berkeley, University of California Press, 1991; Wokler, Richard, “From ‘l’homme physique’ + ‘l´homme moral’ and back: Towards a history of Enlightenment anthropology”, History of the Human Sciences, 6 (1997), pp. 121-138; Rey, Rosalyne (1999), “L’âme, le corps et le vivant”, en: Grmek, Mirko (dir.), Histoire de la pensée médicale en Occident, Vol. 2: De la Renaissance aux Lumiè-
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na ilustrada como el francés Antoine Le Camus, el alemán Johann-Georg Zimmermann o el suizo Samuel-Auguste Tissot insistieron en el papel crucial de la imaginación o las pasiones en la génesis de las más diversas enfermedades, al tiempo que otros autores, como el escocés John Gregory en 1765, se lamentaban de la “indecible pérdida que supone para los médicos no haber tenido en cuenta, por lo general, las leyes peculiares de la mente y de su influencia sobre el cuerpo”27. A finales del siglo xviii, pues, el estudio del “hombre intelectual y moral” se había convertido ya en un tópico sistemáticamente reivindicado por los médicos frente a las aportaciones de los filósofos o los moralistas, y, a partir de ese momento, la medicina no sólo empezó a apoyarse en el conocimiento psicológico proporcionado por diversas teorías y filosofías de la mente, sino a concurrir abiertamente con éstas en la empresa de explicar científicamente los mecanismos de la conducta y la experiencia. En 1798, por ejemplo, el médico escocés Alexander Crichton explicaba que desde un punto de vista médico, las pasiones deben ser consideradas como parte de nuestra constitución natural, la cual debe ser examinada con el ojo del historiador de la naturaleza y el espíritu y la imparcialidad del filósofo. No importa […] si las pasiones son vistas como afecciones naturales o artificiales, morales o inmorales. Son meros fenómenos cuyas causas naturales debemos indagar28.
Frente a la concepción tradicional del alma como una instancia espiritual vinculada a la intervención divina y a la economía del pecado y la salvación –y ajena, como pensaba Boerhaave, a las competencias del médico–, el fundamento del estudio de las pasiones propuesto por Crichton residía, como él mismo señalaba, en su condición de “meros fenó-
res, Paris, Seuil, 1999, pp. 117-155; y Porter, Roy, Flesh in the Age of Reason: The modern foundations of body and soul, New York, Norton, 2003. 27 Citado por Hunter, Richard y Macalpine, Ida, Three Hundred Years of Psychiatry 1535-1860, London, Oxford University Press, 1963, p. 438. 28 Crichton, Alexander, An Inquiry into the Nature and Origin of Mental Derangement, Comprehending a Concise System of the Physiology and Pathology of the Human Mind and a History of the Passions and their Effects, London, Cadell Jr. and Davies, 1798, Vol. 1, pp. 9899 (cursivas mías). Sobre Crichton, véase Charland, Louis C., “Alexander Crichton on the psychopathology of the passions”, History of Psychiatry, 19 (2008), pp. 275-296.
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menos”, que, en consecuencia, podían ser objeto de un “examen imparcial” con el “ojo del historiador de la naturaleza”. Y, sólo dos años más tarde, el propio Pinel, muy influido a su vez por la obra de Crichton, suscribía esta anexión médica de las pasiones animando a emprender el verdadero conocimiento de estas afecciones, cuya historia exacta pertenece a la medicina; pues, ¿no corresponde acaso a esta última ciencia dar a conocer sus caracteres más notables y específicos, las circunstancias que las hacen nacer, su influencia tan común sobre lo moral y lo físico y las diversas enfermedades a que pueden conducir?29.
Lógicamente, un desplazamiento epistémico y cultural de tal envergadura apunta a un largo y complejo proceso histórico cuyos márgenes estrictos resulta difícil establecer por la existencia de todo tipo de antecedentes, resistencias o posiciones intermedias. Pero, desde un punto de vista general, es indudable que la ambición de la ciencia ilustrada de naturalizar el alma o la conciencia y despojarla de sus atributos espirituales o trascendentes ha de verse como el primer y más decisivo eslabón en la formación histórica de las modernas ciencias de la mente, y que sólo ese paso permite explicar el surgimiento del propio concepto de “enfermedad mental” (inviable, como hemos visto, para la medicina premoderna) o los fundamentos mismos del tratamiento moral que otorgó carta de naturaleza a la naciente medicina mental. En este sentido, conviene recordar cómo el interés de los primeros alienistas por la anatomía patológica o su creencia en el asiento somático de la locura convivieron durante décadas con una elaborada tecnología de distracción, reeducación y manipulación carismática de las pasiones, pues, como apuntaba el joven Esquirol en su tesis doctoral de 1805, si las ideas, las afecciones morales, ejercen una influencia tan marcada sobre el organismo, ¿por qué negar tal influjo sobre la curación de una enfermedad que tan frecuentemente corresponde al sistema nervioso y cuya causa es la alteración de las funciones de dicho sistema?30.
Pinel, Philippe, Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie, Paris, Richard, Caille et Ravier, 1800, pp. 80-81. 30 Esquirol, Jean Etienne Dominique, Sobre las pasiones, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2000, p. 29. Véanse, en este sentido, los estudios de Pigeaud, Jac29
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En cualquier caso, la paulatina inclusión del “mundo psicológico” entre los focos de interés y los ámbitos legítimos de intervención del médico ha de verse también en el marco de una serie de transformaciones de mayor alcance experimentadas por la medicina en el tránsito del siglo xviii al xix. Este proceso, que no sólo afectó a la estructura del saber sobre la enfermedad, sino también a su proyección sociopolítica y a su propia autocomprensión como disciplina científica, culminó con la formulación de un ambicioso programa medicalizador cuyas implicaciones más sobresalientes fueron descritas con gran agudeza por Michel Foucault: En vez de permanecer como lo que era, el seco y triste análisis de millones de achaques, la dudosa negación de lo negativo, [la medicina] recibe la hermosa tarea de instaurar en la vida de los hombres las figuras positivas de la salud, de la virtud y de la felicidad. […] No debe ser sólo el “corpus” de las técnicas de la curación y del saber que éstas requieren; desarrollará también un conocimiento del hombre saludable31.
En Francia, el país en el que la “gran reforma” de la medicina tuvo inicialmente un protagonismo más evidente, este programa antropológico fue impulsado sobre todo por los miembros de la Escuela de Montpellier y los médicos vinculados a la Ideología. Influidos por los ideales ilustrados de unidad de las ciencias y de perfectibilidad del hombre, estos autores creían que el estudio del hombre, para ser completo, debía alimentarse de las contribuciones de las más diversas ciencias físicas y morales, pero reservando siempre a la medicina un lugar de privilegio en tanto “suprema ciencia del hombre vivo”32. Así, por ejemplo,
kie, “Le rôle des passions dans la pensée médicale de Pinel à Moreau de Tours”, History and Philosophy of the Life Sciences, 2 (1980), pp. 123-140; o Huneman, Philippe, “Montpellier vitalism and the emergence of alienism in France (1750-1800): The case of the passions”, Science in Context, 21 (2008), pp. 615-647. 31 Foucault, Michel, El nacimiento de la clínica: Una arqueología de la mirada médica, México, Siglo XXI, 1966, pp. 60-61 (cursivas en el original). 32 La expresión procede de una conocida memoria presentada en 1799 a la Societé Médicale d’Emulation de París en la que se compara la medicina con “aquellos ríos majestuosos que enriquecidos con el tributo de ajenas corrientes, por todas partes derraman la fecundidad, la esperanza y la felicidad” (Alibert, Jean-Louis, Discurso sobre la conexión de la medicina con las ciencias físicas y morales o sobre los deberes, cualidades y conocimientos del médico, Salamanca, Oficina de Francisco Toxar, 1803, p. 4).
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Cabanis pensaba que sólo la medicina, una vez alcanzada su madurez por medio de la observación rigurosa de los fenómenos clínicos y la aplicación sistemática del método analítico, estaba en condiciones de liderar la nueva “ciencia del hombre” requerida por la sociedad posrevolucionaria, anticipando para ella “una era nueva, igualmente rica de gloria que fecunda en beneficios”33. Uno de los correlatos más significativos de este ideario fue, como ya hemos visto, la pretensión de los médicos de tomar como objeto al ser humano en su totalidad, esto es, no sólo al cuerpo o al “hombre físico”, sino también al “hombre intelectual y moral”. Pues si, como sostenía Cabanis, el fisiólogo era ahora el responsable de desvelar los fundamentos de las “relaciones entre lo físico y lo moral del hombre”, el clínico ya no podía soslayar –por creerlo ajeno a su arte– el análisis de los múltiples y variados efectos de los estados psicológicos sobre la salud: ¡Desgraciado sin duda el médico que no ha aprendido a leer en el corazón del hombre tanto y tan bien como a conocer su estado febril; que cuidando un cuerpo enfermo, no sabe distinguir en sus facciones, en su mirada, y en sus palabras los signos de un entendimiento perturbado o de un corazón ulcerado!34.
Pero, por otro lado, y siguiendo la célebre distinción kantiana, la nueva “ciencia del hombre” tampoco podía abstraerse de su dimensión y vocación pragmática, esto es, de su alta misión como suministradora de los principios con que regular la norma de vida, formular
Cabanis, Pierre-Jean-Georges, Compendio histórico de las revoluciones y reforma de la medicina, Madrid, Imprenta de Repullés, 1820, p. 395. Sobre la enorme relevancia de la Escuela de Montpellier y los Ideólogos en la conformación de la medicina contemporánea pueden consultarse los trabajos ya clásicos de Rosen, George, The philosophy of Ideology and the emergence of modern medicine in France, Bulletin of the History of Medicine, 20 (1946), pp. 328-339; Staum, Martin S., Cabanis: Enlightenment and medical philosophy in the French revolution, Princeton NJ, Princeton University Press, 1980; Arquiola, Elvira y Montiel, Luis, La corona de las ciencias naturales: La medicina en el tránsito del siglo XVIII al XIX, Madrid, CSIC, 1993; o Williams, Elisabeth A., The Physical and the Moral: Anthropology, physiology, and philosophical medicine in France, 1750-1850, Cambridge, Cambridge University Press, 1994. 34 Cabanis, Pierre-Jean-Georges, Compendio histórico…, p. 380. 33
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las leyes y ordenar la convivencia en el contexto de la nueva sociedad posrevolucionaria. Pues, no en vano, si correspondía al fisiólogo esclarecer la naturaleza de “las ideas, los sentimientos, las pasiones, las virtudes y los vicios”, la medicina estaba llamada a asumir un papel de privilegio en la “dirección moral” de los individuos y las naciones: Sólo demostrando –apuntaba Cabanis– cómo se aguzan o se embotan las sensaciones; cómo se elevan y agrandan las ideas, o cómo rampan y se extinguen; cómo nacen las pasiones, cómo se desarrollan y adquieren una energía que vence todos los obstáculos, o cómo se quedan en el embotamiento […]; sólo apoderándose, por decirlo así, de todas estas riendas invisibles de la naturaleza humana, es como se puede uno lisonjear de conducirla por caminos seguros hacia la felicidad35.
De este modo, avalada por su marchamo científico y su creciente prestigio como instancia normativa, la medicina buscó extender su esfera de influencia hacia los territorios del buen gobierno y la administración de justicia, la gestión de las poblaciones, el desarrollo físico y moral de los individuos o el cultivo de la virtud. Y, como sabemos, el siglo xix se convirtió en la edad dorada de la higiene, cuyo ideario alimentó la utopía de una extensión ilimitada del bienestar y la felicidad en un mundo perfectamente colonizado y regulado por la racionalidad médica36. No por casualidad, el mismo Giné, que de forma simultánea al ejercicio privado de la medicina mental regentó entre 1868 y 1871 la cátedra de higiene de la Universidad de Barcelona y redactó un importante Curso elemental de higiene privada y pública (1871-72), llegaría a definirla como “una verdadera Enciclopedia antropológica, encaminada a
35 Ibidem, p. 302. Sobre este importante motivo en la obra de Cabanis pueden consultarse Staum, Martin S., Cabanis…, pp. 161-164; y Jacyna, L. Stephen, “Medical science and moral science: The cultural relations of physiology in Restoration France”, History of Science, 25 (1987), pp. 111-146. 36 Véanse, en este sentido, Schipperges, Heinrich, Utopien der Medizin: Geschichte und Kritik der ärztlichen Ideologie des 19. Jahrhunderts, Salzburg, Otto Müller Verlag, 1968; Labisch, Alfons, Homo Hygienicus: Gesundheit und Medizin in der Neuzeit, Frankfurt, Campus, 1992; o, para el caso español, Vázquez García, Francisco, La invención del racismo: Nacimiento de la biopolítica en España, 1600-1940, Madrid, Akal, 2009, pp. 155-199.
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mejorar el bienestar físico y moral del hombre, en su existencia individual y en sus relaciones sociales”37. En estas coordenadas, no debe sorprender que el discurso médico en torno al psiquismo mantuviera durante buena parte del ochocientos un tono eminentemente normativo y, salvo algunos casos aislados, incluso una intención abiertamente moralizante, presentándose como un conjunto de prescripciones destinadas a estabilizar un determinado “orden moral” avalado por el prestigio de la nueva ciencia médica –y acorde con los valores de la emergente sociedad burguesa–. La extraordinaria popularidad que tuvieron entonces algunas obras de “higiene del alma” como la del austriaco Ernst von Feuchtersleben es muy indicativa de su amplia proyección y resonancia en la cultura europea del siglo xix38, pero también del planteamiento esencialmente higienizador que inspiró durante décadas el conocimiento médico del “hombre intelectual y moral”. Ciertamente, la presencia de consejos morales en el discurso de los médicos –o, dicho de otro modo, el vínculo entre salud y virtud o entre “salud del cuerpo” y “salud del alma”– es tan antigua como la medicina misma, si bien, durante siglos, los médicos tendieron a respetar la jerarquía normativa de la moral dogmática (primero) o razonada (después) y a insertar sus preceptos en el marco tradicional de la dietética hipocrático-galénica39. En un caso bastante extremo pero muy signifi-
37 Giné y Partagás, Juan, Curso elemental de higiene privada y pública, Vol. 1: Higiene privada, Barcelona, Imprenta de Narciso Ramírez, 1871, p. 9 (cursivas en el original). 38 De hecho, el original alemán de la obra de Feuchtersleben (Zur Diätetik der Seele, aparecida en 1838) tuvo no menos de 45 reediciones a lo largo del siglo xix, siendo además ampliamente conocida en un gran número de países. En España, por ejemplo, la obra fue traducida en 1854 por el higienista catalán Pedro Felipe Monlau y publicada por entregas en la Revista Española de Ambos Mundos, siendo compilada un año después en un volumen que tuvo sucesivas reediciones. Para calibrar su acogida, véase la entusiasta reseña de Castellví y Pallarés, Francisco, “Examen crítico de la obra ‘Higiene del alma’ de Feuchtersleben traducida por Monlau”, Boletín del Instituto Médico Valenciano, 5 (1855), pp. 278-284 y 307-317. Cf. González de Pablo, Ángel, “El cuidado del cuerpo mediante el poder de la mente en la medicina romántica: la higiene mental de Ernst von Feuchtersleben (1806-1849)”, en: Montiel, Luis y Porras, María Isabel (coords.), De la responsabilidad individual a la culpabilización de la víctima: el papel del paciente en la prevención de la enfermedad, Aranjuez, Doce Calles, 1997, pp. 67-88. 39 Véanse, sobre este punto, González de Pablo, Ángel, “Sobre la configuración del modelo de pensamiento de la higiene actual: El caso español”, Dynamis, 15 (1995), pp.
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cativo, todavía en 1730 Diego de Torres Villarroel dedicaba gran parte de su célebre Vida natural y católica a mostrar los caminos de la “salud del alma” mediante el seguimiento de los mandamientos de la Iglesia, la recepción de los sacramentos y el apartamiento de los siete vicios capitales40. Pero, sólo unas décadas después, era ya la moral la que, como hemos visto, quedaba subordinada al conocimiento de la “naturaleza humana” supuestamente desvelado y custodiado por los médicos, y la higiene la que se postulaba como la encargada de sentar las bases del orden moral individual y colectivo. Ya se empieza a reconocer hoy –concluía en este sentido Cabanis– que la medicina y la moral son dos ramas de una misma ciencia, que reunidas forman la ciencia del hombre: una y otra se fundan en una base común, que es el conocimiento físico de la naturaleza humana. En la fisiología es donde ellas deben buscar la solución de todos sus problemas, y el punto de apoyo de todas sus verdades especulativas y prácticas41.
Todas estas consideraciones son de suma importancia aquí, y no sólo porque permiten apreciar la singularidad de un discurso que, a pesar de sus reminiscencias tradicionales, se insertaba ahora en un marco epistémico y de legitimación totalmente distinto, sino porque también ayudan a entender el insistente cultivo de un género que, a pesar de su dispersión en manuales y tratados de muy diversa índole, representaba como pocos el lugar asumido por la ciencia y la medicina en el seno de la nueva sociedad burguesa y secular. Pero, tan conscientes como eran de su nuevo papel como gestores de los asuntos humanos, los médicos también asumieron de forma mayoritaria otros planteamientos que avalaban de forma implícita su natural competencia y su decisivo papel en este ámbito, y que, vistos en perspectiva, pueden considerarse como igualmente constitutivos y promotores de la imparable medicalización del psiquismo consumada a lo largo del siglo xix.
267-299; o Ruiz Somavilla, María José, “Las normas de higiene y los consejos de carácter moral en la práctica médica de los siglos xvi y xvii”, Dynamis, 22 (2002), pp. 235-250. 40 Cf. Torres Villarroel, Diego de, Vida natural y catholica: Medicina segura para mantener menos enferma la organización del cuerpo y asegurar al alma eterna salud, Madrid, Antonio Marín, 1730. 41 Cabanis, Pierre-Jean-Georges, Compendio histórico…, p. 300.
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Siguiendo pues el célebre tópico rousseauniano de un deterioro físico y moral del individuo por el influjo degradante de la civilización, desde finales del siglo xviii proliferaron todo tipo de interpretaciones que postulaban una mayor proclividad a la locura o a los trastornos mentales y nerviosos como consecuencia del mayor desarrollo cultural, la artificiosidad de la vida en sociedad o las convulsiones políticas del momento. En 1802, por ejemplo, el médico alemán Johann Christian Reil daba por acreditado que “las enfermedades de los nervios aumentan en todas las naciones en relación con el refinamiento de sus costumbres y el nivel de su cultura, de manera que apenas las encontramos entre los pueblos primitivos”42. Del mismo modo, el propio Pinel atribuyó a los desórdenes de la revolución un claro incremento en la incidencia de la locura, mientras otros acontecimientos como las revueltas de 1848 o la guerra franco-prusiana de 1870 suscitaron apreciaciones similares por parte de los médicos franceses43. Por su parte, el discípulo de Esquirol, Alexandre Brierre de Boismont, sostuvo en numerosos artículos y memorias que la evolución reciente de la civilización europea había generado un clima de individualismo, escepticismo, opulencia y ociosidad muy propicio para la aparición de todo tipo de desórdenes morales y desequilibrios psíquicos44. Y, durante la segunda mitad del siglo xix, todas estas preocupaciones constituirían uno de los principales motivos y presupuestos de la muy influyente teoría de la degeneración formulada por el alienista Bénédict-Augustin Morel, para quien era un hecho incontestable “la progresión incesante en Europa, no solamente
Citado por Roelcke, Volker, Krankheit und Kulturkritik: Psychiatrische Gesellschaftsdeutungen im bürgerlichen Zeitalter (1790-1914), Frankfurt, Campus, 1999, p. 31. 43 Véanse, en este sentido, los testimonios citados por Rosen, George, “Orígenes de la psiquiatría social: Tensión social y enfermedad mental desde el siglo xviii hasta nuestros días”, en: Locura y sociedad: Sociología histórica de la enfermedad mental, Madrid, Alianza, 1974, pp. 203-227; y Martínez Pérez, José, “Suicidio, crisis política y medicina mental en la Francia del siglo xix (1801-1885)”, Frenia, I/2 (2001), pp. 39-65. 44 Por ejemplo, Brierre de Boismont, Alexandre, “De l’influence de la civilisation sur le développement de la folie”, Annales d’Hygiène Publique et de Médecine Légale, 21 (1839), pp. 241-295. Sobre Bierre, Novella, Enric y Huertas, Rafael, “Alexandre Bierre de Boismont and the origins of the Spanish psychiatric profession”, History of Psychiatry, 22 (2011), pp. 387-403. 42
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de la alienación mental, sino de todos los estados anormales relacionados con la existencia de un mal físico y moral”45. En todos los casos, el énfasis en la fragilidad de los individuos y su psiquismo para afrontar las exigencias de una sociedad en transformación, las críticas de la cultura moderna o de una supuesta decadencia de la civilización europea y las advertencias en torno al “contagio moral” o de conductas socialmente disruptivas tenían como objeto reafirmar el diagnóstico y la gestión médica de la desviación o las costumbres. Así, el discípulo de Cabanis, Jean-Louis Alibert, que redactaría años después una notable Fisiología de las pasiones, no vacilaba en 1799 en recurrir a un tono grave y trágico para reivindicar enfáticamente el “estudio médico del corazón humano”, pues, tal como decía, “¿qué es al fin la vida, sino un mar siempre borrascoso con los descerrajados vientos de las pasiones y de la adversidad?... Y, para sacarnos de tantos naufragios, ¡qué inmensidad de exquisitos recursos no son menester!”46. De hecho, tal como ha señalado la historiadora norteamericana Jan Goldstein, esta constelación de actitudes y puntos de vista se convirtió en una auténtica “ideología profesional” de la medicina europea durante el siglo xix: como nuevos garantes de la integridad del hombre intelectual y moral, sólo los médicos disponían de los instrumentos conceptuales adecuados y de las estrategias de intervención eficaces para evitar la propagación de la enfermedad y preservar así la armonía y el orden social47. Por supuesto, no todos los médicos o psiquiatras compartieron de forma acrítica la tesis de una “progresión incesante” en el número de locos y dementes, y, de hecho, el propio Esquirol llegó a afirmar que dicho aumento era “más aparente que real” y sólo debido a la mayor aceptación social de la enfermedad mental y a los avances consumados en la detección y el tratamiento de la locura48. Pero, en líneas generales, no cabe duda de
45 Citado por Huertas, Rafael, Locura y degeneración. Psiquiatría y sociedad en el positivismo francés, Madrid, CSIC, 1987, p. 21. 46 Alibert, Jean-Louis, Discurso sobre la conexión de la medicina…, p. 96. 47 Cf. Goldstein, Jan E., “‘Moral contagion’: A professional ideology of medicine and psychiatry in eighteenth- and nineteenth-century France”, en: Geison, Gerald L., Professions and the French State, 1700-1900, Philadelphia, University of Philadelphia Press, 1984, pp. 191-222. 48 Cf. Esquirol, Jean Etienne Dominique, Des maladies mentales considérées sous les rapports médical, hygiénique et médico-legal, Paris, J. B. Baillière, 1838, Vol. 2, pp. 723-742. En cualquier caso, y en total sintonía con el sentir de su época, Esquirol sí creía que to-
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que, remitiéndose a estas percepciones culturales –muy reforzadas inicialmente por la cosmovisión romántica y luego por el conservadurismo burgués–, la medicina y, muy particularmente, la higiene y la medicina mental, pudieron avalar y legitimar no sólo algunos idearios emblemáticos de la época como el del aislamiento o la reclusión manicomial, sino su misma razón de ser como disciplinas científicas y la enorme relevancia cultural y sociopolítica de sus aportaciones. Y es por ello que la idea de una vulnerabilidad consustancial al psiquismo, la problematicidad inherente a la vida moderna o la crisis permanente de una sociedad sometida al vértigo de su propio dinamismo y complejidad, constituyen desde siempre unos teoremas tan ubicuos y recurrentes en las formulaciones teóricas y las prácticas institucionales de la medicina mental.
Un mundo que despierta Como es sabido, el surgimiento de la moderna medicina mental y la creación o reforma de instituciones específicamente psiquiátricas se dio en España de una forma relativamente tardía con respecto a otros países como Francia, Alemania o Inglaterra. De hecho, fue sólo a partir de mediados del siglo xix cuando empezaron a difundirse los discursos y prácticas del nuevo alienismo, apareciendo una serie de figuras pioneras con distintos grados de dedicación y creándose en rápida sucesión diversas instituciones de nuevo cuño para el tratamiento y la custodia de locos y dementes (Leganés [1851], Sant Boi de Llobregat [1854], Nueva Belén [1857], etc.)49. En su momento, este proceso fue estudiado desde diferentes perspectivas, dando lugar a una serie de narrativas que vincularon el nacimiento de la psiquiatría moderna en España con factores tales como la introducción o recepción de un saber psicopatológico foráneo, los requerimientos económicos y sociales del incipiente orden burgués-capi-
das aquellas circunstancias que, como la perdida de la influencia religiosa, la laxitud de los vínculos matrimoniales o la falta de disciplina en la educación, estaban disminuyendo la constricción de las pasiones y favoreciendo la libre expresión de los instintos promovían la aparición de la enfermedad mental. 49 Véase, para una relación completa, Espinosa Iborra, Julián, La asistencia psiquiátrica en la España del siglo XIX, Valencia, Cátedra e Instituto de Historia de la Medicina, 1966, pp. 97-122.
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talista o el desarrollo de las instituciones propias del Estado moderno50. Más recientemente, la circulación y asimilación de las nuevas ideas psiquiátricas, la vida y obra de algunos pioneros destacados y las etapas fundacionales de algunas instituciones emblemáticas han sido objeto de estudios más detallados, al tiempo que se ha prestado una atención especial a las estrategias de promoción profesional y legitimación social desplegadas por la naciente medicina mental51. Sin duda, todas estas aproximaciones –inspiradas, lógicamente, por orientaciones historiográficas muy dispares– han enriquecido de un modo sustancial nuestra comprensión de los primeros pasos de la psiquiatría española, pero, centrados habitualmente en las fuentes propias de la especialidad y en el periodo posterior a 1875, los trabajos existentes apenas han abordado este proceso desde el punto de vista de su “preparación” cultural, esto es, a partir de las decisivas transformaciones que trajo consigo el paulatino desmantelamiento político, económico y social del Antiguo Régimen consumado en la primera mitad del siglo xix y, sobre todo, en sus décadas centrales. En gran medida, esta laguna puede explicarse por la prolongada agonía del absolutismo, el vigor de las fuerzas y estructuras tradicionales y el carácter atenuado, fragmentario y extremadamente accidentado de la propia revolución burguesa en España, que, como es sabido, ha dado pie a un prolongado debate en el que se ha llegado a cuestionar no sólo el alcance de sus realizaciones, sino incluso su misma existencia como proceso histórico52. Pero, justamente, y como pronto tendremos ocasión de compro-
50 Respectivamente, las referencias ya clásicas en este sentido son Rey González, Antonio, La introducción del moderno saber psiquiátrico en la España del siglo xix, Universidad de Valencia, Tesis doctoral, 1981; Álvarez-Uría, Fernando, Miserables y locos: Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX, Barcelona, Tusquets, 1983; y Comelles, Josep M., La razón y la sinrazón. Asistencia psiquiátrica y desarrollo del Estado en la España contemporánea, Barcelona, PPU, 1988. Una buena revisión de estas aportaciones se ofrece en Álvarez, Raquel, “The history of psychiatry in Spain”, History of Psychiatry, 2 (1991), pp. 303-313. 51 Un repertorio completo de la producción bibliográfica en este campo hasta el año 2000 se encuentra en Lázaro, José y Bujosa, Francesc, Historiografía de la psiquiatría española, Madrid, Triacastela, 2000. 52 Para un balance crítico de todo este debate, Burdiel, Isabel, “Myths of failure, myths of success: New perspectives on nineteenth-century Spanish liberalism”, Journal of Modern History, 70 (1998), pp. 892-912.
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bar, dentro de las innovaciones de la época es posible apreciar una clara progresión y consolidación de todos y cada uno de los factores o condiciones de posibilidad que hemos aislado previamente con respecto a la “invención” de una nueva “medicina psicológica de la locura”, de manera que, también en España, la cuestión de los orígenes históricos de la psiquiatría puede plantearse desde la perspectiva más amplia de los importantes cambios culturales operados en el tránsito a la nueva sociedad burguesa y liberal. Así, por ejemplo, y a pesar de que sus orígenes se remontan a las décadas finales del siglo xviii y de su notable impulso durante la Guerra de la Independencia y el Trienio Liberal, las décadas centrales del siglo xix asistieron a la plena constitución de una esfera pública de opinión, consolidándose las principales instituciones políticas y culturales del liberalismo y perfilándose los nuevos espacios de la sociabilidad burguesa y popular53. La actividad parlamentaria y el gran auge de la prensa y las publicaciones periódicas convivió entonces con una apreciable expansión del público lector, mientras se fundaban todo tipo de “círculos de instrucción y recreo” (ateneos, liceos, casinos, etc.) o se acudía a los numerosos cafés y tabernas diseminadas en las principales ciudades del país54. Muy representativas de la amplia implantación y la novedosa proyección social de este fenómeno son las palabras de Mariano José de Larra, que en 1832 se preguntaba irónicamente si esa voz público que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opiniones, ese comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una palabra vana de sentido, o es un ente real y efectivo? Según lo mucho que se habla de él, según el papelón que hace en el mundo, según los epítetos que
53 Véase, por ejemplo, Fernández Sebastián, Javier, “Opinión pública”, en: Fernández Sebastián, Javier y Fuentes, Juan Manuel (eds.), Diccionario político y social del siglo xix español, Madrid, Alianza, 2002, pp. 477-486. 54 Sobre la vida cultural y la sociabilidad en la España liberal pueden consultarse Villacorta Baños, Francisco, Burguesía y cultura: Los intelectuales españoles en la sociedad liberal (1808-1931), Madrid, Siglo xxi, 1980; Serrano García, Rafael, El fin del Antiguo Régimen (1808-1868): Cultura y vida cotidiana, Madrid, Síntesis, 2001; y Sánchez, Raquel, Románticos españoles: Protagonistas de una época, Madrid, Síntesis, 2005. Sobre la eclosión de la prensa, Fuentes, Juan Manuel y Fernández Sebastián, Javier, Historia del periodismo español: Prensa, política y opinión pública en la España contemporánea, Madrid, Síntesis, 1997.
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se le prodigan y las consideraciones que se le guardan, parece que debe de ser alguien55.
Pero, en líneas generales, y a pesar de que algunos autores conservadores como Jaime Balmes o Juan Donoso Cortés expresaron pronto sus reservas frente a su supuesta tiranía e irracionalidad, el pensamiento liberal español celebró largo tiempo la emergencia de la opinión pública como un logro histórico y un indudable factor de civilización, progreso y modernidad: Vivimos –afirmaba en 1838 un artículo aparecido en la Revista de Madrid– en tiempos de progreso, sí, y de progreso rápido, pero de progreso encaminado por la senda de la justicia, y dirigido por la antorcha de la razón. Millares de bocas, millares de plumas discuten diariamente todas las cuestiones, y es casi imposible que el error ni los abusos se perpetúen56.
Significativamente, y al tiempo que se daban a conocer las principales novedades teóricas y asistenciales de la medicina mental europea y se iniciaba un prolongado debate en torno a la reorganización de las instituciones de beneficencia, la locura se convirtió en aquellos años en objeto de un notable interés público. De hecho, las fuentes de las décadas centrales del siglo xix abundan en todo tipo de referencias al trato violento, vejatorio e “inhumano” al que, como deploraban numerosos médicos, políticos o comentaristas sociales, todavía se sometía en España a los dementes o enajenados, así como en reivindicaciones de un tratamiento moral en consonancia con los postulados del primer alienismo. Pero, más allá del tono declamatorio y paternalista tan característico de estos discursos, la presencia de la locura se hizo notar de un modo mucho más amplio, genérico y profundo, constituyendo una referencia apreciable en la producción cultural de la época y poniendo así de manifiesto una serie de desplazamientos sustanciales en la percepción del individuo y la alteridad.
55 Larra, Mariano José de, “¿Quién es el público y dónde se le encuentra?”, en: Fígaro: colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 663-670, p. 663. 56 Morales Santisteban, José, “Carácter distintivo de la sociedad antigua y moderna”, Revista de Madrid, 1 (1838), pp. 201-219, p. 218.
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Como consecuencia de esos mismos desplazamientos, y en plena eclosión del ideario liberal y el movimiento romántico, las décadas de 1830 y 1840 también vieron la aparición –al menos entre las élites urbanas y cultivadas– de un inusitado y hasta entonces desconocido interés por el conocimiento psicológico. De este modo, aquellos años asistieron a una notable difusión de las doctrinas psicológicas más populares del momento, entre las que cabe destacar dos cuyos orígenes se remontan a los años finales del siglo xviii –la frenología y el magnetismo animal– y una cuya fijación e implantación estaban acometiendo entonces los doctrinarios franceses –la psicología espiritualista de inspiración ecléctica–. Sin duda, dicha difusión se vio favorecida por la mayor apertura y la reactivación de la vida intelectual tras el colapso del régimen absolutista de Fernando VII; pero, igualmente, el interés y la proyección del conocimiento psicológico también fueron impulsados y promovidos por las transformaciones sociales y culturales que vivió entonces el país, y que, en lo que aquí interesa, condujeron a la creciente implantación de una nueva conciencia individualista, a un reconocimiento de la reflexividad como clave cultural de los nuevos tiempos y a la extensión de un nuevo modelo de relaciones interpersonales marcado por el auge de la familia burguesa y de un conjunto de prácticas culturales vinculadas al cultivo de la intimidad, la interioridad y la subjetividad individual. Simultáneamente, la ciencia, y muy particularmente la medicina, empezaban a superar en España el largo “periodo de catástrofe” en que las habían sumido la guerra, la inestabilidad política y la crisis generalizada de las instituciones científicas y asistenciales del Antiguo Régimen. Como es sabido, todas estas circunstancias habían impedido al país contribuir de forma activa y nuclear a la fijación de la orientación doctrinal y las líneas maestras de la ciencia y la medicina modernas, de manera que éstas fueron asimiladas inicialmente por parte de una reducida élite57. Pero, de forma paralela a la introducción de novedades
57 Para una visión panorámica de la evolución de la ciencia y la medicina españolas a lo largo del siglo xix, véanse López Piñero, José Mª, García Ballester, Luis y Faus Sevilla, Pilar, Medicina y sociedad en la España del siglo xix, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1964; Sánchez Ron, José Manuel (ed.), Ciencia y sociedad en España: De la Ilustración a la Guerra Civil, Madrid, El Arquero/CSIC, 1988; o López Piñero, José Mª (ed.), La ciencia en la España del siglo XIX, Madrid, Marcial Pons, 1992 (Ayer, Vol. 7).
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concretas o de especialidades tan representativas como la higiene, el alienismo o la medicina legal, un elemento muy significativo del progresivo aggiornamento de la medicina española durante la primera mitad del siglo xix fue precisamente la generalización de la misma autocomprensión como saber antropológico y de la misma conciencia sociopolítica que la medicina europea exhibía desde finales del setecientos. Y, a partir de ese momento, la medicina se presentó también en España no sólo como la disciplina que compendiaba el saber sobre la enfermedad y las técnicas de curación, sino como portadora y forjadora de un conocimiento positivo sobre el hombre que se pretendía, además, omnicomprensivo. El catedrático de la Universidad de Santiago y diputado en las cortes del Trienio Liberal José Francisco Vendrell de Pedralbes, por ejemplo, explicaba gráficamente en 1819 que “el estudio, que el médico hace del hombre, no se limita al de sus músculos y entrañas; llega hasta el más completo análisis de su espíritu y su corazón. […] Nada escapa a su ojo indagador”58. “Sólo la medicina –afirmaba el higienista Pedro Felipe Monlau en 1846– comprende al hombre en todos sus pormenores, en toda su grandeza, en todos sus estados y en toda su verdad”59. Así, a mediados del siglo xix, el grueso de los médicos españoles daba por hecho que, aunque no dispusiesen todavía de un caudal apreciable de hallazgos anatómicos o fisiológicos consistentes, el estudio del “hombre intelectual y moral” o –como decía Vendrell de Pedralbes– “el más completo análisis de su espíritu y su corazón” eran una parte integral (y no periférica) de su saber y una faceta esencial (y no accesoria) de su quehacer. Y, del mismo modo, la paulatina difusión de todo este ideario trajo consigo la reivindicación por parte de la medicina de una jurisdicción especial sobre los asuntos públicos y, más concretamente, sobre la educación y el orden moral, reivindicación que, a pesar de la diversidad de referentes y marcos teóricos que la sustentaron, se mantuvo como un lugar común del pensamiento médico hasta bien entrado el siglo xx. Todavía en 1908, por ejemplo, el médico José María
Pedralbes, José Francisco, Influxo de las costumbres en el estudio y práctica de la medicina, Santiago de Compostela, Imprenta de Juan Bautista Moldes, 1819, p. 4. 59 Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada, Barcelona, Imprenta de Pablo Riera, 1846, p. 3. 58
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Alfonso y Madrona disertaba en Barcelona sobre “el origen y trascendencia de la higiene moral” advirtiendo enfáticamente que no ha de ser el médico el que, por la naturaleza de su ministerio e intervención directa en los dramas humanos, ha de inhibirse, ni por un instante, cuando se pida su concurso, de formular principios y plantear indicaciones de orden moral, con el laudable fin, y por el ineludible deber, de equilibrar el funcionalismo psíquico, cualquiera que sea la forma de sus perturbaciones.
Y añadía: “En los tiempos que corremos, las prescripciones higiopsicopáticas (sic) son necesidad que se impone por la dinámica de la vida moderna, que agota los cerebros y corrompe las sociedades”60. A lo largo del siglo xix, pues, y siguiendo el ejemplo de sus colegas de otros países, también los médicos españoles fueron incorporando a sus legítimos intereses y atribuciones el “ineludible deber de equilibrar el funcionalismo psíquico”, configurando un campo discursivo que, ya en las últimas décadas del siglo, daría lugar a la aparición de algunos trabajos monográficos de cierto relieve como la Higiene del alma (1888) del médico barcelonés Josep Call i Morros (1858-1923) o el Ensayo de una higiene de la inteligencia (1898) del aragonés Nicasio Mariscal y García (1859-1949)61. En líneas generales, los autores que abordaron estas cuestiones (higienistas, por supuesto, pero también alienistas, forenses o “médicos moralistas”) coincidieron en una serie de postulados muy similares en relación con las facultades y fenómenos psíquicos que consideraban más problemáticos o relevantes para el mantenimiento de la
Alfonso y Madrona, José María, Generalidades sobre el origen y trascendencia de la higiene moral, Barcelona, Imprenta de la Casa Provincial de Caridad, 1908, pp. 7-9. 61 Sobre la obra de Call, muy inspirada por la homónima de Feuchtersleben y que, como ésta, también tuvo varias reediciones, véase Parellada, Dídac, “Comentaris al llibre ‘Higiene del alma’ del doctor Josep Call i Morros (Editat a Barcelona l’any 1888)”, en: Doménech, Edelmira, Corbella, Jacint y Parellada, Dídac (eds.), Bases históricas de la psiquiatría catalana moderna, Barcelona, PPU, 1987, pp. 293-303. El Ensayo de Mariscal, que fue director del Laboratorio de Medicina Legal de Madrid, obtuvo diversos premios (entre ellos el Premio Salgado de la Real Academia de Medicina de Madrid) y gozó de un amplio reconocimiento entre los médicos, pedagogos y literatos de la época. Véase Zahonero, José, “Nicasio Mariscal (Fragmento de una semblanza)”, Revista Política y Parlamentaria, 3(31/32) (1901), pp. 21-22. 60
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salud y el orden social, de manera que, actualizando ideas clásicas con alusiones fisiológicas y psicológicas más o menos novedosas, se prodigaron en apuntes y observaciones “pragmáticas” en torno a la sensibilidad, la imaginación, la memoria, la atención, las pasiones o la voluntad. Pero, en casi todos los casos, la idea de una problematicidad consustancial a la cultura moderna y a las condiciones de vida impuestas por la civilización y el progreso se erigió en un argumento recurrente en sus formulaciones, hasta el punto de conferirles un tono esencialmente conservador que impregnaría durante décadas la cultura profesional de los médicos españoles. De todo lo expuesto cabe concluir, por tanto, que las décadas centrales del siglo xix asistieron en España al progresivo despliegue de una serie de correlatos característicos de la transición a la sociedad moderna que, a pesar de su escaso impacto sobre amplios sectores de la población, posibilitaron y fomentaron la difusión y la posterior implantación de los discursos y prácticas de la medicina mental. Así, y como mostrarán sucesivamente los diferentes capítulos o etapas del presente libro, aquellos años vieron la irrupción de una nueva percepción de la locura –en tanto condición individual y objeto de atención pública o responsabilidad colectiva– como consecuencia (I) de la paulatina extensión de los ideales democráticos, filantrópicos y emancipadores articulados en la opinión pública liberal y (II) de la creciente proyección y problematización cultural de una subjetividad atrapada entre el cultivo de sí misma y su constitución como el blanco de un conjunto muy popular de nuevas doctrinas y disciplinas científicas. Y, del mismo modo, también en aquellos años puede situarse la cristalización de un proceso que, iniciado en las décadas anteriores, conduciría a partir de entonces a una imparable medicalización del psiquismo por obra (III) de la circulación de los presupuestos conceptuales, ideológicos y culturales de las nuevas ciencias de la mente y (IV) de la amplia percepción de una crisis permanente en la cultura moderna que exigiría una profunda regeneración moral y, en definitiva, una ilimitada intervención de los médicos en la regulación de los asuntos humanos. Que, a pesar de la presencia conjunta y de la acción sinérgica de todos estos factores, la psiquiatría no consolidara en España su presencia institucional y su reconocimiento social hasta el periodo posterior a 1875 es, en cualquier caso, un hecho que será objeto de una breve recapitulación y análisis al término del recorrido propuesto en las páginas que siguen.
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¿Qué español de esta época, cual más, cual menos, puede decir que no ha delirado o enloquecido? Modesto Lafuente (1846)
Los reclamos de la locura En enero de 1794, Francisco de Goya ultimaba sin saberlo una de las representaciones más emblemáticas y fascinantes del confinamiento de la locura en los estertores del Antiguo Régimen. En una carta dirigida a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando junto con la serie de planchas o “cuadros de gabinete” de las que formaba parte, el mismo Goya describía su obra como “un corral de locos, y dos que están luchando desnudos con el que los cuida cascándoles, y otros con los sacos (es asunto que he presenciado en Zaragoza)”1. Más allá de su indudable valor testimonial, este diminuto Corral de locos es también muy conocido porque, no habiendo resultado de ningún encargo, constituye una de las primeras muestras del paulatino alejamiento del pintor de los cánones clásicos imperantes en la corte, así como de su creciente inmersión en un universo muy cercano ya a la sensibilidad romántica2. Significativamente, la locura tuvo a partir de entonces una presencia reiterada en su producción, y no sólo como motivo de escenas grotescas o truculentas, sino también como una figura que evoca una visión sombría y crepuscular de la condición humana y apela directa-
Citado por Baticle, Jeannine, Goya, Barcelona, Crítica, 1995, p. 143. De hecho, la interpretación más difundida de la obra la sitúa en la línea de exaltación de lo “sublime terrible” popularizada por la estética prerromántica de finales del siglo xviii. Véase, en este sentido, Klein, Peter K., “Insanity and sublime: Aesthetics and Theories of mental illness in Goya’s ‘Yard with lunatics’ and related works”, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 61 (1998), pp. 198-252. También Fernández Doctor, Asunción y Seva Díaz, Antonio, Goya y la locura, Zaragoza, INO Reproducciones, 2000, pp. 20-30. 1 2
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mente a la propia irracionalidad del observador. Por ese motivo, Foucault atribuía a Goya (junto a Sade) nada menos que la recuperación de esa “conciencia trágica” de la locura que, encarnada de forma paradigmática en las viejas obras de El Bosco, Brueghel o Durero, habría permanecido “oculta durante siglos bajo su conciencia crítica en sus formas filosóficas o científicas, morales o médicas”3. El interés por la locura presente en la obra de Goya y en otras manifestaciones de la cultura europea del tránsito del siglo xix al xx no tuvo en España continuadores notables en el ámbito de las artes plásticas, pero se mantuvo latente durante las primeras décadas del siglo xix y experimentó un notable impulso con el fin del régimen absolutista y el advenimiento de la España liberal. Como es sabido, la eclosión del movimiento romántico impregnó entonces la creación artística y literaria con una nueva gama de valores estéticos y morales que implicaban un mayor reconocimiento e incluso una exaltación de la dimensión subjetiva, afectiva e irracional del ser humano, con lo que la locura empezó a ejercer un renovado atractivo temático y formal. Una consecuencia importante de este proceso fue, por ejemplo, el surgimiento y la difusión de una nueva concepción del genio artístico, que adquirió unos rasgos de originalidad y heterodoxia, pero también de marginalidad y satanismo, que lo acercaban peligrosamente a las figuras clásicas de la sinrazón4. Y, del mismo modo, la enajenación se convirtió en un resorte dramático de primer orden y en todo un símbolo de la orfandad e indefensión del individuo frente a los embates del destino o de un mundo alienante y hostil, hasta el punto que la literatura española de las décadas de 1830 y 1840 se vio invadida por todo tipo de personajes que –como ocurre en Macías (1834), Don Álvaro (1835) o El estudiante de Salamanca (1840)– se veían arrastrados al suicidio o eran arrebatados por pasiones que degeneraban en una demencia u obnubilación completa5.
3 Foucault, Michel, Historia de la locura…, Vol. 1, p. 51. Sobre Goya, véase también Vol. 2, pp. 291-294. 4 La difusión en España de la noción romántica del genio ha sido analizada por Serrano García, Rafael, El fin del Antiguo Régimen…, pp. 231-237. Para una visión de conjunto, véanse, además, Burwick, Frederick, Poetic Madness and the Romantic Imagination, University Park PA, The Pennsylvania State University Press, 1992; y Peset, José Luis, Genio y desorden, Valladolid, Cuatro, 1999. 5 Un buen análisis de estas obras se ofrece en Gies, David T., El teatro en la España del siglo xix, Cambridge, Cambridge University Press, 1996. Sobre la locura en el teatro ro-
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No obstante, y más allá de estos aspectos relacionados con la naturaleza transgresora y trágica del creador o el héroe romántico –por lo demás, bastante conocidos y estudiados–, el interés por la naturaleza, las manifestaciones o los lugares de la locura también alcanzó entonces a otros estratos culturales y, en definitiva, a sectores más amplios de la opinión pública española. Así, es fácil encontrar en algunas de las publicaciones más populares y con mayor difusión de la época, como el Semanario Pintoresco (1836-1857) de Ramón de Mesonero Romanos o el Museo de las Familias (1843-1871) de Francisco de Paula Mellado, reseñas biográficas de locos célebres (reales o supuestos) como el poeta Torquato Tasso o el Padre Amaro; noticias de vistosos ritos populares que, como la fiesta de los Santos Inocentes o el carnaval, incluían romerías y procesiones de locos; o descripciones de casos extraordinarios que ilustraban la inabarcable variedad y profundidad de las anomalías y aberraciones psíquicas6. Pero, sobre todo, en aquellos años se publicaron numerosos relatos de visitas, comentarios misceláneos e incluso artículos divulgativos sobre los más diversos establecimientos de dementes, de manera que las casas u hospitales de locos se convirtieron en unos espacios cuya familiaridad para el público instruido empezó a alejarse de su tradicional función literaria como escenario de discursos satíricos, alegóricos o moralizantes7.
mántico español, Ribao Pereira, Montserrat, “La locura femenina como resorte espectacular: Obnubilación, delirio y demencia en el drama romántico”, Letras Peninsulares, 12 (1999), pp. 185-199; y Gies, David T., “Romanticismo e histeria en España”, Anales de Literatura Española, 18 (2005), pp. 215-225. 6 Por ejemplo, “Torquato Tasso”, Semanario Pintoresco Español, 3 (1838), pp. 543-544 y 553-554; “El loco Amaro”, Museo de las Familias, 3 (1845), 166-169; Sebastián Castellanos, Basilio, “Prácticas populares del día de los Santos Inocentes”, Museo de las Familias, 6 (1848), pp. 270-272; Janer, Florencio, “Recuerdos del carnaval”, Escenas Contemporáneas, 1 (1865), 1, pp. 65-67; “Grandes epidemias: El baile de San Vito, la tarantela y los lycántropos”, Semanario Pintoresco Español, 3 (1838), pp. 483-484; y “Del enajenamiento mental, causas que lo producen, y remedios que lo curan”, El Museo de Familias, 1 (1838), pp. 191-197. 7 Como es sabido, y desde la aparición en 1586 del Hospital de los locos incurables del escritor italiano Tomaso Garzoni, las casas de locos fueron objeto durante toda la Edad Moderna de innumerables recreaciones literarias cuya finalidad era bien la descripción satírica o alegórica de los asuntos o los tipos humanos o bien la admonición moral sobre las consecuencias del pecado, el vicio y el exceso. Sobre esta tradición en España, Huerta Calvo, Javier, “Imágenes de la locura festiva en el siglo xviii”, en: Palacios Fernán-
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De hecho, ya el 12 de febrero de 1819 la Crónica Científica y Literaria había insertado una pieza en la que se refería una visita a la célebre Maison Royale de Charenton y se llegaba a cuestionar la conveniencia de la reclusión manicomial, mientras el Mercurio de España de julio de 1827 hacía lo propio con el Richmond Lunatic Asylum de Dublín. Por su parte, el Correo Literario y Mercantil del 20 de junio de 1831 se hacía eco de las innovaciones puestas en marcha en algunos hospicios de París por iniciativa del gran Philippe Pinel, ofreciendo una descripción muy elocuente del nuevo régimen aplicado a los internos: “El método curativo que se sigue es enteramente moral, sin ninguna pena aflictiva. Se les consuela y se les habla; se entra en discusión con ellos, conviniendo algo con sus ideas, y aun juegan los facultativos con los dementes”. Igualmente, el Correo de las Damas del 9 de octubre de 1833 informaba a sus lectoras de la fundación de un nuevo establecimiento en las inmediaciones de la capital francesa en el que “nada aparece de la barbarie con que constantemente se ha pretendido y pretende aun curar en algunas partes a los locos”, mientras el periódico barcelonés El Guardia Nacional del 13 de enero de 1837 se admiraba de la espectacular planta del nuevo edificio del hospital de Bedlam: “a la verdad no tiene Londres nada de tan magnífico, así es que con relación a este establecimiento comúnmente se dice que los ingleses alojan a los desgraciados en palacios, mientras que tienen a los reyes en hospitales”. En un tono muy similar, el Semanario Pintoresco publicaba en 1840 un artículo sobre el Hospital del Nuncio de Toledo que incluía una vista de su imponente fachada y una descripción detallada de sus “espaciosos claustros y suntuosas galerías”, si bien no escatimaba comentarios muy críticos respecto de su ostensible decadencia e ineficacia terapéutica: En el día por efecto de las circunstancias se encuentra esta hospitalidad en la mayor miseria, no llegando, ni con mucho, sus rentas a sufragar los gastos; […] esta escasez de rentas ha sido la causa de que en este hospital no se haya procedido a la cura de esta enfermedad […] La mayor parte [de los locos] no sanan, ni se les conoce mejoría o adelanto alguno; antes por el
dez, Emilio y Huerta Calvo, Javier (coords.), Al margen de la Ilustración: Arte, literatura y cultura popular en el siglo xviii, Amsterdam, Rodopi, 1998, pp. 219-245; y Tausiet, María, “El triunfo de la locura: Discurso moral y alegoría en la España Moderna”, Bulletin of Spanish Studies, 87 (2010), pp. 33-55.
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contrario el roce y el trato continuo que tienen mutuamente unos con otros es causa de acabar de perturbar su entendimiento, y completar una demencia que quizá en un principio no fue mas que una manía tolerable8.
Significativamente, el artículo participaba de una intención documental y una retórica filantrópica muy cercana a la de los viajeros ilustrados de finales del siglo xviii, que en algunos países europeos habían popularizado el paso por hospitales y departamentos de dementes como una importante etapa de sus periplos formativos9. Pero, en un giro muy del gusto de la época, también concluía con una enfática advertencia sobre la naturaleza inexorable y el alcance universal de la locura: “Temblemos a la vista de un estado tan deplorable al que fácilmente podremos ser conducidos por causas imprevistas, sin fiarse en la completa sanidad y el despejado talento, pues en los de esta clase se ven mayores estragos”10. Ciertamente, la literatura costumbrista siguió recurriendo en aquellos años al viejo tema del hospital de locos con el objeto de satirizar los tipos sociales más relevantes del momento, a los que se presentaba en un grotesco desfile de poses extravagantes y ridículos delirios. Pero, a diferencia de las obras de épocas anteriores –entre las que se cuentan algunas tan conocidas como la comedia Los locos de Valencia (c. 1590) de Lope de Vega, el auto sacramental El hospital de los locos (1602) de José de Valdivielso o el entremés anónimo La casa de los locos de Zaragoza, muy popular a lo largo de todo el siglo xviii–, los autores de las décadas centrales del siglo xix tendieron a mostrarse más concernidos por el trato dispensado a los dementes, y
8 Magan, Nicolás, “El hospital de locos en Toledo”, Semanario Pintoresco Español, 2 (1840), pp. 156-158, pp. 157-158. Las apreciaciones del artículo coinciden en lo esencial con las del viajero inglés Richard Ford, que en 1843 visitó el establecimiento y lo declaró “no honour to science and humanity” (Ford, Richard, A Hand-book for Travellers in Spain and Readers at Home, London, John Murray, 1845, p. 1264). 9 Cf. Kaufmann, Doris, Aufklärung, bürgerliche Selbsterfahrung…, pp. 111-130. En el caso de España, y a pesar del interés algunos ilustrados como Cabarrús, Jovellanos o Meléndez Valdés por las condiciones de hospicios y prisiones, no es posible confirmar la difusión de esta práctica, hasta el punto de que la mayoría de los testimonios disponibles sobre el estado de los establecimientos de dementes en el tránsito del siglo xviii al xix proceden de viajeros extranjeros. Cf. Espinosa Iborra, Julián, “El enfermo mental al final del Antiguo Régimen”, en: Peset, José Luis (ed.), Enfermedad y castigo, Madrid, CSIC, 1984, pp. 277-285. 10 Magan, Nicolás, “El hospital de locos…”, p. 158.
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a incorporar más apuntes descriptivos y alusiones críticas con respecto al estado de las instituciones que los acogían11. Así, una pieza aparecida en 1842 en el mismo Semanario Pintoresco y en la que se narraba una visita al “panteón del juicio y la razón de una de las primeras capitales del mediodía de España” se abría con una sentida declaración de la conmoción y el espanto del autor ante el régimen imperante en el establecimiento: ¡Cuánta fue entonces la amargura de mi alma al ver aquellas inmundas jaulas, ocupadas por seres humanos! […] Paréceme que es imposible curar un furioso mientras exista en las jaulas; porque es motivo más que suficiente para volverle a la desesperación, el contemplar, en uno de sus lúcidos intervalos, el miserable estado a que se halla reducido12.
Por su parte, y antes de presentar en uno de los primeros cuadros de su Teatro social del siglo xix una profusa y esperpéntica retahíla de los “locos románticos” y los “maniáticos modernos” internados en una casa de dementes, Modesto Lafuente (1806-1866) y su célebre álter ego Fray Gerundio iban mucho más lejos en su denuncia del “escandaloso” atraso español en la materia: Escusado es ponderar el dolor que se siente al entrar en un hospital de locos en España. Nosotros que habíamos visto los célebres hospicios de Bicêtre y Charenton en París; […] nosotros que habíamos sido testigos del orden, prudencia y miramiento con que eran tratados aquellos desgraciados, así como del sistema sanitario tan perfeccionado por Mr. Esquirol; nosotros que conocíamos la admirable sabiduría que preside al régimen de los dos hospicios de dementes mejor organizados que se conocen en el mundo, el de Bedlam en Londres, y el de Hanwell, modelos inimitables en este género de instituciones; y veíamos ahora las lóbregas y mezquinas jaulas en que arrastraban su miserable existencia los infelices desjuiciados de España […]; padrón de vergüenza, y afrenta y escándalo de la humanidad, del
11 Sobre la literatura costumbrista de las décadas centrales del siglo xix y su papel como género precursor del realismo puede consultarse el capítulo correspondiente de Carnero, Guillermo (ed.), Historia de la literatura española, Vol. 8: Siglo xix (I), Madrid, Espasa-Calpe, 1997, pp. 151-234. 12 J. A. Z., “El hombre de la ilusión y el hombre de la realidad”, Semanario Pintoresco Español, 7 (1842), pp. 339-341, p. 340.
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siglo y del país… nuestro corazón se partía de dolor, nuestro espíritu se abatía, y venía a aumentarnos la pena y el desconsuelo de tan repugnante espectáculo, la inevitable comparación que nos inspiraba el recuerdo de lo que en otra parte habíamos visto13.
Consecuentemente, y tras haber completado su visita, Fray Gerundio se permitía recomendar al director del establecimiento “el sistema de tratamiento de Mr. Georget, o mejor el del famoso inglés Willis, gloria de la Inglaterra y prodigio singular en este ramo”, añadiendo irónicamente que éste le había replicado que “él no había oído nunca hablar de esos sujetos, y que trataba los dementes a su modo”14. Otro autor destacado del género y de la época, el prolífico Antonio Flores (1818-1865), también hizo pasar a sus personajes por la experiencia de contemplar la locura confinada, de manera que uno de ellos, un joven y ambicioso abogado de provincias, reconocía que “esta casa [refiriéndose al manicomio] fue una de las primeras que vine a estudiar apenas llegué a Madrid, pues nada enseña tanto a un cuerdo como la vista de otro que ha dejado de serlo”15. Realmente, es difícil establecer a partir de estas recreaciones literarias hasta qué punto perduraba entonces la vieja costumbre de visitar las casas u hospitales de locos como un pasatiempo más o menos instructivo, aunque disponemos de algunos testimonios que sugieren que ésta fue una práctica relativamente común en algunas ciudades españolas hasta bien entrado el siglo xix16. También es sabido que los primeros alienistas llegaron a presenciar personalmente esta exposición de los locos a la mirada impúdica del público, y, de
13 Lafuente, Modesto, “Fray Gerundio y su lego en una casa de locos”, en: Teatro social del siglo xix, Vol. 1, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Francisco de Paula Mellado, 1846, pp. 33-49, pp. 33-34. 14 Ibidem, p. 49 (cursivas en el original). 15 Flores, Antonio, “El manicomio penitenciario y el manicomio voluntario”, en: Ayer, hoy y mañana, o la fe, el vapor y la electricidad, Vol. 7, Madrid, Imprenta del Establecimiento de Mellado, 1864, pp. 225-239, p. 232. 16 Así lo indica, por ejemplo, el folleto Los locos dicen las verdades, publicado en Madrid en los años de la Guerra de la Independencia y en el que se describe con cierto detalle una de estas morbosas visitas. Véase Huerta Calvo, Javier, “Imágenes de la locura festiva…”, p. 232. Y así lo sugieren también testimonios como el de Monlau, que todavía en 1847 pedía explícitamente que “los locos no sirvan por más tiempo de diversión o de espantajo a los demás enfermos, o a los sanos que visitan nuestros hospitales generales” (Monlau, Pedro F., Elementos de higiene pública, Barcelona, Imprenta de D. Pablo Riera, 1847, p. 669).
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hecho, el propio Pinel llegó a lamentarse amargamente del “dolor que causa ver a aquellos desgraciados ser el objeto de la diversión y recreo de personas indiscretas, que tienen el cruel entretenimiento de irritarlos y exasperarlos”17. Pero, curiosamente, en el relato de Flores –que da a entender que se hallaba al tanto de “cuanto pensaron Esquirol, Pinel, Franck, Broussais y todos los grandes hombres que estudiaron las causas de esa enfermedad y los medios de curarla”– esta “explotación de la curiosidad pública” tenía al menos el mérito de someter los lugares de la locura al escrutinio de la opinión, “porque –como él mismo señalaba– la publicidad es el alma de todo buen gobierno, y los ciudadanos tienen una intervención legítima en cuanto pertenece a la cosa pública”18. En este sentido, una obra que merece un capítulo aparte por su intención expresa de alertar sobre las condiciones del tratamiento institucional de locos y dementes por medio de una trama novelesca es el exitoso folletín María, la hija de un jornalero (1845-1846), del escritor, editor y político progresista Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1875). Ambientada en el Madrid de los primeros años de la regencia de María Cristina y con un planteamiento que prefigura los esquemas de la novela realista, la obra narra las vicisitudes de una cándida y humilde joven que ve amenazada su virtud por la confabulación de dos abyectas encarnaciones del clero y la vieja aristocracia, Fray Patricio y la marquesa de Turbias Aguas, hasta el extremo de enloquecer y ser internada de forma transitoria en las salas de dementes del Hospital General de Madrid19. Ayguals, que alterna su relato con extensas acotaciones donde expone sus opiniones políticas o aporta información complementaria sobre los escenarios de la acción, concibe la locura como una “desorganización mental” derivada del “peso de desgracias” cuyas causas a menudo son sociales, por lo que repudia enérgicamente el uso del revenque para la curación de tan grave dolencia. […] Podrán los azotes atemorizar a un loco; pero jamás hacerle entrar en razón, como es
Pinel, Philippe, Traité médico-philosophique…, p. 221. Flores, Antonio, “El manicomio penitenciario…”, p. 230. 19 Para un análisis de la construcción y la trama de la novela, véase el estudio de Sebold, Russell, En el principio del movimiento realista. Credo y novelística de Ayguals de Izco, Madrid, Cátedra, 2007. 17 18
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fácil que suceda haciendo uso de tiernas amonestaciones en aquellos momentos de calma que hasta los más frenéticos y furiosos experimentan20.
De este modo, el paso de María por el Hospital General le sirve para insertar una completa descripción de sus dependencias y reivindicar rápidas y radicales mejoras en el departamento de dementes, el cual “adolece de todas las malas condiciones higiénicas que imaginarse puedan”. Y, en la sucesión de juicios de valor y afectado dramatismo característica de toda la obra, añade: Es escandaloso, es irritante, es altamente criminal, que cuando tan buenos establecimientos de beneficencia hay en todas las naciones cultas para la asistencia de los dementes, no tengamos en la capital de España más que oscuras mazmorras donde encerrarlos como fieras. […] En una de estas mazmorras, María la hija de un jornalero, cadavérico el semblante, los ojos desencajados, desgreñado el cabello, ensangrentadas sus largas uñas, y envuelta en una asquerosa túnica, llena de roturas, estaba forcejeando como un tigre los hierros que la encerraban, dejando oír mal articuladas palabras entre alaridos que hacían estremecer21.
Así las cosas, y dado que el hospital “carecía absolutamente de los requisitos indispensables para la pronta curación de la joven”, Antonio de Aguilar, el médico encargado de su caso, decide proseguir el tratamiento en casa de su propia hermana, la baronesa del Lago, que acoge desinteresadamente a María al notar “todos los síntomas de una mejoría precursora del más feliz resultado”. Y el autor aprovecha de nuevo la situación para insistir en la inmensa importancia que reportaría a los desgraciados dementes el establecimiento de una gran casa de Orates en las afueras de esta corte, construida en términos que recibiese una saludable ventilación, que tuviese espaciosas localidades, cómodos aposentos, patios, jardines, oficinas, y cuantos departamentos y demás circunstancias requieren los progresos que en el arte de curar tan horrible dolencia ha hecho la moderna civilización22.
Ayguals de Izco, Wenceslao, María, la hija de un jornalero, Vol. 1, Madrid, Imprenta de D. Wenceslao Ayguals de Izco, 1845, p. 303. 21 Ibidem, pp. 325-326. 22 Ibidem, pp. 383-384. 20
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En síntesis, pues, casi cuarenta años antes de que Benito Pérez Galdós vertiera en La desheredada (1881) sus conocidas críticas al Manicomio de Leganés, Ayguals ya recurrió a la novela como herramienta para sensibilizar a la opinión pública con respecto a la necesidad de introducir un severo aggiornamento en la gestión institucional de la locura. Y, junto con el resto de testimonios literarios y periodísticos que hemos revisado, su obra constituye un ejemplo muy revelador de la renovada presencia de la locura en la cultura española de las décadas centrales del siglo xix, y de cómo los locos se convirtieron en problema y en objeto de atención pública justo en el momento en que el país se adentraba en un periodo de importantes cambios políticos y sociales y el Antiguo Régimen se disponía a expirar de forma irreversible.
La humanidad doliente En noviembre de 1833, solo dos meses después de la muerte de Fernando VII, Javier de Burgos, recién nombrado secretario de Estado de Fomento, redactaba una detallada instrucción que acompañaba al célebre decreto por el que, en el marco de la nueva división administrativa del país impulsada por la Regencia, se creaba la figura de los subdelegados provinciales. La instrucción comprendía una larga lista de las atribuciones e “intereses de que deben cuidar los agentes de la administración”, entre los que ocupaba un lugar destacado el capítulo dedicado a “Hospicios, hospitales y otros establecimientos de beneficencia” y se hacía una mención expresa a la crítica situación de la asistencia a locos y dementes: Contados son los hospitales en que se les abriga; y la humanidad se estremece al considerar el modo con que por lo general se desempeña esta alta obligación. Jaulas inmundas y tratamientos crueles aumentan por lo común la perturbación mental de hombres, que con un poco de esmero, podrían ser devueltos al goce de su razón y al seno de sus familias23.
En estas circunstancias, Burgos recomendaba a los subdelegados animar a “médicos hábiles a que planteen por su cuenta establecimien-
23 Decretos del rey nuestro señor Don Fernando VII y de la reina su augusta esposa, Vol. 18, Madrid, Imprenta Real, 1834, p. 373.
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tos […] donde un régimen conveniente atenúe cuando menos los rigores de esta deplorable enfermedad”, de modo que sus experiencias pudieran después “aplicarse a los hospitales y mejorarse así progresivamente la condición de los enfermos de esta clase”. “En esto como en todo –concluía– hay mucho bien que hacer. Habilidad y perseverancia vencerán todos los obstáculos que a él se opongan”24. Durante más de una década, esta instrucción constituyó el único documento resultante de la acción gubernamental en este campo, que había quedado paralizada tras la suspensión de la Ley de Beneficencia promovida por las Cortes del Trienio Liberal25. Pero, como era de esperar, y a pesar de que en los años siguientes se introdujeron mejoras parciales y aisladas en algunos hospitales o departamentos de dementes como los de Valladolid, Sevilla o Valencia26, su vaguedad y su nulo compromiso con la iniciativa pública la convirtieron en una declaración meramente testimonial y de escasas consecuencias prácticas. No obstante, a medida que el régimen isabelino fue consolidándose frente a la amenaza carlista y a las demandas del liberalismo más exaltado, el estado de estas instituciones empezó a ser objeto de una creciente atención y preocupación pública, al tiempo que se daban a conocer proyectos concretos para el establecimiento de nuevos manicomios o algunas sociedades económicas y científicas impulsaban convocatorias o concursos con el mismo fin. Una de las primeras muestras de este proceso la encontramos en Barcelona, donde a partir de 1835 se sucedieron los informes y las denuncias sobre las pésimas condiciones de las salas de dementes del Hospital de la Santa Cruz y se formularon diversas propuestas para el
Ibidem (mis cursivas). Es importante recordar que la Ley de Beneficencia de 1822 había planteado la creación de una red pública de instituciones destinadas a la asistencia de los locos en las que “el encierro continuo, la aspereza en el trato, los golpes, grillos y cadenas jamás deben usarse” (Colección de los decretos y órdenes generales expedidos por las cortes extraordinarias, Vol. 8, Madrid, Imprenta Nacional, 1822, p. 134). Restablecida en 1836, el proyecto de ley de 1838 que debía adecuarla a la nueva constitución de 1837 nunca llegó a aprobarse. Sobre la inspiración programática de la ley y los debates relacionados con el tratamiento de los dementes, véase Cardona, Álvaro, “La racionalidad centralizadora de la beneficencia y la asistencia de los locos en la España del Trienio Liberal”, Frenia, I/2 (2001), pp. 87-102. 26 Tal como daban a entender las informaciones referidas por la Gaceta de Madrid del 17 de enero de 1842 o El Heraldo del 24 de diciembre de 1844. 24 25
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traslado o la reubicación de los internos27. En ese contexto, la prensa de la ciudad intervino en la discusión con numerosas piezas que exigían la pronta adopción de medidas por parte de la administración del hospital o las autoridades municipales, y así, El Guardia Nacional del 1 de mayo de 1837 reproducía un extenso artículo que, aunque reconocía que “la falta de fondos y las desgraciadas circunstancias de la guerra […] impiden el obrar en esta materia del modo que convendría”, urgía a emprender “una suscripción voluntaria cuya recaudación se confiara a sujetos de conocida probidad que reuniesen la confianza pública”. Y añadía: “la causa es general, nos comprende a todos, y por lo mismo que es indudable que los contribuyentes podrían ser infinitos […], ni vos ni yo estamos seguros de ser llevados un día a Orates (sic)”. Un año después, el mismo periódico, de tendencia progresista, fue escenario de un acalorado debate que se abrió con una carta aparecida en la edición del 22 de junio de 1838 que insistía en la perentoria necesidad de proceder al traslado de los locos a la Torre de la Virreina, en Gracia, o a alguno de los conventos desamortizados en el extrarradio de la ciudad, mientras lamentaba que no hubieran servido de nada los oficios de tres gobernadores civiles, las excitaciones de la sociedad económica, la memoria bien escrita de cierta comisión sobre beneficencia, ni los varios cohetes articularios que se han inserto en los periódicos de esta capital de tres años a esta parte28.
Solo unos días más tarde, y tras recibir el apoyo de algunos lectores, el autor de la misiva, un tal “Fray Gaspar”, volvía a la carga, presentando ingeniosamente su reivindicación como un asunto ideológico y de buena fe: No es liberal neto, ni hombre de paz y orden el que coopera de un modo más o menos directo a la conservación del departamento de locos en un sitio en que jamás pueden hacer los médicos cosa alguna para volverlos a la razón. Si usted hubiese estado en cierto asilo lunático que se titula Retiro
27
Una crónica detallada de los acontecimientos de estos años puede encontrarse en Comelles, Josep M., Stultifera navis. La locura, el poder y la ciudad, Lleida, Milenio, 2006, pp. 59-69. 28 “Dementes”, El Guardia Nacional, 22 de junio de 1838.
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de Quákeros y visto la cordura, moderación, limpieza y amabilidad con que son tratados allí los que pierden el uso de la razón, estoy seguro que ni veinte baños de agua fría le hubieran rebajado el coraje al comparar lo que pasa aquí con lo que hacen otras naciones. […] Si realmente es usted también algo maniático compadézcase de los infelices condenados a una bóveda sin jardín, campo, baño ni distracción29.
Otro lector se sumaba poco después a los mismos argumentos responsabilizando directamente a “los empedernidos corazones de los encargados de aquellos infelices”, a la vez que se extendía en consideraciones higiénicas sobre la impropiedad de las instalaciones del hospital y la vulnerabilidad a la locura consustancial a la naturaleza humana: Está prácticamente demostrado que las alteraciones llamadas de alienación mental deben curarse con medios casi puramente higiénicos, mientras los dementes de este hospital se hallan en una cuadra oscura y húmeda cuya habitación destruiría el organismo del hombre más robusto. […] Las relaciones de lo físico y de lo moral son demasiado evidentes para ponerse en disputa; y siendo esto así, ¿cuáles pensáis han de ser los pensamientos de estos desafortunados, cuando todos los objetos que los rodean solo presentan la funesta imagen de la servidumbre y del espanto? […] Se trata de mejorar la condición de muchos semejantes nuestros, dignos de toda compasión; pues que el espectáculo más desgarrador, y al mismo tiempo sublime que puede ofrecerse para un hombre sensible, es sin duda el de un semejante suyo sin juicio: En efecto ¡qué ejemplo más palpable de la humana flaqueza, qué lección más terrible para la vanidad!30.
Y, en el marco de un informe más técnico, pero apoyando las peticiones anteriores, una nueva carta cuestionaba no tanto las condiciones materiales del establecimiento, sino la muy deficiente calidad de su atención médica: ¿Por qué se hace una visita tan precipitada, o a veces da el facultativo una vuelta por la sala, o por el departamento de locos, despacha cincuenta
“Simpatías de dos locos”, El Guardia Nacional, 9 de julio de 1838. Fray Gaspar alude al célebre York Retreat, fundado en 1796 por el cuáquero William Tuke y muy conocido por sus ensayos con el tratamiento moral. 30 “Los locos del hospital”, El Guardia Nacional, 17 de julio de 1838. 29
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o sesenta enfermos en el tiempo en que bastaría apenas para enterarse medianamente de lo que padecen ocho o diez?31.
No faltó, sin embargo, quien salió en defensa de “los venerables administradores del Santo Hospital” y cargó contra “la fácil bicoca del alivio de la humanidad afligida y otras adherencias igualmente despreciables”32, a lo que “Fray Gaspar y socios” replicaron que no renunciarían a cuantos resortes estén a nuestros alcances ya pública, ya privadamente, para que los señores administradores del Hospital […] mediten y procuren por los mismos medios con que en nuestros calamitosos tiempos se invirtieron sin previsión ni cálculo científico algunas cantidades en el lugar que hoy día ocupan por desgracia aquellos infelices, la traslación al palacio de la Virreina antes de que quede enteramente destruido. Así lo exige la humanidad, así lo aguarda con penosa expectación la culta Barcelona, y así lo suplican encarecidamente a quien puede y tal vez no quiere, los decididos protectores de los locos33.
Pero, al cabo de unos días, el mismo periódico cerró bruscamente el debate con la publicación de un escueto “comunicado en nombre de la autoridad” en el que, aparte de rechazarse las acusaciones de pasividad o corrupción, se pedía expresamente prescindir de la “traqueteada cuestión de la traslación de los locos a las afueras de la capital en estos momentos de apuro y cuando la guerra civil se extiende hasta los pueblos inmediatos de Barcelona”34. En todo caso, y a pesar de que otros periódicos de la ciudad también se hicieron eco de reivindicaciones similares35, las iniciativas de aquellos años no se limitaron a las denuncias de la prensa. En 1840, por
“Nuestro Hospital General de Santa Cruz”, El Guardia Nacional, 27 de julio de 1838. “Los locos”, El Guardia Nacional, 31 de julio de 1838 (cursivas en el original). 33 “Sin ser locos, pero decididos a proteger a los locos”, El Guardia Nacional, 4 de agosto de 1838. 34 Manjarrés, Gabriel de, “Comunicado”, El Guardia Nacional, 5 de agosto de 1838. 35 Así, El Constitucional del 4 de abril de 1841 solicitaba la erección de una “casa de dementes para curar esta enfermedad como se practica en otros países, y no para que se vuelvan locos aquellos que no lo son, o hasta se mueren de sentimiento y de dolor los que quieren visitar un establecimiento como el que ya tenemos”. 31 32
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ejemplo, el Ayuntamiento de Barcelona patrocinó la edición de una Memoria para el establecimiento de un hospital de locos del alienista francés Alexandre Brierre de Boismont que había traducido el higienista Pedro Felipe Monlau, y en cuyo preámbulo este último exhortaba a las autoridades a no desistir un momento de realizar cuanto antes la importante mejora que la humanidad, la filosofía y el arte reclaman en balde hace muchísimos años: la creación de un hospital especial para locos es el mayor beneficio que puede V.E. añadir a los muchos que se deben ya a su Ayuntamiento36.
Por su parte, la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País convocó en 1845 un certamen público sobre el “modo más asequible de erigir un asilo, hospital o casa de locos para uno y otro sexo, fuera de las murallas de la ciudad” en el que resultó premiada la memoria presentada por el joven médico Emilio Pi y Molist, que a partir de 1855 se haría cargo de la dirección facultativa del departamento de dementes del Hospital de la Santa Cruz y de la redacción del “proyecto médico razonado” para la construcción de un nuevo manicomio37. Y, en 1847, el alcalde corregidor de la ciudad requirió los servicios de una comisión de la Real Academia de Medicina, que se personó junto a él en el hospital y redactó un demoledor informe en el que se declaraba “consternada” por la visita, calificaba las salas de dementes como “absolutamente inútiles, y aún más del todo perjudiciales”, y se lamentaba de que “Barcelona, que observa todos los días los tristes y horrorosos estragos de la enajenación mental, sin perdonar a la edad,
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Monlau, Pedro F., “Al Escmo. Ayuntamiento Constitucional de la Ciudad de Barcelona”, en: Brierre de Boismont, Alexandre, Memoria para el establecimiento de un hospital de locos, Barcelona, Imprenta de Don Antonio Bergnes, 1840, p. 3. Dos años más tarde, el propio Monlau dirigiría por unos meses el departamento de dementes de la Santa Cruz, cuyas salas fueron entonces ampliadas. Cf. Comelles, Josep M., Stultifera navis…, pp. 61-62. 37 Cf. Memoria histórica de los antecedentes relativos a la construcción del manicomio de la Santa Cruz, Barcelona, Tipografía de la Casa Provincial de la Caridad, 1885, pp. 7-11. El proyecto de Pi, que asumió el encargo junto con el arquitecto Josep Oriol i Bernadet, fue publicado finalmente en 1860. Cf. Pi y Molist, Emilio, Proyecto médico razonado para la construcción del manicomio de Santa Cruz, Barcelona, Imprenta y Librería Politécnica de Tomás Gorchs.
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al sexo, ni a las distinciones de las clases de la sociedad”, no hubiera podido tener la gloria de reunir en su seno un número de verdaderos católicos, que penetrándose de la santidad y necesidad de un objeto tan filantrópico, levantaran para aquellos desgraciados un monumento de beneficencia debido a la civilización y a los derechos que tan justamente reclama una numerosa clase de personas38.
Este tipo de inspecciones se repitió en los años siguientes, y así, en 1849, una nueva comitiva municipal volvió a presentarse por sorpresa en el hospital para comprobar “cómo se trataba a los dementes, y si aún se usaba con ellos el mismo rigor que antes”; a los pocos días, la prensa de la ciudad servía nuevamente el escándalo con las imágenes y el tono acostumbrado: La pluma se nos resiste a pintar el cuadro feroz que se presentó a la vista de aquellos señores. Tres mujeres atadas con cadenas, dos de ellas con un miserable harapo y la otra enteramente desnuda, sujeta a la pared por una argolla de hierro, fue lo que formaba la vista interior de aquel aposento. […] ¡Oprobio a los que sin remordimiento usan de tan incalificable dolor!39.
En rigor, no puede decirse que esta sucesión de informes y denuncias tuviera entonces consecuencias inmediatas, porque los locos del Hospital de la Santa Cruz todavía hubieron de permanecer varias décadas en las mismas dependencias y en unas condiciones similares; de hecho, el nuevo manicomio diseñado por Pi y Molist no se inauguró hasta 1889
38 Dictámenes médico-hijiénicos de la comisión facultativa inspectora del Hospital General de la Santa Cruz de Barcelona, Barcelona, Imprenta de Antonio Brusi, 1848, pp. 25-26. Por lo que respecta a la Real Academia de Medicina de Barcelona, sus denuncias sobre el estado del hospital venían produciéndose desde varios años atrás. Cf. Nadal y Lacaba, Rafael, Suicidios, Barcelona, Imprenta de Antonio Brusi, 1844. 39 “¡Una casa de beneficencia en el siglo xix!”, El Interés Profesional, 25 de marzo de 1849. En esta ocasión, los hechos trascendieron el ámbito local y llegaron incluso a ser comentados por la prensa madrileña o desde Valencia. Cf. Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 4/3S (1849), p. 134; y Santamaría, José de, “La Casa de Orates, en Valencia”, El Interés Profesional, 15 de mayo de 1849.
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y no albergó enfermos hasta varios años después40. Pero, en cualquier caso, no cabe duda de que este clima de opinión y la demanda social subyacente favorecieron la aparición de una serie de establecimientos privados –como la “Torre Lunática” de Lloret de Mar (1844), los manicomios de Sant Boi (1854) y Nueva Belén (1857) o el Instituto Frenopático de Gracia (1863)– que, a pesar de su lógica vocación comercial, subsanarían parcialmente las limitaciones de la asistencia pública y, en algunos casos, desempeñarían un importante papel como tempranos focos de institucionalización de la medicina mental catalana y española41. Por lo que se refiere a Madrid, los acontecimientos tomaron un curso ligeramente distinto, de manera que la implicación de la opinión pública y de la prensa fue, en líneas generales, algo más tardía y reactiva a la iniciativa médica o gubernamental. Como hemos visto, algunas cabeceras de la ciudad habían venido insertando desde las primeras décadas del siglo alusiones ocasionales a los nuevos manicomios extranjeros y a la reorganización de la gestión de la locura promovida por los alienistas europeos42. Pero la “escandalización” del abandono de las instituciones españolas –en particular, del departamento de dementes del viejo Hospital General– y la conversión del tratamiento de los locos en un asunto con una clara proyección pública no se dio en Madrid hasta la segunda mitad de la década de 1840. Así, en uno de los primeros testimonios disponibles, el periódico conservador El Heraldo celebraba en su edición del 21 de junio de 1845 la propuesta elevada por los doctores Juan Fourquet y Francisco Méndez Álvaro en nombre de la Junta Municipal de Beneficencia de “establecer en las inmediaciones de esta corte una gran casa de Orates, en la que los desgraciados dementes sean tratados como reclama su triste estado y aconsejan los adelantos de la ciencia”, pues, según decía, “en ninguna otra capital de provincia se hallarán los pobres locos en tan mal estado como se encuentran en
Cf. Comelles, Josep M., Stultifera navis…, pp. 91-100. Véanse, a este respecto, Espinosa Iborra, Julián, La asistencia psiquiátrica en la España del siglo XIX…, pp. 107-121; González Duro, Enrique, Historia de la locura en España, Vol. 2: Siglos XVIII y XIX, Madrid, Temas de Hoy, 1995, pp. 282-287; y Huertas, Rafael, Organizar y persuadir…, pp. 82-96. Ver también infra pp. 172-175. 42 En este sentido, habría que añadir a los testimonios citados anteriormente las crónicas de los debates parlamentarios franceses en torno a la nueva Ley de Dementes ofrecidas en 1837 y 1838 por el progresista El Eco del Comercio (1834-1849). 40 41
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Madrid”. Y, sólo unas semanas más tarde, el mismo periódico calificaba el proyecto como una cuestión de “honor nacional, porque es vergonzoso que cuando tan buenos establecimientos hay en el resto de Europa para la asistencia a los dementes, no tengamos en la capital de España más que unas oscuras mazmorras donde encerrarlos como fieras”43. En esos momentos, hasta cinco librerías de la ciudad vendían las entregas del folletín de Ayguals en las que se narraba el traumático paso de María por esas “oscuras mazmorras”, al tiempo que el consejero de instrucción pública y médico de cámara de Isabel II, Pedro María Rubio, se disponía a impulsar la intervención del gobierno. El 20 de enero de 1846, Rubio solicitó a la reina “reunir los datos necesarios y fijar las bases para la creación de establecimientos especiales destinados a la curación de los dementes”, y ya el 2 de febrero y el 25 de marzo se dictaron dos reales órdenes por las que se conminaba a los gobernadores civiles a enviar información relativa al número y a las condiciones en que se hallaban los dementes de sus respectivas provincias44. Mientras tanto, José Rodríguez Villargoitia, un joven médico que, con la viva oposición de algunos de sus colegas, había empezado a atender voluntariamente las salas de dementes del Hospital General45, remitía al Ministerio de la Gobernación una breve memoria sobre los “medios de mejorar en España la suerte de los enagenados” según “las reglas establecidas por los maniógrafos más distinguidos”46. Y, al mismo tiempo, la prensa médica de la capital llamaba la atención no sólo sobre el pésimo estado de los hospitales de locos, sino también sobre el abandono y la exclusión que padecían los dementes no institucionalizados.
El Heraldo, 13 de agosto de 1845. También la prensa médica se hizo eco de la propuesta y se mostró confiada en que “tan benéfica idea encontrará apoyo en el Excmo. Ayuntamiento y que tantos intereses como se despilfarran alguna vez tendrán aplicación a un objeto tan necesario, beneficioso y filantrópico y que hace mucho tiempo nos está reclamando la sociedad entera” (L. R., “Cuatro palabras sobre el establecimiento de una casa de enagenados en España”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 6/2S (1845), p. 234). 44 Cf. Gaceta de Madrid, 2 de abril de 1846. 45 Justamente, Villargoitia fue acusado de violar los intereses profesionales al haberse ofrecido a trabajar sin retribución. Cf. Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 6/2S (1845), p. 231. 46 Rodríguez Villargoitia, José, De los medios de mejorar en España la suerte de los enagenados, Madrid, Imprenta de Manuel Pita, 1846. 43
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El corazón se cae a pedazos al considerar el triste estado de los locos en la península –lamentaba en septiembre de 1846 el médico José María de Aguayo y Trillo–, y no es mi ánimo el hablar de los que más o menos mal se hallan en el día recogidos en las casas de dementes, […] sino de los que ahora mismo gimen diseminados por todo el país envueltos unos en sucios harapos y arrinconados en las cuadras con las bestias, desnudos otros y sepultados en los huecos de las escaleras, y no pocos, en fin, sumergidos en hediondos sótanos y oscuros calabozos47.
A principios de octubre, El Heraldo y otros periódicos informaban del regreso a Madrid del joven cirujano José Calvo y Martín, que había sido comisionado para examinar, en representación del Instituto Médico de Emulación, diversos hospitales y departamentos de dementes en Francia, Alemania e Inglaterra48. Y sólo unos días después, Pedro María Rubio dirigía a su secretario de Estado una completa exposición en la que relataba una visita que, junto a la reina y varios ministros, había realizado en agosto del año anterior al Hospital General de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, y en la que había podido constatar cómo los “infelices dementes” eran “peor tratados que los mayores criminales, y aun peor que las fieras encerradas en las casas que se les destinan en los reales jardines”. Asimismo, Rubio adjuntaba y animaba a completar los datos estadísticos solicitados a las provincias, y exhortaba al gobierno a “erigir con urgencia un establecimiento modelo que reúna cuantas circunstancias son de apetecer, exige la civilización actual de Europa y consienten los verdaderos progresos recientes de la psicología, la medicina y la ciencia de la administración”49. Sus gestiones motivaron la promulgación, el 13 de noviembre de 1846, de una real orden del ministro de la Gobernación por la que se constituía la comisión de planeamiento del manicomio modelo, y que pasaba a estar compuesta por el mismo Rubio, el arquitecto Aníbal Álvarez y Manuel Zaraza-
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Aguayo y Trillo, José Mª, “Reflexiones sobre la necesidad de establecer un hospital nacional de locos en España”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 7/2S (1846), p. 330. 48 “Sería de desear –apostillaba el rotativo– que este examen no fuera infructífero para mejorar el fatal estado en que hoy se hallan las casas destinadas a albergar y curar a lo infelices privados de razón” (El Heraldo, 8 de octubre de 1846). 49 El texto completo de la exposición fue reproducido el 16 de noviembre de 1846 en la Gaceta de Madrid y, a los pocos días, en la Gaceta Médica, 2 (1846), pp. 506-508.
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ga por parte del gobierno50. La noticia generó la adhesión inmediata de la prensa, hasta el punto que el centrista El Popular elogiaba la medida como un “primer paso para satisfacer los deseos de todos los amantes de la humanidad”, a la vez que recomendaba a la comisión que “no se redujese a imitar lo que son los establecimientos extranjeros de igual naturaleza”51. Y, poco después, también las revistas médicas de la ciudad se sumaban a los parabienes, aunque no faltó quien puso en duda que el proyecto acabara llevándose a buen término y que los dementes llegaran algún día a “gozar de los beneficios que tienen derecho a reclamar en todo país civilizado”52. En los primeros meses de 1847, la práctica totalidad de los periódicos de la ciudad anunciaba la publicación por entregas de una traducción al castellano del Tratado completo de las enagenaciones mentales de Esquirol, cuyo mismo prospecto situaba el objeto de la obra en consonancia con “las reclamaciones justísimas y siempre desatendidas de todas las corporaciones científicas de medicina para hacer menos cruel la suerte de nuestros enagenados”53. Y, al año siguiente, la Gaceta de Madrid hacía pública en su edición del 7 de octubre la “importante estadística de los dementes del reino” confeccionada por Rubio, así como una nueva real orden por la que se encargaba al Consejo de Sanidad del Reino (constituido por real decreto en marzo de 1847) la redacción de “un proyecto de arreglo y reforma de los establecimientos especiales que hoy existen para la
50 Cf. Gaceta de Madrid, 14 de noviembre de 1846. Fernando Álvarez-Uría da a entender que la idea del manicomio modelo se gestó durante la visita que el menorquín Mateo Buenaventura Orfila, decano de la Facultad de Medicina de París, realizó a Madrid en septiembre y octubre de 1846, pero los documentos que cita en apoyo de esa interpretación no lo confirman. Cf. Álvarez-Uría, Fernando, Miserables y locos…, pp. 113126. La crónica de la visita de Orfila se encuentra en Gaceta Médica 2 (1846), pp. 471-472 y 479-480. 51 El Popular, 14 de noviembre de 1846. El Heraldo, por su parte, señalaba un día después que la real orden era “uno de los actos que más honrará al ministro que la firma”. 52 Ramos y Borguella, Francisco, “Escenas de la vida de un médico. Una loca – Una madre”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 1/3S (1847), pp. 34-36, p. 34. Véase también Calvo y Martín, José, “Sobre el nuevo establecimiento de dementes mandado formar por S. M.”, Gaceta Médica, 2 (1846), p. 503. 53 Monasterio y Correa, Raimundo, “Anuncio del ‘Tratado completo de las enagenaciones mentales’”, Gaceta Médica, 3 (1847), p. 40. Cabe precisar que la obra de Esquirol, compilada en 1838 en Francia en dos volúmenes ilustrados por el grabador Ambroise Tardieu, constituía en esos momentos el tratado más difundido e influyente del alienismo francés.
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curación de dementes, que sirva al mismo tiempo de norma para los que se traten de crear en lo sucesivo”54. Nuevamente, la estadística –que arrojaba un cómputo global de 7.277 dementes en todo el país, 1.626 de ellos institucionalizados y en una proporción de un caso por cada 1.667 habitantes– fue muy comentada por la prensa de la capital, y, así, el moderado La España del 11 de octubre la saludaba como la “base indispensable de la reforma completa de este importante ramo del servicio público”, e insistía en que, dado que la amplia mayoría de los enfermos carecía de recursos, su reorganización no podía dejarse en manos de la iniciativa privada. Pero, en todo caso, la difusión de estos datos –que, significativamente, mostraban para España una proporción de dementes muy inferior a la de los países no católicos del centro y el norte de Europa– fue considerable, y hasta el propio Modesto Lafuente llegó a insertar en su Revista Europea una pieza satírica en la que los cuestionaba con sorna y aprovechaba todo el potencial de la materia para desplegar su acostumbrada crítica política y social: Que los ingleses, que pasan por gente de tanto juicio, tengan 10.000 locos en Londres, y que en Madrid no haya más que 40, eso me comprueba que esa estadística debe haber sido hecha por espíritu de partido. […] Una de las locuras mayores que puede cometer el hombre es querer contar los locos que hay en el día en cada punto, porque como dijo el otro: locorum infinitus est numerus. Y diga el señor Rubio lo que quiera, hay muchos más locos de los que él cree, y quiera Dios que no nos volvamos todos locos al paso que vamos55.
En los años sucesivos, es sabido que el régimen isabelino consiguió aprobar una nueva Ley de Beneficencia que dispuso la competencia de las diputaciones provinciales en la atención institucional de los dementes, y que, poco después, la Junta Provincial de Beneficencia adquiría en Leganés el edificio en el que, a partir de 1851, se instalaría la Casa de Dementes de Santa Isabel56. Pero quizá es menos conocido que to-
Gaceta de Madrid, 7 de octubre de 1848. Lafuente, Modesto, “De los locos que hay en España y en Europa”, Revista Europea, 2 (1848), pp. 275-282, pp. 281-282. 56 Sobre los avatares que rodearon la fundación y los primeros años de la Casa de Dementes de Leganés, Espinosa Iborra, Julián, La asistencia psiquiátrica en la España del siglo xix…, pp. 97-105; y, sobre todo, Villasante, Olga, “The unfulfilled project of 54 55
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dos estos pasos se dieron en el contexto de una notable implicación de la prensa progresista, que, con El Clamor Público a la cabeza, no dejó de denunciar las condiciones del Hospital General o de apremiar a las autoridades para que no demoraran el establecimiento del proyectado manicomio modelo. A buen seguro –llegó a afirmar entonces el periódico dirigiéndose al gobernador civil– que si S. E. tuviese un hermano, un hijo, un pariente cualquiera reducido a aquella miserable condición, pondría el grito en el cielo y clamaría contra una providencia que, en su calidad de antiguo periodista, no encontraría expresiones bastante fuertes para anatematizar57.
Por su parte, el propio Villargoitia fiscalizó durante esos años los pormenores y el avance de las gestiones desde las páginas de El Eco de la Medicina, donde publicó una serie de artículos muy combativos en los que se quejaba amargamente de la inacción y la pasividad del gobierno ante sus propuestas58. Cuando se concluyeron las obras y el “nuevo” manicomio de Leganés se disponía a recibir sus primeros enfermos, la prensa y algunos médicos celebraron su apertura y lo presentaron como “el mejor de su clase que tenemos en España”59. Pero, al cabo de poco tiempo, sus importantes deficiencias empezaron a ser objeto de nuevas memorias y artículos periodísticos, y la cuestión de la asistencia de los locos volvió a ser objeto de atención. Ya en 1854, el médico Robustiano Torres, que había sido inter-
the Model Mental Hospital in Spain: fifty years of the Santa Isabel Madhouse, Leganés (1851-1900)”, History of Psychiatry, 14 (2003), pp. 3-23. 57 El Clamor Público, 13 de abril de 1850. 58 Villargoitia, de hecho, llegó a plantear un proyecto de ampliación del departamento de dementes del Hospital General que fue desestimado en abril de 1850 por el Ministerio de Gobernación tras un dictamen desfavorable de la Junta Provincial de Beneficencia, la Academia de Medicina y el Consejo de Sanidad. Cf. Rodríguez Villargoitia, José, “Asilos de dementes”, El Eco de la Medicina, 1/2 (1849/1850), pp. 65-67, 146-148, 593-596 y 881883. Sobre Villargoitia, véase Rey González, Antonio, “Clásicos de la psiquiatría española del siglo xix: José Rodríguez Villargoitia (1811-1854)”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, IV (1984), pp. 264-275. 59 “Nueva casa de dementes”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 1/4S (1851), pp. 246 y 253-254 (artículo procedente del periódico El Orden). También el médico y traductor de Esquirol Raimundo de Monasterio y Correa se sumó a los elogios desde las páginas de la Gaceta Médica, 7 (1851), pp. 164-166.
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nado previamente en la Casa de Dementes con un diagnóstico de “manía suicida”, redactó a instancias de Pedro Laserna, vocal de la Junta Provincial de Beneficencia, un informe muy crítico con su emplazamiento, sus instalaciones, su escasa medicalización y el abandono terapéutico en que se tenía a los enfermos60. Y, en mayo de 1858, la muerte de un interno a causa de las heridas de arma blanca que, hiriendo a otros diez, le había infringido otro paciente provocó un pequeño escándalo que se saldó con varios artículos en los que el mismo Torres y otros médicos reivindicaban una reforma integral del establecimiento, a la par que rogaban “a la prensa política se digne, en gracia de la humanidad doliente, dirigir una mirada a este importante asunto”61. Así las cosas, el propio ministro de la Gobernación reconocía en 1859 que la Casa de Dementes de Santa Isabel, “por lo exiguo de su localidad, por su situación y construcción anómala, no es ciertamente digna de figurar como casa general para los dementes de las provincias centrales de la monarquía”, mientras convocaba (por real decreto de 28 de julio) un concurso público “para la presentación de planos de un manicomio modelo que ha de erigirse en el sitio que se designe de la provincia de Madrid”62. El concurso, al que se presentaron un total de ocho proyectos, fue ganado por el arquitecto vasco Cristóbal de Lecumberri, y, al parecer, el municipio llegó a disponer unos terrenos para su ejecución en la llamada Dehesa de Amaniel, al noroeste de la ciudad. Pero lo cierto es que este último empeño sucumbió a la crisis política y financiera de los años finales del reinado de Isabel II, y, a pesar de las reiteradas denuncias sobre el pésimo estado de la Casa de Leganés por parte de personalidades tan notables como Concepción Arenal o Galdós, el “manicomio modelo” nunca llegó a construirse. Ciertamente, la tibieza y la inoperancia del régimen isabelino en materia de administración pública y asistencia sanitaria impidieron que en
60 El manuscrito de este informe se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid con el título Memoria acerca del proyecto de creación del Hospital de Dementes de Santa Isabel de Leganés (Mss/12953/39). 61 Torres, Robustiano, “Necesidad de reformar el manicomio de Leganés”, La España Médica, 3 (1858), pp. 225-226. También Sánchez Rubio, Eduardo, “Sucesos del manicomio de Leganés”, La España Médica, 3 (1858), p. 230. Un año después, el propio Pi y Molist describía el establecimiento como “un ensayo mezquino que saldría muy mal librado de la crítica del más imparcial frenópata” (Pi y Molist, Emilio, Proyecto médico razonado…, p. XIX). 62 Gaceta de Madrid, 30 de julio de 1859.
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la España de las décadas centrales del siglo xix se consumara una reforma profunda y consistente de la gestión institucional de la locura. Pero, como hemos visto, dicha reforma fue ampliamente discutida y solicitada desde muy diversas instancias, y la opinión pública de la época participó de un notable consenso en cuanto a la necesidad de dignificar las condiciones materiales y humanas de los asilos, proscribir el trato violento y someter a los “locos, dementes y enajenados” a un nuevo régimen acorde con los postulados del primer alienismo. En este sentido, es importante subrayar que, tal como prueban las fuentes periodísticas y literarias que hemos presentado, la difusión de estos planteamientos no se limitó a los pocos médicos que, de un modo u otro, se interesaron o comprometieron con las posibilidades terapéuticas o profesionales de la nueva medicina mental, sino que alcanzó al público instruido en su conjunto. Un público, por cierto, que empezaba a ser consciente de la ruptura con el pasado que representaban los cambios políticos, sociales y culturales a los que asistía, y que, más allá de la proliferación de discursos filosóficos o científicos en torno a ella, empezaba a percibir la locura ya no tanto como una alteridad esencial y sin retorno, sino como una potencialidad reversible y alojada en el mismo interior del alma.
Un tratamiento moral En un sentido estricto, las primeras experiencias prácticas con el tratamiento moral no se dieron en España hasta la década de 1840, cuando el médico catalán Francesc Campderà fundó en Lloret de Mar (Girona) la llamada “Torre Lunática”63, y las salas de dementes de los hospitales generales de Madrid y Valencia empezaron a ser atendidas, respectivamente, por José Rodríguez Villargoitia y Juan Bautista Perales. Por la impropiedad de las instalaciones y la acusada falta de recursos, Villargoitia hubo de limitar sus “auxilios morales” a “excitar en los ena-
63 Fundada en 1844, la “Torre Lunática” era un establecimiento privado situado en un idílico paraje junto al mar y destinado a una clientela adinerada. En sus primeros años, sus instalaciones y su régimen terapéutico fueron objeto de comentarios muy elogiosos desde la prensa, hasta el punto de que su director fue consultado por el Ayuntamiento de Barcelona en el proceso de reforma del Hospital de la Santa Cruz. Así lo refería, entre otros, el madrileño El Heraldo en su edición del 25 de mayo de 1850.
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jenados un sentimiento general de inmenso ascendiente sobre los españoles, […] el sentimiento religioso”, consiguiendo que la dirección autorizase la participación de los internos en los oficios celebrados en los templos contiguos al hospital64. Y, por su parte, Perales apenas permaneció cinco años (entre 1848 y 1853) a cargo de la dirección de dementes del Hospital General de Valencia, aunque su actividad quedó consignada en una detallada memoria “teórico-práctica” y, sobre todo, en una interesantísima colección de historias clínicas que documentan sus ensayos con los métodos preconizados por Pinel, Esquirol y su discípulo François Leuret65. Pero, prescindiendo de la magra aplicación clínica que, más allá de la mera ocupación de los enfermos en tareas agrícolas, mecánicas o manuales66, pudo hacerse entonces del tratamiento moral, lo cierto es que el procedimiento y sus principios fueron muy conocidos no sólo entre los médicos, sino también entre el público instruido, de manera que existen diversos testimonios que prueban su difusión y popularidad en la cultura española de las décadas centrales del siglo xix. Así, por ejemplo, el periódico conservador El Español del 14 de agosto de 1846 insertaba una curiosa pieza que describía los “muy felices resultados producidos por la música sobre los infelices privados de razón”, a la vez que
Cf. Rodríguez Villargoitia, José, “Resumen comparativo de los diferentes medios de curación propuestos para el tratamiento de la locura”, Archivos de la Medicina Española y Extranjera, 2 (1846), pp. 284-296 y 346-359. Al parecer, ni siquiera esta práctica se mantuvo tras el apartamiento de Villargoitia unos años después, lo que motivó una airada protesta de El Clamor Público en su edición del 21 de enero de 1849: “Es vergonzoso lo que está sucediendo con los locos en la capital del país llamado católico por excelencia, el país que tanto se ha afligido últimamente por las recientes tribulaciones del Papa. […] ¿Es que en España todos somos vulgo y nos inspiran los locos la repugnancia y el espanto que las fieras, a las cuales parece que en un todo les asemejamos?”. 65 Véase Perales, Juan Bautista, “Memoria teórico-práctica acerca de las enajenaciones mentales”, Boletín del Instituto Médico Valenciano, 3 (1851), pp. 366-374, 379-384, 401421 y 423-429; y la compilación de Livianos, Lorenzo y Magraner, Alberto (eds.), Historias clínicas psiquiátricas del siglo XIX: Una selección de patografías de Juan Bautista Perales y Just, Valencia, Ajuntament de València, 1991. 66 Así, por ejemplo, y contando con el precedente de los elogios que el propio Pinel había vertido sobre el Hospital de Zaragoza por la implicación de los dementes en tareas relacionadas con el sostenimiento de la institución, El Heraldo del 23 de octubre de 1846 celebraba la iniciativa del Hospital de Dementes de Valladolid de enrolar a los internos en la vendimia de ese año. 64
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postulaba la necesidad de que el tratamiento de la locura descansara primordialmente en “recursos que obren sobre las pasiones afectivas”: Cualquiera que sea la causa de la locura, es muy esencial que el médico se capte la confianza de los locos sometidos a su cuidado, y halle sobre todo en la fecundidad de su talento recursos morales para traerlos a la razón, porque de todos los males que afligen a la humanidad, la locura es acaso el que menos necesita de los recursos de la farmacia. Se obtienen resultados mucho más ventajosos y seguros con los enfermos de esta clase por medio de la paciencia, por mucha dulzura, por una ilustrada prudencia, por solícitos cuidados, por consideraciones y, sobre todo, por palabras de consuelo que se deben dirigir en los lúcidos intervalos de que suelen gozar.
Igualmente, también las publicaciones costumbristas se hicieron eco de los fundamentos y las virtudes de estos “recursos morales”, hasta el punto que el ya citado Antonio Flores llegó a parodiarlos explicando que toda su eficacia descansaba nada menos que en una “sabia aplicación del similia similibus”: Antiguamente los locos se veían los unos a los otros, y el fanático excitaba con sus extravagancias religiosas al incrédulo, el músico al melancólico, éste al alegre, el político al indiferente, el erótico al casto, y los mismos profesores encargados de la curación de los locos, entrando en discusión con ellos, les enfurecían cada vez más, afirmándoles en sus delirios. Ahora, como se ha demostrado que un clavo saca otro clavo, a cada maniático se le cura con su propia manía, por un sistema sabiamente entendido y desarrollado, que se llama saturación del extravío67.
Y lo mismo puede decirse de la narrativa y los folletines de aquellos años, en los que era frecuente que los personajes arrebatados por la locura recobrasen la razón con algún tipo de maniobra espectacular y de gran carga afectiva. Así ocurría, por ejemplo, con la propia María de Ayguals, en la que la protagonista, tras su paso por las celdas del hospital, era conducida a un hermoso palacete en cuyos jardines su solícito médico y la hermana de éste le revelaban la verdad de su pasado y
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Flores, Antonio, “El manicomio penitenciario”…, pp. 234-235.
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le provocaban una “crisis moral” que conseguía devolverle primero el juicio y luego el ánimo68. De todas formas, el género que explotó más y mejor las posibilidades literarias de estas curaciones (y de la comprensión de la locura que las subyacía) fue, sin duda, el teatro. En febrero de 1848, el dramaturgo Tomás Rodríguez Rubí (1827-1890) estrenó con gran éxito en el Teatro del Príncipe de Madrid el drama histórico La trenza de sus cabellos, en el que, como pronto advirtió la crítica, se daba cuenta de los estragos de la pasión amorosa y se hacía una detallada presentación del tratamiento de la locura de los protagonistas puesto en práctica por un hábil y circunspecto doctor: Si grande es la gloria que han adquirido Pinel y su discípulo Broussais [sic] por la sabia aplicación que han hecho del tratamiento moral a las enajenaciones del alma, […] no es menos la del doctor que figura en este drama, por el tino y maestría con que se aprovecha de los grandes preceptos de aquellos profesores69.
En la trama, don Juan y doña Inés, que se aman secretamente y se saben correspondidos, se ven expuestos a la sucia intriga de un malévolo barón que también pretende a la mujer, y que la hace aparecer deshonrosa a los ojos de don Juan entregándole un mechón de sus cabellos. Enterados de la calumnia, doña Inés enloquece y don Juan, fuera de sí, mata en duelo al pérfido barón, tras lo cual también pierde el juicio y entra en escena el inspirado doctor, que acomete su curación bajo el patrocinio de un bienintencionado conde. Previamente, el autor ha presentado a ambos personajes como dos almas nobles, sensibles y frágiles que se hallan predispuestas a la enajenación por diversos motivos, entre los que se sugieren (en consonancia con las nociones de la época) el temperamento bilioso, la tendencia a la tristeza y la melancolía, el alto nivel de instrucción y la afición a la lectura, el aislamiento o la ociosidad. Enfrentado al reto de devolverles la razón, el médico comienza por observar cuidadosamente la conducta y las reacciones de sus pacientes,
68 Cf. Ayguals de Izco, Wenceslao, María…, pp. 391-396. Un caso muy similar se narraba en el relato anónimo “Bárbara la morena o la mendiga de la Vía-Sacra” (Museo de las Familias, 14/2S (1856), pp. 27-32). 69 Gutiérrez de la Vega, José, “Teatro del Príncipe: La trenza de sus cabellos, drama en cuatro actos original de D. Tomás Rodríguez Rubí”, El Popular, 29 de febrero de 1848.
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al tiempo que los somete a una serie de maniobras preliminares cuyo objeto explica del siguiente modo: No hay que perder la esperanza. La enfermedad hasta ahora no toma vuelo; se halla en su estado primitivo, no retrocede ni avanza. Con doña Inés he logrado con grande paciencia y maña y en fuerza de observaciones, muy lisonjeras ventajas. Lo primero he procurado inspirarle confianza: en nada la contrarío; y cuando descarriada su imaginación advierto consigo sin violentarla que su pensamiento se aparte de la idea que la exalta70.
Poco después, el doctor revela que la verdadera finalidad de sus acciones y su plan de curación no son sino la orquestación de una catártica “conmoción moral”, único recurso que, si las circunstancias son propicias, sanará a los desdichados amantes: Suele de esta enfermedad una impresión ser la causa, y otra impresión también suele radicalmente curarla. El tino está en escoger la impresión más acertada, buscar la oportunidad y saber aprovecharla. […] A los dos una afección moral estrecha y enlaza: ambos por fin descubrimos que ardientemente se aman. Cierto que a nadie conocen; pero los dos cuando hablan se recuerdan bajo formas y condiciones variadas […]. Si de pronto frente a frente se encontraran, la impresión tal vez sería algo fuerte, pero grata. Si se conocen, y hay lágrimas… vencimos71.
Consecuentemente, doña Inés y don Juan son conducidos a una misma estancia en la que, partiendo de un estado inicial de obnubilación e incoherencia, acaban por reconocerse mutuamente, mientras el doctor aprovecha la ocasión para excitar el llanto y la emoción de la mujer (“sí, doña Inés, llorad mucho, desahogad el corazón”), y ésta, recobrando el sentido, suspira: “Tengo el alma tan herida…”72. Y, ya perfectamente recuperados tras una breve convalecencia en una espléndida mansión de frondosos jardines y agradables vistas, la obra se cierra con la reconciliación definitiva y el compromiso público de ambos amantes.
Rodríguez Rubí, Tomás, La trenza de sus cabellos. Drama en cuatro actos, Madrid, Imprenta de D. Antonio Yenes, 1848, pp. 42-43. 71 Ibidem, pp. 45-46. 72 Ibidem, p. 53. 70
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Como ya hemos apuntado, algún crítico del momento llegó a apreciar que la obra de Rubí estaba “escrita según todas las reglas de la medicina y todos los requisitos científicos que exige el modo de trazar la historia de una enfermedad”, elogiando “el orden y la claridad” con que se ofrecía “un cuadro tan natural y filosófico de la locura” y se hallaban expuestos los “preceptos para el tratamiento moral de las enajenaciones del alma”73. Y no es descartable que, en efecto, el autor –tempranamente vinculado al partido moderado y ferviente defensor del régimen isabelino– adquiriera conocimientos en la materia y se documentara de forma conveniente, porque pocos años después sería nombrado director general de Beneficencia y Sanidad y, desde su cargo, impulsaría el mencionado concurso del manicomio modelo y compilaría una nueva e importante estadística del ramo74. En las décadas siguientes, y a pesar de la paulatina inserción de la locura en un marco conceptual dominado por el organicismo más estricto y del consiguiente descrédito del tratamiento moral entre los alienistas75, es interesante añadir que sus presupuestos siguieron gozando del favor (al menos retórico) de los médicos españoles y de la aprobación general de la opinión pública. Ciertamente, si exceptuamos el caso de Pi y Molist y su exhaustivo proyecto para el nuevo Manicomio de la Santa Cruz, las repetidas alusiones al tratamiento moral por parte de médicos que, como Juan Giné y Partagás, abrazaron en su obra teórica lo esencial del credo organicista, bien pueden entenderse como un recurso meramente promocional destinado a reafirmar las virtudes del aislamiento y de sus establecimientos privados76. Pero, por otro lado,
73 Gutiérrez de la Vega, José, “Teatro del Príncipe…”, loc. cit. El crítico añadía: “Estamos seguros de que ni Pinel, ni Broussais, ni Georget, ni Leuret se atreverían a desmentirnos”. 74 La estadística se publicó en la Gaceta de Madrid del 4 de junio de 1860 y en ella se daba cuenta de una cifra de 2.217 dementes institucionalizados, esto es, unos 600 más que en 1848. Por lo demás, la exitosa trayectoria de Rubí como dramaturgo le valió en 1860 el ingreso en la Real Academia de la Lengua. Véase Gies, David T., El teatro en la España del siglo XIX…, pp. 221-234. 75 Sobre este proceso puede consultarse, a modo de reflexión de conjunto, Álvarez, Raquel, Huertas, Rafael y Peset, José “Luis, Enfermedad mental y sociedad en la Europa de la segunda mitad del siglo xix”, Asclepio, 45/2 (1993), pp. 41-60. 76 Así, todavía en 1882, Giné escribía que “contra la alienación mental puede más un buen manicomio […], que todos los fármacos del mundo. […] Para consolar al afli-
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dichas alusiones también pueden interpretarse como un indicio de la fuerte implantación, al menos entre las élites instruidas, de una comprensión eminentemente moral o psicológica de la locura, una comprensión que, paradójicamente, también hizo que la propia medicina mental fuera vista con recelo por algunos sectores de la sociedad española. Todavía en 1874, por ejemplo, la misma Concepción Arenal denunciaba desde las páginas de La Voz de la Caridad la “tendencia materialista, y casi estamos por decir brutal” de los alienistas, mientras argumentaba que, dado que “hay locuras en que no hay lesión orgánica ni modificación material perceptible”, los médicos no podían reclamar una competencia particular en el tratamiento de la demencia: ¿Qué hace entonces el médico? Si no es más que médico, nada; si es filósofo, si es psicólogo, si entiende de pasiones y del corazón, podrá, según los casos, hacer algo o hacer mucho. Y la prueba de lo poco que hace el médico, es la poca medicina que se aplica en un manicomio77.
En este sentido, se ha sugerido con razón que la necesidad de asegurar su monopolio sobre el tratamiento y la gestión de la locura fue justamente una de las principales razones que animaron a los médicos de la segunda mitad del siglo xix a asumir una creciente somatización de la enfermedad mental78. Pero ello no debe hacer olvidar que, como hemos visto, el prospecto inicial de la medicina mental consistió en acceder y operar sobre el psiquismo del loco, y que eso era precisamen-
gido, tranquilizar al agitado y animar al abatido, no le ofrezcáis perspectivas siniestras. Dadle vastos horizontes, frondosos bosques, huertas, jardines, vergeles, arroyos y cascadas, almas caritativas y rostros halagüeños […]. Esto es lo verdaderamente psiquiátrico” (Giné y Partagás, Juan, “El manicomio: consideraciones sobre su historia y su porvenir”, Revista Frenopática Barcelonesa, 2 [1882), pp. 126-132, pp. 129-131). Véase, en este sentido, PLUMED, Javier y REY GONZÁLEZ, Antonio, “The treatment of madness in Spain in the second half of the 19th century: conceptual aspects”, History of Psychiatry, 17 (2006) pp. 139-158. 77 Arenal, Concepción, “Ley de dementes”, en: Artículos sobre beneficencia y prisiones, Vol. III, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1900, pp. 21-26, p. 22. 78 Esta interpretación ha sido sostenida, por ejemplo, en Clark, Michael J., “The rejection of psychological approaches to mental disorder in late nineteenth-century British psychiatry”, en: Scull, Andrew (ed.), Madhouses, Mad-Doctors and Madmen, London, Athlone Press, 1982, pp. 271-312; y Jacyna, L. Stephen, “Somatic theories of mind and the interests of medicine in Britain, 1850-1879”, Medical History, 26 (1982), pp. 233-258.
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te lo que –al menos en un primer momento– el contexto cultural que la alumbró esperaba de ella.
Los límites de la sinrazón En noviembre de 1834, el recién fundado Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia de Madrid incluía, bajo la rúbrica de “Sicología patológica” (sic), un extenso artículo del alienista francés Louis-François Lélut (aparecido originalmente en la Gazette Médicale de Paris) en el que se acometía un sesudo examen de las “analogías entre la locura y la razón”. En los primeros compases de su trabajo, Lélut –que alcanzaría cierta notoriedad por sus intentos de reinterpretar en clave psicopatológica las biografías de figuras ilustres del pensamiento como Sócrates o Pascal79– explicaba que el estudio de la locura había descansado largo tiempo en la observación y descripción de “su maximum de intensidad, de sus formas más marcadas y distintas, las más lejanas, en una palabra, de la razón”, pero que, en su opinión, “este era el mejor modo de pintarla, más no el de hacerla entender”80. Con este fin –proseguía– era mejor realizar, en cambio, “indagaciones analógicas”, esto es, “escudriñar los estados psicológicos que, en lo que no ha dejado de ser la razón, se aproximan más a las diferentes formas y grados de la enajenación mental”. Y concluía: Estas indagaciones, apoyadas en gran parte en lo que cada uno puede haber experimentado por sí mismo, darán lugar a reflexiones de donde resultará […] que la locura no es una cosa separada, que todos los locos no están bajo la tutela de los asilos, y que de la razón completa o filosófica al delirio verdaderamente maníaco, hay un sinnúmero de grados. […] ¿No tenemos todos en nuestra organización moral algún hábito más que extravagante, alguna manía, de la cual nos es difícil desprendernos ni aún hacer-
De hecho, sus obras más conocidas versaron sobre estos dos casos. Cf. Lélut, Louis-François, Le démon de Socrate, Paris, Trinquart, 1836; y De l’amulette de Pascal, Paris, J. B. Baillière, 1846. Sobre la tradición en la que se inscriben estas obras, véase Peset, José Luis, Genio y desorden…, pp. 107-127. 80 Lélut, Louis-François, “Investigaciones acerca de las analogías entre la locura y la razón”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 1 (1834), pp. 176-178, 183-184, 193-194, 200-203 y 210-212, pp. 176-177. 79
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nos cargo, ni advertirla? […] Sería ventajoso que todo el mundo tuviera al menos un conocimiento general de ello, con el objeto de no usar de la cólera o venganza en vez de la lástima indulgente, que podrá quizá tener que reclamar para sí mismo81.
Este texto, publicado en España al comienzo del periodo que hemos estudiado, constituye un documento muy revelador, y no solo porque condensa con una precisión asombrosa las coordenadas epistemológicas, sociales y culturales en las que cabe situar las aportaciones del primer alienismo, sino porque, de forma indirecta, también apunta a las implicaciones y al cometido que las nuevas categorías de la medicina mental van a desempeñar en el marco de la nueva sociedad burguesa. A lo largo de las páginas precedentes hemos visto cómo estas coordenadas fueron asentándose en la España de las décadas centrales del siglo xix, y que, también aquí, la progresiva implantación de los discursos y prácticas de la nueva medicina mental no pueden entenderse sin ellas. Así, hemos comprobado cómo la opinión pública de la época empezó a mostrar un (tímido y puntual, pero en todo caso muy significativo) interés por la naturaleza, las manifestaciones o los lugares de la locura; cómo se sucedieron en aquellos años las denuncias sobre las pésimas condiciones en las que se desarrollaba (en las instituciones tradicionales y fuera de ellas) el tratamiento o la custodia de los dementes; y cómo las reivindicaciones (ciertamente, poco exitosas en el caso de la iniciativa pública o gubernamental) de una completa reforma en su gestión institucional se inspiraron abierta y mayoritariamente en una nueva comprensión de la locura que (aunque postulase simultáneamente la existencia de lesiones orgánicas) la asimilaba a una crisis, perturbación o claudicación de carácter “moral”. De todo ello es necesario colegir que, con todas sus limitaciones de alcance y estructura, el advenimiento de la España liberal y romántica a partir de la década de 1830 tuvo consecuencias apreciables en la percepción de la locura, y que éstas, a su vez, resultaron de transformaciones más amplias, genéricas y profundas en la propia imagen del individuo, íntimamente amenazado por la fragilidad constitutiva de su ser y los importantes cambios sociales y culturales de la época.
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Ibidem, pp. 177 y 211.
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En 1844, la Gaceta Musical y Literaria de España insertaba un relato anónimo que describía una experiencia onírica en la que su protagonista era conducido a una fantasmagórica “casa de locos”, donde un imponente guardián le explicaba que no se encontraba sino en un “fragmento del mundo, de ese mismo mundo porque tanto suspiras, que tantos disgustos os proporciona, y en el que entráis llorando, permanecéis penando, y dejáis padeciendo”82. Tras ser confrontado con una grotesca serie de “géneros de locura”, se topaba con un siniestro espectro que respondía al nombre del “Tiempo” y del que huía despavorido gritando “con toda la fuerza de sus pulmones”: “¡yo no soy loco, yo no soy loco!”, mientras aquél le replicaba: “pues ahí está tu locura, en creerte más cuerdo que los demás”. Justo en ese momento, el protagonista despertaba “con terrible espanto y angustia”, y, al cabo de unos minutos, intentaba sobreponerse vagando por las calles de la ciudad: “Caminé por cuantas en Madrid hay, y por desgracia vi que mi sueño era realidad: que para cada juicioso me encontraba cincuenta locos”83. Poco tiempo después, la Gaceta Médica refería un posible caso de licantropía en la persona de Manuel Blanco Romasanta, un criminal antropófago procedente de la Galicia rural, y, tras solicitar que el caso fuera examinado con los medios de la frenología y “registrado en los anales de la psicología y la filosofía”, la revista se admiraba de la extraordinaria panoplia de “disposiciones morales” que podían afectar al ser humano: No hay duda que la naturaleza propende a agotar la posibilidad en las combinaciones de fenómenos que ofrecen los seres organizados, y que de aquí depende esa infinita variedad de disposiciones morales, tan marcada como la de los rostros, como la de la figura de las hojas de una misma especie84.
“El sueño”, Gaceta Musical y Literaria de España, 14 (1844), 106-109, p. 107. Ibidem, p. 109. 84 “El hombre lobo”, Gaceta Médica, 8 (1852), p. 236. Sobre este caso, que ha inspirado varias novelas y películas, puede consultarse el estudio de Simón Lorda, David, Flórez Menéndez, G. y González Fernández, Emilio, “El hombre lobo Blanco Romasanta (Galicia, 1852-1854). Nuevos y viejos datos en torno a un caso de leyenda”, en: Martínez-Pérez, José, Estévez, Juan, Cura, Mercedes del y Blas, Luis Víctor (eds.), La gestión de la locura: conocimiento, prácticas y escenarios (España, siglos xix-xx), Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2008, pp. 265-282. 82 83
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Ese mismo año, el Semanario Pintoresco ofrecía a sus lectores un curioso ejercicio retórico con el que se pretendía determinar si “un hombre puede ser enteramente cuerdo, y tener sin embargo algo de loco”85. Ya que la locura –reconocía su autor– no puede clasificarse con exactitud en sus causas, no queda otro recurso que apreciarla en sus efectos; y según esto llamamos loco a todo hombre cuyo modo de pensar y acciones están en contradicción con el común de los demás. Debe, advertirse, sin embargo, que en esta apreciación hay mucho de arbitrario […], pues ¿cuáles son las líneas que separan al loco del excéntrico, y al excéntrico del cuerdo? He aquí una pregunta a la cual yo no me encuentro capaz de responder86.
En realidad, desde ese momento histórico y como bien sabemos, dicha pregunta no ha dejado de inquietar (y, en ocasiones, atormentar) al hombre moderno, ni las categorías de la medicina mental han dejado de acompañar, en franca progresión, al paulatino despliegue de la sociedad y la cultura contemporánea.
Acosta, Zacarías, “Análisis de un refrán”, Semanario Pintoresco Español, 51 (1852), pp. 405-406, p. 405. 86 Ibidem, p. 406. 85
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II. LOS PAISAJES DEL ALMA
No sólo en el orden físico se hacen descubrimientos; no sólo el navegante y el astrónomo hallan nuevos continentes en la tierra y en el cielo nuevos mundos; no sólo el microscopio y el telescopio nos hacen entrever como los dos polos del infinito, y demostrando la realidad de cosas que ni como sueños existían en nuestra mente, convierten los prodigios en ciencia, que nos revela el Universo. También la esfera moral se extiende; también la región del espíritu se dilata; se ven allí nuevos hemisferios, nuevos soles, y en el corazón del hombre se hallan dolores y consuelos hasta aquí desconocidos, y resortes, y aspiraciones, y verdades tan ignoradas de los siglos que pasaron, como el poder de la electricidad o la existencia de los planetas telescópicos. Concepción Arenal (1877)
La era del individuo “Fue una muerte breve, sin aparato, sin agonías tormentosas. Retiráronse todos y en palacio hubo el movimiento vertiginoso que acompaña a los grandes sucesos de las monarquías. Nadie lloraba. […] No ha habido un Rey más amado en su juventud ni menos llorado en su muerte”1.
Con este laconismo describe Galdós en sus Episodios nacionales la muerte de Fernando VII, acaecida finalmente el 29 de septiembre de 1833 tras varios años de enfermedad y en medio de una grave crisis política derivada de la disputa de los derechos sucesorios. Como es sabido, esta escena constituye el punto de partida no sólo de la guerra civil que arrastraría el país en los años siguientes, sino también de
1 Pérez Galdós, Benito, Un faccioso más y algunos frailes menos, Madrid, Espasa-Calpe, 2008, p. 295.
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un complejo proceso que sepultaría definitivamente el Antiguo Régimen y sentaría las bases del nuevo Estado liberal. En sus célebres memorias, Ramón de Mesonero Romanos alude a la vertiginosidad con que se sucedieron los acontecimientos refiriendo que “al regresar a Madrid de mi largo viaje por el extranjero, en los primeros días de mayo de 1834, todo había cambiado de aspecto en el orden político y administrativo del país”2. Y el hecho es que, en un contexto de gran inestabilidad, marcado por las revueltas, los pronunciamientos y las campañas militares, el país pareció despertar tras varias décadas de parálisis y agitación, e inició un tránsito que, con todas sus insuficiencias, también lo situaría en una mayor consonancia con las coordenadas políticas, económicas y sociales imperantes en la Europa del momento. Así, los años y las décadas siguientes certificaron la progresión de una serie de fenómenos tan significativos de la transición al mundo contemporáneo como la substitución del Estado patrimonial del absolutismo por una monarquía constitucional sustentada en fórmulas de soberanía compartida, la emergencia de una incipiente economía capitalista o la implantación de un modelo clasista de organización social basado en la hegemonía normativa de los principios de libertad, igualdad y –sobre todo– propiedad. Consecuentemente, se instauró un sistema parlamentario (basado, eso sí, en la elección de notables por medio de un sufragio censitario o restringido) y se introdujo un aparato estatal y administrativo de corte burocrático o racional; se abolieron las viejas estructuras gremiales y se consagró la libertad de industria y comercio; y, finalmente, se extendió (aunque todavía de forma muy limitada) la condición de ciudadano mientras se asistía al surgimiento de una burguesía urbana crecientemente numerosa e influyente3. Por lo demás, ésta fue una época marcada en el plano ideológico y cultural por el liberalismo y el romanticismo, que, si bien adquirieron en España un perfil singular derivado de las peculiaridades del país, no cabe duda de que actuaron como el sustrato sobre el que se desa-
2 Mesonero Romanos, Ramón, Memorias de un setentón, Barcelona, Crítica, 2008, p. 565. 3 Sobre estas y otras transformaciones del periodo pueden consultarse Artola, Miguel, La burguesía revolucionaria (1808-1874), Madrid, Alianza, 1974; y Fontana, Josep, La época del liberalismo, Barcelona/Madrid, Crítica/Marcial Pons, 2007.
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II. Los paisajes del alma
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rrollaron las principales innovaciones en materia de valores que trajo consigo el fin de la sociedad estamental del Antiguo Régimen4. En lo que aquí interesa, por ejemplo, ambos movimientos impulsaron la entrada en escena de una conciencia individualista hasta entonces desconocida en la sociedad y la cultura española, y cuyas implicaciones más destacadas fueron, por un lado, la entronización del individuo como sujeto de derechos y átomo social, y, por el otro, la promoción de una reflexividad destinada a poner de manifiesto su originalidad y su singularidad5. El hombre –ha escrito Raquel Sánchez en un reciente balance del legado del romanticismo en España– dejaba de ser miembro de un estamento social (un ser indefinido) y se convertía en un individuo único, es decir, en un ser lleno de potencialidades, pleno de fuerzas internas que han de manifestarse al exterior, por cuanto son esas interioridades de su alma lo que le distingue de los demás hombres6.
Como es natural, este desplazamiento capital no escapó a la apreciación de sus contemporáneos y, así, un artículo publicado en 1838 por la Revista de Madrid explicaba el “carácter distintivo de la civilización antigua y moderna” justamente en función del diferente peso específico otorgado al individuo: Los caracteres distintivos de la civilización antigua son desaparecer el hombre ante el conjunto de los ciudadanos, subordinarlo todo al principio social, y olvidarse los intereses y las pasiones individuales, atendiendo sólo a la felicidad y a la conservación del Estado. […] Por el contrario, la civiliza-
Cf. Abellán, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 4: Liberalismo y romanticismo (1808-1874), Madrid, Espasa-Calpe, 1984; o Juretschke, Hans (ed.), La época del romanticismo (1808-1874). Historia de España Menéndez Pidal, Vol. XXXV, Madrid, Espasa-Calpe, 1989. 5 Una exposición sumaria de la nueva cultura individualista de la época se encuentra en Jover Zamora, José María, La civilización española a mediados del siglo xix, Madrid, Espasa-Calpe, 1992; y en Fernández Sebastián, Javier, “Individualismo”, en: Fernández Sebastián, Javier y Fuentes, Juan Manuel (eds.), Diccionario político y social del siglo xix español, Madrid, Alianza, 2002, pp. 371-379. En un sentido más general es interesante consultar Ariès, Philippe y Duby, Georges (dirs.), Historia de la vida privada, Vol. 4: De la Revolución francesa a la Primera Guerra Mundial, Madrid, Taurus, 1989, pp. 419-621. 6 Sánchez, Raquel, Románticos españoles…, p. 294. 4
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ción moderna ha extendido su benéfico influjo a la suerte de los particulares; los mira con predilección, y los ampara con la égida de derechos protectores7.
En estas coordenadas, y contando con el estímulo adicional que supuso la popularidad de la cosmovisión romántica, el relato de experiencias individuales, la exploración de estados psicológicos o la búsqueda de una “verdad interior” empezaron a impregnar la creación artística y literaria, de manera que, tal como ha señalado la hispanista norteamericana Susan Kirkpatrick, “a partir de 1835, la idea de que la realidad subjetiva era el material de la expresión artística se convirtió en un lugar común de la crítica literaria española”8. Testimonios en este sentido pueden encontrarse en autores representativos del momento como Alcalá Galiano o el mismo Larra, que –en la estela de Victor Hugo– no vaciló en postular la centralidad de lo subjetivo como el rasgo esencial del espíritu de los tiempos y en vincularla de forma explícita con el programa de emancipación política articulado en el ideario liberal9. Pero, igualmente, otros autores de filiación más conservadora como Agustín Durán o el propio Donoso Cortés también identificaron el énfasis en la interioridad y la transmisión de contenidos íntimos como los elementos distintivos de la literatura moderna, y llegaron a formular esta idea de una forma llamativamente explícita y temprana. En 1829, por ejemplo, este último afirmaba ya que todo el carácter de la poesía griega nace de que, lanzado entonces el hombre fuera de sí mismo y existiendo en todo lo que le rodeaba, todas sus producciones han debido tener el sello de lo físico y exterior; pero en la época moderna, no encontrando el hombre objetos agradables en que espaciar su imaginación, se ha reconcentrado dentro de sí mismo, y ha contemplado por la vez primera el caos insondable de nuestro yo moral10.
7
Morales Santisteban, José, “Carácter distintivo de la sociedad”…, pp. 202 y 214. Kirkpatrick, Susan, Las románticas: Escritoras y subjetividad en España 1835-1850, Madrid, Cátedra/Instituto de la Mujer, 1991, p. 56. 9 Como, por ejemplo, en Larra, Mariano José de, “Literatura”, en: Fígaro: colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 433-440. 10 Donoso Cortés, Juan, “Discurso de apertura del Colegio de Humanidades de Cáceres en Octubre de 1829”, en: Obras de Don Juan Donoso Cortés, Vol. 1, Madrid, Imprenta de Tejado, 1854, pp. 1-30, p. 11 (cursivas en el original). 8
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En este punto, conviene hacer algunas precisiones con respecto a las particularidades del romanticismo español, que, ciertamente, ha sido objeto de una larga y enconada polémica en torno a sus orígenes, su naturaleza ideológica y su verdadero alcance cultural más allá de sus años de máximo esplendor literario (aproximadamente, entre 1835 y 1850)11. Pero, tanto si se acepta que el arranque de la sensibilidad romántica se insinúa ya en las décadas finales del siglo xviii en obras como las Noches lúgubres de Cadalso o las Poesías de Meléndez Valdés12, como si se considera la amplia implantación en España de una versión tradicionalista e incluso abiertamente antimoderna del romanticismo13, o se toma el apogeo de las letras románticas como una simple moda importada, superficial y pasajera14, lo cierto es que la difusión del movimiento en la década de 1830 liberó en la sociedad española una nueva constelación de valores estéticos y morales que anunciaban la irrupción de una nueva cultura de la individualidad y la subjetividad. Quizá sea exagerado afirmar, como ha hecho David T. Gies, que el romanticismo fue en España “un cataclismo revolucionario que, cuando tuvo éxito, transformó al hombre en un ser radicalmente nuevo”15, pero no cabe duda de que dramas como La conjuración de Venecia, Don Álvaro o Macías, poemas como El moro expósito, La canción del pirata o El estudiante de Salamanca, o publicaciones como El Europeo (Barcelona, 1823-1824) o El Artista (Madrid, 1835-1836), pusieron en circulación una serie de imágenes, temas y pautas de expresión que, partiendo de la enajenación, la rebelión o la aguda desesperación del héroe romántico, reflejaban la nueva posición cósmica, social y cultural asumida por el individuo y su experiencia16. En el caso de la pintura,
11 Para una visión de conjunto del romanticismo literario español, véase Carnero, Guillermo (ed.), Historia de la literatura española… 12 Ésta es la tesis defendida sobre todo por Sebold, Russell, Trayectoria del romanticismo español, Barcelona, Crítica, 1983, pp. 75-108, en consonancia con el ya citado y muy influyente estudio de Gusdorf, Georges, Naissance de la conscience romantique… 13 Cf. Flitter, Derek, Teoría y crítica del romanticismo español, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. 14 Ésta es la tesis tradicional de Peers, Edgar A., Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1973. 15 Gies, David T., “Imágenes y la imaginación romántica”, Romanticismo, 1 (1982), pp. 1: 49-59, p. 58. 16 Un análisis ya clásico de la cosmovisión romántica se encuentra en Argullol, Rafael, El héroe y el único: El espíritu trágico del Romanticismo, Madrid, Taurus, 1982.
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por ejemplo, toda esta cosmovisión cristalizó en una profunda renovación de algunos géneros clásicos como el retrato y, sobre todo, el paisaje, uno de cuyos máximos exponentes españoles, el gallego Jenaro Pérez Villaamil, lo concebía justamente como una forma pictórica exclusivamente destinada a proyectar el alma o los estados psicológicos del pintor17. Así, a la altura de 1854, un autor nada afín al romanticismo como Juan Valera deploraba ya sus excesos egotistas, pero, según decía, no podía censurarlos, porque no cabía sino reconocer en ellos la misma reflexividad del hombre moderno: Ya estuviese enamorado, ya desengañado, ya hastiado, ya fuese incrédulo, ya creyente, todo poeta romántico debía hablarnos siempre de sí mismo. Pero esta manía auto-biográfica la disculpo yo, pues proviene de lo reflexivo del siglo en que vivimos, y de los sistemas de filosofía, que ahora privan, todos o casi todos psicológicos18.
Y, por su parte, la condesa de Pardo Bazán pudo explicar unas décadas después la trascendencia histórica del romanticismo en unos términos que, en este sentido, resultan sumamente reveladores: El triunfo del romanticismo en las letras fue azaroso, discutido y breve; en la sociedad, largo y natural, porque lo trajeron infinitas concausas, y, sobre todo, las de orden político e histórico. […] Lo que hizo explosión por medio del romanticismo era lo contrario de la unidad colectiva: el individuo, la personalidad; las múltiples formas del sentimiento, del pensamiento y de la fantasía; los temperamentos, los gustos, las rarezas, los antojos, –en resumen, el yo, afirmado anárquicamente. […] La verdad es que, gra-
17
Sobre la obra de Villaamil y su contribución a la teoría del paisaje puede verse Calvo Serraller, Francisco, “La teoría del paisaje en la pintura española del siglo xix”, en: La imagen romántica de España: Arte y arquitectura del siglo xix, Madrid, Alianza, 1995, pp. 115-130. 18 Valera, Juan, “Del Romanticismo en España y de Espronceda”, Revista Española de Ambos Mundos, 2 (1854), pp. 610-630, p. 615. En la misma línea, un sesudo estudio sobre la poesía clásica aparecido unos años antes insistía en señalar que la “predominación del yo, esta especie de psicología poética por la cual se toma a sí mismo el poeta moderno por objeto de sus cantos, esta vista enteramente subjetiva y personal de la naturaleza son extrañas al espíritu de la antigua poesía griega, debiendo encontrar su desarrollo natural en una edad de individualismo y de análisis” (Barbezat, J., “Del sentimiento de la naturaleza y de su expresión entre los poetas de la Grecia y de Roma”, Eco Literario de Europa, 2 [1851], pp. 528-550, p. 545).
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cias a la emancipación del yo por el romanticismo, Byron pudo ser Byron, y cada uno ser cada uno. El dictador aclamado por las masas de la revolución romántica es el individuo19.
En cualquier caso, y más allá de la proyección concreta que quepa atribuir a las letras románticas españolas, el nuevo orden social y cultural que fue imponiéndose en el país a partir de la década de 1830 trajo también consigo una serie de correlatos característicos de aquello que genéricamente podríamos definir como la privacidad moderna. De este modo, la sociedad española asistió entonces a una notable extensión y consolidación del modelo de la familia burguesa, esto es, de la familia nuclear desprovista de una función primariamente económica o productiva, centrada en el ámbito de lo doméstico y orientada al cultivo de lazos afectivos íntimos y al despliegue de la interioridad de sus miembros20. Y, en consonancia con este auge de la esfera de lo privado, emergió un nuevo patrón de relaciones interpersonales mediado por nuevas pautas y espacios de sociabilidad y, sobre todo, se difundieron una serie de prácticas relacionadas con las llamadas “escrituras del yo”, esto es, con el ejercicio de la introspección, el registro y la comunicación de estados subjetivos. Entre éstas cabe mencionar, en primer lugar, la popularidad del género memorialístico y autobiográfico, cuyos orígenes en España se han situado en los relatos de vida de un selecto grupo de sabios ilustrados (con Diego de Torres Villarroel a la cabeza), pero que alcanzó en esta época una gran proyección a pesar de la finalidad eminentemente justificativa o testimonial de la mayoría de sus autores y –salvo contadas excepciones– de su renuncia a hacer partícipes a sus lectores de una indagación exhaustiva y honesta de sí mismos21.
Pardo Bazán, Emilia, “La literatura moderna en Francia: El Romanticismo”, La España Moderna, 3 (1900), pp. 63-79, pp. 64-66. 20 Véanse, en este sentido, Serrano García, Rafael, El fin del Antiguo Régimen…, pp. 181205; Reher, David S., La familia en España: Pasado y presente, Madrid, Alianza, 1996; o Kertzer, David I. y Barbagli, Marzio (eds.), Historia de la familia europea, Vol. 2: La vida familiar desde la Revolución Francesa hasta la Primera Guerra Mundial (1789-1913), Barcelona, Paidós, 2003. 21 Sobre la evolución del género en la España del siglo xix es necesario consultar Caballé, Anna, “Memorias y autobiografías en la literatura española del siglo xix”, en: Romero Tobar, Leonardo (ed.), Historia de la literatura española, Vol. 9: Siglo XIX (II), Madrid, Espasa-Calpe, 1998, pp. 347-363; y Durán López, Fernando, Vidas de sabios: El nacimiento de la autobiografía moderna en España (1733-1848), Madrid, CSIC, 2005. 19
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Igualmente, y de forma paralela a la mayor extensión de la escritura y la lectura en solitario, aquellos años vivieron la introducción de hábitos como la conducción de diarios íntimos o de modas como la confección de álbumes privados, cuya popularidad entre las mujeres de la alta sociedad madrileña sería documentada en una ácida sátira por el propio Larra22. Y, por último, y como reflejaría Galdós años después con la inclusión de La estafeta romántica (1899) en la serie de los Episodios nacionales, la redacción de cartas también experimentó un gran impulso, dando lugar a epistolarios tan destacados como los de Gertrudis Gómez de Avellaneda o el mismo Valera23. Lógicamente, los orígenes concretos de estos desarrollos sociales y culturales se remontan en algunos casos a periodos anteriores a la revolución liberal y, en realidad, ninguno de ellos da cuenta por sí mismo de una ruptura radical con el pasado o la tradición. Pero no cabe duda de que, tomados en su conjunto, todos ellos son muy sugestivos de un considerable avance en la implantación de la individualidad reflexiva característica de la Modernidad y, en consecuencia, de una notable progresión en las condiciones sociales y culturales que propiciaron una mayor receptividad, difusión y proyección del conocimiento psicológico. Tal como ha señalado Raquel Sánchez, “el descubrimiento de los fantasmas que esconde el ser humano en su psique fascinó al hombre romántico como habría de fascinar al hombre finisecular y al del siglo xx”24. Y el hecho es que, como veremos a continuación, las décadas de 1830 y 1840 asistieron a una amplia circulación de las doctrinas psicológicas más populares del momento, y a la aparición de un interés público por la “esfera moral” que difícilmente puede compararse con su tratamiento anterior por parte de la minoría ilustrada del país.
Frenología y magnetismo “En los cráneos hay órganos diferentes: los unos son prominentes, los otros son subterráneos. El cerebro es la substancia donde nuestra alma resi-
22 Larra, Mariano José de, “El álbum”, en: Fígaro: colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 368-373. 23 Cf. Pagés-Rangel, Roxanna, Del dominio público: Itinerarios de la carta privada, Amsterdam, Rodopi, 1997. 24 Sánchez, Raquel, Románticos españoles…, p. 354.
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de. Cada afección coincide con una protuberancia. […] Y este gas magnético, sin preámbulos lo digo, forma sonámbulos y aun profetas”25.
Estos versos proceden de la comedia de Manuel Bretón de los Herreros Frenología y magnetismo, estrenada la Nochebuena de 1845 en el Teatro del Príncipe de Madrid. Muy popular, influyente y respetado, Bretón se mantuvo en el centro de la actividad teatral madrileña durante buena parte de las décadas de 1830 y 1840, mostrando siempre una notoria habilidad para “sintonizar adecuadamente con los temas del momento”26. No en vano, sólo un mes antes había irrumpido en Madrid el incansable Mariano Cubí y Soler (1801-1875), que, tal como anunciaba el Diario de Madrid en su edición del 8 de noviembre, impartió en el Liceo un curso de “Frenología, fisonomía y magnetismo” y llegó a instalar en la ciudad una efímera pero concurrida consulta frenológica. La expectación y la resonancia generadas por su actividad fueron tales que al menos tres periódicos de la capital (El Clamor Público, progresista, y El Heraldo y El Español, ambos conservadores) publicaron en su integridad las 18 lecciones de su curso, mientras propagaban todo tipo de informaciones relacionadas con sus espectaculares demostraciones. Así, por ejemplo, El Heraldo del 18 de noviembre se refería “al portentoso descubrimiento que ocupa hoy todos los círculos de Madrid”, relatando con gran detalle el éxito de Cubí al magnetizar públicamente a dos muchachas de alta cuna que se habían mostrado particularmente renuentes. “Casos de esta naturaleza –concluía de forma entusiasta el periódico– son muy satisfactorios, porque no dejan duda alguna de la realidad del magnetismo y hablan a su favor tomos enteros”. Como es sabido, la frenología y el magnetismo animal habían surgido en las décadas finales del siglo xviii, cuando los médicos alemanes Franz Joseph Gall (1758-1828) y Franz Anton Mesmer (1734-1815) sentaron las bases de dos doctrinas que, a pesar de su posterior descrédito, ejercieron un considerable atractivo en la Europa de la primera mitad del siglo xix. Atendiendo a sus presupuestos y consecuencias, ambas
Bretón de los Herreros, Manuel, Frenología y magnetismo, Madrid, Imprenta de D. José Repullés, 1845, pp. 9-10. 26 Gies, David T. El teatro en la España del siglo XIX…, p. 214. 25
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doctrinas no podían resultar más contrapuestas, pues, mientras la frenología partía de una estricta asimilación entre mente y cerebro –o, mejor dicho, entre las diversas facultades mentales y una pluralidad de órganos cerebrales– y pretendía explicar el carácter, las tendencias y las aptitudes de los individuos por la forma de sus cráneos27, las distintas versiones del magnetismo se interesaban por la acción curativa de fuerzas ignotas –primero físicas, luego psíquicas– y ponían el punto de mira en una serie de fenómenos difícilmente objetivables e incluso inefables como el sonambulismo, la sugestión o el trance28. En ese sentido, la frenología debe ser reconocida como una de las primeras articulaciones teóricas del organicismo cerebral que ha alentado el desarrollo de la neurociencia contemporánea29, mientras el magnetismo animal constituye uno de los antecedentes históricos más definidos de la hipnosis, el psicoanálisis y la psicología del inconsciente30. Pero, en todo caso, tanto una como la otra alimentaron en su momento el interés psicológico de amplios sectores de la nueva sociedad burguesa, y, como prueba el caso del mismo Cubí, a menudo fueron conocidas, cultivadas y difundidas de forma conjunta. Ciertamente, las primeras noticias sobre la frenología y el magnetismo animal habían llegado a España muchos años antes31, pero, tal como ha puesto de manifiesto David Nofre en una reciente tesis doctoral que complementa en aspectos importantes aproximaciones anteriores, fue justamente en las décadas de 1830 y 1840 cuando, debido en parte al apostolado itinerante de Cubí, alcanzaron un grado tal de difusión que les llevó a convertirse en el objeto de numerosos productos
27 Un buen análisis de la doctrina frenológica se encuentra en Lantéri-Laura, Georges. Histoire de la phrénologie: L’homme et son cerveau selon F.J. Gall, Paris, PUF, 1970. 28 La obra de referencia en castellano sobre la historia del magnetismo animal es Montiel, Luis y González de Pablo, Ángel (eds.), En ningún lugar, en parte alguna. Estudios sobre la historia del magnetismo animal y del hipnotismo, Madrid, Frenia, 2003. 29 Tal como expone Vidal, Fernando, “Le sujet cérébral: Une esquisse historique et conceptuelle”, Psychiatrie, Sciences Humaines, Neurosciences, 3 (2005), pp. 37-48. 30 Presentado así, clásicamente, por Ellenberger, Henri F., El descubrimiento del inconsciente, Madrid, Gredos, 1976. 31 Cf. Bujosa, Francesc y Miqueo, Consuelo, “La prehistoria de la frenología en España”, Medicina e Historia, 11 (1986), pp. 1-16; o González de Pablo, Ángel, “Animal magnetism in Spanish medicine (1786-1860)”, History of Psychiatry, 17 (2006), pp. 279298. Ver también infra, pp. 111-112.
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de la cultura popular32. De este modo, aquellos años asistieron no sólo a la fundación de numerosas sociedades frenológicas a lo largo y ancho del país, sino también a la confección de un gran número de manuales, textos y materiales de divulgación, al estreno de la misma comedia de Bretón e incluso a la aparición de diversos folletines costumbristas o satíricos como los debidos a Antonio Flores (“Frenología aplicada a la economía doméstica”) y Modesto Lafuente, el célebre Fray Gerundio (“Tirabeque magnetizado”)33. En el caso de la frenología, esta popularidad estuvo además muy vinculada a la amplia circulación de los estereotipos románticos en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Fernando VII, de manera que el interés por los estudios craneoscópicos fue a menudo identificado con los mismos valores estéticos y morales del romanticismo34. En uno de sus primeros cuadros para el Semanario Pintoresco, así lo recogía el propio Mesonero Romanos, describiendo con manifiesto sarcasmo las peripecias de un ficticio sobrino que había sucumbido fatalmente a la “romanticomanía” que por aquel entonces (1837) invadía Madrid: Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. […] Rebutió su mollera de todas las encantadoras fantasías de Lord Byron […]; y en los ratos en que menos propenso estaba a la melancolía, entreteníase en estudiar la craneoscopia del doctor Gall35.
32 Cf. Nofre Mateo, David, Una ciència de l’home, una ciència de la societat: Frenologia i magnetisme animal a Catalunya 1842-1854, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, Tesis doctoral, 2005, pp. 105-130. Para el contexto británico, una obra clásica sobre este punto es Cooter, Roger, The cultural meaning of Popular Science: Phrenology and the organization of consent in nineteenth-century Britain, Cambridge, Cambridge University Press, 1984. 33 Respectivamente, Flores, Antonio, “Frenología aplicada a la economía doméstica”, El Laberinto, 2 (1844), pp. 233-235; y Lafuente, Modesto, “Tirabeque magnetizado”, en: Teatro social del siglo xix, Vol. 1, Madrid, Establecimiento Tipográfico de F. de P. Mellado, 1846, pp. 117-125 y 145-154. 34 Cf. Romero Tobar, Leonardo, Panorama crítico del romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994. 35 Mesonero Romanos, Ramón, “Panorama matritense: El romanticismo y los románticos”, Semanario Pintoresco Español, 2 (1837), pp. 281-285, p. 282.
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Por su parte, tanto Larra como Espronceda, los dos autores más emblemáticos del momento, incluyeron en su obra sendas menciones a la frenología, lo que muestra que el sistema de Gall fue ampliamente conocido en los cenáculos románticos españoles y que la alusión de Mesonero no dejaba de tener su fundamento. Así, en el artículo satírico “El ministerial” (1834), Larra reconocía ser “de los que opinan […] con muchos fisiólogos y con Gall que el alma se adapta a la forma del cuerpo, y que la materia en forma de hombre da ideas y pasiones”36, mientras Espronceda hacía recomendar a uno de los personajes de su novela histórica Sancho Saldaña (1834) “el tratado de frenología del doctor Gall, donde se convencerán de […] que cada joroba de nuestra cabeza es un nido de vicios, de virtudes y de talentos”37. Con todo, el hecho es que, aparte de los artículos aparecidos en la prensa médica y de las numerosas publicaciones apologéticas de Cubí y sus discípulos –entre las que hay que destacar el quincenal El Eco de la Frenología y de las Escuelas Filosóficas (1847), el semanario La Antorcha (1848-1850) y la Revista Frenológica (1852-1854) impulsada por Magín Pers y Ramona–, apenas hubo gaceta, revista o periódico que, durante las décadas de 1830 y 1840, no se ocupara en sus páginas de la frenología y el magnetismo animal. El popular Semanario Pintoresco, por ejemplo, dedicó en su primera serie (1836-1838) varios artículos a la frenología con el objeto de “difundirla, vulgarizarla y ponerla al alcance de todos, el sabio y el ignorante, el anciano y el mancebo, el militar y el comerciante, el magistrado y el artesano”38, mientras el catedrático y médico de cámara de Isabel II, Juan Drument, elegía en 1839 la más “seria” Revista de Madrid para exponer con aprobación los principios de la “ciencia frenológica”, pero advirtiendo de que ésta “es más profunda y filosófica de lo que generalmente se piensa, y para obtener sus resultados es necesario un estudio muy largo y variado”39. En este sentido, es interesante citar el testimonio del propio Antonio Flores, que da a
Larra, Mariano José de, “El ministerial”, en: Fígaro: colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, Barcelona, Crítica, 2000, p. 239. 37 Espronceda, José, “Sancho Saldaña o El castellano de Cuellar”, en: Obras completas, Madrid, Cátedra, 2006, p. 976. 38 Segovia, A. M., “Frenología”, Semanario Pintoresco Español, 3 (1838), pp. 770-774, pp. 770-771. 39 Drument, Juan, “Frenología”, Revista de Madrid, 1(1839), pp. 508-516, p. 514. 36
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entender que la frenología llegó a popularizarse de tal modo en aquellos años que se convirtió en un recurso muy común entre todo tipo de charlatanes y embaucadores: La frenología es víctima, como todos los ramos de la ciencia de curar, de la audacia y la poca aprensión con que ciertos hombres se las dan de sabios en todo aquello en que parece reinar alguna confusión […]. Hay muchos, de esos que si tienen un buen cigarro se lo fuman en la Puerta del Sol, que han oído o leído media docena de nombres sobre la organología y se dan a palpar cabezas en las visitas40.
Igualmente, también el magnetismo animal tuvo una amplísima difusión en España sobre todo durante la década de 1840, cuando se publicaron las traducciones de los tratados franceses de Jean Joseph Adolphe Ricard (1844), Alphonse Teste (1845), Léon Rostan (1845) y Aubin Gauthier (1846), así como diversos folletos (algunos de ellos anónimos) debidos a autores españoles41. Como ya hemos visto, el magnetismo tuvo entonces una acogida entusiasta por parte de algunos sectores del público español, y no faltaron quienes, como El Museo de Familias barcelonés, lo consideraron incluso como un singular exponente de la modernidad y el progreso de las ciencias: Muy difícil sería, cuando no imposible, negar los progresos del magnetismo animal, cuando en medio siglo la doctrina de Mesmer ha sufrido todas las pruebas e invadido todas las clases. Las ciencias, las artes, las generaciones, las costumbres, los libros, todo está penetrado de su espíritu, todos se ocupan de sus progresos y contribuyen a desarrollarlos42.
Como en otros países, la popularidad del magnetismo en España se desprende también del hecho de que durante un tiempo constituyó un tema recurrente en los delirios y experiencias de algunos enfermos mentales. A falta de un relato autobiográfico como el del comercian-
40
Flores, Antonio, “Frenología aplicada…”, p. 234. Para una enumeración exhaustiva, véase González de Pablo, Ángel, “Animal magnetism…”. 42 “Psicolojía: Cuadro filosófico de los progresos del magnetismo animal desde Mesmer hasta el día”, El Museo de Familias, 5 (1841), pp. 99-107, p. 99. 41
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te alemán Friedrich Krauss43, disponemos a este respecto del testimonio del barón Karol Dembowski, que alrededor de 1840 visitó el Hospital del Nuncio de Toledo y encontró en él a “un ex coronel de artillería que ha perdido la razón a fuerza de querer profundizar los misterios del magnetismo”44. Por ese y otros motivos, y del mismo modo que con la frenología, algunos autores de la época como el propio Modesto Lafuente se acercaron al magnetismo con un sincero y notable interés, pero también alertaron de los riesgos de una osadía o credulidad excesivas: En lo que hace al magnetismo, no vas desencaminado en decir que por un lado sí y por otro no, porque yo también creo que hay algo; […] pero hay secretos en la naturaleza que no ha penetrado todavía, ni acaso los penetrará nunca el hombre; y el que quiere ir más allá de lo conocido, o tiene que suplirlo con la farsa, o caer en el descrédito y el ridículo45.
En cualquier caso, a mediados de la misma década de 1840, algunas voces procedentes de los sectores más conservadores de la sociedad española empezaron a mostrarse muy críticas y contrarias a la frenología y el magnetismo, mientras el poder liberal acometía la introducción en el currículum formativo de la nueva educación secundaria de una “psicología” con un perfil ideológico y doctrinal muy distinto. En relación con la frenología, las hostilidades fueron abiertas ya en 1843 por el mismísimo Jaime Balmes, el pensador católico más activo e influyente del momento, que en una serie de artículos publicados en su quincenal La Sociedad atacó los principios y consecuencias de la doctrina frenológica en virtud de su “materialismo y determinismo”46. Como es sabido, este nuevo clima de animadversión alentado desde las filas católicas le costó a Cubí varios meses de arresto domiciliario y tener que afrontar entre 1847 y 1848 un sonado proceso ante el Tribunal Eclesiástico
Existe una edición abreviada: Krauss, Friedrich, Nothschrei eines Magnetisch-Vergifteten, Leverkusen, Bayer, 1967. 44 Dembowki, Karol, Dos años en España durante la Guerra Civil, 1838-1840, Barcelona, Crítica, 2008, p. 87. 45 Lafuente, Modesto, “Tirabeque magnetizado…”, p. 154. 46 Cf. Balmes, Jaime, “Frenología”, La Sociedad, 1 (1843); pp. 24-34; y Balmes, Jaime, “Estudios frenológicos”, La Sociedad, 1 (1843), pp. 337-367, 396-410 y 449-464. 43
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de Santiago de Compostela47. Pero, más allá de las polémicas concretas sostenidas en los años subsiguientes, lo más importante y decisivo en este sentido es seguramente el hecho de que, debido en gran medida a la circulación de discursos psicológicos de una heterodoxia más o menos contrastada, las élites liberales españolas asumieron primero y sancionaron después un entramado doctrinal muy concreto que, por su infiltración en los programas y contenidos transmitidos por medio del sistema educativo, estaba llamado a mantener una prolongada vigencia en la cultura del país.
La psicología liberal El 17 de septiembre de 1845, Pedro José Pidal, ministro de la Gobernación del primer gabinete del general Narváez y distinguida figura del liberalismo doctrinario español, obtenía de Isabel II la firma del Real Decreto aprobando un nuevo Plan General de Estudios. El Plan, en cuya elaboración desempeñó un destacado papel el entonces director general de Instrucción Pública Antonio Gil de Zárate, supuso un hito decisivo en la consolidación del orden educativo impulsado por el nuevo Estado liberal, teniendo, a pesar de las múltiples reformas y modificaciones a las que fue sometido en años posteriores, un carácter seminal con respecto a las líneas maestras de la política educativa española durante buena parte del siglo xix48. En lo que aquí interesa, el Plan Pidal consagró definitivamente la enseñanza media o secundaria como un nivel educativo con una organización, objetivos y contenidos singulares e independientes de la formación universitaria, a la vez que in-
47
La documentación de este proceso fue recogida posteriormente en Cubí y Soler, Mariano, Polémica religioso-frenolójico-magnética sostenida ante el Tribunal Eclesiástico de Santiago en el espediente que ha seguido con motivo de la denuncia suscitada contra los libros y lecciones de frenolojia y magnetismo de D. Mariano Cubí y Soler, Barcelona, Imprenta y Librería de José Tauló, 1848. Sobre la peripecia vital de Cubí, véase Carnicer, Ramón, Entre la ciencia y la magia: Mariano Cubí, Barcelona, Seix Barral, 1969; y Granjel, Luis S., La frenología en España (Vida y obra de Mariano Cubí), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1973. 48 Véase, en este sentido, Delgado Criado, Buenaventura, Historia de la educación en España y América. Vol. 3: La educación en la España contemporánea (1789-1975), Madrid, Ediciones SM, 1994.
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trodujo por vez primera en el currículum formativo una materia con la denominación específica de “Psicología”. Así, en el tercero de los cinco cursos de que había de constar la enseñanza secundaria elemental (a cuyo término se obtenía el grado de bachiller en Filosofía) se incluyó una asignatura denominada “Principios de psicología, ideología y lógica”, que compendiaba los contenidos filosóficos del bachillerato y los escindía definitivamente de la enseñanza moral y religiosa, relegada a partir de ese momento a unos “Principios de moral y religión” impartidos en el segundo curso. Este hecho, que ha sido certeramente analizado en el marco de los cambios introducidos en la “filosofía oficial” por las nuevas élites del país49, constituye también un fenómeno muy indicativo desde el punto de vista de la nueva cultura de la subjetividad que trajo consigo la revolución liberal. En primer lugar, porque ratifica que el psiquismo y sus atributos habían asumido ya una presencia cultural y una posición en el orden del saber que les conferían una cierta entidad, substantividad y relevancia como objetos de conocimiento. En segundo lugar, porque sugiere que el poder liberal atendía unas determinadas demandas ideológicas o perseguía unos intereses sociopolíticos específicos al fomentar la difusión y la orientación doctrinal de dicho conocimiento. Y, por último, porque cabe suponer que la implantación pedagógica de una disciplina de estas características debió tener una notable resonancia cultural al incidir justamente en la visión que sus destinatarios tenían del ser humano y de sí mismos50. En realidad, las disposiciones del Plan Pidal no hacían sino reflejar y sancionar oficialmente la amplia prominencia del discurso psicológico en la cultura filosófica posrevolucionaria. La filosofía –explicaba en este sentido el canónigo gaditano Juan José Arbolí en 1844– se comprende toda en la psicología, [pues] para que las máximas reguladoras del entendimiento y de la voluntad del hombre sean
49 Sobre este punto es clásica la obra de Heredia Soriano, Antonio, Política docente y filosofía oficial en la España del siglo XIX: La era isabelina (1833-1868), Salamanca, Instituto de Ciencias de la Educación, 1982. 50 He intentado mostrar este punto de vista en Novella, Enric J., “La política del yo: Ciencia psicológica y subjetividad burguesa en la España del siglo xix”, Asclepio, LXXII (2010), pp. 453-482.
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acertadas y legítimas, es indispensable que se deriven del conocimiento profundo de su naturaleza intelectual y moral, cuyo estudio corresponde a la psicología51.
Pero, más concretamente, el Plan reproducía un proceso que los liberales franceses habían completado en 1832, cuando, tras la revisión de los programas de educación secundaria promovida por François Guizot, la enseñanza de la filosofía en los liceos empezó a incluir una extensa sección inicial de psicología cuyos contenidos fueron directamente propuestos por el todopoderoso catedrático de la Sorbona Victor Cousin52. Cousin, como es sabido, fue durante décadas el máximo exponente del eclecticismo filosófico francés, alentando desde sus diversos cargos públicos la institucionalización de una psicología espiritualista que, inspirada a partes iguales por el idealismo alemán y la escuela escocesa del siglo xviii, se convirtió en toda una seña de identidad del pensamiento doctrinario53. De este modo, la irrupción de la psicología en las aulas españolas ha de verse en el contexto de la rápida penetración y difusión de la Ideología espiritualista y el espiritualismo ecléctico entre las élites moderadas del régimen isabelino, a las que, como en Francia, proporcionó un sistema filosófico que –como ahora mismo veremos– encajaba particularmente bien no sólo con la tradición, sino también con su visión del mundo, su autocomprensión y sus intereses. Comentando este giro en el ámbito del “pensamiento oficial”, Antonio Heredia ha señalado con acierto que si en los tiempos de la Guerra de la Independencia y de Riego los liberales pudieron defender posiciones radicales en política y adscribirse sin ambages a la ideología pura y racional; ahora, después de una dura y rica experiencia, se hacen doctrinarios y matizan su sensualismo. En el fondo, lo que
51 Arbolí, Juan José, Compendio de lecciones de filosofía, Cádiz, Imprenta de la Revista Médica, 1844, pp. 18-19. 52 Para un análisis detallado de este proceso véase Goldstein, Jan E., The Post-Revolutionary Self: Politics and Psyche in France 1750-1850, Cambridge MA, Harvard University Press, 2005, pp. 182-194. 53 Cf. Díez del Corral, Luis, “El liberalismo doctrinario”, en: Obras completas, Vol. 1, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, pp. 145-155; y Chase, Richard R., “The influence of psychology on Guizot and Orleanist policies”, French History, 3 (1989), pp. 177-193.
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estaba triunfando […] era una nueva actitud social, una virtus civilis de alcance reformista: el espíritu ecléctico, llamado a convertirse en insignia de todo un reinado54.
En estas coordenadas, pues, los postulados psicológicos del espiritualismo ecléctico tuvieron una difusión masiva en España durante la década de 1840, consignándose inicialmente en obras como las Lecciones de filosofía ecléctica (1843) impartidas en el Ateneo de Madrid por Tomás García de Luna y el ya citado Compendio de lecciones de filosofía (1844) de Arbolí55. Asimismo, habría que añadir las prontas traducciones y la rápida implantación de varios manuales escolares redactados por Cousin y sus discípulos, como las Lecciones de filosofía (1843) de J. P. Damiron, el Curso completo de filosofía para la enseñanza de ampliación (1846) de M. J. Tissot, el Curso de filosofía (1847) de E. Géruzez, el Curso de filosofía sobre el fundamento de las ideas absolutas de lo verdadero, lo bello y lo bueno (1847) del propio Cousin o el Manual de filosofía para el uso de los colegios (1848) de A. Jacques, J. Simon y E. Saisset. En líneas generales, los contenidos psicológicos recogidos en estos manuales y prescritos en los primeros programas oficiales de la asignatura tenían, como ya se ha señalado, un acusado perfil espiritualista, enfatizándose en ellos la dualidad esencial de cuerpo y alma, la naturaleza unitaria, activa e inmaterial del “yo” como elemento organizador de la interioridad psíquica y su división en las esferas tradicionales de la psicología de las facultades (sensibilidad, inteligencia y voluntad). Por su parte, el “estudio analítico de las facultades del alma”, que ocupaba la mayor parte del temario, era concebido en los términos de una “psicología experimental” especialmente interesada en avalar la legitimidad epistémica de los datos ofrecidos por la “percepción interna” o la conciencia, la existencia de la “libertad moral” y la falsedad intrínseca y aberrante del materialismo56. Este esquema, que se completaba
Heredia Soriano, Antonio, Política docente y filosofía oficial…, p. 16. Véase Carpintero, Helio, Historia de la psicología en España, Madrid, Pirámide, 2004, pp. 64-67. 56 “El profesor de la asignatura debe definir la psicología manifestando detenidamente la existencia del alma, su distinción sustancial del cuerpo y de la materia, sus atributos de unidad, identidad y actividad y las facultades primarias e irreductibles del YO humano (sic), a saber: la sensibilidad, la inteligencia y la voluntad” (Programas para las asignaturas de segunda enseñanza mandadas observar por S. M. en todos los institutos, semina54 55
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con un breve apartado final dedicado a la “síntesis de las facultades”, fue seguido de forma reglamentaria por la práctica totalidad de los textos escolares hasta las décadas finales del siglo xix, si bien introduciendo algunos matices en función de la filiación teórica e ideológica de sus autores. En todo caso, si hay un libro de texto que representa la ortodoxia a partir de la cual pueden apreciarse estos matices, éste es, sin duda, el curso de Elementos de psicología debido a Pedro Felipe Monlau, que, entre sus numerosos cargos y destinos, fue, desde 1848 hasta 1857, catedrático de Psicología y Lógica en el Instituto de San Isidro de Madrid57. El curso de Monlau, publicado junto con una amplia sección de lógica redactada por el filósofo cordobés José María Rey Heredia, fue, de hecho, el libro de texto de psicología más recomendado por los sucesivos gobiernos isabelinos, gozando inicialmente de una buena reputación entre los sectores más conservadores y afines al régimen y resultando después, en comparación con los manuales de la escuela neocatólica, igualmente aceptable para los docentes de tendencia krausista. Consecuentemente, fue reeditado hasta trece veces entre 1849 y 1894, lo que demuestra que su uso escolar llegó a estar tan arraigado que, a pesar de la paulatina aparición de otros textos más actualizados, pervivió hasta el periodo de entresiglos58. Desde el punto de vista doctrinal, y aunque algunos autores han querido ver en él un “positivismo primerizo”, la presencia de “interesantes aportaciones psico-fisiológicas” o un intento de “conciliar la psicología con los supuestos de la ciencia experimental”59, lo cierto es
rios y colegios del reino por Real Orden de 20 de setiembre de 1850, Madrid, Imprenta Nacional, 1850, p. 53). 57 Cf. Monlau y Sala, José, Relación de los estudios, grados, méritos, servicios y obras científicas y literarias del Ilmo. Sr. Dr. D. Pedro Felipe Monlau, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1864. 58 Tal como han mostrado Castro, Jorge, Castro, Raquel y Casla, Marta, “Las Cátedras de Filosofía de los Institutos de Segunda Enseñanza: El control ideológico de la educación”, en: Blanco, Florentino (ed.), Historia de la psicología española: Desde una perspectiva socio-institucional, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 109-144. 59 Respectivamente, Castro, Jorge, Castro, Raquel y Casla, Marta, “Las Cátedras de Filosofía…”, p. 121; Carreras y Artau, Tomás, Médicos-filósofos españoles del siglo XIX, Barcelona, CSIC, 1952, pp. 52-55; y Santacatalina, Isabel, “El ‘Curso de psicología’ (1849) de Pedro Felipe Monlau”, en: Garma, Santiago (ed.), El científico español ante su historia: La
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que la lectura de sus sucesivas ediciones desmiente estas apreciaciones y confirma su total adscripción al espiritualismo ecléctico oficial. En este sentido, y aunque ocasionalmente llegue a subrayar la “gran utilidad de los estudios fisiológicos para ilustración del psicólogo”60, Monlau desarrolla los contenidos del temario (la existencia y la inmortalidad del alma, su substantivación psíquica en el yo, los atributos de unidad, identidad y actividad de éste, la división tripartita de las facultades, etc.) de un modo tan explícito y unívoco que no deja lugar a dudas: La pura observación interna, y no el escalpelo, –llega a afirmar– es con efecto la que tiene el derecho de contar y describir las facultades anímicas. No recusamos el auxilio de las ciencias fisiológicas […] pero sí decimos que sin ellas puede subsistir y ha subsistido la ciencia del alma61.
Por todos estos motivos, su curso constituye una fuente de gran valor en la historia educativa y cultural de la España de las décadas centrales del siglo xix, permitiendo acometer un análisis más detallado de los contenidos efectivamente transmitidos a los alumnos españoles por medio de la nueva psicología del bachillerato. De acuerdo con los planteamientos cousinianos, Monlau insiste, en primer lugar, en la gran importancia propedéutica de la psicología (“punto de partida, antecedente necesario, y única base de todas las teorías filosóficas”), subrayando en todo momento su alto valor cultural y la gran relevancia social de sus aportaciones: ¿Hay algo más digno de nuestras especulaciones, hay algo más útil, hay algo más grandioso en sus resultados, que la ciencia que revela el hombre a sí mismo, que le inicia en los sublimes misterios de su naturaleza, que le descubre el secreto de su fuerza, que le eleva por la contemplación de su ser hasta el principio del cual emanan sus nobles facultades, y le expli-
ciencia en España entre 1750-1850, Madrid, Diputación Provincial de Madrid, 1980, pp. 261262. Véanse también las apreciaciones similares de Doménech, Edelmira y Raich, Rosa M., “Antecedents de l’ensenyament de la psicologia a Catalunya en el segle xix”, Gimbernat, 4 (1985), pp. 95-107; y Carpintero, Helio, Historia de la psicología…, pp. 68-69. 60 Monlau, Pedro F., “Elementos de psicología”, en: Monlau, Pedro F. y Rey Heredia, José M., Curso de psicología y lógica, Madrid, Imprenta La Publicidad, 1849, p. 31. 61 Ibidem, pp. 55-56.
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ca el destino a que éstas le llaman? […] Se comprenderá que es la ciencia realmente civilizadora [a la que] corresponde explorar y gobernar el mundo moral, dirigiendo a los individuos y a las sociedades por los caminos que haya trazado el conocimiento de la naturaleza y del destino de la especie humana62.
Desde el punto de vista individual, eso sí, la psicología constituye una disciplina selecta y exigente (y, por tanto, incompatible con una “vida liviana y de pura exterioridad”), pues requiere “una naturaleza rica y profunda [y] una gran fuerza de reflexión para recogerse dentro de sí y fijar en el laboratorio mental los fenómenos de la vida anímica”63. Pero este ejercicio reflexivo o introspectivo debe practicarse con mesura, pues los excesos del estudio o de la vida contemplativa pueden conducir a una pérdida de la “energía corporal” e incluso de la salud de forma análoga a la imaginación, la cual, si no se halla gobernada por la razón, “crea quimeras, ilusiones y monstruos, hace castillos en el aire, hace soñar al hombre despierto y no pocas veces ocasiona la locura”64. En todo caso, la indagación honesta de uno mismo es indispensable para aprehender el “yo”, esto es, para desarrollar una adecuada “conciencia de sí”, reconocerse como “sustancia espiritual” y, de este modo, instituirse como “criatura moral”. No en vano, todos empezamos siendo materialistas primero que espiritualistas, por la misma razón que todos empezamos a balbucear antes que a hablar con soltura […]. Pero la educación y la reflexión hacen caer pronto todas esas ilusiones; la conciencia habla bien claro al que la consulta de buena fe. […] Examínese el lector a sí mismo, recójase por un momento en el silencio de la meditación, y pronto confesará que la existencia del alma, o de una sustancia distinta del cuerpo, es una verdad palpable, un hecho de conciencia inmediata, clara, distinta, fuera de toda duda, y que no necesita demostración. […] El que después de haberse observado interiormente, afecta creer que en el hombre no hay más que cuerpo, es un desgraciado que cierra los oídos a la voz de la conciencia, esperando neciamente encontrar la impunidad de sus vicios y devaneos65.
Ibidem, p. 18 (cursivas mías). Ibidem, p. 19. 64 Ibidem, p. 182. 65 Ibidem, pp. 23-25. 62 63
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En consonancia, el alma es definida por Monlau como una “fuerza libre e ilustrada” cuya naturaleza es, ante todo, la “actividad” o aquel “esfuerzo voluntario” al que aludía Maine de Biran: La vida del alma es una vida que se conoce a sí misma, una fuerza autonómica o que se dirige por sí, y que tiene conciencia de su energía y de sus facultades; es una causa libre, es una vita sui conscia, sui potens, sui motrix. […] Las fuerzas físicas son autómatas; la fuerza psíquica es autócrata66.
En estas coordenadas, el estudio de las facultades ofrecido en la extensa sección de “psicología experimental” va a definir la voluntad (y no la inteligencia o la sensibilidad, como había hecho el sensualismo dieciochesco) como el elemento verdaderamente distintivo e incluso constitutivo del psiquismo humano: “la voluntad es, como afirmaba Descartes, lo más propiamente nuestro que hay en nosotros, o mas bien la voluntad es nosotros mismos, y ella sola constituye, por decirlo así, la persona humana. […] La voluntad es plenamente nuestra. La voluntad es el YO (sic)”67. Teniendo en cuenta el carácter prescriptivo de los contenidos representados canónicamente por el manual de Monlau así como la identidad de sus destinatarios, no resulta difícil advertir cómo el campo del psiquismo fue definido por las élites liberales como un escenario conformado a la medida de una serie de supuestos ideológicos muy concretos. En primer lugar, la “conciencia de sí” substantivada en el yo aparece, como hemos visto, como el fundamento último de la individualidad y como una posesión íntima e inalienable del sujeto que, de forma análoga a los bienes materiales, emerge de forma evidente y a priori del orden natural de las cosas. En este sentido, cabe recordar que la legitimación de la propiedad privada a partir de la constitución “natural” del psiquismo fue una línea de argumentación muy extendida en la filosofía de la primera mitad del siglo xix, y, muy particularmente, entre los Ideólogos y eclécticos franceses68. Asimismo, la desigual distribución del talento para la reflexión y la “sublime complejidad” de la ciencia psicológica hacen que, a pesar de que, como señala Monlau, sus virtudes “civilizadoras” debe-
Ibidem, pp. 41-42. Ibidem, pp. 51-52. 68 Véase, nuevamente, Goldstein, Jan E., The Post-Revolutionary Self…, pp. 162-165. 66 67
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rían convertirla en el “punto de partida de todo sistema de educación”, el conocimiento de esa “síntesis tan admirable y misteriosa” que es el yo deba quedar reservado a una pequeña élite. En un contexto sociopolítico marcado por el sufragio censitario y la escasa integración de las masas populares69, su estudio se incluyó, no por casualidad, en los programas de la nueva (y muy minoritaria) educación secundaria, y no sólo se excluyó de la educación primaria, popular o profesional, sino también de los planes formativos de las Escuelas Normales encargadas de la preparación de los maestros70. Y, por último, frente a la visión esencialmente pasiva del psiquismo alentada por el sensualismo, la frenología o el magnetismo, el énfasis espiritualista en el carácter activo del yo y la asimilación de éste a la voluntad constituye un planteamiento muy afín a la comprensión que de sí misma tenía la burguesía decimonónica, tan propensa a concebir su creciente influencia en términos de talento, esfuerzo, moderación y responsabilidad moral71.
La cultura del yo “Este libro llena un gran vacío, y hasta nos hace presagiar una verdadera restauración de los buenos estudios filosóficos. […] En la psicología hemos advertido mucha exactitud y mucha profundidad de análisis, complaciéndonos en gran manera la verdad y hasta la elocuencia con que son combatidos los errores de Condillac, y pulverizadas las perniciosas teorías de las escuelas sensualistas. […] Es regular que existiendo una obra elemental tan recomendable, disponga el gobierno que sea sustituida como libro de texto a esos indigestos prontuarios y mal forjados compendios que inundan el mercado científico, llenando de absurdos la cabeza de la juventud, y pervirtiendo quizás su corazón”.
Cf. Jover Zamora, José María, La civilización española…, pp. 192-207, para una discusión de la estricta oposición entre la élite de “ciudadanos” con derechos y los “súbditos” pertenecientes a las clases populares durante el régimen isabelino. 70 Véase Delgado Criado, Buenaventura, Historia de la educación…, pp. 168-177 y 396-401. 71 Véanse, en este sentido, Haupt, Heinz-Gerhard, “El burgués”, en: Furet, François (ed.), El hombre romántico, Madrid, Alianza, 1997, pp. 25-66; o Hobsbawm, Eric J., La era de la revolución (1789-1848), Barcelona, Crítica, 1997, pp. 187-204. 69
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Con este encendido elogio, el periódico católico La Esperanza saludaba en su edición del 2 de agosto de 1849 la publicación del Curso de Monlau y Rey, que, sólo un mes después, sería establecido oficialmente como libro de texto por el Consejo de Instrucción Pública del régimen isabelino. Los términos del elogio son muy significativos, pues indican hasta qué punto el entramado doctrinal desarrollado en el libro fue inmediatamente percibido como una “verdadera restauración” de la tradición en un ámbito que se había visto amenazado por la proliferación de una serie de discursos más o menos “perniciosos” para la imagen del ser humano sostenida por la ortodoxia religiosa. Unos años después, en una sesión celebrada el 21 de enero de 1856 en el Ateneo de Madrid, el gran Pedro Mata se refería despectivamente al discurso psicológico dominante con el término de “yoísmo”, calificándolo como una doctrina particularmente “falsa y estéril”, incapaz de dar “una idea cabal de la razón humana” y generadora de un “divorcio absurdo de la fisiología y la psicología”. Los “yoístas” –afirmaba– “han hecho una entidad, el yo, la conciencia, y sobre esta abstracción, sobre esta creación ontológica, quimérica, han fundado una […] verdadera torre de Babel, donde todos hablan y ninguno se entiende”72. “Así –proseguía al año siguiente en la tercera edición de su importante Tratado de medicina y cirugía legal– los psicólogos, que parecían deber ser la antorcha que aclarase esta materia, han sido los que más la han embrollado”73. En realidad, reafirmándose en sus posiciones materialistas (estrictamente hablando, sensualistas y nominalistas), Mata se enfrentaba, más que a un autor o una escuela concreta, a todo un entramado cultural del que el espiritualismo psicológico constituía un resorte particularmente importante. Pero, acorde con la autocomprensión, la inspiración ideológica y los intereses sociopolíticos de las élites liberales, su implantación educativa puede entenderse, además, como un
72 Mata y Fontanet, Pedro, Filosofía española: Tratado de la razón humana con aplicación a la práctica del Foro, Madrid, Carlos Bailly-Baillière, 1858, pp. 47-48. 73 Mata y Fontanet, Pedro, Tratado de medicina y cirugía legal, 3ª ed., Madrid, Carlos Bailly-Baillière, 1857, Vol. 2, p. 170. Sobre las ideas psicológicas de Mata pueden consultarse Doménech, Edelmira, “Las ideas de Pedro Mata en el campo de la psicología de su tiempo”, Asclepio, 32 (1980), pp. 137-150; y la monografía de López Fernández, Mª Nieves, La psicología en la obra de Pedro Mata y Fontanet, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1993. Véase también la influyente apreciación de Mata por Menéndez Pelayo, Marcelino, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, CSIC, 1992, Vol. 2, pp. 1265-1269.
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intento muy significativo de implementar una determinada pedagogía de la subjetividad, esto es, de aleccionar a los alumnos en una cierta visión de sí mismos y forjar en ellos un determinado patrón de reflexividad. Desde este punto de vista, pues, la doctrina espiritualista difundida en las aulas españolas durante buena parte del siglo xix aparece no sólo como un corpus deudor de ciertos valores e intereses, sino también como una singular “tecnología del yo” destinada a proyectarse en la sociedad española y conformar una determinada cultura psicológica74. La pertinencia de esta perspectiva de análisis resulta manifiesta si se examinan, por ejemplo, los materiales escolares redactados por los propios alumnos en sus clases de “psicología” o se constata la extraordinaria proyección cultural del “yoísmo” en la España de la segunda mitad del siglo xix. Así, los apuntes tomados por el alumno José Soriano y Castro en el curso 1848-1849 a partir de las lecciones de Monlau en el Instituto de San Isidro (conservados en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional), consignan afirmaciones tales sobre la dualidad de cuerpo y alma, sobre la naturaleza de ésta como “fuerza que anima al hombre” o sobre las cualidades del yo (que “es siempre uno, idéntico y activo” a la par que “sensible, inteligente y libre”), que difícilmente pasaron desapercibidas a las decenas de miles de estudiantes de secundaria que hubieron de escucharlas durante décadas75. El mismo Santiago Ramón y Cajal, por ejemplo, refiere en sus memorias haber dedicado un gran esfuerzo a la lectura de la “psicología de Monlau” durante sus estudios de bachillerato en Huesca en la década de 1860. Y cabe inferir que sus contenidos y su orientación doctrinal debieron tener una marcada influencia sobre él, pues, todavía en sus años de estudiante de medicina en Zaragoza, Cajal reconocía haber sido un “ferviente y exa-
74
Tal como ha sugerido Jan Goldstein en el marco de su espléndido análisis de la difusión del espiritualismo cousiniano en la Francia del siglo xix. Cf. GOLDSTEIN, Jan E., “Foucault and the post-revolutionary self: The uses of Cousinian pedagogy in nineteenth-century France”, en: Foucault and the Writingof History, Oxford, Blachwell, 1994, pp. 99-115; y GOLDSTEIN, Jan E., The Post-Revolutionary Self..., pp. 13-15. Sobre el concepto y la visión foucaultiana de las “tecnologías del yo”, Foucault, Michel, “Tecnologías del yo”, en: Tecnologías del yo y otros textos afines, Barcelona, Paidós/ICE-UAB, 1990, pp. 45-94. 75 Los apuntes del joven Soriano forman un cuaderno manuscrito de 43 hojas titulado Compendio de psicología que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid (Mss/12957/40).
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gerado espiritualista” y llegaba a confesar que, por aquella época, sus veleidades filosóficas pasaban sistemáticamente por “refutar, ante mis camaradas un poco desconcertados, la existencia del mundo exterior, el noumenon misterioso de Kant, afirmando resueltamente que el yo, o por mejor decir, mi propio yo, era la única realidad absoluta y positiva”76. Con todo, el atractivo y la difusión del espiritualismo psicológico en la España de las décadas centrales del siglo xix debe verse, a pesar de su apariencia secular y de sus evidentes afinidades burguesas, en el marco de su mayor compatibilidad con los dogmas tradicionales en torno a la unidad, la espiritualidad y la inmortalidad del alma o la existencia de la libertad moral. No por casualidad, el auge y la promoción educativa de la psicología espiritualista se dio en un periodo en el que otras teorías y disciplinas que, como la medicina mental, promovían una aproximación más o menos determinista al estudio de la actividad psíquica y la conducta desviada o que, como el darwinismo, implicaban un fuerte cuestionamiento de la imagen del ser humano sostenida por la tradición, fueron objeto de intensas y enconadas controversias e inspiraron incluso diversos intentos de “conciliación” por parte de los científicos españoles77. Y, por ese motivo, el “yo” sustancial, activo y unitario de la psicología espiritualista decimonónica (en sus distintas variantes) ha de entenderse también como un postulado dirigido a contrarrestar, en el ámbito del discurso psicológico, aproximaciones que, como el sensualismo, la frenología o el magnetismo animal, habían gozado de un amplio predicamento y difusión en el tránsito del siglo xviii al xix, y que conllevaban una clara tendencia a la reducción, la naturalización o la fragmentación del psiquismo. En este sentido, es revelador que algunos de los manuales escolares de la nueva disciplina incluyesen refutaciones o condenas bastante explícitas de estas doctrinas, como es el caso de los debidos a dos figuras destacadas del pensamiento neocatólico como Juan Manuel Ortí y Lara o el padre Zeferino González. La edición de 1868 de la Psicología de Ortí, por ejemplo, contenía dos apéndices destinados a combatir los principios de la frenología y el magnetismo animal en los que su autor
Ramón y Cajal, Santiago, Recuerdos de mi vida, Barcelona, Crítica, 2006, p. 274. En este sentido puede consultarse Pelayo, Francisco, Ciencia y creencia en España durante el siglo xix: La paleontología en el debate sobre el darwinismo, Madrid, CSIC, 1999, pp. 47-80, 113-134 y 307-340. 76 77
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acusaba a la primera de suponer “la muerte de la libertad” y a la segunda, de ser un producto satánico inspirado por “ángeles rebeldes, enemigos de Dios y del hombre”78. Pero, más allá de su tono reprobatorio y dogmático, es interesante señalar que los argumentos de Ortí también expresaban una preocupación ampliamente compartida en la cultura decimonónica por la fragmentación del psiquismo y, en definitiva, por la posibilidad de que, bien por una hipotética desagregación “horizontal” (en el caso del sensualismo y la frenología) o “vertical” (en el del magnetismo), la unidad de la conciencia y la autodisposición del individuo se vieran comprometidas o cuestionadas: “Así –decía– la actividad del hombre, que es una e idéntica, sería al contrario una sucesión de actividades diversas y contradictorias, ya despiertas, ya en reposo, bien dominantes, bien dominadas”79. Con todo, y a la vista de la impronta distintivamente burguesa y conservadora de la psicología mayoritariamente difundida a partir de 1845 en las aulas españolas, no hay duda de que la eclosión de los saberes y las prácticas psicológicas que hemos revisado en este capítulo no se saldó sin consecuencias importantes para la sociedad y la cultura española. Pues, por un lado, el nuevo Estado liberal abrazó un discurso psicológico afín a sus intereses y a la tradición, y articuló un programa pedagógico con el que entraba de lleno en el ámbito de la regulación doctrinal de la subjetividad, esto es, en la conformación de una determinada concepción del individuo y de sus relaciones consigo mismo por medio de un conocimiento secular de su psiquismo. Pero, por el otro, esta “apertura” y problematización del campo subjetivo y la progresión de la individualidad reflexiva consumada en aquellos años también dejaron el camino expedito para la posterior difusión e implantación de nuevos discursos psicológicos, y, en definitiva, para el reconocimiento cultural del individuo como una singular criatura atravesada por una serie de determinaciones y desgarramientos íntimos cuya naturaleza última básicamente desconoce. Y es de suponer que todas estas transformaciones en la percepción del individuo –que, como todas aquellas que implican mutaciones culturales de largo alcance, siempre resultan esquivas y difíciles de aprehender– también debieron
Ortí y Lara, Juan M., Psicología, 4ª ed., Madrid, Imprenta de Tejado, 1868, pp. 268 y 257. 79 Ibidem, p. 269. 78
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favorecer el cambio en la percepción de la locura al que hemos aludido anteriormente. En realidad, en un mundo atravesado de tal modo por la centralidad (y la precariedad) del sujeto, el loco no podía sino devenir una de las figuras más simbólicas y reconocibles en los cada vez más extensos y quebradizos paisajes del alma.
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III. LA MEDICINA DEL ESPÍRITU
Ya podemos los médicos entregarnos sin reserva ni límite al anchuroso campo de nuestras investigaciones para penetrar en el hondo abismo de las cuestiones psicológicas. Juan Bautista Peset (1867)
La naturalización del alma En una sesión científica celebrada en Sevilla en 1788, el padre Fernando Valderrama abordaba desde el punto de vista de la “sublime Teología” la espinosa cuestión de “¿Si la Alma puede, y cómo causar enfermedades en el cuerpo humano?”. Después de llegar a sostener que los “ángeles y espíritus réprobos […] pueden mover y alterar nuestros sólidos y líquidos hasta hacernos enfermar, y aun morir”, el autor pasaba a responder afirmativamente su pregunta de partida basándose en la consideración de las experiencias místicas o extáticas –“que hacen padecer la Alma unos impulsos que debilitan la materia, o cuerpo, tanto más, cuanto el espíritu necesita más expurgación”–, para concluir confesando: Bien se hace cargo el autor de esta Memoria de lo intrincado, y casi impenetrable del argumento en cuestión, y que será quizá a muchos poco agradable su discusión; porque excede los límites de la Naturaleza: pero igualmente conoce, que en este sabio Ateneo han tenido muchas veces lugar varios discursos sobre milagros, que no menos salen de la esfera natural, pero no de la de este ilustrado Congreso1.
1 Valderrama, Fernando, “¿Si la alma puede, y cómo causar enfermedades en el cuerpo humano?”, Memorias académicas de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, 6 (1788), pp. 258-281, pp. 267, 275 y 279-280. Sólo dos años antes, el presbítero y “socio de erudición” de la Academia Juan Carrasco había disertado nada menos que sobre “El poder del demonio en la parte física del hombre” (Memorias académicas de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, 4 [1786], pp. 504-523).
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Menos de un siglo después, el médico e higienista Benjamín de Céspedes disertaba en el Ateneo de Madrid sobre el Estudio fisiológico descriptivo de las pasiones humanas abogando explícitamente por “sustituir a las causas ocultas y místicas, con ayuda de las cuales se explican los fenómenos morales, la exposición de las leyes físico-químicas, a los que aquellos son debidos”. En plena eclosión del ideario positivista en la sociedad española de los primeros años de la Restauración, Céspedes afirmaba rotundamente y sin ambages que la investigación causal de las pasiones pertenece de derecho a la fisiología y el día que la ciencia diga su última palabra […] el aéreo edificio levantado por filósofos y moralistas […] se desvanecerá como el humo al potente grito de la ciencia, regenerando nuestra penalidad humana2.
Y, por su parte, la Sociedad Anatómica Española abría dos años más tarde su sexta sesión inaugural con otro discurso sobre las pasiones cuyo orador reconocía abrumado “la poca ciencia que atesora nuestra inteligencia” y la amplitud de su “vastísimo tema”, pero del que sostenía en todo caso que aunque tiene puntos de contacto con las ciencias morales y sociales, su verdadero estudio corresponde a las ciencias biológicas; y esta tendencia viene marcándose cada vez más en los estudios de la medicina moderna, que principia a invadir, no sólo los dilatados campos e incomprensibles misterios de la materia, sino los maravillosos y extensos dominios del espíritu3.
Más allá de la escasa entidad o influencia de sus autores en el contexto de su época, el abismo que media entre estos discursos académicos no puede resultar más indicativo del progreso consumado a lo largo del siglo xix en las condiciones teóricas, ideológicas y culturales que hicieron posible una creciente apropiación discursiva del psiquis-
Céspedes, Benjamín, Estudio fisiológico descriptivo de las pasiones humanas, Madrid, Imprenta de la Viuda de García, 1876, pp. 3 y 23. El discurso de Céspedes se inspira abiertamente en los trabajos del médico y antropólogo materialista francés Charles Letourneau, particularmente Letourneau, Charles, Fisiología de las pasiones, Barcelona, Jané Hermanos, 1877. 3 Del Valle y Huerta, Gumersindo, Las pasiones ante las ciencias biológicas, Madrid, Imprenta de Enrique Teodoro, 1878, p. 6. 2
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mo por parte de los médicos y, en suma, la cristalización histórica de disciplinas como la medicina mental, la psicología experimental o las neurociencias. En este sentido, y con el objeto de reconstruir este proceso en el contexto específico de la España del ochocientos, las páginas que siguen lo analizarán como un correlato muy significativo de la paulatina implantación en el país de algunos de los presupuestos y postulados más emblemáticos de la ciencia moderna, y como un largo y complejo camino hacia la secularización del psiquismo que, hasta su culminación en las décadas finales de la centuria, se articuló en torno a la influencia conjunta de tres factores estrechamente interrelacionados pero igualmente relevantes: la progresiva asunción del proyecto ilustrado de naturalización del alma o la conciencia, la difusión de una nueva autocomprensión de la medicina como saber antropológico y la aspiración de consolidar un determinado orden moral avalado por el prestigio y la autoridad de la ciencia en el marco de la nueva sociedad burguesa y secular. Con respecto al primer punto, y prescindiendo de sus precedentes en la obra de algunos autores renacentistas como Juan Huarte de San Juan o Miguel Sabuco, hay que señalar que el impulso más definido para la implantación en España de una concepción naturalista del psiquismo se debió, como en el resto de Europa, a la difusión de las corrientes del pensamiento y la ciencia de la Ilustración. Así, es bien conocida la progresiva influencia de la filosofía empirista en los medios académicos españoles a partir de la segunda mitad del siglo xviii4, y, más concretamente, la intensa recepción de la obra de Condillac y de los escritos de los Ideólogos franceses llevada a cabo entonces en algunos focos muy activos como la Universidad de Salamanca5. Un texto
Véase, en este sentido, Sarrailh, Jean, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, pp. 411-505; Rodríguez Aranda, Luis, El desarrollo de la razón en la cultura española, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 147-206; Abellán, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 3: Del Barroco a la Ilustración (Siglos XVII y XVIII), Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pp. 512-526; o Menéndez Pelayo, Marcelino, Historia de los heterodoxos…, Vol. 2, pp. 712-789. 5 Una relación exhaustiva de las numerosas traducciones españolas de las obras de estos autores se ofrece en Gracia, Diego, “Ideología y ciencia clínica en España en la primera mitad del siglo xix”, Estudios de Historia Social, 12/13 (1980), pp. 229-243; y Castro Alfín, Demetrio, “Los Ideólogos en España: La recepción de Destutt de Tracy y de Volney”, Estudios de Historia Social, 36/37 (1986), pp. 337-343. 4
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muy representativo que compendia y permite apreciar con claridad la implantación subsiguiente de los presupuestos naturalistas es, en este sentido, el informe redactado por una comisión de esta universidad sobre el Plan de Estudios presentado en 1814 a las Cortes de Cádiz por un grupo de diputados encabezados por Manuel José Quintana. Tras apuntar que “desde que Locke, Newton y Kant, guiados por el análisis, la analogía, y la experiencia, han abierto un camino tan seguro y dirigido con tanto acierto la marcha de las ciencias, sería una temeridad separarse de sus guías”6, el claustro de profesores salmantinos pasaba a proponer la creación de una asignatura de “fisiología o verdadera metafísica, o mas bien antropología” en la “carrera preliminar para todas las profesiones científicas” (equivalente a la educación secundaria), y describía del siguiente modo los contenidos de la misma: La fisiología es aquella parte de la metafísica que es única y verdaderamente útil, y se ocupa en el examen analítico de las facultades del alma, la parte física del origen de ellas y su descubrimiento, haciendo ver su esencial dependencia y maravillosa conexión con el cuerpo: el modo con que los órganos de éste, admirablemente construidos al intento, reciben las impresiones extrañas de las que resulta la sensación, y de ésta las ideas y todas las combinaciones que ponen en ejercicio la inteligencia del hombre, deduciéndose de aquí la justa idea que la razón puede formar del alma y de sus principales facultades7.
Otorgando este papel central a una “fisiología” así entendida, la Universidad se proponía nada menos que reunir “las luces de los médicos al adelantamiento de los que cultivan las ciencias morales”, porque –concluía– “¿quién ha desenvuelto la moral sino los conocimientos del hombre físico?”8.
6 Informe de la Universidad de Salamanca sobre el plan de estudios, Salamanca, Blanco, 1820, p. XXII. El Informe, fechado originalmente el 25 de enero de 1814, no se pudo imprimir hasta 1820 debido a la restauración absolutista de 1814. 7 Ibidem, pp. 56-57. 8 Ibidem, p. XXI. Sobre la Escuela de Salamanca, Abellán, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 4: Liberalismo y romanticismo..., pp. 55-76 y 181-203; y Heredia Soriano, Antonio, “La filosofía”, en: Juretschke, Hans (coord.), Historia de España Menéndez Pidal, Vol. XXXV: La época del romanticismo (1808-1874), Madrid, Espasa-Calpe, 1989, pp. 329-420.
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Testimonios similares de la llegada a España del ideario naturalista de la ciencia ilustrada pueden encontrarse, como cabría esperar, en numerosos textos médicos de esta época, vinculados casi siempre a la recepción de los planteamientos sensualistas o incluso materialistas de la medicina europea en el tránsito al siglo xix. Un autor destacado en este sentido es el conocido bibliógrafo y polemista Bartolomé José Gallardo, que estudió medicina en Salamanca y redactó una serie de escritos en los que se han querido ver los orígenes mismos de la psicología fisiológica o las neurociencias en España9. A la pluma del joven Gallardo se deben las traducciones del Arte de conservar la salud y prolongar la vida (1800) de Jean Baptiste Pressavin y del Discurso sobre la conexión de la medicina con las ciencias físicas y morales (1803) de Jean-Louis Alibert, así como las entradas “Sentidos” y “Sensaciones” del importante Diccionario de medicina y cirugía o biblioteca manual médico-práctica (1805-1807) dirigido por Antonio Ballano. En un breve “Prólogo del traductor” al Discurso de Alibert, Gallardo se muestra en total sintonía con los postulados de los Ideólogos cuando afirma que las ciencias intelectuales y morales nada son sin el auxilio de la medicina. La moral no puede hacer adelantamientos sin que los haga antes la Ideología, y ésta no dará un paso, si no se apoya en la Fisiología. Jamás se ha visto patente esta verdad, como ahora que se ha hecho casi de moda el estudio de la correlación del hombre físico y moral10.
Por su parte, el artículo sobre las sensaciones del Diccionario de Ballano se abre con una referencia elogiosa a aquellos “talentos superiores [que han buscado] la verdad donde tiene su asiento, cimentando la Ideología sobre su única e invariable basa, el conocimiento del cuerpo huma-
9 Así lo presentan, por ejemplo, Navarro, Jorge y Gisbert, Juan, “La recepción del sensualismo en la España del siglo xix. Un estudio histórico”, Quaderns de Filosofia i Ciència, 8 (1985), pp. 61-77; y Navarro, Jorge, “Bartolomé José Gallardo (1776-1852) y los orígenes de la psicología fisiológica en España”, en: Actas del VIII Congreso Nacional de Historia de la Medicina. Murcia-Cartagena, 18-21 Diciembre 1986, Vol. 1, Murcia, Universidad de Murcia, 1988, pp. 41-64. Sobre esta etapa y los escritos médicos de Gallardo es imprescindible consultar la espléndida monografía de Pérez Vidal, Alejandro, Bartolomé J. Gallardo (Sátira, pensamiento y política), Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1999, pp. 21-51. 10 Alibert, Jean-Louis, Discurso sobre la conexión de la medicina…, p. III.
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no”, para pasar a exponer –remitiéndose en todo momento a los célebres Rapports du physique et du moral de l’homme (1802) de Cabanis– el mecanismo diferencial de las sensaciones “externas e internas” que dan origen a la “totalidad de operaciones de nuestra alma”11. Es llamativo que, en este artículo, Gallardo cuestione incluso el sensualismo de Condillac basándose en la apreciación de que a éste “le faltaron tal vez algunos conocimientos más de la máquina animal”12, anticipando con ello la crítica que de sus remanentes espiritualistas vertería unas décadas después el médico Ramón Bercial. Bercial, una figura poco conocida pero de la que se sabe que estuvo vinculado a los círculos masónicos afrancesados, publicó en 1838 un folleto inspirado abiertamente en el Sistème de la nature (1770) del Barón de Holbach en el que reprochaba a Condillac haberse detenido de forma inconsecuente ante las implicaciones materialistas de su sensualismo, y que, a pesar de su carácter marginal, resulta muy revelador de la paulatina progresión de las tesis naturalistas: No debe mostrarse orgulloso el hombre –afirmaba Bercial refiriéndose a la psicología– por la elevación que a su inteligencia ha concedido la naturaleza […] bórrese para siempre toda idea de superioridad en su presuntuosa mente […] pues todo es igual en el Universo. Todo obedece a unas mismas leyes13.
En cualquier caso, y aparte del materialismo más o menos explícito de los Ideólogos, la presencia en la España de las primeras décadas del siglo xix de otras doctrinas médico-psicológicas fuertemente organicis-
11 Gallardo, Bartolomé José, “Sensaciones”, en: Ballano, Antonio (dir.), Diccionario de medicina y cirugía o biblioteca manual médico-práctica, Vol. 7: S-Z, Madrid, Imprenta Real, 1807, pp. 64-77, pp. 65 y 71. 12 Ibidem. En ese sentido, su artículo resulta más avanzado que la propia entrada “Alma” del Diccionario, que, con todo, se mueve netamente en las coordenadas del sensualismo condillaciano. Cf. Ballano, Antonio (dir.), Diccionario de medicina y cirugía o biblioteca manual médico-práctica, Vol. 1: A-B, Madrid, Imprenta Real, 1805, pp. 150-156. 13 Bercial, Ramón, Movimiento de la naturaleza, Madrid, Imprenta de Miguel Burgos, 1838, p. 58. La aparición del folleto de Bercial provocó un notable escándalo, hasta el punto que la Gaceta de Madrid del 13 de abril de 1838 llegó a denunciarlo como un claro ejemplo de los riesgos de una “desenfrenada libertad de imprenta”. Cf. Cepedello Boiso, José, “Pensamiento político masónico, sensualismo y materialismo en la España decimonónica: La crítica de Ramón Bercial al espiritualismo de Condillac”, Thémata, 40 (2008), pp. 11-29.
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tas como la “medicina fisiológica” del francés François Joseph Victor Broussais o la propia frenología constituye otro indicio directo de dicha progresión. Como es sabido, el brusismo contó en la península con una serie de expositores muy activos, como el médico vallisoletano Manuel Hurtado de Mendoza, formado en París con Broussais y responsable de la traducción al castellano de sus principales obras. En el prólogo a una de ellas, por ejemplo, Hurtado lamentaba la irrupción de un nuevo “kanto-platonismo” que pretendía “disminuir el mérito de los pensamientos del siglo diez y ocho, y sustituir al estudio del hombre real, el del hombre ideal”, avalando la intención de su maestro de “reclamar la psicología a favor de los fisiólogos, pues a éstos pertenece […] el determinar lo que hay de apreciable en la causalidad de los fenómenos instintivos e intelectuales”14. En lo que respecta a la frenología, cabe señalar nuevamente que la doctrina de Franz Joseph Gall –rápidamente secundada en Francia, entre otros, por el mismo Broussais– fue conocida en España mucho antes del intenso apostolado de Mariano Cubí durante la década de 1840, habiendo aparecido en Madrid, en una fecha tan temprana como 1806, una completa Exposición de la misma15. Además, el descrédito posterior de las tesis frenológicas o la hostilidad que en su momento hubo de afrontar Cubí no deben hacer olvidar que muchos médicos españoles, al menos inicialmente, acogieron de forma favorable las ideas de Gall –debido justamente a su supuesta fundamentación fisiológica–. Así lo veía, por ejemplo, el gaditano Francisco Javier Laso de la Vega, que publicó en 1821 una amplia y elogiosa reseña de la edición francesa de la Anatomía y fisiología del sistema nervioso de Gall que concluía en los siguientes términos:
Broussais, François Joseph Victor, De la irritación y la locura, Madrid, Imprenta de García, 1828, pp. V-VI. Sobre la implantación del brusismo en España, véase Miqueo, Consuelo, La introducción y difusión de la “Médecine physiologique” de F. J. V. Broussais (1772-1838) en España, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, Tesis doctoral, 1986. 15 Cf. Exposición de la doctrina del doctor Gall, o nueva teoría del cerebro considerado como residencia de las facultades intelectuales y morales del alma, Madrid, Imprenta de Villalpando, 1806. Por su parte, también algunas publicaciones periódicas difundieron en aquellos años diversos artículos y reseñas sobre la frenología. Véase, por ejemplo, “Idea del sistema craniognómico de Gall, médico alemán”, Memorial Literario, IV (1803), pp. 152158; y “Sobre el sistema de Gall y modo de perfeccionarlo”, Minerva o El Revisor General, IV (1806), pp. 75-78 y 81-82. 14
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Nos es grato pensar con el autor, que este estudio realizará un día las esperanzas que ha sugerido a los filósofos, y proporcionará nuevos medios de perfeccionar la filosofía moral, de mejorar la educación, en una palabra, de profundizar la ciencia del hombre, e ilustrar la filosofía racional por medio de la fisiología, que debe servirla de base16.
En las décadas centrales del siglo xix, y en medio de un repliegue generalizado de los moderados españoles hacia el espiritualismo filosófico17, la ambición de fundar el estudio del psiquismo sobre presupuestos estrictamente fisiológicos se mantuvo viva en la obra de algunas figuras aisladas pero de gran relieve, como Pedro Mata. La gran proyección de Mata como catedrático, político y conferenciante es suficientemente conocida como para ser referida con detalle aquí, y lo mismo puede decirse de sus ya citadas diatribas contra la psicología espiritualista de su época. Sin embargo, sí es importante señalar que, sin que sus planteamientos se derivaran todavía de un compromiso explícito con la investigación de laboratorio, Mata hizo ya un notable esfuerzo por recurrir a observaciones fisiológicas concretas en apoyo de sus ideas y de su intención de mostrar “el legítimo consorcio de la fisiología y de la psicología, o por mejor decir, la absorción natural de ésta por aquella”18. Dada su posición académica y su fuerte personalidad, Mata contó con un grupo nada desdeñable de discípulos y seguidores que asumieron lo esencial de sus planteamientos, incluyendo algunos médicos que, como Lucas Guerra en Valladolid o posteriormente José María Esquerdo en Madrid, se dedicaron al tratamiento de las enfermedades mentales. De hecho, en un artículo publicado en 1862 por la Revista Ibérica de Ciencias, Guerra presentaría uno de los primeros alegatos organicistas del alienismo español, escrito en el que laten de forma manifiesta los argumentos y la propia retórica de Mata:
16 Laso, Francisco Javier, “Anatomía y fisiología del sistema nervioso en general y del cerebro en particular, por F.-J. Gall”, Periódico de la Sociedad Médico-Quirúrgica de Cádiz, 2 (1821), pp. 86-93, p. 93. Sobre la relación de los médicos españoles con la frenología, véase en todo caso Nofre Mateo, David, “‘Saber separar lo bueno de lo malo, lo cierto de lo incierto’: la frenología y los médicos catalanes, c. 1840-c. 1860”, Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, XI/248 (2007), . 17 Ver supra, pp. 91-103. 18 Mata y Fontanet, Pedro, Filosofía española: Tratado de la razón humana…, p. VIII.
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¿Por qué no se procede en el estudio del hombre siguiendo el mismo método que en el estudio de cuanto concurre a componer el universo? Por haber querido ir precipitadamente y aún más allá de lo que al entendimiento humano le está concedido alcanzar, y era muy natural perderse en el camino, extraviar la razón en complicados y confusos laberintos y sumergirla en misteriosas abstracciones19.
Pero, como ya hemos visto, Mata representaba en esos momentos una opción relativamente minoritaria incluso entre los médicos, y ello le condujo durante las décadas de 1850 y 1860 a una interminable serie de polémicas con lo más granado de la profesión. Como ya se ha sugerido, la implantación definitiva de las modernas ciencias de la mente y, por tanto, la culminación de todo este proceso de naturalización del psiquismo, sólo pudo completarse en la España de la Restauración en el contexto de un radical cambio de actitud hacia las aportaciones de la ciencia natural provocado por la irrupción del positivismo, el discurso regeneracionista y el despliegue de la cultura experimental20. A partir de ese momento, los hechos son bien conocidos: se consolida la institucionalización de la medicina mental; se difunden los métodos y resultados de la psicología experimental francesa, inglesa y alemana; o se participa de forma muy destacada en el estudio histológico del sistema nervioso. En todas estas direcciones, son sobre todo médicos como Juan Giné y Partagás, Luis Simarro o Santiago Ramón y Cajal los que asumen el compromiso de contribuir al conocimiento científico –“fisiológico y descriptivo”, como pretendía Céspedes– del “hombre intelectual y moral”, buscando materializar en la clínica o el laboratorio las viejas aspiraciones que los Ideólogos sólo pudieron consignar en sus escritos. Un texto muy representativo del punto de llegada del proceso que hemos examinado en las páginas precedentes es, en este sentido, el conocido prólogo de Cajal a la Introducción al estudio de la psicología positi-
Guerra, Lucas, “Estudios sobre la locura”, Revista Ibérica de Ciencias, IV (1862), pp. 123-132, p. 125. 20 Cf. Núñez Ruiz, Diego, La mentalidad positiva en España: Desarrollo y crisis, Madrid, Túcar, 1975; o Blanco, Florentino y Castro, Jorge, “La significación cultural de la psicología en la España restaurada”, en: Jiménez, Antonio, Orden, Rafael V. y Agenjo, Xavier (eds.), Nuevos estudios sobre historia del pensamiento español, Madrid, Fundación Ignacio Larramendi, 2005, pp. 293-307. 19
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va (1905) de Tomás Maestre, en el que se hacen afirmaciones tales sobre la “psicología objetiva” –“esa ciencia naciente cuyo fin es subordinar la serie de los actos psíquicos reflejados en la conciencia a una serie paralela de fenómenos físico-químicos obrados por las células”21– que sólo un siglo antes hubieran resultado impensables, marginales o directamente censuradas22. Y, así, tras proclamar sin la más mínima prevención retórica que “ese principio misterioso, llámase alma, voluntad, actividad, energía [...] debe radicar en un substratum material”, Cajal pasaba a esbozar con una notoria grandilocuencia el glorioso futuro reservado a la disciplina: Cuando se conozcan minuciosamente las condiciones físico-químicas de la memoria, del sentimiento, del raciocinio; cuando sean analizados y determinados los resortes ocultos que favorecen o contrarían la variación, atrofia y perfeccionamiento de las expansiones neuronales y de sus neurofibrillas interiores; cuando no sea inescrutable arcano la bioquímica de la herencia, de la adaptación y del ejercicio; cuando el futuro ingeniero neuronal (que así se llamará quizá dentro de algunos miles de años) deduzca del examen de un discurso, de un cuadro o de una invención industrial o científica, las células que entraron en vibración, el camino recorrido por la asociación mental, las coordenadas motrices y hasta el número y cualidad de las percepciones arribadas a la conciencia del autor y que formarán la materia prima de la creación artística o científica… entonces el encéfalo, en vez de ser veleidoso globo cernido entre brumas y juguete de una meteorología ignorada, se convertirá en aerostato perfecto y dirigible, capaz de seguir impertérrito su destino, insensible a las embestidas del viento y a las amenazas del rayo23.
Llegado a este punto, el médico aragonés no podía ocultar su entusiasmo y su fe en las dimensiones prometeicas de la investigación neurocientífica:
Ramón y Cajal, Santiago, “Prólogo”, en: Maestre, Tomás, Introducción al estudio de la psicología positiva, Madrid, Bailly-Baillière, 1905, pp. IX-XXI, p. XIV. 22 En realidad, ni siquiera un siglo antes, pues, todavía en 1853, el discípulo de Mata José Garofalo y Sánchez provocó un notorio escándalo en los círculos académicos madrileños al proclamarse públicamente “materialista puro”. Cf. Garófalo y Sánchez, José, Introducción al sistema de la naturaleza, Madrid, Imprenta de D. Pedro Montero, 1853. 23 Ibidem, pp. XX-XXI. 21
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Entonces, el hombre será verdaderamente rey de la creación, porque habrá alcanzado el triunfo más glorioso y trascendental de la vida: la conquista de su propio cerebro; es decir, el esclarecimiento del formidable misterio; la solemne toma de posesión del arca sagrada, resumen y síntesis del cosmos, en cuyo seno duermen inviolados los gérmenes de las verdades eternas24.
En cualquier caso, mucho antes de que unas palabras como éstas fueran posibles en la cultura española –pronunciadas, además, por su más eminente hombre de ciencia– y que se vislumbrasen siquiera los contornos de esa nueva “ciencia del alma” destinada a suplantar a la antigua “meteorología ignorada”, los médicos españoles ya habían dado por hecha su particular “conquista del mundo psicológico”, y la visión que tenían del lugar de su ciencia y su ministerio en el concierto de los saberes y en la regulación de los asuntos humanos había experimentado, como en otros países, un giro decisivo y radical.
La ciencia del hombre En el comentario manuscrito a uno de sus célebres Caprichos presentados en 1799, Francisco de Goya reflejaba con una ironía no exenta de crueldad el escaso aprecio que le merecían el saber y la competencia de los médicos: “Médico hay –decía– que cuando habla es un pico de oro y cuando receta un Herodes: discurre perfectamente de las dolencias y no las cura: emboba a los enfermos y atesta los cementerios”25. Dos décadas más tarde, el médico e higienista liberal Mateo Seoane redactaba una sentida Carta exponiendo las verdaderas causas de la decadencia de la medicina en la que, aparte de denunciar las obsoletas estructuras administrativas de la asistencia sanitaria en España, hacía un vívido retrato de las dificultades inherentes al ejercicio profesional de la medicina:
Ibidem, p. XXI. Citado en Goya, Francisco de, Goya. Los caprichos. Dibujos y aguafuertes, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando/Calcografía Nacional, 1994, s. p. (Capricho 53). 24 25
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Nadie puede dudar –decía Seoane– cuán doloroso debe ser para un hombre sensible el ejercicio de la ciencia de curar. El cuadro de las miserias humanas presente continuamente y bajo todos los aspectos, a su vista, es un fecundo manantial de sensaciones dolorosas para su corazón26.
Y, un año después, el diputado y catedrático de la Universidad de Santiago José Francisco Vendrell de Pedralbes se dirigía a las Cortes en unos términos muy similares, añadiendo: ¿Y será posible que unos individuos tan beneméritos, y consagrados al primero de los objetos por su importancia, al más arduo por sus dificultades y privaciones, al más triste por sus escenas y resultados, se hallen pospuestos y abatidos en España, en el siglo xix que se jacta de ilustración y humanidad?27.
Estos testimonios son muy representativos no sólo del pobre reconocimiento social dispensado a la medicina en la España de finales del siglo xviii, sino también del sentir general de los médicos españoles en los años subsiguientes, en los que hubieron de afrontar un prolongado periodo de crisis a causa de la Guerra de la Independencia, el conflicto permanente entre facciones políticas y el colapso económico y organizativo de los establecimientos asistenciales del Antiguo Régimen. No obstante, la recepción de las principales corrientes y novedades de la medicina europea no llegó a detenerse gracias a las traducciones, la formación en el extranjero, los contactos académicos, la presencia francesa o el exilio de médicos liberales como el mismo Seoane28. Y, de este modo, no sólo circularon doctrinas o prácticas concretas, sino que una
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Seoane, Mateo, “Carta exponiendo las verdaderas causas de la decadencia de la medicina”, en: López Piñero, José Mª, M. Seoane y la introducción en España del sistema sanitario liberal (1791-1870), Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1984, pp. 35-47, p. 40. 27 Pedralbes, José Francisco, “Exposición del mérito y premio de la medicina comparado con el de las demás ciencias, y otros ramos del Estado, en el año de 1820”, Décadas de Medicina y Cirugía Prácticas, 1 (1821), pp. 66-75, pp. 68-69. Sobre la figura de Vendrell de Pedralbes y su destacada participación en los debates sanitarios del Trienio Liberal, véase Cardona, Álvaro, “Los debates sobre salud pública en España durante el Trienio Liberal (1820-1823)”, Asclepio, LVII (2) (2005), pp. 173-202. 28 Cf. López Piñero, José Mª, “La comunicación con Europa en la medicina española del siglo xix”, Almena, 2 (1963), pp. 33-64.
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parte muy significativa de la profesión empezó a participar activamente de la nueva comprensión que de la medicina estaba germinando en otros países, y muy especialmente, del ideario antropológico esbozado para ella en la Francia del tránsito del siglo xviii al xix. Muy vinculadas inicialmente a la asimilación de los escritos de los Ideólogos, las referencias a la medicina como “ciencia del hombre” (o como parte esencial de ésta) impregnan, de hecho, buena parte de los textos médicos españoles de la primera mitad del siglo xix, hasta el punto de que todo este discurso constituyó el principal sustento retórico sobre el que se desarrollaron los denodados esfuerzos de los médicos de la época por “regenerar” la profesión e incrementar su poder, su influencia y su prestigio social29. Hay una ciencia –se explicaba en este sentido en el discurso de apertura del curso 1847-1848 en la Universidad Central– que se puede decir que es la primera […] Una ciencia intermedia entre las físicas y morales, porque desde el centro del hombre físico tiende sus vastísimas alas a la naturaleza y a la moral, para abrazar al ser humano completo en cuanto a su fin particular. Esta es la medicina; la ciencia de la salud del hombre. […] Puede decirse sin exageración y sin ofensa que en ningún otro ramo han trabajado los hombres con más afán ni con mayor celo30.
Y en 1853 el médico Matías Nieto y Serrano se felicitaba retrospectivamente en la Real Academia de Medicina de Madrid por los avances corporativos propiciados por este nuevo paradigma, al haber hecho “ver claramente que no es la medicina una ciencia aislada, un templo olvidado en el desierto al que solo debe acudir el peregrino en busca de salud”31. Ciertamente, los autores españoles –especialmente, a partir de la década de 1830– no siempre secundaron el monismo fisiológico de un Ca-
“Los médicos, que durante largo tiempo habían permanecido en estado de crisálida bajo la protección del altar y del trono, se lanzan desde finales del siglo xviii, y particularmente desde la muerte de Fernando VII, a una ofensiva sin precedentes buscando extender sus dominios” (Álvarez-Uría, Fernando, Miserables y locos..., p. 89). 30 Sabau y Larroya, Pedro, “Apertura de la Universidad de Madrid”, Gaceta Médica, 3 (1847), pp. 221-222. 31 Nieto y Serrano, Matías, “Medicina y ciencia de gobierno”, Gaceta Médica, 9 (1853), pp. 49-52, p. 51. 29
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banis o un Broussais para justificar esta nueva visión de la medicina, y a menudo se limitaron a consignar fórmulas naturalistas bastante vagas o a insistir en la gran importancia del estudio médico de los fenómenos “intelectuales y morales” debido a su consabida influencia “sobre la parte física del hombre”32. Pero, en casi todos los casos, las referencias a la “ciencia del hombre” tenían por objeto avalar la extensión de la tutela de la medicina a la práctica totalidad de dimensiones de la vida individual y social. Así, el catedrático Ramón Frau y Armendáriz argumentaba sin esfuerzo en la apertura de las clases del Colegio Nacional de Medicina y Cirugía de San Carlos en 1842 que, dado que la medicina es entre todas las ciencias la que se ocupa de una manera mas filosófica en el estudio del hombre físico, moral e intelectual [y que] la educación, la moral, la legislación y la administración del Estado […] no pueden cimentarse en otro principio ni tienen otra base sólida que el conocimiento del hombre,
sólo ella podía considerarse como la “madre de aquellas ciencias, difundiendo sobre todas ellas rayos luminosos, que conducirán al hombre por el camino de la verdad y del acierto”33. Por su parte, Mariano Delgrás, editor de un influyente semanario médico de la época, afirmaba en una de las sesiones inaugurales del Instituto Médico Español que apenas hay una cuestión social de grande o pequeña esfera que para su resolución no necesite de los conocimientos que sólo el médico posee por principios; porque […] en todas las cuestiones que se refieren al hombre, debe tomarse por base el conocimiento físico y moral de este mismo ser34.
32 Véanse, por ejemplo, Varela de Montes, José, “Fisiología filosófica”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 4 (1837), pp. 109-113 y 121-125; o Dávila, Manuel H., Memoria sobre la naturaleza del hombre, Salamanca, Imprenta de Juan José Morán, 1845. 33 Frau y Armendáriz, Ramón, La medicina es entre todas las ciencias la que se ocupa más filosóficamente en el estudio del hombre físico, moral e intelectual, Madrid, Imprenta de Alegria y Charlain, 1842, pp. 7-8. 34 Delgrás, Mariano, “La importancia político-social del médico”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 1 (2S) (1840), pp. 261-264, p. 263. En una línea muy similar, véase García de los Santos, Bernardo, Importancia de la medicina considerada en sus relaciones con el individuo y la sociedad y del modo de ejercerla, Jaén, Imprenta de Forcada, 1847.
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Y, en esos mismos años, el médico Casiano Ordóñez, tras lamentar que “se gobierne o mas bien se pretenda gobernar en lo que hace relación a la salud de los pueblos sin la debida intervención de los médicos”, llegaba incluso a proponer una representación permanente de la profesión en las Cortes “con el objeto de interesar a los Señores Diputados en nuestros adelantamientos y con ellos en los de la pública prosperidad”35. Más allá del notable impulso experimentado por la higiene o de la aparición de algunas obras con vocación enciclopédica como el Ensayo de antropología (1844-1845) de José Varela de Montes36, la difusión de todo este ideario dio lugar al cultivo de una serie de géneros, muy característicos de la producción médica de la época, encaminados a probar la decisiva relevancia de la medicina en la configuración de las leyes, la administración del Estado, la organización de la educación o incluso la elaboración y la depuración de los preceptos morales. Así, se publicaron diversas obras –como los Pensamientos sobre la razón de las leyes derivada de las ciencias físicas (1810) de Ramón López Mateos o la Filosofía de la legislación natural fundada en la antropología (1838) de Francisco Fabra y Soldevila– que pontificaban de forma reiterada sobre la “necesidad de buscar las bases o principios de las leyes sociales, no en lo arbitrario de la historia o en lo vago de las especulaciones abstractas, sino en los conocimientos de la naturaleza del hombre”37. Es importante añadir que, en su afán por consolidar la proyección pública de su experticia, estos médicos no se abstenían de expresar todo tipo de apreciaciones sobre cuestiones políticas y de buen gobierno, pues, como indicaba Varela de Montes,
35 Ordóñez, Casiano, “Variedades”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, 4(2S) (1843), pp. 69-71, p. 71. 36 Sobre esta obra, que gozó de cierto renombre en la época, véase Arquiola, Elvira, “La incorporación a España de una visión utópica de la medicina: El ‘Ensayo de Antropología’ de Varela de Montes (1796-1868)”, en: Arquiola, Elvira y Martínez-Pérez, José (coords.), Ciencia en expansión: Estudios sobre la difusión de las ideas científicas y médicas en España (siglos XVIII-XX), Madrid, Editorial Complutense, 1995, pp. 105-119. Sobre la producción explícitamente “antropológica” de los médicos españoles en las décadas centrales del siglo xix, véanse Carreras y Artau, Tomás, Médicos-filósofos..., pp. 43-50; y Ronzón, Elena, Antropología y antropologías: Ideas para una historia crítica de la antropología española. El siglo XIX, Oviedo, Pentalfa-El Basilisco, 1991, pp. 171-251. 37 Fabra y Soldevilla, Francisco, Filosofía de la legislación natural fundada en la antropología, Madrid, Imprenta del Colegio de Sordomudos, 1838, p. XXV.
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si bajo el imperio de la sociedad y de sus costumbres se halla el poder de pervertir un sano organismo, ¿por qué bajo la influencia de un buen gobierno y de una buena sociedad no ha de existir el poder de conservarlo y aun de mejorar física e intelectualmente el género humano?38.
En consecuencia, del mismo modo que sólo el conocimiento del hombre estaba en condiciones de fundar un orden político verdaderamente justo, la bondad o la iniquidad de los gobiernos debía juzgarse atendiendo, sobre todo, a sus “efectos” sobre la salud. Para Frau, por ejemplo, era más que evidente que, así como las desgracias, las revoluciones y los trastornos de las naciones y de los imperios, presentes y pasados, han tenido por principal causa, cuando no por única, la inobservancia de las leyes y de los preceptos emanados naturalmente del estudio filosófico del hombre, […] sólo los Gobiernos monárquico-representativos, permitiendo al individuo la libre expresión del pensamiento, asegurando su persona y bienes y los derechos civiles y políticos que le competan, hasta el punto de tener tranquilo su espíritu y no dar lugar a combates ni agitaciones interiores, mantendrán tranquilo al Estado39.
Otros focos de interés y reivindicación constante por parte de los médicos fueron, como ya se ha señalado, la educación y la moral. Desde la extensa memoria sobre “La educación viciosa, física y moral en la niñez” presentada en 1817 por el licenciado José Cansino ante la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla al Ensayo sobre la perfección del hombre en la extensión de su ser (1842) de José Jorge de la Peña, el género pedagógico, cultivado en ocasiones con fuertes resonancias rousseaunianas, empezó a tener una presencia notable en la cultura médica española. Por un lado, la importancia de la educación para el médico estaba fuera de toda duda, pues, como apuntaba De la Peña, “todo está sujeto a su influencia, y nada hay, ni en el mundo físico, ni en el intelectual, que no sea capaz de ejercer una acción, sea la que fuere, en la economía viva”40. Pero, además, muchos médicos opinaban que
38 Varela de Montes, José, Ensayo de antropología o sea historia fisiológica del hombre, Vol. 4, Madrid, Bailly-Baillière, 1845, p. 370. 39 Frau y Armendáriz, Ramón, La medicina es…, pp. 7 y 12. 40 De la Peña, José Jorge, Ensayo sobre la perfección del hombre en la extensión de su ser, Madrid, Imprenta del Colegio Nacional de Sordo-Mudos, 1842, p. 5.
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la dimensión antropológica de su ciencia les erigía de forma natural en los actores más cualificados para regir los destinos de la educación en un sentido amplio: “Los estudios médicos –clamaba un doctorando de la Universidad Central en 1854– son necesarios para la dirección de la humanidad, y sin ellos el desarrollo físico, intelectual y moral del hombre nunca alcanzará su perfección”41. Por su parte, las supuestas relaciones de la higiene o la medicina con la moral fueron objeto de planteamientos muy similares. En la estela de las preocupaciones morales de los Ideólogos y otros médicos franceses, los médicos españoles insistieron en el discurso tradicional sobre la importancia de las costumbres o la virtud en el mantenimiento de la salud, si bien tendieron a añadirle un sesgo utilitario muy característico del pensamiento del siglo xix, y a insertarlo en el contexto de legitimación proporcionado por la nueva compresión de la medicina como clave de bóveda del conocimiento antropológico. Así, mientras Vendrell de Pedralbes sostenía que “mirándolo bien, la medicina demuestra que debemos ser buenos por cálculo exacto”, Frau explicaba que como la higiene y la moral se hallan tan hermanadas que puede decirse que guardan entre sí la misma relación que el físico con lo moral del hombre, resulta que los preceptos higiénicos son al mismo tiempo morales; y por consiguiente indirectamente pueden moralizarse los hombres, aprovechando las reglas de una sabia higiene cuya observancia les interesa tan de cerca42.
Fuera o no justificada con argumentos fisiológicos, esta ecuación entre higiene y moral se convirtió en un lugar común en las décadas centrales del siglo, hasta el punto de constituir el tema preferente de numerosos opúsculos o disertaciones médicas en las que se situaba a ambas en el marco de un mismo orden natural sancionado tanto por la ciencia como por la religión43. Resulta ocioso añadir aquí que lo que se había inicia-
Campello y Antón, Francisco, Importancia de la medicina en el desarrollo físico, intelectual y moral del hombre, Madrid, Imprenta del Colegio de Sordo-Mudos y Ciegos, 1854, p. 23. 42 Pedralbes, José Francisco, Influxo de las costumbres…, p. 20; y Frau y Armendáriz, Ramón, La medicina es…, pp. 22-23. 43 Algunos ejemplos de este género son Quevedo, Pío, Discurso sobre la necesidad de unir al estudio de la medicina el de la moral, Medina del Campo, 1840 (memoria manuscrita conservada en la Biblioteca de la Real Academia Nacional de Medicina de Madrid); 41
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do como un intento explícito de medicalizar la moral terminó entonces con una notoria moralización de la medicina misma; y este hecho, sobre el que pronto habremos de volver, representa no tanto un anacronismo momentáneo o específicamente español en el largo camino hacia una objetividad médica cada vez más depurada, sino que es muy revelador del papel esencialmente normativo asumido por la ciencia y la medicina en el seno de la nueva sociedad burguesa y secular44. En este sentido, una buena forma de apreciar la ambición totalizadora, el carácter utópico y las fuertes tendencias normativas de la medicina decimonónica española es atender al retrato intensamente idealizado que los médicos solían hacer de sí mismos en relación con su saber, su proyección sociopolítica o sus cualidades morales. Siguiendo las pautas establecidas por Alibert o Gregory45, los discursos sobre los “deberes, cualidades y conocimientos del médico” o sobre “moral médica”, muy populares en la época, abundan en descripciones totalmente inflacionarias del saber y las atribuciones del médico, pero destacan especialmente por su desmedido énfasis en la dimensión moral de su quehacer. En un texto muy representativo del género, el catedrático barcelonés Félix Janer no vacilaba en exclamar: “¡Cuantas virtudes religiosas y naturales practican el médico y el cirujano en el exacto cumplimiento de las muchas y diferentes obligaciones que les impone su profesión!”; y pasaba a explicitar éstas en una lista que no admitía fisuras: religión, templanza y sobriedad; circunspección y decencia; serenidad, valor y firmeza de carácter; afición al estudio y a la observación; capacidad
Alonso Lasso de la Vega, Luciano, Armonía de la higiene con la moral, Madrid, Imprenta de Antonio Martínez, 1854; Pusalgas y Guerris, Ignacio M,, Discurso sobre la religión, la moral y la higiene como inseparables hermanas que de consuno procuran la felicidad del hombre, Madrid, Imprenta de F. Sánchez, 1857; Creus y Manso, Juan, Algunas reflexiones generales sobre el arte y la ciencia médica en sus relaciones mutuas y con la moral, Granada, Imprenta y Librería de José María Zamora, 1858; o Rodríguez Carreño, Manuel, “Estudios filosóficos y morales de higiene pública y privada”, El Siglo Médico, 10/11 (1863-64). 44 A modo de reflexión de conjunto, es útil consultar González de Pablo, Ángel, “Sobre la configuración…”; y Huertas, Rafael, Los laboratorios de la norma: Medicina y regulación social en el Estado liberal, Barcelona, Octaedro, 2008. 45 Cf. Alibert, Jean Louis, Discurso sobre la conexión de la medicina…; y Gregory, John, Discurso sobre los deberes, qualidades y conocimientos del médico, con el método de su estudio, Madrid, Imprenta Real, 1803.
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de dudar en ciertos casos; humanidad, afabilidad y cortesanía (sic); gravedad y entereza; candor y veracidad; prudencia; secreto; desinterés; fortuna; confianza46.
Y, el ya citado Vendrell de Pedralbes, por su parte, llegaba incluso a prescribir una suerte de proceso ascético para el ejercicio de la medicina, tras el cual, “libre el médico de la tiranía de las pasiones, sea dulce, tranquilo, amable, honesto, generoso; y obre siempre con madura reflexión, con equidad y con justicia”47. Como hemos visto, pues, las múltiples consecuencias y derivaciones del programa antropológico de la medicina posrevolucionaria francesa y europea se hicieron sentir con fuerza también en España, provocando una transformación sin precedentes en la percepción de la medicina y de su lugar en la sociedad. En lo que aquí interesa, una de las implicaciones más significativas de este programa fue, sin duda, la pretensión de los médicos de tomar como objeto al ser humano en su totalidad, esto es, no sólo al cuerpo o al “hombre físico”, sino también al “hombre intelectual y moral”. A esto contribuyeron inicialmente los planteamientos organicistas de algunas escuelas o el recurso a una serie de nuevos conceptos fisiológicos, si bien la consideración del psiquismo como un ámbito particularmente relevante para la medicina o, dicho en otros términos, la introducción del “sujeto psicológico” como un blanco destacado de la intervención del médico, progresaron incluso sin ellos. Así, por ejemplo, en un artículo aparecido en 1853 en el Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, el médico Carlos Lucía insistía en “la importancia de conocer el estado moral y el genio particular de los enfermos” en unos términos que bien hubiera suscrito el propio Cabanis: Cuando el profesor es llamado para asistir a un paciente que se halla abrumado por los crueles sinsabores en que es tan fecunda esta vida de miserias; cuando consagra sus desvelos a una desgraciada cuyo amor ha sido
46 Janer, Félix, Elementos de moral médica o tratado de las obligaciones del médico y del cirujano, Barcelona, Imprenta de Joaquín Verdaguer, 1831, pp. 5 y 54-163. 47 Pedralbes, José Francisco, Influxo de las costumbres…, p. 41. Véase también, en esta misma línea, Busto y López, Andrés del, Discurso sobre el sacerdocio médico considerado en su estudio y ejercicio, Madrid, Imprenta de Aguado, 1853.
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villanamente burlado, o es contrariado por miras sociales o familiares; como que los padecimientos de estos individuos procederán, se sostendrán o cuando menos recibirán una perniciosa influencia de su estado moral, jamás el profesor verá plenamente coronados sus esfuerzos si no van dirigidos con conocimiento de aquellas circunstancias48.
De este modo, y de acuerdo con el célebre aforismo de JohannGeorg Zimmermann según el cual “quien no sea capaz de observar al hombre moral, jamás conocerá las enfermedades del cuerpo”49, el siglo xix asistió a una verdadera eclosión de los contenidos psicológicos entre las inquietudes teóricas de los médicos españoles, y este proceso encontró su articulación más definida en la notable circulación y popularidad de un discurso que, aunque centrado todavía en el viejo concepto de las pasiones, prepararía el camino para la posterior implantación de las modernas ciencias de la mente.
Medicina, subjetividad y moral Como es sabido, el interés de los médicos por las pasiones se remonta a la Antigüedad clásica y experimentó un gran impulso a lo largo de los siglos xvii y xviii, pero fue justamente a finales de este siglo cuando se convirtieron en un tópico omnipresente y en el objeto de innumerables memorias, disertaciones y tratados médicos50. Contando con antecedentes muy notables en la obra de algunos autores del siglo xvi como Juan Luis Vives, Juan Huarte de San Juan y, sobre todo, Miguel Sabuco,
Lucía, Carlos, “Algunas consideraciones sobre la importancia de conocer el estado moral y el genio particular de los enfermos para la mejor dirección de sus dolencias”, Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia, III/2S (1853), pp. 369-370, p. 369. 49 Citado por Carreras y Artau, Tomás, Médicos-filósofos…, pp. 29-30. 50 Para el conjunto del siglo xviii, se han contabilizado no menos de doscientos estudios monográficos dedicados a las pasiones, a los que habría que sumar su tratamiento en la práctica totalidad de obras médicas generales y tratados de higiene de la época (Müllener, Eduard R., “Die Rolle der ‘Passions’ in der Psychiatrie des 18. Jahrhunderts“, en: Blaser, Robert, Buess, Heinrich (eds.), Aktuelle Probleme aus der Geschichte der Medizin, Basel, Karger, 1966, pp. 474-476). Véanse también las obras citadas por GRANGE, Kathleen M., “Pinel and eighteen century psychiatry”, Bulletin of the History of Medicine, 35 (1996), pp. 442-453. 48
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en España se tuvo pronta y cumplida noticia de este renovado interés merced a las reseñas e incluso las traducciones de algunas obras emblemáticas. De hecho, ya en 1786 el médico Valentín González de Centeno había presentado en Sevilla una disertación sobre su naturaleza y tratamiento, mientras en 1798 se publicaba en Madrid la traducción de una extensa memoria del médico militar francés Clément-Joseph Tissot “sobre su influjo en las enfermedades” y, dos años después, la Real Academia de Medicina de Barcelona recibía un manuscrito en el que se sostenía abiertamente que “las pasiones son el principal artífice de la vida y la muerte, de la salud y la enfermedad”51. Pero, aparte de la temprana circulación de las obras de los primeros alienistas (recordemos que Pinel fue traducido en 1804 y Esquirol lo sería en 1847) o de diversos tratados de higiene con un amplio tratamiento de las pasiones, los textos más difundidos y que llegarían a condicionar de una forma más acusada y duradera el discurso de los médicos españoles del ochocientos fueron la Fisiología de las pasiones o nueva doctrina de los sentimientos morales (1825) de Alibert y, sobre todo, La medicina de las pasiones (1841) de Jean-Baptiste Félix Descuret, que, traducida un año después por Monlau, se convertiría en una lectura obligada para las clases instruidas de la época y en una obra muy apreciada por los sectores más conservadores de la sociedad española52. Censurando explícitamente el materialismo de los Ideólogos, Alibert y Descuret, fervientes espiritualistas y muy influidos por el pensamiento conservador posrevolucionario, recondujeron el tratamiento de las pasiones a los esquemas tradicionales de los moralistas, asimilándolas a un difuso concepto de instinto o necesidad primitiva y a la idea asociada de un permanente conflicto entre la naturaleza inferior y superior del hombre, entre la carne y el espíritu, entre la determinación y la libertad moral, etc. Alibert, por ejemplo, califica-
51 Respectivamente, González y Centeno, Valentín, “Las enfermedades que proceden de pasión de ánimo, no son curables con remedios naturales”, Memorias académicas de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, 4 (1786), pp. 1-19; Tissot, Clément-Joseph, Del influxo de las pasiones del alma en las enfermedades, Madrid, Imprenta de Benito Cano, 1798; y López Andrés, Ginés, Disertación ethico-médica sobre la naturaleza de los afectos del ánimo, y efectos prodigiosos que producen, Barcelona, 1800 (citada por Carreras y Artau, Tomás [1952], Médicos-filósofos…, p. 27). 52 Véase si no su elogiosa reseña en el periódico carlista La Esperanza del 20 de octubre de 1853.
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ba como un “delirio de la imaginación” el viejo ideal de Cabanis de “explicar la perfectibilidad de la inteligencia del hombre […] por la forma, configuración y disposición física de ciertas partes del cuerpo vivo”53, mientras Descuret creía que las pasiones no eran sino la expresión más certera de la trágica e impura condición del hombre, “una inteligencia caída en lucha incesante con los órganos”, de manera que, de acuerdo con su abierta inspiración religiosa, las equiparaba de forma unívoca con el exceso, el vicio y el pecado. En consecuencia, la lista de pasiones particulares estudiada en su libro, agrupadas según su supuesta condición “animal”, “social” o “intelectual”, incluía de forma preferente los pecados capitales del cristianismo, así como diferentes conductas muy censuradas por la moral tradicional como el suicidio, la ebriedad o la afición al juego54. Con todo, a pesar de lo anticuado de su tono y de su fuerte carácter especulativo, las obras de Alibert y Descuret contribuyeron a generalizar entre sus colegas españoles una serie de puntos de vista que reforzaron su percepción como un problema eminentemente médico. Entre éstos hay que mencionar, en primer lugar, su desmedida insistencia en atribuir a la influencia de las pasiones la producción directa de las más diversas enfermedades, asumiendo una noción de psicogenia ciertamente inflacionaria, pero muy pertinente para avalar la medicalización de los fenómenos afectivos y morales. Para Descuret, por ejemplo, era de la máxima evidencia que “las enfermedades producidas por las pasiones son incomparablemente más frecuentes que todas las que dependen de las demás modificaciones de la economía”, y no dudaba en afirmar que “la mitad de las tisis reconocen por causa el amor o el libertinaje” o que “de 100 tumores cancerosos, 90 al menos deben su principio a afecciones morales tristes”55. Y, por lo que respecta a los médicos españoles, es difícil encontrar a lo largo del segundo tercio del siglo xix una idea más re-
Alibert, Jean-Louis, Fisiología de las pasiones o nueva doctrina de los sentimientos morales, Madrid, Imprenta de D. M. de Burgos, 1831, p. 31. 54 Cf. Descuret, Jean-Baptiste Félix, La medicina de las pasiones, o las pasiones consideradas con respecto a las enfermedades, las leyes y la religión, Barcelona, Imprenta de Don Antonio Bergnes y Cª, 1842, pp. V-X. Para una discusión más detallada de la obra de Descuret, véase Diéguez, Antonio, “Perspectivas sobre las pasiones en la España del periodo romántico”, Frenia, X (2010), pp. 29-48. 55 Descuret, Jean-Baptiste Félix, La medicina de las pasiones…, p. 91. 53
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petida y popular, que se convirtió en todo un lugar común de la cultura médica y en el tema recurrente de innumerables discursos, memorias y tesis doctorales56. “Estas afecciones del alma –señalaba en 1850 una memoria remitida a la Real Academia de Medicina de Madrid– son las causas más poderosas para el desarrollo de calenturas pútridas y malignas, lo mismo que para enfermedades crónicas”, mientras un doctorando de la Universidad Central concluía en 1853 que “apenas hay una enfermedad en que no encontréis las pasiones como parte de su etiología”57. Como es sabido, la condición más relacionada desde la Antigüedad con la acción de las pasiones había sido la locura, y esta idea salía notablemente reforzada de las obras de Alibert y Descuret por su visión de las pasiones como impulsos esencialmente degradantes del juicio, el intelecto y la razón. En España, un escrito anónimo aparecido en Madrid en 1788 había descrito ya los efectos de las pasiones como un “con-
56 Tal y como se desprende de la extensa lista de trabajos que podido localizar y consultar: Peray y Tintoner, Laureano, Influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de D. A. Cubas, 1850; Iglesias, Santiago, Discurso sobre la influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de Norberto Llorenci, 1853; Cano González, Domingo, Influencia ejercida por las pasiones sobre los fenómenos orgánicos del hombre, Madrid, Imprenta de José María Ducazcal, 1854; Casas de Batista, Eusebio R., Influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de Tomás Fortanet, 1859; Fossi y Miqueo, Ramón, Influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de José María Ducazcal, 1861; Coloma y Michelena, Vitalio de, Influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de la Revista de Legislación, 1863; Aparicio y García, José, Influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de Manuel Tello, 1864; Gutiérrez del Cortijo y Roiz, Juan M., Influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de A. Peñuelas, 1864; Castelo y Serra, Eusebio, De la influencia de las pasiones en la producción de las enfermedades, Madrid, Imprenta de Segundo Martínez, 1868; y Jover, Antonio, De la influencia de las pasiones en el organismo, Barcelona, Imprenta de Jaime Jepús, 1877. En la Biblioteca de la Real Academia Nacional de Medicina de Madrid se conservan, además, las siguientes memorias manuscritas: Escalada, Gregorio, Influencia de las pasiones en el físico del hombre y medios de moderarlas, Madrid, 1830; González Zorrilla, José, Influencia de lo moral en lo físico del hombre, Medina del Campo, 1845; y Hernández y Guasco, Andrés, Memoria sobre la influencia de las pasiones en la economía animal, Mahón, 1850. Carreras y Artau, Tomás, Médicos-filósofos…, pp. 27-28, menciona, por su parte, la existencia de otras tres memorias presentadas a la Real Academia de Medicina de Barcelona entre 1800 y 1855. 57 Respectivamente, Hernández y Guasco, Andrés, Memoria sobre la influencia de las pasiones…, s.p.; e Iglesias, Santiago, Discurso sobre la influencia de las pasiones…, p. 4.
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tinuo delirio” que impedía al individuo ser consciente de “los horrores de su deplorable situación” y le llevaba “a caminar a tientas en tenebrosa noche sin ver ni conocer el peligro”58. Unas décadas después, el mismo Monlau sostenía igualmente que “la pasión, por pocos grados de fuerza que tenga, no es más que un principio de locura”, mientras el médico José González Zorrilla llegaba a afirmar que “las causas de la locura en todos sus grados y fases son morales”59. “No necesitamos recurrir a la alegoría –apuntaba igualmente en 1854 otro doctorando de la Universidad Central–, basta visitar un manicomio para convencernos de los sensibles estragos que ocasionan las pasiones”60. De este modo, pues, las pasiones también constituyeron un concepto de referencia para los primeros alienistas españoles, cuya profesionalización avanzó justamente al postularse y ser reconocidos como expertos en la aplicación de un tratamiento específico consistente en la distracción, reeducación y manipulación carismática de las pasiones –el tratamiento moral– y en la delimitación práctica de la locura y la normalidad, esto es, en la semiología y el diagnóstico diferencial de las pasiones. Y, en este sentido, es muy sugerente que, más allá de su declarado organicismo y en una fecha tan tardía como 1890, un autor como Giné y Partagás siguiera considerando la excitación afectiva provocada por las pasiones como la principal puerta de entrada en la enfermedad mental61. Otro punto de vista que se vio sensiblemente reforzado por las obras de Alibert y Descuret –y que potenció asimismo la percepción de las pasiones como una cuestión que caía de lleno en la competencia de los médicos– fue su creciente consideración como un problema no sólo
58 El Hombre confundido por si mismo: Discurso sobre las pasiones, Madrid, Imprenta de D. Pedro Marín, 1788, pp. 72-73. Estas duras expresiones recuerdan el tratamiento de las pasiones por el mismo Kant, para quien no podía considerárselas sino como verdaderos “cánceres de la razón práctica” (Kant, Immanuel, Antropología en sentido pragmático, Madrid, Alianza, 2004, p. 199). 59 Respectivamente, Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada…, p. 375; y González Zorrilla, José, Influencia de lo moral…, s. p. 60 Grífol y Costa, Joaquín, De la influencia que las pasiones egercen sobre las frenopatías, Madrid, Imprenta de Juan Núñez Amor, 1854, p. 8. 61 Cf. Giné y Partagás, Juan, Misterios de la locura, Barcelona, Imprenta de Henrich y Cía, 1890, passim. Sobre esta obra de Giné, puede verse el reciente artículo de Huertas, Rafael, “‘Memorias de Ultrafrenia’ (1890): La novela científica y los territorios de la subjetividad”, Revista de Estudios Hispánicos, 44 (2010), pp. 31-55.
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de dietética individual, sino también de higiene o salud pública. Alibert, por ejemplo, consideraba que los hombres reunidos en sociedad están expuestos a una fiebre moral que sigue en su desarrollo los periodos de las enfermedades espasmódicas, y que se comunica instantáneamente por el poder irresistible de la imitación; hoy con particularidad se ve a este poder ejercer su dominio de polo a polo62.
Y Descuret, por su parte, advertía alarmado que las pasiones se ostentan más delirantes y terribles todavía si las consideramos en las masas populares. Entonces se hacen altamente contagiosas, ganan con rapidez individuos y más individuos, hasta a los simples espectadores, y los arrastran a veces a actos cuyas consecuencias deploran cuando han vuelto de su funesta ceguedad”63.
En España, su traductor Monlau también creyó necesario alertar de los desmanes colectivos generados por las pasiones, pues, en tanto que “necesidades violentamente satisfechas o mal reprimidas, […] perturban el orden público, constituyen la corrupción de las costumbres, y son el más terrible obstáculo para la buena educación de los pueblos”64. Y, todavía en 1905, el farmacéutico e historiador Joaquín Olmedilla y Puig daba por sentado que las pasiones también tienen, como los vicios, la propiedad de propagarse por una especie de contagio, constituyendo verdaderas epidemias que como plagas sociales se difunden y forman calamidades aflictivas, que han de preocupar seriamente a los Gobiernos y a los hombres de ley65.
Ciertamente, interesándose por las pasiones, la intención de un gran número de médicos a lo largo del segundo tercio del siglo xix fue, ante todo, moralizar, o, como el mismo Descuret señalaba, “auxiliar a la mo-
Alibert, Jean-Louis, Fisiología de las pasiones…, p. 180. Descuret, Jean-Baptiste Félix, La medicina de las pasiones…, p. 93. 64 Monlau, Pedro F., Elementos de higiene pública..., Vol. 2, pp. 723-724. 65 Olmedilla y Puig, Joaquín, Higiene de las pasiones: Sucintas generalidades acerca de este asunto, Madrid, Imprenta de la Sucesora de M. Minuesa de los Ríos, 1905, p. 7. 62 63
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ral en la grandiosa obra de mejorar la suerte de los hombres”66. De este modo, sus aportaciones resultan representativas no sólo de la evolución de un género que había interesado a los médicos desde la Antigüedad, sino también de una época en la que la medicina, como decía un tratadista francés, entró en una “juiciosa alianza con la moral” con el objeto de garantizar “el cumplimiento de la ley de la naturaleza, la justa moderación en todas las cosas y la satisfacción armónica de todas nuestras necesidades”67. Las pasiones, en suma, actuaron entonces como el blanco y el objeto de un discurso médico, pero fuertemente normativo, cuyo espíritu se hallaba por completo al servicio de la estabilización de un determinado orden moral que se pretendía armónicamente derivado de la ciencia y la religión68. Y, por ese motivo, el médico Balbino Quesada –como tantos otros– situaba en 1868 sus Estudios médico-morales y sociales sobre las pasiones en el ámbito explícito de una “medicina moral”, a la que definía solemnemente como “un caudal inmenso de sazonados consejos y saludables advertencias, y faro luminoso que ha de guiarnos para dirigir con acierto la nave de nuestra existencia en el mar proceloso de la vida terrena”69. Más adelante volveremos sobre las múltiples y complejas razones por las que las pasiones se convirtieron en un objeto de atención e in-
Descuret, Jean-Baptiste Félix, La medicina de las pasiones…, p. III. Bourgeois, Louis-Xavier, Les passions dans leurs rapports avec la santé et les maladies: L’amour, Paris, J. B. Baillière, 1860, pp. 6 y 36 (edición española de 1878). 68 Descuret, por ejemplo, reclamaba simultáneamente el concurso de la medicina en la reforma de los hábitos colectivos y el de la religión en el tratamiento moral de los individuos, y, así, llegó a incluir en La medicina de las pasiones una sección dedicada al “Tratamiento religioso” de las mismas (pp. 119-122). De hecho, La medicina de las pasiones ha de encuadrarse en un género de abierta inspiración religiosa que tuvo una fuerte influencia en la medicina francesa y española de las décadas centrales del siglo xix. Otras obras destacadas de esta corriente también traducidas en España fueron De la fisiología humana y medicina en sus relaciones con la religión cristiana, la moral y la sociedad (1843) de François Devay o los Pensamientos de un creyente católico, o consideraciones filosóficas, morales y religiosas sobre el materialismo moderno, el alma de las bestias, la frenología, el suicidio, el duelo y el magnetismo animal (1849) de Pierre-Jean-Corneille Debreyne. Y un planteamiento muy afín inspiró en España escritos médicos sobre las pasiones como el de San Martín, Basilio, “Discurso preliminar a la higiene de las pasiones”, La Crónica de los Hospitales, 2 (1854), pp. 428-435 y 494-502. 69 Quesada, Balbino, Estudios médico-morales y sociales sobre las pasiones, Úbeda, Imprenta de Juan José Górriz, 1868, p. 7. 66 67
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quietud permanente para los médicos del ochocientos. Pero, por el momento, cabe retener que, a pesar de su talante esencialmente moralizante y conservador, en las obras de Alibert o Descuret y, por extensión, en el discurso sobre las pasiones de los médicos españoles del siglo xix, es posible localizar toda una serie de planteamientos que no sólo contribuyeron a establecer los fundamentos conceptuales de disciplinas y prácticas emergentes como el alienismo, la higiene o el tratamiento moral, sino que anticiparon en su conjunto algunos presupuestos centrales de las modernas ciencias de la mente. Pues, apropiándose discursivamente de las pasiones con los argumentos y retóricas que hemos revisado (como la necesidad de su investigación fisiológica, la insistencia en su potencial patógeno y en su peligrosidad social o la importancia de su análisis semiológico, su diagnóstico diferencial y su terapéutica específica), los médicos allanaron el camino para la cristalización histórica de campos (como las neurociencias, la medicina psicosomática, la higiene mental, la psicopatología o la psicoterapia) que, insertos ya en la trama de la ciencia experimental o la medicina especializada, explotarían después dichos postulados. Paradójicamente, como hoy sabemos, esta medicalización de las pasiones tuvo también como consecuencia su paulatino descrédito y desuso frente al concepto de las emociones, hasta el punto que, para finales del siglo xix, las pasiones se habían esfumado –y casi sin dejar rastro– de los discursos científicos en torno a la afectividad y el psiquismo70. En España, por ejemplo, es interesante señalar que en pocos años se difundieron los estudios sobre El miedo (1892) de Angelo Mosso, los Principios de psicología de William James (1900), La expresión de las emociones de Charles Darwin (1903) y Las emociones del psicólogo italiano Giuseppe Sergi (1906), obras que se convirtieron en el punto de partida de diversas aportaciones a la “psico-fisiología” de las emociones realizadas en las décadas siguientes71. Sobre esta transición de las pasiones
70
En 1896, de hecho, el mismo Théodule Ribot constataba que “en los tratados contemporáneos la palabra pasión ha desaparecido casi por completo, o no se encuentra sino incidentalmente. […] Actualmente el término emoción es el preferido para designar las manifestaciones principales de la vida afectiva” (Ribot, Théodule, Psicología de los sentimientos, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1900, p. 36). 71 Entre éstas cabe destacar Santamaría, Francisco J., Los sentimientos y las emociones: Estudio psico-fisiológico de estos afectos, Madrid, Montero, 1916; Pombo, Gabriel M. de, Es-
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a las emociones se ha aducido con razón que la amplitud y vaguedad semántica del concepto de pasión, sus acusadas connotaciones morales y su tradicional vinculación con las operaciones del alma lo hacían un candidato poco propicio para perdurar como la noción de referencia con la que acometer el estudio de los fenómenos afectivos72. Pero no deja de ser significativo y revelador que fuera finalmente la misma ambición de fundar un conocimiento científico-natural del psiquismo –esto es, un conocimiento en tercera persona, objetivo y basado en categorías axiológicamente neutras– la que acabó con el uso del concepto ancestral con el que, como nuevo saber del hombre, la medicina organizó durante décadas su asedio a los territorios del “hombre intelectual y moral”.
Del alma a la mente En 1807, el ya citado Diccionario de Antonio Ballano concluía su entrada (anónima) sobre las pasiones con la siguiente reflexión: Esta materia nos ofrece ciertamente un campo vastísimo para hacer aplicaciones a la higiene, a la política y a la medicina práctica. […] Para conocer y aprovecharse del influjo de las pasiones, el médico debe dedicarse con particularidad a la filosofía de su arte, esto es, al doble conocimiento del hombre moral y del hombre físico. [Pero] dejemos a la moral el cargo de dirigir las pasiones, y a la metafísica el de analizarlas73.
Del mismo modo, en una memoria manuscrita sobre la Influencia de las pasiones en el físico del hombre remitida en 1830 a la Real Academia
tudio psico-fisiológico acerca de las emociones, Santander, José Mª Cimiano, 1917; y Alcayde Villar, Francisco, Sobre las emociones: Contribución al estudio de la teoría orgánica, Madrid, Papelería Alemana, 1917. 72 La transición de las pasiones a las emociones como concepto de referencia en el estudio científico de la afectividad ha sido estudiada por Rorty, Amelie O., “From passions to emotions and sentiments”, Philosophy, 57 (1982), pp. 175-188; y Dixon, Thomas M., From Passions to Emotions: The creation of a secular psychological category, Cambridge, Cambridge University Press, 2003. 73 Ballano, Antonio (dir.), Diccionario de medicina y cirugía o biblioteca manual médicopráctica, Vol. 6: N-R, Madrid, Imprenta Real, 1805, pp. 194 y 199.
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Nacional de Medicina de Madrid, el candidato Gregorio Escalada valoraba su competencia en unos términos muy similares: Parecerá sin duda inoportuno el pretender dar reglas para dirigir las pasiones del hombre, ni menos analizarlas, en un discurso médico, puntos que al parecer corresponden a la moral y a la metafísica, mas como la medicina tiene tantos puntos de contacto con las demás ciencias auxiliares y somos de ordinario consultados sobre tales asuntos de higiene pública, he creído mi deber recorrer semejantes cuestiones74.
Pero, sólo dos décadas después, presentando a los lectores españoles un sustancioso y polémico ensayo sobre el “tedio vital” del alienista francés Alexandre Brierre de Boismont, el médico gaditano Ramón Hernández Poggio tenía ya perfectamente asumido que habían pasado aquellos tiempos en que el médico se veía precisado a limitar sus conocimientos a la simple curación de los padecimientos orgánicos. Los progresos científicos le han elevado al verdadero puesto que debe ocupar y su benéfica y humanitaria ciencia extiende sus filantrópicos estudios, no sólo al que afectado de una lesión orgánica arrastra los días de su vida llenos de dolor, sino también al que, víctima de una pasión violenta, destruye su organización entre los más crudos tormentos75.
A mediados del siglo xix, por tanto, también los médicos españoles daban por hecho que el estudio de las pasiones del hombre era una parte integral de su saber y una faceta esencial de su quehacer, y así lo expresaba, por ejemplo, una de las numerosas memorias sobre el particular presentadas entonces en la Universidad Central: Necesario es también que, estudiando al hombre como ser inteligente y moral, el médico aprenda a conocer los efectos de los movimientos del alma que […] alteran el orden armónico de la vida, trastornan el juego fisiológico de los órganos, aparatos y sistemas, y quebrantan la salud y oca-
Escalada, Gregorio, Influencia de las pasiones…, s. p. Hernández Poggio, Ramón, “Traducción de ‘Del fastidio de la vida’ de Brierre de Boismont”, Boletín del Instituto Médico Valenciano, 5 (1854), pp. 156-158, p. 157. 74 75
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sionan una muerte anticipada, sin que el escalpelo, ni el microscopio, ni el reactivo químico acierten a demostrar el punto donde obran76.
En síntesis, pues, en un siglo que se había iniciado con la búsqueda del asiento visceral de la locura y el tratamiento moral de los alienados y se cerraría con la descripción de la neurona y el inconsciente freudiano, la medicina acometió una progresiva colonización del psiquismo y la subjetividad que, aunque centrada mayormente en la vieja noción de las pasiones, supondría un importante eslabón para la constitución histórica de las ciencias de la mente. Y este proceso, cuyas reminiscencias tradicionales han impedido quizá una justa valoración de su singularidad, implicó la confluencia de una serie de retóricas y estrategias discursivas cuya finalidad última era justamente la de reclamar para los médicos el estudio y la regulación de esos “movimientos del alma” que, desde la Antigüedad, venían interesándoles por su supuesta influencia sobre la salud y la enfermedad, pero cuya naturaleza no les había correspondido –al menos primariamente– establecer y en cuya dirección siempre habían tendido a respetar la jerarquía normativa de la religión o la moral. En todo caso, una vez consolidados como los máximos garantes y exponentes del nuevo complejo de saber/poder ilustrado y secular que, sustituyendo a la teología cristiana, había constituido al hombre –o, mejor dicho, al hombre en tanto compuesto de un cuerpo y una mente– como el objeto supremo de indagación científica y el blanco preferente de su acción77, y una vez conjurados mayoritariamente en torno al ideal de fundar un conocimiento “fisiológico y descriptivo” del psiquismo, el tratamiento de las pasiones por parte de los médicos (y, por extensión, el del conjunto de la vida mental o anímica) necesariamente hubo de cambiar. De hecho, el concepto tradicional de las pasiones –cuya misma naturaleza era por definición moral, tenía un fuerte componente normativo y estaba estrechamente vinculado a la vieja concepción del alma como instancia espiritual– encajaba visiblemente mal con la nueva pretensión positivista de considerarlas como fenóme-
Castelo y Serra, Eusebio, De la influencia de las pasiones…, p. 4. Véanse, en este sentido, las reflexiones ya clásicas de Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, México, Siglo XXI, 1968, especialmente pp. 295-333. 76 77
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nos “por completo debidos a causalidades originarias, objetivos, permanentes, y tan positivos como cualquier otra función orgánica”78. Y, en consecuencia, las pasiones fueron dejando su lugar a la categoría ya plenamente secular de las emociones, mientras el alma fue dando paso a esa mente desprovista de connotaciones espirituales que, desde finales del siglo xix, estudiamos en sus enfermedades, en sus estructuras orgánicas o en sus funciones. Esa mente, en definitiva, que no es sino el resultado de una determinada manera de ver al ser humano, y cuya emergencia histórica tanto debe al progresivo despliegue de los presupuestos y postulados de la ciencia moderna79. En 1899, Cajal iniciaba la publicación de su célebre Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados presentando sus hallazgos en unos términos que, en este sentido, resultan muy reveladores: Las teorías harto aventuradas, creadas menos por inspiración de los hechos que por imposición de ciencias forasteras […] han cedido su lugar a otras más satisfactorias, surgidas del examen directo de la naturaleza, iluminada por el vivo resplandor de […] métodos con los cuales el factor subjetivo, compañero inseparable de toda observación y origen de infinitos errores, queda reducido a un mínimo casi despreciable80.
Pero, como también advertía Cajal, este “examen directo de la naturaleza” –que, como vimos, ya proponía Crichton a finales del siglo xviii– no estaba todavía en condiciones de resolver el grueso de los viejos misterios del “arca sagrada”, por lo que no podía sino reconocer que en materia tan difícil como el mecanismo funcional del cerebro, en presencia de problemas tan arduos que pueden estimarse como los más arriesgados que la ciencia moderna ha planteado, nuestras soluciones son groseras, simplistas, casi infantiles, y en cierto modo comparables a las que propondría un salvaje en presencia del fonógrafo o de una máquina eléctrica81.
Campo, Higinio del, “Sobre las pasiones”, El Siglo Médico, 15 (1868), pp. 454-456 y 469-471, p. 471 (cursivas en el original). 79 Véanse, en este sentido, Goldstein, Jan E., “Bringing the psyche into scientific focus…”; y Daston, Lorraine y Galison, Peter, Objectivity, New York, Zone Books, 2007, pp. 191-251. 80 Ramón y Cajal, Santiago, Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, Vol. 1, Madrid, Imprenta y Librería de Nicolás Moya, 1899, p. VI. 81 Ibidem, p. IX. 78
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Hasta qué punto esta apreciación de Cajal ha sido corregida por el desarrollo posterior de las neurociencias, o el proyecto encarnado por éstas descansa en una imposibilidad esencial y constitutiva de aprehender el sentido de la experiencia y la conducta, es todavía hoy una cuestión polémica en la que el análisis histórico tiene, como vemos, mucho que decir.
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IV. EL MALESTAR EN LA CULTURA
En este siglo fecundo en guerras, en cambios políticos, y en acontecimientos memorables la manía creció, y se multiplicó entre nuestros conciudadanos, a medida que en la mente del hombre se agolparon vicios, pasiones, miserias, inventos e ideas nuevas. El cambio de simples costumbres, de gobiernos, de instituciones produce modificaciones y alteraciones las más notables en las facultades intelectuales. Rafael Nadal y Lacaba (1841)
El problema de la imaginación En mayo de 1804, el Memorial Literario de Madrid ofrecía a sus lectores una “colección de ejemplos curiosos sobre el poder de la imaginación” entre los que, en un tono jocoso y escéptico, se relataba el siguiente caso: Una mujer preñada de cuatro meses vio en la feria un mono, adornado ridículamente, cuya imagen se fijó de tal modo en su fantasía, que le fue imposible desvanecer esta idea, hasta que al tiempo regular parió una especie de mono vestido según el que había visto. […] Todo puede ser cierto –añadía el redactor–, pero yo creo que estos son unos juguetes de la naturaleza muy distantes de la causa a que se atribuyen1.
Unos años más tarde, el médico Francisco Santos Domínguez presentaba a la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla una disertación cuyo objeto era justamente mostrar “el imperio de la imaginación sobre un género de males harto frecuente, y aciago para los mortales”, y en la que se proponía nada menos que “averiguar su modo
1 “Ejemplos del poder de la imaginación y de las antipatías”, Memorial Literario, 6 (1804), pp. 309-313, p. 311.
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de obrar, y el mecanismo con que se desenvuelve en lo físico del hombre para deducir los desórdenes que causa en su economía vital”2. Poco tiempo después, también el Diario General de las Ciencias Médicas de Barcelona se ocupaba de la imaginación, pero esta vez no sólo como causa, sino también “como remedio de las enfermedades del cuerpo”. En este sentido, el Diario refería las curaciones supuestamente obtenidas por el médico norteamericano Elisha Perkins con sus polémicos conductores metálicos o mediante el magnetismo animal, y atribuía sus buenos efectos “únicamente a la imaginación de los enfermos”, lamentándose además del escaso uso que los médicos solían hacer de este recurso: Los charlatanes y los ignorantes llevan en esta parte muchas ventajas a los buenos médicos; porque éstos siempre hacen sus observaciones muy detenidamente y dudando, y tratan a los enfermos con una sencillez y verdad que no les permite ni creer de ligero en la eficacia de los remedios, ni prometer más de lo que pueden cumplir3.
Estos tres testimonios, procedentes todos ellos del primer tercio del siglo xix, pueden valer como una muestra de la singular mezcla de fascinación y desasosiego con que los médicos españoles de la época se remitían a la ambivalente condición de la imaginación “como autora del bien y del mal, de la felicidad y de la desgracia, del talento y de la estolidez, […] como fuente del saber humano, pero también de sus más incorregibles errores”4. Elogiada desde la Antigüedad como el origen de los más altos logros intelectuales, artísticos y literarios, e incluso como la puerta de acceso a los sentimientos más elevados o a la contemplación misma de lo inefable, lo sublime o lo divino5, la actividad espontá-
2
Santos Domínguez, Francisco, “De la imaginación, y su influjo sobre algunas enfermedades”, Memorias Académicas de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, 11 (1819), pp. 522-544, p. 544. 3 “De la imaginación considerada como causa y remedio de las enfermedades del cuerpo: Perkinismo”, Diario General de las Ciencias Médicas, VII (1832), pp. 208-216, p. 212. 4 Santos Domínguez, Francisco, “De la imaginación…”, pp. 522 y 529. 5 Es célebre, en este sentido, la sentencia de Spinoza según la cual “nadie ha recibido las revelaciones de Dios, sino con la ayuda de la imaginación, […] por lo que, para profetizar no se requiere un alma más perfecta, sino una imaginación más viva” (Spinoza, Baruch de, Tratado breve de Dios, del hombre y la felicidad. Tratado teológico-político, Barcelo-
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nea, desordenada o excesiva de la imaginación siempre se había considerado como un gravísimo riesgo para la razón y el buen juicio. En un pasaje muy conocido de sus Ensayos, Montaigne ya había advertido, por ejemplo, que “si no ocupamos el pensamiento en algún tema que lo bride y contenga, se lanza desbocado aquí y allá por el campo difuso de las imaginaciones, y no hay locura ni sueño que no produzca en esa agitación”6. No obstante, y como han mostrado historiadores como George Rousseau o Jan Goldstein en un reciente e importante libro, fue sobre todo a lo largo del siglo xviii cuando, en relación con las mutaciones socioeconómicas provocadas por el progresivo desmantelamiento del orden corporativo y estamental del Antiguo Régimen, los trabajos de la imaginación se convirtieron en el objeto de una persistente inquietud cultural, de modo que sus prodigiosos efectos intrigaron, admiraron y preocuparon a una extensa nómina de médicos, filósofos, literatos y artistas7. De hecho, de las tres facultades psíquicas reconocidas por el pensamiento ilustrado y sancionadas por los enciclopedistas en su célebre taxonomía de los conocimientos humanos (razón, memoria e imaginación), la imaginación era vista por las doctrinas psicológicas de la época –y, muy particularmente, por el sensualismo– como la más vulnerable y problemática, como la principal vía de entrada para el error y el origen de todo tipo de desgracias8. Así, por ejemplo, Voltaire, que redactó la entrada correspondiente de la Enciclopedia, veía en la imaginación incontrolada (o “imaginación pasiva”) la causa de un gran
na, Círculo de Lectores, 1995, p. 235). 6 Montaigne, Michel de, Ensayos I, Madrid, Cátedra, 1996, p. 68. 7 Cf. Rousseau, Georges S., “Towards a social anthropology of the imagination”, en: Enlightenment Crossings, Manchester, Manchester University Press, 1991 pp. 1-25; y Goldstein, Jan E., The Post-Revolutionary Self..., especialmente pp. 21-59. En su libro, Goldstein muestra con el apoyo de una amplia variedad de fuentes cómo la disolución de la sociedad gremial –certificada en Francia por los célebres edictos de Turgot (1776)– generó toda una serie de ansiedades en torno a la actividad de la imaginación y a la solidez del psiquismo que estimularon decisivamente el propio desarrollo, las implicaciones sociopolíticas y la proyección cultural del conocimiento psicológico. He ofrecido una reseña detallada de esta obra en Novella, Enric J., “De la historia de la psiquiatría a la historia de la subjetividad”, Asclepio, LXI/2 (2009), pp. 261-280. 8 Para una visión panorámica del pensamiento psicológico de la Ilustración pueden consultarse los trabajos ya citados de George S. Rousseau y Jan E. Goldstein, así como Vidal, Fernando, Les sciences de l’âme: XVIe-XVIIIe siècle, Paris, Champion, 2006.
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número de penalidades y aberraciones, pues, en tanto facultad “independiente de reflexión, ella es la fuente de nuestras pasiones y nuestros errores”9. Y, en consecuencia, sus supuestos peligros, entre los que se contaban ante todo la locura o la degradación física y moral, pero también la gestación de criaturas deformes y la aparición de todo tipo de malformaciones congénitas10, incitaron a los médicos de la época a alertar de los riesgos de un trabajo intelectual demasiado intenso, una espiritualidad exaltada o una soledad excesiva, y a proscribir con vehemencia prácticas como el onanismo o la lectura de novelas por parte de niños o mujeres11. Como herederos inmediatos de toda esta tradición, los médicos españoles del siglo xix compartieron ampliamente esta inquietud ante la naturaleza paradójica y los efectos disruptivos de la imaginación, conformando un tópico difuso pero constante en la literatura higienista
Voltaire, ”Imagination”, en: Diderot, Denis (ed.), Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences et des métiers, Vol. 8, Paris, Briasson, David, Le Breton & Durand, 1765, pp. 560-563, p. 561. Como es sabido, los riesgos de una imaginación desbocada serían magistralmente abordados por Goya en 1799 con su célebre Capricho “El sueño de la razón produce monstruos”, que puede considerarse como el testimonio iconográfico más emblemático de la muy ambivalente actitud de los ilustrados hacia la imaginación: “la fantasía abandonada de la razón –explicaba el pintor en el comentario manuscrito que acompaña la estampa– produce monstruos imposibles; unida con ella es madre de las artes y origen de sus maravillas” (Goya, Francisco de, Goya. Los caprichos…, s. p. [Capricho 43]). Sobre los orígenes e implicaciones culturales de esta obra, véase Klein, Peter K., “Insanity and the sublime…”, pp. 218-222. 10 Sobre el papel determinante atribuido a la imaginación por la teratología ilustrada, véanse Todd, Dennis, Imagining Monsters: Miscreations of the Self in Eighteenth-Century England, Chicago, University of Chicago Press, 1995; y Moscoso, Javier, “Los efectos de la imaginación: Medicina, ciencia y sociedad en el siglo xviii”. Asclepio, LIII/1 (2001), pp. 141-171. 11 Algunos textos emblemáticos de la segunda mitad del siglo xviii sobre estos aspectos incluyen la conocida diatriba de Kant contra el científico sueco Emanuel Swedenborg en sus Sueños de un visionario explicados por los sueños de la metafísica (1766), la monografía sobre El onanismo (1758) y el Aviso a los literatos y a las personas de vida sedentaria sobre su salud (1766) de Samuel-Auguste Tissot y el tratado De la soledad (1773) de Johann-Georg Zimmermann. Por su parte, el propio Esquirol enumeraría pocos años después entre las causas de la mayor proclividad de las mujeres a la alienación “la profusión de novelas cuya lectura provoca en las jóvenes una actividad precoz agitando su imaginación, inspirándolas ideas de una perfección imaginaria que ansían adquirir, y desesperándose al no encontrarla en parte alguna” (Esquirol, Jean Étienne Dominique, Sobre las pasiones…, p. 83). 9
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de la época que, en algunos casos, dio lugar a formulaciones muy explícitas: La imaginación –escribía en 1846 Pedro Felipe Monlau– […] es una de las facultades intelectuales más maravillosas, la que a menudo da alas a la inspiración, y la que, a favor de espléndidas combinaciones, nos proporciona goces indecibles: pero al mismo tiempo es una facultad que por poco desproporcionadamente desarrollada que se encuentre respecto de las demás facultades intelectuales, nos engaña en orden al valor real de las cosas, falsea de todo punto nuestro juicio, sumerge nuestro espíritu en la vaguedad, y nos impele a los actos mas desatinados12.
Emulando a Feuchtersleben, por su parte, Josep Call iniciaba el análisis de las diversas “facultades del espíritu” desplegado en su Higiene del alma con un extenso capítulo dedicado justamente a la imaginación, a la que señalaba como la “responsable de tantas y tan extraordinarias cosas lo mismo en estado de sueño que en el de vigilia” y, en definitiva, como “la clave de nuestra felicidad o desgracia”13. Así, entre los aspectos abordados por Call y el resto de autores españoles, cabe destacar, en primer lugar, su tendencia a atribuir la problematicidad de la imaginación a su condición de fenómeno intermediario entre lo corporal y lo psíquico, bien como “potencia sensitiva del alma racional”, o bien como “facultad directamente subordinada al mecanismo del sistema nervioso”14. Así, Santos Domínguez explicaba que la imaginación se podía ver afectada por cualquier tipo de desorden que implicara a los “tres departamentos de la economía animal” relacionados con la sensibilidad, a saber, “los sentidos externos, las extremidades sensitivas internas y el órgano del cerebro”, pero que, a su vez, su influencia morbosa se podía hacer sentir sobre cada uno de éstos dando lugar a “percepciones distorsionadas”, a un “estado durable de irritación, de espasmo y de congestión de los órganos” o a “ideas
Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada…, p. 409. Call, Josep, Higiene del alma y de sus relaciones con el organismo, Barcelona, Tipo-Litografía de los Sucesores de N. Ramírez y Cª, 1888, pp. 40-65. Véase igualmente Feuchtersleben, Ernst von, Higiene del alma ó arte de emplear las fuerzas del espíritu en beneficio de la salud, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1855, pp. 26-39. 14 Respectivamente, así la describen Santos Domínguez, Francisco, “De la imaginación…”, p. 523 y Call, Josep, Higiene del alma..., p. 43. 12 13
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desarregladas y trastornos del pensamiento”. En el primer caso, decía, la imaginación “se asemeja a un espejo desigual y móvil, propio para transformar los rayos que recibe, y desfigurar los objetos que en él se retratan, transmitiéndoles su condición viciosa”; en el segundo, “causa modificaciones afectivas que, encaminándose al corazón, concitan los sentimientos vivos del alma”; y, en el tercero, “excita ideas absurdas, fantasmas indeterminados que turban a aquel órgano supremo”15. La peligrosidad de la imaginación, por tanto, residía en el hecho de que podía originar o dar apariencia de realidad a todo tipo de ensueños, pesadillas, alucinaciones, miedos, sentimientos inmorales o impulsos irresistibles, pero, sobre todo, a ideas “fijas”, “dominantes” o “imperativas”, pues si toda irritación permanente de la sensibilidad causa efectos notables en las sensaciones, éstos son sumamente porfiados e intensos cuando obran en su verdadera fuente, y por esto una fuerza dominante obliga a la imaginación a ocuparse siempre de aquel mismo objeto a quien debe la impresión16.
Como es sabido, ya Locke había insistido en considerar la locura no como una enfermedad privativa de la razón, sino como un trastorno secundario a la “violencia de la imaginación”; de este modo, decía, “después de haber convertido sus fantasías en realidades, [los locos] yerran como los hombres que razonan bien, pero que han partido de principios equivocados”17. Pero, a diferencia de la vieja figura del visionario tan paradigmáticamente encarnada por Don Quijote o evocada por Goya en sus Caprichos, la noción más extendida entre los médicos del siglo xix fue justamente que la “fijación” a una idea –que, acaparando toda la atención del individuo, asumía una ascendencia mórbida sobre su juicio, su voluntad y su conducta– constituía el mecanismo más común por medio del cual la imaginación alteraba el funcionamiento
Santos Domíngez, Francisco, “De la imaginación”…, passim. Ibidem, p. 534. 17 Locke, John, Ensayo sobre el entendimiento humano, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 140. Véase a este respecto el brillante comentario de Foucault, Michel, Historia de la locura…, Vol. 1, pp. 325-390. 15 16
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psíquico18. Una tesis doctoral de 1854 sobre la “naturaleza de la enagenación mental” explicaba el proceso exactamente en esos términos: la imaginación, después de haberse aplicado por largo tiempo a un objeto único, comienza a producir siempre la misma imagen, y como la voluntad entonces es demasiado débil para disiparla, esta imagen se convierte en lo que se llama una idea fija19.
Call, por su parte, sostenía que “teniendo como tienen las enfermedades mentales su asiento en la imaginación y no en la razón, las locuras empiezan siempre y en todos los casos por una idea mal dominada”, mientras Nicasio Mariscal no dudaba en afirmar que los trastornos mentales eran particularmente graves y frecuentes en los individuos que se consagran a un estudio demasiado atento y prolongado, especialmente en los pensadores que se entregan en cuerpo y alma, como suele decirse, a una idea fija. […] Nuestras facultades intelectuales, privadas del socorro de los sentidos, no pueden sostenerse por mucho tiempo a tales alturas20.
Sobre este telón de fondo, pues, no debe sorprender que, en su calidad de condición en la que estas ideas dominantes tenían una implicación causal y una presencia clínica más conspicua, la monomanía se convirtiera a lo largo del siglo xix en una de las categorías más controvertidas, pero, a la vez, más emblemáticas y populares de la naciente medicina mental21.
18 Véase, sobre este punto, el excelente ensayo de Clark, Michael J., “‘Morbid introspection’, unsoundness of mind, and British psychological medicine, c. 1830-c. 1900”, en: Bynum, William, Porter, Roy y Shepherd, Michael (eds.), The Anatomy of Madness: Essays in the History of Psychiatry, Vol. 3, London, Routledge, 1988, pp. 71-101. 19 Valenzuela y Márquez, José, De la naturaleza de la enagenación mental, Madrid, Imprenta de José María Ducazcal, 1854, p. 13. 20 Respectivamente, Call, Josep, Higiene del alma..., p. 62, y Mariscal y García, Nicasio, Ensayo de una higiene de la inteligencia, Madrid, Imprenta de Ricardo Rojas, 1898, p. 183. 21 La bibliografía sobre la monomanía, centrada habitualmente en sus variadas e importantes implicaciones psicopatológicas, forenses y profesionales, es prácticamente inabarcable. Dos trabajos en los que se ofrece una buena prospección de la amplia resonancia cultural del concepto son, en cualquier caso, Goldstein, Jan E., Console and
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En todo caso, ya se ha señalado que los médicos españoles también eran muy conscientes de la egregia función de la imaginación como “fuente del saber humano”, de manera que el mismo Monlau, tras haber advertido enfáticamente de los riesgos de una “afición desmedida a las artes de imaginación”, no tenía más remedio que reconocer que “raras veces se llega a ser hombre grande, sin haber tenido por mucho tiempo una idea fija”22. Por su parte, Call sugería que, siempre que estuviera dirigida a discreción por la voluntad y el individuo mantuviera incólume el “imperio sobre sí mismo”, sólo la imaginación podía proveer la necesaria evasión ante las inevitables “aflicciones y pesares” de la vida, por lo que llegaba incluso a recomendar que cuando la tengamos encaminada, dejémosla que vuele, que este es el mejor lenitivo del infortunio. Soñemos despiertos, que es lo que hay que procurar siempre y cuando las realidades de la vida nos mortifican demasiado. […] El hombre que no sueña en este mundo, sufre mucho, porque no es práctico vivir despierto, que únicamente es la imaginación la que positivamente da color y encanto a la vida23.
Y, por supuesto, su consabida influencia sobre el organismo, que, como hemos visto, los médicos españoles también daban por descontada, les llevó a subrayar la amplitud y variedad de sus posibles aplicaciones terapéuticas, y a interesarse por fenómenos y prácticas difusamente atribuidas a su poder como el magnetismo animal, la sugestión o el hipnotismo24.
Classify…, pp. 152-196 y 398-406; y Zuylen, Marina van, Monomania: The Fly of Everyday Life in Literature and Art, Ithaca, Cornell University Press, 2005. Sobre la difusión del concepto de monomanía en España puede consultarse Martínez Pérez, José, “Problemas científicos y culturales en la difusión de una doctrina psiquiátrica: la introducción del concepto de monomanía en España (1821-1864)”, en: Arquiola, Elvira y Martínez Pérez, José (coords.), Ciencia en expansión: Estudios sobre la difusión de las ideas científicas y médicas en España (siglos XVIII-XX), Madrid, Editorial Complutense, 1995, pp. 490-520. 22 Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada…, loc. cit. 23 Call, Josep, Higiene del alma..., p. 46. 24 Con respecto al hipnotismo, y como muchos otros médicos en las décadas finales del siglo xix, Call se mostraba convencido de que “ya se han vencido las primeras dificultades, y éstas solventadas, el camino será fácil para las generaciones que vengan, y los futuros campeones de la medicina echarán mano del hipnotismo como recurso para la curación de multitud de dolencias” (Ibidem, p. 47). Sobre la fortuna
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Pero, en líneas generales, y a pesar de que se le concedieran a la imaginación todas estas virtudes y se la considerara una potencia valiosísima cuyo ejercicio juicioso podía mejorar sustancialmente la calidad de vida del individuo, la mayoría de los médicos no creía necesario fomentar activamente su cultivo, pues no les parecía un atributo esencial para conducirse con suficiencia en las situaciones ordinarias de la vida y, en cambio, las consecuencias de su hiperactividad podían llegar a resultar funestas. Así lo expresaba, por ejemplo, el autor de unos “Estudios sobre las enfermedades mentales” aparecidos a mediados de siglo en la prensa médica madrileña: A cada inventor y hombre de genio corresponden cien y cien desdichados, que dominados por una idea extravagante, se afanan por buscar la cuadratura del círculo, el movimiento perpetuo, un remedio universal, el arte transformar los metales, el de sujetar a cálculo las combinaciones del juego de loterías, etc. ¡Abismos de la inteligencia humana!25.
Y, por su parte, Juan Giné y Partagás no dudaba en afirmar que “tanto como es indispensable a los poetas y a los que se dedican a las ciencias y artes de invención el cultivo de la imaginación, conviene no exaltarla a los que no se apartan de las impresiones comunes de la vida”26. Una imaginación poco desarrollada, en suma, podía mermar la riqueza de la vida interior, los logros del conocimiento o el disfrute de las artes, pero, salvo en el caso de los hombres excepcionales –y ni siquiera en esos casos, pues, como también se creía acreditado, “casi todos los hombres de imaginación ardorosa y talento cultivado, como los poetas, los literatos, los artistas, etc., presentan un desarreglo más o menos grave en su inteligencia”27–, y a diferencia de otras faculta-
respectiva del magnetismo animal y el hipnotismo en la medicina española del siglo xix pueden consultarse González de Pablo, Ángel, “Animal magnetism…”; y Diéguez, Antonio, “Hipnotismo y medicina mental en la España del siglo xix”, en: Montiel, Luis y González de Pablo, Ángel (eds.), En ningún lugar. En parte alguna…, pp. 197-228. 25 E. A., “Estudios sobre las enfermedades mentales”, Gaceta Médica, 9 (1853), pp. 9192, p. 92. 26 Giné y Partagás, Juan, Curso elemental de higiene…, p. 500. 27 Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada…, loc. cit. En este sentido, hay que recordar nuevamente la estrecha vinculación de genio y locura en la cultura occidental
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des como la atención, la voluntad o el “sentido común”, su cultivo parecía plenamente prescindible e incluso poco aconsejable; puestos a elegir, sus peligros eran tantos y tan graves, que no merecía la pena correr el riesgo.
El imperio de las pasiones Del mismo modo que la imaginación se había erigido a lo largo del siglo xviii en el epicentro de las preocupaciones de los médicos en torno a la estabilidad del “hombre intelectual”, el tránsito del siglo xviii al xix pareció desplazar su atención hacia las pasiones como la principal amenaza para la integridad del “hombre moral”. Así, ya hemos visto que el estudio de las pasiones se convirtió en esos años en un tópico sistemáticamente reivindicado por los médicos frente a las aportaciones de los filósofos o los moralistas, como prueban la memoria de William Falconer sobre “la influencia de las pasiones en los trastornos del cuerpo” (premiada en 1787 por la Medical Society de Londres) o las monografías ya citadas de Clément-Joseph Tissot (tras una convocatoria de la Académie Royale de Chirurgie de París) y Alexander Crichton sobre la naturaleza y las causas de la locura (ambas aparecidas en 1798). Las razones de este desplazamiento discursivo –que, en cualquier caso, no presupone en absoluto que los médicos del ochocientos no siguieran interesándose y preocupándose por los problemáticos efectos de la imaginación– son ciertamente muy complejas y responden a factores muy diversos, pero no cabe duda de que, aparte del reconocimiento de la dimensión afectiva del psiquismo alentado por la nueva psicología de las facultades o el progresivo despertar de la conciencia romántica, el nuevo contexto sociopolítico surgido de las convulsiones revolucionarias de la época debió desempeñar un papel muy importante28. Examinando la influencia de la revolución de 1789 sobre la salud pública, por ejemplo, es significativo que el médico francés Marc-Antoine Petit describiera en 1806 las revueltas populares como
y, muy especialmente, en el pensamiento ilustrado y el discurso médico del ochocientos. Véase Peset, José Luis, Genio y desorden… 28 Así lo sugiere también el ensayo ya citado de Rosen, George, “Orígenes de la psiquiatría social…”.
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situaciones incontrolables en las que “todas las pasiones están en juego; todos los espíritus están exaltados; la sensibilidad dobla sus fuerzas; la energía lo invade todo; y todo hombre se indigna con la sola idea de una injusticia”29. Por su parte, un artículo anónimo aparecido en España durante los años del Trienio Liberal explicaba los mecanismos de la violencia política en unos términos muy similares: Cualquiera que tenga conocimiento del corazón humano sabe que la exaltación en cualquier género es un síntoma esencial de debilidad […]. No hay época más expuesta a producir este trastorno mental que cuando se mudan los gobiernos o experimentan alguna alteración notable; puestas en acción las diferentes pasiones de los hombres, cada una le representa su objeto bajo diferente forma de la que realmente tiene, […] y desde el momento en que el alma se constituye en tal estado, no concibe mas que errores, ni puede inspirar sino crímenes30.
Y, varias décadas después, Juan Giné y Partagás todavía seguía explicando a sus alumnos de la Universidad de Barcelona que las “calamidades públicas, tales como el hambre, las guerras, revoluciones, incendios, terremotos, etc., llevan una secuela patológica a veces más desastrosa por las emociones morales que provocan en la población que por sus efectos inmediatos o directos”31. De este modo, pues, en una época que vivió el vértigo de una profunda transformación social, económica y cultural y asistió conmocionada a la creciente implicación de las masas en el juego político, las pasiones se convirtieron no sólo en el concepto de referencia para las formulaciones etiopatogénicas y terapéuticas de la naciente medicina mental, sino también en el blanco y objetivo primordial de la higiene moral cultivada durante gran parte del siglo xix por los médicos europeos. A lo largo de los siglos xvii y xviii, la antigua concepción de las pasiones como meros “accidentes del alma” (accidentia animi) había ido dando paso a una creciente valorización de su condición de fuerzas or-
29 Petit, Marc-Antoine, Essai sur la médecine du cœur, Lyon, Garnier & Reymann, 1806, p. 122. 30 “Reflexiones sobre un libelo incendiario, impreso en Madrid, y recogido en el momento mismo de su publicación”, El Censor, 19 de agosto de 1820. 31 Giné y Partagás, Juan, Curso elemental de higiene…, p. 489.
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gánicas responsables del dinamismo de la vida e incluso de la articulación del orden social32. El mismo Diderot, por ejemplo, describió las pasiones como el motor esencial y necesario de todas las “grandes empresas” de la vida, mientras Voltaire las comparó con “los vientos que hinchan las velas de un barco, [que] a veces lo sumergen, pero sin ellas no podría bogar”33. Y, en una línea muy parecida, el propio Feuchtersleben declaraba en su Higiene del alma que no compartía la preocupación de aquellos que quisieran ahogar toda pasión en su misma cuna. Esta cuna es la inclinación: sin inclinación no hay interés; y sin interés no hay vida real. […] Nunca deben menospreciarse las fuerzas naturales, y menos aún anonadarse; lo que conviene es estudiarlas, vencerlas, exaltarlas, reglarlas o someterlas, y nada más34.
Pero, muy influidos por las obras de Alibert y Descuret y salvo algunas excepciones aisladas, las aportaciones de los médicos españoles del siglo xix –sazonadas a menudo con los apuntes fisiológicos más variopintos– mantuvieron un tono más cercano a la censura moral que al estudio científico-natural, reservando a la represión de las pasiones lo más granado de un discurso que, por regla general, se pretendía armónicamente derivado de la ciencia y la religión. En los tiempos que atravesamos de escepticismo y de frialdad religiosa –proclamaba un doctorando de la Universidad Central de Madrid en 1854– no basta que los ministros de Dios prediquen la palabra divina; es necesario además que el médico diga a esos enjambres humanos que viven en la corrupción: “Los placeres en pos de los cuales correis presurosos son ponzoña que os ha de producir dolores y enfermedades; la dicha que buscais desoyendo los consejos de la moral acibarará vuestros días, porque las terribles dolencias que por vuestra imprudencia adquirís os envuelven en
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Es común datar el inicio de este proceso en la obra de Descartes y algunos médicos de su época, como Marin Cureau de La Chambre, Louis de la Forge, Thomas Willis y William Charleton. Cf. Riese, Walter, La théorie des passions à la lumière de la pensée médicale du xviie siècle, Basel, Karger, 1965. 33 Voltaire, Cándido. Micromegas. Zadig, Madrid, Cátedra, 1997, p. 265. Véase también, a este respecto, Korichi, Mériam, “Introduction”, en: Les passions, Paris, Flammarion, 2000, pp. 9-42. 34 Feuchtersleben, Ernst von, Higiene del alma…, pp. 66-67.
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un mar de desdichas y quebrantos que no siempre puede remediar nuestra ciencia”35.
Las pasiones, ya lo hemos visto, interesaban pues por su supuesta implicación en las más “terribles dolencias”, y, de hecho, el propio Monlau no dudaba en afirmar que “en nuestro actual estado de civilización hay pocas enfermedades que no sean el contragolpe de una grande y viva afección moral”36. Esto era particularmente cierto para el caso de la locura y todas las formas y variedades de la alienación mental, de manera que, emulando al mismísimo Esquirol, Juan Ortiz Company, médico director del Departamento de Dementes del Hospital Provincial de Valencia, recomendaba en 1866 la visita a los establecimientos de enajenados como el medio más notorio de comprobar las funestas consecuencias de las pasiones: Entrad señores en las casas de locos, en esos mundos en miniatura en donde se ven de relieve los tristes pero fecundos resultados que las pasiones han producido en la mayor parte de ellos, y hallareis mil ejemplos de personas que, de haber sabido poner correctivo a sus delirantes pasiones, lejos de haber perdido el precioso tesoro de la razón, estarían prestando en el seno de la sociedad servicios eminentes y serían útiles a sus semejantes37.
Pero, debido a su rápida transmisión de unos individuos a otros y al desorden emocional producido por las crisis políticas, las “calamidades públicas” o diversos fenómenos de la vida moderna, los médicos no sólo veían en ellas un problema de salud física o moral, sino que constituían a sus ojos, sobre todo, un grave riesgo para la cohesión y el orden social. Si estas afecciones producen una influencia tan directa sobre los individuos en particular que se consideran como la causa predisponente más general para una multitud de dolencias –se preguntaba retóricamente otro doctorando de la Universidad Central–, ¿qué será cuando obren en mayor
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San Martín, Basilio, “Discurso preliminar a la higiene…”, p. 499. Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada…, p. 368. 37 Ortiz Company, Juan, “Las pasiones consideradas bajo el punto de vista racional”, Boletín del Instituto Médico Valenciano, 9 (1866), pp. 463-472, p. 467. 36
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escala sobre cierto número de individuos o sobre los habitantes de un pueblo entero y modifiquen las fases de la vida?38.
Ortiz Company no albergaba dudas, por ejemplo, de que algunos de los acontecimientos más emblemáticos de la reciente historia europea eran un síntoma muy revelador de la perentoria amenaza colectiva encarnada por las pasiones: Registrad señores la historia de las revoluciones, y ved si es posible que todo un pueblo se entregue a esos actos de anarquía y desenfreno a que en varias ocasiones se ha entregado, sobre todo en Francia y en Inglaterra; decid cómo se explica que un pueblo entero proclame la soberanía de la razón y en su necio orgullo se niegue a rendir culto y adoración a su Dios, mientras se postra de rodillas ante una despreciable meretriz conducida en triunfo por las masas populares39.
“Estudiada bajo este punto de vista –sostenía, por su parte, Descuret–, la Europa presenta a los observadores alarmantes síntomas de una disolución próxima e inevitable, si el cristianismo no viene a obrar una regeneración saludable”40. En su opinión, los “mismos progresos de la civilización”, sobrexcitando “las pasiones instintivas y brutales en las masas” y debilitando las instancias tradicionales destinadas a contenerlas, habían convertido el dominio de las pasiones en una lid cada vez más compleja, difícil e incierta, por lo que reclamaba simultáneamente el concurso de la medicina en la reforma de las costumbres y el de la religión en el tratamiento moral de los individuos: “¡pues qué freno más poderoso –decía–, qué remedio más eficaz para contener la violencia de las pasiones, que la obligación de dar cuenta de todas nuestras faltas a Dios!”41. Y, en una línea muy similar, una curiosa tesis doctoral presentada en 1856 en Madrid alertaba de forma enfática sobre la peligrosidad de las pasiones presuntamente excitadas no sólo por la incredulidad (“cruel torcedora del alma, pues cuanto más se en-
38 Serrano Sánchez, Francisco de Paula, Consideraciones medico-filosóficas sobre la vida y las pasiones, Madrid, Imprenta del Vapor, 1854, pp. 10-11. 39 Ortiz Company, Juan, “Las pasiones…”, p. 468. 40 Descuret, Jean-Baptiste Félix, La medicina de las pasiones…, p. 120. 41 Ibidem, p. 99.
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carna el hombre en la materia, cuanto mas se rebulle en intereses positivos, y más abarca en su esfera especulativa, más se despierta en él ese afán de gozar y esa sed inextinguible”), sino también por otras manifestaciones más o menos emblemáticas de la cultura moderna como el individualismo (“egoísta la sociedad hasta el extremo, abusa a menudo de su superioridad con lamentable tiranía, y estimulando el amor propio en mal sentido, impulsa a pasiones mezquinas”), la burguesía capitalista (“esa aristocracia bursátil que se martiriza para amontonar millones e inclinar el fiel de la balanza en provecho de sus intereses”), el pauperismo (“el amor, emanación del cielo y que tan hermoso irradia en un alma feliz, es una virtud que difícilmente se concilia con la miseria”), el periodismo (“siendo un instrumento colocado en manos del hombre para multiplicar el bien, las pasiones se han apoderado a menudo de él para multiplicar el mal”) o, incluso, los dramas teatrales demasiado “subidos de tono”: El teatro, en dramas de este género, se convierte en terreno que abrasa. Si fuera dado a la medicina penetrar en los pliegues del alma, la prohibición de estas emociones se elevaría a axioma para la curación de muchas enfermedades42.
Todos estos testimonios permiten apreciar, en suma, hasta qué punto las pasiones interesaron e inquietaron a los médicos españoles del ochocientos, que, en su mayoría, asumieron un discurso muy próximo a su tradicional condena de origen platónico, estoico o cristiano como apetitos primitivos, irracionales e irremediablemente perversos. Es cierto que, en algunos casos y de forma análoga a la imaginación, algunos autores –y muy especialmente aquellos más dispuestos a postular o aceptar la naturaleza esencialmente orgánica, visceral o cerebral de
42 Carreras y Xuriach, José, Influencia social en las pasiones, Madrid, Imprenta de Eusebio Aguado, 1856, passim. Esta censura del papel del teatro moderno en la promoción del desorden afectivo fue, de hecho, un argumento bastante común entre los médicos: “Cuántas veces, en efecto, esos dramas terribles, puestos en escena con la mayor perfección artística, pueden ocasionar emociones que, repetidas diversas veces, dan funestos resultados, viéndose no pocas víctimas de neurastenia, enfermedades mentales, insomnios prolongados, y otras muchas dolencias cuya fuente ha sido, sin duda, la excitación de ánimo producida en el teatro” (Olmedilla y Puig, Joaquín, Higiene de las pasiones…, p. 20).
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las pasiones– trataron de subrayar su condición de hechos insoslayables de la vida o su valor fisiológico, psicológico o social. De hecho, uno de ellos, el médico asturiano Higinio del Campo, muy influido por las ideas de Mata, creía imposible no admitir la “necesidad misma de las pasiones”, pues “sin su auxilio el hombre sería un autómata, sin estímulo para obrar y sin causalidad en sus movimientos”: Todos tenemos pasiones por el mero hecho de gozar la aptitud y tendencia para poder sentirlas, y facultad de entregarnos a ellas o de repelerlas; y lo que nos separa, no de la pasión sentida y consentida, sino del vicio, es el uso arreglado de la facultad, en contraposición del abuso, penable por la moral y por las leyes que reglamentan nuestras acciones y marcan nuestros deberes43.
Por su parte, Ortiz Company reconocía abiertamente ante sus colegas del Instituto Médico Valenciano que las pasiones son necesarias e indispensables al bienestar de la sociedad; y se constituyen en grandes virtudes cuando están bien dirigidas y cuando desde un principio se las ilustra y se las conduce bien: el hombre sin pasiones es un ser depositado en medio de la sociedad, incapaz de hacer nada por ella ni de sentir el benéfico influjo que la misma debiera legítimamente ejercer en él44.
Y, en un tono muy similar, el propio Giné y Partagás advertía a sus alumnos que sin hacer apología de todas las pasiones, convendría que los moralistas se dignasen atender a que ellas son inherentes a nuestra naturaleza, y que un
43 Campo, Higinio del, “Sobre las pasiones…”, pp. 454-455. Lógicamente, estos autores solían tener también menos dificultades para argumentar la natural competencia de los médicos en el conocimiento y la gestión de las pasiones. Así, por ejemplo, para Giné y Partagás estaba de más cualquier “debate sobre la cuestión de si el estudio de las pasiones es o no incumbencia de la medicina, porque para nosotros, desde el punto en que éstas son actos del organismo, esto es, funciones, no cabe duda de que su conocimiento atañe al fisiólogo y su dirección al higienista” (Giné y Partagás, Juan, Curso elemental de higiene…, p. 484). 44 Ortiz Company, Juan, “Las pasiones…”, p. 471.
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hombre sin pasiones sería como un buque sin aparejo y sin velamen, abandonado a la ventura en medio de todos los escollos de la vida45.
Pero, en cualquier caso, y como ya hemos apuntado, su ubicua, reiterada e insistente asimilación a la enfermedad, la locura y el desorden tendía a diluir estas consideraciones en el contexto de un discurso altamente moralizante y esencialmente represor. No en vano, su acción se asemejaba “al más fuerte huracán, que arranca los árboles y cambia de aspecto a la naturaleza, o al terremoto que con sus violentas oscilaciones y sacudidas, produce la ruina en los pueblos”46, por lo que, aunque pudiera reconocérseles cierto valor como fuente natural de energía, vitalidad o creación, las pasiones no podían ser vistas sino como la mayor de las amenazas para la salud, la razón y el orden social. Así, por ejemplo, una memoria remitida en 1830 a la Real Academia de Medicina de Madrid reconocía que “las pasiones nos preservan de una apatía peligrosa y de un funesto letargo”, pero –puntualizaba acto seguido– “si pasando los límites de la moderación, y llegando a superar la razón del hombre, se deja arrastrar éste de su titánico influjo, se convierten en agentes debilitantes que lo conducen lentamente al término fatal de la vida”47. Y, unos años después, Francisco Fabra y Soldevila empleaba una vistosa metáfora para expresar la misma idea: Sin las emociones el hombre sería como un volcán apagado o sin fuego; pero el volcán inflamado, vomitando llamas, lavas y cenizas, conmoviendo la tierra, dominando la atmósfera y asustando todo el país cercano, ofrece la imagen de las emociones desarregladas y fuertes que constituyen las pasiones48.
Parafraseando al fisiólogo francés François Magendie, Fabra llegaba a conceder que “las pasiones son el principio o la causa de todo cuanto el hombre hace de grande, sea en bien o en mal”, pero, a continuación, aconsejaba expresamente “tener la voluntad preparada, fortalecida y armada con principios severos para no abandonarse enteramente a sus
Giné y Partagás, Juan, Curso elemental de higiene…, p. 490. Serrano Sánchez, Francisco de Paula, Consideraciones medico-filosóficas…, p. 9. 47 Escalada, Gregorio, Influencia de las pasiones…., s. p. 48 Fabra y Soldevilla, Francisco, Filosofía de la legislación natural…, p. 55. 45 46
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movimientos, porque, cuanta más resistencia se opone, tanta más fuerza se adquiere y muchas veces se consigue la victoria”49.
Del buen uso de la libertad El comentario anterior de Fabra nos conduce a abordar ahora las distintas pautas, recetas o estrategias que, con el objetivo de “equilibrar el funcionalismo psíquico” frente a los peligros encarnados de forma paradigmática por la imaginación y las pasiones, tuvieron un mayor predicamento en la literatura higienista española del siglo xix. Ciertamente, plantear esta cuestión implica ampliar la perspectiva de análisis para considerar no sólo las coordenadas culturales e ideológicas que condujeron a los médicos a valorar (e, inversamente, a proscribir) determinadas operaciones o facultades psíquicas, sino también el modo en que el discurso higienista trató de configurar un patrón relativamente definido de experiencia y reflexividad individual. Pues, insistiendo en una serie de consignas programáticas para afrontar los asaltos de la imaginación o los embates de las pasiones, los médicos no sólo actuaban como deudores de ciertos valores e intereses, sino que también proponían al público instruido una forma muy concreta de verse y actuar con respecto a sí mismos. Así, por ejemplo, no ha de sorprender que, en un contexto histórico y cultural que valoró de forma particular la contribución de la experiencia y la sensación a la formación del conocimiento y el funcionamiento psíquico50, la imaginación, cuya actividad se caracterizaba justamente por prescindir del “socorro de los sentidos”, se convirtiera en una facultad tan problemática y censurada. “De todas las facultades del entendimiento –sostenía Pinel en este sentido– la imaginación es la más expuesta a una afectación profunda”51. Y, del mismo modo,
Ibidem, pp. 62-63. La cita de Magendie procede de su Précis élémentaire de physiologie de 1816 (Paris, Méquignon-Marvis, p. 185). 50 Véanse, en este sentido, por ejemplo, Cassirer, Ernst, La filosofía de la Ilustración, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, 3ª ed., pp. 113-155; u O’neal, John C., The Authority of Experience: Sensationist Theory in the French Enlightenment, University Park PA, Penn State Press, 1996. 51 Pinel, Philippe, Traité médico-philosophique…, p. 70. 49
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tampoco es casual que la misma epistemología que la había puesto en la picota fuera inicialmente la encargada de proveer diversas estrategias para su estabilización, inspirando toda una tradición de gestión o intervención sobre la “sensibilidad” cuya vigencia se extendería hasta bien entrado el siglo xix. Con este fin, por ejemplo, los revolucionarios franceses –muy influidos por el ideario pedagógico de Rousseau– se apresuraron a implementar un ambicioso programa de enseñanza escolar de los principios del sensualismo y de renovación de los escenarios de la vida cotidiana que incluyó, entre otras medidas, la adopción de un nuevo calendario, la introducción de una uniformidad especial para los empleados del Estado, cambios en la denominación de calles, plazas y espacios públicos, y, de forma característica, la celebración periódica de festivales cívicos52. Y, en este sentido, es muy revelador que el conde de Mirabeau, uno de los máximos impulsores de estos festivales, clamara en uno de sus célebres discursos ante la Asamblea Constituyente que los gobernantes “no deben apelar a principios abstractos como la justicia, la sabiduría o la verdad, sino hablar a los sentidos y a la imaginación del pueblo si quieren exaltar su entusiasmo por las instituciones”53. En España, estas estrategias centradas en la acción sobre la sensibilidad también tuvieron una notable circulación durante el primer tercio del siglo xix, inspirando algunos proyectos de renovación pedagógica y los consejos psicológicos y morales de destacados médicos y literatos. En 1807, por ejemplo, el Diccionario de Antonio Ballano concluía su entrada sobre la imaginación recomendando “a los que desean la conservación de su salud, y a los médicos que tratan de restablecerla en un hipocondríaco o en cualquier otro enfermo cuyos males deben su origen o aumento al influjo de la imaginación” que evitaran las “investigaciones sutiles y espinosas” y se entregaran en cambio a “aquellos estudios
52
Sobre toda esta “pedagogía revolucionaria de la imaginación”, véase Goldstein, Jan E., The Post-Revolutionary Self…, pp. 60-100. 53 Citado en Goldstein, Jan E., The Post-Revolutionary Self…, p. 76. Pocos años después, y tras sostener igualmente que la imaginación “gobierna el mundo”, el propio Napoleón afirmaría que “el hombre civilizado, como el salvaje, necesita un amo, un mago que mantenga a raya su imaginación y lo someta a una severa disciplina” (citado en Moreno Alonso, Manuel, Napoleón: De ciudadano a emperador, Madrid, Sílex, 2005, p. 123).
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que llenen el ánimo de objetos nobles y espléndidos, como historias fabulosas y contemplaciones o vistas de la naturaleza”, pues “las escenas deliciosas sean de la naturaleza, de la poesía, o de las artes, tienen una influencia tan benigna sobre el cuerpo como sobre el ánimo”54. Por su parte, el conocido afrancesado Félix José Reinoso (1772-1841) pronunciaba en 1816 en Sevilla un discurso en el que, dentro de la más estricta ortodoxia sensualista, reclamaba para las “amenas letras” un lugar prominente en la “dirección de la sensibilidad y la rectificación de las pasiones”, ya que, tal como decía, “perfeccionar la facultad de sentir, semillero de nuestros pensamientos y manantial de la sabiduría humana, es perfeccionar la facultad de conocer, de juzgar y de raciocinar”55. Y, a pesar del pronto abandono del marco epistemológico y cultural que alentó estos planteamientos, el consejo de no apelar a “ideas abstractas” sino a la sensibilidad o al “hábito” como fundamento de la educación, la higiene o las “buenas costumbres” siguió siendo largamente apreciado por los médicos españoles56. En este punto, es importante recordar que el tratamiento moral preconizado por los primeros alienistas, concebido técnicamente a partir de una estricta aplicación de los principios del sensualismo y el ideario pedagógico de Rousseau, tenía justamente por objeto la manipulación de la actividad mental del demente por medio de una serie de maniobras centradas en su entorno, su régimen de vida, sus pasiones y, en general, todo aquello que pudiera alterar o modificar su “sistema sensitivo”57. Este planteamiento de fondo explica, por ejemplo, que la ideología terapéutica del aislamiento y el idilio campestre acompañara desde un principio el despliegue de los discursos y prácticas de la medicina mental,
Ballano, Antonio (dir.), Diccionario de medicina y cirugía o biblioteca manual médicopráctica, Vol. 5: H-M, Madrid, Imprenta Real, 1807, p. 179. 55 Reinoso, Félix José, Sobre la influencia de las Bellas Letras en la mejora del entendimiento y la rectificación de las pasiones: Introducción a la enseñanza, leída en la clase de humanidades de la Real Sociedad Patriótica de Sevilla en 8 de enero de 1816, Sevilla, Aragón y Cª, 1816, passim. 56 Todavía a finales del siglo xix, así lo sostenía, por ejemplo, García Sánchez, Joaquín, Ensayo de la aplicación de los conocimientos fisiológicos al mejoramiento de la educación moral e intelectual del hombre: Indicaciones para servir a la higiene del ser psíquico, A Coruña, Establecimiento Tipográfico de La Voz de Galicia, 1896. 57 Sobre los fundamentos del tratamiento moral pueden consultarse Goldstein, Jan E., Console and Classify…, pp. 80-119; y Huertas, Rafael, El siglo de la clínica, Madrid, Frenia, 2005, pp. 201-226. 54
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y así lo refería explícitamente una de las primeras exposiciones sobre el tratamiento moral aparecida en la prensa médica española: Para hacerlos accesibles a los consejos que deben volverlos a la razón, es necesario herir y excitar fuertemente la atención de los dementes por medio de objetos nuevos que rompan la serie de ideas que les rodeaban en todas partes, lo cual se consigue sustrayéndoles de sus hábitos y modo de vivir, separándolos de las personas con quienes acostumbraban a tratar, colocándolos en edificios consagrados a este objeto y confiándolos al cuidado de gentes extrañas. Siempre que se aisla un loco, sucede una remisión. […] Como es muy frecuente que la primera conmoción dada a las facultades intelectuales y morales haya sido en la casa del enajenado y como por otra parte se conoce el encadenamiento simultáneo que guardan ciertas ideas con ciertas impresiones, […] no se extrañará que todas las circunstancias que han producido el primer desorden mantengan y fomenten el delirio, y he aquí por qué todos los grandes prácticos están conformes en la necesidad de separar a los locos58.
De todas formas, y contando con algunas menciones aisladas al potencial salutífero de la atención59, la facultad cuyo refuerzo ilimitado se convirtió en la permanente obsesión de los higienistas del siglo xix, hasta el punto de asimilarla por completo a lo que podríamos definir como su modelo normativo de sujeto, fue, sin duda, la voluntad. Como hemos visto, a lo largo de las primeras décadas del siglo xix había empezado a popularizarse una psicología espiritualista cuyos elementos distintivos eran la afirmación del “yo” como una instancia uni-
58 Sola, Serafín, “Algunas ideas sobre la beneficencia en general y en particular sobre los hospitales”, Periódico de la Sociedad Médico-Quirúrgica de Cádiz, 2 (1821), pp. 302317 y 378-383, p. 314. 59 Por ejemplo, en Call, Josep, Higiene del alma..., pp. 164-168; y Olmedilla y Puig, Joaquín, Higiene de las pasiones..., passim. El ejercicio sistemático de la atención con el fin de combatir las pasiones había sido muy valorado por algunos moralistas cristianos como J.-B. Bossuet (1627-1704), pero, a lo largo del siglo xix, la actitud de los médicos se volvió algo más ambivalente. Muy influido por pensamiento psicológico de Pierre Laromiguière, el propio Esquirol, por ejemplo, vinculó la génesis de la monomanía a un exceso de atención que ataba al individuo a una idea o un tema del que era incapaz de distanciarse. Para una historia de la atención en la cultura moderna puede consultarse Crary, Jonathan, Suspensions of Perception: Attention, Spectacle, and Modern Culture, Cambridge MA, MIT Press, 1999.
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taria e inmaterial y un “hecho primitivo” previo e independiente de la sensación; el énfasis en la conciencia como un dominio legítimo de experiencia accesible por medio de la introspección; y, justamente, la ecuación del psiquismo con el “esfuerzo voluntario”, esto es, la atribución al yo de un carácter activo y causalmente eficaz. A España, esta psicología llegó de la mano de la Ideología espiritualista y la escuela ecléctica francesa y, por su notoria afinidad no sólo con la imagen del ser humano sostenida por la tradición, sino también con los valores e intereses de las nuevas élites liberales (tan propensas a concebir su creciente influencia en términos de mérito, esfuerzo y contención moral) se convirtió en la articulación teórica más definida de la cultura psicológica burguesa y en una parte muy sustancial de la filosofía oficial enseñada durante décadas en las universidades e institutos de enseñanza media60. Así, expresando el sentir de la época, la Higiene del alma de Call presentaba la voluntad como “la gloria y la grandeza del alma” y como “el resumen categórico de la personalidad del hombre, porque gracias a ella, el alma se pertenece a sí misma”61. “De aquí –proseguía– que las grandes almas sean las que cobijen mayores voluntades”, y que “todas las figuras notables, lo mismo en ciencia que en política, que en religión, que en todo en la vida, han crecido al calor de una voluntad que no se torcía fácilmente y que ha formado al fin un carácter”62. Y, recurriendo a unos términos muy similares, el pediatra y senador Baldomero González Álvarez (1851-1927) concluía su Ensayo de higiene moral para mis hijos (1899) sancionando con gran patetismo la voluntad como la “sacerdotisa suprema del templo de todas las virtudes, templo que guarda el altar de la felicidad y de la gloria”63. En estas coordenadas, pues, resulta comprensible que el fortalecimiento de la voluntad constituyera la consigna estelar de la higiene moral del ochocientos, y no menos que las pasiones fuesen percibidas como una amenaza tan grave y acuciante para el orden moral y social. No en vano, y como hemos visto, su acción tendía a ser descrita como
Ver supra, pp. 91-99. Call, Josep, Higiene del alma..., pp. 164 y 172. 62 Ibidem, pp. 172 y 178. 63 González Álvarez, Baldomero, Ensayo de higiene moral para mis hijos, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1899, p. 121. 60 61
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una “fatal tiranía” y comparada con fenómenos naturales (como huracanes, terremotos o volcanes) frente a los que el individuo apenas podía ofrecer una resistencia pasiva, por lo que parece obvio que su problematicidad estaba muy relacionada con la “pérdida total o parcial del libre albedrío” que supuestamente podían llegar a comportar64. En este punto, conviene matizar que, al menos a nivel teórico, la pasión era comúnmente reconocida como una condición que, a diferencia de la locura, no cercenaba por completo la sacrosanta libertad y responsabilidad moral, de manera que, por lo general, los médicos la rechazaban como eximente o atenuante en casos de delito65. Pero no por ello deja de ser significativo y revelador que, en un contexto cultural que mostraba un énfasis y una confianza tan cerrada en la autodisposición del individuo, las pasiones –que, tal como sugería Monlau, “al principio piden, luego exigen, y por último obligan”66– fueran vistas como un fenómeno tan problemático y disruptivo, pues, aunque no suspendieran por completo el juicio, no había duda de que mermaban notablemente la capacidad de los individuos para conducirse de forma soberana y consonante con las exigencias normativas de la vida en sociedad. En cualquier caso, y en opinión de una mayoría de los médicos de la época, incluso los peligros de la imaginación, el “titánico influjo” de las pasiones o los abismos aparentemente insondables del delirio podían ser conjurados por medio de la voluntad, pues, como afirmaba Mon-
64 La cita procede de la misma definición de las pasiones propuesta en Giné y Partagás, Juan, Curso elemental de higiene..., p. 503. 65 Entre los numerosos escritos médicos de las décadas centrales del siglo xix dedicados a esta cuestión crucial cabe destacar la memoria de Quintana, Joaquín, “Pasión y locura: Distinción fundamental entre ambos estados”, El Siglo Médico, 10 (1863), pp. 212-215, 227-230, 244-247 y 261-265, que suscitó una aguda polémica con Pedro Mata. Cf. Mata y Fontanet, Pedro, Criterio médico-psicológico para el diagnóstico diferencial de la pasión y la locura, Madrid, Imprenta de Ramón Berenguillo, 1868. En las décadas de 1860 y 1870, se presentaron, además, varias decenas de tesis doctorales en la Universidad Central sobre los “caracteres diferenciales de la monomanía y la pasión”. Cf. García, Emilio y Alonso, Aurora, “Enfermedad mental y monomanía: Estudio de tesis doctorales en España (1850-1864)”, Revista de Historia de la Psicología, 22 (2001), pp. 335-342. Sobre la posición de los médicos españoles en torno a la escabrosa cuestión del libre albedrío, véase Diéguez, Antonio, “El problema del libre albedrío en el alienismo español”, en: Fuentenebro, Filiberto, Huertas, Rafael y Valiente, Carmen (eds.), Historia de la Psiquiatría en Europa: Temas y tendencias, Madrid, Frenia, 2003, pp. 137-146. 66 Monlau, Pedro F., Elementos de higiene privada…, p. 367.
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lau, “una voluntad decidida hace prodigios” o, como apuntaba Call, “donde hay voluntad enérgica, siempre tiene una valla el infortunio”67. Y, en consecuencia, este último no dudaba en considerar su fomento nada menos que como el cometido central del higienista: Los higienistas se han acordado mucho del cuerpo y poco del alma. Han perseguido la perfección del hombre, como se persigue la de la raza caballar. Nosotros desearíamos ver modificado el rumbo de las cosas, y en lugar de hacer del hombre, como dice Spencer, un robusto animal, quisiéramos verle convertido en una robusta voluntad68.
Desde este punto de vista, por tanto, la “higiene del alma” podía reducirse con todo rigor a una dietética selectiva de la voluntad, ya que sólo ésta era capaz de permitir al individuo el ejercicio consciente de sus fines y afrontar con solvencia las múltiples amenazas a que estaba fatalmente expuesta su vida intelectual y moral. Pero, por su misma y radical asimilación a la personalidad, la identidad o el yo, la autodeterminación por la voluntad implicaba un continuo movimiento reflexivo que, paradójicamente, no estaba exento de riesgos. No por casualidad, el mismo Feuchtersleben, que también había descrito la finalidad de su obra como la de “popularizar el arte de mandarse a sí mismo”, aconsejaba acto seguido a sus lectores “llevar concienzudamente un diario de observaciones individuales, concisas, pero sinceras y fecundas, [pues] lo que generalmente se llama talento o ingenio no es más que una constante ocupación de sí mismo”69. Pero, para muchos higienistas, esta “constante ocupación de sí mismo” podía resultar igualmente peligrosa, porque, si bien era imprescindible para instituir al sujeto como fuerza voluntaria y como actor moral, también podía implicarle en una vigilancia mórbida y excesiva de su propia actividad psíquica que, finalmente, lo condujera al solipsismo, la parálisis o la alienación70. En España, por ejemplo, Mariscal explicaba que
Respectivamente, ibidem, p. 522; y Call, Josep, Higiene del alma..., p. 176. Ibidem, pp. 291-292. 69 Feuchtersleben, Ernst von, Higiene del alma…, p. 10. 70 Sobre este punto, véase nuevamente Clark, Michael J., “‘Morbid introspection’”… Para la vigencia actual de esta tesis, Sass, Louis A., Madness and Modernism: Insanity in the Light of Modern Art, Literature and Thought, New York, Basic Books, 1992. 67 68
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singularmente la meditación que podemos llamar refleja o reflexiva, esto es, aquella que hace el hombre sobre el estado de su conciencia y los actos que ejecuta su voluntad, es tan enervante y fatigosa que, cuando no se practica con la parsimonia y moderación debidas, es la responsable de muchas monomanías, pues en esa especie de reflexión o inversión de nuestras potencias anímicas hacia sus mismos actos e interioridades, es mucho mayor el esfuerzo mental que se determina que cuando el objeto de nuestro examen está fuera de nosotros71.
Así pues, la autoaprehensión del individuo como voluntad implicaba el despliegue de una introspección necesaria y deseable, pero que debía ejercitarse “con la parsimonia y la moderación debidas” para no comprometer la participación en el mundo, el desarrollo de una actividad sostenida o la propia integridad del yo. Y este corolario, tan característico de la cultura psicológica del siglo xix, fue muy bien advertido por el discurso higienista, poniendo de manifiesto una de las tensiones centrales y en cierto modo constitutivas del mismo patrón de reflexividad que contribuyó a difundir72. Así, después de exaltar el psiquismo como una fuerza poderosa, ignota e infrautilizada, Call no tenía más remedio que admitir que “la conciencia no mata a nadie en el sentido absoluto de la palabra, pero en algunas ocasiones no deja vivir, que es peor que morirse”73. Y Mariscal, por su parte, tras haber dedicado más de 500 páginas al “estudio y el cuidado de la inteligencia”, concluía su obra con unas palabras en las que latía abiertamente el pulso de toda esta aporía: “Demos pues más importancia a nuestra vida orgánica, y menos pasto a nuestra existencia psíquica”74. Visto en perspectiva, no deja de ser un final curioso para un intento tan esforzado de explorar y regular los (cada vez más extensos y problemáticos) dominios de la subjetividad.
Mariscal y García, Nicasio, Ensayo de una higiene de la inteligencia…, p. 184. Véase, en este sentido, Taylor, Charles, Fuentes del yo…, especialmente pp. 159192, donde se muestra cómo la constitución del sujeto moderno está justamente muy relacionada con la emergencia de una “razón desvinculada” (disengaged reason) capaz de objetivar los estados mentales y, por tanto, de asumir una posición de tercera persona ante ellos. 73 Call, Josep, Higiene del alma..., p. 315. 74 Mariscal y García, Nicasio, Ensayo de una higiene de la inteligencia…, p. 536. 71 72
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Locura y civilización En 1798, un Immanuel Kant crepuscular abría su Antropología en sentido pragmático con una distinción con la que pretendía acotar la intención y el alcance de su obra, pero que, vista en perspectiva, constituye todo un manifiesto con respecto a las posibilidades e implicaciones del conocimiento del hombre ambicionado por la ciencia moderna: Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollada (Antropología), puede hacerse en sentido fisiológico o en sentido pragmático. El conocimiento fisiológico del hombre trata de investigar lo que la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como ser que obra libremente, hace, o puede y debe hacer de sí mismo. Quien cavile sobre las causas naturales en que pueda descansar, por ejemplo, la facultad de recordar, discurrirá acaso […] sobre las huellas dejadas en el cerebro por las impresiones que producen las sensaciones experimentadas […]. Pero si utiliza las observaciones hechas sobre lo que resulta perjudicial o favorable a la memoria, para ensancharla o hacerla más flexible, y a este fin se sirve del conocimiento del hombre, esto constituirá una parte de la Antropología en sentido pragmático75.
Como hemos visto, por aquellos años, apenas había un tópico que suscitara un mayor interés y optimismo entre los sabios europeos que la nueva antropología que la ciencia ilustrada parecía en condiciones de fundar, y la medicina se postulaba a sí misma como la disciplina que debía compendiar, en un sentido amplio, todo este saber del hombre en su doble condición física y moral. De este modo, el viejo “arte de curar” ampliaba al fin su ámbito legítimo de conocimiento e intervención a los “maravillosos y extensos dominios del espíritu”, de los que –movido por su inevitable vocación “pragmática”– asumía además la alta misión de equilibrarlos, dirigirlos, y conducirlos en el “laberinto” de la nueva sociedad burguesa y secular. La higiene –explicaba en este sentido Nicasio Mariscal en las páginas iniciales de su Ensayo– es tanto una virtud como una ciencia, […] tanto una
75 Kant, Immanuel, Antropología en sentido pragmático…, pp. 17-18 (cursivas en el original).
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ciencia moral, como gruesa rama derivada de las llamadas naturales. Pero la higiene puede ser también una ciencia psicológica, una ciencia que debe aspirar a establecer el normal y perfecto desarrollo del entendimiento76.
En síntesis, pues, y como prueba de forma muy notoria el prolijo campo discursivo de la higiene psíquica o “moral” insistentemente cultivada a lo largo del siglo xix, el despliegue del conocimiento psicológico y su creciente apropiación por parte de los médicos resultan inseparables de un difuso pero ubicuo programa normativo destinado a asegurar la conformidad, la cohesión y el orden social en el contexto de una serie de inquietudes y ansiedades culturales relacionadas con la esfera de la subjetividad y la actividad psíquica. En las páginas precedentes, hemos examinado la contribución de los médicos españoles del ochocientos a esta “dirección higiénica” del psiquismo desde el punto de vista de su intensa preocupación por los efectos disruptivos de la imaginación y las pasiones, y hemos analizado igualmente las principales estrategias de “estabilización” propuestas para evitar, contrarrestar o mitigar estas importantes amenazas a la integridad del “hombre intelectual y moral”. Pero, de todo lo expuesto hasta ahora resulta evidente que el telón de fondo argumental sobre el que todos estos discursos pudieron prosperar fue la percepción más o menos generalizada de que estas amenazas se habían vuelto particularmente graves y frecuentes como consecuencia de los profundos cambios sociales, políticos y culturales de la época o los “mismos progresos de la civilización”. ¡Qué dolor! –constataba a este respecto Descuret–, los censos estadísticos de los hospitales y de las cárceles de Europa demuestran que las enfermedades, la enajenación mental, el suicidio y los demás crímenes aumentan con la instrucción y el supuesto progreso de las luces77.
De hecho, ya hemos señalado que esta percepción de fondo, acompañada a menudo de datos estadísticos interpretables pero muy tentadores, fue compartida por un gran número de alienistas de renombre, dando lugar a un conjunto de apreciaciones muy difundidas sobre una supuesta “progresión incesante” de la locura y la enfermedad mental
76 77
Mariscal García, Nicasio, Ensayo de una higiene de la inteligencia…, p. 17. Descuret, Jean-Baptiste Félix, La medicina de las pasiones…, p. 64.
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en el seno de la sociedad moderna. Así, por ejemplo, para un autor de gran influencia como el belga Joseph Guislain –que curiosamente fue el primero en postular el sufrimiento o dolor moral, la “frenalgia”, como un atributo esencial de la locura– no había ninguna duda de que “aquello que conocemos como las costumbres europeas, el estado social o el progreso, implican unas condiciones de vida que llevan a muchos hombres a perder su salud moral”78. Y cabe añadir que estas apreciaciones no se circunscribieron al reducido círculo de los primeros alienistas, sino que, en cierto modo, se erigieron en un elemento muy característico de la retórica y la cultura profesional de los médicos europeos durante gran parte del siglo xix. En España, y en el contexto de un acusado viraje del régimen liberal y sus instituciones políticas y culturales hacia posiciones más conservadoras, las décadas centrales del siglo asistieron a una notable difusión y popularidad de toda esta ecuación entre civilización, desorden moral y locura. En 1851, por ejemplo, Tomás de Corral y Oña, catedrático de la Facultad de Medicina y médico de cámara de Isabel II, explicaba en el discurso de apertura del curso académico de la Universidad Central que “la causa de la inquietud y desasosiego que agitan a nuestra sociedad y amenazan turbarla profundamente” no era otra que el declive de la vocación espiritual del hombre a causa del excesivo predominio del “epicureísmo” y de unos intereses materiales “sin el freno de la religión y el contrapeso de la moral”; de este modo, decía, como no hay una relación exacta entre las necesidades materiales creadas a la sombra de ciertas ideas, y los medios de satisfacerlas, el hombre se ve envuelto en un torbellino de deseos, cuyo logro no siempre es hacedero, ocasionándole muchas veces la desesperación79.
En una línea muy similar, Ramón Hernández Poggio advertía en 1854, en su prólogo al ensayo de Brierre de Boismont sobre el “fastidio de la vida”, su total acuerdo con el alienista francés en la apreciación de que
78 Guislain, Joseph, Leçons orales sur les phrenopathies, L. Hebbelynck, Gand, 1852, Vol. 2, p. 15. 79 Corral y Oña, Tomás de, Sobre la filosofía práctica del siglo XIX: discurso pronunciado en la solemne apertura del año académico de 1851 a 1852 en la Universidad Central, Madrid, Imprenta de Mariano Delgrás, 1851, pp. 32-33.
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“lo que se llama civilización sólo ha producido en la sociedad un frío escepticismo y un apetito desenfrenado por los placeres, […] despertando desde la infancia deseos vehementes que después precipitan al borde de un abismo insondable”80. Y, en esos mismos años, Aureliano Maestre de San Juan, futuro pionero de la escuela histológica española, interpretaba el carácter irremediablemente patógeno de la sociedad moderna en virtud de sus nefastos efectos sobre el funcionamiento cerebral: La civilización de nuestros días es un manantial inagotable de continuas excitaciones cerebrales, que hacen a este órgano un centro permanente de fluxión, y por lo mismo susceptible de ser impresionado con energía aun por las causas mas débiles; este predominio hace tomar al cerebro una parte muy activa en cualquiera modificación de la organización, trastornándose sus funciones y dando origen a atentados que deben prevenirse por medio de una exacta higiene81.
A este respecto, es interesante señalar que el mismo Monlau, que inició su andadura con una vinculación al progresismo que le llevaría incluso a un exilio de varios años en Francia, modificó de forma notable su punto de vista en torno a esta cuestión crucial. Así, en el discurso de apertura del curso 1853-1854 en la Universidad Central, el higienista catalán todavía pontificaba sobre las bondades de la civilización rebatiendo enfáticamente que éstas se limitaran a una simple mejora de las condiciones de vida o que se les pudiera achacar una responsabilidad directa en la producción del crimen, el suicidio, la enfermedad o la locura: No –decía entonces–; entre civilización y locura no hay la menor relación de causalidad; lo más que puede haber es mera coincidencia; y esta coincidencia es un hecho complejo que se descompone en muchos elementos, los más de los cuales nada tienen que ver con el progreso social82.
80
Hernández Poggio, Ramón, “Traducción de ‘Del fastidio de la vida’…”, p. 157. Maestre de San Juan, Aureliano, ¿Qué causas conducen al hombre á poner fin á su vida? ¿Qué medios podrán evitar el suicidio y combatir la perniciosa tendencia que obliga á realizarlo?, Madrid, Imprenta del Colegio de Sordo-Mudos y Ciegos, 1851, pp. 15-16. Sobre esta obra, véase Doménech, Edelmira, “Un aspecte poc conegut de l’obra d’Aureliano Maestre de San Juan: la seva tesi sobre el suicidi (1851)”, Gimbernat, 13 (1990), pp. 65-80. 82 Monlau, Pedro F., “Discurso pronunciado en la solemne inauguración del año académico de 1853 a 1854 en la Universidad Central”, Boletín de Medicina, Cirugía y Far81
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Pero, sólo unos años más tarde, en la segunda edición de sus Elementos de higiene pública (1862), Monlau se mostraba mucho menos taxativo y, reproduciendo textualmente las conclusiones de una conocida memoria de Brierre de Boismont, llegaba a afirmar que al menos “la civilización desequilibrada, la que se limita a la industria, descuidando la moralidad, aumenta el número de locuras y manías, como también el de pleitos, suicidios y atentados de toda especie”83. A lo largo de la segunda mitad del siglo xix, pues, esta idea de una asociación causal entre la civilización moderna y la locura se convirtió en un lugar común del pensamiento conservador español, cuyos exponentes invocaron a menudo el prestigio y la autoridad de los médicos para avalar una suposición nunca probada de forma concluyente, pero muy favorable a sus presupuestos ideológicos. Todavía en 1894, por ejemplo, un artículo aparecido en el periódico católico El Siglo Futuro daba por sentado que por más que proteste el orgullo contemporáneo, todos los médicos mentalistas están acordes sobre este hecho: es la cultura la que mantiene en continua tensión el cerebro, la que nos obliga a una vida exageradamente emocional y la que va minando y deshaciendo en ruinas las energías del alma84.
Y, de hecho, aunque algunos de ellos cuestionaran con diversos argumentos la existencia de una relación causal directa85, muchos médi-
macia, 3/2S (1853), pp. 326-327 y 333-335, pp. 333-334. Cabe señalar que el discurso de Monlau, reproducido y elogiado por varios periódicos de la capital, fue severamente censurado por los sectores más conservadores, hasta el punto de que La Esperanza le dedicó, entre el 11 y el 20 de octubre de 1853, una serie de artículos en los que criticaba duramente su contenido. “¿Estamos en el buen camino, como afirma el Sr. Monlau? ¿Andamos por la senda de la perfección? Con el largo catálogo de nuestros progresos materiales, él responde: sí. Nosotros, con las páginas del Evangelio y de la historia delante de nuestros ojos, contestamos: no” (La Esperanza, 12 de octubre de 1853). 83 Monlau, Pedro F., Elementos de higiene pública, 2ª edición, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1862, p. 1036. 84 El Siglo Futuro, 5 de enero de 1894. 85 Entre ellos cabe destacar a Pedro Mata y a Juan Giné y Partagás, para quien esta conclusión adolecía del “gran defecto de vaguedad e indeterminación que es propio de todos los principios que no tienen más fundamentos que la estadística. Confundir la verdadera civilización, que fomenta el desarrollo de todas las virtudes, modera los impulsos de las pasiones y enseña a usar higiénicamente de las cosas de la vida, con la
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cos –y de forma preferente aquellos que fueron especializándose en el tratamiento de las enfermedades mentales– siguieron difundiendo y haciéndose eco de esta tesis86, hasta que la irrupción de la teoría de la degeneración a finales del siglo proporcionó un supuesto fundamento biológico a una percepción cultural muy extendida y en la que militó durante décadas el grueso de la profesión. No en vano, y tal como sugería el médico aragonés Mateo Bonafonte, dicha percepción vinculaba estrechamente a la medicina, y muy en particular a la psiquiatría, “con los más grandes problemas económicos y sociales de nuestros tiempos”, ya que sólo a ella le competía advertir y, en lo posible, modular “la influencia de la vida de ciudad, de los goces materiales y de las pasiones […] sobre el exiguo capital nervioso heredado por los degenerados”87. Desde este punto de vista, pues, la consideración de una conflictividad esencial en la estructura y las formas de vida propias de la sociedad moderna ha de verse como un elemento central en el desarrollo y la institucionalización de disciplinas como la higiene o la medicina social contemporáneas88; y, del mismo modo, la idea de una vulnerabilidad consustancial al psiquismo y de una continua exposición a la locura y el desorden moral por la permanente excitación de la imaginación o las
crápula y el libertinaje que, precisamente por falta de civilización higiénica, se ceban en la población de las grandes ciudades; considerar como hijos de la civilización la embriaguez, el juego y los lupanares, cuando precisamente el verdadero progreso está representado por las sociedades de templanza, por las cajas de ahorros, por la laboriosidad productiva y por la honestidad de las costumbres; tal es, desde un primer punto de vista, el escollo en que han tropezado los que, haciéndose eco de una opinión vulgar, aparentemente legitimada por los hechos, han sostenido que la locura y el progreso social están en proporción directa” (Giné y Partagás, Juan, Tratado teórico-práctico de frenopatología…, pp. 218-219). Un alegato similar, apoyado en una discusión razonada de diversos datos estadísticos, fue ofrecido en una sesión del Instituto Médico Valenciano celebrada el 31 de marzo de 1880. Cf. Aguilar y Calpe, José, “La civilización no es culpable de la locura”, Boletín del Instituto Médico Valenciano, 16 (1880), pp. 335-356. 86 Véase, en este sentido, Plumed, Javier, “La etiología de la locura en el siglo xix a través de la psiquiatría española”, Frenia, IV/2 (2004), pp. 69-91. 87 Bonafonte, Mateo, Degeneración y locura, Zaragoza, Tipografía de Manuel Ventura, 1900, p. 102. 88 Sobre este punto puede consultarse, por ejemplo, Campos Marín, Ricardo, “La sociedad enferma: higiene y moral en España en la segunda mitad del siglo xix y principios del xx”, Hispania, LV/3 (1995), pp. 1093-1112.
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pasiones (o el cerebro o los nervios) ha de entenderse como un postulado verdaderamente nuclear en el despliegue de los discursos médicopsicológicos y las prácticas de la medicina mental a lo largo (y después) del siglo xix.
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EPÍLOGO: HACIA LA PSIQUIATRÍA
Elevados designios tiene la patología mental, y no sin razón constituye uno de los ramos de la ciencia con más esmero cultivados, una de las especialidades más fecundas de la profesión médica. Díganlo Inglaterra, Francia, Alemania, casi todas las naciones de Europa y algunas de América, con sus magníficos manicomios, sus consoladoras estadísticas del tratamiento de los orates y sus leyes particulares para el amparo y protección de estos desgraciados. Emilio Pi y Molist (1864)
En una sesión de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla celebrada en enero de 1786, el médico Valentín González y Centeno se admiraba de la “estupenda unión de una parte espiritual, inmortal y de suma perfección a la material, finita y grosera de que se compone el hombre”, y definía las “enfermedades del espíritu” como aquellas resultantes de una “actividad desordenada de las pasiones del alma”, a la vez que advertía que la curación de éstas “no es fácil conseguir por medio de las medicinas físicas, sino por las morales”1. En apoyo de sus argumentos, Centeno mencionaba sus propias experiencias con soldados que, alejados de sus países de origen, sucumbían a “una melancolía, inapetencia, debilidad y caimiento de ánimo, que a muchos condujo inevitablemente al sepulcro”, así como algunos casos similares observados en las nuevas colonias de Sierra Morena. Pero, significativamente, el socio médico de número y consiliario primero de la regia sociedad excluía la locura de la eficacia de los “medios políticos y morales”, pues, según decía, en el demente ya su cerebro adquirió un trastorno incapaz ni aun de entender este remedio, y en este caso, con respecto a la impresión causada y demás circunstan-
1 González y Centeno, Valentín, “Las enfermedades que proceden de pasión de ánimo…”, pp. 2-3.
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cias, debe manejarse el profesor usando los remedios del arte sin atender a los otros medios filosóficos, de que ya es incapaz2.
Solo dos décadas más tarde, la Gaceta de Madrid del 16 de octubre de 1804 insertaba un prospecto anunciando la traducción al castellano del Tratado médico-filosófico de la enagenación del alma o manía de Pinel, y, al poco tiempo, una reseña de la obra elogiaba al célebre médico francés justamente por ser “el primero que sustituye a la crueldad la dulzura, y los remedios morales al fárrago de medicamentos ridículos”, mientras afirmaba que, en el tratamiento de los dementes, “los auxilios morales fundados en el arte difícil de equilibrar las pasiones no son conceptos metafísicos ni proyectos imaginarios”3. Durante la primera mitad del siglo xix, hemos visto que esta consideración de los “remedios morales” y el “equilibrio de las pasiones” como el tratamiento de elección de la locura se convirtió en un planteamiento muy difundido entre el público instruido y en todo un lugar común del pensamiento médico español, de manera que las publicaciones especializadas insertaron numerosos artículos, extractos o reseñas en las que se daba cuenta de sus virtudes o se relataban asombrosas curaciones obtenidas por medio de una oportuna “vibración del alma”. Así, por ejemplo, el médico gaditano Serafín Sola justificaba en 1821 el establecimiento de hospitales especiales para locos no sólo por la perentoria necesidad del aislamiento, sino también por las propias características del tratamiento moral que debía administrárseles: La calma de que gozan allí lejos del tumulto y del ruido; la tranquilidad moral que les procura la suspensión de sus hábitos y negocios, son muy favorables a su restablecimiento: sometidos a una vida regular, a una disciplina, a una regla, se ven precisados a reflexionar sobre su nueva situación
Ibidem, pp. 17-18. Para una muestra de los “remedios del arte” que se ensayaban por aquel entonces, véase, por ejemplo, Ximénez de Luque, Antonio, “Del delirio maniaco: Dos observaciones que prueban la eficacia de la sangre de asno”, Memorias Académicas de la Real Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla, 2 (1772), pp. 334-348. 3 García Suelto, Tomás, “Medicina: Tratado médico-filosófico de la enagenación del alma o manía”, Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, 1 (1805), pp. 65-79, pp. 69 y 76. 2
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Epílogo: Hacia la psiquiatría
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[…]. [Su curación] no puede obtenerse sino por medio de conmociones, sucesos imprevistos, conversaciones vivas, animadas y cortas, […] produciendo fenómenos que los admiren, abundando, si necesario fuese, en sus ideas, y prestándose a su delirio para ganar su confianza: por estos medios podrá romperse la cadena viciosa de sus ideas, y sacarlos del encanto que tiene en la inacción sus potencias activas4.
La locura, por tanto, debía ser objeto de un estricto régimen disciplinario que la tutelase y doblegase en soledad, pero ello implicaba un novedoso reconocimiento del demente como “criatura moral”, esto es, como un sujeto trágicamente descompuesto por el extravío de sus ideas o el desorden de sus pasiones, aunque todavía poseedor de un resto de “potencias activas” que lo volvían accesible a la benéfica intervención del médico y la institución5. Y así lo expresaba en 1835 el médico aragonés Florencio Ballarín, para quien el grueso del tratamiento de la locura debía consistir igualmente en una “educación médica” que diera “otra dirección a las ideas e imaginación del enfermo” atendiendo a las reglas siguientes: 1ª. No se debe excitar la imaginación del demente fomentando la idea favorita de su delirio; 2ª. No deben rebatirse de frente y con claridad sus ideas, afecciones y pensamientos exaltados, sino con sutileza y por medios indirectos; y 3ª. Deben excitarse por medios diferentes y diversas impresiones, nuevas ideas, nuevas afecciones, y nuevas conmociones morales, que puedan activar las facultades que estén en inacción6.
Para ello –proseguía Ballarín–, el médico “debe tener la autoridad en jefe del establecimiento, y para no perder la confianza de los dementes, jamás debe castigarlos, sino manifestárseles siempre con franque-
4
Sola, Serafín, “Algunas ideas sobre la beneficencia en general…”, pp. 315-316. En contraposición a la interpretación del tratamiento moral esbozada por Foucault y proseguida luego por Robert Castel en Francia y Fernando Álvarez-Uría en España (Cf. Álvarez-Uría, Fernando, Miserables y locos…, pp. 156-172), la psiquiatra francesa Gladys Swain insistió particularmente sobre este punto. Cf. Swain, Gladys, “De la idea moral de la locura al tratamiento moral”, en: Diálogo con el insensato, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2009, pp. 103-120. 6 Ballarín, Florencio, “Memoria sobre el establecimiento de dementes de Zaragoza”, Gaceta Médica de Madrid, 1 (1835), pp. 367-370 y 374-388, p. 368. 5
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za, dulzura y paciencia inalterables, entreteniéndolos en trabajos manuales y mecánicos, pero nunca en la lectura”7. La sucesión de estos testimonios, tomados de una prensa médica en pleno proceso de expansión, puede considerarse como una buena prueba de la progresión, a lo largo de la primera mitad del siglo xix, de las principales coordenadas epistemológicas, sociales y culturales en las que cabe situar los inicios de la psiquiatría en España. Así, y tal como hemos intentado mostrar en el curso de este estudio, en esas décadas se asistió a la creciente implantación de una nueva concepción de la locura que –a diferencia de lo que todavía creía González y Centeno a finales del siglo xviii– posibilitaba y reclamaba un abordaje “moral” de la misma, a la vez que la ciencia y la medicina se adentraban en los viejos dominios del alma con el objeto de descifrar sus resortes más sutiles y de conducirla en unos tiempos marcados por las convulsiones políticas, la mudanza en las costumbres y la paulatina erosión de los valores sustentados por la tradición8. De este modo, puede concluirse que, en torno a la década de 1840, una buena parte de los médicos y la opinión pública del país se encontraban ya relativamente maduros para acometer la progresiva introducción de los discursos y prácticas de la nueva medicina mental, de cuyas propuestas teóricas y asistenciales se tenía además cumplida noticia merced a las traducciones, las reseñas periodísticas, los viajes o el exilio de algunas figuras destacadas como los mismos Mata o Monlau9. No por casualidad, las experiencias más o menos tentativas y que ya hemos mencionado de Francesc Campderà en Lloret de Mar, José Rodríguez Villargoitia en Madrid o Juan Bautista Perales en Valencia –a las que habría que añadir la breve etapa del médico catalán Antonio Vieta a cargo de los dementes del mítico Hospital de Zarago-
Ibidem, p. 386. El propio Ballarín, por ejemplo, argumentaba que el desarrollo de la nueva “patología de las pasiones” que debía regir en adelante la comprensión y el tratamiento de la locura se había vuelto particularmente apremiante porque “los acontecimientos extraordinarios de nuestro siglo han producido millares de dementes, […] siguiéndose a todas estas transformaciones unas impresiones tan intensas que producen una excitación extraordinaria del sistema sensitivo” (Ibidem, p. 370). 9 Al parecer, Monlau llegó a conocer personalmente a Esquirol y a acompañarle por espacio de unos días en Charenton durante su exilio parisino entre 1837 y 1839 (Cf. Monlau, Pedro F., Elementos de higiene pública…, p. 1041). 7 8
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za10– se produjeron justamente en aquellos años de afianzamiento del régimen isabelino, en los que, como también hemos visto, se pusieron en marcha diversas iniciativas gubernamentales como la Estadística de Dementes del Reino, la Ley de Beneficencia de 1849 o las gestiones que condujeron a la fundación de la Casa de Dementes de Leganés. En cualquier caso, fue sobre todo a partir de 1850 cuando este proceso experimentó un impulso más consistente y se sucedieron una serie de acontecimientos y empresas más sólidas y destinadas a perdurar. Así, al nombramiento, los viajes11 y las publicaciones de Emilio Pi y Molist en Barcelona se sumaron entonces la llegada del médico Zacarías Benito González a la dirección del Hospital del Nuncio de Toledo12, así como la fundación de varios manicomios privados en las inmediaciones de Barcelona que, frente a la manifiesta lentitud e ineficacia de las administraciones públicas en la reforma o creación de nuevas estructuras asistenciales, desempeñaron un importante papel en la difusión de los presupuestos y las pautas de manejo institucional de la locura propugnadas por el primer alienismo. El primero de ellos, debido a la iniciativa del médico Antonio Pujadas y pomposamente flanqueado por una estatua de Pinel, fue inaugurado en 1854 en un antiguo convento abandonado del término de Sant Boi de Llobregat, convirtiéndose pronto en un establecimiento muy conocido en todo el país a causa de la incansable actividad promocional desarrollada por su propietario y los convenios que suscribió con varias diputaciones provinciales13. El segundo, instalado en 1857 en Grà-
10
De Vieta, que apenas se mantuvo tres años en el puesto, es importante destacar su Memoria médico-manicómica (1843), en la que legó una descripción muy crítica sobre el estado de su departamento. 11 Pi y Molist viajó entre los meses de junio y septiembre de 1854 y luego en agosto de 1857 por Francia, Inglaterra, Bélgica, Alemania, Italia, Holanda y Suiza, donde visitó sus manicomios “más acreditados” por cuenta de la Administración del Hospital de la Santa Cruz de Barcelona (Cf. Comelles, Josep M., Stultifera navis…, pp. 71-93). 12 Sobre este autor poco conocido, pero que publicó en El Siglo Médico unos “Estudios teórico-prácticos sobre las enfermedades mentales” (1864-1866) que pueden considerarse como la primera historia de la medicina de la locura redactada en España, véase Rey González, Antonio, “Clásicos de la psiquiatría española del siglo xix: Zacarías Benito González Navas (1809-1877)”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, II (1982), pp. 111-124. 13 Sobre las circunstancias y antecedentes de esta fundación puede consultarse Pujadas, Antonio, Prospecto y reglamento del Instituto Manicómico de San Boy de Llobregat, Bar-
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cia y reubicado posteriormente en un edificio de nueva planta construido en Sant Gervasi de Cassoles, fue el célebre Manicomio de Nueva Belén, que a partir de 1873 fue dirigido por el mismo Juan Giné y Partagás (que desde 1864 actuaba como su médico consultor) y en cuyo primer reglamento publicado se declaraba “en total conformidad al sistema médico inglés non-restraint”14. Y un tercer Instituto Frenopático, dirigido conjuntamente por los médicos Tomás Dolsa y Pablo Llorach, abrió también sus puertas en Gràcia en 1863, si bien cinco años más tarde fue trasladado al actual distrito de Les Corts de Sarrià. Cabe señalar que, profesando en ocasiones una calculada ambigüedad doctrinal, los médicos que promovieron o se hicieron cargo de estos establecimientos se presentaron invariablemente como herederos inmediatos de los grandes pioneros europeos de la disciplina, mientras ensalzaban las virtudes de un temprano aislamiento de los pacientes y aseguraban aplicar de forma preferente y sistemática los manidos principios del tratamiento moral. En un interesante folleto aparecido poco después de la fundación de su Instituto, Dolsa y Llorach expresaban así su convicción de formar parte de un movimiento mucho más amplio de “civilización y progreso” que inauguraba una nueva era en la percepción y la gestión social de la locura, y al que sin duda acabarían sumándose unos poderes públicos notablemente rezagados y pasivos: En tiempos no muy remotos apenas se oía hablar de locos; y lo poco que se hablaba era más bien por el horror que inspiraban sus delirantes actos, que por el doloroso y natural sentimiento que debe inspirar toda persona que sufre. Mas hoy día todo ha cambiado: el número de alienados es considerablemente mayor; y la ciencia lo propio que la Administración se disputan en mejorar su triste situación. Si bien en España el Gobierno no ha entrado aún en el terreno de la reforma, todo hace esperar que, impulsado por las exigencias que reclama tan abandonado ramo de la beneficencia pú-
celona, Imprenta del Porvenir, 1857, pp. 11-23. Sobre Pujadas, Ausín i Hervella, Josep Lluís, Antoni Pujadas, metge i polític del segle XIX, Barcelona, Seminari Pere Mata, 2000. 14 Cf. Reglamento del Manicomio Nueva-Belén en la Villa de Gracia, Barcelona, Establecimiento Tipográfico de Narciso Ramírez, 1862. Sobre la fundación y los primeros años de Nueva Belén puede verse Ausín i Hervella, Josep Lluís, “Fundació i primera etapa de la Nova Betlem, 1857-1865”, Gimbernat, 28 (1997), pp. 115-129.
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blica, y sobre todo por las repetidas protestas de los que sufren, no tardará en entrar en esa vía15.
Pero lo cierto es que, en líneas generales, el “gobierno” apenas “entró en esa vía” en todo lo que restaba de siglo, impidiendo que el desarrollo de la medicina mental en el país contara con un marco institucional en el que pudieran afianzarse un respaldo legal, una conciencia corporativa, una proyección académica e incluso una actividad clínica que diera lugar a contribuciones teóricas apreciables. En realidad, es sabido que, una vez fracasados los sucesivos intentos de crear una serie de establecimientos “modelo”, el régimen liberal apenas hizo poco más que situar la asistencia a los locos en el marco genérico de los dispositivos de beneficencia pública, prescribiendo a las diputaciones provinciales el sostenimiento de una parca red de manicomios o departamentos de dementes que, salvo contadas excepciones, siguieron funcionando como unos espacios pobremente medicalizados y en los que se implementaron escasas reformas e innovaciones terapéuticas16. Y, por ese motivo, puede decirse que fue la iniciativa privada, reforzada a partir de 1877 con la fundación del Sanatorio de José María Esquerdo en Carabanchel y la entrada de la Orden de San Juan de Dios en la administración de varios hospitales psiquiátricos, la que proveyó el entorno preferente en el que los primeros médicos españoles identificados con la nueva especialidad hubieron de desplegar su actividad17.
Dolsa, Tomás y Llorach, Pablo, Instituto frenopático particular en Gracia, Barcelona, Establecimiento Tipográfico de Narciso Ramírez y Rialp, 1865, p. 15. 16 Concretamente, esta transferencia se oficializó en sendos decretos promulgados en 1864 y 1870. Sobre este proceso, véanse las obras ya citadas de Espinosa Iborra, Julián, La asistencia psiquiátrica en la España del siglo XIX…, pp. 59-65 y 143-160; Comelles, Josep M., La razón y la sinrazón…, pp. 42-49; o Huertas, Rafael, Organizar y persuadir…, pp. 171-180. 17 Todavía en 1883, por ejemplo, el norteamericano Edward C. Seguin deploraba en una ponencia presentada al Primer Certamen Frenopático Español (celebrado justamente en Nueva Belén bajo el patronazgo de Giné y Partagás) el “atraso general de la especialidad en España”, describiendo en los siguientes términos el nivel de los facultativos al cargo de los diferentes manicomios públicos que había visitado pocos meses antes: “si exceptuamos tal vez media docena, los médicos que encontré encargados de los locos tenían muy pocos conocimientos frenopáticos. […] Casi sin excepción eran incapaces de leer la extensa y valiosa literatura sobre enfermedades mentales que hay en alemán o inglés, y fuera de un conocimiento vago y escéptico del non-restraint, no sabían nada de la admirable manera de tratar a los locos en los países más allá de Francia” (Seguin, Edward C., 15
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Lógicamente, éste no fue el único obstáculo que la incipiente psiquiatría española hubo de afrontar en el largo y complejo proceso hacia su consolidación como actor social y colectivo profesional, un proceso que, como ocurrió con otros campos y corrientes emergentes de la medicina y la ciencia contemporánea, no se completó –y aun entonces con severas limitaciones– hasta las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx18. De hecho, la nueva medicina mental que empezaba a insinuarse en el país a mediados del ochocientos todavía tenía por delante un tortuoso camino hasta lograr un cierto reconocimiento de su natural pretensión de erigirse no sólo en la legítima depositaria del conocimiento científico de la locura, sino también en la única autoridad competente para asumir su gestión institucional y desempeñar la importantísima función social, cultural y legal de delimitarla y distinguirla frente a la normalidad. Así, por ejemplo, ya hemos visto cómo, todavía en 1874, una figura tan comprometida con la mejora de la atención a los dementes como Concepción Arenal salía al paso de una iniciativa el ministro de la Gobernación, Práxedes Mateo Sagasta, por la que se encargaba a Antonio Pujadas la redacción de una “memoria para la formación de una ley de alienados”, pues, en su opinión, “un médico, en calidad de tal, nada tiene que ver con ella, ni puede hacerla bien, ni ilustrar al que la haga; […] en todo esto no hay cuestión patológica ni ciencia médica, sino cuestión jurídica y ciencia del hombre y del derecho”19. Y, del mismo modo, frente al declarado propósito de los primeros alienistas de “reunir en su mano todos los poderes” y actuar en los nuevos asilos como “el alma de la institución y motor de
“Apuntes sobre los manicomios españoles”, en: Actas del Primer Certamen Frenopático Español, Barcelona, Establecimiento Tipográfico La Academia, 1883, pp. 429-465, p. 458). 18 Véanse, en este sentido, las conclusiones de la obra más completa de que disponemos sobre todo este proceso en Huertas, Rafael, Organizar y persuadir…, pp. 210-212. Entre las referencias clásicas, y a modo de balance, sigue siendo útil consultar Gracia, Diego, “Medio siglo de psiquiatría española: 1885-1936”, Cuadernos de Historia de la Medicina Española, 10 (1971), pp. 305-339; y también Peset, José Luis, “Entre el gabinete y el manicomio: reflexiones sobre la psiquiatría española del fin de siglo”, en: González de Pablo, Ángel (ed.), Enfermedad, clínica y patología. Estudios sobre el origen y desarrollo de la medicina contemporánea, Madrid, Editorial Complutense, 1993, pp. 281-299. 19 Arenal, Concepción, “Ley de dementes…”, pp. 23 y 25. La orden de Sagasta, que, como muchas otras disposiciones, no llegó a conducir a nada, fue publicada por la Gaceta de Madrid el 8 de octubre de 1874.
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su vasta y complicada maquinaria”20, también es bien sabido que, salvo aquellos que participaron directamente en la propiedad de sus establecimientos, muchos médicos padecieron continuos conflictos de autoridad o una incluso una posición relativamente subalterna frente a otros miembros del personal y los administradores civiles o religiosos. En este sentido, un caso muy conocido y que muestra de un modo ejemplar las dificultades que la nueva medicina mental debió sortear para obtener incluso un mínimo amparo público es el de Juana Sagrera, una mujer perteneciente a la alta burguesía valenciana que en el verano de 1861 fue ingresada en el manicomio de Sant Boi con un diagnóstico de “monomanía razonante”. Al cabo de tan sólo veintidós días, y después de que el propio Pi y Molist hubiera confirmado el diagnóstico, la paciente fue dada de alta por orden del gobernador civil debido a las gestiones de su tío Gaspar Dotres, que denunció irregularidades en el internamiento. El marido de Juana y sus dos hermanos, importantes comerciantes de la ciudad de Valencia, así como Antonio Pujadas en calidad de director del manicomio y otros dos médicos de la familia, fueron encausados y condenados cuando, a petición del juez, la Academia de Medicina y Cirugía de Valencia emitió un dictamen según el cual Juana Sagrera “no podía estar, ni haber estado, loca”21. A partir de ese momento, figuras de renombre como Mata o Monlau opinaron sobre el caso, manifestando su convencimiento de la buena fe y el buen hacer de los implicados y abogando por una reforma legal que –como sugería Mata– “exima de responsabilidad a los facultativos por los resultados de su práctica, y sobre todo por sus juicios científicos y diagnósticos, siquiera sean errados, porque de lo contrario no es posible el ejercicio de la profesión”22. Y, poco después, también la prestigiosa Socièté Médico-Psychologique francesa –cuya intervención solicitó el propio Pujadas como “asociado extranjero” de la misma– alzó su voz en defensa de sus colegas españoles redactando un extenso informe que avalaba el diagnósti-
Así lo exponía, por ejemplo, Pi y Molist, Emilio, Proyecto médico razonado…, p. 301. Peris y Valero, José, La frenopatía y la Academia de Medicina y Cirugía de Valencia, Valencia, Imprenta de D. José Mateu, 1862, p. 23. 22 Citado en Rey González, Antonio y Plumed, Javier, “La verdad sobre el caso Sagrera”, en: Álvarez, José María y Esteban, Ramón (coords.), Crimen y locura, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2004, pp. 85-131, p. 123. 20
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co inicial de Juana Sagrera y rebatía enérgicamente las conclusiones de la Academia valenciana como “una de las páginas más tristes en los anales de la insuficiencia científica en materia de locura”23. El caso se cerró finalmente con el indulto y la liberación de los condenados, y Pujadas llegó incluso a ser condecorado por la reina con la Cruz de Comendador de la Orden de Carlos III, distinción que, curiosamente, le fue otorgada tras haber cumplido parcialmente una condena de siete años de prisión mayor. En este sentido, se ha afirmado con razón que este desenlace y la importante publicidad que el caso reportó a los representantes de la medicina mental significó la “primera gran victoria” de la causa alienista en el país24, pero no por ello deja su mera existencia de constituir un hecho muy simbólico y revelador de la indefensión jurídica y las resistencias profesionales y culturales que los primeros psiquiatras españoles hubieron de afrontar. En síntesis, pues, no hay duda de que la medicina mental llegó relativamente tarde a España y progresó luego de un modo notablemente tórpido y precario, de manera que sus realizaciones en nada pueden compararse con las del brillante alienismo francés de la primera mitad del siglo xix o las de la potente escuela alemana de la segunda mitad de la centuria25. Pero, por mucho que fuera durante décadas una empresa minoritaria, escasamente institucionalizada y reconocida, también es innegable que sus propuestas y sus categorías tuvieron una presencia continuada y una creciente proyección desde su irrupción a mediados del ochocientos, hasta el punto que puede decirse que el desigual ritmo y profundidad de su despliegue guarda una estrecha relación con el de los grandes procesos políticos, sociales y culturales que jalonan el tránsito a la España contemporánea.
Citado en Huertas, Rafael y Novella, Enric J., “L’aliénisme français et l’institutionnalisation du savoir psychiatrique en Espagne: L’affaire Sagrera (1863-64)”, L’Évolution Psychiatrique, 76 (2011), pp. 537-547. 24 Véase, a este respecto, Álvarez Uría, Fernando, Miserables y locos…, pp. 181-200. 25 En este sentido, es bien conocida la lapidaria sentencia de Pedro Laín, según la cual “ni un solo nombre español puede figurar con relieve medianamente satisfactorio en la historia de la psiquiatría del siglo xix” (Laín Entralgo, Pedro, “Prólogo”, en: Peraza de Ayala, Trino, La psiquiatría española en el siglo XIX, Madrid, CSIC 1947, p. XIII). Por su parte, Julián Espinosa no vacilaba en afirmar unas décadas después que “a lo largo de toda la centuria la psiquiatría puede decirse que no existió en el país” (Espinosa Iborra, Julián, La asistencia psiquiátrica en la España del siglo XIX…, p. 83). 23
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En una sesión parlamentaria del 21 de junio de 1871, Emilio Castelar arrancaba los aplausos de sus partidarios republicanos con la siguiente declaración de fe política: El Sr. Ministro de Estado casi me ha llamado demente, porque me ha dicho que yo tengo monomanía contra la dinastía de Saboya. Tengo la monomanía que tenía contra la intolerancia religiosa; la monomanía que tenía por el sufragio universal; la monomanía que tenía por la democracia, monomanía de muchos años, que no puede perderse en mi vida, monomanía que llevaré el sepulcro26.
Que una declaración semejante fuera ya entonces epistemológica, social y culturalmente posible en el contexto de un país periférico y relativamente atrasado pero en transformación es, en definitiva, a lo que ha tratado de responder la investigación presentada en este libro.
26 Castelar, Emilio, Discursos políticos de Emilio Castelar dentro y fuera del Parlamento en los años de 1871 a 1873, Madrid, Imprenta de M. Rivadeneyra, 1873, p. 178.
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BIBLIOGRAFÍA
Bibliotecas y archivos consultados Biblioteca Nacional (Madrid) Biblioteca Tomás Navarro Tomás (Madrid) Biblioteca y Archivo de la Real Academia Nacional de Medicina (Madrid) Biblioteca Complutense de Medicina (Madrid) Hemeroteca Municipal (Madrid) Biblioteca Vicente Peset Llorca (Valencia) Bibliothèque Nationale de France (París) Bibliothèque Interuniversitaire de Médecine (París)
Fuentes primarias Prensa y publicaciones periódicas no especializadas El Áncora (1850-1855) El Censor (1820-1822) El Clamor Público (1844-1864) El Constitucional (1837-1843) El Correo de las Damas (1833-1835) El Correo Literario y Mercantil (1828-1833) Crónica Científica y Literaria (1817-1820) Diario de Madrid (1845) El Eco del Comercio (1834-1849) Eco Literario de Europa (1851-1852) La Época (1849-1936) Escenas Contemporáneas (1856-1883) La España (1848-1868) La España Moderna (1889-1914) El Español (1835-1848) La Esperanza (1844-1874) Gaceta de Madrid (1800-1875) Gaceta Musical y Literaria de España (1843-1844)
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Bibliografía
El Guardia Nacional (1836-1841) El Heraldo (1842-1854) El Laberinto (1843-1845) Memorial Literario (1801-1804) El Mercurio de España (1784-1830) Minerva o El Revisor General (1805-1808, 1816-1818) El Museo de Familias (1838-1841) Museo de las Familias (1843-1870) El Popular (1846-1851) Revista de Madrid (1838-1845) Revista Ibérica de Ciencias (1861-1863) Revista Española de Ambos Mundos (1853-1855) Revista Europea (1848-1849) Semanario Pintoresco Español (1836-1857) El Siglo Futuro (1875-1936) La Sociedad (1843-1844) Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1803-1805) Fuentes manuscritas ESCALADA, Gregorio, Influencia de las pasiones en el físico del hombre y medios de moderarlas, Madrid, 1830 (Real Academia Nacional de Medicina de Madrid). GONZÁLEZ ZORRILLA, José, Influencia de lo moral en lo físico del hombre, Medina del Campo, 1845 (Real Academia Nacional de Medicina de Madrid). HERNÁNDEZ Y GUASCO, Andrés, Memoria sobre la influencia de las pasiones en la economía animal, Mahón, 1850 (Real Academia Nacional de Medicina de Madrid). QUEVEDO, Pío, Discurso sobre la necesidad de unir al estudio de la medicina el de la moral, Medina del Campo, 1840 (Real Academia Nacional de Medicina de Madrid). SORIANO Y CASTRO, José, Compendio de psicología (Biblioteca Nacional, Mss/12957/40). TORRES, Robustiano, Memoria acerca del proyecto de creación del Hospital de Dementes de Santa Isabel de Leganés (Biblioteca Nacional, Mss/12953/39).
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ÍNDICE ANALÍTICO Y ONOMÁSTICO A absolutismo 36, 39, 44, 78, 108 aggiornamento 40, 52 aislamiento 35, 69, 71, 156, 170, 174 Alcalá Galiano, Antonio 80 Alemania 35, 61, 169, 173 Alfonso y Madrona, José María 41 Alibert, Jean-Louis 28, 34, 109, 122, 125, 126, 127, 128, 129, 131, 148 alienación 22, 34, 55, 71, 140, 149, 160 alienismo 16, 17, 18, 20, 22, 23, 35, 38, 40, 62, 66, 74, 112, 131, 159, 173, 178 alienistas 19, 27, 41, 49, 59, 71, 125, 128, 156, 163, 176 alma 7, 24, 26, 27, 31, 32, 41, 48, 50, 66, 69, 70, 71, 79, 82, 84, 88, 94, 96, 97, 98, 101, 102, 104, 105, 107, 108, 110, 111, 114, 115, 125, 127, 130, 132, 133, 134, 138, 141, 143, 144, 147, 148, 150, 151, 157, 158, 160, 161, 166, 169, 170, 172, 176 alteridad 17, 19, 22, 23, 38, 66 Álvarez, Aníbal 61 Álvarez, José María 16, 177 Álvarez, Raquel 36, 71 Álvarez-Uría, Fernando 36, 62, 117, 171,178 Amaro, Padre 45 anatomía patológica 27 Antigüedad 24, 124, 127, 130, 134, 138 Antiguo Régimen 36, 37, 39, 43, 44, 47, 52, 78, 79, 83, 116, 139 antropología 20, 108, 119, 120, 162 Arbolí, Juan José 92, 93, 94 Arenal, Concepción 65, 72, 77, 176 asilo 23, 54, 57 Ateneo 94, 100, 105, 106 Ayguals de Izco, Wenceslao 50, 51, 52, 60, 68, 69 B Ballano, Antonio 109, 110, 132, 155, 156 Ballarín, Florencio 15, 171, 172 Balmes, Jaime 38, 90
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barbarie 46 Barcelona 15, 19, 20, 21, 30, 31, 36, 38, 40, 41, 43, 49, 53, 56, 57, 58, 66, 78, 80, 81, 83, 84, 87, 88, 90, 91, 95, 99, 101, 102, 106, 122, 123, 125, 126, 127, 128, 138, 141, 147, 173, 174, 175, 176 Bedlam 17, 18, 46, 48 beneficencia 38, 51, 52, 53, 54, 58, 72, 157, 171, 174, 175 Bercial, Ramón 110 Berrios, Germán 16 Bicêtre 48 Boerhaave, Herman 25, 26 Bonafonte, Mateo 167 Bossuet, Jacques-Bénigne 157 Bretón de los Herreros, Manuel 85, 87 Brierre de Boismont, Alexandre 33, 57, 133, 164, 166 Broussais, François-Joseph-Victor 50, 69, 71, 111, 118 Brueghel, Pieter 44 Burgos, Javier de 52 C Cabanis, Pierre-Jean-Georges 29, 30, 32, 34, 110, 118, 123, 126 Cabarrús, Francisco 47 Cadalso, José 81 Call, Josep 41, 141, 143, 144, 157, 158, 160, 161 Calvo y Martín, José 61, 62 Campderá, Francesc 66, 172 Cansino, José 120 Carrasco, Juan 105 Casa de Dementes de Santa Isabel 52, 63, 65 casas de locos 45, 51, 59, 149 Castel, Robert 17, 171 Castelar, Emilio 179 cerebro 84, 86, 111, 112, 115, 135, 141, 162, 165, 166, 168, 169 Céspedes, Benjamín de 106, 113 Charenton 46, 48, 172 Charleton, William 148 ciencia del hombre 7, 28, 29, 32, 112, 117, 118, 176 ciencia experimental 95, 131 ciencia ilustrada 27, 109, 162
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ciencia moderna 107, 135, 162 ciudadanía 19 civilización 7, 20, 33, 34, 38, 42, 51, 58, 61, 79, 99, 149, 150, 163, 164, 165, 166, 174 conciencia 20, 21, 27, 39, 40, 44, 79, 94, 97, 98, 100, 103, 107, 114, 146, 158, 161, 175 conciencia individualista 20, 39, 79 Condillac, Étienne Bonnot de 99, 107, 110, 195 confinamiento 43 conocimiento psicológico 21, 26, 39, 84, 139, 163 Consejo de Instrucción Pública 100 Consejo de Sanidad del Reino 62 control social 17 Corral y Oña, Tomás del 164 Cortes de Cádiz 108 cosmovisión romántica 35, 80 Cousin, Victor 93, 94 Crichton, Alexander 26, 135, 146 cristianismo 126, 150 Cubí y Soler, Mariano 85, 86, 88, 90, 91, 111 cuerdo 23, 49, 75, 76 cuerpo 19, 24, 25, 26, 29, 31, 32, 88, 94, 97, 101, 105, 108, 109, 123, 124, 126, 134, 138, 143, 146, 156, 160 cultura profesional 42, 164 curación 20, 27, 28, 40, 50, 51, 60, 63, 67, 68, 69, 70, 133, 145, 151, 169, 171 Cureau de La Chambre, Marin 148 custodia 35, 74 D darwinismo 102 De la Forge, Louis 148 De la Peña, José Jorge 120 Del Campo, Higinio 121, 127, 152 Delgrás, Mariano 118, 164 delirio 22, 45, 73, 126, 128, 157, 159, 170, 171 Dembowski, Karol 90 demencia 44, 45, 47, 72 dementes 15, 34, 35, 38, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 55, 56, 57, 58,
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59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 71, 72, 74, 157, 170, 171, 172, 175, 176 Descartes, René 98, 148 Descuret, Jean-Baptiste Félix 125, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 148, 150, 163 Diderot, Denis 140, 148 Dios 63, 103, 138, 148, 150, 175 diputaciones provinciales 63, 173, 175 doctrinarios 39, 93 Dolsa, Tomás 174, 175 Donoso Cortés, Juan 38, 80 Don Quijote 142 Dörner, Klaus 18, 24 Drument, Juan 88 Dumont, Louis 19 Durán, Agustín 80 Durero, Alberto 44 E eclecticismo 93 edictos de Turgot 139 educación 19, 35, 40, 90, 91, 93, 95, 97, 99, 108, 112, 118, 119, 120, 129, 156, 171 educación secundaria 91, 99, 158 El Bosco 44 Elias, Norbert 22 emancipación 20, 80, 83 emociones 131, 132, 135, 147, 151, 153 enajenación 44, 57, 69, 73, 81, 163 enajenados 38, 66, 67, 149 Enciclopedia 30, 139 enfermedad 16, 25, 27, 28, 31, 33, 34, 35, 40, 46, 50, 53, 56, 70, 71, 72, 77, 125, 127, 128, 134, 142, 153, 163, 165 enfermedades de los nervios 33 enfermedad mental 27, 33, 34, 35, 72, 128, 163 entendimiento 29, 47, 92, 113, 142, 154, 156, 163 epistemología 155 Escalada, Gregorio 127, 133, 153
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escisión 21, 22 Escuela de Montpellier 28, 29 Escuela neocatólica 95 Espinosa Iborra, Julián 35, 47, 59, 63, 175, 178 espíritu 13, 24, 26, 40, 49, 63, 77, 80, 81, 82, 89, 94, 105, 106, 120, 125, 130, 141, 162, 169 espiritualismo 93, 94, 96, 100, 101, 102, 110, 112 Espronceda, José de 82, 88 Esquerdo Zaragoza, José María 112, 175 Esquirol, Jean Étienne Dominique 23, 27, 33, 34, 48, 50, 62, 64, 67, 125, 140, 149, 157, 172 Europa 33, 60, 61, 63, 71, 78, 82, 85, 107, 116, 150, 159, 163, 169 F Fabra y Soldevila, Francisco 119, 153, 154 facultades 41, 86, 94, 96, 98, 108, 111, 137, 139, 141, 143, 146, 154, 157, 171 Falconer, William 146 Fernando VII 39, 52, 77, 87, 117 Feuchtersleben, Ernst von 13, 31, 41, 141, 148, 160 filosofía 25, 57, 75, 82, 92, 93, 94, 98, 107, 108, 112, 132, 154, 158, 164 fisiología 25, 32, 100, 106, 108, 111, 112, 130, 131 fisonomía 85 Flores, Antonio 49, 50, 68, 87, 88, 89 Ford, Richard 47 Foucault, Michel 17, 18, 21, 24, 28, 44, 134, 142, 171 Fourquet, Juan 59 Francia 28, 33, 35, 61, 62, 83, 93, 101, 111, 117, 139, 150, 165, 169, 171, 173, 175 Franck, Johann-Peter 50 Frau y Armendáriz, Ramón 118, 120, 121 frenología 7, 39, 75, 85, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 99, 102, 111, 112, 130 G Galicia 75, 156 Gall, Franz-Joseph 85, 86, 87, 88, 111, 112 Gallardo, Bartolomé José 109, 110 García de Luna, Tomás 94 Garófalo y Sánchez, José 114
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Garzón, Tomaso 45 Gauchet, Marcel 18, 22 genio 44, 123, 124, 145 Georget, Étienne 49, 71 Gies, David T. 44, 71, 81, 85 Gil de Zárate, Antonio 91 Giné y Partagás, Juan 15, 16, 17, 30, 31, 71, 113, 128, 145, 147, 152, 153, 159, 166, 174, 175 Goldstein, Jan E. 17, 21, 24, 34, 93, 98, 101, 135, 139, 143, 155, 156 Gómez de Avellaneda, Gertrudis 84 González, Zeferino 102 González Álvarez, Baldomero 158 González de Centeno, Valentín 125, 169, 172 González de Pablo, Ángel 31, 86, 89, 122, 145, 176 González Duro, Enrique 59 González Fernández, Emilio 75 González Navas, Zacarías Benito 173 Goya, Francisco de 43, 44, 115, 140, 142 Gregory, John 26, 122 Guerra, Lucas 112, 113 Guerra de la Independencia 37, 49, 93, 116 Guislain, Joseph 164 H Hanwell 48 Heredia Soriano, Antonio 92, 94, 108 Hernández Poggio, Ramón 133, 164, 165 higiene 30, 31, 32, 35, 40, 41, 49, 119, 121, 122, 124, 125, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 141, 143, 144, 145, 147, 149, 152, 153, 156, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 165, 166, 167, 172 hipnotismo 86, 144 historia de la ciencia 11, 16 historia de la psiquiatría 16, 139, 178 Hogarth, William 18 Hospital de la Santa Cruz 53, 57, 58, 66, 173 Hospital de Nuestra Señora de Gracia 61 Hospital del Nuncio 46, 90, 173 hospitales de locos 45, 47, 48, 49, 57, 60 Hospital General de Madrid 50, 51, 59, 60, 64
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Hospital General de Valencia 67 Huarte de San Juan, Juan 107, 124 Hugo, Victor 80 humanidad 7, 15, 18, 19, 20, 48, 52, 56, 57, 62, 65, 68, 116, 121, 123 Hurtado de Mendoza, Manuel 111 I idea fija 143, 144 identidad personal 20 Ideología 28, 107, 109, 158 Ideólogos 29, 98, 107, 109, 110, 113, 117, 121, 125 Ilustración 39, 46, 107, 139, 154 imaginación 7, 26, 42, 70, 80, 81, 97, 126, 137, 138, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 145, 146, 151, 154, 155, 159, 163, 167, 171 inconsciente 86, 134 individualidad 17, 18, 21, 81, 84, 98, 103 individualismo 19, 33, 82, 151 individuo 7, 17, 20, 22, 25, 33, 38, 44, 74, 79, 81, 82, 103, 118, 120, 128, 142, 144, 145, 157, 159, 160, 161 Inglaterra 35, 49, 61, 150, 169, 173 inmortalidad 96, 102 Instituto de San Isidro 95, 101 Instituto Frenopático 59, 174 intelectual 25, 26, 29, 31, 34, 39, 40, 93, 113, 118, 120, 121, 123, 126, 132, 140, 146, 156, 160, 163 inteligencia 41, 94, 98, 106, 108, 110, 126, 143, 145, 161, 163 interioridad 20, 39, 80, 83, 94 intimidad 39 introspección 21, 83, 158, 161 irracionalidad 23, 38, 44 Isabel II 60, 65, 88, 91, 164 J Janer, Félix 122, 123 Jovellanos, Gaspar Melchor de 47 K Kant, Immanuel 102, 108, 128, 140, 162
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Kaufmann, Doris 22, 47 Kirkpatrick, Susan 80 krausismo 95 L Lafuente, Modesto 43, 48, 49, 63, 87, 90 Laín Entralgo, Pedro 178 Laromiguiére, Pierre 157 Larra, Mariano José de 37, 38, 80, 84, 88 Laserna, Pedro 65 Laso de la Vega, Francisco Javier 111 Le Camus, Antoine 26 Lecumberri, Cristóbal de 65 Leganés 35, 63, 64, 65, 173 Lélut, Louis-François 73 Letourneau, Charles 106 Leuret, François 67, 71 liberal 7, 37, 38, 39, 42, 44, 54, 74, 78, 80, 84, 90, 91, 92, 103, 115, 116, 122, 164, 175 liberalismo 37, 53, 78, 91, 93 libre albedrío 159 literatura costumbrista 47, 48 Llorach, Pablo 174, 175 Locke, John 108, 142 loco 16, 18, 23, 24, 45, 50, 72, 75, 76, 104, 157 locura 7, 13, 17, 18, 19, 21, 23, 24, 27, 33, 34, 37, 38, 42, 43, 44, 45, 47, 49, 50, 52, 54, 55, 59, 66, 67, 68, 69, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 97, 103, 111, 113, 127, 128, 134, 139, 140, 142, 145, 146, 149, 153, 159, 163, 164, 165, 166, 167, 169, 170, 171, 172, 173, 174, 176, 177, 178 Londres 46, 48, 63, 146 López Mateos, Ramón 119 Lucía, Carlos 123, 124 M Madrid 11, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 27, 29, 30, 32, 33, 34, 36, 37, 38, 39, 41, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 59, 60, 61, 62, 63, 65, 66, 69, 70, 71, 73, 75, 77, 78, 79, 80, 81, 82, 83, 85, 86, 87, 88, 91, 93, 94, 95, 96, 99, 100, 101, 102, 103, 106, 107, 108, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 118, 119, 120,
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121, 122, 123, 125, 126, 127, 128, 129, 131, 132, 133, 135, 137, 139, 141, 143, 144, 147, 148, 150, 151, 153, 155, 156, 158, 159, 164, 165, 166, 170, 171, 172, 176, 177, 178, 179 Maestre, Tomás 114 Maestre de San Juan, Aureliano 165 Magendie, François 153, 154 magnetismo animal 39, 85, 86, 88, 89, 102, 130, 138, 144, 145 Maine de Biran 98 manía 47, 65, 68, 73, 82, 137, 170 manicomio 18, 21, 49, 50, 57, 58, 61, 62, 64, 65, 68, 71, 72, 128, 176, 177 manicomio modelo 61, 65 María Cristina 50 Mariscal y García,Nicasio 41, 143, 160, 161, 162, 163 Mata y Fontanet, Pedro 100, 112, 113, 114, 152, 159, 166, 172, 174, 177 materialismo 72, 90, 94, 106, 110, 114, 125, 130 medicalización 16, 32, 42, 65, 126, 131 medicina legal 40 medicina mental 15, 17, 19, 22, 24, 27, 30, 33, 35, 38, 42, 59, 66, 72, 74, 76, 102, 107, 113, 143, 145, 147, 156, 168, 172, 175, 176, 177, 178 meditación 97, 161 Meléndez Valdés, Juan 47, 81 Mellado, Francisco de Paula 45, 49, 87 Méndez Álvaro, Francisco 59 mente 7, 18, 25, 26, 27, 31, 42, 77, 86, 110, 113, 124, 131, 134, 137 Mesmer, Franz Anton 85, 89 Mesonero Romanos, Ramón de 45, 78, 87 metafísica 108, 132, 133, 140 Mirabeau, Conde de 155 Modernidad 16, 17, 21, 84 Monasterio y Correa, Raimundo 62, 64, 189 Monlau, Pedro Felipe 31, 40, 49, 57, 95, 96, 98, 100, 101, 125, 128, 129, 141, 144, 145, 149,159, 160, 165, 166, 172, 177 monomanía 143, 157, 159, 177, 179 moral 7, 15, 16, 17, 20, 22, 23, 25, 26, 27, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 38, 40, 41, 42, 45, 46, 55, 66, 67, 69, 70, 71, 73, 74, 77, 80, 84, 92, 93, 94, 97, 99, 102, 107, 108, 109, 110, 112, 113, 117, 118, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 140, 146, 147, 148, 149, 150, 152, 156, 158, 160, 162, 163, 164, 167, 170, 171, 172, 174
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moralistas 26, 41, 106, 125, 146, 152, 157 Morel, Bénédict-Augustin 33 N Nadal y Lacaba, Rafael 58, 137 Napoleón 155 Narváez, Ramón María 91 neurociencias 86, 107, 109, 131, 136 Newton, Isaac 108 Nieto y Serrano, Matías 117 Nofre, David 86, 87, 112 non-restraint 174, 175 Nueva Belén 15, 35, 59, 174, 175 O observación interna 96 Olmedilla y Puig, Joaquín 129, 151, 157 onanismo 140 opinión pública 19, 22, 37, 38, 42, 45, 52, 59, 66, 71, 74, 172 orden social 19, 34, 36, 42, 83, 148, 149, 153, 163 Ordóñez, Casiano 119 Orfila, Mateo Buenaventura 62 organicismo 71, 86, 128 Oriol i Bernadet, Josep 57 Ortí y Lara, Juan Manuel 102, 103 Ortiz Company, Juan 149, 150, 152 P Panckoucke, C. L. F. 23 Pardo Bazán, Emilia 82, 83 París 28, 46, 48, 62, 111, 146 pasiones 7, 15, 23, 26, 27, 30, 34, 35, 42, 44, 68, 72, 79, 88, 106, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 137, 140, 146, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 156, 157, 158, 159, 163, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 172 pauperismo 151 Perales, Juan Bautista 66, 67, 172 Pérez Galdós, Benito 52, 65, 77, 84
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Pérez Villamil, Jenaro 82 personalidad 22, 82, 112, 158, 160 Pers y Ramona, Magín 88 Peset Reig, José Luis 11, 44, 47, 71, 73, 146, 176 Peset Vidal, Juan Bautista 105 Petit, Marc-Antoine 146, 147 Pi y Molist, Emilio 57, 58, 65, 71, 169, 173, 177 Pidal, Pedro José 79, 91, 92, 108 Pinel, Philippe 15, 22, 23, 24, 27, 28, 33, 46, 50, 67, 69, 71, 125, 154, 170, 173 positivismo 34, 95, 113 prensa 37, 54, 56, 58, 59, 60, 62, 63, 64, 66, 88, 145, 157, 172 Primer Certamen Frenopático Español 175 privacidad 21, 83 propiedad privada 98 psicoanálisis 86 psicología 7, 21, 39, 61, 75, 82, 86, 90, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 103, 107, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 131, 146, 157 psicopatología 131 psicoterapia 131 psiquiatras 17, 34, 178 psiquiatría 15, 16, 18, 21, 22, 24, 33, 35, 36, 41, 42, 146, 167, 172, 173, 176, 178 psiquismo 16, 20, 22, 23, 24, 25, 31, 32, 34, 35, 42, 72, 92, 98, 102, 103, 107, 112, 113, 123, 131, 134, 139, 146, 158, 161, 163, 167 público 21, 37, 38, 45, 49, 57, 63, 65, 66, 67, 70, 84, 89, 129, 154, 170, 177 Pujadas, Antonio 173, 176, 177 Q Quesada, Balbino 130 Quintana, Joaquín 159 Quintana, Manuel José 108 R Ramón y Cajal, Santiago 101, 102, 113, 114, 135, 136 razón 22, 35, 36, 38, 48, 50, 52, 54, 61, 67, 68, 69, 72, 73, 90, 97, 100, 107, 108, 112, 113, 119, 127, 128, 132, 139, 140, 142, 143, 149, 150, 153, 157, 161, 169, 175, 178 reflexión 71, 97, 98, 122, 123, 132, 140, 161 reflexividad 20, 22, 39, 79, 82, 101, 154, 161
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régimen isabelino 53, 63, 65, 71, 93, 99, 100, 173 Reil, Johann Christian 33 Reinoso, Félix José 156 religión 92, 121, 122, 126, 130, 134, 148, 150, 158, 164, 185 Restauración 106, 113 revolución 21, 33, 36, 83, 84, 92, 99, 146 Rey, Rosalyne 25 Rey González, Antonio 15, 36, 64, 72, 173, 177 Rey Heredia, José María 95, 96, 100 Ribot, Théodule 131 Rodríguez Rubí, Tomás 69, 70, 71 Rodríguez Villargoitia, José 60, 64, 66, 67, 172 romanticismo 78, 79, 81, 82, 87, 108 romántico 39, 44, 45, 81, 82, 84, 99, 126 Romasanta, Manuel Blanco 75 Rousseau, George 139 Rousseau, Jean-Jacques 25, 155, 156 Rubio, Pedro María 60, 61, 62, 63 S Sabuco, Miguel 107, 124 Sade, Marqués de 44 Sagasta, Práxedes Mateo 176 Sagrera, Juana 177, 178 Salamanca 28, 44, 81, 91, 92, 107, 108, 109, 118 Sánchez, Raquel 37, 79, 84 Sánchez Ron, José Manuel 39 Sánchez Rubio, Eduardo 65 Sant Boi 35, 59, 173, 177 Santiago de Compostela 40, 91, 116 Santos Domínguez, Francisco 45, 118, 137, 138, 141, 142 secular 32, 102, 103, 107, 122, 132, 134, 162 Seguin, Edward C. 175 Semanario Pintoresco 45, 46, 47, 48, 76, 87, 88 semiología 128 sensibilidad 24, 25, 42, 43, 81, 94, 98, 141, 142, 147, 155 sensualismo 25, 93, 98, 99, 102, 103, 109, 110, 139, 155, 156 Seoane, Mateo 115, 116 Sevilla 39, 53, 105, 120, 125, 137, 138, 156, 169, 170
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Simarro, Luis 113 sinrazón 7, 36, 44, 175 sistema nervioso 27, 111, 112, 113, 135, 141 sociabilidad 19, 37, 83 sociedad burguesa 20, 31, 32, 37, 74, 86, 107, 122, 162 Sola, Serafín 157, 170, 171 Soriano y Castro, José 101 Spinoza, Baruch 138 subjetividad 7, 11, 17, 19, 20, 22, 39, 42, 80, 81, 92, 101, 103, 128, 134, 139, 161, 163 suicidio 44, 126, 130, 163, 165 sujeto 16, 20, 21, 79, 98, 104, 120, 123, 157, 160, 161, 171 Swain, Gladys 18, 22, 171 T Tardieu, Ambroise 62 Tasso, Torquato 45 teatro 44, 69, 71, 85, 151 teoría de la degeneración 33, 167 Tissot, Climent-Joseph 94, 125, 146 Tissot, Samuel-Auguste 26, 140 Torre Lunática 59, 66 Torres, Robustiano 64, 65 Torres Villarroel, Diego de 32, 83 trastornos mentales 33, 143 tratamiento moral 71, 157, 171 Trienio Liberal 37, 40, 53, 116, 147 Tuke, William 55 tutela 23, 73, 118 U Universidad Central 117, 121, 127, 128, 133, 148, 149, 159, 164, 165 V Valderrama, Fernando 105 Valdivielso, José de 47 Valencia 12, 35, 36, 47, 53, 58, 66, 67, 149, 172, 177 Valera, Juan 82, 84
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Valladolid 44, 53, 67, 100, 112 Varela de Montes, José 118, 119, 120 Vega y Carpio, Lope de 47 Vendrell de Pedralbes, Francisco 40, 116, 121, 123 vida moderna 35, 41, 149 Vieta, Antonio 172, 173 vitalismo 25 Vives, Juan Luis 124 Voltaire 139, 140, 148 voluntad 42, 92, 94, 98, 99, 114, 142, 143, 144, 146, 153, 157, 158, 159, 160, 161 vulnerabilidad 22, 35, 55, 167 W Willis, Thomas 148 Y yo 7, 20, 21, 22, 54, 75, 76, 80, 82, 83, 90, 92, 94, 96, 97, 98, 100, 101, 102, 137, 157, 160, 161, 179 yoísmo 100, 101 York Retreat 55 Z Zaragoza 43, 47, 61, 67, 101, 111, 167, 171, 173 Zimmermann, Johann-Georg 26, 124, 140
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