Mujer, alegoría y nación: Agustina de Aragón y Juana la Loca como construcciones del proyecto nacionalista español (1808-2016) 9783954876402

A través de las representaciones pictóricas del siglo XIX y fílmicas y televisivas desde los años treinta del siglo XX h

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Spanish; Castilian Pages 198 [185] Year 2017

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Table of contents :
Índice
La construcción de la memoria histórica: mujer, alegoría, nación
I. Alegorías de la nación: el caso de Agustina de Aragón y la importancia de la mujer en la construcción del proyecto nacionalista
II. La locura como espectáculo nacional: la reina Juana de Castill a como alegoría de la nación romántica
Agradecimientos
Bibliografía
Filmografía
Índice onomástico
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Mujer, alegoría y nación: Agustina de Aragón y Juana la Loca como construcciones del proyecto nacionalista español (1808-2016)
 9783954876402

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María Elena Soliño MUJER, ALEGORÍA Y NACIÓN Agustina de Aragón y Juana la Loca como construcciones del proyecto nacionalista español (1808-2016)

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Tiempo Emulado Historia de América y España 56 La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität München) Jorge Cañizares Esguerra (The University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

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María Elena Soliño

MUJER, ALEGORÍA Y NACIÓN Agustina de Aragón y Juana la Loca como construcciones del proyecto nacionalista español (1808-2016)

Iberoamericana - Vervuert - 2017

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)». Derechos reservados © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] http://www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-31-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-561-0 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-640-2 (e-book)

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiro Ilustración de cubierta: Detalle de La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, Francisco Pradilla y Ortiz (Museo del Prado, Madrid).

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Índice

La construcción de la memoria histórica: mujer, alegoría, nación..... 9 La nación como concepto..................................................................... 12 Alegorías de la nación........................................................................... 16 Marco temporal..................................................................................... 20 Organización......................................................................................... 25 I. Alegorías de la nación: el caso de Agustina de Aragón y la importancia de la mujer en la construcción del proyecto nacionalista........ 27 Agustina de Aragón: personaje y contexto histórico......................... 28 Agustina de Aragón en la literatura isabelina: La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia, 1859.................................................................................................. 38 El cine como nuevo medio de expresión patriótica: Agustina de Aragón en la época del cine mudo en España..................................... 46 Agustina de Aragón de Juan de Orduña, 1950................................... 70 Agustina de Aragón en el cómic: Agustina de Mendoza y Monzón, 2008................................................................................................ 83 Conclusión............................................................................................. 88 II. La locura como espectáculo nacional: la reina Juana de Castilla como alegoría de la nación romántica.................................................... 91 Juana en la pintura de historia decimonónica..................................... 93 Débil comienzo del cine nacionalista español.................................... 117 Orduña y Aranda ante la figura de doña Juana: del amor a la lujuria................................................................................................. 122 La representación de la amenaza árabe en Locura de amor y Juana la Loca.................................................................................................... 132 La fascinación por Juana la Loca puesta al día en Isabel de RTVE.. 144 Conclusiones......................................................................................... 164

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Agradecimientos........................................................................................ 167 Bibliografía.................................................................................................. 169 Filmografía.................................................................................................. 181 Índice onomástico...................................................................................... 183

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La construcción de la memoria histórica: mujer, alegoría, nación

Memoria: “Monumento perenne en su materialidad, siempre igual a sí mismo, pero modificado incesantemente en su significado por quien recuerda, por quien celebra la gloria de lo que representa o por quien condena lo que el monumento celebra y recuerda. La memoria no es un depósito; es, más bien, un flujo, una corriente, cuyo curso y caudal el paso del tiempo modifica”. (Santos Juliá 2010: 335)

Hoy día es imposible visitar las plazas de las ciudades españolas sin encontrarse con un monumento público que de forma similar a la descrita por Santos Juliá intenta utilizar la memoria histórica para dejar constancia de los ciudadanos ejemplares que plasman de forma visual las virtudes que se aprecian a la hora de constituir una nación. El monumento de piedra o metal que se erige será perenne en su materialidad, pero las interpretaciones de los mitos de la nación que representan serán movibles según las circunstancias político-sociales en que se encuentre la nación. Los monumentos públicos son instrumentos para forjar la memoria histórica, y la memoria cultural colectiva, para que los ciudadanos recuerden el pasado de una manera particular que coincida con los intereses de quienes comisionan un monumento. Pero los monumentos públicos que adornan tantas plazas españolas también dan testimonio de que muchas vidas ejemplares han sido silenciadas por las versiones de la historia de las entidades estatales y locales que deciden qué individuos son dignos de tales conmemoraciones, pues faltan las mujeres en estos espacios públicos diseñados para que el ciudadano conviva con la historia en su vida cotidiana.

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El silencio sobre la participación de la mujer en la construcción de la nación española no es absoluto. Isabel la Católica es una de las pocas homenajeadas en monumentos públicos, y el valor de los zaragozanos en la Guerra de la Independencia está encarnado en la figura de Agustina de Aragón. No obstante, la escasez de monumentos públicos a mujeres españolas señala que si el heroísmo masculino es materia para la historia, los homenajes al papel de la mujer en la construcción de la nación no se encuentran principalmente en primer plano. Las mujeres raramente son agasajadas de forma oficial por el Estado, pero lo son por otros medios, principalmente en los géneros de la cultura popular que suelen destinarse a un público femenino. A diferencia de otras artes conmemorativas, como la escultura de los monumentos públicos y los libros de historia, el arte popular, y en particular el cine, dan mayor protagonismo a una serie de figuras femeninas que alegorizan la nación. El propósito de este estudio es explorar cómo la imagen de la mujer, en particular de Agustina de Aragón y Juana la Loca, como alegoría de la nación se utiliza por medio de las producciones culturales –los monumentos, la pintura e ilustraciones, la novela romántica, el cómic y, principalmente, el cine– para promover un espíritu de nacionalismo que contribuya a que los grupos de individuos que comparten las mismas historias y leyendas sobre los héroes nacionales se sientan miembros del mismo grupo, de lo que Benedict Anderson llamó la comunidad imaginada. En España, al igual que en otros países, la memoria histórica oficial se construye en apoyo a una ideología estatal que intenta crear un patriotismo que inspire al individuo a sentirse miembro de una nación. Para cumplir esta misión la memoria histórica debe ser a la vez colectiva e impactar al individuo para que sienta que sus historias patrias se convierten en algo personal. La memoria individual está condicionada por el entorno social en que los aparatos del Estado, como son las escuelas, la Iglesia y el arte subvencionado, intentan crear una serie de imágenes compartidas de un pasado que influye en el presente. “La memoria colectiva se hace necesaria como construcción ideológica para dar un sentido de identidad al grupo, a la comunidad, a la nación, hasta tal punto que se llega si es preciso a ‘inventar’ la memoria para mantener y reforzar esa continuidad, como ha formulado Hobsbawm en su concepto de ‘tradiciones inventadas’” (Colmeiro 2005: 17). La memoria histórica es un componente de la memoria cultural, que codifica cómo se recuerdan eventos históricos: los reinados, las guerras, las dictaduras, las transiciones políticas, etc.

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Estos recuerdos se refuerzan con la composición de productos culturales para que la nación comparta las mismas imágenes sobre los eventos históricos. Ya existe una amplia bibliografía de estudios sobre la memoria histórica en el contexto español; sin embargo, son escasas las lecturas del papel de la mujer en la construcción de la memoria histórica, ya sea como objeto o como sujeto. Aquí, en lugar de realizar un estudio panorámico de la construcción del nacionalismo español, analizaremos en detalle dos casos que se presentan como emblemáticos. Este libro estudia cómo las figuras de Agustina de Aragón y Juana la Loca se convierten en alegorías para que las mujeres españolas se sientan incluidas en el proyecto de construir una nación española unida, ofreciéndoles heroínas a quienes admirar, pero que también las instruyan en los límites que la nación les impone a las mujeres en cuanto al acceso al poder. En su mayoría, estas imágenes están compuestas por hombres –pintores, escultores, guionistas y directores de cine y televisión, escritores–, que utilizan la figura femenina como objeto para promocionar un sentido de continuidad con el pasado para la mujer española. El marco temporal de este estudio arranca a principios del siglo xix e incluye ejemplos producidos hasta nuestros días. La mujer española no consigue el voto hasta 1931, y salvo el breve paréntesis de la Segunda República, sufrirá la falta de igualdad política y jurídica hasta finales del siglo xx, y en algunos casos incluso hasta la actualidad. Sin embargo, de alguna forma, especialmente dentro del ámbito doméstico, como madres y educadoras de la siguiente generación, el proyecto de construcción nacional cuenta con las mujeres, aunque sea como una ciudadanía subalterna. Especialmente a partir de la participación de tantas mujeres en la guerra de 1808 y con el reinado de Isabel II, la mujer también entra a formar una parte íntegra de la nación y, por ende, para ellas también se crean símbolos especiales que funcionan como alegorías de la nación, principal entre ellas Agustina de Aragón, aunque el número de heroínas españolas sea muy limitado. Pero en el caso de las leyendas que se le ofrecen a la mujer para inspirarla a participar en el proyecto de nación, los ejemplos de heroísmo femenino deben ser templados en una sociedad que intenta limitar la participación femenina en asuntos políticos. Por eso, durante el siglo xix y hasta nuestros propios días, al lado de las imágenes de mujeres de acción como Agustina, surge una fascinación por personajes romantizados como Juana la Loca. Si Isabel la Católica se presenta como personaje tan digno de adoración que hasta hace poco su imagen ha

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resultado casi tan sagrada como la misma Virgen María, como madre de la nación española, la presencia constante en la cultura popular de su hija Juana, enloquecida por amor a su esposo, le recuerda al componente femenino de la nación española que la mujer puede luchar, enfrentarse al enemigo e incluso regir, pero solo en tiempos de crisis, cuando se subvierten todas las normas, y solo como excepción, pero que el lugar de la mujer es en el ámbito doméstico, a donde debe regresar una vez pasada la crisis. Las alegorías femeninas de la nación ofrecidas al público están diseñadas desde arriba, normalmente con apoyo estatal, para educar a la mujer española de forma que cumpla el papel que la sociedad espera de ella, por lo cual un aspecto fundamental de este estudio será trazar los cambios que surgen en las representaciones de Agustina de Aragón y Juana la Loca según la época en que se haya compuesto una obra que las represente, empezando a principios del siglo xix, cuando Goya retrata a Agustina, hasta 2016, cuando la representación de Juana la Loca en las series de Televisión Española Isabel y Carlos, Rey Emperador, atrae a millones de televidentes a nivel mundial. Además de ser ofrecidas como modelos para que las mujeres españolas las emulen, figuras como Agustina de Aragón y Juana la Loca se convierten en alegorías de la nación, ya que las vidas de estas mujeres reales, históricas, se reescriben continuamente para reflejar la agitación política y social que España confronta en los diferentes momentos en que sus historias son reformuladas y repopularizadas. ¿Por qué siguen fascinando estas mismas historias y por qué suelen surgir nuevas versiones en tiempos de crisis nacional? Estas ficciones históricas permiten que la mujer se inserte en la tradición política y guerrera por admiración a una heroína, pero son unas ficciones cuidadosamente construidas para también incluir los límites de la acción femenina. Una vez terminada la guerra, Agustina de Aragón se retira del ámbito público y Juana la Loca cumple con el deber patrio más sagrado: engendra hijos que construyen una nueva nación española, incluso un imperio. La nación como concepto En 1810, cuando los diputados se reunieron para redactar lo que sería la Constitución de Cádiz, el primer concepto que definen es el de ‘nación’, ya que tras la invasión napoleónica de 1808, “la conciencia

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de soberanía nacional, al margen de un rey forzado a la renuncia (Fernando VII) y otro deslegitimado (José I), es la referencia inicial sobre la que se asienta el discurso político gaditano” (Reyero 2010: 1). Como señala José Álvarez Junco, “Los ilustrados habían presentado la historia como impulsada por la razón, encarnada en las élites poseedoras de la cultura, grupo al que consideraban dirigente natural del conjunto social. Liberales y románticos pensaron más bien en héroes individuales, luchadores y mártires por la libertad y el progreso del conjunto social, pero a la vez aceptaron la idea de que estos genios expresaban el ‘espíritu colectivo’” (2016: 28-29). A partir de lo que llegaría a llamarse la Guerra de la Independencia y, como resultado, el camino hacia una monarquía constitucional, cambia el concepto de nación para incorporar el papel del ciudadano, pero ciudadano homogeneizado, que a partir de entonces constituirá el tipo de nación que Benedict Anderson bautizará con el nombre de “comunidad imaginada”. Para el estudio de la nación y los nacionalismos son imprescindibles los trabajos de Benedict Anderson y Eric J. Hobsbawm. La nación es una comunidad que se mueve al unísono a través de la historia, y es precisamente por este componente que las historias que componen la historia de una nación se convierten en ente casi sagrado que comparten los ciudadanos de estas comunidades imaginadas, unidas por una serie de memorias históricas y culturales compartidas. Una española solo llegará a conocer personalmente a un porcentaje mínimo de sus 48.000.000 de compatriotas, pero les unen las historias compartidas (Anderson 2006: 26). Al igual que los millones de desconocidos que habitan dentro de las fronteras del Estado, conoce las leyendas de los Reyes Católicos, Juana la Loca y Agustina de Aragón en las versiones que su generación recibe más por medio de la cultura popular que a través de los libros de historia. Todos los gobiernos modernos han reconocido el poder de las historias compartidas. En cierto modo, de ahí viene el apoyo oficial para la pintura de historia en el siglo xix y el impulso de crear una industria nacional de cine y cadenas nacionales de radio y televisión en ciertos momentos clave de la posguerra, para crear las imágenes (y los sonidos) que comparte la nación, incluso el gran número de ciudadanos que no acostumbran a leer, ya que, como señala Tom Nairn: La llegada del nacionalismo en un sentido distintivamente moderno, estaba ligada al bautismo político de las clases bajas […] Aunque a veces han sido hostiles a la democracia, los movimientos nacionalistas han tenido invariablemente una perspectiva populista y han tratado de llevar las clases

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bajas a la vida política. En su versión más típica, esto adoptaba la forma de una clase media inquieta y un liderazgo intelectual que trataban de despertar y canalizar la energía de la clase popular para apoyar a los nuevos estados (1977: 41; citado en Anderson 2006: 47-48).

Para que una nación funcione como tal, tiene que inspirar sentimientos profundos de lealtad y adhesión semejantes al amor familiar y, al igual que este otro vínculo afectivo, debe parecer una dependencia natural. En el caso del nacionalismo, los productos culturales, y en particular las artes de gran difusión pública, no solo pueden reflejar el amor a la patria, sino que lo inspiran, incluso, a veces, lo provocan (o por lo menos lo intentan).1 Aunque el nacionalismo oficial suele ser dirigido por el Estado y apoyar al Estado, los miembros de la “comunidad imaginada” que componen la nación deben sentir que comparten un destino histórico común que les pertenece de forma orgánica, que surge del pueblo, pero que, en realidad, nace de un intenso proceso de socialización por parte tanto de la educación formal, como del consumo de productos culturales, “por medio de una constante tarea de educación de la voluntad de la colectividad, es decir, imprimiendo en los ciudadanos desde la más tierna infancia la identidad nacional y, con ella, el deseo de ser miembros de una entidad política que la representaba” (Álvarez Junco 2016: 4-5). José Álvarez Junco es uno de los críticos de este tipo de nacionalismo que, como yo, rechaza “todas las explicaciones que tengan que ver con esencias, mentalidades, caracteres colectivos o ‘forma de ser’ de los pueblos” (2016: XVI). Sin embargo, el hecho de que un historiador de la talla de Álvarez Junco tenga que dar comienzo a su último estudio sobre el nacionalismo negando las teorías del esencialismo muestra la fuerza que han cobrado las teorías sobre las identidades colectivas. ¿Cómo se construyen las ficciones que crean una versión esencialista de lo español? En gran parte, la intención del presente trabajo es añadir las cuestiones de género al debate, ya que para crear los mitos esenciales de la nación son de máxima importancia las representaciones de la historia por medio de la cultura popular, una cultura que, con frecuencia, se dirige a las mujeres. 1 “En una era en que es tan común que los intelectuales progresistas y cosmopolitas (¿particularmente en Europa?) insistan en el carácter casi patológico del nacionalismo, su fundamento en el temor y el odio a los otros, y sus afinidades con el racismo, es útil recordar que las naciones inspiran amor, y a menudo un amor que lleva al autosacrificio. Los productos culturales del nacionalismo –la poesía, la literatura, la música, las artes plásticas– revelan este amor muy claramente en miles de formas y estilos diferentes” (Anderson 2006: 141).

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Nira Yuval-Davis es una de las principales teóricas del estudio de las intersecciones entre las teorías de las articulaciones del origen de las naciones y el género. Yuval-Davies comenta sobre la importancia del “destino común” –cuya teoría ya había desarrollado Otto Bauer– que los “individuos se autoconstruyen como miembros de colectividades nacionales no solo porque ellos y sus antepasados tengan un pasado compartido, sino también porque creen que sus futuros son interdependientes” (1996: 166). La complicación en cuanto a cuestiones de género se centra en la división social entre esferas públicas y privadas, estas últimas normalmente destinadas a la mujer y excluidas del discurso político y de la historia monumental. A pesar de que el concepto de ciudadanía se articula en la esfera pública que en España excluyó a la mujer durante gran parte de su historia, no se puede concebir la nación sin las mujeres y, por ende, quienes construyen los mitos de la nación procuran que la mujer tenga su propio canon de leyendas basadas en historias de féminas que alegorizan los valores que la nación requiere de sus hembras para movilizarlas hacia tareas propias de su género, pero útiles para una nación que espera que las mujeres acepten su reclusión en la esfera privada como reproductoras biológicas de futuros ciudadanos, y también como reproductoras de ideologías para sus hijos.2 Cuando las historias que alegorizan los orígenes de la nación lo hacen por medio de cuerpos femeninos, como será el caso de Agustina de Aragón y Juana la Loca, las historias de amor que se narran sobre ellas funcionan como alegorías de los vínculos que unen el Estado español con los ciudadanos que componen la nación, el pueblo. La nación es una idea cambiante, es un proyecto narrativo y las historias que la constituyen también son mutables según las circunstancias y, en particular, las crisis que amenazan la unidad nacional en el momento en que se inventan o reconfiguran las tradiciones. A partir del siglo xix, se empieza a tomar más en cuenta a las mujeres como parte fundamental de la nación, con lo cual también deben ser incluidas en las historias que llegan a convertirse en memoria histórica. De 2 “Las relaciones entre género y nación, así como su concreción en diferentes contextos históricos y sus distintos desarrollos y derivaciones, son actualmente un tema clave en la historiografía internacional, tanto de la historia de las mujeres y el género como de la historia cultural y de la nueva historia política, en particular de los nacionalismos. […] En el proceso de formación de la nación, los primeros análisis realizados desde la historia de las mujeres pusieron el énfasis en la inicial exclusión de las mujeres de la ciudadanía nacional –el ciudadano como ciudadano varón armado–, y la identificación de la nación como un proyecto masculino y heterosexual –la fraternidad o el contrato social entre iguales” (Aguado/Yusta 2012: 10).

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ahí la popularidad de figuras como Agustina y Juana, y las representaciones mutables que se hacen de ellas. Por medio de las ficciones que se tejen en torno a estas dos figuras históricas, más que cualquier otro enfoque de la historia tradicional centrada en héroes masculinos, la mujer se siente ligada a una nación a pesar de su exclusión del poder estatal. El público de las ficciones históricas debe sentir que vive vidas paralelas a las de las heroínas que ve en novelas, en el escenario, en la pantalla o sobre un lienzo. Las imágenes deben seducir, incitar un deseo en la espectadora: un deseo que con frecuencia inspira la belleza física de la imagen y, en el caso de un público femenino, seduce con grandes historias de amor y con vestuarios fuera del alcance de cualquier mujer real. Alegorías de la nación La alegoría es una de las modalidades con la cual codificamos la comunicación y, en particular, la comunicación oficial dirigida desde arriba. En el arte estatal es común ver la nación alegorizada por medio de la figura femenina. El uso de personificaciones del Estado viene desde la Antigüedad, como, por ejemplo, en el caso de Atenea vestida de guerrera como protectora de Atenas. Las imágenes de diosas y ángeles que con frecuencia decoran monumentos y cuadros alegóricos y las vírgenes que alegorizan el sentimiento religioso, sin embargo, son formas que no conectan directamente con la mujer ciudadana, por lo que las alegorías que más impacto tienen son las que aparecen de forma más sutil en la cultura popular que el público recibe principalmente como entretenimiento, sin percatarse de hasta qué punto está recibiendo una lección cuando va al cine o lee una novela popular. La alegoría es un uso interesado del arte, una violación del concepto de que el arte conlleva cierto nivel de pureza. Es a partir de la Guerra de la Independencia cuando se le ofrece al ciudadano un nuevo canon de alegorías, más asequibles. El uso de la alegoría se transforma a partir del siglo xix. Como recuerda Carlos Reyero: El enfrentamiento ideológico vivido durante el reinado de Fernando VII entre absolutistas y liberales presenta, en el ámbito de la cultura visual, una sugestiva encrucijada no sólo en cuanto a sus objetivos, sino también –y resulta tanto o más interesante– en cuanto a sus procedimientos de persuasión: como se sabe, el discurso político de las imágenes tendió a sustentarse, a partir de entonces, sobre una realidad edificante que se presentaba

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como verdadera, una visión fidedigna de lo sucedido en la historia, próxima o lejana, que, convenientemente reinterpretada, pretendía servir como fundamento de los ideales modernos, a diferencia de lo que había sucedido en el Antiguo Régimen, cuando un complejo lenguaje alegórico se presentaba como una revelación del poder absoluto del monarca (2010: XI).

Lo que caracteriza a la monarquía constitucional es la habilidad de proponer un tipo de participación individual en el conjunto colectivo o universal. Las alegorías se convertirán en uno de los instrumentos estatales que incitan al espectador a que participe en el proyecto de construir una nación unificada. Es el momento en que surgen imágenes más ligadas a la realidad como alegorías de la nación, entre ellas el heroísmo de Daoíz y Velarde y de Agustina de Aragón, figuras populares e históricas que se configuran como muestras del apoyo popular a la Iglesia y la Corona, “cuya universalización también ha ocultado la intencionalidad partidista con la que fueron concebidas” (Reyero 2010: XII). Las alegorías legitiman victorias. En el caso de Agustina de Aragón, la del reinado de Fernando VII tanto o más que la victoria sobre Napoleón. En el caso de Juana la Loca, la romantización de su figura y la aceptación ciega de su locura la convierten en alegoría de una sociedad patriarcal que no acepta el liderazgo femenino si no es como anomalía ocasional, como fue el caso de su madre, Isabel I. La figura femenina convertida en alegoría de la nación encarna, da vida, a los valores que rigen la pretendida unión nacional. El uso de la alegoría ha evolucionado con el tiempo, en particular a partir de la Revolución Francesa. El uso de alegorías con objeto de convencer de los beneficios que proporciona la acción política de un gobernante constituye una de las funciones más habituales de la imagen a lo largo de la historia. En el Antiguo Régimen la alegoría estaba vinculada al rey, como manifestación de su poder y de su acción. Es lo que De Baecque ha llamado el cuerpo narrado (corps-récit): el monarca aparece en la plenitud de su gloria, rodeado de una multitud de alegorías que hacen resplandecer su autoridad. La Revolución trae consigo el cuerpo-valor (corps-valeur): la figura alegórica alcanza un significado por sí misma. Naturalmente, los modelos iconográficos que sirven para caracterizar esas alegorías siguen los mismos prototipos clásicos (Landes 2001: 113-114).

Según Joan Landes, hay una especie de encauzamiento de los instintos masculinos que impulsan el proceso revolucionario hacia unos ideales deseables personificados en cuerpos femeninos. Las lenguas

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romances facilitan la asociación entre lo femenino y las alegorías nacionales ya que muchas de las virtudes que se aprecian se expresan con palabras femeninas: libertad, verdad, justicia, independencia. Todo ello se mueve entre lo material y lo inmaterial, lo consciente y lo inconsciente, lo personal y lo político, lo individual y lo colectivo. La representación de la nación se convierte así en un objeto de deseo por parte de ‘un cuerpo nacional’ formado por varones. Por eso es importante la sexualización de los modelos que encarnan nuevas ideas (Landes 2001: 160), pero esas son las alegorías de las virtudes en lo abstracto y para un público masculino. Las alegorías que se estudian en este volumen están dirigidas a las mujeres, que serán las madres y esposas que necesita la nación para avanzar hacia el futuro en tiempos de crisis. Las heroínas seleccionadas para este estudio parecen contradecir la noción típica que las alegorías femeninas ofrecen como representaciones icónicas de una virtud tradicionalmente femenina. Si Agustina de Aragón es una militar fiera, la reina Juana de Castilla es una loca, enferma de lujuria. Sin embargo, la forma en que se le presentan estas figuras a un público en tiempos de crisis ilumina las motivaciones políticas de quienes inventan unas historias que luego se transponen sobre los cuerpos de mujeres que un día realmente existieron, para inventar un mito. No se puede estudiar el uso de la figura femenina como alegoría de la nación sin tener en cuenta el modelo francés propuesto por la Revolución Francesa.3 Incluso Agustina de Aragón se ha visto como la versión española de Marianne o Juana de Arco. Sin embargo, en el caso español, las nuevas alegorías son revolucionarias solo de forma superficial, en el fondo incitan a los ciudadanos a que acepten, incluso a que adoren, siguiendo su ejemplo, el poder estatal. En España las imágenes que enfatizan los roles de género sirvieron para fortificar la nueva monarquía o, en el siglo xx, nuevos regímenes políticos represivos: las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. “Podemos incluir entre los aspectos críticos negativos de la alegoría la noción fuerte de que algunas de ellas podrían, de hecho, estar enseñando lo incorrecto” (Fletcher 2012: 308). Una de las características principales de la alegoría es el enfrentamiento directo entre el bien y el mal. “La alegoría no acepta la duda;

3 Para la conexión entre la alegoría femenina de la Segunda República, ‘la niña bonita’, y la Revolución, véase el trabajo de Roberta Johnson y Luis Cuesta (2013).

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al contrario, sus enigmas muestran una obsesiva batalla en contra de la duda. No acepta el mundo de la experiencia y los sentidos; prospera gracias a su derrocamiento, reemplazándolos con ideas” (Fletcher 2012: 324-325). Las alegorías cumplen una doble función, por una parte nos unen a una comunidad de pertenencia, por otro nos explican quiénes son los “otros” que amenazan una paz establecida. Las imágenes de Agustina de Aragón no solo inspiran al ciudadano a admirar su valor, también incitan a despreciar a todos quienes amenazan la unidad nacional establecida por la Corona y la Iglesia que con tanto arrojo defiende la heroína en los cuadros, libros y filmes que narran sus hazañas. De forma paralela, Juana la Loca encarna las ideologías que limitan a la mujer al ámbito del amor familiar, a la vez que induce a advertir a los extranjeros que, al amenazar su reinado y el de su hijo Carlos V, también atacan la soberanía del imperio español. Las historias de ambas figuras icónicas de la cultura española se ajustan a las prerrogativas de los Estados que utilizan sus imágenes para inscribir a una población femenina, en el siglo xix e incluso en parte del xx, con frecuencia iletrada, dentro de la definición de la nación. Juana de Castilla es retratada como víctima de un esposo extranjero y una sociedad ajena a la española que no la respeta al igual que no respeta la soberanía de Castilla ni a sus gentes. En la persona de Juana, España sufre una invasión extranjera. Estará loca, pero su locura engendra un imperio y la personalización de su sufrimiento inspira a quienes conocen su historia por medio de las artes a defender sus ideales. Un examen histórico y bien documentado de las historias de los periodos y figuras estudiados en este libro ha producido un texto que cuestiona en lugar de reafirmar. Las vidas de las mujeres reales que subyacen bajo la superficie de sus leyendas se han modificado década tras década para producir una serie de productos culturales que ofrecen relatos alegóricos sobre los orígenes de la nación española moderna. La historiadora Bethany Aram (2005) se pregunta si Juana estaba realmente loca, y basándose en documentos de la época, cuestiona este retrato de la reina de Castilla. Estas son dudas que nunca se filtran a las visiones cinematográficas recientes de la reina, excluida del poder por el amor excesivo que siente por su esposo. La alegorización de estas figuras no deja dudas. No hay libertad de interpretación. Ahora podemos ver claramente en qué sentido el lector podría no ser libre, es decir, interesado. No se le permite tener la actitud que él mismo elija, sino que el autor le dice a través de sus mecanismos de control intencional cómo debe interpretar exactamente lo que se le presenta. Se le

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dice, tal vez indirectamente, qué comentario hacerle al texto […] Ya sea por la forma o por haber limitado el contenido, el poeta crea una obra de arte constreñida, lo que a su vez impone su propia constricción al lector (Fletcher 2012: 325).

La alegoría tiene la intención de modificar la realidad, de inspirar el comportamiento de quienes reciben la imagen. La alegoría es el reflejo de la ideología, que, si se presenta de forma bella, ciega al lector/ público ante la necesidad de interpretar las imágenes o palabras de forma independiente. La alegoría seduce y, a favor de los Estados que suelen producirlas, encarna la supuesta unidad nacional. La alegoría debe persuadir, y de ahí la apelación por medio de la belleza femenina. Las alegorías dan forma concreta a las luchas de poder, y sobre todo a las ideologías de quienes ganan tales luchas. Son instrumentos de persuasión. Marco temporal Como nos recuerda Nuria Triana-Toribio, “Una nación no es nada sin las historias que se cuenta a sí misma” (2003: 6), y las historias que construyen la nación se modifican según las necesidades del Estado. Recientemente, los debates acerca de la recuperación de la memoria histórica han dominado el campo de los estudios culturales hispánicos, pero las exigencias y preguntas que se hacen acerca de quién controla la imagen del pasado no son exclusivas del final del siglo xx y comienzo de nuestro propio siglo. Estos problemas no son nuevos. Después de toda crisis nacional, la cultura popular, normalmente con mayor impacto que la historiografía oficial, ha reinterpretado los eventos del pasado desde la perspectiva que más ayudara a los que tienen el poder para que pudieran continuar. En momentos de crisis nacional, como fueron la invasión napoleónica de 1808, el reinado de Isabel II con sus guerras civiles e incluso una revolución, los años de la dictadura de Primo de Rivera, el primer franquismo, la transición a la democracia e incluso nuestros propios días de crisis económica, xenofobia y fragmentación estatal, los productos culturales crean héroes e inventan leyendas con la intención de que el ciudadano se sienta parte íntegra de una nación cuyos proyectos apoya voluntariamente. Al igual que los movimientos nacionalistas de las otras naciones europeas a principios del siglo xix, quienes más se privilegian del nacionalismo son las élites. En el caso de España, las luchas de 1808-1814 se lle-

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van a cabo no por la independencia del pueblo español, sino a favor de la monarquía y la Iglesia, entidades que necesitaban crear la ilusión de que sus luchas habían sido plenamente apoyadas por la población de una España unida, de acuerdo con lo que Hobsbawm estudia como el “concepto revolucionario de la nación tal como era constituida por la opción política voluntaria de sus ciudadanos potenciales…” (1992: 88). Las luchas contra los franceses ofrecen el ejemplo ideal de esta teoría puesta en práctica, ya que, según cuenta la historia y la cultura popular, fue el pueblo quien ganó la guerra a favor de su monarca. El Estado se convierte en algo propio: “El conjunto de ciudadanos cuyos derechos como tales les otorgaron participación en el país y, por ende, hicieron del Estado, hasta cierto punto, un ‘nuestro propio’” (1992: 88). Los súbditos del rey se convierten en ciudadanos que comparten una historia y un destino común, las narrativas sobre la Guerra de la Independencia cumplen con la necesidad de construir elementos en común que superen las diferencias regionales para así ‘hacer españoles’. Para conseguir esta unidad, la historia se pone al servicio de la nación. Los liberales de las Cortes de Cádiz se encontraron ante serios problemas en el intento de construir una nación moderna, ya que la tradición se afianzaba sobre la monarquía y la religión, y la nación se construía precisamente sobre tales elementos del Antiguo Régimen que impedían la modernización del país. Por parte de las fuerzas oligárquicas, para combatir a quienes pugnaban por la modernización, era clave la importancia de “[u]na historia común, o lo que más tarde se ha denominado una ‘memoria colectiva’, era parte esencial de esa cultura que, según la concepción nacionalista, debían compartir los ciudadanos de un mismo Estado” (Álvarez Junco 2001: 195). Las historias nacionales del siglo xix distaban mucho de la disciplina académica histórica, ya que su intencionalidad era explicar “los orígenes y avatares de ‘una comunidad permanente’, la nación, cuya unidad y permanencia se pretendía demostrar precisamente gracias a ese relato. Con ese fin se elaboraba una saga colectiva” (Álvarez Junco 2001: 196). En este tipo de historia los héroes se usan para establecer vínculos entre el pasado y el presente mostrando una serie de continuidades de rasgos que comparten los héroes del pasado con la nación del presente. Si en el siglo xix la historia se pone al servicio de la nación, también lo hace el arte, en particular la pintura de historia, un género que la academia privilegia sobre los demás. En una nación como la española se comparte el mismo canon visual de la historia, ya que son las mismas imágenes las que se repiten a partir de la proliferación de publicaciones

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ilustradas desde el siglo xix hasta nuestros propios días. Las imágenes que produce la pintura de historia tienen más vigencia que los mismos documentos históricos. Todos visualizamos la conquista de Granada como la presenta Francisco Pradilla en su famoso cuadro, que luego se copia en la serie televisiva Isabel en 2014, con la reina presente, por mucho que los documentos verifiquen su ausencia. Igual ocurre con la imagen colectiva del descubrimiento de América. La imagen pintada por Dióscoro Puebla ha sido repetida en tantos ámbitos, desde ilustraciones de libros hasta varias versiones cinematográficas, que nos resulta imposible imaginar el momento de arribo sin la presencia de un sacerdote, a pesar de que ninguno figuraba entre la expedición de Colón. Miguel-Anxo Murado llega a la conclusión de que “la historia es un combate entre narrativas en conflicto en el que gana la que cuenta con más poder para imponerse. Una vez que esto sucede, las demás versiones dejan de repetirse y reproducirse, y se vuelven inverosímiles a fuerza de resultarnos poco familiares. Es de esta forma como se crea el canon histórico, la versión convencional del pasado” (2013: 122). Las formas en que el siglo xix visualiza a heroínas como Juana la Loca y Agustina de Aragón perduran, y llegan a suplantar a las mujeres históricas que inspiraron las imágenes hasta tal punto que se convierten en alegorías de la nación, ya que se reciclan en la cultura popular con cada nuevo régimen que intenta nacionalizar a las masas. Es este ciclo de repeticiones con propósito patriótico el que las convierte en alegorías de la nación. Si en el siglo xix la pintura de historia y la novela se convierten en agentes de la socialización de las masas, en el siglo xx el cine se convierte en uno de los métodos más eficaces de transmitir los mitos de la nación y, como era de esperar, produce varias versiones de las vidas de Agustina de Aragón y Juana la Loca. Ya lo había dicho el director Florián Rey: “Sin cinematografía no hay nación” (García Carrión 2007: 89). El mito de la españolidad es una ficción construida por medio de varias fuentes culturales y, a partir del siglo xx, el cine será el método de difusión de más alcance. A principios del siglo xx, cuando se inicia la nueva industria cinematográfica, en España las masas no habían sido movilizadas al mismo nivel que en otros países. Todavía predominaban las lealtades locales. La incipiente industria española tampoco produjo una película del poder nacionalizador que tuvo en Estados Unidos Birth of a Nation (1915, D. W. Griffith). Si durante la dictadura de Primo de Rivera empieza, aunque de forma débil, a establecerse el concepto de cine nacional, apoyado por

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las instituciones como parte del proyecto de “hacer españoles”, el régimen franquista de posguerra completará el proyecto con una serie de remakes del cine mudo, triunfando con Locura de amor y Agustina de Aragón.4 En cuanto a la Guerra Civil, aunque los argumentos sobre la memoria histórica fueron enmudecidos durante las tres décadas y media que Franco gobernó España, durante los primeros cinco años después de la contienda hubo una intensa lucha ideológica entre políticos, militares, líderes empresariales y artistas acerca de la mejor manera de consolidar la autoridad y restaurar la unidad, y el papel que las artes tendrían en dicho proyecto. Un elemento crucial de los conflictos se centraba en cómo definir el significado permanente de la guerra. Al igual que los reyes medievales a los que quería imitar, Franco pudo controlar las historias oficiales que se escribieron acerca de una guerra que él rápidamente definió como una cruzada anticomunista. Estas visiones rápidamente se filtraron a los libros escolares, lo que fue facilitado por la intensa persecución que vivía la mayoría de los historiadores, profesores universitarios y docentes que habían luchado del lado de la República, muchos de los cuales estaban ahora muertos o exiliados. No obstante, aunque la dictadura inicialmente recompensó a sus propios historiadores y borró a los que tenían puntos de vista diferentes, era claro que la historiografía oficial publicada en los libros sería insuficiente para presentar a la población la visión de la guerra que la dictadura pretendía promover. Franco, como Stalin, Mussolini y Hitler, estaba obsesionado con el poder del cine y su habilidad para moldear las actitudes del público. Por este motivo el gobierno estableció controles estrictos para las representaciones cinematográficas de la Guerra Civil y sus consecuencias. Desde el punto de vista de Franco, el cine no era solamente arte o entretenimiento; tenía que servir un fin político: hacerle propaganda al Estado. Los largometrajes desdibujan las líneas entre el entretenimiento y la propaganda. La necesidad de aprovechar el poder del cine para inscribir imágenes indelebles en la conciencia pública era lo suficientemente significativa para que el mismo Franco escribiera el guion de Raza, una de las películas más emblemáticas de la época. Esta representación hagiográfica del héroe de guerra y los valores de Franco fue estrenada en 1942, año que sería crucial para la dictadura. Aunque

4 No es intención del presente estudio ofrecer una historia completa del cine español. Al respecto véase Labanyi y Pavlovic (2013) y Triana-Toribio (2003).

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la victoria en la guerra se había logrado con el apoyo de un amplio rango de grupos de derechas, en 1942 los conflictos existentes entre la Falange, los monárquicos y los militares en particular catalizaron una intensa serie de persecuciones contra los mismos grupos que inicialmente habían apoyado la dictadura. Especialmente a partir de ese año la dictadura definió los límites de la opinión pública y se movilizó rápidamente para monopolizar el debate. Por un lado, se oponía a los que buscaban aliar a España con la causa nazi para que España combatiera en la Segunda Guerra Mundial. Por otro, también se oponía a los que promovían la reconciliación nacional. Como demuestran los estudios detallados del cine de los primeros años del franquismo, las películas se convirtieron en un espacio en el que chocaron varios elementos de la coalición de Franco, debido a sus fuertes desacuerdos acerca de los conceptos de la condición de la mujer, el deseo de reconciliación con los ex republicanos, el significado de la guerra y quién decidiría cómo la recordarían las futuras generaciones y los que la habían vivido. La obsesión por escribir la historia para inspirar un sentido de nacionalismo no es una práctica exclusiva de la dictadura de Franco; es parte de un patrón recurrente que usa la cultura popular para ayudar a formar la nación, particularmente después de los levantamientos tras la invasión napoleónica de 1808, un evento que cambió para siempre la relación entre una monarquía española que en ese momento se vio forzada a considerar conceptos más modernos de lo que constituye una nación, el papel de la gente en la formación de la misma y su relación con el poder estatal. Por más que Franco gustara de compararse a un monarca medieval, su situación era mucho más equiparable a la de Fernando VII quien, tras una desastrosa guerra, que muchos historiadores ven como una guerra civil, intentó imponer su voluntad sobre un pueblo cuyo apoyo necesitaba para constituir una nación, pero que con frecuencia se resistió ante el poder estatal. En la era actual, en vez de ser una señal de desviación radical del pasado, si rastreamos las variaciones en las que la nación española recibe las historias de Agustina de Aragón y Juana la Loca en el siglo xix, y se las compara a como se están relatando en la España democrática, vemos de nuevo que la manera en que estas heroínas femeninas son presentadas sirve como barómetro del estado de la nación. Con frecuencia llegamos a la alarmante conclusión de que las versiones del siglo xxi en algunas películas, novelas y hasta cómics que reformulan sus historias tradicionales incorporan la xenofobia y falta de igualdad de género que persiste

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en España, así como el uso repetido de estas alegorías femeninas de la nación como un llamado para la unidad en una nación escindida. Organización Si una alegoría da forma a las necesidades políticas del Estado de manera que inspira aceptación por parte del grupo de ciudadanos que constituyen la nación, las figuras femeninas perfiladas en este estudio se le ofrecen al público como la reconfiguración de ideas políticas presentadas de forma abstracta, que pretenden enterrar las historias de mujeres reales bajo la pátina de las leyendas que utilizan sus imágenes para incorporar a la mujer al proyecto nacionalista español. Este libro se ha articulado en dos secciones dedicadas al estudio de personajes femeninos que se han representado repetidamente como alegorías de la nación: Agustina de Aragón y Juana la Loca. Ambas figuras fueron recicladas repetidamente a partir de 1808, cuando Francisco de Goya acepta la invitación del general Palafox para visitar una Zaragoza arrasada por el asedio del ejército francés en lo que llegaría a llamarse la ‘Guerra de la Independencia’. Una de las imágenes más conocidas de los Desastres de la guerra de Goya es precisamente la de una mujer disparando un cañón, aupada en los cadáveres de sus compañeros. Goya retrata a Agustina simultáneamente frágil de cuerpo, pero fiera de espíritu en el Desastre número 7, ¡Qué valor! Goya no presenció la defensa de Zaragoza. Dibuja según la narración de Palafox, el representante de un Estado en busca de héroes que le apoyaran en lo que sería una lucha suicida, pero que se ha constituido en uno de los mitos fundacionales de la nación española. Una vez restablecida la monarquía, la imagen de la heroína de Zaragoza cobra nuevas formas de la mano de su propia hija, Carlota Cobo, que a poco de fallecer Agustina publica la novela La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia en 1859. Se borra la imagen de una Agustina orgullosa de sus hazañas, que se paseaba por Ceuta vestida de militar y que en varias ocasiones mandó peticiones al Estado para que le reconocieran sus méritos y aumentaran sus pagas de militar jubilada. En su lugar, la Agustina de leyenda tiene su breve momento de heroísmo con el famoso disparo del cañón que momentáneamente vence a los franceses, pero cuando su historia se lleva a la pantalla en dos dictaduras, primero por Florián Rey en 1929 con Agustina de Aragón y posteriormente bajo la dirección de Juan de Orduña con el mismo título en 1950, más que fiera guerrera,

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Agustina es la mujer estereotipada cuyo resorte es el amor, haciendo de ella el modelo idóneo de la mujer española dispuesta a sacrificarse por amor a su patria y a su familia. Siempre en consonancia con el estado de la nación, la figura de Agustina surge de nuevo en aras del bicentenario del asedio de Zaragoza en 2009 en el cómic Agustina de Fernando Monzón y Enrique Mendoza como una Lara Croft española, con una sexualidad exuberante que recuerda al manga japonés y sedienta de venganza. Juana la Loca protagoniza la segunda sección de este libro, empezando con un estudio del cuadro que estableció los parámetros para las representaciones visuales de su leyenda, el lienzo de Francisco Pradilla Ortiz Juana la Loca, premiado con la Medalla de Honor de la Exposición Nacional en 1878. Una de las imágenes más icónicas de la pintura de historia decimonónica, este cuadro de Pradilla cobrará vida cuatro veces en el cine y también inspirará escenas de una de las series televisivas de más éxito internacional, Isabel, de Televisión Española (2012-2015). Cuando el cine en España intenta establecerse como el séptimo arte y no como una mera diversión para las masas, los nuevos directores buscan temas para sus películas que sean conocidos y queridos para su público, pero que también tengan el peso histórico y artístico para cimentar una incipiente industria nacional. Uno de los primeros filmes españoles inspirados por el Film d’Art francés es la versión cinematográfica del drama del 1855 de Tamayo y Baus Locura de amor, que dirigen Ricardo Baños y Alberto Marro en 1910. El primer gran éxito internacional del cine franquista llevará el mismo título, en la versión dirigida por Juan de Orduña en 1948 y protagonizada por Aurora Bautista. En el año 2000, ya en plena democracia española, Vicente Aranda de nuevo da vida al cuadro de Pradilla en Juana la Loca, filme en que tienen cabida muchas de las preocupaciones de la época actual filtradas por la historia de una Juana ya no loca de amor, sino de lujuria. Se podría añadir que Aranda le ofrece al público internacional unas escenas de sexo normalmente prohibidas por el cine de Hollywood. Además, la reina mora que rivaliza con ella pone en escena un orientalismo tras el que se esconden las actitudes xenofóbicas de la España democrática con las nuevas olas de inmigración que llegan a la península. Por último, la tercera temporada de Isabel se centra en el problema de la falta de descendencia masculina de los Reyes Católicos, quienes se enfrentan a la locura de su hija. La historia continúa con un filme que utiliza los mismos actores y decorados, La corona partida, y otra vez en televisión con Carlos, Rey Emperador, como forma alegórica de cuestionar la capacidad de la mujer para gobernar.

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I. Alegorías de la nación: el caso de Agustina de Aragón y la importancia de la mujer en la construcción del proyecto nacionalista

El 6 de marzo de 1786 fue bautizada Agustina Saragossa Doménech en Barcelona. El 7 de abril de 1803, Agustina se casa con el artillero Juan Roca Vilaseca, con quien tendrá un hijo que fallecerá durante la epidemia de tifus que asolará la Zaragoza sitiada. Posteriormente, al enviudar, contrae matrimonio de nuevo con el médico Juan Cobo, con quien tendrá otro hijo y una hija, Carlota, que a los dos años de la muerte de su madre escribió una novela sobre el heroísmo de Agustina, y una nieta que pintó su retrato. Este capítulo no se ocupará de la mujer histórica, sino del mito que ha convertido a Agustina de Aragón en figura icónica de la nación española, en una alegoría de la nación que lucha unida contra un invasor extranjero y a favor de la monarquía y la Iglesia. Como afirma Carlos Reyero: “La alegoría trata, en definitiva, de hacer visibles los fundamentos del poder” (2010: xiv). En este capítulo se analizarán los productos culturales que reformulan el mito de Agustina de Aragón para convertirla en alegoría de la nación española en tiempos de crisis nacional para fundamentar el poder estatal del momento. La forma en que se representa el mito de Agustina de Aragón sirve como barómetro para el estado de la nación y, en particular, para las relaciones con Francia, nación que en otros momentos será la aliada a la que no se puede ofender. La figura icónica de Agustina también se utiliza para promover el nacionalismo entre las mujeres españolas, maniobra complicada puesto que se espera que las acciones heroicas de Agustina en el sitio de Zaragoza inspiren a las mujeres españolas a apoyar a su rey y a la Iglesia con igual fervor, a la vez que las reescrituras de esta figura femenina alegórica dejan claro que heroína solo hay una, y que la mujer española debe inspirarse igualmente en los atributos domésticos y amorosos que se resaltan en las novelas y películas que enmarcan al mito dentro de los parámetros

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de una feminidad aceptable para unas sociedades todavía reacias a la imagen del poder sociopolítico en manos de la mujer. La figura de Agustina ha sido representada en el arte en diferentes ocasiones, siempre con unos fines y bajo unos parámetros determinados por el contexto sociopolítico de cada momento. Inicialmente, en su propio momento histórico, fue pintada por Goya; posteriormente, representada en la literatura del siglo xix por su propia hija, Carlota Cobo, en la novela La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia. Durante la dictadura de Primo de Rivera su historia fue llevada al cine por Florián Rey (1929) y en el franquismo, por Juan de Orduña (1950), dos de los principales directores de sus épocas. En el siglo xxi, Agustina de Aragón sigue siendo objeto de interés en el arte, aunque se represente en medios muy diferentes y bajo la mirada actual de la historia. Así lo ilustra el cómic Agustina que presentan Fernando Monzón y Enrique Mendoza en Zaragoza con motivo del bicentenario de los sitios de la ciudad. Agustina de Aragón: personaje y contexto histórico En octubre de 1808, el general Palafox, encargado de la defensa de la ciudad de Zaragoza contra la invasión napoleónica, invita a Goya y a otros artistas a la ciudad para que presencien los estragos del asedio francés y den testimonio de los hechos para la posterioridad. Algunas de las escenas vistas por Goya y otras que le relataron dieron origen a su serie de grabados Los desastres de la guerra; uno de los más conocidos es el número 7, ¡Qué valor!, en el que se ve la imagen de una mujer joven disparando un cañón, con una figura tan menuda y esbelta que para poder alcanzar la mecha necesita subirse a la pila de cadáveres que hay al pie del cañón. Los grabados que integran Los desastres de la guerra con frecuencia se consideran imágenes fidedignas de los horrores de una contienda que Goya presenció personalmente; incluso se considera al pintor como una especie de reportero de guerra, ya que, como explica Miguel-Anxo Murado, las numerosas anécdotas que lo sitúan en plena acción bélica lo representan como una suerte de Robert Capa dieciochesco (2013: 133). Como muestra de su visión realista y testimonial de los hechos, a diferencia de la pintura bélica tradicional, los grabados se caracterizan por la cantidad de mujeres que aparecen retratadas, algunas veces como guerreras enfurecidas que defienden a su patria y a su familia; otras, como

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Desastres de la guerra 7, ¡Qué valor!, 1810-1814, Francisco de Goya y Lucientes. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional. Madrid.

víctimas. Ambos aspectos se ven en el grabado 9, No quieren, en el cual una mujer defiende a otra de una violación por parte de un francés. En el caso de ¡Qué valor!, la obra de Goya se basa en la narración de Palafox sobre la participación de Agustina Saragossa Doménech, mejor conocida como Agustina de Aragón o La Artillera, en la defensa de la Puerta del Portillo durante el primer asedio de Zaragoza por parte de los franceses. Aunque muchas mujeres lucharon en la Guerra de Independencia, solo una de ellas, Agustina de Aragón, ha alcanzado un estatus mítico. La insistencia de Palafox en mitificar a una de estas mujeres responde a su necesidad de reescribir la historia de lo que hoy día se recuerda como una resistencia heroica, un mito de fundación de la nación espa-

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Desastres de la guerra 9, No quieren, 1810-1814, Francisco de Goya y Lucientes. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional. Madrid.

ñola: una nación imbuida de un patriotismo que no permite la derrota ante el país vecino, otra Numancia. Para encabezar su proyecto de crear la historia oficial de los eventos, Palafox necesita un símbolo de unidad nacional y Agustina de Aragón se convierte en el rostro de la Madre Patria que apoya a su general e inspira a los demás a que la sigan. Dentro del contexto español, Isidro Sepúlveda señala que la “feminización de los atributos de la nacionalidad fue muy utilizada a lo largo de todo el siglo xix; lo cual tenía un implícito objetivo emocional, promoviendo la vinculación afectiva del ciudadano con la nación” (2005: 17). Nuria Triana-Toribio explica que el concepto de españolidad es “un tipo de contenedor vacío que se debe llenar con la ideología nacionalista de cada momento

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específico” (2003: 7), principio que de igual forma se le puede aplicar a la figura icónica de Agustina de Aragón, reescrita en varios momentos clave de crisis nacional con el propósito de nacionalizar las masas, cuando la literatura, la pintura y el cine se convierten en elementos fundamentales en la construcción discursiva de la nación. La figura de Agustina de Aragón es conocida por todos en España y se asocia con la lucha triunfante por la libertad. Gracias a la reescritura de la historia y la propagación de imágenes icónicas como la suya, pocos recuerdan que la defensa de Zaragoza fue una misión suicida, con miles de ciudadanos muertos antes de llegar a la derrota inevitable. La decisión de Palafox de enfocarse en la figura de Agustina al momento de plasmar estos hechos trágicos para la historia responde a la necesidad de crear la imagen de que la resistencia de la ciudad, a pesar de la derrota final, fue plenamente apoyada por un pueblo que quiso defender no solo su urbe, sino también su nación, hasta la muerte. Los sitios de Zaragoza también han dado origen a otras figuras heroicas, pero ninguna con el valor iconográfico de Agustina. Entre ellas destaca la persona de Jorge Ibor y Casamayor, conocido como el “Tío Jorge”, representante insigne del apoyo que el pueblo rinde a los dirigentes militares y personaje decisivo en la proclamación del general Palafox como máximo responsable de la defensa de Zaragoza contra el ejército napoleónico. El Tío Jorge fue quien, en nombre del pueblo, solicitó a Palafox que se pusiera al frente de los insurrectos, después de que el capitán general de Aragón, Jorge Juan Guillelmi, fuera depuesto y tachado de afrancesado por haberse negado a armar a la población civil. Palafox, que se encontraba en Bayona acompañando al príncipe Fernando en un intento fallido de rescatarlo de su exilio forzado, regresó a Zaragoza, y el 25 de mayo de 1808 asumió oficialmente el mando de los sublevados. Formó tercios de voluntarios, a quienes armó con las reservas de la Aljafería; logró reunir a unos 5.000 hombres, la mayoría sin experiencia militar, y 80 cañones. El 15 de junio reciben la primera ofensiva de las tropas de Lefebvre, que preparadas para una batalla a campo abierto y no contra un recinto urbano parcialmente amurallado, venían más previstas de caballería que de la artillería necesaria. Aun así, las tropas galas pronto abren brechas en las fortificaciones de la ciudad, sin contar con el fuego intenso que recibirían de los artilleros zaragozanos en las puertas del Carmen y del Portillo. Ante la sorprendente ferocidad de la defensa, los franceses se retiraron al atardecer habiendo perdido unos 700 hombres. Los pocos jinetes que consiguieron entrar en la ciudad fueron perseguidos

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y atrapados, en parte por un grupo de mujeres, en la puerta del Portillo. Los franceses siguieron el asalto con bombardeos y cortaron los suministros a la cuidad. Palafox, lejos de ser el líder presentado en las narraciones posteriores, se hallaba fuera, reclutando soldados para la defensa de Zaragoza, a la cual no regresa hasta el 2 de julio, cuando los franceses ya habían recibido refuerzos enviados por el superior de Lefebvre, Jean Antoine Verdier. En la cultura popular la figura del Tío Jorge reaparecerá posteriormente revestida de varias formas, pero siempre como personaje secundario en las historias en torno al mito de Agustina, quizá porque la imagen protagónica de un héroe como el Tío Jorge recordaría el potencial revolucionario del pueblo armado dispuesto a rebelarse contra las fuerzas militares oficiales. Es en esta última ofensiva contra Verdier cuando Agustina toma el mando de la batería con la cual dispersa a los franceses. En la versión de la historia que Palafox le narra tanto a Goya como a otros artistas y escritores, en el momento clave en que el pueblo está a punto de rendirse, La Artillera toma el control de la situación: llama cobardes a los soldados que están a punto de claudicar e inspira a los demás con su propio ejemplo. Tras este fracaso, los franceses cercan la ciudad y la batalla se convierte en un verdadero sitio. El 14 de agosto, sin embargo, nuevamente bajo las órdenes de Lefebvre, después de que Verdier hubiera resultado herido, los franceses abandonan el sitio. En el interludio entre el primer asedio y el segundo, una epidemia de tifus asola la ciudad y se cobra la vida del Tío Jorge y de muchos más. Los franceses, no dispuestos a ceder la victoria y conscientes del valor estratégico de la ciudad, atacan de nuevo en diciembre. Zaragoza capituló el 21 de febrero, con el propio Palafox enfermo, víctima de la epidemia de tifus que según varias versiones de la historia, también afecta a Agustina. A pesar de esta derrota, Agustina de Aragón en poco tiempo se convierte en la Juana de Arco española, firmemente establecida como figura icónica de la nación, y se difunden imágenes de la heroína en estampas populares por todo el país.1 Entre 1812 y 1813 empiezan ya a circular las estampas de Juan Gálvez, pintor de cámara de Fernando VII y director general de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, que inmortalizan a La Artillera. Por medio de figuras como Agustina de Aragón se celebra el triunfo de un pueblo unido que lucha por su libertad contra un gran imperio. No por casualidad 1 Desde el punto de vista iconográfico, en épocas posteriores también se considera que Agustina pudiera ser una respuesta española a La Liberté guidant le peuple [La Libertad guiando al pueblo], pintado por Delacroix.

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Estampa de Agustina de Aragón, 1812-1813, Juan Gálvez y Fernando Brambilla. NIG 15326, Museo de Zaragoza. Foto J. Garrido.

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esto acontece justo en el momento en que se derrumba el imperio español, ya que la guerra napoleónica provoca los movimientos de independencia de las colonias españolas. Las guerras y los movimientos nacionalistas necesitan héroes que inspiren con sus acciones. Los héroes se convierten en alegorías de la nación. Se crea una transferencia directa de sentimientos de admiración hacia el héroe que encarna las cualidades a las que aspiran todos los ciudadanos: es el héroe a quien seguirían, pero a quien difícilmente podrían imitar. Como señala Henry Kamen, los historiadores reconocen que el mito de España como nación unida surge a partir de la invasión napoleónica (2008: 1). La presencia de un enemigo exterior une al pueblo ante la necesidad de defender su territorio, y entre los años 1808 y 1814 el ejército francés provocó el ímpetu necesario para que un gran porcentaje de la población española tomara las armas o colaborara de alguna forma en combatir a los franceses. El odio al ejército napoleónico sirvió como seña de identidad y afianzó la necesidad de marcar fronteras y diferenciarse como país. Y aunque se presente como tal, la resistencia contra el francés no fue espontánea. España había sufrido una larga serie de guerras contra Francia en los siglos xvi y xvii, hasta que en el siglo xviii los intentos de reformas sociales iniciados por los Borbones españoles generaron actitudes reaccionarias ante quienes, de forma que “muy bien puede describirse como pre-nacional, […] lo que pretendían era fortalecer la organización política de la monarquía hispánica y levantar el decaído prestigio del país” (Álvarez Junco 2001: 122). Los conflictos de 1808-1814, lejos de ser una revuelta popular a favor de la libertad del pueblo, fueron una prefiguración de la guerra civil de 1936, al igual que las tres contiendas civiles, llamadas Guerras Carlistas, del siglo xix. El nombre “Guerra de la Independencia” surge posteriormente como parte de la mitificación de los eventos. Napoleón no pretendía anexar España a su imperio, sino sustituir a un rey incompetente y poner en su lugar a su propio hermano en una estrategia que Álvarez Junco compara con el cambio de dinastía de principios del siglo anterior, cuando los Borbones remplazaron a los Habsburgo. José Bonaparte entró en España con la garantía de que reinaría un país íntegro, no gobernado desde París: “Presentar, por tanto, la larga y sangrienta confrontación del 1808 al 1814 como una ‘guerra de independencia’, o enfrentamiento con ‘los franceses’ por una ‘liberación española’, es una de esas simplificaciones de la realidad tan típicas de la visión nacionalista del mundo” (Álvarez Junco 2001: 120). Los intelectuales de la época, como Jovellanos, ya describen las

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luchas como una guerra civil. Incluso las divisiones dentro de la misma familia real apuntan hacia una guerra fratricida, en este caso parricida, en la que los deseos del futuro Fernando VII se verán enfrentados a la agenda política de su padre. A diferencia de las divisiones entre las élites del país, el pueblo estaba más unido en su reacción contra la presencia de los franceses, quizá con más xenofobia que nacionalismo español. Los testimonios del dos de mayo señalan muchas más exclamaciones de “¡Mueran los franceses!” que de “¡Viva España!” por parte de una población reaccionaria al cambio y con frecuencia influida por el clero (Álvarez Junco 2001: 121). La reacción del pueblo español hacia los franceses se torna en una crueldad sin límites, una deshumanización de las fuerzas napoleónicas, que también capta Goya en los Desastres, al igual que décadas antes había grabado en sus cartones el majismo, otra versión de lo antifrancés. La contienda también tuvo su faceta puramente revolucionaria. Las llamadas a “poner fin al gobierno de los ricos” llevaron no solo a protestas antifiscales y exigencias de que las clases altas costearan la guerra y se suspendieran los derechos señoriales, sino también a ataques a la aristocracia y sus bienes, así como a familias acomodadas acusadas de ser afrancesadas. Los primeros testimonios escritos que utilizan el nuevo término “revolución” aparecen a partir de 1809, cuando se publica la Colección de documentos para la revolución en España y al año siguiente, Álvaro Flórez Estrada es autor de la Introducción para la historia de la revolución de España. En el ámbito internacional, el conde de Toreno, testigo directo de los eventos y luego exiliado en Londres, tituló su obra sobre la invasión napoleónica Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, enfatizando el elemento revolucionario que el gobierno de Fernando VII tendría que sofocar. Después del triunfo español, el gobierno reaccionario de Fernando VII tendría que frenar al ejército popular y revolucionario que le había devuelto el trono y que ahora exigía una participación más activa en los asuntos del país. El miedo de los fernandinos ante las fuerzas revolucionarias no era infundado. Fernando estaba sujeto a las normas establecidas por las Cortes de Cádiz para la conformación de una monarquía constitucional a partir del golpe militar que dio origen al Trienio Liberal de 1820-1823, cuando nuevamente entra un ejército francés en la península, esta vez sin disturbios sociales, ya que llegan para restaurar el poder autoritario de Fernando. Cuando el conde de Toreno publica su versión de los hechos, en España ya está plenamente

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establecida la monarquía antirrevolucionaria. El término ‘revolución’ se vuelve anatema y en su lugar empieza a aparecer ‘guerra de la independencia’ en estudios como Historia política y militar de la Guerra de Independencia contra Napoleón Bonaparte desde 1808 a 1814, publicado en 1833 por José Muñoz Maldonado. El temor de las autoridades y las clases acomodadas ante la posibilidad de un alzamiento, de una revolución realmente popular, se evidencia en el desprecio que sufren las obras de Goya en el siglo xix. Ante un llamado de las Cortes a codificar la memoria colectiva en torno a la guerra napoleónica, el 24 de febrero de 1814 Goya dicta una carta a la Regencia anunciando su intención “de perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones y escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa” (Demange 2004: 107). En dos de sus cuadros más famosos, El dos de mayo de 1808 en Madrid, también conocido como La carga de los mamelucos, y El tres de mayo de 1808 en Madrid o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, Goya rompe con la tradición y retrata como héroe de guerra al pueblo, y no a un ejército formal, al igual que hace en Los desastres de la guerra. Los cuadros fueron rechazados por la Academia y permanecieron en los sótanos del Prado, sin ser exhibidos durante gran parte del siglo xix. Pedro de Madrazo, director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando y del Museo de Arte Moderno de Madrid, dijo de las obras de guerra de Goya que el pintor “nos representó a las víctimas del 3 de mayo del año 8 en un grupo de feos e innobles pillastres sacados de la hez del vecindario madrileño” (Demange 2004: 108). Goya había dibujado los Desastres entre 1810 y 1815, pero debido a las nuevas circunstancias políticas decidió no publicarlos. Es posible que los horrores que se reflejan en los últimos dibujos de la serie retraten las crueldades de la represión hacia los mismos españoles que acompañó el retorno de Fernando, y no solo una condena a los franceses. Al partir hacia Francia, donde pasó los últimos años de su vida, Goya deja los Desastres dentro de una caja en La Quinta del Sordo hasta 1828, cuando el artista fallece y los hereda su hijo. Posteriormente, en 1854, los hereda el nieto del pintor, Mariano de Goya, y los vende. Pero las obras de Goya tardarán décadas en recibir el reconocimiento del que gozan actualmente y aun así, con frecuencia se les atribuye un sentido de patriotismo por encima de la denuncia ante la brutalidad. La primera versión impresa está encabezada por un ensayo sin firma que resalta “todo el brío de su fogosa imaginación, exaltada y sobrecitada [sic] por el vivo sentimiento de patriotismo, en aquellos terribles mo-

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mentos en que una injusta invasión extranjera pretendía humillar el orgullo y altivez característicos del hombre castellano” (Smith 2009: 463). A mediados de siglo, el enfoque había cambiado y el protagonismo había pasado del pueblo al ejército. En las décadas posteriores al restablecimiento de la monarquía, la Academia prefiere personajes con un aire digno y una expresión que los engrandezca y poetice, como en el cuadro de Antonio Gisbert El fusilamiento de Torrijos, y también privilegia un énfasis en los héroes militares, como los capitanes Pedro Velarde y Luis Daoíz, en manos de pintores como Manuel Castellanos e incluso Joaquín Sorolla. En las celebraciones del dos de mayo en 1849, a los españoles ya se les presentaban a Daoíz y a Velarde como dignos de admiración por haber luchado el dos de mayo de 1808 “en defensa de las leyes, del trono legítimo, o de la religión que nos legaron nuestros padres” (Demange 2004: 173). De forma paralela, en las narraciones acerca del asedio de Zaragoza, desaparece el protagonismo del pueblo, salvo el de la representante de la Madre Patria, Agustina, cuya historia se escribe para mostrar su apoyo a las órdenes de Palafox. El pueblo, y mucho menos una mujer del pueblo, jamás habría podido defenderse sin el apoyo de su general. El arte en torno a la invasión napoleónica, ahora tornada en lugar de la memoria de la nación española, estará al servicio de una oligarquía que, a pesar de ser dirigida por una soberana, Isabel II, privilegiará el Estado patriarcal. Al escribir la historia oficial de la guerra napoleónica, no solo fue necesario borrar el aspecto revolucionario que le otorga al pueblo un poder transformador, sino que además fue necesario reajustar el balance tradicional de los roles de género, convenciendo a las muchas mujeres que habían sido protagonistas activas en tiempos de guerra para que regresen a su vida doméstica, alejadas de la esfera pública. En cuanto a las representaciones gráficas de la lucha armada, era y sigue siendo imprescindible incluir a la mujer en el escenario militar para constatar que el levantamiento popular fue una reacción patriótica unánime. Como señala Ana Rueda (2009), esta fue una “guerra total” en que toda la sociedad se ve implicada y expuesta a la violencia, situación que retrata Galdós en su Episodio nacional de 1873, Zaragoza. Las historiadoras modernas explican que la situación excepcional del estado de guerra proporcionó una palanca excepcional para que las mujeres abrieran espacios de significación pública y fue el tropo que excusaba casi cualquier comportamiento transgresor –portar armas, opinar sobre la política, publicar proclamas, traducir obras o asociarse para lo que podría entenderse

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como ‘caridad de guerra’ […] creó un marco propicio para la adopción por parte de las mujeres de nuevos patrones de comportamiento social y político. La mayoría de esas contribuciones moriría con la derrota francesa. Para el mundo masculino, la implicación femenina podía ser tolerada en la medida en que la situación continuara siendo excepcional. Acabada ésta, se debía restablecer el orden de las cosas, es decir, volver a los espacios privativos de unos y de otras. Las condiciones excepcionales habían exigido que las cualidades ‘innatas’ de las mujeres, emoción, amor, maternidad, se manifestaran públicamente (Castells, Espigado y Romero 2009: 41).

Al finalizar la guerra, las mujeres que se habían convertido en protagonistas activas dentro de una sociedad en la se habían suspendido las normas por motivo de la gran inestabilidad que atravesaba, ahora debían asumir de nuevo sus roles domésticos restrictivos y que vedaban la participación femenina en la esfera pública. Las historias en torno a Agustina de Aragón, así como las representaciones de la heroína en la literatura y el cine, servirán como tributo a la participación femenina a la vez que enfatizan una singularidad que hace imposible una imitación por parte de la mujer de carne y hueso del pueblo, pero que también la convierten en alegoría de la nación. Visto de forma objetiva, el Desastre 7 ¡Qué valor! retrata a una mujer anónima, cuyo rostro permanece oculto y sobre cuya imagen se inscriben los valores que más le convienen a la nación en momentos de crisis. Agustina de Aragón en la literatura isabelina: La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia, 1859 La figura de Agustina de Aragón será representada, hasta el día de hoy, simultáneamente como mujer de carne y hueso y heroína inalcanzable. En consonancia con las preferencias de la Academia, a pocos años de su fallecimiento, Agustina ya se convierte en una heroína antirrevolucionaria, cuya historia muestra su lealtad hacia la monarquía y la Iglesia que lucha por defender, empezando por la novela histórica publicada por su propia hija, Carlota Cobo, en 1859 bajo el título La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia. La novela está dedicada a la reina Isabel y las ganancias que generó fueron donadas al ejército para la Guerra de África de 1859-1860. Este tipo de narración tan exageradamente patriótica surge en tiem-

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pos de crisis nacional, como fue gran parte del reinado de Isabel. Son momentos en que, a falta de una unidad nacional real, se echa mano de las ficciones históricas para estimular el patriotismo. Estas novelas también suelen reflejar el miedo que existía ante cualquier movimiento revolucionario. Por este motivo, todo rastro de la mujer del pueblo desaparece en esta novela escrita con el beneficio de los testimonios orales de la propia Agustina, elemento que se resalta con varias notas a pie de página, donde se asegura al lector que “Todo cuanto se lleva descrito acerca de la heroína es puntualmente histórico” (1859: 91). El reinado de Isabel II (1844-1868) corresponde al triunfo de un bloque oligárquico que descarta las imágenes del levantamiento espontáneo del pueblo que había surgido durante la llamada Guerra de la Independencia, y se centra en ciertos héroes militares, como Daoíz y Velarde. La novela de Cobo se apropia de este modelo elitista de heroísmo que se le impone a un pueblo indisciplinado, al convertir a su madre en el militar más noble de la guerra y en la más fiel representante de esta nueva oligarquía que incluso celebra sus vínculos con Francia, nación aliada de la española en el momento en que su publica la novela. En este sentido, Cobo presenta los hechos narrados de manera que encajen con las circunstancias políticas de la época en la que se publica la novela. Uno de los episodios más curiosos de la novela es la presentación de la primera batalla en la cual participa Agustina, en un pueblo camino a Zaragoza. En medio de las celebraciones por la victoria española, Agustina descubre que los guerrilleros piensan fusilar a un grupo de jóvenes oficiales franceses, obviamente nobles. Describe al oficial: “es tan simpático… de unos modales tan escogidos y de tan elegante presencia, que no puedo sobrellevar la idea de que en breve será acuchillado” (Cobo 1859: 86). Prima la clase sobre el nacionalismo y Agustina intercede a favor de los franceses y contra los guerrilleros españoles, a quienes tacha de salvajes en contraste con la nobleza de espíritu de los franceses, que dicen estar luchando por su sentido del deber a Francia y no por odio a los españoles. Los oficiales franceses dicen que llegaron a España obligados: “con grillos en los pies y esposas en la manos; ¡por la fuerza, señora!” (1859: 90). La culpa es de Napoleón y no de los franceses, una solución práctica para representar una guerra contra Francia, que ahora es país aliado. La novela relata los movimientos de Agustina no solo en Zaragoza, sino por toda la península, donde participó en numerosas batallas como oficial de artillería. Pero lo que llama la atención es lo que la

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novela omite o no relata. Las fórmulas literarias y cinematográficas no se corresponden con algunos detalles biográficos de la mujer histórica, cuyo nombre ahora suele escribirse Agustina Zaragoza Doménech. La hija de Agustina tampoco quiere presentar a su madre como una de “los feos e innobles pillastres” (Demange 2004: 173) que retrata Goya, ni siquiera como la guerrera feroz que podría mancharse las faldas subiéndose a un pila de cadáveres, como el mismo Goya la retrata en el Desastre ¡Qué valor!2 El 7 de abril de 1803, la Agustina histórica se casa con el artillero Juan Roca Vilaseca, detalle que se manipula en la novela de Carlota Cobo y posteriormente se omitirá por completo en las versiones cinematográficas. Aunque en la novela la figura de Juan Roca Vilaseca aparezca como marido de Agustina, se le deshumaniza negándole nombre de pila –es Roca, a secas– y desaparece, presuntamente muerto en el campo de batalla, a partir del segundo capítulo. De este modo, la protagonista de la novela queda libre para poder vivir un nuevo y apasionado amor con el personaje de ficción Luis de Talarbe, un amor que se tornará cada vez más melodramático hasta que, concluido el combate, Roca resucita para reclamar a su esposa.3 Otro detalle que no encaja con una novelización formularia es la existencia de los hijos de Agustina, incluso en el relato hecho por su propia hija. Durante el asedio de Zaragoza, tanto Agustina como su hijo caen enfermos a causa de la epidemia de tifus que asoló la cuidad. En la novela figura el traslado de la Agustina enferma, hecha prisionera, en un episodio que resalta los cuidados que recibe del que ahora es su nuevo esposo, Luis de Talarbe, sin mención del niño de cinco años que, según los documentos, falleció en el viaje a Francia. Una mujer casada y con hijos es asunto de una novela doméstica, no de un melo-

2 Muchas de las imágenes novelísticas que recibimos de la guerra napoleónica nos llegan por medio de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, que había llegado a Madrid unos seis meses antes de la primera publicación de los Desastres. Según Alan Smith, “la lección más importante que Galdós aprende en Goya [es] el horror de la violencia entre humanos, simplemente, y su vertiente monstruosa en la guerra civil, ya que era precisamente ésta la que había destruido el proyecto de la Gloriosa e impuesto un sofocante régimen conservador. Puesto que Galdós no pudo unir a sus compatriotas alrededor de la bandera del heroísmo contra el extranjero, en la segunda serie expone con letras de sangre el horror de una nación partida en dos” (2009: 471). 3 Ana María Freire López (2005) cree haber descubierto el origen histórico del gran amor de Agustina en el teniente general José Carratalá y Martínez, cuyo itinerario coincide con el de Talarbe.

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drama romántico ni de un relato de guerra, géneros que se entrecruzan en el libro de Cobo. Donde sí coinciden los relatos es en que Agustina consigue escapar de un hospital, por lo cual nunca llega a Francia, pero sí a Sevilla, donde es ascendida al grado de subteniente de Artillería. La novela se caracteriza por el tono dulzón y exageradamente melodramático del que pecan muchas autoras isabelinas y es principalmente una historia de amor, sentando así las bases para las representaciones futuras de la heroína. Los movimientos de batalla a batalla de Agustina están basados en la realidad, pero las tramas secundarias de los amigos que acompañan a la heroína no son realistas. Hay reencuentros fortuitos, muertos que reaparecen, amantes que descubren que son hermanos el mismo día de la boda y luego, cuando están al borde de una muerte causada por el disgusto, descubren que en realidad no son hermanos, ya que la madre del novio había adoptado a un niño a falta de uno propio y había guardado el secreto para cubrir la vergüenza de una joven noble burlada por su amante, y por supuesto, todas son historias con más lágrimas que balas.4 En el enfoque de la novela prevalece claramente la emoción sobre la acción y, para asegurar que haya una confluencia constante de emociones exaltadas, cuando Agustina es feliz, sus amigas sufren tragedias terribles.

4 A los quince días de su boda con Roca, la pareja se desplaza a Mahón por la carrera militar del marido. En el viaje, Agustina conoce a Luis cuando el barco en el que van naufraga y él le salva la vida a la futura heroína. En este primer desplazamiento, Agustina entabla amistad con Clemencia, cuya gran tragedia es que de joven se había fugado con el amor de su vida, que luego huye, abandonándolas a ella y a su hija, Belisa. Por necesidad, Clemencia se casa con un cruel mayordomo, de quien ahora es viuda. Pasan los años y la joven Belisa se enamora de Florencio, cuyos padres en principio rechazan la unión. Al entrar en Zaragoza para conocer a la amada de su hijo, resulta que la madre de Florencio y Clemencia son hermanas, separadas hace años por la fuga de Clemencia. Llega el día de la boda, y con la pareja ya en el altar, irrumpe en la iglesia el general, padre de Florencio, y se desmaya al darse cuenta que su hijo legítimo está a punto de casarse con la hija ilegítima que él había abandonado hace años ante las sospechas de que Clemencia le había sido infiel. Clemencia se muere de las fuertes emociones que la invaden ante este encuentro inesperado, para luego reaparecer como la mujer demente que pulula por los montes (no queda claro a quién entierran en el funeral de Clemencia si luego ella resucita). Belisa se encierra en un convento para dejarse morir de pena, pero se ve obligada a dejar el claustro para atender a su padre, también enfermo de disgustos. Florencio no desiste en su amor hacia Belisa, situación que se resuelve momentos antes de la muerte de la joven cuando la madre de Florencio confiesa que ella nunca pudo tener hijos. Había engañado al general, fingiendo un embarazo en su ausencia y salvando así a una joven noble de su deshonra al tomar como suyo al hijo ilegítimo, fruto de su pasión adúltera.

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Como parte de la híperfeminización de la mujer guerrera, también se resalta la gran religiosidad de Agustina, comparándola a una figura sagrada. Cuando le anuncian que las mujeres desfallecen ante la falta de pan para sus hijos, que una epidemia está diezmando las tropas y que faltan brazos para enterrar a tantos muertos, dice Agustina: “‘ofrezcámonos en sacrificio al Supremo Hacedor, por el amor a la sagrada causa que defendemos. Empero apiádate, Dios mío, y no dejes perezca tan heroico pueblo’. Y al hacer tan patética esclamación [sic], el rostro de Agustina estaba iluminado por esa santa y valerosa resignación que distinguía á los mártires de Cristo” (Cobo 1859: 260). La novela termina con el retiro de Agustina a Ceuta. Ha enviudado de Roca, a quien estaba unida solamente por el deber sagrado del matrimonio, puesto que Luis será el gran amor de su vida. Para alejarse de la tentación, al regreso de Roca, Agustina le impone un exilio emocional a Luis, quien parte hacia América ante la imposibilidad de seguir unido a la heroína. No bastan las penas, y un Luis desesperado se casa con otra mujer horas antes de recibir la noticia del fallecimiento de Roca, con lo cual la pareja habría podido unirse nuevamente. Agustina se casa sin explicación con don JC, con quien se retira a Ceuta convertida en “el modelo más perfecto de virtudes que muchos no sólo admiraban sino que también procuraban imitar” (Cobo 1859: 515), con una modestia que no le permite hablar de sus pasadas glorias, a diferencia de la mujer real, que en varias ocasiones reclamó sus recompensas ante la Corona. Carlota Cobo, en el esfuerzo de pintar a su madre como un tipo de santa guerrera, en ningún momento menciona su nacimiento ni el de su hermano, y prefiere dejar al lector con la imagen de una Agustina que “vivió muchos años entregada solo á la religión y á practicar la caridad” (1859: 516).5 Como ya se ha dicho, muchas mujeres valientes participaron en los sitios de Zaragoza y se unieron a las luchas en toda la península. En los populares grabados de Juan Gálvez y Fernando Brambila Las ruinas de Zaragoza, junto con imágenes de la ciudad en ruinas aparecen retratos de figuras heroicas que incluyen a otras mujeres, como María Agustín, Casta Álvarez y la condesa de Bureta. Pero en un gesto antirrevolucionario, en esta novela queda bien establecido que heroína solo puede haber una, ya que aquí el heroísmo implica un estado eli5 Al enviudar de Roca, a los pocos meses la Agustina histórica se casó con Juan Cobo y Mesperuza, matrimonio de cuya unión nació la autora, Carlota. Ya tenía un hijo llamado Juan, al igual que el hijo que falleció durante la guerra, fruto de su matrimonio con Roca.

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tista que no pueden asumir las demás mujeres que combatieron contra los franceses. El heroísmo no está al alcance del pueblo, incluso en una guerra distinguida principalmente por la participación de las guerrillas que representaban a una nación en armas, imagen que ahora, en el reinado de Isabel I, será sustituido por tributos al ejército regular y a las jerarquías que impone la sociedad oligárquica. A las mujeres se les ofrecen heroínas como Agustina para que las admiren, pero no para que las imiten. Cualquier intento de emulación será sofocado. En la novela de Cobo, estando en una de las ciudades que Agustina cruza con el ejército, les llega noticia de una mujer de pueblo a quien llaman la “heroína de Zaragoza”, mujer que es castigada inmediatamente por la osadía de usar el término ‘heroína’, aunque al final a ella también le reconocen sus acciones y la premian con un estanco.6 A Agustina, en contraste, entre batalla y batalla la cubren de valiosas joyas y vestidos cada vez más preciosos y luce unos peinados imposibles. Esta es literatura femenina en el peor sentido del término. El melodrama dulzón parece estar dirigido exclusivamente a un público femenino. Se le dedican numerosas páginas a los trajes y joyas cada vez más espléndidos de la heroína y sus amigas, con pasajes descriptivos que encajarían mejor en una revista de modas que en una crónica de guerra. De igual manera nos alejan del pueblo las descripciones detalladas de jardines y salones. Esta es una batalla por parte de una mujer noble a favor de su Iglesia y de su rey. Su valor es evidente en sus proclamaciones, como cuando Elena, su hermana, tiembla ante la noticia de que llegan los franceses —“Tú perdiste la razón, Agustina mía, ¿qué 6 El contraste sería la versión del heroísmo femenino que presenta Benito Pérez Galdós en Zaragoza. Galdós menciona a Agustina solo de paso: “Lo mismo debieran hacer todas las zaragozanas, y de ese modo la Agustina y Casta Álvarez no serían una gloriosa excepción entre las de su sexo” (1906: 33). Como señala Ana Rueda, Galdós enfoca su representación del heroísmo femenino en la figura de Manuela Sancho, que aprende a disparar el fusil e inspira a los demás a luchar con ánimo. A diferencia de Cobo, Galdós representa a un pueblo en guerra, y no el heroísmo individual. Pero en contraste con Manuela Sancho, Galdós también inventa el personaje de Mariquilla. Como indica Rueda: “Mariquilla es la versión complementaria —y antitética— de la guerrillera Manuela Sancho: Mariquilla encarna la domesticidad, si bien está dispuesta a combatir en circunstancia extremas, mientras que Manuela encarna el ideal de la mujer-guerrera que todavía conserva sus instintos domésticos. La mujer doméstica sucumbe al asalto, conservando la aureola de la virtud; la guerrera sobrevive. Es como si la imagen de Agustina de Aragón se refractara en dos categorías: ambas son patrióticas, tenaces y apasionadas; y sin embargo, ninguna es suficiente por sí misma, ya que precisa de la otra para construir el ideal femenino para la nación” (2009: s. n.).

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puede hacer una débil mujer más que sucumbir sin decir ¡ay!”— y Agustina responde: “Calla; dejarías de ser mi hermana; si alguien pudiera escucharte. Calla repito; los franceses no encontrarán en mí una sierva y sí a la herida leona” (Cobo 1859: 150). Con la referencia a la leona deja claro su estatus como alegoría de una nación dispuesta a luchar de la forma más feroz por defender a la monarquía. Sin embargo, por mucho que se enfrente al enemigo sin miedo y tenga grandes habilidades militares, el uso constante de adjetivos que resaltan su feminidad no permite que ni por un solo instante se le olvide al lector que está ante una mujer bella y ultrafeminizada, puesta en exhibición. En su primer encuentro con las fuerzas francesas, Agustina reposa agotada: “¡Cuán bella estaba en estos momentos!, sus blondos rizos ondulan en desórden [sic] sobre su alabastino cuello y espalda” (Cobo 1859: 84) y a la mañana siguiente, antes de entrar en combate, “empezó a trenzar sus rizados cabellos; su desnuda espalda, parece que rivalizar pretende con la de una Vénus de mármol […] estaba capáz [sic] de fascinar al mortal más apático” (1859: 85). En la novela se repiten varias escenas de batalla en las cuales ella no solo dispara cañones y fusiles, sino que también incita a los demás, entre ellos a las mujeres guerrilleras, a que luchen. Pero aun en este tipo de escena se enfatiza su feminidad: “Exhortaba a las mujeres, y con voz dulce y elocuente las decía –Hermanas, corred por municiones, llevadlas al que falta le hicieren, y ved que en esta acción honraréis á vuestra patria. –Y de este modo espone [sic] á cada momento su presiosa [sic] existencia […]” (Cobo 1859: 257). Su puntería es tan certera que causa terror en los sitiadores franceses, pero más que guerrera, la Agustina de Carlota Cobo es un espectacular ejemplo de la belleza de la mujer española. Las alegorías de la nación funcionan no solo en el ámbito nacional, sino que también deben ser muestra de la superioridad patria en el contexto internacional. Un elemento curioso de la novela de Cobo es que, a diferencia de la gran mayoría de los relatos sobre la invasión napoleónica, en La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia se constata la presencia de los aliados ingleses, que tan necesarios fueran para la derrota de los franceses. En lo que inicialmente podría interpretarse como un gesto de agradecimiento, en una pausa en las batallas, Agustina y Luis visitan primero Cádiz, donde disfrutan de una corrida de toros antes de cenar con Lord Wellington, y al poco tiempo, Gibraltar. En ambos lugares, Agustina es agasajada por la alta sociedad, y más que en

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ninguna otra sección de la novela, en los dos capítulos que relatan el recibimiento por parte de los ingleses, que la autora nos asegura que “[e]s una narración puntualmente histórica” (1859: 342), resalta el aura de lujo y la belleza de una Agustina radiante. Incluso, en lugar de expresar un sentimiento de deuda con los ingleses, pareciera que ellos le agradecieran a Agustina su heroísmo. Es tal la veneración que inspira, que le piden sus joyas para exhibirlas en un museo de Londres, y Wellington le regala unas pistolas que “al dispararse estas lindas pistolas, quedaban armadas con acertadas bayonetas”, otro detalle que Cobo asegura ser “histórico” (1859: 320). Lejos de representar a una nación que sufre los horrores de la guerra, a una España herida y pobre, Agustina, “un blasón de España” (1859: 211) alegoriza para los ingleses la dignidad, heroísmo y belleza de la nación invencible. El tono elogioso se incrementa cuando Agustina visita Gibraltar, “esa joya, arrebatada á la España en el año de 1704” (1859: 329). Ahora, la joya que reluce más que cualquier otra es Agustina, que con su superioridad sobre los ingleses pasa a ser “el orgullo de los españoles y la admiración de las naciones vecinas” (1859: 319). Haciendo un paréntesis en la guerra, en Gibraltar, Luis y Agustina pasan de un banquete y baile a otro, donde Agustina baila “con la gracia natural de su país” (1859: 332). Las descripciones de sus lujosos trajes, joyas y peinados desmienten la miseria que sufrió el pueblo español. Pero su belleza no depende de afeites, puesto que aun cuando cansada de tanto festejo se viste de forma simple, en su último baile en Gibraltar, “Agustina brilló entre las beldades inglesas […] empero podía asegurarse que en medio del lujo que ostentaban las inglesas, ella, con su sencillo atavío, estaba más seductora y angelical que cuantas bellezas allí había” (1859: 337). Su fama internacional es tal que recibe una invitación a Londres del rey Jorge III para celebrar “cuánto valéis y cuánto honor dán [sic] a toda la nación vuestras azañas [sic], y vuestro singular heroísmo” (1859: 338). Con sus triunfos en Gibraltar, y los elogios que recibe por parte de los ingleses, de alguna forma, la superioridad de Agustina, alegóricamente, sirve para reparar las pérdidas, tanto en territorio como en honor, de la nación española ante los ingleses por su toma de Gibraltar. Angus Fletcher concluye su estudio sobre la alegoría como modalidad simbólica con la afirmación de que las alegorías son los espejos naturales de la ideología (2012: 369). Marina Warner centra su estudio sobre la alegoría en las figuras femeninas que encarnan en sus personas la pretendida unidad nacional recordándonos que muchas de las virtu-

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des se expresan por medio de palabras que en las lenguas romances son femeninas: la virtud, la libertad, la justicia, la independencia, la verdad (2000: xix). La alegoría debe persuadir, incluso seducir, y de ahí la apelación por medio de la belleza femenina y el énfasis en la belleza de Agustina de Aragón, no solo en la obra de Carlota Cobo, sino también posteriormente en las versiones cinematográficas. La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia en la actualidad es una novela casi olvidada, pero su retórica exagerada revela los mecanismos utilizados en la creación de una figura femenina alegórica a la vez que funciona como una prefiguración del uso de la retórica de la mujer hermosa como alegoría de la nación española, tanto para consumo doméstico, como internacional. El cine como nuevo medio de expresión patriótica: Agustina de Aragón en la época del cine mudo en España La industria del cine en España nace a finales del siglo xix, precisamente en los momentos en que la nación sufre “[e]l desastre colonial del 1898 [que] señaló el inicio de una etapa de zozobras identitarias en las que el españolismo asumió la tarea de regenerar a la patria tras la debacle” (Moreno Luzón y Núñez Seixas 2013: 13). Con el tiempo, uno de los principales productos culturales que proyectará la imagen del españolismo será el cine. El cine nace como industria con el firme propósito no solo de crear producciones artísticas, sino principalmente de generar ganancias. Sin embargo, antes de que la industria española pudiera capitalizar un españolismo folclórico, ya los estudios cinematográficos extranjeros, seducidos por la imagen exótica y orientalizada hecha popular por la Carmen de Mérimée y Bizet, empiezan a comercializar una imagen del españolismo que, con el tiempo, los propios directores españoles tendrán que reclamar para nutrir la nueva industria en territorio nacional y conquistar mercados internacionales, principalmente en América Latina. Como era de esperar, en momentos clave de crisis estatal, los gestos nacionalistas de la incipiente industria intentarán darle al público una serie de héroes nacionales como parte del proyecto de promover un espíritu patriótico en un país fragmentado. Las reescrituras de la figura de Agustina de Aragón, reinventada primero en 1905 por Segundo de Chomón en Los héroes del sitio de Zaragoza y posteriormente como canto de cisne del Estado de Primo de Rivera, en 1929, por el director Florián Rey en Agustina

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de Aragón, sirven de barómetro sobre el estado de la nación, ya que la imagen de una de las pocas heroínas nacionales se moldea en servicio del Estado como parte del proyecto nacionalista de “hacer españoles.” Desde los primerísimos inicios del cine como industria y arte, lo femenino español ya se proyecta al mundo como alegoría de la nación, partiendo de una serie de conceptos estereotipados de lo hispano como lo exótico, lo pasional. Curiosamente, la imagen —y luego la voz— de la mujer española ocupa un lugar prominente en el desarrollo de las tecnologías cinematográficas, mostrando hasta qué nivel la mistique de la española se había convertido para el mundo internacional del espectáculo en alegoría de la nación ibérica y España, en objeto de fascinación orientalista. En el año 1894, cuando Thomas Edison preparaba sus primeras películas con el invento del kinetoscopio, la primera mujer captada por este nuevo medio cinematográfico fue la bailarina Carmen Dauset Moreno, ‘Carmencita’ para los norteamericanos. El kinetoscopio, aparato precinematográfico que solo permite el visionado individual de imágenes puestas en movimiento dentro de una caja de madera, se estrena en el momento de mayor éxito de las bailarinas españolas en Estados Unidos. Las primeras películas de los laboratorios de Edison captaron escenas de escaso interés visual, salvo por la novedad de haber conseguido reproducir el movimiento, y fueron protagonizadas por miembros del equipo del propio inventor. Entre los primeros registros se encuentra Fred Ott’s Sneeze (El estornudo de Fred Ott), una secuencia de apenas cinco segundos filmada en 1894 en los laboratorios de Edison por William K. L. Dickson. El 20 de mayo de 1891, las señoras de la National Federation of Women’s Clubs (Federación Nacional de Clubes de Mujeres) habían presenciado Dickson’s Greeting (El saludo de Dickson), donde el propio Dickson se pasa el sombrero de una mano a la otra. Llegado el momento de comercializar el nuevo invento, los laboratorios de Edison tuvieron en cuenta no solo la belleza femenina en los primeros intentos de producir imágenes artísticas, sino también la importancia de atraer a las mujeres como público. Aprovechando la gran popularidad de la folclórica Carmen Dauset en los escenarios de Nueva York, Edison la lleva a sus estudios de Nueva Jersey.7 El movimiento de Carmencita, vestida de forma casi idéntica que en el famoso retrato que le había 7 Se piensa que en los primeros estrenos públicos, cuando se abre el primer salón de kinetoscopios en el número 1155 de Broadway, no aparece la imagen de la española Carmen Dauset. Las primeras mujeres en este espectáculo fueron la contorsionista británica Ena Bertholdi y la trapecista italiana Alcide Capitaine.

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hecho John Sargent Singer (1890), hacían de su baile “pura visibilidad” (Mora 2014: 27).8 El paradigma de lo femenino español, exótico y pasional, era la españolada francesa de la Carmen de Mérimée y Bizet, que Isabel Clúa define como “la explotación del cuerpo femenino como símbolo de la nación […] es decir, la construcción de la nación en femenino como paso lógico en una ideología patriarcal en la que la mujer y la nación comparten una misma red metafórica que las define como emplazamiento de la reproducción, la tierra, territorios a ocupar, vacíos, etc.” (2014: 3). El gesto orientalista se repite de nuevo cuando la primera película sonora, de 1923, Far from Seville (Lejos de Sevilla), capta la voz de Conchita Piquer en su rol de folclórica internacional.9 El mismo año, Raquel Meller, otra folclórica internacional, interpreta a la esposa andaluza de Napoleón III, Eugenia de Montijo, en Violetas imperiales (1923) y adquiere importancia en el panorama internacional: no solo la pintaron Julio Romero de Torres y Joaquín Sorolla, sino que también apareció en la portada de la revista Time en abril de 1926. Dado el triunfo internacional de las folclóricas, no es de extrañar que este género cinematográfico fuera fundamental para el éxito del cine cuando se introdujo en España. En 1896, al año siguiente de la presentación de Edison, llega a Madrid el invento de los hermanos Lumière, el cinematógrafo, que mejora el de Edison al conectar un proyector. Con esta innovación, ahora las películas se pueden exhibir 8 Hay dos posibles motivos por los cuales Carmencita no se estrenó en el nuevo salón de Broadway. Primero, en la víspera de la apertura, un baile de máscaras en el Tammeny Club de Nueva York, protagonizado con gran éxito por el “Carmencita Club”, había terminado en unos disturbios con un muerto y un herido grave, suceso que apareció en la primera página de los periódicos. Probablemente, Edison no quiso que su invento se viera relacionado con este escándalo. El segundo motivo fue que Carmencita también provocó el primer incidente de censura del cine cuando, en julio de 1894, el senador James A. Bradley se opuso a la proyección de la película, tachando el baile de Carmencita de inmoral. Bradley le dice a un periodista del New York World: “that skirt dancing is simply disgusting […] I don’t think a woman, except to her husband, should expose herself in that way” [“el baile de la falda es sencillamente repugnante […] Creo que una mujer no debe exponerse de esa forma, excepto a su marido] (Mora 2004: 33). 9 Véase el documental Concha Piquer, ‘La reina de la copla’, . El cantante de jazz, con Al Jolson, de 1927, estaba considerada la primera película sonora de la historia hasta que Agustín Tena descubrió el filme de Piquer en la Biblioteca del Congreso de Washington. En el filme, de once minutos, Piquer baila y canta primero una jota aragonesa; luego, una copla andaluza y, por último, el fado portugués “Aínda mais”.

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ante grupos y el cine se convierte en espectáculo público y popular. Alexander Promio estrena once películas de siete metros en las madrileñas fiestas de San Isidro en 1896. La siguiente década será de gran experimentación. Algunos empresarios hicieron filmes para proyectar en sus propios establecimientos, como fue el caso del Salón de Actualidades, que exhibía fragmentos de zarzuelas empleando lo que hoy podríamos comparar con un sonido estereofónico con el uso de hasta diez gramófonos. Aprovechando los gustos internacionales, Pathé Fréres le encarga a Segundo de Chomón, su representante en Barcelona, una serie de documentales costumbristas y también de corridas de toros.10 Además de la admiración que suscitan muchas de las innovaciones técnicas de Chomón en cuanto a la iluminación y a los usos de efectos fantásticos y de trucajes, se le considera el padre de la zarzuela cinematográfica de amplia distribución a partir del 1904, como resultado de haberse asociado con la nueva productora Macaya y Marro (Dávila Vargas-Machuca 2008: 3). Sin embargo, las clases acomodadas pronto se aburren de lo novedoso del invento y el cine se convierte en diversión para las clases populares y es despreciado por la burguesía. A partir de 1908, los directores españoles se unen a los franceses para participar en el movimiento conocido como Film D’Art, inaugurado por los estudios parisinos del mismo nombre con la intención de ligar el cine con la cultura canónica. Como indica Luis Miguel Fernández, el espíritu del Film D’Art se convierte en fenómeno internacional, con una estética artística que “se fundamentó en la colocación del pasado como fuente de autoridad y modelo a imitar, siendo la reconstrucción histórica y los recursos temáticos y discursivos del arte tradicional las formas en que se concretó dicho interés por el pasado” (2000: 66). El espíritu del Film D’Art lógicamente inspira las producciones de Segundo de Chomón y los hermanos Baños por los fuertes lazos que unen tanto a los individuos que habían trabajado en Paris, como la industria catalana del cine que contaba con una fuerte influencia francesa. Incluso algunas de las grandes producciones de la época, como La vida de Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, que cuenta con la participación de los hermanos Ramón y Ricardo Baños, serán coproducciones hispano-francesas. Se trata de unos primeros intentos de elevar el cine al estatus de arte, “nacidos de una 10 Con su Choque de trenes de 1902, Chomón inaugura el uso de maquetas en el cine español. Su filme más estudiado es El Hotel Eléctrico (1908), compendio de efectos y trucajes que sorprenden incluso hoy (Dávila Vargas-Machuca 2008: 3).

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concepción elitista y burguesa de la cultura” para atraer a otro tipo de público (Fernández 2000: 85). Al igual que en otras partes del mundo, en España se hicieron películas basadas en obras maestras de la literatura, el teatro clásico y la historia para atraer a un público más sofisticado. Para inaugurar sus nuevos estudios, Hispano Films, Ricardo Baños y Alberto Marro optaron por una superproducción sobre la reina Juana la Loca, Locura de amor (1910), tras los éxitos de Don Juan Tenorio (Baños y Marro, 1908) y un Guzmán el Bueno (Fructuoso Gelabert, 1909) que contaba con el protagonismo de la gran Margarita Xirgu.11 En 1908, año del centenario de la invasión napoleónica, en España ya se habían hecho unas 1.200 películas, entre ficción y documentales. La mayoría eran artesanales y la tecnología solo permitía obras muy breves. Segundo de Chomón abordó el tema de 1808 con Los héroes del sitio de Zaragoza (1905), una serie de tres cuadros en los que se celebra la participación de la condesa de Bureta en el primero, del Tío Jorge en el segundo y de Agustina en el tercero. Tres rótulos anuncian oportunamente el nombre de cada protagonista para un público ya conocedor de las historias. El primer cuadro retrata a la condesa de Bureta, María de la Consolación Azlor, quien había fundado el Cuerpo de Amazonas —formado por mujeres que atendían a los soldados, ya fuera como enfermeras o prestándoles ayuda en las batallas, a menudo llevándoles provisiones— y que convirtió su palacio en hospital y asilo. En el filme, la condesa aparece cargando fusiles para que un grupo de guerrilleros ataque a los franceses desde las ventanas altas de su palacio, como ejemplo de la colaboración no solo entre los sexos, sino también entre las clases sociales en unos momentos cruciales en los que se suspenden las normas. A la condesa jamás se le ve el rostro, que mantiene oculto con su mantilla negra —extraño indumentario para una batalla— y se la presenta como símbolo de la madre patria, a la vez aristócrata y maja. El cuadro dedicado al Tío Jorge comienza cuando entra en escena un grupo de mujeres que proveen de alimentos y bebidas a los hombres del pueblo, que pronto luchan junto al ejército regular para derrotar a los franceses, que en esos momentos intentan entrar en la ciudad por una de las puertas. Por último, cuando un ataque francés 11 Fernández precisa que un filme encaja dentro del “espíritu film d’art” si adapta un texto “teatral muy al gusto burgués” (2000: 98), como el Tenorio de Royal Films de Ricardo de Baños, a diferencia de la versión de 1908 de Baños y Marro, basada en versiones popularizadas en pliegos de aleluyas (2000: 85).

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Fotogramas de Los héroes del sitio de Zaragoza, 1905, de Segundo de Chomón.

elimina a un batallón que está defendiendo la ciudad, llega Agustina. Segundo de Chomón exhibe su maestría en el uso de efectos especiales y trucajes al momento de enfatizar el heroísmo de Agustina. El público no es testigo del efecto del disparo del cañón debido a la gran cantidad de humo en la escena, pero al aclararse el ambiente, como por arte de magia, se ve a una Agustina triunfante sobre las murallas, con la bandera en alto. Ya que en esa época el cine todavía se veía fuertemente ligado al teatro, en este cuadro final, los soldados muertos resucitan

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para recibir los aplausos del público. La película dura unos tres minutos, por lo que solo permite unos cuadros vivientes y no el desarrollo complejo de una trama. La forma en que se presenta al enemigo de 1808 en las ficciones sirve de barómetro tanto del estado de las relaciones con Francia, como de la fuerza revolucionaria de los grupos subversivos que amenazan la estabilidad nacional de España en el momento que se produce cualquier obra que aborde el tema. El año 1908 no era una fecha propicia ni para celebrar una victoria contra los franceses, ni para rememorar las acciones militares de la guerrillas populares. España ya contaba con el apoyo de Francia en las relaciones internacionales, especialmente en los conflictos con Marruecos, después de haber firmado los tratados de la Conferencia de Algeciras en 1906.12 El gobierno también teme el potencial revolucionario del pueblo. Ese mismo año un anarquista catalán, Mateu Morral, le lanza una bomba al rey Alfonso XIII durante la comitiva posterior a la ceremonia de su boda; aunque el rey resultó ileso, perecieron 24 personas. En 1912 los anarquistas asesinarían a José Canalejas, el político liberal más hábil de España. Además, el centenario tiene lugar en vísperas de la Semana Trágica de Barcelona (26 de julio a 2 de agosto de 1909), producto de una nación disconforme con los 30.000 muertos y heridos de la Guerra de África.13 El presidente del gobierno, Antonio Maura, se había negado a patrocinar celebraciones del centenario en Madrid después de haber otorgado a Cataluña medio millón de pesetas para la celebración del séptimo centenario de Jaime el Conquistador (Martínez 2010: 193194). Pero la falta de apoyo del gobierno central no detuvo las celebra12 España y Francia se unen para defender sus intereses en Marruecos ante las pretensiones coloniales alemanas. 13 En julio de 1909, el ejército decidió reclutar trabajadores de Barcelona para la guerra en Marruecos. Los anarquistas organizaron una huelga de protesta que comenzó el 26 de julio. Al día siguiente, el ejército proclamó la ley marcial, que no fue respetada por los obreros, quienes respondieron armando barricadas y atacando y quemando iglesias y conventos. La Guardia Civil y el ejército tardaron cinco días en restablecer el orden, pero en ese tiempo los anarquistas ya habían quemado 50 edificios propiedad de la Iglesia. El gobierno buscó una víctima a quien pudiera culpar públicamente y castigar por lo sucedido. Juzgándolo sin debido juicio, condenó a muerte al líder anarquista Francisco Ferrer, conocido por su fuerte anticlericalismo y por haber fundado la Escuela Moderna (donde se educaba a los miembros de la clase obrera). Este castigo brutal provocó un escándalo internacional que llevó a los demás países europeos a denunciar la falta de derechos humanos en España. Las protestas fueron tan fuertes que el presidente Maura tuvo que dimitir.

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ciones. En Madrid, el conde de Peñalver, alcalde de la capital, organizó las conmemoraciones con la subvención de fondos privados. Cinco de los teatros principales de Madrid estrenaron zarzuelas sobre la Guerra de la Independencia.14 Por toda la península las cámaras rodarán el entusiasmo del pueblo en los eventos conmemorativos del centenario en reportajes dirigidos por los mismos directores que años más tarde filmarán obras de ficción (melodrama histórico). Tal será el caso en 1911 con Las fiestas del sitio de Bilbao (Fructuoso Gelabert), La heroica Zaragoza (Segundo de Chomón), La inauguración del monumento a los héroes de Puente Sampayo y Excursión viguesa al Puente Sampayo (José Gil), y El centenario de la Constitución de Cádiz. Segismundo Moret y el gobierno anterior habían destinado dos millones y medio de pesetas a Zaragoza, pero no para la celebración del centenario de los conflictos de 1808, sino para la organización de la Exposición Hispano Francesa. Fue con motivo de dicha exposición por lo que se erigieron cuatro monumentos a los héroes del sitio de Zaragoza, incluido uno en la plaza central de la exposición, y un monumento a Agustina de Aragón en la puerta del Portillo, lugar de la famosa escena del cañón. Pero más allá de las conmemoraciones, los pabellones principales celebraban las artes y las industrias que unirían a los países en un proyecto común de modernidad. Una de estas industrias sería el cine, que ya en esos años estaba produciendo sus propios monumentos a los grandes momentos de formación nacional con el incipiente género fílmico del melodrama histórico. Curiosamente, el tema de la invasión napoleónica fue más popular fuera de España que en la península. Ya en 1908, en torno al centenario, tanto los italianos como los franceses hicieron películas sobre los eventos de la guerra española. En los siete filmes sobre la Guerra de la Independencia producidos en Italia en esa época resalta la admiración por las nuevas técnicas de combate introducidas por las guerrillas y la nueva Constitución liberal de las Cortes de Cádiz.15 Como señala 14 Teatro Martín (El tambor de granaderos y La marcha de Cádiz, ambos de Ruperto Chapí); La Zarzuela (Episodios nacionales y Pepe Botella, de Carrión y Vives); Coliseo Imperial (El alcalde de Móstoles, de Juan de Alba); La Latina y Novedades (El reducto del Pilar y El grito de independencia, de Antonio Soler y Diógenes Ferrand). 15 Un episodio della guerra Napoleonica in Spagna (Italia Films, 1909) y Paquita (Cines, 1911) muestran la resistencia de los campesinos. En tres de los filmes italianos se celebra la resistencia heroica de las ciudades: La presa de Zaragoza (Luigi Maggi, 1910), Estrellita (Luigi Maggi, 1911) y Burgos (Giuseppe De Ligouro, 1911). En Il lanciere polacco (Aquila Films, 1910) una mujer española se enamora de un soldado

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Josefina Martínez, “entre los italianos brotó una devoción casi mítica por los guerrilleros, personajes revestidos de matices románticos, liberales y democráticos que colmaban sus anhelos nacionalistas” (2010: 195). A su vez, los filmes franceses en torno al centenario, como se podía esperar, se enfocan en su triunfo sobre Zaragoza, como es el caso de La mère du moine (La madre del monje), de Louis Feuillade (1909) y Moines et Guerriers. Episode du siége de Saragosse en 1808 (Monjes y guerrilleros. Episodio del sitio de Zaragoza), de Pathé (1909). Todos enfatizan el valor de los soldados franceses, como sucede en Le message de l’empereur (El mensaje del emperador) de Georges André Lacroix (1912), la historia de un joven tambor herido que no desiste de su misión hasta llegar al palacio donde el emperador descansa con una dama española. El joven muere en brazos de su héroe (Martínez 2010: 196).16 Sin embargo, el cine español solo encontrará sus primeros éxitos a partir de 1918, comercializando de nuevo a la folclórica con los géneros de la zarzuela y la españolada, y todavía no con el género histórico. En la península, el mayor centro de producción cinematográfica hasta los años veinte había sido Barcelona, aunque también había núcleos de producción en Valencia y Aragón. El aumento de producción en el Madrid de los años veinte cambia el enfoque temático, ya que el cine madrileño competía de manera más directa con las formas de ocio que al finalizar la guerra regresa a reunirse con ella. En La donna fatale (Aquila Films, 1910) un soldado español herido se refugia en un castillo, donde se enamora de la condesa. Al descubrir que ha sido abandonada, la novia del soldado se muere de pena (Martínez 2010: 196). 16 “En la década siguiente, distintas obras ambientadas en la España de la Guerra y difundidas por Europa fueron el argumento de tres películas de largometraje rodadas en Alemania, Austria y Gran Bretaña. La germana dirigida por Erich Shönfelder e interpretada por Emil Jannings, se basaba en una ópera compuesta en 1918 por Eugen d’Albert, Der Stier von Olivera (El Toro de Olivera), donde la venganza de la joven Juana contra el general Guillaume, que la ha obligado a casarse con él para salvar la vida de su hermano, acabará en tragedia. A continuación, el éxito internacional de la novela fantástica del escritor checo Leo Perutz, El marqués de Bolívar, publicada en 1920 y que relata la aniquilación de dos regimientos alemanes, combatientes junto a los franceses durante el invierno de 1812, movidos por el espectro del marqués, también fue llevada a la pantalla en dos ocasiones. La primera en Austria, durante 1922, dirigida por Friedrich Porges y, la segunda, ya en 1928, en Gran Bretaña, dirigida por Walter Summers. En este segundo caso, la acción se desarrolla en el norte de España, donde un húsar de Hesse coquetea con la hija de un artista que, casualmente, lleva a los ingleses un mensaje con las coordenadas para un ataque. Esta misma situación se planteará en la película española Llegaron los franceses (León Klimovsky, 1959)” (Martínez 2010: 197).

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locales como la zarzuela y el sainete. En la capital, las clases altas y la aristocracia renuevan su interés por el séptimo arte y empiezan a invertir en la industria cinematográfica. Incluso el rey invierte en los estudios Atlántida, los primeros que existieron en Madrid junto con los de La Patria, y donde se hicieron 25 películas, algunas con iluminación eléctrica. Estos son los estudios donde aprenden el oficio dos de los directores más importantes para el desarrollo del cine español: José Buchs y Florián Rey. “La burguesía inversora en este campo de la industria del ocio procedía de los sectores más retrógrados, culturalmente alicortos y económicamente oportunistas”, con lo cual los films producidos reflejarían el conservadurismo de sus inversores (Gubern 1981: 120). En 1920, Buchs triunfa con La verbena de la Paloma, estrenada con nuevos arreglos musicales y una orquesta de 60 instrumentos. Este éxito internacional hará que la zarzuela se convierta en el género fílmico del cine español más popular de la época. El año siguiente se repite el éxito con Carceleras, que se estrena con la presencia de la familia real. Siguiendo los gustos internacionales y locales, “los cineastas españoles aceptaron de buen grado esta colonización y exaltación de la España diferente, es decir, de la España agraria, subdesarrollada y dominada por las supersticiones de origen católico, la de los grandes latifundios feudales, del hambre, del culto machista y de los toreros. Este género estereotipado y reaccionario, orgulloso de la España premoderna y caciquil, fue cultivado con persistencia por nuestros realizadores en el período mudo y siguió siéndolo en el sonoro” (Gubern 1981: 121). En cierta medida, los españoles reaccionarán ante la imagen que se construye del país desde fuera, como en el filme americano Blood and Sand (Sangre y arena) de Fred Niblo (1922), protagonizado por Rodolfo Valentino y basada en la obra homónima de Vicente Blasco Ibáñez. En España, Blood and Sand no se estrenaría hasta seis años más tarde. Mientras el cine en España triunfa con lo folclórico, en otros países el séptimo arte exalta los grandes héroes nacionales. La española Raquel Meller alcanza tal popularidad por su interpretación de Eugenia de Montijo en la coproducción Violetas imperiales (1923), que llega a aparecer en la portada de la revista Time. En otros países, el uso del cine para promover el patriotismo por medio de la exaltación de sus grandes momentos de unidad nacional y de sus héroes ya estaba mucho más desarrollado para el momento del triunfo de Violetas imperiales. Sarah Bernhardt protagoniza el filme

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de 44 minutos The Loves of Queen Elizabeth (Los amores de la reina Elisabeth), una coproducción franco-inglesa de 1912, una obra pionera pues con su estreno en Nueva York el productor Adolph Zukor convenció los estudios norteamericanos de la viabilidad comercial de películas de mayor duración. El cine norteamericano celebra sus grandes épicas nacionales con The Battle of Gettysburg (La batalla de Gettysburg) (1913) y, por supuesto, Birth of a Nation (Nacimiento de una nación) (1915). La culminación del género sería Napoleón (1927), del cineasta francés Abel Gance, que experimentó con lo que hoy día podríamos comparar con el 3D proyectando varios ángulos de la misma escena en diferentes pantallas, además de introducir grandes innovaciones con el uso de travellings. Como observa Seguin: En esta obra maestra, el cineasta recupera una figura fundamental de la historia francesa haciendo que se convierta en un ‘gran relato’, expresión utilizada por Lyotard, que permitiera legitimar las instituciones y el concepto nacional yendo a buscar en su pasado formas y figuras que pudieran convertirse en proyecto por realizar o ‘ideas’. Sin embargo, cuando en Francia la nación es una realidad que necesita material para seguir proyectándose como ideal colectivo, en España, la nación es una ficción que no deja de posponerse, incapaz de elaborar, día a día, la nación como lo ha ido haciendo Estados Unidos (Seguin 1998: 6-7).

Napoleón no se estrena en España hasta el 7 de enero de 1929, en el Palacio de la Música, con la orquesta Splendid de Buenos Aires, pero los periódicos ya comentan esta producción desde 1927 (Seguin 1998: 6-7). En la península, el desarrollo del melodrama histórico es mucho más lento y no es hasta finales de la década de 1920 cuando toma un papel protagonista en la industria cinematográfica. España colabora en la producción francesa La vie de Christophe Colomb (Vida de Cristóbal Colón y su descubrimiento de América) (1917) con el préstamo de objetos de época de sus museos, incluidos cascos de barcos antiguos que en el filme se convirtieron en las carabelas de Colón. Como ya se ha visto, en 1923, España entra plenamente en el mundo de las coproducciones internacionales con la película franco-española Violetas imperiales, la historia de Eugenia de Montijo, la esposa andaluza de Napoleón III, protagonizada por la súper estrella internacional Raquel Meller. Si el protagonismo femenino en los filmes históricos sirve de barómetro del estado de las relaciones con Francia en el momento que se produce la obra, Violetas imperiales supone la cum-

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bre en las celebraciones de las nuevas alianzas entre España y Francia, relación alegorizada con el matrimonio entre el militar francés y su esposa española. El filme combina algunas de la convenciones de la españolada con las tendencias internacionales del melodrama histórico para celebrar los héroes nacionales. La faceta de la españolada se deriva del ambiente andaluz que predomina en las primeras escenas del filme, en las que una joven Eugenia conoce a la bailarina Violeta, quien le regala las flores que dan nombre tanto a la gitanilla como al filme, con la promesa de que “son estas, señorita las que le traerán buena suerte”. El destino de ambas mujeres las vuelve a unir en París, cuando Eugenia ya es la esposa de Napoleón III, emperador de los franceses, y Violeta triunfa en los escenarios. Ambos personajes femeninos funcionan como alegoría de la nación ante los franceses y, por su gran atractivo, están diseñados para inspirar admiración no solo por sí mismos, sino por toda la cultura española que encarnan. También son alegóricos de las amenazas que sufre la nación en la época: tanto el tiempo fílmico como el presente de una España con una crisis tal que ese mismo año sufrirá un golpe de Estado militar. Tanto Violeta como Eugenia representan diferentes grupos sociales, con una amistad y espíritu de colaboración entre ellas que podría leerse como el ideal de cooperación entre clases sociales, que en la realidad histórica viven un momento de ruptura revolucionaria. Como señal de los tiempos, se insertan escenas para vilificar los movimientos revolucionarios que en los años veinte están cobrando fuerza en Europa y que obviamente ya han triunfado en Rusia. Violetas imperiales concluye con una escena que celebra la unión entre el pueblo y la clase dominante, cuando Violeta salva a Eugenia de un ataque terrorista perpetuado por su propio hermano, que horas antes le había dicho: “La felicidad universal exige sacrificios en holocausto […] y esta noche, frente al orfelinato una explosión destruirá el coche de la emperatriz”. La maldad de los revolucionarios se enfatiza con el detalle de que piensan asesinar a la emperatriz mientras acude en secreto a un orfelinato para hacer una obra de caridad. Pero será a partir del 1927 cuando el cine en España empieza a proyectar los grandes momentos épicos de la historia nacional, coincidiendo con los programas de reforma educativa de la dictadura de Primo de Rivera, cuyas reformas sociales pretendían “hacer españoles”. Aunque sería una gran exageración decir que en los años veinte en España existía una industria nacional de cine, a finales de la década,

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durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera y su movimiento de nacionalización de las masas, algunos de los directores de más nombre hacen filmes que exaltan el espíritu nacional por medio de ese gran lugar de la memoria que es la Guerra de la Independencia. En una entrevista de 1938, el director francés Abel Gance describiría el cine como “principalmente, una gigantesca máquina de resucitar héroes”,17 tarea que pronto llegará al cine español, pues si Gance estrena Napoleón en 1927, el mismo año José Buchs estrena El dos de mayo. La película de Buchs, como se observará también en Agustina de Aragón de Florián Rey (1929), utiliza los métodos de integración negativa que Inman Fox (1997) describe para la “invención de España”. Los héroes del filme deben inspirar a la población con un llamado a la defensa de lo propio contra un enemigo que se había infiltrado en la nación. Para los personajes de estos filmes el enemigo a rechazar serán los franceses; para el público actual, el enemigo que amenaza son las fuerzas revolucionarias extranjeras que amenazan las estabilidad de la nación española. Los filmes recuerdan al público los peligros que asedian a la nación desde fuera, sea cual sea la época. Aunque su estructura de poder se basará en las élites gobernantes y en el rey, la dictadura de Primo de Rivera también pretendía modernizar España y su economía, y movilizar las masas para que se unieran a la causa. Finalmente, la dictadura destruyó la monarquía sin ser capaz de sustituirla con un sistema político estable, aunque bajo el mando de Primo de Rivera se hizo una importante inversión en obras públicas que contribuyó a la modernización industrial de España y a un renacimiento cultural de las artes tan transformador que se ha considerado una segunda edad de oro (Quiroga Fernández de Soto 2008: 2). El ideario de Primo de Rivera se basaba en la creación de un nuevo Estado, autoritario y tradicionalista, que, aunque derivado en gran parte del régimen fascista italiano, dependiera mayormente de la exaltación de la tradición y la cultura popular, y especialmente de la Iglesia en su intento de nacionalizar a las masas. La llegada al poder de Primo de Rivera también coincide con el triunfo internacional de películas de guerra. Si en 1926 King Vidor triunfa con The Big Parade (El gran desfile) y Serguéi Eisenstein lo hace con Bronenósets Potiomkin (El acorazado Potemkin), al cine español le falta el referente bélico, ya que el país no había luchado en la

17 Gance tenía el proyecto de filmar una trilogía de héroes españoles, con Cristóbal Colón, San Ignacio de Loyola y el Cid. Primer Plano, 3 de agosto, 1941.

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Primera Guerra Mundial. Ese año, Florián Rey triunfa con la zarzuela La revoltosa y Buchs, con El abuelo, adaptación de la novela y obra de teatro de Galdós. Además, la Guerra de África había sido fundamental para el desarrollo del cine en España, porque las ganancias de los noticieros y documentales sobre el tema habían contribuido a la financiación de los nuevos estudios. Cabe mencionar, sin embargo que esta contienda no sustituye a la Primera Guerra Mundial como motivo en el cine de ficción español, especialmente porque los españoles mantenían posturas enfrentadas al respecto y el cine se empieza a utilizar para promover el nacionalismo y evitar, precisamente, las divisiones. Como es habitual con los regímenes fascistas emergentes, la fomentación del nacionalismo fue un proyecto del Estado y no siempre un sentimiento profundo arraigado en el pueblo. En el caso de España, el nacional-catolicismo promovió el nacionalismo a través de la guerra en contra del enemigo externo, con las guerras de Marruecos, pero principalmente explotando el mito de un enemigo interno. Los comunistas, los anarquistas y también los separatistas vascos y catalanes eran considerados enemigos de España y como tales fueron víctimas de medidas represivas. Igual que en Italia, uno de los objetivos era incorporar las masas a un sistema político de derechas para estar unidos frente a las amenazas a la nación. Teniendo esto en cuenta, es lógico pensar que se empezarían a hacer películas sobre la invasión napoleónica y el papel que desempeñó el pueblo para defender España no solamente de los franceses, sino también de los afrancesados. Contrarrevolución y nacionalismo se convierten en sinónimos en los regímenes dictatoriales del siglo xx, que crean el temor de que los enemigos externos se hayan infiltrado en las organizaciones autóctonas. En este sentido, surgen grandes producciones que muestran la infiltración de los franceses en la España de 1808, gesto complicado ya que el antiguo invasor externo ahora es aliado del gobierno de Primo de Rivera. Por lo general, en las películas que tratan los hechos de la invasión napoleónica, los cineastas utilizan los personajes femeninos para suavizar la crítica a la nación enemiga, insertando una historia de amor entre una española y un francés. Es el caso de Noche de sangre (1914) de Ricardo Baños y Alberto Marro. En el filme, el día de Reyes, los habitantes españoles de un pueblo matan a todo un batallón de franceses, excepto a uno de sus soldados, gracias a una mujer española que se enamora de él. Son las mujeres quienes ven la humanidad del enemigo, de modo que ahora la lucha se torna específicamente contra Napoleón, no contra Francia. Esta técnica no es nueva, como ya se

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ha visto en la novela de Cobo, y responde a la necesidad de celebrar ante el público español las nuevas alianzas entre el Estado español y Francia. También influye el anhelo de que el cine español triunfe fuera de España. En la película El dos de mayo (1927), el director José Buchs repite lo que ahora es la fórmula establecida de suavizar la crítica ante el enemigo francés por medio de una historia de amor.18 Su estreno, el 27 de diciembre, contó con la presencia de la familia real y fue un gran éxito. En este filme es curioso el uso indirecto que se hace del arte de Goya, ya que el protagonista es un aprendiz del pintor aragonés, Alfonso de Alcalá, en cuyo personaje se juntan escenas del majismo goyesco —por sus amores con la modistilla Rosario Montes y la espía francesa Laura de Montigny— con su estatus como testigo ocular del levantamiento del pueblo de Madrid el 2 de mayo. Es como si la inserción de Goya como referente, aunque sea de forma indirecta, automáticamente concediera veracidad a cualquier obra sobre la Guerra de la Independencia, aun en filmes como este, cuyos referentes artísticos más directos son los cuadros tradicionales de la pintura histórica decimonónica, que privilegia el retrato idealizado de los héroes militares más que del pueblo en armas. El programa de mano que recibía el público de los cines más selectos promete que la película retratará la fecha más acusada de la Historia de España y, con este título, la película más relevante de producción nacional […] Reconstruye la gloriosa epopeya de 1808. El gesto abnegado y heroico de los capitanes Daoiz [sic] y Velarde y del teniente Ruiz, la épica defensa del Parque de Artillería, los fusilamientos de la Moncloa […] se reproducen en esta película con asombroso verismo.

La película muestra la participación del pueblo de Madrid en armas, aunque el programa lo obvie. El protagonista, Alfonso, es una alegoría del afrancesado arrepentido, que se ha dejado seducir por los aspectos bellos de la cultura francesa en la persona de Laura, pero que la abandona para unirse a la lucha en defensa de su nación, que fi18 Buchs ya había triunfado ese año con El conde de Maravillas/Corte de Carlos IV, basado en Le chevalier d’Harmental (El caballero de Harmental) de Alejandro Dumas padre. Buchs constituye su propia compañía de producción con José Forns (Ediciones Forns-Buchs), consiguiendo así una absoluta libertad artística. Forns colabora en el guión, compone la música y ofrece los espacios para rodar los interiores en la casa de su padre. En 1930 Buchs vuelve a abordar la Guerra de la Independencia con El guerrillero, filme que se ha perdido.

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nalmente privilegia el heroísmo de los militares. Dicho heroísmo es el reflejo de una época en que interesaba proyectar la imagen de un ejército capacitado para capitanear una nación e íntimamente ligado al pueblo. Es un papel idóneo para Daoíz y Velarde, pero también para Palafox, y por extensión para el general que gobernaba España en esos momentos: Miguel Primo de Rivera. Este filme también se apoya en el uso de un personaje femenino como alegoría de la nación, en este caso la modistilla Rosario, que había sido abandonada y traicionada por el afrancesado Alonso. En el momento de los combates, el valor y la pureza de Rosario inspiran un cambio de actitud en un Alonso ahora arrepentido. Son las actitudes de Rosario, tanto en la reforma de Alonso como en su respeto hacia las autoridades militares en las personas de Daoíz, Velarde y el teniente Ruiz, las que suavizan los aspectos revolucionarios del levantamiento en armas del pueblo madrileño. Y su perdón del afrancesamiento de Alonso evita que la contienda sea interina, es decir, que sea una guerra civil.19 Antonia del Rey Reguillo comenta que la inclusión por parte de Buchs de historias de amor en un filme bélico “era su forma de colorear los contenidos épicos aportándoles el oportuno tono melodramático tan del gusto del público” (2012: 42). Como se ha visto, los amoríos no pueden faltar, pero, sin embargo, la historia de amor no solo aprovecha los gustos populares por el melodrama, sino que tam19 La intención conservadora en la épica histórica de finales de los años veinte es evidente, sobre todo en Prim, de Buchs, que se estrenó el 29 de enero de 1931. Buchs sigue sus convicciones políticas y presenta un héroe antirrepublicano; de hecho, el gobierno de Primo y posteriormente el de Dámaso Berenguer subvencionan la producción y permiten a Buchs utilizar tropas reales para el rodaje. La puesta en escena de la batalla de Castillejos se hizo con 2.000 extras y 600 jinetes de caballería. Aunque durante la mayor parte sigue la vida de Prim cronológicamente, hay un mensaje subyacente en el contraste entre el amor desinteresado de Prim por su patria y la falta de integridad de los republicanos. Recuperando técnicas antiguas, Buchs da forma a ciertas escenas clave de acuerdo a cuadros famosos, en particular el de Antonio Gisbert Amadeo de Saboya ante el cadáver de Prim. La producción es excelente en la escenografía de las escenas multitudinarias y en las escenas de batallas, que se hicieron bajo la guía del coronel Julio Ruidavets. El 11 de enero de 1930, Buchs había ido a Burgos con su cuñado José Forns al estreno de la película El misterio de la Puerta del Sol, de Francisco Elías, que había incorporado sonido grabado. Ambos fueron a París a visitar los laboratorios Henry, donde el 6 de noviembre ya habían acabado de sincronizar las escenas con el sonido grabado en discos. La versión sonora de la película se estrenó para una audiencia decepcionantemente reducida el 26 de enero de 1931 en el Gran Cine de Madrid. El tema de la película no atrajo una gran audiencia en tiempos tan tumultuosos. Las grabaciones de sonido no han sobrevivido y actualmente solamente existe la versión muda.

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bién introduce en las películas sobre la invasión napoleónica una forma sutil de adoctrinamiento político sobre la importancia de la unidad nacional y de la mujer española, cuyas características femeninas sirven de aglutinador social en momentos de crisis. Este valor se aprecia sobre todo en el último filme sobre la Guerra de la Independencia realizado durante la dictadura de Primo de Rivera: la Agustina de Aragón de Florián Rey. En los años veinte, el cine se había convertido en un instrumento pedagógico poderoso. En manos de los directores más conservadores, y dado que los inversionistas también solían ser reaccionarios, el arte cinematográfico se pone al servicio de la nación que el régimen de Primo de Rivera pretende construir. Aunque se le conozca principalmente por los filmes que hará en la Alemania nazi durante la Guerra Civil, ya en los años veinte Florián Rey destacará entre sus colegas como uno de los directores cuyas obras mejor concuerdan con la ideología conservadora estatal. Florián Rey había triunfado en el género de la zarzuela con La revoltosa (1924), pero en la época en que rueda Agustina de Aragón (1929), el director aragonés enfatiza la importancia del cine en la propagación del nacionalismo. En una entrevista con Pantalla en abril de 1929, le preguntan: “¿Qué orientación debe darse a la producción cinematográfica nacional?”, a lo que responde: “Yo creo firmemente que sin cinematografía no hay nación. En la actualidad, el cinematógrafo es el medio más eficaz para la expresión nacional” (Rey Reguillo 2012: 89). En su película Agustina de Aragón, el director aragonés encuentra en el personaje de Agustina su alegoría de una nación unida bajo una misión común: la unidad que faltaba en la realidad política de la España de Primo de Rivera, quien había llegado al poder precisamente ante la falta de esta tan anhelada unión. Rey hizo la película por encargo de un grupo de aragoneses pudientes que podían asumir los gastos de una producción cinematográfica y que dieron absoluta libertad artística a Rey, que ya había dirigido nueve películas y era el director artístico de la productora más importante del momento, Atlántida. Solo sobreviven unos 40 segundos del filme, pero tanto la historia como algunas de las imágenes sobreviven en La novela semanal cinematográfica. La Agustina de Aragón de Florián Rey es un reflejo de las presiones políticas del momento y se distancia de todo elemento de veracidad histórica en su misión nacionalista. La película puede ser considerada como la respuesta española a la situación política en apoyo a los valo-

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res de la dictadura de Primo de Rivera y como un intento de unirse a las tendencias cinematográficas internacionales. En la década de los años veinte, mientras grandes segmentos de la población española participan en protestas revolucionarias contra el Estado, el resto de los españoles se aferra a la tradición. Las presiones para una mayor democratización se habían agudizado a partir de finales de la Primera Guerra Mundial. Las pésimas campañas militares en el norte de África sumían a la nación en un estado continuo de crisis. Las guerras coloniales en Marruecos habían causado grandes disturbios, que se agudizan en 1921 con el Desastre de Annual, la derrota militar en Marruecos ante las cabilas del Rif, comandadas por Abd el-Krim, con unas 8.000 bajas españolas. Las demandas cada vez más violentas de los movimientos independistas vascos y catalanes, y las presiones de las clases obreras urbanas y el campesinado preocupaban de tal forma a la oligarquía, que el 13 de septiembre de 1923, con el apoyo del rey Alfonso XIII, el general Miguel Primo de Rivera da un golpe de Estado desde Barcelona y toma el poder. Primo de Rivera fue nombrado presidente de un gobierno militar que, a pesar de las promesas iniciales de enderezar la situación revolucionaria en tres meses, gobernó hasta 1930. El golpe de Estado había sido la respuesta de los conservadores al temor de que la sociedad se radicalizara y a los miedos al separatismo catalán. La burguesía temía que estuvieran en un estado prerrevolucionario. La dictadura restauró la posición del ejército en la vida pública y política, y detuvo las investigaciones de los desastres de Marruecos, culpando al Parlamento por haber recortado el presupuesto militar y así haber obstaculizado el éxito del ejército.20 En su gobierno, la relación con Francia se vuelve cada vez más importante. Primo de Rivera entra al poder con la firme promesa de solucionar los problemas en Marruecos y establece una fuerte alianza con Francia contra los levantamientos rifeños liderados por Abd el-Krim. Gracias a esta alianza, las fuerzas armadas españolas llevan a cabo con sus aliados franceses la primera operación aeronaval de la historia, el desembarco de Alhucemas, el 8 de septiembre de 1925, que conduce al 20 Abd el-Krim se rinde a los franceses porque sabe que ellos le darán un trato más benevolente que los españoles. El Protectorado se pacifica en 1927, pero las guerras produjeron un ejército colonial brutal y fortalecido que posteriormente iniciará la Guerra Civil. Violando tratados internacionales, España utilizó incluso armas químicas contra la población civil. Su nivel de brutalidad no habría sido aceptable en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial (Viscarri 2004: 55).

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fin de la Guerra del Rif. Con el triunfo de Primo de Rivera se elimina la posibilidad de establecer la paz por medios parlamentarios. Igual que los movimientos fascistas europeos, el nuevo gobierno autoritario y tradicional intentó movilizar las masas por medio de la exaltación de la tradición y de los valores históricos y religiosos. El término nacional-catolicismo se asocia con el franquismo, pero fue producto de la dictadura de Primo de Rivera y luego promovido durante la Guerra Civil por José Pemartín, uno de los aliados de ambos dictadores. Según John Breully, la ideología nacionalista “importa, no tanto porque ejerce una motivación directa sobre la mayoría de aquellos que apoyan los movimientos nacionalistas, sino porque proporciona un mapa conceptual que permite a la gente relacionar sus intereses particulares, tanto materiales como morales, con un terreno de acción más amplio” (citado por Quiroga Fernández de Soto 2008: 8-9). El gobierno de Primo de Rivera utilizará todas las instituciones del Estado, el ejército, el sistema educativo, etc. para “hacer españoles” y nacionalizar a un pueblo. Como señala Antonia del Rey Reguillo, “queda así definida una de las funciones principales del arte de las imágenes en movimiento, llamado a ser desde sus mismos orígenes un potente generador de mitos y, en consecuencia, uno de los principales agentes de la memoria colectiva, competencia esta cuya exclusividad había pertenecido casi por entero a la literatura y las artes plásticas” (2012: 40). Era el momento de insertar al cine español dentro de la tradición internacional de la exaltación de lo nacional por medio del melodrama histórico, pero sin ofender a los franceses. Muy a la retaguardia de las demás naciones, España por fin intentará retratar la historia detallada de su principal heroína, icono de la nación en el filme de Florián Rey. Los franceses claramente tenían su alegoría de la nación en la figura de Juana de Arco, cuya historia ya se había llevado al cine tres veces en la época del cine mudo. La primera, en 1900, a cargo de Georges Méliès en una versión que, a pesar de su corta duración de diez minutos, tiene varios cambios de escena y un final apoteósico con la llegada de Juana al cielo. El mismo Méliès interpreta siete papeles en la película. La segunda ocasión en que la figura de Juana de Arco se lleva al cine es en 1916, con Joan the Woman (Juana la mujer), dirigida por Cecil B. DeMille. En la trama, situada en la Primera Guerra Mundial, Juana se le aparece en sueños al capitán británico Bosworth, que posteriormente, siguiendo el ejemplo de la heroína, participa en una misión suicida en defensa de su nación. La tercera versión cinematográfica de Juana de Arco es La Passion de Jeanne

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d’Arc (La pasión de Juana de Arco; 1928), de Carl Theodor Dreyer, considerada una de las películas más innovadoras del cine mudo, tanto por el uso de diferentes ángulos de la cámara como por el uso persistente del primer plano de actores sin maquillaje para que el público sintiera una conexión muy directa con los personajes y su sufrimiento.

Cartel anunciador de la Agustina de Aragón de Florián Rey, 1929.

Es hora de que España también tenga su Juana de Arco que inspire al pueblo. La Agustina de Aragón del director y guionista Florián Rey, lejos de ser la mujer de clase alta retratada por Cobo, se populariza, y ahora es una camarera a quien el alférez Buendía, por medio del dueño del mesón en que trabaja la joven, le ha confiado la protección de sus hijos, Juan y Santica. A la muerte del alférez, Agustina se convierte en la segunda madre de los jóvenes. A su vez, el cura de San Gil, también huésped en la posada, le encomienda a Santica el cuidado de un oficial herido, Duval, de quien ella se enamora. Aunque habían tomado al herido por español, pronto descubren que es francés. Al recuperarse de sus heridas, Duval decide intentar escapar para reincorporarse al ejército napoleónico, pero es detenido. Tanto Juan como el cura fallecen defendiendo Zaragoza en el mismo ataque en que interviene Agustina, salvando la ciudad con su famoso disparo del cañón. Cumpliendo con sus nuevas responsabilidades, la ahora Artillera hace su turno de guardia en la cárcel donde Duval aguarda su ejecución. Enternecida por

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las súplicas de Santica, Agustina libera a Duval para que los jóvenes puedan escapar juntos. Agustina es acusada de traición y encarcelada por facilitar la huida del oficial con su amada justo antes de que se le ejecute la pena de muerte. Con un espíritu de autosacrificio materno, la heroína se ofrece para recibir ella la condena en lugar de Duval. Cuando el mismo Palafox interroga a la acusada para comprender mejor las motivaciones de la que antes era heroína, pero ahora es traidora, Agustina le pregunta: “¿Por qué me habéis hecho soldado si no podía dejar de ser mujer?”. A Palafox le parece injusto castigar a Agustina por ser una mujer que se ha guiado más por los instintos estereotípicamente femeninos de la maternidad y el amor romántico, que como guerrera. La película termina con las capitulaciones de Zaragoza y la liberación de Agustina, que como segunda madre de Santica, será la madrina de su boda con Duval. Agustina de Aragón es un filme en el cual se proyectan todos los grandes temores del gobierno hacia los elementos contrarrevolucionarios y conservadores, incluyendo los movimientos regionalistas —en particular el catalán— y el feminismo, que en esa época está cobrando fuerza. La historia de amor entre Santica, cuyo padre y hermano han muerto a manos de los franceses, y un oficial de la nación enemiga es otro ejemplo del intento de celebrar la llamada Guerra de la Independencia como lugar de la memoria de la nación española, a la vez que se celebran las nuevas alianzas con el país invasor. El proceso de crear héroes “forma parte del proceso de creación del Estado-Nación. Es un artificio, ni espontáneo, ni colectivo, que busca identificar y encarnar los valores que, se supone, constituyen la esencia nacional” (Castells, Espigado y Romero 2009: 43). La Agustina que construye Florián Rey como parte de este discurso nacionalista corresponde más a las necesidades del Estado nacional-católico que a la realidad histórica del sitio de Zaragoza. El espíritu nacionalista se hace evidente al examinar el cartel publicitario, que luce los colores de la bandera, y es presentado por “‘Victoria Producción Nacional”. A finales de los años veinte, el mito de la españolidad se enfrentaba a las demandas cada vez más exigentes de los movimientos nacionalistas periféricos, en particular al crecimiento del catalanismo. En contra de los movimientos regionalistas, Agustina de Aragón une a aragoneses y catalanes a la nación española en su lucha contra el Napoleón invasor. Como símbolo del apoyo aragonés y catalán al proyecto nacional de defender España, el mesón donde se reúnen los personajes se llama “El Catalán”, lugar donde los oficiales españoles pasan los ratos

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libres. Allí habitan el alférez Buendía y sus dos hijos, Santica y Juanito, como también el cura guerrillero: “Este era el escenario y estos los personajes de la verídica historia que vamos a relatar” (La novela semanal cinematográfica 1929: 7). El filme también celebra el apoyo que el pueblo brinda a sus dirigentes militares, representados en Palafox. La descripción dada es curiosamente anticipatoria de la imagen posterior de los milicianos en la contienda del 36: “No eran sólo soldados los que guerreaban. Eran hombres del pueblo, hombres sin uniforme y que acababan de aprender a manejar la escopeta. Por cada militar había diez baturros de calzón corto. Unos eran tan viejos, que apenas podían con el peso de sus años. Otros eran tan jóvenes que niños parecían”. Eran “hombres de aspecto humilde y corazón de paladín”. No obstante, lejos de ser un ejército revolucionario, cumplen sin cuestionar jamás las órdenes de un Palafox “admirable por su brillante táctica, por su valor frío y sereno y por su espíritu de organización” (La novela semanal cinematográfica 1929: 12, 13 y 32). Quizá lo más sorprendente del filme para un público de hoy, especialmente si se compara con la gran presencia de Juana de Arco, es la falta de heroísmo del personaje de Agustina, convertida en moza de posada cuya principal función es animar a los combatientes. Se dice, al definir su rol principal, que “contribuía con sus risas animosas a hacer menos dura la vida de aquellos soldados, que del mesón pasaban al campo de batalla” […] “Era una moza fuerte y hermosa. En sus ojos luminosos había un resplandor de fe y de esperanza en el triunfo que se contagiaba a todo el que los mirase. Era toda decisión y energía” (La novela semanal cinematográfica 1929: 6). Lejos de presentar a Agustina como el símbolo de la fuerza y el valor, en esta versión del mito de la heroína se podría leer una reacción en contra de los movimientos feministas de la época. En las zonas de mayores disturbios revolucionarios, como Cataluña y el País Vasco, donde el alto grado de industrialización había creado un nivel elevado de empleo femenino, las mujeres se estaban uniendo a los movimientos sindicales.21 En la década de los veinte, continuamente surgen grupos nuevos que exigen mayores derechos para la mujer. Aumenta el número de publicaciones feministas, desde la revista La Voz de la Mujer, dirigida por Consuelo González Ramos, 21 “El elevado nivel de industrialización incentivó a los empresarios a emplear mano de obra femenina, máxime si tenemos en cuenta que ésta percibe remuneraciones muy por debajo de la mano de obra masculina” (Folguera Crespo 1997: 479).

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a las que hoy se estudian más, como el ensayo La mujer moderna y sus derechos de Carmen de Burgos, Colombine.22 También entran en acción los grupos feministas asociados con los partidos revolucionarios, como el de Federica Montseny, para quien “la solución del problema entre los sexos se encontraba en la implantación de un nuevo régimen de justicia social basado en el comunismo libertario” (Folguera Crespo 1997: 492). Ante los nuevos avances de la mujer real de la época, la película de Rey sigue el patrón más reaccionario para la representación del heroísmo femenino: a la mujer se le permite actuar, pero solo en momentos de crisis, tras cuya finalización debe regresar a su puesto subalterno. En la última escena del filme, Agustina es liberada de su prisión para reunirse con Santica y Duval. Sus propias palabras invalidan su heroísmo: “Ahora el brillo bélico de sus ojos habíase trocado en indefinible tristeza. Pensaba en lo inútil de su sacrificio. Todo el pueblo estaba devastado. Habían muerto los seres más queridos por ella” (La novela semanal cinematográfica 1929: 57). En la contienda se le atribuye tanto protagonismo a la Virgen del Pilar como a la mujer mortal, que en cada escena luce un gran crucifijo al cuello. Las acciones de Agustina están ligadas a los poderes milagrosos de la Virgen, ya que momentos antes de morir, el cura le suplica a esta que les conceda un milagro, que en el filme se escenifica con un paso directo a la escena de Agustina dirigiéndose al cañón “erguida, magnífica, indiferente a la lluvia de balas”, con “extraña animación bélica, una inspiración misteriosa, un algo de poder sobrehumano…” (La novela semanal cinematográfica 1929: 30-31), es decir, una imagen de transcendencia divina. A principios de siglo, el militar José Gómez Arneche recomienda a las mujeres católicas que sean “todo ternura, paz y abnegación”, justo el retrato que se da de la guerrera en el filme de Rey (García Carrión 2007: 47). No queda rastro de la mujer como ente activo en la sociedad. El filme termina con un abrazo materno, cuando Agustina acepta ser la madrina de boda de Santica y Duval. Nos la imaginamos como la abuelita ideal de los hijos de la pareja y no como militar condecorada. Por último, Rey se esmera en presentar un filme que celebra la unión entre Francia y España, de nuevo por medio de una historia de amor. En las capitulaciones de la ciudad, el mariscal Lannes reconoce

22 Para un estudio detallado de Colombine, véase Susan Larson (2011). Un libro fundamental para el estudio de la mujer en la época es el de Roberta Johnson (2003).

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a los españoles como héroes, diciendo: “Nunca podemos blasonar de haber vencido a estos héroes”, y atribuye la derrota de los españoles más a la peste y al hambre que a la superioridad militar de los franceses. Ante la derrota, Duval consuela a su amada: “No llores, Santica. Nuestro amor será el símbolo de una pronta y definitiva paz entre los dos grandes pueblos latinos” (La novela semanal cinematográfica 1929: 56 y 57). La unión entre los pueblos tiene un doble énfasis porque al registrar la ropa de Duval mientras yace herido, encuentran una carta de su madre española en su bolsillo: “Si lográis entrar en Zaragoza, visita de mi parte a la Virgen del Pilar. Coloca en su altar dos velas para que ella no te abandone en los peligros de la guerra. No olvides que, aunque tú seas francés, mi patria es esa bendita tierra de España. Tu madre” (La novela semanal cinematográfica 1929: 18). De nuevo la figura materna trae la paz ya que, en contraste con la imagen de la mujer guerrillera, las féminas en el filme de Rey siguen el patrón del “sexo pacífico que garantizaba el retorno a la normalidad después de la lucha” (Castells, Espigado y Romero 2009: 22). Aunque en su momento la Agustina de Aragón de Florián Rey no fuera un gran éxito ––el público prefería comedias y musicales––, este modelo de filmar la historia sobrevivió y, de hecho, se repitió en la dictadura de Franco, durante la posguerra. Rey pasaría a la historia del cine español por la calidad de La aldea maldita (1930), Nobleza baturra (1935) y Morena clara (1936). Y durante la guerra, sus trabajos en los estudios UFA de un Berlín nazi le asociarán con la españolada (Carmen, la de Triana, 1938) y los nacionalistas. La película de 1998 La niña de tus ojos, dirigida por Fernando Trueba, es una recreación de los vínculos del cine español con el nazi durante la guerra, donde se reescribe la historia de la filmación de Carmen, la de Triana. La actitud de Florián Rey permanece inalterable, incluso años después, cuando sigue haciendo cine en la España franquista. En una entrevista de 1944, define para los lectores de Vértice lo que para él debe ser el cine español en el ámbito internacional: Y hagamos España para las pantallas internacionales. Hacer España, cinematográficamente, significa filmar nuestra historia: el Cid, Colón, los Comuneros, los Reyes Católicos, nuestras guerras civiles, nuestra Cruzada de Liberación […] consiste en plasmar en fotogramas sus ingenios y valores: Cervantes, Lope, Goya… supone recoger en nuestros bellos escenarios naturales las figuras populares representativas de nuestras costumbres y nuestro folclore: Pepe-Hillo, Candelas, José María, Pepa la Naranjera, el gitano, el contrabandista de mediados del pasado siglo, Rinconete, La

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Gitanilla […] Todo aquello es España, todo esto es España. Nada de eso puede ser españolada si es un español, un digno español, el que lo plasma en celuloide (citado en García Carrión 2007: 92-3).

En la posguerra, las películas de este modelo que más éxito tenían seguían de nuevo el patrón de presentar lo femenino como alegoría de la nación, a la vez que propagaban cierto modelo de feminidad al estilo de la Sección Femenina de la Falange. También sobrevivió mucha de la ideología del régimen de Primo de Rivera en el franquismo, además del nacional-catolicismo, como señala Dionisio Viscarri: Se sentían defensores de una identidad nacional, que a su forma de ver estaba en peligro de desaparición. Creían en la trayectoria de una esencia histórica española definida e inalterable. Esta configuraba a España como entidad nacional singular, indivisible, católica, imperial y monocultural. A través de una selectiva lectura mítico-heroica de figuras y acontecimientos históricos […] se construyeron estructuras ideológicas sostenedoras de una visión épica de la historia española y legitimadoras de las aspiraciones políticas del nacionalismo autoritario […] De todas estas premisas derivaba el concepto de la España “verdadera” o “auténtica”, que se contraponía al de “Anti-España”, cuyas características definitorias incluía toda ideología o concepto que no se ajustaba al patrón mencionado (2004: 57).

La continuidad del modelo y de la retórica no es de extrañar, ya que el franquismo se apoyará inicialmente en la ideología falangista del hijo del dictador, José Antonio Primo de Rivera, y el adoctrinamiento político-social de las jóvenes españolas a cargo de su hija Pilar. Agustina de Aragón de Juan de Orduña, 1950 El uso de la mujer como alegoría de la nación fue un elemento común en las películas del ciclo de cine mudo durante la dictadura de Primo de Rivera, tanto en el ámbito nacional como en el internacional y sentó las bases para la representación de la mujer en el cine histórico de la época franquista. En los primeros años del régimen de Franco, la industria cinematográfica nacional intenta nuevamente imitar los impulsos de la pintura histórica y los melodramas históricos del siglo xix: utilizar el cine y la cultura popular en general para despertar el sentimiento nacionalista y crear un sentimiento de memoria colectiva en una nación derrotada, que rara vez operaba como un colectivo. Bajo el

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régimen de Franco se hace una serie de remakes —Eugenia de Montijo (José López Rubio, 1944); Locura de amor (Juan de Orduña, 1948); Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1950) y Violetas imperiales (Richard Pottier, 1952)— que, al igual que los melodramas históricos del periodo mudo, también corresponden al cine de una dictadura. Tanto Primo de Rivera como Francisco Franco usaron la cultura popular en un intento de fomentar el patriotismo, convirtiendo los mismos episodios históricos en lugares de la memoria colectiva. En la época franquista, La Agustina de Aragón de CIFESA (Compañía Industrial de Film Español, S. A.), dirigida por Juan de Orduña en 1950, fue un gran éxito internacional. En 1951, solo en la ciudad de La Habana obtuvo unas ganancias de 33.926 dólares durante sus dos primeras semanas en cartelera. Es una película digna de una dictadura militar católica, en la que un pueblo se alza, pero no de forma revolucionaria, sino para defender a su general (Palafox), al rey y a la Iglesia. La película tiene una estructura circular: se inicia con la llegada de una Agustina ya mayor al Palacio Real para recibir una medalla de parte de Fernando VII, que le agradece el servicio hacia su persona, y termina con las palabras del monarca, aquí respetado como gran rey y presentado no como el tirano que fue en la realidad. La imagen de España que ofrece la película refleja la voluntad del Estado de crear una industria cinematográfica con repercusiones internacionales. En los años que siguen al final de la Guerra Civil, el régimen produjo un llamado ‘cine de cruzada’, enfocado en glorificar las hazañas militares del bando vencedor y a sus héroes. Son ejemplos de este cine filmes como Sin novedad en el Alcázar (Augusto Genina, 1940), ¡Harka! (Carlos Arévalo, 1941) y Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942). Más tarde, con la derrota de Italia y Alemania a finales de la Segunda Guerra Mundial, España da los primeros pasos para salir de su aislamiento internacional y no puede seguir haciendo películas que recuerden sus alianzas fascistas. Al mismo tiempo, debe proyectar una imagen no como un Estado militar, sino como un pueblo que, al igual que los norteamericanos y los latinoamericanos, ha sufrido por su independencia. El filme Agustina de Aragón presenta una España con espíritu de libertad, a la vez que glorifica una serie de héroes nacionales con atractivo internacional. En el momento de su estreno, falta menos de un año para la firma de los primeros tratados del gobierno franquista con EE. UU., que traerán 62 millones de dólares a España, pero el filme todavía trasmite la sensación de que España vive en un

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tipo de asedio internacional, aún bajo el boicot de parte de organizaciones como Naciones Unidas. Como parte del plan de usar la cultura popular para la construcción y propagación de una serie de heroínas que servirían como alegorías de la nación, el régimen franquista necesitaba reclamar para su causa la imagen que la propaganda republicana había dado de la Guerra de la Independencia. A partir de julio de 1936, varias facciones de la resistencia republicana habían hecho comparaciones entre el pueblo en armas de 1808 ante un invasor francés, con el pueblo del presente, que debe batirse contra un ejército profesional compuesto de invasores fascistas. En los primeros días de la guerra, la Pasionaria se presentó ante la multitud diciendo: “¡Pueblo de Madrid! […] sois los dignos descendientes de los heroicos luchadores del Dos de Mayo”. Con el mismo tono, se dirigió a las mujeres, alentándolas a que tomaran las armas: “Nuestras mujeres han sabido hacer honor a la tradición luchando con bravura” (Juliá 2010: 96). A los pocos días del levantamiento militar, el diario ABC escribe sobre una “segunda guerra de la independencia” y el presidente Azaña se dirige a la nación por radio diciendo: “Hace más de un siglo el pueblo español escribió la epopeya de su independencia. En estos días, el mismo pueblo, por los mismos procedimientos, y en circunstancias maravillosamente parecidas a las de entonces, está escribiendo la epopeya de su libertad” (Juliá 2010: 96). Los mitos de la Guerra de la Independencia fueron usados por ambas partes en la Guerra Civil. Para los republicanos, Agustina fue la primera miliciana. En un folleto comunista de 1937, se insta a las mujeres de Madrid, que también sufrían un asedio brutal, a seguir su ejemplo: “Mujer: Demuestra que desciendes de Agustina de Aragón; anima a tu compañero, hijos y hermanos, aunque en la ruda pelea dejes jirones en tu propia vida” (Ucelay Da Cal 2009: 211). Para los nacionalistas, la Guerra de la Independencia simbolizó la unidad nacional ante un invasor extranjero, igual que en la guerra del 36 se habían unido para expulsar al comunismo internacional. En España nuestra. El libro de las juventudes españolas, compuesto en 1943 para uso escolar, Ernesto Giménez Caballero explica que “aparece Napoleón e invade y destroza nuestro país de un modo horrible, sólo comparable a como nos lo destrozaron los rojos. Entonces, el pueblo español se levanta heroicamente el Dos de Mayo de 1808 y hace una guerra victoriosa, expulsando al francés” (1943: 64). El Dos de Mayo se compara al 18 de julio, en que los buenos españoles deben

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combatir tanto a un enemigo exterior como al de dentro, que son los intelectuales y ateos.23 Los paralelismos que construye la propaganda franquista pasan al canon del cine de posguerra. Las semejanzas entre 1808 y 1936 son la construcción de una serie de mitos formulados para fomentar la unidad nacional, ya que si la guerra napoleónica fue la interrupción de una historia en la que España podría haberse convertido en una monarquía constitucional abierta a la modernidad, la Guerra Civil frustró los intentos de crear una democracia duradera, bien por medio de la monarquía constitucional, bien a través de la consolidación de las fuerzas democráticas de la república. El gobierno franquista está diseñado para ser una negación de la España de 1930. En el proceso de romper lazos con un pasado más reciente, gana protagonismo el pasado distante, tanto en el discurso político de la época como en la cultura popular como el cine. En esta línea, durante los años cuarenta, Juan de Orduña dirige para el estudio cinematográfico más importante de la época de la posguerra, CIFESA, una serie de películas basadas en los grandes mitos de la historia española. El cine de Orduña de este período encaja dentro del marco que críticos como Marcia Landy (1996, 2001) y Robert Rosenstone (2001) denominan cine de “historia monumental”, con todos los peligros y prejuicios que este término implica. Para los estudios del cine histórico monumental nos basamos en los conceptos de la historia propuestos por Nietzsche, quien previene contra los usos ideológicos del tipo de historia en que se enfatizan los grandes eventos, cuyas narraciones luego se pulen e idealizan para presentarse como parte del origen del carácter nacional. El filósofo alemán reconoce la necesidad de no olvidar nunca el pasado, pero advierte que mientras el pasado se considere digno de imitación, hay mayor peligro de la distorsión mítica que puede llevar a un estancamiento social. En el cine, las narraciones de la historia monumental tienen ciertas características fijas. Muestran a la nación en un momento clave de su formación, durante una crisis en la cual se muestra la superioridad de los héroes nacionales. La narración se centra en las figuras históricas que han llegado a simbolizar toda una época y cuyas acciones se presentan como encarnaciones del carácter nacional, dignas de imitación en cualquier siglo (Landy 1996: 3). Este 23 “La traición del Dos de Mayo. Pero cuando nuestro pueblo va a recoger los frutos de su triunfo, encuentra traicionado el Dos de Mayo. Los intelectuales, la nobleza y el alto clero –a sea, las minorías políticas– son afrancesados, europeizantes, y vuelven a esclavizar a nuestro país a los destinos de Francia y de Inglaterra” (1943: 64)

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tipo de cine también denigra a los enemigos de la patria —que en el caso del franquismo es Francia, a causa de su alianza con los países que le niegan a España la entrada a Naciones Unidas—, a diferencia de los films de los años veinte, en los cuales el acercamiento a los franceses es una pieza clave por la política progala del general Primo de Rivera. En el caso particular de las películas de Orduña, aparece un alto porcentaje de protagonistas femeninas, lo que puede resultar curioso en cuanto al estudio de una cultura tan obviamente patriarcal como la franquista. CIFESA y Orduña triunfan con la trilogía Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950) y La leona de Castilla (1951). El ciclo se cierra con Alba de América (1951), el filme que narra el descubrimiento del Nuevo Mundo y que, a diferencia de sus películas ‘femeninas’, supone un gran fracaso tanto para Orduña como para CIFESA. En estos films de CIFESA y Orduña el pasado distante mitificado es modificado para que responda a las necesidades del régimen de aquel momento. La Guerra de la Independencia fue una guerra internacional. En la península se enfrentaron las dos fuerzas más potentes de Europa en ese momento, Francia e Inglaterra, con la figura protagónica de Wellington, de una importancia superior a cualquier líder español y, por supuesto, con un impacto militar mucho más significativo que Palafox.24 Sin embargo, la intervención inglesa está del todo ausente en las versiones cinematográficas sobre la Guerra de la Independencia, para así construir una épica auténticamente española que, igual que las versiones anteriores, corresponde a las necesidades del régimen que controla España en el momento de la producción de una nueva imagen icónica de la heroína nacional. El público de la posguerra española recibiría sus lecciones de historia más por medio del cine que por los libros de historia, los cuales también distorsionaban los hechos. Robert Rosenstone postula que “quizás el cine es un equivalente posalfabetizado de la manera prealfabetizada de tratar el pasado” (2001: 3). La escena más famosa de Agustina de Aragón, aquella en que la protagonista dispara el cañón, abre el filme y se repite para el cierre de la parte de narración en flashback de la película. Incluso antes de que aparezcan los créditos, sale la ima24 El contraste sería la serie de televisión británica Sharpe, basada en el protagonista homónimo de una serie de novelas de Bernard Cornwell, que se emitió entre 1993 y 1997, y que se enfoca en las luchas entre ingleses y franceses, pero que también incluye a una mujer guerrillera, Teresa Moreno (Assumpta Serna), con quien se casa Sharpe.

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gen de una Agustina furiosa que les grita a los franceses: “Cobardes, asesinos […] no venceréis, nunca entraréis en Zaragoza”, sin jamás decirle al público que Zaragoza, en la realidad histórica, sí se rindió ante los franceses, salvando de esa forma el honor de una España que en ese momento sufre una humillación internacional, de la que quiere recuperarse reviviendo las glorias del pasado, aunque sean falsas y engañen a un público que acepta la narración como versión verídica de la historia. Para mejor entendimiento del mito de Agustina, es fundamental comparar las diferentes versiones existentes sobre la heroína, ya que el cine histórico es un reflejo de los tiempos de su producción. Las guerras civiles producen nuevas formas de violencia y, a su término, las grandes divisiones que siguen existiendo entre los pueblos que habitan un espacio geográfico limitado hacen que deban buscar necesariamente algún mecanismo de reconciliación nacional para hacer posible el progreso. A principios de los años cincuenta, a pesar de la represión por parte del Estado, estaba empezando un débil proceso de reconciliación que se refleja en la producción cultural. En el filme de Orduña, el dolor de las divisiones entre los españoles se refleja en la ruptura entre Agustina y su novio, Luis Montana, el afrancesado. Al principio de la acción, Agustina viaja a Zaragoza desde Barcelona para casarse con su novio, que le será fiel a ella pero infiel a los principios patrióticos que ahora ocupan a la heroína. Luis se ha unido al partido que piensa que España disfrutará del progreso bajo los franceses y, por el lado práctico, no está de acuerdo con que se sacrifiquen las vidas de los ciudadanos en una lucha que se sabe de antemano que no pueden ganar. Al entrar en su despacho, Agustina encuentra un libro de Voltaire sobre su escritorio, claro indicio de la actitud antipatriótica y escandalosa de su novio. Si Luis es la razón que guiaba a España hacia la Ilustración, Agustina es el corazón que anima la lucha a favor de la tradición. En el filme, sorprendido ante la determinación de los españoles, el general Lefebvre exclama: “Luchamos contra una legión de alucinados”. La alucinada principal es Agustina. Es por medio de la relación de Luis con Agustina como se lleva a cabo, de forma alegórica, una gran reconciliación nacional. La superioridad de Agustina convence al afrancesado de sus errores. Agustina lo salva de ser fusilado, porque su forma de justicia sabe perdonar. Iluminado por las virtudes nacionales que encarna Agustina, a quien todavía adora, ahora Luis, que antes proporcionaba informes a los franceses y escribía en su defensa en los periódicos, se

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niega a seguir colaborando, aun ante amenaza de muerte. Le avisa a Agustina que los franceses piensan asesinar a Palafox y previene a todos que van a atacar por la puerta del Portillo al día siguiente. El personaje representante de la anti-España redime sus penas. En esta película, Agustina no solo encarna las virtudes de la nación española guerrera, sino que también es el espíritu de reconciliación que consigue que no solo Luis, sino todos los zaragozanos, luchen unidos en apoyo a su general y que Zaragoza no sufra divisiones. En dos momentos es Agustina quien se presenta como el espíritu de la reconciliación entre los militares y el pueblo. Primero, es Agustina quien silencia las voces discordantes. Su personaje impide un motín en contra de Palafox, cuando las viudas de los caídos en la batalla de Tudela, que precede el asedio de Zaragoza, se enfrentan al general gritando: “Palafox nos ha engañado”. También es ella quien consigue que los hombres sigan luchando. En su primer encuentro con los franceses en el ataque a la puerta del Carmen, el ejército popular, no acostumbrado al rigor de la guerra, huye despavorido. Agustina, que está atendiendo a los heridos, deja el hospital, toma ella misma un fusil e insta a los hombres a que defiendan sus puestos llamándoles cobardes. Agustina es también quien dirige las muestras de apoyo patriótico hacia Palafox, quitándoles protagonismo a las otras figuras históricas que aparecen en el filme, como la condesa de Bureta y el Tío Jorge. A ellos se les ve esperando la llegada del general Palafox cuando acudía, como en la realidad histórica, a relevar de su cargo al capitán general de Aragón, Jorge Juan Guillelmi, quien ante la evidente imposibilidad de vencer a los franceses, estaba dispuesto a entregar Zaragoza y se había negado a armar a la población. La relación de Agustina con Palafox es mucho más cercana que la relación que con él tienen el Tío Jorge o la condesa de Bureta, debido a la forma en que la heroína y el general se habían conocido. En su viaje inicial de Barcelona a Zaragoza, Agustina esconde a un espía que lleva unos documentos secretos, esenciales para la defensa de la ciudad, que debe entregar a alguien llamado “El Pastor”. El espía fallece en un enfrentamiento durante el trayecto y confía los documentos a Agustina, diciéndole: “Agustina, la suerte de España está ahora en tus manos”. “El Pastor”, a quien la heroína entrega la misiva resulta ser Palafox y, de esta forma, se crea un nivel de complicidad entre ambos que convertirá a Agustina en una especie de consejera del general. Cuando Palafox comparece ante la multitud por primera vez, Agustina es una de las primeras en celebrar el acontecimiento con un “Viva España” y

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“Todo por la patria”. También está entre el grupo que conduce a los zaragozanos hacia la Aljafería para que el pueblo se arme. A diferencia de las versiones anteriores, la Agustina de Aragón de José de Orduña y este ciclo de filmes de posguerra han sido ampliamente estudiados. Carlos Heredero señala que No deja de resultar curioso, en este campo, la proliferación de heroínas […] mujeres fuertes en las que se deposita la expresión concentrada de los ‘valores eternos’ (idealismo, maternidad, abnegación, fidelidad, sacrificio, entrega e incluso castidad en algunos casos) sobre los que descansa la representación simbólica de la patria. Huelga decir que esta tipología misógina excluye, salvo excepciones, casi cualquier tipo de excelencia intelectual: una faceta reservada para los personajes masculinos que eventualmente las acompañan (1993: 173).

Nuria Triana-Toribio incluye Agustina de Aragón entre las películas que dan voz a la sensación de estar asediados que sufrían los españoles de la época de la autarquía: El tema de los asedios puede servir para dramatizar, y para eternizar a través de episodios históricos ‘heroicos’, lo que fue una auténtica experiencia social: el aislamiento de España ante el mundo, impuesto por el gobierno durante la autarquía y posteriormente, entre 1945 y 1953, aquel otro aislamiento, impuesto, por ejemplo, por el rechazo de los países occidentales hacia la solicitud de España para ingresar en Naciones Unidas (2003: 48).

Agustina de Aragón se estrena en Estados Unidos con el título de The Siege (“El asedio”). La idea de que a la España de la posguerra la están atacando Inglaterra y Francia justifica la presentación maniquea de los franceses, más denigrados en esta versión del mito de Agustina de Aragón que en el cine mudo, y la ausencia de la ayuda británica. Aparte de su colaboración en el aislamiento internacional, Francia también había dado asilo a los exiliados de la República, que en los años cincuenta todavía formaban grupos de resistencia molestos para el franquismo. En cuanto a las representaciones de género en los melodramas históricos de la época, Jo Labanyi analiza la importancia de la identificación del público con los personajes. Al igual que los demás filmes de esos años centrados en protagonistas femeninas, “[t]ambién les brinda a las espectadoras femeninas (la mayoría del público) el agradable espectáculo de las acciones emprendidas por las mujeres, en una época en la que la dictadura había rescindido todos los derechos de las mujeres” (2013: 245). Por una parte, era importantísimo para el éxito de cualquier filme

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la aprobación del público femenino; por otra, había que resolver el problema del comportamiento estereotípicamente masculino de heroínas como Agustina de Aragón que entran en combate.25 Sin embargo, en la versión franquista, Agustina grita mucho, a veces de forma histérica, para incitar a los demás a la acción, pero en general es un personaje estereotípicamente femenino movido tanto por su respeto a la autoridad militar y su amor hacia Juan el Bravo, como por su espíritu religioso. A pesar de que cada anuncio de la película está dominado por la imagen icónica de Agustina al pie de un cañón, cada acto de heroísmo que normalmente se asociaría con el campo de acción masculino, pierde su impacto en cuanto a gesto transformador de los patrones de género, ya que en cada momento también hay una escena paralela que la muestra en una actitud de una pasividad estereotípicamente femenina. Cuando Agustina conoce a Juan el Bravo y sus guerrilleros, ella porta entre su ropa los papeles que contienen la información clave que necesita Palafox para preparar la defensa de Zaragoza. Es evidente que Juan y sus hombres podrían apoderarse de los documentos en cualquier momento, pero en un gesto que infantiliza a la mujer permiten que Agustina piense que es ella quien se está comprometiendo. Su vulnerabilidad se hace evidente cuando Agustina, que ahora viaja protegida por la guerrilla, descansa en el pueblo de Juan acompañando a la madre de este, mientras los hombres regresan a la batalla. Cuando los franceses entran en el pueblo desprotegido en busca de los papeles y de Agustina, matan a los campesinos inocentes y a la madre de Juan. Uno de los oficiales intenta violar a la heroína, pero Juan entra en el momento justo para salvar a la mujer indefensa, que no participa en la lucha entre Juan y el francés salvo como espectadora que grita. En esta escena, Juan hace prevalecer su heroísmo sobre el de Agustina, anulando así cualquier ansiedad que pudiera causar la fuerza femenina entre el público masculino. También establece las bases para el amor que ahora nace entre ellos, ambos dignos representantes de los valores asociados con su género. 25 Según Jo Labanyi: “De ahí el valor del cine, dominado en los años cuarenta por las estrellas femeninas. Pero, para que se produjera la identificación por parte del público masculino con la estrella femenina, ésta tenía que ocupar, en la película, una posición en parte masculina. El resultado para la espectadora femenina es bastante complicado, puesto que ella se identifica con unas figuras femeninas cuya función es la de resolver las contradicciones de una masculinidad incierta. Por una parte, esto produce un tipo de enajenación, al ser reducida la mujer a la calidad de instrumento. Pero, por otra parte, le permite a la espectadora femenina identificarse con unas figuras femeninas cuya conducta en cierto modo se ofrece como un modelo de conducta masculina” (2002: 43).

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Programa de mano de la Agustina de Aragón de Juan de Orduña, 1950.

Y no será la última vez en el filme que el estado indefenso de Agustina enmarca la trama romántica de este melodrama. El papel principal de Agustina durante el combate es el de enfermera en el hospital que capitanea la condesa de Bureta, quien solo es identificable en el filme para quienes ya conozcan la historia del sitio de Zaragoza, y así no restar protagonismo a Agustina. En un ataque francés, las bombas destruyen el hospital, donde Agustina queda atrapada, desmayada entre los escombros. Allí la encuentra Luis, quien saca a la heroína en brazos, en una imagen que también recoge la publicidad del filme como fotograma clásico de historia de amor. Con este gesto Luis redime sus antiguos pecados de afrancesado: al salvar la vida de Agustina su personaje queda perdonado, pero no integrado nuevamente en el desarrollo de la historia, ya que cuando este se aleja un instante y en el momento que Agustina recobra el conocimiento, a quien ella ve es a Juan, pensando que él fue quien la salvó. A Luis se le perdona la traición, pero nunca se redime lo suficiente para reclamar el amor de Agustina. Ante el impacto, la heroína y Juan se declaran

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su amor, y se casan en la siguiente escena. Antes de que termine el filme, a Agustina un hombre le ha salvado la vida tres veces. El dorso del programa de mano retrata a Agustina no como guerrera, sino en posturas estereotípicamente femeninas: asustada ante la llegada de los franceses y en compañía de la madre de Juan; observando a los heridos amparada por el abrazo de Juan; y desmayada en brazos de Luis. Aunque la película lleve su nombre en el título, el programa de mano la anuncia como “La inmortal epopeya que exalta el indomable espíritu de independencia de nuestra raza”. Tan frágil es el arranque puramente guerrero de Agustina, que lo que la motiva para tomar el control del cañón no es un espíritu militar, sino el dolor que siente ante la muerte de Juan al pie del mismo.26 En la escena, imprescindible, en que Juan muere en brazos de Agustina, es él quien instantes antes de expirar, le pide a Agustina que tome su lugar y siga luchando. A la mujer se le permiten actos épicos, pero solo bajo circunstancias excepcionales, cuando se subvierte el orden establecido y, en este caso, incluso siguiendo las órdenes de su marido. Sus hazañas militares no van más allá de la famosa escena del 26 La idea de que Agustina actúa a causa del dolor por la muerte de su amante tendrá repercusión en el Romanticismo internacional por medio del poema de Lord Byron “Childe Harold’s Pilgrimage” [“Las peregrinaciones de Childe Harold”]: “LVI. Her lover sinks –she sheds no ill-timed tear; Her chief is slain –she fills his fatal post; Her fellows flee –she checks their base career; The foe retires –she heads the sallying host: Who can appease like her a lover’s ghost? Who can avenge so well a leader’s fall? What maid retrieve when man’s flushed hope is lost? Who hang so fiercely on the flying Gaul, Foiled by a woman’s hand, before a battered wall?” [Cae su amante –y ella ni siquiera derrama una inoportuna lágrima; ha sido muerto su jefe –y ella ocupa su puesto fatal; los soldados pierden terreno –y ella impide su fuga; el enemigo se ve rechazado –y ella guía a los vencedores: ¿Quién mejor que ella para aplacar los manes de su amante? ¿Quién como ella podrá vengar la muerte de su jefe y hacer que recobren la esperanza los abatidos guerreros? ¿Quién como ella se encarnizará contra los franceses, puestos en fuga por una mujer ante unos muros próximos a desplomarse?] “LVII. Yet are Spain’s maids no race of Amazons, But formed for all the witching arts of love: Though thus in arms they emulate her sons, And in the horrid phalanx dare to move, ’Tis but the tender fierceness of the dove, Pecking the hand that hovers o’er her mate: In softness as in firmness far above Remoter females, famed for sickening prate; Her mind is nobler sure, her charms perchance as great”. [No pertenecen, sin embargo, las mujeres españolas a una raza de amazonas, las formo ante todo el amor para sus encantadores artificios: Si rivalizan en valor con sus hermanos, si se atreven a mezclarse con sus armados ejércitos, su bélico ardor no es sino la ira de la tierna paloma, que pica la mano del que amenaza a su esposo: Superiores a las mujeres de los demás países en dulzura y valor, tienen a la par que un alma más grande más poderosos atractivos.]

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cañón, que ocupa unos 60 segundos en una película de 125 minutos. Incluso en las campañas de prensa, las grandes artistas como Aurora Bautista, que antes de interpretar el papel de Agustina ya había triunfado como la reina Juana en Locura de amor, aparecen ante el público como ejemplos de la feminidad tradicional. En el número del 1 de mayo de 1949 de Primer Plano, la entrevistan y dicen de ella: “¿Y pueden creer que Aurora es una perfecta ama de casa, que a la hora de cocinar no se acuerda del arte dramático?”, y la retratan en la cocina, levantado la tapa de una olla con el mandil puesto. La película fue declarada de “interés nacional” por su mensaje nacionalista y Orduña disponía de un gran presupuesto para millares de extras, decorados notables con casi cien ambientaciones diferentes, una calidad muy alta en el vestuario y permisos de Patrimonio Nacional que le permitieron rodar en la Plaza de Armas del Palacio Real (García Rayo 2009: 13-14). Algunos de los decorados de Sigfrido Burman y Francisco Prosper, en particular el interior de los palacios y las iglesias, están copiados y filmados de forma tan realista que el público supone que las escenas fueron rodadas en los propios lugares y no en los estudios de CIFESA.27 Igual de importante que la calidad del rodaje es la fama de los actores: Aurora Bautista, que ya había triunfado en Locura de amor, como Agustina de Aragón y Fernando Rey como Palafox. Su éxito fue tal que se mantuvo en cartelera en el madrileño Cine Rialto durante 98 días. En las páginas de Primer Plano elogian el éxito de Orduña por “inspirar a la película virtudes de emoción clamorosa y popular, a la vez que profundas resonancias en cada español […] el estudio de una psicología individual se potencia hasta ser el carácter heroico de un pueblo” (García Rayo 2009: 24). Por ende, el filme proyecta la resistencia de Zaragoza como parte del proyecto ideológico del franquismo y da la impresión falsa de un triunfo como parte del espíritu nacional encarnado no solo en Agustina, sino en todo el pueblo, a quien ella representa, con sus valores “eternos”, entre ellos también la religión. Durante la Guerra Civil se repiten muchas de las mismas acusaciones reaccionarias ya dirigidas en 1808 ante cualquier intento de minar el poder de la Iglesia. En ambos casos la contienda se presenta como una cruzada contra las fuerzas anticatólicas que amenazan el alma de la nación. Esta Agustina ya no lleva una cruz enorme al 27 Las burdas escenificaciones de cuadros famosos, como El tres de mayo de Goya, que al comienzo del filme sitúa la acción del sitio de Zaragoza en el contexto de la guerra en su totalidad, no encajan con la calidad del filme en sí.

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cuello como la de Florián Rey, pero varias escenas del filme tienen lugar en la basílica del Pilar, rodadas con asesores religiosos. Las acusaciones contra la Ilustración venida de Francia son las mismas del franquismo contra los republicanos: según anunciaba el presbítero Simón López en el popular Despertador Cristiano-Político, las tropas napoleónicas eran producto de una “coalición de los impíos, incrédulos, deístas, ateístas, herejes, apóstatas de la Francia y de la gran Europa toda” que pretendían realizar “su gran proyecto, trazado muchos años antes, de arruinar el Trono y el Altar” (Álvarez Junco 2001: 123). Como en la versión de Florián Rey, no podía faltar el cura guerrero, que aquí se une a la partida de Juan una vez arrasada su parroquia, con la proclama “su victoria es la tuya, Señor”, como tampoco podía faltar el apoyo de la Virgen del Pilar, a quien se le dedica su propia jota, “La Virgen del Pilar no quiere ser francesa, quiere ser capitana”, cuando los zaragozanos se preparan para la batalla bajo su estandarte. La música folclórica aragonesa también ocupa un espacio fundamental en el filme. Agustina lidera lo que fácilmente se podría considerar el progreso de un movimiento regional hacia un movimiento nacional. Aragón es España, como demuestran los vítores de “Viva España”. Las diferencias regionales no desaparecen, incluso diríamos que se resaltan, no solo con las jotas, sino también por el habla de los personajes, el “maño” constante, y sus trajes regionales. En la partida de Juan hay aragoneses y catalanes, que incluso hablan exclusivamente catalán de principio a fin. Pero se entienden y luchan unidos. La imagen que proyecta el filme es que a pesar de las diferencias regionales, todos se unen para defender la integridad de la nación unida en contra tanto de los invasores autóctonos, los afrancesados, como del extranjero. En resumen, la figura de Agustina de Aragón presenta una muestra de cómo se manipula la figura de la mujer guerrera para servir los intereses de la nación que en momentos de crisis no puede prescindir del apoyo de las mujeres, pero que en tiempos de paz exige su vuelta a la reclusión dentro del ámbito doméstico. La figura ficticia de Agustina representa al pueblo que apoya a su general y a la Iglesia, a la vez que sus relaciones sentimentales neutralizan el impacto de sus acciones, e incluso llegan a suavizar la crítica ante el país invasor, pero en ningún momento encarna el verdadero espíritu guerrero que en ninguna contienda bélica ha faltado en las mujeres, por mucho que sus verdaderas historias hayan sido silenciadas.

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Agustina de Aragón en el cómic: Agustina de Mendoza y Monzón, 2008 En 2008, como parte de las celebraciones del bicentenario de la invasión napoleónica, tampoco podían faltar las referencias a Agustina de Aragón. En este caso, no bajo un régimen dictatorial, sino en una democracia integrada en Europa, y no en celuloide, sino en las viñetas de una novela gráfica. La Agustina de Fernando Monzón (guionista) y Enrique Mendoza (dibujante) sigue la tendencia reciente de usar el cómic, la novela gráfica y el manga para la representación de temas de gran seriedad.28 En Japón y Corea existen mangas que estudian temas controvertidos para la historiografía, como el uso de esclavas sexuales durante la guerra, etc.: “el manga sigue siendo un espacio en el que las representaciones de la historia se escenifican, se cuestionan, se cambian y se subvierten” (Ropers 2011: 250). Los cómics y novelas gráficas se han usado para explorar incluso los conflictos palestinos-israelíes, y los ataques del 11 de septiembre. Dentro del contexto español, Pedro Pérez del Solar también ha estudiado cómo el género del cómic, en particular Un tiempo del Führer (1986), de Mora y Clavé, ha cuestionado cómo, al convertir el Guernica de Picasso en una alegoría universal de las atrocidades de la guerra, el gobierno democrático español intentó borrar la culpa de las fuerzas nacionalistas en la Guerra Civil. Como señala Pérez del Solar, “El comic fue, a principios de los años 80 en España, un medio expresivo de enorme riqueza gráfica y narrativa; y, sin duda, el más crítico y atento ante lo que ocurría en el país. No es extraño que este campo expusiera más que ningún otro las limitaciones de la España postfranquista” (2007: 1). El cómic tiene una larga tradición de ofrecer reflexiones subversivas al lector, incluso dentro de la España franquista con la revista La Codorniz y series como El Capitán Trueno, de Víctor Mora Pujadas con dibujos de Miguel Ambrosio Zaragoza (Ambrós). Ambrós había sido maestro republicano, destituido de su puesto por el régimen, y Mora fue detenido en 1957 por sus actividades políticas clandestinas. Sus ideologías se filtran al texto y el héroe que crean estos disidentes lucha contra la opresión y las injusticias de quienes se comportan de forma dictatorial (Soliño 2008 b, 354-355).29 Con frecuencia, al tratar temas históricos, 28 Los propios autores a veces usan el término ‘cómic’ y otras, ‘novela gráfica’. 29 El cómic también se usó durante el franquismo para instruir a los niños en el los valores franquistas. Bazar. La Revista de la Sección Femenina de F.E.T. de las J.O.N.S. para las Juventudes publicaba las viñetas de “José Antonio Primo de Ri-

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estos textos ofrecen miradas que subvierten los discursos historiográficos oficiales, tradición que ha heredado una nueva generación que combina las tendencias recibidas dentro de España en su juventud con la tradición del manga japonés y las películas de acción como Lara Croft: Tomb Raider y los videojuegos. No es la primera vez que la saga de Zaragoza en armas aparece en versión de cómic. Forges dedica una viñeta a Agustina en su Historia de aquí, en el tomo 41: 1808, La francesada (1981). Cuenta el heroísmo de “una maciza de veintidós añitos” que defiende la ciudad y anima a los demás, acompañado del retrato de una Agustina digna, con su uniforme de alférez. Agustina es una de las pocas figuras históricas de quien Forges no se burla, e incluso honra con el uniforme militar. A José Bonaparte le llama Fefe Botesha. Con su acostumbrado humor, resume el impacto de una guerra que no trajo ninguna independencia refiriéndose al rey como “Fernando ‘The Plasta’ [a quien] solo podremos concederle dos únicos méritos: haber fundado el Museo del Prado y habernos dejado, con su ejemplo vital, un manual clarísimo de cómo no se debe gobernar un país bajo ningún concepto, que debería ser de texto para cualquier gobernante del mundo” (2015b: 13). Estas palabras se acompañan de un dibujo paródico en el que el rey posa para que “Paco”, Francisco de Goya, le retrate con la pose de la Maja desnuda. Esta versión de la historia de España ha disfrutado de tal éxito que ha sido reeditada en tres tomos y de forma abreviada en 2015 por Espasa bajo el título Lo más de la historia de aquí, que en la actualidad es un bestseller. Forges utiliza el humor por medio de un género considerado hasta hace poco como “menor” para analizar la historia de una forma que concuerda con las interpretaciones de los historiadores y críticos sociales más sofisticados (José Álvarez Junco, Santos Juliá, Miguel-Anxo Murado) y se burla de los nacionalismos y la falta de objetividad de la historiografía tradicional al titular su obra Historia de aquí y no, Historia de España, para subrayar el punto de vista nacionalista y personal con que tradicionalmente se ha estudiado la historia patria.30 vera, Capitán de la Juventud” en 1947 y la revista Chicos, “Franco al muchacho español” de L. Quintana. (Soliño 2002, cap. 1). 30 Álvarez Junco protesta sobre el uso de la palabra ‘nuestro’ que con frecuencia se usa para referirse al pasado y personalizar la historia: “De ahí mi recelo, también, hacia el uso de la primera persona del plural, o del posesivo ‘nuestro’. Acabo de decir que los españoles ‘vivieron’ repetidas guerras civiles. No he escrito ‘vivimos’ no sólo porque yo no había nacido, sino también y sobre todo, porque desconfío de las proyecciones retrospectivas, que son contrarias a esa distancia que un científico debe tomar ante su

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Algo de esta misma versión subversiva de la historia se filtra al cómic de Monzón y Mendoza. A diferencia de las películas sobre la heroína de Zaragoza que están dirigidas a un público más tradicional, el cómic Agustina se nutre de la estética hipersexualizada del manga japonés, como dice el propio dibujante Mendoza, en particular de las bishojo, guerreras femeninas de gran poder, pero también de gran belleza, así como fuerza seductora, que se revela por medio de vestuarios frecuentemente escasos. En ambos medios, las imágenes, con frecuencia de mayor importancia que las palabras, influyen en la recepción de la historia. Esta Agustina es un objeto sexualizado en todas las escenas y no se pierde oportunidad de admirar su cuerpo semidesnudo: incluso hace negociaciones con un oficial francés ataviada con unas simples bragas, más propias de un catálogo de Victoria’s Secret que de la indumentaria femenina decimonónica. Por un lado, si anteriormente Agustina de Aragón como alegoría de la nación encarnaba el recato que se esperaba de la mujer española de la época, ahora, en versión de novela gráfica, representa la imagen que la cultura popular española vende de la mujer como producto de consumo para la mirada masculina. Pero sería un - como meros objetos error considerar tanto Agustina como a las bishojo de la mirada masculina, ya que, como señala Kathryn Hemmann, para las jóvenes, estas imágenes de mujeres con súper poderes, sirvieron de contraste con las princesitas de Disney y las jóvenes empezaron a consumir este tipo de manga para satisfacer sus propias fantasías de empoderamiento femenino. Hemmann estudia el fenómeno de la serie Sailor Moon, que fue creada por una mujer y ofrece imágenes de un poder femenino que no está ligado ni al hombre ni al amor romántico. Pero las - que se asemejan a la Agustina de Monzón y Mendoza no tienen bishojo la inocencia ni el aspecto infantil de Sailor Moon y está pensada más para un público adulto, para el que hay un amplio mercado de figurines de estas amazonas modernas y eróticas. La estética de Agustina no debe distraer de la innovación histórica que introducen los creadores en cuanto a la interpretación más sofisticada de los eventos de la llamada Guerra de la Independencia frente a los filmes sobre Agustina de Aragón. La contienda se muestra ahora desde otra perspectiva e incluso se propone la idea de que pudiera haber triunfado el espíritu de la Ilustración, como una alternativa que hubiese impulsado a España de manera más directa hacia modelos de modernidad. Francisco Umbral califica de reaccionarias a Agustina y tema de trabajo y dan lugar, además, a todo tipo de arbitrariedades” (2016: XVII).

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Manuela Malasaña bajo la premisa de que “la derrota francesa impidió la europeización de España” (citado en García Carrión 2007: 49), “una opinión ésta que no era nueva. Antes que él, muchos republicanos y socialistas de los años treinta pensaban que ‘el triunfo de los afrancesados hubiera sido probablemente un bien para la vida del país’” (Boyd 1998: 201). Esta misma postura ideológica se encuentra en la Agustina que presentan Fernando Monzón y Enrique Mendoza en Zaragoza con motivo del bicentenario. El cómic comienza con una defensa de las razones por las que parte del pueblo español, el sector más ilustrado, razonablemente apoyaría a los franceses: “El ejército imperial, invicto, avanza sin pausa sobre la mal gobernada España con una proclama de modernidad, libertad, y salvación: la invade para sacarla del estado de barbarie en que se encuentra sumida desde la era medieval” (páginas no numeradas). Este principio capta la realidad histórica y las motivaciones de los más de 100.000 españoles que se unieron a los intrusos y de los dos millones de juramentados a José Bonaparte: algunos por intereses personales, pero también porque el “afrancesamiento suponía claramente una opción política reformista frente al inmovilismo del absolutismo y frente a la alternativa rupturista liberal” (Castells, Espigado y Romero 2009: 19). En entrevistas, Monzón y Mendoza se refieren a Palafox como “el malo de la película” y no como el tradicional héroe de los sitios de Zaragoza (Buenos días Aragón, 12/01/2009). Sin embargo, Agustina y los guerrilleros luchan, más que por política, por puro instinto de supervivencia. Así, el texto se equilibra con delicadeza, por una parte elogiando los cambios que el control francés pudo haber traído a España, alejándose del patriotismo proespañol; por otra, exponiendo la lucha feroz contra el invasor. Se elogia Zaragoza como la única ciudad que resistió el “avance implacable del Águila”. Agustina y sus tropas ahora parecen estar luchando puramente para sobrevivir, porque “la guerra es la forma que tiene el ser humano […] de demostrar su imperfección”. Se le resta heroísmo al famoso disparo del cañón: “Un héroe nace… en el instante en que su cuerpo reacciona… y dispara… no es una decisión, es un reflejo” (puntos suspensivos en el original), y Agustina se convierte, más que en una heroína, en máquina de la muerte, como si fuera un personaje de un videojuego, una Lara Croft a la española. La imagen que sigue al disparo del cañón es la de una Agustina desnuda en la cama con un hombre que ha sido degollado, con la proclama: “Necesitamos héroes a los que seguir”. Parece que para la mujer el sexo se va a convertir en su arma más poderosa, ya que son los únicos momentos en el cómic en que Agustina mata.

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Agustina, 2009, de Fernando Monzón y Enrique Mendoza.

En la siguiente escena parece que los franceses han capturado a Agustina, y se la llevan junto a un barril de vino, igualmente tomado como botín de guerra, a la tienda del oficial. La figura desnuda de Agustina se vislumbra por una apertura en la tienda, pero los franceses “han encontrado una forma de resistencia incómoda: la guerrilla”, sin percatarse de que las mujeres ahora también luchan y no son un simple botín de guerra. Su movimiento había sido una trampa. Agustina seduce al francés para luego dinamitar el campamento, pero por puro instinto de supervivencia y por venganza, sin existir la exaltación nacionalista en esta curiosa inversión del uso del sexo como arma de guerra en que el hombre resulta ser la víctima.

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En una obra sobre la invasión napoleónica no podía falta la referencia a Goya. Hay una viñeta que alude directamente al Desastre número 2, Con razón o sin ella, que muestra a un español, clavado de una pica francesa, sangrando por la boca. Si los Desastres de Goya condenan la violencia sexual como arma de guerra y ofrecen imágenes de las mujeres españolas que se resisten, como en los Desastres número 9, No quieren y 10, Tampoco, aquí la mujer deja de ser víctima para mostrarse como la más feroz entre los guerrilleros y tornando lo que antes había sido la desventaja de ser mujer en un arma. Pero la referencia no es gratuita. Al igual que en los Desastres de la guerra, lejos de presentar la narración de una nación unida contra un invasor, Agustina muestra el combate como una guerra total que sitúa la política en un plano secundario ante la necesidad primordial de sobrevivir. Es una guerra total, que presenta nuevas formas de resistencia con una guerrilla a la que también se sumen las mujeres, quieran o no, ya por pura necesidad de luchar y sobrevivir. Conclusión Uno de los pocos monumentos públicos dedicados a una mujer en España se encuentra en Zaragoza, en honor a las hazañas bélicas-nacionalistas de Agustina de Aragón. Fue obra del escultor más ilustre del momento, Mariano Benlliure, en 1908. De forma muy concreta, los monumentos fueron una manera de reciclar la guerra, ya que mucho del bronce usado fue suministrado por el Ministerio de la Guerra en lo que Carlos Reyero define como “un ‘uso catártico’ del bronce. Es decir: la transformación de un objeto, que por uso general, tuvo un uso militar (casi siempre cañones), ya inútil, en una obra de arte con sentido edificante” (1999: 348). Además del bronce, también reciclan las emociones. En una carta, Benlliure constata que no le interesa captar una imagen realista de la mujer histórica, sino su leyenda, para convertirla en la Juana de Arco española. La leyenda supera en importancia a la mujer. Al igual que las novelas, imágenes y películas en torno a su leyenda, el monumento a Agustina está construido de este tipo de material refundido, tanto en el sentido literal como en el figurativo. Es curioso que a pesar de que la heroína fue descrita tanto por su hija como por su nieta, no tengamos un retrato fiel de la mujer histórica, por el simple motivo de que, salvo para algunas historiadoras feministas, la mujer ha sido borrada por su propia leyenda al convertirse

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en alegoría de la nación al servicio de intereses contemporáneos. Más que testimonios del paso por la tierra de una mujer de carne y hueso, los objetos culturales en torno a la figura de Agustina de Aragón sirven los intereses de quienes utilizan su figura. En términos simples, las alegorías tienen significados equívocos que pueden ser sutiles, imperceptibles para un público/lector ingenuo. En el caso de Agustina de Aragón, ya que cada representación de su figura como héroe nacional simultáneamente la muestra como una guerrera directamente involucrada en acciones bélicas en defensa de la nación española, a la vez que encarna las virtudes que la sociedad actual quiere inculcar a la población femenina ante quien se le presenta como modelo de comportamiento patriótico, su figura representa la preocupación de la época en cuanto al lugar de la mujer en la nación. Lejos de ser una imagen feminista –una elegía a las mujeres valientes que han luchado ferozmente en cada guerra–, en la literatura popular y en el cine, Agustina de Aragón se convierte en una herramienta más de regímenes que temen el poder de la mujer.

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II. La locura como espectáculo nacional: la reina Juana de Castilla como alegoría de la nación romántica

“De hecho, los historiadores parten de determinaciones presentes. Los acontecimientos actuales son su verdadero punto de partida”. Michel de Certeau, La escritura de la historia (11)

En los momentos clave de crisis nacional, en los que el Estado intenta consolidar su poder promoviendo el nacionalismo como estrategia aglutinadora, el presente se nutre del pasado puliendo la imaginería de los símbolos históricos que constituyen los mitos esenciales de la nación. Los iconos femeninos de la cultura hispánica se usan para dar forma a una nueva identidad unitaria. Tal es el caso de las representaciones de la reina Juana de Castilla, popularmente conocida como Juana la Loca, en cuya figura se depositan tanto los valores que la nación espera de su población femenina, como una serie de defectos romantizados que apuntan con orgullo hacia las peculiaridades consideradas esencia de lo español. La imagen de Juana la Loca cobra protagonismo en las producciones culturales de forma repetida: primero, en la pintura de historia del siglo xix con los cuadros de Francisco Pradilla (1878), inspirados por la obra de teatro del tardo romántico Tamayo y Baus La locura de amor (1855). Luego, en la época en que el cine mudo inicia sus intentos de consolidarse como séptimo arte, cuando en 1910 Ricardo Baños y Alberto Marro dirigen Locura de amor para los nuevos estudios Hispano Films. También a finales de los cuarenta, cuando el franquismo busca consolidar su poder tras las derrotas de los fascistas en la Segunda Guerra Mundial y CIFESA triunfa con me-

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lodramas históricos, entre ellos una nueva versión de Locura de amor (1948), esta de Juan de Orduña. Por último, a principios de nuestro propio siglo, cuando la España democrática busca fortalecer su posición dentro de la Unión Europea y Vicente Aranda triunfa con su filme Juana la Loca (2001), e incluso en 2015, cuando en tiempos de crisis nacional series históricas de Televisión Española como Isabel y Carlos, Rey Emperador son vistas por millones de telespectadores a nivel internacional. ¿Qué hay en la figura de Juana la Loca que la convierte en alegoría de la nación? En las imágenes de Juana la Loca, la mujer encarna los valores románticos de una nación que se guía más por el corazón que por la razón. En los orígenes del mito, Juana es la España romántica, pero, muy al contrario del estilo de la Carmen de Mérimée y Bizet, es la romántica casta, guiada por amor hacia su esposo, ese amor femenino que fundamenta la unidad familiar, que en este caso fomenta la unidad nacional, al ser Juana la fuente materna de la dinastía de los Habsburgo, tanto la española, como la austriaca. Es gracias a sus atributos femeninos, su fecundidad y su supuesta incapacidad para gobernar, por lo que su hijo, el emperador Carlos V, podrá consolidar un imperio donde nunca se pone el Sol; mientras su hijo menor, Fernando, como sucesor de su hermano Carlos, será emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Su hija mayor, Leonor, fue reina consorte de Portugal y luego, al enviudar, reina consorte de Francia. Su segunda hija, Isabel, sería reina consorte de Dinamarca, Suecia y Noruega. La tercera, María, fue reina consorte de Hungría y Bohemia y, al enviudar, gobernadora de los Países Bajos. Catalina, la hija que ella crio sola en Tordesillas, fue también reina consorte de Portugal. Incluso hay un aspecto quijotesco en su viaje hacia un imposible, retratado por Francisco Pradilla tres siglos más tarde, cuando en pleno embarazo de Catalina, intenta cruzar la península para enterrar a su difunto esposo en Granada, en una tumba digna de un rey, cono garantía simbólica del derecho a gobernar de sus hijos, legítimos herederos del trono castellano, en oposición a Fernando, el padre que la enterró en vida en Tordesillas. Al transformar a la reina Juana en Juana la Loca, el arte puesto al servicio del Estado también señala las carencias de la nación que se niega a valorar la fuerza de lo femenino. Historiadoras como Bethany Aram han postulado que Juana fue víctima del ansia de poder de los hombres que la rodeaban —su marido, su padre y luego, el hijo que la mantuvo encerrada en Tordesillas— más que de ninguna enfermedad mental; fue presa de un incipiente Estado unitario que podía tolerar el

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reinado de su madre Isabel, la madre simbólica de la unidad española, como anomalía, pero que no permitiría que el poder de gobernar en manos de una mujer se convirtiera en una normalidad. La teoría de la Historia que propone Aram es la que rechazan quienes moldean la imagen de Juana para el consumo popular, especialmente a partir del siglo xix, cuando se convierte en una de las figuras más reconocibles de la pintura histórica, la forma de arte que más privilegiaba el Estado español. Las imágenes de Juana de esta época se repiten incluso hasta nuestros días como base de los filmes y series de televisión que perpetúan la imagen de la desgraciada reina, incapaz de reinar al haberse vuelto loca por un amor excesivo hacia su esposo Felipe. Juana en la pintura de historia decimonónica En el invierno de 1878, Francisco Pradilla Ortiz asombró no solamente al mundo del arte de Madrid, sino también a un público general más amplio, con su representación de la reina Juana escoltando el féretro de Felipe el Hermoso a través de los campos de Castilla. El cuadro, presentado en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878, atrajo la atención de grandes multitudes, dispuestas a esperar en el frío y bajo la lluvia para ver la última representación de la legendaria reina que había enloquecido de amor por su esposo. Pradilla sitúa a Juana en el centro del cuadro, cuidadosamente aislada en el espacio por medio de la distancia que la separa de los cortesanos, y emocionalmente distante, con la mirada fija en el féretro, ajena a todo lo que sucede a su alrededor. El cuadro le hace sentir al espectador el frío intenso de una noche al raso, con el movimiento de las llamas que oscilan con el viento, tanto las de las velas como la de una pequeña fogata donde una de las damas de la reina intenta calentarse las manos. Tres pelados y solitarios árboles en el fondo parecen hacerse eco de la pena y la desesperanza que trasmiten la postura y la expresión de la abatida reina, que a pesar de su evidente embarazo, está anclada en el mundo de los muertos, sin ningún futuro productivo. El cuadro recibió la Medalla de Honor, una distinción que hasta ese momento nunca había sido otorgada en una Exposición Nacional en España. Originalmente, el premio de esta bienal había sido concebido para honrar a un artista maduro por sus logros a lo largo de toda una carrera. Pero, en este caso, le fue concedido a Pradilla, que era poco más que un estudiante, de tan solo 29 años, y por un solo cuadro con

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Doña Juana la Loca ante el sepulcro de su esposo, Felipe “el Hermoso”, 1877, Francisco Pradilla y Ortiz. Museo del Prado, Madrid.

varios defectos.1 El cuadro, estrenado como parte de las celebraciones de la boda de Alfonso XII y María de las Mercedes, momento de gran esperanza para la renovación de la monarquía española, aparte de sus méritos artísticos, también captó el espíritu de una nueva era nacional. Por medio de su representación de una monarca cuyo reinado señaló el fin del medievo, captó el deseo por parte de cierto sector de la población de que la Restauración alfonsina trajera un renacimiento cultural que contara con la participación femenina en cuestiones sen-

1 Por citar solo uno, Pradilla estaba trabajando a gran velocidad y con un presupuesto limitado, de modo que es evidente que utiliza la misma modelo para varias de las mujeres que, por este motivo, tienen rasgos notablemente similares.

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timentales, pero que limitara el papel de la mujer en la esfera pública. El cuadro funciona como barómetro del clima político y social de una España que, al rechazar el modelo de Isabel II, intenta redefinir a la familia de Alfonso XII según el modelo de la familia católica burguesa. En correspondencia con la aclamación del jurado y del público, el Estado inmediatamente adquirió el cuadro por la altísima suma, para la época, de 40.000 pesetas, y con el tiempo lo exhibiría en el Museo del Prado, donde más de un siglo después llegó a ser la pieza emblemática de las galerías dedicadas al siglo xix. Como muchos de los artistas más destacados de su época, Pradilla estudió tres años con una beca del gobierno en la Academia Española de Roma. Al término de cada año, los estudiantes debían presentar una gran obra, tanto en tamaño como en la magnitud del tema. El cuadro final de Pradilla para la Academia Española tenía que ser de una calidad especialmente alta, en parte para compensar su bajo rendimiento del año anterior y también porque, en definitiva, para él esto era comparable a un examen final. El éxito de Doña Juana la Loca de Pradilla trascendió las fronteras de España, y el cuadro triunfó en la Exposición Internacional de París de aquel verano, donde el pintor recibió la Gran Cruz de la Legión de Honor francesa; posteriormente, obtuvo también la Medalla de Honor en la exposición de Viena de 1882. Para entender por qué Pradilla tuvo tanto éxito con su cuadro de la reina Juana, mientras que otros artistas tanto o más talentosos que él lograron beneficios más moderados tratando el mismo tema, es necesario recurrir a un análisis y explicaciones basados en la comprensión del clima sociopolítico de la España de 1878, año del matrimonio de Alfonso XII y María de las Mercedes, especialmente en lo que se refiere al papel de las mujeres en la sociedad y al de la pintura de historia, el género pictórico que representa acontecimientos históricos famosos y personajes clave en el proyecto del siglo xix de construir un espíritu nacionalista que apoyara la incipiente monarquía constitucional. El éxito internacional de Pradilla con Doña Juana la Loca es aún más destacable teniendo en cuenta que se dio después de que la pintura de historia hubiera perdido su estatus preeminente en otros países europeos. Quizás como un ejemplo más de la relación problemática de España con la modernidad, en la península esta pintura siguió siendo la más elogiada por la Academia, en parte porque apoyaba el proyecto de modernizar el sistema gubernamental español en su transformación a partir de una monarquía absolutista. Los ideales de la monarquía constitucional requerían un cambio de perspectiva en cuanto al papel del ciudadano medio en el proceso de constitución de la nación.

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Para los liberales que estuvieron en el poder durante la mayor parte del reinado de Isabel II, la nación estaba formada por un colectivo de ciudadanos, en contradicción con la visión más conservadora según la cual la monarquía era la unidad definitoria de cohesión nacional. El siglo xix, por lo tanto, exigía una nueva conceptualización de la historia como disciplina académica, no solo en la publicación de los numerosos tomos que integraban la Historia general de España, sino también en las artes visuales, con pinturas que representaran a los héroes nacionales y los acontecimientos que forjaban el espíritu de la nación española hegemónica, y luego, con la distribución de fotografías y reproducciones de los cuadros más famosos por medio de la prensa popular. En un intento de forjar un fuerte sentido de memoria colectiva, se presentó la historia como una genealogía del presente considerando los héroes del pasado medieval como los ancestros directos del pueblo español que, a su vez, heredaría la nación que construyeron estos héroes ancestrales. Conforme a esta visión, la línea directa fue truncada con la llegada del primer monarca extranjero, Carlos V, el primero de los Habsburgo que gobierna España, convirtiendo así a la reina Juana de Castilla en la última monarca legítimamente “española” de la Casa de Trastámara, un punto de inflexión en un momento histórico crítico, aunque problemático, puesto que, principalmente por causa de su género, el poder de Juana fue constantemente ejercido por otros. Para los historiógrafos del siglo xix Juana se convirtió en un símbolo de la muerte de una era. Su historia pudo captar la imaginación popular enmarcada en los principios de la heroína romántica que enloqueció víctima de sus pasiones. Estas son las pasiones que Pradilla capta, de manera muy elocuente, al situar a la reina literalmente en la encrucijada de la historia, puesto que detiene su viaje en el medio de un camino atrapado entre el final de una era, representada por el féretro de Felipe, y el nacimiento de una nueva dinastía, una modernidad problemática nacida del cuerpo de Juana en estado de buena esperanza. En lo que podría parecer un movimiento contradictorio, la reforma liberal de la España del siglo xix estaba basada simbólicamente en un regreso a lo que los historiadores y políticos presentaban como las monarquías menos autoritarias de la Edad Media. La revuelta de los Comuneros o Guerra de las Comunidades de Castilla fue idealizada como una revolución que mantenía la tradición medieval amenazada por el moderno aparato estatal de Carlos V. En 1805, Manuel José Quintana publicó un poema hagiográfico dedicado a uno de sus líderes, la “Oda a Padilla”, que inicialmente fue censurado por la Inquisición. En el tea-

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tro, Martínez de la Rosa triunfa con La viuda de Padilla. Cuando en 1860 el cuadro de Gisbert Ejecución de los comuneros de Castilla, que representa la muerte de los tres cabecillas de la revuelta: Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, no logró ganar la Medalla de Honor en la Exposición Nacional, hubo protestas. Como respuesta, el gobierno colgó el cuadro en el pleno del Parlamento y hubo una petición para otorgar a Gisbert una corona de oro en compensación por la medalla que se le había negado (Álvarez Junco 1999: 44). Según este punto de vista, la llegada de Carlos V causa una desviación de España de este camino más democrático hacia el despotismo de la dinastía Habsburgo, que causó el declive de España en la época del imperio. La imagen de Juana se convierte en el fúnebre canto de cisne de la Edad Media, una visión reforzada por cuadros como el de Pradilla, que representan a Juana como aislada no solo de la política, sino de todos los aspectos de la vida. Lo único que ella ve es el féretro.2 En la etapa de construcción de la nación del siglo xix no podemos ignorar los enlaces entre aquellos que escribieron la historia y los que diseñaron el proyecto político, porque a menudo eran los mismos. Varios de los senadores habían dirigido anteriormente alguna de las academias nacionales, y muchos de los altos mandatarios procedían de la Academia de Historia. Un ejemplo importante es Modesto Lafuente, popular autor de artículos de costumbres y sátira política bajo el seudónimo de Fray Gerundio, diputado de León-Astorga en el Parlamento. Fue un gobierno encabezado por líderes como Lafuente el que aprobó la Ley Moyano en 1857, que hizo que la historia, y su marca particular de la historia que enfatizaba las continuidades entre el presente y el pasado, fuera una asignatura obligatoria en todos los niveles de educación, y el que estableció la disciplina dentro del sistema universitario. Su visión, repleta de sus propias proyecciones contemporáneas y agendas políticas, se transfirió a los instrumentos 2 Una de las maneras en las que los historiadores nacionalistas finalmente integraron a Carlos V fue diferenciándolo de su padre, eliminando por completo la importancia de Juana e ignorando que Carlos se educó en Flandes, y relacionándolo con su abuelo, Fernando el Católico. El énfasis en Carlos y sus descendientes Habsburgo como protectores de la verdadera fe católica de acuerdo con las políticas de su abuelo se vuelve incluso más fuerte en manos de los historiadores de la era de Franco. En un número de la revista Razón y Fe de 1949, José María Doussinague explica que “En la persona de Carlos I vemos la encarnación de lo que fue la visión exterior del Rey Católico y de los grandes estadistas españoles de aquel siglo” (citado en Martínez Millán y Reyero 2000: 29). Estas lecturas eliminan todo el protagonismo femenino en la progresión de la historia de España, incluso el de Isabel la Católica.

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de la hegemonía cultural, como los libros de texto de las escuelas y los medios de comunicación populares, incluyendo el teatro y la pintura de historia. A menudo ignorando los orígenes extranjeros de la monarquía borbónica del momento, los historiadores clave, relacionaron directamente a la mítica madre de la unificación nacional, Isabel la Católica, con la reina contemporánea, Isabel II. El principal de ellos fue Modesto Lafuente, quien listó y relacionó los efectos transformativos de ambas Isabeles. Con ambas, “la escena cambia, la decoración se transforma; y vamos a asistir al magnífico espectáculo de un pueblo que resucita, que nace a una nueva vida, que se levanta, que se organiza, que crece...” (citado por Donézar y Díez de Ulzurrun 2000: 315). Ignorando a Juana, afirma que pasarían muchos siglos antes de que otra mujer, “castellana y española” reinara en España: “pasarían generaciones, dinastías, y siglos antes de que apareciera otra Isabel” (citado por Donézar y Díez de Ulzurrun 2000: 315). Con el uso de la palabra “otra”, se hace referencia solo superficialmente a la repetición del nombre y se alude de manera más significativa a las posibilidades revolucionarias del reinado de ese momento, que se esperaba que transformara el estado de la monarquía y guiara a España en el proceso de modernización. Además, la ascensión al trono de Isabel II tuvo tanta oposición que convertirla en una descendiente directa de la monarca católica le concedía un mayor grado de legitimidad. Isabel II y sus colaboradores ayudaron patrocinando las artes, comprando y encargando varias obras sobre diversos aspectos del reinado de la mítica madre de la España moderna. Las constantes comparaciones entre las dos Isabeles tenían como objetivo halagar a la joven reina, pero si bien la frívola Isabel II se limitó a aceptar este tributo como monarca, para muchos las comparaciones sirvieron como una exhortación a su régimen para que se convirtiera en un punto de referencia para el cambio. En ambos casos, sin embargo, los creadores masculinos de las mitologías nacionales se vieron forzados a incorporar la feminidad de estas reinas en una estructura narrativa que rara vez daba cabida al protagonismo femenino. Como ha mostrado Barbara Weissberger, varios historiadores de Isabel I presentaron el tópico de la mujer viril, atribuyéndole incluso el papel de líder militar, como es el caso de Juan de Lucena, que en su Epístola exhortatoria a las letras la describe “asentando nuestros reales, ordenando nuestras batallas, nuestros cercos parando, oyendo nuestras querellas, nuestros juicios formando [...] rondando sus reinos, andando, andando y nunca parando” (cita-

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do por Weissberger 2004: 83).3 En el caso de Lucena y de otros, Isabel la Católica controlaba su autoformación discursiva contratando a historiadores oficiales, y en consecuencia, las crónicas de su reinado ahora se leen a través del prisma de historiadores más modernos como Michel de Certeau (1975: 7) que describe a los historiadores oficiales principalmente como cortesanos que presentaban a su príncipe (en este caso una mujer) como el sujeto de acción cuyo papel es el de hacer historia. La voluntad y la capacidad de Isabel de moldear el discurso histórico es muy evidente en la presentación de su hermano, Enrique IV, difamado eternamente como un homosexual afeminado y como “el Impotente”, que no pudo haber sido el padre de la hija que presentaba como suya, Juana la Beltraneja, ya que hacer estas declaraciones podría haberle servido a Isabel para legitimar la usurpación del trono de Castilla. El discurso misógino que llegaría a desacreditar a Juana como monarca ya estaba presente en las crónicas de los historiadores de su madre, a veces reiterando las acusaciones de trastornos sexuales/de género y la impiedad.4 Por eso en la Crónica de Enrique IV, de Alfonso de Palencia, leemos que Enrique no solo fue un rey afeminado no apto para gobernar, sino que las mujeres de su corte eran igualmente incapaces de gobernar por “esa pasión propia del sexo que las hace precipitarse de su grado a los impulsos del deseo, y ansiar que todo se pierda con tal que su anhelo se cumpla” (citado en Weissberger 2004: 88).5 Las particulares circunstancias de Isabel, incluyendo la ausencia de miembros masculinos en la familia, y su propio carácter permitieron un mayor rango de transgresiones de los papeles de género e incluso la usurpación uxorial en un intento de equilibrar el poder de los reinos rivales. El sometimiento total de Isabel a Fernando, como se esperaba 3 Weissberger: “…pitching our camps, leading our battles, breaching our sieges; hearing our complaints; informing our moral judgment […] circling her kingdoms, traveling, traveling, never stopping” (2004: 83). 4 Mientras los cronistas de Isabel manipularon la imagen de su hermano utilizando ideologías de género para beneficiarla, ignoró las que se escribieron para que le sirvieran a ella de guía u orientación. Fray Martín de Córdoba intentó educar, con su obra Jardín de nobles doncellas, a la joven Isabel de acuerdo a las nociones agustinianas de que las mujeres son “tanto corruptibles (por el demonio) como corruptoras (de Adán)” (Weissberger 2004: 33). 5 El caso de Palencia es un claro ejemplo del poder de Isabel para controlar a sus cronistas, quienes, en cierto modo, eran sus sirvientes. Después de discrepar con la reina, sobre quien escribió en su Crónica: “se la consideraba una maestra de pretensión y engaño”, Palencia fue marginado para dar paso a Fernando del Pulgar, que estaba más dispuesto a someterse a la censura real (Weissberger 2004: 86-87).

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de una esposa, era el equivalente a la reverencia de Castilla ante Aragón, dándole así a Isabel un grado de poder visible. Sin embargo estos privilegios que permitieron que Isabel gobernara, no pasarían a su hija. La capacidad de contratar, y por lo tanto controlar, a los que escribirían su historia, no le fue concedida a Juana, cuyo cuerpo claramente femenino se convertiría más adelante en el símbolo de los trastornos del Estado. Su historia fue escrita por historiadores contratados por terceros, principalmente por aquellos que deseaban usurparle el poder: primero su marido y luego, tanto su padre como su hijo. Aunque no fue reconocida como monarca e incluso llegó a estar enclaustrada, Juana fue legalmente reina de España después de la muerte de sus padres, pero la descripción de ella como instrumento híperfeminizado de amor hacia su esposo la convirtió en no apta para gobernar. Siguiendo la noción del corpus mysticum, en la analogía entre el reino y el cuerpo humano, con el monarca como cabeza, este retrato de Juana enloquecida de amor desplazó la cabeza del Estado hasta las regiones más bajas de la pasión en un movimiento decapitador, reforzado por la transmisión incondicional del epíteto “la Loca”. La decapitación simbólica de Juana continuó en el reino de las artes, puesto que los pintores ignoraron lo que podrían haber sido sus rasgos reales tal como se habían registrado durante su vida en los cuadros que sobrevivieron de Juan de Flandes y Colin de Coter. En lugar de respetar sus rasgos reales, los pintores de historia españoles del siglo xix inventaron otros que epitomizaron la locura, ocultando cualquier rastro de la persona histórica.6 Con todo, estos retratos fueron aceptados, y todavía lo son, como representaciones de acontecimientos históricos auténticos. Incluso hoy día, la edición que está en venta de la exitosa biografía Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas de Manuel Fernández Álvarez luce en la portada del libro un primer plano de la Juana pintada por Pradilla.7 Igual que el popular historiador 6 Reyero (1989: 36) especula que Pradilla se inspiró en la cara de Teodora Lamadrid, la conocida actriz que interpretó a Juana en La Locura de amor de Tamayo y Baus. 7 Irónicamente, la novela de Aroní Yanko (2003) escrita a modo de autobiografía Los silencios de Juana la Loca luce en la cubierta lo que se cree que es un retrato realista de Juana pintado en su adolescencia por Juan de Flandes, igual que El pergamino de la seducción, de Gioconda Belli. Este uso invertido de las fuentes históricas pone de relieve la inestabilidad de las fronteras que separan las estrategias narrativas de la literatura, especialmente en el género de la novela histórica, y la historia tal como se le presenta al lector general en series como las publicadas por Espasa, dirigidas al público general. Las novelas usan su imagen real en las portadas y los libros de historia, la faz ficticia inventada por Pradilla.

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Fernández Álvarez, Pradilla basó su obra en una fuente acreditada, en este caso el relato del testigo ocular Pedro Mártir de Anglería, que Pradilla conocía por la versión repetida en la edición de 1869 de la Historia general de España de Modesto Lafuente, el historiador más leído en la España de la Restauración. Vale la pena citar extensivamente la explicación de Anglería para apreciar la precisión de la interpretación visual de Pradilla: Andábase sólamente de noche, porque una mujer honesta, decía ella [la reina], después de haber perdido a su marido, que es su sol, debe huir de la luz del día. En los pueblos en que descansaban de día se le hacían funerales, pero no permitía la reina que entrara en el templo mujer alguna. La pasión de los celos, origen de su trastorno mental, la mortificaba hasta en la tumba del que los había motivado en vida. Refiérese que en una de estas jornadas, caminando de Torquemada a Hornillos, mandó la reina colocar el féretro en un convento que creyó ser de frailes; mas como luego supiese que era de monjas, se mostró horrorizada y al punto ordenó que le sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí hizo permanecer toda la comitiva a la intemperie, sufriendo el riguroso frío de la estación y apagando el viento las luces. Componían la comitiva multitud de prelados, eclesiásticos, nobles y caballeros: la reina llevaba un largo velo en forma de manto que la cubría de la cabeza a los hombros un grueso paño negro: seguía una larga procesión de gente de a pie y de a caballo con hachas encendidas (citado en Centellas 1999: 56-7).

Para comprender este fragmento es esencial el hecho de que Mártir nunca tuvo el favoritismo de Juana, pero sí de casi todo el resto de la corte castellana, primordialmente de aquellos que no querían que Juana reinara. Actualmente los historiadores han dado explicaciones lógicas de la mayor parte del comportamiento de la reina y han demostrado que en los once meses transcurridos entre la muerte de Felipe y el regreso de su padre, Fernando, fue políticamente activa.8 Como apunta Bethany Aram, en este viaje aparentemente descabellado, el cuerpo de Felipe se convirtió en un instrumento político que Juana utilizó para preservar los derechos hereditarios de su hijo mayor. En contra de los deseos de su padre Fernando, que se volvió a 8 Prácticamente, lo único que hacía era intentar recuperar el patrimonio territorial y los ingresos que Felipe había repartido ilegalmente entre la nobleza comprando así su fidelidad. Claramente estas eran órdenes que la aristocracia no deseaba acatar. En lugar de eso, se tomaron medidas sin su firma ni su aprobación. Poco después de la llegada de Fernando, Juana fue hecha prisionera en Tordesillas.

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casar y tenía la intención de ser padre de otro heredero, Juana intentó enterrar a Felipe en el mausoleo real de Granada, al lado de la madre de la propia Juana: “Los cuatro peregrinajes de noche de la reina con el féretro de su esposo entre diciembre de 1506 y agosto de 1507, rodeado de antorchas, mostraron a su pueblo la imagen de Felipe como rey y padre de su futuro soberano” (Aram 2005: 97). Cuando Juana se enfrentó a su padre porque no quería enterrar el cuerpo de su difunto esposo en el norte, Fernando separó a Juana de su hijo menor, dejándola que luchara con las únicas armas a disposición de una mujer abandonada y empobrecida. Ella dejó de comer, de dormir, de bañarse y de ir a la iglesia. Los historiógrafos románticos, que interpretaron estos actos de rebeldía como locura, prefirieron centrarse en la imagen de una mujer incapaz de gobernarse a sí misma, y mucho menos una nación. Muchas de las ilustraciones de Juana en las historias del siglo xix etiquetan su retrato como el de “la Loca”. El argumento de que Juana estaba loca, pero loca por amor y no por enfermedad, ya se había vuelto popular por medio de obras como el drama de 1855 de Tamayo y Baus La locura de amor, e incrementa su popularidad cuando en 1874 su biógrafo, Antonio Rodríguez Villa, encontró una carta, según él dirigida por Juana a uno de los consejeros de Felipe, Filiberto de Veyre, en la que transfería el poder a su marido y a su descendencia, dando a entender efectivamente que renunciaba al trono por amor. La carta de Veyre permaneció entre los papeles del marqués de Alcañices, en el Archivo de los Duques de Albuquerque. Curiosamente, el marqués de Alcañices patrocinó la formación artística de Lorenzo Vallés, quien en 1866 había recibido un segundo premio en la Exposición Nacional por su cuadro La demencia de Juana la Loca. En este cuadro, Vallés representa otro de los populares incidentes que ponen en evidencia la locura de Juana. Ella aparece junto al lecho del recién fallecido Felipe, con los dedos en los labios pidiendo silencio a todos los presentes en la habitación para no despertar a su difunto esposo. Esta actitud también ilustra una de las escenas cumbre de la obra de Tamayo y Baus. Sin embargo, estas dos obras de un mérito artístico obvio efectivamente alcanzaron un cierto éxito, pero no lograron prender la chispa de la imaginación popular, ni en aquel entonces ni ahora, como lo hizo el cuadro de Pradilla. De acuerdo con Carlos Reyero (1989: 109), el mayor experto en España en pintura de historia, una de las dimensiones más importantes de este género es su capacidad de reflejar la conciencia nacional

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del momento. En este sentido, en el período transicional del reino de Isabel II, una época plagada de continuas guerras civiles y la rápida desintegración del imperio español de ultramar, los temas que reforzaban un sentido de unidad nacional y el papel de España para llevar el cristianismo a las Américas eran algunos de los más populares. Con el espíritu de construir un sentimiento de nacionalismo, el gobierno encargó pinturas que resaltaran estos temas. Entre los cuadros que encargaron Isabel II y su esposo, Francisco de Asís de Borbón, están La rendición de Granada, de Francisco de Paula Van Halen; Isabel la Católica admite las proposiciones de Colón, de Francisco de Mendoza; Isabel la Católica entrega al hijo de Boabdil, de Francisco Cerdá; Isabel la Católica firmando las capitulaciones de Santa Fe, de José Galofre; y El suspiro del moro y La primera entrevista de Colón con los indios, de Joaquín Espalter. El intento de usar el arte para fortalecer la monarquía fracasó, puesto que Isabel II mostró tantas fallas personales, especialmente con sus escandalosos romances, que una vez alcanzó la edad adulta, ninguna comparación con Isabel la Católica logró limpiar su imagen. Hacia el final de su reinado, una década antes del triunfo de Pradilla, una imagen tan gráfica de la locura de Juana, producto del amor, habría invitado a una comparación negativa con la reina contemporánea, tan públicamente incapaz de amar a su marido. Para algunos, el comportamiento de Isabel era anormal, casi hasta el punto de ser calificada como ninfómana. Muchos de los peligros que se asociaban con el gobierno en manos de una mujer se consideraban válidos tanto para Isabel II como para Juana. Se insistía en que Isabel se casara joven, pero no con un extranjero, para evitar que España fuera presa de los peligros de un gobierno foráneo, como había ocurrido en el caso de Juana. Con ambas reinas se insiste en que las mujeres podrían reinar, pero no gobernar. Como escribió uno de los delegados franceses ya en 1840, “las dificultades de la situación en España son extremas y si el principio monárquico debe mantenerse en este país, dado que es imposible para una mujer sostenerse con dignidad entre tendencias revolucionarias, es absolutamente necesario un hombre a la cabeza de los asuntos de la Península. El matrimonio de la reina Isabel debe ofrecer esas garantías” (citado en Burdiel 2004: 252). De modo similar, las imágenes de Juana que son populares a mediados del siglo xix la representan como una consorte doméstica, más que como alguien capaz de reinar por sí misma. El popular panfleto de 1848 Historia de la célebre Reina de España, llamada vulgarmente, La

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Loca resalta el poco talento de las mujeres para gobernar más allá del reino del hogar. Su híper feminidad se enfatiza a través del contraste entre el aburrimiento de Juana a la hora de desempeñar tareas políticas y su alegría cuando realiza tareas propias de una mujer: “por el contrario, cualquier faena á que la dedicasen de las propias de su sexo, la abrazaba con el más indecible júbilo; así es que, todavía de corta edad, era la admiración de todos cuantos la oían y observaban sus entretenimientos” (1848: 4). En esta versión de la historia, su padre y el cardenal Cisneros se presentan como sus protectores benignos, protegiéndola constantemente de los aspectos más duros de la realidad. Juana, a su vez, está agradecida y se complace desempeñando el papel de hija cariñosa, “pues que jamás se resintió de que no contasen con su voluntad para ninguno de los actos de gobierno” (1848: 5). El autor presenta la historia de Juana como un modelo admonitorio para todas la mujeres: “puede uno mirarse en esta soberana, como en el triste espejo de los funestos resultados que las violentas pasiones llevadas al estremo [sic] tienen, siempre que no se modifican y reprimen con la razón” (1848: 6). Aquí hay intentos evidentes de crear un sentido de identificación entre la lectora femenina y Juana en fragmentos como: “Deténgase cualquiera que haya amado en este punto, y considere la fiebre devoradora que se apoderaría de un carácter tan firme y enérgico como el de Doña Juana” (1848: 11). La declaración de este tipo de identificación personal se estaba convirtiendo en un rasgo típico de los retratos de la realeza. En las monarquías constitucionales del siglo xix se esperaba que las familias reales representaran los valores familiares de la nueva burguesía. La supervivencia de las instituciones monárquicas dependía de la percepción de que la realeza estaba adaptando la vieja cultura aristocrática, basada únicamente en privilegios heredados, para ajustarla a los ideales de moralidad y mérito de la clase media. En este sentido, como en muchos otros, Isabel II fracasó estrepitosamente. Como señala Isabel Burdiel, desde el inicio de su reinado, la reina ignoró los cambios instituidos por la nueva cultura política del liberalismo y los códigos morales de la burguesía, especialmente en lo concerniente a las mujeres. Con su escandalosa vida privada y pública, era la antítesis del ángel del hogar que reunía los ideales femeninos de la clase emergente (2004: 24-26). Su incapacidad para ejercer sus funciones fue una gran decepción para aquellos que alguna vez habían visto a la niña Isabel como el símbolo de esperanza para el futuro de la monarquía constitucional en España. Ocurría todo lo contrario: Isabel II, que creció en un ambiente

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de ignorancia y superstición, era la cabeza de una familia real tan disfuncional y corrupta que se cuestionaba la legitimidad de sus hijos, y muchos españoles creían que su propio marido, del que se rumoreaba que era homosexual, estaba implicado en su intento de asesinato el día del bautizo de su primogénita. Isabel inició su carrera política a los cuatro años, como símbolo del liberalismo que finalmente llevaría a España a la modernidad, y terminó su reinado condenada a ser la representación del absolutismo desterrado por la revolución de 1868.9 Parte de la tarea de Alfonso XII y los políticos y generales que orquestaron la Restauración era restañar la imagen de la familia real, tan mancillada por Isabel II y su consorte Francisco de Asís. La boda de Alfonso con su prima, María de las Mercedes, ayudó mucho a reparar el honor de la familia y corregir los graves errores de sus padres. En María de las Mercedes, Alfonso encontró a una esposa que cumplía con todos los requisitos para ser una consorte ideal. Aunque se crio parcialmente en Francia, esta hija de la hermana menor de Isabel, Luisa Fernanda, y el duque de Montpensier fue aceptada como una princesa verdaderamente española y a través de su matrimonio se unieron nuevamente dos facciones enfrentadas de la familia Borbón, ya que Isabel tenía una relación conflictiva con su hermana. El hecho de que Isabel se opusiera vehementemente al matrimonio solo reforzó la unión y sirvió para demostrar la independencia de Alfonso frente a la monarca destituida. Este matrimonio se describió como una unión basada en amor puro y María de las Mercedes se convirtió en la princesa del pueblo.10 La boda real fue un opulento espectáculo público que duró más de una 9 Hacia el final de su vida, la exiliada Isabel se defendió ante Benito Pérez Galdós de la siguiente manera: “Pónganse ustedes en mi caso. Diez y nueve años y metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba [...]¿Qué había de hacer yo, jovencilla, reina á los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero á mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer á los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? [...] Pónganse en mi caso...” (Pérez Galdós 1906: 21-22). 10 En la novela de Galdós Cánovas (1912), última de los Episodios nacionales, el personaje antimonárquico Tito describe a la “simpática Merceditas, que en el teatro como en la Plaza de Toros, en los paseos y en todas partes, se llevaba tras sí los corazones” (1951b: 1332). Cuando su enfermedad se hace evidente, Tito comenta: “Nos interesábamos por la joven Soberana como si fuera de nuestra familia, y el propio sentimiento creo yo que alentaba en todo el pueblo de Madrid. Vino Mercedes al trono de España como símbolo de paz, sin odios por su parte, sin ningún recelo por parte de la Nación” (1951b: 1333).

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semana, con desfiles, conciertos y las tradicionales corridas de toros, y se iluminaron con electricidad todas las calles céntricas de Madrid. En el número del 30 de enero de 1878, el cronista de La Ilustración Española y Americana, Peregrín, resalta la participación de todos los sectores de la sociedad: “el trabajo se ha paralizado; hasta las cacerolas deben haber dejado de hervir en los fogones, porque también las criadas se han lanzado a la calle” (1878: 58), y enfatiza su amor: “Dª María de las Mercedes entró en el templo siendo infanta y salió convertida en reina. El semblante del Rey demostraba la viva satisfacción de un ardiente deseo realizado. El rostro de la Reina estaba embellecido por íntimas y profundas emociones. El pueblo miraba pasar la espléndida comitiva de los regios desposados, y toda persona de buenos sentimientos deseaba que el amor del jóven [sic] soberano se viese recompensado por muchos años de ventura conyugal” (1878: 59). Es precisamente como parte de estas festividades que sirvieron para inaugurar una nueva era para la monarquía española –una era que intentaba redefinir y limitar estrictamente el papel de las mujeres en estas estructuras de poder–, que el público español entra en contacto con lo que inmediatamente se convirtió en el mensaje icónico de Doña Juana la Loca, ya que el cuadro de Pradilla se exhibe la misma semana de las nupcias reales. El rey inauguró la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquella temporada con uno de los múltiples discursos cortos que dio esos días, de manera que el gran público pudo conocer el análisis y las críticas del cuadro de Pradilla, ya que dicha información formó parte de las informaciones sobre la boda real. En el mismo número antes citado, La Ilustración define Doña Juana la Loca como “una joya” (1878: 62) y en su contribución al católico El Siglo Futuro, Manuel P. Villamil afirma: “ha merecido atraer las miradas de todo el mundo, enamorando á doctos y á ignorantes” (19/2/1878, sin numerar). La Ilustración publica descripciones detalladas del cuadro al lado de opulentas ilustraciones de la recámara nupcial, con páginas separadas para un dibujo con todo lujo de detalles sobre el cubrecama real y otros regalos que recibió la pareja. La cobertura con ilustraciones continúa hasta el 15 de febrero, día en que los premios otorgados en la Exposición son anunciados en un número que todavía contiene ilustraciones de la boda real. Ambos eventos, la boda y la Exposición, son presentados por la prensa como símbolos de esperanza y renovación para España, en los reinos tanto de la política como de las artes. De la Exposición en general, La Ilustración afirma que “ha podido infundir la esperanza, si no de una inmediata y grandiosa regeneración, de los

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plausibles resultados á que puede conducir la tendencia que se revela” y posiciona a Pradilla “entre los artistas privilegiados de quienes podemos esperar la regeneración de nuestra pintura afeminada, vacía de pensamiento y huérfana de ideal” (1878: 62). El crítico revela aquí, a través de su selección de palabras, la devaluación de lo femenino en la España de la Restauración, porque la nación y sus artes ahora deben ser salvadas de ser “afeminadas”, liberadas de una reina corrupta y puestas en manos del viril Alfonso. Para ayudar a aliviar esta ansiedad del reinado femenino que dejó la regencia de María Cristina en la década de 1830, con su continua interferencia en la de 1840, y el reinado de Isabel II, las mujeres de la familia real fueron descritas en la prensa popular como cumplidoras virtuosas del ideario del ángel del hogar. Mientras que Alfonso, en su reentrada a España acompañado por Martínez Campos, un héroe de las guerras de África, Cuba y los disturbios de Cataluña, es presentado con una imagen ultra militar/masculina, la manera como se presenta a su hermana la sitúa como la mujer cariñosa que se ocupará de su hogar hasta que este puesto lo pueda ocupar una esposa. El cronista del número del 8 de marzo de 1875 de La Ilustración Española y Americana la describe en términos del ángel burgués de la casa: “Si tras las horas del trabajo, las satisfacciones que pueden rodear un trono y los sinsabores que en el mismo se experimentan, necesita un monarca depositar sus impresiones en un corazón cariñoso y exento de pasiones mezquinas, la Princesa de Asturias viene á llenar ese vacío, al mismo tiempo que satisface el más ardiente deseo de su alma: volver á la Patria querida” (s. n.). Cuando la prometida adecuada llega a España, su papel se describe del mismo modo, en términos del ángel del hogar arquetípico. En honor a la boda real, Dolores Cabrera de Miranda publica un poema en El Correo de la Moda que claramente define las contrastadas esferas sociales masculino/femenino: “Tiene el trono amarguras que adivino,/ Compartidas por ti serán menores;/ Si al Rey abruma el cetro soberano;/ Lo harás leve al tocarlo con tu mano” (2/2/1878: 35).11 Está claro que estas mujeres de la realeza fueron las figuras secundarias de apoyo, necesarias para corregir el fracaso de Isabel y representar 11 Todo el poema es una serie de contrastes entre los roles masculino y femenino: “El hará respetar á las naciones/ La integridad de nuestro rico suelo;/ Destruyendo el rencor, las ambiciones/ Hará á la industria remontar su vuelo” versus “Tiene en ti un corazón que le comprenda;/ Un alma que le admire y que le adore;/ Un sér que le oiga y que jamás le venda;/ Y con él sienta, piense, goce ó llore;/ Labio que le sonría y no le ofenda;/ Un ángel que por él á Dios implore...”.

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los ideales del bienestar doméstico burgués para la nación española, y era todavía más evidente que nunca se las vería ejerciendo poder político. Faustina Sáez de Melgar, una de las escritoras más populares en la época, se hace eco de esta idea convencional en la revista La Mujer (8/7/1871): “lo más ridículo en que puede convertirse a nuestro sexo, en mujer política”. “¡Política la mujer! […] ¡qué funesto error, qué horrible extravío! La que toda debe ser ternura, mansedumbre y amor, empujarla indefensa, sin instrucción, sin guía, sin apoyo, a ese antro profundo, a ese abismo de males que llaman política” (Sánchez Llama 2001: 156). Al final de su vida, incluso la imagen de Isabel II había sufrido una transformación en la que se representaba a la lujuriosa reina limitada por las normas de una feminidad aceptable, infantilizante. Benito Pérez Galdós, un autor adepto a describir las disfunciones del ángel del hogar en gran parte de su ficción, nos deja este retrato de Isabel: La amabilidad de Isabel II tenía mucho de doméstica. La nación para ella era una familia, propiamente la familia grande, que por su propia ilimitación permite que se le den y se le tomen todas las confianzas […]) nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil á la piedad, al perdón, á la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, grande obligación para tan tierna mano (1906: 19 y 33).

En los últimos años del reinado de Isabel II ya se había producido un cambio en las representaciones de Isabel la Católica para mejorar la imagen de la reina decimonónica. Mientras que anteriormente la habían destacado como “el mayor ejemplo de virtudes y de la capacidad de una mujer de reinar en el trono de España” (Díez 1992: 78) como parte del esfuerzo para justificar el tener a una mujer en el trono, ahora que el reinado de Isabel II se estaba terminando, el énfasis se cambió hacia una monarca católica más feminizada. Modesto Lafuente ofrece esta imagen de los efectos curativos de la domesticidad de la realeza: Las hijas de la reina de Castilla hilaban, cosían y bordaban y hacían otras labores de manos, en lo cual no hacían sino imitar el ejemplo de su madre, a quien el conocimiento y ejercicio de estas labores valió a veces una inmensa popularidad, porque una bandera bordada por su mano que regalaba al ejército, un manto, un paño de altar o una casulla cosida y decorada por ella misma y que destinaba al primer templo de una ciudad recién conquistada de los moros, excitaba el ardor bélico y el ardor religioso, y le captaba el amor y el entusiasmo del ejército y del pueblo (1922: 74).

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Estos temas se trasladaron a las artes visuales. Dos de los cuadros más populares de 1864 se centran en la Isabel I más feminizada. El primero, Isabel la Católica presidiendo la educación de sus hijos, de Isidoro Lozano, parece ser una ilustración directa de la escena descrita anteriormente. Una de las verdaderas piezas maestras de este género es Doña Isabel la Católica dictando su testamento, de Eduardo Rosales, que representa a la reina moribunda cuando dicta un último testamento que algún día será utilizado para privar a Juana del poder de gobernar en los reinos que su padre le usurpará. En el cuadro, una mujer vestida de negro está al lado de Fernando, que permanece hundido en una silla al lado del lecho de muerte de su esposa, abrumado por el dolor. Aunque sería una imprecisión histórica situar a Juana en España en el momento de la muerte de su madre, muchos han interpretado que ella es esta mujer, y que su presencia en la escena ratifica que será Fernando quien, en el futuro, gobernará sus reinos y a ella misma, convirtiéndola en una niña eterna, quien en vez de reinar, será reinada.12 En el estudio que llevó a cabo sobre las imágenes de mujeres, sobre todo fotográficas, en la prensa popular del siglo xix, Lou Charnon-Deutsch explica que ella se refiere a estas “imágenes como ‘ficciones’ para destacar que eran un producto de una visión imaginaria de la feminidad y que muchas de ellas funcionaban como narrativas condensadas, indicadores para las complejas historias que una sociedad burguesa creciente estaba propagando sobre las esferas ideales de los géneros” (2000: 6). Podemos aplicar esta misma estructura de análisis a los retratos verbales mencionados anteriormente sobre las mujeres de la realeza, y definitivamente a las maneras en que las mujeres eran representadas en la pintura de historia. En 1866, José García, uno de los líderes impulsadores de este movimiento pictórico, escribe que “el fin de este ramo del arte es enseñar, hacer amable la virtud, enaltecer lo 12 Muchas explicaciones históricas de la época enfatizan esta imagen de Juana como una niña eterna. De acuerdo con el popular Padre Mariana (1867), en las Cortes de Toro, donde Fernando se encontró con Felipe para decidir quién reinaría, “Averíguase que su vice-canciller Alonso de la Caballería pretendía fundar y aun persuadille que dejase el nombre de gobernador, y tomase el nombre de administrador y usufructuario, como de derecho lo son los padres de los bienes de sus hijos que heredan de sus madres antes de ser emancipados; y aun después han parte en el usufructo. Que la reina doña Juana no era emancipada, y cuando lo fuera, se podía tener en la misma cuenta de menor de edad, fuese por su indisposición, ó por tenella su marido oprimida y sin libertad. Junto con esto que se había de llamar rey de Castilla, así por el título de usufructario, como porque fué marido de la ínclita reina doña Isabel” (1867: 1175).

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bueno, moralizar y perfeccionar los pueblos” (citado en Reyero 1989: 35). Los pintores recibían instrucciones para tener en cuenta los valores morales, sociales y políticos representados en su versión de un acontecimiento histórico porque, como José Casado del Alisal, el más poderoso de estos artistas, afirmó en las salas de la Academia de Bellas Artes, la pintura de historia era “maestra de las multitudes, cuya educación completa y cuyo espíritu enaltece por la representación de los grandes sucesos y de los grandes héroes del pasado…” (citado en Reyero 1989: 35). Fue Casado del Alisal quien recomendó el tema de Juana a Pradilla para su pintura final, y más crucial, como colofón de su formación en la Academia Española en Roma. ¿Cuál era la lección del trágico viaje de Juana para el público español? Como señala Charnon-Deutsch, en la época, la combinación de varios discursos sociales “producía imágenes gráficas de los cuerpos dóciles de las mujeres para una cultura fascinada por la feminidad” (2000: 2). En los diversos retratos de Juana que pintó Pradilla, la reina epitomiza este cuerpo dócil. La rebeldía de Juana, sus continuos actos de rebelión, son los que tradicionalmente han servido para definirla como loca. La idea original de Pradilla para este cuadro se basa precisamente en uno de esos primeros episodios de rebelión personal. Todavía sobrevive un gran boceto de su Juana la Loca en los adarves del Castillo de la Mota, cuadro que nunca llegó a terminar, donde se representa un incidente mientras Juana estaba prisionera en este castillo por voluntad de sus padres cuando, después de que Felipe partiera hacia Bélgica, ella permaneció en España para dar a luz a su hijo Fernando. Cuando se le prohibió salir del castillo, y de España, para unirse a su esposo, Juana se negó a regresar a sus aposentos y pasó las frías noches en las almenas del castillo hasta que su madre regresó para intentar convencerla de que se quedara. Igual que el episodio en el camino a Granada, este incidente también fue narrado en el Epistolario de Anglería: “Ella, no obstante, como leona africana, en un acceso de rabia, pasó aquella noche a cielo raso en la explanada interior de la fortaleza; y no estoy seguro si también las restantes hasta que llegó la Reina, la cual, enterada del asunto, vino a toda prisa y se esforzó en consolarla con la promesa de preparar inmediatamente una flota con la que pudiera hacer la travesía…” (citado en Rincón García 1997: 389). Posteriormente, los historiadores incluso atribuirían la última enfermedad de Isabel a la falta de docilidad de Juana, por disgustar a su madre hasta el punto de acelerar la muerte de la reina enferma, un claro ejemplo de la noción de que la rebeldía femenina amenaza la estabilidad de la nación.

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Sin embargo, como en los otros retratos que Pradilla pintó de ella, el momento capturado por el pintor es el de la derrota. Lejos de ser presentada como una leona africana rabiosa, Juana es el cuerpo femenino, dócil y humillado, cuando arrodillada se aferra desesperadamente a las almenas del casillo. El centro del estudio lo ocupan las figuras que se ciernen sobre su cuerpo desvalido, el de una mujer marginada, arrinconada, a causa de una lucha por el poder. La idea para el cuadro fue rechazada aduciendo que pocos espectadores reconocerían la historia, puesto que el reconocimiento instantáneo del acontecimiento era un componente crucial para el éxito de un cuadro histórico. Como se sabe el proyecto de pintar a Juana no fue abandonado. Con la clara aspiración de conquistar el éxito internacional, Casado del Alisal había propuesto este tema porque “es viable para los españoles por ser español y dramático y de los que por allá entienden” (Reyero 1989: 36). El consejo fue un éxito para Pradilla. Inicialmente, pocos en España creyeron que el cuadro Doña Juana la Loca pudiera causar el mismo revuelo que produjo cuando fue presentado por primera vez en Roma. El éxito de Pradilla y su elevación a estatus de celebridad fueron instantáneos: A diario, numeroso grupo permanece delante del cuadro de Pradilla en el Barracón del Indo, lugar donde se exponían las Bellas Artes, en el Paseo de la Castellana. A ciertas horas y en ciertos días, cuando la luz escaseaba y envolvía en místico misterio la escena del cuadro, el público permanecía silencioso en su contemplación como subyugado por la desgracia de aquella majestad, cuya mente dominada por los inexplicables celos que en ella despertaron los imaginarios amores de la castidad de la muerte, no reparaban ni en la inclemencia de una noche fría y lluviosa ni en los fastidios y molestias que sus locos temores ocasionaban a la numerosa comitiva (Rincón García 1987: 27 ).

La estructura gramatical de este fragmento, en la que el sujeto de “sin darse cuenta” podría ser tanto el público como la mente de Juana, crea una extraña combinación de emociones en la que el asombro y la admiración de los espectadores se mezclan con el sufrimiento de la reina. Esta fusión se aproxima a las nociones populares del arte sublime del siglo xix, una forma de arte trágico que produce placer a partir de los sentimientos de terror que generan las emociones más fuertes posibles, pero siempre un terror distanciado que no puede herir al espectador. Umberto Eco nos recuerda que los elementos esenciales de lo sublime son la representación de “lo no finito, la dificultad, la as-

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piración a algo cada vez mayor” (2004: 290). En el caso de Juana, su negación a renunciar al amado, la continuación de su amor más allá de la muerte, la convierten en la heroína ideal que encuentra belleza en “un rostro demacrado y esquelético detrás del que, no demasiado escondida, se asoma la muerte” (2004: 299). Muchos han comparado las sensibilidades estéticas de Pradilla con Velázquez (García Loranca y García-Rama 1987: 58), a cuyo trabajo se aproxima en el uso del color y de las líneas diagonales entrecruzadas, como en el Barroco, que crean una gran tensión en un cuadro que fácilmente podría haber sido estático. Con todo, si se buscan conexiones dentro del mismo siglo de Pradilla, los colores y el uso general de la naturaleza se parece más a las representaciones del Romanticismo trágico, como la obra Abtei im Eichwald [Abadía en el robledal] de Caspar David Friedrich. Pradilla habría conocido el estilo de los románticos alemanes a través de una de sus excursiones de estudio a Alemania como parte de su formación en la Academia. La Juana de Pradilla es la personificación de muchas ruinas que aparecen en la pintura romántica, incluidas tanto por el sentido de inconclusión, como a manera de conexión con un pasado común. En España, Juana, una ruina humana, representa el simbolismo del sentido trágico de la vida (Reyero 1989: 122), puesto que emprende una cruzada quijotesca por los campos de Castilla en un intento vano de derrotar a la muerte, no solo la de su esposo, sino la de la España tradicional de la Edad Media. Casado del Alisal también tuvo razón al reconocer que el espectáculo de la locura de Juana atraería seguidores internacionales. En el resto de Europa, España todavía era percibida como el “otro” romántico y exótico de Lord Byron, Victor Hugo y, posteriormente, Gautier y Mérimée. El triunfo de Bizet con la ópera Carmen había comenzado solo tres años antes. La Juana de Pradilla, con su belleza melancólica, el sentimiento de estar rodeada de ruinas, el exaltado sentido del honor de una viuda que se retira a la oscuridad y sus pasiones intensas incontrolables, alimentaron el orientalismo que se percibía de esta “tierra prometida” española “para la expansión del Romanticismo” que tanto disfrutaban los franceses (Johnson 2003: 48). Los españoles capitalizaron en la popularidad de su “otredad” como es evidente en el estilo arquitectónico del Pabellón Español de la Exposición de París, decorado imitando los palacios andaluces, con diseños arabescos de yeso y arcos moriscos. Trágicamente, durante la Exposición de París, la atención del mundo nuevamente se desvió hacia el melodrama de la familia real españo-

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la. El éxito de Doña Juana la Loca de Pradilla en esta ocasión coincide una vez más con un momento clave en el romance entre Alfonso y María de las Mercedes. Ella falleció justamente ese verano, a los dieciocho años. Por consiguiente, todas las revistas ilustradas incluyeron las imágenes de dos monarcas que perseguían un amor que trascendía la muerte. La Ilustración Española y Americana publica, en el espacio de un mes, reproducciones de los dóciles cuerpos de dos reinas españolas, Juana y María de las Mercedes, ofreciendo al púbico español una oportunidad para remplazar las imágenes inaceptables que había dejado Isabel II por las de una familia real más humanizada y cercana a los valores burgueses, que comparte su dolor con la nación. En el número de La Ilustración posterior a la cobertura del éxito parisino de Doña Juana la Loca se describe a Alfonso al borde de la locura por su “amor interrumpido y malogrado en su período de mayor pasión y lozanía, cuando dulces presentimientos anunciaban algo que había de constituir sólidamente la familia” (30/6/1878: 426). Podríamos aplicar la declaración de Alfredo Escobar de que “es la locura que atrae; no es la locura que aparta... Es Ofelia acordándose de su amor...” a ambos monarcas en duelo (La Ilustración 8/6/1878: 369-70). Décadas más tarde, en 1921, el dolor que Juana expresa por su amor perdido es comparado nuevamente con el de una monarca contemporánea, la reina Victoria de Gran Bretaña, la más exitosa del siglo xix como representante del ideal burgués de su pueblo. De acuerdo con El Mundo, el cónsul inglés adquirió una reproducción de Doña Juana la Loca para colgarla en su palacio de verano en Niza, donde la viuda reina pasaba los veranos. Miguel España reporta que “la viuda inconsolable de Alberto de Coburgo Gotha pasábase las horas contemplando a la también inconsolable reina castellana. La idolatría que sintió por su arrogante Alberto la reina Victoria era tan grande como la que, sintiendo por su hermoso Felipe, le hizo perder la razón y la vida al espíritu menos fuerte de la reina Juana” (11/3/1921: 68). Sería tentador censurar a Pradilla por perpetuar las nociones idealizadas de la fragilidad y la sumisión femeninas. Sin embargo, si el pintor atrapó a Juana en la imagen de una mujer que había enloquecido de amor, esta imagen, a su vez, lo encasilló a él como artista, etiquetándolo eternamente como un pintor de historia, a pesar de sus otros intereses y talentos evidentes. Joaquín Sorolla, discípulo de Pradilla, que inició su propia carrera con El dos de mayo, se quejó de que “En España muy pocos pintores de nuestra generación hemos podido librarnos de hacer nuestro muerto” (García Loranca y García-Rama 1987: 61),

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indicando así que, para alcanzar el éxito, los pintores se veían obligados a trabajar en el género de la pintura de historia.13 Una de las tareas de la Restauración era “restablecer la continuidad histórica de España” aplicando una política de “silencio y olvido” a los referente a los errores de la época isabelina y, se podría añadir, de la soberanía femenina en general (Peiró Martín 1995: 29). Debido a la influencia de la Academia y al poder del Estado como principal patrón de las artes, los pintores se convirtieron en los instrumentos de aquellos que estaban en el poder, así como los cortesanos de sus gobernantes al igual que los cronistas de los Reyes Católicos. Estando todavía en Italia, Pradilla había mostrado una clara preferencia por pintar paisajes y escenas de la vida rústica, y algunas de sus composiciones eran claramente impresionistas. Inicialmente fue un estudiante de Carlos de Haes, el principal pintor paisajista de España. Estos talentos e intereses se pueden entrever en sus conocidos cuadros históricos. El tratamiento que le da al paisaje castellano que rodea a Juana fue enormemente elogiado como una señal de la modernidad del cuadro, pero solo como aspecto secundario. Si bien a Pradilla nunca le faltaron clientes extranjeros para sus paisajes y escenas rústicas, los españoles se negaron a reconocer esta faceta de su carrera, puesto que los miembros de la Academia seguían menospreciando la pintura de género. De este modo retornó casi obsesivamente al tema de Juana, y entre 1906 y 1912 pintó por lo menos doce imágenes de su cautiverio en Tordesillas. En esta serie, Juana es representada al lado de una gran ventana, en una habitación desordenada, mientras es observada por otras dos damas. En la mayoría, la princesa Catalina, todavía una niña pequeña, aparece corriendo hacia los brazos de su madre. 13 Pradilla habría sido consciente de la pobreza de los artistas liberales que no querían colaborar con los que estaban en el poder. Al inicio de su carrera, había sido amigo de los hermanos Bécquer, el poeta Gustavo y su hermano, el pintor Valeriano que, como era bien sabido, vivían en la pobreza. Pradilla había colaborado con los Bécquer cuando estos lanzaron su propio periódico, La Ilustración de Madrid. Pradilla probablemente era parte del círculo de amigos que conocía las representaciones pornográficas de Isabel II en las acuarelas firmada por el pseudónimo Sem, ahora conocidas como Los Borbones en pelota y atribuidas a los hermanos Bécquer, donde se muestra a Isabel en varias posiciones con sus varios amantes, especialmente Carlos Marfori, pero también practicando bestialismo con un caballo. Según Charnon-Deutsch, “estos bosquejos demuestran una ansiedad fundamental por una mujer que ocupaba el puesto más visible de España en la esfera pública, el cuerpo de la reina (como la otra amenaza pública, la prostitución) lo único que puede hacer es corromper el cuerpo político. En casi todas las imágenes, un detalle mínimo pone de relieve el hecho de que Isabel está profanando el trono” (2000: 119).

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La locura de Juana es revelada con la mirada vacía dirigida al espectador, ignorando la mirada que le dirige la niña. La escena recuerda vagamente a Las meninas, especialmente porque Pradilla incluye una puerta abierta en el fondo, que añade profundidad y dimensión al cuadro. Pero de nuevo el mayor impacto es el de Juana como indefensa e infantil. Las meninas de este cuadro no cuidan a ningún niño, sino a una mujer adulta, enloquecida por amor. En una de las versiones, Catalina no aparece en el cuadro, y Juana permanece en una posición similar, con las manos todavía en la misma posición, pero vacías, indicando una ausencia. Esta variación sugiere que Pradilla estaba pintando otra muestra de rebelión por parte de Juana. Poco después de la llegada de Carlos a España para asumir el reinado después de la muerte de Fernando, sin importarle que su madre todavía fuera la reina, hizo secuestrar a Catalina, sacándola del castillo de Tordesillas. Cuando descubrió que había perdido a la niña, Juana hizo una de sus huelgas de hambre y reaccionó de manera tan violenta que le devolvieron a Catalina. Juana, anteriormente vista como

La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, 1906, Francisco Pradilla y Ortiz. Museo del Prado, Madrid.

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esposa, ahora revela su faceta maternal en el momento en el que se convierte en la reina madre de Carlos. Los cuadros están hechos con aura de religiosidad, ya que ella está sentada al lado de una ventana con el marco lleno de crucifijos, fuentes de agua bendita y rosarios, y en la pared del frente hay un fresco con el rostro de un Cristo, quizás por reacción a aquellos que interpretaron las rebeliones de Juana como herejía. En La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina (1906), la reclusión y exclusión del poder se reflejan a través de la imagen de un caballero de juguete, con una corona en la punta de su lanza cuyo oponente en miniatura, una muñeca con vestimentos suntuosos, yace derrotado en el suelo como reina que ha perdido su corona. Este es el único ejército que gobernará la hija de la mítica Isabel la Católica. Esta escena de batalla está en un segmento separado de un cuadro con un centro vacío que deja la figura de Juana aislada, en el extremo izquierdo, y separada nuevamente del mundo al otro lado de la ventana. Menos de un año después de la exposición de Doña Juana la Loca, el Parlamento español le hizo a Pradilla un codiciado encargo. Le pidió que pintara La rendición de Granada siguiendo las instrucciones del marqués de Barzanallana: “como representación de la unidad española: punto de partida para los grandes hechos realizados por nuestros abuelos bajo aquellos gloriosos soberanos” (El Liberal 28/5/1882). Isabel debía ocupar una posición prominente en el centro del cuadro, quizás para simbolizar la superioridad de Castilla en la península, aunque históricamente Fernando estuvo en la rendición de Granada, mientras que Isabel esperaba en un pueblo vecino, Santa Fe. A pesar de la imprecisión histórica de incluir a Isabel en la escena, el cuadro, finalizado en 1882, fue un éxito. Pero para los críticos serios, no solo de arte sino de política, como Fernanflor (Isidoro Fernández Flórez), quien en una semana dedicó cinco artículos a Pradilla en El Liberal, “La rendición de Granada es peor que un mal cuadro: es un mal ejemplo […] El último cuadro de Pradilla es la síntesis de una decadencia” (21/5/1882). Y Añade: El pintor de historia es un poeta que pinta. Un cuadro de historia es una oda. Sin la poesía, sin el ideal, un cuadro histórico, por hábilmente que esté pintado, por arqueológicamente que esté reproducido, no pasa de ser un cuadro de género. Lo que en mi concepto es el de Pradilla […] Los poemas se escriben en endecasílabos y los grandes asuntos, cuando hay lienzos, se pintan en figuras endecasílabas también […]. No hay en él ninguna condición viril: debía ser una oda y es una composición en redondilla […] (citado en Centellas 1999: 74).

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En muchos aspectos, el éxito de Pradilla con La rendición de Granada, y especialmente con Doña Juana la Loca, es un síntoma de la decadencia de todo un sistema en el que se representa la identidad nacional a través de una ideología marcada por el uso del género, práctica que continuará el cine en los siglos xx y xxi, en particular con las películas y series televisivas que tomarán los cuadros de Pradilla como punto de partida. Débil comienzo del cine nacionalista español Uno de los medios por los cuales se perpetúan las imágenes icónicas de la pintura de historia decimonónica en el siguiente siglo será el cine, que en múltiples ocasiones anima, pone en movimiento, las imágenes de Pradilla. Una de las protagonistas iconográficas del cine español será la reina Juana la Loca, cuya figura se proyecta como emblema de la nación desde la época del cine mudo. Cuando en 1910 los pioneros cineastas españoles Ricardo Baños y Alberto Marro buscaban un tema de gran relevancia para promocionar sus nuevos estudios en Barcelona, Hispano Films, se decidieron por llevar a la pantalla el melodrama de Juana la Loca, en la primera versión cinematográfica del drama del 1855 de Tamayo y Baus La locura de amor. Al igual que sus colegas franceses del movimiento Film d’Art, pretendían elevar el estatus del cine de mera diversión dirigida a las clases populares, a una forma de arte. Pero, además de ser arte, las películas de esta tendencia apostaban por temas históricos que llevaran a la pantalla escenas melodramáticas de las vidas de personajes que eran clave para el desarrollo del concepto de nación. En parte, dada la brevedad de los filmes de esta época, los directores contaban con que el público más ilustrado ya conocía las historias de los protagonistas. Con sus primeros filmes de temas históricos, los españoles estaban enlazando con las tendencias internacionales. Los franceses habían inaugurada el nuevo género con L’Assassinat du Duc de Guise, dirigida por Charles Le Bargy y André Calmettes en 1908, que enlazaba con la historia y la gran literatura a través de la escenificación fílmica.14 En 1912 se estrenó la coproducción británico-francesa Les Amours de la Reine Elisabeth de Louis Mercanton y Henri Desfontaines, con Sarah Bernhardt como Isabel.

14 El filme narra los eventos de 1588 cuando el rey Enrique III llama a la corte a su rival, el duque de Guise, a quien asesina.

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Fructuoso Gelabert fue uno de los primeros en inaugurar la tendencia patriótica/histórica con el éxito, en 1909, de Guzmán el Bueno, basado en el drama de Antonio Gil de Zárate de 1841 y reproduciendo el cuadro de Salvador Martínez Cubells Guzmán el Bueno arrojando el puñal de 1883. Este filme de 14 minutos triunfó en España, Francia, Estados Unidos y también en América Latina y marcó el debut cinematográfico de la gran Margarita Xirgu.15 Guzmán el Bueno presenta la leyenda medieval de este gobernador de Tarifa que debe defender su ciudad sitiada por el mismo hermano del rey Sancho IV, Juan. Cuando Juan secuestra al hijo de Guzmán, amenazando con matar al joven si el gobernador no entrega la ciudad, en un gesto ultranacionalista que privilegia el amor y la lealtad a la patria por encima de la familia, Guzmán le arroja su propio puñal para que sacrifique a su hijo.16 El otro gran director que estaba trabajando en Barcelona en esa época, Segundo de Chomón, se había unido a Juan Fuster para fundar su propio estudio de producción después de que no le renovaran el contrato con la compañía cinematográfica francesa Pathé. Ambos se fijaron como objetivo elevar las películas a un estado superior del arte con un melodrama histórico, Justicias del rey don Pedro. En vez de decantarse por la representación más violenta de Pedro el Cruel, Chomón y Fuster optaron por filmar la leyenda del monarca que se pasea por las calles de Sevilla reparando injusticias. En este caso, un arcediano no permite a la joven Inés que entierre a su padre si esta no accede a sus deseos. Inés ora fervientemente por una solución para defender su honor. Viendo su angustia, Pedro le pide que lleve al arcediano a la casa de ella, donde el rey, a quien este insulta pensando que es el amante de Inés, lo atrapa en el acto. Como castigo, el rey ordena que entierren vivo al arcediano al lado del padre de Inés, explicando: “No soy un rey carnicero, sino solo rey justiciero”. A las representaciones cinematográficas de la historia se le pueden aplicar lecturas que tienen en cuenta el momento en que se filmaron, en este caso, la necesidad de defender la monarquía española a principios de siglo y de promulgar un espíritu de patriotismo que inspirara a la nación a sacrificar a sus hijos ante las necesidades patrias en la Guerra de Marruecos. 15 Gelabert es uno de los grandes pioneros del cine en España. Filmó el primer corto de ficción español, Riña en un café, en 1897 y el primer producto español de exportación, Visita de Doña María Cristina y Don Alfonso XIII a Barcelona, en 1898. 16 La leyenda de Guzmán el Bueno será una de las bases para el filme de 1941 Sin novedad en el Alcázar, una coproducción hispano-italiana dirigida por Augusto Genina.

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Estos dos filmes no solo inauguran en España el cine en la tradición del Film D’Art, sino que también son un buen reflejo de la relación entre una incipiente industria nacional del cine y los trastornos políticos-sociales del momento. La situación política nacional era propicia para el comienzo de una tradición de cine patriótico. En la primera década del siglo xx era difícil vender la imagen de una nación y una monarquía triunfante, puesto que España estaba atrapada en la polémica suscitada por sus campañas en Marruecos, especialmente en 1909. Ese año, el 27 de julio, el ejército sufrió el llamado Desastre del Barranco del Lobo, cerca de Melilla, víctima de un levantamiento rifeño. Y solo unos pocos días más tarde sigue la Semana Trágica de Barcelona, con 80 víctimas (75 civiles). La resistencia a la conscripción militar provocó los sucesos de Barcelona, puesto que la clase trabajadora se resistía a luchar en una guerra que no apoyaba. Los hechos históricos fueron capturados en noticieros documentales. Semana Trágica, de José Jaspar Serra, tuvo una mayor distribución por su mayor enfoque progubernamental. Se distribuyeron 120 copias por todo el mundo. Los levantamientos fueron controlados con gran dificultad y se impuso la ley marcial. Como señala Josefina Martínez, “Era difícil mostrar en la pantalla un ejército glorioso y un pueblo triunfante cuando la realidad hablaba de más de 30.000 muertos y heridos en África” (2010: 198). Pero las as películas de Gelabert y Chomón, con su manera de ofrecer paralelismos históricos, promueven un espíritu nacionalista y consiguen inventar un ejército glorioso en plena Reconquista contra los musulmanes al ofrecerle al público un héroe, Guzmán el Bueno, en una situación paralela a los soldados españoles que luchaban en Marruecos, pues en su época, el siglo xiii, había luchado por su rey, Sancho IV, en el sultanato meriní de Fez. En 1294, de nuevo se enfrenta a los meriníes, que se habían aliado con el hermano del rey Sancho IV de Castilla, el infante don Juan, para conquistar Tarifa. En esta última contienda Guzmán el Bueno incluso está dispuesto a sacrificar a su propio hijo en servicio a su rey. Estos filmes que glorifican la lealtad hacia la Corona se estrenan precisamente en los momento en que la monarquía de Alfonso XIII sufría una gran crisis, tanto por el sentimiento popular en contra de la Guerra de Marruecos, como por el creciente nacionalismo catalán. Pero Ricardo Baños también había filmado un documental sobre la Semana Trágica que financiaría su trabajo en películas de ficción. Baños y Marro habían usado las ganancias hechas con los noticieros

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sobre la guerra en Marruecos y la Semana Trágica en Barcelona para abrir el estudio más moderno de la época y producir obras basadas en los clásicos españoles. En 1908, y luego de nuevo en 1910, filman Don Juan Tenorio. En 1911 Baños y Marro retornaron al notorio rey con Don Pedro el Cruel. En este momento las películas ya son de mayor duración y esta versión dura 28 minutos, casi el doble que las anteriores. Ahora el foco está en la crueldad por la que recibió su sobrenombre, y no en un elogio a la monarquía justiciera. En esta película, primero ordena el asesinato de su hermano Fadrique y luego intenta matar al otro, Enrique, aunque en vez de eso uno de los hombres de este lo mata a él mientras pronuncia la famosa frase: “Ni pongo ni quito rey, pero ayudo a mi señor” (Ruiz 2004: 113). Sin embargo, aparte de gestos políticos y aspiraciones artísticas, lo que más apreciaba el público eran las imágenes puestas en movimiento de las expresiones melodramáticas, en semejanza a los momentos captados por la pintura de historia. Como se haría en años posteriores, el cine toma prestadas algunas de las imágenes más icónicas de este género pictórico y las armoniza con las palabras, igualmente préstamos, del teatro histórico romántico del siglo xix. En esta década, que marca un débil comienzo del cine patriótico español, la fórmula adoptada por los directores era la combinación de un drama romántico de tema histórico con imágenes que son cuadros de historia puestos en movimiento, captando así el espíritu de lo que en inglés llamarían moving pictures (imágenes en movimiento). Algunos carteles, como el de Locura de amor, son copias directas de cuadros ya muy conocidos por el público español. Si en Justicias del rey don Pedro el cine ofrece una defensa de la monarquía como protectora del pueblo —en contraste con el contemporáneo Alfonso XIII, que perdía el apoyo popular— y Guzmán el Bueno proyecta el modelo de buen ciudadano masculino, dispuesto a sacrificar hasta a su propio hijo por la patria, Locura de amor de Baños y Marro repite el cliché romántico de que la mujer, en lugar de gobernar, es gobernada por el amor. De este modo, el filme establece el modelo, que seguirá vigente durante todo un siglo, de películas que siguen el mismo patrón en cuanto a la representación de la mujer española en el cine histórico. Este género cinematográfico sigue la fórmula de presentar momentos de máxima tensión de historias que el público ya conoce. Con los personajes masculinos crean una fuerte tensión para el público al ofrecer escenas sumamente violentas, normalmente con una muerte en pantalla. De Locura de amor solo sobrevive un

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Cartel promocional de la película Locura de amor, 1948, de Juan de Orduña.

fragmento breve que muestra a Juana presa de un violento ataque de celos. El 21 de octubre de 1860 un crítico anónimo escribe lo siguiente sobre los cuadros expuestos en la Exposición de Bellas Artes: “Ahí está nuestra historia, cuyas gloriosas páginas pueden inflamar la mente de los que desean traducir en loores la brillante epopeya de nuestra grandeza. El cuadro histórico reemplazó al religioso; el entusiasmo por la patria, a la fe; el artista puede hallar en la historia un fresco manantial de hermosas concepciones” (Anónimo 1848: 338). En el momento de establecer un cine español de calidad que atraiga a un

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público más culto, se transfieren las referencias decimonónicas a la pantalla en momentos de crisis nacional con el arte de nuevo al servicio del impulso nacionalista. Orduña y Aranda ante la figura de doña Juana: del amor a la lujuria Pasarían casi cuatro décadas antes de que la reina Juana volviera a triunfar en pantalla, pero la continuidad del modelo que pasa del teatro romántico a la pintura de historia y, luego, al cine se hace evidente con una comparación del filme de 1948 de Juan de Orduña, Locura de amor con Juana la Loca, la versión de la misma historia actualizada en 2001 por Vicente Aranda, e incluso con la representación de Juana en la tercera temporada de la serie de Televisión Española Isabel, ya del año 2014. Tomaremos como punto de partida las teorías expuestas por críticos como Marcia Landy en cuanto al cine histórico y también toda una serie de estudios que establecen vínculos entre las dos artes hermanas, la pintura y el cine. Ambas películas, la de Orduña y la de Aranda, están basadas de forma directa en el drama de 1855, de gran éxito, Locura de amor de Manuel Tamayo y Baus. También se inspiran en varios cuadros históricos del siglo xix, entre los que destaca la imagen altamente reconocible de la reina Juana ante el féretro de su esposo Felipe el Hermoso pintada por Francisco Pradilla y Ortiz, y que ya había sido el marco de referencia para el filme de Ricardo Baños y Alberto Marro. Como ya se ha visto con el ejemplo de Agustina de Aragón, a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, Juan de Orduña dirige una serie de películas basadas en los grandes mitos de la historia española para el estudio cinematográfico más importante de la época de posguerra, y el más afiliado con el nuevo Estado, CIFESA. Locura de amor, del 1948, fue el primer gran éxito de esta serie que lleva a la pantalla los mismos impulsos nacionalistas de la pintura de historia decimonónica, cuyas imágenes inspiran las puestas en escena de varias películas: Locura de amor, con su estructura circular, termina y empieza con un tableau vivant del cuadro de Pradilla. Las películas históricas de Juan de Orduña —no solamente Locura de amor, sino también Agustina de Aragón, La leona de Castilla y Alba de América— se ajustan a lo que los estudiosos cinematográficos han denominado cine de “historia monumental”. Críticos como Landy y Rosenstone se fijan

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en la manera como los regímenes políticos conservadores movilizan los mitos nacionales para moldear el presente y, en esencia, presentan imágenes históricas, pasadas por el filtro de las necesidades de un régimen contemporáneo, como si fueran monumentos en tributo a la formación nacional.17 Varios historiadores se quejan de que vivimos en una época posalfabetizada en que la gente sabe leer, pero no lee. Por consiguiente, el público recibe más instrucción histórica por medio del cine que por medio de los libros. Para describir este hecho social, Hayden White aplica el término historiophoty para la representación de la historia en términos visuales y dentro del marco del discurso fílmico (citado en Rosenstone 2001: 50-51). Desde este punto de vista, el cine de historia monumental tiene ciertas características genéricas. Estas películas representan la nación en un momento clave de su nacimiento, durante una crisis que brinda a los héroes nacionales la oportunidad de exhibir su superioridad al derrotar a los enemigos de la nación. Como suele ocurrir con el cine patriótico —en el caso de Locura de amor claramente definido como tal por el apoyo que el filme de Orduña recibe del estatal Consejo de la Hispanidad—, una figura que representa la nación, en este caso Juana, es acosada por extranjeros malvados, que en este esquema maniqueo, representan el mal contra el que el pueblo se une para defender a la nación. Aunque la reina Juana la Loca pueda parecer una heroína nacional extraña, su reinado marcó un punto de inflexión importante en la historia de España. Su gran triunfo fue conservar los derechos de su hijo, el futuro emperador Carlos V, ante la amenaza de que España se convirtiera en una nación satélite dominada por los Habsburgo del norte de Europa. En este sentido, Juana es la madre patria que engendra no ya una nación, sino un imperio. Esta faceta es fácilmente visible en Locura de amor, filme en que los consejeros flamencos que acompañan al nuevo rey de España sobresalen por un nivel tan alto de avaricia y crueldad que, en menos de un año, han empobrecido al noble pueblo castellano a la vez que victimizan a la reina. Juana mantiene su estatus mítico dentro del filme al

17 Las tres categorías principales de historia que identifica Nietzsche son: 1. La historia monumental, que celebra las grandezas del pasado; 2. La historia anticuaria, que preserva y muestra reverencia hacia los bienes ancestrales que hayan sobrevivido; 3. La historia crítica, que deconstruye las narraciones del pasado. Landy cita el ensayo de Nietzsche “The Uses and Disadvantages of History for Life” (2001: 22), disponible en .

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reconocer y anular los errores del pasado con respecto a la explotación llevada a cabo por los flamencos en el inicio de su reinado. La película narra el melodrama familiar de Juana en una serie de flashbacks, cuando el joven Carlos visita por primera vez a su madre cuando está reclusa en Tordesillas y sus consejeros le cuentan los eventos que causaron que perdiera la razón. A pesar del amor eterno que la anciana reina loca le sigue profesando a su difunto esposo, Juana le explica a su hijo, Carlos V, que los últimos recuerdos de Felipe el Hermoso fueron para él. El rey flamenco queda vilipendiado no por su comportamiento hacia Juana sino, como se le explica a Carlos, por unas ambiciones políticas que habrían cedido el nuevo imperio a los Habsburgo del norte. En el momento de su muerte, Felipe le había suplicado a Juana, “dile todo el mal que por mí padeció Castilla”. Juana, como hija de los Reyes Católicos y madre del emperador Carlos V, se sitúa en el momento clave del fin de la Edad Media y el nacimiento de la historia imperial de España. Claro está que las deficiencias mentales de Juana, al igual que su feminidad, la marcan como personaje problemático en cuanto a su estatus mítico. Sin embargo, el filme no cuestiona que, por muy loca que esté, la reina española consigue solidificar la Reconquista incompleta de sus padres, los Reyes Católicos, y que por medio de su matrimonio y su prodigiosa fecundidad, España domina casi todo el norte de Europa. Su obra de continuación de la Reconquista queda resaltada por el detalle de que la amante de Felipe, a quien logra derrotar, sea una mora de Granada, hija del antiguo emir El Zagal (Abu Abd Allah Muhammad al-Zaghall). Estos detalles no son originales de Orduña, sino que se toman directamente de la obra teatral de Manuel Tamayo y Baus, dramaturgo conservador cuya versión de la historia sería cuestionada medio siglo más tarde por escritores más liberales como Benito Pérez Galdós, cuya última obra fue el drama Santa Juana de Castilla, estrenado el 8 de mayo de 1918, con Margarita Xirgu en el papel protagónico. Un análisis de la obra de Galdós sirve para contrastar las divergentes interpretaciones que se han hecho de la antigua reina de Castilla. Galdós enfatiza que Juana se sitúa en lo que Manuel Machado, al reseñar la obra, definió como “un momento originario de la Historia de España ‘pleno de posibilidades’” (citado en Mora García 2000: 99). Entre estas posibilidades Galdós se imagina un imperio más democrático, libre de la represión de las obsesiones religiosas. En el momento de hacer sus investigaciones históricas, Galdós se enfoca en las interpretaciones

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de historiadores alemanes como Gustav Bergenroth, que insiste que a Juana se la considera sospechosa de herejía por su rechazo de los ritos católicos, por lo cual Galdós crea para su público la imagen de una reina Juana cuya espiritualidad personal e intimista proviene de las lecturas de Erasmo. Jo Labanyi es quien mejor ha estudiado esta obra de Galdós y su relación con el cine de Orduña: En Santa Juana de Castilla, la locura de Juana, más que “locura de amor”, es la locura elogiada por Erasmo en su libro Elogio de la locura, libro que Juana lleva en su persona y que dice haberle sido regalado por Erasmo en Flandes. La discordia matrimonial entre Felipe y Juana se convierte en el desacuerdo religioso: si Felipe representa el catolicismo intransigente fundado en el odio, Juana encarna el espíritu de la caridad: es decir, el amor en su manifestación pública más que privada. Acusada de herejía por negarse a asistir a las ceremonias religiosas, Juana insiste en que cumple con sus deberes cristianos a través de sus actos: concretamente, mediante la renuncia al mundo y la práctica caritativa (2001: 18).

Por medio de su representación de Juana, Galdós censura la España de Carlos V y de la Contrarreforma que privó de libertad a tantos seres y arrastró a España hacia guerras desastrosas. La Santa Juana visionaria de Galdós dice: “Mi hijo, desconocedor de las grandes virtudes de este pueblo, donde abundan los corazones rectos y las inteligencias despejadas, nos ha traído acá una nube de flamencos que devoran toda la riqueza, y a la postre nos llevarán a la completa ruina del suelo castellano” (1951a: 1324). Carlos mantiene a su madre encarcelada en Tordesillas durante 46 años, a pesar de ser la reina legítima de España, para poder dominar su imperio de la forma más dictatorial posible.18 En este esquema, Juana representa el daño que sufrió la nación bajo la política represiva de la España imperial, que castigó y silenció de forma injusta cualquier forma de pensamiento libre. 18 Labanyi considera el final de la obra de Galdós decepcionante, ya que permite que Juana escape de su confinamiento, para luego conseguir su santidad precisamente por regresar, y aceptar libremente su reclusión: “Si, por una parte, las representaciones melodramáticas de las pinturas de historia, y de Tamayo y Orduña, limitan la tragedia de Juana a su vida amorosa, sin embargo el mismo exceso melodramático de estas obras atrae la atención a las injusticias cometidas contra ella, al privarla del poder. Al rehuir el melodrama, la obra de Galdós subordina el tema amoroso a la denuncia de la intolerancia religiosa y a la alegoría política, pero la consecuencia es la santificación de Juana por aceptar la pérdida del poder. Al igual que lo hizo anteriormente con Tristana, Galdós le permite a Juana intentar escaparse de su prisión, para luego elegir libremente terminar sus días en ella […]” (2001: 26).

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En contraste, el emperador Carlos V que presenta Orduña sobresale por su bondad, y sobre todo por su inocencia. La llegada de Carlos a Tordesillas para visitar a una madre a quien no conoce sirve de marco narrativo para el filme. La historia se narra en flashback para un Carlos que no entiende la locura de su madre, ni parece saber nada sobre la historia reciente de los reinos que hereda. Con este marco, Locura de amor identifica la fundación de una nueva dinastía imperial como un hecho puro y limpio, llevado a cabo por seres enteramente bondadosos. Esta Juana se presenta con aspecto monjil, a diferencia de la mujer real que rechazó la compañía de curas y se negaba a asistir a las ceremonias religiosas. La Juana de Orduña está siempre acompañada de fray Juan de Ávila, el único que puede calmarla. Al analizar Locura de amor en el marco del cine de historia monumental, hay que tener en cuenta que, por el simple hecho de que muestren personajes que realmente existieron en el pasado, las películas históricas no dejan de ser reflejos de la posición política y social de quienes las financian y dirigen. El modo en que se representa el pasado sirve de barómetro de la vida cultural de un país. Por ende, la representación idealizada de la España de Carlos V que se proporciona al público español de 1948 encaja fielmente con la imagen de sí mismo que pretende mostrar el régimen franquista. Los manuales escolares de la época enseñan que el golpe de Estado del 36 se llevó a cabo para librar España de un gobierno republicano que pretendía apartar a la nación de su destino histórico: “para devolverla a su cauce, luchó victoriosamente el Caudillo” (Abós 2003: 171). Al igual que Carlos V y su hijo Felipe II habían librado a España y a gran parte del mundo de la amenaza del protestantismo, ahora el Caudillo lucharía por librar al mundo del comunismo. Una vez más se adjudica la espada al “pueblo elegido de Dios, al servicio de la cruz” (Abós 2003: cap. IV). Desde el punto de vista económico, las comparaciones también se presentaban como obvias. Si en el siglo xvi fueron los flamencos quienes habían intentado traer la ruina a Castilla, durante en el régimen franquista, el bloqueo económico que sufría España al ser el único régimen fascista que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, permitía culpar a las fuerzas extranjeras de la miseria del país. Vicente Casanova, el propietario de CIFESA, colabora de forma consistente con los intereses ideológicos del régimen haciendo “cine por razón de Estado”, al mismo tiempo que niega la intervención de ideología alguna (Mira Nouselles 1999: 126). La producción de Locura de amor preserva los mitos de la formación nacional, a la vez que los subtextos del filme nos remiten insis-

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tentemente a la España de los años cuarenta, en la cual se idolatra a la reina Isabel por haber unificado la península bajo el catolicismo, pero simultáneamente se muestra la incapacidad de las mujeres para el ejercicio del poder. La Sección Femenina de la Falange presenta a Isabel más como una madre dispuesta a sacrificar su vida por sus hijos (todos los españoles) y por su religión, que como reina guerrera. Una de las revistas oficiales de la Sección Femenina se llamaba Y, de Ysabel, y en ella se impartían lecciones a las jóvenes falangistas de cómo cuidar a sus familias conforme a las ideologías católicas.19 En Locura de amor la reina Juana, a pesar de su inestabilidad mental, también ejemplifica la conducta de la esposa ideal descrita en La perfecta casada de fray Luis de León, ideario que heredarían los manuales de la Sección Femenina de la Falange. Pase lo que pase, ella es eternamente fiel a su esposo, y está siempre dispuesta a perdonarle. Como toda buena mujer católica, le concede prioridad a su matrimonio, y no a su carrera. No cabe duda de que Isabel se muestra como un ser tan superior, que nadie podría —ni debería— imitarla en cuanto a su rol político. En el filme, Juana le cuenta a su esposo que soñó con la reina Isabel y que esta le pide que sea fuerte por el bien de su pueblo: “En el sueño me dice, piensa en tus deberes, y yo pienso en ti. Quiere a tu pueblo, y yo te quiero a ti. Conserva tus estados, y yo le pido a Dios que conserve tu vida”. Para estructurar la acción, y mostrar a Juana en su papel principal de esposa, Tamayo y Baus hace buen uso de la ironía dramática, técnica que aprovecha Orduña. El público entiende las acciones de Juana porque es conocedor de su causa, mientras que los demás personajes no pueden interpretar sus actos y por eso la toman por loca. ¿Qué mujer no se enfurecería al darse cuenta de que su esposo ha introducido a una amante dentro de su propio hogar, máximo cuando la amante es de un grupo enemigo, como lo es la mora Aldara? Y aun así le perdona. Locura de amor incluso sigue las restricciones del cine franquista que prohibía la inclusión del adulterio. Aldara será mora, pero no permite que Felipe le haga el amor. En parte, esto lo previene el amor puro que siente hacia Álvar, uno de los castellanos ejempla-

19 Para un estudio más detallado de la revista Y, así como de otras revistas “femeninas” de la época, véase mi estudio Women and Children First: Spanish Women Writers and the Fairy Tale Tradition (Soliño 2002: 49-75). María Donapetry enfoca su estudio sobre Alba de América en la representación de Isabel como alegoría del régimen franquista. Según Donapetry, en el filme, una Isabel deshumanizada hace profecías sobre el futuro de España como defensora del catolicismo que luego cumplirá el Caudillo (1998: 46-56).

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res. Solo al final del filme creemos en la locura de Juana, pero es una locura causada por el dolor ante la muerte de Felipe, y no una locura preexistente. Como viuda digna, se enterrará en vida. El filme termina con una voz en off que explica que Juana sufre “la más hermosa locura del mundo, locura de amor”. Este enfoque en una protagonista femenina enmarca Locura de amor no solo en el género de cine histórico, sino también en el cine para mujeres, lo que en el Hollywood de la época se llamaba woman’s picture: un género que comienza ya con el cine mudo pero que sigue produciéndose hasta finales de los años cincuenta, con su auge en los cuarenta. Esta categoría de filmes se concentra en un personaje femenino que parece dominar el punto de vista y el nivel enunciativo del discurso fílmico. Se centra en problemas tradicionalmente concebidos como “femeninos”, como sería lo doméstico, la familia, el autosacrificio, la esposa abandonada, etc. (Doane 1987: 3). La crítica feminista ha cuestionado la representación de la subjetividad femenina dentro de este género, que a pesar de presentarse como “femenino” de forma insistente sigue señalando las deficiencias de unos personajes que se limitan a presentarse como objetos y no sujetos. En los filmes que estudia Doane, los personajes femeninos momentáneamente adquieren posesión de la mirada controladora, pero solo para participar en su propia victimización, ya que la curiosidad que exhiben siempre los lleva a descubrir algún elemento que les trae un dolor masoquista que se ofrece como espectáculo ante el público (1987: 136). La falta de subjetividad femenina de este cine hace de él un género tan aceptable como la novela rosa, en la cual se espera que las espectadoras/lectoras sueñen con imitar a las protagonistas que ven en pantalla, ya que así aprenden a imitar unas normas de conducta aceptables para una sociedad patriarcal que produce y vende la imagen femenina que más le conviene.20 En relación a Locura de amor, se anticipa que el público femenino se identifique con el personaje de Juana, a quien representan no principalmente como reina, sino como esposa ultrajada, incapaz de regirse a sí misma, y mucho menos a todo un imperio. Con este tipo de fil-

20 La película de este género que más éxito tuvo en España fue Rebecca, de Alfred Hitchcock. La identificación del público femenino con la protagonista sin nombre de esta película se ve claramente en la imitación del vestuario que usa Joan Fontaine en el filme. De ahí que las chaquetas de punto con botones se llamen ‘rebecas’. Para un estudio de las formas en que Rebecca se asocia con la “woman’s picture” y la reinterpretación que de ella hace Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás, véase Soliño (2002: 142-44).

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me, CIFESA pretende atraer al público femenino, pero también a sus acompañantes masculinos, ya que ninguna mujer decente iría al cine sola. Como señala Doane, en el marco del cine clásico de Hollywood las historias de amor ocupan una posición oscilante entre lo central y lo marginal. Son marginales en cuanto a que se espera que atraigan más a un público femenino. En esto reflejan el papel de la mujer en el mundo del cine, necesarias como espectadoras que pagan una entrada, pero relegadas del poder, de la mirada tras la cámara que controla y ordena las imágenes. La excepción ante esta posición marginal del género romántico, aunque no de la mujer, son las grandes historias de amor que se presentan en un marco histórico (Lo que el viento se llevó, Dr. Zhivago), como es el caso de Locura de amor, que se inscribe en el marco de la propaganda fascista y representa a la mujeres desplazadas del ámbito del poder a la vez que pule la imagen de figuras masculinas polémicas como el emperador Carlos V. A la mujer se le priva de la mirada y de la palabra, incluso en el contexto de su propia historia. Esta falta de subjetividad la subraya el estilo de actuación con el cual Aurora Bautista interpreta a la reina, declamando de forma teatral, pero raramente dirigiendo su mirada directamente al espectador. Tradicionalmente a este tipo de actuación y de trama se le denomina “melodrama” en el sentido de que se expresa de forma exagerada una serie de emociones exteriorizadas y fácilmente reconocibles por todos (Doane 1987: 71). En el contexto del cine franquista, Marsha Kinder propone unas nociones más sutiles de las definiciones del melodrama. Como ya se ha dicho, cada nación se construye en base a las versiones del pasado que se inventan o que se subrayan. El filme que Orduña dirige para CIFESA en 1948 sirve de modelo ideal para mostrar los usos del melodrama al servicio de la ideología fascista. Como señala Kinder, en relación con su función ideológica, el melodrama en esta época con frecuencia es un género reaccionario que normaliza la ideología dominante al desplazar lo político al ámbito familiar. La España de la época de Juana está al borde de la guerra civil, tema poco grato para el régimen franquista, pero en el filme todas las tensiones se desplazan al plano emocional y hacia un nacionalismo simplista en que los flamencos y los moros que intentan destruir la felicidad de Juana al final reconocen sus errores. No hay mención de los problemas políticos a los que tuvo que enfrentarse Carlos al llegar a España como extranjero. Los problemas se le explican a él simplemente como consecuencia de las relaciones tumultuosas que habían existido entre Juana y Felipe.

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Por otro lado, como también menciona Kinder, el melodrama puede tener su aspecto subversivo al incluir excesos y contradicciones en sus tramas que momentáneamente revelan los mecanismos de opresión. Tanto en el drama decimonónico de Tamayo y Baus, como en los filmes de Orduña y de Aranda, resaltan las implicaciones terroríficas y amenazantes del poder femenino para una sociedad patriarcal. Estos son miedos que deben aplacarse para que el patriarcado pueda continuar, en este caso convirtiendo muestras de fuerza y poder por parte de la protagonista, en locura. La locura de Juana proviene no solo de sus excesos amorosos, sino que la prueba final que le hace perder el trono de Castilla es que intenta actuar como hombre en defensa de su propio honor. Cuando Juana descubre que Felipe ha introducido a su amante dentro del palacio, y como una de sus propias damas, Tamayo y Baus pone en boca de su protagonista la siguiente declaración: “¡Oh, qué felices son los hombres! Cuando uno se cree injuriado, cuando tiene un rival, corre en su busca; y allí donde le encuentra, allí, sin más tardanza, le insulta, allí le arroja un guante a la cara. Y si hay gente que presencie el agravio, mil veces mejor. Y luego, cuerpo a cuerpo, con una buena espada, pelea: pelea y muere o mata. ¡Esto sí que es vengarse! Así, así, así, no de otra manera, quisiera yo vengarme de esta mujer” (1934: 87). La escena se reproduce tanto en la película de Orduña como en la de Aranda, si no con idénticas palabras, sí con el intento por parte de Juana de luchar contra su enemiga en un duelo, como si fueran hombres. Al ver a Juana armada con una espada, hasta quienes con mayor ahínco la habían apoyado, creen en su locura. La asociación entre esta fuerza que normalmente se asocia con lo masculino y la locura se presenta de forma todavía más explícita en el filme de Vicente Aranda, Juana la Loca. Cuando Felipe reprocha a Juana haberle cortado el pelo a una de sus amantes, Juana establece su dominio diciéndole: “[t]engo más poder que tú, y más astucia”. Esta declaración de fuerza, y no sus celos, hacen que Felipe la declare loca. A continuación, Juana utiliza la única arma que tiene para dominar a Felipe, su propio cuerpo. Pocos minutos después de este arranque, ella consigue que un esposo que le había declarado su desprecio, la posea sobre la alfombra del comedor. Pero al reconquistar a Felipe reduciéndose a puro instinto físico animal, pierde el dominio político. Una vez más se establece que las mujeres, aun las que heredan vastos imperios, están incapacitadas para el manejo del poder. A pesar de haber sido creada en el siglo xxi, a la Juana de Aranda le interesa menos el gobierno incluso que a otras representaciones de Juana producidas en épocas

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anteriores, supuestamente menos tolerantes con la libertad femenina. Esto sorprende, ya que para 2001 se han publicado con gran éxito varias versiones de la historia personal de Juana, así como reevaluaciones del estatus de la mujer en la política del Siglo de Oro. En el campo de la historia, la biografía escrita por Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca. La cautiva de Tordesillas, ofrece una visión compleja de Juana que se aproxima más a la de Galdós, y Magdalena Sánchez, en The Empress, the Queen, and the Nun, analiza el poder político que llegan a tener las mujeres en la corte de los Austrias. En el campo de la ficción, Aroní Yanko, en Los silencios de Juana la Loca, permite que Juana narre su propia versión de los hechos, cobrando subjetividad por medio del uso de la primera persona. Incluso en el cine, en La Reina Isabel en persona, Rafael Gordon presenta un monólogo por parte de la reina que en su propia voz, y de forma que muestra sus habilidades políticas, explica las dificultades de su vida personal y de las decisiones de Estado que tomó durante su reinado. En cada una de las obras mencionadas la sexualidad femenina se muestra como uno de los varios elementos que encarna el personaje central. Sin embargo, Aranda convierte la sexualidad de Juana en el elemento que la define por completo. Una de las diferencias notables entre las dos películas es la presencia más abierta de la sexualidad desbordante de Juana en el filme de 2001, elemento que la mayor parte de la crítica ha elogiado como rasgo innovador.21 En este sentido, es útil analizar la visión que el mismo Aranda presenta de su filme y su intencionalidad: Yo me he concentrado en la leyenda, los analistas históricos no se han detenido en esto y yo en mi película me he atrevido a contarlo; además coincide con la verdad, con lo que pensaba el pueblo. Se podría indagar todavía más pero en la película he intentado concentrar lo más importante, y con respecto a los sentimientos. El contexto histórico es secundario pero creo que lo abordo lo suficiente (Aranda en Fernández 2001: 1).

Lo fascinante de estas declaraciones son las contradicciones de las respuestas de Aranda, cuyo filme en muchos aspectos apenas va21 Adrián Veaute (2002) elogia la representación de la sexualidad femenina en el filme como si el sexo fuese un invento del presente siglo: “El amor y el sexo de una época son vistos desde una óptica humana que no coindice con el momento histórico que le tocó vivir a este polémico personaje femenino. Esto hace que lo aparentemente anacrónico del filme tome más fuerza, a causa de la nueva mirada que se impone sobre los hechos históricos, en los cuales Juana no era solo la reina de Castilla, sino también una mujer, con todo lo que ello implica”.

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ría de la representación de Juana que ofrecieron Orduña en 1948 y Tamayo y Baus en 1855. Aunque el sexo no se pudiera mostrar de forma tan explícita, es lógico suponer que nuestros antepasados asociaran la palabra “pasión”, que tantas veces se usó al censurar los sentimientos de Juana en obras anteriores, con el deseo carnal. En la misma entrevista, Aranda incluso proclama que su representación de la sexualidad femenina es subversiva y nueva. Cuando le preguntan: “¿Crees que el Hollywood protestante y anglosajón puede permitir y digerir la pasión de Juana?”. Aranda responde: “Yo pienso que sí, porque en el mundo del cine hay un sector notable de judíos que conocen la historia de los Reyes Católicos aunque de modo muy esquemático, y pueden ver con simpatía que yo haya cogido a un personaje víctima, por identificación con la persecución que sufrieron ellos cuando la Inquisición; puede que este aspecto influya para bien, que juegue a favor” (Fernández 2001: 2). Interesa analizar más a fondo dos aspectos de la respuesta de Aranda: primero el uso de la sexualidad femenina para vender un producto y luego, la representación de la otredad, de lo árabe, en el filme. Las críticas feministas como Isolina Ballesteros, señalan que a partir de los años ochenta, en el cine español, “la representación sexual explícita es condición imprescindible para el éxito” (2001: 178). Kinder añade que la representación de la marginalidad erótica es lo que espera del cine español el mercado extranjero, hasta tal punto que ya se considera un elemento estereotipado que vende y diferencia el producto nacional (y el francés) (1993: 432). El mismo Aranda había confesado en la revista Academia “que hace erotismo porque vende” y lo que más vende en un mercado que ahora tachan de puritano es una visualización negativa del placer femenino (Ballesteros 1993: 180). La Juana de Aranda es abiertamente ninfómana y necrófila. Y como ocurre en gran número de filmes, tanto de Hollywood como españoles, el erotismo femenino se presenta como amenaza social, ya que desestabiliza la línea de sucesión y, hasta cierto punto, al asociar lo sexual con la rival musulmana de Juana, le abre las puertas a otra posible invasión. La representación de la amenaza árabe en Locura de amor y Juana la Loca En el caso de la Juana la Loca de Aranda, el elemento sexual se combina con un nivel de xenofobia poco sutil, en cuanto a la representación de

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la morisca Aixa, la última amante del rey. Orduña había tomado el personaje análogo, Aldara, directamente del drama de Tamayo, para representarla con gran entereza y dignidad. Aparte de la visualización gráfica del deseo de Juana, lo que más cambia de una versión a otra es la forma en que se presenta la última rival de Juana, y el cambio es tan notable, que incita a una investigación más a fondo de las posibles causas. En la versión de Orduña, Aldara intenta acercarse a Juana para tomar venganza contra los herederos de Isabel y Fernando por la toma de Granada y la humillación de su padre, el antiguo rey Zagal. También odia a Juana como componente de un triángulo amoroso. Aldara ama a Álvar, a quien le salva la vida dos veces y que a su vez ama a la reina. Junto con el melodrama familiar hay un conflicto político y cultural que revela la incomodidad que persiste desde el siglo xv sobre la continuada presencia de los moriscos en la península. Aunque Aldara, como era de esperar en una película de este género y de esta época, al final se convierte al cristianismo y expresa su admiración por la nueva dinastía católica, este personaje musulmán está representado con gran dignidad e inteligencia. Franco quería presentar su régimen como la continuación del trabajo de los Reyes Católicos, y Locura de amor de Juan de Orduña refuerza este mensaje. Si sus antecesores católicos habían salvado a la nación emergente y a Europa del islam, de modo similar, Franco prometió salvar España y la Europa occidental del comunismo. La preocupación de Franco por este tema explica en parte el alto número de melodramas históricos basados en la Edad Media que se convirtieron en el principal pilar del cine español de finales de la década de 1940 y principios de la de 1950.22 Pero el personaje de Aldara cumplía una 22 Santiago Juan-Navarro establece una conexión entre Álvar y Franco: “El capitán Álvar de Zúñiga cumple un papel crucial en la transmisión del discurso ideológico que se desprende del filme. Al ser su punto de vista el que articula la narrativa de principio a fin, ocupa un lugar privilegiado en el dispositivo propagandístico que subyace a la trama. A menudo ese lugar llega a ser tan privilegiado que raya en lo ridículo: un simple capitán se permite aleccionar a dos monarcas (primero a Felipe y luego a Carlos); su vestuario es sin duda el más rico y contrasta, a veces de forma grotesca, con la sencillez de los ropajes del emperador, su interlocutor principal; en su agonía, Felipe llega a confiar a don Álvar la protección de la reina (de la Madre Patria). La sublimación desmesurada del personaje y su plena identificación con los valores castrenses confirman en todo momento la proyección en él de la figura del Caudillo. Lo absurdo de su condición privilegiada (muy acentuada en relación con la obra dramática original), no hace sino revelar la difícil relación de Franco con la institución monárquica. De todos es conocida la devoción que el Generalísimo decía profesar por Alfonso XIII, así como su relación paterno-filial con Don Juan

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función mucho más compleja que mostrar simplemente que la victoria en la Reconquista fue frente a un fuerte y digno oponente. Además, su digna representación de los norteafricanos sirvió como tributo a las tropas marroquíes que lucharon con los nacionalistas en la reciente Guerra Civil, y que todavía constituían la guardia personal de Franco. Mientras que algunos críticos han interpretado que la película está llena de divisiones maniqueas en las que los españoles son presentados como buenos y los extranjeros como malos, esta lectura es demasiado simplista, puesto que los miembros de la aristocracia castellana efectivamente venden su apoyo a los flamencos, pero principalmente porque esta sencilla división excluye el personaje de la rival romántica de Juana en España, la morisca Aldara, que complica esa fórmula. Si Juana encarna tanto la devoción de esposa, incluso llevándola al extremo, como el amor por la familia y el país, Aldara igualmente muestra las características que se consideran clave en la idealización de la feminidad española. En la trama, el mujeriego Felipe se ha enamorado de Aldara, que se está hospedando en una taberna local. Ella quiere acercarse a la familia real, y para tal fin se hace pasar por sobrina del tabernero. Está allí porque ha seguido al soldado Álvar, el hombre al que realmente ama y a quien ha acompañado desde Italia después de curarle las heridas de guerra con amor y generosidad. Dado que la corte sigue su camino de Tudela a Burgos al día siguiente, Felipe está desesperado por mantener a Aldara junto a él y Aldara está desesperada por poder estar cerca de Álvar. La conversación entre Felipe y Aldara, que se toma directamente de la obra de teatro de Tamayo y Baus, resalta la pureza sexual del personaje. En este punto, Aldara no sabe que el hombre que la pretende es el rey. Él la agarra y ella dice: Aldara –Soltad. Rey –¿Habrá en el mundo aldeana menos complaciente que tú? Aldara –¿Habrá caballero tan necio como vos? Rey –¿Necio me llamas? Aldara –Necio sois en perseguir a quien nunca habéis de alcanzar. Rey –Tiene en ti Garci-Pérez una sobrina con humos de princesa. Carlos. Sin embargo, Franco era consciente de la naturaleza ilegítima e irregular de su monopolio del poder dentro del esquema de la España monárquica y tradicionalista, algo que se desprende de su tensa relación con don Juan de Borbón. La imposibilidad del amor de don Álvar por la reina podría interpretarse como expresión de la autoconciencia de la propia ilegitimidad política del Caudillo. Su amor debe ser reprimido, porque se sabe imposible. No puede poseer a la Patria, pero sí defenderla de sus enemigos” (2005: 209).

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Aldara –Más me acerco a princesa que a sobrina de un mesonero. Su tono cambia ligeramente cuando se da cuenta de que él puede ayudarla a llegar a Burgos. Rey –Mi corazón os pertenece, señora; por una palabra cariñosa de vuestros labios diera parte de mi existencia. Tengo que partir a Burgos mañana… Aldara –¿Con los reyes acaso? Rey –Sí, con los reyes. Seguidme, y exigidme en cambio todo lo que queráis; hasta lo que os parezca imposible.

Ella pide poder entrar al palacio y él decide que ella será una de las camareras de la reina. Aldara establece las condiciones que le permitirán mantener su virginidad: “¿Y vos os daréis por bien pagado con la única dicha de verme?”. Lo que se expresa con gestos en la película, se dice explícitamente en la obra de teatro. Juana acepta plenamente a su nueva camarera porque no ve en Aldara, ahora Beatriz, ningún interés en su esposo: “La aprecio porque estoy segura que no amará nunca a mi esposo” (1934: 431). Estos rasgos positivos son reforzados por la gran belleza física de la actriz que la interpreta, Sara Montiel. Con este reparto, el público da por sentado que la hija del último rey musulmán de Al-Ándalus y la hija de Isabel y Fernando serían indistinguibles en cuanto a rasgos físicos y a dignidad personal. Aunque no haya sido intencional, básicamente el mensaje que se transmite al público con este personaje y con la interpretación de Montiel es que cuando España expulsó a los musulmanes, claramente rechazó una parte inherente de sí misma y no a un otro identificable e orientalizado. En la obra de Orduña, se trasluce un reconocimiento de que España es una nación híbrida. Como señala Barbara Fuchs: “El proyecto de crear una imagen de una nación unificada implicaba regularizar y regular la presencia de los moriscos […] el sitio de los moros en España después de 1492 es más que una figura retórica…” (2011: 3). Y la misma autora prosigue afirmando que el modelo de orientalismo de Edward Said, basado primordialmente en las experiencias francesa y británica de un otro exótico oriental, debe ser reevaluado al pensar en España, puesto que los elementos moriscos de la cultura andalusí forman parte del tejido que constituye la nación, y también España es considerada un otro exótico por el resto de Europa, recordando el famoso dicho francés: “África empieza en los Pirineos” (Fuchs 2011: 3). Cincuenta y tres años después del estreno del filme de Orduña, Vicente Aranda, conocido en España por su incisiva crítica social en pe-

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lículas como Amantes, de 1999, hace un remake que peca de un orientalismo burdo al crear el personaje de Aixa. Se podría esperar que una película rodada en 2001, un cuarto de siglo después de la muerte de Franco y de la restauración de la democracia, fuera mucho más liberal, especialmente en cuanto a la representación de las mujeres, pero este no es el caso. Por el contrario, la manera en que Aranda reescribe a la princesa morisca ilustra cómo el miedo y el odio popular de principios del siglo xxi hacia los inmigrantes musulmanes se transpone en la pantalla. En la película de Aranda, la princesa morisca es presentada como una prostituta y hechicera que seduce a Felipe no por el deseo de vengar la destrucción de la Granada nazarí, sino por un sentimiento de malicia y falta de moralidad que el filme parece atribuir a todo un grupo étnico. La primera escena completa que presenta a Felipe en España tiene lugar mientras Aixa, que le ha sido ofrecida como “hija de reyes”, ejecuta en su presencia la danza del vientre. El personaje ha sido reducido al estatus de mera prostituta, expuesta en un burdel a los ojos del público. Curiosamente, el papel no es interpretado por una actriz española, sino por la italiana Manuela Arcuri. La actriz carece claramente de la talla interpretativa y la dignidad de Sara Montiel, y aparece desnuda o escasamente vestida en aproximadamente dos terceras partes de todas las fotos de ella publicadas en línea. Aparentemente, el único motivo por el que quiere seducir a Felipe es para complacer a su proxeneta, el capitán Corrales, que está tramando la caída de los flamencos. No solo se reduce la rival morisca a una prostituta, sino que se gana el amor obsesivo de Felipe con un hechizo brujeril pagada por terceros. Los motivos de Aixa contrastan enormemente con los de Aldara, que desea vengarse de los Reyes Católicos por la caída de su familia. Además, mientras Sara Montiel se viste como una mujer española típica, sin ningún rasgo que la diferencie como musulmana, las escenas que presentan a Aixa incluyen las formas más obvias del orientalismo, objetizándola como un otro exótico, para ser comprada y conquistada. Su otredad en este caso está representada para ofrecer a los europeos la imagen estereotipada del oriente exótico. La primera vez que aparece es en un escenario bailando la danza del vientre, lista para que la consuma y la domine el rey nórdico que está en España nada más que para usurparle el poder a Juana. El cambio en la representación del personaje musulmán puede interpretarse como reflejo de la nueva situación social de principios del

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siglo xxi, en la cual España ha pasado de ser un país que enviaba a sus ciudadanos a la emigración en busca del bienestar económico, a un país que disfrutaba de cierto bienestar económico y, por lo tanto, se convierte en destino de miles de inmigrantes, tanto de América Latina como de África. España siempre ha tenido una relación incómoda con Europa, hecho que se capta en estas películas en las que a Juana le arrebatan el trono su esposo flamenco y sus cortesanos, que además pretenden robarles tierras, riquezas y títulos a los españoles. En la época que Aranda llegó a la fama como director, España estaba luchando para ser incluida en Europa. En 1982 ingresó en la Unión Europea y en 1985, en la OTAN. Para 1992 con todos los eventos programados para conmemorar el V Centenario del descubrimiento de América, con el nombramiento de Madrid Capital Europea de la Cultura, los juegos olímpicos en Barcelona y la Expo de Sevilla, “España se embarcó en un viaje cultural para rescatar su condición de europea” (Di Salvo y Molina Gavilán 2001: 1). Este empujón para su inclusión en Europa desafortunadamente también estuvo basado en la exclusión del “otro”, especialmente a través de la xenofobia causada por las olas migratorias de África durante las décadas de 1980 y 1990, que todavía continúa actualmente. Después de haber sido durante siglos una nación que perdía a sus propios ciudadanos porque emigraban a las Américas y a otros países europeos, de repente la corriente cambió de dirección y España se convirtió en una nación que recibía inmigrantes. Pero dado el legado medieval de España de convivencia con su herencia musulmana, más que cualquier otro grupo, los marroquíes son un recordatorio de las preocupaciones de España para que Europa siga viéndola como otro exótico. Debido a la ansiedad causada por su proximidad, tanto en términos históricos como geográficos, los marroquíes han sido tratados constantemente con hostilidad en la península, hecho que es claramente visible en la producción cultural ibérica de la España democrática. El tema de la imagen de la inmigración en la cultura española ha suscitado gran interés en la última década. Daniela Flesler escribe que [l]a integración transnacional de Europa y la apertura de sus fronteras internas han coincidido con la clausura de sus fronteras externas y un retorno a las narrativas excluyentes de identidad nacional. A medida que las concepciones tradicionales de ciudadanía van cambiando hacia nociones posnacionales y desterritorializadas de los derechos personales, la nación y las identidades nacionales aparecen articuladas de nuevas formas... el rechazo actual de los inmigrantes marroquíes está relacionado con el hecho

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de que ellos son el grupo más directamente implicado en los temas de la identidad española en relación con África (2008: 3).23

Al enmarcar su historia en el contexto del melodrama histórico, la Juana la Loca de Aranda revela un orientalismo xenofóbico que habría sido demasiado obvio y ofensivo en las películas que se centran en el papel de los ‘moros’ en la España actual. Mucha de la preocupación causada por los inmigrantes africanos en las películas en el contexto actual incluye aspectos sexuales. Sin embargo, muchos de estos filmes presentan a los inmigrantes con compasión. En Cartas de Alou (Montxo Armendáriz, 1990), un inmigrante senegalés es arrestado por la policía precisamente en el momento en que él y Carmen se disponen a anunciar su noviazgo. La película de 1996 Taxi, de Carlos Saura, condena explícitamente al grupo de taxistas fascistas de Madrid que se autodesignan como vigilantes y protectores de lo que ellos consideran la integridad española, eliminando salvajemente a todos aquellos que no se ajustan a su concepto de pureza basada en sus principios de extrema derecha, como los inmigrantes. Juana la Loca de Aranda no revela este tipo de empatía. Aixa es meramente una herramienta, utilizada y abusada por sus empleadores igual que hoy en día las inmigrantes norteafricanas. Su cuerpo orientalizado es también un instrumento para atraer al público a las salas, no solamente en España, sino en todo el mercado internacional. En la época de la Unión Europea, España ya no quiere ser orientalizada, hecho que queda claro en películas como Carmen, de Carlos Saura, donde vemos como un grupo español de danza con-

23 Susan Martin-Márquez traza la historia de la representación del colonialismo español en el norte de África y su lugar en los mitos nacionalistas de España: “Desde finales del siglo xviii y hasta bien entrado el siglo xix, se cuestionaban los intentos anteriores de construir España como una entidad uniformemente católica y étnica y racialmente pura, y se excavaban las huellas densamente estratificadas de nueve siglos de coexistencia entre cristianos, musulmanes y judíos” (2008: 17). A principios del siglo xix, innumerables novelas y obras históricas incluían personajes musulmanes. Se recuperó e imitó el romance morisco que gozó de particular popularidad, y la publicación de poesía árabe ayudó a inspirar el nuevo gusto por lo oriental. El lector español vería su cultura, con las referencias frecuentes a lo medieval, reflejada en esta tendencia orientalista. Como Jo Labanyi ha observado incisivamente, la ‘España oriental’ es un tópico en el romanticismo europeo y, efectivamente, norteamericano, pero su inflexión en el caso español es especialmente compleja puesto que los ‘moros’ y los moriscos no son sencillos y pintorescos ‘otros’, sino que plantean la pregunta central de hasta qué punto son parte del ‘nosotros en el pasado’ que constituye la historia nacional” (2004: 232).

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temporánea cuestiona los estereotipos de los gitanos y de los toreros. Con el uso de la mujer morisca, Aranda todavía puede ofrecerle al público internacional el orientalismo que ellos desean, mostrándoles no el cuerpo de la reina española, sino el de la mora indefensa. En términos del mercadeo de la película en Estados Unidos, es curioso que Aranda le venda esta imagen de la subyugación árabe a un Hollywood que él concibe como judío. Pero lo que quizás es aún más importante, es que Aranda también utiliza el personaje de Aixa para ofrecerle al público lo que realmente espera de las películas españolas: escenas gráficas de sexo que lindan con la pornografía ‘blanda’ que no abunda en Hollywood y por la que las películas españolas y francesas ganaron reputación internacional. Con este fin, Aranda le ofrece el cuerpo colonizado de Aixa, cuando el de la reina Juana, madre patria, se mantiene cubierto. También interesa estudiar la pretensión, y hasta cierto punto el éxito, de Aranda de convencer al público de que su obra presenta una ‘verdad’ más legítima que la de versiones anteriores. El propósito se cumple por medio del estudio del arte y no de la historia. Quizá el aporte más valioso de Juana la Loca no se encuentre en la historia que presenta, ya que el público conoce la leyenda, sino en los mecanismos de representación que revelan las herencias de las que se nutre el arte cinematográfico. Uno de los aciertos incuestionables de este filme es la fotografía de Paco Femenía. No hay duda de que la Juana la Loca de 2001 crea una ilusión de realismo muy superior al filme de Orduña, cuyos trasfondos parecen hechos de cartón y con una iluminación totalmente carente de delicadeza. Claro que Orduña no contaba con los avances tecnológicos del cine actual. Sin embargo, ambas películas se nutren de las mismas fuentes artísticas, de la pintura de historia del siglo xix. Concretamente, se inspiran en dos cuadros que han cobrado estatus iconográfico: Doña Juana la Loca, de Francisco Pradilla, y Doña Isabel la Católica dictando su testamento, de Eduardo Rosales. Tanto el teatro de Tamayo y Baus como la pintura de artistas como Pradilla, encajan con el gusto del romanticismo tardío, por su expresión de las grandes emociones, que a su vez coinciden con el auge del realismo histórico de mediados del xix. Las técnicas de Aranda, supuestamente muy modernas, coinciden con la ideología impuesta por la Academia de Bellas Artes en el siglo xix, especialmente en su forma de combinar un alto nivel emotivo, con una obsesión por la exactitud arqueológica. Ningún pintor en aquel momento histórico podía tener aceptación sin antes presentar un gran cuadro de tema histórico. El

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pintor debía mostrar su erudición por medio del conocimiento de la época, los usos, las costumbres, las circunstancias, los muebles y los pormenores. Un pintor que equivocadamente introdujera en un cuadro cualquier detalle anacrónico —por ejemplo un botón de un material que todavía no estuviera en uso— quedaba desacreditado ante la Academia. Irónicamente, el género de la pintura de historia decimonónica en España se fortalece de modo defensivo contra quienes proclamaban que el por entonces nuevo invento, la fotografía, también era un género artístico. J. R. Garnelo escribe en El Museo Universal del 11 de febrero de 1866: “¿Puede desconocer ya la distancia que media entre el pintor de historia, que necesita ser un sabio, y el retratista-fotógrafo que no ha menester siquiera tener conocimientos de la esencia de lo que ejecuta? [...] Para la fotografía hay un limitado círculo de hierro que todos divisamos; para la pintura no basta ni aun el espacio porque en las alas del pensamiento se remonta hacia Dios” (1866: 42). El filme de Orduña resalta las limitaciones de los medios fotográficos que le atribuyen los críticos decimonónicos, dejándonos con imágenes circunscritas, carentes de sombras y sutilezas. Locura de amor se cierra con una fotografía del cuadro de Pradilla. Es una imagen estática pero con el efecto grotesco de que las llamas de las velas chispean y se mueve el humo de la hoguera. Incluso una de las grandes películas que cuestiona las fórmulas del cine franquista, Esa pareja feliz (1953), de Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, comienza con una escena que parodia los melodramas históricos y su fotografía acartonada, al igual que el estilo de declamación exagerada de actrices como Aurora Bautista, para proponer que el cine español abandone el pasado para mostrar de forma más realista la vida diaria de los españoles de la posguerra. Los que hoy piensan que la fotografía nos acerca más a la realidad se encuentran ante la situación contradictoria de que la película que recibimos como más realista, la de Aranda, copia su cinematografía, y de forma todavía más directa, de la pintura. Para mayor complicación, en este caso, los cuadros están inspirados en la literatura, ya que la imagen que Pradilla ofrece de Juana está inspirada en la versión teatral de Tamayo. La fotografía de Femenía nos recuerda que el arte del cine reúne en sí toda la historia del arte figurativo, haciendo uso eficaz de todas las técnicas desarrolladas a través de los siglos. Anne Hollander es quien mejor ha estudiado este sincronismo pictórico en su libro Moving Pictures. El título hace referencia a uno de los nombres en

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inglés para las películas: motion pictures, “imágenes en movimiento”. Según Hollander, “El cine, ese gran bebé del mundo de las artes, ha demostrado a los otros medios artísticos cómo usar el arte del pasado de acuerdo a los gustos del ojo presente, cómo responder, absorber, reflejar y continuar, echando mano de lo que necesita y comiéndoselo todo sin dar gracias […] Los marcos de la televisión y el cine están repletos de materias tomadas sin ceremonia de Manet y Goya, de Velázquez y Vermeer […]” (1989: 9). En las dos películas que estamos tratando se señala uno de los momentos centrales, clave, de la trama gracias a la inclusión de la figura de un pintor. Tanto en el filme de Orduña como en el de Aranda, Juana recibe la noticia de la muerte de su madre en el momento en que está posando para un retrato oficial. Como es natural, existen retratos de la persona histórica de Juana, como el de Juan de Flandes y La familia del emperador Maximiliano I de Bernhard Strigel, que pocos reconocen y que se habrían pintado bajo condiciones similares a las que se muestran en las dos películas, aunque no en el momento justo en que ella recibe la noticia de la muerte de su madre. En ninguno de los filmes el pintor puede continuar con su obra, lo que marca un giro metafórico en la representación de Juana en las escenas subsiguientes. También se ofrece una prefiguración de que Juana no va a gobernar, ya que ahora no tendrá retrato oficial. Los auténticos retratos oficiales de Juana no ofrecen la imagen del sufrimiento femenino que desean explotar Pradilla, Orduña y, sobre todo, Aranda y Femenía. Las figuras como Isabel y Juana eran las preferidas entre los pintores de historia decimonónicos, porque a diferencia de los personajes heroicos masculinos, su sexo y las condiciones penosas en ciertos momentos de sus vidas permitían una mayor libertad artística dentro de un género que restaba importancia a las expresiones faciales individuales a favor de un detallismo mayor en la representación de un gran evento. El hecho de que en los retratos de época Juana sea rubia, o incluso pelirroja, se ha eliminado para que su imagen esté más acorde con el estereotipo de la mujer española morena y más adecuada como alegoría de lo español femenino estereotipado. Ante las historias de Isabel, y en mayor grado de Juana, la individualidad se anula al convertir el sufrimiento femenino en fetiche artístico. Las facciones individuales de Juana quedan anuladas por un Pradilla que muestra su rostro como alegorización del dolor. Aranda también reproduce el muy conocido cuadro de Eduardo Rosales Doña Isabel la Católica dictando su testamento, en que se ilustra el

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Juana de Aragón y Castilla, 1500, Juan de Flandes. Kunsthistorisches Museum, Viena.

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momento justo antes de la muerte de Isabel, cuando lega a Juana sus reinos en herencia, pero bajo la autoridad paterna.24 Aranda presenta a la figura femenina que se encuentra al lado de Fernando como Juana, pero esta se encontraba en Bruselas cuando falleció su madre. En el filme de Aranda, sin embargo, el alto nivel emotivo del momento parece revelar al público alguna verdad superior a los hechos concretos.25 Al metaforizarse, sus rostros quedan anulados de una forma que sería impensable viendo las famosas imágenes de Carlos V y Felipe II de Tiziano, o los retratos de Felipe IV de Velázquez. Los artistas de los siglos xix-xxi moldean estas figuras femeninas según los gustos del momento a la vez que manifiestan que su manipulación de la imagen representa la verdad histórica. Por último, merecen especial atención los mecanismos de representación que nutren el filme de Aranda y Femenía. Los escenarios se perciben como realistas, no tanto por el hecho de que algunas escenas se hayan rodado en localizaciones históricas reales, sino también porque las figuras humanas se enmarcan dentro del decorado arquitectónico a imitación de la pintura flamenca patrocinada por los Austrias en esa época. Destaca el uso de colores brillantes, en especial ciertos tonos de rojo, oro y azul, que la fotografía de Femenía logra captar, así como la forma muy particular en que la luz se filtra por las ventanas sirviendo de foco sobre las figuras. Resulta curioso que en un filme de una hermosura tan aparente en los decorados, se niegue el placer visual del cuerpo de la reina. Como ya se ha mencionado, uno de los episodios centrales del filme tiene lugar en el momento en que un pintor está haciendo su retrato oficial. Ese mismo día, Juana recibe la noticia de la muerte de su madre, pero también se entera por primera vez de que Felipe le es infiel. Aquí la fotografía oculta la imagen de un retrato oficial que ya nunca se terminará. La imagen de una reina feliz y segura queda desplazada no solo por los hechos, sino por una serie de tomas que la sitúan alejada del centro de la pantalla. Su falta de centra24 Abós Santabárbara estudia la manipulación del cuadro de Rosales en los manuales escolares del franquismo, en los cuales las figuras políticas que rodean a la reina, se reemplazan por religiosos (2003: 99-101). 25 Uno de los errores históricos del filme es que Juana le dice a Felipe que si el niño fruto de su último embarazo es varón, lo llamará Fernando. Me imagino que con este detalle se pretende mostrar que Juana ingenuamente sigue creyendo que su padre la quiere y la apoya, ignorando que en otra escena Fernando se reúne con Felipe para declarar loca a Juana y repartirse los reinos de su hija entre ambos. El príncipe Fernando ya había nacido y en el momento de la muerte de Felipe, Juana estaba embarazada de Catalina, la futura reina de Portugal.

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lidad ante el placer visual se ilustra por medio de otro tipo de pintura, el maquillaje. Los colores del filme apuntan hacia la creciente locura de Juana, ya que su cara es la única que parece “natural”, sin maquillaje y con los labios dolorosamente resecos. Pero esta desviación de los modelos de representación del cuerpo femenino es engañosa. La falsa naturalidad de Juana en cuanto a su palidez y su cabello desordenado apunta hacia la naturaleza femenina como algo enfermizo que puede nutrir al arte, pero que atrapa al cuerpo femenino dentro de unos marcos poco flexibles que lo deshumanizan. La deshumanización de Juana se completa al final. Juana la Loca empieza y concluye con la voz en off de una reina ya anciana que desde su celda en Tordesillas mira el retrato de Felipe y piensa: “Tal vez olvidaré tu nombre, pero jamás el abrazo que me hacía gemir de placer”. Juana no sufre ya de Locura de amor, sino de lujuria, ha quedado vacía de sentimientos para convertirse en una corporeidad moldeable por los artistas. Su estatus como simple objeto de arte se ve subrayado por la iluminación de la escena en que Juana se encuentra ante una ventana abierta, con la postura y los ángulos establecidos en los códigos de las convenciones artísticas. Los constantes préstamos del arte de la pintura de siglos anteriores resaltan el hecho de que, en el cine moderno, el cuerpo femenino sigue atrapado dentro de marcos tradicionales. La fascinación por Juana la Loca puesta al día en Isabel de RTVE El diez de septiembre de 2012, después de meses de demoras, Televisión Española estrena la serie de ficción histórica Isabel. El último capítulo de la misma se emite el uno de diciembre de 2014 y concluye con la muerte de la reina en 1504. En un momento en que el cine español parece haber abandonado el género histórico para centrarse en temas más actuales, la televisión, sin embargo, consigue un triunfo tras otro con series que se enfocan en tiempos pasados, desde la fantasía situada en el siglo xvii de Águila Roja (2009-2016), hasta una combinación de ciencia ficción y serie histórica como El Ministerio del Tiempo (estrenada en 2015) o una serie como Isabel, con pretensiones de representar fielmente la historia. Aprovechando los avances de la comunicación y la tecnología actuales, todas estas series tienen una gran presencia en las redes sociales. Cada capítulo de Isabel viene acompañado de entrevistas con historiadores que analizan la precisión

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del contenido histórico y responden a preguntas del público. RTVE no es la única cadena que triunfa con las series históricas. En 2013, el único programa español que superó a Isabel fue la adaptación de la novela de María Dueñas El tiempo entre costuras, en Antena 3.26 Desde el punto de vista técnico y artístico, es fácil entender por qué las series históricas conquistan a la audiencia. Las tecnologías de alta definición le proporcionan una imagen de calidad superior para los trajes de época y los decorados que atraen con un gran placer visual en el lujo de las texturas y colores del vestuario. La calidad de la imagen es tal que el vestuario tiene sus propios fans y mereció una exposición en el Archivo Municipal de Málaga, titulada Isabel I y su tiempo, durante el verano de 2016. Como ocurre con el cine de época, las series históricas también se nutren del gran detallismo de la pintura de historia decimonónica. La segunda temporada de Isabel se estrena con un tableau vivant del cuadro de Francisco Pradilla La rendición de Granada, con las posturas y los trajes perfectamente copiados, y el último episodio culmina con la escenificación de Doña Isabel la Católica dictando su testamento de Eduardo Rosales. La última temporada de la serie le concede gran protagonismo a la infanta Juana, ya que mientras una reina, Isabel, se prepara para la muerte, otra intenta recuperar sus fuerzas, y su cordura, para posicionarse como heredera del trono de Castilla. RTVE continúa la saga de la familia real en el filme estrenado en doscientos cines el 19 de febrero de 2016 La corona partida, cuando en televisión ya se ha estrenado la serie que retrata el reinado del hijo mayor de Juana, Carlos, Rey Emperador. Al igual que en sus encarnaciones anteriores, la ideología que se filtra por medio de las representaciones de Juana la Loca no nos remite principalmente al pasado, sino a las inseguridades y a las identidades inestables de un presente en que el Estado español sufre no solo una gran crisis económica, sino también la amenaza constante de la desintegración nacional por las presiones de los grupos separatistas, así como la continua lucha por la igualdad por parte de las mujeres. También se refleja el estatus inseguro de la presente monarquía española, que tras 26 Aquí hay que distinguir entre las series que tienen un trasfondo histórico y las series que representan a personajes históricos y eventos que realmente ocurrieron. No todas las series de TVE son puramente históricas, como Águila Roja, Cuéntame cómo pasó y Amar en tiempos revueltos, pero TVE sí tiene más contenido basado en personajes reales: El Ángel de Budapest, Isabel, Prim, Carlos, Rey Emperador y El Ministerio del Tiempo serían algunos de los ejemplos. Antena 3 tiende a ofrecer más series ambientadas en tiempos pasados, pero con tramas y personajes puramente ficticios, como Bandolera, Gran Hotel y Velvet.

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varios escándalos por parte de Juan Carlos I y su familia, está en una posición cada vez más precaria ante la ciudadanía española, a pesar de que, como señala Adolfo Carratalá, ha existido un fuerte “consenso mediático español de no informar del rey o de la Monarquía cuando pudiera dañarse su imagen abordando asuntos hasta entonces voluntariamente vedados a los medios”, consenso que se agrieta a partir de los escándalos del caso Urdangarín y el accidente del monarca en Botsuana cazando elefantes, que una vez en manos de la prensa internacional, no pudieron silenciarse en España (Carratalá 2015: 132-33). En momentos de inestabilidad, la cadena estatal de televisión RTVE con la serie Isabel aporta otro ejemplo del uso de la mujer como alegoría de la nación presentando una vez más a reinas definidas ante todo como madres y esposas, y menos como monarcas, precisamente en la encrucijada histórica en que por primera vez desde 1833 la heredera al trono es una niña, cuyo nombre, Leonor, coincide precisamente con el de la primogénita de la antigua reina Juana de Castilla. Los impulsos ideológicos que rigen la serie no varían en gran medida de las imágenes de Isabel y Juana que se le ofrecían al público femenino español en otro momento de gran crisis nacional, la posguerra franquista. Es difícil estudiar la serie sin recordar las palabras de Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás: “Enterrar el pasado reciente y exaltar el pasado remoto fue una de las más inquebrantables consignas de la España de Franco. No había estudiante de bachillerato por escasa que fuera su aplicación, que no conociera las efigies y gestas de don Pelayo, e Isabel la Católica” (1987: 23). En El cuarto de atrás, Martín Gaite explica sobre la imagen de Isabel la Católica que se nos ponía bajo su advocación, se nos hablaba de su voluntad férrea y de su espíritu de sacrificio, había reprimido la ambición y el despotismo de los nobles, había creado la Santa Hermandad, expulsado a los judíos traicioneros, se había desprendido de sus joyas para financiar la empresa más gloriosa de nuestra historia, y aún había quien la difamara por la fidelidad a sus ideales, quien llamara crueldad a su abnegación. Yo miraba aquel rostro severo, aprisionado por el casquete, que venía en los libros de texto, y lo único que no entendía era lo de la alegría, tal vez es que hubiera salido mal en aquel retrato, pero, desde luego, no daban muchas ganas de tener aquella imagen como espejo (1978: 95).

Fuera de los libros de textos, la revista de la Sección Femenina de la Falange se titulaba Y por la inicial de la reina según la ortografía medieval. Bajo la inspiración de la reina católica, la Sección Femenina

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educaba a las futuras madres y esposas que el régimen necesitaba, dejando claro que más que reina, Isabel había sido madre y esposa ejemplar, y que todas debían seguir su ejemplo. Irónicamente, la mujer que más poder ejerció en la época medieval se usa para excluir a las mujeres españolas de la participación en la esfera pública. La serie de RTVE presenta más que nada historias de amor. Las luchas entre Castilla y Aragón quedan resueltas en pantalla por el gran amor entre Isabel y Fernando, cuya unión indisoluble representa la unidad nacional, a la vez que la falta de heredero masculino sume a la incipiente nación en el caos que trae la posibilidad de que Castilla sea gobernada de nuevo por una mujer, y en este caso una mujer, Juana, que no contará con el apoyo de un esposo digno que la sepa guiar en el manejo justo del gobierno. La imagen de Juana la Loca que presenta Isabel queda atrapada entre dos espacios. Por una parte, la serie está acompañada de apartados como “Curiosidades históricas” y “¿Es verdad lo que vemos en la serie?” en el sitio web que RTVE le dedica (), que revela que la serie cuenta con asesores históricos como Teresa Cunillera, historiadora y guía del Alcázar de Segovia, y Óscar Villarroel, profesor de Historia de la Universidad Complutense de Madrid. Incluso sabemos que la actriz Irene Escolar leyó los estudios de Bethany Aram para preparar su papel. Pero la serie termina por repetir los mismos lugares comunes sobre la incapacidad de Juana para gobernar, a pesar de que, a diferencia de los retratos anteriores, también se muestran momentos en los que se ofrece a la audiencia la posibilidad de que la imagen de una dinastía de mujeres que gobiernan, y no solo reinan, pueda vencer el legado romántico que prefiere a Juana la Loca sobre la reina Juana. La primera vez que la audiencia ve a una Juana adulta, ya en edad de poder casarse, todo en ella indica una gran serenidad, cultura e inteligencia. En esta escena, que se retrata bajo el prisma del amor materno, Isabel entra en el salón y, ante su mirada oculta, Juana lee y su hermano Juan toca una guitarra. A Juana se le nota una gran amistad con Juan, el heredero al trono, con quien debate sobre teorías de Estado. Le pregunta que si él fuera emperador romano distinguiría a sus esclavos por la forma de vestir. Él responde: “¿Vos que opináis?”. Los hermanos abren un debate en que queda claro que ella es más sabia, incluso en cuestiones de gobierno: Juan propone vestir a todos los esclavos igual para así poder distinguir al instante a los hombres libres y Juana le señala que si visten a todos los esclavos igual, pronto se darían cuenta de hasta qué punto superan en número a sus amos.

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Juana: Nuestras cabezas no durarían mucho sobre nuestros hombros. Juan: Vos deberíais ser la reina de Castilla y Aragón. Juana: ¿Por qué decís eso? Juan: Sois más inteligente que yo. Ambos reinos saldrían ganando si fueras la heredera (Capítulo 29, minuto 17).

Juana había sido educada en parte por Beatriz Galindo, que a pesar de ser mujer había estudiado en la Universidad de Salamanca. Según comentarios de la época, Juana tenía un dominio impresionante del latín, lengua en la cual incluso componía versos, así como gran maestría en la lengua de la diplomacia internacional. Este primer episodio concluye con el plan de los Reyes Católicos de cercar al enemigo, Francia, por medio de los matrimonios de sus hijos. Francia quedaría rodeada de reinos aliados de España por estos casamientos. Ambos hermanos, Juan y Juana, se casarán con los hijos del emperador Maximiliano, y su hermana menor, Catalina, con el príncipe de Gales. Pero a pesar de su educación, Juana no tenía la preparación de sus hermanos mayores, Isabel y Juan, quienes habían acompañado a sus padres en viajes de Estado como parte de un entrenamiento en el arte de gobernar. Juana no recibió ninguna formación adecuada para ser reina, a diferencia de su hermano Juan, que desde muy temprana edad fue nombrado presidente de su propio concejo, con sus correspondientes territorios e ingresos fiscales, a modo de aprendizaje temprano. A diferencia de su madre, que durante todo su reinado se rodeó de consejeros leales, Juana fue abandonada en Flandes, sin dote, ni fuente de ingresos, ni séquito. Este tema nunca preocupó a la familia real, puesto que Juana había partido hacia Flandes sin las presiones de sus hermanos mayores, ya que nadie esperaba que jamás tuviera que reinar. En las escenas que preceden la partida de Juana hacia Flandes, los creadores de la serie desarrollan en detalle su personalidad. Los problemas que sufrirá en su futuro matrimonio se presagian en las conversaciones que tiene, primero, con Beatriz de Bobadilla mientras esta le prepara el equipaje, y luego, con su madre. En su conversación con Beatriz, Juana revela que además de haber leído sobre teoría política, también se ha dedicado a leer historias de amor. Beatriz se escandaliza ante las preguntas de Juana. Beatriz le explica: Beatriz: Amor y enamoramiento son cosas distintas. Si no os sentís enamorada de vuestro esposo, no dudéis que viviendo con él día a día, el amor nacerá. Juana: ¿Y si no es así?

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Beatriz: Tratad que así sea, pues sois mujer. Juana: ¿Para un hombre es distinto? Beatriz: El hombre suele buscar amor fuera del matrimonio. En cambio la mujer… Juana: Entiendo. Sé cuántos bastardos andan por este mundo de Dios. Yo nunca consentiría algo así. (Beatriz la mira, como si fuera a reírse de la joven.) Pero ¿no es cierto que hay mujeres que no han vuelto el rostro cuando el amor se ha presentado ante ellas? Beatriz: Unas perdidas. Juana: También ha habido reinas entre ellas. ¿No conocéis la historia de Helena y Paris, la reina Ginebra y Lanzarote? Beatriz: ¿Pero qué ideas son esas? Juana: Solo temo que en asuntos del corazón, Dios escriba con renglones mucho más torcidos que en otros (Capítulo 30, minutos 34-36).

A continuación, Juana sale del palacio para desobedecer las órdenes que Felipe le ha impuesto incluso antes de que se hayan casado. Con la excusa de que su madre había muerto a consecuencia de una caída del caballo, a Juana le ha prohibido montar, restricción que inicialmente ella se niega a aceptar, pues es una actividad de la cual disfruta. Beatriz le cuenta a Isabel la transgresión de Juana y la reina acompaña a su hija en un último paseo a caballo, avisándole que será el último de su vida.27 A solas con su madre, Juana le confiesa que tiene miedo de irse sola a un lugar extraño. En esta escena vemos que Juana se ha nutrido no solo de las historias de amor que ha leído, sino también de la imagen que presenta la serie del gran amor entre Isabel y Fernando, pues aquí el amor y la unión entre los cónyuges reales alegóricamente representan la nueva unión entre Castilla y Aragón, y no es por un matrimonio de conveniencia, sino por puro amor, que uno no pueda vivir sin el otro. Ante los temores de su hija, Isabel le promete que nunca estará sola, pues la acompaña gente de confianza, promesa que no se cumplirá cuando Felipe la aísla del mundo. Lo extraño de esta escena es que la gran reina Isabel está educando a su hija para obedecer y no para imponer su voluntad y gobernar. La prohibición que le impone Felipe en nombre del amor es altamente simbólica, pues la imagen de

27 A Juana se la verá a caballo en el futuro, pero solo por motivos necesarios, y siempre acompañada de su esposo. En la serie también inventan un amor adolescente absurdo de Diego Colón hacia Juana, aunque en la realidad histórica nunca se conocieron. La serie asocia con el pecado el hecho de que una mujer disfrute de la equitación, ya que es lo que disfrutan juntos Juana y Diego.

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un soberano a caballo forma parte de la iconografía del poder y como tal, la negativa de Felipe es una prefiguración de la falta de poder que Juana sufrirá por su matrimonio. Juana llega a Flandes siendo una joven ingenua, con unas nociones románticas aprendidas de las grandes obras literarias y se encuentra con un gran seductor sin escrúpulos. La joven cándida y romántica no tiene armas para defenderse contra las intrigas de Felipe. Para empezar, siente una profunda ansiedad y desesperación cuando ve que Felipe no está en Flandes para recibirla después del viaje tan accidentado que ella ha tenido, en el que se hundió el buque que portaba su ajuar. Sufrimos los intentos vanos de Juana de retener las lágrimas ante este desaire. Pero cuando Felipe regresa, despliega sus armas de gran seductor y la conquista con los tropos de amor a primera vista típicos de las historias románticas tan del gusto de la infanta (y de parte de la audiencia). El día que se conocen, y cuando toda la corte se ha retirado, Felipe llega hasta la puerta de la alcoba de la princesa para rogarle la entrada: “comprended a vuestro esposo que solo con veros ya se ha perdido en este mar de amor”, pidiéndole “nuestro primer beso de enamorados” (Capítulo 30, minuto 1:18). Ella le abre la puerta. Tanto la audiencia como Juana creen haber vivido una noche de amor aun antes de que se haya bendecido su unión. Y la audiencia sufre una manipulación emocional al identificarse con Juana, deseosa de una gran historia de amor. La serie Isabel está compuesta estilísticamente de una serie de escenas muy breves, de entre tres o cuatro minutos, que se presentan en rápida sucesión, a veces con cortes tan abruptos que se entrecruzan los temas. A la escena de amor entre Juana y Felipe se le intercala una conversación entre Colón y su hijo. Seducida por las hermosas palabras, Juana le abre la puerta, y en lugar del primer beso de Juana, un segundo más tarde se escuchan las palabras de Colón, que parecen más un presagio de la nueva situación de Juana que un consejo de Colón a su hijo: “La corte es peor que la más peligrosa selva, que la tormenta más voraz del océano” (Capítulo 30, minuto 1:19). Al minuto ya muestran a Juana de nuevo, esta vez en la cama, desnuda, acariciando a Felipe. Dos escenas más tarde, mientras Juana duerme feliz y tranquila, Felipe le comunica de forma cínica a su consejero que ahora la va a dominar por completo y a separarla de su familia: “la infanta servirá antes a su esposo que a sus padres, pues nadie quedará a su lado que pueda contradecirme” (Capítulo 30, minuto 1:25). En esta versión, Felipe es un psicópata, tan ciego en su ansia de poder que es incapaz de sentir amor por nadie.

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La actuación de Irene Escolar en su papel de Juana enfatiza la juventud e inocencia de la infanta. También los decorados contribuyen mucho a crear una sensación de encierro, incluso de claustrofobia, pues las escenas de Flandes tienen lugar o en el salón donde Felipe tiene su trono para recibir a los emisarios, o en la habitación de Juana. En la realidad histórica, tras su boda, ella y Felipe hicieron un tour victorioso por los territorios de los archiduques. Todo auguraba la máxima felicidad. En cada ciudad los festejaron con banquetes, bailes, y torneos, con un lujo extraordinario, y a veces con representaciones teatrales de fuerte contenido sexual, que diferían por mucho de los usos de la sombría corte castellana, pero que reflejaban los gustos de Felipe. El manuscrito iluminado La llegada jubilosa de Juana de Aragón-Castilla conserva imágenes de 27 de los tableaux vivants que se representaron en su honor. En algunos celebraban la imagen de su madre Isabel como nuevo modelo de reina guerrera, con Boabdil arrodillado ante ella. También hubo representaciones del racismo que existía contra los españoles en el norte de Europa. En una escena, una princesa ricamente ataviada, pero representada como africana, viaja a caballo rodeada de hombres velludos armados con garrotes (Downey 2014: 324). Desde el punto de vista escénico, estos actos de los festejos hubieran encajado con la fotografía exuberante de la serie, y hubiera diferenciado la representación de la vida palaciega de Juana de las demás versiones fílmicas, pero al igual que le ocurrió a Juana, los creadores de Isabel deciden recluirla y mostrarla alejada del mundo. En Isabel se omiten todos los festejos que habría disfrutado la Juana histórica para enfatizar la imagen de una joven tan locamente enamorada de su marido, que ha perdido todo interés en cuanto la rodea, que solo vive para él. En la serie, cuando Beatriz se despide para regresar a España, Juana no adivina otro futuro que ser feliz con Felipe y no quiere que Beatriz le diga a su madre que no extraña Castilla. El idilio dura poco. Felipe la maltrata físicamente en varias escenas. Cuando Juana da a luz a una niña, le comunican a Felipe que “su esposa está bien”. Él responde: “que se la lleve el diablo […] esa furcia castellana”, y la repudia (Capítulo 32, minuto 1:05). Felipe tampoco soporta que guarde luto por su hermana Isabel. Con esta cuestión se entiende la situación imposible de Juana. Por un lado, su marido no le permite el duelo, por otro, su familia se lo exige, y ella queda atrapada entre ambos. Los años como archiduquesa, en lugar de prepararla para reinar, le crean situaciones ante las cuales enloquecería cualquiera. Teresa Cunillera, asesora histórica de Isabel, cree que tanto ella como sus

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hermanos recibieron una educación excelente, pero “durante su matrimonio con Felipe, no tuvo la experiencia de dirigir su propia casa. Ya que se quedó sin personal y sin bienes ni dinero que gestionar” (). A pesar de que la serie resalta las grandes habilidades de la reina Isabel para gobernar, todas las princesas son románticas o iluminadas, extraño proceder para una serie que exalta los talentos administrativos de una reina. La infanta Isabel, después del loco amor que sintió por su primer esposo, desea ingresar en un convento. A Catalina, que será la primera esposa de Enrique VIII, la manipulan de forma similar a su hermana. Su prometido, Arturo, le manda cartas de amor que la tienen emocionada y con prisa para partir hacia Inglaterra, pero lo que pretenden Arturo y su familia es salvar las finanzas arruinadas con la dote de Catalina.28 También la utilizan para afianzar a los Tudor en el trono inglés, ya que la familia de Isabel es parte de los Lancaster, la dinastía rival. Salvo Isabel, todas las mujeres aristocráticas de la serie son meros instrumentos políticos, situación que Juana no puede aceptar. Cuando la serie la muestra en momentos de verdadera locura ante la partida de Felipe a Francia sin ella, Isabel le pregunta: “¿De dónde nace tanta rabia?”. Juana responde: “De mi soledad” (Capítulo 37, minuto 12). Aunque la serie no lo muestra, en la realidad histórica, mientras Juana permaneció en Castilla hasta que naciera el infante Fernando, Felipe andaba de fiesta en fiesta y de mujer en mujer. En uno de los arrebatos de Juana que conducen a que la encierren en el castillo de la Mota, como suelen hacer los locos en los dramas, la transgresión de Juana consiste en decir la verdad. Le reprocha a su padre sus múltiples infidelidades y a su madre por aceptar tal degradación. A su vuelta a Flandes y tras su confirmación de las infidelidades de Felipe, deja de comer y de asearse. Cuando le preguntan por qué, dice: “Mi esposo es un monstruo” (Capítulo 39, minuto 35). Sin embargo, en la serie parece ser que la locura no impide que los hombres gobiernen. Es el caso de la representación que se hace del rey Carlos de Francia, que exhibe toda una serie de incapacidades, entre ellas el no poder engendrar un hijo sano. A pesar de su rico vestir, es un ser sucio y físicamente repulsivo, la bestia que domina a la bella Ana de Bretaña. Este rey demente, repetidas veces consigue frustrar

28 Catalina parte para Inglaterra para casarse con el príncipe Arturo, pero al fallecer este, y después de muchas intrigas, Catalina se casa con su cuñado, el joven Enrique.

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las pretensiones imperiales de Fernando en Italia, con lo cual triunfa como soberano. Su sucesor, Luis, también muestra señales de una soberbia y crueldad tan extremas que se asemejan a la locura. En su totalidad, la serie Isabel ofrece toda una galería de personajes problemáticos, francamente locos. Los reyes de Portugal y Francia, Felipe el Hermoso y César Borgia se presentan de forma maniquea, ya que en toda representación nacionalista se le ofrecen al público enemigos contra quienes debe luchar la nación tanto por orgullo, como para defender lo propio. La excepción es el tercer rey de Portugal que presenta la serie, Manuel, ya que no solo es miembro de la familia de forma colaborativa, sino que también participa en una de las grandes locuras/injusticias históricas, la expulsión de los judíos. Como todo gobernante, Manuel es ambicioso. Al ascender al trono pide la mano de la infanta Isabel, viuda del difunto príncipe de Portugal, que a la muerte de su hermano Juan se convierte en princesa de Asturias y heredera de Castilla. En apariencia, la Isabel hija cumple con sus deberes admirablemente, pues amaba a su primer esposo de tal forma que desea guardar un luto riguroso y dedicarse a la vida religiosa. Tras un histérico arrebato de resistencia ante un segundo matrimonio, la hija mayor de los Reyes Católicos acepta la unión con Portugal a cambio de que Manuel decrete la expulsión de los judíos también en su reino, exigencia que apenas suscita debate, a pesar de las ramificaciones históricas que ha tenido la expulsión. En la serie se le dedica menos de un minuto a un asunto de esta gravedad. Que ella impulse uno de los mayores crímenes de la historia no impide que a la princesa Isabel se le siga tratando como santa, incluso dentro de este marco narrativo contemporáneo.29 Una gran diferencia es que en una serie televisa de tres temporadas, en cada uno de sus trece capítulos de hora y media, el director y los guionistas tienen el tiempo necesario para desarrollar el personaje de 29 Isabel termina con la muerte de la reina, con lo cual no hay espacio para insertar a una rival musulmana de Juana. Sin embargo, el tratamiento de la población musulmana de la Granada conquistada muestra una mayor sensibilidad que la otorgada a la expulsión de los judíos. Se establece una relación también dirigida por impulsos maniqueos entre las prácticas abusivas del cardenal Cisneros y las conversiones conseguidas por medio de torturas, y la comprensión y respeto hacia la población musulmana que siente Talavera, futuro cardenal de Granada. También en la batalla final contra la sublevación de los moriscos, el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, siente con pesar que por primera vez en una batalla percibe que ha participado en una atrocidad, actitud que contrasta con la frialdad de Fernando.

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Juana, y además el entorno que la moldea, con un nivel de detalle imposible de conseguir en un filme de dos horas. Con los personajes secundarios han creado una comunidad de mujeres que apoyan a Juana e intentan evitar el desastre. Desde un principio su cuñada Margarita se comporta más como una hermana que las suyas propias. Cuando Margarita enviuda del príncipe Juan y aborta su primer hijo, regresa a Flandes, como lo hará después de enviudar una segunda vez. Nadie mejor que ella para comprender lo poco que importa la voluntad de Juana para quienes la dominan. Es Margarita quien repetidas veces acusa a su hermano de reducir a Juana a tan lamentable estado. Margarita es la voz de la justicia y la razón. Cuando regresa a la corte y ve a Juana, le grita a Felipe: “¿Cómo habéis podido permitir tal atrocidad? […] Está más muerta que viva”. Cuando Felipe culpa a la propia Juana, Margarita pierde el control y abofetea a su hermano llamándole “¡Estúpido!” (Capítulo 39, minuto 13). Margarita es la única que vela por ella y la llama hermana con muestras de verdadero cariño. También ejerce de segunda madre para sus sobrinos. Las escenas en la corte francesa también añaden un factor importante a este retrato de Juana, por el contraste con la situación y actitud de Ana de Bretaña. Como ocurrió en la realidad histórica, los archiduques viajaron a España por Francia por decisión de Felipe, que deseaba ofender a sus futuros suegros, o por lo menos imponer su voluntad, ya que en esos momentos Aragón estaba en lucha perpetua con los franceses. El espejismo entre los dos personajes refleja cómo podría haber sido la vida de Juana. Ana, la reina consorte de Francia, fue una mujer literalmente conquistada que luchó toda su vida por la integridad de su ducado. Cuando los ejércitos del rey Carlos conquistaron Bretaña, este rompió su compromiso con Margarita de Austria para conseguir tanto las riquezas de Bretaña como a la propia duquesa como botín, humillación que en la serie televisiva Carlos le recuerda con frecuencia. Como parte del tratado de la conquista francesa de Bretaña, si Carlos muriese, Ana tendría que casarse con el heredero al trono, que en este caso fue Luis, para quien el botín todavía resultaba tan atractivo que anuló su matrimonio para poseer a Ana. A la reina consorte no le permitieron usar su título de duquesa. Cuando en la serie una Juana altiva se niega a hacerles una reverencia a los reyes de Francia, y luego cuando intenta humillar a Ana en una ceremonia religiosa en memoria de los hijos que a Ana se le habían muerto, la francesa le habla a Juana con franqueza. Le da el siguiente consejo aprendido de sus propias experiencias:

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Ana: Vivimos en un mundo en que el orgullo no vale lo que la ambición. Reinamos pero no gobernamos. Juana: Yo reinaré un día en Castilla y gobernaré como mi madre. Ana: Entretanto, os recuerdo que, cuando el viento arrecia, más vale doblegarse que acabar tronchada en dos (Capítulo 35, minuto 40). Juana acabará tronchada en dos, como casi ocurre con la propia Ana. En la última escena de la serie en que aparece, Ana intenta tranquilizar a su esposo, que gritando como un demente exige que los franceses persistan en una batalla ya perdida. A Luis no le importan sus hombres y ella intenta evitar una masacre. Le dice: Ana: “¡Basta por Dios! Ningún soldado luchará por un rey que les ha abandonado a su suerte. Carlos: ¡Callad! ¡Callad, u os encerraré por traición! (Capítulo 38, minuto 38).

Hay un corte abrupto y aparece la imagen de Juana, postrada y humillada, encerrada por su marido. Margarita y Ana sobreviven en sus puestos porque renuncian a gobernar, y ambas han pasado a la historia por su interés en las artes, actividad considerada mucho más apropiada para las reinas. Pero Juana al final persistió en la locura de gobernar, por lo cual es encerrada. Se disputan las representaciones de Juana como mujer digna de su corona con la de un ser irracional, incapaz de gobernarse ni a sí misma. Al finalizar la serie, se nota una gran contradicción entre cómo Juana se representa a sí misma ante Fuensalida, el diplomático español, y cómo la presentan los demás. Fuensalida la había rescatado de su estado degradado, aleccionándola para que recobre su salud, incluso en una escena tierna en que él mismo le limpia la cara y la ayuda a que se alimente. Cuando se despiden, la audiencia ve a una Juana saludable y fuerte que se enfrenta a Felipe y le asegura a Fuensalida que “Castilla tendrá una reina que velará por los suyos” (Capítulo 39, minuto 56). La última vez que la audiencia ve a Juana, esta afirma su poder sobre Felipe. Se ha negado a firmar un documento cediéndole el trono de Castilla con las palabras: “Veo mi señor que me creéis aún más loca de lo que todos piensan. Al parecer, esperáis que os entregue de buen grado el trono que solo a mí corresponde […] Id con vuestras pretensiones a otra parte, donde serán bien recibidas” (Capítulo 39, minuto 1:06). Felipe la llama “perra”, pero la imagen final de Juana es de una mujer digna, con porte y traje majestuoso y el pelo recogido en muestra de su nueva madurez, pues en toda la serie lo ha llevado suelto. En su interpretación de las nuevas versiones de la historia de Carmen, Kathleen Vernon plantea que “entre las muchas explicaciones posibles del recurrente encanto de la figura de Carmen y su nume-

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rosa progenie artística, tengo la intención de investigar el papel del personaje en la negociación de las identidades trans/nacionales y de género” (2004: 14). Fácilmente podríamos hacer lo mismo con el mito de Juana la Loca, quien ha tenido numerosas reencarnaciones y todas ellas manifiestan estas mismas preocupaciones por cómo se negocian las identidades de género y la nacional. Uno de los mayores, y quizás accidental, intereses del retrato de Juana en Isabel es que la serie muestra al público cómo se reescribe la historia para sustentar las nociones tradicionales del papel de la mujer en la esfera pública, incluso a la hora de retratar el legado de una reina tan poderosa como Isabel. La imagen de una Juana cuerda y fuerte hablando con el consejero Fuensalida parece prometer un final muy diferente al de los antiguos retratos de Juana la Loca del cine y de la pintura, esa tan deseada “negociación de las identidades trans/nacionales y de género”. Dado el enfoque de varias escenas en la brutalidad que sufre Juana, también podrían haber insertado su historia dentro del marco de las actuales preocupaciones por la violencia de género en lugar de romantizar la vida de una mujer histórica que, ante toda evidencia, fue víctima. Pero la serie continúa con la victimización de Juana mostrando que quienes escriben la historia triunfan, y Juana no podrá luchar contra quienes controlan su imagen. Juana no tiene voz. Felipe ha mantenido un diario del comportamiento irregular de Juana y Fuensalida se guía por este hasta tal punto que le entrega a Fernando las armas necesarias para que Isabel cambie su testamento de forma que excluya a Felipe del poder, pero que le dé el dominio sobre Juana a su padre. El público es testigo directo de la cordura de una Juana ahora digna y hábil que rechaza la presencia de Felipe, a quien no perdona que no le haya permitido visitar a la madre en sus últimos trances de muerte, visita que quizá hubiera cambiado la historia. Mientras una reina muere, presenciamos cómo nace otra por medio de la nueva actitud de Juana. Las imágenes que ve la audiencia hacen válida la promesa que le hace Juana a Fuensalida de que “Castilla tendrá una reina que velará por los suyos, en su memoria” (Capítulo 39, minuto 56). Los testimonios de la época, entre ellos el del embajador veneciano Vicenzo Quirini y el del rey Enrique de Inglaterra, coinciden con las imágenes y palabras de Juana como futura soberana saludable y digna, y atestiguan la cordura y serenidad de Juana cuando ella y Felipe pararon en Windsor. Dos años más tarde, Enrique VII recordaba la visita diciendo: “Cuando la vi, me pareció que estaba muy bien, y hablaba con corrección y buen semblante, sin perder en ningún momento su autoridad. Y aun-

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que su esposo y los que vinieron con él la describieran como loca, la vi totalmente cuerda” (Downey 2014: 416-18). Al llegar a Castilla, sorprenden las palabras del embajador Fuensalida, que aun sabiendo las intenciones de Felipe, le entrega el diario a Fernando con las palabras: “Su mal empeora cada día” (Capítulo 39, minuto 1:02), escena seguida a los pocos minutos por otra en que Juana se niega de forma digna, como corresponde a una reina, a cederle su trono a Felipe. Las imágenes y las palabras no coinciden. Fuensalida ahora ocupa el puesto de historiador oficial de la corte, igual que en el pasado Pedro Mártir de Anglería, cuya Crónica se usa de base para los cuadros más famosos sobre la locura de Juana (Centellas 1999: 56). Fernando es quien paga los servicios de Fuensalida, y en consecuencia triunfará la crónica que él le presenta al rey, y que Fernando necesita para gobernar los territorios que le corresponden a Juana, sobre la realidad que tanto él como la audiencia han visto. Vemos que Juana es una loca porque así está escrita su historia, borrando su imagen. La crónica que le presenta Fuensalida a Fernando provocará el cambio en el testamento de Isabel, que en efecto infantiliza a Juana al nombrarla reina pero bajo la tutela paterna. De nuevo la serie hace referencia a la pintura de historia para otorgar autenticidad a los hechos. En este caso, presenta un tableau vivant del cuadro de Eduardo Rosales Doña Isabel la Católica dictando su testamento (1864), pero de forma que enfatiza el dominio puramente masculino sobre Castilla y sus reinas, tanto la presente que expira como su heredera, ya que en la serie se ha modificado el cuadro, eliminando todas las figuras femeninas del original salvo la moribunda Isabel. En el final melodramático, y visualmente impresionante, Fernando y una comitiva enteramente masculina sale, luchando contra el viento y la nieve. Ante los nobles, se quita la corona, y proclama: “¡Castilla para la reina Juana, nuestra señora!”. Pero la imagen es de un primer plano de Fernando y TVE pronto anuncia que han empezado a rodar la continuación con la siguiente serie, Carlos, Rey Emperador, que no contará con las presencia de Irene Escolar, pues una Juana mayor, protagonizado por Laia Marull, ya estará recluida en Tordesillas, firmemente instalada en su rol de Juana la Loca. Carlos, Rey Emperador se estrenó en septiembre de 2015. La serie comienza con la llegada de Carlos a Castilla, tras haberse proclamado rey en Bruselas, a pesar de que su madre siga viva. Al desembarcar en Laredo, lejos de donde le esperaban los emisarios de la corte, la gente del lugar ataca a su séquito pensando ser invadidos por los turcos. La audien-

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Doña Isabel la Católica dictando su testamento, 1864, Eduardo Rosales. Museo del Prado, Madrid.

cia recibe indicios de la falta de legitimidad legal de su reinado cuando los aldeanos se sorprenden al saber que están ante el rey, ya que no les había llegado noticia de la muerte de la reina, doña Juana, que como sabemos, sigue en Tordesillas. Por mucho que el pueblo la considere reina, vive tan alejada del mundo que ni sabe de la muerte de su padre, Fernando. Entre los serios obstáculos a los que se enfrentará Carlos destacan la ambición monárquica de su hermano, que ha sido criado por el abuelo Fernando como heredero de Castilla, y el hecho de que ante las cortes, su madre sigue siendo reina de Castilla, motivo por el cual el futuro emperador y su hermana Leonor se presentan en Tordesillas. En la novela homónima, secuela de la serie, el consejero Chièvres le anuncia a la reina:

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Vuestro hijo tiene una gran noticia para vos –interrumpió el consejero–. Se ofrece a descargaros de la tarea del gobierno, que tantos pesares os podría causar… –[Juana] Si algo ya no poseo es inocencia, hijo mío. No finjáis que vuestra ambición es una cortesía. Sois el último de muchos en buscar lo mismo de mí. Carlos se avergonzó. ¿Dónde estaba la loca? –Deseo gobernar con vos, madre. No desposeeros de lo que os corresponde. –¿Gobernar conmigo? –Juana rozó la burla– ¿Acaso tendré lugar en vuestra corte? ¿Será mi decisión la que pese en vuestro consejo? (Sarmiento Pallarés 2015: 34)

En un despliegue de autoridad, Juana les obliga a que se arrodillen ante la reina, pero para declarar: “Es mi voluntad que gobernéis por mí” (2015: 35). Pronto Carlos la manipulará para que interceda por él ante las aspiraciones de su hermano Fernando al trono, y a la muerte de su abuelo, el emperador Maximiliano, financiará su campaña para ser elegido emperador en parte con el robo de las joyas de su madre. El mismo Carlos afirma que no cree en la locura de su madre cuando le pregunta a Fernando: “¿Y lo que nadie discute es verdad, o acuerdo? Cuando la vi la noté juiciosa, aunque arrollada” (2015: 49). Cuando acusa al abuelo Fernando de tratarla con crueldad, su hermano le recuerda que si quiere gobernar en Castilla, él también la mantendrá encerrada. Al igual que en la serie Isabel, uno de los guionistas, en este caso Laura Sarmiento Pallarés, publica una novel compuesta en parte por los diálogos de la serie, lo cual permite que sepamos los pensamientos de los personajes más allá de lo que dicen o revelan por sus gestos los actores de televisión. Los lectores saben que para el joven Fernando, “La que vivía en Tordesillas era poco más que una carga vergonzante” (2015: 19) y también que como parte de sus lecciones políticas, aprendió que las mujeres de las familias reales son piezas en un tablero de ajedrez que los reyes mueven para ganar influencias. Así lo dice Leonor, a quien han traído a Castilla para alejarla de un duque a quien ama, pero que no supone ventaja política alguna para la familia. Pronto la casan con el rey de Portugal (futuro suegro de Carlos), treinta años mayor que ella y viudo primero de su difunta tía Isabel y luego, de su tía María. Si Carlos y Felipe se adaptan ante cualquier situación, al igual que en Isabel, el destino y los sufrimientos de Juana se vislumbran por medio de otros personajes femeninos que sufren situaciones paralelas, en particular, Leonor, su hija mayor. Aunque a Leonor no la llegan a

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encerrar, acaba siendo tan cautiva como su madre, solo que la serie no silencia su sufrimiento. Al igual que su madre, Leonor se vio forzada a abandonar a un recién nacido por razones de Estado. Juana de joven se había visto en la encrucijada de tener que estar siempre lejos de los suyos, especialmente cuando sus padres le prohíben salir de España con el pequeño Fernando. Vemos por medio de Leonor, con sus gritos y llantos desesperados, el dolor de que a una mujer se le quite un hijo cuando, al enviudar del rey Manuel de Portugal, el heredero se apodera de su hija, paro luego casarse con su hermana Catalina. Leonor se había enamorada locamente de su hijastro y el drama sugiere que la niña que nace tantos meses después de la muerte de su esposo, es suyo, con lo cual pierde tanto a la niña, como al gran amor de su vida. Si a Juana no le dan voz, el dolor de Leonor clama por las dos. Pero las mujeres no se unen. En un emotivo encuentro con su madre, en un momento ya próximo a la muerte, Leonor, ahora ya viuda del rey de Francia, que la apartó de igual forma que Felipe hubiese querido apartar a Juna, le reprocha: “Tuvisteis hijos, mas nunca fuisteis madre”. Juana le contesta: “El amor a mi esposo no dejó sitio para más. Me arrepentiría si hubiese podido ser de otro modo, mas no fue así”, manteniendo viva la leyenda del deseo descomunal de Juana hacia Felipe (Sarmiento Pallarés 2015: 474). Sin embargo, la audiencia ha visto la faceta materna de Juana que se aferra a su cariño por Catalina, la hija que comparte su encierro en Tordesillas hasta que ella parte para Portugal donde será reina consorte, ocupando el lugar que le hubiese permitido la felicidad a su hermana. Al final, Leonor también acabará retirada del mundo, desesperada ante el rechazo de su propia hija, que no perdona el abandono materno que Leonor nunca aceptó, pero que tampoco pudo evitar. A la mujer la define el dolor, y todas se han convertido en personajes secundarios frente al protagonismo de Carlos. Quizá la serie no haya alcanzado el éxito internacional de Isabel precisamente por tener como principal enfoque al héroe que construyó el imperio español y la política que desarrolló para colmar sus ambiciones. Isabel presenta una gran historia de amor entre la reina y Fernando, que por mucho que historiadoras como Kirsten Downey hayan comprobado que no existió e incluso hubo grandes muestras de desprecio entre ambos, engancha a la audiencia, que se interesa más por las relaciones amorosas que por las situaciones políticas que con frecuencia sirven más como trasfondo al melodrama romántico. Si Isabel es una telenovela diseñada para un público más culto, que justifica su lealtad al programa por el contenido cultural de la serie, sin grandes pasiones,

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Carlos, Rey Emperador se convierte en una lección de historia, mejor ilustrada por la buena fotografía y un vestuario de lujo. La función principal, tanto de la serie como de la novela, es convertir a Carlos en héroe nacional. Incluso de su gran enemigo, el rey de Francia, que fue hecho prisionero por Carlos se afirma: “El emperador le despertaba una cierta ternura; era inteligente y reflexivo, pero tenía el alma pura. Con solo mirarlo a los ojos lo veías todo. Más que cándido era excelente, y por un momento Francisco le envidió por ello…” (2015: 243). La serie también le humaniza por su gran amor hacia su esposa, Isabel de Portugal y su gran pena ante su muerte. La novela hace hincapié al final en que los hijos de Juana acabaron tan alejados del mundo como ella, como si excusaran el abandono de su madre, pero también se ligaran a ella para justificar su autoridad sobre los reinos que hereda Carlos. Después de ser el hombre más poderoso del mundo, lo describen de esta forma: Carlos jamás había sido otro cosa que un huérfano, aunque su tante Margarita se emplease duro para hacer que lo olvidase. Pero, con el paso de los años, su escrúpulo ante los otros, ese propio de un niño desamparado, había decrecido, y amaba, ¡sin duda!, a sus hermanos, a sus hijos, el recuerdo de su esposa. En cuanto a su madre, habría querido sentir lo mismo. La había visitado de cuando en cuando a lo largo de los años, en Navidad, y otras veces sin más motivo que la culpa. Durante aquellas reuniones hablaban poco pero se entendían, y por momentos Carlos deseaba abrazarla y sentirse menos emperador que hijo. Pero Juana nunca dio margen para ese afecto, existía en una realidad aparte, más sensata de lo que se pensaba pero inviolable. ¿Cómo culparla por ello? El ensimismamiento había sido la única forma que su madre había encontrado de soportar el mundo. Y ahora él iba a imitarla, imponiéndose a sí mismo el encierro que ella había padecido (2015: 480).

Cuando Felipe II visita a su abuela reflexiona y se pregunta por qué nadie debatía la situación de la reina, ni se preguntan “si la decisión de encerrarla había sido justa…” (2015: 466). Quienes de nuevo contaron su historia en 2016, tampoco se preguntan al momento de filmar La corona partida si su encerramiento fue justo, al contrario, con el enfoque en la necrofilia de Juana, las imágenes finales del filme confirman la diagnosis. Lo que sí comparten las tres obras de RTVE es una oscilación incómoda entre la imagen de una mujer cuerda, inteligente, que simplemente se ve atrapada en una red de intrigas, y la loca de leyenda, como si aún en pleno siglo xxi fuese imposible desprenderse de la leyenda que ya resulta cómoda. En una entrevista con 20 Minutos, Rodolfo Sancho, actor que pro-

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tagoniza a un Fernando que abandona a su hija por sus propias ambiciones políticas, promete que La corona partida será un “drama de pasiones e intrigas políticas que completa un episodio ‘poco contado’ en la serie de Diagonal TV y RTVE Isabel” (). El director Jordi Frades y el equipo de actores proclaman que el final de Isabel les dejó ante una historia incompleta, pero dado el protagonismo de la reina, Isabel solo podía terminar con su muerte, mientras que en la nueva serie no querían restarle protagonismo a Carlos, ni cuestionar la legitimidad de su reinado. En varias entrevistas Irene Escolar reconoce identificarse más con la Juana de Aranda, protagonizada por Pilar López de Ayala, por su modernidad frente a la interpretación de Aurora Bautista. En su introducción a la colección de ensayos Encrucijadas globales. Redefinir España en el siglo xxi, José Colmeiro explica: “La redefinición de la nación se relaciona íntimamente también con los procesos de articulación de la memoria y la historia. Por ello se hace necesario repensar el pasado desde la perspectiva de un ambiente cambiante, de revisar críticamente ciertos eventos históricos que van más allá de la nación y que han contribuido a su redefinición: las historias de expansiones territoriales, conquistas y colonizaciones, vistas desde la óptica postcolonial del siglo xxi, y el auge del neocolonialismo” (2015b: 1213). He aquí el fracaso de estas versiones del mito de la locura de la reina Juana de Castilla, en su falta de contribución a un retrato verdaderamente crítico del proceso de construcción del imperio y el Estado español. Estos productos culturales, no solo las dos series y el filme, sino también la página web con curiosidades históricas y, en el caso de Carlos, un videojuego en que se compran las alianzas (el apoyo de Juana se valora en 0,99 US$ y el de Margarita de Austria en 2,99 US$), no cuestionan la unidad nacional, ni el poder de Estados y entidades religiosas, las afirma e incluso glorifica. A pesar de la afirmación de Rodolfo Sancho, la única gran diferencia entre la Juana la Loca de Aranda o Locura de amor de Orduña es que en La corona partida eliminan los celos de Juana, ya que Felipe no se divierte con otra mujer, con lo cual la historia pierde mucho de su sentido. El nuevo filme también exagera de tal forma los defectos de Felipe –que llega a encerrar a Juana en un sótano y tortura a Fuensalida–, que la veneración que Juana sigue sintiendo por él tras su muerte no encaja con la intriga política que la ha marginalizado y excluido del poder. Paul Julian Smith, en su análisis de la Juana la Loca de Aranda,

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ya había criticado la representación del amor de la reina hacia Felipe tachándola de “pura incoherencia que transgrede el mínimo sustrato de plausibilidad psicológica” (2004: 308). En La corona partida, todavía es menos coherente que Juana sienta tal pasión por su marido. Incluso, apenas se ve contacto físico entre ellos, ni mucho menos deseo hasta el momento en que Juana se apasiona y se niega a separarse del cadáver que besa cada noche, acción que justifica su encierro ante los ojos del público, pero que una vez más confirma el dictado de Smith en relación a Juana la Loca: “Protofeminismo y nostalgia monárquica no pueden ser conciliables” (2004: 308). La corona partida incluso conserva un marco narrativo similar al de Locura de amor. Si en el filme de 1948 la historia del amor loco de Juana hacia Felipe se le explica a un Carlos joven e inocente, en 2016 el destinatario del relato, que también se contará en flashback, es el joven Fernando, a quien el cardenal Cisneros promete revelar “la verdad”. Esta estructura cumple una doble función. Primero, conserva la imagen de un rey Fernando heroico, a quien se le justifica su matrimonio con la joven sobrina del rey de Francia, Germana de Foix, a los pocos meses de enviudar. En la realidad histórica, la reina Isabel había conseguido reunir la colección de arte más importante del tardomedievo y principios del Renacimiento. Fernando lo vendió todo, de forma apresurada y con tal falta de sentimentalismo que incluso vendió los retratos familiares. Algunos de estos objetos siguen desaparecidos y suponen una gran pérdida para el legado artístico e histórico de la época. El filme muestra esta destrucción como acto de generosidad por parte de Fernando, que responde ante la duda/reproche de Cisneros afirmando que habría sido la voluntad de la reina, que en su testamento pide que se le salden las deudas. Fernando presenta lo que fue un acto de avaricia y ambición como generosidad, pues no quiere que sufran otros por las deudas de la Corona. Por supuesto que una vez muerto Felipe, el peregrinaje de Juana a través de los campos de Castilla se escenifica con un tableau vivant del famoso cuadro de Pradilla. Vistas tanto de forma individual, como en conjunto, las tres obras de RTVE cumplen para el siglo xxi la misma función que la pintura de historia decimonónica, que da lecciones para que el pueblo sienta que comparte una historia común, que a su vez les une en una misión de futuro compartido. Son historias que también surgen en tiempos de crisis y que de alguna forma reflejan las realidades presentes. En una entrevista con El Imparcial, Rodolfo Sancho resalta la conexión de las historias vistas en pantalla con el presente.

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Tanto él como Irene Escolar y Jordi Frades repetidamente dicen en las entrevistas hechas para la promoción del filme que los trastornos familiares de los reyes conectan con el espectador medio, ya que todos sentimos las mismas emociones de amor, pasión, ambición y celos. El titular de la entrevista en El Imparcial cita a Sancho: “No hemos cambiado tanto, también hoy se pelean los reyes con sus hijas” (). Lo que no mencionan es que al igual que las representaciones de Juana la Loca que aparecen en la pintura de historia en tiempos de crisis como “parte del proyecto de formación nacional al construir una visión providencialista de la historia nacional, mediante la fabricación de unos orígenes que justifican el presente, al presentar a éste como único resultado posible de aquéllos” (Labanyi 2001: 18), las series se estrenan cuando la presente monarquía española está en su peor momento de crisis, y de nuevo un rey Juan Carlos se retira para ceder su lugar a otro rey llamado Felipe, mientras en el cine y en la televisión las series resaltan la importancia de una monarquía fuerte y tradicional, honesta y pura, guardianes de la estabilidad de la nación. Conclusiones Debajo de la superficie seductoramente hermosa de Isabel yace un retrato de las limitadas posibilidades de las mujeres españolas incluso hoy día. Dada la elección de la imagen de una gobernadora poderosa como una parte normal de la condición de nación, RTVE, el canal televisivo estatal, nos remite a un pasado idealizado en el que las mujeres son gobernadas por el amor por encima de todas las cosas. Poco ha cambiado desde el siglo xix, cuando las representaciones románticas de una “reina loca” que expresa públicamente devoción y obediencia a ciegas llenaron una necesidad de borrar los recuerdos de la soberanía femenina rebelde que había dejado Isabel II para remplazarlos con un paisaje visual de pasividad e indefensión femeninas, más acorde con los valores de la Restauración de una monarquía española todavía profundamente arraigada en las tradiciones. Los cuadros históricos en general ofrecieron una fórmula para humanizar a los soberanos al mismo tiempo que evocaban glorias pasadas y los mitos de la unidad española, y esta representación particular de la reina débil ofreció un cuerpo dócil en el que se podía volver a trazar la historia de una Es-

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paña hegemónica. Ha pasado siglo y medio desde que la imagen de Pradilla hiciera furor tanto en el mundo académico del arte como de la cultura popular. Tras el reinado desastroso de Isabel II, la imagen de Juana, en medio de un campo frío y aislado, ofrece una alegoría de una nación herida por medio de la representación de una mujer herida. En gran medida, el genio de la imagen de Pradilla radica en su intuición de situar a Juana en una encrucijada de la historia, entre la muerte de lo medieval y con su cuerpo embarazado que dará fruto a una dinastía que dominará un imperio en la nueva era moderna. La madre del monarca más poderoso del Renacimiento, Carlos V, renace ante cada nueva encrucijada de la nación española. La figura de Agustina de Aragón ofrece la otra cara de la moneda, esta vez con la imagen de una guerrera fiel a su rey y a su Iglesia pero que nunca pretende ejercer el poder político. Las imágenes de Agustina también se sitúan en una encrucijada de la historia, esta vez cuando la monarquía se ve amenazada no solo por la invasión napoleónica, sino también por los impulsos revolucionarios de quienes pretendían reformar el Estado español. Tanto Agustina como Juana son figuras que continuamente resurgen, que renacen, pero al alegorizar una nación que tanto en tiempos de dictadura como de democracia insistentemente niega la igualdad de la mujer, no se renuevan.

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Agradecimientos

La investigación necesaria para este libro habría sido imposible sin el apoyo de varias entidades de la Universidad de Houston: Division of Research, College of Liberal Arts and Social Sciences y Women’s, Gender & Sexuality Studies. Sus becas me permitieron varios viajes a Madrid para realizar investigaciones en la Filmoteca Española y la Biblioteca Nacional. Gracias a la generosidad de los bibliotecarios, he podido leer una versión digitalizada de la novela de Carlota Cobo sobre su madre, Agustina de Aragón. Las visitas a la Filmoteca se nutrieron de las gratas conversaciones con Javier Herrero y, en particular, Margarita Lobo. Aunque ya hayan pasado tantos años, este libro debe mucho al seminario del verano de 1999 “Authority, Text, and Context in Nineteenth-Century Spanish Realism: Leopoldo Alas’s La Regenta”, patrocinado por el National Endowment for the Humanities bajo la dirección de Harriet Turner y Stephanie Sieburth. Aunque nunca llegué a publicar sobre La Regenta, las lecturas compartidas ese verano en Duke sobre los estudios culturales, inspiraron mi interés en los vínculos entre la literatura y las artes visuales. Quisiera agradecer de forma especialmente cálida la generosidad de Catherine Jaffe, William Nowak, Josefina Sánchez Moneny y Julián Olivares, que leyeron varias versiones del manuscrito. Pedro Gutiérrez Revuelta también contribuyó en el momento de corregir la versión final. Cristián Ricci y Beatriz González-Stephan me animaron a seguir adelante con un proyecto que inicialmente estaba pensado solo como artículo. Sergi Casals tradujo algunas secciones del libro que originalmente había escrito en inglés. Agradezco también la amistad y cariño que he recibido de mis colegas en Houston. En una etapa de mi vida particularmente complicada, los almuerzos con Guillermo de los Reyes fueron más valiosos que una visita al psicólogo. He aprendido mucho de Christina Sisk, que comparte conmigo el interés por el cine, y también ofrece un modelo de cómo combinar la labor académica con el activismo social. Mis visi-

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tas a Madrid fueron mucho más gratas por la amistad y cariño de Julio Frutos Miralles y Amelia Meléndez. A mi familia, que me ha enseñado a superar las tormentas, e incluso a cobrar más fuerza tras cada diluvio.

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Filmografía

Alba de América (Juan de Orduña, 1951). Águila roja (Daniel Écija, 2009-2016). Agustina de Aragón (Florián Rey, 1929). Agustina de Aragón (Juan de Orduña, 1950). Amantes (Vicente Aranda, 1999). Birth of a Nation (D. W. Griffith, 1915). Blood and Sand (Fred Niblo, 1922). Carceleras (José Buchs, 1921). Carlos, Rey Emperador (Oriol Ferrer, 2015-2016). Carmen (Carlos Saura, 1983). Carmen, la de Triana (Florián Rey, 1938). Cartas de Alou (Montxo Armendáriz, 1990). Don Juan Tenorio (Ricardo Baños y Alberto Marro, 1908 y 1910). Don Pedro el Cruel (Ricardo Baños y Alberto Marro, 1911). El abuelo (José Buchs, 1925). Bronenósets Potiomkin [El acorazado Potemkin] (Sergéi M. Eisenstein, 1925). El centenario de la Constitución de Cádiz (anónima, 1911). El Dos de Mayo (José Buchs, 1927). El guerrillero (José Buchs, 1930). El Ministerio del Tiempo (Javier Olivares y Pablo Olivares, 20152016). El tiempo entre costuras (Iñaki Peñafiel y Norberto López Amado, 2013-2014). Esa paraje feliz (Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, 1953). Eugenia de Montijo (José López Rubio, 1944). Far From Seville (Lee De Forest, 1923). Fiestas del sitio de Bilbao (Fructuoso Gelebert, 1911). Guzmán el Bueno (Fructuoso Gelebert ,1909). ¡Harka! (Carlos Arévalo, 1941). Isabel (Jordi Frades, 2012-2014). Jeanne d’Arc (Georges Méliès, 1900).

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Joan the Woman (Cecil B. DeMille, 1916). Justicias del rey don Pedro (Segundo de Chomón, 1910). L’Assassinat de Duc de Guise (Charles Le Bargy y André Calmettes, 1908). La aldea maldita (Florián Rey, 1930). La corona partida (Jordi Frades, 2016). La heroica Zaragoza (Segundo de Chomón, 1911). La inauguración del monumento a los héroes de Puente Sampayo (José Gil, 1911). La Leona de Castilla (Juan de Orduña, 1951). La mère du moine (Louis Feuillade, 1909). La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998). La Passion de Jeanne d’Arc (Carl Theodor Dreyer, 1928). La reina Isabel en persona (Rafael Gordon, 2000). La revoltosa (Florián Rey, 1924). La verbena de la paloma (José Buchs, 1920). La vie de Christophe Colomb (Gérard Bourgeois, 1917). Le message de l’empereur (Georges André Lacroix, 1912). Les amours de la reine Elisabeth (Henri Desfontaines y Louis Mercanton, 1912). Locura de amor (Ricardo Baños y Alberto Marro, 1909). Locura de amor (Juan de Orduña, 1948). Los héroes del sitio de Zaragoza (Segundo de Chomón, 1905). Moines et Guerriers (Episode du siége de Saragosse en 1808) (Pathé Films, 1909). Morena clara (Florián Rey, 1936). Napoleón (Abel Gance, 1927). Nobleza baturra (Florián Rey, 1935). Noche de sangre (Ricardo Baños y Alberto Marro, 1911). Prim (José Buchs, 1929). Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942). Semana trágica (José Gaspar Serra, 1909). Semana trágica, sucesos de Barcelona (Ricardo Baños, 1909). Sin novedad en el Alcázar (Augusto Genina, 1940). Taxi (Carlos Saura, 1996). The Battle of Gettysburg (Charles Giblyn y Thomas H. Ince, 1913). The Big Parade (King Vidor, 1926). Violetas imperiales (Henry Roussell, 1923). Violetas imperiales (Richard Pottier, 1952).

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Índice onomástico

Abd el-Krim  63 Agustín, María  42 Alfonso XII  94, 95, 105 Alfonso XIII  52, 118, 119, 120, 133 Álvarez Junco, José  13, 14, 21, 34, 35, 82, 84, 97 Álvarez, Casta  42, 43 Ambrós 83 Ana de Bretaña  152, 154 Anderson, Benedict  10, 13, 14 Aram, Bethany  19, 92, 93, 101, 102, 147 Aranda, Vicente  26, 92, 122, 130, 131, 132, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 143, 162 Arévalo, Carlos  71 Armendáriz, Montxo  138 Asís de Borbón, Francisco  103 Baños, Ramón  49 Baños, Ricardo  26, 49, 50, 59, 91, 117, 119, 120, 122 Bardem, Juan Antonio  140 Bautista, Aurora  26, 81, 129, 140, 162 Bécquer, Gustavo Adolfo  114 Bécquer, Valeriano  114 Beltraneja, Juana la [Juana de Castilla] 99 Benlliure, Mariano  88 Bergenroth, Gustav  125 Bernhardt, Sarah  55, 117

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Bizet, Georges  46, 48, 92, 112 Boabdil  103, 151 Bobadilla, Beatriz de  148 Bonaparte, José  34, 84, 86 Bonaparte, Napoleón  17, 34, 36, 39, 48, 56, 57, 58, 59, 66, 72 Borgia, César  153 Brambila, Fernando  42 Buchs, José  55, 58, 59, 60, 61 Bureta, condesa de  42, 50, 76, 79 Burgos, Carmen de  68 Burman, Sigfrido  81 Cabrera de Miranda, Dolores 107 Canalejas, José  52 Capa, Robert  28 Carlos V  19, 92, 96, 97, 123, 124, 125, 126, 129, 143, 165 Carlos VIII, rey de Francia 152 Casado del Alisal, José  110, 111, 112 Casanova, Vicente  126 Castellanos, Manuel  37 Catalina de Aragón  92, 114, 115, 116, 143, 148, 152, 160 Cerdá, Francisco  103 Certeau, Michel de  91, 99 Chomón, Segundo de  46, 49, 50, 51, 53, 118, 119

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MARÍA ELENA SOLIÑO

Cisneros, cardenal [Francisco Jiménez de Cisneros]  104, 153, 163 Cobo, Carlota  25, 27, 28, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 60, 65 Cobo, Juan  27, 42 Colón, Cristobal  22, 49, 56, 58, 69, 103, 150 Coter, Colin de  100 Cunillera, Teresa  147, 151 Daoíz, Luis  17, 37, 39, 60, 61 Dauset Moreno, Carmen  47 Demange, Christian  36, 37, 40 DeMille, Cecil B.  64 Dreyer, Carl Theodore  65 Dueñas, María  145 Edison, Thomas  47, 48 Eisenstein, Serguéi  58 Enrique IV de Castilla  99 Escolar, Irene  147, 151, 157, 162, 164 Espalter, Joaquín  103 Felipe el Hermoso [Felipe I de Castilla]  93, 122, 124, 153 Felipe II  126, 143, 161 Femenía, Paco  139, 140, 141, 143 Fernández Álvarez, Manuel  100, 101, 131, 170 Fernando el Católico [Fernando II de Aragón]  97, 99, 101, 102, 109, 115, 116, 133, 135, 143, 147, 149, 153, 158, 160, 162, 163 Fernando VII  13, 16, 17, 24, 32, 35, 36, 71 Flandes, Juan de  100, 141, 142, 151 Fletcher, Angus  18, 19, 20, 45 Foix, Germana de  163

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Forges 84 Forns, José  60, 61 Frades, Jordi  162, 164 Franco, Francisco  18, 23, 24, 69, 70, 71, 97, 133, 134, 136, 146 Fray Luis de León  127 Friedrich, Caspar David  112 Galindo, Beatriz  148 Galofre, José  103 Gálvez, Juan  32, 33, 42 Gance, Abel  56, 58 García Berlanga, Luis  140 Gelabert, Fructuoso  50, 53, 118, 119 Genina, Augusto  71, 118 Gil, José  53 Giménez Caballero, Ernesto  72 Gisbert, Antonio  37, 61, 97 Gómez de Fuensalida, Gutierre  155, 156, 157, 162 González Ramos, Consuelo  67 Gordon, Rafael  131 Goya, Francisco de  12, 25, 28, 29, 32, 35, 36, 40, 60, 69, 81, 84, 88, 141 Goya, Mariano de  36 Guillelmi, Jorge Juan  31, 76 Haes, Carlos de  114 Hitchcock, Alfred  128 Hobsbawm, Eric  10, 13, 21 Ibor y Casamayor, Jorge  31 Isabel de Aragón  152, 153, 161 Isabel II  11, 20, 37, 39, 95, 96, 98, 103, 104, 105, 107, 108, 113, 114, 164, 165 Isabel la Católica [Isabel I de Castilla]  10, 11, 17, 43, 97, 98, 99, 103, 108, 109, 116, 139, 141, 145, 146, 147, 157

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Jovellanos, Gaspar Melchor  34 Juan Carlos I  146 Juan el Bravo  78 Juan de Aragón, príncipe de Asturias  148, 154 Juana de Arco  18, 32, 64, 65, 67, 88 Juliá, Santos  9, 72, 84 Lafuente, Modesto  97, 98, 101, 108 Lamadrid, Teodora  100 Landes, Joan  17, 18 Landy, Marcia  73, 122, 123 Lefebvre, Charles  31, 32, 75 Leonor de Austria  92, 158, 159, 160 Leonor de Borbón, princesa de Asturias 146 López de Ayala, Pilar  162 López Rubio, José  71 Lord Byron  80, 112 Lozano, Isidoro  109 Lucena, Juan de  98, 99 Luis XII, rey de Francia  153 Madrazo, Pedro de  36 Malasaña, Manuela  86 Maldonado, Francisco  97 Manuel I de Portugal  153, 160 Margarita de Austria  154, 155, 161, 162 María de las Mercedes  94, 95, 105, 106, 113 Marro, Alberto  26, 49, 50, 59, 91, 117, 119, 120, 122 Martín Gaite, Carmen  128, 146 Mártir de Anglería, Pedro  101, 157 Marull, Laia  157 Maura, Antonio  52

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Maximiliano I de Habsburgo  141, 148, 159 Méliès, Georges  64 Meller, Raquel  48, 55, 56 Mendoza, Enrique  26, 28, 83, 85, 86, 87 Mendoza, Francisco  103 Mérimée, Prosper  46, 48, 92, 112 Montiel, Sara  135, 136 Montseny, Federica  68 Monzón, Fernando  26, 28, 83, 85, 86, 87 Mora Pujadas, Víctor  83 Moret, Segismundo  53 Morral, Mateu  52 Murado, Miguel Anxo  22, 28, 84 Mussolini, Benito  23 Nietzsche, Friedrich Wilhelm  73, 123 Orduña, Juan de  25, 26, 28, 70, 71, 73, 74, 75, 77, 79, 81, 92, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 129, 130, 132, 133, 135, 139, 140, 141, 162 Padilla, Juan de  96, 97 Palafox, José  25, 28, 29, 30, 31, 32, 37, 61, 66, 67, 71, 74, 76, 78, 81, 86 Palencia, Alfonso de  99 Paula, Francisco de Paula  103 Pedro el Cruel  118, 120 Pemartín, José  64 Pérez Galdós, Benito  37, 40, 43, 59, 105, 108, 124, 125, 131 Piquer, Conchita  48 Pottier, Richard  71 Pradilla, Francisco  22, 26, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 100, 101,

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MARÍA ELENA SOLIÑO

102, 103, 106, 107, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 117, 122, 139, 140, 141, 145, 163, 165 Primo de Rivera, José Antonio  70, 83 Primo de Rivera, Miguel  18, 20, 22, 28, 46, 57, 58, 59, 61, 62, 63, 64, 70, 71, 74 Primo de Rivera, Pilar  70 Promio, Alexander  49 Prosper, Francisco  81 Puebla, Dióscoro  22 Rey, Fernando  81 Rey, Florián  25, 28, 46, 55, 58, 59, 62, 64, 65, 66, 68, 69, 82 Reyero, Carlos  13, 16, 17, 27, 88, 97, 100, 102, 110, 111, 112 Reyes Católicos  13, 26, 69, 114, 124, 132, 133, 136, 148, 153; véase también Isabel de Castilla y Fernando II de Aragón Roca Vilaseca, Juan  27, 40 Romero de Torres, Julio  48 Rosa, Martínez de la  97 Rosales, Eduardo  109, 139, 141, 143, 145, 157 Rosenstone, Robert  73, 74, 122, 123

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Sáenz de Heredia, José Luis  71 Sáez de Melgar, Faustina  108 Sancho, Rodolfo  161, 162, 163, 164 Sargent, John  48 Saura, Carlos  138 Sorolla, Joaquín  37, 48, 113 Stalin, Joseph  23 Strigel, Bernhard  141 Tamayo y Baus, Manuel  26, 91, 100, 102, 117, 122, 124, 127, 130, 132, 134, 139 Tiziano 143 Trueba, Fernando  69 Umbral, Francisco  85 Vallés, Lorenzo  102 Van Halen, Francisco de Paula 103 Velarde, Pedro  17, 37, 39, 60, 61 Velázquez, Diego  112, 141, 143 Verdier, Jean Antoine  32 Vermeer, Johannes  141 Victoria del Reino Unido  113 Vidor, King  58 Villarroel, Óscar  147 Xirgu, Margarita  50, 118, 124 Yanko, Aroní  100, 131, 177

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