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Spanish; Castilian Pages 592 [586] Year 2009
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TIEMPO EMULADO HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.
Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sábato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)
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MODERNIDAD IBEROAMERICANA CULTURA, POLÍTICA Y CAMBIO SOCIAL
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Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek. Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de
Catálogo general de publicaciones oficiales: http://www.060.es Esta publicación ha sido posible gracias a la colaboración de la Fundación ICO
Derechos reservados © Iberoamericana, 2009 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2009 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net © Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 2009 ISBN 978-84-8489-431-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-482-3 (Vervuert) ISBN 978-84-00-08820-0 (CSIC) NIPO 472-08-066-0 Depósito Legal: Ilustración de cubierta: Pedro Pablo Rubens, Los cuatro continentes (detalle). Kunst Historisches Museum (Wien). Diseño de cubierta: Carlos Zamora.
Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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PRESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Francisco Colom González
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I. LA APERTURA IBÉRICA DEL MUNDO OCCIDENTAL La cultura portuguesa de la expansión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Luis Filipe Barreto
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La primera expansión atlántica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . José Luis Villacañas Berlanga
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La incorporación jurídica del vencido. La nobleza aborigen de la Nueva España . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Armando Martínez Garnica
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II. LA SÍNCRESIS BARROCA La occidentalización barroca de América . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Rubem Barboza Filho Quinto Imperio. Ruina de la utopía evangélica americana en la conciencia barroca hispana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fernando R. de la Flor Barroco y modernidad. Los jesuitas de la Nueva España . . . . . . . . . Ramón Kuri Camacho
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III. EL PUEBLO, EL PODER Y LA URBE España, América y el imaginario de la soberanía popular . . . . . . . . . Mónica Quijada La tutela del «bien común». La cultura política de los liberalismos hispánicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Francisco Colom González Iberoamérica, una civilización urbana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carlos Alberto Patiño Villa
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269
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IV. BAJO EL SÍNDROME DE LA MÍMESIS Debate de los sexos y discursos de progreso en la Ilustración española . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mónica Bolufer Peruga La modernidad deseada. Imaginarios culturales hispanoamericanos Luis Ricardo Dávila El otro hilo de Ariadna. Exilio y pensamiento crítico en la cultura hispánica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Antolín Sánchez Cuervo
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V. LA RESISTENCIA DE LA TRADICIÓN Tradicionalismo y modernización en la cultura política iberoamericana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Hugo Celso Felipe Mansilla El monarquismo mexicano. ¿Una modernidad conservadora? . . . . Tomás Pérez Vejo Civilización y/o barbarie. El discurso constructivo de la modernidad argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Alberto Sánchez Álvarez-Insúa
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VI. NACIÓN E INTEGRACIÓN Modernización periférica. El «hombre cordial» y la construcción de la identidad brasileña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jessé Souza
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Del indigenismo histórico a la nacionalidad multicultural . . . . . . . . Ambrosio Velasco Gómez
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Iberismo y nacionalismo en la imaginación política portuguesa . . . Ángel Rivero Rodríguez
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SOBRE LOS AUTORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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AGRADECIMIENTOS
Este volumen colectivo ha sido posible gracias al generoso patrocinio de la Fundación ICO y al apoyo editorial del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Quisiera agradecer de forma muy especial las gestiones realizadas por José María González García, quien durante su desempeño como director del Instituto de Filosofía del CSIC ofreció todo su respaldo al proyecto. De igual manera, hago extensivo el reconocimiento a la Casa de América de Madrid, que patrocinó la organización de un coloquio público sobre el tema.
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P R E S E N TA C I Ó N Fra n c i s c o C o l o m Go n z á l e z
Durante largo tiempo la modernidad se ha entendido como un proceso unitario y acumulativo irradiado desde Europa al resto del globo. El sujeto moderno, libre del anclaje en la fe y la tradición, nació del proceso de pensarse soberano de sí mismo. Su subjetividad responde a un tipo de estructura mental autorreferida capaz de interpretar el mundo desde instancias autónomas. Los gérmenes de este programa cultural se desarrollaron con la Reforma protestante, el nacimiento de las ciencias empírico-formales y los inicios del capitalismo mercantil. Por ello, los cambios sociales, culturales y políticos normalmente asociados con la modernidad habrían estado ausentes del ámbito ibérico o, a lo sumo, fueron recibidos en él como una derivación secundaria y tardía. Según la versión más negativa, la modernidad iberoamericana habría sido en realidad una contramodernidad cuyos efectos retrógrados se manifestaron como decadencia económica, oscurantismo religioso, retraso científico e incapacidad política. Pero también podemos reconocer un diagnóstico diametralmente opuesto: el de los defensores de una cultura supuestamente ecuménica, espiritualista y épica de raíz ibérica que reafirmaría su superioridad moral frente al materialismo decadente de la modernidad del norte. Ninguna de estas perspectivas resulta plausible en la actualidad para definir una noción que ha perdido sus connotaciones teleológicas y deterministas. La modernidad no es la etapa final de un proceso gradual y cronológicamente ordenado. Tampoco su desarrollo es una crónica feliz que acumula acontecimientos beneficiosos e irreversi-
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bles. En realidad existen muchas maneras de ser moderno. No hay una modernidad canónica sino múltiples modernidades. Si un rasgo comparten éstas entre sí, es el de constituir un conjunto de expectativas sobre la naturaleza, los hombres y la historia, una esperanza de transición hacia lo nuevo. La modernidad es fundamentalmente una forma de mirar el mundo, un tipo de conciencia capaz de percibir los cambios, reaccionar frente a ellos e impulsar cursos de acción susceptibles de autocorregirse. Alude, pues, a procesos conscientes de transformación social cuyas tendencias pueden ser divergentes e incluso contradictorias. Movimientos de la modernidad fueron el Renacimiento, la Reforma protestante, la Revolución científica o la Ilustración, pero también el encuentro con el otro más allá del océano y el sincretismo cultural forjado a raíz del mismo. Con todo, es preciso reconocer que tales cambios requieren una matización cuando se trata de contextualizarlos en el ámbito iberoamericano. Tanto el sentimiento diferencial que durante largo tiempo albergaron las sociedades ibéricas y latinoamericanas sobre sí mismas como la propensión a superarlo con medidas extraordinarias revelan la peculiaridad de su trayectoria histórica y el desacompasado acoplamiento con su entorno geopolítico. El volumen colectivo que aquí se presenta parte de estos supuestos. Su propósito es actualizar la autopercepción cultural de las sociedades iberoamericanas y ubicar su evolución en los parámetros que delimitaron la modernidad occidental. Los criterios que definen el campo de estudio son conscientemente in-disciplinados: no se pliegan a los cánones académicos que arbitrariamente han escindido los hemisferios de un mismo plexo cultural. América latina no puede estudiarse separadamente de la civilización occidental. Inversamente, las culturas española y portuguesa no se entienden sin su correlato americano e incluso africano. Tampoco la condición poscolonial encaja nítidamente en sociedades que son todavía, en muchos casos, colonias de sí mismas. Los criterios utilizados para delimitar los confines del espacio iberoamericano son aquí, pues, lingüísticos, históricos y políticos, y no buscan ulteriores ensoñaciones civilizatorias. Las claves de modernidad exploradas se apartan también de los habituales estudios económicos e institucionales para centrarse en la conciencia cultural de cada período. El primer capítulo aborda las exploraciones geográficas emprendidas desde los reinos ibéricos al final de la Edad Media como uno de
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los factores desencadenantes de la primera modernidad europea. En estas expediciones podemos atisbar la curiosidad cultural del Renacimiento, una inclinación que en el caso portugués se manifestó además en un conjunto de saberes prácticos destilados de la circunnavegación de las costas africanas y de la apertura de rutas comerciales con Asia. La península ibérica se convirtió así en el siglo XV en la principal plataforma para la apertura de Europa al mundo y para el traumático encuentro con el otro que culminaría con las reflexiones morales e innovaciones jurídicas propiciadas por la conquista de América. El barroco, al que se dedica el segundo capítulo, fue en este contexto algo más que un movimiento cultural sancionado por el absolutismo y la Contrarreforma. En América sirvió de molde para un peculiar sincretismo entre los valores ibero-católicos y las culturas indígenas. Por ello, en la medida que generó esquemas específicos de incorporación social —y también, a la larga, de resistencia a la novedad—, el barroco iberoamericano puede entenderse como una forma de modernidad preñada de luces y sombras. En su seno maduraron las prácticas culturales y estéticas que, de la mano de las órdenes y las instituciones eclesiásticas, moldearon una subjetividad ético-religiosa y unas expectativas salvíficas íntimamente ligadas al proceso colonizador, pero también una manera especial, más orgánica que formal, de entender los nexos sociales. Sobre estos últimos se vuelca el tercer capítulo. La dimensión comunitaria como fuente de la legitimidad política constituye un rasgo esencial para comprender los imaginarios sociales que en España y América cimentaron la interpretación de la soberanía, llegando en algunos casos a alumbrar propuestas sorprendentemente radicales. Estas tendencias orgánicas fueron codificadas por el iusnaturalismo católico en una cosmovisión que orientaría tanto las formas de vida como los principios políticos y las prácticas administrativas. Quedaron así plantadas las simientes que con el tiempo habrían de germinar en una de las más tempranas experiencias del constitucionalismo liberal. Los principios normativos del liberalismo hispánico son interpretados en este capítulo a la luz de la cultura política que los alumbró. Buena parte de esta cultura se deriva originalmente de la personalidad moral atribuida a las ciudades en el derecho medieval castellano y de los instrumentos de organización civil trasladados a América. En su nuevo entorno, estos utensilios legales sirvieron de cauce para unos
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procesos socializadores de los que emanarían los principales actores colectivos de la modernidad política iberoamericana. Desde las primeras repúblicas de españoles e indios hasta las grandes metrópolis contemporáneas, pasando por los procesos de independencia y de construcción nacional, la ciudad, su personalidad jurídico-política y su praxis vital, ha constituido el principal eje iberoamericano de vertebración geosocial. El tercer capítulo culmina por ello proponiendo la urbe como categoría central de estudio de nuestras formas civilizatorias. La Ilustración no pasó sin consecuencias por el solar iberoamericano. Sus efectos, sin embargo, se dejaron sentir más en el plano económico y administrativo que en el político o intelectual. La inercia de la Contrarreforma, el dirigismo gubernamental y los temores despertados por la Revolución francesa acotaron los márgenes para la creatividad cultural, la innovación científica y la apertura política. El debate suscitado por el libelo de Masson de Morvillier en la Encyclopédie méthodique condensó los prejuicios de la época contra la cultura española y catalizó las reacciones, a menudo acomplejadas, de un medio intelectual crecientemente periférico. Como refleja el cuarto capítulo, desde antes incluso de la ruptura colonial uno de los rasgos definitorios de la cultura iberoamericana ha sido precisamente su autocuestionamiento, la pregunta insegura por su propia actualidad y originalidad. Este síndrome se tradujo con frecuencia en la imitación e importación apresurada de pautas culturales, estéticas y de consumo muy alejadas de las experiencias sociales autóctonas, cuando no ajenas a ellas por completo. Tal distanciamiento provocó en América la alienación cultural de las elites respecto de sus propias sociedades y, lo que es más grave, una interpretación descentrada, si no directamente excéntrica, de su papel en ellas. En realidad, la ruptura mental con el pasado y la condena sumaria de las formas de vida vernáculas tras la independencia impidieron percibir la afinidad de fondo que esta impaciencia modernizadora guardaba con el viejo espíritu del proyectismo borbónico, en particular con su interés por establecer el paralelo con lo logrado por otras naciones. El desacoplamiento entre alta cultura y culturas locales invita por otro lado a investigar los cauces a través de los cuales se desarrolló una incipiente esfera pública iberoamericana tras la desarticulación del clero como clase intelectual orgánica en el Antiguo Régimen. La
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clave, según muestra el último ensayo de este capítulo, la aportan los exilios políticos y los circuitos intelectuales generados a partir de ellos, dotados por lo general, en virtud precisamente de su carácter inorgánico, de un mayor grado de autonomía y de capacidad crítica que los espacios culturales oficiales. La propia aparición de una conciencia americana suele cifrarse en la obra de los jesuitas expulsados de los dominios españoles y portugueses a finales del siglo XVIII. Los exilios intra- y exoamericanos forzados por las pugnas civiles tras la independencia y por el fracaso en España del experimento constitucional gaditano marcaron una segunda y decisiva etapa en este proceso, como ilustra el caso de los liberales españoles arribados a América vía Londres o el de los intelectuales argentinos refugiados en Uruguay y en Chile durante la dictadura de Rosas. Este período fue importante en la medida en que los exilios, en un espacio continental políticamente fragmentario, vinieron a sustituir la función que con anterioridad desempeñó la Iglesia como soporte unitario para la circulación de las ideas. En el siglo XX, el cuantioso exilio generado por la Guerra Civil española ejerció en numerosos países de América una similar función catalizadora de la modernidad, la misma que se alejaba de una España política, cultural y económicamente aislada tras la contienda. Durante el último cuarto del siglo, las migraciones intelectuales provocadas por las dictaduras del Cono Sur contribuyeron una vez más a renovar las redes continentales de circulación cultural en un proceso que ubicó a México, como en el caso anterior, en el centro de las mismas. La secularización de los valores sociales y la separación jurisdiccional de Estado e Iglesia siguieron en este espacio pautas y ritmos distintos de los del mundo protestante. Quizá residan ahí algunos de los rasgos más característicos de su dinámica de modernización. La voluntad de afrontar los disolventes efectos percibidos en la modernidad llevó a determinados sectores políticos y a la Iglesia católica a recurrir a referencias que buscaban su legitimidad en el pasado y a desarrollar iniciativas aparentemente restauradoras, pero que creaban de hecho realidades de nueva índole. En el quinto capítulo se especula por ello con la posibilidad de reconocer en algunas experiencias políticas una modernidad conservadora que intentó conjurar los peligros de unos procesos de cambio sobre los que se había perdido el control, pero que no necesariamente deseaba hacer retroceder el reloj
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de la historia. Aun así, la tensión entre tradicionalismo y modernización sigue marcando las principales líneas de fractura de las sociedades iberoamericanas. Los elementos mesiánicos presentes en su cultura política, seguramente enraizados en la forma que asumió el proceso de colonización y en el papel jugado por el catolicismo en él, han alimentado desde siempre la idea de América como tierra de promisión, esperanza o liberación. Ésta es una pulsión utópica constante en la experiencia iberoamericana del tiempo histórico que ha encontrado expresión en movimientos culturales y políticos de muy diversa índole, desde el nacionalismo populista y el indigenismo romántico hasta la teología de la liberación y los nuevos cultos pentecostales. Irónicamente, quienes vieron en la crispada implantación de las últimas innovaciones arribadas de París, Londres o Boston una lucha épica entre la civilización y la barbarie, mostraban en realidad una actitud tan convencionalmente tradicional como los defensores de la identificación telúrica con las culturas autóctonas. Perspectivas tradicionalistas y modernizadoras convergieron por igual en la tarea de imaginar la nación como un crisol integrador. Tal y como ilustra el sexto y último capítulo, la fabricación de un pasado funcional jugó en este terreno un papel tan importante como la sublimación de las tensiones internas. La profundidad de las fracturas es, sin embargo, tan grande en las sociedades americanas que ha condicionado el desarrollo de sus ciencias sociales y sigue desafiando la consolidación de una identidad colectiva homogénea y solidaria. Acostumbrados como estamos en España a incluir la cuestión nacional en el elenco de las disputas internas irresolubles, la percepción portuguesa de su inserción ibérica ofrece en este capítulo un interesante contrapunto sobre la condición del Estado nacional como forma política moderna. Con ello culmina este conjunto de trabajos con el que esperamos brindar al lector una visión panorámica, original y variada de los distintos registros culturales de la modernidad iberoamericana. FRANCISCO COLOM GONZÁLEZ
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Aventurarse a mares nuevos, a nuevas tierras, a estrellas nunca antes contempladas... con estos prodigiosos descubrimientos se abrió al linaje humano todo su mundo. JUAN LUIS VIVES, De Disciplinis (1531) No hay acontecimiento más interesante para la especie humana en general y para los pueblos de Europa en particular, que el descubrimiento del Nuevo Mundo y la ruta a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza. Entonces comenzó una revolución en el comercio, en el poder de las naciones, en las costumbres, en la industria y en el gobierno de todos los pueblos. GUILLAUME-THOMAS RAYNAL, Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes (1770)
A lo largo de los siglos XV y XVI se da una auténtica revolución planetaria marítima. Entre mediados del cuatrocientos (en 1434 Gil Eanes dobla el Cabo Bojador y en 1444-1445 nace la navegación oceánica astronómica) y mediados del quinientos (en 1564-1566 López de Legazpi y Andrés de Urdaneta establecen la carrera entre los Pacíficos americano y asiático), la realidad y la imagen del planeta, de la naturaleza física y humana del mundo, se alteran profundamente. Durante más de un siglo se asiste a una expansión planetaria marítima
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de los europeos llevada a cabo, sobre todo, por las gentes y reinos de Portugal y de España. Es un proceso de expansión de los poderes, intereses y saberes de la Europa atlántica y mediterránea por los mares, litorales y tierras extra-europeos. La conquista técnica del Atlántico, la conexión regular y continua del Atlántico, del Índico y del Pacífico americano y asiático, señalan el nacimiento de una primera globalización. Las vías marítimas entonces creadas o conectadas constituyen un proceso de cambio desigual y de desigual comunicación a escala planetaria, un proceso del capitalismo mercantil y financiero y del Estado dinástico en formación. Nace así una primera red global entre diferentes ciudades, puertos y litorales de Europa, África, América y Asia, una red de circulación de hombres y productos, técnicas e ideas, que articula partes y grupos de economías y sociedades, culturas y civilizaciones hasta entonces con contactos inexistentes o muy limitados. La revolución marítima planetaria es un proceso global. Es una revolución global en el espacio marítimo y terrestre porque las relaciones y el conocimiento de los océanos, hasta entonces sólo en una cuarta parte, pasa a aproximarse por primera vez al todo planetario. Y esta evolución, cuantitativa y cualitativa, es también un primer paso en la alteración de los equilibrios civilizatorios globales, que dejan de concentrarse únicamente en China y el Islam y comienzan a fluir también hacia el Atlántico europeo. Es una revolución espacial porque a lo largo del siglo XVI, de una forma cada vez más continua y acelerada, los polos más dinámicos de las economías, sociedades, culturas y civilizaciones comienzan a convertirse en un sistema mutuo de comunicación global, aunque con desigual influencia y grado de confluencia. La plata alemana, mexicana y japonesa cuenta en los mercados de China, Europa e India, igual que las plantaciones de especias en Kerala, Sumatra y en la península malaya actúan sobre los precios y mercados de Lisboa y Amberes. El latín, el portugués, el castellano y el italiano circulan manuscritos o impresos por centros urbanos y portuarios en la India, Filipinas, Japón y China. La idea de Europa como diferencia frente a otras culturas y civilizaciones comienza a ganar estatuto e identidad, incluso en los espacios no europeos. Es una revolución global con implicaciones ecológicas, demográficas y políticas a escala planetaria que comienza a globalizar y socializar bienes de consumo otrora limitados, como el maíz, el
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azúcar, el tabaco y el té. Este proceso desplaza a unos pocos y, a continuación, a millares de europeos, y sobre todo a esclavos africanos, hacia nuevos espacios; crea grupos mestizos y complejas aculturaciones, sobre todo de europeos orientalizados. En el caso portugués, la expansión marítima surge como apuesta estratégica de la Corona y del Reino, como una oportunidad para diversos grupos e instituciones sociales por la vía migratoria extraeuropea, y por su función intermediadora en la naciente economía mercantil global. En esta breve introducción nos interesa mostrar en perspectiva la revolución marítima planetaria portuguesa como dimensión simbólica intelectual, como acción y pensamiento que se traduce en textos e ideas, en técnicas y mapas. Las restantes dimensiones socioculturales del fenómeno, aunque implícitas y parcialmente presentes, no constituyen aquí y ahora objeto de análisis. El propio fenómeno intercultural y global de la comunicación continua es tratado tan sólo en una de sus vertientes, la portuguesa, aunque esta acentuación interesada no anule, como veremos, la esencia internacional (europea y mundial) de la revolución planetaria marítima.
1. LA
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RENACIMIENTO
P O RT U G U É S
Não há dúvida que as navegações deste reino de cem anos a esta parte, são as maiores, mais maravilhosas, de mais altas e mais discretas conjecturas que as de nenhuma outra gente do mundo. Os portugueses ousaram cometer o grande mar oceano. Entraram por ele sem nenhum receio. Descobriram novas ilhas, novas terras, novos mares, novos povos e o que mais é, novos céus e novas estrelas… ora manifesto é que estes descobrimentos de costas, ilhas e terras firmes não se fizeram indo a acertar, mas partiam os nossos mareantes muito ensinados e providos de instrumentos e regras de astrologia e geometria PEDRO NUNES, Tratado em defensão da Carta de Marear (1537)
La cultura discursiva del Renacimiento portugués es el resultado de tres grandes dinámicas: la escolástica, la humanista y la de expansión o descubrimiento. Esta trilogía constituye un sistema de porosi-
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dades y correlaciones múltiples, pero es también un universo tridimensional de diferencias y oposiciones. La escolástica y el humanismo son, por utilizar una expresión de Silva Dias (1981: 13-21), hegemonías culturales, es decir, hegemonías en competición por el dominio de los centros de poder del tejido sociocultural a través de estrategias de enfrentamiento y diálogo, de exclusión e integración. El enfrentamiento y la exclusión surgen en casos como la Inquisición y la censura de la cultura discursiva. Es una censura preventiva y represiva que se abate sobre impresos y manuscritos del programa humanista, pero también de la cultura popular escrita (literatura de cordel/autos) y de la cultura de la expansión a partir del programa cultural escolástico (Révah: 1960). Es enfrentamiento y exclusión del Colegio de las Artes entre 1548 –con su creación y entrega por la Corona a los humanistas– y 1555 –con la transferencia del Colegio a la Compañía de Jesús, que testimonia la victoria institucional de la escolástica sobre el humanismo– (Brandão: 1924-1933 y 1948-1969). Es estrategia también de diálogo e integración, como veremos en el programa cultural de la Compañía de Jesús y en la escolástica conimbricense, que usa en Coimbra y Braga la metodología filológica y crítica de los humanistas como instrumento de mejora del programa aristotélico-cristiano/tomista. La dimensión cultural de la expansión es en esta época claramente subalterna y sólo existe mediante estrategias entreveradas con las estrategias hegemónicas. El universo cultural de la expansión presenta, sin embargo, fronteras múltiples y difusas, lo que hace que encontremos elementos de su presencia desde la cultura material y artística hasta la cultura popular y erudita. La expansión marítima implica a la Corona, a la Iglesia y a la sociedad en general, por ello su universo cultural aparece más o menos en todos los planos y lugares de la cultura y de la sociedad portuguesa, muy especialmente en los núcleos portugueses de la diáspora europea y extra-europea. Esta profunda dispersión más allá de Portugal concede a la cultura de la expansión unos márgenes de libertad únicos, una distancia espacial y temporal singulares frente al control y la represión cultural. Las clasificaciones de hegemónico y subalterno se asientan en indicadores que permiten formar una jerarquía de medidas culturales. Estos indicadores toman en cuenta la posición del Estado y de la Iglesia frente a los programas culturales en juego; la fuerza editorial y el poder de la enseñanza; la
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distribución y el poder de los cuadros culturales de cada una de las culturas; y la capacidad de control y de represión en la competición cultural. También nos muestran a la escolástica, la cultura clerical oficial, como la hegemonía triunfante: la estructura cultural capaz de imponer su programa y de derrotar por silenciamiento o por incorporación a la competencia diluyendo las alternativas culturales. El humanismo, la cultura laicizante de los humanitorae litterae, surge en el Renacimiento portugués como la hegemonía institucionalmente derrotada. A lo largo de los años 1540-1546 el programa humanista es neutralizado o integrado por la escolástica. Con todo, este programa tiene durante la segunda mitad de ese siglo, aunque de forma latente, un peso mucho mayor del que transmiten los indicadores institucionales más visibles. La escolática y el humanismo, las hegemonías culturales, son programas homogéneos. La escolástica, la hegemonía triunfante, sufre un grado de homogeneidad mucho mayor que el humanismo, la hegemonía institucionalmente vencida. El grado de homogeneidad está en razón directa con la fuerza de la identidad cultural frente a los otros programas y, por consiguiente, con el poder de frontera y de clausura frente al exterior. La escolástica, por su parte, presenta una dimensión más sistemática y cerrada que el humanismo. Ambas hegemonías, cuando se comparan con la cultura subalterna de la expansión, tienen una identidad y una frontera más fuertes, lo que significa también una menor apertura y receptividad ante las diferentes culturas. La cultura de la expansión es, en este nivel, un universo abierto con fronteras de afinidad y diferencia en paradójica tensión frente a la escolástica y el humanismo. Esta no-identidad, o alta heterogeneidad y apertura, es indicadora de una condición cultural subalterna. Se trata de una heterogeneidad y apertura no sólo respecto de las dinámicas culturales del Renacimiento europeo sino también frente a las formas culturales exteriores a Europa, en particular las de Asia, como veremos más adelante al considerar el peso de las artes marineras y cartográficas china y árabe o los casos del budismo zen y del hinduismo. La condición subalterna de la cultura de la expansión se manifiesta en esta frágil identidad, así como en la falta de sistematicidad de su programa. Son características bien diferentes de la taxonomía de saberes y valores que vemos en los manuales de los conimbricenses o en las Oraciones de Sapiencia de los humanistas. Indicadores de la
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condición subalterna de la cultura de la expansión son también la ausencia de un cuerpo y de un vocabulario conceptual propio, la falta de peso editorial y su reducido impacto en los programas y en las instituciones oficiales de enseñanza, dominados por la escolástica y por un humanismo acomodado. Estas limitaciones de identidad y de homogeneidad obligan a la cultura de la expansión a ser la formación cultural más abierta del Renacimiento portugués, aquella más necesitada de préstamos culturales de la escolástica y del humanismo. La escolástica es sin duda la cultura menos receptiva y abierta a los puntos de vista y a los repertorios de las demás culturas, la que menor número de relaciones establece con el exterior de su programa cultural. Los encuentros que promueve la escolástica con el universo cultural de la expansión son puntuales y de naturaleza esencialmente factual/informativa. Los momentos más relevantes de ese encuentro surgen a propósito del Regis Lusitanae Nautae1 en el Physices Compendium (1520) de Pedro Margalho, cuando se discute la proporción equivalente de mar y de tierra en el globo2. Más allá de este momento, la cultura de la expansión aparece como un soporte informativo para la actualización de algunos casos de la nueva escolástica, como en los Comentarii in Libros Meteorum de Manuel de Góis S. J. a propósito del nombre mar rojo, la habitabilidad de los trópicos y la nueva cuarta parte del mundo (1593: 77-78 y 104-1053), o en los ejercicios de profesores de la Universidad de Évora, como el de Fernão Rebelo S. J. a propósito del derecho de gentes y la esclavitud. El humanismo presenta frente al universo cultural de la expansión un grado de apertura y de encuentro mucho mayor que la escolástica. En diversos temas y problemas, en especial de naturaleza doctrinario-ideológica, pero también en los campos de la racionalidad médica y geográfica, las fronteras culturales del humanismo y de la cultura de la expansión se entrecruzan regularmente a lo largo del siglo XVI. La expansión surge para la mayoría de los humanistas como un arsenal de novedades, un nuevo cuadro de datos y de diferencias que permite a los studia humanitatis fuertes elementos de crítica y de prueba fren-
1. Pedro Margalho, Physices Compendium, Salamanca, 1520, fol. VIIr. Véanse Ribeiro Soares (2000) y Coxito (1980). 2. Sobre este problema, véase Randles (1980). 3. Véanse Coxito (1977) y Silva Dias (1985).
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te a la herencia medieval mediante temas como la nueva edad del mundo o la pluralidad de las realidades. No sorprende pues que los humanistas y las ciudades, los polos del humanismo, sean a lo largo del siglo XVI los principales centros de recogida y difusión del universo cultural de la expansión marítima y mercantil de los portugueses. Tampoco sorprende que exista una abundante literatura latinista de los humanistas en torno a la expansión4. La cultura de la expansión presenta constantes demandas de apoyo y préstamos de la escolática y del humanismo. Antes que nada, porque muchos de los productores de la geografía descriptiva y antropológica de la ideología de la expansión son también miembros de la cultura escolástica y humanista con una formación propia de esas hegemonías culturales. Sin embargo, la cuestión es mucho más compleja y no se resume en la tipología de los cuadros culturales. El eco informativo del universo de la expansión (puntual y limitado en la escolástica, pero sistemático y profundo en el humanismo) es tan sólo una cara de la moneda. La otra cara muestra el peso de los conceptos y los valores de la escolástica y del humanismo en la cultura de la expansión. El universo cultural de la expansión también existe gracias a los fundamentos teóricos y metodológicos que recibe de la escolástica aristotélico-tomista y del humanismo, en especial de los programas humanistas regulados por el aristotelismo naturalista y por el humanismo cívico cristiano. El universo cultural de la expansión, debido sobre todo a la atención cultural y editorial de los humanistas, produce un impacto de novedad y de cierto interés en los otros programas culturales, en especial entre los humanistas, pero al mismo tiempo se trata de un tejido cultural que intercambia información por formación y formulación escolástica y humanista. Estos sistemas de intercambio entre los tres principales componentes del Renacimiento portugués son relevantes para el núcleo de cada una de las culturas. La escolástica y la humanista son culturas de orientación sapiencial-doctrinaria, mientras que la cultura de la expansión presenta una orientación científico-objetiva. La escolástica produce una doctrina sapiencial determinada por un saber religioso, por toda una visión trascendental del mundo y de la vida orientada 4. Véase Matos (1991). Sobre humanismo y expansión en Portugal, véase Hooykaas (1970).
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hacia algo meta-real: Dios. El humanismo, una cultura laicizante en competencia con la cultura clerical oficial, presenta una doctrina sapiencial bajo la invocación de un ser/saber humano. Se trata de una visión inmanente y trascendente del mundo y de la vida orientada hacia la comprensión de una realidad fenoménica que originariamente fue creación trascendental: el hombre. La cultura de la expansión, en especial en el núcleo de la marinería técnico-práctica y de la cientificidad teórico-crítica, se apoya en un saber regulado por el ideal de la verdad objetiva: tiene como horizonte metódico la idea de orden. La construcción de las regularidades y de las normas preside la búsqueda de los problemas técnicos y objetivos, así como la formulación de hipótesis teóricas y soluciones prácticas. La escolástica y el humanismo encuentran en el significado lo esencial de su horizonte metódico. En la escolástica esta búsqueda se da en torno al sentido trascendental del ser; en el humanismo, a propósito de la valoración de lo humano. En el Renacimiento, los horizontes metódicos de orden y significación tienden tanto a la separación como al sincretismo y la fusión. Por ello, también encontramos en la cultura de la expansión campos en los que el horizonte metódico de la significación domina o sustituye al del orden, como, por ejemplo, en el caso doctrinario-ideológico y en algunas obras del campo geográfico-antropológico. No es posible trazar fronteras firmes en el clima renacentista: las fronteras unen por lo menos tanto como separan, pues «era todavía un tiempo en el que, en el campo del concepto, ningún viajante era desconocido» (Desanti 1975: 7). Por otro lado, hay una imposibilidad de oposición total entre la escolática, el humanismo y la cultura de la expansión: los tres programas tienen una ontología común regulada por el paradigma orgánico del aristotelismo cristiano. Sin embargo, se puede diferenciar la trilogía discursiva del Renacimiento portugués y ver el universo cultural de la expansión con una cierta lógica propia frente a los caminos de la escolástica y del humanismo. Las relaciones entre los programas culturales escolático, humanista y de la expansión son, pues, múltiples y complejas. El impacto cultural de la expansión en el humanismo es fuerte en casi todas las áreas, y muy fuerte en dominios como la historia natural y moral, la geografía, la cartografía y la farmacopea médica. El impacto cultural de la expansión en la escolástica es reducido, pero relevante en áreas como el derecho de gentes. El impacto
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del programa humanista en la cultura de la expansión es significativo en su núcleo de cientificidad teórico-crítica, que se prolonga al campo geográfico-antropológico y funde ambos en el campo doctrinarioideológico, el espacio de encuentro de la cultura de la expansión con las culturas sobre la expansión. Veremos más adelante con mayor detalle la lógica interna de cada uno de estos campos culturales. Ahora nos interesa tan sólo observar sus fronteras de articulación hacia el exterior. Las relaciones entre humanismo y cultura de la expansión muestran que sólo el campo técnico-práctico de la marinería, el núcleo duro de la cultura de la expansión, está en lo esencial fuera de la articulación del universo cultural humanista. La náutica, la cartografía y la construcción naval, en tanto saberes objetivos y útiles directamente implicados en la navegación, mantienen una distancia firme frente a la cultura laicizante humanista, pero el resto de la cultura de la expansión vive en afinidad y con múltiples poros de contacto con la cultura humanista. El impacto de la escolástica en la cultura de la expansión es mucho menor que la humanista y se da puntualmente en el campo de la cientificidad teórico-crítica. Los programas culturales son categorías y realidades que se manifiestan en hechos discursivos, en casos e individuos de producción y recepción. Al desplazar el ángulo de análisis hacia los cuadros y situaciones tenemos un paisaje más concreto. El desarrollo de la marinería técnico-práctica se hace a partir de tradiciones de artes y oficios por grupos familiares de talleres de cartografía. Los maestros, pilotos y cartógrafos son gente profesional, de aprendizaje por oficio que, a partir de una cultura de acumulación, retoque y mejoría, acaban por facilitar la codificación y transmisión escrita y normalizada de todo un saber. Es en los mares, junto a los barcos, en los puertos y en los talleres de cartografía donde se obtiene la formación específica y profesional de estas gentes de marear y cartear. Gentes de oficio y de taller, sustentadas por tradiciones y herencias locales y familiares. Gentes ahora abiertas a la novedad, a la integración creativa de diferentes tradiciones mediterráneas, atlánticas, índicas, europeas y asiáticas, cristianas e islámicas. Gentes integradas y potenciadas por poderes y poderosos oficiales y dominadores que hacen de los mares y de los litorales la tierra prometida. Gentes incentivadas a superar la rutina por ejercicios de fusión, de mejora puntual,
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de prueba y corrección, que permiten novedades y retoques, los cuales, acumulados, generan la revolución de la náutica, la revolución técnica de los transportes marítimos y de los caminos del mar. El universo de los productores y consumidores del saber marinero está formado por gentes del mar y del puerto encuadradas por el poder político y cultural de la Corona y de la Corte. Naturalmente, por regla general, los hombres de formación colegial y universitaria, así como los de formación cortesana, están aquí ausentes. No poseen la práctica ni el saber hacer que posibilita la construcción de este universo de la marinería. Con todo, su proximidad y presencia en el universo socio-cultural de la expansión hace que la producción del saber marinero se convierta en objeto cultural de problematización, interrogación teórica y diálogo desde el espacio teórico-crítico de la cientificidad. Miembros de la alta nobleza cortesana ligados a la Corona expansionista y marítimo-mercantil, así como universitarios de formación humanista o gente de formación colegial escolástica, se cruzaron con la formación humanista. Todas estas tipologías llenan y dominan la zona teórico-crítica de la cultura de la expansión. Su producción de saber se destina, sin duda, a teorizar y traducir la marinería técnico-práctica al reino de la erudición cortesana y humanista, incluyendo así a las elites universitarias europeas, como se ve en el uso común del latín para algunos de estos discursos. Una parte de este saber busca también dialogar, implicarse e incluso influenciar la marinería técnico-práctica a partir de la teorización filosófico-científica. Éste es un objetivo manifiesto en D. João de Castro, en las obras de Pedro Nunes, y más latente que patente en algunas obras de Fernando Oliveira. Las articulaciones y ensayos de mutua implicación entre los prácticos de las escuelas mercantil y marítima y los cuadros de formación más teórica y erudita, gentes incluso de formación típicamente humanista o escolástica, se vuelven todavía más complejos y frecuentes en el dominio de la geografía antropológica. Estas mezclas y fusiones parciales entre la cultura de la expansión y las culturas humanista y escolástica se tornan absolutas en la periferia que denominamos doctrina e ideología, espacio final de la cultura de la expansión y al mismo tiempo espacio de mayor actividad de otras culturas. La cultura de la expansión tiene lugar, por tanto, en una situación ambivalente. Tiende, en parte, a la autonomía y a la identidad propia, pero al mismo tiempo presenta más diálogos y fusiones con el huma-
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nismo que con la escolástica. Una breve visita al interior de los campos culturales de la expansión revela que esta dinámica de diálogo pasa también por la jerarquía social de una sociedad de estratos y clientelas, un mundo tradicional de relaciones personales y localizadas que está creando otro mundo nuevo.
2 . FA S E S
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Começou-se a entender este segredo da natureza depois que o mar oceano se começou a navegar… Agora nestes nossos tempos, como o mar oceano seja tão frequentemente navegado, tem-se descoberto tanta concórdia dos mares com as luas, e tanta correspondência entre si, que parece claro o que é… como todos os movimentos dos mares respondem aos das luas. ANÓNIMO, Tratado da Sphaera (c. 1535)
La cultura portuguesa de la expansión comienza a ganar forma y sentido durante el reinado de D. João II, entre 1481 y 1495. Antes, en la época del Infante D. Henrique (1394-1460), tenemos sobre todo los principios de la conquista práctica del Atlántico5, así como el nacimiento de una ideología oficial de la expansión con Gomes Eanes de Zurara (c. 1410-1474) y la Crónica do descobrimento e conquista da Guiné, escrita probablemente entre los años 1453-1454 y 1464. La cultura de la expansión en tiempos de D. João II continúa siendo esencialmente práctico-empírica, con el dominio del Atlántico Sur y el paso hacia el Índico entre 1482 y 1487-1488 por Diogo Cão y Bartolomeu Dias y con el desarrollo de una doctrina oficial, la Oração de obediência al Papa Inocencio VIII de Vasco Fernandes de Lucena en 1485. A partir del reinado de D. Manuel (1495-1521), la cultura de la expansión gana forma y sentido intelectual precisos y comienza a dejar rastros y señales preservadas, como vemos, por ejemplo, en la 5. El primer período, de 1415 a 1434, de Ceuta a Bojador, Gil Eanes en el Mediterráneo atlántico; el segundo período, de 1434 a 1444, del Cabo Bojador a la Tierra de los Negros, el Atlántico africano y el nacimiento de la navegación astronómica; el tercer período, de 1445 a 1475, del Cabo de los Mastos al Cabo de S. Catarina con la Costa de Guinea (c. 1446) y las Islas de Cabo Verde en 1456.
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impresión del Almanach Perpetuum (Leiria, 1496) de Abraão Zacuto y en el Relato da primeira viagem de Vasco da Gama a la Índia (1497-1499). Debido a la pluralidad interna de la cultura de la expansión es difícil afirmar una unidad cronológica, un ritmo único. Tal vez, sin embargo, sea posible trazar una línea gradual de constante crecimiento hasta los años 1520-1530, seguida de una explosión cuantitativa y cualitativa entre los años 1530-1540 y 1570-1580, así como una desaceleración e incluso bloqueo en algunas áreas a partir de 1620-1630. La idea de un programa cultural propio, la autoconciencia de que esa producción tiene una individualidad específica distinta de la escolástica y del humanismo, comienza a aparecer en obras como el Esmeraldo de Situ Orbis (c. 1505-1508), de Duarte Pacheco Pereira, y es más plena en D. João de Castro con su Roteiro de Lisboa a Goa. Este texto, escrito entre el 6 de abril y el 11 de septiembre de 1538, remite explícitamente a una red propia de lecturas, afinidades y oposiciones. En él João de Castro cita a Pedro Nunes, a los Roteiros da carreira da Índia, la cartografía náutica e, implícitamente, a João de Lisboa, Duarte Pacheco Pereira y los guías náuticos. Puede decirse que en los años treinta del siglo XVI la identidad de cada una de las áreas de la cultura de la expansión sólo está establecida en forma manuscrita y la idea de una unidad global es bastante más tardía. En términos de libros impresos, la manifestación de esa unidad e individualidad más bien tardía surge, por ejemplo, en el Itinerário (1611), de Fray Gaspar de S. Bernardino, quien cita a Amato Lusitano, António Tenreiro, Camões, Cristóvão da Costa, Damião de Góis, Diogo do Couto, Fernão Lopes de Castanheda, Francisco Álvares, Gabriel Rebelo, Garcia de Orta, Jerónimo Osório, João de Barros, D. João de Castro, Frei João dos Santos, Luís de Cadamosto, en oposición a Aristóteles, Estrabón, Pomponio Mela y Ptolomeo. La cultura portuguesa de la expansión marítima se asienta en cuatro grandes campos: el técnico-práctico de la marinería, el teóricocrítico de la cientificidad, el de la geografía descriptiva y antropológica y el de la doctrina-valoración ideológica6. Cada uno de estos 6. Sobre este modelo de Cultura Portuguesa de la Expansión/Descubrimientos, véase Barreto (1988: 10-49; 1987: 9-54; 1989: 15-46). Sobre el horizonte cultural de la expansión en general, véase Silva Dias (1973).
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campos tiene una individualidad e identidad propias, pero tiene también una apertura de fronteras que permite la constante circulación y contaminación de temas y de problemas entre todos los campos. La doctrina-ideología es tanto un espacio discursivo de expansión marítima como un espacio de las culturas humanista y escolástica sobre el fenómeno de la diáspora. Ambas surgen, por consiguiente, como periferia y lugar de encuentro por excelencia de la cultura portuguesa de la expansión con la cultura portuguesa sobre la expansión. Los cuatro campos culturales, sobre todo los tres primeros, presentan determinadas características socio-dinámicas. Al contrario que la cultura escolástica y la humanista, donde predomina o tiene destacada presencia el latín, la cultura discursiva de la expansión está pensada y escrita mayoritariamente en lengua portuguesa. Este dominio abrumador de la lengua portuguesa, con un papel muy residual y puntual del latín, significa que la mayoría de los cuadros productores y consumidores de cultura discursiva de la expansión tenían una formación extra-universitaria. El latín es la lengua de la formación, producción y consumo de las universidades y las culturas institucionalmente hegemónicas, caso de la escolástica y del humanismo. La mayoría de los cuadros culturales de la expansión tiene una formación escolar básica, de saber leer y contar, así como un aprendizaje práctico y especializado en las escuelas de la vida marítima y mercantil. Apenas una minoría ligada a la nobleza, en algunos casos incluso a la alta nobleza, como vemos en Duarte Pacheco Pereira, D. João de Castro, Pêro Lopes de Sousa o en círculos urbanos burgueses, tiene la formación cultural de Corte o incluso universitaria que es frecuente entre los misioneros jesuitas productores de geografía descriptiva y antropológica. La mayoría de los productores y consumidores de la cultura de la expansión tienen un origen social plebeyo. La creación en portugués de saberes especializados regulados por los ideales de verdad y de utilidad y por doctrinas en busca de crítica y de eficacia institucional indica una ampliación de la base social de la cultura letrada y la educación de grupos nuevos en ascenso dentro del tejido social portugués. La cultura discursiva de la expansión presenta también un predominio de lo manuscrito sobre lo impreso. Es una cultura especializada y práctica que muchas veces encuentra su comunidad de lectura y
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conocimiento a través de un muy reducido número de copias y no necesita de centenares de ejemplares impresos. La cultura de la expansión es sobre todo un saber hacer y un saber poder. Mucha de la utilidad y aplicación de estos conocimientos náuticos, cartográficos, geográficos y antropológicos reside en su desconocimiento por parte de otros competidores marítimo-comerciales, en especial europeos (italianos, castellanos, ingleses, holandeses). El control de la circulación de la información por parte del Estado y los círculos mercantiles es una de las razones fundamentales para el predominio del manuscrito sobre lo impreso, y es tanto más intenso cuanto más se conjugan los valores de verdad y utilidad, o sea, de conocimiento preciso y precioso. Por eso no existe en Portugal impresión de libros de marinería o de cartografía náutica y la geografía descriptiva y la antropología son manuscritas casi en un noventa por ciento. La circulación controlada de manuscritos en un reducido número de copias, en vez de la circulación abierta de centenares de ejemplares impresos, es una de las señales de la fuerte presencia del Estado en la cultura de la expansión. La Corona de Lisboa, pero también los centros de poder local en los litorales de África, Brasil y Asia, funcionan como núcleos mayores de producción y de consumo de la cultura de la expansión. Aparte del Estado, otros actores, como la Iglesia misionera, y en particular los jesuitas, surgen a medida que avanzamos hacia el final del siglo XVI como polos relevantes de producción y organización cultural, sobre todo en el domino de la geografía descriptiva y antropológica. La cultura de la expansión portuguesa en el mundo, en especial en sus tres campos nucleares de saber sobre los mares y los mundos extra-europeos, es mayoritariamente manuscrita, pero sufre la competencia de otros polos de información impresa en Europa. Igualmente, el esfuerzo de la Corona portuguesa por controlar la información sufre la competencia de otros poderes políticos, económicos y religiosos europeos, de manera que tales saberes desaparecen de los círculos estrictamente divulgativos. El impacto de la cultura de la expansión en Europa resulta de esta competencia entre distintas comunidades y polos de saber y poder, así como de la circulación de especialistas portugueses en cartografía, náutica y medicina y de la traducción y edición en lengua italiana, española, holandesa, inglesa, francesa, alemana y latina de numerosos materiales manuscritos.
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Lo que saben se lo deben a los portugueses, que los instruyeron y enseñaron a navegar en alta mar y en provincias remotas. Está en deuda no sólo España, sino toda Europa. TOMÉ CANO, Arte para fabricar, fortificar y aparejar naos (1611)
El impacto europeo de la cultura portuguesa de la expansión marítimo-mercantil por los mares y litorales del Atlántico, el Índico y el Pacífico se da sobre todo a través de seis grande vías. La primera de estas vías se funda en la recogida, traducción y edición de manuscritos portugueses. Existen dos grandes polos de recogida, traducción y edición. Entre inicios y mediadios del siglo XVI tenemos el dominio del polo italiano con centros editoriales en Venecia, Milán, Florencia y Roma, como vemos, por ejemplo, en las grandes colecciones de geografía de F. Montalboldo (Paesi novamente retrovati et novo mundo, Vicenza, 1509) y de Giovanni Baptista Ramusio (Delle navigationi et viaggi, Venecia, 1550). A partir de estas ediciones surgen otras reediciones totales o parciales, como es el caso de los Paesi de F. Montalboldo, que a lo largo del siglo XVI tiene reedición italiana en Milán (1508, 1512 y 1519) y en Venecia (1517 y 1522), así como traducción latina en Milán en 1508 como Itinerariu Portugallesiu, reeditada no Novus Orbis, reeditada en Basilea y en Paris en 1532. En Nuremberg, en 1508, aparecen dos traducciones alemanas de esta colección y una nueva edición alemana en Estrasburgo en 1534 a partir de la traducción latina, así como siete ediciones francesas en París a partir de los años 1516-1517. La gran atención editorial italiana a la cultura de la expansión portuguesa se debe a la competencia de las rutas euro-asiáticas del Levante y del Cabo, competencia mercantil que es también competencia informativa. Esa información se transmite por los misioneros jesuitas y por la Iglesia católica de Roma, como vemos, por ejemplo, en las colecciones de Cartas y de geografías/antropologías descriptivas organizadas por los misioneros jesuitas, como los Diversi Avisi Particolari dall’Indie (Venecia, 1559) o los Nuovi Avisi delle Indie di Portogallo (Venecia, 1563). Una vez más, la edición italiana va a originar otras reediciones y traducciones, como es el caso del manuscrito Tratado da China, de Galeote Pereira (c. 1555), editado en el volumen IV
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de los Nuovi Avisi (Venecia, 1563), y de las traducciones y ediciones inglesas del mismo en la colección de R. Wills, History of Travayle in the West and East Indies (Londres, 1577). Desde finales del siglo XVI, el segundo gran polo de recogida, traducción y edición de manuscritos portugueses es el holandés, en centros como Amberes, Ámsterdam y Leiden. Contrariamente al polo italiano, que fija la atención en la geografía descriptiva y antropológica y en la historiografía, el polo holandés privilegia el componente técnico-científico de la cultura de la expansión portuguesa, editando principalmente cartografía y guías. Esto puede verse en ediciones de cartografía náutica como las de A. Ortelis (Theatrum Orbis Terrarum; Amberes, 1584) y L. J. Waghenaer (Tressor der Zeevaert; Leiden, 1592). La edición de Amberes de 1584 incluye la primera carta particular europea impresa de China, la Carta da China, de Jorge Luis Barbuda (c. 1575), y en la edición del Theatrum Orbis Terrarum de Amberes (1595) está la Carta do Japão de Luís Teixeira (c. 1591). La gran colección impresa de los itinerarios oceánicos portugueses aparece en Ámsterdam en 1595. El Reysghereschrifit van de Navigatien der Portugaloysers in Orienten de J. Huygan van Linschoten contiene los itinerarios del Cabo, como el Roteiro de Lisboa à Índia, de Diogo Afonso (c. 1535), e itinerarios locales, sobre todo de los mares del Sureste asiático y de Asia oriental, como el anónimo Roteiro do Porto de Macau para o Japão (c. 1560-1570). Al margen de estas colecciones y polos editoriales cruciales existe un número inmenso de ediciones particulares y puntuales de obras portuguesas manuscritas. El Roteiro do Mar Roxo (1541), de D. João de Castro, aparece impreso en versión resumida en Londres en la edición de Samuel Purchas Harluytus Posthumus (vol. IV, 1625). En ese mismo volumen son también editados por primera vez en inglés los Tratados do clima e terra do Brasil y Do princípio e origem dos Índios do Brasil e de seus costumes e cerimônas (1584) del jesuita Fernão Cardim. Numerosa cartografía náutica manuscrita portuguesa es también impresa, como las Cartas de Pedro Lemos y de Luís Teixeira usadas en Nova et accurata Totis Orbis Terrarum, de Hendrick van Langreen (Ámsterdam, 1599). Son ediciones italianas, latinas, holandesas e inglesas, pero también las hay castellanas, con reediciones y traducciones en otras lenguas. Encontramos así ediciones españolas de manuscritos portugueses en Sevilla, como el Tratado del sphera y del
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arte de marear de Francisco Baleiro (1535), en Burgos, como el Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales de Cristóvão da Costa (1578), en Amberes, como las Relaciones de Pedro Teixeira (1610), o en Roma, como el Itinerario de las missiones del India Oriental de Sebastião Manrique (1649). Son éstos apenas unos pocos ejemplos de la constante atención editorial española que, contrariamente a los polos italiano y holandés, presenta una alta variedad de materias que van desde la náutica astronómica a la botánica médica, pasando por la geografía y la antropología descriptivas. Se trata de la traducción de materiales varios y en diferentes lenguas de manuscritos portugueses producidos en Lisboa, Goa, Malaca, los mares de China o Brasil que, pasados pocos años, aparecen impresos en Italia, España, Holanda o Inglaterra. La segunda vía de difusión europea de la cultura de la expansión portuguesa pasa por la traducción y edición de obras impresas en portugués. Una vez más vamos a dar tan sólo algunos ejemplos que juzgamos los más representativos por su impacto. En Lisboa, en 1540, es editada la Verdadeira informação da terra do Preste João, de Francisco Álvares (Banha de Andrade 1982). La edición italiana aparece en Venecia en 1550, en el Primo volume delle navigationi et viaggi de J. B. Ramúsio. En la misma época, la obra de Ramúsio es reeditada en Venecia en 1554, 1563, 1588, 1606 y 1613. Las traducciones españolas de Francisco Álvares aparecen en Amberes (1557), Zaragoza (1561) y Toledo (1588). En Lyon aparece en 1556 la edición francesa, y las ediciones alemanas en Eisleban son de 1566, 1567, 1572, 1573, 1576 e 1581. La edición inglesa aparece en Londres en 1625. En Goa son editados en 1563 los Colóquios dos simples e drogas da Índia, de Garcia de Orta, la más importante obra portuguesa de farmacopea renacentista de origen asiático. En 1563 aparece en Amberes la primera de las muchas traducciones y ediciones parciales latinas por C. Ecluse. Siguen en Amberes las ediciones latinas de 1567, 1574, 1571, 1593, 1605 y anotaciones al libro en 1582. De 1593 es también la edición latina de Frankfurt (Melo Ficalho 1886: 367-392). La primera edición italiana es la de Venecia de 1576, seguida en la misma ciudad por dos ediciones en 1582, dos en 1589, dos en 1597 y una en 1605. En Lyon, en 1602, aparece la edición francesa. Al margen de las descripciones geográfico-antropológicas encontramos la traducción de impresos portugueses sobre todo en las áreas de historiografía y
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de la doctrina de la expansión. Las dos primeras Décadas da Ásia de João de Barros, impresas en Lisboa en los años 1552 y 1553, aparecen en edición italiana en Venecia en 1565 y 1572. Las partes geográficas de la obra de João de Barros aparecen también en italiano en Venecia en 1563. La História do descobrimento e Conquista da Índia pelos portugueses, de Fernão Lopes de Castanheda (Menino Avelar 1997), editada en Coimbra en 1551-1561, aparece en italiano en Venecia en 1578. Y a partir de estas ediciones italianas de João de Barros y Castanheda aparecen otras traducciones y ediciones en Europa. La obra del jesuita Duarte de Sande De missione legatorum (Macao, 1590), es parcialmente traducida y editada en inglés con el título de Excellent Treatise of the Kingdom of China (Londres, 1599). La Peregrinação de Fernão Mendes Pinto, escrita probablemente entre los años 1568 y 1578, es impresa por primera vez en Lisboa en 1614. La traducción española aparece en Madrid en 1620, teniendo cinco ediciones más a lo largo del siglo. La primera edición francesa es en París, en 1628, y en 1645 vuelve a ser editada. En el resto de Europa se suceden las ediciones parciales: Londres (1625 y tres ediciones inglesas más a lo largo del siglo); Ámsterdam (1662, 1653 y 1656); también en Ámsterdam se imprime en 1671 la primera edición alemana, realizándose durante el siglo XVII cuatro ediciones más en esta lengua (Leite de Faria 1992). La tercera vía de circulación cultural es la formada por los cuadros portugueses al servicio de otras coronas europeas y sus obras manuscritas e impresas. Se trata de una diáspora sobre todo de cuadros prácticos y técnicos de náutica y cartografía (pilotos, contramaestres, cartógrafos, oficiales de construcción naval) difícil de seguir y de cuantificar. Los nombres más sonoros de la marinería son en el siglo XVI 60 ao serviço de Espanha, 25 ao serviço de França e 6 ao serviço de Inglaterra (Teixeira da Mota 1961: 11). En España, en Francia y en Inglaterra, durante el siglo XVI y comienzos del XVII la comunidad de técnicos y científicos extranjeros más numerosa en la náutica, la cartografía y la construcción naval es la portuguesa7. Entre los cuadros portugueses al servicio de España destacan Francisco Faleiro y Cristovão da Costa, ya mencionados a propósito de ediciones en lengua 7. Sobre esta comunidad en España, véase López Pinero (1979); para Francia, véase Matos (1952).
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castellana, pero también Diogo Ribeiro, cosmógrafo mayor de la Casa de Contratación de Indias de Sevilla desde 1523, o el navegador y geógrafo Pedro Fernandes de Queirós (c. 1565-1615), autor de varias obras manuscritas de náutica en los años 1595-1610. Manuscrita quedó también la obra de João Afonso La cosmographie avec L’espère et le régime du soleil et du nord (c. 1542), que reproduce en francés las tablas portuguesas de regimiento editadas en Évora en 1516. La cuarta vía de difusión de la cultura portuguesa de la expansión es en cierto modo paralela y complementaria de la anterior, ya que se trata de los cuadros profesionales del resto de Europa al servicio o implicados en la expansión marítima y mercantil de los portugueses. Son sobre todo mercaderes y misioneros jesuitas con preponderancia de la comunidad italiana, seguida de la española y de unos pocos holandeses, franceses, alemanes y polacos. Se trata de cuadros con un conocimiento preciso, como vemos en el caso de Girolamo Sernigi y sus Cartas de Lisboa del 10 de julio y 29 de agosto de 1499 sobre el primer viaje de Vasco da Gama a la India (Radulet 1991 y 1994). También podemos verlo en los casos del boloñés Ludovico de Varthema y su Itinerario (Roma, 1510) o del florentino Giovanni da Empoli y sus cartas de Lisboa y de Cochim a Florencia de 1514 y 1515, donde da cuenta de la llegada de los portugueses al litoral de China (y cuya segunda carta es luego impresa en Florencia en 1516) (Spallanzani 1997). En el plano de la geografía descriptiva de los mercaderes, la obra paradigmática de divulgación europea de la expansión portuguesa es el Itinerário de J. H. van Linschoten (Ámsterdam, 1596). Tras la primera edición holandesa aparece en 1598 la edición inglesa, en 1599 la latina, la alemana en los años 1598, 1599 y 1600 y la primera edición francesa en Frankfurt en 1610. Del inmenso mundo de la internacional universitaria latina que es la Compañía de Jesús destaco a mero título de ejemplo apenas dos figuras con alta dimensión cultural en el universo de la expansión portuguesa. El primer diccionario de chino en una lengua occidental es el manuscrito Dicionario português-chinês8, escrito en Macao en la década de 1580 a partir del equipo coordinado por el jesuita italiano Miguel Ruggiero. La primera gramática portuguesa de la lengua tupí impresa en Coimbra en 1595, 8. Sobre esta obra todavía inédita, véanse Fu-Mien Yang (1989) y Barreto (2000). Sobre los diccionarios portugués-chino, véase Deus Ramos (1996: 109-118).
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Arte de grammatica da lingoa mais usada na Costa do Brasil, tiene como autor al jesuita español José de Anchieta. La quinta vía de impacto europeo de la cultura portuguesa de la expansión consiste en la recogida y circulación restringida de manuscritos portugueses entre círculos de la elite política, económica y cultural europea. Se trata de círculos humanistas del centro y del norte de Europa que acumulan y/o traducen manuscritos portugueses, como la colección de textos náutico-geográficos denominada Livro de Vaentim Fernandes, la copia de la carta-padrón denominada Planisfério Cantino (1502), el denominado Codex Bratislavensis, con materiales sobre la expansión portuguesa entre 1494 y 1519, la Ars Nautica (c. 1570) de Fernando Oliveira, etc. La sexta vía, sin duda la más frecuente, pero también la más difícil de historiar, tiene que ver con la información oral-vivencial, con la circulación y colección de piezas y cosas exóticas transmitida a Europa por la expansión portuguesa. Una vez más vamos a poner de relieve tan sólo algunos ejemplos. En la década de 1530 aparecen los primeros jardines botánicos de plantas exóticas orientales (en 1528 en la Quinta da Bacalhoa, de Brás de Albuquerque; en 1539, en la Quinta de Penha Verde, de D. João de Castro, las colecciones de Amato Lusitano) y las primeras colecciones regulares europeas de libros y de rarezas asiáticas y de ultramar. Lisboa, Amberes, Florencia y Roma son algunos de los lugares de constitución e intercambio de estas bibliotecas y colecciones de exotismos e instrumentos. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI son editadas colecciones de grabados sobre los distintos tipos de vestuario y de aspecto físico de los hombres extra-europeos, una especie de iconografía de las descripciones geográficas en las que los portugueses son el intermediario clave (Santos Lopes 1990: 205-308 y 1999). Desde François Deserpz (Recueil de la diversité des habits; París, 1562) hasta Cesare Vecellio (Degli habiti antichi e moderni di diverse parte del mondo; Venecia, 1590), pasando, entre otros, por Abraham de Bruyan (Omnium poeme gentium imagines; Colonia, 1577 y Amberes, 1581), la iconografía europea comienza a crear un banco de datos relativamente amplio y seguro. En el caso de la iconografía europea sobre Asia, la conexión con la dimensión mediadora de la expansión portuguesa es bastante manifiesta, por ejemplo, en los grabados de 1595 de B. van Dentecum que acompañan a las ediciones citadas de J. H. van Linschoten, o en la
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obra de C. Vecellio, que presenta a uno de los daimios japoneses de la embajada de 1582 ante el Consejo de Venecia y a algunos chinos copiados de las imágenes recibidas en Italia con origen en Macao.
4. TÉCNICAS
Y SABERES MARÍTIMOS
As particularidades do mar e da costa, com as alturas e as conhecenças dos portos e a ordem que se há-de ter para os tomar, verá Vossa Alteza neste roteiro e demosntração, que de tudo fiz, a que pode dar crédito. MANUEL DE MESQUITA PERESTRELO, Roteiro da África do Sul e Sueste (1576)
Veamos ahora, de un modo breve, el paisaje interno de cada uno de los campos culturales, comenzando por el técnico-práctico de la marinería. La marinería, es decir, el saber objetivo y útil directamente implicado en la navegación, es un campo hecho de náutica, cartografía y construcción naval. La astronomía náutica (Albuquerque 1962 y 1972; Barbosa 1948; Fontoura da Costa 1983; y Teixeira da Mota 1969 y 1986) presenta como tipos esenciales de obras los libros de marinería9, los itinerarios10, los diarios de navegación11 y las guías náuticas. 9. Los libros de marinería son obras colectivas compuestas por una parte formativa y normativa, con instrucciones para la determinación de las latitudes y reglas sobre la aguja de marear, y por otra parte informativa, con itinerarios oceánicos y de costa, y múltiples datos prácticos de pilotaje, como singladuras, incidentes, levantamientos de fondos, etc. Son obras colectivas y acumulativas en las que los autores y las fechas presentadas corresponden al nombre de uno de los relatores (redactor final o mayoritario) y a la época probable en que alcanzó su máxima actualización/utilización. El cuadro documental de los libros de marinería incluye el de c. 1512-1513 de Francisco Rodrigues, los de mediados del siglo XVI llamados de João de Lisboa, André Pires y Manuel Álvares, los de inicios de la segunda mitad del XVI, denominados de Pêro Vaz Fragoso y de Bernardo Fernandes, el todavía inédito (c. 1587) de Gaspar Moreira de inicios del siglo XVII y los de alrededor de 1605-1607 y 1635 editados por Gabriel Pereira con el título de Roteiros portugueses da viagem de lisboa à Índia nos séculos XVI e XVII (Lisboa: Imprensa Nacional, 1898). Sobre la naturaleza de los libros de marinería, véase Albuquerque (1977). 10. Los itinerarios son trazados ideales de las derrotas conformados procesal y colectivamente, véanse Teixeira da Mota (1969) y Daveau (1988). 11. Los Diários de navegação son textos de anotación cotidiana de los elementos náuticos más relevantes del viaje, o sea descripciones de vivencias concretas cada vez
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Son obras dirigidas a la formación e información de la navegación astronómica, todas escritas en portugués y casi todas, en su época, manuscritas. La excepción radica en las guías náuticas, como las llamadas Munique y Évora, impresas en Portugal en 1509 y 1516, que son obras de exposición didáctica de las reglas de la astronomía con implicaciones para la náutica12. Los itinerarios, los diarios de navegación y los libros de marinería son manuscritos, obras de información revolucionaria sobre las latitudes, los vientos, las mareas, las corrientes y las rutas de los océanos Atlántico, Índico y Pacífico. Un saber práctico y utilitario fruto de la investigación aplicada a la revolución de la náutica astronómica en el Atlántico o de la recogida sistemática de datos de las náuticas asiáticas. Los itinerarios de navegación oceánica, como la anónima Rota de Portugal para a Índia, de Diogo Afonso (c. 1535)13, son el cuerpo por excelencia de la náutica astronómica. Estas instrucciones para un camino ideal por los mares se fundan en el control sistemático de la latitud como elemento regulador decisivo en la ruta. La cartografía es la representación parcial o total de la tierra según una escala numéricamente definida y determinadas convenciones. La cartografía portuguesa de los siglos XVI y XVII está formada por un conjunto de cartas náuticas de gran precisión sobre los complejos costeros y los núcleos geográficos de importancia para la navegación
más ricas y pormenorizadas a medida que avanzamos hacia finales del Quinientos y entramos en el Seiscientos. De ese cuadro documental más valioso destacan Diários de navegação da carreira da Índia nos anos de 1595, 1596, 1597, 1600 e 1603, (ed. de Henrique Quirino da Fonseca, Lisboa: Academia das ciências de Lisboa, 1938) y Viagens do Reino para a Ìndia e da Índia para o Reino (1608-1612) (ed. de H. Leitão, Lisboa: Agência Geral do Ultramar, 1957-1958, 2 vols.). Ver Rebelo Vaz Monteiro (1985). 12. Son las dos guías náuticas más antiguas, siendo la segunda una versión aumentada y corregida de la primera. En lo esencial son obras compuestas por la determinación de la latitud por la estrella polar, el Regimento da Estrela do Norte, la determinación de la latitud por la altura meridiana del sol, el Regimento da Declinação do Sol, tablas solares y la traducción portuguesa de la Sphaera Mundi de J. de Sacrobosco. Ver Albuquerque (1965). 13. El primero de los itinerarios citado es parte del Livro de marinharia, tratado da agulha de marear de João de Lisboa (ed. de B. Rebello, Lisboa: L. Silva, 1903); el segundo puede encontrarse en Fontoura da Costa (1940: 31-32). Ver Justo Gueses (1985).
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(cabos, bahías, golfos, islas, puertos). Esta cartografía aprovecha la explosión informativa sobre la hidrografía y las masas litorales del planeta, una revolución informativa que es consecuencia de la comunicación marítima, regular y continua entre partes de diferentes océanos, continentes y civilizaciones. La cartografía náutica portuguesa nace a mediados del siglo XV a partir de la herencia mediterránea de la carta-portulano trazada por rumbos magnéticos y distancias estimadas en conexión con la navegación astronómica. Por ello, las cartas náuticas portuguesas tienen orientación por rumbo, pero poseen una o más escalas de latitudes. Este compromiso entre la carta náutica con rumbo y las necesidades de la náutica astronómica lleva a la graduación del ecuador, de lo que resulta una nueva especie de carta de rumbos, con pequeños cuadrados formados por los paralelos y los meridianos. La introducción de escalas de latitudes es la gran innovación técnica portuguesa en la cartografía del siglo XVI. Hay, no obstante, otras innovaciones portuguesas, como los planos hidrográficos con vistas contrastadas en el plano horizontal y el registro de sondas (Cortesão, 1935; Cortesão y Teixeira da Mota, 1960; Pinheiro Marques, 1987). Además de estas innovaciones técnicas, la cartografía náutica portuguesa de los siglos XVI y XVII constituye una inmensa revolución informativa sobre los espacios oceánicos y los litorales de los mundos extra-europeos. Esta cartografía revolucionaria de los litorales africanos, americanos y asiáticos, en constante progresión desde los inicios del siglo XVI a los años treinta del XVII, resulta, por una parte, de la mayor frecuencia de viajes marítimos y contactos mercantiles y culturales de los portugueses, y, por otra, de los contactos con la marinería y la cartografía árabe, malaya, javanesa, china o japonesa. Refleja una circulación de información, síntesis y contactos alcanzados por la cooperación económica local y por la miscegenación14. En cuanto a los tratados prácticos de construcción naval, son conjuntos de modelos y de reglas de saber hacer, enunciados breves de los procedimientos adecuados para la producción de la máquina por excelencia del Renacimiento portugués –la nave, ya sea carabela, nao o galeón– mediante principios generales de naturaleza normativa y cuantitativa
14. Véanse, por ejemplo, Barreto (1997) y Pinheiro Marques (1996).
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(Pimentel Barata 1973 y 1989; Barreto 1991; Quirino da Fonseca 1978). Estos principios de ordenación y normalización técnico-práctica los vemos, por ejemplo, en al anónimo Livro náutico de finales del siglo XVI, en el Livro de traças de carpintaria, de Manuel Fernández (1616)15, y en las todavía inéditas Regras gerais para navio insertas en las Curiosidades de Gonçalo de Sousa, que reúnen materiales que van de 1572 a 1635. El campo teórico-crítico de la cientificidad está formado por un componente esencial de la marinería que denominamos sabiduría del mar y por un componente cuantitativamente secundario de materia médica compuesto por los Colóquios dos simples e drogas da Índia (Goa, 1563), de Garcia de Orta, y por el Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales (Burgos, 1578), de Cristóvão da Costa16. La sabiduría del mar es un conjunto de obras teóricas de marinería, es decir, de náutica, cartografía y arquitectura naval producidas por Duarte Pacheco Pereira, D. João de Castro, Pedro Nunes y Fernando Oliveira. Muchos otros autores, de forma puntual y externa, coparticiparan en la formación de esta sabiduría, como, por ejemplo, el humanista Diogo de Sá en su De Navigationi Libri Tres (París, 1549) y el cartógrafo André Homem en su correspondencia de 1560. Los cuatro autores primeramente referidos forman el núcleo de la sabiduría marítima. El campo teórico-crítico se presenta como controversia sobre problemas que se dejan abiertos sin siquiera ser abordados en el plano técnico, práctico o empírico. En materia médica se trata de trascender las acumulaciones informativas del tipo Roll de çertas drogarias, de Tomé Pires (1511), o la Informação de todas as drogas que vão para o Reino, de Simão Álvares (c. 1545). Se da así una trascendencia de lo empírico a través de la investigación y la descripción sistemática de la farmacopea asiática conocida por los europeos, de la comparación exhaustiva de este nuevo horizonte del siglo XVI con las herencias clásica, islámica y medieval y también de digresiones científico-filosóficas. García de Orta y Cristóvão da Costa bus-
15. El Livro náutico fue parcialmente publicado por Henrique Lopes de Mendonça (1892); en la obra de Manuel Fernandes hay una edición facsimil del manuscrito (Lisboa: A. Marinha, 1989). 16. Sobre Garcia de Orta y Cristóvão da Costa, cfr. Barreto (1982: 255-295 y 1986: 109-201 y bibliografía).
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can fundamentar así, crítica y teóricamente, el nuevo horizonte al alcance de la medicina europea. La sabiduría del mar prolonga y trasciende el mundo de temas y problemas del campo técnico-práctico. Son así teorizadas, investigadas crítica y sistemáticamente, cuestiones silenciadas o simplificadas a nivel práctico, como, por ejemplo, la declinación magnética de la aguja de marear, la tipología de la proyección cartográfica, la teoría de las mareas o la proporción entre tierra y mar en el conjunto del globo. Con respecto a éstos y a otros problemas más teóricos de la marinería, las cuatro figuras esenciales de la sabiduría marítima crean nuevos horizontes para la ciencia del Renacimiento, abren perspectivas de investigación que triunfarán en el futuro (casos del magnetismo terrestre o de la proyección de Mercator) y llevan a elaborar una filosofía de la ciencia fundada en el saber objetivo/verdadero que llamaremos experimentalismo. El experimentalismo es una teoría y metodología de conocimiento verdadero fundada en la experiencia como categoría nuclear de todo el programa del saber, desde el origen a la prueba, desde la descripción a la explicación fenoménica. Es en sí mismo una discusión entre dos vías fundamentales: la vía del experimentalismo como empiria sensorial frente a la vía del experimentalismo como racionalismo crítico-experimental. Este combate de programas de conocimiento se desarrolla en los mundos de la astronomía náutica, la representación cartográfica y la ingeniería naval, es decir, en los sectores clave de la investigación científica y de la tecnología punta del Renacimiento portugués17. Lo que separa a los dos programas del experimentalismo es, ante todo, el sentido atribuido por cada uno de ellos al concepto de experiencia. Para el empirismo sensorial la experiencia es: 1) vivencia/acción individual de cada ser humano; 2) acumulación informativa de datos de la realidad; 3) evidencia de la observación inmediata y cualitativa. Por el contrario, para el racionalismo experimental, la experiencia es: 1) observación cuantitativa (mayoritaria) o cualitativa (minoritaria) repetida, comparada, pluripersonal y transmisible con fundamentación; 2) acu17. Sobre esta controversia véase Barreto (1987: 55-97 y 1990: 407-415). Para la cuestión de la ciencia y la expansión, véanse también Albuquerque (1983 y 1987), Almeida (1997: 11-39), Barreto (1989b: 72-93) y Barradas de Carvalho (1983).
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mulación de datos sobre la realidad que deben ser interrogados críticamente, pues no constituyen en sí mismos evidencia ninguna o certeza, sino tan sólo una recolección en el ámbito fenoménico; 3) acción especializada del ser humano en su dominio del mundo y de la vida. Entre el experimentalismo sensorial-empírico de un Duarte Pacheco Pereira y de un Fernando Oliveira y el experimentalismo crítico-racional de D. João de Castro y Pedro Nunes encontramos una oposición en el concepto y en la jerarquía de funciones de la experiencia. El experimentalismo en el programa empirista sensorial absolutiza y centraliza la experiencia. Toma los sentidos y la práctica como concretización máxima de la experiencia y la observación cualitativa de la naturaleza física o humana como una resultante de la vivencia y la evidencia. Todo lo demás, en especial la matemática y la razón teórica, aparece como opuesto a la trascendencia del experimentar empírico-sensorial. El experimentalismo crítico-racional tiende, por el contrario, a complejizar la experiencia. No se trata de anular la experiencia empírica y sensorial sino de considerarla tan sólo un nivel elemental y dominado del problema. A partir del juego de oposiciones complementarias entre experiencia-razón-matemática, el racionalismo experimental promueve una observación más cuantitativa que cualitativa de la naturaleza. La experiencia se convierte en observación provocada, repetida, controlada y calculada, un proceso crítico y problemático destinado a trascender las transparencias y los inmediatismos empíricos. Por su parte, el racionalismo experimental de D. João de Castro y de Pedro Nunes considera la verdad como una conquista difícil y problemática, explicativa de lo real, un proceso abierto a múltiples obstáculos y errores, entre ellos el de la apariencia sensorial, que es necesario trascender a través de la coherencia teórica (de tipo lógico-matemático) y de la correspondencia y coimplicación fenoménica en cuanto observación instrumental cuantitativa. Los problemas planteados y resueltos por el experimentalismo de la cultura de la expansión representan una fuerte crítica a las metodologías dominantes en el Renacimiento. Son críticas al realismo empírico, pero también a las metodologías del humanismo y de la escolástica, centradas en la pesquisa filológica y en el principio de autoridad jerárquica de los enunciados y los grandes autores/autoridades.
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D I C C I O N A R I O S Y R E L AT O S D E V I A J E
Não somente falarei da repartição das partes, províncias, reinos, regiões e de suas confrontações, mas ainda do trato e comércio que umas têm com outras, o qual trato de mercadoria é tão necessário que sem ele não se susteria o mundo, este é o que enobrece os reinos, que faz grandes as gentes e nobilita as cidades e o que faz a guerra e a paz… TOMÉ PIRES, Suma Oriental (c. 1515)
El campo geográfico-antropológico está compuesto por cuatro grandes series18. La primera, cuantitativamente dominante pero cualitativamente menos rica en información y formulación, es la de las cartas-relatorios. Las cartas-relatorios son un boletín sintético informativo, local y puntual, muy ligado a la situación institucional del Estado expansionista o la Iglesia misionera. A propósito de una factoría-fortaleza, de un negocio o de la vida de una residencia o de un seminario, surgen puntual y fragmentariamente algunos datos de naturaleza geográfica y antropológica sobre sociedades, paisajes y culturas de África, de Asia o de Brasil. La segunda serie, también la segunda más frecuente y en términos cualitativos la más rica en información y formulación geográfico-antropológica, es la de los tratados. Son tratados locales o globales sobre el hombre y la naturaleza de partes de África, Asia y América. Se trata de descripciones sistemáticas de aspectos de las realidades natural y social, asuntos abordados tanto en el plano global, caso, por ejemplo, de O livro das cousas da Índia, de Duarte Barbosa, y de la Suma Oriental de Tomé Pires, escritos ambos entre 1511 y 1516, como en el plano local, por ejemplo, la Relação de Bisnagar (c. 1518-1520), de Domingos Pais, que describe el reino hindú de Vijaynagar, los Tratados da provincia do Brasil y de la terra do Brasil (c. 1568-1570), de Pêro de Magalhães de Gandavo, el Tratado dos rios de Guiné do Cabo Verde (1594), de André Álvares deAlmada, la Relatione del reame di Congo (1591), de
18. Para una visión global sobre este universo de geografia descriptiva y antropológica, véanse Barreto (1996: 25-67), Cidade (1963-1964) y Castro Osório (1948).
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Duarte Lopes y F. Pigaffeta, o la Etiópia Oriental (1609), de Fray João dos Santos19. Es un rico e inmenso conjunto de obras que puede tomar mil y una formas: desde la organización conjunta de tratados descriptivos de lo global y lo local, lo natural y lo social (como en Gabriel Soares de Sousa en su Notícia do Brasil. Descrição verdadeira da costa daquele estado que pertence à Coroa do Reino de Portugal, sítio da Baia de todos os santos e fertilidade daquela provincia, com relação de todas as aves animais, peixes, bichos e costumes dos gentios muito certa e curiosa, de 1587), hasta la especialización local natural o antropológica, tal y como aparece en el jesuita Fernão Cardim con Do clima e terra do Brasil y Do princípio e origem dos índios do Brasil e de seus costumes, adoração e cerimônias, de 158420. La variedad de estos tratados descriptivos puede tomar la forma de inventario de contrastes y diferencias frente a la condición europea, como en el Tratado… contradições e costumes entre a gente de Europa e esta província de Japão (1585), de Luis Fróis S. J., u orientarse a la exposición especializada de la espiritualidad, en este caso india, como vemos en el Tratado sobre o hinduismo (c. 1616), de Gonçalo Fernandes Trancoso S. J., y en el Tratado dos deuses gentilicos (c. 1618) de Manuel Barradas, S. J. La tercera serie está compuesta por los vocabularios, gramáticas y diccionarios de lenguas africanas, asiáticas y americanas21. Al principio eran una reunión breve y puntual de algunas palabras para el día a día, en especial mercantil, como luego veremos en el Vocabulário malaiala que acompaña al relato del primer viaje de Vasco da Gama a la India. Surge así a partir de mediados del siglo XVI toda una investigación sistemática, por ejemplo, en las obras de Henrique Henriques S. J. Arte da grammatica da lingua malabar (c. 1561) y Vocabulário da língua malabar (c. 1570), en el Arte tamulica-portuguesa (c. 1560), de Baltazar da Costa S. J., en el Vocabulário da lingua brasilica (c. 1570) de Leonardo do Vale S. J., en el Arte de grammatica da lingua mais usada na costa do Brasil (1595), de José de Anchieta S. J., y en el Arte da lingua brasilica (1621), de Luis Figueira S. J. Los mismos 19. Sobre estas geografías antropológicas en relación a Asia y Brasil véanse Albuquerque, Ferronha, Horta y Loureiro (1991), Barreto (1992-1993 y 2000: 61-97), Silva Horta (1991: 209-339 y 1999: 262-301), Giucci (1993) y Randles (1959). 20. Véase la reciente edición de Cardim (1997). 21. Véase, entre otros, Lopes (1969).
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resultados son alcanzados para las grandes lenguas del Asia Oriental, desde el colectivo Dicionário português-chinês, nacido en Macao en los años 1580-1582, hasta los Dicionários português-vietnamita de António Barbosa S. J y Vietnamita-português de Gaspar do Amaral S. J. (1620-1630), pasando por el Dictionarium Latino Lusitanium ac Iaponium (1595), el Vocabulário da lingua de Iapan (1603-1604) o el Arte da lingua de Iapam (1604-1608) y el Arte breve da lingua iapoa (1620), ambos de João Rodrigues S. J. El estudio sistemático de las lenguas es desarrollado por los misioneros, en especial los jesuitas, un estudio directamente vinculado a la acción misionera que produce desarrollos como los catecismos en tamil de Henrique Henriques S. J. (1576), en chino (1581-1582), en japonés (1600) y en lengua tupí (Doutrina cristã na lingua do Brasil, 1574) por Marcos Jorge S. J. y Leonardo do Vale S. J. Los ejercicios de traducción no se limitan a la cultura cristiana, implican también a las culturas clásica y moderna. El Tratado de lógica/Ming Li Tam de Aristóteles aparece en 1631 en Gangzhou traducido por Francisco Furtado S. J., responsable de la edición china en diez volúmenes de Cursus Conimbricensis. El Tratado de astronomia/Tian Wen Lue (Beijing, 1615), de Manuel Dias S. J., es la primera obra en chino que habla del telescopio. Las traducciones no son sólo del portugués y del latín a lenguas no europeas, sino también de esas mismas lenguas al universo cultural europeo. En Macao, en los años 1581-1582, un equipo coordinado por M. Ruggieri inicia la traducción al latín de Da Xue/La gran enseñanza de Confucio. La segunda traducción de esta obra del mandarín al latín, comenzada alrededor de 1630, fue hecha por Inácio da Costa S. J.: Sapientia Sínica (París, 1662). De los mismos años son las traducciones al portugués de la literatura india por Francisco García S. J.: O homem das trinta e duas perfeições e outras histórias. La cuarta serie es la de los relatos de viaje terrestre y marítimo, narraciones y descripciones de paisajes que van inventariando datos geográfico-antropológicos, como en el caso de la Verdadeira informação das terras do Preste João das Índias (Lisboa, 1540), de Francisco Álvares, el Relato da navegação e do litoral do Brasil (1530-1532), de Pêro Lopes de Sousa, o las Cartas do novo descobrimento do Gram Catayo-Tibete (1624-1626), de António de Andrade S. J.22. El 22. Véanse, por ejemplo, Carreira (1997) y Graça (1983).
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campo doctrinario-ideológico es el lugar de encuentro y de transición entre la cultura de la expansión y las culturas humanista, escolástica y popular sobre la expansión. Es un espacio ideológico y doctrinario que encuentra su mundo de temas y de problemas en el valor y sentido de la expansión portuguesa por el mundo23. Estos discursos son legitimaciones, elucidaciones, interrogaciones y críticas sobre la diáspora como mundo de valores. Surgen en los tipos más diversos de discurso a través de tres formas dominantes: como dispersión, autorización y concentración. En la dispersión el juicio en torno a la diáspora aparece puntual y fragmentariamente en discursos externos al horizonte cultural de la expansión. Es, por ejemplo, lo que acontece en la comedia Eufrosina (Coimbra, 1555), de Jorge Ferreira de Vasconcelos, donde se opone el fenómeno de la mercantilización a la tradicional guerra santa y justa, y donde la creciente mercantilización de los portugueses en Asia se presenta como decadencia universal («también Portugal de esa manera es Índia», son las palabras de J. F. de Vasconcelos). Lo mismo ocurre en la primera História de Portugal24, escrita por Fernando Oliveira en torno al año 1581. Este panfleto independentista sobre el Portugal antiguo y medieval acaba mencionando a China y Japón, a Guinea y a Brasil, como prueba del limitado poder imperial romano. O en la Chorographia (Coimbra, 1561) de Gaspar Barreiros, una obra descriptiva de un viaje por tierra a Italia. El tema de la expansión aparece puntualmente, sea como positivo fenómeno de mundialización del cristianismo, sea como negativa pobreza productiva debido a la sed de conquista de las riquezas ajenas. La autorización aparece en los discursos políticos, en los jurídicos y, sobre todo, en la historiografía. La historia de la diáspora representa cerca del sesenta por ciento de la historiografía portuguesa del siglo XVI. Estas historias humanistas presentan de forma ejemplar relatos de la expansión portuguesa en relación con normas y valores sobre el origen y el sentido de la diáspora, como vemos en las obras de Gomes Eanes de Zurara, Gaspar Correia, Fernão Lopes de Castanheda, João de Barros, Damião de Góis y Diogo do Couto. La concentración lleva a la aparición de auténticas tesis sistemáticas sobre el sentido y el valor de la expansión: tesis de doctrina literaria, como Os Lusíadas 23. Para una visión global del problema, véase Garcia Cruz (1998). 24. Editada recientemente por José Eduardo Franco (2000).
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(1572), de Luís de Camões25, y la Peregrinação (1614), de Fernão Mendes Pinto, o de doctrina política objetiva, como los dos Diálogos do soldado prático, de Diogo do Couto (Coimbra Martins 1985), el anónimo Primor e honra da vida soldadesca no Estado da Índia (1630) o la Reformação da milicia e governo do Estado da Índia Oriental, de Francisco Rodrigues Silveira, que tuvo seis redacciones manuscritas entre 1599 y 1622 (Rodrigues Silveira 1996). El campo doctrinario-ideológico presenta tres grandes constantes. La primera ve la expansión portuguesa a partir de un cuadro teológico y trascendental. La diáspora marítimo-mercantil sufre una reducción y consagra la idea de la Ciudad de Dios. Los portugueses en la diáspora aparecen como instrumento de la acción divina en el mundo, el pueblo elegido del cristianismo moderno y planetario (Sousa Costa 1961: 99-138). La segunda constante, en estrecha articulación con este ideal de religiosidad, hace propaganda y elogio del valor político-militar de la expansión. La guerra santa y justa es una demostración de los poderes de Portugal y de la cristiandad. La tercera constante afirma la novedad del tiempo y de los mundos que ha traído la expansión marítima y mercantil de los portugueses. Es en este tópico de la novedad donde mejor se muestra la ambivalencia de la doctrina de la expansión: en el plano del conocimiento se toma como positiva esa novedad, pero en el nivel del acontecimiento, del comportamiento, de los valores éticos y del trabajo, esta novedad es en la mayor parte de los casos juzgada como profundamente negativa (Matos 1985: 75-134).
6. C R I S I S
Y GÉNESIS DE UN ORDEN DE SABER
El descubrimiento de América y el del paso a las Indias Orientales por el Cabo de Buena Esperanza, son los dos mayores y más importantes acontecimientos de la Historia de la humanidad. ADAM SMITH, The Wealth of Nations La modernidad es la primera unidad del mundo, el globo terrestre aprehendido en una aventura común… Europa triunfó en los caminos oceánicos del globo que unieron a unos con otros, cre25. Cfr. Martim de Albuquerque (1988) y Borges de Macedo (1979).
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ando para su beneficio la unidad marítima del mundo… Lo que Europa venció fue la distancia, la inmensa extensión de agua salada, pero aún no a los hombres. FERNAND BRAUDEL, European Expansion and Capitalism: 1450-1650
La cultura de la expansión portuguesa contribuyó al Renacimiento europeo a través de varios elementos clave. En primer lugar, esta cultura se convierte en mensajera por excelencia del mundo Renacentista: de las noticias del mundo en Europa y del noticiario de Europa en el resto del mundo. La cultura de la expansión portuguesa por los mares y litorales de África, de Asia y de América es el intermediario intercultural más relevante entre finales del siglo XV y las primeras décadas del siglo XVI. Vinculada a esta dimensión de informador y traductor entre Europa y el mundo surge la revolución informativa a escala planetaria. Gracias a esta red marítimo-mercantil, regular y continua, se da una explosión informativa sobre el hombre y la naturaleza. Por primera vez los círculos de la elite cultural europea poseen una imagen y una comunicación global con el mundo, un banco de datos variado y cada vez más fundamentado que permite a Europa clasificar, nombrar y comparar la realidad de los mundos. Otro elemento decisivo de la cultura de la expansión es el acelerado desarrollo de determinadas áreas técnico-científicas. Es un desarrollo empírico y limitado, pero aún así relevante en el mundo del siglo XVI en áreas como la astronomía y la cartografía náuticas, la construcción naval y militar, la botánica médica, la hidrografía, la geografía y la antropología. La cultura de la expansión portuguesa contribuyó también a la crítica racional, sistemática y fundada de parte de la herencia cultural europea. A nivel informativo funciona como un martillo crítico que cuestiona muchos principios y horizontes cognoscitivos heredados de la Antigüedad clásica y del medioevo, herencias que ahora, en el siglo XVI, con la cultura de la expansión, serán parcialmente rechazadas o puntualmente aceptadas a partir de criterios fundados en la observación, la comparación y la razón crítico-experimental, no de criterios tradicionales o de autoridad. Sin embargo, es necesario ver que estas contribuciones toman forma y sentido en el interior de un humus de fuertes herencias. La novedad cultural de la expansión vive en un límite compuesto por igual de
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continuidad y discontinuidad. Recolocar el universo cultural de la expansión portuguesa en el horizonte epocal que la hizo nacer y vivir implica situar la cultura de la diáspora en un horizonte regulado por la síntesis aristotélico-tomista, por los elementos del aristotelismo naturalista y renacentista. El mundo y la naturaleza de la expansión operan con una física esencialmente orgánica y cualitativa y con una epistemología aristotélica y naturalista. Sus grandes palabras traen ecos de la Antigüedad greco-romana («todos los hombres desean naturalmente saber», Aristóteles, Metafísica, A. I. 980a 21) a través del medioevo cristiano («todo hombre desea naturalmente conocer», T. Kempis, Imitación de Cristo, II, 1) para formar los enunciados clave del siglo XVI: «los hombres naturalmente desean saber» (A summa oriental de Tomé Pires… 1978: 129). La cultura de la expansión surge y cobra sentido en el seno de una física aristotélica, de una astronomía ptolemaica-geocéntrica, de una medicina galénica, de una farmacopea fundada en la tradicional lógica clasificatoria de Dioscórides, de una historia natural orientada por Aristóteles y Plinio, de una geografía donde pontifican Ptolomeo y Plinio, de una historia moral centrada en las herencias de la ética y la política aristotélicas, así como en la reflexión cristiana de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. El universo de la cultura de la expansión usa estas herencias como utillaje regulador para clasificar, describir y explicar. Es una utilización de la herencia mediante elecciones y adaptaciones a las nuevas realidades y necesidades, una tradición retocada que funciona como humus de la invención. La cultura de la expansión es en muchos aspectos fundamentales tradición retocada y mejorada. La náutica astronómica es una revolución en las formas de navegar, pero al mismo tiempo es una tradición retocada con el uso y la adaptación del astrolabio que hace posible el astrolabio náutico. Del mismo modo, la cartografía náutica es una renovación del saber, pero también es la fusión creativa de dos herencias hasta entonces divergentes: la carta-portulano de rumbos y la escala de latitudes de la cartografía ptolemaica. Cuando se contemplan por separado, la renovación de los saberes técnicos y científicos de la cultura de la expansión resulta en gran medida de estructuras antiguas, pero estas estructuras son de una alta novedad cuando reparamos en su combinación y en los resultados y desarrollos alcanzados a partir de este arte de combinar y potenciar el
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mundo tradicional orgánico-cualitativo. La adaptación y la fusión creativa de herencias y nuevos horizontes de saber extra-europeo potencia una limitada pero relevante innovación. La tradición retocada y mejorada no impide la crítica de lo heredado y normalizado como verdad26. La crítica de la herencia clásica y medieval, sobre todo en el plano informativo, no es nunca crítica destructiva de lo esencial heredado, y mucho menos una creación alternativa al paradigma orgánico-cualitativo. El uso operacional de estas herencias implica sin embargo su desgaste: regulan y son el fundamento de la ciencia existente, pero la cultura de la expansión es una práctica de la ciencia existente para alcanzar, dominar y explicar nuevas realidades fenoménicas y conceptuales. La herencia se vuelve así instrumental, un proceso de selección y concreción en actividad práctica de conocimiento que implica utilizar, comparar, criticar y abandonar. La tradición normalizada sirve –en la medida que sirve– a través de ejercicios de elección, de recorte y pegado en un constante proceso crítico de conocimiento. La cultura de la expansión no es, pues, teorización sistemática sobre los antiguos y los modernos. Es una práctica de saber objetivo en la que, por arrastre, las herencias, las tradiciones y la ciencia establecida son puestas, aunque sólo sea parcialmente, en causa. Es el propio uso de la tradición lo que posibilita e incentiva una crítica de la tradición. Crítica, al mismo tiempo, de conservación, de mejora y de superación. Estructuralmente, lo que ocurre en la cultura de la expansión es un uso de la tradición retocada y mejorada, concretada y seleccionada. A través de las variantes antes enunciadas este uso lleva al límite las posibilidades de lo heredado, integrándolo en nuevos desafíos de realidad y conocimiento. La herencia y la ciencia existentes son espejo de iniciación y avanzan a lo largo del siglo XVI muchos peldaños. Constituyen una crítica que corrige, confronta y precisa, que retoca la herencia para mejor utilizarla, como vemos en la crítica a las limitaciones y errores de las tablas ptolemaicas, donde coexiste su uso retocado con la aceptación del geocentrismo ptolemaico –«y por tanto, quien entiende los discursos de Ptolomeo
26. «[…] estiverão commumente os antigos muy quietos nesta opinião em quanto cuidarão que não avia, nem podia aver mais terras descubertas dagoa, que as que conhecerão de África, Asia, Europa, nas quaes tres partes escassamente achavão a metade deste nosso hemispherio da terra descuberto dagoa» (Castro 1968: 49).
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entenderá que poca certeza puede haber en la localización de los sitios que pone en sus tablas» (Nunes 1940: 155)–. Con sus horizontes de adaptación y su revolución informativa y práctica, la cultura de la expansión contribuyó a que se alcanzasen las potencialidades del mundo orgánico y cualitativo, pero al mismo tiempo contribuyó al agotamiento y debilitación de ese mismo mundo, haciendo más patente el hecho de que en el Renacimiento «declina un orden sin que aún se haya formado un orden nuevo» (Garin 1965: 12).
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Jo s é Lu i s Vi ll a c a ñ a s B e r l a n g a
1. EL
C O N T E X T O M E D I E VA L
Como la pintura tradicional se aproxima a la gloria mediante la acumulación de ángeles, así la historiografía oficial del reinado de los Reyes Católicos se aproxima al año glorioso de 1492 a través de la acumulación de hitos: toma de Granada y final de la cruzada hispana, expulsión de los judíos consiguiente y ampliación del programa de cristianización mediante la nueva empresa de evangelización de los indígenas de las tierras recién descubiertas. Tal visión de las cosas asume como válida la propaganda de los mismos actores de la historia. Andrés Bernáldez, en su Historia de los Reyes Católicos, ya trata el asunto de Colón apenas tres capítulos después de la expulsión de los judíos. Santa Cruz, que escribe con cierta perspectiva, lo pone a continuación, eliminado el fastidioso asunto del atentado a Fernando en Barcelona en la plenitud del año glorioso de 1492, algo que un hombre del círculo de Diego de Deza, como Bernáldez, no puede dejar de narrar con detalle. Ese atentado, como todos, permitía un uso ambivalente de la propaganda, pues podía ser considerado como una premonición desdichada y siniestra o como una protección providencial del monarca. Según la inclinación del historiador, aparece en el centro o en la periferia de los relatos. No así en el asunto de Colón. No hay posibilidad de proponer otra secuencia de los hechos, desde luego, y hay que comprender a Bernáldez: fue amigo de Colón, lo hospedó en su casa y tuvo documentos muy importantes del Almirante en su propia mano. Fue un testigo privilegiado de su gesta.
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JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA
Pocos como él podían darle la importancia debida a aquella increíble aventura. Pero la suya no era la percepción general ni era la propia de los reyes. En la mentalidad de los contemporáneos, no se podía separar el problema de América y su destino de la expansión ibérica por el Atlántico, en cerrada competencia de las coronas castellana y portuguesa. Todo empezó en un lejano 28 de noviembre de 1344, cuando el último de los descendientes del linaje de la Cerda, Luis de España, que había permanecido en la órbita de Francia, logró del Papa Clemente VI el feudo de las Islas Afortunadas, las ocho principales Islas Canarias, cuyos últimos nombres era Atlántica y Hespéridum. Tal concesión se hacía a título de principado, a cambio de que se prestara homenaje ligio a los romanos pontífices y un censo perpetuo. El Papa concedía este feudo como antiguamente se habían concedido los feudos de las Islas británicas y con la misma finalidad: para que «Christianitatis termini dilatentur», para que se dilaten los términos de la cristiandad. El feudo era perpetuo y con una «omnímoda jurisdicción temporal», basada en el mero y mixto imperio1. Es muy importante recordar que el Papa reservaba al príncipe el «derecho de patronato a ti y a tus herederos sucesores». Si las condiciones del pacto no se cumplían, como en los feudos de Sicilia, de Nápoles, o tantos otros, el principado volvería a la Iglesia romana. Como era habitual, Roma se reservaba el derecho exclusivo de intérprete del tratado. El príncipe de Fortuna juró ante el Papa ese mismo día, y manifestó cuidar de las regalías de San Pedro. Unos meses después, Alfonso IV de Portugal impugnó el nombramiento. Su argumento fue que «de las citadas islas nuestros naturales fueron descubridores anteriores» (García Gallo 1992: 287) –«prius nostri regnicole inventores»–. Fueron ellos los que ocuparon hombres y animales y los llevaron a Portugal «cum ingeti gaudio». Esto era natural, dada la cercanía, oportunidad y comodidad con que los portugueses se movían por aquellos mares. Ahora, Alfonso se mostró agraviado porque el Papa no sólo había nombrado a Luis príncipe de Fortuna, sino y sobre todo porque ni tan siquiera se había molestado en comunicárselo. A pesar de ello, se mostró dispuesto a colaborar con Luis de España, ya que se trataba de aumentar el 1. Se debe ver el documento en García Gallo (1992: 278 y 289).
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«decoro y la gloria de la cristiandad en el futuro». Apenas un mes más tarde, Alfonso XI de Castilla, el 13 de marzo de 1345, se dirigió al Papa con una alegación radical: «adquisitio regni Africae ad nos nostrumque ius regium nullumque alium dignoscitur pertinere»2. El fundamento de derecho era claro: la guerra continua que se había mantenido contra el «poder de los reyes de África». Nadie podía dudar de que, en el caso de las Canarias, se trataba de esta región del mundo. A pesar de todo, al igual que el portugués Alfonso IV, el rey castellano estaba dispuesto a servir al Papa devotamente. En el fondo, todos sabían que el príncipe de Fortuna no tenía ni medios ni recursos para impulsar aquella empresa, que en todo caso habría de partir de las bases ibéricas. Así que nadie luchó con fuerza. Llegaron luego las guerras terribles de finales de siglo XIV, la peste y el cisma, por lo que el asunto de las Canarias se olvidó, sin perder del todo el nombre de Islas Afortunadas. En verdad, la sociedad europea no estaba entonces para programas expansivos. Durante casi un siglo este asunto no produjo documentos ni disputas jurídicas. El asunto se despertó sólo a mitad del siglo XV, cuando las sociedades europeas comenzaron a salir de la crisis. Los reyes de Castilla y Portugal sabían, desde luego, que ellos eran los protagonistas de este asunto y que el derecho romano tendría que decidir entre ellos. Fue lo que hizo Alonso de Cartagena cuando en 1435 defendió ante el Papa en Basilea la prerrogativa del rey de Castilla frente a las pretensiones portuguesas. Los fundamentos del derecho que invocó Cartagena eran ingentes. El primero, que las Islas Canarias eran parte de la Tingitania o Mauritania, como Sicilia era parte de Italia. Dado que ésta era una vieja provincia de la diócesis hispana, que los godos luego heredaron, también eran hispanas las Islas (García Gallo 1992: 293). Como tales, las Canarias eran una universitas e integraban una cierta «unidad política», porque tenían unos únicos ritos y una única etnia o gens (García Gallo 1992: 296). Por tanto, no podían ser divididas y quien tenía un derecho sobre ellas lo tenía entero. Por todo eso, argumentaba Cartagena, esas islas pertenecían a la diócesis de Hispania. De eso no cabía duda. Quedaba, eso sí, el pequeño detalle de que Portugal era 2. La adquisición del reino de África es conocido que pertenece a nosotros y a nuestros derecho y a ninguno otro de los reyes (García Gallo 1992: 291).
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tan parte de la Hispania romana como el reino de Castilla. Así que también podía ser Portugal el reino heredero de aquel viejo derecho. Aquí Cartagena era explícito y vemos en él uno de los formadores de la conciencia castellana. Él habla al concilio y a los «pueblos de Europa». Si preguntamos a estos pueblos nos damos cuenta, dice el gran obispo, de que su modo de expresarse implica un desconocimiento de la palabra Castilla y que siempre hablan de Hispania. Por eso, suelen llamar al rey de Castilla rey de España. No es por ignorancia, argumenta. Todos saben que existen otros reinos y conocen los de Portugal, Aragón y Navarra. Pero esto no es relevante. Sencillamente «está dentro del corazón de los hombres que el principado de Hispania se continúa en los reyes de Castilla». Portugal existe porque fue una donación del rey de Castilla, mediante un pacto de vivos, no a través de una continuidad inmediata con el reino de los godos3. Portugal no puede tener sino lo que Castilla le ha cedido y, naturalmente, esta cesión no incluye Canarias. Cartagena se embarca entonces en una reflexión sobre lo que significa descubrir. Este punto es de especial interés para el caso de América. Descubrir podía ser ante todo hallar una isla que ha emergido recientemente del mar. Éste no es el caso de las Canarias, que se conocen desde antiguo. En segundo lugar, se podía hablar de descubrir cuando se encuentra una isla vacía sin habitantes. Éste es el caso de la isla de Brasil, dice Cartagena, que se encuentra en la línea occidental de Lisboa, o la Isla de Madeira, que está al sudoeste. Entonces, las islas son de quien las habita primero. Pero tenemos un tercer modo de descubrir cuando la isla está habitada y se quiere ocupar de nuevo. En este caso, nadie puede ocuparlas si no tiene títulos para ello y, además, títulos mejores que los de sus propios habitantes. Aquí sólo se podía ocupar lo que se estaba en condiciones de conservar y poseer. En este caso no se podía apelar a la cláusula de res nullius, de tierra de nadie, pues las Islas no son el mar, que es lo común. Ahora bien, acerca del mar, aunque no puede dividirse, sí rige en él la protección y el 3. García Gallo (1992: 295): «quia est inhibitum in cordibus hominum quod principatus Hispanie continuatur in reges Castelle». Portugal «non descendit per sucessionem hereditariam regum gothorum inmediatae, sed mediate donatione regum Castelle». Sobre Alonso de Cartagena en general se puede ver Serrano (1942), y más reciente, el libro de Fernández Gallardo (2002). Más expresamente sobre este punto se debe ver González Rolán, Hernández González, Saquero Suárez-Somonte (1994).
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imperio según la costumbre, como cuando se dice que Venecia y Génova tienen su mar. La jurisdicción se identifica entonces por la tierra más cercana. Los portugueses alegan que ese lugar, en el caso de las Canarias, es una parte de sus costas, la del cabo de San Vicente. Pero tal cabo no puede llamarse tierra porque es estrechísimo. Por eso no define el derecho sobre las Islas. En todo caso, definiría la proximidad de una pequeña parte de la costa con las Islas. Así que Cartagena concluye: ese cabo no ofrece a Portugal suficiente tierra como para determinar el derecho sobre las Islas Canarias. La tortuosidad del argumento es proverbial (García Gallo 1992: 301). En relación con la jurisdicción regia no afecta en nada el hecho de que los portugueses hayan ido a las Islas a «forzar a los infieles que allí habitan para que dejen libremente entrar a los predicadores y predicar la palabra de Dios con el fin de que, oyéndola, se conviertan espontáneamente a la fe católica». Esta finalidad es loable, y es preciso apoyarla, pero no genera jurisdicción temporal en quien la emprenda (García Gallo 1992: 303). Nadie podrá negar que el reino de Castilla no se ha preocupado de los infieles. Esa cuestión de la conversión de los gentiles pertenece a la monarchiam Hispanie, y sólo de forma delegada por ella a Portugal. El porqué aparece transparente para entender el sentido de la monarchia, que Cartagena ha forjado más que ningún otro. Y así afirma que el derecho que los juristas conceden de forma universal «per respectum ad monarchiam universalem totius orbis, hic proportionabiliter intelligamus de monarchie Hispanie» (García Gallo 1992: 304). La de España no será una monarquía de todo el orbe, no es imperial, pero no por ello es menos monarquía. Este argumento en el fondo es el mismo que vale para las divisiones del imperio romano, proporcionalmente mantenidas en el reino visigodo y que hacían de éste un dominio exento, casi imperial. Las cosas quedaron así. Pero en el año 1455, el Papa Nicolás V concedió a Portugal, en la persona de Enrique el Navegante, las tierras que se descubriesen navegando hasta la India. El Papa reconocía la dimensión cruzada de estos viajes y su finalidad suprema: Enrique era un soldado de Cristo y Roma auspiciaba su batalla de luchar contra los «pérfidos sarracenos [y para que] todos los otros infieles sean traídos a la fe de Cristo». El derecho deja perfectamente claro que se trata de navegar por las costas «meridionales y orientales». De estos mares, los orientales, dice el Papa, no sabemos nada y se prestaría un
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gran servicio a Dios si, por obra de Portugal, se llegara hasta los indios, que al parecer conocen el nombre de Cristo, y se hiciera navegable ese mar4. Así se hacía eco el Papa de la leyenda de la predicación de Juan Damasceno en India, que todavía nos ha llegado en nuestro Barlaan e Josafat5. La finalidad de conectar con estos indios no es otra que «in christianorum auxilium adversus sarracenos et alios huiusmodi Fidei hostes commovere posset». Pronto se percibe la claridad de las cosas: es preciso llegar allí porque se trata de una carrera por la influencia mundial y es preciso competir con los musulmanes, pues además de conectar con los indios que conocen a Cristo se trata de «gentiles seu paganos nefandissimi Machometi secta minime infectos populos inibi medio existentes continuo debellare» (García Gallo 1992: 307)6. Y todo esto se ha de hacer en caravelas, naves ligeras con las que llegar hasta el polo antártico, pasando la provincia de Guinea, ya descubierta, y más al sur del Níger. Como se ve, la creencia se apoyaba en que la masa de África era menos alargada de lo que realmente era. En principio, nada se opone a que los negros puedan ser convertidos a la fe. En relación con esto, lo decisivo es que se concede a Enrique «libera et plenan facultaten» para ocupar tierras y posesiones de sarracenos y paganos que se encuentren, así como «invadirlos, conquistarlos, combatirlos, vencerlos, someterlos y reducir a servidumbre perpetua a las personas de los mismos» (García Gallo 1992: 309). La bula concedía estos derechos a Portugal en exclusividad, mas también los derechos exclusivos de comerciar con ellos, excepto en algunas materias prohibidas. Estas órdenes papales se imponen hasta al mismo emperador. Los mandatos quedan sometidos a una censura de excomunión. Calixto III en marzo de 1456 confirmó estas concesiones y recordó que se trataba de llegar hasta los indios, superando el cabo Bojador. En septiembre de 1479 se firmaba el tratado de Alcaçovas entre Portugal y los Reyes Católicos por el cual todos los descubrimientos 4. «si eius opera et industria mare ipsum usque ad Indos, qui Christi nomen colere dicuntur» (García Gallo 1992: 304). 5. «Segund cuenta Sant John Damasçeno [...] que llegó fasta en tierra de India, e tornaron muchos de los indianos a voluntad de fazer aquello mismo [...] e en el cuerpo mortal fazían allá vida de ángeles» (Barlaam e Josafat 1979: 3-4). 6. Literalmente: «hacer guerra continua a los pueblos gentiles o paganos que por allí existen profundamente influidos por la secta del nefandísimo Mahoma».
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al sur de las Canarias eran reconocidos de dominio portugués. Así se asumían como portugueses las islas de Madera, Azores, Cavo Verde. Sin embargo, las Islas Canarias quedaban para Castilla. Además, se reconocía la conquista de Fez como portuguesa. La idea que se tenía por entonces del mundo, procedente en línea directa del In Somnium Scitipionis expositio de Macrobio y san Isidoro, y luego extendida por el Beato de Liébana y Rabano Mauro, se podía ver en el mapamundi que se editó en Brescia en 1483. África se representaba mucho más corta de lo que ahora sabemos y se suponía que acababa en el paralelo del golfo de Guinea, no mucho más allá del ecuador. Desde ahí, en línea recta, se podría llegar a Abisinia y desde ella a Arabia e India. Según los mapas genoveses, el extremo de Asia era una península única, al norte de la cual se encon-
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traba la tierra que había recorrido Marco Polo. Mucho más al sur de África, se extendía la tierra Antártica, un continente en los Antípodas, que confirmaba la tesis de Roger Bacon de un globo terráqueo con mucha más tierra que agua. Esta tesis pasó a Pedro d’Ailly, y de él llegaría a Colón, a quien Bernáldez presenta «sin saber muchas letras, [pero] muy astuto en el arte de repartir del mundo» (1953: 270). Así pues, con toda verosimilitud con estos datos, los portugueses emprendieron la carrera por cruzar el mar entre el continente africano y el antártico, con la idea de llegar a Sudán y a la India, las tierras del oro y de las especias. Ahora bien, con estos mismos mapas, la tierra de Europa y Asia era considerada muy extensa en longitud. Si se aceptaba esta hipótesis de Bacon, que era la que llegó a Colón, entonces podía ser rentable navegar hacia Occidente; sobre todo porque la hipótesis portuguesa basada en Macrobio e Isidoro no se podía mantener desde la mayor autoridad de Ptolomeo, quien en su Geografía, publicada en Bolonia en 1477, y ya antes en un mapamundi genovés de 1457, consideraba África como una península gigantesca hacia el sur. Además, en estos mapas y siguiendo a Aristóteles, se indicaba que Asia se extendía mucho más hacia el este. Cualquiera que conociera estos mapas sabía que la vía portuguesa era errada. Cuando en 1488 Bartolomeu Días descubriese el cabo de Buena Esperanza, ya se sabía que el viaje hacia oriente por África era un disparate (O’Gorman 1958: 171 y 65).
2. PRÁCTICAS
COLONIALES
Desde el punto de vista popular y político, aquellos viajes atlánticos despertaron una fiebre de aventura y negocio que no sólo implicó a las noblezas sureñas andaluzas y portuguesas, sino también a los sencillos marineros dispuestos a explotar la credulidad de las gentes respecto de las cosas que no se pueden ver fácilmente. Sin este contexto de creencias y prácticas populares, que excitaban la imaginación y abrían otros caminos al afán de riquezas, no podemos entender el cosmos mental en el que los viajes de Colón obtienen verosimilitud. Ni siquiera podemos entender el prestigio de ese apellido. Para todas estas cosas, debemos ir a un testigo de la época tan preclaro como Alonso de Palencia, uno de los herederos de la mentalidad de Alonso
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de Cartagena, de quien fue discípulo y amigo y a cuya familia se mantuvo siempre fiel7. En el capítulo IV del libro XXV de la IIIª Década nos expone con claridad la situación anterior al tratado de Alcaçovas, hacia 1476. Allí nos cuenta no sólo el tráfico intenso de portugueses y andaluces con las costas al sur de las Canarias, sino también las disputas entre las dos naciones por definir las exclusivas zona de influencia. Los portugueses ajusticiaban a los castellanos que «apresaban más allá de las Canarias». Según esta noticia, las tres islas principales «las más importantes por el número de indígenas» no estaban todavía en poder de los reyes cristianos, sino que «viven entregados a ritos supersticiosos y se resisten a obedecer los preceptos del catolicismo» (Fernández de Palencia 1973: II, 261 y ss.). La pugna era intensa, desde luego, por «las riquezas de Guinea». El bien más buscado era el tráfico de esclavos negros, y Palencia nos relata una expedición de dos caravelas de Palos que logró apresar a 120 «azanegas». Palencia nos dice que el rey Fernando prohibía aquel tráfico de esclavos, pero que Gonzalo de Estúñiga, el alcaide de Palos, logró organizar otras empresas de esta naturaleza. Una de ellas nos ha sido relatada con todo detalle y muestra con claridad las prácticas de la época, las mentalidades que las dirigían y el contexto de motivaciones y estrategias en el que se movían los viajes colombinos. En realidad, estas prácticas de la expansión atlántica africana han sido decisivas para forjar las estrategias y formas de comportamiento de los castellanos en las tierras de América. La primera que hay que destacar es la connivencia con las autoridades indígenas y la explotación de sus formas de poder y de conflicto. Como los guineanos estaban acostumbrados al comercio con los pueblos del golfo de Guinea, los castellanos y andaluces se hicieron pasar por lusitanos. Allí entraron en contacto con el rey o cacique de los nativos, el sujeto preferente del comercio. Con él intercambiaron «baratijas, anillos de latón, adargas pequeñas, paños de diversos colores y otros objetos que la pobreza de los moradores les hace desear mucho». Con asombro, escuchamos que estos bienes son cambiados por los prisioneros de guerra que capturan los propios caciques, infame actividad que es fomentada entre los indígenas mediante este comercio. Pero no sólo identificamos
7. Véanse comentarios sobre los Cartagena en Fernández de Palencia (1973: I, 41).
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estas prácticas iniciales, que refuerzan las hostilidades y contradicciones de las poblaciones indígenas. También comprobamos las formas del engaño y la mentira que luego reconoceremos en las crónicas de Indias. En efecto, los castellanos intensifican las relaciones amistosas con los caciques tras intercambiar los prisioneros por aquellas baratijas. Luego, como prueba de camaradería, invitan a los naturales al barco para una comida de fraternidad. Cuando llegan los nobles y mayores de los pueblos, les tienden una trampa y toman presos a los líderes negros. «Acabada la comida, el patrón le invitó a visitar el interior del barco y, entonces, los pérfidos marineros cerraron las portas y a mano armada se apoderaron de 140 nobles de arrogante figura» (Fernández de Palencia 1973: II, 261). Como se ve, nada se improvisó en América. Luego, se nos da a entender que en cierto modo no se olvidaban las jerarquías nobiliarias tras la conquista. Llevado a España, el cacique se comportó de una manera digna, entró en Palos montado a caballo y el rey Fernando exigió que fuera liberado y trasladado de nuevo a su tierra. Palencia se encargó de esta devolución, pero no pudo impedir que «sus hermanos y sus otros parientes fueran vendidos en Andalucía como esclavos». Las bases mismas de la sociedad nobiliaria no se pueden poner en cuestión y al rey de los negros se le reconocen todas las virtudes correspondientes a la aristocracia: dignidad, seriedad, astucia, valor, espíritu de venganza, defensa de los suyos. Pero su respeto dejaba un gran margen a la actividad económica. Palencia confirma que Alfonso V de Portugal había vendido la exclusiva del comercio de esclavos negros en monopolio a Fernán Gómez por valor de 60 000 ducados de oro. La lucha por Guinea, como se ve, era muy importante y pronto una flota de más de 30 barcos andaluces luchó en el golfo con la flota portuguesa. No sólo eran los esclavos. También estaban los ríos vírgenes de oro del mediodía (ibid.: II, 287) y las posibilidades de las especias (ibid.: II, 262). Que era una práctica frecuente y estabilizada, se deduce de esta forma de expresarse de Palencia: «El regreso se efectúa con demasiada lentitud y la residencia es tan insalubre que muchos enferman y pierden la vida por buscar el otro. Los que sobreviven traen los rostros ennegrecidos, padecen gran abatimiento de fuerzas, pero no desisten de emprender uno y otro viaje al sepulcro del oro, mientras llega el término de la enfermedad contraída. ¡Tan grande es el poder de la avaricia en el corazón de los míseros mortales!» (ibid.: II, 287).
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Palencia sabe que las dificultades del viaje de vuelta se debe a la fuerza de los vientos contrarios y por eso, como los actuales viajeros de los cayucos, recomienda que se hagan las expediciones en invierno, cuando «el mar de Guinea está más sereno y los aires son más saludables» (ibid.: II, 289). Poco duchos en navegar estos mares, los andaluces y vascos se especializaron en ejercer la piratería y asaltar a los portugueses que volvían con oro, especies y esclavos. Como se ve, las formas imperiales siempre generan las formas parasitarias y oportunistas de aprovechamiento del comercio colonial. Castilla lo usó con Portugal, como luego Holanda lo hizo con Castilla. A su vez, los grandes nobles andaluces, como el marqués de Cádiz, el duque de Medina Sidonia o los Estúñiga, reacios a las formas de monopolio regio, procuran por todos los medios mantener relaciones con el enemigo portugués, con la finalidad de impedir que el rey castellano pueda dominar los mares. En estas condiciones, la guerra de Portugal con la Castilla de Isabel y Fernando llevó a su rey Alfonso hacia 1476 a la alianza con Francia. Así preparó el citado rey el viaje al país de Luis XI. Palencia nos revela que hizo el viaje por las costas de Narbona y en barcos del «gascón Colón, almirante de la armada del rey Luis de Francia» (ibid.: II, 297). En otros sitios, Colón es rebajado a la condición de Pirata (ibid.: II, 308). En el curso de las operaciones, al final aparece resueltamente al servicio del rey de Portugal y contrario a los genoveses, cuya posición en el escenario de la navegación es omnipresente (ibid.: II, 311). Sea como sea, en este espacio incierto y expansivo, dentro de una guerra internacional en la que se ven implicadas todas las potencias europeas, los caminos del oro desde el profundo Sudán a las costas de Al-Andalus por Egipto se ha cegado. Ahora se buscan afanosamente caminos alternativos por el occidente atlántico. Como hemos visto, esos caminos buscaban tres objetivos convergentes: oro como numerario y circulante, especias para mantener el comercio y esclavos. Sin estas necesidades, y sin estos caminos, Colón no se hubiera puesto a la empresa que habría de llevarle a las Indias.
3. C O L Ó N Cristóbal Colón estaba sin duda al tanto de todos los antecedentes sobre la expansión atlántica. Conocía que Estrabón, en el libro XV de
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la Cosmografía, daba a la parte oriental de Asia tanta extensión o más que la ya conocida. Se trataba de la «parte de la India allende el Ganges» (Colón 2000: 64). Estaba familiarizado con la interpretación de Aristóteles según la cual había pocos días de navegación desde Cádiz a Asia (ibid.: 65). Sabía además que Marco Polo había hablado de las provincias de Catay y Mangi como las más orientales, más allá de las cuales se hallaba todavía la gran Isla de Cipango –Japón– y muchas más islas. Puesto que Polo había dicho que estas islas se extendían de norte a sur hasta el Trópico de Capricornio, era evidente que marchando desde España uno debía toparse con ellas. Luego, la cuestión era orientarse hasta dar con la gran Isla de Cipango y desde allí saltar a la China. Esta costa oriental de la tierra firme asiática era representaba por Ptolomeo como una doble península: el Quersoneso áureo, la actual Malasia, que a su vez daría paso a la península del Indostán. Así que si se circunnavegaba la primera península, se llegaría a la India. En medio debía quedar un Sinus Magnum, un golfo enorme y profundo. Por lo demás, se creía desde tiempo atrás en la existencia de archipiélagos occidentales entre Europa y Asia: la Isla Antilla era la más importante. Deseoso de rebatir la opinión general, representada por Bernáldez, Hernando Colón se entregó a la causa familiar con ardor, y ante todo trató de mostrar que su padre era un hombre erudito, sabio, cosmógrafo y lleno de ciencia8. Si Hernando quería decir que conocía esto que hemos dicho, desde luego era así. Con estas ideas, su empresa era de una evidencia aplastante y estaba científicamente más fundada que la de los portugueses. Se puede tener dudas acerca de que Colón hubiera investigado todos aquellos conocimientos, pero no cabe ninguna de que estaba en contacto con personas que los tenían. Por ejemplo, había entrado en relación con el florentino Paolo del Pozzo Toscanelli. Éste se había puesto en contacto con Fernando Martins en la lejana fecha de 1474 y le había ofrecido cartas que aconsejaban la ruta occidental. El interés era llegar a «donde nace la especería», joyas y piedras preciosas. «Sabed que de oro puro cobijan los templos y las casas reales», decía una carta de Pozzo. Puede que sea 8. «Tanta ciencia como sus obras muestran que tuvo, especialmente en las cuatro ciencias más principaldes que se requeiren para hacer lo que él hizo, que son Astrología, Cosmografía, Geometría y Navegación» (Colón 2000: 53).
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falsa, pero no cabe duda de su propuesta: de la Antilla a Cipango no había muchos días de navegación. En estas condiciones, cuando los Reyes Católicos firmaron la carta del 17 de abril de 1492 reclamando que se diera ayuda a Colón, fuese quien fuese el rey cristiano que pudiera asistirlo, se asumió que el viaje debía conducirlos «a las partes de la India» y que se hacía tanto por el aumento de la fe ortodoxa como «para nuestro beneficio y utilidad» (García Gallo 1992: 328). Bernáldez fue más sencillo e ingenuo y habló de la vía por la que se hallaría «tierra de mucho oro». Con buen juicio aseguró que los reyes no daban mucho crédito a Colón (Bernáldez 1953: 270). Otro testigo, que presentaremos luego, recordará que Colón «apenas consiguió de mis reyes tres naves para ese viaje, porque juzgaban fabulosas las cosas que decía»9. A pesar de todo, el día 30 de abril escribieron una carta misiva a un príncipe indeterminado de Oriente, una especie de credencial de embajada a un príncipe desconocido. En realidad, lo único ignoto era el poder que regiría en esas tierras. Colón no iba dispuesto a descubrir nada. Su representación del mundo estaba cerrada. En su imaginario se trataba sólo de hacer el camino. Y si su empresa pareció a muchos un puro disparate, fue por una mezcla de argumentos: si había tan pocos días de navegación como Colón decía, ¿por qué nadie lo había hecho todavía? Fue la facilidad extrema con que Colón pintó su propuesta lo que, paradójicamente, la hizo incomprensible a sus contemporáneos. Por lo demás, la diferencia central, lo no visto antes, lo que indisponía con la aventura, era sencillamente la necesidad de hacer un viaje de nuevo tipo, sin referencia alguna a las costas. Este aspecto se mezclaba con el anterior de manera problemática. Si no podían ser tan pocos días y además debía realizarse sin tener tierra a la vista, entonces el viaje implicaba adentrarse en la representación del infinito. En realidad, si hemos de creer lo que dice Hernando, Colón sabía que la distancia era más grande de lo que aseguraba a todos, por lo que ocultó a sus hombres los verdaderos trayectos recorridos, de la misma manera que quizá la ocultó en sus argumentaciones (Colón 2000: 98). Nadie soportaba verse lejos de tierra, perdido en medio de un océano ilimitado. Esa sensación era la nueva, la que experimentó Colón por 9. Pedro Mártir de Anglería, Carta de 14 de mayo de 1493 a Juan Borromeo, desde Barcelona. Citada por Salas (1955: 28).
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primera vez en la historia de la humanidad. Durante toda la Edad Media y la Antigua, el mar había sido el escenario de los dioses hostiles, y desde luego del demonio, el lugar del Leviatán. La imaginación proyectaba en él los peores peligros. Colón vio que era una masa ingente y desnuda de agua, hostil, desde luego, inhumana, por supuesto; pero como todas las cosas inertes, vencida por la voluntad, la autoridad, el cálculo y la perseverancia humanas. Sin embargo, Colón creía haber llegado a las Indias y más concretamente a la provincia de Catay o China, y así lo publicó en 1493 en una carta a Luis de Santángel10. Allí, en términos de gloria, dijo que había tenido una «grande victoria». En realidad, nunca dejó de pensarlo. Los viajes que hizo no destruyeron su imaginario inicial, sencillamente porque leer la Tierra no es un asunto fácil. Los fragmentos de litoral cubano que descubrió Colón no eran contradictorios con los esquemas que proponían los mapas que el mundo conocía por entonces. Por lo demás, todas las autoridades antiguas insistían en que nadie sabía a ciencia cierta cómo era el extremo oriente o el primer occidente. Sin embargo, algo quedaba claro: no habían visto ninguna de las grandes ciudades que se suponían alzarse en Catay. Por eso, rápidamente aceptó la tesis de que se trataba de islas más orientales. Por el contrario, sólo vieron «poblaciones pequeñas y gentes sin número, más non cosa de regimiento» (Fernández de Navarrete 1999: 148)11. Así que, en realidad, no eran tierras valiosas para el comercio de especias. A cambio, Colón se dejó llevar por el imaginario del oro: «hay muchas minas de metales e hay gente en inestimable número». Una y otra vez se afirma la existencia de oro. Entonces se habló de sembrar, criar ganado, edificar villas y lugares. De los naturales, nada que temer: son «sin engaño y tan liberales» y «muestran tanto amor», que «daban lo que tenían como bestias» (Fernández de Navarrete 1999: 150). Así que ahora se lanza la nueva mirada, puesto que no se puede 10. Entonces celebró el «ençalçamiento que habran en tornarse tantos pueblos a nuestra fe y después por los bienes temporales que no solamente a la España, mas a todos los christianos tornan aquí refrigerio y ganancia esto segun el fecho asi en breve», Carta anunciando la llegada a las Indias y a la provincia de Catay (China), en Fernández de Navarrete (1999: 146-154). 11. Bernáldez, que tuvo esos documentos, los reproduce a veces a la letra (cfr. 1953: 272).
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defender el monopolio del comercio: «se farán cristianos, que se inclinan al amor y servicio de sus Altezas y de toda la nación castellana». Puesto que los naturales creyeron con facilidad que los hombres de Colón llegaban del cielo, parecía fácil convencerlos del verdadero Dios del cielo. Es una nueva tierra sin duda, pero tan grande como la isla de Inglaterra y Escocia juntas, asegura Colón. Por lo demás, las gentes no tienen armas ni tienen afán de propiedad. Pero, sobre todo, se insiste una y otra vez, «hay oro sin cuento». «Yo les daré oro cuanto hobiesen menester». Y no sólo oro: hay especias, algodón, ruibarbo y almásiga, y «esclavos cuanto mandaren cargar e serán de los idólatras» (ibid.: 153). En abril de 1493, ya en España, escribió Colón a Rafael Sánchez, tesorero de los reyes. Allí decía haber sido enviado a una «conquista» y le aseguró haber llegado a las islas de más allá del Ganges. Se trataba, como sabemos, de Juana –Cuba– y de La Española –Haití–. Allí repitió sus argumentos: los naturales eran cobardes y tímidos, se puede comerciar con ellos de forma injusta, pueden recibir con facilidad la fe de Jesucristo y están inclinados al servicio del rey, la reina, los príncipes y de «todos los españoles» (ibid.: 161). En Haití, se fundó la fortaleza de la Natividad del Señor y allí escuchó Colón de los indios la existencia de los caribes, gentes que practicaban el canibalismo. Pero también conoció la isla de Matenin, donde mujeres guerreras enfundadas en sus láminas de cobre se lanzaban a la guerra con sus arcos. Colón renueva la promesa de que ofrece a los reyes cuanto oro se necesite y, entre líneas, descubre que habla de suposiciones: se trata de riquezas que «estoy persuadido han hallado y hallarán todavía los que dejé en la fortaleza». Sin embargo, Colón sabía que el éxito de su viaje pasaba por mostrar que sus islas eran el extremo oriental de la gran masa asiática de tierra y que cerca debía estar el paso descrito por Marco Polo de acceso al Índico. Éste fue, como demostró O’Gorman (1958: 97), el objetivo del Segundo Viaje, emprendido el 25 de septiembre de 1493. Mas sabemos lo que halló Colón en la fortaleza de la Natividad en su segundo viaje: destrucción y muerte. La carta del Dr. Chanca es un testimonio estremecedor. El viaje se apartó un poco de la ruta y primero llegó a las islas anteriores a Puerto Rico. Estas pequeñas Antillas ya no estaban habitadas por los araucos, sino por los caribes, y allí vieron a cautivas que esperaban ser devoradas. Los huesos humanos se esparcían por los poblados y de las chozas colgaban los crá-
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neos vaciados como vasijas. A veces usaban a las mujeres de otras tribus como madres para luego comerse a los hijos. Una vez encontraron una olla en la que hervía un cuello humano. El informe aseguraba que comen a los jóvenes «porque dicen que la carne de los mochachos e de las mugeres no es buena para comer» (Fernández de Navarrete 1999: 173). Luego, llegaron al fuerte de la Natividad y hallaron ruina y desolación. Las ropas de los cristianos estaban esparcidas por la hierba. En el fondo de una esportilla se halló una cabeza «mucho guardada». Al final la hipótesis: los indios se rebelaron porque los castellanos se apropiaban de sus mujeres. Los celos fueron el origen del mal, dice la carta del doctor. Pero este Chanca tiene otra idea obsesiva en su informe: «hay mucho oro», dice una y otra vez. Sólo esta ambición puede compensar la desolación. Pronto, una palabra atraviesa toda su crónica: rescatar oro. Se llama a esto hacerse con todo el oro que tienen los naturales. Se le rescata porque se entrega a su señor natural, el rey de Castilla, quien jurídicamente ya ha tomado posesión de las islas. No es una «conquista», pues no ha habido resistencia, pero se emplea el verbo que regula las relaciones con los conquistados, como vimos en Málaga. El almirante manda cavar todo el recinto, pues había dado orden de enterrar todo el oro que tuviesen. Con frenesí, la tierra del fuerte fue horadada, pero como en la historia de los cuentos sólo hallaron el vacío. Con tanto más furor se rescata el oro que llevan encima los indios y se cambia por agujas, cuentas, alfileres, pedazos de cerámica, y en «verlos es cosa de reír», pues su aspecto no es diferente del que tendría en España «la cabeza de un loco» (Fernández de Navarrete 1999: 187). En todos los ríos y arroyos se puede hallar oro, dice este atento informador, que ya ha visto que los indios comen «unos granos como avellanas muy buenos de comer». Es tierra virgen y la creencia es que habrá oro, sobre todo si se cava, «porque los indios no saben cavar ni tienen con qué». Una conclusión se impone: «los reyes nuestros señores se pueden tener por los más prósperos e más ricos señores del mundo» (ibid.: 189). Cualquiera se puede maravillar de eso, dice a los que sabe que están lejos, pero él se cuida: no altera una jota la verdad. El rey Fernando no se dejó impresionar. Chanca había hecho una carta para un príncipe desconocido, pensando en tratar relaciones diplomáticas con gente política. De hecho, cuando vio a los caribes,
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dijo que «esta gente nos pareció más política que la que habita en otras islas» (Fernández de Navarrete 1999: 172). La importancia del tema era extrema. Los reyes tenían la vista puesta en un monopolio comercial con una autoridad definida. Ésa era la ganancia económica central. Ahora, Colón le ofrecía algo completamente ajeno. Era evidente que lo que Colón había conquistado era decepcionante. Cuando el navío de Torres, en enero de 1494, trajo el memorial del segundo viaje, y volvió a hablarles de que habían «descubierto tantos ríos tan poblados de oro», los reyes comentaron con desdén que ya escribirán sobre eso más largo (ibid.: 192). En realidad, Colón sabe que no es convincente. «Yo deseaba mucho en esta armada poderles enviar mayor cantidad de oro del que acá se espera poder coger». Pero anuncia que, para eso, es menester «muchos mantenimientos». Hasta el presente, lo cierto es que «no se ha detenido el armada ni se les envía oro más de las muestras», pero con seguridad que «se pueda cojer el oro y ponerlo en recabdo de alguna fortaleza» (ibid.: 193-194). Los reyes no se conmueven. Se limitan a decir que «está bien». Luego otros señuelos: que es buena tierra y que «non fará mengua el Andalucia ni Secilia aquí». El rey lo anima a que «siembre lo más que se pudiere de todas cosas» (ibid.: 195). Pero en realidad, el oro que se trae no dará más que para armar un tercer viaje. Los demás gastos se podrán pagar en caníbales, como esclavos, a lo que los reyes responden que esto se suspende. Colón, por tanto, era sabedor de que el rey estaba interesado sobre todo en descubrir la tierra firme y el régimen político de China o de India12. Por eso le ofreció seguir su viaje «para descubrir la tierra firme de las Indias», como recuerda Bernáldez (1953: 307). Sin embargo, como una y otra vez el almirante le ofrecía explotar el oro, el rey por fin afirmó, con no mucha credulidad: «trabaje como lo más preciso que ser pueda se sepa lo adito de este oro» (Fernández de Navarrete 1999: 202). Era evidente que todo estaba en el aire. Cuando al final del memorial Colón volvió al asunto, dijo con toda claridad que «el oro no se engendra en los ríos, mas en la tierra». Por eso no se trata de llevar a las gentes a los lavaderos de aguas, «mas los otros para cavarlo en
12. «[...] descubir la tierra firme y de otras islas que entre aquí y allá están» (Fernández de Navarrete 1999: 199). O’Gorman cuenta de que hizo jurar que si seguirían «navegando por la dicha costa» se hallaría tierra «donde tratan gente política y que saben el mundo» (1958: 99).
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la tierra». Era mejor que sus majestades mandasen «de los que andan en las minas allá en Almadén». Luego promete «allegar un buen golpe de oro para las primeras carabelas que fueren». El rey entonces dio orden para que el arzobispo don Juan Fonseca enviase a todos los cavadores de Almadén que pudiera hacia América (ibid.: 205). Aunque estas noticias no eran estimulantes, los reyes se habían asegurado el derecho a las tierras halladas en una bula del 3 de mayo de 1493, la famosa Inter caetera. El Papa habló de «tierras e islas lejanas y desconocidas», por mares ignotos. Sin embargo, aunque no se habían hallado, el Papa incluyó «también tierras firmes». Sin duda, el Papa se hacía eco de las primeras noticias que hacía de aquellos habitantes aptos para abrazar la fe católica, pero también que se habían encontrado «oro, perfumes y otras muchas cosas preciosas de diverso género» (García Gallo 1992: 340-341). El caso es que Alejandro VI, con las mismas fórmulas medievales y por su autoridad apostólica, concedía a los reyes la investidura de esas tierras firmes e islas, desde el polo norte al polo sur, y desde allí hasta la India, «con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción». La fórmula repetía las concesiones ancestrales de las Islas Canarias. Luego se nombraba a Fernando Boil vicario apostólico de las Indias con la voluntad de convertir a todos sus habitantes. La investidura fue renovada el 25 de septiembre de 1493, pero con la salvedad de que ahora se hacía la previsión de que se llegase realmente a la India. Así que la corte regia y la papal no estaban seguras de haber llegado a las dichas tierras. Por eso, se quería asegurar la misma investidura para cuando se hiciese. Así lo reconoció el Papa: «bien podría ocurrir, se dice, que vuestros enviados [...] llegasen a las partes orientales y hallasen islas y tierras firmes que en la India hubiesen o estuviesen» (ibid.: 355). Era evidente para la curia que las tierras halladas por Colón no eran las Indias. ¿Cómo estaban tan bien informados en Roma, mejor que el mismo Colón? Lo sabemos por Pedro Mártir de Anglería, quien con toda prudencia se negó a identificar las tierras que había hallado el Almirante. «Se habían descubierto nuevos territorios y nuevas gentes», dijo a sus corresponsales romanos, dominados por «los ardientes deseos de saber estas cosas»13. Eran las tierras desconocidas entre 13. La edición de la obra de Pedro Mártir de Anglería sobre las Indias, Décadas del Nuevo Mundo, se hizo en Bajel, Buenos Aires, 1944, traducción de Joaquín Torres
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el Quersoneso y España. Mártir, el amigo del conde de Tendilla, que había venido con él a España y se ordenó sacerdote por el ejemplo de Talavera, el hombre que debía enseñar el buen latín a los príncipes y nobles, sabía que respecto a las tierras de Colón las autoridades clásicas presentaban un gran vacío14. Colón ahora empezaba a llenarlo. El valiente genovés se había movido por la mitad ignota de la tierra, la que nadie había avistado nunca, no por la vieja tierra que los geógrafos y viajeros habían caracterizado como las Indias orientales. Bien podían ser las Islas Antillas, atlánticas, en medio del Índico y España. En suma, se trataba de un novus orbis y por eso Anglería habló de «preclaros descubrimientos». Fue el famoso humanista, y con él parte de la corte, quien primero creyó que Colón no había llegado a la India ni a Oriente. Lo que parecía un viaje sencillo, poco a poco se complicaba sin que nadie viera clara la ganancia. Por el momento era un «inmenso y nuevo mar de materias», lo que para un hombre como Mártir, que anhelaba estar siempre en la olla hirviente del mundo, no era sino una bendición. Él podría recrearse en hablar de aquellos seres humanos como los que conectaban directamente con «las fuentes de que hablan las fábulas antiguas» (Década I, lib. V, cap. II, p. 54). Por primera vez se tenía noticia de una Edad de Oro verdadera, vino a decir Anglería, con seres humanos «desnudos, sin pesos, sin medidas, sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza» (Década I, lib. II, cap. IV, p. 21). Como si hubiese inspirado directamente a Rousseau, este Mártir, amigo de Talavera, habló de los primitivos cubanos como aquellos que «tienen por cierto que la tierra es común, y que no debe haber entre ellos mío y tuyo, semillas de todos los males. Para ellos es la Edad de Oro» (Década I, lib. III, cap. VIII, p. 41). El mito del buen salvaje hacía su entrada en Europa. Aquí la fábula y la antigüedad cooperaron en la consideración de las tierras colombinas como un mundo nuevo. Como veremos, todavía Colón se dejó impresionar por la interpretación de Mártir, con quien de seguro habló en la corte. Pero para el rey Fernando, que deseaba urgentemente dinero para
Asensio e introduccion de Luis A. Arocena. Hay otra edición de Edmundo O’Gorman y traducción de Agustín Miralles Varlo, editada en 2 volúmenes por la casa Porrúa, 1964. Se cita por la primera. El texto corresponde a Décadas, I, lib. X, cap. I, p. 105. 14. Se puede ver el buen retrato biográfico de Salas (1955: 17-26).
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financiar su intervención europea, el asunto de América era todavía más bien una incógnita. Por ahora, todas las miradas estaban puestas en los asuntos europeos. Pedro Mártir no era el único que sabiamente dejó en suspenso cualquier decisión sobre las nuevas tierras. En realidad, debía ser la impresión dominante en la corte. Cuando su amigo Hernando de Talavera respondió a la reina Isabel, todavía en 1493, se hizo eco de los comentarios que había llevado un cortesano, Juan de Ayala, y al hilo de sus ocurrencias, el arzobispo le dice: «¡Oh, qué si lo de las Indias sale cierto!, de que ni una palabra me ha escrito vuestra alteza, ni yo, si bien me acuerdo, otra sino ésta» («Cartas de personajes varios», en Ochoa 1965: II, 20). La reina, luego, hablará de ellas como de «las islas que halló Colón» (ibid.: II, 16). Sin embargo, esta carta no es sólo relevante por este detalle, que muestra con claridad la incertidumbre y la reserva que la reina mantenía sobre la empresa colombina. Lo que dice Talavera es importante porque demuestra hasta qué punto eran evidentes los ánimos de romper con Francia. Con la coherencia de la política tradicional, Talavera aconseja a la reina que se mantuviesen «vuestras amistades y alianzas con el amigo viejo, que según el consejo de la Sagrada Escritura, no se ha de trocar por el nuevo». Era evidente la diferencia de intereses entre la corona castellana y la de Aragón, y aquí se hacía muy claro el anhelo de la generación y de los hombres como Talavera: gozar de «este bienaventurado, victorioso y pacífico tiempo» que la toma de Granada había inaugurado. Ese nuevo tiempo era el que debía emplearse en las instrucciones de la reina, quien en una carta previa le instaba a «doctar desde luego a los moriscos». Que la reina debía conocer lo conflictivo de estas relaciones y estas consignas respecto a su esposo, lo descubrimos cuando le pide al arzobispo acerca de sus cartas «que las queméis o las tengáis en un cofre debajo de vuestra llave» (ibid.: II, 18). La sensación que nos transmiten las cartas de la reina es de soledad, de cierta de indefensión y de saber poco15.
15. «Lo que decís que nunca os he escrito de las Indias, [...] de ello y de otras muchas hubiera escrito y pescudado si supiera esto». Cfr. «Cartas de personajes varios», en Ochoa (1965: II, 16).
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Sabemos que Colón había regresado de su segundo viaje justo por el tiempo en que don Juan se casaba con la princesa Margarita, en Burgos. Había llegado a Cádiz en junio de 1496 y al encuentro con los reyes fue también con su hijo don Hernando, paje del príncipe Juan, que lo cuenta emocionado (Colón 2000: cap. LXV, 227). Sin duda, Colón deseaba partir pronto con bastimentos y ayudas a los que había dejado en América. Pero aquel tiempo no era el propicio para recuperar el apoyo de la reina Isabel. Todo fueron obstáculos, y cuando su hijo Hernando cuenta este período de su historia, no puede evitar producir en nosotros el sentimiento de que algo marchaba mal, de que el interés por la empresa de Colón había disminuido. Sólo dos años más tarde, a su llegada, en 1498, pudo tener una flota de seis navíos. Su propósito era buscar tierra firme y a ese objetivo se lanzó. Era la única manera de convencer de nuevo a los reyes de que había logrado una victoria importante. Al poco tiempo llegaron noticias escritas de los importantes nuevos hallazgos. Cristóbal Colón no se había dado por vencido. En su tercer viaje, en 1498, demostró que había llegado a una enorme extensión de tierra firme. Quedaba claro por la existencia de un golfo marino con agua dulce que entraba en el mar con una violencia que asustó al almirante (Fernández de Navarrete 1999: 215 y 217). La pelea de agua dulce con la salada, dice, producía olas de una nave de altura. El golfo de Paria, en Venezuela, que de eso se trataba, al que el almirante llamó Golfo de las Perlas, debía ser el final de un continente inmenso. Pero no parecía la tierra de India. De aquella tierra no se sabía nada. De esta media parte de la Tierra no tuvo noticia Ptolomeo. La costa de Cuba no era el camino hacia Malaca. El enigma no hacía sino crecer. Sólo ahora dice Colón que se trataba de «otro mundo». Era evidente que el sentido del viaje había cambiado. Ya no era un asunto de beneficio inmediato. El frenesí del oro por un instante se detuvo ante las posibles magnitudes del descubrimiento. «No podía ser que andando el tiempo no hobiese España de aquí grandes provechos», dijo en su historia del tercer viaje (ibid.: 209). Nada de inmediatez, nada de botín. Ahora es la tierra inmensa, «fermosas y verdes como las huertas de Valencia» lo que causa admiración. Pero más asombra todavía estas extremas corrientes de agua dulce, que excitan la imaginación de Colón. Ahora imagina que la tierra no es esférica, sino que tiene forma
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como «un teta de mujer y que esta parte deste pezón sea la más alta e más propinca al cielo» (ibid.: 219). Era el punto de separación de los hemisferios, el punto que marcaba la transición de occidente hacia poniente, el primer lugar en el que había brillado el sol tras la creación. Por eso no se había tenido noticia nunca de este gozne. Se había ido hacia oriente sin llegar aquí y hacia poniente sin descubrirlo. Máxima distancia de todo lo conocido, era el lugar ignoto. Y en este punto medio de la Tierra, allí «nuestro Señor hizo el Paraíso y en él puso el árbol de la vida y dél sale una fuente de donde resultan en este mundo cuatro ríos principales: Ganges en India, Tigris y Eufrates en [Asia] y el Nilo que nace en Etiopia y va a la mar en Alejandría» (Fernández de Navarrete 1999: 222). Ahora todos los indicios apuntaban a que ese paraíso terrenal había sido localizado, y por estar en ese pezón de la teta de mujer, las aguas del diluvio no lo habían sepultado. Era una inmensa colina, suave y dulce, de la que «nadie podría llegar al colmo» (ibid.: 222). Por sus colinas y fuentes venían las aguas tan poderosas, que formaban un río como nadie podía imaginar, de tal manera que para lograr caudal o bien se debían suponer tierras infinitas –lo que era contrario a todas las autoridades–, o bien debía ser la misma fuente del paraíso (ibid.: 225). Así España había sido favorecida con algo más que con oro. Era la gloria del Paraíso la que se había revelado y por expresa gracia de Dios se había puesto en las manos de los reyes de España. Nadie debía desmayar «porque luego no se enviaron los navíos cargados de oro sin considerar la brevedad del tiempo» (ibid.: 225). Era preciso esperar, porque una tierra nueva se abría ante todos. Por primera vez se invocaba el principio de realidad: saber esperar. Pero se hacía porque se tenía al alcance de la mano lo que colmaba todo deseo. Y ahora pasaban a primer plano los aspectos religiosos: la santa fe crecería en las proximidades de las fuentes del jardín del Edén. Cristo regresaba al lugar de Adán. Ignoramos el efecto que debieron producir estas noticias cargadas de fantasías y excitaciones en una corte que veía cómo el mismo cielo que parecía protegerlos se llevaba a todos los herederos de la casa de los reyes, uno tras otro. Las decepciones de hallar la civilizada Asia fueron compensadas con las ensoñaciones colombinas de haber hallado el Paraíso, un lugar mítico desconocido por todos y enclavado en el punto negro del que nadie había hablado jamás. En realidad, Colón se dejó llevar por este imaginario para así mantener en todo lo demás
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la representación tradicional de la Tierra. Entre la hipótesis de una tierra infinita y el Paraíso, Colón optó por esto último. De todo eso sólo quedó claro que nadie sabía lo que había hallado Colón. Las autorizaciones de nuevos viajes se dispararon. Ojeda salió en mayo de 1499; Guerra y Niño en junio; Yáñez Pinzón, Lepe y Vélez de Mendoza en diciembre y Rodrigo de Bastidas en octubre de 1500. Así se descubrió la costa atlántica de América del Sur y una enorme masa de tierra, en realidad una tierra casi infinita. Ahora se tenían dos tierras, la del norte y la del sur y, por tanto, se marcó la tarea nueva: encontrar el paso hacia el Índico. Cuando Juan de la Cosa hizo su mapa en 1500 dejó clara la idea principal (O’Gorman 1958: lámina V). Donde se alzaba la imagen de san Cristóbal, en el actual Golfo de México, debía estar el paso hacia Asia. Entonces, las tierras del sur se identificaron con el continente austral que determinadas noticias medievales revelaban y que ahora era el mundo nuevo de Colón. Pero de todo aquello los reyes no obtenían mucho más que palabrería. Todavía en 1513 tenemos un magnífico testimonio de lo que significaba esta tierra para los europeos. El 17 de junio de 1513 Guicciardini escribe a su hermano Luis que le ha llegado una carta desde Lisboa escrita por un tal Jacobo Fantoni, recién regresado de un viaje a Malaca. La comitiva es de tres naves con un cargamento de especias por valor de 600.000 ducados. Sólo en una nave grande viene un cargamento de 300.000 ducados. En España, dice, no hay noticia de esta ruta. Él mismo no sabe nada. Pero Malaca era lo que buscaba Colón como Quersoneso áureo (O’Gorman 1958: láminas IV, I y II). De Calcuta vienen naves con la misma riqueza. Una pormenorizada lista recuenta los géneros de las naves. Hay nuez moscada, macis, sándalo, verzino, madera, pimienta larga, ruibarbo, seda, estaño, canela. Y entonces, como contrapunto, el embajador hace informado a su hermano Luis de la «navegación en la Indias Occidentales –que así las llaman aquí– donde Colón descubrió hace muchos años bastantes islas, de las que estos españoles no sacan nada, salvo oro» (Giucciardini 1952: 142). Todavía en este año, el cálculo que cuenta es que vendrán a España cada año 400 000 ducados o más. Sólo la quinta parte es del rey. La consecuencia es que vienen al año muchos menos beneficios de lo que significa una sola barca de Calcuta o Malaca. Luego ya sabemos el desenlace. Alonso de Ojeda, enviado por el obispo Fonseca, el hombre de Fernando, comenzó con un lucrativo
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comercio de esclavos (Colón 2000: cap. LXXXIV, 267) y llevó los rumores de que la reina Isabel estaba a punto de morir. «Faltando ésta, no habría quien favoreciese al Almirante», confiesa su hijo. Los rumores rodearon la corte. Recién muerto el infante Miguel, en la Alhambra, grupos de marineros reclamaron al rey Fernando a gritos su paga debida. Las bromas sobre los pajes se tornaron hirientes. En realidad, con ellas se quería indicar que nada valioso se había obtenido con aquella aventura. Colón vio cómo Bobadilla era enviado como pesquisador. De regreso, en el mes de noviembre de 1500, cargado de hierros, escribió al ama del príncipe don Juan: «me tiene echado al fondo» (Fernández de Navarrete 1999: 228). Era el final de un personaje que, sin duda, había irritado a todos con su mezcla de fantasía y palabrería, pero que por mucho que renovaba ahora las promesas y ponderaba el oro que había tomado, no lograba hacer atractiva la empresa a la que fue destinado. «No hay nadie tan vil que no piense de ultrajarme», aseguró. Entonces buscó la protección de Isabel y argumentó que sus enemigos jugaban con el rumor de que «su Alteza era muerta» (ibid.: 230). Un nuevo gobernador fue enviado, Nicolás de Ovando, y aunque se permitió a Colón hacer otro viaje, en mayo de 1502, ya era muy claro lo prioritario. Había sido enviado allí para hallar una ruta sencilla que permitiera llegar a las islas de las especias y lograr el monopolio del comercio. Eso era lo sustancioso. Por eso, siguiendo las indicaciones de Juan de la Cosa, debía encontrar el istmo, en el fondo del golfo de México, a través del cual poder navegar hacia poniente. Hernando de Colón, que viajó con su padre, lo cuenta de forma expresa: «siguió su intento de descubrir el estrecho de Tierra Firme, para abrir la navegación del mar de mediodía, de lo que tenía necesidad para descubrir las tierras de la especiería» (Colón 2000: 286). A pesar de todo, las condiciones del viaje impuestas por Fernando resultaron opresivas. Se debía hacer inventario de todo y nada debía ser ocultado al rey. Sin duda, se le avisaba de los motivos por los que se había enviado a Bobadilla.
5 . O VA N D O Las instrucciones para Nicolás de Ovando, firmadas en septiembre de 1501, son muy expresas y se pueden ver todavía las exigencias de Isabel. Los indios fueron caracterizados a todos los efectos como
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vasallos. Debían convertirse sin fuerza, ser bien tratados y podrían mantener sus propiedades. Desde luego, se animaba a que se realizaran matrimonios mixtos (Romeu de Armas 1969: 374-375). Sin embargo, esto significaba que debían pagar tributos y derechos como cualquier otro vasallo. En realidad eran vasallos, pero en la sociedad estamental ocupaban el nivel más bajo de la escala. No podían tener armas y no podían estar en contacto con «moros, xudíos, nin erexes nin reconcyliados nin pesonas nuevamente convertidas a nuestra fe». Una cédula real de diciembre de 1501 complementó las indicaciones sobre impuestos justos de los indios. Así, debían pagar «para nos la meytad del dicho oro e plata e otros metales», para lo que quedaban obligados a fundirlos y marcarlos en las agencias regias (ibid.: 379). Poco a poco todo se fue endureciendo. Con una buena conciencia característica, se intentaba que la vida en América se pareciese en todo a la vida en Castilla. Podemos suponer que para entonces Colón ya había perdido el control de las cosas por completo. Nuevas instrucciones a Ovando le ordenaron que los indios vivieran en pueblos «como están las personas que viven en nuestros reinos» (Romeu de Armas 1969: 391). Cierto, se les daba casa, heredad, tierras, propiedades y se les permitía trabajar libremente y a jornal. Se les protegía del comercio interesado e injusto, y se les exigía «que se vistan e anden como ombres razonables». En cada pueblo debía haber una iglesia y en cada iglesia una escuela y un hospital. En suma, debían ser tratados como vasallos nuestros. De nuevo, se animaban los matrimonios mixtos y se repudiaba la frecuente práctica de los baños, muy querida por los indígenas. La clave estaba en que aquello que se ofrecía como derecho, vivir en todo igual que en Castilla, en realidad se imponía como una durísima obligación y forma de vida a los indígenas. El asunto fundamental era el trabajo y los impuestos. El primero debía ser libre, pero se les animaba a ello, dada su «culpa e negligencia». El objetivo podemos imaginarlo. Para «coger dicho oro» los oficiales se debían servir de los mismos indios. Era preciso encontrar la mejor manera, y los reyes proponían que quizá lo mejor fuese que sirviesen «ciertos días o cierto tiempo»; o que los indios fueran «por sí a sacar del oro de las dichas minas para nos». Esto quedaba a la discreción de los oficiales. Luego, la carta de agosto de 1503, autorizando la esclavitud de los indios caribes (Romeu de Armas 1969: 397), de cuyas ventas los reyes reclaman «la parte que dellos nos pertenezca».
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Poco a poco, la experiencia se parecía a la de Canarias. Por fin, la carta definitiva que habría de marcar el rumbo del sistema de relaciones con los indios, la provisión del 20 de diciembre de 1503, que venía a reconocer la insensatez de la pretensión de imponer la forma de vida castellana entre aquellos a los que Mártir de Anglería había llamado habitantes de la Edad de Oro. «A causa de la mucha libertad que los dichos indios tienen», dice la provisión, «huyen y se partan de la conversación y comunicación de los cristianos [...], no quieren trabajar y andan vagabundos» (Romeu de Armas 1969: 399). Desde luego, se niegan a ser adoctrinados, pero la provisión insiste en la consecuencia terrible: los oficiales del rey no «hallan quien trabaje […] ni les ayude a sacar ni coger el oro que hay en la dicha isla». Era bastante comprensible que los indios quisieran seguir en su Edad de Oro. Ahora, sin embargo, se imponía apremiarles al trabajo. Al principio se usó la estructura política de los caciques. Ellos debían encuadrar a los indios y dirigirlos a donde fuera necesario. Sin duda alguna, era preciso pagarles jornal «como personas libres que son y no como siervos» (ibid.: 400). La provisión, sin embargo, lleva por título que «los indios de la Española sirvan a los cristianos». Isabel, en su lecho de muerte y sobre su testamento, tuvo que recordar que «su principal fin» era instruirles en la fe católica y enseñarles lo que era inseparable de ella, las buenas costumbres. Desgraciadamente para los indios, ellos tenían las suyas propias. Mártir de Anglería, nuestro principal testigo para esta época, se limitó a decir: Estaban acostumbrados a poco trabajo. Muchos perecen de su inmensa fatiga en las minas, y se desesperan hasta el punto de que muchos se quitan la vida y no cuidan de criar hijos. Cuentan que las madres embarazadas toman medicinas para abortar viendo que han de parir esclavos de los cristianos. Aunque se ha decretado con real diploma que son libres, sin embargo, se les obliga a servir más de lo que le agrada a un hombre libre. Se ha disminuido inmensamente el número de aquellos infelices. Muchos cuentan que alguna vez se hizo censo de un millón y doscientos mil. Cuántos sean ahora me causa horror decirlo. Dejemos esto a un lado (Décadas III, lib. VIII, cap. II, p. 273).
Era de nuevo el tabú de la narración, que pronto obligaría a que el relato sobre las cosas de las Indias lo tuvieran que escribir otros.
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INCORPORACIÓN JURÍDICA
DEL VENCIDO . DE LA
N UEVA
L A NOBLEZA E SPAÑA
ABORIGEN
A r m a n d o Ma r t í n e z Ga r n i c a
En el mes de noviembre de 1519, durante el encuentro en Tenochtitlán de casi cuatro centenares de soldados hispanos con la comitiva de aborígenes nobles que acompañaba al huey tlahtoani (emperador) Moctezumatzin1, se abrió para una parte de los «vencidos» una vía de acceso a las formas de modernidad impuestas por los conquistadores. Este proceso, consumado por la conquista militar de la capital azteca el día de San Hipólito de 1521, comenzó con la incorporación de una parte de la nobleza aborigen al nuevo reino indiano de la Monarquía Hispánica, permitiéndole así unos márgenes de existencia social. Este trabajo identifica las estrategias de acción y las retóricas usadas por el grupo más selecto de la sociedad aborigen: el vinculado al ejercicio del mando en las tres mayores cabeceras políticas de la Triple Alianza2. Escrutando los proyectos de los encomenderos, frailes y funcionarios estatales, los nobles aborígenes del corazón de la Nueva Espa-
1. Tlahtoani: voz náhuatl que significa «el que habla», «quien tiene el poder de la palabra». Entre los aztecas era el gobernante quien mandaba sobre un territorio y representaba en él al gran dios Tezcatlipoca. Era la máxima autoridad judicial, militar, religiosa, fiscal y administrativa. Había un tlahtoani en cada ciudad, estando subordinados al de Tenochtitlan, quien recibía el título de huey tlahtoani («gran orador»). Los antiguos mexicanos añadían el sufijo tzin a los nombres propios de los reyes, señores y mujeres nobles como seña de cortesía y dignidad. Moctezumatzin era, pues, la denominación autóctona de quien hoy conocemos como Moctezuma. 2. Se conoce como Triple Alianza a la última confederación de estados indígenas del valle de México antes de la llegada de los españoles. Estaba conformada por las ciudades de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan.
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ña fueron acomodando su propio proyecto, que en esencia fue el de la actualización de sus derechos a la preeminencia social, al usufructo de rentas territoriales y al ejercicio de la autoridad en el nuevo orden que introdujo la conquista hispana. Esta estrategia se construyó con la guía de algunos ideólogos y juristas del grupo hispano asentado en las Indias en un proceso de adaptación a las nuevas circunstancias que puede calificarse como de modernidad. Las estrategias de modernización y los esfuerzos empeñados para mantener la nobleza de los antiguos linajes estuvieron inscritos en las oportunidades que les brindaban los peculiares propósitos de los grupos hispanos. La adecuación de sus proyectos a las instituciones castellanas, como ocurrió con el cacicazgo, recibió el consejo y auxilio del propio Hernán Cortés, de los frailes y del personal subalterno de la Real Audiencia de México. El mestizaje puede incluirse en esas estrategias de modernización, pues ya en los tiempos de la Triple Alianza había sido una posibilidad experimentada por las noblezas conquistadas para retener sus privilegios en el seno de las nuevas noblezas de los tres «reinos» o «dominios» (huey tlahtocáyotl).
1 . E M PA R E N TA R
CON LOS NUEVOS SEÑORES
Hernán Cortés apareció ante los ojos de los linajes nobles conquistados como el nuevo cuauhtlahtoani, es decir, como el gobernador militar del auténtico huey tlahtoani: el emperador Carlos V. Siguiendo una antigua tradición de las conquistas aborígenes, los linajes nobiliarios se dispusieron de inmediato a emparentar con él y con los capitanes de la hueste hispana. Los productos de esa estrategia, los primeros «nobles mestizos», pertenecerían así al linaje de los nuevos señores, con lo que la incorporación por la vía del intercambio sanguíneo aseguraría la reproducción de la autoridad sobre los macehuales (clases bajas) y rentas en los altepeme conquistados3. Sin embargo, la irrigación con el «noble semen» cortesiano apenas produjo tres resultados entre la nobleza aborigen: Leonor Cortés Moctezuma (habida con Tecuichpotzin), Martín Cortés Fenepal «el bastardo» 3. Altepeme es la forma plural en náhuatl de altepétl, que suele traducirse como comunidad o pueblo.
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(con la Malinche) y María Cortés (con una cihuapilli o «princesa» desconocida)4. Pese a ello, Cortés dispuso a su voluntad de la suerte de las cihuapipiltin5 del «noble linaje de Moctezuma». Este grupo estaba encabezado por Tecuichpotzin (hija de Moctezumatzin con Teitlalco, bautizada Isabel Moctezuma), Francisca (hermana de la anterior, quien murió célibe), María y Marina (Leonor), hijas de Moctezumatzin con Acatlan, una hija del cihuacóatl Tlilpotoncatzin6, Francisca (hija de Moctezumatzin con una noble no identificada entregada como esposa al tlahtoani de Ecatepec) y Ana, Inés y Elvira (la primera de ellas embarazada de Cortés), quienes murieron durante la «noche triste». La figura de Tecuichpotzin (Isabel Moctezuma) se destaca en este grupo, pues su sangre representaba el más puro linaje mexicano: fue engendrada por Moctezumatzin en una hija de Ahuitzotzin, quien le había antecedido en el alto gobierno de Tenochtitlán. Como durante la «noche triste» fueron asesinadas Ana y dos de sus hermanas, Tecuichpotzin pasó a ser la «mayor y legítima heredera» de las posesiones antiguas de Moctezumatzin. Esa noche fue rescatada por los mexicanos para ser casada ceremonialmente con Cuitlahuatzin, el hermano de Moctezumatzin que asumió el mando por el asesinato de aquel. Pero cuando la primera epidemia de viruela produjo su deceso fue entonces casada con Cuauhtémoctzin, el heredero en el mando y líder de los linajes que optaron por la resistencia armada. Ello explica que cuando éste fue capturado sobre una canoa en el lago, el evento que puso fin a la resistencia de Tenochtitlán, Isabel/Tecuichpotzin estuviese con él. Al regresar Cortés de la campaña de Las Hibueras, cuando hizo ahorcar a Cuauhtémoctzin, Tecuichpotzin ya había llegado a los 16 años. Procedió entonces a dotarla con el argumento de que Moctezu-
4. Cortés no engendró hijos en las otras cihuapipiltin que le fueron entregadas: Catalina (sobrina del «cacique gordo» de Cempoala), Ana, Elvira e Inés Moctezuma, y Francisca (hermana de Cacamatzin, señor de Texcoco). La bula de Clemente VII (Roma, 16 de abril de 1529) solo legitimó a Martín «el bastardo». Cfr. López de Meneses (1948: 475-482 y 1954: 75-76). 5. Plural de cihuapilli: mujer noble o princesa. 6. Cihuacóatl: cargo funcionarial del Estado tenochca. Era el segundo mandatario por debajo del huey tlahtoani. Actuaba como juez y sacerdote mayor, además de ser el principal gobernante de Tenochtilan.
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matzin lo había encargado de sus hijas cuando agonizaba. Esta dote matrimonial fue legalizada como una «donación de tierras» que consistía en «el señorío y naturales» del pueblo de Tacuba más las «estancias» de Yetepeque, Chimalpan, Azcapotzaltongo, Xilotzinco, Coatepec, Tallasco, Guatuzco y Tlazalla, un total de 1 240 casas que anteriormente obedecían la autoridad del tlahtoani de Tlacopan, don Antonio Cortés Totoquihuastli, en el entendido de que le pertenecían a Tecuihpochtzin «de su patrimonio y legítima herencia». El documento rezaba que la joven princesa poseería lo adjudicado «por juro de heredad, para ahora y para siempre jamás, con título de señora del dicho pueblo […] lo cual le doy en nombre de Su Majestad por descargo de su real conciencia y mía en su nombre»7. Esta «donación» de tierras y macehuales «patrimoniales» a jefes de los linajes nobles abrió una posibilidad para la incorporación de las antiguas tierras nobiliarias al ordenamiento jurídico novohispano bajo la forma de vínculos y mayorazgos. Con paciencia y muchos procesos judiciales, los nobles aborígenes lucharon en los estrados de la Real Audiencia y del Real Consejo de Indias para retener uno de los elementos que reproducirían su preeminencia en la nueva sociedad que empezaba a construirse. La «dote» dada por Cortés a Tecuichpotzin en Tiliuhcan de Tlacopan parecen ser las tierras y los terrazgueros adscritos al linaje que reproducía la alianza entre los «reinos» de Tenochtitlán y Tlacopan, dos de los tres que configuraron la Triple Alianza prehispánica. Esa dote era el «patrimonio» de rentas del grupo nobiliario que acompañaba a Tecuichpochtzin, el cual debería pasar al pilli («príncipe») que encabezaría en adelante el nuevo linaje mestizo. Tecuichpochtzin engendró con el conquistador español a Leonor Cortés Moctezuma, el esperado producto mestizo. Sin embargo, Cortés frustró de tajo los proyectos del linaje tlacopanense al ordenar que esta mestiza fuese criada lejos de su madre, en la casa del licenciado Altamirano. Al crecer, doña Leonor fue dada en matrimonio por su padre a Juanes de Tolosa, viejo vizcaíno, uno de los cuatro mineros fundadores de Santa María de Zacatecas, después de darle una dote de 7. Esta donación fue firmada el 27 de junio de 1526. Archivo General de Indias (en adelante AGI), Escribanía de Cámara 178A. Una copia también en el Archivo General de la Nación, México (en adelante AGN), Vínculos 69, exp. 1.
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diez mil ducados. Estas disposiciones de Cortés parecen haber tenido el propósito de impedir la formación de un alto linaje mestizo, dado que estaba más interesado en constituir su mayorazgo con un hijo legítimo habido de una noble española8. Pedro Gallego de Andrada, el cuarto marido de doña Isabel Moctezuma/Tecuichpochtzin, también murió pronto, pero vivió lo suficiente para dejarle el hijo que se requería para mantener el linaje. Este niño, que encarnó las esperanzas del linaje aborigen, nació en 1529 y fue bautizado a los 17 años por el propio arzobispo Zumárraga con el nombre de Juan de Andrada Moctezuma. Tras la muerte de este cuarto marido, doña Isabel Moctezuma fue casada por última vez con Juan Cano de Saavedra, natural de la villa de Cáceres. Fue una fortuna para el linaje, pues Cano era un empresario decidido a amasar las rentas aborígenes en una institución patrimonial castellana, el mayorazgo. Así que consultó a los frailes franciscanos sobre la calidad del linaje de Moctezumatzin para promocionar en la Corte las virtudes de su mujer, atrayendo sobre ella la concesión de reales mercedes. Doña Isabel había conseguido una real cédula de la reina (Madrid, 9 de junio de 1530) que ordenaba a la Real Audiencia de la Nueva España la restitución de «toda la tierra que era del dicho su padre Moctezuma» en Tacuba, y hacerle justicia en lo relativo a las rentas que le daban sus macehuales (López de Meneses 1948: 478-479). Esta real cédula intentó, por otra parte, diluir el señorío que le había concedido el documento de la donación cortesiana, separando las tierras patrimoniales de las rentas de los macehuales. Este cambio que el Consejo de Indias intentaba lograr en los derechos concedidos a doña Isabel Moctezuma generó un largo pleito seguido por sus apoderados contra el fiscal de la Real Audiencia. Para complicar el asunto, el presidente Ramírez de Fuenleal intentó incorporar Tacuba a la Real Corona, junto con Coyoacán y Tacubaya, alegando que el rey no debería concederle a nadie ni jurisdicción ni vasallos9. 8. Este propósito pudo lograrlo con Martín Cortés «el legítimo», habido de doña Juana de Zúñiga, una sobrina del duque de Béjar y hermana del conde de Aguilar. Casada con Cortés en España, desembarcó en Veracruz el 15 de julio de 1530 como la marquesa del valle de Oaxaca, el mayorazgo instituido por Cortés con la merced de los 23 000 vasallos que le hizo el emperador. 9. «Parecer de Ramírez de Fuenleal dirigido al Consejo de Indias por el licenciado Ceynos, 22 de junio de 1532» (en García Icazbalceta 1971: II, 165-189).
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En el otoño de 1533, el licenciado Antón Ruiz de Medina, fiscal de la Audiencia, intentó revertir en la Corona la jurisdicción concedida a doña Isabel en Tacuba. Su tesis era la de que el servicio dado en precario por doña Isabel a Villagómez en la estancia de Socayaque no lo era en precario sino en encomienda, y por ello debían revertir a la Corona con su muerte. Pero Juan Cano se defendió bien con el título de la donación cortesiana (1526) y obtuvo sentencia favorable a doña Isabel (27 de octubre de 1536), quien fue restituida en su posesión de Socayaque. Un nuevo fallo (24 de marzo de 1537) le restituyó las estancias de Capulhuaque, Tepexuco y Capanoya (AGN, Vínculos 69, exp. 1). Aunque el fiscal perdió dos fallos, había logrado su objetivo, que era la aproximación del pillalli10 concedido a doña Isabel a la categoría de «encomienda», con lo cual abrió el camino para que las rentas de sus macehuales revirtieran algún día en la Corona. Por ello, las dos reales cédulas (8 de abril de 1538) expedidas por la reina para amparar a doña Isabel en sus posesiones expresaba la idea de que Tacuba eran encomienda de esta noble indígena (AGI, 1088, libro 3, fol. 39v). Una carta ejecutoria del 20 de noviembre de 1540 permitió a doña Isabel tomar posesión de todas las rentas entregadas por los macehuales que habitaban las tierras de la donación cortesiana, cerrando así un pleito de doce años, pero finalmente adquirió también el perfil de encomendera. Juan Cano entendía bien que con ello se perderían en el futuro los tributarios de su mujer, y por ello viajó a la Corte en 1542 para conseguirle un vínculo de tierras en el mismo Tacuba. Un año antes había planeado el envenenamiento de Gabriel Totoquihuastli, un noble local que había conseguido en la Corte mercedes favorables al linaje local vinculado al oficio de gobernación del altépetl mencionado. Doña Isabel Moctezuma no olvidó reconocer los servicios prestados por su marido en la conservación de su patrimonio durante los modernos tiempos indianos. En su testamento declaró que al momento del matrimonio ella no tenía bienes muebles ni raíces, ni dinero alguno, sino únicamente los indios y los pueblos que la obedecían. Aunque Cano sólo había traído al matrimonio unas vacas, aportó en cambio su habilidad para proporcionarle al linaje que creó con
10. Pillalli: régimen individual de propiedad de la tierra entre los nobles.
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doña Isabel una fortuna amasada con las rentas entregadas por los macehuales de su esposa. En 1544 Cano regresó de la Corte con las mercedes reales necesarias para la conservación del patrimonio de doña Isabel. El 9 de diciembre de 1550, falleció ésta, cuando apenas frisaba los cuarenta años y se había convertido en una piadosa matrona que daba ejemplo de caridad cristiana a las indias que la rodeaban para servirle y acompañarla en las labores de tejido. Meses antes había otorgado su testamento ante el prior y los frailes del convento de San Agustín, a quienes había favorecido con sus limosnas, dejando dos nuevos linajes: el integrado sólo por Juan de Andrada Moctezuma y el formado por los cinco hijos Cano Moctezuma. Liberó a los indios esclavos que tenía, «porque no los tengo por esclavos y, en caso que lo sean, quiero e mando que sean libres», y dejó la quinta parte de sus bienes a los frailes agustinos, en cuya iglesia fue sepultada. Dos mayorazgos habían sido constituidos en Tacuba: el primero con el pueblo y las rentas de Tacaba, en cabeza de Juan de Andrada Moctezuma, y el segundo con los cuatro pueblos que le eran sujetos (Cuyacaque, Capuluaque, Cuauhpanoaya y Tepexayuca), en cabeza de Gonzalo Cano Moctezuma. Don Juan Cano continuó perfeccionando los títulos de los dos mayorazgos, aunque en detrimento del de Juan Andrada Moctezuma para favorecer a sus propios hijos. Las dos hijas profesaron en el convento de la Concepción de México el 4 de mayo de 1553 y renunciaron a sus partes en favor de su padre y su hermano Pedro. Como este último se ordenó sacerdote después de enviudar, el control total del mayorazgo pasó a Gonzalo Cano, el designado por doña Isabel para tal propósito. Sólo quedaba otro hijo con derechos, don Juan Cano Moctezuma, pero su padre arregló el asunto creándole un nuevo mayorazgo en España, un juro de veinte mil ducados situado en Cáceres. Al morir en sus casas de la colación de Santa María, en Sevilla, el 11 de septiembre de 1572, don Juan Cano de Saavedra había completado su tarea de asegurarle al linaje Cano Moctezuma un mayorazgo en España y otro en la Nueva España, construido a partir de la monetización de los frutos, servicios y tributos entregados por los macehuales de doña Isabel Moctezuma. El nuevo linaje ya no ejercería funciones señoriales, pero tenía asegurado perpetuamente el disfrute de rentas de sus miembros. El movimiento de incorporación a la nueva sociedad había tenido éxito, si bien este linaje ya no sería considerado tlacopanense, sino español.
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A BESAR LAS MANOS DE
S U M A J E S TA D C AT Ó L I C A
Como sus medias hermanas, los tlahtocapipiltin («príncipes» destinados a ser señores de macehuales) de la Triple Alianza tuvieron que encontrar su propio camino para incorporarse a la nueva sociedad dominada por los señores venidos de Ultramar. Por su condición y sus deberes militares, la mortalidad de los hijos varones de Moctezumatzin fue mucho más alta que la de sus hijas: de los once hijos identificados sólo dos sobrevivieron a la caída de Tenochtitlán11. Parte de ellos fueron asesinados por orden de Cuauhtémoctzin durante la «noche triste» (Axayacatl, Chimalpopoca y Totlehuicotl) o cayeron durante el sitio de Tenochtitlán (Xoxopehualoc, Tecuecuenotl y Tzihuacoyotzin); uno murió en la primera epidemia de viruelas (Ihuitl Temoc) y otros desaparecieron sin dejar huella (Cuauhtlecohuatzin y Acamapichtzin). La descendencia de los «reyes» anteriores a Moctezumatzin corrió la misma suerte en ese ajuste de cuentas entre los linajes de la resistencia y los linajes partidarios de la incorporación. Al final de la guerra fratricida, los dos príncipes12 del linaje de Moctezumatzin que habían quedado con vida fueron sus hijos Nezahualtecolotzin (producto de la alianza de los linajes de Texcoco y Tenochtitlán) y Tlacahuepantzin (de la alianza del linaje de Tula con el de Tenochtitlán). Este último fue salvado de la orden de asesinarlo porque fue escondido en Tenayuca cuando apenas era un niño. Estos dos «príncipes» tuvieron la responsabilidad de «llevar adelante el señorío y sangre suya que heredaron, con toda honra y virtud»13, incorporándose en las condiciones más ventajosas a la nueva sociedad novohispana. Siguiendo las tradiciones antiguas, intentaron entrevistarse con el nuevo huey tlahtoani, el emperador 11. Los nueve hijos de Moctezumatzin identificados son: Axayacatl (procreado en Teitlaco, la princesa de Tacuba, y por tanto hermano de Isabel Moctezuma), Xoxopehualoc, Ihuilt Temoc, Chimalpopoca, Totlehuicotl, Tzihuacoyotzin, Tecuecuenotl, Cuauhtlecohuatzin, Acamapichtzin, Nezahualtecolotzin y Tlacahuepantzin. Los dos últimos fueron los sobrevivientes a la conquista hispana. 12. La identificación de los sobrevivientes se basa en la Crónica mexicáyotl de Fernando Alvarado Tezozómoc (1975), y en documentos del fondo Vínculos del AGN. 13. Carta de Pedro Enríquez Moctezuma a sus parientas de Iztapalapa, doña Magdalena Axayacatl, Petronila Pimentel y Bárbara de la Concepción (México, 9 octubre de 1587).
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don Carlos, a fin de obtener la actualización de sus señoríos sobre macehuales y la posesión de tierras patrimoniales a cambio de su obediencia. El procedimiento exigió todo el coraje y sacrificio que hacía falta para viajar cuarenta días por el océano antes de internarse en tierras extrañas en busca del lugar donde se hallaba estacionada la Corte. Casi todos los tlahtocapipiltin lo intentaron y algunos en más de una ocasión, pues del éxito de la empresa de «ir a besar las manos de Su Majestad Católica y solicitarle sus mercedes» dependía la suerte futura de cada linaje. Fue así como en mayo de 1525 arribaron a Sevilla, en la nao que Diego de Soto había fletado para llevar los regalos que envió Cortés al emperador, los dos primeros príncipes que abrirían el camino de esta estrategia. Se trataba de Martín Cortés Nezahualtecolotzin, el mayor de los dos hijos varones de Moctezumatzin que había logrado sobrevivir, y Fernando, «hijo de otro cacique», quienes habían sido ayudados por el propio capitán Cortés para la realización de su propósito. Los oficiales de la Casa de la Contratación se hicieron cargo de ellos y los enviaron al monasterio de Santo Domingo de Talavera «para que fuesen doctrinados en las cosas de la fe», asignando una suma de cien ducados para cubrir los costos de su manutención14. Un año después alcanzaron su meta, cual era la de explicarle al emperador que habían venido a relatarle que cuando Cortés había distribuido las encomiendas en la gran reunión de Coyoacán los había dejado «despojados e sin ninguna cosa de su patrimonio», pese a que ellos eran hijos de los reyes que tomaron partido por Cortés y habían participado en la guerra que se hizo «contra los que no querían venir a él». Siendo de tan noble condición, habían quedado pobres y sin medios con que poderse sustentar, algo injusto si se recordaba que Moctezumatzin había sido asesinado y perdido su reino por haber servido al emperador católico. Como desagravio de tan grandes males que padecían, Nezahualtecolotzin solicitó que se le hiciese merced de las rentas de los macehuales de Xiquipilco y Zacualpan, «pueblos»
14. «Papeles del Consejo de Indias, Nueva España, 12 de mayo de 1525», en Real Academia Española de la Historia (1885-1932: XVIII, 33). En las reales cédulas se usa a veces el nombre de Rodrigo para designar a Nezahualtecoltzin. La identidad de Fernando no ha podido establecerse porque su huella no aparece en las primeras cédulas dadas en favor de los linajes nobiliarios.
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que habían sido «patrimoniales» de Moctezumatzin y no de su señorío, para que así no tuviesen que pedir su sustento a sus parientes que no eran cristianos. El emperador don Carlos accedió a sus razones y ordenó la expedición de una real cédula que ordenaba a Luis Ponce de León, a la sazón visitador general de la Nueva España, dar a estos príncipes «donde tengan de comer e con qué se sustentar, conforme a su calidad», favoreciéndoles además en todo aquello que se pudiera15. La alianza que los linajes nobles establecieron con los frailes fue de gran ayuda para la identificación y preservación de los privilegios antiguos, actualizándolos en las instituciones castellanas vigentes. El cacicazgo como patrimonio territorial heredable surgió así como una lectura del mayorazgo castellano desde las tierras patrimoniales de los linajes nobles aborígenes. Habiendo tenido suerte en su comisión, don Martín Cortés Nezahualtecolotzin regresó en un navío a la Nueva España con los símbolos de la incorporación: la real cédula que legitimaba en el derecho castellano una parte de sus antiguos privilegios y el traje del incorporado, «a la castellana y con gorro de terciopelo». Sin embargo, las circunstancias políticas que encontró a su llegada pospusieron la realización de sus fines, puesto que el funcionario encargado de su rehabilitación había muerto y los bandos en que se hallaban divididos los soldados españoles por la modificación de la encomienda originaria impedían encontrar un funcionario dispuesto a dar cumplimiento a una real cédula que no les estaba dirigida. Sin desanimarse, Nezahualtecolotzin supo que tendría que regresar a la Corte por un nuevo documento de amparo. El regreso de Hernán Cortés a España en mayo de 1528 fue la mejor oportunidad para todos los tlahtocapipiltin. Esta vez se embarcaron con él más de cuarenta de ellos, acompañados por un grupo de indios aborígenes singulares que el capitán llevó para impresionar al emperador. En este numeroso grupo se destacaban por su preeminencia el mencionado Martín Nezahualtecolotzin Cortés, Francisco Matlaccohuatzin de Alvarado (nieto de Axayácatl), Juan Coatl Huitzilihuitl (nieto de Ahuitzotzin), Gaspar Tultequitzin (del linaje de
15. «Real cédula dada en Sevilla, 28 de abril de 1526» en Puga (1945: fol. 69 r-v). Esta cédula sentó los derechos para todos los demás príncipes, tal como es mencionada en el Memorial que escribieron los indios principales de México al rey el 18 de junio de 1532. Cfr. López de Meneses (1960: 191-192).
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Moctezumatzin), Hernando de Tapia (hijo de Motelchiutzin, el cuauhtlahtoani puesto por Cortés en Tenochtitlán), Damián Tlacochcálcatl (hijo de Itzcuauhtzin Tlacochcálcatl, el cuauhtlahtoani de Tlatelolco muerto en la conquista), Gabriel Totoquihuastli (hijo del rey de Tacuba), Jerónimo Conchano (noble de Tlatelolco), Baltasar Toquezcuauhyotzin (noble de Culhuacán), Juan Tzihuacmitl (noble de Cempoala, hijo de Juan Tlacochcálcatl), Felipe de Castilla Monialcuatzin (noble de Cuitláhuac), Pedro de Castañeda Colomochcátl (noble de Tlalmanalco), y tres nobles de Tlaxcala llamados Lorenzo Mahaxixcatzin, Diego Tlilquiyahuatzin y Sebastián Icotequihua16. Desde Palos de Moguer, donde desembarcaron, fueron llevados por Cortés a Extremadura para realizar una peregrinación al monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe y después de visitar a su madre marcharon directamente a buscar al emperador que se hallaba en Monzón. Allí se produjo efectivamente el encuentro de la más alta nobleza aborigen novohispana con su nuevo huey tlahtoani. Las peticiones siguieron el modelo de la gestionada previamente por Nezualtecolotzin: pueblos de macehuales que habían sido «patrimoniales» de sus padres para obtener su sustento, advirtiendo que no se trataba de pueblos vinculados al servicio del «señorío antiguo» sino a las posesiones particulares de los linajes nobiliarios, es decir, las pillalli. Si nos atenemos a la clasificación de derechos sobre tierras presentada por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1955: II, 169-170), podemos entender que las tlahtocatlalli o tierras asignadas al ejercicio de la función de gobierno no fueron reclamadas nunca por los pipiltin y debieron ser las primeras en apropiarse los encomenderos por merced de tierras con el argumento de que habían dejado de tener dueño por haberse extinguido el «gran señorío universal» de Moctezuma. A diferencia de esas «tierras del señorío», los pipiltin reclamaron las pillalli, que eran las tierras cultivadas por los macehuales asignados a cada noble para su sostenimiento. A su turno, las tecpantlalli debieron seguir sosteniendo a los gobernadores de los altepeme vinculados
16. Chimalpahin hizo la identificación de los nobles que fueron a la Corte con Cortés al margen del capítulo 62 («Cómo vino Cortés a España») de un ejemplar de la primera edición del libro de Gómara Historia general de las Indias que poseyó. Francisco del Paso y Troncoso halló estas anotaciones de Chimalpahin. Cfr. Bernal (1982: 265-266).
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a los linajes del mando local, mientras que los calpullalli siguieron albergando a la masa campesina17. De este modo, el proyecto de los nobles que habían sido despojados del ejercicio de la función gubernativa se dirigió a obtener la apropiación, bajo la forma de cacicazgos territoriales, de las pillalli, con lo cual recibirían cierta tierra en forma de vínculo con los terrazgueros que en ella habitasen. En la mayoría de los casos, las pillalli reclamadas al emperador eran las asignadas a sus madres, las «princesas» que encarnaban el enlace de un linaje gobernante de un altépetl con el linaje de los «reyes» de la Triple Alianza. Estas jóvenes nobles recibían de sus padres macehuales y tierras «en dote», con el fin de que las sirvieran y dieran de comer en el tecpan18 del marido que las hubiese tomado. Esas tierras y macehuales fueron quedando con el tiempo vinculadas a la «princesa» que periódicamente se enviaba al tecpan aliado para renovar la alianza matrimonial, convirtiéndose en un derecho antiguo que podría traducirse fácilmente en las «tierras patrimoniales» que protegía el derecho castellano. Al ser desposeídos de todo mando, los altos linajes de la Triple Alianza acudieron a los patrimonios de las cihuapipiltin aliadas como medio para resarcirse de la pérdida total de las tierras que el dominio imperial poseía en cada uno de los altepeme «por razón de sostenimiento del señorío». La merced del emperador se limitó a una orden general referida a establecer el principio de que había que favorecerlos y darles buen tratamiento, vistiéndoles inmediatamente a costa del real erario con ropa que indicase su preeminencia: calzas de damasco amarillo, gorra y jubón de terciopelo azul, medias encarnadas, camisas y zapatos19. Las antiguas insignias imperiales a base de plumería, pieles y algodón habían encontrado así su modernización en los nuevos materiales de damasco y terciopelo. Satisfecho, el grupo de tlahtocapipiltin estuvo listo para regresar a la Nueva España en abril de 1529 bajo el cuidado de fray Antonio de Ciudad Rodrigo, quien llevaba además veinte frailes consigo. 17. Tecpantlalli: tierras que pertenecían al emperador y servían para el sostenimiento de su corte; calpullalli, forma plural de calpulli: extensión de tierra comunal. 18. Tecpan: lugar de morada de un noble. 19. Real cédula dada por el emperador el 2 de octubre de 1528. Otras cédulas a favor del grupo fueron dadas por la emperatriz en Toledo el 15 de marzo y el 31 de mayo de 1529. Cfr. López de Meneses (1954: 80-82).
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En el otoño de 1532 zarpó por tercera vez hacia la Corte don Martín Cortés Nezahualtecolotzin, a la sazón ya con 22 años. Bajo la tutela del arzobispo Zumárraga marcharon también, por segunda vez, Juan Coatl Huitzilihuítl, Hernando de Tapia y Francisco de Alvarado Matlaccohuatzin. Completaban el grupo dos nobles más que iban por vez primera: don Diego de Alvarado Huanitzin (el tlahtoani de Ecatepec que tenía por mujer a doña Francisca de Moctezuma) y Pedro Tacoeda, «hijo de Moyiyica [sic]»20. Para entonces ya el grupo de los tlahtocapipiltin de la ciudad de México había logrado elaborar una retórica moderna capaz de legitimar ante el Real Consejo de Indias las mercedes que demandaban del emperador21. Esta retórica partía de la denuncia del oprobio que padecían, pese a haberse declarado vasallos y servidores de Su Majestad, pues de haber sido hijos de los señores universales de la Nueva España habían devenido en los más pobres de ella, «sin tener un pan que comer que nuestro sea». La magnitud del agravio podía medirse al comparar «la más noble ciudad y de todos servida» que había sido Tenochtitlán con las escasas tierras que ahora tenían los tenochcas en la laguna, y la cantidad de pueblos lejanos que antes tributaban al señorío mexicano con la situación de pobreza y necesidad que ahora experimentaban los hijos de los reyes. El desagravio tendría que venir directamente del emperador como un reconocimiento a su condición de vasallos y destacados servidores de la real persona. Don Martín Nezahualtecolotzin, por ejemplo, debería ser recompensado con los pueblos de Xiquipilco y Zacualpan por los servicios prestados por su padre Moctezumatzin al obedecer «los mandamientos de Vuestra Majestad y se dio por vasallo y le entregó esta ciudad y tierras como señor que era de todo ello». Don Juan Coatl Huitzilihuítl debería recibir los pueblos de Chiapa y Tlahuitonusco por los servicios que había prestado a Cortés en la expedición conquistadora de Guatemala. Don Diego Huanitzin también alegaba sus servicios en la conquista de Honduras y el despojo 20. La identificación de este nuevo grupo aparece en la real cédula que se les dio en Palencia el 28 de octubre de 1534. Don Pablo Xochiquetzin, destacado guerrero en las expediciones de Nuño de Guzmán, no pudo zarpar porque a última hora la Audiencia lo nombró cuauhtlahtoani de México. 21. Este discurso fue expuesto conjuntamente en el Memorial de los indios principales de la ciudad de México que fue entregado en la Real Audiencia el 18 de junio de 1532 (AGN, Vínculos 74).
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sufrido por la «dote» otorgada por Cortés a doña Marina (Leonor) Moctezuma en Ecatepec, donde era el tlahtoani, y solicitaba tres estancias patrimoniales suyas. Hernando de Tapia pidió el pueblo de Oxitipa como premio por los servicios militares prestados por su padre Motelchiutzin, notable guerrero que había sido nombrado gobernador militar (cuauhtlahtoani) de Tenochtitlán por Cortés. Estas «relaciones de méritos y servicios» prestados por los padres, o directamente por estos nobles, a la Corona los equiparaban a la condición de «pacificadores de la Nueva España», como se llamó a sí mismo don Francisco Matlaccohuatzin, e intentaban obtener del emperador una «gratifijación» por ello, «como a uno de sus vasallos españoles que están en estas partes». Esta retórica había logrado elaborar la idea de «la gran deuda» contraída por el emperador con ellos por los servicios que le habían prestado los linajes nobles durante las guerras de conquista. En este viaje los nobles llevaron consigo un certificado de recomendación de la Audiencia22 y una Relación de la genealogía y linaje de los señores que han señoreado esta tierra de la Nueva España, en la cual se describían las calidades de los hijos legítimos de Moctezumatzin y el servicio que prestaban al emperador como ejemplos de vasallaje y buena cristiandad23. El pacto de los nobles con los frailes había construido también la idea del «servicio» que aquellos podían prestar a la empresa evangelizadora y a la obediencia de los indios al gobierno de la Audiencia con su ejemplo, legitimando a cambio la concesión de mercedes de tierras
22. En este certificado se recomendaba al emperador la concesión de las mercedes solicitadas con el fin de que «muchos señores se animarán a servir a Vuestra Majestad con la esperanza de que a ellos se les han de hacer semejantes, y aún estando éstos heredados, de manera que tengan ellos y sus hijos seguridad dello, será mucha parte para asegurar a todos». Cfr. López de Meneses (1960: 194-195). 23. Este documento, conocido como el Anónimo franciscano, fue compuesto por algunos frailes por solicitud de don Juan Cano Saavedra, el marido de Isabel Moctezuma. En él se reconocieron por hijos legítimos a Martín Nezahualtecolotzin, «muy para poco», y a Pedro Tlacahuepantzin, «buena persona». Por hijas se reconocieron a doña Isabel, Marina (Leonor), María y Francisca de Moctezuma, «muy buenas personas y nobles de condición». El anónimo franciscano certificó «la pureza de las conciencias» de éstas y «el concierto que tienen de hacer rezar sus criadas a noche y mañana, doña Isabel cien mujeres y más, y tiene este ejercicio, y una maestra con el azote en la mano para las enseñar». Cfr. Anónimo franciscano (1941: 240-289). El documento fue llevado a la Corte personalmente por el arzobispo Zumárraga.
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patrimoniales y terrazgueros que debería hacérseles para estimular ese propósito de incorporación a la nueva sociedad. El 20 de abril de 1533 ya se encontraban en Madrid los tlahtocapipiltin mencionados, «muy bien tratados y proveídos, y los enseñan en el monasterio de San Francisco», y se informó que sus peticiones serían examinadas en el Consejo de Indias para proveer lo que más conviniera (Puga 1945: fol. 85v). En realidad, el Consejo estaba interesado en retenerlos en España algún tiempo a costa de la Real Hacienda para enseñarles a servir al emperador y al propósito evangélico24, y por ello propuso colocar a Martín Nezahualtecolotzin en el empleo de continuo de casa, dos nobles más en la guardia de caballería y los otros dos en la guardia de infantería, en la idea de que «sonará bien allí [la Nueva España] que Vuestra Majestad se sirva de ellos en su casa y corte». El emperador no estuvo conforme con colocarlos en la guardia, pero autorizó al Consejo para hacer lo que mejor le pareciese25. Cinco años después, Martín Nezahualtecolotzin recibió escudo de armas en premio por los «servicios prestados por su padre» y la merced de los dos pueblos patrimoniales que solicitó, mientras que los otros cuatro nobles recibieron una confirmación de sus preeminencias y los pueblos que les darían su manutención. Por otra parte, si se exceptúa a Huanitzin, quien estaba casado en Ecatepec, todos contrajeron matrimonio con doncellas españolas. Así, al desembarcar en Veracruz estos cinco tlahtocapipiltin exitosos, bien entrado el año 1538, se vio que los linajes nobles podían emprender este camino con buen resultado: experiencia cortesana, títulos de amparo en sus posesiones y estatus, ropas castellanas y hasta cónyuge española. Los viajes a la Corte de los demás linajes se hicieron por ello más frecuentes durante la década siguiente. 24. Desde muy temprano el emperador había ordenado al visitador Luis Ponce de León el envío de un grupo de 20 niños nobles a España «para que los mandemos mostrar en monasterios y colegios, y después de industriados y bien enseñados en las cosas de nuestra Santa Fe Católica y la hayan bien entendido y estén puestos en policía, y en manera de vivir en orden y razón, vuelvan a sus tierras e instruyan a sus naturales en lo uno y en lo otro, porque ha parecido que de éstos tomarán y les imprimirán mejor cualquier cosa que de otra persona alguna, y de esta causa harán mucho fruto». Cfr. Puga (1945: fol. 21). 25. El emperador anotó al margen de la propuesta del Consejo lo siguiente: «Hagan lo que les pareciere. En lo de la guarda, no ha lugar». Cfr. López de Meneses (1960: 196).
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Don Diego Huanitzin regresó a Ecatepec, junto a su mujer Francisca de Moctezuma, y se convirtió pronto en el primer gobernador de las «parcialidades indígenas» de la ciudad de México por petición de los mismos aborígenes, quienes lo presentaron ante el virrey Mendoza. Éste examinó los títulos que había traído de la Corte y aprobó la continuidad del «señorío» o tlahtocáyolt bajo el nombre de gobernadoryotl, el «gobernador de indios». Dos años antes había muerto don Pablo Xochiquentzin, el último noble que ejerció el título de cuauhtlahtoani de México. En adelante, y hasta su fallecimiento, acaecido el miércoles de ceniza de 1541, ejerció el cargo de gobernador de México don Diego Huanitzin, quedando su linaje vinculado al ejercicio del empleo: su hijo Cecetzin (bautizado Cristóbal de Guzmán) lo ejerció entre 1557 y 1562. Para entonces ya los tenochcas habían recuperado su hegemonía y estatus frente a todos los grupos aborígenes de la Nueva España, como pudieron exhibirlo en público durante el desfile fúnebre organizado en la ciudad de México para demostrar el duelo causado por la muerte del emperador don Carlos. Miles de indios novohispanos desfilaron en hileras de a cuatro en fondo, formando grupos de 80 por cada altéptel que se identificaba con sus insignias y banderas. Con manifiesta satisfacción, los tenochcas encabezaron el desfile comandados por un biznieto del rey Axayacat, su gobernador Cecetzin, seguidos en orden por las banderas de los altepeme Tacuba, Texcoco y Tlaxcala: el orden de la Triple Alianza pareció entonces que estaba de nuevo en su lugar (Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin 1965: 265).
3. FUNDAR
CACICAZGOS
El venerable «heredero» o tlahtocapilli llamado Tlacahuepantzin Yohualycahuacatzin, más conocido con el nombre de Pedro de Moctezuma, fue el más joven de los hijos varones de Moctezumatzin que logró sobrevivir al impacto de la conquista española de Tenochtitlán. Una vez que «la tierra se asentó» fue presentado por los mexicas a Cortés, quien le asignó las rentas del barrio de macehuales llamado Atzacualco (San Sebastián) en la ciudad de México para que se sostuviese. Hasta el tiempo de su adolescencia don Pedro permaneció desvinculado del altéptel Tula «porque no sabía lo que era necesario
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pedir, por razón de las guerras sucedidas en la pacificación de este reino», hasta que inició los pleitos de restitución de lo que le pertenecía por sus derechos patrimoniales. La historia de estos pleitos es una buena ilustración del intrincado camino que los linajes tuvieron que recorrer para convertir sus derechos antiguos a la forma moderna de los mayorazgos castellanos, salvando así bajo las nuevas formas jurídicas los viejos derechos y preeminencias de la nobleza aborigen. Don Pedro estaba llamado al ejercicio del cargo de tlahtoani del altépetl Tula porque era el fruto de una antigua tradición de enlaces matrimoniales entre las más excelsas cihuapipiltin tepanecas de Tula y los «príncipes» tenochcas. La madre de don Pedro era la cihuapilli tulanense llamada Miahuaxúchitl (bautizada doña María), quien fue enviada a Tenochtitlán para renovar la tradición de la alianza con Moctezumatzin. A su turno, ella era hija del tlahtoani tulanense Ixtlilcuexahuacatzin, quien había sido engendrado en una cihuapipiltin del linaje de Tula por el huey tlatoani tenochca Axayácatl, y así sucesivamente hacia atrás en el tiempo. Como recordó muchos años después don Juan Achícatl, un hermano del huey tlahtoani tenochca Moctezumatzin, las rentas de las estancias controladas por el linaje real en el altéptel Tula garantizaban el sostenimiento «de todos los deudos, sobrinos y primos del dicho Moctezuma, y los nietos de los [ante]pasados, y otros deudos y parientes». El mismo «comía de ellas, y le daban de comer de ellas, como deudo e hijo que es de Axayácatl y hermano de Moctezuma» (AGI, Patronato 181, nº 1, ramo 8). Pero cuando fue derribado el huey tlahtocáyotl de Tenochtitlán había quedado desposeído el real linaje mexicano, de tal modo que sobre don Pedro de Moctezuma reposaba la responsabilidad de proveer el sustento de su casa, «porque es antigua costumbre de los naturales caballeros que acudan a casa de sus principales». En 1569 todavía don Pedro pudo declarar que de él «colgaban doscientos naturales, hijos e nietos y hermanos y sobrinos e otros parientes que no lo tienen (el sustento), y de costumbre y fuero antiguo se lo he de dar yo» (AGI, Patronato 245, ramo 4). Todo ese grupo constitutivo del linaje de Moctezuma que había sobrevivido fue alojado por su hijo don Pedro en las casas que le construyeron en el barrio de San Sebastián Atzacualco de la ciudad de México, convertidas, según la expresión de su hijo Martín de Moctezuma, en un «hospital del linaje» (AGI, México 69). La preeminen-
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cia social de don Pedro por su origen en el más alto linaje continuó siendo reconocida públicamente por todos los indios una década después de la conquista española, pues «lo llevaban en hombros por los caminos, proveyéndole de todas las cosas que él y sus criados habían menester», e incluso el mismo Cortés la respaldaba, pues se dijo que don Pedro era «el príncipe nativo con quien más andaba» el marqués del Valle una vez que regresó en 1530 de su viaje a la Corte (Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin 1965: 251). La Segunda Audiencia confirmó en 1532 su designación como tlahtoani de Tula, al tiempo que don Pedro se hacía hombre y contraía los matrimonios destinados a reproducir las alianzas matrimoniales antiguas. Primero desposó a la cihuapilli de Tlalcocalco Tula llamada Quiauhxuchtzin (bautizada Catalina y confirmada Magdalena), con quien procreó a Ihuitl Temoctzin, bautizado Diego Luis Moctezuma. Luego desposó a la cihuapilli de Tenayuca bautizada Inés Tiacapan, con quien tuvo a Motlatocazoma, bautizado Martín Cortés de Moctezuma, y posteriormente introdujo su noble semilla en otras cihuapipiltin de Tenayuca, Tula y México. En 1539 fue despojado del cargo de gobernador de Tula por su naturaleza temporal, al vencerse el término asignado por los frailes al oficio, y fue entonces cuando don Pedro emprendió su viaje a la Corte para tratar de conservar bajo la forma de mayorazgo las 21 estancias de terrazgueros que su linaje había controlado en el altépetl Tula hasta el momento de la conquista española. Una vez que zarpó hacia España ocurrió lo que don Pedro temía: el nuevo gobernador y los otros linajes de Tula «se alzaron con la tierra», es decir, ordenaron a los terrazgueros que ocupaban las «tierras del señorío de Moctezumatzin» que dejasen de rentar a don Pedro Tlacahuepantzin y, en su nombre, a doña María Miahuaxúchitl. Se redistribuyeron entre sí el mando sobre los renteros para desviar sus contribuciones hacia el cumplimiento de las obligaciones tributarias con los encomenderos, y asignaron la estancia de Tulpan para rentas de «la Comunidad». La mano de los frailes tenía que estar detrás de dicha reforma. Informado de lo que ocurría en su tierra, don Pedro logró obtener del cardenal García de Loaysa la expedición de una real cédula, firmada en Madrid el 7 de septiembre de 1540, en la cual se ordenaba a la Real Audiencia de la Nueva España que restituyese a don Pedro las rentas que le habían usurpado durante su ausencia, compeliendo a los mace-
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huales de las estancias que le pertenecían a seguirle entregando sus terrajes, previa averiguación de las tierras que legítimamente le pertenecían (AGN, Tierras 1529, exp. 1)26. El pleito de don Pedro de Moctezuma contra los nobles tulanenses se inició con una información que dio sobre los derechos antiguos de su linaje a las tierras y terrazgueros que reclamaba, la cual se hizo remontar a los tiempos de la cihuapilli tulanense Xiloxochtzin que fue casada con el noble mexicano Cuitlachtzin, nieto del rey Acamapichtzin (AGN, Vínculos 256, exp. 1). Para obtener otra opinión, el virrey Mendoza comisionó a don Juan de Tlaxcala, noble que había sido educado en el Colegio de Tlatelolco, para que recogiese en Tula una información sobre los derechos alegados por don Pedro. El informe que presentó en lengua latina fue fechado el 6 de septiembre de 1541 y ejemplifica la habilidad que ya habían alcanzado los miembros de los linajes nobles que habían sido educados por los franciscanos en Tlatelolco27. Confirmó lo dicho por don Pedro respecto de las tierras «patrimoniales» de las cihuapipiltin tulanenses y de las «del señorío» de los reyes tenochcas, obtenidas con ocasión de una guerra entre los linajes locales que promovió la intervención armada del rey Itzcóatl, llamado por uno de los bandos en disputa. En total eran veinte las estancias de tierras que en algún momento había llegado a controlar el linaje tenochca en Tula: cuatro de ellas eran pillalli de las cihuapipiltin, siete habían sido yaotlalli (obtenidas por conquista), tres «compradas», cuatro tlahtocatlalli (tierras señoriales transferidas por el rey tenochca Ahuitzot a su nieto tulanense Ixtlilcuexahuacatzin) y dos cedidas al tlahtoani tulanense por un noble local después de la conquista española para que con su poder pudiese recaudar sus terrazgos. En 1544 el virrey Mendoza aumentó a quinientos pesos anuales la merced concedida a don Pedro para el sostenimiento de la «cargada» de su linaje, pero hasta 1550 éste no había logrado obtener la restitu26. Además de dicha real cédula, don Pedro Tlacahuepantzin había obtenido otra el 18 de junio de 1540 que ordenaba al virrey Mendoza ampararlo y favorecerlo en todo lo que se pudiera. 27. Este informe es conocido con el nombre del título que lleva (Verba Sociorum Domini Petri Tlacauepantzi) y se encuentra en AGN (Vínculos 256, exp. 1, fols. 9-13). Ha sido traducido al castellano por Gregorio Rosas y publicado en Tlalocan (1947: 150-162).
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ción que pretendía. Las probanzas de las dos partes en disputa se repetían sin que la Audiencia se decidiera a emitir tan delicado fallo entre la demanda de restitución de «los renteros de las dichas estancias» que hasta 1539 había poseído don Pedro y la pretensión tulanense de que ellos y sus tierras eran «del Común de Tula» y ayuda indispensable para el pago del tributo debido al emperador. Sólo hasta el 25 de octubre de 1557 se produjo una sentencia a favor de la reclamación de don Pedro, emitida por un oscuro teniente de corregidor de Tula llamado Diego de Almodóvar, seguida de la apelación inmediata de los tulanenses. El fallo definitivo de la Real Audiencia, en grado de revista, fue pronunciado el 14 de diciembre de 1560: las tierras serían consideradas en adelante patrimonio de don Pedro Tlacahuepantzin. El triunfo legal de don Pedro de Moctezuma le abrió todas las posibilidades para la edificación del mayorazgo que legaría a sus hijos. La visita practicada a la Nueva España por Jerónimo de Valderrama desde septiembre de 1563 se interpuso temporalmente a la realización de su propósito, dado el interés de este funcionario por eliminar «los mayeques que aquí llaman, que son terrazgueros o renteros» dejados por fuera de las listas de tributarios, «una invención notable para acabar con la hacienda de Vuestra Majestad»28. Su intención se dirigía contra el proyecto de los frailes, para quienes los terrazgueros dejados a los indios nobles eran sus patrimonios y deberían reservarse de las obligaciones de tributación a los españoles o al rey. Los aprietos en que se vio don Pedro de Moctezuma por las actuaciones de Valderrama y del oidor Vasco de Puga lo obligaron a acudir al Consejo de Indias. Esta vez comisionó a Morales Millán, quien desde que lo apoderaba había logrado aumentarle la renta anual sobre la Real Caja a mil pesos. La nueva retórica introducida por éste en la Corte se fundó en la idea de «a renuncia de Moctezuma»: este último «emperador» aborigen habría cedido todo su patrimonio y señorío en favor de la Corona de Castilla, tal como podía deducirse de cierta Crónica indiana que había sido impresa con licencia oficial, en la cual se narraba que cuando Moctezumatzin había obedecido a Cortés le había entregado como regalo para el emperador la cantidad de tres millones de pesos representados en oro, plata, perlas y piedras 28. «Carta del visitador Valderrama al Consejo de Indias, febrero-marzo de 1564», en Scholes y Adams (1961: 66).
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preciosas, plumería y otros objetos; a lo cual se sumaba todo el patrimonio que poseía, que eran los reinos de la Nueva España «con todo su oro, plata, grana, azúcares, seda, tributos de los pueblos, cueros, crías de maíz, trigo y otras cosas, más de trescientos millones, y de ellos se sustenta y defiende la Cristiandad». Por dicha renuncia del rey Moctezuma, la Real Conciencia estaba obligada a desagraviar a sus herederos con «una gran merced» que les permitiese fundar un mayorazgo para perpetua memoria del rey mexicano, por la voluntad que había tenido para aceptar el señorío del emperador católico y «donarle sus reinos». Esta nueva argumentación logró sus propósitos, pues el 23 de marzo de 1567 se expidió en El Escorial la real cédula que concedió a don Pedro de Moctezuma una merced de tres mil pesos anuales de oro de minas, cantidad que se situaría en alguno de los repartimientos de indios que vacasen en la Nueva España y que establecería así una renta «para sus herederos, descendientes y sucesores, perpetuamente para siempre jamás». En la exposición de motivos de la real merced se acogió el argumento de que el mayorazgo concedido era «una compensación» para que pudiera perpetuarse la memoria de Moctezumatzin, «por la voluntad con que se puso debajo de nuestro dominio y Corona Real», y para que sus descendientes fuesen «honrados y favorecidos» (AGN, Tierras 2627, exp. 1). El virrey se mostró dispuesto a dar cumplimiento a la real voluntad y dictó un auto el 6 de febrero de 1568 que autorizaba cargar «perpetuamente por vía de mayorazgo» sobre los tributos de Cuauhtitlán el costo de la real merced. Aunque el fiscal de la Audiencia intentó resistir el pago de «tan excesiva suma» a don Pedro, los oidores confirmaron dos veces el auto del virrey. El 5 de mayo de 1568 se presentó don Pedro ante la Audiencia para dar cumplimiento al requisito impuesto por el virrey para la cobranza de la suma asignada por la merced, cual era la rendición de un pleito homenaje al emperador. Éste fue realizado sobre las manos del factor Ortuño de Ibarra, procediendo don Pedro a jurar «como caballero hijodalgo, según fuero de España, en forma y conforme a las leyes de los Reinos, de guardar e que guardará fidelidad a Su Majestad e cumplirá sus mandamientos y acudirá a las cosas de su real servicio en todos los casos e cosas que como bueno y leal vasallo es obligado a lo hacer, con toda fidelidad e cuidado, sin faltar en cosa alguna» (AGN, Tierras 2627, exp. 1).
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El título de constitución de su mayorazgo fue asentado el 26 de marzo de 1569, en el cual se estableció que el bien de fundación era la renta perpetua de tres mil pesos anuales sobre la tributación de Cuauhtitlán y que los herederos al patrimonio serían los seis hijos de don Pedro habidos en diferentes mujeres nobles: Martín Cortés Motlatocazoma, Ihuitl Temoctzin (Diego Luis Moctezuma), Bartolomé de San Sebastián Macuilmalinal, Lorenzo Leleltzin, Magdalena y María. Todos ellos llevarían el apellido Moctezuma y heredarían un sexto del mayorazgo, es decir, un vínculo de 500 pesos anuales cada uno. Esta intención igualitaria fue cambiada por don Pedro en su lecho de enfermo, antes de expirar el día 11 de septiembre de 1570, al poco de expedirse en Madrid otra real merced que le concedía el derecho a usar un escudo de armas dividido en nueve campos. Rodeado en su lecho de la casa que tenía en el barrio de San Sebastián por sus albaceas (Francisco Morales Millán, fray Domingo de la Anunciación y fray Melchor de los Reyes), don Pedro modificó su testamento para dejar como heredero único del mayorazgo a Martín Cortés Motlatocazoma, «hijo legítimo habido en legítimo matrimonio en la dicha doña Inés Tiacapan». La temprana muerte de don Martín Moctezuma transfirió el mayorazgo a su medio hermano Diego Luis Moctezuma, cuya incorporación a la vida social peninsular había ido muy lejos. Éste había sido remitido a España por el virrey Enríquez, avecindándose en Cádiz pero manteniendo sus negocios de palo brasil y naipes en Sevilla. Después de ganar un pleito contra la madre de Martín, su primo Juan de Andrada Moctezuma y el fiscal de la Audiencia que le acusaban de bastardo y sin derechos a heredar el mayorazgo, tomó posesión de las estancias de Tula y puso en ellas administradores sevillanos, quienes le remitían a Sevilla cargamentos de cueros, anís y grana que compraban con lo producido por sus tierras. Este nieto de Moctezuma agregó así a sus rentas del mayorazgo en la Nueva España las ganancias que obtenía por la importación de géneros americanos y contrajo matrimonio con la andaluza Francisca de la Cueva y Acuña, con quien procreó cinco hijos. Al finalizar el siglo escribió a sus sobrinas mexicanas un relato de lo que era su vida en Sevilla, luchando siempre a favor de los derechos de los linajes mexicanos para que el emperador concediese nuevas mercedes «a todos los nietos y descendientes del señor emperador Moctezuma que están padeciendo» (AGN, Tierras 1735, exp. 2). Pese a sus quejas por pobreza y deu-
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Escudo de armas de la Casa de Moctezuma.
das, al otorgar en Valladolid (31 de mayo de 1606) el testamento que transfirió el mayorazgo a su hijo Pedro Tezifón de Moctezuma reconoció que sus administradores le enviaban de Nueva España «gran cantidad de maravedíes y barras de plata de mis rentas que tengo en la ciudad de México y lugares de mi mayorazgo». Al morir pudo dejar a su mujer siete mil ducados, aunque sus deudas con los comerciantes sevillanos ascendían a 1.750 pesos. Pedro Tezifón de Moctezuma incrementó en mil ducados la renta anual del mayorazgo gracias a una nueva merced
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real concedida el 23 de abril de 1612, mientras que sus cuatro hermanos recibieron sendas rentas anuales de 1.500 ducados. Don Pedro Tezifón logró acumular durante su vida el dinero suficiente para obtener el hábito de los Caballeros de Santiago y los títulos de conde de Moctezuma de Tultengo y vizconde de Illocan. En 1631 compró a la Corona la villa de Lapeza de Monterrocano, situada en el obispado de Cádiz, donde había nacido. A su muerte pasaron todos los títulos y bienes de su mayorazgo a su nieta doña Jerónima María Moctezuma Laoyza de la Cueva y Bocanegra, quien por su calidad y linaje fue pretendida en matrimonio por don Joseph Sarmiento de Valladares, un oidor de la Cancillería de Granada que había llegado a ser miembro del Consejo. En 1681 esta condesa de Moctezuma tomó posesión de sus 21 estancias de Tula pese a las protestas de los indios que la acusaron de haberse apropiado de todo el altépetl, «sin dejar tierras algunas, ni Casa de Comunidad e iglesia». Al producirse su muerte, el título de conde de Moctezuma pasó a su marido, a quien el destino llevaría a la Nueva España con el título de virrey. En efecto, cuando don Joseph Sarmiento desembarcó en Veracruz en el año 1696 para iniciar su ciclo de virrey novohispano, trajo consigo a su hija mayor Fausta Dominga, la heredera del mayorazgo que descendía directamente de don Pedro Tlacahuepantzin Moctezuma. Esta niña falleció en México cuando sólo tenía ocho años y se le dio sepultura solemne en la capilla de los Dolores del Convento de Santo Domingo, junto a la tumba de don Pedro. Una anécdota puede complementar esas paradojas del linaje de Moctezumatzin: cuando don Joseph Sarmiento, conde de Moctezuma, se negó a participar en el tradicional desfile anual del día de San Hipólito, conmemorativo de la caída definitiva de Tenochtitlán ante el sitio de Cortés, los miembros del Cabildo de México y las matronas criollas murmuraron que ello se debía a su repugnancia a celebrar la derrota del «ilustre antepasado» de quien descendían sus hijos. Para los indios de la ciudad, en cambio, la situación demostraba que el linaje de Moctezumatzin había vuelto a recuperar el tlahtocáyotl o «señorío» de la Nueva España.
4. MANTENER
E L G O B E R N A D O RY O T L
Mientras los linajes vinculados al extinguido «señorío universal» de la Triple Alianza buscaban los caminos que les permitiesen incor-
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porarse en las mejores condiciones a la moderna sociedad novohispana, pese a su exclusión del mando sobre los indios congregados en los asentamientos o «pueblos» modernos, los «señores naturales» de cada uno de los altepeme hacían sus propios esfuerzos para preservar su autoridad y resolver los problemas planteados por las exigencias de la transferencia de la renta de las encomiendas. Así, los antiguos tlahtocáyotl («señoríos de los tlahtoque»)29 encontraron solución de continuidad en los gobernardoryotl («señoríos de los gobernadores»). Éste fue el marco en el que las poblaciones aborígenes asumieron las nuevas responsabilidades y como se abrió el camino para su incorporación colectiva a la sociedad novohispana. En el corazón del antiguo señorío universal, el islote ocupado por Tenochtitlán y Tlatelolco, los mexicanos pusieron a prueba su coraje para resolver los problemas ligados a la incorporación al nuevo centro político de la Nueva España. Coexistiendo diariamente con los hispanos avecindados en la ciudad de México y con los altos señores del gobierno civil y eclesiástico que constituían el nuevo huey tlahtocáyotl de los cristianos, los tenochcas y los tlatelolcas pudieron reasentarse en sus «parcialidades» y extraer de las cenizas que había dejado el sitio de Cortés sendos gobernadoryotl para reproducir el orden social previo y continuar ejerciendo sus especializaciones laborales. El primer gobernante efectivo de los indios de la ciudad en los tiempos novohispanos fue Motelchiuhtzin (bautizado Andrés de Tapia), quien sólo era un cuauhtlahtoani o gobernador militar en el orden anterior. Comenzó a mandar a su regreso de la expedición de las Higueras y, tras su muerte en la expedición contra los chichimecas del norte, asumió el gobierno en 1532 don Pablo Xochiquentzin, cuyo linaje era más bajo aún, pues apenas había sido un calpixcapilli («mayordomo»), quien gobernó hasta su muerte en 1536. Sólo con don Diego Huanitzin, un nieto del rey Ahuitzotzin casado con una hija del rey Moctezumatzin (doña Francisca de Moctezuma), retomó el más alto linaje prehispánico el gobernadoryotl de la parcialidad tenochca de México. Don Diego había sido desde la conquista el tlahtoani de Ecatepec, pero cuando regresó de España los tenochcas lo presentaron al virrey Mendoza y le pidieron que fuese su gobernador, cargo en el que se
29. Tlahtoque: plural de tlahtoani.
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mantuvo desde 1539 hasta su muerte en 1542. El mando del gobernadoryotl pasó entonces a Diego de San Francisco Tehuetzquitzin, nieto del rey Tizoc, hasta su fallecimiento en 1554, cuando el linaje de don Diego Huanitzin, encarnado en su hijo Cristóbal de Guzmán Cecetzin, continuó gobernando hasta 1557. Después de él sólo uno más de los miembros del alto linaje mexicano volvería a ejercer la gobernación: don Luis de Santa María Nanacasipatzin (1563-1565), nieto del rey Ahuitzotzin, con quien terminó la vinculación del empleo de gobernador a los antiguos linajes nobles. En adelante, desde el gobierno de Francisco Jiménez (1568-1569), el oficio de «juez gobernador» fue ejercido por personas que no eran nobles y provenían de otros altepeme. El gobernador don Antonio Valeriano, aunque yerno de don Diego Huanitzin y de origen noble, fue percibido por los indios como un sabio, más que como un noble, por haber sido el más aventajado latinista de cuantos pasaron por el Colegio de Tlatelolco. Una hija de Diego Huanitzin, Juana de Alvarado, fue casada con el tlahtoani de Tacuba, don Antonio Cortés Totoquihuatzin el viejo, y otra (Juana Tlapalizquixotzin) con el gobernador de Xilotepec, algo que puede interpretarse como parte del esfuerzo de levantamiento del linaje de don Diego. Según el cronista Chimalpahin, desde don Diego Huanitzin hasta don Luis de Santa María Nanacacipatzin los gobernadores de la alta nobleza aborigen tuvieron completa jurisdicción sobre los indios de Tenochtitlán, «a pesar de que reinaron bajo los españoles». A partir de este último el cargo fue desvinculado del linaje noble y ejercido por «cualquier ciudadano, ora noble, ora simple nativo, o también mestizo» (Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin 1965: 272 y 274). En general, en cada altépetl fue restaurado el tlahtocáyotl y su sucesor moderno, el gobernadoryotl, lo que significaba una reconstrucción del poder de los linajes nobles vinculados a la tradición del ejercicio del mando y una derrota de los gobernantes espurios puestos en los primeros tiempos por Cortés y escogidos entre el grupo de los guerreros destacados que lo acompañaron en sus campañas. El abandono en que murió Ixtlilxóchitl, el más temido de los guerreros, pero a la vez parte del linaje real de Texcoco, ilustró el desprestigio de los cuauhtlahtoani en la selección de los nuevos gobernadores. El virrey Antonio de Mendoza admiró y promovió a los nobles educados en el Colegio de Tlatelolco, a quienes envió como jueces de residencia a
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todos los altepeme para enseñar con su prudencia y equilibrado juicio que, en adelante, el señorío aborigen recaería en aquellos que se apropiaran de la habilidad jurídica para triunfar en los tribunales novohispanos y metropolitanos. La figura del gobernador indígena se modeló según el paradigma castellano del «sabio y justo juez», y no del guerrero. Así, Esteban de Guzmán (Xochimilco), Juan de Tlaxcala, Diego Huanitzin de Ecatepec, Antonio Valeriano de México, Juan de Coyoacán y Alonso Axayácatl de Itztapalapa fueron recordados como jueces de residencia y buenos gobernantes de los altepeme que mandaron. Desde su puesto de gobernadores disfrutaron de un lugar privilegiado para erigir sus mayorazgos con la asesoría de algunos letrados expertos de los estrados de la Real Audiencia. Nominados pronto con el nombre de caciques, es decir, cabezas de cacicazgos territoriales (mayorazgos indianos), ejercieron temporalmente el empleo de gobernadores y, en cuanto perdieron los tributos tasados que les correspondían en razón de su oficio, procedieron a vivir de sus rentas. En general, los tlahtoque tuvieron éxito en la reconstrucción de las relaciones de su linaje con el ejercicio del mando, pues sus hijos también llegaron a ejercerlo en alguna oportunidad, y su preeminencia social llegó a ser sancionada con escudos de armas otorgados por el rey. La creación de sus cacicazgos, garantía de su incorporación a la nueva sociedad novohispana como propietarios y de la reproducción de las rentas que percibían de sus terrazgueros, les enfrentó frecuentemente a calpixques y tequitlatos30, pero gracias a su persistencia ante los tribunales novohispanos pudieron confirmar la apropiación privada de las antiguas tierras. La retención de rentas antiguas, como las que les generaban los tianguis31, fue parte de ese esfuerzo por mantener el gobernadoryotl para beneficio de sus linajes. Hacia 1570 el oidor Alonso de Zorita trazó un cuadro de la evolución que había tenido el señorío ejercido por los linajes nobles (Zorita 1941: 63 y ss.). Partiendo de la situación inmediata a la conquista, en la cual todos los «señores naturales» habían continuado ejerciendo sus señoríos y conservando sus tierras y rentas, Zorita se admiraba de
30. Calpixque: capataz encargado por los encomenderos del gobierno de los indios de su repartimiento y del cobro de los tributos; tequitlato: capataz o mandón que tenía la función de repartir el tributo a los macehuales. 31. Tiangui: mercado indígena.
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que, transcurridas cinco décadas, esa situación hubiese cambiado por completo, hasta el punto de que los señores habían quedado «deshechos y abatidos, y que no son obedecidos de sus súbditos». En su opinión, eran cuatro las causas que habían producido esa situación: la invención de los cabildos indígenas en los pueblos congregados, las manipulaciones de los encomenderos con sus calpixques, la acción de los frailes en favor de la descarga de las rentas entregadas por los macehuales a sus señores y la conversión del señorío natural en empleos temporales de gobernadores. El panorama descrito por Zurita puede considerarse como el más completo de cuantos se trazaron en el siglo XVI, y por ello es una segura guía para la comprensión de la destrucción del tlahtocáyotl aborigen. Desde los tiempos del virrey Antonio de Mendoza se había procedido a limitar la autoridad de los gobernadores de los altepeme con el sistema de los «juicios de residencia» a que eran sometidos cuando terminaba el tiempo asignado al ejercicio del cargo. La institución de la «residencia» era universal a todas las funciones públicas del Estado castellano y al transplantarse a la Nueva España se incorporó también a las justicias aborígenes. Ello supuso la introducción de la temporalidad en el ejercicio del tlahtocáyotl, que había sido vitalicio en el orden antiguo. Así, el ejercicio del cargo de gobernador, sancionado por los virreyes, recibía un término al cabo del cual sería sucedido por otro aborigen no necesariamente noble. El virrey Mendoza fue quien introdujo la práctica de enviar nobles educados en el Colegio de Tlatelolco a enjuiciar a los gobernadores que terminaban su mandato. El impacto de esta institución fue significativo en el proyecto de tasación de las rentas derivadas del ejercicio del mando aborigen (no sólo del gobernador, sino también de los regidores del cabildo), así como en el equilibrio entre la apropiación privada de las «tierras de cacicazgo» y las «tierras de comunidad». Un elemento importante en la estrategia de mantenimiento de los gobernadoryotl fue el esfuerzo de los cronistas aborígenes y mestizos por legitimar «la grandeza de los tlahtocáyotl». En gran medida, las crónicas indígenas novohispanas suscitaron admiración por los hechos pasados de los linajes nobles y respeto por las tierras patrimoniales que habían ganado con su coraje, tratando así de legitimar con «relaciones de méritos y servicios» la demanda de reales mercedes que ampararan su función gubernamental y la posesión de tierras y macehuales. Este esfuerzo por preservar la memoria de los
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tlahtocáyotl, su orgullo nobiliario y la legitimidad de los linajes en el ejercicio del gobernadoryotl, supuso en cierta medida un esfuerzo por incorporar la historia aborigen a la historia universal de la redención cristiana. Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin (1579-1660), el cronista del altépetl Chalco-Amecameca, fue quien mejor pudo integrar las finalidades básicas de las crónicas de los tlahtocáyolt. Con su extraordinaria habilidad probó no sólo que la Humanidad era una sola, sino que los indios de la Nueva España podían tener el orgullo y la dignidad correspondiente a su pertenencia al linaje de los primeros padres de toda la Humanidad. Con este brillante movimiento de la historiografía aborigen novohispana se diseñó el mejor de los mitos posibles para darle un sentido comprensivo de carácter universal a la sociedad aborigen, inscribiéndola en la marcha ecuménica del linaje bíblico. La visión de la incorporación de los linajes nobles a la sociedad novohispana puede así considerarse acabada en las Relaciones de Chimalpahin. En cambio, la visión de la resistencia indígena a la incorporación social pareció entonces haberse extinguido completamente. Sólo en los siglos posteriores volvería a intentarse una invención de «la visión de los vencidos».
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Es imposible ignorar en nuestro presente la pérdida de rendimiento de la imaginación histórica occidental construida a lo largo de los últimos dos siglos. Ya no podemos valernos inocentemente de las perspectivas históricas sagitales o dialécticas, creadas en la estela de la ilustración, hegemónicas en occidente y orientadas por la prospección de un telos de reconciliación social prometido por las utopías del mundo moderno. Perspectivas que aprehendían y elegían el tiempo como un médium emancipatorio, como flujo presidido por una racionalidad o sentido abiertos al futuro y al progreso, encuadrando el presente como eterna transición a lo que aún está por venir, sobre la forma absoluta de la redención. Dejando al margen el fácil velatorio del fin de la historia, al modo de Fukuyama (1992), no tenemos cómo escapar del enorme desafío que supone reconstruir una nueva imaginación para la trayectoria humana, perdidos los ejes cruciales y configurativos de lo que llamamos modernidad: las categorías de sujeto y de trabajo, que sancionaban esta percepción del tiempo como recurso para la materialización de nuestras expectativas utópicas. Este desplazamiento del concepto hegemónico de historia, aunque profundiza la perplejidad del presente en relación al futuro, libera sin embargo el pasado para su estudio más libre y preciso respecto de los modos de constitución de las sociedades y las vertientes civilizatorias específicas del propio occidente. Se deja así entrever la inte1. Traducción del portugués por Ángel Rivero.
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gridad de experimentos sociales conducidos por morfologías históricas distintas, por expectativas utópicas alternativas y por un cortejo de categorías y valores relativamente extraños en relación a los que usualmente identificamos en el modelo único del occidente moderno. La recuperación de esta pluralidad del pasado, de este infinito de la historia, nos puede devolver la idea de occidentalización –que todavía vale la pena conservar– como una trama más rica, más densa y más dolorosa que aquella supuesta en las matrices sagitales o dialécticas conocidas, todas portadoras de una memoria selectiva y de una enorme capacidad de olvido que es, simultáneamente, un brutal ejercicio de poder sobre el pasado, el presente y el futuro inmediato. Al condenar esta asociación entre historia y narrativa abierta al futuro, Walter Benjamin insistía en que la comprensión de una forma de vida social pretérita depende de nuestra capacidad de empatía con el pasado, es decir, de nuestra capacidad de entenderlo como un tiempo saturado de ágoras (1982). Si esto es verdad, tal vez esta crisis de nuestra imaginación histórica tradicional puede constituir una buena ocasión para que entendamos los ágoras de dos experimentos –la Iberia del alba del mundo moderno y la formación de la América ibérica–, que se suceden apartadas de la lógica interna de las concepciones de la historia y del tiempo forjadas en los siglos XIX y XX, dependientes éstas más bien de la representación de la historia como un proceso homogéneo y del tiempo en cuanto recurso escaso para la resolución de problemas. No eran éstas las referencias que orientaban la vida y las expectativas de los españoles y portugueses de los Siglos de Oro o de los iberoamericanos de los tres primeros siglos de la América Ibérica. Las ágoras de este período se referían a premisas vitales que encontraban en el espacio su categoría fundante, insumisas al domino del tiempo como flujo de cambio y progreso y que se desdoblarán al ritmo de un paradigma específico: el rico horizonte del barroco ibérico, apropiado de forma particular en las tierras americanas. El objetivo de este artículo es contribuir al redescubrimiento de un estrato geológico de la vida iberoamericana reconociendo al barroco ibérico y americano el estatuto de una matriz civilizatoria alternativa a las que se desarrollaron en Europa o en América del Norte. Esta matriz presidió sin contestación los tres primeros siglos de la América Ibérica, tal vez escondida como fuerza sumergida, pero decisiva, en la conformación de nuestros dos siglos de autonomía
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política. El barroco aparece, por tanto, como fondo de una tradición que permanece medularmente occidental, conteniendo y abrigando amplias e insospechadas posibilidades de desarrollo material, de incorporación social y de democratización política.
1. EL
B A R R O C O C O M O A RT I F I C I O
El barroco es más que un estilo artístico: es un estilo de vida (Braudel 1993). Nace en el siglo XVI y prospera hasta el final del siglo siguiente en toda Europa. Es la primera gran respuesta ofrecida por los europeos a la corrosión del principio teológico medieval que percibía el mundo como una cascada de ser nacida en Dios, como un kosmos objetivo arquitectónicamente ordenado, y la historia humana como economía de la salvación universal. El progresivo adelgazamiento de este principio repercutía críticamente sobre el conjunto de instituciones y valores medievales, asaltados además por diversos procesos de cambio que suspendían la validez de esta concepción arquitectónica y organicista cincelada a lo largo de mil años de historia europea. En verdad, era toda la concepción medieval la que explotaba y obligaba a los europeos a buscar nuevos fundamentos para la vida social. Cancelada la posibilidad de fundar la vida en lo trascendente y en la objetividad del mundo, la sociedad europea irá a encontrar, a través de una complicada peregrinación por la subjetividad humana, el origen de una nueva normatividad y de sus imágenes de vida buena, núcleo de lo que conocemos como modernidad. El barroco es el ambiente inicial de este proceso y su lenguaje es la forma apropiada y dramática de expresión de esta cesura que sobrecargaba a los occidentales con el enorme desafío de reconstruir los cimientos de su vida. Desafío que se enfrentó sin el optimismo característico de las diversas versiones del humanismo renacentista o del neotomismo desarrollado por los dominicos y por los jesuitas. El barroco es el registro doloroso y la manifestación vehemente de una pérdida profunda y decisiva: la de ese principio que cubría de sentido el mundo y de una estructura organicista y corporativa la sociedad. En su raíz, observa Chaunu (1971), se encontraba la ampliación del orbis terrarum y de la propia Europa, el paso de la física estática de las cualidades –el hilemorfismo– al territorio especial de la física matematizante,
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la afirmación de la infinitud del universo, el abandono progresivo del conocimiento esencial en favor de la visión fenomenológica de los objetos, alterando de modo radical la perspectiva humana sobre el mundo externo y natural. El barroco es la forma plástica de una subjetividad sobrecargada, todavía filosóficamente inconsciente de su autonomía, en desamparo y soledad en un universo de bóvedas infinitas, tema pascaliano y característicamente barroco. Condenado a la inmanencia, el hombre anhela todavía lo trascendente, y el barroco es esta inquietud en movimiento. Desde esta perspectiva se puede entender porqué el siglo del barroco es un tiempo de experimentaciones religiosas distintas, todas vueltas a la restauración del poder configurativo y cohesivo de las creencias del cristianismo. La sensibilidad barroca admite la fractura entre los órdenes de lo trascendente y de lo inmanente, la distancia aparentemente invencible entre lo sagrado y lo temporal, pero quiere de algún modo superarla. En las regiones más aburguesadas, la respuesta religiosa rechaza las soluciones estrictamente gnósticas, contemplativas o las más espontáneas del catolicismo mediterráneo, desdoblándose como una ascesis intramundana, como rechazo de un mundo que se transfigura en voluntad fáustica de dominarlo, de acuerdo con Weber (1971). La ascesis intramundana rechaza los valores del mundo aristocrático, expresión del orgullo humano, al mismo tiempo que afirma la pequeñez y la indignidad del hombre, creando el escenario para el desenvolvimiento de un tipo específico de heroísmo, inspiración de la figura del honnête homme con su maîtrise de soi. Constantemente desafiado y puesto a prueba, el sujeto virtuoso elabora inconscientemente un sentido fáustico de la vida, buscando su control a través del autodominio y la racionalización de su ambiente. El puritanismo protestante, con sus doctrinas de sola fidei y de la predestinación, es el ejemplo típico de esta actitud. El drama religioso pasa a ser jugado por una subjetividad en soledad, en aislamiento frente al mundo y los otros, y deriva hacia una acción reconstitutiva del sentido, una justificación en tanto movimiento gratuito de la subjetividad que obedece a los imperativos divinos bajo la amenaza trágica de la predestinación y la incertidumbre de la salvación. La transformación de la experiencia religiosa en ascesis intramundana, crucial para el desarrollo de una determinada concepción de la subjetividad, no ocurre sino en las regiones dominadas por el protes-
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tantismo. El jansenismo en Francia adopta un desarrollo semejante, explorando de forma particular las premisas agustinianas de una reforma religiosa distante de aquella estimulada por el Concilio de Trento. Este espíritu ascético modela las expresiones estéticas y arquitectónicas del barroco aburguesado manifestándose a través de formas opresivas de erotismo, de monumentalismo, de un naturalismo libre de antropocentrismo. Recordando a Spitzer, Merquior señala al sensualismo barroco como traducción artística y vital del Verbum Caro Factum, del misterio de la Encarnación de Cristo, signo del cual el barroco aburguesado no habría escapado, dejando crecer formas contradictorias de combinación entre Eros y el Logos (Merquior 1972). Sin embargo, es un barroco fuertemente temperado por la apertura a la investigación racionalista del mundo y por la afirmación de la autarquía de la razón, a imagen de Inglaterra y de la Francia de Pascal y de Port Royal (Cassirer 1997). Estas regiones experimentan, con mayor nitidez, la imposibilidad de tomar los modelos del pasado para reorganizar la vida y la necesidad de encontrar un nuevo fundamento para la existencia social e individual. En las áreas bajo el domino aristocrático, como Iberia, Italia y partes de Alemania reconquistadas por el catolicismo tridentino, el significado del barroco será distinto, como distinta será su naturaleza histórica. Aquí nos interesa en particular el caso de Iberia, donde el barroco deja de ser apenas un ambiente histórico para convertirse en una compleja operación de subjetivización de la vida y del mundo. En el mundo dominado por Madrid y Lisboa, la religiosidad barroca intentará estrategias variadas para religar la vida humana a lo trascendente. Los gestos exagerados y dramáticos de las liturgias, el énfasis en las penitencias masivas y espectaculares, la monumentalidad de la arquitectura de las iglesias, adornadas con volutas dirigidas hacia lo alto que parecen no terminar nunca, señalizan una alteración fundamental en la relación tradicional entre lo sagrado y lo temporal. Si antes la teología y la metafísica aseguraban la realidad del universo como una cascada de la que de su cima chorreaba el ser, como emanación divina que conectaba interna y objetivamente las diversas jurisdicciones del kosmos, el súbito distanciamiento de lo sagrado imponía a la subjetividad humana la tarea de reconstruir, de abajo a arriba, este orden fragmentario origen del mundo. El barroco religioso ibérico es la dramatización de este anhelo por la compañía divina, y sus
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expresiones estéticas y litúrgicas parecen tener siempre el objetivo de enlazar lo sagrado, de arrimarlo nuevamente a la proximidad de los hombres, ensayando una especie de abrazo cósmico con Dios como escape a la soledad luterana y como reconstitución de un orden totalizante. Se trata de un movimiento que reanima una vieja tradición ibérica mantenida por los franciscanos, agustinos y carmelitas: el misticismo controlado por el deseo de comunicabilidad y de acción en el mundo, aunque asociado todavía a un mal disimulado erotismo. A imagen de lo que proponía Raimundo Lulio en plena Edad Media, se trataba de una mística en busca de lo inefable, del amor celestial y de los medios de comunicar a los hombres la dulzura de este amor, como en Santa Teresa y en San Juan de la Cruz (Barboza Filho 2000). Se trataba de un movimiento que florecía recusando la escolástica neotomista como itinerarium privilegiado para la comunión con Dios y para la comprensión racional de su orden, al buscar la sincronización de la religiosidad mística con este súbito y sorprendente protagonismo de la subjetividad, por su realce del tema del amor. «No se trata de pensar mucho, sino de amar mucho», dirá Santa Teresa, revelando uno de los secretos del barroco ibérico: es el amor, impulso del alma, de la subjetividad, que refrena el poder de lanzar al hombre a la dimensión de lo sagrado, religándolo a Dios. Es él, el amor, el que recupera para los cristianos este Deus Absconditus que atormentaba a los protestantes. La experiencia religiosa reclama aquí la subjetividad como un quid más allá de la condición de receptáculo de lo sagrado, de continente pasivo o de morada interior ascéticamente controlada frente a la imprevisible generosidad divina. Ella ha de contener el movimiento amoroso, la iniciativa erótica que atrapa a Dios y lo convierte en prisionero de los hombres, como en otro famoso verso de Teresa. En la concepción organicista y medieval también constituía el amor un tema central, y era responsabilizado de la atracción mutua entre las cosas y de la reunión de todo en una red orgánica de simpatías, base de un orden que dejaba a la voluntad humana un estrecho espacio de actuación y creación (Hespanha 1994-1995). En el barroco ya no se trata de restaurar este tipo de amor inscrito en las cosas por la propia ley natural. La reconstitución de la armonía de todo es ahora tarea propia de la iniciativa humana, de la voluntad abrasada por el amor a Dios y a la armonía de su creación.
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Trento y los jesuitas miraban desconfiados este desarrollo del misticismo, pero no titubeaban a la hora de transformar el arte en conocimiento y verismo de la concepción arquitectónica, organicista y tradicional del mundo. La sensación de alejamiento entre lo trascendente y lo temporal es enfrentada mediante la revitalización de la tradición mediterránea e ibérica de creencia en el poder de intermediación de la Virgen, de los ángeles y de los santos. El vacío entre lo sagrado y lo temporal es poblado por estos seres extraordinarios –la Virgen en primer lugar– que reconstruyen los eslabones de una corriente que religa, de abajo a arriba, lo trascendente y lo inmanente. El horror vacui del barroco gana aquí una dimensión especial, implicando la necesidad de rellenar estos espacios infinitos de los que hablaba Pascal y que separan al hombre de Dios. Sin embargo, el riquísimo diálogo de la estética barroca con lo trascendente, en su vertiente hispánica, no puede ser reducido a la condición de ilustración iconográfica de verdades racionalmente demostrables aseguradas por la teología, por la autoridad de la Iglesia y pacíficamente vividas. El barroco es certificación, es verismo y voluntarismo producidos por una subjetividad en duda y en soledad. Su fondo es pesimista, alimentado por una revitalizada versión de la caída, del pecado original, realizada por el Concilio de Trento. Del mismo modo que entre los protestantes, es la indignidad del hombre frente a Dios la que se ve realzada, aunque en un registro distinto. Tampoco descree el ibérico de las verdades religiosas, pero siente que la antigua armonía de la vida, garantizada por la proximidad de Dios y de lo sagrado, está rota. No duda de Dios, sino de la adecuación de su comportamiento frente a una divinidad distante. Ésta es la razón por la que la vehemencia espiritual de la religiosidad barroca apenas confirma las creencias seculares de los ibéricos. Revela el dolor que acompaña este sentimiento trágico producido por el alejamiento de Dios y el esfuerzo angustiado y aparentemente inútil para recuperarlo. En este contexto marcado por el pesimismo religioso el dolor es omnipresente, juntamente con el culto a la muerte. Es éste el motivo de fondo de la proliferación de la literatura necrófila, encargada de recordar al hombre su destino y su fragilidad. Destino oscuro, extirpado de la racionalidad optimista de antes y de su antigua transparencia, que lleva nuevamente al ibérico a la gestualidad dramática, al ejercicio de una visibilidad penitencial destinada a convertir el dolor
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humano perceptible para sí mismo y para un Dios distante. La perspectiva barroca, señala Benjamin, recupera el tiempo como dispersión y corrosión, como anarquía disolvente y catástrofe inminente, resultado del ciego operar de la historia (1990). Perdido el poder de la concepción de la historia como economía de la salvación, el tiempo se desdobla en puro destino, factualidad brutal, en oposición al optimismo escatológico de la visión cristiana medieval o de la herencia tomista (Matos 1989). El mundo es restituido en la forma de un gran escenario de degradación provocado por el pecado original, y la certeza de la salvación se aleja de la cotidianeidad de los hombres, incluso en el catolicismo. El hombre se descubre y se enfrenta como pura inmanencia y busca el retorno a un paraíso perdido, en una atmósfera de pesimismo y melancolía sin la seguridad del tiempo como progreso del todo hacia el Creador. El luto es el estado del espíritu que envuelve esta percepción trágica de la vida y del terror frente a la muerte, observa también Benjamin. Pero es un luto que intenta reanimar un mundo vacío con una máscara, que busca una satisfacción enigmática a través de la teatralización y del artificio. Esta aceptación torturada de la inmanencia lleva dentro de sí una forma subterránea de celebración de la vida. Todo es teatro y espectáculo y todo es aprehendido alegóricamente, incluso y principalmente el dolor. El propio luto es ostentación, es fiesta paradójica, y las iglesias se transforman en escenarios para la simultánea exaltación y humillación de la vida y de lo trascendente. El artificio es la señal de la civilización barroca ibérica: la artificialización de la subjetividad, la teatralización de sus dramas, que mezclan tanto la búsqueda del orden como la imposibilidad de alcanzarlo plenamente. Se trata de la teatralización de la vida como estrategia de suspensión y contención de la catástrofe y de disolución de todos los sentidos en pura factualidad. El barroco no es sólo religioso. Es una sensibilidad global que encuentra en el teatro su forma perfecta de manifestación. El drama barroco ibérico –el teatro– es la representación superior de esta inquietud espiritual y sensorial, de esta visión angustiante de la evanescencia de los significados, y la propia religión se vuelve teatro y teatralización. El teatro español, incluido el jesuita, es la traducción más viva de la perspectiva española sobre el mundo. El principio ordenador es la premisa de la vida como sueño, ilusión y engaño, base de la pedagogía de los jesuitas dirigida a la aristocracia. Lope de Vega,
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Tirso de Molina, Guevara, Alarcón, Calderón y Quevedo, inigualable generación de autores, hacen de la dramaturgia el registro de la vida como engaño o desengaño, como ilusión demoníaca. Aunque esta dramaturgia rechace la afirmación perentoria de la malignidad interna del hombre, manteniendo abierta la posibilidad de la gracia y la redención, el tono general es de pesimismo. Ésta es la razón de la importancia del estoicismo a la Séneca, base de un heroísmo melancólico, distinto de aquel propio del alma fáustica del barroco más aburguesado. Es este estoicismo el que guía la revitalización de los ideales de hidalguía en tanto mezcla contradictoria de gloria y autodominio, de ascetismo y misticismo, de libertinaje y de ascesis, de fe y de mortificación. Heroísmo recuperado a través de la formalización de la noción de honra, de la teatralización de la aristocracia y de su completa artificialización a través de la etiqueta, mecanismo de distinción, jerarquización y disciplina. El estoicismo es el suelo sobre el que nace la inspiración y las estrategias de autocontrol frente a un trágico diálogo entre valores antitéticos, ofreciendo a la aristocracia un instrumento de autodisciplina equivalente a aquel desarrollado por los protestantes en otro registro, y que para las masas se presentaba como fundamento del anhelo de orden, de imitación ordenada de la aristocracia y de respeto por las instituciones existentes, puestas ahora bajo la responsabilidad directa del rey. No es casualidad que en el teatro barroco, ibérico o no, el príncipe juegue un papel crucial, que es el de restaurar una estabilidad original y anterior al tiempo al enfrentar un destino puramente factual. El programa barroco ibérico, a pesar de ejercitarse de modo claro en la religión, es fundamentalmente político, en el sentido de una búsqueda incansable de poder y de orden (Friedrich 1965). En medio de las amenazas de un destino aniquilador, el menaje característico del teatro y de la literatura barrocos, el príncipe –el poder absoluto– es quien puede devolver a la sociedad esta estabilidad perdida. La disolución de la antigua visión de la historia como economía de la salvación, explica Benjamin, hace que el barroco busque en la physis, en la naturaleza sustentada por leyes férreamente mecánicas, un modelo de estabilidad. Para alcanzar este objetivo sólo hay una salida: el poder absoluto del soberano. El barroco político produce por lo menos tres metafísicas de este poder absoluto. En el modelo inglés y hobbesiano, el poder absoluto
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es un ente artificial, el Leviatán o Estado, creado por el pacto de individuos visceralmente violentos y asustados por las consecuencias de la guerra de todos contra todos. Solución fundada en el miedo, que hace del Estado la condición de la existencia de la sociedad, premisa que Locke se cuida de modificar (Eisenberg 2000). En Francia, el absolutismo barroco aparece como el término final de una evolución de la matriz de poder que Kantorowicz ve nacer en la Edad Media (1985). La figura de Cristo sustentará la legitimación de las monarquías a través de la idea de los dos cuerpos del rey, uno histórico y perecedero y el otro jurídico-político e inmortal. Esta concepción cristocéntrica y dualista es sustituida, en la Francia de Bossuet, Pascal, Pellison y Luis XIV, por la afirmación de los tres cuerpos del rey: el histórico-físico, el jurídico-político y el sacramental-semiótico, o retrato del rey, permitiendo el cambio pleno entre los dos otros cuerpos reales (Marin 1981). El cuerpo sacramental es simultáneamente el poder como representación y la representación infinita y absoluta del poder. La metafísica del absolutismo francés reclama la existencia de un poder absoluto y eterno, dotado de las mismas determinaciones de tiempo y de espacio absolutos de Newton, considerados digiti Dei o dedos de Dios. Pero donde la física newtoniana no consigue encontrar mediaciones entre lo absoluto y lo relativo, matematizando apenas el tiempo y el espacio relativos, la metafísica barroca francesa transforma el cuerpo del rey en una hostia, en el cuerpo sacramental y visible de este poder invisible e infinito, y por eso él –el rey– está presente en todo lugar y en todo tiempo, con su derecho y con su ley. Son las perfecciones permanentes y las esencias universales de este Deus in terris las que hacen de la historia un proceso de revelación y actualización de una gran idea moral e intelectual, transformando el tiempo humano en instante gigantesco de la voluntad absoluta del rey. Por eso Luis XIV pudo decir: el Estado –el fundamento y el destino de los actores históricos– soy yo. Ni el modelo hobbesiano ni el francés entusiasman a Iberia ni orientan la metafísica del poder real en España y Portugal en el siglo del barroco. El compromiso permanente con esta visión arquitectónica y organicista del mundo, renovado por el neotomismo, impedirá esta correlación o equivalencia entre el poder temporal y el poder absoluto. Es la perspectiva de Suárez la que predomina, es decir, la del rey legibus solutus en relación a la ley positiva y legibus alligatus
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frente a la ley natural, determinando su posición como rector y no como dominus de una sociedad nacida del consenso entre los hombres. Pero esto no significa que la posición del rey –de la Corona– haya permanecido idéntica a la de la primera mitad del siglo XVI. La sensación de aislamiento frente a lo trascendente, inherente al espíritu del barroco, libera a favor del rey un enorme espacio antes llenado por la voluntad divina. Él se apodera de este espacio y se transforma en una especie de Logos exterior a la sociedad, en el responsable directo de su armonía y equilibrio (Sarduy 1979). Por otro lado, en una formación social atravesada por incertidumbres axiológicas, por conflictos cada vez más profundos, por la distancia cada vez mayor entre ricos y pobres, exprimida por la voracidad de los nobles, de los cortesanos, de los prelados, de los comerciantes, el rey adquiere la condición de único actor capaz de aspirar a la dignidad ética y estabilizar la sociedad. En una corte de intrigantes equivalente al infierno, él es el santo, el mártir, el virtuoso que ofrece su vida por la armonía de la sociedad y por su preservación, mensaje típico del teatro español. La política es entendida como un entramado particularista construido por el pacto de los cortesanos con el demonio, el artífice del no ser. El motivo ovidiano –el hombre es un lobo para el hombre– resurge con fuerza, exhibiendo la conciencia de una sociedad dividida e incapaz de autocontrolarse por el desdoblamiento mismo de las viejas instituciones corporativas y jurisdiccionales. El recurso a la premisa antropológica de Ovidio, más allá de leitmotiv del barroco europeo, corresponde en Iberia a la denuncia de la incapacidad de la antigua organización jurisdiccional para producir una noción densa de público y una defensa del interés del todo. En estas circunstancias el rey aparece como el único que puede rasgar los velos de los intereses particulares, domesticándolos, armonizándolos y recreando una dimensión pública vinculada a la salud del todo. Pero es una dimensión pública distante de aquella imaginada en el caso francés. Si el soberano ibérico tiene un cuerpo semiótico, lo que él representa no es un poder absoluto diseñado por analogía con el infinito, sino la voluntad absoluta y fundante de la sociedad, la memoria de su pasado y el programa de su futuro. Es su voluntad dominante la que llena los vacíos entre las jurisdicciones y las corporaciones, dinamizándolas y revitalizando los vasos de comunicación entre ellas, promoviendo una infusión de energía en los huesos y nervios resecos de un cuerpo
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ya viejo y extenuado. El rey, su voluntad y su ley están en todas partes y en todo momento, y los antiguos lugares de la jerarquía social, vaciados de sus antiguos significados, se entregan a esta fuente de luz súbitamente resplandeciente. El tiempo y el espacio pertenecen al rey y a sus perfecciones permanentes, el único capaz de cohibir la órbita errática y autodestructiva de las corporaciones, materializando una noción de público como dimensión ligada al todo social y a su conservación. Maravall, en su estudio clásico, observa que el barroco ibérico –de forma más específica el español– es el primer gran programa de masas del mundo moderno, concebido y desenvuelto por la Corona para abrigar y estimular tanto este atormentado deambular religioso como la producción artística y dramatúrgica de sacralización del poder (Maravall 1996). Ella tenía plena conciencia del ambiente crítico y pesimista de la sociedad, de la corrosión del antiguo orden jurisdiccional y organicista, enfrentando un pesado conjunto de problemas internos y de desafíos externos. La respuesta de la Corona española a este ambiente crítico vendrá dada por el estrechamiento de la alianza del rey con una hidalguía en vías de cierre y por la ampliación del poder real en cuanto poder absoluto. Percibe, sin embargo, que la mera represión física de las manifestaciones de descontento –como la de los comuneros– y de disgregación del orden –como el bandolerismo rural– no sería suficiente para la preservación de su poder y de su orden social. Es de ella de donde nace la imaginación de un gran proyecto de incorporación de masas. El barroco ibérico es este programa, no sólo como estilo artístico, sino como horizonte vital. La Corona aumenta el control sobre la economía, estimula un tipo de literatura destinado a la exaltación del poder real y al mantenimiento del orden, revitaliza la posición de la Iglesia y su capacidad de dirigir las conciencias y profundiza su alianza con la aristocracia. Es más que un programa defensivo: es una cuidadosa y audaz estrategia para dirigir el movimiento de la sociedad en una dirección particular. El núcleo de esta imaginación se encuentra en el desarrollo de una superestructura política reorientada hacia el dominio de las motivaciones internas de los individuos que les lleva a una adhesión activa a los valores establecidos y a la aceptación de un orden político absolutista. La Corona patrocina el estudio del comportamiento humano y la creación de una psicología capaz de invadir el domus interior de
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cada hombre y de ofrecerle una dirección dinámica. Es ésta la premisa clave del barroco español, explica Maravall: la racionalización del comportamiento humano a través de la artificialización de la subjetividad, sea a través de la disciplina, al estilo de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, o a través de medios extra-racionales y simbólicos. Los poderes creativos del hombre, el artificio y la técnica, son aprovechados para aumentar la capacidad de perturbación del arte –de la escultura, de la música y, sobre todo, del teatro– frente a masas sedientas de novedad. Dirigidas por una psicología mecánica, el arte y la técnica son puestas al servicio de la idea de que, en este mundo de sueño y engaño, sólo el poder absoluto del rey puede redimir a la sociedad, atajando su desbordamiento anárquico y garantizando su prosperidad. El análisis de Maravall parece establecer que el barroco es una enorme artimaña de pura conservación y tradición. Pero puede leerse en otra dirección en la que resuenan los clásicos. La naturaleza gnóstica del barroco ibérico, su teatralidad y su ambición de artificialización de la vida, revelan la conciencia de un doloroso proceso social y un programa de refundación del poder y de las instituciones existentes. Lo que saca a la luz es la percepción de que ya no existe lo «natural», lo objetivo, y que todo es engaño y desengaño, ajedrez indescifrable de apariencias en el que el rey juega la responsabilidad de sustentar y reanimar una sociedad encanecida, sin los encantos y las hormonas de su antigua naturalidad. Dios en retirada, es la voluntad del rey la que se vuelve omnipresente y la cara corporativa del reino gana un nuevo significado: ya no es comunicación del ser que viene de lo trascendente, sino producto artificial de la voluntas real, de un centro de poder absoluto en el universo de las acciones humanas. Es esta voluntad la que se derrama sobre el todo social, llenando los vacíos entre las instituciones corporativas y particulares, entrelazándolas nuevamente y dando forma a una concepción especial de público y de totalidad social. Esta relación entre la Corona y la sociedad no replica simplemente el mundo medieval, artificializando la vida social del mismo modo que en Hobbes y Pellison, sino que tiene otra dirección y otra estrategia. Valiéndose de una perspectiva weberiana, Hespanha parece tener por completo razón al negar un proceso de constitución del Estado moderno en la Iberia del Siglo de Oro (1994). La refundación no
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natural de la sociedad ibérica no presenta los hombres con la identidad de individuos libres de vínculos corporativos, señores de su esfera de acción y de sus voluntades. Por el contrario, el barroco ibérico es la estrategia de la simultánea invención e invasión de una determinada subjetividad plasmada en la adhesión activa al orden jerárquico, corporativo, y preparada para ser la morada de la voluntad del rey, de la Corona. En este sentido, la realeza barroca española del período es plenamente moderna, aunque sin un Estado moderno en formación, desenraizando la morfología tradicional de la sociedad y remolcándola a presupuestos, premisas y fuentes de sustentación desconocidas en la Edad Media. La Corona artificializa el modelo ofrecido por la tradición, despegándolo de sus viejos fundamentos y transformándolo en objeto de elección de subjetividades movidas por la sabiduría, por estrategias simbólicas extremadamente poderosas y por medios extraracionales. La característica básica de esta larga operación es el voluntarismo, asociado al realismo y a la audacia. El barroco es una cesura y un corte histórico de la tradición, y su objetivo fundamental es la construcción de subjetividades orientadas a buscar, abajo y desesperadamente, un orden y un centro organizador de la vida, es decir, la voluntad del rey. Pero también es un caso de audacia, al encarar y experimentar esta contradicción entre la memoria de valores sustantivos y la imposibilidad de vivirlos naturalmente. La rememoración es el núcleo mismo de este artificio, el combustible de estas subjetividades artificiales, cuya movilización ya no obedece a la comunicación directa de lo trascendente de una configuración acostumbrada y transparente de valores. El barroco ibérico es la celebración del heroísmo, del compromiso con la fe cristiana, con el rey y con la res publica, naturaleza de la hidalguía de los Siglos de Oro. Sin embargo, es celebración que encuentra en el artificio de su repetición, de su afirmación vehemente y voluntarista, la fuente de la vida. Por eso, el barroco ibérico es también melancolía, pesimismo, percepción de la vida como engaño, desengaño y soledad. Aunque lo picaresco y lo cómico sirvan para señalar los límites de esta operación, es el sentido trágico de la vida el que emerge en esta imitatio que aspira a transformarse en renovatio. Es este espíritu barroco el que orienta y explica las formas de vida existentes tanto en Castilla como en Portugal. La Restauración lleva a Portugal una monarquía formalmente igual a la de España. Más frágil que la de España, la lusitana parece todavía más sometida a las necesi-
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dades, más orientada a construir que a conservar. Es esta voluntad, o voluntarismo, el que lleva a Portugal a recuperar sus posesiones africanas, a retomar el control de la colonia brasileña y a promover su expansión. En verdad, el Portugal renacido es esto: teatro de sí mismo, verismo de sus elecciones, arrancando de la inercia de la vida la posibilidad de su autonomía a través de la sintaxis del barroco, a ejemplo de su mayor representante en ese momento, el Padre Vieira. Artificio que busca en la tradición la estrategia de naturalización, sabiéndose metáfora y alegoría de sí mismo. En resumen, el barroco es la última gran tentativa realizada por Iberia para preservar el orden espacial, arquitectónico y jerárquico que la orientó desde el inicio de la Reconquista. Las Coronas son grandes artífices de este esfuerzo, desarrollado a través de la sabiduría y ya no mediante el racionalismo neotomista. El precio de esta fidelidad a una determinada concepción del orden social como comunidad jerárquica y corporativa es la artificialización de la tradición, el desarraigo de la jerarquía de su suelo natural y la traslación de sus fundamentos a un orden político sustentado por la voluntad absoluta del soberano, con su capacidad de inventar y dirigir subjetividades. Operación que hace de Iberia un experimento plenamente moderno, aunque distinto de aquellos desarrollados en otras partes de Europa.
2. LA
V I V E N C I A E S T É T I C A D E L E S PA C I O G E O G R Á F I C O
Es este movimiento torturado y trágico de Iberia el que se encuentra magníficamente cincelado por Cervantes en Don Quijote. El caballero de la triste figura es la representación perfecta de esta Iberia entregada a una sublime locura: la resurrección verosímil del pasado como forma de vida expresiva y redentora del presente. Don Quijote materializa la «locura» ibérica, la hazaña que no se explica por la razón, la aceptación torturada y viril del sentido trágico de la vida. No es por casualidad que, al desarrollar su arqueología de la razón y de la normalidad en occidente, Foucault tropezara con el Quijote (2000). En él la locura no puede ser entendida como patología, en el sentido de doble contrario de la razón, de no verdad, destinada a ser soterrada por disciplina y escondida en manicomios. El barroco, observa Eduardo Lourenço, integra en el todo del hombre esa mitad
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que será rechazada y mantenida a distancia en Occidente (1967), mitad que siempre señala una permanente precariedad de la razón, y que vuelve a ser celebrada por Miguel de Unamuno y Fernando Pessoa en pleno siglo XX. El primero revaloriza la locura heroica de los antiguos ibéricos, encontrando en ella la diferencia de la península en relación al mundo geometrizado por la razón moderna europea, mientras el segundo juzga que esta locura sustenta la antigua gesta portuguesa e intenta revivir en «Mensaje», como en el verso contundente: «Sin la locura, ¿qué es el hombre / sino bestia saludable / cadáver aplazado que procrea?». No se trata, obviamente, de comenzar un nuevo Elogio de la Locura, brillante diálogo de la razón humanista, con esta sorprendente compañera. Pero la figura de Don Quijote ofrece la oportunidad de explorar el modo como Iberia movilizó, para su entrada en la Modernidad, los lenguajes disponibles para la organización de la sociedad y para dar sentido a la vida, construyendo su especificidad y su profundidad. Es de Weber la distinción y la definición de tres tipos básicos e ideales de acción social y de tres tipos correlacionados de legitimidad del conjunto de las normas sociales: la acción basada en la costumbre y la legitimidad basada en la tradición; la acción fundada en el afecto y la legitimidad otorgada por el carisma; y la acción amparada por la razón, con la legitimidad anclada en al racionalidad formal de las normas2. Tomando estas distinciones weberianas como punto de partida es posible decir que Iberia se lanzó al mundo moderno utilizando la tradición y el afecto, rechazando la creciente asociación entre modernidad y racionalidad que se volverá hegemónica en Occidente. Iberia renueva la tradición, movilizando el afecto –el sentimiento– como modo de revitalizar su pasado. El sentimiento es el elemento a través del cual Iberia restaura sus formas de vida, es la materia inmanente que sustenta tanto la existencia de la comunidad como el sentido de la vida para cada persona, alejado del modelo puritano del cálculo, progresivamente encajado en el modelo abstracto de individuo o de honnête homme aburguesado. De esto resulta la importancia de determinados lenguajes en la vida de la Iberia barroca, es decir, precisamente aquellos lenguajes 2. No tengo intención de discutir aquí otro tipo de acción presente en Weber, basada en el interés. Cfr. Weber (1947).
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que permiten que el entendimiento cree su propia profundidad: la religión y el arte, en particular el último. En verdad, el arte es el gran lenguaje de la aventura moderna de Iberia. Es su poder de conmoción y de comunicación, su capacidad de producir y profundizar sentimientos, de crear los sentimientos como modos de compartir sentido, lo que le confiere un papel especial en Iberia. No como un lenguaje entre otros, sino como un médium que establece un patrón para la reorganización y el sustento de las diversas dimensiones de la vida: la propia religión, la moral, el poder político, y así sucesivamente. La teatralización de Iberia no consiste, en este sentido, en la simple estetización de la vida, lo que sería insuficiente para construir una respuesta a la pesada agenda de desafíos a que se enfrentaba como centro del mundo Occidental. Son la morfología del arte y sus posibilidades las que hacen nacer una experiencia moderna extraña a los códigos cada vez más racionalizados, en el sentido weberiano, propios del programa que finalmente se transformó en hegemónico entre nosotros3. Esta experiencia está lejos de oponerse a la razón, invirtiendo simplemente los términos de las formas de vida ácidamente denunciadas por Foucault. La propia idea de razón se encuentra internamente marcada por la experiencia estética, por el lenguaje del arte y del sentimiento, como en Spinoza, sin abrigar desarrollos que acabarían por convertirla en razón pura y trascendental, al estilo de Kant, o en razón naturalista (Taylor 1996). Es el poder intrínseco del arte lo que orienta la teatralización de la Corona con su lenguaje específico –el derecho–, de la moral, de la aristocracia, encontrando en el pasado el substrato que ha de compartirse y desearse subjetivamente. O, si se quiere, es el modelo del arte el que es incorporado y utilizado por la Corona –todavía lejos de ser un Estado moderno, como señala correctamente Hespanha, y con un derecho de tipo no trascendental–, para promover la reunificación de la sociedad en torno a las premisas civilizatorias establecidas en el proceso de Reconquista y de expansión ultramarina, tanto en Portugal como en Castilla. Experiencia, por tanto, enteramente moderna, pero que produce una economía especial de los sentimientos, de las sensaciones, de la sociabili3. Sin referirse a Iberia, sino analizando la obra de Dufrenne, António Pedro Pita produjo un estudio estimulante y agudo sobre el lenguaje del arte como modo de conocer el mundo y sostener lazos sociales. Cfr. Pita (1999).
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dad, de los cuerpos, de profundización de la noción de persona, extranjera en relación a la experiencia anglosajona, o incluso francesa, del mismo período. Es necesario, por tanto, resaltar que esta vida barroca de Iberia expresó un modo especial de vivencia del «espacio», concebido de forma geográfica y metageográfica. Por una parte, la identidad ibérica se encuentra visceralmente ligada a su territorio, es decir, a su capacidad de expansión permanente. La expansión permanente y la capacidad de organización de espacios gigantescos constituyen atributos típicos de Iberia desde el inicio del proceso de Reconquista y permanece como su característica hasta el comienzo del siglo XIX. Por otra parte, Iberia estuvo siempre vinculada a una noción espacial del cosmos y de la propia sociedad, como conjunto arquitectónico, orgánico y armónicamente dispuesto. El barroquismo ibérico es una tentativa voluntariosa de mantener este mundo en pie a través de los poderes unificadores de la religión y del arte. Iberia se transforma en una «sombra enloquecida de Europa» en palabras de Oliveira Martins, precisamente en el momento en el que pierde el espacio como su característica central en las dos perspectivas mencionadas. A partir del siglo XIX apenas queda el arte, territorio del segundo Siglo de Oro de Iberia –en palabras de Azorín–, aquel construido por Unamuno, Ortega y Gasset, Larra, Galdós, Ganivet, Ayala, Valle-Inclán, Baroja, Machado, el propio Azorín, Picasso, Lorca, Jiménez, Menéndez Pidal, Gómez de la Serna, Gris, Santayana, Américo Castro, Miró, Buñuel, Herculano, Garret, Quental, Oliveira Martins, Teófilo Braga, Sardinha, Moncada, Eça, Pessoa, entre otros.
3. EL
BARROQUISMO Y LOS ORÍGENES IBEROAMERICANOS
La modernidad del barroco ibérico descansa, de este modo, en la inversión en una interioridad –en una subjetividad– construida desde el punto de vista del rey, de la Corona, y no contra el centro político, como en Inglaterra. Los ibéricos no se visten de individuos ni se atribuyen libertades negativas, con derechos civiles, base del contractualismo y del pensamiento liberal anglosajón. Disfrutan de una subjetividad localizada todavía espacialmente en la jerarquía de las corporaciones, identificándose como personas que reciben del poder
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–de la Corona– su distintividad y expresividad. Al revés que en la díada hobbesiana individuo/Estado, los ibéricos se distribuyen en corporaciones y comunidades jerárquicamente dispuestas y sustentadas en el poder absoluto del soberano. Es él quien reanima la tradición y sus personajes, prohibiéndoles la inmovilidad del museo y atribuyéndoles una subjetividad trágica, inventada para ser la memoria activa de lo que feneció, fuente de un teatro voluntarista y realista del pasado. Esta experiencia de refundación moderna de Iberia no se organiza en los términos de la imaginación maquiaveliana de la soberanía, sea en la versión de Pocock (1975) o en la de Negri (1999). En el mundo barroco ibérico la indistinción entre imitatio y renovatio no da lugar a una religión civil. La teoría de la soberanía, como ya señalé, es aquella en la que el Príncipe no es el pueblo, sino el propio monarca. Morse percibe esta clara resistencia de los ibéricos a la imaginación radical de Maquiavelo (1988). Es este barroco el que atraviesa el océano y llega a América, convirtiéndose en el elemento cultural dominante, el arche de la nueva sociedad, de tal modo que Octavio Paz pudo decir que aquí vivimos tres siglos de barroco sin la amenaza de la Ilustración (1989). Transplantado a América el barroco gana, con todo, un contenido propio y no puede ser visto como una mera continuidad en relación al ibérico o al europeo, como parece entender Claudio Véliz (1994). Vale la pena observar que las Coronas ibéricas no permitían en los territorios americanos la reproducción sin más de la misma estructura corporativista y jurisdiccional que reactivaron en la península. América era un territorio en el que se ejercía el poder de la Corona y del rey con creciente falta de contestación, a imagen de la represión de los grandes propietarios y encomenderos peruanos, con el hermano de Pizarro en primer lugar. Resulta obvio que la morfología social de Iberia orienta la organización de la sociedad americana, pero sin que se copie aquí sin más la integridad del modelo europeo y peninsular, ni tampoco haya sombra de la autonomía corporativa del viejo continente. Es éste, en verdad, un punto clave. En Iberia, la estructura corporativa de los reinos se sostenía justificada por una larga tradición común y por valores que ofrecían cohesión a la sociedad. Sin embargo, ninguna de las tradiciones en juego y en conflicto en América –la de los europeos, la de los amerindios o la de los africanos, y menos
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aún la de los cristianos nuevos– podía reclamar la condición de fundamento histórico común reafirmado por la sabiduría barroca en el continente recenter inventis. Ningún pasado justificaba el presente. Los descendientes de los ibéricos se alejaron de sus orígenes y se convirtieron en criollos, duplicándose como vasallos de un rey distante y señores de un mundo próximo. El barroco ibérico pierde en América toda su virulencia como reafirmación en el terreno del saber de un universo axiológico e institucional preexistente. De este pasado, los criollos apenas tienen una memoria fragmentada, alimentada en abstracto por la escolástica neotomista y distante del terruño ibérico (Bernand y Gruzinski 2001). El drama típico de Europa no les conmueve, pues de forma progresiva están orientados a la edificación de sus formas de poder y de riqueza en el nuevo continente, origen de los conflictos permanentes con los oficiales de la Corona, preservando, sin embargo, la posición del soberano. La pérdida del pasado alcanzaba aún más drásticamente a los primeros habitantes de América. La llegada de los hispanos liquida la integridad de las culturas amerindias y los primeros americanos también pierden sus orígenes, obligados a encontrar su sitio en el nuevo armazón que se montaba sobre América. Los misioneros y los blancos aprenden el náhuatl, el quechua, el tupí, intentando derramar en esos conjuntos lingüísticos la visión cristiana y europea del mundo y de la vida. Los resultados son confusos y los valores cristianos y occidentales, como era de esperar, no son capaces de reanimar la potencia configurativa de las culturas indígenas, permaneciendo incomprensibles para la forma mentis de los amerindios. La solución de los aztecas, incas, tupís, aimaras, será la imitación, la doble vida, laberíntica, del sincretismo y de la simulación, creando formas sorprendentes de creencias, de experiencias religiosas y de interpretaciones del mundo estimuladas por los propios criollos interesados en consolidar modalidades especiales de poder y de legitimidad. La presencia de los esclavos negros vuelve todavía más complejo el panorama americano. Esos miles de africanos son arrancados de sus sociedades y juzgados en un mundo natural extraño, en una sociedad de códigos casi indescifrables, trayendo ellos mismos la diversidad de otro continente. No son ni señores ni nativos que pudieran arrancar del paisaje natural y de las ruinas del pasado las reminiscencias de una identidad en fuga. Aun así, preservan elementos de identificación que florecen misteriosa-
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mente a pesar de todo. Y para complicar todavía más las cosas, la ralea de cristianos nuevos que ya no se saben ni judíos ni cristianos, portadores de la astucia necesaria para vivir en un mundo que los despersonaliza y mata su identidad. En los aledaños de estos universos despedazados, pero perseverantes, los mestizos de blancos e indígenas, de negros y blancos, de indios y negros y los mestizos de mestizos llevaban dentro las divisiones, los juegos de negociación o rechazo. La América ibérica muele y tritura todas las identidades previas a su existencia, las que existían aquí antes, las que trajeron las carabelas de Europa y las otras embarcadas en los fondos de los navíos negreros. Con un agravante: parecía no ofrecer ningún horizonte claro y exigente a la reconstrucción identitaria de estos seres socialmente desenraizados. Ni siquiera la religión, que en Iberia todavía constituía un poderoso elemento de identificación y comunicación social. En América, el catolicismo tridentino pierde su inspiración reformista exigente y equivalente a la protestante. Si en algún lugar se viola esta ortodoxia religiosa, este lugar es la América ibérica. El catolicismo iberoamericano colonial, a pesar de los misioneros y de los oficiales peninsulares, tiene apenas una vaga semejanza con la naturaleza crispada y dura del catolicismo ibérico, con su enorme poder de control sobre las conciencias. No se mostraba capaz de establecer una comunicación clara e impositiva de valores, creencias y prácticas sociales e individuales, desplegándose, por el contrario, como un catolicismo posible, hecho de negociaciones, sincretismos y ritos. La comparación con la formación colonial de los Estados Unidos puede ayudar a establecer esta hipótesis: los peregrinos protestantes que desembarcan en América del Norte llevaban con ellos una forma extremadamente exigente de religiosidad, fuente de lo que será posteriormente conocido como religión civil norteamericana, base de una forma clara y poderosa de organización social (Bellah et al. 1985). Pero este puritanismo original es monopolio de los blancos europeos, e incluso justifica la violencia contra los indios como estrategia necesaria para la realización de América como jardín y tierra prometida por Dios. Aquí, en la América Ibérica, el torturado cristianismo del barroco americano no patrocina ni persigue una limpieza física del territorio hasta convertirlo en expresión de una nueva alianza con Dios. Es el encargado de occidentalizar la pluralidad de culturas indígenas exis-
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tentes, la diversidad de galaxias culturales de los esclavos negros, de vigilar a los cristianos nuevos, de domesticar a la masa de aventureros ibéricos que se lanzan sobre el nuevo continente y de convertir al que se presente. Y es en estos encuentros donde se modifica el propio cristianismo, se americaniza, perdiendo la posibilidad de constituirse en la base de una religión civil, siquiera diferente de la ya mentada americana. Sin duda, es una fuerza de occidentalización, pero su ambición universalizante, su catolicidad –distinta del particularismo protestante–, le obliga a herir la ortodoxia europea para transformarse, de algún modo, en forma de expresión de todos los seres diversos que aquí fueron arrojados o desenraizados. Esta plasticidad religiosa inaugura canales y formas de comunicación y negociación entre universos valorativos y prácticos inconmensurables, pero al precio de esterilizar su capacidad de dirigir firmemente la sociedad, de transformarla en una experiencia de articulación entre configuraciones morales estables y claras y la vida. Utilizando una expresión gramsciana que Werneck Vianna (1997) recupera para caracterizar nuestra occidentalización a partir del Imperio y de la independencia, se puede decir que entre nosotros el catolicismo también seguía una vía pasiva de implantación, jugando en el largo plazo para la constitución plena, negociando desesperadamente con un presente real y otro insumiso a su espíritu más exigente. Es sólo a finales del siglo XIX, bajo los auspicios del Vaticano, cuando el pensamiento católico iberoamericano embestirá contra el ritualismo religioso, desplazando hacia la fe el núcleo de la experiencia religiosa, sin percibir que el rito era el gran instrumento de comunicación mutua de los personajes de esta sociedad fragmentada y astillada. Un cambio católico hacia la ortodoxia que provocará la aparición de conflictos profundos con la forma tradicional de experiencia religiosa. De este modo, ni la tradición ni la religión típicas de Iberia –elementos que se alimentaban y se reforzaban en Castilla y en Portugal– pudieron ser reeditados con la misma fuerza configurativa en América. Alejadas de las fuerzas hegemónicas, asumían la condición de horizontes plásticos al albur del pillaje, la negociación, la producción de acuerdos imprevistos en las matrices originales. Así, América no puede disponer del pasado en ninguna de sus formas para un torturado y trágico ejercicio identitario, lo que autoriza una analogía con la propia experiencia europea. Si en Europa el paso a lo moderno se da
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bajo el signo del desamparo y del pesimismo, característicos del barroco, el tránsito del continente recién encontrado a la condición de América ibérica es vivido también como cesura y reconstrucción de una circunstancia de perplejidad y soledad. Y el barroco, libre del pasado europeo, es el lenguaje de este sentimiento, de este desamparo especial de los iberoamericanos. Si el pasado se pierde, tampoco el futuro encomendado por una exigente imaginación utópica consigue afirmarse como horizonte de sentido para la vida social. Ninguna utopía moderna, reclamando originalidad y fuerza expresiva, arrebató el corazón de los iberoamericanos, como en los casos del igualitarismo y el individualismo típicos del liberalismo en América del Norte. Independientemente de la perspectiva con la que contemplemos nuestro comienzo, en él no podemos encontrar un momento fundador, sea en la repetición creativa del pasado o en la orientación decidida hacia el futuro claramente ordenado. No nacemos en una configuración coherente de valores capaz de modelar el tiempo como manantial de sentido e identidad, creando una noción fuerte de futuro como realización de expectativas utópicas del presente. No disfrutamos de un horizonte axiológico poderoso, suficiente para invadir lo más íntimo de los individuos, para disciplinar las relaciones sociales más reflexivas y universalistas, para organizar una cultura cívica centrada en derechos. La naturaleza americana es inicialmente aprehendida por los europeos a través de la perspectiva de lo maravilloso, como en el caso clásico de Colón y los primeros navegantes. Aunque lo maravilloso constituya hasta hoy día un modo propio de aprehensión de la naturaleza –como en la visión clásica y onírica de Carpentier–, los ibéricos tratan después de cartografiar el continente, abordando su naturaleza arrogante como mágico almacén de riquezas escondidas y promisorias. Percepción distinta de aquella propia de un ethos productivista que reserva una enorme eficacia sociológica a la naturaleza, con su capacidad de determinar modos de organización territorial, de extracción de sus riquezas y de inspirar sentimientos telúricos. Sin duda, los iberoamericanos desarrollarán técnicas y saberes especiales, pero las relaciones hombre-naturaleza estarán siempre determinadas por los azares del suelo o de las aguas o de la voluntad política, sin asistir al nacimiento de una noción de trabajo como reelaboración autónoma, productiva y sistemática de la naturaleza, elemento central
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de la modernidad naciente en Europa. Son las sorpresas de la naturaleza –la plata, el oro, el diamante– o su disponibilidad respecto al interés del hombre –el azúcar, el algodón, la cría de ganado– las que orientan el modelado de la base material del nuevo mundo por las Coronas ibéricas. Actividad orientada políticamente, más especulativa que sistemática, sancionada por la esclavitud y por las formas de servidumbre. Esta actividad empieza a cambiar, ligeramente, apenas con Pombal en Portugal y con Carlos III en España, o sea, a partir de 1750. El expolio de la naturaleza y el de los propios hombres –de su fuerza de trabajo– organizan la base estructural de América, anulando la posibilidad de que el trabajo se transforme en el elemento clave de la cooperación social y del cuadro de valores de la sociedad. Es el saqueo de la propia América por los imperios ibéricos, obcecados por el mundo europeo. De esta base estructural, marcada por la violencia y por la subordinación, nacen únicamente los obstáculos a la organización social de América, los límites a la constitución de una sociedad mínimamente ordenada y solidaria. De hecho, esta vivencia del trabajo como categoría configurativa central, la temática del «interés bien entendido», que Tocqueville sorprende en la América del Norte, no se instala en nuestras formas de vida. Por lo menos no se instala en las formas cotidianas de vida, permaneciendo como atributo de la Corona la definición de este interés, tal como ocurrirá en el futuro en las relaciones del Estado con el mercado, en especial en el caso del Brasil del siglo XX (Werneck Vianna y Carvalho 2004). En estas circunstancias, las expectativas utópicas del liberalismo, diseñadas a partir del poder del trabajo individual o cooperativo, no se transforman en horizonte vital para la sociedad. Dicho de otra manera, permanecemos ajenos, durante el período colonial, al impacto de las utopías europeas y modernas centradas en la categoría de trabajo. En la visión de Hegel, que despertará las más variadas reacciones en el futuro, esta América ibérica no podía ser incorporada a la historia del Espíritu porque aún estaba entregada a lo primitivo, a la dinámica ciega de la naturaleza, a la inconsciencia del Naturmensch apenas visitada por el Espíritu venido de Europa, pero sin condiciones para manifestarse como figura de su odisea. A pesar de todo, se fue haciendo América. No por la tradición, por la religión, por la utopía, por la economía o por la marcha dialéctica de la Razón Absoluta.
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Pero fue levantándose, y éste es su misterio, su particularidad. Si no podemos encontrar un momento fundador, capaz de brillar y persistir como un sol y una fuente de sentido y orden, ciertamente tenemos un origen: un barroco desprovisto de metafísica, dueño de una ontología en acto, mezcla de indeterminación ética, división real y hambre de sentido. Lo que heredamos del barroco ibérico no fue una larga tradición peninsular, con sus formas de vida y de creencia. El legado de Iberia para América fue la lengua del barroco, con su naturaleza estética, con su capacidad de integrar antagonismos y diferencias, con su vehemencia teatral y su voluntarismo. Es decir, nuestra arche es un lenguaje verista del arte, libre de la percepción trágica de la vida, característica del espíritu peninsular, obligado a encerrar la tradición en lo moderno. Nacimos libres de este enfrentamiento insoluble de valores, sin sabernos medievales o modernos, obligados por la vida y por la necesidad a construir una sociedad. Por esto mismo, la fuerza del barroquismo tropical se alimenta de un poderoso pathos constructivista asociado a la potencia integradora del lenguaje de los sentimientos. La capacidad conocedora y verista del barroco se reorienta decididamente a imaginar y certificar las posibilidades de construcción de una sociedad específica y nueva en relación a las originales. La vitalidad del barroco se alimenta de las ruinas de varias tradiciones desplegadas en América, encontrando en la dimensión superestructural el único espacio capaz de producir los precarios elementos para la organización de la sociedad. No es casual que las potencias creativas de los hombres parecen imantadas por el poder y por el arte, en detrimento de la propia producción material. Para usar una expresión de Fuentes (1992), que destaca precisamente esta exuberancia de superestructura y de arte, el barroco es la riqueza de la pobreza, y el protestantismo es la pobreza de la riqueza. El barroquismo iberoamericano fue obligado a llevar al límite el verismo propio de su congénere peninsular: la vida social y política existe y se reproduce tan sólo por la gestualidad voluntarista y exagerada de las ceremonias teatrales, que reúnen e interpelan periódicamente a los hombres. Es en esta teatralización donde los iberoamericanos recogen los arruinados presupuestos comunitaristas de las antiguas tradiciones, que reinventan instituciones desfiguradas y hacen aparecer los precarios fundamentos del orden social. La sociedad adquiere realidad a través de este movimiento verista de subjetividades, dispensando del trabajo
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sistemático al Logos en favor de la fuerza aglutinadora y oscilante del eros, del sentido y de sus lenguajes. Es una razón importante del extenso e intenso calendario de liturgias religiosas, políticas y civiles que sustituyen al cuerpo del rey y que están destinadas a certificar algo que no existía de forma natural y espontánea –la propia sociedad–, artificio que reclamaba esta constante y voluntariosa reiteración. Teatralización y esteticización que no se dirigen a la reafirmación del pasado, sino a permitir la apertura de galaxias y lenguajes distintos para la construcción y para el ejercicio de señales contundentes –iglesias, palacios, cárceles, conventos, procesiones, fiestas, ciudades– de un orden brillante y de una jerarquía nueva. Teatralización, por tanto, que no atestigua una verdad dada como pre-existente, sino que produce su propia verdad y organiza una sociedad de ritos y máscaras que pueden ser usadas, cambiadas, descartadas y nuevamente utilizadas. Todavía más: teatralización en la cual las ideas y los valores no poseen un lugar fijo ni un significado estable, incapaces de crear un tipo homogéneo y universal de individuo o de hombre, orientándoles hacia comportamientos sociales previsibles y significativos. Es el desplazamiento constante y voluntarista que crea y mantiene la sociedad en un registro especial de expresivismo: es el movimiento mismo, tocado por el lenguaje del arte y del sentimiento, que crea su eficacia y su profundidad. El barroco abre a todos esta posibilidad por encima de las desigualdades económicas y sociales, ofreciéndose a todos los grupos y razas para sus ejercicios de identidad y negociación, especialmente en Brasil: en la guerra contra los holandeses, en las hermandades bahianas y mineras, en el folklore, en las fiestas y en las variadas liturgias de certificación social. Es la lengua del arte, con sus poderes constructivos, la que se afirma en médium de esta sociedad en la cual el rito y la fiesta adquieren una función creadora e integradora. Son estos artificios dramatúrgicos los que, tal vez con la excepción de las ciudades de México y Lima, consolidan tradiciones localistas, regionales o corporativas, faltas de referencias y de enraizamiento e identificación. En esta sociedad fragmentada espacial y socialmente, el barroco consagra la voluntad del rey como la única fuente de luz y de universalidad y a la Corona como el centro político del que brotaban los frágiles hilos de sentido y de comprensibilidad del espacio americano. A los hombres americanos, cercados por pequeños hori-
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zontes de identidad donde se ejerce con mayor fuerza el lenguaje del sentimiento, no les cabe la responsabilidad por el todo social y por la más amplia comunidad. El todo y la comunidad están vinculados al rey, con su capacidad de hacer de la sociedad una totalidad comandada por una gran idea moral e intelectual, perteneciente únicamente a su naturaleza y presente de modo especial en su derecho. Lo que sustenta este artificio es la teoría de la soberanía del absolutismo barroco, al conferir a la Corona un poder integral sobre los espacios y un dominio absoluto –aunque discontinuo– sobre los hombres y las riquezas. Es el rey el que salva a la sociedad de su fragmentación catastrófica, de la mezquindad del día a día, y quien a todos incorpora en una historia especial, en un ágora con sentido y significado. Es por el rey por quien combaten los del norte, es por el rey por quien avanzan los bandeirantes sobre el territorio, es por el rey por lo que son expulsados los franceses, es por el rey por lo que los criollos y mestizos se extienden sobre el continente y se reorganizan. A pesar de esta posición incontestada del monarca, en la América Española y en el Brasil el rey todavía es un rey lejano y absconditus, unido a Europa, y es precaria la actualización de su esencia redentora en el tejido de la confusa sociedad que se formaba. Distancia que repercute de modo directo en la polisemia característica del barroco en el Nuevo Mundo. Nuestro barroquismo colonial es el registro de una sociedad sin claridad, sin transparencia, que contamina un paraíso natural con el pecado original de la ausencia de una noción completa y coherente de comunidad o de totalidad, a pesar del rey. Si, por un lado, la Corona no autoriza la réplica literal de las estructuras jerárquicas peninsulares en América, por otro no dispone de otro mapa político y social para ejercer su papel organizador en el nuevo continente. El resultado es que la América Barroca se transforma en un espacio constituido por órdenes, corporaciones, estados, camuflados o no, separando y juntando a peninsulares y criollos, indígenas, negros, mestizos, cada uno como una galaxia cultural con sus mapas de navegación cada vez más rotos y distantes de sus orígenes. Los hombres americanos están en estos lugares, son definidos por ellos, pero sin seguridad metafísica (Theodoro 1992). La acción centralizadora de la Corona favorece el ejercicio de su poder, pero aparta de las órdenes y de la jerarquía la condición de estructuras constituidas y solidificadas por una larga historia, de modos de vida solidificados por una trayectoria larga y densa.
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Es por esta puerta por la que el lenguaje del barroco se fortalece, mostrando sus poderes y sus límites. Desprovisto de metafísica, reclama la posibilidad de que todo resida en la elección de todos, en formas radicalmente democráticas de vida social, pero se abre, simultáneamente, a la producción de jerarquías y desigualdades que aspiran a su naturalización. Sin una gramática exigente de valores, su materia son las ruinas sin pasado, ruinas del presente y del futuro, al contrario del barroco europeo. Su experiencia se hace sobre lo provisional, sobre la provisionalidad de la vida, sin engendrar ningún proceso de autoclarificación de la sociedad, asumiendo y multiplicando sus laberintos, sus máscaras y su fragmentación. Pero no se agota en esto. Sus ruinas son destrozos paradójicos, recreaciones de lo provisorio y de lo inacabado como celebración de la vida, de la inagotable energía que alimentaba la creatividad humana en la lucha contra la inmensidad y la soledad de la naturaleza. En el barroco americano lo provisional deja de ser la manifestación de la ausencia, de la falta, de la imperfección y del exceso, medidos por patrones teóricamente estabilizados, para erigirse en el modo característico de vida y en la forma apropiada de su reproducción. Y se transfigura en alegoría o metáfora para hacer del exceso y la imperfección los modos posibles de contener la cornucopia de significados y sorpresas de la vida. En este barroco entregado a la aventura de construir un nuevo mundo las ruinas no están envueltas en la penumbra del pasado, ni se prestan al paseo de espectros melancólicos, multiplicándose en cuanto forma de un presente inacabado, nostalgia y anhelo de un orden que debía ser todavía plenamente construido y estabilizado. Lejos de consagrarse a la preservación de una tradición, aglutinada en torno a valores claros y objetivos comunes, nuestro barroco es puro lenguaje en movimiento, ejercicio infinito de búsqueda de sentido, un eterno presente en busca de significado, la persecución de un telos todavía misterioso. Un presente, por tanto, que no se abre a la idea de historia sagital o dialéctica, de flujo del tiempo como recurso disponible para la constitución de ese orden. América se va construyendo en movimiento, pero sin una idea clara de futuro y sin un origen que le permita reproducirse, poseedora, si acaso, de los lenguajes del verismo y del sentimiento. Por eso, es deseo permanente y ansiedad profunda de orden y significación, motivos que se encontrarán en lo profundo de los movimientos a favor de la autono-
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mía política, diferenciando a Brasil del resto de la América Ibérica. El Brasil autónomo nace de y en esta tradición, repentinamente abierta y arrebatada por el rey para el milagro de las transustanciación de la colonia en totalidad histórica autónoma. La independencia brasileña no es fruto de una sociedad entregada a los valores revolucionarios u originales en relación a su pasado. Ni es obra de ex-súbditos lusitanos convertidos en morada de un self puntual, con sus derechos civiles y sus motivos de autoreforma traducidos en liberalismo político. Más bien al contrario. Es la voluntad del rey la que interrumpe la inercia de la vida y cumple con el anhelo del barroco, con su telos oculto, creando una nueva nación como actualización de una idea perteneciente a su naturaleza. Es el rey quien cancela la colonia y la provisionalidad de la vida inventando un país, garantizando su unidad e instaurando su eternidad. Es él, simultáneamente, el origen de una nueva criatura política, que alcanza la vida sin los aderezos contractualistas, y es también su certeza existencial. Sus tres cuerpos –el físico, el jurídico-político y el semiótico– teatralizan Brasil para Brasil, atestiguando la existencia de algo enteramente nuevo –un país, una nación– sin la necesidad de revolucionar la sociedad. La tradición barroca y el rey barroco e ibérico se encuentran para hacer nacer desde arriba un artificio cuya realidad es asegurada por la propia figura real y por todas las liturgias de autocertificación que la monarquía moviliza, disciplina o inventa. En este sentido, el gesto del rey, si no revoluciona inmediatamente lo cotidiano de la sociedad, instaura un proceso político revolucionario destinado a desdoblarse como constitución real de la nación y transformación de sus formas de vida. La independencia política brasileña se encuentra estéticamente consagrada, en el sentido de la tradición barroca, en un cuadro de Pedro Américo, miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes. La pintura fijó en el imaginario nacional la imagen del grito de Ipiranga, que separa al nuevo país de Portugal: don Pedro y unos pocos jinetes con los sables levantados, cercados por la jungla, contemplados con absoluta perplejidad por un paisano llevando un carro de bueyes. Hay algo aparentemente perturbador en esta visión pictórica de la fundación de Brasil. Parece faltar el elemento épico, el heroísmo bañado en sangre, ejercido en un escenario grandioso y terrible, propio de las fuerzas titánicas tan frecuentes en los poderosos mitos de origen de otros países y naciones. Todo lo que resalta en el lienzo es
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apenas esto: el grito de un rey. Todo el ambiente y los personajes que envuelven este grito y el rey son irrelevantes, son nada. Los jinetes son copias del rey, la naturaleza es indiferente y el paisano es puro susto, momento en que algo nuevo y repentino suspende la vida y su inercia. El escenario no es nada porque es de la nada de donde el rey comenzó a inventar Brasil, proyectándolo como obra propia, como totalidad emanada de su voluntad. Brasil no se levanta sobre los cadáveres de los héroes, no se siembra regado por la sangre del pueblo en armas, no se instaura a merced de los generales, sino que surge como un acto del rey que se llena de plenitud al deliberar. El cuadro apenas significa esto: el rey decidiendo y creando. Las antiguas colonias españolas siguen un desarrollo diferente. Aunque inicialmente la lucha por la autonomía se de en nombre del propio rey, en demanda de la autonomía local característica de los antiguos Austrias, poco a poco se transforma en lucha contra el rey, en guerra colonial. Perdido el rey, desaparece la unidad territorial del antiguo espacio colonial, ahora fragmentado en repúblicas deshabitadas por una verdadera ciudadanía. En la lucha contra el rey y contra la tradición, las nuevas naciones americanas de lengua española son obligadas a interpretar el papel de sociedades con historia, sin los personajes adecuados y sin utopías. Pero es la propia naturaleza plástica del barroco la que parece autorizar esta incorporación negociada del tiempo y de la historia para sobrevivir mejor a su condición de arche, de origen de la pluralidad de experiencias que transformarán el antiguo espacio del Imperio Español en un complicado e inconcluso mosaico político y social. Mientras que el barroco ibérico es la reafirmación subjetivista de la tradición y del pasado, giro voluntarista de una sociedad en busca de sus fundamentos tradicionales, el barroco brasileño vive una dinámica opuesta, y apenas se completa mediante la creación expresiva de lo nuevo: una nación, una nueva totalidad histórica. Pero una nación todavía aferrada a la gran tradición monárquica y cuyo autoreconocimiento depende de la presencia creadora del rey, con sus cuerpos. Con todo, si el rey barroco cumple su papel al instituir la nación, su cuerpo doble o triple –sustituto formal de la utopía, inexistente en el barroco– ya no abriga, en un Occidente posbarroco, la capacidad de rasgar los velos de su futuro y de la historia que precisa una sociedad en cambio, seducida progresivamente por la idea de civilización y
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modernidad (Mattos 1990). Brasil nace por el grito milagroso del rey barroco, pero su plenitud y madurez sólo podrían ser inauguradas mediante las lentes telescópicas del liberalismo. Liberalismo descarnado de su metafísica, apropiado como gramática susceptible de expolio. El ardor revolucionario y liberal que Faoro (1973) celebra en la Revolución Pernanbucana, ruta alternativa de autonomía y organización de la nación, es derrotado militar y políticamente. A pesar de esto, el pensamiento liberal ejercerá una función progresista innegable en la formación del Brasil independiente. Florestan Fernandes (1976) y Werneck Vianna (1997) no dejarán de señalar este papel socioeconómico fundamental del liberalismo, que se instala en nuestra formación social adquiriendo la figura de horizonte de modernización, con repercusiones directas en la organización constitucional e institucional del nuevo país y en el campo del derecho. Para estos dos autores, el liberalismo pierde entre nosotros su estatuto de expresión clara de formas de vida existentes, transformándose en eje de una revolución «encapuchada», en palabras de Florestan, o de revolución pasiva, de acuerdo con Werneck Vianna. Liberalismo de Estado, añade todavía Vicente Barreto, que ofrece sustancia a un proyecto transformador de largo alcance, insinuando en una tradición espacial y territorialista la idea de tiempo como recurso para la gradual sincronización del país con el mundo moderno y occidental (1982: 57). Liberalismo, sin embargo, que no se extiende con rapidez a la nación y a la sociedad, abdicando de la afirmación perentoria y universal de los derechos civiles y políticos, cuya presencia recrearía desde abajo lo que había sido inaugurado desde arriba. El cuerpo del Estado y fundamento de la dimensión pública se abre así a la invasión de la figura real instaurada al margen de contratos y pactos sociales. De este modo, el rey barroco y el liberalismo de Estado confraternizan y se instrumentalizan mutuamente, combinando tiempos distintos y configuraciones diferenciadas de valores, sin que ninguna se pueda verter inmediatamente sobre la sociedad como cascada coherente y transparente de sentido para la vida social. Brasil se vuelve más complejo, tocado ahora por un lenguaje consciente de su filiación a la modernidad occidental. Es en este abrazo de tradición y liberalismo donde reinventamos nuestros laberintos y, simultáneamente, nuestra capacidad de movilizar una sociedad fragmentada y desarticulada. Es en medio de la contradicción y de la fragmentación donde el Imperio
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logra organizar una dimensión pública, responsable de la preservación de nuestra unidad territorial, reiterando su compromiso espacial y territorialista. Antonio Manuel Hespanha desarrolla la tesis fecunda de que Iberia sólo inició un proceso efectivo de constitución del Estado moderno con Pombal en Portugal y con los Borbones en España. El traslado de la Corte lusitana a Brasil llevó a nuestra formación social este Estado en creación, herencia que recibe nuestro Imperio y que se moderniza por la asociación con el liberalismo. Tradición y liberalismo organizan así una dimensión pública y desencadenan un largo proceso de modernización institucional y legal del país, materializando lo que será una característica de nuestra historia: el expolio antropófago de Occidente, favorecido por la lengua del barroco y por la movilización de la sociedad siempre que la dimensión pública encarne esta permanente sed de significado común para la vida social.
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Q UINTO I MPERIO . R UINA DE LA UTOPÍA EVANGÉLICA AMERICANA EN LA CONCIENCIA BARROCA HISPANA Fe r n a n d o R . d e l a F l o r
La vence Deus com sangue, com ruinas, com lágrimas, com dor da cristiandade. ANTONIO VIEIRA
A fines del siglo XVI, la realidad de una América en gran parte sin evangelizar o decaída en su estatuto cristiano infunde melancolía, aun en los espíritus misioneros que actúan denodadamente convirtiendo en masa a los indígenas. Conforme en todo el orbe aumenta el número de los bautizados y de los sometidos a la palabra de Cristo, no se puede decir que disminuya el número de los «bárbaros»; el de aquellos, todavía y siempre, por cristianizar. Además, a éstos se les unen, en suma creciente, los herejes y los réprobos, los anatemizados, renegados y el contingente siempre creciente y en verdad insondable de los falsos y sólo superficialmente cristianizados: moriscos, criptojudíos, alumbrados, luteranos... indios, finalmente. La aspiración al reinado utópico de una Iglesia ecuménica y verdaderamente universal se quiebra sin paliativos en Japón y China, territorios de los que el propio Francisco Xavier volverá «desencantado» (Valladares 2001 y Sola 1999), y donde las dudas sobre la legitimidad de la expansión evangélica mediante la guerra prenden en los grandes teóricos como Acosta1. En efecto, incluso desde los textos apologéticos y propagandísti1. En su Parecer sobre la guerra de China y, también, en su Respuesta a los fundamentos que justifican la guerra contra China, o en el Memorial apologético dirigido al
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cos no puede dejar de vislumbrarse lo agrio y lo arduo de los avances y conquistas evangélicas obtenidas en aquellas antípodas culturales, lo que revelan textos tempranos como el de José Antonio Jarque, Iaponiae arge [sic] victoria (Zaragoza: Officina Regi, 1628). A ello se suman otras evidencias, como la de la imposible cristianización del propio Islam, dominio singular donde los mártires proliferan, pero en donde desde siempre no se produce avance sustancial alguno en la evangelización (Sosa 1990). Lentamente, se impone al espacio barroco la percepción de un decaimiento insoslayable y generalizado de la antigua Eclessia triunfans, que deberá renunciar ahora a su pretendido reinado planetario, a la culminación de un planeta católico, tal y como lo postula en su obra homónima un Campuzano y Sotomayor (1646). Todo ello fuerza y determina el que se generalice una reflexión melancólica2: es la conciencia de una verdadera imposibilidad y la constatación de la inevitabilidad de las «calamidades de la religión católica», como, en efecto, titula su tratado Ambrosio Bautista: Breve discurso de las miserias de la vida humana y calamidades de la religión católica (Madrid: Imprenta Real, 1635), o Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, Diez lamentaciones del miserable estado de los ateístas de nuestro tiempo (Bruselas: Roger Velpio y Huberto Antonio, 1611). Es, quizá, la evidencia de un abandono total de la misión evangelizadora en el continente asiático, una vez constatado el fracaso de Francisco Javier, la que supone en particular un serio correctivo al proyecto ecuménico de las iglesias ibéricas. Y esa pérdida o fracaso determina el que, dentro de la propia orden de jesuitas, se instaure la opinión de la necesidad de fortificar ahora una fe europea; una nueva atención dirigida hacia lo que son unas «indias interiores», las cuales también amenazan con perderse. Lo pone en evidencia Jerónimo Gracián a comienzos del XVII, en medio de la propia tensión vivida en el seno de uno de los institutos religiosos con más clara visión evangelizadora:
Presidente del Consejo Supremo de Castilla, por parte de los misioneros apostólicos (en Mateos 1954: 331-334 y 334-335). 2. Ésta de carácter bien distinto a aquella que, vinculada a la transgresión y a la censura, se explora ahora en el libro recopilado por Bartra (2004).
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Dicen que, aunque es bueno salvar almas, entendamos ahora con los que están en Europa cerca de nosotros, dejándonos de ir a meter entre gente bárbara, tan ruda e inculta que es dificultosísimo traerles a conocimiento de la fe. Porque somos pocos, y los que allá fueron van en peligro de la vida o perdiéndola en el camino, o siendo martirizados cuando allá llegaren, y que es menester fundar bien y fortificar nuestra Religión, cultivándola y perfeccionándola; y que los que hubieren de ir, han de ser grandes sujetos que hacen acá falta, y allá tienen incierto el provecho y muy probable el peligro; procuremos de ser perfectos en nuestros conventos amando a Dios y guardando nuestras Reglas, y dejemos esa empresa para otras religiones; que estas ganas de ir a convertir gentiles más veces nace de espíritus arrojados e inconsiderados que de verdadero celo (en Rosales 1962: 130).
Incluso las tierras aseguradas para Cristo, como podría ser el espacio colonial brasileño, entran a su vez en riesgo perentorio de ingresar en la esfera del dominio de la religión reformada, a partir del momento en que los holandeses desaten, en 1640, la más fuerte campaña contra los peninsulares en aquel continente. La pérdida de esa religión, tan costosamente asegurada, supone pisar una suerte de límite en aquello que constituyen las tribulaciones de la Cristiandad. Entonces, desde la homilética, se pretenderá un imposible: el enfrentar a Dios con la propia destrucción de su palabra, y la misma ruina de lo que se supone es su proyecto de evangelización. Vieira, en su sermón «Pela vitória de nossas armas contra as dos holandeses» invierte el sujeto de recepción discursiva y convierte a Dios en el interlocutor directo: Passará um dia de Natal e nâo haverá memoria de vosso nascimento: passará a Quaresma e a Semana Santa e nâo se celebrarâo os misterios de vossa Paixâo […]. Nâo haverá missas nem altares, nem sacerdotes que as digam, morrerâo os católicos sem confissâo nem sacramentos, pregar-seâo heresias nestes púlpitos, e em lugar de Sâo jerónimo e Santo Agostinho, ouvir-se-âo neles os infames nomes de Calvino e Lutero (citado por Saraiva 1980).
Al fin, la tarea impuesta hace desfallecer los pueblos sobre los que se proyecta, abriéndose en ese momento el abismo inquietante de una sospecha: la que ocupa el corazón de Paulo, el protagonista de El con-
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denado por desconfiado, para el cual es posible que Dios mismo no ame a sus criaturas y las tenga abandonadas a su destino y a sus fuerzas solas. A mediados del siglo XVII, portugueses y españoles están exhaustos y no pueden llevar ya sobre sí el peso de los avatares desgraciados de una evangelización imposible. Entonces, se vuelven irónicamente hacia el Dios que supuestamente les inspira en su visión del cumplimiento de la historia para situarlo ante la evidencia del total deshacimiento de tal misión sobrehumana. De nuevo, Vieira interpela crudamente a un Dios a quien desea enfrentar a la paradoja de una Providencia que no actúa a favor de quienes se sienten su brazo ejecutor: Que aniquile mesmo tudo o que há de portugueses e espanhois no mundo. Mas que se lembre das palabras de Jó: «Dormirei no pó e amanha, se me chamares, já nao estarei aquí». Um dia, tal vez, necessitareis dos portugueses, lhe diz ele, e dos espanhois, mais ja nao os encontrareis (citato por Saraiva 1980: 95).
En realidad, pronto se pasa desde las primitivas perspectivas optimistas del pancristianismo franciscano misionero a las visiones delirantes de una tierra, toda ella perdida para Cristo. Este modo «negativo», esta propia desperatio barroca en la promesa de cumplimiento del Reino, junto con la experiencia de la crisis de la Providencia, se hacen comunes en los imaginarios, ahora en fase depresiva, de las órdenes penitentes extremas y en aquellas otras que postulan una retirada final del mundo: cartujos, capuchinos, camaldulenses… La posición ideológica de éstos se sume en una feroz desestima mundana, mientras se refuerza su absoluta soledad de únicos «justos», renunciando, incluso, a la catequesis y a cualquier forma de evangelismo y difusión entre gentiles de la palabra de Cristo. Y es que en la Iglesia de ese momento particular se está imponiendo con fuerza un ideal de selección «heroica» y restringida. A las primitivas visiones de una humanidad necesariamente redimible en su totalidad, le sucede ahora el terror de la evidencia de la necesidad de un escrutinio rigurosísimo. La fuerza de la Iglesia para «elevar» a la humanidad doliente desfallece, e incluso los más virtuosos, encuadrados en órdenes contemplativas y penitenciales, dan el paso hacia el abandono activo del número creciente de pecadores –convertidos en
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una virtual massa perditionis–. Las exigencias de la nueva gracia, que en realidad sale reforzada de las disputas teológicas habidas en el siglo anterior, hacen casi improbable y, en todo caso, quimérica cualquier confianza en la bienaventuranza que, como acreditan los relatos barrocos, se quiebra en el instante último de duda o de pecado, ello incluso en una vida llevada en medio de la mayor virtud y observancia. Incertissimae salutis, por lo tanto, que planea por la época, deshaciendo cualquier sistema de seguridades y confianzas. Ello redunda, como estoy tratando de evidenciar, en un efecto centrípeto que supone el correspondiente abandono y desfallecimiento del sentido evangelizador de la empresa americana y que, más allá, impone también nuevas estrategias de legitimación que avalen la acción colonial. La América, sede terrenal de lo que iba a ser el «Quinto Imperio» soñado en algún momento por Vieira, es entendida progresivamente como un continente «enfriado», alejado con respecto al círculo de la palabra germinal, e, incluso, como un reino próximo a perderse3. Al tiempo, se afianza la idea de que fuera de la Iglesia no hay salvación posible (extra ecclesia nulla salus), lo que supone la condena explícita de una Colonia, al fin exterior o periférica al núcleo salvador de la institución de Cristo. El «angelopolitano Hemisferio» de los sermones barrocos no es ya sino una metáfora que comienza a percibirse como vacía de contenido. Visión negativa, implosiva y en cierto modo cerrada a la redención evangelizadora, a través de la cual se expresa el duro envés de un pensamiento posutópico. Es la misión imperial misma, en el momento de su «desistimiento»4, la que parece desfallecer ante la inmensidad de una tarea que, en verdad, no se puede cumplir, y para la que parece entonces no haberse medido bien las fuerzas. La melancolía y el desánimo son la respuesta específica ante el enorme volumen de la gentilidad americana; lo mismo que el castigo y la persecución son los instrumentos específicamente dirigidos contra los herejes, pues la distinción entre herejes y gentiles –y la mayor gravedad imputable a
3. Véase sobre esto una fuente extraordinaria de mediados del siglo XVII, los Vaticinios de la pérdida de las Indias y mano de Relox, del Marqués de Varinas, Fernández de Villalobos (1949). 4. Como, en efecto, lo llamó el Duque de Maura en su Desestimiento de la misión imperial (1958).
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los actos de los primeros– había sido ya efectuada por los teólogos y tratadistas como Pedro de Ribadeneyra5. El principio de esperanza y de ánimo, el cual había presidido los primeros momentos de las conversiones masivas en el mundo colonial, pronto se ve sustituido por las visiones de un orbe dúplice, cerrado a la palabra redentora, que tendrá pronto la conciencia de una intraductibilidad esencial entre culturas, abriendo así la caja de Pandora de la problemática inherente al teolingüismo practicado por el universalismo fundamentalista católico6. Todo se vuelve eternamente enemigo, extraño, renuente a la persuasión, perdido o, por decirlo de otra manera, definitivamente inconquistable al espíritu ecuménico imperial y católico. De ahí la visión extremada de un Gracián, para el que el mundo, a la altura de 1651, se encuentra clausurado al modo de la posibilidad y de la confianza, cerrándose definitivamente en sus palabras el ciclo del humanismo universalista: Porque assí como en una casa no se llaman parte de ella los corrales donde están los brutos, no entran en cuenta los reductos de las bestias, así lo más del mundo no son sino corrales de hombres incultos, de naciones bárbaras y fieras, sin policía, sin cultura, sin artes y sin noticias, provincias habitadas de monstruos de la heregía, de gentes que no se pueden llamar personas, sino fieras (El Criticón, III, 9).
Todo ello determina el definitivo adiós a la quimérica ilusión subyacente a la total evangelización: la de que fuera posible disolver y venir a concluir la historia universal, el «drama de los tiempos»; éste, según la Promesa, había de quedar cumplido en el momento postrero en que el último hombre, la totalidad de lo renuente al mensaje crístico, se hubiera por fin reintegrado al cuerpo místico universal, y la historia entonces hubiera llegado a su conclusión, y se encontrara lista ya para presentarse al tribunal final. El cuerpo misionero colonial se hace víctima ideal de toda esta nueva percepción desoladora que ahora aparece contrarrestando el despliegue utópico propio del primer momento de la Era Moderna, y lo hace al
5. Véase su Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Christiano (1595). 6. El cual ha sido muy recientemente abordado por Río Parra (2005: 27-47).
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proponerse en cuanto campo de liza de las fuerzas superiores que en él se concentran, determinando, incluso, de modo inconsciente, lo que es su «misión». Lentamente, a los espíritus que día a día asisten en el territorio colonial a un real fracaso de la utopía evangélica, se les revela la entidad de la tragedia acaecida, y, con ella, las nulas posibilidades de fundación de un «Quinto Imperio» o «Imperio cristiano» salvífico. La impotencia es el primer pensamiento que adviene a la conciencia misional barroca7, y ello mismo es el sentimiento que insidiosamente la preside, conmoviendo todas las estructuras de poder que actúan en la realidad colonial. Pues, en efecto, debido a la extensión y dinámica propia del campo de conocimiento de lo americano, y la llegada masiva de «noticias», la realidad monstruosa, irreductible, del continente se va imponiendo sobre las conciencias más animosas, que, en adelante, no pueden soslayar, ni cerrar los ojos a esta verdad que excede lo que son sus propios marcos de reconocimiento y asimilación. El misionero del período barroco pisa, además, los territorios de una destrucción denunciada ya como satánica en el propio mundo de las metrópolis de las que originariamente procede, abriéndose sigilosamente la estancia melancólica de la culpa8. Campanella lo explicita en sus habituales términos apocalípticos: En verdad, podemos afirmar que el Nuevo Mundo ha perdido en cierto sentido al Viejo, pues sembró la avaricia en nuestras mentes y extinguió el amor entre los hombres (La monarchia hispánica, cap. XVI, citado por Moreno 1999: 65).
Incluso en el interior –ideológicamente fortificado y legitimado– del sistema se abre paso esta evidencia, que se expresa en la forma de un irremediable sucederse de las cosas del mundo, al que el observador asiste con creciente melancolía. En efecto, la extensión de la ley del dios cristiano es inseparable de la violencia –compelle eos intrare–, y se ve obligada a expresarse siempre en metáforas que pertenecen por derecho al campo militar; en efecto: La [la Colonia americana] vence Deus com sangue, com ruinas, com lágrimas, com dor da cristiandade (Vieira 1957: 197). 7. Sobre este punto, véase Cesareo (1992). 8. Culpa religiosa de la que ha tratado Sacristán (2004: 43-62).
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El universo simbólico de lo conocido, que el misionero transporta con él, por otra parte, ya no ofrece las mismas garantías, ni configura, pese a los esfuerzos realizados en el plano discursivo, el sistema legitimador de seguridades que pudo representar al comienzo del proceso de asimilación9. Esto reduce por su parte el potencial de entusiasmo y la hybris de imposición de ese mismo orden simbólico, el cual, en la realidad, se presenta ya cuarteado a las conciencias más críticas, y ensombrecido por las polémicas, las prohibiciones y censuras; por las desautorizaciones y las críticas, feroces, también. Y, cuando no, por el propio cambio de paradigma producido, que deja como obsoletos y arruinados al conjunto de ideas y representaciones que del occidente medieval los imperios ibéricos habían transportado al Nuevo Mundo, y bajo las cuales había pretendido la lectura de su realidad nueva. En efecto, el mundo podría ser «nuevo», pero los textos que por entonces lo interpretan se habían vuelto, sin duda, «antiguos»10. La negociación, el conjunto de concesiones realizadas a las materialidades y urgencias de la política del interés, socava la voluntad utopista y evangélica, formada en el régimen monacal severo que se sigue en las metrópolis, y que mantiene el cuerpo misional en proceso de formación cuidadosamente alejado de toda contaminación física y conceptual de la realidad a evangelizar. Inconsciente en un primer momento de la lógica de explotación, a la que en definitiva sirve y legitima, el cuerpo misional luso-hispano realiza este descubrimiento, por lo general ya muy tarde, y, nunca, es preciso ponerlo de relieve, desde el corazón mismo de las cosmovisiones de origen, donde los eclesiásticos en general se permiten tener sus pensamientos alejados de la máquina colonial, la cual entretanto opera sin descanso, mientras, ese mismo contingente clerical, mantenido artificialmente ajeno a la materialidad brutal de la Colonia, la sublima en distantes y frías alegorizaciones y estructuras mitopoéticas, cuyo efecto consiste en ocultar su realidad histórica, lanzando considerables «cortinas de humo» sobre la misma.
9. Para abordar el problema de esa crisis de la representación colonial y sus consecuencias en el ámbito del arte virreinal en Hispanoamérica, véase mi «Planeta católico» (2002). 10. Argumento que ha desarrollado Grafton (1992).
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Ahora, en un lento proceso, comienza a evidenciarse el carácter pragmático de la evangelización, que no es, en definitiva, sino la legitimación de los mecanismos esclavizadores del hombre, propios de una economía capitalista en su primera edad, y supone la implantación, en el centro de cosmovisiones y mundos organizados primitivamente, de un principio fatal de explotación intensiva del hombre mismo y de la naturaleza11. La teología, aquí, como ha escrito Eduardo Subirats, en modo alguno es de «la liberación» cristiana del hombre, sino que se convierte en una verdadera «teología de la colonización» (2003: 136), en una contradicción directa con el mensaje y la función evangélica, según se advierte desde los discursos que, como el Gazophilatium, desean pese a todo conciliar la organización económica del territorio con los «negocios» de la salvación y la conciencia: Porque con obligar indios nuevos a este peligro [del trabajo en las minas], no se funda buena, ni aun segura capellanía para el alma de quien lo haze (Escalona Agüero 1675: 61).
Los textos dejan traslucir hasta muy tardíamente la convicción de que la «importación» de hombres de religión compensa simbólicamente la «exportación» del oro y la riqueza. Una doble circulación se impone de este modo, para solucionar con tal ecuación alegórica la descompensación perceptible en el plano de lo material, y, así, la Colonia «exporta» una sustancia corruptible –el oro, la plata–, que contamina de inmoralidad la metrópolis, mientras «importa» el viático del torrente religioso encarnado por los misioneros cuyo trabajo específico es «espiritualizar» ese espacio. De este modo, Luis Muñoz, en 1648, retomando lo que también se lee en la edición princeps de Francisco de Losa sobre la Vida de Gregorio López, escribe textualmente que este anacoreta ejemplar era, efectivamente, el «antídoto y reparo» de las enfermedades provocadas por la producción de oro (en Losa 1648: fol. 1v). 11. Lo cual forzará a la textualidad criolla a recaer en los «lugares» clásicos de evidencia de la dinámica negativa del interés y la codicia. Véase por ejemplo, Sabat-Rivers (1991: 187-198). El naufragio se alza como emblema y cifra vital de la «era melancólica», como queda patente en la portuguesa Historia trágico-marítima. Un análisis de todo ello puede verse en Soler (2003), y, antes, en Pérez Mallaína (1997).
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La tardanza en reconocer la base infraestructural del doble proceso de conquista (espiritual y material), cuyo sentido eminentemente depredador hace posible sin embargo la evangelización12 (aun cuando ésta no logra «compensar» los efectos de aquella), coincide, además, en general, con la senectud de los hombres de misión, desgastados en sus empleos, lo que constituye un acicate más para sus pesares, engendrando una específica melancolía misional que desemboca en episodios de remordimientos y desánimos, y que tendrán más allá su prolongación en los textos alegóricos que reflejan esta «tristeza americana», volcando en lágrimas y desventuras todo el imaginario de la Colonia. El misionero comienza a autoexplorarse por fin, en tanto títere o marioneta de otras fuerzas más potentes que lo manipulan, cuando se sitúa en la perspectiva del emplazamiento colonial. La ciudad material de la colonia –Babilonia colonial, y, también, auténtico «Infierno atlántico»; «Casa del Demonio», según el visionario dominico Francisco de la Cruz13; «Nueva Sodoma», para Pomá de Ayala, en que se han convertido Cuzco, Guamanga, Quito… (véase Kagan 2003: 278394)–, tiene, desde luego, otras determinaciones (que obedecerán a una lógica del interés y de la extracción), bien diferente a aquella que mantiene en planos ideales la existencia potencial de una «ciudad de Dios». El efecto inmediato es la total disyunción de las dos «ciudades», el crecimiento de la distancia insalvable que entre las dos media. Sólo los discursos de corte utopista son capaces de mantener, contra toda evidencia, la visión de un próximo horizonte en que confluirían por fin la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios. Entonces, toda la ética exigente, que pareciera conducir la acción eclesiológica, se revela a los ojos más críticos como profundamente penetrada por los lazos e insidias del mundo, ganada de antemano por ello, lo que arrastra al «hombre de religión» a un pacto por la fuerza con el vector agresivo de la colonización, bloqueando así definitivamente toda salida espiritual y utópica. Se trata de una auténtica aporía que se manifiesta, incluso, en el título de las obras de época, 12. La evangelización como legitimación de la explotación colonial es el argumento de la visión instaurada por Subirats (1994 y 2003). 13. Sobre este profeta ultramarino véase Abril Castelló (1942). El «demonismo» permea la materialidad de la Colonia, alzándose como un motivo central en la conceptualización de la misma, tal y como ha argumentado Mello e Souza (1992) y Cervantes (1996).
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por ejemplo, en la de fray Gaspar de Villarroel, que incluye explosivas referencias simultáneas a la paz y a la guerra en su Gobierno eclesiástico pacífico y unión de los dos cuchillos, pontificio y regio (Madrid: García Morras, 1656). América puede pasar a ser así considerada la representación misma del peligro que arrastra; la órbita perversora que precipita a ciertos sujetos hacia su propia perdición y derrota. De ello dará cuenta de modo explícito un libro único, situado en el fulcro mismo del siglo barroco, los Peligros de América y calamidades de la Religión católica (Puebla, 1650), del emblemista Andrés Ferrer de Valdecebro. Con menos explicitud que en este último caso, ciertos tratados de ascéticomística condenarán la extraversión conquistadora cristiana, restituyendo una idea distinta en lo que sería la dirección de una «conquista espiritual», exclusivamente orientada hacia la propia interioridad, como la que postula en 1595 –una época de grave percepción del problema colonial– Juan de los Ángeles, en sus Diálogos de la conquista del espiritual y secreto reino de Dios que según el Santo Evangelio está dentro de nosotros mismos (Madrid: Viuda de P. Madrigal, 1595). Podemos empezar a considerar que es en ese momento cuando hace crisis en verdad la noción misma de cristiandad, revelándose ésta a los espíritus como un escándalo, y como un imposible de efectuar, precisamente en nombre de las dosis de violencia que toda empresa universalista supone. Ello representa el fin por entonces de una aspiración largo tiempo acariciada: la de una conversión final de todas las gentes en el seno de una Iglesia verdaderamente universal. Este saber, que roza el límite de lo que se denomina la «conciencia posible» –o visión que puede alcanzar una época de un problema dados los condicionamientos que limitan su perspectiva–, no engendra rebelión transformativa sino melancolía; y se sustituye casi por completo la conciencia política por una conciencia «trágica»14, que va a actuar como gigantesca máquina alegórica de producir legitimaciones. Es ése el momento particular en que la plata se ubica, más como símbolo que como realidad factual de un capitalismo extractivo,
14. Algunos escritores se hacen los paladines de estas estrategias de desvío y legitimación de la inmoral situación de la Colonia, y de entre todos destaca el jesuita Vieira. Para un estudio del gran predicador bajo la óptica aquí expuesta, véase Palacín (1986).
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como la oposición rigurosa, terminante, a la Cruz (véase González Faus 1993); paradójicamente ambas se unen en el hecho (simbólico y material a la vez) de que las cruces coloniales suelen entonces revestirse de metal precioso, y aun la propia Virgen María, en las representaciones de época, no dejará de ser figurada bajo la apariencia monstruosa de la montaña aurífica por excelencia: Potosí. El pliegue rígido de la vestidura de la Virgen, recubierto de metales preciosos, metaforiza así el lugar central del valor en la Colonia, cerrando con una aporía el discurso sobre la misma. Se trata de un agenciamiento estético, de una apropiación simbólica que es una destacada estrategia hegemónica (Larsen 1990)15. Éste es, pues, uno de los sentidos que puede alcanzar la letanía, Divino Monte, Virgen-Cerro, ya que estas predicaciones señalan que en su interior maduran la plata, el oro y las piedras preciosas «espirituales» (Mújica 2002a: 258-355). En efecto, hay que comenzar a pensar que la representación del Sacromonte, que a menudo aparece como peana y basamento de las figuraciones de la Virgen, es también la imagen virtual y sublimada de lo que es el verdadero espacio plutónico de la mina, que sólo en muy escasas ocasiones (y nunca para los ingenios metropolitanos) desvela su naturaleza abiertamente ominosa. De hecho, la asimilación no sólo se produce en la plástica, sino también en el lenguaje poético, donde Cristo o la Virgen terminan siendo denominados expresivamente como «minas» escondidas y centros auráticos de valor, y, en definitiva, «minas celestiales»16, y «tesoros» sepultados (Salmerón 1644). Ellos conforman, junto con los santos, los Tesoros verdaderos de las Indias, como titula el dominico Juan Meléndez su obra de 1681 (Roma); y estos últimos santos son, precisamente, aquellos «metales humanos» que se templan al contacto de la Eucaristía, como desarrolla esta vez el libro del jesuita Carvajal, Nuevo beneficio de metales humanos… (1688)17.
15. Lo sustancial de esta conexión metafórica del plano aurífico y el divino con el fondo materialista de la extracción del mineral, debe verse en un sermón como el de Vieira de la «Primera Octava de Pascua» de 1656. 16. Como expresa Núñez Delgadillo, en Minas celestiales descubiertas en los Evangelios de Quaresma (1629). 17. Los «metales», en efecto, terminan siendo, tanto en lo metafórico como en lo real, cosa de eclesiásticos. Así, resulta que es precisamente el conocimiento de la metalurgia del Potosí el que permite al presbítero Álvaro Alonso Barba escribir su conoci-
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En este mismo orden de lo sacramental, no se dejarán de operar los traslados pertinentes de las bajas realidades materiales a este registro «alto» (y aun sublime), y así, a finales del siglo XVI, incluso la cadena de asientos militares y fuertes que señalaban y custodiaban el camino entre ciudad de México y las minas de plata de Zacatecas, al ser precisamente siete, son sujeto de una metaforización extraordinaria, convirtiéndose en el texto de Fernán González de Eslava, Coloquios espirituales y sacramentales, en los siete sacramentos de la Iglesia18. De este modo, no se rechazará lo que es la fuente y origen de la explotación capitalista, aplicándolo ahora a lo divino, y dejando sin solución posible y sin condena la antievangélica realidad esclavista en que todo el núcleo del sistema minero se asienta dentro del espacio del Antiguo Régimen. La conciencia de esta auténtica aporía moral desgarra verdaderamente los textos, que se esfuerzan en operar su sutura tranquilizadora: Más indios que metales an molido los ingenios, pues cada peso que se acuña cuesta diez indios, que se mueren; en las entrañas del monte resuenan ecos de los golpes de las barretas, que con las vozes de unos i gemidos de otros, semejan los ruidos al horrible rumor de los infiernos… A no aprovechar la plata de Potosí a los pobres del mundo, al culto de la Iglesia, al castigo de ereges, i al remedio de templos, pensara que el Demonio guió por allí los venados o espantó los carneros para abrir dos mil puertas por donde los ombres entrasen al infierno (Calancha 16381639, citado por Mújica 2001: 235).
La lógica íntima de este proceso contrastivo, el cual apunta hacia una sublimación justificativa del horror, descansa, pues, al final, en una evidencia que se desea material: la de que Potosí sostiene específicamente el gasto que genera una monarquía que batalla en plurales frentes por extender la palabra de Cristo. Propiamente, lo que ocurre con el Potosí es que es la «Bolsa de Dios», como así denomina a la ciudad y a su cerro aurífico uno de sus grandes y tempranos cronis-
da Arte de los metales (Madrid: Imprenta del Reino, 1640), y lo que, también, al cabo, permite extender la metáfora del oro a toda suerte de vivencias espirituales como sucede en la biografía de Isabel de Jesús, Tesoro del Carmelo, escondido en el campo de la Iglesia, hallado y descubierto en la muerte y vida que de sí dexó escrita (Madrid: Julián de Paredes, 1685). 18. México: Diego López Devalos, 1610 (ed. fac. de J. García Icazbaleta).
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tas, Martín de Murúa (2004). La idea está acrisolada ya a comienzos del siglo XVII, donde un Buenaventura de Salinas y Córdoba la emplea con agudeza argumentativa: Vive Potosí para cumplir tan peregrinos deseos como tiene España; vive para apagar las ansías de todas las naciones extranjeras […]; vive para rebenque del turco, para envidia del moro, para temblor de Flandes, y terror de Inglaterra, vive, vive, columna y obelisco de la Fe (citado por Mújica 2002b: 6).
En un dibujo extraordinario de la Crónica de Pomá de Ayala se revela esto mismo, en cuanto que en él la mina aurífica funciona como el basamento verdadero donde se encuentran estribadas las columnas de Hércules, verdadera divisa del momento expansivo, colonialista hispano. Al Plus ultra conocido, Pomá añade un matiz en forma de aforismo también: Ego fulcio cullunas eios («Yo sostengo las columnas de su reino»19). En efecto, es por dicha mina, al cabo, que «Castilla es Castilla», pero, en un segundo paso, más arriesgado, cabe también asegurar que por Potosí también «Roma es Roma», certificando la dependencia de la general empresa cristianizadora ecuménica de las riquezas extraídas de Potosí. Ello cuaja en ocasiones en perspectivas sincréticas, donde el oro y la religiosidad se funden en una mutua predicación metafórica, como sucede con la acuñación de monedas de plata para la efigie de Santa Rosa de Lima, que es saludada así por un hagiógrafo de la época: Beatificando a Rosa, abrió los Tesoros Espirituales […] y fundiendo medallas en preciosos metales, gravó la efigie de la reyna de los Cielos, venerada en el Rosario, con el Niño Dios en los braços, y estampó a Rosa, para que alentándose por este medio prósperos sucesos la púrpura augusta de Clemente Máximo, la Ciudad de Roma, y la República Christiana… (Parra 1670, cit. por Mújica 2001: 55)
La sublimación aurífica permite al mineral ingresar en una esfera religiosa que naturaliza su presencia anómala, producto de un complejo y bárbaro proceso extractivo. Ello explica el que en territorio 19. Véase la ilustración correspondiente de su Nueva corónica y buen gobierno (1987).
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peninsular, en San Miguel de Piña de Campos (Palencia) se pudiera alzar la capilla funeraria de fray García Guerra, arzobispo de México y Virrey de Nueva España, en cuyo escudo se lee la inscripción: IN CAPO AURIPLENO PUGNAVI CUM AGARENO ET HEC EXPOLLIA ABEO ACEPI AVE MARIA
(«Luché con el infiel en tierra llena de oro y cogí el expolio. Ave María») (en Santojona 2003: 191).
Todo ello se abre, pues, a través de la veladura que le impone el discurso de la legitimación, a un escenario de intercambio colonizador donde la espiritualidad superior y la cultura se canjean en realidad por materias primas. Perú es explícitamente para España, dicho en el propio Tesoro de la lengua Castellana: Provincia famosísima en la India Occidental, conquistada y señoreada de los católicos Reyes de España, de donde se han traído tantos millones de oro y plata. Y en cambio desto se les ha comunicado la Santa Fe Católica, tan asentada en aquellas partes, como en las demás donde se ha predicado el Evangelio (Covarrubias 1995: 819).
Los pilares de todo el proceso de aculturación y conquista se ven políticamente revelados y expresos por los discursos técnicos que, en modo alguno, pueden ocultar el motor central de los procesos. Así, el lema de Saavedra Fajardo resume con energía la empresa de colonización, sustantivándola en ese FERRO ET AURO de su discurso emblemático 69. «Ni un instante –escribe Saavedra– quiso la Providencia que estuviese esta monarquía sin el oro y el acero» (1972). Las montañas mismas, según la argumentación de Saavedra Fajardo, fueron creadas para contener en ellas al oro y al acero de que se sirve fundadamente la monarquía española. El discurso que ciñe el tema de la extracción del oro (el «sangrado de las venas del metal luciente», como se gusta de caracterizar en lo discursivo el proceso metalúrgico) tiene, no obstante, sus meandros, pues que en último término parece que su desarrollo es encomendado a los propios productores simbólicos, particularmente a los más exhortativos y metafóricos de ellos: los poetas y los pintores (Rull 2002: 385-411). Sensibles a una tradición clásica, ciertos intelectuales del momento, tal que Quevedo, parecen querer ignorar la quimera aurífica del momento, la cual claramente determi-
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na el sostenimiento mismo del imperio español de entonces, condenando literariamente ese lugar de materialidad extraordinario y de régimen brutal que es la colonial «mina funesta»: Pues la naturaleza, viendo que era tan contrario a la santa paz primera, por dañoso e ingrato a quien lo estima y por más esconderte sus lugares, los montes le echó encima, sus caminos borró con altos mares20.
Así, a través de los juegos de ocultación y veladura de lo doloroso e insoportable, y acaso en verdad bloqueado el acceso a la verdad por la implementación simbólica y el discurso legitimador de carácter religioso, la «quimera del oro» y su expansión tropológica alumbra el verdadero nacimiento de la «edad de hierro colonial». Algo que bien podemos identificar con toda la época barroca, calificada cervantinamente como era del «vil metal», la «Edad de Hierro». Merced a esta sobreimposición del valor del interés y de la mercadería y la soberanía final que sobre el mundo ostenta el patrón oro21, se opera también la inversión postrera de los esquemas utópicos y de las proyecciones idealizantes que fueron las características de una primera y lejana fase humanista. El espacio de la Colonia es, sin ambages, la cámara del tesoro imperial, el gazophilatium regium –el título de la obra mercantil de Gaspar de Escalona–. Las nuevas columnas de Hércules del Imperio están estribadas, en efecto, en las montañas auríficas de Potosí. El propio concepto depurado de un continente americano nuevo e inocente, apartado de todo interés material, se transmuta, en el seno de la nueva lógica, en lo que son sus antípodas, irredimibles, bárbaras y perdidas: «Nueva África», por lo tanto, y, en metáfora de época: «África del comercio humano». Ello hasta venir a dar en pintar el cuadro desestructurado de ese mismo mundo; mundo de donde el Bien finalmente ha desaparecido, tal y como relata un Baltazar Dorantes de Carranza en su Sumaria relación: 20. Véase la exégesis que de ello hace Pedrosa (1999: 112 y ss.). 21. Soberanía explícita en tempranos textos, como el de Blasco Pelegrin Cathalán, Tropheo del oro: donde el oro muestra su poder, mayor que el del sol y de la tierra (1579).
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¡Oh Indias!, alcahuete de haraganes, banco donde todos quiebran, depósito de mentiras y engaños, hinchazón de necios, burdel de buenos, locura de cuerdos, fin y remate de la nobleza, destrucción de la virtud... ¡Oh Indias!, anzuelo de flacos, compendio de malicias, casa de locos, presunción de soberbios... ¡Oh Indias!, juguete de vanos, ascensión de livianos y desvergonzados, ojos quebrados a lo bueno y de lince y claros al daño de su vecino... ¡Oh Indias!, mal francés, dibujos del infierno, tráfago de behetería... ¡Oh Indias! madre de extraños, patria común de los innaturales, dulce beso de paz a los recién venidos, madrastra de vuestros hijos y destierro de vuestros naturales, cuchillo de los vuestros, azote de los propios (Dorantes de Carranza 1902).
En esto se ha convertido, en el breve plazo de cien años, la perspectiva sobre el indio de un Bartolomé de las Casas en su Brevísima…: Todas estas y universas e infinitas gentes a toto genero crió Dios los más simples, sin maldades ni dobleces (1965: 55).
Envuelto todo en el giro de la antropología indiana desde un polo positivo a uno negativo (Hodgen 1964), una verdadera nostalgia del bien perdido y de la doliente humanidad colonial que lo representa se extiende por los textos, junto con una última atribución a Dios de la responsabilidad en la desdicha, con la intención doble de exonerar de culpa a las víctimas, cuanto de no implicar directamente la responsabilidad de la máquina de conquista. Operación compleja de la que se hace garante un extraordinario observador del enterramiento de la utopía americana: El quien anda trabaja y pierde y llora y muere y pasa hambre y veve mucho aguazero, mal pazo, mal jornada, triste cin candela el huydo ladrón tiene que andar en estos meses, aci de los indios de la minas y plazas se mueren y se quedan. Y no tienen culpa ellos, cino Dios lo manda aci (Guamán Pomá 1987: 1164).
Pero el religioso de misión sufre en su experiencia de entonces otros cataclismos, y se verá por lo demás obligado a otras torsiones de sus esquemas conceptuales de carácter exclusivamente espiritual, lo que hará de él sujeto ideal de una depresión y de una melancolía
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específica en el contraste con una realidad brutal. Pasados ya los primeros momentos –que podemos hacer extensibles hasta las décadas del setenta o el ochenta del Quinientos–, el indio ha terminado por perder, desgastada en el contacto con el «otro» metropolitano, toda la inocencia y la puerilidad que hasta entonces, al menos en los discursos, habría promovido su protección necesaria, así como su tutelaje paternalista. Aquí una quiebra importante se produce, pues lo que en realidad se fractura es un vector que, aunque escondido, determina también la política barroca: el amor. Éste, como pasión central que moviliza al hombre y alienta su utopía, se ve sustituido por los afectos contrarios que lo combaten y lo reducen: el odio y la incomprensión (Cardim 2000). Acaecen, en realidad, la inversión simétrica y el descabalamiento final de lo expreso por la profecía de Isaías en torno a la realización de una final pietas concordiae universal, la cual, además, había sido puesta en expresa conexión con el continente americano: Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yavhé, como llenan las aguas el mar (Isaías, 11).
Las guerras contra los chichimecos de finales del siglo XVI, junto con otras experiencias que cierran la primera época de expansión bélica, hacen que el nativo comience a ser presentido cada vez con más evidencia como un «otro», a todos los efectos irreductible. Su mundo sólo aparentemente se presta a la colonización evangelizadora; en realidad sucede que su idiosincrasia permanece cerrada al modo de la experiencia que de la misma hace la máquina administrativa religiosa. Dotado de un fundamento de existencia cuya profundidad en realidad se desconoce, y que está firmemente anclada en peculiaridades antropológicas, las cuales, además, han sido removidas y censuradas violentamente, el nativo comienza a ser pensado como ser de imposible reintegración (sino sólo hipócritamente) en la esfera del orden dominador. Ello se logra en todo caso ocultar a través de dos afecciones extraordinariamente desarrolladas en el nativo por el contacto con el colonizador: el disimulo22 y el acomodo (Klor de Alva 1982). 22. Véase sobre ello mi libro Pasiones frías… (2005).
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La obsesión contabilizadora de conversiones, pronto revela la naturaleza ilusoria de una rápida y superficial cristianización23. Pronto, la certeza es la de que se ha producido el irreparable aniquilamiento simbólico del «otro», lo que lo deja para siempre suspenso entre órdenes de realidades que ya no puede entender, y a ninguna de las cuales podrá ya adscribirse con certeza, y ello corroe como una culpa los ánimos más analíticos y profundos. Cuando se intuye con precisión el que a la destrucción del fundamento y suelo cultural anexado no ha seguido la asimilación natural y voluntaria en el nuevo orden allí inaugurado, entonces es cuando se abre paso la postrer figura del indígena en cuanto huérfano y peregrino desolado por su mundo arrasado. Indio del que se tendrá ahora la sospecha de que rechaza y odia (siquiera sea en su inconsciente) la sobreimposición de otra naturaleza sobre aquella primitiva, de la que irremisiblemente ha sido despojado. Peregrino entre mundos, unos destruidos otros no enteramente propios: es así como se ve Pomá de Ayala, peregrinando con su libro aculturado entre sistemas y mundos de desigual arquitectura. Ello hace ser al nativo, desde la perspectiva dominadora y la esfera de la soberanía, un ser irredimible, contra el que se manifestará pronto una inquina y desconfianza singular, pues ella expresa un «despecho» y una frustración misional que se revuelve contra lo que es su objeto no alcanzado. La conquista de las almas no se produce con la automática manumisión de los cuerpos, como pudiera haberse pensado. El alma nativa es lábil, y, debido a su superficial cristianización, recae continuamente en sus primitivos estados, mientras mimetiza en una máscara hipócrita los gestos automáticos de una fe exterior, impuesta, punto menos que violentamente, desde el orden colonial eclesiástico. Peligro inminente y constante de reversión y recaída, pues, de lo que habían sido considerados antiguos «campos sembrados por la palabra»; algo que es también percibido desde el ámbito protestante, según la observación de Bacon: Pues está escrito que cuando Cristo retorne no encontrará fe alguna sobre la tierra (2001: 51). 23. De esta contabilización ha tratado Bouza (2003: 27).
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Los males se encadenan y acumulan, pues, sobre el Nuevo Mundo, incluso aquellos provocados por la propia perversidad en medio de la que actúa la máquina integrada de lo misionero-colonial, que agencia en ocasiones estrategias anti-humanistas para sus propios fines. Como a estos efectos considera el propio Mendieta al filo del Seiscientos: En los tiempos de agora verdad es que los indios están muy maleados y aviesos de lo que solían; pero no hay razón para echarles desto la culpa, sino antes maravillarnos y alabar a Dios de que no hayan dejado totalmente la fe y aborrecido el nombre de cristianos, según los malos ejemplos y continuos que reciben de los que nos preciamos deste renombre... (1971: I, 256)
Lo que es la percepción irrebatible de la entidad y relevancia a todo fin que cobra el desastre genocida, impide al misionero nuevos escapes de la realidad, sumiéndole en una melancolía específica de su casta, y que Pablo de León había definido, a otros efectos y en tiempos anteriores (con todo, todavía de relativa esperanza), como «tristeza en el servicio de Dios»24. El cuerpo del misionero se siente «atrapado» en América, pronto convertida en el reino donde se manifiesta de modo palpable el fracaso mismo de aquella utopía, consistente en asegurar como posible la «organización religiosa de la tierra». La muerte y la degradación física y, sobre todo, lo que a la consideración de estos evangelizadores se presenta como las propias y evidentes condiciones de vida de los contingentes nativos, se imponen como una realidad mortificante, algo que ya ningunos ojos (por muy tornados hacia el cielo que se muestren) pueden dejar de ver, revelándose de modo indiscutible el tributo sacrificial que las relaciones de producción occidental exigen tradicionalmente en el contorno de lo que son sus territorios de conquista y extracción. El fantasma de la culpa, por más que poco explícito, desencadena, desde luego, sus efectos particulares en la idiosincrasia europea transplantada en América25. El cuerpo sufriente y, en realidad, en sentido propio, crístico del indígena, aparece convocado como un fantasma en el seno de los dis-
24. Véase su Guía del cielo (1558), ahora en edición de Vicente Beltrán de Heredia (1973), con abundantes capítulos sobre la acedia eclesiástica. 25. Sobre el tema, véase Pewzner (1999), y, naturalmente, Delumeau (1983).
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cursos de la manipulación y la hagiografía, trenzados entretanto en las lejanas metrópolis coloniales por instancias emisoras en buena medida ajenas a la tragedia acaecida. Ante estas visiones, el sentimiento del desastre se afianza; pero lo hace, podemos suponer, en la forma de una interiorización y encriptamiento en la conciencia, desde donde actuará como una secreta fuente de remordimiento, como un «reprimido» histórico. La economía simbólica de la misión, deseando redistribuir el sufrimiento y reparar la descompensación real, al menos con una satisfacción en el orden de lo imaginario y discursivo, accede a implementar la consideración del cuerpo del misionero como cuerpo excepcionalmente castigado y sufriente. Algo, podríamos decir, que, al cabo, compense y reequilibre el gigantesco daño por otro lado inferido. Ello llega, en su más extremada figuración, a la imaginería de lo martirial, de abundante presencia en el espacio colonial. La sofisticación de lo legitimador en esa pulsión martirial traza un arabesco, cuyo camino lo marca el sueño de Francisco Xavier, según lo relata Pedro de Ribadeneyra26. Para aquel santo, el indio termina siendo la «cruz» que el misionero cristiano debe para siempre cargar. Y, en efecto, los jesuitas gustan de autorrepresentarse «cargando» hombres andinos, como si fueran cruces; por ejemplo, en el lienzo que se custodia en el convento de Santa Catalina de Cusco. Es el caso que el contingente misionero se precipita simbólicamente en la consideración de su condición, en cuanto verdaderamente arrojada a un teatro lleno de crueldad y tortura, por medio de lo cual se compensa, en un régimen de intercambios desiguales, lo que la irrupción en verdad ha supuesto. La filosofía martirial hispana y en general ibérica se revela así como una obra maestra, como una pieza clave del proceso de ocultación de las realidades que operan en el plano de los hechos sociopolíticos. Pues debemos hoy suponer que, precisamente, la exageración penitencial del héroe colonial cristiano, el carácter durísimo de las travesías que se imponen a la ejecutoria misional, no hacen entonces sino tratar de anular el fantasma del cuerpo, aún más infamado, del esclavo, resurgiendo poderosamente ahora el espectro lascasiano de la «destruyción de las Indias» en la calidad de un no-dicho (y ya, por siempre, imposible de decir); en la forma de lo obviado y 26. Hay reproducción del mismo en Mújica (2002: 234).
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objeto de una represión dentro de un circuito elíptico que ofrece como víctima oblatoria el propio cuerpo del misionero destruido por las tensiones que lo desgarran, y ofrecido ahora bajo la fórmula patética de lo autoinmolativo. Tal apertura, en el plano discursivo, trata de contrarrestar la evidencia, que empieza a ser reconocida por los intelectuales criollos, de un daño inmenso inferido en lo autóctono27. Los colonizados, como advierte Sigüenza y Góngora, forman un pueblo: Terrible en el sufrir, después del qual no se hallará otro tan paciente en el padecer (citado en Lorente Medina 1996: 28).
Lo sacrifical implicado en el gesto testimonial misionero borra entonces el sentimiento de masacre, compensándola simbólicamente, pues arrebata, incluso, la soberanía y propiedad del dolor al «otro», alzándose con el valor que a la misma se le atribuye en la mentalidad martirial cristiana. Es lo cierto que los aspectos victimarios y crueles del mito cristiano cobran una suerte de exasperación en el paisaje desolador de la Colonia. Ante la aporía, sin resolución posible, que implica a los misioneros en la «salvación» de lo que sin embargo a cada paso se destruye, la aspiración al sufrimiento emulatorio se instala por doquier. La «tristeza colonial» posee legítimamente las vidas intelectuales, golpeadas en su conciencia por la magnitud que cobra el drama acaecido. Así, será lejos de las metrópolis originarias donde más precisamente se profundizará en las representaciones de la melancolía y la desesperanza. De esta manera, pues, contaminados de aquella actitud, para los poetas instalados en la metrópoli, el espacio colonial se convierte también en el «teatro» ideal para la representación de toda suerte de destierros de amor: En esta parte donde el Sol ardiente apenas muestra el resplandor sagrado, Amor quiere que muera desterrado de toda mi esperança y bien ausente (Cueva 1582).
27. Cuerpo autóctono que sólo en el siglo XVIII conocerá, de la mano de la melancolía, su capacidad de rebelión abierta (Enríquez Valencia 2002).
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Y debemos suponer también que es allí, en esos territorios, donde se instala al cabo una gran pasión por la representación descarnada de la muerte; una querencia de esa «última línea de las cosas» que, ciertamente, viene a resolver todas las contradicciones y a suprimir de golpe una historia inviable tanto en lo personal como en lo colectivo. Naturalmente, esta «tristeza» de los dominadores, esta depresión que afecta a toda la esfera de la soberanía y que persigue su ejercicio como una sombra, es sólo vicaria de la mucho más profunda y directamente sentida (aunque en este caso carente de representaciones culturales), que experimentan los dominados, hasta llegar a la acuñación expresiva del lamento de todas las etnias aculturadas: el Planctus Indorum christianorum: el Llanto de los indios cristianos28. En razón de todo ello, puede decirse que un viento de Apocalipsis cruza el espacio discursivo de la Colonia y desplaza el antiguo interés en la naturaleza y singularidad del Nuevo Mundo, en nombre ahora de la constatación de lo que, en verdad, ha supuesto lo que se presenta ya como resultado de una confrontación aniquiladora con el «Viejo» (Prosperi 1976: 1-61): Les destruyen estos reinos sustentando y obrando una crueldad tan inaudita como es destruir y asolar tan amplísimas regiones, no dejando memoria de los innumerables moradores que en ellas hallaron (Códice Mendieta, I, 245, en García Icazbalceta 1971).
En estas condiciones, una «política de la nostalgia» por el primitivo incontaminado –especialmente los más nobles de todos ellos: el inca, el azteca– acaba por filtrarse en los discursos de la Colonia, caracterizándolos con un peculiar tono melancólico (Cahill 2000). Y a pesar de ello pudo suceder el que las estrategias de legitimación y los discursos y representaciones de la expiación, después de todo, no consiguieran exonerar la conciencia occidental de la pesada carga que por entonces asumió.
28. El sintagma pertenece a una muy notoria obra transculturada y mestiza, la de fray Calixto de San José Tupac Inca, en su Planctus Indorum Christianorum in America Peruntina. Véase Navarro (2001).
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B ARROCO Y MODERNIDAD . L OS JESUITAS DE LA N UEVA E SPAÑA Ra m ó n Kur i C a m a c h o
El propósito de este texto es estudiar de forma sintética el siglo novohispano, especialmente aquellos aspectos relacionados con la teología de la scientia conditionata o ciencia media, insertando el pensamiento y la espiritualidad jesuita, su doctrina intelectual, su pasado histórico, su vida religiosa y civil, en una historia general de la cultura. Se trata en definitiva de ofrecer un enfoque amplio sobre un tema vasto y complejo, como es la evolución de la teología de los afectos, cuyo significado encuentra en el barroco un movimiento cultural que recoge y crea las grandes pinceladas del ethos mexicano. Nacido en el seno de la Compañía de Jesús, exento pues de toda sospecha de herejía, el barroco es un movimiento cultural inseparable de la doctrina de la scientia conditionata, de la educación de la libertad, los afectos y los sentidos que proporcionan los ejercicios espirituales. El barroco está en la base de una visión del mundo y la vida de los hombres, constituye el armazón de un sistema de valores y es también una expresión «moderna» que echó raíces en su tiempo, dio forma a la historia mexicana y, quizá, ha perdurado hasta nuestros días. Durante su período formativo el barroco jesuita llama la atención por el diálogo ricamente articulado que le dio expresión intelectual y por el trabajo de estudiosos modernos que han intentado reconstruirlo. Nuestra investigación delinea con nitidez la imagen de un siglo XVII dueño de su propia necesidad histórica; un siglo que es en sí mismo una época, en el que impera un drama original, que no es sólo el epílogo de un drama anterior o el proemio de otro drama por venir. Y es probablemente la historia de Iberoamérica lo que más ha contriXVII
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buido a la definición de esa imagen. En el siglo XVII americano, y en el novohispano en especial, se da un relanzamiento del proceso histórico. Es la historia particular de la Compañía de Jesús la que, empeñada en su propio proceso de recomposición, genera una visión propia de lo que debe ser la vida moderna en su novedad, volcándose a sintetizar algo diferente, uniendo lo viejo y lo nuevo en un espíritu distinto y con una nueva actitud. La teología jesuita es un nuevo proyecto de sociedad. En efecto, el siglo XVII es cuando más se escribe sobre la ciencia media o scientia conditionata y se cultiva una teología de los afectos como recreación lingüística y simbólica de un determinado universo: creación de técnicas y valor de uso, organización del ciclo reproductivo de la riqueza social, integración de la vida económica regional, ejercicio de lo político-religioso, cultivo de las formas que configuran la vida cotidiana. Se trata, en definitiva, del proyecto de rehacer Europa fuera del continente europeo. Es la historia de la singularidad de la cultura mexicana o, más extensivamente, iberoamericana, que almacenó los mejores frutos de aquel siglo. Considerados como temas históricos, ciencia media, barroco, libertad y modernidad no son abstracciones conceptuales elaboradas por la teología, la filosofía o la historiografía. Su matriz común reside en la viva reflexión mantenida por la Compañía de Jesús, una reflexión importante, primero, porque es en América donde la Compañía se la juega (y pierde); en segundo lugar, porque si bien los rasgos centrales que definen la posición de la Nueva España en relación con la modernidad tienen una relación estrecha con la vida peninsular, ni la vida económica ni su dimensión simbólica y discursiva habrían sido las mismas sin la presencia determinante de la Compañía de Jesús desde comienzos del siglo XVII. Con todo, ¿qué es lo que tiene de constitutivo y singular la historia de la Compañía de Jesús? ¿Se trata de proyectar y prolongar la historia europea en América o más bien de recomenzar y rehacer de otro modo su civilización? El absolutismo real, las modificaciones del régimen social, las bases económicas, el pensamiento teológico-filosófico, la vivencia religiosa y el desarrollo de la ciencia, no serán una variación del mismo esquema de vida peninsular, sino una modificación completa, una metamorfosis total de la «elección civilizatoria» occidental motivada por fuerzas eminentemente locales y por la capacidad barroca de la Compañía de Jesús para transformar y revitalizar. Se trata, por tanto, de una orden religiosa perfec-
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tamente consciente y organizada que no se propone prolongar la civilización europea en la Nueva España y en América, sino aprovechar lo viejo y regenerarlo con el fin de crear soluciones intelectual, político y socio-económicamente sintéticas. La Compañía de Jesús, durante los siglos XVII y XVIII, se involucra en una recapitulación de fuerzas y vivencias originales que asocian, revalorizándolas, la dimensión clásica europea (Cicerón, Virgilio, Aristóteles, Santo Tomás, Suárez, el Siglo de Oro español, etc.) con las fuentes americanas de la cultura nativa. La Compañía de Jesús es así no sólo un poderoso oponente de la Reforma protestante, sino también del universalismo ilustrado y positivista. En efecto, frente al mundo de la fe luterana, que representaba una ruptura radical con la naturaleza, la total negación de cuanto emana de las capacidades y potencialidades naturales del ser humano (no hay términos medios entre la fe y el pecado, no hay continuidad entre la naturaleza y la misericordia, no existe ningún tipo de gradación de los méritos, ningún valor o forma de liberación parcial), la Compañía reivindica la carnalidad teológica e iconológica de Cristo a través de la práctica de los ejercicios espirituales. La Iglesia en tanto que «cuerpo de Cristo» es la instancia que hace posible, primero, el sacrificio sublimador que supone la represión de las pulsiones salvajes para vivir en sociedad y, segundo, alcanzar el ideal de santidad en la entrega desinteresada y plena de amor, perdón, confianza y justicia entre los hombres mediante la contemplación carnal de Cristo (de su sangre, sus llagas, sus heridas) y la educación de los sentidos (tocar, ver, imaginar). La contraposición entre la doctrina luterana de la fe y la doctrina católico-romana reformulada por los jesuitas revela el contraste entre el principio luterano del «todo o nada» (la sola justificación por la fe, desnuda de toda carnalidad) y el espíritu católico, que comprendió que la fe organizada debe tener en cuenta la existencia del mundo imperfecto, las flaquezas humanas y el pecado. Se trata de un mundo que exige perdón y misericordia, y que vincula ambos con la redención y la salvación. La función de la Iglesia se presenta así como un recurso divino insuperable, intentando restaurar su mediación con un cristianismo abierto a la posibilidad de una vía intermedia entre la perfección absoluta y la condena absoluta. Frente a los ideales de una humanidad abstracta, uniforme y homogénea, la Compañía recupera la libertad del hombre singular y concreto definido en la complejidad de sus particularidades cultura-
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les, sociales, políticas y raciales. Los jesuitas, especialmente sus teólogos y educadores, serán capaces de desarrollar un proyecto cultural alternativo a la modernidad uniformizadora y homogénea de la Ilustración, convirtiéndose en bandera de diversos movimientos sociales, culturales y artísticos de fecunda simbiosis entre lo particular y lo universal. En la Nueva España la Compañía llegará a constituir una sólida barrera contra la modernidad ilustrada, ya que beberá por igual de la cultura clásica, del Medioevo, del Siglo de Oro español, de Jerusalén, de Atenas, de Roma y de Mesoamérica. Sus raíces se hunden en el pensamiento clásico y universal sin perder las tradiciones particulares. Su crítica al racionalismo parte de sí mismo. Percatándose de la insuficiencia de la sabiduría y de la ciencia, la Compañía echará mano de todas las posibilidades en tensión: tensión entre la fe simple y la racionalidad fina, entre la carne y el espíritu, entre lo finito y lo infinito, entre la artificiosidad del barroco gongorista y la poesía mística, entre el amor como experiencia estética y el amor como experiencia religiosa. Se trataba de una tensión barroca que, mediante la práctica de los ejercicios espirituales, generó un sólido movimiento cultural entre los jesuitas y una incipiente intelligentsia novohispana capaz de superar la mitología ilustrada. Ahora bien, ¿cómo se vincula la teología de los afectos y la scientia conditionata con el barroco y con las vicisitudes de la modernidad, su advenimiento prometéico y su «reforma»? ¿Qué concepciones generales de la realidad implicaban y qué filosofía sobreentendían estas tesis barrocas sobre la libertad y la gracia? ¿Cuándo, cómo y a través de qué etapas se perfilaron esas tesis? Y, sobre todo, ¿cómo llegaron a convertirse en un criterio de significación en tierras novohispanas y a expresar los rasgos de eso que ambiguamente se llama la «identidad cultural»?
1. SCIENTIA
C O N D I T I O N ATA : L I B E RTA D Y G R A C I A
Según la doctrina medieval clásica, existe sólo un único conocimiento simple y universal en Dios1. Este conocimiento contiene for1. Es una tesis que originalmente encontramos en algunos teólogos de la época de la Patrística: Orígenes, Máximo el Confesor, Gregorio de Nisa o San Agustín en De Trinitate, libros III, V, IX, XI.
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mal y eminentemente todas las perfecciones de un intelecto perfecto. Para explicar tal conocimiento de Dios, antes del siglo XVI los teólogos dividían en scientia simplicis intelligentiae et scientia visionis. Es decir, Dios tiene conocimiento de simple inteligencia y de visión. El primer tipo de conocimiento tiene como objeto los eventos contingentes futuros posibles. A través de él Dios conoce las cosas que uno podría hacer si viviera bajo ciertas circunstancias. Este conocimiento es abstractivo, necesario y natural, porque se basa en el conocimiento que Dios tiene de su propia esencia divina. Y Dios no puede haber conocido lo contrario de lo que actualmente Él conoce. Por eso también es llamado conocimiento natural (o scientia naturalis). Además, este conocimiento es anterior a las decisiones de la voluntad de Dios: le permite a Dios conocer necesariamente y de modo comprehensivo todos los posibles, porque Dios conoce comprehensivamente su propia potencia y las criaturas en sus seres posibles están en conexión necesaria con la potencia de Dios. El segundo tipo de conocimiento, el de visión, tiene como objeto los eventos contingentes futuros actuales o absolutos, como los llama Suárez2. A través de él Dios conoce que un individuo de hecho vivirá en tal circunstancia y pecará. También se le conoce como conocimiento libre, porque la existencia futura de los eventos depende de la voluntad libre de Dios para crearlos en el tiempo. Es subsecuente a las decisiones de la voluntad de Dios. Y la libertad humana, ¿qué lugar ocupa en esta visión omnicomprehensiva? Apremiado por esta última cuestión, alrededor de 1588 Luis de Molina introdujo un tercer tipo de conocimiento: el conocimiento medio o scientia media, llamado así por estar en la vía entre el de simple inteligencia y el de visión y por tener características de ambos3. Suárez, sin embargo, prefiere las denominaciones de scientia quasi conditionis, scientia conditionalum contingentium o simplemente scientia conditionata. El conocimiento condicional es anterior a cualquier determinación de los decretos de Dios, por eso se dice inde-
2. Francisco Suárez, Opuscula Theologica «De concurse et efficaci auxilio Dei ad actus liberi arbitrii necessario». Puebla: Proemium, Biblioteca Palafoxiana. 3. Luis Molina, Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, divina praescientia, providentia et reprobatidine (editionem criticam J. Rabeneck, S. J., Matriti: Soc. edit. Sapientia, 1953). Puebla: Biblioteca Palafoxiana.
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pendiente de la voluntad divina y dependiente de las elecciones libres de las criaturas. Tiene similitudes y diferencias con los dos tipos canónicos de conocimiento divino. Al igual que el conocimiento de visión, el objeto del conocimiento condicional es contingente, y al igual que el conocimiento de simple inteligencia, es anterior a los decretos divinos. Pero difiere de ambos, porque a través de él Dios ve en su esencia y ab aeternitate no sólo las cosas que un agente libre actualmente hará y posiblemente pueda hacer, sino también las cosas que haría en las infinitas circunstancias en las que puede ser puesto. En suma, Dios no sólo posee praescientia (conocimiento de inteligencia simple y de visión), sino scientia conditionata. Es decir, que la teología sea eminentemente especulativa no es óbice para que tenga un fin práctico: llevar a los hombres hasta Dios mediante el uso de su libertad. La scientia conditionata o conocimiento medio enseña a educar la libertad en concordancia con la gracia divina. Y es que el desafío de la Reforma, que en los primeros años del siglo XVI agitó a todos los países de Europa, apelaba solamente a la pura justificación de la fe y, por ende, a la tesis de que la gracia de Dios es suficiente para la salvación. Dios arbitrariamente, con su omnisciencia, omnipotencia y voluntad impenetrables, es decir, con su scientia simplicis intelligentiae et scientia visionis (ciencia de inteligencia simple y ciencia de visión), decide quiénes habrán de salvarse y quiénes no. Esta última idea (que la gracia de Dios es suficiente para la salvación y que, por tanto, ya está decidida de antemano) va a ser puesta en tela de juicio por la teología jesuita. Ésta afirmará, en cambio, que si bien la gracia de Dios es suficiente y Él se basta a sí mismo para salvar o condenar a cualquiera, esto último sólo puede darse mediante la libertad humana, que elige salvarse o condenarse, pues la libertad, si bien está dañada, no está destruida. Por tanto, para que la gracia suficiente de Dios se convierta en gracia eficaz, debe tomarse en cuenta la libertad humana. Podemos advertir el grado de complejidad argumentativa al que se van a someter los teólogos de la Compañía (cuál es el papel de la gracia, cuál es la naturaleza de la libertad, etc.), al insistir tanto en la omnisciencia y omnipotencia divina como en su infinita bondad sin dejar de lado el libre albedrío humano. Por ello no cesarán de preguntarse: ¿cómo conciliar la bondad divina con algunos actos humanos, algunos de los cuales son espantosamente malos y parecen darle
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la razón a la doctrina de la predestinación? ¿Cómo conciliar su eternidad con los eventos futuros contingentes de los hombres? ¿Cómo es posible que Dios, bondad suma, permita que unos se condenen y otros se salven? ¿Cuál es la relación entre la omnisciencia y omnipotencia divina y su infinita bondad? La doctrina de la scientia conditionata, o saber medio, y el albedrío humano como topos de la libertad serán el punto de partida del barroco jesuita entendido como capacidad creativa y forma nueva de incidir sobre la realidad. Entre el conocimiento «simple» y el conocimiento «libre» encontramos un momento medio, justo aquél en el que la realización de lo posible está en trance de darse, en el que la gama cuasi infinita de posibilidades está concretándose en aquellas que, en verdad y realmente, se darán. Se trata de un momento correspondiente a una ciencia media divina que conoce el mundo no como realizado, sino en movimiento, realizándose. Pero este momento intermedio, este momento tan singular cuyo status ontológico se ubica entre lo real y lo posible, es precisamente el campo de la condición humana, el campo de sus flaquezas, limitaciones y posibilidades. Esta doctrina no sólo será una respuesta a la Reforma, sino que jugará un papel fundamental en un aspecto asaz olvidado de la Compañía de Jesús: su intento de construir en la Nueva España un modelo alternativo de modernidad frente a la modernidad espontánea y ciega de la acumulación del capital, el progreso y la razón autónoma. Se trata de una doctrina que permitió crear un espacio absolutamente distinto en la sociedad novohispana y ofreció las raíces para un nuevo impulso transformador. Esta tónica de saber y de actuar, de hacer formas a un tiempo nuevas y antiguas, de inventar y regenerar, de poner nuevamente a funcionar lo «viejo», prestándolo a la renovación, es una verdadera representación mental en la Compañía de Jesús: es una estructura. Pero es una estructura encajada a su vez, en otra más profunda, amplia y envolvente: la de la ciencia media o condicionada. Con ella se construyen nuevas figuras, referencias y enunciados normativos que llaman a la acción para transformar y restaurar. Es una nueva voluntad, pues, que articula tradición oral e identidad histórica particular sin sucumbir a la funcionalidad de las mercancías, el mercado y el capital. En efecto, si el libre albedrío humano es el topos de la libertad y ésta el principio de síntesis, entonces entender la realidad exige un esfuerzo distinto. Es un modo de entender que implica a un hombre haciéndo-
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se, poniéndose al día, eligiendo y desamarrando los nudos de su código cultural para poder penetrar en el mundo de una cultura diferente, en la simbolización fundamental de su código, tal como hará la Compañía en Sinaloa, Sonora, Chihuahua, Baja California, en el sur de Canadá o en Asia. De ahí el lenguaje específico para cada situación concreta. La «oratoria sagrada», dirigida a la nobleza urbana de la corte, normalmente utiliza un lenguaje retóricamente elaborado. Éste es el caso, por ejemplo, del padre Antonio Vieira en Brasil o de Andrés de Arce y Miranda en la Nueva España. La predicación evangélica destinada al humilde campesino del mundo rural y a los «infieles» de ultramar utiliza, en cambio, un lenguaje llano. ¿Cómo traducir las palabras «Madre de Dios», «Inmaculada Concepción», «Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo» a los «naturales» de Sinaloa, de Sonora o de Baja California? ¿Cómo traducir palabras cristianas al lenguaje tarahumara, yaqui, tepehuano, chino o japonés? El problema era grave para los misioneros jesuitas, y la única vía que vieron para hacerlos asequibles a los posibles cristianos orientales o chichimecas fue cuestionando el propio concepto occidental de Dios. Eso implicaba introducir, por ejemplo, cierta feminidad en Dios para hacer posible significaciones de este tipo en la cultura oriental o chichimeca. Naturalmente, esto les acarreó problemas, siendo acusados con frecuencia de herejía por otras órdenes religiosas y sectores de la Iglesia, como fue el caso de Juan de Palafox y Mendoza en la Puebla de los Ángeles.
2. TEOLOGÍA
DE LOS AFECTOS Y EDUCACIÓN ESTÉTICA:
LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
Si la libertad es una facultad de autodeterminación, no por eso deja de ser cierto que en ella gravitan oscuridades y laberintos que pueden impedir que elijamos bien. La libertad es un laberinto con miles de predicados que pueden hacer fracasar toda tentativa de elegir entre el bien y el mal. Como afirma el jesuita Tomás de Alfaro en 1667: «Philosophi moderni non sciunt explicare» (Los filósofos modernos no saben explicar)4. Y si los filósofos modernos no han sabido 4. Tomás de Alfaro, S. J., Comentaria in libros Aristotelis de Anima necnon commentariolum in eiusdem Metaphysicam. Explicit Triennalis Philosophiae pars ultima.
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resolverlos es porque han buscado el secreto del continuum del hombre en trayectos lineales y la libertad en una rectitud del alma, ignorando nuestra tendencia al mal. Se necesita una «radiografía» que, en una aventura de la voluntad, enumere la naturaleza y descifre el alma, que lea en sus oscuridades, que en un proceso operativo descubra y sensibilice todos los rincones llevándola al infinito. Porque lo infinito pasa por lo finito (San Francisco, San Buenaventura) desplegándose en cuatro direcciones: 1) la educación de la inteligencia que borre las afecciones desordenadas; 2) la educación de los sentimientos y sentidos que permita una sabia austeridad y una profunda capacidad de renuncia; 3) la capacidad de reconocer con amor y gratitud la presencia de Dios en todos sus bienes y dones; 4) la consecuente elevación a través de ellos a la fuente de todo bien y de todo valor. Es la experiencia la que, en un perseverante desposeimiento de sentido, dispone al alma para llegar a Dios. En el campo de la razón, borrar de sí todas las afecciones, aún las más pequeñas, es premisa constitutiva del pensar y del vivir bien. La transformación de los sentimientos, borrar de sí toda afección desordenada, abre el corazón a nuevos sentimientos, suscitando apertura al prójimo, viendo y sintiendo como lo hacía Jesús. Aquí, en el mundo de los sentidos, la disciplina, la interioridad, el gusto por las cosas elementales que nos dan la vida, «viendo», «escuchando» y «tocando» de otro modo. «Arriba» el alma canta la gloria de Dios en la medida que reconoce sus propios laberintos sin llegar a desarrollarlos plenamente, pues van hasta el infinito. Las cuatro direcciones comunican y concuerdan (por eso el continuo despliegue hacia el alma). En el mundo, la constante purificación de la razón envuelve el proceso. Cuando hayamos comprendido que las almas se encuentran en la aventura de la libertad, habrá que aplicarlo a las almas que ascienden a la otra dirección («elevación»). Jesuitas novohispanos del siglo XVII, como Pedro de Abarca, Miguel de Castilla y Tomás de Alfaro, realizaron un gran montaje teórico que llevaba al infinito. El reconocimiento de Jesús es una vía hacia el infinito y la afirmación de la voluntad abarca entendimiento, Quam Auctore Patre Thoma de Alfaro Societaris Jesu scripsit Cayetanus de Lazcaybar eiusdem Societatis. Methimnae Campestris. Anno Domini milesimo septingentesimo primo. Ms. 205. Biblioteca Nacional de México.
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libertad, sentimientos y sentidos en un solo acto de amor. Es un proceso abierto que siempre está en camino y en constante purificación, paso a paso, paso según otro paso, no al modo de las nobles artes liberales, sino en un esfuerzo constante de disciplina y oración, pues el Amor nunca acaba. «Sic igitur, magis quam unquam antea, Charitas floret, non modo literarum studio et nobilissimarum artium disciplinis, sed etiam oratione et disciplina»5. Muchos estudiosos de la Nueva España no lograrían ver el vínculo entre la purificación de la razón y los sentimientos (borrar afecciones desordenadas, austeridad y sabia capacidad de renuncia) y la educación estética que conlleva la educación de los sentidos, es decir, de la sensibilidad ante lo que se escucha, toca y ve. Y es que se incurre en un error inicial, a saber: no reparar en que en el interior mismo del espacio espiritual de la Compañía de Jesús emerge su gran legado artístico y cultural. La experiencia espiritual ignaciana representa una vía nueva porque expresa la conciencia crítica de una época que rechaza un lenguaje que hace imposible educar el gusto por las cosas sencillas y bellas. Pues, a fin de cuentas, de lo que se trata es de educar la atención por las cosas en su sencillez y belleza, es decir, de desarrollar un sentido estético. A algunos escolásticos y frailes el padre Alfaro les reprochará su oscuridad y falta de sencillez. En sus lecciones de lógica aristotélica igualmente insistirá en reprocharles a los lógicos su falta de comprensión de Aristóteles, su incapacidad para exponerlo con claridad y, por tanto, su tendencia a oscurecerlo. Se trata de razonamientos a menudo retóricos donde nunca está ausente el riesgo de limitarse a meras cuestiones de elegancia y ornato, es decir, donde siempre está latente un presupuesto retórico, válido quizá en un plano como el ético-político, pero que en el padre Alfaro se contiene por la gravedad del asunto y su formación clásica, no menor que la de otro jesuita contemporáneo: el padre Antonio Figueroa Valdés. Si bien lo que fundamentalmente le importa es la disposición del alma para llegar a Dios, de ningún modo significa negar el hábito propio del teólogo que estudia a Sócrates, a Platón, a Aristóteles, a Santo Tomás, a Suárez, a Molina y a toda la literatura escolástica como una reflexión que completa la aventura del hombre: «Post hunc fuit Plato divinus, qui perfectissimus in omni facultate, in poesí summus, eloquentissimus omnium, moralis, natu5. Ibid., Disp. 8, De constitutivo intellectionis.
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ralis, mathematicus et maxime speculativus, ut ex scriptis eius intelligi licet, non tamen traditir ordinem scientiae secutus Socratis morem. Post hunc Aristoteles qui xxi annis audivit Platonem et dedit ordinem scientiarum summum»6. Alfaro comprende el valor indiscutible de los pensadores clásicos y la exigencia de claridad expresiva, pero busca comunicar el valor edificante de los ejercicios espirituales: «Homo enim nascitur certe imperfectus. Sed ex illo dialogo et lectione philosophorum, quo iampridem maximum fructum consequutus fui, verum etiam esse iudicatum caduca et facile labentia construere, oleum et operam perdere»7. Las divergencias con los griegos las reconoce precisamente a propósito del alma y de la comunión de ésta con el Creador, pues en lo que respecta al destino del hombre, que es su salvación, los griegos no tienen nada que decir, y a decir verdad, dialogar con los griegos al respecto es perder tiempo y trabajo: es edificar sobre arena. En los ejercicios espirituales el encuentro íntimo con el Verbo hecho carne es un encuentro inacabado, un encuentro en el que el alma siempre está en camino, purificándose, disciplinando inteligencia, sentidos y sentimientos, dirigiendo la atención a los aspectos físicos de la figura de Jesucristo: su cuerpo, su sangre, sus heridas, el agua que brotó de su costado. La Encarnación del Hijo de Dios, captada por los primeros pensadores cristianos como un modo de manifestación del Verbo Divino, como la autorevelación divina que es en sí misma, en su esencia y realidad Verbo, carne, y sin la cual carece de sentido el cristianismo, había representado durante siglos un auténtico programa y una inquebrantable fe: fe en que ese modo de manifestación de la carne y del Verbo son lo mismo. La Compañía de Jesús retoma y «recrea» esa herencia espiritual en la que los padres de la Iglesia, los doctores y los
6. «Platón divino y perfectísimo en todas las ramas del saber, sumo poeta, el más elocuente de todos, filósofo moral, natural, matemático y, sobre todo, especulativo que, sin embargo, al igual que Sócrates, no dio un ordenamiento sistemático del saber. Aristóteles, durante veinte años discípulo de Platón, que elaboró un orden perfecto de las ciencias» (ibid., Disputatio II, De potentiis spiritualibus animae rationalis). 7. «El hombre ciertamente nace imperfecto. Pero aquel diálogo de los filósofos, del que ya hace tiempo conseguí el máximo fruto, puede también ser visto como pérdida de tiempo y de trabajo, edificar sobre arena» (ibid., Disputatio II, Sectio 2, De posibilítate entis realis).
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ejercicios espirituales convergen y se armonizan. Esta realidad que es, por una parte, la carne y, por otra, la venida de esta carne, la Encarnación, esta realidad del cuerpo de Cristo como identificación del hombre con Dios, que escapa a todo pensamiento y, por ende, no se somete a su juicio, no podía ser confiada al Logos griego, en el que sólo toman forma significaciones o conceptos, representaciones que hablan a la manera de los hombres, sino a un Verbo más antiguo, previo a todo mundo concebible, que le habla a cada uno en esta carne que es la suya, en sus sufrimientos y en la embriaguez del existir: el Verbo tal como lo comprende Juan, el «Verbo de la Vida» (1 Juan 1). De este modo se enuncia una definición del hombre completamente nueva, desconocida para Grecia y para la modernidad: la definición de un hombre invisible al mismo tiempo que carnal (invisible en calidad de carnal). Vivir quiere decir experimentarse a sí mismo. La esencia de la vida consiste en este puro hecho de experimentarse a sí mismo, del que, por el contrario, se encuentra desprovisto todo ser que dependa de la materia y, de forma más general, del «mundo». Esta definición muy simple de Dios a partir de la también muy simple definición de la Vida como pura «experiencia de sí» (lo más difícil es a menudo lo más fácil, lo que a su vez quiere decir que lo más simple a menudo es lo más difícil) nos pone en posesión de la intuición que guía los ejercicios espirituales y que es nada menos que el encuentro con un acontecimiento que desborda toda filosofía, todo pensamiento y el intelectualismo abstracto de la fe reformada, que en los hechos negaba precisamente al Dios visible (en Jesús se ve al Padre). Porque este Dios visible pertenece al patrimonio del cristianismo y no sólo a una determinada orden, jerarquía o grupo. En el desarrollo de este encuentro, cada naturaleza humana está llamada a desplegar sus propios talentos, a devenir caridad, pues Dios es caridad. A la Compañía de Jesús le gusta discurrir sobre el significado de la vida humana, especialmente en lo que se refiere al Dios hecho visible (1 Juan 14: 9) manifiesto de varias maneras: la Última Cena, la Crucifixión, la Resurrección. Llegar a Él es justo el proceso con el que inician los ejercicios espirituales, «mirando», «tocando», «imaginando», «percibiendo», «sintiendo», trasladándose imaginativamente al lugar del Crucificado. Es un proceso en el que la misma oración del Anima Christi que antecede a los ejercicios ayuda a mirar
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«realmente», a ver y a sentir con los ojos de la fe y la ayuda de la imaginación el cuerpo, la sangre, las llagas y el agua que brotó del costado de Jesucristo: Anima Christi, santificame. Corpus Christi, salvame. Sanguis Christi, inebria me. Aqua lateria Christi, lava me. Passio Christi, conforta me. O bone Jesu, exaudi me: Intra tua vulnera absconde me: Ne permittas me separari a te: Ab hoste maligno defende me, In hora mortis meae voca me, Et jube me venire ad te, Ut cum Sanctis tuis laudem te In saecula saeculorum. Amen.
La práctica regular de los ejercicios espirituales era el punto de partida de las distintas posibilidades de cada cual, a quien correspondía disciplinarlas, y que los instructores dejan como «tarea» a realizar. Ya en pleno siglo XVIII los padres Raymundo Mariano Cerdán, Paulo Robledo, Ronderos, Ignacio Sánchez, José Diego Abad, Francisco Javier Alegre, Clavijero, etc., se moverían en un plano bastante similar, aunque animados por preocupaciones de muy distinto tipo. Lo importante para la Compañía de Jesús del siglo XVII es, en cambio, este tipo de disciplina que ayuda no sólo a armonizar las capacidades naturales de los «ejercitantes», sino que en el proceso mismo y su culminación («elevación») define a un hombre invisible en calidad de carnal. Ésta es la «novedad» de los ejercicios espirituales, una novedad totalmente incomprensible para el pensamiento griego insoslayable para la Compañía de Jesús. Es una novedad radical que pronto se vinculará a una pedagogía predominantemente práctica que, aunque uniforme en sus objetivos y programa, toma en cuenta los talentos diferentes, buscando sólo disciplinarlos para llevarlos a buen fin. De ahí la afirmación de una pedagogía no sólo «física», sino también metafísica, una problemática no sólo centrada en los debates gracialibertad o en los estudios clásicos, sino también una problemática estética, práctico-moral. Así, paralelamente a los cursos desarrollados
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sobre la base de textos aristotélicos, tomistas, molinistas y suarecianos, los profesores jesuitas discurren sobre el «método» contemplativo que los ejercicios espirituales proporcionan desde la primera semana de práctica. Se trata de contemplar la Encarnación utilizando y educando los sentidos, «viendo» a detalle el cuerpo y la sangre de Cristo, «oyendo», «oliendo», «tocando», para ser capaz de encaminarse a los «sentidos espirituales», reconociendo en los más íntimo de uno mismo, con amor y gratitud, la presencia del Creador en todos sus bienes y dones. Es una progresión visual, auditiva y especulativa, condición de la identificación del hombre con Dios. En realidad, toda esta educación concreta del uso de los sentidos para mejor llegar a Dios expresaba no sólo en su ratio dicendi (el impulso metodológico-purificativo), sino también en su ratio essendi (razón de ser), el ascenso a la divinidad. La actitud jesuita ante los ejercicios es la misma, ya se trate de los sentidos y sentimientos, de la «liberación de la carne» o de la tensión que ésta debe soportar en su elevación hacia el Creador. Me parece significativo que la imagen del hombre invisible en calidad de carnal (apreciada en todo el siglo XVIII novohispano, siglo aventurero y sin el lastre del victimismo que México arrastrará a partir del siglo XIX) se encontrase ya tan difundida y apareciera con tanta insistencia en el siglo XVII. Por consiguiente, la «actualidad» del siglo XVII se debió ante todo al extraordinario dominio de los textos clásicos por varios intelectuales de la Compañía, al minucioso análisis a que sometían los textos para justificar las formas que habían escogido y, sobre todo, a su contribución a una teología de los afectos desde la práctica de los ejercicios espirituales. Contribución, por lo demás, común a la mayoría de los jesuitas novohispanos que, en perfecta familiaridad con el espíritu ignaciano, influyeron en artistas practicantes regulares de los ejercicios espirituales. Su «actualidad» se manifestó no tanto en la elegancia y claridad de sus expresiones como en la extrema lucidez para advertir dónde se distanciaban de los griegos. Jesuitas como Antonio Núñez de Miranda, Diego Marín de Alcázar, Ignacio Camargo, Pablo Salceda y Matías Blanco estimaban tanto a Cicerón como admiraban a Aristóteles, pero estaban persuadidos de que, a fin de cuentas, lo que importaba era el destino del hombre. Y en esto último poco tenían que opinar los griegos, pues es mejor Duns Scoto, que habla rudamente de Dios, que el diáfano Lucrecio, que habla de la naturaleza. En sus clases,
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Platón y Aristóteles están vivos y presentes por igual, pero el descubrimiento del alma humana a través de los ejercicios espirituales ponía al hombre en el mundo en que vivió, en la corriente intelectual que lo nutrió y a la que tanta fuerza infundió. Los ecos y resonancias de sus enseñanzas tendrán vigencia en lo que resta del siglo XVII, en íntima vinculación con la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, la música de Juan Gutiérrez de Padilla, las fachadas e interiores barrocos de Puebla de los Ángeles y la teología de la scientia conditionata que en estas fechas estudian y enseñan Núñez de Miranda, Cesatti, Marín de Alcázar, Blanco, etc. Es una correspondencia y comunicación entre los laberintos del alma, la educación de los sentidos, la libertad y la gracia divina, el arte y la mística. Es la misma correspondencia que impulsa al padre Baltasar López, nacido en San Miguel el Grande en 1610 y muerto en La Habana en 1651, a insistir en vincular estrechamente la práctica de los ejercicios espirituales con una retórica de los afectos, los sentimientos y las pasiones para que se conviertan en vectores no sólo de una devoción imaginativa y ardiente por Cristo, sino también de una devoción por las imágenes sagradas8. La oración a Cristo no es un intelectualismo abstracto, sino una contemplación de su carne, sangre y llagas, pues, ante el desafío iconoclasta de los reformadores en Europa, los hijos de San Ignacio saben que la oratoria tradicional, los discursos persuasivos, las argumentaciones demostrables de la teología escolástica, así como todos los procedimientos vinculados al rigor silogístico, poco pueden hacer contra la herejía negadora de las imágenes sagradas. En cuestiones tan graves como las del «destino» del ser humano y su salvación, sujetas a leyes rígidas, estructuras precisas y cuestiones susceptibles de resolverse mediante la lógica deductiva, donde todo está fijado, claramente establecido y regulado y debe
8. Baltazar López, S. J., Epigrammata pro lauro accipienda. Idem: Ad grates. Amici epistola, in qua tota sedes Tepotzotlana erudite et accurate describitur. Anagramma ex litteris Patris Angeli Balestra. Anagramma ex litteris Thomae Dominguez. Epigrammata in Nativitatem, de Sancto Nonnato, contra feminas, ad nomen Patris Magistri Angelo Balestra, ad Patrem Melchiorem Maldonado. Egloga in Sanctum Nonnatum. Elegia ad Sanctam Doroteam. In Sanctam Agatham elegia. In Sanctam Apolloniam elegia. De tribus votis epigramma. In laudem duorum fratrum quorum Magister Rosales nominabatur. De arte rethorica. Ms. 1631. Biblioteca Nacional de México.
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funcionar con rigor silogístico, poco se podía hacer para enfrentarse a la herejía luterana. En cambio, donde el orden humano contempla con los ojos de la fe el misterio de la Encarnación, siempre está in fieri, «viendo», «oliendo», «escuchando», «tocando», renovándose continuamente, eligiendo y ajustándose a una situación contingente y mutable y exigiendo, por ende, un tipo de retórica especial inspirada a la vez por los ejercicios espirituales y por la Institución oratoria de Quintiliano. Epigramas, epístolas, anagramas, églogas, elegías y odas sintetizan una retórica del pathos que da cuenta de los acontecimientos cotidianos y que por ello mismo son trascendentes. Por ejemplo, Amici epistola, in qua tota sedes Tepozotlana erudite et accurate describitur es la carta de un amigo en la que se describe con diligencia y erudición la «casa» de Tepozotlán9. Lleno de gratitud, el lenguaje del amigo del padre López está presidido por el signo de la retórica, cuyo espíritu «culto» es necesariamente «apasionado». Según el padre López, para este amigo jesuita la retórica aprendida en Tepozotlán es el baluarte de su labor misional «entre los chichimecas» del norte, que precisamente se consolida allí donde lleva a la práctica los ejercicios espirituales «de nuestro padre San Ignacio». El padre López, que soñaba con una Iglesia donde cada alma contemplara realmente la Encarnación, la pasión y la resurrección de Cristo a fin de persuadirla para imitar a su Salvador, sólo podía atribuir un valor superior a la retórica. Por eso, el movimiento cultural que rodeaba a la reivindicación de la retórica era esencialmente coherente. Su juicio resulta muy esclarecedor: «los ejercicios espirituales despiertan los espíritus adormecidos y, después de efectuarlos, muchos otros intentan esa empresa de infundirles espíritu y vida, pero no lo lograrán si se alejan de ellos, obligándose a vagar como espíritus no purificados. Y seguirán sometidos hasta que la práctica de los Ejercicios venga a desligar las ataduras de las leyes de la esclavitud que los tienen amarrados»10. Ahora bien, en el razonamiento del padre López hay que destacar al menos dos cosas: en primer lugar, la referencia a los ejercicios espirituales; en segundo, la relación directa que se establece entre los ejercicios espirituales y la retórica del pathos, y, por ende, la crisis de las 9. Ibid. 10. Ibid., De arte rethorica.
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estructuras mentales y emocionales. Según López, las posibilidades de la retórica, cuyo contenido relaciona estrechamente con el de los ejercicios espirituales, dependen en última instancia del desmoronamiento del «hombre viejo». Allí donde un firme andamiaje estabiliza un aspecto de la realidad humana es inútil discurrir buscando la deducción rigurosa: en tales circunstancias no hay retóricos sino doctores. También el padre Baltasar López habla de emociones y de los «ejercitantes», que son sensibilidad y pasión, no razonamiento coordinado. Otro jesuita, Diego Díaz de Pangua, nacido en San Martín, Durango, en 1573 y muerto en la ciudad de México en 1631, a propósito de la consagración del doctor Bartolomé Lobo Guerrero, hecha el día de San Bartolomé, habla de «libertad» («puesto que el alma es cosa libre y divina, debe acudir a la llamada de las emociones caminando sobre sus propios pies, y no arrastrada por los pelos»11). Todos son conscientes de que la eficacia del discurso persuasivo y de la invención se vincula con una perspectiva que sitúe al hombre al margen de un orden completamente riguroso y lo reconozca no sólo en la integridad de su vida, sino también en sus posibilidades como libre artífice y «pecador», cualquiera que sea el ámbito en que éstas se desarrollen. No es casual que el padre López haga coincidir la orientación cultural iniciada por la Compañía de Jesús con una renovación de la retórica y de la devoción de las imágenes, con la consiguiente contribución a la historia de las artes visuales. Ahora bien, basta revisar la literatura y el arte de los pintores novohispanos del siglo XVII para comprobar no sólo los intentos de sustituir la escolástica de las escuelas por una retórica y un arte visual renovados, sino también la exigencia explícita de comprender el valor concreto que tienen esos «instrumentos» de la mente humana en el marco de las distintas «disciplinas». Ya en el último período del siglo XVII, la introducción de los discursos dobles en los Colegios jesuitas (pro y contra la lógica, pro y contra la retórica) revela que no se trataba tanto de una coexistencia pacífica como de un conflicto reconocido, donde la «retórica» y una teología de los afectos aspiraba, si no a reemplazar a la antigua escolástica, sí al menos a equilibrarla. En esta última cuestión, el ejemplo del padre Luis de Villanueva (nacido en 11. Diego Díaz de Pangua, S. J., Domino Bartholomaeo Lupo Guerrero Archiepiscopo, Inquisitori, sanguine claríssimo. Ms. 1631. Biblioteca Nacional de México.
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Puebla en 1605 y muerto en 1659) resulta significativo, tanto en la determinación del valor de la retórica y la devoción de las imágenes sagradas como en la evidente necesidad de presentar un «lenguaje» separado de las posiciones metafísicas tradicionales. En su Hymnus saphico carmine pro Sancto Hieronymo y en su obra De Sanctissimo Eucharistiae Sacramento super illud Memoriam fecit, tria poemata; et Christi ad animam Elegiae quattuor et Hymni tres12, el padre Villanueva se lanza por el camino del fervor poético con algunas imitaciones de versos «sáficos» (fáciles de detectar, pero no por ello menos significativas), como material significante para una ardiente recepción «sensual» y emotiva del significado inconmensurable: Cristo hecho carne y presente en el misterio de la Eucaristía. Los himnos, elegías y epigramas son el arte-facto en el cual se deja reconocer y honrar el misterio de los misterios: el Verbo hecho carne. No sólo recupera la memoria de lo que Cristo hizo, sino que, a través de ese arte-facto (el material significante de los poemas) invita al hombre a recordar y a «mirar» emotivamente el significado sacramental: la presencia carnal en la memoria de los cristianos, como lo atestigua San Jerónimo. El padre Villanueva compone versos para educar la mirada de los cristianos. Es decir, palabra y memoria visual van de la mano. Representación oral y representación visual convergen en el misterio de Cristo. De ahí que tanto las imágenes sagradas como la palabra divina tengan la misma correspondencia. La imagen de la Santísima Virgen, de San Felipe de Jesús, de San Jerónimo o de San Pedro y San Pablo, toda la hagiografía católica y la palabra encarnada en las Sagradas Escrituras, transmiten con mayor eficacia la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Pero el padre Villanueva no sólo ubica los alcances de la representación oral y de la representación visual en el misterio de Cristo. También delimita la tarea de la «retórica», donde, al margen de los poe-
12. Luis de Villanueva, S. J., Hymnus saphico carmine pro Sancto Hieronymo; De Sanctissimo Eucharistiae Sacramento super illud Memoriam fecit; tria poemata; et Christi ad animam Elegiae quattuor et Hymni tres. Epigrammata pro Sanctissima Virgine: I et II Llanos, III et IV Petri Flores, V Cano, et VI Nicolai Vázquez. Hymni in laudem B. Virginis ex Ps. 86: I Petri Flores, II Nicolai Vázquez, III Cano, et IV Thomae de Montoya. Septimum Epigramma de septem Pulchris Matthaei Sánchez. Vagientem Puerum Virgo demulcet. De Virgine et puero Jesu. Alliud. Ad Puerum Jesum. De partu Virginis. Ms. 1631. Biblioteca Nacional de México.
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mas y la imitación de modelos griegos, retoma una idea bastante difundida en los Colegios jesuitas de la época que pasaría a la obra de los tratadistas del siglo XVIII. La «retórica» y los versos son un camino válido para penetrar en el alma de los hombres e inducirlos hacia su deseo de ser, es decir, a «elevarse» hacia el infinito desde su finitud. Respetando su libertad («las almas consienten a su deseo por propia voluntad»), la palabra educa, mejora y renueva: es el instrumento mediante el cual el individuo se forma y se desarrolla. Más aún, la palabra, en tanto representación oral, no sólo es el medio por el que se expresan y se definen todos los procesos interiores del alma humana, sino también los procesos exteriores, es decir, lo visual, lo gestual, lo olfativo, lo auditivo, el tacto. Así pues, la «retórica» remite a la representación visual con la que la une un nexo indisoluble, porque no hace otra cosa que traducir sus sentimientos y emociones (que, por lo demás, sólo así adquieren realidad concreta). Así, es legítimo orar cantando, llevar en procesión a un Cristo coronado de espinas, representar cada Semana Santa la pasión y muerte de Cristo, representarlo a través del arte de los pintores y escultores. El padre Villanueva ve en las obras de arte, en las grandes procesiones, el efecto sobrecogedor de la presencia íntima y misteriosa de Cristo, de su presencia carnal en medio de los hombres. Comprende también la necesidad de definir «teológicamente» las relaciones entre estos procesos internos y externos y, para ello, tiene que echar mano de la teología clásica. Pero ésta la toma más bien como digresión que como estudio serio. La teología tiene su propia «dialéctica», instrumento del que se vale el teólogo para coordinar sus «discursos» en íntima relación a aquella otra «dialéctica», «quae ars omnium artium maxima dicitur, eademque purissima philosophiae pars est, quaeque se supra disciplinas omnes explicat, omnibus vires accomodat, omnibus fastigium imponit»13. La dialéctica suprema permanece inmutable, in se ipsa considens (en sí misma asentada), y deja que la teología propiamente dicha bregue con los artículos y las cuestiones, proposiciones y razonamientos. Esta teología distingue y define, responde, elucida las conexiones y recorre el mundo de las nociones, tejiendo y destejiendo. Sin embargo, para el padre Villanueva lo más importante no es esa 13. Ibid., Explicatio brevis et compendiosa totius Magistri Sententiarum locationis. Ms. 301. Biblioteca Nacional de México.
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distinción entre la «dialéctica» como instrumento para la articulación de la teología y la «dialéctica» como ciencia suprema de las estructuras del absoluto. Lo fundamental para el jesuita es la retórica del pathos y la elocuencia del cuerpo, que hace posible una estética de las imágenes sagradas, no la «teología natural», cuya lógica no es parte de la filosofía, sino mero instrumento.
3. METÁFORA,
D E S E O D E S E R U N I D A D Y A LT E R I D A D
El intelectualismo abstracto de Lutero, Zwinglio y Calvino, con la absoluta posición de su fe desnuda de sentidos y cuerpo, apenas si podía advertir estos últimos. Lo suyo era un cristianismo que no tomaba en cuenta las imperfecciones del cuerpo y, por tanto, no podía concebir que los creyentes (que son carne y sentidos) deviniesen invisibles en tanto que carnales. La fe, según Lutero, no es una creencia ortodoxa ni contemplación carnal, sino mera regeneración espiritual accesible sólo por la fuerza de la gracia, que transforma el valor de todas nuestras acciones. La fe y sólo la fe basta. Cuando no existe la fe, hasta las mejores obras y los más grandes «contempladores» sólo pueden llevarnos a la condenación. Sin embargo, hacía tiempo que la propia Iglesia había dejado de verse como la Comunión de los Santos y había adaptado sus enseñanzas a las insoslayables realidades de la vida corporal y terrenal. La Compañía de Jesús tan sólo recupera dichas enseñanzas. La naturaleza humana, pese a su fragilidad y tendencia al pecado, es el camino que debe aprovecharse para alcanzar la salvación. Para Lutero, entre la naturaleza y la misericordia no había continuidad. El mundo de la fe representaba una ruptura radical con la naturaleza, la total negación de todo cuanto emana de las capacidades y potencialidades naturales del ser humano. Para la Compañía de Jesús la misericordia debía ennoblecer y sustentar la naturaleza humana, no aplastarla y destruirla. Gracias a esta «corrupción» los jesuitas pudieron asimilar la cultura mundana, apropiándose de la filosofía y el arte paganos. Y esta misma perspectiva también le permitió pactar con el humanismo. Los sentidos están ahí, en cada hombre (la razón también), pero suponen el alma como unidad de síntesis capaz de imaginar, ver, oír, tocar, plegarse hasta el misterio de Cristo hecho carne y sangre como nosotros.
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Puesto que el Verbo se hizo carne, el hombre está llamado a desplegar sus propias partes, abriéndose al misterio, percibiendo y sintiendo según su «ascenso», negando sus sentidos sin embargo inseparables de él. Pues el espíritu sigue expuesto al aturdimiento de éstos, a los obstáculos de una naturaleza «animal» que le impide la apropiación de nuestro deseo de ser, que no es otra cosa que devenir invisibles en calidad de carnales. Ese devenir invisible, esa elevación ascético-mística, es un cambio de teatro, de escena. El teatro del cuerpo y los sentidos da paso al de los espíritus. Pero es un cambio de escena no fácil. Ante todo, el ascenso es siempre en la carne y es en el lenguaje como llega a expresarse todo proceso liberador. No es en vano, entonces, buscar del lado de los sentidos un eje de referencia para el conjunto del campo espiritual. La contemplación de la Encarnación implica una ascesis que acostumbra a la idea de que mis sentidos se imbrican el uno en el otro, que estos sentidos son «transferidos» por excedente de sentido a los «sentidos espirituales». La existencia humana se transparenta, no sin tensión, en este proceso, pues se implica en el movimiento de desciframiento que suscita. Es decir, en tanto que carne y sentidos cae, se levanta y asciende. Hombre carnal y hombre invisible son una tensión constante a lo largo del siglo XVII. La tensión se produce entre el hundimiento de la carne y la elevación del espíritu que penetra carne, sentidos y sentimientos. Pues ascender, devenir invisible, implica movimiento, innovación, espontaneidad, cambio, lucha con las pasiones y la carne que inmovilizan y aturden. Se va de la violencia del conquistador a la caridad del evangelizador; de la violencia del encomendero al programa de promoción cultural y social de los indios, con su gobierno de pacificación y justicia, en Fray Alonso de la Veracruz y Juan de Zapata y Sandoval; de la esclavitud y sumisión del indígena a su recuperación como ser humano y como persona; de las figuras tumbales prehispánicas de la pirámide de Cholula a las del techo de la capilla del Rosario en la Puebla de los Ángeles; de la presencia de elementos prehispánicos a los símbolos católicos en la fachada de la Iglesia de Chignahuapan, en la sierra norte del Estado de Puebla; del uso de chirimías, flautas y vihuelas en la Catedral de Puebla de los Ángeles a la música de Juan Gutiérrez de Padilla. Mundo carnal y ascensión espiritual, mundo prehispánico y mundo católico son dos vectores
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que se distribuyen en dos pisos de un solo y mismo mundo, de una sola y misma casa, en un amalgamiento en el que, por fuerza, uno y otro asumen elementos ajenos. Y aunque carne y espíritu se esfuercen en ser inseparables, no por ello dejan de ser realmente distintos. Por ende, el ser humano sólo alcanza identidad como tal en la medida en que no siendo esa identidad una esencia fija e inmutable, sino una existencia siempre en movimiento, se despliega como verbo en conjugación hasta alcanzar el verbo infinitivo esse (ser). Porque cambiar de escena, llegar a ser, no es otra cosa que devenir invisible en tanto que carnales: deseo de ser. Por eso, estética, ética y política en la Nueva España no tienen el mismo significado que en Europa. En efecto, si mundo carnal y ascenso espiritual son dos vectores que pertenecen a una sola y misma casa, el siglo XVII novohispano es la culminación del amalgamiento entre dos visiones iniciado en el XVI, donde el europeo no sólo es conquistador sino también conquistado. El arte europeo interpretado según un estilo típicamente indiano, como es el tequitqui manifiesto en los conventos del siglo XVI en Huejotzingo, Zacatlán, Xochimilco o Yecapitxtla, es la mejor expresión de lo dicho anteriormente. Arte predominantemente rural (pues los conventos se erigen en lugares de alta densidad de población indígena), el tequitqui juega su papel en la mentalidad indígena como vía de divulgación del cristianismo y asentamiento de las nuevas estructuras políticas y económicas. La Compañía de Jesús profundiza ese deseo de ser. Si carne y espíritu son inseparables también son realmente distintos. El cuerpo, la carne posee sus propias leyes, sus propias reglas, sus «pasiones», que sólo se definen dentro, en sí, y por «analogía con el espíritu». De esta manera, carne y sentido siguen sus propios derroteros bajo el impulso de «fuerzas» derivadas de esas leyes. Estas leyes «inconscientes», sin duda, lo explican todo, salvo la unidad de síntesis donde carne y espíritu entran en comunión. Unidad de síntesis, que remite a una unidad superior, a almas cuyo lugar está en otra parte, en otro lugar más elevado, en otra escena que hay que descubrir en el movimiento de la vida y que se afirma por todas partes como deseo de ser. Ninguna unidad superior, interna e individuante, es posible sin la confrontación, sin la lucha, en primer lugar con uno mismo. Es el problema de la relación entre la fuerza y el sentido, entre la vida que conlleva una significación y el espíritu capaz de encadenarlos en una
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sucesión coherente. Pues si la vida no es originariamente significante, «transportarse a otra vida», comprender y apropiarse del sentido del «otro» resulta para siempre imposible. Nuestra condición de finitud pone en juego todas las paradojas, pecados, manchas, «parte maldita», irracionalidades y culpas como condición para transportarse a otra vida, para elevarse al infinito. De esta manera, la unidad del género humano se alcanza en una primera unidad, que es la lucha concreta e individual. Comprender y apropiarse del sentido del «otro», ser justo, prudente, magnánimo, compasivo y sabio, implica un doloroso proceso de humanización que sintetiza una primera unidad y que a su vez remite a una unidad superior. Unidad superior que sólo se alcanza por luces de caridad y oscuridades de fe. En efecto, reivindicar la responsabilidad individual y colectiva contra los agresores del ser humano, reivindicar la fraternidad, la solidaridad y la libertad contra toda forma de opresión, es una lucha en la que la caridad y la fe se confrontan. La evangelización para la Compañía de Jesús (y desde la enseñanza de Vitoria, Soto, Suárez y la Escuela de Salamanca) era un problema no sólo de instrucción religiosa, sino también de promoción humana y de liberación social. La cristianización tenía que ir precedida de un proceso de humanización, y la humanización debía partir no sólo de la promoción de los indígenas, de su recuperación como seres humanos, sino también de la humanización de españoles, criollos y mestizos. El respeto de su libertad, la educación y la fe en la libertad constituían requisitos de cristianización. El deber fundamental de indios y españoles era, primero, aprender a ser hombres y, después, a ser cristianos. Cristianización y humanización eran dos términos correlativos y no existía auténtica caridad cristiana que inexorablemente no fuera unida a la justicia social. Para los jesuitas, como tantas veces lo harán notar a lo largo del siglo XVII, era un escándalo monstruoso y terriblemente injusto tratar de negociar con la evangelización para hacer de la predicación un negocio y un medio de justificar la represión y la explotación de los pobres. En función de la libertad política, unánimemente proclamada por catedráticos, funcionarios y misioneros, discípulos de la Escuela de Salamanca, y doctrinalmente razonada como libertad fundamental e inherente a la dignidad de la persona, los maestros jesuitas se esforzarán por configurar las libertades al filo de su experiencia novohispana. Ésta es la vía intermedia alterna-
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tiva a la dicotomía luterana de fe o carencia de fe, al todo o nada, donde no existe ningún tipo de gradación de los méritos, ningún valor o forma de liberación parcial. Vía intermedia que no se queda en un vago misticismo, fideísmo o espiritualismo, y que sabía que no era posible poner a los creyentes ante la disyuntiva de la perfección o la condenación, sino que cada mérito humano tenía su premio, ascendiendo, elevándose de su fragilidad de criatura a su realidad de espíritu encarnado. Si ninguna unidad superior es posible sin la confrontación entre caridad y fe, en el campo del arte sucede lo mismo. Puesto que la realidad del cuerpo de Cristo es la condición de la identificación del hombre con Dios, puesto que la realidad de la encarnación de Cristo no la puede negar ningún creyente, la pintura religiosa es quizás la mejor expresión de ese misterio, infundiendo con colores su presencia viva a través de los rasgos y gestos del pintor. Es quizá la mejor vía de esa elocuencia del cuerpo de Cristo, de ese diálogo que los ejercicios espirituales instauran con su rememoración sensible. Es quizá el mejor arte-facto que conduce a una ardiente recepción sensorial y emotiva de la encarnación, pasión y resurrección. Las maravillas de la pintura religiosa son la expresión de una fe que manifiesta la Gloria de Dios. Mientras que el Cristo luterano se descarna y se refugia en la abstracción de una devoción purificada de imágenes, el arte de los pintores crea en la imaginación y el corazón el efecto sobrecogedor de la presencia carnal y el sufrimiento humano legados por Cristo a los hombres. Presencia silenciosa y misteriosa que el arte del pintor recrea. La unidad de la obra de Cristóbal de Villalpando se logra por los contrastes en los colores, los claroscuros, las figuras en movimiento como material significante donde palpita el significado misterioso: Cristo, Dios hecho hombre y mortal, educando la mirada que los cristianos novohispanos ponen sobre las imágenes. La unidad superior que es la encarnación del Hijo de Dios funda la legítima correspondencia entre las representaciones orales y las representaciones visuales, entre pintura, arquitectura y poesía. La unidad arquitectónica de la Iglesia de Santo Domingo en Oaxaca se alcanza confrontando formas. La unidad de las obras musicales de Juan Gutiérrez Padilla, maestro de Capilla de la Catedral de Puebla, se logra por el contrapunto. La unidad de los poemas de Sor Juana se alcanza oponiendo metáforas.
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Ahora bien, esta unidad en la alteridad, esta unidad en movimiento hacia lo infinito a través de lo finito, lo invisible a través de lo visible, lo celestial a través de lo terrenal, lo espiritual a través de lo corporal; este extraer del fondo oscuro del ser humano la capacidad de elevarse a lo infinito; esta disposición y modo de unir lo indígena con lo español, de unir lo nuevo a lo antiguo, de representar estéticamente la forma cristiana de la encarnación, conmoviendo, perturbando, despertando la pasión oculta en cada una de las formas, encontrando nueva vitalidad, representando el mundo no como realizado sino en proceso de realización, es la empresa barroca de la Compañía de Jesús en el siglo XVII. Empresa que por su actitud y apertura, pensamiento y vida, recoge y crea las grandes pinceladas del ethos mexicano y está en la base de la formación de la «identidad» nacional. Barroco jesuita duramente golpeado en 1767 al ser expulsada la Compañía de Jesús, rompiendo con ello el proceso de acrisolamiento del país. Es necesario tener presente y meditar todo el conjunto de su trabajo para comprender el significado de la empresa barroca de la Compañía de Jesús. Pues lo que llamamos barroco jesuita novohispano, expresión y génesis de un México en gestación y «maduración», es el movimiento cultural de síntesis surgido del inmenso trabajo de la scientia conditionata, de la práctica de los ejercicios espirituales, de una teología de los afectos y del consecuente deseo de ser. Deseo de ser que es tensión y escisión constante, purificación de la razón, rechazo de lo finito, ascensión a lo infinito, rechazo de los lenguajes que creen simbolizar racionalmente las hendiduras y simas del ser humano y, por ende, la aceptación del uso de la metáfora para expresar lo impensable. El barroco, en cuanto ascensión dolorosa a la otra «escena», no pretende representar la realidad tal y como la vemos: quiere representar la realidad que no vemos, pues en la metáfora, expresión de lo indecible, los significados se niegan a sí mismos. Así, con ocasión de la dedicación del templo de San Bernardo en la ciudad de México en 1690, Sor Juana Inés de la Cruz escribe el siguiente poema: ¡Ay, fuego, fuego, que el templo se abrasa, que se quema de Dios la casa! ¡Ay, fuego, fuego, que se quema de Dios el templo!
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¿Qué es lo que dices? Que el templo nuevo aborta llamas y respira incendios. ¡Qué milagro! ¡Qué lástima! ¡Fuego, fuego, toquen a fuego, que se quema de Dios el templo! Espera, que éste no es como los demás incendios donde si la llama llama, hace diseño de ceño Pero de este Amor Divino es tan amoroso fuego, que cuando enseña, en seña muestra del afecto efecto [...] Del puro estar escondido está a todos manifiesto, y está, aunque le guarda guarda, descubierto de cubierto [...]
Lo que los versos de Sor Juana quieren expresar sobre la metáfora del fuego es que es un fuego que no debe ser entendido como los demás incendios que conocemos. A través del fuego que vemos conocemos un fuego que no vemos, a saber: el amor de Dios a los hombres, que quema y abrasa, pero donde «quemar» e «incendiar» no significan el fuego que conocemos, sino un fuego que no conocemos. Se trata de un ocultamiento que desvela: «del puro estar escondido / está a todos manifiesto». Se trata de un acontecimiento que las palabras no alcanzan a expresar: «y está, aunque le guarda guarda, descubierto de cubierto». No podemos decir lo que quisiéramos decir, pues, aunque las palabras significan, no recubren lo «descubierto» justo por «cubierto». Porque a fin de cuentas, Sor Juana no pretende decir la realidad como la vemos: nos quiere comunicar la realidad que no vemos. La elevación de la metáfora a la categoría de pensamiento y programa estético es intrínseca al barroco. El barroco es metáfora en arquitectura, en pintura, en música, en poesía, en oratoria. A diferencia del
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clasicismo, que apela a la unidad monolítica, a una unidad tan simétrica que cada uno de los elementos de la unidad tiene que subordinarse al todo (¿qué es una columna fuera del Partenón?), el barroco apela a los contrastes, a la tensión entre finitud e infinitud, sacrificando la proporción y la simetría. Retablos, tumbas, criptas, sacristías, techos, grabados, facistoles, iglesias, son confrontadas por la mano del artista. El barroco inviste esos lugares para extraer de ellos el poder y la gloria. Pero el barroco es también un pensamiento (y no sólo un movimiento arquitectónico o artístico) que apela a las posibilidades, a los contrastes, a las diferencias, reconociendo las oposiciones, las desigualdades, las imperfecciones, los pecados, las disparidades. Es una tónica de inventar y revitalizar sintetizando que genera una manera de decir el mundo, una cierta forma de expresarse, un cierto modo de decir la acción del hombre sobre el mundo, un modo de comportamiento que procede organizando, restituyendo, cambiando. A diferencia de la mentalidad ilustrada, que entiende la unidad en términos de uniformidad (no es casualidad que el Estado, invención moderna, uniforme a los habitantes bajo el rasero de la ciudadanía con sus frases de igualdad y fraternidad, desconociendo la gama de relaciones sociales que no son igualitarias ni uniformes), el barroco reconoce la complejidad de las diferencias y alteridades, pues hombre, pensamiento, familia, sociedad, tienen sus texturas, sus relieves, sus obscuridades, con simas y cimas, con pendientes y abismos, peñascos y espinas, cardos y abrojos. La modernidad ilustrada, incapaz de asumir esta disparidad, crea igualdades ficticias, desamparando a los más débiles y pobres justo por desconocer esa desigualdad, terminando (en el mejor de los casos) por aniquilar la alteridad o expulsar a los diferentes del todo social y cultural. El Estado moderno y su razón instrumental pretenden ignorar las alteridades. En el viejo imperio las diferencias coexisten, o más bien, dan existencia al mismo imperio. Frente al código napoleónico (un mismo derecho para toda Europa) las Leyes de Indias (leyes especiales para lugares especiales) son el desafío a una estructura unanimista. Ilustrada la primera, barroca la segunda. Eficaz aquella, humana ésta. La Nueva España se corresponde con este espíritu barroco capaz de contener en sí las tensiones alrededor de un punto unificador, pero no uniformador. Es «nueva» porque se trata de una verdadera fundación en la que la realización de lo posible está en trance de darse, exi-
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giendo construir ex novo todo un aparato jurídico-político basado en la promoción humana y la liberación social como condición de cristianización. Es «nueva» porque la gama cuasi infinita de posibilidades está concretándose sólo en aquellas que en verdad y realmente se darán, humanizando a españoles, indios, criollos e indios por el respeto, la educación y la fe en la libertad como condición de cristianización. Es vieja («España») porque no se trata de una innovación absoluta. La vieja España se recoge en la Nueva España en la obra franciscana, agustina y dominica del siglo XVI y en la obra jesuita del XVII y XVIII. Es una experiencia nueva, una criatura recién nacida y no un trasplante, al modo de las trece colonias norteamericanas. A diferencia de los reinos de Francia e Inglaterra, que sólo pudieron engendrar colonias, el Imperio español generó virreinatos. A diferencia de una fachada ilustrada y neoclásica, que destaca por el equilibrio y la armonía lograda a base de la uniformidad de cada una de las partes, la Nueva España es semejante a la estructura de un retablo barroco que, justo por no tener partes iguales, puede ser visto desde diversos ángulos. Retablo barroco donde cada parte adquiere un valor lo mismo unido que separado, donde cada detalle tiene sus propias reglas (pintura, piedra, madera, escultura) y sus propios matices. Se trata de un momento que corresponde a un saber divino medio o scientia conditionata que, en cohesión profunda con los ejercicios espirituales, no cesa de operar y confrontar, conociendo una liberación sin límites. Ciencia media que encuentra sentido en el movimiento cultural del barroco como tensión entre lo exterior y lo interior y que en el ascenso del canto interior del alma, partitura sobre partitura, metáfora según metáfora, se eleva hasta el infinito como deseo de ser.
4 . P E C C AT U M
PHILOSOPHICUM, NON THEOLOGICUM
Esta perspectiva de vía intermedia que adapta sus enseñanzas a las insoslayables realidades de la vida terrenal, articulada a la vez con la tesis del minus probabilismus (que sistematizaba y ampliaba el alcance del probabilismo medieval), va a permitir organizar una labor eclesiástica verdaderamente educativa en la Nueva España y tendrá consecuencias en su relación con el «otro». La estrategia probabilista
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medieval prohibía afirmaciones de certidumbres totales pero, al hacerlo, autorizaba opiniones probables cuando la certidumbre era imposible. Seguir la alternativa menos probable antes que la más probable sólo podía crear jaloneos y controversias de todo jaez. Podía ser usada para cuestiones especulativas y morales, mas no para asuntos de fe y sacramentos. No es difícil detectar la notable influencia que la tesis del minus probabilismus, elaborada con osadía y sutileza dialéctica por la Compañía de Jesús, ejerció sobre el pensamiento de jesuitas y criollos de la Nueva España. Ya el padre Gabriel Vázquez, en sus Commentaria in I partem summae theologiae, cuestión XVI y XC14, disputando si la ley es obra de la razón o de la voluntad, aplica dicha tesis para cuestionar si la ley humana puede obligar, bajo pena de pecado mortal, a su observancia. Porque «pecar es miseria de nuestra condición humana, pero pecar creyendo que es lícito lo que no lo es» introducía un problema casuístico que había que elucidar de acuerdo con el o los redactores de estas proposiciones. Aquí vemos esbozarse y tomar cuerpo una idea de la meditación filosófica del probabilismo como herramienta pacificadora de tensiones, capaz de coordinar de forma integradora la libertad del hombre. Ello no significaba aprobar lo malo calificándolo de bueno, sólo quería decir que existen casos en los que se delinquía creyendo que era lícito y que, en tal caso, había que determinarlo casuísticamente. Es la tesis del pecado filosófico defendida por muchos teólogos de la Compañía de Jesús, entre los que sobresalen Luis de Molina, Gabriel Vázquez y Tomás Sánchez. Sin embargo, por mor de sencillez, muchos jesuitas se remitían al Manual de confesores del jesuita español Escobar, en el que ponía de manifiesto todo lo que estaba permitido en diferentes casos particularmente difíciles15. En efecto, la tesis del pecado filosófico como expresión del probabilismo (que encontramos en amplios tratados teológicos de jesuitas novohispanos) planteaba temas delicados que escandalizaron a poderes eclesiásticos y a poderes reales. El pecado filosófico, según ense-
14. Gabriel Vázquez, Commentaría in I partem Summae Theologiae, cuestión XIX, XX. Puebla: Biblioteca Palafoxiana. 15. Manual de confesores, A. de Escobar y Mendoza, Liber theologiae moralis, viginti, et quator Societatis Jesu Doctoribus reseratus, Lyon, 1644, 42 ediciones, Puebla: Biblioteca Palafoxiana.
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ñaba el Manual de confesores del padre Escobar, es un acto desordenado respecto a la razón, pero no respecto a Dios. Verdad es que ofende a la razón, porque se supone que quien lo comete sabe que tal acto es contrario a la razón y advierte al mismo tiempo lo que ejecuta. Pero no quebranta la Ley divina, pues el que así peca, o no la conoce, o al menos no la advierte. Puede ser que alguien cometa una culpa gravísima (homicidio, traición, adulterio) u otros delitos que con tanta severidad castigan las leyes humanas; pero por graves que aparezcan, si el pecador no conoce la ley de Dios y no la advierte en el instante en que delinque, su pecado no es ofensa a la Divina Majestad y, por tanto, no merece el castigo eterno. Y Dios como Santísimo y Justísimo que es, no lo puede castigar. Es una culpa, por tanto, contraria a la filosofía, pero no a la religión: Peccatum Philosophicum, non Theologicum. Según esta sentencia, para cometer un pecado teológico, es decir, verdadero, real y propio, es necesario conocer la ley de Dios que lo condena y reflexionar después cuando se comete. El alcance de esta tesis se vislumbra en teólogos jesuitas que la enseñaron constantemente, en el juicio que la Iglesia se formaba de sus opiniones, en las relaciones con los poderosos y en su influjo en la Nueva España. Pues (como escribió Luis de Molina16) que hombres rudos y «bárbaros» puedan ignorar invenciblemente la existencia de Dios, sin ser reos de infidelidad y culpa, como la tienen los «adultos» europeos, tenía como resultado un espíritu más abierto para la labor pastoral y misional de jesuitas novohispanos. No veían a estos indígenas como reos de pecado y castigo, pues para que verdaderamente pecaran, tenían que estar advertidos de la malicia de la acción y del quebrantamiento de la ley divina. Claramente éste no era el caso de los indígenas mesoamericanos. Entonces ¿hacia dónde se dirigían los debates teológicos surgidos de la sentencia Peccatum Philosophicum, non Theologicum? Fundamentalmente hacia el mundo académico jesuita en sus cursos y escritos de teología moral. No por ello los ecos y resonancias de estas enseñanzas tuvieron menos vigencia en su labor
16. Luis de Molina, Tam rudes et incultos posse aliquos homines esse ut maxima cum posibilítate affirmare possumus in eis ignorantiam invincibilem de Deo posse reperiri; quod I. et 2. quum de ignorantia ageremus: observavimus. Porro ea ignorantia excusabuntur a peccato infidelitatis, et quod Deum non colunt, nec ei debitum honorem exhibeant, non erit eis culpa tribuendum I. p. q. 2. art. I.
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pastoral y misionera, y las influencias de ello las encontramos por todas partes. En efecto, en el manuscrito De actibus humanis et de Conscientia tractatus, compuesto de dos partes y escrito en 1698 en el Colegio de la Compañía de la Puebla de los Ángeles, encontramos el mismo debate17. Es un manuscrito que no nos proporciona ningún dato de su autor, quien por temor o precaución no escribe su nombre, pues sólo dice: «A P... Societatis Jesu, Angelopoli Philosophiae Professore». En todo caso, traduce con total fidelidad el debate en cuestión y el ambiente en que se vivía. Allí encontramos una visión y una serie de comentarios referidos a la distinción entre pecado filosófico y pecado teológico: Disputatio 1, de essentia, tendentia, differentia et proprietatibus humanorum actuum prout a bonitate et malitia morali praescindentium: peccatum philosophicum et theologicum. En esta primera disputa el manuscrito nos dice que ni el conocimiento de Dios y de la ley basta para hacer al pecador reo y digno verdaderamente de castigo. Para ello es necesario que al mismo tiempo que peca haga reflexión sobre la malicia de la acción que ejecuta. No se trata sólo de que siga los remordimientos de la conciencia y los pensamientos que le recuerdan interiormente la memoria de la ley, sino que advertidamente la quebrante. Aún así, cualquier consentimiento que la voluntad presta a una acción puede no ser pecado mortal: de necesario, involuntario, violento et coacto. Ello es así debido a que «cualquier consentimiento que la voluntad presta a una acción puede no ser pecado mortal, y ello porque es posible que dicho consentimiento no proceda de algún pensamiento o consideración expresa, duda, escrúpulo o de una actual advertencia a la malicia moral y del peligro que podía encontrar. Si la naturaleza o la casualidad no nos presentan un pensamiento que al mismo tiempo nos mueva a deliberar, entonces el consentimiento no es voluntario y, por ende, el hombre no es culpable. Para pecar formalmente es necesaria una actual advertencia, pensamiento o al menos duda actual o escrúpulo de la malicia de la acción»18. Éstas son las cavilaciones sutiles que abrazan muchos jesuitas novohispanos. Las palabras de este manuscrito sólo traducen las dis-
17. De actibus humanis et de Conscientia tractatus. Puebla: Colegio de la Compañía, 1698-1756. A P… Societatis Jesu, Angelopoli Philosophiae Professore. Anno 1698. Ms. 609. Biblioteca Nacional de México. 18. Ibid
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putas que se libraban en los colegios de la Compañía. Para pecar y hacerse culpable delante de Dios, nos dice el manuscrito, es necesario saber que lo que se quiere hacer no es lícito o a lo menos dudar, temer o juzgar que no agrada a Dios una acción y, no obstante esto, empeñarse en ejecutarla. Naturalmente, no podían quejarse los casuistas de la Compañía de no ser advertidos del escándalo que causaban en la Iglesia opiniones tan atrevidas. Ya en 1642 la Facultad de Teología de París, como lo recordará el arzobispo de México Francisco Lorenzana, había censurado la sentencia que el manuscrito reproduce textualmente de peccatum philosophicum, non theologicum y que, según Lorenzana, es errónea y falsa, pues se dirige a excusar a los pecadores: «Haec propositio falsa est, viamque aperit ad excusandas excusationes in peccatis»19. Los pecados de inadvertencia, como son los de los justos, y los delitos cometidos en un total olvido de Dios, como son los de los malvados y desenfrenados, jamás se les podrán imputar. «Siempre he creído –dice Lorenzana con gracejo e ironía– que tanto más se peca, cuanto menos se piensa en Dios; pero, según lo que veo, el sistema se ha mudado y cuando se llega a no pensar en cosa alguna, todo parece santo y puro. Luego aquellos medio pecadores, que tienen algún amor a la virtud, se condenarán todos, justamente porque son medio pecadores; pero aquellos desenfrenados, endurecidos y totalmente perversos, se ríen del infierno y han dado gusto al Demonio entregándose totalmente a sus brazos»20. Por lo demás, no resulta difícil comprender que la fidelidad a los tratados de teología moral por parte de los casuistas de la Compañía de Jesús no era por capricho, tozudez o inquina contra toda autoridad, sino que obedecía a la concepción que tenían de las flaquezas humanas. Basta leer la conclusión rigurosa del manuscrito citado para tener una prueba más de dicha concepción: Si quis advertentiam se habere negat, detrectabo fidem. Verdad es que los pecadores siempre tienen advertencia cuando se complacen en sus pasiones, pero la experiencia nos demuestra a cada paso que hay hombres que no reflexionan el mal que cometen. De esta manera, hay que conceder que existen hombres necios y bárbaros (barbarus aut bardus) que llegan a suprimir los interiores estímulos de la conciencia cuando caen en los 19. Francisco Lorenzana, ibid. 20. Ibid.
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mayores excesos y, por consiguiente, cometiéndolos en tal estado, no son culpables.
5. LA
RELACIÓN CON EL
«OTRO»
La originalidad de estas tesis teológicas de la Compañía de Jesús no reside tanto en su relación con determinadas posiciones escandalosas como en su otredad original, que se planteó conscientemente como rechazo de una determinada filosofía escolástica y de la destrucción del hombre y la actividad humana a que no pocas veces ésta había conducido. La polémica jesuita, tan precisa y enérgica, no fue en absoluto, como algunos creen, un fenómeno limitado al terreno casuístico-teológico: fue el planteamiento de una clara imagen del hombre (de todo hombre) frente a una metafísica en la que el hombre no tenía cabida. En efecto, la «rebelión» jesuita contra las clásicas concepciones del pecado no podía sostenerse cuando se trataba del «otro». Y este «otro» era, de acuerdo al discurso de la dominación, el «rudo y el bárbaro» al que había que civilizar. Fue una rebelión contra la reducción de este «otro» a los parámetros convencionales del hombre occidental que se presenta a su vez como una reivindicación del valor fundamental de la dignidad humana. La contraposición entre quienes ignoran invenciblemente los primeros principios de la ley natural y del derecho divino (los «otros») sin que por ello se les deba imputar pecado grave, y quienes no la ignoran (los europeos), tiene un significado clarísimo. Apunta a señalar la existencia de seres humanos cuya dignidad se manifiesta en forma plena y no es susceptible de manejarse como se manejan las cosas en Europa. No me parece casual que quienes reivindican la dignidad humana hayan sido jesuitas (como antes lo hicieron franciscanos, dominicos o agustinos), ni que el centro del debate haya sido la Compañía, donde los hombres de cultura más importantes fueron teólogos y misioneros, hombres de acción que operaban cotidianamente en su lugar de trabajo y evangelización. La exaltación del derecho, de la oratoria, el interés casi exclusivo por la moral (e inevitablemente por la política y los problemas sociales), apunta a reivindicar la imagen concreta del «otro» hombre. Cuando sus misioneros esparcidos por el norte del país se sirven del Manual de confesores del padre Escobar, en el que se
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examina la doctrina de la ignorancia y la advertencia sobre la malicia de la acción, donde se medita sobre los pecados de juventud, para que no se juzguen reos de aquellas culpas que no conocían por tales cuando las cometían, cuando, en suma, se tiene clara conciencia de la distinción entre pecado filosófico y pecado teológico, entonces ya no se trata sólo de una sutileza teológica ni de la exaltación meramente retórica de la dignidad del hombre, sino del significado real de ser hombre. Por otra parte, resulta igualmente significativo que esa difícil conquista del sentido real de ser hombre coincida con la negación casuista del pecado teológico. «El pecado filosófico es una acción humana contraria a los dictámenes de la criatura racional: el pecado teológico mortal es una libre transgresión de la ley de Dios». Cierto, esta tesis del pecado filosófico fue censurada por el Papa Alejandro VIII en 1690 y casi de inmediato borrada del vocabulario teológico, pero siguió expresándose de otra manera. Aunque no son pocos quienes en la Nueva España borraron el pecado filosófico de su discurso, ello entrañaba la capacidad para comprender que el significado del pecado teológico, separado por fin de las falsificaciones escolásticas, era precisamente el nacimiento de un sentido del «otro». La escolástica de manual tiende a achatar la totalidad del hombre en una única dimensión, confundiendo hechos y acontecimientos, preocupada sólo por los valores eternos y absolutos. Lo que importa es lo bueno y lo malo, Dios y el diablo, infierno y cielo. Si para esta escolástica de manual el hombre no es otra cosa que el cumplimiento absoluto de la ley natural y divina, oscilaremos permanentemente entre la lógica del absoluto y aquellas pasiones que atormentan inmoderadamente a la humanidad. Allí donde triunfa una lógica teológica de este tipo sólo hay sitio para un tipo de hombre, no para todo hombre ni para su obra, que carecen de interés porque, en última instancia, no puede hablarse de una actividad humana realmente efectiva. En un único acto la teología jesuita toma conciencia de su propia acción, se enfrenta a esta concepción, define de otro modo al ser humano y se define a sí misma en función de este punto de referencia. Esa determinación detallada del pecado filosófico y teológico, ese deseo de conocer el sentido preciso de su significado, de no confundirlos, para después aplicarlo en la teología pastoral, sin olvidar la alteridad, en eso consiste precisamente el sentido del hombre que con
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tanta riqueza e intensidad desarrolló la Compañía de Jesús en la Nueva España: «El acto vicioso es lo mismo que la culpa o el pecado. Pues en los actos viciosos se verifican dos especies de malicia, una material y otra formal. La primera es una disonancia o contradicción de un acto con la razón. La segunda es la imputabilidad de esta disonancia o contradicción. Esta imputabilidad significa aquello que hace que Dios tenga por pecado una acción; y está fundada sobre tres cosas. La primera sobre la natural deformidad. La segunda sobre la libertad con que debe ejecutarse la acción. Y la tercera sobre la advertencia a la malicia que debe acompañar a la acción». Sustitúyanse los términos de pecado y teológico por los de la malicia material y formal y hallaremos lo que el padre Diego Marín de Alcázar ha enseñado expresamente sobre la sentencia de: peccatum philosophicum, non tehologicum21. En efecto, para cometer un pecado mortal, según Marín de Alcázar, que enseñaba en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, es necesaria una perfecta deliberación que nace de la consideración de la malicia del acto. En la disputa 1 de su tratado (Disputatio 1, de natura vitii el peccati in genere) leemos que, por más contrario y opuesto que sea a la razón un pecado, si éste se ha cometido por alguno que invenciblemente ignora la existencia de Dios o no advierte que los pecados son ofensa de Dios, tal pecado no puede llamarse mortal; y cuando el pecado no contiene desprecio de la Divina Majestad, puede muy bien subsistir con perfecta caridad y amistad de Dios. «Porque, aunque este pecado pueda ser grave con gravedad subjetiva, jamás lo será con la eficiente, pues ésta consiste en la repugnancia de la ley de Dios y de su bondad»22. Una vez más, sustituyamos los términos de pecado filosófico y teológico por los de subjetivo y eficiente y encontraremos la distinción entre pecado filosófico y teológico. Sin embargo, lo que le importa a Marín de Alcázar no es tanto determinar si su tesis pertenece a Vázquez, Molina o a Suárez como, en el caso de que la misma fuera verdadera y válida, asimilarla a las 21. Diego Marín de Alcázar, Tractatus de vitiis et peccatis. México: Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. Scribebat P. Didacus Marin de Alcazar Jesu Societatis minimae minimus in Máximo SS Petri, et Paulo Mexicano Collegio, anno 1682. Ms. 661. Biblioteca Nacional de México. 22. Ibid., Disputatio 5, De peccatorum enormitate et gravitate. Disputatio 6, de causa peccati subjectiva et efficiente.
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propias posiciones sin preocuparse por distinguirla de estas últimas. En definitiva, Vázquez, Molina o Suárez son teólogos sobreentendidos en el discurso que refiere a la dimensión compleja del ser humano. Con teólogos como Marín de Alcázar la Compañía de Jesús busca el rostro preciso de cada ser humano: lo que se vuelve prioritario es recuperar al hombre concreto. Para hablar con el «otro» necesitamos recuperarlo, recuperar al auténtico prójimo con sus pasiones y pecados. Lo que importa ya no es una universalidad abstracta sometida a una dimensión única, sino una persona viva. El encuentro con el «otro», su presencia, deja de ser la confusión de una verdad sólo para los «adultos» europeos y donde la inteligencia del otro pierde su identidad, para convertirse en un diálogo en el que cada uno participa a título personal con el lenguaje que mejor expresa su idiosincrasia. Por eso, con la distinción entre el pecado filosófico y teológico los jesuitas quieren leer al «otro», no sólo estudiar su lengua. Intentan comprender todos los aspectos de su ambiente, de su vida y de su mundo. Así nació una concepción del ser humano como «otro», es decir, como conciencia de nosotros mismos y de los demás, de las relaciones construidas humanamente y reconstruidas racional y espiritualmente; conciencia de nosotros mismos y de los demás en un mundo edificado en común y recuperado en cada una de sus dimensiones a través del reconocimiento universal de la obra del hombre; conciencia, finalmente, del indígena, del mestizo y del criollo, de las etapas que marcan su vida y de los valores que van conquistando.
6. MODERNIDAD
Y BARROCO
En la confluencia de este lenguaje y la «otredad» existe, estrechamente ligada a la teología de la ciencia media y de los afectos, una voluntad de forma, una manera de pensar el mundo, de arrancar las cosas de su estado amorfo para cambiarlas. Esta voluntad que da forma al elogio de un individuo, al sueño de un pintor, a la obsesión de un poeta o de un músico, asegura el curso del mundo y constituye el armazón de un sistema de valores: es lo barroco. Lo barroco lo encontramos en los dominios del mito, la epopeya, el arte, la religión, la arquitectura, etc., derivando no pocas veces en la formación de la sociedad, la política y el poder. Lo barroco sirve como marco de la
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distribución de los «modos» de ser del hombre. El espíritu humano elige sin cesar entre sus riquezas latentes, lleva consigo siempre una capacidad de cambio. Lo barroco expresa precisamente una nueva actitud ante la vida que creó esta forma de ver el mundo. La actitud y manera en que se condujo la Compañía de Jesús podemos llamarla barroca en la medida en que intentó reconstruir el mundo católico para la época moderna, así como en Europa los artistas lo hicieron con la arquitectura y las artes en general. La defensa y revalorización de las imágenes ante la crisis del manierismo y los ataques de la Reforma fue la gran empresa del barroco. Se trataba de conmover, de perturbar, pero sin seguir el canon clásico. El objetivo era, por el contrario, regenerarlo, encontrar una nueva vitalidad que despertase la pasión oculta en cada una de las formas, una ardiente recepción sensorial y emotiva. El deseo de ser que alimentó la teología de los afectos quedó expresado, por ejemplo, en los obeliscos de Gian Lorenzo Bernini, practicante regular de los ejercicios espirituales bajo la dirección del padre Oliva. De forma similar, el trabajo teológico de los jesuitas con la scientia media o conditionata, íntimamente ligada a una estética de la realización del mundo, se asemeja mucho al arte barroco. En su aspecto formal, la teoría jesuítica pertenece a la gran época escolástica. Sin embargo, en la medida en que su principio de síntesis ayudó a desenvolver todas las virtualidades implícitas en su filosofía, la teología de la Compañía pertenece a la modernidad23. La vía intermedia en libertad que regenera y reconstruye será el punto de partida de toda su actividad en América. Desde esta perspectiva la 23. Similarmente, la manera en que filosofan Núñez de Miranda, Alfaro, Figueroa, Salceda, Marín de Alcázar, Matías Blanco y los jesuitas del siglo XVII pertenece a la tradición escolástica. Sin embargo, en la medida en que el principio de síntesis suareziano supone un rechazo del aristotelismo fundamental y cierto primado de lo teológico, de la experiencia interior y de la ética, me parece adecuado hablar en su caso de un aristotelismo agustiniano. Su pensamiento guarda hondas afinidades con Duns Scoto y con el mismo Santo Tomás. Decir que Suárez es más agustiniano que tomista, o más escotista que tomista, ¿no está en contradicción con las declaraciones del propio doctor eximio? No con todas, y no con la sustancia. Suárez nunca pretendió seguir a Santo Tomás de un modo distinto a como el mismo doctor Angélico había seguido a San Agustín. ¿Acaso no es agustiniano Tomás de Aquino? Pues del mismo modo es tomista Suárez. En todo caso, lo más interesante no es su dependencia de otro doctor, sino su egregia independencia de criterio. De igual manera, lo más admirable de los jesuitas novohispanos no es su dependencia de Suárez, sino su capacidad de reconstrucción de la filosofía suareziana para la realidad cambiante de la Nueva España.
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Compañía de Jesús adaptó sus enseñanzas a las insoslayables realidades de la vida terrenal. Esto le permitió organizar una labor eclesiástica verdaderamente educativa en la Nueva España, de la que Diego Laínez, Vázquez, Molina, Suárez, Pedro de Abarca, Miguel de Castilla, Figueroa, López, Salceda, Marín de Alcázar y Matías Blanco fueron los verdaderos teóricos. Estos últimos argumentaron junto con Luis de Molina la existencia de tres modos de la omnipotencia divina: un saber «simple», un saber «libre» y un saber «medio». Entre el saber simple y el libre se ubica una etapa intermedia que sabe de las flaquezas humanas y de sus posibilidades. Para la teología jesuítica este momento intermedio o ciencia media ennoblece la naturaleza humana, que «sabe» del mundo no como algo realizado, sino en proceso de realización. Se trata de las capacidades naturales del ser humano que éste puede transformar gracias a su libre albedrío. La Compañía de Jesús podrá así asimilar la cultura mundana, apropiándose de la filosofía y el arte paganos. Esta misma perspectiva le permitirá pactar igualmente con el humanismo. El mundo y el siglo no serán ya exclusivamente una ocasión de pecado, lugar de perdición y «valle de lágrimas», sino también una oportunidad de justicia, de perdón, fraternidad, amor y salvación. El mundo es el escenario dramático al que no hay que renunciar, pues es en él donde el ser humano asume activamente la gracia de Dios, como lo testimonian los propios jesuitas en las lejanas misiones guaraníes, el norte de México, en China o en Canadá. El mundo es el medio donde la condición humana exige ser tratada con su máxima dignidad, donde la perdición o la salvación pueden darse por igual combatiendo ad maiorem gloriam Dei. Se trataba, pues, de ganar el mundo para que el hombre en libertad viva con los demás. En consecuencia, hay que prepararse bien estratégica y teológicamente para vencer sobre grupos y facciones, estableciendo las condiciones para esta utopía de amor que significa ser hombre con los demás. La actividad de la Compañía de Jesús cobrará así nuevas formas en América, llegando a ser determinante para ese singular mundo novohispano que se configura en el siglo XVII. Desde la educación de la clase criolla e indígena hasta el manejo de la primera versión histórica del capital financiero, pasando por los múltiples mecanismos de organización y planificación de la vida social, su presencia es indispensable para comprender el primer esbozo de modernidad vivido por la Nueva España. Los
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jesuitas cultivaron las ciencias, desarrollaron numerosas innovaciones técnicas, planificaron e introdujeron métodos inéditos de organización en los procesos productivos24. A comienzos del siglo XVIII sus formas de organización económica y social eran ya una pieza clave en la acumulación y en el flujo de capital. Todo este esfuerzo económico, social y educativo viene exigido por algo fundamental: la Iglesia y el Papado buscan recuperar su capacidad mediadora entre lo humano y lo «otro», cuya decadencia a lo largo de los siglos hizo posible el embate de la Reforma. La Reforma y la Ilustración, con su actitud prometéica de progreso y el capitalismo en marcha, esconden una trama espiritual que pide ser compulsada con la verdad de las cosas. Y es que si por un lado las herejías modernas corroyeron y desfondaron el papel mediador de la Iglesia, no es menos cierto que la aparición del ciclo dinero-capital-mercado amenazaba con terminar de minar lo iniciado por la Reforma. En efecto, la Iglesia había jugado tradicionalmente un papel socializador, unificador, pero en los siglos XVII y XVIII emergió un componente que, aunque presente desde antes en la acción política, se volvería predominante: el dinero-capital. El mercado se convirtió en el lugar donde los individuos se socializaban y adquirían su identidad. El progreso era lo que contaba. La aparición de estos fenómenos está en la base de la pérdida de necesidad de la Iglesia como institución mediadora, como entidad capaz de definir la escala de valores para conducirse frente al mundo del mercado, el dinero y el capital. La aparición de esa cultura del capital, la omnipotencia de la razón (Descartes, Spinoza, la Ilustración) y la herejía luterana son indicativas de la tensión a la que estuvo sometida la Compañía de Jesús como propulsora de un proyecto político y religioso de inspiración inconfundiblemente moderna. Este proyecto buscaba poner al día la Iglesia, acoplarla con los tiempos mediante una reconstrucción del orden cristiano del mundo entendido como orden católico, apostólico y romano. Junto a la representación del capital y el mercado debía aparecer una vez más la «Ecclesia» como inspiradora de la respuesta al mundo y sus desa-
24. Descansan en la Biblioteca Nacional de México treinta y seis manuscritos de jesuitas que versan sobre organización económica y social. Véase, por ejemplo, Manuel de Alcalá (¿?, Sayula-México, 1698) y su Tractatus de contractibus societatis, emphyteusis, locationis et conductionis, pignoris et fideiussionis. Ms. 590.
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fíos. Porque desde el hombre y el mercado no existía respuesta a la pregunta de por qué pasamos de la nada a la existencia, ni tampoco respuesta a la existencia del mal y de la muerte. He aquí, pues, como los desafíos de la modernidad se presentaron ante la Compañía de Jesús en América y en las tierras novohispanas. Pero si la gracia era materia de tratamiento urgente, puesto que los herejes habían obscurecido y aun invertido la verdad católica, la respuesta era también difícil: por un lado se trataba de realidades totalmente divinas, sin carácter experimental; por otro, la eficacia de la gracia y su conexión con la libertad de albedrío había sido un obstáculo teológico ya desde San Agustín. Fue aquí donde el rol de la obra de Molina, Suárez y los misioneros jesuitas fue fundamental. Se trata nada más y nada menos que de recomponer el mundo de la vida desde su plano más bajo, profundo y determinante, hasta los estratos más altos y elaborados del goce lúdico, festivo y estético de las formas. Es decir, formular y llevar a la práctica una modernidad alternativa que cubriese la totalidad de la interpretación del mundo frente a la modernidad espontánea, ciega e invisible del mercado y frente a una Reforma insuficiente y regresiva. La tarea a la que se enfrentaron los jesuitas desde el siglo XVII demandaba, por un lado, respuestas a ese «otro» (el indio, el criollo, el negro, el mestizo) que interpelaba; por otro, una reacción a la crisis en que se hallaba sumida la civilización dominante ibero-europea. Esas respuestas exigían imaginación, libertad, apertura: heterodoxia, en definitiva. La Compañía de Jesús en tierras novohispanas dio lo que pudo mediante una elaboración heurística y una visión «barroca», arraigada en el contexto histórico, para lo que suspendió algunos criterios con egregia independencia y libertad. Puede entenderse así hasta qué punto el despotismo ilustrado encontró intolerable y terminó por expulsar en 1767 a una Compañía de Jesús que lo desafiaba. Puede entenderse también por qué la Iglesia católica, con el Papado al frente, rechazó una filosofía que hacía de la libertad un principio de síntesis y que organizaba las verdades dadas por la experiencia y por la fe, así como por la tradición doctrinal, en un nuevo modo de entender la realidad. No era sólo un modo de entender al hombre en proceso de realización, sino también la posibilidad de rehacer la idea de Dios para dar nuevas respuestas al burgués europeo y al mestizo, al criollo y al indio en América. Esta síntesis de la ciencia condicionada, junto a la teología de los afectos y la tesis del minus probabilismos, hicieron de la Compañía de
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Jesús una fuerza organizada y puesta al día capaz de adaptar la idea de Dios a los distintos pueblos y mezclas culturales. La Compañía se mestizó y ayudó a mestizarse. El sincretismo jesuita y su eclecticismo filosófico serían un principio esencial del mestizaje profundo que alcanzaría la nación mexicana en los siglos XIX y XX. Empeñados en la evangelización de la India, del Japón o de América, el esfuerzo mental y práctico de los jesuitas por abrirse a otras culturas apenas tiene parangón. Intercambiando ideas, fusionando con paciencia elementos dispares, extrayendo estructuras de significación para vincularlas a las suyas en un programa de acción, la Compañía realizó un trabajo discursivo sin paralelo, tal vez el único modelo que Europa (la inventora de la universalidad moderna) puede ofrecer de una genuina disposición de apertura y autocrítica respecto de sus propias estructuras mentales. Son cientos los ejemplos que de lo anterior, en la Nueva España, en el estado guaraní y en zonas iberoamericanas o indígenas, no sufrieron la experiencia de la conquista. Frente a los movimientos reformistas protestantes, frente a la idolatría del mercado y de un mundo creado a su imagen y semejanza, la necesidad de restablecer la mediación eclesial entre lo humano y lo divino era una urgencia y emergencia. Esta mediación (rechazada por Lutero y los reformadores, y cuya decadencia había sido el fundamento de la Reforma) sólo era posible desde el intercambio de cultura y la interpenetración de códigos, es decir, mediante el mestizaje. El proceso de novohispanización es inseparable del mestizaje, así como éste lo es de lo barroco, entendido como la disposición a inventar, uniendo lo antiguo a lo nuevo y echando mano de todas las posibilidades en tensión. La teología de los afectos, la scientia conditionata y el albedrío humano como topos de la libertad son el fundamento de una capacidad estética barroca para incidir sobre la realidad. Todos estos elementos son inseparables entre sí y no pueden entenderse sino como eco de un mismo acontecimiento, a saber: la condición humana es el lugar donde se manifiesta el Dios cristiano que, haciéndose carne y resucitando, eleva al hombre a la condición divina, haciéndolo espiritual. Consiguientemente, la educación de la libertad, los sentidos y los sentimientos, el discernimiento y la elección en busca de un cambio de conducta son la consecuencia necesaria de lo arriba expresado y condición de las nuevas relaciones entre los hombres. Por ello, el componente jesuita novohispano no puede confundirse con lo colonial, y
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viceversa. Lo novohispano es siempre inventiva, creación, síntesis en una travesía difícil pero llena de esperanza, renovando y conquistando, tal como enseñan los ejercicios espirituales de San Ignacio. Por el contrario, lo colonial es siempre dependencia, imitación extralógica de modelos de la racionalidad occidental, victimismo, complejo de inferioridad, la manía de echarle la culpa a terceros, la cultura que nos hace chipiles, desobligados e irresponsables. Lo novohispano y lo colonial son opuestos, aunque con harta frecuencia se mezclan y confunden, especialmente tras la expulsión de la Compañía de Jesús de los territorios de la Monarquía Hispánica en 1767. En efecto, desde el instante mismo de la expulsión de la Compañía, los criollos independentistas y después los nuevos «ilustrados» mexicanos tenderán a identificar lo colonial y lo novohispano como si de la misma cosa se tratara. Tenderán así a negar y caricaturizar la historia novohispana, sustituyéndola por las ficciones de la mitología republicana y liberal. Es decir, aquella etapa formativa en la que el país ataba los hilos con sabiduría y firmeza será desdeñada y arrinconada, ocupando los mitos liberales su lugar, como en el siglo XX lo harán los mitos revolucionarios. Los tres siglos de amalgama cultural, en los que el proceso de humanización partía de la promoción de indios, criollos, mestizos, peninsulares y castas, de su recuperación como personas, del respeto, la fe y la educación de su libertad como condiciones de su cristianización, serán ocupados por racionalismos y positivismos. El choque será demasiado brusco para ser asimilado con facilidad. El resultado de ello será un cambio radical de psicología, un desequilibrio entre la noción de responsabilidad y la de derecho, y la aparición de una mentalidad dependiente frente a las nuevas ideologías. Empieza así no sólo la imitación extralógica de los modelos europeos, sino también el traslado de la conciencia a un centro de poder, llámese cacique, cura, iglesia, partido, Estado o ideología, a la vez que un absurdo sentimiento de superioridad. Se trata, pues, de una actitud de dependencia y abierta colonización mental unida a la convicción mitológica de que somos mejores que los demás. Convicción, por lo demás, común a Hispanoamérica cuando se trata de definirnos frente a los vecinos del norte. Damos así por supuesto que nosotros somos idealistas, mientras los estadounidenses son pragmáticos; nosotros somos «inventivos» y sagaces, ellos bobos; a ellos sólo los mueve el interés material, mientras que nosotros somos genero-
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sos. El autoengaño de la exclamación «¡como México no hay dos!», el victimismo, la irresponsabilidad, el desorden, la ineptitud, la corrupción, el incumplimiento, la apatía, la larga y acariciada excusa de arrojarle la culpa a terceros, tienen su origen aquí y no en otra parte. Aquí tiene su punto de partida la fábula que comparten casi todos los mexicanos: que los tres siglos novohispanos son la época de la colonia, únicamente un paréntesis en la marcha ascendente de México a través de la historia, un trayecto que comienza con la civilización azteca, se interrumpe por trescientos años, se retoma en el siglo XIX con la Independencia, vuelve a interrumpirse durante la larga dictadura de Porfirio Díaz y adquiere un rumbo definitivo a partir de 1910 con la Revolución Mexicana. México no pudo entenderse a sí mismo ni darse a entender a los demás a través de la Ilustración. Lo prueba la esterilidad económica y cultural (duro es reconocerlo) del siglo XIX. Y es que desde el «imaginario» republicano y liberal era imposible entender ese universo de contrastes que es la Nueva España, pues ésta es una identidad en la alteridad: indios y blancos, catolicismo y paganismo, caridad cristiana y racismo de castas, opulencia y pobreza, tradición e innovación. El barroco es una inestable síntesis de contrarios, un claroscuro juego de contrastes. Una estética simétrica y hierática, como lo fue la del Renacimiento, el neoclásico, el abstraccionismo geométrico, el funcionalismo o las ideologías salidas del liberalismo, se muestra impotente ante la complejidad de la vida novohispana. Pues no es lo mismo ser «ilustrado» y liberal en un medio que no es ni uno ni otro, que ser humano echado p’alante desde la situación cabal de lo novohispano, esto es, un sujeto conquistando, renovando y sintetizando en las circunstancias siempre difíciles de la vida. El ethos y la estructura política profunda de un país que crea, inventa y diversifica no podía tener su origen en el universo liberal/republicano que vocearon todas las constituciones del país desde 1814, ni tampoco en la inspiración de los grandes liberales o socialistas, sino en unos padres fundadores mucho más antiguos: Santo Tomás de Aquino, Suárez, Vitoria, Soto y la teología política de la Escuela de Salamanca. México es la tierra trabajada por la acción de fray Pedro de Gante, fray Andrés de Olmos, Motolinía, Bartolomé de las Casas, Sahagún, Tata Vasco, Alonso de la Veracruz, Miguel Sánchez, jesuitas todos ellos de los siglos XVII y XVIII, y de Sigüenza y
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Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, discípulos y renovadores de aquellos primeros padres. Hidalgo, Morelos y Juárez han tenido sin duda un papel fundamental en la formación de la nación Mexicana (¿quién lo duda?), pero no la han fundado, inspirado y moldeado en profundidad como lo hicieron estos primeros hombres de los siglos XVI, XVII y XVIII que, al «indigenizarse», se convirtieron en padres de una identidad nacional fundada en la fe cristiana y la sensibilidad indígenas. A dónde nos hubiera llevado este lenguaje alternativo encabezado por la Compañía de Jesús si no hubiera sido expulsada en 1767 es algo que nunca sabremos. Lo cierto es que la independencia de 1810 no pudo contar ya con ese impulso. Nace así un país sin vocación universalista que, al no contar con la inspiración de un pasado (una Nueva España abierta y barroca), es incapaz de hacer frente a la arrolladora solidez de una modernidad ilustrada que descalifica el pasado novohispano como oscurantista y premoderno. La cultura mexicana del siglo XIX perdió así, en gran medida, el sentido de su propio mensaje.
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La vinculación entre el mundo hispánico2 y la modernidad política forma parte de un debate inacabado que ha venido alimentando las reflexiones sobre ese espacio geopolítico a lo largo de los últimos dos siglos. Dos circunstancias fundamentales lastran dichas reflexiones: por un lado, la propia relación especular que España e Hispanoamérica mantienen con otros ámbitos del mundo occidental. Por otro, la propia polisemia del concepto de modernidad. La dificultad para fijar sus contenidos surge en gran parte de la imprecisión de sus alcances, ya que la modernidad se nos aparece como un precipitado de procesos –culturales, políticos, ideológicos, económicos, científicos, tecnológicos...– cuya diversa interpretación no sólo influye sobre los contenidos que le demos al término, sino que puede introducir importantes variables temporales. Tradicionalmente se ha vinculado «lo moderno» a un proceso histórico cuyos orígenes suelen remontarse a la Baja Edad Media y el Renacimiento y que, en su desarrollo, abarcaría fenómenos tales como la constitución de una memoria histórica, filológica y hermenéutica, la referencia filosófica a los valores del humanismo y de la razón, la entronización teleológica del progreso, la evolución acelerada de las fuerzas productivas asociadas al
1. El presente artículo se inscribe en el Proyecto de I+D HUM2006-10136 «Ciencia y política frente a las poblaciones humanas». 2. En este trabajo se utiliza el concepto de «hispánico» en un sentido amplio, que abarca todos aquellos ámbitos que a lo largo de la llamada Edad Moderna estuvieron vinculados políticamente a la Corona de España, tanto en Europa como en América.
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dominio de los procesos naturales, el avance de las ciencias y de las técnicas y la configuración del Estado moderno como construcción renovadora de las relaciones políticas entre los hombres y los colectivos en que éstos se integran, concibiendo una autonomía del espacio político con respecto a la moral. Esta perspectiva se asocia a una periodización que identifica un período de tres siglos de la historia occidental –desde finales del XV hasta finales del XVIII– con el rótulo de Edad Moderna y que se construye en una doble perspectiva de oposición: frente a la Edad Media y desde la contraposición entre Antiguos y Modernos. La visión actual de la modernidad tiende a identificarla no tanto con el proceso secular así descrito, como con la precipitación de sus resultados en la última fase abarcada por dicha periodización. Desde esta perspectiva suele describirse a la modernidad como el producto de tres movimientos: la revolución del hombre ilustrado contra la tradición, la sujeción de la razón a la ley natural –es decir, la idea de que los seres humanos pertenecen a un mundo gobernado por leyes naturales que la razón descubre y a las que ella también está sometida–, y la secularización, que implica la sustitución de Dios por la sociedad como principio de juicio moral. La modernidad abre el camino al pueblo, la nación, en tanto cuerpo social que funciona también según leyes naturales y que debe desprenderse de formas de organización y de dominio irracionales, como las defensas corporativas o la legitimación del poder por revelación divina. Por último la modernidad, en su acepción occidental, al ser obra de la misma razón lo sería también de la ciencia, la tecnología y la educación3. Esta forma de entender la modernidad ha sido hegemónica en las ciencias sociales durante mucho tiempo4. Dos cuestiones interesa destacar de esta perspectiva de análisis: la Ilustración aparece como un paraguas que separa la organización del cuerpo social en dos etapas aisladas por la dicotomía irracional/racional5; aunque «lo político»
3. Cfr. Touraine (1993). Una propuesta más fina y compleja, pero no muy alejada de algunos de estos presupuestos básicos, es la que ofrece Ernest Gellner en su muy conocido e influyente libro Nations and Nationalism (1983). 4. Véanse, entre otros, Latour (1993) y por supuesto Koselleck (1993). 5. De hecho, parecería sugerirse que toda organización anterior a la Ilustración estaría sustentada en la revelación.
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está presente (de la mano precisamente del pueblo y la nación), su papel en el surgimiento de la modernidad se margina o reduce al privilegiarse una trilogía: ciencia, tecnología y educación. Hay autores, sin embargo, que han corregido este sesgo. Ejemplo de ello es Reinhardt Koselleck, quien contribuyó a difuminar la rigidez binaria de esas perspectivas al proponer un vínculo procesual entre lo moderno y la modernidad fundado en su propia condición clasificatoria. Según el maestro alemán, la noción de moderno se fue acuñando a lo largo de tres siglos. Al mismo tiempo que su uso se generalizaba en el último tercio del siglo XVIII se abría camino la segunda acepción de modernidad por los cambios en el espacio público y en las mentalidades: «el concepto exacto de modernidad sólo se impuso después de que hubieran transcurrido cerca de cuatro siglos, a los que tenía que abarcar como una unidad»6. La importancia de esta propuesta reside en que no se plantea la modernidad en función de supuestos puntos de llegada, sino como una condición procesual. Koselleck puso en el centro del debate la dimensión de «lo político» al proponer la modernidad como un constructor de conceptos –precisamente– políticos. Estos conceptos no serían reflejo, resultado o indicadores del cambio, sino factores del mismo. Tampoco serían meras herramientas de control del movimiento histórico, sino instrumentos de la expansión social del sujeto que ejerce el control. En otras palabras, los conceptos pueden ser entendidos como agencias abstractas de movilización de las sociedades en la historia. La propuesta de Koselleck es particularmente útil para repensar la inserción del mundo hispánico en la fase histórica que hoy coincidimos en denominar las grandes revoluciones atlánticas, un momento axial que no puede disociarse de la configuración de la modernidad política. En el mundo hispánico, esa etapa se vinculó a procesos como la invasión
6. «La modernidad no se implantó lexicalmente hasta el último cuarto del siglo pasado» y sólo estaría documentado desde 1870. No obstante, agrega Koselleck, «ya en 1775, antes de la Revolución Francesa, Büsh organizó la historia según el tiempo en historia antigua, media y moderna, hasta nuestros días, pudiendo diferenciar aún en este período la contemporánea, que se haría cargo del tiempo de la última generación o de este siglo» (1993: 305). De tal forma, la llamada historia contemporánea se habría incorporado como el eslabón más reciente de los tiempos modernos, en tanto que la modernidad (noción acuñada mucho más tardíamente) mantendría una acusada ambigüedad que ha sido y sigue siendo el origen de muchas confusiones y debates.
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napoleónica, el vacío de poder resultante y una extraordinaria precipitación de situaciones que incluye el surgimiento del liberalismo7, la recuperación, revitalización y redefinición de instituciones políticas como las Juntas y los ayuntamientos, la reunión de diputados en Cádiz, la Constitución de 1812, el autonomismo americano y, finalmente la independencia de las colonias. Todo ello fue preludiado por una etapa de despotismo ilustrado, un cambio de dinastía que introdujo nuevas pautas políticas y procesos de acción y reacción escasamente controlables. En ese contexto se difundieron por el ámbito hispánico y por capas muy amplias del tejido social miles de documentos, discursos, panfletos, sermones, catecismos, debates constitucionales y otras muchas formas de difusión colectiva de ideas. En ellos reaparecen de forma sistemática y recurrente conceptos como los de pueblo, soberanía, retroversión de la soberanía y derecho de resistencia. Hoy no se duda de su potencial como herramientas ideológicas, factor y reflejo a un mismo tiempo del cambio político en ese período. De lo que se duda es de si su asunción en el mundo hispánico se deriva del contagio de las dos grandes revoluciones de finales del XVIII –la americana y la francesa–, de la revitalización del derecho natural entre los ilustrados –a partir del pensamiento neoescolástico en suareziano o de prestigiosos renovadores como Samuel Pufendorf o Emmerich de Vatel–, o si se trata más bien del afloramiento de una cultura política propia largamente madurada. Lo anterior no es sólo un debate académico, ya que en él se dirime la propia relación de nuestras sociedades contemporáneas con los fundamentos mismos de la modernidad y con un elemento axial del sistema democrático: la soberanía popular como única fuente de legitimidad del poder. Tampoco es una discusión que historiográficamente se produzca en el vacío. Durante las últimas décadas la historiografía ha recuperado y revaluado los procesos políticos que se dieron en el mundo hispánico en el contexto de las llamadas revoluciones atlánticas, tanto los debates de Cádiz y el texto constitucional que se derivó de ellos, como las ideas y prácticas que se expandieron 7. Recordemos que la palabra «liberal», en el sentido político que hoy le atribuimos, tuvo su origen en España y desde allí sería incorporada por el vocabulario político inglés.
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desde 1808 por la península y América8. Esto nos lleva necesariamente a revisar viejas interpretaciones, muchas de ellas tópicas, sobre el alcance y la especificidad de los principios y las prácticas liberales en América Latina9. Un tema que ha contribuido particularmente a modificar las visiones tradicionales sobre la perspectiva de lo político en este ámbito fue el descubrimiento de procesos electorales a partir de 1808 dotados de un alcance y envergadura que no se había previsto hasta este momento10. Hoy sabemos que ese proceso fue extraordinariamente temprano y que sus bases electorales fueron multiétnicas: lejos de ser comparsas de actuaciones ajenas los actores políticos, también los indígenas, sabían muy bien lo que hacían en el acto de votar y conocían la importancia de este mecanismo para la defensa de sus intereses personales y grupales11. En ese marco de renovación temática, metodológica e interpretativa, un conjunto creciente de trabajos está poniendo el acento en la dimensión municipal como forma de autogobierno grupal que en América atraviesa toda la edad moderna, se introduce en la independencia y alcanza el período republicano, tanto en los ámbitos criollos como indígenas12. Esta perspectiva implica revisitar el principio de la comunidad como fuente esencial de la legi8. Dos trabajos seminales de esta renovación historiográfica son: Guerra (1992) y Rodríguez O. (1996). 9. Cfr., entre otros, Annino (2005: 103-130); Dym (2006); Irurozqui (2005a); y Rodríguez O. (2005a). 10. Sobre el tema del voto en el siglo XIX hispanoamericano existe una copiosa bibliografía de la que sólo daré algunos títulos representativos, y que debe comenzar por los trabajos pioneros de Benson (1946, 1955 y 1966). Son particularmente importantes el conjunto de artículos reunidos en los siguientes libros colectivos: Annino (1995); Malamud (2000); Posada-Carbó (1996); Sábato (1999). Entre los muchos trabajos individuales cabe citar: Guedea (1991); Guerra (1999); Irurozqui (2000); Peralta (1996); Rodríguez O. (1999 y 2006). Para una bibliografía muy completa sobre el tema véase Irurozqui (2004). 11. Sobre la participación de los indígenas en el sistema político a lo largo del siglo XIX hay una bibliografía creciente. Pueden consultarse, entre otros, Alda (2000); Barragán (1999); Demélas-Bohy (1995); Escobar Ohmstede (1996); Guarisco (2003 y 2004); Hernández Chávez (1993); Irurozqui (1999 y 2000b); Rodríguez O. (2005b). Para una reflexión sobre los caminos abiertos por esta historiografía, véase Quijada (2008b). 12. Véanse entre otros Dym (2006); Escobar Ohmstede (1996); González-Hermosillo Adams (2001); Guarisco (2004); Irurozqui (2005b y 2006); Sobre este tema véanse también Carmagnani y Hernández (1999); Herzog (2000); Morelli (2003).
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timidad del poder y la propia dimensión contractual de la política en el mundo hispánico. Este trabajo se propone contribuir a esa revisión partiendo, con Koselleck, de la convicción sobre la naturaleza histórica y procesal de los conceptos políticos y su centralidad como instrumentos del cambio desde el siglo XVIII (Koselleck 1993: 328). En un trabajo anterior sostuve que en la construcción secular de la modernidad desarrollada en todo el mundo occidental intervinieron trasvases multidireccionales de ideas, de experiencias y de redes de pensamiento y poder. Estas influencias mutuas configuraron una suerte de imaginarios compartidos que traspasaron fronteras y tiempos, operando de manera no siempre secuencial o lineal (Quijada 2005). El plural utilizado es intencional, porque sostengo que no hubo un único imaginario que operase con la misma secuencia e igual contenido en cada momento y lugar. Las formas de acceso a la modernidad fueron diversas, acordes a los ritmos y experiencias de cada país, pero en mi opinión se trata de especificidades dentro de un proceso político amplio común a todo el mundo occidental. Los elementos que contribuyen a configurar un imaginario político son múltiples, desde la acción práctica, incluida la violencia, hasta las teorías más refinadas. Las ideas y los conceptos son sólo una parte de esos elementos, pero es en la que me voy a centrar en este trabajo. En concreto, mi intención es revisar algunas propuestas de la tratadística hispánica del siglo XVI y comienzos del XVII. Aunque el horizonte inicial de esa producción escrita era peninsular, la novel situación generada por el descubrimiento de América y por la conquista y ocupación de la llamada –temprana y no casualmente– «Nueva España» y la zona nuclear andina, contribuyó a la introducción de matices y planteamientos de nueva forja. Para llevar a cabo esa revisión comenzaré por aislar una perspectiva específica, la que se centra en el ámbito de lo político, y dentro de ella, un tema en particular: el principio que defiende que la legitimidad política se basa en el consentimiento de la comunidad y en el origen contractual del poder político. Se trata de recuperar planteamientos que han sido oscurecidos por la excluyente atención que la historiografía interesada en los procesos hispánicos ha prestado a algunos autores y de resaltar los matices de dicha tradición textual, a la luz de la clasificación que la historiografía suele asignar a las expre-
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siones del pensamiento político moderno en función de su potencial conservador o radical. Finalmente, para que podamos apreciar esas relaciones e influencias tenemos que reconsiderar el pensamiento político desde una perspectiva que no esté centrada en un mundo de lectores y estudios universitarios –en el que ideas, referencias y textos van pasando de mano en mano–, sino a partir de una noción mucho más amplia y lábil: el propio concepto de imaginario al que antes me he referido, es decir, el conjunto de representaciones que las sociedades elaboran y desde las cuales se perciben sus relaciones con el entorno. La realidad de esas imágenes reside en su impacto sobre las mentalidades y los comportamientos y en su capacidad para influir sobre la toma de decisiones. Desde esta perspectiva, el imaginario es el referente fundamental al que recurren todos los procedimientos del pensamiento humano13. Es aquí donde propongo engarzar los textos, recordando que no necesariamente funcionan por contacto directo ni de manera secuencial: son sólo un elemento más en la configuración del imaginario político.
1. FRANCISCO SUÁREZ
O L A S O L U C I Ó N C O N S E RVA D O R A
En la segunda parte de su obra Los fundamentos del pensamiento político moderno (1986), Quentin Skinner menciona a Lutero a través del historiador inglés John Neville Figgis: «si no hubiese habido un Lutero, nunca habría podido haber un Luis XIV». Y agrega Skinner: «la frase de Figgis ha sido criticada como antihistórica, pero no cabe duda de que la principal influencia de la teoría política luterana sobre los principios de la Europa moderna consistió en fomentar y legitimar el surgimiento de las monarquías unificadas y absolutistas. Las doctrinas de Lutero resultaron tan útiles para este fin que sus más distintivos argumentos políticos a la postre encontraron eco entre los más destacados defensores católicos del derecho divino de los reyes, [como] Bossuet» (1986: II, 119). Skinner se refiere, claro está, al hecho bien sabido de que la oposición de Lutero a las aspiraciones universales del Papado le llevó a hacer una defensa expresa del absolutismo de los
13. Cfr. Baczko (1984); Boia (1998); Castoriadis (1975); Durand (1981 y 1985).
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príncipes por derecho divino y natural, afirmando que el poder de estos últimos derivaba directamente de Dios y que todo cristiano estaba obligado a someterse incondicionalmente a la autoridad política. «Sin embargo –continúa la cita de Skinner– el siglo XVI no sólo presenció los comienzos de la ideología absolutista, sino también el surgimiento de su más grande rival teórico, la teoría de que toda autoridad política es inherente al cuerpo del pueblo» (ibid.; énfasis mío), según la cual –como decía Robert Filmer en el siglo XVI– todos los gobernantes están «sujetos a las censuras […] de sus súbditos». Skinner se pregunta cómo fue posible que este pensamiento, llamado por Filmer «nueva, plausible y peligrosa opinión», pudiera desarrollarse tan dramáticamente que los gobiernos con pretensiones absolutistas de Europa occidental fueran finalmente «desafiados por él en las triunfantes revoluciones políticas de los tiempos modernos» (1986: II, 120). A esta pregunta, tan importante para los desarrollos políticos que llegan hasta el día de hoy, Skinner le da una doble respuesta. En el curso de la Baja Edad Media se había formado un cuerpo de ideas políticas radicales que alcanzó un nuevo desarrollo a comienzos del siglo XVI. Así, dice el autor inglés, «había ya un gran arsenal de armas ideológicas que podían ser utilizadas por los revolucionarios de la Europa del siglo XVI». El segundo punto importante es que «todas las obras influyentes de teoría política sistemática que surgieron en la Europa católica en el curso del siglo XVI eran, fundamentalmente, de carácter constitucionalista» (ibid.). El hecho es que nuestro autor, interesado en rastrear los «fundamentos del pensamiento político moderno», le reconoce a la Escuela de Salamanca un papel vital en la construcción de la teoría moderna del derecho natural del Estado y muestra así que los teólogos españoles tuvieron una participación prioritaria y seminal en la configuración de esta última. Lo que le importa a Skinner es rastrear la influencia que tuvieron los debates de los teólogos españoles sobre la razón y el derecho natural en desarrollos posteriores como los de Locke, los levellers de la Revolución inglesa, Milton o el derecho internacional. Pero sobre todo le interesa mostrar cómo esos debates aportaron un lenguaje conceptual y una pauta de argumentos políticos que fueron adoptados más tarde por teóricos tan importantes como Grocio, Hobbes o Pufendorf para desarrollar la versión clásica de la teoría del derecho natural del Estado (1986: II, 191).
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En esta argumentación, el análisis más importante que ofrece Skinner es el referido a Francisco Suárez (1548-1617), cuyos desarrollos teóricos considera seminales porque fueron los que permiten articular las dos tendencias básicas del pensamiento político moderno: la que prima el principio absoluto de la monarquía y su teoría rival, y aquella que defiende que toda autoridad política es inherente a la comunidad. La tensión entre ellas fue precisamente la que permite la construcción moderna del Estado. En un contexto de afirmación creciente del absolutismo en la mayoría de Estados europeos en el que es necesario refutar el derecho de los príncipes defendido por Lutero, salvaguardando al mismo tiempo la autoridad real, el jesuita español Francisco Suárez hace una propuesta que ofrece una solución teórica a un problema político que preocupa a todos, por encima de sus diferencias religiosas14. Suárez articula la libertad natural del hombre y la legitimidad del poder fundada en el consentimiento de la comunidad mediante un principio teórico según el cual, una vez que esta última ha transferido su soberanía al gobernante, ésta ya no es recuperable (salvo en casos muy extremos en que esté en juego la propia conservación de la comunidad). Según Skinner, sin ese precedente del jesuita español Hobbes no hubiera encontrado la herramienta ideológica básica para construir su Leviatán (ibid.). Asumiendo este planteamiento de Skinner podríamos concluir que Francisco Suárez resuelve en un sentido conservador la tensión entre ambos polos del pensamiento político, porque su particular visión, que aúna la defensa de la potestas populi con la afirmación de que su transferencia es irrecuperable salvo en casos extremos, está destinada en última instancia a asegurar el orden y la jerarquía dentro de la comunidad. Ésta es la razón de que la propuesta suareziana fuera incorporada por Thomas Hobbes –preocupado por los excesos y desórdenes de la Revolución inglesa– como tesis fundamental de unos textos que van a ser seminales para la moderna teoría del Esta-
14. La refutación de Suárez a la propuesta de Lutero está contenida en dos publicaciones: De Legibus (1612) y sobre todo en Defensio fidei catholicae et apostolicae adversus anglicanae sectae errores (1613). Esta última no nació de la especulación académica sino de un encargo del nuncio papal para responder a las acciones emprendidas por el rey Jaime I de Inglaterra contra los católicos de su país. No es ocioso recalcar que en sus respectivas teorizaciones sobre el origen del poder político, las motivaciones de Lutero y de Suárez respondían a imperativos terrenales e inmediatos, y no a cuestiones teológicas.
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do. Skinner recuerda asimismo que a los contemporáneos ingleses de Suárez les llamaba la atención que muchos teóricos de la Contrarreforma hicieran una defensa cerrada de la soberanía popular. Tanto, decía Sir Robert Filmer, como los más «celosos partidarios de la doctrina de Ginebra» (1986: II, 120). Esto último no es baladí, porque en la historiografía británica se concede a los calvinistas un papel fundamental en la construcción de las ideas políticas «radicales» que alimentarían los procesos revolucionarios del siglo XVII15. Pero aunque Skinner trae este tema a colación y estudia algunos aspectos del principio del consentimiento en la tratadística hispánica, lo cierto es que no analiza si la escolástica española puede incluirse en la genealogía de lo que llama el pensamiento radical, que alimentaría los cambios políticos de las grandes revoluciones modernas y que, en su opinión, se extiende desde Santo Tomás a las propuestas bajomedievales de Guillermo de Occam, Marsilio de Padua y Bartolo de Sassoferrato, pasando por las ideas conciliaristas de Pierre D’Ailly y Jean Gerson, hasta los desarrollos modernos de John Mair, Peter Crockaert, Jacques Almain y, finalmente, la Reforma tardía y los calvinistas16. Skinner, en definitiva, no intenta reconstruir la configuración del lenguaje del Estado moderno en España, como sí hace con Inglaterra y Francia. Nuestro autor no es un especialista en pensamiento político hispánico y no oculta que utiliza los desarrollos de este último con fines puramente instrumentales, para resolver problemas que por formación e intereses le son más afines que el español. Mi intención es precisamente profundizar la presencia, significación y alcance de la potestas populi y el principio del consentimiento en la tratadística hispánica.
2. RAÍCES
T O M I S TA S Y D E R I VA C I O N E S R A D I C A L E S
Los teólogos españoles asombraron a los ingleses en el siglo XVI por defender con tanto ardor como los calvinistas el principio de que
15. Para una crítica de esta interpretación véase Skinner (2002). 16. Santo Tomás de Aquino (c. 1225-1274), William of Occam (1288-1348), Marsilio de Padua (1290-1342), Bartolo da Sassoferrato (1313-1357), Pierre D’Ailly (13511420), Jean Charlier de Gerson (1363-1429), John Mair (1467-1550), Peter Crockaert (c. 1465-1514).
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toda autoridad reside originalmente en el pueblo. En realidad esta defensa era bastante coherente si se tiene en cuenta que la Escuela de Salamanca fue uno de los centros de reintroducción y difusión del pensamiento del gran teólogo del siglo XIII Santo Tomás de Aquino y que los tratadistas hispánicos –dominicos como él, pero también jesuitas y de otras órdenes– se reconocían como sus discípulos. Es importante recordar que el eje del pensamiento político de Santo Tomás supuso un esfuerzo por lograr reconciliar la visión aristotélica de la polis como creación puramente humana, destinada a alcanzar fines exclusivamente mundanos, con la perspectiva cristiana de San Agustín. En ese sentido, Santo Tomás abrió las puertas a un pensamiento político que tendría una enorme repercusión a lo largo de siglos. En él se defendía desde una óptica cristiana que el poder político reside en el cuerpo de la comunidad, quien lo transfiere a un gobernante por un acto de consentimiento. Ese principio sería defendido por la mayoría de los teólogos españoles, desde Vitoria a Suárez, pasando por Domingo de Soto, Fernando Vázquez de Menchaca, Juan de Mariana y varios más17. Lo que nos importa señalar no es ese criterio compartido, sino la existencia de matices y gradaciones de gran importancia para la construcción del pensamiento político moderno. Francisco de Vitoria –alumno de la Universidad de París, muy influido por las enseñanzas de John Mair18 a través de los discípulos de este último, Peter Crockaert y Jacques Almain– es considerado uno de los grandes defensores del derecho divino de los reyes. En realidad –y esto es lo que importa señalar–, en sus conocidas relectiones dictadas en la Universidad de Salamanca Vitoria hizo dos propuestas contradictorias entre sí19. Por un lado, afirma Vitoria que el 17. Francisco de Vitoria (¿1483?-1546), Domingo de Soto (1494-1560), Fernando Vázquez de Menchaca (1512-1569), Juan de Mariana (1536-1624). 18. John Mair –conocido también como Joannes Majoris– fue el gran introductor en el siglo XVI de Santo Tomás de Aquino y de la línea de pensamiento bajomedieval que teorizó sobre los límites del poder eclesiástico y sobre el origen del poder civil. Mair defendió que la autoridad de la Iglesia residía en el cuerpo de esta última y no en el Papa. Extendió este mismo principio al ámbito civil: era el pueblo, y no el rey, el depositario de la autoridad. Sobre las raíces parisinas de la filosofía moral de la Escuela de Salamanca, véanse Pagden (1988) y Tierney (1997). 19. Esta contradicción ha sido pasada por alto por la mayoría de los historiadores –entre ellos el propio Quentin Skinner– pero ha sido muy bien estudiada por dos de
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pueblo elige al príncipe y le confiere autoridad para tomar decisiones sobre la república, con lo que sitúa el origen del poder político en el consentimiento20. Al volver más tarde sobre esta argumentación, Vitoria insiste en que el poder debe ser delegado por la comunidad en un dirigente, preferiblemente un rey, pero agrega que el poder del rey no viene de la comunidad, sino de Dios, y que la comunidad no le transfiere el poder, sino sólo la autoridad. Desde esta perspectiva el derecho subjetivo no juega ningún papel en la formación de la civitas. El agente que la provoca es el impulso de preservación que Dios puso en los hombres desde el inicio. Este punto fue considerado incoherente por los propios neoescolásticos. Suárez la resolvió varias décadas más tarde al afirmar que «cuando el poder civil queda legítimamente investido en un hombre, significa que le viene del pueblo y de la comunidad. Tal es la opinión de Vitoria». Suárez añadió que la defensa que hizo Vitoria en una de sus relectiones del fundamento divino del poder real, se debió al temor. Suárez no explicó de qué temor se trataba, pero podemos imaginarlo, ya que Vitoria se movía en un contexto europeo de creciente autoritarismo y centralización del poder. Además, en España estaban aún vivos los ecos de la terrible represión de la rebelión comunera, la primera revolución moderna21. Según la interpretación de Francisco Suárez, el pensamiento íntimo de Vitoria se resolvería a favor del principio de que la legitimidad política se funda en el consentimiento de la comunidad. La interpretación de Suárez se aleja de la vertiente absolutista abierta por la contradicción de Vitoria. Además, en la tratadística hispánica esa contradicción no inauguró la aceptación creciente del absolutismo, lo que hubiera sido acorde con la tendencia política general de la época y con las exigencias crecientemente autoritarias
los más importantes conocedores de esta temática. Véanse Brett (2003) y Fernández Santamaría (1997). He desarrollado una parte de este análisis en Quijada «Sobre “nación”, “pueblo”, “soberanía” y otros ejes de la Modernidad en el mundo hispánico» (2008a). 20. Francisco de Vitoria (1486-1546): De postestate civili [1528-1549 – lecciones universitarias]. 21. Para un desarrollo más en profundidad de esta propuesta véase Quijada (2005). Sobre la rebelión de las Comunidades de Castilla como la primera revolución moderna, véase Maravall (1994).
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del contexto español. Por el contrario, la mayoría de los pensadores que sucedieron a Vitoria defendieron el principio del origen comunitario del poder y su transferencia por consentimiento. La forma y el alcance que atribuyeron a esos supuestos varía en cada caso, pero todos –de Soto a Suárez, pasando por Vázquez de Menchaca, Juan de Mariana y otros– defendieron una teoría que hundía sus raíces en el pensamiento tomista. Ahora bien –y aquí llegamos al punto fundamental de mi hipótesis–, estos pensadores no sólo mantuvieron los citados principios, sino que asumieron desarrollos de esa teoría que nunca fueron propuestos por Santo Tomás. Recordemos que en su Suma Teológica el Aquinate había afirmado que si bien el consentimiento del pueblo es esencial para establecer una sociedad política legítima, el acto de instituir a un gobernante siempre obliga a los ciudadanos a alienar –y no sólo a delegar– su original autoridad soberana. En segundo lugar, de lo anterior se sigue que esos soberanos legítimos a quienes el pueblo ha entregado su soberanía quedan liberados de toda obligación formal de obedecer al derecho positivo. Según Santo Tomás, por el acto de consentimiento la comunidad no sólo delega el poder, sino que lo aliena. Además, el gobernante legítimo a quien el pueblo ha entregado su soberanía, no está sujeto a las leyes del derecho positivo que él mismo introduce por mor de ese poder legítimo. Este planteamiento fue retomado a finales del siglo XVI por Bodino y más tarde por Hobbes22, pero no por buena parte de los escolásticos españoles, que rechazaron o simplemente ignoraron este aspecto del pensamiento tomista. Domingo de Soto, por ejemplo, llegó a afirmar que el hombre no sólo es miembro de la comunidad, en cuya supervivencia juega una parte necesaria, sino que es titular de sus propios derechos como individuo, sobre cuyo ejercicio mantiene el control. En otras palabras, el hombre debe ser su propio sujeto de derecho y tener control sobre su propia libertad23. Es
22. «[...] si el príncipe supremo está exentado de las leyes de sus predecesores, mucho menos será obligado a las leyes y ordenaciones que él hace, porque [...] es imposible por natura darse ley a sí propio» (Bodino 1992: I, 276). «[…] la voluntad de la asamblea o del hombre a quien se le ha confiado el poder supremo es la voluntad del Estado; incluye pues la voluntad de cada ciudadano en particular; por eso aquel a quien se ha confiado el poder supremo no está obligado a las leyes civiles» (Hobbes 1999: 62). 23. Domingo de Soto (1494-1560), De iustitia et iure [1553-1554] (Brett 2003: 159).
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decir, Soto incorpora a su teoría política la noción de individuo y formula, en fecha tan temprana como 1553, el principio del individuo como sujeto de derechos, sobre los que siempre mantiene el control, es decir, la soberanía. Por su parte, en un texto publicado en 1564, Fernando Vázquez de Menchaca añadiría a esta perspectiva una proyección original24. Por un lado, como es típico en el pensamiento tomista, insiste en la libertad primigenia y universal del hombre y afirma que todo rey procede del consentimiento de la ciudad que le elige. A esa libertad vincula el principio inalienable de que el poder del príncipe –elegido «no en atención a su persona y para su bien particular, sino en atención al pueblo y para utilidad de éste»25– es de naturaleza limitada y temporal. En efecto, según el jurista vallisoletano, cuyos textos tuvieron una difusión extraordinaria26, la autoridad surge de la natural inclinación de los hombres a formar sociedad; y la vida social, al ser causa de discordias y disensiones, da origen a la autoridad y al poder político civil. Por ello considera dicha autoridad propia «del derecho natural y de gentes». Pero su origen es indiscutiblemente contractual, ya que «esta suprema autoridad, hablando con propiedad, procede inmediatamente o de la concesión, o de la elección de los hombres […]. Y es de notar que pueden con suma frecuencia darse cambios y variaciones (y a veces hasta conviene que así suceda) tanto en las personas de los gobernantes, cuando en las circunstancias de lugar, tiempo, causas y modos de regir y gobernar». La transferencia de la soberanía no sólo es revocable, sino que «es el rey quien debe someterse a las leyes, no éstas al rey». Por 24. Fernando Vázquez de Menchaca (1512-1569), Controversiarum illustrium usuque frequentium tres, Venecia, Imprenta de Francisco Rampaceto, 1564 (edición bilingüe latín-español: Controversias fundamentales y otras de más frecuente uso expuestas en tres libros por el jurisconsulto vallisoletano Don Fernando Vázquez de Menchaca, Miembro del Supremo Consejo de Hacienda del Católico Rey de las Españas D. Felipe, edición en 4 vols. de la Universidad de Valladolid, 1931, con traducción del Catedrático Instituto D. Fidel Rodríguez y prólogo del Catedrático de Universidad D. Calixto Valverde). Es importante tener en cuenta que Vázquez de Menchaca fue una de las influencias más reconocidas por pensadores posteriores del calibre de Grocio o Pufendorf; no en vano, como señala Anabel Brett, fue llamado por Grocio «la gloria de España». 25. Vázquez de Menchaca, op. cit., Libro I, Introducción-121, p. 79. 26. En especial su Controversiarum, que estamos citando aquí, tuvo numerosas ediciones y esta autora ha podido comprobar que al día de hoy los ejemplares de las mismas se cuentan por decenas en las principales bibliotecas públicas europeas.
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ello, el decreto del príncipe sólo «tendrá fuerza de verdadera ley, en lo que se refiere a su ejecución, si fuere de pública utilidad»27. Vázquez de Menchaca añade además una serie extraordinariamente relevante de consideraciones sobre la naturaleza del poder. Por un lado, afirma que el poder es una situación artificial favorecida por la riqueza: «al que tiene más riqueza se le considera más poderoso, y por tanto más noble y superior» (citado en Brett 2003: 169). Por otro, introduce una distinción entre potestas y potentia, tras la que subyace un debate sobre la legitimidad política. Potestas es el poder que los ciudadanos conceden al príncipe; este último utiliza la potestad para velar por el bien de los ciudadanos, y su ejercicio está limitado por la ley. Es un poder de derecho que obliga tanto a aquéllos que están sujetos a su jurisdicción como a aquél que lo ejerce. La potentia, en cambio, es un poder que ejerce el príncipe ajeno a la ley. No es un poder de derecho, sino un poder de facto. Por lo tanto, puede ser inestable y mutable. La potentia es efectiva en lo cotidiano porque confiere prelación a «uno» frente a la comunidad. ¿Y qué es la prelación? Vázquez de Menchaca llama prelatio a la posición superior asumida por uno frente al resto favorecida por la riqueza o el poder; es decir, no por la legitimidad que otorga el consentimiento, sino por una circunstancia fortuita que lo coloca en una situación de asimetría con respecto a sus conciudadanos. Treinta años más tarde, en 1599, se publicaría otro texto de gran importancia: De rege et reges institutione, del jesuita Juan de Mariana. En el esquema de Mariana los hombres se asocian para vivir en comunidad y darse leyes que les permitan «vivir bajo un mismo derecho sin distinciones por su condición social» (Mariana 1981: cap. I, 23)28. Por razones pragmáticas y utilitarias, deciden entregar una parte de su autoridad a un gobernante. Pero esa transferencia de poder no es ni incondicional ni absoluta, porque, afirma Mariana, «la república, en la que tiene su origen la potestad regia, puede, cuando las circunstancias así lo exigen, llamar a derecho al rey e incluso, si persiste en su conducta injuriosa a la comunidad, quitarle el poder». Esto es posible porque la comunidad, cuando transfirió su poder al 27. Vázquez de Menchaca, op. cit., Libro I, cap. I-8, p. 99. La sujeción del gobernante a las leyes es el tema principal de este capítulo. 28. Cfr. Fernández Santamaría (1997: 213-255).
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rey, se reservó para sí misma una potestas mayor que la otorgada a este último (ibid.: cap. VIII)29. Es decir, Mariana define el origen de la sociedad como un acto libre de la comunidad –que es de quien emanan las leyes y coloca a un hombre a su cabeza– y se decanta por una forma de gobierno basada en la monarquía restringida (constrictum), que precisa del consentimiento de la comunidad. Esto lo lleva a hacer una afirmación que, en ese momento de consolidación del absolutismo, resulta auténticamente radical: la autoridad de la comunidad en pleno es mayor que la de un solo hombre. Finalmente legitima e incluso encomia el tiranicidio (ibid.: caps. V-VII)30. No es ocioso agregar que la percepción que se tuvo en esa época del potencial «subversivo» que encerraba De rege et reges institutione fue de tal envergadura que en 1610, tras el asesinato de Enrique IV, rey de Francia, el libro fue quemado por el verdugo tras un juicio público en que se le acusó de haber instigado el magnicidio31. Volviendo a los argumentos políticos del texto de Mariana, uno de sus planteamientos más interesantes es que invierte la jerarquía que suele asociarse al principio monárquico, sea absoluto o limitado: afirma que la transferencia de la soberanía implica un orden asimétrico en el que la primacía se mantiene en la comunidad, ya que ésta se reserva una parte de la potestas, así como el derecho de despojar al rey del poder si no cumple con las condiciones del pacto inicial. Llega incluso a establecer el principio de la división de poderes: la comunidad mantiene en sus manos la capacidad de imponer tributos, cambiar las leyes (o eliminar las que no considere convenientes) e intervenir en la sucesión al trono, mientras que compete al rey declarar la guerra, dar leyes en tiempos de paz y nombrar a los jueces y magistrados. A pesar de ser los grandes reintroductores del tomismo medieval en el siglo XVI, este conjunto de pensadores del mundo hispánico se alejó de una parte de los postulados del maestro para acer-
29. Cfr. Fernández Santamaría (1997). 30. Fernández Santamaría (1997). Para una historia del principio del tiranicidio, véase Turchetti (2001). 31. Téngase en cuenta que el texto de Mariana, aunque publicado en 1599, está escrito en 1590 y el ejemplo de rey tirano al que se refiere es, precisamente, el predecesor de Enrique IV. En un manuscrito temprano Mariana saluda el regicidio de Enrique III por Jacques Clément (cap. 6, libro I), pasaje que el autor modifica sensiblemente para la publicación diez años más tarde. Cfr. Sirot (1905: 35).
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carse a algunos de sus discípulos más radicales, como Marsilio de Padua y Bartolo de Sassoferrato32. En el siglo XIV estos dos autores habían defendido que, pese al consentimiento del pueblo para transferir su soberanía a un rey o magistrado supremo, éste no podría instituirse como legislador en un sentido absoluto, sino sólo en un sentido relativo y temporal. La autoridad última debía quedar en todo momento en manos del propio pueblo, que podría supervisar o aun cesar a sus gobernantes si no actuasen en el marco de los poderes delimitados (Skinner 1986: I, 84)33. Tanto Bartolo como Marsilio suponían que el pueblo «deseará, por cuestión de conveniencia, delegar su autoridad soberana», pero querrá también asegurar que los actos de la persona en la que delega su autoridad se mantengan bajo el gobierno último del cuerpo soberano del pueblo. Para ello se necesita un mecanismo que asegure que los actos de aquél a quien la comunidad ha transferido su potestas se mantengan bajo la soberanía de esta última. Los dos dan la misma respuesta: la solución reside en el principio electivo. Los reyes son funcionarios nombrados como administradores de la ley para beneficio del común; por tanto, «para la suficiencia de la vida cívica, es absolutamente mejor para la comunidad que cada monarca sea nombrado en una nueva elección, y no por sucesión hereditaria» (Marsilio de Padua, Defensor pacis, citado en Skinner 1986: I, 85). Asimismo, «ninguna elección hecha por miedo será considerada válida, ya que la jurisdicción siempre debe ser voluntariamente transferida»34. Igualmente, Tolomeo de Lucca, discípulo de 32. Marsilio de Padua (1275-1343), Defensor pacis; Defensor minor. Bartolo de Sassoferrato (1313-1357), Tractatus de Regimine Civitates; Tractatus de Tyrannia. No es ocioso señalar que Marsilio, Bartolo y su contemporáneo Remigio de Girolami (¿?1319; El bien común; El bien de la paz) introdujeron una nueva visión de Roma en la que se valoraba el período de la República por encima del Imperio. 33. Aunque no fue el primero en señalarlo, a este autor debemos una demostración clara de que «el tardío pero brillante florecimiento de los estudios escolásticos en las universidades italianas hizo, en realidad, una aportación de importancia fundamental a la evolución del pensamiento político renacentista» (Skinner 1986: I, 70). Un importante precedente de Skinner es Walter Ullman en su obra A History of Political Thought: The Middle Ages (1965). La noción que ambos defienden ha modificado la interpretación tradicional, según la cual hubo una brecha insalvable entre el escolasticismo medieval y el humanismo. Sobre el debate escolasticismo/humanismo y la interacción de ambas tendencias en su propia época, véase González González (1998 y 2007). 34. Bartolo de Sassoferrato, Tractatus sobre el gobierno de la ciudad y Tractado sobre la tiranía, citado en Skinner: 1986: I, 75.
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Santo Tomás y continuador de su obra inconclusa Del Gobierno de los Príncipes, optó por la elección en detrimento de la herencia y expresó admiración por el sistema de la República romana, basado en la elección anual de todos los cargos importantes35. Éstos son los principios políticos que, incorporados al imaginario de la Europa occidental, van a alimentar el pensamiento radical de los tiempos modernos y con los que se va a desafiar el creciente absolutismo de las monarquías. Se trata de un corpus de ideas que defiende la libertad natural del hombre, el consentimiento de la comunidad como única fuente de la legitimidad política, la sujeción de la autoridad a la ley, el bien del común como objetivo último de la transferencia de la soberanía y una serie de consideraciones sobre el grado de reversibilidad de esta última, entre las que se incluye la delegación del poder mediante el sistema de elección. Estos principios permearían las principales tradiciones políticas de la Europa occidental. En el mundo hispánico fueron asumidos por los pensadores tomistas, pero yendo más allá del pensamiento original del maestro con aportaciones muy enérgicas y originales, como las de Mariana y Vázquez de Menchaca36. Para que los principios radicales a los que nos venimos refiriendo alcanzaran su máxima capacidad de influencia y proyección, hubieron de ser resignificados a partir de los cambios de contexto que se produjeron a partir del siglo XVI: de la civitas se pasa al Estado en su dimensión moderna, que acabará implicando un sentido de totalidad territorial y política que prefigura lo «nacional». Al mismo tiempo se
35. En la Edad Media se suponía que Del gobierno de los príncipes había sido escrito íntegramente por Santo Tomás. Hoy se sabe que el maestro dejó su obra sin terminar, y que su discípulo Tolomeo (o Bartolomeo) de Lucca fue el autor de la mayor parte del Libro II y de los Libros III y IV (Skinner 1986: I, 73-75). 36. Hay casos en que este pensamiento resurge con cierta literalidad. En el De rege et reges institutione de Mariana, por ejemplo, es notable la cercanía con algunas tesis que Marsilio había expuesto en su Defensor Pacis, como las que afirman que el poder del pueblo es superior al del príncipe y que esta superioridad se manifiesta en el poder de vigilancia que la comunidad mantiene sobre las acciones de este último, y que puede llegar incluso a la deposición del mismo. Hay también en el texto de Marsilio una división de poderes avant-la-lettre que, con algunas variantes, prefigura el modelo de Mariana. Asimismo, la distinción que introduce Tolomeo de Lucca entre régimen político y despótico (con y sin principio legal) prefigura la contraposición de Vázquez de Menchaca entre potestas y potentia.
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da una autonomización creciente del ámbito de lo político con respecto a la moral37. Ese siglo fue asimismo testigo de la ocupación de las ignotas tierras occidentales que recibieron el nombre de América. Esto implicó la confrontación con una realidad nueva, lejana y ajena a la europea, con una población desconocida con la que se entró en contacto a partir de un acto de conquista, es decir, desde una clara jerarquía de dominio. Por ello, en el ámbito hispánico van a surgir pensadores políticos que incorporan una perspectiva inédita a las derivaciones radicales que venimos glosando, enfrentándose a una realidad nueva cuya complejidad les llevará a revisar la noción de la potestas populi, aunque ello implique cuestionar a los maestros de París y al propio Estagirita.
3. PENSAMIENTO
R A D I C A L Y P O B L A C I O N E S D E C O N Q U I S TA
El pensamiento sincrético de Santo Tomás, basado en la conciliación de la Política de Aristóteles con la perspectiva cristiana de San Agustín, supuso recuperar el sujeto político aristotélico, pero también sus límites. Estos límites se adecuaban fácilmente al universo político de sus discípulos más radicales: la cives en su experiencia italiana. Recordemos que Tolomeo de Lucca –discípulo de Santo Tomás en París y redactor de las partes finales de la obra inconclusa de este último, Del Gobierno de los Príncipes– se había distanciado de su maestro al preferir –al igual que Marsilio– las formas «electas» del sistema político por encima de la monarquía hereditaria. Pero además, en el mismo texto con el que completa el libro de Aquino, Tolomeo afirma que este tipo de principios políticos sólo funcionan allí donde el pueblo aprecia su libertad, como en su Italia natal. Es decir, no pueden aplicarse a cualquier comunidad, porque «hay algunas zonas del mundo que son más apropiadas para la servidumbre que para la libertad» (citado en Skinner 1986: I, 75). Este pensamiento hundía sus raíces en la clasificación aristotélica entre aquellos hombres que se reúnen para establecer ciudades y darse gobiernos que les 37. Como señala Michel Senellart, la idea medieval de régime (en el que la dirección de la comunidad se explica a partir de la metáfora del piloto que dirige la nave) cede el paso a la concepción moderna de gouvernement (1995).
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permitan vivir en ley y orden (es decir, que son sujetos políticos), y aquellos que no tienen capacidad de comunicación y, por lo tanto, carecen de la capacidad de formar sociedades civiles y políticas. Estos últimos, que no pueden vivir políticamente, fueron agrupados por el Estagirita bajo la categoría de barbaroi. Desde esta perspectiva bárbaro es antónimo de «civil» y «político», conceptos originados a su vez en los términos cives y polis. Estos conceptos –y sus derivados– se aplicaron tanto a las ciudades como al hombre en tanto constructor de ciudades (Pagden 1988: caps. 1 y 2). Implican a aquéllos que tienen uso de razón y por eso mismo, son los únicos seres libres por naturaleza. En contraposición a ellos, los barbaroi son siervos también por naturaleza, y les compete servir a los hombres de razón. Esta clasificación fue utilizada en la Edad Media para identificar a seres míticos (salvajes, antropófagos desprovistos de lenguaje que viven contra natura) concebidos como seres inferiores cultural o mentalmente. Esta imagen fue retomada a principios del siglo XVI por John Mair para aplicarla a las poblaciones recientemente descubiertas en América: «estos pueblos viven como bestias a ambos lados del ecuador; debajo de los polos los hombres son salvajes […]. Esto ha quedado demostrado ahora por la experiencia, por lo que la primera persona que los conquista les gobierna con justicia, porque son esclavos por naturaleza»38. Por la experiencia, es decir, por el primer contacto con seres que ya no son míticos, sino muy reales: los habitantes de las Antillas descubiertas por Colón. Los indios americanos quedaban así incluidos entre aquellos grupos humanos «más apropiados para la servidumbre que para la libertad». Desde esa perspectiva, mal podían aplicárseles los principios radicales que estaban ya incorporándose a la teoría y la práctica política de la Edad Moderna.
38. La continuación de la frase de Mair es la siguiente: «Como el Filósofo dice en los capítulos tercero y cuarto del primer libro de la Política, está claro que algunos hombres son esclavos por naturaleza, y otros son libres por naturaleza; y en algunos hombres está determinado que haya una cosa así, y que otros se beneficien de ella. Y es justo que un hombre sea un esclavo y otro libre, y es conveniente que un hombre mande y otro obedezca, porque la cualidad del mando también es inherente al hombre natural. A causa de esto, el Filósofo dice en el primer capítulo del libro antes mencionado que ésta es la razón por la que los griegos debían ser los dueños de los bárbaros, porque, por naturaleza, los bárbaros y los esclavos son lo mismo» (citado en Pagden 1988: 66).
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El principio aristotélico de la servidumbre natural fue el que se utilizó para explicar las causas del comportamiento de los indios en los debates sobre los títulos legítimos del rey de España para ejercer el dominio sobre las nuevas tierras39. Se trata en realidad de varias polémicas desarrolladas a lo largo del siglo XVI, todas ellas posteriores al testamento de la reina Isabel, donde declaraba que los indios no debían ser esclavizados porque eran vasallos suyos que debían «ser tratados justamente y bien». Los primeros momentos del debate se dieron con la junta convocada por Fernando el Católico en 1504 y la de Burgos de 1512. A partir de 1530 se encadenan una serie de discusiones –en las que participan activamente varios miembros de la Escuela de Salamanca– cuyo hito principal es el texto de Vitoria titulado De Indis40 y la llamada polémica de los justos títulos, que enfrentó a Las Casas y a Juan Ginés de Sepúlveda en 1550-1551. Un último momento corresponde a las discusiones producidas diez años más tarde en torno a la perpetuidad de las encomiendas, uno de cuyos frutos fue, precisamente, el texto de Las Casas De regia potestate. No es objetivo de este trabajo entrar en los detalles de dichas polémicas41, sino señalar que en pocas cosas Vitoria y sus discípulos se
39. Es importante señalar que el término esclavitud natural, tal como lo definió Aristóteles –y tal como fue aplicado por Mair y sus continuadores en la famosa polémica sobre la legitimidad del dominio de la corona española sobre el Nuevo Mundo– no hacía referencia a una institución civil, sino a una categoría concreta de hombres definida en términos antropológicos. Como dice Pagden, «su origen no reside en la acción de un agente humano, sino en la psicología del esclavo mismo y en la propia constitución del universo»; de hecho, muchas culturas hicieron categorizaciones semejantes que diferenciaban jerárquicamente a propios y ajenos, como los mismos aztecas e incas en América (1988: 70). Esta distinción es importante porque, como afirma el autor mencionado, «cualquier juicio sobre la naturaleza de los indios –y esto es en lo que se convirtió en última instancia todo el debate sobre la justicia de la conquista– debía tener su origen en un plan que ofreciera una explicación para la estructura de todo el mundo natural y para el comportamiento de cada cosa, animada o inanimada, dentro de éste» (53). 40. Relectio de Indis, dictada en 1539; estuvo circulando en manuscrito hasta su publicación en 1557. 41. Estos debates tendrían una enorme y aún no suficientemente valorada influencia sobre el desarrollo de los principios de la modernidad –como el derecho de gentes, el derecho internacional y la libertad de los mares, la libertad de comercio, la libertad de movimiento, etc.–. De hecho, los grandes autores reconocidamente vinculados a esos desarrollos, como Grocio, Pufendorf o Vatel, se en los textos elaborados como parte o como consecuencia de estos debates. El análisis más completo de los mismos
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alejaron tanto de su admirado Mair como en la identificación que hace este último de los indios del nuevo mundo con los siervos naturales de Aristóteles, incapaces de libertad y vida política. A la luz del nuevo contexto que proporcionaba el contacto con las altas culturas de México y los Andes, Francisco de Vitoria situó el «problema» del indio en el ámbito de las relaciones entre la diversidad de los grupos humanos, lo que denominó «la república de todo el mundo» (res publica totius orbis) (Padgen 1988: 98), reconoció a los indios como seres racionales y confirmó su derecho a detentar dominio y a tener y mantener propiedades con independencia de su psicología o de su condición de herejes (Vitoria 1974: Relección primera, 23-36). Lo importante de la intervención de Vitoria en De Indis es que puso las bases para que los habitantes del Nuevo Mundo fuesen reconocidos como capaces para la vida cívica y la organización política: «En realidad no son amentes, porque a su modo ejercen el uso de la razón. Ello es manifiesto, porque tienen establecidas sus cosas con cierto orden. Tienen, en efecto, ciudades, que requieren orden, y tienen instituidos matrimonios, magistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere el uso de razón. Además, tienen también una especie de religión, y no yerran tampoco en las cosas que para los demás son evidentes, lo que es un indicio de uso de razón» (ibid.: 36)42. La argumentación del maestro dominico invalidó hasta tal punto el principio aristotélico de la «esclavitud natural» que pocos años más tarde –en 1564– Vázquez de Menchaca se referiría a ella como «la imperdonable culpa de Aristóteles»43. es, a mi juicio, el que ofrece Anthony Pagden en su libro antes citado. Para aspectos parciales, en especial los referidos a la intervención de Bartolomé de las Casas, véase el «Estudio introductorio» elaborado por Luis Pereña con la colaboración de José María Pérez Prendes, Vidal Abril Castelló y Joaquín de Azcárraga Server en Bartolomé de las Casas (1969). 42. El argumento final de Vitoria («creo que el que nos parezcan tan idiotas y romos proviene en su mayor parte de la mala y bárbara educación, pues tampoco entre nosotros escasean los rústicos poco desemejantes de los animales», 36), será utilizado en el futuro por muchos de los defensores de la libertad natural de los indígenas y de su capacidad política, ya que negarles dicha condición sería tanto como negársela a la propia población de la península en sus estratos socialmente más bajos y menos educados. Como señala Pagden, a partir de De Indis cultura y educación –ambos modificables– serían los baremos para analizar la condición social y política del indio (1988: 148). 43. Controversiarum…, op. cit,, cap. I-5, p. 9. Aunque Vázquez de Menchaca explícitamente rehúsa entrar en el debate sobre la justicia del dominio del monarca
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Vitoria, aunque reconoce a los indios racionalidad y capacidad para formar familias y ciudades y para hacer comercio, duda de que puedan «gobernarse a sí mismos» y no se plantea, por ende, que sean protagonistas del principio contractual. Para ello habrá que esperar a las reflexiones de quienes tuvieron contacto directo con los indígenas, en particular con las altas culturas novohispanas, como Alonso de la Vera Cruz y Bartolomé de las Casas. Ambos defenderán la capacidad de los indios para gobernarse a sí mismos y para ser reconocidos como la comunidad original de la que surge la legitimidad del poder. Esta perspectiva que atribuye al indio la condición de sujeto político, es decir, aquél que como detentador de la potestas inicial interviene en los asuntos de su república –que no otra es la definición de ciudadano. Los principios de la legitimidad política fundada en el consentimiento de la comunidad y la capacidad de restitución van a ser llevados por el Obispo de Chiapas, Fray Bartolomé de las Casas, a los extremos más radicales del pensamiento de Marsilio y Bartolo44. Esto se hace particularmente evidente en un texto tardío –De regia potestate, 1566– destinado a señalar los poderes y las obligaciones del monarca español en relación con las Indias y sus habitantes. El dominico parte de la libertad natural del hombre y de su carácter de «animal social» para afirmar el principio de la soberanía popular como única fuente de legitimidad: «El poder de la soberanía procede inmediatamente del pueblo. Y es el pueblo la causa efectiva de los reyes o príncipes y de todos los gobernantes, si es que tuvieron un comienzo justo» (Las Casas 1969: 35-35). Más aún, la transferencia de la soberanía a un príncipe o gobernante se hace a partir de un acto de «libre elección», y es ese consenso inicial basado en el principio electivo lo que define los límites del poder que se les ha transferido: «si el pueblo
español sobre los habitantes de las Indias («opinión que ni apruebo, ni repruebo, porque al presente no tengo tiempo para estudiarla o para escribir sobre ella», cap. X-11, p. 236), en ese contexto, y haciendo referencia a los indios del Nuevo Mundo, dedica el capítulo X del Libro I a refutar el principio aristotélico de la esclavitud natural. 44. Bartolomé de las Casas (1484-1566) fue nombrado Obispo de Chiapas en 1544 y vivió en su diócesis hasta 1547. Pero su primer contacto con los habitantes del Nuevo Mundo había tenido lugar en las Antillas. Entre 1502 y 1506 participó en la primera colonización de la Española y recibió indios en encomienda. Renunció a ellos en 1514 y en 1522 ingresó en la Orden de Santo Domingo.
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fue la causa efectiva o eficiente y también la causa final de los reyes y los príncipes, de forma que tuvieron su origen en el pueblo a través de elecciones libres, no pudieron desde el principio imponer más tributo y servicios que los aceptados por el pueblo mismo y a cuya imposición hubiera él consentido de buena voluntad. La consecuencia es clara: cuando un pueblo eligió sus príncipes o su rey, no perdió su propia libertad […]. Luego fue necesario que interviniese el consenso del pueblo para que no se le gravase, ni se le privara de su libertad, ni se infiriese violencia alguna a la comunidad» (ibid.). Y esto es así porque «el pueblo fue quien decidió y aceptó elegir y nombrarse reyes, príncipes y jefes como medios para conseguir sus propios fines, que consisten en el progreso y servicio, promoción y salvaguardia del bienestar colectivo, puesto que el pueblo es causa de sí mismo» (ibid.: 47-52). Las Casas reafirma también otro de los principios básicos del pensamiento radical derivado del tomismo, es decir, que toda autoridad pública está sujeta a las leyes de la comunidad política: «Pues tienen sobre los súbditos un poder que no es suyo propio, sino de la ley, y que está subordinado al bien común. Por esta razón los súbditos no están sometidos a la potestad del rey, sino que están bajo la potestad de la ley». Y, si el rey o gobernante «no tiene libertad ni poder para mandar a los ciudadanos arbitrariamente y al capricho de su voluntad, sino únicamente de acuerdo con las leyes de la comunidad política», por ende «serán nulas las decisiones del rey que perjudicaran al pueblo» (ibid.). Finalmente, la jurisdicción de los reyes no puede estorbar la libertad natural del súbdito: «Por donde resulta que el dominio (como se llama impropiamente) que tienen los reyes sobre sus reinos en nada debe perjudicar a la libertad de los ciudadanos» (ibid.: 37-39)45. Con el término «ciudadanos» –habitantes de la cives– el dominico está haciendo referencia expresa a los indios, que deben conservar su libertad y sus posesiones, aun cuando elijan aceptar ser vasallos del rey cristiano (Beuchot 1996: 40)46.
45. Para el análisis de este texto véase el estudio preliminar de Luis Lureña, en la edición que estamos utilizando. Cfr. también Beuchot (1996). 46. De más está decir que queda fuera de los objetivos del presente trabajo analizar el alcance que da Las Casas a conceptos claves como los de «dominio» o «jurisdicción».
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Desde la Cátedra de Prima Teología de la Real Universidad de México –que ocupó entre 1553 y 1554, tras ocho años de labor misional y pedagógica en zona tarasca– Alonso de la Vera Cruz47 defendió que todo dominio justo de hombres sobre hombres proviene de la comunidad misma sobre la cual se ejerce; esto es, de la república. De tal manera «es necesario, que si alguien tiene dominio justo, éste sea por voluntad de la comunidad, la cual transfiere el dominio a otros, tal como sucede en el principado aristocrático o democrático, o a uno solo (como sucede en el principado monárquico)» (2004: Duda I-6, 118). Y si el dominio se ejerciese tiránicamente, «en tal caso el rey o el emperador excederían la potestad que se les concedió; y si el pueblo reclamara o no lo consintiera, tal donación no valdría» (ibid.: Duda I8, 121-122). Cuando la donación no es voluntaria, sino violenta, quien la recibe está obligado a su restitución a la comunidad original. Sobre la identidad de esta última no hay duda: «aquellos que en estas partes tienen un pueblo, o entero o en parte, sin concesión de alguien, los tales poseen injustamente, cuando consta que es contra la voluntad del propio pueblo y contra la voluntad del gobernador del pueblo al que llaman cacique, y que los tales poseen por la fuerza y la violencia […]; y a menos que restituyan, no pueden ser absueltos; y la restitución es debida a la comunidad misma o al señor de aquella comunidad, ya sea el rey de ellos mismos o algún otro señor particular» (ibid.: Duda I-38, 126-127). Hay que notar que Fray Alonso no pone en duda que el dominio del emperador Carlos V sobre las nuevas tierras sea «justo» (aunque él mismo no lo argumenta y deja explícitamente a otros la tarea de demostrarlo), sino que opone los principios de la potestas populi y el derecho de retroversión a la actuación de los encomenderos, que son
47. Alonso Gutiérrez, que profesó como Fray Alonso de la Vera Cruz (¿1504/7?1584) y con ese nombre pasó a la Nueva España en 1536, había sido discípulo de Francisco de Vitoria en Salamanca. Comenzó su labor en zona tarasca, donde no sólo se dedicó a la predicación sino que fundó el primer colegio de estudios superiores de filosofía y la primera biblioteca que hubo en América (Tiripetío, 1540, y más tarde en Tacámbaro y Atotonilco). En 1553 fue invitado a dictar la Cátedra de Prima Teología en la recién creada Real Universidad de México. En ese contexto escribió la relección De dominio infidelium et iusto bello, en la que aplica a los indios los principios políticos que estamos comentando. Cfr. Fray Alonso de la Vera Cruz (2004). Véase también Velasco Gómez (2005-2006: 526-533).
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quienes reciben las tierras y el servicio de los indios «en donación». Esto no hace menos apasionada su defensa de dichos principios ni menos clara e inequívoca su aplicación a la situación novohispana. Obsérvese que la restitución no es al emperador, que hace la «donación», sino a la comunidad original: los indios. Aunque el texto esté destinado a hacer recaer sobre los encomenderos la responsabilidad por el uso ilegítimo y tiránico del dominio, Fray Alonso se mueve en una ambigüedad que llega a rozar lo que en la época se consideraría alta traición: «el emperador no tiene otro dominio sino el que se le ha dado por la misma república, de tal suerte que si gobernara tiránicamente, podría la república deponerlo y privarlo del reino. Y la república contradice esta donación que se hace por el emperador. Por tanto, aquél a quien fue hecha la donación, no recibe justamente las cosas que no recibiría el emperador» (ibid.: Duda I-8, 121-122)48. De la misma manera que harían más tarde teóricos políticos como Milton o Locke, nuestros frailes basaron prioritariamente sus desarrollos teóricos sobre el origen contractual de la legitimidad política en el principio de la libertad natural del hombre, defendida inicialmente por los neoescolásticos en la teología bajomedieval, según hemos visto. Pero en el caso de Alonso de la Vera Cruz y Bartolomé de Las Casas hay una proyección inédita, ya que ambos refirieron tales principios no a las poblaciones europeas de las que eran originarios, sino a las comunidades indígenas del nuevo continente. Estaban así aplicando un pensamiento radical –el mismo que estaría en la base de todas las revoluciones modernas– a una población ajena, extraeuropea, con la que se había entrado en contacto a partir de un acto de conquista. Con ello no estaban meramente proyectando la universalidad del pensamiento tomista o los desarrollos teóricos bajomedievales, sino reafirmando un acto de independencia crítica con respecto a sus propias fuentes. Con Alonso de la Veracruz y Bartolomé de Las Casas –quienes, a diferencia de Vitoria, tenían una experiencia directa y personal con la población indígena–, nos encontramos ante un pensamiento que defiende la soberanía popular de base contractual como fuente única 48. La crítica al principio de «donación» ya figura en las Siete Partidas (Partida II, Título XV, 4-5) pero vinculada a la unidad de las tierras del rey y no, como hace Fray Alonso, al principio de la potestas populi.
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de legitimidad del poder, condicionada temporalmente y revocable en su transferencia. Se trata de un pensamiento que asume, además, la conveniencia de las formas electas para la designación del gobernante. En un momento en que Europa occidental iniciaba su acceso a la modernidad, se trata del primer caso de aplicación de las teorías políticas que Skinner llama «radicales» a una población conquistada.
4. IDEAS,
IMAGINARIOS Y MODERNIDAD
Este conjunto de ideas sedimentado a lo largo de siglos, con radicalizaciones o frenos conservadores, según los momentos, conformó un corpus heterogéneo de principios políticos. Sin duda, la reafirmación del absolutismo a lo largo del siglo XVII condicionó el debate público, pero no lo impidió. No sólo porque las ideas buscaron nuevos cauces de expresión49 o espacios alternativos de edición, sino porque los principios más radicales pueden aflorar a veces en los contextos más inesperados. Es el caso, por ejemplo, de Diego Pérez de Mesa, cosmógrafo y catedrático de Matemáticas en Alcalá de Henares, Salamanca y Sevilla, autor de varios tratados científicos y más tarde consejero del embajador del rey de España en Roma50. Desde este último 49. Clara Inés Ramírez está demostrando por ejemplo que, hacia finales del XVI, la creciente censura de la corona y la inquisición hace que el debate de ideas y la renovación epistemológica se trasladen desde el corpus teológico y político a la literatura, y estudia en el Quijote la expresión avant-la-lettre de los principios epistemológicos que suelen asociarse al cartesianismo (Ramírez 2006). Por otro lado, es bien conocido que el De regia potestate de Las Casas, elaborado entre 1553-1555 y los primeros años de la década siguiente, no pudo publicarse en España porque entraba dentro del tipo de textos prohibidos por la pragmática de Valladolid de 1556. No obstante fue publicado en la ciudad alemana de Francfort en 1571, cuatro años después de la muerte del autor. El contexto era propicio a este tipo de planteamientos por la revolución de los Países Bajos y la recuperación del republicanismo que conllevó. Años más tarde esos mismos principios radicales explosionarían en un nuevo escenario político, el de la guerra civil inglesa. La radicalidad de las tesis contenidas en el texto de Las Casas ha llevado a algunos a negar su autoría. Pero como argumenta el sólido análisis de L. Lereña, V. Abril y J. M. Pérez Prendes, no hay una sola prueba que confirme esa negación. Por el contrario, muchos y sólidos indicios avalan que estas tesis continúan trabajos anteriores del Obispo de Chiapas. 50. Diego López de Mesa sacó por oposición la Cátedra de Matemáticas en Salamanca (1591). No obstante, nunca la ocupó, pues optó por ejercer el mismo cargo en Alcalá de Henares, posiblemente por la cercanía a la Corte. Por mandato del rey, en
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cargo –un observatorio privilegiado de la actualidad europea–, escribió entre 1623 y 1625 un texto titulado Política o razón de Estado. En él afirma que todo hombre puede ser ciudadano51; que la ciudadanía implica la capacidad de participar responsablemente en el gobierno de la ciudad y supone la plenitud del hombre como ser político; que no se adquiere automáticamente por nacimiento o por adopción sino que hay que ganarla; y que para que un régimen sea justo debe ser capaz de promocionar los derechos, el bienestar y la convivencia de los ciudadanos, «así como los cambios necesarios, políticos y sociales que dinámicamente vienen impuestos por la geopolítica, la evolución de las costumbres y la comunicación con otros pueblos y Estados» (Pérez de Mesa 1980: XXI). Todo ello –sostiene Pérez de Mesa– de acuerdo con la voluntad de los ciudadanos expresada en leyes constitucionales, en usos y costumbres y en manifestaciones políticas, pues no hay más garantía del Estado que el ordenamiento jurídico, y el pueblo tiene el deber de eliminar las leyes tiránicas o destinadas a engañarle. Pérez de Mesa completa esta propuesta con una serie de reglas para transitar políticamente desde el régimen monárquico a otro de índole democrática en el que debía dominar el protagonismo del «hombre medio», moderado y equilibrado (ya que «en las ciudades –afirma– los hombres medios son lo mejor», ibid.: XXV52), a partir de una educación para la democracia cuyas reglas enuncia. 1595 ocupó la cátedra de Matemáticas de Sevilla. Fue autor de diversos textos de matemáticas, geometría, astrología y de un Tratado del arte de navegar, considerado el estudio más completo de su época en la materia. Además de traducir él mismo sus propios escritos del latín al castellano, escribió también textos de historia y política que demuestran su carácter de aventajado humanista: Grandezas y cosas notables de España –que amplía y enmienda un texto inicial de Pedro de Medina– (edición de Alcalá, 1595) y su Política y razón de Estado (1623-1625), al que nos estamos refiriendo en este trabajo. 51. Diego Pérez de Mesa, Política o Razón de Estado. Convivencia y educación democráticas [1623-1625] (1980). El manuscrito original pasó de la biblioteca privada del Cardenal, con las insignias de su escudo, a la Biblioteca Nacional de Madrid (ibid.: XXXIII). Con su título original –Política o Razón de Estado. Sacada de la Doctrina de Aristóteles– fue dedicada por el autor al cardenal Gaspar de Borja, embajador, virrey de Nápoles, obispo de Albano y arzobispo de Sevilla. 52. «Y ninguno negará que no puede el hijo del zapatero o del villano nacer con más claro entendimiento y mejor natural que el hijo del regidor y el duque, pues la naturaleza no es parcial sino común e igual a todos en la distribución de los dones naturales. Luego injusticia y violencia sería prohibirle a este hijo del zapatero o del villano la doctrina que se concede al hijo del regidor y del caballero, pudiendo aquél
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Hay una diferencia importante entre Pérez de Mesa y los neoescolásticos que hemos venido tratando. Como señala Luciano Lureña, nuestro autor «era un científico en el sentido estricto de la palabra: un matemático y un cosmógrafo, lo que le permitió llevar a la interpretación política su experiencia de las ciencias de la naturaleza y su objetividad matemática, moderada y contrapesada con el equilibrio y flexibilidad que le imponía su afición por la historia y sobre todo por el condicionante, vitalmente vivido y expresado, de su circunstancia europea» (ibid.: LXI)53. El cosmógrafo convertido en tratadista político se acomoda al lenguaje de la razón, traza figuras con sus partes, correspondencias y proporciones y programa la clase de sociedad no sólo deseable, sino naturalmente previsible en función de leyes físicas que son determinantes54. Se trata, en resumen, de un hombre cuyo posicionamiento ante la ciencia, la política y la sociedad le situaban en ese paradigma que hoy coincidimos en identificar con «lo moderno». El resultado final del trabajo de Pérez de Mesa fue la elaboración de un texto político particularmente radical en el que se entretejían una serie de ideas conformadas a lo largo de siglos, reconfiguradas por el autor en el marco epistemológico de su propia formación disciplinar y de los debates en la Europa convulsa que le rodeaba. Se trataba de un escenario global agitado por la voluntad expansiva de las monarquías británica y francesa, las guerras de religión y el avance de la revolución de los Países Bajos, que llevó a la construcción del primer gobierno republicano de la Edad Moderna. En España, la profunda crisis económica y el incremento de la coerción absolutista inclinaban a Pérez de Mesa hacia una visión muy crítica de su monarquía. Aunque la Política o razón de Estado era un texto demasiado extremo como para que su edición fuera autorizada55, lo que importa es que su existencia era posible porque se engarzaba en un imaginario construido colectivamente a lo largo del tiempo y ubicado en las
salir más eminente en virtudes y por eso más conveniente a la ciudad y a todo el Estado» (I-50). 53. No hay una sola referencia a Santo Tomás en el libro de Pérez de Mesa. El cosmógrafo que se apoya directamente en la Política de Aristóteles, texto sobre el que había versado, precisamente, su lección pública para la obtención del grado en Alcalá. 54. Id., XXXVII. 55. El texto fue guardado en la biblioteca del Cardenal Gaspar de Borja y llevado años más tarde a la Biblioteca Nacional de Madrid.
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prácticas de la Europa de la época. Esto es así, porque la labilidad de los imaginarios favorece la constitución de reservorios colectivos a los que las sociedades recurren en los momentos de crisis. Por eso, para entender el potencial de este tipo de ideas en las prácticas políticas de las sociedades tenemos que insistir en la perspectiva propuesta, ya que las genealogías lineales no pueden dar cuenta por sí solas de las grandes construcciones políticas, en las que teoría y acción –incluida la violencia– están íntimamente imbricadas. Pero tampoco puede hacerlo un único autor –o dos, o tres– desgajados de la tradición que los nutre y de los contextos que configuraron su recepción56. Las ideas y las prácticas políticas no se generan ni se transmiten sólo por lecturas o por comunicación directa. La palabra escrita y la acción práctica se van incorporando a los imaginarios colectivos a través de múltiples vías y se asientan de maneras también múltiples57. Eso hace que las ideas resurjan y se instrumentalicen en una diversidad de situaciones, experiencias que a su vez se incorporan a los hilos que entretejen los imaginarios. En el caso de las ideas radicales que hemos venido glosando, su instrumentación aparece una y otra vez en el lenguaje político de España y América a lo largo de la Edad Moderna, desde la rebelión de los Comuneros de Castilla al alzamiento del siglo XVII en Cataluña, o en las diversas rebeliones puntuales que se producen en América en el siglo XVIII, sean de criollos o de indígenas, como ha señalado recientemente Lia Quarleri refiriéndose a los levantamientos guaraníes en Paraguay tras la expulsión de los jesuitas (cfr. Maravall 1994; Quijada 2005; Gil 2002: I, 263-288; Quarleri 2008). Asimismo, a pesar de la imposición del absolutismo, el principio de la potestas populi, en sus formas mixtas58, permanece en las prácticas municipales y pervive latente en ciertos usos de la representación corporativa. Como mues-
56. Como es el caso, por ejemplo, de la recurrencia permanente a Suárez (o más recientemente a Emmerich de Vatel) como monofactor explicativo de procesos enormemente complejos. 57. Entiendo que no es necesario haber leído a Freud, Lacan, Marx o Milton Friedman para que sus teorías formen parte de nuestros imaginarios y nos apoyemos instrumentalmente en ellas; incluso, para hacer construcciones contrarias a esas líneas de pensamiento. 58. Para las formas mixtas de la soberanía en el mundo hispánico cfr. Morelli (2002).
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tra Jordana Dym (2006), la acción de los municipios se erige en una correa de transmisión de prácticas de representación entre el Antiguo Régimen y el Nuevo. Lo mismo ocurre con la figura del vecino estudiada por Marta Irurozqui (2005b) y Tamar Herzog (2000 y 2003). En ambos casos la fundamentación que aflora es el principio de la potestas populi. Claro está que para que una antigua conceptualización predemocrática se reconfigure en otra democrática es necesario un proceso de resignificación y resemantización de instrumentos asentados en el imaginario colectivo a partir de un nuevo contexto. Y aunque la conceptualización predemocrática y las prácticas que de ella se derivan no tienen necesariamente que prefigurar a las democráticas, sí pueden hacerlas posibles y viables. El lenguaje político de la potestas populi (con sus diversos matices que van del contrato original a los derechos de la comunidad e incluso del individuo; las distintas formas y tiempos de la reversibilidad; el bien del pueblo como única finalidad de la transferencia de la soberanía; la sujeción de gobernantes y gobernados a la ley como base del ordenamiento político y social, o la ciudadanía como principio fundado en la participación) va a reaparecer en los miles de documentos, artículos de prensa, panfletos, sermones y catecismos que se producen durante la crisis dinástica provocada por la invasión napoleónica59. En todos ellos hay conceptos que se esgrimen de forma sistemática y recurrente, vinculados al reconocimiento de la comunidad como fuente única de legitimidad del poder. Son las nociones que cimientan los debates gaditanos. Y son también el fundamento de un rasgo de la experiencia gaditana que fue extraordinariamente original en su época: una interpretación amplísima de los conceptos de nación y ciudadanía que integra en ambos términos –con distintos acentos en cada uno de ellos– a la población indígena60. Para 1812 esta pobla59. Sobre la utilización en América de sermones y catecismos para difundir los principios de la potestas populi, la retroversión de la soberanía y otras nociones que fundamentaron los cambios políticos véase Irurozqui (2002). Sobre la propagación de las no muy justamente llamadas «nuevas» ideas revolucionarias por la prensa y los panfletos impresos, es difícil hacer justicia a una bibliografía tan amplia en una nota. Sólo citaré unos pocos textos que considero particularmente representativos: Berruezo León (1989); Guerra (1992); Martínez Riaza (1985). 60. Según el texto gaditano «la soberanía reside esencialmente en la Nación» (art. 3), «la Nación española es la reunión de todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos» (art. 1), y «son ciudadanos
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ción ya estaba incorporada de hecho en las prácticas electorales que se expandieron por el mundo hispánico tras la invasión napoleónica y que estaban fundadas en el principio de la potestas populi61. El pensamiento que alimentó los imaginarios políticos del mundo hispánico siguió un desarrollo que le era específico: las teorías que postulaban la soberanía popular como fuente única de legitimidad del poder, su condición temporal y revocable, incorporaron la idea de que esos mismos principios podían y debían aplicarse a las poblaciones americanas conquistadas. Como contraste, la Corona inglesa nunca reconoció a los indígenas como sujetos del rey y los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos no les otorgaron la ciudadanía hasta una fecha tan avanzada como 1924 (Rodríguez O. 2005c). Quizás no sea casual que el De rege potestate de Bartolomé de las Casas, publicado en 1571 en Alemania por estar prohibido en España, fuera entusiastamente recuperado durante el período liberal y reeditado en París en 1822 y en España en 1843. En la introducción a esta última edición se afirma que el tratado «puede servir de sólido fundamento para la más espléndida constitución democrática de una moderna república». Y añade: «nada más liberal, más democrático, más esencialmente popular y equitativo, ni más coercitivo en principio de las facultades de los príncipes y gobernantes se ha escrito y establecido en las constituciones modernas» («Estudio introductorio», en Las Casas 1969: CLIII). Sería muy aventurado suponer que estas ideas hayan sido la única fuente de esa interpretación amplísima de la nación y la ciudadanía que en su época fue propia y original de la constitución de Cádiz. La pers-
aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios». Por su condición de originales de «los dominios españoles de ambos hemisferios», todos los indígenas avecindados en ellos quedaban incorporados no sólo en la «nación española», sino también en el principio un poco más restrictivo de «ciudadanía». 61. No es ocioso recordar que a partir del sometimiento de los grandes imperios prehispánicos la Corona transfirió el modelo municipal, de raigambre medieval y con retoques renacentistas, a las áreas de población nuclear. El sistema de cabildos facilitó la articulación de dos ámbitos de dirigencia india: la nobiliaria, basada en la sangre, y la político-electiva, ejercida por el cabildo indígena y basada en la representación étnica, que incluía a los indios del común. Cfr. González-Hermosillo Adams (2001); Guarisco (2004); O’Phelan Godoy (1997). Para un análisis historiográfico global véase mi trabajo «La caja de Pandora. El sujeto político indígena en la construcción del orden liberal» (2008b).
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pectiva cambia si nos planteamos esas mismas ideas desde un imaginario político configurado en el tiempo. Un imaginario que, al incorporar pautas políticas acumuladas a lo largo de siglos, favoreció la socialización de unos principios que, en contextos adecuados, podían volverse instrumentales. Un imaginario, en definitiva, que contribuyó a definir las formas de participación del mundo hispánico en las grandes revoluciones atlánticas, a expandir unas prácticas electorales asociadas a la tradición municipal y a plasmar un texto como el de Cádiz. A esto me refiero cuando hablo de la urdimbre –lo general– y los hilos –las especificidades– a partir de las cuales los distintos ámbitos políticos y culturales de occidente van accediendo a la modernidad. En un libro seminal que cambió para siempre los estudios sobre las independencias americanas, François-Xavier Guerra definió a la modernidad política como la consolidación del principio o «imagen de una sociedad contractual e igualitaria, de una nación homogénea, formada por individuos libremente asociados, con un poder salido de ella misma y sometido en todo momento a la opinión o la voluntad de sus miembros» (1992: 24). Desde luego, cuando se produjeron los sucesos que culminarían en las independencias tal principio no estaba «consolidado», si por ello entendemos su articulación en unas formas institucionales afianzadas. Pero puede afirmarse que existía un imaginario político –configurado en el tiempo y compartido por capas amplísimas y multiétnicas de la población– en el que la soberanía popular, con su multiplicidad de matices, afloraba como factor fundamental para la construcción de las nuevas repúblicas y que era a la vez indicio de modernidad y medio para su consecución. Podría decirse que entre esas nuevas repúblicas y la potestas populi había el mismo tipo de relación que señalara François Furet entre la Revolución francesa y el principio de égalité: la Revolución –dice Furet– no impuso la igualdad de las condiciones, pero convirtió el principio igualitario en un valor (1978: 45).
BIBLIOGRAFÍA ALDA, Sonia (2000): La participación indígena en la construcción de la república de Guatemala, siglo XIX. Madrid: UAM. ANNINO, Antonio (coord.) (1995): Historia de las elecciones en Iberoamérica. Buenos Aires: Siglo XXI.
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Siendo, pues, unos mismos los males de los Españoles de ambos mundos, y hallándose unos y otros en el caso de reconstituirse, no podía ser sino uno mismo el interés de todos ALVARO FLÓREZ ESTRADA, 1812 Allí donde las razas miserables viven de tu sustancia flatulenta, ¿habrá jamás ministros responsables y libertad de imprenta? JOSÉ JOAQUÍN DE MORA, Oda al garbanzo, 1863
El liberalismo constituye una corriente histórica de pensamiento que ha jugado un papel central en la vertebración política de las sociedades modernas. La dificultad de reducir sus ideas a un canon unificado y de adscribir su institucionalización política a un proceso unívoco ha propiciado múltiples interpretaciones sobre sus contenidos doctrinales. En contraste con esta indefinición teórica contamos, sin embargo, con un elenco relativamente identificable, aunque no siempre coherente, de tópicos políticos liberales. El núcleo normativo del 1. Este trabajo se ha desarrollado en el seno del proyecto HUM2005-02300/ FISO.
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liberalismo ha girado tradicionalmente en torno a la defensa de las libertades y derechos del individuo. En su órbita intelectual se ubican también las ideas del consentimiento como fundamento de la legitimidad política, la representatividad del gobierno, el contracto como fórmula constitutiva de la soberanía y el equilibrio de los poderes del Estado como mecanismo para prevenir la tiranía y asegurar la paz civil. El federalismo constituye asimismo un capítulo, a menudo olvidado, de la doctrina liberal, puesto que ofrece un modelo territorial para la aplicación del principio del gobierno limitado. De todo ello se desprende una imagen de la sociedad civil como entidad cuasi-natural y del Estado como un instrumento a su servicio. Pese a esta inclinación naturalista, lo cierto es que las concepciones políticas centrales al liberalismo son, como ha señalado Pierre Manent (2004), intuitivamente asociales, pues los individuos viven de facto en sociedad y los derechos que el liberalismo les atribuye independientemente de su lugar y función en ella rigen en realidad en comunidades ya constituidas. Los orígenes de este particular conjunto de valores y prácticas ligadas a las nociones modernas de libertad y de autonomía personal hay que buscarlos en el tránsito histórico del feudalismo a las monarquías absolutas y en la secularización del trasfondo teológico que le sirvió de legitimación.
1. LOS
ORÍGENES INTELECTUALES DEL LIBERALISMO
Las doctrinas políticas desarrolladas en Europa occidental desde el final de la Edad Media buscaron un equilibrio entre las libertades personales y la preservación del orden social. Europa fue el primer lugar en que aparecieron sistemas políticos basados en controles institucionales sobre el poder monárquico, derechos individuales estatutariamente recogidos y el imperio de la ley2. Los antecedentes remotos de algunos de estos valores se encuentran en el mundo clásico, 2. La noción a la que se refiere esta expresión es la que quedó recogida de forma emblemática en la cláusula de la Magna Carta inglesa que afirmaba: «No free man shall be seized or imprisoned, or stripped of his rights or possessions, or outlawed or exiled. Nor will we proceed with force against him, except by the lawful judgement of his equals or by the law of the land. To no one will we sell, to no one deny or delay right or justice».
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pero su marco jurídico e institucional hay que buscarlo en el medioevo. El mundo medieval consistía en un denso tejido de derechos personales y compromisos recíprocos basados no tanto en la imposición como en el contrato voluntario. El vínculo feudal, tal y como reflejaba el juramento de vasallaje, estaba concebido en términos transaccionales, como prestación militar a cambio de reconocimiento y protección política, lo que explica que el monarca medieval, con relación a la aristocracia, fuese poco más que primus inter pares. La predisposición de la Europa premoderna al constitucionalismo ha sido atribuida a una combinación de elementos contingentes, como el equilibrio de poderes entre la nobleza y la corona, la descentralización de los sistemas militares, la supervivencia de las costumbres políticas germánicas y la resistencia de los derechos de propiedad de los campesinos, ligados a sus señores por una red de obligaciones mutuas (Downing 1989). Sobre estos factores se sedimentó un cuerpo de pensamiento jurídico que intentó mediar en las disputas feudales y organizar entre sí las distintas jerarquías políticas. El acervo normativo del liberalismo procede por otro lado de la cultura cristiana y, más concretamente, de la secularización de los valores asumidos por la teología política moderna. El axioma paulino de que todo poder proviene de Dios seguía al final de la Edad Media tan vigente como en siglos anteriores. Lo que había cambiado eran las circunstancias políticas. En la teología cristiana la salvación de las almas constituía un bien ultramundano, pero su consecución, y por ende el derecho a supervisar todo aquello que pudiera afectarla, había sido encomendada a la Iglesia. La idea de que la identidad personal trasciende los límites políticos y jurisdiccionales de este mundo fue un elemento central del primer cristianismo, como lo fue la noción medieval de la Christianitas, que concedía un significado social y espacial a la filiación religiosa. Según esto, todos los que creen en Cristo y obedecen a la Iglesia formarían una única cristiandad y deberían estar sujetos a un mismo gobierno (McCready 1973). Para el agustinismo político la Ecclesia, entendida en su sentido literal, como reunión o congregación de fieles, incluía en su seno la potestas del emperador. Con ello asimiló el orden político al de la gracia divina y espiritualizó el origen del poder en una interpretación teocrática que convertía al populus Dei en heredero del pueblo romano y al Sacro Imperio Romano Germánico en una prolongación del imperio de los
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antiguos césares. Esta superposición de los ámbitos espiritual y temporal de la autoridad fue un germen constante de conflictos durante todo el período medieval y tuvo su expresión más ostensible en la disputa de las investiduras que en los siglos XI y XII enfrentó a papas y emperadores por el control de los beneficios y títulos eclesiásticos. En el otoño de la Edad Media la tendencia histórica, sin embargo, había cambiado y los poderes de la Iglesia tendieron a quedar confinados bajo el control de las nacientes monarquías absolutas. La recuperación renacentista del derecho romano ayudó en este contexto a consolidar una serie de doctrinas sobre la autoridad pública que guardaban alguna semejanza con la teoría del Estado de la Antigüedad clásica. Desde el momento en que los monarcas europeos se manifestaron contra la unidad jurídica del Imperio, la vieja dualidad medieval que contraponía éste al Pontificado dejó de tener vigencia. En los albores del Renacimiento el populus Christianus se presentaba además escindido en una serie de comunidades conscientes de sus respectivas particularidades. La forma política susceptible de adaptarse a estas nuevas circunstancias mostraba cada vez menos afinidad con el universalismo imperial o con la ciudad independiente. Sería el Estado monárquico el que ocupase su lugar: una organización jurídicamente consolidada que ejercía un poder autónomo sobre un conjunto humano específico para desarrollar unos fines tenidos por naturales. Llegado este punto, la difusión del aristotelismo fue tan importante para la aparición del pensamiento político moderno como la sujeción monárquica de la autoridad religiosa o la revitalización del derecho romano. La codificación teológico-filosófica del pensamiento de Aristóteles llevada a cabo por Santo Tomás en el siglo XIII aportó un nuevo sustrato ideológico a los Estados dinásticos surgidos de la fragmentación del orbe medieval. Las teorías del contrato social y del derecho divino de los reyes que proliferaron en la Edad Moderna se apoyaron en la intuición aristotélica sobre la natural sociabilidad humana. Lo hacían, sin embargo, de una manera enteramente novedosa: concibiendo la soberanía no ya como el ápice de una estructura jerárquica preexistente, al uso medieval, sino como autoridad suprema en un territorio dado. Las raíces teóricas del liberalismo hay que buscarlas precisamente en el conflicto histórico entre las tradiciones contractuales heredadas
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del mundo feudal y la introducción de prácticas absolutistas de gobierno en la modernidad. El problema que se le planteaba a la teoría política moderna era precisamente el de legitimar un poder fuerte y absoluto capaz de enfrentarse a las amenazas de disolución propiciadas por el debilitamiento del vínculo medieval. Las categorías de derecho natural en las que se expresó intelectualmente ese programa distan de constituir un conjunto homogéneo. Si bien las ficciones contractuales proporcionaron una legitimidad adicional a las emergentes monarquías nacionales, la Reforma protestante y el catolicismo contrarreformista marcaron pautas reconociblemente distintas en la formulación del pacto de soberanía y en la definición de su autonomía jurisdiccional y religiosa frente a Roma. Pero más que la división teológico-jurídica entre católicos y protestantes, fue la manera en que se resolvió a largo plazo la tensión entre absolutismo y feudalismo lo que marcó indeleblemente los rasgos políticos e intelectuales de cada singladura liberal. El liberalismo inglés, el primero en marcar la pauta histórica, se alzó sobre la defensa de las prerrogativas de la gentry y de sus aliados políticos frente a la potestad del monarca. Textos como los de Locke venían en realidad a consagrar en términos teóricos lo que las prácticas y luchas políticas habían sedimentado en la vida inglesa del siglo XVII. En Francia, por el contrario, aunque las doctrinas populistas sobre el origen del poder se remontaban a los escritos de los monarcómacos calvinistas, el descubrimiento de la libertad como igualdad civil y soberanía nacional se hizo por un proceso cultural, a través de la filosofía racionalista del movimiento de las Luces. Más tardío y estatalista que sus pares europeos, el liberalismo alemán enfatizaría con su teoría del Rechtsstaat la racionalidad formal del derecho como garantía frente al despotismo y la responsabilidad ética del Estado en cuanto agente de la paz civil, un papel que la tradición anglo-escocesa del humanismo comercial atribuyó típicamente al mercado. Las críticas marxistas al liberalismo se han centrado precisamente en el papel que ha desempeñado en él la propiedad como principio de individuación. En efecto, ya fuera bajo las categorías iusnaturalistas del contrato social o en la versión economicista de la Ilustración escocesa, el liberalismo anglosajón ha emplazado tradicionalmente la prueba de la autonomía cívica y la competencia social de los sujetos en la adquisición y preservación de su patrimonio. Con la eclosión de la era burguesa, la esfera pública liberal organizó sobre el
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principio de la propiedad privada la representación de los intereses sociales y la garantía de los derechos individuales. Sin embargo, como estamos viendo, los orígenes teóricos del liberalismo son más complejos de lo que suponen quienes pretenden reducirlo a una mera expresión política del individualismo posesivo3.
2. EL
TOMISMO Y EL PROBLEMA DEL ORDEN
En el ámbito hispano fueron otras condiciones históricas e influencias intelectuales las que marcaron el desarrollo de las concepciones protoliberales. El acceso de Carlos V al trono imperial en 1519 y las conquistas en tierras americanas crearon la autoridad más extensa que Europa había conocido hasta el momento. Los reinos europeos y ultramarinos de Carlos V permanecerían, sin embargo, jurídicamente diferenciados. La existencia del Sacro Imperio impedía que, técnicamente, la Monarquía Hispánica pudiese convertirse en Imperio Español, aunque Hernán Cortés, en la segunda de sus relaciones sobre la conquista de México, ofreció a Carlos V «intitular[se] de nuevo [esto es, con independencia de la donación papal] emperador [de esta tierra], y con título y no menos mérito que el de Alemania, que por la gracia de Dios vuestra sacra majestad posee»4. Tampoco las expectativas providencialistas despertadas por el descubrimiento del Nuevo Mundo llevaron a los jaleadores ideológicos de la Monarchia Universalis, como Campanella, Gattinara, Valdés o Ulzurrun, a incluir en ella a las tierras americanas. Los presupuestos teológicos de la Contrarreforma y las formas culturales barrocas jugaron un papel fundamental en la legitimación ibérica del nuevo tipo de organización política. En sentido estricto, esto no significa que las concepciones religiosas hayan pesado en España más que en otras latitudes. Como advirtió José Antonio 3. No por casualidad, las lecturas canónicas del liberalismo como individualismo posesivo son preponderantemente anglosajonas. Véanse Macpherson (1962) y Laski (1971). 4. Este ofrecimiento se ha interpretado no tanto como una voluntad de equiparar el viejo y el nuevo mundo sino como un intento de Cortés por zafarse de la jurisdicción de Diego Velázquez, Adelantado de Cuba, y legitimar así su desobediencia a las instrucciones recibidas al decidir conquistar México. Véase Frankl (1963).
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Maravall en su trabajo clásico sobre el período, «aunque por la incorporación de [la religión] a los intereses políticos, la vida religiosa y la Iglesia tengan un papel decisivo en la formación y desarrollo del barroco, no en todas partes ni siempre las manifestaciones de aquella cultura se corresponden con las de la vida religiosa [...]. En el barroco español hay que atribuir el mayor peso a la parte de la monarquía y del complejo de intereses monárquico-señoriales que aquella cubre […]. Por eso habría que decir, en todo caso, que más que cuestión de religión, el barroco es cuestión de Iglesia, y en especial de la católica, por su condición de poder monárquico absoluto» (1980: 45 y 47). La Monarquía Hispánica, a diferencia de otras experiencias absolutistas, no surgió de la superación de guerras confesionales intestinas. La homogeneidad de la fe, impuesta mediante la represión de la disidencia y la expulsión de las minorías etno-religiosas, facilitó a los soberanos españoles la superación de los obstáculos políticos que marcaron a otras monarquías europeas. Por ello, el extemporáneo giro del pensamiento ibérico del Renacimiento hacia el tomismo, una visión del mundo elaborada en la alta Edad Media, puede explicarse quizá por la peculiar modernidad de la situación en que se encontraba la sociedad española del siglo XVI, necesitada de conciliar la racionalidad de un Estado absolutista con la afirmación de un orden ecuménico capaz de incorporar pueblos paganos a la civilización eurocristiana (Morse 1982). Ante semejante desafío, el tomismo ofrecía una visión coherente y jerárquica del universo, un compendio teológico-filosófico de las certezas metafísicas amenazadas por la nueva ciencia empíricoformal y por la difusión de las ideas protestantes. La doctrina original de Aristóteles concebía la sociedad y la vida humana en términos de fines y bienes organizados en una jerarquía natural. A partir de esta fuente la ley, tal y como la definió el Aquinate, «es la ordenación de la razón al bien común promulgada por el que tiene el cuidado de la comunidad» (Tomás de Aquino, Suma teológica, I-IIae, Cuestión 90, Artículo 4). La escolástica ibérica codificaría esta doble intuición en un sistema de derecho natural al servicio de la fe católica y de la organización jerárquica de la estructura social. Según esta cosmovisión, los rangos políticos y magistraturas no dependen del albedrío real sino de la posición que les corresponde en el orden de la sociedad. Desde la perspectiva aristotélico-tomista, «el orden jurídico no aparece como producto de una decisión ni de una
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regla [...]. La regla y la decisión no crean el orden, sino que ya en el seno de un orden dado, preestablecido, les corresponde su función reguladora [...]. Esa estructura social es derivada de la ley natural, y sin ella no puede la sociedad llegar a la consecución de los fines que le son propios [...]. El status en que cada dignidad social está colocada es anterior a ella misma y anterior al gobierno del Príncipe» (Maravall 1997: 124-125). Estamentos y dignidades públicas componen en esta concepción topológica de la sociedad una totalidad estructurada en la que se insertan los individuos, pero a diferencia del iusnaturalismo protestante, los derechos de éstos no se tienen por subjetivos o inmanentes en cuanto seres humanos, sino que se inscriben en una jerarquía que los trasciende. El Estado, la más perfecta de las asociaciones humanas, se concibe así como un cuerpo moral en cuyo seno cabe considerar a los individuos desde una doble perspectiva: la ley divina y la razón natural. Esta distinción es la que, indirectamente, facilitaría el reconocimiento de los indígenas del Nuevo Mundo como seres humanos carentes de instrucción cristiana, pero con capacidad civil. De ahí el sentido último de la disputa teológico-jurídica sobre los justos títulos de la conquista. La escolástica española –autores como Suárez, Vitoria, Soto o Molina– nunca concibió el origen de la soberanía en individuos aislados, sino que atribuyó a la sociedad en su conjunto la capacidad para generar los atributos de la vida comunitaria. Según la doctrina de Francisco Suárez, el autor más influyente en la cultura filosófico-jurídica del mundo hispánico, el origen último de toda forma de dominación política era divino, pero el poder civil nacía de la sociabilidad natural de los seres humanos mediante un pacto de asociación. Con el fin de preservar la autonomía del monarca, la versión suareziana del contrato social alienó del pueblo esa capacidad civil mediante un pacto de segundo orden, el de sujeción, que la trasladaba a la persona del rey. Pero este poder político era soberano sólo in suo ordine et respecta sui finis, no en un sentido absoluto. Independientemente de las diferentes versiones del pacto de soberanía, y en contra de lo que pudiera esperarse, la tesis del origen divino del poder fue utilizada por los teóricos católicos de la Contrarreforma para limitar la soberanía del monarca y someterla a un orden moral superior que salvaguardase los atributos de la dignidad humana y los fines propios de la sociedad civil. Nos dice Maravall: «El respeto al orden natural esta-
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blecido por Dios obliga [al Príncipe], quien no puede en ninguno de sus actos oponerse a él y aun tiene que servirlo [...]. El factor fin es esencial en el concepto de orden aristotélico-tomista [...]. Lígase, pues, el poder a una finalidad, y ésta, en la sociedad humana, es la justicia. La potestad política, por su mismo origen, está subordinada a lo justo [...]. En el pensamiento político católico, cuando se falta a la justicia, se destruye en su misma esencia el poder político» (1997: 145146). Y añade, «recordar al Príncipe que el poder que ejerce es el de la comunidad, que ha sido creado Príncipe por esta misma [...], es una eficaz manera de recordarle que ese poder ha de ser empleado en servicio de esa comunidad, y que consiste en un tributo a ella cuyo fin es mantener su orden intrínseco» (ibid.: 148). En la concepción escolástico-tomista, pues, el poder nace desde su mismo origen como medio para un fin, el bien común, que no es otra cosa que la quietud civil y la acomodación de los seres a su orden natural. El contraste entre la percepción católica y protestante del ámbito jurídico-moral no se limitaba a sus respectivos presupuestos antropológicos –la naturaleza del hombre ante la gracia divina–, sino que se extendía a las premisas epistemológicas de la interacción con los semejantes y el medio natural e incluía a la propia organización del orden político. En el ethos católico la conciencia se entiende como un tribunal de la acción humana donde la ley divina funge como norma evaluadora y el confesor como juez. Los problemas morales remiten así a un proceso externo de normas reveladas e intérpretes autorizados. Entre los protestantes, por el contrario, el juicio exterior de la conciencia desapareció, sustituido por el libre examen y la iluminación interior. Antonio Rivera ha ilustrado muy esclarecedoramente ambos tipos ideales al comparar la teología jesuítica y la calvinista: «El concepto tipo calvinista sostiene que Dios es fundamentalmente voluntad, y cree en la predeterminación y en la justificación sola fides; el tipo católico mantiene que Dios es sobre todo entendimiento, y cree en la presciencia y en la justificación por las obras [...]. La ética calvinista es rigorista y conduce a una ascesis de sí mismo, lo cual, a su vez, exige una reflexión individual sobre los medios o las reglas para actuar bien; la jesuita es laxa, legalista y casuista, de forma que sólo exige el seguimiento de los códigos de recetas éticas» (1999: 13). Cada uno de estos modelos de conciencia moral implica una forma específica de racionalidad práctica que podemos definir,
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siguiendo a Richard Morse, como formal-objetiva, en el caso del iusnaturalismo católico, y dialéctico-personal en la teología protestante. Para la inteligencia aristotélico-tomista una referencia personal concreta remite a una especie o clase general de cosas con respecto a las cuales es interpretada. Por el contrario, bajo la mirada protestante cada sujeto tiene una idiosincrasia propia cuyo conocimiento sólo es accesible mediante un proceso de experiencia interpersonal. «En el primer caso, las personas son “intercambiables” porque el sujeto individual sólo es interesante e inteligible en cuanto ejemplo de un género o regla general. En el segundo caso, las personas son únicas e idiosincrásicas porque, en lugar de ejemplificar un orden general, representan el alter ego del conocedor» (Morse 1982: 56). Según esta interpretación, las premisas protestantes sobre la fiabilidad cognitiva de la ciencia y de la conciencia se habrían proyectado sobre la teoría política en rasgos tales como la importancia asignada a los acuerdos por consenso, la legitimación utilitarista del Estado, la definición jurídico-formal de los nexos sociales, el individualismo ético y la primacía del derecho común frente a la norma estatuida. Este contraste sería especialmente visible en las distintas tradiciones del derecho natural. Mientras el derecho de gentes esbozado por Francisco Vitoria intentó ajustar los vínculos entre los grupos humanos a unos principios generales, en el esquema contractual de Thomas Hobbes los derechos naturales liberaban átomos sociales que debían ser adecuadamente recombinados. Ambos autores concedieron gran importancia al poder del soberano, pero si para Vitoria el ejercicio del poder debía realizar el bien común, en la concepción de Hobbes el pacto político era adoptado por temor, como garantía de seguridad, no por un deseo de autorrealización colectiva.
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L I B E R A L I S M O Y L A C U LT U R A P O L Í T I C A
IBEROAMERICANA
La corriente neoweberiana impulsada hace algunas décadas por autores estadounidenses ligados a la sociología del desarrollo no dudó en atribuir los rasgos característicos de la cultura política iberoamericana, y en concreto sus tendencias patrimonialistas, corporativas y tutelares, a las pautas socio-culturales del catolicismo. La idea de
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fondo mantenía que el contrarreformismo, las instituciones absolutistas y las condiciones coloniales fraguaron un molde civilizatorio al que se acoplarían en diverso grado tanto las viejas metrópolis ibéricas como las nuevas naciones americanas (cfr. Morse 1989; Dealy 1977; Wiarda 1974; Wiarda y MacLeish Mott 2001 y Véliz 1994). El origen último de este carácter, así como la preeminencia de una concepción monista de la política común al mundo católico en general, habría que buscarlo en el Estado patrimonial establecido en la península ibérica y, con mayor rigor, en la América hispana desde el siglo XVI. Las nociones de monismo y patrimonialismo aludían a la centralización del poder político, a su vinculación con el estatus étnico y social de sus actores y al control jerárquico de los intereses potencialmente conflictivos en la persecución de la riqueza, la autoridad y el prestigio social5. La manifestación práctica de ambos síndromes se traduciría en concepciones autoritarias, privilegios estancos y paternalismo administrativo. En el seno de esta estructura, el poder sería susceptible de ser negociado entre los distintos grupos sociales, pero difícilmente administrado sobre un principio formal y periódico de revisión democrática. Por ello, las vías de cambio y de renovación política en este mundo han venido con frecuencia del pretorianismo y de los caudillismos populistas, un fenómeno en el que se ha querido ver pulsiones sublimatorias: la búsqueda de respuestas redentoras y justicieras a problemas sociales aparentemente insuperables en el plano real6. Los elementos mesiánicos perceptibles en algunas facetas de la cultura política iberoamericana pueden encontrarse ya en el joaquinismo de los primeros misioneros franciscanos llegados a la Nueva España al rebufo de la conquista7. Un fondo utópico refulge asimis5. Una idea asociada a la del patrimonialismo en América latina ha sido la del centralismo. Véase Véliz (1980). Véliz, sin embargo, advierte de las diferencias entre ambos: «En el patrimonialismo el linaje, la herencia y la personalidad juegan un papel decisivo; en el centralismo su papel es excepcional o accidental. El concepto de patrimonialismo cae bajo la categoría weberiana de la autoridad tradicional, mientras que el centralismo habría que clasificarlo bajo el tipo de la dominación racional. Cualesquiera que hayan sido sus carencias o excesos, la tradición burocrática centralista se ha expresado a través del cargo, más que de la persona» (7). 6. Sobre la inserción de este tipo de reacciones en las formas de modernización iberoamericana, véase Mansilla (1997). 7. El término hace alusión a Joaquín de Fiore, místico calabrés del siglo XII cuyas profecías sobre una renovación espiritual con el advenimiento de la Edad del Espíritu
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mo en los movimientos igualitaristas y en las explosiones sociales contra el mal gobierno que trufaron el período colonial, pero no en menor medida en fenómenos contemporáneos como los multitudinarios cultos pentecostales, la teología de la liberación, las ocupaciones colectivas de tierras, los movimientos guerrilleros, el populismo e incluso el anarquismo rural español. Algunos autores han querido ver en este conjunto de rasgos el perfil utópico-escatológico de la praxis insurreccional iberoamericana. Asevera Jacques Lafaye: «Por lo común el hombre hispánico, en la medida prudente en que esta entidad tenga algún significado, es decir, al nivel del comportamiento político, se levanta por su fe religiosa o porque se ha herido su sensibilidad, no por un principio. Ante todo, los pueblos latinoamericanos no se guían por una doctrina –que les tiene sin cuidado–, se dejan fascinar por un “caudillo-mesías” [...]. El radical personalismo hispánico es causa de que la conciencia y la proeza colectivas sólo llegan a cuajar donde hay un héroe individual que las despierte y las encabece y cifre en su inspirada personalidad» (1984: 24-25). En su interpretación del México decimonónico como un siglo de caudillos, Enrique Krauze dejó entrever una interpretación afín: la proliferación de cabecillas, caciques, tradiciones tutelares y actitudes misionales en la política hispanoamericana respondería a rasgos hondamente arraigados provenientes de una cultura y una arquitectura política, la ibérica, aún viva en América latina, «porque aunque la rama se separó del tronco en 1821, siempre le fue –y le sigue siendo– secretamente fiel» (2002: 22). La filiación intelectual de este imaginario social se ha atribuido a la concepción iuscatólica del bien común como algo distinto, si no opuesto, a la suma de los intereses individuales. Su especificidad se manifestaría en el contraste apreciable entre las culturas políticas de la América de raíces ibéricas y la anglo-protestante. La base epistemológica y moral de sus respectivas tradiciones constituía para Richard Morse el antecedente de la preferencia iberoamericana por la doctrina y el orden social y de la inclinación de los angloamericanos por el pragmatismo y la autosuperación. Según esto, mientras los Santo gozaron de gran difusión al final de la Edad Media. Véase Góngora, «El Nuevo Mundo en los escritos escatológicos y utópicos de los siglos XVI al XVIII» (en Góngora 1998: 201-228).
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colonos ingleses compartieron desde sus orígenes una percepción pluralista y lockeana de sus relaciones sociales, los criollos hispanoamericanos quedaron adheridos al trasfondo católico y tomista de su legado político-cultural. «El “espíritu latinoamericano” tiende a una visión comprensiva y unificadora, mientras que el angloamericano es empirista; [estos rasgos] contribuyen a explicar la importancia atribuida a la “ley natural” y, en un sentido pre-rousseauniano, a la “voluntad general” en la cultura política iberoamericana y la extraordinaria significación que los angloamericanos atribuyen al sufragio universal [...]. Lo que está en discusión son los principios organizadores del cuerpo político: una sociedad basada en el pacto en contraste con una sociedad orgánica, un principio nivelador o individualista en contraste con un principio jerárquico o arquitectónico» (Morse 1982: 56)8. Richard Morse, cercano al registro normativo de la Kulturkritk adorniana en su estimación de los riesgos alienantes de la modernidad, no percibía la singularidad cultural iberoamericana como algo negativo. Antes al contrario, «en un momento en que Norteamérica puede estar experimentando una crisis de autoconfianza –advertía en la introducción a su obra intitulada con una metáfora especular–, parece oportuno anteponerle la experiencia histórica de Iberoamérica, ya no como estudio de caso de desarrollo frustrado, sino como la vivencia de una opción cultural» (1982: 7). También Howard Wiarda, sin la ácida crítica de Morse a su propia tradición cultural, declaró defender «la herética noción de que las naciones latinoamericanas
8. El crítico cultural uruguayo Ángel Rama vislumbró rasgos similares a los descritos por Morse en su revisión del papel social jugado históricamente por la intelligentsia latinoamericana: «Contrariamente a un extendido prejuicio acerca del individualismo anárquico de sus habitantes, [los mitos de América latina] parecen apuntar a una situación completamente opuesta: al enorme peso de las instituciones latinoamericanas que configuran el poder y a la escasísima capacidad de los individuos para enfrentarlas y vencerlas […] Las energías deseantes en la sociedad norteamericana se abastecen en las fuerzas individuales, mientras que en las latinoamericanas descansan sobre una percepción aguda del poder y, simultáneamente, sobre una subrepticia desconfianza acerca de las capacidades individuales para oponérsele. Dicho de otro modo, la sociedad urbana latinoamericana opera dentro de modelos más colectivizados. Sus mitos opositores del poder pasan a través de la configuración de grupos, de espontáneas coincidencias protestatarias, de manifestaciones y reclamaciones multitudinarias» (2004: 105-106).
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están siguiendo una ruta alternativa de modernización distinta de la de los Estados Unidos, pero quizá –en sus propios términos– no menos funcional o viable» (1992: IX). Este tipo de enfoques ha sido despachado a menudo como determinismo cultural o tildado incluso de esencialista (cfr. Hale 1973: 5373). Creemos, sin embargo, que es desde una perspectiva políticocultural como puede ampliarse el conocimiento de un asunto que tradicionalmente ha desconcertado a los intérpretes de América Latina: la implantación de instituciones legitimadas por el liberalismo en ausencia de una cultura política propiamente liberal. El juicio deficitario que usualmente provoca este contraste no puede derivarse de una falacia semántico-normativa: la de identificar el liberalismo con un programa moral, como tal cargado de componentes utópicos, para contrastarlo con unas prácticas políticas que en ningún caso llegaron a desarrollarlo en su integridad. Desde esta perspectiva, los liberalismos hispánicos nunca habrían sido reales o auténticamente liberales. Este razonamiento confunde los planos normativo y descriptivo y ayuda poco a entender el enraizamiento y las pautas de asimilación social de las primeras formas secularizadas de gobierno en las sociedades iberoamericanas. Hay que tener en cuenta que las tensiones históricas provocadas por la implantación de regímenes laicos y centralizadores se dieron en mayor o menor grado en todas las sociedades tradicionales sometidas a procesos de modernización. El tránsito desde estructuras articuladas en torno a la jerarquía y el privilegio, un orden religioso trascendente, lealtades transaccionales e identificaciones locales, hasta otras basadas en la movilidad social, el autogobierno secularizado y la homogeneización cultural supuso una revolución histórica de dimensiones difícilmente imaginables. Funcionalmente, el liberalismo puede entenderse como el conjunto de ideas y prácticas políticas que sirvió para legitimar esa mutación. En el caso aquí considerado, la complejidad transicional se vio aumentada por la pluralidad étnica y la dependencia colonial de buena parte del mundo hispánico. Por ello es preciso matizar el esquema que identifica el liberalismo exclusivamente con el canon normativo anglo-protestante y sus antecedentes con la Ilustración francesa. Es preciso incluir en él las experiencias y referencias culturales que en otras latitudes contribuyeron a configurar, con desigual suerte, la política moderna y sus procesos de movilización e inclusión social.
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Los epígrafes liberal y conservador, tal y como se aplicaron a lo largo del siglo XIX en América Latina, no respondían de forma coherente a los modelos originales. Estos términos fueron acuñados en Europa y, al importarlos, cada grupo los usó a su conveniencia. La familiaridad de las elites latinoamericanas con los acontecimientos de la España de su tiempo, donde la sublevación carlista de 1833 dio lugar a que se etiquetara con tales epítetos a dos grupos con actitudes e idearios reconocidamente opuestos, contribuyó sin duda a la difusión de los mismos al otro lado del Atlántico, pero más que nada hay que ver en su ambigüedad denotativa el efecto de un juego de intereses contrapuestos9. Así, al describir en 1863 la dinámica política de su país, el publicista venezolano Pedro José Rojas advirtió que «los partidos nunca ha sido doctrinarios en Venezuela. Su fuente fueron los odios personales. El que se apellidó liberal encontró hechas por el contrario cuantas reformas liberales se han consagrado en códigos modernos. El que se llamó oligarca luchaba por la exclusión del otro. Cuando se constituyeron, gobernaron con las mismas leyes y con las mismas instituciones. La diferencia consistió en los hombres» (citado por Romero 1998: 201). El conservadurismo latinoamericano se articuló fundamentalmente en torno a las tradiciones ligadas a la posesión de la tierra. Sus rasgos característicos fueron la reticencia al monocultivo exportador, la organización paternalista del trabajo en la hacienda, los privilegios de casta, la concepción autoritaria y centralizada de la vida política, la defensa del orden frente a la anarquía y el reconocimiento de un papel a la Iglesia en la conducción de la vida social. Culturalmente, el apego conservador a las referencias hispanocriollas contrasta con el eurocentrismo liberal y su voluntarismo jurídico-político10. La negación del pasado colonial y de todo aquello que pudiera representarlo quebró entre las elites liberales hispanoamericanas la conciencia de continuidad histórica y marcó de forma indeleble su relación con la cultura autóctona. Así, al prologar en 9. Como es sabido, el uso del término liberal como una adscripción política se identifica por primera vez en los debates constitucionales de las Cortes de Cádiz. Véase Marichal «Liberal: su cambio semántico en el Cádiz de las Cortes» (en Marichal 1995: 29-46). 10. Véase al respecto mi trabajo «El hispanismo reaccionario. Catolicismo y nacionalismo en la tradición antiliberal española» (en Colom González y Rivero 2006: 43-82).
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1870 su voluminoso estudio sobre la independencia de Chile, el historiador Miguel Luis Amunátegui confesaba su sentimiento de alienación frente a un pasado que se le antojaba extraño: «Los actuales hispanoamericanos necesitan hacer esfuerzos de imaginación para figurarse lo que eran sus abuelos, tal vez lo que eran sus padres [...]. Medio siglo ha bastado para sustituir a la antigua sociedad, que parecía reposar sobre cimientos de granito, con otra absolutamente distinta» (1909: I, 6). Esta percepción era, sin embargo, engañosa y respondía sobre todo a una visión de su sociedad propia de las clases urbanas y europeizadas. En la América profunda, la de los campesinos, ganaderos y terratenientes dispersos por fundos, hatos y haciendas, las viejas estructuras y hábitos sociales se mantuvieron incólumes durante largo tiempo. La vivencia de las tensiones del liberalismo con las formas de vida autóctonas como un conflicto entre civilización y barbarie constituyó una obsesión de las elites modernizantes más que un auténtico estigma civilizatorio. Tras la independencia, las clases rectoras latinoamericanas se embarcaron en la reforma de sus sociedades según las imágenes que recibían del centro de Europa y de los Estados Unidos. De Inglaterra se importaron las doctrinas del libre comercio; de la república norteamericana algunos experimentos constitucionales, pero en el ámbito de la cultura y de los gustos estéticos la galolatría reinó sin freno. Junto al europeismo de los intelectuales urbanos y las acriolladas preferencias de los grupos conservadores, existían amplios sectores rurales y mestizos que se apoyaban en su propia cultura popular, fruto en gran medida de la síntesis colonial barroca, y que no estaban dispuestos a abandonarla pese a las invectivas elitistas (cfr. Burns 1980). Este conflicto cultural representaba, además de una fractura política interna, un problema extraordinario para la elaboración de los mitos fundacionales de las nuevas repúblicas. El período colonial había sido neutralizado por la ideología liberal como una etapa yerma para el germen de las nacionalidades hispanoamericanas. «Los pueblos coloniales –decía Amunátegui– estaban inmóviles, rígidos, muertos como un cadáver; existían, pero nunca habían experimentado las palpitaciones de la vida en toda su plenitud» (1909: I, 367). La interpretación prevaleciente en la Europa decimonónica era la de que sólo aquellos pueblos que lograsen establecer su constitución política podían alcanzar el estado de la civilización y
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gozar así de una existencia histórica, no meramente natural. Pero a diferencia de los liberales gaditanos y su apelación a los perdidos fueros medievales, o de los colonos norteamericanos y su reivindicación de las viejas libertades inglesas, en la América hispana el historicismo constitucional no fue una opción viable. Desde el siglo XVII el patriotismo criollo había celebrado el pasado prehispánico con el fin de reivindicar el estatuto de reinos para los territorios ultramarinos de la Monarquía Católica. Con la independencia, sin embargo, los liberales hispanoamericanos se vieron imposibilitados de reivindicar una libertad previa o posterior a la conquista. La idea de unas imaginarias libertades indígenas carecía de fuerza perlocutiva. En su Carta de Jamaica Bolívar reconoció la complicada situación política de los criollos, quienes no eran «ni indios ni europeos sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles»11. Como ha explicado Antonio Annino, «[los novohispanos] habían logrado construir un puente imaginario entre lo prehispánico y lo hispánico insertando a América en el esquema de la salvación y transformando el pasado azteca en la etapa de la “gentilidad romana” del Nuevo Mundo. La evangelización era el único proceso que había ubicado al indio en el mundo del no indio [...]. La nación del patriotismo criollo no podía ser más que católica y monárquica. La nación de los liberales podía ser también, pero no únicamente católica, por razones bastante obvias que cualquier liberal de cualquier país del mundo en aquel entonces hubiera suscrito: el catolicismo podía ser la única religión de la república, pero la lealtad hacia la constitución y el Estado no podía seguir en manos de la Iglesia, porque la república liberal no era de origen divino» (2005: 117).
11. Evidentemente, ese proceso de imaginación política fue fruto de una compleja elaboración cultural. Como ha señalado Tomás Pérez Viejo, «que la reivindicación de una nación mexicana continuadora del mundo prehispánico la hagan unas élites blancas que poco o nada tenían que ver con las antiguas civilizaciones mesoamericanas, que lo hagan en español y no en alguna de las múltiples lenguas indígenas y que este proyecto se convierta finalmente en el hegemónico de la construcción nacional en México es, sin ninguna duda, uno de los fenómenos históricos más fascinantes a los que un historiador se puede enfrentar» (2008: 92-93). Para una perspectiva de conjunto de esta operación ideológica en la América hispana y del papel de la literatura y la historiografía en ella, ver Beatriz González Stephan (1987).
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NACIÓN CONSTITUIDA Y LOS CIRCUITOS DEL PODER
El primer liberalismo hispano se vio obligado a conciliar las nociones iusnaturalistas heredadas de la tradición ibérica con las demandas de igualdad política, libertad económica, autonomía territorial y, muy pronto, de equiparación social, impulsadas por las nuevas ideas. Las tensiones derivadas de esa forzada coexistencia, y no sólo las carencias económicas e institucionales del momento, constituyen un aspecto decisivo para la adecuada comprensión de este peculiar capítulo de la modernidad iberoamericana. Como es sabido, las herramientas jurídico-políticas con que se construyeron los primeros gobiernos constitucionales en el ámbito hispano se forjaron al hilo de la crisis dinástica y colonial provocada por la invasión napoleónica de la península ibérica. Las referencias intelectuales que inspiraron las insurrecciones independentistas han dado lugar a un largo debate plagado de equívocos12. En realidad, tales referencias cubren un espectro tan amplio como el propio perfil de los líderes insurgentes. Miguel Hidalgo, el párroco de provincias que movilizó a las masas indígenas contra los gachupines de la Nueva España blandiendo la imagen de la Virgen de Guadalupe, contaba con una notable formación teológica y bebía de las fuentes del patriotismo criollo, aunque gustaba asimismo de la cultura francesa del XVII. Simón Bolívar, por el contrario, combinaba su sólida formación clásica con su pertenencia a la aristocracia mantuana de los hacendados de Caracas, mientras que José San Martín fue un oficial criollo con inclinaciones monárquicas cuya carrera militar en la península ibérica precedió a su desempeño como libertador en su provincia natal del Río de la Plata. El uso de las fuentes teóricas por el pensamiento de la emancipación revela, pues, un eclecticismo considerable fruto de las necesidades prácticas de cada momento, sin que sea posible atribuirle la congruencia de un cuerpo doctrinal estructurado (Andrés-Gallego 1995: 127-142). Si la propaganda de los insurrectos de 1810 manejaba los tópicos revolucionarios franceses, un mesianismo religioso como el
12. Véase al respecto mi trabajo «El trono vacío. La imaginación política y la crisis constitucional de la Monarquía Hispánica» (Colom 2005: 23-50). Puede encontrarse una detallada revisión de las fuentes doctrinales y jurídicas del liberalismo hispánico en Breña (2006).
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de Hidalgo casaba mal con las ideas políticas de la modernidad. En el siglo XVIII, las rebeliones de los comuneros de la Nueva Granada y del Paraguay o la de los barrios de Quito habían impugnado ya medidas fiscales impopulares sin recurrir al moderno lenguaje revolucionario. Por otro lado, en el momento de la crisis dinástica las instituciones coloniales –los cabildos y las audiencias–, amén de los propios diputados americanos en Cádiz, se desenvolvieron indistintamente en el lenguaje jurídico del iusnaturalismo ibérico y en las figuraciones rousseaunianas sobre la representación política. La evolución del liberalismo hispánico no pudo dejar de reflejar este eclecticismo de origen. Si bien es claro que el punto de partida para la construcción del Estado y la nación era distinto en la América hispana y en la península ibérica, en sus aspectos formales la tarea emancipadora del liberalismo era por fuerza parecida. En España, la proclamación de la soberanía nacional procedió mediante el sometimiento de la voluntad regia al imperio de la ley. En América, por el contrario, la estructura del Estado tuvo que ser creada desde abajo, superponiéndose a una pluralidad de centros territoriales de poder que pugnaban entre sí. La imagen que dejaron estas tempranas experiencias constitucionales es la de una inestabilidad endémica, por mucho que las recientes tendencias historiográficas hayan rescatado los complejos procesos de construcción política durante el período (Sábato 1999). Algunos historiadores han señalado la contradicción de fondo que embargaba a los constitucionalistas iberoamericanos, empeñados en una tarea que buscaba simultáneamente crear y limitar el poder, así como el origen institucional de esa inestabilidad, ya que por regla general los primeros textos legales tendieron a primar el poder legislativo sobre el ejecutivo, al que convirtieron en un mandatario del anterior, sin contar con poderes de emergencia para abordar las frecuentes situaciones críticas, derribándose así todo el edificio constitucional cuando había que hacer frente a éstas (Rivera 2000: en especial el cap. 2)13. Otros autores han 13. En sus comentarios a la constitución chilena de 1823, José María Blanco White, uno de los principales pensadores del primer liberalismo español, admitía el creciente escepticismo que le embargaba ante las constituciones, pero en todo caso celebraba de la chilena su huida de «los males derivados de las frecuentes reuniones populares de las democracias» y criticaba la inclusión en sus leyes orgánicas de planes y reglamentos administrativos que debían acomodarse más bien «a los tiempos y a la prudencia de las autoridades» (1825: 17).
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destacado la proliferación de actores políticos impulsada por el tránsito desde la diversidad jurídico-institucional del Antiguo Régimen al moderno constitucionalismo14. Por último, otras interpretaciones han incidido en factores de índole material. La inexistencia de mercados nacionales y el declive económico tras la independencia habrían prolongado el viejo síndrome colonial de la empleomanía entre las elites locales. Sólo la consolidación de economías exportadoras a finales del siglo XIX y la afluencia de capitales foráneos habría permitido a los gobiernos hispanoamericanos aumentar los recursos fiscales y militares para sostenerse, reduciendo así el tirón de la ideología y posibilitando el reemplazo de las ambiciones políticas por el éxito económico (Safford 1992: 83-97). En España, donde las funciones políticas de la Corona marcaban una diferencia frente a la situación de las repúblicas hispanoamericanas, los problemas se derivaban de la fabricación sistemática y fraudulenta de mayorías parlamentarias favorables al poder ejecutivo, cuyo presidente era nombrado por el monarca. La Regencia instaurada a la muerte de Fernando VII se alió con el partido moderado para defender los derechos sucesorios de su hija Isabel II frente a los carlistas y excluir así a los liberales exaltados o progresistas del circuito político. Esta alianza no dejaba a estos últimos más alternativa que el recurso a pronunciamientos militares y levantamientos urbanos con el fin de arrancar a la Corona la confianza hacia su facción y legitimar desde el poder una situación de hecho. Este esquema, que se repetiría con escasas variaciones desde 1834 hasta la Restauración borbónica de 1874, cuando fue sustituido por el sistema de turnos gubernamentales entre liberales y conservadores, contaba con la reacción preventiva de la Corona, que se adelantaba en cada caso al asalto insurreccional al poder depositando su confianza en la facción exitosamente levantada. Esta facción disolvía las juntas insurreccionales y, mediante la convocatoria a Cortes y la fabricación de una nueva mayoría parlamentaria, reinstauraba el sistema constitucional, iniciándose así 14. Antonio Annino y José Carlos Chiaramonte han insistido sobre todo en el complejo papel jugado por la vecindad y la soberanía de los pueblos en la estructura colonial del Antiguo Régimen como base para la ciudadanía y la soberanía nacional modernas. Véase, respectivamente, «Ciudadanía versus gobernabilidad republicana en México» y «Ciudadanía, soberanía y representación en la génesis del Estado argentino» (en Sábato 1999).
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un nuevo ciclo que a medio o largo plazo tendía a reinstaurar hegemonías gubernamentales moderadas (Artola 1973). El panorama que ofrecen estos tempranos regímenes liberales es el de un bloqueo de los mecanismos formales de recambio político, sustituidos en la práctica por actos extra-institucionales de presión y por acuerdos informales entre los grupos de poder. Pero tras el frenético ritmo de asonadas que marcó el período posterior a la independencia colonial y la liquidación del Antiguo Régimen podemos vislumbrar algo más que un mero atajo utilizado por los actores de unos sistemas políticos obturados por los intereses oligárquicos. En esa dinámica reverberaba la idea que inicialmente había servido para deshacerse de la monarquía española en América: la de que la nación es un ente o cuerpo natural y autosuficiente cuya existencia precede a la del Estado, se constituye políticamente por un acto de voluntad de actores legitimados y recobra su soberanía cuando se consideran fallidas las condiciones pactadas. Esta intuición quedó meridianamente plasmada en la lógica interna de los pronunciamientos, planes y levantamientos. En España, los protagonistas de este tipo de iniciativas fueron la burguesía urbana aliada con alguna de las fracciones del ejército; en el Río de la Plata fueron los caudillos federales del interior del país; en México, los municipios autónomos aupados en un jefe militar. «El pronunciamiento consistía [en la península] en organizar el momento en que una personalidad militar se pronunciara, con un grupo de patriotas, en cualquier punto del país y leyera un manifiesto a favor de la Constitución, gesto suficiente a sus ojos para suscitar, como un reguero de pólvora, el levantamiento de todos los focos liberales preparados para ello. La insurrección nacional se produciría como consecuencia natural de ese pronunciamiento» (Castells 2000: 81). Al repasar la historia del liberalismo doctrinario español, Díez del Corral advirtió en él la pulsión de una lógica integral: «El Estado, para el liberal español extremo, no puede consistir en una conjugación de factores concretos e históricos sino en la realización directa e inmediata de un logos absoluto. Un logos que, precisamente por ser absoluto, no necesita expresiones cumplidas y de apoyos o cauces sociales, y que puede ser proclamado por un único individuo. El autor de un pronunciamiento no tenía que esforzarse por convencer, le bastaba con pronunciar su opinión, como una profecía que repercutiría en toda su verdad» (1945: 481).
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En la América hispana, los levantamientos reflejaban el trasfondo pactista sobre el que se habían instaurado los regímenes liberales. Antonio Annino ha recordado que el Estado mexicano no heredó la soberanía directamente de la monarquía española sino de unos cuerpos territoriales –los municipios constitucionales del período gaditano y del trienio liberal– que se sintieron tradicionalmente libres para romper el pacto de subordinación que los unía a los gobiernos nacionales. Esta percepción era coherente con la tradición intelectual del iusnaturalismo católico, que en el Antiguo Régimen percibía a los pueblos como sociedades naturales o personas morales. Por ello, «el acto de constituirse en nación no es en el México republicano el acto soberano de una asamblea constituyente, porque la nación ya existe en estado natural y se expresa por medio de otros cuerpos representativos, cuyo pacto recíproco precede a la norma constitucional e impone a los constituyentes un mandato imperativo por medio del plan» (Annino 1999: 80)15. Dada la legitimidad y ritualización con que contaban los levantamientos en la imaginación colectiva mexicana, Annino no ha dudado en ver en ellos auténticas fuentes de derecho, pero se trata en todo caso de un derecho anclado en la mentalidad corporativa y iusnaturalista del Antiguo Régimen. Los planes denunciaban en general el estado de cosas que se proponían cambiar, exponían ante la opinión pública el compromiso con una serie de principios e invitaban a los destinatarios del mismo a sumarse a la iniciativa, consistente por lo general en un cambio político para volver a constituir la nación. En España, los pronunciamientos carecían de ese fondo pactista, pero remitían invariablemente al bien del país, la voluntad nacional o la unánime opinión pública (Rodríguez Alonso 1998)16.
5. LAS
D E R I VA S I D E O L Ó G I C A S D E L L I B E R A L I S M O
El liberalismo, pues, más allá de su vigencia económica no llegó en América Latina ni en España a universalizar el mensaje cultural del
15. Sobre el papel de los municipios en la formación histórica del Estado mexicano, véase Merino (1998). 16. Sobre los programas políticos de los levantamientos mexicanos, véase Jiménez Codinach et al. (1987).
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individualismo. Bajo su égida se establecieron gobiernos constitucionales, se reconocieron elencos de derechos civiles y políticos, y se instauraron procedimientos electivos de variable representatividad, pero la cultura política de fondo siguió estando fuertemente ligada a una concepción orgánica y jerárquica de la sociedad. No es preciso rascar mucho para encontrar bajo su superficie el substrato de la cultura católica que tradicionalmente ha modelado los imaginarios sociales iberoamericanos. Ese substrato no debe entenderse como una sociabilidad explícitamente religiosa, sino más bien como una cosmovisión, una constelación de hábitos gregarios y actitudes morales que de forma preponderante han caracterizado las formas de vida hispanas. Sin duda, el peso institucional de la religión también se ha hecho notar en el desarrollo de sus formas políticas y legales. Con excepción de la constitución Argentina de 1819, que aludía a la autonomía de las convicciones privadas de los ciudadanos en lo referente a la religión del Estado, los primeros textos constitucionales de las repúblicas independientes y de la propia España declararon el carácter oficial de la religión católica y excluyeron la libertad de credo de su listado de garantías individuales. En el caso español no se legisló la tolerancia privada de cultos hasta 1856, y sólo con la Revolución Gloriosa de 1868 y la constitución del sexenio democrático se reconoció la libertad confesional al máximo nivel jurídico17. La postura del prócer liberal chileno Juan Egaña a este respecto es ilustrativa. En respuesta a las opiniones de Blanco White sobre la libertad de cultos, Egaña defendió el monismo religioso de la constitución chilena de 1823 en nombre precisamente de los valores liberales, «pues sin religión uniforme no puede haber un civismo concorde» (Egaña 1825: 15). Una generación más tarde, su compatriota Francisco Bilbao denunció la dictadura jesuítica y el despotismo legal instaurados por el régimen portaliano. Según él, en los países protestantes la religión del libre examen generaba la religión de la ley, esto es, el respeto al derecho. Por el contrario, en Chile «los pelucones, los conservadores, los rojos, los liberales, los demócratas, los unitarios,
17. De hecho, el respeto a las normas de la jurisdicción civil y la defensa de la ortodoxia católica contaban con el mismo nivel de protección en el Código Penal de 1848. Hasta 1870 no se aprobaron en España las primeras leyes de matrimonio y registro civil. Véase Alonso García (2008).
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los federales: todos han acariciado la dictadura. Con la mejor intención, se dicen íntimamente los partidos: la dictadura para hacer el bien. Es decir, el despotismo para afianzar la libertad. El catolicismo da la corriente despótica. La República la corriente liberal. Y ambas corrientes se encuentran en la monstruosa consecuencia que se llama la dictadura para fundar la libertad» (Bilbao 1941). Con los años el término liberal pasó a ser propiedad de numerosos partidos y gobiernos, muchos de ellos de orientación conservadora, mientras que los liberales doctrinarios se obstinaron en el cultivo de las formas jurídicas. Un mirada al desenfrenado constitucionalismo hispanoamericano de la primera mitad del siglo XIX (entre 1810 y 1850 se promulgaron más de sesenta constituciones) permite percibir no sólo el evidente distanciamiento entre los principios plasmados en los textos legales y la realidad política del momento, sino la inexistencia en ellos de la fe yankee en el sistema de equilibrios y contrapesos para neutralizar los abusos de poder18. Las pugnas entre federales y unitarios y el continuo cambio de constituciones reflejaban de alguna manera la convicción de que las buenas leyes tornan viables las instituciones y éstas, a su vez, elevan la calidad moral de la sociedad. Ésta era una noción muy próxima a la cosmovisión tradicional que concebía el orden político en función de un conjunto de normas externas a la sociedad, no de sus condiciones internas de constitución. Esta intuición ignoraba asimismo otra posibilidad: la de que no existe garantía alguna para el pluralismo político si éste no encuentra respaldo en la estructura real de la sociedad y, por tanto, en la vertebración de los múltiples y contingentes intereses que la componen. Los derroteros que tomó la ideología liberal a ambos lados del Atlántico contribuirían a incrementar el distanciamiento intelectual entre la metrópolis y las antiguas colonias. A los ojos de sus primeros próceres, el iusnaturalismo escolástico constituía una rémora cultural que reclamaba su sustitución como fundamento rector y educativo de una nación moderna. El viaje de Julián Sanz del Río a Alemania en 1843 intentó cumplir esa función en España importando un sistema
18. José Antonio Aguilar Rivera ha señalado la preeminencia de la división funcional de poderes frente a la oposición de los mismos en la interpretación doctrinal de los liberalismos del mundo latino (2000: cap. 3). Véase también, sobre este tema, Dealy (1968).
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filosófico, el krausismo, supuestamente adaptado a las condiciones del liberalismo autóctono. En América, por el contrario, el deseo de sus elites de borrar cuanto antes unos antecedentes hispánicos que juzgaban ajenos al proyecto liberal movió a adoptar inicialmente el benthamismo como filosofía oficial y, posteriormente, el positivismo evolucionista, alejándose con ello del idealismo pedagógico que serviría de guía al regeneracionismo español hasta el primer tercio del siglo XX19. El positivismo le ofrecía a América Latina un sistema integrado de creencias y un paradigma científico para explicar su retraso histórico, pero también la expectativa de un futuro brillante bajo el liderazgo intelectual, social y político de unos gobiernos reafirmados en su autoridad. Con las reservas que exige el desfase histórico, otro tanto puede afirmarse en nuestra época del entusiasmo oficial con que se han adoptado las cambiantes políticas de desarrollo, desde el cepalismo de los años sesenta hasta el neoliberalismo de la década de los noventa. Sin embargo, el homo economicus sobre el que antropológicamente se asienta este último constituye un auténtico desafío al ethos tradicional de las sociedades latinoamericanas y una ruptura –a lo que se ve, frustrada, si se omite la excepción chilena– con sus códigos culturales. Tales bandazos políticos y arrebatos por programas socio-económicos prêt-à-porter tienen mucho que ver con las formas de asunción –o más bien de negación– del propio pasado y con la ubicación de los grupos rectores en la estructura interna de sus sociedades. Pedro Morandé advirtió al respecto que las síntesis culturales pueden cambiarse, pero no negarse, como habitualmente ha hecho el desarrollismo latinoamericano. A ello debería añadirse que el reconocimiento de un sustrato cultural tampoco permite rizos históricos hacia un futuro pasado como el que Morandé propone con la recuperación del catolicismo barroco americano (1984)20. Tal y como lo interpretó José Antonio Maravall, el barroco fue en Europa, y parti-
19. Véase al respecto Jímenez García (1986 y 1989). Las inercias culturales demostraron ser, sin embargo, más fuertes que las decisiones políticas. Así, José Joaquín de Mora, el literato liberal español que durante su exilio en América contribuyó a fundar en el continente importantes instituciones y publicaciones culturales, enseñaba en 1824 en el Liceo de Chile un curso de derecho natural que no era sino una interpretación iusnaturalista del utilitarismo. 20. Para una discusión de sus propuestas de restauración católica, ver Larrain (2000) y García de la Huerta (1999).
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cularmente en España, un proceso de modernización contradictoriamente articulado para preservar las estructuras y privilegios heredados (1980: 524). En América, ese mismo proceso sirvió para integrar grupos humanos culturalmente disímiles en una estructura si cabe aún más jerárquica que en la península. Los méritos de esa incorporación asimétrica parecían, sin embargo, agotados a finales del siglo XVIII. Por ello, la modernidad en América Latina sigue dependiendo más de la repleción de sus vacíos sociales y de la religación de sus fracturas culturales que de la tensión entre las importaciones foráneas y las tradiciones autóctonas. Las tradiciones vernáculas moldearon, pues, la implantación de las instituciones e ideas liberales en el mundo hispánico. Podemos afirmar que esa aclimatación consistió en el desarrollo político de algunas de las ramas que ofrecía el tronco iusnaturalista del liberalismo como programa de salida del Antiguo Régimen, y no en el alejamiento de un hipotético canon liberal. Los liberalismos hispánicos han albergado sin duda tendencias autoritarias. A lo largo del siglo XIX puede reconocerse el esfuerzo de sus actores por construir las estructuras del Estado moderno y por restaurar al mismo tiempo un orden perdido en el que asegurarse una posición privilegiada. Pero estos regímenes impulsaron también movimientos compatibles con determinadas fórmulas democráticas. El republicanismo neoclásico, en su versión jacobina, gozó de gran predicamento durante el período fundacional hispanoamericano. Al fin y al cabo, el principio rousseauniano que entendía la política no como satisfacción negociada de intereses privados sino como persecución de la voluntad general tenía un aire de familia con las nociones iusnaturales del bien común21. Esa afinidad electiva ha permitido engarzar la dimensión comunitaria del republicanismo con la retórica política de diversos populismos autóctonos y con la imaginación emancipatoria del marxismo latinoamericano. Con ello, sin embargo, se han visto reforzadas también las con-
21. Richard Morse supo verlo claramente al señalar que «el propósito del Estado rousseauniano, igual que el suareziano, es el bien común: mueve la conducta humana del instinto hacia la justicia y así le infunde moralidad. Al rechazar una base meramente instrumental para la asociación, Rousseau ya no tuvo necesidad de la división de poderes de Montesquieu y propuso una autoridad soberana convergente y no segmentada» (1982: 121).
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cepciones orgánicas de la cosmovisión tradicional ibérica y la noción autoritaria de la libertad personal como obediencia activa. Estos rasgos son fácilmente reconocibles en un discurso como el de Simón Bolívar. Su ideal de libertad, teñido de neoclasicismo, era el de las repúblicas antiguas. Para cumplir con su misión redentora, las nuevas patrias hispanoamericanas debían crearse ex nihilo, apoyándose exclusivamente en la virtud de sus ciudadanos. La condena a la pasividad, a obedecer la voluntad ajena, negar el derecho a gobernarse por las leyes que uno mismo se ha dado, impidiendo con ello la formación del juicio y del carácter político, constituían en el universo de los valores republicanos la esencia de la tiranía y la antesala de la corrupción, esto es, el cultivo desenfrenado de los intereses particulares. En las postrimerías de su vida, al evaluar los logros de las sociedades por él emancipadas, la decepción de Bolívar era abrumadora. «He mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: la América es ingobernable para nosotros; el que sirve una revolución, ara en el mar; la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; este país [la Gran Colombia] caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos»22. En contra de las interpretaciones más al uso de la historia latinoamericana, que insisten en vincular la emancipación colonial y su desarrollo posterior con el efecto rompedor de las ideas ilustradas, liberales y positivistas, la conclusión que se desprende de la hermenéutica cultural de sus prácticas e imaginarios sociales es en algún modo irónica. La herida que la implantación de la modernidad política abrió en su conciencia histórica, y que perceptiblemente aún no se ha cerrado, convive con palpables inercias y revela la incapacidad de sus clases rectoras para generar una nueva cosmovisión susceptible de reemplazar el hoy ya caduco, pero en su día eficaz sincretismo cultural barroco.
22. Carta de Simón Bolívar al general Juan José Flores, primer presidente de Ecuador, el 9 de noviembre de 1830.
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Este texto tiene como objetivo señalar la preeminencia de lo urbano, y más concretamente de la ciudad, como marco de organización socio-política, estilo de vida y referente cultural del mundo iberoamericano. Iberoamérica en general, y América Latina en especial, constituyen una civilización de carácter urbano y no es posible imaginarlas de otra manera. La condición urbana es, en definitiva, la pauta histórica central de desarrollo de esta parte del continente a raíz de la colonización española.
1 . O C U PA C I Ó N
Y A P R O P I A C I Ó N D E L E S PA C I O A M E R I C A N O
Felipe Fernández Armesto advirtió que cuando dos ingleses se encuentran en una lejana frontera fundan un club, pero cuando lo hacen dos españoles en circunstancias parecidas fundan una ciudad (2000: 121). Esto no sería más que un comentario irónico si no fuera porque alude a un rasgo básico sobre la forma en que se construyó el Imperio español en América. Si el modelo británico se caracterizó por su naturaleza eminentemente comercial y el libre cultivo de la iniciativa individual, la ocupación española del continente se apoyó sobre estructuras urbanas de asentamiento y gobierno de la población. Los colonos ingleses crearon grandes plantaciones de monocultivo en la zona meridional de lo que hoy son los Estados Unidos y ocuparon el territorio en Nueva Inglaterra según un patrón poblacional de pequeños propietarios autónomos. La colonización española,
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por el contrario, se basó en la dominación de gentes más que en la dominación del territorio en sentido estricto. La pulsión que la guiaba era el control de porciones crecientes del continente a partir de conglomerados urbanos. Por ello, la primera oleada de conquistadores no tuvo como afán la explotación agropecuaria de la tierra, sino la consecución de yacimientos auríferos, recursos naturales y mano de obra autóctona para explotarlos. La concentración de la población constituía un requisito estructural para la dominación centralizada del territorio, tanto por asuntos prácticos de seguridad y supervivencia como por el hecho de que la Corona vio en las ciudades la forma más clara y directa de preservar el control sobre los nuevos reinos. La Corona obligó así por igual a indígenas y a españoles a habitar en pueblos de indios y ciudades, respectivamente. Es, pues, importante señalar que el carácter eminentemente urbano de la América española no se origina con la construcción de los Estados nacionales a partir del siglo XIX, y menos aún con los recientes intentos de modernización vividos en la región. Una mirada retrospectiva sobre el proceso de conquista y ocupación española de América nos permite discernir tres grandes vectores de colonización. El primero apunta a los enclaves urbanos como centros neurálgicos de la estructuración política y económica del territorio. Como señaló Richard Morse, «la colonización fue en gran parte una empresa urbana llevada a cabo por personas con mentalidad urbana» (1971: 13). La demarcación cartográfica constituía un elemento adicional de los procesos de conquista y apropiación del territorio, ya que dejaba constancia del establecimiento de un nuevo gobierno y hacía visibles las nuevas formas de explotación y uso del mismo. Esta estructura centrípeta se completaba con un amplio hinterland de tierras comunales y privadas y con la consignación del subsuelo como propiedad de la Corona. En segundo lugar, la masa crítica de población urbana permitió consolidar formas de gobierno y de organización social relativamente homogéneas y evitó que los conquistadores, y luego los encomenderos, se convirtieran en una aristocracia feudal al estilo europeo, con señoríos y privilegios al margen del marco municipal. Por último, la unificación cultural de la sociedad colonial se basó en un proceso de cristianización iniciado por órdenes mendicantes, y más tarde continuado por misioneros y sacerdotes seglares, cuyas principales referencias filosófico-sociales provenían del humanismo erasmista.
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La fundación de ciudades fue así una condición indispensable para la expansión del imperio y el control del territorio, pero este proceso no se realizó sobre el vacío ideológico. La legitimación de la conquista americana proporcionada por las bulas papales se vio complementada por dos referencias jurídicas adicionales. La primera fue el principio de res nullius, tomado del derecho romano, según el cual los bienes no eran de nadie hasta que fuesen públicamente apropiados. En lo referente a la posesión de tierras, cuando éstas no eran ocupadas se consideraban un bien mostrenco de la humanidad hasta que se hiciera uso de ellas. Quien lo hiciera primero se convertía en propietario. Este principio permitía representarse América como un continente vacío a merced de sus primeros conquistadores (Subirats 1994). La segunda referencia la constituían Las siete partidas, el código legal castellano compilado en el siglo XIII, cuyo segundo libro estipulaba «lo que conviene hacer a los reyes, emperadores, tanto por sí mismos como por los demás [...] para que valgan más, así como sus reinos, sus honras y sus tierras se acrecienten y guarden, y sus voluntades según derecho se junten con aquellos que fueren de su señorío». En ese cuerpo normativo se reconocía que «pocas veces acaece que se fagan yslas nuevamente en la mar. Pero si acaeciese que se fiziese y´ alguna ysla de nuevo, suya decimos que debe ser de aquel que poblare primeramente». La creación de la ciudad fue la culminación y justificación básica de todos los descubrimientos declarados en territorio americano, generando una dicotomía permanente entre los espacios urbano y rural. Este último se consideraba res nullius de forma permanente, a menos que fuese incluido en un contorno municipal o se convirtiera él mismo en un municipio nuevo (Lucena Giraldo 2006: 35). De esta manera, de acuerdo con las bulas papales, el inmenso territorio americano habitado por paganos se cristianizaba y sometía a dominio legítimo per adquisitionem frente a cualquier otro pretendiente: vacabant dominia universali jurisdictio non posesse in paganis (Morales Padrón 1979: 134). La apropiación del territorio y su destinación urbana se hacía acompañar de un ritual de posesión que incluía una serie de actos declarativos: golpear la tierra y cortar unas ramas como símbolo de su apropiación mediante el trabajo, trazar el cuadrado fundacional de la ciudad –la plaza– con una vara sobre la tierra, clavar en su centro los estandartes reales, realizar un juramento ante nota-
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rio, etc. Cuando la conquista implicaba un enfrentamiento con la población indígena, el ritual incluía la lectura del Requerimiento, un documento redactado en 1512 por el jurista castellano Juan López de Palacios Rubios cuyo fin era hacerles saber a los autóctonos que los españoles tomaban los parajes en cuestión en nombre de los monarcas castellanos. El Requerimiento tenía una doble vertiente, política y cultural, pues exigía que la población reconociera indistintamente la autoridad de la Corona y la supremacía del cristianismo. Ante esto, los indígenas tenían dos elecciones: someterse pacíficamente o sufrir la guerra justa, inscrita en las tradiciones jurídicas de defensa de la cristiandad. El ideal urbano como elemento clave de la colonización española se apoyaba por otro lado en un antecedente histórico: la reconquista de la península ibérica de la dominación musulmana. Este proceso, largo y contradictorio, combinó la ideología teológica de la cruzada contra el infiel con el carácter predatorio de las expediciones militares y los desplazamientos migratorios (Elliott 2005: 41 y ss.). La conquista de un territorio suponía por lo general la repoblación de sus ciudades y la fundación de otras nuevas con criterios estratégicos y defensivos. Los órganos de gobierno de estos núcleos de población y sus prerrogativas frente a la Corona, la Iglesia y la nobleza quedaron plasmados en toda una variedad de cartas pueblas. Entre la Reconquista y la colonización de América existió una experiencia intermedia –la conquista de las Islas Canarias– en la que se ensayaron algunos de los modelos administrativos que luego serían aplicados a gran escala en América. Este horizonte político y cultural definió durante siglos el horizonte civilizatorio del mundo hispánico, en el que se sobreentendía la existencia de una continuidad entre la vida urbana y el mantenimiento de formas sociales civilizadas. En palabras de John H. Elliott, «villas y ciudades iban a proporcionar el escenario para una vida doméstica estable sin la cual se consideraba imposible la colonización efectiva a largo plazo» (2006: 62).
2. LA
FUNCIÓN POLÍTICA DE LAS CIUDADES
La consolidación de una civilización urbana en la América española tuvo momentos de auténtica efervescencia. Si hacia 1580 el
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número de villas y ciudades fundadas en Indias ascendía a 225, en 1630 eran ya 331 (cfr. La ciudad hispanoamericana: el sueño de un orden 1989). Gran parte de los enclaves urbanos creados en el Caribe durante la etapa preliminar de la conquista fueron plazas fuertes costeras cuya función era servir de cabecera para el contacto trasatlántico y la exploración del interior. La selección de las ubicaciones urbanas fue hecha a menudo de manera arbitraria, dictada por consideraciones momentáneas, mientras que en otros casos se aprovecharon asentamientos previos a la conquista, como en Tenochtitlán y Cuzco. Hambrunas, insalubridad, ataques de los indios y catástrofes naturales provocaron el cambio de emplazamiento de las ciudades en función de las necesidades. Así, tras ser destruida por un huracán, la ciudad de Santo Domingo con sus 2 500 colonos fue trasladada a la margen contraria del río en 1502 (Lucena Giraldo 2006: 39). La forma de las primeras ciudades fue titubeante, aunque un elemento común a casi todas ellas fue la traza semiregular a partir de una plaza mayor en la que se situaban los edificios más importantes ligados a la institucionalidad civil y eclesiástica. Las Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias determinaban que «las calles se prosigan desde la plaza mayor, de manera que aunque la población venga en mucho crecimiento, no venga a dar en algún inconveniente que sea causa de afear lo que se quiere reedificar o perjudique su defensa y comodidad». Las Ordenanzas y la característica estructura de damero de las ciudades coloniales no fueron promulgadas por Felipe II sino hasta 1573, pero este patrón urbano se venía utilizando de hecho desde comienzos del siglo XVI. Así lo demuestran, por ejemplo, los planos elaborados por Alonso Bravo para México en 1521 sobre las ruinas de Tenochtitlán, luego concretados en la organización de la Puebla de los Ángeles. En ellos se vislumbraba una malla rectangular uniforme con un gran vacío en la plaza mayor. La traza a cordel y regla se iría perfeccionando a partir de la fundación de Lima en 1535, donde la manzana rectangular se convierte en cuadrada y la malla alargada en cuadrícula. El modelo se estandariza con la fundación de Santa Fe de Bogotá, Tunja y La Plata en 1538 y luego con la de San Francisco de Campeche y Santiago de Chile en 1541. La gestión cotidiana del Imperio colonial no dependía tanto de los virreinatos, una institución heredada de la Castilla medieval de la que
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sólo se fundaron inicialmente dos, como de los municipios. A éstos se trasladaron la mayoría de las instituciones castellanas de gobierno local. Un claro ejemplo de la importancia de la corporación municipal como espacio de gobierno en el orbe hispánico lo constituye el giro que tomó la expedición de Hernán Cortés a tierras mexicanas con su acto de desobediencia frente al gobernador de Cuba. En la estrategia para legitimar su acción ante el Rey, Cortés combinó de forma brillante varios elementos jurídicos: la recusación colectiva de Diego Velázquez, gobernador de Cuba denunciado como tirano, el recurso directo a la autoridad del rey y la constitución de su hueste en corporación urbana. Elliott explica de la siguiente manera la maniobra de Cortés: «Según las leyes de la Castilla medieval, la comunidad podía, en determinadas circunstancias, emprender una acción colectiva contra un monarca o ministro tirano. La fuerza expedicionaria de Cortés se reconstituyó como una comunidad formal al tomar cuerpo como tal el 28 de junio de 1519 con la fundación de la llamada Villa Rica de la Veracruz, cuyo trazado y construcción comenzó de inmediato. El nuevo municipio, actuando en nombre del Rey, y no ya del gobernador de Cuba, un tirano cuya autoridad rechazaba, nombró acto seguido a Cortés alcalde mayor y capitán del ejército real» (Elliott 2006: 28). Entre los elementos más destacados del sistema municipal hispano se encontraban el alcalde mayor, que presidía el cabildo en las llamadas ciudades metropolitanas, el capitán de la milicia local, cargo que podía ser asumido por el alcalde mismo, y el cabildo municipal, compuesto por personas «señaladas para el gobierno de la república» (Luceno Giraldo 2006: 72). En el proceso fundacional de una ciudad el conquistador, en función de los poderes delegados en él por el Rey a través de las capitulaciones, designaba a los primeros miembros del cabildo. Posteriormente se integraban en el mismo los oficiales reales, que podían hacerlo en función de su cargo como tesoreros, veedores y contadores. En el proceso se generaron diferencias jerárquicas entre las distintas clases de poblaciones de acuerdo a si se consideraban ciudades metropolitanas, ciudades diocesanas o sufragáneas y villas o lugares. El cabildo de las primeras, las ciudades metropolitanas, estaba presidido por un alcalde mayor, tres oficiales de la Real Hacienda, doce regidores, dos fieles ejecutores, dos jurados de cada parroquia, un procurador general, un mayordomo, un escribano del concejo,
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Ciudad de México, en Civitates Orbis Terrarum, tomada de Benedetto Bordone (1528).
dos escribanos públicos, un escribano de minas y registros, un pregonero mayor, un corredor de lonja y dos porteros. En las ciudades diocesanas o sufragáneas el cabildo constaba de ocho regidores, siendo los demás oficiales perpetuos, mientras que en las villas y demás lugares sólo se contaba con un alcalde ordinario, cuatro regidores, un alguacil, un escribano del concejo, un escribano público y un mayordomo. Pese a que numerosos cargos municipales fueron puestos a la
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venta durante el período de los Habsburgo por las necesidades financieras de la Corona, los nombramientos siguieron siendo relativamente periódicos. Las ciudades metropolitanas, dada su importancia política y económica, adquirieron pronto liderazgo frente a sus entornos regionales, pero lo importante es resaltar la vitalidad política de los cabildos, que convertía a los municipios en los verdaderos puntos de interés de la acción monárquica, por encima de las estructuras virreinales, y los potenció como una fuente de poder para ulteriores cambios políticos (Céspedes del Castillo 1989). La política de la urbanización no sólo se aplicó a los criollos, sino que se hizo extensiva a los indígenas colonizados. La estrategia que latía tras la creación de reducciones y cabeceras de doctrina era obligar a los nativos a abandonar su hábitat tradicional para trasladarlos a lugares de fácil disponibilidad para las autoridades coloniales. En este sentido, los pueblos de indios surgieron como complemento de las ciudades españolas y se rigieron por instituciones castellanas adaptadas al medio social indígena (Sanz Camañes 2004). La idea original era establecer sendas repúblicas de españoles y de indios con el fin de delimitar claramente los derechos, los deberes y las relaciones recíprocas de cada grupo. Sin embargo, la dinámica del mestizaje y la movilidad de la población dieron al traste con este proyecto. En el sistema de contrapesos institucionales que caracterizaba a la administración colonial española, la comunicación entre las autoridades peninsulares y los municipios americanos fue inusualmente directa, dirigida a controlar y garantizar los actos de gobierno. En este sentido, como ha señalado Elliott, «si el carácter distintivo del Estado moderno se define según la posesión de estructuras institucionales capaces de transmitir las órdenes de una autoridad central a localidades distantes, el gobierno de la América colonial española era más “moderno” que el de España y, en realidad, que el de prácticamente cualquier Estado de Europa de la época» (2006: 202). En definitiva, el establecimiento de la forma urbana no fue un mero azar ni una curiosidad del ingenio arquitectónico del Imperio español. Por el contrario, fue una muestra de éxito colonizador y el preludio para la consolidación de una sociedad en la que las ciudades interiores no veían limitadas sus posibilidades de extensión y dominio de un entorno foráneo. Esta situación contrasta, por ejemplo, con el modelo de colonización británica en el siglo XVII. Así, mientras la oligarquía de
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Plano de la Reducción de San Miguel (1756).
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la Nueva España vivía en ciudades, la de Virginia lo hacía en fincas rurales sólo interconectadas por un juzgado y una iglesia dispuestos de manera abierta en un paraje entre caminos, y no necesariamente en una estructura urbana.
3. LA
ESTRUCTURACIÓN DEL TEJIDO URBANO
A partir del siglo XVIII las ciudades americanas experimentaron una profunda transformación. Su papel como puntal del gobierno colonial cedió en importancia ante su función socializadora de unas elites criollas cada vez más celosas de su preterición frente a los administradores peninsulares. Tal y como describe François-Xavier Guerra, a las puertas de las revoluciones de independencia las formas de sociabilidad urbana en las colonias americanas, como los intercambios epistolares y las tertulias de estudiantes, clérigos, profesores y profesionales, habían logrado salir del ámbito privado a espacios públicos y semipúblicos que facilitan la difusión de sus ideas hacia medios sociales más bajos a través de las conversaciones y lecturas públicas de periódicos, panfletos y documentos oficiales y no oficiales (Guerra 2001: 98-100). Uno de los elementos más importantes de ese proceso fue la consolidación de una intelligentsia autóctona, la clase urbana por excelencia. Los oficios administrativos y la educación superior constituían el principal sustento de esa clase emergente. Así, en el año 1700 el número de universidades en la América española ascendía a diecinueve. Las dos primeras fueron la de Santo Domingo, fundada en 1538, y las de México y San Marcos de Lima en 1551. A modo de contraste, durante el mismo período el mundo angloamericano tan sólo contaba con dos colegios universitarios, los de Harvard y William and Mary, completados en 1701 con la fundación de la universidad de Yale. Las diferencias demográficas entre las principales ciudades coloniales hispano- y angloamericanas a mediados del siglo XVIII era asimismo notables: Un segundo elemento de singularización de las ciudades hispanoamericanas frente a la península ibérica fue su papel en la producción de manifestaciones artísticas autóctonas que ya desde el siglo XVIII reflejaban formas, estilos y tendencias propias. Los artesanos, orfebres y pintores indios y mestizos de la escuela cuzqueña, así como los
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CIUDADES COLONIALES ANGLOAMERICANAS Ciudad
Número de habitantes
Boston
16.000
Filadelfia
13.000
Nueva Cork
11.000
Charles Town
7.000
Newport
6.000
CIUDADES COLONIALES HISPANOAMERICANAS Ciudad
Número de habitantes
México
112.000
Lima
52.000
La Habana
36.000
Quito
30.000
Cuzco
26.000
Santiago de Chile
25.000
Santa Fe de Bogotá
19.000
Caracas
19.000
Buenos Aires
12.000
FUENTE: Elliott (2006: 389); cifras redondeadas al millar.
constructores de templos en la Nueva España y en la región de los Andes, elaboraron un estilo barroco propio caracterizado por sus refinadas fachadas y sus intrincadas superficies interiores. A pesar de las restricciones a la impresión y circulación de libros, también la producción literaria criolla acompañó desde los primeros tiempos al proceso colonizador. Esta incipiente estructura cultural se completaba con representaciones dramáticas, laicas y religiosas, de los autores del Siglo de Oro español, tan populares en las ciudades americanas como
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en la península. Todo este conjunto de expresiones artísticas contribuyó a la creación de una incipiente autonomía estética en el ámbito hispanoamericano. Las estructuras urbanas desarrolladas durante el período colonial se convirtieron pronto en una fuente de resistencia política frente a los intentos centralizadores de la administración borbónica. Así, las revueltas fiscales del último período colonial, como la de los barrios de Quito en 1765, tuvieron con frecuencia un trasfondo urbano, y cuando no fue así, como sucedió con la insurrección de los comuneros del Socorro en 1781, el componente rural jugó en su contra. La vigencia de los patriotismos locales, de la ciudad como referencia social, cultural y política de resistencia y negociación frente a las decisiones del poder central, y de la insurrección en cuanto forma recurrente de protesta, se mantendría como una constante durante los procesos de independencia y a lo largo de la construcción de los Estados nacionales en el siglo XIX (Pietschmann 1996: 302). FrançoisXavier Guerra ha vinculado las dificultades para la aplicación de las reformas borbónicas en América, e incluso la posterior construcción de los Estados nacionales tras las independencias, con el profundo arraigo en ella del imaginario pactista, cuyo centro visible es el municipio y su vida política. De ahí que la ofensiva modernizadora del absolutismo generara tantos traumatismos y tensiones en sociedades que gozaban de una gran autonomía de facto (Guerra 2001: 79-80 y 169-170). Las transformaciones acaecidas con el comienzo del siglo XIX, y más concretamente la convocatoria a Cortes en 1810, darían un nuevo protagonismo y reactivarían el papel de las ciudades en el nuevo panorama político que comenzaba a componerse. Las independencias expresaron ante todo, al menos en su período inicial, las aspiraciones políticas de grupos sociales urbanos. La traducción de esas aspiraciones en procesos de construcción nacional fue, sin embargo, un proceso mucho más complejo y contradictorio en el que los municipios fueron con frecuencia el principal agente impulsor y, también a menudo, su principal víctima. Los representantes americanos en las Cortes de Cádiz no acudieron en nombre de una América abstracta, sino con instrucciones muy concretas de sus ciudades y regiones de origen. Éstas asumirían un papel principal en los procesos de independencia. Como ha señalado José Carlos Chiaramonte, en el proce-
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Cuzco, capital del reino del Perú, en el Nuevo Mundo, en Civitates orbis terrarum, publicado en la edición de 1556 de Navegaciones y Viajes de Rasmusio.
so constituyente americano ciudades y provincias representaban a núcleos urbanos con jurisdicción sobre áreas rurales que, ante la inexistencia de naciones, se percibían como sujetos soberanos capacitados para apelar a acuerdos básicos sin tener que esperar a arreglos supra-regionales1. 1. Véanse Chiaramonte y Souto (2005) y Chiaramonte (2004). Chiaramonte expone como ejemplo de tal concepción uno de los juramentos usados para la toma de
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Por otro lado, el papel desempeñado por las corporaciones municipales fue clave para la consolidación del entramado institucional tras la independencia, tanto por la relevancia adquirida durante la colonia como por el impulso jurídico y político que recibieron de la Constitución de Cádiz. Las libertades municipales consagradas por la Constitución gaditana respaldaban prácticas de participación que se tornaron irrenunciables. La multiplicación de actores territoriales ayuda a explicar la oleada de guerras intestinas que sacudió América Latina tras la independencia, ya que las diferencias políticas en las nuevas sociedades se tradujeron regularmente en enfrentamientos entre los centros urbanos, casi siempre tan endebles como las regiones y provincias, y en guerras interminables que acabaron debilitando las opciones políticas disponibles. En el caso mexicano, una lectura que se aparte de la historiografía convencional permite comprobar que la estructura municipal, única fuente real de poder tras el colapso de la colonia, se mantuvo en pie después de 1821 y ofreció la base para la consolidación del Estado nacional mexicano hasta las Leyes de Reforma. El municipio fue así, según Mauricio Merino (2005), la punta de lanza, pero también una de las primeras víctimas del proceso de instauración de las instituciones liberales y de la construcción del Estado nacional en México, convirtiéndose en el escenario de enfrentamiento entre las tendencias federales y centralistas. Uno de los casos más extremos en las dificultades para alcanzar un Estado unificado quizá haya sido el de Colombia (cfr. Patiño Villa; Palacios y Safford 2002). Sus cabeceras regionales apenas mantuvieron mayores intercambios hasta muy entrado el siglo XX. Sin embargo, este mismo período fue testigo de más de once guerras civiles2. Cada ciudad importante ha esgrimido tradicionalmente un historial de diferencias y agravios con las demás regiones y con el Estado central. En Ecua-
posesión de funcionarios en la época de Artigas: «¿Juráis que esta Provincia, por derecho, debe ser un Estado libre, soberano e independiente, y que debe ser reprobada toda adhesión, sujeción y obediencia al Rey, Reina, Príncipe, Princesa, Emperador o Gobierno Español, y a todo otro poder extranjero?» (2004: 146). 2. En el siglo XIX el problema no sólo era la existencia de una «colección de pequeñas repúblicas», sino las complejas particularidades geográficas que dificultaban la comunicación entre ellas, además de las diferencias políticas y sociales, que hacían que las rivalidades en la guerra remitieran directamente a las rivalidades entre provincias. Cfr. Thibaud (2003: 215-216).
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dor la rivalidad regional entre Quito y Guayaquil no ha sido menor, amenazando de forma constante la ya de por sí débil institucionalidad. Otro tanto puede decirse de las tensiones permanentes entre centro y periferia en Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay, México, Venezuela, Perú, e incluso Brasil. Los apuntes de Merino y Chiaramonte no vienen más que a confirmar la intuición de Karl Marx sobre el papel de las ciudades como único espacio histórico viable para la instauración de la libertad en el mundo hispánico, en la medida en que las antiguas corporaciones municipales castellanas ofrecían un resquicio para ejercitar el autogobierno y contrarrestar el poder de la Corona (Marx y Engels 1978). Con todas sus imperfecciones y dificultades, el municipio representó en la América española la única vía para la administración directa de los inmensos espacios por los que se extendía la dominación imperial. Esta dimensión urbana es aún una de las características definitorias de la América Latina contemporánea, donde las ciudades siguen siendo protagonistas de las grandes divisiones sociales, políticas y regionales. El cuadro comparativo de la página siguiente permite tener una visión sucinta de los conflictos internos en la vida política hispanoamericana ligados a la estructuración territorial de los Estados durante el siglo XIX.
4. CONTINUIDAD
Y RUPTURA TRAS LA INDEPENDENCIA
La ruptura histórica que supuso la independencia de la metrópolis no se saldó sin profundas consecuencias, también en el orden estético, para las estructuras urbanas americanas. Los líderes políticos opuestos a la continuidad con la herencia hispánica incentivaron la búsqueda de nuevas formas urbanas más allá de las alamedas y paseos proto-burgueses diseñados por los arquitectos de la Ilustración borbónica. Los referentes culturales para ello fueron importados de los nuevos socios económicos y políticos, principalmente de Francia y Gran Bretaña. En el Río de la Plata, la nueva elite gobernante asoció la refundación política e institucional y la transformación del comportamiento social con la reorganización del espacio físico. Para ello se proyectó convertir Buenos Aires e una gran ciudad que sirviese de polo migratorio hacia el exterior y de plataforma de proyección de
Liberales versus conservadores; caudillos políticos
Ingresos relevantes con mínimos desarrollos Centrados en la división de clases Indios versus elite blanca Muy fuertes en la post-independencia El Estado coopta la identidad india Miedo de levantamiento indio Conflictos urbanos de clase Muy fuerte en la post-independencia
Rápida dominación de Santiago
Violencia desde el siglo XIX
Costa versus sierra
Provincias marginadas
Dominio de Asunción
Lima versus sierra versus costa
Montevideo versus áreas rurales
Llanos versus costa
Chile
Colombia
Ecuador
México
Paraguay
Perú
Uruguay
Venezuela
Caudillismo
Blancos versus colorados
Caudillos y seguidores regionales
Inexistencia de la izquierda, sin alternancia política
Liberales versus conservadores
Divisiones ideológicas posteriores al siglo XIX
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Ningún grupo dominante permanente
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FUENTE: Centeno (2002: 11).
Liberales versus conservadores
Elites minúsculas desconectadas de masas indígenas
La Paz versus Sucre; La Paz versus Santa Cruz de la Sierra
Bolivia
Unitarios versus federalistas; diferentes caudillos
Conflictos indios, gauchos
Buenos Aires versus provincias
Argentina
División de la élite
Regionalismo
País
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Conflictos de clase/raciales
DIVISIONES INTERNAS EN AMÉRICA LATINA
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una cultura urbana hacia el interior del territorio (Aliata 2004). Con este fin fueron contratados en la década de 1820 por el gobierno de Rivadavia toda una serie de arquitectos e ingenieros europeos, de formación fundamentalmente francesa, que encontraron una favorable predisposición oficial hacia los nuevos criterios urbanísticos. Cuba, por otro lado, constituye un caso interesante, pues pese a la pervivencia de su condición colonial hasta 1898, el florecimiento urbano de La Habana durante la segunda mitad del siglo XIX sirvió como escaparate de los logros que semejante continuidad podía asegurar. En cualquier caso, la continuidad y el conservacionismo urbanístico, allí donde los hubo, se basaron en la eficacia probada del modelo conocido y en la inercia que arrastraba. Ello determinó la reconstrucción de Caracas tras el terremoto de 1812 y la tendencia conservacionista en otras ciudades hispanoamericanas hasta la década de 1870. Sin duda, uno de los elementos que más impulsó la transformación de las ciudades heredadas de la colonia, tanto en su traza como en su estructura y modelos de asentamiento y distribución espacial, fue el crecimiento demográfico provocado por las migraciones internas que, especialmente en el siglo XX, se dieron desde las áreas rurales y semi-rurales a las grandes ciudades. Estos movimientos poblacionales cuestionaron la capacidad de absorción física de los viejos núcleos urbanos y propiciaron los procesos de ensanche, incorporación de arrabales y creación de nuevas áreas suburbanas, como en la ciudad de México, que incorporó el arrabal de Coyoacán, en Caracas las zonas de Petare y Baruta, y en Buenos Aires las de Flores y Belgrano. A comienzos del siglo XX las ciudades hispanoamericanas se habían introducido finalmente en los circuitos económicos internacionales. De ahí surgieron dos instrumentos básicos de transformación urbana: el ferrocarril y el puerto. Estos dispositivos de comunicación de personas y mercancías completaron la separación funcional que ya se habían introducido a finales del XVIII entre los entornos de la escuela, el hospital, el monasterio y la universidad. Con ellos se dio un impulso al cambio urbano en América Latina sin el lastre que representaban en Europa las murallas y las grandes edificaciones históricas, al paso que se introdujeron los conceptos de equipamiento urbano, higiene pública e infraestructura conectados con las actividades económicas y las nuevas exigencias culturales y políticas. Sobre estas bases de continuidad y ruptura se construyeron las modernas
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megaciudades de la América meridional y se extendió el tejido social iniciado hace cinco siglo por un modelo civilizatorio que ha identificado tradicionalmente en las formas de urbanas de vida los valores culturales, jurídicos y políticos de la vida buena. BIBLIOGRAFÍA ALIATA, Fernando (2004): «Gestión urbana y arquitectura en el Buenos Aires posrevolucionartio (1821-1835)», Perspectivas Urbanas/Urban Perspectives, nº 5, . CENTENO, Miguel Ángel (2002): Blood and Debt. War and the Nation-State in Latin America. University Park: Pennsylvania State University Press. ÉSPEDES DEL CASTILLO, Guillermo (1989): «Vecinos, magnates, cabildos y C cabildantes en la América española», en VV. AA., La Ciudad Hispanoamericana: el Sueño de un orden. Madrid: Centro de Estudios Históricos de Obras Públicas y Urbanismo/Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, pp. 226-233. CHIARAMONTE, José Carlos (2004): «Estado y poder regional: Constitución y naturaleza de los poderes regionales», en Historia General de América latina. Madrid: UNESCO/Trotta, vol. VI. — y SOUTO, Nora (2005): «De la ciudad a la nación. Las vicisitudes de la organización política argentina y los fundamentos de la conciencia nacional», en Francisco Colom González (ed.), Relatos de Nación. La construcción de las identidades en el mundo hispánico. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, pp. 311-333. ELLIOTT, John H. (2005): La España Imperial. 1469-1716. Barcelona: Vicens Vives, 7ª reimp. — (2006): Imperios del mundo Atlántico. España y Gran Bretaña en América, 1492-1830. Madrid: Taurus. FERNÁNDEZ ARMESTO, Felipe (2000): «The improbable Empire», en Raymond Carr (ed.), Spain: a History. New York: Oxford University Press. GUERRA, François-Xavier (2001): Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas. México: Fondo de Cultura Económica, 3ª ed. LUCENA GIRALDO, Manuel (2006): A los cuatro vientos. Las ciudades de la América Hispánica. Madrid: Marcial Pons Ediciones. MARX, Karl y ENGELS, Friedrich (1978): La revolución en España. Moscú: Progreso. MERINO, Mauricio (2005): «La formación del Estado nacional mexicano. Pasado colonial, ideas liberales y gobiernos locales», en Francisco Colom
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DE LOS SEXOS
Y DISCURSOS DE PROGRESO EN LA
I LUSTRACIÓN
ESPAÑOLA
Mó n i c a B o lu f e r Pe r u g a
Podrá medirse el grado de civilización de casi todos los países por el respeto que se les muestra y el puesto que se le asigna a la parte femenina de la sociedad. ALEXANDER JARDINE, Letters from Barbary, France, Spain, and Portugal (1788) Los hombres instruidos y civiles no se atreven a oprimir tan a las claras a la otra mitad del género humano, porque no hallan insinuada semejante esclavitud en las leyes de la creación. Pero como el mandar es gustoso, han sabido arrogarse cierta superioridad de talento, o yo diría de ilustración, que, por faltarle a las mujeres, parecen éstas sus inferiores. JOSEFA AMAR Y BORBÓN, Discurso en defensa del talento de las mujeres (1786)
Al menos desde el siglo XVIII, los discursos que expresan una autoconciencia de modernidad, o sea, aquellos que, de una forma u otra, se plantean como tarea sistematizar los rasgos sociales característicos del progreso (o bien los indicativos de su carencia) y proporcionar diagnósticos y soluciones para el desarrollo (económico, político, cultural o social) de las sociedades han incorporado entre sus criterios de análisis las relaciones entre los sexos; es decir, han incluido esa variable entre los principales rasgos que se considera necesario conocer de una sociedad para formarse un juicio acerca de sus logros o sus
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problemas y entre los factores que toda colectividad que se pretenda moderna debe transformar o adaptar a las exigencias de los tiempos. Lo que llegaría a conocerse en el siglo XIX como la cuestión de las mujeres, el debate acerca del lugar que mujeres y hombres deben ocupar en la sociedad (argumentado, por lo común, en torno a su naturaleza e inclinaciones), hunde sus raíces en una querella iniciada en la Baja Edad Media: la polémica sobre la respectiva capacidad moral e intelectual de los sexos (Bock 2001: cap. 1). En el transcurso de ese debate, frente a las posiciones de la misoginia culta, basada en una particular y arraigada interpretación de las Sagradas Escrituras y en la tradición patrística y escolástica, se alzaron voces femeninas (y también masculinas) que defendían la excelencia moral e intelectual de las mujeres. A partir del siglo XVII, en el contexto intelectual de la nueva filosofía racionalista y en un ambiente cultural de participación cada vez mayor de las mujeres en la escritura y la sociabilidad, estas posturas fueron evolucionando hacia la defensa de la igualdad de los sexos en obras de transición como las de Lucrezia Marinella en Italia, Anna Maria Schurmann en Holanda, Marie de Gournay en Francia o María de Zayas en España, y en textos claramente igualitaristas como De l’égalité des deux sexes (1673) de François Poulain de la Barre, A Serious Proposal to Ladies (1694) de Mary Astell o la Defensa de las mujeres (1726) de Benito Jerónimo Feijoo (cfr. Knott y Taylor 2005; en especial Perry 2005: 357-370; Stuurman 2005: 371-388; y Bolufer 2005: 289-409). El sustrato intelectual del que bebieron estas autoras y autores, defensores todos ellos de la igualdad de los sexos, es bien diverso e incluye desde la noción platónica y cristiana (agustiniana) de la igualdad de las almas al racionalismo cartesiano, pasando por el humanismo crítico y el libertinismo erudito. Sin embargo, no puede pasarse por alto el hecho de que la mayoría se adscribieron, de una forma u otra, al frente de los modernos en las polémicas intelectuales de la época; entre otras razones, porque difícilmente podían defender sus tesis apoyándose en autoridades intelectuales que, como señalara ya en 1405 Christine de Pisan en La cité des dames, eran, si no exclusiva, sí abrumadoramente misóginas. Es, en efecto, a partir de finales del siglo XVII, la época que un clásico como Paul Hazard llamara la crisis de la conciencia europea, y más claramente a partir de la Ilustración, cuando la reflexión y el juicio valorativo acerca de la posición que ocupan las mujeres en la sociedad se convierte en un ingrediente
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esencial del discurso conscientemente moderno (Hazard 1975 y Stuurman 2004). Estas ideas, desarrolladas en los estudios más recientes de historia intelectual, convergen en cierto sentido con las interpretaciones formuladas desde hace tiempo desde la filosofía feminista por autoras como Celia Amorós o Amelia Valcárcel, para quienes el feminismo fue el Pepito Grillo de la Ilustración: una corriente crítica y coherente, pese a su diversidad interna, capaz de poner en evidencia los límites y paradojas del pensamiento ilustrado, al contrastar las posibilidades emancipatorias contenidas en el mismo con la realidad del mantenimiento, la adaptación e incluso el reforzamiento, en los discursos y las prácticas, de las desigualdades entre los sexos, y capaz, también, de defender su necesaria superación y, con ella, la realización del verdadero proyecto ilustrado (Amorós 1997; Amorós y Miguel 2005; Valcárcel 1993; Coco 1993; Campillo 1997). Así, frente a las críticas posmodernas a la Ilustración, que desde ciertas posturas feministas, muy notablemente en la obra de Joan B. Landes, valoraron el pensamiento de las Luces como intrínsecamente misógino, fundamento teórico de la exclusión femenina del espacio público a partir de la revolución, un notable sector de historiadores y filósofos de ambos sexos que han indagado en los vínculos entre feminismo e Ilustración se inclinan, al contrario, por señalar las ricas y a veces contradictorias posibilidades abiertas por las transformaciones intelectuales y culturales del siglo XVIII (Landes 1988). Así, en las reflexiones finales a la ambiciosa obra colectiva Women, Gender, and Enlightenment, Kate Soper recogía ese espíritu al definir el feminismo moderno como una crítica inmanente a la Ilustración, que nace con ella (aunque con hondas raíces anteriores en el platonismo cristiano y el racionalismo) y que le exige la aplicación práctica de sus principios (2005: 705-715). Difícilmente podría cuadrar mejor que aquí la imagen, no por socorrida menos gráfica, de las luces y sombras que caracterizan el empeño modernizador de la Ilustración: sombras no sólo por la distancia considerable que separó, en tantos aspectos, los proyectos más o menos utópicos de las realizaciones efectivas, sino por las paradojas y desigualdades que atraviesan los propios ideales ilustrados. La conciencia acerca de las exigencias de la modernidad, pues, ha estado desde el siglo XVII muy presente en el debate de los sexos. En
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una época marcada por la reflexión acerca de las variaciones en las costumbres y las formas de vida en el mundo y a lo largo de la historia, con el objeto de entender y sistematizar la diversidad humana y el funcionamiento y evolución de las sociedades, la reflexión sobre la diferencia de los sexos tomó muchas veces la forma de una comparación valorativa frente a otras sociedades distintas de la propia, y ello tanto entre Europa y el resto del mundo como con respecto a la propia civilización europea. La conexión recurrente entre categorías tan emblemáticas como las de civilización o progreso y una particular configuración de las relaciones entre los sexos fue común en toda Europa al pensamiento ilustrado y a su vertiente más práctica, el reformismo o proyectismo del siglo XVIII. Sin embargo, dentro de este contexto general, el caso español reviste alguna singularidad porque, como es bien sabido, la modernidad ilustrada estuvo entre nosotros atravesada por una profunda autoconciencia de «atraso». Este sentimiento colectivo de inferioridad hunde sus raíces en el arbitrismo del siglo XVII y en el movimiento novator de finales de esa centuria, que convirtió en problemática la relación cultural con Europa y, más precisamente, con aquellos países que en la época ocupaban una posición de hegemonía económica, cultural o política, particularmente Francia e Inglaterra (Diz 2000). En ese sentido, las reflexiones sobre la naturaleza, aptitudes y funciones sociales de los sexos que se multiplicaron a lo largo del siglo XVIII en la literatura pedagógica, proyectos reformistas, obras médicas de divulgación, tratados morales o novelas incorporaron como leitmotiv, aun con objetivos y tonos muy diversos, la idea de que España debía demostrar, también a este respecto, que merecía formar parte plenamente de las naciones «civilizadas». La incorporación de la «cuestión de las mujeres» a esa metanarrativa histórica en clave de progreso ya no se desanudaría. A lo largo del siglo XIX, liberales y regeneracionistas utilizarían el argumento de la necesaria modernización de las relaciones entre los sexos, fuese para defender como óptimo, frente a la realidad de las naciones menos «civilizadas», el status quo imperante en las leyes y en las costumbres de la época, fuese para reclamar una mejora en la condición civil de las mujeres, su situación jurídica, su educación, su participación en el trabajo y la política. En este artículo pretendo explorar en qué sentidos y con qué objetivos se utilizó en la España del siglo XVIII , dentro del contexto del pensamiento ilustrado europeo, la
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conexión entre progreso de la sociedad y transformación de las relaciones entre los sexos, prestando atención a los diversos (y con frecuencia opuestos) usos de ese recurso argumental. Me interesa mostrar el modo en que ese debate se imbricó en la reflexión autocrítica acerca del papel que ocupaba el país y el que aspiraba a desempeñar en la modernidad occidental, así como esbozar la herencia que esas formas de pensamiento dejaron a la España del siglo XIX.
1. «BARBARIE»
Y
«CIVILIZACIÓN»
COMO MEDIDAS
DE LA CONDICIÓN FEMENINA
Para los ilustrados, la condición de las mujeres y su relación con los hombres, tanto en la vida pública como en el ámbito privado, constituía uno de los criterios básicos a la hora de enjuiciar el progreso social. Herederos de una larga tradición de teoría y práctica de la civilidad y el arte de la conversación, a la vez que deudores del carácter central que reviste la noción de sociabilidad en el pensamiento de las Luces, los ilustrados franceses, desde Voltaire a Marmontel, mostraron reiteradamente apreciar el trato y el intercambio entre los sexos como exigencia de una sociedad verdaderamente civilizada y muestra del superior refinamiento de las costumbres alcanzado, a su juicio, por la Francia de su tiempo. La institución del salón, fundamental en la república de las Letras dieciochesca, lugar de reunión que combinaba, bajo la dirección de una dama, la inteligencia y las buenas maneras, simbolizaba, a ojos de los franceses, pero también de los observadores extranjeros, una idea de la cultura alejada de la mera erudición, a modo de una disciplina social que contribuye a refinar las costumbres y perfeccionar a los individuos, y requiere del trato y la conversación mixta. Tras su experiencia parisina, David Hume elogiaría el ejemplo francés, en el que «las damas son, en cierto modo, las soberanas del mundo de las letras y la conversación», y afirmaría que en el estadio de la civilización comercial «ambos sexos se relacionan de forma fluida y sociable», «conversando y contribuyendo uno al placer y entretenimiento del otro» (1988: 25-30). Al mismo tiempo, fueron filósofos escoceses como el propio Hume, Lord Kames, Adam Ferguson, John Millar o Adam Smith quienes desarrollaron teóricamente esa noción del vínculo entre
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mujeres y civilización. La historia filosófica característica de la Ilustración (bautizada en 1794 por Dugald Stewart como conjectural history o historia especulativa, y más tarde conocida como teoría de los estadios), que desarrolló en una visión diacrónica ideas ya iniciadas por Montesquieu en El espíritu de las leyes, contiene una noción de la historia como una línea de progreso en niveles sucesivos de desarrollo social, económico, cultural y político, e incorpora, asimismo, una valoración evolutiva de las relaciones entre los sexos en el matrimonio, la convivencia familiar y el trato social (Meek 1981; Rendall 1987; Sebastiani 2003 y 2005; Moran 2005; Mander 2005; Tommaselli 2005). Así, las sociedades primitivas se caracterizarían, entre otros signos de barbarie, porque en ellas las mujeres serían tratadas con dureza y crueldad: en su History of America (1777), William Robertson sentencia que «despreciar y degradar al sexo femenino es un rasgo común del estado salvaje en todos los lugares del globo» (citado por Rendall 1995: X). La literatura de exploraciones y viajes por tierras exóticas, de gran difusión en el siglo XVIII, proporcionó un amplio repertorio de ejemplos y anécdotas para apoyar esta idea, que encontramos repetidas de unos autores a otros, como sucede con la historia de las indias amazónicas que sacrificaban a sus hijas antes que dejar que las apresaran los conquistadores, y que, tomada de El Orinoco ilustrado del jesuita P. Gumilla y utilizada con frecuencia para reprobar los métodos de la conquista española, sirvió también, en una curiosa distorsión, para probar la dureza de la condición femenina en el estado salvaje (Gumilla 1741; Thomas 1773: 4; Marchena 1985). Por el contrario, la condición de las mujeres mejoraría en las sociedades más avanzadas, a medida que el establecimiento de la propiedad privada, y con ella del matrimonio estable, les otorgaba mayor seguridad en sus personas y medios de subsistencia, y el trato continuado entre los sexos redundaba en el refinamiento de los afectos, la moral y las costumbres. Compartiendo las ideas más habituales en su tiempo sobre la necesaria complementariedad de los sexos, los ilustrados entienden que las cualidades femeninas (modestia, decencia, suavidad de maneras, sensibilidad) contribuyen de manera sustancial al desarrollo de las artes y el perfeccionamiento de la civilización, domando la natural rudeza del hombre para refinar sus sentimientos y su conducta. En este sentido, el desarrollo histórico se representa hasta cierto punto como un proceso de feminización o, más bien, de
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balance entre las naturales cualidades de los sexos. En particular, la sociabilidad mixta (como los intercambios comerciales) se entiende como un signo crucial de progreso que, según lo expresa William Alexander, ejerce «una influencia general sobre el comercio de la sociedad» (1995: 151): fomenta la emulación y con ella el consumo, las artes y el refinamiento, a la vez que permite a unos y otras beneficiarse de sus cualidades respectivas, atemperando la razón con la sensibilidad, la fuerza con la ternura, la austeridad con la elegancia, la erudición con el saber social; en palabras de Antoine-Léonard Thomas, «las mujeres corrigen muchos excesos que la dureza de las pasiones es capaz de introducir en el trato de los hombres: su mano delicada alisa, como quien dice, y pule los muelles de la sociedad»; «Son» –concluye– «en la vida ordinaria lo que la moneda en el comercio» (1773: 155 y 154). Desde esa perspectiva, obras como The Origin of the Distinction of Ranks (1771) de John Millar o Sketches of the History of Man (1774) de Lord Kames dedican amplias reflexiones a la condición de las mujeres en las distintas sociedades, partiendo de la idea de que «el progreso del sexo femenino constituye una rama principal de la historia de la humanidad»1. A su vez, su estatus en las leyes que rigen el matrimonio y la propiedad y la consideración que reciben de los hombres son indicadores del estadio de civilización alcanzado por una sociedad (Jardine 2001). Por su parte, el afrancesado y liberal español José Marchena, en un discurso sobre el amor propio de fuerte impronta sensualista y utilitaria publicado en su periódico El Observador (1787-1790), se hace eco de la por entonces ya manida idea de que la condición de las mujeres, penosa en el estado de salvajismo, mejora en paralelo al progreso general y al paulatino refinamiento de los placeres, desde lo puramente físico a lo moral: «Cuanto más se civilizan los pueblos, tanto más aumenta el ascendiente de las mujeres» (Marchena 1985: 31-33). Así pues, la visión ilustrada de la historia tiende a comparar la sumisión de las mujeres entre los pueblos primitivos o bárbaros, o bien en las sociedades despóticas de Asia, con la mayor libertad y respeto de que se dice gozan en Occidente. El contraste, obviamente, 1. Véanse Millar (1990: parte I: «Of the Rank and Condition of Women in different Ages»); Home (1774: vol. I, «The Progress of the Female Sex»).
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tiene por efecto fundamental ratificar la superioridad de la civilización occidental, también en el orden de la moral y las costumbres, con respecto a sus otros, los pueblos extraeuropeos. Una idea que se desarrolla ampliamente en The History of Women (1781) del escocés William Alexander o en el Essai sur les mœurs, l’esprit et le caractère des femmes dans les différents siècles (1772) de Antoine-Léonard Thomas, de gran éxito por toda Europa, cuya versión castellana, con el título de Historia o pintura del talento, carácter y costumbres de las mujeres en los diferentes siglos, vio la luz en 17732. Thomas parte de la distinción básica entre tres estadios de desarrollo: salvajismo, despotismo y civilización. En el primero, sostiene, las mujeres están sometidas, por la ley del más fuerte, a los hombres, rudos y primitivos e incapaces por ello de desarrollar una conciencia moral. Por otra parte, en los más refinados países de Asia, como Turquía, su situación apenas resulta más ventajosa, pues se ven sometidas al encierro y a la autoridad despótica del hombre en la familia, que se corresponde, según escribiera ya Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748), con el despotismo en el gobierno político. Frente a unos y otros, la relación más equilibrada entre los sexos sería un signo distintivo de las sociedades europeas y una prueba de su superioridad política y moral. También en España el debate de los sexos incorporó tempranamente la idea de que la verdadera civilización requería atemperar las desigualdades entre ellos, y se utilizaron las categorías de barbarie o despotismo, muy arraigadas en el pensamiento filosófico y la teoría política europea, para descalificar aquellas formas de relación que se estimaban excesivamente desequilibradas. Ya en 1726, en su Defensa de las mujeres, Feijoo reprocha a la religión islámica que niegue a las mujeres la posibilidad de salvación (1997: párr. 2, 15), argumento del que se hará eco en 1798 Inés Joyes en su Apología de las mujeres y que aflora también en otros textos europeos contemporáneos, como la Vindicación de los derechos de la mujer (1792) de Mary Wollstonecraft (Joyes 1798: 180). Por su parte, el periódico La Pensadora Gaditana (1763-1764) contrasta el excesivo encierro de las mujeres y su ocultamiento tras el velo, propio de las sociedades islámicas, con la 2. Alexander (1995: caps. V-XIII, «Of the treatment and condition of women, and the various Advantages and Disadvantages of their Sex, in savage and civil life» y XIV, «Of the Influence of Female Society»).
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decorosa libertad de que deben gozar en Europa para censurar el uso, aún vigente en algunos lugares de España, del tapado, que cubría el rostro dejando libre tan sólo un ojo, costumbre que atribuye a la herencia musulmana y rechaza como impropia de un país que se pretenda civilizado: Es el tapado vergonzosa reliquia de la dilatada esclavitud que lloramos bajo la tiranía de los Sarracenos […]. Entre los Mahometanos son las mujeres las más desgraciadas de todo el mundo: nada se les confía, nada suponen, ninguna virtud se les concede, pues hasta la brutalidad de su Secta les niega la fingida gloria que ellos esperan de una vez; de nada bueno las piensan capaces; por esto las encierran, las ocultan, las obligan a que no se dejen ver de algún nacido, y las hacen vivir en el mundo como si no compusiesen la más bella parte de su sociedad (La Pensadora Gaditana 2005: 24-25).
De forma retórica Beatriz Cienfuegos, desde su identidad autorial femenina, real o ficticia, se dirige a las mujeres para reprocharles que mantengan, en una sociedad que se desea moderna, esa prenda, símbolo de opresión. Aunque su verdadera intención parece más bien, como la de tantos moralistas, erradicar un uso del que se decía que favorecía comportamientos poco decorosos bajo el disfraz, resulta significativo que para ese objetivo tan convencional recurra al discurso ilustrado que define civilización y modernidad por contraposición al despotismo de Oriente, encarnándolos en formas distintas de relación entre los sexos. Por otra parte, uno de los textos más representativos del reformismo ilustrado y de sus propuestas para la renovación de la economía y la sociedad española, el Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento (1775) de Campomanes, contrapone la deseable ocupación de la mano de obra femenina en las manufacturas domésticas a la supuesta indolencia de las mujeres en buena parte de España, considerada una herencia islámica. Ociosidad y laboriosidad funcionan aquí, como suelen hacerlo en la literatura reformista, a modo de categorías económicas que corresponden, respectivamente, a dos conceptos de trabajo: el propio de las sociedades preindustriales, flexible en el uso de los espacios y los tiempos, con épocas de intensa ocupación seguidas de otras de relativa inactividad, frente al tiempo lineal del trabajo moderno, que empieza a abrirse paso en las
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manufacturas de la época y que culminará en el trabajo fabril. Constituyen, además, nociones con una fuerte carga moral en las que la ocupación continua y regular se equipara con la virtud, y su contraria con el vicio, connotaciones que adquieren una particular intensidad cuando lo que se valora son las actividades de las mujeres. Son estos lugares comunes en la nueva ética de la utilidad cuya lógica económica no puede separarse del esfuerzo por legitimar nuevos valores y modelos de comportamiento públicos y privados, femeninos y masculinos (Díez 2001; Carbonell 2005-2006). Sin embargo, lo que me interesa subrayar aquí es el modo en que Campomanes, haciéndose eco del viejo discurso, renovado en el siglo XVIII, acerca de la influencia del clima sobre las costumbres, describe los trabajos ejercidos por las mujeres rurales en las distintas regiones españolas de acuerdo con una dicotomía Norte/Sur (u Occidente/Oriente), templado/cálido, y atribuye la laboriosidad a la vieja tradición cristiana y germánica, achacando al legado islámico la ociosidad y, con ella, la degradación moral. Cuanto más se camina en España al mediodía, se aumenta la ociosidad en las mujeres, y ésta a la verdad no mejora las costumbres. Los moros y orientales las tenían encerradas en el ocio […]. Ahora no están encerradas las mujeres, ni deben estarlo sin injuria y degradación de la justa libertad, que les pertenece, cuando no renuncian a ella (Rodríguez 1991: 263-264).
La referencia a los países bárbaros o despóticos funciona, pues, en lo que respecta a las relaciones entre los sexos, como elemento de contraste por contraposición al cual se dibujan las características ideales de una sociedad civilizada. En el caso español, en particular, la alusión a un pasado islámico presentado de manera estereotipada sirve para reprobar la excesiva separación entre los sexos, el encierro de las mujeres y su (más ficticia que real) ociosidad. Rasgos que, apoyándose en una larga tradición, se habían convertido en el siglo XVIII, en obras como las Cartas persas o El espíritu de las leyes de Montesquieu, en características reiteradas para describir el despotismo oriental. Al mismo tiempo, el proceso por el cual individuos y sociedades se despegan gradualmente de esa barbarie para emprender el camino de la civilización se relaciona con el mayor trato y comunicación entre los sexos. En un artículo sobre la compasión publicado en 1787 en el Correo de los Ciegos se atribuye ese sentimiento no a la moral
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natural inscrita en todos los humanos, sino al desarrollo social, que de la crueldad y despotismo primitivos conduciría progresivamente hacia la empatía propia de individuos y sociedades civilizadas. Muy en especial, se considera que la sensibilidad como cualidad moral surge del trato entre hombres y mujeres y del aprecio por parte de los primeros de las cualidades femeninas: «En todas las naciones civilizadas, el sexo tan recomendable por su carácter social lo es también por la sensibilidad de su alma; a proporción del menor o mayor trato que los hombres honrados tienen con las mujeres, son las naciones más duras o más humanas» («Rasgo filosófico» 1787: 245-246). Y en un discurso de 1801, ampliamente inspirado en el pensamiento francés contemporáneo (de Thomas a la Encyclopédie), el ilustrado Vicente del Seixo se adhiere a la idea de la civilización como obra de las mujeres y como proceso que mejora paulatinamente su condición en las sociedades más avanzadas: «los hombres han aumentado su poder natural dictando leyes en las que las mujeres han sido siempre perjudicadas a proporción de las costumbres, y sólo entre las naciones cuya cultura ha llegado al término de hacerlas corteses han obtenido aquella dignidad e igualdad de condición, tan natural y necesaria a la dulzura de la sociedad» (1801: 21). En esa línea ascendente de progreso, ¿cuál es el término ad quem, el horizonte de lo deseable que, para los ilustrados, define a una sociedad moderna y civilizada en lo que se refiere a las relaciones entre los sexos? ¿Cómo exactamente debe distinguirse en este aspecto de tan bárbaros países la muy culta Europa, por citar las palabras del Diario de Sevilla (1792). Para la mayoría de los ilustrados, también los españoles, Seixo entre ellos, la división social de espacios, ocupaciones y actitudes entre hombres y mujeres viene a reflejar su natural complementariedad de inclinaciones y funciones. Tal como lo define La Pensadora Gaditana, una sociedad culta es la que reserva a las mujeres «aquel lugar al que nos destinó la naturaleza». Dentro de las pautas del pensamiento de la complementariedad, que se abrió camino gradualmente en la segunda mitad del siglo XVIII como forma más habitual de justificar y explicar la diferencia de los sexos en medios ilustrados, ello significaba que los hombres, más dotados de capacidad abstracta, de fuerza e iniciativa, estaban destinados a ocuparse del saber, de la actividad económica y de los cargos políticos, mientras que las mujeres, más inclinadas al sentimiento y al cuidado, tenían la
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responsabilidad fundamental en el ámbito de las costumbres y la vida privada y doméstica. División de aptitudes e inclinaciones que, sin embargo, no se justificaba, como antaño, con el lenguaje de la inferioridad de un sexo respecto del otro, del deber y de la necesaria sumisión a un orden jerárquico, sino con el discurso, más amable, de la «natural» disposición de unos y otras para desempeñar cometidos diferenciados y, en teoría, igualmente importantes para el bienestar personal y colectivo (Bolufer 1998: cap. 2 y 2005-2006). En este sentido, en muchos de los autores españoles citados, como en tantos de sus contemporáneos europeos, la comparación entre la propia sociedad, que se presenta como parte de esa Europa culta y civilizada, y otras más o menos exóticas, dibujadas en grueso trazo y a modo de contraste, tiene ante todo como efecto justificar el statu quo, presentando la doble división entre lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino, como la realización en el estado más avanzado de la sociedad de los imperativos de una naturaleza que asigna a los sexos funciones e inclinaciones diferenciadas y felizmente complementarias. Sin embargo, en algunas circunstancias ciertas autoras y autores hicieron un uso distinto, menos autocomplaciente y más crítico, de las exigencias de la modernidad en lo que atañía a las relaciones entre los sexos. Así, la idea de que la desigualdad de mujeres y hombres ante la opinión social resultaba en su propia época excesiva y no tan alejada de los desequilibrios existentes entre ellos en otras sociedades menos avanzadas se abre paso en algunos textos, como el publicado en el Correo de los Ciegos en 1799, con el significativo título de «Paralelo de la suerte feliz o desgraciada entre las mujeres asiáticas o africanas y las europeas». El artículo, firmado tan sólo con las iniciales D. J. G., en lugar de contraponer, a la manera convencional, la condición de las mujeres occidentales con su triste destino en sociedades menos civilizadas, subraya la injusticia de su situación en la propia Europa, haciendo así un uso distinto de los habituales tópicos orientalistas, puestos aquí al servicio de un propósito crítico: «¿Pero quiénes somos nosotros para vituperar la política conyugal de los turcos y atrevernos a llamarla cruel? ¿Y cuál es el destino de nuestras mujeres en nuestros países para que nos propongamos llorar el de las ajenas?» (D. J. G. 1789: 2403-2405). Tras este llamativo arranque, el artículo hace inventario de algunas de las desigualdades que marcan la vida de las mujeres: la dureza del trabajo entre las clases populares, la
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desigualdad del régimen matrimonial que les impide disponer de sus bienes, la parcialidad de la justicia en caso de discordia conyugal, la doble moral que censura severamente la infidelidad femenina, disculpando en mayor medida la del hombre. Sin embargo, quizá por imposiciones de la censura, concluye con un párrafo que presenta esa comparación entre Oriente y Occidente como una mera paradoja retórica, justificando en última instancia las relaciones entre los sexos en Europa como ajustadas a la naturaleza y la utilidad social, y contenidas «en los límites de la razón». Más claramente crítica resulta la voluntad de Josefa Amar o de Ignacio López de Ayala, dos de los participantes en la célebre polémica que entre 1776 y 1787 dividió a los miembros de la Sociedad Económica Matritense y a la propia opinión pública española acerca de la conveniencia de admitir a mujeres en su seno (Bolufer 1998: cap. 8). Ambos defendieron que sólo una respuesta positiva resultaba propia de una sociedad que se pretendiese ilustrada. Y ambos lo hicieron recurriendo a una visión del progreso que exigía una mayor igualdad entre los sexos. Josefa Amar, conocedora sin duda de la obra de Thomas, que circuló ampliamente en su traducción castellana, da la vuelta con habilidad a las categorías de esclavitud y dependencia que aquél utilizara para caracterizar, respectivamente, la situación de las mujeres en los países bárbaros y en los civilizados. Amar, en efecto, afirma que ambas no son sino modalidades distintas de una misma injusticia: flagrante en el primer caso, más sutil en el segundo, pero igualmente contraria a los imperativos de la razón y el progreso, tal como figura en la cita que encabeza este capítulo (Amar y Borbón 1786). Por su parte, Ignacio López de Ayala sitúa su defensa del reconocimiento pleno de la capacidad intelectual de las mujeres, y de lo que estima su consecuencia lógica, la admisión de éstas en el espacio público ilustrado, en el contexto de una visión optimista de la historia en la que la razón y la civilización han ido sustituyendo gradualmente al imperio de la fuerza, el intercambio pacífico a la ética de la guerra, en este hermoso párrafo, que es una voluntariosa definición, muy propia de las Luces, del progreso como horizonte de toda sociedad que se pretenda moderna: Demos este ejemplo de razón a las naciones de Europa. En toda ella fermenta la filosofía y ha llegado su tiempo. El mundo es nuevo. Han pasa-
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do los siglos de barbarie, la ambición romana, la fiereza de los septentrionales, el entusiasmo brutal de los mahometanos. A fuerza de lastimosas experiencias conoce ya la Europa que no consiste la felicidad de las naciones ni el esplendor de los imperios en ganar batallas ni en destruir provincias, sino en cultivar sus posesiones y artes haciendo útiles todos los ciudadanos. No miremos, pues, como máquinas o como estatuas a las mujeres, hagámoslas compañeras del hombre en el trabajo, hagámoslas racionales, y sepan lo que son y lo que pueden (1984: 178-179).
2. SOBRE
LOS
«CARACTERES
NACIONALES»: MUJERES Y
HOMBRES EN UNA GEOGRAFÍA IMAGINARIA DE
E U R O PA
La reflexión sobre las diferencias entre las sociedades europeas y otras tradiciones culturales exóticas desde el punto de vista occidental no puede separarse, muy especialmente desde el siglo XVI, de la constatación e interpretación de las diferencias internas a la propia Europa (Bolufer 2005b). En el siglo XVIII, el debate acerca de si los caracteres nacionales son en buena medida fijos, por tener su fundamento en determinismos físicos y climáticos, como afirmara Montesquieu en El espíritu de las leyes o, por el contrario, resultan contingentes, al depender de las costumbres modeladas por la historia, según sostiene Hume en Of National Characters, partirá precisamente de la evidencia de los notables contrastes en cultura y hábitos sociales también en Europa. La experiencia del viaje, más frecuente ahora gracias a la mejora en los transportes y comunicaciones, el auge del comercio, el desarrollo económico y la difusión de valores cosmopolitas y hedonistas propios de las Luces, desempeñó un papel clave en ese debate. A través del viaje, real o imaginario, experimentado o bien leído en los relatos que se multiplican de forma exponencial a lo largo del siglo, las ideas previas acerca de las diferencias nacionales se reafirman, matizan o corrigen, dando lugar a descripciones que, a su vez, serán incorporadas en las teorías sobre el progreso de las sociedades. Desde la mirada de viajeros y filósofos, el caso español resultaba particularmente interesante. Por una parte, porque para el público cultivado europeo España era un país relativamente poco conocido. Por otra, porque la decadencia de la monarquía hispánica, en contraste entre la posición hegemónica que antaño ocupara en el panorama
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internacional, se prestaba a ser interpretada bajo la teoría política clásica sobre el auge y declive de los imperios o, más avanzada la centuria, en clave de atraso, dentro de una visión de la historia como progreso (Díez del Corral 1976: 357-501; Iglesias 1989). Por último, los efectos sociales y culturales del crecimiento económico, el cambio de dinastía y la creciente apertura a la influencia exterior se brindaban a reflexiones filosóficas sobre las consecuencias, tanto positivas como adversas, del progreso de la civilización. Sin duda, en el imaginario europeo debieron ejercer una notable influencia aquellas visiones estereotipadas de España que exageraban hasta la caricatura los rasgos más sombríos del país: el atraso cultural y económico, el poder de la Iglesia y el control inquisitorial del pensamiento. Visiones que difundieron filósofos franceses como Voltaire en su Essai sur les mœurs et l’esprit des nations o Montesquieu en las Lettres persannes (carta LXXVIII), y que culminarían en el célebre artículo de Masson de Morvilliers (1782) en la Encyclopédie méthodique, o en el fantasioso Voyage de Figaro en Espagne (1784) (Mestre 2003). En algunos de estos textos se pone el acento en aspectos como el encierro de las mujeres y la rígida separación de los sexos, así como la impetuosidad de las pasiones amorosas y la pulsión violenta como rasgos propios de las sociedades todavía insuficientemente modernizadas: por ejemplo, Voltaire incluye a España entre las naciones poco civilizadas desde la idea de que el progreso exige de forma inexcusable una sociabilidad mixta (1969: 1040). Sin embargo, frente a esas visiones estereotipadas, presentes muchas veces en autores que jamás visitaron España y se inspiraron para opinar sobre ella en novelas o relatos de viajes, las descripciones de los viajeros, que, con mayor frecuencia a partir de la década de 1760, visitaron nuestro país, muestran el esfuerzo por acomodar sus ideas previas a las impresiones y experiencias, a veces inesperadas, que les deparan sus recorridos. Los relatos de viajes del siglo XVII y de la primera parte del XVIII, en particular las célebres obras de Mme d’Aulnoy, así como la literatura castellana del Siglo de Oro, desde el Quijote a la comedia barroca, habían contribuido poderosamente a acuñar la imagen de un país anclado en valores y comportamientos primitivos que se ejemplificaban muy especialmente en sus hábitos amorosos y de relación social: celos y pasiones desatadas, doncellas y casadas guardadas bajo siete llaves por padres y maridos que sortea-
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ban con ingenio tal vigilancia para reunirse con sus impetuosos amantes. Imágenes de un país sombrío, arcaico y poco civilizado, aun cuando rodeado por ello mismo de cierta aura novelesca y romántica, que evocaban en el pensamiento europeo toda la carga simbólica del harén, metáfora a la vez del despotismo político y doméstico y de la sensualidad atribuidos a los países bárbaros u orientales, en contraste con la moderación de la autoridad política y marital y con la contención amorosa propias de los países verdaderamente civilizados (Bolufer 2003). Estas apreciaciones remitían a las viejas tesis climáticas que, con orígenes en la Antigüedad y un desarrollo previo en la literatura política renacentista, habían cristalizado en Montesquieu en una teoría de la influencia del clima sobre las pasiones y su regulación por los diversos sistemas políticos para producir el orden de las costumbres. En efecto, en El espíritu de las leyes, de gran influjo sobre la filosofía política y la literatura de viajes del siglo XVIII, la contraposición Norte/Sur, cálido/templado, no sólo sirve para justificar la superioridad de Europa, presentada como escenario natural para el desarrollo del gobierno moderado y el autocontrol de las pasiones característicos de la civilización frente al despotismo y los desórdenes pasionales de Oriente, sino que se utiliza también para fijar y explicar las diferencias internas a la propia Europa en una clave jerárquica entre el Norte (representado por Inglaterra y Francia) y el Sur (territorios italianos y Monarquía Hispánica). En este sentido cabe entender la analogía, implícita en algunos relatos de viajes, entre España y «Oriente», desde la idea de que la calidez del clima y la separación de los sexos, al despertar las pasiones y dificultar su satisfacción, enervan la sensualidad apenas contenida por el ejercicio despótico de la autoridad (cfr., por ejemplo, Townsend 1988: 210-212). No obstante, esta asimilación, que llegaría a ser obsesiva en el siglo XIX, no constituía todavía en el siglo XVIII el prisma a través del cual los extranjeros interpretaban un país de cuya condición plenamente europea no se dudaba. Ese tipo de reflexiones sobre las costumbres amorosas se integraba también en el esquema evolutivo del progreso, que contiene una teoría sobre el paulatino refinamiento de los sentimientos, tal como se desarrolla, por, ejemplo, en el Discurso sobre las ciencias y las artes de Rousseau (1750), en ciertos ensayos de Hume (Sobre el matrimo-
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nio, Sobre la poligamia y el divorcio), en la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith o en sus inéditas Lecciones de jurisprudencia (cfr. Morant y Bolufer 1998: 270-272). En esas obras se construye en clave filosófica una justificación del modelo de matrimonio monógamo, estable y sentimental basado en un ideal de feminidad doméstica y definido como el estado más adecuado tanto a la racionalidad económica como a la felicidad del individuo. El desarrollo del sentimiento amoroso se inscribe también en una narrativa de progreso. En los estadios salvajes o bárbaros dominaría la pulsión puramente física e indiscriminada, el deseo carnal y casi animal dirigido a todo individuo del otro sexo en busca de satisfacción inmediata. En el siguiente estadio de evolución, el de las sociedades agrícolas, el sedentarismo, y con él la aparición de la propiedad privada de los bienes y de la monogamia, favorecería el desarrollo de formas de deseo más selectivas y refinadas. Un proceso que llevaría hasta el amor cortés y la caballería bajomedieval, marcados por la idealización de la amada y la extrema pleitesía hacia las damas. Entre un extremo y otro el justo medio lo representaría el amor conyugal, entendido como un sentimiento razonable, estable y contenido, lejos de los excesos de la pasión. El triunfo de ese afecto moral, orientado a las cualidades del espíritu más que al mero atractivo físico, sería así, en el orden de los sentimientos, un signo definitivo de progreso. Idea compartida por ilustrados españoles como León Arroyal, quien en sus Cartas económico-políticas al conde de Lerena, texto emblemático en los orígenes del liberalismo, se esfuerza por demostrar que el matrimonio monógamo e indisoluble es la fórmula más adecuada para el bienestar social y personal y más acorde al derecho natural, pues asegura mejor que ninguna otra (poligamia, comunidad sexual) los fines fundamentales del pacto conyugal: procreación, cuidado de la prole y asistencia mutua entre los cónyuges (1971: 201-209). O por Manuel de Aguirre, que en su polémico Discurso sobre el lujo, muy inspirado en Hume, presentado en 1776 a la Sociedad Económica Bascongada y publicado en 1786 en el Correo de los Ciegos, sitúa el origen de la familia, junto con el del refinamiento de las artes y las manufacturas, en el estadio de la sedentarización y el desarrollo de la propiedad privada (Elorza 1974: 168-169). Esta teoría del progreso encarnado en la condición de las mujeres no sólo contrapone la barbarie de los pueblos salvajes o despóticos a
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la racionalidad occidental, sino que asigna diversos grados de civilización a los distintos territorios europeos. Así, en The History of Women de Alexander, la sumisión femenina en la sociedad rusa confirma el carácter apenas civilizado de aquellas tierras remotas, sólo recientemente incorporadas al panorama internacional (1995: 199). Por su parte, España (como, de forma distinta, Francia e Italia) representa, en el otro extremo, los peligros del imperio de las mujeres. En una visión influida por las novelas de caballería, Alexander presenta la galantería española como un ejemplo extremo de indebida veneración a las mujeres, felizmente superada en sociedades más avanzadas: En Francia, Italia y España, la deferencia que se tributa a las mujeres es todavía mayor que en Inglaterra […]. Aquí los honores que les rendimos brotan de una mezcla de amor hacia sus personas y de estima de sus virtudes, mientras que allí surgen, en su mayoría, de una especie de galantería rutinaria, que parece más dirigida hacia su sexo en general que hacia la persona [...]. El español va todavía un paso más allá: para él, todo el sexo es un objeto de poco menos que adoración. Todavía retiene algo del espíritu del caballero andante […]. El objeto de su amor no es menos que una diosa, a la que siempre menciona con toda la extravagancia que la metáfora y la hipérbole pueden dictar, y nunca dejará de arrodillarse ante cualquier mujer, con tal que sea algo más que una campesina (1995: 209).
La adoración hacia la dama constituye, a su juicio, el signo de una sociedad arcaica, anclada en el Medievo, donde lejos de valorarse en su justa medida las cualidades de las mujeres virtuosas, se coloca de forma indiscriminada a su sexo en un altar. La clave interpretativa de la peculiaridad española no es aquí, como en otros autores, el ímpetu de las pasiones meridionales, asimilable a la sensualidad oriental, sino su sublimación en el culto a la dama. Sin embargo, para Alexander este comportamiento, considerado por algunos signo del progreso espiritual introducido por el ascetismo cristiano con respecto a las pasiones primitivas, vendría a representar una rémora del pasado que delata el atraso español, frente al cual Inglaterra constituye el referente del lugar que las mujeres deben ocupar en una sociedad civilizada, del mismo modo que su monarquía parlamentaria lo es del ideal de gobierno3. 3. En otro sentido alude Jovellanos a la caballería como un hito en el proceso de civilización y, con él, la influencia cultural y social de las mujeres, presentando la admi-
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Imbuidos de esas imágenes de fuerte impronta literaria y arcaizante, de españolas recluidas, guardadas por celosos padres y maridos o veneradas por sus caballerosos amantes, los viajeros toparon con los nuevos usos de sociabilidad mixta desarrollados a lo largo del siglo XVIII en España como en el resto de Europa: salones, tertulias, paseos o la práctica del cortejo, relación galante entre una dama casada y un caballero (Martín Gaite 1972). Por ello, a medida que sus relatos, avanzado el siglo, se hicieron eco de esas transformaciones y las dieron a conocer, el caso español sería esgrimido también, en un sentido opuesto y complementario al anterior, como evidencia de que la libertad de las mujeres guardaba relación de causa y efecto sobre el crecimiento económico, el consumo, la civilización de las costumbres y el desarrollo de la cultura (Millar 1990: 101). Esos cambios en la sociedad española suscitan en los observadores extranjeros juicios ambivalentes. Muchos entienden que las nuevas libertades comprometen los principios del decoro y la fidelidad conyugal, representando así los excesos de una modernización apresurada, tanto como el encierro de las mujeres y la separación entre los sexos habían encarnado el atraso. Otros, sin embargo, dentro de una lógica que relaciona el progreso de la civilización con la suavización de las pulsiones y el desarrollo de formas más civiles de relación, consideran el declive de las pasiones violentas y el refinamiento del amor signos de modernidad, como afirma en 1763 Edward Clarke: «a medida que las costumbres se hacen más civilizadas, esa furiosa pasión [los celos] siempre pierde fuerza» (1763: 341). Por ello celebran abiertamente la mayor presencia y protagonismo de las mujeres en la vida cultural y social española. En este sentido se expresa Giuseppe Baretti, que entiende la nueva sociabilidad e incluso la práctica galante del cortejo como perfectamente compatibles con la moral y el decoro, y equipara a las elites españolas, en su gusto por el trato mixto, con sus homólogas francesas o italianas, comparándolas ventajosamente con la «incivilidad» de los ingleses, amantes de una mayor separación entre los sexos en la buena sociedad (1970: 61-65). Así lo interpreta también Alexander Jardine, ilustrado británico de sión de las damas a los torneos medievales y el afán de emulación por ellas despertado en los caballeros como origen de una «revolución en el gusto y las ideas, que iba puliendo los ánimos y templando poco a poco las costumbres» (1997: 141).
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simpatías radicales y democráticas, quien muestra su agrado por los progresos experimentados en España en la visibilidad social de las mujeres y el intercambio entre los sexos, desde la convicción de que esos constituyen signos apreciables de modernidad4. Jardine, severo crítico del «atraso español», se expresa sin duda a este respecto con optimismo un tanto excesivo, atribuible quizá al hecho de que esperase encontrar en el país, de acuerdo con la imagen transmitida y exagerada en la literatura, barreras infranqueables entre hombres y mujeres y un rígido código de honor. Sin embargo, su juicio resulta revelador de hasta qué punto las impresiones que sobre este aspecto de la sociedad española se forjaron los viajeros sirvieron para configurar en Europa la imagen de España y del grado de modernidad alcanzado por el país. Menos optimistas, sin duda, se muestran sus contemporáneos españoles, hombres y mujeres ilustrados para quienes el ejemplo de Europa constituyó una referencia constante en el debate de los sexos, como en tantos otros temas. En un sentido negativo, moralistas e ilustrados tendieron a identificar las nuevas formas de sociabilidad y consumo con la influencia francesa e italiana. Reproducían de ese modo, en clave negativa, un tópico habitual en la literatura europea del siglo: el que asociaba los avances de la civilización y la pérdida de los valores nacionales con el «afeminamiento» de la sociedad y el influjo extranjero (Martín Gaite 1972; Haidt 1998). Por otro lado, la referencia, un tanto idealizada, a la Europa contemporánea está presente como un horizonte y un recordatorio de las carencias y atrasos del propio país. Ya en el primer tercio del siglo Feijoo, buen conocedor de la cultura francesa, expresa su admiración por la amplia presencia de mujeres en la vida intelectual de aquel país, atribuyéndola a una actitud social más abierta hacia la educación de su sexo: «Las francesas sabias son muchísimas: porque tienen más oportunidad en Francia, y creo que también más libertad, para estudiar las mujeres» (1997: 62). Y los hombres de letras que viajaron al país vecino se hicieron eco del éxito y reputación de muchas escritoras, como lo hace el
4. «En la vida salvaje, las mujeres permanecen en el estado de esclavitud más laborioso y servil, y en el estado más elevado de la civilización parecen gobernar el mundo. En uno, trabajan y portan cargas para sus tiranos los hombres; en el otro, se sienten tranquilas y les dirigen como humildes esclavos» (Jardine 2001: 234).
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duque de Almodóvar en sus Décadas literarias sobre el estado de las letras en Francia (Jiménez de Góngora 1781: carta X). Al mismo tiempo, el elogio de las mujeres de letras del pasado y el presente se convirtió en un recurso habitual de la literatura apologética ocupada en rebatir las críticas sobre la aportación española a la cultura europea. Por ejemplo, el Ensayo histórico-apologético de la literatura española de Lampillas consagra largas páginas a glosar los méritos de las sabias y literatas del Renacimiento y el Barroco, comparándolos a los de las mujeres italianas para demostrar también en este aspecto el mérito de la literatura española, aportación que destacaría su traductora, Josefa Amar, en el prólogo a la versión castellana (Lampillas 1789, vol. I). El propio rey Carlos III propició en 1785 la investidura solemne de M.ª Isidra Guzmán como doctora y catedrática honoraria de la Universidad de Alcalá, gesto propagandístico que le permitía aparecer ante la opinión pública española y europea como un monarca esclarecido y preocupado por la educación de las mujeres, sin modificar por ello las tradiciones académicas que hacían de las universidades unos espacios exclusivamente masculinos (Bolufer 2000). En un sentido más crítico, como hemos visto, López de Ayala argumentó que la presencia femenina en la Sociedad Económica era una exigencia inexcusable en tiempos de Ilustración, necesaria para demostrar que España merecía ocupar un lugar entre las naciones esclarecidas. Aunque el sentido de la comparación con Europa que emerge de estos ejemplos es distinto, profundamente crítico de la realidad nacional en algunos casos, autocomplaciente e incluso apologético en otros, en todos ellos subyace una idea común: la modernidad requiere un cierto grado de instrucción femenina, de participación de las mujeres en la vida intelectual y de reconocimiento público de sus méritos y realizaciones. Ello ilustra sobre cómo a finales del siglo XVIII el debate de los sexos había devenido una controversia internacional que ponía en cuestión la propia definición de Europa y la posición relativa que se asignaba a los distintos países en su seno.
3. EPÍLOGO:
GÉNERO Y
«PROGRESO»
EN EL SIGLO XIX
La incorporación de la cuestión de las mujeres al discurso modernizador que se planteaba como prioridad la transformación de la
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sociedad española, donde la barbarie o el atraso servían como referentes de lo que había que superar, se transmitió del lenguaje político del reformismo ilustrado al del liberalismo del siglo XIX. Y lo hizo con todas sus ambigüedades, en la medida en que esa idea podía esgrimirse tanto para justificar la ideología ascendente acerca de la natural complementariedad entre los sexos, que, con origen en el siglo XVIII se convertiría en el sentido común de la burguesía en el ochocientos, como para poner en evidencia las contradicciones de una modernidad que apenas transformó la condición social y jurídica de las mujeres, o lo hizo de formas profundamente paradójicas. En efecto, como ha puesto de relieve la historiografía, los nuevos gobiernos del siglo XIX mantuvieron e incluso intensificaron en el derecho civil la postergación legal de las mujeres ante el matrimonio, la propiedad y la actividad económica. Apenas impulsaron con políticas públicas la educación femenina, concebida como secundaria y acusadamente distinta de la masculina, y no incluyeron a la mitad femenina de la población en el ejercicio del sufragio, vetando incluso su presencia en las Cortes (Nielfa 1995). Al mismo tiempo, el liberalismo constituyó el orden de los sexos en la vida pública y privada –sus funciones, sus inclinaciones, sus tareas respectivas para el bien de la nación– en un tema de debate constante sobre el que raramente existió un consenso pleno (Romeo 2006). Las propias mujeres, desde la Guerra de Independencia y a lo largo de los avatares del siglo XIX, se apropiaron del discurso liberal del patriotismo, constituyéndose a través de sus escritos y de su participación en tertulias, conspiraciones liberales, asociaciones reformistas o filantrópicas, en sujetos políticos que aprovechaban en su favor los márgenes de un nuevo régimen que, en principio, las excluía de la ciudadanía (Espigado 2006). En el transcurso de esos debates afloraron de forma recurrente ideales opuestos sobre la inscripción de las mujeres en la modernización de la política y la sociedad españolas. Un ejemplo significativo lo constituye la elaboración del Reglamento de las Cortes de 1821, que en su Artículo 7 limitaba el derecho a asistir a las sesiones al público masculino. La propuesta originó una breve controversia que no sólo se limitó a los propios diputados, sino que alcanzó a la opinión pública a través de varios artículos de prensa. Aunque acabó aprobándose tras votación nominal, por 85 votos contra 57, un grupo encabezado por Emilia Duguermeus expresó públicamente su desacuerdo y recla-
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mó la presencia femenina en la tribuna de las Cortes no como una graciosa concesión de los hombres, sino como un derecho conquistado por ellas mismas. También algunos diputados, entre ellos figuras destacadas del liberalismo, se mostraron contrarios a prohibir la entrada de las mujeres a la cámara y esgrimieron entre sus argumentos la idea de la superior civilidad de Occidente en el trato a las mujeres, que debía permitirles presenciar los debates políticos y educarse en las nuevas leyes y principios que regían la convivencia, en lugar de recluirlas como en las sociedades islámicas (Romeo 2006: 67). Esa disyuntiva entre tradición y progreso, entre ancestral sumisión al hombre y mejora de la condición femenina, identificadas respectivamente con Oriente y Occidente, uno como emblema de arcaísmo y otro como horizonte de modernidad, resulta común a todo el orientalismo europeo que, con raíces más antiguas, cobraría consistencia a lo largo del siglo XIX (Said 1990; Mernissi 2001). Sin embargo, en el caso español el uso de esas dicotomías se carga de una especial connotación, pues constituía una clara respuesta a la emergencia de una imagen orientalizante de España desde la década de 1830 que tendía a presentar nuestro país como el «otro» exótico de la Europa capitalista e industrializada. Esa ensoñación romántica se representó con frecuencia en la ficción a través de la relación erótica entre el hombre del norte, racional y autocontenido, y la mujer misteriosa, racial y amenazante del sur, fijada para siempre en la imaginación europea en el mito de Carmen (1845). Frente a esos estereotipos, los intelectuales españoles reaccionaron subrayando la identidad inequívocamente europea de su país (Andreu 2004). En ese contexto, la contraposición entre opresión de las mujeres en Oriente y justa libertad en el mundo occidental se utilizó también para justificar el sentido común liberal que imaginaba y pretendía ordenar, ante todo en lo simbólico, el espacio social en dos esferas que se teorizaban como separadas (aunque complementarias y relacionadas): lo público y lo privado, identificados prioritariamente con lo masculino y lo femenino. Como han analizado Geneviève Fraisse para Francia y María Cruz Romeo en el caso español, los términos compañera/esclava constituyeron metáforas recurrentes en los años 1830-1840 para expresar la idea de que el progreso de la civilización implicaba por fuerza una mejora en la consideración de las mujeres con respecto a la sumisión y la pasividad extremas con que el imaginario europeo caracterizaba a las
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mujeres de los harenes orientales, ambiguo objeto de conmiseración a la vez que de deseo masculino (Fraisse 2003: 37-42). La condición de «compañera», sin embargo, no se cifraba en el reconocimiento de la igualdad de mujeres y hombres, pretensión estimada por la mayoría como absurda y antinatural, sino en la idea de su complementariedad desde tareas específicas y básicamente restringidas a lo doméstico (ámbito al que se atribuían trascendentes implicaciones sobre lo público) (Jagoe, Blanco y Enríquez de Salamanca 1997; Aresti 2001). Participando de ese lenguaje, tan propio del liberalismo y de las corrientes reformistas y regeneracionistas del siglo XIX, que abogaba por la modernización de España no sólo en sus leyes y sus instituciones, sino también en sus costumbres y valores culturales, algunas mujeres y hombres defenderían la idea de una necesaria ruptura hacia la igualdad entre los sexos. Así, en una recopilación titulada significativamente La España Moderna, que recoge las versiones castellanas de una serie de artículos encargados por la Fortnightly Review en 1889, la célebre escritora feminista Emilia Pardo Bazán capta y denuncia las paradojas de un ideal y unas prácticas, las instauradas por la revolución liberal, que habían transformado en muchos aspectos la política, el marco jurídico y los hábitos sociales, pero propusieron en lo esencial un modelo de mujer (pasiva, sumisa, sujeta a la autoridad del varón y no entendida como sujeto moral, intelectual y civilmente autónomo) no tan alejado al del Antiguo Régimen (Gómez-Ferrer 2006). En Pardo Bazán, que comparte con sus contemporáneos el lenguaje regeneracionista y la idea de modernidad como ideal y estímulo, la contraposición entre el pasado arcaico que debe superarse y el futuro que se atisba en el horizonte, entre el ayer y el hoy (o el mañana), constituye un leitmotiv que induce a comparar los avances en la educación y los derechos de los varones con el inmovilismo en lo que a las mujeres concierne. Por supuesto que esa dicotomía tajante contiene ciertas dosis de retórica, hábilmente utilizadas por quien fue una hábil polemista. Sin embargo, cumple con su papel de poner el dedo en la llaga al denunciar como inauténtica e incompleta la «modernización» de la sociedad española en la medida en que no se ha plasmado en un progreso suficiente para las mujeres: Lo sorprendente es que el hombres de la España nueva, que anheló y procuró ese cambio radicalísimo, no se haya resignado aún a que, varian-
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do todo –instituciones, leyes, costumbres y sentimiento–, el patrón de la mujer variase […]; para el español, por más liberal y avanzado que sea, no vacilo en decirlo, el ideal femenino no está en el porvenir, sino en el pasado […]. Para el español todo puede y debe transformarse; sólo la mujer ha de mantenerse inmutable como la estrella polar (citado por Gómez-Ferrer 2006: 160).
Emilia Pardo Bazán defiende que España nunca podrá integrarse del todo en la modernidad a la que aspira si no reconoce la autonomía de las mujeres, su talento y su derecho a la educación, e introduce mejoras en su situación jurídica. La autora, que titulara una de sus conferencias La España de ayer y la de hoy (también, significativamente, Concepción Arenal había titulado una de las suyas La mujer del porvenir), se inscribe plenamente en el discurso regeneracionista, con su conciencia de «atraso» y su mirada puesta en los logros de otros países europeos. Heredera de una tradición intelectual que hunde sus raíces en la Ilustración, Pardo Bazán reescribe ese discurso de progreso y sitúa la igualdad entre los sexos como un factor necesario de «modernización» y «europeización» del país, fijando así para el futuro una asociación que se revelaría fructífera en los escritos y las acciones del feminismo de los siglos siguientes.
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L A MODERNIDAD DESEADA . I MAGINARIOS CULTURALES HISPANOAMERICANOS Lu i s Ri c a rd o D áv i l a
Para JR, veinte años más tarde, cuando con su pluma de oro, estampó a los diez pergaminos el mensaje sonoro: ¡Salve, América hermosa!
El tema de la modernidad atraviesa y define la historia, la política, la sociedad, la cultura y, en general, la vida misma de las naciones iberoamericanas. En una realidad tan incierta como la de sus sociedades, con tan pocos desarrollos conceptuales, con complejos desarrollos históricos, abrumada por la ambigüedad y el desencanto, por la diversidad social, económica y étnica, con una fascinante y aún mal contada historia, la hora de comprender algunos de sus procesos fundadores convoca los más excitantes desafíos. Uno de ellos se refiere a su modernidad, a su estudio y comprensión, al modo de definirla para contarla. Ya sabemos que en la exploración del proceso moderno, la crítica y evaluación de su proyecto inherente parecen haberse convertido en el tema de nuestro tiempo. No trataré en este trabajo de hacer un inventario de los rasgos de este proyecto, pero sí de dar cuenta de la irrupción de la modernidad en el mundo hispánico a través de algunas de sus figuras, escenarios y prácticas. La modernidad como problema central de toda la época contemporánea colinda con la transformación de los sistemas de referencia de la sociedad y los individuos en ese proceso paralelo que definen el paso de «los impe-
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rios a las naciones»1. Los referentes esenciales cambian del grupo al individuo, lo que incide tanto en las formas de asociación de los hombres como en la lógica de funcionamiento de las instituciones, los valores y los comportamientos. Ahora bien, ¿cuáles son estos nuevos sistemas de referencia? Siguiendo al etnólogo francés Louis Dumont, François-Xavier Guerra señala que la modernidad es ante todo la invención del individuo y que el individuo concreto, en tanto sujeto moderno, es el agente empírico que se convertirá en «sujeto normativo de las instituciones» (1992: 85). Es este individuo, el ciudadano moderno, el que ocupa los nuevos sistemas de referencia, remodelando no sólo las instituciones, sino también los valores, los comportamientos y los imaginarios sobre los que se funda la modernidad. No obstante, ¿cuál es la naturaleza de este ciudadano moderno? ¿Qué condiciones posibilitan su construcción? ¿Sobre qué fundamentos discursivos e institucionales se asientan los modernos sistemas de referencia? En Iberoamérica hace apenas un par de décadas que se iniciaron con rigor las indagaciones sistemáticas sobre aquel imperativo sugerido por Rimbaud en 1873: «Il faut être absolument moderne». La fuerza ética, categórica, de esa necesidad de ser absolutamente modernos adquiere en Iberoamérica el carácter de una búsqueda, la búsqueda del verbo accesible a todos los sentidos, resumen de todo, de la historia, de la política, de la filosofía, de la cultura, es decir, del imaginario social. Valga acotar desde el inicio, más allá del elogio o de los límites, que no buscaré referirme a esa modernidad concebida como esperanza que se volvió un simple período alimentado por sus mitos de origen: el progreso, la europeización, el futuro, el deseo de ser modernos, las salmódicas novedades artísticas, los mensajes ideológicos de los intelectuales. Por el contrario, prudentemente, como conviene a la materia que aquí tratamos, comenzaré vacunándome contra el simplismo a la hora de tratar el tema. Por ello postularé de partida que la modernidad hispanoamericana tiene un desarrollo y problemas específicos. Por lo general se piensa que es una modernidad fragmentada, precaria, periférica en relación a un centro conformado por el eje euro-norteamericano. Sin embargo, en el problema de su cons1. Éste es el título de una obra que indaga algunos de estos procesos comunes y paralelos. En relación a la modernidad, ver en especial Castro Leiva (1994: 129-165).
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trucción existe una suerte de hilo histórico donde es posible distinguir etapas y procesos importantes. Pero, ¿qué es una sociedad moderna? Convengamos en que una sociedad de este tipo se compone de ciertas cualidades o entidades. Sin embargo, ¿cómo identificarlas? Acá podríamos ceder a la mayéutica y, por veces, escéptica propuesta de Octavio Paz cuando escribe: «La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos» (1991: 10-14). Estas palabras contienen una intensa ironía –acaso su materia prima constitutiva– porque una de las grandes condiciones humanas es ser modernos: somos-y-estamos-en-el-mundo desde y a través de la modernidad. Somos seres inherentemente modernos, lo que impide la posibilidad de discurrir sobre el tema hablando desde fuera de la modernidad. Y, sin embargo, nuestra modernidad no es más que un espejismo. La seguimos y perseguimos sin alcanzarla. Y si acaso llegáramos a alcanzarla, la ironía y el espejismo seguirían presentes, pues «ser modernos es encontrarnos en un medio ambiente que nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros mismos y del mundo, y que al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que sabemos, lo que somos» (Berman 1989). No podemos vaciar lo que tenemos, lo que sabemos, ni lo que somos. Mucho menos podemos perseguir esa idea, espejismo o momento de la historia sin afinar el lenguaje y los conceptos, sin interrogar lo que tenemos por delante ni lo que sabemos que fuimos. En Iberoamérica particularmente, ¿no se cae en el reduccionismo al hablar de sociedades modernas cuando en realidad se está hablando de Estados modernos? Quizás no sea conveniente equiparar la sociedad (profunda y compleja construcción social) con el Estado (construcción política con visos de formalidad). La diferenciación adquiere más sentido por cuanto ambas son estructuras de la modernidad. Dada la amplia influencia y dominación de las culturas del mundo moderno iberoamericano, modernización no puede confundirse con europeización, occidentalización, norteamericanización o, al extremo, con la norteuropeización. Tampoco parece ser la modernidad el resultado de una evolución natural. En la construcción del mundo moderno hay demasiadas discontinuidades en lo que significa ser
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moderno como para creer, desear y adoptar un modelo. El mundo moderno no existe de forma lineal: hay discontinuidades importantes entre un centro y una periferia. Históricamente se han dado diferentes maneras de ser modernos. En suma, existen diferentes tiempos y espacios modernos en un mundo donde se pueden detectar múltiples modernidades. La modernidad se refiere a una serie de cambios culturales y mentales vinculados a la transformación de los sistemas de referencia de los individuos y de la sociedad. Es por ello un proceso común a toda la cultura occidental («es un concepto exclusivamente occidental que no aparece en ninguna otra civilización», Paz 1974: 123), producto de un triple proceso histórico que la posibilita: el capitalismo desde sus comienzos hacia el siglo XVI, las grandes revoluciones políticas de fines del siglo XVIII y la secularización de la sociedad de fines del siglo XIX. A cada uno de estos procesos les corresponde un lenguaje propio2. Se trata de los discursos que sirvieron de vehículo a la modernidad: el lenguaje del iusnaturalismo o del aristotelismo político; el del republicanismo cívico; el de la economía política y el de la ciencia política (Padgen 1987: 3). Huelga desarrollar el significado de cada uno de ellos y su incidencia política en la determinación de la modernidad en las repúblicas emergentes en América. Estos lenguajes mencionados afectaron a la naturaleza de la teología, la filosofía, la política y la moral y sobre todo desarticularon el gran edificio intelectual legado por la Ilustración. Así, a finales del siglo XVIII la efervescencia de la secularización, del republicanismo y del comercio enfrentó a la filosofía y la moral modernas con la teología colonial. Tanto los partidarios como los opositores de la libertad sabían que estaba en juego la fundación de una nueva religión cívica relacionada con el origen del poder político, la libertad de pensamiento, el surgimiento del individuo, nuevas instituciones, sistemas de valores y comportamientos políticos y socia2. Hay quienes sostienen, desde la perspectiva de los estudios poscoloniales, que las condiciones de la modernidad comienzan a gestarse hacia 1492 con el predominio de una centralidad europea: primero con un ethos católico, humanista y renacentista que floreció en Portugal, Italia, España y sus colonias americanas y luego con un ethos protestante, liberal y capitalista surgido del colapso geopolítico de España a fines del siglo XVIII y el surgimiento de nuevas potencias hegemónicas. Ver, entre otros trabajos, Castro-Gómez (2005: 47-53); Dussel (2001).
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les. Esto y no otra cosa era el combate por la modernidad, por ello las independencias despuntan como condición de posibilidad de la modernidad hispanoamericana. En la víspera del levantamiento anticolonial, el tradicionalismo político que había caracterizado la ideología peninsular cedió el paso a un debate político muy moderno. Hacia finales de 1809 las elites peninsulares de más avanzada ya habrían ganado la batalla. Lo que viene luego lo ha descrito François-Xavier Guerra de la manera siguiente: «América sigue la evolución ideológica de la península y pasa al mismo tiempo, en menos de dos años, de un pensamiento hispánico unánime y exaltado a una explosión de agravios hacia los peninsulares que son la causa de una ruptura que es ya casi inevitable» (1992: 115-116). De manera que si en países europeos como Inglaterra y Francia, primero, y en España después, la modernidad fue el proyecto de la razón, la autonomía, la libertad y el progreso político, del nacimiento de una nueva sociedad en definitiva, en América las cosas parecieron ocurrir de la misma manera. Sin embargo, en lugar de ser la modernidad sinónimo de crítica y cambio, como pedían algunos representantes de las elites intelectuales, los procesos hispanoamericanos se caracterizaron más bien por su fragilidad y ambigüedad. Los resultados se harán visibles a lo largo del siglo XIX, pues fueron unos cambios y espíritu de cambio que conllevan a veces sorprendentes arcaísmos (González Echeverría 1980: 158). Más allá del discurso independentista –heroico e ideológicamente interesado– el horizonte de posibilidades y expectativas reales introducido por la modernidad americana ha sido más bien frustrante. La modernidad no ha sido sinónimo de constante renovación y creación, del pensar por sí de que hablara Andrés Bello en la década de 1840. Más bien podría hablarse de improvisación, imitación, promesas y descontentos. Toda esta carencia sustituyó el optimismo originario independentista por la angustia existencial finisecular, propia de una modernidad más deseada que efectiva. Deseo y angustia que encontramos expresados con gran fuerza, por ejemplo, en algunos versos del modernista Rubén Darío. En el momento fundador del modernismo literario3, el vate nicaragüense escribe en «Lo fatal», entre confuso y vacilante, lo siguiente: 3. Como lo ha dicho con gran atino Federico de Onís: «Nuestro error está en la implicación de que haya diferencia entre “modernismo” y “modernidad” porque
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Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... [...] y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, !y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos! (Darío 1951: 688)
Desde esta perspectiva podemos afirmar que la modernidad se construye mediante un discurso o, mejor aún, a través de una síntesis de discursos –el literario entre ellos–. La modernidad de cada sociedad americana es un paso adelante en la formación de sus formas históricas. Su proyecto se propuso desde sus días iniciales, acaso sin lograrlo, acrecentar la libertad humana a través del conocimiento y la intervención consciente en el mundo. Los rápidos y violentos cambios en todos los órdenes de la vida americana desde las independencias hispanoamericanas4 han venido acompañados así por una sensación de desarraigo y alienación como rasgos definitorios de su modernidad. Su constante actitud anímica ha sido «la angustia existencial ante el mundo desquiciado» (Volek 1984: 11). La palabra que conduce a ella es casi informulable por la codificación excesiva de una escritura invadida, borrada en el momento mismo de su trazo, signo ciego de una repetición e imitación de Europa, del asombro de ser europeos desde la otra orilla.
1. LA
A U T O N O M Í A C U LT U R A L D E
AMÉRICA
Los dilemas culturales de las elites hispanoamericanas eran complejos. El pensamiento y la acción de aquellos hombres múltiples se convertirían en piedras fundacionales de un nuevo proceso político, social y cultural. Para ellos era urgente construir nuevos lenguajes, modernismo es esencialmente, como adivinaron los que le pusieron ese nombre, la busca de la modernidad» (1968: 625). 4. Estamos de acuerdo con Octavio Paz, quien no ve la revolución de independencia americana como un fenómeno unitario: «En realidad debería emplear el plural, pues fueron varias [las independencias] y no todas tuvieron el mismo sentido» (1974: 122).
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valores e instituciones que dieran asidero a los sistemas de referencia en gestación. Encauzar la América fuera de las tinieblas coloniales y, en consecuencia, hacia la modernidad no sería necesariamente un proceso independiente, así se compartiera esta condición. Era obligado desarrollar cuanto antes una ideología específica de elite criolla neocolonial, lo que no se podría llevar a cabo sin antes transplantar cánones interpretativos foráneos. De ahí la importancia que Simón Rodríguez, un representante sui generis de la nueva intelectualidad americana, diese a la relación imitación/originalidad a la hora de lanzarse a construir la moderna sociedad: «Dónde iremos a buscar modelos!... La América española es original. Originales han de ser sus instituciones i su gobierno i originales los medios de fundar uno y otro. O inventamos o erramos» (1842: 47). Pero esta elaborada sentencia, tomada por muchos simplistamente, nos remite a un razonamiento precedente que tiene que ver con las condiciones del nuevo sistema de referencia hispanoamericano. La cita del mismo Rodríguez es elocuente: «Vea la Europa como INVENTA, i la América como IMITA». Se trata de una advertencia no sólo contra la imitación, sino lo que es más importante, contra la improvisación. Esta suerte de filósofo social reivindicó siempre el conocimiento científico asociado orgánicamente con la creatividad. Por lo mismo, sabía que el inventar no podía darse legítimamente sino como fruto de ese conocimiento. La modernidad era, sin lugar a la duda, sinónimo de la construcción de un conocimiento propio. Al conjugar la imitación con la adaptación y con la invención, Rodríguez formuló la necesidad del conocimiento y cerró la puerta a la imitación servil, para rematar señalando: «la América no debe imitar servilmente sino ser ORIJINAL» (1834: 46). Contra la improvisación, que estaba a la orden del día, Rodríguez añade: «La América está llamada ( SI LOS QUE LA GOBIERNAN LO ENTIENDEN ) a ser el modelo de la buena sociedad, sin más trabajo que adaptar. Todo está hecho (en Europa especialmente). Tomen lo bueno – dejen lo malo – imiten con juicio – y por lo que les falta INVENTEN» (1830: 93). Y ése era, precisamente, el gran desafío, «si los que la gobiernan lo entienden», lo cual, dadas las experiencias inmediatas tras las independencias, era dudoso. Con esas palabras Simón Rodríguez sentaba las bases para construir y alcanzar una modernidad americana: inventar sería la contraparte del deseo de ser modernos. Aún más, este incomprendido filósofo social
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previno sobre la posibilidad de que no inventar, y por tanto de suprimir el deseo, pudiese terminar por negar la creatividad y, con ella, la posibilidad de ser modernos. Y por si no bastase este testimonio, acudamos a Simón Bolívar, quien desde siempre ilustró sobre la dificultad en materia de imitación, adaptación y creación, pero lo hizo en especial al dirigirse al Congreso instalado en Angostura el 15 de febrero de 1819, cuando señalaba a los allí reunidos: «os recomiendo, representantes, el estudio de la constitución británica, que es la que parece destinada a operar el mayor bien posible a los pueblos que la adoptan; pero por perfecta que sea, estoy muy lejos de proponeros su imitación servil. Cuando hablo del gobierno británico sólo me refiero a lo que tiene de republicanismo, y a la verdad ¿puede llamarse pura monarquía un sistema en el cual se reconoce la soberanía popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad civil, de conciencia, de imprenta, y cuanto es sublime en política? ¿Y puede pretenderse a más en el orden social?» (1969: 107-108). Queda claro, pues, que los orientadores espirituales de América fueron, en su momento oportuno, europeizantes, o lo que es lo mismo, fueron modernizantes, porque se sentían con derecho a tomar de Europa lo necesario para hacer avanzar la civilización americana. Se sentían con «derecho a todos los beneficios de la cultura occidental» (Andrés Bello dixit). La compleja situación de forjar una organización espiritual independiente con materiales de otra cultura, que además era omniabarcante según sus propios designios, era francamente inevitable. Más aún, era la única posibilidad de trabajar hondamente el proceso de la modernidad americana, construir sus sujetos, valores e instituciones, al igual que sus sistemas de referencia del individuo y la sociedad. La distinción entre lo europeo y lo europeizante contiene el germen de lo que las elites criollas vieron como sustrato estético e ideológico desde los últimos días coloniales, pero con mucha más claridad y fuerza tras las independencias. El proyecto político e ideológico de estas elites se sintetizaba en fundar repúblicas independientes política y culturalmente, pero reteniendo los valores europeos y la supremacía blanca. En un importante sentido, América permanecería como «el mundo de Colón». Así lo había propuesto Bello en su «Alocución a la poesía». América, además, permanecería como extensión de Europa, y por tanto lo formador, lo activo, lo fecundo y lo directivo
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era lo europeo. Pero, al surgir en América una entidad social nueva, se dio al mismo tiempo lo que podría llamarse la transformación de Europa en América. Por ahora, se trataba sólo de retornar al punto de partida («el afán europeizante», Henríquez Ureña 1952: 39) para aumentarlo y enriquecerlo. En eso consistiría la autonomía cultural de América. Pero también este momento sería el inicio del nuevo drama espiritual de la civilización americana. El cordón umbilical con el continente de Colón permanecería intacto. Tanto fue así que el nombre escogido por Simón Bolívar, otro de tantos europeizantes, para su utopía de una América unida fue el de Gran Colombia: la grande tierra de Colón, alteridad y mismificación de Europa. Ya desde la «Carta de Jamaica», o sea, antes de la independencia venezolana, él mismo hablaba de «la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón»5. Son bien conocidos los ejemplos de Iturbide en México o del mestizo general San Martín en Argentina, quienes ni siquiera favorecían el gran aporte de América al mundo –la instauración del sistema republicano de gobierno– prefiriendo conservar más bien el sistema monárquico europeo tras consumar la independencia de España. Un siglo más tarde César Vallejo, en lenguaje literario, afina su quena para confesar: «Quiero escribir, pero me sale espuma». En adelante, los grandes hechos de la modernidad americana se crearán por el espejo de la imagen y semejanza de España y de Europa sin lograr construir el retablo donde posará el acto naciente. En América, un círculo vicioso se cierne sobre los caminos de su modernidad. Desde que Colón afinca su quilla en tierra firme e incógnita, América se hispaniza como se americaniza el español y el europeo. El grito de Colón anunciando Tierra firme fue escuchado muy atentamente en la Europa de entonces. La aparición del Mundus Novus inquietó a los europeos, pues se les ofrecía una realidad hasta entonces desconocida de los antiguos y sólo sospechada y soñada por poetas y filósofos. Se formó entonces una herencia común de la idea europea de América, y sobre sus trazos habría de aparecer el rostro de la modernidad allende el Océano. No en vano el término Nuevo Mundo refería principalmente una situación de relaciones coloniales. Esto era lo verdadera5. «Carta de Jamaica / Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta isla», Kingston, 6 de septiembre de 1815 (en Bolívar 1969: 67).
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mente nuevo. En lugar de ser la novedad nombrar un nuevo continente, lo eran las nuevas relaciones, los nuevos valores y desafíos que esto acompañaba. En La expresión americana José Lezama Lima habla de «la tradición de las ausencias posibles» (1969: 73) como la gran tradición americana donde se sitúan las condiciones históricas de la modernidad. Esta observación general podría servir de argamasa para darle forma a las imágenes que sobre la modernidad americana hemos ido esculpiendo, cuyas fuentes han sido, precisamente, las ausencias, entre la quilla de un orden colonizador y el querer afirmar el acto de la escritura con espuma: «el americano no recibe una tradición verbal, sino la pone en activo, con desconfianza, con encantamiento, con atractiva puericia. Martí, Darío y Vallejo lanzan su acto naciente verbal, rodeado de ineficacia y de palabras muertas» (Lima 1969: 75-76). Así las cosas, quizá en la quena de Vallejo, nostálgica e imposibilitada, y en la quilla de Colón, llena de presagios y adivinaciones, se oculten los extremos y, por qué no también las claves de la modernidad hispanoamericana6. Entonces, ¿qué significa ser modernos en la parte hispano-lusitana de América? ¿En qué condiciones se registra su acceso a la modernidad? ¿Sobre qué coordenadas se construyen en el Nuevo Mundo los modernos imaginarios intelectuales y sociales? ¿Acaso se tratará de cultivar lo original, de consolidar sólo la libertad política, la emancipación y la autonomía cultural? ¿O será, quizá, un problema de construcción de un orden y de una disciplina ciudadana, de la regulación de nuevos sistemas de referencia o de salvaguardar el orden republicano de la sociedad? En Hispanoamérica encontramos a Andrés Bello entre los representantes de las elites intelectuales con una voluntad racionalizadora, modernizante, además de la insistencia en institucionalizar un discurso cuyos principales enunciados denunciaban la carencia de racionalización americana. De allí que el lugar de enunciación de Bello –autoridad en función de la organización de la vida pública, discursos institucionalizados sea a través de la universidad que él mismo fundó, sea en las altas esferas ejecutivas o legislativas– contribuya a 6. La metáfora de la quena y la quilla ha sido afortunadamente utilizada por Octavio Armand en su provocador artículo «América como mundus minimus» (1992: 835).
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proyectar su pensamiento y obra como un paradigma de una modernidad posible y deseada. Esto lo ve con mirada larga y penetrante Julio Ramos cuando señala: «su proyecto de institucionalizar el saber americano condensa, al mismo tiempo que se adelanta a muchos de los objetivos de los intelectuales del fin del siglo» (1989: 36-37)7. Dentro de esta institucionalización del saber americano debemos incluir su contribución a una suerte de escritura de la modernidad desde América, lo cual logró mediante el robustecimiento de la teoría particular y la gramática del habla del hombre americano. No poca sería la utilidad de la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de americanos para iniciar esta impostergable escritura. Era necesario sacar de la lengua hablada allende el Atlántico, tan lejos de Castilla o Aragón, la nomenclatura y los cánones gramaticales que fuesen constituyendo los signos de su propio pensamiento. Porque «no debemos –amonestaba el maestro– trasladar ligeramente las afecciones de las ideas a los accidentes de las palabras» (Bello 1995: 7). Siendo el lenguaje convencional y arbitrario, era inadecuado obviar la construcción de un conjunto de reglas que impidieran el extravío a la hora de expresar las creencias, los caprichos de la imaginación o las múltiples asociaciones que van manifestando lo que pasa en esa alma que en el fondo desea ser moderna. Pero, además, una Gramática como la propuesta por Bello permitiría uniformizar el habla y la escritura, eliminando estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional8. En este sentido, la construcción de toda gramática crea la posibilidad de un discurso universal, y éste es precisamente el discurso de la modernidad hispanoamericana. De ahí su motivación básica: «No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América» (ibid.: 10). En consecuencia, el desarrollo de las letras americanas no era indepen-
7. Véase especialmente el capítulo «Saber decir: Lengua y política en Andrés Bello» (35-49). 8. Además, tal como lo explica Foucault, la gramática es también reflexión sobre el lenguaje. Su función es permitir hablar como se debe y como lo prescribe la marcha del espíritu: «es parte, por lo tanto, de la naturaleza misma de la gramática el ser prescriptiva, no porque quiera imponer las normas de un lenguaje bello, fiel a las reglas del gusto, sino porque refiere la posibilidad radical de hablar al sistema ordenador de la representación» (1991: 87).
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diente del orden general del saber decir –tan criticado por Sarmiento–. Servían también de modelo de la modernidad deseada. De ahí, entonces, la carga política que éstas muestran a lo largo del siglo XIX: «Escribir era una actividad política, estatal: cristalizaba el intento de producir un modelo –en la misma disposición generalizadora del discurso– para la creación de una ley capaz de supeditar la “arbitrariedad” de los intereses particulares bajo el proyecto de la res publica» (Ramos 1989: 38).
2. EL
ESBOZO DE UN PROGRAMA MODERNO AMERICANO
Desde los primeros días coloniales todo se preparó para que América fuese una continuación de Europa. No se trataba de crear nueva cultura allende el gran océano, sino de desplazar la europea. El resultado han sido aquellos tres largos siglos de una vivencia que se llama historia colonial y otros dos siglos de relaciones poscoloniales. El proyecto europeo de la modernidad alimentó, sin duda, los movimientos emancipadores americanos, pero sus principios, a su vez, se modificaban en América de acuerdo con los contextos específicos, las apetencias humanas y carencias institucionales de entonces. Si se piensa la independencia política como condición de la modernidad, el intento diferenciador con Europa se hace, en consecuencia, confuso y paradójico en la medida en que generó falsas actitudes psíquicas. Tanto el discurso de los libertadores (Miranda, Bolívar, San Martín, O’Higgins, Morelos) como las aspiraciones de las elites ascendentes son modernos. Hasta acá podría estarse de acuerdo. Pero hay más. La fascinación de estas elites con las expresiones de la modernidad europea –i. e., la ciencia, la industria, la organización republicana del poder político, la libertad– conlleva asimismo un proceso de mímesis. La condición de la América independiente consiste en ser receptora e imitadora de todas las corrientes y expresiones de la modernidad europea: «su-ser-nueva-y-otra consiste en dejar de ser nueva y otra para ser la misma, la mismísima Europa» (Briceño Guerrero 1994: 164). ¿Dónde radica, pues, el problema? ¿Cómo se dan estos desplazamientos? ¿Acaso se trataba de diferenciarse de las formas políticas europeas, pero continuar imitando sus sistemas de producción y representación? ¿O quizás se buscaba la diferencia donde no existía
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sino identidad?9. Ya señalamos más arriba que ese afán europeizante de que hablara Pedro Henríquez Ureña –afán de imitar y asimilar lo europeo– permeó la modernidad en América y al mismo tiempo la hizo más compleja. Si no, ¿cómo entender la absorción en la etapa posterior a la independencia de los mitos de la modernidad política tal como fueron definidos por la Ilustración, a saber: la soberanía popular, la igualdad, las visiones del progreso y la libertad? Y sobre todo, ¿cómo entender la asimilación de estos mitos a las nuevas estructuras republicanas, con sus resultados sui generis: la anarquía política, el caudillismo, la política del gendarme necesario? Lo que en Europa tiene su orden propio, diferenciado y, quizás, excluyente, en América se confunde con otros órdenes y expresiones que hacen perder el rostro original. Lo que en aquélla pudo ser equilibrio, autonomía, originalidad, formas culturales precisas, en ésta son fragmentación, desorden, contradicción, asimilación, fusión de elementos implantados. Al ser inventadas y sometidas por Europa, las sociedades americanas importarán nuevo equilibrio, nueva proporción, nuevo estilo, pero también producirán sistemas de repetición e imitación. El resultado de la fatigosa carrera para ponerse al nivel de Europa no ha sido otro que aquella consigna de improvisación a que certeramente se refirió Alfonso Reyes 10. Si América es nueva por edad y por antonomasia, entonces, se pregunta Roberto González Echeverría, «¿cómo puede fundarse una modernidad sin historia, sin la densidad de pasado y evolución requerida por la ruptura? El carácter más sobresaliente de la modernidad en Hispanoamérica es la conciencia que ésta tiene de su falsedad» (1980: 158). Volvamos a Andrés Bello. Según la lógica de su pensamiento, la cuestión no era tanto considerar la ausencia de una densidad de pasado, sino cómo aprovecharse en América del pasado exhibido por la civilización occidental. Los términos de la cuestión, tal como fueron 9. Las identidades se construirían sobre las bases de la diferencia, de la construcción de un «otro». Sobre este problema, ver Dávila (1996). 10. «Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción» (Reyes 1971: 333).
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expresados en 1829, eran elocuentes: «Nosotros tenemos la fortuna de hallar tan adelantada la obra de la perfección intelectual que todo está hecho para nuestros goces y para nuestros progresos»11. El mismo pensamiento es reiterado en otros términos años más tarde, en 1841, al comentar el Proyecto de Código Civil para Chile: «Todos los pueblos que han figurado antes que nosotros en la escena del mundo han trabajado para nosotros» (prólogo a Bello 1985: XLI). En tales convicciones se asentaba su pensamiento sobre el rumbo que habría de dársele a América una vez alcanzada su emancipación política, y no variarían mucho en relación al discurso de la autonomía cultural. El motto de la modernidad en América sería, en consecuencia, concebirla no tanto como producto de un pasado sino como asimilación de las enseñanzas de la civilización que detentaba ese pasado. Modernidad era, pues, sinónimo de un presente en construcción y de un futuro deseado. Prestar, asimilar, apropiarse de luces ajenas eran verbos todos que permitirían constituir y desear, según Bello, «!Nuevas instituciones, nuevas leyes, nuevas costumbres!»12. Hay dos grandes empresas periodísticas cuyos nombres constituyen un programa moderno: La Biblioteca Americana (1823) y el Repertorio Americano (1826). Sus Prospectos iniciadores son fundadores y difusores de las nuevas tareas de la civilización americana. Es más, el periplo vital de Bello es bien revelador de cuanto hemos argumentado. Bello viaja a Londres en misión diplomática independentista, junto a Bolívar y Luis López Méndez, en junio de 1810 y allí permanecerá durante diez y nueve años. Sólo regresará a América en 1829 para dirigirse directamente a Chile, donde se convertiría en uno de los más brillantes intelectuales de la época post-independentista. Allí morirá en 1865, dejando detrás de su existencia variada y prolífica huella. Su vida transcurrió renovando cuanto tocó, dejando aquella marca de genio que caracterizó toda su obra. El objetivo principal de la Biblioteca Americana era contribuir a abrir la mirada de América hacia el mundo e interesar al mundo por América. Ampliando su horizonte podría entonces dedicarse «a
11. «Poesías de D. J. Fernández Madrid», El Mercurio Chileno, nº 16, 15 de julio de 1829 (Bello 1985: 307-308). 12. «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 17).
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labrar la rica mina de los productos del pensamiento humano»13. Según su presentación, el contenido de la Biblioteca Americana estaba llamado a abarcar todo aquello relacionado con Humanidades y artes liberales, Ciencias matemáticas y físicas, con sus aplicaciones e Ideología, moral e historia. Al desarrollar estos temas se le daría «lugar distinguido a cuanto tenga relación con la América y especialmente a su historia». La razón de un programa semejante no podría ser sino el cultivo del espíritu moderno en todo cuanto fuese de «interés primario y general» para el continente. Sin detenerse en ningún particularismo ni mostrar predilección a favor de ningún «Estado o pueblo», el objetivo general se resumía en: «Examinar bajo sus diversos aspectos cuáles son los medios de hacer progresar en el nuevo mundo las artes y las ciencias, y de completar su civilización» (Biblioteca Americana, VII). La declaración de independencia intelectual allí contenida –o, si se quiere, el proyecto descolonizador de Bello– no consistía en descubrir nada que Europa no supiese. Tampoco en cortar el cordón umbilical que unía a ambos continentes. Se trataba más bien de incorporar la modernidad a América mediante un proceso de selección y adaptación. Ambos elementos están presentes en el Prospecto examinado. Ya en las Silvas de Bello aparecía claramente, bajo la forma de un canto poético, la transformación de materiales europeos en una visión descolonizadora que en muchos aspectos impugnaba las posiciones dominantes de Europa. En el programa de la Biblioteca Americana, el contenido de los procesos de selección y adaptación adquiría rasgos más políticos: dar a conocer los inventos útiles «para que adopte establecimientos nuevos», perfeccionamiento de la industria, el comercio y la navegación, apertura de nuevos canales de comunicación, etc. De manera que, tomando los elementos efectivos de las artes y las ciencias –cuyo origen era, bien entendido, europeo por excelencia– se lograría «completar la civilización americana». Este tomar o apropiarse de la cultura europea se haría con carácter de préstamo, hasta
13. Biblioteca Americana o miscelánea de literatura, artes y ciencias, por una Sociedad de Americanos, Londres, 1823, 2 vols. Hacemos uso de la edición facsimilar, editada por la Presidencia de la República de Venezuela en homenaje al VI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua, Caracas, 1972, ofrecimiento del Dr. Rafael Caldera.
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que llegase «la época dichosa, en que la América a la sombra de gobiernos moderados y de sabias instituciones sociales», se convirtiese en rica, floreciente y libre. Llegado ese momento se le devolvería «con usura a la Europa el caudal de luces que hoy le pide prestado» (Biblioteca Americana, VIII). Estas luces estarían destinadas a alcanzar –añadía otro de los promotores de la Biblioteca– además del progreso material, el progreso intelectual: «Forzoso es, pues, americanos, que nos empeñemos en mejorarnos, y en adelantar nuestras facultades intelectuales»14. El Repertorio Americano, dedicado, al igual que la Biblioteca, «al pueblo americano», fue un intento de contribuir con conocimiento y visión a la fundación de los nuevos Estados en América una vez lograda la independencia. La publicación prometía ser desde su comienzo «rigurosamente americana». Además, buscaba defender «con el interés de causa propia la de la independencia y libertad»15. Al igual que el esfuerzo editorial anterior, la temática sería amplia «para despertar la atención de los americanos». El lugar preferente lo ocuparía «su geografía, población, historia, agricultura, comercio y leyes; extractando lo mejor que en estos ramos diesen a luz los escritores nacionales y extranjeros». Sin embargo, se introducían algunas variantes. La sección de Ciencias naturales y físicas se reduciría para limitarla «a puntos de una aplicación más directa e inmediata a la América» (Repertorio Americano, I, 3). Las secciones de Humanidades y ciencias intelectuales y morales incluirían lo necesariamente americano, descartando «todo aquello que no nos parezca estar en proporción con el estado actual de la cultura americana». No pasemos por alto las circunstancias que acompañaron el surgimiento de esta publicación. El hecho de que un programa de consolidación de la civilización americana fuese producido en Inglaterra,
14. Ver artículo de Juan García del Río, uno de los miembros de aquella Sociedad de Americanos, y co-redactor junto a Bello del Prospecto, «Consideraciones sobre la influencia de la literatura en la sociedad», Biblioteca Americana, I, 34. Sobre la inclinación de este autor a la filosofía política de la Antigüedad clásica, véanse sus comentarios a una nueva edición de «La República» de Cicerón, en Biblioteca Amerciana, vol. II, octubre de 1823, 20-24. 15. «Prospecto», El Repertorio Americano, Londres, octubre de 1826, vol. I, p. 1. Hacemos uso de la edición facsimilar, editada por la Presidencia de la República, Caracas, 1973, con prólogo e índices de Pedro Grases.
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impulsado por alguien que había permanecido por casi dos décadas fuera de América, podría irónicamente ser visto como una prédica cultural descolonizadora desde el vientre mismo de la metrópolis –tan colonizadora había sido, y aún lo era, Inglaterra como España–. Sin embargo, como para no olvidar ningún detalle, esta circunstancia es razonada y explicada en el Prospecto. Se consideraba que, debido a la situación reinante en América y en Europa, Londres destacaba como el lugar más adecuado para tal empeño: «Sus relaciones comerciales con los pueblos transatlánticos le hacen en cierto modo el centro de todos ellos» (Repertorio Americano, I, 2). Pero no sólo las razones comerciales prevalecían, también se argumentaba en favor de aquellas de orden cultural: «En ninguna parte es más audaz la investigación, más libre el vuelo del ingenio, más profundas las especulaciones científicas, más animosas las tentativas de las artes» (ibid.). La Gran Bretaña en general, y Londres en particular, contaban no sólo con sus riquezas sino también con las de sus vecinos. Esto era una incomparable ventaja a la hora de acceder a aquellos conocimientos «que más importa propagar en América». A lo cual se añadirían, obviamente, razones de libertad: «Amamos la libertad, escribimos en la tierra clásica de ella». De modo que no hay ironía alguna en esta posición de Bello y los demás gestores del Repertorio. En todo caso, la ironía está ínsita en la condición cultural americana. Tomar los ejemplos de Europa, disfrutar de las condiciones que cualquiera de sus capitales brinda, pero pensando siempre en América, sería conditio sine qua non para la producción intelectual de este continente por aquello de que la lengua, la filosofía, las artes y las letras de Europa son la norma de la modernidad americana. Lo importante es tallar esa norma, sin temblor ni queja, por la palabra o por la acción. Eso es precisamente lo que han hecho aquellos nombres centrales en torno a los cuales puede escribirse la historia americana. Resumamos, entonces, señalando que la reivindicación de una autonomía cultural –al menos en cuanto a las fuentes de inspiración se refiere– aportaba nuevos puntos de madurez para intentar una expresión diferente. Tomemos un ejemplo final. Una de las grandes figuras literarias de Cuba, Domingo Delmonte (1804-1853), quien junto a su compatriota José María Heredia (1803-1839) dio gran realce a las letras cubanas de su generación, propuso nuevas fuentes para expresar América. En carta a Heredia fechada el 14 de octubre de
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1826, Delmonte le recomienda no traducir más a escritores franceses e italianos. Además, le sugiere dedicarse al teatro y buscar inspiración en Tenotchtitlán, Tlascala y el Perú. Para finalizar, agrega: «forma tú la tradición americana, que tu ingenio la produzca, cándida como sus vírgenes, libre como sus repúblicas y terrible y brillante cual Simón y Guadalupe» (citado en Carrilla 1969: 53)16. Delmonte, a quien Martí consideraría «el cubano más real y útil de su tiempo», descubriría después la expresión de la vida rural americana como tema para su literatura, dando así origen a una de las corrientes de la llamada poesía criollista. Este criollismo buscaba la originalidad americana, pero al mismo tiempo era una forma de rebeldía a través de la escritura para proveer un modelo moderno de organización de las nuevas naciones, tal como se ha argumentado anteriormente. La literatura de aquellos días –sobre todo la cubana, que continuaba siendo, junto a Puerto Rico, colonia de España– era insurgente. Delmonte, así como otro criollista, Bartolomé Hidalgo (1788-1823, compartido por el Uruguay y la Argentina), iniciador de la poesía gauchesca, fueron ampliamente imitados durante las guerras de independencia o inmediatamente después en países como Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Argentina y Uruguay. Llegado a esta altura de nuestra argumentación, y ya para finalizar, cabría preguntarse por las claves que permitirían la transformación de los sistemas de referencia de la sociedad y los individuos, que a fin de cuentas es de lo que trata el discurso de la modernidad. ¿Acaso lograron generar estos primeros momentos del discurso sobre la autonomía cultural de América las condiciones para que sus sociedades, ya independientes en lo político, pasaran al momento de la creación de nuevas formas históricas y sociales? O, puesta la pregunta en el sentido kantiano, ¿contribuyó este discurso a la formación de ciertas condiciones socio-históricas según la «ley de la razón»? ¿Lograron las letras y la escritura de la modernidad afianzar la voluntad modernizadora en el pensamiento americano o todo quedó en un cierto gesto de deseo? El tema, las interrogantes, las condiciones, los deseos e impulsos básicos, la creación de instituciones idóneas siempre estuvieron presentes en el pensamiento posterior de Bello. Y todo
16. Ver también Bueno (1964: 239-250).
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esto se pensaba que haría posible aquella anhelada transformación de los sistemas de referencias de la vida americana. Una de las claves modernas por él pregonada era la creencia de que sólo mediante la educación de los pueblos era posible «edificar cultura propia» y llegar a avanzados estados de civilización. Esto se mantiene constantemente en toda su obra chilena. Los principios que fundamentarían la creencia serían la dedicación y el incremento del estudio y cultivo de las ciencias y las letras, aquel «proceder que, amoblando la memoria, ejercita al mismo tiempo el entendimiento y exalta la imaginación»17. De esto dependería el adelanto de América en los órdenes intelectual, moral y político, los cuales eran inseparables en aquellas sociedades recién emancipadas y en lucha por afirmar su ser nacional de una ética y un sistema de referencias moderno. Además, éste había sido el recto camino seguido por Europa, porque «¿Quién prendió en la Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿No fueron las letras? ¿No fue la herencia intelectual de Grecia y Roma, reclamada, después de una época de oscuridad, por el espíritu humano?»18. Vemos así articulado el discurso sobre la preparación de la autonomía cultural para los grandes enunciados de la modernidad occidental, parte de aquel vasto movimiento que tuvo por cuna la edad clásica19 y cuyos contenidos eran la virtud educadora de las ciencias y las letras, el conducirse según la ley de la razón –«el raciocinio debe engendrar el teorema», señala Bello en su Discurso de 1843–, la elevación del carácter moral en el seno de toda comunidad y la libertad como patrimonio de toda sociedad humana. Al proceso de edificar cultura propia, tan reiterado por Bello, se le unen otras claves en el ámbito del pensamiento, a saber: el proceder analítico y el pensar por sí. Lo cual era una suerte de desenlace lógico, porque ¿qué podría lograr América de moderno en materia filosófica y cultural sin un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? En
17. «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 19). 18. «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 6). 19. «[...] cuyas ondulaciones aquí rápidas, allá lentas, en todas partes necesarias, fatales, allanarán por fin cuantas barreras se les opongan, y cubrirán la superficie del globo», «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 6).
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este punto, más que legitimar lo obvio, lo ya conocido, como proponían algunos muy ilustres intelectuales ¿acaso no era más importante emprender la implementación de nuevos métodos que señalaran cómo y hasta dónde sería posible en América pensar distinto? Se trataba de buscar la manera de abordar problemas desde un punto de vista americano. Se trataba de construir la capacidad para desplazarse desde el centro de las convicciones coloniales hacia unas nuevas condiciones de existencia independiente. En el fondo lo que estaba en juego era la salida del hombre americano de su condición de minoría de edad, salida que pasaba por la capacidad de servirse de su propio entendimiento sin la dirección del otro. Este tema convoca al compromiso de la racionalidad y la educación. Dentro de su humanismo moderno –aquí voy contra aquellos que sostienen que Bello era un neoclásico– Bello insiste en ambos. Nunca dejaría de afirmar que «las ciencias y las letras [...] aumentan los placeres y goces del individuo que las cultiva y las ama [...]. Al mismo tiempo que dan un ejercicio delicioso al entendimiento y a la imaginación, elevan el carácter moral», para luego ponderar el papel de la instrucción literaria y científica en los siguientes términos: «Yo, ciertamente, soy de los que mira la instrucción general, la educación del pueblo, como uno de los objetos más importantes y privilegiados a que pueda dirigir su atención el gobierno; como una necesidad primera y urgente; como la base de todo sólido progreso; como el cimiento indispensable de las instituciones republicanas»20. América era un enorme yacimiento de objetos, formas, sentimientos, valoraciones y actitudes que necesitaban ser educados, incorporados, racionalizados y disueltos mediante la apropiación y adaptación de las claves de una cultura. Ésta no sería otra que la cultura europea de la modernidad, asumida a través de la enseñanza literaria y científica21. Las letras y las ciencias eran espacios convergentes y complementarios de la modernidad. Haciendo esto se robustecería el 20. «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 7 y 10). 21. «Nos hallamos incorporados en una grande asociación de pueblos, de cuya civilización es un destello la nuestra. La independencia que hemos adquirido nos ha puesto en contacto inmediato con las naciones más adelantadas y cultas; naciones ricas de conocimientos, de que podemos participar con sólo quererlo», afirmaba Bello en 1841 (Bello 1985: XLI).
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rostro original americano, complementando los viejos elementos de la tradición clásica con las nuevas técnicas aprehendidas y con aquellas por aprehender o con aquellas resultantes de la investigación de su propia realidad. Todas permitirían crear bases de organización cultural. Y esta incorporación de lo nuevo ocurriría con carácter de préstamo de la cultura europea. Tomar de ella los elementos útiles a América era un principio guía del discurso de la autonomía cultural y del nuevo sistema de referencia de la sociedad y de los individuos. Sólo quedaba por verse cuándo y cómo se le devolvería a Europa el caudal de luces que se le había prestado. Así pues, en el principio fue el préstamo; luego vendría la imitación, pero ambos entendidos como instrumentos principales de civilización. Los caminos de la modernidad americana serían aquellos del préstamo –de Europa y los Estados Unidos de América, «nuestro modelo bajo tanto respectos»22– de los instrumentos para propagar las luces. Luego vendría la devolución con creces. Así lo repite Bello en 1836, desde las páginas de El Araucano, en un meduloso artículo titulado «Las Repúblicas Hispanoamericanas», las cuales formarían «con el tiempo un cuerpo respetable que equilibre la política europea, y que por el aumento de riqueza y población y por todos los bienes sociales que deben gozar a la sombra de sus leyes, den también, con el ejemplo, distinto curso a los principios gubernativos del antiguo continente» (Bello 1985: XLVI). No obstante, para alcanzar su autonomía cultural era necesario acompañar la incorporación de lo prestado con lo que Bello denomina el proceder analítico, reiterado con gran énfasis en su Discurso de instalación de la Universidad de Chile. No se trataba de mímesis ni de recepción de resultados sintéticos (como aquellos de la ilustración europea). Éstos no harían sino dispensarnos «del examen de sus títulos [...] del proceder analítico, único medio de adquirir verdaderos conocimientos»23. Con sus palabras y con el ejemplo Bello preparaba el vasto campo de la modernidad. Que la razón humana es débil, es algo bien sabido, pero más todavía lo era –acaso lo sigue siendo– en
22. «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 10). 23. «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843» (Bello 1982: 18).
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aquellas nacientes sociedades. Por qué eximirlas, entonces, de suministrarles sustanciosos alimentos, más allá del mero deseo bondadoso. Uno de estos nutrientes sería esencial: «Alimentar el entendimiento, para educarle y acostumbrarle a pensar por sí». Quizás esta clave moderna de pensar por sí contenía otras claves para preparar la modernidad de América y la devolución de lo prestado o, como certeramente señala Pedro Grases, encerraba la fórmula de la perfección del individuo como ser humano y como ciudadano (Bello 1985: XLVI). Pensando por sí, aquella juventud chilena y americana en general podría convertir los juicios ajenos en convicciones propias. Éste será tema constante en los escritos posteriores de Bello. En esta labor civilizadora, la escritura de la modernidad y el discurso de la autonomía cultural se convierten en parte de un diálogo a varias voces que buscaba dar forma y contenido a aquel enorme yacimiento. Las valoraciones del discurso establecían, en afán diferenciador, cierta distancia frente a los códigos culturales europeos para, al mismo tiempo, defender y desarrollar la causa cultural americana que –al final de cuentas– no sería más que su destello. En este punto, el novedoso lenguaje de la inteligencia americana serviría de gran instrumento. A este lenguaje –áspero, técnico, calculador, prescriptivo y, sobre todo, clasificador por su propia naturaleza– se le enriquecería con misión civilizadora y moral, cultural e intelectual. Habría que ascender hacia la palabra. Era necesario fortalecerla para escribir conjurando la espuma de que hablaría más tarde César Vallejo. Según Bello, «el hábito de pensar, unido a la necesidad de hacer uso de lo que se piensa, conducen a perfeccionar el arte de dar fuerza a la palabra»24. Pero para ello se requería de trasfondos, de nuevos sustratos donde encontrar lugar a la quilla de Colón, construyendo hábitos útiles y palabras fuertes. Ambos los presagió Bello con fe de educador, con mirada larga de humanista para quien las fuentes inspiradoras de la modernidad se hallaban en los clásicos. Con sobrada razón ve Picón-Salas toda su obra como un compromiso necesario entre la tradición y la modernidad. Y es que Bello «unió como ningún otro letrado la vieja tradición colonial española con todos los nuevos impulsos que desde la Revolución y el Romanticismo empezaron a 24. «Estudios sobre Virgilio, por P. F. Tissot», El Repertorio Americano, I, 19-20; también incluido en Bello (1985: 261).
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configurar el alma moderna. Abrió al trato intelectual de otras naciones y otras culturas el entonces cerrado mundo hispanoamericano con la misma decisión que los héroes de la Independencia lo abrían al trato político» (Picón-Salas 1957: LXII). Finalizo, pues, con las propias palabras de Andrés Bello, que son las que mejor resumen la fuerza de su discurso y cuya elocuencia conjura cualquier comentario adicional: «Las crisis despiertan la atención del espíritu humano; observase con ojos curiosos el progreso y la lucha incesante de las pasiones [...]. Los sucesos políticos, mudando la dirección de los espíritus, los aficionan a estudios serios. Así se ha ensanchado entre nosotros la esfera de los conocimientos; la verdad ha recobrado su antiguo imperio sobre las artes; el gusto, inseparable de la razón, se ha hecho severo; y cada cual, mediante las lecciones de la experiencia, ha aprendido a juzgar por sí mismo. Los amigos de las letras, restituidos a la naturaleza, percibieron todo el mérito de la antigüedad y reconocieron que el verdadero medio de aventajar a los modernos era igualar a los antiguos»25.
BIBLIOGRAFÍA ARMAND, Octavio (1992): «América como mundus minimus», Hispania, 75, 4. BELLO, Andrés (1972 [1823]): Biblioteca Americana o miscelánea de literatura, artes y ciencias, por una Sociedad de Americanos. Londres, 2 vols.; ed. facsimilar, Caracas: Presidencia de la República de Venezuela en homenaje al VI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua, ofrecimiento del Dr. Rafael Caldera. — (1982): «Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile el día 17 de septiembre de 1843», en Obras completas, tomo XXI, vol. 1 «Temas educacionales» (prólogo Luis Beltrán Prieto). Caracas: La Casa de Bello. — (1985): Obra literaria (selección y prólogo de Pedro Grases; cronología de Óscar Sambrano Urdaneta). Caracas: Biblioteca Ayacucho. — (1995): Gramática de la lengua castellana destinada al uso de americanos (notas e índices de Rufino José Cuervo). Caracas: La Casa de Bello. BERMAN, Marshall (1989): «Brindis por la modernidad», El debate modernidad-postmodernidad. Buenos Aires: Punto Sur, 2ª ed. 25. «Estudios sobre Virgilio…» (Bello 1985: 261-262).
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PENSAMIENTO CRÍTICO
EN LA CULTURA HISPÁNICA A n t o l í n Sá n c h e z Cu e r v o
1. IDENTIDAD
Y EXCLUSIÓN, INTEGRIDAD Y EXPULSIÓN
En pocos contextos políticos, culturales y religiosos se ha significado tanto el exilio como en el hispánico. Los mismos orígenes de lo que podría entenderse por identidad cultural española están marcados por la experiencia de la exclusión. Si aceptamos que la conciencia de ser español, propiamente dicha, comienza a cristalizar bajo el Imperio de los Reyes Católicos y en torno a fechas tan emblemáticas como 1492, tal experiencia sería precisamente una de sus piedras angulares. La integridad es el signo bajo el que se cumple la unificación de los reinos de Castilla y Aragón tras innumerables vacilaciones e inseguridades. Dejando a un lado el debate en torno al alcance real de la convivencia peninsular entre cristianos, moros y judíos, el naciente imperio será más bien el resultado de su negación bajo la hegemonía excluyente de la identidad católica, con todas sus connotaciones e impregnaciones. En primer lugar, religiosas, sin olvidar muchas otras relacionadas con otros ámbitos de la cultura y hasta con factores étnicos1, quedando atrás el proyecto de tolerancia y subjetividad multicultural cultivado en siglos anteriores2. La expulsión de 1. Sobre la impregnación racista de conceptos como el de casta y la comparación entre el integrismo hispánico étnico-político-religioso y el nazismo, cfr. Stallaert (2006). Véase también el clásico estudio de Sicroff (1985). 2. Véase la obra historiográfica emprendida por Américo Castro –en pleno exilio, precisamente–, plasmada en libros como España en su historia. Cristianos, moros y
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los judíos en 1492 y su identificación con lo hereje y lo impuro, pocos años después de la instauración del Tribunal de la Inquisición, las políticas de deportación y concentración de moriscos a lo largo de todo el siglo siguiente, consumadas en los sucesos de 1609, y la prolongación de esta lógica excluyente en América bajo los signos –no siempre solidarios entre sí– de la espada y la cruz, levantarán acta de defunción de ese proyecto. En su lugar, y al hilo de toda una conciencia existencial de pertenencia a la tierra castellana, ligada a valores trascendentes y a un anhelo «patriótico» de reconocimiento universal, y madurada a lo largo de todo el siglo XV, adquirirá vigor un proyecto de identidad inspirado en la integridad religiosa, el absolutismo político y la depuración étnica. En definitiva, un proyecto de soberanía lograda con el precio de la sangre. Obviamente, las prácticas de exclusión en los orígenes de la nacionalidad moderna no fueron patrimonio español. El propio concepto de identidad nacional, al igual que otras muchas expresiones de la subjetividad moderna, no puede afirmarse sin recurrir a dichas prácticas. Toda identidad nacional nace con el reverso de la identidad extranjera y bajo la amenaza implícita del enemigo de la patria o bajo la distinción implícita del conocido antagonismo schmittiano «amigo-enemigo». Muchas otras expresiones de la autonomía moderna discurren además en un sentido análogo. El «cogito» cartesiano, sin ir más lejos, nace con el reverso del solipsismo epistemológico, el mismo que Hobbes traducirá políticamente: el individuo liberal se realiza en la guerra de todos contra todos, o, en el mejor de los casos, en la simulación de un pacto equitativo en términos exclusivamente formales. La autonomía moderna es indisociable del antagonismo y la dominación. La identidad nacional, al igual que otras muchas de sus expresiones colectivas, tendrá este poderoso cariz. El cosmopolitismo ilustrado o la condición de ciudadano del mundo, aun a pesar de su potencial semántico, no logrará impedir que tras la identidad extranjera asome la no-identidad, la exclusión, el exilio y hasta el exterminio. Una perspectiva tan actual como, por ejemplo, la de Hanna Arendt, ha dado buena cuenta de la subordinación de los derechos humanos o universales a las constricciones impuestas por la judíos (1948). En adelante citaré la edición posteriormente ampliada bajo el título España en su historia. Ensayos sobre historia y literatura (2004).
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pertenencia a una nacionalidad concreta o de la condición extranjera como símbolo de lo que hay que negar (1994). En definitiva, el sentido excluyente de la identidad nacional resulta contiguo a una contradicción fundamental: aquella que mina desde dentro el destino mismo de la modernidad, entendida como un proyecto emancipador indisociable de una voluntad de de dominación materializada en barbarie; o, dicho con tras palabras, de un proyecto de soberanía desplegado bajo el signo de la objetivación instrumental y la reducción identificante de lo otro de sí, del predominio anegador de la identidad sobre la alteridad. Pero si la vocación reductora de la identidad nacional no es exclusiva del caso español, sí parece serlo la singular vehemencia con la que se instauró y con la que se ha restaurado en algunos momentos históricos posteriores, como singular es su perfil en relación con otras identidades europeas. No se trata ahora de remozar los tópicos de la llamada leyenda negra –aun cuando tengan poderosas razones de ser–, ni tampoco de esbozar aproximaciones comparativas a la realización excluyente de esas otras identidades, pero sí de plantear una primera y elemental distinción: mientras que en las órbitas sucesivas de la Reforma, la secularización y la Ilustración esta dinámica excluyente se inscribe en el meollo mismo de la modernidad, en el horizonte peninsular responde más bien al carácter deficitario y precario de esta última. Desde sus orígenes, la conciencia de «ser español», rápidamente extendida hacia América, constituye todo un factor de exclusión, generador de disidencias y exilios, precisamente por la impermeabilidad ante el libre examen, por la ausencia de una verdadera secularización y por el impedimento de una ilustración sin censuras ni cortapisas. Es decir, no descansa tanto en los tópicos de la subjetividad moderna como en la asunción autoritaria de una tradición católica que busca generarse a sí misma a través de gestas políticas fundacionales, todas ellas marcadas por la exclusión y la intolerancia a la diferencia. Ahora bien, que la perspectiva de la barbarie, en el caso de la identidad española, sintonice mayormente con la instauración expansiva de un orden teocrático-imperial que con una modernización dispuesta en términos instrumentales, no significa que aquella sea sencillamente arcaizante o ajena, sin más, a todo atisbo de modernidad. No en vano se acepta convencionalmente que el descubrimiento de Amé-
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rica es uno de los acontecimientos históricos que marca el comienzo de la modernidad y hasta todo un precedente de la globalización. No en vano son la circularidad y gobernabilidad del planeta condiciones fácticas de posibilidad del universalismo moderno. Ninguna fecha conviene más para marcar el comienzo de la era moderna –apunta por ejemplo Todorov– «que el año de 1492, en que Colón atraviesa el Atlántico […]. Desde esa fecha, el mundo está cerrado […]; los hombres han descubierto la totalidad de la que forman parte, mientras que, hasta entonces, formaban una parte sin todo» (1999: 15). La empresa navegante constituye así toda una escenificación de la subjetividad germinal de la modernidad y no deja de ser tentadora, en este sentido, la analogía entre el Ulises adorniano de la Dialéctica de la ilustración y la propia navegación de Colón. Si, de acuerdo con el excursus adorniano, Ulises es la expresión originaria de la individualidad burguesa o el gran balbuceo de la Ilustración, la navegación de Colón constituye de alguna manera uno de los primeros emblemas de esa misma Ilustración en su concepción moderna o global. «El náufrago tembloroso» –apunta Adorno a propósito de Ulises– «anticipa el trabajo de la brújula», y es bajo el radio de esta última que se articula una subjetividad universal liberada de los misterios subyugantes del espacio y generadora de una tradición que ha dejado de ser arcaica o natural, para impregnarse de conciencia histórica. El tiempo corre sobre los tradicionales obstáculos del espacio. Si en la imagen del viaje –prosigue Adorno– «el tiempo histórico se libera, trabajosa y revocablemente, del espacio, modelo irrevocable de todo tiempo mítico» (Horkheimer y Adorno 1994: 101), las modernas filosofías de la historia encontrarán en el sentido providencialista de la Conquista una referencia cercana. Paradigmáticas y cómplices, ambas navegaciones expresan con singular densidad y elocuencia la gestación de la subjetividad occidental. En ambas hay un desencantamiento del mundo, a lo largo del cual el sujeto se reconoce a sí mismo al tiempo que se emancipa de la objetividad impuesta por la legalidad mítica. La racionalidad autoconservadora y civilizadora se abre paso en conflicto con la naturaleza irracional que la envuelve y que pretende sojuzgarla. En el itinerario moderno de Colón, el poder mítico y legendario, irracional y subyugante se reconoce en los peligros de la navegación y de lo desconocido, en las representaciones arcaicas de una antigüedad a punto de ser demolidas.
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Ahora bien, no olvidemos que la subjetividad escenificada en las navegaciones de Colón es aún altamente deudora del modelo del héroe teológico-salvacionista, de la misma manera que la universalidad en ellas despejada obedece al proyecto expansionista de un orden teocrático-imperial que recuerda al espíritu de las cruzadas. Colón se halla así entre dos épocas y dos mentalidades –la medieval y la moderna– que su misma figura conecta entre sí y cuya ruptura, en el contexto hispánico, será tormentosa. De alguna manera, los primeros compases de la conquista, inseparables de la erradicación peninsular de las identidades hispano-judías e hispano-árabes, anuncian una asimilación autoritaria, conflictiva y contradictoria de la modernidad. No sin severos matices, bien es cierto, pues este contexto integrista que empieza a dibujarse a partir de 1492 no excluyó maneras de pensar atentas a la injusticia y a la crítica de dichos acontecimientos. Desde el mismo catolicismo hispánico del XVI y a contrapelo de legitimaciones de la conquista como las de Ginés de Sepúlveda o Gonzalo Fernández de Oviedo, se planteó un discurso deslegitimador de la misma –que no en vano roza la heterodoxia en algunos momentos– palpable, por ejemplo, en las denuncias de Bartolomé de las Casas y en las construcciones filosófico-jurídicas de Francisco de Vitoria –que al mismo tiempo son deconstrucciones del poder de papas y emperadores–. Sin embargo, no deja de resultar problemático en el caso de este último discurso el reconocimiento del indígena más allá de su emancipación bajo la hermenéutica concreta del universalismo cristiano3. La constante y casi cotidiana presencia del exilio bajo sus múltiples registros a partir de 1492 no hará sino añadir complejidad a esta modernidad hispánica incipiente, frustrada y contradictoria. En el universo residual y exiliado que la nueva identidad cultural hispánica empieza a exteriorizar arrojando en él los restos de su propia fabrica-
3. Sobre esta cuestión, pueden contrastarse las perspectivas de Bartolomé Ruiz (2006) y Subirats (2003: 81-88, 137-147, 179-185). El primero subraya el sentido eminentemente crítico y hasta subversivo de la denuncia lascasiana –en la que la justicia es una respuesta histórica a la experiencia interpeladora de la injusticia y no un constructo abstracto y autosuficiente– así como del iusnaturalismo vitoriano; el segundo incide mayormente en la legitimación de la tutela teocrática-eclesiástica y en la condición «subyecta» y no sólo «subjetiva» del indio que perviven, respectivamente, en los respectivos enfoques de Las Casas y Vitoria. Sobre Vitoria en relación con la conquista, véase también el reciente libro de Rovira Gaspar (2004).
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ción se desahogarán y madurarán no pocas respuestas a la integridad excluyente consumada bajo la España del XVI. Con ella se tantearán las posibilidades de una modernidad que, por su misma condición desarraigada, será «otra», incluso una «rara modernidad».
2. LA
IMAGINACIÓN DE OTRA MODERNIDAD
Algunas de las primeras respuestas al integrismo hispánico fundacional se gestan en la atmósfera intelectual y vital del cristiano converso, prolongación natural del judío, a su vez prolongada no mucho tiempo después en el cristiano reformista dentro de la cadena de exclusiones consumadas a costa de aquél. Cristiano de origen converso era Mateo Alemán, cuyo Guzmán de Alfarache no sólo constituye uno de los ejemplos más célebres del género literario picaresco, sino también toda una expresión negativa de esta ausencia de modernidad. El pícaro es el sujeto desplazado que quiere habitar en el nuevo mundo moderno y perece en el intento. Carga sobre sus espaldas la sordidez y la opacidad que ha dejado la imposibilidad del mismo y acaba aplastado por ellas. Su trasiego patético y mordaz constituye quizá una de las primeras alegorías del exilio en la frustrada modernidad hispánica. Si los no menos célebres retratos benjaminianos del dandy, la prostituta o el flâneur traslucen una modernidad infernal por su misma consumación industrializada y deshumanizante, el pícaro, con su conciencia resuelta en descarnada ironía, trasluce su ausencia y su búsqueda errática. Cristiano de origen converso era también Luis Vives, quien, a juicio de Américo Castro, «no engrana con nada de la España cristiana de su tiempo y sí con mucho de su tradición judaica» (2004: 686). Instalado en Brujas desde 1524 para no regresar nunca a España, cuya estrechez le asfixiaba y donde su propio padre había sido quemado en la hoguera por hereje, protagonizó uno de los primeros exilios intelectuales de la España moderna. Su obra, marcada por el erasmismo, constituye uno de los primeros ejemplos hispánicos de apertura a la modernidad en el exilio. En el contexto del exilio de 1939 –desde el que se buscarán complicidades hacia otros exilios pasados–, Joaquín Xirau reconocerá en dicha obra una de las primeras formulaciones de la psicología moderna, entendida como un análisis científico
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de la conciencia con vistas a una orientación racional de la vida4. Precursor de Locke y Hume, Vives buscaría el fundamento de las ciencias del espíritu y la cultura en el estudio empírico de la psique, a partir del cual desarrollará además un humanismo con sello propio y de honda preocupación práctica. No se limitará a formular una idea de la vida humana, sino que a partir del conocimiento de los fenómenos del pensamiento y del sentimiento elaborará una pedagogía universalista orientada hacia la reforma de la vida individual y colectiva. «Suprimidos los excesos de la soberbia mediante el conocimiento de la propia naturaleza, hallamos en lo más hondo de nosotros mismos los impulsos generosos que abren al mundo el corazón. La paz pública presupone la paz interior» (Xirau 1998: II, 525). La psicología es piedra angular de un humanismo «de raigambre más honda» que el del propio Erasmo y otros erasmistas, en la medida en que no cifra su objetivo en el cultivo elitista de las letras, las bellas artes y las ciencias con vistas a una felicidad, una fama y un perfeccionamiento reservado a los espíritus aristocráticos. En su lugar apunta a «la elevación y la dignificación del hombre, de todos los hombres, cualquiera que sea su condición» (ibid.: II, 523). Es decir, a lo humano entendido como aquello opuesto a lo inhumano. Para Vives, «humanidad es aquel sentimiento propio de los hombres “cultos” –y en esto y sólo en esto puede consistir su “cultura”– mediante el cual mira el hombre como socios a todos los individuos del género humano y no ignora que, de acuerdo con la unidad de su naturaleza, ha nacido para comunicarse con todos y no puede eludir, sin violar las leyes de la naturaleza, atender y beneficiar a los demás» (ibid.: II, 524). De ahí «la existencia de una sociedad universal» fundada en «la identidad de la naturaleza de los elementos que la integran», cuya finalidad es «la asistencia mutua en la propiedad y en el infortunio» y de cuyos «derechos inherentes» ningún pueblo –tampoco los turcos ni los indios de América– «queda excluido» (ibid.: II, 525). De ahí, en fin, la crítica de Vives a la política maquiavélica y belicista en medio de una Europa convulsa, al borde de las guerras de religión. Quizá los comentarios que Xirau dedica a Vives tiendan a cierta proyección idealizada, casi inevitable si tenemos en cuenta la circuns4. Cfr. Xirau, «Luis Vives y el humanismo (1940)» y «Prólogo a El pensamiento vivo de Juan Luis Vives (1942)» (Xirau 1998: II, 505-512 y 513-529, respectivamente).
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tancia de los mismos –la frustración del proyecto cultural de la Segunda República, la amenaza de su extinción y el consiguiente exilio, y la propia crisis de la razón occidental bajo una Europa en ruinas–. Pero no nos interesa ahora el rigor historiográfico o expositivo, sino más bien la significación del pensamiento exiliado de Vives en tanto que catalizador de una modernidad hispánica incipiente y desarraigada. El integrismo étnico-político-religioso propio de la cultura hispánica dominante encuentra en su obra una de sus primeras y más significativas respuestas. El contacto directo con el mundo erasmista, con el utopismo de Moro y con el reformismo germánico, desahoga la frustración de una modernidad impedida. La experiencia del oscurantismo y la estrechez intelectual en la propia tierra, el desarraigo en la ajena y el peso de una conciencia desgarrada dejan asimismo su huella en un pensamiento que busca una explicación científica de la conducta humana, una educación racional de la misma y, sobre todo, su traducción práctica en una sociedad reconciliada. El ideal universalista de Vives constituye, entre otras cosas, una respuesta a la unidad excluyente y a la identidad beligerante sobre las que se erigió la España de su tiempo. El llamado humanismo hispánico, entendido –no sin benevolencia, por lo demás– como una manera moderna de pensar la universalidad mayormente dispuesta hacia el reconocimiento de la diferencia y la alteridad, así como de una razón no sólo pensante y calculadora –frente a los reduccionismos del idealismo y sus ulteriores objetivaciones científico-instrumentales– lleva consigo la marca del exilio. Pero Vives no es, obviamente, el único ejemplo. Ni tampoco el más significativo, aun cuando sea uno de los más conocidos. La marca del exilio, con su amarga fecundidad, también se hace visible en la obra de otros dos humanistas del XVI en las que ese anhelo universalista entronca de una manera más directa y concreta con la vicisitud hispánica: en los Dialoghi d’amore de Yehuda Abravanel –más conocido como León Hebreo– y en los Comentarios reales del Inca Garcilaso, cuya complicidad entre sí, señalada por Eduardo Subirats (2003: 369-390), sugiere una interesante pista de esa «otra modernidad» atravesada por la experiencia de la exclusión. Si los Dialoghi traslucen una reminiscencia de la cultura sefardí reprimida que altera los moldes convencionales de una mera representación renacentista, los Comentarios reales reconstruyen nada menos que la nueva globalidad resultante de la empresa colonizadora en América bajo una mira-
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da descentrada que hace presente el coste de la misma. Tanto uno como otro plantea la universalidad otorgando un lugar relevante –más difuso en el caso de Abravanel, más explícito en el del Inca Garcilaso– a la memoria de las culturas anegadas bajo la identidad hispano-católica dominante. Yehuda Abravanel era hijo del filósofo Isaac Abravanel, quien se había exiliado en Italia al no aceptar la conversión, radicándose en Venecia a partir de 1503. Publicados en italiano en 1535, sus Dialoghi plantean una teoría cosmológica del amor entendido como un principio inmanente de unidad de lo existente, de ascendencia neoplatónica y hebraica, bajo el que todo queda armónicamente cohesionado y al mismo tiempo liberado de sujeciones trascendentes a la manera del eros socrático-cristiano. Los Dialoghi fueron traducidos en 1595 al castellano precisamente por el Inca Garcilaso y, obviamente, no por casualidad. Es precisamente ese mundo armónico que en ellos aflora el que este último quiere reconstruir a propósito de la unidad del viejo y el nuevo mundo y a contrapelo del universalismo trascendente y salvacionista, cristianamente acotado e interiormente jerarquizado que se va configurando en torno al discurso legitimador de la conquista. Este pensamiento común no sólo constituye entonces «una página preciosa y secreta de dos tradiciones culturales tan distantes como la judía y la incaica», sino que además –apunta Eduardo Subirats– proyecta «un marco conceptual a partir del cual podía pensarse una restauración o una reparación de aquella destrucción de estas culturas hispanojudía e incaica bajo la que había dado comienzo el orden imperial cristiano» (2003: 375). Es en este sentido que los Comentarios reales, en concreto, plantean todo un reconocimiento hermenéutico, en un plano de igualdad, de los universos culturales, políticos y religiosos de ambas orillas, «diferentes, pero legítimos por derecho propio» (ibid.: 78), frente a la interpretación más o menos unilateral del «descubrimiento» propia del universalismo cristiano dominante. Si dicha igualdad se asume en un sentido horizontal, no basta una formulación abstracta de la universalidad que, como en el derecho de gentes, presuponga la autoridad de la teología cristiana y escatime el reconocimiento de otros dioses. No basta reconocer nominalmente, como Vives, al turco y al indio americano. Hay que hacerlo también con sus propios dioses y sus propios códigos culturales. Por eso no basta tampoco la instauración de un universalismo igualitario que,
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con la letra pequeña, legitime el proceso colonizador o dé pie, al menos, a ello. Pensar horizontalmente el nuevo orden global exige retrotraerse más allá del Orbis Christianus o del Totus Orbis. De ahí el humanismo radical de Garcilaso, quien, en la línea del eros universal formulado por Yehuda Abravanel, reconduce el universalismo renacentista hacia una armonía cosmológica y política que, lejos de neutralizar diferencias, las equilibra a lo largo de un diálogo infinito. A la palabra enajenante del conquistador, que confunde la denominación de realidades desconocidas con la creación adamita de un mundo nominalmente nuevo bajo una mirada instrumental y objetivadora, contrapuso así Garcilaso una triple tarea. En primer lugar, Reconstruyó el discurso de la colonización desde el punto de vista del silencio absoluto que imponía como su condición absoluta. Por eso escribe en nombre de una oralidad prohibida, una voz exiliada, de una lengua quechua negada. Luego, narró el dolor ligado al desgarramiento del cosmos inca y a la destrucción civilizatoria colonial. Finalmente, emprendió un trabajo de recuperación y reconstrucción hermenéuticas de las negadas memorias (2003: 109).
Algunas expresiones relevantes del incipiente pensamiento hispánico moderno muestran en definitiva una textura singular y hasta extraña. La experiencia del exilio, consumada bajo múltiples registros, le imprime un sello particular. Ya se trate de un exilio intelectual como el de Vives, un exilio heredado como el de Yehuda Abravanel, o un exilio colectivo del que se da testimonio, como en el caso del Inca Garcilaso, aflora la conciencia desgarrada y, con ella, un anhelo de reconciliación y una reconstrucción de la universalidad que tiene en cuenta los márgenes del mundo. Pero se trata además de una conciencia que, en su incipiente modernidad, mira también hacia el pasado, pues lleva consigo la memoria latente de la expulsión y de la conquista, aunque no siempre sea para despertarla. Si el nuevo orden global con el que la modernidad comienza a entreabrirse es indisociable de la cuestión de América, la Europa desde la que se proyecta ese orden no es ajena a la cuestión judía, y en ambas ocupa un papel protagonista el proyecto imperialista de la monarquía hispano-católica. De ahí también la relevancia de los exilios que ésta última genera. En ese contexto se articula un pensamiento germinalmente moderno que, si asume todo el peso de ambas cuestiones, habrá de asumir también
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el calado de las memorias hispano-judía y precolombina. Puede resultar extraño plantear un pensamiento moderno, siquiera renacentista, en estos términos, pero precisamente ahí surge una racionalidad crítica en la España del XVI y el XVII. Moderna fue, aun con sus raíces escolásticas, la Escuela de Salamanca con su universalismo amplio y ambiguamente acotado bajo la presión del proceso colonizador de América. Modernas fueron también –incluso con su rareza– reconstrucciones de la universalidad como la de Abravanel y Garcilaso. En ellas lo universal no se agota en los límites del mundo cristiano, de la misma manera que el presente no significa una ruptura con el pasado y la identidad no se escinde de la alteridad. La modernidad hispánica reconocida en sus propios exilios será, en este sentido, otra modernidad a caballo entre la apertura a los flujos filosóficos europeos y el distanciamiento crítico de los mismos. Es en esta tensión donde afloran tentativas de una modernidad propia, aunque abocada a la fragmentación y la negatividad como resultado de su propia condición desarraigada y eminentemente crítica. En ciertas reflexiones sobre el lugar de América en el universo moderno, desahogadas bajo el acicate del exilio, no sólo se dará cuenta de la espesa herencia dejada por el colonialismo peninsular, sino también del sentido neo-colonizador inscrito en la modernidad europea.
3. LOS
E S P E J O S I N V E RT I D O S D E
AMÉRICA
El exilio será una constante en la cultura hispánica tras la expulsión fundacional de 1492, la reducción y exclusión étnico-políticoreligiosa de conversos, moriscos e indios americanos y la persecución de los afines al reformismo protestante. Procesos y encarcelamientos como los de Melchor de Macanaz5, Pablo de Olavide6 y Alessandro
5. Melchor de Macanaz había participado activamente en la modelación de la nueva administración borbónica, pero su mentalidad reformista, dirigida contra los privilegios especiales de la Iglesia y otras instituciones, le costó treinta y cuatro años de exilio en Francia, interrumpidos por un paréntesis de doce que pasó encarcelado en La Coruña. No regresaría a España hasta 1760, el mismo año de su muerte, dejando una ingente obra escrita, inédita en su mayor parte. Cfr. Martín Gaite (1976). 6. Pablo de Olavide se había empapado de ideas ilustradas –especialmente francesas– durante varios viajes por Europa. En 1770 desempeñaba labores en el gobierno
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Malaspina, por ejemplo, dan buena cuenta de la precariedad de la ilustración española más allá de planteamientos restrictivos como el de Jovellanos (y aun así susceptibles de destierro), o de planteamientos ambiguos como los de Feijoo, en los que se desmitifica la visión supersticiosa del mundo sin llegar a erradicar su condición última de posibilidad –el autoritarismo y dogmatismo eclesiásticos– o en los que se separan los ámbitos de la razón y la fe sin llegar a desahogar una contradicción entre ambos lo suficientemente liberadora como para disipar oscurantismos pervivientes. Alessandro Malaspina señaló además el estancamiento opresivo en que se hallaba sumida la administración de las colonias. Italiano de origen y español de adopción, Malaspina poseía una sólida formación científica que aplicó a la exploración marítima, realizando algunos viajes de envergadura. En 1786 surcó el Pacífico y tres años después emprendió lo que sería una de las primeras expediciones científicas oficiales de la monarquía española a América. La expedición, que se extendió hasta América del Norte y Oceanía, se prolongó durante cinco años, de los que Malaspina no sólo obtuvo los resultados científicos esperados, sino que además sacó interesantes conclusiones políticas en relación con el estado de las colonias. Criticó la pervivencia de la mentalidad conquistadora, la guerra constante contra los nativos, el afán de lucro de gobernadores, corregidores y alcaldes, el conflicto irresoluble entre el criollo, el peninsular y el indígena resultante de la propia política colonial y la irracionalidad de los vínculos comerciales entre ambas orillas. Criticó, en definitiva, el abandono y anquilosamiento de la administración colonial, ante lo que propuso reformas de orientación ilustrada. Fundamentalmente, la emancipación moderada de las colonias a través de un desarrollo de sus autonomías, de manera que fueran parte «alícuota» y no «secundaria» de la monarquía7. Sin embargo, ni los resultados científicos de la exploración ni la reflexión política que los acompañaron encontraron a su regreso la central, siendo responsable de importantes reformas en la enseñanza. Pero la tendencia ilustrada de las mismas, así como su crítica del oscurantismo religioso, fue motivo suficiente para que fuera procesado por la Inquisición, acusado de herejía y ateísmo. Confinado en un Monasterio durante dos años, pasaría los veinte siguientes exiliado en Francia. Cfr. Marchena Fernández (2001). 7. Cfr. Alejandro Malaspina, la América imposible (1994; especialmente «Textos políticos, económicos y filosóficos de Alejandro Malaspina», 135-192).
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acogida esperada. Malaspina, que proyectaba tres gruesos volúmenes comprendiendo los cuadernos de bitácora, amplias descripciones geográficas y análisis políticos, no sólo chocó con la ignorancia del funcionariado borbónico, sino también con el recelo provocado por sus propuestas reformistas. Todo ello unido a la atmósfera represiva que se iba espesando como respuesta a los sucesos revolucionarios de 1789 en el país vecino, así como a su enemistad con Godoy, fue motivo para que en 1796 fuera arrestado por sedición y condenado a diez años de cárcel. En 1802 se le conmutó la pena por el exilio perpetuo, regresando a su Italia natal y quedando su obra sin editar8. El sombrío diagnóstico de Malaspina sobre la situación política de las colonias no hacía sino adelantar los acontecimientos consumados pocos años después al hilo de las revoluciones de independencia, así como el rumbo frustrante de las mismas. Una supuesta revolución liberal sin un bagaje ilustrado previo, incorporado sólo de manera tardía, parcial y violenta, no sería capaz de engendrar esa misma modernidad anegada durante los siglos anteriores. Más bien al contrario, se vería abocada a la reproducción de toda suerte de precariedades y disidencias políticas. De ahí el endeble liberalismo hispánico, no sólo condenado al exilio desde sus expresiones más tempranas, sino también responsable, a su vez, de disidencias como las de Blanco White. Pocas tentativas políticas se han identificado tanto con el exilio a lo largo de la historia de España como la del primer liberalismo. «Por poco liberal que uno sea, o está uno en la emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para ella» (citado por Fuentes 2007: 139), decía por entonces un exiliado hasta las últimas consecuencias como Larra, identificando la condición liberal con la «emigración» y el «movimiento perpetuo», «el mar con su eterno flujo y reflujo» (La diligencia, abril de 1835). Durante las dos décadas siguientes a la restauración del absolutismo en 1814 y con la sola excepción del Trienio Liberal, la cárcel y el exilio serán los escenarios más habituales de la escritura literaria, filosófica y hasta religiosa. Círculos liberales londinenses como el aglutinado en torno a Lord Holland congregarían entonces a un nutrido colectivo de exiliados, entre otros Álvaro Flórez Estrada, Agustín Argüelles, José Joaquín de Mora y Antonio 8. Cfr. ibid.; Beeman (1992).
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Alcalá Galiano (Llorens 1979). Muchos de ellos regresarían a España tras la muerte de Fernando VII en 1833 e incluso desempeñarían puestos de responsabilidad en las nuevas administraciones de la monarquía española. Otros, en cambio, apuraron el cáliz del exilio y, por diversas razones, nunca regresaron. Tal fue el caso de Blanco White, quien había huido de España en 1810, antes incluso de la proclamación de las Cortes de Cádiz. En plena Guerra de Independencia, Blanco White era un reformador ilustrado acosado por la ignorancia y el embrutecimiento del pueblo abandonado a su paupérrima suerte, el oscurantismo religioso, el fanatismo eclesiástico y la violencia del ejército francés. A través de toda una escritura autobiográfica denunció la ausencia de subjetividad y el estado de minoría de edad característicos de la sociedad española de su época, la cual, llamada a universalizar la ilustración, se significaba en el contexto hispánico como carencia de autonomía en todos los órdenes de la vida. Sus Letters from Spain (1822) y su autobiografía (The Life of the Rev. Joseph Blanco White, written by Himself, 1845) construían así una subjetividad propia a partir de la experiencia del «amor a la verdad» despertada por «las primeras luces de la razón» o por «la facultad de pensar», de «razonar», «argüir» y «dudar» (1977: 98 y ss.), y expresa en el rechazo de toda verdad que no descanse en una «razón suficiente»9. Al mismo tiempo, dichas memorias, escritas bajo el acicate del exilio y a contrapelo de las narraciones colectivas y los marcos de referencia dominantes, desahogaban la perspectiva irreductible de una conciencia desgarrada y excluida de toda objetivación posible. Por medio de la escritura autobiográfica Blanco White reivindicaba la universalidad de la ilustración, al tiempo que reconstruía una imagen invertida del mundo con una voz diferente y propia. Subjetividad, en este caso, significaba también reconocimiento del sujeto concreto, así como del alcance crítico de su experiencia singular del mundo. Una razón crítica sería también aquella que se expresa por la voz de individuos desplazados cuyos testimonios no caben en una construcción «científica» de la subjetividad. «Sujeto», en el contexto de la modernidad exiliada, tiene también esta connotación. En memorias como las de Blanco White, 9. «To receive as true any thing without a sufficient reason, is against the highest law of our nature: it is irrational» (1845: I, 215; citado por Subirats 2003: 255).
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la universalidad del sujeto ilustrado no excluye la singularidad del sujeto concreto que se reconoce en la narración de la propia vida, aun cuando existe una permanente tensión entre ambos registros10. En el horizonte del llamado liberalismo doceañista, esta tensión, lejos de encontrar cauces de reconciliación o de realización dialéctica, no haría sino recrudecerse aún más. Con su crítica del endeble liberalismo español, incapaz de sobreponerse a los hábitos de intolerancia y oscurantismo predominantes, de desprenderse de modos y fórmulas características del antiguo régimen –no olvidemos el artículo 12 de la Constitución de 1812, en el que el catolicismo era reconocido en términos de religión oficial– o de proyectar democráticamente las libertades modernas, Blanco White fue también un «liberal maldito», acusado de traición a la patria. En sus Cartas de Juan sin Tierra y en los artículos periodísticos de El Español y Variedades, que él mismo había fundado en Londres, criticó la impotencia, las contradicciones y la impregnación autoritaria del proyecto liberal español, palpable sobre todo en sus reticencias a la emancipación americana. Atento a la emancipación americana desde los mismos inicios de su exilio en Londres, Blanco White consideró siempre que el compromiso con la misma no radicaba tanto en la aceleración revolucionaria o en la complicidad con los previsibles nuevos vencedores como en el reconocimiento previo de los «malos cimientos» de la sociedad americanoespañola, a saber: La opresión de los indios, la esclavitud de los negros, la degradación de los mulatos y mestizos, el menos aprecio, por no decir menosprecio, de los criollos, y la superioridad y orgullo de los españoles; todo esto sujeto y ligado entre sí por el respeto a un monarca que goza de la sumisión, la veneración, y el amor que han producido en estos países las conquistas, algunas buenas leyes, y el dilatado transcurso de los años (1993: 55).
De ahí un diagnóstico similar al de la supuesta revolución liberal en España, finalmente compartido también por exiliados de la otra orilla, como Simón Rodríguez (Subirats 2003: 208-215), dada la permanencia del viejo tejido institucional colonial, la anarquía reinante
10. Cfr. en este mismo sentido las memorias de otro exiliado contemporáneo de Blanco White como Servando Teresa de Mier (2006).
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en los sectores populares y el arraigo social de los hábitos autoritarios, condiciones éstas más bien idóneas para una ulterior reproducción, a escala nacional, de la subyugación colonial anterior. Por otra parte, el frustrado y frustrante liberalismo criollo poscolonial contribuirá, paradójicamente y aun sin planificarlo, a perpetuar la exclusión de América del universo emancipador moderno mediante una recepción enajenante de los valores de la ilustración europea, lo cual imprimirá a la tradición hispánica de los exilios un nuevo y novedoso sesgo. En el horizonte poscolonial, dicha tradición –eminentemente americana– no sólo pondrá al descubierto la condición desarraigada de la subjetividad en América desde el mismo momento de su definición por los europeos. Abrirá asimismo una nueva perspectiva crítica sobre el sentido enajenante y neo-colonizador de la modernidad eurocéntrica dominante. Si el pensamiento exiliado español rara vez había tenido ojos para advertir la expresión colonialista de esa misma tradición autoritaria peninsular, cuyos efectos no dejaba de padecer, menos aún habría de tenerlos para advertir la dimensión neo-colonizadora de esa misma modernidad que tanto buscaba en Europa. El perfil y alcance crítico de los exilios no es por tanto el mismo en una orilla que en la otra: lo que en la península se ha vivido tradicionalmente como ausencia –de secularización, de liberalismo, de desarrollo científico…–, en América habría de vivirse como una presencia no sólo emancipadora, sino también anegadora, en la medida en que esos rasgos se supeditan a los fines del expansionismo poscolonial. Planteamientos como los de José Carlos Mariátegui tienen esta significación. Sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), por ejemplo, revisan las revoluciones de Independencia mucho más allá de significaciones románticas o nacionalistas más o menos superficiales, en función de los intereses político-económicos de las burguesías criollas y, en definitiva, de «las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista» (Mariátegui 1979: 8). Unas necesidades de las que darán buena cuenta las nuevas estrategias expansionistas del Imperio británico: el fino liberalismo inglés, en cuyos círculos tanto desahogo habían encontrado exilios como el de Blanco White, mostraba ahora, sobre el trasfondo del desarticulado Imperio español, su faceta más opresiva. El mundo invertido que, bajo el dispositivo del pensamiento exiliado, se
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proyecta desde América ponía ahora al descubierto la complicidad entre modernidad y dominación. Si, a propósito de la cuestión americana, Malaspina había señalado la precariedad de la ilustración española y Blanco White, poco después, la insuficiencia del liberalismo español, Mariátegui señalaba ahora el sentido enajenante e instrumental de la ilustración y el liberalismo europeos. Bajo la lente de la crítica marxista rescataba el problema indígena del olvido al que lo habían confinado los imaginarios liberales del XIX, advirtiendo en él claves fundamentales tanto para un replanteamiento de la emancipación pendiente como para un cuestionamiento radical de la modernidad, tal y como se había desenvuelto en Europa. La rara modernidad hispánica asomaba así de nuevo volviendo la vista hacia algo tan poco moderno, y sin embargo tan impregnado de significación crítica, como la tradición indígena, cuyas demandas, esencialmente ligadas al problema agrario, no podían saldarse ya mediante fórmulas filantrópicas, moralizantes, pedagógicas, religiosas o culturales (Mariátegui 1979: 20-25). En América, los exilios no sólo constituyeron en definitiva una respuesta a la herencia del colonialismo peninsular, plasmada en ilustraciones insuficientes, secularizaciones restringidas, fundamentaciones precarias de la autonomía moral y epistemológica, liberalismos frustrados y tradiciones democráticas escasamente desarrolladas. También fueron el efecto de la lógica de exclusión y enajenación, de violencia geopolítica y extroversión neo-colonizadora que ambiguamente se inscribe en las ilustraciones europea y anglo-americana dominantes, y el propio liberalismo criollo tendió a reproducir desde planteamientos tan tempranos como los de Sarmiento. Al igual que otras periferias geopolíticas de la modernidad, América invita a pensar la sombría complicidad existente entre universalismo y colonialismo, ilustración y barbarie. Al hilo de una singular y reciente tradición de pensamiento crítico atravesada por la experiencia de la disidencia y el exilio, invita a abrir una perspectiva geopolítica de la dialéctica inscrita en el meollo mismo de la racionalidad moderna, en la medida en que se revela como el límite o el margen que pone al descubierto, de manera singularmente luminosa, sus contradicciones y ambivalencias, su violencia constitutiva y su significación regresiva, inseparables de su programa emancipador. Obras como las de José Carlos Mariátegui, José María Arguedas y Darcy Ribeiro, entre otras,
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discurrirán en este sentido (Subirats 2003: 49-56)11. A la luz de las mismas, la supuesta inconsistencia histórica del sujeto iberoamericano no sólo se revelará como el resultado –conforme a los tópicos más establecidos– de la herencia del autoritarismo colonial luso-español, sino también de una recepción enajenante de los valores de la ilustración y el progreso. Si éstos contribuyeron en América a la difusión de las luces, a una cierta secularización del conocimiento o a una cierta autonomía moral y política, no es menos cierto que lo hicieron bajo el cariz de un destino vivido como ajeno. Incluso cabría rastrear una ambigua continuidad entre la teología política legitimadora del expansionismo imperialista luso-español y el sentido neo-colonizador de la ciencia moderna a partir de Bacon y hasta nuestro días, pasando por momentos culminantes como la filosofía de la historia de Hegel12.
4. EL
EXILIO FILOSÓFICO DE
1939:
N E G AT I V I D A D Y
RECONCILIACIÓN
Pero, si todo se impregna de negatividad, si la razón crítica en el mundo hispánico es, sobre todo, respuesta a una dominación tras otra, ¿qué modernidad queda entonces? ¿Qué realizaciones ha tenido aquella imaginación temprana de un pensamiento singularmente moderno, más allá de expresiones fragmentadas y desarraigadas? De manera sólo aparentemente paradójica, el exilio también propició respuestas reconciliadoras con la propia tradición filosófica. Tal fue el caso del exilio de 1939, el más emblemático tanto por sus cifras como por su significación cultural desde las expulsiones fundacionales de la nacionalidad española. En este caso, el rescate de una supuesta y escasamente reconocida modernidad hispánica no sólo no desdecía la denuncia de los males que habían llevado a España una vez más al integrismo militarizado e institucionalizado, con el consiguiente 11. A propósito también de esta nueva significación del exilio en el pensamiento hispánico y desde una perspectiva más sociológica, véase Fernández Bravo et al. (2003). 12. Sobre esta cuestión, cfr. Gerbi (1960) y Casalla (1992). Un balance histórico actualizado de la complicidad entre modernidad y colonialismo puede encontrarse en Ferro (2005).
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exilio masivo, sino que también constituía toda una respuesta a la nueva circunstancia. Una respuesta que además era doble. Por una parte, ese rescate permitía reconstruir de alguna manera esa misma identidad cultural española madurada durante las décadas inmediatamente anteriores a la Guerra Civil –en torno a generaciones como las del 14 y del 30– y despedazada tras la derrota de la Segunda República. Una memoria de la tradición en la que esa identidad había germinado y se había mecido podría adquirir una significación regeneradora. Por otra parte, se respondía también a la propia crisis de la razón occidental consumada en el panorama europeo de la época. La conciencia del fracaso republicano bajo la barbarie totalitaria fue acicate para rastrear posibles respuestas a la misma en la difusa y velada modernidad hispánica. En realidad, se respondió a ambas circunstancias indisolublemente. Al fin y al cabo, el propio exilio no era consecuencia sólo de la instauración de una nueva versión del integrismo hispano-católico tradicional, sino también de la contradictoria inhibición ante la cuestión española por las democracias occidentales, herederas de la tradición ilustrada europea más noble –no más, por cierto, que la propia democracia nazi–. Teóricamente antagónicas durante siglos, ambas tradiciones acababan estrechando la mano en los despachos de la alta diplomacia europea y en los campos de batalla españoles. Con el célebre pacto de no intervención, suscrito bajo el patrocinio de Francia y Gran Bretaña con el objeto de evitar enfrentamientos con la Alemania de Hitler –cuyo apoyo militar a la sublevación franquista fue no obstante explícito desde el primer momento, al igual que el de la Italia de Mussolini– la República española quedó abandonada a su propia suerte. El interés estratégico por preservar un equilibrio geopolítico a punto de desmoronarse por su propio peso, se cohonestaba con el sacrificio de la misma13. Algunos, «no sé si pocos o muchos, hemos visto… ¿qué hemos visto?» –se preguntaba indignado Eugenio Ímaz a este respecto, apenas iniciado su exilio en México–: Hemos visto que defendíamos una democracia que ha sido traicionada por las democracias más representativas y traicionada desde un principio, porque la no intervención es el nombre que le dieron a su intervención 13. Sobre esta cuestión, cfr., por ejemplo, Egido (2006: 5-86).
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esas democracias representativas. Y traicionada no de cualquier manera, sino de la manera más absoluta: haciendo traición a sus propios principios […]. Con la no intervención, con su abuso de confianza, hace crisis la democracia europea. Ideológicamente se suicida («Discurso in partibuus», en Ímaz 1988: 19).
La cuestión española remite así a la crisis radical de Europa y a la quiebra de su misma modernidad. «La hecatombe de España fue el anuncio de la tragedia universal», dirá también en este sentido Joaquín Xirau en 1943 (1998: II, 468), sobre el trasfondo de una guerra cuya incubación totalitaria y cuya dimensión internacional –dirá Rafael Altamira, recogiendo también esta idea con otras palabras (1988: 268 y ss.)–, ya habían eclosionado en España pocos años antes. De ahí, en definitiva, la conciencia de límite que recorre buena parte de la obra filosófica del exilio del 39: el fracaso y el fin de la modernidad dominante activa el rescate de una modernidad supuestamente dominada y en la que la conciencia exiliada proyecta –con una inevitable tendencia a la idealización– su propia supervivencia. Se reaviva así la memoria de una tradición hispánica capaz de aportar luz al presente, de interrumpir su violencia e incluso de contribuir decisivamente a la realización de ese mismo programa moderno que la frustración europea ha dejado pendiente. Una tradición no sólo digna de incorporarse a la evolución filosófica universal, sino también de asumir cierta responsabilidad ante la actual crisis de la razón occidental. Fijémonos un momento en las obras de José Gaos, Eduardo Nicol, Joaquín Xirau y María Zambrano –algunas de las principales voces filosóficas del exilio en cuestión14. Gaos elaboró toda una «filosofía de la filosofía» durante la década de los cuarenta, al hilo de filosofías en boga tales como el historicis14. En su voluminoso libro Los desheredados. España y la huella del exilio, Henry Kamen no menciona ni una sola vez ni a éstos ni a otros exiliados eminentes del 39, con la sola excepción de una alusión muy breve y puntual a María Zambrano (2007: 373 y ss.). Son en cambio profusas las referencias a los intelectuales exiliados durante los comienzos de la Guerra Civil bajo la coacción de anarquistas y comunistas, hasta el punto de significar este exilio en 1936 mucho más que el de 1939. «La verdad» –afirma– «es que las figuras más eminentes de la cultura española no marcharon al final de la guerra, en 1939, sino al principio, alrededor de 1936. Y eligieron el exilio sobre todo porque estaban decepcionados con el fracaso de la República, no tanto porque se opusieran a una futura e hipotética tiranía fascista» (2007: 287). Pienso que este enfoque es muy sesgado.
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mo, la fenomenología y el existencialismo. Se trataba de una respuesta a un escepticismo intelectual creciente fruto de la frustrante experiencia del exclusivismo entre corrientes filosóficas comprometidas con la formulación de una verdad más o menos concluyente acerca del mundo y como expresión, también, del pesimismo ante la barbarie desatada por la propia racionalidad moderna15. El resultado fue un planteamiento «disolutivo» de la filosofía tal y como ha sido entendida tradicionalmente, como un proyecto más o menos sistemático sustentado en certezas de alguna manera metafísicas, es decir, en términos logocéntricos. Ahora bien, si el logos ha perdido la vigencia que tenía, ¿qué maneras de pensar habrá que plantear entonces? Pienso que Gaos apuntó dos respuestas. Por una parte, una radicalización del perspectivismo orteguiano en el que se había formado, entendido como repliegue del filósofo en sus mínimas certezas individuales. Tal es el sentido del personalismo gaosiano, muy cercano al solipsismo en algunos momentos, plasmado en las Confesiones profesionales. Por otra parte, Gaos planteó toda una rehabilitación del pensamiento en lengua española, rescatándolo de su olvido bajo el peso del logocentrismo. Reivindicó así su modernidad, pues su supuesta condición «no filosófica», en el sentido convencional del término, no afectaría a su dignidad, en la medida en que la misma contingencia histórica enseña que no existen definiciones preestablecidas e inamovibles de la filosofía en cuanto tal, siendo arbitrario su encasillamiento. De ahí la vigencia de un pensamiento que, como el hispánico, es eminentemente estético, más que metódico y sistemático, puesto que sus autores gustan de la calidad literaria, huyen de todo reduccionismo y contemplan el mundo a la manera de espectadores o críticos de la realidad en su amplia expresión cultural. Se trata de un pensamiento que es también político-pedagógico, antes que metafísico o exclusivamente teórico, puesto que responde a las demandas de los nuevos proyectos de identidad nacional –o a las exigencias de una nación que, en el caso español, aún no se ha recuperado de su decadencia y sigue siendo una colonia de sí misma–. El pensamiento iberoamericano no se nutre, por tanto, de filósofos en el sentido convencional del término, sino 15. Gaos plantea y desarrolla esta «filosofía de la filosofía» en abundantes escritos. Cfr., por ejemplo, Gaos (1987). Sobre esta cuestión cfr. también Fernández (19931994: 175-188).
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más bien de filósofos-literatos, educadores de pueblos y políticos con ideas. En ello reside, precisamente, su dignidad. Gaos trasladó así hacia Iberoamérica el programa orteguiano de la salvación de las circunstancias, lo cual supuso un decisivo cambio de acentos: la salvación de la circunstancia española no radicaría tanto en su incorporación a los grandes flujos de la modernidad europea –tal y como propugnara Ortega, aun a pesar de su distanciamiento crítico del neokantismo que abrazara en su juventud– como en su conjunción con las tradiciones veladas de la modernidad iberoamericana16. La perspectiva de Eduardo Nicol es bien diferente de la de Gaos e incluso antagónica en algunas cuestiones. A lo largo de dos de sus libros más relevantes, como El porvenir de la filosofía (1972) y La reforma de la filosofía (1980), diagnosticó el actual dominio de la razón pragmático-instrumental en todos los ámbitos de la vida: de una «razón de fuerza mayor» –como dirá a menudo– puramente funcional, que ha dejado de dar razones acerca del mundo para explotarlo técnicamente, o de una razón que sencillamente no atiende a razones, comprometiendo entonces la propia existencia del logos y, en consecuencia, el lugar del hombre en el mundo. El constreñimiento de la libertad bajo la necesidad y de la historia bajo la naturaleza, la devaluación de la universalidad en uniformidad tecnificada y de los vínculos comunitarios en vínculos de especie, la sustitución del diálogo por el discurso beligerante y la búsqueda de la verdad por la lucha por la subsistencia –esto es, de la ciencia por la tecnología–, la creciente irracionalidad de la política y la progresiva instauración de una cultura de la violencia, o la deshumanización de la economía y la desigual distribución de recursos, son algunos de los caracteres de esta racionalidad forzada –y en definitiva contradictoria por su misma irracionalidad–. Es decir, Nicol diagnostica una modernidad irrespirable, pero no por ello renuncia al logos como única manera posible de pensar filosóficamente. Por eso su visión del pensamiento hispánico es más pesimista que la de Gaos, ya que, para empezar, se desmarca de ese mismo «circunstancialismo» orteguiano tan presente en este último. Para Nicol, perfiles filosóficos como los de Ortega y Gaos ejemplificaban de hecho las grandes deficiencias de dicho pensamien16. Cfr. Gaos (1990, 1993 y 1996). Sobre la proyección iberoamericana del pensamiento de Gaos a partir de sus fuentes orteguianas, cfr. Alfaro López (1992).
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to: su tendencia hacia el ensimismamiento ególatra y su consecuente incapacidad para ingresar en la universalidad, para pensar en términos de objetividad y construir, en definitiva, una comunidad ética responsable. Para Nicol, logos es sinónimo de dia-logos; pivota en torno a conceptos medulares como los de alteridad, expresión e intersubjetividad. De ahí la insuficiencia de un planteamiento filosófico en términos meramente «estéticos» y «político-pedagógicos» o –más aún– personalistas. Ahora bien, esto no significa que Nicol sostuviera un juicio sencillamente peyorativo sobre la filosofía hispánica. Sostuvo, bien es cierto, la tesis de su precariedad –severamente matizada, en cualquier caso, por obras como las de Vives, Vitoria o Suárez–, la cual se habría visto además agudizada bajo «la etapa orteguiana». Pero mostró al mismo tiempo la expectativa de un futuro prometedor tras el fin de esta etapa y al hilo de meditaciones sobre el propio ser estrechamente ligadas a la preocupación universalista como las de Antonio Caso y otros pensadores mexicanos. En este sentido, para Nicol, la modernidad hispánica sería sobre todo una tarea por hacer17. El diagnóstico crítico de Joaquín Xirau acerca de la modernidad es más difuso que en los casos anteriores. Sin embargo, adquiere un particular vigor en momentos puntuales de su obra. Tal es el caso de su ensayo Culminación de una crisis, en el que a propósito de la reforma de la metafísica emprendida por Bergson y Husserl, advierte la atmósfera irrespirable del hombre contemporáneo e identifica el sentido deshumanizante de la propia modernidad a partir de Descartes, hasta tal punto que la vida moderna «carece de mundo», escamoteado bajo la reducción cartesiana que luego el idealismo llevará a sus últimas consecuencias. Con su reducción del mundo a un esquema esencial, «Descartes extirpa la carne del mundo» (Xirau 1998: II, 240), de manera que razón moderna significará, ante todo, desarticulación del organicismo por el que el mundo respiraba en la antigüedad y en el que el todo y las partes, espíritu y materia, convivían en torno a un núcleo vital común. Precisamente en clave organicista discurrirá la amplia memoria del humanismo hispánico proyectada en pleno exilio por Xirau, 17. Cfr. Eduardo Nicol, «Conciencia de España» y «Meditación del propio ser» (1997: 227-245 y 341-353, respectivamente) y El problema de la filosofía hispánica (1998). Sobre esta misma cuestión, cfr. Sánchez Cuervo (2007b).
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quien para ello se remonta a la obra de un autor del siglo XII como Ramón Lull18 –de nuevo asoma la tentativa de una modernidad singular, cuyos precedentes son antiguos–. El crisol de culturas del que se hace eco su «razón exaltada» –integradora de una concepción ordenada de la realidad y un arte para apropiarse activamente de ella, o sea, de una ciencia y una amancia, de intelecto y amor– sería el germen de un humanismo integrador que recorre toda la modernidad hispánica, desde sus mentores erasmistas con Vives a la cabeza hasta el mismo legado krauso-institucionista –cuyo organicismo había moldeado, precisamente, la mentalidad filosófica de Xirau– pasando por la figuración quijotesca, el utopismo misionero de Las Casas y Vasco de Quiroga o el derecho internacional de Vitoria. Incluso la misma revolución bolivariana y proyectos de integración iberoamericana como los del conde de Aranda beberían de esta tradición, mucho más que de la ilustración europea. Por otra parte, dichos proyectos, pensados con la horma organicista del humanismo hispánico, tendrían para Xirau una vigencia plena en la circunstancia actual: la similitud del mundo hispánico con «la unidad orgánica, expresiva, original, múltiple y contradictoria de una persona», sobre el trasfondo de la propia tradición mestiza y acrisolada de la «España originaria», incitarían al planteamiento de un proyecto común, no obstante inviable sin un triple requisito. En primer lugar, «la renuncia explícita, leal y decidida a toda idea de imperio, superioridad o dominio y la convicción sinceramente sentida de que todos los valores –incluidos naturalmente los indígenas de América– nos pertenecen por igual a todos en la plenitud de su dignidad histórica. Y en lo que respecta a la España estricta, la afirmación resuelta de que, lejos de aspirar a dominio alguno, su único anhelo es darse incondicionalmente a todos porque a todos por igual nos pertenece». En segundo lugar, «[l]a instauración de gobiernos liberales y democráticos en todos los países de la Unión». Finalmente, «[la] resuelta adopción de la doctrina federal según la cual la extensión del poder se halla en razón inversa de su intensidad y de que sólo pertenece a los poderes superiores aquellos que es del común interés de todos los círculos subordinados». Estas condiciones, si bien son aún irrealizables, instan a «poner 18. Cfr. Joaquín Xirau, Vida y obra de Ramón Lull. Filosofía y mística (1946) (1998: II, 215-350).
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las primeras piedras para nuestra tarea de reincorporación intercontinental»19. Por su parte, María Zambrano planteó una crítica radical de la modernidad y, en definitiva, de la razón occidental desde sus mismos orígenes presocráticos. Al mismo tiempo, exteriorizó su propio exilio en un pensar naufrago y disidente, desarraigado de la tradición dominante y depositario, por tanto, de sus costes o, como dirá a menudo, en la búsqueda del «alma», el «mundo» y la «tierra» de Occidente, extraviados ya desde Platón bajo un imperativo reduccionista de claridad en virtud del cual la razón se escinde de la vida y la filosofía se erige en un violento preguntar cuya consecuencia última será la recaída suicida del sujeto en lo más hermético y opaco de la realidad. Tal será la significación del nihilismo contemporáneo y sus consumaciones totalitarias diagnosticados en libros medulares, como El hombre y lo divino y Persona y democracia, a contrapelo de lo cual se irá perfilando una «razón poética» llamada a rescatar aquello que se ha quedado sin voz y en la sombra a condescender con las penumbras de la realidad y hacer justicia al «sudor primero» del que un día brotó la actividad filosófica. El exilio, en el caso de Zambrano, tendrá esta poderosa connotación20. Es precisamente en el contexto bárbaro de dichas consumaciones totalitarias, nada más iniciar su exilio, donde Zambrano reparará en una memoria de lo propio. «Comparada con cualquier otra época» –escribía en 1939 en Pensamiento y poesía en la vida española– «vemos la nuestra en este crítico instante en que es preciso volver la vista atrás si se quiere seguir adelante» (1991: 25). Fruto de una serie de conferencias dictadas en México, Zambrano rastreaba en este libro –precedente, a su vez, de su posterior España, sueño y verdad– fuentes e hilos conductores del «realismo» español, verdadero «tesoro virginal dejado atrás en al crisis del racionalismo europeo» (ibid.: 27). Libre y disperso, desposeído de toda violencia metódica, el pensamiento español se reconocería en la mediación entre filosofía y poesía. Sería, en este sentido, «conocimiento poético» (ibid.: 51), vitalidad
19. Cfr. «Integración política de Iberoamérica» (Xirau 1998: II, 565-571). 20. Un amplio recorrido por los itinerarios zambranianos puede encontrarse en María Zambrano (2004). Sobre la significación del exilio puede consultarse Sánchez Cuervo (2004b, 2005 y 2007a).
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irreductible en todos y cada uno de sus elementos. De ahí su realismo ametódico, admirativo y esquivo de la condición teórica, en la que difícilmente podría reconocerse, encontrando mayores cauces de expresión en la novela, el ensayo, la mística, la pintura e incluso el saber popular; es decir, en géneros mayormente ligados al acontecer espontáneo e inmediato de la vida. En la tradición del realismo español tanteaba así Zambrano una de las primeras respuestas a la crisis de Occidente. «De la melancolía española, de su resignación y su esperanza» –afirmaba en este sentido– «saldrá quizá la nueva cultura» (ibid.: 55). En el horizonte del exilio español de 1939, algunas de sus voces filosóficas más representativas repararon en definitiva en las posibilidades e incluso la vigencia de una filosofía hispánica. Gaos reconoció en ella una manera de pensar legítima aun cuando no obedece a las leyes del logos. Zambrano fue más lejos y apeló a su condición raciopoética. Nicol, en cambio, advirtió los riesgos de esas maneras de pensar y recordó la vocación intersubjetiva de la filosofía y el servicio que debe rendir a la comunidad más allá de toda inspiración literaria. Xirau, en fin, aportó una visión conciliadora e integradora, llamada además a traducirse políticamente. Entre todos formularon la hipótesis de una «modernidad hispánica», aun cuando pusieron excesivamente los ojos en una España idealizada –trasunto de la desrealizada que dejaron– y quizá no lo suficiente en la América a la que llegaron. Una memoria crítica de la dominación española y sus legados, así como de su continuación secularizada al hilo de los grandes flujos filosóficos de la modernidad europea, quedó pendiente de hacer.
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Concluyamos. El exilio, ya sea bajo la forma del destierro político consumado, de la persecución religiosa, la exclusión étnica, el llamado «exilio interior» o la emigración intelectual –sin olvidar sus expresiones narrativas–, constituye uno de los hilos conductores fundamentales del pensamiento crítico en lengua española a lo largo y ancho de la modernidad. Es, por así decirlo, su otro –si es que no su verdadero– hilo de Ariadna, cuyo sentido sinuoso y laberíntico siempre hace difícil su rescate. De ahí tantas ambivalencias y contradiccio-
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nes: los exilios han constituido con frecuencia el cauce por el que la cultura hispánica ha encontrado mayores posibilidades de enriquecerse y de entrar en contacto con los grandes flujos de la modernidad europea. Al mismo tiempo, han permitido que lo más relevante y singular de la cultura hispánica haya adquirido en Europa una presencia que, lejos de reducirse a exotismos de diverso cuño, ha cuestionado críticamente esa misma modernidad vigente. Dicho de otra manera, el exilio, en el mundo hispánico, ha sido una respuesta constante tanto al infierno de una modernidad ausente como a la presencia de una modernidad infernal. Por una parte, ha encontrado en Europa una salida a las condensaciones autoritarias y acríticas de la propia tradición; por otra, ha reconocido en ella la lógica excluyente e instrumental de un criticismo regresivo. Bajo esta doble –y en ocasiones complementaria– opresión, ha ido acuñando un singular pensamiento moderno, a caballo entre la negatividad y la aportación crítica novedosa, entre la diseminación fragmentada y la articulación de una cierta continuidad de motivos y referencias. Todo ello atravesado además por la tensión que constantemente se abre entre las vicisitudes de una y otra orilla. Por otra parte, ese «otro hilo de Ariadna» no sólo constituye una pista indispensable para reconstruir los itinerarios y los perfiles de una razón crítica en el mundo hispánico, sino también para pensar otra «hispanidad» o para rescatar otras maneras de entender la identidad hispánica, permanentemente frustradas a lo largo de la historia. En los exilios se despeja una España despatriada y náufraga, peregrina y ausente, identificada con «el latido del mar de la garganta», como escribiera Pedro Garfias en 1939 durante la célebre travesía del Sinaia rumbo a México; o que se marcha desnuda y errante llevando consigo la canción, según la no menos célebre expresión de León Felipe; o que habla por la voz delirante de ese soldado herido al que María Zambrano escuchó cantar toda una noche, «tabique por medio», en un pequeño hotel al otro lado de la frontera con Francia, en plena desbandada republicana21. En definitiva, una España esparcida por
21. Cfr. Zambrano (1998: 250). En la página siguiente de este ensayo autobiográfico, evoca Zambrano en tercera persona la experiencia de esta condición desarraigada: «Eran ya diferentes. Tuvieron esa revelación: no eran iguales a los demás, ya no eran ciudadanos de ningún país, eran exiliados, desterrados, refugiados… algo diferente
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los infiernos de su propia historia a los que cada exiliado ha sido arrojado «para rescatar de ellos lo rescatable, lo irrenunciable» y «salir con un poco de verdad, con una palabra de verdad arrancada de ellos» (Zambrano 1961: 69). Soy exiliada –dirá la propia Zambrano poco después de su regreso en 1984, tras casi medio siglo de exilios– «porque es la única forma que he tenido de ser española» (1984: 27). Los exilios de la tradición hispánica albergan en este sentido otra imaginación de la nacionalidad ligada a la memoria crítica de aquello reprimido bajo las identidades y las configuraciones culturales de la hispanidad dominante, así como a la latencia de tantos proyectos frustrados de tolerancia religiosa, convivencia democrática y subjetividad multicultural. Algo que, por lo demás, escapa a la mirada exclusivamente historiográfica, aun cuando ésta sea indispensable: una reconstrucción de los exilios en el mundo hispánico obliga a pensar las tensiones y contradicciones entre la historia y la memoria, y remite directamente al debate sobre las diversas maneras de rescatar el pasado. Desde el punto de vista propio del historicismo, los exilios se asemejarían a las piezas sueltas de un rompecabezas que aguardan a ser colocadas por el historiador en su sitio. Es decir, cada exilio sería un episodio más, doloroso pero finiquitado, de un pasado que se reintegra en el continuum de esa historia de la que un día quedó desprendido en función de los intereses dominantes en el presente. Desde un punto de vista anamnético, por contra, todo exilio, incluso el más insignificante, es depositario de un pasado insatisfecho y una promesa truncada de vida mejor que, al hacerse presente, cuestiona radicalmente ese continuum. Lejos de asimilarse a la metáfora del rompecabezas, se asemejaría mayormente, según cierta expresión benjaminiana, a un «trozo de paño desteñido, llámese humanismo, interioridad o profundidad» (Benjamin 1972-1989: III, 225; citado por Mate 2006: 33). Sería el desecho o el resto de la cultura dominante. Para la memoria crítica el rescate de los exilios no tiene por tanto como finalidad la reconciliación entre el pasado y el presente o la justificación de la historia que los engloba, sino el descubrimiento y la denuncia de sus huecos y sus ausencias, de la barbarie que la atraviesa y del sufrimienque suscitaría aquello que pasaba en la Edad Media a algunos seres “sagrados”: respeto, simpatía, piedad, horror, repulsión, atracción, en fin… eso, algo diferente. Vencidos que no han muerto, que no han tenido la discreción de morirse, supervivientes».
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to significado en ella, no para repararlo anacrónicamente, pero sí para desahogar su potencial crítico e impedir que el futuro sea una prolongación de la violencia presente. Volviendo a Zambrano, para recibir de cada exiliado «lo que nunca perdió y lo que ha ido ganando: la libertad que se llevó consigo y la verdad que ha ido ganando en esta especie de vida póstuma que se le ha dejado» (1961: 70)22. El reconocimiento de esta vida póstuma en cada exilio, mucho más que su descripción en términos de un pasado muerto, es lo que puede distinguir la memoria crítica de la reconstrucción historiográfica. Queda en este sentido pendiente una historia crítica del pensamiento en lengua española a partir de la memoria de sus exilios.
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Desde hace mucho tiempo las ciencias sociales estudian los complejos vínculos entre la preservación consuetudinaria de valores culturales, comportamientos sociales y modelos económicos, por un lado, y las modificaciones conscientes más o menos radicales de los mismos, por otro. En el marco de este estudio estas modificaciones representan los esfuerzos modernizadores que tienen lugar en América Latina desde la segunda mitad del siglo XIX. Esta dialéctica (como se decía anteriormente en círculos marxistas) entre continuidad y ruptura se puede observar en casi todos los países del Nuevo Mundo y constituye probablemente una de las temáticas más importantes de la historia contemporánea del área. Sobre todo durante el último medio siglo América Latina ha experimentado notables procesos de modernización que han generado una marcada especialización de roles y funciones, una intensa diferenciación de los tejidos sociales y una expansión sin precedentes de los estratos medios. Esta evolución histórica tuvo lugar en medio de graves problemas de todo orden y de innegables retrocesos1. Algunos de los aspectos más importantes de este proceso son las múltiples modificaciones acaecidas en la esfera de aquello que imprecisamente llamamos la cultura política. Este concepto, derivado de los conocidos estudios en torno a la civic culture en varias naciones del mundo
1. Sobre la situación en la zona andina, un buen resumen descriptivo y analítico es el de Kurtenbach et al. (2004).
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desarrollado2, engloba las actitudes cognitivas, emocionales y valorativas que dilatados grupos sociales mantienen acerca de cuestiones políticas relevantes o sobre el sistema político en su totalidad3. Adelantando las conclusiones generales de este ensayo, y con una óptica de largo plazo, se puede afirmar que la continuidad de los valores colectivos premodernos de orientación y su compleja relación con el progreso técnico-económico (derivado, a su vez, de la modernidad occidental) son el aspecto más relevante de las tensiones históricas entre la cultura tradicional y los esfuerzos modernizadores en América Latina, sobre todo en la zona andina, América Central y México, aspecto que se manifiesta claramente en el campo de la cultura política. Esta continuidad de las actitudes cognitivas, emocionales y valorativas frente al sistema socio-político ha sido preservada pese a los numerosos intentos revolucionarios a partir de 1910 (Revolución Mexicana), intentos que han tenido a menudo un carácter modernizante en la economía, la política y la educación. Esta constelación (la persistencia de los valores de orientación paralelamente a los designios modernizadores) ha demostrado ser fuerte y perdurable a causa de la vigencia obvia de los valores y las normas premodernas –casi como un fenómeno natural– en muchos estratos sociales y regiones geográficas del Nuevo Mundo. La validez sobreentendida de un valor de orientación significa que éste se halla internalizado exitosa y profundamente por una porción extensa de la población y que este proceso no necesita de modelos educativos, argumentos racionales o esfuerzos sistemáticos para que las capas prerracionales de la conciencia colectiva se comporten según las normativas heredadas de tradiciones culturales –como la indígena precolombina o la hispano-católica– que, en el fondo, nunca han sido cuestionadas seriamente. Existe naturalmente una extensa literatura que trata de demostrar la compatibilidad de los sistemas organizativos indígenas con la democracia moderna, pero estos estudios no pasan, en general, la frontera de las buenas intenciones4. En un interesante estudio que se ocupa de varias peculiaridades de los casos latinoamericanos, Peter Waldmann nos muestra adónde nos
2. Los dos estudios más conocidos son los de Almond y Verba (1989) e Inglehart (1990). 3. Cfr. Nieto Montesinos (1999); Escobar et al. (2001). 4. Cfr., entre otros, Choque Quispe (2006); Hugo Laruta (2006).
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pueden llevar las prácticas consuetudinarias de la cultura política tradicional en conjunción con el aparato estatal modernizado (2006: 1519). Las tensiones entre los valores de la praxis convencional-conservadora y los esfuerzos modernizantes aparecen aquí en toda intensidad y en el contexto del momento actual. Son reconocibles una serie de rasgos importantes. El primero de ellos es que el Estado pretende regular ámbitos sociales que no controla efectivamente y hacer valer sus leyes en regiones que no ocupa de manera real. Las acciones del Estado conducen a menudo a sobrerreacciones inesperadas de la población, que no pueden ser previstas convenientemente. Los funcionarios de la administración pública y del poder judicial son causa de irritación, temor e incertidumbre, pues ellos a menudo desobedecen premeditadamente la constitución y las leyes. No ejercen la vital función de brindar a la colectividad una muestra continua de buen ejemplo ético-político. A esto coadyuva masivamente la cultura política tradicional. El Estado, que no satisface los requerimientos de la población con respecto al orden y la seguridad, pierde paulatinamente toda legitimidad ante los ojos de la sociedad, sobre todo en el caso de que este aparato exhiba grandes pretensiones de control y regulación y, simultáneamente, los resultados prácticos se muestren exiguos. Entonces el peligro del hundimiento de las normas y del descontrol social emerge con toda gravedad y dramatismo. Por otro lado, la ola democratizadora de las últimas décadas restauró ciertamente procedimientos democráticos y electorales, pero no consolidó efectiva y profundamente el Estado de derecho. La igualdad ante la ley aparece como un mero postulado, mientras que la impunidad de los poderosos pertenece a la vida cotidiana de la nación5. El empeoramiento de la constelación actual puede llevar a un estadio de anomia generalizada, que se da cuando el aparato estatal «no ofrece a los ciudadanos ningún marco de orden para su comportamiento en el ámbito público, sino que es más bien una fuente de desorden» (Waldmann 2006: 18)6. Las actuaciones gubernamentales no ofrecen una base de certezas en cuanto a las actuaciones de los órganos estatales (Estado de Derecho), sino que contribuyen «a desorientar y confundir a los ciudadanos» (ibid.: 19). 5. Sobre la temática de la impunidad cfr. Ambos (2000: 231:257). 6. El concepto de anomia proviene de un clásico de la sociología, Emile Durkheim.
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1. EL
ASPECTO CENTRAL DE LA TENSIÓN ENTRE
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En toda evolución las rupturas son percibidas como tales si existe el trasfondo de alguna continuidad que dé sentido a la totalidad evolutiva. Toda continuidad exhibe interrupciones, modificaciones y correcciones, de modo que toda evolución histórica sólo puede ser comprendida dentro de una dialéctica que englobe continuidades y rupturas. En la parte occidental de América Latina, sobre todo en la inmensa área que comprende desde México hasta Bolivia, se puede detectar la prevalencia de ciertas convenciones sociales que han cambiado relativamente poco con el transcurso del tiempo. La más notable parece ser la cultura política del autoritarismo, practicada –con atenuantes y variantes– en casi todas las regiones y por numerosas etnias y clases sociales7. El fenómeno más importante y curioso es, por lo tanto, la pervivencia de mentalidades premodernas en medio del proceso de modernización acelerada. El término premoderno alude aquí a actitudes autoritarias, prerracionales, rutinarias, convencional-conservadoras y tradicionalistas, las cuales persisten paralelamente a la adopción de normativas occidentales modernas en la esfera económica, la administración pública y el ámbito académico. Esta cultura del autoritarismo no es manifiestamente privativa del acervo latinoamericano, sino que se extiende por buena parte de Asia y África, sobre todo en el ámbito islámico8. Y tampoco conforma una totalidad que perdura sin alteraciones desde un comienzo. Se puede decir, por ejemplo, que las indudables mejoras en el campo de la educación, los contactos más intensos con el mundo exterior y la adopción de modas y valores provenientes del modelo civilizatorio occidental han contribuido de forma clara a mitigar la antigua vigencia del autoritarismo y a introducir pautas de comportamiento más liberales y democráticas. La moral social se ha vuelto más laxa, la tolerancia más amplia y la mentalidad más cosmopolita, 7. Una obra que no ha perdido vigencia es la de Rojas Aravena (1983). 8. No existe, obviamente, un Islam monolítico, autoritario o totalitario, inmutable a través del tiempo, sino un complejo modelo civilizatorio con innumerables matices y variantes. Cfr., por ejemplo, Ayubi (2001); Benzine (2004); Ruiz Figueroa (1996); y sobre todo Küng (2006) –obra inmensa que trata incansablemente de hacer justicia a la cultura, la historia y la teología islámicas.
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aunque este desarrollo no es uniforme y no concierne a todos los estratos poblacionales por igual. La restauración de la democracia en América Latina a partir de 1980, la acción de los medios masivos de comunicación y los nexos con el ámbito externo representan factores que debilitan –hasta cierto punto– el autoritarismo tradicional. De todas maneras parece conveniente mencionar las raíces del autoritarismo, porque este análisis, por más breve que sea, puede darnos algunas luces sobre la continuidad, la fortaleza y la aceptación de esta corriente cultural, y, por consiguiente, puede ayudarnos a entender mejor por qué en buena parte de América Latina los intentos de reforma y revolución han estado y están paradójicamente alejados de un genuino impulso democrático. En la región comprendida entre México y Bolivia la tensión entre una cultura política autoritaria y una modernización parcial puede ser mejor comprendida si consideramos las tres grandes corrientes histórico-culturales que han contribuido a moldear la mentalidad colectiva: el legado civilizatorio precolombino, la tradición ibero-católica y la recepción instrumentalista de la modernidad occidental.
2. EL
LEGADO PRECOLOMBINO
No hay duda de los notables logros de los Imperios inca, maya y azteca (y de otras culturas que los antecedieron) en muchos terrenos de la actividad humana, logros que se extienden desde la arquitectura y la infraestructura de comunicaciones hasta prácticas de solidaridad inmediata y un sentimiento estable de seguridad, certidumbre e identidad –lo cual no es poco, ciertamente–. La dignidad superior atribuida a lo supra-individual fomentó valores de orientación y modelos organizativos de índole colectivista. Los padrones ejemplares de comportamiento social eran la predisposición a la abnegación y el sacrificio, la confianza en las autoridades y el sometimiento de los individuos a los requerimientos del Estado. Todo esto condujo a una actitud básica que percibía en la tuición gubernamental algo natural y bienvenido y que consideraba todo cambio social y político como algo negativo e incómodo. Las civilizaciones precolombinas no conocieron ningún sistema para diluir el centralismo político, para atenuar gobiernos despóticos
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o para representar en forma permanente e institucionalizada los intereses de los diversos grupos sociales y las minorías étnicas. La homogeneidad era su principio rector, como puede detectarse parcialmente aún hoy en el seno de las comunidades campesino-indígenas. Esta constelación histórico-cultural no ha fomentado en estas latitudes el surgimiento de pautas normativas de comportamiento y de instituciones gubernamentales que resultasen a la larga favorables al individuo como persona autónoma, a los derechos humanos como los concebimos hoy, a una pluralidad de intereses y opiniones que compitiesen entre sí y, por consiguiente, al florecimiento de un espíritu crítico-científico. Las comunidades campesino-indígenas se hallan hoy inmersas en un proceso de modernización, y es verosímil que esto último haya sido inducido por factores exógenos, como el contacto diario con el mundo moderno y la influencia de la escuela y de los medios masivos de comunicación (Lucreo 2001). Paralelamente a este decurso modernizante las culturas indígenas del presente conservan a menudo rasgos autoritarios en la estructuración social, en la mentalidad colectiva y también en la vida cotidiana y familiar. Estos fenómenos no concitan el interés de los partidos indigenistas y de sus intelectuales, quienes más bien fomentan una autovisión de los aborígenes basada en un panorama idealizado y falso del pasado: las culturas precolombinas habrían sido profundamente democráticas y no habrían conocido relaciones de explotación y subordinación9. En resumen, la civilización incaica y las culturas azteca, maya y otras anteriores deberían ser vistas como un socialismo revolucionario y original, pero en estadio embrionario. Es precisamente esta concepción la que dificulta la difusión de un espíritu crítico-científico: promueve una visión complaciente y embellecida de la propia historia, atribuye todas las carencias del pasado y de la actualidad a los agentes foráneos y evita un cuestionamiento del comportamiento, la mentalidad y los valores de orientación del propio pueblo. En este campo las corrientes izquierdistas y nacionalistas no han significado una ganancia cognoscitiva y más bien han contribuido a menudo a consolidar los aspectos autoritarios en el mundo indígena. 9. Cfr. el texto apologético de Choquehuanca (Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia) (2006) y Bonfil Batalla (1981).
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También se afirma que la civilización precolombina habría sido fragmentada premeditadamente por las potencias europeas, «estableciendo fronteras, ahondando diferencias y provocando rivalidades. Esta estrategia persigue un objetivo principal, la dominación, para lo cual busca demostrar ideológicamente que en América la civilización occidental se enfrenta a una multitud de pueblos atomizados diferentes unos de otros [...]. Así la identificación y la solidaridad entre los indios, la indianidad, no es un postulado táctico sino la expresión necesaria de una unidad histórica basada en una civilización común, que el colonialismo ha querido ocultar» (Bonfil Batalla 1990: 194). Aunque es indudable que las potencias colonizadoras se han servido del inmemorial principio divide et impera, no se puede negar, por otro lado, que las culturas aborígenes prehispánicas han conocido diferencias, rivalidades, guerras y conflictos casi perennes entre sí. Con toda seguridad el Imperio incaico no sabía nada de aztecas y mayas antes de 1492. El concepto de una «indianidad» solidaria y sin mácula que hubiese abarcado todo el continente es una creación ideológica contemporánea, generada exclusivamente con fines políticoideológicos precisos y profanos por intelectuales que normalmente no tienen mucho que ver ni con la vida rural ni con la sangre indígena. También hoy entre los científicos sociales existen tabúes, aun después del colapso del socialismo. Así como antes entre marxistas era una blasfemia impronunciable achacar al proletariado algún rasgo negativo, hoy sigue siendo un hecho difícil de aceptar que sean precisamente algunos estratos sociales indígenas explotados a lo largo de siglos –y por ello presuntos depositarios de una ética superior y encargados de hacer avanzar la historia– los que encarnan algunas cualidades poco propicias con respecto a la cultura cívica moderna, la vigencia de los derechos humanos y el despliegue de una actitud básicamente crítica. Pese al peligro inminente de generalización indebida, se puede aseverar que los factores de continuidad tradicionalista y convencional se han refugiado de manera preferente en los siguientes ámbitos: la población campesina (de proveniencia indígena), el movimiento sindical, los partidos socialistas y revolucionarios, los maestros de escuela, las fuerzas de orden público (incluyendo todos los que tienen que ver con estatutos jurídicos) y los intelectuales de tendencias izquierdistas y nacionalistas. Contra esta afirmación se puede alegar que entre ellos se encuentran los segmentos sociales más pro-
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clives a la insurrección y más adversos al orden socio-político del neoliberalismo actual, como los campesinos, los intelectuales y los maestros. Todos ellos pueden ser, sin embargo, reputados como tradicionalistas por varios motivos. Estos sectores tienen una cosmovisión paternalista, colectivista e iliberal. Su imaginario está sustentado por viejas y muy arraigadas herencias culturales que provienen del patriarcalismo indígena precolombino y del autoritarismo iberocatólico. Se trata de grupos que no han sido tocados sino tangencialmente por el soplo crítico-analítico de la modernidad occidental. No son revolucionarios en sentido estricto, sino revoltosos. Lo que consiguen estos sectores no son triunfos revolucionarios en el sentido de modificar sustancialmente el estado de cosas, sino ventajas grupales dentro del orden existente. Es innegable su profundo descontento –justificado en muchos casos–, pero no ansían solucionarlo por medio de un socialismo emancipatorio (como lo propugnó originalmente Karl Marx), sino mediante un retorno al orden tradicional, aderezado superficialmente con ideologías extremistas. Están en contra del individualismo liberal y la responsabilidad personal. La suya es una rebelión colectivista que anhela el Estado-providencia y la autoridad severa, pero justa, de un caudillo-patriarca. Aquí se manifiesta el aspecto más relevante y actual de la continuidad de la cultura política latinoamericana, aunque esta última aparezca tachonada de rupturas e interrupciones. Es evidente que casi todos los grupos poblacionales indígenas intentan adoptar lenta pero seguramente numerosos rasgos básicos del mundo occidental, sobre todo en los campos de la técnica y la economía. Como este designio tiene lugar, al mismo tiempo, con el redescubrimiento de sus valores ancestrales, lo que finalmente emerge es una compleja y contradictoria amalgama que tiene una relevancia decisiva para la configuración de las identidades colectivas del presente (Kügelgen 2002). Esta problemática se halla inmersa en el debate mayor10 entre valores particularistas y coerciones universalistas, por un lado, y en la discusión sobre la identidad colectiva, por otro. Además hay que consignar que numerosas reivindicaciones indígenas encubren conflictos muy habituales por la posesión de
10. Cfr., por ejemplo, Jiménez (2006).
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recursos naturales cada vez más escasos, como tierras agrícolas y fuentes de agua. Nada de esto es sorprendente, pues pertenece al acervo de la historia universal.
3. LA
H E R E N C I A C O L O N I A L E S PA Ñ O L A
La mentalidad prevaleciente en la América hispánica no puede ser disociada del relativo estancamiento histórico que sufrieron España y Portugal a partir del siglo XVI. Este atraso evolutivo no puede ser desvinculado del conocido talante iliberal y acrítico que permeó durante largo tiempo las sociedades ibéricas, que fue responsable parcialmente por la esterilidad de sus actividades filosóficas y científicas, por la propagación de una cultura política del autoritarismo y por la falta de elementos innovadores en el terreno de la organización social. Las naciones ibéricas no estimularon ni contribuyeron esencialmente al nacimiento del mundo moderno basado en el desarrollo impetuoso de la ciencia y la tecnología, en la industrialización y la regulación metódica de la vida cotidiana. Al sur de los Pirineos y en el ámbito colonial español y portugués no se dio hasta el siglo XIX una comprensión adecuada de los cimientos espirituales y cognoscitivos de los procesos modernizadores y tampoco, paradójicamente, una actitud crítica con respecto a lo negativo de la modernidad. Muchas usanzas vigentes en la administración pública pueden ser rastreadas hasta la época colonial española, en la cual era proverbial la existencia paralela de estatutos legales (poco respetados) y códigos informales (seguidos estrictamente)11. Desde entonces se puede apreciar una constante que subyace a la cultura política latinoamericana: un edificio majestuoso de leyes, muchas de ellas muy progresistas, humanitarias y ejemplares a nivel mundial, y paralelamente una praxis alimentada por códigos informales, de índole muchas veces retrógrada, una praxis que favorecía y favorece a los fuertes, poderosos y astutos en detrimento de una buena parte de la sociedad, sobre todo de aquellos que apuestan por la honradez, la previsibilidad y la corrección en las relaciones interhumanas. Como se decía en tiempos 11. Los tratados más conocidos son los de Córdova Bello (1975); Góngora (1951); Ots y Capdequí (1976).
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virreinales, se acata, pero no se cumple. Por consiguiente, la cultura política está enmarcada por una apreciación colectiva de la ley que mantiene los estatutos legales en un plano mayoritariamente teórico, donde éstos no influyen gran cosa sobre el terreno de la praxis. Por lo demás, vale el famoso principio práctico-pragmático de la era colonial: «Para el amigo todo, para el enemigo la ley». Esta máxima de comportamiento cotidiano describe la estima ciertamente modesta de que probablemente gozan los códigos formales en el grueso de la población y, simultáneamente, señala la admiración tácita que esta sociedad profesa hacia los logros obtenidos (generalmente al margen de la ley) mediante un proceder astuto y sin muchos miramientos por consideraciones éticas. Desde entonces se puede detectar en América Latina una constante de la vida social y política: una valoración muy alta de la astucia en detrimento de la inteligencia. Además, durante la era colonial la administración estatal desconocía una vocación de servicio a la comunidad. Ni las normas legales ni las prácticas consuetudinarias preveían algo así como prestaciones de servicios en favor del público, a las cuales la burocracia hubiera estado obligada por ley. Algunos males del presente (baste el referirse a las prácticas cotidianas del poder judicial, de la administración pública y de la universidad) tienen que ver casi directamente con aquella tradición sociohistórica. La época colonial conllevó en la América hispánica una marcada propensión al centralismo12, una clara inclinación al estatismo y al burocratismo13 y un cierto desprecio por labores intelectuales y creativas. La atmósfera de las universidades de esa época era similar a la prevaleciente en las Altas Escuelas de la Edad Media: no existía la inclinación a relativizar y cuestionar las certidumbres dogmáticas y los conocimientos considerados como verdaderos. Predominaba en cambio una enseñanza de naturaleza receptiva, basada en la memorización de textos y en la formación de destrezas retóricas. La investigación científica y las capacidades crítico-analíticas no fueron desarrolladas. Los debates podían ser intensos, pero acerca de cuestiones triviales (Mols 1985: 61 y 114). Varias de estas característi-
12. Véase el brillante estudio de Véliz (1980). Para una visión diferente, cfr. MacLachlan (1988) y Morse (1982). 13. Obras que no han perdido vigencia son las de Wiarda (1982) y Góngora (1975).
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cas han persistido hasta hoy. Los intelectuales adscritos al sistema universitario han sido –con pocas y notables excepciones– buenos receptores e intérpretes de ideas foráneas, pero no autores de planteamientos relevantes e innovadores a escala mundial. Como ya se mencionó, los sectores estrechamente vinculados a estos dos legados culturales –el precolombino y el hispano-colonial14– tienden a una cosmovisión paternalista, colectivista e iliberal, que ha resultado ser resistente a cambios culturales. Su propensión al tumulto, que se despliega furiosamente para terminar poco después en mera retórica, encubre el hecho de que amplios sectores poblacionales tienen agravios y resentimientos seculares que se manifiestan por una vía radical que precisamente no ha conocido el Estado de derecho y las prácticas de la democracia contemporánea. Códigos y estatutos formales/legales coexisten desde épocas inmemoriales con reglas informales y normas no escritas, pero de vigencia indubitable y de legitimidad muy enraizada en casi todas las capas sociales y los grupos étnicos de México, América Central y del área situada entre Ecuador y Bolivia. La validez obvia y sobreentendida de los códigos informales otorga a éstos su fuerza normativa y su aceptación popular en dilatados sectores poblacionales. En América Latina los códigos escritos poseen, en general, sólo una función programática, es decir: señalan los límites dentro de los cuales se podría construir, en un futuro incierto y brumoso, un conjunto de reglas racionales y obligatorias. La ley en cuanto programa significa que la sociedad no niega ni renuncia a los estatutos formales, sino que los considera como algo todavía lejano, como un horizonte que señala el rumbo normativo, pero que no entorpece los acontecimientos de la vida cotidiana, la que, como es usual, se rige por principios profanos y por intereses materiales del momento.
4. LA
ADOPCIÓN DE LA MODERNIDAD COMO MERO
INSTRUMENTO TÉCNICO
En la América Latina actual todavía se tiende a adoptar la modernidad occidental en cuanto la proliferación de espacios sometidos a la 14. Véase las obras clásicas de Elliot (1965) y Haring (1966).
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racionalidad de los medios, como se manifiesta de modo patente en la acogida extremadamente favorable que le ha sido deparada a la tecnología en todas sus manifestaciones. Los avances técnicos son percibidos en América Latina como hechos de validez universal, dignos de ser incorporados inmediatamente a las actividades productivas, distributivas y organizativas del país respectivo. Esta concepción en torno al carácter únicamente positivo de la tecnología contrasta con la opinión muy difundida entre nacionalistas, izquierdistas e indigenistas de que la filosofía del racionalismo, el espíritu crítico-científico, el genuino individualismo, el respeto inexorable a los derechos de la persona, el pluralismo ideológico y la libertad de expresión, serían productos secundarios y fortuitos, circunscritos a un ámbito geográfico y temporal restringido (la Europa occidental de los siglos XVI al XIX) y, por lo tanto, de una validez relativa. Fenómenos de vigencia parcial no merecen, obviamente, que se les preste una atención demasiado intensa y menos aún que sean integrados dentro de los valores de orientación de la vida cotidiana15. En América Latina está difundida la idea tácita de que es posible y deseable separar un invento técnico de su contexto científico de origen. La importación masiva de tecnologías ha dejado de lado el sustrato científico, el espíritu crítico e indagatorio que hicieron posible la ciencia y, por consiguiente, el florecimiento técnico-industrial contemporáneo. La apropiación incesante de tecnologías civiles y militares, consideradas como productos neutrales de la inventiva humana y, por lo tanto, libres de las peligrosas inclinaciones occidentales en favor de actitudes indagatorias y probatorias, sirve para tender un velo sobre la posible intención socio-política que subyace a numerosos intentos de modernización acelerada: la preservación de estructuras premodernas de tinte marcadamente antidemocrático, iliberal y antipluralista. Aquí se puede constatar claramente la fuerza normativa de la continuidad cultural en los territorios situados entre México y Bolivia. Los aspectos mencionados de las tradiciones precolombina e iberocatólica no juegan, empero, un rol decisivo con respecto a todos los estratos sociales de la región. El punto de referencia para la elite buro15. Cfr. Costa (2003), donde el autor expone la cómoda y popular teoría de que los derechos humanos no tienen carácter universal y, por ende, pueden ser relativizados porque pertenecerían casualmente a una tradición específica, la de Europa occidental.
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crática del poder, para los responsables de configurar la opinión pública y para la mayor parte de las clases medias no es la cultura indígena ni la herencia ibero-católica, sino las normas y los valores encarnados en la cultura globalizada de Europa occidental y América del Norte. Todos estos segmentos sociales han sufrido un proceso más o menos largo de asimilación y aculturación, tomando como propios los padrones de orientación de la civilización norteamericana del presente y considerándolos como parámetros obligatorios de la evolución histórica universal. Al mismo tiempo, la conciencia colectiva latinoamericana intenta renovar su legado socio-cultural y contraponerlo en ámbitos marginales (como la familia, la vida íntima y algunas manifestaciones de cultura popular) al modelo irradiado desde los centros metropolitanos, pero con un resultado relativamente mediocre. La cultura latinoamericana se halla a la defensiva dentro del universo del desarrollo científico-tecnológico de proveniencia metropolitana. Pero esta resistencia es mayoritariamente retórica y de poca influencia real en la praxis cotidiana. La adopción de los paradigmas metropolitanos de desenvolvimiento socio-económico y de pautas de consumo de proveniencia occidental ha sido facilitada enormemente por las mejoras en el campo de las comunicaciones, por el incremento de los contactos personales y por la ampliación de las oportunidades de educación superior. Las aspiraciones colectivas cada vez más altas en lo que concierne al nivel de vida, al consumo y a las distracciones conforman el fenómeno moderno de la revolución de las expectativas crecientes, que puede ser también definido como el anhelo colectivo de obtener lo más pronto posible los frutos de las sociedades altamente desarrolladas del norte, frutos que desde el interior de los países latinoamericanos son vistos como reivindicaciones justas, deseables y obvias por casi todas las corrientes de opinión del espectro político-ideológico. Por la ausencia de una tradición cultural verdaderamente crítica, la conciencia colectiva está abierta y simultáneamente sometida a los llamados efectos de demostración de un modo de vida supuestamente superior.
5. LA
RESISTENCIA A LA MODERNIDAD PRACTICADA
Es innegable el profundo descontento de dilatados estratos sociales con lo que realmente se ha alcanzado en América Latina en térmi-
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nos de un desarrollo moderno, pues no ha logrado beneficiar a amplios sectores. Se puede hablar de una desilusión creciente que prepara el camino para los movimientos neopopulistas, socialistas e indigenistas (como protesta a una modernización percibida como insuficiente y clasista). Pero en muchos contextos históricos estos movimientos no ansían solucionarlo por medio de un socialismo emancipatorio (dentro de la modernidad racionalista), sino mediante un retorno al orden tradicional, aderezado con ideologías extremistas de moda. Están en contra del individualismo liberal y la responsabilidad personal; la suya es una rebelión colectivista que anhela el Estado-providencia y la autoridad severa pero justa de un caudillopatriarca. El paternalismo es una de las constantes de la mentalidad latinoamericana: casi todos protestan contra el Estado, pero acuden a él cuando surge cualquier problema. Todo esto ha contribuido a generar una atmósfera poco favorable a una cultura política democrática y pluralista, enmarcada en una corriente racionalista. Los sectores izquierdistas e indigenistas pretenden, en el fondo, la restauración de un modelo social premoderno, jerárquico y, sobre todo, simple, en el cual todos reconozcan fácilmente su lugar y su función y tengan asegurada la existencia cotidiana. Desean como meta ulterior un orden social sin conflictos y sin discusiones ideológicas, donde el Estado les libere de la pesada responsabilidad de tomar decisiones personales y donde no tengan que exponerse al riesgo de la libertad individual. Para estos grupos lo positivo está representado por la homogeneidad social y la unanimidad política, y lo negativo por la diversidad de intereses, la división de poderes, la competencia abierta de todo tipo y el pluralismo ideológico16. Se puede aseverar que estas observaciones sólo podrían aspirar a un esclarecimiento parcial de la problemática, ya que la modernización habría incursionado exitosamente en todos los sectores sociales del país. La antigua estratificación social, rígida, poco diferenciada y proclive a producir conflictos violentos, era evidentemente la contraparte de un estado general de atraso, expresado en bajas tasas de urbanización, alfabetización y atención médica. Pero aun considerando 16. Cfr. el ensayo clásico de Dealy (1982: especialmente 77-80). También García Hamilton (1998).
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los considerables cambios en la estructura social de la región que se han producido durante los últimos cincuenta años, no hay duda de que los valores convencionales de orientación han exhibido una resistencia notable a cualquier cambio profundo. Esta lentitud de las alteraciones en el plano cultural –frente a la celeridad en la adopción de parámetros técnicos– es algo que las ciencias sociales conocen de vieja data, y conforma uno de los factores centrales en la actual composición de la cultura política. Muchas veces las grandes metas revolucionarias, de carácter reivindicacionista histórico, configuraban el intento de retornar a un pasado mítico (el ámbito indígena anterior a la colonia española) o de renovar los experimentos socio-políticos del pasado (como el nacionalismo revolucionario de medianos del siglo XX), cuyos resultados globales no fueron demasiado brillantes. Con otras palabras: las llamadas rupturas revolucionarias conforman también una línea de continuidad tradicional, con sus paradigmas socio-políticos, sus leyendas pseudo-religiosas y sus ideologías populares17. El ya mencionado nacionalismo revolucionario tiene sus antecedentes en gobiernos populistas del siglo XIX y, sobre todo, en regímenes reformistas con elementos militares, como fueron los varios procesos peronistas en Argentina, sobre todo en los períodos 1943/46-1955 y 1973-1976. El peronismo actual, con fuertes elementos democrático-liberales y procapitalistas, ya no pertenece del todo a esta tradición. Otra de las conclusiones es que tampoco las llamadas élites tradicionales pudieron establecer una continuidad histórica sin rupturas. Sin sistematicidad y sin convicciones profundas, las fracciones esclarecidas y modernizantes de las mismas se esforzaron por introducir un programa vinculado a la democracia representativa liberal (Estado de derecho, educación gratuita y obligatoria, institucionalización del aparato estatal, introducción de elementos meritocráticos en la administración pública, etc.), pero en varios países las fracciones más conservadoras y convencionales de las mismas élites siguen reteniendo el control sobre el aparato estatal. En el ejercicio del poder no exhiben las virtudes que tuvieron las clases altas en numerosos países de la cultura occidental, sino que se dedican a prácticas corruptas con un entusiasmo digno de mejores causas, además de demostrar un desem17. Para el caso boliviano cfr. el original aporte de Francovich (1980).
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peño técnico marcadamente mediocre. Hubo obviamente algunos períodos históricos rescatables bajo el gobierno de las clases tradicionales (el ejemplo más notable fue el largo período argentino dominado por la aristocracia liberal de Buenos Aires entre 1862 y 1943), pero la memoria de estos regímenes está ensombrecida por una visión historiográfica nacionalista y/o socialista, que ha resultado ser inmensamente popular en la conciencia colectiva de la nación respectiva. Después de todo la historia es escrita por los triunfadores, para quienes la imparcialidad es un atributo secundario. La resistencia a la modernidad político-cultural está representada hoy en día por el nacionalismo, el indigenismo y el populismo en cuanto factores de continuidad histórica. En cierto sentido se puede pensar que estos factores representan una ruptura con la tradición socio-política actual del Nuevo Mundo. Esto es así con respecto al experimento neoliberal de 1980 al presente, pero estas corrientes significan simultáneamente un renacimiento de viejas prácticas sociales de implantación profunda e indudable popularidad y, por lo tanto, constituyen factores recurrentes de continuidad político-cultural. Los fenómenos contemporáneos de populismo, nacionalismo e indigenismo surgen como una respuesta creíble y ampliamente aceptada al dilema conformado por los procesos traumatizantes de aculturación y por una identidad colectiva amenazada y, al mismo tiempo, atraída por la civilización del norte. El nacionalismo posee, en el fondo, la función de una ideología anticolonialista de modernización, doctrina creada y difundida por los intelectuales de raigambre izquierdista autoritaria, que a la vez anhelan la superación de la tradicionalidad pre-industrial y la consecución de la modernidad en su carácter técnico-industrial. El componente ideológico nacionalista y populista sirve evidentemente de cortina de humo, pero también como un mecanismo proveniente de las capas profundas de la tradición que apuntala un sentimiento de identidad colectiva que está en peligro. En México, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia el nacionalismo indigenista entra en escena como una actitud recurrente de rechazo a la civilización occidental-metropolitana y, al mismo tiempo, como un mecanismo de consolidación de la cultura y los valores aborígenes, es decir, como un elemento claro de continuidad de una cierta tradición. El rechazo al «legado occidental» es bastante selectivo, ya que se limi-
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ta a las esferas de la cultura, la vida social e íntima y la religión, pero no comprende los campos de la economía y la tecnología. Este nacionalismo abarca asimismo una visión mejorada y embellecida del propio pasado, una visión que glorifica indiscriminadamente los períodos previos a todo contacto con Occidente y que, en general, prescribe el sometimiento del individuo bajo entes colectivos como la nación y el Estado. Hay que insistir en señalar el carácter anti-individualista de las doctrinas radicales bajo todas sus formas de nacionalismo, populismo y socialismo: todas ellas subrayan la imperiosa necesidad de que el ciudadano se integre en el seno de una identidad colectiva –el pueblo eterno, el gobierno fuerte, el Estado omnipresente, el partido único–, de la cual se deriva recién la razón de ser del individuo.
6. NACIONALISMO
E INDIGENISMO COMO MECANISMOS DE
PROTECCIÓN CONTRA LOS EXCESOS DE LA MODERNIDAD
Los individuos más proclives a buscar la solución para sus dilemas existenciales en estas corrientes son aquellas personas que han sido arrancadas de su ambiente habitual, signado por valores provenientes del mundo pre-industrial y hasta rural (como la solidaridad inmediata que brindan los grupos primarios intactos), y transplantadas a un modo de vida marcado por normas cambiantes y abstractas y por la anonimidad, como es la atmósfera de las ciudades modernas. Los campesinos de origen indígena conforman una buena porción de estos grupos. Cuanto más rápidas las alteraciones que sufre una sociedad, tanto más probable es que brote un movimiento que busca seguridad ideológica y ética en un (aparente) retorno a las fuentes de la identidad autóctona. La moral convencional y sus símbolos no hallan referentes en una realidad determinada por normas seculares y modernas; los individuos, desgarrados de su origen pre-industrial y rural, no saben dónde y cómo aplicar los preceptos morales que aprendieron en la infancia y la juventud18. El nacionalismo populista actúa como un mecanismo psíquico-ideológico que induce a ver el 18. Véase el estudio basado en elementos empíricos y testimoniales de Samanamud Avila (2006: 95-109, especialmente 98).
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mundo moderno como algo amenazador, algo que debe ser combatido según las reglas claras de las propias tradiciones, compartidas sobre todo por las capas populares. Este proceso asegura una identidad conocida y presuntamente sólida a los grupos que se hallan confundidos por los decursos acelerados del cambio modernizador y que están en peligro de caer en una anomia cultural aguda. Los grupos radicales adscritos a estas corrientes reemplazan a menudo a la familia extensa y a las amistades del ámbito pre-moderno. Su aparato doctrinal elemental cumple un rol imprescindible en favor de las masas poco educadas de la población: ayudan a comprender lo incomprensible y a hacer digerible lo complejo. Esto conlleva, sin embargo, una fatal simplificación del proceso modernizador y la inclinación a juzgar todos los fenómenos de acuerdo a la óptica binaria de «propio/ ajeno» y «amigo/enemigo»19. El nacionalismo y el populismo son ideologías que, hasta cierto punto, permiten una absorción creíble de las desilusiones que produce la modernidad, pero a costa de falsificar la realidad. El indigenismo no representa únicamente un retorno irracional al pasado y a sus convicciones religiosas como base de toda construcción social. Es también una protesta justificada contra las durezas y ambivalencias de la modernidad en el contexto extra-europeo, es decir, un alegato contra la simultaneidad de emancipación y soledad, apertura al mundo y desprotección del individuo, perfeccionamiento de los medios y desaparición de los fines; constituye, bajo su ropaje de ideologías irracionales y mitos religiosos, un intento, probablemente anacrónico, de reconciliación del hombre consigo mismo, con la sociedad y la naturaleza. El fundamento intelectual de estos movimientos es, en parte, la corriente más radical y politizada de las doctrinas conocidas como filosofía y teología de la liberación20. El filósofo Enrique Dussel, a quien se considera habitualmente como un representante distinguido de estas doctrinas, ha gozado y goza de una dilatada influencia en ambientes académicos y políticos latinoamericanos adscritos al nacionalismo y socialismo indigenistas21. ¿Cómo no va a ser popular en el
19. Un ejemplo de ello es la obra inspirada en Martin Heidegger de Bautista (2006). 20. Sobre este contexto cfr. Moreno Villa (1995). 21. Una obra temprana de Dussel sigue ejerciendo una notable influencia (1973).
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área andina una concepción que proclama que en el suelo latinoamericano conviven dos culturas opuestas entre sí: una superficial y vistosa, demoníaca y mundana, inauténtica y elitaria, producto de la civilización decadente de Europa, y otra profunda y medio oculta, pero que viene de abajo y está apegada a la tierra y comprometida con el aquí y el ahora, la de origen indígena? Sólo las «clases oprimidas y marginadas» representarían «una alternativa real y nueva a la futura humanidad, dada su metafísica alteridad», porque son «lo Otro» de la totalidad moderna y capitalista (Dussel 1980: 90). Estos escritos proclaman un dualismo extremista entre el bien que es la «alteridad» (verdad, colectivismo, solidaridad de los pobres y explotados, lo nuevo absoluto, utopía brillante) y el mal que es la «totalidad» (mentira, individualismo, egoísmo de las elites, realidad detestable, la propiedad privada como fuente de todos los males y las tiranías). Se trata un verdadero maniqueísmo fundamentalista que induce a un rigorismo moral-político que tiene poco que ver con los problemas cotidianos de las sociedades latinoamericanas, es decir, con su identidad múltiple y cambiante y sus complejas relaciones con el mundo occidental. Este dualismo maniqueísta y su correlato ético-social pertenecen al núcleo del pensar y sentir de muchas comunidades rurales latinoamericanas, especialmente en la región andina, y aunque se hallen en cierto proceso de declinación, todavía manifiestan una visión del mundo compartida por amplios segmentos poblacionales. Los variados estudios en torno a la religiosidad popular y el enaltecimiento concomitante de una esencia indeleble latinoamericana reproducen este dualismo, aunque a un nivel intelectual más refinado, y son inadecuados para aprehender la realidad contemporánea, signada por una multiplicidad de identidades híbridas, procesos cambiantes de aculturación y mixturas civilizatorias de la más diversa índole. El núcleo de aquella esencia identificatoria latinoamericana estaría constituida por el catolicismo ibérico tradicional, el ritualismo y el comunitarismo de las religiones precolombinas, el barroco en cuanto forma original de síntesis cultural y los modelos de convivencia de las clases populares, presuntamente incontaminadas por la perniciosa civilización occidental moderna. No hay duda de que estas doctrinas representan la nostalgia de sus autores por sistemas ideales de solidaridad humana que nunca han existido, su animadversión por la compleja
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modernidad contemporánea y una curiosa simpatía, típica de sofisticados intelectuales de ciudad, por los resabios populares y anti-elitistas del orden premoderno y rural, es decir, por la porción de la tradicionalidad menos digna de ser recuperada22. Estas doctrinas son importantes en el marco del indigenismo nacionalista porque articulan a un buen nivel argumentativo sus principios teóricos y sus designios normativos. Son ellas las que en sentido sustancialista han definido la identidad latinoamericana como una misión histórica: el sentimiento de la unidad universal, la tarea de hacer avanzar el mundo hacia una cultura universal e integrada. Esta concepción histórico-ética de la identidad continental se complementa por una idea romántica, propia de elites intelectuales, acerca de la comunión entre el hombre y la naturaleza en el Nuevo Mundo. La relación vital (y no casual) de los habitantes con su territorio produce una sabiduría popular, más inmediata y profunda y, por ende, más correcta que todo saber científico y libresco, en torno a las fuerzas que determinan la evolución del planeta, sabiduría que se sedimenta en mitos antiguos como el andino de la Pachamama, que atribuye con toda justicia a la Madre Tierra un carácter sagrado (Cullen 1978: 14 y ss.). Y es obviamente el pueblo –los indígenas, campesinos y trabajadores explotados– el que posee aún las raíces telúricas que le permiten mantener vínculos aceptables con ese horizonte geográfico, religioso y cultural en el marco de un proyecto de liberación (Dussell 1980: 89). Como es lo habitual en estos casos, los elementos de telurismo, populismo e indigenismo se coaligan en un corpus teórico que desdeña el racionalismo, la Ilustración y naturalmente la democracia moderna en cuanto factores exógenos, e idealiza el pasado precolombino, la cultura y religiosidad populares, la tradición ibero-católica y el legado político-institucional del populismo en cuanto factores endógenos23. No es superfluo añadir que estas doctrinas, tan críticas del racionalismo occidental, se adhieren mansamente a la conocida mixtura teórica compuesta por la obra de Martin Heidegger, el posmodernismo y el relativismo axiológico24. Los filósofos de la liberación terminan en la
22. Un resumen actual de toda la teoría en Dussel (2006). 23. Cfr. la más notable apología de esta corriente: Laclau (2006); también Follari (2006). 24. A este respecto cfr. un testimonio interno de esta doctrina: Moreno Villa (1998).
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apología abierta y entusiasta de los caudillos clásicos del Nuevo Mundo y de otras regiones, porque estos «hombres telúricos» –desde Simón Bolívar hasta Fidel Castro– representarían a la verdadera humanidad y serían «el prototipo del hombre político», los «profetas de la vida» y los «fundadores de la libertad» (Dussel 1980: 96 y ss.), personajes carismáticos que saben encarnar los anhelos y los símbolos del pueblo, que detentan su confianza. Ellos personifican a la «patria como autoconsciencia» y son obedecidos con gozo porque el pueblo «se sabe autoconducido» (Cullen 1978: 24)25. A esto no hay mucho que agregar: lo deplorable es la persistencia, es decir, la notable continuidad de estas doctrinas autoritarias a través de largas décadas.
7 . P E R S P E C T I VA S
DE LARGO PLAZO
La historia latinoamericana –como cualquier otra– puede ser vista como una serie interminable de fenómenos de mestizaje y aculturación. Además de las innumerables mezclas étnicas, se han dado variados procesos mediante los cuales la América Latina contemporánea ha producido una simbiosis entre los elementos tradicionales y los tomados de la civilización triunfante, donde hasta las diferentes variantes del populismo conformarían elementos de justicia social e innovación teórica (cfr. Arrázola 1996). Se puede afirmar, por consiguiente, que la actual ola en pro de la recuperación de tradiciones endógenas en el plano socio-cultural pretende, en el fondo, consolidar identidades colectivas devenidas precarias. Estos intentos no han podido o no han sabido crear modelos verdaderamente diferentes con respecto a las exitosas naciones metropolitanas de Occidente, sobre todo en lo concerniente a las últimas metas normativas que hoy en día definen lo que es desarrollo: modernización, alto nivel masivo de vida, tecnificación en un contexto urbano y un Estado nacional más o menos eficiente. A comienzos del siglo XXI lo más razonable parece ser una síntesis entre principios universalistas y valores particularistas que por un lado logre preservar elementos identificatorios aceptables de las tradiciones de cada pueblo y por otro pueda generalizar lo positivo de la civilización occidental. 25. Cfr., también, Cullen (1997).
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Pese a los numerosos factores positivos de esta síntesis, se debe también resaltar que en este contexto la constitución y los estatutos legales pueden quedar reducidos a lo que siempre eran: formalismos que pueden ser desobedecidos sin mucho trámite, pues lo importante es y ha sido otra cosa: la exaltación del líder carismático, la expansión de la demagogia y de la «verdad oficial» y la lucha contra el enemigo externo (Krauze 2005: 6). Los resultados en el campo de la cultura política son un cierto desprecio por el orden legal, la domesticación y –si se puede– la anulación del orden legal-institucional. Por la experiencia histórica se puede aseverar que este tipo de régimen propaga la ilusión de un futuro mejor para las masas. Esta meta, de una enorme fuerza normativa, hace aparecer los institutos legales y cualquier procedimiento para limitar (es decir, para civilizar) el poder como un factor obstaculizador de ese designio de mejora y progreso. Y por ello los derechos humanos, los mecanismos para asegurar los derechos de las minorías y la invulnerabilidad del individuo adquieren automáticamente la cualidad de cuestiones de segunda importancia ante los ojos de las masas sometidas a la propaganda populista. El populismo alimenta la engañosa ilusión de un futuro necesariamente mejor –en vista de las desilusiones que produjo el neoliberalismo en acción–, enmudece la crítica, entibia el análisis y convierte el espíritu público en algo inofensivo. Los valores de la tradición democrática son ahora percibidos como un lamentable anacronismo y como un residuo oligárquico, como una inaceptable constricción del poder y la justicia populares. Esta actitud es adversa a un análisis crítico de sus premisas, ya que exalta el carácter y el presunto núcleo de un poder original, no derivado, inmediato y espontáneo, y así impide el surgimiento de una mentalidad crítica entre las masas. Este poder pretendidamente original no se manifiesta como el poder de los ciudadanos en la dura praxis histórica de la vida cotidiana, sino que se expresa como la potestad irrestricta del gobierno de turno. Como dice Enrique Krauze, en todos los regímenes populistas se percibe «un apego atávico a la “ley natural” y una desconfianza a las leyes hechas por los hombres» (ibid.). Todo esto proviene de una noción específica de soberanía popular, una noción mantenida premeditadamente en forma arcaica y simplista que puede ser rastreada hasta los neoescolásticos españoles de los siglos XVI y XVII y que, de manera intensificada y a causa de su carácter anti-oligárquico, jugó un rol
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importante en las guerras de la independencia y en muchos movimientos insurgentes de América Latina desde el siglo XIX26. La mayoría de los procesos de modernización en el Tercer Mundo combina la adopción de valores metropolitanos de orientación colectiva –modernización y urbanización aceleradas, consumo masivo, tecnificación de la vida cotidiana– con la preservación de la cultura política tradicional y pautas premodernas de comportamiento en las esferas familiar y espiritual. Esta mixtura, que ciertamente resulta exitosa para consolidar una identidad colectiva amenazada y anacrónica, es al mismo tiempo favorable para perpetuar prácticas y padrones irracionales y parcialmente totalitarios en nombre de una herencia cultural genuinamente propia y bajo el barniz de un designio progresista de desarrollo. Regímenes nacionalistas, populistas, reformistas y socialistas han reproducido la herencia autoritaria y han consolidado instituciones antidemocráticas, y al proceder así han actuado de acuerdo a prejuicios profundamente arraigados e indudablemente populares del preconsciente colectivo27. Sistemas consagrados al libre comercio y a la economía privada conviven igualmente con el legado autoritario en la esfera socio-política y descuidan nolens volens la programática liberal en los terrenos político, institucional y cultural. La conjunción de autoritarismo practicado masivamente y de modernización parcial en la esfera técnico-económica puede ser considerada como el rasgo característico de la evolución histórica del Tercer Mundo en la segunda mitad del siglo XX y a comienzos del XXI, aunque este enunciado demasiado categórico y general –y precario como toda afirmación con pretensiones globales en ciencias sociales– quede relativizado por un número muy elevado de excepciones. Lo que se puede aseverar con cierta seguridad es que estos modelos de modernización autoritaria e iliberal gozan de la estima de las más variadas corrientes ideológico-políticas. El reverso de los innumerables esfuerzos por rescatar una identidad colectiva válida, inconfundible y propia en medio de un mundo cambiante como es el globalizado del presente, consiste en el intento de revitalizar la herencia socio-cultural del autoritarismo (contraria al espíritu crítico) y, simultáneamente, de poner este legado al servicio de 26. Entre la amplia literatura existente sobre la temática, cfr. Dealy (1977). 27. Sobre esta temática, en combinación con el occidentalismo como ideología compensatoria, cfr. Buruma y Margalit (2005: 10, 13, 16, 60 y ss.).
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un desarrollo rápido basado exclusivamente en el progreso material y técnico, en una urbanización galopante y en una visión unilateralmente instrumentalista de la modernidad. Los aspectos positivos y a largo plazo valiosos que la Era Moderna trajo consigo en Europa occidental –el sistema parlamentario de gobierno, el pluralismo de ideas, partidos y planteamientos, el libre desenvolvimiento de un espíritu abierto al conocimiento, a la crítica y a los métodos experimentales, la concepción sobre el valor irreductible e irreemplazable del individuo, la libertad de prensa, el derecho a disentir, la conformación de una sociedad civil fuerte frente a un Estado con un comportamiento previsible– corren el riesgo de ser percibidos como algo foráneo, superfluo y dañino o de ser aceptados sólo de manera amputada y deformada. Lo más preocupante de este fenómeno a largo plazo es la utilización irracional de la tecnología moderna y de los métodos contemporáneos de organización en pro de fines irracionales, autoritarios y hasta antihumanistas, un peligro que se ha dado en los tres continentes del Tercer Mundo y cuya manifestación más evidente es el fundamentalismo islámico radical. El nacionalismo en América Latina carece de rasgos imperialistas y racistas y abraza más bien aspectos de una ideología modernizante anticolonialista (según la cual los intelectuales y el Estado toman el papel que le cupo jugar a la burguesía europea en el primer proceso de acumulación de capital e industrialización), pero no está de ninguna manera inmunizado contra las tentaciones de un poder totalitario e irracional y contra la utilización antihumanista de las posibilidades técnicas de la actual sociedad globalizada. Las ideologías populistas, nativistas y nacionalistas representan, en momentos de crisis generales, formas más o menos autóctonas para la articulación de contenidos, demandas y resentimientos políticos y, por otra parte, un instrumento relativamente idóneo para absorber el potencial de protesta social y para movilizar las masas descontentas de acuerdo, empero, a parámetros convencionales. Estas ideologías seculares poseen la facultad de despertar y canalizar socialmente elementos de origen teológico-religioso y de efectuar durante los decursos de aculturación la transición de un modelo meramente pasivo-imitativo a uno activo-sincretista28 –que parece hoy en día ser 28. Sobre el nacionalismo como ideología modernizante en el ámbito islámico, véase Tibi (1987: 30 y ss.).
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la norma de los procesos de aculturación en América Latina–, pero aun así están alejadas de una visión colectiva de índole crítica en torno al pasado de la nación respectiva y sus tradiciones autoritarias. Por consiguiente, lo probable es que las nuevas síntesis socio-culturales exhiban una cierta originalidad y estabilidad, pero que no vinculen la nueva identidad con un espíritu crítico-democrático.
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E L MONARQUISMO MEXICANO . ¿U NA MODERNIDAD CONSERVADORA ? To m á s Pé re z Ve j o
1. EL
MONARQUISMO MEXICANO COMO PROBLEMA
El 19 de julio de 1862 una Asamblea de Notables proclamó en la Ciudad de México el Imperio y anunció la invitación a Maximiliano de Habsburgo a ocupar el trono de México. Daba así inicio uno de los episodios más extraños y peor explicados de la vida política hispanoamericana del siglo XIX. La extrañeza, o rareza, es ante todo estadística: de todas las naciones surgidas en lo que habían sido territorios de la antigua Monarquía Católica sólo España y México optaron en algún momento de su desarrollo político por un sistema monárquico. Opción que puede considerarse «natural» en el caso de la primera, en la medida en que ésta se construyó e imaginó simbólicamente como heredera de la antigua monarquía, pero que resulta bastante extravagante en la segunda, construida e imaginada como rechazo de lo que la Monarquía Hispánica y las formas monárquicas de gobierno habían sido y representado. La rareza es todavía mayor si consideramos que en ninguna de las demás naciones hispánicas del continente americano la monarquía llegó a ser una opción real de gobierno. La peor explicación deriva de una historiografía que ha tendido a ver en el efímero reinado del último de los Habsburgo en México poco más que un excéntrico episodio de las políticas imperialistas de Napoleón III1. Como consecuencia, el proyecto político que lo sus1. Recuérdese que la familia de los Habsburgo es la que más tiempo ha gobernado el territorio de lo que actualmente conocemos como México, incluido el priísmo.
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tentó, el de los conservadores mexicanos, se ha visto reducido a algo completamente secundario, casi anecdótico, un movimiento reaccionario, de carácter marginal, supeditado a intereses extranjeros y cuyo único programa habría sido el rechazo al liberalismo y la vuelta al Antiguo Régimen. Tal como afirma Reyes Heroles, «los “puntos esenciales” de la “fe política” de los conservadores son bien simples: intolerancia, mantenimiento incólume de los bienes de la Iglesia, centralismo a rajatabla, nada de democracia popular» (1994: II, 350)2. Un problema que se ha visto agravado por la tendencia de la historiografía mexicana a identificar liberalismo y nacionalidad y, como consecuencia, a descalificar a los conservadores no sólo como reaccionarios sino también como antipatriotas. El conservadurismo mexicano quedaría así reducido a un movimiento político antinacional y antimoderno, enemigo tanto de la nacionalidad mexicana como del progreso. Una interpretación maniquea, cuyo origen se encuentra en los discursos elaborados por los propios liberales decimonónicos como arma de lucha política y en la que no se sabe cuál de las dos acusaciones es más grave, si la de antinacionales o la de antimodernos. Los conservadores habrían sido así, ya desde el mismo momento de la independencia, la encarnación del mal: «la contienda actual que se agita en la república no es nueva, sino la misma que en 1810 sostuvieron los amigos de la libertad y del progreso contra la tiranía y el fanatismo» (Francisco Zarco, «Editorial. Curioso documento histórico», El Siglo XIX, 15-II-1856)3. Habrían perseverado en su voluntad de destrucción de México y de rechazo a la modernidad hasta su derrota y desaparición de la vida pública con la victoria de Juárez sobre Maximiliano, «Desde que el periódico monarquista apareció [se refiere a El Universal] […] sus escritos no han sido otra cosa que una filípica contra la nación mexicana» («El partido conservador», El Monitor Republicano, 16-VIII-1850). 2. Nótese el uso entrecomillado de «puntos esenciales» y «fe política», pareciera que los conservadores no pudiesen tener lo uno ni lo otro, y estamos hablando de un texto importante sobre el pensamiento político mexicano del siglo XIX. 3. Un editorial sin firma de este mismo periódico de unos pocos años antes es todavía mucho más explícito, al afirmar que «es un hecho digno de observación que el partido conservador, el partido a priori, como el mismo se llamó hace poco para indicar que existe antes de la independencia, lo cual es bien sabido, puesto que estuvo al lado de los virreyes contra los insurgentes» («Editorial. El protectorado español», El Siglo XIX, 6-VII-1853).
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Sin embargo, difícilmente se puede mantener ni lo uno ni lo otro: ni la dependencia del proyecto conservador de intereses extranjeros, Napoleón III en este caso concreto, ni su carácter de movimiento reaccionario cuyo programa político pueda reducirse a preconizar la vuelta al Antiguo Régimen. Sobre lo primero, se puede afirmar que el conservadurismo mexicano es un movimiento nacional, nacionalista incluso, que responde a genuinas y legítimas preocupaciones de una parte de las elites del país por el futuro de México y cuya confluencia de intereses con Napoleón III es bastante circunstancial. Estamos ante una corriente de fondo que afloró repetidamente durante las primeras décadas de vida independiente. Sólo por referirnos a uno de sus aspectos más extraños, la preferencia por el sistema monárquico, hay que recordar que ya antes hubo una primera instauración monárquica con Iturbide y su efímero Primer Imperio Mexicano; que en 1830, si hemos de creer a un periódico de la época, El Atleta, la junta de ministros, «después de una larga discusión», llegó a la conclusión de que «una monarquía traería mil ventajas» (El Atleta, 20 de abril de 1830)4; y, sobre todo, que uno de los intentos de reinstauración monárquica más sólidos fue el encabezado por Lucas Alamán en 1845-1846 sin que, obviamente, ni Napoleón III ni Francia tuviesen ningún papel en él5. Tampoco se debe de olvidar que aunque sólo en México tuviera relativo éxito, el monarquismo fue un fantasma que recorrió Iberoamérica con una cierta intensidad en las primeras décadas del siglo XIX. Está, por supuesto, el caso de Brasil y su, desde la perspectiva de la época, exitosa y tranquila transición de la colonia a la independencia, que tanto contrastaba con la inestabilidad de las repúblicas hispanoamericana, pero están también las conocidas pro4. Según este periódico participaron en la reunión Lucas Alamán, quien propuso ofrecer la corona a un príncipe de la Casa Real inglesa, Francisco Facio, quien expresó sus preferencias por alguno de los Borbones españoles, y Anastasio Bustamente, que propuso a alguno de los herederos de Iturbide. 5. En este proyecto de restauración monárquica el papel de principal aliado correspondió a España y no a Francia, no sólo porque retomaba el Plan de Iguala y su propuesta de ofrecer el trono de México a alguno de los príncipes de la Casa Real española, sino porque contó con el apoyo del ministro plenipotenciario de España en México, Salvador Bermúdez de Castro, y con la activísima participación de uno de los múltiples hispano-mexicanos de nacionalidad difusa presentes en la vida pública mexicana de las primeras décadas de vida independiente, el agiotista de origen vasco Lorenzo Carrera. Para un análisis detenido de la conspiración monárquica de 1845-1846, véase Soto (1988).
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puestas monárquicas de San Martín. Quizá su única diferencia con Iturbide sea que éste pudo llevarlas a cabo y aquél no. Tenemos asimismo las propuestas del también rioplatense Belgrano, las del chileno O’Higgins, las del caraqueño Andrés Bello, quien en 1820 escribe a Blanco White afirmando que la paz y la estabilidad en la América española «no podrá consolidarse jamás bajo otros principios que los monárquicos» (Blanco White 1971: 343), e incluso las del propio Bolívar, quien en su propuesta constitucional de 1826 contempló la figura de un «presidente vitalicio» que resulta poco menos que una especie de monarca republicano6. Si no es un movimiento fruto de las políticas imperiales e imperialistas de Napoleón III, menos todavía es un movimiento reaccionario clásico cuyo programa político pueda reducirse a la restauración del Antiguo Régimen. El pensamiento conservador mexicano, tal como se muestra en la obra de su representante más conspicuo, Lucas Alamán, es mucho más heredero de Edmund Burke que de Josep de Maistre, más del doceañismo gaditano que del Manifiesto de los persas. Su propuesta política es un reformismo gradual, no el inmovilismo ni menos todavía la vuelta al pasado. Lo mismo podría afirmarse del resto de las figuras prominentes del partido conservador7. Tal como lo expresa en 1849 el periódico El Universal el objetivo de los conservadores sería conjugar conservadurismo y progreso: El principio conservador, el principio democrático, he aquí las dos palancas con que debe operarse el movimiento social. Nosotros queremos la primera, para que el movimiento sea uniforme, constante, suave y progresivo hacia el bien. Otros prefieren la segunda («Partidos. Liberalismo. Servilismo», El Universal, 8-IX-1849)8. 6. Al final de su vida la posibilidad de una monarquía sensu estricto es todavía más clara, véanse sus cartas a Patricio Campbell y a José Fernández Madrid de 1829 (Bolívar 1992: I, 574-575 y 599-600). 7. Esto no impide, por supuesto, que algunos de sus seguidores y publicistas transiten en terrenos más cercanos al de un partido reaccionario clásico. Todo movimiento ideológico, y el conservadurismo mexicano no es ninguna excepción, alberga tendencias y corrientes diferenciadas y hasta enfrentadas. Sin embargo, las corrientes restauracionistas no fueron, de manera general, hegemónicas a pesar de la continua presencia en las páginas de los periódicos y revistas conservadores de legitimistas puros como Balmes o Donoso Cortés. 8. Este periódico, fundado por el impresor catalán Rafael de Rafael, fue de 1848 a 1855 el portavoz oficioso de los conservadores mexicanos.
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No estamos pues ante un movimiento antiliberal, algo que en algunos momentos les reconocerán hasta sus propios rivales liberales: Es un error creer que en la República mexicana esos partidos tienen las aspiraciones que designan las palabras que los caracterizan según la significación rigurosa que se les da en Europa […]. Nuestra República es el país de las anomalías […] siendo una de ellas que entre las diversas secciones no se trata sino de la mayor o menor extensión de las ideas liberales […]. Las ideas liberales […] no son exclusivas del partido que especialmente lleva el nombre de democrático (El Monitor Republicano, 5-XI-1847).
Estamos ante un movimiento reformista que difiere de los liberales sobre el ritmo de las reformas y el sentido que éstas deben tener, no sobre su necesidad. Sólo la defensa que los conservadores hacen de una nación católica podría, en sentido estricto, considerarse como parte del ideario reaccionario. Y esto con matices. Finalmente, ésta es una opción explícita ya en el liberalismo gaditano e, incluso, en muchos de sus contemporáneos liberales, quienes aun abogando por la libertad de cultos no ponen en cuestión el carácter fundamentalmente católico de la nación mexicana. Falta, por el contrario, casi por completo, cualquier llamada a la constitución histórica. Incluso las apelaciones al sistema monárquico tienen muy poco que ver, como se verá a continuación, con el legitimismo9 y derivan de una visión utilitaria de la monarquía. Es un conservadurismo peculiar cuyas referencias programáticas estarían en la herencia de una Ilustración hispánica carente, de manera general, de beligerancia antirreligiosa y de un reformismo borbónico capaz de conjugar la voluntad de desarrollo económico, educación y mejoras técnicas, con un ejercicio del poder de carácter tradicional. Y aquí habría que considerar la posibilidad de una modernidad menos monolítica de lo que habitualmente tende-
9. Éste no es el planteamiento de la mayor parte de la historiografía mexicana sobre el período, que ha tendido a considerar el discurso monarquista sólo como un intento por devolver a México a la situación colonial, una especie de enfrentamiento ontológico entre progreso y retroceso, modernidad y tradicionalismo. Ésta es la visión, entre otros, de Reyes Heroles (1994)y O’Gorman (1969). Una versión extendida de esta dicotomía, referida al conjunto del ámbito latinoamericano, pero despojada de su componente metafísico, se encuentra también en Guerra (1992).
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mos a pensar, en la que Ilustración y liberalismo no sean tanto dos estadios de un mismo proceso como dos proyectos distintos, incluso divergentes, de modernidad10. La propuesta de este trabajo, y lo que se pretende argumentar a lo largo de las páginas que siguen, es que el conservadurismo mexicano de la primera mitad del siglo XIX no sólo no es un pensamiento reaccionario clásico de vuelta al Antiguo Régimen sino que estaríamos ante una peculiar forma de modernidad cuyas estrategias y planteamientos políticos sólo son compresibles a la luz de los retos que la modernización planteó a las elites políticas de esta sociedad. No es pues un intento de restauración del Antiguo Régimen sino, desde la perspectiva de estas mismas elites, de corrección de los errores cometidos en su desmantelamiento. La retórica de vuelta al pasado escondería simplemente la frustración por el fracaso de unas políticas modernizadoras cuyos resultados no habían sido los esperados. No se trataría de un rechazo de la modernidad sino de un intento de corrección de lo que la había hecho imposible, una especie de modernidad a la contra. Por esto, en el caso de México sólo se puede hablar de conservadores en sentido estricto a partir de 1847, cuando la derrota frente a Estados Unidos puso sobre la mesa, de manera dramática, el fracaso del proyecto modernizador iniciado en 1821 con la Proclama de Iguala11. El que la bandera de los Estados Unidos hubiera podido llegar a ondear en la Plaza de Armas de la capital y que se hubiese tenido que ceder a los norteamericanos más o menos la mitad del territorio heredado de la colonia era la prueba más palpable del fracaso de las políticas de modernización llevadas a cabo por la generación que había hecho la independencia. La crisis de 1847 llevó a todo un grupo de la elite política a plantearse que es lo que se había hecho mal. Al fin y al cabo hasta el 10. Obviamente, ésta no es la interpretación de los propios liberales, quienes se autoerigen en herederos y continuadores de la obra de liberación de la humanidad iniciada por la Ilustración. Pocas dudas caben, sin embargo, de que Lucas Alamán, por seguir con el ejemplo mexicano, es mucho más heredero de la Ilustración novo-hispana que cualquiera de sus detractores liberales. 11. No es casual, que la denominación de partido conservador no aparezca con este nombre hasta dos años después, en 1849. Hubo con anterioridad conservadores avant la lettre bajo otros nombres: escoceses, centralistas, etc. Lo interesante, desde la perspectiva de este trabajo, es que sólo con posterioridad a la invasión de 1847 se vieran en la necesidad de articular un programa político bajo la denominación de conservadores.
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denostado régimen colonial había sido capaz de mantener integro el territorio nacional12. La respuesta fue una crítica a las políticas liberales llevadas a cabo hasta el momento y la propuesta de una serie de alternativas que son las que definen el programa conservador de esos años y que culminarían con la proclamación del Segundo Imperio mexicano. Esta crítica fue en muchos casos obra de antiguos liberales convertidos al credo conservador. Tal como afirma El Monitor Republicano «el mayor número [de monarquistas] está compuesto de apostatas del republicanismo y la federación» (citado en «Editorial. Las conversiones del día», El Universal, 26-XI-1849). La hipótesis que planteo aquí es que estaríamos frente a un proceso con lógicas de funcionamiento más cercanas, metafóricamente, a los fundamentalismos islámicos contemporáneos que a los movimientos restauracionistas europeos de la época. Esta afirmaación puede resultar extraña, por lo que se hace necesaria una explicación. Las independencias americanas fueron proclamadas con el convencimiento por parte de las elites criollas de que vivían en territorios de riquezas fabulosas, explotadas únicamente en beneficio de la metrópoli y mal explotadas a consecuencia de las trabas impuestas por el ineficiente, atrasado, arbitrario y caduco régimen colonial. Nadie albergaba duda alguna de que una vez rotas las cadenas de la dependencia con España o, para usar la metáfora favorita de los insurgentes, una vez liberados del yugo de la dominación española, estas fabulosas riquezas se derramarían a raudales sobre una población libre y feliz. La realidad se mostró menos halagüeña. La vieja monarquía era una compleja estructura económica, social, política y cultural, casi una forma de civilización, cuya sustitución por otra radicalmente nueva resultó más complicada de lo que parecía. La introducción de reformas desarticuló el viejo sistema pero sin que fuese sustituido por completo por el nuevo. Una forma de civilización no se cambia de un día para otro y menos por decreto. La consecuencia fue que las condiciones de vida, al menos en el corto plazo, no sólo no mejoraron sino que en la mayoría de los casos empeora-
12. Obviamente éste es un planteamiento anacrónico que significa aceptar la existencia de un territorio nacional definido y determinado que se correspondería con las fronteras del virreinato, previo a la fundación de la nación. Pero ésta es la idea que está tras los discursos de la época.
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ron y, sobre todo, el espejo de la América anglosajona, devolvía una y otra vez la imagen de un fracaso sin paliativos13. Es en este contexto en el que hay que situar esta especie de síndrome fundamentalista al que me estoy refiriendo. Si la apuesta de los liberales por los modelos anglosajones, desde la libertad de cultos al régimen federal, había fracasado se debía a que no habían tomado en consideración las peculiaridades de la raza española frente a la anglosajona14. Y aquí entra en escena el otro elemento fundamental del pensamiento conservador iberoamericano de la primera mitad del siglo XIX: su visión de la historia de la humanidad como el relato de una guerra de razas, la competencia entre razas como motor de la historia. Una lucha de razas que tendría su mejor expresión en el enfrentamiento multisecular, primero en Europa y después en América, de dos razas esencialmente incompatibles, la española y la anglosajona15. 13. En el caso concreto de la Nueva España la polémica historiográfica sobre si la situación económica había mejorado o empeorado con la independencia se inició desde muy pronto. Ya Lucas Alamán en su Historia de Méjico, publicada en varios tomos entre 1849 y 1852, basa parte de su argumentación en el empeoramiento generalizado de las condiciones de vida que la independencia trajo consigo. La historiografía más reciente asume casi de forma generalizada un empeoramiento significativo de la situación económica en el tránsito del virreinato a la nación. La discusión ha girado más bien en torno a si la economía colonial era estructuralmente sana o, por el contrario, mostraba ya una serie de desequilibrios que explican su colapso posterior. Para un ejemplo de la primera postura, véanse Rodríguez O. y MacLachlan (1980), y para la segunda, Coatsworth (1990), Young, (1992) y Ouweneel (1996). 14. El concepto de raza en los conservadores hispanoamericanos no es exclusivo, ni siquiera principalmente, biológico. Es un concepto religioso-cultural, heredero en gran parte del universalismo católico tradicional, y para el que la raza española o la raza anglosajona son un conglomerado de creencias, comportamientos, etc., en los que la religión ocupa un lugar determinante. Por esto los indígenas americanos, católicos y de habla española, podían ser, y eran, considerados de raza española frente a los protestantes anglohablantes del norte. Tal como afirma un periódico conservador mexicano los españoles habían traído a América «su religión, su idioma, sus costumbres, su civilización, su raza en una palabra» («El Anáhuac. Ensayo épico por D. José M. Rodríguez y Cos», El Universal, 12 de octubre de 1853). Parece bastante evidente que la raza es entendida como la suma de religión, idioma, costumbres y civilización. Sólo ya en la segunda mitad del siglo XIX, y principalmente en los sectores liberales, el concepto de raza asume un carácter biológico. La biologización definitiva del concepto de raza llevará a que, ya en las primeras décadas del siglo XX, los conservadores iberoamericanos comiencen a hablar de hispanidad en lugar de la raza española. 15. La idea de un enfrentamiento en América entre las razas anglosajona y española fue asumida desde muy pronto en el debate público decimonónico. Ya en 1835, por ejemplo, Alexis de Tocqueville afirma en la «Conclusión» de La democracia en
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La primera, heredera de las virtudes más conspicuas de la civilización latina, «más romana que Roma misma» («De la raza española en América», El Universal, 16 de septiembre de 1850), y del catolicismo, basada en lo colectivo y el respeto a las leyes; la segunda, heredera de los pueblos bárbaros y del protestantismo, basada en el individualismo y la fuerza como sustitución del derecho. El gran error, desde esta perspectiva, había sido «infiltrar en nuestra sociedad el germen de otro carácter, carácter que distingue a una sociedad y una raza con las cuales no tenemos otro punto de contacto que el de la simple posición geográfica» («Editorial. Falta de carácter nacional», El Universal, 26 de enero de 1851). El error no había sido querer nuevas formas de organización social y política, sino el haber copiado éstas de una raza, la anglosajona, que nada tenía que ver con la española ni en sus características ni en sus necesidades. Mientras el individualismo anglo-americano permitía un poder débil y fraccionado, los pueblos latinos en general, y los españoles en particular, necesitaban poderes fuertes y centralizados, de ahí el fracaso de las instituciones federales en las repúblicas hispanoamericanas y de ahí también el fracaso de cualquier intento de hacer convivir una civilización con otra. El resultado final había sido, y sería siempre, el despojo de los españoles que, perdido el manto protector del Estado, sucumbían arrastrados por la iniciativa del individualismo anglosajón. Eran estas peculiaridades raciales, predominio de lo colectivo sobre lo individual y necesidad de un poder político fuerte y centralizado, las que había que tener en cuenta para un proceso de modernización cuya consecuencia no fuese la desaparición de la raza española en América. Por motivos obvios –desde el carácter de frontera entre las dos civilizaciones que el país tenía hasta las intervenciones militares de los Estados Unidos, culminadas con el despojo de los territorios del Norte–, este debate de las razas tuvo una especial incidencia en el pensamiento conservador mexicano de mediados del siglo XIX. En México, a diferencia del resto de los países iberoamericanos, el enfrentamiento con los anglosajones no parecía un mero asunto retórico sino una realidad cotidiana. Como consecuencia, la acusación habitual de los conservadores mexicanos contra los liberales fue que América que el Nuevo Mundo se reparte entre dos razas rivales, la española y la inglesa.
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con sus políticas estaban favoreciendo, y poco importaba si de manera consciente o inconsciente, la desaparición de la raza española en América, desplazada y subyugada por la anglosajona. Esto, junto con el hecho de que finalmente fuese este país el único del área iberoamericana en el que se produjo una restauración monárquica, es lo que me ha llevado a centrarme en el caso de México para intentar explicar el carácter «moderno» de los movimientos conservadores iberoamericanos: no un simple intento de restauración del Antiguo Régimen sino un complejo y enrevesado proyecto de modernización, impulsado por el sentimiento de fracaso y por el convencimiento de que existían una serie de peculiaridades que diferenciaban a la raza española del resto de las demás razas que poblaban América, fundamentalmente la anglosajona. El sentimiento de fracaso es tan determinante en el desarrollo del pensamiento conservador hispanoamericano que el punto de partida del debate sobre el monarquismo en México16, la carta enviada en 1840 por José María Gutiérrez Estrada al presidente Anastasio Bustamante pidiendo la restauración de la monarquía, es básicamente una respuesta al baño de sangre provocado entre la población civil (algo que no había ocurrido en los anteriores pronunciamientos) por el levantamiento del general Urrea: el fracaso de las instituciones republicanas era tan evidente que ya ni siquiera eran capaces de garantizar la vida de las personas al margen de la lucha de partidos. En esta carta la necesidad de instauración de la monarquía se justificaba en el fracaso de la república: «de cuantos modos, pues, puede ser una república la hemos experimentado; democrática, oligárquica, militar, demagógica, y anárquica: de manera que todos los partidos a su vez, y siempre con detrimento de la felicidad y del honor del país, han probado el sistema republicano bajo todas sus formas posibles» (Gutiérrez Estrada 1840: 31). La urgencia para encontrar una solución estribaba en la amenaza de que la propia nacionalidad mexicana desapareciese engullida por el expansionismo anglosajón: «Si no variamos de con-
16. Hubo, como ya se dijo, proyectos monárquicos anteriores, incluido el también efímero Primer Impero mexicano de Iturbide, pero sus motivaciones son distintas de las que se dan a partir de la década de los cuarenta. El monarquismo de algunos de los primeros líderes insurgentes iberoamericanos apenas tienen nada que ver con el que aquí se está analizando ni, menos todavía, con esta «modernidad conservadora».
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ducta, ¡quizá no pasarán veinte años sin que veamos la bandera de las estrellas norteamericana en nuestro Palacio Nacional; y sin que se vea celebrar en la esplendida Catedral de México el oficio protestante!» (ibid.: 84). Estos dos elementos, fracaso y amenaza anglosajona, son los que están detrás de los proyectos monarquistas y conservadores mexicanos de mediados del siglo XIX. El pensamiento monárquico-conservador mexicano de en torno a la década de los cuarenta y cincuenta, que culminaría con la proclamación de Maximiliano como emperador de México, tiene en este sentido un fuerte componente utilitario. No se articula en torno a principios ideológicos de vuelta al pasado o de legitimidad dinástica, sino en torno a sentimientos de decadencia y crisis. El contexto ideológico en el que se construye no es el de un pensamiento reaccionario clásico, de vuelta al Antiguo Régimen y a la legitimación divina del poder, sino el de búsqueda de una forma de transición pactada a la modernidad que permita la supervivencia de una civilización que se imagina distinta y enemiga de la anglosajona. Esto explica que casi nunca utilice un discurso legitimista en estado puro (el derecho de los Borbones a reinar) sino un discurso utilitario en que la monarquía es presentada como la mejor de las soluciones posibles a los problemas de México. Por esto los Borbones españoles fueron una opción, pero no la única. Tenían en su contra la condición de España de potencia de segundo orden, lo que no garantizaba la protección frente al expansionismo anglosajón, y los inevitables ecos de una vuelta encubierta al dominio español17. No siempre los proyectos monárquicos pasaron por la instauración de un rey de la casa de Borbón, tampoco los proyectos conservadores fueron siempre necesariamente monárquicos. La monarquía estuvo siempre supedi17. Esto es lo que afirma literalmente el monárquico mexicano Gutiérrez Estrada en una carta al periódico La Esperanza de Madrid defendiendo la candidatura de Maximiliano frente a la de un príncipe español «Es un hecho evidente que si allí [en México] los españoles son aceptados de preferencia respecto a los demás extranjeros como iguales, serían los últimos en ser aceptados como dominadores. El sentimientos de independencia está muy arraigado en el país, pero entre el pueblo especialmente, el significado verdadero de la palabra “independencia”, es independencia de España. Y mientras que nadie creería allí destruida esta independencia, estableciéndose una monarquía con un monarca de otra nación cualquiera, todos la reputaría como perdida desde el momento que fuera español ese monarca» (reproducido en «Gutiérrez Estrada abogando por Maximiliano», El Cronista de México, 9-VI-1862).
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tada no a los principios sino a su utilidad para la nación; no a la vuelta al Antiguo Régimen sino a su capacidad para garantizar una transición ordenada a la nueva sociedad burguesa sin poner en peligro la supervivencia de la raza española en América y de la nacionalidad mexicana.
2. EL
ENTRAMADO IDEOLÓGICO DEL MONARQUISMO-
C O N S E RVA D U R I S M O M E X I C A N O
El largo viaje del monarquismo mexicano se inicia en el mismo momento de la independencia, cuando en el Plan de Iguala se ofrece la corona del Imperio mexicano a Fernando VII. Lo interesante es que ya en este primer proyecto monárquico, legitimidad y utilitarismo parecen ir cogidos de la mano. En un sistema de legitimidad tradicional no hubiese habido nada que ofrecer a Fernando VII: el rey tenía sus reinos por derecho divino y los territorios de la Monarquía eran, como recordaba un periódico mexicano de la época, considerados por el monarca «como su patrimonio» (El Sol, 19-I-1824). Sin embargo, el Plan de Iguala, a pesar de una clara voluntad de mantener una apariencia de legitimidad dinástica, obvia en el orden en que propone la oferta de la Corona (Fernando VII, el príncipe Carlos y el príncipe Francisco de Paula, por la rama de Borbón, para seguir con el archiduque Carlos de Habsburgo, la otra rama de la casa real española), acaba proponiendo la corona a cualquier otro individuo de casa reinante y, finalmente, ni siquiera eso, ya que fue proclamado emperador el propio Iturbide, sin vinculación con dinastía real alguna. Puede parecer un asunto menor, pero no lo es en la medida en que, para un tradicionalista en el pleno sentido del término, el derecho de los monarcas al trono estaba por encima de la voluntad de la nación. Piénsese en el caso del tradicionalismo español y su apoyo a los derechos del pretendiente Don Carlos. El Plan de Iguala es ya, de hecho, un proyecto utilitarista, un intento de transacción para poner fin a la guerra civil que había asolado el país durante diez años. Lo que refleja es la voluntad de transitar hacia un nuevo sistema político pero bajo el paraguas protector del viejo sistema monárquico. Este carácter utilitarista seguirá presente en el monarquismo mexicano durante todo el siglo XIX. Significativo a este respecto, por
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encontrarse involucrada una figura tan relevante del conservadurismo mexicano como Lucas Alamán, es el ya citado artículo de El Atleta de abril de 1830, en el que se describe la discusión en la junta de ministros sobre las ventajas de la monarquía y a quien se le debía de ofrecer. Si hemos de creer al anónimo informante, oculto bajo el seudónimo de El Federalista, ninguno de los que intervinieron utiliza argumentos de legitimidad dinástica sino de utilidad nacional: Alamán, después de declarar su anterior preferencia por los Borbones, propone que sea un príncipe de la familia real inglesa por las ventajas que una alianza con esta nación traería a México; lo mismo hace Manjino; Bustamante, después de reafirmar su condición de republicano, apuesta por un descendiente de Iturbide, pues al menos es mexicano; y Facio y Espinosa a favor de un príncipe español, el primero porque afirma sentirse español y como consecuencia prefiere un monarca de ese origen a cualquier otro, y el segundo porque considera que es la única forma de salvar la religión católica (El Atleta, 20-IV-1830). Lo interesante es que ninguno de ellos, y en fechas tan tempranas como 1830, cuando la mayor parte de las elites políticas habían sido todavía educadas en los valores de la vieja sociedad, argumenta en función del derecho divino de los monarcas sino de la utilidad que los distintos soberanos tendrían para la nación mexicana, desde la protección de una gran potencia como Inglaterra hasta la conservación del catolicismo. Descartada por lo tanto la pervivencia de un sentimiento de legitimidad tipo Antiguo Régimen, la pregunta sería cuál fue la fuerza que impulsó al monarquismo-conservadurismo mexicano hasta convertirlo en una alternativa real al sistema republicano-liberal. El motivo fundamental habría que buscarlo en el sentimiento de fracaso de las elites mexicanas a partir de la década de los cuarenta, no antes. Hago esta precisión cronológica porque ni existe un movimiento político conservador relevante en México con anterioridad a esta fecha ni se puede considerar el monarquismo de esos años como una continuación del que estuvo detrás de la proclamación de Iturbide como emperador de México. El fracaso, en la percepción de estas elites, es tanto económico-socio-político como de civilización. Para entender en su justo sentido este sentimiento de crisis hay que hacer referencia a dos aspectos que inciden de forma directa sobre todo lo que se está planteando. El primero tiene que ver con las expectativas frustradas generadas por la independencia; el segundo con la interpretación de
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los conflictos con los Estados Unidos, al menos en la visión conservadora, no como una rivalidad entre Estados sino como un conflicto de civilización. La proclamación de la independencia se produjo bajo lo que podríamos denominar el síndrome de Humboldt, un autor al que todas las elites mexicanas del siglo XIX leyeron con fruición, cuando no con auténtica veneración. La descripción que hace el viajero alemán de la Nueva España parece por momentos la de una especie de país de Jauja en el que las fabulosas riquezas naturales (del azúcar a la cochinilla, de la plata al hierro, del algodón al lino) ocupan el lugar de los muchos más prosaicos ríos de leche y miel (Humboldt 1966)18. El cuerno de la abundancia que las alegorías políticas del primer México independiente ponen a los pies de la nueva nación no es tanto una simple alegoría como una representación de cómo los mexicanos se la imaginaban. Creían realmente vivir en un país de riquezas fabulosas, prestas a derramarse sobre una población pacífica y feliz en el mismo momento en que se rompiesen las ataduras coloniales que las atenazaban. La realidad se mostró bastante menos luminosa. La desaparición del orden virreinal dejó al descubierto la realidad de un territorio despoblado y sin vías de comunicación, una economía ineficiente y desarticulada, una sociedad fragmentada y desigual y una estructura política frágil. La conflictiva transición de una sociedad estable y reglamentada a otra cambiante y abierta en la que el nuevo orden encontraba problemas para establecerse creó un sentimiento de crisis, más o menos fuerte en función de los diferentes grupos sociales. La añoranza por los viejos buenos tiempos comenzó a instalarse en amplios sectores de la población, especialmente entre aquellos que habían formado la elite de la época virreinal y que, objetivamente, vieron empeorar, en algunos casos de manera dramática, sus condiciones de vida. La rolliza matrona con la que se representó a la nación pasó de manera bastante rápida a ser sustituida en grabados y carica18. La sobrevaloración de la riqueza natural de México por este autor, no exclusivamente suya, ya que en gran parte se limita a recoger tópicos semilegendarios sobre el Imperio español en América, especialmente por lo que ser refería al virreinato del Perú y al de la Nueva España, dejó sentir su sombra a lo largo de todo el siglo XIX con efectos bastante nocivos sobre la forma en que los mexicanos se imaginaron a su país y sobre las diferentes políticas económicas que, a partir de esta imagen, se intentaron llevar a cabo.
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turas por una pobre mujer, famélica y andrajosa, mostrando un cuerno de la abundancia completamente vacío. Pero famélica, andrajosa y con el cuerno de la abundancia vacío no por obra de la naturaleza (el mito de la casi infinita riqueza del territorio mexicano ha pervivido hasta nuestros días), sino de los hombres, en particular los políticos. Es en este contexto en el que hay que situar la voluntad de instauración, que no de restauración, de un sistema político capaz de restablecer el orden y la paz social, condición necesaria en la visión conservadora, para que la nación recuperase la riqueza perdida. La voluntad de regreso al sistema monárquico está indisolublemente unida a un sentimiento de crisis y decadencia y a un análisis político que atribuye éstas a los errores cometidos desde el mismo momento de la independencia. La monarquía vendría a subsanar estos errores garantizando una transición a la modernidad ordenada y gradual. Una lectura de la obra de Alamán desde esta perspectiva arroja mucha luz sobre el pensamiento de cierto monarquismo mexicano y sobre el conjunto del pensamiento conservador. Su benévolo juicio sobre el período virreinal, para los liberales una apología más que un juicio, supone una paralela y virulenta descalificación de lo ocurrido en México después de la independencia. ¿La solución? La instauración de un sistema monárquico que permitiese una transición a la modernidad sin los sobresaltos a los que la excesiva radicalidad de los liberales había sometido al país. Alamán no descalifica la modernidad sino la forma como que se ha querido llegar a ella. El segundo aspecto es al menos tan importante como el primero, pero quizá más difícil de explicar. Uno de los rasgos más relevantes de la visión del mundo decimonónica es la idea de que la humanidad está dividida en razas que tienen una forma específica y particular de ver y entender el mundo. Una especie de guerra de civilizaciones avant la lettre en la que México se definía para los conservadores como una nación católica de raza española o latina, y aquí la denominación varía de unos momentos a otros, enfrentada a una raza anglosajona cuyo principal objetivo era la aniquilación de la española19.
19. El uso de los términos raza latina o raza española correspondería, en origen, a niveles clasificatorios distintos. A la línea blanco-germánico-anglosajón correspondería la de blanco-latino-español. Los pares sería raza germánica-raza latina y raza anglosajona-raza española En la primera mitad del siglo la raza aparece casi siempre
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Éste es uno de los elementos centrales del discurso conservador iberoamericano y sin él es imposible entender la mayor parte de sus planteamientos políticos a lo largo del siglo XIX. El núcleo duro de su pensamiento es la idea de formar parte de una raza española, entendida en el sentido de civilización, definida por la lengua, la religión y la cultura, distinta y diferenciada del resto de las razas del planeta. Una civilización que tendría una forma propia de ser y de estar en el mundo y que, en consecuencia, exigiría formas de organización política y social particulares y diferenciadas. Tal como lo expresa de forma espléndida en fechas ya más tardías de las aquí estudiadas, en 1875, el conservador colombiano Miguel Antonio Caro: Las civilizaciones no se improvisan. Religión, lengua, costumbres y tradiciones: nada de eso lo hemos creado […]. Nuestra independencia viene de 1810, pero nuestra patria viene de atrás. Nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días es la historia de un mismo pueblo y de una misma civilización (1952: 103).
Bajo este esquema, para los conservadores mexicanos no había ninguna duda de que en América, en el amplio arco que iba desde Cuba a California, se estaba librando una guerra a muerte entre las razas españolas y anglosajonas y en la que la raza derrotada estaba condenada a desaparecer. En esta guerra la raza española se había llevado, desde
asociada al segundo par, raza española/raza anglosajona, mientras el primer par, germánico/latino, tiende a utilizarse sólo con carácter geográfico (Europa latina o Europa germánica). Humboldt, por ejemplo, en su Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente dice que América está dividida entre las razas inglesa, española y portuguesa; Tocqueville, por su parte, afirma en La democracia en América que el Nuevo Mundo se reparte entre dos razas rivales, la española y la inglesa. Sólo ya hacia mediados de la década de los cincuenta, y por influencia probablemente de la obra de Gobineau, Essai sur l’inégalite des races humaines, comienza a hacerse más frecuente la oposición raza latina/raza germánica o, de manera más habitual y en una clara incoherencia lógica, raza latina/raza anglosajona. A partir de estos años, y como consecuencia tanto de las políticas de Napoleón III como de la irrelevancia de lo hispánico frente a lo anglosajón, el término raza latina desplaza casi por completo al de raza española. Esta incoherencia clasificatoria cumple, al menos en el campo liberal, una función ideológica importante. Permite seguir imaginando el mundo como un enfrentamiento de razas a la vez que se evita cualquier referencia explícita a España y se afirma la pertenencia a un grupo de naciones en el que no sólo está la retrógrada y decadente España sino también la progresista y pujante Francia.
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momento de las independencias, la peor parte: perdida de Texas, invasión norteamericana en México, perdida de los territorios del norte, intentos de anexión de Cuba… un largo vía crucis en el que cada nuevo capítulo se saldaba con un avance de los anglosajones. No debe de extrañarnos que en algún momento de mediados del siglo XIX parte de las elites mexicanas tuvieran la sensación de que el futuro de México, y con él el del conjunto de la raza española en América, era su desaparición, absorbido y conquistado por los Estados Unidos. Quizás lo que deba de extrañar es que ésta no fuese también la percepción de los liberales. ¿Cuál era el origen de la decadencia de la raza española en América? Desde la visión de los liberales, más renuentes a aceptar el carácter español de la nación mexicana y el conflicto entre anglosajones y latinos como motor de la historia en América, el origen había que buscarlo en los errores de un gobierno colonial, oscurantista y despótico, que había llevado al país al callejón en que se encontraba y del que sólo adentrándose sin complejos en la senda del liberalismo republicano podría salir. Según los conservadores, por el contrario, eran el abandono de los valores idiosincrásicos de la raza española y la copia de modelos anglosajones lo que había llevado a la nación a un estado de postración que ponía incluso en riesgo su supervivencia política. Esta última visión va a generar, en momentos especialmente críticos, una especie de ideología que podríamos denominar, como ya se ha dicho anteriormente y a pesar del anacronismo histórico que supone, fundamentalista. La crisis y la decadencia se explicaban, no por el pasado colonial, pues el virreinato según la versión de Alamán había sido uno de los momentos más felices de México, sino por el abandono de los principios y valores de una civilización con características y necesidades diferentes de las demás civilizaciones de la tierra, en particular de la anglosajona. La acusación de fondo, siempre presente, del campo conservador contra el liberal fue la de querer implantar modelos anglosajones ajenos al ser de la raza española y, por lo tanto, absolutamente nocivos para su futuro y supervivencia. Ellos y sus políticas eran los responsables directos de la decadencia de la raza española en el Nuevo Mundo. Conscientemente o no, y poco importaba, todos aquellos que se habían empeñado en implantar en México instituciones liberales copiadas de los anglosajones habrían laborado por el debilitamiento de la nacionalidad mexicana y su sometimiento a la férula de los Estados Unidos. Cada raza tenía una peculiar e idio-
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sincrásica forma de ser y cuando se la imponían formas de organización social y políticas extrañas, el resultado inevitable era la decadencia colectiva y la ruina social y política. Ésta será la acusación de los centralistas a los federalistas, al atribuir los males del país a la introducción del modelo federal, copiado de los anglosajones y contrario al ser nacional; de los conservadores a los liberales, pues la perdida de los territorios del norte sería el fruto del debilitamiento de la nacionalidad producido por implantación de instituciones y leyes copiadas de los Estados Unidos; o de los seguidores de Maximiliano a los de Juárez, a quienes acusan directamente de querer anexionar el país a la república del norte. En el fragor del debate político la acusación es incluso más directa y las alusiones a jefes liberales brindando «en el desierto por la muerte de nuestra independencia» con motivo de las victorias norteamericanas del 47 o a la carta del general Arista en la que habría dicho «que la anexión de México a los Estados Unidos era una cosa indispensable», se suceden en los periódicos conservadores como una prueba de que el objetivo liberal era «la perdida de nuestra nacionalidad […] y el exterminio de nuestra raza» («Editorial. La ideas liberales y la independencia nacional», El Universal, 19-VII1853). El conflicto perdía así su carácter benévolo de una lucha de intereses o de ideologías para convertirse en un conflicto de identidades. Lo que estaba en juego era mucho más que una forma de gobierno: era la propia supervivencia de México como nación cultural. Las sucesivas derrotas frente a los Estados Unidos, culminadas con la entrada de las tropas norteamericanas en la capital del país, agudizaron este sentimiento de crisis y decadencia. La raza española parecía condenada a desaparecer, derrotada y absorbida por la anglosajona. Las continuas alusiones de algunos políticos norteamericanos al destino manifiesto y el conocimiento de la voluntad expansionista de algunos líderes estadounidenses que «desean el continente americano con sus islas adyacentes [...]. Canadá, Cuba, México y las islas de los mares respectivos [son] considerados como objetos de adquisición en la grande historia del progreso y de la propaganda de los principios liberales»20. Manifestaciones como éstas no servían precisa20. Discurso de Abraham W. Venable, diputado por Carolina del Norte, en la cámara de representantes de los Estados Unidos (reproducido en «Editorial. Cuestión de cuba», El Orden, 29-I-1853).
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mente para tranquilizar a una opinión pública particularmente sensibilizada y que en algún momento tuvo la sensación de que el destino de su raza era «ser aniquilada y sustituida por la suya» («Editorial. La verdadera cuestión del protectorado», El Universal, 17-VII-1853). Esto último, por otra parte, era algo que algunos publicistas norteamericanos de mediados del siglo afirmaban con toda naturalidad: «por la operación incesante de causas naturales, nuestra raza, de una manera silenciosa e irresistible, ha ido usurpando los derechos de la raza hispano-americana. Es evidente que esta raza debe ceder ante nuestro avance» (Porter 1849; citado en «Editorial. La verdadera cuestión del protectorado», El Universal, 17-VI-1853). Este discurso se vio fortalecido por otro que afirmaba la incompatibilidad de las razas latinas con sistemas basados en un poder ejecutivo débil y descentralizado y la necesidad de una «vía latina» al progreso y la modernidad política21. Las señas de identidad de esa vía serían la necesidad de un poder centralizado, fuerte y estable, cuya mejor plasmación eran los sistemas monárquicos. Según esta visión, mientras en los pueblos anglosajones el individuo lo era todo, en los latinos lo era la sociedad; y mientras el individualismo anglosajón permitía un poder débil y fraccionado, los pueblos latinos necesitaban poderes fuertes y centralizados. Estos últimos, dejados al libre albedrío de las fuerzas y los intereses individuales, desembocaban inevitablemente en el caos y la disolución social. Este discurso tuvo especial eco en círculos cercanos a la corte de Napoleón III y sin duda fue recibido con interés por los conservadores mexicanos que estaban detrás de la llegada de Maximiliano al trono de México. Finalmente tenían una explicación plausible del origen de la ruina y decadencia de la nación a partir de la 21. Para entender en su pleno sentido esta argumentación es necesario tomar en consideración la importancia del discurso racial en el pensamiento occidental de mediados del siglo XIX. Fue éste un momento en el que se sedimentaron una serie de ideas que, en resumen, mantenían que la humanidad estaba dividida naturalmente en razas y que cada una de ellas tenía características físicas, morales e intelectuales propias y diferentes de las demás razas del planeta. Ya Linneo, por ejemplo, caracterizaba al Homo europeus como blanco, sanguíneo, ardiente, de pelo rubio abundante, ligero, fino, ingenioso, de ropas ceñidas y regido por leyes. Al Homo afer lo hacía como negro indolente, de costumbres disolutas, pelo negro, crespo, piel aceitosa, nariz simiesca, labios gruesos; vagabundo, perezoso, negligente, regido por lo arbitrario. En resumen, para Linneo a los aspectos fisiológicos se sumaban los morales y todos juntos definían los sociales y culturales.
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independencia sin necesidad de recurrir a la descalificación de la colonización española, de la que se consideraban herederos, ni menos todavía a su propia inferioridad racial frente a los anglosajones. Para explicar este discurso merece la pena detenerse en un artículo publicado en 1855 en el Courrier des États-Unis, un periódico francés de Nueva York. El artículo no es especialmente original. Utiliza prácticamente los mismos argumentos que otro aparecido dos años antes en la Revista Española de Ambos Mundos de Madrid, salvo que en éste se habla de raza española y no de razas latinas. Probablemente la influencia más directa sea la introducción que Michel Chevalier, uno de los principales consejeros de Napoleón III en el momento de la intervención francesa de 1862, había puesto a sus Cartas sobre América del Norte, publicadas en París en 1836. Me voy a centrar en éste artículo tanto por su eco, pues fue reproducido y comentado inmediatamente por los dos principales periódicos mexicanos de la época, el liberal El Siglo XIX y el conservador El Universal22, como porque –creo– resume perfectamente el substrato del conservadurismo mexicano del momento. Para el autor del artículo, que firma con el inverosímil nombre de Fabius Cuntactor, son las características raciales las que explican los problemas de la América española desde el momento de su independencia. Toda su argumentación se basa en una lógica racial. Son las razas y no las naciones o las civilizaciones las protagonistas de la historia. Las naciones son sólo partes de una raza cuyas características se mantienen inmutables a lo largo del tiempo y la civilización nada más que «un barniz aplicado a distintas clases de madera». Si «el genero humano se divide en razas, y así en lo moral como en lo físico los caracteres distintivos de cada raza se perpetúan de padres a hijos», se hace necesaria una historia del las razas: «Han sido investigados […] los anales de los imperios, las vicisitudes de las naciones, pero que yo sepa, nadie ha pensado en escribir la historia de las razas». Sólo una historia de las razas permitiría explicar fenómenos como el fracaso de las naciones hispanoamericanas en su medio siglo de independencia. Las causas, al margen de factores como el mal gobierno colonial –es un autor francés quien escribe y desde los Estados Unidos–, habría que buscarlas en el error de querer esta22. «Cartas confidenciales sobre México», El Siglo XIX, 20-II-1855; y «Cartas confidenciales sobre México», El Universal, 17-II-1855.
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blecer instituciones ajenas al carácter de la raza que las formaba. El ser de la raza latina, que se encontraba inmutable en todas las naciones nacidas de Roma a uno y otro lado del Atlántico, era incompatible con la democracia, y «las desgracias sin fin que de medio siglo a esta parte» había sufrido la América española tenían su origen en que «el elemento democrático es tan contrario a nuestro humor y a nuestra naturaleza que nunca ha podido arraigarse en nosotros […]; ninguna fracción de la familia latina ha formado nunca una verdadera república». Todos los ejemplos históricos que se podían traer a cuento de sistemas republicanos exitosos en el mundo latino, desde la república romana a las repúblicas italianas del medioevo, escondían en realidad sistemas oligárquicos que poco o nada tenían que ver con gobiernos democráticos. Unos argumentos que, si sustituimos raza latina por raza española, habían sido ya utilizados punto por punto por el periódico mexicano El Tiempo en sus proclamas a favor de la restauración monárquica de 1846. El fracaso de México como nación era simplemente el fracaso del sistema republicano en la América española y el origen habría que buscarlo en la idiosincrasia de una raza refractaria, a diferencia de la anglosajona, a todo sistema político que no fuese el monárquico23. El problema se veía agravado en el caso de México porque la otra raza que había contribuido a la construcción de la nacionalidad, la azteca, no era menos refractaria a la democracia que la española: ¿Dónde están los antecedentes democráticos de la raza azteca? ¿Dónde sus hábitos, sus costumbres, sus inclinaciones democráticas? Su historia nos dice que el principio de la autoridad desarrollado hasta el extremo fue siempre el principio fundamental de su sociedad. Y ¿dónde están los antecedentes democráticos de la raza española? ¿Dónde sus hábitos, sus costumbres, sus inclinaciones democráticas? De cuantas naciones se hallan inscritas en la historia, la España, monárquica siempre desde su cuna, y siempre católica desde Recaredo, ha sido en todos tiempos el más enérgico representante del principio de autoridad («La verdadera cuestión del protectorado», El Universal, 22 de julio 1853).
23. Hay también en El Tiempo, sin embargo, una clara pervivencia de la vieja legitimidad dinástica. Si la monarquía de Iturbide había fracasado era porque nunca se tenía que haber abandonado el proyecto de Iguala de instaurar un príncipe de la casa de Borbón.
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En esta perspectiva de un enfrentamiento de razas, los años finales de la década de los cuarenta y primeros de los cincuenta fueron especialmente angustiosos para las elites mexicanas. La impresión de estar asistiendo al final de su mundo, arrasado por la influencia norteamericana, es cada vez más apremiante y angustiosa. A las perdidas en la frontera norte se unía una agresiva política norteamericana sobre Cuba, que amenazaba con convertir el Golfo de México en un lago norteamericano, estrangular el contacto de la República mexicana con Europa y, como consecuencia final, su absorción, por conquista o anexión, a los Estados Unidos. Si cuando el equilibrio de fuerzas había sido más favorable a México «las orillas del Bravo, del Gila y del Sabina» habían «pasado al dominio de una nación extraña», con el resultado de «que otras leyes y otras costumbres reemplacen a las nuestras, que otra raza arroje de su suelo a la nuestra» (Esteva 1850; reproducido en El Monitor Republicano, 19-X-1850), qué iba a ocurrir ahora cuando este mismo equilibrio se había vuelto tan claramente favorable a los anglosajones. Es en este contexto en el que hay que situar los intentos conservadores de instaurar un sistema monárquico en México, culminados con el ofrecimiento de la corona a Maximiliano, la propuesta fue vista como la única solución para detener la desaparición del mundo español en América. También el relativo éxito de los planteamientos conservadores en torno a esos años parecía confirmar que sus planteamientos teóricos de enfrentamiento entre razas describían mejor la realidad que los de la lucha entre progreso y reacción utilizados por los liberales. Este discurso, a pesar de su carácter retórico, va a calar muy profundamente en gran parte del conservadurismo mexicano. Si lo unimos al sentimiento de decadencia social y económica, cuando no moral, con el que las elites mexicanas percibieron la situación del país pasada la euforia de la independencia y las sucesivas derrotas frente a Estados Unidos, tenemos una explicación bastante racional de por qué parte de estas elites creyeron ver en la restauración monárquica no sólo una salida para el país sino incluso, en momentos especialmente críticos como los de la entrada de las tropas norteamericanas en la Ciudad de México, la única solución para permitir la supervivencia de una civilización, la suya, en suelo americano. Todo alegato monárquico-conservador va, casi inevitablemente, acompañado del largo rosario de perdidas frente al avance norteamericano (Texas,
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California, etc.), el amargo fruto del empecinamiento liberal a favor de los sistemas federales y republicanos. El problema para los conservadores mexicanos del siglo XIX no era pues un conflicto entre liberalismo y reacción o entre unas formas de organización política u otras. Lo que se convirtió en el centro de su percepción de la vida política era el expansionismo anglosajón. El debate se reduce a elegir entre el anexionismo norteamericano o el mantenimiento de una patria definida por la religión católica y la raza y la cultura española, pues «entre las dos razas que pueblan hoy el mundo de Colón, existe una lucha perpetua e implacable, que no podrá terminar sin que una de las dos quede vencida» («El protectorado español y el siglo XIX», El Universal, 9-VII-1853). La lucha de partidos, desde la perspectiva conservadora, no era por el triunfo de unas u otras ideas políticas sino por la supervivencia de la nacionalidad mexicana. La imitación de modelos anglosajones, iniciada en 1824 con el establecimiento del sistema federal, sólo había servido para debilitar el país y asegurar el éxito de los designios norteamericanos, que no eran otros que «el dominio universal de todas las Américas, y la primera presa […] ha de ser la República mexicana» («Editorial. El porvenir de México. La idea anexionista y la idea conservadora», El Universal, 16-X-1850). El abandono de los valores propios había debilitado a la raza española. Sólo una vuelta a aquello más propio e íntimo podría hacerla recobrar su antiguo vigor. Los enemigos estaban dentro y no fuera. Eran los liberales, con su introducción de teorías y formas de gobierno ajenas al auténtico espíritu de la raza, los que habían dejado postrada a la otrora poderosa raza española. Eran ellos los que estaban contribuyendo a la victoria del enemigo anglosajón. La solución no estaba en copiar modelos extraños al ser de la raza –«la raza española de la América sucumbirá sin duda ante la raza anglosajona si continúa debilitándose con la doctrina disolvente que le ha enseñado la democracia americana» («Alianzas de México. España y la raza española. El Clamor Público de Madrid y El Siglo XIX de México. Los ultraliberales», El Universal, 14-VII-1853)–, sino en recuperar las autenticas raíces de una tradición traicionada, los sentimientos religiosos adquiridos durante tres siglos que estaban en el origen de la grandeza del mundo hispanoamericano. Esto no significaba, de manera general, la vuelta al pasado sino la apuesta por una modernidad respetuosa con los valores propios de una civilización distinta de la
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anglosajona. En el tablero mexicano lo que estaba en juego era mucho más que el triunfo de unas ideas políticas o de un proyecto de organización social. Era la propia supervivencia de la nación y de la civilización española en América. Las continuas agresiones norteamericanas no eran, según los conservadores, el resultado de simples cálculos geoestratégicos. Los Estados Unidos se veían empujados a ellas por «el odio que los hombres de la raza anglosajona han tenido a los de sangre meridional» («Editorial. Alianzas de México», El Universal, 3-VII1853). Era una guerra de razas y no sólo de intereses materiales la que se estaba librando en el amplio arco geográfico que iba de Cuba a la frontera entre californiana, una guerra en la que estaba en juego la supervivencia de la raza española en América y quizás en el mundo. No era ésta la visión de los liberales, para quienes la fractura era entre progreso y libertad de un lado, representados precisamente por los Estados Unidos, y el atraso y el despotismo inquisitorial de otro, hasta el punto de que la posibilidad de una alianza con la república del norte fue algo que estuvo siempre presente en su horizonte político. Si el dilema central era progreso o reacción todo lo que favoreciese el triunfo del primero estaba justificado. Esta estructura ideológica liberal es la que hemos heredado y aceptado como guía para entender y juzgar el pensamiento monárquico-conservador del siglo XIX mexicano. Hemos ubicado nuestros juicios históricos a partir de estas coordenadas ideológico-conceptuales. No debemos olvidar, sin embargo, que esto es ya una toma de partido ni, sobre todo, que no fueron éstas las coordenadas a partir de las cuales los propios conservadores entendieron su propia toma de posición. Para ellos el centro del debate no era reacción o progreso, sino supervivencia de la raza española en América o anexión a los Estados Unidos, y es a partir de este dilema desde el que hay que entender sus posicionamientos ideológicos24. Por esto, a diferencia de los liberales, cualquier alianza con la república del norte era un crimen de lesa patria: 24. Un ejemplo paradigmático de esta incapacidad para entender la percepción conservadora es el ejemplo, citado por Palti (1998: 8-9), de la inclusión de una carta del liberal Justo Sierra O’Reilly, en la que ofrece la anexión de Yucatán a Estados Unidos, en una recopilación de documentos sobre el pensamiento reaccionario mexicano, dando por supuesto que un liberal nunca podía ser anexionista cuando la realidad es precisamente la contraria, lo que resulta absolutamente inconcebible es un conservador favorable a la anexión a los Estados Unidos.
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Si algún gobierno de México formase esa alianza, escrita quedaría en el papel; pero los dos pueblos, no por eso dejarían de continuar apartados: el del norte dirigirá siempre hacia acá su mirada codiciosa, y el de aquí no podría ver al otro sin profundo resentimiento («Revista nacional», La Verdad, 4-III-1854).
Por esto, también a diferencia de los liberales, su dilema no es modernidad/reacción, sino supervivencia de la raza española o anexión a los Estados Unidos. En el monarquismo mexicano de la primera mitad del siglo XIX no hay tanto una pervivencia de un sentimiento de legitimidad dinástica como el convencimiento de que sólo la monarquía es capaz de garantizar la supervivencia de la raza española frente a la anglosajona y una transición ordenada de una sociedad de Antiguo Régimen a la nueva sociedad liberal. Simétricamente, en el planteamiento político de los conservadores no hay tanto una voluntad de regreso al Antiguo Régimen como la de poner fin a una decadencia que estaba llevando a la nación mexicana al borde de la desaparición. En este contexto el sistema monárquico se ofrecía como la mejor de las opciones posibles para una sociedad enfrentada al doble reto de afirmar su supervivencia frente al expansionismo anglosajón y transitar hacia la modernidad económica y social. Esta doble dependencia es la que explicaría el auge de propuestas monarquistas en momentos de crisis o de especial virulencia en las políticas expansionistas norteamericanas; también que en estos momentos de crisis hasta antiguos republicanos puedan optar por la defensa del sistema monárquico. Es el caso, por ejemplo, de José Fernando Ramírez, quien no por azar inicia su giro monárquico, que le llevaría a ministro de Relaciones con Maximiliano, con una obra histórica sobre la vida de Montolinía en la que hace una defensa apasionada del proyecto del conde de Aranda de repartir América en tres grandes reinos. Un proyecto cuyo gran argumento de fondo es detener la usurpación de la América española por los Estados Unidos. Esto no supone obviar la existencia de reductos monarquistasconservadores de carácter tradicional para los que la monarquía se inscribe en una legitimidad divina, la doble cara del trono y el altar a la que se hacía referencia más arriba. Las sucesivas proclamas del general José María Cobos, terminadas siempre con el grito de ¡Dios y
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fueros!, son un esplendido ejemplo de este monarquismo tradicionalista no demasiado lejano de lo que fue, por ejemplo, el carlismo español. Como lo son también las explicaciones del periódico El Tiempo, en 1846, sobre el fracaso del Imperio de Iturbide por no ser el titular de la corona un príncipe de sangre real. Lo que afirmo es, pues, que este monarquismo conservador tuvo un carácter marginal frente al que yo he llamado utilitarista y que fue este último el único que llegó a tener una cierta relevancia y está detrás de la restauración monárquica de Maximiliano. El pensamiento conservador mexicano, y se podría afirmar que de manera generalizada el del resto de Iberoamérica, se ofrece así como una respuesta a los retos de la modernidad, una modernidad a la contra y no una contramodernidad. Es el fracaso de las políticas modernizadoras llevadas a cabo por los liberales más ortodoxos y el sentimiento de decadencia frente a los Estados Unidos lo que lleva a estos grupos a defender la posibilidad de una vía específicamente latina o española a la modernización económica, social y política. Un proyecto finalmente abortado, fracasado y estigmatizado bajo la acusación de reaccionario y, frecuentemente, también de extranjero. Pero no hay que olvidar que estas acusaciones son sólo el resultado de las estrategias de deslegitimación utilizadas por los liberales, el triunfo de un modelo interpretativo que articula el relato histórico como una oposición entre progreso y reacción frente a otro que lo hacía en la oposición entre raza española y raza anglosajona. El concepto de modernidad reaccionaria se convierte así en un oxímoron que refleja de manera bastante precisa la encrucijada de unas elites cuya visión del mundo no se articuló en torno a la oposición entre estos dos términos.
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¿Qué decir, en estos inicios del siglo XXI, de Domingo Faustino Sarmiento (San Juan, Argentina, 15 de febrero de 1811-Asunción, Paraguay, 11 de septiembre de 1888) que no se haya dicho ya? Guerra (1901), Lugones (1911), Bunge (1926), Palcos (1961) y Gálvez (1945), entre otros, nos han descrito y reiterado su biografía; Rojas (1941) y Barreiro (1943) nos han glosado su pensamiento; Ingenieros (1911) y Levene (1938) sus planteamientos sociales; Verdevoye (1964) su labor educadora y periodística: y finalmente, Cúneo (1949) nos ha hablado de la imposible comparación y síntesis entre Sarmiento y Unamuno. Hacemos omisión, en aras de la brevedad, de otros muchos y meritorios estudios. Confieso que siento, como nuestro filósofo vasco, una admiración profunda por el prócer argentino: «el hombre genial que más en español, en más castiza habla, habló mal de España sin conocerla», nos decía Unamuno. Y añadía otros elogios, cuya relación ocuparía un gran número de páginas. Entresacamos, pues, algunos: alma de alud, genio agreste, figura homérica, genio (citando las alabanzas de Ingenieros); la más grande inteligencia de escritor americano en lengua española, y añade: hay que colocar a Sarmiento junto a Hugo, Zola y Castelar (comentando La victoria del hombre de Ricardo Rojas). En Contra esto y aquello Unamuno afirma con justeza el gran patriotismo de Sarmiento y su papel como constructor de la futura República Argentina.
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1. FACUNDO
Y LA EDUCACIÓN POLÍTICA
Sarmiento ama una patria que está por nacer, que necesita ser luego construida y reconstruida, y esa construcción-reconstrucción la basa, en su pensamiento y en su sentir, en la modernidad, en el referente europeo, o más concretamente francés, en la ideas de la revolución, en el republicanismo, en la modernidad. Civilización y Barbarie, nos dice el antetítulo de Facundo. Pero mejor y más preciso hubiera sido sustituir y por o, porque si la copulativa vale desde un punto de vista descriptivo, la disyuntiva plantea una elección: no se puede ser civilizado y bárbaro a la vez, por más que algunas naciones y sociedades, en el plano moral, pretendan ser civilizadas mientras que su comportamiento se inscriba en la más absoluta barbarie. De la misma manera que es difícil decir nada nuevo sobre Sarmiento, tampoco es fácil añadir novedades a esa su obra impar que es Facundo, o mejor aún y transcribiendo su título completo, Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga (1845). Martínez Estrada (1933 y 1947), Alberto Palcos (1934) y Américo Castro (1938), entre otros, se han acercado a Facundo analizando en él el pensamiento y el ideario sarmentino. «A Sarmiento se ingresa a través de Facundo», nos dice Cúneo. Y añade: Puerta desentornada, o corredor cursado de inquietas claridades, de vientos insistentes, ese libro que registra todas las señas de su autor –señas del empecinado que cuida en todo instante su guardia– inicia la comprensión o la experiencia sarmentina (Cúneo 1949: 67).
En nuestro trabajo no vamos a centrarnos en modo alguno en el análisis literario y estilístico de la obra, ni en su estructura narrativa. Facundo no se adscribe a ningún género concreto. Literariamente hablando, no responde a ninguno de los patrones al uso: no es una novela histórica, no es un ensayo ni un cuadro de costumbres, ni un tratado de economía, de geografía física y humana, de sociología, ni un panfleto político. No es nada y es todo lo anterior, y mucho más. Facundo es, hablando en términos borgesianos, una obra infinita. En la edición de la obra que he manejado, una edición barata, cuyas páginas pueden ser violentadas y aun destruidas por el trabajo, y por la que voy a citar, su editor, Benito Varela Jácome nos dice al respecto:
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Es difícil encasillar al Facundo dentro de un género. No se ajusta a una estructura orgánica ordenada, se mezclan en sus páginas perspectivas geográficas, hechos históricos, situaciones sociales, conflictos políticos, apasionamiento romántico y ganga novelesca (en Sarmiento 1970: 17-18).
Sentimos disentir en parte del anterior análisis que, tanto desde el punto de vista literario como estructural, es tan exhaustivo como correcto. Efectivamente, Facundo no es una novela ni pretende serlo; no es una crónica histórica y política, algo que ni siquiera se plantea. No es… ¿para qué seguir? Facundo es, en el planteamiento y en la voluntad de su autor, un libro que pretende educar a los ciudadanos argentinos, ganarlos para la construcción de una patria moderna, a la europea, imbuida de las ideas republicanas, una nueva patria ganada para la modernidad. Es también, y no lo oculta, una diatriba contra Rosas y contra aquellos que compartían con él sus planteamientos federales, contra los que llevaron a las provincias a su destrucción económica e intelectual, lo que Sarmiento ejemplifica en los casos de San Juan y La Rioja. A siete años de distancia de la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852) y, por tanto, del final político y de la marcha al exilio de Juan Manuel de Rosas, Sarmiento, desde su otro exilio, publica su Facundo en Santiago de Chile y en Montevideo en forma de folletín primero y de libro después. Este tipo de publicación por entregas periodísticas era algo muy habitual en esa época en Europa y en América. El hecho de tener que editarse fuera de Argentina explica tanto su carácter propagandístico como su forma de discurso explicativo, dirigido, en parte, a unos receptores que no eran únicamente sus compañeros de exilio, sino sus anfitriones y vecinos territoriales, también amenazados por el mesianismo de Rosas. Obviamente, el panamericanismo de Sarmiento es idéntico al de otros apóstoles americanos, como José Martí y Eugenio María de Hostos, algo que demostró Sarmiento al final de sus días al marchar a Paraguay para encargarse de organizar su sistema educativo, igual que haría Hostos en Santo Domingo. Pero si en algo no estamos de acuerdo con Varela es en su última apreciación: ganga novelesca, que nos recuerda mucho al término despectivo que utilizan algunos críticos de cine prepotentes y ayunos de cultura extra-cinematográfica, que hablan de ganga literaria al comentar las películas. Por más que el cine sea imagen, si se le despoja de la misma lo que queda es literatura; por más que
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Facundo sea un alegato político, es también una gran novela histórica en la que el personaje central se caricaturiza y se recrea. El enemigo se caricaturiza y a la vez se ensalza. Cúneo compara la caricaturización de Sarmiento con la de Hippolyte Taine, que tanto habría de influir en nuestro Ganivet a la hora de repensar una nueva identidad española tras el desastre del 98, y recuerda a Unamuno, que señala: ¡Qué diferencia [entre los retratos de Sarmiento] y las deformaciones de Taine! Éste, el francés, deformaba fríamente, con regla y compás, según un sistema de coordenadas, con arreglo a una psicología mecanicista, mientras que el argentino deformaba con calor, por amor o por odio, por pasión. El uno deformaba, caricaturizaba con la cabeza; el otro con el corazón. Yo me quedo con el segundo (1949: 69, citando a Unamuno en Contra esto y aquello).
Unamuno sabía mucho de caudillos montaraces tras escribir Paz en la guerra y trazar el retrato de Manuel Santa Cruz, cuyo paralelismo con Facundo Quiroga es evidente hasta en los símbolos: el rojo en las boinas carlistas y en los ponchos federales, algo que Sarmiento enfatiza de forma singular, calificando el rojo como el color de la barbarie: ¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco; pero voy a reunir algunas reminiscencias. Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las naciones del mundo. Sólo hay una europea culta en la que el colorado predomine, no obstante el origen bárbaro de sus pabellones. […] Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el interior de África se proveen de paño colorado para agasajar a los príncipes negros. […] Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile manda a los caciques de Arauco consisten en manta y ropas coloradas, porque este color agrada mucho a los salvajes. La capa de los emperadores romanos que representaban al dictador era de púrpura, esto es, colorada. El manto real de los reyes bárbaros de Europa fue siempre colorado. La España ha sido el último país europeo que ha repudiado el colorado, que llevaba en la capa grana. Don Carlos en España, el pretendiente absoluto, izó una bandera colorada. […] El verdugo en todos los Estados europeos vestía de colorado hasta el siglo pasado (1970: 167).
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Pero si el colorado tiene lamentables connotaciones para los europeos y el resto de las naciones avanzadas, aún peores las tiene para la nación argentina: Artigas agrega al pabellón argentino una faja diagonal colorada. Los ejércitos de Rosas visten de colorado. Su retrato se estampa en una cinta colorada. […] La revolución de la independencia argentina se simboliza en dos tiras celestes y una blanca, cual si dijera: ¡Justicia, paz, justicia! La reacción acaudillada por Facundo y aprovechada por Rosas, se simboliza en una cinta colorada que dice: ¡Terror, sangre, barbarie! La especie humana ha dado en todos tiempos este significado al color grana, colorado, púrpura: id a estudiar el Gobierno de los pueblos que ostentan este color y hallaréis a Rosas y a Facundo; el terror, la barbarie, la sangre corriendo todos los días (ibid.: 168).
Si las similitudes de color son notables entre federales y carlistas, aún lo son más las consignas: Religión o muerte en las banderas facundistas, Dios, Patria, Rey en las del pretendiente carlista. Consignas, no creencias ni normas morales y religiosas de comportamiento. Y tras los lemas y las banderas, la mano pecadora del clero impartiendo bendiciones y plantando hogueras inquisitoriales: En las provincias, empero, ésta fue una cuestión de religión, de salvación y condenación eterna. ¡Imaginaos como la recibiría Córdoba! En Córdoba se levantó una inquisición. San Juan experimentó una sublevación católica, porque así se llamaba el partido, para distinguirse de los libertinos, sus enemigos (ibid.: 173).
Católicos y libertinos en Argentina, apostólicos y liberales en España. Y las huestes de la barbarie dispuestas a borrar, en nombre de Dios y a sangre y fuego, a sus oponentes. Sofocada esta revolución en San Juan, sábese un día que Facundo está a las puertas de la ciudad, con una bandera negra dividida por una cruz sanguinolenta, rodeada de este lema: ¡Religión o muerte! ¿Recuerda el lector que he copiado, de un manuscrito, que Facundo nunca se confesaba, ni oía misa, ni rezaba, y que él mismo decía que no creía en nada? Pues bien; el espíritu de partido aconsejó a un célebre pre-
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dicador llamado El Enviado de Dios, a inducir a las muchedumbres a seguir sus banderas. Cuando este mismo sacerdote abrió los ojos y se separó de la cruzada criminal que había predicado, Facundo decía que nada más sentía que no hacerlo a las manos para darle seiscientos azotes (ibid.: 173-174).
La cuestión religiosa es y será el eje de todas las tiranías. Tras la religión se oculta el poder o es ella misma el poder mismo. Y no tiene los más mínimos ambages para acoger en sagrado la maldad: ¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo negaría rotundamente, si no supiese que cuanto más bárbaro, y por tanto más irreligioso es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y fanatizarse. Pero las masas no se movieron espontáneamente, y los que adoptaron este lema, Facundo, López, Bustos, etcétera, eran completamente indiferentes. Esto es capital. Las guerras religiosas del siglo XV en Europa son mantenidas en ambas partes por creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los puritanos leían la Biblia en el momento antes del combate, oraban y se preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en que se conoce el espíritu de los partidos, es que realizan sus propósitos, cuando llegan a triunfar, aún más allá de donde estaban asegurados antes de la lucha. Cuando esto no sucede, hay decepción en las palabras. Después de haber triunfado en la República Argentina el partido que se apellida católico ¿qué ha hecho por la religión o los intereses del sacerdocio? Lo único que yo sepa es haber expulsado a los jesuitas y degollado cuatro sacerdotes respetables en Santos Lugares, después de haberles desollado vivos la corona y las manos; poner al lado del Santísimo Sacramento el retrato de Rosas y sacarlo en procesión bajo palio. ¿Cometió jamás profanaciones tan horribles el partido libertino? (ibid.: 175).
Nada de lo que dice Sarmiento nos resulta extraño a los españoles. Franco fusilando a los curas vascos, Franco bajo palio tomando el ejemplo de Rosas y superándolo, porque al argentino lo paseaban en efigie y al español en persona. Para qué seguir. Y, por encima de todo, el terror como método, los fusilamientos y las decapitaciones, la cuchilla convexa para degollar hombres, las carretas de cabezas cortadas de los oponentes de Rosas, los ahorcamientos de los liberales por los apostólicos. Esta clara correspondencia entre España y Argentina
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va a prolongarse en el tiempo y va a universalizarse. El retrato de Facundo, la descripción de la tiranía de Rosas son, claro está, netamente argentinos, pero son también universales, como sucede siempre con la literatura realmente importante. La descripción de cómo Rosas se perpetuaba en el poder vale tanto para el tirano argentino como para Hitler, Mussolini, Franco, Stalin o Pinochet. Y como la historia está condenada a repetirse, no sólo como comedia bufa, sino también como nueva tragedia, en Rosas están todos los Tiranos Banderas que en el continente americano han sido: Somoza, Stroessner, los milicos argentinos y los verdugos uruguayos. La dictadura, toda dictadura, se basa en el terror y en el crimen, en el expolio y el robo. Cuéntase que, continuando las matazas en la campaña sobre infelices campesinos, sobre el que acertaba a pasar por Atiles, campamento general, uno de los Villafañe le dijo con el acento de la compasión, del temor y la súplica: –«¿Hasta cuándo, mi general?» –«No sea usted bárbaro –contestó Quiroga–, ¿cómo me rehago sin esto?». He aquí un sistema todo entero: el terror sobre el ciudadano, para que abandone su fortuna; sobre el gaucho, para que su brazo sostenga una causa que ya no es la suya; el terror suple a la falta de actividad y de trabajo para administrar, suple el entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo ejercita desde los tiempos de Iván y ha conquistado todos los pueblos bárbaros; los bandidos de los bosques obedecen al jefe que tiene en su mano esta coyunda que domeña las cervices más activas. Es verdad que degrada a los hombres, los empobrece, les quita toda elasticidad de ánimo; que en un día, en fin, arranca a los Estados lo que habrían podido dar en diez años; pero, ¿qué importa todo esto al zar de las Rusias, al jefe de los bandidos o al caudillo argentino? (ibid.: 197-198)
Hay dictadores, pocos, que asesinan por propia mano: «En Marruecos el emperador tiene la singular prerrogativa de matar el mismo a los criminales», nos dice Sarmiento; otros ordenan las muertes, verbalmente o por escrito cuando, como Franco, meriendan o desayunan, sin temblarles el pulso al firmar las penas de muerte, mientras mojan la tostada o devoran los picatostes. Y una vez desencadenado el terror son precisamente ellos los responsables tanto de sus crímenes como de los ajenos, de los desmanes que generan como
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respuesta en sus oponentes. Sarmiento va a entenderlo a la perfección: Es desconocer mucho la naturaleza humana creer que los pueblos se vuelven criminales y que los hombres extraviados que asesinan cuando hay un tirano que los impulsa a ello son en el fondo malvados. Todo depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy se ceba en sangre por fanatismo era ayer un devoto inocente, y será mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo indujo al crimen (ibid.: 326).
Ahora que por fin España se ha decidido a revisar su memoria histórica, bueno será reflexionar sobre las acertadas explicaciones de Sarmiento. Mussolini colgando, junto con Clara Petacci, de un gancho de carnicero no es la víctima de la barbarie partisana: es el responsable directo de su propia muerte y la de su amante, como lo fue Franco de todo el horror generado por ambos bandos desde el punto y hora en que se levantó contra un gobierno legítimo, desencadenando una guerra civil e imponiéndose a sangre y fuego. Pero estas digresiones nos apartan de nuestro objetivo: el planteamiento de Sarmiento para la creación de una nación moderna y civilizada, basada en la actividad de un conjunto de ciudadanos libres, iguales y fraternos.
2. BUENOS AIRES ARGENTINA
Y LA EUROPEIZACIÓN DE LA
Querella entre lo rústico y lo urbano, menosprecio de la corte y alabanza de la aldea. En esto hay también coincidencias, pero menores. El problema de Buenos Aires y del resto de Argentina, del desarrollo rural y urbano, ha sido permanente. La capital da inicio a la independencia y se plantea a la vez construir la patria y construirse a sí misma: Buenos Aires se cree una continuación de Europa, y si no se confiesa francamente que es francesa y norteamericana en su espíritu y tendencia, niega su origen español, porque el Gobierno español, dice, la ha recogido después de adulta. Con la revolución vienen los ejércitos y la gloria, los triunfos y los reveses, las revueltas y las sediciones. Pero Buenos Aires,
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en medio de todos los vaivenes, muestra la fuerza revolucionaria de que está dotada. Bolívar es todo; Venezuela es la peana de esta colosal figura. Buenos Aires es una ciudad entera de revolucionarios: Belgrano, Rondeau, San Martín, Alvear y los cien generales que mandan sus ejércitos, son sus instrumentos, sus brazos, no su cabeza ni su cuerpo. En la República Argentina no puede decirse: «el general tal libertó el país», sino la Junta, el Directorio, el Congreso, el Gobierno de tal y tal época, mandó al general tal que hiciese tal cosa. El contacto con los europeos de todas las naciones es mayor aún, desde los principios, que en ninguna parte del Continente hispanoamericano: la desespañolización y la europeificación se efectúan en diez años de un modo radical, sólo en Buenos Aires, se entiende (ibid.: 153).
La desespañolización de que nos habla Sarmiento es consecuencia lógica de una política colonial equivocada, algo que tendría lugar en los inicios del siglo XIX y se repetiría en su final. En la historia falseada que nos han contado emerge airosa la figura de Cánovas, cuando sus errores trajeron como consecuencia la pérdida de nuestras últimas provincias ultramarinas. Los planteamientos centralistas se pagan muy caros y una autonomía a tiempo, como planteaban los cubanos y muchos de nuestros emigrados, hubiera sin duda alargado el proceso, de la misma manera que la abolición de los fueros y la anulación del concierto económico fue el caldo de cultivo de los planteamientos aranistas. Ese centralismo bonaerense, que arranca del proceso de independencia, lo pagará muy caro Argentina. Ese olvido de las provincias, dividiendo entre Buenos Aires y el resto. «Demos voluntariamente a los pueblos lo que más tarde nos reclamarán con las armas en la mano», decía Agüero, el portavoz de Rivadavia. Y así fue, los pueblos reclamaron sus derechos con la barbarie de Facundo y de Rosas. Lógico era que, abandonado el referente hispano, la ciudad que había de construir la nueva nación, buscara los referentes y los apoyos europeos, como buscaron los patriotas norteamericanos el apoyo de Francia y España frente a Inglaterra. Y sobre esas bases los nuevos conductores argentinos se aprestan a construir la libertad: Rodríguez y Las Heras han estado echando los cimientos ordinarios de los Gobiernos libres. Ley de olvido, seguridad individual, respeto a la propiedad, responsabilidad de la autoridad, equilibrio en los poderes,
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educación pública; todo, en fin, se cimienta y constituye pacíficamente, Rivadavia viene de Europa, se trae a la Europa; más todavía: desprecia a la Europa; Buenos Aires (y por supuesto, decían, la República Argentina) realizará lo que la Francia republicana no ha podido, lo que la aristocracia inglesa no quiere, lo que la Europa despolitizada echa de menos. Ésta no era la ilusión de Rivadavia, era el pensamiento general de la ciudad, era su espíritu, su tendencia. Así educada, mimada, hasta entonces por la fortuna, Buenos Aires se entregó a la obra de construirse a sí y a la República, como se había entregado a la de libertarse ella y a la América, con decisión, sin medios términos, sin contemporización con los obstáculos. Rivadavia era la encarnación viva de ese espíritu poético, grandioso, que dominaba la sociedad entera. Rivadavia continuaba pues la obra de Las Heras en el ancho molde en que debía vaciarse un grande Estado americano, una República (ibid.: 153-154 y 155-156).
Rusticidad y cosmopolitismo en la vida y en los atuendos: el poncho de los gauchos y el frac de los bonaerenses ilustrados y elegantes: Toda civilización se expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero. […] cada revolución ha tenido su traje y cada cambio en las ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el vestir. Un traje, la civilización romana; otro, la Edad Media; el frac no principia sino después del renacimiento de las ciencias; la moda no la impone el mundo, sino la nación más civilizada; de frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el sultán de Turquía, Abdul Medjil, quiere introducir la civilización europea en sus Estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas, para vestir frac, pantalón y corbata (ibid.: 168-169).
¡Qué actualidad en las descripciones de Sarmiento! Aquello que nos relata parece haber salido de su pluma hace tan sólo unas horas. Nada ha cambiado en esa actitud del integrismo bárbaro oponiendo a la modernidad la tradición en los atuendos, actitud similar a la de los mazorqueros que perseguían en la noche a los hombres que vestían con levita. Hay que señalar que cada construcción identitaria de una nación es diferente en cada caso y depende del tiempo en el que la imaginación y creación colectivas generan el constructo y las circunstancias concretas del mismo. Una vez iniciado el proceso, el imaginario no descansa,
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la construcción no se interrumpe, aunque se modifique en el tiempo. Sin embargo, suele haber momentos singulares a lo largo del proceso. La construcción de la identidad española tras la unificación llevada a cabo entre el Reino de Castilla y la Corona de Aragón evolucionó en el tiempo hasta la desaparición de los restos feudales y los contenidos democráticos del Estado para dar lugar al Imperio en el que no se ponía el sol. El primer final del mismo tendrá lugar con el cambio dinástico en el inicio del siglo XVIII, generando un vacío de señas de identidad que pronto surgirán en dos direcciones contrapuestas en la España de la Ilustración. Ambas direcciones llegarán hasta nuestros días, entendidas sensu lato, y su confrontación se desarrollará a lo largo de todo el siglo XIX hasta que ocurra otro vacío identitario cuasi absoluto tras el desastre del 98. Tras el mismo, de nuevo, el constructo se irá generando desde la ciencia, la política, la literatura y el arte, y será de nuevo bidireccional y contrapuesto. Su resultante será de nuevo una guerra civil de exterminio. Tras el final del franquismo y la llamada transición democrática se generarán de forma rápida nuevas señas de identidad, cuyos contenidos, generación y evolución están todavía por estudiar de forma totalizadora y profunda. Ésta fue la evolución constructiva de España, que difiere notablemente de procesos de generación identitaria de otras naciones, como sería el caso del proceso que generó y asentó la nueva nación italiana. La idea cavouriana que planteaba solamente la unificación de la Italia Norte y los Estados Vaticanos, y que ahora reaparece de forma nada sorprendente en la Padania, contrastó con los planteamientos de Vitorio Enmanuelle y Garibaldi de unificar el conjunto peninsular e insular y formar una nación en la que los ciudadanos hablaran todos, más o menos, la misma lengua. En todas las construcciones nacionales siempre se ha planteado que una lengua diferente genera una nación diferente. En el caso de naciones plurilingües, salvo en la Confederación Helvética, se generan tensiones y brotes independentistas: Canadá, España, Bélgica, etc. Muchas veces hemos citado, al hablar del discurso narrativo de la identidad nacional, el papel de la literatura en dicho proceso. La construcción nacional es obra de historiadores, pero también de novelistas y poetas. A posteriori de la unificación italiana se genera un discurso destinado a predicar y reforzar dicha unidad. Una obra de D’Amicis, Cuore, ejemplifica dicho discurso. El libro, traducido por Fernando
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de los Ríos, enseñó también a leer a los niños españoles del primer tercio del siglo XX. Esta obra admirable conforma su discurso en dos frentes: convertir a los niños en ciudadanos imbuidos de los valores republicanos y democráticos y hacer de ellos unos patriotas de la nueva Italia. Si hubiera que buscar un texto paradigmático de educación para la ciudadanía, Cuore sería el ejemplo más claro. El maestro protagonista, un santo laico, transmite a sus alumnos el respeto por la moral y los valores y, a la vez, ejemplifica en un conjunto de niñoshéroes la nueva nación italiana, siendo todos y cada uno de ellos representantes de las nuevas provincias unificadas. El maestro narra todos los meses un cuento cuyo protagonista pertenece a las diferentes zonas de Italia: El pequeño vigía lombardo, El tamborcillo sardo, El pequeño escribiente florentino y Marcos, el genovés, representante de la Italia peregrina que cruza el océano y va De los Apeninos a los Andes. Pero si D’Amicis es el gran constructor del discurso unificador de Italia, Sarmiento lo es de la construcción de Argentina y entiende, de la misma manera que el autor italiano, que esa construcción debe partir de la educación, y a ella dedica la primera parte de su vida. Pero será Facundo la obra que diseñará la modernidad de su país.
3. INMIGRACIÓN,
MODERNIDAD, DEMOCRACIA
Se ha hablado mucho del referente europeo. Y efectivamente es así. Facundo es, entre tantas cosas, una recopilación de citas de autores europeos: Villemain (Cours de littérature), Head, Humboldt, de nuevo Head, Victor Hugo, Alix (Histoire de l’Empire ottoman), Roussel (Palestine), Chateaubriand, Shakespeare, Lerminier, de nuevo Shakespeare, otra vez, Shakespeare, en concreto el final de Ricardo III, curiosamente citado en francés, Malte-Brun, Colden (History of Six Nations), Lamartine, y finalmente Cousin. La mayoría de las citas están en su lengua original, es decir, en francés, idioma al que Sarmiento concedía la mayor importancia. Pero pese a todas estas referencias europeas, el planteamiento sarmentino es netamente americano. Así nos lo recuerda Cúneo: Sarmiento, viajero europeo, se advierte que la hora de Europa ha transcurrido. Sarmiento, viajero americano, se avisa que la actualidad de Améri-
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ca recrea el curso de la civilización del hombre, de los hombres […]. La civilización se rehace en América para arquitecturar con sus elementos peregrinos, sobre la vastedad del continente, la nueva dimensión, el ciclo nuevo (1949: 218-219).
Efectivamente, la hora de Europa había en aquel momento transcurrido. América era la gran esperanza, el gran crisol donde habrían de fundirse los metales del futuro. Pero América, y así lo entiende Sarmiento, necesita incorporar no a Europa sino a los europeos, esa Europa peregrina, esos elementos peregrinos de que nos habla Cúneo. Y lo reafirma Sarmiento: Hoy no hay lechero, sirviente, panadero, peón, gañán ni cuidador de ganado, que no sea alemán, inglés, vasco, italiano, español, porque es tal el consumo de hombres que ha hecho en diez años, tanta carne humana necesita el americanismo, que al cabo la población americana se agota y va toda a enregimentarse en los cuadros que la metralla ralea desde que el sol sale hasta que anochece […]. La población argentina desaparece y la extranjera ocupa su lugar en medio de los gritos de la Mazorca y de la Gaceta: ¡Mueran los extranjeros!; como la unidad se realiza gritando: ¡Mueran los unitarios!, como la federación ha muerto gritando: ¡Viva la federación! (1970: 316)
De nuevo la gran actualidad de Sarmiento y de Facundo. Sus aseveraciones son de inmediata aplicación en nuestros días. Europa se construye ahora con la savia de la emigración entre los gritos desaforados de la extrema derecha y la xenofobia. Sarmiento basa la construcción y el orden del Estado en la emigración: Pero el elemento principal de orden y moralización que la República Argentina cuenta hoy es la emigración europea, que de suyo a despecho de la falta de seguridad que le ofrece se agolpa de día en día al Plata, y si hubiera un gobierno capaz de dirigir su movimiento bastaría por sí sola para sanar, en diez años no más, todas las heridas que han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la han dominado (ibid.: 327).
Sarmiento nos está hablando de la gran emigración europea de los años centrales del siglo XIX. Un flujo migratorio que tiene fundamen-
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talmente como objetivo recalar en los Estados Unidos, pero que ante la imposibilidad, o bien por razones idiomáticas o de origen, se reparte por el continente americano: De Europa emigran anualmente medio millón de hombres, por lo menos, que poseyendo una industria o un oficio salen a buscar fortuna y se fijan donde hallan tierra que poseer. Hasta el año 1840 esta emigración se dirigía principalmente a Norteamérica, que se ha cubierto de ciudades magníficas y llenado de una inmensa población a merced de la emigración. Tal ha sido a veces la manía de emigrar, que poblaciones enteras de Alemania se han transportado a Norteamérica, con sus alcaldes, curas, maestros de escuela, etcétera (ibid.: 327-328).
Pero no es oro todo lo que reluce en la emigración. A veces el flujo migratorio se corta porque la nación receptora, en este caso Estados Unidos, no es capaz de absorber a los nuevos llegados, y los nuevos llegados se ven sumidos en la miseria y en las pésimas condiciones de vida de las que venían huyendo. ¿Acaso no es lo que ahora está sucediendo en Europa? Los buques de emigrados son devueltos a sus lugares de origen, como sucede ahora con los tripulantes de los cayucos, y en 1844, 21 000 suizos que deseaban ir a América fueron desviados a Argelia por el gobierno francés. La emigración es, fundamentalmente, económica. El exilio político vendrá después. Y en ambos casos, la ecuación siempre es la misma. De una parte, la ventaja de disponer de un crecimiento poblacional y de una mano de obra entusiasta y cualificada, dispuesta a trabajar sin descanso para abrirse camino; de otra, los problemas de integración, la formación de colonias y grupos que buscan en la comunidad de origen y en su uniformidad el mutuo apoyo. Y finamente, la necesidad de construir una comunidad nacional, de que los nuevos llegados se sientan norteamericanos o argentinos, algo que se logra en la segunda generación, pero que pende siempre de un hilo, pues en la tercera, sobre todo si las condiciones son discriminatorias o desfavorables, se plantea la vuelta a los orígenes. En los años que Sarmiento describe, la emigración se reparte y puebla el continente, recalando en aquellos países que le ofrecen unas mayores posibilidades, como México, Uruguay y Argentina. Aquella corriente de emigrados que ya no encuentra ventaja en el Norte ha empezado a costear la América. Algunos se dirigen a Texas, otros a
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México, cuyas costas malsanas los rechazan; el inmenso litoral de Brasil no les ofrece grandes ventajas a causa del trabajo de los esclavos negros, que quita valor a la producción. Tienen pues que recalar al Río de la Plata, cuyo clima suave, fertilidad de la tierra y abundancia de medios de subsistir, atrae y fija. Desde 1836 empezaron a llegar a Montevideo millares de emigrados, y mientras Rosas dispersaba la población natural de la República con sus atrocidades, Montevideo se agrandaba en un año hasta hacerse una ciudad floreciente y rica, más bella que Buenos Aires y más llena de movimiento y comercio (ibid.: 328).
Esa emigración contó, en época de Sarmiento, con el terrible valladar de la dictadura de Rosas. De una parte, la xenofobia expresada a diario con el grito ¡muerte a los extranjeros!; de otra, el amedrentamiento que el gobierno argentino provocaba y era puesto de manifiesto de forma continua por la prensa europea: El año 1835 emigraron a Norteamérica quinientas mil setecientas cincuenta almas; ¿por qué no emigrarían a la República Argentina cien mil por año, si la horrible fama de Rosas no los amedrentase? Pues bien, cien mil por año harían en diez años un millón de europeos, industriosos diseminados por toda la República, enseñándonos a trabajar, explotando nuevas riquezas y enriqueciendo el país con sus propiedades; y con un millón de hombres civilizados, la guerra civil es imposible, porque serían menos los que se hallarían en estado de desearla. La colonia escocesa que Rivadavia fundó al sur de Buenos Aires lo prueba hasta evidencia; ha sufrido de la guerra, pero ella jamás ha tomado parte, y ningún gaucho alemán ha abandonado su trabajo, su lechería o su fábrica de queso para ir a corretear por la pampa (ibid.: 329).
Pero si la emigración fluye en dirección a América, desde Argentina lo mejor y más granado de sus jóvenes emigra a Uruguay huyendo de Rosas: La aplicación del nuevo sistema de Rosas ha traído un resultado singular; a saber, que la población de Buenos Aires se había fugado y reunídose en Montevideo […]. Hallábanse, pues, en Montevideo los antiguos unitarios, con todo el personal de la administración de Rivadavia, sus mantenedores, dieciocho generales de la República, sus escritores, los ex congresales, etc.; estaban allí, además, los federales de la ciudad, emigrados de 1833 en adelante; es decir, todas las notabilidades hostiles a la Constitu-
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ción de 1826, expulsadas por Rosas con el apodo de lomos negros. Venían después los fautores de Rosas que no habían podido ver sin horror la obra de sus manos, o que, sintiendo aproximarse a ellos el cuchillo exterminador, habían, como Tallien y los termidorianos, intentado salvar sus vidas y la patria, destruyendo lo mismo que ellos habían creado (ibid.: 302).
A todo este conglomerado antirrosista había que añadir la nueva juventud proveniente del Colegio de Ciencias Morales fundado por Rivadavia, de las universidades, de los seminarios. Muchachos venidos de todas las provincias y formados con los libros, las enciclopedias y las revistas procedentes de Europa, lectores infatigables de Sismondi y Tocqueville, de Juoffroy, Cousin y Guizot. Imbuido de las ideas republicanas, el Salón Literario de Buenos Aires predica en su acta fundacional esos valores: En nombre de Dios, de la Patria, de los Héroes y Mártires de la Independencia Americana, en nombre de la sangre y de las lágrimas inútilmente derramadas en nuestra guerra civil, todos y cada uno de los miembros de la asociación de la joven generación argentina: Creyendo que todos los hombres son iguales; Que todos son libres, que todos son hermanos, iguales en derechos y deberes; Libres en el ejercicio de sus facultades para el bien de todos; Hermanos para marchar a la conquista de aquel bien de todos; Hermanos para marchar a la conquista de aquel bien y al lleno de los destinos humanos; Creyendo en el progreso de la humanidad, teniendo fe en el porvenir; Convencidos de que la unión constituye la fuerza. Que no puede existir fraternidad sin unión, sin el vínculo de los principios; Y deseando consagrar sus esfuerzos a la libertad y felicidad de su patria y a la regeneración completa de la sociedad argentina: 1º Juran concurrir con su inteligencia, sus bienes y sus brazos, a la realización de los principios formulados en las palabras simbólicas que forman la base del pacto de alianza; 2º Juran no desistir de la empresa, sean cuales fueren los peligros que amaguen a cada uno de sus miembros sociales; 3º Juran sostenerlos a todo trance y usar de todos los medios que tengan en sus manos para difundirlos y propagarlos; 4º Juran fraternidad recíproca, unión estrecha y perpetuo silencio sobre lo que pueda comprometer la existencia de la Asociación.
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Ni que decir tiene que tras esta constitución carbonaria, tras esta proclama, la huida era obligada. Montevideo será el destino de estos jóvenes que, sin anterior filiación política, tienen que abandonarlo todo, familias incluidas. Faltan, desde la publicación de Facundo al final de Rosas, todavía unos años, pero Sarmiento se prepara para la democracia que está por llegar. Sabe que la solución ha de venir de la propia Argentina y que son sus compatriotas los encargados de derrotar al tirano. Sabe también que la mayoría de los litigios están resueltos y que tan sólo la presencia de Rosas hace imposible su consecución y sienta las bases de lo que debe ser un futuro desarrollo de la República. Si el dictador ha perseguido a los jóvenes políticos estos esperan el regreso, pues se han desparramado por toda América, por Europa, por Estados Unidos, por Brasil, por Bolivia, por Chile, por Francia, por Inglaterra y por España. Si los poetas y literatos han abandonado a Rosas, en Montevideo se celebran justas literarias año tras año el 25 de mayo. Los resultados no van a hacerse esperar: ¡Cuántos resultados no van, pues, a cosechar esos pueblos argentinos desde el día, no remoto ya, en que la sangre derramada ahogue al tirano! ¡Cuántas lecciones! ¡Cuánta experiencia adquirida! Nuestra educación política está consumada. Todas las cuestiones sociales, ventiladas: federación, unidad, libertad de cultos, inmigración, navegación de los ríos, poderes políticos, libertad, tiranía, todo se ha dicho sobre nosotros, todo nos ha costado torrentes de sangre. El sentimiento de la autoridad está en todos los corazones, al mismo tiempo que la necesidad de contener la arbitrariedad de los poderes la ha inculcado hondamente Rosas con sus atrocidades. Ahora no nos queda que hacer sino lo que él no ha hecho, y reparar lo que ha destruido (ibid.: 321).
Lo que viene después es a la vez una denuncia y un programa de gobierno. Es hacer lo que él no hizo o lo que impidió. Los párrafos empiezan: «Porque él en quince años no ha…», y concluyen: «el nuevo Gobierno se consagrará a…»; desfilan por la denuncia y el programa futuro los siguientes extremos: – Restablecimiento de las vías de comunicación interior. – Asegurar las fronteras del sur y del norte. Establecimiento de colonias que darán lugar a ciudades y provincias florecientes. – Nuevos asentamientos de población de origen europeo.
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– Desarrollo de la navegación fluvial. Nacionalización del puerto de Buenos Aires. – Organización de la educación pública a toda la República. – Libertad y desarrollo de la prensa y de las ediciones especializadas de instrucción, industria, literatura y artes. – La inteligencia, el talento y el saber serán llamados de nuevo a dirigir los destinos públicos como en todos los países civilizados. – Restablecimiento de las formas representativas y de las libertades individuales. – Hacer de la justicia el medio de corregir los delitos públicos.
Sarmiento basa su concepción del Estado en la democracia. Nos dice: «La autoridad no es más que un convenio entre gobernantes y gobernados». Más tarde, cuando vuelto a la patria asume los máximos poderes y se convierte en gobernador de San Juan primero, en 1862, y en presidente de la República después, en 1868, llevará adelante su programa, en parte ya puesto en marcha, dando especial énfasis a la reforma educativa. Crea escuelas normales, escuelas de Minas y Agronomía, facultades de Ciencias Exactas, observatorios astronómicos y reparte las escuelas y bibliotecas públicas por todo el territorio nacional. Nada tiene de extraño que en los actos escolares se cante el himno a él dedicado: Fue la lucha, tu vida y tu elemento; la fatiga, tu descanso y calma. La niñez, tu ilusión y tu contento, la que al darle el saber, le diste el alma. Con la luz de tu ingenio iluminaste la razón en la noche de ignorancia. Por ver grande la Patria tú luchaste con la espada, con la pluma y la palabra. En su pecho, la niñez de amor un templo te ha levantado, y en él sigues viviendo, Y al latir, su corazón va repitiendo ¡«Honor y gratitud al gran Sarmiento»! ¡«Honor y gratitud, y gratitud»! Gloria y loor, honra sin par para el grande, entre los grandes, padre del aula, Sarmiento inmortal. ¡Gloria y honor! Honra sin par
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Honra sin par, efectivamente, a Sarmiento, como educador, como periodista, como literato y como político, como patriota en fin. Honra también al libro impar que es Facundo. Cúneo nos habla, al final de su libro, de la visita de Sarmiento a la tumba de Quiroga en el cementerio de La Recoleta. Hará luego la crónica en El Debate: Por entre sus columnas se divisan ya, aún antes de entrar, urnas cinerarias, sepulcros, columnas y sarcófagos, y la bella estatua del Dolor, que vela gimiendo sobre la tumba de Facundo (1949: 235).
Cúneo sostiene que, de alguna manera, Sarmiento es Facundo. Nos dice: «Esa tumba,¿no era en verdad –en alguna manera–, también suya?», y añade: «en la misma manera que Sarmiento se sabe muerto en esa tumba, en él, en Sarmiento estaba, sobreviviente, Facundo. Uno había sido –era– el otro». Hay una atracción y un respeto por la figura del oponente. Atracción y respeto que comparte Borges en su poemario Luna de enfrente (1925) en el poema «Barranca Yaco», donde Facundo es asesinado: El general Quiroga va en coche al muere […] Junto a los postillones jineteaba un moreno. Ir en coche a la muerte ¡qué cosa más oronda! El general Quiroga quiso entrar en la sombra llevando seis o siete degollados de escolta. […] Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco sables a filo y punta menudearon sobre él; muerte de mala muerte se lo llevó al riojano y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel.
Muere Facundo y Rosas no es ajeno a su muerte. Es claro que el oponente de Sarmiento no es Facundo sino Rosas. Hay ahora una oleada de críticas a Sarmiento y una reivindicación de la figura de Rosas. Nosotros no queremos, ni por asomo, mediar en una querella que nos es ajena. Rosas, Facundo y Sarmiento son, en definitiva, la inmortal Argentina. ¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?, nos dice Borges. ¿Muere acaso la inteligencia? habría que añadir para referirnos a Sarmiento. No, ni el pampero, ni las espadas, ni la inteligencia morirán jamás.
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VI. NACIÓN
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M ODERNIZACIÓN PERIFÉRICA . E L « HOMBRE CORDIAL » Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD BRASILEÑA Je s s é S o u z a 1
Las sociedades modernas se integran socialmente de dos maneras distintas y complementarias: mediante vínculos inconscientes para los agentes, a través de consensos pre-reflexivos actualizados por prácticas institucionales y sociales, y por vínculos conscientes, a través de consensos reflexivos compartidos por todos los miembros de la sociedad. De entre estos vínculos conscientes destaca la «identidad nacional». En este artículo me concentraré únicamente en esta dimensión comparativamente más reflexiva y consciente de la integración social típica de la modernidad. En cuanto sociedades nacionales, las sociedades modernas también son construidas simbólicamente. Para lograr vínculos efectivos de solidaridad y pertenencia comunitaria, las sociedades necesitan deconstruir las antiguas lealtades locales, regionales o de sangre. Para existir, la nación necesita generalizar el horizonte cognitivo y moral que antes se encontraba atrapado en un horizonte fragmentario y contextual. Éste es el sentido en que Benedict Anderson (1991) habla de la sustitución de las grandes religiones por la identidad nacional como soporte de narrativas y prácticas morales más amplias e inclusivas. La identidad nacional es, en este sentido, una especie de «mito moderno». Uso aquí la noción de mito como sinónimo de «imaginario social» (Taylor 2004), o sea, como conjunto de interpretaciones que permiten comprender el sentido y la especificidad 1. Traducción del portugués por Ángel Rivero.
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de determinada experiencia histórica colectiva. En este sentido, el mito es una transfiguración de la realidad con vistas a proporcionar sentido moral y espiritual a los individuos y a los grupos sociales que componen una sociedad particular (Bellah 1992: 3; Souza 2000). Es precisamente este sentido «moral» el que permite cimentar relaciones de identificación social y pertenencia grupal de manera que se garanticen lazos efectivos de solidaridad entre los individuos y los grupos a los que se refiere el mito. Hablo en este contexto de «moralidad» porque este «mito» o ese «imaginario social» está basado necesariamente en opciones morales tales como superior/inferior, noble/vulgar, bueno/ malo, virtuoso/deshonesto, etc. En todo mito o imaginario social particular existe, por tanto, una «jerarquía moral», aunque en buena medida implícita y no tematizada. Percibir la forma particular que asume esa jerarquía moral es comprender, también, el modo peculiar en el que los individuos y los grupos de una sociedad concreta se perciben y se juzgan mutuamente. La importancia existencial y política de este tipo de construcción simbólica es seminal. En el caso brasileño, la «identidad nacional» va a ser fundamento y trasfondo no tematizado de las ciencias sociales locales durante su construcción en el siglo XX. En Brasil, un caso especialmente exitoso de invención, institucionalización e incorporación de un mito nacional, tenemos un imaginario social que domina tanto el discurso del sentido común como el discurso científico y metódico. La interrelación entre esos dos tipos de discurso es fundamental para comprender la pobreza del debate político y académico brasileño contemporáneo y su extraordinaria carencia de perspectivas críticas. Mi tesis es que esos dos discursos son, en buena medida, indistinguibles, y hacen de la crítica social una empresa que enfrenta obstáculos cognitivos y emocionales gigantescos. Es esta continuidad profunda entre el «sentido común», formado en gran medida por el mito de la «identidad nacional», y la ciencia social la que explica esta tradición de encubrimiento de conflictos, de idealización de las condiciones sociales del brasileño pobre, la construcción del mito de la «solidaridad innata» del brasileño y, por último, el uso de categorías extrañas al discurso académico, como el «optimismo» y el «pesimismo» (categorías mágicas que acreditan la fuerza del deseo) para criticar y juzgar una perspectiva científica. Mi tesis es que el mito nacional brasi-
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leño constituye el fundamento de la «teoría emocional de la acción» que se vuelve dominante desde los años de 1930 hasta hoy como explicación y auto-interpretación de los brasileños, ya sea en la esfera pública política o en la discusión académica, con efectos nocivos para ambas.
1. LA
CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD NACIONAL
BRASILEÑA
La noción moderna de «nación», no sólo se contrapone a unos «otros» externos, sino también a diversos «otros» internos. Esos otros internos, que se construyen a partir de las solidaridades locales de sangre o de territorio, son los enemigos que toda nación con éxito tiene que combatir para desarrollarse como tal. La nación brasileña, por ejemplo, en su fase de consolidación durante todo el Segundo Imperio, se enfrentó a innumerables rebeliones regionales y tentativas de secesión. Una nación está constituida cuando los nacionales se identifican de hecho y significativamente como «brasileños», y ya no como gauchos, paulistas o pernambucanos. La nación implica una generalización de vínculos abstractos que se contraponen efectivamente a los vínculos establecidos por relaciones de sangre, vecindad o localidad. Uno de los más importantes entre tales vínculos abstractos es la noción de ciudadanía, que establece derechos y deberes iguales e intercambiables para todos los miembros de una nación. ¿Cómo hacer «atractivo» ese mito para las personas comunes que se identifican mucho más fácilmente con su vecino o con su «protector» más próximo, con los dueños de la tierra y de la gente (por ejemplo, en el Brasil de toda la vida), a los cuales se vinculan por lazos concretos de «gratitud»? Para existir, el Estado-nación tendrá que contraponerse a esos potentados locales que normalmente poseen su propia policía y su ley. La nación tendrá que poner a disposición de las personas todo un «arsenal simbólico» de ideas y de imágenes lo suficientemente poderoso para contraponerse con éxito no sólo a las lealtades locales, sino también a la competencia de los «otros externos». Para los grandes países latinoamericanos como México o Brasil, el «otro externo» es gigantesco y se impone como un obstáculo casi insalvable: el gran hermano del norte, los todopo-
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derosos Estados Unidos de América. Nosotros no nos comparamos con Bolivia, con Guatemala o cabalmente con Argentina. Nosotros nos comparamos obsesivamente con los Estados Unidos –en realidad, la comparación explícita e implícita con los Estados Unidos es el hilo conductor de prácticamente todas las interpretaciones de la singularidad brasileña en el siglo XX (Souza 2000)– porque percibimos que sólo ellos son tan grandes y significativos como nosotros mismos en el continente americano. Para un país como Brasil, la comparación con los Estados Unidos se impone por sí misma. Los Estados Unidos y Brasil poseen varias similitudes morfológicas e históricas: extensión territorial, tamaño de la población, tiempo de colonización, importancia de la esclavitud. A partir de estas similitudes, sin embargo, el resultado no podía ser más dispar: riqueza y abundancia, por un lado, pobreza y marginalidad social en gran escala, por otro. Si el dinamismo social y económico americano despierta la envidia y la admiración de sus padres europeos –superados en escala geométrica por los hijos exiliados en el nuevo continente–, ¿qué decir de los países latinoamericanos como Brasil? Como vemos, los desafíos para la construcción de un mito nacional brasileño exitoso fueron gigantescos tanto en relación a los «enemigos» internos como a los externos. ¿Cómo se construyó, pues, la noción de brasileñidad que hoy tenemos? La respuesta a esa pregunta exige que comprendamos que el mito nacional o el imaginario social nacional que estamos discutiendo necesita ser «internalizado» por las personas comunes como algo «suyo», como algo indisociable de su propia personalidad, para que pueda lograr conquistar el corazón y la mente de las personas comunes. La construcción del mito nacional tiene que ser el camino para la construcción de la «identidad nacional». En este terreno, para que la «invención» efectivamente «funcione», lo comunitario tiene que coincidir con lo personal y los sentimientos públicos con nuestros sentimientos más íntimos. La noción de comunidad se constituye mediante el recuerdo real o imaginario de una tradición común basada en hábitos compartidos. Puede tener un origen religioso, una serie de costumbres o una naturaleza lingüística. La finalidad es crear un terreno de sentimientos e identidades emocionales comunes que permita que todos, desde los más amplios sectores a los grupos sociales con intereses divergentes o en conflicto, se vean como constructores
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y participantes de un mismo proyecto nacional. Un mito nacional exitoso permite que dicha nación se pueda mantener cohesionada y unida incluso en épocas de crisis o caos provocadas por guerras externas, golpes de Estado, revoluciones, guerras civiles, epidemias o conflictos de cualquier especie. Además, una identidad nacional eficiente construye no sólo las bases de la solidaridad grupal dominante, sino que también es una fuente indispensable, en las condiciones modernas, para la propia constitución de la identidad individual de cada uno de nosotros. Así, no sólo somos hijos de nuestros padres y nuestras madres particulares, sino también, y en gran medida, «hijos» de la nación con la cual nos identificamos. Este punto es importante, ya que contribuye a que el mito nacional sea «incorporado» (es decir, a que se vuelva «cuerpo» y sea, así, naturalizado) e internalizado de modo prerreflexivo y emotivo por cada uno de nosotros, haciendo que el mito sea, de manera significativa, inmune a la crítica racional. Nosotros «amamos» todo lo que tenga que ver con él y «odiamos» tendencialmente todo lo que lo contradice. ¿Cómo fue posible construir esa improbable amalgama de identificación comunitaria e identidad personal que permitió la construcción de una «identidad nacional» tan eficiente y exitosa como la identidad nacional brasileña? Para comprender el éxito del proceso de construcción de una identidad nacional en el Brasil moderno tenemos que percibir la enorme dificultad, la verdadera odisea por la que la nación brasileña, en sus casi dos siglos de existencia independiente, tuvo que atravesar para existir como un símbolo válido y querido por sus participantes. Como vimos, las dificultades iniciales eran poderosas tanto interna como externamente. El Brasil recién independizado –en último término, es la independencia la que hace urgente la construcción de una identidad nacional propia como condición de supervivencia– era un país de dimensiones continentales y sin grandes comunicaciones entre sus diversas regiones. Poco a poco el Estado incipiente logró imponer su monopolio de fuerza física. Pero sabemos que ninguna forma continua de ejercicio del poder se puede mantener únicamente por la fuerza. Era necesario el «convencimiento», sentir que se pertenecía a una comunidad nacional, unir la identidad individual a la comunitaria: construir una «identidad nacional». Sin embargo, los obstáculos para la voluntaria pertenencia simbólica de los ciudadanos comunes eran casi insuperables. Brasil se veía y era una nación pobre.
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El país que se vuelve autónomo en 1822 y que se ve súbitamente enfrontado a la necesidad de elaborar su propia identidad –¿quiénes somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos? – sufría un extraordinario complejo de inferioridad, especialmente en relación a Europa, ideal e intangible sueño de toda la élite culta. ¿Qué hacer con un país recientemente compuesto en su inmensa mayoría de esclavos y de hombres libres incultos y analfabetos, de hombres acostumbrados a obedecer y no a ser libres? En ausencia de aspectos positivos en la sociedad la naturaleza brasileña, su medio natural exuberante, va a ofrecer las primeras nociones «positivas» acerca de la brasileñidad, una primera imagen de lo que nos permite ser brasileños con orgullo, y no con vergüenza. Durante el siglo XIX el tema de la naturaleza será recurrente en la prosa, en la poesía, en la construcción de nuestra literatura y en las imágenes de grandeza del gran «país del futuro» apenas «tendido en su lecho espléndido», como dice nuestro himno, esperando únicamente ser despertado para cumplir su destino entre los grandes pueblos de la tierra. Pero la naturaleza es un recurso limitado para la construcción de la identidad de un pueblo. Apenas permanece como mera «alusión metafórica» de grandeza y de gloria. Al final son los habitantes, los seres humanos, los sujetos de la historia nacional de cualquier país. Hasta la década de 1920 la paradoja de la identidad nacional brasileña va a materializarse en la imposibilidad de construir una «imagen positiva» de un «pueblo de mestizos» en un contexto donde el racismo posee un «prestigio científico» internacional. El mestizo, el mulato en nuestro caso, va a ser percibido muchas veces como una degeneración de las razas puras que lo componen, formado por lo peor que hay en el blanco y en el negro en cuanto tipos puros. Ésa era la opinión, por ejemplo, nada más ni nada menos que de un dilecto consejero francés del emperador Pedro II, el conde de Gobineau. Todos los grandes pensadores brasileños de ese período, como Euclides Cunha, Nina Rodrigues u Oliveira Vianna, serán víctimas de prejuicios racistas y reos de la trampa que hacía virtualmente imposible vislumbrar un futuro positivo para un pueblo de mulatos. Sólo sobre este trasfondo podemos comprender la extraordinaria influencia e importancia del «giro culturalista» realizado por Gilberto Freyre con la publicación de Casa-grande & senzala en 1933 (la casa de los amos y la casa de los esclavos). Aunque Freyre no se des-
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vinculó por completo del pensamiento racial, su énfasis es decididamente cultural, es decir, él es el primero en percibir entre nosotros la «cultura» como un proceso histórico de entrelazamiento e influencia recíproca de hábitos y costumbres vitales y como fundamento de la singularidad social y cultural brasileña. ¿Cómo construye Freyre esta idea? Su tesis es que Brasil, como parte del horizonte cultural lusitano, realiza aquí, con una intensidad sin igual en el mundo, las potencialidades de «plasticidad» cultural del portugués (Freyre 1991). La influencia de esa idea entre nosotros no pudo haber sido mayor. En último término, esto era algo que se podía «comprobar empíricamente» en el color mestizo que caracteriza al brasileño no inmigrante. Bastaba «mirar» la realidad de las calles del pueblo brasileño para que su tesis fuera confirmada. Además, y éste es el punto decisivo, la mezcla étnica y cultural del brasileño, en vez de ser un motivo de vergüenza, debía, por el contrario, ser percibida como motivo de orgullo: a partir de ella podemos pensarnos como el pueblo del encuentro cultural por excelencia, de la unidad en la diversidad, desarrollando una sociedad única en el mundo por su capacidad de articular y unir contrarios. Aquello que durante un siglo fue percibido como motivo de vergüenza era ahora una razón para el orgullo. Para Freyre no debe avergonzar ser mulato. Antes al contrario: ser mestizo es ahora indicador de potencialidades positivas, de una supuesta ausencia de prejuicios y de una predisposición de apertura a todas las posibilidades de encuentro cultural y humano. Al contrario que la xenofobia y el prejuicio, y por tanto que la mediocridad y la maldad humana, demasiado humana, implícitos en el prejuicio y la intolerancia, para Freyre, como pronto para todo el pueblo brasileño, «mestizo is beautiful!». Para quien no esté acostumbrado a reflexionar sobre el papel de las ideas en el mundo constituye verdaderamente una sorpresa enfrentarse con la «historicidad» y la contingencia de las ideas que nos hacen ser lo que somos y lo que pensamos. Freyre construyó la autoimagen moderna que el brasileño tiene de sí mismo en esa «novela de construcción nacional» que es su Casa-grande & senzala. Esa idea, como ocurre con todas las ideas que dominan en el mundo (y nos dominan tanto más cuanto menos las percibimos como construcciones arbitrarias y contingentes), no ejerció influencia porque las personas comenzaran a leer la novela y quedaran convencidas de su
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argumento. Los pensadores de ideas no influyen en nuestra cotidianeidad de ese modo. Las nuevas ideas de Freyre alcanzaron el mundo al toparse con los intereses del Estado interventor de Getúlio Vargas en una ideología positiva de integración nacional. El Brasil industrial, que arranca en 1930, necesitaba un ideario que llamase a los brasileños a la acción unida y concertada a gran escala y, en consecuencia, a la renovación nacional. La tesis de Freyre defiende precisamente la unidad sustancial de los brasileños en un todo tendencialmente armónico. Estamos todos en el mismo barco y debemos sentir orgullo por lo que ya construimos, una sociedad que supuestamente une armoniosamente a los opuestos, y lo que es más, podemos enorgullecernos de lo que vamos a construir. Esa tesis seguramente habrá sonado como música celestial a los oídos de la elite empeñada en el gran salto nacional que se ensayaba en aquella época. Finalmente, la idea pasa a enseñarse en los libros escolares (hasta hoy en día con poquísimos cambios), en las campañas de publicidad del gobierno, en las sambas y desfiles, en los periódicos y en las universidades (Parahnos 1999 y Werneck Viana 1999). Hoy en día, el mito freyriano de la identidad brasileña forma parte del alma de todo brasileño sin excepción. Todos nosotros nos imaginamos, con autocomplacencia y autoindulgencia, como aquél que dice: está bien, tenemos nuestros defectos, nuestros problemas, pero ningún pueblo es más cálido, simpático y sensual en este planeta. «Eso», esa «fantasía compensatoria», no nos la quita nadie. Aunque nuestros graves problemas sociales no se pueden ocultar, tenemos «ventajas comparativas» en relación a otros pueblos por nuestra cordialidad, simpatía y calor humano. Éste es el núcleo de nuestra «identidad nacional» en la medida en que penetró el alma de cada uno de nosotros de modo efectivo e incondicional. El mito de la brasileñidad, así construido, es extremadamente eficaz de norte a sur y constituye la base indispensable para cualquier discurso sobre el país. Sin embargo, aunque estoy convencido de la validez y la importancia de este tipo de identificación comunitaria, me parece que llegamos a un punto en nuestra historia en el que se hace necesario reflexionar críticamente sobre nuestra situación. Estoy convencido, y esto es el motivo de este artículo, de que podemos intentar un acceso racional al mito nacional que nos hizo lo que somos para poder criticarlo y rehacerlo en sus partes que son dignas de crítica y reconstrucción. La
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razón de este propósito es la extraordinaria ceguera que ese mito nacional representa para una adecuada comprensión de los desafíos y problemas actuales de la sociedad brasileña. Buena parte de esa opacidad estaba ya prefigurada en la forma en que Freyre construyó su «invención de Brasil». Lo que Freyre realizó es lo que podríamos llamar una «inversión especular», es decir, invierte el problema de la identificación nacional al invertir los términos que lo componen. Si el componente racial –pueblo mestizo– era el aspecto problemático y negativo hasta 1933, Freyre simplemente lo invierte: ¡ahora es el componente racial mestizo lo que nos singulariza positivamente! Pero los términos de la ecuación siguen siendo los mismos. La «raza», todavía ligada a una cultura específica, es el punto que permanece, sea en la versión negativa, sea en la versión positiva de nuestra identidad.
2. LAS
CIENCIAS SOCIALES BRASILEÑAS Y LA
«TEORÍA
EMOCIONAL DE LA ACCIÓN»
En el mundo moderno –el mundo del naturalismo y la evidencia material y concreta como medida de todas las cosas2– tendemos a no percibir la influencia de las ideas. Todo funciona como si sólo existieran edificios, fábricas, carreteras, calles, hidroeléctricas, etc. Todo funciona como si sólo las cosas materiales, los ladrillos, el acero tuvieran existencia e importancia. Esto es especialmente cierto en un país como Brasil, donde el mundo económico, el mundo de la materialidad por excelencia, parece ser el único existente y visible3. Las concepciones de los intelectuales, sin embargo, tengamos conciencia de ello o no, son centrales para la forma como una sociedad escoge y lleva a cabo sus proyectos colectivos. Esas concepciones apenas son sino «ideas», pero son ellas las que explican por qué el mundo material y económico visible y palpable se construyó de esa forma y no de cualquier otra. Si 2. Ésta es la base de la tesis central de Taylor sobre el predominio del «naturalismo» en la percepción cotidiana y de la «esquematización» del mundo y de todas las relaciones sociales por el dinero en Simmel (Taylor 1998 y Simmel 1991). 3. Según Eurico Santos (2006), la ausencia histórica de religiosidad ética en la sociedad brasileña hace especialmente difícil la constitución de toda esfera autónoma de moralidad impersonal entre nosotros.
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Freyre es el padre de la autopercepción dominante del brasileño en el sentido común, Sérgio Buarque es el padre fundador de las ciencias sociales brasileñas del siglo XX. Buarque escribió su obra maestra en 1936, es decir, tres años después de la publicación de Casa-grande & senzala (Buarque 1999). Como todos los brasileños de esa época, Buarque fue influido decisivamente por Freyre en las ideas pioneras que desarrolló en ese libro, que tal vez sea el más influyente del pensamiento social brasileño en el siglo XX, como intentaré demostrar a continuación4. Ante todo, la idea de «plasticidad» como herencia ibérica, idea que es apropiación directa de Freyre, será fundamental para su concepto de «hombre cordial» y, en consecuencia, para su tesis del «personalismo» como marca fundamental de la cultura brasileña. Lo que Buarque llama personalismo es una forma de vivir en sociedad que enfatiza los vínculos personales, como la amistad o el odio, en detrimento de inclinaciones impersonales, de quien ve al otro con cierta distancia emocional y, precisamente por eso, puede cooperar con él en actividades reguladas por la disciplina y la razón, y no a través de emociones o sentimientos. La cultura del personalismo nos lega el «hombre cordial», es decir, literalmente el hombre que se deja llevar por el corazón, por los sentimientos buenos o malos y por las inclinaciones que acompañan nuestra vida afectiva espontánea. Buarque percibe con claridad que el «hombre cordial» es un hombre moldeado por la familia, en contraposición a la esfera de la política y la economía que exigen disciplina, distanciamiento afectivo y racionalidad instrumental, o sea, todo aquello de lo que carece el hombre cordial. Por eso entre nosotros el Estado está dominado por el «patrimonialismo» (1999: 146), es decir, por una gestión de la política basada en los intereses particulares por oposición al interés público. A partir de ahí, con la construcción del binomio personalismo/patrimonialismo, tenemos la interpretación que dominará la academia y el sentido común del brasileño hasta nuestros días. Apoyándose implícita o explícitamente en estas dos categorías será como nuestros pensadores más importantes interpretarán Brasil y los brasileños de a pie se comprenderán cotidianamente. Fue Sérgio Buarque quien definió y articuló los dos concep4. Las primeras ediciones de Raízes do Brasil tenían referencias y agradecimientos a Freyre que fueron eliminados más tarde por Sérgio Buarque. Debo esta información a Robert Wagner, uno de nuestros mayores estudiosos de la obra de Sérgio Buarque.
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tos fundamentales que pasarían a explicar tanto nuestros aspectos «positivos», bastantes menos en Buarque que en Freyre5, como muy especialmente nuestros aspectos negativos. Esto significa que también nuestra tradición crítica dominante, durante todo el siglo XX hasta hoy, tiene su génesis en esas formulaciones de Sérgio Buarque. A partir de ahí vendremos a pensar críticamente en una especie de «mal de origen» como decurso del legado personalista y patrimonialista que los portugueses nos dejaron. El contrapunto también va a ser claro: los Estados Unidos de América y su herencia protestante ascética, de disciplina impersonal, con un individualismo que controla los afectos. En último término, el «hombre cordial» está construido paso a paso como la imagen invertida del pionero protestante americano. Es en este movimiento donde se crea lo que me gustaría denominar «teoría emocional de la acción». Por «teoría de la acción» entiendo el conjunto de conceptos y nociones que explican por qué los individuos se comportan del modo en que lo hacen. Esta «teoría emocional de la acción», todavía hoy una idea ampliamente dominante en sociedades como la brasileña, pretende explicar el comportamiento «práctico», observable, de individuos y grupos sociales. En este sentido, esta teoría «explicaría» tanto la cultura del privilegio y la extraordinaria desigualdad como acceso diferenciado a determinado capital de relaciones personales, como la presencia de la corrupción, pensada como una característica folklórica de este tipo de sociedad y no como algo congénito al capitalismo como un todo. Prejuicios y conceptos superados caminan así entrelazados impidiendo una constatación más elaborada y sofisticada de las causas y consecuencias de la modernización periférica y sus secuelas, como la desigualdad abismal, la marginalidad y la infraciudadanía. Todavía hoy este tipo de teoría se imagina América Latina, incluidas sociedades complejas y dinámicas como Brasil, México y Argentina, sociedades situadas más allá del occidente moderno, como si occidente fuese un concepto normativo que alcanza tan sólo a las sociedades ricas. En este contexto periférico lo exótico del sentido común, es decir, la representación de sociedades enteras en virtud del domino premoderno de la emoción y la sentimentalidad, se vuelve también exótico en la reflexión metódica. Este 5. Sobre la «flaqueza que se convierte en fuerza» del portugués, véase Buarque (1999: 64).
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exotismo penetra en la propia autopercepción del brasileño en particular y del latinoamericano en general. Así, el imaginario social dominante tiende a interpretar al «brasileño» como un tipo social homogéneo, como ocurre todavía hoy con el concepto extremadamente influyente de «hombre cordial» de Sérgio Buarque. El hombre cordial posee las mismas características de la «teoría emocional de la acción»: predominio de la emoción y del sentimiento sobre el cálculo racional, que crea un mundo dividido en amigos y enemigos. Esta teoría emocional de la acción fue creada por oposición a una «teoría instrumental de la acción» que sería únicamente típica de las sociedades modernas avanzadas. Como esta teoría emocional de la acción no sólo alcanza la esfera científica, sino que también constituye la base de una ambigua «identidad nacional» en sociedades como Brasil (y desde luego México), que construyeron sus respectivas identidades por oposición a los Estados Unidos (sociedad paradigmática de la teoría instrumental de la acción), se crea un contexto en el que la crítica de esas concepciones, incluso cuando su fragilidad teórica es evidente, se vuelve muy difícil. Estas dificultades se derivan del hecho de que las «identidades nacionales» penetran, como vimos, en las «identidades individuales» de modo afectivo y emocional y, por tanto, resistente a la crítica. Las identidades nacionales han de ofrecer algo «positivo» a sus destinatarios. De esa manera, la teoría emocional de la acción a partir de la cual se perciben sociedades latino-americanas como la brasileña, se valora de forma ambivalente. Por un lado, se contrapone a una racionalidad percibida como superior, aunque instrumental, la de las naciones avanzadas. Por el otro, ofrece una «compensación fantasiosa», algo de lo que los individuos que se identifican con ella en las sociedades más pobres pueden «enorgullecerse». Un elemento nada despreciable. Partiendo de esta teoría, los individuos de tales sociedades, percibidas como premodernas precisamente por su énfasis en la emoción y el sentimiento, en oposición al cálculo racional, pueden percibirse como más «cálidos», más «humanos», más «hospitalarios» e incluso más «sensuales» que los individuos de las frías e insensibles sociedades avanzadas. Fue a cuenta de esta «satisfacción sustitutoria» como semejante «fantasía compensatoria» pasó a ser la base de la solidaridad interna de sociedades como la brasileña. La fragilidad teórica de la «teoría emocional de la acción» se compensa y se hace invisible por
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el hecho de que todo brasileño, por el simple hecho de haber nacido en Brasil y haberse socializado allí, se percibe ya exactamente como la «teoría emocional de la acción» lo definirá más tarde con conceptos aparentemente complejos. La «modernización» más importante de esa tradición de pensamiento fue operada por Roberto DaMatta (1979) con la publicación de su Carnavais, malandros e heróis (Carnavales, maleantes y héroes). DaMatta logra operar una actualización importante en el paradigma del personalismo al asociar la noción de «persona» (básicamente el mismo «hombre cordial» de Buarque), definida como agente con acceso a un cierto «capital social de relaciones personales», a la noción de «individuo», definido como un agente sin acceso al referido capital social de relaciones personales. Con ello se adaptó el paradigma del personalismo a una sociedad que vivía un innegable proceso de modernización. Esta innovación permitió que DaMatta se convirtiera de lejos, y en relación a cualquier criterio objetivo, en el pensador más importante e influyente del Brasil contemporáneo, tanto dentro como fuera del país (aunque su influencia se concentra en el debate latino-americano). DaMatta es «la cabeza» del Brasil moderno y sus ideas son repetidas por seguidores, medios de comunicación y por el sentido común. No puedo repetir aquí la crítica detallada que realicé a las tesis de DaMatta en otro lugar (Souza 2001). En resumen, la eficacia de sus ideas se explica por dos razones bajo mi punto de vista. Primero, por la confusión entre la innegable influencia del «capital social de relaciones personales» en las posibilidades de éxito personal de cualquier individuo en cualquier sociedad moderna y, luego, por el hecho radicalmente distinto de que una sociedad dinámica y compleja (aunque injusta y desigual) como la brasileña esté «estructurada», es decir, defina su «jerarquía social» a partir del acceso diferencial de los agentes a un cierto «capital social de relaciones personales». Esta segunda hipótesis es de una fragilidad teórica evidente, pero se «vende» como verdadera debido a la «visibilidad» de la eficacia del capital social de relaciones personales en la vida cotidiana. Lo que presupone la lectura del capital de relaciones sociales como «estructurante», y no como factor secundario (aunque fundamental en la perspectiva individual), es una relación con complejos institucionales, como el Estado y el mercado, como si fuesen realidades «externas a los agentes». Todo
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ocurre como si Brasil se industrializase, construyera un Estado centralizado y se urbanizase sin que ello tuviese efecto alguno sobre la esfera de las personalidades individuales y sus relaciones sociales, las cuales son percibidas como si se pautaran ¡por los valores personalistas y emocionales de antaño! Mientras que todos los clásicos de la sociología interpretan la sociedad moderna en función del Estado y del mercado, como un tipo completamente nuevo de estructura social que crea, en el sentido más fuerte del término, otro tipo de personalidad y de motivaciones de conducta, la tradición continuada por DaMatta imagina la sociedad como si funcionara sin determinantes estructurales, a partir de un concepto de «cultura» cuyo origen es misterioso en la reproducción de su atavismo. La cuestión central a que estos autores nunca responden es la siguiente: ¿cómo pensar la reproducción de «valores» desvinculados de instituciones concretas, únicas instancias que podrían garantizar su reproducción en la vida cotidiana? O dicho de otro modo, ¿cómo explicar la dinámica económica y social de sociedades como la brasileña, que entre 1930 y 1980 creció con unas tasas como las que hoy tiene China, siendo líder de crecimiento económico global –algo únicamente posible bajo el imperio de relaciones «impersonales» de competición que rigen las actividades del mercado como una ley de hierro–, si se la percibe «estructurada» por relaciones emocionales y personalistas premodernas? La clave (que ha de comprobarse empíricamente) estriba en el mayor peso relativo en la sociedad brasileña, comparada con sociedades de tipo europeo y norteamericano, del «capital social de relaciones personales» en las posibilidades de éxito individual, algo que sin embargo no tiene nada que ver con el «personalismo atávico» (Santos 2006). Confundir el carácter secundario del «capital social de relaciones personales» en las sociedades modernas, sean éstas centrales o periféricas –haciendo invisibles los «capitales económico y cultural» (por utilizar la jerga de Bourdieu), que sí son «elementos estructurales» clave para comprender la «jerarquía social» de toda sociedad moderna– es hacer «invisibles» las causas efectivas y reales de la desigualdad, de la marginalidad, de la infraciudadanía y de la naturalización de la diferencia que nos caracterizan como sociedad6. Todo ocu6. Un ejemplo de esto es la descripción que Gilberto Freyre hace en Sobrados e mucambos de los efectos sociales del transplante del aparato estatal portugués a Brasil
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rre en la teoría emocional de la acción como si los individuos de esas sociedades «integradas emocionalmente» fuesen esencialmente semejantes, sin diferencia alguna de clase, y como si apenas se distinguieran por la renta que ganan. A cuenta de esto, el progreso económico es percibido como una panacea para resolver problemas como la desigualdad, la marginación y la infraciudadanía. Existe así en países como Brasil una creencia fetichista en el progreso económico que consiste en esperar de la expansión del mercado la resolución de todos nuestros problemas sociales. El hecho de que Brasil haya sido el país con mayor crecimiento económico del globo entre 1930 y 1980 (período en el cual dejó de ser una de las sociedades más pobres del planeta para llegar a ser la octava economía global), sin que las tasas de desigualdad, marginación e infraciudadanía fuesen jamás alteradas radicalmente, debería ser un indicador más de la equivocación evidente de dicho presupuesto. Sin embargo, esto no aconteció ni acontece todavía hoy. La explicación dominante de fenómenos como éstos está todavía marcada por enfoques subjetivistas e intencionalistas, como si la lógica de sociedades complejas y dinámicas como la nuestra pudiese ser captada a partir del sumatorio de las intenciones individuales y de a partir de 1808. Desde entonces la demanda de cargos públicos pasa a ser atendida no por los señores que tenían un conocimiento empírico, sino por los hijos de éstos que habían recibido formación universitaria en Europa, en Recife o en Sao Paulo. Joaquim Nabuco se refiere a este proceso, mediante el cual los jóvenes de 25 o 26 años pasan a ocupar los cargos más disputados del Imperio como ministros de Estado, presidentes de provincia, jueces, etc., como la formación de una «neocracia» (el dominio de los más jóvenes). La explicación de esto no es que don Pedro II, siendo un emperador joven, quisiera rodearse de sus iguales, sino que un Estado centralizado en vías de modernización necesitaba, del mismo modo que el mercado competitivo, «conocimiento técnico», un principio impersonal (de la «calle», en la antinomia insostenible de DaMatta) que hirió de muerte al antiguo personalismo del terrateniente en su propia «casa». Y, fíjense, ¡estamos hablando de la primera mitad del siglo XIX! El presupuesto del funcionamiento y la reproducción ampliada de instituciones fundamentales como el mercado competitivo y el Estado es esta demanda objetiva e impersonal de «conocimiento». Sin justicia, fisco y monopolio de la violencia, el Estado no se reproduce. Para operar esos imperativos funcionales, el Estado necesita de conocimiento especializado. Ese «conocimiento» (que en el fondo es la única fuente de prestigio social que democratiza verdaderamente el capitalismo, dado que el capital económico sigue siendo transmitido por vínculos de sangre, como en cualquier sociedad premoderna) se va a convertir en la base material y simbólica del «capital cultural» como «fundamento estructurante» de la jerarquía social en las sociedades modernas.
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conceptos de «cultura» sin vinculación alguna con la dinámica institucional. Por eso se piensa que lo que está en la cabeza de una supuesta élite determina la lógica y la dinámica social objetiva, o que son las relaciones intersubjetivas de favor y protección las que constituyen el trasfondo de la dependencia y de la infraciudadanía, o que incluso sería el capital de relaciones personales el que determina el privilegio o la marginalidad. En todas estas versiones de la sociología subjetivista, el paradigma señala que es nuestra inmersión ingenua en la vida cotidiana la que hace que pensemos que nosotros, sujetos, somos el centro del mundo, que somos nosotros los que producimos los valores y que la dinámica social puede ser adecuadamente comprendida atendiendo a la interdependencia de las voluntades y sentidos individuales o por atavismos culturales enigmáticos en su génesis y reproducción. La teoría emocional de la acción es la única teoría de la acción efectiva entre nosotros, es decir, la única que explica, con todos los encadenamientos causales, los comportamientos observables en la vida práctica. Una teoría de la acción social tiene que dar cuenta de ese encadenamiento conceptual. Muy distintos son los varios esfuerzos por «clasificar la realidad», según teorías de alcance medio7. El dominio de ese tipo de «gramáticas profundas de lo social», construido sobre fundamentos teóricos frágiles, pero muy fuertes emocionalmente por la fuerza de ideas que se han vuelto sentido común, se explica precisamente por el mecanismo inmunizador de unas percepciones reificadas que se naturalizan. El hecho de que esas concepciones hayan permanecido hasta hoy sin crítica de peso alguna, en una academia pobre en debates, pero donde la inteligencia y el brillo personal no faltan, se debe a la seducción de un discurso unidimensional que liga sentido común, necesidades de integración social y ciencia social acrítica en un cuadro único de referencia teórica. Todos estos elementos se retroalimentan y se inmunizan recíprocamente contra una crítica efectiva. El cierre cognitivo que se construyó a partir de 7. Por ejemplo, la teoría de la dependencia de Fernando Henrique Cardoso (1981) no es una teoría de la acción social. No posee el mismo alcance ni la misma exigencia teórica, aunque haya producido conocimientos importantes. A partir del análisis del sistema mundial se llegó a la conclusión de la existencia de espacios alternativos de acción política y económica en la periferia, pero no se define, y éste es el punto más importante, el modus operandi, la dinámica específica de este tipo de acción.
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esto no sólo implicaba percibir un país complejo y moderno –a pesar de ser injusto y desigual– según categorías que servían para explicar, en la mejor de las hipótesis, las relaciones sociales de una pequeña hacienda cafetera de mediados del siglo XIX. Aunque esto ya sea bastante funesto, también se impidió la creación de una mentalidad científica y de un campo científico regulado por valores autónomos e impersonales. Debido precisamente a la negación de los valores científicos, la construcción sentimental del oprimido, idealizado y glorificado, tiene gran atractivo entre nosotros, aunque esa glorificación únicamente sirve para conservar su situación humillante y marginal, precisamente por no osar llamarla por su nombre: si el marginal o excluido anda henchido de virtudes, ¿para qué ayudarle?, ¿para qué cambiar el mundo si ya es bueno? El mismo proceso de negación se observa en el frecuente uso de categorías como pesimismo/optimismo para juzgar y evaluar concepciones científicas, como si las «buenas intenciones» o el deseo del autor fuesen más importantes que su aporte teórico o conceptual. Lo mismo ocurre con el postulado de «confundir» la ciencia y la política, oponiéndolo a la «complementariedad» entre ambas. Como los valores últimos de la ciencia no son siquiera percibidos, la ciencia se humilla como instrumento de la política. De este modo, en algunos círculos, la lucha «científica» se da por la posición política supuestamente «correcta» y no por los conceptos o teorías más convincentes. Como falta, a resultas de lo antedicho, una noción clara de autonomía valorativa de la actividad científica, ésta pasa a ser juzgada no sólo por categorías extrañas, sino incluso por categorías invertidas, como en un mundo al revés. Así, puede hablarse de una «teoría ambiciosa», como si eso fuese un defecto y no una virtud. Se habla de «pretensión» (como si el que menciona tal cosa no tuviese también «pretensiones», sólo que no asumidas) al referirse al trabajo de alguien, como si fuese algo ilegítimo y la ciencia no dependiese precisamente del recurso escaso de la osadía y el coraje para desarrollarse. De esta manera, «la teoría emocional de la acción» no sólo reproduce la imagen de una sociedad personal y emotiva, compensando su fragilidad conceptual con la incorporación performativa de una identidad nacional construida sobre los mismos presupuestos. Al «personalizar» el mundo moderno en todas sus dimensiones, ese paradigma contribuye también al obscurecimiento sistemático de los
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valores-guía impersonales en la esfera académica. La noción de que debemos «servir al valor impersonal de la verdad» como marca de autonomía del campo científico en un contexto que piensa el mundo de forma personal tiene una validez muy limitada. Como mucho, se aloja en personalidades individuales y en su falta de anclaje institucional, corriendo el riesgo de morir con ellas. El dominio de esta interpretación de Brasil durante casi ochenta años no sólo oculta los verdaderos dilemas de nuestra sociedad. En la medida en que toda lectura del mundo más allá de la narrativa es también performativa y se apodera de nuestros corazones, además de nuestras mentes, ese paradigma oscurece los dilemas a los que nos enfrentamos en la búsqueda de la verdad. Semejante búsqueda corre así el riesgo de volverse tan pragmática, mezquina e instrumental, tan ciega a los objetivos y valores que le dan su razón de ser, como la visión del mundo personalista e instrumental inducida por la «teoría emocional de la acción». BIBLIOGRAFÍA ANDERSON, Benedict (1991): Imagined Communities. London: Verso Books. BELLAH, Robert (1992): The Broken Covenant: American Civil Religion in a Time of Trial. Chicago: University of Chicago Press. BUARQUE DE HOLANDA, Sérgio (1999): Raízes do Brasil. São Paulo: Companhia das Letras. CARDOSO, Fernando Henrique (1981): Dependencia e desenvolvimento na América Latina. Rio de Janeiro: Zahar. DAMATTA, Roberto (1979): Carnavais, malandros e heróis. Rio de Janeiro: Zahar. FREYRE, Gilberto (1991): Casa-grande & senzala. Rio de Janeiro: Record. PARANHOS, Adalberto (1999): O roubo da fala: origens da ideologia do trabalhismo no Brasil. São Paulo: Boitempo. SANTOS, Eurico (2006): Magia, Ética e Desigualdade no Brasil, en Jessé Souza (org.), A invisibilidade da desigualdade brasileira. Belo Horizonte: Editora UFMG. SIMMEL, Georg (1991): Die Philosophie des Geldes. Frankfurt am Main: Suhrkamp. SOUZA, Jessé (2000): A modernizaçao seletiva. Brasília: Editora Universidade de Brasília.
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— (2001): «A sociologia dual de Roberto Da Matta: compreendendo nossos mistérios ou sistematizando nossos auto-enganos?», RBCS, nº 45. TAYLOR, Charles (1998): Sources of the Self. Cambridge: Cambrdige University Press. — (2004): Modern Social Imaginaries. Durham: Duke University Press. WERNECK VIANA, Luiz (1999): Liberalismo e sindicalismo no Brasil. Belo Horizonte. Belo Horizonte: Editora UFMG.
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A LA NACIONALIDAD MULTICULTURAL A mb ro s i o Ve l a s c o Gó m e z
Estamos próximos a conmemorar los doscientos años del inicio de los movimientos de independencia de los países que formaron parte del Imperio español, empezando por México en 1808 y sobre todo en 1810. Estos movimientos dieron lugar a la formación de estados nacionales, con lo cual impulsaron un proceso de modernización social, política y cultural. La lucha de independencia en la Nueva España surgió a partir de un sentimiento patriótico que se fue generando durante la época virreinal, desde el inicio mismo de la dominación española en el siglo XVI, y que paulatinamente adquirió arraigo entre la población criolla, principalmente la dedicada a las humanidades. Bartolomé de las Casas, Alonso de la Veracruz, Juan Zapata y Sandoval, Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Eguiara y Eguren, Clavijero, Alegre, Servando Teresa de Mier, Carlos María Bustamante, son algunos de los más destacados humanistas que contribuyeron durante casi tres siglos a la conformación de un nacionalismo o patriotismo criollo, como lo ha denominado David Brading (1991). Este patriotismo criollo se transformó en la primera década del siglo XIX en la ideología de la revolución de independencia (Villoro 1981). Hidalgo y, sobre todo, Morelos justificaron la lucha por la independencia con el argumento de que México era ya una nación que como tal tenía derecho a liberarse del dominio español y autogobernarse. El movimiento insurgente de Hidalgo y Morelos, además de luchar por la libertad e independencia política, también buscaba la justicia social a través de la abolición de la esclavitud, el reparto de tierras, el fin de los monopolios, etc. Libertad política, equidad social y democracia fueron las tres grandes causas del movimiento insurgente en 1810. Pero la
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nación en ciernes que motivó y legitimó la lucha por la independencia fue aniquilada y sepultada tan pronto se logró la independencia. El objetivo principal de los gobiernos del México independiente no fue consolidar la soberanía de una nación preexistente, ni democratizar al gobierno, ni procurar la equidad social. El propósito fundamental fue construir un nuevo Estado y desde ahí promover la formación de una nación moderna que poco tenía que ver con la que originalmente sirvió para impulsar la guerra de independencia. A dos siglos de haberse iniciado la lucha de independencia habría que preguntarnos si los ideales y valores por los que surgió el proceso de independencia se han realizado o al menos siguen vigentes. Considero que la situación política y social de nuestro país es tan o más grave que la previa a la independencia, pues no se ha logrado consolidar una nación, ni tampoco la independencia, ni mucho menos fortalecer una régimen democrático acorde a la diversidad cultural de la nación mexicana. Tampoco se ha avanzado en revertir la pobreza ni la equidad social. En este trabajo me centraré fundamentalmente en el problema de la conformación de la nación en relación con el Estado mexicano. En especial analizaré la confrontación entre el proyecto criollo de nación formado durante el Virreinato y el proyecto moderno y liberal de nación que se intentó construir desde el Estado durante el Porfiriato y el siglo XX. Si bien el proyecto liberal de Estado-nación moderno se impuso sobre el criollo, resultó inadecuado ante la persistencia de la diversidad cultural de la sociedad mexicana. Tal inadecuación de la nación ha sido una de las causas más importantes de movimientos sociales contestarios altamente significativos, como el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Así, tras dos siglos de vida independiente, uno de los más graves problemas del Estado nacional mexicano es que no existe una nación en la que todos los grupos, clases y pueblos de México reconozcan su identidad o al menos su pertenencia. Lo más grave de la situación actual del Estado mexicano es que no hay una nación a la que represente y que le otorgue legitimidad.
1. NACIÓN
ANTIGUA Y NACIÓN MODERNA
En todo movimiento de independencia se alude a una nación o a una patria preexistente que tiene la madurez y el derecho de ser sobe-
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rana y constituirse así en un Estado-nación. François-Xavier Guerra señala esta tesis de manera enfática: La figura de la nación domina toda la historia contemporánea. Admirada o criticada, la nación es la referencia obligada de todas las construcciones políticas modernas. Ella fue y continúa siendo, aun donde se intenta superarla, la justificación suprema de la existencia de estados independientes. La soberanía de la nación es el primer axioma de toda legitimidad política moderna (2007: 7).
Así, desde el siglo XVI hasta nuestros días la nación sigue siendo la apelación por excelencia para justificar la legitimidad de la soberanía estatal. Pero la apelación a la nación puede tener dos sentidos totalmente opuestos, dependiendo desde donde se apele, si es desde la sociedad civil o desde comunidades o pueblos que reclaman su autonomía o su soberanía frente a un estado ya constituido, se trataría de un movimiento emancipador. Es el caso, por ejemplo, de las revoluciones de independencia americanas en el siglo XIX. Sin embargo, si la apelación a la nación se hace desde el mismo Estado-nación ya constituido, entonces caben dos posibilidades: si a quien se enfrenta es a una potencia extranjera con aspiraciones imperiales o intervencionistas, se trataría de un movimiento reivindicativo y de resistencia en defensa de la nación y del pueblo; es claramente el caso del pueblo español contra la invasión francesa de 1808. Pero si la apelación es contra grupos, culturas, etnias o pueblos englobados dentro de la nación ya existente, el sentido de la apelación será la conservación de la soberanía del Estado-nación y negar las pretensiones de autonomía o soberanía de las comunidades subnacionales, aun con la amenaza de la represión y el uso de la violencia cuyo monopolio legal le corresponde al Estado. Así pues, el uso de la nación para justificar proyectos, organizaciones e instituciones políticas puede tener muy diversos sentidos y propósitos: desde la represión y consolidación del poder estatal hasta la emancipación y liberación de los pueblos, pasando, desde luego, por movimientos de resistencia y antiimperialistas. Las naciones modernas han sido creadas e impuestas desde el poder político estatal, controlado por un grupo social, y la más de las veces por una etnia sobre el resto de las comunidades. Rodolfo Stavenghagen denomina a
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esta forma de nación etnocrática (2000: 79). Denominaré a este tipo de nación impuesta desde el poder político, nación estatal, en oposición a la nación cultural que surgiría desde las tradiciones, costumbres, valores, narrativas, símbolos y valores de comunidades en su proceso histórico de vida. Me parece muy importante distinguir estos dos tipos de nación, porque nos permiten entender los conflictos políticos que suceden en muchos estados nacionales contemporáneos. François-Xavier Guerra asocia la idea de nación cultural, que surge de las tradiciones, costumbres, prácticas y representaciones populares, con la concepción antigua de nación. Asimismo, asocia la noción estatal de nación con su acepción moderna: Uno de los puntos clave de la mutación cultural y política de la Modernidad se encuentra esencialmente ahí: en el tránsito de la concepción antigua de nación a la nación moderna. La primera hacía referencia a las comunidades políticas del Antiguo Régimen, diversas y heterogéneas, resultado de una larga existencia en común de un grupo humano y de la elaboración por parte de las elites y del Estado de una historia y de un imaginario propio. La nación en el sentido antiguo recurre al pasado, a la historia –real o mítica– de un grupo humano que se siente uno y diferente de los otros. La segunda, la nación moderna, hace referencia a una comunidad nueva, fundada en la asociación libre de los habitantes de un país. Esta nación es ya por esencia soberana, y para sus forjadores se identifica necesariamente con la libertad (1994: 319).
El sentido moderno de nación que nos presenta Guerra coincide con el concepto propuesto por Gellner como la identidad cultural y política impuesta por el Estado sobre toda una sociedad en que antes convivían culturas primarias y diversas, a fin de legitimar un orden político estatal determinado: «El nacionalismo engendra las naciones, no a la inversa. No puede negarse que aprovecha –si bien de forma muy selectiva y a menudo transformándolas radicalmente– la multiplicidad de culturas o riqueza cultural preexistente, heredada históricamente». Pero tal multiplicidad cultural es abolida en aras de «culturas desarrolladas homogéneas y centralizadas que penetran en poblaciones enteras» y que «constituyen prácticamente la única clase de unidad con la que el hombre se identifica voluntariamente» (1991: 80). Gellner subraya que la identidad que promueve el nacionalismo como ideología legitimadora de un poder estatal es excluyente de la
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diversidad originaria, porque tal nacionalismo homogeniza a toda la sociedad. El nacionalismo es esencialmente la imposición general de una cultura desarrollada a una sociedad [...]. Supone el establecimiento de una sociedad anónima e impersonal, con individuos atomizados intercambiables que mantiene unidos por encima de toda una cultura común del tipo descrito, en lugar de una previa estructura compleja de grupos locales, sustentada por culturas populares que reproducen local e idiosincrásicamente los propios microgrupos (ibid.: 82).
Así pues, la nación moderna se conforma a partir de una ideología política promovida desde el poder estatal que produce una homogeneización cultural entre todos los individuos que conforman «el pueblo» de un Estado, el cual a su vez representa a la nación por él creada en virtud de que los ciudadanos eligen a las autoridades del Estado. De esta manera, los sistemas de representación democrática contribuyen a consolidar el vínculo entre nación y Estado. Mónica Quijada ha analizado con detalle los mecanismos de construcción y consolidación de las naciones, en su acepción moderna, a partir de la acción estatal. En primer lugar, señala que es indispensable «la acción política creativa para transformar una población segmentada y desunida en una nación homogénea y coherente» (2000: 30-31). A diferencia de la que sucede en las «naciones antiguas», las naciones modernas no surgen de las tradiciones, costumbre, mitos y representaciones que se desarrollan históricamente en los diferentes grupos, clases y corporaciones sociales, sino que la nación, en su acepción moderna, surge de la acción del Estado a través de la educación universal, uniformación lingüística, unificación de la memoria histórica, la expresión de la práctica asociativa y la consolidación de un sistema electoral. Así, la gestión nacionalista del Estado construye a la ciudadanía que representa y que le otorga legitimidad a través de las elecciones1. 1. «El pueblo soberano, debía ser portador de una misma cultura, participar de un único universo simbólico [...]. Según los parámetros de la época no todas las sociedades ni todos los grupos entraban en esa categorización, y por ello quedaban, como un resto negativo del otro, de una frontera a partir de la cual no había posibilidad de formar parte de la nación de ciudadanos» (Quijada 2000: 30-31).
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Los excluidos de la nación en el caso de México y de Iberoamérica fueron principalmente los pueblos indígenas como comunidades, no como individuos que podían convertirse en ciudadanos e integrarse a la nación en la medida que aprendieran la lengua castellana, las leyes y valores de la nueva nación y dejaran a un lado sus usos y costumbres. Quijada y Guerra señalan que este proceso se inició en los países iberoamericanos con la Constitución de Cádiz y también con la influencia de la Revolución Francesa. Es importante recordar que el primer capítulo de la Constitución de Cádiz está dedicado a la nación española, la cual se define como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (art. 1), y por «españoles» se entiende «todos los hombres libres nacidos y avecinados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos» (art. 5). Obsérvese que este concepto de nación presupone el de Estado y su gobierno monárquico («dominios de las Españas»). Como señala Jaime E. Rodríguez, «la Constitución de Cádiz fue un documento radical que creó un Estado unitario con leyes iguales para todas las partes de la monarquía española» (2005: 16). Así pues, la misma Constitución que funda el Estado español crea la nación española y determina que la soberanía reside en ella, pero se ejerce a través de su gobierno, que es una monarquía moderada hereditaria (art. 14). Así pues, la Constitución de Cádiz, que surge precisamente en un momento de crisis provocada por la invasión napoleónica y por las guerras de independencia, se propone modernizar la Monarquía española, democratizándola, y constituye un claro proyecto de Estado-nación moderno. En Latinoamérica, el proceso de construcción y consolidación de las naciones modernas fue sobre todo obra de los gobiernos liberales ya independientes. En el caso de México, los programas y Leyes de Reforma, y después los proyectos educativos del Porfiriato, fueron los pilares de la construcción de la nación homogénea moderna. En este sentido habría que recordar el lamento de Justo Sierra de que la mayoría de los habitantes de México no eran mexicanos porque no sabían leer ni escribir español. Estas diferencias culturales llevaron a Molina Enríquez a reconocer que los indígenas no formaban parte de la patria mexicana, sino que cada etnia conformaba su propia patria2. 2. «Cada grupo indígena es por consiguiente una patria especial, y sus unidades así lo consideran en realidad [...]. Tienen sin embargo de bueno las múltiples y peque-
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En consecuencia, tenemos dos concepciones diametralmente opuestas de nación: la antigua y la moderna, en términos de François-Xavier Guerra. Yo asocio la nación antigua a la tradición republicana y la moderna a la liberal. El paradigma de la nación homogénea liberal fue ampliamente aceptado hasta la irrupción del multiculturalismo en años recientes. El cuestionamiento a la nación homogénea procede de los excluidos de la nación estatal y de la democracia liberal: los pueblos indígenas. En el caso de México, por ejemplo, los movimientos indígenas que se han generado en los últimos años, especialmente el movimiento del EZLN, pueden entenderse como un cuestionamiento y rechazo a la nación-estatal que bajo una cultura homogeneizante se ha impuesto desde el Estado. El objetivo político de los movimientos indígenas de México y otros países latinoamericanos no es conformar una nación indígena en contra de la criolla o mestiza3, sino más bien constituir desde la sociedad civil otra nación en la que las diferentes etnias y pueblos indígenas y no indígenas puedan vivir juntos4. En este sentido, es pertinente la indicación de Touraine sobre la necesidad de reconocer el carácter pluricultural de las naciones: La concepción estatal de la nación debe ser sustituida por una concepción social y cultural. La nación ya no se define por la creación del espacio unificado o de la ciudadanía por encima de la diversidad social y cultural, sino, al contrario, por la búsqueda de la comunicación intercultural y la solidaridad social (1998: 234).
ñas patrias indígenas, que son autónomas. Son patrias completas y no fragmentos de patrias» (Molina Enríquez 1979: 379-380). 3. Según Héctor Díaz Polanco y Luis Villoro, esto distingue a la autonomía como una forma particular de la autodeterminación de los pueblos «que no implica soberanía e independencia respecto a un Estado nacional ya formado, sino reconocimiento de competencias de autogobierno del pueblo específico» (Díaz Polanco 1996: 157). 4. Al respecto, Díaz Polanco afirma: «en Latinoamérica ninguna organización indígena con representación pretende declarar soberanía política, crear su propio Estado nacional o pronunciarse por la independencia [...]. Lo que desean los indígenas es mantener y desarrollar sus formas propias de vida socio-cultural en el marco de las estructuras nacionales al tiempo que se transforman las relaciones de explotación y opresión que ahí imperan» (ibid.: 162).
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2. LA
FORMACIÓN DE LA NACIÓN MEXICANA DURANTE EL
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El descubrimiento del Nuevo Mundo y su conquista por parte de los españoles planteó de inmediato dudas y problemas a filósofos, teólogos, juristas y gobernantes acerca de tres temas fundamentales: la legitimidad del dominio de la corona española sobre los pueblos y las tierras del Nuevo Mundo, la justicia de la conquista de los reinos y naturales del continente y la naturaleza racional de los indios como seres capaces de conocer la ley natural y vivir de acuerdo a ella en el ámbito moral y político. En estas cuestiones fundamentales hubo un grupo de juristas que consideraron que la moral, la religión, las instituciones y leyes de los reinos europeos eran las únicas expresiones válidas del orden conforme a la ley natural. En consecuencia consideraron que la forma de vida de los pueblos del Nuevo Mundo era moral y políticamente reprobable, justificando así la guerra de conquista y el dominio español. En este grupo se destacaron Juan López de Palacios Rubio, Gregorio López y Ginés de Sepúlveda. Por otra parte, otro grupo de humanistas consideró que las formas de vida de los pueblos indígenas, aunque muy diferentes a las de los europeos, se ajustaban en general a la ley natural. Por ello, los gobernantes de estos reinos gozaban de plena legitimidad y los indígenas, a quienes se reconocía pleno uso de razón, eran verdaderos señores de sus tierras. En estas circunstancias no se justificaba la guerra de conquista ni tampoco el dominio del rey de España. En este grupo se destacaron Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Bartolomé de Las Casas y Alonso de la Veracruz, entre otros. Así pues, el reconocimiento de que las comunidades autóctonas tenían capacidad suficiente para interpretar y aplicar la ley natural condujo a humanistas como Las Casas y De la Veracruz a defender los derechos de los pueblos indios y sus gobiernos, mientras que la negación de tal capacidad sirvió de base a Ginés de Sepúlveda y Juan López de Palacios Rubio para condenar a los pueblos indios y justificar la guerra y el dominio del imperio español. En su relección De Dominio infedelium et Iusto bello (15531554)5, Alonso de la Veracruz niega rotundamente el derecho del 5. Se trata de la primera cátedra que Fray Alonso impartió en la Real Universidad de México entre junio de 1553 y junio de 1554. La obra estuvo perdida durante casi
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Papa o del emperador a ejercer un dominio soberano sobre los indios, pues todo poder político proviene del pueblo sobre el que se ejerce: Es necesario, pues que si alguien tiene dominio justo, éste sea por voluntad de la comunidad, la cual transfiere el dominio a otros, tal como sucede en el principado aristocrático o democrático, o a uno solo (como sucede en el principado monárquico) (2004: 2).
Además del origen popular del poder, Fray Alonso exige que todo gobierno use su dominio para el bien del pueblo o de lo contrario puede ser revocado (2004: Duda I, 3). Así pues, Fray Alonso invierte totalmente la concepción piramidal del poder virreinal que, originado en el Papa y en el emperador, descendía hasta las instancias más locales, desde el virrey hasta los encomenderos. En contra de esta concepción Fray Alonso propone una idea republicana en la que el origen y la vigilancia del poder político deban estar en el pueblo mismo, si se pretende que tal poder sea legítimo. Esta concepción republicana también la desarrolló Bartolomé de las Casas en su polémica con Ginés de Sepúlveda durante las famosas controversias de Valladolid en 1550 y en otros escritos previos y posteriores. Partiendo de una concepción igualitaria de los hombres en cuanto a su libertad y racionalidad, se rechaza toda idea sobre el origen divino del poder político. Por el contrario, si la libertad y no el dominio político es lo que proviene de Dios, todo dominio sobre gentes y sobre las cosas ha de ser resultado de acuerdos o convenciones entre los hombres que conforman un pueblo. Por ello, el único dominio legítimo sobre los indios del Nuevo Mundo es el que proviene de los propios pueblos indígenas. Si estos pueblos no han dado su consentimiento al rey de España, éste no puede tener domino legítimo sobre los pueblos indios. Si tomase el rey el poder o sus tierras por la fuerza, se trataría de una usurpación y un despojo de los legítimos señores y propietarios6. Pero Fray Bartolomé de Las Casas no sólo defiende la tesis del origen popular de la soberanía política. También, sostiene la necesicuatro siglos y se publicó por primera vez en 1968 en una edición bilingüe latín-inglés por E. J. Burrus. Yo cito por la siguiente edición: Fray Alonso de la Veracruz (2004). 6. «El poder de la soberanía procede inmediatamente del pueblo. Y es el pueblo el que hizo a los reyes, soberanos y a todos los gobernantes siempre que tuvieron comienzo justo» (Las Casas 1974: 73).
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dad de que el gobierno consulte al pueblo en asuntos de gran importancia a fin de obtener su consentimiento7. Tanto Fray Alonso como Fray Bartolomé negaron la legitimidad de origen del dominio español sobre las tierras y los pueblos del Nuevo Mundo. Pero, además del origen de la soberanía, hubo otros argumentos de carácter cultural utilizados contra la autonomía de los pueblos y gobiernos indígenas. El más importante de ellos fue el de que los indios infieles eran racional y moralmente inferiores a los cristianos europeos y por ello vivían en la barbarie y cometían graves pecados, resultando incapaces de tener sus propias autoridades. Evaluando los logros institucionales de los reinos autóctonos, Fray Alonso rechazó rotundamente la idea de que los indios fueran irracionales o amentes. Los habitantes del nuevo mundo no sólo no son niños amentes, sino que a su manera sobresalen del promedio y por lo menos algunos de ellos, igualmente a su modo, por extremo sobresalientes. Lo cual es evidente, toda vez que desde antes de la llegada de los españoles, y aún ahora lo vemos con nuestros ojos, tienen magistrados, un gobierno apropiado y los ordenamientos más convenientes, y antes tenían gobierno y régimen no sólo monárquico, sino aristocrático, como también sus leyes, y castigaban a los malhechores, como también premiaban magníficamente a quienes habían merecido bien de la república. No eran por tanto, tan niños o amentes como para ser incapaces de dominio (1984; en 2004: Duda X, 15-16).
La capacidad de los pueblos indígenas para organizarse políticamente demostraría su competencia para juzgar los actos de sus propios gobiernos sin necesidad de intervención extranjera alguna que les liberase de la tiranía. Fray Alonso considera incluso que el juicio que ejerce una comunidad sobre el carácter tiránico de un régimen puede diferir radicalmente entre diferentes culturas, en este caso, entre la indígena y la española: Podría ser que lo que parece tiránico a los ojos de otra nación fuera conveniente y congruente para esta gente bárbara, en forma que les estuviese
7. «Además, en asuntos que han de beneficiar o perjudicar a todos, es preciso actuar de acuerdo con el consentimiento general. Por esta razón, en toda clase de negocios públicos se ha de pedir el consentimiento de todos los hombres libres. Habría que citar, por tanto, a todo el pueblo para recabar su consentimiento» (ibid.).
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mejor ser gobernados por sus propios señores con temor y mano fuerte, antes que con amor (ibid.: Duda XI, XCVIII).
De nuevo aquí Fray Alonso defiende la autonomía de cada comunidad política y rechaza el juicio e intervención externos a esa comunidad. Una vez demostrado el origen ilegítimo del dominio español sobre las tierras y pueblos del Nuevo Mundo, Fray Bartolomé y Fray Alonso se enfrentaron al terrible problema de la posición de la Corona española en América ¿Debía ésta retirarse totalmente o conservar su dominio pese a la ilegitimidad? Ambos buscaron una solución pragmática que mediase entre un principio idealista de justicia y una posición ajustada a la realidad. Propusieron así que el dominio español reconociese la autonomía de los pueblos y los reinos indígenas y conformase una suerte de confederación en la que el rey de España fuera más bien una representación formal de la soberanía estatal que un gobierno con poder efectivo. La única organización política que en justicia podía imponerse a los indios era [a juicio de Las Casas] dejar a cada uno de los pueblos con las leyes y principios que tenían antes de la conquista y formar con todos ellos como una confederación o imperio en que los reyes de España, como los emperadores medievales, ejercieran meramente una supremacía honorífica y protectora (Gallegos Rocafull 1951: 160).
Fray Alonso de la Veracruz también propuso una coexistencia de los gobiernos autóctonos con el poder del emperador, siempre y cuando fuese reconocida por las propias autoridades indígenas y la soberanía del emperador redundase en el beneficio común de los naturales: Permaneciendo los antiguos reyes en su dominio hubieran estado bajo el emperador y lo hubieran reconocido con cierto tributo, como hay muchos reyes bajo el emperador y muchos señores bajo el rey, como los duques, los condes, los marqueses y otros señores (2004: 356)8.
8. Esta propuesta de mediación entre la autonomía de los gobiernos autóctonos y la soberanía simbólica del rey de España a través de una confederación de reinos sería recuperada a principios del siglo XIX para justificar la independencia de la Nueva España ante la abdicación de Fernando VII.
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Bartolomé de Las Casas y Alonso de la Veracruz, sobre todo este último en Michoacán, pusieron en práctica este proyecto republicano y autonomista, respaldando la autoridad de gobiernos indígenas locales frente a la autoridad de la Iglesia y del virrey. Las severas pugnas entre Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, y Fray Alonso de la Veracruz son ejemplos ilustrativos del choque entre los proyectos absolutista y republicano que se dio en la Nueva España durante el siglo XVI (Quijano 2007). Ciertamente, la radicalidad y el compromiso efectivo de la propuesta autonomista de Las Casas y de la Veracruz no persistieron en el pensamiento criollo de los siglos venideros. Los «humanistas del siglo XVII y XVIII pusieron más su atención en la historia del pasado indígena que en los pueblos indígenas vivos». De ahí que Brading se refiera a la visión criolla de lo indígena como indigenismo histórico. De todas formas, durante la dominación colonial estas ideas republicanas y multiculturalistas de Bartolomé de las Casas, Alonso de la Veracruz y otros humanistas el siglo XVI continuaron cultivándose. Si bien durante el siglo XVI los principales intelectuales de la Nueva España fueron frailes franciscanos, dominicos y agustinos llegados de España, en el siglo XVII predominaron los sacerdotes nacidos en México. A partir de entonces empieza a arraigar la idea de que la Nueva España es la patria de los nacidos en América –criollos, indígenas y mestizos– y no de los europeos. Entre los humanistas del siglo XVII destacan Juan Zapata y Sandoval, mestizo de la orden de los agustinos, autor de Sobre Justicia Distributiva (1609), en la que defiende los derechos de los indígenas, en particular el de tener acceso a puestos públicos. Fray Juan de Torquemada, en su Monarquía Indiana, muestra una clara influencia de Las Casas al alabar las virtudes de los reyes indígenas. En este mismo sentido Sigüenza y Góngora, profesor de la Universidad de México, resalta en su Teatro de virtudes políticas la prudencia y justicia de los gobernantes de los reinos autóctonos y los propone como modelos a imitar. Además, promueve la introducción de la filosofía y las ciencias modernas integrándolas en la filosofía escolástica en un original sincretismo mexicano. Este sincretismo se expresa magistralmente en la literatura barroca con Sor Juana Inés de la Cruz, la expresión más elaborada y original del humanismo criollo del siglo XVII, y contribuye significativamente a la conformación de una identidad plural de la nación mexicana, donde lo autóctono y lo hispánico, la ciencia
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moderna y la escolástica, la filosofía y la fe cristiana se funden en una cultura barroca propiamente mexicana. Durante el siglo XVIII este eclecticismo mexicano se fortalece y adquiere un carácter marcadamente nacionalista con figuras como Eguiara y Eguren, autor de Biblioteca mexicana, o los jesuitas Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero. En su Biblioteca mexicana, Eguiara y Eguren analiza las contribuciones de la amplia pléyade de humanistas novohispanos desde la conquista hasta el siglo XVIII para responder a las descalificaciones de los peninsulares sobre el nivel cultural y educativo de la Nueva España. La obra más importante de Clavijero, Historia antigua de México, constituye una suerte de manifiesto nacionalista frente a los europeos, pues además de defender la racionalidad y grandeza de los reinos antiguos al estilo de los humanistas del siglo XVI, recurre a la ciencia moderna para defender la valía propia de la naturaleza americana frente a las críticas de Pauw y Robertson en torno al carácter subdesarrollado del hombre y los animales de América. Ni en lo cultural, ni en lo natural lo europeo era modelo para lo americano. Los americanos veían su futuro en sus propios logros y potencialidades y rechazaban la idea de ser civilizaciones subdesarrolladas frente a los europeos. Los jesuitas del siglo XVIII consolidaron la formación de una ideología proto-nacionalista a la que David Brading ha denominado patriotismo criollo. Esta ideología aludía a una nación preexistente a la llegada de los españoles que tres siglos después de la conquista demandaba recuperar su propio gobierno (Brading 1980: 43-95 y 1998: 483-500). Gabriel Méndez Plancarte también ha señalado que el nacionalismo de los autores novohispanos del XVIII (Alegre, Clavijero, Guevara y Berozábal, Márquez, Maneiro) se caracterizaba por «su alta estima de las culturas indígenas y su actitud hondamente comprensiva para todas las expresiones de la vida prehispánica, aun las más ajenas y contrarias a nuestra sensibilidad cristiana y occidental» (1991: X). En vísperas de la revolución de independencia el patriotismo criollo fue desarrollado y radicalizado principalmente por Fray Servando Teresa de Mier. El 12 de diciembre de 1794, en un conocido sermón, Fray Servando escandalizó al alto clero y a las autoridades virreinales al defender el carácter autóctono de la Virgen de Guadalupe y del cristianismo novohispano, pues afirmaba que Quetzalcóatl era en
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realidad el apóstol Santo Tomás y Tonatzin, la Virgen de Guadalupe. Así pues, ya ni el cristianismo se debía a los españoles: todo tenía un origen indígena y mexicano. Además de este indigenismo histórico, Fray Servando mantenía un ideario republicano inspirado tanto en la tradición hispánica como en la francesa. Siguiendo a Brading, republicanismo y patriotismo criollo fueron las dos principales fuerzas ideológicas que orientaron los movimientos de independencia tanto en 1808, en el Ayuntamiento de la ciudad de México, como en 1810, con el movimiento de Hidalgo y Morelos (2004: 79-125). Luis Villoro y David Brading han señalado que los argumentos republicanos esgrimidos en 1808 a favor de la independencia a raíz de la invasión napoleónica de la península ibérica defendían la idea de México como un reino autónomo en una confederación de reinos a cuya cabeza se encontraba el rey de Castilla. Si ya no había rey, la confederación se deshacía y cada reino recuperaba su independencia. Esta concepción confederacionista de la Monarquía española coincide con la propuesta pragmática que Las Casas y de la Veracruz habían formulado desde el siglo XVI, como vimos anteriormente. Luis Villoro ha señalado asimismo que los primeros teóricos de la independencia de México, entre ellos Verdad, Azcárate, Mier, Talamantes, Bustamante y más remotamente el propio Francisco Xavier Alegre, rescataron el iusnaturalismo de la Escuela de Salamanca a través de Jovellanos y Martínez Marina (1981: 45). Desde este iusnaturalismo republicano los criollos independentistas argumentaban que el único vínculo entre la Vieja y la Nueva España era el soberano, y cada reino debía gobernarse como si éste no fuera común, sino propio de cada país. Tal sería el código originario de América, al que Mier denominó Constitución Americana (ibid.: 50). Ante la ausencia de Fernando VII, la Nueva España recuperaba su independencia y podía designar sus autoridades: «En nuestro pacto invariable no hay otro soberano que el rey. Si falta, la soberanía se retrovierte al pueblo americano [...] y puede hacer lo que le parezca para gobernarse» (Servando Teresa de Mier, citado en Breña 2005: 89). La Constitución Americana sería un pacto ante todo de los conquistadores con Carlos V y sólo secundariamente con los indígenas. Sin embargo, a través de la reivindicación de la figura y el pensamiento de Bartolomé de las Casas, Teresa de Mier también recurrió a los derechos de los pueblos originarios para legitimar la independencia
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de México. Así pues, tanto por el derecho originario de los pueblos indígenas como por la constitución Fray Servando Teresa de Mier defiende el derecho de la nación americana para independizarse totalmente de España9. Por ello, Teresa de Mier fue un radical opositor de la Constitución de Cádiz, que a cambio de reconocer la igualdad formal de españoles peninsulares y americanos, negaba la existencia de la nación mexicana y su derecho a la independencia10. En 1813, en plena lucha de independencia, Fray Servando publicó en Londres su Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente Anahuac, donde deja ver una fuerte influencia de Las Casas. En esta obra presenta a los criollos insurgentes como herederos de la reivindicación indígena de los frailes misioneros de la primera época de la Conquista. Y al igual que los conquistadores españoles habían cometido atrocidades contra la población indígena, ahora el ejército realista masacraba a los indios, criollos y mestizos insurgentes. Tanto Hidalgo como Morelos se habían formado en el espíritu del patriotismo criollo y conocían bien la tradición republicana novohispana. Se piensa que Hidalgo fue alumno de Clavijero y ciertamente Morelos tuvo una fuerte influencia ideológica de Carlos María Bustamante, alumno y amigo de Fray Servando Teresa de Mier. El mismo Morelos, en la sesión inaugural del Congreso de Chilpancingo en 1813, leyó una carta de Bustamante en la que se afirmaba que ese Congreso se reunía para vengar los desafueros y ultrajes que infringieron los españoles a los pueblos indígenas: «Al 12 de agosto de 1521 sucedió el 14 de septiembre de 1813. En aquél se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre en México Tenochtitlán. En éste se rompen para siempre en el venturoso pueblo de Chilpancingo» (Bustamante, citado en Brading 2004: 91). Así pues, durante la lucha insurgente el indigenismo histórico del patriotismo criollo se convirtió en el nacionalismo mexicano que exigía constituirse en un Estado independiente para emanciparse de la dominación extranjera y terminar con la explotación y la injusticia
9. «América era de los americanos porque las madres de los primeros criollos eran indias y, en definitiva, porque lo criollos han nacido en tierras americanas» (Servando Teresa de Mier, citado en Breña 2005: 89). 10. «Más libertad creo que tendrían los españoles en las Cortes que el tío Pepe ha convocado para Burgos que en las de Cádiz los americanos» (ibid.: 83).
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social. En el primer proyecto constitucional del México independiente, denominado Sentimientos de la nación, que fue elaborado por Morelos a partir de conversaciones con Hidalgo, Bustamante y Rayón, se declara que «América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía», se reconoce que «la soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en sus representantes dividiendo los poderes de ella en Legislativo, Ejecutivo y Judiciario»; se sentencia «que la esclavitud se suprima para siempre y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales», y también que las leyes «que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto» (Morelos y Pavón 1974: II, 110-111). Este ideario nacional, democrático y popular fue abandonado en el México independiente, como bien ha señalado Ernesto de la Torre Villar: La constitución de 1824 no postula principio alguno de transformación social y económica, olvidando, pese a que entonces se trataba de reivindicar a los iniciadores de la independencia, los postulados económicos y sociales de Hidalgo, Rayón y Morelos. Se puede afirmar que los diputados liberales de 1824 olvidaron el ideario de los primeros años de insurgencia, creyeron que era más importante organizar al país, dotarlo de una forma jurídica que respondiera a los dictados más operantes en su época, más acorde con las normas jurídico políticas vigentes en otros Estados modernos, particularmente en Estado Unidos (Torre Villar y García Laguarda 1976: 113-114).
3 . E S TA D O
LIBERAL Y MODERNIZACIÓN POLÍTICA
El proyecto criollo de nación fue derrotado por las armas y fueron precisamente los militares que vencieron a Hidalgo y a Morelos quienes en 1821 realizaron la independencia de México, por convenir así al alto clero, a los comerciantes españoles y al ejército mismo. Con Iturbide llega a su fin la ideología nacionalista del indigenismo histórico y en su lugar se desarrollan ideologías liberales y conservadoras que continuamente pugnan por constituir un Estado independiente y a partir de ahí, por decreto, una nueva nación mexicana. Tanto el Plan
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de Iguala como posteriormente el pensamiento liberal de José María Luis Mora y el pensamiento conservador de Lucas Alemán desconocieron totalmente la relevancia del nacionalismo criollo formado durante los tres siglos del Virreinato. El pensamiento liberal de José María Luis Mora en particular fue puntillosamente hostil a lo indígena. En 1824 Mora propuso ante el Congreso que «se proscriba la denominación de indio que ha venido a ser su acepción vulgar oprobiosa de una gran porción de nuestros ciudadanos» y le reclamaba a Bustamante que por Ley «ya no existan indios» (Hale 1982: 224). Como observa Hale, la imagen que tenía Mora de los indios no era la de Clavijero y demás humanistas mexicanos, sino la de Robertson y Pauw. Por ello, en la concepción liberal de Mora, el indio tenía que desaparecer jurídica y étnicamente de la nación mexicana11. El proyecto de Estado-nación liberal tuvo opositores que defendían la antigua idea de nación criolla. Además de Fray Servando se destaca Carlos María de Bustamante, quien a través de entregas periódicas entre 1821 y 1827 escribió El cuadro histórico de la revolución de la América mexicana, buscando influir en el proceso de la Constitución republicana de 1824. Bustamante contrapuso teatralmente la crítica de las hazañas de Cortés y de Iturbide con la glorificación de Moctezuma y de Hidalgo. Alzó así un puente entre lo prehispánico y lo insurgente, planteando la existencia de una nación mexicana esclavizada durante tres siglos por los españoles y restituida a la libertad por los criollos (Annino 2005: 115).
Sin embargo, el patriotismo criollo y su idea de nación antigua se fue extinguiendo ante el paso avasallador del pensamiento liberal, inspirado en mucho en la ideología y la Constitución norteamericanas. Como ha recordado Ernesto de la Torre Vilar, «el predominio del liberalismo del norte imprimió a la Constitución de 1824 un sen-
11. «Mora aseveró con toda claridad que era en la raza blanca “donde se ha de buscar el carácter del mexicano”. Creía que, mediante un programa concentrado de colonización europea, México, en el término de un siglo, podría realizar la fusión completa los indios y “la total extinción de las castas”. De tal manera, Mora, cuyo padre había probado públicamente la refinada genealogía y la sangre limpia de su hijo en 1812, no podía concebir que la nacionalidad residiere en otro grupo que no fuese el suyo propio» (Hale 1982: 229).
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tido y una estructura más política y jurídica que social [...]. El pensamiento liberal individualista las hace ser, al igual que las de 1836, de 1842 y de 1857, constituciones que no incorporan garantías de tipo social, ni proclamaron un criterio de ese tipo a favor de las clases depauperadas» («La Constitución de 1824», en Valadés y Barceló 2005: 7). Al soslayarse el proyecto del nacionalismo criollo, la oposición pasó a darse entre liberales y monarquistas. Formalmente, liberales y conservadores debatieron sobre dos proyectos de Estado: los primeros pugnaban por una república federal, los conservadores por una monarquía centralista. Pero en el fondo se trataba de dos proyectos centralistas distintos. Los conservadores defendían un centralismo basado en la unidad cultural de la religión católica y miraban a las monarquías europeas como esperanza de salvación12, mientras que los liberales defendían una democracia centralizada a la manera norteamericana, basada en un nacionalismo laico y un proyecto de ampliación del mercado que respondiera a los intereses agrícolas, comerciales e industriales. En todo caso, lo mexicano históricamente conformado no constituía modelo para el futuro, como lo había planteado cincuenta años antes el nacionalismo criollo. El proyecto liberal se fue imponiendo paulatinamente sobre los proyectos conservadores. Así, tanto la Constitución de 1824 como la de 1857 mantuvieron el carácter democrático y federal del Estado mexicano, inspirándose notablemente en la constitución estadounidense de 1787, que representó la derrota del auténtico proyecto republicano de los antifederalistas frente al proyecto liberal de los federalistas. En este sentido las constituciones de 1824 y la de 1857 fueron más liberales que republicanas. En todo caso, lo que se buscaba era la constitución de un Estado y una nación modernos donde no tenían cabida los pueblos indios, que fueron primero abolidos por decreto y después despojados de sus tierras por las Leyes de Reforma13.
12. Sobre los proyectos monarquistas del partido conservador, véase Palti (1998). 13. Al respecto, con mucha agudeza, Molina Enríquez señalaba las «desastrosas consecuencias» que tuvieron las Leyes de Reforma en los pueblos indios: «El resultado de la repartición de los terrenos de los pueblos indígenas fue que los indígenas perdieran dichos terrenos. No podía ser de otro modo. La comunidad tenía para los indígenas notorias ventajas. Desde luego, aunque los terrenos comunes eran en lo general estériles y de mala calidad, ofrecían a los mismos indígenas medios de vivir en todos los estados de su evolución, desde la horda salvaje hasta el de pueblo incorporado a la
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Si bien las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857 representaron el triunfo del partido liberal, por cuanto se establecía una organización federal y un régimen democrático con predominio del legislativo, los gobiernos posteriores, empezando por Benito Juárez, tuvieron que gobernar por encima de la Constitución. El triunfo del partido liberal sobre el gobierno intervencionista de Maximiliano en 1867 no sólo permitió identificar el nacionalismo con el liberalismo14, sino que contribuyó a legitimar el carácter dictatorial y absolutista del gobierno de Juárez durante la República Restaurada. En su momento Justo Sierra justificó el carácter dictatorial del gobierno de Porfirio Díaz como una necesidad imperiosa para consolidar el Estado y construir la nación, una tarea para la que la constitución republicana de 1857 se presentaba como un obstáculo: Nos embriagamos con las palabras que nos venían del extranjero y andamos desde entonces confeccionando constituciones ideales ¿Y qué debemos a esta constitución ideal? Proclamó la democracia: ¿la democracia existe? Proclamó la libertad de igualdad, la paz: ¿En dónde está la paz, la igual, la libertad? ¿En qué día de nuestra historia, en qué hora o en qué minuto ha sido un hecho? (citado por Cosío Villegas 1980: 30)
No eran tiempos de democracia, sino de un gobierno fuerte y estable que promoviera la evolución social. Con el Porfiriato el liberalismo mexicano se vuelve realista, abandona la utopía democrática y asume el autoritarismo que se gestó desde Juárez. Incluso liberales civilización general: rendían esos terrenos muchos aprovechamientos de que los indígenas podían gozar su gran trabajo, sin capital [...]. No ha acertado México independiente, con un medio más eficaz de ayudar a la raza indígena, que el de la comunidad. Una vez que los indígenas enajenaban sus fracciones, no tenían ya de qué vivir» (1979: 126-127). 14. Al respecto Charles A. Hale afirma: «El liberalismo del siglo XIX fue un conjunto de ideas políticas que vieron su formulación clara como ideología en los años 1820-1840 y su cumplimiento en la Constitución de 1857 y en las Leyes de Reyes con la victoria de Benito Juárez sobre el emperador Maximiliano y el Partido Conservador, el liberalismo acabó por imponerse. A partir de entonces se identificó irrevocablemente con la nación misma... los años que siguieron a 1867 vieron el establecimiento de una tradición liberal oficial, tradición que se acentuó, aún más con la revolución de 1910. En otras palabras, después de 1867 el liberalismo dejó de ser una ideología en lucha en contra de unas instituciones un orden social y unos valores heredados y se convirtió en un mito político unificador» (2002: 15).
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radicales como Ignacio Ramírez e Ignacio Altamirano, que denunciaron la traición de Juárez a los ideales democráticos de la Constitución de 1857, terminaron por apoyar e integrarse en el gobierno porfirista. Porfirio Díaz asumió el carácter autoritario de su gobierno y buscó otras formas de legitimidad que nada tenían que ver con la democracia ni con la república, ni mucho menos con la idea de nación criolla que había quedado sepultada desde los primeros años de la independencia. El proyecto liberal de la Reforma y del Porfiriato hay que entenderlo «no como un ensayo de construcción nacional sino más bien como un ejercicio de construcción del Estado. Además, si ese Estado se fundaba en la autocracia presidencial, el resultado era enteramente predecible para todo estudioso de la Revolución francesa. La Reforma encontró su Termidor y su Directorio en Juárez, y su Napoleón en Díaz» (Brading 2004: 147). El éxito del estado autoritario de Díaz se basó en buena medida en las relaciones y pactos personales del presidente con líderes y caudillos de diferentes grupos. A estos pactos los denominó Molina Enríquez «política de amistad». En virtud de esa política de amistad «que ofrece todos los matices de la mutua consideración y del mutuo sacrificio, todas las unidades sociales han podido pedir al señor Díaz, según sus necesidades y tendencias propias, y el señor Díaz les ha podido ir concediendo lo que ha podido; pero en cambio, les ha pedido a su vez sacrificios proporcionales [...]. La amistad, acallando todos los orgullos, ha doblegado todas las inflexibilidades» (Molina Enríquez 1979: 136-137). Por supuesto, la política de amistad con los diferentes grupos sociales (mestizos, criollos señores, criollos del clero, criollos nuevos, criollos liberales) estuvo siempre respaldada por la coerción y el castigo, «y cuando se ha tratado de castigar ha sido implacable. En sus manos ha tenido la muerte todas sus formas, la cárcel todas sus crueldades, el castigo material todos sus horrores y el castigo moral todos sus matices» (ibid.: 146). Por otra parte, el uso ideológico de la ciencia y la técnica como fundamento de las decisiones políticas para promover el progreso social también contribuyó a legitimar el autoritarismo del Porfiriato. En esta tarea el grupo de los científicos, y particularmente Justo Sierra, jugaron un papel fundamental15. Los 15. «La política científica o positivista planteaba que había que enfocar los problemas del país y formular sus políticas de acción de manera científica. Sus principales
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pueblos indígenas quedaron fuera de la política de amistad y de los beneficios de la política científica del Porfiriato. Por el contrario, fueron estos pueblos los que dieron a la Revolución mexicana de 1910 su fuerza social más importante, principalmente a través del movimiento zapatista. En conclusión, con el Porfiriato se consolida el proceso de creación del Estado mexicano, que termina siendo incompatible con el proyecto de nación independiente que motivó el movimiento insurgente en 1810. Este último principio defendía la idea criolla de una nación con una fuerte identidad indígena para construir una república independiente, pero tan pronto se logró la independencia se abolió por decreto toda componente indígena de la nación y se buscó crear un Estado liberal de inspiración republicana. Al triunfante partido liberal se le olvidó pronto el componente republicano y lo suplantó por un Estado autoritario. Así, el triunfo del liberalismo en México significó el olvido de una idea multicultural de nación donde tuvieran lugar los pueblos originarios de México, y también significó la renuncia a la vida republicana y democrática. Si bien la Revolución de 1910 reivindicó la democracia contra la dictadura porfirista y los derechos de los pueblos indios a las tierras de las que habían sido despojados, e inclusive la Constitución de 1917 reconoció los derechos sociales de campesinos y obreros, los gobiernos posrevolucionarios no establecieron régimen democrático alguno, ni tampoco reconocieron los derechos de los pueblos indígenas. La nueva Constitución de 1917 cumplió más bien el anhelado sueño de los liberales juaristas y porfiristas de ampliar las atribuciones del poder presidencial, por lo que ya no era necesario recurrir a la dictadura para poder gobernar. Además, bajo el Maximato de Plutarco Elías Calles la «política de amistad» del presidente Díaz se institucionalizó en el Partido Nacional Revolucionario, que finalmente obtuvo el nombre de Partido Revolucionario Institucional (PRI). A través del partido y del poder presidencial se administraron los derechos sociales de la Constitución para ejercer un poder autoritario y paternalista16. El resultado antidemocrático de características: el ataque al liberalismo doctrinario o “política metafísica”, la defensa de un gobierno fuerte que contrarrestara las endémicas revoluciones y la anarquía, y el llamamiento a la reforma constitucional» (Hale 2002: 53). 16. Al referirse al régimen emanado de la Revolución mexicana como régimen populista, Arnoldo Córdova afirma: «el nuevo régimen se fundó en su sistema de
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la Revolución y de la Constitución de 1917 en los gobiernos posrevolucionarios es análogo a los resultados de los gobiernos autoritarios posteriores a la Reforma y a la Constitución de 1857. En este sentido tiene razón Brading al afirmar que «el Porfiriato fue tan heredero de la Reforma como lo es hoy el PRI de la Revolución» (2004: 146). La democracia siguió siendo una asignatura pendiente del Estado liberal mexicano durante todo el siglo XX y la exclusión de los pueblos indígenas dentro de la nación mexicana continuó siendo, como desde hace 500 años, un problema fundamental. Hasta años recientes la democracia fue una farsa electoral y tan pronto inicia su vida electoral. Con razones históricas los movimientos indígenas cuestionan su legitimidad y reivindican su derecho a ser tomados en cuenta en la reconstrucción de un Estado nacional verdaderamente democrático.
4. LA
C R Í T I C A A L N A C I O N A L I S M O E S TATA L
POR LOS MOVIMIENTOS INDÍGENAS
La reforma política que actualmente experimenta México se enmarca claramente en un modelo liberal. Gracias a estas reformas electorales se ha fortalecido el poder legislativo frente al ejecutivo y se ha ampliado la alternancia de los partidos en las gobernaturas estatales y en el ejecutivo federal. Sin embargo, no se ha hecho ningún avance hacia una democracia más participativa, una representación más equitativa y una nueva reorganización federal que refleje el pluralismo cultural del país y promueva una descentralización política en beneficio de los poderes locales, principalmente municipales. Estos cambios corresponden más a un modelo republicano que a un modelo liberal de democracia y han sido impulsados no tanto por el gobierno y los partidos políticos sino por otros agentes políticos. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) es quizá el más importante de los agentes políticos que han demandado un nuevo modelo de democracia no contemplado en la reforma del Esta-
gobierno paternalista y autoritario que se fue institucionalizando a través de los años; en él se ha dotado al Ejecutivo de poderes extraordinarios permanentes [...]. Del autoritarismo derivado del carisma del caudillo revolucionario se pasó con el tiempo al autoritarismo del cargo institucional de la Presidencia de la República» (1972: 33).
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do mexicano que se está llevando a cabo. En este contexto, el EZLN afirmó que «una de las causas fundamentales que condujeron al levantamiento armado de 1994 es la ausencia de democracia y de canales de participación y de mediación de los conflictos sociales y políticos, por falta de representatividad de las autoridades»17. El conflicto entre el EZLN y el Gobierno federal puede analizarse en varias etapas. Una primera etapa bélica, iniciada el 1 de enero de 1994 con la declaración de guerra del EZLN al Gobierno Federal, el ataque a un cuartel militar y la toma de varias ciudades y pueblos, entre ellos San Cristóbal de las Casas. Esta etapa duró escasos días y el ejército federal obligó al EZLN a replegarse a áreas restringidas de la selva chiapaneca. Una segunda etapa de negociaciones por medio de mesas de trabajo en las que discutieron representantes del EZLN y del Gobierno federal y que se desarrollaron desde los primeros meses de 1994 hasta la firma de los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena. Esta etapa incluyó la elaboración de una propuesta de la reforma constitucional por parte de una comisión legislativa para dar forma jurídica a los Acuerdos de San Andrés en noviembre de 1996. Los Acuerdos de San Andrés se refieren principalmente al reconocimiento de la autonomía de los pueblos indígenas, la aceptación constitucional de sus sistemas normativos para dirimir los conflictos internos, la remunicipalización para promover una mayor participación y una más equitativa representación política de los indígenas18. Estos puntos de acuerdo plantean con claridad una nueva relación del Estado con los pueblos indígenas y una redefinición de la identidad nacional que reconozca el pluralismo cultural propio de los mexicanos. Los acuerdos de San Andrés fueron reelaborados por la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), compuesta por diputados y senadores de todos los partidos políticos con representación legislativa, con el fin de darles forma de una iniciativa de reforma consti17. Documento Base «Democracia y Justicia» presentado por los asesores e invitados del EZLN el 23 de abril de 1996 en Diálogo de Sacam Ch’ en Mesa de trabajo 2: Democracia y Justicia, San Andrés de los Pobres, 1996, p. 35. 18. Para un análisis de los aspectos jurídicos de los acuerdos de San Andrés véase José Ramón Cossío «Análisis Jurídico de los acuerdos de San Andrés Larrainzar», Documento de trabajo, Departamento Académico de Derecho, ITAM, nº 1, marzo 1998. Véase también Agustín Pérez Carrillo (1997).
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tucional. Los trabajos se llevaron a cabo de febrero a noviembre de 1996. La propuesta recogió los puntos fundamentales de los Acuerdos de San Andrés y fue presentada a las partes en conflicto. El EZLN la aceptó, advirtiendo que había varios puntos de los acuerdos que no se habían retomado, pero que en aras de contribuir a la paz y a la solución de los problemas indígenas la aceptaba. Por su parte, el Ejecutivo Federal la rechazó y elaboró una contrapropuesta en la que elimina los usos relevantes del término «autonomía» y minimiza los derechos especiales de los pueblos indígenas, excluyendo así los puntos esenciales de los acuerdos de San Andrés19. Las razones que argumentó el gobierno en contra de la propuesta de la COCOPA consistían básicamente en la defensa a una ciudadanía homogénea y la unidad de la soberanía del Estado nacional, principios básicos de la tradición democrática-liberal. El reconocimiento de derechos especiales y de la autonomía de los pueblos indígenas parecería ir en contra de esos principios, que se presentaban como propiciadores de un proceso de balcanización. A partir de esta respuesta se suspenden las negociaciones y cobran preponderancia las estrategias militares del Ejecutivo Federal, especialmente la guerra de baja intensidad que desembocó en desplazamientos masivos de indígenas de las zonas de apoyo zapatista y, finalmente, en la matanza de Acteal del 23 de diciembre de 1997, donde fueron salvajemente asesinados por grupos paramilitares 45 indígenas, en su mayoría niños y mujeres, mientras se encontraban reunidos rezando por la paz. Esta estrategia militar continuó durante los siguientes tres años con el desmantelamiento de los llamados municipios autónomos organizados como una forma de resistencia civil por parte de indígenas que no pertenecían al EZLN, pero que constituían sus bases sociales de apoyo. El cambio del gobierno priísta al panista en el año 2000 reabrió nuevas esperanzas para la solución del conflicto con el EZLN, pues durante su campaña electoral, el entonces candidato del Partido de Acción Nacional, Vicente Fox, se había comprometido a enviar la iniciativa de reforma constitucional de la COCOPA a las legislaturas.
19. En la publicación del Centro de Derechos Humanos «Miguel Agustín Pro Juárez», A. C., Chiapas. La Guerra en Curso, México, 1998, se presenta un excelente cuadro comparativo de los contenidos de los acuerdos de San Andrés, la iniciativa de la COCOPA y las observaciones del Gobierno Federal, pp. 73-84.
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Y efectivamente así lo hizo, pero sin promover entre diputados y senadores su aceptación. En abril de 2001 las tres principales fuerzas electoras (PRI, PAN y PRD) aprobaron una reforma constitucional que se apartó mucho de la propuesta de la COCOPA y no fue aceptada por el EZLN, pues no ofrecía garantías serias para la efectiva autonomía de los pueblos indígenas. Se trataba de un documento etnocéntrico y paternalista que confundió o suplantó la autonomía de las comunidades indígenas con las políticas y programas paternalistas y de asistencia social. En especial, la reforma al artículo segundo constitucional (parte medular de la reforma legislativa sobre derechos y cultura indígena) reconoce declarativamente en una primera parte que «la nación tiene una composición pluricultural sustentada en sus pueblos indígenas» y que «esta Constitución reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para decidir sus formas internas de convivencia y organización social, económica, política y cultural» y otras instancias de autonomía. Pero en el segundo apartado, en lugar de especificar las formas y mecanismos para el ejercicio de autonomía de los pueblos indígenas, mantiene que «la Federación, los Estados y Municipios realizarán las acciones necesaria para promover la igualdad de oportunidades de los indígenas y eliminar cualquier práctica discriminatoria, establecerán las instituciones y determinarán las políticas necesarias para garantizar la vigencia de los derechos de los indígenas y el desarrollo integral de sus pueblos y comunidades, las cuales deberán ser diseñadas y operadas conjuntamente con ellos». Como puede observarse, el segundo apartado atribuye a los gobiernos establecidos la gestión de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas, lo cual es un contrasentido, o mejor dicho, un candado a su autonomía. Así, en lugar de reconocer a los pueblos indígenas como sujetos de derecho público se les reconoce como entidades de interés público para la política de asistencia social. Por éstas y otras razones que aporta la reforma constitucional de los Acuerdos de San Andrés, el EZLN rechazó la reforma constitucional. Es interesante la opinión de Rodolfo Stavengahen al respecto, quien en las conclusiones de su informe como relator especial de la ONU sobre derechos humanos y libertades fundamentales de los indígenas, afirma lo siguiente:
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La reforma constitucional de 2001, producto tardío y adulterado de los Acuerdos de San Andrés firmados entre el Gobierno federal y el EZLN, reconoce formalmente el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas, pero lo encierra con candados que hacen difícil su aplicación en la práctica. Por ello la reforma ha sido impugnada por el movimiento indígena organizado que demanda insistentemente su revisión como condición necesaria para lograr la paz en el país y garantizar los derechos humanos de los pueblos indígenas. Además, en el proceso no fueron respetados los principios del Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales (1989), ratificado por México, particularmente en lo referente a la obligada consulta a los pueblos indígenas20.
En virtud de la anterior consideración, «el relator especial recomienda al Congreso de la Unión reabrir el debate sobre la reforma constitucional en materia indígena con el objeto de establecer claramente todos los derechos fundamentales de los pueblos indígenas de acuerdo a la legislación internacional vigente y con apego a los principios firmados en los Acuerdos de San Andrés»21. Con esta limitada reforma, el poder legislativo de la nueva democracia mexicana perdió una valiosa oportunidad, que no había existido desde la Revolución mexicana de 1910, de lograr un reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y con ello el inicio de su incorporación auténtica a la nación y al estado mexicanos. A partir del nuevo revés, el movimiento del EZLN ha intensificado su lucha por la vía civil. Entre otras acciones, ha promovido a partir de julio de 2003 la creación de las Juntas de Buen Gobierno que integran confederaciones regionales de Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas y que, entre otros fines, buscan proteger la autonomía de los pueblos indígenas y procurar la solidaridad entre comunidades para mejorar sus precarias condiciones de alimentación, salud, educación, etc.22. Así pues, las Juntas de Buen Gobierno representan un ejercicio de la autonomía de los pueblos indígenas, autono20. Rodolfo Stavengahen, «Informe del Relator Especial sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas» (1 al 18 de junio 2003, Documento E/CN.4/2004/80/Add.2, 23 dic 2004, página 19). 21. Ibid.: 20. 22. Sobre la significación de la Junta de Buen Gobierno véase los artículos de Díaz Polanco (2003). Véanse también los artículos de Burguetti (2003) y González Casanova (2003).
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mía que ya valoraba hace casi un siglo Molina Enríquez y ante la cual el Estado mexicano, sus gobiernos y los partidos políticos no han sabido o no han querido dar una solución satisfactoria. Además, a través de esta organización republicana de la autonomía de facto se procura revertir la enorme injusticia social en que viven la mayoría de los indígenas mexicanos. No sólo se trata, pues, de una lucha por el reconocimiento de la pluralidad cultural y la autonomía política de los pueblos indígenas en un nuevo esquema de federalismo cultural, sino de una lucha también por la equidad social y por revertir la mísera situación de los originales habitantes de esta tierra23. Así, pues, el movimiento republicano por la autonomía de los pueblos indígenas no se desarrolla por la vía armada sino por estrategias de resistencia y movilización civil en contra de las autoridades y leyes vigentes, especialmente contra el presidente y las cámaras legislativas, poniendo en evidencia las limitaciones de la naciente democracia liberal en México para responder a las demandas multiculturalistas. En este sentido, podemos afirmar que por primera vez en la historia del México independiente los indígenas constituyen una fuerza social y política capaz de transformar el Estado-nación mexicano. Puede concluirse que la situación política de México a comienzos del siglo XXI es preocupante, puesto que persisten, agravados, los grandes problemas nacionales que se intentó resolver con la Revolución de Independencia y la de 1910. Entre ellos destacan la ausencia de una nación que incluya e identifique a todos los habitantes y pueblos de México. Este problema que señalaba Andrés Molina Enríquez hace ya casi un siglo se ha agravado en nuestros días por la falta de voluntad del gobierno para reconocer plenamente los derechos derivados del carácter multicultural del país. El Estado liberal mexicano buscó modernizar la nación apoyándose en una amplia clase rural de pequeños propietarios y en la homogenización cultural a tra-
23. Al respecto, Rodolfo Stavengahen, consideró que las Juntas de Buen Gobierno y los Caracoles representarían «una señal de paz por parte del EZLN» y «una aplicación creativa del derecho de libre determinación de los pueblos indígenas garantizado en la Constitución» (op. cit.: 18). Por ello, en las recomendaciones de su informe establece: «El Relator Especial recomienda al Estado respetar la existencia de los “caracoles y Juntas de Buen Gobierno” y mantener en todo momento su disponibilidad a colaborar con estas instancias, cuando sea requerido, con el objeto de facilitar una solución pacífica al conflicto de Chiapas» (ibid.: 20).
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vés de la educación y la alfabetización. Este proyecto de nación homogénea fracasó rotundamente, pese al intento de Molina Enríquez de anclarlo en una clase mestiza. Los gobiernos posrevolucionarios también buscaron por todos los medios la conformación de una identidad nacional homogénea para todos los mexicanos, sin reparar jamás en el reconocimiento de las diferencias culturales del país. El mito del mestizaje sirvió así como símbolo de unificación racial y cultural. En los años noventa del siglo XX, el movimiento del EZLN puso en evidencia la inviabilidad de un proyecto de nación homogénea y la urgente necesidad de su transformación en una nación multicultural, tal como se estableció en los Acuerdos de San Andrés, basada «en el respeto a la diferencia, en el reconocimiento de las identidades indígenas como componentes intrínsecos de nuestra sociedad nacional y en la aceptación de sus particularidades como elementos básicos y consustanciales a nuestro orden jurídico basado en la pluriculturalidad»24. El rechazo de la Reforma Constitucional de 2001 al Artículo 2º Constitucional sobre Derechos y Culturas de los Indígenas y la imposibilidad de restablecer la paz digna y justa es también evidencia del fracaso del incipiente proyecto multicultural de nación. La situación actual es que no se ha logrado consolidar ni una nación homogénea, ni mucho menos una multicultural. ¿Cómo puede, pues, haber república y democracia sin nación? Éste es quizás el punto central del movimiento alternativo que el EZLN desarrolló en la llamada campaña alternativa durante el período electoral de 2006, aludiendo a los partidos políticos que competían por la presidencia. Pero en esta situación de crisis también hemos de considerar la creciente miseria y marginación de la población mexicana. Podemos recordar de nuevo a Molina Enríquez, quien decía que «no todo en la Patria es el ideal» y enfatizaba que la patria como unidad social y cultural «es tanto más sólida cuanto mayor número de hogares contiene y cuanto mayor bienestar conforta la vida en cada hogar» (1979: 375 y 378). Finalmente, otro gran problema del México moderno es la fragilidad de su democracia, que apenas empezó a tener credibilidad en el año 2000 y cuya legitimidad se vio socavada por el dudoso proceso 24. Acuerdos de San Andrés, Documento 1, 16 de Febrero de 1996, México, Crónica Legislativa, año V, nº 7, p. 185.
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electoral de 2006. Si ya de por sí la democracia liberal en un Estado con una crisis de identidad nacional es cuestionable, las elecciones de 2006 profundizaron el escepticismo democrático entre la mayor parte de la sociedad mexicana. Así pues, a la vuelta de dos siglos de vida independiente, el proyecto liberal de modernización del Estado nacional mexicano no ha logrado realizar los ideales de inclusión de la diversidad de pueblos y culturas ni alcanzar una sociedad más igualitaria, que fueron los que guiaron el movimiento de independencia de 1810 y la Revolución de 1910.
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Y NACIONALISMO EN LA
IMAGINACIÓN POLÍTICA PORTUGUESA Án g e l Riv e ro Ro d r í g u e z
En las páginas que siguen quiero mostrar cómo los procesos de modernización política vinculados al nacionalismo no siguen siempre la misma ruta y que las dinámicas endógenas de las sociedades, al cruzarse con otras dinámicas exógenas, pueden dar lugar a resultados inesperados y a procesos de modernización diversos e impredecibles. Desde esta perspectiva me ocuparé de cómo el desarrollo de la identidad nacional portuguesa hizo uso del Iberismo y de su reverso, el anti-españolismo, como recursos discursivos con los que afirmar la viabilidad de la nación portuguesa en un mundo donde la hegemonía del pensamiento modernista predicaba la desaparición de las naciones pequeñas. Para realizar este propósito me parece importante revisar la relación entre nacionalismo y modernidad y atender a la construcción simbólica de la identidad nacional, para lo que me detendré en la invención de la fiesta del 1º de Dezembro de 1640, esencial para conocer el ingrediente anti-español de la identidad nacional portuguesa. Además, mostraré cómo un hecho contingente, la Revolución española de 1868, hace posible una amplia coalición anti-ibérica en Portugal y cómo los partidarios del progreso social y del internacionalismo se ven en una posición de desventaja que les sitúa como perdedores frente al nacionalismo. Por último, mostraré cómo el contexto internacional en el que se producen todos estos procesos tampoco es ajeno al resultado final de los mismos.
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Del nacionalismo se ha dicho que es una doctrina moderna inventada en el siglo XIX que sostiene que la humanidad está dividida natu-
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ralmente en naciones. Proclama además dicha doctrina que para la felicidad de los hombres su régimen político ha de ser nacional y que, por tanto, a cada una de las naciones ha de corresponder un único Estado y un gobierno que no sea extraño o forastero. De modo que, según el nacionalismo, si esta regla se siguiera, a cada nación un Estado propio, acabaríamos por tener un orden internacional armónico y hasta la guerra acabaría por desaparecer. El nacionalismo es pues una más de las fantasías modernas cuyos resultados estamos ahora cosechando. La aplicación del principio no resultó sencilla y el intento de hacer congruentes Estados y naciones comenzó a verter su primera sangre en el siglo XIX, y no parece que se pueda predecir su final. Pareciera, por tanto, y así lo han pensado muchos, que el nacionalismo fue una terrible epidemia ideológica cuya cabeza debió cortarse antes de nacer y que, ahora, convertida en hidra, es sencillamente incontenible. Sin embargo, hay algo de fatalidad en el nacionalismo que escapa a este diagnóstico tan sencillo como estéril en el presente. El nacionalismo es un fenómeno que acompaña a la modernidad de forma casi necesaria. Cualquier sociedad que haya emprendido el tránsito desde las formas de vida tradicionales de las sociedades agrarias, estamentales, organizadas políticamente en torno al gobierno dinástico de los monarcas, ha buscado en la igualdad y en la idea de un acuerdo colectivo los recursos con los que combatir las características sobresalientes de la antigua sociedad y, al hacerlo, ha formulado la idea mítica de un pueblo, con su solidaridad horizontal entre iguales, con una voluntad política colectiva: una nación. Es por ello que, al reflexionar sobre el nacionalismo, vale de poco concentrarse en sus rasgos más llamativos y sanguinarios y condenarlo como si de esta manera se evitaran aquellos. El nacionalismo es tan polisémico como la modernidad misma y la balanza de sus bienes y sus males está en el mismo difícil equilibrio que el común de las cosas referidas a los hombres. Así pues, el nacionalismo no sería una enfermedad que no se atajó a tiempo sino, más bien, un imponderable de los procesos mismos desencadenados por la modernidad en su búsqueda, que todavía parece inacabada, por constituir una sociedad completamente moderna. En este sentido se ha realizado una distinción dudosa entre nacionalismo occidental y nacionalismo oriental o entre nacionalismo cívico y nacionalismo étnico. Así, la nación, esa unidad natural para la doctrina del nacionalismo, referiría en el
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nacionalismo occidental/cívico al conjunto de los habitantes de un país, históricamente agrupados como súbditos que, modernización mediante, se constituyen en una nación política al emanciparse y convertirse en ciudadanos. Este nacionalismo es contemplado por los estudiosos como un instrumento valioso en el camino de la humanidad hacia la libertad y se identifica con naciones como Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Frente a éste se ha contrapuesto el nacionalismo oriental/étnico para el que esa nación natural no tiene el sentido de un conjunto contingente de súbditos sino el de un grupo humano unido por lazos intensos de tipo biológico o cultural. Aquí cultura hace referencia a algo parecido a biológico, pero en el terreno simbólico: lazos de lengua, de religión, etc. Esto es, a características vinculadas a un proceso de especiación que permitirían dirimir, de forma objetiva, la naturaleza nacional de cada individuo. Como esa presunción de que los hombres forman partes de grupos distintos, biológica o culturalmente, no encaja bien con la condición humana, a este tipo de nacionalismo se le ha asociado con la limpieza étnica y con el genocidio a la hora de realizar el principio de congruencia entre nación y Estado. En suma, estas dos categorías opuestas de la nación cívica y la nación étnica sólo han servido para elaborar clasificaciones más o menos sugerentes de nacionalismos buenos y malos, modernizadores y reaccionarios, integradores y tribales, universalistas y particularistas y sobre todo para comprender sobre el terreno los procesos sociales y de los discursos políticos que los promocionaban. En efecto, cuando estos conceptos se arriman a la realidad para iluminarla seguimos en las sombras y nada vemos porque todo aparece revuelto. Esto es así porque el carácter polimórfico del nacionalismo hace que sea capaz de mutar y adoptar discursivamente la máscara más efectiva, dependiendo de contextos distintos y de quién quiera beneficiarse de su enorme capacidad movilizadora. Porque si hay un universal vinculado al nacionalismo es que ningún pueblo quiere ser gobernado por extranjeros y que la xenofobia es mucho más efectiva entre las masas que cualquier tipo de discurso. Si se tocan atinadamente estas teclas, se producen efectos sociales relevantes. Ahora bien, antes hace falta señalar quiénes son los extranjeros que no deben gobernarnos y que no tienen derecho a vivir entre nosotros. Esto, por supuesto, tampoco está siempre claro.
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Hay, sin embargo, algunas generalidades que pueden afirmarse matizadamente en relación al nacionalismo. Las monarquías de los Estados occidentales atravesaron de formas diferentes la nacionalización de la política. Los Borbones franceses, una dinastía eminentemente nacionalizadora y centralizadora, entregaron con su cabeza la soberanía a la nación y el Estado fue, desde entonces, el principal instrumento de socialización nacional. Las otras grandes monarquías de occidente, Gran Bretaña o España, siguieron cursos distintos en sus procesos nacionalizadores. Gran Bretaña, por ejemplo, mantuvo una evolución modernizadora de la monarquía sin romper con el pasado, de modo que el monarca permaneció como el principio esencial de unidad política. En España, a pesar de que los Borbones fueron una fuerza nacionalizadora, y quizás porque aprendieron de sus parientes, el modelo francés se conjugó con el inglés en un intento de salvaguardar la preeminencia política del monarca y de realizar un débil proceso nacionalizador. Estos procesos nacionalizadores se han denominado nacionalismo occidental porque suponen en la práctica la transformación democratizadora de las viejas monarquías europeas. Una vía posterior, y muy distinta, de modernización nacionalista es la que surgió del desmembramiento de los imperios de Europa oriental. Aquí no se habla de un pueblo que pasa de ser súbdito a convertirse en soberano, sino del despertar de pequeñas naciones hasta entonces dormidas. Este despertar ha sido teorizado por Miroslav Hroch. Según este autor, el renacimiento nacional se caracteriza por el apasionado celo de unos individuos, intelectuales, por el estudio de la lengua, la cultura y la historia de la nacionalidad oprimida. Estos individuos, sin embargo, carecen de toda influencia social. Serán los políticos los que diseminarán la conciencia nacional y permitirán que fructifique en las masas: Cuando se alcanza ese estadio de desarrollo, el común de las masas reacciona ya directamente a los impulsos patrióticos. Por supuesto, la transición de una fase a otra no ocurre de golpe; entre la aparición del interés erudito, por una parte, y la difusión entre las masas de las actitudes patrióticas, por otra, se extiende una etapa decisiva en la formación de la pequeña nación, un tiempo caracterizado por la agitación patriótica activa y por el proceso de fermentación de la conciencia nacional. El éxito de la agitación patriótica se hace posible mediante el establecimiento de relaciones objetivas de tipo económico, político y otros (Hroch 1985: 22-23).
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Entre estos dos extremos, la nacionalización de los Estados dinásticos, con su pluralidad de manifestaciones, y el renacimiento de las pequeñas naciones de la Europa oriental, con su multitud de variedades, hay además otros muchos casos. Uno particularmente importante para el tema de este artículo es el de Italia, porque no se acomoda a ninguno de los dos modelos hasta ahora mencionados. El nacionalismo italiano es un nacionalismo de integración que busca crear un gran Estado y es, al mismo tiempo, un nacionalismo del despertar nacional atizado por intelectuales y políticos. Éstos, una vez alcanzada con cierta rapidez, gracias a la ayuda exterior, la formación de un Estado italiano, buscarán crear los italianos, de modo que el nacionalismo italiano adquirirá la forma de construcción nacional propia de la versión francesa del nacionalismo occidental. El Reino de Italia fue proclamado el 17 de marzo de 1861 (ya veremos más adelante que esta fecha debe recordarse) y durante los nueve años siguientes se completó la unificación territorial del Estado. En 1866 se conquistaron el Veneto, incluida Venecia, se ocuparon los restos de los Estados Papales y, finalmente, Roma en 1870. De acuerdo con Mazzini, uno de los padres fundadores de la nueva Italia, la nación italiana era una comunidad etno-cultural, con una larga historia común en la que el actor principal de la misma había sido el pueblo italiano, caracterizado por una misma fe y una misma lengua. Sin embargo, la realidad era más heterogénea de lo que mostraba este cuadro. La península italiana había estado tradicionalmente dividida entre cinco y doce Estados. A mediados del siglo XIX, la población que hablaba el italiano, no dialectos, oscilaba entre el 2% y el 3% del total de la población de la península. De modo que Italia difícilmente podía calificar como nación de acuerdo con los responsables de su renacimiento nacional. Sin embargo, los movimientos liberales y socialistas del siglo XIX aceptaron fácilmente y sin objeción la propuesta de una nación italiana. Más adelante veremos que al mundo católico y conservador europeo la nación italiana le pareció una aberración. La aceptación progresista de la nación italiana radicaba en que ésta se entendía como un instrumento de progreso social porque el futuro radicaba en la construcción de Estados grandes. Esto es, el nacionalismo italiano era del tipo favorable a la modernidad, como los nacionalismos occidentales, porque era un instrumento de integración social que permitía crear
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«Garibaldi, a punto de soltarle un banderazo al papa». William Harvey, Geographical Fun, Londres, 1869.
una gran nación. Eric Hobsbawm ha vinculado este argumento, destinado a identificar nacionalismos progresistas, con el llamado criterio del umbral. Dicho principio, nos dice Hobsbawm «queda excelentemente ilustrado por el mapa de la futura Europa de las naciones que el propio Mazzini pintó en 1857: contiene a penas doce estados y federaciones de los que sólo uno (no hace falta decir que es Italia) no
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sería calificado como obviamente multinacional por criterios posteriores» (1985: 31-32). Es decir, el nacionalismo italiano no sólo era progresista por su enfrentamiento con el Papa, que tanto gustaba a los europeos meridionales de ideas avanzadas. Era progresista porque realizaba el principio de las nacionalidades de forma congruente con la visión de las sociedades modernas como sociedades grandes, capaces de sustentar por sí mismas un sistema económico viable y orientado al crecimiento. De modo que, en el contexto del progresismo decimonónico, el principio de autodeterminación nacional no se aplicaba a cualquier grupo humano, sino a lo que se consideraban naciones viables en el futuro, tal como se imaginaba el mundo moderno: un mundo en el que el nacionalismo era visto como un principio de integración hacia un orden internacional de paz. Como ha señalado George Boas, Mazzini inventó un movimiento que, para definirlo con propiedad, hay que calificar de internacionalista, en tanto que algo distinto del cosmopolitismo. En los años treinta del siglo XIX Mazzini visitó las naciones oprimidas de Europa con la idea revolucionaria de que los pueblos que compartían un mismo infortunio estarían dispuestos a unirse para librarse de él. En su opinión, resultaba evidente que no se podría movilizar a italianos, húngaros y polacos prometiéndoles que sus lenguas y sus naciones desaparecerían en el crisol de la humanidad, porque ya vivían en crisoles y no les gustaba. La respuesta de Mazzini a este hecho fue desarrollar «una teoría que respetara tanto las demandas nacionales como las supranacionales. La contrapuso al cosmopolitismo al señalar que su punto de partida era el país mientras que el de los cosmopolitas era el individuo» (Boas 1928: 146). Para Mazzini eran los reyes el principal obstáculo que impedía la asociación de los pueblos, de modo que una vez se libraran de ellos, cada cual se desarrollaría libremente de acuerdo con su pasado y con su genio particular. Tras dicho florecimiento de los pueblos, las relaciones internacionales se orientarían al progreso propio en beneficio de los demás. Para realizar dicho objetivo creó la asociación conocida como Joven Europa. Francia, puesto que había alcanzado la nacionalidad, estaba excluida del grupo: Mazzini dividió Europa en tres familias, la Helénica-Latina, la Germánica, y la Eslava, de las cuales Italia, Alemania y Polonia serían los núcleos.
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La Joven Europa defendía la libertad, la igualdad y la fraternidad; creía en un Dios único cuyo interprete era la humanidad; otorgaba una misión espacial, no sólo a los individuos, sino también a las naciones, que habían de satisfacer, sin embargo, en armonía con el progreso de las demás; profesaba la reciprocidad de derechos y deberes y promovía el avance de aquello que denominaban la constitución de la humanidad (ibid.).
En 1848 se creó en Madrid la asociación Joven España, asociación internacional patrocinada por el infatigable Fernando Garrido y, claro está, vinculada a Giuseppe Mazzini. Aunque el intento revolucionario de 1848 fue duramente reprimido, sus semillas fructificaron en la Revolución de 1868 que acabó con la dinastía de los Borbones en España y que estableció el llamado sexenio revolucionario, caracterizado por la difusión de los ideales democráticos y, en particular, del mazziniano internacionalismo democrático. Este último, se caracterizó en el plano exterior por el apoyo al movimiento del Risogimento italiano y a la promoción, como veremos, del Iberismo (Thompson 2001: 354). Por tanto, al examinar el Iberismo no puede obviarse el contexto europeo del nacionalismo italiano y de la ideología internacionalista democrática de Mazzini. Hay que recordar que Portugal no era una de las grandes monarquías occidentales ni tampoco una nación dormida que esperara su renacimiento. Era, por el contrario, un pequeño reino, que poseía un enorme imperio colonial pero que, desde la independencia de Brasil en 1822, se sentía, como su vecina España, inmersa en un proceso imparable de decadencia. Puesto que su tamaño, población y riquezas continentales eran pequeños, de acuerdo con el criterio del umbral, no se calificaba como nación, y para el internacionalismo democrático la unificación de ambos países estaba tan justificada como en el caso de Italia. A través de esta unificación se obtendría el progreso que se deriva de un mercado suficiente y de un Estado capaz de generar los recursos que permiten su soberanía. Esto es, para sus proponentes era un instrumento para acabar con la decadencia política y económica y que, al mismo tiempo, aseguraba el progreso y la modernidad. Además, puesto que Portugal era una nación independiente, tampoco aplicaban en ella los rasgos propios del nacionalismo de las pequeñas naciones teorizado por Hroch. En este texto me propongo mostrar cómo es precisamente la expansión de este discurso del internacionalismo democrático la que
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genera el efecto inesperado de una afirmación nacional portuguesa anti-internacionalista. De hecho, resulta sorprendente constatar la clara asimetría que hay entre la propaganda iberista, muy minoritaria y escasa, partidaria de algún tipo de integración política entre Portugal y España, y las dimensiones que alcanza el movimiento anti-iberista portugués, que se convierte finalmente en un instrumento de creación de la identidad nacional portuguesa contemporánea. Para iluminar este proceso me centraré en un hecho puntual, la invención de la fiesta del 1º de Dezembro de 1640, que conmemora la restauración de la independencia y se convierte verdaderamente en un símbolo de identidad nacional a partir de 1861.
2. LA
INVENCIÓN DEL
Y EL
1º
DE
DEZEMBRO
DE
1640
IBERISMO
Según José Maria Eça de Queirós, las «festas decretadas, impostas por lei, nunca se tornam populares, nem duram, porque são horrivelmente fictícias». La aseveración es contundente y merece ser matizada. Cierto es que los símbolos nacionales, incluso los de las viejas naciones europeas, son realmente recientes en comparación con la misma historia de los países que representan. Sin embargo, desde que el genial escritor portugués hizo esa afirmación han pasado más de cien años y esas festividades, aunque no gozan, salvo terrible crisis, del fervor popular, aún existen y son ocasión para el ocio del pueblo y para la queja de los políticos por su falta de solemnidad. Eça de Queirós se refiere en particular a las fiestas nacionales porque las vio crear: festas nacionais, fastos para celebrar uma ideia ou um facto histórico, nunca causarão no povo entusiasmo, nem o tornarão festivo, porque o povo não se importa nem como ideias, nem com a história; é por natureza simplista: só se move por sentimientos simples e individuais, e assim como só se afeiçoa a indivíduos, só compreende festas celebradas em honra de indivíduos. Por isso, as únicas festas que profundamente animam o povo, são as religiosas, as dos santos [...]. É o que sucede com as festas nacionais por acontecimientos públicos. Pertencem muito ao domínio dos princípios e aos movimientos sociais, para que o povo, que é todo individualista, sinta por êles a menor migalha de entusiasmo ou carinho (1905: 57-59).
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Una de estas fiestas, cuya invención conoció el insigne novelista portugués, es la del 1º de Dezembro de 1640, fiesta nacional aún vigente en Portugal y cuya historia puede servir para iluminar el carácter imprevisible de ese movimiento moderno que es el nacionalismo. El 16 de mayo de 1861, a las ocho y media de la noche, en casa del Sr. Feliciano de Andrade Moura se reunieron muchos habitantes de Lisboa, de toda condición social, animados por un fervoroso sentimiento patriótico, y resolvieron conmemorar anualmente la fecha del 1º de diciembre con la mayor brillantez. A esta reunión siguió otra, en el mismo lugar, el 24 de mayo del mismo año, y en ella se propuso la creación de una asociación denominada Associação Nacional 1º de Dezembro de 1640. El 28 de julio de 1861 se realizó la toma de posesión de la Comissão Cental 1º de Dezembro. Esta última encargó la redacción de un manifiesto al historiador Alexandre Herculano, al orador José Estevão Coelho de Magalhães y a los escritores Dr. Gomes Abreu y Antonio da Silva Tulio. El propósito del manifiesto era «fazer vibrar a alma portuguesa contra as intenções absorventes dos iberistas localizados dentro e fora das fronteiras de Portugal». No deja de resultar interesante que el 1º de diciembre adquiriese su sentido contemporáneo como reacción anti-ibérica. De hecho, la fiesta se festejaba desde 1641 con la celebración anual de un Te Deum el 1º de diciembre en todas las catedrales de Portugal. Fue, sin embargo, desde 1861 cuando la fiesta adquirió un carácter nacional. En el manifiesto mencionado se hacía aún más explícito que la necesidad de reavivar o inventar dicha celebración estaba directamente vinculada con la extensión del Iberismo: Parte da imprensa periodica de Madrid suppoz que havia em Portugal quem estivesse enfadado de ser portuguez, e insinuou que, se nos unissemos a Hespanha, podiamos realisar altas phantasias de poder e engrandecimiento, de que uma nação não precisa para ser feliz, nem aproveitar mais à civilisação commum para a qual todos os estados, pequenos e grandes, podem concorrer. Porque deixámos passar sem contestação esses devaneios, pouco ficou para que tudo quanto constitue o nervo de uma nação, que os representantes de todas as actividades d’esta terra, os representantes da imprensa, da tribuna, da propiedade, do capital, do commercio, da milicia, do sacerdocio e da magistratura, fossem declarados ibericos! Pintavam um verdadeiro 1580.
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Estas dissertações da imprensa interessada, e por isso incompetente, passaram as raias da peninsula, e acharam echo n’outra imprensa alem dos Pyrenéos, que tem a seu favor a presumpção de imparcialidade. Não affirmamos que o facto fosse fortuito e gratuito; o que sabemos só é que a poesia tornou-se doutrina, a utopia systema, e que depois d’isto não é permitido silencio. Precisavamos, portanto, expor claramente a opinião unanime do povo portuguez, e assegurar aos homens e aos governos que se interessam no melhor regimento da familia européa, que é animo e deliberação nossa defender a integridade do territorio que possuimos, não acceitando aggregações incongruentes como o caracter e tradições nacionais, e que nos empenhamos, quanto cabe em nossas faculdades e nol-o permitten os obstaculos da governação que todos os povos tem emcontrado nos aperfeiçoamentos sociaes, por sermos dignos de fazer parceria com as nações civilisadas, tanto pelos nossos feitos passados como pela nossa vida contemporanea. Nenhuma rasão politica, moral o economica, em beneficio commum da Europa, exige que Hespanha e Portugal formem um só estado; e o direito publico europeu, reconhecendo n’estes ultimos tempos, para todas as annexações e transacções politicas, como condição indispensavel, a vontade manifesta dos povos, não permitte que se constranja uma nação, por mais pequena que seja, a abdicar o seu nome, o seu passado, a sua autonomia.
El Manifiesto, fechado el 25 de agosto de 1861, venía acompañado de una circular en la que se recomendaba seguir manteniendo en todas las parroquias de Portugal la celebración católica de tan importante fecha, aunque se añadían como novedad las siguientes resoluciones: que el Te Deum de las catedrales se realizara con la mayor solemnidad; que se levantara un monumento Aos Restauradores de 1640, junto al Palacio de los Condes de Almada, lugar donde se reunieron los conspiradores; y que se publicara un compendio histórico de tan patriota y legítima revolución para su distribución gratuita en las escuelas del reino. En 1868, debido al clima revolucionario en España, la comisión se dedicó con ahínco a la tarea más perentoria de recaudación de fondos para la compra de armamento para el desprovisto ejército portugués. A falta del monumento a los Restauradores, que no se construyó por
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falta de dinero hasta 1886, el «gran día nacional del 1º de diciembre fue solemnemente conmemorado». En el Palacio de los Condes de Almada, profusamente iluminado, engalanado con banderas, plantas y trofeos, se realizó a las nueve horas una sesión solemne presidida por D. Luiz de Carvalho Daun e Lorena, que abrió la sesión con un brillante discurso referido a la efeméride, dando después la palabra a cinco oradores. Luz Augusto Rebelo da Silva, disertó sobre Sucessos do 1º de Dezembro de 1640; el consejero José da Silva Mendes Leal sobre Como se perdeu a nossa Independência no século XVI; Antonio da Silva Tulio habló de As Fidalgas da Restauração; Manuel Pinheiro Chagas de la Unanimidade da Restauração de 1640; y Eugenio Castilho recitó A Patria, poesia. Puesto que el Iberismo, patrocinado por Prim, del que se hablará más adelante, iba en aumento, el 24 de febrero de 1869 la comisión decidió publicar una protesta a la que se dio la máxima circulación. El periódico Diário de Noticias, compuso e imprimió cinco mil ejemplares gratuitamente que se hicieron llegar a todos los municipios de Portugal para su difusión. La protesta comenzaba señalando que, desde hacía ocho años, los periódicos del reino vecino propagaban que el mayor empeño de Portugal era incorporarse a España, pero que ahora la propaganda ibérica había adquirido un ahínco y una desvergüenza inéditos y, por lo tanto, era más necesario que nunca repetir que era falso que Portugal deseara una anexión que, a cambio de la grandeza ajena, le privara de vida propia, de su nombre y de sus glorias heredadas. El 8 de mayo de 1869 se aprobaron los estatutos de la Comissão 1º de Dezembro de 1640 y se señaló que ésta tenía por fines: solemnizar la celebración de la gloriosa restauración de la independencia de Portugal el 1º de diciembre de 1640; erigir en la capital un monumento alusivo a tales hechos; publicar un librito para la educación de los niños sobre los antecedentes y los hechos de la restauración efectuada el 1º de diciembre de 1640; y, por último, utilizar todos los medios legales conducentes al mantenimiento de la independencia nacional. Si el primero de los fines antedichos se logró plenamente desde un principio, la conmemoración solemne de la fiesta, la consecución del segundo, la construcción del monumento, fue realmente costosa. Prueba de ello es un opúsculo titulado Portugal e a Hespanha, publicado en 1873 por el Dr. José Rodrigues de Mattos, que se abría con
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una amarga carta en la que se quejaba de la poca disposición de los portugueses de Brasil a la hora de facilitar fondos para la consecución del monumento de Lisboa: «tenho reconhecido que no Rio de Janeiro não foi, como deveria ter sido, acceito pelos nossos compatriotas aqui residentes, o convite da Sociedade Portugueza 1º de Dezembro nas suas aspirações de levantar um monumento em honra dos heroicos acontecimientos de 1640». De modo que el texto que seguía a la carta se ofrecía a la comisión para que sirviera para movilizar las conciencias y aflojar los bolsillos de los ricos portugueses brazileiros. El panfleto resulta revelador y va directamente a un pretendido antagonismo entre los dos pueblos: «Portugal, imperio nos cinco continentes do mundo, avulta na historia de todas as nações; e, superior no mundo a Roma dos tempos heroicos. Excede-lhe nos beneficios do progresso e da liberdade» (Rodrigues de Mattos 1873: 8). Después de ensalzar la superioridad portuguesa, el autor se aplica a retratar la codicia patológica de los españoles: «A Hespanha nas suas embições de conquista sobre Portugal tem chegado ao caso de poder-se considerar affectada de delirios». El peligro de estos delirios es que, como por contagio, acaban contaminando las mentes de los débiles: «as alienações mentaes communicam-se pelo contacto, e as idéas do iberismo inoculam-se» y así, algunos portugueses llegan a decir, en su pobreza mental, «mais vale ser escravo na Peninsula do que portuguez na America». El autor disculpa a quienes así piensan por la pequeñez de su espíritu pero carga sobre los indiferentes frente a la cuestión ibérica, en particular sobre los no se dan por aludidos y, viviendo en una sociedad tan rica como la de Brasil, son ricos homens e patricios, pero no sueltan prenda. Para animarles les cuenta lo que ocurrió con los gallegos: «A Galliza é um ramo da mesma familia celta como são os portuguezes: foi um povo mui valoroso, mui leal; tambem primeiro na civilisação e na riqueza da Peninsula» (ibid.: 14). Sin embargo, se supone que bajo el dominio español, «os gallicios entregaram-se ás molezas do luxo, á philosophia epicureista e ao indifferentissimo politico» de modo que «a Galliza decaiu na sensualidade, no indefferentismo, na descrença; não soube defender-se» (ibid.: 15). Por lo que, finalmente, «o nome de gallego veiu a representar na Peninsula e na America a degradação da especie humana» (ibid.). Asimismo, los portugueses que «aspiraes a uma unidade peninsular. Nas vossas vidas sereis portuguezes renegados, e legareis
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aos vossos descendentes o timbre das vossas infamias. Maix rebaixado do que o do gallego, só repersentaria o nome de portuguez impresso nas vossas raças acastelhanadas» (ibid.). Después de tan ilustrativo ejemplo, Rodrigues de Mattos hace un penoso recuento de los escasos dineros recogidos en la ya dilatada campaña de la comisión en pro de la construcción del monumento de Lisboa y anima a los portugueses traidores para que se dirijan a los consulados de España, donde recibirán un buen tratamiento. Para terminar, sin embargo, hace un nuevo llamado al espíritu nacional portugués: O governo portuguez reservou um grande pedaço de excelente marmore para cinzelar uma pyramide commemorativa da independencia de 1640 [...]. O obelisco será a historia d’aquella época de glorias gravadas em relevos; limitará os vôos da ambição castelhana, e servirá de atalaia contra as traições e contra as conquistas dos degenerados e dos audaciosos [...]. Os reis e os povos de Portugal respondem aos reis e povos de Hespanha: –NÃO QUEREMOS –e sustentam este –NÃO QUEREMOS –nas pontas das suas espadas e baionetas. O obelisco consagrado á memoria dos libertadores da nação portugueza em 1640 ha de ser levantado: muito embora os ricos-homens portuguezes residentes no Brasil pretendam amesquinhar a idéa, e apertem os ferrolhos de seus thesouros (ibid.).
En suma, la celebración del 1º de diciembre de 1640 tuvo en sus orígenes una celebración religiosa en la que la nueva dinastía de la Casa de Braganza señalaba su advenimiento. Sin embargo, no se convirtió en fiesta nacional hasta 1861. Esto es, en una festividad cívica en la que, por medio de monumentos, celebraciones y rituales civiles y la confección de narraciones identitarias nuevas, se dé un contenido netamente nacional a una festividad que con anterioridad en modo alguno tenía. Puesto que las razones internas que explican este cambio en el tipo de celebración no parecen evidentes, creo que sólo el contexto internacional explica la necesidad y el mediano éxito de la empresa.
3. LA REVOLUCIÓN
E S PA Ñ O L A D E
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En septiembre de 1868, un inspector de aduanas portugués, de nombre Carlos José Caldeira, primo del obispo de Macao, D. Jeróni-
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Estatutos de la Comissão 1º de Decembro de 1640, 1869.
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Circular que acompañó al manifiesto de 25 de agosto de 1861 y que marca los fines y maneras de la celebración del 1º de Dezembro de 1640.
mo José da Mata, fue primero suspendido y después despedido porque, al regresar a Portugal de un viaje al extranjero, trajo en su equipaje, envueltos en ropas de su uso, distintos objetos sujetos al pago de derechos sin haberlos previamente declarado. Entre ellos, una gran mazo de papeles con este rótulo: «Varios documentos ibéricos remitidos por Don Sinibaldo de Mas a Carlos José Caldeira para que sean oportunamente distribuidos». Según Raphael Ribeiro (1930: 113)1, este último hallazgo impresionó vivamente a la opinión pública portuguesa, ya excitadísima con las noticias de España, en donde, de un momento a otro, se esperaba que reventara una revolución. Se recelaba que, si tal movimiento triunfase, la autonomía portuguesa se vería
1. El libro de Ribeiro es un penoso corta y pega que busca sostener la tesis de que el Iberismo era cosa de los monárquicos, que siembre han buscado la anexión de España, mientras que los republicanos, contra lo que decía parte de la opinión portuguesa, no eran iberistas sino partidarios de una federación que, previo desmembramiento de España, otorgase a Portugal la hegemonía peninsular.
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amenazada, pues existía el convencimiento de que, de manera oculta, se maquinaba para que Portugal correspondiera a los presuntos deseos anexionistas de España. Lo que había ocurrido en España y tenía tan tensa a la población portuguesa era la muy anunciada y esperada revolución que llegó el 19 de septiembre de 1868, cuando Prim subleva a la escuadra concentrada en la bahía de Cádiz al grito de «Viva España con honra» y después extiende puerto a puerto y ciudad a ciudad hasta que, cantando el Himno de Riego y entre mueras a los Borbones y vivas a la revolución, los voluntarios de la libertad echan a Isabel II de España. Destronada la dinastía borbónica, que se refugia en Francia, protegida por Napoleón III y Eugenia de Montijo, se abre un período de inmensa actividad política. Muy rápidamente, en febrero de 1869 son elegidas las Cortes constituyentes que redactan una constitución, la más democrática hasta entonces de la historia de España, que afirma que «la soberanía reside esencialmente en la Nación, de la cual emanan todos los poderes». Se recogía una detallada declaración de derechos, se establecía el sufragio universal para el Congreso y el Senado, si bien con alguna restricción para este último y, tras arduo debate, se afirmaba que «la forma de gobierno de la Nación española es la monarquía» (Tuñón de Lara 2000: 272-295). Esto último significaba que, expulsados los Borbones y en un clima de expansión de las libertades de expresión y políticas, de cierto caos revolucionario, de guerras carlistas y secesionismo cubano y, como no, de las consabidas legislaciones anticlericales, se hacía necesario buscar una nueva casa reinante para España. Pero antes de atender a la búsqueda del Rey, volvamos un momento sobre aquello que habían decomisado a Carlos José Caldeira en ese ambiente de tensa espera que se vivía en Portugal por las noticias de España. Se trataba de unos papeles ibéricos de D. Sinibaldo de Mas y Sanz. Éste había nacido en Barcelona en 1809 y, después de una apasionante vida como diplomático recaló a mediados de siglo en Macao como primer embajador español en China. Allí justamente trabó amistad con el primo del mentado Caldeira, el obispo D. Jerónimo José da Mata y, en la lejanía de la tertulia que formaban españoles y portugueses, germinó un Iberismo del que sería buena muestra el libro La Iberia. Memoria sobre la conveniencia de la unión pacífica y legal de Portugal y España. El libro fue publicado primero en portugués en el año 1851 con traducción y prólogo de Latino Coelho, y buscaba, mediante una profusión de datos e intentando evi-
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tar todo partidismo e ideología, defender la unión de las dos naciones por motivos estrictos de utilidad, dando cuenta de cómo la industria de ambos países florecería si se integraban sus economías y se mejoraban y coordinaban sus infraestructuras de transporte. Un lugar central en este último aspecto es la defensa, que a no tardar mucho se haría realidad, de un ferrocarril Madrid-Lisboa. Que el libro tuvo eco lo atestiguan sus numerosas ediciones, portuguesas y españolas. Por casualidades inescrutables Sinibaldo de Mas murió el mismo año de 1868. También vale la pena señalar que Caldeira dirigió la bilingüe Revista Peninsular en 1855. En suma, lo que excitó a la opinión pública portuguesa fue el ingreso de contrabando, por parte de un iberista militante y con contactos, de unos papeles que, proyectados sobre el contexto de revolución en España, avivaban el tipo de angustias que habían generado la celebración del primero de diciembre de 1640 desde 1861. Ha de quedar claro que con la palabra Iberismo se denotan cosas distintas en portugués y en español. En Portugal la palabra significa lisa y llanamente la ideología que acompaña al llamado perigo espanhol, es decir, a la permanente y nunca satisfecha ambición de España de transformar su preponderancia en control político de toda la península ibérica. Mientras en español hace referencia a un vago sentimiento de simpatía por los lazos peninsulares que puede dar lugar a distintos proyectos de coordinación política que van desde la pura y simple anexión a la empatía cultural pasando por una federación de perfiles más o menos borrosos. En resumen: las agitaciones revolucionarias de España vinieron a conjugarse con un tipo de preocupaciones sobre las pretensiones iberistas españolas que atizaron más aún la aprensión de una parte de la sociedad portuguesa. La cuestión dinástica en España todavía llevó más lejos estas preocupaciones. Justamente Prim, en su búsqueda de un rey para España, pensó en el ex rey regente Fernando de Coburgo, padre del rey Luis de Portugal, y para gestionar esta posibilidad envió como embajador en Lisboa a Ángel Fernández de los Ríos. La elección no pudo ser más desafortunada, porque éste, desde su periódico Las Novedades, había publicado en 1861 uno de los textos calificados de mentirosos por los miembros de la Comisión 1º de diciembre de 16402. 2. Ya antes de que Fernández de los Ríos publicara su grueso volumen exculpatorio, se publicó anónimamente, unas Reflexões à carta do Sr. D. Angel Fernandez de los
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Los tales textos eran una colección de citas descontextualizadas de los grandes escritores portugueses en los que éstos dejaban claro que el destino de las dos naciones era algún tipo de unión. La recopilación arreglada por el mencionado periódico buscaba crear la opinión de que en Portugal todo el mundo deseaba la unión política con España. Como ha señalado Jorge Vilches, Fernando de Coburgo, ex rey regente de Portugal, era un candidato aceptado por todos los partidos que apoyaban la revolución española porque se había señalado como liberal en su regencia (2001: 117-118). De hecho, los progresistas ya lo veían como un posible sustituto a los Borbones en 1864, cuando le prodigaron una gran recepción con motivo de su llegada en ferrocarril a Madrid. Sin embargo, Fernando no mostró un gran entusiasmo por la propuesta por motivos de edad, del tipo de vida que había iniciado con su segunda esposa, por su amistad con Montpensier, aspirante al trono de España, y por la actitud de Napoleón III. De ahí que a Fernández de los Ríos, enviado como embajador a Lisboa, se le encomendara la misión de sondearle. Como Fernando no debió ser muy claro en su negativa, se pensó que lo aceptaría como hecho consumado. Enterado de este movimiento «hizo llegar un telegrama al Gobierno español rechazando el trono, lo que resultó no sólo ofensivo sino que desacreditó al Ejecutivo, a las Cortes y a la propia revolución». Además, para mayor abundamiento, habían aparecido en octubre de 1868 en Lisboa unos pasquines, presumiblemente obra de Prim, en los que se podía leer: «Viva a união ibérica! Viva o Sr. D. Luís I, chefe dos dois países unidos! –Ponhamos de parte estúpidos preconceitos; portugueses e espanhóis são irmãos pela religião, pelos costumes, pelo idioma, e sobretudo pelo seu decidido amor à liberdade. Não percamos, portugueses, a ocasião que a Providência nos oferece para nos engrandecermos, constituindo uma nação que será invejada de todas as nações do Mundo, podendo dar leis a todas, sem de nenhuma as receber. Viva a união ibérica!» (citado en Oliveria Martins 1981: II, 377). Oliviera Martins, con su ironía, se limita a comentar que, si Prim se hubiera informado, habría descubierto que D. Luís nunca fue Victor Manuel y que, por otra parte, el propio Prim carecía Rios (1876), en el que se coloca al enviado de Prim en una posición poco decorosa. El punto de vista es, justamente, el de la Casa Real portuguesa.
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La obra de Sinibaldo de Mas, La Iberia, invención del Iberismo, en la edición de 1854.
de la audacia y la fuerza para hacer con los portugueses lo que Bismark con los ducados del Elba. Además, para 1868 ni el obispo de Macao, el amigo de Sinibaldo de Mas, ni Latino Coelho, eran ya iberistas, pues ésas eran ilusiones del pasado que rápidamente había borrado el oportunismo. El Iberismo se volvió pues un arma arrojadiza que sirvió para condenar a los nuevos revolucionarios cuya chispa se había encendido en 1848 pero que, veinte años más tarde, era capaz de hacer una buena fogata en España. Para Oliveira, de allí vino una situación que se tornó «grotesca y siempre ridícula»: «Inventar-se o 1º de Dezembro, festa patriótica em que anualmente arremetemos contra os vizinhos com bombas, foguetes, filarmónicas, e –pior ainda! –com discursos apoplécticos de uma retórica plebeia» (ibid.: 371). Por su parte, el que fuera embajador español y hombre de Prim en Lisboa, Ángel Fernández de los Ríos, primero en la prensa y después en su libro Mi misión en Portugal (1878), no dejó pasar la ocasión de
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La Yberia [sic] articulada por el proyecto de ferrocarril Lisboa-Madrid-París. Obsérvese el detalle de la bandera ibérica. FUENTE: La Iberia de Sinibaldo de Mas, 1854, 3ª edición.
volver a ahondar en la idea de que lo más granado de la vida portuguesa tenía una voluntad de unión con España, que su misión mediadora fue siempre clara y no conspirativa y, para dar la puntilla, que muchos portugueses inteligentes se distanciaban con vergüenza de las recién inventadas celebraciones del 1º de diciembre de 1640. Él mismo relata el temor que esas celebraciones le imponen en 1869 y las precauciones diplomáticas que toma. Además –cómo no– no deja de reproducir en su voluminoso y misceláneo libro unos cuantos comentarios portugueses sobre la mencionada fiesta. Así, cita a Theofilo Braga quien en su obra Epopeyas da Raça Mosarabe dejó dicho que «por muchos años fue solemnizado ese día con un Te Deum que se cantaba en la Sé, sin que ninguna otra demostración hubiera de júbilo nacional […]. Hasta 1861 pasaba casi desapercibido el 1º de diciembre; ese año fue cuando las locas noticias de soñados iberismos comenzaron a hacer más notable el aniversario de la revolución de 1640» (Fernández de los Ríos
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1878: 308). Cita también a Albano Coutinho –de quien nos ocuparemos más tarde–, quien en A política liberal (20 de junio de 1861), escribía: «las manifestaciones del 1º de diciembre no son espontáneas, son calculadas para castigar el recuerdo de nuestros vecinos, que tuvieron el arrojo de manifestar el propósito de fundirse con nosotros […]. Crean los autores de la fiesta del 1º de diciembre que nuestra independencia puede correr gran riesgo no por lo que dicen, escriben y aún desean algunos o muchos españoles, sino por la corrupción oficial que ahí campea y que poco a poco ha de ir inficionando como la gangrena todas las clases de la sociedad y ha de contribuir a la disolución general» (ibid.: 308-309). Un testimonio, entre los reproducidos por Fernández de los Ríos, que tiene una carga de provocación mayor, es la carta que Costa Goldophin dirige a A Comissão 1º de Dezembro de 1640 para darse de baja: «El amor a la patria es un sentimiento grandioso y no un emporio de odios. Y cuando yo veo aquellos hombres tan patrióticos, tan llenos de entusiasmo (en tiempos de paz), me pregunto a mí mismo: ¿dónde estaban aquellos beneméritos ciudadanos cuando las águilas del imperio napoleónico afrentaban nuestras quinas en la célebre cuestión del Charles George? ¿Dónde estaban cuando los ingleses insultaron en Macao al gobernador portugués? ¿Dónde están esos hombres cuando el país ha reclamado tantas veces los esfuerzos de los ciudadanos beneméritos? ¿Dónde están? Están pensando en colocar lucecillas el día 1º de diciembre. ¡Pobre patria con tales salvadores! ¡Pobres hombres que viven soñando, creyéndose inspirados por los héroes de 1640!» (ibid.: 309). Como puede imaginarse, ninguno de estos escritos sirvió para calmar ansiedad alguna. Todo lo contrario, el Iberismo se convirtió en el combustible con el que inflamar la nacionalidad portuguesa al punto de que no hubo tendencia política alguna en Portugal, desde los republicanos a los monárquicos, que no hicieran acopio del mismo para que resplandeciera su patriotismo. Veamos cómo fue utilizado este motivo por posiciones políticas dispares y algunos testimonios de distancia frente a esta inflamación nacionalista.
4. LA
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El presbítero Miguel Ferreira d’Almeida, invitado por la ya mencionada Comissão, pronunció en la Iglesia Mayor de Covilhã el pri-
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Monumento a los Restauradores de Lisboa. Erigido en 1886, celebra la liberación de Portugal del dominio español en 1640.
mero de diciembre de 1868 un Discurso patriotico contra a Iberia en el aniversario glorioso da restauração de Portugal, dirigido «aos fíeis catholicos, e patrioticos covilhanenses e a todos os verdadeiros portugueses» y en el que, tras hacerse eco de los cohetes y guirnaldas que adornan la felicidad del pueblo en fecha tan señalada, se recuerdan al auditorio los terribles males que sufrió Portugal bajo la infame dominación castellana de 1580-1640. En su relato, una gran nación civilizadora y conquistadora fue humillada y reducida a la condición de esclava durante sesenta terribles años. La necesidad de refrescar la memoria de tales calamidades viene, nos dice el orador, del renovado ímpetu que los viejos dominadores ponen de nuevo sobre su antigua presa y, peor aún, de la necesidad de enfrentar los deseos miserables de algunos portugueses traidores de realizar la Unión Ibérica: «Abençoado seja o Ceo, que inspirou aos fieis e catholicos Covilhanenses o grandioso pensamento de solemnisarem, d’uma maneira tão digna e aparatosa, o ANIVERSARIO DA NOSSA RESTAURAÇÃO. Nunca, uma tal commemoração podia vir mais a proposito, do que na actualidade, em que tanto se trabalha contra a independencia da nossa Patria, e o
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Leão de Castella, instigado pelos furores revolucionarios, já abre, raivoso, as suas fauces medonhas, para absorvel-a na chamada União Iberica» (Ferreira D’Almeida 1868: 10). Puesto que a nuestro sacerdote le parece cobardía infame cruzarse de brazos ante las estratagemas de los enemigos de la patria y animado por la «illustre Comissão, que tomou sobre si o honroso encargo de promover tão magnifica demonstração de patriotismo», promete demostrar que la Unión Ibérica sería política y religiosamente hablando la mayor de las calamidades para Portugal. Políticamente, porque los portugueses ya han tenido la experiencia terrible de la dominación española y ahora las cosas no serían mejores: «Pois bem, portuguezes, a nossa Patria amada, o nosso querido Portugal está em perigo; a sua liberdade e independencia, pela qual nossos paes derramaram tanto sangue generoso em mil combates heroicos, está seriamente ameaçada; alguns poucos portuguezes degenerados trabalham por nos entregar ao dominio extrangeiro; a revolução que acaba de derribar do throno a Dona Isabel de Bourbon, coadyuvada por esta infame traição, tenta invadir-nos» (ibid.: 13). En suma, que una coalición de portugueses traidores y de revolucionarios españoles amenazan, bajo el nombre de Iberismo, la felicidad y la independencia de Portugal. «E que coração portuguez não estallaria de dôr, ao ver o seu Portugal, que occupou um dos primeiros logares entre as nações da Europa, empunhou o sceptro dos mares, e hasteou o pendão d’Ourique nas quatro partes do globo, riscado do mappa Europeu, para ficar absorvido na Iberia? Ai! Qual seria então a sorte dos portuguezes?» (ibid.). Como era de esperar, las promesas de esos revolucionarios y traidores no traerán felicidad alguna a la nación fidelísima, sino más bien el tipo de plagas que ya conoció Portugal: «Não demos credito, nem attençao, aos apologistas da Iberia quando nos fallam na idade aurea que brilharia sobre Portugal, unido a Castella, porque a historia, luz da verdade e mestra da vida, nos ensina, com a sua authoridade infallivel, que ás pequenas nacionalidades, absorvidas pelas grandes, só lhes tem cabido em sorte a oppressão, a miseria, o vexame, e a saudade eterna de terem perdido a sua independencia, e com ella, a primeira de todas as felicidades sociaes – a liberdade» (ibid.: 15). Esto es lo que le ha ocurrido a Escocia y a Irlanda, absorbidas por Inglaterra y, desde entonces, viven en dolorosa recordación de lo que fueron «e com lagrimas de sangue choram os males que soffrem, sem esperanza d’um melhor porvir» (ibid.).
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Otro tanto le ocurrió a Polonia, absorbida por el Imperio moscovita y cuyo único protector y amigo, el único que se compadece de su desventura y la alienta en su largo martirio, es el Rey-Pontífice Pío IX. Qué decir del Piamonte, que de reino pasó a ser simple provincia de Italia y cuya suerte no mejoró sino que quedó olvidado. D’Almeida se pregunta cómo es posible que Portugal mantenga su independencia cuando reinos antiguos y poderosos como Escocia, Polonia y Hungría la han perdido, o cuando antiguos reinos como Aragón, Valencia, Asturias, Navarra y Vizcaya se han convertido en simples provincias españolas y cuando, por ende, Portugal está enclavado por su posición geográfica en el país vecino y cercado por sus provincias. ¿Cómo ha podido conservar su autonomía a través de tantos siglos de transformaciones del mapa europeo? D’Almeida invoca a la divina providencia como causa de la independencia de Portugal: Portugal es independiente «porque Deus assim o prometteu a D. Affonso Henrique no campo d’Ourique, cuando lhe deu para Brasão d’Armas as CINCO CHAGAS DE JESUS, e escolheu este reino para ser o pregoeiro do Envangelho, e levar a luz da civilisação christã a tantos povos barbaros. Eis porque Portugal é livre; porque Deus, em cujas mãos estam os destinos dos reinos e imperios, assim o quer; uma providencia espacial vélla sobre elle, e todos os esforços da diplomacia revolucionaria virão quebrar-se contra estes decretos immutaveis, nos quaes está decidido que o Reino Fidelissimo seja sempre livre e independente» (ibid.: 22). Pero la Unión Ibérica no traería únicamente la ruina de la nacionalidad portuguesa, la opresión, el despotismo y la esclavitud. También traería «um outro mal, incomparavelmente mais terrivel –o exterminio da nossa Religião Santa, e a oppressão das nossas consciencias». La revolución en España, bajo el sofisma de la libertad decretada, trajo las peores formas de despotismo: «Na Hespanha reina a liberdade; mas é essa liberdade maldita, que Satanaz, pela primeira vez, proclamou no Ceo, quando erguendo a sua bandeira de rebellião contra Deus, bradou: Non serviam!» (ibid.: 26). No puede olvidarse que la Revolución de 1868 en España es vista como una reedición, veinte años después y con protagonistas parecidos, del año 1848 europeo, en el que no sólo cayeron los tronos bajo un movimiento revolucionario que ya incluía a la clase obrera, sino que el Papa Pío IX fue desalojado de su trono de Roma y tuvo que buscar el
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El presbítero D’Almeida nos cuenta en esta obra que «unos pocos portugueses degenerados trabajan para entregarnos al dominio extranjero; la revolución que acaba de derribar el trono de Doña Isabel de Borbón, coadyuvada por esta infame traición, intenta invadirnos» (ibid.: 13).
amparo de las tropas franco-españolas. Ahora, sin embargo, los españoles son los que hacen suya las doctrinas de Mazzini y atacan, simultáneamente, al altar y al trono. A D’Almeida le faltan adjetivos para pintar el cuadro de lo que pasa en la nación vecina: «Eis-aqui o negro e pavoroso quadro d’horror que está offecerendo actualmente a Hespanha ao mundo civilisado. E é em taes circunstancias, quando o vulcão revolucionario ameaça subverter o visinho reino, destruir tudo o que nelle ha de grande e catholico, e pôr tudo em ruinas; quando a revolução cosmopolita domina alli, como senhora, sob a direcção de Garibaldi e inpiração de Mazzini» (ibid.: 28). Nótese que D’Almeida deja de lado las sutilizas del internacionalismo mazziniano y, mientras le endilga la bandera del cosmopolismo, le arrebata para sí la del nacionalismo. Además, nos anuncia que pronto volverán las guillotinas a renovar los horrores revolucionarios de 1793, que inundaron Francia de ríos de sangre; que vendrán los picos que derriben templos y conventos sin respetar siquiera los primores del arte, dándose la mayor libertad a todos los errores, impiedades y herejías y «é em taes circunstancias que se pretende a união de Portugal e Hespanha!!!» (ibid.: 29).
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Para él no hay duda de quienes son los autores y apologistas portugueses de la Unión Ibérica: «São os carbonarios, os pedreiros livres, e todas as sociedades secretas de Portugal, de mãos dadas com as lojas maçonicas do mundo inteiro, tendo à sua frente o celebre Mazzini; são ellas que trabalham pela ruina da nossa nacionalidade, como já destruiram as nacionalidades italianas e allemãns, para assim irem aplanando os caminhos para chegarem ao seu sonho doirado –á republica universal» (ibid.: 29). Nuevamente, vale la pena llamar la atención sobre el hecho de que los procesos de reunificación política de Italia y Alemania son vistos como movimientos destructores de las naciones, sin duda creación primordial de la voluntad divina, en busca del soberbio sueño de una república universal. A esto se añade la convicción de que nadie de buena fe puede cuestionar que la revolución, que acaba de derribar del trono a doña Isabel de Borbón, es obra de la masonería: «para convencer aos mais obstinados, bastaria apontarlhes para as cartas que Mazzini, Garibaldi e Victor Hugo acabam de dirigir aos caudilhos daquella revolução; para esses phreneticos, applausos, com que a imprensa libertina e anti-catholica de todos os paizes saudou o seu triumpho: e olhar para o furor verdadeiramente infernal, com que é perseguido o catholicismo na Hespanha: e ninguem mais deixará d’affirmar que tudo aquillo foi machinado pelas nefandas e abominaveis sociedades secretas, que d’há muito tem jurado acabar com o throno e o altar, e enforcar o ultimo rei com as tripas do ultimo padre. Eis-aqui os infames, que conspiram contra a liberdade e independencia da nossa Patria» (ibid.: 34)3. En este punto hay
3. Victor Hugo escribió dos cartas À l’Espagne antes de acabar el año 1868. La segunda es del 22 de noviembre y en ella insta a los españoles a abolir la esclavitud igual que hizo Inglaterra en 1838, igual que hizo Francia en 1848, ahora debe hacerlo España. La primera de las cartas llamó, sin duda, la atención de nuestro presbítero. Está fechada el 22 de octubre y en ella se hace eco del renacimiento de España con la revolución. Ahora bien, la cuestión es si España renacerá grande o pequeña: «Aujourd’hui, de cette cendre cette nation renaît. Ce qui est faux du phénix est vrai du peuple. Ce peuple renaît. Renaîtra-t-il petit? Renaîtra-t-il grand? Telle est la question. Reprendre son rang, l’Espagne le peut. Redevenir l’égale de la France et de l’Angleterre. Offre immense de la providence. L’occasion est unique. L’Espagne la laissera-t-elle échapper?». Para Victor Hugo «si l’Espagne renaît monarchie, elle est petite, [mais] si elle renaît république, elle est grande». La España republicana sería una nación regenerada por la fuerza juvenil del pueblo y Cadiz sería igual a Southampton, Barcelona a Liverpool y Madrid a París. Con una España así, «ce serait le Portugal, à un moment donné,
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que reconocer que nuestro presbítero conoce bien el delicado lenguaje de nuestros revolucionarios. Para resumir, el discurso anti-iberista es un discurso, en verdad, anti-revolucionario donde el nacionalismo se moviliza como estrategia generadora de lealtades hacia la Iglesia, principal institución de la sociedad portuguesa, y hacia la corona. El sermón se puede sintetizar en el siguiente llamamiento: «Povo portuguez! Eis-aqui os inimigos da independencia da tua Patria, os que trabalham por absorvel-a na Iberia! São homens sem fé, sem consciencia, desprovistos de todos os sentimientos nobres e generosos, sõ arrastados por paixões baixas e egoismo brutal, são atheus, n’uma palavra, que pertendem escravisarte» (ibid.: 30). Una versión del mismo nacionalismo, pero desprovisto del argumento religioso, puede encontrarse en la obra que Bartolomeu da Costa Macedo Giraldes Barba de Meneses, vizconde de Trancoso, publicó en 1870. En este libro, Apontamentos para a historia da dominação castelhana em Portugal, que subtitula Opúsculo anti-Ibérico, se recuerdan de forma prolija los horrores de la dominación española de 1580-1640. La razón de su publicación es que, aunque ahora una «legião de protestos reponde ao traiçoeiro grito Iberico», ha de saberse a dónde lleva esa perniciosa idea: al despotismo y a la esclavitud de los portugueses, víctimas de las perversidades castellanas. También busca recordar que en todas las épocas hubo portuguezes desnaturados que necesitan ser combatidos con obras que refresquen el conocimiento de la historia. Así, el vizconde, «em poucas paginas», resume los tres reinados, «sessenta annos de duro captiveiro», a los que añade al final «varios apontamentos que pude obter por verdadeiros, quando ultimamente viajei em Hispanha». Parece que nuestro autor era miembro de la Comissão Central do 1º de Dezembro de 1640 e incluso dejó un discurso conmemorativo de dicho día, pronunciado en 1871, que hizo mucho ruido. En el apéndice final de estos Apontamentos trata directamente la cuestión suscitada por el Iberismo: O que querem de nós os hispanhoes? Querem fazer-nos como fizeram á Catalunha, ao Aragão, etc. etc. nações independentes, ora subjugadas á
faisant retour à l’Espagne, par la seule attraction de la lumière et de la prospérité; la liberté est l’aimant des annexions».
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ferocidade da tyrannia? [...] Ou querem os castelhanos impôr-nos a lei; a nos veteranos da liberdade? Seria loucura. Hispanha ainda não aprendeu a ser livre, e são lições essas, que só o correr do tempo e dos annos ensinam. Tome Portugal por modelo [...], o paiz mais livre da Europa [...] veja com nós sempre vivificados pelo trabalho, e unidos fraternalmente, sem precisão de invocar palavras revolucionarias e que nada significam, proseguimos na vareda gloriosa do progreso ensinando ás modernas gerações o caminho do novo mundo (vizconde de Trancoso 1870: 37).
Al vizconde este papel de vanguardia de Portugal le parece evidente y, nos señala, toda Europa lo sabe y lo dice. Para quien así no lo vea, le sugiere que mire a Irlanda, gobernada por la nación que pretende ser la más libre. Y, ¿qué vemos? «Coitada, de que lhe sirve tanta liberdade» (ibid.: 38). En el extremo opuesto está Polonia. Ahí podemos ver lo que es ser esclavo. Pero si se quiere buscar un buen ejemplo, ha de mirarse a Bélgica, «pequenissimo paiz, independiente e livre, que podé servir de exemple, ainda ás mais bem governadas nações» (ibid.: 38). En suma, que frente a la afirmación del nacionalismo liberal de que sólo las naciones que rebasan un cierto umbral califican como tales, Portugal ha de mirarse en ese espejo de Europa que nos muestra que las naciones pequeñas son esclavas sin independencia y que aquellas que la tienen, como Bélgica, pueden ser libres y prósperas: «Não queremos o unionismo, quer seja sob o governo da realeza ou da republica. Seriamos victimas de novas e resuscitadas persequições. Era querer renovar 1580 a 1640 [...] e para mim o desgosto de ser hispanhol é superior ainda ao medo que tenho de ser escravo» (ibid.: 37). Una nación pequeña al abrigo de una mayor es, pues, esclava pero, además, hay algo que es peor que ser esclavo: ser español. El vizconde detalla esta última observación en relación a sus experiencias viajeras por el país vecino: «Sejamos finalmente tudo se é preciso, menos hispanhoes. Conheço-lhes os usos, a vida, a educação, e estamos por este lado separados felizmente por uma larga barreira. O nosso povo compraz-se no trabalho, emquanto que os cafés e passeios do reino visinho se povoam de occiosos e inuteis. É o pasto ás revoluções. É o progresso na ignorancia, no vicio e no crime» (ibid.: 39). Ejemplos de todo esto no le sobran y, así, nos hace ver que en España el hombre de la revolución que proclamó la libertad, o sea, Prim, ya está instala-
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do en la poltrona de la regencia, gozando de sus provechos, mientras que el patriota italiano que usurpó el derecho a la corona de un rey, y de quien se pregona su abnegación, empuña actualmente el bastón de general. Para el vizconde, el Iberismo es la revolución de la canalla y la canalla son los españoles: «A republica e o iberismo assemelham-se aos mendigos que sahem na estrada pedindo e esmolando de chapéo na cabeça. Enchem se as praças, agrupa-se o populacho, ouvem-se gritos, procura-se saber quem os deu e quasi sempre é algum esfarrapado, que não sabe o que quer [...] o que não tem na algibeira com que jantar aquelle dia» (ibid.: 39-40). No deja de resultar interesante que el vizconde de Trancoso casó en segundas nupcias en 1876 con la princesa española María Cristina Isabel de Borbón y estuvo en posesión de los señoríos de Carabaña, Orusco y Valdilecha, que perdió después de más de cuarenta años de pleitos.
5. LA
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Pero no sólo hubo una reacción nacionalista a las propuestas iberistas por parte de los portugueses. También estuvo la de aquellos que celebraron la Revolución de 1868 y depositaron en ella la esperanza de algún tipo de vinculación entre los dos países. Sin embargo, hay que señalar que aquellos que no reaccionaron negativamente frente al Iberismo lo hicieron por tener, sobre todo, una opinión radicalmente pesimista acerca de la situación de Portugal y fijaron en él la esperanza de su futuro. Fueron muchos de éstos integrantes de la generación después llamada del 70 y, en primer lugar, Antero de Quental, para quien era necesario el suicidio de la nacionalidad para alcanzar un futuro socialmente más avanzado. Así, a propósito de la revolución encabezada por Prim en 1868, publicó ese mismo año el folleto titulado Portugal perante a Revolução de Hespanha. Considerações sobre o futuro da política portuguesa no ponto de pista da Democracia Ibérica. Allí afirmaba que la nacionalidad no es sino una forma pasajera y artificial, un hecho del mundo político y, como tal, transitorio y mudable que por tanto ni era el símbolo único ni la forma más perfecta de amor a la patria. Proponía entonces, dadas las circunstancias de Portugal, que el único acto de posible patriotismo debía ser el renegar de la nacionalidad, puesto que la parte más vital de la socie-
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dad portuguesa estaba asfixiada en la situación presente de su patria. Sólo podía elegirse entre la verdadera naturaleza y las formas viejas, estrechas y anticuadas de la política: «Se não é possível sermos justos, fortes, nobres, inteligentes senão deixando cair no abismo da história essa coisa a que se chamou nação portuguesa; caia a nação, mas sejamos homens, muito embora deixemos de ser portugueses». Todavía en el discurso con el que abrió las famosas Conferências Democráticas do Casino el 27 de mayo de 1871 y que llevaba el título de «Causas da decadência dos povos peninsulares nos últimos três séculos», el tono era iberista y, tras presentarse como peninsular que hablaba desde Lisboa para peninsulares, sugería que la decadencia de los pueblos ibéricos podría superarse si éstos acabasen con dos absolutismos: el católico y el político. Su mensaje profético, de tono mesiánico, se expresaba así: «oponhamos no catolicismo, não a indiferença ou uma fria negação, mas a ardente afirmação da alma nova, a consciência livre [...], a filosofia, a ciência, e a crença no progresso, na renovação incesante da humanidade pelos recursos inesgotáveis do seu pensamento, sempre inspirado. Oponhamos à monarquia centraliçada, uniforme e impotente, a federação republicana de todos os grupos autonómicos, de todas as vontades soberanas, alargando e renovando a vida municipal, dando-lhe um carácter radicalmente democrático, porque só ela é a base e o instrumento natural de todas as reformas práticas, populares, niveladoras» (Quental 2005: 31-32). Termina afirmando que la Revolución es el Cristianismo de la Edad Moderna. En suma, Antero de Quental, que murió suicidándose, asocia el Iberismo a un destino trágico de Portugal, que ha de perder su nacionalidad en el camino mesiánico de la Revolución. Estos ardores fueron pasajeros, pero la asociación entre Iberismo y destrucción de Portugal por la Revolución tendría efectos perdurables. También el mismo año de 1868 vio la luz el folleto del periodista y después político republicano portugués Albano Coutinho titulado Iberismo ou o Paiz e a Situação deante dos ultimos acontecimentos de Espanha. Opusculo seguido de duas cartas. Uma ao General Espanhol D. Juan Prim outra ao distincto jornalista portuguez Pinheiro Chagas. Por una parte, este folleto busca felicitar a España por la victoria de la gloriosa revolución; por otra, atajar los excesos de la prensa antiibérica portuguesa y, muy en particular, mostrar como falsa la pretendida voluntad anexionista de los españoles. Aunque esto último, al
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Un intento de templar el nacionalismo anti-español: el folleto Iberismo de Albano Coutinho de 1868.
colocar como encabezamiento de su texto las palabras de Almeida Garret de que, por la fuerza de las cosas, Portugal ha de hacerse provincia de España, mal se logra. Su argumento en defensa de la Revolución española y del Iberismo se articula en dieciséis puntos. El primero pone en cuestión los peligros que amenazan a Portugal desde España y, en particular, que los leones de Castilla deseen devorar a sus vecinos. En segundo lugar, manifiesta que los portugueses han de alegrarse por la recobrada libertad de los españoles y que le produce vergüenza que haya escritores en Portugal que escriban contra la causa liberal «pelo risco de sermos arrastrados por esse triumpho á União Iberica!». En el tercer punto se señala, con sorna, que si en Portugal no se permite el casamiento civil, menos aún se permitirá el casamiento violento entre naciones. En el cuarto se apunta que está en el espíritu de los tiempos la formación de naciones más grandes «a Allemanha estaba, ainda ha bem pouco tempo, dividida em muitos estados independentes, e acha-se quasi unificada, e apenas falta Roma para a completa unificação de Italia, que teria logar amanhã, se os soldados francezes deixassem os cidadãos romanos na plena liberdades
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de se constituirem» (Coutinho 1868: 5). En el quinto se insiste en que siempre hubo «casamentos nos povos» y que así discurre el progreso y la civilización, hacia la armonía de intereses y la homogeneización de costumbres, leyes, religión y moneda, es decir, hacia la confraternización general. En el sexto se nos dice que el progreso tiene su precio y que la maquinaria constitucional es cara, cuestan los ejércitos y cuestan las cosas: «é bom ser independente, mas [...] a independencia da miseria não tera força para resistir á situação que lhe traga meios e consideração sem deshonra!» (ibid.: 6). En el punto séptimo ya se afirma que no se puede temer una invasión española ni una conquista puesto que se derribó en aquel país la tiranía de los reyes: «os espanhoes nos proponham a fusão dos dois povos irmãos com a dynastia portugueza por base, ficando Lisboa séde do governo da peninsula iberica. Tal proposta, quando se désse, longe de offensiva, eranos honrosissima» (ibid.). Y aún insinúa que no hay un sólo portugués ilustrado que no apoye algo así desde hace siglos. Sin embargo, parece que todo es hoy contrario a la fusión. En el punto octavo se dice que un argumento en contra de la fusión es el atraso y la dureza de costumbres de los españoles, y el autor recuerda que no ha de confundirse al pueblo con el mal gobierno. Actos de barbarie y de generosidad se han producido por igual en ambos pueblos. En el noveno, en la misma línea, se recuerdan los actos de generosidad del pueblo español. En el décimo se apunta a que mucha gente pensaba en Portugal que «o povo espanhol, dominado pelo jesuitismo, estava embrutecido, e era inimigo das instituições liberaes», pero la caída de los Borbones hizo que «desappareceram as trevas, e rompeu a luz; submergiu-se a tyrannia, para surgir em Espanha a liberdade!» (ibid.: 9). En el undécimo se nos dice que la España revolucionaria es un ejemplo de virtud cívica practicada por todos, «a Espanha nem era barbara, e nem anti-liberal, e que não era acaba de proval-o a revolução de Cadix, que, em poucos dias, retumbando em todos os angulos da monarchia espanhola, fez cahir uma dynastia de seculos, e proclamar a liberdade em toda a parte, quasi sem mais sangue do que o vertido em um desastroso combate leal; sem um unico excesso, sem uma unica vingança, honrados e protegidos os vencidos como irmãos intimos!» (ibid.: 10). En el duodécimo, el autor alaba los progresos de la agricultura, el comercio, la industria, el ferrocarril y la administración en España y colonias. Si no se veía era por el mal gobierno. En el déci-
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mo tercero se nos dice que el espíritu liberal es mucho más esclarecido en España de lo que muchos suponían en Portugal, sin embargo, «bastará isso para que a nacionalidade portugueza se vá fundir na de Espanha? Não». La razón es la siguiente: «Portugal surgiu de Espanha. Estava no seu bom direito de constituir-se independente, quando a independencia lhe conveio; mas, é certo que esta nunca fôra olhada de bons olhos pelos espanhoes. Era isso natural» (ibid.: 11). Esto ha creado una situación de suspicacias mutuas que han de disiparse antes de poder llevar a cabo un proyecto conjunto: «somos ainda rivaes, e mal nos conhecemos, e para o bom resultado dos casamentos é necessario alguma cousa mais do que olhar de desconfiança, e um conhecimento fugitivo. É necessario o trato particular e intimo, a affeiçao mutua, a confiança e harmonia de vontades, e a communhão de interesses» (ibid.: 12). La esperanza radica en que «hoje não é hontem. Ámanhã não será hoje». En el decimocuarto el tono es de Iberismo profético: «está escripto no livro dos destinos dos povos, que a Iberia venha ser um facto, porque está escripto no grande livro dos destinos da humanidade o principio progreso que leva á perfeição social, á confraternidade dos povos, e fraternidade dos homens» (ibid.: 14). Falta sólo por desvelar cuándo, pero, nos dice Albano Coutinho, la Unión Ibérica se verificará, porque las sociedades se han modificado desde el inicio de los tiempos y es ley que los estados pequeños se fundan y con ellos las razas y los pueblos. En el punto décimo quinto vuelve a los anti-iberistas y su anuncio de que está amenazada la independencia nacional portuguesa. Si lo está, no es por los españoles sino por la mala administración. Pues, para que un país pequeño pueda conservar su autonomía precisa de una administración modélica, como ocurre en Bélgica y Holanda. En el décimo sexto y último, la andanada va ya toda dirigida contra la prensa portuguesa y los escritores que andan perorando por ahí contra Iberia y la amenaza devoradora de los españoles. A todos éstos aconseja que no dirijan sus temores contra la unión de ambos pueblos, pues ésta sólo se verificará por común acuerdo, y que por tanto ocupen sus plumas en denunciar el mal gobierno: «não é, pois, contra a invasão Iberica, que devem gritar os nossos escriptores, é contra o caminho erradisimo dos máus governos d’esta terra, que nos tem levado, de precipicio em precipicio, até ás beiras do abysmo, em que, na verdade, nos achamos» (ibid.). Gritan contra el Iberismo y el país carece de medios para conservar sus
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colonias, gritan contra el Iberismo y el país no tiene recursos con los que realizar su defensa. Nadie intentará desde España la fusión a la fuerza por lo que pide a sus colegas de la prensa portuguesa que en lugar de luchar contra un peligro imaginario y externo se ocupen de combatir los problemas reales que son los de casa. Y termina con una dolorosa y actual enunciación de los males que asolan a Portugal. Será atacando esos males como se mantenga la autonomía y no con gritos descompuestos, por mucho que resuenen a patriotismo, pues de esta última manera precipitarán la llegada de la fecha del desastre y lo harán inevitable. Las cartas que acompañan al folleto, dirigidas a Prim y a Pinheiro Chagas, muestran sobre todo la alegría incontenible de Albano Coutinho por la Espanha livre tras la caída de la tiranía del trono y el altar. Si Antero de Quental era defensor del suicidio de la nación portuguesa y Albano Coutinho un crítico del uso del Iberismo como un chivo expiatorio con el que ahogar la revolución en manos de monárquicos y ultramontanos y un partidario de un proyecto de integración ibérica a largo plazo, la posición de Ramalho Ortigão y Eça de Queirós era la de los espectadores ironistas: «Notemos que é singularissima a questão iberica considerada como ponto de divergencia entre os políticos e jornalistas de Portugal e os de Hispanha. Na imprensa hispanhola tem-se por ideal politico a federação ou a unificação dos dois paizes. Em Portugal não ha theoria unitaria ou federativa mais antipathica á imprensa. Os periodicos de Hispanha publicam todos os dias que nós fazemos meetings e preces ao Divino a pedir a união. As folhas portuguezas bradam constantemente como o punho cerrado sobre o seio: Não! Não! Nunca!» (Ramalho Ortigão y Eça de Queirós 1871: 59). Por último, un postrero eco del Iberismo como recurso frente al desastre del hundimiento de la nación portuguesa puede verse en un texto que Fialho de Almeida publicó tras el Ultimátum de 1890. Fue éste un episodio humillante para la nación portuguesa, pues significó que la Gran Bretaña, el principal aliado histórico de Portugal, para realizar sus planes imperiales en África desbarató el proyecto luso de unión de sus colonias de Angola y Mozambique. Esto produjo una gran sensación en Portugal, una crisis de identidad nacional y una movilización nacionalista de tipo republicano que acabó por comprometer en último término a la monarquía. Dice Fialho que antes
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del ultimátum inglés los portugueses se sentían predispuestos contra España, «agora mudou tudo. Os verdadeiros inimigos de Portugal desmascararam-se. A linha que nos separa de Hespanha é apenas uma illusão optica de politicos, filha d’um erro historico de sete seculos, que desviou a Peninsula da sua missão de grande potencia, e tem defraudado a familia latina d’uma força, que virilisandose, poderia ter disputado, quem sabe! A hegemonia do mundo, ás raças loiras» (Fialho de Almeida 1927: 246).
6. LA
OPINIÓN INTERNACIONAL FRENTE AL
IBERISMO
Tal como señala Ángel Fernández de los Ríos en el libro antes mencionado, al estallar la revolución española de 1854: el Times del 29 de julio, en un artículo acerca de la cuestión ibérica, dijo que se había solido llamar a los portugueses unos españoles que aborrecen a otros españoles, y añadió: dos gobiernos situados como lo están los de la península podrían constituirse en uno sólo; es un pensamiento tan obvio que ha ocurrido a los proyectistas políticos de todas las edades, y considerando las condiciones del problema es casi sorprendente que no se haya realizado. No debe suponerse que en el caso de un acuerdo voluntario de las dos naciones para ese efecto, las demás potencias de Europa se creyeran obligadas a ponerles objeciones. Los días de semejante intervención pasaron ya y los españoles pueden saber, como los portugueses […], que el único deseo de los ingleses es que arreglen sus propios negocios del modo que más les convenga y con el más favorable resultado. La fusión de estos dos gobiernos que hasta ahora han estado en cierto antagonismo y ligados por tratados recíprocos con otras potencias, no podría llevarse a cabo sin algunas dificultades, pero éstas podrían ser pronto vencidas, y si los habitantes de la península resuelven presentarse a Europa bajo una nueva organización política, serán cordialmente recibidos (1878: 699-700).
La cuestión fue planteada de nuevo por el Times y el Daily News a propósito de la revolución de septiembre de 1868, en esta ocasión al preguntarse a dónde iría la corona de España y respondiendo con la misma opinión favorable a la integración. Muestra de este clima receptivo desde Londres a la integración ibérica que, por lo demás,
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William Harvey, Geographical Fun, 1869. El texto del margen izquierdo reza: «These long divided nations soon may be, By Prim’s grace, joined in lasting amity. And ladies fair – if King Fernando rules, Grow grapes in peace and fatten their pet mules».
ampliaba la posición que Gran Bretaña había adquirido de protectora de las revoluciones europeas y, en particular, del Risorgimento italiano, es la imagen que publicó William Harvey en su atlas Geographical Fun de 1869, donde Portugal y España celebran desposorio, gracias a Prim y si Fernando reina. Sin embargo, una cosa es lo que pensara la opinión pública británica sobre la Unión Ibérica y otra muy distinta la posición de sus gobernantes. C. J. Bartlett ha señalado que, a mediados del siglo XIX, la política británica con respecto a España consistía en oponerse a cualquier intento de unión de España con Portugal: «en los años de 1850 incluso una unión aduanera entre los dos Estados habría sido considerada inaceptable para los intereses británicos» (Bartlett 1994: 75). En este sentido Lord Granville, ministro de exteriores con Gladstone, envió la siguiente advertencia a España el 31 de enero de 1852: «El gobierno español [...] debe saber que cualquier fuerza mili-
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tar española que se dirija a Portugal sin el consentimiento y contra la voluntad de los órganos constitucionales de dicho país, hará que Gran Bretaña se vea obligada por su fe, su honor y sus propios intereses a satisfacer las obligaciones impuestas sobre ella por las estipulaciones de estos tratados [de alianza con Portugal]» (ibid.: 76). Sin embargo, al mismo tiempo se esperaba por la parte británica un cambio radical, en un sentido modernizador, en España que, en consonancia con la visión de Gran Bretaña, sacara a este desgraciado país de su atraso moral, intelectual y material: «Clarendon, en su condición de secretario de exteriores, intentó enviar en marzo de 1866 una nota discreta de advertencia al gobierno español en el sentido de que la simpatía del público británico se estaba poniendo en riesgo continuamente por parte de España debido a su intolerancia religiosa, sus celos comerciales y su deshonestidad financiera. Un mes más tarde se quejaba de que España no hacía ninguna de las cosas que unen a las naciones. Parece un estado oriental o africano con el que tenemos poco en común» (ibid.). De modo que el destronamiento de la reina Isabel II en septiembre de 1868 hizo surgir en él un verdadero interés y unas expectativas de que el cambio que esperaba se produjera. Puesto que el nuevo gobierno de Prim mostró en la cuestión dinástica su preferencia por la candidatura del ex rey Dom Fernando de Portugal, la cuestión ibérica se vio de nuevo abruptamente abierta. Ya se ha señalado que la cuestión ibérica no era nueva sino intermitente desde mediados de siglo. Así, en julio de 1854, el embajador británico en Lisboa, Sir Richard Pakenham, advirtió que no debía ignorarse la posibilidad de que surgiera en Portugal un movimiento de apoyo a la Unión con España. La razón del mismo sería la desilusión generalizada de los portugueses con su gobierno y con el estado de la economía. Había también quejas de que el país no era verdaderamente independiente y estaba sujeto a las grandes potencias. En este contexto de inestabilidad política florecían los rumores y unos políticos acusaban a otros de estar al servicio de la unión con España o acusaban a los españoles de conspirar para interferir en los asuntos de Portugal. Es más, «[e]l iberismo tenía apoyo entre algunos intelectuales y reformistas radicales, especialmente entre aquellos que desesperaban por la situación política y económica de su país» (ibid.: 78). El mismo rey dijo en septiembre de 1860 que «la idea ibérica tiene discípulos activos en nuestro país, y más de los que sería conveniente
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admitir» (ibid.). Incluso el propio Clarendon, a pesar de la consistente opinión del gobierno británico en contra de la unión de España y Portugal, se sintió temporalmente seducido por la candidatura del ex rey regente, Dom Fernando, «al trono vacante de España en la esperanza de que sería aceptable para todas las partes interesadas posibles dentro y fuera de España. En enero de 1869 hizo algunas gestiones en Lisboa en este sentido. El 17 de octubre de 1868, el Times señaló que los dos países se beneficiarían de una cooperación más estrecha e incluso de la unión. Otros periódicos mostraron el mismo interés –en gran medida en la esperanza de que Iberia pudiera llegar a ser más estable en lo político y pudiera ofrecer mejores perspectivas comerciales» (ibid.: 79). Sin embargo, el empecinamiento español en la candidatura del rey Fernando, lejos de mejorar las relaciones entre los dos países, las empeoró de manera duradera: «excitó las esperanzas de aquellos que en España favorecían la Unión Ibérica al tiempo que alarmaba por completo a los portugueses. En abril de 1869 Lisboa solicitó una declaración pública británica que frenara la realización por parte de los españoles de actos hostiles» (ibid.). Clarendon respondió de forma algo más vaga que en ocasiones anteriores y comunicó a los portugueses que Gran Bretaña haría honor a sus compromisos a la luz de las circunstancias. Esta respuesta le valió la reprensión de la reina Victoria, que le dijo que Portugal tenía derecho a una respuesta más positiva. Su actitud, sin embargo, se endureció a finales de 1869 ante el comportamiento de algunos españoles que seguían presionando al rey Fernando contra sus deseos, lo que produjo «inevitables efectos inflamatorios sobre la política portugueses» (ibid.). A partir de este momento, Clarendon mantuvo la reserva con los portugueses, pero fue mucho más agresivo en las advertencias a los españoles, recordando que «los antiguos tratados anglo-portugueses seguían manifiestamente vigentes [una frase elegida por el mismo Gladstone] y advirtiendo que Gran Bretaña no sería indiferente ante cualquier intento por subvertir la independencia de Portugal» (ibid.). Más adelante, Clarendon recordó a los españoles que el rey Fernando había señalado que no había poder en la Tierra que pudiera obligarle a aceptar la corona de España y que, si acaso la aceptara, sería bajo la condición de una garantía permanente de que jamás se unirían las dos coronas. La situación no mejoró en los años siguientes y la posición
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británica se fue decantando por la defensa del gobierno de Lisboa frente a la creciente inestabilidad española. Otra dimensión internacional relevante para la cuestión ibérica en torno a 1868 es la referida a Francia. De hecho, ésta es si cabe más crucial y tuvo consecuencias de tanto alcance como la guera franco-
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prusiana de 1870. Como señala Willard A. Smith, la negativa de Fernando tuvo como principal razón la oposición de Napoleón III. Las razones que aduce son las siguientes: el emperador y Eugenia de Montijo pensaban que lo mejor para Francia sería una restauración de los Borbones; si Fernando llegaba a ser rey de España, a su muerte la corona iría a parar a Luis o a Antonia, la hija de Fernando. Su segunda hija estaba excluida por estar casada con el heredero de Sajonia. Como resultaba del todo improbable que los portugueses dejaran que Luis reinara en los dos países debido a la oposición a la Unión Ibérica, entonces la heredera de Fernando en España sería Antonia, cuyo marido era Leopoldo de Hohenzollern, algo que Francia jamás toleraría. Smith también especula sobre qué habría hecho Napoleón III si la hija de Fernando no hubiera estado casada con un Hohenzollern puesto que, a priori, era un ardiente defensor del principio de las nacionalidades que, como se ha señalado, significaba la construcción de Iberia. Smith piensa que la actitud habría sido la misma, porque Fernando no le daba las seguridades de los Borbones españoles, con los que tenía afinidad sobre la cuestión de Roma y sobre otras en las que Napoleón había traicionado sus principios nacionalistas. En suma, la unificación de los dos reinos peninsulares podía contar con las simpatías de la opinión pública europea y española, pero carecía del apoyo político del resto de las monarquías europeas. En las líneas precedentes he querido mostrar como los procesos de modernización pueden dar lugar a resultados que no estaban previstos. En el guión modernista del mundo de las naciones de Mazzini, correspondía a Portugal desaparecer y formar una entidad viable con España llamada Iberia. Sin embargo, las dinámicas cruzadas de afirmación de una identidad mediante la invención de símbolos nuevos o la reescritura del pasado, de reacción de la sociedad tradicional frente al peligro verdadero o inventado de la anexión por parte de España y del desarrollo en España de un proceso revolucionario que podría acabar con la cultura portuguesa, con sus creencias y con su lengua, con los rasgos de su identidad separada, junto a la torpeza de los apóstoles de la modernidad y la intervención de las potencias internacionales, dieron como resultado la modernización de la identidad portuguesa y la aparición de muchos de sus rasgos que hoy nos parecen centrales. Esos efectos duraderos quedan ejemplificados en la vigencia de la celebración del 1º de Dezembro como fiesta nacional.
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LOS AUTORES
RUBEM BARBOZA FILHO es licenciado en Filosofía por la Universidad Federal de Juiz de Fora (Brasil) y doctor en Ciencia Política por el Instituto Universitario de Investigación de Río de Janeiro. Actualmente es profesor adjunto de la Universidad Federal de Juiz de Fora y coordinador de la maestría en Ciencias Sociales de la misma. Su última obra lleva por título Tradição e Artifício. Iberismo e Barroco na formação americana (2000). LUÍS FILIPE BARRETO es licenciado en Historia y doctor en Cultura Portuguesa por la Universidad de Lisboa, donde es profesor asociado desde 1992. Ha sido profesor visitante en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París y en las Universidades de Beijing, Shanghai y Hefei, y director del Instituto de Estudios Portugueses de la Universidad de Macao. Entre sus obras destaca A Abertura do mundo: estudos de história dos descobrimentos europeus (1987). MÓNICA BOLUFER PERUGA es profesora titular de Historia Moderna en la Universidad de Valencia. Especialista en historia cultural e historia de las mujeres, se interesa por la construcción de la identidad europea, la literatura de viajes y la actividad intelectual femenina en el siglo XVIII. Es autora, entre otras publicaciones, de Mujeres e Ilustración. La construcción de la feminidad en la España del siglo XVIII (1998) y Amor, matrimonio y familia. La construcción histórica de la familia moderna (en colaboración con Isabel Morant; 1998), y se encargó de la edición crítica del Viaje fuera de España [1785] de
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Antonio Ponz (2007). Ha ejercido asimismo como secretaria científica de la Historia de las mujeres en España y América Latina (4 vols., 2005-2006). FRANCISCO COLOM GONZÁLEZ es profesor de investigación del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España). Es autor de numerosos trabajos sobre las relaciones entre cultura y política. Sus últimas publicaciones son Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico (editor, 2005), Pensar lo público (editor, 2005) y El Altar y el Trono. Ensayos sobre el catolicismo político iberoamericano (editor junto con Ángel Rivero, 2006). LUIS RICARDO DÁVILA es doctor en Ciencia Política y profesor titular en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Ha realizado investigación postdoctoral en el área del Análisis del Discurso, con especial énfasis en el estudio de las formaciones discursivas hispanoamericanas. En la actualidad es el coordinador editorial de las Publicaciones del Vicerrectorado Académico de la universidad donde se desempeña. Es autor de una extensa obra en el área de los procesos históricos hispanoamericanos y venezolanos durante los siglos XIX y XX, en la que destacan por recientes: La nación hispanoamericana y el debate sobre la escritura de su historia (2004), Independencia e insuficiencia en la construcción de la nación venezolana (2005), América noble y republicana. De fronteras y naciones (2005) y César Zumeta. Una biografía (2006). RAMÓN KURI CAMACHO es investigador del Instituto de Filosofía de la Universidad Veracruzana (México) y profesor de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Doctor en Filosofía por la Universidad de París (Sorbona 1), fue Premio Nacional de Ensayo en filosofía de la cultura mexicana en 1998. Es autor de La Compañía de Jesús: imágenes e ideas (1996), Metafísica medieval y mundo moderno (1996) y ¿Por qué hay mal y no, preferiblemente, bien?: teología negativa y laicismo (2005). HUGO CELSO FELIPE MANSILLA es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín. Ha sido profesor visitante en univer-
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SOBRE LOS AUTORES
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sidades de Alemania, Australia, España y Suiza. Desde 1999 es regularmente catedrático visitante de la Universidad de Zurich (Suiza). Es miembro de número de la Academia de Ciencias de Bolivia y correspondiente de la Real Academia Española. Por lo demás, es escritor independiente. Ha publicado varios libros sobre sociología política, crítica de mentalidades autoritarias y ecología política. ARMANDO MARTÍNEZ GARNICA es doctor en Historia por El Colegio de México y profesor titular en la Universidad Industrial de Santander (Bucaramanga, Colombia). Ejerce la presidencia de la Academia de Historia de Santander. Sus últimos libros se titulan: Convocatoria a una nueva historia política colombiana (2005) y La agenda liberal temprana en la Nueva Granada (2006). CARLOS ALBERTO PATIÑO VILLA es doctor en Filosofía, inverstigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales y profesor del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sus últimas publicaciones destacan La fe armada (2007) y Religión, guerra y orden político. La ruta del siglo XXI (2006). TOMÁS PÉREZ VEJO es doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y profesor-investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. Ha sido premio del Comité Mexicano de Ciencias Históricas al mejor artículo sobre el siglo XIX, finalista del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos y finalista del David Talen Prize al mejor artículo sobre historia norteamericana publicado en lengua no inglesa. Entre sus publicaciones destacan Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas (1999) y España en el debate público mexicano, 1836-1867. Aportaciones para una teoría de la nación (2007). MÓNICA QUIJADA es investigadora del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España). Entre sus publicaciones destacan Imaginar la Nación (con FrançoisXavier Guerra), Cuadernos de AHILA (Hamburgo, 1994); Homogeneidad y Nación. Con un estudio de caso: Argentina, siglos XIX y XX (Madrid, 2000); Elites intelectuales y modelos colectivos. Mundo Ibéri-
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co, siglos XVI-XX, con Jesús Bustamante (Madrid, 2002); «Las dos tradiciones. Soberanía popular e imaginarios compartidos en el mundo hispánico en la época de las grandes revoluciones atlánticas», en J. Rodríguez O. (coord.), Revolución, Independencia y las nuevas naciones iberoamericanas (Madrid, 2005); «Estado nacional y pueblos originarios, entre la homogeneización y la diversidad: ¿una pulsión colectiva duradera?», en Laura Giraudo (ed.), Ciudadanía y derechos indígenas en América Latina: poblaciones, estados y orden internacional (2007). ÁNGEL RIVERO RODRÍGUEZ es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid, doctor en filosofía por esta misma universidad y BSc (Hons) en Ciencias Sociales, Política y Sociología por la Open University (Reino Unido). Ha sido Visiting Scholar Fulbright en la Graduate Faculty of Political and Social Science de la New School for Social Research (Nueva York). Sus intereses, a los que ha consagrado sus trabajos, se centran en la Teoría Política, la Historia de las Ideas Políticas y el Nacionalismo. En la actualidad es co-director del Master de Estudios Portugueses de la Universidad Autónoma de Madrid. FERNANDO R. DE LA FLOR es catedrático de Literatura española en la Universidad de Salamanca. Es autor de media docena de libros sobre el Barroco hispano, como Política y fiesta en el Barroco; Atenas castellana; Emblemas. Lecturas de la imagen simbólica; La península metafísica; Barroco: representación e ideología en la cultura hispana; Pasiones frías: secreto y disimulación en el Barroco hispano; y La era melancólica. Figuras del imaginario barroco. ALBERTO SÁNCHEZ ÁLVAREZ-INSÚA es doctor por la Universidad Complutense de Madrid y desde 1970 científico titular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). En la actualidad está adscrito al Instituto de Filosofía. Es especialista en literatura española del período de entreguerras y, en general, de los siglos XIX y XX. Ha sido director de publicaciones del CSIC y jefe de Gabinete de la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación. Dirige la revista Arbor, los Anales del Instituto de Estudios Madrileño y la colección «Literatura Breve» de estudio y catalogación de colecciones literarias españolas del CSIC.
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SOBRE LOS AUTORES
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ANTOLÍN SÁNCHEZ CUERVO es doctor en Filosofía y científico titular del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Ha sido becario postdoctoral del Deutsche Akademischer Austausch Dienst en el Lateinamerika Institut de la Freie Universität Berlin e investigador visitante en la UNAM, El Colegio de México y el Instituto de Estudios Sociales y Culturales «Pensar» de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, donde actualmente coordina un proyecto de investigación sobre pensamiento político colombiano del siglo XIX. Es autor de varios libros y ediciones, así como de numerosos artículos y colaboraciones sobre historia y memoria del pensamiento iberoamericano, especialmente del krausismo y del exilio español de 1939. JESSÉ SOUZA es profesor titular de Sociología de la Universidad Federal de Juiz de Fora (Brasil) y coordinador del Centro de Investigación sobre Desigualdad Social de la citada universidad. Es doctor en Sociología por la Universidad de Heidelberg (Alemania) y ha realizado diversas estancias postdoctorales en los Estados Unidos y en Alemania. Es autor de varios libros sobre teoría social, modernización periférica y desigualdad social. Actualmente trabaja en el proyecto de construir una teoría crítica de la modernidad periférica que esclarezca la relación entre el dinamismo económico y la desigualdad social que caracteriza a sociedades como la brasileña. Sus últimos libros sobre el tema son Die Naturalisieriung der Ungleichheit (2007), A contrução social da subcidadania (2006) e Imaginig Brazil (2005). AMBROSIO VELASCO GÓMEZ es investigador y profesor del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México en las áreas de Ciencia y Filosofía Política. Entre sus libros destacan Teoría política: ¿anacrónicos o anticuarios? (1995), Tradiciones naturalistas y hermenéuticas en la filosofía de las ciencias sociales (1999), La vigencia del republicanismo (como coordinador, 2006) y Republicanismo y multiculturalismo (2006). JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA es catedrático de Filosofía Política en la Universidad de Murcia. Dirige el proyecto Imperio y ciudades: el destino del republicanismo en la Europa moderna, la revista Res Publica y la Biblioteca Digital de Pensamiento Político Hispánico
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Saavedra Fajardo. Sus últimos libros son: La formación de los reinos hispánicos, La ideología imperial española y El último hegeliano, dedicado al ideólogo Carl Schmitt.