Los lenguajes de la educación. Los legados protestantes en la pedagogización del mundo, las identidades nacionales y las aspiraciones globales 9788499214702


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Table of contents :
Portada
Créditos
Sobre el autor
Prefacio (Tom Popkewitz)
Referencias
Nota a la edición castellana de este libro (Daniel Tröhler)
Los protestantismos: guía breve y necesariamente superficial para la lectura de este libro
Las tres doctrinas
La difusión
Los dominios y los efectos perdurables
1. Introducción
Los lenguajes de la educación
Langue y parole (lengua y habla)
El concepto de lenguaje
Los lenguajes y el «orden de la verdad» de Foucault
Los lenguajes educativos: el protestantismo y el republicanismo
El enfoque histórico y la calidad de la investigación educativa
El contenido del libro
PARTE I. Los fundamentos protestantes: la educación, la economía y la política
2. La pedagogización del mundo actual: el progreso, la pasión y la promesa protestante de educación
El conflicto ideológico entre el auge del comercio y el renacimiento del republicanismo en torno a 1700
La dedicación de las mujeres a la botánica y el ajuste del vocabulario: el ejemplo británico
El conflicto entre el comercio y el republicanismo en Suiza en torno a 1750
La educación de los héroes republicanos como futuros ciudadanos
El proceso pedagógico del mundo moderno: la promesa protestante
3. Los malentendidos protestantes: Max Weber y la ética protestante en América
El protestantismo y el capitalismo
La ética protestante frente al capitalismo
La ética protestante de Max Weber
Weber y el protestantismo americano
La ética política protestante y el anticapitalismo
La ética protestante en América
La doctrina de los Dos Reinos o el Reino de Dios en la Tierra
El fantasma de Tom Joad
PARTE II. El protestantismo reformado, el republicanismo clásico y la educación
4. El republicanismo clásico de Rousseau
Rousseau en la historiografía educativa: un análisis genético
El problema fundamental de Emilio en el lenguaje del republicanismo clásico
La éducation negative y la historia como educación moral y política
La Ginebra de Rousseau, ¿la república ideal?
La educación fuera de la patria
La «naturalidad» de la educación natural
El protestantismo calvinista y zuingliano
5. Las turbulencias lingüísticas: los debates americanos de 1776-1788
El lenguaje republicano clásico y moderno de 1776
Los debates después de la guerra de 1783
El debate constitucional de 1787
El debate educativo durante los años de formación
Los efectos
6. El pragmatismo, la cultura americana y el «Reino de Dios en la Tierra»
El Chicago de fin de siglo: los peligros de la metrópolis
La red protestante reformada de la Universidad de Chicago
El calvinismo y la Edad Moderna
El Reino de Dios en la Tierra
La democracia como redención
7. La langue como patria: la acogida ginebrina del pragmatismo
«C’est mon homme»
La psicología, el protestantismo reformista liberal y la evolución
El pragmatismo y la educación progresista
El protestantismo calvinista reformado y el luterano
La langue como patria
La acogida como actividad
PARTE III. El protestantismo luterano, la educación y la Bildung
8. La génesis de una ciencia educativa: los espíritus y las psicologías protestantes
El alma protestante
El laboratorio y el alma protestante
La educación americana y su ciencia: el pragmatismo y el conductismo
La educación alemana y su ciencia: la Geisteswissenschaftliche frente a la educación empírica
La educación y el luteranismo, el calvinismo liberal, y el presbiterianismo
9. La geisteswissenschaftliche Pädagogik alemana y la ideología de la Bildung
Los dualismos
La construcción de dos totalidades: la personalidad interior y el volkstaat nacional
La totalidad völkisch (nacional) como suelo abonado para la formación de la personalidad
La personalidad y la educación del Volk
La Bildung en un vacío social: la supuesta autonomía de la educación
10. Comparación de los lenguajes de la educación en Alemania, Suiza y Estados Unidos
Lenguaje, historia y educación en Alemania
La construcción de la historia de la filosofía dentro de la geisteswissenschaftliche Pädagogik
El problema de los viajes educativos al extranjero en el siglo xviii
El republicanismo clásico como lenguaje educativo
La atemporalidad y la historicidad
PARTE IV. La arqueología lingüística de los debates actuales
11. Globalizar la globalización: el concepto neoinstitucional de una cultura mundial
La educación y la tesis de la cultura mundial de la sociología neoinstitucional
La sociología y las tentaciones de la historia
La construcción lineal de una historia global y las instituciones de enseñanza
La investigación sobre globalización y educación
12. Conceptos, culturas y comparaciones: PISA y el doble descontento alemán
Los conceptos del debate doméstico: competencia, Bildung, conocimientos
El choque de los lenguajes religiosos
El «sistema» educativo, sus ingenieros y la psicología cognitiva
Algunas consideraciones sobre el mundo real y sus desafíos
La armonía interior y exterior y el doble descontento
Bibliografía
Fuentes inéditas
Fuentes publicadas
Agradecimientos
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Los lenguajes de la educación. Los legados protestantes en la pedagogización del mundo, las identidades nacionales y las aspiraciones globales
 9788499214702

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Daniel Tröhler

Los lenguajes de la educación Los legados protestantes en la pedagogización del mundo, las identidades nacionales y las aspiraciones globales Traducción del inglés de Roc Filella

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Colección Educación Comparada e Internacional, n.º 5 Colección dirigida por Miguel A. Pereyra (Universidad de Granada) Título: Los lenguajes de la educación. Los legados protestantes en la pedagogización del mundo, las identidades nacionales y las aspiraciones globales

Primera edición en papel: junio de 2013 Primera edición: diciembre de 2013 © Daniel Tröhler © Traducción del inglés de Roc Filella © De esta edición: Ediciones Octaedro, S.L. C/ Bailén, 5 – 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 – Fax: 93 231 18 68 www.octaedro.com – [email protected] Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-9921-470-2 Diseño y realización: Editorial Octaedro Digitalización: Editorial Octaedro

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Sobre el autor Daniel Tröhler es catedrático y director de la Unidad de Investigación sobre Lenguajes, Cultura, Media e Identidades de la Universidad de Luxemburgo. También es el compilador, junto a R. Barbu, de la reciente obra publicada en esta colección por Octaedro, Los sistemas educativos (2012).

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Prefacio Tom Popkewitz Este libro es una importante aportación a los estudios educativos. Su importancia reside en el empleo de la historia como práctica teórica y empírica que aúna y amplía múltiples campos de investigación. Su estudio se mueve por diferentes ámbitos y a) (re)visiona las raíces sustantivas y metodológicas que están en la base de los estudios históricos angloamericanos de la escuela moderna; b) desde el punto de vista metodológico, trasciende de los estudios nacionales mediante análisis comparativos, sin sucumbir a la universalización que se asocia al uso que hoy se hace de la globalización; c) aporta una arqueología de la producción cultural que hace inteligibles las reformas educativas actuales; d) traza la historia de las conexiones culturales, sociales y religiosas con que se estructuran las ciencias sociales y psicológicas en las que se cimientan la política, la pedagogía y el currículo de la escuela. Las intervenciones que estructuran este libro llevan consigo otro elemento importante para evitar el provincianismo intelectual, un provincianismo de carácter casi incestuoso en la erudición contemporánea, en que los estudiosos se interpretan bien en sus «círculos» (lo que en las tesis se llama «revisión bibliográfica»), pero ignoran las interconexiones con otros estudios cuyos debates sustantivos y metodológicos son importantes para un adecuado compromiso intelectual con el sujeto de la educación. Tröhler hace una minuciosa lectura por los ámbitos de la filosofía, la historia, las teorías lingüísticas de la cultura y la sociología para disponer su metodología e integrar las cuestiones institucionales y epistemológicas. A continuación se exponen estas aportaciones. Un tema fundamental que discurre por todo el libro es que el conocimiento que «nosotros» tenemos de la escuela y sus objetos es el núcleo sustantivo de sus estudios. El observador de los estudios educativos puede señalar a primera vista que el foco en el conocimiento no es «nuevo». Es un legado de los «estudios del currículo oculto» que quedaron acreditados públicamente con Life in the Classroom, de Phil Jackson (1968), y obtuvieron el reconocimiento durante los años setenta en la sociología de la educación en Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero el conocimiento no era importante en sí mismo. En esos estudios dominaba la investigación marxista, para la que las categorías, las distinciones y los patrones de comunicación eran epifenómenos y derivaban de los intereses sociales. Estos estudios siguen dominando aún hoy y son importantes para poner al descubierto las consecuencias sociales de la selección, la organización y la evaluación del conocimiento de la escuela.

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Lo importante aquí es que estos estudios no conceptualizan las cuestiones del conocimiento al desarrollar una metodología para indagar en la escuela. Las categorías de la educación se consideran objetos galileanos inmutables dentro de un espacio euclidiano (Noviembre, Camacho-Hübner y Latour, 2010). Objetos galileanos son la «adolescencia» o la clase social, cada una con unas cualidades ontológicas dadas para que represente unos tipos de personas. Estos fenómenos sociales se depositan en un espacio cerrado cuyas dimensiones están coordinadas, y sus postulados y otras propiedades se deducen. Investigar, por ejemplo, es observar a tipos de personas que constituyen el sujeto de las escuelas, y los postulados y las propiedades que ordenan las capacidades de la adolescencia y al aprendiente a lo largo de toda la vida. Tales temas se tratan como entes autónomos que se mueven por un espacio definido por diferentes dimensiones sociales y psicológicas. Las dimensiones son «variables» que definen elementos espaciales tales como la posición de diferentes poblaciones que «causan» las «brechas» en sus logros, el niño rezagado, y el ciudadano que habita en la imaginaria «sociedad del conocimiento». Al eliminar el carácter problemático del conocimiento de la educación, los principios producidos históricamente que ordenan, diferencian y dividen se reinscriben como la promesa de rectificación de los errores sociales. Sin embargo, el supuesto del conocimiento sobre los tipos de personas de la escuela tiene su origen no solo en los estudios pedagógicos, sino en importantes segmentos de la sociología y la antropología educativas, los estudios de política y la historia de la educación. Vistos superficialmente, los temas que se tratan en este libro pueden parecer irrelevantes para la eficiencia que propugna una postura ideológica, y las «salvajes desigualdades» producidas por la escuela que arguye una visión ideológica distinta de la educación. Pero sería una interpretación errónea. La relevancia de este libro para los estudios actuales está en sus métodos y análisis del conocimiento de la educación que Judith Butler, en un registro diferente, defiende a partir de una literatura feminista y poscolonial. Butler (1993) sostiene que el tema incuestionable que subyace en las tradiciones del currículo oculto implica múltiples cuestiones de poder ocultas en la retórica del cambio. La centralización del tema, dice, es una particular invención de la filosofía occidental. Tröhler da a ese tema matiz y complejidad históricos, lo cual conlleva, entre otras cosas, el estudio de los temas políticos y de la salvación religiosa en su relación con la educación en diferentes contextos europeos y americanos. Con estos estudios es posible considerar que cuando el conocimiento del sujeto se asume sin crítica alguna como el locus de la batalla por la emancipación y la democracia, los estudios de este tipo se reinscriben a partir de los principios que rigen la producción de los sujetos. La política de aceptar este tipo de sujeto es a la vez una consolidación y una ocultación de esas relaciones de poder. ¿Cómo se problematizan los temas de la educación? Tröhler se fija en la cuestión del conocimiento a través del concepto de los lenguajes, considerando estos como normas y estándares formados históricamente y a partir de los cuales se ven y se sienten las «cosas» de la escuela y se interviene en ellas. El uso particular y distintivo que Tröhler hace del lenguaje se sitúa en la tradición de Saussure y Whorf que se desarrolló a través

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de la Escuela de Historia de Cambridge (véase, por ejemplo, Pocock, 2003). Las preguntas que el autor plantea con el estudio del lenguaje tratan de las condiciones históricas/políticas a priori que conforman y determinan las fronteras epistemológicas y ontológicas dadas. Tröhler hace de esta interpretación histórica un sistema de estudio de las complejidades, los matices y las políticas actuales sin generar presentismo alguno. Los diferentes capítulos componen un ejemplar estudio interdisciplinar. Normalmente dudaría en utilizar estos términos por su uso exagerado y porque en el panorama actual pueden pecar de triviales. No ocurre así en este libro. Tröhler es, en el mejor sentido de la palabra, un intelectual que profundiza en la filosofía, la historia y las teorías sociales e institucionales para interpretar los fenómenos educativos. Este estudio de diferentes campos hace, en cierto sentido, que no sea tan fácil clasificar y ubicar su erudición, aunque no hay duda de que es deudora de las traiciones europeas de la historia y la filosofía. El hecho de centrarse en los lenguajes hace visible una corriente importante de la erudición angloamericana y continental sobre humanidades y ciencias sociales, los llamados «giros lingüísticos», la historia cultural y la historia del presente, entre otros (véase Bonnell y Hunt, 1999; Dean, 1994; Neubauer, 1999).1 Son estudios que forman parte de un debate interdisciplinar internacional de los campos de las humanidades, las ciencias sociales y la historia que raramente se contempla en el ámbito de la educación. Miguel Pereyra, de la Universidad de Granada, hizo un análisis de referencias de la historia de las publicaciones sobre educación americana (Popkewitz, Pereyra y Franklin, 2001, págs. 10 y 35). Descubrió que en la literatura relacionada con la historia de la educación no se citaba a las principales figuras de los actuales debates sobre historiografía, y que estos no se centraban en las tradiciones culturales históricas. Cuando hoy se aboga por atender al conocimiento del leguaje de la educación, se hace sin ningún análisis teórico y conceptual bien cimentado. Tyack y Cuban (1995), en uno de los estudios educativos históricos más importantes, concluyen su investigación sobre la reforma educativa con la observación de que los estudiosos han de prestar atención a «la gramática de la escuela».2 Pero esta defensa del estudio del lenguaje de la educación no debate sobre el lenguaje o el análisis sustantivo de lo que constituya una «gramática» como método de estudio. Es una expresión que se ha repetido con frecuencia en posteriores debates sobre la historia de la educación americana, pero las representaciones y el sistema de razonamiento que estructura los temas de la escuela se toman como «hechos» dados para explorar patrones institucionales e historias intelectuales. Los sólidos estudios de Tröhler ilustran la compleja interacción de los lenguajes de la educación y sus patrones institucionales. El autor se centra en el republicanismo como lenguaje político. Es un lenguaje que inscribe principios y relatos sobre la finalidad de la escuela y sobre quién es y quién debería ser el niño. La idea en que se asienta el estudio es que el ciudadano no nace sino que se hace. Los fundadores de la república moderna reconocían que la nueva forma de gobierno político exigía participación y que la educación era fundamental. Sin embargo, los lenguajes políticos no eran monolíticos. Aunque hablaban explícitamente de republicanismo y democracia, había distintas tesis culturales sobre el ciudadano que inciden en la escuela y la orientan. Se analizan las

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diferencias y se comparan mediante estudios del norte de Europa y de Estados Unidos. Basta con este hecho para que los estudios comparativos sean importantes para comprender que la educación posee cualidades que discurren como un sistema mundial; un sistema, sin embargo, que no es universal en sus tesis culturales sobre el bien común y el individuo que debe actuar como ciudadano. No obstante, el estudio de los lenguajes de la educación significa reconocer que los objetos particulares de la escuela se aúnan a través de múltiples trayectorias históricas. Permítame el lector que ponga un ejemplo relacionado con las tesis de este libro. Muchos de los intelectuales a los que se asocia con la Educación Progresista y que encarnaron los lenguajes republicanos, participaron cierto tiempo en el Movimiento del Evangelio Social. Fue un movimiento que iba a introducir la ética cristiana (calvinista) en la política social y las condiciones sociales relacionadas con la vida urbana. Muchos edificios de mi universidad llevan el nombre de científicos sociales que fueron miembros del Movimiento del Evangelio Social influyeron en las reformas políticas y económicas asociadas con el Progresismo, y posteriormente contribuyeron de forma importante a las políticas del New Deal nacional durante la Gran Depresión de Estados Unidos. Las reformas progresistas encarnaban este reformismo protestante, un reformismo que iba dirigido, entre otros problemas, a la cuestión social generada por las condiciones de la ciudad y los desórdenes morales de sus habitantes. Las teorías y los métodos de las ciencias domésticas, las psicologías de la educación y la sociología de la comunidad que acaban de cobrar cuerpo en Estados Unidos, se centraron en mapear las cualidades sociales y psicológicas del niño y la familia urbanos. Las teorías inscribían las ideas pastorales protestantes de comunidad para determinar el bien común y erradicar la abstracción y la marginación asociadas con la sociedad moderna. Los lenguajes de estas ciencias, como analiza Tröhler, reunieron elementos del primer reformismo protestante del siglo XX y el republicanismo clásico. De modo que los escritos de Dewey y otros iconos de la educación progresista americana no son simples proyectos de producción del ciudadano democrático y modernización de la escuela. Como bien analiza Tröhler, las ciencias pedagógicas encarnaban una particular selección de ideas, conceptos y autores. Las ideas estaban estrechamente vinculadas a la creación del Estado moderno, las ciencias sociales y la formación de una experiencia asociada con la profesionalidad. La verosimilitud de estas prácticas conllevó un movimiento populista, urbano y de reforma protestante, que hizo posible el moderno Estado del bienestar. El lenguaje de la educación, pues, es algo más que una cualidad técnica para describir la vida, un representante de las intereses sociales, o la localización de caminos para enmendar los errores sociales. Los lenguajes de la educación tienen una materialidad. Tröhler habla del «lenguaje que interpreta y construye». Esta doble cualidad se produce en los complejos ensamblajes de diversas prácticas sociales, culturales, políticas y religiosas en unos espacios y tiempos particulares. En este sentido teórico del lenguaje, el libro analiza sutil y necesariamente los contextos culturales a través de los cuales la «naturaleza» del niño de que se habla en las sociologías y las psicologías de la educación se convierte en sujeto de la educación, y en vía de un cambio redentor para la sociedad y

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para el propio individuo. En estos estudios del lenguaje de la educación se ponen de manifiesto las limitaciones de la tendencia a la autodefinición nacional de la escuela. Lo habitual es considerar que las escuelas son instituciones modernas, sin embargo, no son instituciones universales y monolíticas, como tampoco las puede interpretar correctamente el provincianismo de los estudios nacionales. El libro de Tröhler pone en cuestión esta visión miope. Desde de la idea alemana de Bildung a las figuras fundadoras de la Revolución Americana y las actuales evaluaciones internacionales de los estudiantes, la intersección de los lenguajes políticos, religiosos, sociales y culturales ordena y categoriza los principios rectores de las prácticas de la escuela y sus reformas. El límite de la provincianización de la escuela se puede rastrear, casi como si de una tradición popular se tratara, en una serie de estudios americanos. Las diferentes variantes de la historia de la Educación Progresista americana hablan de movimientos progresistas que ganaron y perdieron. Es un relato histórico sobre la victoria utilitarista que encarnan las preocupaciones psicométricas de Thorndike y la derrota de la idea de virtud cívica emblemática de la psicología antológica de John Dewey. Las tesis de este libro desvelan la simplicidad intelectual de tales conclusiones en términos de victorias y derrotas al hablar de las cuestiones de la educación. No se trata de que unos ganaran y otros perdieran. Lo importante es cómo los psicólogos se convirtieron en los árbitros de la verdad de los fenómenos educativos y, con ello, la idea de qué constituye la cultura política inscrita como el sujeto educado. Los estudios de Tröhler dar respuesta a esta pregunta. Examinan el lenguaje del protestantismo en diferentes contextos europeos y en los debates americanos de las ciencias de la educación. Los lenguajes se tratan como prácticas culturales sobre el ciudadano que encarna la virtud colectiva y cívica o el bien común. Los lenguajes del bien común y del individuo/ciudadano virtuoso en el contexto de las ideas americanas de excepcionalidad nacional son los que discurren en el pragmatismo de Dewey y la psicología del conexionismo de Thorndike. Los capítulos que Tröhler dedica al pragmatismo americano y la Escuela de Sociología de Chicago de principios del siglo XX, por ejemplo, analizan claramente el ensamblaje de determinadas tesis culturales y políticas que van aparejadas a las cualidades salvacionales de los movimientos de reforma calvinistas en la construcción del sujeto educativo. Empezaba este prefacio señalando que este libro (re)visiona las raíces sustantivas y metodológicas que se encuentran en la base de los estudios angloamericanos de la escuela moderna. La tendencia ha sido objetivar el archivo tratando sus materiales almacenados como los «verdaderos» hechos que se extraen para contar la verdad histórica. Esta práctica de la historiografía educativa tiene sus orígenes en una mezcla de filosofía analítica inglesa e idealismo alemán. Subraya el valor de verdad de la estructura descriptiva y longitudinal de los sucesos y las ideas a las que se ha llegado a través de la ordenación y el archivo de los materiales. Esta idea de fuente del conocimiento es en sí misma tanto paradójica como ahistórica. Ahistórica porque hay un falso reconocimiento del archivo como «hecho» objetivo y no como invención del historicismo idealista alemán del siglo XIX, que pretendía establecer que su campo era tan científico como las

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ciencias positivistas que cuestionaban su posición social. «Ve» su deber histórico en la evolución de la escuela como entidad que se mueve a través de un espacio cambiante, y que funciona como los objetos galileanos cuyas propiedades están depositadas en un espacio euclidiano. El archivo sigue siendo importante, pero el estudio de Tröhler trata sus artefactos de modo un tanto diferente. Los materiales de archivo se convierten en sucesos para comprender sus condiciones de posibilidad, y no en «datos» que sirvan de objetos ontológicos del conocimiento con los que se construyen explicaciones. Estos estudios no se limitan a rastrear los cambios en la evolución de las ideas como haría el historiador intelectual. También exigen repensar la idea de causalidad que subyace en gran parte de la ciencia social y la historia actuales. Es una idea de causalidad que ubica las prácticas de la escuela en un único origen —sea que surjan de la formación de la nación moderna o como respuesta a la industrialización/urbanización—. En los diferentes capítulos del libro, la producción de la escuela se interpreta como parte de prolongados procesos históricos cuyos principios se conjuntan y conectan mediante múltiples patrones diferentes, entre ellos los discursos religiosos, políticos, filosóficos, sociales y culturales. Utilizaré uno de los estudios de Tröhler para ilustrar esta estrategia metodológica. Dice este que existe «un reflejo educativo», es decir, la arraigada idea de que la educación es la panacea para las dolencias de la sociedad y para corregir las insuficiencias de otras instituciones sociales. La idea está en la base de una de las historias más importantes del currículo americano. Su título, The Struggle for the American Curiculum (La batalla por el currículo americano) (Kliebard, 1987), apunta a lo que se conoce como historia del currículo en Estados Unidos. Pone al descubierto el interior de la escuela observando las ideas con que se organizan las pedagogías de la educación. Desde su publicación, el libro ha sido un modelo importante de erudición histórica. Sin embargo, su análisis reitera el concepto de «reflejo educativo», una idea de sentido común. Tröhler pregunta cómo es posible «pensar» y actuar a través de este «reflejo». Analiza su aparición en las tensiones culturales del capitalismo del largo siglo XVIII, el republicanismo clásico y la escuela de una parte de la Suiza protestante y Gran Bretaña, cuando se producían grandes transformaciones con una determinada forma de capitalismo que cambió la relación entre Gobierno y ciudadanos. Esa transformación puso en primer plano intereses personales privados que masculinizaron la cualidad femenina de la pasión como encarnación del ciudadano patriótico que representaba el bien común. Era el lenguaje de las ideas protestantes del espíritu, de una psicología del autoexamen del yo interior. La educación del espíritu en las virtudes públicas se convierte en solución del conflicto entre la economía y la república clásica. El estudio de los lenguajes de la educación abre una alternativa a la reflexión sobre la educación progresista americana de inicios del siglo XX. Los movimientos reformistas del Progresismo conectaron en el ámbito internacional con el reformismo protestante y fueron reconocidos como la «cuestión social». Rodgers (1998), por ejemplo, sostiene que la era progresista (aproximadamente entre 1880 y 1920) fue parte de un cruce noratlántico más amplio de políticas e ideas que se extendieron de Bogotá a Berlín. El

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Estado negativo asociado al laissez-faire se materializó en programas que sirvieran de medida de seguridad contra la vejez y la enfermedad, y el Estado de alivio de la pobreza pasó a integrarse en la agenda política social. Los reformadores protestantes de Dinamarca, Gran Bretaña, Francia, Alemania y Estados Unidos defendían la propiedad local de los tranvías, la planificación de la ciudad, la seguridad de los obreros, la reconstrucción social del campo, la construcción de viviendas modernas con las correspondientes reglamentaciones, para abordar con todo ello los problemas y las necesidades de la industrialización y la urbanización. Las reformas daban testimonio de la progresiva conciencia de la naturaleza socialmente construida del capitalismo de mercado y la política de reforma de un nuevo tipo cosmopolita. Los movimientos de reforma no fueron exclusivos de un país, sino que circularon por la Sociedad Fabiana inglesa, el Congreso Social Evangélico alemán, el Museo Social francés y el movimiento de la Casa de Acogida, este último como el más notable proyecto social protestante trasatlántico (Rodgers, 1998). La Casa de Acogida de Chicago influyó de forma importante en la Escuela de Sociología de la ciudad, nacida en esa época, y también en John Dewey y George Herbert Mead, de todo lo cual habla Tröhler en este libro. Este enfoque metodológico pone en entredicho el sentido común de los estudios actuales que, como apuntaba antes, busca unos orígenes únicos que evolucionaron hasta la actualidad. Los estudios de este libro implican la conexión y el ensamblaje de múltiples trayectorias históricas que también están desconectadas de su «pasado». La consecuencia no es meramente la suma de sus partes, sino algo distinto. Así lo reconoce Tröhler, y cuestiona con actitud provocadora las creencias de la historiografía de la educación actual mediante el examen del lenguaje de la educación como elemento que encarna temas de salvación. Estos temas se unen y conectan con determinados elementos de los movimientos religiosos. Historias de países europeos y norteamericanos actuales y estudios sobre múltiples modernidades han ilustrado los largos procesos por los que los lenguajes de la religión se han (re)visionado como el punto álgido de los procesos de secularización. Las ideas de cultura cívica y de bien común del pensamiento político y la educación occidentales, dice Tröhler, (re)visionan elementos de la Reforma y la Contrarreforma.3 El autor distingue minuciosamente, por ejemplo, la tradición del «espíritu» luterana alemana de la calvinista (y zuingliana) suiza, y sus sendas de redención en las culturas políticas del republicanismo en las escuelas suizas, holandesas y americanas; las escuelas contrastan con la idea luterana del individuo traducido y secularizado en la idea de Bildung. Si los estudios de este libro se abordan de este modo, es posible imaginar metafóricamente que los fenómenos de la escuela están formados por una red o cuadrícula o, como dicen Deleuze y Guattari (1984), un «rizoma» a través del cual se da inteligibilidad a las «cosas». La idea de red o cuadrícula equivale a la de receta para elaborar un pastel. Este se hace con unos ingredientes mezclados en unas determinadas proporciones. El resultado es «el pastel», un objeto o una categoría determinante que aparece con su propia existencia ontológica. El sujeto del pragmatismo del actual

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Programa de Evaluación Internacional de los Estudiantes (PISA) de la OCDE que Tröhler debate, funciona como un pastel; es decir, unas categorías que se forman mediante unas determinadas cuadrículas o redes y que hacen posible determinados tipos de pensamiento y acción. La idea teórica de lenguaje que Tröhler emplea permite explorar estas cuadrículas a través de las cuales los objetos de la escuela se hacen verosímiles y manejables. La amplitud del estudio histórico nos deja con una nueva forma de interpretación y método. Una forma práctica, no en el sentido utilitarista de decir lo que se ha hecho y cómo utilizarlo para ordenar lo que va a ser o deba ser el futuro. Es práctica en el sentido de contemplar con mirada más compleja las condiciones del presente. Hace posible considerar que lo que parece natural, necesario o inevitable es histórico y, por consiguiente, debilita la aparente causalidad de la vida social. Si volvemos a las ideas del currículo oculto, en este punto es evidente por qué no basta ni es adecuado «ver» el conocimiento como epifenómeno de los intereses sociales. Las ideas de multiculturalismo, brecha en los logros y sistemas mundiales —las palabras con que se clasifican los análisis actuales de la escuela— no se refieren meramente a la racionalidad ni a quién la posee en más alto grado para propiciar el progreso; a si una mayor eficiencia dará mayor acceso a todos los niños, ni al debate ideológico sobre qué conocimientos incluir: estos debates están determinados y configurados en un conjunto de principios formados en la intersección de diferentes lenguajes. Estos lenguajes encarnaron los temas de la salvación y la redención que nunca se refieren simplemente a la propia inclusión o diferencia. Leer este libro es como leer uno de Tocqueville moderno, cuyos viajes hicieran posible «ver» las creencias y la lógica del Nuevo Mundo y Europa de una forma que antes no estaba al alcance. Tröhler proporciona formas de ver las cosas que yo nunca había visto con anterioridad; convierte los hechos cotidianos de la escuela en sucesos a los que hay que prestar atención histórica, y aporta relatos para revisar tanto el conocimiento de la escuela como sus exigencias metodológicas. Todos estos diferentes aspectos hacen del libro una de las aportaciones tan escasas como importantes al estudio de la educación. Referencias Bonnell, V.; Hunt, L. (comps). (1999). Beyond the cultural turn: New directions in the study of society and culture. Berkeley, C. A.: The University of California Press. Butler, J. (1993). Bodies that matter: On the discourse limits of «sex». Nueva York: Routledge. (Traducción castellana: Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del «sexo», Buenos Aires: Paidós, 2002.) Dean, M. (1994). Critical and effective histories: Foucault’s methods and historical sociology. Nueva York: Routledge. Deleuze, G.; Guattari, F. (1984). A Thousand Plateaus: Capitalism and Schizophrenia. (Trad. Brian Massumi.) Minneapolis: University of Minnesota Press. (Traducción castellana: El anti Edipo: capitalismo y esquizofrenia, Barcelona: Paidós, 2010.) Hunt, L. (1989). The new cultural history. Berkeley: University of California Press. Kliebard, H. (1986). Struggle for the American Curriculum. Londres: Routledge and Kegan Paul. Neubauer, J. (ed.) (1999) Cultural History After Foucault. Nueva York: Aldine de Gruyter. November, V.; Camacho-Hübner, E.; Latour, B. (2010). «Entering a risky territory: space in the age of digital

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navigation». Environment and Planning D. 28: 581-599. Pocock, J. (2003). Machiavellian moment: Florentine political thought and the Atlantic republican tradition. Princeton: Princeton University Press. (Traducción castellana: El momento maquiavélico: el pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Tecnos, 2008.) Popkewitz, T.; Pereyra, M.; Franklin, B. (2001) «History, the Problem of Knowledge, and the New Cultural History: An Introduction». En: Pop​kewitz, T.; Franklin, B.; Pereyra, M. (comps.) (2001). Cultural history and critical studies of education: Critical essays on knowledge and schooling (págs. 3-42). Nueva York: Routledge. (Traducción castellana: Historia cultural y educación: ensayos críticos sobre conocimiento y educación, Pomares-Corredor, 2003.) Rodgers, D. (1998). Atlantic crossings: Social politics in a progressive age. Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press. Tyack, D.; Cuban (1995) Tinkering toward utopia: a century of public school reform. Cambridge: Harvard University Press. (Traducción castellana: En busca de la utopía: un siglo de reformas de las escuelas públicas, México: FCE, 2001.) Tröhler, D.; Popkewitz, T.; Labaree, D. (comps.) (2011). Schooling and the Making of Citizens in the Long Nineteenth Century: Comparative Visions. Nueva York: Routledge. Tröhler, D.; Schlag, T.; Osterwalder, F. (comps.) (2010). Pragmatism and Modernities. Róterdam: Sense Publishers. 1. Véase, por ejemplo, Tröhler, Schlag y Osterwalder, 2010. 2. En la actual ISI Web of Science, hay 439 citas de esta obra desde 1995 hasta el momento de escribir este prefacio. Estas referencias a la gramática de la escuela funcionan como el topói de un concepto no cuestionado en las narraciones históricas. El índice de reconocimiento mediante las citas se puede comparar a las citas de los cruces atlánticos de Rodgers de que he hablado anteriormente. El último libro se publicó tres años después y contiene tres citas de publicaciones sobre educación, de la cuales solo una estaba relacionada con la historia de la educación (Paedagogica Historica, una publicación europea). En este índice de citas no aparece la revista History of Education Quarterly. 3. Hablo de religión en sentido amplio, como disposición cultural ante los modos de vida y sobre cómo se han de alcanzar la felicidad y la plenitud. Pero la palabra no se puede aplicar adecuadamente a las tradiciones de Asia relativas, por ejemplo, al confucionismo y el taoísmo. Llamarlas religiones fue un invento de Occidente en el siglo XIX para racionalizar la diferencia a partir de su propio sistema de clasificación. Las inscripciones de disposiciones culturales a partir de la Reforma y la Contrarreforma en las diferentes formas de republicanismo y escuelas se analizan en los estudios de casos de Tröhler, Popkewitz y Labaree (2011).

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Nota a la edición castellana de este libro Daniel Tröhler Los protestantismos: guía breve y necesariamente superficial para la lectura de este libro Este libro trata de la incidencia que el protestantismo ha tenido en el pensamiento educativo del mundo occidental. Es de vital importancia comprender que en torno a 1500 se produjeron diferentes reformas protestantes, muchas de las cuales han sido olvidadas. El libro se ocupa de los tres protestantismos mejor conocidos hoy. Tienen su origen en tres reformistas: uno, de Alemania, y dos, de Suiza. Disentían en muchas aspectos; diferencias que aún desempeñan un papel esencial en el discurso educativo de hoy. Las que tratamos aquí no son tanto teológicas o metafísicas como políticas y éticas. Las tres doctrinas La primera reforma se remonta al monje agustino Martín Lutero (1483-1546), de Wittenberg. Lutero cuestionó enérgicamente la afirmación de la Iglesia católica de que se puede comprar con dinero (con indulgencias) el perdón de Dios y, por consiguiente, evitar su castigo. De este modo, cuestionó la legitimidad de una importante fuente de ingresos de la Iglesia católica. Según Lutero, la salvación no se gana con actos (ni con dinero), sino que se recibe como don gratuito de la gracia de Dios a través de la fe en Jesucristo, redentor del pecado. En consecuencia, cuestionaba la autoridad del Papa de la Iglesia católica y romana, y predicaba que la Sagrada Biblia es la única fuente de conocimiento de revelación divina. Por ello se oponía al sacerdocio, es decir, a la creencia de que los sacrificios propiciatorios para la redención del pecado requieren la intervención del sacerdote. Para Lutero, la religión es una relación personal entre el alma de la persona y Dios, una relación en la que median la oración y la lectura (con fe) de la Sagrada Biblia (traducida a la lengua vernácula). En el ámbito político, el luteranismo es indiferente, incluso conservador, y llega a aceptar la tiranía. La salvación no es de este mundo; en la Tierra, el individuo ha de aceptar la injusticia y la violencia del gobernante. La libertad no es política, sino interior y/o está en la otra vida. La segunda reforma se inicia con el humanista de Zúrich Ulrico Zuinglio (1484-1531). Influido por sus estudios humanistas en Viena y Basilea —dos de los centros europeos del Humanismo—, Zuinglio cuestionó la corrupción —concepto fundamental del antiguo republicanismo clásico o el humanismo cívico— de la Iglesia católica. Promovió el matrimonio de los clérigos y atacó la costumbre de ayunar durante la Cuaresma,

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aduciendo que de la Biblia no se puede deducir ninguna norma general válida sobre la alimentación, y que transgredir una norma de este tipo no es pecado. La única autoridad es la Sagrada Biblia; su lectura (en lengua vernácula) es el acto religioso relevante de la persona. Asentado en el humanismo (cívico), Zuinglio rechazaba las monarquías, con sus peligros de corrupción, y estaba a favor de las repúblicas, donde las autoridades políticas gobernarían el Estado, pero deberían rendir cuentas a los teólogos. La tercera reforma se remonta al humanista y doctor en Derecho, el francés Calvino (1509-1564). Unos veinticinco años más joven que Lutero y Zuinglio, Calvino pertenece a la segunda generación de reformistas de Wittenberg (Phillip Melanchthon) y Zúrich (Heinrich Bullinger). Estuvo influido por la tradición agustiniana, que le llevó a ocuparse de la doctrina de la predestinación y de la soberanía absoluta de Dios en la salvación del alma humana de la muerte y la condenación eterna. La gracia no se puede alcanzar, ni siquiera con la vida más virtuosa; está predestinada. A diferencia de Lutero, la formación humanista de Calvino hizo que defendiera una idea de relevancia política; y a diferencia de Zuinglio, Calvino no pretendía defender el poder político aparte de la Iglesia. Su lucha era por una clara república teocrática. La difusión El luteranismo se impuso en la mayoría de las zonas septentrionales de Alemania y en todos los países nórdicos. El zuinglismo quedó restringido a una gran parte de la Suiza de habla alemana y a algunas ciudades del sur de Alemania. El calvinismo se exportó con éxito; encontró misioneros en Escocia, Irlanda del Norte, Inglaterra, los Países Bajos y en toda la ribera alemana del río Rin. En Suiza, a principios del siglo XVIII, destacados teólogos protestantes establecieron un compromiso entre el zuinglismo y el calvinismo, e introdujeron con mucha mayor fuerza la idea de libertad en el calvinismo (formula consensus, 1723). La complejidad de las diferentes reformas empezó con la historia política de Inglaterra y el reinado de Enrique VIII (1491-1547), quien (sobre todo, por razones personales) se apartó de la Iglesia romana y creó la Iglesia anglicana, forzando y reforzando el poder del reino. En esta transformación se popularizó la idea del calvinismo. Sin embargo, a la muerte de Enrique VIII, María I de Inglaterra se convirtió en reina e intentó recatolizar Inglaterra, lo que supuso la persecución de los protestantes. Muchos de ellos iniciaron una emigración interior, y otros huyeron a Alemania o Suiza. Zúrich pasó a ser el centro de los calvinistas ingleses, donde estos se familiarizaron con los ideales políticos de la reforma de Zúrich (el humanismo cívico o republicanismo clásico). A la muerte de María I y con el reinado de Isabel I, que estableció una iglesia inglesa protestante, los protestantes ingleses regresaron a Inglaterra e integraron la teología de Calvino con el humanismo político de Zuinglio. Sin embargo, la iglesia anglicana se fue imponiendo cada vez más, y los protestantes ingleses desarrollaron modelos religiosopolíticos congregacionales con la idea de autogobierno. Debido a la persecución por parte de la monarquía británica y de la Iglesia anglicana, los protestantes ingleses, simbiosis de calvinismo y zuinglismo, desarrollaron una sólida comunidad basada en la cultura política

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protestante de autogobierno. De estas culturas protestantes salieron a partir de 1620 los primeros peregrinos que abandonaron Inglaterra para asentarse en las colonias del otro lado del Atlántico. Los principales grupos de peregrinos ingleses eran congregacionales o baptistas; en cambio, a los calvinistas de Escocia y de Irlanda de Norte se les llamó presbiterianos. Los luteranos alemanes y norirlandeses llegaron después, sobre todo, en el siglo XIX. Los dominios y los efectos perdurables La cultura americana está fuertemente influida por los protestantes, congregacionales y baptistas (calvinistas zuinglianos o protestantes reformados) ingleses, y fueron estos protestantes reformados quienes contribuyeron a la idea de autogobierno republicano tal como se encuentra en torno a 1776. Más tarde, el pragmatismo asumiría esta idea y la formularía como ideal educativo: el intercambio mutuo, el aprendizaje en colaboración. El luteranismo, en cambio, siguió dominando en Alemania, ignoró las ideas de autogobierno político y fijó su objetivo en la consecución por parte de la persona de la perfección interior, llamada Bildung. Si el primero (el pragmatismo) era empírico dentro del marco ideológico del congregacionismo protestante, el segundo (el luteranismo) era puramente idealista y opuesto a la relevancia de la experiencia. De estas ideologías surgieron los dos sistemas de ciencias de la educación; los cuales, al parecer, aún no han reconocido sus propias ascendencias religiosas. Entre los siglos XVIII y XX, los tres protestantismos vivieron un «despertar» (awakening). Este término se emplea para referirse a los períodos de resurgimiento religioso que se caracterizaron por un renacimiento generalizado (dirigido por los ministros protestantes evangélicos), un intenso aumento del interés por la religión, un profundo sentimiento de culpa y redención por parte de los afectados, una mayor cantidad de fieles de la Iglesia evangélica y la formación de nuevas confesiones y movimientos religiosos. En Alemania, en el siglo XIX y con el nombre de Neuerweckung, había un movimiento sobre todo neopietista, escéptico ante la institución de la Iglesia, y que promovía aún más la idea de pureza interior. En la Suiza occidental y la Francia protestante meridional, se produce el Réveil (renacimiento o despertar) a partir de 1814 y a lo largo de todo el siglo XIX. La familia de Jean Piaget, en especial su madre, formó parte de este movimiento de reforma profundamente protestante. Y en Estados Unidos hay tres movimientos de despertar bien definidos. Para lo que se expone en este libro, es importante el «segundo gran despertar», un renacimiento religioso que se produjo a finales del siglo XVIII y que se prolongó hasta mediados del siglo XIX, con especial fuerza en el Noreste y el Medio Oeste; tuvo una enorme influencia en las familias de los posteriores pragmatistas (James Hayden Tufts, George Herbert Mead, John Dewey). Los propios pragmatistas desarrollaron sus ideas en el contexto del «tercer gran despertar» de la segunda mitad del siglo XIX, que se caracterizó por las nuevas confesiones protestantes reformadas, por un trabajo misionero muy activo, y también por el planteamiento de los problemas sociales a la luz del evangelio social. Las otras confesiones protestantes, la presbiteriana y la luterana, no se involucraron en la misma medida en este tipo de

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actividades cristianosociales protestantes.

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1. Introducción Los lenguajes de la educación Vamos a ver en las siguientes páginas cómo pensamos, hablamos o escribimos sobre la educación. Y ese «nosotros» se refiere a una comunidad imprecisa e indefinida de personas que, de forma constante u ocasional, se ocupan de temas educativos. Esta comunidad interconectada solo en parte y aún sin excesiva fuerza no se reduce a los estudiosos o expertos en educación, sino que incluye a políticos, padres y ciudadanos en general interesados en la educación. No se rige por estatutos, sino por la común convicción de que determinadas circunstancias sociales se deben entender como educativas, incluida la idea vaga o precisa que se tenga del niño, el adolescente y el adulto —es decir, del ciudadano— como objetivo de la educación. El concepto de «educación» es inclusivo e impreciso. Incluye la educación moral o del carácter y también la escuela, la educación permanente o la profesional, y se centra en el sujeto de la educación: el niño, el alumno, el estudiante, el futuro ciudadano; en los objetos de la educación: el currículo en su sentido más amplio; en los interesados: los padres, los administradores o los profesores; y en las instituciones de educación: la familia o la escuela. Y la atención al «cómo pensamos, hablamos o escribimos sobre la educación» no tiene como objetivo primordial el qué pensamos, hablamos o escribimos sobre la educación, es decir, no se refiere a ideas, conceptos o razonamientos singulares representados por filósofos, políticos o educadores. El cómo pensamos se centra más en los modos o modalidades distinguibles de pensar, hablar o escribir sobre la educación. Estos modos o modalidades se llaman los lenguajes de la educación. Al hablar de los lenguajes de la educación no se pretende establecer un sistema exclusivo ni abarcar todas las cuestiones educativas importantes. Tampoco se quiere construir programas informáticos que contengan un minucioso sistema de análisis con el que poder identificar de forma fácil e inequívoca los distintos modos o modalidades de las reflexiones y manifestaciones orales o escritas sobre educación. Lo que se ambiciona es comprender la pregunta de por qué las personas comparten convicciones al identificar determinadas circunstancias sociales como cuestiones educativas o, quizá en un sentido más empírico, por qué empiezan a pensar que ciertas circunstancias sociales deben ser identificadas como cuestiones educativas que incluyen una diversidad de patrones, y cómo estos patrones de pedagogización evolucionaron en el tiempo hasta la actualidad. Así pues, se trata de un enfoque «empírico», pues se ocupa de los lenguajes de la educación que realmente se emplean; es «histórico», porque estos lenguajes surgieron en un determinado momento y fueron más o menos dominantes en las diferentes épocas y lugares, y evolucionaron a lo largo de los siglos; y es analítico, porque la identificación de

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los diferentes lenguajes de la educación facilita los medios para reflexionar sobre nuestros propios pensamientos. Y, como cuarta característica, el enfoque es «internacional y comparativo», porque los lenguajes de la educación no tienen las mismas limitaciones que las ciencias sociales. El hecho, por ejemplo, de que las juntas escolares — constituidas por personas corrientes que han de supervisar las escuelas locales— existan básicamente solo en Estados Unidos, algunas provincias de Canadá y Suiza, es un fenómeno que ninguna ciencia educativa en sentido tradicional podría explicar. Sin embargo, si se consideran los lenguajes de la educación que dominan en esas partes del mundo, se comprende mejor dicha realidad. No abarcaremos en estas páginas todos los lenguajes imaginables de la educación, ni identificaremos cualquier aparición de lenguajes en todas las posibles situaciones históricas que se hayan dado hasta la fecha. De todas formas, no existen modos o modalidades infinitas de cómo pensar, hablar y escribir sobre la educación. Al contrario, se supone que solo existen unos pocos lenguajes de la educación, y probablemente se puedan contar incluso con los dedos de una mano. Este libro va a tratar de dos de ellos, afirmando que han sido, con mucha diferencia, los lenguajes más dominantes de la educación en los últimos siglos y hasta la actualidad. Pero ambos tienen profundas raíces que, en los actuales discursos educativos, y como norma general, ya son difícilmente reconocibles. Sin embargo, esto no significa que no sean efectivas, todo lo contrario, y es objetivo de este libro sacarlas a la luz y analizar cómo influyen en nuestra forma de pensar, hablar y escribir sobre educación. Estas raíces ocultas son religiosas, más exactamente, protestantes, y se distinguen entre dos confesiones del protestantismo: el luteranismo alemán y el calvinismo suizo. Estos lenguajes religiosos no se limitan, ni mucho menos, a cuestiones teológicas tales como la naturaleza de Dios, la Iglesia y los sacramentos, sino que incluyen también (y de forma primordial en este libro) la cuestión de la organización terrenal de la vida. Por consiguiente, incluyen también ideales de la política y el orden social, y formas supuestamente ideales de educar en este orden a las nuevas generaciones. Relacionar la educación con la religión a menudo provoca desinterés o la sospecha de que se tienen planes religiosos ocultos. Que quede claro que este libro no tiene intención ni de evangelizar a los lectores ni de demonizar la religión, en absoluto. No es un alegato ni a favor ni en contra del protestantismo, ni una reivindicación de más o menos valores cristianos. El libro se limita a analizar el hecho de que nuestra forma de pensar, hablar y escribir sobre la educación —es decir, nuestros lenguajes educativos dominantes— tienen relaciones ocultas con los ideales religiosos y políticos, un fenómeno sobre el que este libro se propone despertar la conciencia. El propio hecho de que la religión afecte a nuestra forma de pensar, hablar y escribir sobre educación sin que medien signos visibles ni identificables, no la hace menos efectiva, sino más. Las primeras personas que pensaron que la religión no necesita ningún signo visible para ser fuerte (que los signos externos en realidad lo son de una fe equivocada) fueron sin duda los protestantes del siglo XVI. Dios, según su ideal, no se relaciona con las personas gracias a la intermediación visible y tangible de la Santa Madre Iglesia, sus personas consagradas, el

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incienso, las campanas ni los ornamentos, sino por el hecho de que Dios «habla» en silencio al alma de quien lee la Biblia y reza con fe. En este contexto, se popularizó la idea anticatólica de la «iglesia invisible» como congregación de los fieles creyentes, unos fieles que, en el largo siglo XVIII, se negaban a asistir al servicio en la iglesia y hasta a la comunión. El punto de referencia del protestantismo siempre fue el alma de la persona, y no es casualidad que casi todos los primeros psicólogos del siglo XIX fueran hijos de ministros protestantes: utilizaban métodos científicos como los del experimento y la observación para estudiar, conscientemente o no, la idea religiosa fundamental de su origen y socialización, el alma, a la que habían bautizado simplemente con su nombre griego de Ψυχή (psiqué). Sin embargo, los psicólogos de formación luterana o calvinista tuvieron tipos diferentes de psicología, con los consiguientes efectos distintos en las teorías educativas. Con estos antecedentes, las prácticas explícitas o las manifestaciones verbales poco dicen sobre las raíces de lo que la persona piensa, dice o escribe: las confesiones cristianas públicas no son necesariamente garantía de fe cristiana. También es verdad lo contrario, por supuesto. Por ejemplo, el hecho a menudo mencionado en la filosofía educativa de que John Dewey, después de mudarse de Ann Arbor a Chicago en 1894, no se integrara en ninguna iglesia de la ciudad, no significa que se emancipara de los orígenes religiosos de su propia vida y su filosofía. Su famoso Mi credo religioso (Dewey, 1897; 1997) es más una forma fácil de demostrar que no había abandonado sus orígenes religiosos: credo, creo, Dios verdadero o verdadero Reino de Dios son sin duda palabras y expresiones religiosas que indican un lenguaje religioso no solo en relación con la educación. Sin embargo, la tarea de identificar un fondo (o lenguaje) religioso del pensamiento, el discurso y el relato educativos se hace mucho más difícil cuando el autor no emplea conceptos explícitos como los de Dios, credo o redención. Steven C. Rockefeller (1991) tiene razón al señalar el hecho de que durante cuarenta años, después de Mi credo pedagógico, Dewey no empleara más la idea de Dios (pág. 234). ¿Pero significa esto necesariamente que las ideas religiosas dejaron de influir en la interpretación que Dewey hacía de las circunstancias sociales como cuestiones educativas y en sus ideas sobre la educación? ¿La forma en que Dewey describe el ideal de la «gran comunidad» en La opinión pública y sus problemas (Dewey, 1927/1954, pp. 143 y ss; 2004), por ejemplo, no refleja, al menos en cierto grado, la congregación protestante y su implementación educativa en las condiciones de la modernidad? La mayor parte de lo que, en los últimos cien años, se ha pensado, dicho o escrito sobre educación pretende ser, o realmente sus autores creen que es, moderno, laico o racional. El reto fundamental está en reconocer los lenguajes educativos en que se representan esas ideas, afirmaciones o escritos: el legado religioso que comparten aunque no usen palabras tan llamativas como las de «Dios», «credo» y «redención», y aunque no las pronuncien teólogos, sacerdotes o pastores, sino científicos de la educación, políticos, padres o ciudadanos sin hijos. La herramienta metodológica para reconocer esos lenguajes se desarrolló básicamente hace un siglo en la lingüística, y en las últimas décadas se ha aplicado, con bastante libertad, al análisis de los lenguajes políticos (por

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ejemplo, véase Pagden, 1987). La herramienta consiste en una distinción, un tanto simple, que se remonta al lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure (1857-1913), concretamente a la distinción entre langue y parole (lengua y habla) o, en una interpretación poco convincente, la distinción entre la lengua y las manifestaciones verbales dichas (o no dichas). Langue y parole (lengua y habla) La cuestión no es tanto lo convincente que pudiera ser Saussure al establecer los detalles de la distinción entre langue y parole, ni cómo las investigaciones posteriores pudieran diferenciar o mejorar esa distinción. La idea fundamental propuesta por Saussure era que el lenguaje tiene dos aspectos: un sistema teórico regulador por un lado, y el habla por otro, langue y parole, y según Saussure (1916/2006) la investigación lingüística se dedica a ambos aspectos interrelacionados: El único problema, por así decirlo, es que la lingüística abarca un campo muy extenso. En particular, se compone de dos partes: una se ocupa más de la langue, el sistema de la lengua, un almacén pasivo, y la otra está más próxima a la parole, el habla, una fuerza activa y el verdadero origen del fenómeno posteriormente perceptible en la otra mitad del lenguaje. (Pág. 196)

La langue como «almacén pasivo» se «establece socialmente y no depende del individuo» (pág. 209). No obstante, la langue tiene una dimensión «individual», porque quienes hablan son los «individuos». En su dimensión social es una institución subjetiva válida o, en otras palabras, un sistema de hábitos lingüísticos implementados en la autocomprensión de las personas. En su dimensión individual, la langue es un lenguaje individual interiorizado subjetivamente, la versión subjetiva de la langue. Por otro lado, la parole también tiene un aspecto social y otro individual. En primer lugar, significa el acto de habla concreto, la materialización individual de la langue por el hablante individual. Al mismo tiempo, sin embargo —y este es el segundo aspecto— la parole en su dimensión social es el lugar en que el diálogo puede generar nuevo significado lingüístico, donde se puede cambiar la langue. En otras palabras, langue y parole, lengua y habla, mantienen una compleja relación de interdependencia mutua (págs. 85 y ss.) Esta interdependencia entre langue y parole aconseja ser cautos en el uso de otros términos para describir la distinción entre «almacén pasivo» (langue) y una «fuerza activa» (parole), concretamente el concepto de Thomas Khun de paradigmas y teorías en la historia de la ciencia (Khun, 1962). A primera vista, el concepto de paradigma de Khun parece análogo al de langue (y, en cierto grado, lo es), porque ambos describen una estructura normativa (las teorías, en el caso de Khun) en que se construyen las manifestaciones del habla. Sin embargo, hay una diferencia importante que aparece en una descripción que Khun (1983) hace de su propia práctica académica: Probablemente lo que mejor hago, y sin duda a lo que he dedicado la mayor parte del tiempo, es ascender de los escritos a la mente de los científicos fallecidos, imaginando qué pensaban, por qué creían lo que creían y cómo llegaron a cambiar de opinión. (Pág. 27)

Este cambio de opinión de los científicos, según Khun, siempre supuso cambiar el

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paradigma en que habían generado sus teorías hasta ese momento —una característica del enfoque de Khun que Ian Hacking señaló como nominalismo escolástico, que consiste simplemente en construir el mundo nombrándolo, sin esperar la existencia fuera de la construcción nominal (Hacking, 2004)— En otras palabras, los paradigmas son inflexibles, sin interdependencia mutua con las teorías, y por consiguiente están más expuestos a ser sustituidos (el cambio de paradigma): es una «matriz disciplinaria» (Khun, 1977, pág. 319). Los lenguajes, en cambio, están expuestos a adaptaciones en la interacción entre langue y parole y, por consiguiente, están más abiertos a modificaciones, y a perdurar durante siglos. Esta es la razón de que los paradigmas de la física de los siglos XVI o XVII ya no sean válidos hoy, en cambio sí lo sean los lenguajes religiosos o políticos, aunque en forma modificada. Los lenguajes no son entes metafísicos. Nada que no haya pertenecido a la parole puede constituir la langue. Por un lado, la parole solo es posible como producto social gracias al fondo que una determinada langue proporciona. Lo esencial es que la langue, a diferencia de la parole, no se puede observar «inmediatamente». En otras palabras, la langue, aunque es la matriz de una parole concreta, solo se puede detectar a posteriori de una parole mediante la reconstrucción del proceso de articulación. La denominada Escuela de Cambridge ha adaptado fructíferamente este planteamiento lingüístico al ámbito de las ideas políticas. Basándose en algunas conclusiones sacadas de la teoría del paradigma de Khun, según la cual los paradigmas dominantes construyen historias lineales que llegan hasta el paradigma actual e ignoran alternativas que históricamente pudieran haber sido más atractivas de lo que las historias nos cuentan, el neozelandés John G. A. Pocock empezó a detectar lenguajes dominantes y recesivos del discurso político. En primer lugar, se centró en las langues dominantes en la Inglaterra del siglo XVII y después en el republicanismo desde Maquiavelo a la Revolución Americana (Pocock, 1957/1987, 1975). Transformando y ampliando los conceptos tanto de Saussure como de Khun al hablar de la esfera política, Pocock sostiene que la historia se debe entender como la interacción de la langue y la parole, de la langue y los actos de habla políticos. La historia siempre se ocupa de la transmisión de «actos de habla, sean orales, manuscritos o tipográficos», que dependen de las condiciones lingüísticas «en que estos actos se realizaron» (Pocock, 1987, págs 19 y ss.) En consonancia con Saussure, Pocock (1987) insiste en que los actores políticos siempre dependen de una langue para representar un acto de habla: Para que algo se diga, se escriba o se imprima, tiene que haber un lenguaje en el que decirlo; el lenguaje determina lo que en él se puede decir, pero se puede modificar por lo que en él se dice; existe una historia formada por las interacciones de parole y langue. (Pág. 20)

Los lenguajes políticos son modos o modalidades de pensamiento político, no eslóganes ni conceptos políticos, sino retórica y vocabularios usados específicamente, y hay que identificarlos como los contextos ideológicos de las paroles políticas. En este sentido, hay dos cosas importantes. Primera, en virtud de sus estructuras normativas que enmarcan la parole de los actores, los lenguajes son como contratos: construyen de forma normativa lo que se percibe como realidad social. Y segunda, siempre existen

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varios lenguajes al mismo tiempo, aunque normalmente es uno el que predomina. En otras palabras, cada época tiene su modo o modalidad dominantes de percibir, analizar y debatir los fenómenos políticos, y también tiene modos alternativos que operan en el trasfondo o el subsuelo. No se producen cambios en lo que es dominante a menos que surjan crisis profundas que la langue dominante no puede describir de forma apropiada, aunque en cierto grado sean flexibles. En esos momentos, las personas pueden recurrir a otra langue que parezca que describa las circunstancias de forma más adecuada. En esos momentos, esas langues se convierten en dominantes, sin borrar la langue dominante anterior (Pocock, 1987, pág. 21; Pocock, 1962, págs. 195 y ss.)4 El concepto de lenguaje Se puede discutir, por supuesto, si el concepto de langue es hoy el más adecuado para describir el «almacén pasivo» de Saussure como requisito previo para pensar, hablar y escribir. El paradigma —en cierto modo independiente de la historia de la ciencia de Khun— puede servir para el mismo propósito, y el concepto alemán de Weltanschauung podría ser apropiado, tal vez traducible como visión del mundo. La ideología sería otro posible concepto, y también el de arquitectura. Además, se puede pensar en el concepto de cultura y también en la idea francesa de mentalité (mentalidad), o quizá el «tipo ideal» de Max Weber. ¿Por qué, pues, «lenguaje»? La preferencia por el concepto de lenguaje deriva no tanto de la cualidad absoluta e indiscutible de este concepto, sino más de las objeciones que se pudieran hacer a otros conceptos. El de «paradigma» está fuertemente unido a cómo lo empleó Khun (limitado a las ciencias, y de carácter más bien inflexible), y no parece útil tener que explicar continuamente que el concepto de paradigma se emplea de forma distinta a como lo hace Khun. El de Weltanschauung, en efecto, podría parecer cercano a lo que Saussure tenía en mente, pero fue un concepto un tanto místico, que apenas se usa ya en Alemania; además, es difícil de traducir («visión del mundo»: en francés, conception du monde). Muchos de los lenguajes modernos emplean también «ideología» para referirse a la Weltanschauung, un concepto que también podría ser adecuado y que emplea, por ejemplo, el historiador Quentin Skinner (Skinner, 1988a). Sin embargo, en la filosofía alemana, el concepto de ideologie va estrechamente unido a la Escuela de Fráncfurt, que utiliza el concepto de ideología en sentido peyorativo para descalificar el pensamiento burgués —al mismo tiempo que afirma estar libre de ideología—. Además, el concepto de ideología conlleva la idea de «falsa conciencia» que se usa en las actuales teorías sociales, y, de su mano, la idea de «conciencia verdadera»; por consiguiente, no es un concepto analítico sino normativo y, por tanto, carece de auténtica utilidad para la investigación histórica. «Arquitectura» también es un concepto prometedor pero (¿aún?) muy poco familiar en la investigación histórica, y tal vez demasiado centrado exclusivamente en la lógica de los argumentos dentro de un único texto. «Cultura» parece un concepto ideal, pero el término inglés apenas es compatible con el francés y el alemán: el concepto francés de culture todavía se suele usar en relación con la agricultura, y el término alemán Kultur está estrechamente relacionado con el arte y la

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autoestima nacional. La idea de mentalidad, promovida por la Escuela de los Annales francesa, quizá esté más relacionada con actividades no intelectuales que con el pensamiento, el discurso y la escritura (aunque no haya que desvincular estos del contexto más amplio), y desde luego tiene poco éxito transnacional para aquí propagarla. Con todo esto, se incorpora también el concepto de «tipo ideal» de Weber, popular en sociología, para sistematizar la realidad empírica e histórica. Sin embargo, los «tipos ideales» son ahistóricos, es decir, son ideas ficticias «inventadas» por el investigador para formular hipótesis históricas y que se traducen, por ejemplo, en la interpretación luterana sesgada que Weber hace del calvinismo inglés en su famoso libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904/1905; 2012). Pese a todo, se podría argumentar que el concepto de lenguaje es una opción desafortunada, porque hay lenguajes —los lenguajes naturales— que no abarcan realmente las ideas que aquí se exponen. Sin embargo, la existencia de lenguas como la francesa o la inglesa es más una ventaja, siempre y cuando se las diferencie. El francés, el inglés o el swahili son lenguas naturales, mientras que los lenguajes políticos o educativos se pueden identificar como lenguas ideológicas (y ahí es cuando la «la ideología» se cuela de nuevo en el debate). Con este telón de fondo, el concepto de lenguaje o langue tiene tres ventajas. La idea de lenguaje es comparativamente antigua. Está aceptada internacionalmente (pese a la diversa aceptación nacional de lo que se denomina «giro lingüístico»). Y es evidente en el ámbito de los lenguajes naturales: es, por consiguiente, tangible. Uno de los primeros eruditos en detectar la interrelación de un lenguaje natural y la forma específica de percibir el mundo fue el lingüista estadounidense Benjamin Lee Whorf. Al comparar las lenguas de las tribus nativas americanas con la inglesa, Whorf detectó lo mucho que la visión del mundo de las personas depende del lenguaje natural que hablan —una dependencia que él denominó «sistema lingüístico de fondo» (Whorf, 1940/1956)—. Por ejemplo, en la lengua de los hopi no existe la categoría de tiempo, en cambio sí existe en inglés y otras lenguas «europeas medias estándar» (SAE, en sus siglas inglesas, un concepto que introdujo Whorf), y este simple hecho hace que tanto el mundo como la ciencia/cognición del mundo (como la física y, por tanto, el desarrollo de la tecnología) sean muy distintos: «Se descubrió que el sistema lingüístico de fondo […] de cada lengua no es simplemente un instrumento para reproducir las ideas, sino que el mundo configura las ideas, el programa y la orientación de la actividad mental del individuo» (Whorf, 1940/1956, pág. 212). En este sendito, Whorf adopta la postura opuesta a la de los exponentes de una «lógica natural» universal y que defienden que «las diferentes lenguas son sustancialmente métodos paralelos para expresar este lógica única e idéntica del pensamiento» (pág. 208): la lógica natural no ve «que los fenómenos de una lengua tienen para sus hablantes un carácter en gran medida de fondo, y por ello se encuentran fuera de la conciencia crítica y el control del hablante», como tampoco reconoce la diferencia entre «un acuerdo sobre la materia, alcanzado mediante el uso del lenguaje» y el «conocimiento del proceso lingüístico por el que se alcanza el acuerdo» (pág. 210; véase también Whorf 1941/1956). Lo que es tangible, y por lo tanto comprensible, en el reino de los lenguajes naturales

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como el hopi o las lenguas SAE se pude traducir a los lenguajes ideológicos, como se puede ver con facilidad en el campo de los lenguajes políticos y, más concretamente, en dos formas de lenguaje republicano. El más antiguo, el lenguaje republicano clásico, se basa en las virtudes públicas y la libertad política. Aristóteles o Jenofonte fueron los primeros en formularlo. Lo reforzó y modificó Maquiavelo a principios del siglo XVI (Pocock, 1975) y, casi al mismo tiempo, Ulrico Zuinglio durante la Reforma Suiza de Zúrich. Es un lenguaje que se centra en la polis libre y su idea del ciudadano, aunando los aspectos político, religioso, económico y militar en una persona, el ciudadano (citoyen, en oposición, por ejemplo, al bourgeois), al tiempo que al monarca se lo califica de tirano. El ciudadano ideal es patriótico y su única pasión es el amor a la patria. Vive casi exclusivamente de la agricultura, porque se culpa a la economía capitalista de despertar la pasión del ciudadano por su propia riqueza privada en lugar de por el bien común. Si es necesario, el ciudadano ideal está dispuesto a defender la república como soldado en bien de la libertad y, por consiguiente, dispuesto a morir: es hombre de milicia y desprecia la idea del mercenario, del luchador extranjero que no ama a la patria, sino el dinero. Es un lenguaje que, hacia finales del siglo XVIII, dominó el discurso político de los padres fundadores de Estados Unidos, que culpaban al rey británico de ser un tirano, pero durante la Revolución Francesa surgió otro modo de discurso republicano, que defendía la libertad de los individuos y se centraba en la racionalidad de las ciencias más que en las virtudes. Para distinguir estas dos tradiciones de lenguajes republicanos, el filósofo rusobritánico Isaiah Berlin analizó los Dos conceptos de libertad (Berlin, 1958; 2010), en su clase inaugural en la Universidad de Oxford en 1958. Berlin defiende la versión moderna, o liberal, del republicanismo con su idea de «libertad negativa», refiriéndose a la libertad del ciudadano de estar libre de limitaciones para poder seguir sus intereses individuales o privados. El ideal de liberalismo de Berlin fue cuestionada después en otra clase inaugural en Gran Bretaña en 1998, Liberty before Liberalism, en la que el historiador Quentin Skinner manifestaba mucho más aprecio por el republicanismo clásico con su idea de «libertad positiva» como «libre para el autogobierno» y sus valores de solidaridad y bien común (Skinner, 1998). La «libertad negativa» supone un sujeto racional independiente como punto de origen de cualquier pensamiento social o político, mientras que la «libertad positiva» parte del zoon politikón de Aristóteles, pero ambos se centran literalmente y en mutuo acuerdo en el ciudadano libre y la república libre. Los lenguajes y el «orden de la verdad» de Foucault La idea de lenguaje se solapa, evidentemente, con el «orden de la verdad» de Michel Foucault (1977/1978), pues este último comparte también la idea de que la realidad está construida por el discurso: La verdad es de este mundo […] se produce gracias a múltiples limitaciones y tiene poder. Toda sociedad tiene su propio orden de la verdad, su «política general» de la verdad: acepta determinados discursos a los que permite actuar como discursos verdaderos. (Pág. 151)

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Por lo tanto, dentro del triángulo del lenguaje, la subjetividad y el poder, las reconstrucciones históricas se centran primero en el lenguaje, porque este no se entiende como un sistema de signos que se supone que refleja el «mundo real», sino como un sistema que produce significado. No hay duda de que los conceptos de la Escuela de Cambridge y Foucault son similares. La diferencia entre ellos se manifiesta en el énfasis en el poder y la idea del actor humano. Fijándose en la historia, Foucault (1977/1978) acentúa la discontinuidad: «Me parecía que […] el ritmo de la transformación no sigue los esquemas de desarrollo suaves y continuistas generalmente aceptados» (pág. 113). Para Foucault, la discontinuidad expresa la susceptibilidad de las ciencias ante el poder. Sin embargo, el poder no se entiende al modo tradicional como una categoría externa, sino en términos del efecto que tiene entre los estamentos académicos: el «régimen interno del poder» y su modificación. Por consiguiente, el análisis lingüístico es superado por el análisis del poder: En este sentido creo que el punto de referencia de uno no debe ser el gran modelo del lenguaje (la langue) y los signos, sino el de la guerra y la batalla. La historia que nos pare y determina tiene más la forma de guerra que de lenguaje: relaciones de poder, no relaciones de significado. (Foucault, 1977/1978, pág. 114)

De ahí la tendencia de Foucault a centrarse en las discontinuidades históricas al tiempo que se abstiene de explicarlas: siguiendo el ejemplo de Gregor Mendel, Foucault (1990/1992) podía demostrar que se producen incoherencias: Mendel hablaba de la verdad, pero no estaba «en la verdad» del discurso biológico de la época: los objetos y conceptos biológicos estaban formados por otras normas. Había que cambiar la vara de medir, había que desarrollar todo un nuevo nivel de objetos de la biología para que Mendel pudiera entrar en la verdad y sus afirmaciones demostraron ser (en gran medida) ciertas. (Págs. 24 y ss.)

Foucault remontaba las incoherencias y discontinuidades a los desplazamientos del poder, pero se abstuvo de explicar por qué se producían estos desplazamientos. Volviendo al ejemplo de Mendel, Foucault no demostró por qué ni cómo cambió la vara de medir. Es un problema que queda un poco más claro si nos fijamos en otro ejemplo expuesto por uno de los discípulos de Foucault, Paul Veyne. Veyne (1978/1992) deconstruyó el supuesto tradicional de que los emperadores cristianos de Roma acabaron con las luchas de gladiadores. Decía que la historia no se produce por principios racionales ni éticos, porque tales principios sencillamente no existen. Todo lo que existe son prácticas y discursos que fabrican ilusiones sobre la razón y la moral. Veyne (1978/1992) interpretaba la transición de los emperadores paganos a los cristianos como el cambio de un emperador de una manada de bestias al padre de un pueblo infantil: «No sobre la base de la convicción personal ni por capricho, el emperador de la manada de bestias se transforma en el padre de un rebaño pueril. Dicho en pocas palabras, no lo hace por razones ideológicas» (pág. 41). En este enfoque no existen convicciones previas que se puedan aplicar a los objetos, sino simplemente prácticas en las que se construyen los objetos. La pregunta crucial es pues: «¿De dónde proceden las prácticas?». La respuesta de Veyne (1978/1992) fue:

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Bueno, sencillamente de los cambios históricos, de las mil y una conversiones de la realidad histórica, es decir, de los restos de la historia, como ocurre con todas las cosas. Foucault no ha descubierto con el nombre de «práctica» ningún caso nuevo que haya sido desconocido hasta hoy: hizo el esfuerzo de ver la práctica humana tal como es en la realidad. (Págs. 26 y ss.)

Intentemos adoptar brevemente una postura de simpatía por la tesis de Veyne, ignorando de momento el hecho de que atribuye a Foucault el logro de haber descubierto el camino a la «realidad» (¿qué realidad?). Centrémonos más en el hecho de que este enfoque pueda ser capaz de reconstruir el cambio histórico. Sigue habiendo un problema: el enfoque de Veyne no puede explicar tales cambios, y no parece posible encontrar alternativas intelectuales, como se ve en el siguiente ejemplo: cuando se quejaban de los mecanismos de opresión, las feministas alemanas, siguiendo a Foucault, llegaron a la conclusión de que la única posibilidad de acción futura era la guerra de guerrillas discursiva (Seiffert, 1992, pág. 282). Sin embargo, este tipo de razonamiento supone que los guerrilleros no tienen ideologías por las que están dispuestos a luchar y que, aun en el caso de que las tuvieran, esas ideologías no se habrían implementado «en la realidad». La imagen de la «guerrilla» revela los límites de la brillante provocación de Foucault. La determinación se extiende hasta el punto de que no pueden aparecer alternativas; ni siquiera la profunda crisis económica, por ejemplo, parece que pueda desencadenar un cambio histórico, es decir, una nueva forma de «ver» las cosas. Qué sea o implique la acción humana se hace incierto, porque todas las acciones están determinadas por la «realidad» del contexto. Según Foucault, este contexto puede cambiar, pero la conversión se entiende simplemente en términos de poder y se traduce en expresiones amenazantes como la de «guerra de guerrillas discursiva». La interacción, las incoherencias y los problemas humanos no se ven en su forma productiva, sino solo en la reactiva. En consecuencia, la educación como campo está libre de ambiciones y metas. Pero ¿qué queda entonces del campo educativo, cuando se abandonan las ambiciones y los objetivos? Naturalmente, las ambiciones y las metas del campo surgido del protestantismo, la religión de los empíricos, y todos los que anuncian la «teoría del capital humano» son merecedores de la crítica —¿pero quién, con el fondo de la filosofía de Foucault, va a criticar, y con qué razones?—. Rechazar la idea de ambiciones y objetivos en general significa arrojar al bebé con el agua del baño. Hay una alternativa, y para señalar qué podría suponer voy a volver a la obra de la Escuela de Cambridge. Consideremos un caso que en cierto modo se puede comparar al de Veyne anterior. Tomando el ejemplo de Maquiavelo, Skinner (1988a) preguntaba cómo y por qué fue posible que en el contexto del Renacimiento alguien pudiera afirmar en serio que «el príncipe debe aprender a no ser virtuoso» (pág. 61). Skinner defendía que el historiador primero preguntará si esta cínica afirmación era común en el Renacimiento, o si era una afirmación más o menos singular que iba dirigida contra la corriente de pensamiento dominante. Si es una afirmación común, hay que interpretar que Maquiavelo ratifica el modo dominante de actitud moral hacia el poder político. Sin embargo, si «el príncipe debe aprender a no ser virtuoso» es una afirmación singular, entonces se puede señalar que Maquiavelo quería cuestionar el punto de vista moral dominante sobre el

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comportamiento político. De modo que, en cierto sentido, es una cuestión empírica que hay que contextualizar culturalmente: las langues son modos de expresión cultural (y así es como el concepto de cultura se cuela de nuevo en el debate). Con este telón de fondo, Skinner situó su concepto metodológico entre dos tradiciones «ortodoxas» dominantes en la historia de las ideas. La primera es la tradición marxista, que implica el reconocimiento de que «es el contexto de los factores religiosos, políticos y económicos el que determina el significado de cualquier texto dado»; la otra tradición que invocaba Skinner se basa «en la autonomía del propio texto como la única clave necesaria de su propio significado» (Skinner, 1988a, pág. 29). Skinner defendía que ambas aproximaciones a la historia producen más mitos que conocimientos. Siguiendo esta afirmación, Skinner era más crítico con la segunda tradición, que se aferra a la creencia en que los textos —o, si se quiere, las paroles— son intemporales o la expresión de ideas eternas. Señalaba como punto de referencia de su postura metodológica al historiador del arte Ernst H. Gombrich, autor del epigrama «solo donde se puede poder se puede querer» (Gombrich, 1961, pág. 75). Por consiguiente, Skinner se fijaba menos en el texto como texto y más en los autores, centrándose principalmente en lo que quieren decir con lo que escriben (Skinner, 1988a, págs. 31 y ss.). Este paso del texto como texto a la intención oculta en lo escrito indica que Skinner reconocía que las personas son capaces de formular ideas contra los principales paradigmas dominantes. Pero, al mismo tiempo, se refería a la exigencia de limitar las posibles interpretaciones a la variedad de contextos discursivos. Las paroles, en otras palabras, siempre dependen de las langues, pero en cierta medida los escritores tienen libertad para no escoger la langue dominante, sino referirse a langues recesivas. Así pues, los escritores no son héroes ni poseedores de verdades eternas, y esta historiografía «deja a la figura tradicional del escritor en un lamentable estado de salud»; sin embargo, el autor tampoco es completamente un prisionero que depende del contexto (Skinner, 1988b, pág. 276). Los lenguajes educativos: el protestantismo y el republicanismo Tal vez huelgue decir que los ejemplos de los dos lenguajes políticos, el lenguaje clásico y el moderno del republicanismo, tienen visiones completamente distintas de la educación.5 Los inconformistas ingleses de principios del siglo XVII ya eran defensores del republicanismo clásico, y desarrollaron el concepto de «repúblicas escolares», que trasladaron a la tierra prometida de la otra orilla del océano. La idea educativa de familiarizarse con las costumbres de una conducta desinteresada y patriótica en el contexto de unas sociedades virtuosas y en su mayor parte no capitalistas es fundamental en este lenguaje educativo y político. John Adams, en una carta de 1776, le decía a Mercy Warren (citado en Stourzh, 1970): Tiene que haber una Pasión positiva por la buena república, el Interés, el Honor, el Poder y la Gloria públicos, establecida en las Mentes de las Personas, o no puede existir Gobierno Republicano, ni ninguna verdadera Libertad; y esta Pasión pública debe ser Superior a todas las Pasiones privadas. (Pág. 65)

No es casualidad que, en este contexto, la historia se convierta en un elemento crucial

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de la educación, porque son las historias heroicas las que afectan al noble sentimiento del niño (lector) para «convertir a los hombres en máquinas republicanas», como escribía en 1786 Benjamin Rush, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, difundiendo la instrucción de claro sesgo moral «de la historia de las antiguas repúblicas y el progreso de la libertad y la tiranía en los diferentes estados de Europa» (Rush, 1786/1965, págs. 17, 19). Noah Webster (1790/1965) convenía en 1790 en la importancia de la educación moral como requisito previo de una república virtuosa, y defendía la educación como relación estrecha con los modelos morales; por consiguiente, «la práctica de emplear caracteres bajos y viciosos para dirigir los estudios de la juventud es un delito de alto grado», porque el mal, como el bien, estimula la emulación (págs. 60 y ss.). La educación es un empeño arriesgado pero, pese a todo, el más importante de la república: «Por esta razón la sociedad requiere que la educación de la juventud se vigile con escrupulosa atención. La educación, en gran medida, forma los caracteres morales de los hombres, y la moral es la base del gobierno» (pág. 64). Según el concepto sensual de educación —establecer relaciones con los modelos— la historia se convierte en la principal materia del currículo: «En cuanto [el niño] abre los labios, debe practicar la historia de su país; aún ceceando ha de elogiar la libertad y a aquellos héroes y personajes ilustres que han librado una revolución en su favor» (pág. 65). Fue una idea sostenible, como demuestra un libro de texto de historia de cien años después: se centra en los «grandes hombres» del país, porque en el «método biográfico» se ve «la enseñanza de los principios de la moral». Como escribía Edward Eggleston (1889), el autor del libro: ¿Qué vida podría enseñar mejor que la de Washington la paciencia decidida, el amor a la verdad, el honor viril y el espíritu público desinteresado? ¿Y dónde va a encontrar el niño que se debate en la pobreza mayor estímulo para la más estricta honradez, el estudio diligente y la sencillez de carácter que en la historia de Lincoln? Sería una lástima que un país con tales ejemplos en su historia no los utilizara para la formación moral de los jóvenes. Los defectos y las virtudes de las personas cuyas vidas se cuentan aquí le servirán al maestro para estimular los rectos juicios morales. (Págs. IV y ss.)

En cambio, el lenguaje educativo que sigue la ideología liberal durante la Revolución Francesa está construido en esencia sobre el conocimiento científico y la racionalidad pública que este propicia. El ser humano ideal es la persona individual que está interconectada con otras personas por un contrato social basado en la deliberación racional. Según esta visión de las cosas, la educación no implica estimular las virtudes, sino que se centra en los conocimientos públicos verificables que se deben aprender en la escuela. La posesión de conocimientos científicos se convirtió en la virtud del nuevo ciudadano frente al viejo. El matemático y filósofo francés Condorcet fue uno de los más destacados defensores de este conocimiento educativo/político (Osterwalder, 1992). Sin embargo, Condorcet tuvo que huir de los jacobinos, y murió en 1794, antes de que su exhaustiva reforma escolar se llevara a la práctica en la República Francesa. Napoleón no compartía esta idea liberal de la educación, por lo que no se sabe cómo «sobrevivió» este lenguaje educativo en las diferentes repúblicas de la Francia del siglo XIX (Osterwalder, 2011), y es discutible si eruditos como Milton Friedman, Friedrick Hayek o Gary Becker

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adoptaron o no este lenguaje educativo; y si lo adoptaron, cómo lo hicieron. Lo cierto es que este lenguaje educativo no reemplazó al lenguaje del republicanismo clásico en su estrecha relación con el protestantismo suizo, ni sustituyó a otro lenguaje educativo dominante que se asocia con el protestantismo alemán, el luteranismo, y que surgió de la tradición agustiniana y neoagustiniana. Este lenguaje se introdujo en el movimiento antijesuita del jansenismo. El principal baluarte del jansenismo fue el convento parisino de Port-Royal, refugio de muchos escritores importantes, entre ellos Antoine Artaud, Pierre Nicole y Blaise Pascal, que se centraban en la insignificancia de la vida humana terrenal: «Porque, en última instancia, ¿qué es el hombre en su naturaleza? Nada comparado con el infinito…» (Pascal, 1670/1995, pág. 61). Como mostró Osterwalder, esta tradición neoagustiniana tuvo una fuerte influencia no solo en el discurso educativo francés, sino también, a través de la Reforma de Lutero (que era monje agustino), en el debate alemán (Osterwalder, 2003, 2006). Alcanzó particularmente gran popularidad cuando se puso en evidencia el retraso cultural, científico y político del Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana en comparación con la francesa o la británica. La reacción intelectual a estas diferencias se puede reconstruir en dos construcciones conceptuales interrelacionadas de finales del siglo XVIII, que demuestran la presencia del luteranismo en el discurso cultural y político. Una de estas construcciones se refiere a la definición del concepto de Kultur —como auténtica forma superior de vida interior— frente a la civilisation francesa meramente exterior y artificial. La otra construcción se refiere a la pedagogización de un concepto anteriormente no educativo, el concepto de Bildung (Horlacher, 2004). Ambas construcciones se asientan en el hecho (para la fe protestante) de que los elementos decisivos de la vida no son visibles sino invisibles, y residen en el alma del individuo. Las dos formas dominantes de lenguaje educativo surgieron de la interrelación de dos protestantismos diferentes, con cuestiones políticas y sociales que cobraron mayor virulencia a lo largo del siglo XVIII. Uno de los lenguajes educativos se desarrolló como efecto recíproco del calvinismo (reformado) y el republicanismo clásico, y el otro, del luteranismo y su indiferencia ante las ideas de participación política y su atención a la introspección pura. El calvinismo reformado se refiere al calvinismo tal como se había desarrollado en Suiza e Inglaterra pero no en Escocia. El calvinismo escocés no vivió la transición a la democracia y sobrevivió como presbiterianismo, en cambio, los calvinistas ingleses fueron obligados a practicar su religión a escondidas, por lo que desarrollaron la visión democrática de la congregación. De forma más pacífica, los protestantes suizos avanzaron hacia una parcial síntesis democrática de la teocracia de Calvino y el republicanismo clásico del reformista protestante de Zúrich Ulrico Zuinglio (formula consensus, de 1675). Las grandes diferencias entre la reforma luterana y la de Zuinglio, en lo que se refiere al orden social y a la ciudadanía, se pueden ver en la poca estima que Lutero sentía por la idea de autogobierno de Zuinglio y, con ella, la de la justificación del tiranicidio (que se hizo famosa en todo el mundo con el drama de Guillermo Tell de Friedrich Schiller, y después popularizó aún más la ópera del mismo nombre de Gioacchino Rossini), y en su defensa incondicional del derecho de los monarcas, aunque

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fueran injustos, a gobernar sobre sus súbditos. El lenguaje calvinista reformado, inscrito en las ideas de socialización republicana y virtud pública, tiene una orientación social y política deliberada en su objetivo educativo de hacer del niño un futuro ciudadano, mientras que el lenguaje evangélico luterano interior sorprende por su silencio ante las cuestiones sociales y, sobre todo, las políticas. Sin embargo, resumir los lenguajes como protestantismo o republicanismo encierra el peligro de construir tipos ideales o arquetipos sobre cómo piensan, hablan y escriben las personas sobre la educación (o la política) y rebajar los textos a simples documentos que dan fe de estos lenguajes. Pero la verdad histórica es más compleja; muchos de los textos son multilingües, sin que necesariamente los autores lo pretendan. Por ejemplo, gran parte de El contrato social de Rousseau es un alegato racional y liberal de un orden político, hasta el penúltimo capítulo del último libro sobre La religión civil, que se refiere al republicanismo clásico. Thomas Jefferson, por nombrar a otro exponente del siglo XVIII, promovió la ciencia y el conocimiento como base racional de la vida moderna, y al mismo tiempo, con el clásico talante republicano, acusó al comercio de corromper el alma del hombre. Los lenguajes educativos existen, como este libro pretende demostrar, pero no están necesaria ni completamente encarnados en los textos. El enfoque histórico y la calidad de la investigación educativa Hay un número limitado de formas de abordar el campo educativo, es decir, la combinación de los pensamientos, los escritos, las políticas, las prácticas, las instituciones y los métodos educativos. En la actualidad, el modo dominante de plantear esta combinación se llama empírico, para referirse ante todo al estudio cuantitativo del campo educativo mediante cuestionarios estandarizados que se traducen en afirmaciones estadísticamente probadas. Un segundo enfoque empírico renuncia a los métodos estandarizados y opta por la interpretación cualitativa del campo educativo, basada en observaciones y entrevistas. Un tercer enfoque importante es el llamado filosófico, que parte de las ideas normativas y los instrumentos analíticos que proporcionan los exponentes más o menos conocidos de la filosofía o la educación, y analiza y califica los conceptos, las teorías, las prácticas o las instituciones educativas. El planteamiento histórico, como cuarto enfoque, se basa en el supuesto hecho de que el campo educativo es el resultado de procesos y desarrollos que se deben analizar, y el quinto enfoque, el comparativo, percibe las diferencias entre los diferentes campos educativos e intenta describirlos o analizarlos. La empireira del griego clásico significa experiencia o conocimiento práctico basado en la experiencia y, en consecuencia, en la definición lexicográfica actual de la palabra, empírica se refiere a la información «que se basa en la observación o el experimento o deriva de ellos» (Editors of The American Heritage Dictionary of the English Language, 2006, pág. 506). Con este trasfondo, es interesante observar cómo la investigación histórica actual no solo ignora el hecho empírico de que los objetos de la investigación son resultado de las experiencias, sino también en gran medida que nuestros intereses y preguntas (de investigación) sobre los campos educativos van unidos a lo que se podría

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llamar el Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, por definición un hecho histórico dado (Zeit significa «tiempo»). En otras palabras, no solo se ignora que el campo educativo es resultado de los procesos históricos, sino también que la forma en que se nos muestra es una construcción de nuestras preocupaciones e intereses, que, por su parte, nacen de creencias y convicciones integradas en la cultura, más exactamente, de los lenguajes ideológicos que compartimos. Por ejemplo, nadie pensaría hoy en entregar a un niño a los héroes de guerra para que pasaran una agradable tarde, pero en la antigua Grecia se hacía, y era un honor para el niño, mientras que hoy, por el contrario, nos preocupan los abusos sexuales que los niños padecen en instituciones como los asilos infantiles. O, por poner un ejemplo menos desagradable y repulsivo, hoy se da absolutamente por sentado que, en la escuela, niños y niñas siguen básicamente el mismo currículo; en cambio, a la mayoría de las personas del siglo XVIII e incluso del XIX ni se les ocurría que fuera una idea digna de mención. O, como ejemplo más reciente, durante la guerra fría, y en especial después del Sputnik de 1957, la investigación y la política en ambos lados del telón de acero, de repente, pasaron a centrarse en las ciencias y en los supuestos efectos de estas materias en la tecnología y la economía. Lo mismo cabe decir, en cierto grado al menos, del enfoque filosófico de la educación. Gran parte de la filosofía de la educación se ocupa de autoridades intelectuales o morales —Platón, Rousseau, Kant, Horace Mann, Piaget, Dewey— y los imagina en una chat room intemporal, como si pudieran compartir sus tesis de forma simultánea gracias a la intermediación del filósofo de la educación, que se convierte en el constructor de la tabla redonda de Arturo de sus pensadores de la educación favoritos. Se juega con los argumentos, se reconstruyen y comparan las ideas y se detectan absurdos lógicos, pero no se formula la pregunta de lo realmente comparables que puedan ser Kant y Dewey. Por ejemplo, el hecho de que Kant se criara en un hogar pietista y su filosofía defendiera la idea luterana de la dignidad interior (su idea de la razón pura), en contra de la creciente influencia de las disputas de las ciencias, se contradice con la deuda que Dewey tiene con la idea protestante reformada de la congregación (su definición de democracia), antes incluso de que las tesis filosóficas de ambos se puedan comparar a nivel de argumentos o ideas. Este libro conviene en el hecho de que también todo el campo educativo —sean las instituciones, las expectativas, los currículos, las políticas, las pedagogías o las preguntas de investigación— es cultural e histórico y, por lo tanto, diferente en los tiempos y los espacios, y en que la calidad de la investigación educativa depende de la conciencia, tanto de la pluralidad cultural nacional como de la historicidad del campo educativo. Sobre este fondo, el carácter histórico de este libro no es un intento de escribir una historia de la educación, sino de proporcionar a la investigación educativa un enfoque poco reconocido. La ventaja de observar los lenguajes en lugar de los argumentos —o mejor, las langues en lugar de las paroles— es como mínimo doble: en primer lugar, los lenguajes son principalmente transnacionales y, por tanto, trascienden del alcance nacional dominante de la investigación educativa. En segundo lugar, dado que solo hay un número limitado de lenguajes, el análisis de estas actitudes normativas fundamentales

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ofrece el mapeado de las fuentes actuales e históricas: las propuestas, los argumentos, los sistemas y los conceptos. El mapeado es importante para rastrear el estilo más practicado de los argumentos educativos hasta el núcleo ideológico de sus intereses y, de este modo, constituye una ayuda para evaluar los diferentes enfoques y afirmaciones del campo educativo. Al subrayar el carácter metodológico de la historiografía, este libro pretende sumarse a los múltiples esfuerzos de la investigación educativa y así contribuir a la calidad de las teorías educativas, unas teorías que se entienden como un conjunto interrelacionado de conocimientos generados por preguntas objeto de reflexión y métodos transparentes. El contenido del libro Salvo una buena parte de esta introducción y algunos párrafos de capítulos posteriores,6 todos los que siguen ya han sido publicados de una otra forma por separado, algunos en alemán y otros en inglés. Sin embargo, todos ellos han sido revisados, actualizados y editados para ajustarlos a la estructura de este libro, que se divide en cuatro partes. En el capítulo 2 de la primera parte se explica que el protestantismo generó un pensamiento, un discurso y unos textos que se consideraron fundamentales para afrontar los retos (percibidos o imaginarios) de la modernización a lo largo del siglo XVIII. Después, el tercer capítulo analiza las diferentes confesiones protestantes, siguiendo el ejemplo de la tesis sobre el protestantismo de Max Weber. La segunda parte se ocupa de las distintas teorías educativas surgidas del protestantismo reformado en su afinidad con el republicanismo clásico. El capítulo 4 trata de uno de los protagonistas de toda historia de la educación, Jean Jacques Rousseau de Ginebra y su pretensión de (re)implementar una república en el sentido clásico. El capítulo siguiente analiza debates similares producidos en una república recién creada, la república americana de finales del siglo XVIII, con los que nunca se esclareció realmente el estatus de la república (antigua frente a moderna). El siguiente capítulo analiza el pragmatismo educativo como una reacción protestante reformada ante el clásico descontento republicano con los «excesos» de la gran industria. Concluye esta parte con un capítulo que cierra el círculo (que parte de Ginebra) con la demostración de la aceptación que el pragmatismo tuvo en Ginebra, y el rechazo que despertó en la Alemania luterana. La tercera parte se concentra en el ideal de educación luterano, en algunos casos contrastándolo con el debate americano o suizo. El capítulo 8 se ocupa principalmente de cómo la aparición de la psicología lleva las características de las diferentes confesiones protestantes y, en consecuencia, influye en las teorías educativas en torno a 1900 y después. El capítulo 9 reconstruye los orígenes y las peculiaridades del lenguaje educativo dominante en Alemania en el siglo XX, la geisteswissenschaftliche Pädagogik con su ideal de Bildung. Para acentuar la singularidad de su lenguaje educativo, el capítulo que sigue lo compara con las teorías protestantes reformadas. La cuarta y última parte trata de los debates actuales, en los que desempeñan un papel

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fundamental dos ramas dominantes del protestantismo. El capítulo 11 explica que el olvido de la diferencia entre el luteranismo y el protestantismo reformado puede llevar a construcciones históricas de globalización estimuladas por la sociología neoinstitucional, y el 12, y último capítulo del libro, atribuye el acalorado debate alemán sobre PISA a las diferentes confesiones del protestantismo. Estoy profundamente agradecido a los colegas y amigos sin quienes este libro nunca se hubiera hecho realidad. En primer lugar, debo dar las gracias a William Pinar (Universidad de Columbia Británica), que planteó la idea de un libro sobre los lenguajes de la educación en su serie Studies in Curriculum Theory y me animó con su impresionante entrega a la investigación internacional. Y con él quiero agradecer a Naomi Silverman, editora jefe de Routledge, quien defendió la publicación de este libro. En todos estos últimos años, me han sido de extraordinario provecho los intercambios intelectuales con toda una serie de personas y la ayuda que todas me han prestado; es un verdadero placer darles las gracias a Tom Popkewitz (Universidad de Wisconsin, en Madison), Fritz Osterwalder (Universidad de Berna, Suiza) y David Labaree (Universidad de Stanford) por su amistad y sentido de la colegialidad. Todos ellos forman o han formado parte de la Comunidad de estudios internacional «Philosophy and History of the Discipline of Education» de la Universidad de Lieja, organizada por Paul Smeyers (Universidad de Gante) y Marc Depaepe (Universidad Católica de Lieja), la cual me dio la oportunidad de exponer por primera vez algunos de los capítulos que siguen a colegas de gran reputación y talla académicas. Agradezco sus comentarios y propuestas, que me ayudaron a pulir las ideas de este libro. Por último, y con idéntica importancia, quiero dar las gracias a Ellen Russon por asegurar la mejor calidad de edición y a Diane Gonçalvez Morgado por comprobar todas las referencias. 4. El objetivo de este libro es identificar las langues educativas a partir de los usos de las paroles, por esto se diferencia de otros dos libros que emplean el concepto de «lenguajes de la educación». En primer lugar, los dos libros (Reboul, 1984; Scheffler, 1960) se limitan a sus propios lenguajes naturales, el francés y el inglés, respectivamente, y, por consiguiente, carecen de la ventaja de las comparaciones transnacionales o translingüísticas. Además, el título del de Oliver Reboul, La langage de l’éducation, se presta en cierto sentido a confusión, porque su contenido tiene más que ver con su subtítulo, Analyse du discours pédagogique: el objetivo del libro es analizar los discursos «intermedios entre la langue y la parole» (pág. 10). Y el de Israel Scheffler, The Language of Education, se propone analizar una serie de eslóganes y metáforas que caracterizan de forma evidente la comunicación pública. En el vocabulario que aquí utilizamos, Scheffler permanece en el reino de las paroles, que se sitúa en la tradición de la filosofía analítica. 5. Tröhler, Popkewitz y Labaree (2011) hacen un examen comparativo del impacto educativo del republicanismo en el desarrollo de la escuela. 6. Algunos párrafos de esta introducción siguen a Tröhler (2009).

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PARTE I Los fundamentos protestantes: la educación, la economía y la política

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2. La pedagogización del mundo actual: el progreso, la pasión y la promesa protestante de educación En la actualidad, es un patrón habitual depositar los problemas sociales, económicos y de otra índole en la educación, en general, y en las escuelas, en particular. Este «reflejo educativo» indica la profunda confianza en que la educación y la escuela contrarresten las dificultades ciertas de otras instituciones sociales y sus desarrollos. Al mismo tiempo, las crisis sociales hacen que políticos, líderes económicos y «ciudadanos normales» proclamen lo que la educación y las escuelas deberían hacer. Sin embargo, al considerar los últimos cincuenta o cien años, surge una paradoja que nos debiera hacer pensar: ni la prolongación de la escolarización obligatoria, ni el desarrollo masivo y la diferenciación de nuestras instituciones educativas, ni el creciente número de títulos universitarios obtenidos, ni los cientos de populares guías sobre la mejor educación que se publican todos los años, ni las mayores inversiones en educación de organismos transnacionales como el Banco Mundial, han sosegado el «reflejo educativo» de las sociedades modernas. De hecho, ocurre todo lo contrario. Parece que cuanto más progresa nuestra época, más son los problemas de todo tipo que se asignan al trabajo de la educación y, por consiguiente, más energía se invierte en ella. ¿O es al revés: cuanto más crece el tejido educativo, más son los problemas que se dejan en manos de la lógica educativa del mundo? Este capítulo trata de la aparición de este «reflejo educativo» como uno de los patrones culturales de mayor éxito de la historia del mundo moderno. Surge de la tensión entre el auge de la sociedad comercial a lo largo del siglo XVIII y el renacimiento del lenguaje del republicanismo clásico como reacción a la capitalización de la sociedad. Es en esta tensión donde «nace» el «reflejo educativo», un concepto protestante prometedor para superar esas tensiones culturales masivas entre el comercialismo y el republicanismo clásico. Vamos a dejarlo claro: ni el comercio ni el capitalismo eran un fenómeno totalmente nuevo en el siglo XVIII,7 y mucho menos el republicanismo clásico, y la «solución» educativa que ofrecía el protestantismo tampoco era, evidentemente, nueva. Ni siquiera era originalmente protestante, pero compartía con el protestantismo las mismas raíces, es decir, el neoagustinismo de principios del siglo XVI. Lo que condujo al «nacimiento» de este reflejo fue la concurrencia de los tres en un lugar y un momento: en la Suiza protestante de la segunda mitad del siglo XVII. El conflicto ideológico entre el auge del comercio y el renacimiento del republicanismo en torno a 1700

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Los grandes procesos europeos que, de un modo un tanto amplio, se pueden llamar la «capitalización de la sociedad» se hicieron posibles después de la Paz de Westfalia en 1648 y la muerte de Richard Cromwell en 1658, pues el capitalismo se asienta fundamentalmente en el comercio, y para el comercio a gran escala es necesaria la paz. Este proceso, sobre el que existen numerosos estudios muy sugestivos, provocó, por una parte, la transformación de la estructura social de las sociedades europeas implicadas y, por otra, un profundo conflicto ideológico, ya que, desde la antigüedad, las ideas sobre el comercio siempre habían sido polémicas. Gran parte de los debates del largo siglo XVIII eran sobre este conflicto, que configuró la «gigantesca querelle» entre el ideal del empresario moderno, por un lado, y el ideal del virtuoso ciudadano romano, por otro (Pocock, 1980, pág. 301). Una manifestación especialmente destacada de este proceso es la fundación del Banco de Inglaterra en 1694, un acontecimiento que ilustra, por así decirlo, el «triunfo» de la economía. Cuando Guillermo de Orange (Guillermo III) ascendió al trono en 1688, las finanzas públicas estaban agotadas por años de convulsión política. El comerciante y financiero escocés William Patterson propuso la creación de una asociación prestamista de ciudadanos privados acaudalados para que prestara dinero a la nación, un total de 1,2 millones de libras a un interés del 8%. Con la fundación del Banco de Inglaterra se creó un sistema perdurable de suscripciones públicas que, a partir de entonces, permitió que las personas particulares y las empresas invirtieran en el Estado. Con ello, los propietarios de activos de capital estaban en condiciones de transformar «las relaciones entre el Gobierno y los ciudadanos, y, por derivación, entre los ciudadanos y todos los súbditos, en relaciones entre acreedores y prestamistas» (Pocock, 1978/1985, pág. 110). Y así se estableció la competencia entre la política y el capital; la política se convirtió, en cierto grado al menos, en objeto de los intereses privados y, con ello, en gran medida indiferente a la moral. Todos estos procesos, que capitalizaron las relaciones de las personas con el Estado y entre ellas mismas, estuvieron asociados a la mayoría del partido whig/liberal del parlamento inglés. La ideología del lenguaje y el partido político estaban estrechamente unidos. Los tories, la oposición política a los whigs, empezaron a formular sus argumentos en una langue decididamente anticapitalista, que al final llevó al renacimiento de la langue del republicanismo clásico. Este renacimiento del ideal republicano hizo posible que los representantes y exponentes de la «sociedad comercial» fueran acusados de «corrupción» (el egoísmo frente al bien común), y que se levantara contra ellos el ideal del ciudadano patriótico (Pocock, 1978/1985, págs. 108 y ss.). La acusación de corrupción se basaba en el razonamiento de que las personas cuya vida está determinada en tan alto grado por el comercio no podían hacer ninguna aportación sana al bien común. Los «hombres comerciales» eran especialistas dedicados a la producción y el comercio de bienes específicos, y que pagaban a otros especialistas, es decir, a políticos y soldados (mercenarios), para que dirigieran el país política y militarmente. Desde el punto de vista del lenguaje republicano (o la ideología), los «hombres comerciales» carecían de racionalidad y eficiencia, pues estaban simplemente sometidos a sus pasiones: «Para ellos, el término apropiado del léxico republicano era el de corrupción» (Pocock, 1975,

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pág. 464). Frente a esto, el ideal patriótico era el de la persona plenamente moral, capaz de cumplir con todas sus obligaciones públicas, y dispuesta a hacerlo. Este ideal se basaba no en los propietarios del dinero, sino en los propietarios de la tierra. En el fondo, el principal argumento contra estos procesos era psicológico. Partía del supuesto de que, como regla general, el comercio iba asociado a las pasiones, entendidas estas como lo opuesto a la razón y la política, y la propia causa de la corrupción del alma. Las personas apasionadas en este sentido con poder social y/o político eran, en opinión de los críticos, exactamente todo lo contrario del ideal político que compartían, que era el del ciudadano autártico lleno de la única pasión legítima y que todo lo abarca, la del amor por la patria. Este ciudadano ideal se orienta al bien común, no como el empresario, del que se piensa que solo le preocupan los mercados de valores o el destino de los barcos mercantes cargados de productos caros y que, por lo tanto, consume con interés apasionado para su propia fortuna. Evidentemente, el conflicto ideológico entre la razón y la pasión no era solo político, sino también de sesgo de género, ya que el ideal del ciudadano republicano tenía una inconfundible connotación masculina. En los lenguajes dominantes del siglo XVII, la economía y las pasiones eran atributos femeninos, y se los relacionaba con los deseos, las fantasías y la histeria. La Lujuria, como diosa griega de la indulgencia, y la Fortuna, como la caprichosa diosa romana del destino, iban unidas a los resultados de la economía capitalista, ponían en entredicho el logos del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, estaba en oposición con la virtú masculina del ciudadano (varón). En el ámbito social y político, a los atributos femeninos se los relacionaba con el cercano fin del mundo o, cuando menos, con la guerra. Parecía que la única solución posible era una postura ideológica opuesta al comercio, es decir, una economía agraria. En este contexto lingüístico, la idea es que a los propietarios de la tierra les preocupan los ingresos muchísimo menos que a quienes invierten su dinero en la bolsa y por ello sus intereses les ponen nerviosos y despiertan sus pasiones, porque temen que desastres marítimos, la piratería o las burbujas especulativas hagan que pierdan sus propiedades.8 De los propietarios de tierras, por el contrario, se pensaba que estaban en condiciones económicas para ponerse plenamente al servicio del bien común. Dice Pocock (1975): Al terrateniente, sucesor del maestro del oikos clásico, se le reconocía tiempo y autonomía para considerar cuál era el bien común de los demás y el propio; pero la persona entregada al intercambio solo podía discernir los valores particulares: el del producto suyo, y el del producto por el que lo cambiaba. (Pág. 464)

La dedicación de las mujeres a la botánica y el ajuste del vocabulario: el ejemplo británico La tensión ideológica entre el verdadero proceso de la «capitalización de la sociedad» y la creciente crítica discursiva de las consecuencias de ese proceso, provocaron la necesidad de modificar el lenguaje político dominante: por así decirlo, había que hacer el dinero más «socialmente aceptable». El problema que se escondía en esta necesidad era que la sociedad comercial, aunque pasó a reinar, dice Pollock (1980), nunca consiguió

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desarrollar una idea de persona que fuera atractiva como imagen del patriota cuya principal pasión era el bien común. Con este telón de fondo, a partir de 1700, el «patriota» y el «inversor» estaban en la oposición dialéctica que Pollock (1980) llama la gran querelle del largo siglo XVIII: El pensamiento social del siglo XVIII ha empezado a parecerse a una única y descomunal querelle entre el individuo como patriota romano, autodefinido en la esfera de la acción civil, y el individuo de la sociedad de los inversores privados y gobernantes profesionales, progresista en la marcha de la historia, pero que duda entre la acción, la filosofía y la pasión. (Pág. 139)

En otras palabras, el modo dominante de economía no tenía de su parte un lenguaje dominante, sino crítico. Esta tensión evidente generó la necesidad de cambiar la langue política tradicional y su vocabulario. Tenía que dar paso a un lenguaje en que el dinero, el capital y el capitalismo pudieran dejar de estar estigmatizados, y donde las pasiones no desempeñaran ya un papel crucial. Se pueden distinguir dos estrategias distintas: una era la de domesticar la naturaleza femenina, para que la economía del siglo XVIII se pudiese convertir en un asunto masculino, y la otra era sustituir la idea de pasión por la de interés, para que los sentimientos de los hombres del comercio fueran ideológicamente más aceptables. En la base de la primera estrategia encontramos textos dirigidos inequívocamente al sexo femenino (George, 2006). El lenguaje de estos textos de contenido botánico, centrados en torno a la «reproducción y la sexualidad», servía para definir el estatus intelectual, moral y social de las mujeres (George, 2006, pág. 3). El pionero de este discurso basado en un nuevo sistema de jerarquía de los órdenes y las clases en la botánica fue el sueco Carlos Linneo, o Carl von Linné. Linneo fue interpretado y utilizado por autores que deducían implicaciones sociales y alentaban a las mujeres a dedicarse a la botánica como «antídoto de los defectos femeninos» (pág. 6). Siguiendo la lógica del orden de Linneo, algunos de los tratados escritos por esos autores se centraban en la botánica como materia curricular específica para las jóvenes, «a las que se imaginaba carentes de disciplina» (pág. 6), para que se «dedicaran al orden y la regularidad». El más famoso de estos autores fue Jean Jacques Rousseau, autor de las un tanto desconocidas Cartas elementales sobre botánica,9 de 1771-1773. Las Cartas se tradujeron al alemán en 1781 (J.J. Rousseaus Botanik für Frauenzimmer in Briefen an die Frau von L***), y en 1785 se publicó la traducción inglesa de Thomas Martyn, profesor de botánica de Cambridge (Letters on the Elements of Botany Addressed to a Lady). En las Cartas, Rousseau expone sin reservas que la mujer joven ha de dedicarse a la naturaleza en general y a la botánica en particular, porque esta «eliminará el gusto por los placeres viciosos, impedirá la irrupción de las pasiones y dará buen alimento al alma al llenarla de los objetos de mayor dignidad para que los examine» (Rousseau, 1781, pág. 2). Además de esta domesticación botanicopedagógica de las pasiones femeninas, se sugiere repetidamente la lectura de listas de libros para mujeres, unas listas que se llamaron «bibliotecas de la mujer», para que las mujeres pudieran participar, en cierto grado al menos, en el mundo masculino de la razón. Para la segunda estrategia hay que mencionar el estudio de Felix Raab (1964), donde

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este demuestra que el concepto de «interés» cambió a lo largo del siglo XVIII y poco a poco reemplazó al de «pasión». En el siglo XVI y la mayor parte del XVII, el concepto de «interés» tuvo una connotación política, es decir, era la idea del conocimiento adquirido del príncipe, que servía para mantener y expandir su poder. Sin embargo, muy poco antes de 1700 pasó a tener un significado primordialmente económico (Raab, 1964, pág. 237). Albert O. Hirschman (1977), en su famoso estudio Las pasiones y los intereses, demostró que esta transformación no se produjo por azar, sino para mostrar de forma más moderada las temidas consecuencias de la comercialización, que se veían en las pasiones enfurecidas. En el clásico enfrentamiento entre la razón y la pasión, el «interés» podía ocupar una posición intermedia, porque se entendía que estaba libre de la capacidad de destrucción de las pasiones, pero también de la ineficacia de la razón (págs. 42 y ss.). Con estos precedentes, no es extraño que el «interés» se impusiera en la filosofía inglesa y en menor medida en la francesa del siglo XVIII, como idea fundamental de la teoría social (Locke, Hutcheson, Hume, Smith, Bentham, Hélvétius, Holbach, Condorcet). El conflicto entre el comercio y el republicanismo en Suiza en torno a 1750 Alrededor de 1700, en Inglaterra y Suiza se produjo exactamente el mismo proceso ideológico, más o menos al mismo tiempo que la idea de «interés» había conseguido eliminar la de «pasión», y que la cuestión del lujo había pasado de ser una categoría moral a ser un tema económico ajeno a esta (Berry, 1994). Sin embargo, las condiciones contextuales de Suiza no eran las mismas que se habían dado en Inglaterra, por esto acabó por encontrarse otra solución al conflicto. Lo que en Inglaterra y Francia se había aceptado solo para las mujeres, es decir, la solución educativa para atemperar las pasiones, pasaba a ser ahora el medio principal también para los hombres, aunque, evidentemente, no a través de la botánica. Las diferencias entre las circunstancias de Gran Bretaña y Suiza no eran exageradas, pero sí de suficiente importancia para apuntar a otra solución. Los suizos, como los escoceses, eran (predominantemente) protestantes reformados, pero, a diferencia de estos, tenían una tradición fundamental de republicanismo tradicional. Y, en Suiza, en comparación con Inglaterra, tanto la tradición republicana clásica como el protestantismo reformado tenían una base mucho más amplia y no estaban limitados a inconformistas y marginados, y más si se tiene en cuenta que en 1700 muchos de los exponentes del republicanismo protestante habían abandonado Inglaterra para irse al Nuevo Mundo (Woods, 1969; Pocock, 1975). Así pues, una vez más, hubo al principio un proceso que se puede llamar de «capitalización de la sociedad», y, una vez más, se produjo una reacción que condujo a un renacimiento del lenguaje republicano. Las condiciones previas fueron un crecimiento sistemático de la población y el desarrollo continuado de la «industria» (en concreto, la de hilados y tejidos) y el comercio en Zúrich. Este proceso, que había estado exento de otras crisis mayores, así como un sistema de obligaciones e impuestos se tradujeron en la relativa gran riqueza de Zúrich en torno a 1750. A diferencia de las monarquías de otros

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países (que en el siglo XVIII adoptaron un estilo de vida refinado y dependían, en gran manera, de las finanzas, en especial para el mantenimiento de sus ejércitos), el problema de Zúrich no era hacerse con dinero, sino invertirlo. Así lo demuestra el tipo de interés, que desde la Reforma había sido del 5% y cayó al 3% en el siglo XVIII. Buscando formas de invertir mejor el dinero, Zúrich empezó a pensar en exportar capital, porque había muchas partes interesadas. Con este fin, en 1754, el Gobierno de Zúrich creó una comisión de supervisión de los beneficios de las inversiones. Esta comisión del tipo de interés empezó por invertir el dinero de diversos fondos municipales en los que se denominaron «Bonos del Ayuntamiento» a entre el 3% y el 3,5%; a partir de 1755, también se invirtió dinero privado. Con el objetivo de conseguir mayor rentabilidad, el dinero se invertía en préstamos a potencias europeas, pero también a compañías comerciales y plantaciones de América Central y del Sur (Peyer, 1968, págs. 140 y ss.). Muy pronto nacieron seis bancos privados que operaban siguiendo el mismo modelo. Lo que sin duda era nuevo en estas inversiones era que el negocio se hacía con cualquiera que estuviese más o menos interesada, sin tener en cuenta sus preferencias políticas. Eso significaba que el sistema de crédito que anteriormente había estado vinculado a los contactos personales, fue desbancado por los préstamos (impersonales). Antes de 1750, la concesión de crédito se había centrado principalmente en los interesados de la misma convicción religiosa o política (Peyer, 1968, pág. 124). Se habían concedido préstamos a ciudades grandes, pero Zúrich había sido excluida por parte de Francia, que favoreció a las partes católicas de Suiza (pág. 130). Después de 1755, frente a este sistema de crédito, se impuso el impersonal de los préstamos. Países con los que Zúrich siempre había sido cauta se beneficiaron de este sistema, no en menor grado que otros (Fritzsche, 1982): La mediación de los bancos no solo hizo el sistema de préstamos más fácil, sino también impersonal. Las inversiones, los créditos y los bonos impersonales de sociedades privadas eran políticamente neutrales; se podían vender también antes de que concluyera el período estipulado y, por la división en acciones, el riesgo quedaba más repartido. Con la progresiva independencia del mercado del crédito, el Gobierno de Zúrich, mediante la comisión del tipo de interés, podía invertir en deuda nacional inglesa, francesa, austríaca, sajona y danesa. (Pág. 42)

Por eso, la situación de Zúrich en torno a 1750 no era la misma que la de Inglaterra hacia 1700; sin embargo, ambas experimentaban una comercialización similar. Se creó el Banco de Inglaterra, porque el Estado necesitaba dinero; en Zúrich se creó la comisión del tipo de interés, porque la ciudad poseía excedente de capital. En ambos casos, se desarrolló una sociedad comercial en la que las relaciones públicas no estaban marcadas por intereses morales ni religiosos, sino configuradas por las formas de comercio. Las inversiones no se realizaban sobre la base de la preferencia política o religiosa, sino siguiendo las leyes impersonales del mercado. En estas condiciones, Zúrich, como Inglaterra, vivió un renacimiento del lenguaje del republicanismo clásico. Uno de los exponentes más importantes del republicanismo de Zúrich fue Johann Jacob Bodmer (1698-1783), profesor de historia de la Academia de Zúrich. Ante todos estos procesos, el Parlamento Municipal de Zúrich empezó a debatir nuevas

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leyes suntuarias en 1755. Bodmer (1755), que era miembro del Parlamento, comenta en una carta a un amigo: Se piensa que el lujo es consecuencia de la industria, de la abundancia, del comercio, y que todos estos sufrirían si las leyes limitaran el disfrute de sus beneficios. Pero, por otro lado, se cree que el lujo provoca una grave fractura en el espíritu de igualdad y mitigación tan necesario en un estado popular o medio popular. Pero el alma privada de lujo tiene otros muchos deseos, y pronto se convierte en enemiga de las leyes que la confinan.

Es interesante observar que estas palabras de Bodmer son casi idénticas a las de Montesquieu en Del espíritu de las leyes, de 1748 (Montesquieu, 1951, libro VII/2; 2012). Esto demuestra que Bodmer «habla» el lenguaje del republicanismo clásico empleando palabras, o paroles, de Montesquieu. Este lenguaje permitía identificar y articular un problema, concretamente el de la capitalización de la sociedad, que se interpretaba como una crisis cultural. Es, pues, un lenguaje transnacional y, en cierta media, transconfesional; Montesquieu era católico francés10 y Bodmer, protestante reformado suizo. La carta de Bodmer (1755) pasa a interpretar le crisis cultural como un problema educativo en un contexto corrupto donde la idea de educación del republicanismo clásico, es decir, la de familiarizarse con las costumbres practicadas y los valores patrióticos de la polis, ya no es posible, pues unas y otros se han desvanecido debido precisamente a las actitudes comerciales que ahora imperan: Solo una parte de ellos desea seriamente nuevas leyes suntuarias. Ambos, el noble y el común, comparten la vanidad. No os creeríais lo absurda que ha llegado a ser la pompa en el vestir, los muebles, la comida y la bebida. ¿Quién controlará a quienes se les ha encomendado el control del pueblo? No hay forma de corregir de una vez las costumbres corruptas. ¿Cómo unos padres carentes de sentimientos pueden infundirlos en sus hijos? ¿Qué tipo de educación puede dar a su hijo el padre que él mismo la necesita? El alma corrompida por el lujo tiene otros deseos que no son el del amor a la patria. (Bodmer, 1755)

La última frase es otra traducción literal de Del espíritu de las leyes, de Montesquieu (Montesquieu, 1951, libro VII/2; 2012); pero la pregunta fundamental ha pasado a ser un problema educativo: ¿Qué se puede hacer con los niños de una república (originariamente) virtuosa si el comercio ha corrompido a sus padres? La respuesta era educar a los jóvenes como héroes republicanos que después, ya ciudadanos virtuosos, enderezaran la ciudad corrupta para devolverla a su estado de república virtuosa, y esto es lo que Bodmer intentaba hacer con sus alumnos. El intento, por supuesto, fracasó, pero puso de manifiesto la querelle y agudizó la necesidad de hallar una solución que también era educativa, pero en sentido distinto al de la educación elitista de los jóvenes héroes republicanos. Y por encima de todo, era un avance en el que se socializó quien después sería uno de los pedagogos más famosos: Johann Heinrich Pestalozzi. La educación de los héroes republicanos como futuros ciudadanos Cuando Bodmer, en la realidad de su langue del republicanismo clásico, se dio cuenta de que Zúrich se había corrompido, empezó congregar a estudiantes de la Academia para leer libros sobre historia antigua y de Suiza, y libros políticos como Del espíritu de las

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leyes de Montesquieu. En las condiciones de la ciudad de Zúrich fermentó un espíritu republicano elitista y militante, y se formaron varios grupos societales. Uno de ellos demostró ser efectivo, pese a su corta vida de solo dos años y medio. Fue la Sociedad Moral Política e Histórica, fundada el 1 de julio de 1762 por diez jóvenes de entre diecisiete y veintidós años para avanzar más en su educación. Eran jóvenes que estaban terminando, o habían terminado ya, los estudios de teología en la Academia de Zúrich y alumnos privilegiados de Bodmer. No se proponían profundizar en sus conocimientos teológicos, sino adquirir conocimientos y actitudes políticos y éticos.11 Las actas de sus reuniones y otros muchos documentos de la Sociedad Moral Política e Histórica suman cientos de páginas manuscritas y dan fe de la lucha teórica que en ella se libraba contra la evidente comercialización en que Zúrich estaba sumida desde finales del siglo XVII. En las tres primeras reuniones semanales de la Sociedad Moral Política e Histórica, los jóvenes teólogos y futuros héroes republicanos se pusieron a trabajar en la redacción de unos estatutos en que se definían los objetivos, la estructura y la organización de su escuela. Por una parte, esclarecieron las cuestiones más formales de la organización del aprendizaje; por ejemplo, el establecimiento de las categorías de sus miembros, las condiciones de admisión de otros miembros, la frecuencia de las reuniones, el entorno de aprendizaje y el control de este. En un preámbulo se establece el objetivo del estudio de los miembros de la Sociedad: descubrir los fundamentos de la «verdadera filosofía política». En concreto, el objetivo era analizar las ventajas y los inconvenientes de las distintas formas de gobierno, y estudiar la historia de la patria y de su valor. Este objetivo más bien académico se puntualiza con una observación importante. A partir de la educación académica, también se proponen formar actitudes que den «nobleza», «patriotismo» y «utilidad pública» a los jóvenes. Esta educación de carácter comprensivo no se debía limitar a su propia persona; aquellos jóvenes querían que su pensamiento, su visión, «beneficiara a toda la nación» (Müller, 1762, fol. 8). En los estatutos de la Sociedad («Statutes», 1762) se definen los medios para alcanzar este objetivo. En primer lugar, se establecen los campos que van a estudiar los miembros de la Sociedad; en concreto, los de historia, política, jurisprudencia y derecho natural (Art. 9). Sin embargo, se pasa a formular el currículo en sentido más limitado, y las materias no se distribuyen de acuerdo con un programa o estructura que determinen en qué orden se han de aprender los contenidos. No existe una estructura disciplinar como la que cabría esperar de una educación liberal en humanidades; al contrario, los propios miembros de la Sociedad han de decidir en cada caso las obras que van a estudiar (Art. 11). Pero acuerdan que debe haber algún tipo de cuerpo de conocimientos indispensable, un canon, representado por tres obras: Regiment loblicher Eydtgnossschafft (El régimen de la loable confederación), de Josias Simler, escrita en 1756, que reconstruye la historia de la independencia de Suiza y que tuvo numerosas ediciones posteriores; Vernünfftige Gedancken von dem gesellschafftlichen Leben der Menschen (Ideas racionales sobre la vida social del hombre, también llamada política alemana), de Christian Wolff, escrita en 1720, y que analiza la diversidad de sociedades humanas tomando como referencia la ley natural; y Del espíritu de las leyes, de Montesquieu, escrita en 1748, que examina las

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características de las leyes políticas considerando las formas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la república (Art. 9, enmienda al Art. 9). La toma de decisiones sobre los contenidos de lo que se debe aprender se aborda de forma más bien liberal, en cambio, se define con mucho mayor detalle el entorno de aprendizaje. Además de leer los textos, los miembros de la Sociedad han de leer en voz alta y a intervalos regulares sus propios escritos. Hay que facilitar copias de estos ensayos a los demás miembros para que se puedan debatir críticamente en la siguiente reunión. Esta crítica representa una forma de monitorizar el aprendizaje, dirigido por los propios miembros, del mismo modo que son ellos quienes deciden las obras que van a leer. Es un método igualitario y opuesto al jerárquico. Los miembros se comprometen, además, a presentar informes (reseñas) regulares sobre libros (Art. 14) y a pronunciar discursos que se evaluarán sobre todo por su calidad retórica (Art. 13). Las actas de las reuniones impresionan por el tono en general estricto con que se formulan todos esos criterios: las reuniones no se conciben como encuentros sociales, sino, como se dice en un informe de agosto de 1763 sobre la fundación de la Sociedad, para que los hombres amplíen su educación «con modales y comportamientos serios y patrióticos» («Report», 1763). De acuerdo con los estatutos, los miembros de la Sociedad debatirán «con propiedad masculina y seriedad instructiva» («Statutes», 762, Art. 10). Con esta idea se establecen las normas de conducta para las reuniones: se prohíbe tomar café, té y vino, y fumar (Art. 2). Se llegaba incluso a espiar a algunos miembros; se informó, por ejemplo, que algunos dejaban para después de las reuniones la visita en secreto a la taberna. El informe se lamentaba de que «estos republicanos indiferentes, estos supuestos seguidores de los hijos de Esparta, vayan a sorber botellas de moscatel y malvasía…» (citado en Zehnder-Stadlin, 1875, pág. 249). Pero estos elementos de la organización no eran los únicos representantes del republicanismo. También lo eran los temas objeto de las charlas que se dieron en las reuniones de los seis primeros meses. Según consta en las actas (Minutes, 1762/1764, fol. 97r-116v), algunos de esos temas fueron: • • • • • • • • • • • • •

Qué se puede aprender de la historia (21 de julio de 1762) De la libertad natural y civil (28 de julio de 1762) Del significado de la historia de la patria para los republicanos (4 de agosto de 1762) El amor a la patria (11 de agosto de 1762) De la moral y la política (18 de agosto de 1762) ¿Es posible un Estado sin religión? (25 de agosto de 1762) El ciudadano virtuoso (1 de septiembre de 1762) El servicio militar en otros países (8 de septiembre de 1762) El carácter del buen historiador (15 de septiembre de 1762) El carácter del hombre virtuoso (septiembre de 1762) El carácter del gobernante patriótico (3 de noviembre de 1762) La aparición de las sociedades civiles (10 de noviembre de 1762) Los fundamentos de las leyes políticas (17 de noviembre de 1762)

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El camino a la felicidad (24 de noviembre de 1762) La riqueza del individuo en la república (1 de diciembre de 1762) De las artes y las ciencias (8 de diciembre de 1762) Comparación de las formas despótica, aristocrática y democrática de gobierno (15 de diciembre de 1762) • El castigo de los vicios morales (22 de diciembre de 1762) • Estructura y claridad de las exposiciones orales y escritas (29 de diciembre de 1762) • La educación del ciudadano republicano (29 de diciembre de 1762) La Sociedad Moral Política e Histórica no prosperó, y fue disuelta en 1764. Fueron muchas las razones (para una exposición detallada, véase Tröhler, 2009a). Una de las más importantes fue el hecho de que padres, ciudadanos y gobernantes no pensaban que debieran ser rescatados de la corrupción. Todo lo contrario: empezaron a cobrar más y más conciencia de las actividades ocultas de su siguiente generación. En su discurso de apertura el 1 de julio de 1762, el presidente de la Sociedad señalaba que esta contaba con la aprobación de «hombres honorables», que «todos los hombres rectos… nos aplauden», y que «los padres escrupulosos» ansiaban que la Sociedad tuviera éxito (Müller, 1762, fol. 10r). Sin embargo, todo cambió drásticamente ya en noviembre de 1762, ni siquiera medio año después de la fundación de la sociedad educativa, cuando dos alumnos de Bodmer presentaron por escrito una furibunda acusación de corrupción y abuso de poder contra un administrador de tierras (alguacil). La carta empieza con tono airado, signo del heroico coraje republicano: «Me pongo a escribiros con inmensa consternación, a vos, tirano, villano, hipócrita, blasfemo y perjuro» (Lavater y Füssli, 1762/1762). La carta prosigue exigiendo que se reparen las injusticias. Pero el alguacil no respondió, y, aunque sus fechorías eran más o menos conocidas en los círculos políticos de la ciudad de Zúrich, él creía que estaba seguro, ya que, al fin y al cabo, su suegro era el alcalde de la ciudad. Tal circunstancia indujo a los dos impulsivos jóvenes a hacer pública la situación. A finales de noviembre, en la oscuridad de la noche, imprimieron y distribuyeron entre los miembros más notables del Parlamento un folleto con el título de «El alguacil injusto: o quejas de un patriota sobre un gobierno injusto». Como muestra el título, el objetivo no solo era el alguacil, sino también la plutocracia de la élite política de la ciudad que no había respondido a las muy conocidas acusaciones de corrupción. La primera frase de la carta acusadora apunta de nuevo al lenguaje de la crítica: «Pobre de mí, que vivo entre gente cuyos alguaciles son tiranos y cuyos jueces ejercen la injusticia, ¿quién escuchará mi súplica y lo enmendará? ¿Es que ya no quedan patriotas en Zúrich?» (Lavater y Füssli, 1762/1763). Ni que decir tiene que a los orgullosos ciudadanos de Zúrich no les gustó que la generación de sus hijos les acusara de corrupción: la mala conducta y desobediencia de los jóvenes se relacionaron de inmediato con la falta de religiosidad, toda una «pena de muerte» para los jóvenes teólogos de una república de Zuinglio, como era Zúrich. En esa tensa situación, se reprendió duramente a los dos autores de la carta y se les ordenó que abandonaran el país para una larga estancia educativa en el extranjero, de la que uno de

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ellos, Johann Heinrich Füssli, nunca regresó. Füssli empezó a pintar en Londres con el nombre de Henry Fusely y pronto iba a despertar pasiones en la escena del arte de Europa y a ejercer una poderosa influencia. El otro era Johann Caspar Lavater (1741/1802), que regresó a Zúrich, se convirtió en famoso predicador no conformista y alcanzó gran fama con su libro Physiognomische Fragmente (1775/1778) (Essays on Physiognomy [1792]).12 Un incidente ocurrido en la primavera de 1767 muestra lo atenta que estaba la élite política a las actividades radicales de los jóvenes héroes republicanos: cuando el anterior presidente de la Sociedad Moral Política e Histórica, Christoph Heinrich Müller, escribió un folleto contra el envío de tropas de Zúrich a Ginebra, tuvo que huir del país. Johann Heinrich Pestalozzi, de quien se sospechaba que era coautor del folleto, fue encarcelado tres años y además se le exigió que pagara la leña que se empleó para quemar los folletos. El proceso pedagógico del mundo moderno: la promesa protestante Como ya se ha dicho, en el mundo del lenguaje del republicanismo clásico la tesis fundamental es psicológica: el hombre comercial pasará a apasionarse por su sino particular y se olvidará de la única pasión verdadera, el amor a la patria y con él la orientación al bien común. En el vocabulario del republicanismo clásico, el hombre, o mejor, su alma, está corrupto; es «burgués» y no ciudadano virtuoso. Aquí es donde entra en escena la idea protestante del alma, pues en el protestantismo, a diferencia de en el cristianismo, quien media en la salvación no es una institución formal como la Santa Madre Iglesia, sus miembros consagrados, los sacerdotes, los ritos, el incienso, las campanas ni los ornamentos. En el protestantismo, Dios se revela al alma de quien cree cuando este lee o escucha con fe la Sagrada Biblia, y en ello está la mediación de la salvación. La reforma, en el lenguaje del protestantismo, al principio siempre va dirigida al alma del individuo.13 La idea que los ciudadanos de Zúrich tenían de sí mismos después de 1750 era claramente la del patriota, es decir, la del virtuoso en el sentido del republicanismo clásico. Se reunían en multitud de sociedades morales, patrioticoeconómicas y eticopolíticas, y organizaban la vida política como había previsto la constitución republicana: unos hombres electores que tenían que jurar públicamente que elegirían para el parlamente a los hombres más virtuosos, no a los más ricos. Muchos de ellos participaban de estas tradiciones y colaboraban en las actividades culturales sin cuestionar demasiado el modo de vida del momento, que, al fin y al cabo, era bastante cómodo, pero algunos no se limitaron a dejar pasar los efectos manifiestos del comercio después de 1750 y que habían desencadenado el movimiento radical juvenil en torno a 1760. Empezaron a pensar en soluciones a la querelle entre el comercio y el republicanismo clásico que fueran menos radicales que las soluciones de los jóvenes. Uno de los autores más importantes en este debate fue Johann Kaspar Hirzel,14 médico de la ciudad de Zúrich, cuya obra Der philosophische Kaufmann (El mercader filosófico) se publicó en 1775. En esta obra, Hirzel en primer lugar se propone

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demostrar, en contra de las acusaciones del republicanismo radical, que la profesión de uno no perjudica per se a la persona ni a su alma. Insiste explícitamente en que «en la profesión del mercader, las virtudes morales y el recto gusto por lo bueno y hermoso pueden estar tan presentes como en cualquier otra profesión» (Hirzel, 1775, pág. 53). En otras palabras, contrariamente a las diversas acusaciones ideológicas, los mercaderes no están sometidos a las pasiones con mayor fuerza que las personas de otras clases sociales. Este comentario equivale a situar las profesiones al margen de la moral. Hirzel, sin embargo, no lo formula con el fin de racionalizar un estado liberal-capitalista, sino más bien una república con la idea del ciudadano virtuoso. Este es, pues, el intento de Hirzel de resolver la querelle. Es revelador que Der philosophische Kaufmann en realidad no describa en absoluto la práctica del «mercader filosófico», sino que exponga las máximas educativas del futuro mercader. De modo que es una obra educativa, aunque su título no lo refleje. El libro termina con la conclusión de que la persona que aspire a ser mercader «filosófico» —en el sentido de moral— debe ser educada en la virtud ya en edad temprana. Esta educación tiene lugar junto con la formación práctica para la profesión en teneduría de libros, correspondencia y lenguas extranjeras. Su objetivo es el «alma», a la que hay que educar para que sea virtuosa (Hirzel, 1775, págs. 84 y ss.). El medio para conseguirlo —y aquí es donde encuentra su expresión la psicología protestante— es el autoexamen.15 Al futuro mercader filosófico se le debía enseñar, desde la primera juventud y todos y cada uno de los días, a someter el yo interior a permanente examen y a justificar sus propósitos (pág. 119). El alma que de aquí emerge, probada y justificada, es la garante de una república comercial virtuosa. La idea de Hirzel no le era exclusiva sino que representaba la opinión de la élite de Zúrich, que quería profesar su fe siguiendo los principios de la república y del comercio. Así lo demuestra un caso extremadamente polémico de censura que se produjo por la traducción al alemán de Entretiens de Phocion, de Gabriel Bonnot de Mably. La obra de Mably es un tratado anticapitalista de republicanismo clásico, un alegato en favor de la república agraria (también se publicó como Phocion’s Conversations: Or the Relation between Morality and Politics en Londres en 1769). En Zúrich, el traductor de la obra al alemán, Hans Conrad Vögelin, siguiendo el ideal del republicanismo agrario y el ideal del landed man, apoya la opinión de que no hay que permitir a los comerciantes participar en el Gobierno. Haría falta un milagro para «convertirles en personas justas, inteligentes y valientes», por lo que no sería prudente dejar que participaran en el mismo (Mably, 1763/1764, pág. 109). El censor no permitía este pasaje, como contaba Vögelin en una carta, porque «se oponía directamente» a las estructuras económicas de Zúrich y, por tanto, provocaría «conmoción civil» (Vögelin, citado en Zehnder-Stadlin, 1875, pág. 664). Por esta razón, Vögelin añadía una nota a la traducción alemana, en la que afirmaba que la corrupción de los comerciantes de la que hablaba Phocion no residía en el comercio per se. No había razón para que el comerciante no pudiera ser virtuoso: «¿Por qué no pueden ser diligentes y moderados, por qué no van a poder desear la fama y la religión?». Y en contra de la idea de que la agricultura era una base

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considerablemente más favorable que el comercio para la república, Vögelin seguía diciendo: «¿Qué tiene de más virtuoso el arado que el martillo?». La conclusión de Vögelin sobre la crítica de Phocion a los comerciantes es la siguiente: «Los nobles son buenos, los comerciantes son buenos, el comercio también es bueno, siempre que se pueda corregir adecuadamente» (Vögelin, citado en Mably, 1763/1764, pág. 111). Esta modificación, la educación del alma en la virtud (pública), se convierte aquí en atractiva solución al que es el conflicto esencial entre la economía moderna y la república clásica, entre el comercio y el citoyen. Así se muestra también en el libro Schreiben eines Vaters an seinen Sohn, der sich der Handelschaft widmet (Carta de un padre a su hijo que se dedica al comercio) (Iselin, 1781), obra de Isaak Iselin, secretario del consejo de Basilea, otra república comercial de Suiza. El libro presenta el cultivo de la tierra como una ocupación de especial nobleza, seguida muy de cerca de la ocupación del mercader. Sin embargo, Iselin advierte a su hijo contra la decisión de escoger esa ocupación simplemente para disfrutar en privado de «los placeres y las exquisiteces» que «el estúpido mortal compra con dinero, a menudo para su perdición». Y, en consecuencia, pasa a aconsejar a su hijo que aplique los «ocho principios» que subyacen en toda ocupación, también en la de mercader (pág. 392). Para asegurarse de que su hijo asume estas buenas intenciones (págs. 420 y ss.), Iselin, en un suplemento al final del libro, traza un plan pensado para que sirva para la «preparación por la mañana y el examen por la tarde». Siguiendo este plan, su hijo debería empezar el día recordando sus grandes obligaciones para con Dios y la humanidad, sirviéndose de la Razón, que le hace a imagen y semejanza de Dios. Solo las reflexiones sobre el bien y el mal han de adornar su alma. Ha de tratar bien al pobre, luchar contra las depravaciones y abstenerse del orgullo y la malevolencia. Debe tratar a las mujeres «respetuosamente» y no molestarlas con «pasiones criminales»; el trabajo duro, la moderación, la caballerosidad y la ecuanimidad han de ser las virtudes fundamentales. Hay que evitar la vanidad y la charlatanería, al igual que el hedonismo; hay que abstenerse de la adulación (pág. 423). Después, cuando al finalizar el día, su hijo se debe hacer las siguiente preguntas: «¿De qué falta te has liberado hoy? ¿Qué mal has vencido? ¿En qué grado has mejorado tu alma?» (pág. 425). Así pues, la educación de los hijos en el autoexamen parecía ser la clave para la resolución del conflicto entre los ideales del republicanismo y la economía moderna, como garantía de una modernidad ordenada que no cae presa de las pasiones, sino que asegura el progreso económico y la justicia social. En Suiza, la idea de «interés» apenas existe, ni siquiera en el debate sobre la reforma moderada. Hasta el exponente más comedido del republicanismo suizo, Iselin (1764), en un discurso en que denunciaba el republicanismo radical de los discípulos de Bodmer de Zúrich, consideraba que las pasiones eran producto de la mente humana. La definición de «patriotismo ilustrado» de Iselin, que separa el sano patriotismo del radical, se basa en consideraciones morales, y el auténtico patriota no es engreído ni cobarde, sino firme. Según Iselin (1764), si el patriota «creyera» que sus esfuerzos son inútiles, se retiraría, pero «conoce» las «verdades eternas de la virtud», «sabe» que las buenas acciones son inmortales, sabe que él es una

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«herramienta de la felicidad» y es fuerte contra «las pasiones» —«nada puede impedirle hacer las cosas que sabe que son verdaderamente buenas» (pág. 147)—. El hombre libre, el ciudadano, en otras palabras, el hombre que vive en una república libre, en primer lugar ha de estar libre de pasiones, porque estas hacen de todo hombre un esclavo (Münch, 1783, pág. 25), y el esclavo es lo más opuesto al ciudadano o citoyen. Esto es exactamente lo que decía Jean Jacques Rousseau (1762/1979) en su libro V del Emilio, cuando habla de los temas políticos y los ideales de ciudadanía y patria, como si nunca hubiera proclamado en el libro I que estas dos palabras se deberían borrar del vocabulario moderno: La libertad no se encuentra en ninguna forma de gobierno; está en el corazón del hombre libre. La lleva con él a todas partes. El hombre vil lleva su servidumbre a todas partes. El último sería esclavo en Ginebra, el primero, hombre libre en París. (Pág. 473)

Pero antes de analizar el republicanismo (educativo) de Rousseau con más detenimiento (en el capítulo 4), lo haremos con algunos malentendidos comunes entre el protestantismo luterano y el calvinista (reformado), más allá de las cuestiones educativas, utilizando el ejemplo de la famosa tesis de Max Weber sobre el protestantismo. 7. El capitalismo como modo económico específico es un fenómeno más antiguo, como sabemos por el estudio de referencia de Jacques Le Goff (1956; 1986). Pero no es casualidad que la llegada de la idea de «capitalismo» se produzca en la segunda mitad del siglo XVIII (en francés e inglés) o incluso en el siglo XIX (en alemán), pues indica que este modo de economía, de alguna forma, se había hecho más distinguible y hasta evidente, y se había convertido en un problema ideológico específico para las tradiciones culturales. Max Weber (1904-05/1930) sitúa la fecha de la crucial progresión del capitalismo anterior a un fenómeno social dominante con las actividades de los disidentes ingleses en la segunda mitad del siglo XVII, lo que coincide con el análisis que aquí se hace. Para una interpretación más amplia de Weber, véase el capítulo 3. 8. La primera burbuja económica famosa en la que los inversores perdieron auténticas fortunas fue la manía del tulipán, que se produjo en 1637 en los Países Bajos; otras burbujas famosas fueron la del Misisipí y la de los mares del Sur, de 1720 (para una exposición sobre ellas, véase Garber, 1990). 9. Las cartas iban dirigidas a Madelaine Catherine Delessert (*1774) y a su hija Marguerite Madelaine (*1767), respectivamente. En 1781 se publicaron en las Collections Complètes des Oeuvres de J. J. Rousseau, que fueron la base de las traducciones alemana e inglesa (George, 2006). 10. Sin embargo, el padre de Montesquieu había sido protestante francés, pero fue obligado a convertirse al catolicismo. Su esposa, Jeanne de Lartigue, también era protestante. 11. La Academia de Zúrich no impartía enseñanzas de estudios cívicos ni filosofía política, a pesar de que solo se admitían en ella a ciudadanos hijos también de ciudadanos (lo que, a su vez, manifiesta el carácter del «Gobierno mixto» de Zúrich). Sin embargo, en la Academia se transmitían los conocimientos políticos a través de la asignatura de «Historia de Suiza» que impartía Johann Jacob Bodmer. 12. En http://www.newcastle.edu.au/school/fine-art/publications/lavater/ (obtenido el 11 de agosto de 2006), se encuentra una versión digital de la traducción inglesa de los Essays on Physiognomy, de Lavater. 13. Entre el calvinismo original, el zuinglismo y el luteranismo existen diferencias fundamentales de las que se habla en el capítulo 3 de este libro. Aquí me refiero a la teología del Consensus Helveticus de 1675, que fusionó el calvinismo y el zuinglismo y dio un marco nuevo a la idea de predestinación y teocracia que caracterizó al calvinismo. El zuinglismo era más deudor del republicanismo clásico que el calvinismo; por consiguiente, políticamente se orientaba más a la participación y, en última instancia, a la democracia. 14. Hirzel pasó a ser muy conocido en toda Europa en 1761 con su obra Die Wirthschaft eines philosophischen Bauers. En ella elogiaba el trabajo, el ahorro, el sentido común y la obediencia como virtudes fundamentales del «sabio» agricultor. La obra apareció ya en 1762 en traducción francesa, con el título de Le Socrate rustique, ou description de la conduite économique et morale d’un paysan philosophe, traducida por Jean Rodolphe Frey, que era de Basilea y funcionario de los Servicios Franceses. La traducción de Frey la tradujo al inglés Arthur Young, y

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se publicó en Londres en una antología bajo el título de Rural Oeconomy. Todas estas traducciones aparecieron en diversas ediciones; en 1800 se publicó una edición americana. Thomas Jefferson recomendó este libro de 1800 como título que debería figurar en una biblioteca sobre agricultura. (Agradezco a Ellen Russon que hallara esta información en «Agricultural titles recommended by Thomas Jefferson», en la web de la University of Michigan, Universities Libraries, en Special Collections, Maryland Room, Marylandia and Rare Books: http://www.lib.umd.edu/RARE/MarylandCollection/Riversdale/biblios/jefferson.html.) Se publicó una edición italiana sin fecha, y probablemente anterior, con el título de L’ economia d’un contadino filosofo. 15. La idea de autoexamen para modificar el alma es una idea neoagustiniana, que se contrapuso a las enseñanzas de Santo Tomás que proclamaban la inmutabilidad de aquella. Adquirió un carácter educativo en las tensiones políticas de Florencia en torno a 1500, momento en que se debatía de nuevo el republicanismo clásico en el contexto del humanismo civil en oposición a la autoridad aristocrática de los Médici (para detalles, véase Osterwalder, 2010), pero no intentó resolver las tensiones fundamentales entre el progreso económico y las ideas republicanas clásicas.

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3. Los malentendidos protestantes: Max Weber y la ética protestante en América Tom Joad salió del viejo McAlester Pen, donde obtuvo su condicional. Después de cuatro largos años por asesinar a un hombre, Tom Joad viene andando por el camino, pobre muchacho, Tom Joad viene andando por el camino. WOODY GUT HRIE, Tom Joad Entonces Tom dijo: «Mamá, dondequiera que haya un policía golpeando a alguien, dondequiera que llore un niño recién nacido y hambriento, donde se luche contra la sangre y el odio que hay en el aire, búscame, mamá, allí estaré, allí. Dondequiera que haya alguien luchando por tener un sitio donde establecerse, o por un trabajo digno o una mano que le ayude, dondequiera que alguien esté luchando por ser libre, mírales a los ojos, mamá, me verás a mí». BRUCE SPRINGST EIN (1995), The Ghost of Tom Joad

El protestantismo y el capitalismo De vuelta a casa desde McAlester, la prisión del estado de Oklahoma, puesto en libertad condicional después de cuatro años de condena por asesinato, Tom Joad encuentra vacía la granja de sus padres. La familia está en casa de su tío John y está vendiendo todo lo que posee. Años seguidos de malas cosechas y el despiadado sistema agrícola capitalista de los grandes terratenientes han dejado a la familia, como a otros muchos arrendatarios de Oklahoma, endeudada, insolvente e inerme. Está obligada a abandonar la casa que levantaron sus abuelos cuando en 1889 se abrió el Territorio de Oklahoma al asentamiento de colonos. De ahí John Steinbeck (1939/1992) saca su argumento y compone la épica historia de Las uvas de la ira (1939/1992; 2012), que describe el sistema agrícola mecanizado y su brutal anonimato y monstruoso poder: Los tractores vinieron por las carreteras hasta llegar a los campos, igual que orugas, como insectos, con la fuerza increíble de los insectos. Reptaron sobre la tierra, abriendo camino, avanzando por sus huellas, volviendo a pasar sobre ellas. Tractores diésel que parecían no servir para nada mientras estaban en reposo y tronaban al moverse, para estabilizarse después en un ronroneo. Monstruos de nariz chata que levantaban el polvo revolviéndolo con el hocico, recorrían en línea recta el campo, atravesándolo, a través de las cercas y de los portones, cayendo y saliendo de los barrancos sin modificar la dirección. No corrían sobre el suelo, sino sobre sus propias huellas, sin hacer caso de las colinas,

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los barrancos, los arroyos, las cercas ni las casas. (Pág. 37)

La lógica del mundo industrializado moderno, se empezó a desarrollar en la ciudades de Estados Unidos —Boston, Nueva York, Filadelfia y Chicago— avanza desbocada por todo el país, no solo destruyendo a su paso las estructuras construidas por el hombre, sino salvando los que habían sido obstáculos naturales: las colinas y los barrancos. El sistema económico que empujaba a los agricultores a abandonar la tierra se muestra sin rostro e impersonal; el progreso es imparable, como estos tractores diésel que arrasan todo lo que encuentran a su paso: las granjas, las cercas y los huertos. Los hombres que conducen los tractores son impersonales y están deshumanizados, exactamente igual que quienes construyen estas máquinas y los inversores. Forman parte de la maquinaria que está allanando la tierra para el cultivo a gran escala del algodón: El hombre sentado en el asiento de hierro no parecía humano: con guantes, gafas, una máscara de goma sobre la nariz y la boca para protegerse del polvo, no era más que una parte del monstruo, un robot sentado… no podía controlarlo; atravesaba el campo en derechura invadiendo una docena de fincas y regresando en línea recta. Un giro de los mandos podría desviar la oruga, pero las manos del conductor no podían darles el giro porque el monstruo que había construido el tractor, que le había mandado salir, se había introducido de alguna manera en las manos del conductor, en su cerebro y en sus músculos, le había puesto gafas y amordazado, unas gafas en la mente y la percepción, una mordaza en el habla y la protesta. (Steinbeck, 1939/1992, pág. 37)

Los colonos arrendatarios de tierras, desahuciados por los bancos, no tienen más opción que abandonarlas; los grandes terratenientes fuerzan el desalojo con guardianes de la ley pagados. Sin más alternativa que la de emigrar, los arrendatarios siguen las indicaciones que les llevan al Oeste, impresas en coloridos folletos de los cultivadores de California que piden mano de obra para el campo. Los folletos prometen un futuro dorado en California, que solo carece de trabajadores. Pero en ellos no se dice que se tienta a los agricultores a que se dirijan allí para actuar de esquiroles en las huelgas que arrendatarios y jornaleros mantienen contra los grandes terratenientes californianos. El futuro dorado demostrará ser pura ilusión, que sirve de material para el resto de la novela que daría fama internacional a Steinbeck. En 1940, solo un año después de su primera edición, Las uvas de la ira apareció en alemán (Früchte des Zorns) en Zúrich. Obtuvo el Premio Pulitzer, y ese mismo año se hizo una versión cinematográfica, obra del eminente director John Ford, y protagonizada por Henry Fonda en el papel de Tom Joad. Woody Goothrie, que vio la película en 1940, compuso la balada Tom Joad (1940). Hace quince años, la historia de John Steinbeck inspiró a otro gigante de la escena musical estadounidense: Bruce Springstein compuso The Ghost of Tom Joad (1995). En Las uvas de la ira, la humillación de la gente «honrada» no tiene límites; la corrupción del alma impregna grandes partes de la sociedad, no solo a los hombres que conducen los tractores como robots, a los mismos antiguos arrendatarios que necesitan el dinero para poder emigrar. El ansia de dinero afecta también a los comerciantes de segunda mano locales, que, sabedores de la desesperación de los agricultores, compran sus propiedades por debajo de su valor. Al mismo tiempo, los comerciantes de automóviles hacen negocio vendiendo los suyos particulares a precios superiores a su valor. La familia Joad, obligada a emigrar, se queda con muy poco dinero para el difícil

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viaje de 2000 millas por las Montañas Rocosas; su dependencia se hace aún mayor cuando se ven forzados a conseguir dinero de inmediato al llegar a California. Después de intercambiar y vender los objetos familiares, delante de la casa solo queda un montón de trastos que nadie quiere comprar: «¿Lo demás? Déjalo, o quémalo». Estos objetos personales dejados atrás no tienen sentido para la nueva vida: «Las mujeres se sentaron entre las cosas desechadas, dándoles vueltas, mirando a lo lejos y de nuevo, a sus cosas. Este libro. Era de mi padre. A él le gustaba tener un libro. El progreso del peregrino. Solía leerlo. Puso su nombre en él» (Steinbeck, 1939/1992, pág. 92). El progreso del peregrino, que en esta escena del libro parece representar lo que solo tenía sentido en el pasado, es el libro en inglés más leído en todo el mundo, y uno de los más traducidos de toda la literatura universal; representaba y reforzaba, como ningún otro, la mentalidad puritana. La primera parte fue escrita en 1678, tras la Restauración inglesa (1660), por el pensador y baptista John Bunyan en la cárcel, donde cumplía condena por incumplimiento de la ley que prohibía predicar a los inconformistas. La segunda parte se publicó en 1684. En la primera, Bunyan habla de Cristiano, quien, asediado por numerosas tentaciones y peligros, se dirige de la «Ciudad de la Destrucción» a la «Ciudad Celestial» de Sión, como ya indica el título original: El progreso del peregrino. De este mundo al venidero, relatado bajo el símil de un sueño en el que describe cómo partió, su peligroso viaje y su llegada a salvo al país anhelado. En la segunda parte, la esposa de Cristiano, Cristiana, y sus hijos siguen su camino, con el título que reza: «Donde se narra la partida de la esposa de Cristiano y sus hijos, su peligroso viaje, y la llegada a salvo al país deseado». Esta estructura religiosa paternal/familiar, que se nutre de la fe inquebrantable en la promesa de Dios y la constancia entre la hostilidad, se corresponde con el pietismo inglés, que se iba a desarrollar junto con la dominante y oficialmente establecida Iglesia de Inglaterra (Deppermann, 1993, págs. 33 y ss.). El progreso del peregrino alimentó la visión de los puritanos en su camino a las colonias norteamericanas, donde esperaban encontrar, o fundar, el «Reino de Dios». Es esta visión fundamental orientada al futuro, que, a diferencia de la idea del pietismo alemán, no iba orientada a la introspección sino a la realidad, la que ahora culmina el montón de cosas desechadas de los Joad que ya no sirven para el futuro, cosas solo del pasado y recuerdos, invendibles y superfluas. «¿Lo demás? Déjalo o quémalo». ¿Era esta, pues, la resignación puritana ante el capitalismo que todo lo abarcaba? La ética protestante frente al capitalismo La publicación de Las uvas de la ira no solo le dio fama a Steinbeck en todo el mundo, sino que también fue objeto de airadas críticas, en particular en California y Oklahoma.16 El libro fue prohibido en algunas bibliotecas y quemado en público, y a John Steinbeck se le acusó de comunismo (véase Shockley, 1944), mientras que los intelectuales, los liberales estadounidenses, aclamaban el libro y a su autor (véase, por ejemplo, Lee, 2000). «No cabe duda de que John Steinbeck es uno de los escritores de mayor talento,

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si no el más inteligente, del momento» (Simmons, 2000, pág. 56). Sin embargo, a pesar de las acusaciones, las críticas de comunismo que se le hacían a Steinbeck no se basaban ni ética ni políticamente en el comunismo; Steinbeck estaba fuertemente determinado por el entorno protestante de su familia. Sus abuelos paternos se conocieron en 1853 en una misión a Palestina, lo que hoy es Israel (para convertir a los judíos al cristianismo, pero se encontraron con pocos). Y los maternos (exquisitamente descritos en Al este del edén, escrita en 1952) eran protestantes de Irlanda del Norte (véase Parini, 1995). El progreso del peregrino, como certifica Steinbeck en la introducción autobiográfica a Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (1976; 2004), era, junto con Shakespeare y la Biblia, una parte común de los conocimientos de la familia Steinbeck que se asentó en Salinas, California, cerca de Monterrey. Steinbeck se crió en un entorno que se puede considerar el culturalmente dominante de los Estados Unidos de la época, aunque por entonces la mayoría de los inmigrantes habían llegado durante cierto tiempo sobre todo de los países protestantes del norte de Europa. Este entorno encarnaba una visión protestante del mundo que, en el transcurso del siglo XIX —entre otras cosas, a través de la acogida de la teoría de la evolución— se deshizo del dogma y, con ello, de la teología, o, en otras palabras, se «liberalizó» y se «hizo ética». Este «cambio de discurso» coincide en el ámbito teológico con las tendencias de la teología liberal, que a finales del siglo XIX irradió desde los centros intelectuales de Boston, Andover y Chicago por todo el mundo rural, del mismo modo que el capitalismo se extendió por el obrero. El objetivo era la transformación de la teología calvinista en una religión de acción social (Williams, 1941/1970). Este «giro» está simbolizado en Las uvas de la ira en primer lugar por la figura del antiguo predicador Jim Casy, a quien Tom Joad conoce en su camino de regreso de la cárcel a su familia. Jim Casy había atendido durante décadas como pastor a las familias de la zona y, entre otros, había bautizado a Tom Joad, pero llevaba desaparecido unos años. No puede ser coincidencia que sus iniciales sean J. C. (Jesucristo), ni que Casy se niegue a predicar de nuevo. Cuando Tom Joad se encuentra con Casy en la carretera, este está cantando «Yes Sir, that’s my baby» pero cambiando la letra: Sí señor, este es mi Salvador, Jesús es mi Salvador, Jesús es ahora mi Salvador. Si te portas bien, el diablo no podrá contigo. Jesús es ahora mi Salvador. (Steinbeck, 1939/1992, pág. 21)

Cuando Tom Joad se da cuenta de que es el predicador que había conocido, Casy dice: —Fui predicador —dijo el hombre con seriedad—. Reverendo Jim Casy, ejercí de pastor. Aullaba el nombre de Jesús hasta el cielo. Y había tantos pecadores arrepentidos en la acequia, que casi se me ahogaban la mitad. Pero ya no más —suspiró—. Ahora solo soy Jim Casy. Ya no tengo vocación. Tengo un montón de ideas pecaminosas que, sin embargo, me parecen inteligentes. (Pág. 22)17

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Hablar de ideas «pecaminosas» pero «inteligentes» simboliza la pérdida de significado del Antiguo Testamento, algo fundamental para los calvinistas (y los presbiterianos) de Estados Unidos, y la vuelta al Evangelio del amor del Nuevo Testamento, libre de superestructuras teológicas. Compartiendo una pinta junto a la carretera, Casy le habla a Tom de una conversación que había tenido consigo mismo, y que sigue la tradición de la autojustificación puritana: —Yo me digo: ¿Qué es esta llamada, este espíritu? Es amor. Amo tanto a la gente, que a veces estoy a punto de estallar. Y pienso: ¿No amas a Jesucristo? Le di vueltas y más vueltas, y al final me dije: No, no conozco a nadie llamado Jesús. Sé un puñado de cosas, pero solo amo a la gente. A veces tanto, que casi estallo y quiero hacerles felices. (Steinbeck, 1939/1992, págs. 25 y ss.)

Tom Joad tiene claro también que, con esta forma de espiritualidad religiosa, ya no es posible el oficio de predicador, porque la gente se aferra a la idea de un poder superior y trascendental del que ansían colmarse. Como Joad le explica a Casy: «Con ideas como estas la gente te echaría del pueblo. Lo que a la gente le gusta es saltar y gritar. Les hace sentir fenomenal» (pág. 26). Casy no lo niega. Sabe muy bien que las personas tienen necesidad de trascendencia, pero sigue negándole sentido al servicio litúrgico en la iglesia, porque el servicio a Dios se ha de practicar de forma permanente. Ya no se puede distinguir entre «en los cielos» y «en la tierra»; lo que hay que hacer es unir unos y otra. Jim Casy no cree en tal dualismo —y más adelante Tom Joad compartirá su opinión— sino que se rige por la idea de la teología liberal de que todo es unidad: «Pensé: ¿Por qué tenemos que atribuirlo todo a Dios o Jesús? Quizá, pensé, quizá son los hombres y las mujeres a quienes amamos: quizá eso es el Espíritu Santo, el espíritu humano, eso es todo»— (pág. 26). Cinco años antes, John Dewey no lo había expresado de forma distinta en A Common Faith (1934); porque si todo es religioso, entonces nada que sea religioso se puede considerar ajeno a esta tierra. Jim Casy sigue diciéndole a Tom: —Tal vez haya una gran alma de la que todo el mundo forma parte. Estaba allí sentado pensándolo y de repente… lo supe. Supe desde lo más hondo que era verdad, y aún lo veo. (Pág. 26)

Con estas ideas, Casy acompaña a la familia de Joad en su desesperado viaje a California, que exigirá muchos sacrificios; el abuelo Joad muere antes de que crucen la frontera del estado de Oklahoma; la abuela Joad, fallece cuando entran en California; la familia poco a poco se va separando, hasta que solo quedan papá Joad, enflaquecido, mamá Joad, fuerte, el tío Tom, el hermano de Tom, Al, su hermana embarazada, Rosasharn, a quien ha abandonado el padre de su hijo, y el propio Tom. Este se ve obligado a huir, pero jura a su familia que estará en todas partes, dondequiera que miren, donde se produzca cualquier injusticia. Tom Joad es el heredero espiritual de Jim Casy, que al final de la historia es asesinado brutalmente por un policía corrupto.18 La ética protestante de Max Weber Max Weber fue uno de los pocos intelectuales alemanes de en torno a 1900 que no albergaba solo prejuicios negativos contra Estados Unidos. Su trabajo en historia de la

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religión y sociología le convencieron, con la premisa de renunciar «a juicios de valor o de fe» y la preferencia por «los juicios de imputación histórica» (Weber, 1904-05/1930, págs. 89 y ss.), de que Zuinglio había reprochado repetidamente a Lutero que el luteranismo y el cristianismo no eran tan diferentes en lo que a la actividad humana se refería. En cuanto al calvinismo, Weber dice en La ética protestante: «Basta una mirada superficial para comprobar que hay aquí una relación entre la vida religiosa y la actividad terrenal un tanto distinta de la que hay en el catolicismo o el luteranismo» (pág. 80). Para demostrar esta diferencia, Weber se remite al último canto del poema épico El paraíso perdido, que en 1667 escribió el poeta puritano inglés John Milton. En ese canto, el arcángel Miguel le dice a Adán: […] añade a tu saber acciones dignas de él, añade la fe, añade la virtud, la paciencia, la templanza, añade el amor que un día será llamado caridad y que es el alma de todo lo demás y entonces sentirás menos abandonar este Paraíso, porque dentro de ti hallarás otro más venturoso y bello. (Milton, 1667/1992; versos 581-587)

Weber muestra que, con estas premisas, el «verdadero» mundo debe convertirse en paraíso y que los hombres tienen la obligación de erigirlo. Y cita los últimos versos de El paraíso perdido: Volvieron la vista atrás, y descubrieron toda la parte oriental del Paraíso, venturosa morada suya en otro tiempo, que ondulaba el trémulo movimiento de la fulminante espada, y agrupadas a la puerta figuras de terrible aspecto y relumbrantes armas. Como era natural, arrasándosele en lágrimas los ojos, que se enjugaron pronto. Delante tenían todo un mundo, donde podían elegir el lugar que más les pluguiera para su reposo, y por guía la Providencia; y estrechándose uno a otro la mano, prosiguieron por en medio del Edén su solitario camino con lentos e inciertos pasos. (Milton, 1667/1992, pág. 441, versos 641-649)

Para Weber, esta mentalidad o cultura de resolución activa de los problemas es la que distingue al calvinismo de las doctrinas tanto luterana como católica. Es la mentalidad que, aunque no creó el capitalismo y nunca hizo de él un objetivo, reforzó («mitbeteiligt») el capitalismo de forma, en cierto sentido, no intencionada (Weber, 190405/1930, págs. 8 y ss.). Para demostrar esta tesis, Weber, siguiendo las consideraciones metodológicas señaladas en su ensayo The Objectivity of the Sociological and SocialPolitical Knowledge (1904), construye un tipo ideal puritano que se compone de un argumento (teo)lógico y un proceso psicológico (véase Ringer, 2004, págs. 118 y ss.), una correlación que forma la base de su tesis. Weber empieza debatiendo la doctrina de la predestinación de Calvino, cuya importancia «sin duda hay que tenerla por mucha» (Weber, 1930, pág. 93). Según Weber, que solo hace esta importante referencia histórica en la segunda edición revisada de La ética protestante de 1920, esta enseñanza concluye ese gran proceso histórico en el avance de las religiones, la eliminación de la magia [el desencantamiento]19 del mundo que había empezado con los antiguos profetas hebreos y, en conjunción con el pensamiento científico helénico, había repudiado como superstición y pecado todos los medios mágicos de salvación. (Weber, 1904/05, pág. 105)

Para Weber (1904-05/1930), sin embargo, el calvinismo no solo no contiene magia alguna, sino tampoco ningún tipo de medio para que el hombre se haga merecedor de la

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gracia de Dios (pág. 105). A partir de este dogma teológico y de la incertidumbre de la gracia de Dios, Weber saca conclusiones sobre el efecto en el alma del calvinista creyente: «Esta doctrina debe de haber tenido ante todo una consecuencia para la vida de una generación que se rindió a su magnífica coherencia. Fue un sentimiento sin precedentes de soledad interior del individuo» (pág. 104). La pérdida de medios para alcanzar la gracia de Dios y el aislamiento interior del individuo llevó al «fundamental antagonismo con todo tipo de cultura sensual» y forma una de las raíces de ese individualismo desilusionado y de inclinación pesimista que aun hoy se puede ver en los caracteres y las instituciones nacionales de los pueblos con un pasado puritano, en asombroso contraste con las lentes completamente distintas a través de las que después la Ilustración observó a los hombres. (Pág. 105)

La mayor diferencia entre el luteranismo y el calvinismo era que este se deshizo por completo de la confesión. Weber (1904-05/1930) dice que es «un síntoma del tipo de influencia que esta religión ejercía. Además, sin embargo, era un estímulo psicológico al desarrollo de su actitud ética» (pág. 106). Como ejemplo más ilustrativo de esta profunda soledad interior, Weber pone el de El progreso del peregrino de Bunyan: […] la esposa y los hijos se agarran a él, pero él, tapándose los oídos con las manos y gimiendo «vida, vida eterna», avanza tambaleándose por los campos. No hay refinamiento que pueda superar al sentimiento ingenuo del hojalatero que, escribiendo en la celda de la cárcel, se ganó el aplauso de un mundo creyente, por expresar las emociones del fiel puritano, que solo piensa en su propia salvación. Así se manifiesta en las empalagosas conversaciones que mantiene con quienes le acompañan en la búsqueda, de un modo que en cierta forma recuerda al Gerechte Kammacher, de Keller. Solo cuando él mismo está salvado se le ocurre que sería bueno que su familia estuviera con él. (Pág. 107)

El puritanismo se puede relacionar con «la indudable superioridad del calvinismo en la organización social» (Weber, 1904-05/1930, pág. 108). Se sigue dogmáticamente. Dice Weber que hay que hacer que el mundo sirva a la gloria de Dios: Pero Dios exige el logro social del cristiano porque es su voluntad que la vida social se organice de acuerdo con sus mandamientos, siguiendo ese propósito. La actividad social del cristiano en el mundo es exclusivamente ad majorem Dei gloriam. (Pág. 108)

El calvinismo estableció «la absoluta obligación de considerarse escogido, y de combatir todas las dudas como tentaciones del diablo, ya que la falta de confianza en uno mismo es consecuencia de una fe insuficiente, y de ahí la gracia imperfecta» (pág. 11). Basándose en este aspecto dogmático, Weber distingue una vez más el impacto psicológico que ahora conduce a la actitud ascética específica ante el trabajo. Si en el luteranismo al pecador se le promete la gracia si se confía a Dios con fe penitente, en el calvinismo solo están «aquellos santos que confían en sí mismos y que se pueden redescubrir en los entregados mercaderes puritanos de la edad heroica del capitalismo y en casos aislados del presente» (pág. 112). Si el luteranismo se basa en el misticismo y mantiene la «piedad emocional puramente interior» (pág.113), el calvinismo exige «no buenas obras individuales, sino toda una vida de buenas obras sumadas en un sistema unificado» (pág. 117). De lo que Weber (1904-05/1930) llamaba el «desencantamiento del mundo» (una

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expresión, reiteremos, que solo se encuentra en la segunda edición revisada de 1920), se sigue la racionalización del mundo, que a su vez exige de cada persona un autocontrol completo y activo del status naturae (pág. 118); «solo la vida guiada por la reflexión constante puede llegar a conquistar el estado de la naturaleza… Fue esta racionalización la que dio a la fe reformada su peculiar orientación ascética» (pág. 119), que descansaba sobre el «principio del trabajo al servicio de la gloria de Dios» y en «ese respeto al sosegado autocontrol que aún distingue al mejor tipo de caballero inglés o americano» (pág. 119), y que Webster opone a «la típica cualidad luterana alemana que se suele llamar buena naturaleza (Gemütlichkei) o naturalidad» (pág. 127). Por esta razón, la diferencia fundamental de conducta entre los protestantes anglosajones y alemanes «nació del menor grado de penetración ascética de la vida en el luteranismo en cuanto diferente del calvinismo» (pág. 127), que Weber achaca a la ausencia de la doctrina de la predestinación en el luteranismo (pág. 138). Fue esta actitud ascética fundamental —nacida del dogma de que «la falta de disposición al trabajo es síntoma de carencia de gracia» (Weber, 1904-05/1930, pág. 159) — la que, según Weber, se correspondía con el espíritu del capitalismo (moderno) y contribuyó decisivamente a la configuración del orden de la economía de mercado del mundo, de forma que hoy no existe alternativa a la forma de vida capitalista, porque el proceso de racionalización había desarrollado su propia dinámica. «El puritano quería trabajar; estamos obligados a hacerlo»; la preocupación por los bienes externos se convirtió en una «jaula de hierro». Hoy el capitalismo ya no necesita el apoyo del ascetismo religioso; se ha mecanizado, y con ello ha dejado obsoleta la base religiosa del hombre (pág. 181). Weber y el protestantismo americano Si Steinbeck hubiera pensado que todas las personas se rigen por el egoísmo y hubiera conocido la tesis de Weber, tal vez hubiese supuesto que el hecho de que, a su partida, los Joad abandonaran El progreso del peregrino en la granja que pronto iban a arrasar los tractores, simboliza precisamente esta superfluidad de la ética protestante ante el desbocado capitalismo mecanizado. Pero no se puede decir que Steinbeck pensara tal cosa, y no es probable que conociera a Weber. Sin embargo, es cuando menos paradójico que Weber, quien sufrió una profunda depresión entre 1897 y 1901 y nuevamente a partir de 1903, recuperara el amor a la vida precisamente en el país que él, siguiendo su teoría, había interpretado como la suma de individuos solos. Aceptó la invitación que le hizo Hugo Münsterberg, profesor alemán de psicología en Harvard, para que presentara una ponencia al Congreso de Artes y Ciencia de Saint Louis, como parte de la Feria Internacional de 1904, y Weber, su esposa Marianne, Enst Troeltsch y otros se embarcaron hacia América y llegaron a Nueva York. Escribe su esposa: «Weber no podía esperar al proceso de desembarco y la inspección de aduana; salió del barco con paso largo y decidido, dejando atrás a su fiel compañera, como el águila puesta en libertad que por fin puede elevarse al cielo» (Marianne Weber,

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1926/1950, pág. 318). Y al final de sus viajes americanos, dice ella: «Esta fiel compañera a veces tiene la sensación de que lleva a casa a un hombre que se ha recuperado, que se ha percatado de que posee una reserva de fuerzas que ha reunido poco a poco» (pág. 345). En otros pasajes del diario de viaje de su esposa se puede leer cómo sintió Weber la tierra del capitalismo exagerado por el protestantismo. Marianne Weber (1926/1950) dice que, por un lado, a Weber le fascinó «el rastro evidente de los poderes organizativos del espíritu religioso» en las universidades, al que daba gran importancia para la vida posterior de los graduados: Toda la magia de los recuerdos de juventud reside en este momento de la vida. Son los beneficios de mucho deporte, formas exquisitas de actividad social, un inacabable estímulo intelectual y amistades duraderas, y en especial, a estos estudiantes, muchísimo más que a los nuestros, se les forma en el hábito del trabajo. (Pág. 325)

Sin embargo, Weber veía signos de decadencia (pág. 326); no en las propias universidades, sino en el conjunto de la sociedad estadounidense, cuyas reuniones sociales sin más complicaciones parecía que apreciaba mucho. La culpa de la decadencia había que atribuirla, por un lado, a «los alemanes», a los que se acusaba de indiferencia religiosa y de hacer daño a la influencia de las realmente ejemplares comunidades parroquiales (pág. 328), y, por otro lado, al capitalismo. Marianne se sentía a gusto en la Oklahoma rural, y escribe con tristeza: Es muy triste: antes de que acabe el año, esto se parecerá a Oklahoma [la ciudad], es decir, a cualquier otra ciudad americana. Todo lo que se interpone en el camino de la cultura capitalista se machaca y reduce a polvo, con absoluta rapidez. (Pág. 332)

Casi parece anunciar las máquinas monstruosas de Steinbeck en los campos de Oklahoma de Las uvas de la ira. La ética política protestante y el anticapitalismo El debate diverso e inestimable que, durante cien años, se ha ocupado de la «tesis de la ética protestante» de Weber, no la ve, en general, como una fuente, sino que la sigue considerando una tesis que requiere que se verifique o se rebata. Esta deshistorización se corresponde en gran medida con la forma en que el propio Weber planteaba la historia, como se observa en su tesis más que dudosa de un efecto directo del dogma religioso (la doctrina de la predestinación) en el alma del hombre (ascetismo). Además, el propio tipo ideal, la imagen del individuo protestante solitario, es una construcción históricamente insostenible, pues se puede objetar que la extensión del pensamiento protestante apenas se produjo vía tratados teológicos, sino a través de la diversa literatura devota y ejemplarizante. Más aún, estos escritos destinados a la edificación religiosa apenas se pueden distinguir entre las dos confesiones, porque se solían copiar de una a otra.20 Hartmut Lehmann ha señalado con acierto que Weber basó la formulación de su tipo protestante ideal en la literatura de la época posterior a la Restauración inglesa (después de 1660) (Lehmann, 1996a, pág. 20). Weber cita principalmente tres obras, El paraíso

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perdido (1667), de John Milton; Christian Directory (1673), de Richard Baxter, y El progreso del peregrino (1678 y 1684), de John Bunyan. Sin embargo, ni Weber ni Lehmann consideran la época anterior a la Restauración, que normalmente se despacha de forma indistinta como la «guerra civil» y dictadura de Cromwell (que condujeron a la Commonwealth); solo se analiza esta desde la perspectiva de las supuestas consecuencias psicológicas, es decir, se representa como un desengaño que llevó a muchos puritanos a alejarse voluntariamente de la política para, a partir de entonces, centrarse en la edificación religiosa y el cumplimiento de las obligaciones y tareas del trabajo (Lehmann, 1996a, pág. 20). Lo decisivo, al parecer, es la religión, o las ideas ascéticas religiosas, que se separan de la política en la mayor medida posible. Solo así sigue siendo creíble la tesis ética protestante. Lo que más destaca de toda esta construcción es la limitada interpretación psicológica que hace Weber, que se puede explicar por el atractivo que la psicología despertaba en torno a 1900 en ambos lados del Atlántico (un fenómeno del que se habla como ambición protestante en el capítulo 8). Las cuestiones referentes a la organización religiosa seguían siendo marginales, y cuando están implícitas, como en los últimos pasajes de La ética protestante, Weber (1904-05/1930) afirma: «La tarea siguiente sería la de mostrar la importancia del racionalismo ascético… para los tipos de organización y las funciones de los grupos sociales, desde los conventículos religiosos al Estado» (pág. 182). De modo que la teología, o sea, la doctrina de la predestinación, sigue siendo lo primordial, la fuente, y su efecto se observa en el ascetismo; hay que investigar las consecuencias de este para la organización social. En su estricto modelo causal, no parece que Weber considere que el calvinismo se desarrolló fundamentalmente en los cien años después de Calvino, tanto teológicamente como en la forma de autocomprensión religiosa, y que el calvinismo de Inglaterra, ante el dominio de la Iglesia anglicana, en cualquier caso tuvo que transformarse, por lo cual se mantuvo abierto a otras influencias. Este proceso, que, en mi opinión, no se ha estudiado aún en su totalidad, no «produjo» simplemente a los puritanos como calvinistas radicalizados, sino que hizo que se reformulara la doctrina protestante en la que la aceptación de las enseñanzas de Zuinglio, que Weber califica de insignificantes, desempeña un papel esencial.21 De particular importancia es Heinrich Bullinger (1504-1575), compañero y sucesor de Zuinglio. Cuando la reina María I restauró el catolicismo en 1553, muchos calvinistas huyeron de Inglaterra, no pocos de ellos a Suiza, varios de los cuales Bullinger alojó en su casa, y quedaron imbuidos de una forma de gobierno más republicana (y menos teocrática), unas ideas que los puritanos se llevaron consigo al regresar a casa cuando la reina Isabel I, hermanastra de María I, llegó al poder en 1558. El miedo a María I estaba muy justificado, pues la «Sangrienta María» había hecho quemar a casi 300 inconformistas religiosos (las «persecuciones marianas») (Duffy, 2009). Una de las víctimas notables de estas persecuciones fue el clérigo John Hooper, quien había estado en estrecho contacto con Bullinger y había recibido importantes ideas sobre la organización social (Raath y De Freitag, 2003). Según McCoy y Baker (1991), fueron sobre todo las enseñanzas de

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Bullinger las que determinaron «la dimensión tácita de nuestra cultura, la parte de nuestros patrones vividos que no se conoce explícitamente pero que sigue impregnando y configurando las estructuras de nuestro pensamiento y nuestra acción» (pág. 64) (véase también Baker, 2000). A partir de 1558, el republicanismo clásico, el lenguaje político de la Reforma de Zúrich, pasó a ser la forma ideal de régimen político, en oposición exacta a la monarquía británica y la Iglesia Anglicana Episcopaliana que se fortaleció después de la muerte de Isabel I en 1603. Durante el reinado de su sucesor, el rey Jacobo I de Inglaterra, fueron exiliados a las colonias de ultramar los primeros colonos puritanos. El impulso de los puritanos de cambiar el mundo real, confirmado por Weber, era fundamentalmente político. Esto significa que la «guerra civil» de la que Weber y su literatura solo se ocuparon brevemente no fue solo una breve digresión en política, de la que uno se distanció rápidamente: el establecimiento de la Commonwealth en 1648 se correspondía con la visión de levantar un orden político, social y económico justo, el Reino de Dios en la Tierra —fue, después de la Vieja Confederación Suiza y los Países Bajos, la tercera república al norte de los Alpes—. En 1649, le costó la vida al sucesor del rey Jacobo I de Inglaterra, su hijo Carlos I. El republicanismo clásico sirvió a puritanos de diversas convicciones, porque, al igual que el protestantismo calvinista, parte de la igualdad fundamental de los hombres, hace de los ciudadanos magistrados y soldados, del mismo modo que en las parroquias puritanas se permitía predicar a los seglares, y porque dominaba una ética igualmente rigurosa que se manifestaba en la «constancia», que en el siglo XVII experimentó una cierta «revaloración». En el republicanismo clásico dominaba el patriotismo, es decir, el amor a las leyes (autoimpuestas), la constancia en la guerra y la lucha contra la molicie debida a los productos de lujo —y con ello, se formó un frente contra el comercio, o capitalismo—. Este canon de virtudes se impuso en los puritanos, porque con él configuraron la organización política no solo como algo exterior, sino como plena aplicación del calvinismo: no es casualidad que el congregacionismo fuera tan dominante entre los puritanos. Nada de esto cambiaron los puritanos tampoco después de 1660 —es decir, los puritanos que permanecieron en Inglaterra y no emigraron a las colonias americanas, pese a que a la vista de la Restauración era aconsejable, como lo era para los antimonárquicos y antianglicanos—. No fue coincidencia que Thomas Hobbes, en el Leviatán publicado en 1651 durante su exilio en París, formulara dos exigencias para la paz civil en las que se pudieran basar las fuerzas ocultas de la Restauración: concretamente, y en primer lugar, la religión fue declarada una cuestión absolutamente privada que nunca podría ser pública, y segundo, todos los derechos políticos debían ser transferidos por completo a una única persona, el rey. Pero los decretos son una cosa y las acciones, otra; el carácter intratable de los puritanos se hizo evidente ya cuando Bunyan se negó a acatar la prohibición sobre la predicación: fue enviado a prisión, donde escribió El progreso del peregrino. John Milton, que ocupó un puesto en el Gobierno durante la República Inglesa y fue uno de los principales intelectuales de la época, no escribió, por un lado, tratados políticos «puros» y después, por otro, ensayos religiosos

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«puros»: el ideal era y seguía siendo la comunidad puritana republicana (véase Gebhardt, 1988, págs. 539 y ss.), algo evidente también en El paraíso perdido (1667), que citaba Weber, como demostraron Armand Himy (1995) y David Norbrook (1999).22 Fue este lenguaje el que dejó su sello en las colonias americanas (Stavely, 1987), que en el momento de su secesión de Inglaterra pusieron mayor énfasis en la retórica republicana, algo comprensible (véase el capítulo 5). Era antimonárquica, antiepiscopaliana, anticomercial y, por consiguiente, anticapitalista y antindividualista. Esto significa que en cierto grado era igualitaria, comunalista, agraria y patriótica. La ética protestante en América Con este telón de fondo, el retrato que Steinbeck hace de la futilidad de El progreso del peregrino ante la agricultura industrializada es una acusación politicoética contra el comunismo. Algo que, en el debate americano, ya se vio en 1os primeros años posteriores a la aparición del libro. Carpenter, por ejemplo, señalaba ya en 1941 que Las uvas de la ira trascendía del mundo oscuro y calvinista del pecado y el demonio «para predicar una filosofía positiva de la vida y condenar ese conservadurismo ciego que teme las ideas» (Carpenter, 1941, pág. 315). En este sentido, no es casualidad que Carpenter hable de los predecesores y exponentes del pragmatismo. Atribuye a Steinbeck una relación con el «trascendentalismo místico de Emerson… la democracia terrenal de Whitman, y el instrumentalismo pragmático de William James y John Dewey» (pág. 316); una construcción que hubiera satisfecho a Dewey, que en una carta del 16 de abril de 1887 a su esposa decía: «He estado leyendo más a Walt Whitman y considero que posee una filosofía muy definida. Su filosofía de la democracia y su [sic] relación con las luchas religiosas me asombran» (Dewey, 1887). Treinta años después, Dewey manifiesta su admiración por Whitman por su forma ejemplar de aunar la democracia y la religión de forma que podría poner límites al capitalismo desbocado. En su gran tratado político La opinión pública y sus problemas, en el que defiende la ideología republicana en contra de Walter Lippman, Dewey (1927/1954; 2004) dice: Cuando la edad de la máquina haya perfeccionado su maquinaria, esta será un medio de vida y no su dueño despótico. La democracia se cumplirá en todo su sentido, pues democracia es una palabra que denota una vida de comunión libre y enriquecedora. Tiene su profeta en Walt Whitman. Se consumará cuando la libre indagación social esté unida indisolublemente al arte de la comunicación plena e impulsora. (Pág. 184)

Es una idea que está en la base del pensamiento americano, que abarca y funde la religión, la filosofía, la política y la educación, como ilustra Carpenter: «Jim Casy traduce la filosofía americana a palabras monosílabas, como los Joad la traducen en acción» (Carpenter, 1941, pág. 316). Seis años después (1947), Chester E. Eisinger ampliaba las tesis de Carpenter en un artículo que llevaba el título de «Jefferson Agragarianism in The Grapes of Wrath». Sostiene que la épica significa «una nueva clase de cristianismo» que iba estrechamente unido al objetivo de la democracia: «Debemos buscar otro camino a la independencia y la seguridad y la dignidad que esperamos de la democracia» (Eisinger, citado en Heavilin,

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2000, pág. 10). La referencia de Eisinger a Jefferson conduce directamente a la ideología agraria del republicanismo del espíritu de 1776, que siempre se consideró vulnerable a la amenaza del capitalismo. Jefferson escribió: Los cultivadores de la tierra son los ciudadanos de mayor valor. Son los más vigorosos, los más independientes, los más virtuosos, y están unidos a su país, vinculados a su libertad e intereses por los lazos más perdurables […]. Creo que la clase de los artesanos es la de los consentidores del vicio y el instrumento con el que generalmente se anulan las libertades de un país. (Jefferson, 1785/1984a, pág. 818)

Jefferson (1785/1984), como todos los exponentes de la virtud clásica del republicanismo, veía el peligro que el capitalismo suponía para la sociedad republicana, un peligro que en la pertinente jerga se llamaba comercio: Lo repito una vez más, los cultivadores de la tierra son los ciudadanos más virtuosos e independientes […]. Pero los hábitos actuales de nuestros compatriotas los someten al comercio. Ellos mismos lo van a sufrir. Y es entonces cuando a veces nuestro destino es la guerra. (Pág. 301)

La virtud está en el primer plano de la ética política, que, aunque reside en el «interior», posee una importancia política y social decisiva. En un discurso pronunciado en la conmemoración del quinto aniversario de la Masacre de Boston, Joseph Warren, médico y posteriormente oficial de la milicia, decía: Inglaterra […] tal vez sea la sede del imperio universal. Pero si América, sea por la fuerza, por esas endiabladas máquinas o por el lujo y la corrupción, ha de someterse al estado de vasallaje, también Gran Bretaña debe perder su libertad. Debo albergar la esperanza de que la libertad de Inglaterra, como la nuestra, al final sea salvada por la virtud de América. (Warren, citado en Metzger, 1999, pág. 370)

En 1939, el mismo año en que apareció Las uvas de la ira, John Dewey, ante los estados totalitarios europeos, publicaba sus reflexiones políticas y éticas en Freedom and Culture. En esta obra, Dewey (1939/1988) defiende la democracia americana, que se remonta a Jefferson, y se sitúa en contra de los teóricos de la ley natural ingleses, como Locke o Mill, pues solo Jefferson había vinculado democracia y virtud, política y ética: «La formulación [de la democracia] de Jefferson es moralidad y moralidad: en sus cimientos, sus métodos, sus fines» (pág. 173). En este sentido, Dewey se refiere a un libro que había escrito once años antes, La opinión pública y sus problemas (1927/1954; 2004), en el que también elogiaba a Whitman (véase más arriba) e incluye una larga cita en la que afirma que la democracia también ha de empezar en casa, y esta «casa» se debe entender como la «comunidad vecinal» (pág. 213). La visión del pragmatismo no era el aislamiento individual, sino la «unidad», para cuya puesta en práctica era necesario el intercambio social como ideal político y medio de educación. Jane Addams, por ejemplo, estaba convencida de que «el intercambio social es lo que mejor expresa el creciente sentimiento de unidad económica de la sociedad» (Addams, 1895, pág. 207). Cuando Jane Addams (1907) reiteraba estas tesis anticapitalistas en The Newer Ideals of Peace in 1907, George Herbert Mead hizo la reseña del libro. En aquella reseña, Mead abundaba en la crítica del aislamiento social tanto de los obreros de los sindicatos como del orden político de sus pueblos, en el regreso de la política a bases «puramente represivas y legales» y, relacionado con ello, en la oportunidad perdida de un «control

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más orgánico de la comunidad». Con esta actitud, Mead se adscribía a la principal tesis del libro de Addams de que «ese control social, ese gobierno, debe surgir de estas relaciones humanas más próximas» —Mead lo definía como «el contacto solidario con los hombres, las mujeres y los niños» (Mead, 1907, págs. 123, 128)—. La visión del pragmatismo no eran los individuos solos, sino el Reino de Dios en la tierra con impronta republicana, que, en especial, ante los peligros del capitalismo, debía llevarse a la práctica rápidamente (véase el capítulo 6). El título de Las uvas de la ira se refiere, no por casualidad, a una fuente religiosa y republicana: para la primera edición, Steinbeck «obligó» al editor, Pascal Covici, a imprimir todo el «Himno de batalla de la República» de los estados del Norte, que nació durante la Guerra Civil, obra de la unionista Julia Ward Howe (Benson, 1990, pág. 387). Estos son los primeros versos: Mis ojos han visto la llegada del Señor que aplasta las viñas donde se guardan las uvas de la ira, ha liberado el rayo funesto de su ligera espada. Su verdad avanza.

Sigue el coro: ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! Su verdad avanza. (Howe, 1862)

La doctrina de los Dos Reinos o el Reino de Dios en la Tierra El «ojo ciego» de Weber a la dimensión política del puritanismo inglés puede nacer de su procedencia luterana, reforzada quizá por los encarnecidos enfrentamientos del Kulturkampf («conflicto de culturas») con el catolicismo alemán, que se dieron en Alemania con acritud entre 1871 y 1877, y que se fueron calmando entre 1878 y 1891.23 Weber detestaba el culto en torno a Lutero y el luteranismo, pero admiraba a Lutero, como se puede observar en La ética protestante, cuando afirma que la idea de vocación (Beruf) de Lutero influyó de forma decisiva en los puritanos ingleses (véase Lehmann, 1996b). Weber expresa su admiración por Lutero en una carta, fechada el 5 de febrero de 1906, dirigida a Adolf Harnack, en la que daba las gracias a este por enviarle la segunda edición de su obra Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten (1906) (hay una traducción inglesa de la primera edición de 1902, The Mission and Expansion of Christianity in the First Three Centuries, en dos volúmenes, 1904/1905). En la carta, Weber escribe que el luteranismo de Harnack le merece un «juicio de valor» distinto: «En la misma medida que Lutero se yergue por encima de todos nosotros, para mí el luteranismo es, no lo niego, lo más terrible de lo terrible» (Weber, 1906/1990, pág. 32). Contemplando el futuro con escasa esperanza, Weber (1906/1990) prosigue:

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Incluso en su forma ideal, como se manifiesta en su esperanza de avances futuros, es para mí, para nosotros los alemanes, un sistema de cuyo poder de impregnar la vida no estoy convencido del todo. (Pág. 32)

Así pues, Weber (1906/1990) ve a «los alemanes» en una «situación interna difícil y trágica», porque no podían ser personas de secta, es decir, no podían ser cuáqueros ni baptistas, pues unos y otros rechazaban las iglesias del estado o Land: «Todos debemos reconocer la superioridad, al fin y al cabo básica, de la eclesiastidad institucionalizada, medida por valores no éticos y no religiosos» (pág. 33). Weber piensa que el tiempo de las sectas ha terminado, pero lamenta profundamente que los alemanes nunca hayan pasado por «la escuela del ascetismo estricto»; tal circunstancia era la fuente de todo lo que considero odioso sobre ella [la nación alemana], y el miembro común de una secta americana, evaluado completamente por la religiosidad —y no veo la forma de soslayarlo— está por encima de los «cristianos» de la iglesia de estado de nuestro país, tanto como Lutero, como persona religiosa, está por encima de Calvino, Fox e tutti quanti. (Pág. 33)

Así, con tal sentido religioso, Lutero se sitúa por encima de Calvino; la Iglesia del Estado está organizativamente por encima de la congregación libre; los alemanes solo son inferiores a los americanos en el ascetismo. Esta notable afirmación no tiene posterior explicación en Weber, por lo que solo se puede dilucidar con una hipótesis que se base, además de en la consideración del entusiasmo de Weber por Lutero, en la actitud contradictoria del primero hacia Carlos Marx, cuya evaluación moral del capitalismo compartía Weber, pero cuyo determinismo causal materialista rechazaba (véase Ringer, 2004, pág. 113). La hipótesis es la siguiente: si los luteranos hubieran estado tan «impregnados de vida» como los americanos calvinistas, la economía monetarista que se había hecho dominante nunca hubiera degenerado en capitalismo, al que aquí se le da un sentido peyorativo. En otras palabras, la hipótesis es que, en el pensamiento de Weber, la idea de vocación de Lutero había nacido en el seno de una teología (luterana) convincente, pero en Alemania había tenido muy poco efecto como forma religiosa de vida, mientras que en Inglaterra surgió en el seno de una teología (calvinista) menos convincente, pero que generó un sólido modo de vida religioso; por eso, esta combinación había hecho del capitalismo una forma de vida inhumana aun sin proponérselo. En sentido contrario, habría que concluir que si todos los luteranos fueran tan religiosos como los calvinistas, entonces el capitalismo no sería un problema, porque la auténtica religiosidad luterana no permite la corrupción a través de la economía monetarista. Weber no formuló por sí mismo esta hipótesis, pero se puede encontrar diez años después en la obra de otro luterano, el premio Nobel Rudolf Eucken. Según Eucken (1914), la «grandeza del carácter alemán» residía en que era un «pueblo de profunda interioridad» (pág. 10), lo cual, ante el mundo cada vez más materialista, tenía una capital «importancia histórica universal» (pág. 22). Eucken reconoce que Alemania, como Francia, Inglaterra o Estados Unidos, había experimentado un enorme crecimiento económico en el siglo XIX, pero para él la diferencia fundamental era que en Alemania ese avance no corrompió el verdadero carácter del pueblo alemán: Así pues, ¿nos alejamos de nosotros mismos cuando nos abrimos al mundo visible, cuando desarrollamos nuestras fuerzas en tierra y mar, cuando tomamos la dirección de la industria y la tecnología? ¿Hemos negado,

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pues, nuestra verdadera e interior naturaleza? ¡No, una y mil veces no! (Pág. 8)

En oposición a todos los demás pueblos, el alemán, gracias a su interioridad, había permanecido auténticamente religioso y, por esta razón, tenía una importancia histórica universal: «En ese sentido, podemos decir que formamos el alma de la humanidad, y que la destrucción de la naturaleza alemana privaría a la historia universal de su sentido más profundo» (pág. 23). Esta interpretación puede explicar por qué Weber sitúa el origen del puritanismo solo en el trabajo y no en la política. Lutero y el protestantismo evangélico alemán insisten en una doctrina dualista, de dos reinos,24 según la cual, en uno de ellos Cristo gobierna con la palabra y el sacramento, se practican la gracia y el perdón, y no existen diferencias entre las personas. En el otro reino, por el contrario, reina el Emperador con la espada; no existen la gracia ni la igualdad. Pero el reino de este mundo sigue teniendo un propósito: en él, el príncipe contiene al diablo presente en los hombres; aunque con violencia, se establece la paz y, de este modo, se crean las condiciones para proclamar el Evangelio (Lutero, 1523/1983, págs. 41 y ss.). Lógicamente, ideas como la de participación política, que son características de la iglesia baptista y el congregacionismo, son ajenas al luteranismo. Esta indiferencia política del luteranismo explica por qué los luteranos americanos (junto con los presbiterianos) no tomaran parte en el giro liberal de la teología y tuvieran poca presencia en el movimiento del Evangelio Social u otros movimientos anticapitalistas o antimonopolio, es decir, que, en palabras de Hutchinson (1992), fueran los «más resistentes al cambio» (pág. 114). El fantasma de Tom Joad Establecer el Reino de Dios en la Tierra era la misión de los puritanos, quienes, en el contexto de la transformación teológica de entorno a 1900 (cuya expresión más visible fue la teología liberal), se fueron desdogmatizando progresivamente. Esta teología calvinista reformada liberal, despojada de dogma, está representada en Las uvas de la ira en los personajes de Jim Casy y Tom Joad. Cuando Jim Casy, que está presente en la huelga de los obreros agrícolas explotados de California, es asesinado brutalmente por los policías, Tom Joad, actuando con una desazón emocional extrema, mata a uno de los asesinos. Cuando se despide definitivamente de su madre antes de huir, tiene lugar la siguiente conversación: —¿Cómo voy a saber de ti? Podrían matarte y yo no me enteraría. Podrían herirte. ¿Cómo lo voy a saber? Tom se echó a reír incómodo. —Bueno, quizá es como dice Casy, uno no tiene un alma propia, sino un trozo de la gran alma… y entonces… —¿Entonces qué, Tom? —Entonces, no importa. Entonces, estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes… dondequiera que mires. Donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Si Casy sabía por qué, estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma lo que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes? Dios, estoy hablando como Casy. Es

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por pensar tanto en él. A veces me parece que lo veo. —Yo no lo entiendo —dijo Madre—. En realidad, no sé. —Yo tampoco —dijo Tom—. Son solo cosas sobre las que he estado pensando. (Steinbeck, 1939/1992, pág. 439)

Los círculos intelectuales americanos lo entendían. La trama era más que impresionante, pues daba en el nervio de huella religiosa de los intelectuales y la gente con estudios y mostraba, para que todo el mundo lo viera, la contradicción que existe entre el capitalismo y el protestantismo republicano. La consiguiente escena final, de un simbolismo religioso insuperable, quizá contribuyó en este sentido. Los que quedan de la familia, muriéndose literalmente de hambre, humillados, sin techo y debilitados por la enfermedad, deben sufrir ahora también la pérdida del hijo, Tom. Cuando encuentran un nuevo refugio en un furgón junto al arroyo, las aguas de este comienzan a subir con la incesante lluvia, y la corriente amenaza con arrastrarlos. Padre Joad y el tío John empiezan a levantar un muro de contención de barro. En ese momento, Rosasharn, enfebrecida, se pone de parto y da a luz a un bebé que muere al nacer. Pese a todos los esfuerzos de padre Joad y del tío John, el agua empieza a subir hasta el furgón, y se ven obligados a trasladarse. Se supone que tío John va a enterrar al bebé muerto, aunque las leyes no lo permiten. «Hay muchas cosas que las leyes no permiten y que no podemos evitar hacer». Pala en mano, llevando el cadáver del bebé en una caja de manzanas, John vadea el arroyo, cuyas aguas le llegan a la cintura. La escena que sigue resume deliberadamente otra del Viejo Testamento, pero reemplazando a un niño vivo por un niño muerto: Estuvo un rato viendo cómo se arremolinaba [la corriente], dejando la espuma amarilla entre los troncos de los sauces. Sujetó la caja contra su pecho. Y entonces se agachó y puso la caja en el arroyo y la equilibró con la mano. Dijo fieramente: —Ve río abajo y cuéntaselo. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Esa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos si eres niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizá entonces se den cuenta. Giró la caja con suavidad hacia la corriente y la soltó. Se quedó en el agua, se ladeó, la atrapó un remolino y lentamente se dio la vuelta. El saco se alejó flotando, y la caja, arrastrada por el agua veloz, se fue flotando, fuera de la vista, tras los arbustos. (Steinbeck, 1939/1992, pág. 467)

La familia Joad, buscando un lugar más elevado, empapados hasta los huesos, encuentran un granero seco. En él hay un anciano enfermo que se está muriendo de inanición: [Madre] miró a Rosasharn envuelta en el edredón. Los ojos de Madre fueron más allá de los de Rosasharn y luego volvieron a ellos. Y las dos mujeres se miraron profundamente la una a la otra. La respiración de la muchacha era entrecortada. Ella dijo: —Sí. Madre sonrió. —Sabía que lo harías. ¡Lo sabía!

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(Steinbeck, 1939/1992, pág 475)

Rosasharn, sin abandonar su sentido del pudor pese a las adversas experiencias, pide que todos salgan del granero, y Madre Joad se los lleva a la puerta, que cierra detrás de sí. Rosasharn tiene leche que puede salvar la vida del extraño, al menos, de momento: Durante un minuto, Rosasharn se quedó sentada inmóvil en el granero, susurrando. Luego levantó el cuerpo y se ciñó el edredón. Caminó despacio hacia el rincón y contempló el rostro gastado y los ojos abiertos y asustados. Entonces, lentamente, se acostó a su lado. Él meneó la cabeza con lentitud a un lado y a otro. Rosasahrn aflojó un lado de la manta y descubrió el pecho. —Tienes que hacerlo —dijo. Se acercó más a él y atrajo la cabeza hacia sí—. Toma —dijo—. Así —su mano le sujetó la cabeza por detrás. Sus dedos se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró a través del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una sonrisa misteriosa. (Steinbeck, 1939/1992, pág. 476)

El editor de Steinbeck señaló, disconforme, que esta escena final y el ofrecimiento de Rosasharn de su pecho al extraño moribundo se producían de forma demasiado abrupta, que hacía falta una introducción. No satisfaría al lector, porque el extraño no estaba integrado en la estructura del libro y, por consiguiente, la novela no poseía un clímax literario. Steinbeck se opuso a tal objeción, diciendo que integrar al hombre en la historia «deformaría por completo el sentido del libro», en especial porque no estaba escrito para satisfacer al lector, sino «para hacer que el lector participe de la actualidad, y lo que tome de ella se incorpore totalmente a su propia profundidad o superficialidad» (Steinbeck, citado en Heavilin, 2000, págs. 1 y ss.). La negativa de Steinbeck a «tratar al lector como a un niño», es decir, su insistencia en configurar la composición de la novela de modo que los receptores deban descubrir ellos mismos el significado, tiene su equivalente en el escepticismo congregacional y baptista hacia el Estado o hacia la iglesia episcopaliana. La cuestión está en, como en todo el protestantismo reformado liberal de América, la disposición del individuo a tomar los acontecimientos actuales, y, siguiendo los principios éticos que forman la base de la crítica anticapitalista, cambiarlos, es decir, no esperar al futuro. Tom Joad, o su espíritu, como dice la promesa que Wood Guthrie y Bruce Springstein renovaron en 1940 y 1995, estará con ellos cuando lo hagan. 16. Agradezco a Michael Geiss su ayuda para encontrar las fuentes pertinentes. 17. Los seguidores de los grupos «evangélicos» revitalistas protestantes de Estados Unidos, cuya misión es «evangelizar» (convertir) a los perdidos, conducidos por el Espíritu Santo, se inspiraban en el pasaje del Antiguo Testamento en que Moisés recibe la llamada de Dios, que se le aparece en una zarza ardiendo para que saque al pueblo de Israel de Egipto y lo lleve a su casa: «Estaba Moisés apacentando las ovejas de Jetro […] y llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios. Y se le apareció el Ángel del Señor en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía […]. Lo llamó Dios de en medio de la zarza […]. “He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores […]. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré al Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.”». 18. Sobre la posible inspiración de John Steinbeck en la Biblia, véase Lisca (1997, págs. 579 y ss.) y Crockett (1962). 19. Para un debate sobre la traducción que Talcott hace del término Entzauberung de Weber como «eliminación de la magia» o «racionalización», véase Kaelber (2002), también disponible en

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http://www.uvm.edu/~lkaelber/research/KaelberPE.pdf. 20. Quedan por hacer más estudios sobre el uso e impacto de la literatura edificante (en este sentido, véase Lehmann, 1996a, págs. 19 y ss.). 21. En la primera nota a pie de página del ensayo, Weber afirma: «No hablamos del zuinglismo por separado, ya que, después de un breve período de poder, enseguida fue perdiendo importancia» (Weber, 1904-05/1930, pág. 207, nota 1). Ahlstrom (1972) demuestra en su libro más conocido, Religious History of the American People, que Zuinglio y Bullinger, de hecho, fueron reconocidos en torno a 1550; al principio, debido al conservadurismo de Lutero y su específica orientación teológica, «en especial sobre el derecho y el evangelio», pero subraya que en el cambio de siglo (hacia 1660) se habían convertido en decisivos «para las necesidades de la religión pública y personal por la idea de alianza». Esta alianza de Dios se convirtió en uno de los pilares de los puritanos de Inglaterra y, después, de América. «La teología federal, como así se llama (de foedus, ‘alianza’), tiene, por supuesto, una larga historia prepuritana. Algunas de sus raíces hay que buscarlas en determinados escritos de Calvino, y adquieren especial claridad y énfasis en los escritos de gran influencia de Heinrich Bullinger, el sucesor de Zuinglio en Zúrich» (Alhstrom, 1972, págs. 87 y 130). 22. No es casualidad, pues, que la primera traducción de El paraíso perdido (1732) fuera al alemán, obra de Johann Jacob Bodmer, archirrepublicano de Zúrich. 23. Agradezco a Silke-Petra Bergian sus aportaciones a este apartado. 24. La literatura destaca que el propio Lutero nunca habló de una doctrina de los dos reinos, como tampoco esbozó una teoría sistemática de la religión o la Iglesia y una teoría del Estado; además, la expresión «dos reinos» la acuñó Harald Diem (1938). Sin embargo, la incontestable separación radical entre lo religioso y la dimensión de lo terrenal llevó, ante la primacía de la religiosidad, a la indiferencia política, que más tarde encontró su expresión en el concepto de Bildung y la idea de la autonomía de la educación en la pedagogía alemana. En estas circunstancias, se comprende el rencor de Lutero hacia Zuinglio. El propósito de este de trabajar por la reforma de este mundo, es decir, por la política y lo social, llevó a Lutero a formular la acusación de que el republicanismo de Zuinglio suponía «despreciar a todos, incluidos príncipes y potentados». Lutero defendía el sistema de los soberanos de los estados y no daba oportunidad al republicanismo: «Se dice también que los suizos asesinaron en el pasado a sus señores y así fue como conquistaron la libertad… Hasta hoy lo han pagado con mucha sangre, y lo siguen pagando con mucha sangre; es fácil imaginar cómo va a concluir… No veo ningún tipo de Gobierno tan duradero como aquel cuyas autoridades son estimadas y veneradas» (Lutero, citado en Farmer, 1931, págs. 1821).

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PARTE II El protestantismo reformado, el republicanismo clásico y la educación

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4. El republicanismo clásico de Rousseau El capítulo 2 se centraba en la emergencia de un «reflejo educativo» —la definición de los problemas sociales como educativos— y lo situaba en un contexto específico, donde convergen tres elementos distintos: el comercio, el republicanismo clásico y el protestantismo. La fusión se produjo en la república zuingliana de Zúrich después de 1750, que vivió el descontento republicano de los jóvenes desencadenado por la evidente comercialización de la república, y al final halló la solución de educar el alma protestante expuesta a la vida moderna, una idea que tuvo sus opuestas en otras repúblicas comerciales suizas, como la de Basilea. Utilizando el ejemplo de la tesis de Weber de la ética del trabajo protestante, el capítulo 3 se ocupa de las diferencias y los malentendidos fundamentales entre el protestantismo suizoamericano (Calvino, Zuinglio) y el protestantismo alemán (Lutero). Sin duda, una «víctima» de ese malentendido es, en general, Jean Jacques Rousseau y, en particular, su teoría educativa. Rousseau nació en la ciudad de Calvino, por lo que la historiografía alemana no tuvo escrúpulos en integrar su Emilio (1762) en una historiografía que se inicia con Rousseau y se hace esencialmente alemana a partir de 1800 —la misma historiografía tampoco había tenido escrúpulos en seguir al filósofo nacionalista alemán Johann Gottlieb Fichte, quien en 1808 declaró a Pestalozzi, que había nacido en la ciudad de Zuinglio (adversario de Lutero), un «alma alemana» con la grandeza de Martín Lutero (Fichte, 1808/2008). El inicio de la educación moderna —si se siguen las historiografías y filosofías de la educación dominantes— se puede fechar con exactitud; concretamente, en 1762, el año en que se publicó Emilio de Rousseau. Tal aseveración no solo es cierta para la historiografía y la filosofía de la educación continentales, sino que representa también una visión transcontinental, como se puede ver, por ejemplo, en el propio Text-book in the History of Education, publicada en 1905 con mucho éxito, obra de Paul Monroe, influyente profesor de historia de la educación del Teachers College de la Universidad de Columbia. Decía Monroe: Por último, hay que señalar que en las enseñanzas de Rousseau, pese a su extravagancia, se encuentra la verdad en que se basa todo el desarrollo educativo del siglo XIX. Rousseau fue el profeta que denuncia lo malo de lo viejo, avanzando, aunque de forma vaga y perfiles distorsionados, la visión de lo nuevo. (Pág. 572)

Está lo viejo y lo nuevo, y la línea de demarcación es la publicación de la novela educativa Emilio en 1762. Rousseau en la historiografía educativa: un análisis genético

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La posición excepcional de Rousseau en el desarrollo de la educación se construyó en la primera historia comprensiva de la educación que se publicó. Apareció en 1813 y la escribió Friedrich Heinrich Christian Schwarz, hijo del ministro luterano conservador Johann Georg Schwarz. El propio Schwarz era ministro luterano y profesor de teología de la Universidad de Heildelberg, y responsable al mismo tiempo de la educación de los maestros. Esta primera historia de la educación contenía los topoi de la historiografía de la educación que desde entonces se han mantenido más o menos constantes. Según estas categorías, Michael de Montaigne y John Locke levantaron los pilares fundamentales de la educación moderna y, en el siglo XVIII, Rousseau fue el primero en incorporarlos a un «sistema» de educación, sentando así «las bases de la educación moderna» «con genialidad y de forma bella» (Schwarz, 1829, pág. 450). Sin embargo, Schwarz advertía de la sobrevaloración del genio de este teórico educativo, «clásico francés» (sic). En la obra de Rousseau no hay que buscar la profundidad que a veces se le supone, pues su sistema solo encontró posterior desarrollo gracias a Basedow (alemán), y fue Pestalozzi quien había elevado ese sistema a un nivel superior (Schwarz, 1829, pág. 450).25 El sistema atribuido a Rousseau se limita a la conformidad con la naturaleza, la educación negativa, el castigo natural, el ejercicio de los sentidos y el aprendizaje de la lectura y la escritura mediante incentivos externos. Y se omiten por completo la educación religiosa, de género y política de los libros cuarto y quinto de Emilio. Los comentarios de Schwarz en la descripción que hace del sistema de Rousseau revelan los sentimientos encontrados con que este era recibido en la época. Primero, Schwarz (1829) menciona el carácter difícil de Rousseau (pág. 451, págs. 454 y ss.). A continuación, se opone a la atención exclusiva que Rousseau pone en la «naturaleza básica» (pág. 456) del hombre, y le critica con severidad su negativa a dar a Emilio una instrucción religiosa en la infancia y la adolescencia. No obstante, Schwarz certifica el gran impacto de Rousseau, aunque sea un tanto negativo, y dice que en él no se reconoce la base religiosa del hombre. Y esto es la principal razón de la mezquindad de la nueva educación, que con ello fue arrastrada a un lamentable vacío (pág. 456). Fue Schwarz quien determinó el patrón de la acogida de Rousseau en la historiografía de la educación o pedagogía.26 Los aspectos esenciales de tal acogida son: • Montaigne y Locke como antecedentes; • la afirmación de que la pedagogía de Rousseau era innovadora y su identificación con el «descubrimiento de la infancia», y la éducation naturelle o négative (que, a menudo, no se distinguen); • la elocuencia seductora de Rousseau; • el posterior desarrollo y perfeccionamiento de esta nueva pedagogía a través de Basedow, Pestalozzi y la pedagogía alemana del siglo XVIII; • el carácter difícil de Rousseau (por ejemplo, su relación con las mujeres, su llamada educación irreligiosa, el trato que daba a sus propios hijos); • la crítica (de la falta) de la educación religiosa en los tres primeros libros de Emilio; • la amplia ignorancia de los libros cuarto y quinto de Emilio.

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En diversas explicaciones históricas del siglo XIX, la evaluación de estos aspectos individuales varía, pero, en general se encuentra una gran doctrina que está dando forma a una tradición. A partir de 1840, la historiografía se convierte claramente en más nacionalista y, con ello, Rousseau se va haciendo más problemático, aunque, en última instancia, indispensable como inspiración inicial de la educación alemana. Abriendo el camino de toda la historiografía alemana estaba la Geschichte der Pädagogik (18431847) del nacionalista y sacerdote alemán Karl Georg von Raumer. Siguiendo la orientación nacionalista y evangélica alemana, la cronología que von Raumer hizo de los héroes pedagógicos sitúa a Rousseau como el último de los extranjeros (Pestalozzi se considera alemán). Aquí el carácter difícil de Rousseau impide el reconocimiento de sus ideas innovadoras (Raumer, 1843/1889, II, Teil, págs. 153 y ss.), un carácter que para von Raumer se manifiesta también en la «profesión de la fe del vicario de Savoyard» de Emilio, que von Raumer intuye que es pelagianista (págs. 171 y ss.). Aunque von Raumer degrada a Rousseau a la categoría de simple crítico de Francia (esa «civilización que se ha podrido»), al final lo compara con una de las siete maravillas del mundo, el faro de Alejandría, que ilumina a los franceses en el camino de la política y a los alemanes en el de la educación (pág. 212). En la historia de von Raumer, posteriormente en la Geschichte der Pädagogik (18601862), de cuatro volúmenes de Schmidt, y después en toda la eclosión de historiografía de la educación a partir de 1870, Rousseau tiene el estatus más elevado que puede alcanzar alguien que no sea alemán: es considerado el iniciador de la educación moderna. De Emilio se dice que es el punto de referencia del avance histórico universal de la pedagogía (Schmidt, 1861, pág. 500), pero también se le critica a Rousseau su «irreligiosidad» (pág. 470). Según Schmidt (1860), la parcialidad de Rousseau solo fue vencida al final con la «filosofía alemana» en los inicios del siglo XIX, que no solo supuso una alternativa al «libre pensamiento francés», sino que también, en su grandeza, solo se podía comparar con la edad de Platón y Aristóteles (pág. 44). Con este telón de fondo, el zuingliano Pestalozzi se convierte de nuevo en el teórico educativo de la filosofía alemana luterana, el «padre de la educación», que se ha propuesto «formar al hombre… desde dentro» (pág. 45). Sin embargo, estos afanes habían encontrado su plenitud y perfección a través de otra persona que, «como Pestalozzi, tenía corazón para la humanidad», concretamente, el nacionalista alemán Friedrich Froebel (pág. 46).27 El problema fundamental de Emilio en el lenguaje del republicanismo clásico Según la historiografía de la educación protestante alemana, la nueva visión que Rousseau propagó fue un giro radical hacia el niño. La «vieja» idea de la educación se había centrado en lo que la Iglesia y el Estado exigían del joven habitante y el futuro ciudadano, en cambio, «lo nuevo» de la educación era hacer del desarrollo natural del niño el principio rector. Se estableció un dualismo incuestionable entre la sociedad y el niño, con la sociedad que era mala, corrupta y perversa, y el niño, bueno de nacimiento:

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«Todo es bueno cuando sale de las manos del Autor de las cosas; todo degenera en las manos del hombre», dice Rousseau en la primera frase de Emilio (1762/1979, pág. 37). En la novela, parece que Rousseau diseñe un nuevo concepto de educación para desafiar la degeneración de la sociedad y así llevarla a la moral y a la justicia. La posición dualista inicial de la sociedad mala y el niño bueno, que resultaba atractiva a la filosofía dualista alemana, tiene algunas consecuencias trascendentales. Si el niño es bueno por naturaleza, y si la educación debería seguir fundamentalmente el desarrollo natural del niño, entonces este desarrollo ha de tener lugar fuera de los entornos que se consideran viciosos, porque los contextos viciosos pueden dañar el desarrollo natural de las facultades naturales del niño. En el marco del contundente dualismo entre la sociedad (mala) y el niño (bueno), el único entorno no corrupto del desarrollo natural del niño es la naturaleza exterior, un lugar natural alejado de toda civilización (corruptora). La naturaleza exterior impoluta y el potencial natural del desarrollo del niño son los dos ingredientes principales del concepto educativo de la que se denomina educación natural o éducation naturelle. Sin embargo, la idea de éducation naturelle apenas hubiera trascendido si no hubiese incluido también elementos morales. Siguiendo un cambio general del siglo XVIII hacia la interpretación de la naturaleza como algo sublime —con las ideas del «buen salvaje» como caballero de la naturaleza— Rousseau no duda de que esta naturalidad en la educación tiene un valor moral. Aunque Rousseau evita formularlo, el lector tiene la impresión de que este tipo de educación moral de algún modo será moralmente útil para la regeneración moral de la degenerada sociedad. Rousseau es consciente de la relevancia social de la educación, pese a que su modelo, Emilio, se educa aislado y alejado de toda civilización: «¿Pero qué llegará a ser para los demás el hombre educado exclusivamente para sí mismo?» (Rousseau, 1762/1979, pág. 41). La alternativa, dice Rousseau, sería la instrucción pública si fuera posible, pero «la instrucción pública ya no existe ni puede existir, porque donde ya no existe la patria, no puede haber ciudadanos. Estas dos palabras, patria y ciudadanos, deben ser borradas de las lenguas modernas» (pág. 40). La instrucción pública llevaría al ciudadano (virtuoso), pero el ciudadano es el hombre político de la república (virtuosa), y ya no existe la república virtuosa donde los futuros ciudadanos se puedan familiarizar con las costumbres y los valores de la república — parece señalar Rousseau. El hombre natural es la alternativa al ciudadano actualmente imposible, pero con la carencia de relevancia social (y moral). Rousseau (1762/1979) especula: «Si por ventura el doble objetivo que nos fijamos para nosotros mismos se pudiera unir en uno solo eliminando las contradicciones del hombre, quedaría eliminado un gran obstáculo para su felicidad» (pág. 41) ¿Realmente se podría unir? Su respuesta es que se lea todo el libro para ver cómo resulta ser Emilio: «Para juzgarlo, hay que verlo completamente formado» (pág. 41). Parece que Rousseau no deja duda de que su libro Emilio presenta la solución a las degeneradas sociedades del Ancien Régime de Europa, estableciendo una confusa alianza entre naturaleza y moral. Y, en efecto, los lectores unieron de forma notable la naturaleza y la moral, a pesar de la tradición cristiana que llevaba casi 1800

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años proclamando que la moral no es ciertamente la naturaleza sino, al contrario, el trascenderla. A mediados del siglo XVIII, la naturaleza, el niño y la salvación se habían convertido en un asunto terrenal unificado. La relevancia moral de la éducation naturelle se expresa en un segundo principio educativo, un principio que provocó cierta irritación durante todo un siglo, como hemos visto en la interpretación de Paul Monroe. Es el principio de que la mejor educación moral consiste en abstenerse de toda instrucción moral. Rousseau (1762/1979) sigue especulando sobre la armonía entre naturaleza y moral: «Para formar a este extraño hombre, ¿qué hemos de hacer? Mucho, sin duda. Lo que hay que hacer es evitar que se haga algo» (pág. 41). Este es el principio educativo de la educación negativa, la éducation negative. Por consiguiente, la situación es doblemente paradójica: el hombre natural criado aislado es socialmente relevante, y la educación moralmente indiferente es moralmente importante. Si esta doble paradoja tiene sentido se desvelará, según Rousseau, al final de la novela, «cuando se haya leído este escrito» dice Rousseau en tono ambiguo (pág. 41). En este contexto de un punto de partida más bien oscuro y tal vez lúdico y la promesa de encontrar respuestas al final del libro, es más que paradójico que ni siquiera la mitad de la novela Emilio atrajera la atención de los implicados en la educación, que se centraron sobre todo en los tres primeros de los cinco libros de la novela (que suman más del 50% de las páginas). No era infrecuente que Emilio se publicara incluso en ediciones que solo contenían los tres libros primeros, y hasta solo fragmentos de ellos. La relevancia moral de la idea educativa de Rousseau estaba en cierto modo en una especie de cheque en blanco que le daban los lectores, a quienes interesaba el método, no el resultado que Rousseau prometía para el final del libro. Esta contradicción se da en especial en las ediciones inglesas. La primera traducción inglesa de Emilio se publicó en 1774, y la siguiente, más de cien años después, en 1889 en Boston, siguiendo una edición francesa de Jules Steeg de 1889 (sobre la historia de todas las ediciones de Emilio, véase Sénelier, 1949, págs. 119 y ss.), seleccionando pasajes al parecer fundamentales de solo los tres primeros libros. En el prefacio se dice: «Hemos concluido este libro con el tercer libro de Emilio. Los libros cuarto y quinto que siguen no entran en el ámbito de la pedagogía» (Steeg, 1891, págs. 7 y ss.). La primera traducción íntegra de la novela al inglés después de la de 1784 se realizó casi doscientos años después, obra de Allen Bloom, publicada en 1979. La reducción evidente de la Oeuvre educativa de Rousseau a, básicamente, una novela, y ni siquiera a toda la novela, sino, más o menos, a sus tres primeros libros, refleja los intereses específicos del campo educativo en las preguntas educativas.28 Desvela en gran medida cuáles son estos intereses y, por lo tanto, cómo se preestructura el campo educativo de forma normativa. Como ocurre con cualquier otra obra, la acogida de la Oeuvre de Rousseau ha estado muy predeterminada por los intereses contemporáneos y atiende muy poco a las circunstancias en que escribía Rousseau. Los estudiosos de la educación raramente han utilizado información para situar a Rousseau en su propio contexto lingüístico, la langue del republicanismo clásico, que sobre el fondo de la

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emergente sociedad capitalista experimentó un renacimiento en el largo siglo el capítulo 2).

XVIII

(véase

La éducation negative y la historia como educación moral y política Como ya se ha dicho, Emilio fue publicado en 1762, el año en que los jesuitas fueron expulsados de Francia. Esa expulsión dejó una grave brecha en el sistema educativo francés, pues los jesuitas habían estado a cargo de la educación superior en todo el país —casi todos los filósofos franceses de renombre habían estudiado en universidades jesuitas—. La expulsión por motivos políticos de los jesuitas generó un amplio debate sobre la educación nacional, un debate, sin embargo, en el que el Emilio de Rousseau apenas desempeñó papel alguno. Así se manifiesta en una de las muy famosas aportaciones que se hicieron a ese debate, en un librito titulado Essai d’éducation nationelle, que en 1763 publicó el procurador de Bretaña, René Louis de Caradeuc de la Chatolais. La Chatolais era uno de los principales oponentes a los jesuitas y su influencia en Francia. En un ensayo sobre el futuro del sistema educativo francés, La Chatolais (1763/1996) solo menciona brevemente el Emilio de Rousseau; en el apartado «Sobre historia» de su propuesta curricular añade una nota a pie de página en la que se pone de manifiesto su resistencia a Rousseau: «El señor Rousseau excluye la historia de la instrucción del niño» (pág. 57, nota a pie de página). La Chatolais afirma que Rousseau, obsesionado con la delirante idea de que todo se ha de basar en la propia experiencia, había olvidado el hecho de que el hombre también puede aprender de las experiencias de los demás, en particular de la historia (pág. 57). Es cierto que en los ampliamente acogidos tres primeros libros de los cinco de Emilio, en el contexto de la éducation naturelle y la éducation negative, Rousseau (1762/1979) excluye el estudio de la historia, simplemente porque considera que la historia es una enseñanza moral de apoyo: Uno imagina que la historia está a su alcance [de los niños] porque solo es una colección de hechos […] ¿Puede alguien pensar que el verdadero conocimiento de los sucesos se puede separar de sus causas o sus efectos, y que lo histórico está tan poco relacionado con lo moral que se puede conocer lo uno sin lo otro? (Pág. 110)

Sin embargo, en la segunda parte de Emilio —que empieza con el libro cuarto y en la que el método educativo y pedagógico cambia radicalmente— la historia se introduce definitivamente en el currículo educativo. Rousseau (1762/1979) comienza la segunda parte de su novela con esta frase: «Nacemos dos veces; la primera, para la existencia; la segunda, para la vida. En un caso, como seres humanos, y en el otro, como hombres o como mujeres» (pág. 211). En la pubertad, el hombre natural se convierte en pareja sexual y, con ello, en hombre social. El despertar de la pubertad de Emilio subraya el carácter social de este e implica un cambio del concepto educativo: «Es, pues, el momento de cambiar de método» (pág. 215), porque la entrada en la sociedad es al mismo tiempo un cambio al «orden moral» (pág. 235), y se demuestra que la moral y la política están relacionadas. «Hay que

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estudiar la sociedad a través de los hombres, y a los hombres a través de la sociedad. Quienes quieren tratar por separado la política y la moral nunca entenderán nada de ninguna de las dos» (pág. 235). Esta estrecha interrelación de la moral y la política es una convicción que remite a la tradición clásica de la república de la virtud, el republicanismo clásico. El cambio en el método de enseñanza es un rechazo del sensacionismo29 pedagógico de los tres primeros libros, según el cual hay que entrenar y fortalecer los sentidos humanos de forma natural, y toda cognición es el resultado del encuentro sensual con el mundo exterior. En cuanto al tema de cómo se podría enseñar a Emilio a comprender la naturaleza moral del hombre, el sensacionismo es un método inadecuado, y Rousseau distingue dos métodos alternativos: • uno implica la observación atenta de los hombres que están llenos de prejuicios y corrupción (por ejemplo, en París); • el otro es el de la instrucción mediante principios abstractos (por ejemplo, debatiendo la Política o la Ética de Aristóteles). Sin embargo, ambas alternativas encierran dos peligros fundamentales: con el primer método se corre el riesgo de que Emilio, por sus encuentros constantes con la depravación y la corrupción, no pueda seguir creyendo en la bondad del hombre. Y el peligro que conlleva el segundo método es que el cambio pedagógico del sensacionismo al racionalismo, o de «los objetos sensibles a los objetos intelectuales», sea demasiado vulgar y Emilio no pueda beneficiarse de él. La solución que defiende Rousseau (1762/1979) es la siguiente: «Este es el momento de la historia» (pág. 237). El estudio de la historia superaría los inconvenientes de los dos métodos alternativos expuestos: «Es mediante la historia como […] leerá los corazones de los hombres… con quienes actuará de juez, y no de cómplice ni demandante» (pág. 237). El estudio de la historia, desde un punto de vista pedagógico, se sitúa entre el empirismo sensual del niño y la instrucción moral abstracta del maestro. Sin embargo, Rousseau rechaza todas las historias nuevas, a las que acusa de ser más sensacionalistas que descriptivas. Prefiere claramente las historias clásicas de la antigüedad. De todas las historias antiguas, escoge a Tucídides y Plutarco, a este último por su inimitable capacidad para escribir biografías. Plutarco fue su lectura preferida durante su infancia, y lo formó como republicano, como subraya en las Confesiones: Plutarco pasó a ser entonces el mejor de mis favoritos. La satisfacción que me producían las repetidas lecturas de este autor, apagaban mi pasión por los romances, y enseguida preferí a Agesilao, Bruto y Arístides a Orondates, Artémenes y Juba. Estos interesantes estudios […] hacían que el espíritu republicano y el amor a la libertad […] se ocuparan de Roma y Atenas, conversando, y así puedo expresarme con sus ilustres héroes; nacido ciudadano de una república, de padre cuya pasión rectora era el amor a este país, aquellos ejemplos me inflamaban; podía imaginarme que yo mismo era griego o romano. (Rousseau, 1782-89/1959, pág. 9; la cita se refiere a la edición francesa; la traducción inglesa es de Internet: http://www.gutenberg.org/files/3913/3913h/3913-h.htm)

Con la historia, Rousseau pretende hacer de Emilio una persona virtuosa que posee el

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control de sí misma, respeta a los mayores, no habla por hablar, y tiene la valentía de buscar la verdad. La comparación, o el ideal, que Rousseau muestra ilumina o revela su langue de republicanismo clásico: es el ciudadano virtuoso romano: «Tales fueron aquellos ilustres romanos que, antes de ser admitidos a cargos públicos, dedicaban su juventud a la persecución del delito y la defensa de la inocencia, sin ningún otro interés que el de formarse en el servicio a la justicia y la protección de los buenos principios» (pág. 250). Obviamente, el ideal educativo no es el hombre natural aislado, sino el ciudadano en el sentido del republicanismo clásico. Al final de la novela, cuando Emilio está felizmente casado y es dueño de sus propias tierras (desde luego no comerciante), el gobernador le recuerda precisamente estas lecciones de la historia, para que, con la felicidad privada, no olvide el destino de la patria: Pero, querido Emilio, no permitas que una vida tan dulce haga que veas con disgusto las obligaciones dolorosas, si alguna vez se te imponen. Recuerda que los romanos iban del arado al consulado. Si el príncipe o el estado te llaman a que sirvas a la patria, déjalo todo para ir a cumplir con la honorable función de ciudadano en el puesto que se te asigne. (Rousseau, 1762/1979, pág. 474)

Después de leer la novela hasta el final, como Rousseau sugiere al principio, la polémica que en las primeras páginas plantea sobre las ideas de patria y ciudadano — que hay que borrar del vocabulario moderno (Rousseau, 1979, pág. 49)— aparece bajo la perspectiva de una luz distinta y suscita más preguntas sobre la filosofía política de Rousseau. Y la lectura de otros libros, además de Emilio, demuestra que Rousseau sigue creyendo en la república. ¿Pero en qué república del momento estaba pensando? La Ginebra de Rousseau, ¿la república ideal? La idea de ciudadano es fundamental en el lenguaje del republicanismo y se opone a la de burgués. No solo define al residente varón adulto, sino también ciertas cualidades morales y el contexto político de este residente adulto. Ser llamado ciudadano implica una república libre y la orientación al bien común de sus residentes; todo lo demás es corrupto, en especial las monarquías con sus residentes privados de libertad. En ese contexto monárquico, la educación no creará al ciudadano en el sentido del republicanismo clásico, sino «al francés, al inglés, al burgués. No será nada», como señalaba Rousseau en los pasajes introductorios de Emilio (Rousseau 1762/1979, pág.40). La frontera lingüística se hace más precisa: política y moralmente el bien son la republica y el ciudadano libres; políticamente el mal son las monarquías y los burgueses. En El contrato social, publicado también en 1762, Rousseau (1762/2002) define lo que son las ciudades y los ciudadanos: El verdadero significado de la palabra [ciudad] se ha borrado casi por completo entre los modernos; la mayoría de la gente toma al pueblo por la ciudad, y al burgués por el ciudadano. No saben que las casas forman el pueblo, y los ciudadanos, la ciudad. (Pág. 164)

En otras palabras, Emilio es un escenario educativo en un contexto degenerado específico, en el contexto de una monarquía capitalista viciosa, y no un contexto que se vaya a encontrar en la república libre. Rousseau dice al principio de su novela: «Todo es

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bueno cuando sale de las manos del Autor de las cosas; todo se degenera en las manos del hombre» (Rousseau, 1762/1979, pág. 37), pero no dice que todo se deba degenerar en la mano del hombre (sea cual fuera la interpretación de los lectores), sino que expresa que solo el propio hombre es el responsable de un mundo feliz o de un mundo degenerado, un argumento típico en el mundo lingüístico del republicanismo clásico, donde el ciudadano libre es el arquitecto de la fortuna de la polis y, por consiguiente, de todos los ciudadanos. Pero el prerrequisito es la república libre, que en el propio contexto de Rousseau (que estaba en Francia mientras escribía el Emilio) no se da. En algunos otros escritos de Rousseau, en que las ideas de educación natural y negativa ni siquiera se mencionan, se muestra cómo concebía una educación ideal en una república. Se encuentran trazos de esta educación política en sus amplios consejos a los gobernantes de Polonia (Rousseau, 1782/1947), y en su propia entrada, «De la economía política», en la famosa Enciclopedia de Diderot y d’Alembert, publicada a mediados de la década de 1750. Sin embargo, la teoría de la educación pública de Rousseau se encuentra sobre todo en la Carta a d’Alembert, publicada en 1758. No es casualidad que los educadores no leyeran prácticamente nunca este libro, pese a que su teoría educativa es sin duda la favorita de Rousseau. Rousseau escribió la Carta a d’Alembert como respuesta a una entrada de la famosa enciclopedia, obra del filósofo francés Jean Le Ron d’Alembert. El lema era Genève, publicada en el séptimo volumen de la enciclopedia en 1757 (d’Alembert, 1757). En él, entre otras cosas, d’Alembert, a sugerencia de Voltaire (que residía en Ginebra), había exigido la creación de un teatro en Ginebra. Sin embargo, a los ojos del republicanismo clásico el teatro es síntoma de corrupción, porque los actores no son auténticos y pueden infundir en la mente de las personas fantasías equivocadas de un mundo lleno de riqueza, intrigas y lujo, por no hablar de la vida permisiva de los actores. Rousseau reaccionó de inmediato a esta entrada en Carta a d’Alembert, que es un impresionante testimonio del republicanismo de Rousseau e incluye una teoría de la educación pública. En su impresionante réplica, Rousseau se deja de toda reticencia y defiende el republicanismo, en general, y Ginebra, en particular, separando con precisión el sencillo mundo moral de la república libre, de la monarquía exuberante y corrupta. Así se manifiesta ya con claridad en el inicio de la apología: el «ciudadano de Ginebra» se dirige al famoso francés filósofo y miembro de muchas academias monárquicas: de la Académie Françoise, de la Académie Royale des Sciences de París, de la de Prusia, de la Société Royale de Londres, de la Académie Royale des Belles-Lettres de Suède, y del Institut de Bologne. En su apología, Rousseau (1758/1995) no condena por completo el teatro. Lo aprueba en las ciudades ricas como París, porque le parece que corrompe menos que otras actividades de ocio. Sin embargo, para la gente sencilla y pobre —Rousseau piensa en Ginebra—, la introducción de un teatro significa nada menos que la perdición de la ciudad. La diferencia entre París y Ginebra no es simplemente monetaria, sino política y moral en un sentido cultural amplio. Ginebra —dice Rousseau— es una república, no una monarquía, y en una república las diversiones debían ser «algo simple e inocente,

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acorde a las costumbres republicanas» (Rousseau, 1758/1995, pág. 91). En cambio, las metrópolis monárquicas como París están «llenas de gente conspiradora, tipos sin religión ni principios», son lugares «donde las costumbres y el honor no significan nada» (pág. 54). Los países bien dispuestos —está hablando de las repúblicas en general— necesitaban buenas costumbres, y estas buenas costumbres eran consecuencia de los buenos usos. El mejor ejemplo de uso republicano era, según Rousseau, los círculos de Ginebra, una agrupación social de camaradas militares y, con ello, de socialización republicana y patriótica,30 el verdadero lugar de la educación pública. «Nuestros círculos conservan entre nosotros algunas de las costumbres de la antigüedad», expresa Rousseau; y palabras como patria y virtudes se usan y tienen sentido. La sociabilidad, las prácticas militares, la natación y la caza: «estas instituciones honorables e inocentes» servían para «hacer de estas personas amigos, ciudadanos, soldados y, en consecuencia, todo lo propio de un pueblo libre» (pág. 96). Este ideal de educación, por supuesto, no tiene nada en absoluto que ver con la idea de educación natural y negativa de los tres primeros libros de la novela Emilio, no obstante, es el verdadero ideal de Rousseau: los muchachos, los futuros ciudadanos, se han de familiarizar con las costumbres morales, políticas y militares de la república virtuosa. Recordando su juventud en Ginebra, Rousseau (1758/1995) dice: Los muchachos educados rústicamente no tenían necesidad de intentar mantener pálida la piel, y no temían las inclemencias del tiempo, porque pronto se endurecían. Los padres los llevaban a cazar, al campo, a todos los ejercicios y sociedades. (Págs. 102 y ss.)

Estos ejercicios eran «juegos de endurecimiento», ejercicios militares, natación y caza (pág. 96). En consecuencia a los jóvenes no les preocupaban el pelo ni la ropa, y lo que deseaban eran las carreras pedestres, la lucha y el boxeo (pág. 103). La introducción del teatro amenaza precisamente estas costumbres republicanas, dice Rousseau (1758/1995), porque corrompe la vida sencilla e inocente de la república: «Sin embargo, en cuanto hay teatros, adiós a los círculos» (pág. 91). O: «Dos años de teatro, y todo se trastoca» (pág. 101). Es evidente que rechaza el establecimiento de un teatro, pero no los eventos públicos. Al final de su apología aboga por más eventos en que los residentes crezcan juntos para formar una unidad. Las fiestas tradicionales al aire libre con torneos y cantos unen a las personas: De las muchas sociedades saldrá una sola; todo es común para todos: sería la imagen de las tablas de entrenamiento espartano, salvo por un poco más de abundancia. Pero incluso la abundancia es apropiada, y su visión hace aún más nítida la de la libertad. (Pág. 116)

Es evidente el profundo compromiso de Rousseau con el ideal de la república libre y virtuosa, sus ciudadanos y las prácticas educativas. ¿Por qué, entonces, quiere prohibir las ideas de la «patria» y el «ciudadano» al principio de su novela Emilio, y por qué aísla a Emilio de su familia y de sus iguales? La educación fuera de la patria

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El amigo ginebrino de Rousseau, un médico llamado Theodore Tronchin, le escribía el 13 de noviembre de 1758, después de haber leído la Carta a d’Alembert (citado en Leigh, 1967, págs. 219 y ss.). Tronchin felicita a Rousseau por su libro y le asegura que comparte la mayoría de sus ideas. Solo la mayoría de ellas, prosigue, pues conocía Ginebra mucho mejor que nadie (citado en Leigh, 1967, pág. 219). Intenta explicar que la república de Ginebra no se debe identificar con las repúblicas antiguas, y se remite a su mayoría de artesanos, que en la vida política de la antigüedad no desempeñaban papel alguno (pág. 220). Tronchin le señala a Rousseau que los habitantes de Ginebra ya eran bourgeois en muy alto grado y, desde luego, habían dejado ya de ser citoyens en el sentido republicano clásico. En particular, no había una éducation publique socializante como en la antigüedad sino, necesariamente, una éducation domestique, porque los jóvenes ginebrinos, en su mayoría artesanos, debían ser formados para hacerse cargo de su trabajo y para que la ciudad no quedara privada de su base económica (págs. 219 y ss.). Eso, a su vez, significaría que «Ginebra se moriría de hambre» (pág. 220). En este contexto, Tronchin le dice a Rousseau que los círculos no eran ya la reserva de inocencia que habían sido; desde las cuatro de la tarde hasta altas horas de la noche, se jugaba, se bebía y se fumaba, y los niños andaban sin control y eran más víctimas de sus pasiones: «Las buenas costumbres de nuestra gente menguan notablemente» (pág. 220). En otras palabras, el único correctivo era la «educación doméstica». En una respuesta a Tronchin fechada el 26 de noviembre de 1758, Rousseau defiende la integridad moral de los artesanos de Ginebra, quienes, en comparación con sus colegas del extranjero, eran mucho más razonables, estaban mejor formados y no se limitaban al ámbito de su trabajo. Pese a algunos abusos de estos círculos, sus efectos en lo que se refería a la educación y la socialización seguían siendo considerables. Sin embargo, Rousseau reconoce la distinción de Tronchin entre una república antigua y la república ginebrina. Este reconocimiento lo llevó a revisar los primeros pasajes de su Emilio, que estaba rehaciendo en la época de esa discusión con Tronchin. El debate con este hizo que Rousseau introdujera, al principio del manuscrito, el antagonismo entre la educación del ser humano y la del ciudadano, un pasaje que no figuraba con anterioridad a ese intercambio con Tronchin (Jimack, 1960). Rousseau afirma que el ser humano recién nacido necesita ante todo educación. Luego define tres instancias de educación, concretamente, las de la «naturaleza», los «hombres» y las «cosas» Pasa después a formular dos premisas: primera, la educación por la naturaleza—«el desarrollo interior de nuestras facultades y nuestros órganos»— no puede estar afectada por ninguna de las otras dos, y segunda, la buena educación se define como la armonía entre las tres instancias educativas. En otras palabras, una buena educación es aquella en que los hombres y las cosas como instancias educativas se ajustan a la naturaleza. Rousseau es muy consciente de que esas instancias son diferentes, y que cuando se oponen entre sí se plantea un problema grave. Esta contradicción es evidente en toda sociedad, porque en todas las sociedades los seres humanos jóvenes siempre son educados «para los demás» más que para sí mismos. En su gran obra El espíritu de las leyes, Montesquieu (1748) había recordado

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al público la distinción aristotélica entre las diferentes formas de gobierno y sus idiosincrásicas prácticas educativas.31 Todo el cuarto libro de El espíritu de las leyes trata de la tesis de «que las leyes de la educación deben estar en relación con los principios del gobierno». De acuerdo con el sensacionismo, Montesquieu empieza el libro cuarto diciendo: «Las leyes de la educación son las primeras impresiones que recibimos; y dado que nos preparan para la vida civil, toda familia privada debería estar gobernada por el plan de esa gran familia que las abarca a todas» —entendiendo por «gran familia» al Estado o tipo de gobierno (república, monarquía o despotismo)—.32 «Las leyes de la educación, por consiguiente, serán distintas en cada forma de gobierno: en las monarquías, tendrán al honor por objetivo; en las repúblicas, la virtud; en los despotismos, el miedo» (libro 4, capítulo 1). En otras palabras, el ciudadano de una monarquía ha de llegar a ser honorable; el ciudadano de la república, virtuoso, y el ciudadano de un gobierno despótico, temeroso. Y esta es la idea de Rousseau: la educación va siempre dirigida al conjunto político, por eso «la armonía es imposible» (Rousseau, 1762/1979, pág. 39) entre las tres instancias de educación. Analíticamente, son posibles dos opciones diferentes: o se educa al joven para que llegue a ser un hombre natural independiente, carente de toda conciencia social, o se le obliga a vivir como ser social en un contexto social. Sin embargo, esta segunda opción tiene dos subopciones normativas, concretamente, el bourgeois y el ciudadano. Estas dos subopciones se deducen de dos posibles contextos sociales y políticos, el de la monarquía y el de la república. Sin embargo, para el primero, la monarquía y sus bourgeois son moralmente inadmisibles para Rousseau; él solo habla de una subopción moral: la del ciudadano, y de la única opción analítica: la del hombre natural independiente. En los tres primeros libros de Emilio, empieza con el hombre natural independiente para después pasar de algún modo a la educación del ciudadano con la enseñanza de la historia y los principios políticos. Con este telón de fondo, no se comprende muy bien por qué los lectores limitaron la teoría educativa de Rousseau a una parte de una de sus novelas, sin tener en cuenta toda su novela ni otros intentos suyos de formular una teoría educativa. Es posible que sencillamente no les gustara el final de la novela, cuando a Emilio se le elige una esposa y es incapaz de asumir la responsabilidad de la educación de su hijo. En cuanto sabe que su esposa Sofía está embarazada, corre a su educador a hablarle de su fortuna. Le dice al gobernador que él es incapaz de ser educador: «… seguid siendo el maestro de los maestros jóvenes. Aconsejadnos y gobernadnos. Seremos dóciles. Os necesitaré mientras viva. Os necesito más que nunca ahora que empiezan mis funciones de hombre. Vos habréis cumplido las vuestras. Orientadme para que pueda imitaros». (Rousseau, 1762/1979, pág. 480)

Después de haber tenido como objetivo al hombre independiente, este desenlace es, evidentemente, devastador. Y, más aún, la historia termina en un completo desastre, como se cuenta en la novela incompleta y poco leída de Rousseau Emilio y Sofía o los solitarios, en la que ambos han de mudarse a París, la auténtica Gomorra en el lenguaje del republicanismo del siglo XVIII. Era previsible que, en ese ambiente degenerado, Sofía, que había recibido una educación distinta de la de Emilio, le sea infiel y se quede

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embarazada de otro hombre. La reacción de Emilio es huir de Francia. En su huida es secuestrado, y al final acaba en Argelia como fuerte esclavo casi independiente, una condición, la del esclavo, exactamente opuesta a la del ciudadano libre (Rousseau, c. 1762/1969). La «naturalidad» de la educación natural La distinción entre el hombre libre y el esclavo lleva a mis últimas observaciones. Normalmente, y hasta aquí he seguido esta tradición, Emilio se divide en dos partes, con la primera que incluye los tres primeros libros, y la segunda, los libros cuatro y cinco. Esta distinción es adecuada cuando la teoría educativa se reduce a la teoría de la cognición que está en la base del escenario educativo y a la relación entre el gobernador y Emilio. La teoría de la cognición de los tres primeros libros es básicamente el sensacionismo; la de los dos últimos, el racionalismo. Y si en la última parte el marco educativo se caracteriza por el sometimiento oficial de Emilio a su gobernador, en la primera parte la relación educativa es en su mayor parte indirecta, mediada por las cosas naturales que el gobernador dispone para desarrollar las facultades naturales de Emilio. Sobre este fondo de una teoría republicana, este extraño escenario educativo de la primera parte del libro se explica con la dicotomía de esclavitud y libertad del republicanismo clásico: El niño llora al nacer; la primera parte de esta infancia se pasa llorando. Unas veces nos afanamos en mimarle para tranquilizarle; otras, le amenazamos, le pegamos para que se tranquilice. O hacemos lo que le complace, u obtenemos de él lo que nos complace a nosotros. O nos sometemos a sus caprichos, o le sometemos a los nuestros. No hay término medio; ha de dar órdenes o recibirlas. Por esto, sus primeras ideas son las de la dominación y la servidumbre. (Rousseau, 1762/1979, pág. 48)

El problema de esta situación es que genera unas pasiones peligrosas: «Y así es como desde el principio llenamos ese joven corazón de pasiones que más tarde imputamos a la naturaleza, y como, después de haber puesto todo el empeño en hacerle malvado, nos quejamos de que lo sea» (pág. 48). En el republicanismo, solo hay una pasión legítima: la del amor a la patria. Cualquier otra daña el amor a la patria y crea esclavos y tiranos, ambos opuestos al ciudadano libre. Según Rousseau (1762/1979), estas pasiones reprimen la naturalidad del niño e impiden que llegue a ser feliz: Por último, cuando este niño, esclavo y tirano, lleno de ciencia y carente de sentido, frágil por igual de cuerpo y alma, es arrojado al mundo, mostrando en él su ineptitud, su orgullo y todos sus vicios, se convierte en la base de nuestra deplorable miseria humana y nuestra perversidad. (Pág. 48)

Esta es la razón de que Rousseau proponga no interferir directamente con el niño: Las primeras lágrimas del niño son plegarias. Si uno no tiene cuidado, pronto se convierten en órdenes, y así es como de su propia fragilidad, que es ante todo la fuente de su sentimiento y su dependencia, nace después la idea de imperio y dominación. (Pág. 66)

Por consiguiente, Rousseau pide que evitemos todo encuentro personal en que domine

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la voluntad del gobernador: «Si los niños solo encuentran resistencia en las cosas y nunca en las voluntades, no se harán rebeldes ni irascibles, y preservarán mejor su salud» (pág. 66). La voluntad humana podría crear pasiones y destruir la felicidad del niño: «¿Cómo podría pensar que el niño así dominado por la ira y devorado por las pasiones más iracundas pudiera llegar a ser feliz? ¡Es un déspota!» (pág. 87). Los conceptos morales de «obedecer y mandar serán proscritos en este léxico, y más aún los de deber y obligación» (pág. 89). Tal propuesta es un claro alegato en favor de algo llamado teoría educativa antiautoritaria, que llevaría a lo contrario del ciudadano libre entregado a su patria. Rousseau añade en tono ambiguo: «Pero hay que tener siempre presente que existe una diferencia importante entre obedecer a los niños y no frustrarles» (pág. 66). Así pues, el secreto de la educación está en dominar al niño sin que él se dé cuenta, y esto se consigue controlando la naturaleza exterior: Mientras el niño carece aún de conocimiento, hay tiempo para preparar todo lo que esté cerca de él para que solo pueda ver los objetos que le sean convenientes […]. No serás el maestro del niño si no lo eres de todo lo que le rodea. (Pág. 95)

Paradójicamente o no, el principio educativo de los tres primeros libros de Emilio es una representación teatral con actores a sueldo que se comportan exactamente como quiere el gobernador, con el solo objetivo de evitarse interferir en la voluntad de Emilio. De hecho, el acto educativo de la primera parte de la novela —aquella en la que principalmente se ha centrado la investigación educativa, creyendo en la modernidad de la educación— es un arreglo educativo que intenta reemplazar la falta de un contexto republicano por un escenario en que se fortalecen el cuerpo y las facultades naturales sin que afecte a la voluntad del niño. Precisamente porque el contexto empírico de la república no se puede experimentar a través de los sentidos, para familiarizar al niño con las costumbres virtuosas de la república hay que esperar que la educación le forme racionalmente en los principios republicanos. Por lo que en la primera parte de su educación los medios educativos deben ser la ilusión y el engaño: Deja que piense siempre que él es el maestro, y haz que siempre lo seas tú. No hay sometimiento más perfecto que el que tiene la apariencia de libertad. Así se hace cautiva la propia voluntad […]. ¿No dispones, en lo que a él se refiere, sobre todo lo que le rodea? ¿No eres el maestro en simular ante él como te place? […]. No hay duda de que solo debería hacer lo que quiere; pero solo debería querer lo que tú quieres que haga. No debe dar un paso sin que tú lo hayas previsto; no ha de abrir la boca sin que sepas qué va a decir. (Rousseau, 1762/1979, pág. 120)

El protestantismo calvinista y zuingliano Cuando se publicó El contrato social en 1762, uno de los mejores amigos de Rousseau de Zúrich,33 Leonhard Usteri, se sintió molesto por el último capítulo, titulado «La religión civil», en el que Rousseau excluye mutuamente el cristianismo y el republicanismo: «Pero me equivoco al hablar de una república cristiana; cada una de estas palabras excluye a la otra» (Rousseau, 1762/2002, pág. 251). El 1 de octubre de 1762, Usteri elogiaba El contrato social en una carta a Rousseau, pero decía que no

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podía «digerir» la parte que trataba de la religión civil (Usteri, citado en Leigh, 1971, pág. 145). Después de la publicación de la carta de Rousseau dirigida a Christophe de Beaumont, arzobispo de París (1763), Usteri (citado en Leigh, 1972) retoma el problema: «Aquí santificáis el hecho de nacer en la religión más razonable y la que es más sociable, y en El contrato social decís que no conocéis nada que sea más opuesto al espíritu social que el cristianismo» (pág. 76). El 30 de abril de 1763, Rousseau respondía explicando que la idea de «espíritu patriótico» era una idea «exclusiva», que convierte a los no ciudadanos en extranjeros. El cristianismo, por el contrario, contempla a todos los seres humanos, los tiene a todos por hermanos, porque todos son hijos de Dios. El amor cristiano prohíbe trazar cualquier línea entre ciudadanos y extranjeros: «No está pensado ni para hacer republicanos ni para hacer soldados, sino solo cristianos y seres humanos» (Rousseau, citado en Leigh, 1972, págs. 127 y ss.). A los amigos de Rousseau de Zúrich les era difícil aceptar esta visión radical del cristianismo, pese a que se identificaban con el republicanismo clásico de Rousseau. En 1763 hubo un intercambio epistolar, hasta que Usteri convino con este, al menos aparentemente (Usteri, citado en Leigh, 1972b, pág. 250). Sin embargo, en Emilio, publicado el mismo año que El contrato social, la idea de cristianismo o protestantismo desempeña un papel fundamental, y no es causalidad que lo haga en el contexto de las cuestiones educativas. La idea es la siguiente: la pubertad es el inicio de la vida social de Emilio porque en ella se despiertan sus pasiones, y el amour de soi (el amor de sí mismo) natural e inocente corre el riesgo de pervertirse y convertirse en amour propre, una forma vana y egoísta de amor a uno mismo que solo surge en la vida social. Un día el gobernador dirige a Emilio al espacio más hermoso y espectacular de la naturaleza. Allí, el gobernador habla al joven con un discurso que no es ni sosegado ni racional, sino que pretende llegar al corazón de Emilio, porque los «argumentos fríos» pueden cambiar las opiniones humanas, pero no sus acciones. En su discurso, el gobernador explica a Emilio que ha llegado el momento en que todos los esfuerzos realizados hasta ahora para educarle podrían quedarse en nada y borrar el sentido de su vida, la del gobernador, porque este ha sacrificado toda su vida en aras de la felicidad de Emilio: Eres mi propiedad, mi hijo, mi obra. Es de tu felicidad de donde espero la mía. Si frustras mis esperanzas, me robas veinte años de mi vida, y provocas la infelicidad de mi vejez. (Rousseau, 1762/1979, pág. 323)

En estas circunstancias, Emilio no puede sino pedir al gobernador que lo proteja y le promete solemnemente poner en él toda su autodeterminación: ¡Oh mi amigo, mi protector, mi maestro! Recuperad la autoridad que queréis abandonar en el preciso momento en que me es más importante que la mantengáis […] Quiero obedecer vuestras leyes; así lo quiero hacer siempre. Esta es mi firme voluntad. (Rousseau, 1762/1979, pág. 325)

Después de conocer a su gran amor Sofía —un encuentro bien preparado también por el gobernador— Emilio se quiere casar con ella enseguida. El gobernador se opone a sus planes, porque quiere que Emilio realice un viaje educativo de dos años. La razón de este viaje es doble. En primer lugar, partir de su gran amor significa para Emilio que ha de dominar sus pasiones privadas, y esto significa libertad y virtud: «Sé ahora realmente

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libre. Aprende a ser tu propio maestro. Manda en tu corazón, Emilio, y serás virtuoso» (Rousseau, 1762/1979, pág. 445). La segunda razón es que Emilio reúna información suficiente sobre las diferentes culturas y sistemas políticos y, así, siente la base de la decisión sobre dónde quieren vivir Sofía y él en su futuro común. A Emilio no le agrada en absoluto la idea y se niega a separarse de Sofía. La respuesta del gobernador es: «No has olvidado la promesa que me hiciste. Emilio, tienes que dejar a Sofía. Es mi deseo» (Rousseau, 1762/1979, pág. 449). Sin embargo, esa razón demuestra ser fingida, porque Emilio sí contiene reflexiones sobre las ventajas de viajar (Rousseau, 1762/1979, págs. 450 y ss.), pero en la novela no se describe el supuesto viaje, con lo que el lector no sabe qué países ha estado visitando Emilio. En cierto modo tiene sentido, porque en realidad Emilio y Sofía no deciden dónde van a vivir; permanecerán en el lugar en que nacieron: en otras palabras, no van a ir a vivir a una república, sino que se quedarán en una monarquía. Así pues, la única razón del viaje de dos años es simplemente dominar las pasiones privadas, y la libertad política de repente se convierte en una quimera política y al modo protestante se transfiere a la vida interior de la persona: «La libertad no se encuentra en ninguna forma de gobierno; está en el corazón del hombre libre. Él la lleva consigo a todas partes» (Rousseau, 1762/1979, pág. 473). La solución para la vida de Emilio y Sofía, en otras palabras, no reside en el seno de una república virtuosa, porque es el corazón del hombre el que necesita ser libre, y no la forma externa de gobierno. El hombre libre lleva consigo su corazón libre a todas partes. Y «el hombre vil lleva su servidumbre a todas partes. El último será esclavo en Ginebra; el primero, hombre libre en París» (Rousseau, 1762/1979, pág. 473). La libertad interior, esta reliquia de familia protestante, es la respuesta republicana al contexto no republicano, la mejor solución en un mundo malo que está dominado por el comercio y las monarquías. Es esta oposición dualista entre el bien (interior) y el mal (exterior) lo que resultaba atractivo en Alemania, sin que se entendiera, sin embargo, el alcance del interés republicano de Rousseau. Con este trasfondo, se comprende por qué Emilio solo se leyera parcialmente y por qué se ha ignorado su continuación. Es porque en la solución de Rousseau la novela educativa en su conjunto demuestra ser un drama, como demuestra el destino de Emilio, que se convierte en fuerte esclavo con libertad interior en Argelia (Rousseau, c. 1762/1969). No existe auténtica alternativa al republicanismo radical de Rousseau y su idea educativa de familiarizarse con las costumbres virtuosas; es decir, la única que existe es desastrosa. El cambio radical a las ideas protestantes solo es una solución aparente, pues en realidad es la muerte del sueño republicano del ciudadano sin patria. 25. Es difícil determinar el grado de conocimiento que se tenía de las obras de Rousseau. Schwarz habla solo de cuatro libros de Emilio, cuando en realidad tiene cinco, y afirma que Johann Gottfried Heinrich Feder había traducido la obra al alemán. Sin embargo, la obra de Feder era totalmente suya: Emil oder von der Erziehung nach bewährten Grundsätzen (Feder, 1768-1775) (véase Schwarz, 1929, págs. 453, 455). 26. En Grosses Conversations-Lexicon für die gebildeten Stände (Gran enciclopedia conversacional para las clases educadas), de 1848, hay una extensa entrada de 63 páginas bajo el nombre de «educación», que en parte reproduce palabra por palabra el tratamiento que Schwarz hace de la historia de la educación. La entrada subraya

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que el impacto de Rousseau fue incalculable durante su época y las siguientes, pero advierte al lector de que su educación religiosa era un «sinsentido» (Meyer, 1848, págs. 164 y ss.). Como en Schwarz, la entrada de la enciclopedia repasa a los filántropos alemanes, hasta Pestalozzi, y, por último, el desarrollo de la educación alemana a partir de 1800 (págs. 167 y ss.). H. I. Smith, al hablar de las primeras historias de la educación americanas, decía que la «historia se ha tomado en esencia de la obra de Schwarz» (Smith, 1842, pág. v). 27. Sobre cómo este modo de construir la historia de la educación se hizo popular en todo el mundo, véase Tröhler (2004). 28. Los estudiosos, evidentemente, han leído mucho más que Emilio, también los del ámbito de la educación. Los Discursos (primero y segundo) y El contrato social pertenecen a los textos canónicos de Rousseau, y en algunos casos se han leído la autobiografía confesional de Rousseau y la novela Julia o la nueva Eloísa (Rousseau, 1761), mientras que quienes se ocupan en los estudios de género se centraron en las Cartas elementales sobre botánica de Rousseau, publicadas primero en alemán en 1781 y luego en inglés en 1785 con el título de Letters on the Elements of Botany Addressed to A Lady (Rousseau, 1787) (véase el capítulo 2 de este libro). Pero cuando se trata de la teoría educativa de Rousseau, se observa una interesante reducción de estos textos a algunas de las ideas básicas de los primeros tres libros de Emilio, pese a algunas contradicciones con otros textos. El contrato social de Rousseau, publicado el mismo año que Emilio, en 1762, se considera entonces la solución política de Rousseau para afrontar los retos de una crisis cultural más profunda, que se describe en los dos Discursos de 1750 y 1755, mientras que Emilio se define como una solución educativa a exactamente los mismos problemas. 29. La principal obra del sensacionismo en Francia la publicó en 1754 Étrienne Bonnot de Condillac (Traité des sensations). No fue traducida al inglés hasta 1930 (Condillac’s Treatise on the Sensations). Sin embargo, en el Essai sur l’origine des connaisances humaines de 1746, Condillac había llevado el empirismo de Locke al sensacionismo (el ensayo se tradujo al inglés diez años después: An Essay on the Origin of Human Knowledge, Being a Supplement to Mr. Locke’s Essay on the Human Understanding, Londres, 1756). 30. Rousseau elogia los círculos sociales para mujeres y muchachas, totalmente separados de los de los hombres y jóvenes, donde podían jugar, tomar café, y emplearse en la charla inagotable (págs. 97 y ss.). 31. Aristóteles, Política, libro 5, parte 9: «Pero de todas las cosas que he mencionado, la que más contribuye a la permanencia de las instituciones es la adaptación de la educación a la forma de gobierno, sin embargo, en nuestro propio tiempo este principio se olvida en todas partes» (Aristóteles, 1996, págs. 138 y ss.). 32. Compárese con la Política de Aristóteles: «Porque, puesto que una familia es parte del estado, y esas relaciones forman parte de la familia, y la virtud de esta parte se debe relacionar con la virtud del conjunto, hay que formar a las mujeres y los niños con la educación teniendo en cuenta la constitución, si se supone que las virtudes de unas y otros marcan alguna diferencia en las virtudes del estado» (Aristóteles, 1996, libro 1, parte 13). 33. Leonhard Usteri nació el mismo año que Lavater y Füssli (1741), fue alumno de Bodmer en la Academia de Teología de Zúrich, y formó parte del movimiento republicano de la ciudad (véase el capítulo 2).

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5. Las turbulencias lingüísticas: los debates americanos de 1776-1788 En la época en que las ideas de secesión de Inglaterra se extendieron en las trece colonias americanas, Rousseau padecía manía persecutoria y estaba escribiendo Las ensoñaciones del paseante solitario. Estas fueron los últimos escritos de una serie de textos autobiográficos que se iniciaron con Las confesiones (1770), un título no por casualidad igual al de Las confesiones de San Agustín, padre de la Iglesia fundamental tanto para Calvino como para Lutero (pero no para Zuinglio). Las ensoñaciones quedaron inconclusas, pues Rousseau murió el 2 de julio de 1778. Como la mayoría de los europeos, supo de la guerra entre los colonos y los ingleses, mucho más porque, para conseguir el apoyo de Francia contra Inglaterra, la Confederación de las trece colonias envió a Benjamin Franklin como embajador a París en 1776, donde Rousseau vivía desde 1770. Existen pocas referencias sobre lo que Rousseau —que estaba absorto en sus propios asuntos— pensaba de lo que sucedía al otro lado del Atlántico. Thomas Bentley visitó a Rousseau el 6 de agosto de 1776, y en su diario de viaje solo hay una referencia a la simpatía de Rousseau por los americanos. Según Rousseau, los americanos «no tenían menos derecho a defender sus libertades por el hecho de ser oscuros o desconocidos». Y el diario de Bentley cita a Rousseau: «“Hace algún tiempo no se sabía” (dijo el filósofo) “que estos americanos sabían defenderse; pero ahora parece que lo saben hacer mucho más de lo imaginado”» (Rousseau, citado en Leigh, 1982, pág. 259).34 En efecto, la naturaleza de la libertad por la que se luchaba era «oscura o desconocida»; se convirtió en objeto de acalorados debates y contribuyó a la aparición de un nuevo lenguaje político, el republicanismo moderno. A principios de la década de 1770, las colonias habían constituido sus propios parlamentos para intervenir en las decisiones sobre los asuntos políticos que les afectaban. La oposición inglesa a esta institución participativa se hizo violenta, y en 1775 se produjeron escaramuzas militares. Evidentemente, el malestar de los colonos contra la monarquía inglesa (el rey Jorge III) y su clase dirigente no dejaba de aumentar. La cuestión era cómo legitimar intelectual y políticamente las revueltas. Se imponía la comparación con las Guerras Civiles inglesas de 1642-1651, pues fueron en su mayor parte los parlamentaristas puritanos quienes habían combatido con éxito contra la monarquía y habían creado la Commonwealth (1649). La restauración de la monarquía en 1660, el restablecimiento de la Iglesia de Inglaterra como iglesia oficial del Estado, y con ello la intolerancia contra los inconformistas religiosos,35 habían provocado que miles de puritanos abandonaran Inglaterra y se dirigieran a las colonias americanas. Los

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parlamentaristas puritanos fueron los ascendientes de los colonos que se enfrentaban a la explotación por parte de la corona inglesa en la década de 1770. En esas circunstancias, no es extraño que el lenguaje político en que se formuló el malestar con la monarquía inglesa fuera similar al que había dominado en la Commonwealth inglesa, el lenguaje del republicanismo clásico: el monarca es un tirano, el dinero conduce al libertinaje y la corrupción, y el autogobierno es un ideal por el que uno está dispuesto a morir (la virtud del patriotismo). Así pues, en esta langue, la parole «libertad» significa estar libre del gobierno extranjero, y la independencia de Inglaterra (corrupta) es una obligación moral para el hombre virtuoso. Sin embargo, si se observa la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, se encuentran argumentos que no encajan con precisión en este lenguaje del republicanismo clásico, porque descansan sobre la ley natural moderna para la cual los hombres son iguales por naturaleza: «Creemos que estas verdades son autoevidentes, que todos los hombres son creados iguales, que su Creador les otorga ciertos Derechos inalienables, que entre ellos están los de la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Si los hombres son iguales por naturaleza, y si no pueden enajenar sus derechos naturales, entonces solo cabe concebir que la sociedad está construida por un contrato. Los habitantes de un país son pues contratantes autointeresados, cada uno en defensa de sus derechos. Así pues, la parole «libertad» aquí significa el ámbito de acción del individuo, y esta parole pertenece a la langue del republicanismo moderno, o liberalismo (en el sentido europeo). La idea de un contrato social entre los habitantes de un país se había propuesto por primera vez en el Leviatán del monárquico Thomas Hobbes en 1651, durante su exilio en París; después de nuevo en los Dos ensayos sobre el gobierno civil de John Locke en 1689, y, no mucho antes de la Declaración de Independencia, en El contrato social de Jean Jacques Rousseau en 1762. Sin embargo, el propio Rousseau había refutado toda su construcción de un contrato social con la inserción del capítulo sobre la «religión civil» y la importancia de los «sentimientos de sociabilidad» (Rousseau, 1762/2002, pág. 252), que en cierto grado contradicen la idea de libertad natural y autointerés de las partes contractuales: ¿por qué han de tener «sentimientos de sociabilidad» y de dónde surgen estos? Este conflicto no era solo un problema «privado» de Rousseau, sino el de una época que buscaba las bases políticas. La filosofía de la ley natural resultaba atractiva porque atacaba a la monarquía (tan atractiva como el republicanismo clásico), pero ¿cuáles son los vínculos que unen a la gente más allá del contrato? El republicanismo clásico aducía el patriotismo y las virtudes, y el republicanismo moderno y basado en el derecho natural aducía, en especial durante la Revolución Francesa, el conocimiento y el público ilustrado. Ambos eran educativamente relevantes; el primero como socialización en las virtudes de la república, el segundo como educación en las ciencias modernas. Los debates americanos que se producían en torno a 1776 son —entre otros muchos aspectos, por supuesto— la expresión de la competencia entre estos dos lenguajes, que convienen en la imposibilidad de defender al monarca pero no sobre la cuestión de la integración social: ¿era esta el equilibrio institucional de personas autointeresadas o el

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amor a la patria? ¿Era la naturaleza del (nuevo) ciudadano o de la (nueva) nación, y cómo había que realizarla? Había simpatías por ambas partes, y el resultado de estas turbulencias lingüísticas no fue un lenguaje uniforme que prevaleciera, sino un estado mezclado de diferentes puntos focales. La Constitución de los Estados Unidos usa paroles de la forma moderna y liberal del republicanismo, mientras que la justificación de la secesión, el énfasis en la nueva nación y los discursos educativos «hablaban» el lenguaje del republicanismo clásico. Esta ambivalencia lingüística característica de los años anteriores y posteriores a 1776 parece que es la que prevaleció hasta nuestros días, como lo atestiguan, por ejemplo, los debates entre comunitaristas y liberales de los pasados años ochenta y noventa (véase Sandel, 1982; Mulhall y Swift, 1992; Etzioni, 1993; Tam, 1998). Charles Mayor, primero, y Michael Sandel, después, fueron quienes nos recordaron que las raíces intelectuales del movimiento comunitarista estaban, de hecho en el republicanismo clásico (Taylor, 1989; Sandel, 1996). El lenguaje republicano clásico y moderno de 1776 La Declaración de Independencia de 1776 y la ratificación de la Constitución de los Estados Unidos de 1787/1788 se han interpretado, a menudo, como hitos decisivos del avance del liberalismo político (en el sentido europeo) y su lenguaje de la ley natural y, por consiguiente, de la idea de contrato social sin ninguna religión civil ni «sentimientos de sociabilidad». La Declaración de Independencia, redactada por el jurista Thomas Jefferson y aprobada por el Segundo Congreso Continental el 4 de julio de 1776 en Filadelfia, parece que usa paroles del lenguaje liberal. Especialmente la segunda parte de la primera frase se usa para dar prueba de liberalismo moderno en la Declaración, alentando la idea del individuo autointeresado: «…derechos inalienables, que entre ellos están los de la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Esta frase hecha, como dicen los defensores del republicanismo moderno (o liberalismo) como principal lenguaje de 1776, se refiere a la trilogía sobre la ley natural moderna de John Locke, «Vida, Libertad y Propiedad», como parte de otras numerosas coincidencias con el Segundo tratado sobre el gobierno civil, como propone Zuckert (1994, pág. 19, pág. 323), por ejemplo. Sin embargo, en la frase hecha de Jefferson se habla de «felicidad» en lugar de «propiedad», lo cual pudo tener su importancia si se observa cómo se empleaba «felicidad» en las colonias de la época. Es ilustrativa una definición del padre fundador John Adams (1776), quien en una carta dirigida a Mercy Otis Warren36 el 8 de enero de 1776, escribía en el lenguaje del republicanismo clásico, relacionando la felicidad con la virtud pública: En cuanto a la Política […] es la Ciencia de la Felicidad Humana, y quien claramente mejor estimula la Felicidad humana es la Virtud. ¿Qué auténtico Político que haya de construir un Gobierno nuevo puede dudar entre una Commonwealth o una Monarquía? (Adams, citado en Stourzh, 1970, pág. 63)

Este ejemplo demuestra lo entretejidos que estaban los lenguajes, y que el debate no fue ciertamente el inicio incuestionado del republicanismo moderno. Es discutible, claro está, en qué medida Jefferson era lockeano y qué pudo significar esto desde el punto de

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vista de los lenguajes políticos dominantes. En cualquier caso, Peter Lasslett, el eminente estudioso de Locke, duda de que el supuesto lockeanismo liberal de Jefferson hubiera encontrado una mayoría en el contexto americano. Con palabras muy medidas, dice Laslett (1960): Es posible que Thomas Jefferson fuera lockeano, más o menos en el sentido en que los científicos políticos han empleado esta expresión, como se pone de manifiesto en la coincidencia de frases en la Declaración de Independencia y en los Dos tratados […]. Pero parece que no lo acompañaban muchos de sus contemporáneos. (Pág. 14, nota al pie)

Es evidente que la primera frase de la Declaración de Independencia sigue de un modo u otro a Locke, ¿pero qué significaba esto en 1776, cuando las personas formulaban su descontento con Inglaterra casi por completo en el lenguaje del republicanismo clásico? Ya en la década de 1769, a raíz de los nuevos impuestos fijados por las autoridades británicas, se dijo de Inglaterra que estaba podrida y «corrupta». Cartas que americanos remitían desde Inglaterra «testifican» que los británicos habían degenerado en el lujo, la extravagancia y el vicio (Morgan, 1964, págs. 524, 530). Estas cartas no son tanto prueba de la conducta británica como, por supuesto, testimonio del auge del lenguaje republicano entre los colonos. Los funcionarios de aduanas británicos de las colonias favorecieron ese auge: en primer lugar, fueron etiquetados de «corruptos» porque abusaban de las fisuras legales para enriquecerse y, en segundo lugar, se quejaban continuamente de la escasa seguridad, lo que llevó al gobierno británico a desplegar más fuerzas en las colonias (Morgan, 1964, pág. 529). Y esto, a su vez, se interpretó como un acto de la corona inglesa para extender su ámbito de control absoluto, y con este fin comprar soldados extranjeros para contener a los colonos —siendo los mercenarios el opuesto exacto del ciudadano virtuoso de la milicia del republicanismo clásico— (Metzger, 1999, págs. 347 y ss.). ¿Cómo se entendió, pues, la Declaración de Independencia en su época? Pensar que Jefferson era lockeano y que la gente leyó el borrador de la Declaración y de inmediato pasó del republicanismo clásico al republicanismo moderno no es una sugerencia histórica que tenga sentido si se observa con mayor detalle la actuación lingüística en el contexto de los acontecimientos. Lo que se llamó la masacre de Boston del 5 de marzo de 1770 —en realidad solo murieron cinco personas— fomentó la retórica del republicanismo clásico y reforzó la percepción del británico «corrupto». Joseph Warren (citado en Metzger, 1999), médico y después oficial de la milicia, decía en 1772, en el segundo aniversario de la masacre: Sea nuestra tierra una tierra de libertad, sede de la virtud, asilo de los oprimidos, nombrada y elogiada en toda la tierra, hasta que el último embate de los tiempos entierre los imperios del mundo entre ruinas comunes e indistinguibles. (Pág. 370)

Palabras del republicanismo clásico puro. Tres años después, en 1775, el discurso seguía en la misma langue: Gran Bretaña […] es posible que sea la sede del imperio universal. Pero si América, sea por la fuerza o por esas máquinas peligrosas, el lujo y la corrupción, alguna vez es llevada al estado de vasallaje, también Gran Bretaña ha de perder su libertad […]. He de albergar la esperanza de que la libertad de Gran Bretaña, como la nuestra, al final se preserve por la virtud de América. (Pág. 370)

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Las paroles que aquí se utilizan para demonizar a los británicos y elogiar a los colonos proceden claramente de la langue republicana clásica: los británicos son tildados de corruptos por el lujo y, por ello, carentes de libertad, mientras que las colonias son consideradas la reserva de la virtud (y, por ello, de la libertad). Además, se expresa la esperanza misionera de que Gran Bretaña mejore en cuestiones morales con la ayuda de «la virtud de América». El lenguaje del descontento era el republicanismo clásico, y las mayores tensiones y las acciones bélicas propiciaron la idea de que la separación de Inglaterra probablemente no era más que cuestión de tiempo. Sin embargo, llamar a la separación y legitimarla racionalmente son dos cosas distintas. Cuando Rousseau le decía a Thomas Bentley que el ideal americano de libertad era «oscuro o desconocido» (Rousseau, citado en Leigh, 1982, pág. 259; véase más arriba), se refería al hecho de que los americanos no podían partir de viejos derechos reconocidos que se hubieran conculcado, ni de la polis libre sometida por el tirano. La filosofía política de los puritanos —y el ideal de El contrato social de Rousseau— se había limitado a los ideales del autogobierno que, en el mejor de los casos, llegaban a la colonia. La presión económica, política y militar a que Inglaterra sometió a las trece colonias dio fuerza al lenguaje político más cercano al protestantismo reformado, el republicanismo clásico, para expresar el descontento, pero este republicanismo clásico no parecía que fuera instrumento adecuado para legitimar la independencia de Gran Bretaña. Ya que no cabía buscar la libertad en viejos derechos reconocidos, había que identificarla en la naturaleza del hombre. Desde un punto de vista religioso, esta identificación no se contradecía con el protestantismo reformado, pero permitía otro lenguaje político, el del republicanismo moderno, para penetrar en el mundo lingüístico de los colonos. Probablemente no sea casualidad que la obra definitiva en que se proclama la virulenta idea de separación de Gran Bretaña no fue escrita por un colono, sino por un inglés, el cuáquero37 Thomas Paine, en 1776. El sentido común fue un auténtico éxito de ventas; en solo unas semanas se vendieron más de 100.000 ejemplares. Es un magnífico ejemplo de cómo una obra escrita puede encarnar los sentimientos de personas que se sienten en batalla, y de cómo el lenguaje de la obra puede cambiar el alcance intelectual de esas personas en guerra. De forma muy exclusiva, El sentido común aúna dos lenguajes: el del republicanismo liberal y moderno y el del republicanismo clásico. El objetivo de la obra, separarse de Inglaterra, se razona en primer lugar en el lenguaje de la ley natural moderna. Paine (1776/1989) argumenta que los gobiernos son necesarios porque las personas carecían de virtudes y porque necesitaban una autoridad que protegiera la libertad y la seguridad de los individuos (pág. 4). Siguiendo la distinción de Rousseau entre el contrato social y el político, Paine proclama la igualdad original de todos los seres humanos, de forma que la monarquía aparece como ilegal (pág. 8), mientras que la monarquía hereditaria es especialmente corruptora (pág. 11). El uso de la idea de corrupción cala en los oídos, e inmediatamente aparece el lenguaje del republicanismo clásico: Paine critica al político británico Sir William Meredith (y con él indirectamente a Montesquieu, cuya preferencia por la constitución mixta de Inglaterra era conocida desde

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El espíritu de las leyes de 1748): Es difícil encontrar el nombre adecuado para el gobierno de Inglaterra. Sir William Meredith lo llama república pero en su estado actual no merece tal nombre, porque la influencia corrupta de la corona, al tener todos los puestos a su disposición, ha engullido el poder y se ha comido la virtud de la Cámara de los Comunes (la parte republicana de la constitución) con tanta eficacia, que el gobierno de Inglaterra es casi tan monárquico como el de Francia o España […] ¿Por qué está enferma la constitución de Inglaterra sino porque la monarquía ha envenenado la república y la corona ha absorbido a los comunes? (Pág. 15)

El giro radical de Paine del republicanismo moderno al clásico es muy visible. En efecto, utiliza argumentos que no se pueden atribuir a un único lenguaje. Así se manifiesta en dos ejemplos en los que elogia a dos repúblicas europeas modélicas, los Países Bajos y Suiza, y la fuerza de sus leyes: Donde no hay distinciones no puede haber superioridad; la igualdad perfecta no permite la tentación. Las repúblicas de Europa están todas (y siempre lo debemos decir) en paz. Holanda y Suiza no tienen guerras, ni fuera ni dentro.

Y, en este sentido: ¿Pero dónde está el rey de América?, dicen algunos. Os lo diré, reina en lo alto, y no causa estragos en la humanidad como el Real Bruto de Gran Bretaña […]. Si en los gobiernos absolutos el rey es la ley, en los países libres la ley debe ser el rey, y no ha de haber otro. (Pág. 28)

La proximidad al republicanismo clásico de estas palabras es evidente, y al mismo tiempo expresan la distancia con el comercio y el individualismo posesivo que se remonta al derecho natural de Locke y que, según Paine, destruye los dos pilares de la república: la milicia y el patriotismo: En ejércitos, los antiguos excedían a los modernos; y la razón es evidente, pues siendo el comercio consecuencia de la población, los hombres quedaron demasiado absorbidos para poder atender otros menesteres. El comercio disminuye el espíritu tanto del patriotismo como de la defensa militar. (Pág. 34)

En otras palabras: las paroles de la separación de América del país madre en 1776 se pueden identificar como pertenecientes a la langue del republicanismo moderno, mientras que el motivo lingüístico de la separación remite al lenguaje del republicanismo clásico, creando una especie de aversión hacia la corona británica y un sentimiento patriótico específico. John Adams empleaba este lenguaje cuando, el 16 de abril de 1776, explicaba a Mercy Otis Warren: Debe haber una Pasión positiva por el Bien, el Interés el Honor, el Poder y la Gloria públicos, asentada en las Mentes de las Personas, o no puede existir ningún Gobierno Republicano, ni ninguna auténtica Libertad; y esta Pasión pública ha de ser Superior a todas las Pasiones privadas. (Adams, citado en Stourzh, 1970, pág. 65)

Los debates después de la guerra de 1783 Los escritos de Thomas Jefferson son buenos ejemplos que demuestran que pueden existir varios lenguajes al mismo tiempo no solo en una sociedad, sino también en el mismo texto de un escritor. Así se manifiesta en el único libro extenso de Jefferson que se publicó mientras vivía, Notes on the State of Virginia, publicado por primera vez en

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París en 1785.38 Las Notes tenían mucho de libro de encargo, pues respondían a la solicitud de un embajador francés en Filadelfia en 1780 para que los gobernadores de los estados enviaran información sobre la situación política, geográfica, económica, demográfica e histórica de las nuevas colonias independientes, con el fin de ayudar a las tropas aliadas francesas en la lucha contra los británicos. Parece que Jefferson fue el único en atender esa solicitud, y lo hizo por su república, Virginia. Después de pasajes más largos de escaso interés para este análisis, el capítulo XIX, «El estado actual de las manufacturas, la compraventa, el comercio interior y exterior», demuestra que Jefferson estaba integrado en el republicanismo clásico y se expresaba en este lenguaje al tiempo que usaba también el lenguaje moderno de la ley natural. Así se pone de manifiesto cuando habla del ideal del ciudadano, que está claramente relacionado con el propietario de tierras, el yeoman. Jefferson (1785-87/1984) se lamenta del influjo corruptor del comercio: «Quienes trabajan en la tierra son el pueblo escogido de Dios, si alguna vez Dios hubiera escogido un pueblo, de cuyos pechos ha hecho su peculiar depósito de la virtud sustancial y genuina» (pág. 290). Como habían temido los republicanos radicales de Zúrich unos veinticinco años antes, Jefferson ve la decadencia de la moralidad en las condiciones laborales en que la dependencia de otros pasa a ser dominante, en particular en el comercio: «La corrupción de la moral en la masa de cultivadores es un fenómeno del que ninguna época ni nación ha logrado encontrar un ejemplo». En cambio, la «dependencia» del estado de ánimo de los clientes conduce a la «sumisión» y, por consiguiente, a la «venalidad» (pág. 209) o, en otras palabras, a la corrupción; «ahoga el germen de la virtud» (págs. 290 y ss.). El comercio se define como opuesto a la república que depende de las virtudes y las costumbres: «Son los modales y el espíritu de un pueblo los que preservan el vigor de una república. La degeneración en ellos es un cáncer que pronto corroe el corazón de sus leyes y su constitución» (pág. 291). El argumento fundamental es que las leyes solas —y, por lo tanto, la idea de contrato— no pueden dirigir la acción de las personas, sino que la república necesita virtudes y modales que no derivan de las leyes. Necesita, como había dicho Rousseau, cierto tipo de «sentimiento de sociabilidad» (Rousseau, 1762/2002, pág. 252). Los defensores de la tesis de que la Revolución americana fue básicamente un hito del liberalismo basado en la ley natural moderna han discutido estos pasajes de Jefferson, evidentemente. Pangle (1988), por ejemplo, intenta relativizarlos con otros en que Jefferson defiende, entre otras cosas, la libertad de comercio: «Parece que el propio Jefferson acata —no, abraza— las mismas fuerzas de las que previene […]. La verdad es que nunca se opone de verdad a una economía orientada al crecimiento y cada vez más próspera, de hecho la promueve, a veces con entusiasmo» (pág. 99). Es verdad. Sin embargo, las citas que Pangle hace de Jefferson para apoyar su interpretación no están escogidas con acierto, porque enseguida se pueden encontrar otros pasajes que se refieren claramente a la langue republicana clásica. Pangle cita el final de la consulta 17 de Jefferson (Pangle, 1988, pág. 99), en que este advierte de que, después de la guerra, el Gobierno que no dependa de la ayuda de las personas puede olvidar el derecho de

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estas. En consecuencia, pues, las personas olvidarían verse como pueblo, solo les interesaría hacer mucho dinero y se desentenderían de la asociación social. Por eso, dice Jefferson, las cadenas que oprimen a las personas seguirán existiendo después de la guerra (Jefferson, 1785-87/1984, pág. 287). Pangle cita este extenso pasaje dejando de lado la frase introductoria de Jefferson que se debe interpretar como un alegato moral: «Nunca se repetirá bastante que el momento de establecer todo derecho fundamental sobre una base legal es cuando nuestros gobernantes son honrados, y nosotros estamos unidos» (Jefferson, 1785-87/1984, pág. 287). En otras palabras, las virtudes de los gobernantes y las buenas costumbres de las personas son el requisito previo del sistema legal. La república moderna basada en la ley depende de los «sentimientos de sociabilidad», para emplear la expresión de Rousseau, y en opinión de Jefferson y muchos otros, esta es una cuestión de educación. Es interesante observar que cuando se trata de temas educativos,39 Jefferson —que fundó la Universidad de Virginia en Charlottesville— utiliza casi por entero paroles del lenguaje republicano clásico, por ejemplo, en sus cartas desde París a John Bannister, Jr., que se había educado en el Middle Temple de Londres en la década de 1750. Después de la independencia, ya no se pensaba que Inglaterra fuera un lugar adecuado para la educación, de ahí que Jefferson, mientras estuvo en París, buscara mejores alternativas. Llegó a la conclusión de que solo se podían considerar dos ciudades, y no eran París ni Ámsterdam, sino las dos ciudades tradicionales del republicanismo clásico, Roma o Ginebra. Un aspecto negativo de la ciudad de Calvino era el hecho de que los residentes adultos habían socavado la constitución republicana de la ciudad y ganaron su batalla contra los ciudadanos:40 «La última revolución la ha convertido en una aristocracia tiránica, de la que caben esperar más ideas perniciosas que buenas para un americano. Creo que la balanza se inclina a favor de Roma» (Jefferson, 1785/1984b, pág. 38).41 La ventaja del análisis de los lenguajes se hace evidente, pues las situaciones históricas no siempre —y quizá nunca— se caracterizan por la ausencia de ambigüedad. En situaciones difíciles, las personas usan paroles que parecen apropiadas para el momento, sin preguntar a qué lenguaje pertenecen. No existe un Jefferson «auténtico» en lo que se refiere a su patria lingüística, porque simplemente compila los dos lenguajes. El siguiente es otro ejemplo del republicanismo clásico de Jefferson (1785-87/1984): Lo repito de nuevo, los cultivadores de la tierra son los ciudadanos más virtuosos e independientes. Quizás llegue el momento en que haya que buscarles trabajo en el mar, cuando la tierra ya no se lo proporcione. Pero las verdaderas costumbres de nuestros campesinos los llevan al comercio. Ellos mismos lo practicarán. Entonces a veces la guerra será nuestro destino. (Pág. 301)

Y otro ejemplo: una carta remitida a John Jay en 1785, secretario de Asuntos Exteriores del Gobierno de los Artículos de la Confederación: Los cultivadores de la tierra son los ciudadanos de más valor. Los más fuertes, los más independientes, los más virtuosos, y están unidos a su país y vinculados a su libertad e intereses por los lazos más perdurables […]. Considero que los artesanos son quienes consienten en el vicio, los instrumentos con los que normalmente se acaba con las libertades de un país. (Jefferson, 1785/1984a, pág. 818)

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El debate constitucional de 1787 Los Artículos de la Confederación de las trece repúblicas que habían entrado en vigor en 1781 representaban en muy alto grado el localismo protestante que dominó el debate hasta mediados de la década de 1780. En El contrato social (libro III, capítulo IV) Rousseau había expresado con claridad la convicción de que una condición previa de la democracia es el espacio geográfico limitado. Es interesante observar que fue un problema grave del comercio el que originó una federación más fuerte de las repúblicas: el conflicto con España sobre el comercio, que generó tensiones entre las repúblicas del Norte y las del Sur, y de las que se habló en la Convención de Annapolis de 1786. Aquella convención fue desbaratada por la rebelión de los agricultores de la parte occidental rural de Massachusetts, agobiados por problemas económicos, que se unieron en un pequeño ejército a las órdenes de Daniel Shay, antiguo capitán del Ejército Continental. Los insurgentes de Shay demostraban claramente que la armonía, la equidad y la virtud estaban restringidas a la retórica. Las masas, libres por la independencia, exigían sus derechos, y los ricos temían perder sus privilegios. La rebelión de Shay llevó a un giro radical y decisivo en la cuestión de los fundamentos políticos. Hasta entonces, el principal objetivo era evitar el exceso de poder, al rey de Inglaterra como tirano, pero ahora la tiranía de las masas amenazaba el futuro en que muchos americanos pensaban. En esas condiciones, la reunión de Annapolis se convirtió en una convención constitucional, y en su conclusión en septiembre de 1787 en Filadelfia, se redactó el borrador de la Constitución de Estados Unidos, que deberían ratificar las diferentes repúblicas.42 El lenguaje de la Constitución, similar al de la Declaración de Independencia, es principalmente el del republicanismo moderno. La relación entre las personas, sus representantes, el gobierno y el poder judicial no se basa en la virtud, sino en un sistema de controles y equilibrios que deriva de los intereses privados del individuo e intenta armonizarlos. El lenguaje, claramente, no es republicano en su sentido clásico, sino liberal en el sentido de la ley natural moderna: la base no está en el bien común ni en la virtud patriótica ni en la deber con la patria, sino en el derecho de la persona a perseguir sus propios intereses, siempre que no interfieran con los (mismos) derechos de los demás. En el lenguaje del republicanismo clásico, este nuevo Estado no era una mancomunidad de ciudadanos, sino la garantía del burgués. Según Appleby (1995), los americanos se dieron cuenta mucho después de que la Constitución había introducido oficialmente el republicanismo moderno o liberalismo (pág. 54), y culturalmente nunca sustituyó el lenguaje del republicanismo clásico. De todas maneras, la mayoría de las publicaciones políticas de la década de 1780 nunca habían promovido las teorías de la ley natural. Donald Lutz demostró que Locke, por ejemplo, desempeñó entre 1760 y 1805 un papel mucho menor de lo que tradicionalmente se había pensado; a Locke simplemente se le «utilizaba» para criticar al «tirano» rey de Inglaterra (Lutz, 1984, págs. 192 y ss.). El autor más citado en la década de 1780 era Montesquieu, seguido del casi olvidado William Blackstone, cuyos comentarios sobre la Revolución Gloriosa tuvieron más efecto que los de Locke

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(Stourzh, 1989, pág. 148). Estos datos cuestionan de nuevo el dominio de la teoría de la ley natural de Locke: Hay buenas razones para tratar la influencia de Locke con sumo cuidado. Aunque los historiadores han rebatido exhaustivamente la idea de Locke et praeterea nihil aplicada al pensamiento político americano del siglo XVIII, probablemente existe aún la tendencia a sobrevalorar su importancia. Y, aparte de esto, quienes leen a Locke leen su teoría de la cognición, más que el Segundo Tratado. (Lutz, 1984, pág. 196)

La disputa sobre la Constitución se presenta como una controversia entre los federalistas y los antifederalistas, con los primeros como defensores de la Constitución y de su (mayor) énfasis en el poder central. Contrariamente a lo que se suele suponer, los vencedores federalistas no eran unos simples liberales en el sentido del derecho natural moderno mientras que los antifederalistas defendían los ideales republicanos clásicos. Krammick (1990, págs. 261 y ss.) demostró que tal supuesto es más la expresión de una historiografía descontextualizada, y Lutz (1984), que autores republicanos como Mably fueron importantes para los argumentos de los federalistas, y que fueron más bien los antifederalistas quienes utilizaron la ley natural de Locke, Pufendorf o Vattel: Grocio y Mably son las únicas otras figuras de la Ilustración [además del «principal» Montesquieu] que más mencionan los federalistas, mientras que los antifederalistas utilizan a su favor a Delolme, Beccaria, Mably, Price, Vattel, Pufendorf y Locke. Entre los escritores liberales, los federalistas están a favor de Trenchard y Gordon, Temple, y Sidney, y los antifederalistas, a favor de Price, Addison, y Trenchard y Gordon en más o menos la misma proporción […]. Pese a estas diferencias, la conclusión más interesante es lo similares que son federalistas y antifederalistas en sus citas.

El análisis de los debates sobre la ratificación de la Constitución confirma que los argumentos republicanos clásicos eran los dominantes. No es casualidad que los exponentes más importantes de los federalistas, James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, publicaran sus tesis a favor de la nueva constitución con el seudónimo de «Publius», en referencia a Publio Varelio Publicola, quien, con Bruto el Mayor, había derrocado la monarquía romana y a su corrupto rey, Lucio Tarquino Superbo, para erigir la República Romana en 509 a.C. Publio, aunque rico y poderoso, se distinguió por su vida virtuosa y unas leyes sabias, que le hicieron muy popular. Es uno de los héroes indiscutibles del republicanismo clásico.43 La existencia de dos lenguajes efectivos no solo es evidente en los Federalist Papers, sino también en los textos del principal portavoz federalista, James Madison, e incluso en el artículo 10 de los Federalist Papers (22 de noviembre de 1787), probablemente el más citado, con su énfasis en una república procedimental (y, por tanto, moderna) y su abstención de considerar esencial la virtud. La cuestión que poco se tiene en cuenta es que el propio problema que se discute en el artículo décimo de los Federalist Papers tiene su origen en el republicanismo clásico: el miedo al espíritu faccioso: Por facción entiendo un grupo de ciudadanos, sean en su conjunto una mayoría o una minoría, que se unen y actúan por algún impulso común de pasión o interés, opuesto a los derechos de otros ciudadanos, o a los intereses permanentes y colectivos de la comunidad [la cursiva es nuestra]. (Madison, 1787/1999, pág. 161).

El republicanismo liberal y moderno cuenta con la diversidad de intereses individuales y

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de grupo y desarrolla procedimientos para equilibrarlos, en cambio, el republicanismo clásico tiene miedo a las facciones: en el lenguaje de este último, las facciones son la expresión del egoísmo y la corrupción, que ponen en peligro a toda la sociedad. Madison (1787/1999) ve la solución al problema republicano clásico en el establecimiento de la ley moderna (y no en la educación y la búsqueda del patriotismo que garantice la uniformidad), con la negociación entre esos intereses opuestos: En las naciones civilizadas, necesariamente surgen intereses del terrateniente, intereses del manufacturero, intereses del mercader o intereses del dinero, que los dividen en clases diferentes, fruto de sentimientos y opiniones distintas. La regulación de estos intereses diversos y opuestos constituye la tarea principal de las leyes modernas, e implica el espíritu de partido o facción en las operaciones de gobierno necesarias y ordinarias. (Pág. 161)

La prevención de posibles consecuencias negativas de esta diversidad —sobre todo, el dominio de unas pocas personas con mucho poder— es la república «moderna». Madison prefiere la república a la democracia, pues la primera se organiza con la representación (y no con el voto directo), más adecuada para los países extensos.44 Madison (1787/1999) no pensaba en absoluto que la gran extensión del país fuera una desventaja, porque en las democracias pequeñas es más fácil que las reducidas mayorías dominen a los demás en beneficio propio (pág. 165): «Cuando se juntan el impulso y la oportunidad, sabemos muy bien que no se puede confiar ni en los motivos morales ni los religiosos como adecuado medio de control»; solo se puede confiar en las largas distancias y, por tanto, en el principio de la representatividad (pág. 164).45 Es interesante observar que la solución de un problema del republicanismo clásico no se alcanza mediante el republicanismo clásico ni con el poder de un público deliberativo racional, sino con la fuerza de la ley y la representación. Sin embargo, solo unos pocos años después de que se ratificara la Constitución, Madison empleaba más el lenguaje del republicanismo clásico, como ya lo había hecho en el artículo 14 de los Federalist Papers (30 noviembre, 1787). Aquí, Madison afirmaba que los americanos no estaban unidos primordialmente por las leyes, sino por los sentimientos de felicidad de una familia. En oposición a la crítica de los antifederalistas de que la nueva constitución dividiría a los americanos, Madison (1787/1999) decía: No escuchéis la voz innatural que os dice que las gentes de América, unidas como están por tantos vínculos de afecto, no pueden seguir juntas como miembros de la misma familia, que no pueden seguir siendo los guardianes mutuos de su mutua felicidad, que no pueden seguir siendo conciudadanos de un imperio grande, respetable y floreciente. (Pág. 172)

Según la tesis republicana clásica de Madison, la fuerza particular de los americanos no era la ley, sino la historia común que hacía de los colonos una sola familia: No, compatriotas míos, cerrad los oídos a este lenguaje profano. Cerrad los oídos al veneno que transmite; la sangre familiar que corre por las venas de los ciudadanos americanos, la mezcla de sangres derramada en defensa de sus derechos sagrados, consagran su Unión, y provocan horror ante la idea de que se conviertan en extraños, rivales y enemigos. (Pág. 172)

Y en el n.º 15 de los Federalist Papers, Hamilton (1787/2008) añadía que el declive de

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la constitución cortaría «el nudo sagrado que une a las gentes de América» (pág. 72). Es evidente que cuando se trataba de legitimar la separación de Inglaterra y ganarse a la gente para la nueva Constitución, se recurría al lenguaje republicano clásico, pese a que la propia Constitución, como base del futuro, empleaba preferentemente otro lenguaje. ¿Es que las élites tendían a utilizar la langue del republicanismo clásico porque pensaban que las personas no estaban lo bastante ilustradas? El debate educativo de la época, sin embargo, no aporta pruebas de que se divulgara la langue racional de la república clásica, más bien todo lo contrario. Según determinaba la historia protestante y republicana clásica, el ciudadano que había que hacer para la nueva república debía ser un hombre virtuoso. Como decía el sociólogo Robert Bellah en 1967, los americanos creían en la «religión civil», sin necesidad de haber leído a Jean Jacques Rousseau (Bellah, 1967). Sencillamente era su cultura dominante. El debate educativo durante los años de formación Las cuestiones educativas, por supuesto, no desempeñaron un papel importante en el contexto de la Declaración de Independencia y la ratificación de la nueva Constitución. Sin embargo, utilizando el ejemplo de dos textos representativos, se puede detectar una conciencia de la importancia de la educación en una república, y descubrir que la idea educativa preferida se correspondía con la educación a menudo implícita de la tradición republicana clásica, como veíamos más arriba en el caso de Thomas Jefferson. El primer ejemplo es de suma importancia, ya que el autor, Benjamin Rush, fue uno de los signatarios de la Declaración de Independencia de 1776 y, por ello, se le asigna fácilmente a la historia whig (liberal) como pionero del liberalismo moderno (en sentido europeo). Esta asignación la puede subrayar el hecho de que en 1786 Rush publicó A Plan for the Establishment of Public Schools and the Diffusion of Knowledge (Un plan para la creación de escuelas públicas y la difusión del conocimiento), en que aboga por la creación de un sistema escolar público de cuatro niveles sucesivos para la difusión pública del conocimiento (Rush, 1786/1965). El Plan tiene un apéndice, dos veces más extenso que el propio Plan y lleva por título Thoughts upon the Mode of Education Proper in a Republic (Reflexiones sobre la forma de educación propia de una república). Explícitamente de acuerdo con los espartanos, Rush subraya que la educación republicana no puede tener lugar en el extranjero, sino en casa: «El principio de patriotismo necesita reforzarse con la predisposición, y es bien sabido que nuestras predisposiciones más fuertes a favor de nuestro país se forman en los primeros veintiún años de nuestra vida» (Rush, 1786/1965, pág. 9). Según Rush (1786/1965), que se crió con su abuelo Samuel Finley, predicador presbiteriano y partícipe del Primer Gran Despertar, la base de la educación republicana es la educación: «Sin ella, no puede haber virtud, y sin virtud no puede haber libertad, y la libertad es el objetivo y la vida de todos los gobiernos republicanos» (pág. 10). Fiel al calvinismo americano, Rush prefería cualquier religión a ninguna, pero naturalmente abogaba por el cristianismo por encima de cualquier otra religión, y cristianismo, a juicio

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de la mayoría de los americanos de la época, era más o menos sinónimo de protestantismo reformado. A diferencia de Rousseau, Rush afirmaba: «El cristiano no puede dejar de ser republicano» (pág. 11). En estas circunstancias, la Sagrada Biblia es el libro de texto más importante de la escuela, porque está llena de verdades fundamentales tanto para el gobierno republicano como para el ciudadano particular. Además de en la lectura de la Biblia, la escuela ha de centrarse en el patriotismo: «Junto al gran deber que los jóvenes tienen con su Creador, deseo ver que se les inculca una estima suprema por su país» (pág. 13). La idea de «país» se entiende como el contexto social personal del individuo y la propiedad, pero: Enseñemos a nuestro alumno que no se pertenece a sí mismo, sino que es propiedad pública. Enseñémosle a amar a su familia, enseñémosle al mismo tiempo que debe abandonarla y hasta olvidarse de ella cuando el bienestar de su país lo requiera. (Pág. 14)

Para Rush, el buen ciudadano no es neutral en lo que a su país se refiere, y ha de oponerse a cualquier facción —aquí volvemos al problema que Madison debatía en su décimo artículo—. Sin embargo, el patriotismo es un bien positivo y no se caracteriza por la hostilidad hacia los otros pueblos del mundo. Rush no se opone a la acumulación de propiedades ni a los servicios ocasionales, siempre y cuando el ciudadano sea consciente de que su vida «no es suya» cuando la seguridad de su patria le necesita: «Son lecciones posibles, y la historia de las mancomunidades de Grecia y Roma demuestra que la naturaleza humana, sin la ayuda del cristianismo, ha alcanzado esos niveles de perfección» (pág. 15). Rush es un exponente del republicanismo clásico, menos cercano a Harrington (la propiedad como requisito previo de la virtud, el escepticismo hacia el comercio) que a Milton (las formas de republicanismo cristianas antiguas, por ejemplo, las puritanas). La insistencia de Rush en materias escolares como la «elocuencia» (retórica) («Es bien sabido lo mucho que ocupaba en la educación romana»; pág. 19) o la historia («la historia de las repúblicas antiguas y el avance de la libertad y la tiranía en los diferentes estados de Europa»; pág. 19) pertenece claramente al republicanismo clásico, y su indiferencia hacia el comercio se basa en su preferencia por la democracia directa y el miedo a la aristocracia terrateniente:46 Si consideramos el comercio de nuestra metrópolis solo como una fuente de dinero del estado, su estudio merece un lugar en la educación del joven, pero cuando recomiendo el estudio del comercio en los seminarios republicanos, lo tengo en mucha mayor consideración. Veo en él la mayor seguridad contra el influjo de los monopolios hereditarios de la tierra y, por consiguiente, la mejor defensa contra la aristocracia. (Pág. 19)

El segundo texto representativo difiere en ciertos aspectos del de Rush, pues acentúa mucho menos la importancia de la Sagrada Biblia, pero básicamente emplea la misma argumentación republicana clásica. Y esto es importante, pues su autor, Noah Webster, como defensor de la Constitución en 1787 se había opuesto al uso en ella de la idea de virtud (véase más arriba). Sin embargo, su texto On the Education of Youth in America, publicado en 1790, revela que Webster veía en la virtud un requisito previo de una Constitución moderna. En tono similar al de Rush, Webster (1790/1965) subrayaba la

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importancia del conocimiento, para después pasar al significado de las virtudes (el «corazón incorrupto» y la «mente mejorada») y de los «modales pulidos» (pág. 53). Webster señala que no se trata de oponer las virtudes a los modales, sino de unir unas y otros ocupándose primero de las virtudes: Las buenas costumbres […] se pueden adquirir en cualquier momento de la vida y se deben adquirir en el contacto con buenas compañías […]. La bondad del corazón es de infinitamente mayor importancia para la sociedad que la elegancia en los modales; tampoco ningún logro superficial va a paliar la carencia de principios. Siempre es mejor acertar con vulgaridad que equivocarse con educación. (Págs. 53 y ss.)

El griego y el latín tienen escasa importancia en el currículo de la escuela pública en comparación con la de la formación profesional, sea agrícola o comercial. Webster (1790/1965) dice que el carácter del maestro es de suma importancia. «La costumbre de emplear a personas vulgares y viciosas en la dirección de los estudios de los jóvenes es un grave delito» (págs. 6 y ss.), porque todo encuentro con el mal fomenta su imitación. Aquí se ve con claridad por qué Webster resta importancia a la virtud en la Constitución. Las leyes y los sermones pueden contribuir a reprimir el pecado, pero no sirven realmente para modificar la conducta. La única manera «de reformar a la humanidad es empezar con los niños, eliminando, si es posible, de su compañía a toda persona grosera, dada a la bebida o inmoral» (pág. 63). En explícita consonancia con Montesquieu, que abogaba por que las disposiciones sobre educación se ajustaran a los principios del gobierno (Montesquieu, 1951, págs. 261 y ss), Webster (1790/1965) concluye: «Por esta razón, la sociedad exige que la educación de los jóvenes se vigile con la más escrupulosa atención. La educación, en gran medida, forma el carácter moral de los hombres, y la moral es la base del gobierno [cursiva añadida]» (pág. 64), por lo que es el requisito previo de todo legislador. Esta es precisamente la razón de que la educación sea la labor más importante del Estado, una tarea que no se limita a implementar un sistema escolar sólido, sino que también implica la selección de los profesores de mayor valor ético (pág. 64). «Valor ético» es similar a virtudes políticas, de ahí que para Webster la historia nacional de los Estados Unidos sea una de las asignaturas más importantes, una asignatura que expone a los jóvenes americanos a los héroes de la libertad republicana: «En cuanto sepa hablar, debería recitar la historia de su propio país; debería cecear el elogio de la libertad y de aquellos héroes y hombres de Estado ilustres que han librado una revolución en su favor» (pág. 65). No es extraño, pues, que Webster, de acuerdo con Rush y Jefferson, se oponga a los viajes educativos al extranjero, porque podrían llevar al joven a perder su patriotismo (pág. 73 y ss.): «No hay que considerar parte necesaria de la educación liberal los viajes por los Estados Unidos» (pág. 77). Evidentemente, la educación liberal no era una parte del liberalismo racional del republicanismo moderno, pero era muy compatible con las expectativas sobre la educación, que incluían ideas sobre los valores, la ética y la participación civil. Los efectos

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Con la ratificación de la Constitución en 1787/1789, el republicanismo racional moderno basado en la ley o liberalismo político (en el sentido europeo) se abrió camino sin articular su propia condición previa, y a partir de ahí ejerció una importante influencia en la interpretación cultural que los americanos hacían de sí mismos, siempre disponiendo de la Constitución para defender los derechos y privilegios individuales. Sin embargo, este título legal no transformó completamente la cultura americana del protestantismo reformado y el republicanismo clásico en la república liberal racional, sino que creó una mezcla peculiar, permitiendo que el país y sus ciudadanos destacaran unas veces un lenguaje y otras, otro. En estas circunstancias, se entiende la conclusión de Gordon Wood (1969) de que la «victoria» del liberalismo solo fue posible gracias a que se utilizaron argumentos republicanos: De hecho [los federalistas] se apropiaron y explotaron el lenguaje que pertenecía con mayor derecho a sus adversarios. El resultado fue la apertura en la política americana de una brecha entre la ideología y sus motivos que nunca volvió a cerrarse. Pero utilizando la retórica más popular y democrática disponible para explicar y justificar su sistema aristocrático, los federalistas contribuyeron a iniciar el desarrollo de una tradición intelectual americana en que las ideas opuestas sobre política se relacionan inmediata y genuinamente con intereses sociales opuestos. (Pág. 562)

Así pues, la Constitución americana supuso a la vez el apogeo y el cuestionamiento del republicanismo clásico y su idea de virtud pública (págs. 606 y ss.). En The Machiavellian Moment, Pocock (1975) demuestra que los federalistas empleaban el lenguaje republicano y sabían muy bien que la idea que impulsaban a nivel político abandonaría la virtud (pág. 525). Sin embargo, se niega a hablar de fin del período republicano clásico, porque no hubo de repente una nueva generación que hubiese aceptado la divulgación de la virtud. Al contrario, siguió existiendo la dicotomía entre virtud y comercio/corrupción, el elemento fundamental del discurso republicano clásico (págs. 526 y ss.). Así se puso de manifiesto no solo unos pocos años después de la ratificación de la Constitución Americana, cuando en las elecciones presidenciales de 1800 John Adams y los federalistas perdieron frente a Thomas Jefferson y los republicanos (a quienes se unió John Madison, antiguo exponente de los federalistas),47 sino también cien años más tarde, cuando surgió el pragmatismo a partir de una protesta republicana y protestante contra el comercio. 34. Esta observación fue consecuencia de que Bentley hubiera mencionado el nombre de Thomas Day, un inglés abolicionista, educador progresista y admirador de Rousseau. Day había dedicado la tercera edición de su poema The Dying Negro (1775) a Rousseau. En la dedicatoria se refería de manera insultante a los colonos americanos: «Para los discípulos de Licurgo, si un hombre había sido creado por el Cielo para que obedeciera a otro, los ciudadanos que el Cielo mejor hubiera formado merecían el imperio del mundo. ¿Pero de qué puede presumir América? ¿Cuáles son las gracias y virtudes que distinguen a sus habitantes? ¿Cuáles son sus victorias en la guerra, o sus inventos en la paz? Soldados sin gloria y ciudadanos sediciosos; sórdidos mercaderes y usurpadores indolentes; preveníos de los hombres cuya avaricia ha sido más fatal para los intereses de la humanidad y ha desolado más el mundo que la ambición de sus antiguos conquistadores. Por ellos el Negro es arrojado de su propiedad, de la sombra del platanero; por ellos se estimula con oro pernicioso la furia de los tiranos africanos; se invaden los derechos de la naturaleza; y la fe europea se hace infame en todo el globo. ¡Tanta es la incoherencia de la humanidad! Estos son los hombres cuyo clamor por la libertad y la independencia se oye a través del Océano Atlántico» (Day, 1775, págs. VIII y ss.).

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35. Uno de estos disidentes fue el baptista John Bunyan, que en 1658 fue encarcelado por predicar sin permiso. En sus años de prisión, escribió el «manifiesto» del calvinismo reformado, El progreso del peregrino. Sobre la importancia de este libro, véase el capítulo 3. 36. Mercy Otis Warren es la heroína de la independencia americana. Publicó varias sátiras antibritánicas, por ejemplo, The Adulateur, a Tragedy, as it is now acted in Upper Servia en 1773 (Warren, 1790). Utiliza figuras famosas de la república romana para atacar al gobernador británico de la colonia y defender la libertad en el sentido republicano clásico. Sus Poems, en los que la república romana desempeña también un papel importante, están dedicados a George Washington, a quien se elogia por haber «unido todos los corazones en el campo de conquista» (Warren, 1790, pág. vi). 37. Los cuáqueros pertenecían a los inconformistas ingleses del siglo XVII, como los puritanos. Pero, a diferencia de estos, defendían el principio religioso de la «Luz Interior» de cada individuo y compartían una teoría social diferente de la de los puritanos. 38. Las Notes de Jefferson se presentaron como versión en borrador en 1781 a François Barbé de Marboir, por entonces secretario de la delegación francesa de Filadelfia. Las copias que circularon tuvieron un recibimiento magnífico, por lo que Jefferson escribió una versión ampliada. En 1785 y después de nuevo en 1786/87, las Notes se publicaron en París. Una edición apócrifa muy deficiente motivó que Jefferson publicara una versión autorizada. Se editó en Londres en 1787. 39. Para más detalles, véase Nicolaisen (1995). 40. Durante el último conflicto y el más decisivo de Ginebra se publicó, en 1762, El contrato social de Rousseau, que echó más leña al fuego. 41. Para un aspecto comparativo del republicanismo educativo de Jefferson, véase el capítulo 10. 42. Todos los estados ratificaron la Constitución, aunque algunos con bastantes reticencias. Delaware la ratificó ya el 7 de diciembre de 1787, mientras que Rhode Island no lo hizo hasta el 29 de mayo de 1790. Fueron muy importantes los grandes estados como Virginia, Massachusetts y Nueva York, que ratificaron la Constitución en 1788. 43. Los federalistas utilizaron el libro Lives of the Noble Greeks and Romans de Plutarco como fuente de sus argumentos (Zehnpfennig, 1993, Anm. 17). Fue uno de los libros preferidos de Rousseau (véase el capítulo 4). 44. Una de las diferencias más importantes entre la república moderna y la república clásica es la idea de que la soberanía personal se puede delegar. 45. La abdicación de la virtud es una diferencia más entre el republicanismo moderno y el clásico, sin considerar las facciones como el requisito previo de un público discursivo. Otro defensor de la Constitución, Noah Webster, planteó el problema y recomendó una solución que, pese a la abdicación de la virtud, se basa en el republicanismo agrario: «La virtud, el patriotismo o el amor al país nunca han sido y nunca serán, mientras no cambie la naturaleza de los hombres, principio ni base permanentes e inamovibles de gobierno. Pero en un país agrícola, la propiedad general de la tierra en dominio absoluto puede hacer que se perpetúe, y las desigualdades introducidas por el comercio son demasiado fluctuantes para poner en peligro al gobierno. La propiedad en igualdad, con enajenación necesaria, en constante actividad para destruir la unión de familias poderosas, es la propia alma de la república» (Noah Webster, An Examination into the Leading Principles of the Federal Constitution, Filadelfia 1787, citado en Stourzh, 1970, pág. 230, nota al pie). Esta parcial concordancia con el republicanismo clásico se remonta a James Harrington, que esperaba la virtud y la igualdad con la condición de que se garantizara la situación material de las personas. Harrington pensaba que este ideal se alcanza con mayor facilidad en una economía agraria que en una comercial (véase Pocock, 1975, pág. 534). Sin embargo, Webtser parte del importante requisito previo educativo del ciudadano hecho (formado), como demuestra el subcapítulo siguiente. 46. No es casualidad que Rush residiera en el estado de Pensilvania, el que tenía la constitución más democrática. 47. Uno de los políticos importantes fue Alexander Hamilton, que buscaba una nación más fuerte sobre la base del comercio. Hamilton provocó una desconfianza pública generalizada (véase Stourzh, 1970).

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6. El pragmatismo, la cultura americana y el «Reino de Dios en la Tierra» Los debates americanos sobre la secesión, la Constitución y la educación que se produjeron entre 1776 y 1790, revelan ciertas ambigüedades de la cultura americana que se manifiestan en una peculiar mezcla de los dos lenguajes, el del republicanismo clásico y el del moderno. El primero dominaba en los ámbitos de la identidad nacional y la educación, en cambio, el republicanismo moderno se expresaba en la Constitución. Durante mucho tiempo estos dos lenguajes en competencia no colisionaron, gracias a la cultura general dominante del protestantismo reformado y el énfasis unificador del excepcionalismo americano, que aglutinaba en un solo conjunto la libertad, la democracia representativa, la religión y la integración nacional. Esta singularidad se interpretó en sentido calvinista como predestinación, no solo para construir la ciudad sobre la colina o recuperar el paraíso perdido (Jonh Milton, El paraíso perdido, 1667, y El paraíso recobrado, 1671), sino también para mostrar al mundo el camino de la salvación. El convencimiento de ser un pueblo elegido encuentra su mejor expresión en la interpretación del progreso tecnológico del siglo XIX como sublime (Nye 1996). Ese convencimiento idiosincrásico —o esa construcción, como hoy dirían algunos— se entiende mejor si se compara con lo que ocurre en otras partes del mundo. Los intelectuales europeos eran escépticos ante la innovación tecnológica y hasta contrarios a ella, en cambio, los americanos la consideraban parte y manifestación de un excelso avance político y moral: «Los ingleses tendían a ver la industrialización como fábricas satánicas, monstruos frankensteinianos y luchas de clases; los americanos ponían el acento en las consecuencias morales del vapor, e intentaban armonizar naturaleza e industrialización» (Nye, 1996, pág. 54). La tecnología y la producción en masa, tal como los americanos las percibían, producían unos efectos problemáticos, sin duda, pero al mismo tiempo y ante todo tenían el potencial de mejorar las cualidades estéticas y éticas de una sociedad en desarrollo y de interacción mutua, que se consideraba precursora y portadora de las democracias globales sólidas y de moral religiosa (Tröhler, 2010a). La adopción de la filosofía de Hegel por parte de los americanos, en especial por la Sociedad Filosófica de St. Louis, fundada en 1866, y el Journal of Speculative Philosophy (1867 hasta la fecha), responde exactamente a esta autoimagen. Sin embargo, cuando las funestas condiciones sociales de los obreros de la ciudad se fueron haciendo cada vez más evidentes —hacia finales del siglo XIX— se puso de manifiesto el desajuste entre el progreso tecnológico e industrial y el ideal de una sociedad democrática de interacción mutua. Ahí fue donde surgieron los diferentes movimientos (de protesta) sociales e intelectuales, por ejemplo, el movimiento del

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Evangelio social, una mezcla religiosa de teología en su mayor parte liberal y unos ideales sociales más bien conservadores. Otra manifestación de esta reacción ante el evidente cambio de las condiciones de vida fue el pragmatismo americano, una filosofía (y una filosofía de la educación) que, no por casualidad, se levantó sobre la tumba del hegelianismo. El significado exacto de «tumba del hegelianismo» es objeto de polémica. Basándose en las propias explicaciones explícitas de Dewey de haber roto tanto con la filosofía tradicional como con la hegeliana (en este caso, más que «haber roto», «haberse alejado») (véase por ejemplo, Dewey, 1930/1984, pág. 154) y las teorías educativas desarrolladas en contextos no democráticos (véase, por ejemplo, Dewey, 1916/1944, Prefacio), estudiosos como Jürgen Oelkers (1993, 2000) defienden la idea del pragmatismo como nuevo inicio radical de la filosofía y la educación ante los retos de la modernidad. En el otro extremo, otros estudiosos, como Johannes Bellman (2007) y Jim Good (2005, 2006) arguyen que el poso hegeliano en el pensamiento de Dewey nunca fue reemplazado en la medida que el propio Dewey pensaba, de modo que la tesis de un nuevo inicio radical es una propuesta equívoca. Si hubo una «ruptura» radical con el hegelianismo o un «poso» de hegelianismo no es aquí muy importante; lo es más el hecho de que a finales del siglo XIX la filosofía optimista de la historia de Hegel, con los americanos como «directores de gestión» del Espíritu del Mundo (Hegel había llamado a Napoleón «espíritu del mundo a caballo», aunque solo hasta que las tropas francesas, después de derrotar a las prusianas, saquearon su casa de Jena en 1806) ya no era defendible. ¿Cuál era la cultura intelectual de la crítica de las condiciones de vida, y cómo era la base intelectual de la solución, el pragmatismo? El Chicago de fin de siglo: los peligros de la metrópolis Es difícil demostrar que Chicago era el lugar del mundo en que los fenómenos de la metrópolis eran omnipresentes y tangibles, pero existen datos suficientes que muestran el rotundo cambio de las condiciones de vida que se produjo en las orillas del lago Michigan entre 1850 y 1900. Así se observa al considerar el crecimiento de la población de Chicago en un período de cien años (Philpott, 1998, pág. 6): Año 1840

Población 4.470

1850

29.963

1860

102.260

1870

298.977

1880

503.185

1890

1.099.850

1900

1.698.575

1910

2.185.283

1920

2.701.705

1930

3.376.438

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En noventa años, la población se multiplicó por ochocientos. En diez años, de 1880 a 1890, se duplicó, y en los veinte años siguientes, entre 1890 y 1910, se volvió a duplicar. Para el Gobierno o las empresas de la ciudad, afrontar lo que estas cifras significaban en términos de infraestructuras —construcción de carreteras, electricidad, transporte, suministro de alimentos, educación, etc.— era una tarea ingente, por no hablar de las diferencias étnicas y culturales y los problemas de comunicación. Pero la metrópolis no solo creció cuantitativamente: la vida cambió por completo. En 1840, la mayoría de sus 4.000 habitantes vivían de la agricultura, la compraventa o pequeñas empresas, en cambio, a partir de 1860, cuando Chicago se convirtió en el centro de la red ferroviaria,48 las industrias del acero y la carne empezaron a dominar la vida económica. Entre las grandes fábricas de acero integrado están: Union Mill, fundada en 1863; U. S. Steel South Works, en 1881; Acme Steel, en 1907, y U. S. Steel Gary, en 1908. En su apogeo, unas 200.000 personas trabajaban en Chicago en las fábricas de acero y otras industrias afines (Bensmann y Wilson, 2004, págs. 424 y ss.). El ferrocarril hizo posible que Chicago se convirtiera no solo en el nudo del sistema ferroviario americano, sino también en la porkopolis de Estados Unidos durante la Guerra Civil.49 En 1865 se inauguró la Union Stock Yard, que se convirtió en el centro de la industria cárnica de Estados Unidos; a partir de 1863, no hubo año en que se descargaran menos de quince millones de cabezas de ganado en los corrales, donde eran matadas, se preparaba la carne y se enviaba, en su mayor parte, a las grandes ciudades de la Costa Este: eso supone 50.000 cabezas de ganado al día.50 Paradójicamente o no, el gran incendio de 1871, que destruyó las casas de casi un tercio de la población de Chicago, se puede considerar una nueva fuerza impulsora de un avance aún mayor (Sawislak, 1995); financieros como Henry Greenebaum viajaron por el mundo occidental para promover con éxito la inversión en la ciudad destruida (Sawislak, 1995, pág. 321). Los avances económicos como los de Chicago llevaron a una distribución desigual de los beneficios. La riqueza —frente a la pobreza de la que solía hablar la gente preocupada de la época— se hizo evidente en las orillas del lago Michigan: el primer rascacielos, que se empezó a construir en 1885, fue el Home Insurance Building de Addams Street, con una estructura de metal a prueba de fuego. En 1892 lo siguió el Masonic Temple, de 21 plantas, y en 1899 el Tower Building (Condit, 1964). Después del incendio de 1871, se reconstruyeron los hoteles que habían sido destruidos: el Grand Pacific Hotel en 1872, después el Palmer House, el Tremont y el Sherman House, adoptando el estilo arquitectónico comercial del palazzo, todo a prueba de fuego, presumiendo de grandes vestíbulos, escaleras monumentales, elegantes recepciones, cafeterías, salones de baile, etc. (Berger, 2004). Para las residencias particulares, arquitectos como Frank Lloyd Wright desarrollaron su propio estilo mezclando diversas tendencias de la arquitectura. En el monumental Plan de Chicago, presentado con orgullo en 1909 por el antiguo director de obras de la Exposición Colombina Internacional (llamada también Feria Internacional de Chicago) se puede observar lo mucho que la arquitectura moderna reflejaba la autoconfianza de las clases privilegiadas de la sociedad51 (Brunham y Bennett, 1909). A la vez, la diversión empezó claramente a

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fragmentarse por clases sociales y agudizó la separación entre estas (McVicker, 1883; Erenberg, 2004). La otra cara de la moneda fue que las masas de inmigrantes —en 1890, tres cuartas partes de los habitantes de Chicago eran de ascendencia extranjera— no tenían casa segura, no disponían de cocina, no tenían un trabajo digno ni instalaciones sanitarias; al menos así describían la cara oscura de esa época de desarrollo sus contemporáneos preocupados. El periodista sensacionalista y socialista Upton Sinclair describió la vida en los corrales de aquellos tiempos en su famosa obra La jungla, publicada en 1906. En su reportaje de ficción, Sinclair muestra que la corrupción endémica, la explotación de la gente indefensa y su humillación pasaron a formar parte «normal» de la vida de esa gran ciudad. La jungla cuenta la historia de una familia lituana inmigrante cuyo sueño americano se convierte en pesadilla no por la mala fortuna ni los contratiempos, sino como consecuencia de una situación de corrupción generalizada provocada por las personas privilegiadas. La delincuencia, el alcohol y la prostitución son resultado de esas condiciones de vida entre las clases más bajas. Las cifras de venta del libro revelan la disposición del público de la época a leer historias como esta. Al año de su publicación, se habían vendido más de 100.000 ejemplares de La Jungla. Su publicación provocó debates que llevaron a la Ley de Alimentos y Fármacos Puros y a la Ley de Inspección de la Carne, ambas de 1906. Por exagerada y polémica que fuera la exposición de Sinclair, la historia incluía en muchos sentidos hechos de la ciudad que el público podía observar y que, por tanto, eran (medianamente) bien conocidos. Se habían abierto incontables bares, tabernas (Duis, 1983) y nightclubs, y prosperaba la prostitución; en 1900, el Levee, delimitado por las calles 18 y 22, «era uno de los barrios de sexo más infames del país» (Blair, 2004). La ciudad de Chicago se hizo famosa por la «comercialización del sexo». Así lo lamentaba, entre otros muchos, Robert O. Harland (1912) en su libro The vice bondage of a great city; or, The wickedest city in the world, the reign of vice, graft and political corruption, publicado en 1912. Las obras de este tipo consolidaron públicamente la impresión de que la vida en Chicago y otras grandes ciudades de fin de siglo no era un jardín de rosas para la mayoría de sus habitantes. Sin duda, no lo era para los miles de niños y jóvenes olvidados por sus padres y que, a menudo, hacían dinero con trabajos peligrosos. La preocupación por el bienestar de los trabajadores generó un movimiento protestante y de concienciación urbana que denunciaba la decadencia moral de las ciudades (Boyer, 1978, págs. 162 y ss.). En la ciudad de Nueva York, el ministro presbiteriano Charles Henry Parkhurst acusaba a los funcionarios de corrupción y de ser responsables del abuso del alcohol y de la prostitución, y en Chicago, el hijo de un ministro congregacional, William Thomas Stead, abanderó la cruzada moral contra las condiciones de vida en la ciudad, con libros como If Christ Came to Chicago (Stead, 1894). Libros como el famoso In His Steps, del ministro congregacional Charles Monroe Sheldon (1896), preguntaban a cientos de miles de protestantes de clase media: «¿Qué haría Jesús?». De modo que este se convirtió en un eslogan popular, con Jesús como ejemplo moral más que figura redentora.

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Había gente, por supuesto, que describía el Chicago de 1900 como una ciudad floreciente, con los primeros rascacielos, sofisticados hoteles, una diversión de altos vuelos y una arquitectura residencial. Pero había otros que describían «la misma» Chicago ante todo como una ciudad de explotación, humillación y corrupción. La situación social y económica de Chicago había provocado una amplia indignación y aversión. En opinión de muchos, la metrópolis se había convertido en un abrumador problema moral y político.52 El pragmatismo de Chicago construía a la vez estos problemas al interpretar el medio social de acuerdo con un lenguaje protestante reformado y formular estrategias y soluciones también en el mismo lenguaje. El lenguaje del protestantismo reformado no señala una teología específica, sino un modo (lingüístico) de percibir un orden del mundo: congregacional y local, democrático, social e interactivo, antifaccioso y, por todo ello, comprometido en la redención del mundo. La línea entre lo sagrado y lo secular había desaparecido, en opinión de los preocupados, porque ignoraba «el propio proceso por el que el reino de este mundo se convierte en el reino de Nuestro Señor Jesucristo».53 La red protestante reformada de la Universidad de Chicago Es este mundo lingüístico de una red de protestantes reformados el que construyó el pragmatismo como respuesta a los problemas percibidos, en la recién fundada Universidad de Chicago. En 1891, el donante de la Universidad de Chicago, John D. Rockefeller, que era baptista, encargó al rector, el teólogo baptista William Rainey Harper, la inmensa tarea de organizar la universidad. Harper buscaba a una estrella para dirigir el departamento de filosofía, y William James recomendó a Charles Peirce, pero el nombramiento fracasó por las que el carácter de Peirce despertó en un miembro del departamento de filosofía de Harvard (Menand, 2001, págs. 285 y ss.). Mientras tanto, Harper contrató a un tal James Hayden Tufts, uno de sus antiguos alumnos de la Yale Divinity School. Por entonces, Tufts había estado trabajando de profesor del departamento de filosofía de la Universidad de Michigan, que dirigía John Dewey. Harper ofreció a Tufts el puesto de Chicago a condición de que este fuera primero a Alemania a doctorarse en filosofía. La partida de Tufts dejó un puesto vacante en el departamento de filosofía de Dewey de Ann Arbor, que ocupó George Herbert Mead. Mead era hijo del ministro congregacional Hiram Mead, que en 1869 había ingresado en el claustro del Oberlin Theological Seminary como profesor de Retórica Sagrada y Teología Pastoral. George Herbert Mead estudió en el Oberlin College, donde obtuvo el título de licenciado e hizo estrecha amistad con Henry Northrup Castle, hijo de un misionero protestante de Hawai. Cuando Castle y su hermana, Helen, viajaron a Europa y fijaron su residencia en Leipzig, Alemania, en 1888, también Mead se fue a Leipzig para cursar el doctorado en filosofía y psicología filosófica, y estudió sobre todo bajo la dirección de Wilhelm Hundt. En 1891, la oferta de Dewey de un puesto de profesor de filosofía y psicología en la Universidad de Michigan interrumpió los estudios de doctorado de Mead (que nunca

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llegó a terminarlos). Un año después, en 1892, Tufts, con su título de doctor alemán, ingresó en el claustro de la Universidad de Chicago. Urgió a Harper a que invitara a Dewey a dirigir el departamento de filosofía. Dewey aceptó el puesto a condición de que se trajera también a Chicago a Mead como profesor adjunto. Y así, en 1894, el trío Dewey, Mead y Tufts se convirtió en el núcleo del grupo que William James llamaría después la «Escuela de Chicago», una red local y estrechamente unida de intelectuales cuya idea de sí mismos como académicos estaba determinada por la de que la ciencia y el conocimiento debían tener utilidad práctica y guiar la actividad en la vida. La doctrina social protestante que compartían, como veremos, estaba en la base de su interpretación de los problemas sociales. Todos ellos participaron en la Hull House, la casa de acogida que fundó Jane Addams. No era de extrañar esta afinidad con Addams, ya que esta también se crió en una devota familia protestante, con un padre que le infundió un profundo sentido de responsabilidad moral, propósito y caridad, rasgos característicos de la fe cuáquera. Además, Tufts fue durante muchos años miembro activo de la Comisión de Vivienda del City Club de Chicago, de la que llegó a ser presidente en 1910. Mead y Dewey trabajaron activamente en la Liga para la Democracia Industrial y su objetivo era la democratización radical de la sociedad (el primer nombre de la Liga fue Sociedad Socialista Intercolegial). El ideal que defendían Dewey y sus colegas era el del académico socialmente responsable, y su principal objetivo, la justicia social orientada por un espíritu de protestantismo democrático. Con el tiempo, esta red de colegas estableció unas relaciones profesionales e interpersonales aún más fuertes. Por ejemplo, George y Helen Mead publicaron los primeros artículos de educación progresista de Dewey, con el título The School and the Society, en 1900, y su único hijo, a quien pusieron el nombre de Henry Castle Albert Mead (por el hermano de Helen), se casaría después con Irene Tufts, hija de James Tufts y Cynthia Whitetaker. Cuado Dewey dejó Chicago para irse a la Universidad de Columbia en 1904, Tufts fue ascendido a catedrático y sucedió a Dewey en la dirección del departamento de filosofía. En 1908, varios años después de que se fuera Dewey, este y Tufts escribieron conjuntamente Ethics, de la que publicaron una edición completamente revisada en 1932. A la muerte de Helen Mead, Dewey dispuso el nombramiento de Mead como profesor de la Universidad de Columbia para el curso 1931-1932; pero Mead falleció en Chicago el 26 de abril de 1931, antes de poder asumir el cargo. El calvinismo y la Edad Moderna A finales de 1893, John Dewey, más o menos por la época en que fue contratado por la Universidad de Chicago, escribió una carta a James Rowland Angell, el hijo de James Burrill Angell, devoto congregacional y rector de la Universidad de Michigan. Angell padre había contratado a Dewey en Ann Arbor por recomendación de George Sylvester Morris, y Angell hijo había sido alumno de Dewey en Ann Arbor y se encontraba en

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Halle, Alemania, cuando Dewey le escribió (después iría también a Chicago para organizar el nuevo departamento de filosofía; en 1921 pasó a ser el rector de la Universidad de Yale). En su carta, Dewey se proponía esclarecer la diferencia entre el pensamiento alemán y el americano. Los alemanes,54 decía Dewey, habían desarrollado sobre todo una experiencia filológica insuperable, al mismo tiempo que habían construido notables laboratorios científicos. Dudaba que los americanos pudieran rivalizar alguna vez con los alemanes en el arte de la filología, pero también de que los esfuerzos por conseguirlo estuvieran justificados, pues no tendrían sentido si se aceptaba el principio de la división del trabajo: Lo que podemos hacer, tal vez, en la parte histórica es interpretar la historia del pensamiento más desde un punto de vista antropológico y político, como fenómeno social […] Creo que incluso las «Ideas» han cedido y dado productos no «metafísicos», sino estéticos y políticos. (John Dewey a James Rowland Angell, 10 de mayo, 1983)

La separación entre idealismo y realidad característica del pensamiento alemán atraía intelectualmente a los americanos, como lo indica su interés por el estudio de la filosofía alemana. Pero ese punto de partida dualista, basado como estaba en la doctrina luterana de los dos reinos,55 daba poca base para comprender y abordar la multitud de problemas sociales, políticos y económicos de finales de siglo.56 Dewey, como muchos otros, buscaba un «lenguaje unificado», como le decía en 1892 en una carta a Joseph Villiers Denney, profesor de lengua inglesa y decano de la Facultad de Humanidades, Filosofía y Ciencia de la Universidad del Estado de Ohio: El «lenguaje unificado» parece ser la expresión más completa de lo que la «idea» hace en el pensamiento, de que la religión tiene un lenguaje, la filosofía otro, la ciencia otro, la literatura otro, etc. Al considerar el hecho objetivo común, obtenemos el lenguaje unificado: el lenguaje de la acción. Esto es la democracia: la apropiación de toda la reserva de riqueza espiritual por todo el pueblo común. Lo coloquial se unifica con la filosofía, la teología y la poesía. Este lenguaje unificado es el que derriba las barreras y acaba con la rígida separación que me impiden llegar a la mente. (Dewey, 1892)

Esta idea de un lenguaje que todo lo incluye, que abarca no solo el pensamiento disciplinar e ideológico, sino también el razonamiento y la acción, demuestra lo mucho que en realidad distaban de ser liberales, en el sentido filosófico actual, estos exponentes de los «liberales» de la época. La siguiente afirmación de Daniel Coit Gilman, rector fundador de la Universidad Johns Hopkins, lo ilustra muy bien: «Las universidades americanas han de ser algo más que teístas; pueden y deben ser plenamente cristianas, no en sentido estrecho ni sectario, sino en el sentido amplio, abierto e inspirador de los Evangelios» (Gilman, citado en Hart, 1992, pág. 107). Estos académicos protestantes creían en la enseñanza del Evangelio —es decir, la enseñanza de la salvación por las palabras de Jesús sobre la venida del Reino de Dios—, pero no con la intención de hacer de esas enseñanzas tema de debate de la teología o la ciencia de la religion. Al contrario, la enseñanza de la salvación se entendía como el requisito previo del pensamiento y de la acción, como el suelo fértil, por así decirlo, en que tenían lugar la vida y el pensamiento y del que brotaba una literatura como la de Walt Whitman. El rector Harper de la Universidad de Chicago hizo otra afirmación más concreta sobre este objetivo, cuando

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les decía a los estudiantes que estaba empezando la cuarta parte de la historia universal, cuyo centro estaba en Estados Unidos, y en ella la civilización llegaba a su cénit. Según Harper (1904): «La historia de la civilización ha ido paralela al desarrollo de una concepción pura y verdadera de Dios, y de su relación con el hombre» (pág. 175), es decir, la interpretación protestante-baptista de Dios y de la relación de Dios con el hombre. Harper veía en ese movimiento el mandato de una misión que Dios había asignado a los Estados Unidos y que tenía profundas consecuencias educativas. «Así pues, si creemos con toda fe que se nos ha encomendado esta gran misión, ¿no vamos a purificarnos?». Para Harper, esa purificación era tanto de la inmoralidad como de la ignorancia: La purificación ideal es la del vicio y la inmoralidad, del pecado de todo tipo y de la impureza; pero es más: es la purificación (y uso la palabra a conciencia) de la ignorancia y el prejuicio, de todo tipo de mezquindad y de la deshonestidad intelectual. ¿Qué se necesita?: Evangelio y educación. (Págs. 180 y ss.)

Solo uno y otra unidos darán fuerza a Estados Unidos para convertir el mundo: «En este trabajo de educar a la humanidad para que entienda a Dios y a sí misma, América es la escuela de formación de los profesores» (pág. 184). El Reino de Dios en la Tierra Así pues, el Reino de Dios en la Tierra era una parte fundamental de la cultura americana de esa época. La interpretación religiosa no era de orientación fundamentalista, sino liberal, en el sentido americano: en su mayor parte no dogmática, no específica de ninguna confesión ni iglesia y, por consiguiente, entendida más como una certeza general que como una secta. James B. Angell, que contrató a Dewey en la Universidad de Michigan, decía lo siguiente de la relación que debía haber entre la religión y la educación superior: Michigan es un Estado cristiano, y su universidad solo le puede ser fiel si alberga un espíritu cristiano serio y no sectario. Creo que sus universidades hermanas del Noroeste están imbuidas del mismo espíritu, y que aportan todo lo que les corresponde a la difusión de una cultura cristiana. (Angell, citado en Longfield, 1992, pág. 46)

En consecuencia, la verdadera ciencia no podía ser contraria al cristianismo; en ese círculo, las opciones no eran darwinismo o cristianismo. Ser liberal significaba, muy a diferencia del sentido europeo, el desinterés por los dogmas, como el del pecado original, y esto abría la posibilidad de pensar y actuar de forma moderna y, al mismo tiempo, cristiana. Las recién fundadas ciencias sociales, como la sociología, eran salvacionales, pues enmarcaban la previsión de un futuro progresista en la definición y planificación de lo que las personas debían ser en el presente (Popkewitz, 2010). Se reconocían, por supuesto, algunas tensiones teológicas entre estos sistemas de valor, y numerosos estudios intentaban conciliarlas (véanse, por ejemplo, los escritos de John Fiske, que trabajó con los Tufts en el departamento de filosofía de la Universidad de Chicago).57 Todos los miembros de la Escuela de Chicago reconocían que las condiciones de vida estaban cambiando, en particular en las grandes ciudades como Chicago. El objetivo de

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hacer realidad el mensaje de la salvación exigía ajustar la política y la educación a esas condiciones para responder a ellas, un ajuste entendido como proceso activo que requería una acción claramente fijada. De este reconocimiento surgió el movimiento del Evangelio social, al que también perteneció Jane Addams. En su tratado programático The Necessity for Social Settlements, escrito antes de la fundación de la Universidad de Chicago y casi dos años antes de la llegada a Chicago de Dewey y Mead, Addams (1893) interpretaba su comunidad de acogida, Hull House, como una respuesta a las múltiples divisiones sociales características de la experiencia urbana, que había aislado entre sí a las personas y, por ello, había debilitado la democracia, entendida como «relación social» (pág. 1). Addams concebía la democracia ante todo como un proceso de intercambio social, una forma de cooperación, a la que daba una interpretación religiosa: El movimiento de Acogida es solo una manifestación de ese movimiento humanitario más amplio que en todo el cristianismo, pero principalmente en Inglaterra, se propone integrarse no en una secta, sino en la propia sociedad […]. Creo que este cambio, este renacimiento del primer humanitarismo cristiano, se está produciendo en América, en Chicago, si se me permite decirlo, sin líderes que escriban ni filosofen, sin hablar mucho, sino con el propósito de expresar en el servicio social y en la acción el espíritu de Cristo. (Págs. 19 y ss.)

La acción en el sentido de autoactividad se situaba en la base de la cooperación inteligente destinada a dominar el entorno y convertirlo en una democracia industrial, y aquí la esencia de la «actividad» era religiosa. George Herbert Mead desarrolló de forma impresionante esta línea de pensamiento. Ya el 20 de marzo de 1885 escribía a su amigo Henry Castle que el cristianismo era una razón infalible para la actuación en la vida, «que eleva a todo hombre a la altura de Rey o Sacerdote,* y a mí a la de Dios; hace de todo hombre un hombre de acción y proporciona la salud más placentera, elimina el poso de la taza y la desesperanza de la vida» (Mead, 1885).58 Mead desarrolló esta idea poco antes de que le pidieran que se incorporara al claustro de la Universidad de Chicago por recomendación de John Dewey. Prueba de ello es un manuscrito de cuarenta páginas, probablemente escrito en 1893 mientras Mead estaba aún en Ann Arbor. En una clase, Mead habla del significado del Nuevo Testamento, fijándose en la relación de Jesucristo con Juan el Bautista y en la Palabra de Cristo, concretamente en su anuncio de la llegada del Reino de Dios a la Tierra y en el Sermón de la Montaña. Según Mead (c. 1893), por esta relación espontánea con Dios en la oración los hombres reconocen que tienen unos intereses comunes, no opuestos, que la economía capitalista pone en peligro: «Centrar nuestro interés en las riquezas que se desvanecen implica la privación de todos los “tesoros del Reino de los Cielos”. Porque donde está tu tesoro allí está también tu corazón [Mateo 6:21]». Y sigue Mead (c. 1983): En un capítulo posterior [de la Sagrada Biblia] se expresa con mayor fuerza aún el efecto destructivo de la codicia de riquezas por encima de la identidad de intereses que debe existir entre todos los hombres del Reino: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo» [Mateo 19:21]. (Págs. 20 y ss.)

A continuación, Mead citaba a Mateo 19: 24, el pasaje en que se dice que es más fácil

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que un camello pase por el ojo de una aguja que el rico entre en el cielo, al que añadía: Es imposible hacer ambas cosas: servir a la vez a Dios y a Mammón. Uno no es las cosas que posee, sino mucho más que la carne. En el Reino de Dios es imposible que el interés propio ocupe el centro de la existencia. (Pág. 21)

La fe en Cristo y, por consiguiente, «la comunidad de interés» de los hombres no es una cuestión de comprensión racional, sino también de… …emoción en el sentido en que normalmente entendemos el amor como una emoción. No representa un sentimiento en la medida en que este es estático, sino un estado de la mente preparada para lo más absoluto, para la acción más perfecta: es la condición de la actividad perfecta. (Pág. 26)

Para demostrar esta interpretación del Sermón de la Montaña, Mead recurre al libro Principles in Psychology de William James, publicado en 1890, donde insiste en que las emociones son consecuencia de las actuaciones y, por tanto, existen antes de cualquier intento de racionalización. En ese libro, James había querido demostrar claramente que el supuesto tradicional de la existencia de una relación causal del siguiente tipo es falsa: toparse de repente con un oso en el bosque, luego sentir miedo y después echar a correr. James decía que es más correcto suponer que sentimos miedo porque echamos a correr: que el hecho de huir es la actividad física y que la posterior percepción de la actividad es lo que llamamos sentimiento (James, 1890, págs. 449 y ss.). Siguiendo con esta digresión, Mead (c. 1893) volvía a Jesús para demostrar que el sentimiento de amor solo puede surgir en relación con la acción y la actividad: Vuelvo al tema que nos ocupaba de si lo que Jesús representa se ha de expresar como un sentimiento. El sentimiento de amor —solo puede ser un principio activo— el principio de la actividad más completa y absoluta de que es capaz nuestra naturaleza. Debe apoyarse en las acciones instintivas de toda la naturaleza social —es decir, religiosa— y ha de tener fuerza para estas actividades siempre y en todo momento. (Págs. 37 y ss.)59

O como lo expresaba Dewey (1893/1971) ese mismo año: El cristianismo es revelación, y revelación significa descubrimiento efectivo, la auténtica certeza o garantía que se le da al hombre de la verdad de su vida y la realidad del Universo. En este punto es donde aparece la importancia de la democracia. El Reino de Dios, como dijo Cristo, está en nosotros, o entre nosotros. (Pág. 6)

La democracia como redención La idea de una auténtica comunidad de intereses y, por lo tanto, la realización del Reino de Dios en la Tierra no era exclusiva de los pragmatistas de Chicago; al contrario, configuraba un discurso protestante más amplio que dominaba el campo de la escuela común a finales del siglo XIX (Tyack, 1996). La misma idea se puede observar en Graham Taylor, quien, después de Jane Addams, fue tal vez el exponente más importante de las casas de acogida. Al igual que Addams y otros de la Escuela de Chicago, Taylor se movía entre la erudición y el compromiso social. Fue fundador y director de la Chicago Commons Settlement House y, al mismo tiempo, profesor de sociología bíblica del departamento de sociología del Seminario Teológico de Chicago.60 En gran medida, sus clases se basaban en The Kingdom of God: A Plan of Study in

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Three Parts de Francis Herbert Stead, escrito en 1893 (Stead, 1893). Sin embargo —y esto puede explicar por qué el círculo de Dewey tenía una relación estrecha con Addams pero no con Taylor—, Taylor abanderó un tipo de reforma social orientada mucho más a las instituciones formales: por ejemplo, su objetivo estaba, entre otras cosas, en mejorar las condiciones para la participación social y el voto entre la clase trabajadora. En 1882, unos diez años antes de que Mead fijara sus pensamientos sobre el Sermón de la Montaña como principio para la implantación del Reino de Dios en la Tierra, Taylor pronunció un discurso de Acción de Gracias titulado The Unity of Human Interests (La unidad de los intereses humanos). Aunque solo se conservan frases y palabras sueltas del discurso («Que en C[risto] de D[ios]… a la llamada del Estado, un día consagrado a la Casa»), su contenido es revelador. A diferencia de Mead o Addams, Taylor afirmaba que los intereses institucionales del Estado, la Iglesia y la familia, «son realmente los mismos. Su común aprobación implica una unidad sustancial» (Taylor, 1882). Esto era exactamente lo que no pensaban Mead, Dewey ni Addams. Compartían con Taylor la visión de un Reino de Dios y la idea de una comunidad de intereses, pero no las situaban principalmente en el contexto de unas instituciones formales ni, desde luego, en la Iglesia. No es casualidad que Jane Addams estuviera convencida de que Hull House era la expresión de un renacimiento del primer cristianismo. A Mead, Dewey y Addams les preocupaba menos que a Taylor fortalecer el poder institucional del Estado, y no les interesaba en absoluto una Iglesia fuerte; al contrario, su objetivo era perfeccionar la idea de comunidad como expresión de un interés común que era cristiano, social y democrático —y, en consecuencia, fundamental para el desarrollo americano—. Consideraban «bueno» lo que surgía de la unidad y permanecía unido; «malo» era lo particular o particularizante. Como decía Dewey (1894/1971) en 1894: El acto malo es parcial, el bueno, orgánico […]. El hombre bueno, en una palabra, es todo su yo en cada uno de sus actos; el hombre malo es un yo parcial (y, por tanto, diferente) en su conducta. No es una persona, porque no posee principio unificador. (Pág. 245)

En este marco no había que criticar el capitalismo porque se basara en la propiedad privada de los medios de producción, sino por sus consecuencias socialmente divisoras y segregadoras, que, dado que hacían imposible al intercambio común, la comunidad de intereses y la unidad orgánica, se interponían en el camino de la implantación del Reino de Dios en la Tierra. El ministro congregacional y periodista George Davis Herron, uno de los activistas más populares del movimiento del Evangelio social, expresaba esta idea cuando decía de América que era antidemocrática: Los americanos no somos un pueblo democrático. No seleccionamos a los representantes que elegimos; no hacemos nuestras propias leyes; no nos gobernamos. Nuestros partidos políticos están controlados por corporaciones privadas y de afinidad política que viven como parásitos en el cuerpo político, dándonos los despotismos más corruptos y humillantes de la historia política, y tendiendo a destruir la fe política en la rectitud. (Herron, 1895, págs. 76 y ss.)61

Esta crítica, formulada en el lenguaje del republicanismo, encuentra terreno abonado en el ideal protestante de reforma liberal, según el cual la vida social, la religiosa y la

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democrática son fundamentalmente idénticas: la expresión natural de los intereses comunes de los hombres. En su opinión, las instituciones formales pasan a ser si no superfluas, sin duda, secundarias. La materialización política [del cristianismo] será una democracia pura. El cristianismo solo se puede realizar en el orden a través de la democracia, y la democracia solo se puede realizar a través de las fuerzas sociales del cristianismo. La democracia social pura es el cumplimiento político del cristianismo […]. Es la idea histórica y providencial de que Dios conducirá a su pueblo con su Espíritu de la verdad, como a sus hijos, y los gobernará más con la inspiración que con las instituciones. (Herron, 1895, pág. 74)

Este argumento no se aleja mucho del análisis que Dewey hace en La opinión pública y sus problemas, publicado por primera vez en 1927, cuando acusaba con espíritu republicano y protestante reformado a los adalides de la industria de destruir la democracia en beneficio de sus intereses particulares (Dewey, 1954, págs. 204 y ss.).62 Esta acusación es un ejemplo especialmente revelador de cómo los dos lenguajes del republicanismo, que fueron de la mano desde en torno a 1776, colisionaron cuando la cultura tradicional del protestantismo reformado y su lenguaje político del republicanismo clásico provocaron, en el marco de su lenguaje, los devastadores efectos del liberalismo (capitalista, en el sentido europeo). Dewey no estaba solo al acusar a los acaudalados de destruir la cultura americana. Henry Demarest Lloyd, hijo de Aaron Lloyd, ministro de la Iglesia Reformada Alemana en Nueva York, publicó una serie de artículos entre 1881 y 1903 en los que investigaba el monopolio abusivo del capitalismo, y los publicó con el título de Lords of Industry (Los señores de la industria) (Lloyd, 1910). La respuesta de Dewey a su percepción de ese declive es tan reveladora como simple. Decía Dewey (1927/1954): «El remedio para las dolencias de la democracia es más democracia», para que un público más repartido y móvil pueda llegar a «reconocerse a sí mismo [cursiva añadida] para definir y expresar sus intereses». Con esta premisa, no es de extrañar que Dewey viera en la democracia la «idea de la propia vida de comunidad», en la que existe una sola conciencia de un solo interés que produce al público como público y de esta forma hace ante todo la democracia realmente posible: «La clara conciencia de una vida comunal, con todas su implicaciones, constituye la idea de democracia» (págs. 140, 146). Como Dewey subrayaba repetidamente, el vigor de la vida social democrática no depende de las instituciones democráticas formales, como el voto o el gobierno representativo, sino al revés. Treinta años después del período aquí analizado, las ideas de Dewey no habían cambiado sustancialmente: La democracia se hará a sí misma, porque democracia es el nombre de una vida libre y de comunión enriquecedora. Tuvo su profeta en Walt Whitman. Tendrá su consumación cuando la libre indagación social se una indisolublemente al arte de la comunicación plena y movible. (Dewey, 1927/1954, pág. 84)

Para Dewey, el proyecto de comunión e inmediatez debe empezar en la educación, concretamente, en la educación en casa en unas «relaciones cara a cara» comunales (pág. 218).63 La reacción educativa ante declive de la moral pública y la democracia y el auge de los señores corruptos de la industria es la expresión de la pedagogización del mundo

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moderno mencionada al principio de este libro. Ya en 1872 encontramos el ejemplo de Charles Loring Brace, ministro congregacional que acusaba de corrupción a los políticos y abogaba por que los niños en peligro de la ciudad se beneficiaran de la exposición a la vida en el campo (Brace, 1872). En este mismo espíritu educativo, Dewey explicaba al público de Chicago en 1899 que las condiciones socioeconómicas dominantes exigían una respuesta educativa (Dewey, 1899/1976, págs. 6 y ss.). Mientras muchos educadores luteranos de Alemania evitaban abordar cuestiones políticas y buscaban la Bildung en un contexto remoto, el calvinismo reformado de Dewey se proponía sanar la comunidad en peligro mediante la educación. No podía ignorar la situación de la metrópolis, y quería ocuparse de ella: Es estúpido e inútil ignorar y negar los hechos económicos. No cesan de actuar porque nos neguemos a observarlos, o porque los recubramos de idealizaciones sentimentales. (Dewey, 1927/1954, pág. 156)

La educación tenía que resolver los problemas de la república desviada, y esta fe educativa de Dewey era tan protestante como su crítica al capitalismo clásico. Con este telón de fondo, al considerar Mi credo pedagógico (1987) —la primera obra de Dewey sobre educación que iba a recibir una amplia acogida— es aconsejable interpretar el elemento democrático de su teoría de la escuela en el contexto del propio resumen que Dewey hace de su creencia educativa: Creo que de esta forma el maestro siempre es el profeta del verdadero Dios y quien lleva el auténtico Reino de Dios. (Dewey, 1897/1972, pág. 95)64

48. El primer tren de Chicago hizo el viaje inaugural en 1848. Utilizando el ejemplo de Rochester, Nueva York, el historiador Paul E. Johnson reconstruye de forma impresionante el cambio que podía experimentar una ciudad con el acceso a una red de transporte moderna como el Canal de Erie, y cómo esos avances «capitalistas» condujeron a un renacimiento religioso llamado el Segundo Gran Despertar (Johnson, 2004). 49. Fue el apodo al que la ciudad se hizo merecedora por su excelente industria de mataderos. Cincinnati fue la primera ciudad en ostentar este apodo (ya en 1843), que a partir de 1860 pasó a Chicago (Wade, 2004). 50. La película Chicago, City of the Century da idea del impresionante auge de Chicago y de la situación de la ciudad. Fue una coproducción de WGBH Boston y WTTW Chicago, en colaboración con la Sociedad Histórica de Chicago. La película se basa en el libro City of the Cenntury: The Epic of Chicago and the Making of America, de Don Miller (Nueva York, Simon and Schuster, 1996; Touchstone, 1997) (véase también Wade, 2004). 51. Véanse, por ejemplo, los ensayos de Montgomery Schuyler (1961) y los de Henry Van Brunt (1969). 52. Por nombrar a unos cuantos: Henry George (George, 1879); Jacob A. Riis (Riis, 1980); Banjamin O. Flower (Flower, 1893); Lincoln Steffens (Steffens, 1904); James Bryce (Bryce, 1913). 53. Theodore T. Munger, citado en Hutchinson, 1992, pág. 76. Munger, en este libro sobre Horace Bushnell, el famoso ministro congregacional que rechazaba las distinciones entre ciencia y cristianismo, elaboró una prehistoria de la «nueva teología» (Munger, 1899). 54. A diferencia de muchos académicos, Dewey no había estudiado en Alemania. Fue uno de los primeros en doctorarse en filosofía en Estados Unidos (en la Universidad Johns Hopkins). 55. Como se explica con mayor detalle en el capítulo 3, Martín Lutero y el protestantismo evangélico alemán defendían la doctrina de los dos reinos. En el Reino de Cristo, gobernado por la autoridad espiritual de la palabra y los sacramentos, están la Gracia y el Perdón de los Pecados, y no existen diferencias entre los hombres. El otro reino, el secular, se rige por la autoridad temporal del gobernante, la Espada y la Ley; no existen la Gracia ni la Igualdad. Para los luteranos, los dos reinos son obra de Dios y se benefician mutuamente. El Reino de Cristo se beneficia del temporal porque la autoridad secular asegura la paz en el mundo, y el Reino Temporal se sirve del Reino de Cristo por la proclamación de este del Evangelio a través de la palabra. El protestantismo evangélico cree

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además que es de suma importancia no confundir los dos reinos: Dios rige el reino espiritual mediante el Evangelio. El Evangelio no tiene como fin gobernar el reino secular, que se rige por sus propias fuerzas y leyes. Todo intento de utilizar el Evangelio para gobernar el reino secular es un error. Políticamente, esta doctrina, en particular cuando iba acompañada de una Iglesia del Estado, equivalía a la total negación del derecho a decidir de las personas. Esto evidencia una vez más la diferencia fundamental entre la fe baptista y el congregacionismo, y explica por qué los luteranos y presbiterianos americanos no siguieron la corriente liberal de la teología; es decir, en palabras de William R. Hutchinson, eran «muy resistentes al cambio». Véase Hutchinson (1992, pág. 114). 56. Estos problemas se daban sobre todo en las zonas urbanas, como Chicago. El antes mencionado William Stead, hijo de ministro congregacional, escribió un relato impresionante sobre la situación de Chicago en torno a 1893-1894 (véase Stead, 1984). 57. 5La obra de Fiske sobre estos temas fue polémica —en Harvard se le condenó por ateo y se le negó el permiso para enseñar—. Sin embargo, Tufts estuvo de su lado. En una carta de 1916, identificaba explícita y positivamente a Fiske como uno de los pocos autores contemporáneos que se mencionan en Democracia y educación de Dewey. 58. El asterisco indica la existencia de algún problema en la lectura del manuscrito de Mead. 59. Los signos de puntuación son los que aparecen en el original. 60. En papeles privados de Taylor se lee la siguiente descripción de su casa de acogida: «La Chicago Commons es una casa de “acogida social” situada en la esquina de Grand Avenue y Morgan Street. Fue fundada en mayo de 1894, y en ella reside un grupo de personas que quieren compartir la vida de vecinos, sus comodidades e incomodidades; sus privilegios y responsabilidades; sus obligaciones y placeres políticos, cívicos y personales. Ofrecen su casa como centro social para la vecindad, en la que desean ser amigos, ciudadanos y vecinos» (Taylor, 1900-1906). 61. Herron fue ministro congregacional y profesor de cristianismo aplicado del Grinnell College de 1893 a 1899. En muchos sentidos, sus ideas se acercaban a las de Graham Taylor. De hecho, este le invitó a enseñar «religión social» en la Chicago Commons School of Social Economics en 1895 (véase Taylor, s.f.). Después de su escandaloso divorcio en 1899, Herron abandonó el Grinnell College e ingresó en el Partido Socialista. El pasaje citado aquí, que es tan representativo del pragmatismo como del socialismo cristiano, demuestra la estrecha relación que existía entre los diferentes movimientos de reforma social; en concreto, indica que la mentalidad del protestantismo reformado liberal cohesionaba estos movimientos. 62. Este libro fue una respuesta al de Walter Lippmann The Phantom Public (1925/1929). Lippmann, hijo de padres germanojudíos de segunda generación, se declaraba socialista en sus años de Harvard, pero, a partir de los primeros años del siglo XX, se pasó al liberalismo radical en el sentido europeo. En The Phantom Public critica la ideología republicana y protestante del homo politicus: «El entorno es complejo. La capacidad del hombre político es simple» (pág. 78). Decía que el ideal de las antiguas comunidades americanas, según el cual «las opiniones del votante se formaban y corregían al hablar con sus vecinos», ya no era efectiva en la complejidad de la «Gran Sociedad» (pág. 181). Por eso, Lippmann abogaba por un público plural, nacido del intercambio de intereses: «Creo que la opinión pública es, no la voz de Dios, ni la voz de la sociedad, sino la voz de los espectadores interesados de la acción» (pág. 197). Dewey respondió primero con una reseña crítica (Dewey, 1925) y después con una serie de conferencias en el Kenyon College, Ohio, en 1926. Esas conferencias se publicaron más tarde como La opinión pública y sus problemas (Dewey, 1927/1954; 2004). Sobre todo el debate entre Lippmann y Dewey, véase Grube (2010). 63. Evidentemente, La opinión pública y sus problemas no fue una respuesta definitiva, porque Dewey fue incapaz de resolver el problema de cómo conseguir que las comunidades locales, que él deseaba revitalizar, se implicaran en el tipo de comunicación global necesario para avanzar en el conocimiento científico. Es decir, no supo resolver la cuestión de por qué las comunidades locales iban a querer armonizar con otras comunidades. Dewey desarrolló una estrategia para armonizar lo particular con lo universal en su libro de 1934 A Common Faith. Lo fundamental en el contexto actual no es tanto el hecho de que en este libro Dewey, como destaca Rockefeller, utilice una vez más el término «Dios» en un sentido positivo después de no haberlo hecho en muchos años (véase Rockefeller, 1991, pág. 234), sino el de que la experiencia humana y la religiosa se hacen sinónimas, es decir, la pluralidad se atribuye a una supuesta unidad. Véase también Tröhler (2000). 64. Véase también la última alocución de Dewey a la Asociación Cristiana de Estudiantes de la Universidad de Michigan del 27 de mayo de 1894: «La responsabilidad que hoy tenemos es formar nuestra fe a la luz de los métodos más incisivos y los hechos sabidos; es formar la fe de manera que nos sea una ayuda eficaz y actual en la acción, en la unión cooperativa con todos los hombres que luchan sinceramente por propiciar el Reino de Dios en la Tierra» (Dewey, 1884/1971, pág. 105).

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7. La langue como patria: la acogida ginebrina del pragmatismo Una forma de entender el pragmatismo como integrado en el lenguaje protestante reformado es averiguar en qué parte del mundo sus paroles se han «comprendido» sin excesivos problemas. El pragmatismo fue duramente rechazado en Alemania, con su langue protestante dominante en la filosofía y la educación, en cambio, no hay lugar en que se pueden hallar más pruebas de un interés temprano y duradero por el pragmatismo que en Suiza.65 Para ser exactos, la acogida suiza tuvo tres centros, uno de ellos una especie de «cuartel general»: en Neuchatel, Lausana y, sobre todo, Ginebra —en otras palabras, en las tres capitales protestantes de los cantones de la parte francesa de Suiza —.66 Evidentemente, la transnacionalidad de este lenguaje permitió una acogida dispuesta en la ciudad del calvinismo y de Rousseau. «C’est mon homme» Con las limitaciones de una reconstrucción de este tipo, se puede decir que el intercambio de ideas entre Ginebra y los Estados Unidos, que demuestra ser importante en este contexto, empezó con la publicación de las colaboraciones de William James en la influyente revista británica Mind y en la francesa La critique philosophique, en la década de 1880. Al parecer, el estudioso Théodore Flournoy, descendiente de una familia hugonote francesa y 12 años menor que James, mostró un profundo interés por los estudios de James sobre psicología fisiológica, incluidas su respuesta a la famosa afirmación de Huxley de 1874: «Somos autómatas conscientes» (James, 1879) y las reflexiones de James sobre las emociones (James, 1884). En uno de sus largos viajes a Europa, James estuvo en el Congreso Internacional de Psicología Fisiológica de París en 1889, donde fue presentado a Théodore Flournoy (Le Clair, 1966, págs. XIII y ss.). Un año después, James enviaba a su nuevo colega ginebrino los dos volúmenes de su obra Principles in Psychology (James, 1890), y Flournoy le manifestaba su profunda gratitud en una carta fechada el 15 de octubre de 1890, en la que le daba las gracias por los libros y le confesaba que, al margen de ciertas cuestiones menores en que disentía, James le había inspirado y había puesto palabras a sus propios sentimientos: «Al hablar de usted, me veo obligado a menudo a decir “C’est mon homme”» (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, pág. 6). En la primavera de 1891, Flournoy publicó una reseña incondicional de los Principles en el Journal de Genève, y James, en una carta del 31 de mayo de 1891, le aseguraba que «ha captado usted mejor que nadie el “punto de vista” de mi extensa obra». Al leer Métaphisique et psychologie

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de Flournoy (1890),67 James sintió la afinidad transcontinental aún con mayor profundidad. James manifestaba su esperanza en que, con la ayuda mutua, «nuestra “Escuela” se impondrá» (James, citado en Le Clair, pág. 7 y ss.).68 Esta «escuela» no estaba basada únicamente en características personales o afinidades intelectuales. James y Flournoy se sentían ambos «como en casa»,69 porque compartían la misma forma de pensar, el mismo horizonte intelectual determinado por la langue republicana clásica protestante calvinista. No es casualidad que James llamara a Suiza, y sobre todo a Ginebra, «el paraíso terrenal», y elogiara a Flournoy como «ciudadano de esa afortunada república». Según James (citado en Le Clair, 1966), el «elemento del neurótico fin de siècle» había «arraigado comparativamente poco» en Ginebra; era un cumplido para la ciudad, pero también un claro ataque indirecto a Alemania, por sus constantes prejuicios en contra de Estados Unidos (pág. 31). En ninguna parte (de Europa, al menos), decía James, la belleza de la naturaleza y las instituciones políticas se habían unido de forma más armoniosa que en Suiza (pág. 115). Hablando de la intervención de las tropas americanas en la Cuba ocupada por los españoles, Flournoy le escribía a James, el 11 de diciembre de 1898, con el mismo «espíritu» pero de forma más explícita: «En general, [los suizos] aplaudimos el triunfo de una nación republicana y protestante, representante de la libertad y la civilización moderna, sobre el viejo despotismo monárquico y católico» (Flournoy, citado en Le Clair, pág. 76). Pero en los debates entre los dos estudiosos no dominaban los temas políticos ni religiosos. En su correspondencia se ocupaban de temas personales y, en segundo lugar, del desarrollo del mundo de la psicología académica. Flournoy y James tenían sus propios laboratorios en sus universidades, que muy pronto empezaron a plantearles problemas (véase el capítulo 8). En 1896, los dos convenían en el hecho de que la psicología de laboratorio no cumplía las expectativas formadas veinte años antes. Fue el año en que el artículo «El concepto de arco reflejo en psicología» de Dewey (Dewey, 1896) —basado en el trabajo de laboratorio llevado a cabo en la Universidad de Chicago bajo la dirección de James Roland Angell— dio expresión pública a los resultados insatisfactorios de una psicología mecanicista y dualista. La psicología, el protestantismo reformista liberal y la evolución El escepticismo contra el trabajo de laboratorio tenía sus raíces en convicciones religiosas, pero no en cuestiones teológicas. La distancia que William James percibía se puede demostrar ya en 1879, en su reto al darwinismo mecanicista de Huxley, que Flournoy aplaudió en Ginebra mucho antes de que él y James se encontraran por primera vez en París. Entre otros muchos argumentos, James (1897) cita un verso de un poema de Goethe: Nur allein der Mensch Vermag das Unmögliche. Er unterscheidet, wählet und richtet, Er kann dem Augenblick

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Dauer verleihen. 70

El poema, Das Göttliche (Lo divino), se publicó en 1783, y fue uno de los más populares de los últimos años del siglo XVIII. A primera vista, sorprende que James citara un poema sobre la divinidad de la humanidad; él, que era considerado estudioso evolucionista. Pero es un error habitual pensar que los debates intelectuales de finales del siglo XIX eran similares a los actuales debates intransigentes entre creacionistas y evolucionistas. El hecho de considerar convincentes fenómenos como los de la lucha por la supervivencia, la selección natural, las probabilidades o la adaptación, no significaba necesariamente que uno no tuviera fe o no fuera cristiano. La «verdadera» ciencia no pretendía oponerse al cristianismo, como demuestra la historia de las universidades de Estados Unidos (Ross, 1991; Marsden y Longfield, 1992). Menand (2001) dice de James: «Era darwiniano, pero no darwinista. Esto le hacía más fiel a Darwin que la mayoría de los evolucionistas del siglo XIX » (pág. 141). James adoptó una postura que compartían muchos intelectuales americanos del último tercio del siglo XIX. Se llamaba liberal, y liberal significaba no preocuparse mucho por los dogmas, como el del pecado original. En la visión liberal, los argumentos teológicos no podían aportar nada a lo único importante, es decir, al «ser» religioso, al «vivir» la religión en sentido protestante. Evidentemente, se reconocían las tensiones teológicas entre Darwin (el darwinismo) y la idea creación, pero se hacían esfuerzos por conciliarlos, pragmáticamente. Este planteamiento de las cuestiones de dogma estaba profundamente enraizado en el calvinismo liberal de finales del siglo XIX: la religión es un hecho (social) y los debates teóricos sobre ella son más bien improductivos. La «verdadera» vida era religiosa, del mismo modo que era social y política —una profunda convicción calvinista reformada— ; por consiguiente, no había que interpretarla utilizando métodos mecanicistas. Esta es la razón del interés de James y Flournoy por estudiar el espiritismo, la telepatía y la hipnosis, y por trabajar con médiums. El libro más famoso de Flournoy, Des Indes à la planète Mars: étude sur un cas de somnambulisme avec glossolalie (De India al planeta Marte: estudio de un caso de sonambulismo con glosolalia), se publicó en 1889 y fue traducido al inglés ya en 1900, al italiano en 1905 y al alemán en 1914. A lo largo del siglo XX se hicieron incontables ediciones nuevas y reimpresiones del libro —la última en inglés, en 2003, y en francés, en 1994—. Unos años antes de su publicación, James (de forma anónima) asistía a las sesiones espiritistas de la médium Leonora E. Piper, de quien habló en The Will to Believe (James, 1897, pág. 319). Al parecer, James había establecido un acuerdo con su colega de Cambridge e investigador de la física Frederic W. H. Myers: habían acordado que quien de ellos falleciera primero enviaría noticias al otro desde el reino de lo desconocido. Y, en efecto, en 1901, James, pluma en mano, aguardaba junto a la puerta de la habitación del hotel de Roma en que Myers estaba agonizando. Su cuaderno quedó vacío, como cuenta Munthe en su famosísima Story of San Michele (Munthe, 1929, págs. 372-373). El espiritismo siguió siendo un tema importante en la correspondencia entre James y Flournoy hasta la muerte del primero en 1910.

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Se consideraba que la vida visible era tan auténtica como los sentimientos religiosos, y a la reflexión sobre los hechos psicológicos se la llamaba filosofía. En 1900, la religión se había convertido en un tema fundamental de James. Su libro Varieties in Religious Experience (1902) lo tradujo al francés en Suiza un amigo de Flournoy, Frank Abauzit, y se publicó en París, con una introducción del filósofo francés Emile Boutroux, como L’expérience religieuse: essai de psychologie descriptive (James, 1906). No es coincidencia que la Facultad de Teología de la Universidad de Ginebra hubiera dispuesto conceder a James el título honorario de «Docteur en Théologie honoris causa» en 1909 (Le Clair, p. 1966, pág. 213), ni que la conferencia que Flournoy dio sobre James en 1910 fuera organizada por un sindicato de jóvenes cristianos (protestantes) de Neuchatel. Se cuestionaba la religión como engaño metafísico, pero no como fenómeno real. Flournoy (1903) quería interpretar la religión psicológicamente, por ejemplo, mediante métodos científicos, partiendo del hecho de las diferentes experiencias religiosas en los distintos contextos sociales (pág. 43). La psicología religiosa, dice, aventaja a la filosofía religiosa, porque nos evita hacer cualquier interpretación sobre qué sea verdadero —y recuerda la historia «donde todos piensan que son no solo el único juez de sí mismos sino, legítimamente, también el de los demás» (pág. 38)—. Es una idea que va directamente en contra del catolicismo, del luteranismo, pero no del protestantismo tal como se encuentra en los círculos baptistas, por ejemplo. Lo que parece secular demuestra ser —sobre un fondo completamente invisible— protestantismo reformista liberal. El artículo «Les principes de la psychologie religieuse» (Los principios de la psicología religiosa) de Flournoy se publicó en 1903 en la revista Archieves de psychologie, que él y Edourd Claparède (primo suyo, diecinueve años más joven) habían coeditado desde 1901. Claparède llegó a ser profesor de psicología de la Universidad de Ginebra (en 1908) y en 1925 fundó el «Bureau international d’éducation» 71 junto con Pierre Bovet. Este era el autor de Le sentiment religieux et la psychologie de l’enfant (El sentimiento religioso y la psicología infantil) (Bovet, 1925). El tercero de los destacados ginebrinos en la acogida del pragmatismo, Adolph Ferrière, llegó a director del Bureau International d’Éducation en 1929, cargo en que le sucedió su «discípulo» Jean Piaget, cuyos primeros escritos ya se habían ocupado de los sentimientos religiosos. Pero por entonces el pragmatismo y Dewey se habían convertido en elemento fundamental del discurso intelectual de Ginebra. Las cuestiones que había que analizar eran cómo se entendía el pragmatismo y, viceversa, qué interpretación del pragmatismo podía expresar lo que los ginebrinos pensaban. El pragmatismo y la educación progresista El tema de los debates transcontinentales era el de «hechos y religión», como señalaba James en sus conferencias públicas dadas en Boston y Nueva York en 1906 y 1907, que se publicaron con el título de Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking: Popular Lectures on Philosohy (James, 1907). De modo que James cuestionaba las doctrinas dominantes de su tiempo: el racionalismo y el empirismo. «Mi

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interpretación es hoy más filosófica que psicológica», escribe el 2 de enero de 1907 a Flournoy (citado en Le Clair, 1966, pág. 81).72 Es como si los ginebrinos estuvieran esperando esta justificación filosófica de su interés por la psicología americana. Flournoy confirmó que consideraba a James el «genuino creador» del pragmatismo, «pues el digno Peirce no me parece que haya sido más que el impulso inicial», y que, sin James, Dewey, Schiller, Bergson y Boutroux no hubieran sido capaces de desarrollar sus sistemas filosóficos (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, págs. 183-184). Es posible que Dewey hubiera sido acogido en Ginebra antes, pero lo cierto es que fue presentado por James en una carta del 1 de enero de 1904, en la que recomendaba con entusiasmo sus Studies in Logical Theory (1903), de los que adjuntaba una copia (Le Clair, 1966, pág. 152).73 En una carta de 1907, Flournoy le decía a James: Me he integrado cada vez más profundamente en el pragmatismo, y me alegra inmensamente oírle decir: «je m’y sens tout gagné». Es absolutamente la única filosofía que no encierra engaño, y estoy seguro de que es la filosofía de usted. (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, pág. 187)

En el campo de la psicología, parecía que el pragmatismo era la herramienta con la que combatir el empirismo causal, y en el de la filosofía, la herramienta contra el racionalismo (alemán) o idealismo. Junto con Bergson, pensaba James (citado en Le Clair, 1966), su pragmatismo haría que la historia «convergiera en una cristalización antirracionalista. «¡Qui vivra verra!» (pág. 205). En el contexto de esta misión, James elogiaba al primo de Flournoy, Edouard Claparède, y al mismo tiempo formulaba una acusación contra la filosofía alemana: «¿Cuándo aprenderán los alemanes esta arte?» (pág. 217). Con el paso (regreso) de James al pragmatismo a principios de la década de 1900, se habían ajustado y esclarecido las relaciones intelectuales entre Ginebra y Harvard, hasta el punto de que ahora James, Dewey y sus (antiguos) colegas de Chicago podían ser bien recibidos más allá de las reflexiones filosóficas sobre la psicología religiosa. El pragmatismo dio la nota exacta para las disposiciones mentales de una vieja república, que desde la Carta a d’Alembert de Rousseau (1758/1995) llevaba exigiendo ética política, virtud y educación. Las Charlas a los maestros de James (1899) aparecieron en traducción francesa en Lausana con el título Causeries pédagogiques en 1907,74 y generaron un amplio debate en el campo de la educación. Después de haberse anunciado la traducción francesa ya en febrero de 1907, en marzo el departamento de educación pública de Neuchatel elogiaba las ventajas de la psicología de James para la educación, sin olvidarse de mencionar la diferencia entre psicología y educación (Blaser, 1907), en el Bulletin Mensuel, un boletín que se repartía a todos los miembros de la junta escolar, a los administradores escolares y a los maestros. Un mes después, la revista ginebrina L’Educateur publicaba un breve resumen de la traducción (Métral, 1907), y en agosto, en la misma revista se incluía una pequeña introducción a la filosofía de James (Pidoux, 1907), obra del traductor de James, Louis [Samuel] Pidoux. En 1910, la sociedad educativa de Neuchatel dedicó la celebración de su 50 aniversario a James. Bovet, que era profesor de filosofía de Neuchatel desde 1903, dedicó su discurso de referencia a la psicología de James: William James: l’intérêt de son oeuvre pour des educateurs (Bovet, 1910). Dos años después, Bovet era el primer director del Institut Jean Jacques

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Rousseau75 de Ginebra, fundado por Edouard Claparède, y en 1920, pasó a ser profesor de educación de la Universidad de Ginebra. Junto con el sociólogo ginebrino Adolphe Ferrière, Bovet y Claparède dominaron la escena educativa de Ginebra, una ciudad de la que hicieron el centro del debate educativo. Lo que Flournoy significó para James, Claparède iba a significarlo, unos diez años después, para Dewey. Se puede reconstruir el creciente interés por Dewey analizando uno de los éxitos de Claparède, el libro Psychologie de l’Enfant et Pédagogie Experimentale (Claparède, 1905). Entre 1905 y 1922, el libro fue creciendo y pasó de 76 a 571 páginas, y después de la Segunda Guerra Mundial —Claparède murió en 1940 — se reeditó en dos volúmenes. Desde la 11ª edición contuvo también un estudio de Jean Piaget titulado La psychologie d’Edouard Claparède. El libro fue traducido a más de seis idiomas y apareció en inglés, basado en la 4ª edición francesa, en 1911 (Experimental Pedagogy and the Psychology of the Child; reimpreso en 1975).76 La edición original de 1905 del libro de Claparède contiene una única referencia a James y ninguna a Dewey, pero ambos autores fueron cobrando más y más importancia con cada edición posterior. En 1909, la revista francesa L’Éducation77 publicó The School and the Social Progress de Dewey (1909). Dos años después, en la introducción a la cuarta edición de Psychologie de l’Enfant et Pédagogie Experimentale de Claparède (1911) (base de las traducciones alemana e inglesa), James es la autoridad por su defensa de la importancia de la psicología para la educación, y Dewey es la autoridad por haber formulado uno de los problemas fundamentales de la educación, es decir, el fenómeno genético-funcional. Era una concepción que reemplazaba a la de 1905 de una educación «atrayente». Según la idea pragmática de que la vida significa una adaptación activa a las limitaciones, la expresión «educación funcional» era básica en esa nueva edición. En la 8ª edición, diez años después, en 1920, Dewey es además la autoridad en el desarrollo del niño, una autoridad basada en sus textos reunidos en The School and the Society. Entretanto, L’Éducation había publicado en 1912 la traducción de The School and the Life of the Child de Dewey (1912), y en 1914, Waste in Education de Dewey (1914). Un volumen de 1913 con cuatro textos de Dewey,78 publicados con el título John Dewey. L´école et l’enfant, traducidos por Louis Samuel Pidoux79 y editados por Claparède, demuestra la creciente importancia de Dewey en el debate ginebrino. La introducción de Claparède (1913) al libro, titulada «La pédagogie de John Dewey», se puede considerar el primer estudio francés detallado sobre Dewey, y demuestra que en Ginebra se habían leído casi todos los artículos que este había publicado después de 1886. La cita de Dewey (en inglés) que encabeza la introducción de Claparède indica que el interés de este por Dewey era completamente distinto del que Flournoy había tenido por James; representa el núcleo de lo que en Ginebra se llamaba education nouvelle: «¿Aprender? Desde luego, pero ante todo vivir, y aprender a través y en relación con este vivir» (Claparède, 1913, pág. 5). La argumentación de Claparède es interesante. En primer lugar, remite a cierta semejanza entre G. Stanley Hall —que en esa época era en Europa mucho más famoso que Dewey— y Dewey, cuya teoría de la educación era considerada «más genética y

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dinámica» (Claparède, 1913, pág. 6). Después de enumerar todas las distintas áreas de investigación de Dewey, Claparède se apresura a decir a sus lectores que siempre ha habido solo un método: «Es el pragmatismo, del que Dewey, con William James y F. Schiller, es uno de los más brillantes abanderados». Claparède cita la definición de Flournoy de la base del pragmatismo, es decir, la renuncia al uso de términos descontextualizados y, en su lugar, la observación de las consecuencias reales y situadas. Claparède demuestra que Dewey usa este método en su filosofía moral, su lógica y su psicología, y menciona que contiene en sí mismo un «método educativo» (pág. 13). Lo más interesante es que Claparède vea en la «psicopedagogía» de Dewey una «representación» del mejor pragmatismo, pero niega cualquier destino común con la suerte del pragmatismo como «doctrina», que había sido objeto de airados ataques en Europa desde el Congreso Internacional de Filosofía de Heildelberg de 1908 (Elsenhans, 1909). La intención de Claparède es «pedagógica», en el sentido de que pretende mostrar su profunda convicción sobre la educación progresista. La educación de Dewey es, como dice Claparède en dos palabras, «esencialmente dinámica» y está profundamente enraizada en la vida. «¡La vida! ¡La vida! ¡Ah! si queremos la vida, situémonos nosotros mismos en ella; consideremos cómo es el niño y adónde se dirige» (Claparède, 1913, págs. 14 y ss.). Para Claparède, la educación según Dewey tiene tres aspectos: el genético, el funcional y el social. Se cree que el aspecto genético ha vencido a la psicología mecanicista y/o analiticoempírica de la Alemania del siglo XIX, con su insistencia en la dinámica del autodesarrollo del niño. La atención a este desarrollo resulta ser muy útil para los profesionales, porque resuelve el nudo gordiano de la educación: la relación entre la arbitrariedad del niño y las limitaciones externas. Dejar al niño a su antojo para que «obedezca» sus deseos no es educación, porque las destrezas y capacidades del niño solo se desarrollan con la superación de los obstáculos. El aspecto funcional refuerza el contraste con la psicología empírica, porque indica una adaptación activa a la situación creada por la interacción de las circunstancias exteriores y los deseos interiores, y este ajuste activo se suele olvidar en las escuelas tradicionales. Y el aspecto social, según Claparède, de hecho se puede reducir al aspecto funcional (Claparède, 1913, pág. 33). La introducción de Claparède demuestra la desigual valoración que se hacía de las tres dimensiones de la educación analizadas. El propio libro de Claparède, Experimental Pedagogy (a partir de la 4ª edición) demuestra que los dos primeros elementos, el «genético» y el «funcional», se consideraban unidos. Se interpretan como uno de los problemas básicos de la educación, mientras que del aspecto «social» apenas se habla. Este «olvido» de la dimensión social concuerda con la consideración de que la teoría educativa de Dewey estaba «aislada» del pragmatismo. A partir de ahí, se puede concluir fácilmente que a los ginebrinos no les interesaba la parte social y política de la filosofía de la educación de Dewey, sino solo su construcción psicopedagógica progresista. ¿Por qué, entonces, James y Dewey eran mucho más estimados en Ginebra que los bien conocidos educadores progresistas alemanes? La razón hay que buscarla no tanto en conceptos ni argumentos explícitos, sino en la misma langue protestante reformista que compartían,

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que hacía que los extranjeros americanos parecieran nativos de Ginebra. El protestantismo calvinista reformado y el luterano Es un fenómeno notable que Alemania estuviera familiarizada con James y Dewey ya en la misma época al menos en que lo estaban los suizos franceses. James era conocido como importante psicólogo, y Dewey, aun antes que en Ginebra, como reformador de las escuelas: The School and the Social Progress (1899) apareció en traducción alemana ya en 1903, y The School and Society, en 1905. Pero cuando se hizo evidente que James y Dewey estaban estrechamente relacionados con el pragmatismo, aquella simpatía pronto menguó (Gonon, 2004). El libro de James de 1907 Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking: Popular Lectures on Philosophy fue publicado en alemán solo un año después (James, 1908) por Wilhelm Jerusalem. Como muestran los debates que se produjeron en el tercer Congreso Internacional de Filosofía de Heildelberg de 1908, los argumentos a favor del pragmatismo estaban en muy buena posición, pues este refutaba las verdades eternas y la metafísica. Schiller, por ejemplo, decía que las verdades siempre estaban relacionadas con la verdadera vida humana, y que la idea de una «verdad independiente, sobrenatural, eterna, invariable, inalcanzable, inaplicable e inútil» era una ilusión infantil (Schiller, 1909a, pág. 711). Más adelante, en el mismo debate, Schiller consideraba que esta forma de contemplar la verdad es útil y conduce a la mente humana a un progressus in infinitum. La verdad no tiene que ser cierta al principio —la probabilidad es la mayor certeza que obtenemos cuando los supuestos «superan la prueba de la experiencia» (Schiller, 1909b, pág. 739)—. Estas posturas eran exclusivas y estaban expuestas a los ataques, y en estas circunstancias es casi una aperçu paradójica que el segundo Congreso Internacional de Filosofía lo hubieran organizado Flournoy y Claparède en Ginebra en 1904. No asistieron al congreso de Heildelberg (como tampoco lo hizo James), y Flournoy señalaba en una carta a James el 20 de septiembre de 1907: «Solo me han llegado noticias del Congreso de Heildelberg a través de [Lorenzo M.] Billia, el filósofo de Turín, que pasó por Ginebra […]. El Congreso le pareció muy tedioso, demasiado alemán y poco internacional» (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, pág. 202).80 El escándalo en el seno de la filosofía europea y, sobre todo, de la alemana fue enorme. Y en este contexto, Eduard Spranger, profesor de educación y filosofía de Berlín, menospreció la obra de Dewey, que reducía a una educación exclusivamente económica y técnica. Spranger la situaba muy por debajo de la «latitud de la educación alemana». Para él, la obra de Dewey representaba —en duro contraste con los fines más elevados entretejidos en la mente alemana— un utilitarismo de cocina y apaños que había que contrarrestar con la «teoría de la Bildung ideal». Comparada con la refutación militante del pragmatismo en Alemania, la «emancipación» de la educación de Dewey del destino del pragmatismo, como había dicho Claparède, fue una formulación muy cuidada. La dura acogida del pragmatismo en Alemania no explica por qué la de James y Dewey

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en Ginebra fue mayor que en Alemania, pero indica una profunda diferencia que yo interpreto como religiosa/cultural o lingüística. El protestantismo luterano alemán, que según Dewey (1915) era la base del idealismo filosófico alemán con su visión dual del mundo, era en gran medida incompatible con la ideología social y de la acción tanto del protestantismo reformado, como de su lenguaje político asociado del republicanismo clásico. Weber, como se muestra en el capítulo 3 anterior, veía en el calvinismo solo el fuerte compromiso social, pero no su implicación democrática, pues democracia era una palabra casi malsonante para los intelectuales alemanes de la época. Eran idealistas, escépticos sobre el racionalismo intelectual, y profundamente deudores de la concepción dualista de los dos reinos de Lutero y, políticamente, del Reich alemán, que creía en la superioridad del Volk alemán. Este modo de pensamiento llevó necesariamente a una profunda desconfianza en las concepciones que negaban las ideas de las verdades eternas y los dualismos, que se basaban en la interacción y la cooperación, y por consiguiente en la democracia. El pragmatismo tenía que parecer un peligro, por lo que era desacreditado con eslóganes del tipo «la filosofía del dólar» u otros términos despectivos similares. El protestantismo reformista suizo se basaba en Zuinglio (Zúrich) y Calvino (Ginebra) y, transformado por el protestantismo británico, dominó en Estados Unidos. Es social y políticamente muy distinto del protestantismo luterano alemán, tanto en sus posiciones originales del siglo XVI como en sus versiones liberales de en torno a 1900. La langue como patria Desde esta perspectiva, se comprende mejor el aprecio que los ginebrinos sentían por la psicología americana y su distanciamiento de la alemana. La introducción de Claparède (1913) al libro que contiene las traducciones de las cuatro obras de Dewey admira la psicología de este en cuanto opuesta a la alemana, que Claparède tacha de «estática» (pág. 11) y critica por dividir el desarrollo en elementos analíticos sin interrelación mutua (pág. 17), y por ser una «doctrina estéril» (pág. 21). Es una crítica similar a las objeciones de Dewey en su artículo «El concepto de arco reflejo en psicología» de que la psicología alemana, basada en el dualismo del estímulo y la respuesta, era demasiado mecánica, un «encaje de partes inconexas» (Dewey, 1896, págs. 39-40). El artículo de Dewey se publicó por primera vez en 1896 en la Psychological Review, junto con otros artículos de colegas del departamento de filosofía de la Universidad de Chicago. Los artículos aparecieron de nuevo el mismo año como separatas del primer número de Studies from the Psychological Laboratory: The University of Chicago Contributions to Philosophy, editado por James Rowland Angell (Angell, 1896), antiguo alumno de Dewey en Ann Arbor e hijo de James B. Angell, ministro congregacional y rector de Ann Arbor. La «Introductory Note» anónima (Angell, 1896) de la revista fija como objetivo de la colección presentar artículos que se basaran en experimentos que partieran de una determinada hipótesis: Esta es la concepción de la conciencia como unidad orgánica, con las consiguientes ideas de que los hechos son hechos de crecimiento y de realización continua, y como tales se deben interpretar. Es un principio que se considera tan importante en el trabajo de laboratorio como en las fases de la psicología definitivamente llamadas

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genéticas: en otras palabras, los fenómenos mentales se han de entender como cambios continuos en una interacción de los organismos y el entorno. Este punto de vista, por necesidad, pone el acento en la actividad. (Angell, 1986; «Introductory Note»).

Esta forma fundamental de contemplar el alma del hombre fue decisiva para la acogida positiva en Ginebra, y explica por qué James y Dewey, pese a ser extranjeros, eran nativos. La «unidad orgánica», el «crecimiento o realización continua», la «interacción» y la «actividad» eran atractivas para la psicología, la educación y la política enmarcadas en el calvinismo reformado liberal. No es casualidad que George Herbert Mead, hijo de un ministro congregacional, en una conferencia pronunciada en Ann Arbor intentara demostrar la profunda verdad del Sermón de la Montaña con la teoría de la acción que encontró en la Psychology de James. Mead (1893) dice que reconocer a Jesús; por consiguiente, la comunidad de intereses de todos los hombres, no era una cuestión ni de racionalidad ni de «emoción en el sentido en que normalmente entendemos el amor como una emoción. No representa un sentimiento en la medida en que este es estático, sino un estado de la mente preparada para lo más absoluto, para la acción más perfecta: es la condición de la actividad perfecta» (pág. 26). Para probar su afirmación, Mead cita la Psychology de James, donde este insiste en que los sentimientos están conectados a las actividades físicas y, por lo tanto, son anteriores a todos los intentos de racionalizarlos (James, 1890, págs. 449-450). Mead (1893) concluye que el sentimiento de amor solo se produce con la actividad; el amor es el sentimiento que brota de la actividad más completa y absoluta de la humanidad: Vuelvo al tema de si el principio que Jesús representa se ha de expresar como sentimiento. El sentimiento de amor [solo puede ser como principio de acción] el principio de la actividad más completa y absoluta de la que son capaces nuestras naturalezas. Debe tener* tras sí las acciones instintivas* de toda la naturaleza social —en otras palabras: religiosa— y ha de poseer el poder de apoyar estas actividades de inmediato* y sen cesar. (Págs. 37-38; puntuación añadida; los asteriscos se refieren a problemas de interpretación de la letra de Mead)

No es casualidad que las dos primeras personas de Ginebra que sintieron «como en casa» con la forma pragmatista de pensar, Flournoy y Claparède, no solo fueran primos, sino que ambos provinieran de familias hugonotes francesas que salieron de Francia a raíz de la revocación del Edicto de Nantes en 1695 por Luis XIV. La idea protestante de la persona fundamentalmente activa —trabajadora, además de ciudadana— enmarca el fondo del interés ginebrino por el pragmatismo. Así se entiende por qué Claparède (1913) señala la «primacía de la acción» de Dewey en su introducción, con incontables variaciones (pág. 13). El objetivo de la educación era la «autorrealización», que significaba recurrir a «todas las actividades interiores» (pág. 15). Según Claparède, la psicología de Dewey se basaba en la «actividad mental» (pág. 20) y en las facultades como «instrumentos de la acción», adaptados a las circunstancias (pág. 21). Todo desarrollo se considera «genético» (pág. 16) y lleva a la «unidad» (pág. 24), por lo que la educación no puede ser sino activa, por ejemplo, una formación manual. Bovet, en su conferencia sobre William James de 1910, usaba los términos de Herbert Spencer para adaptarlos al pragmatismo: «La vida es la adaptación continua de las relaciones internas a las relaciones externas» (Bovet, 1910, pág. 3), y esta adaptación, que se puede entender

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como pasiva (como se hace aún hoy en Alemania), los ginebrinos —según James o Dewey— la interpretaban como «actividad» (Hamline, 1986, pág. 441). No hay duda de que los ginebrinos, hubieran leído o no la entrada de Dewey sobre Adaptation en la Encyclopaedia of Education de Monroe, habrían convenido en el intento de Dewey de advertir sobre la interpretación que propugnaba Herbert Spencer. Según este, la «adaptación» se limitaba a los «seres orgánicos pasivos», un supuesto que llevaría a una «perversión» en el pensamiento educativo, teme Dewey (1911), porque significaría «la acomodación de las personas al tipo existente de gobierno y costumbres sociales». «Para evitar este error es necesario darse cuenta de que la adaptación es una cuestión de control que implica la subordinación del entorno a las funciones vitales de las personas» (pág. 35). La adaptación siempre es «activa» (pág. 35); es la esencia de la vida. La importancia que la «actividad» tenía para los ginebrinos se puede demostrar no solo en cómo acogieron a James y Dewey o en cómo les «afectaron» los estudiosos americanos. También es visible en un conflicto público entre dos colegas y amigos, Ferrière y Claparède. La polémica era sobre la interpretación de «actividad» como palabra clave en torno a 1920: l’école active (la escuela activa). La expresión había aparecido por primera vez en 1917, y pasó a formar parte de la base de la semántica educativa en menos de ocho años. En 1922, Ferrière publicó una obra en dos volúmenes, L’école active, con muchas referencias a James y Dewey, y la edición conjunta de 1929 reúne aún más referencias del mismo tipo. Innumerables artículos y revistas empleaban el titulo L’école active para elogiar la propia base de toda educación progresista. Albert Chessex, maestro y compañero de Ferrière, por ejemplo, exigía en la revista ginebrina L’Educateur que todos los alumnos fueran «activos en el sentido más amplio y elevado del término» (Chessex, 1923, pág. 241). El mismo año, Claparède publicó en la misma revista un artículo en el que criticaba a los defensores de L’école active, pero no, por supuesto, porque estuviera a favor de nada que fuera un escuela pasiva. Decía en primer lugar que Ferrière se había alejado de la psicología para adentrarse en ciertos terrenos metafísicos, sirviéndose de eslóganes ininteligibles como el de élan vital de Bergson. El profesional no sabrá qué hacer con eslóganes de este tipo, y aunque Chessex se complazca en exigir la actividad en su «sentido más amplio y elevado», el profesional sigue estando solo. ¿Qué quiere decir, pues, exactamente Chessex? La idea de «activa» es equívoca, dice Claparède (pág. 371). Según él, hay que distinguir entre dos sentidos diferentes de «activo» Existe activo en el «sentido de efectuación» y activo en el «sentido de función» (pág. 377). Claparède aboga por el segundo: «La actividad siempre la provocan las necesidades» (pág. 372), que es la idea básica de un libro que publicaría en 1931, L’éducation fonctionelle (Claparède, 1931; 2008). La actividad como función de adaptación era una idea darwiniana/protestante que Claparède había visto en Dewey y Rousseau: «Si quieres que tu hijo sea activo, ponle en circunstancias que requieran realizar una acción que esperes de él» (pág. 373). También Ferrière (1928), cuando defendía el eslogan de L’école active, veía en Rousseau y Dewey a sus precursores: Si toda la vida es esencialmente un trabajo de adaptación, una reacción al entorno, en otras palabras: actividad y

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trabajo, entonces tenemos que admitir que Dewey fue al otro lado del océano el pionero del trabajo en la escuela, no solo del trabajo manual, sino sobre todo del trabajo en general. (pág. 93)

La acogida como actividad La ligera relativización de la obra pionera de Dewey que se puede interpretar en las palabras de Ferrière no es simple casualidad. Se refiere a las propias ambiciones de los ginebrinos seguros de sí mismos, en general, y a las de Frerière, en particular. Una vez reconocidos James o Dewey, los argumentos poco tienen de modestos. Los ginebrinos pensaban que cumplían el programa de una «ciencia de la educación» que había anunciado el eminente pedagogo francés Gabriel Compayré en 1879 y 1881. Este decía que la historia encarnaba todas las buenas ideas de la educación —en especial la historia francesa, por supuesto— y que todo lo que ahora se necesitaba era que la psicología pedagógica evaluara esas ideas. Su programa era muy atractivo para los ginebrinos (Charbonnel, 1999), pero de alguna manera cambiaron la cronología. No evaluaron las ideas históricas empleando los medios de la psicología moderna (algo que, de cualquier modo, no hubiera sido posible); en su lugar, construyeron una historia de su propia psicología pedagógica. Así que la arquitectura de la argumentación de la mayoría de los libros ginebrinos era similar. Los libros solían empezar con una mirada histórica a empeños comparables del pasado, para cimentar sus propios intereses e ideas, y cuando más renombrados fueran los «predecesores» educativos, mejor: Rousseau y Dewey eran meros testigos ideales de sus propias ambiciones. Ferrière (1914) era solo un poco más vulgar que sus colegas al expresar su orgullo cuando en una carta (en francés) le preguntaba a Dewey, que había vivido en la parte francesa de Suiza en 1914, si era el autor de The School of Society, que se había publicado en francés con el título L’école et l’enfant. Si así era, dice Ferrière, le encantaría recibir a Dewey en Ginebra, su ciudad natal. Y al tiempo que le asegura a Dewey que había «pocos hombres con quien comparta por completo un ideal filosófico y pedagógico», nombra a algunos de sus propios artículos que citan a Dewey e invita a este a una charla que iba a dar en Ginebra.81 Una estrategia similar se encuentra en su libro L’école active. Después de exponer las ideas de Dewey, Decroly y Lighthart (el «deweyano» holandés), Ferrière (1928) dice: «Yo mismo, de forma absolutamente autónoma, he seguido idénticos caminos que John Dewey, Decroly, Jan Lighthart y Lay. Aquí encontrará el lector, junto a líneas generales, lo que he estado haciendo en la práctica» (pág. 226). En su comentario a Democracia y educación publicado en L’Éducation se ve claramente lo poco que en particular Ferrière había estudiado a Dewey: dice (1927) que Democracia y educación se había publicado en 1923 (pág. 274). Ferrière se limita a «recopilar» las mejores ideas que contiene el libro de Dewey, por lo que hace poco más que señalar aquellos elementos que lo avalan, es decir, que apoyan su propia doctrina. En su comentario de siete páginas aparece al menos quince veces la palabra «activo» o «actividad». Ferrière, claro está, considera a Dewey el «descendiente espiritual» de Rousseau y el exponente de la educación progresista europea «al otro lado del océano». Por otra parte, no hace referencia alguna a la crítica de Dewey a Rousseau, ni se

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encuentra en su comentario indicio alguno de la idea de Dewey de la adaptación activa que cambia las circunstancias y ella misma provoca nuevas limitaciones. Frerière ignora el problema fundamental contra el que batalla Dewey: los dualismos tanto de la filosofía como de la sociedad. Cuando Dewey explica que en la democracia el objetivo de la «cultura» emana de la educación más allá de los dos falsos objetivos alternativos de «eficiencia social» y «algo puramente “interior”» (Dewey, 1916/1944, pág. 122), Ferrière (1927) simplifica el problema en su visión psicopedagógica. Redivide objetivo y proceso: «En una democracia […] tenemos que cultivar la facultad del niño de unirse voluntariamente a las actividades colectivas y completarlas, dentro de la división de la mano de obra. Esto no es posible sin una sólida cultura» (pág. 276). En efecto, la profunda confianza en la base psicológica de la educación y la interpretación de la psicología como psicológica eclipsaron en cierta medida la dimensión social y política del protestantismo, mucho más de lo que se observa en Dewey. Cuando Frerière (1927) le escribe a Dewey que era «más filósofo que psicólogo, aunque experto conocedor de la infancia» (pág. 274), se ven claramente las diferencias. Los escritos de Dewey sobre la (nueva) educación que se recibían estaban estrechamente relacionados con su primera época de Chicago y su Escuela Laboratorio —a excepción de Schools of Tomorrow, que escribió conjuntamente con su hija Evelyn en 1915—. La selección que de estos artículos hicieron los ginebrinos indica su opción por la percepción dentro de ellos. Las consideraciones que Dewey hace sobre la contingencia en la vida y el peligro a que la democracia se enfrentaba en una sociedad capitalista realmente no se aprecian en Ginebra, donde difícilmente hubiera sido posible un libro como La opinión pública y sus problemas, de Dewey (1927/1954; 2004). Este fundamento básicamente psicológico del pensamiento educativo orientó la acogida del pragmatismo en Ginebra, sobre la base del protestantismo reformista político y psicológico de la que eran poco conscientes. La diferencia se puede observar, por ejemplo, en cómo reaccionaron Dewey y Claparède a la situación política de finales de los años treinta. Dewey, en Freedom and Culture (1938) y The Living Toughts of Thomas Jefferson (1940), defendía la democracia americana remitiéndose a las virtudes políticas que Thomas Jefferson representaba. Claparède, en cambio, se quejaba poco antes de su muerte de la pérdida (vacation) de la corrección individual en una charla que tituló «Moralidad y política» e impartió ante el círculo llamado Amigos del Pensamiento Protestante, de Ginebra y La Chaux-de-Fonds (en el cantón de Neuchatel). Una vez más, la educación se convierte aquí en el medio para reinstaurar estas virtudes. Pero en una interpretación ingenua de Rousseau, Claparède (1940) dice: «Educación significa ‘formar lo humano’, en otras palabras, conducir a la persona hacia la unidad espiritual que se caracteriza por el hecho de que el “yo superior” es capaz de percibir y evitar las trampas que le tiende el “yo inferior”» (pág. 178). Políticamente, Claparède estaba desorientado, como era de esperar de alguien que se había dedicado toda la vida a interpretarlo todo desde el punto de vista psicológico y la educación progresista. Compartía, pues, la langue con el pragmatismo, y la utilizaba al formular sus paroles, pero no participaba del pensamiento reflexivo consciente sobre él.

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Pero la historia no acaba aquí. Una cantidad enorme de libros y artículos de los ginebrinos fueron traducidos a otras lenguas, como el esperanto, el rumano, el polaco, el inglés, el alemán, el portugués y, sobre todo y con mucha diferencia, al italiano y el español. Es evidente que se leía y apreciaba mucho a los ginebrinos, en particular en los países católicos con experiencia democrática un tanto rudimentaria (incluida Suráfrica). Por ejemplo, Psychologie de l’enfant et pédagogie experimentale de Claparède (1905) ya estaba traducida al español en 1910; se reimprimió en 1911, 1927 y 1930, y apareció en italiano en 1934, 1936, 1971 y 1973. De su Cómo diagnosticar las aptitudes de los escolares (1924) se hicieron ediciones en España en 1924, 1927, 1933, 1959, 1961, 1964, 1967 y 1972. L’école active de Ferrière (1922) —publicado en inglés como Activity School en 1928— se publicó en español en 1927 y 1932, y en italiano en 1939, 1947 y 1958; su L’activité spontanée chez l’enfant (1922) solo fue traducido al italiano y publicado en Italia en 1947, 1951 y 1970. Y algunos de los escritos de Pierre Bovet se publicaron en español en 1922, 1925, 1927 (dos obras), 1928 y 1934. No se puede determinar si la lectura de los libros y artículos ginebrinos estimuló o no a los estudiosos de los países católicos a leer literatura de este tipo, ni cómo esto orientó su acogida positiva de Dewey, James (o Mead o Addams). La «transferencia» —y aquí el pragmatismo demostró tener razón— es imprevisible, porque depende de los intereses y la actividad de los receptores. El principio de la actividad no es lógico —ni psicológico ni teleológico—, sino contingente. Pero, paradójicamente, la atracción internacional que despertaban las publicaciones ginebrinas se basaba en la base psicológica de la educación que prometía fabricar un «yo moderno», capaz de dominar las oportunidades y los retos de la industria y la democracia modernas. La reducción del ciudadano activo a la actividad psicológica del niño seguía siendo en su base profundamente protestante, pero era difícil reconocerlo con exactitud. Para la mayoría de los educadores del mundo, que temían los sucesos contingentes modernos y buscaban una base segura de la educación, estas raíces protestantes permanecían irreconocibles gracias a la promesa de la reconfortante visión del desarrollo bien ordenado del niño y, con ello, de un mundo también bien ordenado. No eran conscientes de que su propia acogida era también activa y contingente, ni de que su idea del «yo moderno» podía diferir muy bien de la visión del ciudadano ginebrino ideal (e idealizado). La consiguiente lectura católica y —en el mejor de los casos— apolítica de Dewey o James o Claparède o Ferrière en Italia o España no es solo un pecado ni solo una degeneración, sino tal vez algo un tanto extraño. Pero demuestra de forma impresionante el atractivo del protestantismo más allá de su marco eclesiológico y teológico. El capítulo siguiente se adentra un poco en la arqueología para investigar los orígenes de la psicología moderna y demostrar las diferencias confesionales protestantes dentro de la psicología. 65. Quiero agradecer a Ruth Villinger, Sylvia Bürkler y Markus Christen la ayuda que me prestaron para encontrar las fuentes. 66. En la Suiza alemana, la acogida fue mucho más reservada, pues las cátedras de filosofía y educación estaban ocupadas en su mayoría por estudiosos de orientación alemana y que empleaban un lenguaje luterano de la filosofía y la educación (Tröhler, 2006a).

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67. El librito de Flournoy era el resultado de diversos estudios sobre la relación entre el alma y el cuerpo. Su objetivo era desarrollar una psicología que tuviera «el carácter de la ciencia» (Flournoy, 1890, pág. V). Las bases de esta psicología eran ante todo las «leyes» en que se asentaba el llamado «paralelismo psicofisiológico» y, después, el esfuerzo por emancipar la psicología del campo de la filosofía metafísica. Flournoy legitimaba este esfuerzo con el «hecho empírico» de que el paralelismo psicofisiológico era dual. Según las pruebas realizadas en su laboratorio, no existía una relación mutua entre los hechos psicológicos y los sucesos fisiológicos: solo son «simultáneos» (pág. 17). Desde la perspectiva de una ciencia experimental, el paralelismo psicofísico era un hecho dado, inexplicable, un enigma, que induce a las personas a la metafísica (pág 20). Flournoy insistía en que todas las explicaciones y sistemas metafísicos son intentos vanos (pág. 51). 68. En http://www.emory.edu/EDUCATION/mfp/jamesn.html se puede obtener una fotografía de Flournoy y James tomada el 18 de 1905 en Ginebra. 69. «Estimado Flournoy: habrá pocos seres humanos con quienes más comparta objetivos y carácter, o me sienta tan “como en casa” como con usted». 70. Solo el ser humano / es capaz de hacer lo imposible. / Distingue, decide y juzga, / y puede dar permanencia / al momento. (Goethe, citado en James, 1897, pág. 15.) 71. El instituto forma parte hoy de la UNESCO. Véase: http://www.ibe.unesco.org/AboutIBE/hise.htm. 72. «Estoy entusiasmado [con el pragmatismo]» y «Quiero hacer de todos ustedes entusiastas conversos al pragmatismo» (James a Flournoy, 2 de enero, 1907; citado en Le Clair, 1966, pág. 181). 73. El libro de Dewey, por cierto, estaba dedicado a William James, que no refrenó la vanidad y reaccionó rápidamente con la publicación de un breve artículo, «The Chicago School», en el Psychological Bulletin en 1904 (James, 1904). James elogiaba a Dewey como líder de esa innovadora escuela, justo cuando este estaba a punto de dejar la Universidad de Chicago para incorporarse a la de Columbia. 74. En 1900 ya se había publicado una traducción alemana de las Cartas en Alemania, y ya en 1903 fueron publicadas en italiano. 75. Hoy el instituto forma parte de la Universidad de Ginebra. Véase http://www.unige.ch/rousseau/welcome.html. 76. En la misma 4ª edición francesa se basó la traducción alemana de 1911. 77. El editor de esta revista, George Bertier, era el director de la escuela experimental L’École des Roches, y el mismo año tradujo los Principles de James. Bertier defendía el Estado laico y participó activamente en el movimiento de los Boy Scouts franceses, de tendencia protestante y que hoy se denomina L’Unité Scoute Protestant Jean Calvin. 78. Los textos de Dewey eran: L’intérêt et l’effort (Interest and Effort in Education; publicado en 1913; L’enfant et les programmes d’études (The Child and the Curriculum; publicado en 1902); Le but de l’histoire dans l’instruction primaire (The Aim of History in Elementary Education; publicado en 1902); Morale et éducation (Moral Principles in Education; publicado in 1909). 79. Pidoux ya había traducido Will to Believe, de James, con el título La volonté de croire, que se editó en Saint-Blaise, cerca de Neuchatel, en 1908, y Talks on Psychology and to Students on Some Life Ideals, que se publicó en 1907 en Lausana con el título de Causeries pédagogiques (véase más arriba). 80. Uno de los ejemplos más notables del extrañamiento entre los alemanes y el pragmatismo se puede encontrar en un texto bastante desconocido, en la introducción a la traducción alemana del libro La philosophie de William James, que fue publicado en francés por Flournoy un año después de la muerte de James en 1910 (en 1917 apareció en traducción inglesa en Nueva York). En esta introducción, el editor alemán Arthur Baumgarten, que había sido alumno de Flournoy en Ginebra, elogia a James como el más grande filósofo después de Schopenhauer, aunque con el grave defecto de una «teoría pragmatista de la verdad»: «La verificación a través de la experiencia y la demostración práctica son los mejores indicadores de la verdad de un supuesto, pero no es aceptable identificarlo con la verdad» (Baumgarten, 1930, pág. X). 81. La carta no solo es incómoda porque Ferrière intenta mostrar sin disimulo a Dewey su propio ingenio, sino también porque los artículos reunidos en L’école et l’enfant de Claparède no coincidían con los de The School and Society (véase más arriba).

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PARTE III El protestantismo luterano, la educación y la Bildung

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8. La génesis de una ciencia educativa: los espíritus y las psicologías protestantes Como señalábamos en el capítulo 6, el primer rector de la recién fundada Universidad de Chicago, William Rainey Harper, ofreció a su antiguo alumno de Yale, James Hayden Tufts, un puesto de profesor con la condición de que fuera a doctorarse a Alemania. Por aquella época, Tufts era colaborador de Dewey en Ann Arbor, pero no lo dudó. Se casó con Cynthia Hobart Whitaker y se mudó a Alemania, donde realizó algunos estudios sobre la teología de Kant, en Berlín y Friburgo. Su tesis la publicó un año después la Universidad de Chicago (Tufts, 1892). Según cuenta el propio Tufts en su autobiografía, cuando fue a matricularse en la Universidad de Berlín se dio cuenta de que podría haber un problema, pues los impresos contenían preguntas sobre la confesión religiosa. Parece que Tufts (1939a) sabía que la confesión a la que pertenecía, la Iglesia Congregacional, no era conocida en Alemania (pág. 1): No pensaba que «congregacional» significara mucho en Alemania. Por suerte, un amigo alemán resolvió el problema con dos preguntas y un silogismo: «—¿Es usted judío? —No. —¿Es usted católico romano? —No. —Entonces tiene que ser evangélico, porque estas son las únicas posibilidades.»

No se dice qué fue lo que decidió Tufts, pero, dada la falta de alternativas, es previsible que, siguiendo la inequívoca lógica alemana el funcionario, se decidiera por «evangélico», pues al menos se trataba de una confesión protestante como la suya. Este parentesco confesional entre el luteranismo y el calvinismo resolvió el problema formal de la matrícula. Sin embargo, apunta a cierta conformidad de contenido que puede provocar errores, como se ve en el ejemplo de Max Weber, que «leía» el calvinismo con lentes luteranas (véase el capítulo 3 anterior). De todas maneras, parece que existían afinidades transnacionales, a pesar del crudo nacionalismo de finales del siglo XIX, que no solo afectaba al discurso y las instituciones educativas, sino que uno y otras también lo transmitían. En ambos lados del Atlántico se detecta cierto tipo de transformación del pensamiento educativo, que se aprestaba a hacerse más académico y vinculado institucionalmente a las universidades de investigación. Las universidades americanas, según la interpretación habitual, son en especial y en gran medida la copia de las alemanas, de modo que no cabe sorprenderse

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del desarrollo paralelo de la educación en ambos países. En los dos la investigación educativa se centraba en la psicología moderna, que se introducía en las universidades con mayor facilidad que el campo de la educación como disciplina académica: la psicología actuaba de estribo de la educación, a la que por esa misma condición cambiaba. La impresión de un pas de deux transcontinental es avalada por el hecho de que en las dos orillas del Atlántico se estaba sobre aviso de lo que se investigaba en la otra. Los viajes de estudios, las traducciones, los resúmenes y las revistas eran algo habitual, y las influencias mutuas lideradas por el avance alemán eran considerables. Sin embargo, en esta imagen de desarrollo paralelo hay un fenómeno que no encaja: el hecho de que en Estados Unidos, en los inicios del nuevo siglo, empezara a imponerse una teoría educativa basada en la psicología, mientras que ese mismo tipo de teoría se olvidó casi por completo con la Primera Guerra Mundial.82 Este desigual proceso no es casual, sino que se debe a las autoimágenes de tinte religioso que influían en el desarrollo de la psicología y de la educación en ambos países. Estas autoimágenes afectaban, por un lado, a la percepción del alma, el niño y el futuro ciudadano, y por otro, a la percepción de lo que debían ser la psicología, la educación y la filosofía política. Con este trasfondo, es evidente que las diferentes confesiones protestantes afectaban a las percepciones particulares de los objetos académicos, es decir, del niño, el alma y el futuro ciudadano, pero también a las de la ciencia de estos objetos: la psicología, la educación y la filosofía política. Por consiguiente, la idea de un desarrollo paralelo de la educación en Estados Unidos y Alemania tiene mucho de ilusión, algo parecido a la supuesta similitud entre las confesiones evangélica y congregacional cuando Tufts se matriculaba en la Universidad de Berlín. El alma protestante A Wilhelm Wundt se le llama, acertadamente o no, el fundador de la psicología experimental moderna, de profundo impacto en la investigación experimental y empírica sobre educación. Wundt había estudiado medicina y después se pasó primero a la fisiología y luego a la psicología, lo que indujo a la Universidad de Zúrich a ofrecerle una cátedra de filosofía. Allí inauguró su famoso laboratorio de psicología experimental en 1879, que atrajo a muchos alumnos y estudiosos de todas partes y fue imitado por muchas universidades de todo el mundo. Hoy, una carrera que empiece en la medicina, cambie a la fisiología, después a la filosofía y termine en la psicología parece extraña, pero en el proceso emergente de las universidades de investigación era algo típico. Para entender la aparición de la psicología experimental, más importante que la discontinuidad profesional de Wundt es el hecho de que el padre de este era ministro protestante. Aislado, es un hecho que no parece tener importancia, pero cobra interés cuando se considera que el padre del fundador del segundo laboratorio de psicología experimental, George Elias Müller, que fundó el laboratorio de la Universidad de Gotinga en 1887, también era ministro luterano. Si además se observa que los dos autores de la Ley de Weber-Fechner de 1860, que fue de

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suma importancia para Wundt (Wundt 1885, págs. 162 y ss.; Wundt, 1920, pág. 301), también eran hijos de ministros luteranos, al igual que el fundador de la educación experimental, Ernst Meumann, que incluso estudió teología luterana, se hace evidente la relación entre el protestantismo y la psicología. La imagen cobra aún mayor nitidez por el hecho de que el crítico más notable de la psicología experimental de Alemania, Wilhem Dilthey y su particular psicología, era hijo de un ministro calvinista alemán, había estudiado teología protestante y había aprobado el examen final de estado de teología. El primer alumno americano de Wundt fue G. Stanley Hall, que había terminado el doctorado dirigido por William James en la Universidad de Harvard y había estudiado teología reformada en el Seminario Teológico de Nueva York. El primer americano que se doctoró con Wundt (1885) fue el ministro unitario James Thompson Bixby (18431921), y el primer «discípulo» americano de Wundt, el primero que estudió y se doctoró (1886) con él, fue James McKeen Cattell, cuyo padre era ministro presbiteriano. Habían transcurrido unos veinticinco años entre la formulación en 1860 de la Ley de Weber-Fechner (que establece una relación cuantitativa entre la magnitud física de un estímulo y la intensidad con que este se percibe) y el primer americano que terminaba el doctorado dirigido por Wundt (Cattell, 1886). Fue un cuarto de siglo en que se creó un campo de estudio en el que trabajaba una asombrosa cantidad de hijos de ministros luteranos, calvinistas, presbiterianos y unitarios, pero casi ningún congregacional (Tufts estudió filosofía, y George Herbert Mead, hijo de ministro congregacional, que en 1888 estudió bajo la dirección de Wundt, no terminó la tesis doctoral y se centró más en la filosofía), baptista, católico ni judío. La excepción es Hugo Münsterberg, que procedía de una familia judía, hizo la tesis doctoral con Wundt en 1886 (el mismo año en que la hizo Cattell) y fue invitado a Harvard por James, cuyo padre, Henry James Sr., había estudiado teología y era fiel confeso de las creencias de Emmanuel Swedenborg y miembro de la Iglesia Unitaria. En el protestantismo —y de momento no voy a distinguir entre las distintas confesiones — el alma humana es de suma importancia, porque según su doctrina la salvación tiene lugar en el alma mientras la persona con espíritu contemplativo lee la Sagrada Biblia o reza. En cambio, en el catolicismo, la salvación se produce durante los rituales colectivos en el seno de la Santa Madre Iglesia, unos ritos que dirige una persona consagrada cuya dignidad le otorgan autoridades superiores. Frente a esta concepción institucional, en el protestantismo la salvación es una cuestión del alma individual, es decir, una cuestión de relación individual de la persona con Dios sin que medie institución ni tercera persona algunas.83 La atención protestante al alma individual más que a una institución cobró fuerza con el triunfo de las ciencias modernas en el siglo XIX. Con estricto espíritu académico, el alma fue bautizada de acuerdo con su origen griego ψυχή (psiqué), y la ciencia de la psiqué se interpretó como λόγος (logos) de la psiqué, es decir: psicología. Wundt decía en 1882 que la psicología moderna se haría «con las armas de las ciencias naturales mecánicas» y «examinaría con sus precisos métodos de investigación las leyes de la vida mental» (Wundt, 1882/1885, pág. 153).84 La retórica marcial no es casual, pues el compromiso de

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Wundt de crear una psicología experimental se enfrentaba a dos enemigos, cuyo origen se puede hallar en el peor enemigo de Wundt: René Descartes. Por un lado, Wundt se distanciaba de lo que él llamaba la metafísica especulativa, que se caracterizaba por una introspección ametódica, es decir, intuitiva y carente por completo de valor científico (Wundt, 1882/1885, págs. 134 y ss.). Por otro lado, se distanciaba del materialismo, e intentaba sustituir la investigación sobre el alma por la investigación sobre el cerebro humano (la «fisiología del cerebro»). Con los materialistas y en contra de los metafísicos, Wundt decía que no existe cognición sin experiencia de los sentidos, y no negaba que muchas de estas experiencias se pueden rastrear en el cerebro, pero se oponía a la idea de que toda percepción «está pegada a una célula nerviosa» (Wundt, 1880/1885, pág. 114). Aquí es donde entra en escena la interpretación dualista luterana del mundo, el intento de mezclar la experiencia como credo de la ciencia moderna, y la dignidad y superioridad interiores como credo del luteranismo. En este espíritu, Wundt declara que las experiencias exteriores e interiores no son idénticas, pues son las experiencias exteriores y sensoriales las que desencadenan las experiencias interiores, es decir, los procesos del alma. Sin embargo, Wundt (1880/1885) subraya que las experiencias exteriores, pese a ser anteriores en el tiempo, no tienen un valor superior. Al contrario, da mayor valor a las experiencias interiores: «Los objetos de la experiencia exterior han de ser absorbidos y asimilados, y la forma en que los percibimos está determinada por completo por la naturaleza de nuestros procesos mentales efectivos» (pág. 126). Los objetos exteriores solo nos llegan de forma indirecta, es decir, mediatizados por los sentidos, a diferencia del sentimiento y el pensamiento, que se nos dan de forma inmediata. Para Wundt, la consecuencia es el dualismo (luterano clásico) entre lo externo y lo interno: Dado que el sentimiento y el pensamiento son estimulados por los objetos exteriores y se centran en ellos, estos objetos solo poseen una realidad indirecta, como todas las experiencias exteriores. Nuestro pensamiento y nuestro sentimiento son en sí los únicos objetos inmediatos de nuestra cognición. Precisamente por esto es imposible mezclar las actividades mentales con los objetos de la realidad indirecta. (Pág. 126)

Wundt (1880/1885) no duda de que «la existencia mental» como «único objeto de la cognición inmediata» es «más cierta» que cualquier cognición indirecta. Pero esto no es todo, porque Wundt lleva su modelo a la ética social y dice que también posee un «mayor valor» ético. En efecto, la cognición siempre la desencadenan objetos exteriores, pero es evidente, dice Wundt, que «estamos rodeados de seres mentales semejantes con los que tenemos en común la lucha por objetivos morales comunes. Son estas convicciones las únicas que nos hacen llevadera la vida» (pág. 126). El modelo utilizado en esta ética social no es católico, pues carece de la institución; no es calvinista, pues carece de la teocracia; no es congregacional, porque no existe congregación. Es luterano, según lo cual existe una armonía del universo con el alma interior. La convicción, prosigue Wundt, de que nuestra vida mental es la vida superior «nos hace sentir la obligación moral de que la realidad de los objetos que hay detrás de las defensas sensuales de nuestras percepciones sea conforme con el ser espiritual, que habita en nosotros mismos» (pág. 126).

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El laboratorio y el alma protestante Con los métodos de las ciencias modernas, Wundt, hijo de ministro luterano, quería comprender mejor su interpretación luterana del alma humana, la cual bien pudo ser la razón de un conflicto un tanto oscuro que tuvo con su alumno de doctorado James Cattell, hijo de ministro presbiteriano, que realizaba experimentos de estímulo y respuesta sin considerar la idea de una vida interior aislada. El conflicto se resolvió siguiendo la cultura del profesor alemán seguro de sí mismo, que llevó a Cattell a quejarse en una carta dirigida a su familia, en la que decía que Wundt prefería a los estudiantes dóciles y no reparaba en sus propios defectos académicos. Sus padres presbiterianos respondieron con una dura carta: Dices que has hallado errores en algunas investigaciones publicadas del profesor W. Si realmente está equivocado y tú lo has descubierto, publicarlo con solícita modestia cuando ya no estés a sus órdenes sin duda te va a honrar. Ahora es peligroso […] Será mejor que, mientras seas estudiante, te muestres tan «dócil» como pueda exigir el profesor más estricto. (Citado en Sokal, 1981, pág. 92)

Los estudios actuales definen el auténtico problema que se oculta en esta tensión educativa como un conflicto entre la psicología de Wundt y la versión americanizada de la psicología de Wundt. En ambos casos se investigaban los tiempos de reacción, pero si el objetivo de Wundt era medir los procesos mentales en condiciones controladas para llegar a una mejor cognición del alma, los investigadores americanos como Edward Wheller Scripture (de la Universidad de Yale) querían medir los tiempos de reacción de diferentes personas en diferentes situaciones, como las de cansancio o estrés (Sokal, 1980; Fuchs y Bergdorf, 2007).85 Esta diferencia es evidente también en los experimentos de Cattell. Junto con su amigo Gustav Oscar Berger, Cattell analizaba los tiempos de reacción a diferentes estímulos en innumerables experimentos en serie. Cattell (citado en Sokal, 1981) escribía a sus padres: Estamos intentando medir el tiempo que nos cuesta realizar los actos mentales más simples, por ejemplo, el de distinguir si un color es azul o rojo. Parece que no se tarda más de una centésima de segundo, por lo que podréis imaginar que la tarea no es fácil. (Pág. 80)

Sin embargo, las pruebas se iban complicando al medir los efectos de los diferentes estímulos de los cinco sentidos y combinar los resultados. En particular, Cattell y su colega estudiaron cómo afectaban el cansancio o los estimulantes a los resultados. Verificaron el efecto de la cafeína y el alcohol en el tiempo de reacción, una prueba, la del alcohol, que también tenía motivos privados y no solo científicos: «Tomaba alcohol en parte para experimentar y en parte por motivos emocionales, sin intención de llevarlo tan lejos cuando empecé. Ayer sufrí unas ligeras náuseas» (pág. 91). También experimentaban con el hachís. El 5 de octubre de 1882, a las 2:30 de la tarde, Cattell tomó 12 gramos de hachís y «durante la tarde me sentí con un humor excelente». El 4 de noviembre, a las 6:30 de la tarde, tomó 11 gramos y tuvo sed, por lo que el 8 de diciembre decidió tomar 17 gramos: «Quisiera poder describir todos los efectos, pues no puedo volver a tomar la droga», escribía, un poco mareado, en su diario (pág. 55). El 3 de abril de 1883, tomó 75 gramos de hachís pero se sintió como si hubiese tomado un

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par de vasos de cerveza (pág. 71). Así que el 16 de mayo quiso saber qué ocurría realmente: a las 7:30 de la mañana tomó 75 gramos, a las 10 otros 85 gramos, y a las 13:20 otros 40. Según dice en su diario, se quedó dormido: Pero cuando me desperté a las 5 estaba completamente drogado. Fui andando a casa con todo el delirio del hachís, pero después de tomar unas naranjas me fui a la cama y dormí con aparente normalidad hasta las dos. Luego comí y salí al parque. Estuve un poco mareado por la noche, y el lunes no me encontraba en condiciones especialmente buenas para trabajar. (Pág. 77)

Probablemente más a pesar de todos estos experimentos que debido a ellos —de los que Cattell hablaba en su diario, pero no en sus cartas— terminó su tesis doctoral en 1886, el mismo año en que se publicó Philosophische Studien de Wundt. Era mucho más reducida de lo que se previó al principio, y contenía los resultados de los experimentos en serie, en los que intervinieron solo el propio Cattell y su amigo Gustav Oscar Berger.86 En callada oposición a Wundt, Cattell no empleaba la palabra «alma», sino la de «cerebro». La tesis doctoral de Cattell (1886) empieza así: No se puede medir directamente el tiempo que requieren las operaciones mentales. Es necesario determinar el tiempo que transcurre entre la producción de un estímulo externo, que excita las operaciones cerebrales, y la realización de un movimiento después de que hayan tenido lugar estas operaciones. El aparato que se necesita para determinar este tiempo ha de tener tres partes: 1) un instrumento que produzca un estímulo de los sentidos para excitar las operaciones mentales y registrar el instante de su producción; 2) un instrumento que registre el instante en que se produce el movimiento, después de que hayan tenido lugar las operaciones cerebrales; 3) un instrumento que mida el tiempo que transcurre entre los dos sucesos. Los dos primeros instrumentos han de variar con el estímulo sensorial que se vaya a producir y el movimiento que se vaya a registrar; para medir los tiempos, he utilizado el cronoscopio eléctrico fabricado por Hipp en Neuchatel. (Pág. 220)

En este sentido, la psicología es la medición de las experiencias interiores que no están en oposición dual con las experiencias exteriores y, por consiguiente, no tienen un valor superior. Por eso, el interés americano por Wundt disminuyó relativamente deprisa. A partir de 1910, en las revistas americanas apenas se habla de Wundt; el anterior interés había estado sobre todo en una publicación, los Grundzüge der Physiologischen Psychologie (Wundt, 1874; Brozek, 1980).87 Después de un breve período de entusiasmo llegaron las críticas, porque los empiristas americanos no querían analizar el alma, sino la variación de la conducta humana en función de los diferentes estímulos, como John W. Watson (1913) manifestó de forma paradigmática en un artículo titulado «La psicología tal como la entiende el conductista»: «La psicología tal como la entiende el conductista es simplemente una rama experimental objetiva de la ciencia natural. Su objetivo teórico es la predicción y el control de la conducta. La introspección no forma parte esencial de sus métodos» (pág. 158). Con ello quedaba establecida la condición previa del exitoso conductismo americano. Es interesante observar que los actores del conductismo eran en su mayoría calvinistas americanos (provenientes de entornos presbiterianos, metodistas y baptistas conservadores), mientras que los estudiosos que se criaron en medios del calvinismo liberal transformado de Inglaterra, es decir, los congregacionales liberales y baptistas, criticaban el empirismo experimental y estaban a favor del pragmatismo.

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La educación americana y su ciencia: el pragmatismo y el conductismo Una vez terminado el doctorado con Wundt en Alemania, Cattell, que por consejo de su ambiciosa madre empezó a llamarse James MacKenn Cattell el joven para distinguirse de otros Cattell, estuvo en la Universidad de Cambridge tres años, donde Francis Galton le orientó aún más hacia las diferencias individuales, y se dedicó a la estadística. En 1889, aceptó el puesto de profesor de psicología en la Universidad de Pensilvania, y un año después, una oferta del Columbia College de Nueva York. Bajo su dirección, el prestigio del departamento de psicología de Columbia aumentó considerablemente. Edward Lee Thorndike, hijo de ministro metodista, terminó el doctorado dirigido por Cattell en 1898, con una tesis sobre la inteligencia animal (Thorndike, 1898). Con sus obras posteriores, Educational Pathology y An Introduction to the Theory of Mental and Social Measurements (Thorndike, 1903, 1904), Thorndike contribuyó a popularizar los métodos de investigación empírica en el campo educativo, y vinculó estrechamente la educación a la psicología empírica y la alejó por completo de la filosofía. Esta psicología conductista y la consiguiente educación empírica que Cattell fomentaba en Columbia se frustraron en cierto grado por una decisión un tanto sorprendente de Cattell en 1904, cuando contrató a John Dewey, que estaba descontento con el rector de la Universidad de Chicago. Dewey seguía las ideas del departamento de filosofía de Columbia, y Thorndike, las de la escuela de magisterio asociada a Columbia. El colmo era que, desde la década de 1890, Dewey88 era uno de los más destacados críticos de la psicología del estímulo y reacción. ¿Qué criticaba Dewey a Wundt y su escuela? En su artículo de 1896, «El concepto de arco reflejo en psicología» (Dewey, 1896), se había ocupado del supuesto fundamental de la psicología experimental, es decir, de la idea surgida de la fisiología de que existe un arco reflejo del estímulo sensorial, la actividad nerviosa y muscular, y la reacción física. Dewey criticaba la idea por ser dualista y porque no tenía en cuenta las condiciones en que ocurren los estímulos. Puede ser decisivo, por ejemplo, que un destello de luz se produzca de noche en un cementerio o si estamos expuestos a una serie de destellos de luz en el laboratorio o en una tormenta. En este sentido, la tesis de Dewey es que la disposición de la reacción, que viene dada por el contexto, en cierto modo produce un efecto anterior al estímulo. Por esta razón, dice Dewey (1896), el estímulo y la reacción no se pueden entender como «entidades separadas y completas en sí mismas», sino como «divisiones del trabajo, factores de funcionamiento, dentro del todo único concreto» (pág. 40). Aquí, Dewey no critica los métodos de la psicología experimental per se, sino su supuesto fundamental del arco reflejo psicológico, que no servía para describir «todo el acto, una coordinación sensorial y motora», el «círculo» que de hecho se produce con los procesos psicológicos (págs. 43, 45). Con este trasfondo, Dewey desarrolló una filosofía de la educación fundamentalmente distinta, en el contexto de las convicciones democráticas de una cultura congregacional liberal, que en esencia creía en el sentido primordial de la interacción humana. Fue esta idea de comunidad, en el entorno de los fenómenos y la crisis de la modernidad de las grandes ciudades hacia 1890, la que se hizo educativa (véase el capítulo 6 de este libro, y

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Tröhler, 2010a). Completamente distinto era el punto de partida de Thorndike, que nada podía hacer con el ideal congregacional liberal de una comunidad interactiva como expresión de la democracia; las ideas de Dewey le parecían, sin más, incomprensibles (Lagemann, 2000, pág. 57), y en sus libros Principles of Teaching Based on Psychology (Thorndike, 1906) y Educational Psychology (Thorndike, 1914), la idea de democracia sencillamente no existe. En el mundo lingüístico construido de Thorndike, existen los estímulos, y las personas que los reciben poseen talentos diferentes, por lo que las reacciones son distintas. En consecuencia, para Thorndike (1906) las cuestiones de la educación tienen más que ver con la psicología (fisiológica) que con la filosofía: Las ciencias de la biología, en especial la fisiología y la higiene humanas, determinan las leyes de los cambios de la naturaleza corporal. La ciencia de la fisiología determina las leyes de los cambios del intelecto y el carácter. El maestro estudia y aprende a aplicar la psicología a la enseñanza por la misma razón que el agricultor progresista aprende a aplicar la botánica, el arquitecto, la mecánica, y el médico, la fisiología y la patología. (Pág. 7)

El ámbito del pensamiento de Thorndike es la naturaleza individual, no la cultura democrática: «Lo que cada uno llega a ser gracias a la educación depende de lo que es por naturaleza. La enseñanza es la utilización de las tendencias naturales para fines ideales» (pág. 34). Sin embargo, describe estos objetivos ideales de forma muy escueta: La educación en conjunto debe hacer que los seres humanos se deseen mutuamente el bien, incrementar la energía humana y la felicidad, y reducir el desasosiego de los seres humanos actuales o futuros, y ha de estimular los placeres más elevados e impersonales. (Pág. 3)

En comparación con las ambiciones y aspiraciones de Dewey y sus colegas congregacionales de Chicago, suena un tanto modesto. En los años posteriores, Thorndike realizó incontables experimentos, cuyos resultados interpretaba con medios estadísticos, intentando con ello dar a la educación una auténtica base científica. Ese empeño era muy popular en la época, en especial en la formación del profesorado, y sin duda era más atractivo que las confusas filosofías de la educación de Mead o Dewey. Estos intentaron formular más tarde un concepto educativo desde el punto de vista de la democracia, y confiaban en reforzar su idea de democracia mediante la educación, mientras que Thorndike quería identificar los efectos del aprendizaje en términos estadísticos. Thorndike (1914) daba por supuesto que las mejoras de los efectos del aprendizaje contribuirían al avance societal en su conjunto: Las artes y las ciencias contribuyen al bienestar humano porque ayudan al hombre a cambiar a mejor el mundo, incluido él mismo. La palabra educación remite de forma especial a aquellos elementos de la ciencia y el arte que tienen que ver con los cambios del propio hombre. (Pág. 1)

Esta forma de entender la educación se impuso en Estados Unidos y sobre todo en la administración escolar, mientras que al pragmatismo asumió el papel de crítico de la escuela, un papel que desde entonces ha acompañado al desarrollo escolar. Sin embargo, lo que se consideraba una buena investigación, útil para el desarrollo de la escuela, eran las evaluaciones a gran escala con sus enunciados probabilistas y sin lamentaciones por distanciarse de las clases sociales que entorpecían el intercambio y la interacción mutuos,

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aislaban las experiencias y las hacían inútiles para la democracia. Es el trasfondo del distanciamiento del campo educativo que David Tyack llamó una tensión entre el «progresismo administrativo» y el «progresismo pedagógico» (Tyack, 1974; véase Labaree, 1995; Labaree, 2010). A decir verdad, Thorndike y sus colegas no cuestionaban la democracia, sino que para ellos sencillamente no entraba en el ámbito de la investigación educativa: «Cambiar el mundo a mejor» significaba fortalecer el entendimiento, el carácter y las destrezas humanas mediante medidas educativas verificadas empíricamente, sin pretender que la educación fuera omnipotente. La diferencia entre esta interpretación experimental/empírica de la investigación educativa y la que hacía el pragmatismo podía llegar a ser radical, como se ve en el ejemplo de Charles Hubbard Judd, el sucesor de Dewey como jefe del Departamento de Educación de la Universidad de Chicago, hijo de misioneros metodistas, y alumno de doctorado de Wundt (de 1894 a 1896). Judd suprimió del departamento un curso de filosofía de la educación que había impartido Mead, hijo de ministro congregacional (véase Lagemann, 2000, pág. 69).89 Por otro lado, el entusiasmo que la psicología fisiológica de Wundt había conseguido generar en la década de 1870, incluso entre los pragmatistas, quedó eclipsado en la de 1890 por unos resultados que se consideraban lentos y faltos de interés. El psicólogo ginebrino Flournoy (véase el capítulo anterior), en diciembre de 1892 se quejaba a su amigo y colega William James de «mi laboratorio, que cada vez me aburre más», y decía que los resultados «no aportan nada de valor» (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, pág. 17); y James confirmaba que el tiempo de Wundt había concluido y que debía jubilarse (James, citado en Le Clair, 1966, pág. 20). Tres años después, en 1895, Flournoy empezó incluso a dolerse, porque el laboratorio se estaba «convirtiendo en una idea fija y mórbida, una auténtica fobia» (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, pág. 45). En 1896, el juicio de James era claro: «Creo que los resultados que se obtienen de este trabajo de laboratorio son cada vez más decepcionantes y triviales» (citado en Le Clair, 1966, pág. 61). En consecuencia, se alegró mucho cuando un incendio acabó con su laboratorio. Manifestaba su alivio en una carta a Flournoy, en diciembre de 1896: «Me he librado del laboratorio para siempre, y abandonaría de inmediato mi puesto si me impusieran de nuevo las obligaciones que me suponía» (James, citado en Le Clair, 1966, pág. 61). En la misma carta, James aconsejaba a Flournoy que «sencillamente déjelo [el laboratorio] y enseñe lo que prefiera» (James, citado en Le Clair, 1966, pág. 61). La respuesta de Flournoy iba en la misma línea: «He seguido su consejo y me he desentendido mucho del laboratorio este invierno; es fácil y agradable seguir un consejo que se ajusta a la indolencia natural de uno mismo» (Flournoy, citado en Le Clair, 1966, pág. 66). Pero el escepticismo calvinista reformado del otro lado del Atlántico hacia la psicología (y la educación) empírica no era la única oposición; en Alemania había otra que coincidía más con el luteranismo y su ideal de Bildung. La educación alemana y su ciencia: la Geisteswissenschaftliche frente a la educación empírica

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En Alemania, las cosas eran completamente distintas de lo que ocurría en Estados Unidos. En efecto, también se criticaba a Wundt, y uno de los críticos más destacados era Wilhelm Dilthey, hijo de un ministro calvinista alemán y un año más joven que Wundt. En el artículo «Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie» («Ideas sobre una psicología descriptiva y analítica»), Dilthey (1894/1957) resumía brevemente las objeciones a la nueva psicología experimental que había hecho unos años antes. La psicología experimental pretendía dar cuenta de la aparición de todos los fenómenos psíquicos con la hipótesis de la explicación causal, por cuya razón se empleaban los mismos métodos que la física o la química utilizaban para explicar el mundo físico. El ideal de este método en realidad provenía de la física atomista, decía Dilthey, y, en consecuencia, la psicología experimental pretendía subordinar los fenómenos físicos a un sistema de causalidad mediante un número limitado de elementos bien determinados (pág. 158). A este tipo de psicología, Dilthey la llama «psicología explicativa», porque, al igual que el modelo de estímulo y reacción, atribuye causalmente los fenómenos a otros fenómenos. Como más o menos hacía Dewey dos años antes, Dilthey plantea aquí la pregunta de si su modelo natural específico se puede aplicar al espíritu humano; y dice que no. Cualquier psicología explicativa, dice Dilthey, parte de hipótesis que no pueden excluir otras posibilidades, de modo que en la psicología explicativa, no en menor grado que en la metafísica, hay una anarquía de hipótesis, todas en mutua oposición (pág. 142). No hay nada que posibilite apoyar una de las hipótesis que luche por imponerse. Además, debido al carácter fundamentalmente irreconciliable del problema metafísico de la relación del cuerpo y el alma, nunca se puede alcanzar la plena certeza de la comprensión causal. Dada la imposibilidad de respaldar estas hipótesis mediante la verificación experimental de los hechos de la mente, Dilthey concluye con su valoración general insatisfactoria de la psicología experimental: «Hipótesis! ¡Todo son hipótesis!» (pág. 143). En oposición al uso que la psicología explicativa hace de las hipótesis que siguen el modelo de las ciencias naturales, Dilthey defiende la pretensión de las ciencias humanas, o Geisteswissenschaften, de utilizar sus propios métodos para acceder al objeto del estudio, el espíritu humano, o alma. Según Dilthey, si el objeto de la investigación de las ciencias naturales es la experiencia exterior, los hechos que llegan a la conciencia desde el exterior, como fenómenos y dados individualmente («welche im Bewusstsein als von aussen, als Phänomene und einzeln gegeben auftreten»; pág. 143), el objeto de las ciencias humanas es la experiencia interior, los hechos que salen de dentro afuera, como realidad y experiencia vivida, un nexo psíquico dado que está en la raíz de todos los fenómenos de las ciencias humanas («von innen, als Realität und als ein lebendiger Zusammenhang originaliter»; pág. 143). En consecuencia, a las ciencias naturales hay que llegar solo a través de conclusiones adicionales, de modo que el nexo de la experiencia exterior se adscribe a la naturaleza, resultado de una construcción hipotética («nur durch ergänzende Schlüsse, vermittels einer Verbindung von Hypothesen, im Zusammenhang der Natur»; pág. 143). Pero el nexo que se vive en la experiencia interior

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siempre viene dado y, por ello, no hay necesidad de buscarlo, construirlo ni explicarlo, sino «simplemente» comprenderlo. Y aquí Dilthey llega a la frase más citada de su obra: «Explicamos la naturaleza, comprendemos la vida psíquica» (pág. 144). El nexo experimentado, como un todo coherente, es lo primero; la distinción entre sus partes individuales viene después. Y el método pertinente y distinguido de comprensión (el mundo espiritual) es la hermenéutica, que Dilthey intenta desarrollar en la tradición de la hermenéutica de Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher, hijo de ministro reformado y él mismo teólogo protestante. En estas circunstancias de dualismo entre lo interior y lo exterior surgió la geisteswissenschaftliche Pädagogik, como se explica en el capítulo 9 siguiente. La atención estaba fundamentalmente en el alma interior del individuo y su determinación era la Bildung; lo importante no eran el conocimiento ni la enseñanza ni el aprendizaje, sino la «relación educativa». La dimensión social de la educación carecía casi de relevancia; los intercambios mutuos de la experiencia y la democracia eran anatema. Si había algunos aspectos políticos, eran a menudo raciales (völkisch) y siempre antidemocráticos. A ambos lados del Atlántico, la educación empírica se consideraba de tercera clase, pero la crítica americana de la educación empírica, el pragmatismo, se consideraba utilitarista y, por lo tanto, agermana. Sin la idea de un espíritu (Geist), que en Alemania siempre era luterano, ninguna teoría educativa podía lograr una aceptación más amplia. En contraste con lo que ocurría en Estados Unidos, en Alemania fueron los críticos de la educación empírica los que se impusieron remitiéndose a la interpretación luterana del alma y su telos, la Bildung (sobre el origen de la palabra Bildung, véase Horlacher, 2004). No hay duda de que las ambiciones de los agentes de la educación empírica eran de cualquier tipo menos irreligiosas. El exponente más famoso de la educación empírica en Alemania, Ernst Meumann (también él había estudiado teología luterana) consideraba la educación una «obligación sagrada», por la que el joven alcanzaba su «personalidad individual en su idiosincrasia propia» (Meumann, 1911, pág. 184; 1914, pág. 8). En su autobiografía, Meumann decía que había vivido «sin religión» y que deseaba morir «sin religión también», pero a continuación narraba su vida en un lenguaje luterano: «Mi vida fue una dura batalla por la cognición, la purificación de mi personalidad y la libertad interior» (Meumann, citado en Hopf, 2004, pág. 42). El gran adversario de Meumann, Wilhelm August Lay, que no poseía ningún título académico, empleaba el mismo lenguaje. Lay (1910) decía que se había entregado a «la ida educativa en el sentido más elevado, por el ideal de la humanidad pura, por el Reino de Dios en la Tierra» (pág. 640), y conceptualizaba su «currículum orgánico» en torno a la expresión «religión y Weltanschauung» (Lay, citado en Hopf, 2004, pág. 133). Más allá de las disputas epistemológicas, los intelectuales alemanes compartían el lenguaje luterano, como se puede observar en el ejemplo de Ernst Weber, progresista educativo. Weber sabía de la promesa de los pedagogos empíricos y advertía: «No todos los que pretenden ser el Mesías son sabios. Se predica el evangelio, cuya tesis fundamental, cuando la escuchamos por primera vez, prende en el alma como un destello

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de luz» (Weber, citado en Hopf, 2004, pág. 258). De ahí que la crítica del empirismo no se centrara en el alma, sino en que este tipo de investigación sobre el alma «dejaba el corazón frío», de modo que «la vida auténtica del alma del niño» no era fácil de seguir (Weber, citado en Hopf, 2004, pág. 258). En otras palabras, los supuestos normativos del examen del alma, el niño o el ciudadano, así como el supuesto antagonismo entre el individuo y la sociedad, eran similares en ambas partes del debate: la auténtica diferencia estaba en el método científico y su alcance. Esta militancia normativa fue la razón de que en Alemania nunca se desarrollara el conductismo. En este ambiente intelectual, la percepción de que las tecnologías verificadas empíricamente se podían emplear para el progreso no era terminante; hasta la idea de progreso suscitaba escepticismo. El eminente teólogo protestante y filósofo alemán Ernst Troeltsch decía en 1917: Me defiendo de la idea de cimentar la educación en la psicología; en su lugar, la cimiento en la historia de la enseñanza, la investigación sobre las instituciones, y la filosofía cultural. La psicología no puede comprender el sistema de educación dado, porque es un hecho histórico-político, ni puede comprender el ideal de la educación y el ideal de la cultura.

Según Troeltsch, la psicología propone para el sistema educativo unos objetivos que van dirigidos al progreso y la democracia y, por consiguiente, hay que rechazarlos; En este sentido, el sistema educativo se pone al servicio del llamado progreso sociológico y psicológico social, con el objetivo de alcanzar la igualdad de educación para todos y una mejora utilitarista para las masas. Esta es la auténtica orientación de las múltiples exigencias de la psicología, que en realidad es una metafísica escondida y una doctrina utilitarista del progreso. (Troeltsch, citado en Drewek, 1996, págs. 300 y ss.)

Hacía solo dos años que Eduard Spranger había etiquetado el pragmatismo de Dewey de «utilitarismo de cocina y apaños» que había que contrarrestar con la «teoría (alemana) de la Bildung ideal» (Spranger, 1915/1966b, pág. 37). La educación y el luteranismo, el calvinismo liberal, y el presbiterianismo La psicología experimental moderna, que empezó en Alemania con hijos de ministros luteranos, en Estados Unidos alcanzó la supremacía en el contexto del presbiterianismo, y fue el hijo de un ministro calvinista alemán quién formuló por primera vez la psicología de las Geisteswissenschaften (humanidades) que se impuso en Alemania, como crítica de la psicología experimental, y profundamente integrada en una cultura o lenguaje luteranos. Por otro lado, el pragmatismo, que criticaba la psicología experimental en Estados Unidos, no se impuso, pero no se eclipsó como les ocurrió a la psicología y la educación empíricas en Alemania. Y prácticamente no compartía base alguna con estas últimas, como mostraré en este último apartado del capítulo. El protestantismo americano es básicamente igualitarista, comunal y, en este sentido, democrático. Si observamos la autobiografía de James Hayden Tufts, es evidente la diferencia con la oposición alemana a la psicología empírica. Tufts explica que en épocas anteriores se había hablado del futuro de las universidades americanas y, más exactamente, de la cuestión de si el sistema americano se debía adaptar o no al sistema

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alemán o seguir su propio camino. El alegato de Tufts en favor del sistema americano es sintomático, pues se dice que afecta a la estimada «fusión entre las clases profesionales y de otro tipo» o, en otras palabras, a la democracia, todo lo contrario de la universidad alemana, que probablemente pudiera generar investigación pura, pero provoca una indeseable «separación del profesional de los demás grupos» (Tufts, 1929, pág. 1). Los americanos nunca habían sido estudiosos ajenos al mundo, sino profesores socialmente comprometidos e implicados en su entorno. De ahí que el objeto de sus investigaciones fueran las condiciones de trabajo de los obreros y las de vida de los habitantes de la ciudad, y que ellos mismos participaran en las comisiones de arbitraje para ayudar a los desfavorecidos. No se pueden encontrar fenómenos similares en Alemania. Para los estudiosos alemanes, la filosofía educativa ideal era exactamente antiutilitarista, orientada a la totalidad del individuo y la nación (véase el capítulo 9) y opuesta a la diferenciación de las ciencias. Se consideraban avalados por la filosofía de la antigüedad y el idealismo alemán y, en consecuencia, el acceso a la educación preparatoria para la universidad (el Gymnasium) estaba limitado básicamente a las clases sociales más altas, y durante todo el siglo XIX, el griego, el latín y la religión sumaban el 50% del currículo de esta escuela preparatoria para la universidad; en 1990, proporcionalmente se enseñaba más el alemán como materia escolar, en detrimento de las lenguas extranjeras (Tröhler, 2009b). Un luteranismo cultural dominante surgido en el contexto del creciente nacionalismo a partir de 1871 (Müller, 1992) convirtió las facultades de filosofía de las universidades — con su profesorado nacionalista alemán, elitista y cuidadosamente seleccionado— en baluarte contra la educación experimental o empírica (Schwenk, 1977; Drewek, 1996; Hopf, 2004). Nunca se pudieron librar del adjetivo «utilitarista», que en el entorno ideológico de la intelectualidad alemana solo podía ser peyorativo. El hecho de que los empiristas alemanes estuvieran en contacto con sus colegas extranjeros no les ayudó, sino todo lo contrario. El mundo occidental era considerado materialista, algo que a menudo se equiparaba con democracia, y la democracia, para muchos intelectuales, y en palabras de Thomas Mann (1918/1988), era una «traidora a la Cruz» (pág. 419) (véase también el capítulo siguiente). En cambio, Bismarck era considerado el segundo Lutero, y Mann (1918/1993) postulaba en 1918 la necesidad de un líder (Führer), un gran hombre de origen alemán, que pusiera fin a la engañosa democracia (págs. 231, 358). Y así, unos años después Spranger llegaba a la conclusión de que la dictadura era la consecuencia natural de la democracia, tal como se veía en Rusia e Italia. Sin embargo (1926/1928), Spranger apoyaba la dictadura italiana (a Mussolini), porque había puesto al frente del país a una «especie de redentor», porque «quien posea la gran idea del Estado, el verdadero líder (Führer), es quien ha de gobernar. Lo más importante es la idea» (pág. 30). En este marco lingüístico e ideológico, la idea de intercambio mutuo, deliberación y reconstrucción del conocimiento mediante la nueva experiencia tuvo que ser mucho más que extraña. La diferencia se hace más evidente aún en otro pasaje de la autobiografía de Tufts. En él (Tufts, 1939b) dice que Hugo Münsterberg, quien después de terminar el doctorado

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con Wundt fue invitado a Harvard por William James, estaba interesado por la política americana. Münsterberg le preguntó a Tufts por la diferencia entre el partido demócrata y el republicano. Tufts se refirió a la cuestión de los impuestos a las importaciones, un tema muy debatido en la campaña de 1892 (que ganó Grover Cleveland). En su respuesta, Münsterberg decía que en Alemania quienes decidían en asuntos como ese eran los expertos, no los partidos políticos. Decía Tufts (1939b): Y luego surgió la cuestión tan significativa y reveladora de la gran brecha entre el pensamiento alemán y el americano: «¿He de entender, entonces [pregunta Münsterberg], que los dos partidos están a favor de la república?» Le aseguré que así era. No pensaba entonces que vería el día en que un partido acusaría al otro de intentar abandonar la república en favor de la dictadura. (Pág. 12)

Tufts escribía estas líneas en sus últimos días, a finales de los años treinta, lo que le permitía plantear las diferencias. Con independencia de la agudeza mental de Tufts, es evidente el dominio del protestantismo cuando el mundo occidental cruzaba el umbral de entrada a la modernidad durante el siglo XIX: dominaba las ideas sobre el niño, sobre el alma y sobre el futuro ciudadano. Las distintas confesiones del protestantismo fueron decisivas para los diferentes destinos, en Estados Unidos y Alemania, de la psicología y la educación empíricas. El próspero conductismo daba la democracia por supuesta y se abstenía de promesas de salvación explícitas de la educación —eran pragmáticos, en su sentido habitual—, en cambio los pragmatistas defendían una visión de la democracia más relacionada con el ideal de las comunidades del siglo XVIII que con las sociedades de masas modernas. En consecuencia, rechazaban la idea de expertos (Grube, 2012) y eran escépticos sobre las instituciones democráticas modernas (Tröhler, 2010a). Como Lay en Alemania, los pragmatistas esperaban un Reino de Dios en la Tierra, un reino, sin embargo, que hubiera sido distinto del que Lay tenía en mente. Entretanto, el conductismo prometía con éxito una sociedad basada en los expertos y en la experiencia. John B. Watson, que había hecho el doctorado con John Rowland Angell y John Dewey en Chicago, decía con aplomo en 1924: «Corresponde a la psicología conductista saber predecir y controlar la actividad humana. Para ello, ha de reunir datos científicos con métodos experimentales» (Watson, 1924/1925, pág. 11). Como Dewey, Watson no era hijo de ministro protestante, pero, al igual que él (y, por cierto, que Piaget), sí tenía una piadosa madre protestante («una baptista apasionadamente devota») y se socializó en el contexto de la Convención Baptista del Sur (Carolina del Sur), en la que no tuvo efecto alguno la teología protestante liberal que había influido en los protestantes del norte. El mayor deseo de su madre era que su hijo John Broadus —al que llamaron así por John Albert Broadus, un destacado teólogo y ministro baptista que fue rector del Seminario Teológico Baptista del Sur— recibiera un día la llamada de predicar el Evangelio (Buckley, 1989, pág. 4). A diferencia de Dewey, Watson quería controlar y prever los procesos. En su ensayo «Problemas prácticos y teóricos del instinto y los hábitos», afirmaba que «la mayor parte de nuestros problemas biológicos y psicológicos hoy se encuentran en los procesos de crecimiento y desarrollo de los organismos particulares, y en especial en lo que se refiere a los métodos de predicción, control y regulación de ese desarrollo» (Watson, 1917, pág

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53) y definía la psicología como básicamente el «estudio de la conducta». El problema tanto del aula como del laboratorio es detectar las capacidades instintivas del individuo y aquello que «se le puede enseñar a hacer» y los métodos que «le llevarán con mayor facilidad y rapidez a hacer tanto lo que la sociedad le exige como aquello que solo él como individuo puede hacer» (pág. 54) Una vez que los psicólogos han descubierto las leyes del alma humana, los educadores, o expertos educativos, pueden formar a la persona como desean: «Es lo que les ocurre a los individuos después de nacer lo que hace a unos artesanos de la madera y aguadores, y a otros diplomáticos, ladrones, hombres de negocios de éxito o científicos afamados» (Watson, 1925, pág. 217). Aunque sus promesas eran exageradas, el conductismo era muy atractivo para los líderes de las democracias de masas modernas del siglo XX. Era lo opuesto de la idea intangible luterana de Bildung, ponía límite a la supuesta incertidumbre del pragmatismo, y denotaba viabilidad. Sin embargo, confundió las experiencias de la Segunda Guerra Mundial y el papel de los expertos en tecnología con la idea de experiencia que iba a imponerse en Estados Unidos, y la psicología conductista siguió viviendo en forma de psicología de la cognición. De la mano del culto a la experiencia, encajó perfectamente en la ideología, primero, de la Organización para la Cooperación Económica Europea (OCEE) y, después, de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (a partir de 1960) (véase Tröhler, 2010b). 82. «Los estudiosos alemanes tenían que darse cuenta a la fuerza de que el interés público por los estudios empíricos sobre el niño y la juventud era mayor fuera que en Alemania, algo que era especialmente malo, pues los alemanes se consideraban los creadores de esta disciplina y pensaban que los otros países les copiaban» (Hopf, 2004, pág. 85). En efecto, la investigación alemana era muy apreciada en el extranjero, como se puede ver, por ejemplo, en el caso de Edward Wheeler Scripture, profesor de psicología de Yale, que impartía sus seminarios particulares en alemán y solo debatía sobre obras alemanas, y al final de sus seminarios se cantaban canciones alemanas de estudiantes (véase Sokal, 1980, pág. 258). El declive de la educación empírica en Alemania fue paralelo al de la historiografía en la psicología; Pongratz (1980), historiador de la psicología, habla de los «cincuenta raquíticos años» que van de 1912 a 1962. 83. Como se muestra en la introducción de este libro, el espíritu está en la base de los intereses protestantes, lo que, en el contexto de la atracción que despertaban las ciencias modernas en el siglo XVIII, llevó a la emergencia de una rama de investigación específica llamada Erfahrungsseelenkunde (una forma temprana de psicología experimental). Sus agentes fueron casi exclusivamente devotos protestantes alemanes. La tesis general era que la observación de las experiencias arrojaría luz sobre la vida interior de la persona. 84. El objetivo es la autoobservación, en la que «nuestra atención» se dirige a «las ocurrencias esperadas antes incluso de que se produzcan»; «seguimos un plan para dar con cada uno de sus elementos y […] usamos instrumentos artificiales de ayuda para nuestros órganos sensuales» (Wundt, 1882/1985, pág. 135). El fin es medir los procesos psíquicos, es decir, la relación entre los estímulos físicamente medibles (los sonidos, la luz, el tacto) y las reacciones psíquicas detectables con exactitud que resultan de ellos. No solo se pretende fundar una ciencia nueva distinta de todas las demás, sino dar una sólida base a las otras, pues la «conciencia» científicamente inexplorada será la que nos dé una imagen precisa del mundo exterior (págs. 154 y ss.). 85. Durante la Feria Internacional de Chicago de 1893, los psicólogos americanos tenían un pabellón donde los visitantes, y en especial los americanos, medían sus tiempos de reacción. Los experimentos iban dirigidos a las diferencias individuales, no a la idea de espíritu (Sokal, 1980, pág. 264). 86. Gustav Oscar Berger terminó el doctorado un año antes que Cattell, en 1885, dirigido por Wundt. Debido a la precaria situación económica de su familia, para tener algún ingreso tuvo que ayudar a Cattell con sus experimentos (véase la carta de Cattell de 23 de diciembre de 1884, citada en Sokal, 1981, pág. 147). 87. Los Grundzüge fueron traducidos por el psicólogo británico Edward Bradford Tichtener y se publicaron en 1902 con el título de Principles of Physiological Psychology (Londres: Palgrave). Tichtener había hecho el

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doctorado con Wundt en 1892. Después pasó a la Universidad Cornell a impartir psicología. 88. Dewey era uno de los escasos exponentes de este movimiento más amplio cuyos padres no eran ministros eclesiásticos. Sin embargo, se crió en un devoto ambiente congregacional en Burlington (Vermont), y su madre estaba profundamente influida por el Segundo Gran Despertar. 89. Las clases de Mead están publicadas (Mead, 2008). Se basan casi exclusivamente en la literatura pedagógica de la época, por lo que no se consideran autores católicos ni judíos, ni tampoco, a excepción de Wundt, luteranos (Biesta y Tröhler, 2008, págs. 14 y ss.). Esta selección no es en modo alguno una discriminación hecha a propósito, sino la expresión de una afinidad cultural (y por tanto lingüística) apenas consciente. Los «enemigos» eran las filosofías (dualistas).

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9. La geisteswissenschaftliche Pädagogik alemana y la ideología de la Bildung Como hemos visto en el capítulo anterior, a partir de 1900 empezó a imponerse en Alemania una doctrina educativa llamada geisteswissenschaftliche Pädagogik (pedagogía humanística). Se oponía a los enfoques experimental y empírico de la investigación educativa. Este lenguaje educativo ha afectado, el menos en cierto grado, al pensamiento educativo alemán hasta hoy, como se puede ver en el capítulo con que concluye este libro. La red de geisteswissenschaftliche Pädagogik triunfó en torno a 1925, en la segunda mitad de la República de Weimar, sobre la base de diferentes acertadas estrategias (en el ámbito organizativo, institucional y de la literatura y la prensa): • el establecimiento de la educación como una de las humanidades de las facultades de filosofía de las universidades y, con ello, el rechazo de la educación como ciencia empírica;90 • el dominio del discurso geisteswissenschaftlich en las publicaciones educativas, en especial en la revista Erziehung, creada por los mandarines de la geisteswissenschaftliche Pädagogik: Aloys Fischer, Theodor Litt, Herman Nohl, Eduard Sprenager y Wilhelm Flitner (editores de la revista); • la codificación del conocimiento del campo en manuales, por ejemplo, el Handbuch für Pädagogik; • la compilación de estudios científicos en la serie que editaba Herman Nohl, Göttinger Studien (1923-1939; 32 vols.); • la serie de libros de texto editados por Elisabeth Blochman, Herman Nohl y Erich Weniger, Kleine pädagogische Texte (1930-1973; 43 vols.).91 En cuanto a los contenidos, las estrategias se basaban en construcciones históricas como las siguientes: • El Deutsche Bewegung, o movimiento romántico alemán, de alrededor de 1800, con su ideal de Bildung. Los pedagogos geisteswissenschaftliche coincidían en considerar que Johann Gottfried Herder representaba el punto de partida del movimiento, y Johann Gottlieb Fichte, su culminación. Eduard Sprange (y muchos otros) hicieron de Wilhelm von Humboldt el teórico de este movimiento (Spranger, 1910). • Una interpretación de las diversas y variables corrientes de pensamiento de la educación progresista que las homogeniza en algo que se considera el precursor de la

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geisteswissenschaftliche Pädagogik. Desde el punto de vista normativo, el lenguaje geisteswissenschaftlich de la educación se basa en: • una orientación filosófica hacia la metafísica luterana, la idea metafísica de Geist (mente, espíritu); • una orientación política hacia el romanticismo alemán y, por consiguiente, el escepticismo sobre la democracia; • el escepticismo sobre la modernidad en su conjunto y, en particular sobre la ciencia ( o ciencias) moderna; • la afirmación de la independencia de la educación de los contextos social, económico y político. Los dualismos A principios de los años veinte, Alfred Vierkandt, uno del los padres fundadores de la Asociación Sociológica Alemana, publicó Der Dualismus im modernen Weltbild (Vierkandt, 1923). Decía en el libro que el pensamiento moderno, basado en Hegel y Schopenhauer, había experimentado a partir de 1900 un cambio de la vieja y teísta Weltanschauung (visión del mundo) a la visión «dualista» de la vida (págs. 5 y ss.). La nueva forma de pensar abandonó el racionalismo y se orientó a la vida (Leben), que se caracteriza por los dualismos esenciales entre «un mundo animalista-biológico y un mundo del espíritu o alma (Geist)» (pág. 6). El mundo del espíritu tenía sus propias leyes pero, pese a ello, también estaba determinado de manera informal por las condiciones del mundo empírico, porque las Weltanschauungen siempre son «formas personales de una visión general que es de naturaleza colectiva» —o, en otras palabras, discurso, tal como aquí se emplea—. Vierkandt seguía diciendo que el dualismo de la época se manifestaba en la filosofía, el arte, la cultura y la vida espiritual. Luego distinguía entre una fase superior y otra inferior del ser humano, entre cultura y civilización, el racionalismo de la razón pura y el racionalismo de la comprensión, el individualismo como autonomía dentro de la sociedad y el individualismo como un «estado de desintegración atomista y descomposición» (págs. 87 y ss). El análisis que Verkandt hacía del pensamiento de la época, y sobre todo del alemán, era muy preciso, como lo demuestra el desarrollo de la educación geisteswissenschaftliche, que, en efecto, se basa en el pensamiento dualista. Los dualismos aparecen de forma concentrada en un ensayo de Herman Nohl de 1926, «Die Einheit der Pädagogischen Bewegung» («La unidad del movimiento educativo») (Nohl, 1926) que probablemente es el resumen más breve y sucinto de la doctrina geisteswissenschaftlich como expresión de un lenguaje luterano de la educación. Los dualismos son: práctica y Geist; pluralidad y unidad; interioridad y exterioridad. La yuxtaposición es entre la realidad plural y externa frente a la unidad interna del

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Geist, o unidad mental-interna. La distinción es descriptiva a la vez que normativa, porque favorece la unidad interna del Geist, y no es original. Ya se debatió en Alemania en el contexto del pensamiento ilustrado del siglo XVIII, en el movimiento romántico alemán. En el ensayo, Nohl analiza los debates sobre las leyes educativas que se produjeron en la Conferencia Escolar (Reichsschulkonferenz) de la República de Weimar en 1920. Dice que el caos, el alboroto, la falta de acuerdo y la incoherencia de los debates son el reflejo de otros debates políticos y sociales más amplios y parece que apuntan a que no existe en ellos una cohesión, en sentido platónico. Aun yendo más allá del discurso de motivaciones políticas, dice Nohl, sigue habiendo una multitud de movimientos educativos que sencillamente parecen incompatibles. Si se observan estos movimientos de reforma desde fuera, todo lo que se percibe es una «revolución educativa» que se distribuye en conceptos al parecer independientes. Nohl lo llama una conclusión «externa» falsa, que contrapone a la siguiente hipótesis apodíctica: si estos diversos movimientos educativos representan algo que sea verdad y vivo, entonces debe haber una unidad última entre ellos. El concepto de verdad que Nohl menciona se refiere a la idea de verdad de la filosofía alemana de la época; es no empírica y se opone explícitamente a la idea pragmática del conocimiento como dependiente de la experiencia. La concepción que en ese tiempo se tenía de la vida (Leben), común en 1900, también era no empírica como lo es en la ciencia moderna, y expresaba la idea de la experiencia mística y holística de la vida, que Wilhelm Dilthey, el maestro de Nohl, había contrapuesto a las ciencias naturales. La unidad que Nohl (1926) propone observar en los diversos movimientos que se dan a partir de 1900 es la «unidad de un nuevo ideal del hombre alemán» (pág. 58). Esto no solo homogeniza las múltiples formas de educación progresista, sino que las limita al ámbito nacional. De modo que Nohl recorta y acota la educación progresista para poderla utilizar para el desarrollo de una doctrina nacional de geisteswissenschaftliche Pädagogik. El enfoque del pensamiento dualista no solo era implacable entre los pedagogos y filósofos alemanes. Probablemente nadie en esa época exponía de forma más concisa la carga del dualismo que el tan apreciado novelista y ensayista Thomas Mann, que identificaba el carácter alemán como una actitud espiritual y apolítica. Mann decía que la diferencia entre Geist y política incluye la diferencia entre cultura y civilización, espíritu y sociedad, libertad y derecho al voto, arte y literatura. Para Mann, la alemanidad es cultura, alma, libertad, arte, y no civilización, sociedad, derecho al voto, literatura (Mann 1918/1993, pág. 23; véanse también págs. 160 y ss., 240, 248). Mann y otros critican la democracia y el capitalismo occidentales, de los que se pensaba que encarnaban estos dos movimientos «no-alemanes» (Kamphausen, 2002). Mann llegaba a identificar la democracia con el materialismo o el capitalismo (págs. 233, 346),92 y atacaba a los tres, señalando que la política en general era «no-alemana» e incluso «hostil a Alemania» (págs. 21 y ss., 29, 256. 268), porque los alemanes, con su filosofía de la vida, eran un «pueblo de vida» (págs. 76, 181 y ss.) Para Mann, esta idea de vida era la más alemana, la más en sintonía con Goethe y, en sentido religioso, la idea conservadora más elevada, mientras que la democracia estaba en contradicción con el cristianismo y era traidora a la

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Cruz (pág. 419). En esto, Mann representa la corriente general de la comunidad académica alemana, que, según Fritz K. Ringer, estuvo en estado de declive desde 1890 a 1933 (Ringer, 1969). Otra voz de esa corriente dominante es Werner Sombart, sociólogo y nacional economista, que habla de la Primera Guerra Mundial como una guerra entre el espíritu comercial y el heroico (Sombart, 1915, pág. 5), y dice que Occidente tiene el espíritu del tendero mezquino, mientras que los alemanes poseen el espíritu del guerrero. Esta comparación dualista era habitual en la época y la utilizó, prácticamente al pie de la letra, el filósofo alemán Max Scheler (Scheler, 1915, págs. 94 y ss.). Lo notable es que Alemania era la principal potencia económica de Europa en la época de la Primera Guerra Mundial. No obstante, solo se reprochaba el materialismo a los países del oeste. Sin embargo, esta discrepancia entre la prosperidad económica de Alemania y la ideología alemana, o entre materia y Geist, no se debía a una falta de conocimiento sobre la fuerza económica nacional de Alemania. Al contrario, conscientemente se anulaba la contradicción con más dualismo, el de la pureza interior y la corrupción exterior. Así se observa claramente en la obra de Rudolf Eucken, filósofo nuevo idealista de la vida (Lebensphilosophie) y premio Nobel de Literatura. Eucken reconoce que Alemania, como Francia, Inglaterra o Estados Unidos, había experimentado un enorme crecimiento económico en el siglo XIX. Sin embargo, la diferencia fundamental según Eucken (1914) es que ese avance no corrompió el verdadero carácter de los alemanes: Así pues, ¿nos hemos alejado de nosotros mismos al dirigirnos al mundo visible, al desarrollar nuestras fuerzas sobre la tierra y el agua, al ponernos al frente de la industria y la tecnología? ¿Hemos negado, pues, nuestra verdadera naturaleza interior?

Y eso lo pregunta para responder inmediatamente: «No, y mil veces no» (pág. 8). Esa auténtica naturaleza, que según Eucken distingue a los alemanes del resto de las naciones, es una vida espiritual interior, religiosa en sus orígenes y que en el transcurso de la historia pasó a caracterizar toda la vida y el pensamiento alemanes. La filosofía alemana, dice Eucken, es esencialmente distinta de todas las demás filosofías; no es una mera autorientración en el mundo dado, sino un osado intento de comprender el mundo desde dentro de nosotros mismos; crea grandes masas de pensamiento, sistemas monumentales, y con estos sistemas intenta penetrar en el mundo visible, incluso convertirlo en invisible (págs. 12 y ss.). Eucken, como Thomas Mann, pensaba que esta vida espiritual interior se podía ver en el arte alemán y, en especial, en la música alemana (Eucken, 1914, pág. 13). Mann (1918/1993) entiende el arte, de forma dual, como lo opuesto de la política (pág. 301) y la alemanidad, o el carácter alemán, como equivalente a arte (págs. 106, 129). La música y el carácter alemanes se fusionaron con la música de Martín Lutero; la música se convirtió en una forma de ética (pág. 311). Para Mann, el arte es la expresión de la Bildung, un término acuñado por Goethe y exclusivamente propio de los alemanes (pág. 497) que remite al cultivo, a la formación de la vida espiritual interior del hombre (pág. 249). No cabe sorprenderse, pues, de que Mann enviara a sus hijos a la Landerziehungsheime, las escuelas del campo fundadas por educadores alemanes y

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basadas en las ideas de la educación progresista,93 o Reformpädagogik, que en Alemania nació de motivaciones pietistas (Osterwalder, 1988) sobre una base religiosa (Baader, 2002). Era en este contexto en el que Eduard Spranger, profesor de educación y filosofía de Berlín y destacado miembro de la geisteswissenschaftliche Pädagogik, menospreciaba la obra de John Dewey, que reducía a una educación meramente económica y técnica. Spranger (1915/1966a) la consideraba infinitamente inferior a la «latitud (amplitud) de la educación alemana» (pág. 30). Para él, la obra de Dewey representaba —en total oposición a los altos fines entretejidos en la mente alemana— un lamentable utilitarismo de cocina y apaños que había que contrarrestar con la «teoría de la Bildung ideal» (pág. 37). La construcción de dos totalidades: la personalidad interior y el volkstaat nacional En Alemania, la resistencia al empirismo junto con una tendencia que Dewey rechazaba como la Quest of Certainty (Dewey, 1929) (búsqueda de la certeza) condujo a dos conceptos análogos de totalidad o integridad. Mann (1918/1993), al hablar de la creencia, ofrece una vez más una formulación concisa de cómo se marginaba la dimensión social empírica en favor de la perfección moral tanto del individuo como de la nación como visión religiosa. El «ethos personal» es primario, precede al ethos social (pág. 518). El hombre no es un simple ser social, porque también es, en contraposición dualista, un ser metafísico. Por esta razón, el hombre no es meramente individuo, sino, y ante todo, «personalidad» (Persönlichkeit) (pág. 240), lo que significaba una vida espiritual interior que surgía mediante el esfuerzo y el autocultivo, o la Bildung (encontraremos exactamente la misma tesis en la oposición alemana al estudio PISA en el capítulo 12). Aquí Mann utiliza un concepto que también fue fundamental en la teología luterana liberal sobre la salvación a partir de la profunda crisis de fin de siècle. El concepto de Persönlichkeit atrajo mucho a los pedagogos, y se popularizó gracias a un libro ampliamente acogido, Die Persönlichkeits-Pädagogik, escrito en 1897 por Ernst Linde, uno de los adversarios del herbartianismo. Mann (1918/1993) escribe que el hombre no es un ser solo social, sino también metafísico, y el ser alemán es ante todo un ser metafísico (pág. 274). Sin embargo, además de la personalidad interior, la nación, o la «emergencia de la nacionalidad desde elementos religiosos, la idea nacional como una religión», también tiene primacía sobre las dimensiones política y social del hombre (pág. 518). Dado que no se puede politizar lo absoluto, dice Mann, es importante seguir a Kant y separar y distinguir la vida nacional espiritual del ámbito político (pág. 262) y no hablar de democracia sino de Volksstaat (págs. 237, 263) o de la nación étnica, la comunidad que comparte un ethos. Sin embargo, la solidaridad de todos estos espíritus no es en sí producto de la mente, sino la solidaridad que emerge «orgánicamente» de la homogeneidad de la forma de ser (pág. 314). En consonancia con Mann, Sombart dice que cada persona individual solo se puede perfeccionar a sí misma en el marco de las características típicas de su gente (Sombart, 1915, pág. 113). Marianne Weber, esposa del famoso sociólogo Max Weber, dice en

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1916 sobre el estallido de la guerra que todo el mundo pensaba que se produjo por haberse convertido ellos mismos en un todo superior (Weber, 1919, pág. 158). El rencor iba dirigido contra la pluralidad democrática y el «espíritu igualador y atomizador de la Ilustración, en contra de las ciencias que se estaban diferenciando y especializando, y en contra de su dimensión internacional» (Langbehn, 1891, págs. 1 y ss.). La verdadera individualidad no es la que muestran las personas que buscan su propio beneficio, dice Sombart (1915, pág. 113), sino la del alemán que sirve a la alemanidad (Langbehn, 1891, pág. 5), que ha sido elevada a la categoría de «idealismo heroico» (Sombart, 1915, pág. 113). La democracia occidental se considera una atomista «suma de individuos», y se contrapone al concepto alemán de Nación, que es una «comunidad de personas que constituye una unidad», «la organización deliberada de algo que trasciende de los individuos», a la que las personas individuales (Sombart, 1915, pág. 76) que son Persönlichkeiten (que han cultivado la personalidad) pertenecen como partes. Sombart (1915) concluye que, además de esta orientación hacia el concepto del todo, se sobrentiende el hecho de que deba haber un compromiso firme y permanente de crear personalidades fuertes, exclusivas e independientes, que en última instancia son el más preciado mérito del Pueblo (pág. 126). Para Eucken, el principio de la vida espiritual interior como el «conjunto de la personalidad» es el que da a los alemanes su «importancia histórica mundial» (Eucken, 1914, pág. 22), pues constituye el «último dique que impide que se desborde el lodo del comercialismo» (Sombart, 1915, pág. 145). Al analizar el alma de los alemanes, el filósofo Paul Natorp (1918) distingue entre «verdadero» y «pleno», por ejemplo, la «individualidad alemana» de la individualidad meramente contingente que asocia a la particularidad (pág. 52). Y así estigmatiza a Occidente como «civilización» y «sociedad», mientras que solo los alemanes son considerados un Volk (pueblo) de «cultura» y Gemeinschaft (comunidad) (pág. 55). Según Natorp, en Alemania la democracia significa algo distinto de lo que significa en las demás naciones. Para los alemanes, la democracia no tiene connotaciones de multiplicidad ni pluralidad, sino de «la totalidad de los camaradas del Volk». Solo esta interpretación merece llamarse «auténtica democracia», que exige una economía social y una educación social, mientras dice que Pestalozzi, el «suizo esencialmente alemán» (pág. 131), es un antitipo. Todo lo que parecía encajar en la ideología nacional alemana se adaptaba e interpretaba como alemán; todo lo que parecía extranjero se rechaza de plano: ¿Internacionalización? Al diablo con ella […] Comprendemos a todos los pueblos extranjeros, pero ninguno nos comprende a nosotros, ninguno nos sabe comprender […] No nos entienden, pero sienten nuestra inmensa superioridad espiritual/mental […] Vayamos pues los alemanes de estos tiempos orgullosos por el mundo, con la cabeza alta, con plena convicción de que somos el pueblo de Dios. (Sombart, 1915, pág. 132)

La totalidad völkisch (nacional) como suelo abonado para la formación de la personalidad Hay en Alemania una teoría de la educación decididamente nacionalista que se remonta al año 1806, al final del «Sacro Imperio» con Napoleón. En el reino de la lengua alemana

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de la década de 1800, «nacionalista» implicaba una educación dirigida a una comunidad, un pueblo étnico, unido por una misma lengua y unas mismas costumbres. Para los alemanes, la Nación no era el Estado, el Reich alemán, sino la comunidad cultural lingüística. No era casualidad que, después de 1890, de nuevo se leyeran y citaran profusamente las obras de Fichte, Arndt y Jahn, los más prominentes representantes de esa tradición educativa, pero esta vez en un contexto nacionalista más pronunciado, donde völksich vino a connotar al pueblo alemán específico y a menudo iba vinculado al antisemitismo. Es un hecho que lo ilustran muy bien los cambios en cómo se distribuían las fiestas nacionales y cómo se presentaba al Volk. Las celebraciones nacionales en el monumento a Hermann en 1841, 1875 y 1909 son un buen ejemplo. Hermann es el nombre falsamente germanizado de Arminio, el príncipe querusco que derrotó a las legiones romanas en la batalla del bosque de Teutoburgo en el año 9 d.C. Esta legendaria derrota efectivamente echó de Germania a los romanos. El historiador Tácito honra a Arminio en los Anales como libertador de Germania; desde entonces, «Hermann» ha sido la figura más famosa de la primera historia alemana. En 1909 se celebró el 1900 aniversario de la batalla. En contraste con las celebraciones nacionales de 1841 y 1875, aquella ocasión especial, como descubrió la historiadora Charlotte Tacke, sirvió para la «propagación de la ideología nacional y völkisch» (pág. 209), pues se mostró una imagen armoniosa y distorsionada de la primera historia alemana y deliberadamente se evitó la inclusión de declaraciones políticas contemporáneas (pág. 212). En celebraciones nacionales de Hermann anteriores se habían destacado ideas de coexistencia societal; sin embargo, en 1909 se trataba de inculcar en la imaginación de la gente la idea de una sociedad nacional históricamente legítima que nunca más se debía considerar limitada por fronteras geopolíticas (pág. 214). Y, a diferencia de las dos celebraciones nacionales anteriores, esta vez se integró al mundo rural y agrario, para difundir la idea de la unidad völkisch de la sociedad nacional, una unidad que no se pudo cambiar a lo largo de la historia, y una unidad pese a las clases sociales definidas por el oficio (agricultores, artesanos, burguesía, nobleza) (pág. 215). Esta celebración en 1909 de la unidad völkisch de los alemanes superó incluso la tradicional división de roles entre los sexos, según la cual el papel de la mujer está en su casa, y el del hombre, en el mundo exterior. La movilización nacional (pág. 217) requería que las mujeres fueran esposas y madres: La reproducción dentro del matrimonio, la cría de los hijos, en particular la de los varones para que sean guerreros y miembros de la comunidad del pueblo, el cuidado de los heridos y enfermos, y el apoyo a la guerra masculina […] recibieron legitimidad histórica y quedaron fijados como obligaciones de las mujeres dentro de la sociedad nacional. (Pág. 217)

Solo unos pocos años después, al principio de la Primera Guerra Mundial, esta actitud llevó a Sombart (1915) a definir el doble objetivo nacionalista y de género de la educación: «Mujeres de caderas anchas para parir robustos guerreros; hombres de esqueleto fuerte, fornidos, valientes y con aguante para la guerra» (pág. 121). El movimiento de las mujeres burguesas buscaba explícitamente la unidad nacional (Prokop, 1979). Aunque durante la República de Weimar remitió la retórica marcial de los tiempos

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de guerra, la orientación völkisch, que asignaba un papel fundamental a las mujeres, siguió fuerte. Nohl, en una conferencia dada en octubre de 1932, habla de la percepción común de que Alemania estaba en estado de crisis. Su premisa es que «nuestro destino alemán» se decidía en las regiones del este del Elba, pues la glamorosa gran industria solo se podía construir sobre los «cimientos de la fortaleza del Volk». Nohl (1933) exige en consecuencia la reagrarización de Alemania (pág. 43), que junto con la «voluntad de acuerdo» ha dejado de ser una mera cuestión económica, para pasar a ser la «necesaria liberación de nuestras fuerzas nacionales que han estado contenidas» (pág. 44). La fuerza del Volk no es una cuestión de «adalides de la industria ni de líderes de los partidos», sino que se asienta en el pueblo, en el «colono y su esposa», y en última instancia es una cuestión educativa, es decir, una «cuestión educativa social» o «educativa nacional» (Nohl, 1933, pág. 84), en la que las mujeres desempeñan un papel fundamental. Para Nohl, la «elevación del pueblo» y el «creación de la nación» podían ser mayores. Para ello, imagina dos apoyos: las «asistentes femeninas de los pueblos», que ayudarán «a las mujeres, esas criaturas acosadas del mundo», y a las maestras de párvulos, porque es en el parvulario donde los niños aprenden la lengua alemana «en los primeros años, cuando en el alma crecen la lengua y el mito, que guiarán el posterior desarrollo del niño y el adulto» (Nohl, 1933a). La «salud mental/espiritual» de Alemania depende en última instancia de la «posibilidad de una vida familiar y vecinal sana en el campo», que estimula en la comunidad del pueblo la vida, la fuerza y la energía interiores que hacen a toda persona firme y orgullosa (Nohl, 1933a). Para Nohl, la madre/ama de casa es el pilar de la familia, y la familia es la auténtica célula de la vida del Volk. La Nación solo es insuperable cuando estas células actúan con alegría y eficacia (Nohl, 1993b). Wolfgang Klafki, que con Johanna Luise Brickman publicó un estudio sobre la relación entre la geisteswissenschaftliche Pädagogik y el nacionalsocialismo, considera importante subrayar que no se debe etiquetar a Nohl simplemente como el precursor de la educación nacionalsocialista (Klafki y Brockman, 2002, págs. 31 y ss.). Me parece más importante que Nohl, en el contexto de los dualismos fundamentales, viera con actitud negativa el mundo económico, político y social. Solo supo encontrar sentido a través del elogio de la vida del Volk y la educación apolítica. Los pedagogos geisteswissenschaftliche, con su tajante rechazo de la democracia, la industria y la ciencia occidentales, también se privaron de otras alternativas significativas y de la oportunidad de desarrollar otro lenguaje de la educación. La consecuencia inevitable de todo esto solo podía ser la adaptación a las nuevas relaciones de poder que se crearon después 1933. En una carta de mayo de 1933 a Erika Hoffmann, que le había escrito para exponerle sus dudas sobre un grupo nacionalsocialista de alumnas de la Pestalozzi-Fröbel-Haus, Nohl la reprendía: «Debéis aceptar como maestras a esas niñas, que sin duda tienen el comprensible derecho de dibujar esvásticas. Y me alegro por todas y cada una de las alumnas que saben participar en esto de todo corazón» (Nohl, citado en Klafki y Brockmann, 2002, pág. 81). La mismas dudas e impotencia se observan en Spranger, que escribió un artículo sobre Die Individualität des Gewissens und der Staat [La individualidad de la conciencia y el

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Estado] en los tres primeros meses de 1933, en un momento en que Hitler se convertía en Reichskanzler (30 de enero) y el Partido Nacionalsocialista ganaba con el 44 % de los votos (5 de marzo). Spranger (1933) parece sentirse incómodo con lo que llama una especie de posesión demoníaca del Volk (Volksdämonie), pero la única alternativa que tiene es la desventurada alternativa histórica alemana: «No debemos ahogarnos en la posesión demoníaca del Volk, sino aferrarnos a la creencia de Fichte en el Volk». Según Fichte, el movimiento nacional a partir de 1806 había demostrado el elemento divino del Volk alemán, los orígenes que consideraba dignos de tomar cuerpo y salir al mundo. Spranger (1933) cita a Fichte: Esta es la razón de que un día lo divino surja de nuevo de este Pueblo. Es de esta creencia de la que se alimenta la llama ardiente del superior amor a la Patria, el patriotismo que envuelve a la nación como un manto de eternidad. (pág. 202)

La personalidad y la educación del Volk No se consideraba que la educación de la Nación o el Volk fuera la educación totalitaria por parte del Estado, sino el terreno abonado para la Bildung, la formación espiritual de personalidades sólidas y cultivadas que ellas mismas se orientaran a la comunidad del Volk. Según esta idea, la supremacía del pueblo alemán y de la personalidad alemana reside en las cualidades que se afirmaba que poseían: naturalidad, sencillez, pureza e inocencia. Esto —y aquí está la cuestión fundamental— convierte la relación entre las dos totalidades, la persona y el Volk, en parte esencial de la educación. Ningún Volk, dice el filósofo Eucken, se ha preocupado nunca tanto de la persona independiente, y ningún Volk ha comprendido con tanta profundidad la infancia, como los alemanes. Eucken cree que esta aptitud procede de la capacidad de «comprender empáticamente el alma del niño», una capacidad que solo reconoce a los alemanes. Lo cual significa, según Eucken, que en el alma de la persona alemana se ha conservado algo infantil, simple y natural (Eucken, 1914, pág. 13). Este patrón de la totalidad doble y análoga, que a la vez inflama y abandona el mundo empírico, se puede observar ya en un ensayo de Nohl de 1926 sobre el movimiento de la educación unificada. En él intenta demostrar que la finalidad de todas las distintas corrientes del movimiento de la educación progresista es batallar por superar la escolarización parcial del intelecto, la «mera» formación intelectual, en favor de la educación total, que significa, añade Nohl, la educación que es consciente de la comunidad o, más exactamente, del «ideal de una comunidad del Volk». La tarea, dice Nohl, consiste en proporcionar una organización educativa que desarrolle una humanidad unificada, que logre la plenitud de la persona, y que al mismo tiempo estimule la unidad de una forma superior de vida en el conjunto del Volk, que corre el peligro de perderse en el proceso de especialización moderna. Para Nohl, la salvación del Volk alemán de los peligros del mundo moderno, con su pluralidad y división del trabajo, está en educar a los jóvenes en la vida espiritual superior de la idea, en enseñarles que se deben considerar un todo, del que procede el sentido de la vida, para que el Volk pueda brotar como una vida unificada superior en una forma superior de comunidad. Nohl cree sin ninguna duda que

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es este trabajo educativo en la totalidad el que salvará al pueblo alemán de las dificultades del mundo pluralizante. Dice que el futuro de los alemanes depende de este empeño, que el futuro es el destino y la responsabilidad a los que todo educador alemán debe contribuir (Nohl, 1926, págs. 60 y ss.). Esta idea coincide exactamente con las que Nohl había manifestado inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, cuando aún estaba en Bélgica, en el prefacio de una serie de ensayos. Sus palabras expresaban el estado de ánimo de la mayoría de los pedagogos de la época. La desventura de nuestro Volk no tiene otro remedio que la nueva educación de su juventud, la educación en los logros alegres, valientes y creativos (Nohl, 1919, pág. 4). Casi veinte años antes (y por lo tanto mucho antes de la Primera Guerra Mundial), Spranger se lamentaba de la «corrosión interna» de Alemania, que se había convertido en un estado industrial, una democracia social o incluso una anarquía —y promovía el ideal de Fichte de una «Bildung nacional cerrada»— (Spranger, 1902/1972, pág. 201). En 1920, Spranger repetía que solo había una manera de evitar la corrosión política del Volk alemán: la creación de un parlamento educativo cuya misión fuera debatir los asuntos educativos con autonomía y libre de cualquier atadura con la política o la economía. Spranger sabe que nunca habrá una Weltanschauung uniforme. Sin embargo, esto no le lleva a pensar en el pluralismo y la democracia, sino en un «poder espiritual superior» a cualquier Weltanschauung y al que la educación debe dirigir a los jóvenes (Spranger, 1920/1973, págs. 267 y ss.). El influjo de discurso formativo en la administración de las escuelas se manifiesta en la nueva organización de la formación de los profesores en 1925. La constitución de la República de Weimar había establecido cuatro años de educación primaria general para todos los niños en 1920. En un memorando de 1925, el ministro prusiano de Ciencia, Arte y Educación declara que el objetivo de la reorganización de la formación de los profesores de primaria de Prusia es enseñar a los maestros a ser maestros (Bildner) del Volk y educadores de los niños (Erzieher) del Volk, con una elevada conciencia de la vida real. La formación de los profesores debe estar basada en las profundas raíces de la tradición nativa del Volk (Denkschrift, 1925, pág. 7) y proponerse la educación de múltiples sentidos, y no la mera acumulación de conocimientos. La formación de los profesores se ha de convertir en el guardián de la naturaleza y cultura heitmatlich (o nativas) y de las tradiciones heitmatlich (nativas) del Volk (entendiendo por heitmat la patria nativa). Con ello se conseguirían profesores capaces de contribuir a la promoción del carácter y la cultura alemanas sanas del Volk, cuyas raíces están en la tierra y la tradición (Denkschrift, 1925, pág. 8). En otras palabras, el objetivo ha de ser formar al profesor para que esté dispuesto a servir a la comunidad, y formarle en la «personalidad del Führer y el Erzieher» (Denkschrift, 1925, pág. 10). Junto con la lengua alemana, la Keitmat se había convertido en el elemento fundamental del currículo de la auténtica educación. Spranger, uno de los teóricos más influyentes de la Heitmat, veía en la Heimatkunde (o el estudio de la Heimat como asignatura) la oportunidad de superar la creciente especialización de las asignaturas escolares. En contraste con las materias especializadas, Spranger pensaba (1943) que los

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contenidos de la Heimat reflejaban lo orgánico del mundo, la totalidad de la vida (págs. 22 y ss.). Como no se puede ocupar de una sola ciencia, dice Spranger, es el ejemplo más puro de una ciencia totalizadora (pág. 33), la educación en el concepto de totalidad que necesitamos para liberarnos de la fragmentación mental y espiritual del momento. Una vez más, la totalidad se entiende de forma doble: como la unidad del Volk y como nuestra propia unidad interior espiritual y mental (pág. 3). La Bildung en un vacío social: la supuesta autonomía de la educación Las ubicación de las raíces más profundas de la tradición del Volk y la espiritualidad más elevada en la personalidad, se tradujo en una educación que tenía que oscilar entre lo más bajo y lo más alto y, con ello, debía dejar de considerar lo empírico, es decir, las dimensiones social y política. Así es como se construyó la historia de la educación y como el Movimiento Romántico alemán de en torno a 1800 pasó a ser su punto de referencia. En este contexto se desarrolló una teoría de la Bildung. También en este punto Thomas Mann representa el pensamiento de principios del siglo XX. En las muy citadas Reflections of an Unpolitical Man, Mann (1918/1993) se enorgullece de subrayar que el concepto alemán de educación carecía del elemento político (pág. 103), cuando reformula la idea de larga tradición de que la esencia germánica y el concepto de Bildung son apolíticos y antidemocráticos. Remitiéndose a Goethe, Mann dice que la «democratización de los medios de la educación» es el único correctivo, lamentablemente necesario, para la emergente democracia. La verdadera interpretación de la educación pone los problemas sociales y políticos en el sitio que les corresponde: en la personalidad interior (pág. 251). La educación, dice Mann, es la formación de seres humanos, y el espíritu alemán nunca entenderá a los «seres humanos» exclusivamente ni ante todo como «seres humanos sociales» (pág. 236). La politización de la persona alemana ha de tener lugar en el contexto del Volksstaat, no en la democracia, porque solo así el pueblo alemán puede cumplir con «las tareas de la supremacía» (págs. 264 y ss.). En esta misma época, Sombart formulaba la interpretación alemana de la libertad, y en 1915 escribía que la libertad en sentido alemán significa ante todo estar liberado de la esclavitud insufrible de la opinión pública o, en otras palabras, de la verdadera institución democrática. Ser libre significa la integración del individuo en la armoniosa belleza del todo (Sombart, 1915, pág. 124). En este vacío social y político entre el mínimo común denominador o la totalidad del pueblo germánico, y el todo más elevado o la totalidad de la personalidad germánica, a la educación hay que asignarle el atributo de ser autónoma, un atributo que en los estudios en lengua alemana se ha venido definiendo y afirmando de múltiples formas hasta la actualidad. La idea se basaba en la que encarna el término Bildung que se había cultivado en la segunda mitad del siglo XVIII como consecuencia de la acogida despolitizada e interior de Shaftesbury (Horlacher, 2004). Ya en esa época, la Bildung se blandía contra la Zivilisation occidental, con el punto de mira puesto principalmente en Francia. La Bildung se convirtió en el epítome del Movimiento Romántico alemán de en

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torno a 1800. Y así fue como, basándose en el concepto de Bildung, cristalizó la geisteswissenschaftliche Pädagogik en el contexto de la confusión y las incertidumbres que rodeaban a la ley de educación del Reich. La idea de la autonomía de la educación recibió su fuerza ideológica de los debates a menudo encendidos sobre la ley de educación. Los debates se interpretaban como el reflejo de una comunidad del Volk desmembrada por la democracia, y la misión de la educación debía ser reconstruir esa comunidad. Wilhelm Flitner (1928/1989) decía en 1928, como editor de la revista Erziehung, que la tarea de los educadores no era la de tomar partido ni, en otras palabras, la de hacer que las personas fueran capaces de intervenir en la democracia. Al contrario, la educación se ha de orientar al mundo superior del conjunto, al auténtico Volk. En cuanto a la polémica entre democracia y Estado autoritario, los pedagogos se deben guiar exclusivamente por un objetivo superior: la auténtica comunidad (pág. 244). Según Flitner, este es el auténtico Volk, la Iglesia invisible, la verdadera comunidad, cuyos contenidos son legítimos si tienen un puesto en el mundo espiritual interior de la Persona. Ahí reside la autonomía de la educación cuando analizamos las dependencias societales (pág. 244). Flitner no niega la necesidad de una tensión en la vida política, pero esta solo significa que la educación tiene ciertas leyes internas que no se deben negar, porque supondría abandonar la responsabilidad educativa (pág. 248). La política es exterior —lo que significa polémica y pluralidad— y sus límites están donde empieza la libertad interior del deber de la educación (pág. 252). Un año después, en 1929, Erich Weniger, que fue alumno de Nohl, ponía doble énfasis en la autonomía de la educación. Esa autonomía era, en primer lugar, parte del moderno proceso de atomización en diferentes áreas culturales, y, en segundo lugar, se debía defender con fuerza de los ataques de estas otras áreas culturales. Weniger (1929/1952) dice de esta situación que es trágica, porque la educación era el mejor medio de defender la libertad y la dignidad del hombre (pág. 72). La autonomía de la educación pasó a ocupar el primer plano en tres áreas: en la conducta educadora del pedagogo, en las instituciones educativas y en la ciencia (pág. 75). Para Weniger, la primera área era la más importante, porque la práctica educativa autónoma no dependía del estatus de la educación como ciencia, sino que ese estatus simplemente la favorecía o la dificultaba (pág. 76). Weniger basa esta idea en una de las afirmaciones que Nohl hace en el ensayo que publicó en Erziehung: el maestro no es un simple proveedor de servicios a la familia, el Estado o la Iglesia. Sirve a su propia idea superior, es decir, al desarrollo mental y físico de los niños, que se supone que consiste en cultivar los órganos de una vida superior (pág. 77). Era una idea que no tenía nada de nueva; sus orígenes estaban en la educación progresista. En el prefacio a una serie de textos llamados Vom Kinde aus (Desde la perspectiva del niño), el editor, Johannes Gläser (1920), en nombre de la Comisión Educativa de los Amigos de la Escuela de la Patria y el Departamento de Educación de Hamburgo (Arbeiten des pädagogischen Ausschusses der Gesellschaft der Freunde des vaterländischen Schul-und Erziehungswesens zu Hamburg), dice que rechaza todo lo que a la educación se le exija para fines del Estado, la Iglesia, el partido o el comercio. La educación trata del «crecimiento imperturbado» (Gläser, 1920, pág. 9),

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para poder sustentar el conjunto del espíritu del niño (Gläser, 1920, pág. 14). Del mismo modo que para el movimiento de la educación progresista los niños y jóvenes eran «sagrados», la geisteswissenschaftliche Pädagogik partía de la premisa de que estaban «próximos a Dios». Era algo similar a lo que por entonces decía el historiador Ranke de que, si toda época tiene su particular tendencia y su propio ideal, también toda época es una manifestación de la voluntad de Dios, está «próxima a Dios». Esto significaba que la individualidad de la historia era la expresión de la providencia divina. Asimismo, la educación siempre significaba actuar de «abogado del niño» frente a las demoníacas exigencias de la sociedad. Weniger (1929/1952) dice que los poderes de la vida buscan en los jóvenes a sus sucesores, sus sirvientes y sus trabajadores; buscan la propiedad absoluta. En cambio, la autonomía significa insistir en la libertad del hombre, en su acuerdo y su voluntad interiores. En medio de las confusas y simultáneas exigencias que la sociedad hace a los jóvenes, la autonomía educativa es un medio para asegurar la unidad y la plenitud humanas; un dique de contención contra el peligro de ser despedazado y aventado. Aquí es donde interviene de forma fundamental la Persönlichkeit del maestro o educador del niño (págs. 82 y ss.). La frágil base teórica de la tesis obligaba a la geisteswissenschaftliche Pädagogik a remitirse a construcciones históricas. El lema de la defensa del niño llevaba naturalmente a elevar a Rousseau al puesto de primer héroe de la autonomía educativa. En 1929 y 1930, Georg Geissler, que formaba parte del círculo de editores de la revista Erziehung, publicó una monografía y una serie de textos sobre la autonomía de la educación. Ambas obras empiezan con Rousseau para después, a través de Pestalozzi, pasar a ocuparse solo de autores alemanes hasta el presente. Rousseau era nombrado el «fundador de la autonomía educativa», que había provocado un cambio total en la educación al considerar a «todo el hombre» y al «propio hombre en su totalidad» (Geissler, 1929, págs. 9 y ss.) Aquí la atención se centra en tres factores de la verdadera esencia de la educación: el alumno, el educador y el valor objetivo. El educador es responsable de transmitir al alumno —teniendo en cuenta a «toda la persona»— no principalmente un conocimiento científico del mundo empírico, sino un mundo de ideas y valores para que pueda evolucionar la «totalidad subjetiva del alumno» (Geissler, 1929, págs. 78 y ss). Al final de la República de Weimar, la idea de geisteswissenschaftliche Pädagogik había madurado hasta el punto de que se pudo codificar de forma efectiva en el Handbuch der Pädagogik (Manual de pedagogía) de Nohl y Pallat y adquirir un carácter paradigmático. En el Handbuch colaboraron muchos autores diversos, pero las aportaciones más importantes seguían fielmente la línea de los editores de la revista Erziehung. El primer artículo del primer volumen estaba dedicado a la «Teoría de la Bildung»; el segundo se ocupaba de la «Historia de la Bildung y su teoría». Esta «Historia», que era fruto del trabajo de varios autores, no empezaba con los griegos, sino que introducía el tema con una larga digresión sobre «El carácter alemán», obra de Friedrich Neumann, uno de los colegas de Nohl en Gotinga. El propio Nohl escribió la conclusión de la historia, «El movimiento educativo en Alemania», que una vez más homogenizaba todas las variantes del movimiento de reforma educativa de Alemania y,

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con ello, establecía la premisa de la que derivaba lógicamente la teoría de la Bildung. En otras palabras, esta construcción de la historia sirvió de base de la argumentación de la teoría de la Bildung. Con todo esto, puede sorprender que estos dos ensayos aparecieran posteriormente en forma de libro en 1935, y que hasta 2002 se hayan publicado un total de once ediciones. Aún hoy, este libro es considerado una de las obras educativas más importantes del siglo XX (Horn y Ritzi, 2001). El artículo programático de Nohl sobre la Teoría de la Bildung contiene todos los elementos de esta teoría geisteswissenschaftliche. En primer lugar, siguiendo a Dilthey, el autor examina la «Posibilidad de una teoría general» y, después de analizar las diferentes teorías fundacionales, declara que el campo es un gran terreno de escombros y ruinas. Para Nohl, el enfoque correcto es empezar por la realidad de la educación, que para él no es empírica, sino idealista. Toda área cultural, dice Nohl en tono platónico, se rige por «su propia idea», y esta idea es el fenómeno bien cimentado que ha de constituir el punto de partida de la teoría científica (Nohl, 1933c, págs. 12 y ss.). No detalla por qué es así. El siguiente paso lógico de Nohl (1933c) consiste en ocuparse de la «autonomía de la educación», y afirma que el Estado, la política, la economía y los partidos pretenden instrumentalizar la educación como un órgano ejecutivo que busca sus propios fines. Ante la horrible batalla de estas fuerzas y visiones del mundo, dice Nohl, debemos reforzar la autonomía de la educación que la teoría de la Bildung demuestra. El acto de educar, o la relación pedagógica, ocupa el centro de esta autonomía, que en Alemania solo ha sido posible a partir del descubrimiento de Rousseau de la infancia y de su transmisión por Pestalozzi. Su objetivo es la educación de todo el hombre (págs. 15 y ss.). Es entonces cuando la comunidad pedagógica (Bildungsgemeinschaft) pasa a ser el núcleo de la educación. Es la más trabajosa de las relaciones humanas. La comunidad educativa tiene como objetivo el «despertar de una vida espiritual unificada», un «espíritu (Geist) personal». En esos tiempos polarizadores, necesitamos el modelo del educador de la personalidad, prosigue Nohl, porque cuanto más dispersa o incompleta es esa educación en un determinado momento, más importante es que el alumno vea en la humanidad unificada de su educador la representación de la vida superior (págs. 21 y ss.). Así pues, el objetivo de la autonomía de la educación es la Bildung, que parte de los dualismos y busca la totalidad personal. Como dice Nohl, la Bildung es la forma subjetiva de existir en una cultura, la forma interior y la postura espiritual del alma, que, con sus propias fuerzas, asume todo lo que le llega del exterior para formar una vida interior unificada. Es esta vida espiritual interior la que configura todo lo que se dice y se hace (pág. 27). Por consiguiente, como resume Nohl, este planteamiento solo es posible en un Estado que tenga una extensa Volksbildung. De su exposición de la Volksbildung, Nohl concluye que solo en una vida educada del Volk el individuo alcanza también esta determinación y esta formación. Nohl y sus colegas geisteswissenschaftliche eran buenos discípulos de Fichte, antiguo estudiante de teología en Jena y después admirador de la filosofía pietista de Imanuel Kant, defensor del alma interior frente a las ciencias modernas y que subrayaba la línea

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entre el a priori y el a posteriori, o entre la razón y el empirismo. En los tiempos convulsos que siguieron a la derrota por parte de las tropas napoleónicas en 1806, Fichte supo unir la idea de Bildung y la de superioridad alemana (Fichte, 2008) de la forma más sostenible, reforzando la idea de la Sonderverg alemana, la (idea de una) forma peculiar de avance desde el siglo XVIII. La geisteswissenschaftliche Pädagogik alemana es una expresión de esta idea de peculiaridad y contribuyó enormemente a llevarla más allá del final de la Segunda Guerra Mundial en 1945. La comparación entre la tradición suiza y la americana hará más evidente aún esa peculiaridad. 90. Véase el capítulo 8 anterior. En una conferencia celebrada en Berlín en 1917, se decidió que la formación del profesorado se realizara fuera de las universidades, pues no se consideraba que la educación fuera puramente «científica», es decir, no lo bastante filosófica. Las propias escasas cátedras creadas en las universidades en los años veinte del siglo pasado las ocuparon exponentes de la geisteswissenschaftliche Pädagogik, de los que se pensaba que estaban próximos a la principal tradición filosófica alemana. Véase Schwenk (1977), Drewwek (1995), Tenorth (2002). 91. Muchos de los libros de texto publicados en los primeros años se editaron de nuevo en la década de 1960, algunos de ellos incluso varias veces. 92. A diferencia de la mayoría de sus coetáneos, Mann modificó su actitud hostil hacia la democracia después de 1921. En 1933 huyó a Suiza. 93. El modelo era la escuela de Cecil Reddie, Abbotscholme. El teólogo luterano alemán Hermann Lietz fue maestro en Abbotsholme en 1896 y escribió la novela Emlohstobba (anagrama de Abbotsholme). En 1898, fundó el primer Landerziehungsheim (hogar de educación en el campo). Sin embargo el Landerziehungsheim al que Mann envió a sus hijos (Odenwaldschule) no era antisemita. La Odenwaldschule ocupó los titulares en 2010 por el abuso sexual generalizado al que sus alumnos fueron sometidos durante décadas.

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10. Comparación de los lenguajes de la educación en Alemania, Suiza y Estados Unidos Todo lo expuesto en los capítulos anteriores aconseja una visión comparativa de los lenguajes educativos dominantes en tres países protestantes: Alemania, Suiza y Estados Unidos. Como ejemplo concreto, he decidido observar el lenguaje de la disciplina académica de la educación en Alemania en el siglo XX, más en concreto la corriente general de su doctrina dominante, la geisteswissenschaftliche Pädagogik, tal como la he expuesto en el capítulo anterior, para confrontarla con las ideas educativas de las culturas republicanas clásicas. Lenguaje, historia y educación en Alemania La geisteswissenschaftliche Pädagogik se construyó a sí misma como «histórica y sistemática». La idea que anidaba en esta construcción era que la sistematización de un problema educativo (la teoría) solo se puede entender con su historización y, viceversa, que la historia de la educación es la emergencia del fenómeno debatido que hay que teorizar. Este constructo era al mismo tiempo una expresión del origen luterano de los exponentes de la geisteswissenschaftliche Pädagogik, cuya ideología se afianzó en el discurso educativo. Con este telón de fondo, en la base de la educación no estaba la psicología empírica, sino la construcción ideológica de la historia, empezando por el teólogo luterano Schwarz, como hemos visto en el capítulo 4. Después de arrancar en los inicios del siglo XIX, la «historia de la educación» como parte de la literatura educativa quedó establecida a mediados del siglo XIX en Alemania, desde donde se esparció rápidamente por el resto del mundo occidental.94 Si observamos la historia alemana de la educación desde sus primeros tiempos, encontramos una notable estabilidad que se prolonga hasta hoy. Esta estabilidad se puede explicar por la del lenguaje que la mayoría de los autores educativos alemanes comparte. El análisis de estas «historias de la educación» revela cuatro características singulares y comunes. En primer lugar, las historias son pedagógicas y no científicas, porque fueron escritas con el propósito de catarsis moral en la educación de los profesores. La eclosión incomparable de manuales de historia de la educación a partir de la fundación del Imperio Alemán en 187195 apunta a la segunda característica de estas historias: la nacionalista. Las historiografías alemanas ignoraban a todos los autores no alemanes posteriores a Rousseau, salvo a Pestalozzi. Sin embargo, en 1809, cuando Johann Gottlieb Fichte publicó Discursos a la nación alemana, Pestalozzi era considerado pedagogo alemán de la tradición luterana (Fichte, 1808/2008; 2004). Fichte nos lleva a la tercera

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característica, pues el idealismo alemán era deudor del protestantismo luterano alemán. Las historias de la educación alemanas favorecen a los autores protestantes y subrayan la interpretación evangélica del alma interior del hombre. A los autores católicos por lo general se les margina, y a los educadores calvinistas se les interpreta como protestantes luteranos. Este patrón alemán de la historia de la educación fue acogido y aceptado ampliamente en los países occidentales hasta 1900. Después, tres circunstancias interrelacionadas hicieron posible la emancipación nacional: la diferenciación de los sistemas escolares nacionales, la profesionalización de la formación de los profesores, y la creación de cátedras de educación en las universidades.96 La doctrina dominante en el debate alemán del siglo XX era la geisteswissenschaftliche Pädagogik, desarrollada durante la República de Weimar (de 1918 a 1933) (véase el capítulo 9). Comparado con el debate que se produjo en el siglo XIX, el discurso educativo de la geisteswissenschaftliche Pädagogik se manifiesta más nacionalista, orientado a las que se llaman «ideas de 1914», un motivo recurrente popular de los intelectuales alemanes en los inicios de la Primera Guerra Mundial (véase Lübbe, 1963).El concepto de «idea» no es una referencia casual a Platón. Los estudiosos alemanes creían que la «idea» solo se manifestaba en Alemania y asignaba a los alemanes una misión histórica mundial. Se pensaba que solo los alemanes eran el «alma de la humanidad» (Eucken, 1914, pág. 23) y, por tanto, estaban destinados a cumplir una misión con la «segura convicción de que somos el pueblo de Dios» (Sombart, 1914, pág. 143). La absoluta certeza de la necesidad de librar la Primera Guerra Mundial hasta el final como una «cruzada al servicio del espíritu del mundo» (Weltgeist) era una deducción religiosa o, como decía el economista Johann Pledge en 1915: «Dios lo quiere. Nuestra propia salvación y la del mundo» (Plenge, 1915, págs. 190, 198, 200). La semántica de la República de Weimar, claro está, no era tan marcial y guerrera como la de los períodos de la Primera Guerra Mundial. Pero los autores y textos que se consideraban autorizados seguían siendo los mismos, como lo eran los modos de pensamiento. De hecho, se observa una relación estable entre la disciplina de la educación en las universidades y las cualificaciones para las cátedras académicas, porque por lo general la persona tiende a enseñar lo que ha aprendido. Existe un lenguaje homogéneo en los textos para los estudiantes, en las tesis doctorales y en las de habilitación de los profesores que después enseñan y deciden los textos de sus alumnos, con lo que se perpetúa el mismo lenguaje del discurso de la disciplina. Durante la República de Weimar, las historias de la educación se centraban en Johann Gottfried Herder hasta 1800, en Fichte a partir de 1800, y en Rudolf Eucken, premio Nobel de Literatura, para la época contemporánea. Según interpretaban los intelectuales de la República de Weimar, los tres autores habían señalado los dos elementos esenciales de la preeminencia alemana: la lengua alemana como única lengua natural, y el principio luterano de interioridad. Ambos elementos determinaban la construcción de la historiografía y de las teorías o filosofías de la educación, con lo que parecía que ambas, historia y filosofía, reafirmaban mutuamente sus respectivas tesis.97

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La construcción de la historia de la filosofía dentro de la geisteswissenschaftliche Pädagogik Un ejemplo especialmente colorista de esta interrelación de la «historia» y la «filosofía de la educación» es el argumento de Herman Nohl, «El movimiento educativo y su teoría», publicado en 1935.98 Recientemente, una encuesta de los miembros de la Deutsche Gesellschaft für Erziehungwissenschaft (Sociedad Alemana de Educación) situaba este libro entre las obras educativas más importantes del siglo XX (Horn y Ritzi, 2001). Sin embargo, una observación más atenta revela que el libro no es una monografía, sino la compilación de dos artículos diferentes que ya se habían publicado en 1933 en el importante manual educativo Handbuch für Pädagogik. El primer ensayo del primer volumen: «Teoría de la Bildung» estaba dedicado a la mism y establecía el carácter programático del conjunto del libro. El segundo ensayo, titulado «Historia de la Bildung y su teoría», era obra de varios autores y, en lugar de empezar con los griegos, introducía la historia de la educación con una larga digresión de Friedrich Naumann (Naumann, 1933) sobre «el carácter alemán». El propio Nohl escribió la conclusión de ese histórico artículo, «El movimiento educativo en Alemania», que homogenizaba todas las variantes del movimiento de reforma educativa de Alemania y establecía así la premisa que hizo posible que la «Teoría de la Bildung» apareciera como la formulación de la idea oculta en todos los movimientos de reforma. Así pues, el histórico artículo sobre la historia de la educación empieza con vagas elucubraciones sobre «el carácter alemán» y termina en el movimiento educativo de Alemania. En el medio de la historia domina la educación luterana, y para el período posterior a la Ilustración no se menciona a ningún extranjero, a excepción de Rousseau y Pestalozzi. Esta reducción de la historia a la nación de Alemania se complementa y refuerza con el supuesto de que no existen diferentes teorías a lo largo de la historia, sino solo una: la que Nohl había dilucidado en su primer artículo. En otras palabras, la construcción de la historia servía de base a la argumentación de la teoría de la Bildung, y viceversa. La aglutinación de los diferentes movimientos educativos como el desarrollo del único pensamiento de la educación no parecía ser fruto de una falta de conocimiento de las ideas divergentes de los anarquistas, los socialistas o los psicoanalistas de Alemania, de los debates franceses ni del pragmatismo americano. Al contrario, era un rechazo de esas ideas, porque contravenían el ideal de educación alemán (la Bildung). Y, al revés, Nohl apoyaba su propio ensayo filosófico en la «Teoría de la Educación» con argumentos históricos que coincidían exactamente con la doctrina recopilada y el corpus impoluto de la historia de la educación. La reducción de la historia servía a la filosofía de la educación y viceversa; un procedimiento del que después se decía con orgullo que era «histórico/sistemático». El lenguaje que hay detrás de esta doble construcción se asentaba fundamentalmente en tres dualismos (como ya hemos visto): unidad y pluralidad; interioridad y exterioridad; Geist y práctica. Estos dualismos tenían contenidos específicos y se distribuían en una cierta jerarquía: • Unidad = Nación alemana > Pluralidad = Democracia del mundo occidental

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• Interioridad = Evangélico (luterano) > Exterioridad = Católico, protestante reformado (Calvino, Zuinglio) o ateo/materialista • Geist = idealista > Práctica = materialista Este modelo de pensamiento dualista no solo es firme entre los pedagogos y filósofos alemanes. Probablemente el estimado novelista y articulista Thomas Mann fue quien mejor resumió en esa época el peso del dualismo. Para Thomas Mann el carácter alemán era una actitud espiritual y apolítica. Decía que en la diferencia entre Geist y política está la diferencia entre cultura y civilización, alma y sociedad, libertad y derecho al voto, arte y literatura. Para Mann, la alemanidad es cultura, alma, libertad, arte, y no civilización, sociedad, derecho al voto, literatura (Mann 1918/1993, pág. 23; véase también págs. 160 y ss., 240, 248). Él y otros critican la democracia y el capitalismo occidentales, encarnación para ellos de dos movimientos «no alemanes» (Kamphausen, 2002). Para Mann (1918/1993) la democracia equivalía al materialismo o el capitalismo (págs. 233, 346), y los tres eran objeto de sus ataques, observando que la política en general era «no alemana» e incluso «hostil a Alemania» (págs. 21 y ss., 29, 256. 268), porque los alemanes, con su filosofía de la vida, eran un «pueblo de vida» (págs. 76, 181 y ss.). También esta idea de vida era la de mayor contenido alemán, la que mejor sintonizaba con Goethe y, en sentido religioso, la idea conservadora más elevada, mientras que la democracia se oponía al cristianismo y era traidora a la Cruz (pág. 419). La democracia se consideraba el campo de batalla de los grandes oligopolios y los partidos políticos, cuyo único afán era alcanzar el poder, como explicaba Eduard Spranger, que era, con Herman Nohl, otro mandarín de la educación. A esta lucha por el poder, Spranger oponía las ideas de salvación. Condenaba toda dictadura del proletariado, pero veía en Mussolini una «especie de salvador». Decía: «Quienquiera que tenga la gran idea del Estado, el auténtico líder, debe gobernar. Todo depende de la idea» (Spranger, 1926/1928, pág. 30). El escepticismo de los intelectuales hacia la democracia, un escepticismo que casi todos compartían y hasta celebraban, era consecuencia de dos conceptos análogos de totalidad o plenitud, la «personalidad» interior y la nación como Volksgemeinschaft (comunidad del Volk, cultura del pueblo). Estas dos totalidades enmarcaban y a la vez marginaban el mundo empírico, es decir, el mundo de la comunicación, la cooperación, las experiencias compartidas: el mundo en que se produce la auténtica educación. La geisteswissenschaftliche Pädagogik no trataba del aprendizaje a través de la experiencia o la comunicación; no consistía en la construcción permanente de conocimientos mediante nuevos conocimientos; no descansaba en absoluto en hechos empíricos. El objetivo principal era lo que en la tradición alemana que va de finales del siglo XVIII hasta hoy se llama Bildung: una «formación interior». La formación interior no representa un conocimiento plural ni contingente, sino una «vida uniforme». Para Nohl, Bildung significaba «la forma interior y la actitud espiritual del alma», la «total vida superior del interior del individuo frente a todas las separaciones de la cultura exterior» (Nohl, 1933d, págs. 21, 27).99 Lo que Nohl llama «separaciones de la cultura exterior» no era más que el principio

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democrático de pluralidad. Ante el sueño de una Volksgemeinschaft, la democracia tenía que aparecer necesariamente como desviada. Del mismo modo que Mann dice de ella que es «traidora a la Cruz», las instituciones democráticas parecían diabólicas. Erich Weniger, que fue alumno de Nohl, escribía en 1929: «Los poderes de la vida quieren que los jóvenes sean sus sucesores, sus sirvientes, quienes asuman sus cargos; quieren poseer al hombre de la cabeza a los pies» (Weniger, 1929/1952, pág. 82). Para oponerse a ese mundo, la educación debía asumir un papel. Una función a la que se le dio una formulación religiosa y cuyo objetivo era nada menos que la salvación. Sin embargo, para redimir al mundo mediante la educación, esta tenía que ser un campo societal/cultural autónomo. Esta «autonomía educativa» no se justificaba empíricamente. Cada una de las áreas culturales individuales, decía Nohl (1933c) al estilo platónico, se rige por «su propia idea» (págs. 12 y ss.). Según los dualismos protestantes de bueno o malo, o de interior y exterior, el Estado, la política, la economía y los partidos políticos aparecían como simples fuerzas «exteriores», lo que significaba unas fuerzas perversas, que competían entre sí e intentaban instrumentalizar o adoctrinar a los jóvenes para sus propios fines. Frente a esta « lucha bárbara de las fuerzas y la weltanschauung», a la autonomía de la educación se le encargaba fomentar la Bildung —la formación interior— para «despertar una vida espiritual uniforme» (pág. 15). Para la educación, la única referencia fuera del ámbito educativo era la comunidad del Volk. En este contexto, Wilhelm Flitner, colaborador de Nohl (y el tercero de los mandarines), hablaba en 1928 del «mundo superior de la totalidad» representado por el «auténtico Volk». En cuanto a la polémica entre la democracia y el Estado autoritario, los educadores se han de regir exclusivamente por un único principio superior: el de la verdadera comunidad (Flitner, 1928/1989, pág. 244). Para Flitner, este es el «auténtico Volk, la Iglesia invisible, la verdadera Comunidad», cuyos contenidos son legítimos si ocupan un lugar en el mundo espiritual interior de la Persona. Así pues, el principal interés de los intelectuales no eran el ámbito público ni la sociedad, sino la nación como la comunidad del Volk, que se entendía como una manifestación de Dios: «Hoy la individualidad nacional se reviste de Divinidad», escribía Spranger (1926/1928, pág. 68). Con ello se reducían las posibilidades semánticas, y la pluralidad, la negociación o la experiencia no tenían importancia alguna. En cambio, el Geist, la «verdadera» vida, la interioridad, la profundidad del sentimiento y la altura de la «personalidad» eran los términos normativos habituales. El espacio intermedio entre lo profundo y lo más elevado, el auténtico sitio de la interacción social y la comunicación, quedaba excluido. Lo que debía dominar a los alemanes no eran ni la «finitud» ni la «realidad», afirmaba Paul Natorp (1918) en 1918: «Al contrario, exigimos la unidad última del espíritu, que trasciende de la finitud, la racionalidad y la racionalidad, y a esto hay que llamarlo ideal» (pág. 46). El problema de los viajes educativos al extranjero en el siglo

XVIII

Las doctrinas dominantes como la que determinaba el debate alemán representan un

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cierto canon, y se pueden identificar con relativa facilidad mediante la investigación comparativa internacional. Sin embargo, para reconocer las causas de estas idiosincrasias hacen falta análisis lingüísticos, unos procedimientos metodológicos a los que también se ha llamado arqueológicos. La metáfora de la arqueología es adecuada, en el sentido de que los «lenguajes» no dominantes están enterrados en los lenguajes dominantes. Los primeros no carecen de problemas ni intereses, pero estos no se pueden sacar a la luz utilizando el «lenguaje» dominante, por lo que parecen inexistentes, porque no han sido en modo alguno objeto de debate o, aunque emerjan, se traducen al repertorio semántico del «lenguaje» dominante.100 Pocok (1978b) lo decía con estas palabras: «Este historiador tiene bastante de arqueólogo; se ocupa de sacar a la luz la presencia de diversos lenguajes con los que de vez en cuando se ha organizado el discurso» (pág. 23). Inicio mi excavación arqueológica con un ejemplo de la época histórica en que los teóricos alemanes de la educación consideran que se produce el nacimiento de la educación moderna, es decir, la época posterior a 1750. Es posible que no pueda parecer demasiado interesante y, de hecho, apenas se ha investigado. Me refiero al fenómeno de los viajes al extranjero con fines educativos que se dio en el siglo XVIII. Viajar al extranjero era una práctica habitual entre los jóvenes de clase alta, como se puede observar ya en el pasaje final de Pensamientos sobre la educación, de John Locke, publicados en 1693. Sin embargo, durante el siglo XVIII esta costumbre pasó a observarse en algunos lugares con un progresivo escepticismo de carácter moral y político. El debate surge de un conflicto que no se puede «expresar con palabras» en la historiografía dominante, porque nace de un «lenguaje» distinto. En este sentido, se refiere, por así decirlo, a un fenómeno visible pero inquietante, cuyo «lenguaje de fondo» quiero desenterrar. El debate lo dirigieron agentes que no eran de ningún modo anodinos. Comienzo con el ya mencionado autor de la Declaración de Independencia y más tarde presidente de los Estados Unidos de América, Thomas Jefferson. Como ya he señalado, el 15 de octubre de 1785, Jefferson (1785/1984b) escribía una carta desde París a su amigo John Bannister, en la que le explicaba lo que le ocurría a un joven americano en un viaje educativo a Europa, una costumbre habitual también de los americanos. Jefferson empezaba a cuestionar el valor de los viajes educativos a Europa, porque temía los efectos de los encuentros de los jóvenes americanos con la aristocracia, el lujo y la pompa europeos: Se aficiona al lujo y la disipación europeos, y desdeña la sencillez de su propio país; le fascinan los privilegios de los aristócratas europeos, y ve, con repugnancia, la hermosa igualdad entre los pobres y los ricos de su país. (Pág. 338)

Aparte de esto, en una analogía con la preocupación de Rousseau por la pubertad de Emilio, el joven se ve dominado por la más fuerte de las pasiones, el apetito de mujeres y prostitutas, que arruinan su salud y su felicidad. De regreso a casa, será un extraño, incapaz de adaptarse a la vida de la república: «Así pues, creo que el americano que viene a Europa para educarse pierde en conocimiento, principios, salud, hábitos y felicidad» (pág. 338). Por consiguiente, concluye Jefferson, las personas que son más

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apreciadas en América, que parecen bien formadas y elocuentes, a las que los ciudadanos quieren y de cuya confianza disfrutan, son las que están familiarizadas con las condiciones de vida de la república: «Son aquellas que se han educado entre nosotros, y cuyos modales, principios y hábitos son perfectamente acordes con los del país» (pág. 338). La advertencia de Jefferson representa la forma dominante de discurso educativo de los Estados Unidos de la época. También se encuentra, por ejemplo, en la obra de uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, Benjamin Rush, quien en 1796 insistía en «que hay que preferir la educación propia a la de un país extranjero», y la razón es que el patriotismo exige «reforzar el prejuicio» (Rush, 1786/1965, pág. 9). La misma exhortación se encuentra en un texto del influyente político y autor de manuales Noah Webster,101 quien abogaba por viajar con fines educativos dentro de Estados Unidos: «Ha llegado el momento de que los americanos cambien su ruta habitual y viajen por un país en el que nunca piensan o lo hacen sin percatarse: me refiero a Estados Unidos» (Webster, 1965, pág. 76). Sería fácil —y un error— descalificar la crítica de Jefferson, Rush y Webster como un chovinismo temprano. Pero, por extraño que parezca, idéntica crítica a los viajes al extranjero se encuentra también en la misma época, 1787, en un monasterio de los Alpes suizos. Al igual que Webster, el abad Konrad Tanner (1787), en Vaterländische Gedanken über die mögliche gute Auferziehung der Jugend in der helvetischen Demokratie (Pensamientos patrióticos sobre la adecuada educación de los jóvenes en la democracia suiza) defiende la educación patriótica (pág. 15). Según Tanner, la educación se ha de adaptar siempre a las circunstancias locales: los jóvenes suizos deben convertirse en ciudadanos suizos, porque van a la escuela en Suiza, y Suiza es democrática. Prosigue Tanner (1787): Puede serle provechoso [al joven] visitar países extranjeros, pero solo después de haber adoptado la forma de vida de su patria, después de haber absorbido los buenos principios con la leche materna, después de que la educación doméstica le haya permitido conocerse a sí mismo y el mundo. (Pág. 20)

De modo similar a Jefferson y Webster en Estados Unidos, Tanner representa la corriente principal del debate suizo de la reforma, aunque los reformistas católicos del siglo XVIII eran más bien una excepción. Veinte años antes, la única asociación de Suiza que transcendía del cantón, la Sociedad Helvética, adoptó la «recomendación de limitar los viajes de los jóvenes suizos a lo que sea beneficioso para su Patria» (Moral Society, 1769). Así lo hizo la Sociedad Helvética, porque se consideraba que viajar al extranjero era pernicioso para las costumbres, la «forma de pensamiento político» y la economía de Suiza.102 Pero esta idea no era nueva ni siquiera en 1767. Otros veinte años antes, Franz Urs Balthasar, aristócrata de Lucerna, advertía de que en el extranjero los jóvenes solo aprendían «lujuria, arrogancia, libertinaje y fogosidad» y de que muchos de ellos al regresar a casa son «idiotas, maltratan la lengua, están llenos de vicios extranjeros, son bebedores, aventureros del amor, orgullosos, fanfarrones y jactanciosos» (Balthasar, 1744/1758, pág. 12). Se podrían poner otros muchísimos ejemplos. Casi todos ellos serían de autores

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americanos o suizos. En otras palabras, proceden de hombres con estudios que vivían en los dos únicos países del mundo occidental que se consideraban ante todo las clásicas repúblicas de las virtudes.103 Los dos estaban influidos fuertemente por un calvinismo reformado, es decir, democratizado (véase el capítulo 3). El republicanismo clásico como lenguaje educativo La mayoría de los estudiosos que en el siglo XVIII advertían de los peligros de viajar al extranjero con fines educativos lo habían hecho ellos mismos para largas estancias, por lo que es fácil caer en la tentación de buscar explicaciones biográficas y hasta psicoanalíticas. Sin embargo, las categorías patológicas realmente no sirven para explicar esos temores históricos, que, desde la perspectiva actual, son difícilmente comprensibles. Más útil es intentar contextualizar el escepticismo en un lenguaje decididamente antimonárquico, el del humanismo civil o republicanismo. El hecho de que autores americanos y también suizos, católicos (pocos) y protestantes —pero no luteranos— emplearan el mismo lenguaje apunta a la existencia de un enfoque transconfesional y transnacional, incluso en el paradójico ejemplo del temor a viajar al extranjero. En el lenguaje republicano, el concepto de «nación» no significa la idea preempírica de una comunidad del Volk, sino la de la permanente obligación de los ciudadanos de gobernar ellos mismos su país, lo que en consecuencia exigía ciertas virtudes políticas o públicas. En este lenguaje, la política no se opone a la educación, sino que está en estrecha relación con ella. Las características históricas de esta conexión revela por qué en el siglo XVIII los viajes educativos debían de parecer problemáticos en el entorno del lenguaje republicano. Nadie planteó el problema en la época con mayor precisión que el filósofo francés Montesquieu, en El espíritu de las leyes, de 1748. En su obra, Montesquieu identificaba las diferentes leyes de educación con distintos sistemas políticos: «Las leyes de la educación, por consiguiente, serán distintas en cada forma de gobierno: en las monarquías, tendrán el honor por objetivo; en las republicas, la virtud; en los despotismos, el miedo» (Montesquieu, 1748, libro IV/1). Aquí la educación no se centra en un espíritu descontextualizado, sino íntimamente conectado con el auténtico contexto social y político. Con la idea de «virtud» Montesquieu se refiere a la que era la idea normativa fundamental del lenguaje republicano desde la antigüedad. La educación en la virtud no se produce en un espacio aislado y autónomo, sino que depende del verdadero entorno político y social. Dicho con el lenguaje del republicanismo, depende de las leyes, las costumbres y el más alto grado posible de igualdad de los ciudadanos. La república de la virtud se destruirá siempre que dominen una economía capitalista, el intercambio y el comercio, porque una economía capitalista causa riqueza, lujo y desigualdades sociales. Para el republicanismo, el dinero puede corromper el compromiso de las personas con el bienestar común e inducirlas a perseguir intereses privados. Decía Montesquieu (1748): Cuando el lujo gana terreno en la república, las mentes de las personas se vuelven hacia sus propios intereses. Aquellos a quienes solo se les permite lo necesario no tienen en mente más que la propia reputación y la gloria

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de su país. Pero el alma depravada por el lujo tiene otros muchos deseos, y pronto se convierte en enemiga de las leyes que la confinan. (Libro VII/2)

Los argumentos de este tipo eran muy atractivos y convincentes, como demuestra el ejemplo de uno de los eruditos más famosos de Zúrich del siglo XVIII, Johann Jacob Bodmer. Este era profesor de historia en la Academia, e influyó en la educación del que sería el conocido pintor Johann Heinrich Fusely, del famoso teólogo Johann Casper Lavater y del prestigioso pedagogo Johann Heinrich Pestalozzi. Bodmer interpretaba los hechos políticos y económicos con las palabras del filósofo francés. Después de que Zúrich liberalizara su política de relaciones internacionales y en torno a 1750 se empezaran a levantar los primeros edificios de lujo al estilo francés, el parlamento de la ciudad se puso a debatir nuevas leyes suntuarias. En una carta de 1755 (mencionada antes en el capítulo 2), Bodmer (1755) prosigue: Se piensa que el lujo es consecuencia de la industria, de la abundancia, del comercio, y que todos estos sufrirían si las leyes limitaran el disfrute de sus beneficios. Pero, por otro lado, se cree que el lujo provoca una grave fractura en el espíritu de igualdad y mitigación tan necesario en un estado popular o medio popular. Pero el alma privada de lujo tiene otros muchos deseos, y pronto se convierte en enemiga de las leyes que la confinan. (16 de febrero, 1755, fol. 88)

Bodmer «habla» el lenguaje del republicanismo utilizando las palabras o paroles de Montesquieu, sin que importe que este fuera francés y católico.104 Este lenguaje permitía reconocer y formular un problema, el de cómo se podía evitar la capitalización de la sociedad, que consideraba una crisis. Sigue la carta de Bodmer: Solo una parte de ellos desea seriamente nuevas leyes suntuarias. Ambos, el noble y el común, comparten la vanidad. No os creeríais lo absurda que ha llegado a ser la pompa en el vestir, los muebles, la comida y la bebida. ¿Quién controlará a quienes se les ha encomendado el control del pueblo? No hay forma de corregir de una vez las costumbres corruptas. ¿Cómo unos padres carentes de sentimientos pueden infundirlos en sus hijos? ¿Qué tipo de educación puede dar a su hijo el padre que él mismo la necesita? El alma corrompida por el lujo tiene otros deseos que no son el del amor a la patria. (16 de febrero, 1755, fol. 88)

La cuestión que Bodmer plantea en esta carta indica el problema fundamental. En la república la educación presupone un contexto político y ético, un contexto que no cae en la arrogancia de pensar que es ella la que lo ha de crear. La educación republicana no es la salvación mediante la formación interior de un alma aislada. Se la puede denominar «socialización sensorial», un concepto que se puede remontar a los Discursos de Maquiavelo o se puede encontrar en la base de la poética de Bodmer (Bodmer, 1749/1989). No es extraño que esté presente en las Swissongs de Lavater (1767) y en Leonardo y Gertrudis de Pestalozzi (1781). Precisamente esta conjunción de educación y experiencia sensorial provocó un amplio escepticismo hacia los viajes al extranjero, porque se daba por supuesto que los jóvenes podrían tener experiencia de las monarquías, que eran exactamente lo opuesto de los ideales republicanos. La atemporalidad y la historicidad Los lenguajes cambian a lo largo de la historia, y esta es una de las principales razones

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contra el uso del concepto de paradigma de Thomas Kuhn para detectar el marco normativo de los argumentos en la historia (véase el capítulo 1). La adaptabilidad del lenguaje depende de la fuerza que tenga la relación de su contenido ideológico con imágenes de atemporalidad o historicidad. El lenguaje empleado en Alemania se caracteriza por sus connotaciones originales, no empíricas y dualistas, de ahí que también la mayoría de las historias de la educación más nuevas y los enfoques teóricos más recientes en última instancia difieran poco de sus predecesores del siglo XIX, aunque haga mucho que hayan desaparecido los ofensivos argumentos nacionalistas. Pero el lenguaje puede actuar de prisión intelectual si se construye sobre dualismos ontológicos, es decir, atemporales. Sin embargo, superar la «interioridad» no significa sencillamente adoptar la apariencia de exterioridad. Significa superar el propio dualismo, sea el de interioridad y exterioridad o el de individuo y sociedad. Avanzar dentro de este patrón de pensamiento dualista tiene poco futuro. Con este trasfondo, se entenderá por qué siempre, hasta hoy mismo, ha sido difícil que la educación alemana en general haya tenido relaciones y reconocimiento internacionales. Las duras reacciones al estudio PISA en Alemania son una prueba de la actual visión del mundo o langue dualista (véase el capítulo 12). En cambio, los lenguajes que se basan en circunstancias empíricas como las costumbres o las leyes son esencialmente más mudables. Así lo demuestra el ejemplo del republicanismo, que tuvo que superar al menos tres topói del siglo XVIII, es decir, el dominio masculino, la limitación de la participación política al ciudadano y la hostilidad al comercio o la atención exclusiva a la agricultura. La adaptación fue necesaria durante el siglo XIX con el inexorable avance de las ciencias, el atractivo de la ley natural moderna, la biología de Darwin y la innegable evidencia de la industria de la gran ciudad y sus beneficios. El pragmatismo americano fue una reacción ante estos desarrollos (véase el capítulo 6), dividido entre el ideal de (la visión de) las comunidades locales republicanas del siglo XVIII y el control de las amenazas de la «Gran Sociedad» con la visión de un orden local y global de una «Gran comunidad» (Dewey, 1927/1954). Era un espíritu a la vez conservador y progresista: conservador porque llevaba consigo la visión puritana de la congregación, y progresista porque intentaba propiciar más democracia.105 Sin embargo —y aquí es donde sigue presente la herencia conservadora— John Dewey y sus colegas no entienden la democracia como un orden estatal procedimental, sino como una idea social de interacción y comunicación, es decir, de intercambio libre y diverso de experiencias de aprendizaje en y entre las distintas comunidades. En una filosofía democrática como esta, los patrones de pensamiento dualista son inconcebibles, lo que era una ventaja en comparación con el dualismo ontológico luterano. Uno de los antiguos alumnos de Dewey, el sociólogo Charles Horton Cooley (1902), por ejemplo, advierte de las erróneas conclusiones dualistas al principio de human nature and the social order: «El individuo aislado es una abstracción desconocida para la experiencia, y asimismo lo es la sociedad entendida como algo aparte de los individuos» (pág. 1). La idea esencial aquí es la «experiencia». En la ideología pragmática, las personas participan en las conexiones cotidianas de las experiencias; interactúan, comunican y cooperan. Jane

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Addams, por ejemplo, decía ya en 1892/93 que su famosa institución educativo-social, Hull House, estaba «abierta a la teoría de que la dependencia de unas clases de otras es recíproca; y que como “relación social es esencialmente una relación recíproca”» (Addams, 1892/93, pág. 1). La reciprocidad de las relaciones sociales se entiende como democrática: «Hull House se propone que la relación social exprese el creciente sentimiento de la unidad económica de la sociedad. Es un esfuerzo por dotar de función social a la democracia» (Addams, 1892/1893, pág. 1). Este era el supuesto del que Dewey partía en 1894, cuando Addams lo introdujo en la realidad de la vida de la gran ciudad de Chicago. La dimensión social de la democracia, asentada en la comunicación y la interacción, se consideraba la solución del problema de cómo transferir el republicanismo agrario y anticomercial a la edad industrializada moderna. No es casualidad que la tradición lingüística en la que Dewey se situaba políticamente se manifieste con especial claridad en Freedom and Culture, un texto que había escrito en 1938 ante el peligro de los gobiernos totalitarios de Europa. En esta obra, Dewey legitima el ideal de democracia americana sirviéndose de uno de los autores republicanos fundamentales del siglo XVIII del que antes hablé en relación con los viajes educativos al extranjero: Thomas Jefferson. Dewey prefería a Jefferson a otros teóricos de la democracia como Locke, Bentham o Mill, porque solo él relacionaba virtud y política, como subraya Dewey: «La formulación [de democracia] de Jefferson es una y otra vez la moral: en sus cimientos, sus métodos y sus fines» (Dewey, 1938/1988, pág. 173). La actitud claramente anticomercial, es decir, proagraria, de Jefferson (véase el capítulo 5) no fue obstáculo para la acogida de Dewey en una sociedad comercializada. Como afirmaba Dewey, Jefferson daba por supuesto que las personas cambian, y las leyes e instituciones se han de adaptar a este progreso humano. Por consiguiente, no se piensa que el problema de la gran ciudad esté en la industria, como en general hacían los intelectuales alemanes. Al contrario, la industria se considera un sistema económico que ha liberado a las personas de las dependencias agrarias y ha hecho posible la amplia democracia. Casualmente, la tesis la asumió en Alemania el marginal Georg Simmel en 1900 en Die Philosophie des Geldes (La filosofía del dinero), un libro que George Herbert Mead reseñó positivamente ese mismo año en Chicago (Mead, 1900). Harry Pratt Judson, que después sería rector de la Universidad de Chicago, ya había subrayado en 1895 que era tarea del presente industrial «adaptar nuestra civilización a las nuevas formas de organización social», y por «civilización» entendía una «república democrática», un modelo que situaba también en el espíritu de 1776 (Judson, 1895, pág. 39). Como afirma Dewey en contra de la propaganda alemana, rusa o italiana, el problema de la Edad Moderna no es la industria ni la democracia, sino la falta de comunicación e interacción con las que se puedan debatir los excesos de la vida moderna y orientarlos democráticamente (Dewey, 1938/1988). La superación de los defectos de la democracia ante el capitalismo que inundaba la vida no llevó a Dewey a la nostalgia de lo rural. Al contrario, fomentó dos estrategias para la estabilización y el desarrollo de la democracia. En primer lugar, frente a la sesgada orientación a la virtud del viejo republicanismo, Dewey certifica el papel fundamental del

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conocimiento académico. Corresponde a las ciencias empíricas y sociales modernas actuar de sismógrafo y registrar los cambios que se producen en la sociedad, para difundir adecuadamente este conocimiento entre los ciudadanos. Difundido por los medios de comunicación (y sus tecnologías), subraya Dewey, este conocimiento permite que los ciudadanos hablen de sus asuntos sociales y políticos sin correr el riesgo de que los «adalides» de la industria les manipulen, siempre y cuando esté garantizada la comunicación entre los ciudadanos. De ahí se sigue la segunda estrategia. Dewey se consideraba parte de las nuevas ciencias sociales, proveedoras de conocimientos y tecnologías (la sociología, la psicología, la educación) para asegurar el cambio social (Popkewitz, 2010). Según Dewey (1927/1954), para ello era fundamental fortalecer las vecindades y comunidades locales en que tiene lugar la comunicación y en que se aprende a comunicar; el reflejo educativo (véase el capítulo 2) ante los problemas sociales se había convertido en una ciencia social relativa al ideal comunitario de democracia: «La democracia ha de empezar en casa, y su casa es la comunidad vecinal» (pág. 213) —una comunidad que para Dewey consiste esencialmente en las «relaciones cara a cara» (pág. 218)—. Así pues, según Dewey, la capacidad de comunicarse y el conocimiento científico son los dos pilares en que se pueden sustentar y desarrollar los ideales de la república de una democracia moderna. Las nuevas condiciones de la estructura societal hacían que desaprobar los viajes al extranjero fuera tan innecesario para el mantenimiento del ideal republicano de la virtud, como limitar el poder a los hombres.106 Sin embargo, la solución de Dewey no se libraba del cuestionamiento ni era concluyente. La idea de un intercambio sin trabas de los ciudadanos informados de las comunidades locales, y entre ellos y el resto del globo, era, en última instancia, congregacional, como se puede ver en la publicación de 1934 A Common Faith (Dewey, 1934/1986), donde Dewey intenta armonizar el conocimiento empírico moderno, la interacción mutua y el progreso social frente al supuesto de que el intercambio y la interacción ininterrumpidos se deben entender como religiosos (Tröhler, 2000). Este tipo de razonamiento político y educativo era atractivo para los progresistas de la educación, pero era cuestionado por otro planteamiento mucho más funcionalista que se basaba en la ideología de la planificación del conductismo y la posterior psicología cognitiva, la edad tecnocrática de la experiencia, heredera ella misma también de ideologías religiosas, y hasta calvinistas, pero no del congregacionismo sino, más bien, del presbiteranismo (véase el capítulo 8). Esta langue expertocrática es la patria de las aspiraciones educativas globales del Banco Mundial o la OCDE, y del posterior PISA. Es un lenguaje que chocó, no por casualidad, con la langue protestante de Alemania y su férrea oposición a PISA (véase el capítulo 12). 94. Sobre las siguientes consideraciones, véase el capítulo 4 de este libro y Tröhler (2004). 95. Al cabo de solo dos años de la fundación del Deutsch Reich en 1871, se publicaron nada menos que cuatro distintas «historias de la educación» para uso en la formación de los profesores; se fueron publicando hasta cincuenta ediciones, y todas estuvieron al servicio de la construcción (moralizada) de la nación. El 60% de los autores señalados en estas obras como pensadores importantes eran alemanes; otro 25% eran figuras del mundo

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antiguo. Unos pocos años después, los franceses se hicieron con este género para su formación de los profesores de orientación nacional, aunque sustituyendo al «personnel» alemán por exponentes franceses y colocando la ideología del progreso racionalista en el lugar de la doctrina luterana de «interioridad» de las obras alemanas. Sobre la relación entre la «historia de la educación», la formación de los profesores y la construcción de la nación en el siglo XIX, véase Tröhler (2006b). 96. La evidente nacionalización del debate educativo y el desarrollo del sistema escolar ocultaron el hecho de que hubo en efecto acogidas y afinidades internacionales. La actividad de acogida estuvo determinada por la naturaleza común o extranjera de la langue dominante. 97. Los libros sobre educación no eran algo fuera de lo normal, sino, al contrario, algo habitual entre la intelectualidad alemana, como decía Fritz Ringer (1969) en El ocaso de los mandarines alemanes. Los teóricos de la educación solo diferían en que para ellos no se podía hablar de un «ocaso». Al contrario, después de la Segunda Guerra Mundial, los viejos mandarines de la República de Weimar ocuparon de nuevo las cátedras importantes de las universidades y dominaron las mejores revistas. Salvaguardaron el dominio de la geisteswissenschaftliche Pädagogik en el discurso de la educación alemana, algo que, al mismo tiempo, les aislaba del debate internacional, con consecuencias que aún perduran (véase también Kersting, 2009). 98. Herman Nohl terminó su cualificación como profesor universitario en 1908 con Rudolf Eucken, que estuvo en el centro del movimiento nacional luterano a partir de 1900 (véase más arriba). Con Eduard Spranger y Wilhelm Flitner, Nohl es considerado uno de los tres mandarines de la educación alemana. 99. Sobre la relación más estrecha entre dualismo, el concepto idealista dual de la totalidad y la idea de Bildung, véase el capítulo 9. 100. Es interesante que estas dos posibilidades (la de reinterpretar y la de ignorar) se dieran con Rousseau. El ejemplo «clásico» de reinterpretación es la traducción y el comentario del Emilio de Rousseau por un grupo de pedagogos alemanes (los filántropos) en el volumen 12 de los quince de la Allgemeine Revision des gesamten Schul- und Erziehungswesens (Revisión general de los sistemas escolar y educativo de una comunidad de educadores prácticos) (1789-1791), que editó Joachim Heinrich Campe (1785-1792). El ejemplo de desatención es la Carta a d’Alembert de Rousseau (1758), que fue la única obra de este de la segunda mitad de la década de 1750 que no fue traducida ni publicada en alemán. Pero un grupo de exponentes del republicanismo de Zúrich organizaron una traducción abreviada, que publicaron en Zúrich en 1761 (la Carta apareció en inglés en Londres ya en 1759). Así pues, el concepto educativo desarrollado por Rousseau de socialización en los «círculos» (cercles) de la república nunca, hasta hoy, se debatió en la interpretación que los teóricos educativos alemanes hicieron de Rousseau, pese a que representa el ideal educativo de este. 101. En 1829 se habían vendido ya veinte millones de ejemplares de los famosos libros de ortografía de Webster (The American Spelling Book, que después sería The Elementary Spelling Book) (véase Tyack, 2003, pág. 17), unos manuales que se utilizaron en los siguientes cien años. Los ejercicios de ortografía y lectura criticaban los poderes absolutos, las monarquías y las aristocracias de Europa; véase por ejemplo, Webster (1798/1880), pág. 50 (en que se elogia a Washington) y pág. 52 (en que se critica a Napoleón). 102. La recomendación la hacían los miembros de la Moralische Gesellschaft (Sociedad Moral) de Zúrich, que aún no pertenecía a la Confederación Helvética. Al mismo tiempo, el presidente de aquel año de la Sociedad Helvética, Hans Rudolf Schinz, había sido uno de los miembros de la Sociedad Moral en 1764, y el secretario de la Sociedad Helvética, Salomon Hirzel, había sido incluso quien inició la Sociedad Moral (véase Erne, 1988, págs. 130 y ss.). Así pues, estaba garantizado que la recomendación sería aceptada en la Sociedad Helvética. 103. Como hemos visto en el capítulo 5, el lenguaje del republicanismo clásico era el dominante en lo que se refería a la nueva nación como proyecto (milenario) y en las cuestiones educativas, pero menos en la formulación de la Constitución, donde dominaba el lenguaje del republicanismo moderno, basado en la idea de la ley natural. 104. El padre de Montesquieu había sido protestante francés, pero fue obligado a convertirse al catolicismo. Su esposa, Jeanne de Lartigue, también era protestante. 105. Esto no quiere decir que el republicanismo sea el auténtico sustrato dominante del pragmatismo; el calvinismo representado, por ejemplo, por los liberales baptistas o congregacionales reformó y liberalizó ese sustrato. Pero en cuanto surge el malestar político, como en la época de 1776, se emplea el lenguaje del republicanismo, que es claramente compatible con el calvinismo reformado (véase el capítulo 5). 106. A menudo se da por supuesto que la introducción del sufragio femenino tiene orígenes en la ley natural y liberales y que, por consiguiente, en este caso estamos hablando de un lenguaje distinto del republicano. Así es en muchos casos, pero no en el del pragmatismo. Jane Addams, presidenta del segundo congreso de la Liga Internacional de las Mujeres por la Paz y la Libertad celebrado en Zúrich en 1919, rechazaba las teorías de la ley natural y basaba sus razones de la necesidad del sufragio femenino en el desarrollo de las grandes ciudades. Véase Tröhler (2005).

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PARTE IV La arqueología lingüística de los debates actuales

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11. Globalizar la globalización: el concepto neoinstitucional de una cultura mundial La historia de la educación en relación con la globalización es muy paradójica. El primer fenómeno educativo global fue consecuencia de las reacciones contra la Reforma de finales del siglo XVI, cuando los contrarreformistas jesuitas, o Compañía de Jesús, empezaron a crear instituciones de educación superior, primero, en Europa, y después, en otras partes del mundo. La educación jesuita, que se impartía en edificios de arquitectura estandarizada, se basaba en un currículo también estandarizado, estaba desarrollado por expertos internacionales,107 y empleaba unos sistemas estandarizados de calificación de la calidad para evaluar el rendimiento de los estudiantes (véase, por ejemplo, Dainville, 1978). Se puede decir que la historiografía de la educación, en lo que a la globalización respecta, es una paradoja, porque no se centra en este afortunado concepto de contrarreforma, sino, todo lo contrario, en la supuesta difusión de conceptos protestantes especialmente secularizados. Según las explicaciones historiográficas, son estos conceptos protestantes los que se han propagado por todo el mundo al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y los que, a través de un proceso de «globalización cultural», constituyeron una nueva «cultura mundial» en la que quienes establecen los patrones de pensamiento específicos son los organismos transnacionales y los expertos internacionales. Una definición de este proceso es esta: «La globalización cultural implica la difusión por todo el mundo de modelos y planes de progreso, y redes de organizaciones y expertos que transmiten esos principios de adecuación a los Estadosnación y otros colectivos» (Suárez y Ramírez, 2004, pág. 1). Las expectativas y los organismos internacionales desempeñan un papel fundamental en este proceso: de acuerdo con estas interpretaciones, los sistemas educativos eran el medio esencial para «el desarrollo del modelo europeo occidental de sociedad nacional» (Ramírez y Boli, 1987, pág. 3), unos sistemas que fueron superados en el siglo XX, pero sin restar importancia a la educación, todo lo contrario. En el contexto de este libro se plantean dos cuestiones importantes: el origen (confesional) de estos afortunados conceptos protestantes y el origen (confesional) de la historiografía del relato de mayor éxito. La «globalización» es un concepto que remite a un amplio proceso de efectos radicales, parecidos a conceptos como cristianización, confesionalidad, secularización o modernización. Todas estas se refieren a teorías fundamentales que describen estos procesos englobadores. Sin embargo, cuando se describen procesos de tal amplitud, la descripción siempre es también un constructo, porque necesariamente se hacen elecciones, se apañan las cosas, se pone el énfasis en unas y no en otras. Este proceso de construcción tiene sus inconvenientes. El principal peligro es alinear y armonizar los

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procesos, partiendo de su supuesto resultado: cristianismo, cisma, laicidad, modernidad o mundo globalizado.108 Siguiendo las preferencias normativas de los autores, estas descripciones hablan o de una historia de declive o de una historia de éxito: historias de declive famosas las escribieron, por ejemplo, los whigs (liberales) británicos de los siglos XVIII y XIX, que pintaban el pasado como un avance inevitable y, por lo tanto, teleológico hacia una libertad individual y una ilustración cada vez mayores, que se tradujeron en las formas modernas de democracia liberal, monarquía constitucional y progreso científico —en otras palabras, en la ideología dominante del liberalismo en Inglaterra—. Para criticar esta historiografía dirigida por objetivos y basada en héroes, el historiador británico Herbert Butterfield publicó el celebrado libro The Whig Interpretation of History en 1931 (Butterfield, 1931). Desde entonces se han utilizado las ideas de la historia whig o el whiguismo para criticar las versiones teleológicas del pasado hasta la actualidad. A continuación me voy a centrar en cómo aborda la investigación el tema de globalización y educación. Más exactamente, voy a concentrarme solo en un enfoque dominante para analizar la globalización y sus efectos en la educación, y también en el papel de esta dentro de aquella. Aunque mi objetivo es bastante limitado y aparentemente analítico, no creo que por ello deje de hablar de globalización y educación, porque el debate internacional sobre la globalización es en sí mismo parte del proceso.109 No obstante, quiero analizar un modelo que parece que da una explicación básicamente analítica de la globalización con respecto a la educación, el modelo llamado neoinstitucionalismo sociológico, y su concepto de política mundial o cultura mundial. Es un campo de estudio que surgió sobre todo en el departamento de sociología de la Facultad de Educación de la Universidad de Stanford. Son unos análisis objeto de mucha atención, y que en todo el mundo se discuten y estudian con detalle en una serie de distintas disciplinas académicas. Como sugiere la idea de neoinstitucionalismo sociológico, el sociólogo alemán Max Weber y su teoría sobre las instituciones desempeñan un papel especial. Básicamente, con el ejemplo de la aportación neoinstitucional sociológica a la globalización y la educación, demostraré lo difícil que es analizar o describir el proceso de «globalización» sin unas premisas que antes construyan el propio tema que se va a describir. En otras palabras, el análisis de procesos históricos englobadores como la «globalización» ya está predeterminado por supuestos epistemológicos generales del diseño de la investigación. Estas premisas epistemológicas del neoinstitucionalismo sociológico, como voy a argumentar, tienen sus raíces en la tesis de la ética protestante de Max Weber (véase al respecto el capítulo 3). Este origen es especialmente sustancioso para el neoinstitucionalismo, ya que su paradigma sociológico es el resultado de un examen crítico de la teoría sobre las instituciones de Max Weber. Mi argumento es que, con la tesis de la ética protestante de Max Weber como telón de fondo, el neoinstitucionalismo protestante interpreta el proceso de globalización como un proceso más o menos lineal, y el análisis se convierte así en parte del gran relato del propio protestantismo luterano, que describe fenómenos más bien calvinistas.110

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La educación y la tesis de la cultura mundial de la sociología neoinstitucional Hace unos treinta años, el discurso educativo se enfrentaba a una distinción conceptual desarrollada en el departamento de sociología de la Universidad de Stanford y basada en estudios de instituciones educativas. La distinción reformula el concepto de institución de Weber y diferencia entre «institución» y «organización». La idea de esta distinción se tomó prestada de un modelo desarrollado en la psicología organizativa, la idea de «ajuste holgado», que describe la relación entre las estructuras formales de una organización y sus actividades internas (Glassmann, 1973; Weick, 1976). Cuando este modelo desarrollado en la psicología organizativa se contempló desde un punto de vista sociológico, surgió la idea de que estas estructuras formales de una organización (por ejemplo, la escuela) son el resultado de unos procesos de ajuste. Se interpreta que estos procesos se desencadenan por las expectativas sociales y culturales de la institución para darle legitimidad a esta; en otras palabras, para asignar los recursos necesarios a la institución. Así pues, el modelo del ajuste holgado de la sociología describe el hecho de que estas estructuras formales de las organizaciones no están vinculadas (o unidas) estrechamente a las prácticas de producción de la organización. Se piensa que estas actividades internas, cualquiera que sea su legitimidad pública, tienen su propia lógica en lo que a la eficacia se refiere (Meyer y Rowan, 1977, págs. 341-343, 361; véase también Meyer y Rowan, 1978, págs. 79-81). Los estudios históricos sobre la educación respaldan la idea de que el fenómeno del ajuste holgado no solo no es un elemento perturbador sino que, todo lo contrario, es un factor constituyente de la organización educativa; en efecto, los intentos de relacionar estrechamente las estructuras formales y las actividades internas puede conducir a la anulación de la organización (Bosche, 2008; Tröhler, 2009). En otras palabras, las expectativas culturales se reflejan en las estructuras y los procedimientos formales de las organizaciones como las escuelas, mientras que, para gran disgusto de los reformadores educativos, actividades internas como la de la enseñanza se ven escasamente afectadas por estas estrategias organizativas. Poco después de exponer su interpretación útil y, en cierto grado, sociológica y no histórica de ese modelo de ajuste holgado, los autores empezaron a ampliarlo. A primera vista, la ampliación fue principalmente geográfica, pues ahora se analizaban las estructuras de la educación tangibles globales (más que las locales o nacionales). Pero la expansión del modelo no solo fue geográfica, sino que pretendía explicar procesos a largo plazo: la expansión se hizo histórica. El análisis de estos procesos durante los últimos 150 años llevó a los estudiosos a concluir que se ha producido el crecimiento y asentamiento de una cultura mundial, en la que el mundo se ha convertido en una «sociedad internacional» o un «sistema gubernamental mundial» (Meyer, 1980; Boli y Thomas, 1997). Sostenían que al menos desde mediados del siglo XIX ha surgido un orden mundial institucional y cultural que consiste en modelos de aplicación universal que configuran a los estados, las organizaciones y las identidades individuales (Meyer, Boli, Thomas y Ramírez, 1997, pág. 173). Para escribir este tipo de historia de la aparición de una cultura mundial, los autores relativizan el supuesto tradicional según el cual los sistemas escolares de los Estados-nación de la Europa decimonónica, por un lado, y las escuelas

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de estructura global de hoy, por otro, son en gran medida incompatibles. En un artículo sobre la educación histórica y comparada, «La institucionalización mundial de la educación», Meyer y Ramírez (2000) sostienen que, por lo general, se sobrestiman en muy alto grado la funcionalidad y las singularidades de los sistemas educativos del siglo XIX. Señalan muchas similitudes transnacionales pese al hecho de que en las sociedades nacionales basadas en planes nacionalistas se institucionalizaran los sistemas educativos nacionales. Esta interpretación histórica y comparativa llevó a la conclusión de que los Estadosnación, esas «comunidades imaginadas» (Anderson, 1983) con sus sistemas educativos como medio fundamental de estas construcciones, no surgieron principalmente de ideas (nacionales) «internas», sino que fueron configurados por unos «principios culturales externos a cualquier Estado-nación y su legado histórico» (Meyer y Ramírez, 2000, pág. 15) que presionan sobre los sistemas educativos nacionales. Debido a esta presión, prosiguen Meyer y Ramírez (2000), los sistemas educativos nacionales no están tan vinculados a las idiosincrasias nuevas y muy diferentes de las realidades sociales, como armonizados por unos objetivos y proyectos de desarrollo comunes y por una misma visión tecnológica para conseguirlos (pág. 116). El proceso de homogenización y estandarización se aceleró con los medios tecnológicos y las redes de comunicación internacionales organizadas: «La profesionalización y cientifización de la educación acelera en gran medida la comunicación y la estandarización en todo el mundo, del mismo modo que estas últimas facilitan las primeras. Estos procesos se influyen y refuerzan mutuamente» (pág. 118). Se dice que sus resultados son isomorfos (pág. 127) y fomentan el ajuste formal mundial de los sistemas educativos nacionales. La principal ideología de este proceso transnacional estuvo acompañada de la universalización de la idea de desarrollo. Durante mucho tiempo, el concepto de «desarrollo» se aplicó principalmente a los estados del llamado Tercer Mundo para subrayar sus obligaciones con el Primer Mundo, sin embargo, en la década de 1970 el desarrollo pasó a ser el concepto fundamental por excelencia de la modernidad. En otras palabras, la supervivencia global exigía que todos los países se desarrollaran (Hüfner, Meyer y Naumann, 1987, págs. 194-197).111 Por consiguiente, la autointerpretación cultural de la modernidad es la permanente tarea del autodesarrollo continuo, una tarea que depende en gran medida de la educación o del sistema educativo. Aunque se han planteado dudas sobre la conexión entre el establecimiento y desarrollo del sistema educativo y el desarrollo económico, social y político, la creencia en tal relación es general en todo el mundo (Chabott y Ramírez, 2000). En otras palabras, en la era de la globalización, la sociedad mundial requiere tanto del Estado-nación como de su superación (Meyer, Drori y Hwang, 2006), mientras que la creencia en la agencia del sistema educativo ha pasado del ideal de la sociedad nacional al de la sociedad global sin que merme su importancia. La globalización aquí se define como la «difusión de practicas y productos culturales, desde el consumo de medios como los programas de televisión y las películas de Hollywood, a normas como los derechos humanos o el ecologismo» (Drori, Meyer y

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Hwang, 2006, pág. 11), lo cual plantea a su vez la necesidad de ajuste en cada una de las sociedades nacionales. Dicen Meyer et al. (1997): Los modelos de la sociedad mundial configuran las identidades, las estructuras y la conducta de los Estadosnación a través de procesos culturales y asociativos de ámbito internacional […] Como criaturas de una cultura mundial, los Estados son actores ritualizados marcados por un amplio desajuste interno y mucha más estructuración de la que se produciría si solo fueran receptivos a los procesos locales, culturales, funcionales o de poder. (Pág. 173)

Según el neoinstitucionalismo sociológico, la sociedad mundial es ante todo un fenómeno cultural de origen histórico, y organizaciones como Naciones Unidas, la Organización Educativa, Científica y Cultural de Naciones Unidas (UNESCO) o el Banco Mundial, creadas tras la Segunda Guerra Mundial, han desempeñado un papel esencial en la creación de esta cultura globalizada: El colosal desastre de la Segunda Guerra Mundial probablemente ha sido un factor clave del auge de los modelos globales de progreso y justicia organizados nacionalmente, y es muy posible que la guerra fría haya intensificado las fuerzas que impulsan el desarrollo humano a nivel global. (Meyer et al., pág. 1997, pág. 174)

La pregunta sistémica crucial sigue siendo si procesos como el de la globalización se pueden describir analíticamente, o hasta qué punto la propia sociología o historia contribuyen a la construcción de su objeto que se supone de fácil definición. La sociología y las tentaciones de la historia Las explicaciones históricas y sociológicas complementarias del desarrollo de organizaciones como las escuelas no solo son académicamente deseables, sino también un anhelo de la política educativa y de todos los esfuerzos que se resumen en la idea de desarrollo escolar. Sin embargo, desde sus inicios la armonía complementaria entre historia y sociología ha sido más un deseo que una realidad práctica, y basta pensar en el Prefacio de Émile Durkheim (1989) a su revista Anné Sociologique, donde evaluaba el carácter académico de la historia con los criterios de la sociología: «La historia puede ser una disciplina académica solo en la medida en que explica, y solo puede explicar mediante la comparación […]. Pero entonces, desde el momento en que compara, la historia se hace indistinguible de la sociología» (pág. III). El gran interés de la sociología por la historia no es casual, pues esta aporta un potencial inagotable de hechos empíricos. Sin embargo, la jerarquía de Durkheim en lo que se refiere a los estándares académicos tiene sus inconvenientes, porque la sociología se siente tentada a argumentar históricamente sin emplear los criterios desarrollados en la historia académica, sino empleando los suyos propios. El neoinstitucionalismo sociológico depende en gran medida de tal historiografía, es decir, de la reconstrucción histórica de que habla el estudio de Weber, publicado primero como ensayos en 1904 y 1905, Die protestantische Ethik und der «Geist» des Kapitalismus (La ética protestante y el espíritu del capitalismo) (Weber, 1904/1905; 2004), perfecto ejemplo de una historia construida por una sociología de la religión más bien ahistórica. Como hemos visto en el capítulo 3, en este magnífico estudio, Weber traslada el concepto luterano alemán de

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Beruf (profesión) al calvinismo inglés, haciendo con ello una peculiar interpretación luterana del calvinismo anglosajón. Esta amalgama luterana/calvinista es la que llevó a Weber al dilema en la política religiosa, pues pese a su profunda simpatía por Lutero, Weber mostraba más respeto por la cultura calvinista. El principal problema teórico de esta mezcla es que Lutero y el protestantismo evangélico alemán insisten en una doctrina dualista, de dos reinos. Según ella, en uno de los reinos, Cristo gobierna con la palabra y el sacramento, se practican la compasión y el perdón y no existen diferencias entre las personas. En el otro reino, en cambio, el emperador reina con la espada y no existe compasión ni igualdad. Pero, para Lutero, el reino mundano sigue teniendo un objetivo: el príncipe ha de frenar al maligno que hay en los hombres, aunque sea con la violencia; así se establece la paz y con ella se crean las condiciones para proclamar el Evangelio (Lutero, 1523/1983, págs. 41-44). Lógicamente, ideas como la de participación política (que es una característica fundamental del protestantismo inglés y, por lo tanto, de la Iglesia baptista y del congregacionalismo) son extrañas para el luteranismo. Esta indiferencia política del luteranismo explica que Weber se centrara en la teoría calvinista anglosajona del trabajo, pero que se olvidara de la teoría política de la participación que aquella incluye. En efecto, esta cultura no es inherente al calvinismo original, sino que la desarrollaron los refugiados que tuvieron que huir del Reino de la «Sangrienta María», que intentaba reinstaurar el catolicismo, y se fueron a los centros continentales de la reforma suiza, donde se adaptaron a las teorías de la participación política que desarrollaban las sectas baptista y congregacional del siglo XVII a la luz de la Iglesia Episcopal Anglicana dominante, en la cual las sectas protestantes eliminadas tuvieron que reforzar el papel de la comunidad y el concepto de participación.112 Hasta hoy, la investigación sociológica apenas ha reconocido que la interpretación luterana que Weber hace del calvinismo anglosajón ha ocultado un elemento esencial de este último: la fundamental cultura democrática local; con ello al mismo tiempo ha destacado al ciudadano calvinista supuestamente solitario. Parece que este patrón weberiano está también en el fondo de la (re)construcción de la idea de una cultura mundial. Porque si el análisis neoinstitucional supone que los Estados nación del siglo XIX eran menos exclusivos y estaban mucho más expuestos de lo que se podría pensar a las presiones transnacionales, se plantea la pregunta de dónde se originaron las ideas transnacionales o universales. Los neoinstitucionalistas abordan la cuestión remontándose a la época que normalmente se denomina el Renacimiento, un período cultural que reemplazó a la llamada Edad Media y abrió el camino de la modernidad.113 Una vez más, es Weber quien aporta el punto de partida, es decir, su tesis de la racionalización del mundo.114 En un artículo sobre «Ontología y racionalización en la explicación cultural occidental», Meyer, Boli y Thomas (1987), con el concepto de «cultura mundial» en mente, consideran que la estructuración de la vida cotidiana sigue unas reglas estandarizadas e impersonales. Estas reglas sitúan en el orden social el medio de alcanzar objetivos colectivos como el progreso y la justicia. En este sentido, Meyer et al. (1987) interpretan la creación de una cultura mundial como una cuestión de un proyecto milenario del mundo occidental (pág. 20), cuyos actores y acciones se analizan con unas

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lentes universales de las que apenas se reconoce su carácter de normas universales y que son efectivas precisamente porque son difíciles de reconocer (pág. 19). Con la misma argumentación de Weber, Meyer et al. (1987) afirman que el principio de este proceso se sitúa en la primera estructura universal que existió, es decir, en la Iglesia occidental: Las instituciones de occidente evolucionan a partir de la religión y la iglesia occidentales, al menos, en la misma medida en que están construidas por las estrategias de las subunidades […]. El esquema deriva directamente de la Iglesia cristiana y el «Reino de Dios» conceptual invisible, del que se suponía que la organización eclesiástica terrenal era un representación imperfecta. (Pág. 23)

Es interesante, claro está, determinar a qué se refieren Meyer et al. (1987) al hablar de «la religión y la iglesia occidentales» que supuestamente estaban en el origen del proyecto milenario. Evidentemente, los autores se encuentran ante un dilema. Por un lado, fomentan la noción de una primitiva idea global y, por otro, entre todas las cosas identifican la Reforma del primer cuarto del siglo XVI como el punto inicial de este peculiar avance hacia la cultura mundial. Esto, a su vez, significa decir que el cisma (de la Iglesia) es el principio de un proceso de estandarización global. Con este trasfondo, la fuente histórica queda más difuminada que identificada. En primer lugar, se señala una fecha muy anterior a la Reforma, «tal vez 1500» (Meyer et al., 1987, pág. 23), cuando, según los autores, la Iglesia había sido «transnacional» y capaz de abarcar simbólicamente una multitud de culturas; universalista en su obligación de llevar «el camino, la verdad y la vida» a toda la humanidad. Por otro lado, los autores insisten en que el «poder del mundo» había sido de suma importancia en el empeño evangelizador de la Iglesia, lo cual sería de hecho una inequívoca interpretación protestante: el universalismo holístico católico de finales del medioevo (o de muy al principio del período moderno) se interpreta con lentes protestantes. Falta por dilucidar a través de las lentes de qué protestantismo. Según el neoinstitucionalismo sociológico, la expansión del cristianismo había preparado el camino de la difusión de ideologías universalistas con gobiernos legitimados y sin fronteras. Precisamente dentro de este proceso surgió la cultura moderna (Meyer et al., 1987, pág. 23) con los medios fundamentales del sistema educativo. En un artículo del que es coautor con Ronald Jepperson, Meyer sostiene que dentro de la expansión, el desarrollo y la secularización del cristianismo cambiaron el concepto de agencia. Al principio esta se atribuía a los poderes trascendentales, y poco a poco se trasladó a la sociedad y a la persona individual como la «agencia autorizada» (Meyer y Jepperson, 2000, págs. 101 y ss.). En este sentido, es interesante que los autores, en solo dos páginas, salten del supuesto mundo universal de «tal vez 1500» con su sistema feudal, a la ideología del avance técnico y el sagrado sentido del Estado-nación del siglo XIX, y a Breton Woods y la creación del Banco Mundial, una de las organizaciones transnacionales fundamentales en el proceso de globalización. Aquí dejan espacio para conceptos alternativos y contramovimientos, y no se ocupan de cómo fue posible la idea de Estado-nación en una cultura universal, de cómo la escuela se convirtió en la (santa) Iglesia del siglo XIX, ni de cómo influyeron las diferentes confesiones en las

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interpretaciones culturales de los sistemas escolares (Meyer et al., 1987, pág. 23). Según Ramírez y Boli (1987), «a pesar de las muchas diferencias de nivel de industrialización, estructura de clases y régimen político, las respuestas ideológicas y organizativas [de educación universal] de los distintos países para desafiar el poder del Estado eran de un parecido asombroso» (pág. 9). Es una cuestión de nivel de interpretación, por supuesto. A un macronivel global muy abstracto, esta interpretación puede ser convincente, y encaja bien con la idea de una visión global del universalismo que se extiende por todo el mundo. Es significativo que el examen a nivel más bajo ponga en duda esta interpretación global. La comparación entre los currículos de la educación secundaria superior de Prusia y Suiza en el siglo XIX muestra una imagen muy distinta. Por un lado, aparecen unas notables similitudes transnacionales en lo que se refiere tanto a la diferenciación moral de ese nivel de educación en tipos como en el desarrollo del currículo (que se centra principalmente en la introducción de lenguas extranjeras modernas). Sin embargo, la imagen que aparece es distinta si se emplean métodos de contextualización histórica: primero, la contextualización del currículo dentro de la organización general del sistema escolar suscita dudas sobre si la semejanza entre los dos países es algo más que cuantitativa en un nivel muy abstracto. La segunda contextualización de la organización general de la educación dentro de las convicciones culturales plantea aún más dudas y revela diferencias fundamentales enraizadas en diferentes creencias políticas, como las de monarquía o republicanismo (y luteranismo alemán y calvinismo suizo). El resultado de la comparación demuestra que, pese a algunas similitudes formales, el establecimiento de la enseñanza de lenguas extranjeras en Suiza y Prusia no pudo haber sido más distinto (Tröhler, 2009a). La cuestión es que si se dejan al margen las idiosincrasias culturales, el hecho es que una escuela es lo que es; por tanto, todas parecen ser semejantes. La construcción lineal de una historia global y las instituciones de enseñanza La historia religiosa de la que parte la construcción de la versión neoinstitucional de la globalización es poco diferenciada y no habla explícitamente del cisma de la Iglesia del siglo XVI, aunque se centre en la Reforma, ni presta suficiente atención a las distintas confesiones dentro del protestantismo ni a cómo se desarrolló cada una. La interpretación neoinstitucional del calvinismo con el individuo sagrado como agente (además de la organización y el Estado nación) se debe claramente a la interpretación luterana que Weber hace del calvinismo inglés. Cuando los autores de esta interpretación inician su explicación histórica en «tal vez 1500», no afirman que la cultura mundial globalizada surgiera de hecho de la Iglesia occidental. Es evidente que están hablando del protestantismo, más exactamente del calvinismo que se había transformado en la Inglaterra del siglo XVII; en otras palabras, la corriente del calvinismo de la que ya se ocupaba Webster y a la que atribuye el concepto de profesión. Meyer y Jepperson (2000) se refieren explícitamente al protestantismo «angloamericano» sin distinguirlo exactamente de una tradición «alemana y escandinava»; simplemente afirman que esta

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última tradición es «más colectiva», frente a la supuestamente tradición angloamericana más individual (pág. 108). El hecho de que el calvinismo angloamericano, es decir, reformado, y el luteranismo difieran tanto en la idea del orden político y el concepto de ciudadano no se considera en absoluto, y aún hoy Bürger, en alemán, significa algo completamente distinto de citizen, en inglés americano, como han de admitir los perplejos estudiosos del campo de la educación internacional y comparativa para la ciudadanía. Y si en algunos países son efectivos los pequeños esfuerzos que se emplean en la educación para la ciudadanía, en otros, como Alemania, se consiguen pocos de los efectos que se proponen, pese a las grandes inversiones. Es difícil explicar los pobres resultados: «No está claro si la razón está en la cultura, la historia o algún otro aspecto de la escolarización» (Hahn, 1999, pág. 247). Haciendo caso omiso a estas distinciones religiosas y culturales, Meyer y Jepperson (2000) creen en el individualismo americano, de modo que pierden de vista el hecho de que la democracia local es la contraparte ideológica de este individualismo; una contraparte que impone unos límites al liberalismo individual excesivo; una fuente ideológica que, por ejemplo, estuvo presente en el inicio de la filosofía educativa del pragmatismo (véase el capítulo 6). La cultura social que surge de estas ideas de sociabilidad no se le escapó a Weber cuando visitó Estados Unidos en 1904, como hemos visto en el capítulo 3. La esposa de Weber, Marianne Weber (1926/1950), decía de la cultura americana: Toda la magia de los recuerdos de juventud reside en este momento de la vida. Son los beneficios de mucho deporte, formas exquisitas de actividad social, un inacabable estímulo intelectual y amistades duraderas, y en especial, a estos estudiantes, muchísimo más que a los nuestros, se les forma en el hábito del trabajo. (Pág. 325)

Y al final de sus viajes americanos decía: Esta fiel compañera a veces tiene la sensación de que lleva a casa a un hombre que se ha recuperado, que se ha percatado de que posee una reserva de fuerzas que ha reunido poco a poco. (Pág. 345)

Sin embargo, pese a su experiencia personal, Weber seguía considerando el calvinismo como esencialmente individualista, sin prestar atención a su base local democrática, y parece que la sociología neoinstitucional sigue esta interpretación torcida cuando define este modelo como la base del liberalismo americano que al final consiguió difundirse por todo el mundo después de la Segunda Guerra Mundial y que domina la cultura mundial actual. En ella se legitima el agente como ese «ente abstracto, casi sin contenido, del espacio social» (Meyer y Jepperson, 2000, pág. 109). De acuerdo con Weber, la interpretación neoinstitucional señala al individuo aislado, resultado del protestantismo calvinista, que se ha convertido en el agente racionalizado del proceso global. Sin embargo, siguiendo una interpretación del protestantismo anglosajón y su historia triunfal, la explicación histórica se convierte ella misma en parte de esta historia liberal. Evidentemente, es verdad que la dimensión democrática del calvinismo anglosajón es universal desde el punto de vista de su fundamento religioso, pero la cuestión es la previsión de que esta universalidad se materialice localmente. En esta tradición, la

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democracia se encarna a nivel local, y las tradiciones locales se pueden diferenciar y no son estandarizadas. Pero, al igual que cualquier otra teoría fundamental sobre procesos históricos, la reconstrucción neoinstitucional de la globalización desatiende en gran medida conceptos enfrentados, idiosincrasias culturales y la contingencia del proceso, en aras de hacer que la complejidad parezca lógica. La filosofía luterana de la historia de Weber se reescribe y expande para explicar la emergencia de una cultura mundial (calvinista), ignorando los supuestos asumidos de forma incuestionada, las convicciones ancladas por la cultura, en otras palabras, las instituciones del localismo que, nota bene, han sido el tema de los primeros estudios neoinstitucionales con que este campo de estudio consiguió establecerse. Esta puede ser la razón de que se atienda poco a las tensiones entre una cultura global y una cultura local, cada una con sus expectativas sobre la escuela. La virulentas reacciones a PISA en Alemania, por ejemplo —de las que se habla en el capítulo 12— se deben a un choque cultural entre los supuestos nacionales incuestionados sobre la educación y la agenda transnacional de una organización internacional como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (Weigel, 2004; Overesch, 2007). Y en Suiza, donde los cantones regionales gobiernan los centros educativos y las leyes escolares se someten a votación de los ciudadanos, quienes ejercen la autoridad a nivel local o regional rechazan las propuestas de reforma educativa derivadas de planes internacionales. Hace poco, algunos cantones suizos rechazaron incluso un intento (de no mucho alcance) de armonizar por primera vez la duración de las etapas educativas y algunos objetivos básicos de las escuelas elementales de Suiza (HarmoS). La expresión organizativa de esta democracia definida localmente dentro de la educación son las ya mencionadas juntas escolares locales y regionales de Estados Unidos, algunos distritos de Canadá y Suiza; es decir, de aquellas zonas del mundo en que domina una religión calvinista reformada.115 Así es como la escuela del Estado se convierte en escuela pública, una distinción que no suele gozar de amplio reconocimiento. Este localismo es el que refuerza la estabilidad de las actividades internas de las organizaciones como la escuela o, como dicen David Tyack y otros (Tyack, 2003), la gramática de la escuela. Si la escuela está sometida ante todo al público local y no a la administración centralizada, el recelo ante las reformas es mayor, porque la responsabilidad comunal no juega sin más con una calidad ya demostrada. No es casualidad que la cultura transnacional de los expertos esté en conflicto con la lógica local de la gobernanza de la escuela. La permanente acusación de que las juntas escolares son la causa principal del fracaso de las reformas es prueba del contundente choque entre la idea de una democracia de élite y la democracia local, o entre el saber del experto y el sentido común,116 mientras que la confianza en el especialista y la experiencia se remonta a los círculos presbiterianos y conservadores posteriores a 1900, desarrollando una nueva forma de psicología empírica que les permite —creían ellos— «prever y controlar la conducta» (Watson, 1913, pág. 158) (véase el capítulo 8). Manifestaciones culturales locales como las juntas escolares no son el objetivo del neoinstitucionalismo sociológico. Parece que desaparecen por completo o que asumen el

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papel de agentes, y que pierden su carácter de agencia en el transcurso del proceso de globalización. Sin embargo, dentro de la teoría histórica de inspiración weberiana y de la interpretación luterana que Weber hace del calvinismo, se considera que los fenómenos se ajustan a los procesos históricos englobadores que conducen a la cultural mundial. Las supuestas pruebas empíricas del proceso que parecen ser la fuente de la teoría de la globalización son en sí mismas consecuencia de una interpretación universalizada del protestantismo que se ha dado por supuesta. De este modo, la particularidad histórica se ha convertido en universalidad, un marco en el que las pruebas empíricas no pueden ser otras que las que avalen la tesis general de la globalización. Al final, la (supuesta) descripción del objeto resulta ser la construcción del objeto. En la medida en que esta (re)construcción sirve a la interpretación del yo (la autopercepción) universalizado se puede reconocer un nuevo ejemplo de whigismo. La investigación sobre globalización y educación No es difícil encontrar pruebas de argumentos favorables o contrarios a la tesis de la globalización del neoinstitucionalismo sociológico. Dejando aparte las idiosincrasias locales de los sistemas escolares, existe una historia de globalización que lleva a un mundo más o menos homogéneo de la educación, y la consideración de las peculiaridades históricas suscita dudas sobre esta teoría: los franceses se centran en los símbolos políticos en la educación para la ciudadanía; en cambio, los ingleses no (Hahn, 1999). Sin embargo, a este tipo de argumentación se le puede escapar el principal problema de que aquí hablamos. El problema es cómo tratar los fenómenos sin ser parte de ellos —y este es el objetivo general de este libro. La epistemología científica clásica empleaba la palabra «objetividad» para resolver el problema, pero hoy sabemos que los paradigmas no solo apuntan a determinadas soluciones del problema, sino que en realidad construyen el problema, y todo paradigma de éxito reducirá la historia a su propio éxito, ignorando otros muchos paradigmas (Kuhn, 1962). No parece que exista un punto de apoyo para percibir objetivamente el tema de estudio, y del mismo modo el estudio se debe ocupar también del investigador, no para eliminar su propia visión del mundo y su marco epistemológico, sino para que sea consciente de él; es decir, de lo que se puede ofrecer. No veo otra solución que historizar no solo un tema sino también a su constructor. Quentin Skinner afirma, con acertadas razones, que una de las grandes ventajas de la historia no solo es la adquisición de conocimientos, sino también la adquisición de «autoconciencia»: «Aprender del pasado —y no se puede aprender de ninguna otra forma— […] es descubrir la llave de la autoconciencia» (Skinner, 1988a, pág. 67). Hacer historia básicamente consiste en autodescubrir la postura de uno mismo. Desde el punto de vista de la historiografía, el tema fundamental de que se habla en este capítulo no es cómo explicar históricamente nuestra hegemonía global, sino por qué y cómo nosotros mismos contribuimos a construir una historia enmarcada como historia triunfal (o una historia de declive). Ante la cuestión de que el historiador ha de saber «descartar o dejar de lado el hecho de que

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considera que unas creencias son ciertas y otras falsas», Skinner (1988b) dice: «Estoy seguro de que ningún historiador jamás podrá esperar realizar tal acto de olvido, y de que, en cualquier caso, sería totalmente insensato hacerlo» (pág. 236). Olvidar sería una imprudencia, porque homogenizaría al investigador con su tema de estudio; en otras palabras, fundiría la construcción del objeto con su investigación. Una vez más, el resultado es una forma de historia liberal que sirve al interés ideológico del observador y no a su instrucción: la historiografía alemana en el campo de la educación es un magnífico ejemplo de este problema (véase el capítulo 9). El análisis histórico de un proceso de globalización que minimice la construcción del tema debe analizar la adaptabilidad de cada uno de los lenguajes, su conexión con los lenguajes religiosos y/o políticos, y las formas híbridas que pueden aparecer en determinados conjuntos históricos. Así pues, las estructuras isomorfas no pueden ser el centro de la investigación, sino patrones de pensamientos y la aventura de su difusión cultural. Y no hay que olvidar que el cristianismo no es la religión dominante del mundo, que los protestantes no llegan siquiera al 10% de la población mundial, y que la cristianización es la historia no solo de los misioneros, sino también de los evangelizados, como demostró Jacques Gernet (1985) en su magnífico libro China and the Cristian Impact: A Conflict of Cultures. Son muchas las pruebas empíricas de que la cultura dominante hoy en el mundo lo es entre otras, y que las explicaciones históricas del relato triunfante cimientan su postura al precio de olvidar otras. Y como hemos demostrado aquí, el propio protestantismo sigue dividido, según muestran las violentas reacciones alemanas a PISA. 107. El proceso fue a la vez dogmático y pragmático. Primero, en 1586 una comisión de expertos de España, Portugal, Escocia, Flandes, Holanda y Sicilia elaboró un borrador de programa de estudios, que luego fue remitido a los profesores de toda Europa para que lo comentaran. Se remitió de nuevo el programa revisado basado en las aportaciones recibidas para que se le hicieran las oportunas anotaciones. El resultado de esa consulta fue probablemente el currículo global de mayor éxito, la Ratio atque Institutio Studiorum Societatis Iesu, publicado por primera vez en 1599 y que siguió sin cambio alguno hasta el siglo XIX, Para más detalles, véase Donelly (2006). 108. Thomas S. Khun detectó esta tendencia en la historia de la ciencia: después de producirse un cambio de paradigma, los protagonistas del nuevo escriben historias del paradigma como si la ciencia no hubiera emprendido otro camino que el del nuevo estado de la cuestión. Con ello, olvidan, eliminan y marginan los paradigmas en competencia (Khun, 1962). 109. Los intelectuales occidentales no abordan el tema de la «globalización» como algo separado, sino que esta se ha convertido en un fenómeno global de las propias representaciones discursivas académicas. Véase, por ejemplo, Khondker (2000). 110. Sobre una de las famosas críticas (posmodernas) de los grandes relatos, véase Lyotard (1979/1984). 111. De hecho, la idea se remonta a la guerra fría de los años cincuenta, e influyó en las ideas educativas, en especial en las del Banco Mundial y de la OCDE (véase Tröhler, 2010b). 112. En cambio, en Escocia, el calvinismo fue en gran medida impuesto, de modo que el calvinismo escocés e irlandés —el presbiterianismo— no tuvo que desarrollar una teoría fundamental de la participación política. 113. Es objeto de debate cuándo empieza y cuándo acaba realmente la época del Renacimiento. A diferencia del historiador del arte Jacob Burckhardt, «padre» de la idea de «Renacimiento», Burke toma el ejemplo del supuesto «final» de este para demostrar que sería más exacto pensar en términos de una disolución de las diferentes artes renacentistas (la pintura, la filosofía, la música o la arquitectura) que fue sucesiva, pero que se produjo a distinta velocidad en los diferentes países europeos (Burke, 1987, pág. 81). También es imposible, concluye Burke, hablar de un «comienzo» claramente identificable del Renacimiento que, según la tesis de Burckhardt, marcó el final de la Edad Media y, por primera vez, se reconoció a la persona como una identidad individual.

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114. Por «racionalización» entendemos, de forma convencional, la explicación cultural de la sociedad y sus entornos en términos de planes articulados, unificados, integrados, universalizados y causal y lógicamente estructurados. 115. En las referidas provincias de Canadá, los colonos americanos llevaron consigo la tradición de las juntas escolares; por ejemplo, a Alberta. En Suiza lo hizo el zuinglismo, que reformó el calvinismo y le dio una orientación más democracia. 116. Tampoco es casualidad que a quienes establecen las políticas educativas, los expertos de los laboratorios de ideas y los profesores universitarios atraídos por la supuesta oportunidad de reformar las escuelas les irrite la existencia de un control democrático local de la escuela, y que acusen a las juntas escolares de obstaculizar la reforma y facilitar la continuidad del statu quo. Según la idea de democracia dirigida por expertos que surgió al principio de la guerra fría, la democracia, básicamente, no actúa localmente, sino como una forma de competición entre las élites por hacerse con el voto, por lo que se reduce a la función procedimental de la elección. Ni siquiera se buscaba una elevada participación en las votaciones, ni mucho menos: «La mejor democracia es aquella en que las personas participan menos», era el supuesto general de la democracia dirigida por expertos de los años cincuenta (citado en Gilman, 2003, pág. 48).

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12. Conceptos, culturas y comparaciones: PISA y el doble descontento alemán En el número de octubre/noviembre de 2002, Unispiegel, el boletín de la Universidad de Heildelberg, anunciaba una serie de conferencias públicas sobre la pregunta: «¿Seguimos siendo un pueblo de poetas y pensadores?» El subtítulo informaba de que las conferencias del Studium Generale de la universidad correspondientes al semestre de invierno 2002/2003 tratarían cuestiones educativas (Bildungsfragen) (Unispiegel, 2002). Fueron invitados diez estudiosos, incluido un extranjero, como se destacaba con orgullo en el anuncio. Los conferenciantes eran filósofos, historiadores, políticos y escritores, y ninguno de ellos procedía de las ciencias de la educación. En el anuncio de Unispiegel de esta serie de conferencias se justifica tal iniciativa por los pobres resultados alemanes en el estudio PISA, que se hicieron públicos un año antes, en 2001 (Deutsches PISA-Konsortium, 2001). Además, en dicho anuncio se dice que los resultados alarmaban a Alemania y que en todo el país se buscaban y señalaban causas y culpables, así como que se formulaban muchas ideas de reforma: «Aunque la mala clasificación del estudio PISA se refiere al ámbito de la educación y la escolarización, las dudas van mucho más allá. Toda una nación se pregunta: ¿Seguimos siendo un pueblo de poetas y pensadores?» (Unispiegel, 2002, párr. 1). En otras palabras, el informe PISA había hecho añicos la idea de singularidad idiosincrásica, la identidad residual de un país con una historia turbulenta. La idea de que el informe PISA significaba una crisis cultural no era una ilusión. Ningún país ha reaccionado ante el informe PISA con tanta virulencia como Alemania. Resulta revelador consultar las webs de los diferentes países de Amazon.com — ; ; —. Si se busca «PISA» en , se pueden encontrar juegos, sandalias, novelas y libros de autoayuda, pero nada sobre el estudio de la OCDE. Lo mismo ocurre con las publicaciones francesas en ; sin embargo, hay al menos dos publicaciones inglesas y una alemana sobre la encuesta, y en España, donde no hay una web de Amazon pero sí la de , solo está a la venta un único libro, el informe oficial en español de la OCDE sobre la encuesta de 2006. En Portugal, no hay ninguna publicación sobre la encuesta. La imagen cambia totalmente si se busca PISA en Alemania (): hay más de una docena de publicaciones relacionadas con el estudio, entre ellas publicaciones oficiales, análisis en profundidad, PISA para pequeños, PISA para adultos y programas de formación PISA para mejorar los conocimientos; hasta se ha elaborado un curso intensivo sobre PISA. En otras palabras, es evidente que PISA ha abierto un mercado, porque ha creado unos clientes con una

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demanda específica y una oferta concreta. La tesis general de este capítulo de conclusión es que este multifacético fenómeno surge de una situación que fue provocada por el choque de las dos autointerpretaciones culturales dominantes que se remontan a las confesiones religiosas diferentes del calvinismo y el luteranismo. Los conceptos del debate doméstico: competencia, Bildung, conocimientos En la base del estudio PISA hay una distinción que produjo cierta confusión en Alemania. Es la distinción entre características distintas del conocimiento, es decir, entre conocimientos útiles y conocimientos inútiles. Hay conocimientos que «simplemente se aprenden» y hay conocimientos aprendidos que los estudiantes pueden utilizar en su vida (futura) (OCDE, 2001, pág. 14). El propósito de PISA es fijarse en «la capacidad de los jóvenes de utilizar sus conocimientos y habilidades para afrontar los retos de la vida real», por lo que el objetivo no está en lo que los estudiantes aprendan en la escuela sobre la base del currículo y los libros de texto (pág. 16): «Las evaluaciones que solo verifican el dominio del currículo escolar pueden dar una medida de la eficiencia interna de los sistemas escolares. No desvelan el grado de eficiencia de las escuelas en la preparación de sus alumnos para la vida una vez que han concluido su educación formal» (pág. 27). La traducción alemana del informe de la OCDE, claro está, sigue esta distinción fundamental. Dice —y retraduzco de la versión en alemán del informe de la OCDE— que PISA no se centra simplemente en los conocimientos aprendidos en la escuela, sino en cómo los alumnos saben aplicarlos (OECD, 2001a, pág. 14). En el texto alemán, esta capacidad se denomina Grundbildung, y se especifica entre paréntesis con la palabra inglesa literacy (alfabetismo), pero también se la llama Kompetenz (competencia) (pág. 16 y ss.). La Kompetenz es el marco conceptual alemán en el que PISA opera en Alemania, y se opone, en cierto grado, al menos, al concepto de conocimiento (Wissen). En este sentido, la traducción alemana es bastante fiel a la versión inglesa. Sin embargo, esta fidelidad es superficial. En Alemania existe una larga tradición que margina los conocimientos de la escuela como simples conocimientos, pero es una marginación que se produce por una razón que nada tiene que ver con la de la encuesta de la OCDE. La marginación cultural general alemana de los conocimientos se puede ver fácilmente en la ausencia de la entrada Wissen (conocimiento) en las enciclopedias y obras educativas relevantes en alemán. Estas obras ni siquiera mencionan otras palabras afines como Kenntnisse (conocimientos, destrezas); y en los casos en que se habla de Wissen, la palabra solo aparece en otras compuestas que se pueden encontrar en numerosas enciclopedias, por ejemplo Wissensbegierde (deseo de conocimiento). Este cambio a la actitud interior del aprendiente no es casual, y refleja el concepto que más atrae la atención en el debate alemán, es decir, la idea de Bildung. El conocimiento está, por naturaleza, en déficit; la Bildung, por el contrario, es el objetivo. En otras palabras, tanto la OCDE como la tradición alemana marginan el conocimiento en oposición a algo más, y este «algo más» se llama «competencia» en el mundo

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lingüístico de PISA en Alemania, y Bildung en la tradición alemana, mucho más antigua. Esta enemistad compartida con el simple conocimiento indica, por supuesto, la fusión de competencia y Bildung. En efecto, se hace explícita la afirmación de que la competencia de hecho es básicamente Bildung, y de que su enemigo común es el «mero conocimiento». En su resumen sobre el desarrollo de estándares educativos nacionales, los especialistas alemanes de PISA aseguran que «competencias no se refiere a otra cosa que a esas destrezas individuales que se han indicado con el concepto de Bildung» (Klieme et al., 2003, pág. 65; véase también pág. 66). Lamentablemente, y a diferencia de los conceptos de competencias y estándares, no se dilucida el concepto de Bildung, pero en otra publicación de los mismos expertos de PISA encontramos los nombres de Wilhelm von Humboldt y Wilhelm Flitner,117 y con ellos algunas referencias muy generales al concepto alemán de Bildung (Deutsches PISA-Konsortium, 2001, pág. 21). Es importante señalar también que la fusión de competencias y Bildung no es solo el acto de unos empiristas históricamente ciegos (algunos de los llamados empiristas se formaron inicialmente también en historia); Heinz-Elmar Tenorth, auténtico historiador de la educación, hace lo mismo: «La Bildung y el alfabetismo, las destrezas básicas y los modos de manejar la cultura superior no representan clases disyuntivas de conocimientos y patrones conductuales, sino desarrollos específicos de una única e idéntica dimensión de la práctica humana» (Tenorth, 2008, pág. 29). Hasta aquí, lo que una enemistad común puede generar, pero es necesario analizar si este matrimonio entre competencias y Bildung era sostenible. No iban a tardar en aparecer los críticos de esta alianza entre competencias y Bildung. Una revista de educación (véase Rekus, 2007) elaboró un número especial en el que invitó a diferentes estudiosos a hablar de la cuestión de si la competencia es o no es simplemente una nueva noción para el concepto de Bildung («Kompetenz-ein neuer Bildungsbegriff?»). El resultado de ese debate es devastador para el consorcio de PISA —cierto es que este no participó en el debate—. La crítica general aduce no solo una diferencia esencial entre Bildung y competencia, sino también una jerarquía fundamental entre ambas, pues la segunda se considera una degeneración de la auténtica cultura. Es interesante señalar que las ideas del mismo Wilhelm von Humboldt, que el consorcio de PISA había usado para legitimar su concepto de competencia, ahora se utilizan para fines completamente opuestos. Manfred Sieburg, por ejemplo, dice que uno de los enormes méritos de Wilhelm con Humboldt fue que «consiguió romper la lamentable cadena» entre educación, por un lado, y ajuste, por otro, y proclamar la Bildung como algo inmensurable que se produce en el interior de la persona, y que, con las ideas de PISA, las escuelas pasarían a ser de nuevo básicamente centros de formación, cuyo objetivo sería ajustar a los estudiantes al entorno existente (Sieburg, 2007, pág. 189). Este rotundo dualismo entre la Bildung interior, por un lado, y el simple ajuste al mundo existente, por otro, fue de hecho el principal elemento que inspiró la serie de conferencias de la Universidad de Heildelberg del curso 2002-2003, en defensa de Wilhelm von Humboldt contra las aspiraciones de las ideas de PISA. La filósofa Brigitta Sophie von Wolff-Metternich recordaba al público que «la Bildung […] no es un

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conocimiento que se puede codificar y fijar, ni teórica ni prácticamente» (WolffMetternich, 2004, pág. 68), ni utilitario ni pragmático (pág. 69); por consiguiente, carece básicamente de propósito (pág. 71). Y, frente a la teoría humboldtiana de la Bildung, Wolfgang Frühwald, profesor de estudios literarios, identificaba los supuestos básicos de PISA utilizando incluso una imagen médica: los tachaba de «cáncer» de una «ideología de la rentabilidad» —y lo escribió en inglés (value-for-money) (Frühwald, 2004, pág. 43) —. La Bildung, como afirmaba otro notable crítico, es exactamente lo opuesto de esta «ideología de la rentabilidad», porque indica la formación interior del ser humano que al final se llama Persönlichkeit (Herrman, 2007, pág. 172). La persönlichkeit como resultado de la Bildung es la persona autosuficiente madura y armoniosa, mientras que PISA y su programa pretenden incapacitar a los seres humanos para ejercitarles en la obediencia del homo economicus (Krautz, 2007). En otras palabras, la idea de unir competencia y Bildung provocó irritación y escepticismo. El choque de los lenguajes religiosos A los protagonistas de este debate doméstico, probablemente les hubiera sido útil reconocer que, hace un siglo, se produjo un debate similar cuando en el viejo continente se empezó a discutir el pragmatismo americano como la primera filosofía no europea. El pragmatismo americano fue recibido con cierto interés o incluso simpatía en diferentes países, como Gran Bretaña, los Países Bajos o, sobre todo, la parte francófona de Suiza, sin embargo, fue rechazado casi sin excepción alguna en Alemania (véase el capítulo 7). Una de las principales razones de tal rechazo era la teoría de la verdad de William James, en la que este identificaba la verdad como una función contingente del proceso de razonamiento, y no como una idea eterna, como hacía el idealismo alemán: «Lo verdadero, por decirlo brevemente, solo es lo apropiado en nuestra forma de pensar, como lo correcto solo es lo apropiado en nuestra forma de comportarnos» (James, 1970b, pág. 86). La verdad, en otras palabras, no es el objetivo del pensamiento y la investigación, sino su medio; es una herramienta de la práctica humana, y no su aspiración trascendente. En el horizonte normativo de una filosofía dualista, esta identificación de verdad y utilidad era una bofetada en la cara. Y como James no empleaba con cautela sus metáforas, no hacía sino echar más leña al fuego alemán, y hablaba del «valor monetario de la verdad» (pág. 77). Los intelectuales alemanes enseguida dictaron sentencia: el pragmatismo era una filosofía abyecta; se la etiquetó de «filosofía del dólar» y de «utilitarismo de cocina y apaños», que no dudaba en vender la verdad por dinero (Spranger, 1915/1966b, pág. 37). En el contexto del debate sobre James en Alemania, un filósofo alemán llamado Jacoby (1912) replicó a la descripción que James hacía de los objetivos educativos de las universidades europeas y, sobre todo, británicas en Charlas a los maestros (1899; 2010), cuya traducción alemana se publicó en 1900. Jacoby (1912) toma la idea de Persönlichkeit que hoy se contrapone a la ideología de PISA (véase más arriba) y dice: La universidad alemana no se propone enseñar al Herr alemán a comportarse como un herr alemán. En nuestra

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tradición, esta es una labor exclusiva de la guardería infantil. La universidad alemana, por el contrario, se propone, en grado sumo, educar al estudiante alemán para que llegue a ser una Persönlichkeit —un hecho que, evidentemente, William James no toma en consideración pero que es importante y verdadero—. Inglaterra es la tierra de los gentlemen; Alemania es la tierra de las Persönlichkeiten. Gentlemen y Persönlichkeit, sin embargo, están esencialmente en enemistada oposición mutua. Esto no significa en absoluto que el gentleman no pueda tener algo de Persönlichkeit ni que la Persönlichkeit no pueda tener las virtudes del gentleman. Pero el ideal del gentleman choca con el de la Persönlichkeit, y el ideal de la Persönlichkeit choca con el del gentleman. (Pág. 217)

La percepción de una orientación nacional en estas tesis —si es que realmente son tesis — no es engañosa. Eduard Spranger, uno de los mandarines de la educación del siglo XX y crítico del pragmatismo, ya había lamentado en 1902 la «corrosión interna» de Alemania en aras de un Estado industrial u —horribile dictu— una democracia social e incluso la anarquía (que para Spranger casi era lo mismo que democracia), y apostaba por el ideal nacional de Fichte de una «Bildung nacional cerrada» (Spranger, 1902/1973) (véase el capítulo 9). Y fue el mismo Spranger quien, en su fundamental oposición al mundo y la democracia occidentales, propuso en 1928 la Bildung como la esencial alternativa alemana al mundo moderno. Situó el lugar de nacimiento de esta alternativa en el clasicismo alemán, en torno a 1800; es la época de los poetas y pensadores alemanes, como destacaba Spranger: «A nuestros poetas y pensadores los llamamos clásicos alemanes. Poseían Bildung en el pleno sentido de la palabra, porque no eran simplemente intelectuales literarios. Esta es la razón de que fueran los maestros de la vida y no sus asalariados» (Spranger, 1926/1928, pág. 11). La oposición entre Bildung y conocimientos es crucial: Ante todo, es evidente que el significado de Bildung no es la suma arbitraria de conocimientos técnicos y del lenguaje, actitudes sociales y disposiciones políticas […] El significado de Bildung siempre es personalidad [Personalität], es decir, la Bildung pertenece al ser humano en el sentido de que es capaz de representar una forma unitaria y significativa frente a los múltiples contenidos intelectuales. Es este significado el que los clásicos [poetas y pensadores] han descubierto: el ser humano como forma significativa en oposición a las cosas materiales de la vida, el ser humano como unidad frente a la multiplicidad de los diversos ámbitos sensoriales de la vida. (Spranger, 1926/1928, pág. 12)

La función de crear significado de la Bildung es uno de los argumentos fundamentales de la crítica de Spranger al pragmatismo, y uno de los argumentos cruciales de las actuales críticas a PISA. Si el pragmatismo —en este sentido, sobre todo George Mead — insistía en que el significado lo crea la interacción social y, por consiguiente, cambia en los diferentes contextos, la tradición idealista alemana insiste en una motivación interior de creación de auténtico significado, y a esta motivación interior es a la que se refiere la bildung y la que hace de la persona una Persönlichkeit. Hoy, los críticos se oponen al concepto de competencia y dicen que la ideología de PISA solo contempla la utilidad y olvida la dimensión de la Sinnhaftigkeit, que significa algo así como «razonabilidad» en la vida (Rekus, 2007, pág. 156). En este contexto, los críticos han de rechazar la fusión de Bildung y competencia de los protagonistas alemanes de PISA. Así lo considera Sieburg (2007), que empieza con una cita del que se conoce como «informe Klieme»:

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«Los estándares educativos están orientados a los objetivos generales de la educación, y en principio son convertibles (operables) mediante tareas y verificaciones» [Klieme et al., 2003)]. Este es el supuesto interno: La Bildung, cualquiera que sea el intento de contención histórico o actual de este concepto casi imposible de abarcar al que uno quiera adscribirse, se resiste a ser operativa; la Bildung es el carácter de la Persönlichkeit, un proceso interminable; la Bildung es lo metaútil. En otras palabras, la Bildung es inmensurable (pág. 186).

El «sistema» educativo, sus ingenieros y la psicología cognitiva Desde la perspectiva lingüística y por tanto ideológica del crítico, la fusión de Bildung y competencias, y con ella toda la estructura de PISA, solo se pueden considerar tristes y preocupantes, porque suponen la rendición de toda una tradición, de la Sonderweg alemana, la peculiaridad de la historia alemana y sus orígenes ideológicos y culturales. Peor aún, es la capitulación casi incondicional de un ideal cultural ante la ideología capitalista, que no se rige por más valor que el de hacer dinero. Y es verdad que, ante este horizonte normativo en que la Bildung desempeña un papel esencial, el avance de PISA se considera una ocupación enemiga a la que hay que oponerse con firmeza. En efecto, si se considera el origen de PISA, hay buenas razones para oponerse a su intento de fusionar competencia y Bildung. Como ya he dicho en otra parte (Tröhler, 2010b), las raíces de PISA están en la década de 1950, cuando el lanzamiento del Sputnik desencadenó la pedagogización de la guerra fría, como lo demostró, por ejemplo, la reacción del antiguo presidente americano Hoover al Sputnik: El problema es que de nuestras instituciones de enseñanza superior salen quizá menos de la mitad de científicos e ingenieros de los que salían hace siete años. Los mayores enemigos de la humanidad, los comunistas, obtienen dos y posiblemente tres veces más que nosotros […]. El hecho inapelable es que los centros de enseñanza media no proporcionan a los jóvenes los requisitos de entrada en la universidad que esta debe exigir para formar a científicos e ingenieros. («Education», 1957)

En el marco de esta ideología, poco a poco, la guerra fría se había convertido en un proyecto de reforma educativa global con facetas particulares que paradójicamente solo llegaron a fundirse en una única agenda al final de la guerra fría, en 1989. Una de las facetas fue la Ley de Defensa Educativa Nacional de 1958, con su énfasis en tres materias que hoy nos resultan tan familiares: las matemáticas, las ciencias y los idiomas extranjeros; en otras palabras, se trata casi de la trilogía en la que hoy se centra PISA. Una segunda faceta fue el desarrollo en ese mismo momento de la teoría del capital humano; y otra, la creación de la OCDE en 1960. La primera conferencia oficial de la OCDE, celebrada en 1960 en Washington, D. C., estuvo dedicada al tema «Conferencia política sobre el crecimiento de la educación y la inversión en educación» (OECD, 1961). Sin embargo, el enemigo no solo eran los rusos, sino también la ideología educativa que dominaba en Estados Unidos en esa época y que avalaban los filósofos de la educación y los poderosos sindicatos de profesores; se llamaba la doctrina del «ajuste a la vida». El almirante Hyman G. Rickover la atacaba en nombre de muchos: Si la escuela local siguiera enseñando materias tan placenteras como «Ajuste a la vida» y «Cómo saber si se está realmente enamorado», en lugar de francés y física, el título que se concedería sería, a ojos de todo el mundo, inferior. Los contribuyentes empezarían a preguntarse si se invierte bien su dinero. («Education», 1957)

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En estas circunstancias, la pedagogización de la guerra fría en Estados Unidos supuso una transformación de la disciplina de referencia de la educación, que pasó de la filosofía a la psicología (más exactamente, de una interpretación popular del pragmatismo a la psicología cognitiva) que a finales de los años cincuenta empezaba a despuntar —hoy la teoría de la cognición es la referencia académica más importante de PISA, como admiten los propios interesados (Klieme et al., 2003, págs. 23-26; Deutsches Pisa-Konsortium, 2001, pág. 21)—. El auge de la psicología cognitiva estuvo acompañado de nuevas ideas sobre la gobernanza derivadas de la guerra fría, unas ideas que surgieron sobre el fondo de un modelo histórico específico: el modelo efectivo de la resolución de problemas mediante la colaboración de especialistas militares, científicos y políticos durante la Segunda Guerra Mundial en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), y en el contexto del Proyecto Manhattan de Los Álamos. En el extraordinario libro Scientists in the Classroom, John Rudolph explica con detalle cómo en esta ideología surgió la idea de que casi cualquier problema se podía resolver con la colaboración de expertos de primer orden, pues habían sido grupos de especialistas, por ejemplo, quienes durante la guerra habían solucionado con éxito complejos problemas de radar para detectar a los submarinos alemanes, y quienes habían desarrollado la bomba atómica utilizada en Japón (véase Rudolph, 2002, pág. 90). Esta idea de investigación por contrato se convirtió en el modelo de la investigación eficaz para el bien de la nación que ha de defender la libertad, para el bienestar y la paz; en otras palabras, para el bien de las personas, una idea que de nuevo se utiliza en las evaluaciones de la OCDE, PISA y otras de amplio alcance. Sin embargo, el paso de una investigación autodefinida a la de contrato supuso un cambio de terminología; y el principal agente, el investigador, se convirtió en el experto que interpreta los problemas predefinidos como un complejo conjunto de elementos distintos que constituyen lo que se llama un «sistema». El fondo científico de esta idea de sistema liberaba en gran medida a los expertos de cualquier limitación cultural; se ocupaban menos de comprender cómo un sistema es una construcción cultural o cómo el sistema funciona como sistema, y en su lugar lo definían a partir de la idea de la mejor disposición mutua posible de sus elementos identificados. En otras palabras, la perspectiva de los sistemas era la de la ingeniería, y esta se centraba «no solo en el mejor rendimiento de un determinado sistema humano/tecnológico», sino en «toda la diversidad de posibles alternativas que se pudieran generar mediante el uso de tecnologías ya existentes o recién desarrolladas […] desde cero» (Rudolph, 2002, pág. 94). Es exactamente esta idea de interpretar los problemas como sistemas y encontrar soluciones «desde cero» —es decir, sin considerar los contextos en que los sistemas se construyen y operan— la que dio entrada a la psicología cognitiva en la gobernanza educativa, pues la teoría cognitiva interpretaba el procesamiento de datos cognitivos con el lenguaje de las matemáticas, y empleaba la plantilla matemática de los algoritmos para definir los procedimientos de resolución de problemas. De esta forma, la mente humana se convirtió en una máquina computadora que había que mantener y ayudar como si fuera un complejo ordenador. Este modo de entender los procesos que se producen en la

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mente humana encajaba a la perfección en la perspectiva de los sistemas tecnológicos, por lo que creció de nuevo el optimismo sobre la viabilidad de un mundo seguro, libre y próspero. El nuevo modelo entró enseguida en la gobernanza educativa. Ya en la Conferencia de Woods Hole de 1959, en la que se debatieron los problemas de la educación de Estados Unidos ante la realidad del Sputnik, Jerome Bruner concilió su psicología cognitiva con la idea de ingeniería de sistemas. Bruner señalaba que para debatir el problema del sistema educativo estadounidense: Introdujimos este tema […] señalando la analogía con un sistema de defensa, de modo que el profesor, el libro, el laboratorio, la máquina de enseñanza, el cine y la organización en general se aunaran para formar un sistema de enseñanza equilibrado. (Bruner, citado en Rudolph, 2002, pág. 99)

Los expertos de la conferencia habían convenido en que «los objetivos de la educación […], expresados en términos de las funciones humanas, y las tareas que se han de desarrollar […] se pueden especificar con la misma exactitud y objetividad que las funciones y tareas del sistema de defensa Atlas» (citado en Rudolph, 2002, pág. 99). Estas ideas tardaron cuarenta años en imponerse a nivel global, aunque, paradójicamente, solo después de que el gran enemigo, el comunismo, se eclipsara. Algunas consideraciones sobre el mundo real y sus desafíos La comparación de las raíces ideológicas tanto de los expertos de PISA como de sus críticos explica el furibundo rechazo alemán de la fusión de competencia y Bildung, y la serie de conferencias de la Universidad de Heildelberg. Pero cabe preguntarse por qué los expertos de PISA han caído en la insensatez de intentar fusionar estos dos conceptos obviamente contradictorios. ¿Pretendían utilizar la estrategia del caballo de Troya, simulando que PISA era de verdad lo que realmente querían Humboldt y la teoría alemana de la Bildung? ¿O simplemente no están bien informados y confunden conceptos fundamentales? Hay ciertas pruebas de que así es, pues PISA utiliza conceptos variables y a veces contradictorios: ¿Evalúa realmente PISA el rendimiento de los estudiantes (Deutsches PISA-Konsortium, 2001, pág. 11), o las competencias básicas de la próxima generación, o el alfabetismo y las destrezas de los estudiantes (Deutsches PISA-Konsortium, 2001, pág. 15) o el sistema educativo (Klieme et al., 2007, pág. 11)? Se afirma que hace todo esto, lo que convierte a PISA en blanco fácil tanto del idealismo alemán como de la teoría crítica, dos corrientes ideológicas que no suelen estar muy de acuerdo entre sí. En efecto, es muy sencillo atacar el uso que PISA hace de conceptos por estar influidos por una teoría de la educación más bien endeble que se desarrolló en el contexto de la teoría del capital humano. La tesis de que PISA adopta un enfoque más empírico que teórico no se sostiene, sobre todo porque no se comprende cómo se puede contar sin saber qué ni por qué se cuenta. Peor aún es que PISA, de hecho, no es tan empírico como pretende, lo que lo acerca a la ideología no empírica alemana de la Bildung, y, por tanto, avala la asimilación de competencia y Bildung. Cuando PISA habla de «la capacidad de los jóvenes de usar sus conocimientos y destrezas para enfrentarse a los

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retos de la vida real», es evidente que el objetivo no va dirigido a lo que los estudiantes aprenden en la escuela sobre la base de los currículos y los libros de textos (OECD, 2001, pág. 16). Irrita observar que estos «retos de la vida real» son cualquier cosa menos la vida escolar de los estudiantes, y no solo se encuentran fuera de la escuela, sino que se sitúan en la «vida posterior» a la educación obligatoria. En otras palabras, PISA no pregunta cómo domina el alumno su propia vida, sino que especula sobre el dominio de una vida futura: «Las evaluaciones que solo verifican el dominio del currículo escolar pueden dar una medida de la eficiencia interna de los sistemas escolares. No desvelan el grado de eficiencia de las escuelas en la preparación de sus alumnos para la vida una vez que han concluido su educación formal» (pág. 27). La traducción alemana dice de forma aún más explícita que PISA quiere verificar la capacidad de los diferentes sistemas educativos de preparar a los estudiantes para la vida (PISA, 2001a, pág. 30), para la vida de adulto (Deutsches PISA-Konsortium, 2001, pág. 17), como si los estudiantes no vivieran en modo alguno como entes empíricos aquí y ahora. Más irritante aún es que PISA justifique la propia evaluación con el rápido cambio que experimenta el mundo, al mismo tiempo que pretenda saber qué habilidades serán necesarias en el mundo que de este cambio resulte, dentro de diez, veinte o treinta años. ¿Cómo pueden saber qué habilidades se necesitarán si tan seguros están de que el mundo cambia a toda velocidad? Acepto que las competencias que se adquieren de joven pueden ser útiles más tarde, pero es evidente que no es seguro. En cambio, la base del éxito en la vida madura es tenerlo en la actual, porque uno desarrolla, diferencia y adapta sus habilidades o competencias mediante los efectos de aprendizaje de sus interacciones. Permítame el lector que me remonte a mis años de juventud, plenamente consciente de que la introspección biográfica no es ciertamente lo que más interesa a la psicología cognitiva, pero da una idea de cuáles pueden ser los retos de la vida real para un muchacho a sus quince años. En pocas palabras, el reto de la adolescencia es ganarse la estima y el reconocimiento del grupo de iguales y evitar problemas en casa. Esta tensión latente puede exigir las mayores de las destrezas. Un ejemplo: cuando yo era joven, se llevaba el pelo largo, y así me lo iba dejando. El reto era explicar a mis padres, sobre todo a mi padre, semana tras semana por qué no era necesario que yo fuese al barbero, y tenía que buscar razones y resistir señuelos económicos y aguantar argumentos una y otra vez. Cuanto más me crecía el pelo, más respetado me sentía en mi grupo y más problemas tenía en casa. Otra cosa fue conseguir una motocicleta, y una que corriera bien —la bicicleta estaba pasada de moda—. Sin embargo, los mecanismos técnicos de control de las motocicletas estaban estipulados por la ley, y no se podían superar los 30 km/hora — un límite de velocidad que nos parecía ofensivo—. De modo que un reto de la vida real era desarrollar destrezas para trucar el motor y, a ser posible, tener la motocicleta más rápida de la ciudad. Otras destrezas eran las de convencer a los padres, sin mentir demasiado, de que si pasabas la noche con los amigos lo hacías en una situación familiar controlada, y otras conseguir que te dieran dinero para pagar una música que no les gustaba. Todas estas negociaciones e incumplimientos de las reglas de la familia se aceptaban —así lo hacía al menos la mayoría de los padres que conocía— siempre que

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nos fuera bien en la escuela, y eso significaba que nos fuera bien en lo que a PISA no le interesa: saberse la lección. En otras palabras, el precio de afrontar con éxito los retos de la vida privada, en cierto modo, era llevar buenas notas a casa, y esto, pese a lo que diga PISA, significaba aprender las lecciones concretas de unos libros concretos que se ajustaban a unos programas concretos. Todas estas destrezas, las fundamentales que necesitábamos, PISA las olvida en gran medida, porque es evidente que no le interesa la vida actual de los alumnos, sino especular sobre su vida futura. La armonía interior y exterior y el doble descontento El particular empirismo no empírico de PISA tiene sus raíces en su propia ideología original, la de la guerra fría de finales de los años cincuenta, un mundo en que primaba la especialidad. En este entorno cultural se halla la idea de crear un mundo armonioso y unido de personas libres. El lema de esta visión era: «un solo mundo». Ya en 1943 lo había empleado el candidato presidencial estadounidense Wendell Lewis Willkie, que transmitía la idea de un mundo sólido y unido basado en la seguridad y el bienestar de la gente común de todo el planeta, y liderado por Estados Unidos (Fousek, 2000, pág. 79). Lo enojoso era que uno de los antiguos aliados, la Unión Soviética, había manifestado planes con ambiciones similares y, por ello, se había convertido progresivamente en un factor de distracción de la visión global de «un solo mundo» dirigido por Estados Unidos. Los rusos (que, por cierto, tenían unas ideas tecnocráticas y meritocráticas parecidas a los estadounidenses) fueron acusados de ideológicos, mientras se elogiaba a Estados Unidos por estar libre de ideología, pues se pensaba que esta correspondía a los expertos académicos. El concepto de desarrollo reemplazaba al de ideología, entendido como la expresión global de un mundo libre de ideología e impulsado por los expertos. El énfasis en el desarrollo y avance hacia la paz y la libertad era de base religiosa, incluso misionera, como se puede ver ya en 1947, cuando el antiguo presidente de Estados Unidos, Henry A. Wallace, dijo: «Por su historia, su geografía y su crecimiento económico, América tiene a su alcance proporcionar la gran paz duradera por la que profetas y sabios han rezado durante miles de años» (Wallace, citado en Fousek, 2000, pág. 11). El lenguaje religioso de la salvación no es engañoso, sino característico, como señalaba en 1957 el comentarista británico Denis Brogan al hablar de Estados Unidos: «La idea de “misión” es mucho más amplia de lo que era; el mundo entero es la feligresía de Estados Unidos, de su gobierno y de su cultura» (Brogan, citado en Gilman, 2003, pág. 69). O como decía el presidente Harry S. Truman en 1949: Estados Unidos sobresale entre las naciones en desarrollo industrial y técnicas científicas. Los recursos naturales que nos podemos permitir utilizar en ayuda de otros pueblos son limitados. Pero nuestros imponderables recursos de conocimientos técnicos no dejan de aumentar y son inagotables […]. Una mayor producción es la clave de la prosperidad y la paz. Y la clave de una mayor producción es la aplicación mayor y más decidida de los conocimientos científicos y tecnológicos. (Truman, citado en Gilman, pág. 71)

La teoría del capital humano y la OCDE encajan perfectamente en esta ideología, y no es casualidad que en la primera conferencia de esta —celebrada en Washington, D. C. en

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1960 y en la que el tema de debate era «Crecimiento económico e inversión en educación»— ninguno de los ponentes más importantes fuera pedagogo (para más detalles, véase Tröhler, 2010b). Con este telón de fondo, se comprende que en PISA se excluyan las situaciones de la vida real de los estudiantes y, con ellas, el propio currículo. Lo que los estudiantes aprenden en las diversas partes del mundo es culturalmente contingente y dispar; sin embargo, el mundo según PISA es el mundo culturalmente armonizado de la interacción: «PISA ofrece un nuevo enfoque en la consideración de los resultados de la escuela, utilizando como base de pruebas las experiencias de los estudiantes de todo el mundo, y no las del contexto cultural específico de un determinado país» (OECD, 2001, pág. 27). Pero no existen las llamadas experiencias de los alumnos de todo el mundo en oposición a las experiencias del «contexto cultural específico de un determinado país», porque las experiencias siempre se sitúan en un determinado contexto cultural. El olvido de las situaciones de la vida real de los estudiantes y de las experiencias de aprendizaje culturalmente situadas demuestra por qué los exponentes de PISA en Alemania pretenden armonizar competencia y Bildung. Tanto la ideología de PISA como la tradicional alemana de Bildung son de base no empírica, y ambas se rigen por la idea de un mundo armonioso como objetivo de la educación. El objetivo de la tradición alemana es la Persönlichkeit interior y armoniosa, que es capaz de dar sentido al diverso mundo exterior, y el objetivo de la tradición de PISA es «un solo mundo» de ciudadanos libres, económicamente seguros y que interactúan globalmente. Los orígenes de estas dos visiones no son tan diferentes como el acalorado debate de Alemania puede hacer pensar: ambas están enraizadas en distintas confesiones del protestantismo. El ideal de la Bildung interior se basa en el luteranismo, y el de «un solo mundo», en el calvinismo. No es casualidad que, en torno a 1900, el rector de la Universidad de Chicago, William Raines Harper, originariamente teólogo baptista, dijera a sus alumnos que la cuarta parte de la historia universal estaba empezando entonces, y que su centro estaba en Estados Unidos. Sostenía que, en esta era, la civilización alcanzaba su punto más elevado. Según él: «La historia de la civilización ha discurrido a la par con el desarrollo de una concepción pura y verdadera de Dios y de su relación con el hombre», es decir, se trata de la interpretación protestante baptista de Dios y de la relación de Dios con el hombre. Harper consideraba que este movimiento era el mandato de una misión que Dios había asignado a Estados Unidos y que tenía profundas consecuencias educativas, una misión asentada en el «Evangelio y la educación». El Evangelio y la educación darían fuerza a Estados Unidos para hacer del mundo uno solo: «En este trabajo de enseñar a la humanidad a comprender a Dios y a sí misma, América es la escuela de formación de los profesores» (Harper, 1904, págs. 175 y ss.). El paraíso de Milton, que se había perdido cuando los puritanos tuvieron que abandonar Inglaterra en el siglo XVII, se recuperaba, por fin, bajo el liderazgo de modelos purificados de libertad, democracia y prosperidad basadas en el progreso tecnológico y económico. En estas circunstancias, se comprende el doble descontento de Alemania y el malestar

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general. Para algunos, PISA es la encarnación de una catástrofe cultural, porque se sitúa inequívocamente en el mundo exterior, en lugar de centrarse en el interior, lo que a su vez significa una traición a la idiosincrásica tradición alemana de la Bildung y la Persönlichkeit, una tradición de un país que a lo largo de su peculiar historia ha batallado con denuedo para hallar y definir su identidad nacional. La idea educativa de Bildung había sido en cierto modo lo que William Wallace, Braveheart, es para Escocia; Guillermo Tell para Suiza; George Washington para los Estados Unidos, Giuseppe Mazzini para Italia; Mahatma Gandhi para India, o los revolucionarios de 1789 para Francia.Y con este telón de fondo, poner en cuestión la Bildung significa básicamente cuestionar la idea de la nación alemana. Sin embargo, los expertos de PISA sentían una irritación similar, porque se daban cuenta del escaso éxito de su pretensión de «un solo mundo», sobre todo, en Alemania, porque en ningún otro país eran tan llamativas las diferencias de resultados entre estudiantes inmigrantes y nativos, señal de una endeble unidad y cohesión nacional. No es casualidad que, en oposición a los políticos, los expertos de PISA pusieran menor énfasis en la clasificación internacional que en la catastrófica diferencia de los estudiantes alemanes en función de su procedencia social y étnica. El sistema educativo había fracasado en su tarea de integrar a los emigrantes y, por tanto, no había conseguido contribuir a la creación de la armonía, en este caso, no de la persona interior —que, de todas maneras, es una percepción extraña en el ámbito de la psicología cognitiva—, sino en el mundo exterior. Este choque de culturas o lenguajes religiosos, tan cercanos y tan alejados a la vez, es el que hizo de PISA un fenómeno incomparable en Alemania. Es un choque que tiene sus ventajas, porque, al menos, demuestra que hay una teoría educativa que se puede llamar laica y, por tanto, académica, que tiene aún mucho por recorrer en ambos sentidos. 117. Junto con Fichte, Humboldt pertenece a la clase de los héroes indiscutibles de la geisteswissenschaftliche Pädagogik, como se puede ver, por ejemplo, en la biografía hagiográfica de uno de los mandarines, Eduard Springer (Springer, 1910). Wilhelm Flitner es el segundo mandarín; Herman Nohl, el tercero (véase el capítulo 9). Todos ellos influyeron de forma continua en el desarrollo de la educación alemana en las universidades después de la Segunda Guerra Mundial (véase, por ejemplo, Kersting, 2009).

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Agradecimientos La mayoría de los capítulos fueron publicados anteriormente en diferentes formatos. Agradezco a sus editores la autorización para revisarlos e incluirlos en este libro. 1. Introducción: los lenguajes de la educación. Publicado en parte en 2009, en «Beyond arguments and ideas: Languages of education». En: Smeyer, P.; Depaepe, M. (comps.). Educational research: Proofs, arguments, and other reasonings (págs. 922). Dordrecht: Springer. 2. La pedagogización del mundo actual: el progreso, la pasión y la promesa protestante de educación. Publicado originariamente en 2008 como «La pedagogización del mundo actual: el progreso, la pasión y la promesa protestante de educación». En: Smeyer, P.; Depaepe, M. (comps.). Educational research: The educationalization of social problems (págs. 31-46). Drodrechet: Springer. 3. Los malentendidos protestantes: Max Weber y la ética protestante en América. Publicado originariamente en 2006 como «Max Weber und die protestantische Ethik in Amerika». En: Oelkers, J.; Casale, R.; Horlacher, R. (comps.). Rationalisierung und Bildung bei Max Weber: Beiträge zur Historischen Bildungsforschung (págs. 111– 134). Bad Heilbrunn: Klinkhardt. 4. El republicanismo clásico de Rousseau (nuevo) 5. Las turbulencias lingüísticas: los debates americanos de 1776-1788. Publicado en parte en 2001 en «Der Republikanismus als historische Quelle und politische Theorie des Kommunitarismus». Zeitschrift für Pädagogik, 47 (1), págs. 45–65. 6. El pragmatismo, la cultura americana y el «Reino de Dios en la Tierra». Publicado originariamente en 2006 como «The “Kingdom of God on Earth” and early Chicago pragmatism». Educational Theory, 56 (1), págs. 89–105. 7. La langue como patria: la acogida ginebrina del pragmatismo. Publicado originariamente en 2005 como «Langue as homeland: The Genevan reception of pragmatism». En: Popkewitz, T. (comp.), Inventing the modern self and John Dewey. Modernities and the traveling of pragmatism in education (págs. 61–84). Nueva York: Palgrave Macmillan. 8. La génesis de una ciencia educativa: los espíritus y las psicologías protestantes. Publicado originariamente en 2010 como «Verwandt und fremd: Die amerikanische und deutsche Pädagogik um 1900». En: Ritzi, C.; Wiegmann, U. (eds.). Beobachten, Messen, Experimentieren: Beiträge zur Geschichte der empirischen Pädagogik/Erziehungswissenschaft (págs. 211–233). Bad Heilbrunn: Klinkhardt. 9. La geisteswissenschaftliche Pädagogik alemana y la ideología de la Bildung.

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Publicado originariamente en 2003 como «The discourse of German Geisteswissenschaftliche Pädagogik: A contextual reconstruction. Paedagogica Historica». International Journal of the History of Education, XXXIX, págs. 759778. 10. Comparación de los lenguajes de la educación: Alemania, Suiza y Estados Unidos. Publicado originariamente en 2005 como «Geschichte und Sprache der Pädagogik». Zeitschrift für Pädagogik, 51, págs. 218-235. 11. Globalizar la globalización: el concepto neoinstitucional de una cultura mundial. Publicado originariamente en 2009 como «Globalizing globalization: The neo-institutional concept of a world culture». En: Popkewitz, T.; Rizvi, F. (comps.), Globalization and the study of education. Yearbook of the National Society for the Study of Education (vol. 108, págs. 29-48). Nueva York: Wiley. 12. Conceptos, culturas y comparaciones: PISA y el doble descontento alemán (nuevo). El artículo se ha publicado simultáneamente en 2011 en Pereyra, M.; Kotthoff, H.; Cowen, R. (comps.). PISA under examination: Changing knowledge, changing tests, and changing schools (págs. 245-257). Róterdam: Sense Publishers

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La docencia universitaria mediante el enfoque del aula invertida Medina Moya, Jose Luis 9788499218663 140 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Esta obra presenta un enfoque de enseñanza universitaria cuya repercusión en la innovación en la educación superior y su potencial para la mejora de la enseñanza están todavía por explorar en nuestro país: the flipped classroom (el aula invertida). Este enfoque invierte la tradicional secuencia de actividades en la educación superior: enseñanza/estudio/evaluación, por la secuencia: estudio/evaluación/enseñanza. Supone un desplazamiento intencional al exterior de determinadas partes del contenido de las asignaturas de una titulación. A través de actividades guiadas y de determinados recursos tecnológicos más o menos sofisticados, se transfiere intencionalmente, fuera del aula, parte de la información que el profesor ha de transmitir con la finalidad de liberar tiempo de la clase para dedicarlo a actividades de aprendizaje en las que la presencia del docente es imprescindible. El libro está dirigido principalmente al profesorado universitario, ya que recoge ocho experiencias de aula inversa en diversos campos disciplinares de la educación superior. Pero más allá de este ámbito, cualquier educador interesado en la innovación y mejora de su práctica pedagógica encontrará aquí un buen modelo. 227

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Trayectorias del desarrollo de los sistemas educativos modernos Tröhler, Daniel 9788499217826 320 Páginas

Cómpralo y empieza a leer La educación contemporánea está cada vez más vinculada a las fuerzas económicas globales, y, en esta medida, los sistemas educativos que tratan de influirse mutuamente se enfrentan de modo inevitable a importantes tensiones debidas a las distintas tradiciones, políticas y estructuras formales. Trayectorias del desarrollo de los sistemas educativos modernos ofrece una exhaustiva crítica teórica y empírica de los movimientos de reforma que pretenden homogeneizar la escuela en todo el mundo. Estos detallados estudios de casos, asentados en el conocimiento histórico y sociológico de diversas naciones y épocas, desvelan cómo y por qué las agendas convergentes y de gran envergadura chocan con las políticas institucionales, las prácticas y los currículos específicos. En contra de los modelos teóricos actuales que no consiguen abordar las potenciales presiones nacidas de esas exigentes evoluciones isomorfas, este libro esclarece las peculiaridades culturales idiosincrásicas que producen y, a la vez, problematizan los esfuerzos globales de reforma, y aporta una nueva forma de entender el currículo como manifestación de la identidad nacional.

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La expansión del conocimiento en abierto: los MOOC Vázquez Cano, Esteban 9788499214474 120 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Desde los inicios de los cursos masivos en abierto (MOOC) en 2008, han pasado cinco excitantes años en el mundo de la formación. El panorama parece iniciado y relativamente consolidado, por lo que parece pertinente abordar las características definitorias más relevantes hasta el momento. Presentamos en este libro unas claves sencillas para el entendimiento del movimiento MOOC y pretendemos proporcionar un marco contextual claro y preciso donde ubicar la formación y difusión del conocimiento en abierto. No hemos querido presentar un panorama idealizado y adjetivado de bonismo con respecto al movimiento MOOC; como cualquier innovación que ha requerido la atención del mundo formativo y universitario mundial, y pasado ya el sarampión inicial, han surgido controversias que no hemos querido obviar. Por lo tanto, el lector encontrará los pros y contras del movimiento de forma que se pueda generar una opinión propia y fundamentada sobre los principios de masividad y gratuidad aplicados a la formación general y universitaria.

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El filósofo desnudo Jollien, Alexandre 9788499214917 184 Páginas

Cómpralo y empieza a leer ¿Cómo vivir más libremente la alegría cuando nos tienen presos las pasiones? ¿Cómo atreverse a distanciarse un poco sin apagar un corazón? A partir de la experiencia vivida en carne propia, Alexandre Jollien intenta, en este libro, diseñar un arte de vivir que asume lo que resiste a la voluntad y a la razón. El filósofo se pone al desnudo para auscultar la alegría, la insatisfacción, los celos, la fascinación, el amor o la tristeza, en resumen, lo que es más fuerte que nosotros, lo que se nos resiste... Citando a Séneca, Montaigne, Spinoza o Nietzsche, Jollien explora la dificultad de practicar la filosofía en el corazón de la afectividad. Lejos de dar soluciones o certidumbres, Jollien, junto a Hui Neng, patriarca del budismo chino, descubre la frágil audacia de desnudarse, de desvestirse de uno mismo. Tanto en la adversidad como en la alegría, nos invita a renacer a cada instante lejos de las penas y de las esperanzas ilusorias. Esta meditación inaugura un camino para extraer la alegría del fondo del fondo, de lo más íntimo de nuestro ser.

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Conocer y alimentar el cerebro de nuestros hijos Aguirre Lipperheide, Mercedes 9788499217529 248 Páginas

Cómpralo y empieza a leer La doctora en Biología Mercedes Aguirre Lipperheide (Getxo, 1966) tiene ya publicados dos extensos libros relacionados con la alimentación, la suplementación y la salud: Guía práctica de la salud en la infancia y la adolescencia (Octaedro, 2007) y Salud adulta y bienestar a partir de los 40 (Octaedro, 2011). En este tercer libro, saca a relucir la importancia que la alimentación (y puntualmente la suplementación) puede llegar a tener de cara a apoyar el desarrollo cognitivo y emocional de niños y adolescentes, un aspecto que gana más relevancia, si cabe, en aquellos jóvenes que tienen un problema declarado en dichos ámbitos. La escalada de niños etiquetados con algún problema de aprendizaje y/o comportamiento (TDA/TDAH, problemas de concentración, dislexia, etc.) resulta en ocasiones llamativa y necesariamente requiere un análisis más profundo sobre sus posibles orígenes. En esto se centra precisamente este libro. Por un lado, se intenta explicar al lector, de una manera didáctica y cercana, las bases que sustentan una adecuada maduración cerebral, para luego poder entender qué puede ir mal en este proceso que explique posibles problemas de aprendizaje y/o comportamiento (primera parte). La segunda parte del libro, más extensa, se centra en analizar nuestra 239

alimentación y el modo en que puede afectar, para bien o para mal, el desarrollo cognitivo y/o de comportamiento de niños y adolescentes. Este enfoque es, sin duda, novedoso y a buen seguro va a ayudar a muchos padres a entender mejor cómo apoyar las necesidades de sus hijos, bien sea para reforzar un adecuado desarrollo cognitivo y emocional o, en caso de existir alguna alteración, para superarla con mayor éxito.

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Índice Portada Créditos Sobre el autor Prefacio (Tom Popkewitz)

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Referencias

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Nota a la edición castellana de este libro (Daniel Tröhler) Los protestantismos: guía breve y necesariamente superficial para la lectura de este libro Las tres doctrinas La difusión Los dominios y los efectos perdurables

1. Introducción

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Los lenguajes de la educación Langue y parole (lengua y habla) El concepto de lenguaje Los lenguajes y el «orden de la verdad» de Foucault Los lenguajes educativos: el protestantismo y el republicanismo El enfoque histórico y la calidad de la investigación educativa El contenido del libro

PARTE I. Los fundamentos protestantes: la educación, la economía y la política 2. La pedagogización del mundo actual: el progreso, la pasión y la promesa protestante de educación El conflicto ideológico entre el auge del comercio y el renacimiento del republicanismo en torno a 1700 La dedicación de las mujeres a la botánica y el ajuste del vocabulario: el ejemplo británico El conflicto entre el comercio y el republicanismo en Suiza en torno a 1750 La educación de los héroes republicanos como futuros ciudadanos El proceso pedagógico del mundo moderno: la promesa protestante 3. Los malentendidos protestantes: Max Weber y la ética protestante en América El protestantismo y el capitalismo

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20 23 25 27 30 33 35

37 38 38 40 42 44 48 53 53

La ética protestante frente al capitalismo La ética protestante de Max Weber Weber y el protestantismo americano La ética política protestante y el anticapitalismo La ética protestante en América La doctrina de los Dos Reinos o el Reino de Dios en la Tierra El fantasma de Tom Joad

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PARTE II. El protestantismo reformado, el republicanismo clásico y 72 la educación 4. El republicanismo clásico de Rousseau Rousseau en la historiografía educativa: un análisis genético El problema fundamental de Emilio en el lenguaje del republicanismo clásico La éducation negative y la historia como educación moral y política La Ginebra de Rousseau, ¿la república ideal? La educación fuera de la patria La «naturalidad» de la educación natural El protestantismo calvinista y zuingliano 5. Las turbulencias lingüísticas: los debates americanos de 1776-1788 El lenguaje republicano clásico y moderno de 1776 Los debates después de la guerra de 1783 El debate constitucional de 1787 El debate educativo durante los años de formación Los efectos 6. El pragmatismo, la cultura americana y el «Reino de Dios en la Tierra» El Chicago de fin de siglo: los peligros de la metrópolis La red protestante reformada de la Universidad de Chicago El calvinismo y la Edad Moderna El Reino de Dios en la Tierra La democracia como redención 7. La langue como patria: la acogida ginebrina del pragmatismo «C’est mon homme» La psicología, el protestantismo reformista liberal y la evolución El pragmatismo y la educación progresista El protestantismo calvinista reformado y el luterano

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73 73 75 78 80 82 85 86 90 92 95 98 101 103 106 107 110 111 113 115 121 121 122 124 128

La langue como patria La acogida como actividad

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PARTE III. El protestantismo luterano, la educación y la Bildung 8. La génesis de una ciencia educativa: los espíritus y las psicologías protestantes El alma protestante El laboratorio y el alma protestante La educación americana y su ciencia: el pragmatismo y el conductismo La educación alemana y su ciencia: la Geisteswissenschaftliche frente a la educación empírica La educación y el luteranismo, el calvinismo liberal, y el presbiterianismo 9. La geisteswissenschaftliche Pädagogik alemana y la ideología de la Bildung Los dualismos La construcción de dos totalidades: la personalidad interior y el volkstaat nacional La totalidad völkisch (nacional) como suelo abonado para la formación de la personalidad La personalidad y la educación del Volk La Bildung en un vacío social: la supuesta autonomía de la educación 10. Comparación de los lenguajes de la educación en Alemania, Suiza y Estados Unidos Lenguaje, historia y educación en Alemania La construcción de la historia de la filosofía dentro de la geisteswissenschaftliche Pädagogik El problema de los viajes educativos al extranjero en el siglo xviii El republicanismo clásico como lenguaje educativo La atemporalidad y la historicidad

PARTE IV. La arqueología lingüística de los debates actuales 11. Globalizar la globalización: el concepto neoinstitucional de una cultura mundial La educación y la tesis de la cultura mundial de la sociología neoinstitucional La sociología y las tentaciones de la historia La construcción lineal de una historia global y las instituciones de enseñanza La investigación sobre globalización y educación 12. Conceptos, culturas y comparaciones: PISA y el doble descontento alemán Los conceptos del debate doméstico: competencia, Bildung, conocimientos 243

136 137 138 141 143 145 148 153 154 157 158 161 163 168 168 170 172 175 176

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El choque de los lenguajes religiosos El «sistema» educativo, sus ingenieros y la psicología cognitiva Algunas consideraciones sobre el mundo real y sus desafíos La armonía interior y exterior y el doble descontento

Bibliografía

199 201 203 205

208

Fuentes inéditas Fuentes publicadas

208 208

Agradecimientos

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244