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Español Pages [412] Year 2015
Lengua y peronismo Políticas y saberes lingüísticos en la Argentina, 1943-1956.
Lengua y peronismo Políticas y saberes lingüísticos en la Argentina, 1943-1956. archivo documental
Mara Glozman
Glozman, Mara Lengua y peronismo : políticas y saberes lingüísticos en la Argentina, 19431956. Archivo documental . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2015. 412 p. ; 23x15 cm. ISBN 978-987-728-013-5 1. Lingüística. 2. Historai Argentina. 3. Peronismo. I. Título CDD 410
COLECCIÓN MUSEO DEL LIBRO Y DE LA LENGUA Biblioteca Nacional Dirección: Horacio González Subdirección: Elsa Barber Dirección de Administración: Roberto Arno Dirección de Cultura: Ezequiel Grimson Dirección Técnica Bibliotecológica: Elsa Rapetti Dirección Museo del Libro y de la Lengua: María Pia López Coordinación Área de Publicaciones: Sebastián Scolnik Área de Publicaciones: Yasmín Fardjoume, María Rita Fernández, Pablo Fernández, Ignacio Gago, Griselda Ibarra, Gabriela Mocca, Horacio Nieva, Juana Orquin, Alejandro Truant Diseño de tapa: Alejandro Truant Armado de interiores: Carlos Fernández 2015, Biblioteca Nacional
Agüero 2502 - C1425EID Ciudad Autónoma de Buenos Aires www.bn.gob.ar
ISBN 978-987-728-013-5 IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Índice
Estudio preliminar Lengua, política, saber: aproximaciones al archivo . . . . . . . . . . . 11 I. Legado hispánico y soberanía nacional . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas (1943) Plan de Gobierno 1947-1951 (1946) Denominación del Teatro Nacional de Comedia (1946) Discurso de S. E. el Señor Presidente de la Nación General Juan D. Perón en la sesión de homenaje a Cervantes (1947) Circular impartiendo instrucciones para el desarrollo de la labor docente (1947) Manual del peronista (1948) Hispanidad y argentinidad, de Carlos Berraz Montyn (1948) “Origen y formación de nuestro idioma”, de Héctor Daniel Lanucara (1949)
II. Sobre el bien y el mal hablar de los argentinos . . . . . . . . . . . 129 Coloquios sobre el lenguaje argentino, de Lázaro Schallman (1946) Despeñaderos del habla, de Arturo Capdevila (1952) Prólogo al Diálogo argentino de la lengua, de José Ramón Mayo (1954) Diálogo argentino de la lengua, de Avelino Herrero Mayor (1951-1954) Conferencia de la Profesora María Carmen Rivero acerca del problema del lenguaje en la Argentina (1952) Lengua y gramática, de Avelino Herrero Mayor (1955) Contra el purismo idiomático, de Luis C. Pinto (1955)
III. Imaginarios de “lenguaje popular” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Decreto de creación del Instituto Nacional de la Tradición (1943) Diccionario folklórico argentino, de Félix Coluccio (1948) Segunda encuesta sobre el habla regional (1949) “Folklore lingüístico”, de Juan Alfonso Carrizo (1953) Poesía gauchesca y nativista rioplatense, de Álvaro Yunque (1952) Lunfardía, de José Gobello (1953) “El idioma de Buenos Aires”, de José Edmundo Clemente (1952) Prólogo al Diccionario de regionalismos de Salta, de Carlos Ibarguren (1950) “El lenguaje popular de Perón”, de Carlos Abregú Virreira (1952)
IV. Estudios y enumeraciones: variedades del “español de la Argentina” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241 Acuerdo de creación del Departamento de Investigaciones Filológicas (1946) “En torno a las tonadas regionales I”, de Juan Álvarez (1948) “Argentinismos de origen indígena”, de Juan B. Selva (1951) Prólogo a El habla rural de San Luis, de Amado Alonso (1946) El habla rural de San Luis, de Berta Elena Vidal de Battini (1949) Contribución al estudio de las voces santiagueñas, de Orestes Di Lullo (1946) Diccionario de regionalismos de Salta, de José Vicente Solá (1947) “Mendocinismos observados en el habla popular de la ciudad de Mendoza (1943-1948)”, de Lorenzo N. Mascialino (1950) “Extensión de la rr múltiple en la Argentina”, de Berta Elena Vidal de Battini (1951) El español de la Argentina, de Berta Elena Vidal de Battini (1954) Algunos rasgos estilísticos de la lengua popular catamarqueña, de Federico Pais (1953)
V. Las academias en cuestión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297 Mensaje al pueblo de la República con motivo del primer aniversario de la revolución, de Edelmiro J. Farrell (1944) Decreto de creación del Senado Académico (1948) Constitución de la Nación Argentina (1949) Incorporación de la palabra argentinidad al Diccionario de la Lengua (1950) Incorporación de la palabra sanmartiniano en el Diccionario de la Lengua (1950) Ley de reglamentación de las academias científicas y culturales (1950) Debate de la ley de reglamentación de academias en la Cámara de Diputados de la Nación (1950) Decreto de reglamentación de la ley de academias (1952) La historia que he vivido, de Carlos Ibarguren (1955) “Advertencia”, de la Academia Argentina de Letras (1956) Discurso del Señor Ministro de Educación Doctor Atilio Dell’Oro Maini en el acto de instalación de las academias nacionales (1956) Decreto-ley de restitución de las academias nacionales (1956) Decreto-ley de creación del Instituto Nacional de Filología y Folklore (1956) Libro Negro de la Segunda Tiranía. Decreto-ley Nº 14988 (1956/1958)
VI. En torno del Segundo Plan Quinquenal . . . . . . . . . . . . . . . . 353 Segundo Plan Quinquenal (1952) Presentación del Segundo Plan Quinquenal ante la Asamblea Legislativa a cargo del Ministro de Asuntos Técnicos Dr. Raúl Mendé (1952) Discurso del Diputado Emilio Juan F. Ravignani en el debate parlamentario del Segundo Plan Quinquenal (1952) Manual Práctico del 2º Plan Quinquenal (1953) La cultura tradicional en el Segundo Plan Quinquenal, de Carlos Abregú Virreira (1954)
El Segundo Plan Quinquenal en la enseñanza media, de Oscar J. García y Cecilio Zelicman (1953) Castellano. Tercer Curso, de Alfredo Goldsack Guiñazú (1953) Castellano (III° año). Para los Colegios Nacionales, Normales y Escuelas Nacionales de Comercio, de Fernando Hugo Casullo (1953) “El diccionario argentino”, de Avelino Herrero Mayor (1955) “Independencia de nuestro idioma nacional”, de Amílcar Medina Verna (1953) La lengua nativa y el Segundo Plan Quinquenal, de Luis C. Pinto (1953)
Ni arcaísmo nostálgico ni neologismo deslumbrante, nada más ni nada menos que un reencuentro. Hamurabi Noufouri, 2013: 26
Estudio preliminar Lengua, política, saber: aproximaciones al archivo
Discursos sobre la lengua Preguntado Stalin en 1950 si tras la Revolución de Octubre debía crearse una nueva “lengua proletaria”, el Secretario General del Comité Central del Partido Comunista y Presidente del Consejo de Ministros respondió que indudablemente la lengua debía continuar siendo la misma: la lengua no formaba parte de la superestructura; había –debía haber– lenguas nacionales; la existencia de “lenguas de clase” era algo que no podía pensarse. Vista en perspectiva, la intervención de Stalin en Pravda muestra la intensidad que había adquirido en la Unión Soviética el debate en torno del marxismo en la Lingüística. Leída también en su presente, constituía un intento de clausurar conflictos y un llamado al orden: “¿Cómo se puede destruir la lengua existente y crear en su lugar otra nueva en unos cuantos años sin llevar la anarquía a la vida social, sin crear un peligro de disgregación de la sociedad?” (1976: 7). No se trataba de negar las relaciones entre cuestiones lingüísticas y revolución sino de delimitarlas de manera tal de preservar la unidad de la lengua rusa. Así, si la estabilidad de la gramática devenía la salvaguarda ante una amenaza de disgregación, el vocabulario era la zona donde la lengua reflejaba los cambios políticos, culturales y productivos: Ha cambiado en cierta medida el vocabulario de la lengua rusa, ha cambiado en el sentido de que se ha visto enriquecido con un considerable número de nuevas palabras y expresiones, nacidas con la nueva producción socialista, con el nuevo Estado, con la nueva cultura socialista, con las nuevas relaciones sociales, con la nueva moral y, finalmente, con el desarrollo de la técnica y de la ciencia; muchas palabras y expresiones han cambiado de sentido y adquirido una significación nueva; cierto número de palabras ha caído en desuso (Stalin, 1976: 2).
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Otro fue el ímpetu en la Francia jacobina. Anudado a las políticas de expansión nacional de la variedad de París, se erigió el llamado a abolir y reemplazar las instituciones lingüísticas del Antiguo Régimen: al tiempo que sobre las otras lenguas de Francia –denominadas despectivamente “patois”, “dialectes” e “idiomes”– recaían cuestionarios y prohibiciones, la Convención suprimía la Academia Francesa (julio de 1793) y se decretaba la nulidad de los “signos de monarquía” (octubre de 1793). Junto a tales medidas, el discurso ilustrado, con sus reflexiones y saberes sobre las relaciones entre las palabras y las cosas, contribuía a colocar la cuestión lingüística entre los aspectos centrales de las políticas revolucionarias. Figura estratégica en este sentido, François-Urbain Domergue, apodado el “gramático patriota”, había escrito en 1791 en el Journal de la langue françoise: Francia no es más un reino, porque no es más una región donde el rey sea todo y el pueblo nada. Francia no es un imperio, propiamente hablando, porque no está sometida a un emperador, es decir, a un jefe militar que comanda una zona vasta de la región. En fin, Francia no es una República, porque cada voluntad individual, pasando por diversas instancias de representación, no concurre directamente a hacer surgir la voluntad general. (…) ¿Qué es, entonces, Francia? Es necesaria una nueva palabra para expresar una nueva cosa (…). Denominamos reino [royaume] a la región regida soberanamente por un rey; a la región en la cual solo la ley comanda, yo la denominaría leino [loyaume]” (citado en Schlieben-Lange, 1996: 10). Así las cosas, la elaboración de diccionarios –instrumentos de descripción/ prescripción, institucionalización y difusión del vocabulario de una lengua– quedaba inmersa en una compleja articulación de saberes, tradiciones y voluntades, articulación a partir de la cual se proyectaron objetos materiales que buscaban reunir las nuevas palabras surgidas del proceso revolucionario. Ejemplo de ello es el Dictionnaire français contenant les expressions de nouvelle création du peuple français, de Léonard Snetlage, publicado en Göttingen en 1795. El lazo entre “instituciones políticas” y codificación de la lengua no era, ciertamente, un simple efecto del proceso revolucionario francés: la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, publicada en
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enero de 1492, había sido dedicada a la Reina y al Obispo; el Diccionario de 1694 de la Academia Francesa, al Rey. No obstante, emergía en la coyuntura de la Revolución Francesa un modo de anudar estos elementos que otorgaba a la voluntad política –y de manera reflexiva– un papel determinante en las definiciones de la lengua nacional. Vistos desde arriba, estos procesos generaron intervenciones sobre las instituciones, las lenguas y sus formas, instrumentos y disposiciones sobre los modos de circulación de la palabra; desde el punto de vista de los sectores sociales que los convocan, se trata de momentos en los cuales –en palabras de Pêcheux y Gadet (1981)– “las masas en revolución se ponen a hablar”. No solo en las escansiones de la historia comprendidas en términos revolucionarios emergen formas de intervenir en el espacio de la lengua. Los años del gobierno de Juscelino Kubitschek en Brasil (19561961) constituyeron un período durante el cual se produjeron transformaciones en los modos de organización institucional de los saberes disciplinares y en las especificidades materiales de los diccionarios y otros instrumentos lingüísticos. Se trata de elementos que participan de un mismo movimiento, y que requieren ser comprendidos como aspectos de una totalidad compleja de mayor alcance: el proyecto de modernización brasilera –del cual Brasilia es expresión cabal–, en el que se articulan nación y desarrollo, ciencia, industria, cultura propia, y el imaginario de “un nuevo Brasil”. Fue en aquella coyuntura que los grandes diccionarios brasileros –esto es, diccionarios completos del portugués elaborados en Brasil– comenzaron a funcionar efectivamente como referencia en materia de “palabras y significados” de la lengua, dislocando la centralidad de las obras producidas en Portugal. Este proceso, que Orlandi (2009) y Horta Nunes (2010) caracterizan en términos de descolonización lingüística, se entrama con la incorporación de la Lingüística como disciplina en los cursos de Letras y la creciente relevancia del lingüista –ya no el gramático o el filólogo– como figura experta. El Nôvo Dicionário Brasileiro Melhoramentos Ilustrado (1962), cuya elaboración fue concomitante con la construcción de Brasilia, condensa en gran medida los elementos que confluyen en este proceso:
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El progreso de los estudios lingüísticos en nuestro país, en los últimos tiempos, justifica el gran emprendimiento que este NUEVO DICCIONARIO BRASILERO MELHORAMENTOS representa (citado en Horta Nunes, 2010: 51). La producción de este diccionario no se sustenta, como podría pensarse, en la afirmación de una lengua brasilera. En cambio, se trata de un proceso de apropiación nacional de la lengua, que pone a funcionar, políticamente, saberes, figuras expertas y tecnologías: No tiene razón de ser el apasionado debate en torno de una supuesta lengua brasilera. Nuestra lengua es la portuguesa, como el español es la lengua de nuestros vecinos sudamericanos y el inglés la de los Estados Unidos (Nôvo Dicionário Brasileiro Melhoramentos Ilustrado, citado en Horta Nunes, 2010: 54). Puesto en serie con otros discursos circulantes en la misma coyuntura, que reúnen reflexiones sobre la lengua y la literatura, estas formulaciones permiten leer la emergencia de una problematización –sea bajo la forma de la negación, sea en la consideración de la posibilidad de una lengua brasilera– que afecta los modos de anudar “lengua” e “independencia nacional”: Con “Grande Sertão: Veredas” tenemos el grito de independencia de nuestra literatura. Después de este libro será preciso reescribir la gramática del portugués de Brasil. (…) Es para la posible lengua brasilera como la poesía de Villon al fundar la Edad Media (citado en Medeiros, 2010: 104). *** Aproximarse a este tipo de cuestiones requiere de una primera consideración preliminar, que consiste en distinguir dos órdenes de prácticas: el trabajo material de la lengua –en su lazo con la historia– produce nuevos sentidos, formas de expresión y palabras; el gobierno de la lengua involucra la producción de medidas, teorías, dispositivos de difusión y tecnologías de descripción/explicación/prescripción.
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La lengua genera, de manera incesante y creativa, nuevos elementos y nuevas formas combinatorias; en permanente movimiento, su propia materialidad –con sus modos específicos de construcción y su vocabulario– escapa a la estabilidad que le otorgan los discursos que predican acerca de ella. Toda lengua es, siempre, un sistema heterogéneo: contiene variedades y variantes, elementos de distintas temporalidades y procedencias, deslizamientos metafóricos, potencialidades polisémicas. El gesto de fijar el vocabulario o de estabilizar el sistema lingüístico constituye, por lo tanto, una práctica de segundo orden: la homogeneidad, unicidad y singularidad de una lengua son efecto, pues, de procedimientos analíticos, teóricos, descriptivos, explicativos y/o prescriptivos. Este segundo orden de prácticas, que pueden ser caracterizadas como metalingüísticas en tanto toman a la lengua por objeto y predican acerca de ella, puede ser pensado, entonces, como el conjunto de las múltiples –y dispersas– formas de conceptualizar y de regular las prácticas lingüísticas. Pensar los modos de intervención sobre la lengua en términos de gobierno permite reunir en un mismo espacio de análisis modos de inscribir, describir y prescribir las prácticas lingüísticas que resultan diversos si se considera su anclaje institucional, los campos o ámbitos en los que se filian sus autores, sus modos de circulación. Permite aproximar y considerar de manera articulada dispositivos específicos de política lingüística en sentido estricto –leyes, decretos y resoluciones, discursos y medidas oficiales respecto de las lenguas, sus funciones, ámbitos de uso y sus formas, creación o supresión de instituciones–, elaboración de materiales pedagógicos, instancias generalmente asociadas a la producción de conocimiento lingüístico legitimado en las instituciones académicas y/o de investigación, ensayos, gramáticas, textos de debate, textos producidos por y/o para los medios masivos de comunicación; en suma, un conjunto vasto de materiales y documentos que predican, de una manera u otra, acerca de cuestiones lingüísticas. Su puesta en serie puede, en este sentido, contribuir a la reflexión en torno de los lazos entre lengua, política y saber. *** Es posible leer este tipo de materiales y documentos de diferentes maneras. Es posible tomarlos como fuentes en las cuales abrevar para nombrar ciertos hechos de la historia: la supresión de la Academia Francesa en julio
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de 1793, la creación y puesta en circulación de periódicos –como el Journal de la langue françoise–, el interés de los más altos cargos soviéticos por definir orientaciones en los estudios lingüísticos, los datos de producción de determinados diccionarios –año, lugar, autor–, aspectos de la “recepción” contemporánea de la novela de Guimarães Rosa. Sería posible, asimismo, tomarlos como pruebas mediante las cuales documentar la existencia de variedades de lengua, de elementos estilísticos que adquieren regularidad en un determinado período o la aparición de determinadas palabras, sentidos, expresiones /loyaume/ por ejemplo. Es posible, también, leer estos materiales y documentos como discursos sobre la lengua, lo cual requiere poner en juego otro tipo de operaciones. En primer lugar, implica considerar la dimensión del imaginario, constitutiva de todo proceso discursivo: los discursos no hablan sencilla y linealmente acerca de las cosas del mundo sino de la relación –compleja y contradictoria– que los hombres entablan con el mundo y entre sí. Considerar el orden de lo imaginario se vuelve, entonces, relevante. Y no se trata de negar la dimensión fáctica ni de reducirla a una invención o creación individual: los imaginarios tienen su historicidad y tienen efectos en las prácticas, lingüísticas en este caso. ¿Qué es, pues, “verdaderamente” el lunfardo? Los materiales en los que se predica acerca de este objeto proponen o suponen delimitaciones diferentes, incluyen algunas expresiones, excluyen otras, les asignan orígenes divergentes y/o antagónicos, lo consideran una deformación de elementos de alguna variedad de inmigración, lo definen como “lengua del delito”, como “dialecto del bajo fondo” (un “desecho de la urbe” dirá Hernández Arregui en La formación de la conciencia nacional), lo enumeran entre los valores del “patrimonio cultural” argentino que es preciso preservar. Se ponen en juego, allí, diversos imaginarios acerca del lunfardo que involucran, a su vez, imaginarios de “lenguaje popular”. Así pueden ser pensadas, también, unidades tales como “el idioma de los argentinos”, “el castellano”, “la lengua española”, “el lenguaje rioplatense”, “el habla de San Luis”, “el habla culta de la Ciudad de Buenos Aires”, “los salteñismos”, “el español de América”. Denominaciones que condensan –y en muchos casos olvidan– disputas históricas y procesos de conquista y colonización, nombres que operan como si esas lenguas y variedades fueran objetos siempre-ya-dados, de existencia singular, concreta y natural en el mundo. Aquello que se materializa en
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esas denominaciones son, entonces, imaginarios de lenguas y variedades lingüísticas, sujetos a disputa. Leer leyes, debates parlamentarios, manuales escolares, notas de la prensa y otras piezas textuales como discursos sobre la lengua permite pensar la relación que entablan los documentos entre sí –independientemente de que “coincidan” los datos de su elaboración o publicación (año, lugar, autor, institución)–, así como preguntarse por las relaciones que mantienen con materiales producidos en otras coyunturas o con documentos que –circulantes en la misma actualidad– predican acerca de aspectos relevantes para comprender la centralidad de otras cuestiones con las cuales la lengua se enlaza. Atender a ello abre posibilidades de lectura, permite ver ciertas regularidades, elementos en común, relaciones de continuidad/transformación entre textos que no se dicen ni se saben en relación. Se pueden leer conjuntamente –tal vez como expresión de una misma problemática– piezas textuales que no se citan, que no refieren de manera mostrada unas a las otras y que presentan, sin embargo, trazos compartidos en la forma de definir y discutir la relación entre “lengua” y “nación”; textos producidos en distintos momentos pueden, entonces, ser leídos como piezas de un mismo espacio polémico, como posiciones en disputa en torno de determinado problema. Leer así los materiales y documentos producidos durante el primer peronismo trae vientos y voces de una historia que trasciende el corte temporal dado por las elecciones presidenciales y los golpes de Estado. Con otros funcionamientos políticos y anudados a nuevas series de elementos, muchos de los materiales y documentos del período 1943-1956 se hacen eco de polémicas y discusiones que emergieron en otros momentos de la historia argentina y americana. En algunos casos, se trata de problemáticas que vienen desde comienzos de siglo: el imaginario que moviliza la creación, en 1943, del Instituto Nacional de la Tradición condensa el interés creciente por estudiar “el folklore” y por la delimitación de lo popular en términos de “tradiciones nacionales”; la geolocalización, en la coyuntura de posguerra, de la Argentina en una “América Hispana” actualiza –no solo pero también– elementos de las voces hispanoamericanas emergentes frente a la avanzada panamericanista de fines del siglo xix. En otros casos, reaparecen –ciertamente con nuevos sentidos– cuestiones y planteamientos de más larga data: cuando en diciembre de 1952 Raúl Mendé, entonces ministro de Asuntos Técnicos, sostenía “no pretendemos tener un idioma propio pero sí no depender de nadie en materia idiomática”, hacía entrar
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en el debate del Segundo Plan Quinquenal susurros de la lengua de Juan B. Alberdi y de Juan María Gutiérrez. Estas diferentes aproximaciones a los materiales no resultan excluyentes. Por el contrario, considerar alternativas en los modos de lectura permite jugar con las piezas textuales de los diferentes capítulos que componen el archivo documental, diversificando las preguntas: ¿qué cuestiones vinculadas con la lengua se mostraron como problema y objeto de reflexión? ¿con qué otras cuestiones se puso en relación la lengua? ¿a qué esferas y dimensiones de prácticas y saberes –política cultural, política internacional, discursos sobre la economía– aparece vinculada? También se habilitan interrogantes de orden “temporal”: ¿durante el primer peronismo circularon elementos de las polémicas precedentes? ¿aparecieron discursos sobre las variedades regionales? ¿cuáles fueron los modos de nombrarlas? ¿hubo transformaciones en los discursos sobre el “lenguaje popular”?
El montaje de un archivo documental Las preguntas formuladas en torno de los discursos sobre la lengua, el lenguaje y las instituciones del primer peronismo responden –pese a la paridad en que las coloca la enumeración– a momentos distintos. Las más generales funcionaron como “primer motor” que motivó la indagación documental inicial. Vista en perspectiva, la emergencia de aquellas inquietudes bien podría ser considerada efecto de un proceso de mayor alcance que problematizó también los imaginarios en torno del peronismo, en general, y del llamado “primer peronismo”, en particular. Otras preguntas más específicas fueron moduladas, con ritmos diversos, al calor del trabajo con/en el archivo: encuentro y exhumación de materiales, descripciones, recortes y fragmentaciones, puestas en serie, selección de documentos y partes de documentos, disección analítica, vuelta a hilvanar probando diferentes modelos para armar. Este libro es resultado de ese proceso. En este sentido, tanto el objeto global que reúne los materiales y documentos organizados en los capítulos como cada uno de los capítulos que componen el volumen pueden ser entendidos como producto de un montaje, que pone en juego no solo gestos de selección y recorte de los materiales sino también criterios y alternativas para su disposición.
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Esto comporta, en gran medida, una reflexión sobre las maneras de pensar el archivo. Si una concepción de los textos y documentos en términos de “fuentes” se imbrica con una idea dominantemente locativa del archivo –el archivo como lugar–, una mirada sobre los materiales como piezas que se engarzan en un montaje conduce a pensar el archivo en términos materialistas: un archivo documental es resultado de un proceso de trabajo sobre determinadas “materias primas”. El archivo documental así conformado tiene, pues, sus formas específicas, que lo distinguen de otros –posibles– archivos documentales configurables bien a partir de la inclusión/exclusión de materiales bien mediante otros principios de construcción o mecanismos de asociación de las piezas. *** Cualquier producción que opere en alguna medida, en algún sentido y en pos de algún objetivo con documentos y materiales discursivos –sea cual fuere el modo de nombrarlos y definirlos (fuentes, documentos, textos, discursos, materiales, obras)– pone en funcionamiento alguna forma de montaje, esto es, alguna actitud hacia la relación entre las partes y el todo. Siempre que se analiza determinado problema con una mirada histórica o cuando se estudia determinado período –estén o no expresamente citados los documentos– hay procedimientos de recorte y selección, de puesta en relación, de jerarquización. Aun cuando se tomen como fuente materiales documentales previamente editados (en una compilación, en los boletines de determinada institución, organización o movimiento) el privilegio otorgado a ciertos materiales, elegidos entre un universo vasto, complejo y heterogéneo de opciones, supone en efecto un criterio de recorte. El gesto afirmativo de no ponerlos en serie con otros documentos –anteriores, concomitantes, posteriores– ya implica una forma de edición. Es posible reconocer, entonces, la existencia de estilos de montaje que atañen los mecanismos de selección, las formas de secuencialización, los modos de disposición de los materiales, las funciones que cumplen los documentos en la estructura del discurso global que los incluye y las formas que adquiere la escritura de las prácticas lectoras (análisis, relatos, ensayos, diálogos; investigaciones y estudios, con sus diversos tipos de producciones). Es posible distinguir, en líneas generales y tomando como campo de analogía las reflexiones en torno del montaje en las teorías cinematográficas,
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dos grandes estilos de montaje. El primero puede ser sintetizado con la categoría del raccord o “montaje suave” (Sánchez-Biosca 2010): se orienta a conseguir la invisibilidad del corte, selecciona y dispone haciendo que el corte no sea percibido. Este enfoque del montaje se anuda a procedimientos de naturalización del relato –efecto de realidad–, de modo tal de producir un todo integral cuyas costuras se elidan en el proceso de edición. Se trata, por consiguiente, de un modelo que subordina las piezas a un centro enunciativo, que las recubre de un determinado sentido, generando una ilusión de coherencia, consenso y continuidad entre las partes y el todo: la mano invisible del montaje. En un enfoque constructivista, en cambio, las piezas con las que se compone el montaje conservan su –relativa– autonomía. Se trata de un “montaje violento”, que expone las suturas, muestra el artificio de la puesta en serie, apunta a destacar las diferencias, habilita la asociación de piezas cuyo contraste genera un efecto de extrañamiento. Este estilo de montaje, que toma de las composiciones estéticas de las vanguardias sus primeros alientos, arrebata las piezas de sus coordenadas espacio-temporales y las organiza a voluntad: un intervencionismo desnaturalizador. Ello no implica, necesariamente, enarbolar el principio fragmentario como expresión de imposibilidad para pensar una estructura global, pero la articulación de dicha estructura es entendida no como transparencia de una realidad sino como resultado de un proceso de construcción que se sabe tal. Vueltos al campo de las materialidades discursivas, sería posible pensar los estilos de montaje en relación con el funcionamiento de los textos en una y otra perspectiva. En un estilo de montaje continuista, que subordina el uso de las fuentes a una justificación probatoria para mostrar aquello que ha efectivamente acontecido, los fragmentos documentales ilustran la veracidad de la lectura propuesta. Este estilo, aunque ciertamente no en todos los casos, genera condiciones de posibilidad para predicar acerca de la coherencia/incoherencia (“faltas de continuidad”), por ejemplo, de determinadas políticas públicas o de las posiciones de ciertos movimientos, actores, organizaciones: solo un relato que precisa subordinar las especificidades y orientaciones heterogéneas de los materiales a una única tesis ve incoherencias allí donde los documentos muestran tensiones. En un estilo de montaje constructivista los documentos constituyen en sí mismos aquello que se quiere mostrar, describir, caracterizar: se les da visibilidad a las partes, se exponen las piezas, se valora la singularidad
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de cada documento y los procedimientos de puesta en serie se saben un posicionamiento frente a otras alternativas. Poner a circular, entonces, un archivo documental es una apuesta por evitar una configuración sobre el primer peronismo que –suponiendo o explicitando un determinado punto de vista– presente los acontecimientos, documentos, medidas e intervenciones diversas bajo el amparo de un único sentido previamente estabilizado, que proyecte una unidad allí donde hay tensiones, conflictos y diferencias. Entender estas dos perspectivas o enfoques sobre el montaje en términos de estilos no solo se sustenta en la posibilidad de delimitarlos y distinguirlos –contraponerlos– en las regularidades de sus procedimientos, en las recurrencias de sus formas de composición; hablar de estilos se fundamenta centralmente en la posibilidad de entender los enfoques sobre el montaje en su articulación política. Funcionan aquí como subtexto los planteos de Oscar Varsavsky. Inscriptos en los debates sobre “estilos de desarrollo” que tuvieron lugar entre fines de la década de 1960 y principios de los años 80, diversos escritos varsavskianos (en particular los producidos entre 1971 y 1976) contribuyeron a formular y a difundir alternativas –pensadas en términos de un socialismo creativo– para la construcción de estilos (de desarrollo, tecnológicos, de vida) propios, asociados a proyectos nacionales de signo emancipatorio. Evitar el seguidismo de los estilos de desarrollo dominantes en otras latitudes requería (plantean los escritos varsavskianos) no solamente rechazar los embates desarrollistas que naturalizaban la adopción – en bloque– de lenguajes y tecnologías producidos “afuera” y/o por expertos locales en copiar fórmulas ya enunciadas; fundamentalmente implicaba la elaboración de alternativas de desarrollo vinculadas con los modos de vida deseables para nuestros países, alternativas cuya viabilidad y factibilidad debían ser política y científicamente evaluadas. Un enfoque constructivo, según lo definía Varsavsky. Salirse de la narración que aglutina y sutura las grietas en un único relato para pasar a mostrar las especificidades del archivo es una forma política de hacer con documentos y materiales que están indudablemente ligados a los modos de construcción de una memoria histórica no solo nacional sino también –por el alcance de ciertas problemáticas– latinoamericana. La exposición de los materiales y la conciencia de que pueden desmontarse y habilitar otros juegos permite librarse del seguidismo de las interpretaciones
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que otros han sabido construir; convoca a hacer surgir nuevas formas de organizar las piezas, invita a elegir cómo y cuándo acercarse a ciertos documentos, a producir lecturas salteadas que escapen a la voluntad de quien formuló el montaje inicial.
“Hispanismo” La idea de una “tópica” –conjunto de lugares comunes, imágenes, frases, nombres, ejemplos y formas de construir argumentos– permite caracterizar ciertas singularidades que adquirió, durante los primeros años peronistas, aquello que en ocasiones se denomina, con una etiqueta muy general, “hispanismo”. Se trata, pues, de buscar una manera de comprender el funcionamiento de un conjunto de documentos y materiales producidos durante la década de 1940, en los que se estabiliza cierta forma de anudar elementos diversos: América, lengua, origen, Atlántico, Castilla, evolución, gramática, historia, conquista, religión/fe, suelo, comunidad, naturaleza, nación. La tópica, así caracterizada, es resultado de un proceso de formación de relaciones de conjunción y disyunción, de causalidad y oposición; puede pensarse, por lo tanto, como un sistema de mitologías. Pensada como sistema semiológico, la tópica se conforma de elementos que tienen distintas procedencias y temporalidades. La conjunción entre gramática, Castilla y religión, por ejemplo, se remonta al proceso de conquista y expansión centralizadora desde Castilla hacia las demás zonas de la región que hoy se denomina España, en especial hacia los territorios andaluces. Posteriormente se resignifican esos elementos al quedar dispuestos junto a otros. Los siglos xvi y xvii expanden gramática/arte gramatical también a las “lenguas indígenas”, produciendo una serie de instrumentos –gramáticas, vocabularios– que precisan ser comprendidos en la intersección entre el proceso de gramatización más general que afectaba entonces a Europa y los procesos de colonización en América. El siglo xviii inaugura una cierta manera de pensar la relación entre lengua y nación, en la que tercia soberanía; el xix, prolífico, incorpora en esta serie origen, evolución, comunidad y raza. La tópica (retomando las reflexiones de Roland Barthes sobre la Retórica clásica) precisa ser comprendida en su virtualidad: un conjunto de posibilidades cuya selección –sea esta expresión de un acto de voluntad
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y/o un efecto de lo que puede y debe ser dicho– responde no solo pero también a la imagen que se tiene del auditorio. En la década de 1940, la circulación de una “tópica hispanista” estuvo anudada a ciertos tipos de prácticas, discursivas y no discursivas, que se condensan, entre otras, en la forma homenaje. Se puede poner en relación, entonces, el funcionamiento de esta “tópica hispanista” con los auditorios de ciertos espacios históricamente situados (la Academia Argentina de Letras en 1947, reuniones diplomáticas con/en España entre 1946 y 1948), para los cuales entran en funcionamiento ciertas imágenes (“leyenda negra”, “leyenda rosa”), ciertos nombres de autores (Cervantes), pequeños relatos o fábulas históricas (la “heroicidad de la conquista”), ciertas frases y modos de nombrar (“Madre Patria”, “lengua heredada”, “legado hispánico”). Esto no supone una lectura que reduzca la inclusión/exclusión y articulación de elementos a una “manipulación táctica o estratégica” operada sobre y/o con el discurso (una lectura, por ejemplo, de la alocución pronunciada por Perón el 12 de octubre de 1947 en la Academia Argentina de Letras en términos de “estrategias y usos del hispanismo”). Este orden, que ciertamente puede ser considerado, no cubre la totalidad de los procesos discursivos: puede ser pensado como la punta “visible”, como aquella zona del decir sobre la cual el locutor puede reflexionar, intervenir, operar. Hay, no obstante, otro orden de lo discursivo, inaprensible para la voluntad: aquello que el sujeto –desconociendo las heterogeneidades que lo constituyen y sobredeterminan– no puede evitar, aquello que no puede dejar de decir. En esta “tópica del hispanismo” la tríada raza-religión-idioma opera como punto de basta: anuda un conjunto disperso de elementos, resignifica retroactivamente la cadena constituida hasta entonces. Ahora bien, una lectura de los documentos de 1946-1949 a la luz de otros materiales muestra la relevancia que tuvieron, hasta principios de la década de 1940, modos de construir sentido en torno de “lo hispánico” que no respondían a este llamado de fe. Los numerosos ensayos breves publicados entre 1940 y 1941 por Luis C. Pinto en la revista La Carreta (del Círculo Leales y Pampeanos de Avellaneda) permiten observar la circulación concomitante de múltiples y heterogéneos discursos sustentados en la apelación a la “unidad de la lengua española”. En efecto, a comienzos de la década de 1940, Luis C. Pinto –acérrimo defensor de una lengua nacional independiente– disparaba por igual sus embates hispanófobos contra filólogos liberales, gramáticos locales y falangistas.
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Una lectura en clave polémica de aquellos planteos de Pinto muestra, entonces, la relevancia que tenían los proyectos de unidad transatlántica de sectores republicanos, cuya circulación era entonces concomitante con el proceso de institucionalización –y creciente hegemonía (el Consejo de la Hispanidad, con sede en Madrid, se crea en 1940)– de la vertiente católica del “hispanismo”: Desde México a la Argentina ha recrudecido la campaña españolista por la “recuperación de América para la hispanidad”, particularmente en lo que va desde el comienzo de la guerra actual. El hispano-catolicismo, en extraño contubernio con el germano neopaganismo, trabaja aquella corriente de una manera tan cruda como desembozada (…). Tampoco admitimos excepciones con ciertas facciones que, siendo españolas, se dicen en América antiimperialistas o anticatólicas; aquí todos los españoles forman el frente unido de los “recuperadores” y de los “amos” y nos consideran despectivamente a los indoamericanos que, no obstante, somos la mayoría (Pinto, “¿Hispanofobia?”, en La Carreta, septiembre de 1940: 5). Pinto omitía los desplazamientos en las posiciones de Amado Alonso – blanco de su diatriba del mes anterior–, quien entonces, lejos de las ideas que había formulado en los años 30, planteaba públicamente la necesidad de considerar el papel rector que Buenos Aires y México podrían cumplir en la producción literaria y editorial en lengua española en aquella compleja coyuntura política. Estas idas y vueltas en el archivo conducen a revisar cierta mirada sobre el período que se abre en los años 30, en particular la asociación “natural” –que continúa teniendo efecto de verdad– entre hispanismo e hispanidad, hispanismo y catolicismo o hispanismo y franquismo. El solapamiento de estos elementos constituye una evidencia producida por el borrado histórico de los conflictos y de las disputas que intervinieron en los procesos heterogéneos de formación de diversos imaginarios de “unidad hispánica”. ***
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La idea de que, durante sus primeros años en la presidencia, Perón adoptó el discurso de la hispanidad responde efectivamente a determinados datos institucionales y a la imagen proyectada desde los dispositivos “oficiales” de difusión. Tal aseveración olvida, sin embargo, que los procesos discursivos son materialmente polisémicos: la repetición no introduce lo mismo en los distintos textos sino, en todo caso, variantes. Poner el ojo en las variaciones polifónicas –esto es, en los modos diferenciales en que se inscriben los componentes de la tópica en función de las voces, posiciones, discursividades y sentidos que se ponen en juego en los documentos– habilita un modo de ingresar a los materiales a contrapelo del efecto de homogeneidad que puede provocar una primera lectura. Algunas de las variaciones de sentido son efecto de la inclusión de elementos que, provenientes de otra discursividad, generan una redisposición de la trama en la que se inscriben. La articulación entre “legado hispánico” y “soberanía política” que aparece en la alocución pronunciada por Perón el 12 de octubre de 1947 expresa, ciertamente, aspectos de las relaciones diplomáticas con España y del grado de institucionalización del catolicismo argentino en aquella coyuntura; pero también pone a jugar –para la definición de una “identidad nacional”– un componente cuya fuerza política trasciende las alianzas coyunturales. Variantes polifónicas también se pueden observar en los modos en que aparece el nombre de Cervantes. En los Acuerdos de la Academia Argentina de Letras es significado como “el nombre gloriosísimo del mayor escritor de nuestra lengua”; en la alocución de Perón, el nombre de Cervantes inscribe en el relato epidíctico de aquel homenaje un planteo político que trae el discurso a su presente enunciativo: Ese amor a los humildes que sintió Cervantes, ese mismo afán de compenetración, ese deseo metafórico de comer en el mismo plato, me ha llevado a decir en otra ocasión que el canto de los braceros, de esos centenares de miles de trabajadores anónimos y esforzados, de los que nadie se había acordado hasta ayer, puebla en estos momentos la tierra redimida. Legislamos para todos los argentinos, porque nuestra realidad social es tan indivisible como nuestra realidad geográfica (Perón, “La fortaleza de nuestra raigambre hispánica”, en BAAL, XVI, 1947: 484).
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Esta alocución de Perón proporciona, asimismo, pistas para leer la polisemia discursiva de ciertas conjunciones o disyunciones que operan como lugar común. La disyunción entre comunismo e hispanismo, en ocasiones explícita y en otras más sutil, adquiere no obstante un funcionamiento diferente en virtud de la formación de la que participa. En otros casos, las variantes son observables poniendo la lupa en procesos lingüísticos de menor escala, por ejemplo atendiendo a rasgos diferenciales en el nivel morfológico del vocabulario: la frase “la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica” (reiterada en el Manual del peronista de 1948) no solo supone el lazo cultural con España, también proyecta un espacio de relaciones con los “países americanos del mismo idioma”. Esta “tópica hispanista” conlleva otro elemento que ha permanecido bajo la forma de lo evidente: cierta manera espacio-temporal de configurar la narrativa diacrónica sobre la lengua. Los enunciados en torno del “origen” y la “evolución” de la lengua legitimados por la Filología hispánica, la Gramática histórica y los estudios sobre Historia de la lengua se entraman, en los ensayos producidos durante los años 30 y 40, con los debates acerca del “problema del idioma nacional”. El ensayo de Amado Alonso Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres, cuya primera versión, de 1938, había sido editada por el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, comienza en efecto señalando un “origen”: La lengua que hoy vemos hablada por veinte naciones se engendró en una pequeña comarca de la Cantabria, montañas de Santander y borde septentrional de la meseta castellana (Alonso, 1949: 9). Otro de los ensayos con mayor circulación en aquellos años es Presente y futuro de la lengua española en América, de Herrero Mayor, publicado inicialmente en 1943 por la Institución Cultural Española. La proximidad entre los planteos formulados por Herrero Mayor y la figura, central, de Ramón Menéndez Pidal se expresa no solo en las intervenciones del filólogo español orientadas a promover el libro sino también en un imaginario de “historia de la lengua” que Herrero Mayor contribuye a difundir. En esta línea, a diferencia de la caracterización de Amado Alonso, el “origen” de la lengua quedaba situado mediante un mecanismo de exclusividad geográfica: en 1943, mientras Menéndez Pidal pronunciaba su conferencia “Carácter originario
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de Castilla”, Herrero Mayor anudaba –bajo el amparo de la obra pidalina– el “descubrimiento de América”, la “unidad espiritual de Hispanoamérica” e imágenes tales como “el genio expansivo de Castilla”, “el verbo de Castilla” y “el consenso de Antonio de Nebrija”. Se estabilizaba, con ello, una cierta narrativa sobre “la lengua común” que pasó a formar parte de las evidencias desde las cuales suele partir toda historia de la lengua. En este sentido, la misma construcción “historia de la lengua” produce un efecto de solapamiento entre las transformaciones generadas por el trabajo material de la lengua y modos específicos de construir su relato. La noción de evolución comportaba otra serie de cuestiones. Los debates decimonónicos sobre la posibilidad de “fragmentación” de la lengua en América, en una clara analogía con el proceso de formación de las llamadas “lenguas romances” –esto es, las derivadas del latín–, seguían vigentes en el segundo tercio del siglo xx. La inquietud por resolver las tensiones entre “unidad” y “diversidad” recibió, desde fines del siglo xix y luego en la obra de Herrero Mayor, una respuesta constante y sonante: “particularidades” (o la variante “peculiaridades”). Desde sus escritos publicados en El Monitor de la Educación Común durante la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen hasta el Diálogo argentino de la Lengua esta respuesta fue uno de los caballitos de batalla de Herrero Mayor: Somos argentinos que nos expresamos naturalmente en buen español; en un español que tiene particularidades distintivas, matices fonéticos y significativos propios como los tienen, dentro del idioma general, los mejicanos, los colombianos, los chilenos, los filipinos, los españoles, etc. Pero la lengua es una y única (Herrero Mayor, 1954: 9). La idea de las “particularidades propias” permitía, al mismo tiempo, mirar hacia la “lengua común” y abrir una puerta a la consideración de lo nacional: con este movimiento, la posibilidad de enunciar sobre la lengua nacional se desplazaba hacia lo nacional en la lengua. En un llamado al orden en cierta medida comparable con el de Stalin, esta respuesta habilitaba un lugar subalterno, en el vocabulario y en aspectos puntuales de la fonética, para lo “propiamente argentino”, salvaguardando la unidad lingüística con la apelación a la gramática común. Estas cuestiones (re)aparecen, atravesadas por procesos polisémicos, en distintos documentos producidos entre 1946 y 1949: el Plan de Gobierno
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1947-1951 (1946) yuxtapone “pureza de la lengua” / “deformaciones” y “evolución propia” / “formación nacional”, exponiendo las heterogeneidades constitutivas que atraviesan todo documento; “Origen y formación de nuestro idioma”, publicado en El Monitor en 1949, construye una topografía puramente peninsular que excluye toda alusión a los arabismos. *** El procedimiento de la antítesis explica la incorporación del único documento “internacional” que compone el archivo: el informe (publicado en Argentina en el Boletín del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública) de la Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas, realizada en Panamá en 1943 en el marco de las reuniones promovidas por la Unión Panamericana. La incorporación de este material al archivo opera en alguna medida como propuesta y horizonte de lectura para pensar las relaciones entre aspectos de las políticas sobre la lengua en la Argentina –en América Latina en general– y el proyecto panamericanista impulsado por los Estados Unidos. En este sentido, el informe de 1943 proporciona ciertas pistas para comprender algunas de las tensiones que escandieron la coyuntura de posguerra. En aquel documento se anudan, pues, distintas cuestiones: la resignificación de los “ideales democráticos del Continente” –expresión recurrente desde la primera Conferencia Panamericanista de 1889–; una concepción funcionalista de la lengua, que sustentaba los objetivos de elaborar instrumentos lingüísticos orientados a la “intercomunicación” (cuyo ideal podría ser una lengua franca de la ciencia y la técnica); la interpelación identitaria, mediante referencias a “la educación indigenista”, al “sentir cultural americano” y a las “tradiciones folklóricas”. El documento panamericanista proyectaba así, al mismo tiempo, mecanismos para sortear los obstáculos de las diferencias entre las lenguas y un imaginario de “lenguaje americano” compartido entre los Estados Unidos, México, Centroamérica, el Caribe y América del Sur. Tecnocracia y telurismo legitimaban la formación de nuevos dispositivos y organismos dependientes de la Unión Panamericana que intervinieran, en este caso, en las políticas educativas, culturales y científicas. La discursividad panamericanista –que podría condensarse tanto en el enunciado “América es una sola” como en la expresión “las Américas”– tuvo
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entre 1943 y 1946 una amplia circulación en distintas esferas. En particular, diversas alocuciones de Edelmiro Farrell, entre ellas el documento en el que expuso el estado de la cosa pública a un año del golpe militar de 1943, muestran las tensiones y los límites de aquello que no podía dejar de ser dicho: Con respecto a la solidaridad americana, ha demostrado con hechos que la Nación Argentina no está ausente de toda afirmación de fraternidad continental. (…) Hemos creído y seguimos creyendo que América constituye una cabal comunidad de naciones, celosa cada cual de su propia soberanía y unidad en sus sentimientos y anhelos. Frente al problema de la guerra mundial, el país ha definido claramente su posición, de acuerdo con los pactos y compromisos firmados en magnas conferencias y congresos. Desde su inicial posición de neutralidad, produjo la ruptura de relaciones con los países de uno de los bandos en lucha. (…) Nuestra posición es clara y no dudamos que seremos comprendidos: una firme e irrenunciable defensa de nuestra soberanía no es contraria ni excluyente del sentimiento de fraternidad dentro de la comunidad de naciones de América (Farrell, 1946: 77-78). Visto como fotograma de una genealogía de los discursos que anudan lengua y soberanía nacional en la Argentina, la delimitación de este dominio de enunciados (re)emergentes en 1943/1946 permite revisar los funcionamientos políticos de la “tópica hispanista”: pone a dialogar los documentos de 1946-1949 con otros textos circulantes en su misma actualidad e inscribe algunos de sus trazos en otros dominios de memoria. Así, pronunciada por Perón poco tiempo después de la debatida ratificación del Acta de Chapultepec y de la Carta de las Naciones Unidas en el parlamento argentino, la formulación “el respeto absoluto a la soberanía de todas y cada una de las naciones” –en su articulación con la reivindicación de un “legado hispánico”– no solo predicaba acerca de la situación de la España franquista; también traía los ecos de las múltiples respuestas que habían sustentado desde fines del siglo xix, en coyunturas diferentes y por motivos diversos, las reticencias argentinas frente al proyecto de unión aduanera y de creación de organismos “interamericanos”, con sede en Washington y potestades facultativas sobre las naciones signatarias.
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El trazado de una demarcación antagónica entre naciones americanas de “raza hispana” y naciones de “raza sajona” actualizaba, en este sentido, el discurso antipanamericanista que escandió los debates sobre la lengua en el cambio de siglo. Amén de discusiones en torno del “idioma nacional” y de alusiones a los efectos de la inmigración masiva, el acontecimiento que había desencadenado las tesis de Ernesto Quesada sobre “el problema de la lengua en la América española” (publicadas en 1899 en la Revista Nacional) fue la Guerra de Cuba. En efecto, si Quesada se lamentaba entonces por las falencias en el establecimiento de lazos transatlánticos era justamente por los recelos que generaba el creciente intervencionismo estadounidense: Comunión tan estrecha de intereses (…) habría conducido a formar algo como una alianza íbero-americana, que hubiera hecho invencible a nuestra raza, la que no tendría que preocuparse, como tiene hoy que hacerlo, del avance soberbio y de la tutela desdeñosa de la plutocracia sajona, llevada a su más honda expresión bajo la égida del tío Sam (Quesada, 1899: 244). La incorporación del “problema panamericano” como elemento significativo para comprender los procesos de formación, en América Latina, de una discursividad en torno del “legado hispánico” permite poner en foco las resonancias entre documentos como aquellos de Ernesto Quesada y ciertas zonas de la “tópica hispanista” estabilizada a mediados de la década de 1940: La independencia de Cuba, cuya causa simulan defender los yanquees arrogantes, que se creen tutores natos de todo el continente, y que han convertido a su doctrina de Monroe en un lecho de Procusto, para aplicarla al derecho y al revés, según les convenga, y desdeñando consultar siquiera la aquiescencia de las otras naciones americanas; tutela despreciativa e irritante, que la América española está en el deber de resistir y repeler, porque es atentatoria de su independencia y de su dignidad (Quesada, 1899: 244). Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor (…); es la que se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccio-
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nar sin jactancia pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida (Perón, “La fortaleza de nuestra raigambre hispánica”, en BAAL, XVI, 1947: 479-480). Desplazando la mirada hacia otras zonas del archivo, aparecen en los documentos de 1946-1949 también formulaciones precisas de la Doctrina Social de la Iglesia, que el peronismo supo incorporar a su configuración doctrinaria. Las huellas de la discursividad antipanamericanista conviven así con elementos de diversas procedencias: Pensemos en una nueva Argentina, profundamente cristiana y profundamente humanista. Al impulso ciego de la fuerza, al impulso ciego del dinero, la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del espíritu (Manual del Peronista, 1948: 27). El peso inaudito de la fuerza bruta (…), porque los cartagineses de todas las épocas solo por el oro viven, en el oro piensan, por el oro combaten y el oro, el oro vil, los enceguece y los impulsa (Quesada, 1899: 243-244). Las heterogeneidades de las huellas impiden una lectura mecanicista o teleológica. Las resonancias entre Perón y Quesada tampoco permiten suponer una relación entendida en términos de “autoría individual”. Ciertamente, ni los ensayos de José Martí ni la poética de Rubén Darío expresaban la misma posición que “El problema de la lengua en la América española”, texto en el cual bien podría leerse una mirada complementaria a la defensa de la soberanía argentina para comerciar “libremente” con Gran Bretaña. No obstante, formaban parte de un dominio de enunciados circulante en la coyuntura finisecular y en los primeros años del nuevo siglo, en el que se fueron resignificando las relaciones entre las naciones latinoamericanas y los Estados Unidos en términos de un antagonismo desigual:
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Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español (Rubén Darío, “A Roosevelt”, 1904, en Poesía, 1977: 255). Son, pues, elementos de aquel dominio los que se (re)inscriben –en una relación de reiteración/transformación– en diversos documentos producidos durante el primer gobierno peronista. Algunos de ellos –el Plan de Gobierno 1947-1951– traen también trazos de la “América indígena”; en otros, en cambio, sería citado solo el último de los versos darianos: Alumna. –Observo que nuestra conversación es un “diálogo argentino” ¿acaso tenemos un idioma propio? Profesor. –De ninguna manera... Ni hay que desearlo, si no queremos alejarnos espiritualmente de los demás países hermanos, de la gran familia hispanoamericana que desde la Florida hasta el Cabo de Hornos –con España– “aún reza a Jesucristo y aún habla el español”, como cantaba el Cisne de Nicaragua, el gran Darío (Herrero Mayor, 1954: 8-9).
Educar al soberano Ensayo y diálogo, diálogo radiofónico y conferencia son algunas de las formas que adoptó la circulación del discurso prescriptivo sobre la lengua durante el primer peronismo. Se trata de un conjunto disperso con ciertos rasgos en común: se presentan a sí mismos “por fuera” de las instituciones escolares, señalando un distanciamiento respecto de sus tonos y formatos (que, no obstante, se inscriben en su formas enunciativas); son textos que reflexionan sobre sus propias modalidades, que explicitan destinatarios deseados y van en busca de un auditorio cuya aproximación al saber gramatical precisa ser producida. Una visión de conjunto de estas publicaciones abre algunas preguntas para pensar la relación entre la emergencia y difusión de este tipo de instrumentos normativos de alcance amplio y los procesos de formación de una moralidad del decir que, percibida con naturalidad, no cesa de (re)producir
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distinciones de clase. En este sentido, estos materiales, considerados como dispositivos, entrelazan criterios de corrección lingüística, modelos discursivos y principios orientados a la regulación de las conductas: la elección de los tópicos, la fluidez de la charla, los tonos, los gestos elocutivos. Al vincular estas cuestiones surgen interrogantes más generales acerca de cómo se organizan y se disponen las prácticas metalingüísticas: dónde y cómo se formulan, en qué tipos de dispositivos se inscriben, dónde y cómo acontece su circulación. Atender a estos otros aspectos materiales de los discursos sobre la lengua permite pensar continuidades y desplazamientos entre diferentes constelaciones de “lugares”, figuras y textos desde los cuales se (re)producen/transforman, se autorizan y se difunden regímenes normativos para el gobierno de las prácticas lingüísticas y discursivas. Esto implica aproximarse a las diversas formas en que se dispone el saber gramatical y lexical considerando la politicidad de tales constelaciones en distintas coyunturas y procesos históricos, así como las relaciones que estructuran sus elementos y las esferas de las prácticas en las que se entraman. En los procesos de gramatización de las lenguas europeas y de las lenguas americanas participaron distintas modalidades de organización de las prácticas metalingüísticas. Hay, pues, gramáticas que disponen el metalenguaje desde el cual se organiza la lengua-objeto bajo la forma general de un tratado (un ars, “arte”, conjunto de reglas): De lingua latina de Varrón (siglo i a.C.), la Gramática de la lengua castellana de Nebrija (1492), la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos de Andrés Bello (1847), la Gramática latina de Lucien Abeille (1896), el Arte de la lengua guaraní ó más bien tupí, del jesuita Antonio Ruiz de Montoya (1640). Esta última gramática, la primera de la lengua guaraní, formó parte de una serie de instrumentos de colonización elaborados con la misma autoría: Tesoro de la lengua guaraní (1639), Vocabulario de la lengua guaraní (1640) y Catecismo de la lengua guaraní (1640), texto bilingüe que incluía los principios de la doctrina cristiana, relatos, admoniciones, indicaciones para conducirse en el confesionario, oraciones y ejercicios de devoción. Vocabulario, arte gramatical y catecismo constituyen una tríada recurrente en los procesos de colonización europea en América. Hay instrumentos gramaticales que, en cambio, despliegan las reflexiones metalingüísticas mediante configuraciones dialogales, poniendo en escena personajes y situaciones. El Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés
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(1535), representó un modelo de gramatización del castellano antagónico con el de Antonio de Nebrija: frente al volumen dedicado a la Reina y al Obispo, Valdés opuso una discursividad polifónica y reformista –protestante– que rechazaba la posibilidad de fijar reglas centralizadas para las lenguas “vulgares” europeas –no así para las “clásicas”– y reivindicaba el valor del “uso” para la enseñanza y difusión del castellano en Europa. Arte y diálogo se estructuran en este caso por relaciones de contradicción. La configuración dialogal, que podría conducir una puesta en serie entre textos “humanistas” y textos “clásicos” –el De oratore de Cicerón–, tuvo en los procesos de colonización lingüística de América otras relaciones con las artes gramaticales, y otros sentidos políticos y religiosos. Diálogos y escenas dialogales aparecen en los diarios de viajes, en los relatos sobre exploraciones y negociaciones; formaron parte, asimismo, de compendios que reunían en un mismo volumen artes, vocabularios y catecismos para la evangelización. Ejemplo de ello es el Arte de la lengua general del reyno de Chile: con un diálogo chileno-hispano muy curioso; a que se añade la doctrina christiana, esto es, rezo, catecismo, coplas, confesionario y pláticas; lo mas en lengua chilena y castellana y por fin un vocabulario hispano-chileno, y un calepino chileno-hispano más copioso, de Andrés Febrés (1764). Este compendio, uno de los instrumentos producidos para la colonización de Chile, incluye –como partes complementarias y diferenciadas– el Arte de la lengua chilena y un Diálogo entre dos caciques, que muestra “en uso” la lengua descripta. Hay un tipo de instrumento lingüístico en el cual gramática y catecismo se vinculan de otra manera: la gramática aporta “el contenido” y el catecismo, la forma de disposición. Se trata de catecismos gramaticales: secuencias de preguntas y respuestas orientadas con finalidades pedagógicas. Este es el modo mediante el cual se introducen los conceptos y clasificaciones en la Gramática latina dispuesta en forma de catecismo; adaptada al método de enseñanza mutua y sacada de las mejores publicadas hasta ahora en Europa (Santiago de Chile, reimpresa en 1831): Pregunta. ¿Qué es Gramática Latina? Respuesta. Es el arte de hablar correctamente la Lengua Latina. P. ¿En cuántas partes se divide la Gramática Latina? R. En dos. 1. Teoría de las Palabras. 2. Sintaxis (1831: 1).
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En otro contrapunto político-lingüístico, también desde Chile, Bello y Sarmiento no solo confrontaron acerca de las normas ortográficas convenientes a las naciones americanas, también puede leerse en sus intervenciones una disputa por las formas de los dispositivos metalingüísticos: por un lado, la codificación de la lengua en un tratado dispuesto para la estatalización de la enseñanza gramatical; por el otro, la proliferación de ensayos, memorias y epístolas que muestran la radicalidad de la reforma ortográfica del proyecto sarmientino. Varios de los diálogos y ensayos de divulgación gramatical producidos en la Argentina durante el siglo xx (no solo aquellos circulantes durante el peronismo) contienen indicios de estos otros dispositivos. Junto con la valoración metodológica del “ameno discurrir” –en oposición a la rigidez adjudicada a tratados y reglas gramaticales–, las voces de Valdés y de un Sarmiento prolijamente domesticado aparecen inaugurando capítulos y libros, señalando con ese gesto la filiación que el texto busca darse a sí mismo. En un nivel diferente, la dimensión polémica que atraviesa las formas del ensayo genera también efectos: trae nuevamente debates sobre los nombres de la lengua, sobre su estatus y sobre esos elementos lingüísticos cuya denominación concretiza la tesis de las particularidades: los “argentinismos”. Por su parte, la forma dialogal –que organiza distintas zonas de la producción de Herrero Mayor, de Arturo Capdevila y, con otros funcionamientos, de Lázaro Schallman–, además de expresar la preocupación valdesiana por el “uso”, hace retornar elementos de los catecismos, de aquel modo de secuencialización –polifónica y asimétrica– del saber gramatical y de los diálogos entre colonizadores y “nativos”. Se habilita con ello una operación sumamente eficaz para la corrección de la palabra del otro: la escenificación de la falta. *** La configuración de un público lector para libros y materiales de “divulgación gramatical” o de difusión/discusión sobre lengua y filología no fue, ciertamente, un proceso surgido ni del peronismo ni durante el peronismo. Desde los años 20, cuando la cuestión de la lengua era un problema candente no solo en la Argentina sino en América Latina en general, aparecieron diversos folletos, ensayos, publicaciones de conferencias y obras de divulgación. Algunos de ellos tuvieron una disposición eminentemente
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polémica: giraron en torno de la discusión sobre la (in)existencia y caracterización de un “idioma de los argentinos” (Costa Álvarez, Arlt, Borges, Herrero Mayor) o de un “idioma nacional de argentinos y uruguayos” (Vicente Rossi), o ponían de manifiesto posiciones de rechazo frente a los saberes institucionalizados (contra el Instituto de Filología y en menor medida contra la Academia Argentina de Letras, en el caso de los Folletos lenguaraces de Rossi; contra la gramática de Ricardo Monner Sans, las aguafuertes de Arlt). Otras publicaciones, en cambio, sustentadas en la legitimidad de las instituciones, perseguían una finalidad prescriptivo-pedagógica. Disparates usuales en la conversación diaria (1923) y Barbaridades que se nos escapan al hablar (1924) son dos libros de Monner Sans orientados en este último sentido. Se trata de libros pequeños, manejables, fácilmente portátiles. Destinados a la “juventud estudiosa” y a “quienes creen no necesitar de enseñanzas”, las relaciones entre autor y lector se configuran allí en términos de una distribución asimétrica del saber pero un entre nos socialmente caracterizable, que presenta resonancias pre-yrigoyenistas: En las páginas que siguen, consecuente, pues, con ideas profundamente arraigadas, irá un montón de palabras y locuciones viciosas recogidas, no en el arroyo, adonde no baja ninguna persona culta, pero sí en el trato social, en los salones, en los ministerios, en las cámaras, en los diarios, en los libros y en los folletos, razonando las correcciones con el fin de que las acepten cuantos, por deber o por placer, corren en pos de la pureza del lenguaje (Disparates usuales…, 1933: 12-13). Si bien no marcaban el error en la lengua del otro (la primera persona en el título es elocuente en este sentido), los “libretes” del profesor español instauran condiciones de posibilidad para la creciente legitimación de una discursividad normativa de estilo divulgativo. “Disparates”, “barbaridades” y, tiempo después, “dudas” o “problemas idiomáticos” son expresiones que, desde el dispositivo de lectura que el título instituye, (re)producen el lugar autorizado de quien enuncia. El discurso prescriptivo, aquel que marca la falta, es en efecto de naturaleza performativa: la práctica de corrección produce la duda. Y producir la duda es precisamente lo que se requiere para la emergencia de un público lector de instrumentos normativos de divulgación gramatical:
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“Yo bien quisiera hacer visibles –como dijo Quevedo– los tropiezos y despeñaderos” que atajan el camino a los que hipan por hablar y escribir con elegante corrección, y a tal fin tienden, en su modestia, estos libretes míos, podados de empalagosa erudición (Barbaridades…, 1933: 11). Modestia, elegancia y erudición señalan valores morales que vinculan modos de la conducta individual, espacios de sociabilidad y corrección lingüística. Estas obras de Monner Sans operan, así, como instancias de configuración de un superyó lingüístico: enseñan –en palabras de Norbert Elías (2009)– a controlar aquello que escapa al “hábito psíquico del hombre civilizado”, pretenden producir “un autodominio consciente” sobre las propias prácticas lingüísticas. *** Desde la segunda mitad de la década de 1930 prolifera de manera sustancial la publicación de libros que, con diversas modalidades y matices, tratan sobre la lengua. La cantidad y la relevancia de los materiales editados en Buenos Aires entre 1935 y 1945 –estableciendo un corte relativamente arbitrario– se entraman en un haz de transformaciones que afectan esferas y materialidades diversas: la circulación de ciertos nombres (individuales e institucionales) que legitiman la difusión amplia de distintas formas del saber metalingüístico, cambios en la producción editorial, la ampliación del público lector de libros, la incipiente configuración de una “clase media”, la expansión del catolicismo social, que tomó la corrección del habla entre los problemas morales sobre los cuales se debía intervenir. En esta coyuntura compleja surgen articulaciones y alianzas entre editoriales y difusión de saberes metalingüísticos sustentados en la valoración de aquella “unidad idiomática” entre América y España contra la cual Luis C. Pinto dirige sus embates. Ciertos datos sobre Espasa-Calpe y Losada permiten pensar, en este sentido, algunos de los efectos de la Guerra Civil española en la producción argentina de publicaciones sobre la lengua. Losada fue creada en 1938, luego de que la casa matriz de EspasaCalpe –entre cuyos colaboradores se encontraba Gonzalo Losada– se declarara abiertamente a favor del “bando nacional”. Esta editorial, que participó de los espacios de sociabilidad de los exiliados españoles, tuvo
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un papel central en la difusión de los estudios lingüísticos y de filología hispánica y en la puesta en circulación de libros que discutían la cuestión de la lengua. En 1940 Losada reedita Babel y el castellano, de Arturo Capdevila, que llevaba en su primera página la siguiente declaración: “Un orgullo ha dictado este libro argentino: el de hablar castellano. Y una cosa querría patrióticamente el autor: comunicar este orgullo a toda la gente que lo habla”. En 1941 publica La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, ensayo cuyo origen había sido una conferencia dictada por Américo Castro en la Universidad de California y que desencadenó una precisa respuesta borgeana: “No adolecemos de dialectos, aunque sí de institutos dialectológicos”. De 1943 es la reedición de Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres (ya publicado en 1938 por el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires). El tándem Losada-Alonso produce también ediciones en español –cuidadosamente anotadas y prologadas– de obras nodales para los estudios lingüísticos del siglo xx: El lenguaje y la vida (1941) de Charles Bally, Filosofía del lenguaje (1943) de Karl Vossler (en colaboración con Raimundo Lida) y el Curso de Lingüística general (1945) de Ferdinand de Saussure. Se trata, pues, de títulos que muestran la envergadura de las actividades filológico-editoriales desarrolladas en Buenos Aires durante el decenio previo al 17 de octubre. Otras articulaciones entre difusión de saberes metalingüísticos y producción editorial presentan una orientación diferente. También de origen español, la editorial El Ateneo intervino de manera ostensible en la difusión de obras de divulgación gramatical. Allí se publicó el ensayo de Herrero Mayor Diccionario, lengua y estilo (1938) y se reeditaron Presente y futuro de la lengua española en América (1944) y Condenación y defensa de la gramática (1945), y otros volúmenes que reunían materiales destinados a la descripción y prescripción del “castellano en la Argentina”, como Evolución del habla (1944) de Juan B. Selva, miembro correspondiente de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia Española. Esta serie de libros, que se distinguen por las figuras del saber experto en las que se legitima su enunciación –filología, enseñanza gramatical, prescripción académica, descripción lingüística, saber teórico, traducción especializada– comparte, no obstante, cierto modo de anudar “norma lingüística”, “cultura” y “orden social”. De un texto a otro (y al interior de un mismo texto, autor, institución), varía ciertamente el signo de la valoración en torno de la lengua de los argentinos o el habla de los porteños, pero aquella
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idea alonseana de que el relajamiento de las normas lingüísticas expresa también un relajamiento de las normas sociales constituye el pilar que sustenta gran parte de los planteos. Circulaban también, sin embargo, algunos otros materiales que, con un militante tono antiacademicista, desde los bordes del saber institucionalizado procuraban otros anudes: en los persistentes Folletos lenguaraces de Vicente Rossi (publicados hasta 1945 y con una ortografía muy próxima a la propuesta de reforma sarmientina) y en los ensayos de Luis C. Pinto se anticipan algunas de las formulaciones que (re)surgirían en la coyuntura 1952-1953. A diferencia de la serie Bally-Vossler-De Saussure, gran parte de la producción del período 1935-1945 no estaba dedicada a “los especialistas”: salía en la búsqueda de un destinatario que se sintiera interpelado por la categoría “persona culta”. La “Advertencia sobre el propósito y alcance de estos ensayos” con la cual se inicia la primera edición de Lengua, diccionario y estilo (1938) expone en este sentido el imaginario de auditorio que muchos de aquellos textos proyectaban: Lengua, diccionario y estilo cumple, pues, destino semejante: promover en los maestros y en los estudiantes, en los escritores y en toda persona de cultura intelectual, una tendencia depuradora, no la encerrada en los estrechos límites de la gramática, sino la acrecida en la necesidad de un mayor sentido lógico y estético del habla (Herrero Mayor, 1944: 11). Hubo también otros matices en este enlace entre “lengua”, “corrección”, “orden social” y “cultura”. Además de El habla de mi tierra (manual escolar reeditado en numerosas ocasiones), el sacerdote y profesor salesiano Rodolfo Ragucci –miembro de la Academia Argentina de Letras– produjo una serie de volúmenes que, con tono divulgativo, dictaminaban “errores y vicios”, proporcionando respuestas y listados de expresiones (in)correctas. En Palabras enfermas y bárbaras: 200 problemas idiomáticos resueltos en forma sencilla para los aficionados al bien decir (1941) y especialmente en las numerosas ediciones y ampliaciones de Cartas a Eulogio. Problemas idiomáticos (cuya primera compilación es de 1934) Ragucci desplegó una suerte de catequesis social de la “corrección idiomática”. Su prédica no se mostraba destinada a quienes eran interpelados como “personas de cultura
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intelectual”. Aquellos escritos breves con formato epistolar –publicados anteriormente en la Revista de Instrucción primaria– se imbricaban en otros modos de interpelación subjetiva: ¿Quién es Eulogio?, preguntará el lector. Eulogio es un buen muchacho, leal amigo mío, que, amén de otras excelentes prendas, posee la noble ambición de la cultura. Sabe que muy principal exponente de esta es el lenguaje y, en consecuencia, se ha empeñado en cultivarlo y profesa singular cariño a los temas relacionados con el idioma. Con frecuencia le ocurre tropezar con dificultades o dudas acerca del modo correcto de expresarse, o del empleo de palabras o giros. Puesto que su estado económico no le permite el lujo de tener a su disposición una copiosa biblioteca, ni de conceder mucho tiempo a consultar autores en las bibliotecas públicas, suele cartearse conmigo exponiéndome sus problemas idiomáticos, a fin de que se los resuelva. A pesar de mis no escasas ocupaciones, con gusto he tratado siempre de dedicar algunos minutos a sus preguntas lo mejor que he sabido, en forma familiar, lejos de toda solemnidad académica (Ragucci, 1969: 17). La producción concomitante de la “duda idiomática” y de un sujeto “aspirante al bien decir” acompañó en la Argentina los procesos de emergencia de ese imaginario de “ascenso cultural” vinculado a la conformación de aquellos sectores que paulatinamente irían siendo interpelados –e identificados– como “clase media”. *** “Cursilería” y “tuntún” podrían también caracterizar al “tilingo” de La cabeza de Goliat: superficial, advenedizo, ostensible. Imágenes que conservan aún ciertos rasgos del Genaro de Cambaceres: la propia materialidad del significante cursiparla da pistas para identificar quiénes son los tuntuneros. Ya no se trata (solo) de la falta: el gran problema, a comienzos de la década de 1950, es el exceso. Despeñaderos del habla, de Arturo Capdevila, no se dispone a homogeneizar la lengua ni a “educar el uso”; no busca evitar cursilerías y tuntunes sino exponerlos: las diferencias son precisas para que cada quien entre al cielo por la puerta que le toca. Palabras, expresiones, estilos, gustos,
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costumbres, tonos –de la voz, de la piel– marcan la pauta de la segmentación lingüística deseada en una sociedad que se ha aplebeyado y ha puesto lo plebeyo a circular: el “pardo de nuestra América” aparece en las pantallas cinematográficas, la cursiparla veranea en las doctas sierras cordobesas. Producir la estratificación –incluir aquellos hijos de inmigrantes, naciente “clase media” urbana, en un lugar subalterno– requiere, entonces, conducir su mirada: hacia abajo, desprecio y diferencia con quienes moran “en el vago límite de las ciudades”; hacia arriba, distinción entre ser y tener. *** A lo largo de su prolífica producción, Herrero Mayor no deja de defender la unidad del español, persiste de manera incansable en la tesis de las particularidades y sostiene la creencia –que lo distancia claramente de Arturo Capdevila– en una educación gramatical para todos, con el fin de que tercie en las relaciones entre moralidad y formación ciudadana. Los primeros años de gobierno peronista abrieron, por lo tanto, un espacio de encuentro. También marcaron una transformación en las prácticas de intervención de Herrero Mayor: la “cátedra” en Radio del Estado (1951) significó un cambio considerable respecto de los interlocutores a los cuales apuntaba su magisterio escrito. Y ello no solo por el alcance de la radiofonía como medio masivo de comunicación sino también por el funcionamiento en el Diálogo argentino de la lengua de mecanismos del radioteatro, diálogos cinematográficos y otras formas de las prácticas culturales enraizadas en la vida cotidiana. Después de 1952, cuando las instancias de producción del Segundo Plan Quinquenal pusieron a circular un discurso de reivindicación de la soberanía nacional en “materia idiomática”, Herrero Mayor ya no podía ser el mismo: sus escritos aparecen tensados por trazos del nuevo vocabulario político, por concesiones y perífrasis, por paratextos. Lengua y gramática, terminado de imprimir en abril de 1955, trae en la materialidad de algunos subtítulos los ecos de la palabra justicialista: “El pueblo y las convenciones”, “La tercera posición”, “Madurez de la expresión continental”, “Pues donde hay opción no hay fijeza”. Aún valorando en 1955 las “expresiones populares” –en ese clásico movimiento de distinción entre lo popular y lo vulgar–, Herrero Mayor coincidía en líneas generales con Quintiliano en aquello de que “el uso es el consentimiento de los hombres doctos”. En
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sus reformulaciones expositivas, la “Advertencia” de los editores a Lengua y gramática introducía, sin embargo, otros modelos para el “buen decir” y el “bien escribir”: Tienden los análisis y confirmaciones del profesor Herrero Mayor a fijar los límites espirituales del lenguaje y la extensión física del habla popular, sometida aquí al tamiz del buen uso, que es el único que cuenta en la sociedad organizada. El artífice del idioma, el constructor de monumentos escritos sobre todo, no puede prescindir de las normas establecidas como andamiada: para escribir bien hace falta corrección, y la corrección se extrae del uso culto o del popular, según la temperatura de que esté asistido. “Establezcamos –anotaba Lugones al final de su carrera– la conclusión ineluctable: no hay literatura sin gramática, como no hay arquitectura sin albañilería. El arquitecto sin el albañil es un proyectista al vacío”. El escritor que desconoce el idioma no está capacitado para crear modelos literarios de importancia. En cambio, quienes dominan el instrumento o la herramienta del oficio, producen siempre páginas eternas (Lengua y gramática 1955: 7).
Fronteras Cuando Lucien Abeille aseveraba –en 1900– que el idioma nacional de los argentinos estaba en formación, lo hacía a partir de un silogismo, con matices entimemáticos. Premisa mayor: “En la lengua cada raza encarna los productos de su organización intelectual particular”. Premisa menor: “En la República Argentina se forma una raza nueva”. Conclusión: “Por lo tanto, el idioma español ha de evolucionar hasta formar un idioma propio” (2005: 444). En el texto de Abeille, en efecto, los “datos” lingüísticos adquieren un lugar secundario: ilustran principios generales que surgen de consideraciones sobre otras lenguas, fundadas con citas y voces mayormente provenientes de la Sociedad de Lingüística de París. Con los gestos propios del comparatismo decimonónico, las demostraciones se abren lugar entre numerosas referencias al latín y al francés, ejemplos extraídos del griego clásico e ilustraciones de procesos evolutivos que toman como punto de partida raíces del sánscrito.
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También juega un papel central en los planteos de Abeille la articulación entre el estudio de una lengua y el estudio de su cultura y/o literatura, que organizaba una parte importante de la producción de las instituciones académicas francesas: entre las autoridades que Abeille menciona se encuentran Henri Gaidoz, director de estudios para las lenguas y literaturas celtas, Joseph Halévy, director de estudios para las lenguas etíope, himiarita y turaní, Gaston Maspero, profesor de filología y arqueología egipcias, Jean Psichari, director de estudios para la filología bizantina, y Antoine Meillet, quien, luego de estudiar el armenio, se doctora en 1897 con una tesis sobre el eslavo antiguo. También aparece entre las fuentes valoradas el nombre de Ferdinand de Saussure: por la falta de referencias, se puede suponer que Abeille no procuraba remitir a la Mémoire sur le système primitif des voyelles dans les langues indo-européennes (1878) sino a las conferencias impartidas por De Saussure en la École Pratique des Hautes Études de París entre 1881 y 1891, año en el cual se instala definitivamente en Ginebra. El texto de Abeille es un documento escasamente saussureano: el carácter axiomático de la articulación entre “lengua”, “nacionalidad” y “costumbres” constituye una cabal expresión de que el principio epistemológico de la autonomía del sistema lingüístico no estaba aún en funcionamiento. Hay, aun así, ciertas formulaciones del Curso de Lingüística general –publicado en 1916 por dos discípulos de Ferdinand de Saussure, Charles Bally y Albert Séchéhaye– que se aproximan a las tesis de Abeille: La idea de sur no está ligada por relación alguna interior con la secuencia de sonidos s-u-r que le sirve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cualquier otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y la existencia misma de lenguas diferentes: el significado “buey” tiene por significante bwéi a un lado de la frontera franco-española y böf (boeuf ) al otro, y al otro lado de la frontera francogermana es oks (Ochs) (Curso de lingüística general, 1997: 93). Gentilicios y problemas de fronteras aparecen –gracias a la agudeza de Émile Benveniste (1939)– en esta zona del Curso, generando una brecha con las formulaciones teóricas en torno de la naturaleza no referencial del signo lingüístico y con el postulado de la dependencia de los elementos
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lingüísticos no de una “realidad circundante” sino del sistema sincrónico del que participan. Ahora bien, la insistente disociación saussureana entre cambios lingüísticos y otro tipo de transformaciones –sociales, históricas, políticas, que De Saussure identifica como “externas”– no opera en Abeille: todos los cambios lingüísticos son abordados desde el silogismo principal. En el plano del vocabulario pero también en las alteraciones fonéticas, la “conjunción de razas” da, por lo tanto, la pauta del proceso que conduce del español al idioma de los argentinos: Pero no solamente los extranjeros alteran la fonética argentina, también han introducido variaciones en ella los pueblos autóctonos de estas comarcas. El araucano, el guaraní, el quichua tienen sonidos y articulaciones que no se encuentran en los idiomas indoeuropeos. Es evidente que los indígenas que hablaban estas lenguas aplicaron su mecanismo fonético al idioma español, y fueron los primeros en cambiar la estructura fonética de la lengua de los conquistadores. Los individuos que aún hablan el quichua y el guaraní, al servirse del idioma argentino, disponen los órganos fonéticos del mismo modo que los colocan en la pronunciación de las lenguas indígenas, ayudando así a la evolución fonética del idioma nacional de los argentinos. De donde resulta que, por una parte, la fuerza revolucionaria fonética obra en el idioma argentino por medio de todos aquellos que hablan las lenguas de las primitivas poblaciones que vivían en el territorio que constituye la República Argentina. Por otra parte, esta misma fuerza revolucionaria está activada por todos los europeos residentes en el Río de la Plata y cuyo idioma no es el castellano. (…) Al decir que los cambios fonéticos se operan más rápidamente con la mezcla de sangre, no pretendemos afirmar que las leyes fonéticas son fatales. No: pensamos al contrario, con el sabio filólogo y lingüista Michel Bréal, que estas leyes son constantes porque son el efecto de nuestras costumbres (Abeille, 2005: 358-360). También la caracterización sintáctica del idioma de los argentinos se nutre de razonamientos deductivos y comparatistas, orientados en gran medida a demostrar la confluencia intelectual y expresiva entre argentinos y franceses:
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El español prefiere la voz activa. La voz pasiva invade paulatinamente la sintaxis argentina. En la lengua francesa la voz pasiva tiene una vasta extensión a causa del carácter esencialmente analítico de este idioma. De donde se deduce que el uso de la voz pasiva en el idioma nacional de los argentinos revela también el carácter analítico de esta lengua (Abeille, 2005: 243). La cuestión de la sintaxis se vuelve, así, primordial; es la afirmación de cambios y contrastes sintácticos aquello que permite fundamentar la existencia de una lengua independiente, en vías de formación, que expresa la “organización intelectual” de un pueblo que difiere del español: “El carácter lingüísticamente psicológico de cada pueblo se revela principalmente en el orden sintáctico” (Abeille, 2005: 265). *** No solo el desarrollo de los estudios filológicos de raigambre hispánica condujo a la emergencia de “el español de la Argentina”. El papel de los saberes sobre las “tradiciones populares” fue uno de los aspectos determinantes en la producción de esta unidad lingüística cuyos contornos se despliegan sobre el mapa del país. El objeto-concepto-denominación “el español de la Argentina” se forma, así, al calor del proceso de institucionalización y estatalización de los saberes en torno de “el folklore”: lejos de los razonamientos deductivos de Abeille, lejos también de los debates de los años 20 sobre el “idioma nacional” –en los cuales aparecen deslizamientos de sentido entre “idioma argentino” y “rioplatense”–, “el español de la Argentina” surge de una red de prácticas en la que se entraman viajes, relatos y compilaciones, informes e informantes, territorios y nombres de provincias, instrumentos de recolección. Las confrontaciones que estructuraron la producción de saberes en torno de “lo folklórico” contribuyeron, al sentar las bases de la discusión, a la legitimación de una doble espacialidad del decir: por un lado, Catamarca, Jujuy, Tucumán, Salta, Santiago del Estero no solo aparecen como objetos de descripción (sus “costumbres”/ “cantares”/ “lenguaje”/ “lengua”/ “vocabulario”), son también lugares desde los cuales produce una enunciación diferenciada; por el otro, y al mismo tiempo, la emergencia de procedimientos de centralización de datos e
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informaciones recabados en las distintas regiones y territorios mediante mecanismos de recolección descentralizada. Se trata, pues, de un proceso dual: saberes y dispositivos que van configurando la singularidad de cada provincia –en algunos casos de una cierta región (“el Noroeste”, “el Norte”)–; instrumentos que buscan conformar un “mapa lingüístico de la Argentina”. De esta manera, entre las justas verbales y las formaciones antagónicas que estructuran las diversas prácticas de recolección y descripción –disputas por la definición de “las tradiciones nacionales”, polémicas sobre los “métodos” y la “autenticidad folklórica” de ciertos tipos de piezas, contradicciones acerca de la inclusión/exclusión de las lenguas y prácticas indígenas, antagonismos de clase en torno de “lo popular”– se legitima un sistema de dispersión heterogéneo que va extendiendo, regularmente, las fronteras de los saberes metalingüísticos en la Argentina. *** En 1921 el Consejo Nacional de Educación puso en marcha una “encuesta sobre folklore argentino”, orientada a recabar datos y materiales verbales a lo largo del país. Las “Instrucciones” destinadas a los maestros de las escuelas dependientes del Consejo, quienes realizarían la “recolección”, especificaban –de manera extensiva– qué debía entenderse por “conocimientos populares”, es decir, qué aspectos y elementos debían relevarse. Con este fin, bajo el título “Conocimientos populares en las diversas ramas de la ciencia (medicina, botánica, zoología, astronomía, geografía, etc.)” se enumeraban (de la a a la k) los siguientes tipos de informaciones: Procedimientos y recetas populares para la curación de enfermedades. Nombre con que vulgarmente se designa a los cuadrúpedos, pájaros, peces, reptiles, insectos, árboles, plantas, pastos, etc. de la región, y lo que se sabe de ellos. Nombre con que vulgarmente se designa a los planetas, estrellas, constelaciones, tanto entre la gente de pueblo como entre los indígenas; y lo que se dice de ellos. Nombres de sitios, pueblos, lugares, montañas, sierras, cerros, llanuras, desiertos, travesías, etc. de la región y lo que se sabe de ellos.
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Nombres de minas, salinas, caleras, etc. de la región y lo que se sabe de ellas. Nombres de ríos, riachuelos, arroyos, torrentes, manantiales, fuentes, pozos, lagos, lagunas, etc. de la región y lo que se sabe de ellos. Nombres de caminos antiguos, veredas, atajos, puentes, sendas, pasos, vados, etc. y lo que se sabe de ellos. Tribus indígenas de la región, religión, usos, costumbres, etc. Lenguas indígenas, apuntes de gramáticas, vocabularios, frases sueltas. Locuciones, giros, trabalenguas, frases hechas, semejanzas, chistes, motes, apodos, modismos, provincialismos, voces infantiles, etc. Otros conocimientos. (“Instrucciones a los maestros para el mejor cumplimiento de la resolución adoptada por el H. Consejo sobre folklore argentino”, en El Monitor de la educación común, 1921, Nº 580, p. 4). Las “Instrucciones” de 1921 orientan, entonces, los modos de mirar: conocer (mapear) el vocabulario y al mismo tiempo el territorio; localizar, a través del dispositivo de la encuesta y de los maestros como medio de producción, minas, ríos, flora y fauna de cada zona del país. Este instrumento –y sus mecanismos de instrumentación– pone en juego también una forma de plantar bandera: listar las expresiones de un cierto lugar garantiza –sustenta– su inclusión en el mapa de la Argentina. En este sentido, el documento contiene determinados trazos que reaparecen, por ejemplo, en varios de los trabajos elaborados por Berta Elena Vidal de Battini a lo largo del siglo xx, entre ellos, “Patagonia, nombre de una región argentina” (1975) y “El léxico español de las Malvinas” (1982). Casi dos décadas más tarde, la Comisión de Folklore volvía sobre los pasos de aquel instructivo de 1921. Bajo el título “Nueva recopilación de Material Folklórico”, las disposiciones elaboradas en el marco del Consejo Nacional de Educación se proponían tener llegada no solo a todas las provincias sino también a los denominados “Territorios nacionales”. Aquellos textos de 1939-1941 traían otros objetos e inquietudes: Respetar el lenguaje y la pronunciación del pueblo con la mayor escrupulosidad posible. Aclarar si la población sólo conoce el español o si conserva alguna lengua indígena. (…)
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Refranes, frases hechas, dichos. Determinar si son abundantes en el habla popular y en qué oportunidad se dicen unos y otros. ¿Influyen en el proceder de la gente los refranes? Enviar listas lo más completas posibles. (…) El habla regional. Formular vocabularios regionales lo más extensos posible, al tratar cada uno de los capítulos precedentes. Nombre de lugares, de animales, de plantas, de astros, de objetos que tengan un valor léxico particular. Trabalenguas, modismos, motes. Decir si es característico el canto o tonada regional (entonación) y en el caso de que existan indios, si es común a ellos. ¿La tonada tiene parecido con otra?, ¿es común a regiones distintas?, ¿o es propia de la comarca? (“Nueva recopilación de Material Folklórico”, en El Monitor de la educación común, 1940, Nº 808, pp. 21-29). Finalmente, las dos “encuestas sobre el habla regional” producidas en 1946 y 1949 señalan, ya desde su título, un progresivo proceso de autonomización de las reflexiones metalingüísticas que habían formado parte de las prácticas de recolección de los “materiales folklóricos”. Ya no se trata de cierta zona incluida en un cuestionario general sino de instrumentos orientados específicamente a relevar dimensiones de las prácticas lingüísticas: La Dirección General de Enseñanza Primaria, por medio de su Comisión de Folklore, realiza un estudio de las lenguas regionales de nuestro país. Con ello ofrecerá un valioso aporte al conocimiento del español en la Argentina y contribuirá a la mejor enseñanza de nuestro idioma nacional en las escuelas (Encuesta sobre el habla regional, 1946: 2). La Dirección General de Enseñanza Primaria, por medio de su Comisión de Folklore, realiza un estudio del habla regional del país. Con ello ofrecerá un valioso aporte al conocimiento del español en la Argentina y contribuirá a la mejor enseñanza de nuestro idioma nacional en las escuelas (Segunda encuesta sobre el habla regional, 1949: 4). Berta Elena Vidal de Battini tuvo un papel nodal en la Comisión de Folklore del Consejo Nacional de Educación. Sus trabajos se inscriben
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de manera expresa en esta serie, dialoga con las encuestas sobre “el habla regional”, legitima su decir en aquellos métodos, se muestra como punto de articulación entre el saber filológico, el magisterio federal y la recolección en primera persona: El propósito de este trabajo es el de estudiar el español de la Argentina con fines didácticos; realizar la investigación lo más completa posible de las hablas regionales y, sobre la base científica de este conocimiento, formular observaciones y consejos para la mejor enseñanza de nuestra lengua nacional en las escuelas primarias (Vidal de Battini, 1954: 3). Una mirada sobre estas formulaciones que atienda al detalle de los modos de nombrar permite delimitar relaciones de sinonimia y, con ojo diacrónico, reformulaciones específicas que se desprenden de la serie: nuestro idioma nacional, el español en la Argentina (1946-1949); nuestra lengua nacional, el español de la Argentina (1954). De esta manera, la secuencialización hace posible localizar algunos de los fotogramas que participan del proceso de producción de enunciados que continúan teniendo, en gran medida, valor de evidencia en ciertos ámbitos del saber experto: lo regional es del orden del habla, la lengua de la Argentina es el español, la Argentina tiene su español propio. *** Una primera lectura del capítulo “Folklore lingüístico” que compone la Historia del folklore (1953) podría generar cierto efecto “idioma analítico de John Wilkins”: vocabularios de los patagones, artes gramaticales de la lengua lule, folletos gauchi-políticos, ensayos sobre argentinismos, libros sobre equitación, diccionarios diversos, instrucciones para cebar mate, escritos sobre esgrima y publicaciones sobre fitotecnia componen un universo, no obstante, coherente. Un enunciado, con múltiples variantes, organiza el procedimiento de inclusión/exclusión: recoger las piezas personalmente de boca de los naturales. La evidencialidad se presenta como el quid de la cuestión. En alguna medida, este documento conduce a revisar la disyunción entre los estudios de Juan Alfonso Carrizo –y en general del núcleo
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“hispano-católico” asociado a figuras de la élite azucarera–, el interés en torno de ciertos materiales sobre lenguas indígenas y la valoración de las tradiciones pampeanas. Se trata, efectivamente, de una publicación elaborada tiempo después de la aparición de sus “cancioneros” –Antiguos cantos populares argentinos (1926), Cancionero popular de Salta (1933), Cancionero popular de Jujuy (1935), Cancionero popular de Tucumán (1937), Cantares históricos del norte argentino (1939), Cancionero de La Rioja (1942)– y en una coyuntura diferente. Ahora bien, la forma en que Carrizo incorpora artes gramaticales y vocabularios no resulta novedosa si se toman en consideración algunos datos. La Universidad Nacional de Tucumán había publicado en 1939 el Arte de la lengua yunga (1644), del cura trujillano Fernando de la Carrera, y el Arte de la lengua quichua general de indios del Perú (1690), del jesuita Diego de Torres Rubio; y en 1940, Mataco grammar, de Richard James Hunt, uno de los primeros misioneros anglicanos en la Argentina. El Boletín de la Academia Argentina de Letras (BAAL) había contado en sus primeros números (1933-1937) con una sección titulada “Contribuciones al estudio de lenguas indígenas en la Argentina”, en la cual cabían notas heterogéneas sobre toponimia, “argentinismos de origen indígena” y descripciones morfológicas minuciosas. El BAAL era, pues, el principal órgano de difusión de una corporación de la cual formaban parte, entre otros, Juan B. Terán, Carlos Ibarguren –quien presidió la institución entre 1935 y 1956–, Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast), Juan B. Selva, Rodolfo Ragucci, Gustavo Franceschi y el propio Juan Alfonso Carrizo. Es allí donde se publica un brevísimo artículo de Juan Carlos Dávalos con un primer listado de elementos de la “lexicología de Salta”: Debo advertir que quichua y aimará –lenguas aborígenes– ya no se hablan en departamento alguno de Salta, y esto no obstante grande es el número de voces de estos idiomas –que, por lo demás, yo no poseo– incorporadas al español bastardo en que se despacha la gente rústica de mi pueblo (BAAL, II, 1934: 5). Otras publicaciones de la década de 1940 también habían puesto a circular artes gramaticales y vocabularios de la colonización. Idiomas aborígenes de la República Argentina (1942), de Carlos Abregú Virreira, retomaba informaciones y descripciones de las gramáticas de Andrés Febrés y de Antonio
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Ruiz de Montoya. La perspectiva era, sin embargo, diferente. Lejos de considerar los “idiomas aborígenes” como las lenguas de los otros, de procurar “vestigios del pasado” o “supervivencias indígenas en el español”, Abregú Virreira encaraba la caracterización del aymara, del araucano, del toba y sobre todo del quichua santiagueño a partir de la actualidad de su propia trama institucional y familiar: Auxiliares de esta investigación fueron los miembros de nuestra propia familia: mi madre, doña Carmen Virreira de Abregú, que domina el quichua de Bolivia, su patria; mi suegra, doña Arcelia Medina de Mittelbach, que posee el quichua de Santiago del Estero (República Argentina); el ex gobernador de esta provincia, don Domingo Medina, cuyos conocimientos del quichua merecieron más de una consulta de carácter lingüístico del actual arzobispo de Cuyo, monseñor doctor Audino Rodríguez y Olmos; mi cuñado, el musicólogo Domingo Mittelbach Medina, excelente quichuista; el señor Humberto Zamorano V., a quien se debe el hallazgo de una palabra quichua vinculada a la leyenda del cacuy; mi cuñada, señorita Haydee Mittelbach, que desde San Martín de los Andes (Neuquén), donde desempeña el magisterio, ha tenido la gentileza de enviarnos una importantísima lista de voces recogidas personalmente de sus alumnos araucanos; el amigo periodista Carlos Soruco, boliviano, con sus aportaciones sobre el aymara; el maestro Lázaro Flury, con sus envíos, consultas y aclaraciones sobre el araucano y el toba; mi tía, doña Margarita Virreira de Solís, con sus remesas desde Cochabamba (Bolivia) y nuestra propia experiencia, adquirida en la ciudad de Añatuya (Santiago del Estero), centro de aluvión donde el quichua y el guaraní son tan corrientes en el habla popular como el castellano y el árabe (Abregú Virreira, 1942: 15). *** Entre los proyectos urbanos, las transformaciones en los “suburbios” y los imaginarios de país rural, cada quien tiene la Buenos Aires que precisa. Carlos Ibarguren enuncia desde otra coyuntura, inscribe en el prólogo a la segunda edición del Diccionario de regionalismos de Salta (1950) formulaciones que se reiteran en sus intervenciones en la Academia Argentina
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de Letras, de manera literal, desde mediados de los años 30. No es simple dejadez: anhelo bucólico y desprecio por los desbordes metropolitanos se renuevan. La polémica entre gauchesca y folklore no le preocupa, es otra la operación: visto desde Buenos Aires, lo popular es ser a la distancia, palabra hincada en la tierra, expresión que no ha sido ajada por los cortes históricos de la producción industrial. Ni por la palabra política. Para Ibarguren, el decir popular requiere de un locus amoenus: eterna edad de oro que ofrece sus emanaciones en consuno con la naturaleza. Sea en la llanura pampeana o en los valles calchaquíes, se trata de un imaginario en el cual no hay sujeto político que dé carne a las palabras. En 1946 Amado Alonso habla sobre la Buenos Aires de principios de los 40: metrópoli editorial que ejerce sobre el país una acción modernizante. Tal valoración ilustrada de Buenos Aires no se sostiene solamente en el valor otorgado a su producción escrita: para Alonso –y para ciertas zonas alonseanas en los textos de Vidal de Battini– Buenos Aires irradia en su pronunciación un modelo de prestigio, que sustentaría la postulación de una norma pluricéntrica para el español y operaría como patrón de corrección para todos aquellos que quieran habitar la radiofonía argentina. Excluidos los suburbios, en su vibrante múltiple ejemplar –rr–, la extensión de la ciudad pronunciada conduciría la nivelación federal de “la cultura idiomática”. José Clemente, en cambio, sigue los pasos del Borges de El tamaño de mi esperanza, del Borges de El idioma de los argentinos: pensar una Buenos Aires para sí. En Clemente aparece el deseo –escurridizo, por momentos infructuoso– de delimitar, en el espacio que queda entre la Capital Federal y “la jerga arrabalera”, un decir lingüístico propio, posible de ser recorrido por los porteños. Clemente se resiste tanto a la federalización modélica de Buenos Aires (que le niega a la ciudad su propia geografía espiritual) como a la identificación entre tonalidad porteña y lunfardo. Álvaro Yunque arma una trama en la cual no hay corte que delimite una ciudad: lo pampeano, lo rioplatense, lo nativo, lo tradicional, lo autóctono y el “suburbio” se deslizan en una red de figuras, temporalidades diversas y analogías. Y en esta red, Yunque reúne con naturalidad, uno al lado del otro, los nombres de Ricardo Rojas y Juan Alfonso Carrizo; convoca a Evaristo Carriego, Dante Linyera y Atahualpa Yupanqui; hace lugar para el lunfardo del arte popular y para un decir, con matices clasistas, sobre la vida trabajosa.
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Lunfardía (1953) es expresión de este cambio de ciclo en los discursos sobre el lunfardo: el texto de José Gobello inaugura un proceso de folklorización que llevaría décadas más tarde a incorporar esta denominación (“lunfardo”) en los dispositivos de “defensa de la argentinidad”. Pero no se trata de José Gobello ni de su biografía. A tono con ciertas discusiones que se venían dando en el Parlamento y con los lineamientos del Segundo Plan Quinquenal (1952), la Ley 14241 (“Servicio de radiodifusión”, 1953) y su decreto reglamentario (25.004/53, B.O. 5/1/1954) mantenían algunas alusiones generales a la moral y al buen gusto, pero elidían cualquier mención explícita del tango: la ofensiva contra las prácticas lingüísticas y culturales asociadas al lunfardo, que había sido uno de los caballitos de batalla de las campañas de regulación de la radiofonía, estaba llegando a su fin. *** En “El lenguaje popular de Perón” (1952) gobierna el hic et nunc. Para seguir el itinerario del “idioma nacional” Abregú Virreira no precisa ir a buscar muestras al pucará, y con cierto apuro, porque los vocablos trascendentes –vestigios de otras capas de la historia– corren el riesgo de perderse a medida que las condiciones de vida se transforman. Palabras, pueblo, cultura y creación se anudan en este texto con temporalidades diversas, trayendo ecos de distintas procedencias, pero dispuestos a partir de una voz central y presente. Es, ciertamente, en la voz de Perón donde resuenan dichos del refranero, coplas de Carrizo, versos del Martín Fierro y, haciendo irrumpir la actualidad de lo político, vocablos surgidos de procesos neológicos por entonces recientes: “justicialismo”, “cegetistas”, “descamisados”, “contras”. En este texto la voz de Perón no aparece solo como causa sino también como efecto. El artículo de Abregú Virreira lleva, de esta manera, al plano lingüístico una reflexión que hilvana aquel volumen, publicado por la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación, en el que se suceden capítulos temáticamente heterogéneos: “Nacionalización y Recuperación” (Juan Imbrogno), “La Construcción Peronista” (Álvaro Ossorio), “La Defensa de la Producción” (Ramón Prieto), “La Marcha Industrial en la Nueva Argentina” (Marino González), “La Efectividad de los Derechos Cívicos” (Germán Galfrascoli), “Ahora el Pueblo Elige a sus Representantes” (Santiago Ganduglia), “La Política Como Medio y no Como Fin” (Julio Ellena de la Sota), “Capacidad de Autocrítica
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del Peronismo. Interés Popular por sobre el Interés Político (Jorge Luna Valdez), “El Parlamento de Ayer y el de Hoy” (José Osés), “Los Obreros” (José Gabriel), “Los Campesinos” (Antonio Nella Castro), “Las Leyes Sociales” (Amado Adip), “En la Nueva Argentina la Cultura es un Fruto al Alcance de Todas las Manos” (Horacio Rega Molina) y “Valoración de la Mujer en el Peronismo” (María Granata). En sus diversos aspectos, Una nación recobrada. Enfoques parciales de la Nueva Argentina tiene una tesis que demostrar: con el peronismo se ha logrado quebrar “el maridaje oligárquico-imperialista que desgobernaba la Nación” (1952: 3). También en materia de lenguaje.
Políticas de la lengua y “organización de la cultura” 1952-1953: coyuntura relevante para una historia de los debates sobre la lengua nacional en la Argentina. El enunciado “la configuración nacional de la lengua”, incluido en el principal instrumento de planificación y difusión de la acción proyectada para el segundo mandato presidencial de Juan D. Perón, puede ser leído en su calidad de acontecimiento: un punto de encuentro –dice Pêcheux (1983)– entre una actualidad y una memoria. Las polémicas sobre la definición de una lengua propia, sobre las relaciones institucionales e “idiomáticas” con España, sobre la legitimidad de la Real Academia Española y de sus diccionarios son y no son las del siglo xix. Son: una forma de pensar el problema de la emancipación/dependencia que coloca a España –y no a Estados Unidos, y no a Francia o Inglaterra– en la posición de antagonista y a la “lengua” como objeto de disputa/deseo. De fondo, un modo de decir sobre el colonialismo que precisa de adjetivos: colonialismo lingüístico/cultural. No son: conflictos por el papel del Estado, por el lugar de los trabajadores y de sus organizaciones, contradicciones en torno de la “autonomía intelectual”; he aquí lo que se pone en juego también en la intervención parlamentaria del diputado Emilio Ravignani. En el debate “por la lengua”, “por las academias” y “por los diccionarios” se deslizan sentidos que van hacia y provienen de otras temporalidades pero también de otras esferas de las prácticas. Dos operaciones aparecen con la irrupción de la cuestión de la lengua en el Segundo Plan Quinquenal. La primera es del orden de lo enunciado: el acontecimiento del Segundo Plan Quinquenal –promulgado como ley
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nacional en diciembre de 1952– no (re)introduce un debate ausente de la escena pública. El índice de Una nación recobrada señala, en efecto, que el “problema del lenguaje” formaba parte del horizonte político. Otro texto de 1952 –en este caso, de febrero– expone un espacio de relaciones semejante; en la lectura conjunta de estos documentos, se delimitan ciertas regularidades. Bajo el título “El problema de nuestro lenguaje”, el suplemento cultural de La Prensa cegetista ponía a disposición de sus lectores un fragmento de Indagaciones sobre literatura argentina (1952), de Arturo Cambours Ocampo. En la tapa de aquel suplemento, con un manejo de los debates decimonónicos, con referencias a De Saussure y a Vossler, a Abeille y a Bréal, con citas de Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña, Cambours Ocampo articulaba lenguaje, literatura, pueblo y soberanía nacional: Siempre es útil volver al encuentro de algunos temas nacionales. Este del idioma es uno de ellos. Debemos tomarlo con pinzas, pues, desgraciadamente, se presta para la tergiversación y para la réplica erudita donde, casi siempre, aparece la gastada frase: falta rigor científico. La literatura es, en definitiva, la dueña del lenguaje, les guste o no a los filólogos. Por su intermedio el pueblo se expresa; y el pueblo en esto, como en todos los problemas del espíritu, es soberano. (…) El problema de nuestra expresión literaria no depende del cambio de un nombre, como superficialmente lo ha querido explicar el profesor español Amado Alonso. A los americanos y, muy especialmente, a los argentinos, nos tiene sin cuidado el detalle del rótulo. Idioma Español, Idioma Castellano, Idioma Argentino, etc., no significan nada frente a la angustia del escritor que quiere expresar su verdad con su lenguaje. Creer que un sentimiento de nacionalidad puede permitir móviles oscuros, para encubrir el nombre real del idioma que hablamos, es no reconocer nuestra mayoría de edad, es querer negarnos lo que, por suerte, a esta altura de la vida nos está sobrando. Por otra parte, no puede extrañar a nadie que un pueblo como el nuestro, que ha incorporado a su patrimonio material los ferrocarriles ingleses, quiera incorporar a su patrimonio espiritual la lengua española, con todo el respeto que nos merecen las locomotoras fabricadas en Liverpool y la fonética inventada en Madrid. (Así como hemos podido mostrar al mundo,
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en una reciente exposición, una locomotora totalmente construida en el país, mañana daremos, también al mundo, nuestro idioma nacional, con su fonética y su estilística). Y esto no puede ni debe molestar a nadie. Política de recuperación y soberanía es la de estos años argentinos (Cambours Ocampo, “El problema de nuestro lenguaje”, en Suplemento cultural de La Prensa, 3/2/1952). El enunciado del Segundo Plan Quinquenal se despliega en esta misma línea argumentativa pero su emergencia cambia, de manera significativa, los términos de la discusión: … la configuración nacional de la lengua, creando a tal fin la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el Diccionario Nacional que incluirá las voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones y las usadas corrientemente en Latinoamérica (Segundo Plan Quinquenal, 1953: 103). El modo de formular la cuestión se moviliza, entonces, del “problema” al “objetivo”, del ensayo a la planificación, de “el lenguaje” a “la lengua”; se abre, con esto último, una instancia de disputa que otras denominaciones –“dialecto argentino”, “habla argentina, “nuestro lenguaje”, “idioma nacional”– obturan: la disputa por las academias y por los diccionarios de la lengua. La segunda operación es de otro orden del discurso: la presencia del enunciado en el Segundo Plan Quinquenal (y en la exposición del ministro Raúl Mendé, en el Manual Práctico del 2º Plan Quinquenal, en los programas de “Cultura literaria” para la escuela media) otorga a la cuestión de la lengua un estatus diferente: el objetivo de confeccionar un instrumento lingüístico que contuviera las palabras de “la Nueva Argentina” deviene no solo “política de Estado” sino, por la coyuntura en la que se inscribe, expresión y legitimación de la “comunidad organizada”. *** De aquel diccionario quedó el enunciado del Segundo Plan Quinquenal y sus múltiples glosas. Hasta donde el trabajo de archivo ha podido indagar, se trata del único proyecto de elaboración de un diccionario argentino pensado desde un decir que se percibe a sí mismo como estatal y nacional.
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Por el entramado de este enunciado en el capítulo “Cultura” del plan de gobierno, por la inscripción del capítulo “Cultura” en el sistema de sentidos que articula el Segundo Plan Quinquenal, se pueden esbozar ciertas hipótesis: un diccionario planificado como instrumento de construcción política, un diccionario que surge de la autoridad que se legitima no en las academias, en la autonomía del conocimiento especializado o en las figuras literarias sino en el derecho político que otorgan las mayorías. Y aquí los márgenes no coinciden con aquellos de las fronteras. Nacional significa nuestro país en sus diferentes regiones, con un gesto que condensa plurales de la primera persona: “nosotros los justicialistas”, “nosotros los argentinos”. Nacional significa, al mismo tiempo, otra forma de configurar espacios de inscripción de una lengua común: Latinoamérica como horizonte. *** En su inquietante brevedad (requerida por las especificidades genéricas), el enunciado “la configuración nacional de la lengua” tenía algo de oracular. La ausencia de un adjetivo que delimitara el alcance de “la lengua” y la instancia misma de su enunciación abrían preguntas que volvían a despertar fantasmas: ¿el gobierno de Perón querría reivindicar la existencia de una “lengua propia”? El funcionamiento de la nominalización (también requerida por las especificidades textuales) colocaba interrogantes respecto del tipo de proceso y del sujeto de la acción: ¿qué significaba “configurar” la lengua?, ¿quiénes configurarían la lengua? Algunas de estas preguntas quedaban circunscriptas en el Objetivo Especial: configurar se reescribía como preparar el Diccionario Nacional, el quiénes se respondía con la creación de una nueva institución: la Academia Nacional de la Lengua. Sin embargo, quedaba expuesta una zona sensible al debate: el sentido de “voces peculiares”. Y allí se entreveraban dos discusiones, de diferente impacto político e institucional. Una discusión, presente desde fines del siglo xix y avivada desde la década de 1940, era aquella atinente a la definición y delimitación de los argentinismos; la expresión “voces peculiares” bien podía ser leída en este sentido. El texto de Lázaro Schallman, Coloquios sobre el lenguaje argentino (1946), ciertas zonas de Despeñaderos del habla (1952) y los intercambios epistolares entre la Academia Argentina de Letras y la Real Academia Española (1950) orientados a la incorporación de argentinidad y sanmartiniano, -a en el diccionario español muestran aspectos del estado de
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aquel debate al momento de la presentación del Segundo Plan Quinquenal. La otra discusión –posible– corría el eje de los argentinismos al de las palabras generales de la lengua: “voces usadas corrientemente” no implicaba, de manera necesaria, el gesto contrastivo, esto es, la inclusión en el diccionario solo de aquellas expresiones excluidas por la Real Academia Española. En este entramado de interrogantes e insinuaciones se dispone el contrapunto entre la intervención parlamentaria de Ravignani y las palabras de Raúl Mendé en el Congreso de la Nación. Como ministro de Asuntos Técnicos, Mendé estaba a cargo de la presentación y fundamentación de los objetivos del nuevo plan de gobierno, la cuestión de la lengua incluida. Ahora bien, el modo con el cual Mendé introduce el “objetivo idiomático” trae algunas singularidades. La pregunta inicial –“¿Qué se entiende por esto?”– permite leer cierta consciencia sobre la necesidad de la glosa; el mecanismo subsiguiente expone las tensiones que atraviesan esta cuestión: “no es que… pero sí”. Ravignani, por su parte, resuelve interpretando el enunciado bajo la forma diccionario de argentinismos. También en otras glosas, diccionario nacional es absorbido por la discursividad de las particularidades (una única lengua española con particularidades/peculiaridades en cada país), que bien supo defender Herrero Mayor y que no cesó de reproducirse no solo en los manuales escolares “de autor” sino también en los programas de estudio oficiales, aún durante la vigencia de los planes curriculares de 1953. En varios de los documentos que lo reformulan, el enunciado del Segundo Plan Quinquenal y las palabras de Mendé con las cuales se le dio difusión se integran, de modos diversos y sin mayores inconvenientes, en el lugar cedido a las “particularidades nacionales” dentro de la amplitud de la lengua común. *** El Segundo Plan Quinquenal (incluida la fundamentación de Mendé) manifiesta, en lo que al gobierno de la lengua se refiere, una posición institucionalista: rechaza la injerencia de ciertas corporaciones pero no la existencia misma de academias que regulen, intervengan, incluyan determinados elementos léxicos y excluyan, por consiguiente, otros. Lejos de cuestionar academias de la lengua y diccionarios, el Segundo Plan Quinquenal sale a dar una disputa por esos espacios. Se trata de una posición que, en este
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sentido, refuerza el carácter homogeneizante e instituyente de los instrumentos lingüísticos, valora la producción de dispositivos normativos que operen al mismo tiempo como expresión de un estado (nacional) de la lengua y como mecanismo performativo para la configuración de identidades políticas compartidas. No hay, allí, oposición entre pueblo y academia sino entre “el pueblo argentino” y aquellas academias percibidas –de manera creciente desde el año 1950– como “extranjerizantes” y “reductos de la oligarquía”. No hay, pues, antiacademicismo. Pero las glosas de la ley escapan al gobierno de la ley. Y en algunas de las reformulaciones destinadas a la difusión popular del nuevo plan reaparecen trazos de un discurso arltiano, que valora la palabra plebeya y cotidiana y mira con desdén cualquier labor académica: No creemos que pueda ser negada esa diferenciación que hace a lo anímico y lo vivo del idioma, en cuanto este deja de ser letra útil a discusiones académicas. En el idioma de la calle, del hombre de trabajo, el estudiante, el peón, el obrero, el empleado, el tallerista, está la fuerza de los vocablos, que al salir de los augustos salones literarios, parece se vistieran con un ropaje menos estricto o adusto y exhibiesen desnudeces que, por íntimas, les dan una significación distinta y muy propia de cada Pueblo (García y Zelicman, 1953: 23). Como el idioma es uno de los elementos primarios de la unidad nacional, el Gobierno ha decidido romper los viejos moldes de un academicismo arcaico, que mantiene sujeto a leyes y prejuicios vetustos un instrumento expresivo tan vital y necesariamente flexible como lo es el idioma nacional. De ahí la creación de la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el diccionario nacional, incluyendo en él las voces propias de las distintas regiones argentinas, típicas del lenguaje popular cotidiano (Manual Práctico del 2º Plan Quinquenal, 1953: 86) Y yo tengo esta debilidad: la de creer que el idioma de nuestras calles, el idioma en que conversamos usted y yo en el café, en la oficina, en nuestro trato íntimo, es el verdadero. ¿Que yo hablando de cosas elevadas no debía emplear estos términos? ¿Y por qué no, compañero? Si yo no soy ningún académico. Yo soy un hombre de la calle, de barrio, como usted y como tantos que andan por ahí (…). Porque yo creo que el lenguaje
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es como un traje. Hay razas a las que les queda bien un determinado idioma; en cambio, tienen que modificarlo, raerlo, aumentarlo, pulirlo, desglosar giros, inventar sustantivos. Por ejemplo, en nuestro caló tenemos la frase: “la merza”. ¿Qué palabra hay en castellano para designar a un grupo de sujetos de oscuro “modus vivendi”? Ninguna. Pero usted, en nuestro idioma, dice “la merza” y ya sabemos a qué clase de gentes se refiere (Arlt, “¿Cómo quieren que les escriba?”, incluido en Aguafuertes porteñas: cultura y política, 1994: 30-34) Entre “la merza” y “justicialismo” hay, efectivamente, una brecha pero este ejercicio permite observar algunas de las heterogeneidades que habitan los textos en los cuales se reformula el Segundo Plan: entre el apego a la palabra legal y la necesidad de producir una glosa divulgativa se abre un intersticio por donde penetra un discurso antiacademicista que tiene arraigo popular y que adquiere por momentos matices clasistas. De alguna manera, tensando la lectura, también hay isotopías comunes entre estas zonas de los materiales que glosan el plan y ciertas prácticas poéticas de la cultura popular urbana circulantes en aquellos años 50: A vos, Lope de Vega, te chamuyo: Fénix de los ingenios españoles, si en lengua cervantina hiciste goles, yo con mi lengua lunfa te embaruyo. En tu Real Academia no me instruyo, una calle mistonga con faroles, me enseñó a ser poeta y… ¡caracoles! no es bardo de arrabal cualquier viyuyo… Te sé muy español, gran erudito, batime: ¿qué es papusa, guita y grata?... ¡Si vos de lunfa no manyás un pito! Junto a la musa de la mala pata, yo te vengo a poner este garlito con mi humilde soneto en alpargata (Alcides Gandolfi Herrero, “Soneto en alpargata”, 1954, incluido en Álvaro Yunque, 1961: 44). ***
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La Academia Argentina de Letras fue, junto a su par uruguaya, una excepción en el proceso de creación de corporaciones de la lengua en América. Desde 1861 la Real Academia Española había emprendido una campaña para la designación de miembros correspondientes en América, campaña que operó como preludio: entre 1871 y 1887 fueron creadas academias correspondientes en Colombia, Chile, Ecuador, El Salvador, Venezuela, Perú, Guatemala y México; ya en la década de 1920, en Costa Rica, Filipinas, Panamá, Cuba, Bolivia, Paraguay, República Dominicana y Nicaragua. Entre una y otra etapa, en la Argentina se sucedieron disputas, proyectos y fundaciones. Primero, el rechazo del diploma de “académico” por parte de Juan María Gutiérrez condujo al porteño a trenzarse en una justa epistolar con el español Juan Martínez Villergas. El cambio de siglo llegó con nuevos intentos, también efímeros, de institucionalizar relaciones entre los círculos intelectuales argentinos y la Real Academia Española. A ello convocaba en 1903 Estanislao Zeballos desde el prólogo a Notas al castellano en la Argentina, de Ricardo Monner Sans: Reuníos y organizad la Sección Argentina de la Academia, a semejanza de las de Colombia, de México y de Venezuela. Contribuid al perfeccionamiento del Diccionario y a su riqueza por la proposición de neologismos y de americanismos. Y sobre todo, y con patriótico anhelo, ved que en vuestro país se hable y escriba correctamente una lengua y sea ella la que, sonora y copiosa, habla el pueblo argentino en el acta de su independencia, en la más liberal y humanitaria de las constituciones políticas, en sus leyes tutelares de los derechos del hombre, que no solamente del ciudadano, en las páginas épicas de su breve historia, en las aspiraciones de sus patricios, en las plegarias matinales de los niños, y en la inefable bendición de las virtuosas madres (Zeballos, 1903: 4). El Centenario de la Revolución de Mayo trajo a Buenos Aires a la Infanta Isabel y, de su mano, la primera academia argentina vinculada formalmente con la corporación madrileña. Y otra vez, allí, fue clave la figura de Zeballos: En la comitiva de la embajada de S.A.R. la Infanta Isabel de España, llegó a Buenos Aires don Eugenio Sellés, Marqués de Gerona, eminente escritor y miembro de la Real Academia de la Lengua
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Castellana. Traía la misión especial de fundar en Buenos Aires una Academia Argentina, siguiendo el plan de crear en los países de habla castellana del Nuevo Mundo, academias correspondientes de la matritense (…). El Marqués de Gerona concertó con estas personas la fundación de la Academia en Buenos Aires, y ella tuvo lugar el 28 de mayo en los salones de la residencia de S.A. la Infanta Isabel (Zeballos, 1912: 3). Aquella Academia Argentina de la Lengua, cuyo nombre respondía al funcionamiento general del anhelo correspondiente, duró lo que duran los festejos. Algunos de sus objetivos serían, no obstante, retomados décadas más tarde: El primero, estudiar el Diccionario oficial en cuanto se refiere a argentinismos, para depurarlos, criticarlos o aumentarlos, contribuyendo así a la perfección del léxico general. En segundo término, promovería una acción conjunta de las academias de Hispano América (Zeballos, 1912: 6). En agosto de 1931, pocos meses después de proclamada la República en España, José Félix Uriburu y su ministro de Justicia e Instrucción Pública –Guillermo Rothe– firmaban el decreto-ley de creación de la Academia Argentina de Letras. Naturalmente, ni aquel texto –que conservó un estatuto legal– ni el acta de fundación de la nueva corporación hacían alusión al tipo de relaciones que mantendría con el país ibérico. Pero las diferencias entre la academia argentina y las restantes academias americanas – ellas sí correspondientes– no se debieron solo a tensiones coyunturales. La Academia Argentina de Letras expresaba también el papel rector otorgado al Estado y el interés por regular ciertas zonas de las prácticas culturales, específicamente aquellas vinculadas con la vida cultural popular, fuertemente atravesada por un escenario de diversificación lingüística y social de la palabra: Para completar la fisonomía espiritual que dan a la República sus instituciones culturales y, considerando: 1.° Que el idioma castellano ha adquirido en nuestro país peculiaridades que es necesario estudiar por medio de especialistas;
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2.° Que es conveniente que el Estado contribuya a otorgar a los escritores la significación social que les corresponde, e infundir en el pueblo la noción de la importancia de la literatura; 3.° Que estos propósitos podrán ser satisfechos por medio de la creación de una Academia de Letras que tendrá a su cargo las funciones de las similares existentes en otros países; (…) Artículo 3.°) Son funciones de la Academia Argentina de Letras: a) Dar unidad y expresión al estudio de la lengua y de las producciones nacionales, para conservar y acrecentar el tesoro del idioma y las formas vivientes de nuestra cultura. b) Entender en todo lo referente a creación, discernimiento y reglamentación de los premios literarios instituidos o a instituirse por la Nación. c) Estimular las formas de elevar, en sus múltiples aspectos, el concepto del Teatro Nacional, como importante factor en la educación y cultura populares. d) Velar por la corrección y pureza del idioma, interviniendo por sí o asesorando a todas las reparticiones nacionales, provinciales o particulares que lo soliciten (“Decreto de creación”, en Academia Argentina de Letras, 2001: 8-9). La intervención del Poder Ejecutivo Nacional no se limitaba a establecer lineamientos de acción en “materia idiomática” y en áreas de las políticas culturales; también incluía la designación de los académicos, algunos de cuyos nombres formaban parte de las redes vinculadas al entonces gobierno de facto: En la ciudad de Buenos Aires, a once días del mes de septiembre de mil novecientos treinta y uno, reunidos en el despacho del señor Ministro de Justicia e Instrucción Pública, doctor Guillermo Rothe, los señores Calixto Oyuela, Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren, Leopoldo Díaz, Enrique Banchs, Gustavo Franceschi, Juan B. Terán, Atilio Chiappori, J. Alfredo Ferreira, Arturo Marasso, Clemente Ricci, Leopoldo Herrera y Juan Pablo Echagüe, escritores designados para integrar la Academia Argentina de Letras, el señor Ministro manifestó que los propósitos expresados en el decreto orgánico respectivo debían ser realizados mediante la continuidad de acción de una en-
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tidad permanente capaz de coordinar los factores de influencia en la perfección del idioma, de sugerir la creación de instrumentos complementarios y de sistematizar los métodos de fiscalización y de estímulo indispensables tanto en la enseñanza como en la actividad creadora de los agentes culturales (“Acta de constitución”, en Academia Argentina de Letras, 2001: 10). Al menos durante sus primeras décadas, la Academia Argentina de Letras no fue, pues, una “sección” de la Real Academia Española, como había deseado Estanislao Zeballos a comienzos del siglo xx. Atravesaba la institución, en cambio, una estructura heterogénea, que incluía ciertamente imaginarios de “academia de la lengua” a los que se esperaba que respondiera pero también formas de organización propias del “campo intelectual” –zonas amplias de sus Boletines– y funciones que la asemejaban a otros organismos nacionales de regulación creados en los 30, con los cuales mantenía relaciones de asesoramiento (por ejemplo, a través de consultas y de los Acuerdos específicos que la corporación hacía llegar a ministerios, comisiones y juntas reguladoras). Tampoco fue, desde principios de los años 40, un espacio homogéneo ni alineado de manera uniforme con las políticas impulsadas por las instituciones culturales del gobierno franquista. La estrechez de los lazos establecidos en la nueva coyuntura –incluso mediante convenios formales– y la confluencia en la “defensa de la unidad hispánica” no impidieron la formulación de cuestionamientos en torno del “gobierno del idioma”. En efecto, una lectura sistemática de los Boletines y de los Acuerdos acerca del idioma publicados entre 1940 y 1943 deja expuestas tanto la proclama de intereses políticos en común como las respuestas que el discurso de la Real Academia Española generaba en algunos miembros de la academia argentina: Téngase presente que las deformaciones de tipo nacional o regional sufridas en América por el castellano, distan de comportar por ahora peligros serios. (…) Además, algunos de esos cambios mejoran el habla. (…) No es menester recordar con qué amplitud de criterio ha admitido la madre patria galicismos. También admitió buena copia de americanismos que, en su hora, facilitaron la rápida asimilación del elemento indígena; necesidad esta última equiparable a la que actualmente experimentan algunas naciones de la unión idiomática
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hispana, con la afluencia de millares de inmigrantes. Pues el castellano creció absorbiendo palabras ajenas, ¿por qué no habría de seguir desarrollándose mediante análogo procedimiento? El problema estriba en determinar a juicio de quién, y dentro de qué límites, hayan de adoptarse las novedades (Juan Álvarez, “¿A quién corresponde el gobierno de nuestro idioma?”, en BAAL, XII, 1943: 18). Por otra parte, la exaltación de la “soberanía nacional” no era ajena al decir de Carlos Ibarguren, cuyas intervenciones sobre la literatura a comienzos de los 40 habilitan la delimitación de líneas isotópicas con algunas formulaciones, por ejemplo, del Manual del peronista de 1948: Otro de los aspectos morales de la Patria es la cultura. Cuando un pueblo está plenamente estructurado debe traducir sus pensamientos con formas propias que sean concordantes con las modalidades de su psicología. Esta peculiaridad de exteriorización mental da a su literatura una fisonomía particular y la caracteriza frente a la de otras colectividades. La expresión espiritual más acabada y completa de un país se manifiesta en los conceptos religiosos, morales, científicos, artísticos, económicos y jurídicos que fundamentan la vida de una sociedad en un momento dado de su historia. Cuando una nación no ha sido capaz de adquirir formas expresivas peculiares, o las ha perdido y se limita a reflejar las ajenas, carece de personalidad y no cuenta en el patrimonio de la civilización; será un conglomerado humano dueño de un territorio, una colonia intelectual, una factoría cosmopolita sin vida mental propia (Ibarguren, “El sentido nacional de nuestra literatura”, en BAAL, XII, 1943: 3). La persistencia del discurso antiinmigratorio, que no deja de hacerse oír en los textos de Ibarguren, distancia estos planteos de otros documentos producidos en la década de 1940, como el Plan de Gobierno 1947-1951. Pero no sería esta la diferencia más significativa, o no la única. Diversos documentos publicados por la corporación en 1950 permiten formular hipótesis acerca de otros ejes de tensión. En el caso de los Acuerdos, es productivo observar, por ejemplo, los juegos entre títulos y cuerpos textuales, los modos de jerarquización de ciertas informaciones que, dada la coyuntura, no podían estar ausentes de los Boletines:
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Participación de la Academia en la Exposición Nacional del Libro Argentino. – La Academia Argentina de Letras fue invitada a participar en la referida exposición que organiza, en conmemoración del 17 de octubre, la Dirección General de Cultura dependiente del Ministerio de Educación (BAAL, XIX, 1950: 459). Algunos otros textos producidos también en aquel “año sanmartiniano” contienen, en este sentido, trazos que volverían a inscribirse como huellas polifónicas en el primer Boletín publicado tras el receso de 1952-1955: La sinceridad del carácter de San Martín le impedía ante su recta conciencia recurrir al engaño, torcer sus convicciones o apelar con criterio oportunista a medios que repugnaban a sus principios morales o ideológicos. Carecía de las condiciones de flexibilidad tan necesarias para halagar las pasiones, satisfacer los intereses y disimular los propios designios en procura del éxito popular (Ibarguren, “Psicología de San Martín”, en BAAL, XIX, 1950: 258). El Boletín de la Academia mantuvo siempre abierta esta amplitud de opinión, de la tradición, de la novedad y el descubrimiento, su fe en el trabajo fecundo que no elude las dificultades, que no tuerce la aproximación a la verdad ante ningún interés momentáneo (“Advertencia”, en BAAL, XXI, 1956: 7-8). *** La secuencialización cronológica de los documentos organizados en torno de la regulación de las academias nacionales permite observar ciertos aspectos de las condiciones de formación de una imagen que aún perdura: la “clausura” de las academias nacionales en el año 1952 –o de alguna de ellas en particular– por parte del Poder Ejecutivo Nacional. Los textos que suelen abordar este “problema”/“hecho” despliegan, cada vez como si fuera la primera enunciación, determinados lugares argumentativos: que fue parte de la “peronización” o del afán por controlar instituciones y sociedad civil, que se debió al antagonismo entre peronismo y “campo cultural/intelectual”, que fue por el rechazo de la Academia Argentina de Letras a promover La Razón de Mi Vida al premio Nobel o
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por negarse a solicitar a la Real Academia Española la inclusión de “justicialismo” en su diccionario. La veracidad de estos últimos datos –aunque aún no se conozcan otras fuentes para corroborarlos más que el Libro Negro de la Segunda Tiranía– no les otorga un valor de causalidad. Este modo de disponer los materiales permite también medir las intensidades de los conflictos y acercamientos entre academias y Poder Ejecutivo Nacional: desde las primeras alusiones a la necesidad de “ordenar” sus actividades hasta las posiciones abiertamente antiperonistas que escanden los Boletines de 1956. Ahora bien, tal modo de estructurar los materiales habilita algunas lecturas pero clausura otras. La secuencialización narrativa a partir de cierto tema/tipo de institución ubica los documentos de una manera política y socialmente tranquilizadora: las academias, con las academias. En cierto modo, se corre el riesgo de obstaculizar otras posibilidades de puesta en serie, en particular, la concomitancia de procesos que a primera vista se muestran como zonas diferentes del archivo: academias y sindicatos. Una visión conjunta, por ejemplo, del debate parlamentario, la ley de 1950, el decreto reglamentario 7500/52, el capítulo “Cultura” del Segundo Plan Quinquenal y determinados textos que participaron de su difusión –el Manual Práctico entre ellos– permite, en cambio, anotar relaciones entre las discusiones políticas en torno de las academias y el papel que se proyecta, en aquella coyuntura, para los sindicatos como espacios de producción cultural y de “organización de la cultura”. *** Desde el llamado de la Unión Panamericana con el que se inaugura hasta la confianza de Luis C. Pinto en que el impulso del Segundo Plan Quinquenal podrá vencer los resabios colonialistas, el archivo documental que este volumen presenta puede ser recorrido también en sus corrientes tonales. Y en ello los documentos reunidos en esta selección entablan lazos con diversos tiempos y ritmos de la historia. La conjunción entre tonos y reflexiones metalingüísticas puede ser percibida en el tiempo lento de la larga duración. En el latine (“latinamente”) y sus múltiples traducciones los discursos sobre la lengua oscilan entre los usos del pasado y el condicional, y ahí anidan la posibilidad del lamento y la potencialidad de la queja. Son los tonos de una mirada conservadora que
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puede menguar en algunas coyunturas pero que nunca cesa: es la brecha entre la lengua ideal –escondida en el naturalismo o en el mos maiorum– y las lenguas que fluyen en el decir. Es la mirada constitutiva del otro: todo discurso sobre la lengua informa su latine. Las figuras que le convienen son la comparación, el paralelismo, la hipérbole. Y Próspero, depositario de los libros del saber y cuya fuerza finalmente no trasciende los objetos mágicos que posee. En la convocatoria en tiempo presente y en la proyección a futuro cobran cuerpo los tonos del desafío: la preeminencia de lo político por sobre la naturaleza; el trabajo, el poder transformar, la lengua espejo del progreso y expresión de un nuevo ordenamiento susceptible de ser producido. Su figura, la retorsio; y Calibán, quien se ha apropiado de la lengua del colonizador. Lamento y desafío atraviesan este archivo singular también con otra capa de sentidos, huellas materiales de un género que Josefina Ludmer delineó con los ritmos de la patria. Y entonces los tonos adquieren otro espesor: más allá de la configuración enunciativa, expresan en su dominio de actualidad correlaciones de fuerzas y en sus dominios de memoria procesos de formación que tienen sus especificidades históricas: en la Argentina, el contrapunto político-verbal.
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Filosofía de la educación y problemas técnicos corrientes
a) Principios y bases fundamentales que deben servir de norma para la
reorganización y la orientación de los sistemas educativos americanos, teniendo en cuenta, especialmente, los problemas de carácter educativo que confronte el Continente como consecuencia de la guerra; b) En función de la estructura económica, política y social de las Repúblicas Americanas; c) En función de los ideales republicanos y democráticos del Continente; d) En función de los caracteres históricos, lingüísticos, biológicos, etc. propios de los pueblos americanos; e) El Estado y la enseñanza privada en relación con los ideales nacionales; f ) El método visual y la radiofusión en la enseñanza interamericana; g) La educación del adulto; h) Educación indigenista; i) Factores económicos, políticos, sociales y pedagógicos del analfabetismo en América; j) Campaña de alfabetización. Un criterio común que sirva de base para determinar con exactitud el índice del alfabetismo.
Acercamiento entre los pueblos del hemisferio por el intercambio cultural a) Estatutos de la Universidad Interamericana; b) Intercambio de publicaciones educativas; c) Fundación de una Ciudad Universitaria Interamericana en Panamá; d) Transferencia de estudiantes entre las Universidades de América;
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e) Enseñanza de la Historia, la Geografía, la Literatura y las Artes en los pueblos de América; f) Fundación de bibliotecas, museos, escuelas, colegios y universidades de cada país, en beneficio de maestros y estudiantes de las Repúblicas Americanas.
Educación artística y coordinación de los sistemas educativos americanos a) El folklore americano como fuente de inspiración en la composición autóctona del arte musical y los cancioneros escolares; b) Instituto Interamericano de Música Folklórica; c) Conservación y restauración de los monumentos y reliquias arqueológicas. Organización de las instalaciones arqueológicas; d) Adopción de una nomenclatura pedagógica común y de un servicio uniforme de estadística escolar; e) Equiparación de estudios y de títulos académicos profesionales; f ) Unificación de planes de estudios y programas de enseñanza hasta donde sea posible y práctico; g) Mejoramiento de medios para obviar las dificultades que ofrecen los idiomas entre los pueblos de las Américas, como estímulo para un mejor entendimiento: sistema de fonética internacional; h) Procedimientos y medios para cumplir el acuerdo tomado en la Conferencia de Montevideo sobre apreciación del contenido de los libros de texto y materiales de enseñanza acerca de temas interamericanos; i) Bureau Interamericano de Educación y Asociación Interamericana de Educación. (...)
Discurso pronunciado por el Excmo. señor Presidente de la República de Panamá, don Ricardo Adolfo de la Guardia, al declarar inaugurada la Primera conferencia de ministros y directores de educación de las repúblicas americanas En nombre de la Nación y del Gobierno Panameño y en el mío propio, os extiendo un fraternal saludo al instalarse la Primera Conferencia de
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Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas. Os expreso también mi deseo y convicción de que las labores de esta asamblea ejemplar serán de vastos y firmes resultados para el desenvolvimiento social y cultural de las veintiuna repúblicas cuya representación ostentáis tan digna como gallardamente. Nada menos se puede esperar de quienes, como vosotros, interpretan fielmente el significado del momento en que vivimos y los anhelos y aspiraciones de los pueblos del continente. Somos partícipes de la más cruenta y terrible lucha que ha visto jamás la Historia. Miles de hombres perecen diariamente en los campos de batalla; millones y millones trabajan a pleno rendimiento y roban horas al sueño y al descanso; más, muchos más soportan privaciones y sufrimientos en todos los países democráticos y en aquellos que han caído temporalmente bajo el dominio de siniestro invasor. Pero todo este esfuerzo, sacrificio y dolor encuentran sentido y valor en la certidumbre de que luchamos para abolir la injusticia y la tiranía en la organización de las naciones, y el odio y la guerra como instrumento en las relaciones entre los Estados. En un cruce de los caminos del mundo en guerra se reúnen los representantes de América para discutir y arreglar tareas de paz, las más altas de las tareas de la paz, las que informan los problemas de la educación y la cultura. Todo en este acto está preñado de significación. El sitio, que en la profética concepción del genio está señalado para asiento del concurso que ha de organizar y dirigir los destinos del mundo armónico y unívoco del mañana. El momento, que, como acabo de decir, es uno de los más graves de la humanidad; y los objetivos, que, apartados de cualquier empeño de dominación de los hombres por la fuerza material, se definen, en su más profunda intención, como una concertación de los esfuerzos por hacer de todo hombre americano partícipe de los resultados más seguros y elevados de la experiencia humana en el campo de la investigación científica, la expresión artística y la discusión filosófica. Nuestros recursos en esta Conferencia, y en las aplicaciones que han de seguirle, solo son los que nos brinda el pensamiento, y nuestra fuerza la que nace de la común convicción en la nobleza y altura de la obra por realizar. La Historia registra congresos de naciones para el ajuste de intereses políticos y el incremento de las ciencias y las artes; pero nunca antes coincidieron los pueblos en tan vasto y generoso plan como el de esta Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas.
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“Ha llegado la edad de las Américas”, proclama Nicolás Murray Buttler, Presidente de la Universidad de Columbia, en memorable discurso, en el cual pone de relieve que “después de cuatrocientos cincuenta años, el centro de gravedad del mundo, así en lo intelectual como en lo político y económico, ha seguido a Cristóbal Colón a través del Atlántico. Tras la larga y maravillosa edad antigua de Grecia y Roma, que por más de mil años formó el carácter y dirigió los destinos del mundo occidental, vinieron y pasaron la edad del Oscurantismo o de la Decadencia, y la Edad Media. Siguió a ellas la Edad Moderna, que recibió del Occidente de Europa su vigor y su carácter y que ya da señales claras de acercarse a su fin. La veintena de naciones independientes que esta Edad trajo consigo –agrega Murray Buttler– oscilan hoy en la balanza”. La Paz, fundamento del progreso, descansa sobre la educación, porque el libre examen, el análisis ponderado y el debate respetuoso suelen desplazar los argumentos de la fuerza dondequiera que se ejerciten estos principios que dan vida a la tolerancia democrática. “No hay mal que la paz no cure, ni agravio que en el orden no encuentre reparación”, dijo el ilustre republicano Pablo Arosemena, y su sentencia puede servir de presagio optimista en esta ocasión en que, frente a los horrores de la guerra, os disponéis a buscar la forma de educar a las generaciones jóvenes para el disfrute de una paz permanente y digna. La ordenación de los sistemas a través de la ciencia ofrecerá, sin duda, la fórmula para atenuar el exterminio de los hombres y la ruina de los pueblos. Eminente servicio prestaréis a la filosofía política y a las ciencias en general, si avocáis el problema que plantea la preservación de la democracia en las especulaciones ideológicas, sin menoscabo de la tolerancia y la libertad de investigación, que son fuentes nutricias, ahora que se entronizan hipótesis y teorías absolutistas que pretenden extirpar por la violencia toda afirmación contraria. En la esfera intelectual, generadora de la acción política y de la gestión pública, es inadmisible la negación de ejercitar las facultades del espíritu impuesta por la coacción de una doctrina elevada al poder político, porque ello equivaldría a paralizar la evolución y traicionar siglos de experiencia acumulada, que se proyecta en el devenir de otras centurias marcando derroteros de progreso; porque ello privaría a los hombres del indeclinable tributo de discernir.
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Un vocero de mi Administración declaró, desde esta misma tribuna, que si es imposible una gestión antidemocrática en los centros de alta cultura de América, hay mucho que temer de la democracia verbalista y de la pseudo-democracia, porque ambas adulteran y desvían, consciente o inconscientemente, el ideario, y conducen a finalidades opuestas. La primera, la democracia exclusivamente literaria, la de proclamas, agitaciones y discursos, suele en ocasiones desorientar, confundir y hasta entorpecer el desenvolvimiento de la democracia pura; por ello es mirada con benevolencia en los cenáculos absolutistas que la utilizan como vehículo de infiltración. La segunda, la pseudo-democracia, esa otra forma bajo la cual gana prosélitos el despotismo ilustrado, adopta casi siempre la posición de censor, determina lo que es o deja de ser democrático y, en tan privilegiada posición, dicta su veredicto contradictorio contra la orientación eficaz de la función educativa. Dentro de una colaboración universal nuestra América ha de tener papel señalado y muy original. El desenvolvimiento histórico hizo que sobre la base de culturas autóctonas recibiéramos los instrumentos, las instituciones y las ideas de la civilización europea. La parte septentrional del continente fue asiento de la rama anglosajona de esa civilización, mientras que el resto quedó sometido al dominio e influjo de la cultura ibérica y, finalmente, vino a ser fecundado por el pensamiento francés. Parece, pues, que los americanos estamos destinados a engendrar una nueva síntesis que sólo tendrá su más alto valor si la expresamos con nuestro propio acento y en un lenguaje que interprete adecuadamente nuestra intimidad americana. En este orden de ideas sitúo la labor y trascendencia de esta reunión y de la acción conjunta que ella ha de iniciar. Base firme de vuestras labores es la Universidad Interamericana, que recibirá de vosotros insuperable investidura. Con la fundación de esta casa de estudios se cumple un viejo anhelo de la Nación Panameña, expresado por primera vez hace no menos de treinta años y reconocido justo y viable en el Tercer Congreso Científico Panamericano, en el Congreso Conmemorativo de la Anfictionía de Bolívar, que se celebró en este mismo sitio en 1926 y en la Conferencia de Ministros de Educación de Centro América, efectuada en San José de Costa Rica en septiembre último. “Panamá invita a unir”, dijo hace poco, desde esta misma tribuna, un ilustre hijo de América, mi insigne colega el Dr. Carlos Arroyo del Río, Presidente del Ecuador. Esta frase, que Panamá adopta complacida, como
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lema de su misión histórica, sintetiza los altos propósitos que impulsan nuestra acción internacional. En este suelo, destinado por el genio de Bolívar para capital del Universo, todos los gobiernos istmeños han laborado con denuedo por el acercamiento político de los pueblos de América. Pero la experiencia nos demuestra, cada día más, que la unidad política de los pueblos es la última etapa en el proceso de consolidación de los hombres libres; esta, forzosamente, tiene que ser precedida por la unidad espiritual, por la solidaridad económica y por el acercamiento educativo. La unidad de pensamiento debe comenzar desde el aula donde se forja el alma y el carácter del ciudadano, que es la célula viva del organismo político. Sin esa base firme de unión espiritual, fortalecida también por lazos económicos fecundos, es vano todo intento por aspirar a la unión política en forma sólida y estable. Sólo la unión espiritual, cultural y educativa de los pueblos podrá engendrar la Paz entre los hombres y prevenir los conflictos que periódicamente desangran al mundo y tiñen de miseria y de luto los campos de la civilización. La guerra, en fin de análisis, no es otra cosa que la manifestación violenta de la incapacidad del hombre civilizado para eliminar en los períodos de paz los gérmenes disociadores que, vistos con descuido en la etapa embrionaria, degeneran en vórtices sin freno. ¿Qué puede, pues, señores, ser más oportuno en este período crucial del Universo, mientras las más altas mentalidades escudriñan la fórmula de una paz duradera, que detenemos aquí, en este Istmo anfictiónico, a echar las bases de un templo para la unión cultural, espiritual y educativa de los hombres libres de América? Para los panameños, la Universidad Interamericana será un centro de labor en donde se realizarán y afirmarán los instrumentos espirituales de la solidaridad continental. En efecto, los cinco institutos que ha planeado mi Gobierno servirán de órgano de realización a la Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas, porque su constitución se aparta del plan clásico de las facultades universitarias que siguen las disciplinas de un conjunto de ciencias con miras a la formación profesional, para penetrar en el estudio comparativo de la comunidad y del hombre de nuestro hemisferio a través de sus necesidades, aspiraciones e ideales durante la prehistoria, en la conquista, en la colonia y en nuestra época. Estos institutos de Investigación y Seminarios se dividen así: Arqueología e Historia; para extraer del pasado la clave de los fenómenos sociales, cuya
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explicación no se encuentra en las influencias del medio actual; de Ciencias Sanitarias; para el mejoramiento vital de individuos y el saneamiento de las poblaciones rurales y urbanas; el de Ciencias Económicas; para confrontar las estadísticas e indicar los factores de equilibrio en la potencialidad productiva, la capacidad de consumo y la regularidad en la distribución de la riqueza; de Legislación Comparada y Derecho Internacional; para el examen de las instituciones, sus orígenes, su desarrollo y la categoría de influencias que ejercen en cada demarcación política, así como la catalogación ordenada de principios de observancia general en las relaciones de los Estados americanos entre sí y de estos con las demás naciones de la tierra; y del Folklore y Arte; para acercarnos al carácter emocional de nuestros pueblos y conocer, por sus melodías, su ritmo, sus leyendas y sus expresiones literarias, las reacciones del ambiente sobre el alma popular. Estricta concordancia existe, como veis, en estos cinco órganos de la Universidad, a los cuales imprimiréis vosotros el más certero rumbo. Al expresaros el vivo reconocimiento de mis conciudadanos y de mi Gobierno por la favorable acogida dispensada por vuestros ilustrados Gobiernos a la iniciativa de fundar en el Istmo la Universidad Interamericana y por el voto unánime del Consejo Directivo de la Unión Panamericana para que fuese Panamá la sede de esta Asamblea, hago votos fervientes porque la magna obra que emprendéis crezca en el decurso de los siglos y grabe vuestros nombres como justo homenaje a vuestra labor. Señores: En nombre y representación del Gobierno de Panamá, declaro formalmente instalada la Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas. (...)
Estudio de los cuatro idiomas continentales La Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas, Considerando: Que la aproximación, el entendimiento y la cooperación entre los pueblos tiene su más eficaz instrumento en la adquisición y manejo de los idiomas,
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Resuelve: Recomendar que las Repúblicas Americanas introduzcan en sus respectivas legislaciones relativas a la enseñanza secundaria, de acuerdo con sus posibilidades, el estudio de los cuatro idiomas continentales, y cooperar para el intercambio y la formación de profesores especializados en los mismos.
Nomenclatura o glosario de palabras técnicas usadas en América La Primera Conferencia de Ministros y Directores de Educación de las Repúblicas Americanas, Considerando: Que el temario de la Conferencia, en el capítulo II, ordinal g, figura la ponencia de “Mejoramiento de medios para obviar las dificultades que ofrecen los idiomas entre los pueblos de las Américas, como estímulo para un mejor entendimiento”; y Que las instituciones oficiales y privadas de investigaciones de carácter científico, técnico y tecnológico, frecuentemente tienen grandes dificultades para entender el valor de la terminología técnica usada y su misma significación por la que es empleada en otras instituciones similares de los demás pueblos de América, Resuelve: Recomendar a los gobiernos de las Repúblicas Americanas la elaboración por quien corresponda de un anteproyecto de nomenclatura o glosario de las palabras técnicas usadas con su significación más usual en las ciencias en América, con el fin de presentarlo a la próxima Conferencia de países americanos que promueva la Unión Panamericana, y así se llegue a la unificación en la nomenclatura de las palabras científicas.
Plan de Gobierno 1947-1951 (1946) Plan de Gobierno 1947-1951. Buenos Aires: Presidencia de la Nación/Secretaría Técnica, 1947, “Exposición del Plan de Gobierno (1947-1951) hecha por el Excelentísimo Señor Presidente de la Nación, General de Brigada Don Juan Perón, en la Reunión Conjunta de Legisladores Realizada en el Honorable Congreso el 21 de octubre de 1946” y “Cultura”, pp. i-xvi y 2847-2850. En el cuadro siguiente se encuentra diagramado todo lo referente a la cultura nacional. Nuestra finalidad es mover esta importante actividad del espíritu nacional para llevar a la población al conocimiento de nuestra cultura nacional, conservarla y engrandecerla. Para eso el Poder Ejecutivo considera la necesidad de formar la cultura y de conservar la existente. Para la formación considera el método por la enseñanza y por el de la tradición. Así, tratará de incidir en la universidad, en la escuela, en los colegios, conservatorios, escuelas de artes, centros científicos y centros de perfeccionamiento técnico para la enseñanza de nuestra cultura, como así también sobre el folklore, las danzas, las efemérides patrias, la poesía popular, la familia, la historia, la religión y el idioma, para la conservación por tradición de nuestra cultura popular. La conservación de la cultura confiada a los museos, a los archivos y a las bibliotecas ha de incrementarse en sentido no sospechado. Para el fomento integral de nuestra cultura, que es la base de nuestra Nación y la base para el verdadero sentimiento popular, tendremos los centros de difusión de Bellas Artes, ciencias, conferencias por la radiodifusión y las letras, centros de investigación científica, literaria, histórica, filosófica, ideológica, artística y filológica, como así también las academias de ciencias, letras, artes, historia y lenguas y los centros de estudio de folklore, lenguas autóctonas, danzas nativas, creencias religiosas, literatura popular y tradiciones familiares nacionales. Este aspecto del alma nacional ha sido un poco descuidado hasta ahora. Es necesario volver por los fueros de nuestra propia individualidad, conservando y enalteciendo los propios valores de la nacionalidad, porque de lo contrario, deberemos importar otros a quienes no reconozco ni mayor mérito ni mayores posibilidades de arraigo en el pueblo argentino (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos).
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Cultura “Las investigaciones científicas, las artes y las letras, retoñan y florecen de día en día afianzando el prolífero patrimonio de nuestra civilización greco-latina que nos fuera legada y de la que somos continuadores”. El párrafo que antecede sintetiza la orientación que debe seguir la cultura de nuestro país. El Poder Ejecutivo se propone enaltecerla y elevar en todo momento el nivel cultural del pueblo argentino, basándolo en las dos formas fundamentales mediante las cuales un país la acumula y perfecciona; la cultura adquirida por tradición, cuyos principios se remontan a los orígenes más nobles de la cultura europea, transmitida por los conquistadores e influida por elementos autóctonos, y la cultura del tipo universal adquirida en los diversos centros de enseñanza. La conjunción de estos medios con los cuales un pueblo conserva y aumenta su saber, forma la modalidad característica que distingue a unos países de otros, y que tanto mayor es su perfeccionamiento cuanto más eficiente es la orientación y protección por parte del Estado. Examinando las organizaciones culturales establecidas en nuestro país, salta a primera vista la falta de una visión de conjunto y de organización que, tomando por una parte esos elementos que son la esencia misma de nuestro pueblo, y por otra las normas culturales que adoptaron los países más progresivos, llevará a orientar al pueblo hacia una cultura propia que le coloque en ese orden en el puesto preeminente que puede desempeñar en el concierto mundial. Es necesario que el Estado estudie cada una de las muchas organizaciones creadas con el fin de perfeccionar conocimientos artísticos, científicos y literarios, y aprovechando lo mucho de bueno que hay en ellas las coordine en una finalidad orgánica de formación espiritual del ciudadano. La falta de plan ha permitido que un sinfín de instituciones con finalidades superpuestas muchas veces y dejando vacíos incomprensibles otras, graviten sobre los presupuestos del Estado sin llenar el cometido para el que fueron creadas; por ello, el Poder Ejecutivo se propone presentar un plan armónico que comprenda el desarrollo del concepto primeramente expuesto, para que conociendo el origen y evolución de nuestra formación espiritual lo armonice con las instituciones creadas y
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con las que se modifiquen o creen de nuevo por la enseñanza de nuestros centros docentes. La conservación de la cultura patria mediante museos, archivos y bibliotecas puestas al alcance de nuestros estudiosos y del pueblo en general y la intensificación del conocimiento de esos centros de cultura, con los que deben familiarizarse nuestros ciudadanos, ha de ser fundamental deber y preocupación del Estado, tan importante, como las que le han llevado mediante su política en general y especialmente de orden económico a procurar un nivel de vida para las clases trabajadoras. Forman nuestro patrimonio tradicional entre otros, la historia, el idioma, la religión, el culto a la familia, la poesía popular, el folklore, las danzas del pueblo y el culto a las efemérides patrias. El Estado fomentará, además de hacerlo en forma docente, el conocimiento con carácter general del origen y desarrollo de la historia patria, remontándola a la conjunción de elementos civilizadores que en ella intervinieron y enaltecerá la figura de los hombres más prominentes de antes y después de la conquista cuyas virtudes étnicas heredaron nuestras generaciones. Se fomentará el conocimiento amplio del idioma que nos fuera legado por la Madre Patria y de los elementos de milenaria civilización que intervinieron en su formación; el conocimiento también de sus deformaciones a fin de poder mantener la pureza de la lengua, incluso en lo que tiene de evolución propia y formación nacional, mediante la creación de la oportuna academia y relaciones de intercambio de ideas y de producción con países del mismo idioma. Asimismo, las denominadas lenguas autóctonas serán debidamente estudiadas, no solo como reliquias de un pasado idiomático cuya influencia aún perdura, sino también como elemento vivo y de convivencia en las zonas originarias. El Estado tenderá a que el pueblo no olvide que con la religión heredada recibió una formación de cultura y moral, fuente y vehículo de insospechados conocimientos, de convivencia social y de fortaleza espiritual. Las tradiciones de familia transmitidas de una generación a otra, deben ser sostenidas por el Estado al considerar en el orden social a cada individuo como jefe efectivo o en potencia de ese núcleo básico, ya que cuanto más perfeccionado esté en su educación y funciones, mayor será el nivel cultural de la ciudadanía.
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El fomento del estudio de la poesía popular, será también atendido para que el conocimiento de esa expresión filosófica y artística del pasado sea norma y fuente de inspiración espiritual para el presente. El estudio de las expresiones folklóricas, música y danzas populares, esencia del sentir de un pueblo, debe cuidarlo el Estado como exponente de íntima y popular cultura y como base del desarrollo de formas propias de expresión artística. Esa protección armónica del Estado debe plasmar en creación de nuevas instituciones y mejoramiento de las existentes, al mismo tiempo que se creen otras de perfeccionamiento del arte popular que puede tener su expresión en manifestaciones industriales de artesanía que contribuyen a elevar el nivel material y moral de muchos núcleos, principalmente del interior del país, en los que se hallan todavía latentes esas expresiones de arte heredadas. Es otra manifestación de superación intelectual, el culto que rinde un pueblo a los hechos más salientes de su historia y de su política, concebidos sobre la base del momento psíquico y social que ha producido destacados hechos de la historia y que ha formado a los grandes hombres conductores del país. El Estado debe encauzar esos conocimientos haciendo que el pueblo valore la espiritualidad que existe en cada momento de la vida de la Nación. La vulgarización de esta tradición cultural debe servir también como elemento espiritual para captar a elementos inmigrados que hallarán en esas expresiones íntimas de arte, medio para llenar el vacío que el alejamiento de su país de origen les causa, facilitando así la absorción por el nuestro de las nuevas masas humanas que vienen a ofrecer su trabajo y a buscar nueva patria en nuestras tierras. El cuanto a la cultura obtenida por enseñanza, el Estado cumple su finalidad con el sostenimiento de escuelas, colegios, conservatorios, centros científicos y artísticos, universidades, centros de perfeccionamiento técnico y tantos otros medios de formación cultural de la juventud. En el presente plan, recogiendo las instituciones existentes, se dedica especial atención a la unificación y estructura básica de la enseñanza primaria, secundaria, universitaria y técnica en sus diversos aspectos y especialidades. En el orden de perfeccionamiento de la cultura adquirida en la juventud, existen los centros de bellas artes, de ciencias naturales, de cultivo de
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otras ciencias y letras, del teatro, del libro y publicaciones en general, de radiodifusión, de conocimiento de idiomas extranjeros, etc.; como existen también centros de conservación de cultura constituidos por museos, academias y bibliotecas, es decir, que nuestro país presente en este aspecto, el que corresponde a un Estado de alta civilización. Pero no obstante, todo ello adolece de una falta de espiritualidad y de ordenamiento de conjunto como también de orientación adecuada tendiente a una cultura eminentemente nacional. El Poder Ejecutivo basándose en los conceptos anteriormente expuestos y sin precipitación, por el peligro que entraña la improvisación en materia tan delicada y porque la improvisación ha sido la causa de los defectos que se señalan, tiene en preparación el plan de cultura general, considerándolo como un todo armónico dentro de lo que representa el alma de es venero de riqueza material enorme, que será nuestra Patria, cuando mediante la acción consciente y orgánica del Poder Ejecutivo recobre y oriente toda su riqueza y vitalidad.
Denominación del Teatro Nacional de Comedia (1946) Academia Argentina de Letras 1946. “Denominación del ‘Teatro Nacional de Comedia’”, en Acuerdos acerca del idioma. Tomo II (1944-1951). Buenos Aires: Imprenta Coni, pp. 122-124. Por moción del señor Presidente, don Carlos Ibarguren, se resolvió, en junta de 7 de noviembre de 1946, dirigir al señor Presidente de la Comisión Nacional de Cultura un oficio en el cual se solicita que se dé al actualmente denominado “Teatro Nacional de Comedia” el nombre de “Teatro Nacional Cervantes”. Con tal motivo fué aprobado el texto del siguiente oficio en el que se expresan los fundamentos de la resolución; Buenos Aires, 14 de noviembre de 1946 Señor Presidente de la Comisión Nacional de Cultura, doctor don Ernesto Palacio, S/D La Academia Argentina de Letras, atendiendo a mi doble carácter de Presidente de la misma y de miembro de esa honorable Comisión, me ha encargado de exponer, ante esta, lo siguiente: a) El actual “Teatro Nacional de Comedia”, dependiente de la Comisión Nacional de Cultura, se llamó un tiempo “Teatro Cervantes”. b) El nombre gloriosísimo del mayor escritor de nuestra lengua ha sido, por lo menos en la práctica, eliminado del de dicho teatro. c) La designación actual de “Teatro Nacional de Comedia” –que ni siquiera es gramatical, pues debiera ser “de la Comedia”–, es, por una parte, impropia, y por otra, redundante. Lo primero, porque la palabra “comedia” no significa ahora cualquier obra dramática, sino la de intriga y desenlace placenteros; y, salvo algún caso de extensión, cada vez más en desuso, excluye las especies escénicas de la tragedia y el drama, tan importantes como aquella. Y en cuanto a la redundancia, se
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hallaría en que si se entiende abarcar con el término “comedia” todos los géneros teatrales, basta denominar teatro a un edificio o institución, para significar que atañe a todos aquellos. d) El nombre de “Cervantes”, encarnación espléndida de la más alta tradición literaria, y, en más amplio sentido espiritual, de nuestra raza, no puede ser eliminado de la denominación de un señalado centro de cultura argentino, sin una especie de agravio, sin duda involuntario pero muy real, inferido a aquellos conceptos venerables. Así, pues, propiciando que se suprima la expresión “de Comedia”, por impropia, antigramatical o, en todo caso, redundante; que se reponga expresamente el nombre intangible de “Cervantes” y sin rozar, desde luego, el necesario término de “Nacional”, la Academia Argentina de Letras ha estimado deber sugerir, muy deferentemente, a la Comisión Nacional de Cultura, que sustituya la designación de “Teatro Nacional de Comedia” por la de “Teatro Nacional Cervantes”, que expresa, sintética y armoniosamente, todo lo que debe expresar, y honra lo que corresponde honrar. Por cierto, que para esto último, ninguna ocasión mejor que la presente, dado que el año próximo se cumplirá el cuarto centenario del nacimiento de Miguel de Cervantes. Saludo al señor Presidente con la mayor consideración. Carlos Ibarguren Presidente Carlos Obligado Académico Secretario
Discurso de S. E. el Señor Presidente de la Nación General Juan D. Perón en la sesión de homenaje a Cervantes (1947) “Discurso de S. E. el Señor Presidente de la Nación General Juan D. Perón en la sesión de homenaje a Cervantes”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XV, 1947, pp. 473-500.
No me consideraría con derecho a levantar mi voz en el solemne día que se festeja la gloria de España, si mis palabras tuvieran que ser tan solo halago de circunstancias o simple ropaje que vistiera una conveniencia ocasional. Me veo impulsado a expresar mis sentimientos porque tengo la firme convicción de que las corrientes de egoísmo y las encrucijadas de odio que parecen disputarse la hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el triunfo del espíritu que ha sido capaz de dar vida cristiana y sabor de eternidad al Nuevo Mundo. No me atrevería a llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos la Comunidad Hispánica, para realizar tan solo una conmemoración protocolar del Día de la Raza. Únicamente puede justificarse el que rompa mi silencio, la exaltación de nuestro espíritu ante la contemplación reflexiva de la influencia que, para sacar al mundo del caos en que se debate, puede ejercer el tesoro espiritual que encierra la titánica obra cervantina, suma y compendio apasionado y brillante del inmortal genio de España.
Espíritu contra utilitarismo Al impulso ciego de la fuerza, al impulso frío del dinero, la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del espíritu. En medio de un mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las consecuencias de la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente; en medio de la confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias, la Argentina, isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en este día para rendir cumplido homenaje al
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hombre cuya figura y obra constituyen la expresión más acabada del genio y la grandeza de la raza. Y a través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje argentino a la Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los Pueblos que han salido de su maternal regazo. Por eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene jerarquía de símbolo. Porque recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las nieblas de los odios y de los egoísmos. Por eso rendimos aquí el doble homenaje a Cervantes y a la Raza. Homenaje, en primer lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una obra inmortal, la más perfecta que en su género haya sido escrita, código del honor y breviario del caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos de los siglos, espejo y paradigma de su raza. Destino maravilloso el de Cervantes que, al escribir el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, descubre en el mundo nuevo de su novela, con el gran fondo de la naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión entrañable de un idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la tierra. Y además caridad y amor a la justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y son ya los siglos los que muestran, en el laberinto dramático que es esta hora del mundo, que siempre triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien y la ventura de todo afán justiciero. El saber “jugarse entero” de nuestros gauchos es la empresa que ostentan orgullosamente los “quijotes de nuestras pampas”. En segundo lugar, sea nuestro homenaje a la raza a que pertenecemos.
La raza: superación de nuestro destino Para nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace
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que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debamos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ella es la que nos aparta de caer en el remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a la nuestra, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y respetamos. Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal indefinible e inconfundible. Para nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad. Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura occidental. Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la cultura occidental. Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la Historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos. Su empresa tuvo el signo de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el mandato póstumo de la Reina Isabel de “atraer a los pueblos de Indias y convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ellos la buena nueva de la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser humano... Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo desconocido, a luchar en un mundo lleno de peligros, donde la muerte aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa, misteriosa, ignorada y hostil. Nada los detuvo en su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y desconocidas muertes. A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más difíciles, en lo que se los ve más grandes, más serenamente dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que “es
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el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el destino”. Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.
América: empresa de héroes Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la propaló a los cuatro vientos. Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica. Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas, cuyos asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran administradores de otra cultura y de otra raza. Doble agravio se nos infería; aparte de ser una mentira, era una indignidad y una ofensa a nuestro decoro de pueblos soberanos y libres. España, nuevo Prometeo, fue así amarrado durante siglos a la roca de la Historia. Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado como magnífico aporte a la cultura occidental. Allí están, como prueba fehaciente, la cúpula de las iglesias asomando en las ciudades fundadas por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de ecuanimidad, sabiduría y justicia; sus universidades; su preocupación por la cultura, porque “conviene –según se lee en la Nueva Recopilación– que nuestros vasallos, súbditos y naturales, tengan en los reinos de Indias, universidades y estudios generales donde sean instruidos y graduados en todas
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las ciencias y facultades, y por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a los de nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y del error, se crean universidades gozando los que fueren graduados en ellas de las libertades y franquezas de que gozan en estos reinos los que se gradúan en Salamanca”. Su celo por difundir la verdad revelada porque –como también dice la Recopilación– “teniéndonos por más obligados que ningún otro príncipe del mundo a procurar el servicio de Dios y la gloria de su santo nombre y emplear todas las fuerzas y el poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios como lo es, felizmente hemos conseguido traer al gremio de la Santa Iglesia Católica las innumerables gentes y naciones que habitan las Indias occidentales, isla y tierra firme del mar océano”. España levantó templos, edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e hizo mucho más; fundió y confundió su sangre con América y signó a sus hijas con un sello que las hace, si bien distintas a la madre en su forma y apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la expresión de un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura occidental con el ímpetu de una energía nueva. Y si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la antigüedad clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo divino de una fe que los hacía creados a imagen y semejanza de Dios.
España rediviva en el criollo Quijote Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor, y el hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con “pena de la vida al que los insulte”. Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la revolución recién nacida; es sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que anima el corazón de los montoneros; es la que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816
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proclaman a la faz del mundo nuestra independencia política; es la que agitada corre por las venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso griego; es la que ordena a los hombres que forjaran la unidad nacional, y la que alienta a los que organizaron la República; es la que se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa raza es ese pueblo este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes y lleno de intuitiva sabiduría que pacífico y laborioso en su diaria jornada se juega sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así lo requiere y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer protagonista en el escenario turbulento de las calles de una ciudad. Señores: La historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones. El Día de la Raza, instituido por el Presidente Yrigoyen, perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y conquistadora –dice el decreto–, volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento”.
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Porvenir enraizado en el pasado Si la América española olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y situado en los antípodas de su pensamiento, Renán afirmó que “el verdadero hombre de progreso es el que tiene los pies enraizados en el pasado”. El sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporado y absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e ideales, valores y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos exóticos pretendan mancillarla. Comprender esta imposición del destino, es el primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o el prestigio de sus labores intelectuales, les habilita para influir en el proceso mental de las muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las formas típicas de la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción del que pude decir –el 24 de noviembre de 1944– que “tiende, ante todo, a cambiar la concepción materialista de la vida por una exaltación de los valores espirituales”. Precisamente esa oposición, esa contraposición entre materialismo y espiritualidad, constituye, la ciencia del Quijote. O más propiamente representa la exaltación del idealismo, refrenado por la realidad del sentido común. De ahí la universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es preciso identificar como genio auténticamente español, al que no puede concebirse como no sea en España. Esta solemne sesión que la Academia Argentina de Letras ha querido poner bajo la advocación del genio máximo del idioma en el IV Centenario de su nacimiento, traduce –a mi modo de ver– la decidida voluntad argentina de reencontrar las rutas tradicionales en las que la concepción del mundo y de la persona humana se origina en la honda espiritualidad grecolatina y en la ascética grandeza ibérica y cristiana. Para participar en este acto, he preferido traer, antes que una exposición académica sobre la inmortal figura de Cervantes, su palpitación
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humana, su honda vivencia espiritual y su suprema gracia hispánica. En su vida y en su obra, personifica la más alta expresión de las virtudes que nos incumbe resguardar.
Entraña popular cervantina En Cervantes cabe señalar, en primer término, la extraordinaria maestría con que subordina todo aparato erudito a la llaneza de la exposición, extraída de la auténtica veta del pueblo, en los aforismos, sentencias y giros propios del ingenio popular. Ningún autor ha penetrado de manera tan natural y expresiva en la entraña popular, en el río pintoresco en que bogan, como bajeles de mil colores, las esperanzas, angustias y emociones de los humildes. Esta ausencia de complicación, este deliberado acento familiar con que el genio cervantino traza su prosa, no quiere decir, ni mucho menos, que adolezca de plebeyismo o de pobreza. Por el contrario, es fina y magistral, exhibiendo una riqueza tal de vocablos, que cabe deducir cuán hondos y variados son los matices del habla popular y hasta qué punto es viva y expresiva la facundia del pueblo. Ya en su primera obra –La Galatea–, Cervantes pone de manifiesto la sencillez de su estilo, que cobra naturalidad en las costumbres simples y puras de la vida pastoril, a la que pinta con tan noble emoción, que no puede dudarse de la íntima solidaridad que le une a rústicos y desheredados. Don Quijote, dirigiéndose a Sancho, ofrece elocuente testimonio. “Quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala”. La perennidad del Quijote, su universalidad, reside, esencialmente, en esta comprensión de los humildes, en esta forma de sentir la ardiente comunidad de todos los seres, que trabajan y cantan entre las rubias espigas de la Creación. Ese amor a los humildes que sintió Cervantes, ese mismo afán de compenetración, ese deseo metafórico de comer en el mismo plato, me ha llevado a decir en otra ocasión que el canto de los braceros, de esos centenares de miles de trabajadores anónimos y esforzados, de los que nadie se había acordado hasta ayer, puebla en estos momentos la tierra redimida. Legislamos para todos los argentinos, porque nuestra realidad social es tan indivisible como nuestra realidad geográfica.
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Conciencia social de Cervantes Cervantes demostró profunda conciencia social en todos los actos de su vida. Cuando se desarrolló la batalla naval de Lepanto, no obstante hallarse enfermo y con calentura, quiso correr la suerte de sus camaradas y participar en la lucha, porque “más vale pelear en servicio de Dios e de su majestad, e morir por ellos, que no baxarme so cubierta”. Más tarde, cautivo en Argel junto con 25.000 cristianos que pagaban así su delito de amar a la patria y de sentir la fe, el glorioso manco de Lepanto padeció, más que su propio dolor físico y espiritual, la incesante tortura de ver aherrojados a sus compañeros de esclavitud y de ver perseguida, aborrecida y negada a la religión en la que había depositado toda la confianza de su corazón. En sus propias palabras lo dice: “Ninguna cosa fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos”. No obstante tan admirables sentimientos, no siempre obtuvo el estímulo de la reciprocidad. Su vida fue triste, estrecha, dolorosa. Como pasa siempre, hasta la gloria más singular y la pureza más nítida tienen sus detractores. Aun muchos años después de haber entrado a la inmortalidad, se le siguió acusando de fallas, defectos y vicios, no faltó quien en el Diario de Madrid, adujera en 1788 que depravó, corrompió y estragó el estilo y la gracia del manuscrito. Felizmente, Cervantes, con genial previsión, se adelantó a sus detractores en su obra póstuma Persiles y Segismunda, estampó estas sabias reflexiones aplicables a todos los tiempos y lugares, y especialmente a cuantos compatriotas se empecinan en difamar a no importa quién: “Los satíricos, los maldicientes, los malintencionados, son desterrados y echados de sus casas, sin honra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que llamarse agudos sobre bellacos, y bellacos sobre agudos y es como lo que suele decirse: la traición contenta, pero el traidor enfada”.
Cervantes, prototipo católico La posteridad, que desdeña los inventos de quienes odian todas las muestras de la grandeza, ha hecho a Cervantes la justicia que él esperaba con profética certidumbre. En efecto; en el escudo que exhibe la edición primitiva del Quijote, Cervantes graba el conmovedor versículo de Job: Post Tenebras spero lucem. No puede suponerse mera coincidencia la elección de
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esta leyenda. El inmortal alcalaíno fue, dramáticamente y de una manera tan lacerante que duele el alma solo pensarlo, el prototipo de caballero católico, de raíz hispánica, que se sumerge en el diálogo metafísico con la propia Divinidad, movido por la angustia de arrancar sus secretos al infinito. Llevado por el fuerte poder creador de lo español, Cervantes se tortura en el intento de descifrar todos los misterios de la vida y de la muerte, del espíritu y de la inmortalidad. Su indómita inteligencia no puede resignarse al acatamiento sumiso de los dictados teológicos y quiere –como Job– “Venir a razones con la Divinidad”. Urgido por la tremenda necesidad de saberlo todo, levanta su alma a Dios, con delicada humildad, pero dispuesto a interrogar a hurgar, a saber, pues le atormenta la idea de que acaso su certeza resulte insuficiente y no sea debidamente viva su pasión. Por eso en la edición primigenia del Quijote, Cervantes se ampara en la dolorosa figura bíblica y se conforta con la desgarradora certeza de que, más allá de las tinieblas, lo espera la luz... Toda la obra cervantina está penetrada de este latido inmaterial, de esta como niebla desvaída, en que las cosas se van desdibujando y, no obstante, precisando, porque tal es la magia de la eternidad. Cervantes tiene la plenitud y la hondura de lo inefable. Ortega y Gasset lo dice: “He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política”. ¿No estará todo dicho, por el propio Cervantes, cuando pone en labios de Marcela estas palabras maravillosas: “Tienen mis deseos por término estas montañas y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera?”.
Inteligencia y milicia Aquí podría terminar el somero viaje cervantino, con que me quise adherir a la solemne celebración del más grande de los escritores castellanos. Pero antes quiero detenerme, siquiera sea por unos instantes, en el inmortal Discurso de las Armas y de las Letras, que Cervantes confía a la minuciosa elocuencia de Don Quijote. Cuando el 10 de julio de 1944, cúpome la
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honra de inaugurar la cátedra de Defensa Nacional en la Universidad de La Plata, me propuse destacar el sutil enlace que existe entre la inteligencia y las armas, aduciendo: “No es suficiente que los integrantes de las fuerzas armadas nos esforcemos en preparar el instrumento de lucha, en estudiar y preparar la guerra; es también necesario que todas las inteligencias de la Nación, cada una en el aspecto que interesa a sus actividades, se esfuerce también en conocerla, estudiarla y comprenderla”. Aquel pensamiento cervantino, disgustó a algunas inteligencias que se proclaman fieles a Cervantes. Sin embargo, el inmortal complutense aboga por la principalísima importancia que tiene el espíritu en el ejercicio de las armas impugnando, a quienes sostienen lo contrario, “como si en esto que llamamos armas los que las profesamos, no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero, que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada, así con el espíritu como con el cuerpo”. El Discurso de las Armas y de las Letras, es una de las piezas literarias más acertadas y hermosas que ha producido el ingenio humano. El soldado con toda la fuerza de renunciamiento que le impone el implacable deber, aparece proyectado en esa atmósfera translúcida e insensible en que la propia vida pierde toda significación. Así, sabedor que el enemigo está minando la parte en que él mismo se encuentra, no le queda otra alternativa que dar aviso al capitán “y el estarse quedo, temiendo y esperando cuando improvisadamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad”. Así, también, el marinero, que en la lucha con galera enemiga, “apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, otro ocupa su mismo lugar, y si este también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes”. En el Discurso, Cervantes proporciona la imagen del héroe, en el gesto perenne de la heroicidad: esa plenitud de lo corporal y lo espiritual, en una amalgama tan indivisa y fluyente, que lo físico se hace etéreo y el puro valor anímico se torna irrealidad. Es el heroísmo que no teme a la muerte porque ama a la inmortalidad. En el héroe cervantino, está sumergido y latente el ideal hispánico – ascético, estoico, acaso resignado–, en el que se abre la flor de la caballería y se amasan los héroes y los santos. Ya lo dijo Cervantes: “EI soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga”.
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Según acabamos de ver, hay una concepción del mundo y del lugar que el hombre ocupa como sujeto de la Eternidad, que es típica de la cultura occidental y cristiana. En el ámbito de ese orbe espiritual, que es el más puro y elevado que han dado los siglos, España y el hispanismo representan la más prodigiosa acumulación de incitaciones ideales. Toda fecundidad está ingrávida en su arco y sus flechas abren esa multiplicidad de destinos, en que consiste precisamente, la universalidad de lo español. Weber ha dicho, con notable acierto, que “lo universal se hace concreto en cada lugar”. No es otro el misterio y la magia de Cervantes. Lo que Don Quijote tiene de español, de auténtico, de aferrado a lo suyo es lo que le brinda esa universalidad que le permite cabalgar por todos los caminos. “Don Quijote y Sancho poseen el mundo”, ha dicho con acierto un notable cervantista inglés. Por esto, hablar de Cervantes o de España, es meditar alrededor de un único tema. Tema que es tan nuestro como de España, porque es de cuanto suspira por cosas eternas, adheridas al magro terrón de su tierra única y de su pueblo diferente. Madariaga ha dado una hermosa explicación de esta dualidad: “Esta universalidad de Don Quijote se debe –escribió–, no a su españolidad precisamente, sino a lo profundo del nivel a que Cervantes llega en su percepción y creación de esta españolidad. Porque lo universal no se alcanza generalizando, es decir extendiéndose a derecha e izquierda para ampliar el área de la observación, sino ahondando en lo único”, o, podríamos completar nosotros, “elevándose hasta lo infinito”.
La revolución y las armas No improviso, por cierto, al proclamar en este acto, mi profunda adhesión a los valores espirituales, que nos vienen de la tradición hispánica. En esto, como en tantas otras cosas, la unidad de mi pensamiento ha permanecido inalterable. Desde los balcones de la Casa de Gobierno, el 8 de julio de 1944, en homenaje a la patria, que surgió del genio y de la sangre de España, proclamé la necesidad de que la Revolución llegue a las almas, porque en este país, donde la naturaleza, con toda prodigalidad ha derrochado a manos llenas la riqueza material, deberíamos dar todos los días gracias a Dios por sus dones maravillosos; pero esa riqueza no es todo, sino que es necesario tender también hacia la riqueza espiritual,
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hacia esa que constituyen los únicos valores eternos y que son los que unirán, si es necesario, a los argentinos en defensa de la patria, a costa de cualquier sacrificio. Cervantes –prototipo del español– siente, por encima de todo, el amor a España. Ni los sufrimientos corporales que le agobian en los campos de batalla, en los grandes combates navales del Imperio o en las mazmorras de Argel; ni la pesadumbre moral que le causa el olvido en que le tienen los jefes a quienes ha servido; ni la desesperación que le produce el no poder trasladarse a América, ni el rigor de las prisiones llegan a quebrar la exaltada adoración que siente por España, con ese patriotismo a la vez lírico y heroico que sus páginas encierran o que sigilosamente anima el espíritu de sus obras.
Grandeza de España Feliz el pueblo cuyos prosistas y poetas, clérigos y soldados, nobles y plebeyos, artistas y artesanos, viven enamorados de las bellezas de su tierra. La literatura española está impregnada de lo que puede llamarse amor geográfico. Los ríos, los mares, los valles y las montañas son caudal abundante de emoción patriótica. En la Crónica General de Alfonso el Sabio el elogio alcanza tonos de digna y majestuosa belleza: “Esta España que dezimos, tal es como el Paraíso de Dios, que riégase con cinco ríos caudales, y cada uno de ellos tiene entre sí y el otro grandes montañas y tierras; y los valles y los llanos son grandes y anchos, y por la bondad de la tierra y el humor de ríos llevan muchos frutos y son abondados. “España, la mayor parte ella se riega de arroyos y de fuentes, y nunca faltan pozos en cada lugar donde los ha menester. “España es abondada de mieses, deleitosa de frutas, viciosa de pescados, sabrosa de leche y de todas las cosas que de ella hacen; llena de venados y de caza, cubierta de ganados, lozana de caballos, provechosa de mulos, segura y bastida de castillos; alegre por buenos vinos, holgada de abondamiento de pan; rica de metales de plomo, de estaño, de argent vivo, de fierro, de arambre, de plata, de oro, de piedras preciosas de toda manera de piedra mármol; de sales de mar y de salinas de tierra y de sal en peñas y de otros mineros muchos; azul almagra, alumbre y otros muchos de cuantos se hallan en otras tierras; briosa de sirgo y cuanto se
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face del; dulce de miel y de azúcar, alumbrada de cera, complida de olio; alegre de azafrán. “España sobre todas es ingeniosa, atrevida y mucho esforzado, ligera de afán, leal al Señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, cumplida en todo bien, no hay tierra en el mundo que la semeje en abundancia, ni se iguale ninguna a ella en fortaleza, y pocas hay en el mundo tan grandes como ella. “España, sobre todas es adelantada en grandeza y más que todas preciada por lealtad. “¡Ay, España! ¡No hay lengua ni ingenio que pueda contar tu bien!”. Esta prodigalidad de la naturaleza a que se refiere el Rey Sabio hace que desbordamiento de pasión y excediendo los de otro origen. Quizá por esta grandiosidad y por esta fuerza pudo ser España, sostiene un escritor contemporáneo, “escenario de grandes dramas históricos y produjo hombres que correspondían a este escenario, exaltados, violentos, enamorados de la aventura, sumisos a los impulsos de la fe... Quizá en parte ninguna los hombres, el paisaje y las piedras, han formado una plástica con un sentido tan fuerte de unidad”. De ahí que sea tan absorbente, profundo y total el sentimiento patriótico español. Los pueblos de la Hispanidad también constituimos una unidad y también vivimos dominados por la pasión patriótica. Tenemos mucho en común que defender: unidad de origen, unidad de cultura y unidad de destino. Vivimos hermanados por vínculos de idioma, de religión, de cultura y de historia. Estas identidades deben impulsarnos a una empresa universal que, desbordando los límites geográficos aislados, integre la verdadera unidad espiritual de los pueblos hispanos. Pero nuestra empresa universal no puede interpretarse como un anhelo bélico sino como un afán pacifista. Como un afán de que los valores humanos, los valores espirituales de cada hombre sean respetados como criatura hija de Dios y hermana nuestra. Que no sienta ninguno de los mortales la injusticia de verse preterido en los goces de la vida por no haber nacido en un círculo de privilegiados que todo lo tienen; que no sienta ningún ser humano la humillación de verse privado de los derechos inherentes a su condición de criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. De este sentido primario de la justicia debe arrancar la paz del futuro.
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América y España: identidad pacifista Pero es un dicho conocido y cierto que la paz hay que ganarla como la guerra y que el sacrificio de los ciudadanos se requiere tanto para una situación como para la otra. A ese altísimo fin iba encaminado el llamamiento que en fecha reciente dirigí a todos los pueblos y el ofrecimiento que hice, interpretando los deseos de mis ciudadanos, en el sentido de que “las fuerzas materiales y espirituales de la Argentina se movilizan hoy para expresar ante el mundo la voluntad nacional de servir a la humanidad en sus anhelos de paz interna e internacional”, colocándose “en la línea de ayuda que le sugiere el clamor universal”. La actitud de la Argentina en estos graves momentos responde a su gloriosa trayectoria histórica y al pensamiento inspirador de sus grandes estadistas, y quedó bien definida por mí en dos conceptos fundamentales. Es uno, el requerimiento a la comprensión y a la tolerancia mediante la exaltación del valor humano. “La labor para lograr la paz internacional –afirmé en aquella ocasión y repito ahora– debe realizarse sobre la base del abandono de ideologías antagónicas y la creación de una conciencia mundial de que el hombre está sobre los sistemas y las ideologías, no siendo por ello aceptable que se destruya la humanidad en holocausto de hegemonías de derecha o de izquierdas”. Y es otro, el respeto absoluto a la soberanía de todas y cada una de las naciones. Mientras no se proceda en esa forma, serán inútiles cuantos esfuerzos se hagan para consolidar la paz en la tierra. Si bien se mira, el desconocimiento de los dos conceptos enunciados, es decir, el afán de hacer prevalecer en el mundo esta o aquella ideología y el desprecio de unos pueblos hacia los derechos y las modalidades de los otros, han sido la causa principal si no la única, de los dos últimos grandes conflictos bélicos, y pueden originar un tercero. Como no quiero verme envuelto en tan grave responsabilidad, he proclamado el pacifismo y la generosidad pretérita, presente y futura de la política argentina, pues “las generaciones, desde el día mismo que nació la Patria, así lo determinaron, y el respeto inalterable por todas las soberanías nacionales, incluso las que forjara la espada luminosa de los arquetipos de la nacionalidad, han sido una virtud inmodificable del espíritu argentino”.
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Paz y justicia social Ahora bien, se equivocarán por completo quienes piensen que la guerra o la paz son problemas de relación exclusivamente externa. Pienso contrariamente, y los hechos me dan la razón, que se trata en esencia de un problema interno, ya que no habrá paz internacional mientras cada nación no la haya conseguido para sí misma. El descontento, la miseria, la desocupación, forman en cada país el clima necesario para la empresa guerrera. Por eso, siempre que he hablado de paz he hablado también de justicia social, y he señalado que “es demasiado duro el clima de la injusticia para condenar al hombre a vivir en él”. Sobre los temas internacionales, la Argentina puede hablar fuerte, no solo porque el desinterés y la objetividad de sus opiniones la han hecho acreedora al respeto y al reconocimiento de los demás pueblos –aunque ello duela a los enemigos internos del gobierno, que mejor querrían ver a su patria postergada que reconocer el éxito de nuestra política exterior–, sino porque en la ayuda de las naciones ha adoptado una posición que, por idealista, sería propio calificar en este día de quijotesca. La Argentina contribuye también de esa manera al mantenimiento de la paz.
Argentina es libertad No debo insistir en esta cuestión porque mis palabras al respecto son muy recientes y han sido ampliamente difundidas. Permitidme, sin embargo, que resuma mi posición reproduciendo estos conceptos que deseo ver compartidos por todos los gobernantes del mundo: “Representamos una patria que vive, desde su origen, los principios de la libertad. En la historia de la independencia de los Estados, es la nuestra la firme voluntad de ser independientes y libres, respetando la autodeterminación de los pueblos y creyendo que no podrá haber jamás diferendos de cualquier naturaleza que no encuentren en los caminos del derecho y la justicia el cauce para que la civilización no fracase”. Soldado por vocación y por profesión, me enorgullezco al poner mi confianza en los métodos y en las instituciones jurídicas, sin las cuales no hay posibilidad de convivencia civilizada. En lo íntimo de mi alma, igual que en el sentir de mis compañeros de armas, a quienes creo interpretar
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fielmente, está el convencimiento de que el Ejército Argentino, más que ningún otro, tiene como única misión servir al derecho y a la justicia, tanto en el orden nacional como en el internacional. Si los pueblos y sus gobernantes ponen fe en la solución pacífica de sus conflictos, habremos alcanzado una etapa dichosa en que, como ahora sucede en el ámbito nacional, las armas solo tendrán que actuar en lo internacional para restablecer el imperio de la justicia y del derecho conculcados. Señores: El mundo vive hoy una revolución, quizá la más tremenda que ha conmovido a la humanidad. Espíritus avizores y dotados de sensibilidad habían percibido hace ya muchos años y dado su voz de alerta acerca del profundo cambio que comenzaba a operarse. Dentro de este hueco de tiempo, dos mundiales fueron no la causa de esos desequilibraos, sino parciales manifestaciones del recóndito proceso que afloraba a la superficie y adoptaba las más diversas formas. Trascendía a lo específicamente político y se desbordaba en el campo de la economía, del derecho, del arte y de la ciencia misma, para golpear con toda su fuerza en el ámbito de lo social. Y esta universal convulsión resquebrajaba todo un sistema que servía de soporte a las relaciones sociales y atacaba los fundamentos filosóficos y jurídicos del Estado burgués, reclamando su perentoria sustitución por otro más acorde con los anhelos de la humanidad. La humanidad doliente desea un ordenamiento social, político, jurídico y económico más acorde con las nuevas necesidades. Muchas y muy variados fueron las causas que contribuyeron a acelerar este proceso dándole en algunos países un tono sombrío y catastrófico. No fueron ajenas a él las clases rectoras, que por tener la responsabilidad de la conducción, no podían desentenderse de los acontecimientos como desgraciadamente ocurrió. Porque en presencia de la vasta transformación que se operaba, optaron por desconocer la realidad, como si fuese posible prescindir del medio y de los acontecimientos que nos rodean.
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Transformación del mundo Por trágica paradoja, las clases conservadoras perdieron el instinto de conservación. Su anhelo vehemente de retenerlo todo, su afán de no ceder una sola de las ventajas acumuladas, no les permitió ver lo que era de manifiesta evidencia: que el querer conservarlo todo, las llevaría a perderlo todo. No comprendían que el saber adaptarse a la tremenda transformación que sufría el mundo era un problema de vida o muerte: lo conservador era, precisamente, ser revolucionario. ¡Pero no lo entendieron!... No comprendían que todo un sistema se había roto, y que lo viril, por consecuencia, era enfrentar los hechos nuevos y los problemas que iban apareciendo, y darles solución. Pero prefirieron volver las espaldas a la realidad o descargar el inútil arsenal de sus denuestos contra los hombres que a su juicio eran los causantes de tales cambios. No advirtieron que la causa de las convulsiones sociales no estaba en los hombres que las promovían o en las masas que a éstos acompañaban, sino en la injusticia social que el antiguo régimen mantenía. Por esto, en su inconsciente razonar han calificado de demagogos a cuantos, conocedores de la injusta desigualdad social y de las aspiraciones de las masas laboriosas, quisieron realizar la transformación social por los caminos del orden y de la comprensión. Por esto, en su insustancial verbosidad injurian a los que a la postre habían venido a salvarlos de una tragedia que ellos mismos estaban auspiciando con su actitud, y de una catástrofe en la que serían los primeros decapitados y esto, no por cierto, en sentido metafórico. El fenómeno ha sido universal, y por supuesto nosotros tampoco escapamos a esta abdicación de los deberes propios de las clases rectoras. Dentro de este proceso histórico otros movimientos, que, inclusive, habían soñado con la revolución, se sintieron desbordados o amedrentados por la revolución que se producía en la vida real. Viose así, al socialismo, por ejemplo, ser superado en el planteo de los problemas, y fue dado presenciar cómo sus corifeos recorrían vanamente los archivos de la literatura marxista sin encontrar soluciones adecuadas. Ellos confundían la revolución y lo revolucionario con lo extravagante. Hacían de la revolución un problema de vestuario. Ajenos al país y a su sensibilidad negaban el pasado, se mofaban de la patria y de la bandera, considerándolas conceptos anacrónicos, sin advertir que lo único pasado de moda era su incomprensión de los verdaderos problemas del trabajador.
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Cuando vieron que la revolución que soñaban dejaba de ser un sueño; cuando se enteraron de que en otros países las banderas quedaban rojas a fuerza de la sangre que la revolución vertía, se convirtieron en hormiguitas prácticas, refugiándose en sus celdas para disfrutar pacífica y alegremente de la cosecha recogida en la primavera de la burguesía.
Resurrección del Quijote Mientras unos soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue gestándose la tremenda subversión social que hoy vivimos y se preparó la crisis de las estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste europeo crujen ante, la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes asoman su cabeza pretendidos profetas, a sueldo de un mundo que abomina nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al oírse voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia (aunque en el fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), propugnan el entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía. Como miembros de la comunidad occidental, no podemos sustraernos a un problema que de no resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio espiritual acumulado durante siglos. Hoy, más que nunca, debe resucitar Don Quijote y abrirse el sepulcro del Cid Campeador.
Circular impartiendo instrucciones para el desarrollo de la labor docente (1947) “Circular Nº 100, del 14 de noviembre, impartiendo instrucciones para que el desarrollo de la labor docente se realice de acuerdo con la orientación fundamental enunciada por el Primer Magistrado en su discurso del 4 de agosto último”, en Boletines del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. Buenos Aires: Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, pp. 3475-3476. Buenos Aires, 14 de noviembre de 1947. Señor Rector Señor Director Con el propósito de fijar los conceptos y las orientaciones para que el desarrollo de la labor docente, el proceso de la enseñanza y los fines de la educación argentina se realicen en concordancia con los principios básicos enunciados por el Excmo. Señor Presidente de la Nación en su discurso del 4 de agosto último, se servirá Ud. convocar al personal docente de ese establecimiento y de sus incorporados, a objeto de que en la reunión respectiva se comenten las ideas que en él expresó, como pensamiento y acción de gobierno educacional. El comentario que desarrollará el señor Director, se ajustará a lo que a continuación se expone: a) Los establecimientos de enseñanza deberán consolidar la unidad nacional, refirmando nuestro patrimonio geográfico e histórico y enalteciendo nuestra tradición hispánica y católica. Será necesario destacar permanentemente la vida moral de los héroes y próceres que, con su noble esfuerzo y tenaz voluntad, fundaron nuestras instituciones, forjaron la grandeza del país y crearon el verdadero ideal de la Patria. Con esa finalidad la enseñanza de la historia patria, en particular debe tener un fundamento ético sobre todo, exento de cualquier tendencia que la desvíe de su concepto y objetivo. b) La enseñanza requiere del profesor una consagración perseverante y entusiasta, que exalte el amor que a la tierra profesaron nuestras figuras tutelares, dignifique las virtudes cristianas y tradicionales de
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la familia argentina y forme en el alma de los adolescentes la convicción irrevocable de que se ha iniciado el proceso que conducirá a la República hacia sus más altos destinos. c) Como factor igualmente esencial para formar y afianzar la conciencia argentina, deberá considerarse la significación e importancia que tiene, en ese orden, la lengua materna ya que con su estudio consolidaremos también la unidad lingüística, para lo cual es primordial conocer a los maestros del idioma, cuya obra literaria, fuente perenne del habla, servirá además de paradigma del bien decir y de expresión legítima del acervo nacional. d) Esa obra trascendental para el futuro de la Nación está reservada a la fervorosa y consciente acción del educador, encargado de plasmar el espíritu y formar la cultura de las generaciones argentinas. Debe así el educador dar a las disciplinas humanísticas su auténtica fuerza espiritual, como también, eliminar de la enseñanza todo aquello que conspire contra lo genuinamente argentino. De igual modo, convendrá que se aparte de la tendencia común de lo meramente instructivo, para dar a la enseñanza su específica función formativa e imprimirle, al mismo tiempo, un hondo sentido moral. Las casas de estudio constituirán ambientes de positiva atracción, que sean gratos al espíritu de la juventud, y a la par, fuente inextinguible y propicia para su perfeccionamiento intelectual, moral, estético y físico, donde ella conviva recibiendo, constantemente, el influjo y la dirección de sanos ejemplos, de actitudes austeras, de virtuosas costumbres, de elevado patriotismo, que modelen su cultura y vigoricen su carácter, dándole el sentido claro de su futura responsabilidad y de su jerarquía en la vida nacional. Los señores rectores y directores dispondrán que los profesores sinteticen su plan de labor para el próximo curso escolar, formulando los temas que desarrollará dentro de los programas de las materias que dictan, para lo cual tendrán presente las orientaciones impartidas en esta Circular. Dicho plan deberá entregarse el 1° de marzo venidero, el que, previa visación de las autoridades directivas, se reservará con el fin de que ellas verifiquen su cumplimiento durante el curso lectivo. Saludo a Ud. muy atentamente. Dr. Paulino Musarchio Inspector General de Enseñanza.
Manual del peronista (1948) Manual del peronista. Buenos Aires: Partido Peronista/Consejo Superior Ejecutivo, 1948, pp. 27-29.
El General Perón ha dicho: I. La nueva Argentina 1. Pensemos en una nueva Argentina, profundamente cristiana y profundamente humanista. 2. Al impulso ciego de la fuerza, al impulso ciego del dinero, la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del espíritu. 3. Hay que formar ese nuevo argentino, luchador, emprendedor, porque en la vida nada se consigue sin esfuerzo. Se necesita el hombre capaz de exponerlo todo para ganarlo todo. Hay que formar otro argentino. 4. Poseíamos las semillas de un pensamiento, de un arte y de una literatura, frutos de nuestra realidad, de nuestro paisaje y originadas en las mejores fuentes clásicas y cristianas y casi las esterilizamos arrojándolas al arenal del olvido, para sembrar inopinadamente semillas de culturas ajenas a la sensibilidad histórica de nuestro corazón. En pocas palabras, Dios nos había entregado una patria que nuestros próceres declararon fundada y estábamos haciendo todo lo posible para convertirla en factoría. Tienen que haber sido muy profundas las raíces de la argentinidad para no haber sucumbido a tantas agresiones. Tiene que haber sido muy auténtico este pueblo para haberse salvado de tantas acechanzas. Y tiene que haber sido muy afortunada nuestra lucha para haber podido conseguir que el país se lanzara por el camino nuevo que hoy transita y al cual parecía haber renunciado para siempre. 5. Las fuerzas armadas, las fuerzas económicas y las fuerzas creadoras unidas en haz indisoluble por medio de una sólida cultura ciudadana, son los cimientos sobre los que debe edificarse nuestro porvenir para mantenernos económicamente libres y políticamente soberanos. 6. Tenemos que hacer un pueblo nuevo, animado del deseo de hacer y no sometido a la desgracia de vegetar, lucubrando cosas muy buenas que
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no es capaz de realizar y que tampoco los hombres de su tiempo están en condiciones de llevar a la práctica; un pueblo de hombres de acción, un pueblo vigoroso intelectualmente, pero también vigoroso espiritualmente. El mal de nuestro país es que tenemos demasiados hombres que dicen, pero pocos que hagan.
Hispanidad y argentinidad, de Carlos Berraz Montyn (1948) Berraz Montyn, C. 1948. Hispanidad y argentinidad. Trascendencia y permanencia de lo español en lo argentino. Santa Fe: Secretaría de Educación de la Nación/Universidad Nacional del Litoral/ Instituto Social. ¡Oh, enorme y grave empresa ésta que debe acometer con las solas fuerzas de mi cortedad! Enorme, porque el tema de mi disertación pide la arrebatadora elocuencia de los príncipes de la oratoria, y doblemente grave por la limitación de mi ingenio y porque la palabra del hombre, por mucho que se esfuerce, no siempre logra el aquilino vuelo que exigen, motivos como éste, de jerarquía trascendental. Mas, si la pequeñez de mi retórica no alcanza a remontarse hasta la excelsitud de la materia que debe abarcar, los acendrados sentimientos de mi corazón encierran el humilde justificativo de lo que pudiera imputárseme como atrevida audacia, porque mi grandísimo amor a España, que me inflama en el fuego abrasador de sus incendios, y la soberana justicia del acto que celebramos, son razones que atenúan la desproporción y disimulan la tremenda osadía de saludar a Hispania, en tal día de épicas membranzas, desde la severa tribuna de esta Casa de altos estudios, ante el brillante concurso de claros talentos que me enaltecen con su generosa presencia y benévola atención, en especial delante de vos, representante del señor Embajador de la Madre Patria, que encarnáis en vuestra clásica estampa gallarda, la grandeza secular de lo que será motivo de mis palabras. Estimula los vehementes ímpetus de mi alma, y me conforta y da bríos el examen que he meditado despacio, en mis vigilias de contemplativa evocación a España: he aquí el nieto –nada más, ni nada menos que el nieto– que viene a balbucear requiebros a los donaires de la abuela cargada de gloria y majestad; he aquí el hijo que invoca a “la madre generosa y antigua, cuya grandeza de antaño el presente atestigua”, que dijo el poeta nuestro; he aquí el eco del amor que llega hasta los estrados de la soberana realeza humana y, reconociendo el deleznable barro de su humana condición, se acoge al fuero del afecto para decir las palabras de justicia que imponen, a los bien nacidos, las exigencias del agradecimiento.
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El agradecido reconocimiento –esa es la suprema razón de justicia– porque agradecer es la más alta prenda del caballero y ser justos la primerísima condición que impone a sus criaturas Aquel que es “fuente de toda razón y justicia”. La justicia –reparar lo injusto de un larguísimo olvido– alentó mi postulación, generosamente acogida y calurosamente auspiciada por las autoridades universitarias, y la impulsó el agradecimiento de mi alma latina –propensa a las insinuantes solicitacional del ideal– que no sufría un segundo más la ausencia del hombre de España en esta Casa donde se enseña Derecho, que reposa, en grandísima parte, sobre el que ella generosamente dispusiera para nosotros en los resplandecientes días de aquel invicto imperio de la bicéfala águila coronada, cuando con maternal cuidado velaba el profundo sueño de nuestros pueriles años. Tales los poderosos motivos que alentaron mi cortedad, desvanecieron mi temor, aguijaron mi incertidumbre y me decidieron a aceptar la altísima honra que encierra, esta que tuvo a bien discernirme la Delegación Interventora en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, al disponer que tome la palabra en este acto, que ha de quedar señalado con el clásico guijarro blanco en los fastos de la Universidad Nacional del Litoral. La trascendencia de lo español en la nacionalidad argentina o sea la permanencia de la Madre Patria en la nuestra, a través de sus expresiones fundamentales, constituirá el motivo central de mi disertación de esta tarde. Cuatro son los aspectos principales de lo que, siendo trascendentalmente español, informa el alma de la argentinidad, pues hablar de argentinidad exige, como premisa necesaria, referirse a la hispanidad. España es a la Argentina, lo que el alma al cuerpo, lo que el perfume a la. flor, lo que la belleza a las criaturas, lo que la dignidad a la gloria. Siendo así, consideraré la influencia de lo español sobre lo nuestro al trasluz de sus cuatro expresiones más genuinas: catolicismo, idioma, cultura y tradiciones. (…) El segundo factor que destaca la trascendencia vital de lo español en lo argentino, es el idioma. “La lengua, ha dicho el insigne Don Miguel de Unamuno, es la sangre del alma”, si –medid bien el potente símil, del genial vasco– es la sangre del alma; con ella penetramos en la intimidad del espíritu español y por su maravilloso conducto nos adentramos en la entraña misma de la roca, eterna de lo hispano, porque en su inefable polifonía vibran los ecos sublimes de divinas resonancias, que son como la mística anunciación del
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lenguaje con que, después de la muerte, renaceremos a la vida inmortal para dialogar con Dios. Tiene la lengua de Castilla la rotunda precisión helénica de los conceptos, la concisa severidad del “sermo nobilis”, que ha dejado a los admirados siglos la eterna vitalidad de su elegante pureza, la diáfana brillantez de los arrebatos agarenos y una honda y ternísima melancolía, con no se qué remotos atisbos de nostálgica lamentación, resabio del milenario pueblo que convivió con moros y cristianos, sin mezclarse con ninguno, en medio del tumultuoso mundo de la reconquista. La riqueza del castellano es fiel trasunto de la inagotable alma española, cuya dimensión y profundidad escapa a todas las medidas, y su flexibilidad y gracia, fruto de las encontradas sangres que rebullen en las venas de los descendientes de celtas y fenicios, mezcladas y confundidas bajo augusto el signo de la belleza. Por el castellano tienen perennidad universal los “Autos sacramentales” de Calderón e inmortal frescura las “Serranillas” del gentil marqués. El castellano, que es el idioma de Dios, posee una literatura riquísima en místicos, porque los místicos expresaron maravillosamente los sutiles movimientos del alma, en su insaciable anhelo de unirse a Dios más no tiene, en cambio, el poema épico digno de los claros timbres de la estirpe, porque nuestro invicto linaje no ha menester el canto grandioso que perpetúe en el tiempo la memoria de sus hazañas, puesto que cada español lleva en su corazón los divinos arrebatos de la heroicidad y de la gloria, y quien vive en permanente contacto con la Fama no persigue, afiebrado, la vanidad de la alabanza propia. Sin el italiano, es posible que el egregio florentino hubiera concebido la Divina Comedia, porque Dante imaginó un colosal cuadro teológico, animado con figuras que vivieron la torturada vida del mundo; sin el inglés, Shakespeare hubiera podido legarnos el maravilloso y extraordinario cortejo de sus caracteres humanos, que son universales por sí mismos, no por ser ingleses, puesto que Shylock atisba, impasible, desde la sordidez de sus exigencias trágicas, las terrenales angustias de sus víctimas, y Otelo vive atormentado por los aleves puñales de pérfidos pañuelos; sin el francés, Molière y Corneille nos hubieran legado Tartufos y Cinnas, porque sus creaciones se nutren de los eternos manjares de la vida y de las pasiones; sin el alemán, Goethe habría concebido su Fausto y Schiller sus Bandidos, porque, magüer la arrebatadora belleza de las formas literarias tiene sabor
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antiguo de paganismo helénico, el fondo, más que alemán, es birmano; pero sin el idioma de Castilla no se concibe a Santa Teresa, ni a San Juan de la Cruz ni al beato maestro Juan de Ávila, porque los encendídos arrebatos de éxtasis y arrobamientos piden el adecuado marco de la fe española, ni es posible imaginar al nunca bien ponderado gigante del saber, Don Francisco de Quevedo y Villegas, porque sus personajes vivieron el bullicioso mundo de la corte real, discurrieron bajo los puentes de Toledo y brillaron y rieron y lloraron, entre sedas o entre harapos, como solo en España se hace, con malicia y sin maldad; ni el soberano príncipe de las letras humanas, el muy castellano Don Miguel de Cervantes y Saavedra, arquetipo absoluto del ingenio, hubiera podido legarnos su extraterrena locura de santidad en el casto paladín Don Quijote, ni forjado al admirable y calumniado Sancho, realista y despierto, que ocultaba; debajo de su sensatez, todo el inmenso, tesoro de idealismo que es necesario tener para seguir las alucinadas aventuras de un loco, sin serlo, porque la obra del mutilado de Lepanto trasciende a lo universal solamente a través de lo español y porque sin el desprendimiento, la gentileza, la fe y la heroicidad de lo hispano y sin esa rara mezcla de resplandores divinos y de sombras humanas, que encierra el alma española, tórnanse incomprensibles Dulcinea y el cura, y el barbero y el zagal enamorado y la ama y la sobrina y la pastora desdeñosa y la casa de los duques, y las polvorientas parameras de la anchurosa Mancha, con sus castillos encantados y sus follones y sus príncipes. Traducid al castellano las mejores obras extranjeras y veréis cómo adquieren lozanía y gracia personajes de niebla y figuras extravagantes de remotas literaturas, mas vertid al inglés las Moradas, de la monja avilesa, al alemán el Libro de los sueños, de don Francisco, o al ruso las hazañas de nuestro señor Don Quijote y veréis cómo la irreverencia hace más certero que nunca aquello tan cáustico de “Traduttore traditore”, que proclama el itálico refrán. El castellano, por ser el idioma perfecto, es el que encierra más grandes riquezas y el que presenta mayores dificultades; es el que explica las soberbias del señor y las ternezas de la inocencia; el que vuela hasta el solio mismo de Dios, en alas de la fe, y el que desciende a las crudas realidades del pícaro mundo, por boca de pillos y de zafios, de mozas del partido y de truhanes de feria, de romeros devotos y de alegres estudiantes; el que remonta al Empíreo de la elocuencia y el que se prosterna, lloroso y doliente, delante del ara del Señor.
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Ese castellano, que fue pulcro, con los maestros del Siglo de Oro; sencillo, con los misioneros; tosco y burdo, con la soldadesca; estirado y rígido, con los justicias y los alcaldes, es el que irrumpió en lo hondo del alma nativa, la conquistó con sus encantos de seducción, la dignificó y enalteció con la candidez ingenua de las oraciones y la embelleció con la magistral polifonía de sus ingenios, y es el idioma que, metamorfoseado y flexible, constituye el vínculo espiritual que une las almas y sirve para que nos entendamos los argentinos, de hogaño. El idioma nos ata a la Madre Patria como el afecto a los que nos dieron ser y como el alma a la vida. Bendito lazo de belleza y armonía, de gracia y de fuerza, de dignidad austera y elegante pulcritud, vínculo eterno de la argentina estirpe, flor inmarcesible que no muere con la muerte de la vida carnal, mística prenda de inalterable perennidad: ¡Salve, soberano idioma de España! El catolicismo y el idioma de Castilla, la religión del alma popular y la lengua que abre los caminos espirituales que conducen a Dios, fundidos en un ideal grandioso de inmortalidad, constituyen la savia de la cultura hispana, a través de sus recias expresiones peninsulares, europeas y universales y es fundamento de la cultura, tercer elemento que hemos de considerar en brevísima revista.
“Origen y formación de nuestro idioma”, de Héctor Daniel Lanucara (1949) Daniel Lanucara, H. 1949. “Origen y formación de nuestro idioma”, en El Monitor de la Educación Común. Buenos Aires: Consejo Nacional de Educación, pp. 58-64. Muchas investigaciones se han hecho sobre el particular a fin de encontrar los verdaderos orígenes de la lengua castellana o española. A pesar de ello no puede decirse que se haya hecho por completo la luz en tan importante como difícil materia. Autorizados filólogos aseguran que el castellano está comprendido en el grupo de las lenguas grecoitálicas, y, dentro de estas, en las llamadas neolatinas o romances. Constituiría una especie de transformación del sermo vulgaris o latín vulgar o rústico, hablado por los legionarios y la plebe; y el sermo nobilis o latín urbano, noble o clásico, hablado y usado en sus obras literarias por los hombres ilustrados: Marco Anneo Sénecas, Marco Anneo Lucano, Marco Pabio Quintiliano, Marco Valerio Marcial, Pomponio Mela y Lucio Junio Moderato Columela. La invasión y conquista romana de la Península Ibérica con su posterior ocupación que duró desde los años 205 antes de J. C., hasta el 409 después de J. C., llevaron y difundieron ambas clases de latín. Es indudable entonces que la lengua latina es la fuente principal e inmediata, casi podría decirse la madre, del castellano, refiriéndose especialmente al latín vulgar, ya que era hablado por la mayoría. Grande fue la influencia que los romanos ejercieron sobre los primitivos pueblos de España durante los 614 años que permanecieron en ella; su cultura y civilización fortalecieron, además, el dominio adquirido por la invasión. No debe desconocerse tampoco, que también en la formación y estructura de nuestro idioma contribuyeron los idiomas de los distintos pueblos que sucesivamente dominaron a España. Antes de la invasión romana había en la Península tres idiomas ya casi definidos (no incluyendo el vascuence), el básfulo, de los fenicios; el celtíbero, con elementos griegos y algunos pelásgicos (nombre con que se designaba a las tribus de los traeios, helenos, macedonios, ilirios y otros); y el turdetano, casi griego.
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La primera región donde se introdujo el latín fue la Bética, hoy Andalucía. Siguió extendiéndose y vulgarizándose por todo el país, hasta que la raza germánica, aniquilando el poder de liorna, se posesionó y dominó la Península. Es dable hacer notar que esos primitivos pueblos de España, debían hablar uno o más idiomas y es así que el latín comienza a mezclarse con los dialectos de los suevos, vándalos, alanos y silingos, pueblos bárbaros que invadieron España en el siglo v y con el idioma de los godos, de origen teutónico, que la invadieron en el 414, cinco años después que los bárbaros, e influyeron en la formación de la lengua al introducir preposiciones y artículos, de los que carece el latín. De la convivencia mutua surge un doble fenómeno de asimilación de términos y palabras, dando origen a una lengua popular que se llamó romance: es la que se viene usando hasta hoy, claro está, con las mejoras y modificaciones propias que impone el progreso. La lengua romance fue de uso vulgar durante el largo período de la dominación de los godos, conservándose sin modificaciones notables. Cabe hacer notar también, que el romance no se habló en la misma forma en todas las regiones españolas. Las peculiaridades del suelo, las costumbres regionales y algunas influencias externas, dieron motivo a la formación de los dialectos, entre ellos: el castellano (en Castilla), el catalán (en Cataluña), el bable (en Asturias), el gallego (en Galicia), etc. Aún no se había ultimado la fusión de las dos razas: la ibera y la goda, cuando España sufre otra invasión, la de los árabes, en el año 711, que permanecen hasta 1492. Recibe así la lengua española un nuevo aporte que contribuyó poderosamente a la modificación de las voces hispanolatinas, acercándolas cada vez más a las formas propias del lenguaje popular. A este respecto decía el eminente filólogo Ramón Menéndez Pidal, que los principales centros de vida romanos-godos, como Toledo Ilispal o Ilispalis (hoy Sevilla), Córdoba, Mérida, Tarraco (hoy Tarragona) y Cesaraugusta (hoy Zaragoza) permanecieron de cuatro a cinco siglos sometidos a la influencia árabe: Toledo durante 374 años, Tarragona 397 y Sevilla durante 530 años. La población cristiana que vivió sometida a los invasores durante 781 años, se llamó: mozárabe o “arabizada”. El romance castellano comienza a adquirir forma, consistencia y galanura a mediados del siglo xii. Asume la categoría de lengua oficial de acuerdo a una Ley dictada por el Rey Don Alfonso X “El Sabio”, en el
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siglo xiii, mandando además traducir la Biblia. Es en esta época en la que se difunde el poema del “Mío Cid”, cantar do gesta, cuyo héroe es Don Rodrigo Díaz de Vivar, “El Cid”. Durante los siglos xiv y xv, se purifica y enriquece aún más su vocabulario como puede observarse en las obras intelectuales y por último se fija definitivamente en el siglo xvi, con los triunfos de una literatura rica y original. La lengua castellana, tal cual hoy se cultiva, es una de las más ricas que se conocen, caracterizándose por su fluidez, flexibilidad y armonía. No solo tiene, a diferencia de otras, la ventaja de escribirse como se pronuncia, sino que compite con las demás lenguas neolatinas en sonoridad, en gravedad noble, en entonaciones particulares, y sobre todo en riqueza de palabras, giros y modismos. (...) La lengua castellana es la oficial y literaria de España, de sus posesiones y las Repúblicas americanas de origen español: en toda América del Sur (menos Brasil), en América Central y parte de la del Norte; en las Antillas, en la costa Norte y Oeste de África, en las Islas del Golfo de Guinea, en las Islas Filipinas, Isla de Joló, Islas Marianas y Palaos o Pelau, Islas Canarias, etc. Además del castellano aún se cultivan en España varios dialectos del antiguo romance: El vascuence: que pertenece al grupo de las lenguas aglutinantes y se habla en las cuatro provincias éuscaras ya mencionadas. El gallego: que tiene poca diferencia con el portugués o galaico portugués, ya que es una de las dos ramas en que se dividió el antiguo gallego, y usado en: Pontevedra, Coruña, Lugo y Orense. El catalán: en Cataluña, en el que fue reino de Valencia (Alicante, Valencia y Castellón de la Plana) y en las Islas Baleares, aunque en estas últimas con algunas derivaciones. Y luego tenemos el bable, hoy ya casi olvidado y descompuesto y que apenas si se conoce en algunos pueblos de las montañas de Asturias.
II. Sobre el bien y el mal hablar de los argentinos
Coloquios sobre el lenguaje argentino, de Lázaro Schallman (1946) Schallman, L. 1946. Coloquios sobre el lenguaje argentino. Buenos Aires: El Ateneo, pp. 11-38, 43-49, 97-100 y 255-260.
Licitud de los argentinismos Sea en la conversación familiar o amistosa, sea en el lenguaje protocolar o de circunstancias no hay quien prescinda, y acaso no haya quien pueda prescindir, del uso de algún que otro argentinismo; unos lo emplean inadvertidamente, sin sospechar que lo es; otros, más leídos y escribidos, gastan a su respecto no pocos melindres, pero ceden generalmente a la necesidad de emplearlo bien que entrecomillándolo próvidamente; hay, por último, –¡loado sea Dios!– quienes se complacen en rendir homenaje a su virtud expresiva; dándole preferencia en la elocución. No faltan, empero, los individuos que se empeñan sistemáticamente, por fas o por nefas, en impugnar la licitud de los argentinismos. Unos, a mérito de extraños escrúpulos puristas; otros, en razón de mera presuntuosidad lingüística o fútil compadronería docente. Tómese a bien el argentinismo sobredicho, pues en verdad no hallo manera de prescindir de él, ni tengo por qué eliminarlo, ya que la compadronería a que me refiero es tan ajena al compadraje como a la compadrería del léxico castizo, sobre todo si se toma “en mala parte”, como adoctrina el Diccionario. Son múltiples y muy diversas las razones en que suele apoyar su afán impugnativo, tanto compadre o compadrón es decir, individuo jactancioso, que halla “peros” a todo, a todo menos a la esterilidad del rigorismo de que alardea. Su estilo suele ser cortante y sentencioso: que esta voz no es un argentinismo porque también la usan en el Perú o en Costa Rica; que tal argentinismo no es tal porque se trata de un arcaísmo redivivo, y estotro no puede serlo por la limpieza de su linaje griego o latino, o por su indigenismo, o bien por su hibridez. Es preciso, por consiguiente, que nos pongamos de acuerdo respecto de la premisa mayor, antes de formular el silogismo.
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¿Qué es un argentinismo? –El Diccionario de la Academia establece que es toda “locución, giro o modo de hablar propio y peculiar de los argentinos”. –A primera vista se advierte ya que esta definición no es completa, ni muy exacta que se diga. Nótase por de pronto que, sin duda por inadvertencia, excluye del ámbito de los argentinismos el vocablo. –Sorprende, en efecto, que la referencia al vocablo brille por su ausencia únicamente en la definición de argentinismo, en tanto que aparece en primer término en las definiciones de chilenismo, hondureñismo, peruanismo, venezolanismo, etc. Y otra cosa: ninguna de estas definiciones consigna el adjetivo peculiar. –¿A qué obedece su aplicación al lenguaje argentino? ¿Es que el modo de hablar de los argentinos es de los argentinos, y no lo es el de los chilenos, peruanos o venezolanos? ¿Deja un argentinismo de serlo por el mero hecho de que el vocablo, la locución o el giro señalado como tal circule también en otros países o zonas hispanohablantes? –A mi entender, no. Por esto creo que en la definición de argentinismo sobra el adjetivo peculiar. En cambio, falta en ella la referencia a las nuevas acepciones de las voces castizas que circulan en la Argentina. –Segovia lo tuvo en cuenta al formular la suya: “Palabra, frase o acepción usada en la Argentina y que no pertenece al idioma castellano”. –Pero es evidente que el ínclito diccionarista argentino incurrió en error y se contradijo al circunscribir la linde de los argentinismos a las palabras, frases o acepciones que no pertenecen al idioma castellano; que es como decir que las voces son o no son castellanas porque están o no están en el Léxico oficial. Su propio diccionario registra numerosos argentinismos que infringen dicha norma a todas luces insostenible: contracción, en el sentido de aplicación, asiduidad, consagración al estudio; clavo, en la acepción de artículo o mercadería invendible; intendente, en la de alcalde o jefe del ayuntamiento; lírico, en la de utopista, soñador; muchachada, en la de muchedumbre o conjunto de muchachos o de mozos, etc., son voces castellanas de buena casta que el propio Segovia señala como argentinismos, a mérito de las nuevas acepciones que reconocen entre nosotros. –Su definición tampoco es exacta, por consiguiente. –Acaso fuera más propio formularla así: “Vocablo, locución, giro, acepción o modo de hablar propio de los argentinos”.
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–Los argentinos solemos ser muy de manga ancha con los extranjerismos que solicitan carta de naturaleza en nuestra habla. –Ni más ni menos. –Conviene, por lo tanto, establecer de una vez si es propio colocar en un mismo plano lexicográfico los argentinismos nativos, es decir, las voces originadas en el lenguaje oral o en las letras, y los argentinismos por transplantación, esto es, las dicciones bárbaras naturalizadas en el idioma culto. (…) Y bien, ¿quién tiene potestad para rechazarlos? –La Academia Argentina de Letras declara paladinamente que nadie, ni la propia Academia “puede rechazar una palabra usada en la lengua corriente”, y admite sin rebozo que debe aceptarse todo nombre extranjero “cuando el uso lo ha impuesto en forma tal que se lo puede considerar como incorporado definitivamente a nuestro léxico”. Y aceptadas en la lengua corriente diríase que es incuestionable la asimilación de las voces extranjeras a los argentinismos, sea cual fuera su procedencia lingüística. Sin embargo, suele negarse categoría de tales, no obstante su avecindamiento definitivo en nuestra habla, no sólo a los extranjerismos sobredichos sino también a muchas otras dicciones bárbaras que el buen uso ha desbarbarizado en la Argentina. –¿Corresponde, pues, o no corresponde asimilarlas a los argentinismos? –Su procedencia del francés, por ej., ¿constituye –como pretenden ciertos puristas– o no constituye un factor anulativo de la ciudadanía argentina que se les reconoce en nuestro léxico a las voces enrolar y enrolamiento? ¿Deja de ser un argentinismo, merced a su origen arábigo, la palabra guadal? ¿Dejan de serlo en virtud de su procedencia lusitana los argentinismos pálpito, caradura, pedregullo o tarrumgol? ¿Es propio impugnar la calidad de argentinismos que ostentan las voces chasque, chingolo, tape, chüca, chaguarazo, a causa de que proceden del quichua, del guaraní, del caribe o del araucano? –No hay mujer argentina, sea cual fuera su cultura, que no llame breteles a las tiras que sirven para suspender de los hombros el corpiño; y es probable que solo hayan reparado en que bretel no es voz castellana sino gálica, como que procede de bretelle, las aficionadas a los estudios lexicológicos… –Así y todo, no hay duda de que seguirá campeando en el lenguaje argentino, pues cuenta inequívocamente con la aceptación social necesaria.
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–¿Puede negarse en buena ley que dicho galicismo fundió hace años su extranjería en el crisol del buen decir argentino? –Es evidente que no. Un argentinismo es o no es tal independientemente de su raíz lingüística; siempre que satisfaga una necesidad de expresión y cuente con la sanción de la gente culta, y sobre todo de los buenos escritores, es tan digna de que se le reconozca como argentinismo la voz de buena cepa latina como la de origen peninsular, quichua o guaraní, así como la proveniente de un extranjerismo aderezado a la española y naturalizado en el habla argentina. –Es oportuno recordar a propósito que en el propio seno de la Academia Argentina de Letras, uno de sus miembros más encopetados alegó justamente que no sólo los extranjerismos sino también los vulgarismos y los neologismos “acaban por aclimatarse perfectamente en la lengua cuando son necesarios y el uso los redime y los sanciona”. Y el mismo académico subrayó luego que no le eran de ningún modo antipáticos los argentinismos, ni siquiera cuando proceden de fuente tan impura como el lunfardo. (…)
El más argentino de los argentinismos El más legítimo, el más argentino de los argentinismos, es sin duda alguna el que expresa amor o apego a las cosas características o típicas de la Argentina: Argentinidad. Trátase de una voz consagrada tiempo ha por el uso de nuestros escritores más representativos, que ha trascendido a todos los países latinoamericanos y aun a España. Recordamos ya el sustancioso ensayo de Unamuno “sobre la argentinidad” e hicimos notar que es un vocablo necesario para expresar respecto de la República Argentina lo que expresa la voz “españolismo” respecto de España. Tal es la acepción que le da Ricardo Rojas en su medulosa investigación histórica sobre “la argentinidad”. El Dr. Vicente G. Gallo definió exactamente los atributos de la argentinidad, diciendo que es por su esencia “un culto y un amor por todo lo nuestro”, y que tiene por objetivo “su conservación y su mejoramiento, fortificado y embellecido”. Vale la pena recordar también la exhortación del ilustre catedrático en el sentido de que
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la argentinidad deje de ser una bella palabra grata al oído, para alcanzar la noble jerarquía de una pasión fervorosa por la tierra argentina. –No es menor digno de recordar el aserto de Alfredo L. Palacios de que la argentinidad es un impulso de índole constructiva, que se apoya esencialmente en la acentuación de lo viril con carácter positivo, solidario y humano. Sus rasgos fundamentales son la creación y la conciliación. Toma lo nuevo donde lo encuentra, y lo adapta a las necesidades. Se esfuerza en superar cualquier antagonismo, convirtiéndolo en un medio de estímulo y en elemento integrante de una nueva síntesis vital. –Sea cual fuere la interpretación histórica o filosófica de la argentinidad, es incontrastable la licitud de este argentinismo, aun desde el punto de vista etimológico, pues el sufijo tónico idad está de acuerdo con las normas gramaticales que rigen la derivación nominal. Por esto me parece inadmisible la homologación de las voces argentinidad y argentinismo, pues expresan ideas diferentes. (…) Por lo demás, es de notar que son muy expresivos los argentinismos que matizan la expresión poética del dulce cantor de Santos Vega. Pero antes de pormenorizarlos conviene afirmar acaso la legitimidad de algunos otros que se relacionan directamente con el espíritu de la argentinidad. –Antes de todo, el verbo argentinizar y sus derivados: argentinista, argentinización, etc. (…) –La argentinidad tiene un hermano carnal: el criollismo. –Jorge Luis Borges prefiere la voz criolledad, y a Carlos Alberto Erro le parece bueno aceptarla “para no crear un nuevo ismo”, y en atención a que ya José Enrique Rodó decía americanidad. (…) –Y ya que pasamos revista a los más argentinos de los argentinismos que brillan por su ausencia en el Diccionario, hace al caso advertir otra omisión sensible, acaso la más sensible de todas, porque está de por medio la trayectoria insigne del héroe máximo de la argentinidad, que fue a un tiempo –según la expresión de Vicuña Mackenna– el más grande de los criollos del Nuevo Mundo. Lo cierto es que el léxico oficial tampoco brinda hospitalidad al adjetivo con que en la Argentina y en todo el mundo hispanoamericano se denota lo perteneciente o relativo a José de San Martín o a su historia, su austeridad, su táctica militar, su entereza, etc.: sanmartiniano. El olvido de este gentilicio es doblemente extraño por el prestigio continental del mismo y porque el Diccionario dio aposento hace años –enhorabuena desde luego– a un adjetivo paralelo: bolivariano.
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Más aun: el artículo correspondiente a este adjetivo trae dos ejemplos: “Congreso bolivariano” y “doctrina bolivariana”, como si los Académicos se hubiesen propuesto hacer gala de conocimientos de historia hispanoamericana. Otra vez ¡enhorabuena! –Pero… siendo así, ¿debe presumirse que conocen mejor o aprecian en mayor grado las proezas de Bolívar que la epopeya sanmartiniana? Es raro que la evocación de la doctrina y del congreso bolivarianos no suscitase en el seno de la Academia la imagen egregia del Libertador. –Ello habría bastado sin duda para que la ilustre corporación diese su visto bueno al gentilicio tocante al “más grande de los criollos del Nuevo Mundo”. Y si bien puede presumirse que esta sola advertencia será suficiente para que la Academia acoja en la próxima edición del Diccionario grande, que está en preparación, el gentilicio que reclamamos, tal vez convendría que hicieran suyo el reclamo la Academia Argentina de Letras, el Instituto Sanmartiniano, la Sociedad Argentina de Escritores o la Academia Nacional de la Historia. –Y matarían dos pájaros de un tiro, si agregasen al reclamo de la voz sanmartiniano, el de otra voz no menos digna de figurar en el Diccionario: el gentilicio que expresa lo perteneciente o lo relativo a Domingo Faustino Sarmiento: sarmientino. (…)
El dialecto argentino A primera vista parece un disparate toda referencia a un dialecto argentino. –A primera vista, quizás. –Pero dígame usted, ¿puede hablarse en serio de un dialecto argentino? –¿Por qué no? Américo Castro, que es la personificación del rigor en materia lingüística, habla del dialecto argentino, con la misma seriedad con que discurre sobre el peculiarismo del lenguaje rioplatense. –¿Admite, por consiguiente, la existencia de un dialecto argentino? –El ilustre filólogo no se conforma con señalar, entre otras cosas a cual más interesante, que en el dominio de la sintaxis, el dialecto argentino debe al portugués sus desde que –siendo así que– y desde ya –desde ahora– (pág. 153). Amén de esto, tiende a desentrañar el sentido histórico del peculiarismo lingüístico rioplatense. –Peculiarismo lingüístico... ¿Hay alguna diferencia semasiológica
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entre esta expresión y la que usa Amado Alonso: particularismo idiomático, o la que propugna Menéndez Pidal: particularismo regional? –A mi entender, no. Una y otra se refieren al conjunto de palabras o modos de expresión que el promedio de la masa social de toda cultura usa comúnmente, y de los giros que esos mismos interlocutores admiten en la conversación. –Pero ¿no es precisamente esto a lo que llama Moneva y Puyol dialecto geográfico? –Ni más ni menos. El famoso gramático que vindicó el derecho del pueblo a modificar el idioma conforme a las exigencias de la biología social, llama así –dialecto geográfico o territorial– a las formas o modificaciones accidentales que toma el habla común en un país o región determinada. –En el habla argentina, abundan tales modificaciones, ¿verdad? –Ya lo creo; sobreabundan. Y es unánime el reconocimiento de que el uso que hacemos de la lengua común los argentinos es inconfundible. Amado Alonso advierte en nuestro lenguaje un “matiz propio, un timbre especial, un estilo característico”. Florencio Garrigós observa a su vez que el acento, el timbre y las inflexiones de voz nos distinguen tanto del andaluz culto como del castellano, y hasta presentan formas variadas en nuestro mismo territorio. Y a propósito del matiz de diferenciación que hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina, recalca Jorge Luis Borges que, por suerte, es lo bastante discreto para no entorpecer la circulación total del idioma y lo bastante nítido para que en él oigamos la patria. –Desde hace años viene hablando Borges, con recto sentido crítico, del idioma de los argentinos. –¿Hay, pues, un idioma de los argentinos, es decir, un dialecto argentino? –Volvamos al punto de partida. Aunque cause extrañeza, lo cierto es que los lingüistas no se han puesto de acuerdo aún sobre qué debe entenderse por dialecto. A juicio de unos, los dialectos son modos rústicos de hablar que suponen un retroceso o un rezago respecto del alto grado de cultura alcanzado por la lengua general. Otros sostienen, en cambio, que debe entenderse por dialecto cada una de las modalidades o variedades regionales de una lengua, o bien, el lenguaje popular que difiere del idioma literario en algunas voces y accidentes gramaticales sin que las diferencias sean tan grandes que pueda considerarse como lengua independiente.
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–Desde este punto de vista no cabe duda de que existe un dialecto argentino. –Tampoco hay lugar a duda desde el punto de vista académico. El Diccionario oficial entiende por dialecto “cada una de las variedades de un idioma, que tiene cierto número de accidentes propios”. –¿Y tiene accidentes propios el nuestro? –Claro que los tiene; unos, de orden gramatical, sean modificaciones en la estructura material de los nombres –sustantivos o adjetivos– o en la conjugación, o en la prosodia de las sílabas en que la t es licuante de la l. En los establecimientos de enseñanza media se estudia la diferencia que hay entre el precepto académico, conforme al cual deben separarse las dos consonantes sin formar grupo con ellas, diciendo, por ejemplo, at-leta, at-léntico, at-ás, etc., y el buen uso argentino, que admite rotundamente la licuación de la l con la t y aconseja, por consiguiente, que digamos: a-tlas, a-tleta, a-tlántico, etc. –Otros de los accidentes propios del dialecto argentino son de índole semántica, es decir, referentes a la significación de las palabras. Se cuentan por millares, además, las voces dialécticas que matizan la conversación argentina, amén de cientos de extranjerismos naturalizados en nuestra habla, esto es, argentinismos por transplantación. Abundan así mismo las acepciones nuevas, que en modo alguno son censurables, ya que el idioma está en perpetuo movimiento de transformación. –Excuse mi insistencia; comúnmente se cree que los dialectos son hijos bastardos de las lenguas, corrupciones del habla vernácula... –Es una creencia equivocada que proviene de la confusión de los dialectos con las germanías, las jerigonzas, los medios de expresión bárbaros. Es también muy frecuente el tildamiento de ciertas voces dialécticas como barbarismos, y aun como bufonadas. –¿Como bufonadas? –Américo Castro afirma, por ejemplo, que es una bufonada denominar binomio a dos personas que actúan conjuntamente en política, o en otras actividades sociales, porque un binomio no es una pareja. –¿Tenemos que renunciar entonces al binomio, es decir, a la “bufonada”, y decir pareja presidencial?... –El uso de “binomio” en la acepción de pareja está consagrado desde hace años en el habla argentina. A mi juicio, no hay motivo para censurarlo, puesto que ha obtenido ya la más calificada aceptación social. Y como cuenta
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entre sus patronos a muchas personas que hablan bien, puede presumirse que arraigará en la lengua general, como tantas otras que ayer nomás se consideraban bárbaras y lucen hoy muy orondas su casticidad en el léxico oficial. –La locución no más ¿se escribe con sus elementos simples juntos o separados? –El buen uso, que es, como se sabe, el de la gente educada y más aun el de los buenos escritores, se inclina por lo primero, es decir, por el vocablo compuesto nomás. (…) –Está visto, pues, que tiene sus bemoles la caracterización del dialecto argentino, porque no siempre son coincidentes los particularismos regionales en todo el país. Y aun cuando las diferencias son relativamente escasas, quizá excepcionales, podría decirse que la geografía léxica argentina ofrece cuatro variedades de lenguaje, que no compromete por cierto la unidad de nuestra habla en la vasta comunidad del castellano. –¿Y por qué cuatro variedades? –Digo cuatro, recordando la división que hizo Pedro Henríquez Ureña de la zona rioplatense –la primera de las cinco zonas en que se distribuye geográficamente el idioma español en América– en cuatro regiones, si no más: el litoral, con la porción más poblada de la Argentina y todo el Uruguay; el antiguo Cuyo; el sur del antiguo Tucumán; el nordeste de la Argentina con el Paraguay. Se explica, por lo demás, que en el dialecto argentino gravite fuertemente, sobre todo en el vocabulario –que es donde “más cabida tiene el particularismo regional”– la influencia del litoral, antes que por ser la porción más poblada del país, por la preponderancia de su cultura artística y literaria, por el prestigio de sus órganos de publicidad y por la trascendencia de los programas de sus radioemisoras a todos los rincones de la zona rioplatense. Por lo mismo, no es exagerado afirmar que el castellano que hablan y escriben las personas cultas en el litoral de la República, trasunta en lo más fundamental las modalidades del dialecto argentino.
Formas correctas del decir La Academia Española censura el uso de recién con verbos. –Y no solo la Academia. Bello afirma que es una corrupción emplear dicha apócope con verbos, como hacen algunos diciendo, v. gr. “Recién
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habíamos llegado”; y Cuervo subraya que recién solo puede usarse en combinación con un participio: recién hecho, recién pintado. –Calificados autores argentinos prueban, por el contrario, que también puede usarse con verbos, y apadrinan el uso regional de la discutida apócope; unas veces con el significado de “acaba de”; decimos, por ej., “llegó recién”, esto es, acaba de llegar; “recién la vi”, es decir, “acabo de verla”; otras, con el de recientemente; y una que otra vez, en un sentido pleonástico no menos reñido con la norma general –que consiste en anteponer siempre la apócope al participio–, pero muy grato a nuestra modalidad expresiva. (…) –En resumen: ¿es o no es reprobable el uso argentino de recién? ¿Es o no es correcto? –Los lingüistas más autorizados están contestes en que son formas correctas de decir las aceptadas y usadas por los grupos más cultos de la sociedad. Corrección quiere decir aquí –como observa Amado Alonso– prestigio social de cultura. Desde este punto de vista es inobjetable el uso argentino de recién, ya que cuenta no solo con la aceptación social necesaria, sino también con el prestigio del lenguaje literario. (…)
Argentinismos usuales en la vida política Fuera ocioso negar la virtud expresiva de los argentinismos usuales en la vida política del país: oficialismo, oficialista; situacionismo, situacionista; partidismo, partidista; borratina, electoralismo, politiquear, politiquero; candidatear, militancia, binomio, continuismo, etc. –Ninguno de ellos figura en el Léxico oficial. –Ya se sabe que la codificación académica no sigue el ritmo del crecimiento del habla. Lo importante es que todos, o casi todos, los argentinismos sobredichos “tienen sus hados”, como dice la Academia de la Lengua a propósito de algunas dicciones bárbaras... (...) –Ni oposicionista, como en España, sino opositor, a la persona que pertenece o es adicta a la oposición política. Y es notorio que ni en “Pago Chico” ni en Pago Grande se llama politicastro, como en España, sino politiquero, que es también dicción menospreciativa, al político de ruines propósitos; y que politiquear no significa en ningún pago rioplatense “introducir fuera de sazón en la plática asuntos o noticias políticas”, sino antes bien
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frecuentar los manejos enredosos de la politiquería, esto es, la política de mala ley, la política de comité: “... husmeando como politiquero de raza la componenda en cierne”. (Payró: Ob. cit., pág. 121). “...los que no politiquearan” (Gálvez: Vida de Rosas, 373). “...todas las miserias de la politiquería local”. (Luis Franco: El fracaso de Juan Tobal, p. 17). “...nuevo contacto con la politiquería ociosa y palabrera”. (Raimundo Lida: José Martí, p. IX). “... acabar con el imperio de los politiqueros”. (Mons. Franceschi: Ob. cit., pág. 82). –Son engendros vituperables de la política de mala ley el electoralismo y el partidismo. –Ambos argentinismos y sus derivados pertenecen a la misma familia semasiológica; llamamos partidismo a la bandería política y electoralismo a la acción política o de gobierno orientada con fines de éxito electoral; por consiguiente, aplicamos el adjetivo partidista al espíritu banderizo o faccionario, y decimos que es electoralista la actividad política de los sectarios de la demagogia: “...no hay una palabra en que pueda advertirse un propósito partidista”. (M. Gálvez: Ob. cit., pág. 24). “...las miras electoralistas de algunos dirigentes”. (Larra: Payró, pág. 78). –Siempre es oportuno advertir que la política de comité desnaturaliza y a veces prostituye el alto sentido de la política como arte de gobernar y dar leyes y reglamentos para mantener la tranquilidad y la seguridad públicas, y conservar el orden y buenas costumbres. Uno de los bodrios más característicos de esa política de comité es la borratina; es raro que los diccionarios la pasen por alto... –Es que en España no llaman borratina sino borradura a la acción y efecto de borrar; dicho vocablo es un argentinismo que se emplea casi
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exclusivamente para expresar tacha, exclusión de un nombre, o de varios, en la lista de candidatos de una agrupación política o social (…). Y a propósito de candidato: en la jerga política está canonizado por el uso común el verbo candidatear, que denota proponer, patrocinar una candidatura, y más aun el reflexivo candidatearse... –Desgraciadamente, forman legión los individuos inescrupulosos que se desgañifan candidateándose para todo, lo mismo para un fregado que para un barrido. Constituyen la plebe de los arrivistas o arribistas, la turba de los rumbeadores y de los vichadores, la caterva de los exitistas, que no tienen más norte que el muy turbio de acomodarse. Tampoco dicen nada al respecto los lexicones. –Exitista y exitismo son argentinismos usuales en el habla corriente como sinónimos de arribista y arribismo (…). –Acomodarse significa en Chile, según Malaret, componerse; ataviarse; y acomodo, aderezo, compostura, ornato. –Entre nosotros se entiende por acomodo –acción y efecto de acomodarse– el enjuague, en el sentido de negociación oculta y artificiosa para conseguir lo que no se espera lograr por los medios regulares; el éxito a base de claudicaciones y agachadas: la ilicitud en el logro de una prerrogativa. Ni qué decir tiene que el acomodarse siempre, al estar siempre acomodado, es la ciencia en que sobresalen los rumbeadores, los arribistas, los vivillos, los exitistas… “...los vivos sabían acomodarse”. (Mons. Franceschi: Criterio N° 830, p. 81) –Tengamos fe en que la dignificación de la vida política echará por tierra todos los acomodos y desenmascarará de una vez, para bien del país, a los politiqueros y a los rumbeadores, sea cual fuese su militancia. –Militancia, en el sentido de figuración o actuación en un partido o colectividad, es voz muy digna de que la Academia le otorgue su exequátur: “...la actitud prescindente del sacerdote en militancia política”. (Mons. Franceschi: Criterio N° 830, p. 77)
Despeñaderos del habla, de Arturo Capdevila (1952) Capdevila, A. 1952. Despeñaderos del habla. Buenos Aires: Losada, pp. 18-19, 21-23, 33-36, 40-44, 67, 73-79, 85-87 y 92-95.
Este idioma de aquí Desde ahora me defiendo. No es que pretenda yo rematar en Aristarco para nadie, amable lector, o tal vez gentil lectora, en punto a cosas idiomáticas. Lo que pasa es que ya se agravia por demás a nuestra lengua castellana en ciertos medios, hasta por parte de quienes más debieran celar. Y uno tiene que romper el silencio. O, como antes se decía, dar salida a la llama. Por esto solamente, no porque esté desamparada la plaza. Cuenta ella con muchas tribunas periodísticas con atalaya y baluarte, por decirlo así, en secciones especiales a conciencia atendidas; y principalmente con toda una prestigiosa Academia de Letras, en la que no se dan descanso en la tarea filólogos de tanto saber como el P. Rodolfo Ragucci y D. Luis Alfonso. Por lo antes dicho y aun, si se quiere, por la sola belleza y dignidad de la causa, no por juzgarme en nada más que otro –ni en la buena voluntad– vengo a unirme en lo poco que soy, a tantos buenos defensores como luchan en colegios, en tribunas, en periódicos. Si en tierras de bien arraigado idioma se cuida siempre de él, ¿qué diremos nosotros, descuidadísimos, delante de tantos daños como padece en esta movediza de América? Lo sé bien. No falta quien haga parapeto de cierto desdén a España que quiere parecer orgullo nacional, y así tratan de afear, humillar y rebajar la lengua a pretexto de formar una nueva –semejante quimera–, porque toman a desmedro colectivo el no hablar una vernácula, cuando, por el contrario, no descubrimos espectáculo más bello para los ojos del espíritu que esta amplísima fraternidad lingüística española de tantos y tantos pueblos… (…)
El muy descuidado hablar Tiene escrito Américo Castro en libro que suscitó inmenso enojo en ciertos círculos, que, en materia idiomática, lo más grave que se advertía en el
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hablar rioplatense era la falta de sanción para el dislate gramatical. Lo sabía desde antes, bajo palabra de Amado Alonso que hubo de señalar como el más característico desarreglo de Buenos Aires, no el dislate mismo cuanto “la profusión y sobre todo, la extensión y la impunidad social de tales faltas”; punto que también desarrollaba de este modo: “Aquí todo el mundo tiene mano libre para hablar como le salga, con tal que se entienda más o menos adonde se dirige. Parece como si todo el mundo contara con un previo indulto mutuo. Y esto es precisamente lo grave”. Titúlase el libro de Amado Alonso El problema de la lengua en América (Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1935); y el de Américo Castro, La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (Ed. Losada, 1941). El primero observa, distingue, mide, pesa, filosofa. Se le impone el hecho –pág. 89– de que la mayoría aquí apenas si cumple con hacerse entender. “Con pocas palabras le basta –sintetiza– y esas, empleadas al más o menos”. Para la gramática, “indulto general”. Otro dato: “Hasta las hablas rurales superan al porteño en calidad y en fijeza”. Todavía más: “No es que no haya aquí quien hable bien, sino que, al revés de lo que ocurre en París, Londres, Berlín, Roma o Madrid, las gentes de educación idiomática deficiente están en todos los puestos, en la política, en las profesiones liberales, en el alto comercio, y hasta en la prensa y en la cátedra”. Meditado aquello y visto de cerca el fenómeno después, teme el segundo que, en alguna medida, la literatura misma entre nosotros, cultivando rudezas y regionalismos pintorescos, esté mostrándonos “en un brote de subconsciencia, el gusto por la subversión de valores… como reflejo del placer de gravitar hacia abajo”. Han pasado años, la tolvanera se ha disipado, la hora de la asentada verdad ha venido. Me atrevo, pues, a sostener que en ambos recomendables libros se señalan hechos dignos de la mayor atención. Los informa la objetividad; una objetividad honradísima y los inspira una muy justificada alarma fraternal. Sobran motivos para atender a su prédica. Ella vela por nuestro prestigio en el mundo e inclusive por nuestra buena suerte comercial. La exactitud y la razón los acompañan. Es más. Para toda América de habla española existe, en el vago límite de sus ciudades y campo circundante –ejidos hasta ayer mismo indígenas–, el caso especialísimo de su morador, apicarado por naturaleza y mal habido con uno y otro medio. Practica por eso un habla escurridiza, del menor compromiso posible. De ese modo se va zafando de deberes y medra.
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El célebre bufo de la cinematografía mexicana –el buen Cantinflas– acierta en términos continentales. En el criollo pardo de toda nuestra América, descontada Buenos Aires, abunda ese tipo de tío fresco que parlotea para no decir casi nada, con una fluencia de año roto. Y allá van palabras y giros que cobran alguna significación a virtud de los ademanes y visajes que el parlante prodiga, tan persuasivos que uno acaba por entender esa nada; conque, después de tanto ir a la deriva, la verdad es que estos Cantinflas al fin toman puerto. Todavía hoy recuerdan los porteños viejos a Tartabal y al negro Cipriano, personajes de este jaez. De Tartabal, que pregonaba con notorio éxito un periódico de Héctor Varela, se ha conservado este párrafo oratorio suyo, escogido entre la flotante antología de las esquinas: “Desde los altos terraplenes de la política me dirijo a vosotros para hablaros de la peritonitis hidráulica que hoy aqueja al país”. Quedamos en lo dicho. Ese chacharear de Cantinflas en perpetuo lenguaje trunco que empero va a alguna parte en su nunca acabar, toca en síntesis y compendio de un determinado subsuelo social del hemisferio. Subsuelo que no deberíamos tan descuidadamente olvidar. ¿Cómo desautorizar a Alonso y a Castro? ¿Es acaso imposible que ahora mismo señor o señora de buena sociedad digan nadies por nadie, sobre todo en enfático rapto? Yo no afirmo que sea común. Tampoco lo habrían afirmado Alonso y Castro. Pero que suceda basta. El corto número será consuelo para las estadísticas. No lo es para el espíritu vigilante, ya que los números crecen solos. Precisamente –agregaremos– por ser todavía remediable el daño, lo examinaron aquellos y lo traigo yo a nueva luz. Si esto fuera un papiamento nada quedaría por hacer. ¡A bien que no lo es! Declarábamos, pues, con abierta franqueza, líneas arriba, que no es un imposible oír un nadies en tal o cual salón. Lo podemos oír en cualquier momento y no pasará absolutamente nada en la tertulia: ni siquiera un fruncimiento de cejas en ningún circunstante.
¿Idioma rioplatense? Ninguna ola se cansa nunca de golpear. Se retira y luego vuelve. La idea de un idioma rioplatense ya no es nueva. Hasta se está haciendo vieja. Pero retorna siempre. Elasticidad de la impenitencia…
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–¿No considera usted –me pregunta por eso un paladín de esta lengua privativa– que existe a la fecha un idioma argentino? Contesté: –Lo admitiré honradamente el mismo día en que me lo pregunte usted en ese supuesto idioma argentino. Pero, mientras lo haga en castellano, me atendré a su palabra, no a su idea. Se discutió, y hubo de resultar la piltrafa corriente; pues arguyó el adalid –y fue solo argucia– que hablamos aquí con otra fonética que la de España, amén de unas cuantas variaciones semánticas. Despropósitos tales que se rebaten solos. Mas sin rendirse a razones, el campeón añadió: –Bueno. Además aquí hablamos como hablamos porque así nos nace. Debemos alegrarnos y mucho. Yo, por ejemplo, con mi frase directa, expresando lo que me sale como me sale, espero ser de los que edifiquen algo nuevo para la gloria de un arte literario verdadero. –¿Con un lenguaje ensilvecido o más bien de matorral? –Así mismo. Como siempre sucedió… Como siempre sucedió… ¿De dónde sacarán eso? ¿De dónde, que así aconteciera siempre, cuando lo contrario es la verdad? (…) De esta suerte, en lo que mira a nuestro asunto, se sigue hablando castellano en el Plata sin que remanezca hasta el día la prometida nueva lengua. Pero, entre tanto, cuánto rebajamiento y fealdad, a empezar por el vos… Y cuánto descuido... A cada principio de mes es cosa de dolerse al leer en los periódicos (incluso en los que bregan por la dignificación del habla) la mención cronológica: 1 de febrero, 1 de julio, 1 de diciembre, en lugar de 1º del mes que sea, como siempre se dijo, no sin auspiciosa intención: esa de enaltecer con alguna elegancia estas fechas iniciales, merecedoras ya por dicha calidad, de buen augurio. ¿Quién lo negará? Reinan la pobreza y la inseguridad en nuestro comercio verbal cuando no el desbarro sin más disculpa que la ignorancia. Pregunto seriamente si habremos de poner en cuenta de argentinismos rudos defectos de prosodia, venidos de exóticas geografías. Pregunto si les haremos sitio en tal concepto a voces estropeadas por la incultura cuando oímos a hijos de extranjeros –y no se diga a sus padres– decir compañía y señora por señora y compañía… Pregunto también si habremos de prohijar como feliz localismo el llamar botamanga a lo que es bocamanga, según descriptivamente la palabra lo canta... Pienso que no. Pase –ya que no
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tiene posible enmienda– el hablar despacio por hacerlo en voz baja. Pero no alarguemos la runfla. Que es añadir pobreza a pobreza. Abundancias de estas son miserias de dicción. Mucho distamos, sin embargo, de condenar todo neologismo local solo por serlo. Estamos de enhorabuena cuando lo reconocemos afortunado. No, en cambio, cuando se nos muestra superfluo, y sobre esto, chabacano, simple desviación y fuga hacia la zafiedad. (…)
Salvación o perdición de argentinos Nadie dice que deban ser condenados los argentinismos. Como tampoco los peruanismos o los chilenismos, y nunca jamás los demás regionalismos de la muy vasta extensión idiomática española. Todo eso es fuerza vital del propio idioma. Lo condenable en los argentinismos es solamente su propensión a nacer matando, como sucede, por ejemplo, en la graciosa palabra macana. No creemos de veras que matara tanto ayer en su calidad de arma como en la de vocablo mata hoy. Porque sustituye por pereza mental –como muy bien lo notó Borges– a sinfín de expresiones no menos felices que justas. ¿Y será plausible la tendencia al avillanamiento del lenguaje? ¿Adónde bueno iremos con plebeyismos como ese de ¡fenómeno! para cualquier aprobación? Lo abarca todo; de todo es capaz. Mientras entraba la noche una vez en el Plata, a la vuelta de un paseo fluvial, oímos: –Atención. Hay que ver. Es un anochecer con un lucero fenómeno. Y esto avanza. A tal punto hemos llegado en la materia que puede haber, por vía ponderativa, maravillas fenómenos, hermosuras fenómenos. (Y aun fenómenas). Lo tenemos registrado: –Esa niña era lo que se dice un ángel. ¡Fenómeno! ¿Y será rasgo recomendable para la vida intelectual de nuestro diálogo decir siempre lindo, lindo, lindo, nunca hermoso, bello, precioso, agradable, bonito? Advierto que matamos; no que originemos nada. ¿Es crear algo esa propensión a sustituir nombres diversos, como los de gabardina, mostaza, fonógrafo, salsa de tomate, por los de sus fabricantes o marcas? Porque es verdad. Buen número de argentinismos –de esos que nacen matando– no son sino esto: apellidos, o mejor dicho, firmas comerciales. (…)
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En cuanto al recién ponderativo, como cuando se dice: recién entonces comprendió, que tienen por insustituible los que de él abusan, nosotros no lo hallamos tal. En efecto: sobre no ser insustituible, resulta que, reemplazándolo debidamente, damos con formas mucho más galanas y cabales para el objeto buscado. Analicemos este párrafo que extraigo de un excelente estudio médico-filosófico: “Llega el día en que la profesión nos impone sus sagrados óleos... No es el cliente de la carrera... No; es otro. Somos entonces todavía médicos situados por fuera del insospechado límite después del cual – recién– la medicina deja de ser conocimiento... haciéndose credo, vida”. Es evidente que ese recién exhaustivo pudo ser sustituido por antes no, como otras veces puede serlo por solo entonces o por tantos otros modos. Es el momento de decir que todo dialectalismo de esa especie nos parece reprochable en una publicación científica. Nuestros profesionales –el tratadista argentino o siquiera el traductor de obras extranjeras– debe escribir, como es obvio, en un castellano general. En otros términos: debe andar por las calles centrales del idioma; nunca por los suburbios del costumbrismo pintoresco. Por eso reprochamos el empleo a la criolla del adverbio recién, apartado de su función natural de antecedente de participio. A saber: Está recién llegado. Son los recién venidos, etc. (…)
Algo acerca de hablar al tuntún Certeramente escribió Amado Alonso, estudiando diversos aspectos de la lengua española en la Argentina, estas palabras, fundadas en observación exactísima: “La lengua oral... adolece de los mismos defectos: limitación, falseamiento, imperio del tuntún”. (Lo traslado de la página 54 de su libro El problema de la lengua en América). Haber señalado entre lo peculiar de aquí el tuntún es descubrimiento brillante y fecundo, porque puede ser comienzo de corrección. (…)
Repertorio tuntúnico El signo común de este desatinado repertorio es la inercia: el seguir evolucionando las cosas y el no acompañarlas el pensamiento; el irse quedando
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atrás las palabras. ¿Incapacidad vital? No querríamos que este fuera el diagnóstico para los corrientes despropósitos de hoy y de aquí. De todas maneras, ilustraré la aseveración con algunos casos y lances que hablarán por sí mismos. El tuntún debe quedar –digámoslo así– documentado. La escena en el correo. En el Correo Central: en su vastísimo salón principal, donde la antigua distribución de rejas y ventanillas se ha reemplazado totalmente por un sistema de amplios mostradores del todo libres, en que se atienden ahora los diversos requerimientos del público. Allí la escena. –Por favor, señorita. ¿Las cartas certificadas, aquí? –No. En aquella ventanilla. –Pero ¿en cuál, señorita? Si no hay ninguna... –En esa... –Discúlpeme. No le entiendo. No veo nada semejante a ventanilla. –Allí, donde está aquel señor de bigotes. Y fuerza es rendirse a la tuntunera empleada que ve lo que no existe, por puro espíritu de rutina. Ver lo que no existe es ocurrencia de todos los días en el habla porteña. Ahora estamos en una estación subterránea de convoyes tranviarios. Una señora de edad a un joven: –Tenga usted la bondad, caballero. Para la combinación ¿qué debo hacer? –Nada más, señora, que pasar por ese molinillo.... Y el molinillo que decía aquel precipitado adolescente, soñando con batir no sé qué chocolate de su invención, no era tal molinillo ni hubiera estado bien que lo fuera, sino en cambio un molinete, o torno de plaza, con su respectiva cruz horizontal. Otro escenario. Escenario marplatense; en el nuevo paseo de la rambla. El de antes contaba con algunos quioscos para la venta de diarios y revistas. Ahora no los hay. Ahora, en las esquinas, se apilan contra la pared los periódicos, y eso es todo. Pero pregunte usted por allá en dónde encontrará tal diario o revista y le dirán: –En aquel quiosco. –¿En cuál? –En ese... –Pero ¿dónde?
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–Allí en la esquina. Mas ya sabemos que no se ve allí tal cosa, pues solamente se descubre en dicho sitio una pila de diarios y un rimero de revistas. Acude, pues, el interesado, y en eso es muy posible que llegue un niño reclamando la sección de los chistes de su periódico habitual, que no los publica de ninguna especie sino historietas en colores, a menudo espeluznantes. Sin embargo, cliente y vendedor se entienden. Hablan el mismo tuntún. Adelante. Lance de club. Me interesaba cierta vez que hubiera asientos para tres damas forasteras que debían asistir a una determinada reunión de algún protocolo y ceremonia. Hablé, pues, con el conserje. –¿Habrá asientos cómodos para las tres señoras? –Pierda usted cuidado. Ya les tengo reservado un sillón. –¡Pero es que son tres! –Ya se lo he oído. –Entonces ¿cómo les reserva solamente un sillón? –Señor ¿y qué más quieren que uno? –Cómo qué más quieren... –Claro. Estarán muy bien. –Sólo que se sienten por turno… –¿Y por qué cuando pueden sentarse holgadamente las tres en el sillón? –¿Sí? Una encima de otra… –¡Qué gracioso! Usted hoy está de broma, señor. –No, amigo conserje. Quien tiene hoy no sé qué en la cabeza es usted al pretender que tres señoras se sienten a la vez en un sillón… (Autor) –Bueno. Venga a verlo, que se convencerá. (Conserje) Y abriendo la sala dispuesta para la ceremonia, a tiempo que me señalaba el mueble de marras, dijo: –¿Sí o no? (Conserje) –Sin duda, sí. Pero no es un sillón lo que Ud. me muestra. (Autor) –¿Y qué es entonces? (Conserje) –¿No lo está viendo? Es un sofá. (Autor) –¿Y un sillón, qué es entonces? (Conserje) –Nada más que una silla, regularmente ancha, con dos brazos. (Autor)
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–Así que este es un sofá. Bueno. Yo le llamo sillón. (…) (Conserje) Aberraciones y repliegues curiosísimos del tuntún.
El prurito del cursiparlar La clase de los inteligentes, en que están o no están las categorías sociales o económicas, se mantuvo siempre alerta en nuestra vasta familia hispánica –tanto de este como de aquel lado del mar– en lo que mira a esa sospechosa elección o preferencia por la finura aparente, que se llama lo cursi. Sospechosa predilección que certifica mal gusto y discernimiento superficial, ya que se paga de apariencias solas de bondad en prendas, actitudes y locuciones, con escasos barruntos de lo realmente preferible. Complace mucho que sea invención castellana este vocablo cursi, de no fácil traducción a otras lenguas. La noción exacta de la cosa debió traer la palabra. Es de suyo este feliz nacimiento un testimonio de la elegancia espiritual del idioma. El neologismo inmediatamente repercutió en América, y desde luego, en nuestra Argentina. Y al punto hubo diversas maneras de decir lo mismo. Allá, cursería; aquí y en otros lugares del Continente, cursilería o cursilonería. En cuanto a Chile, país dotado de una espiritualidad tan sensible, creó –si es que ya no lo había creado– su propio vocablo: ese tan despectivo de siútico. Avancemos algo más. ¿Quiénes con los cursis o las cursis? Para D. Juan Valera, señor distinguidísimo, sin decir nada del eximio escritor; para este finísimo espíritu, según se infiere de algunos reparos suyos a Pérez Galdós, es cursi el que desbarra en el trato social, por pujos de ser más de lo que es, y así yerra a cada paso en conducta y en palabras; de donde, queriendo pasar por muy exquisito y pulcro, solo en ridículo se queda. (…) Si el esquivar la cursilería tiene, como se ve, no pocas dificultades en las sociedades viejas, ¿a qué peligros no se sucumbirá en las nuevas, sobre todo en las zonas de su último aluvión, para las cuales la distinción se compra en las tiendas? ¿Y qué no pasará asimismo en esa vasta promoción como de antesala que se llama la clase media, donde se practica por esa causa la ardua gimnasia respiratoria del refinamiento? (…)
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Cursilería y tuntún Ya conté de un viejo tío que yo tenía, muy atento a las deplorables mudanzas de nuestro lenguaje por obra de tantos como lo estropean. Quiero seguir con mi viejo tío cordobés, a quien solían también desconcertar menudas heterodoxias que, por lo abundantes, no le dejaban sacar buen vaticinio. (…) Conste ahora que tuntunes como esos que mi viejo tío notaba y cursilería la más barata pueden coexistir en una misma persona y hasta en una misma palabra. Así es tuntún, pero más todavía cursiparla, el “no le escucho” por “no le oigo”. En todo caso, lo cursi y lo tuntúnico se enlazan primorosamente en la expresión. Cursilería, porque el remilgo lo dicta. Tuntún, porque entre oír y escuchar hay diferencia. Trae D. Pedro de Oliva en su Diccionario de Sinónimos Castellanos que escuchar “es aplicar el oído para oír, poner cuidado y atención para comprender lo que se dice”, en tanto que oír “es la percepción material de cualquier ruido”. Y en efecto, eso es todo. Para escuchar hay que poner la voluntad de hacerlo; para oír no hace falta que la voluntad entre en juego. Por eso se puede oír como quien oye llover. Nadie, en cambio, dijo nunca que escucha como quien escucha llover... Hasta ahora, por lo menos, si la cursilería no dispone otra cosa, el llover no se escucha sino que solo se oye, porque nada nos comunica. Pero no hay para qué proseguir en estas disquisiciones. Considérese solamente que escuchar viene del latín auscultare, de ausculto, aplicar la oreja, como hace el médico justamente cuando ausculta... Sin embargo, a los cursiparlistas les ha dado por imaginar que el verbo escuchar (como si esta fuera una cuestión de finura) es mucho más elegante que el verbo oír; y –orejas ¿para qué os querrán?– todo se les vuelve escuchar, cuadre o no cuadre, y hasta hay, como ya sabemos, quienes por no oír misa, la escuchan. Se ha vuelto cosa tremenda la cursiparla a estos respectos. ¿Que no? Lo vais a apreciar. Temporada serrana, en mi Córdoba, pero con afluencia de gente de Buenos Aires, no de la docta capital de la Provincia. Temporada, decía, en hotel serrano, lejos de toda población. Muchos días sin periódicos. Por esta causa, avidez de noticias radiales. De esta suerte se va el día en querer informarse. Pero las impropicias condiciones
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de la atmósfera, añadidas a las nada favorables del aparato local, tornan ansiosos a los pasajeros. –¿Escuchó radio usted? –Ay! Yo no pude escuchar… –¡Oh! ¡Qué mal se escuchaba! Y ni una sola vez el verbo oír, que era el propio; y solamente el escuchar consabido, para ganar distinción…
Prólogo al Diálogo argentino de la lengua, de José Ramón Mayo (1954) Ramón Mayo, J. 1954. “Un diálogo argentino de la lengua / Prólogo”, en Avelino Herrero Mayor. Diálogo argentino de la lengua. Buenos Aires: Hachette, pp. 1-6. El lenguaje ha sido siempre la piedra de toque de especulaciones y disputas sin fin: todo el mundo se cree con derecho a opinar. Y ya se sabe lo que ocurre en tales casos. Con la ciencia del lenguaje pasa otro tanto, aunque varíe la calidad de los contradictores: filólogos y lingüistas, en efecto, hace ya más de un siglo que se vienen tirando los trastos a la cabeza, entre otras razones, por la bendita y eterna cuestión de los límites precisos y diferenciales entrambas disciplinas. Y creo que fué Schleicher uno de los muchos que trataron de dirimir el pleito dando a cada cual lo suyo, es decir, lo que él juzgaba atañedero a cada parte en litigio. Por supuesto que la intervención de Schleicher alborotó aún más el cotarro pero sus reflexiones, más brillantes que exactas y verdaderas, son aún muy seductoras. Entre el lingüista y el filólogo, decía Schleicher, existe la misma diferencia que media entre el botánico y el jardinero. El botánico debe conocer y catalogar todos los organismos vegetales, describir su contextura física y formular las leyes de su desarrollo, aclimatación, reproducción, etc., sin que le preocupen el uso de cada planta, su valor práctico, la prestancia estética que la adorne, etc. El botánico, en efecto, es un naturalista para quien tan digna de atención y estudio resulta la orquídea más emperejilada y vistosa como la más insignificante gramínea. Y lo propio debe hacer el lingüista estudiando no solamente las lenguas sabias o clásicas, sino también las vulgares, los dialectos y, aun, las formas idiomáticas más humildes como las jergas, los argots, etc. En cambio, el jardinero se comporta de manera muy, distinta. El jardinero comienza por desdeñar las hierbas inútiles, persigue la gramilla, extirpa la cizaña adventicia, etc. El jardinero se preocupa, fundamentalmente, de la economía funcional y estética de su jardín y selecciona las plantas más hermosas y útiles; procura una distribución racional y equilibrada de los macizos; los ordena con criterio práctico y artístico a la vez, de modo que todas las plantas se desarrollen bien y provean el goce visual y el solaz que de ellas se aguarda;
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vigila la sanidad del plantel para asegurar su mejor rendimiento, etc. Y si tiene algo que aprender en materia de Morfología, Fisiología o Patología vegetal, lo aprenderá con criterio eminentemente práctico o instrumental, con decidido propósito de aplicación. Lo propio hace el filólogo: el lenguaje –decía Schleicher– es para él un medio, un instrumento de que se vale para fines extralingüísticos: literatura, historia, arte, etcétera. En una palabra: el lingüista estudia el lenguaje como fin en sí mismo, como lo hace el botánico con la naturaleza vegetal; el filólogo como medio, como el jardinero. Claro está que estas ideas de Schleicher han sido ya ventajosamente superadas. August Schleicher vivió entre 1811 y 1868, y mucho han discutido desde entonces las cofradías de filólogos y lingüistas, sobre todo en tiempos de Saussure, Bally, Croce, Vossler, etc., que también son nuestros tiempos. Pero confieso que no me opondría a una rehabilitación parcial de la distinción metodológica de Schleicher, siempre que se admitiese una pequeña variante que llevara el agua hacia el molino de mis convicciones y simpatías, desde luego. Y es esta: la intercesión de un tercero en discordia, vale decir –ya se adivina–, la interpolación del gramático como “tercer elemento de la trilogía”. O sea: creo que el gramático podría confrontarse con el jardinero, el lingüista con el botánico y el filólogo, como síntesis de los otros dos, con un tercer personaje correlativo: el agrónomo. Burla burlando, ahí se quedan al descubierto las tres categorías fundamentales en que pueden encuadrarse los fenómenos lingüísticos: lo gramatical, lo lingüístico y lo filológico. Nadie puede hoy día considerarse experto de verdad en materia idiomática sin ascender los tres peldaños. Y don Avelino Herrero Mayor, hacia quien apuntan estas fintas preliminares, ha frecuentado con cariño esas tres categorías de la especulación idiomática. Gramático de buen cuño, ha dejado testimonio de su noble magisterio en libros de clara doctrina, como Condenación y defensa de la gramática, Apuntaciones lexicográficas y gramaticales, etc.; lingüista avezado en Presente y futuro de la lengua española en América, Tradición y unidad del idioma, etc.; filólogo de buena ley en La función estética del lenguaje, Lengua, diccionario y estilo, Problemas del idioma, etc. Pero el goce inefable de llegar al pueblo mismo, a la masa viva de la Nación, le estaba reservado a sus años de madurez, cuando el intelecto, en la dulce quietud del retiro, alcanza la envidiable comba de la plenitud. Ahora,
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con este Diálogo argentino de la lengua, que tenemos el honor de prologarle, don Avelino Herrero Mayor vuelve a confrontar el juicio público como gramático impenitente, pero como un gramático muy siglo xx, pues su magisterio no es ya de pupitre ni de estricta caja de imprenta. Como aquel ansioso pececillo del padre guardián, que ambicionaba la anchura de la balsa, el magisterio de D. Avelino se propaga ahora por los infinitos caminos del espacio en demanda inequívoca del más dilecto de todos los destinatarios: el pueblo. En efecto: desde el año 1951 don Avelino Herrero Mayor ocupa la cátedra idiomática de LRA Radio del Estado, en espacios radiofónicos diarios de cinco minutos de duración, que le bastan para ir desenvolviendo la doctrina gramatical aplicable a la lengua de los argentinos sobre el cañamazo amable de un diálogo radiofónico fácil, sabroso, llegador, que se escucha con deleite y se aprovecha con agrado. La audición radiofónica que regentea D. Avelino se intitula Hablemos bien y escribamos mejor, y aunque su objeto sea forzosamente normativo y pragmático, el tono del diálogo no resulta jamás autoritario, sino persuasivo; ni la doctrina rígida, sino flexible; ni el ademán dogmático, sino tolerante. Justamente, porque D. Avelino Herrero Mayor ha recorrido los tres peldaños del saber idiomático a que antes aludimos, su magisterio radiofónico no guarda ninguna afinidad, como no sea la del tema, con los sermones agrios y destemplados de los gramáticos antañeros. Por el contrario, es una lección de equilibrio ejemplar entre lo que debe y lo que no debe ser, entre lo que es y no debiera ser, entre lo que puede y no puede ser. Y de ahí su éxito radiofónico extraordinario, atestiguado por la correspondencia caudalosa de los corresponsales infinitos que reclaman copias de estos o aquellos diálogos, que formulan tales o cuales consultas, que baten palmas o dan su voz de aliento, etc. Es que, en suma, el equilibrio en los medios y fines es el gran secreto del éxito radiofónico, es la tercera posición que caracteriza el meridiano estético de LRA Radio del Estado: ni muy arriba que no se alcance, ni muy abajo que se arrastre. La radiodifusión es uno de los medios más extraordinarios, maravillosos e imponderables de la convivencia social entre los individuos que constituyen el pueblo. Y esta no puede sino descansar en los pilares esenciales de la nacionalidad: la conciencia auténtica del alma y una cultura popular, cristiana y humanística que la galvanice y se proyecte, concordantemente, en un estilo de vida peculiar. Y todo lo demás se os dará por añadidura.
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Claro está que alguna vez llega hasta nosotros la queja amarga del que enjuicia severamente algún desafuero radiofónico. Así, por ejemplo, el que nos dice: –¡Y qué añadidura es esa de los tangos llorones que no condicen con la Nueva Argentina, o la de los cómicos irresponsables que escandalizan con alguna procacidad, o la de los locutores que estropean el idioma diciendo mal y gritando sus avisos como sacamuelas callejeros, charlatanes de feria o pregoneros de tren! ¿Eso también es añadidura? En tales casos, nos limitamos a responder con la mayor serenidad posible: –A los desaforados, como infractores que son, les alcanzan siempre las sanciones condignas. Pero no nos engañemos: la dignidad del mensaje radiofónico, querido amigo, no puede cifrarse en un sistema represivo, por excelente que resulte, así como la convivencia social no depende del régimen carcelario, por óptimo que este sea. Si esos desajustes radiofónicos son aún frecuentes entre nosotros, ello significa que nuestro estilo radiofónico no guarda todavía la condigna correlación de perspectiva con el estilo de vida nacional. Pero la guardará, querido amigo, la guardará. La radiofonía es un arte joven, que aún padece, no sólo aquí, sino en casi todo el mundo, las distorsiones culturales propias de su desarrollo vertiginoso. Un experto norteamericano decía a este respecto que el verdadero gángster del broadcasting estadounidense era –y es– el avisador comercial de brocha gorda, que paga la propaganda, compra los espacios e impone programas de mal gusto, números de poca o ninguna calidad, locutores gritones y mal educados, etcétera. Por lo general, este hombre –subrayaba– es un self-made-man muy meritorio, pero, desgraciadamente, muy patán, y mide a sus semejantes por el rasero inferior de su propia patanería, todo lo self-made-man que se quiera, pero, al fin y al cabo, de una indigencia cultural desoladora. Y de ahí las nanas consiguientes... Nosotros recordamos un par de películas norteamericanas muy divertidas sobre el tema: una, ya viejita, en que un fabricante de jabón era el arbiter arbitrorum de una estación de radio que le tenía como cliente pingüe, de modo que los programas no eran malos, sino peores, intolerables; y la otra, nuevecita, que ridiculiza bonitamente la superabundancia de audiciones de preguntas y respuestas, acertijos y otras bobadas con que se entretiene al respetable... En suma: que en todas partes se cuecen habas, y que así como no sería ecuánime juzgar la cultura media del pueblo norteamericano por estos desfallecimientos de su radiodifusión
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comercial, tampoco sería justo hacer lo propio con la nuestra por tres cuartos de lo mismo. Los anunciadores de brocha gorda pasarán, y la cultura de los argentinos se irá sobreponiendo a sus demasías y aberraciones, fatalmente, porque vamos hacia un futuro cultural de pleamar, aunque los miopes crean lo contrario engañándose con ciertos fenómenos propios de las épocas de transición. Es el proceso eterno. Del frenesí dionisiaco surgió la tragedia majestuosa y sublime; y la comedia romana, ¿no mira, acaso, hacia el recental de los mimos y atelanas; por encima del pallium helénico o de la pretexta vernácula? Las aguas buscan siempre su nivel. El Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica tiene un brillante y lisonjero porvenir: la cultura del país le agradecerá un día los buenos locutores e intérpretes radioteatrales con que contribuya al progreso de la radiofonía argentina. Así como la gente del pueblo agradece desde ahora a D. Avelino Herrero Mayor el magisterio claro, sencillo y amable de divulgación idiomática con que llega hasta los más humildes hogares de todo el país, por la onda media o corta de LRA, según el caso. Don Avelino puede estar satisfecho de este empeño de su madurez. Su diálogo radiofónico tiene en vista, como dechado, el ejemplo señero de Juan de Valdés; recuerda a cada paso, en las entrelíneas, que la lengua siempre fue compañera del Estado, como lo enseñó Nebrija, e insiste en que es forzoso cuidar de ella, para que ella también cuide nuestra dignidad y proclame nuestra condición. Por eso es un diálogo argentino: por su acento, por su contenido, por su perspectiva, por su sabor a patria chica y grande. Pero también por eso mismo concurre, desde la radiofonía argentina, a una mayor y mejor universalidad de la lengua hispánica, que no es propiedad de nadie en particular o en exclusiva, sino de todos los que hablamos la lengua generosa que se incubó en Castilla, se difundió en España, y ganó en América los más importantes y dilatados espacios de resonancia, comunicación y expresión. José Ramón Mayo Subdirector de Radiodifusión Universidad Nacional de Eva Perón. Instituto de Filología Hispánica, febrero de 1954.
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Diálogo argentino de la lengua, de Avelino Herrero Mayor (1951-1954) Herrero Mayor, A. 1954. Diálogo argentino de la lengua. Buenos Aires: Hachette, pp. 7-11 y 49-50.
Los problemas de la lengua. La pureza y el barbarismo. El idioma propio. Argentina, Argirópolis Profesor.– El móvil social de esta difusión es el de exponer, analizándolos, todos los problemas posibles de la lengua en los órdenes de la fonética y la construcción, de la lexicografía y de la semántica, con otros fenómenos del rico idioma hispanoamericano, cuyos hechos orales o escritos pasarán por el tamiz literario de este coloquio que llamamos diálogo argentino de la lengua. En él, en ameno discurrir, trataremos toda índole de hechos lingüísticos atinentes a la formación, origen y empleo usual del idioma de Cervantes, enriquecido con el acervo americano de voces y frases que le dan tanto sabor y color. Porque si –como decía Sarmiento– los idiomas se tiñen con el color de la tierra en que habitan, el español se tiñó de la eufonía y significación de la tierra americana. Todas las enmiendas y correcciones se presentarán aseveradas por el uso autorizado o por la autoridad del uso, que es decir sujetas a los modelos clásicos y moderno en materia de expresión corriente. En este sentido, no debe olvidarse el pensamiento gubernativo que aconseja “fomentar el conocimiento del idioma que nos fuera legado por la madre patria, y el conocimiento también de sus deformaciones, a fin de mantener la pureza de la lengua, incluso en lo que tiene de evolución propia y formación nacional... “. Alumna.– ¿Y qué ha de entenderse por pureza? ¿Una tozuda perseverancia en las formas arcaicas, o la moderna y exclusiva adhesión a las formas neológicas que justifican la evolución permanente del habla? P.– Ni un extremo ni otro: conservar, con la evolución presente, el fondo tradicional y artístico del idioma, con su inalterable construcción latina y su genio esencial hispánico. Ese es el principio. Pero, eso sí, exterminio del barbarismo como se extermina la cizaña que enreda y ahoga lo nativo con el aliento de extraña invasión perturbadora. Ya se ha dicho que
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el cosmopolitismo del verbo acarrea el cosmopolitismo del carácter... Y nada desmerece tanto a un pueblo como la corrupción de su lengua. A.–¿Y por qué hablar bien y escribir mejor? P.– Sencillamente porque uno y otro son anhelos de cultura. Hablar bien no quiere decir expresarse con tono estrictamente gramatical, sino ajustar la expresión a los modelos que cultivan la llaneza sin afectación y el decoro sin artificio ni cursilería, pero sin concesiones a la vulgaridad, que es fenómeno de chabacanería y perversión idiomáticas. A.– ¡Lo entiendo... fenómeno, profesor! P.– ¿Fenómeno? ¿Qué tiene que ver ahí ese “fenómeno” con el entender? Resulta... fenomenal emplear como adverbio semejante interjección. A.– Bien. Lo entiendo al pelo... iba a decir, pero no sé si con este modo adverbial incurro mi dislate. P.– Nada de eso. Es lícito el empleo del lenguaje figurado. Tanto que Cervantes, en su prólogo al Persiles, dice al conde de Lemos: “Aquellas coplas antiguas, que fueron en un tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el estribo... quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola”, A.– El ejemplo no viene traído por los cabellos, sino... al pelo. Y ahora ¿recuerda usted el famoso Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés? Pues bien; este diálogo nuestro, salvando las distancias históricas, tiene afinidad ideológica con aquel y encara el mismo propósito: adecentar gramatical y estéticamente nuestro lenguaje con consejos apropiados para hablarlo bien. P.– Y escribirlo, mejor. Exactamente, la lengua escrita es más exigente, requiere otra pulcritud, otro decoro expresivo. La unidad de una lengua se pulsa en función de su literatura. Podemos incurrir –e incurrimos– en desafueros gramaticales prosódicos y sintácticos al hablar, pero no debemos consentirlo al escribir. A.– Observo que nuestra conversación es un “diálogo argentino” ¿acaso tenemos un idioma propio? P.– De ninguna manera... Ni hay que desearlo, si no queremos alejarnos espiritualmente de los demás países hermanos, de la gran familia hispanoamericana que desde la Florida hasta el Cabo de Hornos –con España– “aun reza a Jesucristo y aun habla el español”, como cantaba el Cisne de Nicaragua, el gran Darío. A.– Entonces ¿por qué “argentino”? P.– Sencillamente porque nuestro coloquio lo es y sus interlocutores lo
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son; es decir, somos argentinos que nos expresamos naturalmente en buen español; en un español que tiene particularidades distintivas, matices fonéticos y significativos propios como los tienen, dentro del idioma general, los mejicanos, los colombianos, los chilenos, los filipinos, los españoles, etc. Pero la lengua es una y única. A.– A este propósito creo haber leído, sin embargo, que el famoso crítico español Clarín sostenía que los peninsulares eran “los amos” del idioma... P.– A lo que contestó Menéndez Pidal, el insigne filólogo : “¡Qué vamos a ser los amos! Seremos los servidores más adictos de ese idioma que a nosotros y a los otros señorea por igual, y espera de cada uno por igual acrecimiento de señorío”. A.– Señorío en el decir, pedía Gracián, el sentencioso: habla para que te conozca... En la Argentina, mucho se cuida hoy la expresión correcta. Para terminar, señor profesor, el nombre propio Argentina, ¿de dónde procede? P.– El nombre de nuestra nación procede, como se sabe, del latín argentum, plata. Fue don Martín del Barco Centenera el creador del nombre Argentina y del adjetivo argentino. “Argentina y Conquista del Río de la Plata” se llamaba el poema del arcediano, que se supone escrito en 1602. Como se ve, nuestro país tiene un nombre originado en la poesía. El latino argentum tiene un antecedente griego: argyros. A.– Con razón Sarmiento aplicó Argirópolis a la presunta capital de los Estados Confederados del Río de la Plata. P.–Así fue; mas le advierto que ya el nombre Argentina figura como nombre propio, y por primera vez, según creo, en 1534. En El Cortesano, de Baltasar de Castiglione, cuya traducción hizo Garcilaso, se lee: …“hicieron saber a la mujer, que Argentina se llamaba... la áspera vida y gran tormento en que micer Tomaso vivía”. Y aquí punto, como dicen que Platón decía.
Castellano-Español. “Idioma argentino”. Coloración del habla criolla. Unidad y matices de América Alumna.– Maestro: creo estar en condiciones de compartir con usted esta digresión filológica. Dentro del módulo del idioma –habíamos sentado– caben las particularidades de cada uno de los pueblos del habla. El
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castellano se llama así históricamente, y español, atendiendo a su moderna unidad, expansión y diversidad ecuménica. Profesor.– Resulta impertinente el distingo que aun suele hacerse acerca de un presunto idioma argentino. Cabe, sí, la idea de un reconocimiento de expresión propia dentro del español, cultivado por más de veinte naciones hermanas por la sangre y por la verba. A.– Y si a esta comunidad biológica y espiritual hemos de atenemos en lo que concierne al desenvolvimiento del idioma, del mismo modo concluiremos que se puede hablar modernamente de la unidad de la lengua literaria, ya lograda en el ámbito del castellano, y teniendo en cuenta, por supuesto, el importante aporte americano, criollo, al crecimiento del idioma común. P.– La supuesta idea del idioma particular, llámese este argentino, chileno, colombiano o mejicano, pertenece ya al absurdo histórico que preconizaba, como única solución del ansia nacional, la perspectiva fantástica de la posesión inmediata de un instrumento particular de expresión; esto es, la posesión de un idioma legítimo que, naturalmente, será obra de los siglos, pues en materia lingual los estudios se cuentan por centenas y miles de años... A.– Otra cosa es hablar de una evolución lingüística propia; de las voces y giros nacionales que enriquecen acervo del castellano; y, en este sentido, sí que podemos entablar el diálogo argentino de la lengua; de nuestro lenguaje, más propiamente dicho. P.– Y algo más todavía: ese diálogo argentino está sembrado de intenciones americanas arcaicas tan castizas en su fuero semántico o significativo como el mismo diálogo de la península fundadora. A.– Ese sentido castizo del habla criolla, coloreada de acento vernáculo, está patente en la sociedad como un hecho psicológico y estético que refirma aquella pureza hasta donde se puede conservar la propiedad gramatical y estilística en el comercio y tráfago de la expresión cotidiana. Los idiomas adquieren el acento y el color comarcanos popular y artísticamente coloreados. P.– Pero de esa tintorería, hay que cuidar que no resulte un abigarrado poncho de cien colores que sustituya carnavalescamente y con todos los barbarismos posibles al sobrio y firme indumento de la locución correcta y expresiva. En una época, el filólogo Andrés Bello oponía su tranquila y razonada objeción a la tendencia entonces en boga de la disolución idiomática, y
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advertía que de la corrupción del español podía salir, como consecuencia, una multitud de dialectos “irregulares, licenciosos y bárbaros”, con los cuales tendríamos que entendernos –o mejor dicho desentendemos– todos los hispanoamericanos. ¡Cuán generosa inquietud! A.– A Dios gracias, aquella prevención ya no es operante: la lengua española, al ganar en América riqueza y estilo, afirmó con ello supervivencia y vitalidad. Lo demás pertenece a la gramática y corrección que cada pueblo del habla imponga en defensa de su cultura. Y esto es muy importante. P.– Por nuestra parte, aquel sentimiento y el anhelo de consolidación del principio de unidad lingüística han sido expresados en todos los tonos. A.– Con respecto del módulo prosódico, decía Alberdi que “así se introdujo el castellano en América, y así se mantendrá fiel a un tipo original. Los españoles dan allí el ejemplo vivo de la bella pronunciación castellana”. P.– Pero convengamos en que hay más unidad prosódica en América que en España, donde el regionalismo impone la diversidad fonética. A.– Y sobre todo, dulzura y matices de discreción en el giro coloquial. (...)
Sentémonos, doses, freses, seises, dieces, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo, víveres, caries, etc., lucina, cosmos Alumna.– Sentémosnos, si le parece, señor profesor. Profesor.– No lo haré, si usted no le quita una s al verbo... A.– ¿Sentémos... no ? P.– Disparate, señorita. He dicho quitar la s del verbo, no la del pronombre: sentémonos, es el correcto plural. A.–Bien sentémonos. ¡Lástima que no haya igualmente en plural dos sofaes! P.– ¡Dos sofás... ! A.– ¡Cuán mal hablamos, señor! P.–No pluralice, señorita. Los plurales convienen cuando... A.– Cuando la persona o cosa se duplica o aumenta. Por ejemplo: mano, manos, dedo, dedos, oreja, orejas: tirar a uno de las orejas. Pero, ¿llevar a uno de la nariz o de las narices?
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P.– De ambas maneras. A.– ¡Qué raro! P.–Nada de raro. Es un doble. Y así como hay palabras que tienen solamente forma singular o plural, también las hay que aparentan esta última forma... A.–Como dos, tres, seis y diez... P.– Esos vocablos tienen su plural en doses,treses, seises y dieces. P.–Recuerde los del Rosario, que son... A.–Los dieces del Rosario son veintiocho. P.– En cambio el plural seises, atiende a seis, o sea el niño de coro que canta en las catedrales de España en número de seis. A.– Cantarán la tabla de su número... P.– ¡Por Dios, señorita, deje en paz a Pitágoras! Esos niños, cada uno de los cuales se llama seise forman un coro de seis cantantes. A.– Ahora lo entiendo. Pero entonces, ¿cabe también el plural “pieses”? P.– ¡Cero, señorita! ¡Si esto fuese un examen...! El grosero vulgarismo solo lo emplean los distraídos. El plural de pie es pies. A.– Pues he oído omnibuses y onmibuseros... P.– Otro disparate. Ómnibus está en el caso de lunes, martes, miércoles, jueves y viernes, víveres, caries, nupcias, crisis y termos, que sólo tienen forma plural y se enuncian con el artículo en singular: el ómnibus, los ómnibus, etc. A.– ¿También termos? Pues yo solo tengo uno... P.– Pero ese uno va con ese: termos. Solo en los compuestos la pierden: termodinámica, termoestático, etc. A.– ¡Y mi dentista que me ha descubierto una “carie”!... P.– Pues eso se compadece con aquello del vulgo: “en casa somo sei de familia, sin contar lo do abuelito: total, ochos”. A.– Vulgarismos aparte, maestro, ¿por qué si lunes viene de Luna y martes de Marte, tienen forma de plural? P.–Luna –síncopa de Lucina y mote de Diana– dio lunes por imitación de martes, que era Martis, a cuya fórmula de plural se asimilaron también miércoles y jueves. A.– ¿Y el sábado y el domingo? P.– El sábado, día de descanso, aunque ahora es “inglés”, fue el hebreo sabatión. A.–Deberían ser ingleses dos días más por semana..., sin contar el Día del Señor, o Domingo.
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P.– No olvide que el Creador solo descansó el séptimo día, después de creados los cielos y la tierra, con todo su ornamento... A.– ¡Qué trabajo de ordenación hizo el Señor! P.– Por eso se llamó cosmos, que quiere decir mundo, lo limpio y lo ordenado. A.– Lo contrario de caos, la confusión. P.–Y siempre en plural: caos y cosmos.
Conferencia de la Profesora María Carmen Rivero acerca del problema del lenguaje en la Argentina (1952) “Extracto de la conferencia pronunciada por la Profesora María Carmen Rivero de Castellanos el día 29 de octubre acerca del problema del lenguaje en la Argentina”, en Gerardo Moldenhauer Filología y Lingüística. Esencia, problemas actuales y tareas en la Argentina. Rosario: Ministerio de Educación/Universidad Nacional del Litoral, 1952, pp. 65-68.
Uno de los problemas que todavía tiene actualidad dentro del habla argentina es la influencia de la gran inmigración cosmopolita que, en las grandes ciudades, ha traído una serie de transformaciones en el habla, las cuales, reducidas primero a un pequeño círculo pasan a veces a incorporarse a la lengua general. Autores de la categoría del doctor Rodolfo Grossmann, argentino formado en Alemania, quien tiene un libro importantísimo acerca de este asunto (Das ausländische Sprachgut…, págs. 160-162) llegan a conclusiones como la siguiente: las lenguas de los residentes extranjeros en la Argentina son mixtas, no hay un frente único contra el castellano. Los errores no se transmiten de padres a hijos; aparecen en los inmigrantes incultos, reaparecen atenuados en los hijos y desaparecen totalmente en los nietos. Nosotros creemos que la influencia del aluvión inmigratorio tiene gran importancia en cuanto al lenguaje se refiere y que los hijos de inmigrantes conservan frecuentemente un fondo, un sedimento, del castellano mal aprendido en el hogar y mal hablado en el círculo de las relaciones familiares. La escuela primaria, pese a los esfuerzos de todo momento realizados por el maestro, no consigue corregir del todo estos defectos y solo los atenúa en parte. La tarea es agotadora y es muy poco el tiempo que está el niño en la escuela para poder contrarrestar la influencia de la calle, de cierto tipo de literatura inferior muy difundida, de los avisos mal redactados y del radioteatro donde, a pesar del empeño de quienes lo controlan, se escapan errores lingüísticos imposibles de evitar. Llegan por lo tanto los alumnos a la enseñanza media con un lenguaje en general pobre y descuidado. Lo advertimos cuando escuchamos sus
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exposiciones orales y lo advertimos, especialmente, cuando los ponemos a redactar. La enseñanza de la redacción resulta así tarea penosa para el profesor, porque no se tropieza únicamente con falta de condiciones literarias o de imaginación, sino que, en algunos casos, los alumnos desconocen la forma más sencilla de la comunicación escrita. En trabajos de redacción de alumnos de segundo año de la enseñanza media hemos encontrado ejemplos como los siguientes. Se trataba de hacer el retrato de un personaje cualquiera, elegido por ellos. “Aquella persona, en el que al pasar me causó gran admiración, era un vendedor ambulante”. Otro: “Tiene carácter pacífico, cabellos blancuzcos, alta y robusta, trabajadora, con pensamiento firme, nariz recta y estatura normal”. Y un último: “Al pasar por mi casa, su andar ligero, o casi la mayoría de las veces corriendo se ve en ella, animada y sin pereza para nada”. Además, en este momento de la adolescencia, por diversas causas relacionadas con la psicología de esta difícil edad, es cuando los defectos del habla se acentúan y los resortes del idioma se relajan más aun. Los jovencitos encuentran gracioso el introducir en su conversación palabras de bajo origen; echan mano de lunfardismos escuchados aquí y allá. Si pertenecen a un medio culto, donde la expresión correcta es lo normal, les agrada sorprender con términos que tal vez sus familiares no conocen. Si, por el contrario, en el ambiente donde viven lo corriente es el lenguaje bajo y descuidado, perfeccionan este aspecto en las reuniones de las esquinas y en los clubes de barrio donde un vocabulario correcto parecería signo de afectación o de preciosismo. Es también esta la edad de las modas en materia de lenguaje. Se pone en boga un adjetivo, por ejemplo; corre de boca en boca, se lo aplica en todos los casos como si no existiera otro. Ha habido momentos en que para nuestros jóvenes todo era “regio”, “fantástico”, “soberbio” o “divino”. Estos vocablos pierden así su verdadero significado o se reducen a una sola de sus acepciones, y pasan a tener únicamente un valor de ponderación superlativa. Es fantástica una cartera y fantástico un par de zapatos; regia una torta o una novela; divino un nuevo fox trot y divino Gregory Peck. Como casos especiales de transformación en este sentido anotamos el ocurrido al sustantivo fenómeno, al cual no solamente se le ha restringido el significado, reduciéndolo al de cosa extraordinaria, sino que en algunos casos se le convierte en adjetivo con variaciones de género; una película fenómena hemos oído decir. Y llegando más lejos, lo encontramos
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convertido en adverbio: “desde aquí afuera se ve fenómeno” por “se ve bien o muy bien”. En cambio, el adverbio bien aparece transformado en adjetivo, con un significado impreciso y hasta misterioso. Cuando nuestras niñas dicen: “no es buen mozo pero es muy bien”, con ese bien no hacen referencia a posición social y pecuniaria, sino a algunas condiciones especiales que solo ellas interpretan. Al adjetivo amoroso se le ha trastocado absolutamente su sentido. Cuando se dice que una criatura “es amorosa” se quiere expresar que es digna de ser amada, que despierta o suscita amor. El significado real es, desde luego, el contrario: amoroso es el que siente amor y amable el digno de ser amado. Ya en un ambiente de mucha mayor vulgaridad tenemos el cómodo uso de la palabra coso, que sustituye a cualquiera cuando no se la encuentra en el momento, “tenía unos cosos raros en el sombrero”. Referido a personas lo encontramos en boca de los muchachos de barrio: “el coso de la esquina”; “el coso del almacén”. Y hasta sustituye, a veces, a los nombres propios: “Che, coso, a vos te hablo”. Muchas observaciones semejantes podrían hacerse dedicando tiempo y estudio a estos aspectos del habla. Por todas estas causas el lenguaje pierde jerarquía y calidad. Lo más serio del problema es que cuando se llega a esferas más altas, a quienes están ya en las aulas universitarias y aun, a veces, a quienes ya han egresado de ellas, encontramos también descuidos imperdonables en materia de lenguaje. Errores de dicción y hasta de sintaxis cometen quienes tendrían la obligación, por su cultura, de manejar correctamente el idioma. Debemos, pues, coincidir con Amado Alonso, quien en su libro El problema de la lengua en América, del año 1935 (Madrid), hacía las siguientes observaciones referidas a Buenos Aires: “la minoría de hablar correcto tiene sobre la masa de conciudadanos un influjo menor que el esperable y necesario, pues no son para los más el punto obligado de referencia por el cual la multitud orienta su conducta social. Y no porque nuestra minoría tenga más débil el don de proselitismo, ni, en general, por falta de virtudes intrínsecas, sino porque aquí se ven, confundidos en todos los comandos sociales, los que hablan bien con los que hablan mal, de modo que el bien decir no es síntoma para las gentes ni de capacidad, ni de eficacia, ni de posición privilegiadas (pág. 88)…, ya se ha habituado la masa de la población a no contar con la urbanidad lingüística de un hombre para valorarlo, y, por lo tanto, ya
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no tiene cada individuo por qué esforzarse por ganar esa urbanidad sin la cual puede llegar a todas partes” (pág. 91). Creemos que se reacciona ya en parte y se vuelve a mirar la norma idiomática como ideal apetecible; deseamos que sin caer en una posición de purismo exagerado que tenga como único norte a la Academia española, volvamos a establecer las normas relajadas; adaptándolo a nuestras propias modalidades, conservemos la pureza del idioma heredado; manejémoslo en tal forma que nos permita expresar todos los matices del pensamiento. El habla correcta y precisa, el “afinado lenguaje como un violín” –al decir de Oscar Wilde– para que ni una vibración de más ni de menos, ni el temblor de una cuerda, falseen el mensaje del artista, forma parte de ese señorío del espíritu al cual todos tenemos el derecho de aspirar.
Lengua y gramática, de Avelino Herrero Mayor (1955) Herrero Mayor, A. 1955. Lengua y gramática. Buenos Aires: Fides, pp. 11-14, 21-22, 71-72, 88-92 y 101-104.
La gramática y los gramáticos. Tradicionalmente, la gramática –con abstracción de los gramáticos– sufre las vicisitudes del escarnio y del elogio, que de todo hay en la crítica de los sabios y de los necios. Así veremos cómo, en sus ratos de ocio, filósofos y humanistas hubo que arremetieron de firme contra la ciencia gramatical como si ésta fuera una de las siete plagas, que dicen fueron diez... Erasmo, a quien gustaba, según confesión de uno de sus locos, “decir a tuertas y derechas” todo “lo que le venía a la boca”, coloca a la Gramática entre las ciencias creadas para tortura de la inteligencia, y la proclama como “Verdugo del hombre”, como que él, Erasmo, conoció a uno a quien se le volvieron agua los sesos con solo estudiarla. En cuanto a los gramáticos, eran para el de Rotterdam “la casta la más mísera, más afligida y la más menospreciada...”. Y San Agustín ¿no se nos quejaba del duro aprendizaje gramatical, al punto de creer que los gramáticos son seres que “oscurecen con velos” la ciencia de la expresión? Pero, ¿y Cervantes? El Príncipe de los Ingenios también hace donosas observaciones a la gramática, que él sensatamente subordinaba a la discreción del buen lenguaje. Mas si Sancho opina, hallamos la púa del aguijón: cuando el Bachiller Sansón Carrasco aduce que, por lo menos, los que gobiernan ínsulas “han de saber gramática”..., replica el escudero, con tono apicarado: “con la grama bien me avendría yo... pero con la tica ni me tiro ni me pago, porque no la entiendo”, o sea, que lo abstruso no halla comprensión en la cabeza ayuna de juicio lógico. Mas el juicio definitivo de Cervantes sobre el valor de la gramática es este: es la puerta por donde se ha de entrar a toda ciencia, ¡y a no confundir ciencia con fruslería! Dígase lo que se diga, la gramática atrae hasta a quienes la desprecian. Como decía Juan de Valdés, el autor del Diálogo de la lengua, “vos no sois amigo de gramatiquerías porque no sabéis nada de ellas, y si supiésedes algo, desearíades saber mucho”. Y rematemos con Quevedo, que se duele satíricamente de los que, sin haber escrito gramática, “hablan la costumbre con solecismos”. Llega el momento de repetir la pregunta de la introducción: ¿para qué sirve la gramática? Ante todo, ¿qué es gramática? La tradicional definición
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de arte de hablar y escribir correctamente el idioma, no conviene con estrictez a lo que intrínsecamente es también ciencia, no solo arte. Y aceptado que la gramática es el arte y la ciencia de las leyes de la expresión el servicio de este instrumento, como conocimiento y ejecución aplicados a la lengua, se revela como una prevención del daño social del mal hablar y del peor escribir, pues el expresarse defectuosa y falsamente no sólo es un defecto gramatical –como lo predicaba Platón, por boca de Sócrates– sino un daño irreparable que se causa a las almas. (...) Método libresco. El concepto docente de la gramática sigue dando sus frutos didácticos en la aplicación de la enseñanza como medio para aprender a coordinar los pensamientos y de expresarlos claramente. Ninguna medida se conoce más eficaz contra la dispersión idiomática que trae el desafuero lingual. Pero el aprovechamiento del aprendizaje no es total, limitado al conocimiento de las normas tradicionales. Hace falta enseñar, en proporción, más lenguaje que gramática. Esta servida en abundancia suele ser, aunque parezca una paradoja, un estorbo para la lengua. ¿Que cómo se explica esta contradicción? Por las propias normas elocuentes del método recargado de reglas y más reglas, con sus correspondientes excepciones, que a veces no son más que otras reglas añadidas a la explicación de los fenómenos lingüísticos. La gramática farragosa impide el conocimiento racional del lenguaje. Se aprenden reglas, pero no el uso consciente y adecuado de ellas. Cuando la práctica está excluida del método, el método es malo: se aprenden fórmulas, pero no lenguaje vivo. Y cuando el enseñante no aplica la lengua viva y racional y estética porque su lección se limita al juego mental que apareja la gramática, entonces, ¿para qué decirlo?, el estudiante sale atiborrado de preceptos retóricos y sin conocimientos vivenciales de los resortes del habla. Y en esos casos se da con frecuencia el fenómeno del hablante que sabe cómo se conjuga un verbo de dificultad reconocida, aunque no conoce en la práctica cómo se salva esa dificultad, porque no se le ha enseñado el modelo literario del uso corriente. En una palabra, la enseñanza que conviene para el idioma es aquella que, sin apartarse naturalmente de la gramática, dé preferencia al lenguaje de la vida y de los libros sin fórmulas muertas. Si más obran quintaesencias que fárragos..., la aplicación de la palabra en todas sus funciones esenciales será método previo a cualquier extensión gramatical. Debe anteceder a toda lección teórica la consabida lectura o conversación, de las cuales el maestro extraerá la consecuencia estilística.
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Primero el ejemplo, después la definición y la regla. La escuela de las definiciones al uso escolar de antes no da frutos de lógica ni de bondad. Por lo contrario, perturba el entendimiento; y lo que mal se entiende, peor se enuncia después. Lo sucedido con aquel estudiante de gramática que, después de haber recibido nociones teóricas, se dejó llevar por su instinto, es prueba de la ineficacia del método libresco. Había oído decir que las palabras no eran más que funciones gramaticales... Y se dijo: “¡Pues no sé qué clase de función puede desempeñar la frase pompas fúnebres!...” No había entendido que la gramática se refiere a los oficios o situaciones de la palabra en la oración, tales como verbo, nombre, adjetivo, adverbio, etc. La gramática, servida en frío, indigesta; aplicada como condimento del lenguaje, es muy útil. (...) Educación idiomática. Los vínculos sociales que establecen necesariamente la comunicación se afirman evidentemente por medio del lenguaje expresivo. Ya sabemos cómo es considerado el fenómeno lingual como hecho social idiomático, y asimismo como ente espiritual de una comunidad. El lenguaje espontáneo termina por fijarse tal como lo que es: una convención intercomunicante, un instrumento humano codificado que sirve para expresar, con nuestro sentimiento, nuestro pensamiento. Ahora bien; si el pensamiento científico exige normas estrictas reguladoras de esa expresión, el lenguaje social no puede arredrar el concepto de solidaridad expresiva regulado por igual en unas normas que solemos llamar gramática, pero a las que ante todo cábele el nombre de educación. La educación idiomática del pueblo no es más que una realidad histórica de todos tiempos evocada con las palabras que designan convencionalmente las instituciones y los hechos que dieron origen al pueblo que los sustenta. Por eso los nombres deben atender a su significación primigenia sin perjuicio de las formas neológicas que evoquen el presente histórico. Quiero decir, entonces, que las palabras que responden oralmente y en las instituciones escritas, fijan, sin pretenderlo, el carácter soberano de una sociedad afirmada con los títulos de una expresión ya hecha y responsable de su destino vital y humano. Por eso, la educación idiomática en el respeto del acervo tradicional corre la suerte del pueblo que sustente el idioma propio. Si aquel cae, la lengua se debilita como instrumento de expresión de la sociedad; si esta se debilita como signo, el pueblo se debilita como expresión de nacionalidad.
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Cuando Julius Stenzel propone que la decadencia de la lengua va de la mano de la decadencia del pueblo que la sustenta, no está muy desencaminado. El corolario histórico es que si el individuo debe ser educado, también la colectividad, el soberano, lo necesita y merece. “Nadie podrá negar –dice– que aquí arraiga la gran pedagogía en cuya virtud un pueblo se recobra a sí mismo, así como en la adquisición del lenguaje consiste la educación del individuo también, que al participar en el patrimonio de la lengua heredada se renueva siempre”. La conclusión es certera. Cuando pueblo y colectividad se adueñan ampliamente de “su” lenguaje por el uso social correcto, se adueñan definitivamente del ámbito que los cobija. Y sobre todo cuando la renovación del patrimonio idiomático parte del sedimento tradicional está asegurada aquella vigencia espiritual que es “magna mater” del hecho social que llamamos lenguaje. (...) El pueblo y las convenciones. Pueblo y vulgo, cuando exageran la nota lingual, caen en parejos despropósitos, mas con diversa intención. Y también esto exige escrutinio y diferenciación. El pueblo habla como pueblo, y el vulgo como vulgo. ¿Pero quién es el pueblo y qué es el vulgo? ¿No es un solo concepto y una sola unidad? En materia de lenguaje –que es la forma psicológica propia de análisis–, el pueblo es masa constituida por el hablante medio siempre en activa vigilancia creadora; el vulgo es la minoría perezosa de la colectividad en eterno descanso mental: su única: actividad es la tendencia deformatoria. Y no parezca raro que subsistan focos intelectuales de donde emana la nociva palabra plebeya, que localmente solemos traducir por jerigonza. El pueblo emplea comúnmente, una lengua de convenciones considerada digna, un instrumento que contribuye a formar la misma sociedad parlante en los cánones de la mutua intercomunicación expresiva; el vulgo no alcanza categoría ni como hablante ni como creador. Muchas fantasías linguales del vulgo no son más que meras expresiones desconcertantes sin originalidad. Hay que desconfiar siempre de ese sistema metafórico, de comparación e imitación, puesto en juego por el malevaje lingüístico de cierta gente de vida y costumbres dislocadas. Obsérvese cómo la mayoría de las llamadas “creaciones” del vulgo exigen siempre una clarificación sucedánea. Y acaece que así como no hay obra de arte sin autor aunque sea anónimo, no hay en el idioma de jerga palabra
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sin inventor. Lo mismo naturalmente para la poesía: no hay poema, copla o cantar que no haya tenido origen individual: ni pueblo ni vulgo crean en masa; contribuyen sí, a reelaborar, moldear, modificar, etc., pero el creador es uno solo; Piénsese en este sentido cuántas palabras, frases o giros populares no han salido de la escena o del café lanzadas por un autor a la circulación callejera. Y unas veces con fortuna como canillita y mateo y otras sin suerte. A estas últimas pertenecen la gran mayoría: voces o locuciones de corte dicharachero que viven precariamente en el uso y mueren como los organismos que se consumen enclenques. (...) Como muestra del afán culto sirvan de parangón los ejemplos de claridad y de confusión: el pueblo produce y pone en movimiento la lengua corriente, clara y colorida; el vulgo la deforma y empobrece. No averigüemos ahora si el lenguaje es envío de la Divinidad o es cosa del hombre exclusivamente. Lo cierto es que en el lenguaje corriente popular afloran muchos tabernáculos que ofenden el oído y el sentido. Como factor de inteligencia y comunicación, la lengua es manantial enlodado a veces con el légamo que lleva a la superficie un intento de confusión primitiva. El babelismo intencionado y evasivo es la peor de las confusiones, porque, además, corrompe el sentido moral: tales palabras, tales pensamientos. Y si creemos un poco en la intervención divina citada que infundió al balbuceo humano, no desesperemos de reencontrar el verbo del principio: Pues si las aves les dio Con otras cosas que ignoro Esos piquitos como oro Y un plumaje como tabla, Le dio al hombre más tesoro Al darle la lengua que habla. Esto es lo popular, claro y llano de nuestro canto y sin confusiones plebeyas, que siempre el vulgo idiomático tiende a la oscuridad como si el germen ideológico naciera de la primitiva calígine mental. (...) Llaneza y afectación. Respecto de si el pueblo es el verdadero artesano del lenguaje no hay acuerdo unánime. El pueblo, por ser pueblo, tiene la poderosa facultad del artífice. Pero no es porque represente “la fuerza
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espontánea de la naturaleza”, según atribuye Renán. Como fuerza espontánea, el pueblo pone en movimiento una escala de valores lingüísticos de extraordinaria eficiencia y de las más diversas especies; pero no ha de confundirse el concepto con la condición del lenguaje natural y espontáneo que, según el aserto, emplea el pueblo, porque sería negar a éste su facultad abstracta y pensante: el habla natural pone en evidencia su agilidad expresiva con entusiasmo y cordialidad (no es vana la frase me lo decía el corazón), y en ese sentimiento humanal hay reservas, ¡cómo no!, intelectivas. Ocurre al revés con el lenguaje científico, que tiende a ser objetivo y preciso, mientras la lengua corriente está imbuida de valores subjetivos, sentimentales. Y al final, para toda forma neológica nacida de la entraña popular se necesita, como decíamos, del escritor o el poeta que la difunda y consagre. Y ya sabemos que, a la inversa, toda creación individual, de minoría selecta, requiere para subsistir el apoyo colectivo, sin el cual no hay lenguaje triunfante. En el orden social, adquirir lenguaje es adquirir educación. Nada hace declinar tanto a un pueblo como la declinación de su lengua. El símbolo de Babel sirve para todas las comparaciones decadentes. Y también se advierte decadencia cuando el decir se desvirtúa por la tendencia extravagante. El lenguaje popular cuando quiere afinarse demasiado resulta cursi. La mezcla de lo vulgar con lo refinado produce los más reideros engendros sin tener en cuenta el dislate lógico que comete el hablante, una vez apartado de la sencillez del giro; sencillez que no está en lo remilgado, sino en la entereza sin melindres ni acicalamientos. “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. El consejo cervantino no es tenido en cuenta por el hablante que no conoce la discreción del habla corriente. Porque no hace falta encumbramiento de la palabra, ni tampoco rebajamiento o simplicidad que la transforne en remedo vulgarote y sin gracia. Si los extremos se tocan, conviene no ser extremistas. No hace falta ser sabio ni literato consumado para hablar con discreción y elegancia natural. Esto es lo que puede hacer el pueblo. Sin amaneramientos literarios, puede resultar una fuente natural y sencilla de expresión. Y en verdad, esto fue siempre la familia hispanoamericana en la tradición oral que produjo tantas obras populares, históricas y morales de aquilatada estética expresiva: venero de gracia y de intención en una llaneza histórica sin comparación entre las lenguas indoeuropeas; fuente de riqueza y manantial de sentidos estéticos y morales que han hecho decir de nuestra lengua que es la más apropiada para hablar con Dios. (...)
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La lucha entre lo vulgar y lo culto fué siempre paradigma de contienda ética. La costumbre, reina y señora en lo familiar, arraiga su fuero en todas las capas sociales y establece su norma de “uso” dondequiera que se hable. Pero también la costumbre es ley en cada sector del habla, y prescribe cómo ha de hablarse y por qué ha de hablarse distinta y distintivamente. No habla el rudo como el educado en ninguna parte. El rudo habla como rudo; y a veces la excesiva llaneza convierte su lenguaje en un modelo de rusticidad inaguantable; el fino en ocasiones se va a la otra alforja con su fineza y nos da la muestra de un lenguaje de cursilería también insoportable. Rufino José Cuervo, para referirse al estudio de la gramática, en sus Apuntaciones famosas, afirma que “la elección entre lo vulgar y lo culto en el habla común depende de cierta delicadeza consiguiente a la educación y la crianza doméstica, más bien que de estudios y preceptos”. Y efectivamente es así: ninguna gramática puede enseñar educación idiomática; enseña reglas y normas, pero no sensibilidad. En este sentido, solo una profunda dirección espiritual es capaz de alcanzar buen éxito. Las normas elocuentes del habla que observamos en los diccionarios y gramáticas son buenas, imprescindibles, para la mejor elocución formal, pero la orientación moral y estética del idioma se consigue en el propio hecho diario de la buena costumbre lingüística, que desprecia la expresión torpe. Observemos también de paso cómo en los diccionarios se registran voces peligrosas, vulgarismos y obscenidades de toda clase. Aunque esto no da lugar, por supuesto, al uso inmoderado de esas piezas linguales. Popularmente tiene otra sanidad el lenguaje. No hay que confundir el recurso ilícito del vulgo con la llaneza del pueblo, que pone, sí, en ocasiones la interjección ruda o malsonante en medio de la conversación, sin otra intención que la de una hombría propia del hombre de nuestro medio. Pero la mesura es siempre compañera de la asperidad en el lenguaje campero argentino. Piénsese, si no, en la continencia del gaucho en materia de expresión urbana; su recato, su educación y su soltura nunca reñidos con la decencia expresiva y la varonil emisión del vocablo. ¿Que hay la intencionada picardía y el doble sentido en muchas frases camperas y muchos modismos tajantes como filo de facón? Ya se sabe, y se respeta, como se tolera en el pueblo la franqueza que en los albores del idioma llamaba por su nombre a todas las cosas humanas y divinas. Muestrario y modelo de ese lenguaje es el Quijote, como lo es
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el Martín Fierro, en cada una de sus sabrosas páginas antiguas. Aunque, según se sabe, siempre se salva el decoro de la expresión general; el acento culto y el acento familiar corren parejos de unidad y riqueza, con distinto color. No hay discrepancias a este respecto. Se reconoce al pueblo como manantial fecundo de la expresión y venero del acento original. Y así como el seso del hombre se conoce por la palabra, también reconocemos su límite moral por la decencia de su lenguaje.
Contra el purismo idiomático, de Luis C. Pinto (1955) Pinto, L. C. 1955. “El prejuicio purista”, en Contra el purismo idiomático. Buenos Aires: S/d, pp. 3-16.
Frecuentemente se escucha en nuestro ambiente, aun en labios de personas cultas, que los argentinos hablamos mal, que nuestro léxico es pobre y bárbaro, que nuestra pronunciación es incorrecta y que toda clase de vicios inficiona la lengua traída por los españoles a tierras americanas. Seguros estamos que todo el mundo ha escuchado tales expresiones si es que no las ha pronunciado alguna vez. Y puede notarse que en muchas ocasiones los argentinos piden excusas a sus interlocutores, ya en conversaciones privadas o disertaciones públicas, cuando para facilitar la comprensión de sus ideas utilizan algunos términos que consideran poco castizos… No creemos exagerar si decimos que este prejuicio de inferioridad elocutiva se ha adentrado en la siquis del hombre argentino, en general, de tal manera que lo entrega derrotado de antemano e inhabilitado para su defensa frente a las más superficiales críticas de los puristas del habla. ¡Es claro! ¿Cómo no ha de ocurrir así si la misma especie de su inferioridad idiomática la viene escuchando desde la escuela primaria por sus maestros, en la secundaria por sus profesores, en los hogares por sus padres, en los recetarios radiotelefónicos “para hablar bien”…, además de leerla una y mil veces en revistas y diarios que con aquel mismo fin mantienen sus secciones especiales? Sin embargo, cuando tratamos de indagar en aquellos severos censores las causas que motivan la posición negativista con respecto a nuestra particular modalidad idiomática, los interrogados solo aciertan a divagar señalando cuatro términos castellanos que los argentinos no usamos (ni queremos usar), algunos lunfardismos corrientes, varias letras que no fonetizamos “a la española” y el empleo de muchísimas palabras (¡esto sí muy cierto!), que no conocen los académicos españoles… ¡Eso es todo! Los que hemos estudiado estos asuntos sabemos, naturalmente, que no puede esperarse del hablante común la comprensión reflexiva de la vida y evolución del idioma, por más que todo el mundo hable de él lo mismo que habla y opina de la guerra o de la paz universal…
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Pero es el caso que tampoco demuestran más comprensión los puristas, cuando se colocan en trance de corregidores, olvidando los más elementales fenómenos lingüísticos, es decir, los naturales cambios morfológicos, semánticos, prosódicos y sintácticos de una lengua. Bástale al purista comprobar que se nos ha deslizado un error, a su juicio, para que nos descargue sus duras reprimendas que degradan desde la calificación de vulgares y ordinarios hasta la de incultos y bárbaros… (…) Los puristas sostienen que la lengua que hablamos los argentinos es y no podrá ser otra que la peninsular; que esta es la única que debe enseñarse en los establecimientos de enseñanza y emplearse en la publicidad acatando en todos los casos los preceptos de la Academia española y que toda otra tendencia o corriente de opinión es signo de ignorancia, pobreza o barbarie. Un purista español nos cuelga, de yapa, las adjetivaciones de “arrabaleros” y “lunfardistas”, lo que es ya una injuria lanzada al hombre argentino en general que no es ni una cosa ni la otra, pero que tampoco acepta imitar el habla de los españoles que en sus labios sonaría como parodia ridícula y sainetesca… Y otro purista, de la misma nacionalidad, objeta ¡nada menos! que deben medirse de nuevo, y modificarse, los versos de nuestro Himno Nacional porque la inadecuada colocación de cierto acento en algún verso suena mal a sus oídos académicos… Aunque la experiencia enseña que a la larga nada pueden las academias y los reaccionarios conservadores por estancar la lengua, cuando la soberanía del uso ha impuesto un vocablo o una forma nueva, o renovada, los puristas no se convencen nunca por las buenas ni aceptan la innovación evidente y consagrada. (…) Este es el criterio dominante en los puristas: antes perezca la lengua y perezcamos todos que admitir una palabra nueva. (…) Esa manera de entender la defensa del idioma es, sin duda, una aberración dentro de la lingüística; ese purismo conduciría al estancamiento y la muerte de un organismo vivo como es el idioma. No defendemos sistemáticamente a quienes al hablar o al escribir buscan y rebuscan voces extrañas, tuercen y retuercen los vocablos, creyendo que en eso consiste el enriquecimiento del habla, sin comprender que ellos serán las primeras víctimas de sus originalidades no siendo entendidos por el oyente o el lector; pero nadie que no sea un retardatario purista podrá negar
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que es por la ancha avenida de los neologismos y barbarismos que entran a formarse los nuevos planteles del idioma, como fuerzas frescas de retaguardia en la lucha constante por el progreso y la cultura de los pueblos. El gramático Andrés Bello, que está tan lejos de ser un purista como de admitir sin razón las creaciones inútiles, dice: “La vitalidad de una lengua no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regularidad de las funciones que estos ejercen y de que proceden la forma y la índole que distinguen al todo. Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza… pero no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles”. (…) Sobre una base originaria castellana, hoy casi un sedimento, el aporte de las lenguas indígenas, la participación de los idiomas europeos modernos y la propia evolución, se ha formado ya un nuevo y culto idioma. El lexicógrafo uruguayo Sergio Washington Bermúdez define muy bien este aspecto de la cuestión diciendo: “Así como el castellano dimana o deriva del fenicio, del griego, del gótico, del latín, del árabe, etc., el idioma de Hispano-América provendrá del castellano, del francés, del portugués, del italiano, del inglés, del alemán, etc., en estrecha unión con los dialectos o lenguas indígenas”. ¿De qué otra manera “haremos nosotros, sostiene Gutiérrez, que estamos al corriente del progreso de las naciones, para nombrar las mismas cosas nombradas por ingleses, franceses, italianos, etc., cosas que todavía no ha bautizado el léxico oficial, ni otro de la lengua, por ser enteramente desconocidas en la madre patria? ¿Qué palabras tendremos para nombrar las cosas de que se hace uso en Italia, en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, de las cuales usan también los italianos, franceses, ingleses y norteamericanos establecidos en nuestra tierra?... ¿Esperaremos que la Academia Española nos dé permiso para usar nombres que no existen en la lengua de Castilla?”. Tanto equivaldría como denominar con anónimos “N.N.” los miles de productos que la ciencia, las artes, la industria, el comercio, etc., crean en América, o que simultáneamente son introducidos del extranjero en España y América. Y mientras este es el verdadero, el urgente, el único gran problema a resolver, los puristas fincan todas sus preocupaciones en combatir los deslices del muchacho de la calle que emplea algún lunfardismo o alguna fea palabreja, como dicen ellos, para tildarlos a todos de incultos y corruptores del habla.
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¿Acaso ignoran que en todos los países existe una lengua general que habla la parte más educada de la población, los argots, hablados por ciertos grupos en determinados ambientes, y las jergas profesionales? Pero mientras estos distingos son la materia de estudio de los verdaderos filólogos, los puristas nos agobian con su megalomanía: “no se emplee tal término porque no lo emplearon los clásicos”; “no se diga así porque no lo admite la academia”; “no se pronuncie de tal modo porque no es castizo”, etc., etc.; y en lugar de poner sus luces al servicio de la educación popular corrigiendo defectos con normas adecuadas, según la índole propia de la lengua y su evolución, mirando de cerca el vivir cotidiano de los seres que los rodean y sus necesidades de expresión, descorren los siglos, se abisman en los clásicos del idioma tratando de descubrir cómo dijeron sus cosas Cervantes, Quevedo o Manrique. Y con los espejismos que les proporcionan los libros en el silencio de sus gabinetes, es natural que sufran los más terribles desencantos y encontrones cuando salen a la calle poniéndose al contacto con la vida real… Los puristas no ven ni quieren averiguar qué es lo que diariamente se genera en la calle, en la oficina, en el club, el mercado, el hogar, las fábricas, los comercios, y en todas partes, en fin, donde constante e insensiblemente se “va haciendo” la lengua de cada pueblo.
III. Imaginarios de “lenguaje popular”
Decreto de creación del Instituto Nacional de la Tradición (1943) “Decreto N° 15951, del 20 de diciembre, creando el Instituto Nacional de la Tradición y asignando al mismo sus fines esenciales”, en Suplemento de El Monitor de la Educación Común, 1944, núm. 853 y 854, p. 12.
Buenos Aires, 20 de diciembre de 1943 Visto: La resolución ministerial de fecha 8 de noviembre del corriente año, que instituyó el Día de la Tradición en los establecimientos de enseñanza dependientes del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, en coincidencia con actos anteriores del mismo Departamento y con lo dispuesto sobre el mismo asunto por el H. Consejo Nacional de Educación, Consejos Generales de Provincias, Institutos Universitarios y demás organismos oficiales y particulares; y considerando: Que la cultura tradicional de los núcleos históricos geográficos integrantes del pueblo argentino debe preservarse de los procesos de destrucción o desnaturalización que puedan llegar a afectarla como consecuencia de factores adversos; Que dicha cultura, enraizada en los períodos de la Colonización y de la Independencia, aparte de su valor científico, ofrece expresiones de valor moral, estético y docente, que es deber ineludible de buen gobierno conservar como nobles manifestaciones que son del sentimiento patrio y de nuestra personalidad en el concierto de las naciones libres; Que la conservación de las tradiciones patrias exige la documentación total de toda creación del alma popular, lo que impone una tarea sistemática de recolección, ordenación y clasificación de sus modos expresivos dentro de normas técnicas adecuadas a su objeto; Que esta sistematización de lo tradicional y su conocimiento organizado y conjunto facilitarán los propósitos del Poder Ejecutivo de educar
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las generaciones en una comprensión vigorosa del concepto de Patria, mediante los instrumentos de pedagogía escolar y social llamados a crearse en virtual consecuencia; Por ello, El Presidente de la Nación Argentina Decreta: Artículo 1°.– Créase el Instituto Nacional de la Tradición, que funcionará bajo la dependencia del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública y que contará inicialmente con tres secciones destinadas: al estudio del lenguaje y literatura populares; a la investigación sobre música y danzas de igual género, y a cuanto se refiere a la cultura popular en sus aspectos sociales y materiales, respectivamente. Art. 2°.– Asígnense como fines esenciales del Instituto: a) Recoger directa y ordenadamente los materiales destinados a formar el conjunto orgánico de las tradiciones argentinas; b) Formar investigadores especializados en la materia; c) Instalar el Museo de la Tradición; d) Formar bibliotecas, discotecas y archivos especializados; e) Editar obras particulares de interés tradicional, propias o de terceros. Art. 3°.– Nómbrase Oficial 1º, Director del Instituto Nacional de la Tradición, al señor Juan Alfonso Carrizo (Cl. 1895 - D. M. 1 M. 27295), y Oficial 3°, Vicedirector del mismo Instituto, al señor Manuel Gómez Carrillo (Cl. 1883 - D. M. 61 - M. 3802500). Art. 4°.– Declárase, a los efectos del régimen sobre incompatibilidades, cargos técnico-docentes a los creados de acuerdo con el artículo anterior. Art. 5°.– El Director y Vicedirector nombrados elevarán al Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, en el término de treinta (30) días, el proyecto de organización del Instituto, de conformidad con los fines y distribución asignados en este Decreto.
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Art. 6°.– Los gastos que demande la creación del Instituto mencionado serán imputados al Inciso 457, Partida 10 del Presupuesto del corriente año (Anexo “E”), hasta su inclusión definitiva en el Presupuesto de Gastos de la Nación. Art. 7°.– Comuníquese, publíquese, anótese, dese al Registro Nacional y archívese. Ramírez G. Martínez Zuviría
Diccionario folklórico argentino, de Félix Coluccio (1948) Coluccio, F. 1948. Diccionario folklórico argentino. Buenos Aires: El Ateneo, pp. 9-10, 25, 52 y 85-86.
Prefacio Al editar este trabajo, solo me ha guiado el propósito de contribuir de alguna manera al estudio de nuestro Folklore, ciencia esta que en los últimos años ha experimentado una profunda evolución, siendo su incorporación como materia de estudio en la enseñanza cuestión de tiempo. En toda América los estudios folklóricos están adquiriendo día a día mayor importancia, destacándose especialmente los que se realizan en Estados Unidos, Bolivia, Brasil, Cuba, Venezuela, Uruguay, Perú, Méjico y Chile. En nuestro país, felizmente han aumentado las contribuciones al estudio del Folklore, y con ello se acrecienta la unidad espiritual de los argentinos, porque con su valioso aporte se tiende a formar más clara, más profunda, esa conciencia nacional que es norte de todo Estado que aspire a que la Nación evolucione eternamente. La preocupación oficial venturosamente alcanza hoy proyecciones desconocidas, y el Consejo Nacional de la Tradición cumple una patriótica y fecunda labor. Lo mismo que las universidades, especialmente las de Buenos Aires y Tucumán, y la Comisión de Folklore y Nativismo del Consejo Nacional de Educación, así como la Asociación Folklórica Argentina. Este libro quiere ser una contribución a ello, y en la medida de su valor, servir de enlace al folklore americano, agrupando y ordenando tanto material disperso, que ha de facilitar el estudio con la consulta de la bibliografía indicada al final de casi todas las definiciones, pues ella indica no solo la fuente, sino también qué otros trabajos pueden ampliar un tema determinado. Dejo constancia que muchas definiciones son transcripciones de reconocidos autores, no por el valor de la cita en sí, cuanto por la claridad del concepto.
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De acuerdo a la moderna orientación de la ciencia folklórica, inclúyense en este trabajo: mitos, leyendas, supersticiones, juegos, alimentos regionales, viviendas, bailes, instrumentos musicales, etc. propios del país, inclusive los que son fronterizos con lo etnográfico. También dejo constancia de mi agradecimiento por la valiosa colaboración recibida de innumerables personas que generosamente me facilitaron referencias y material diverso, y en especial, a Don Gustavo Barreto, que conoce y quiere el alma de nuestra criolla tierra, y a Don Augusto Raúl Cortázar que puso en mis manos los primeros libros de Folklore. (...) Argot. Lenguaje propio de los delincuentes. La voz es francesa, y su equivalente correcto y propio entre nosotros sería lunfardo. Interesa también al folklore el estudio de este lenguaje. (...) Criollo. Propio del país, auténticamente nativo, aunque a veces haya ascendencia extranjera. No se refiere exclusivamente al hombre. Se aplica por extensión a los animales, a la vestimenta, al alimento, etc. (...) Folklore. De folk, gente, raza, pueblo, tribu, nación, y lore, erudición, saber, enseñanza: Lo que el pueblo sabe. La palabra folklore fue empleada por primera vez por Williams John Thoms, el 22 de agosto de 1846, en una publicación de la revista Athenaeum, celebrándose pues, hace poco, su primer centenario. El folklore carece aún de una definición universal, obedeciendo ello al hecho de que no todos los que han estudiado esta ciencia coinciden sobre lo que es, sobre lo que debe entenderse por folklore, aconteciendo aquí, poco más o menos, lo mismo que lo que ocurre con el concepto de raza: múltiples definiciones, pero ninguna precisa. Para unos, folklore es “la ciencia que estudia la vida moral y material de los pueblos civilizados, salvajes y no salvajes” (G. Pitrés), definición demasiado amplia pues abarca tanto lo folklórico como lo etnográfico; para otros es la “ciencia de la tradición en los pueblos civilizados, y principalmente en los medios populares” (Saintyves). Entre nosotros el tema ha sido abordado por varios estudiosos, siendo obra vasta y profunda la emprendida por el Dr. Augusto Raúl Cortázar. En su Confluencias Culturales en el Folklore Argentino, establece qué condiciones se requieren para que un hecho sea folklórico. “No basta para ello la tradicionalidad. Circunstancias favorables de índole social, geográfica o psicológica, medios activos de difusión, imperio de modas fugaces, etc., pueden popularizar una
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melodía, un cuento, una adivinanza, un chiste, el uso de un objeto, en fin, cualquier especie aparentemente folklórica. Mas para llegar a ser tal, es preciso su decantación sosegada, su tamización a través del tiempo incontable. No todo cuanto llega al pueblo permanece en él. La moda es la negación de lo folklórico, aunque pueda engendrarlo alguna vez, al conjuro de otros factores coadyuvantes. Es folklórico lo que sobrevive, aquello que destaca sus rasgos en la memoria popular a despecho del esfumino del tiempo”. Además, y es fundamental en la obra, separa en forma precisa dos campos bien definidos: el de la Etnografía y el del Folklore. Es ello lo que más destaca en su medulosa crítica al trabajo, realizada en la Revista de la Universidad, Alfredo Metraux: “Como etnógrafo no puedo sino coincidir con el autor en la exclusión de las tribus primitivas del cuadro del folklore argentino. Todavía existen en ciertas regiones de la Argentina, tribus que conservan en parte su cultura primitiva. Su estudio no compete a los folkloristas. Estos indios no constituyen un elemento aparte en la vida popular argentina. Serán sin duda incorporados a la civilización e introducirán a su vez elementos folklóricos, pero hoy por hoy son los representantes de una cultura diferente. La descripción de sus costumbres y de su vida económica corresponde a la etnografía. Al eliminar a los indios actuales del folklore argentino, no se intenta negar la considerable herencia dejada por las poblaciones indígenas en la vida popular de ciertas provincias, por ejemplo las del Noroeste y aun en Corrientes y Misiones, pero se trata de elementos que han integrado un nuevo tipo cultural y se han incorporado a él para formar una nueva cultura que no es indígena ni española. Precisamente esta cultura popular constituye el objeto del Folklore”. La ciencia del Folklore ha recibido asimismo un valioso aporte con el estudio de Carlos Vega en su “Panorama de la Música Popular Argentina”, donde también establece las diferencias del Folklore con la Etnografía, con la Sociología, y su valor como verdadera Ciencia Histórica, como Ciencia de las Supervivencias inmediatas. Termina su importante trabajo estableciendo que “la Ciencia del Folklore, que sienta en Europa las bases de su organización hacia 1880, da sus primeros frutos en la Argentina después de 1890, y son hombres de ciencia, arqueólogos de nuestros museos, quienes la inician. Todo lo que se difundió entre nosotros antes de esa fecha, sobre o con elementos populares,
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es romanticismo, costumbrismo, nacionalismo artístico, tradicionalismo, memorialismo, literatura de viajes, curiosidad por lo pintoresco, avidez de “color local”; no Folklore. El verdadero movimiento folklórico se debilita luego, y, medio desvanecido, se sostiene sin público entre el fragor de las diversas actividades que aprovechan las cosas del pueblo. En los últimos lustros concita el esfuerzo de muchos intelectuales y recobra su prístino sentido y objeto”. (...) Tango. Danza criolla de pareja enlazada que comenzó a bailarse a fines de 1900 como una modificación del tango andaluz que “llegó” por el año 1888. Es la danza más popular en nuestro país.
Segunda encuesta sobre el habla regional (1949) Comisión de Folklore 1949. Segunda encuesta sobre el habla regional. Buenos Aires: Ministerio de Educación de la Nación/Dirección General de Enseñanza Primaria. La Dirección General de Enseñanza Primaria, por medio de su Comisión de Folklore, realiza un estudio del habla regional del país. Con ello ofrecerá un valioso aporte al conocimiento del español en la Argentina y contribuirá a la mejor enseñanza de nuestro idioma nacional en las escuelas. Por primera vez se realiza un trabajo de esta naturaleza con la colaboración de los maestros primarios. El primer cuestionario fue contestado, en general, satisfactoriamente; son numerosos los trabajos que demuestran observación aguda y realización afanosa e inteligente; solo por excepción se advierte ligereza o indiferencia. El presente cuestionario de léxico y folklore es más extenso que el anterior, pero su observación no ofrece dificultades. Busca dar una idea completa y viva de la comarca o de la región, reflejada en la lengua materna. La búsqueda y la investigación, indispensables para la elaboración de este trabajo, darán al maestro elementos preciosos que podrá aplicar en su enseñanza. Algunas instrucciones a) Realizar el trabajo en forma paciente, sistemática y continuada. El apresuramiento puede malograrlo. Anotar con la mayor frecuencia lo oído, o averiguado; no confiar en la memoria. Acumular todo el material posible, aunque sea de uso general: la riqueza del habla regional no está solo en lo raro, lo curioso o lo estrictamente lugareño, sino en la totalidad de su caudal. b) Considerar todos los capítulos y contestar a todos los puntos. Averiguar y observar detenidamente antes de contestar; dejar constancia de las dudas. Agregar en el capítulo especial todo lo que se haya olvidado u omitido, así como lo que no se especifique en el cuestionario y que se considere de interés. c) Transcribir fielmente el habla del hombre del pueblo y del campesino, y hacerlo muy cuidadosamente en los cuentos y en las narraciones;
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reproducir saludos, diálogos, ruegos, imprecaciones, etc. Dar siempre el nombre y la edad de los narradores: entre unas y otras generaciones hay diferencias idiomáticas; también las hay del saber popular. Tratar de determinar las expresiones y términos rurales empleados por las personas cultas, en el hablar descuidado, en la conversación familiar, etc. Cuando el maestro enumere, narre o refiera por su cuenta, debe subrayar los términos y expresiones que usa el pueblo. Evitar en todos los casos el estilo literario; ser claro, simple y preciso. d) Tratar de recoger el folklore de la región, en su totalidad. El material folklórico abunda en todos los lugares, aunque sea más rico en unos aspectos que otros; es muy copioso en los campos, pero también existe en las ciudades. Para recogerlo es necesario ganar al hombre del pueblo, observarlo con inteligente atención, darle confianza, ayudarlo a recordar, invitarlo a meditar y a reconstruir, interrogarlo con habilidad. e) Recurrir en la investigación no solo a los viejos, sino a todos los hombres del pueblo, y en particular a los que poseen aptitudes y conocimientos especiales; hay personas con condiciones y gusto para narrar, describir, cantar, danzar; el vocabulario y la técnica de las tareas, los oficios y las artes, deben ser tomados a quienes las desempeñan o practican: la lavandera, la quesera, el tejedor, el tronzador, el hachero, el minero, el curandero, etc., etc. f ) Sistematizar, en lo posible, las informaciones, descripciones, etc., enumerando sus aspectos, pasos, procedimientos. Ejemplo: El pan casero se hace así: 1º se prepara la salmuera con agua tibia; 2º se derrite un poco de grasa; 3º se pone la harina en una batea, etc., etc. g) Cuando se realice la investigación en una colonia de extranjeros (o núcleo de indígenas), observar minuciosamente la adaptación del grupo humano al medio, a las costumbres y modalidades del lugar o región, así como las características del idioma que han aprendido o están aprendiendo; diferencias que se advierten en los hijos nacidos en el país; aspectos del folklore del país de origen, que se puedan observar o recoger. h) El trabajo tendrá carácter obligatorio para cada escuela, a fin de documentar el habla y el folklore del lugar; podrá ser realizado en forma individual o de conjunto, siempre que se determine en todos los casos la responsabilidad de cada maestro investigador. i) Los trabajos serán enviados directamente a las Inspecciones Seccionales para que se verifique su cumplimiento. El primer cuestionario no ha
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sido contestado aún por algunas escuelas; podrían remitirse ambas investigaciones juntas. Los plazos para el envío de los materiales a las Inspecciones Seccionales, durante el curso escolar de 1950, serán estos: 30 de abril (la mitad, preferentemente, de la encuesta); 30 de mayo (la parte que falta o el trabajo total). Las Inspecciones Seccionales los enviarán a las Inspecciones Generales en los primeros días de junio. Acompañarán un mapa de las escuelas de la provincia o territorio indicando con un círculo rojo las que han enviado la encuesta. Las Inspecciones Seccionales podrán estimular los mejores trabajos haciéndolo constar en la hoja de servicios de sus autores. La publicación oficial de la Dirección General llevará la lista íntegra de los maestros colaboradores, y en forma destacada la de los investigadores que se hubieren distinguido. (…) Observación importante: – El presente cuestionario ha sido redactado para todo el país, y de allí su generalidad y extensión; cada investigador lo adaptará a los elementos y a la modalidad de su región o lugar. Los ejemplos que se ofrecen solo tienen por objeto guiar, ayudar a recordar, facilitar la observación. Se debe tachar en el folleto, todos los nombres y expresiones que no se usan en el lugar y agregarlo al material que se envía a la Inspección.
Capítulo I 1. El lugar. Describirlo brevemente. Algunas noticias históricas. La vida del lugar. El nombre del lugar; origen y significado si se conocen. Tradiciones. (Conviene resumir lo más importante del Libro Histórico de la escuela). 2. La región. Croquis. Formular una lista lo más completa posible de nombres de lugares, cerros, sierras, valles, lagunas, establecimientos, caseríos, pueblos, etc.; indicar origen y significados de los que se conozcan. Tradiciones, supersticiones, refranes, etc. 3. Nombres de los accidentes del terreno, y del terreno según su naturaleza: cordillera, montaña, sierra, cerro, cuchilla, loma, barda, volcán, quebrada, valle, precipicio, huaico, hueco, bajo, alto, meseta, mesilla,
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mesada, pampa, playa, desplayado, travesía, salina, arenal, pantano, barrial, estero, bañado, gredal, fofadal, fachinal, cangrejal, mallín, guadal, peladar, bosque, (montaña con el significado de bosque), selva, monte, etc. Partes de un cerro o montaña: plan, ladera, falda, costa, ensenada, bahía, punta, etc. Expresiones y términos alusivos; significado: repechar el cerro, trastornar la loma, ceja del monte, mal del cerro o puna, apunaras, desconocer o enojarse el cerro, etc. Creencias, supersticiones, refranes, etc. (…)
Capítulo V Medicina popular. Brujería y adivinación. Personajes populares que ejercen estas artes; nombres que les da el pueblo, médico, inteligente, curandero, entendido, etc. Prácticas y procedimientos corrientes en la medicina casera. Creencias y supersticiones. Curación de palabras, a la distancia, al rastro, etc. Recetas; completar lo tratado en hierbas medicinales. Personajes que se han hecho célebres en la región: el Médico del agua fría, el Médico de Moldes, etc. Creencias populares sobre brujerías; los iniciados; fórmulas y procedimientos. La Salamanca o lugar de reuniones secretas: casos conocidos (recoger todo lo que sea posible). Conjuros: fórmulas y prácticas; uso del pelo, vestidos, muñecos, retratos, etc.; el Credo al revés. Conjuros para las epidemias, invasiones de langosta, vizcachas, u otros animales perjudiciales, para la sequía, las tormentas, etc. Las doce palabras tornadas, el trisagio, el credo, etc.
Capítulo VI Creencias religiosas. El culto. La devoción. Lugares destinados al culto. Altar doméstico. Las capillas del campo. Patronos. Novenas y fiestas con las cuales se terminan algunas de ellas. Las promesas. Cultos famosos en la región: Señor de Sumalao, Señor de Renca, Señora de Itatí, La Patroncita (de Valle Fértil, de S. Juan), Señor de los Milagros, Señora de Luján, Virgen del Valle, etc. Culto de la Virgen de
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Andacollo en la región andina. Leyendas, forma de realizar el culto, procesiones, fiestas, cantos, danzas, relativos a cada caso; trajes y adornos usados en algunas festividades. El culto de los muertos o las ánimas; ánimas milagrosas: la Difunta Correa, el Ánima de los Rieles, el Descabezadito, José Dolores, la Virgen de Pachaco, etc.; acompañar dibujos y fotografías si fuera posible. Prácticas religiosas de carácter especial como el Misa-chico. Prácticas religiosas para los velatorios, funerales, entierros, conemoración del Día de Difuntos, o aniversarios de la muerte de un deudo. Velatorio y entierro del angelito; práctica antigua y actual. Oraciones preferidas por la gente del pueblo: el Bendito. Romances y coplas religiosas; fórmulas de conjuros; saludos que recuerdan fórmulas religiosas.
Capítulo VII Creencias y supersticiones. Recoger todas las que sea posible, referentes a: actos de la vida privada y pública, objetos personales y domésticos, los sentimientos y devociones, la salud, las enfermedades, la muerte, los trabajos, los animales, las plantas, el cielo, etc., etc.; completar las que se hayan ido dando en los diversos capítulos precedentes.
Capítulo VIII Fiestas populares. Fiestas locales. Año Nuevo, Reyes Magos, San Juan y San Pedro, etc.; cédulas del día de San Juan; las fogatas o fogones de San Juan y San Pedro. Romerías (…).
“Folklore lingüístico”, de Juan Alfonso Carrizo (1953) Carrizo, J. A. 1953. “Capítulo VIII. Folklore lingüístico”, en Historia del folklore argentino. Buenos Aires: Instituto Nacional de la Tradición, pp. 153-166.
a) Vocabularios I.- De distintos temas. En el curso del capítulo sobre crónicas, tradiciones y costumbre, fuimos señalando a los autores que agregaron a manera de apéndice glosarios de voces regionales usadas en el texto. En este capítulo citaremos únicamente a aquellos autores que consagraron sus libros a estudiar el tema del epígrafe. Acaso el Vocabulario patagón compilado por Pigafetta, compañero de Magallanes, en San Julián, en el invierno de 1520, sea el primero formado en nuestro país con voces recogidas directamente a los naturales. A este le siguen los compuestos por el misionero Padre Alonso de Barzana, en las dos últimas décadas del siglo xvi. El Padre recogió voces del Cacán, del Lule, del Tonocoté y Ghiriguanae. Desgraciadamente ninguno de estos vocabularios se conservan actualmente. En 1607, otro misionero lingüista, el padre Luis de Valdivia, jesuita, como Barzana, publicó su Doctrina cristiana y catecismo en la lengua Alentiae que corre en la ciudad de San Juan de la Frontera (nuestra actual San Juan) con un confesionario, arte y vocabulario breve. El Padre Antonio Machoni de Cerdeña recogió voces de los indios de ambas márgenes del río Salado, en Salta, a mediados del siglo xviii, y las publicó en su libro Arte y Vocabulario de la lengua Lule Tonocoté. En la expedición de don Alejandro Malaspina (1789-1794) por nuestras tierras, se sabe que tocó Puerto Deseado por diciembre de 1789, al parecer el 2 y el 14 del mes. En esa oportunidad debe ser que Antonio Pineda y el propio Malaspina escribieron un vocabulario con voces de los indios del lugar. Se guarda en el Museo Británico, y fue publicado por don Félix F. Outes en 1913, junto a
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otros, en el capítulo de Vocabularios inéditos del Patagón Argentino. Entre el segundo y el tercer decenio del siglo pasado, el general don Juan Manuel de Rosas compuso un Diccionario Español-Pampa y Pampa-Español con voces recogidas por él a los indios de la provincia de Buenos Aires, cuando fuéeestanciero y convivió o luchó contra ellos. En 1845, don Francisco Javier Muñiz reunió un centenar de “Voces usadas con generalidad en las Repúblicas del Plata, la Argentina y la Oriental del Uruguay (Montevideo)”. Muchas de sus noticias y en especial las que da sobre el significado del vocablo gaucho son valiosísimas. En 1864, don Federico Hunziker reunió varios centenares de voces usadas por los puelches, una de las parcialidades indígenas pobladoras de la Patagonia, con el título de Vocabulario y Fraseario Genakeen (puelche). En 1890, el uruguayo don Daniel Granada publicó su Vocabulario rioplatense razonado, con voces usadas por el pueblo de ambas márgenes del Plata. Es una obra básica, como las de Garzón y Segovia, que veremos luego. En 1892, la Revista del Museo de La Plata reeditó las Reglas para aprender a hablar la lengua mocovítica, publicada por el misionero fray Francisco Tavolini, en 1856. En este libro, el diligente misionero del Chaco y norte santafesino “pinta una buena cantidad de los términos, que ellos los indios mocovíes usan”. Este vocabulario, puesto luego en orden por don Samuel Lafone Quevedo, fue compuesto en los tres años que duró su misión apostólica en el Chaco. Los indios matacos y su lengua, obra del ingeniero Juan Pelleschi, editada en 1897, es un precioso vocabulario formado personalmente por su autor en sus andanzas por el Chaco en medio de los indios de la familia mataca. Los autores citados hablan de indios, pero conviene advertir que los tales ya estaban influenciados por los blancos o cristianos, pues bebían los alcoholes de los blancos, montaban en los caballos y comían las vacas traídas por los Conquistadores. Don Samuel Lafone Quevedo dio a la estampa en 1898 su Tesoro de catamarqueñismos, formado con voces indígenas y algunas españolas antiguas, recogidas a paisanos del oeste de la provincia de Catamarca.
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En 1904, el franciscano fray Joaquín Remedi publicó su vocabulario Mataco-castellano, con voces recogidas por él en su vida de misionero entre los matacos del Chaco. En 1909, don A. de Llamas incluyó un vocabulario de la lengua Vilela del Chaco en su libro Uakambabelté o Vilela. En 1910, año del centenario del Grito de Libertad, don Tobías Garzón publicó su Diccionario Argentino, con voces recogidas por él en Córdoba y con argentinismos usados por autores nacionales. En este mismo año publicó Robert Lehmann-Nitsche su vocabulario Chorote o solote, con voces recogidas personalmente a los chorotes naturales del Chaco. Más importante, tanto desde el punto de vista de la cantidad de voces y giros idiomáticos recogidos, como por la explicación que aclara su sentido, es la obra del Dr. Lisandro Segovia titulada Diccionario de Argentinismos, Neologismos y Barbarismos, que se editó un año después. En este mismo año de 1911, el escritor español Ciro Bayo, autor del Romancerillo del Plata, publicó su Vocabulario Criollo-español-sudamericano, con voces usadas por los paisanos en nuestro país y Bolivia. Don Eusebio R. Castex publicó en 1923 Cantos Populares (apuntes lexicográficos), con un estudio concienzudo y erudito de algunas voces usadas por nuestro pueblo. Sobre el mismo tema escribió en 1940 otro libro titulado Pasatiempos lexicográficos, de sumo interés para el estudio comparado de las voces populares y vulgares de nuestro país. En 1927 apareció el primer número de Folletos Lenguaraces, escrito por don Vicente Rossi. Hasta 1945 llevaba publicado treinta números. El señor Rossi recogió regionalismos y arcaísmos cuyo sentido aclara con prolijidad. La edición del poema gauchesco de José Hernández, Martín Fierro, hecha por don Eleuterio F. Tiscornia en 1925, contiene, a más de algunas notas explicativas, un copioso vocabulario de voces usadas en el texto, eruditamente comentadas. Es obra básica para el estudio de la lingüística argentina. En 1927, en oportunidad de hacerse la primera reedición del Tesoro de catamarqueñismos, de don Samuel Lafone Quevedo, el profesor don Félix P. Avellaneda agregó a manera de apéndice un
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copiosísimo vocabulario de regionalismos con el título Palabras y modismos usuales en Catamarca. En 1929, el Padre Pedro Grenón S. J. dio a conocer su diccionario documentado en Nuestra terminología. Aunque en verdad no es una obra folklórica, puesto que Grenón no recogió sus piezas de boca del pueblo, sino de documentos del Archivo de Córdoba, su libro es de sumo interés para el estudio de los criollismos argentinos. En 1931, don Marco A. Morínigo publicó su libro Hispanismos en el guaraní, que ofrece un mundo de datos sobre la asimilación de voces españolas por parte de nuestros paisanos de Corrientes y Misiones de habla guaraní, ya captando el vocablo español en su integridad, ya deformándolo en su prosodia o fonética, ya haciendo hibridaciones o bien ingeniosas perífrasis con elementos del mismo idioma guaraní. Aparte del estudio erudito de las voces españolas y de las indígenas correspondientes, el señor Morínigo ilustra a pluma una buena cantidad de nombres de objetos o instrumentos de trabajo usados en Corrientes. El padre Pablo Cabrera, ilustre filólogo argentino, recogió también en documentos de Córdoba y Tucumán innumerables voces que luego estudió en libros que más adelante veremos al hablar de la Toponimia. El ingeniero Pedro Pascual Ramírez publicó en 1938 Los Huarpes con algunos ensayos de etimologías de las palabras usadas por el pueblo de San Luis, Mendoza y San Juan, regiones donde vivieron los huarpes antes de la venida de los españoles. En 1938, don Alberto C. Da Rocha publicó su Vocabulario Comentado Pilagá-Castellano y Castellano-Pilagá, con voces recogidas en tres años de permanencia entre los pilagás, pobladores de los bosques del Chaco y Formosa. Don Justo P. Sáenz, en su libro Equitación gaucha en La Pampa y Mesopotamia, publicado en 1942, trae un apéndice titulado Vocabulario con explicaciones y dibujos a pluma que ayudan eficazmente a la comprensión del asunto tratado. Este vocabulario es todo un manual ilustrado para el estudio de las voces camperas que se usan en el trajín diario de caballos en las estancias del Litoral. Obra de gran valor folklórico es la del profesor don Pedro Inchauspe titulada Voces y costumbres del campo argentino, publicada
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en 1942. Este libro, bien ilustrado, trae la voz con un comentario, que no solamente aclara su sentido, sino que suministra interesantes datos sobre las costumbres camperas argentinas. Del mismo autor es Pilchas gauchas (1947), igualmente ilustrado e igualmente documentado. El Reverendo Richard James Hunt, que vivió treinta años en el Chaco, recogió las voces de los matacos y formó un copioso vocabulario de esta lengua, que el Instituto de Antropología de la Universidad Nacional de Tucumán editó en 1940 (publicación N° 271). Lo mismo hizo en 1943 dicho Instituto con el Diccionario Toba, que don Tomás Tebloth formó con voces recogidas personalmente a los naturales de la familia toba del Chaco. Don Roberto Arrazola publicó su Diccionario de modismos argentinos, también en 1943, con voces vulgares y populares de nuestro país. Don Tito Saubidet, de quien ya hablamos al tratar de la iconografía folklórica, escribió igualmente en 1943 un precioso estudio de lingüística nacional titulado: Vocabulario y refranero criollos. Con textos y dibujos originales. Es una obra básica, pues el vocabulario está no solo admirablemente escrito y documentado, sino que acompañan a sus explicaciones ilustraciones gráficas de dibujos a pluma hechos por él con suma maestría. Don Lázaro Flury, en su libro Güilches, de 1944, publica un extenso Vocabulario castellano-araucano, idioma de los nativos de Río Negro, Chubut y Neuquén. El Dr. Eduardo Acevedo Díaz, en su libro Ramón Hazaña, novela de la pampa argentina publicada en 1945, trae un interesantísimo vocabulario, tan extenso, que es todo un diccionario de voces regionales de la provincia de Buenos Aires y de la de Córdoba. Don Julio Aramburu escribió Voces de supervivencia indígena, en 1944; Martín Manso, Las voces del Martín Fierro, en 1945; y don Félix Coluccio, Dicionario folklórico argentino, en 1948. Don Lázaro Schallman publicó en 1946 un libro medular y erudito titulado Coloquios sobre el lenguaje argentino, donde estudia un buen número de argentinismos al par que analiza los vicios del habla corriente en el país.
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Especialmente valioso es el libro del Dr. Orestes Di Lullo titulado Contribución al estudio de las voces santiagueñas (1946). Su autor, que investigó el folklore de Santiago del Estero, recogió personalmente las voces registradas, que luego explica con abundancia de detalles. Serio y bien documentado, como los libros de Garzón, de Segovia e Inchauspe, es el del profesor salteño don José Vicente Solá, Diccionario de Regionalismos de Salta, publicado en 1947. Es un precioso estudio de las voces indígenas y españolas arcaicas. El señor Solá vive en Salta y recogió personalmente las voces a los paisanos de su provincia natal. La distinguida investigadora del folklore puntano señora Berta Elena Vidal de Battini publicó en 1949 El habla rural de San Luis, libro meduloso que estudia con suficiencia y profundo conocimiento del tema las distintas deformaciones que sufre el habla española en boca de la gente campesina de su provincia. Acompaña un precioso glosario de voces estudiadas en el texto, lo que significa un aporte valiosísimo al estudio científico del habla criolla de los argentinos. II.– De un solo tema. En 1938, don Amaro Villanueva publicó su libro Mate (exposición y técnica de cebar). Trata con mucho detenimiento de esta vieja como extendida costumbre de beber la infusión de la yerba mate. Con las explicaciones pertinentes, Villanueva trae un glosario de voces usadas en la preparación de la bebida, hecho con suma versación de la materia. El padre Pedro Grenón S. J. publicó en Córdoba, en 1925, un interesante opúsculo titulado Propiedad y antigüedad de nuestra nomenclatura pecuaria. Es todo un vocabulario de voces relacionadas con la cría y beneficio del ganado mayor y menor en nuestro país, tomadas en su integridad de documentos que se guardan en los archivos cordobeses. El mismo origen y la misma orientación en su especialidad tiene el otro vocabulario publicado por el padre Grenón en 1930: Criaderos, pelajes y su nomenclatura. Como su título lo dice, alude en especial a los nombres que los paisanos dan a sus animales según el color del pelambre. A manera de apéndice agrega en este opúsculo un glosario relacionado, no solamente
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con el color del pelo del ganado, sino con su crianza y beneficio. También este vocabulario, como lo declara el prolijo investigador, está tomado íntegramente de fuentes documentales, esta vez entresacando voces de la Historia Natural de los Cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata, libro de don Félix de Azara, publicado en 1802. Con los vocabularios anteriores, es un precioso aporte al estudio de nuestro folklore lingüístico. Don Roberto C. Dowdall publicó, en 1942, en Anales (Sociedad de Criadores de Ganado) un interesante estudio titulado Pelos criollos Ruano, como antes había publicado otros sobre Overos y Tobianos. Don Elías Gordillo Rojas publicó, igualmente en 1942, un interesante libro Pelos criollos. La primera parte está escrita en verso, en décimas que hablan o mejor añoran las yerras, las señaladas, las esquiladas y cerdeadas de antaño, cuando las estancias estaban aún en poder de criollos. La segunda parte del libro está integrada por el vocabulario. Hace la clasificación por pelos y las variaciones operadas en los colores tipos, con profundo conocimiento del tema. Igualmente especializado en la pelambre de los yeguarizos es el vocabulario ofrecido por el médico Dr. Almanzor Marrero y Galíndez, en su libro Cromohipología, publicado en 1945. Trata de la clasificación de los pelajes, tal como hizo Gordillo Rojas. Las veintisiete acuarelas que ilustran el libro de Marrero, hecho por don Juan Ángel Boero, son de gran fidelidad y arte. Don Mario A. López Osornio, en su libro Esgrima criolla, publicado en 1942, trae a manera de apéndice un vocabulario y refranero exclusivamente del cuchillo, sus formas y usos, recogidos personalmente por él a paisanos de la provincia de Buenos Aires. En este libro López Osornio trata, como otrora don Enrique de Villena (1384-1439) en su Arte Cisoria, de las distintas formas y nombres del cuchillo: puñal, facón, daga, estoque, etc., de la manera de llevarlos consigo y usarlos y de la esgrima y duelo criollos. También habla del uso del rebenque y del poncho en la pelea. Respecto a los utensilios caseros y herramientas de trabajo usados tradicionalmente en el campo, el Profesor Don Dalmiro S. Adaro publicó en 1918 un interesante trabajo titulado Industrias criollas o Fitotecnia, dedicado a refrescar la memoria sobre las
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pequeñas industrias caseras del jabón, las velas, la curtiduría de los cueros, la fabricación de carbón vegetal, el uso de las plantas en medicina, tintorería, etc. (…) i) Refranes y modismos. La búsqueda de piezas paremiológicas es entre nosotros de data reciente, de este siglo. Aunque ya don Tobías Garzón dio a conocer algunos refranes y modismos tradicionales en nuestro país en su Diccionario argentino, publicado en 1910, no hay ninguna duda de que el primero en consagrarse de lleno a la búsqueda de refranes y modismos fué el Dr. Lisandro Segovia, y en efecto, con el título de Refranes, frases, modismos y cláusulas, nos da alrededor de mil doscientas piezas en su Diccionario de argentinismos, publicado en 1911. Don Juan Dragbi Lucero, en su Cancionero Popular de Cuyo, publicado, como vimos ya, en 1938, trae un capítulo de paremiología titulado Refranes populares de Cuyo, de mucha importancia folklórica por abundar las piezas de sabor popular. En 1941, don Jesús María Carrizo publicó un cuaderno titulado Los refranes y las frases (hechas) en las coplas populares (argentinas) y en 1945, otro por el estilo, Refranerillo de la alimentación del Norte Argentino. En ambos trabajos compara los refranes tradicionales en nuestro país con los que figuran en las colecciones españolas de todos los tiempos. Don Pedro Inchauspe, en su libro citado en el parágrafo anterior, Voces y costumbres del campo argentino, publicado en 1942, trae los refranes o modismos donde se usa la palabra que estudia. Don Tito Saubidet da mucha importancia a los refranes; a la par que recogía las voces, anotaba todos los refranes de uso común en la provincia de Buenos Aires; por eso su libro ilustrado, publicado en 1943, como vimos, se denomina Vocabulario y Refranero criollos. En 1944, el Dr. Ismael Moya reunió y estudió con suma erudición los refranes que, a raíz de una encuesta hecha por el Consejo Nacional de Educación, desde 1921, remitieron los maestros de provincias y gobernaciones, nacionales, en aquel año y en otros, hasta no hace poco. El libro del Dr. Moya, titulado Refranero contiene, a más de refranes, proverbios, adagios, formas proverbiales, modismos y giros tradicionales en la Argentina. Lástima grande que estudio tan erudito esté basado en
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material espurio. Los señores maestros, no especializados, por supuesto, en pesquisas folklóricas, tomaron refranes de todas las fuentes imaginables, y hubo no pocos de ellos, que se valieron de compilaciones españolas para abultar sus remesas. Si el Dr. Moya hubiera recogido personalmente los refranes de boca del pueblo, como hizo Segovia, el suyo sería el mejor estudio sobre paremiología argentina. Don Martín Manso, en su libro Las voces del Martín Fierro, publicado en 1945, apunta los refranes y modismos usados por José Hernández en su poema pastoril.
Poesía gauchesca y nativista rioplatense, de Álvaro Yunque (1952) Yunque, A. 1952. Poesía gauchesca y nativista rioplatense. Buenos Aires: Distribuidora y editora argentina, pp. 9-24.
Introducción Bajo este dintel irán pasando, por orden cronológico, los poetas que, cultivadores de la poesía gauchesca y nativista en el Río de la Plata, dejaron, a nuestro juicio, una labor artística, ya sea en lenguaje dialectal o en idioma culto. Solo con los nombres de su índice no se termina la nomenclatura de la poesía gauchesca, por cierto. Muchos más podrían agregarse. Ya en idioma culto o en dialecto hispano-indo-gauchesco, rastreamos más de un centenar de nombres. (…) El cantor, personaje gaucho al que en su biografía de “Facundo”, dedicándole Sarmiento algunas páginas llenas de color, lo delineó con firmes trazos, fue un elemento importantísimo. Tan importante como el “rastreador” o el “baqueano”, que jugaban un papel de primera fila en las guerras gauchas y lo fueron todas nuestras guerras civiles y las llevadas contra el indígena. Además de aquellos arquetipos, está el “gaucho malo”, pero no se concibe –después de Martín Fierro– un gaucho malo que no sea cantor. Lo es Juan Moreira –no el real, sino el personaje del folletín de Eduardo Gutiérrez– y lo es Santos Vega, que ascendió a la categoría de mito. Sobre Santos Vega, el payador por antonomasia, además de Bartolomé Mitre que desfloró el tema en Armonías de la Pampa, además de Ascabusi –Santos Vega o los mellizos de la flor–, de Obligado – Tradiciones Argentinas– y de Lehmann Nitsche que le dedicó un copioso estudio, se ha escrito profusamente, no solo poesía, sino dramas, novelas, cuentos y ensayos. Santos Vega, el payador de los pagos del Tuyú, es ya un personaje legendario, es la encarnación del espíritu de la pampa y contendor del Demonio. El payador es tan importante que, en los fogones de estancia o en los vivaques de la tropa, más gaucha que milica, en guerra contra otros gauchi-milicos o contra indomables araucanos, recibe como homenaje el primer mate o el más selecto trozo de asado,
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cuando no las más tiernas miradas de la “china” cebadora, si es en estancia o poblado donde él llegó, ¿de dónde?, para partir, ¿hacia dónde?... Dice una copla popular: Santos Vega, el payador, Aquel de la larga fama. Murió cantando su amor Como el pájaro en la rama. A su vez, se le atribuye la siguiente redondilla, que después se transformó en décima: No me entierren en sagrado Donde una cruz me recuerde; Entiérrenme en campo verde Donde me pise el ganado. Pero, en realidad, la estrofa no pertenece al gaucho –tal vez nativo del Tuyú– que dio origen al mito. Variantes de ella se han encontrado en Asturias, Guadalcanal, Zaragoza, Venezuela, México, las islas Azores y en Portugal: Nao me enterren na egreja E nem tampoco en sagrado; N’aquelle prado me enterren Onde se faz o mercado. De estas contiendas guitarra en mano y canto al viento, que iluminaban la vida trabajosa, misérrima y peligrosísima de los gauchos –o de las gentes del suburbio: matarifes, carreteros, mayorales de diligencia, chasques– ha quedado el recuerdo de Santos Vega, solo vencido por el “Diablo en persona”, de otro cantor correntino que venció al Diablo, haciéndole explotar la Salamanca, su guarida, y el de la payada que de Chile pasó a Cuyo, entre el indio o mulato Tagua con Javier de la Rosa, cantor de fama. En la literatura, aquellas “topadas” en verso quedan perpetuadas por las que, en una pulpería, tuvieran Martín Fierro y un Moreno. Nada se ha hecho superior a ella. Viven aún gentes que escucharon a Gabino Ezeiza, negro payador de
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popularidad inigualada, y hay quien conserva cuadernillos con los versos que se cruzaron él y Pablo Vázquez –dos noches consecutivas duró la contienda– o con Nemesio Trejo o con Juan Navas... Porque el gaucho se prolongó en el suburbio de las ciudades – Montevideo y Buenos Aires, sobre todo– y el compadre, o compadrón, o compadrito –muy semejante al chulo madrileño–, su hijo, o su eco, también guitarreó, bailó, cantó y tuvo sus payadores célebres: Gabino Ezeiza – (1858 a 1916)–, del cual se recitó hasta el cansancio su Saludo a Paysandú, su contendor Pablo Vázquez, José María Silva, José Betinoti –¿quién no sabe aún su Pobre mi madre querida?– de cuya existencia real o forjada se ha hecho una película, Higinio Cazón, también moreno, Luis Acosta García, Nicodemo Galíndez, Federico Curiando, Generoso D‘Amato, Antonio Caggiano –que llevó la payada a la radiotelefonía– José Agustín Dillon, Donato Sierra, Cayetano Daglio, Víctor Gaglieri, Luis García, Ambrosio Río, Ramón Vieytes, Nemesio Trejo –que después llegó a estrenar algunos sainetes plenos de gracia y picardía– Martín Castro, Juan Fulginitti... (obsérvese cuántos nombres italianos, hijos de meridionales, entre estos continuadores del gaucho cantor). Hubo quien, como Francisco Bianco, llevó a Europa la milonga y el tango de los “peringundines” arrabaleros. Y no solo payadores dio el arrabal, dio poetas. Mario López Osornio, en Oro Nativo, nombra a Andrés Cepeda. Félix Hidalgo y Fernández Medina. Editados en folletos, a millares, por empresas a este lucro dedicadas, sus versos corrían de mano en mano, saltaban los límites de la ciudad, invadían los pueblos provincianos. Hasta un periódico, La Pampa Argentina, llevó durante años al pueblo las composiciones entre gauchescas y arrabaleras de Manuel Cientofante o de Silverio Manco, que comentaban los hechos policiales en tono de milonga. Fray Mocho en sus Cuentos y José González Castillo en piezas de teatro breve, como Entre bueyes no hay cornadas y El retrato del pibe, dan una visión pintoresca y cabal, aunque más risueña que dramática, de lo que fueron aquellos personajes del suburbio, enlabiadores de mucamas o fabriqueras, matones de bailongos o de atrios en día de elecciones, ecos de Pastor Luna, de los hermanos Barrientos y otros gauchos cantores y cuchilleros, algunos de carne y hueso, como el Tigre de Quequén, el cual, ya anciano, se asombraba de las proezas y crímenes que le atribuían quienes, cantando, se habían convertido en clarines de su celebridad entre el pueblo.
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En sus Misas Herejes incluye Evaristo Carriego, ya poeta de jerarquía superior a los antes nombrados, composiciones que retratan al “orillero” o “compadre” –”el eco del gaucho”– y sus costumbres. Pinta al “guapo” –o sea al gaucho malo del suburbio: Con ese sombrero que inclinó a los ojos, Con esa melena que peinó al descuido, Cantando aventuras de relatos rojos, Parece un poeta que fuese bandido... Porque si la pampa tuvo su Julián Giménez o su Hormiga Negra, el suburbio tuvo su Atanasio Peralta o su Juan Olave, también peleadores, cuchillo en mano, y capaces de enfrentar a los policías como aquellos. Y si la pampa deformó el idioma español culto con arcaísmos, solecismos y neologismos, si en Hidalgo, Ascasubi y Hernández se apropió de aquel dialecto hasta realizar con él obras de arte; también el suburbio hizo algo que se le asemeja, y escribió en “lunfardo” o sea en “orre” –en reo– en “canyengue” por la pluma de periodistas como Carlos de la Púa (“el malevo Muñoz”) o Felipe H. Fernández (Yacaré), algunos poemas que merecen más atención de la que hasta ahora les ha prestado la “gente de letras”. (Léase La crencha engrasada de Muñoz, y Versos rantifusos de Yacaré). Lugar de privilegio en la idolatría popular ocupa Carlos Gardel, aunque más como cantor que como compositor de versos. Conocido en los barrios porteños del sur –barrios gringos– fué Francisco Rímoli (Dante Linyera), autor de Sernos hermanos, de Musa rasposa, y director de revistas como El Alma que Canta y La Canción Moderna. Dante Linyera no se limitó a hacer versos sentimentales. Su musa arrostró la protesta social, como la arrostró entre los payadores y guitarreros Martín Castro. Por fin, lo que fué para la pampa Santos Vega, lo fué para los pueblos y suburbios Gabino Ezeiza. Ya es casi también un mito este moreno cantor que intervino en patriadas cívicas en pos del caudillo Leandro Alem o en la refundación del teatro rioplatense, junto a “Pepino el 88”, representando en un circo la pantomima de Juan Moreira, el “bandido generoso” reivindicador de los derechos del humilde ultrajados por la justicia arbitraria y prepotente o por el rapaz pulpero. (…) ¿Cuándo apareció la poesía gauchesca en el Río de la Plata, en las cuchillas del Uruguay, la pampa de Buenos Aires y Santa Fe, los bosques
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de Entre Ríos y Corrientes, las serranías de las provincias mediterráneas, en Río Grande del Sud, Brasil? Indios calchaquíes, guaraníes y araucanos poseían arte. El conquistador, de España venido, traía sus romances y coplas castellanos y andaluces. Azara y Concolorcorvo, en sus viajes, oyeron cantores gauchos. Tres nombres aparecen saliendo de esa masa anónima. Son el de Baltazar Maciel, autor de un romance que comienza con el clásico “aquí me pongo a cantar”, en honra del Virrey Ceballos por su campaña contra los portugueses; el de Juan Gualberto Godoy, de cuyo poema “Corro” trae referencias Domingo Faustino Sarmiento, hijo, pues se perdió, y que al parecer era un relato de la sublevación del coronel Corro en Salta –quizás algo similar a Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich–; por último, el nombre de Bartolomé Hidalgo, autor de “diálogos” y “cielitos” gauchescos, muy superiores a cuanto se conoce de Maciel y de Godoy. Me inclino a considerar a Hidalgo como el iniciador del género en el Río de la Plata. Es, sin duda, el primer poeta gauchesco que escribió composiciones perdurables. De él parte la línea que continúan Ascasubi y Hernández con brío el uno y genio el otro. Los payadores de la pampa se expresaron siempre en octosílabos que les llegaba, naturalmente, de los romanceadores y copleros peninsulares. En cuanto a la estrofa, cristalizaba ya en redondillas o serventesios, ya en décimas o sextinas, ya en romances. No pocas veces, como se comprueba en el cantor del baile que aparece en Martín Fierro emplearon la seguidilla: Muchos gauchos presumen de tener damas... O en canciones como la vidalita o la media caña, el hexasílabo. Los poetas gauchescos continuaron con el octosílabo. Lo emplean exclusivamente Hidalgo, Ascasubi y Hernández. Los posteriores ya usan también el endecasílabo y el alejandrino, y sus combinaciones con el heptasílabo. Mucho se ha escrito en pro o en contra del gaucho como individuo y aun como entidad social. Nos limitaremos aquí a reproducir dos opiniones nada más, las dos valiosas. Dice en sus Memorias el general español García Camba que hizo la guerra contra los gauchos del norte: “Eran hombres extraordinarios a caballo, diestros en todas las armas, individualmente valerosos, hábiles para dispersarse y volver de nuevo al ataque, con una
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confianza, soltura y sangre fría que admiraba a los militares europeos, tanto o más jinetes que los cosacos o los mamelucos”... Y el gran Darwin, en su Viaje de un naturalista alrededor del mundo escribe sobre los gauchos del sur: “Los gauchos o campesinos son muy superiores a los habitantes de la ciudad”. Y reconoce al gaucho estas condiciones morales: “Servicial, cortés, hospitalario, humilde, audaz y valeroso”. No he traído a la ventura la opinión de García Camba y de Darwin sobre los gauchos del norte y los del sur. Se diferencian. Habitante el uno de montañas y selvas, de cuchillas y pampas el otro, descendiente el uno de españoles y calchaquíes, de araucanos y españoles o de españoles y guaraníes o solamente de españoles –de andaluces– el otro, sin olvidar que hubo gauchos negros y mulatos, zambos y cuarterones; el gaucho del sur, el de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Uruguay –como el brasileño de Sao Paulo do Sul– se presenta un tipo étnico diferente al de las provincias mediterráneas y norteñas de la Argentina. Y aun entre éstas podría encontrarse distingos. Un gaucho de Cuyo y otro de Catamarca, por ejemplo, no cantan lo mismo, ni bailan las mismas danzas, ni usan los mismos instrumentos, ni emplean los mismos vocablos de su “presunto idioma gauchesco”. Los barbarismos y neologismos, contracciones y alteraciones fonéticas con que adulteran su español –un español matizado de arcaísmos– no es idéntico ni con mucho. En su Historia de la Literatura Argentina trae Ricardo Rojas una colección de coplas bilingües o sólo quichuas oídas a payadores norteños o de guaraníes e hispano-guaraníes oídas a payadores del litoral. Por otra parte, misioneros como Falkner o viajeros como Zeballos, han recogido versos araucanos o arauco-españoles en sus andanzas pampeano-patagónicas. Puede verse en los poetas dialectales de hoy, Novillo Quiroga o García, Atahualpa Yupanqui o Luna –sur y norte, respectivamente– la bien marcada diferencia del lenguaje, ya que en Luna y Atahualpa Yupanqui lo indígena es más evidente. (…) En este libro se recogen coplas y canciones del pueblo y de poetas que han legado su nombre, siempre con espíritu de selección. (Dados solo a exponer, el volumen de este libro se multiplicaría). En él se incluyen poetas gauchescos –dialectales– y cultos, a los que después se ha llamado nativistas. Bartolomé Hidalgo –con sus “diálogos” y “cielitos”– y Esteban Echeverría –con La Cautiva– son los iniciadores de ambas corrientes. Cabrían otros distingos. Hay quien ha escrito literatura gauchesca
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“para divertir” a los puebleros y quien la ha escrito para pintar con indignada justeza la explotación y la injusticia que sobre el gaucho pesaban: Del Campo y Hernández. (…) He aquí una nómina de algunos libros en que puede estudiarse el “gauchesco”: Francisco J. Muñiz: Voces usadas con generalidad en las repúblicas del Plata (1848), Manuel R. Trelles: Colección de voces americanas (1876), Benigno T. Martínez: Diccionario de argentinismos e indigenismos (1887), Juan Seijas: Diccionario de barbarismos cotidianos (1890), Daniel Granada: Vocabulario rioplatense razonado (1890), Enrique Tagle: Diccionario de voces americanas (1893), Juan A. Turdera: Diccionario de barbarismos argentinos (1896), Carlos Martínez Vigil: Sobre lenguaje (1897), Samuel A. Lafone Quevedo: Tesoro de catamarqueñismos (1898), Enrique T. Sánchez: Voces y frases viciosas (1901), Ricardo Monner Sanz: Notas al castellano en la Argentina (1913), Ramón C. Carriegos: Minucias gramaticales (1910), Ciro Bayo: Vocabulario criollo-español (1910), Tobías Garzón: Diccionario argentino (1910), Díaz Salazar: Vocabulario argentino-español (1911), Lisandro Segovia: Diccionario de argentinismos (1911), E. Molina Nadal: Vocabulario argentino-español (1912), Luis G. Villamayor: El lenguaje del bajo fondo (1915), W. P. y S. P. Bermúdez: Lenguaje del Río de la Plata (1916), Ricardo Rojas: Historia de la literatura argentina, Los gauchescos (1917), Arturo Costa Álvarez: El castellano en la Argentina (1923), Roberto Arrazola: Diccionario de modismos argentinos (1943). Sobre la posibilidad o no posibilidad de un idioma propio –derivado del español, por supuesto– en el Río de la Plata; son muchos los que han escrito. Recordamos a Florencio Varela, Echeverría, Alberdi, Sarmiento, Berra, Pelliza, Mariano de Vedia, Del Solar, Vicente y Ernesto Quesada, Cañé, Groussac, Menéndez Pidal, Wilde, Obligado, Oyuela, Argerich, Zeballos, García Velloso, Unen, Olivera, Bunge, Abeille, Monner Sans, Rojas, Lugones, Unanumo, Terán, Costa Álvarez, Selva, Herrero Mayor, Cantarell Dart... El primero que lo hizo con clara concepción del problema, sustanciosa, equilibradamente y con profundidad filosófica, fué Juan María Gutiérrez, año 1876, en una serie de artículos publicados en La Libertad, diario bonaerense, polemizando con Juan Martínez Villergas, ingenioso y mordaz publicista español. Los artículos de Gutiérrez, como los de Martínez Villergas, fueron recopilados por Ernesto Morales, año 1942, en un libro que lleva por nombre: Cartas de un porteño.
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Poesía popular Coplas, romances y canciones de autor desconocido andan profusamente dispersos por los campos, serranías y selvas del antiguo Virreynato del Río de la Plata. Para su creación han contribuido españoles en primer término, después indígenas y aun negros. De aquí se desprende la necesaria pregunta: ¿Qué es autóctono? Hay quien afirma que nada, y quien, a la inversa, que todo lo cantado por el pueblo, venga de donde viniere, pertenece a América. Como siempre, la verdad no pasa por los extremos, ya negativos o afirmativos. Mucho es español asimilado, como mucho del riquísimo coplerío español es también asimilado de Arabia, Persia, Bizancio, India… La gitanería ha sido un arcaduz de secular eficacia. Asimismo, algo aportó el indígena –calchaquíes y guaraníes, particularmente– y algo también el africano; lo cual, traducido y asimilado por el conquistador, fué llevado a la Metrópoli y de allí nuevamente traído, como ocurrió con el ombú o con la araucana partícula che, tan de uso hoy en el Río de la Plata, y atribuidos por algunos, el árbol a Andalucía –bella sombra– y la partícula a Valencia. En este libro damos una muestra de esa poesía anónima. Para ello entresacamos de los cancioneros publicados por folkloristas como Angel Carranza, Ventura R. Lynch, Jorge Furt, Ricardo Rojas, Juan Alfonso Carrizo, Ciro Bayo, Ernesto Morales, Guillermo Terrera, Juan Draghi Lucero, Carlos Vega, Carlos B. Quiroga, Orestes Di Lullo, Mario López Osornio, Andrés A. Chazarreta, Manuel Gómez Carrillo... Y al escoger hemos tenido en cuenta lo ya publicado en España por Fernán Caballero, Machado, Rodríguez Marín, Menéndez Pidal, Lafuente Alcántara, Cejador, Pedrell, como también lo publicado en América por el venezolano José Machado o los colombianos Antonio José Restrepo y Gustavo Otero Muñoz o el ecuatoriano Juan León Mera... El naturalista Félix de Azara, a quien tanto debe el conocimiento de la fauna, flora y costumbres del Río de la Plata, ya nos habla de cantores populares que acompañados de guitarra –de changangos, o sea pequeñas guitarras rústicas– cantaban coplas. Y Concolocorvo en su Lazarillo de ciegos caminantes, 1773, afirma haber oído durante sus andanzas a algún “changador” o “gauderio” o “guapo” o “camilucho”, todos nombres coloniales del “gaucho” o trabajador de las antiguas “vaquerías”, cantar –como dice Concolorcorvo– “varias coplas que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores”. También podemos
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citar a José Espinosa y Tello –Estudio de las costumbres y descripciones interesantes de la América del Sur– que vino con la expedición de Malaspina, en 1794. Describiendo a los “guapos”, dice: “…juegan o cantan unas raras seguidillas, desentonadas, que llaman de Cadena o el Perico, o Malambo, acompañándolo con una desacordada guitarrilla que siempre es un tiple. El talento de cantor es uno de los más seguros para ser bien recibido en cualquier parte y tener comida y hospedaje…”. El último párrafo es sugestivo. Lo ratificará Sarmiento muchos años más tarde cuando, al recordar la presencia de Echeverría en la pampa, los gauchos disimulaban su aspecto de “cajetilla” al saber que ostentaba el privilegiado título de poeta. Para recopilar la poesía popular, hemos desechado lo histórico, dado que pocas veces –como ocurre con Hidalgo– lo histórico pudo superar la pasión de su momento y perdurar como arte. En cuanto al Cancionero, adoptamos las composiciones más conocidas del vasto repertorio que acompaña a los danzarines de gatos, triunfos, pericones, huellas, palitos, marotes, cielos, pala palas, pajarillas, sanjurianas, firmezas, cuecas, chacareras, mediacañas, carambas, refalosas, rancheras, cuandos, sombreritos, zambas, escondidos, mariquitas, tiranas, arungas… Cabe, asimismo, en estos bailes idéntica pregunta: ¿Son autóctonos? Sea una anécdota: en la preparación de un festival para el 1° de mayo, ensayaba un conjunto de bailarines búlgaros, adornados con sus trajes típicamente orientales. Al terminar una de sus danzas colectivas, en medio de la cual un robusto mocetón practicaba algo bien semejante al ágil malambo criollo, me acerqué al director del conjunto y, risueño, le dije: ¡Pero ustedes han imitado el baile de nuestros gauchos! El, también risueño, me respondió: ¿Y por qué no son sus gauchos quienes puedan habernos imitado a nosotros?... La respuesta del búlgaro me hizo pensar en España, en el hilo conductor de su trashumante gitanería.
Lunfardía, de José Gobello (1953) Gobello, J. 1953. Lunfardía. Introducción al Estudio del Lenguaje Porteño. Buenos Aires: Argos, pp. 77-83 y 86-89.
Evolución de las palabras El proceso formativo del léxico lunfardo es semejante al de cualquier lengua culta. Las palabras no aparecen por generación espontánea. Evoluciona su morfología o cambia su significación. En aquella evolución o en ese cambio está el origen de las voces que llamamos nuevas. Hay una pereza ancestral –la inertia dulcedo de Tácito, sin duda– que abrevia las palabras, las apocopa, las contrae. Hay también un juego espontáneo y travieso que se llama asociación de ideas y que las alarga o les muda el significado. En fin, a veces el oído confunde los fonemas qua escucha con otros que le son habituales. Todo esto está claramente explicado en cualquier tratado elemental de filología. Su aplicación al lunfardo es la variante del ocio que se ofrece a continuación. He de formular, previamente, una observación, que se me ocurre fundamental. La evolución de una palabra en una lengua culta suele ser el producto de un proceso largo y lento, no siempre posible de determinar en el tiempo. En el lunfardo ese proceso queda a veces definitivamente abreviado por el capricho de un sainetero o de un letrista de tangos. Lo cual no arguye que se trate de una jerga artificial, una especie de esperanto malevo ideado para que se entiendan las esquinas. Lo artificial es estéril y caduco. Cuando el señor Pepe Arias equivocó la lectura y, en lugar de mis amados filipinos irradió mis amados filipipones creó una palabra artificial y falsa que ya nadie usa. Pero cuando algún espíritu travieso denominó genéricamente musolinas a los barrenderos municipales incurrió en una sinécdoque cuyo medio siglo largo de vida le otorga derecho a ocupar la atención de los lexicógrafos. Aquella –filipipón– era una palabra falsa. Esta –musolino– una preclara figura. Ignoro si cuando decimos noramala por enhoramala, Navidad por Natividad o gran por grande rendimos tributo a la eufonía o a la pereza. Por cualquiera de las dos posibilidades, el lunfardo incurre también en aféresis, síncopas y apócopes. Por ejemplo, dice leones por pantalones y allí se confunde
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a la vez la aféresis y la sinécdoque pues el que abrevió la palabra la asoció inmediatamente, por similitud fonética, a los leones. Del mismo modo nacional (billete de un peso de moneda nacional) se hizo nal; napolitano se redujo a tano, para que Fernández Moreno pudiera cantar: Diez tanos cargan al hombro su manguera y sus silbidos... y añapar se hizo ñapar. Esa palabra, añapar, no es sino una metátesis de apañar. Por síncopa, queda dicho, de marengo se hizo mango, y por apócope nació ciruja, palabra porteñísima, puesto que a quienes buscaban huesos en la quema, para venderlos luego, se los llamó, por pura cachada, cirujanos, palabra no nacida en las cárceles sino, tal vez, en el barrio de los Tachos, allí donde una bandada de chicos sucios y enfermizos oficiaban de cirujas, seleccionando huesos que guardaban cuidadosamente en bolsas de arpillera. Otras palabras surgen por defectuosa audición. Cualquiera que pronuncie ofsaid para expresar lo que en inglés se escribe off side pasaría por ser un pituco. Lo correcto es pronunciar orsái, con erre rotunda y ruidosa. Así percibe ese modismo el oído reo. Tampoco el porteño dice bujarrón, como el castellano manda, sino bufarrón, por semejanza fonética con bufar y, ya así deformada la palabra, la apocopa en bufo y la convierte alternativamente en bufacho (por el polvo “buffach”, insecticida popular a su hora), en buzo y en buzón. Por mal oído y falta de cultura ranta los muchachos de ahora casi no dicen mangar, como en la mejor germanía, sino manguear, con visibles vestigios de mango. Pero no ya por defecto de audición, sino de puro travieso, el lunfardo trocó gingerbeer en chinchivirria, y designó con este barbarismo una bebida compuesta de agua, azúcar y el fruto del calafate que los penados tomaban en Ushuaia. Lo que con mayor abundancia se halla en el lunfardo son sinécdoques. En la germanía se da el mismo juego, pero mientras la germanía vincula ideas y al sombrero, por ejemplo, lo llama poniente, porque se pone, y por enterrar dice plantar, y al dinero le llama sangre, y sangría a la rasgadura que hace el ladrón para sacar el dinero, el lunfardo asocia a menudo palabras. Así, por ejemplo, al invertido lo llama mino, masculino de mina, y en seguida lo deriva a ministro; del enfermo dice que está chacado, pero luego lo hace chacabuco; al alcahuete (chismoso) lo trueca en acaucil; al gallego, en gaita; al cornudo, en cornelio; al batidor (delator), en batistín y
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batilana; a la bota en botasión; al piojo, en píonono, desdichado homenaje al santo y sufrido Pío IX, y cuando, en 1919, el aviador italiano Antonio Locatelli une el Atlántico con el Pacífico, no hay loco a quien no diga locatelli. Luego el señor Vacarezza se ensañó con todos los apellidos de la guía telefónica, pero de su ejercicio nada queda en bocas arrabaleras. Apellido fue también –lo es– Musolino, y correspondió a José Musolino, bandolero siciliano cuya popularidad, surgida a comienzos de siglo, señaló el ocaso de la palabra cambrón. Así se llamaron, hasta el Centenario, los barredores de calles. Los barredores y papeleros municipales más conocidos por cambrones, documenta Félix Lima. Villamayor trae: “Musolino: barredor municipal”. Entonces fue cruel llamar a los mansos italianos edilicios con el nombre de su bravo paisano, pero la costumbre quita el agravio. Como en esta estrofa de Dante Linyera: Y junando una mañana como un pobre musolino rejuntaba los boyitos con cariñoso ademán, la inspiración, como Pedro por su casa, se me vino ¡y empecé a escribir poemas enchastrados de gotán! Así como se llamó musolinos a los barredores, se dijo yoni (de Johnny) a todo inglés o a la persona con pinta de tal; cosaco al agente de la policía montada y canillita al vendedor de diarios. A su vez el gentilicio ranero adquirió una significación genérica. Ranero era el habitante de Las Ranas, barrio pantanoso y croante emplazado en el Parque de los Patricios, del que dejó escrito el próvido Félix Lima: Las Ranas tienen sus chalets de latón armado, bajo cuyos techos agujereados cobíjase la haute femenina del malevaje. Por esa haute consigna Villamayor: “Ranera: mujer ladrona. Aplicable también a la mujer del bajo fondo o conventillera que viste andrajosamente. Ranero: el querido de la ranera, o que anda en amores con mujeres sucias y vagabundas”. Luego todavía ranero se extendió a todo lo pobre y mistongo, según estos rítmicos versos de Yacaré: Yo que manyo los bulines tan mistongos, tan raneros, tan sin pilchas, atrasados, tan patusos, tan fuleros, me da estrilo y la coceo porque juno la calor... Por virtud de la sinécdoque el lunfardo ha enriquecido notoriamente el acervo de su vocabulario. Ejemplos: el reo a los botines los llama caminantes,
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porque caminan; tarros, floreros o canoas, por la forma; camambuses, híbrido de caminantes y ómnibus; tamangos, nítido brasileñismo; fanguses, híbrido de fango y ómnibus, y los de abajo, imprecisa ubicación geográfica. Para la cabeza prefiere metáforas frutales: coco, mate, melón; o bien esta denominación arquitectónica: azotea; o, en todo caso, esta expresión cartesiana: pensarosa. Al whiskey lo llama alpiste, porque sabe que, para elaborarlo, se fermentan algunos granos, entre ellos, el alpiste; a la billetera, casimba; al cuello de la camisa, yuguillo, nombre este de algunos fierros que van sobre la pechera de los caballos, donde se prenden los tiros; a los pies, quesos, por el posible olor; a las medias, queseras; a los aros, colgantes; sotana al saco; soñadora a la almohada; ventanas a los ojos. Alguna vez la metáfora puede ser reversible. Brete, para Villamayor es el calabozo. En buen castellano es cepo. Pero no hay que figurarse que el lunfardo haya tomado su acepción del buen castellano, sino de la significación campera de sitio donde se acorralan las bestias. El lunfardo, cerrando el ciclo de la metáfora, se topa con el significado primitivo del vocablo. Lo mismo ocurre con milonga. Esta es voz africana y significa enredo. Luego designó el baile de negros que todavía perdura, más o menos desvirtuado por las orquestas inexplicablemente denominadas típicas, y más tarde volvió a designar, tropológicamente, el mismo enredo de su significación imposticia: Yo he visto en esa milonga muchos jefes con estancia, y piones en abundancia y majadas y rodeo... Nada hay señalable en la circunstancia de que el lunfardo haya llamado centenario al billete de cien pesos, asociando la cifra con el centenario de la Independencia; o lo haya llamado canario, por el color. (Ahora, al de mil pesos le dice fragata, por su decoración). Tampoco lo hay en que llamara alfiler al estilete; caldosa a la trompada que produce hemorragia; cargar a llevar dinero; endomingarse a vestirse con la mejor ropa; orejero al chismoso. En cambio, es por lo menos curioso el hecho de que algunas voces que expresaban meras variantes del robo tengan ahora una significación más amplia. De esto quedó advertido el lector al hablársele de dar dique y de deschavar. Lo mismo puede decirse del modo adverbial al bardo, de
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improvisada, cuyo origen se halla en el trabajo de albarde, que era el cumplido por el lunfardo, cuando salía a robar sin un plan determinado. Otras transformaciones se explican a continuación. Cartón se llamó al retrato de los ladrones que se circulaba entre los pesquisantes para facilitar las capturas. Un retrato muy circulado fue un cartón junao, y cartón junao fue también, simultáneamente, el ladrón demasiado conocido. Caralisa es el proxeneta o cafisho. El guapo, el orillero, era de rostro achinado y lampiño. De su cáfila surgieron los cafishos a quienes, en mérito a aquella lisura, agravada por pacientes biabas de cosmético, se los llamó caralisas. Y caralisa designa ahora al proxeneta. Al orillero también se lo llamó sábalo. El sábalo es un pez de lomo amarillento. Se lo pescaba en las orillas donde merodeaba el hampa. Consta en Fray Mocho: ¿Y del río qué me dicen? Siempre era un recurso. Lo tenía uno ahicito no más, como decía Ño Pantalión, y siempre se hallaba en la resaca un sábalo asonsao. El pez transfirió su nombre a los vecinos y al conjunto de estos se lo llamó sabalaje. Diré, por último, que el lunfardo no rehuye la hipérbole. Palabra muy suya es amasijar, que equivale a golpear, sea hasta la muerte de la víctima o sin propósito homicida, pero, de cualquier modo, sin la más remota posibilidad de que el golpeado quede como un amasijo. Aunque, faltando a la verdad histórica, Enrique Cadícamo ha usado brillantemente ese verbo: En esta cayeja sola y amasijao por sorpresa fue que cayó Eduardo Arolas por robarse una francesa. Pura hipérbole es también llamar acanalar a la mera acción de abrir un tajo en la cara; carga al dinero que se lleva en el bolsillo; piojosa a la cabeza y mormoso a cualquier agredido.
Cuatro voces porteñas El che, la macana, la cachada y el hincha completan el orgullo y el distintivo del porteño. Che alcanza, en algunos países, jerarquía de gentilicio para designar a los argentinos. Macana (“palabra de haragana generalización”, la llamó Borges en El Idioma de los Argentinos, e impetró su muerte), y
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sus variantes más o menos ortodoxas son rápidamente incorporadas a su propio lenguaje por los huéspedes extranjeros en trance de halagarnos. La cachada entretuvo las reflexiones de Keyserling. El hincha es casi un héroe de esta época deportiva, y de su fervor y consecuencia dependen proficuas combinaciones financieras. Añado a la copiosa bibliografía que han logrado estos ligeros apuntes: Che. Pronombre personal, según unos; interjección, según otros, no es sino el caso vocativo del pronombre tú. Se lo usa para requerir la atención de alguien: ¡Che!, negra bruja, salí antes de que te pegue un tajo, trae Esteban Echeverría en El Matadero. Otras veces sirve para enfatizar un apóstrofe: Discúlpame, che, ciudad, si todavía mi verso, torcido y serruchado, tiene barro en los botines. Nicolás Olivari Mucho se divagó sobre su origen. Lafone Quevedo supone que deriva de chi, vocablo al que atribuye, en guaraní, el significado de ¡hola! Pero desgraciadamente en guaraní no existe la palabra chi. Lucio Mansilla cree que es préstamo de alguna lengua araucana. Hechos ciertos parecerían corroborar esta opinión. Entre las lenguas araucanas se cuenta la lengua che. En esa lengua, che significa hombre, gente, aunque solo se emplea como sufijo: puelche, hombre del oeste; tehuelche, hombre del sur. La lengua che se habló en el sur de Buenos Aires y en el territorio que es ahora provincia Eva Perón. Indios que hablaban en che trabajaron en las estancias sureñas y a veces llegaban a la ciudad a vender ponchos y baratijas. Sin embargo, en la lengua araucana carece che del valor enfático que adquiere en Argentina, Uruguay y Bolivia. Por lo demás, todo el mundo sabe que che corre abundantemente en algunas regiones de España, particularmente en Valencia, lo cual indujo a Ernesto Morales a suponer que fue llevado a la península por los conquistadores, y devuelto luego. Antes que Morales, don Juan B. Selva había compulsado esa posibilidad, pero los valencianos tienen el che por cosa muy propia. Monner Sans reproduce esta copla anónima, recogida –dice– en Jérica (Aragón): En Zaragoza nací y en Valencia estuve un año: allí me llaman el che y allá me llaman el maño.
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Menos erudito, pero también significativo, es el testimonio de K-Hito Yo, García. Una vida vulgar, Madrid, 1948: Del che valencianísimo me apropié en las primeras de cambio. No me inclino a atribuir a che el viaje de ida y vuelta que sugirió Morales. Más convincente es la opinión sustentada, entre otros, por Ciro Bayo (aunque la autoridad filológica de este eterno trashumante no es muy grande): la de que nuestro che no es sino una derivación del ce españolísimo, usado desde antiguo para llamar la atención de alguien. Un inofensivo entretenimiento podría consolidar esta opinión: el de cambiar, en las transcripciones siguientes, el ce original por el che porteño. Deletreaba una niña mi talegón antiyer. Con ce la llamé tapada y me respondió con dé. Francisco de Quevedo. (…) Macana. Con las nuevas cosas llegaron a la España descubridora, a la corte de los Reyes Católicos, las nuevas palabras: canoa, batata, hamaca, maíz, macana. La macana la conocieron, y dejaron constancia, Fernando Colón, Bartolomé de las Casas y Bernal Díaz del Castillo. En sus obras las rastrean aún los perdigueros de la filología. Oliver Asín asegura que es voz del taino, lengua antillana. Otros la prefieren, alternativamente, peruana y azteca, y aun se la ha supuesto voz española –macana– y tomada por Fernando Colón de una traducción de Marco Polo. Tenorio D’Alburquerque es muy abundante, al respecto, en sus Questâos, y Daniel Granada muestra también, en los Apuntamientos, su erudición. No hay discrepancias, sin embargo, en lo que concierne a la eficacia contundente de la macana, ya fuera rudimentaria porra, espadón de madera o, simplemente, mero bastón agresivo. Antillana, continental, europea o lo que fuere, la palabra macana no la heredamos de los indios sino de los españoles, y ya nadie la usa aquí para designar un arma sino en su acepción traslaticia. Ya en 1902 se inquietaba Miguel Cané: “El odioso macana que no se acierta a comprender cómo ha venido a significar disparate, despropósito, de su acepción primitiva y aceptada, aun en España, de arma contundente usada por los indios”. La explicación que demandaba Cané es fácil y ardua a la vez. Una
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metáfora supone una relación, generalmente fugaz, que no todos logran captar. ¿Habría podido explicar Cañé por qué el paisano llama bolazo a la mentira? Bolazo y macana son, me parece, hijas de un mismo capricho. ¿Cuándo comenzó macana a significar despropósito y disparate? Antes de 1902, por supuesto; pero no demasiado antes. Se me ocurre que esta frase de Juan María Gutiérrez, perteneciente a su séptima carta a Antón Perulero La Libertad, edición del 29 de enero de 1876) coloca la palabra sobre la frontera de sus dos acepciones: “Refutarlas (sus razones) con el mismo comedimiento, con raciocinios, con demostraciones, sin encono, con la pluma, no con una macana”. La macana no es, en la contienda literaria que libran Gutiérrez y Villergas, ni porra ni espadón; es, simplemente, cualquier cosa impensada e irrazonable, un ex abrupto, un domingo siete, un despropósito... una macana, en fin. Macana entró poco y nada en la jerga arrabalera. El compadrito, hombre limítrofe de campo, no decía macaneador sino bolacero. Macana es palabra culta que llegó al suburbio desde el centro, desde los salones de la gente leída. Constituye, quizá, el único aporte aristocrático a la jerga popular. Luego se introdujo en el campo, en el interior del país. Juan Alfonso Carrizo la sorprendió en un cantar mediterráneo: Es famoso Luis Artaza Porque canta mil macanas... No la encontramos en los artículos de Lugones ni en las Memorias, pero sí en las cartas de Emilio Becher: Aquí me tienes de redactor sin sueldo. Es una macana que he hecho. Cuando Unamuno prodigaba sus macanas, macaneas y macaneadores para halagar a los argentinos cultos a quienes se dirigía, quizá intuyera que el modestísimo tropo era una invención de la élite, no del pueblo. (…)
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“El idioma de Buenos Aires”, de José Edmundo Clemente (1952) Clemente, J. E. 1952. “El idioma de Buenos Aires”, en Jorge Luis Borges/José Edmundo Clemente. El lenguaje de Buenos Aires. Buenos Aires: Emecé, pp. 3-16. No sería posible un trabajo sobre nuestro idioma sin la mención de Jorge Luis Borges. Pocos han frecuentado como él, para decirlo con una manera muy suya, las particularidades lingüísticas del hombre de Buenos Aires. Mi aspiración consiste en precisar una de sus inquietudes: El idioma de los argentinos, al par que intentar nuevas perspectivas para un estudio de la modalidad expresiva porteña. La restricción al calificativo nacional de Borges, apenas limitada al título, será momentánea y se fundamenta en que su intento, como el mío, supone el borroso perímetro de la Capital Federal. Tal vez esta prolija demarcación idiomática irrite aun más la sensibilidad de los casticistas, pero si es cierto que el territorio de la lengua española está gobernado por una gramática común, también es cierto que cada región de ese territorio presenta un clima, paisaje y colorido espiritual diferentes. Méjico, Chile, Argentina, no solo se distancian de España por un largo continente sino también por formas de vida y por maneras de pensar. Lo mismo ocurre dentro de estos dilatados países; en el nuestro, por ejemplo, un Norte seco y montañoso, un Oeste de mineral y nieve, un litoral de húmeda dulzura, una pampa lisa y abstracta, y el lejano Sur que se junta con el vértice del mundo, definen la tonalidad y el sentido ambiental de las palabras. Es natural, por tanto, que cada una de esas grandes regiones posea una latitud expresiva propia. El turista curioso observa de entrada la semejanza de vocabulario doméstico existente entre Salta, Jujuy, Tucumán, y cómo dicho vocabulario diverge del de Entre Ríos, Corrientes y Misiones. La explicación es simple: si otro río, otro horizonte, otro cielo, abarca la mirada del individuo, otras serán las sensaciones locales que imprima su vida afectiva. Sensaciones unitarias que modificarán la retina matriz del idioma y le darán riqueza y flexibilidad. Tampoco pretendo iniciar la rebelión idiomática, así como repudio el despotismo académico; ni lo uno ni lo otro. Los extremos en materia
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de ideas son peligrosos: evidencian fanatismo. Es preferible optar por el últimamente desprestigiado término medio: que no es sino el aprovechamiento ordenado de la energía de fuerzas contrarias. Al cabo, los extremos se justifican por su centro. Quiero decir: el castellano general puede manifestar con exactitud la dimensión de ideas abstractas: justicia, esperanza, libertad; pero en el terreno de lo vital, de lo emotivo, no tiene la misma seguridad. Sabemos por experiencia que un sentimiento se dice mejor con palabras de cierto recato lexicográfico, con frases convenidas en la amistad de dos personas, o, mejor, con un simple gesto. Y así como la entonación de la voz determina el alcance de una frase, la modalidad local determina su contenido afectivo. Modalidad local no es rebeldía; es el tono, el gesto de un idioma. Es prudente agregar que el lenguaje popular no está necesariamente compuesto por elementos de mal vivir, según se afirma con sospechosa prisa, sin que, desde luego, estos tallen. Las ciudades de la aglomeración de Buenos Aires contrastan dramáticamente grandezas y miserias. La misma segmentación de planos que se dibuja para el estudio de las capas sociales, cabría para el estudio lingüístico. Las clases altas corresponderían al lenguaje académico; la media, al familiar; la baja, al callejero, vecino de la picardía y del delito. Sus consecuencias son idénticas: el lenguaje menor origina los dos anteriores. Del fondo del pueblo salen las voces que han de prestigiar más tarde al diccionario metropolitano. No es casual el hecho de que ya figuren en él los argentinismos macana, mentira; truco, juego de cartas; pava, caldera; cocoliche, castellano macarrónico; guarango, mal educado; otario, infeliz; pampa, llanura extensa sin vegetación arbórea; farra, juerga; etc. Por su parte, en el moderno repertorio americanista de Malaret están ubicados: batata, turbación; catrera, lecho: cinchar, trabajar; ¡chau!, ¡adiós!; jabón, susto; matufia, engaño; orejero, chismoso; tarro, suerte excepcional; rosedal, rosaleda; colectivo, microómnibus; grupo, mentira; heladera, nevera; y otros muchos. El “fondo idiomático” procede de cuatro maneras principales para elaborar su vocabulario; A) inventa directamente palabras; atorrante, de los vagos que dormían en los caños que la casa A. Torrent había depositado en los terrenos baldíos adyacentes al puerto; B) inventa acepciones por semejanza; crudo (inexperto), de carne aún no cocinada; C) inventa acepciones por derivación: amurar (abandonar), de “amurado”, individuo aislado de la sociedad por los muros de la cárcel; D) inventa grafías;
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garaba, inversión modificada de “baraja” (se dice de la mujerzuela que circula por las calles en busca de dinero, como naipe ganador). Esta última forma comprende los anagramas comunes llamados “vesre”: feca con chele (café con leche), jotraba chorede (trabaja derecho), gotán (tango), y también a las deformaciones por contracción (malevo, de malévolo) o por adición (endeveras, por deveras). El mecanismo del lenguaje popular es esencialmente metafórico. “El pueblo –anota Carmelo Bonet– es una incansable fábrica de tropos. Al pueblo, por instinto artístico, le place el uso de palabras con acepción figurada”. Señala inmediatamente como ilustración los siguientes sustantivos metáfora utilizados entre nosotros para nombrar la cabeza: fosforera, por el contenido; pensadora, por la función; mate, por la forma; azotea, por la situación. Sin que falte el vocablo peyorativo: piojera. Esta simpática enumeración se puede completar con palmado (enfermo), que viene de “palma”, ofrenda mortuoria; botón (agente de policía), porque “prende” al delincuente; grasa (tonto), sujeto orgánico, todo pulpa, carente de inteligencia; hoja de repollo (billete de cincuenta pesos), por el color verde; yugo (trabajo), por el implemento que se coloca a los animales para obligarlos a obedecer; adornar (dar plata), de arreglar, dejar en orden una cosa; canillita (vendedor de diarios), por las características piernas de medias caídas; hacer sebo (haraganear), de criar grasa; tacho (orquesta típica mediocre), por el sonido chirriante; canchero (hábil), que tiene dominio del terreno, de la cancha, donde actúa; vento (dinero), del italiano “vento” (viento), porque se escurre con facilidad. También son pintorescos los modismos: aplaudir la cara, por cachetear; hacer bolsa a alguien, matarlo; caradura, cínico; hacer bandera, llamar la atención; estar en la palmera, carecer de dinero; llorar la carta, implorar; muerto de frío, pobre diablo; piojo resucitado, nuevo rico; sobre el pucho, al momento… Otras veces la referencia no es local; se trata de palabras extranjeras que han adquirido su correspondiente derecho a la ciudadanía (…). La ocasional defensa del idioma de Buenos Aires no significa ocultamiento malicioso de corruptelas y precipitaciones. Entre los cargos que podemos hacerle al porteño, y que se le han hecho, está el de su económica fonación; son pocos los que pronuncian la “s” final y menos los que articulan la “z”, “c”, “h” o la “ll”. De la misma manera, no obstante los multiplicados esfuerzos pedagógicos, practica un “voceo” arcaizado y solecista,
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un “sois” barbarizado, un “recién” sin participio y un “desde ya” portuguizante. La enunciación prolija sería vasta, sin olvidar el gasto inverosímil que hace de la palabra “cosa”. En su descargo puede alegarse que nuestra capital, puerto terminal de todos los dialectos del mundo, no puede rescatarse al necesario contacto. Compararla con Madrid o con cualquier otra ciudad continental menos añeja –o aun con las ribereñas de escaso desplazamiento racial– denota insuficiente comprensión del medio. Para depurar su dicción y sintaxis solo cabría privarla de las inmigraciones continuadas; es decir, frustrarla como porvenir. Las ciudades-puertos cosmopolitizan el idioma heredado, agregan a la lengua madre las variantes naturales de su propia idiosincrasia y las adaptaciones extranjeras oportunas. Se argumentará que algunas son ociosas por existir “correcto” equivalente español o por tratarse de morosa aplicación de palabras castizas en desuso; que las voces lunfardas afano, bronca, guita, fuste, gayola y taita, pertenecen a la germanía madrileña, etc. Los que así argumentan olvidan que las palabras, como los frutos, adquieren el sabor telúrico del sitio al cual han sido trasplantadas; que ese sabor las posesiona al terreno. A la postre, en esta trashumancia de las palabras y en el hastío por la monotonía de las formas usuales radica la fuerza de nuevos estilos literarios; rejuvenecimiento que muchas veces consigue la oportuna reflotación de nomenclaturas antiguas. Repito, no prefiguro una defensa dialectológica incondicional. Actualmente está de moda un “idealismo” lingüístico que opone el individuo (causa) y su conglomerado social inmediato a un “positivismo”, que explica al individuo como determinado por un conglomerado central. Ambas direcciones, avanzadas, son extremas. Por mi parte, vuelvo al serenado equilibrio del comienzo, a la complementación entre individuo (habla) e idioma (lengua), para usar la conocida clasificación de Saussure. El individuo informa a la sociedad y la sociedad conforma al individuo; desde luego, con el acento natural, inevitable, en el individuo, cifra primera y unitaria. Individuo, nación, humanidad: he ahí la trayectoria recíproca de un idioma. Jespersen en un interesante libro –titulado justamente con estas tres progresiones– singulariza la cuestión dialectal en las grandes ciudades, en los puertos capitales. Ellos –dice– como cabezas políticas de un país vuelcan en sus calles los cuatro vientos de la expresión interna y extranjera y representan, por tanto, el habla tipo de la nación.
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No es otro el caso de Buenos Aires. Desde ahora será inequívoco el sentido figurado de “idioma” por “habla”, con que he titulado este ensayo. Valoración lateral que escapa a las falsas precisiones de la filología escolástica. (…) Si hasta ahora no me he referido decididamente al lunfardo (argot porteño), rama delictuosa del lenguaje popular, no ha sido por afectado desdén. Opina Marcel Schwob: “no es preciso excusarse cuando se emprenden trabajos relacionados con el argot. Los vocablos son fenómenos y pertenecen, cualesquiera sean, al dominio de la lingüística”. Sencillamente, como se trata de una jerga restringida a iniciados, la he soslayado apenas en su tangente con el hombre de la calle, punto donde convergen los modismos y giros locales. Sin embargo, este trabajo quedaría incompleto sin una revista franca al lenguaje de la delincuencia porteña. El lunfardo, llamado policialmente “lenguaje cañero”, es una modalidad aparte dentro del vocabulario popular; comprende signos convencionales a una agrupación determinada de individuos. Si a veces algunos de ellos trascienden a sectores más extensos es por su plasticidad, y por haber perdido el estigma peyorativo del comienzo; así, mina, gil, chamuyo, pupusa, dique, chirola… Otras veces son las palabras habituales y comunes las que se incorporan al léxico privado del hampa, aunque, desde luego, con distinta significación. Bobo llaman al reloj del candidato que quieren despojar; pateó el burro, expresión gráfica para el timbrazo imprevisto de la campanilla oculta en el cajón del mostrador, que denominan burro por llevar la carga de plata del negocio, al igual que los animales de los yacimientos norteños; angelito es el canuto de metal empleado para calzar, desde afuera, la llave de cerradura y hacerla girar hasta abrir la puerta con la misma llave que los dueños de la casa, que están durmiendo, dejaron ingenuamente colocada creyendo redoblar su seguridad; campana, el cómplice que debe tocar alarma para evitar que sus compañeros sean sorprendidos; cadenero, el sujeto que tiene relaciones interesadas con una mujer, a la cual le tira el carro, como ellos también dicen. Significaciones especiales que desaparecen como herramientas de oficio cuando son sorprendidas por la pesquisa y persisten solo a título de curiosidad lingüística. Las palabras equívocas, como las personas de igual conducta, al verse descubiertas cambian de disfraz a fin de continuar despistando a las autoridades. Los especializados en este tema las denominan “palabras delincuentes”; definición que no ha sido buscada con afanes retóricos,
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sino con vista a una clasificación psicológica. Las palabras tienen vida propia y actúan como los seres humanos. Una palabra empleada con plenitud en un momento dado posee alcances que no iguala en otra circunstancia. Así como hay palabras que conducen y educan, otras desorientan y pervierten. Los sujetos dedicados al tráfico de mujeres, intuidos de este conocimiento, lo manejan con rara habilidad. Mediante palabras que lo sustituyan van socavando gradualmente el concepto de moral de la víctima. Comienzan con el empleo paulatino de frases intencionadas hasta habituarlas a las de picardía avanzada y, de ahí, a las de calibre soez. Una vez quebrado el natural candor femenino, fácil les resulta invertir los términos de felicidad por frenesí, de hogar por lujo, de moral por dinero. He aquí la metamorfosis de una de las palabras más cálidas a nuestro lenguaje afectivo: cariño. Antes de que la víctima conociera al seductor, la palabra cariño le significaba ilusión; luego, esperanza; en la primera salida, emoción; después del asediado beso, deseo; hasta que llegado un momento fue prueba de confianza, claudicación, resignación, etc. Hoy, en su comercio obligado con el amor, la palabra cariño es para ella simulación. Y moneda de trabajo. Estos ejemplos vienen al paso y no son fundamentales aquí. Nunca es bastante advertir que vocabulario del delito no es sinónimo de idioma popular; el delito habita en todas las capas sociales y tiene, o no tiene, la misma influencia en todos los casos. Si a la modalidad popular se la vincula a menudo con la jerga de la delincuencia callejera se debe a que esta, por ser más espontánea, posee una coloración similar a la popular, lo cual facilita su retención, sin que ello implique connivencia forzosa. Idioma popular solo puede ser traducido por idioma menor. Desde la gracia fresca de las palabras callejeras a los versos emocionados de Carriego, desde Carriego a los poemas lúcidos de los que luego transitaron el Buenos Aires pintoresco, hay una geografía espiritual común: la proyección sentimental del barrio. El barrio es la vereda iluminada de nuestros primeros juegos, la esquina anochecida de la cita amorosa, el sitio de nuestras primeras ilusiones y, tal vez, de nuestro primer desengaño. El barrio es la cuadra de la infancia que se ha ensanchado en nuestro recuerdo. Cada uno lo dice conforme con la medida de su lenguaje, pero siempre con totalidad de su emoción. También la música ciudadana: el valsecito criollo, la milonga, el tango, han repetido al barrio en fraseo acompasado; ya con romántica
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nostalgia, picardía provocadora o amargura desolada. En ocasiones, la canción popular también sirvió para desnaturalizarlo al ralear frases de gusto dudoso o lamentaciones femeninas de gigoló abandonado. Contorsiones que acentuaron grotescamente el sainete, el periodismo sensacionalista, la desaprensión del pituquismo patotero. Pero esto ya no era el barrio ni su lenguaje. Nadie, de buena fe, confundiría la auténtica voz de Buenos Aires con las depravaciones arrabaleras o la caricatura cocoliche de los teatros ventajeros. Lenguaje local no es residuo de orilla sino superficie lingüística de una ciudad. Idioma local es raíz que se hinca en la tierra para absorber la savia vital que ha de nutrir a la lengua madre. No pueden prescindir de él ni el hombre de la calle ni el escritor. Lo precisa el novelista para situar la topografía humana de sus personajes; el poeta, menos sujeto a la realidad doméstica, identificará su estilo en el mapa del idioma según el acertado empleo de las palabras que rodean y consustancian su persona física. El cuento y el ensayo requerirán menos la nota ambiental, pero cuando quieran arraigar un gesto efectivo deberán afincar al pedazo de paisaje que determina el localismo. Localismo que, entre nosotros, ya ha sido pregonado por Tobías Garzón (Diccionario argentino), Lisandro Segovia (Diccionario de argentinismos, neologismos y barbarismos), Samuel Lafone Quevedo (Tesoro de catamarqueñismos), Manuel Lizondo Borda (Voces tucumanas derivadas del quichua), Berta Elena Vidal de Battini (El habla rural de San Luis), José Vicente Sola (Diccionario de regionalismos de Salta), etc. Tampoco Buenos Aires estuvo ausente: Jorge Luis Borges prefiguró la escenografía del porteño en el trabajo citado al comienzo (El idioma de los argentinos); Antonio Dellepiane, la de su delincuencia (El idioma del delito); ni tampoco le faltaron prevaricadores: Américo Castro (La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico). No soy, pues, el más autorizado pregonero del localismo; sencillamente, aspiro a empadronar nuestro lenguaje habitual sin excluir sus formas menores ni avergonzar sus discutidos orígenes; y sobre todo, reclamar para él su derecho a la consideración filológica que todavía muchos tratadistas le niegan. (…) A esta altura de mi exposición será nítida la diferencia entre vulgaridad y popularidad, entre jerga artificiosa e idioma local; asimismo, entre idioma local e idioma general: entre modalidad propia de una región que informa a la modalidad general y entre modalidad general que encauza
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a la modalidad local. Los semantemas son elementos lingüísticos que expresan la imagen verbal del individuo como naciente del propio ser, pero limitada a las paredes idiomáticas del medio geográfico. Humboldt, creador de la lingüística moderna, completaría: “No hay ningún juego de palabras vacías cuando nos representamos la lengua como surgiendo de sí misma, divinamente libre, pero ligada y dependiente de las naciones a las cuales pertenece”. Diferencias que justifican estas apuntaciones y las defienden del prejuicio dialéctico de un casticismo totalitario; prejuicio sospechoso de racismo por cuanto tiende a perseguir de mestiza a toda literatura que no participe de la regencia académica, motejándola de débil e incipiente o de pretender corromper al idioma madre, cuando en verdad es su fuerza, su sangre, su color. Solamente con este encomiable sentido biológico se puede admitir el calificativo con que se la pretende humillar.
Prólogo al Diccionario de regionalismos de Salta, de Carlos Ibarguren (1950) Ibarguren, C. 1950. “Prólogo”, en José Vicente Solá. Diccionario de regionalismos de Salta. Buenos Aires: Sebastián de Amorrortu e Hijos, 2da edición, pp. 7-8. Este Diccionario de Regionalismos de Salta, que fue premiado por la Comisión Nacional de Cultura es, como lo declara con verdad su autor José Vicente Solá, el fruto del entrañable cariño que siente por las cosas del terruño y significa un valioso aporte para el estudio del habla en una importante región argentina. Este trabajo contiene un copioso caudal de voces y de modismos que imprimen caracteres peculiares a la evolución del idioma en nuestra tierra y lo enriquecen, mezclándose en las palabras la influencia indígena con la hispánica arcaica. Solá nos confiesa que ha aprendido muchos términos y dichos que ignora el hombre de la ciudad; los ha conocido en sus conversaciones con el gaucho salteño, descendiente directo de los heroicos actores de la epopeya patria, con los collas de los Valles Calchaquíes o de la Puna y con los aborígenes de la zona chaqueña; esos giros, voces y modismos son pronunciados constantemente por los habitantes del Norte de nuestro país. La corriente vernácula viva de la lengua en esta parte de la Argentina ha sido represada en este Diccionario a fin de que ante el aluvión inmigratorio ella no se desparrame y pierda desvaneciéndose estérilmente para el estudioso. Este libro brinda un precioso material a los investigadores, a los filólogos y a los lingüistas; Solá ha captado ese caudal de voces que como el agua cristalina de las montañas de mi tierra surge fresco del manantial popular para extenderse en los valles y llanuras, y ser hablado por los paisanos. Recordaré aquí algunos conceptos que he expresado públicamente en la Academia Argentina de Letras: El lenguaje auténtico que vive en el espíritu y en la mente de una sociedad es el que mana del pueblo. En naciones de inmigración como la nuestra, el torrente cosmopolita salpica el habla con palabras bastardas, que la ensucian y la afean. En las ciudades pululan y se propagan los barbarismos con más intensidad que en las campañas. En los campos los vocablos y los modismos brotan lozanos, asoleados y
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jugosos cual frutas bien sazonadas; parece que el terruño les comunicara ese vaho telúrico, esa emanación misteriosa que da patria y fisonomía propia a las cosas y a los seres. En la salubre atmósfera campera las voces se modulan con tonos peculiares, vibran expresivas como el canto de las aves bajo los árboles o entre las mieses; allí se conservan puras a través de las generaciones. He oído decir a viejos criollos en la pampa y en las provincias locuciones nativas rústicas y expresiones castellanas arcaicas, ora fuertes y coloridas, ora sutiles e impregnadas de gracia picante. En un rancho de Amaicha, en el fondo de los Valles, Juan Alfonso Carrizo, en el Cancionero Popular de Salta, nos dice que oyó cantar el romance de Blancaflor y Filomena, y a pocas leguas más hacia la montaña recogió de labios de unos paisanos coplas impregnadas del hálito español del siglo xvii. En la pampa, para no citar sino un ejemplo, el gaucho dice delicadamente refiriéndose a una cosa bella, como la expresión más ponderativa, “es de mi flor”, y a una mujer hermosa la llama “la flor del pago”. Comparemos ese léxico puro de poesía popular con la sucia jerga arrabalera de los tangos y vemos cómo, esta última, mancha con su grosera vulgaridad el habla de la plebe porteña. Como salteño que mantiene siempre encendido su amor al terruño y a sus tradiciones locales y familiares, expreso en esta página preliminar felicitación a José Vicente Solá por haber compilado y fijado en este Diccionario de regionalismos de mi provincia natal, las voces y modismos vernáculos que me suenan con evocaciones de mi infancia, remontándome allá a fines del siglo pasado, al hogar patriarcal de mis abuelos. Buenos Aires, 1949.
“El lenguaje popular de Perón”, de Carlos Abregú Virreira (1952) Abregú Virreira, C. 1952. “El lenguaje popular de Perón”, en Una Nación recobrada. Enfoques parciales de la Nueva Argentina. Buenos Aires: Subsecretaría de Informaciones/Presidencia de la Nación, pp. 181-199. Hasta 1943, la literatura oficial estaba a tono con la entrega del país al capitalismo extranjero. Los discursos y mensajes presidenciales tenían un acento académico que no hallaba eco en el pueblo. Se hablaba y se escribía para un núcleo selecto, que representaba a la oligarquía feudal y que trababa, intencionalmente, la evolución económica del país. La palabra no valía nada, no significaba nada, porque carecía de alma, de cuerpo, de ese soplo vital que Barcia llama el secreto del espiritualismo. Se procedía así –como lo tenemos dicho en otra parte– porque interesaba mantener a la masa trabajadora en un nivel de incultura que le impidiera cristalizar sus derechos a trabajar, gozar de una retribución justa, alcanzar una capacitación constructiva y desarrollar libremente sus actividades en defensa de los intereses colectivos. Esto quiere decir que existía un divorcio absoluto de gobernantes y pueblo, cuya simple mención explica la realidad social y política de aquellos tiempos. Con la presencia del general Juan Perón en el gobierno, el pueblo empieza, recién, a escuchar su propia voz, sus propias palabras, sus propias aspiraciones. Los vocablos tienen su exacto significado. La expresión de las ideas deja de ser un jeroglífico y se convierte en potencia rectora del pensamiento renovador que la anima, que le da vida, que penetra y se anida en todos los entendimientos, en todas las almas. Desde la ex Secretaría de Trabajo y Previsión se abre de este modo el camino de la comprensión y valorización del pueblo. Y por el léxico que el entonces coronel Perón emplea en sus discursos y proclamas, en sus conversaciones y en las asambleas gremiales, el pueblo reconoce en el Líder al auténtico conductor de su destino. Un día dice a un grupo de obreros: “Hay una cantidad de muchachos que nunca llega a nada”. Y el sustantivo muchachos, que no cambia jamás por el de mozos o jóvenes, como hubiera empleado en su discurso cualquier presidente
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oligarca, suena a pueblo, tiene sustancia vernácula, se nutre en la tradición criolla, enriquece el idioma nacional. Y todos comprenden a Perón. Otra vez, en 1948, asiste a la reunión plenaria del Consejo Económico Nacional y habla para los representantes de la producción, la industria y el comercio del país. Su discurso tiene un sentido idéntico al de las palabras que lo componen. Es natural, sustancioso, rico en sentencias, proverbios, adagios y refranes criollos. Es un hijo legítimo de las costumbres el que está hablando al pueblo: “En la aplicación de estos problemas –dice el primer magistrado– los economistas argentinos se han acostumbrado a mirar por el agujero de la cerradura limitando así por completo su visión y sus posibilidades de llegar a un cálculo más o menos aproximado”. Más adelante agrega esta expresión que lo acredita como intérprete inconfundible del pueblo: “Tengo los datos estadísticos de casi todos los países del mundo que, comparados con los nuestros, me permiten afirmar que estamos en Jauja” (es decir, en el pueblo de igual nombre en el Perú, que se hizo famoso por la bondad del clima y la riqueza de la tierra). La edad de este dicho tiene, por lo menos, tres siglos, pero siempre es nuevo y bello en boca del pueblo, sobre todo cuando se lo usa con tanta eficacia. El primer mandatario ha recogido de la tradición gauchesca sus mejores sentencias y refranes. En el mismo discurso, al referirse al problema del dólar, les dice: Los zonzos ya se acabaron en estos tiempos. Hernández lo usa así: Es ZONZO el cristiano macho Cuando el amor lo domina. Y zonzo es un adjetivo del habla popular, sinónimo de tonto o simple, que está incorporado por propia gravitación en el diccionario de la Academia. La influencia de lo nativo está en otros aspectos y frases de este discurso, empapado magistralmente en el acervo popular. Se la encuentra en muchos párrafos, se la siente, se la ve:
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“Es el caso de un comerciante que, mientras no tenga una orientación amplia, será nada más que un bolichero”. “¿Se puede ser más papista que el Papa?” Otras veces utiliza el general Perón dichos y comparaciones que, a fuerza de ser usuales en la conversación diaria, tienen una vigorosa expresión porteña. En este aspecto de su personalidad lo vemos como a Sarmiento, porteño en las provincias y provinciano en Buenos Aires. Por ejemplo, cuando se dirige a las delegadas censistas de Santiago del Estero y Salta, les dice lo siguiente: “En el movimiento peronista nadie se aprovecha de nadie. Cada uno se aprovecha de su propio esfuerzo constructivo. Cuando hay que vencer, se vence por medios leales y sinceros; jamás por la zancadilla o la puñalada trapera”. Pero más adelante se expresa en el lenguaje popular porteño: “Lo peliagudo es lo que hay que hacer en el cargo”. “Sin el queso no pueden vivir”. “Ya nadie les lleva el apunte”. “Quieren hacer bochinche”, esto es, alboroto, barullo, tumulto o, como él aclara: revoluciones. Y añade con igual felicidad: “Pero el día que nos decidamos a pelear, ellos van a saber quién es Calleja”. A todos habla como amigo, como compañero, campechanamente. En la reunión de gobernadores electos y legisladores provinciales realizada el 28 de mayo de 1952 en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, les advierte que pudo haber preparado un discurso académico, pero que prefiere hablar con toda la sinceridad de su experiencia en el gobierno. Y su discurso es una brillante pieza oratoria, de inconfundible sello argentinista. Desiderio Erasmo habla así en su célebre Adaggio latino. Las frases de Perón son de origen español, pero muchas son argentinas, tales como: “Pongamos el hombro cuando sea necesario”. “Se les viene la estantería abajo”. “No se puede hacer una conducción a base de trampas y vivezas criollas”. “Aquí no hay goma para borrar; el error no se borra”. “Nuestra política se caracterizó por una escuela de trampistas y tramoyistas”.
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“Como no le habían puesto penalidades a la ley, le decían: –Tiene razón, pero marche preso”. No escapa a su lenguaje el sentido animalista que dieron al habla popular los reseros de la Patagonia, donde él pasó su infancia. Un historiador chileno dice que “los mercaderes dieron en nombrar la moneda no por el contenido sino por el continente”, es decir, por el cuero de chivato; de aquí el “pago chivateado”. Y glosa Orestes Plath en su Grafismo animalista en el habla popular del pueblo chileno: “Así como existe el derecho al pataleo está el del chivateo”. En nuestro país es más corriente el primero. Perón le da su justa acepción argentinista: “Es indudable que el 30% restante de las minorías desplazadas o inconformables tiene derecho al pataleo”. Sus frases están saturadas de refranes de hondo arraigo americano. Además hay voces quichuas y arahuacas: “No traemos más chacareros”. “Menudos macaneadores”. Chacarero es un americanismo derivado de la voz chacra, común en todo el país. Los conquistadores y colonizadores pronunciaban y escribían chácara. Con esta variante aparece consignada en todos los documentos del siglo xvii. Las chacras en nuestro país son heredades de una hectárea y las quintas de dos o más. Pero también se llama chacra a la finca rural. En la poesía popular, esta voz quichua, común en toda la República, vuela en esta copla recogida por Juan Alfonso Carrizo: Chacarero, chacarero, Chacarero de los bajos: como no cuidas tus CHACRAS pierdes todo tu trabajo. Sus derivados son: Chacarero, el que cultiva la chacra; chacarera, baile criollo; chacrita, chacra pequeña (la primera y la última registradas por Lenz), y Chacarita, barrio porteño donde está el Cementerio del Oeste. Han usado esta grafía indígena escritores prestigiosos como Andrés Bello, Barros Arana, Lafone Quevedo, Granada, Lenz, Mideendorf, Uribe, Segovia, Ascasubi, Cabrera, Tiscornia, Jaime Freyre, Henríquez Ureña, Leopoldo Lugones, Bertonio, Holguín, Paul Groussac, Garzón, Horacio Quiroga y Biedma, entre muchos otros más.
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Con respecto a la palabra macaneador o macaneadores, como la usa Perón, sus antecedentes lingüísticos son igualmente importantes. Su raíz ha sido clasificada definitivamente en la lista de los vocablos indígenas emparentados con la familia caribe, de acuerdo con las referencias de Oviedo y Las Casas, aparte de las investigaciones realizadas por el Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Su etimología arahuaca es macana, de ma, grande, y cana, nombre de una palmera. Designa, en consecuencia, un garrote grueso de madera que era arma ofensiva de los aborígenes de todo el continente. La palabra está muy difundida por América, pero en nuestro país tiene otra acepción: macana es igual a disparate, error, y se dice: “hice una macana” por “cometí una tontería”. Posee, además, otros derivados muy usuales, tales como macanazo, gran disparate; macaneador, embustero, mentiroso, hablador sin control; y macanudo, excelente, espléndido, bien hecho; pero la voz macanuda, al referirse a la mujer, es sinónimo de hermosa. El término conquistó la atención del ex rey de Inglaterra Eduardo VIII en su visita a nuestro país como príncipe de Gales, prohijándola con tanto entusiasmo, que adoptó la grafía de macanudo para una marca de sus cigarrillos. En la literatura fué usada por grandes escritores americanos. Juan L. Zorrilla de San Martín dice en Tabaré: Las MACANAS que gritan los charrúas ya están en sangre tintas. Citaremos otros: Esteban Echeverría, Cayetano Coll, Rodolfo Lenz, Barros Arana, Góngora, Ricardo Palma, Gagini, Ramos, Lafone Quevedo, Henríquez Ureña, Granada y Mendoza. Otras veces el general Perón es sentencioso, correcto e intachable, como siempre, en su léxico popular. En el discurso que estamos señalando dice: “Hombre prevenido vale por dos”. Pero a continuación nos obsequia con una frase acuñada que habría conformado al Arcipreste de Hita. Es muy corriente en el norte del país: “Cuando alguien triunfe en las urnas, a ese le vamos a entregar el gobierno y le vamos a tocar la banda” (con lo cual expresa que se le rendirán honores oficiales, ejecutándose marchas militares).
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Nada escapa a su oído, atento siempre a la expresión vernácula. Cada uno de sus discursos encierra un concepto, una idea, una enseñanza familiar a todos los argentinos. Hasta la voz popular más reciente está en su lenguaje verbal. Cuando un delegado obrero lo interrumpe en su discurso sobre Justicialismo y Sindicalismo para preguntarle acerca de los dirigentes de la oposición, el presidente de la República le responde: “Déjenlos que se mueran solos. Es un proceso que también debe cumplirse. Observen ustedes que cuando me hice cargo del gobierno, toda la administración era contra”. “Los contra”, dice otra vez, y no los contrarios, los adversarios, como dirían otros. (…) Aun en el uso de alguno que otro anglicismo, el general Perón recurre al término más difundido. Así le oímos decir: “Con llamar a un embajador extranjero y decirle O. K., basta”. Y este O. K. –harto vulgar en nuestro medio de algún tiempo a esta parte– oculta una secreta voz indígena de maravilloso poder sintético, según el testimonio autorizado de Félix S. Cohen (American Scolar, Vol. 21, Nº 2, Spring, 1952). Dice este escritor que el vocablo O. K. (o más bien okeh) pertenece a la lengua choctaw y no significa “todo es correcto”, como lo aplican los norteamericanos, sino más bien “que se ha llegado a un punto donde un acuerdo es práctico”, como lo aplica Perón. Y agrega Cohen refiriéndose siempre a O.K.: “Es una idea central de nuestra concepción americana de gobierno”. Este lúcido enfoque al lenguaje popular era lo único que necesitaba el pueblo para responderle afirmativamente con su acción sin reservas. Por una vía cierta Perón fija el itinerario del idioma nacional. Y nunca más palpable la evolución extraordinaria de la lengua, la remoción de las palabras, el nacimiento de unas y la muerte de otras, no por mandato académico, sino por voluntad popular. La Academia, como se sabe, “sólo limpia y da esplendor” al habla del pueblo. Entre las nuevas palabras argentinas, nacidas bajo el signo de la revolución, citaremos las siguientes: Justicialismo, cegetistas, descamisados y contras. Se las usa todos los días en los diarios, las revistas, los discursos, el vocabulario callejero, en todas partes. Y no hay que alarmarse por esto. Al contrario, hay que celebrar jubilosamente el advenimiento de una soltura verbal que tiende a desvincularnos de la tiranía del lenguaje. Una de las causas por las cuales el país tiene más ensayistas que novelistas radica,
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justamente, en la dualidad que durante mucho tiempo nos obligó a hablar de un modo y a escribir de otro. La revolución peronista en la cultura está en el vocabulario de Perón. En muchos de sus discursos, lo fortalece con citas de Martín Fierro. Así, en una conversación que tuvo con los escritores argentinos en la Casa de Gobierno, dijo: “Los hombres que tienen ideas no abundan. Hay que ir a buscarlos en su verdadera capacidad. Dice muy bien Martín Fierro: No todos son domadores, Muchos son frangolladores”. Y en sus magistrales clases sobre el tema “Conducción política”, del que hemos extraído la mayoría de los grafismos consignados en este apretado comentario, expresa: “En esto –como decía también Martín Fierro– el quid del hombre no está en aprender muchas cosas, sino en aprender cosas buenas”. En otra oportunidad el general Perón recurre nuevamente al poema de José Hernández para hablarle al pueblo. Y así dice: “Entonces se toma la medida enérgica y no se afloja aunque vengan degollando, como dijo Martín Fierro”. Siguen las citas del poema inmortal: “También es importante saber cómo hay que mantener el secreto, sobre todo haciéndole caso a Martín Fierro: ‘en uno; con gran precaución en dos’”. “Esa dirección y el ejercicio de esa dirección solamente pueden mostrar quiénes son capaces y quiénes son honestos, porque, ‘para conocer a un cojo, lo mejor es verlo andar’, según dice Martín Fierro”. El 22 de octubre de 1944 dijo textualmente en la Municipalidad de San Isidro: “Es simbólico para mí que, con la bienvenida que termina de darme el señor comisionado de San Isidro, hayan querido obsequiarme con nuestro gran poema criollo Martín Fierro”. “Martín Fierro es el símbolo de la hora presente. José Hernández cantó las necesidades del pueblo que vive adherido a la tierra. Todavía no se ha cumplido para el pueblo argentino la invocación de grandeza y de justicia que el Martín Fierro enseña. Nosotros hemos de tomar de él ese ideal ya cantado para llevarlo paulatinamente a la ejecución a fin de que se borren para siempre los males que él cantó, “no para mal de ninguno, sino para bien de todos”.
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“Nosotros, criollos, profundamente criollos, no tenemos otra aspiración que la de Martín Fierro. Y hemos de cumplirla con su propio consejo, haciendo lo que había dicho en los primeros versos: De naides sigo el ejemplo; Nadie a dirigirme viene; Yo digo cuanto conviene, Y el qu’en tal huella se planta, Debe cantar, cuando canta, Con toda la voz que tiene”. Perón habla así porque sabe conciliar, como lo declaró en el acto de clausura del Primer Congreso Nacional de Filosofía, reunido en Mendoza el 9 de abril de 1949, el sentido de la perfección de la naturaleza de los hechos, restablecer la armonía entre el progreso natural y los valores espirituales y proporcionar al hombre una visión certera de su realidad. En esta época, como en ninguna otra, es, en efecto, indispensable volver a las fuentes creadoras de la tierra con el convencimiento cabal de que las conquistas de la cultura deben admitir, como en otras partes, el guión vernáculo para hablar mano a mano con el pueblo, que es como abrir las fuentes de la tradición a la intimidad del hombre, situándolo en la alta zona de su realidad histórica y social. Pero lo admirable del lenguaje hablado y escrito del presidente de la República, general Perón, es que si es necesario, por imperio del protocolo, dirigirles la palabra a los académicos, lo haga observando las reglas clásicas del idioma general. De este tenor castizo son: el discurso pronunciado en la Academia Argentina con motivo del Día de la Raza y como homenaje en memoria de don Miguel de Cervantes Saavedra, en el cuarto centenario de su nacimiento (1947); la conferencia pronunciada en 1949 en el acto de clausura del Primer Congreso Nacional de Filosofía, sus mensajes al Congreso de la Nación, el discurso pronunciado en el acto de clausura del IV Congreso Interamericano de Cardiología y muchos otros más que revelan su recia personalidad intelectual y su sólida cultura humanista.
IV. Estudios y enumeraciones: variedades del “español de la Argentina”
Acuerdo de creación del Departamento de Investigaciones Filológicas (1946) Academia Argentina de Letras 1947. “Creación del Departamento de Investigaciones Filológicas”, en Acuerdos acerca del idioma. Tomo II (1944-1951). Buenos Aires: Imprenta Coni, pp. 115-116. Creación del Departamento de Investigaciones Filológicas. En junta de 11 de julio, la Academia resolvió aprobar el siguiente proyecto, presentado por el señor Luis Alfonso, sobre la creación de un Departamento de Investigaciones Filológicas, dependiente de la Academia: “La Academia Argentina de Letras, considerando que es absolutamente necesario llevar a cabo el estudio científico del idioma en la República Argentina, resuelve crear un Departamento de Investigaciones Filológicas, que tendrá las siguientes finalidades: a) estudiar la lengua de la República Argentina en todos sus aspectos: fonético, morfológico, sintáctico, social, etc.; b) estudiar las supervivencias de las lenguas indígenas en nuestro territorio; c) preparar los materiales para la redacción del Diccionario de Argentinismos; d) publicar en ediciones críticas las obras que contribuyan al mejor conocimiento de nuestro idioma y editar obras sobre lingüística, lenguas indígenas de América, etc., con el objeto de divulgar y estimular esta clase de estudios; e) organizar un gabinete de fonética experimental”.
“En torno a las tonadas regionales I”, de Juan Álvarez (1948) Álvarez, J. 1948. “En torno a las tonadas regionales I”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XVII, pp. 7-18.
Uno de los aspectos menos estudiados de la fonética del castellano en la Argentina corresponde a lo que aquí conocemos con el nombre de tonadas, dándole a ese vocablo un significado no del todo concordante con el que la Real Academia Española asigna a dejo: “modo particular de acentuar los finales de las palabras, y especialmente los naturales de ciertas regiones o provincias”. Segovia, en su Diccionario de argentinismos, neologismos y barbarismos, admite una definición parecida, aunque sin limitar el fenómeno a simples cambios de acento en los finales. Tiene ya resuelto nuestra Corporación completar el estudio que realiza sobre argentinismos, agregándole un análisis de las tonadas; y se explica adoptase tan oportuna medida, pues la pronunciación ofrece características que por falta de signos apropiados no aparecen en el lenguaje escrito. Fácil es confundir el castellano de los libros impresos en Méjico con el de los editados en Buenos Aires; mas basta oír hablar a un mejicano y a un argentino, para percibir inmediatamente sus distintas nacionalidades. La escritura tiende a uniformar, la fonética a separar; y como esta última suele hacer más atrayente al habla, y hasta la hora actual no existen patrones oficiales de pronunciación, cabría preguntar a qué tipo de virtud prosódica hayan de ceñirse quienes deseen no incurrir en el gracioso pecadillo de las tonadas. No olvidemos que lo más inmediatamente perceptible de los argentinismos es nuestro modo de hablar. Las restantes características requieren de ordinario trato prolongado: la pronunciación nos define argentinos desde las primeras palabras, constituyendo elemento del folklore harto más persistente y duradero que la música, el baile, los trajes, los cacharros de cocinas, las armas o los edificios. Esa tarea de la Academia resultará compleja, sin duda, porque dentro de lo que pudiera conceptuarse modo argentino de pronunciar existen variedades locales muy marcadas, y además, ellas no son exclusivamente nuestras. Los habitantes del norte de Jujuy hablan como los del sur de Bolivia; en Cuyo abundan tonadas chilenas; correntinos y misioneros
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exprésanse casi como sus vecinos del Paraguay, y difícil fuera hallar diferencias de lenguaje entre uruguayos y entrerrianos. Ninguna frontera rígida nos aísla, y en nuestro propio suelo adviértese falta de coincidencia entre la geografía física o política y el radio dentro del cual predominan determinadas tonadas. Empero, puesto que ellas existen aunque no sobre territorio claramente delimitado, nada obsta a su análisis metódico. Desde luego, no corresponden a diferencias de estructura orgánica en el aparato fonador. Producto son de la educación, no de la naturaleza; por cuyo motivo, si niños nacidos en Salta aprenden a hablar en Rosario, tendrán tonada rosarina, del mismo modo que los extranjeros avecindados en La Rioja o Catamarca suelen adquirir tonada riojana o catamarqueña. Ni anatómica ni fisiológicamente resulta defendible la tesis de que exista un hombre mendocino distinto del santiagueño (aun admitiendo sean aplicables a la especie homo sapiens tales adjetivos); y, mucho menos, que la tonada “sea un trozo del terruño que se nos atraviesa en la garganta al nacer”, como alguna vez se ha dicho. No hay tal atascamiento. Nunca lo hubo. Tampoco median motivos razonables para suponer que el fenómeno emane de condiciones topográficas locales. Fuera de nuestro país y a igualdad de latitud y altura, la naturaleza ofrece llanuras, selvas y montañas equiparables a las aquí existentes, y sin embargo quienes allá viven no hablan con tonadas de tipo argentino. Dentro mismo de la frontera patria, bajo condiciones climáticas y topográficas muy distintas, pronúnciase de manera uniforme el castellano, mientras otros grupos que ocupan territorios idénticos lo hablan de modos diversos. Sarmiento, en su inconcluso Conflicto y armonía de las razas en América, insinuó que el golpeado –así lo llamaba– de algunas tonadas “haciendo vocales graves, de que carece la lengua, y ante-esdrújulos como en el inglés, parece provenir de la marcha de las cabalgaduras haciendo acentuar la palabra al asentar el caballo la pata”; mas como en la Argentina los equinos andan, trotan o galopan con igual ritmo que en todas partes, tal aserto no parece tener otro valor que el de nota escrita al pasar y sin dedicarle mayor atención al asunto. Evitando el tembladeral de las presuntas influencias telúricas, algunos investigadores encaran las tonadas actuales como fenómenos de inercia: pronunciaríamos hoy de cierto modo, porque así lo hicieron antes los conquistadora españoles o los indígenas, o los negros esclavos, o los extranjeros con quienes tuvimos trato. Es posible que los hombres de la conquista
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trajeran, allá por el siglo xvi, tonadas equiparables a las nuestras; mas, actualmente en ninguna región de España pronuncian el castellano como aquí. Los tonillos de la madre patria son distintos; y si bien adviértense reminiscencias vascongadas o andaluzas en el habla criolla, nadie tomaría hoy por vascos o por andaluces a los argentinos que utilizan a diario el idioma de Castilla. Los regionalismos hispánicos influyeron algo sin duda, y mal pudo ser de otra suerte; mas nuestras modalidades fonéticas regionales reconocen, además, otras fuentes. En parecido caso se hallan los idiomas aborígenes. Como al principio los indios formaban mayoría y las mujeres venidas de Europa eran pocas, inevitable fue que las madres indígenas enseñaran a sus hijos mestizos un castellano sui generis. Acaso de ahí provenga nuestro modo de pronunciar la y en el litoral. Puede, pues, conceptuarse haya actuado una influencia india susceptible de modificar los acentos; pero muy otro es el caso cuando se intenta precisar cómo pesó determinado idioma aborigen sobre una tonada o la otra. Ricardo Rojas, en su magistral Historia de la literatura argentina, observa que al tiempo de la conquista hablábanse muchas lenguas indias en lo que es hoy nuestro territorio. Sin salir del Chaco, pasaban de una docena. “Tenemos noticias –dice– de lenguas que perecieron sin dejar otro rastro que algún vago o misterioso nombre de cacique o lugar: tal la de los charrúas, que se hablaba en el Uruguay, la de los querandíes que habitaban la costa de Buenos Aires, la de los comechingones que poblaban las sierras de Córdoba...”. Y aun cabría agregar que ni siquiera existe certeza de cuál fuese la tonada de las tribus o razas sobrevivientes cuyo lenguaje fue registrado en vocabularios de la época. Ni el guaraní actual es idéntico, en Corrientes, al que antaño glosara el padre Montoya, ni el moderno quichua de Santiago coincide por completo con el que antiguos observadores anotaron en sus gramáticas, ni se comprueba coincidencia plena entre tonada local e idioma indio alguno. Tampoco dispónese de elementos de criterio que permitan referir el fenómeno a la inmigración africana. Durante el siglo xviii llegaron al Río de la Plata grandes cantidades de esclavos, y puede pensarse que la pronunciación de esos inmigrantes forzosos influyera; mas no hay prueba todavía de que tal elemento incorporase al habla criolla alguna “tonada de negro” característica. Las piezas de ébano humanas pertenecían a muchas y muy distintas regiones de África y no se expresaban todas en una misma lengua. Faltó homogeneidad étnica a los recién llegados.
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Probablemente más, mucho más, debió pesar en nuestra habla el idioma portugués. Allá por los tiempos de la monarquía, el Brasil suministraba excelentes bases de contrabando al comercio rioplatense, con el consiguiente manejo del armonioso idioma de Camoens; y no es inverosímil que quienes vivían de tal tráfico diesen a la ll española un sonido próximo al de la suave ch brasileña. Sin mayor esfuerzo, llover, llamar, llorar, llave, llaga, etc., pudieron derivar poco a poco hacia el chover, chamar, chorar, chave, chaga portugueses; tendencia que acaso se acentuara cuando la guerra del Paraguay aproximó durante años a grandes ejércitos del Brasil y de la Argentina. A esa vecindad pudieran atribuirse asimismo expresiones como cantar para el carnero, carentes en español del sentido de fallecer, pero ajustadas a esa significación en portugués por llamarse carneiros a cierto tipo de sepulturas; y tampoco sería difícil que el dejo cadencioso de ciertas tonadas brasileñas hubiese influido algo en las de nuestro litoral, de igual suerte que el yeísmo pudo resultar favorecido por la llegada de centenares de miles de italianos a quienes les resultaba cómodo reemplazar con los itálicos già, giù, gió a los castizos lla, llu, llo. Quizá otro tanto hicieron ingleses y franceses al conservar como sonido castellano de la ll el de la j en sus respectivos idiomas. No me sorprendería pueda demostrarse que ese elemento sigue agregando algún matiz a nuestras tonadas del litoral. Dedúcese de lo dicho que, aun cuando existan barruntos al respecto, todavía no se sabe bien de dónde salieron las tonadas argentinas, ni cuándo, ni por qué. Fuerza es encararlas como una mezcla o yuxtaposición de múltiples elementos, ocurrida en diversas fechas sin conocerse con exactitud en qué proporción entró cada uno de ellos; amasijo comparable al que dio nacimiento al hermoso idioma de Cervantes, que hoy tanto nos enorgullese. Acaso, andando el tiempo, nazca de otras mezcolanzas y deformaciones algún nuevo idioma americano; y pues agradecemos a las generaciones pretéritas haber deformado al civilizado latín que heredaron, ¿por qué habríamos de negarnos el derecho de hacer algo semejante, o negárselo a nuestros descendientes? (...)
“Argentinismos de origen indígena”, de Juan B. Selva (1951) Selva, J. B. 1951. “Argentinismos de origen indígena”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XX, pp. 37-95.
Vengo a decir algo sobre voces indígenas que aun se usan en nuestra patria, a veces algo modificadas, y que no han tenido entrada, como otras que están en igual condición, en el Diccionario de la Real Academia. Algunas pueden contarse como regionalismos, pues solo se mantienen en las provincias o gobernaciones de su nacimiento, y no pocas se han extendido a los países limítrofes; tanto es así que algunas de las provincias andinas o del norte son moneda corriente en Chile o Bolivia y no se conocen en Buenos Aires. Para la mejor distribución geográfica de las voces que tenemos en uso nos convendrían atlas como los que se cuentan en Francia, España, Suiza, Italia y otros países europeos; tales el Atlas ethnographique du Globe, ou classification des Peuples anciens et modernes d’après leurs Langues (París, 1826), de Adrien Balbi, que sirvió de modelo a estas obras filológicas; el Atlas Linguistique de la France, de Gilliéron (1902-1909); el Atlas Lingüístico Catalán, de A. Griera, que requirió más de 20 años de estudios previos, y el Atlas Linguistique et Etnographique de l’Ilalie et de la Suisse Meridionale, publicado por K. Jaberg y J. Jud con el concurso de la Universidad de Zurich (en 8 volúmenes, Zofingue-Suiza, 1928-1935), mediante las investigaciones lingüísticas de P. Scheuermeier, C. Rohlfs y M. L. Wagner; obras, estas, que muestran, prácticamente ilustradas con fotografías y grabados, cómo se comunican las voces de una región a otra. El filólogo que ha realizado estudios más detenidos sobre los primitivos idiomas de nuestro país es, sin duda alguna, don Samuel Lafone Quevedo, autor del Tesoro de catamarqueñismos (Buenos Aires, 1898), Idioma Abipón (Buenos Aires, 1896), Los Indios Chañases en Lengua, La Lengua Vitela o Chulupí, Grupo Guaycurú-Mocoví del Chaco, Grupo Mataco-Mataguayo, Vocabulario Mocoví-Español y otras producciones. Dejó establecido que “como piedra de toque para la clasificación de las lenguas americanas no hay mejor prueba que la de los pronombres” (Las Lenguas de Guaycurú y Chiquito comparadas, artículo de la Revista del
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Museo de La Plata, tomo XVII, 1910). Reconoce dos grandes grupos lingüísticos, el del Atlántico y el del Pacífico: en el primero la articulación pronominal es inicial, como el guaraní; en el segundo (lenguas que están hacia el Pacífico) se pospone la articulación pronominal, como en el quechua, aymara y araucano. Coincide esta clasificación con la que trae la notable obra del norteamericano Daniel G. Brinton (The American Race: a linguistic classification and ethnographic description of the natives tribes of North and South America, New York, 1891). (...) Limitándonos a la Argentina tenemos, como hemos dicho, las tres principales lenguas, guaraní, quichua y araucana, que son las que más han podido influir aportando palabras a nuestra habla; nos dan, ante todo, términos toponímicos, ya que cada lugar conserva generalmente su denominación indígena; también hemos tenido que adoptar los nombres de tribus, utensilios y costumbres peculiares de los indios; los quichuas, algo más adelantados que los araucanos y guaraníes, han podido darnos de preferencia nombres de objetos o de procedimientos debidos a su cultura; en cambio, predomina en lo recibido de los guaraníes y araucanos la designación de animales y plantas de la región que habitaron. Entre los estudios lexicográficos sobre voces indígenas usadas en nuestra habla, anteriores a 1900, están los publicados por Juan María Gutiérrez en El Plata Científico y Literario (tomo V, pág. 86 y siguientes), y los de Benigno T. Martínez, Apuntes para un Diccionario de Argentinismos e Indigenismos, que vieron la luz en la Revista Nacional de Buenos Aires (tomo III); no pasaron de la inicial A. Lo más completo que tenemos hasta ahora sobre voces de toda la Argentina es lo que registran los diccionarios de Segovia, Garzón, Granada y los Bermúdez; aunque sean muchos los autores, gramáticos y filólogos que han aportado interesante material, ya de voces indígenas, ya de comentarios lingüísticos o filológicos, no tenemos aún un diccionario de americanismos de la importancia de los que han compuesto Malaret y Santamaría. Nuestra Academia de Letras, luego de estudiar los argentinismos que registra el Diccionario académico, trabajo que se ha elevado a la Real Academia y que será tenido en cuenta en la décima octava edición del Léxico oficial, ha iniciado un diccionario de argentinismos que abarcará todas las voces no incluidas en el Diccionario académico que usamos actualmente, sea cual fuere su origen. (...)
Prólogo a El habla rural de San Luis, de Amado Alonso (1946) Alonso, A. 1949. “Prólogo”, en Berta Elena Vidal de Battini. El habla rural de San Luis. Buenos Aires: Instituto de Filología/Facultad de Filosofía y Letras/Universidad de Buenos Aires, pp. viii-x. Este libro (I, Gramática; II, Léxico vendrá después) estudia el habla rural de una región argentina de particular interés y se ha ido haciendo en condiciones casi ideales. Como parte de la antigua gobernación de Cuyo, San Luis estuvo durante los dos siglos primeros de la Colonia más en la órbita idiomática de Chile que en la del Río de la Plata, y en estos dos últimos, no solo por últimos, sino por el progreso de las comunicaciones, su habla se ha ido argentinizando con marcha acelerada; como consecuencia, la antigua Cuyo ofrece atrayentes problemas histórico-lingüísticos en la fonética, en la conjugación, en la sintaxis, en el léxico y en la fraseología. Por su situación geográfica, la provincia de San Luis está enclavada en otra encrucijada de corrientes lingüísticas: de un lado entra en la gran zona arcaizante y tradicionalista, y a la vez de mayor influjo indígena, formada de Norte a Sur por las tierras occidentales de serranía; de otro, sus solanas de antesierra ya miran hacia las inmensas llanuras que se extienden hacia el Río de la Plata y el mar, hacia los ricos pastos y trigales que han hecho la prosperidad de la gran Argentina moderna, y donde la cosmopolita Buenos Aires ejerce una irresistible acción niveladora y modernizante, lo mismo en el lenguaje que en los otros modos comunales de vida. Por eso su arcaísmo está en parte atemperado, en parte enmarañado con formas neológicas, y su incorporación al movimiento idiomático del Litoral es más profunda y más sensible que en las provincias trasserranas. Su fisonomía lingüística se está, pues, remodelando, aunque lentamente (el proceso es más rápido en el léxico), conforme a las nuevas normas y tendencias que irradia el Litoral, y sobre todo Buenos Aires. Por ejemplo, la y rehilada del Litoral (mayo, calle), que contrasta con la y castiza y tradicional de la región, la adoptan transitoria o duraderamente las personas que han estado en la Capital Federal; el vos querés está penetrando en lucha con el cuyano-chileno vos querís, todavía alternante con vos queréis, forma que se tiene allí por la más
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rústica, no obstante coincidir con el (vosotros) queréis de la lengua peninsular y literaria; el che porteño se oye más que el chey patrimonial; en fin, el chau y, por supuesto, algunas expresiones divulgadas por los tangos. Y con ser tan prometedora la materia aquí estudiada, creo que las mayores ventajas para el buen éxito están en las condiciones de trabajo en que este libro se ha ido haciendo. La autora es sanluiseña y maestra de escuela. Su amor por la patria chica, su identificación con la vida material y espiritual de los niños y de los adultos de San Luis –pasó su infancia en el campo y tuvo siempre hondo cariño por el ambiente rural–, la llevaron al estudio del folklore de su tierra, y en ella recogió tradiciones, leyendas, cuentos, dichos y canciones; los recolectó y los estudió y comparó con los de otras regiones argentinas, americanas y españolas, discerniendo con sagacidad lo común y lo diferencial, lo hispánico y lo indígena, lo persistente y lo nuevo. Y el folklore la condujo a la lingüística, porque los mismos problemas levantados en la interpretación de materiales folklóricos la estaban llamando desde el habla de los puntanos (así se llaman los habitantes de San Luis), y, además, otros específicos. En el Instituto de Filología buscó Berta Elena Vidal de Battini, después de graduarse en la Facultad de Filosofía y Letras, la preparación adecuada, y el Instituto la tiene, desde entonces, infatigablemente dedicada a su tarea única, bien que abundantísima, en seguida hecha al régimen de colaboración y de interés recíproco gracias al cual todos recibimos de todos ayudas y alicientes. Así es como cada uno de nosotros ha seguido con creciente interés la preparación, la marcha y la conclusión de este libro. Durante los inviernos, en Buenos Aires, los libros, los cursos y las discusiones del Instituto de Filología (con todos nosotros, pero muy en especial con el doctor Ángel Rosenblat, que ha sido como el fiel contraste y consejero permanente), le iban ayudando a madurar los problemas lingüísticos que de los materiales salían, y al mismo tiempo le planteaban otros, laterales o metidos en los ya estudiados, que reclamaban nuevas encuestas y nuevas excursiones; cada verano la señora de Battini se iba para su San Luis, con nuevos cuestionarios y nuevas ideas, siempre deseosa de saber más y de saberlo mejor, y cada otoño volvía al Instituto con su preciosa cosecha del año. Y hasta a veces interrumpía las actividades habituales del curso y realizaba viajes de investigación en el terreno como miembro de la Comisión de Folklore del Consejo Nacional de Educación, viajes en los cuales contó siempre con la colaboración de los maestros de su provincia.
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La experiencia, a la vez que la ciencia, le hizo ver que la lengua viva es demasiado compleja, rica y multiforme para confiarse uno ni en las primeras colectas de materiales ni en las primeras interpretaciones, y así nunca ha tenido pereza para volver a recorrer las veces que fuesen necesarias las distintas regiones de su provincia; y al estudiar los hechos generales y los locales ha estado atenta a todos los influjos y posibles complicaciones: presión de la cultura superior, interacción de ciudad y campo, de las distintas clases sociales, de viejos y jóvenes, entre el viejo fondo colonial y las nuevas corrientes, entre las fuerzas localistas y las de la general nivelación; con especial provecho se ha detenido a ver ese juego de renovación lingüística que se manifiesta al pasar la herencia idiomática de una generación a otra. Esta insistencia de infatigable reiteración en la busca, contestación y estudio de los materiales de un lenguaje regional que es el propio de la autora y la voluntad de no esquivar problema alguno, de no malbaratar ningún tema por mucho que alargara el tiempo requerido, es lo que hacen de este libro, me atrevo a decirlo, la perla de nuestra Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana. Buenos Aires, marzo de 1946.
El habla rural de San Luis, de Berta Elena Vidal de Battini (1949) Vidal de Battini, B. E. 1949. El habla rural de San Luis. Buenos Aires: Instituto de Filología/Facultad de Filosofía y Letras/Universidad de Buenos Aires, pp. 18-20. El habla rural. El habla rural de San Luis coincide con el castellano rústico del Litoral en buena parte de su léxico; discrepa en algunos aspectos de su fonética y de su morfología, y se caracteriza sobre todo por el canto “tonillo, entonación regional”. En conjunto, tiene fisonomía castiza, debido especialmente a sus abundantes formas arcaicas. Es también considerable el caudal de americanismos, en el sentido de “voces españolas con nuevo significado americano”. Las pocas palabras extranjeras incorporadas son comunes al español de la Argentina. No hay influencia indígena en la gramática, pero sí, aunque no intensa, en el vocabulario, y desde luego en el canto. El número de sus indigenismos es inferior al de las provincias andinas y a las del Norte. Aún hoy se advierte el influjo ejercido por Chile en la fonética y en el vocabulario regionales, por razones de dependencia primero, por relaciones comerciales después. Dado el aislamiento en que vivió San Luis, pudo conservar sin mayor contaminación las primeras formas culturales heredadas. La influencia de Chile fue más castiza que dialectal. Con la anexión al Virreinato del Río de la Plata (1776), y más aun con la independencia nacional (1810), comenzó a sentirse en San Luis la influencia del Litoral, para acentuarse con el desalojo de los ranqueles de la pampa (1879), y sobre todo con el paso del ferrocarril (1880), hechos que le aseguraron las comunicaciones con la capital de la República. El comercio con Chile sufrió un golpe rudo. Los arrieros puntanos y chilenos disminuyeron su intercambio, pero no lo cortaron. Hasta hace más o menos 60 años cruzaban la cordillera con las tropas de ganado procedentes de San Luis. En resumen, San Luis dependió lingüísticamente, en su primera época, de Chile; desde el siglo xviii, del Litoral. Su ideal de lengua está hoy en la de Buenos Aires, que no solo ejerce una sugestión deslumbradora sobre las provincias, sino que ha sido definida como la “capital
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idiomática del Río de la Plata”. Los arcaísmos, los regionalismos y los indigenismos que no se usan en la capital están amenazados de extinción. Lo grave es que, al lado de lo dialectal, lo castizo que no se conoce o se ha olvidado en Buenos Aires corre el mismo peligro. El fonógrafo contribuye a ello en parte. La radiotelefonía y el turismo figuran como recientes factores de acarreo. San Luis y Mercedes, las ciudades más importantes, unidas por trenes diarios a Buenos Aires, son las que han impuesto y seguirán imponiendo en sus zonas de influencia el reflejo de la gran capital. Este se advierte particularmente en el Departamento Pedernera (capital Mercedes), de mayor población extranjera y donde las actividades de la industria y del comercio reclaman vinculaciones más estrechas con el Litoral. La ciudad de San Luis conserva, sin embargo, mucho del señorío de su tradición. La transformación en los campos se hará lentamente. Las regiones más tradicionales y arcaizantes están mejor defendidas, tanto por la falta de comunicaciones directas como por el espíritu conservador de sus comarcanos. Hay una corriente interna de acción intensa, la escuela. San Luis es una de las provincias que da mayor número de maestros con relación a su población. A la Escuela Normal van para graduarse los jóvenes de todas las clases sociales. A San Luis, Mercedes y San Francisco, acuden, de los lugares más apartados, los aspirantes. Ya maestros, si no encuentran una plaza en la provincia, la buscan afuera. Van al Litoral, y más aun a los Territorios Nacionales. La caravana vuelve todos los años a pasar sus vacaciones en el terruño, y trae ya la marca impuesta por el medio en que vive y trabaja. La escuela primaria, muy difundida, es una fuerza de modificación inmediata. Pero, siendo sus maestros del mismo medio, su acción se ha dirigido, y lo ha hecho fácilmente, a corregir ciertos rasgos dialectales como los de las acentuaciones máiz, máistro (es general ya decir maíz, maestro), y a mantener las terminaciones -ado, -ido, pronunciación que se nota hasta en la conversación cuidada de los campesinos, pero que casi ha desaparecido de la familiar. Hay un afán local por hablar bien, aun en el hombre del pueblo. Sería una defensa del idioma hacer saber una verdad que se nos ha dicho: “Buenos Aires habla mal la lengua del país. A la vista salta el mayor señorío y decoro del hablar provinciano. Hasta las hablas rurales superan al porteño en calidad y en fijeza”. Pero el prestigio de la gran ciudad hace que
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se la suponga dueña de todas las excelencias culturales. Sin embargo, su influencia directa o indirecta, hasta hoy, en San Luis, sólo se ha marcado en el vocabulario. Las discrepancias fundamentales de la fonética se mantienen como en el siglo xviii, tiñiéndose el hablar puntano con la cadencia tan particular de sus tonadas comarcanas.
Contribución al estudio de las voces santiagueñas, de Orestes Di Lullo (1946) Di Lullo, O. 1946. “Introducción”, en Contribución al estudio de las voces santiagueñas. Santiago del Estero/Buenos Aires: Imprenta López, pp. 8-18. La nomenclatura de un país es un libro mediante el cual, previas las reservas y precauciones del caso, se pueden dilucidar acertadamente no pocos hechos de su historia. Langlois I En una paciente búsqueda de largos años, hemos podido reunir este precioso material del acervo lingüístico de la provincia de Santiago del Estero, que hoy presentamos a la consideración de los estudiosos, completando otros trabajos similares, aunque truncos, de D. Juan Christensen y D. Andrés A. Figueroa, de esta provincia, y del Prof. Antonio Serrano, de la Universidad de Córdoba. Muchas voces han sido también pesquisadas en otras obras de diversos autores, en especial de los PP. Pablo Cabrera, Miguel A. Mossi, Samuel A. Lafone Quevedo y otros autores que han sido frecuentemente consultados. Con estas fuentes y las que nos proporcionaron los cronistas de la Conquista –y las no menos importantes de la sabiduría popular– hemos realizado esta compilación o catálogo de voces dialectales, que no tiene otro propósito que facilitar al lingüista y al etnólogo, los materiales que pueden serles útiles para emprender estudios de más dilatado vuelo, como quizá también ocurra con el folklorista e historiador, que pueden encontrar en estas tablas más de un motivo de inspiración o, cuando menos, numerosos e interesantes datos reunidos y que fueron encontrados dispersos en publicaciones diversas y no siempre consultadas. Nada más que por esto, creemos haber realizado un trabajo útil y necesario. Como se podrá apreciar, la obra contiene no sólo la toponimia de la Provincia de Santiago, sino también las voces que se refieren a la flora y a la fauna, las formas afectivas y familiares de los nombres propios y todas
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aquellas voces del léxico popular que presentan alguna dificultad lingüística o tienen una acepción distinta de la usual. Los topónimos –como se verá en la parte pertinente– han sido coleccionados con paciencia y escrupulosidad, de tal modo que podemos afirmar que, aparte de los que no tienen importancia etimológica o histórica, toda la toponimia de la Provincia ha sido expuesta, revestida de datos topográficos y notas historiográficas que la sitúan convenientemente y le dan vida a traves de los tiempos, explicando, cuando ha sido posible, su seguro o probable origen. En estas voces es posible encontrar los rastros de las pasadas lenguas que influenciaron el territorio y, en especial, del quichua, que todavía se habla con alguna profusión en ciertos departamentos centrales y aledaños a los ríos Salado y Dulce. Las voces relativas a la flora y a la fauna llevan anotadas las carácterísticas científicas y con ellas se estudia un aspecto del folklore que hemos creído importante consignar, y es el que se refiere a la sabiduría del pueblo con respecto a las plantas y animales, en lo que este conocimiento tiene de creencias, de supersticiones, de leyendas. Con la inclusión de estas voces y datos que les conciernen hemos creído hacer un importante aporte al folklore de la Provincia. Completando la nomenclatura, agregamos voces del léxico vulgar y formas de la deturpación familiar de los nombres propios, en los que se observan claras tendencias quichuizantes del habla popular. Todo ello con algunas noticias comparativas con la lengua dialectal de las poblaciones americanas. Este acervo de voces que presentamos a la consideración de los estudiosos es el complemento o apéndice de tres gruesos volúmenes publicados anteriormente sobre el folklore de Santiago del Estero, constituidos, el primero: por las canciones, refranes, coplas, romances y adivinanzas populares; el segundo: por las fiestas, costumbres, danzas, cuentos, leyendas, fábulas, juegos infantiles y conocimientos populares, y el tercero: por la medicina y la alimentación. Todos ellos ayudarán, sin duda alguna, a conocer el espíritu de un pueblo que tanto ha dado de sí para la formación de los valores substanciales de la patria. II El descubrimiento de lo que se llamó Santiago del Estero y donde se detiene por fin el español, trae aparejado un grave problema lingüístico: ¿Cómo se
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haría la conquista y la evangelización del indio? ¿En qué lengua le hablarían para catequizarle? Porque llegar a la tierra y conquistarla, descubriéndola por primera vez al mundo civilizado no era el fin, sino el principio. Había que incorporarla al imperio del Rey, había que someterla, y ello era imposible si no se sometían e incorporaban antes los naturales que en la tierra vivían, y que formaban múltiples pueblos, dentro de naciones numerosas y distintas. Estas naciones indígenas fueron conocidas por los cronistas de la época. (...) Aparte de los indios juríes o tonocotés, de los diaguitas y lules, el inmenso territorio de lo que fue luego provincia de Santiago del Estero, albergaba otras naciones indígenas, entre las cuales debemos mencionar los indamas, yuguitas y sanavironas en la región sud y los abipones y mocovíes de la región Chaco-litoral, que pertenecían al grupo guaycurú. Todas estas naciones, formadas por numerosos pueblos y parcialidades, con lenguas y dialectos diversos, crearon –como decíamos al principio– un serio problema lingüístico a la Conquista que debía resolverse tratando de imponer un solo idioma que facilitara el intercambio y la evangelización. Así se hizo, usando como lengua general el quichua (...). III Volviendo al propósito y exégesis de este libro, debemos decir que se han incluido en él los nombres de los pueblos indios ya desaparecidos y de los que, siendo actuales, ofrecen alguna dificultad en el sentido de la dilucidación de su significado. En uno y otro caso se han tomado también los nombres estudiados por otros autores cuya explicación lingüística o etimológica satisface ampliamente –pues hemos querido hacer una nómina completa– y otros vocablos se han incorporado al presente estudio porque, siendo topónimos, ha sido necesario hacerlo para la mejor comprensión de otras voces relacionadas con ellos o porque revisten una distinta interpretación de su procedencia. Las distintas fuentes consultadas, y en especial el Archivo General de la Provincia, con ser escasas han permitido la compilación de numerosos nombres ignorados en su significación precisa, y cuyas raíces remontan a las épocas prehistóricas en que las lenguas indígenas tenían seguro y profundo arraigo. Todavía nos es dado encontrar topónimos puros que han resistido sin deformación sustancial la acción corrosiva de otras lenguas, como si poseyeran la virtud fecundante de la lengua misma que en ellos se cristalizó. Pero estos fueron los menos. Los más, se transformaron, sustituyendo
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sus sonidos originarios por otros semejantes, a causa de la dificultad que entraña su escritura o su fonética, o por esos procesos lentos de corrupción en que intervienen diversos vicios y que con el transcurso de los años los vuelven irreconocibles. Surge de una lectura atenta de la presente nómina de pueblos, de ríos, de parajes, una primera comprobación: la de la importancia que tienen estas palabras diseminadas como jirones de las lenguas que hablaron los primitivos habitantes para el estudio de la etnología, y, como consecuencia, el hecho de que no todos los topónimos, al parecer indescifrables, son de procedencia quichua. Con ser la mayor parte de ellos atribuibles a dicho idioma, otros corresponden a lenguas o dialectos diversos que como el cacán o diaguita, el toba, el vilela, el lule, el sanavirona y el chiriguano se hablaron en esta región varios siglos ha y de los que quedan pocas pero valiosas voces puras o deturpadas. La hibridación es un hecho frecuente. Suelen verse vocablos quichuas mezclados a voces castizas. En menor grado entre el quichua y el cacán, el vilela, el sanavirona, el lule, etc. siendo posible pesquisar sus raíces a través de la deformación que han sufrido con los años o por el pasaje a sucesivas lenguas. Con todo, es fácil comprobar la frecuencia del quichua puro en la nomenclatura toponímica de la Provincia. (…) IV También se incluyen en esta obra las voces más usuales del léxico popular. Para la formación de esta nómina se han tenido en cuenta solo las más pintorescas y típicas, pues, de otro modo la tarea hubiese resultado fatigosa e inútil. Es así que no se incluyen los barbarismos que consisten en sustituir o eliminar la “d” de los nombres y participios terminados en “ado”, los que se cometen al decir “tomá” por “toma” y otros de construcción viciosa, como tampoco ciertos neologismos de uso vulgar. Por esta razón, buen número de palabras que corresponden al léxico corriente han sido desechadas –muchas de ellas formas corrompidas del castellano– y, por el contrario, algunas voces castizas debieron ser incluidas por tener una acepción distinta o pertenecer a las formas arcaicas o en desuso de la lengua. La mayor parte de las voces que se consignan en este glosario proceden del quichua, no siendo raros tampoco los nombres en uso procedentes del cacán o del araucano y de otros dialectos e idiomas.
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Con todas ellas hemos formado una tabla sencilla que ha de proyectar alguna luz sobre la verdadera riqueza fonética y expresiva de la región y que, bien estudiada, dilucidará la exacta participación que las distintas lenguas aborígenes han tenido en la formación del léxico popular. Una gran parte de los departamentos Avellaneda, Sarmiento, Atamisqui, Loreto, Robles, San Martín, Figueroa, Salavina y Banda, poseen aún fuertes núcleos de población quichuista, pero la dispersión que otrora tuvo dicha lengua, restringe de tal modo cada día su área que pronto solo quedará de ella su rastro en los nombres de lugares y de cosas y en algún vicio de construcción y de sintaxis que se observa evidentemente en las locuciones dialectales. Todas las voces aquí consignadas son los vehículos naturales de la expresión popular. En lo que concierne a Santiago en ellas se reconoce el paisano y su individualismo agreste se endulza y suaviza de convivencia, ya que la lengua vernácula, al despertar las añejas tradiciones y los sabores de la tierra, que adentro llevamos como una emoción multitudinaria, asegura agremiación del individuo. Es que las palabras tienen, a más del valor que todos les conceden, un valor emotivo hecho de paisaje circundante y de ideas que sugiere. No son meros accidentes gramaticales, sino matrices fecundas, henchidas de reminiscencias, como las cavernas de resonancias. Si tienen este significado las palabras de un idioma, las que tipifican un dialecto revisten una forma genuina y encierran un sentido que las otras no poseen. Y aunque son palabras sustanciales, tienen un ancho margen cambiante cuando son ayudadas por otros elementos: pausa, entonación, etc. e incorporan al lenguaje matices de ricas sugerencias que las lenguas generales no tienen.
Diccionario de regionalismos de Salta, de José Vicente Solá (1947) Solá, J. V. 1947. “Introducción”, en Diccionario de regionalismos de Salta. Buenos Aires: Sebastián de Amorrortu e Hijos, pp. 7-14.
Este diccionario es el fruto del entrañable cariño que siento por las cosas del terruño. Sus costumbres, la idiosincracia de sus habitantes, su lenguaje pintoresco tan lleno de figuras, su rica paremiología, ya propia ya heredada de España y conservada como un tesoro valioso, hacen de Salta una provincia típicamente diferenciada del resto de sus hermanas. Pero ella no podrá escapar al movimiento renovador de costumbres que trae consigo la fácil comunicación que proporcionan los medios modernos. Esto hará que con el rodar del tiempo Salta pierda una de sus características más simpáticas, y que ciertos hábitos, como también giros y locuciones, desaparezcan del uso común. Pérdida semejante sería realmente lamentable por muchas razones, y por ello he creído oportuno reunir, en un catálogo, vocablos que son de uso familiar y corriente, tanto en la ciudad capital como en el vasto y dilatado territorio de la provincia. No es reciente en mí este propósito; desde hace mucho tiempo me acompaña: muchas veces comencé el trabajo y otras tantas hube de abandonarlo obligado por preocupaciones de índole muy distinta; pero nunca me alejé de asunto tan interesante, y ya fuese desde mi cátedra en el Colegio Nacional, como desde las columnas de la prensa o desde el libro destaqué, en más de una oportunidad, la importancia que el conocimiento de los regionalismos del Norte del país tiene como contribución al estudio de los medios de expresión en América. Algunos trabajos de la misma naturaleza han precedido al presente: unos han quedado –y es de lamentarlo– relegados en los archivos de sus autores, como ser los apuntes sobre “Vocabulario y fraseología salteña” del erudito profesor normal señor Alcides G. Juárez Téllez, o los “Cuadernos” de mi eminente maestro don Conrado M. Serrey; otros se han publicado en revistas especializadas, como el muy meritorio del académico y poeta don Juan Carlos Dávalos sobre “Lexicología de Salta”, aparecido en el Boletín de la Academia Argentina de Letras y que ha servido a Malaret y a Santamaría para enriquecer sus diccionarios de americanismos. De tan interesante trabajo he hecho transcripciones, con la aprobación del autor.
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El de “Toponimia indígena de Salta”, divulgado por el Boletín del Instituto de San Felipe y Santiago de Estudios Históricos, del cual, y con la venia de su distinguido autor el académico e historiógrafo doctor Atilio Cornejo, he tomado muchos datos que transcribo; o el de Folklore médico del Norte Argentino del doctor Julio Mendióroz. El Cancionero Popular de Salta, de Juan Alfonzo Carrizo, constituye un valioso aporte al conocimiento del folklore de mi provincia. Pocas regiones hay en el país que sean tan ricas en términos propios como la norteña, producto de un espíritu vivaz e inquieto, al que habría que agregar la influencia indígena. De ahí que al lado del vocablo lleno de gracia española, heredado de los conquistadores andaluces y extremeños, figure la palabra de ascendencia quichua, aymara, cacana, mataca, vilela, lule, tonocoté, o la procedente de tantas otras lenguas y dialectos de la región, de esos que aún no han sido debidamente estudiados por quienes tienen talento y ciencia suficientes para hacerlo. *** He preferido para el título de este diccionario la palabra regionalismo y no provincialismo como sería más ajustado a lo que se estila de acuerdo con la terminología de los lexicógrafos, porque gran parte de los vocablos empleados en Salta son también conocidos en Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca, y deseo que el título de esta obra condiga con el contenido de la misma. Esta comunidad de términos se explica porque un límite artificial y caprichoso, trazado entre provincias hermanas, no puede, de manera alguna, significar una barrera lingúística infranqueable. *** He adoptado, para el estudio de las palabras de este catálogo, el procedimiento llamado de eliminación por los diccionaristas. En presencia de un término debí, como primer paso, descartar que fuera español, esto es que figurase en el Diccionario de la docta Corporación matritense, para luego hacer lo propio con los de provincialismos de la Península y de Canarias. Ausente la voz en esta primera búsqueda, podría muy bien tratarse de un vocablo americano, y a la serie de catálogos de las distintas naciones del Nuevo Mundo encaminaba mi averiguación. Pero a pesar de esto la
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palabra no aparecía en ninguna de las listas consultadas, lo que constituía un motivo para sospechar que el término fuera argentino, y hacia los excelentes diccionarios de Segovia y Garzón dirigía entonces la pesquisa. Mas, ausente la voz, esta situación me inducía a prejuzgar que debía tratarse de un modo expresivo propio del Noroeste argentino. Solo después de consultar eruditos trabajos de Lafone Quevedo, Lizondo Borda, Di Lullo y otros, lograba ubicar el vocablo, considerándolo un regionalismo. *** Para términos usados en los distintos oficios he recurrido a los viejos “maestros”, verdaderos patriarcas de la nobilísima artesanía salteña. Conversando con el auténtico gaucho de mi tierra, descendiente directo de los heroicos actores de la epopeya patria, o con los collitas de los Valles Calchaquíes o de la Puna, o con los indígenas del noreste salteño (Chaco), he aprendido muchos términos y giros que el hombre de la ciudad ignora, pero que en esas zonas son empleados continuamente por los habitantes, aun por los que nada tienen de ascendencia quichua, mataca o chiriguana. *** Es el elemento quichua el que predomina en ciertas regiones del territorio lingüístico de mi provincia, y esto se explica por razones étnicas. Se conservan hasta hoy términos insustituibles, que no han sufrido alteración alguna. En otros, la vocal terminal i, de muchas voces autóctonas, se ha trocado por otras vocales, particularmente por o y e. En gran número de verbos la terminación indígena ha sido sustituida por la desinencia del infinitivo castellano. Como los quichuístas no han uniformado la ortografía de palabras del runasimi, yo, un simple aficionado al estudio de la lengua general del Perú, he adoptado la grafía, y para cada caso, tomándola del autor consultado. Así hay términos en los que interviene la k, otros en que entra a formar parte de su estructura la q, sin la u muda ortográfica; hasta algunas veces he consignado el mismo término con la escritura de dos escuelas diferentes. Muy dificil me ha resultado decidir, en ciertos casos, la grafía correspondiente a palabras cuyo origen no ha sido debidamente determinado. Para estos vocablos he optado por el principio fonético, uno de los tres en
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que se funda la Ortografía. Así para palabras en que la duda oscilaba entre la ll y la y, he tenido en cuenta la región donde se emplean, ya que en Salta hay zonas lleístas, como también las hay yeístas. Se observará con respecto a la semántica que algunas veces una misma palabra registra varias acepciones distintas, y hasta de sentido opuesto, verdadera antonimia que no tiene más explicación que la de ser empleadas las palabras en localidades muy lejanas las unas de las otras. En otros casos, para cerciorarme que no se trataba de un error de información, he recurrido a consultas múltiples, estimando la categoría de mis desinteresados corresponsales a fin de asegurar la veracidad del dato recibido y garantizar la exactitud de la significación que luego debía consignar. En algunos artículos me limito a decir simplemente que es voz indígena porque no tengo la seguridad respecto a su origen, o porque sospecho que se trata de vocablos provenientes de algunas lenguas de las muchas que se hablaban en esas regiones y de las que he hecho referencia anteriormente. Estas lenguas, no relacionadas con el quichua o con las otras conocidas, han dejado muy pocos rastros o huellas en este o en aquel término. Por otra parte, pretender que todos los términos vernáculos se originaron de la lengua del Cuzco, del aymara o del cacán es no ajustarse a la verdad ni es hacer obra seria, ya que ha habido zonas en Salta donde se hablaban otros idiomas. *** En la escritura de algunas palabras he recurrido a la duplicación de letras consonantes con el fin de imitar, en lo posible, la pronunciación que el salteño del campo, especialmente del Noreste, da a ciertos términos de indiscutible origen indígena: cocca, cosso. En otros casos, se forma un grupo fónico desconocido en la prosodia castellana: la j como licuante de la r, p. ej.: lajra, sejraña. Para los vocablos compuestos sigo la tendencia moderna de aglutinar los componentes en un solo término: Chaupihuaico, Yacochuya. *** Muchos términos, obsoletos para el Diccionario de la Real Academia Española, se conservan en el uso común de Salta, particularmente en el
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lenguaje del pueblo. Hasta él no ha llegado aún la noticia de que tal o cual voz constituye un arcaísmo por haber caído en desuso, que tal otro ha sufrido, con el tiempo, alguna alteración ortológica, o que lo considerado vulgar en una época hoy es vocablo correcto, tiene el visto bueno de la autoridad académica y ha merecido ya un sitio en el catálogo oficial de la misma. *** La aspiración de la h –que se convierte en j–, muy común en la provincia, es debida a la influencia andaluza dejada por conquistadores y colonizadores. Análogo vicio se produce con la s, que suena como j: chasmear-chajmear, aun cuando podría también ser tendencia indígena. Hay un fonema que se ha perdido en la lengua castellana. En los albores de nuestro idioma y hasta el período clásico (siglos xvi y xvii) fue indicado por la letra x. Pues bien: este sonido se conserva en el habla vernácula de Salta y equivale a la x portuguesa, la ch francesa o sh inglesa. Siguiendo la práctica de eminentes americanistas, he adoptado el morfema sh para indicar dicho sonido: mashaco, pishilingo. Al igual que en el resto del país, es común en Salta el vulgarismo iar en los verbos terminados en ear: coquear-coquiar. Solamente lo consigno en los casos en los que nunca deja de cometerse, aun por parte del habitante de la ciudad capital. Otro tanto hago con los participios terminados en ado, que el salteño, como el meridional de España, convierte en ao: choteado-choteao, y más comúnmente chotiao; acaschao. Palabras hay que sufren variación semasiológica en una misma localidad. Preguntadas que fueron algunas personas acerca del nombre de un animal o de una planta, encontré entre los miembros de una misma familia discrepancias enormes. Así con respecto a la planta llamada copacopa la discusión se entabló entre padre e hijo. Este último, hombre de cierta edad, sostenía que en esa zona dicha planta y la llamada copal eran una misma. He quedado con la duda, he consignado cómo opinó el padre, aun cuando este no pudo mostrarme los dos ejemplares distintos. Todas las voces que comienzan con los diptongos ua, ue, ui, uo o con el triptongo uai, precedidos en la escritura de la h ortográfica, se pronuncian con g, vulgarismo, por otra parte, muy común en América: hualca-gualca, huairuro-guairuro.
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Hay vocablos matacos en la zona noreste que son empleados comúnmente, y sin modificación alguna, por los habitantes no indígenas: llelutaj, maguj. *** Cuando digo que una voz es conocida en otras partes (v. c. e. o. p.) quiero expresar que lo es en la República Argentina, y con la misma significación. Para palabras con ligeras variantes, y siempre que me ha sido posible averiguar su origen, he preferido para su escritura (y no podía ser de otro modo) el principio etimológico. En las demás, y según el caso, ha sido el consuetudinario el que me ha decidido en la adopción del morfema. Consigno también como regionalismo –y en esto sigo el ejemplo de otros autores de obras similares– algunos vulgarismos prosódicos producidos por ignorancia de la verdadera pronunciación: apuñalear-apuñalar. *** Tal vez muchas palabras a las cuales no he puesto la leyenda de voz conocida en otras partes, lo sean. Ello se debe, más que a falta de diligencia en la obtención de un informe cabal, a deficiencias de algunos de los catálogos consultados. *** Agradezco a mi colega el doctor Carlos Outes, autor de la ley N° 739, que con su iniciativa ha hecho posible la publicación de esta obra en forma oficial, y a mi amigo el Excelentísimo Gobernador de la Provincia de Salta, doctor Lucio A. Cornejo, quien siempre me estimuló en mi labor de investigación y que luego, desde el alto cargo que inviste, ha prestado su valioso apoyo a este trabajo de índole eminentemente cultural. Dejo constancia asimismo de mi reconocimiento a los señores legisladores que, por unanimidad, sancionaron la sobredicha ley. ***
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Ha sido completa y desinteresada la colaboración de los salteños en la confección de este diccionario. Los colegios y escuelas nacionales, provinciales y particulares, las comisiones municipales, el Registro Civil, los señores jueces de paz, los señores curas párrocos, Correos y Telecomunicaciones, los Ferrocarriles del Estado, la Policía de la Provincia, la Municipalidad de la Capital, los dueños de estancias y fincas, los gremios, la prensa, la Radio oficial, en fin, los particulares todos se han prestado gustosos a mis consultas y han coadyuvado con entusiasmo realmente ejemplar facilitando la compilación de varios miles de vocablos, cifra que dice elocuentemente de la riqueza lexicológica de Salta. Al entregar este trabajo a la consideración de mis comprovincianos les expreso mi agradecimiento por su valiosa colaboración. Con este diccionario continúo la obra que comenzaron los destacados salteños que he mencionado anteriormente; otros podrán perfeccionarla. J. V. S. Salta, 1946.
Ley N° 739 Por cuanto: El Senado y la Cámara de Diputados de la Provincia de Salta, sanciona con fuerza de LEY: Artículo 1°.– Facúltese al Poder Ejecutivo para tomar a su cargo la edición oficial del Dicionario de Regionalismos de Salta (República Argentina), compuesto y compilado por el doctor José Vicente Solá, en la cantidad de un mil ejemplares, debiendo hacerse la impresión bajo el contralor inmediato del autor, en los talleres gráficos de la Cárcel Penitenciaria o donde lo considere más conveniente, destinándose a tal efecto hasta la suma de siete mil pesos moneda nacional ($7.000 m/n) como máximo. Artículo 2°.– Los ejemplares de esta obra serán distribuidos sin cargo, por el Gobierno de la Provincia, destinándoles especialmente a las escuelas,
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bibliotecas y centros culturales de la Provincia y similares del País, reservándose trescientos ejemplares que se entregarán al autor de la obra. Artículo 3°.– El gasto que demandare el cumplimiento de esta Ley se hará de Rentas Generales, con imputación a la misma. Artículo 4°.– Comuníquese, etc. Dada en la Sala de Sesiones de la H. Legislatura de la Provincia de Salta, a dos días de julio de mil novescientos cuarenta y seis. Tomás Ryan Presidente de la H. Cámara de Diputados Roberto San Millán Presidente del H. Senado Meyer Abramovich Secretario de la H. Cámara de Diputados Alberto A. Díaz Secretario del H. Senado Ministerio de Gobierno, Justicia e Instrucción Pública Téngase por Ley de la Provincia, cúmplase, comuníquese, publíquese, insértese en el Registro de Leyes y archívese. Cornejo José T. Solá Torino
“Mendocinismos observados en el habla popular de la ciudad de Mendoza (1943-1948)”, de Lorenzo N. Mascialino (1950) Mascialino, L. N. 1950. “Mendocinismos observados en el habla popular de la ciudad de Mendoza (1943-1948)”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XIX, pp. 387-390.
Amogosarse: enmohecerse. (Ver “mogo”, por moho). Agoatibia: persona despreocupada, que no tiene interés por nada. Arequipa: dulce de leche cortado con limón. Angarilla, engarilla: carretilla pequeña. Alcachofa: alcahucil. Apercibirse: darse cuenta. Aguaitar: espiar, mirar. Aguaitada (dar una): echar una mirada. Beteraya: remolacha. Botar: arrojar, tirar. (Hay una leyenda, narrada diversamente, que ha dado nombre a una calle: “El cariño botao”). Cotudo, a: mendocino. (Proviene de la abundancia de coto en la región. A veces es despectivo). Camote: batata. Curado (estar): estar muy bebido. Chupino: animal rabón; chico con pantalones muy cortos. Chascona: muchacha con el cabello hirsuto o mal cortado. Chapecas: las trenzas femeninas. Chupalla: pajizo de alas anchas. (Es término de origen chileno). Chata: guiso con mucho caldo, de lomo de avestruz. Chayar (o challar): jugar con agua en Carnaval. Choco, choquito: cachorro de perro. Chavo, chavito: rengo (persona o animal), o con los pies torcidos hacia adentro. Choique: avestruz. Choiquguas: boleadoras chicas, para cazar avestruces. Chispeado (estar): estar algo bebido.
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Enterar: cumplir años. (“Fulano enteró ayer 80 años”), completar. (“Me faltan 20 centavos para enterar un peso”). Embelecar, embelecarse: entusiasmar a alguien, entusiasmarse uno por algo. Embelequero, a: que se entusiasma fácilmente y es amigo y buscador de novedades. Embelecado, a: que ha sido o está entusiasmado con algo. Entretención: entretenimiento. Flojera: pereza, desgana. Futre: petimetre, dandy. (De origen chileno). Frezada: más usado que frazada. Guatana (y huatana): tiento usado como freno para domar caballos, a los cuales se les envuelve en la lengua. Gallina (ser un): el que no sabe andar a caballo. Iíata: modo. (“Hacer algo de otra laya”). Lengua ‘e bola: que no habla con claridad. Maleta: valija de los colegiales (exclusivamente). Mosquetear: mirar, curiosear, echar una mirada. Mogo: moho. Molón, o “lengua ‘e bola”: el que no habla con claridad. Ojalá: aunque. (“Ojála llueva, iré a tu casa”). Peteco (llevar a): llevar a un niño sobre los hombros. Pando, pandito: río, lago, charco, etc., poco profundo. Poto: ano. Peiiual: sobrecincha. Pichiciego: especie de armadillo, medio cegatón; se aplica a los cegatones. Pororó: maíz frito. (Florcita de maíz, en Buenos Aires). Pillar: tomar a alguien de sorpresa, cogerle. Payana: juego de niños, con piedrecitas. Porte: tamaño, grandor. Potrillo de vino: vaso alto y estrecho, que recuerda las patas de un potrillo; para vino. Porongo: calabazón para mate. Pitilla: piolín. Residencial: pensión, casa de huéspedes. Risco: peñasco. Sopaipilla: torta frita, especie de dulce.
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Surtidor: canilla. Trizarse: rajarse (un vidrio). Trizadura: rajadura. Topar (una calle): cortarse. Topetar: dar una topada. Topoón: persona muy suertuda. Teste: “naranjero” (pájaro). (al) Tiro: al instante. Tomero: cuidador de compuertas de las tomas de agua de río. Tapón: construcción de ripio, arena, etc., para defensa de las crecientes de agua y para desviar un canal. Tema: (femenino: la): tener la tema; andar con la tema: preocupación, idea fija. Tincarle a uno una cosa: tener la sospecha, tener un “pálpito”. Ser muy de una vez: ser simple, sin complicaciones. Valdiviano: guiso de charqui. (También se le llama charquicán). Ya: al instante.
“Extensión de la rr múltiple en la Argentina”, de Berta Elena Vidal de Battini (1951) Vidal de Battini, B. E. 1951. “Extensión de la rr múltiple en la Argentina”, en Filología, III, núm. 3, pp. 181-184.
En 1945 inicié mi trabajo de geografía lingüística de la Argentina con el asesoramiento del doctor Amado Alonso, director del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras, y el de su colaborador, el doctor Ángel Rosenblat. Redacté, entonces, un primer cuestionario sobre pronunciación, que los maestros de las escuelas primarias de todo el país contestaron en 1946. Con estos datos y los materiales que había acumulado en mis investigaciones anteriores, preparé un plan-guía y mapas provisorios; con ellos comencé la exploración personal en el terreno, tarea que intensifico en la actualidad. Mi propósito es el de determinar la extensión geográfica de los fenómenos lingüísticos más generales y de mayor profundidad del español de la Argentina. Sin entrar en las sutilezas de la fonética experimental, labor de especialistas en el sentido estricto de la palabra, daré, en cada caso, todos los elementos que consiga reunir y que puedan ofrecer utilidad a trabajos similares. Esta nota y el mapa concretan uno de los resultados generales, el de la extensión de la rr múltiple, y es solo un anticipo del trabajo definitivo. Dos tipos de rr múltiple se observan en la pronunciación de los argentinos, perfectamente diferenciados por todos: la r vibrante, correcta, de Buenos Aires y su zona de influencia, y la u asibilada, dialectal, del interior; la rr de los porteños y la rr de los provincianos, según la expresión corriente. Junto a la rr vibrante pura, de intensidad diversa, se oye la variante fricativa de la conversación descuidada y familiar. Nuestra r ápicoalveolar fricativa, que se pronuncia con asibilación más o menos desarrollada como la descripta por Navarro Tomás, presenta distintos grados del rehilamiento que observaron Lenz y Amado Alonso; la geografía de estos tipos de rr, ya señalados en España y América, se determinará en el trabajo final. La pronunciación de la rr vibrante se mantiene en la ciudad de Buenos Aires, Capital de la República, que fue su centro de difusión, las provincias de Buenos Aires y Santa Fe, con excepción de su extremo norte, y los territorios nacionales de La Pampa (recientemente declarado
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provincia), Neuquén, Río Negro y Chubut. La pronunciación de la rr asibilada se observa en las provincias de Entre Ríos, Corrientes, parte norte de Santa Fe, Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy, y los territorios nacionales de Chaco (recientemente declarado provincia), Formosa y Misiones. En Tierra del Fuego y a lo largo de la frontera con Chile, desde Neuquén hacia el sur, se observan ambas pronunciaciones; la rr asibilada se observa entre las numerosas familias chilenas allí establecidas y a veces en sus descendientes hay tendencia general a adoptar la rr vibrante, que seguramente se impondrá. Ocasionalmente se oye la rr vibrante en Chaco, Formosa y Misiones, entre personas que proceden de Buenos Aires o del centro y sur de Santa Fe, casi sin excepción. Nuestra zona de rr dialectal continúa, más allá de las fronteras, en la gran zona americana de la rr asibilada, de la que forman parte el Paraguay, Bolivia y Chile. La República del Uruguay, en cambio, prolonga la zona de la rr vibrante de Buenos Aires. Causas geográficas e histórico-culturales explican la formación y mantenimiento de estas zonas lingüísticas. Según se infiere de la observación del mapa, la zona de la rr asibilada es algo más extensa que la de la rr vibrante; esta diferencia fue sensiblemente mayor hasta la época de nuestra organización nacional. La zona de la rr vibrante fue tan reducida, que comprendió, hasta el siglo xix, la jurisdicción de Buenos Aires –restringida entre el Río de la Plata y el Salado– y una parte del sur y del centro de Santa Fe; la colonización de La Pampa y de los territorios nacionales es reciente; se llevó a cabo después de la Campaña del Desierto, que desalojó a los indios irreductibles, dueños y señores de nuestra gran llanura. Estos territorios permanecen aún relativamente poco poblados, pero la zona lingüística contiene los centros de población más densos de la República y en total alcanza casi 9.500.000 habitantes. Por razones de dependencia y de influjo cultural y de todo orden, Buenos Aires impuso, desde el primer momento, su pronunciación en este amplio territorio, en el que se estableció, preferentemente, la inmigración europea. No la impuso, en cambio, en Chaco, Formosa y Misiones, a pesar de su dependencia política, porque los primeros pobladores de estos territorios procedieron, en su gran mayoría, de Corrientes, y en cierta proporción del Paraguay, regiones de hábitos lingüísticos firmemente arraigados. La zona de la rr asibilada comprende las de las fundaciones más antiguas de los españoles, y en ellas predomina el hispanoamericano de vida
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y de cultura tradicionales. Su población, de casi 6.500.000 habitantes, es inferior numéricamente a la de la zona anterior, pero su distribución está en más equilibrada proporción con el territorio que ocupa. La pronunciación de la rr vibrante es para el hombre de esta zona, y particularmente para el provinciano del interior, una de las más difíciles, y la considera afectada. Por esta razón, seguramente, nada ha hecho la escuela para imponerla.
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El español de la Argentina, de Berta Elena Vidal de Battini (1954) Vidal de Battini, B. E. 1954. “Introducción” y “Tonadas”, en El español de la Argentina. Estudio destinado a los maestros de las escuelas primarias. Buenos Aires: Dirección General de Enseñanza Primaria/ Ministerio de Educación de la Nación, pp. 3-8, 55-57, 74-76.
Introducción Propósitos del trabajo. El propósito de este trabajo es el de estudiar el español de la Argentina con fines didácticos; realizar la investigación lo más completa posible de las hablas regionales y, sobre la base científica de este conocimiento, formular observaciones y consejos para la mejor enseñanza de nuestra lengua nacional en las escuelas primarias. (…) El estudio de la lengua nacional ha sido realizado en países de viejas culturas por cuerpos de técnicos. En la Argentina lo hemos emprendido los maestros de escuela. Si este esfuerzo que no alcanza la perfección de un estudio estrictamente especializado, ya que su fin es el de satisfacer las exigencias de la enseñanza escolar, no se aprovecha, se habrá malogrado un sacrificio. El tiempo nos lo dirá. Nosotros mantenemos nuestra fe inquebrantable en el maestro y en la escuela. Plan del trabajo. Son propósitos de nuestro trabajo: 1º estudiar el español de la Argentina en los siguientes aspectos: a) pronunciación, morfología y sintaxis; b) vocabulario; 2º delimitar en el mapa del país la extensión de los principales fenómenos lingüísticos; 3º diferenciar los rasgos castizos de los dialectales de nuestra lengua; 4º deducir conclusiones generales para la labor escolar. El presente trabajo contiene los resultados de interés didáctico alcanzados hasta este momento; de acuerdo con nuestro plan será ampliado y perfeccionado en investigaciones futuras. Método del trabajo. Frente a la magnitud de la empresa, el estudio de la lengua en todo nuestro extenso territorio, buscamos un método
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que pudiera facilitar la tarea sin quitarle seriedad y calidad científica, y nos determinarnos por el método mixto, de investigación directa y de encuestas: los datos serían recogidos por los maestros previamente aconsejados y con la guía de un cuestionario, y después verificados y enriquecidos por nuestra exploración en el terreno. El colaborador que se imponía para realizar la encuesta era el maestro de la escuela primaria a quien estaba dedicado el trabajo, y por muchas razones el más capaz para llevarla a cabo. La tarea, por otro lado, le proporcionaría una oportunidad para observar y conocer mejor la región y la comarca en donde ejerce su magisterio. La realización del trabajo. En 1945, el doctor Ataliva Herrera, Interventor en el Consejo Nacional de Educación, nos encomendó este trabajo. Nuestra Dependencia solicitó a la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires la colaboración científica del Instituto de Filología que dirigía entonces el doctor Amado Alonso, y que trabajaba en la investigación del español de América y de la Argentina. Con el asesoramiento del doctor Alonso y de su colaborador el doctor Ángel Rosenblat redactamos el cuestionario de la Primera encuesta, que se imprimió y se remitió a los maestros de las escuelas primarias del país. Nuestro cuestionario, aunque muy breve y adaptado a la naturaleza especial del trabajo, se hizo sobre la base del cuestionario del doctor Navarro Tomás. Se reunieron 14.050 cuestionarios contestados de todas las regiones del país. Como no fue posible instruir previamente a los colectores sobre la tarea, el valor de estos cuestionarios es muy desigual, pero entre ellos se distinguen los de gran número de maestros que entendieron la importancia de la investigación y demostraron inteligente diligencia y cultura. En 1949, gracias al apoyo de las autoridades de nuestras dependencias escolares, convencidas del inapreciable valor educativo de un trabajo de esta naturaleza, pudimos dedicar todo nuestro tiempo a esta investigación. Así conseguimos organizar este abundante aporte y determinar en el mapa de cada estado los lugares de los cuales teníamos noticias. Los cuestionarios fueron estudiados cuidadosamente; se separaron y se seleccionaron los elementos de interés para ser verificados, depurados y enriquecidos por medio de la observación directa de los hablantes de las diversas zonas lingüísticas argentinas. Con este criterio comprensivo nos han permitido cumplir, durante los años de 1951 y 1952, la tarea fundamental e indispensable de
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la investigación personal y sistemática en el terreno, realizamos 20 viajes de estudio que abarcaron todo el territorio del país. La colaboración de los Inspectores Generales de Provincias y Territorios; la de los inspectores y directores y la de los maestros han hecho posible el cumplimiento de una labor tan intensa y provechosa, que bien puede equipararse a la llevada a cabo en 10 años de una investigación común. Con los materiales procedentes de esta investigación y los recogidos en viajes anteriores por diversas regiones del país –desde hace más de 20 años nos preocupa la exploración del folklore y la del habla regional– hemos conseguido reunir noticias sobre más 4.000 comarcas de todo el territorio argentino. Con estos elementos redactamos el presente estudio de la fonética, la morfología y la sintaxis del español de la Argentina, considerando en sus fenómenos lingüísticos más salientes y en los de mayor extensión y profundidad, y determinamos las zonas geográficas de su difusión. No afrontamos los problemas de severo tecnicismo como el de las minuciosas descripciones fonéticas, por no corresponder a este trabajo y escapar a nuestras posibilidades. En la segunda parte de este trabajo trataremos el vocabulario, tema extensísimo, para el cual redactamos el cuestionario de la Segunda encuesta, cuyos materiales se están organizando en este momento. En la colección de cuentos y leyendas de todo el país recogidos en la versión fiel del narrador, que preparamos desde hace algunos años, tendremos también un material rico para estudiar aspectos del español de la Argentina, particularmente de las clases populares y campesinas.. (…)
Fonética Entonación En la Argentina se llama tonada y en algunas regiones también canto, a la entonación regional. Aquí sólo daremos una noticia general de las entonaciones del país. El estudio de la entonación es uno de los más apasionantes de la fonética, y de gran interés científico, pero no disponemos de los elementos indispensables para realizarlo con el rigor que corresponde.
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Se da ya por seguro que el origen de la entonación regional es indígena. Proviene, sin duda, de la entonación con que el hombre de la tierra modulaba su lengua y que dio también a la lengua nueva que le impuso el conquistador –es sabido que el hombre que cambia de lengua, difícilmente cambia de entonación. Con esta entonación habló el mestizo; por razones de ambiente, también el criollo, y en muchos casos el mismo español. En las regiones en donde aún subsisten núcleos de poblaciones autóctonas que hablan su lengua primitiva, fácilmente puede comprobarse este hecho: los indios del Paraguay hablan con su tonada típica el guaraní; con idéntica entonación hablan el español cuando lo aprenden; es la misma tonada con la que toda la población blanca de la región guaranítica habla el guaraní y el español. En Buenos Aires y en gran parte del Litoral, la entonación es muy igual, poco llamativa, y entre todas las del país, la que más se acerca a algunas entonaciones españolas. Esta entonación, descontando los matices diferenciales que se observan en las diferentes regiones, comprende: la ciudad y la provincia de Buenos Aires, gran parte de Santa Fe y de Entre Ríos, y la extensa zona que modernamente se colonizó desde Buenos Aires, la Pampa y la Patagonia. Tuvo su origen en Buenos Aires y parte del Litoral, en donde puede decirse que no existieron indígenas; las tribus nómadas no sirvieron al blanco ni entraron en relación con él. Los españoles venidos directamente de España influyeron, seguramente, en el hablar de los mestizos procedentes de la Asunción, que formaron el núcleo primitivo de la ciudad. Desde Buenos Aires se ha extendido hacia la gran zona que actualmente abarca. En el vulgo de Buenos Aires se observa la llamada tonada lunfarda, pero se trata de un fenómeno circunscripto, de relativa y variable trascendencia en el habla de la ciudad. Las entonaciones del interior son todas llamativas, unas más que otras, y todas muy diferentes de las entonaciones españolas. Son, para los hombres de Buenos Aires, las verdaderas tonadas. En realidad, cada provincia tiene su tonada típica, pero algunos rasgos comunes determinan zonas de entonación. Así se observa un elemento similar, el llamado comúnmente del esdrújulo, en la tonada del noroeste, que se extiende en una mancha uniforme, en la gran zona que abarca: el noroeste de San Juan, La Rioja, el norte de San Luis y parte del noroeste de Córdoba, Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero, parte del Chaco, Salta y Jujuy. Para los oídos forasteros, el esdrujulismo es el rasgo saliente de esta entonación: todas las palabras
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graves de más de tres sílabas y las agudas de tres o más sílabas, sea cual fuere su colocación en el grupo fónico, llevan acento rítmico adicional en la sílaba anteprotónica: amarillo, chocolate, población, desproporción. El acento léxico se conserva, pero el adicional es más fuerte, de allí la impresión de esdrújulo que produce, aunque no lo es, en realidad. En algunas provincias como en La Rioja y en Catamarca, este acento se marca con mayor intensidad que en el resto de la zona. En las entonaciones de San Luis –llamada tonada puntana– y de Córdoba, son muy distintas las líneas melódicas que corresponden al grupo fónico, pero, en ambas, el acento rítmico adicional se marca en la sílaba protónica: puntano, cordobés; el acento adicional, en la cordobesa, es más fuerte. También son diferentes las líneas melódicas de las entonaciones mendocina y sanjuanina –es más llamativa la sanjuanina–, pero, en ambas, el acento rítmico adicional se marca sobre el mismo acento léxico, haciéndolo más intenso: mendocíno, sanjuaníno. En todas las entonaciones, el acento adicional produce un marcado alargamiento de la vocal sobre la cual recae. La tonada guaranítica comprende: Corrientes, Misiones, y el este del Chaco (Presidente Perón y Formosa) en donde ya se ha atenuado sensiblemente, por influencia de Buenos Aires; también se ha atenuado en el norte de Entre Ríos por influencia de Santa Fe y Buenos Aires, pero aún se descubre en el hablar en voz alta y a distancia, circunstancias que destacan las cualidades de la entonación. Las numerosas tonadas provincianas pueden provenir de las diversas lenguas y dialectos indígenas que se hallaban en nuestro país antes de la conquista. Han perdurado gracias al aislamiento en que vivieron nuestros estados federales en ciertas épocas de nuestra historia, aislamiento mantenido por la naturaleza del suelo y las grandes distancias que los separaba. La similitud de ciertos rasgos de algunas entonaciones puede denunciar parentescos lingüísticos: la zona del noroeste fue el asiento de la nación en Mendoza y San Juan vivieron los huarpes, en Córdoba y en San Luis los comechingones y otras parcialidades indígenas de cultura semejante. Las tonadas, en la Argentina, han sido y siguen siendo rasgos diferenciales entre provincianos y porteños. En los últimos treinta años hay una tendencia clara –que se cumple lentamente– a la igualación, por influencia de las grandes ciudades del y particularmente de Buenos Aires. La
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frecuencia de las comunicaciones, el turismo, el fonógrafo, el cine sonoro, entre otros, son los medios que van operando esta nivelación general. En las ciudades importantes del interior la tonada se ha atenuado sensiblemente, y en algunas, como en Mendoza, casi ha desaparecido. (...)
Morfología y sintaxis Aunque este trabajo, que es nuestra primera contribución al estudio del español en la Argentina, está dedicado especialmente a la pronunciación, he creído necesario incluir algunos temas de morfología y sintaxis, que ofrecen interés particular en nuestra lengua nacional.
El voseo El voseo es general en el español de la Argentina. El vos ha reemplazado al tú en toda la extensión de nuestro territorio. El uso del tú es el único rasgo castizo que no tiene ya extensión geográfica. Su uso es accidental: se observa en familias tradicionales, particularmente de Buenos Aires y más en las personas de edad, que en los jóvenes; en familias tradicionales del interior, en las mismas condiciones; en ciertas comarcas en donde se han agrupado familias españolas, pero ya los hijos criollos tienden a usar el vos general; en Tierra del Fuego, entre familias chilenas y generalmente en sus descendientes argentinos. En español antiguo el vos fue tratamiento usado entre iguales y en confianza –otro es el uso del vos de respeto. En el siglo xvi, el vos fue reemplazado por el tú, en el español general. En América, este cambio se cumplió en las clases cultas, mientras que el vos, entre otros arcaísmos, se conservó en las clases populares. Entre estos casos está el de la Argentina. Fácilmente puede documentarse el uso del tú entre personas cultas, en documentos de la intimidad, como en cartas, hasta la época de la anarquía. Los acontecimientos políticos conocidos de esta época favorecieron la entrada de muchos vulgarismos en la lengua de las clases cultas, como el del uso del vos; la falta de una enérgica reacción de la escuela y de la sociedad contribuyeron a la imposición total.
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También en el siglo xvi fueron desechadas del español general, por anticuadas, las formas verbales de segunda persona del plural y los imperativos que usamos con el vos: sos, cantás, sabés, comés, andá, poné, decí. En las provincias del norte, tanto entre las clases cultas como entre las populares, con frecuencia se advierte el uso de las formas verbales correctas. En Santiago del Estero, hasta entre campesinos analfabetos, es corriente y general el uso de formas como sales, vienes, comes, y los imperativos vete, dile. Junto con el pronombre tú se han perdido también, la forma ti y el pronombre vosotros que, hasta en la oratoria se reemplaza por ustedes, caso extendido también en América. (...) El voseo, que estuvo a punto de triunfar en España en los siglos xv y xvi, que fue desterrado tempranamente de Méjico, el Perú y las Antillas, se encuentra hoy en casi todo el resto de América en pleno retroceso. La reacción culta de la Argentina que debe desalojarlo, tarda en llegar, a pesar de protestas violentas como la de Capdevila y la de Américo Castro.
Algunos rasgos estilísticos de la lengua popular catamarqueña, de Federico Pais (1953) Pais, F. 1953. “II. Sintaxis y estilística en el habla popular catamarqueña”, en Algunos rasgos estilísticos de la lengua popular catamarqueña. Tucumán: Universidad Nacional de Tucumán/Facultad de Filosofía y Letra, Ministerio de Educación de la Nación, pp. 29-51.
1 ¿Dónde buscar la vida del idioma? Solo podremos encontrarla en el hecho lingüístico que constituyó el resultado inmediato de nuestra vivencia: la oración. La oración es, como sabemos, la unidad patrón de la expresión idiomática. Y es la ordenación sintáctica dada en ella quien determina, en realidad, el valor de los vocablos, quien les da su exacto alcance. De ahí la necesidad de investigar el valor de las formas en su “relación sintagmática”, como señala Terracini. Pero la oración es síntesis irreiterable, verdadera creación idiomática que bien puede compararse, como lo hace Croce, con una creación artística. El anhelo de expresión propia –de cada individuo y de cada vivencia particular– llega a romper todas las vallas, irrumpe tumultuoso de los cauces normales del idioma, a través de los módulos académicos. La vida del idioma es perpetua creación, lucha perenne. Si llegamos a un idioma por el camino de los registros gramaticales o de los diccionarios, lo hemos de encontrar forzosamente impersonalizado, neutro. La aspiración de una gramática, y la del diccionario, es reflejar lo normal, las tendencias comunes y generales de una lengua. Pero son gentes de carne y sangre quienes usan esa lengua, hombres con vivencias individuales, con emociones incontenibles, con urgencias vitales, que luchan por emerger con voz propia, inconfundible. La vida del lenguaje consiste en esa eterna aspiración del individuo por lograr su propia expresión, la suya, y no otra. Individuo que puede ser, asimismo, una generación, o un sector idiomático. Tradicionalmente, la Gramática sistematiza lo común y normal de una lengua; pero, tradicionalmente también, los hombres quebrantan esa normalidad. Es más: puede decirse que, siendo tan distintos unos de otros, y existiendo tantas vivencias distintas que expresar, jamás se realiza, en el habla cotidiana, un
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proceso gramatical puro. De ahí la necesidad que ha venido a llenar la estilística, que estudia, caracteriza y valora los continuos desajustes gramático-espirituales, ya por parte de los individuos, ya por parte de grupos humanos individualizados. Todo escape a lo normal, toda desviación, todo salirse del carril, siempre que se efectúe por medios lingüísticos y responda en verdad a originalidad psíquica, será objeto de su análisis. Gramática y estilística son, de tal manera, dos polos del estudio lingüístico. Como señala Alfonso Reyes, la gramática, fríamente esquemática y racional, no puede explicar la vida del idioma, ni el misterio poético del lenguaje. A ello aspira, en cambio, la estilística. Por cierto que también son desviaciones de lo normal los vulgarismos y las incorrecciones. Pero quizá en el fondo de unos y otras esté también la resonancia de una urgencia expresiva individual, el reflejo acaso deformado de una tendencia popular original que importa conocer. Una metáfora, una repetición innecesaria de palabras, una pausa; una comparación que vivifica el sentido de lo que se dice, una alteración del orden normal de la sintaxis, una deliberada acentuación de ciertos elementos: todos ellos son procedimientos estilísticos. Algunos de ellos tienen vida efímera, mueren con la conversación; pero otros no. Tienen, por así decirlo, éxito idiomático, se propagan, son aceptados y usados por todo un sector. Si bien emergen de las necesidades individuales de expresión, esas creaciones han trascendido de la esfera estrictamente individual, en la medida en que el creador está consustanciado con el sentir del grupo de que forma parte, o que la creación encarna algún aspecto de ese sentir. Las creaciones estilísticas así extendidas pueden provocar largas consecuencias idiomáticas: creación de nuevas palabras, aparición de nuevas categorías morfológicas o cambios en el funcionamiento de las existentes; nuevos valores sintácticos, deslizamientos semánticos o fonéticos. En la imposición de los afectos, impulsos, urgencias espirituales, está el secreto de los cambios lingüísticos, de la historia de las lenguas. Luego, pues, la historia lingüística se mueve por la estilística, es decir, por las necesidades expresivas de las generaciones nuevas. Y hay más: la estilística conduce a la “forma interior de lenguaje”; las preferencias lingüístico-espirituales responden a una peculiar cosmovisión; son esas preferencias quienes organizan y reorganizan perennemente el sistema, quienes inscriben su modalidad típica en la historia cultural y lingüística de cada comunidad.
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Puede ser que un grupo mantenga el uso de las fórmulas estilísticas propias, ya sin percibir con netitud su pleno valor expresivo. Notorio es que, en análisis estéticos, la interpretación crítica descubre valores de que el mismo usuario no tiene conciencia (la forma, decía Dilthey, pone claridad en los contenidos, que son difusos en el espíritu del creador). Por lo demás, aun no conscientes, los valores existen para el usuario: es la necesidad de una intuición fantasística, es la urgencia emotiva quienes le llevan a elegir ciertas formas, a amoldarse a algunas otras, cuyo alcance, más o menos oscuramente, percibe al oír las expresiones. Tengamos en cuenta, por otra parte, que la existencia de fórmulas estilísticas típicas se ofrece o impone a los individuos de una determinada agrupación idiomática como un acervo cultural; la estilística, no del habla, sino de la lengua (según la antinomia de Saussure) “se ocupa de las sustancias afectivas, imaginativas, activas y asociativas que integran con la referencia lógica (significación) el contenido total de la expresión, no en cuanto uso individual de la lengua (estilo) sino como contenido comúnmente compartido y vivido por todos los que hablan la lengua correspondiente” (A. Alonso). E1 grupo lingüístico que en cada caso nos interesa tiene su historia peculiar: su manera de ser ha sido fijada históricamente. La perduración de fórmulas estilísticas, si existe, prueba la autenticidad de esa historia, la coherencia de ese grupo. Así pues, el estudio estilístico de la lengua tiene su sincronicidad y su diacronía. Ambas son importantes a nuestro objetivo: nos ofrecen la realidad actual de la lengua, por una parte, nos remiten a su determinación histórico-espiritual, por otra. He de señalar algunos rasgos estilísticos –pocos, pero coincidentes– de la sintaxis popular catamarqueña. Algunos tienen valor en cuanto representan la continuidad de una modalidad tradicional; otros, en cuanto son descarga inmediata de la sensibilidad viva. Pero, precisamente, como unos y otros convergen en su sentido expresivo, muestran su autenticidad, y pueden servir para bosquejar la “forma interior” de este sector dialectológico del castellano. He tratado de partir de la lengua viva; precisamente, la modalidad expresiva que en ella se percibe se encuentra también en los rasgos morfológicos, fonológicos y léxicos que he estudiado. Ello indica que, en efecto, tocamos aquí el fondo de la forma interior; y que se ha cumplido, en esta región, la ley funcional de los idiomas auténticos, según la cual la ordenación sintáctica rige los demás valores sistemáticos.
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Las formas que analizo son originales, por lo menos respecto de las que se oyen en el Litoral argentino, y de las expresiones propias de la lengua escrita normal. Por lo tanto, comenzaré frecuentemente por una comparación entre ellas; la confrontación de modismos es el método más adecuado para dilucidar su verdadero alcance, sus resonancias y sus motivaciones. Digo, por otra parte, que mi examen es de la lengua popular catamarqueña; no digo vulgar porque los giros que estudio se oyen también, en su gran mayoría, en labios cultos. Debo señalar, asimismo, que esas expresiones no se usan en la lengua escrita; pero ello es que la indagación estilística precisa realizarse sobre la lengua oral, más espontánea y vivaz, y, por ende, más regionalista. La lengua escrita, más racional y cuidada, tiende a la igualación universal de los usuarios. Debo añadir todavía que mis observaciones han sido realizadas exclusivamente en el habla de la ciudad de Catamarca. No ignoro que algunos rasgos son comunes al interior de la provincia y a provincias vecinas; pero creo que, al menos algunos de ellos, y sobre todo su coordinación sistemática, pueden conectarse con ciertos rasgos psicológicos del habitante de esta zona. He utilizado las fuentes bibliográficas a mi alcance para situar en su verdadero sitio ciertos giros y vocablos; pero tales fuentes no son aquí muy abundantes, particularmente en cuanto serían necesarias para fijar la extensión geográfica de su uso. Tales son las razones por las cuales no hablo de peculiarismos (salvo, en parte, respecto de los usos lingüísticos del Litoral argentino y de la lengua hispánica literaria), sino solo de rasgos. Y, por lo mismo, mis conclusiones son, en gran medida, generales y provisorias. Generales, por cuanto no he tratado de buscar otra cosa que la unidad estructural de dichos rasgos; no creo descubrir ningún rasgo espiritual que no sea conocido o sospechado en el hombre de Catamarca; precisamente, me he basado en lo que yo conozco de este hombre, tratando de conectarlo con sus modos lingüísticos, en busca del centro donde se explicarán los principales caracteres de todos los elementos que componen el sistema. No me hago muchas ilusiones acerca de descubrir algo nuevo, tampoco, respecto de lingüística regional. Quizá todos los rasgos que estudio sean típicos de toda lengua regional o, al menos, de la lengua general –hablada– hispanoamericana. De hecho, sé que algunos de los que he anotado están en el primer caso o en el segundo, y así lo manifiesto oportunamente. En realidad, la coincidencia entre los catamarqueñismos y los americanismos confirma mi premisa de
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que, el estudio de los primeros, puede conducir a la comprensión general de los últimos. Pero conviene insistir en que el propósito de mi esfuerzo consiste, primordialmente, en vincular hombre y lengua catamarqueños, como contribución a esas monografías lingüísticas americanas de que antes he hablado. Y mis conclusiones son provisorias porque, aparte de estar sujetas a rectificaciones o ampliaciones posteriores, pretenden ser el capítulo inicial de un trabajo más extenso, en el que no solo procuraré bucear más hondo en el habla regional, sino que también trataré de ampliar mis observaciones a toda la provincia y región, penetrando en sectores y en hondones psicológico-lingüísticos que, por el momento, me han estado vedados. Por estos y otros motivos aquellas podrán estar equivocadas, y suscitar la controversia. Nada me satisfaría más que esto último. La labor del crítico estilístico, de igual modo que la del crítico literario, tiene mucho de interpretación personal, de re-vivencia de tipo estético. Lo que deseo, ante todo, es despertar el interés hacia estas cuestiones, orientándolo, en la medida de mis posibilidades, en el sentido psicológico-espiritual. 2 Comenzaré por uno de los rasgos más llamativos: el uso de que para encabezar pregunta: “¿Que vas a ir al cine?” No es este, con toda claridad se percibe, un qué de los clasificados normalmente como interrogativos (“¿Qué, vas a ir al cine?”). En este segundo caso, el qué encabezador es pronombre interrogativo, que individualizamos poderosamente, mediante una pausa posterior, y, sobre todo, acentuándolo; este qué da por anticipado toda la pregunta, vale por ella, podría sustituir a la proposición subsiguiente. En cambio, el que de la pregunta catamarqueña no va acentuado, ni se hace, entre él y el resto de la oración, pausa alguna; solo cumple el oficio de introducir al cuerpo de la interrogación. Pero tampoco es el normal “que anunciativo” –como le denomina Bello– de la hispanidad común, del tipo que aparece en: “¿Es que vas a ir al cine?”. Sin entrar en más consideraciones gramaticales, vayamos al contenido psicológico, a la actitud emocional del hablante en cada uno de estos casos. Cuando usamos “¿Es que vas a ir al cine?” damos casi por descontada –preferimos– una respuesta negativa. La pregunta llega a tener
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un dejo desafiante, polémico; quien la formula estima la posibilidad como absurda o disparatada, y hasta traduce su opinión contraria. De ahí que, frecuentemente, encabecemos la pregunta con un “pero” adversativo. (“Pero, ¿es que vas a ir al cine?”), o la complementemos con un adverbio de improbabilidad (“¿Es que vas a ir al cine, acaso?”). Muy otro es el valor asignado por el hablante catamarqueño, muy distinta su disposición afectiva: solo emplea el que inicial cuando espera o –y he aquí lo fundamental– cuando desea, cuando se dispone espiritualmente para una respuesta afirmativa. En todo caso, quizá teme una respuesta negativa; suele incluir entonces un tímido no (“¿Que no vas a ir al cine?”). Aun en este caso se presume remota la posibilidad negativa, se advierte el velado deseo de un sí. Las dos expresiones confrontadas tienen, como se ve, distinto alcance expresivo, diferente contenido psicológico, otro matiz estilístico. Temblor anhelante, ansiedad contenida, incertidumbre, esperanza: el que catamarqueño conlleva una descarga emotiva intensa, deja traslucir un íntimo deseo, un oculto sentimiento. Por ello, tiene parentesco con el que de ciertas expresiones usuales, desde el perentorio “¡Que lo saquen!” hasta la suave invocación indirecta “¡Que Dios te bendiga!”. No hay en estas formas subordinación lógica o gramatical; hay, sí, subordinación afectiva, estilística, una como continuidad de toda la emotividad recóndita, que se calla, pero que perdura temblorosamente a través del que, nexo entre lo silenciado y lo oral, entre la emoción –violenta o mesurada– y el hecho deseado. Suele alcanzar este que en poesía, y por ese motivo, extraordinario valor: Que de noche le mataron al caballero… García Lorca ha alcanzado un poderoso efecto: Que muerto se quedó en la calle, que con un puñal en el pecho, y que no le conocía nadie… Recurso estilístico de la más rancia casticidad, y de la mayor autenticidad popular. Spitzer, al analizar el poema de García Lorca, ha señalado en ese que la referencia estilística a la abstracta y general presencia de lo social, de
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fuerzas supraindividuales. Más que “narrativo”, prefiere llamarle “charlativo”, en cuanto alude al “se dice” que traduce la gravitación multitudinaria y anónima de todo el pueblo. Ese enlace con una voluntad ajena está presente en “¡Que lo saquen!” o “¡Que Dios te bendiga!”. También lo está en el que catamarqueño. Veamos cómo. La descarga emotiva está radicada aquí en una interrogación. He señalado que solo se usa si se desea una respuesta afirmativa: la interrogación llega a tener, aparte de su fuerte emotividad, un valor casi desiderativo. Existe un tipo de “lenguaje elocuente”, según lo denomina Vossler (que es la forma artística correspondiente al lenguaje oral, acota Amado Alonso), expresión de voluntad afanosa de actuar sobre el oyente; rasgo, pues, de lenguaje activo. Muchas veces, ese tipo estilístico recurre al tropo, usando una oración interrogativa con alcance desiderativo y hasta imperativo: “¿Por qué no se callan?”, dice el padre a sus hijos; o, más enérgicamente, “¿Pero, dejarán de molestar?”. Quizá a ese tipo de expresiones podamos asimilar la que estudiamos; pero advirtamos que, tanto en los ejemplos transcriptos como en otros que podrían traerse a cuento, el afán elocuente se satura de vehemencia, casi de imperio. No así la pregunta catamarqueña, impregnada de delicadeza, llena de mesura y contención, como buscaríamos en vano en otros tipos de desiderativa-interrogativa. En ciertos casos –no siempre ocurre así, pero aquellos son muy significativos–, la pregunta exagera la delicadeza, llegando hasta un tono de humildad y timidez fácilmente perceptible. Aquí se halla, en gran medida, el secreto de la fórmula, que explica la presencia del que “charlativo”: se trata de un pedido que se formula no directamente al oyente, sino a algo más general, quizá a Dios, al acaso, quizá a nadie: solo es expresividad pura, desborde emotivo. Hay aquí una mezcla de “charlativo” y de “que subjetivo”, que entra dentro del modo “fíctivo” señalado por Noreen Pollack: descarga de lo afectivo, por una parte, y llamado a fuerzas supraindividuales, por la otra. En un sentido más general, el que encabezador, manteniendo siempre la descarga afectiva que denota una actitud de respeto o delicadeza ante el interlocutor, es como un “romper el hielo” entre ambos, una forma que “llama” al ser interior, emotivo, del interpelado; que pone una comunicación emocional entre hablante y oyente, como un puente tendido afectivamente entre ambos antes de llegar al cuerpo de la pregunta, al hecho mentado.
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Volvamos ahora a nuestro primer paralelo de expresiones. Indudablemente, en la pregunta encabezada por un pronombre interrogativo (¿”Qué, vas a ir al cine?”), hay también el anhelo de crear una situación especial entre el que habla y el interpelado. Notemos que el valor del pronombre Qué puede corresponder al de una fórmula interrogativa típica del habla gauchesca –y general argentina–: “¿Y di ái?”, “¿y entonces?”. Persiste la diferencia entre el uso común y el catamarqueño: aquel puede contener incitación u hostilidad, pero siempre desatada con cierta violencia; el uso catamarqueño es siempre mesurado. Pero la coincidencia básica entre ambas fórmulas puede arrojar alguna luz sobre su relación genética: quizá el interrogativo catamarqueño, simple conjunción, proviene del pronombre interrogativo; quizá el mismo narrativo o charlativo, y la conjunción que hispánica general (gramatical), tienen idéntico origen interrogativo. Anotemos, pues: si la fórmula catamarqueña analizada puede incluirse en el tipo estilístico de lenguaje elocuente; si se descubre en ella un rasgo de activismo lingüístico, un empuje económico afanoso de lograr efectos, lo más auténtico y original de ella es su delicadeza y contención. Le advertimos una densa descarga afectiva, a punto de romper los moldes lingüísticos, pero recatada en su mesura, en su suavidad y en su casticismo. Y podemos señalar, en cuanto a la relación hombre-lenguaje, una honda capacidad expresiva, un lenguaje de inmediato valor emotivo y estético en su pureza tradicional. De esto último se desprende que la fórmula es un arcaísmo. En efecto; en El burlador de Sevilla, de Tirso (1584-1648), acto I, escena I, se da la pregunta: “¿Que no eres el Duque?”; es decir, era fórmula usual en la España de los siglos xv a xvii, como lo prueba, por otra parte, su difusión en coplas y romances; a través del uso dado por García Lorca y Lope también lo hemos visto como giro tradicional. Existen, por lo demás, testimonios de su dispersión americana. En Los de Abajo, de Mariano Azuela, encontramos: –Te digo que no es animal... Oye cómo ladra el Palomo... Debe ser algún cristiano. La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra. –¿Y que fueran siendo federales?, repuso un hombre…
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En el cuento de Manuel Lozada, del mismo Azuela, se hace alusión a una copla burlesca: Me vuelvo de Veracruz porque el mosquito hace roncha. –¿Que de veras, Miramón? –Como te lo digo, Concha... Los tres usos –el español, el mexicano y el catamarqueño– coinciden en la descarga emotiva; pero su valor intencional es anchamente distinto. El uso español común denota cierto matiz de desafío, o bien de incredulidad; a través de los ejemplos mexicanos parece traslucirse el temor –temor burlesco en la copla, y, de allí, también incredulidad festiva–; en Catamarca, ya hemos visto que no son tales las implicancias afectivas o la intencionalidad. La misma forma exterior provee así a diversas formas interiores; el contenido, la imagen íntima, lo notificado en sentido husserliano, es distinto. 3 Pasemos ahora a otra pregunta típicamente catamarqueña: “¿Nos vayamos?” Esta oración tiene un alcance aproximado al de un “¿Vámonos?” de la hispanidad común. Percibimos netamente que se trata de una oración desiderativa-interrogativa, semejante al caso anteriormente estudiado. Pero en la bivalencia de la pregunta encabezada por que predomina lo interrogativo, acaso porque el deseo no siempre se eleva ante el interlocutor o su voluntad. Ahora predomina, en cambio, lo desiderativo (casi exhortativo), quizá porque la expresión del deseo se insinúa a alguien cuya voluntad es más accesible e inmediata. Casi podríamos hablar de “interrogación retórica”, tipo de pregunta que no espera respuesta y enunciada solo para llamar la atención sobre aquello de que se habla. Pero las interrogaciones retóricas no suelen tener –que yo sepa– valor desiderativo; ni la pregunta catamarqueña agota su contenido en la afirmación velada. Entre los hablantes de la hispanidad común, lo más frecuente es, en situaciones similares, usar directamente “¡Vámonos!” o, de lo contrario, “¿Por qué no nos vamos?”. Anotemos algunas diferencias con el giro catamarqueño.
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“¡Vámonos!” es una exhortación directa, casi imperativa, impregnada de voluntad afirmativa; “¿Por qué no nos vamos?” es una sencilla invitación, formulada directamente; el uso, en el segundo, del modo indicativo (modo de las acciones pensadas como reales o resueltas) traduce la decidida voluntad del hablante. “¿Nos vayamos?” no es ni simple exhortación ni solo invitación: queda entre las dos formas transcriptas, mucho más compleja en contenido psicológico que cualquiera de ellas. En el espíritu del que exhorta o invita, la decisión de marchar está tomada. No es esa la actitud mental del hablante catamarqueño, que más bien parece que tanteara el ánimo del interlocutor, arriesgando, con bastante timidez, su propia opinión, más para que sea adivinada que entendida. Pocas veces he oído, en el Litoral, “¡Vayámonos!”, con subjuntivo. Esta exhortación –que también puede ser pregunta, aunque predomina aquella– es más parecida a la catamarqueña. Pero la semejanza nos permite, justamente, acceder a lo más bello y novedoso que encuentro en la expresión que analizo: mientras el hablante del Litoral, y, en general, todo el de la hispanidad, pospone el pronombre, he aquí que en Catamarca se lo antepone al verbo. Ampliemos los términos del planteo: a veces, el catamarqueño no pregunta, sino que exhorta, pero conservando siempre antepuesto el pronombre y el verbo en subjuntivo (tomemos nota de este detalle muy importante: puede darse la exhortación solo si el interlocutor es persona de igual categoría social o moral, de muchacho a muchacho, pero no de alumno a profesor, por ejemplo): “¡Nos vayamos!” A veces, también, el hablante del Litoral usa subjuntivo: “¡Salgamos!” Pero la diferencia entre ambas expresiones, pese a cuanto hagamos por acortarla, persiste dilatada. No solo el matiz interrogativo, no solo el uso del modo subjuntivo, sino también, y preponderantemente, la proclisis del pronombre es lo que las separa. Veamos ahora, con mayor netitud, el alcance estilístico y psicológico de la expresión catamarqueña:
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a) Se destaca la personalidad del sujeto, dejando individualmente destacado el pronombre, y así se efectúa una descarga sobre él, que da cuenta de la participación emotiva del hablante; b) Pero también se destaca la personalidad del verbo, agotando exhaustivamente el valor desiderativo-hipotético del subjuntivo, y acentuando el matiz de posibilidad que el oyente puede aceptar o no; c) Se da a la expresión un gran valor fonético-significativo (o sea, fonológico). En esa autónoma utilización del subjuntivo se restituye a este modo su original alcance desiderativo-hipotético, que no es del todo evidente para el hablante cotidiano de la hispanidad, hasta el punto de que dicho modo tiende a ser desplazado por el indicativo o por el potencial. Cuando menos, cabe señalar que en esta expresión catamarqueña se emplea estilísticamente el subjuntivo con verdadero acierto idiomático. Pero más me interesa ahora subrayar el apoyo entonacional que se logra para la expresión; porque, al posponer el verbo, la pregunta-insinuación parece quedar flotando en el aire, trémula de ansiedad, desbordante de emoción contenida. Favorece esa posibilidad el esquema melódico de la pregunta, que es ascendente. En cambio, la exhortación común, con pronombre pospuesto y esquema entonacional descendente, describe una línea melódica terminante, precisa, decisiva. Quiero destacar, en conclusión, que el análisis de esta forma vuelve a mostrarnos la presencia del espíritu que rige la anterior: volvemos a encontrar el “lenguaje elocuente”, pero, como en el caso anterior, no se muestra directo sino retorcido, evasivo, ambiguo, respetuoso de la personalidad “del otro”, del interlocutor. Otra vez, pues, la misma delicadeza y contención; la misma poderosa vida interior que está a punto de descargarse, de estallar quizá violentamente –recordemos que la mayor contención estalla con la mayor violencia–, pero que todavía se condensa en mesura y casticismo. Porque he aquí que nuevamente debemos observar el casticismo del procedimiento, su honda raigambre tradicional idiomática, su legitimidad lingüística, su sentido estético. Cabe celebrar, particularmente, el sentido de la síntesis, de la economía expresiva, que permite aprovechar la posibilidad sugerente de la melodía en forma convergente con el significado y sugestión de las palabras en sí, con la intencionalidad expresiva, con el contenido emocional. Ese es el secreto de la verdadera creación poética, que explota al máximo, en poderosa síntesis funcional, las posibilidades
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creadoras de todos los elementos formales del idioma. Midamos, por esto, el sentido estético-lingüístico del hablante catamarqueño; la adecuación de su lenguaje a las necesidades psicológicas. Por este rumbo hemos de llegar a una forma interior de lenguaje valiosa, en donde no todo, como se ve, es vulgarismo o incorrección. No sé si será o no esta una fórmula también imputable a arcaísmo; no han tenido éxito mis búsquedas de antecedentes hispánicos o paralelos americanos. Pero no está de más una pequeña reflexión al respecto. La más fina expresión lingüística no deja de entroncar, de algún modo, con la tradición idiomática; se la incorpora así como interioridad espiritual que le sirve, incluso, de apoyo. Cuanto menos tradicional, quizá menos fina la expresión. Ejemplo típico, el lunfardo (y la poesía del tango). La verdadera expresión lingüística valiosa –inclusive la literaria– no consiste en olvido de la tradición; todo lo contrario, se inserta en ella, en su alta jerarquía, con un afinamiento y delicadeza de matices que es quizá lo único viable, pero que es, sin duda, lo único valioso. Desde ese punto de vista, la expresión lingüística catamarqueña, en su fondo, es expresión valiosa, de calidad estética; quizá precisamente por el peso de la tradición. 4 El poderoso subjetivismo de la lengua popular catamarqueña, condensado y contenido en los dos casos hasta ahora examinados, irrumpe sin valladares en las formas que estudiaremos a continuación. Anotemos, desde ya, que estas nuevas formas pertenecen plenamente al lenguaje afectivo, emocional, donde se manifiesta solo –o predominantemente– la subjetividad, y no, como las anteriores, al lenguaje activo. En estas, cuenta para el hablante la presencia del interlocutor; en las que estudiaremos ahora, el oyente pasa a segundo plano. Se explica así que explote la emoción, contenida en los ejemplos anteriores por esa actitud de respeto y timidez típica de la modalidad regional de convivencia. He aquí cómo la lengua mantiene su homogeneidad y su centro ordenador, a través de casos de distinta motivación y alcance, de diferente actitud psicológica. Para denotar su reacción frente a ciertos fenómenos físicos, el hablante catamarqueño usa expresiones como esta: “Me hace frío”. Ese me es, evidentemente, un dativo de interés, un pleonasmo, una forma redundante; pero ahita de valor expresivo. “Hace frío” es una oración
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impersonal, tan impersonal y universal como el fenómeno meteorológico que designa. Pero esa realidad, física y objetiva, se personaliza aquí, se hace subjetiva. La oración regional sigue siendo gramaticalmente impersonal, pero tiene un sujeto psicológico: yo. “Me hace frío” a mí personalmente, yo soy quien lo experimenta. Hay más: ese frío universal solo existe para mí, solo a mí se destina. De aquí la diferencia entre el catamarqueñismo “me hace frío” y el normal hispánico “siento frío”. En esta ultima expresión, el hablante se refiere exclusivamente a él; y, modestamente, se limita a señalar que él siente frío, aunque quizá no todos lo sientan, aunque no haga frío en realidad. En la expresión catamarqueña no ocurre lo mismo: se alude al ser personal, pero también al universo, como si se hiciera una cuestión personal entre ambos, como si no existiera nadie más. No se separa al ser interior del fenómeno, como en “siento frío”, sino que es como si toda la experiencia universal se dirigiera al hablante, único que interesa; pero interesado, a su vez, en lo universal. Hay una olímpica afirmación de la propia personalidad, en primer término; pero además, por el camino de la personalización del ser y del fenómeno, se llega casi a una transfusión entre ambos. Soy el protagonista de un suceso cósmico; toda la realidad se personifica en mí. Impulso subjetivista, pero también concepción dramatizadora de la realidad; impulso subjetivista, pero también sentimiento de lo universal. La verdad de lo íntimo y la de lo objetivo se entrecruzan e interpenetran; vida y mundo se entrelazan, se imbrican en un todo individual. Es este un proceso lingüístico del que no conozco extensión fuera de Catamarca; pero comparable al que Américo Castro señala en la creación de las pasivas reflejas del español, y el uso personal de verbos impersonales (“amanecí enfermo”), típicas del español, y debidas según él a influjo árabe. Hay, en esta expresión catamarqueña, la resonancia de un espíritu místico, que se siente quizá difuso en la realidad toda, un espíritu casi primitivo o infantil. ¿Quizá de herencia indígena? Es probable. Hay un hecho que parecería corroborar esa hipótesis: es muy frecuente que las oraciones de este tipo vayan acompañadas por interjecciones de origen autóctono, “¡tuy!” cuando hace calor (emparentada con “tutu”, “fuego”, según Lafone Quevedo), “chuy!” cuando hace frío. Queda entendido que no pienso en una mera extensión de formas expresivas indígenas por simple contagio, ni pienso en un caso de calco. No es la forma la heredada, sino, en todo caso, el espíritu indígena, lo cual es posible suponer en las zonas más populares. Desde ellas pudo extenderse
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a todo el sector, a la sombra de una simpatía espiritual o de una preferencia estilístico- afectiva. Pero, sin arriesgarnos por ahora a penetrar en esa cuestión –que más adelante ensayaré tipificar–, convengamos en que se oye aquí el eco de un espíritu fuertemente sensible a la naturaleza; que volvemos a oír la expresión de una personalidad dramatizadora, no solo de la realidad vital, sino también de la lengua; que se nos muestra otra vez la fuerza estética ya señalada, la emotividad que trasciende a la forma lingüística. Es decir, seguimos esa línea de capacidad expresiva y de lengua muy adherida al ser, pronta a adecuarse a los movimientos anímicos, en que nos situaron los primeros análisis.
V. Las academias en cuestión
Mensaje al pueblo de la República con motivo del primer aniversario de la revolución, de Edelmiro J. Farrell (1944) “Mensaje al pueblo de la República con motivo del primer aniversario de la revolución, el 4 de junio de 1944”, en Discursos pronunciados por el Excelentísimo Señor Presidente de la Nación Argentina Gral. Edelmiro J. Farrell durante su período presidencial 1944-1946. Buenos Aires: Imprenta López, pp. 47-82.
La cultura nacional y la misión de los intelectuales También en el terreno de las más altas esferas del intelecto, cuya responsabilidad en la vida de la Nación no es excusable, el Gobierno está actuando atentamente. Las academias nacionales, en sus diversas expresiones, deben ser conducidas decididamente de acuerdo con la importancia de sus misiones. A tal fin, se llevarán a efecto las modificaciones y creaciones necesarias para que todas las instituciones que involucran los estudios de las letras, las ciencias y las artes, realicen la obra fundamental, precisa y patriótica que les otorgue el derecho de ser instrumentos de consejo y orientación. Es prudente que estos altos centros de estudios se constituyan en manera tal que puedan ser legítimos organismos asesores, no solo en las circunstancias actuales, sino también para que en el futuro rindan los resultados que de ellos deben esperar los poderes constitucionales. El Gobierno acepta toda colaboración inteligente y el consejo experimentado de las altas expresiones del cerebro, si ellas tienden a facilitar su difícil tarea, dentro de las normas que caracterizan su acción. Es un deber de los poderes públicos estimular las expresiones del arte en sus diversas escuelas: la música, la pintura, la escultura y la arquitectura en sus genuinas representaciones. Consciente de su importancia como manifestación de cultura del pueblo, percibe sin esfuerzo que el país avanzó intelectualmente con la obra destacada de sus artistas. Uno de los medios eficientes con que estimulará esta producción, será la nueva organización de salones, exposiciones y centros de estudio donde se recompense la labor entusiasta de nuestros intelectuales.
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Es menester otorgar a estas exposiciones un sentido de mayor contenido que respondan a un plan integral, traducido en beneficios positivos para su fomento y espíritu creador. La obra artística ponderable tendrá el apoyo del Estado, actuando como fuerza para su difusión y como factor decisivo para su ordenamiento.
Decreto de creación del Senado Académico (1948) Decreto Nº 5979 del 9 de marzo de 1948. “Crea el Senado Académico” (Boletín Oficial, 13 de marzo de 1948).
Visto y Considerando: Que las Academias nacionales han cumplido en sus respectivas esferas una encomiable labor de orden científico y artístico como organismos encargados de promover las altas manifestaciones de la cultura del país; Que las mismas no han contado, empero, con los medios materiales necesarios para el debido cumplimiento de esa labor, careciendo la mayor parte de ellas del adecuado apoyo del Estado que debió dotarlas de los elementos apropiados para facilitar o hacer posible sus elevados propósitos, fines y acción; Que por otra parte, las Academias existentes en la actualidad carecen, también, de un régimen uniforme, lo cual exige, premiosamente, una solución orgánica que, sin afectar sus específicas modalidades de vida y funcionamiento, les dé, sin embargo, la unidad que reclama el mejor cumplimiento de sus fines; Que por ser las Academias altos Institutos de orientación científica y cultural, es firme propósito del Gobierno, facilitar y apoyar en toda forma su obra como organismos activos y dinámicos, propulsores de la cultura en las disciplinas respectivas, que fomenten, organicen y promuevan, en esfuerzo colectivo y diario, el desarrollo de una actividad creadora; Que para que puedan ser cumplidos los fines enunciados y a ejemplo y semejanza de lo hecho en otros países de arraigada cultura, resulta oportuna y útil la creación de un alto cuerpo rector en cuyo seno tengan representación todas las Academias existentes y las que en el futuro se vayan creando, y a cuyo cargo estará el armonizar y propulsar la marcha de los distintos orgnismos integrantes. Por ello y de acuerdo con lo aconsejado por el señor Secretario de Educación, el Presidente de la Nación Argentina, decreta: Art. 1° – Créase el Senado Académico constituido por dos (2) representantes de cada una de las Academias nacionales, elegidos por el Poder Ejecutivo del seno de aquellas, que actuará como junta asesora de la Subsecretaría de Cultura.
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Art. 2° – Dicha corporación será dirigida por un presidente, un vicepresidente y un secretario, elegidos por el Poder Ejecutivo, de entre los miembros citados en el art. 1º. Art. 3° – Los integrantes del Senado Académico durarán cuatro (4) años en sus funciones y podrán ser reelegidos. Art. 4° – Este organismo es el representante natural de las Academias, las cuales se entenderán, por su intermedio, con el Poder Ejecutivo. Art. 5° – El Senado Académico asesorará en última instancia sobre los asuntos relativos a cada una de las corporaciones académicas que lo integran, sin perjuicio de la reclamación que pueda ser pertinente por la vía del recurso jerárquico. Art. 6° – Constituido ese organismo, deberá dentro de los treinta (30) días siguientes, someter a la aprobación del Poder Ejecutivo un proyecto de reglamentación. Art. 7° – El presente decreto será refrendado por el señor Ministro Secretario de Estado en el Departamento de Justicia e Instrucción Pública. Art. 8° – Comuníquese, etc. – PERÓN. Belisario Gaché Pirán. – Oscar Ivanissevich.
Constitución de la Nación Argentina (1949) Constitución de la Nación Argentina (sancionada el 11 de marzo de 1949). Capítulo III, artículo 37, IV.
La educación y la instrucción corresponden a la familia y a los establecimientos particulares y oficiales que colaboren con ella, conforme a lo que establezcan las leyes. Para ese fin, el Estado creará escuelas de primera enseñanza, secundarias, técnico-profesionales, universidades y academias. (…) 5. El Estado protege y fomenta el desarrollo de las ciencias y de las bellas artes, cuyo ejercicio es libre; aunque ello no excluye los derechos sociales de los artistas y hombres de ciencia. Corresponde a las academias la docencia de la cultura y de las investigaciones científicas postuniversitarias, para cuya función tienen el derecho de darse un ordenamiento autónomo dentro de los límites establecidos por una ley especial que las reglamente.
Incorporación de la palabra argentinidad al Diccionario de la Lengua (1950) “Incorporación de la palabra argentinidad al Diccionario de la Lengua”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XIX, 1950, p. 348. La Academia Argentina de Letras recibió por conducto diplomático, una copia del siguiente oficio, enviado por la Real Academia Española al señor Embajador de la República Argentina acreditado en Madrid, Dr. Pedro Radío: “Madrid, 26 de mayo de 1950. Excmo. Sr. Don Pedro Radío, Embajador de la República Argentina. Madrid. Señor Embajador y querido amigo: En la sesión celebrada anoche por esta Real Academia, se examinó una propuesta para incluir el vocablo “argentinidad” en la próxima edición de nuestro Diccionario. La propuesta fue aprobada por unanimidad, sin que pasara inadvertida la circunstancia de que el acuerdo venía a coincidir con la Fiesta Nacional Argentina. Estoy seguro de que la noticia le será grata, como es particularmente grato para mí ponerla en su conocimiento. Téngame, Señor Embajador, por su devoto amigo y s. s. q. e. s. m. Julio Casares”.
Incorporación de la palabra sanmartiniano en el Diccionario de la Lengua (1950) Academia Argentina de Letras 1950. “Sanmartiniano”, en Acuerdos acerca del idioma. Tomo II (1944-1951). Buenos Aires: Imprenta Coni, pp. 220-221. Sanmartiniano (Sesión del 11 de abril de 1950) La Academia Argentina de Letras en su primera sesión del año 1950, celebrada el 11 de abril, tributó un homenaje al Libertador General José de San Martín, y a propuesta del señor Presidente, don Carlos Ibarguren, aprobó por unanimidad la siguiente declaración: “La Academia Argentina de Letras, en su primera sesión del año del Libertador General San Martín, rinde homenaje a la memoria insigne de este prócer, y, en ejercicio de la misión que le compete de velar por la pureza de nuestro idioma declara que el vocablo sanmartiniano, cuyo uso se ha generalizado en el pueblo y en la administración pública, debe ser incorporado oficialmente al lenguaje español como adjetivo aplicado a todo lo que pertenezca o se refiera a la personalidad, a la historia, a la política, a la acción y a la obra del General José de San Martín. Esta palabra está formada conforme a las normas gramaticales y expresa adecuadamente lo que con ella se quiere significar. En consecuencia, la Academia Argentina de Letras resuelve hacer pública esta declaración y oficiar a la Real Academia Española pidiéndole que incluya en el Diccionario de la Lengua la voz sanmartiniano, -a con la acepción que se fija en esta declaración. Se decide también comunicar esta resolución a la Comisión Nacional de Homenaje al Libertador”. La Real Academia Española contestó en los siguientes términos:
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“Madrid, 16 de junio de 1950 Excmo. Sr. Presidente de la Academia Argentina de Letras, don Carlos Ibarguren. Buenos Aires. He dado cuenta a la Real Academia Española de la comunicación que por mi conducto le dirige esa Academia Argentina de Letras sobre el uso del vocablo sanmartiniano en el pueblo y en la administración pública de la República Argentina como alusivo al Libertador, y sobre el deseo de que esa voz nueva sea incluida en el Diccionario de la Lengua Española. Nuestra Corporación se ha enterado con particular interés de esa comunicación y, a propuesta de la Comisión correspondiente, ha acordado en la sesión del 15 del actual incluir en el Diccionario dicho adjetivo sanmartiniano, -a para designar lo perteneciente o relativo a la personalidad y a la obra del general argentino José de San Martín. Me es muy grato y honroso participar a V. E. este acuerdo en afirmación del fraternal intercambio léxico entre los varios países de nuestro idioma, y a la vez la Real Academia Española en pleno envía un afectuoso saludo a todos los ilustres miembros de la Corporación Argentina. El Director R. Menéndez Pidal El Secretario Julio Casares”
Ley de reglamentación de las academias científicas y culturales (1950) Ley Nº 14007. – “Reglamenta el funcionamiento de las academias científicas” (Boletín Oficial, 31 de octubre de 1950).
Año del Libertador General San Martín LEY N° 14007 (3). – Reglamenta el funcionamiento de las academias científicas (Bol. Of., 31/10/950). Art. 1° – Las academias tendrán por fin la docencia de la cultura y de las investigaciones científicas, posuniversitarias. Podrán organizarse como entidades públicas o privadas; las primeras se llamarán Academia Nacional, con el agregado de la especialidad a que se dediquen; las segundas usarán invariablemente la expresión Academia Privada, con el agregado de la especialidad respectiva. Art. 2° – El Poder Ejecutivo reglamentará el funcionamiento de las academias oficiales; establecerá la cantidad de miembros correspondientes y de número que las integrarán, y la duración de los mismos, designando para constituirlas a personas de consagrados valores culturales. El Poder Ejecutivo procederá a reorganizar las academias y universidades populares, de acuerdo a las disposiciones de la presente ley y de la reglamentación correspondiente. Art. 3° – Comuníquese, etc. Sanción: 30 de septiembre de 1950. Promulgación: 11 de octubre de 1950. (3) La ley se originó en un proyecto presentado en la Cámara de Diputados, la que lo consideró y aprobó con modificaciones en la sesión de 29 de septiembre (tarde) de 1950 (D. Ses. Dip., p. 3651). El Senado lo consideró y aprobó en la sesión del 30 de septiembre de 1950 (D. Ses. Sen., p. 1810). El alcance de la ley fue claramente determinado en el Senado por el Informante doctor Endeiza, en estos términos: Se establecen dos categorías: las públicas y las privadas. Las primeras se llamarán academias nacionales, con el agregado de su especialidad. Es lógica esta distinción y la necesidad de una reglamentación especial para
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estas academias oficiales que deben tener una orientación dentro de sus finalidades y que deben también llenar una función social concordante con la jerarquía e importancia de sus estudios. Considerando, por ejemplo, una Academia de la Historia de este carácter oficial, es fundamental que el Estado en alguna forma señale esa orientación, pues por esa misma jerarquía que se les acuerda hace que el público no sólo nacional, sino en el extranjero, se dé importancia grande a sus publicaciones o conclusiones sobre la materia que estudia. Y si esa orientación no interpreta, por cualquier circunstancia, el sentimiento tradicional del pueblo, ello sería indudablemente perjudicial para el país. Esto no puede significar, por otra parte, una interferencia en la investigación científica que debe hacerse siempre con la más absoluta imparcialidad y buena fe. En nada puede afectarse la libertad de pensamiento, por cuanto no solo cualquier tema puede debatirse por cualquiera de los medios comunes, como conferencias, libros, revistas, diarios, etc., sino que no se prohíbe el establecimiento de academias privadas, pues, por el contrario, el proyecto que tratamos expresamente hace mención de ellas, y lo único que las reglamenta es con respecto a sus finalidades, que deben ser la docencia de la cultura y de las investigaciones científicas posuniversitarias, y, por otra parte, la exigencia de llamarse academias privadas, con el agregado de la especialidad respectiva a que se dedicarán. Establece el proyecto que el Poder Ejecutivo debe fijar la cantidad de miembros correspondientes y de número que las integrarán y su duración. La reglamentación no alcanza a la fijación de directivas a las academias. El informante en Diputados, señor Filippo, expresó en el punto (Diario cit., p. 3653): Para concluir repito con el general Perón: “No deseamos una cultura oficial, ni dirigida; no deseamos un molde al que se sujeten los universitarios; no queremos hombres adocenados y obsecuentes, sino una academia señera, libre de tutelajes a interferencias”. Debe tenerse ademán presente el art. 37, IV, 5, de la Constitución Nacional reformada en 1949.
Debate de la ley de reglamentación de academias en la Cámara de Diputados de la Nación (1950) “Organización de Academias”, en Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, tomo IV, 1950, pp. 3651-3663.
Honorable Cámara: Vuestra Comisión de Instrucción Pública ha considerado el proyecto de ley del señor diputado Visca y otros, sobre organización y funcionamiento de las academias de cultura e investigaciones científicas; y, por las razones que dará el miembro informante, os aconseja su sanción. Sala de la comisión, 29 de septiembre de 1950, Año del Libertador General San Martín. Eduardo J. Forteza. – Francisco Ayala López Torres. – Virgilio M. Filippo.– Pedro Sánchez. – Teodoro S. Saravia. – Amando Vergara. En disidencia total: José Pérez Martín. PROYECTO DE LEY El Senado y Cámara da Diputados, etc. Artículo 1° – Las academias tendrán por fin la docencia de la cultura y de las investigaciones científicas, posuniversitarias. Podrán organizarse, como entidades públicas o privadas; las primeras se llamarán Academia Nacional, con el agregado de la especialidad a que se dediquen; las segundas usarán invariablemente la expresión Academia Privada, con el agregado de la especialidad respectiva. Art. 2°– El Poder Ejecutivo reglamentará el funcionamiento de las academias oficiales, establecerá la cantidad de miembros correspondientes, y de número que las integrarán, y la duración de los mismos, designando para constituirlas a personas de consagrados valores culturales. El Poder Ejecutivo procederá a reorganizar las academias, de acuerdo con las disposiciones de la presente ley y de la reglamentación correspondiente. Art. 3° – Comuníquese al Poder Ejecutivo.
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José Emilio Visca. – Eduardo J. Forteza. – Eduardo Beretta. – Angel J. Miel Asquía. – John William Cooke. (...) Sr. Presidente (Cámpora).– Tiene la palabra el señor diputado por la Capital. Sr. Filippo.– Señor presidente: por esta ley especial entendemos reglamentar –según lo establece el artículo 37 de la Constitución– los deberes sociales de los artistas y hombres de ciencia. Las academias deben estar dominadas por el estudio de la realidad; pueden coexistir, pero no deben supeditarse a la corrupción de las costumbres. La Iglesia primero y el Estado después desarrollaron en ellas estudios que hoy son patrimonio de la humanidad entera. En parlamentos, universidades y tribunales se citan sus postulados. La paz ansiada se basa en sus deducciones jurídicas; las artes hallan estímulo en ellas; las ciencias encuentran un centro admirable de concentración y de irradiación; los que se interesan por el movimiento social recurren a sus ponencias. Sirven las academias para expandir y perfeccionar doctrinas que avanzan hacia la verdad. Podemos decir que las academias son reveladoras también de la Verdad, porque el académico se esmera para que aquellos conocimientos científicos que posee vayan adaptándose a las necesidades de los tiempos. Por algo academia viene de Academo, aquel hombre que buscando liberar a su hermana, que había sido arrebatada de su hogar, señaló a los dioscuros el lugar en el jardín donde la escondieron y que, según la historia, perteneció luego a Platón, donde disertara con sus discípulos. Las academias tienen un prestigio incalculable en las naciones. La moral cívica y la opinión pública reclaman sus derechos no solo en las escuelas primarias, secundarias y en las universidades, sino también en las academias. Por esto la Constitución las nombra en forma expresa y el progreso evolutivo las reclama como una necesidad. Decimos que todo ha de relacionarse no solo al interés sino al bien común. Hace pocos días oíamos en este Parlamento una confusión de conceptos. Se dijo, por ejemplo, que el interés general era equivalente a función social. Craso error. Nosotros señalamos que las academias no solamente son un interés general, sino también una función social, pues muchas veces los intereses
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generales no son funciones sociales. A veces los intereses colectivos están en contradicción con la razón: todo depende de los principios de los gobernantes y de los mismos pueblos que votan las leyes, y no siempre toda ley es justa. Así, pues, las academias han de ser ciudadelas de la ciencia argentina, conjugándose con el sentido de la realidad del presente; han de llevarnos a la justicia y por este camino al bien común. Por esto preferimos un hombre que no sea académico y no un académico que deje de ser humano. Por algo decía San Martín: “serás lo que debes ser, si no, no eres nada”. Como somos argentinos queremos ser a la vez hombres completos: perfectos cumplidores del deber. La Iglesia ha trabajado enormemente en este aspecto, y si hay tantos tesoros de la civilización, de la cultura y del arte, si tantos artistas, oradores y poetas nos brindaron sus obras magníficas, indiscutiblemente esto se debe a las academias que se expanden por toda Europa, en Francia, en Roma; las de Bellas Artes de Praga y Sajonia, y en Madrid la Real Academia Española y la de Ciencias Morales y Políticas. Desde el año 1822 vemos cómo se inicia la marcha de las academias nacionales. A veces formáronse cenáculos cerrados sin interesarse por lo auténticamente argentino, no solamente del momento, que no basta, sino también sin proyecciones hacia el futuro de todo el pueblo. Queremos que las academias tengan un objetivo supremo: ampliar la cultura, las investigaciones posuniversitarias. Reconocemos que ni el gobierno ni el Estado darán la ciencia. La cultura científica es algo personal, es algo que no pertenece a un título universitario. Reconocemos que hay doctos y doctores. Muchos doctores hay que tienen poco de doctos; así muchos académicos han tenido poco de ello. El Poder Ejecutivo designará los miembros de la academia y reglamentará su funcionamiento, señalando el tiempo de ejercicio de sus dirigentes. Esto no implica que el gobierno haya de imponer normas científicas ni procedimientos de investigación. El Poder Ejecutivo se esmerará para que funcionen normalmente en forma orgánica, vital, cimbreando con orgullo la autonomía de su cerviz. Por esto las academias nacionales y privadas funcionarán dentro de sus estatutos y de las leyes constitucionales. La naturaleza nos enseña. Ella es lo más perfecto, y vemos siempre que priva en la misma la escala de valores. De ella aprendemos esta jerarquía. Todo se subordina a la Carta Magna, como lo hemos dicho al recordar el artículo 37.
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¿Cuál es la razón fundamental de esta orden del día? La de imbuir con sentido peronista a la cultura del país. Esto lo decimos claramente y a mucha honra. Cuando decimos peronismo nos referimos al justicialismo; queremos imbuirlo todo en él como expresión de la justicia que anima a la mayoría del pueblo argentino. Queremos que él no solamente se refiera a la clase obrera, sea manual, campesina o intelectual, sino a cuanto forja la nacionalidad. Queremos que todo se enderece hacia la justicia, ni más ni menos. No hubo siempre buenas directivas ni buenas costumbres para ejercitarlas; hubo leyes, pero no siempre estas fueron justas; a veces se transformaron en injustas por el complot de las circunstancias. Los tiempos no fueron malos sino porque los hombres nos desviamos de la justicia. Los tiempos los hacemos nosotros; son como los hombres. En todas partes queremos hacer justicialismo, porque queremos hacer más justa a toda la Nación, porque haciendo justicia en las partes la haremos en el todo. Ni afirmo que todo lo nuevo es óptimo ni niego que en el pasado hay mucho bueno. Deseo que no se me haga decir lo que no digo. No decimos que el peronismo ofrecerá nueva ciencia, pero sí que la inspirará para hacerla más moral y más humana, para lograr la sabiduría que enseñe a aplicarla para vivir mejor. Le daremos sentido humano, y para ello el Estado será un motor elevador de la cultura, estimulándola y ayudándola, sin intromisiones fuera de la razón y de la ley. Sin organización no hay vida, y sin unidad no existe organización. Para nosotros la unidad no significa uniformidad. La unidad no ha de ser solo técnica o morfológica, sino funcional. ¡Cuántas veces la técnica reglamentaria ha perturbado la agilidad para el desenvolvimiento de lo sustancial! Aquí mismo lo hemos comprobado. Queremos que las academias entren en la función social que tiene la justicia peronista. No queremos Estado totalitario, pero tampoco Estado abstencionista, indiferente, ya que él es un instrumento elevador que remoza frente a los métodos que destruyen la ética social. Por eso debe disponer de una doctrina política de seguridad social. A nuevos rumbos, nuevos métodos. Las leyes que están fuera de la justicia contribuyen a formar hombres mediocres; los “hombres cañas” que se inclinan hacia uno y otro lado. Desgraciadamente hay quienes no viven principios sustanciales, claros y precisos. Algunas veces enuncian conceptos que difaman a la patria, si se
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quiere. Nunca olvidaré una discusión habida en este Parlamento con relación a un insultador de los argentinos. De las academias argentinas salieron hombres ilustrados, pero también de criterio desconcertante, que llegaron a estas bancas y no tuvieron empacho en encomiar a insultadores de nuestra nacionalidad. El año 1942 un diputado nacional llegó a decir de uno de ellos: “Yo le rindo a Waldo Frank el mejor de mis homenajes”… Y nos había denostado con los adjetivos más despectivos e insolentes. Para concluir repito con el general Perón: “No deseamos una cultura oficial, dirigida; no deseamos un molde al que se sujeten los universitarios; no queremos hombres adocenados y obsecuentes, sino una academia señera, libre de tutelajes e interferencias. Quiero que se sepa que cuando el calor oficial se necesite para dar impulso a la labor académica, prometo, como que hay Dios, que allí encontraréis siempre al general Perón”. (¡Muy bien! ¡Muy bien!) Sr. Presidente (Cámpora).– Tiene la palabra el señor diputado por Santa Fe. Sr. Pérez Martín.– Es indudable que la forma en que la Cámara está trabajando, ceñida a este lecho de Procusto, que da para el tratamiento de los asuntos un tiempo que algunas veces se alarga y otras se acorta, hace que no sea mucho lo que pueda decir con respecto a esta orden del día que estamos considerando. En mi concepto, señor presidente, esta iniciativa plantea una cuestión de importancia excepcional, porque se refiere a un fin esencial de la vida argentina, como es la dirección y el encauzamiento de su cultura. He escuchado las palabras del miembro informante de la mayoría de la comisión, y confieso que he oído pocos razonamientos y muchos sofismas. El señor diputado por la Capital ha entonado en este oficio de difuntos para las academias argentinas, con voz tonante, el dies irae y a su vez, diría usando de términos vernáculos, ha dado el clásico ponchazo criollo de las pulperías para apagar el farol: en este caso la luz de la cultura argentina. Este proyecto tiende a someter a una dirección oficial a estas academias de cultura e investigación, como lo acaba de confesar el señor diputado por la Capital, cuando dijo que se trataba de introducir en estas organizaciones de las disciplinas científicas y artísticas un sentido peronista, olvidando que la cultura es de contenido universal o nacional y que no puede ser cultura de un partido o secta, al estilo de los regímenes totalitarios.
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En nuestro país existen tres academias que pueden llamarse nacionales: la Academia de Letras, erigida en tiempos de Uriburu; la de Bellas Artes, creada por el presidente Justo; y la de la Historia formada en base a la ex Junta de Numismática e Historia que tan importante labor realizó en el estudio de la historia argentina, con la participación de Mitre, de Lamas y de tantos otros ilustres nombres inolvidables en la investigación histórica. En estas academias figuran hombres con muchos de los cuales el diputado que habla está distante de sus ideas, pero son hombres a los cuales no puede negárseles renombre ni decirse de ellos lo que se expresa en los fundamentos del proyecto que el señor “académico” Visca ha traído a la consideración de la Honorable Cámara. En la Academia de Bellas Artes, señalo como académicos de número, a Martín Noel, Fernán Félix de Amador, José León Pagano, Rogelio Yrurtia, ya fallecido, Alberto Williams, Jorge Soto Acebal, Horacio Caillet-Bois, este último director, hasta hace pocos meses, del teatro Colón de Buenos Aires, nombrado por este gobierno y actualmente director del Museo Rosa Galisteo de Rodríguez, de Santa Fe. Entre otros académicos de número, fallecidos, me basta citar a Pío Collivadino, González Garaño, López Buchardo, y entre los miembros correspondientes, también fallecidos, a Manuel de Falla, el gran músico español, y a José Clemente Orozco, exponente de un pintura americana que los señores diputados no podrían calificar como expresiva de una vieja clase dirigente, sino como valor de una pictórica de carácter revolucionario. Y entre los académicos correspondientes, de América, me basta citar un nombre de relieve, el de Zorrilla de San Martín, uruguayo, exponente representativo de un arte eminentemente religioso y espiritual. En la Academia de la Historia figuran hombres que el país conoce suficientemente y que merecen la consideración de todos. Ahí están Ricardo Levene, Manuel Cervera, Ricardo Rojas, Arturo Capdevila, Juan Pablo Echagüe –hace poco tiempo fallecido y al cual esta Honorable Cámara rindió merecido homenaje–, Emilio Ravignani, Enrique de Gandia, Enrique Larreta –escritor galano–, y junto a ellos figuran, señor diputado Filippo, miembro informante del despacho de la mayoría, preclaros sacerdotes como los padres Pedro Grenón, Guillermo Furlong y monseñor Antonio Caggiano, a los cuales, me parece, no podrán decirles lo que se expresa en los fundamentos de este despacho de ser representantes de viejas clases oligárquicas que vivían ahitos de cultura, sin ninguna preocupación
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argentina. Creo que esto resulta excesivo y, al mismo tiempo, injusto. Sr. Visca.– Voy a pedir que se indiquen los nombres de los miembros de las academias a que se refiere el señor diputado, para que el pueblo juzgue. Sr. Pérez Martín.– Por este proyecto se quiere organizar institutos de disciplina científica y artística con espíritu netamente partidista o proselitista para crear –lo que es más risible aun– académicos por decreto, sabiéndose bien que los académicos ocupan cargos honoríficos y aun vitalicios y se llega a serlo después de una acreditada actuación en el campo del arte o la ciencia. El Decreto 5979, del 9 de marzo de 1948, refrendado por los ministros Gaché Pirán e Ivanissevich, reconoce la acción eficiente de estas instituciones culturales. Con el permiso de la Presidencia, voy a leer uno de los considerandos del decreto, que dice así: “Considerando que las academias nacionales han cumplido en sus respectivas esferas una encomiable labor de orden científico y artístico como organismos encargados de promover las altas manifestaciones de la cultura del país, que las mismas no han contado, empero, con los medios materiales necesarios para el debido cumplimiento de esa labor, careciendo la mayor de ellas del adecuado apoyo del Estado, que debió dotarlas de los elementos apropiados para facilitar y hacer posible sus elevados propósitos, sus fines y su acción...”. Sr. Filippo.– Eso lo he reconocido. Sr. Dellepiane.– Mejor será que no diga nada. Sr. Filippo.– Lo he reconocido, y me remito a la versión taquigráfica. Sr. Pérez Martín.– Este es, en cambio, un proyecto que significa la liquidación definitiva de esas academias, porque tal es el contenido real de la iniciativa. Hace apenas dos años el Poder Ejecutivo, por el decreto que he recordado y refrendado por los ministros de Justicia y de Instrucción Pública, reconocía la labor eficiente de esos institutos, diciendo algo que es cierto, y es que los mismos no contaban con el material y la colaboración necesarios para desarrollar una labor efectiva. Pero esta Honorable Cámara, en lugar, pues, de dotar a las academias de los instrumentos y medios necesarios para que puedan cumplir su función cultural, lo único que hace es, como dije antes, someterlas a un control oficial en un intento de cultura dirigida. Sr. Visca.– El Poder Ejecutivo las va a reorganizar conforme al criterio expresado en el decreto a que alude el señor diputado.
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Sr. Filippo.– Deseamos la perfección de esos institutos. Sr. Pérez Martín.– Es cierto que en el año 1822, como se ha recordado, puede decirse que comienza la historia de estas instituciones argentinas. Pero hay un dato importante que no se ha mencionado: el primer antecedente patrio es el de Belgrano al crear la escuela o academia de náutica y dibujo, el 29 de mayo de 1779. Si he traído este recuerdo del tiempo de la colonia, cuando el pensamiento emancipador comenzaba a nacer, luchando en las sombras frente a las cadenas de la metrópoli, lo he hecho para referirlo a la época actual. Se busca someter las academias argentinas que están integradas por hombres de prestigio nacional e internacional. Y no debía sorprendernos, después de lo ocurrido con las cesantías de maestros, con los catedráticos expulsados, con la prohibición de la lectura de libros, como El Crimen de la Guerra, de Alberdi, y con infinidad de otras medidas que afectan a la cultura en general y que son de todos conocidas. Tendríamos que entrar en un debate muy extenso sobre problemas fundamentales que hacen a la esencia misma de la cultura, a su libertad, al papel de la investigación científica en la vida de los pueblos. Pero el tiempo de que dispongo es muy escaso. Tendríamos que remontamos por los caminos de la historia para decir frente a este intento de cultura dirigida, que no puede olvidarse la lucha secular entre el hombre refirmando el imperio y el libre albedrío de su inteligencia y las fuerzas que desde reductos oscuros siempre han tratado de sujetar su vuelo. Esta es la lucha que el genio poético de Grecia simbolizó en el mito de Prometeo, encadenado en las rocas del Cáucaso mientras los buitres devoraban sus cálidas entrañas, y esto es también el no menos maravilloso símbolo de Palas Atenea surgiendo armada de la cabeza de Zeus. Tendríamos que decir lo que la libertad significa para la cultura, lo que ha significado especialmente para la cultura argentina, lo que es la idea que marcha impulsada por las blancas alas de Pegaso en las praderas inmateriales del pensamiento y lo que los pueblos y los seres humanos han luchado en todos los terrenos por mantener la libertad de la cultura, su derecho a pensar, a investigar y a crear. El hombre puede dar murallas a la tierra, encerrar las aguas, esclavizar el rayo, bombardear las nubes, romper el átomo; pero la idea y el pensamiento no los esclavizará jamás, y eso lo sabe bien el señor diputado Filippo. Siempre desde lo más hondo, desde la más sombría caverna o, desde la más alta fortaleza, ya frente al cielo o al
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abismo, siempre se oirá una voz inextinguible, la voz de la idea y el pensamiento, se oirá Eppur si muove. El pensamiento y la idea seguirán adelante, a pesar de todo intento de cultura dirigida, como el que representa esta iniciativa. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos). Sr. Presidente (Cámpora).– Tiene la palabra el señor diputado por la Capital. Sr. Cooke.– Señor presidente: el señor diputado Pérez Martín, atribuyéndonos propósitos que no tenemos, acaba de decretar por vía verbal la muerte de las academias argentinas. El diputado que habla, que tiene una posición de revisionismo integral con respecto a la conducción del país en todos sus aspectos, entiende que esa posición de revisionismo y una concepción revolucionaria de lo que debe ser el manejo del país, no implica ni el agravio indiscriminado ni la negación de los valores auténticamente consagrados. Eso mismo entiende el señor presidente de la República, desde que así lo ha reconocido por un decreto, sin fijarse al firmar el mismo si los integrantes de las academias eran o no simpatizantes de su causa política. El señor diputado Pérez Martín, en metáfora gauchesca, nos ha hablado de apagar a ponchazos la luz de la cultura. Nosotros reconocemos el esfuerzo de las academias. Personalmente, no estoy de acuerdo con la orientación que ha tenido la cultura argentina, que si pudo haber contado con valores individuales destacados, es evidente que en síntesis contribuyó a formar todo un aparato ideológico y conceptual que nos impidió liberarnos de una serie de dogmas que eran lesivos para el futuro de nuestro país. (¡Muy bien! ¡Muy bien!) Nosotros reconocemos con beneficio de inventario todo eso, porque para nosotros la ciencia, por ejemplo, no son los datos que “alcanzan la verdad”, sino todos aquellos datos que “tienden a descubrir la verdad”, fracasen o no en su tentativa. Por eso, equivocados o no, les rendimos nuestro homenaje a todos aquellos académicos de la actualidad y del pasado que hayan deseado realizar auténticamente la conquista de una cultura científica nacional. La cultura tampoco es aquello que en sí tiene todos los atributos, sino que entendemos con Radbruch “que es el conjunto de datos que tienen la significación y el sentido de realizar valores”, y por eso el triunfo o el fracaso son meros accidentes en el camino de los desarrollos culturales de los pueblos. Nosotros entendemos que la cultura, como dice Stammler, es un esfuerzo hacia lo justo, y entonces nos desentendemos de los éxitos o fracasos circunstanciales, siempre que podamos mantener
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la fe en que los destinos culturales del país se habrán de cumplir, aunque en alguna de sus etapas no hayan tenido el brillo que nosotros deseamos. Lamento que el señor diputado Pérez Martín y el diputado que habla no podamos extendernos en algunos de los aspectos vinculados a este proyecto. Él habló de “académicos por decreto”, pero empezó por referirse y por elogiar a una academia que, casualmente, fue integrada con académicos por decreto, la Academia de Bellas Artes, en que el Poder Ejecutivo designó el número suficiente de miembros como para formar quórum, y estos, a su vez, designaron quienes habían de integrar la totalidad de los académicos. Nosotros creemos que en esto del Estado y de la cultura hay que manejarse con un sistema muy preciso y de matices muy perfilados. No vamos a hacer filosofía sobre cómo ha cambiado el concepto de Estado, del siglo anterior a este, pero sí entendemos que todos los pueblos y los Estados deben comprender perfectamente las condicionalidades históricas a través de las cuales deben procurar pervivir. Entiendo que no es históricamente exacta la opinión que ha dado recién el señor diputado por Santa Fe en el sentido de que la fuerza es enemiga del desarrollo cultural. No digo esto en elogio o en desmedro de los regímenes de fuerza, sino porque me parece que ese es un hecho que la historia no ha demostrado. Grecia también tuvo el instante de Pisístrato, sin que decayese su cultura; no vamos a hablar del Renacimiento, donde el despotismo era evidente; y, por fin, la democracia ateniense, a que se refirió el señor diputado Pérez Martín, fue casualmente la democracia que juzgó y condenó a Sócrates y a Anaxágoras. Quiere decir que ese paralelismo no existe. Pero aparte de eso, que es una refutación personal, en cuanto al proceso histórico de la cultura, debo decirle al señor diputado que nosotros entendemos que la más terrible de las muertes, la del intelecto y de las posibilidades de superación intelectual, aguarda a todo país que sacrifica el Estado a la cultura, o que sacrifica la cultura al Estado. Cuando la cultura domina al Estado decadente, entonces se produce el caso que recuerda creo que Tucídides con respecto a la Atenas del siglo iv, y al mismo tiempo, cuando los términos se invierten y el Estado persigue a los hombres de la creación artística y a todos aquellos que hacen al progreso cultural, entonces, al tiranizar y al hostilizar la cultura, se está segando y destruyendo el destino del país mismo. (¡Muy bien! ¡Muy bien!)
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Por eso he hablado de límites y de matices, muy difíciles de establecer dentro de la teoría. Con respecto a las academias en sí, esto no significa ni la muerte ni nada por el estilo para las mismas, sino simplemente el deseo de introducir en ellas un hábito de vida que, por encima de los méritos que puedan tener, buena falta les hace. Nosotros entendemos que lo que se llama generalmente la cultura, lo que en la jerigonza de los políticos se llama intelligentzia, no ha cumplido en este país el rol que el pueblo tenía derecho a esperar de ella. Es exacto que el Estado se ha desentendido siempre de la cultura. Porque con respecto a esos decretos que ha citado el señor diputado Pérez Martín, del señor presidente Justo, por supuesto que él y yo sabemos que no tienen ningún valor; no se fomenta la cultura creando academias cuando vemos que frente a esas academias se apalea a un ciudadano que va a votar. Pero si bien el Estado se ha desentendido de la cultura, también es exacto que la cultura se ha desentendido de los problemas argentinos y de los problemas del Estado; lo más que se puede decir –salvo casos particulares que son muy honrosos– es que lo único que han hecho nuestros dirigentes culturales es adoptar una posición de dilettantismo de buen tono, divorciado de la realidad argentina. Entonces, cuando se divorcian el Estado y el pueblo, el Estado y la cultura y la cultura y el pueblo, cuando tres cosas que deben formar un ciclo orgánico, que deben formar un todo, las vemos por el contrario disociadas e ignorantes las unas de las otras, puede decirse que estamos frente a un pueblo decadente. Nosotros no entendemos, por ejemplo, a esos académicos que, frente al proceso económico tremendo de la entrega del país, se entretuvieron estudiando la “economía matemática” y se olvidaron que la economía política en una nación como la nuestra debe estar perfectamente apegada a los problemas de la tierra y de sus habitantes, seguir el ritmo de la aventura dramática de cada hora. Nosotros repudiamos también a esos intelectuales que solamente se dedicaron a copiar más o menos con éxito las producciones intelectuales de Francia o de algún otro país de moda. Entendemos que el país no es lo que esos académicos han creído en algún momento, un ámbito ideal de desarrollos racionales, sino que, por el contrario, creemos que la cultura es también vivencia, es también pueblo, es también tierra, es también hombre. (¡Muy bien! ¡Muy bien!)
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Todo lo demás nos lleva a caducar dentro de los esquemas muertos de doctrinas que dejaron de ser hace ya muchos años. Queremos un pueblo proyectado hacia el futuro, dinámicamente, en fuerza viva, y no constreñido a esquemas perecederos. Sojuzgar el porvenir es tan nefasto como ahogar un presente real por un presente ilusorio. Las sociedades que no comprenden la necesidad de cada hora de manifestarse en su individualidad caen en una suerte de tiranía, tan criticable como todas las tiranías. Aferrarse a un sistema por las conclusiones que se extrajeron en un pasado a que ese sistema pertenece es una de las maneras de falsear y corromper la realidad. Los pueblos son unidad orgánica y alma sustentadora de una totalidad, en los que la realidad patente provoca de pronto fervorosos movimientos que infunden a sus instituciones el nuevo rostro de la vida, la saña de un presente que no transige y quiere expresar su existencia por una superación del pasado sin olvidarlo, y entonces surge el nuevo impulso revolucionario de creación. Debemos desentrañar del pasado todo aquello que sea auténtico y nos diga de nuestro ser nacional, de nuestra esencia nativa. Todo lo que no contribuya a eso debemos desterrarlo; todo lo que sea esquema muerto, que en vez de libertarnos sirve únicamente para tiranizarmos y esclavizarnos, debemos repudiarlo. Recuerdo aquella frase cruel de Plutarco, cuando dice: “Apreciamos a la obra, pero despreciamos al artista”. Nosotros creemos que, por el contrario, el valor del hombre es fundamental dentro de la producción intelectual y del desarrollo científico. Algún filósofo con cierto elegante cinismo dijo: “Una estatua de Fidias vale por todas las miserias de los millones de esclavos de la antigüedad”. Nosotros estamos en contra de esa concepción; pero en cambio estamos con la de Gerhart Hauptmann, cuando le contestaba a Romain Rolland, al quejarse este por los daños que las obras de arte sufrían en la guerra: “Honremos a Rubens, pero yo estoy con aquellos para quienes el pecho destrozado de un hermano en humanidad arranca un dolor mucho más profundo”. Es decir, que para nosotros el ser humano no es un simple medio para que un Estado de tipo totalitario cumpla sus fines. Nosotros creemos que el hombre, el individuo, no es abstracto, sino el hombre concreto y real, que es un valor en sí mismo. Creemos que todas las discusiones sobre si
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el Estado debe predominar sobre el individuo, o este sobre el Estado, es tema fundamental para los tratados de filosofía política. Pero dentro de la realidad argentina de hoy eso tiene una significación: el hombre de la tierra, el hombre nuestro, el que vive, sufre, trabaja y canta con los triunfos de la patria, solo puede realizar su destino de una manera: a través del esfuerzo diario de una comunidad, y a través de los órganos del Estado, que sean fiel representación del sentir y de los deseos de esa comunidad. (¡Muy bien! ¡Muy bien!) Para nosotros el fin de la comunidad no es una obra aislada, una estatua o un libro olvidado en alguna biblioteca de academia. Nosotros admitimos la posibilidad de que haya quienes se dediquen a cualquier tipo de actividad intelectual, pero creemos que el hombre que tenga un puesto en una academia nacional protegida y mantenida por el Estado debe devolverle al Estado parte de los beneficios que de él recibe. Que sus esfuerzos, sus estudios, su producción, su labor científica de cada día, son formas de revertir al pueblo lo que el pueblo ha hecho por él; que lo que tenga valor no será, en última instancia, sino la consecuencia de muchas generaciones de argentinos que se han venido encadenando a través de la herencia telúrica de nuestra patria. Por eso nosotros les decimos a todos los que opinan como el señor diputado Pérez Martín: las academias privadas harán lo que quieran; las academias oficiales podrán tener la autonomía que consagra nuestra Constitución; pero nunca deben perder de vista la vivencia y la fuerza que tiene frente a nuestro problema nacional toda esa especulación de alta cultura, ni deben olvidar todas las necesidades de un pueblo que hace un siglo, justamente, viene esperando una oportunidad para desarrollar lo que tiene de riquezas potenciales, de grandes posibilidades para el futuro de nuestro proceso cultural. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos. Varios señores diputados rodean y felicitan al orador).
Decreto de reglamentación de la ley de academias (1952) Decreto Nº 7500 del 30 de septiembre de 1952. – “Reglamenta la Ley 14007, de Academias oficiales y particulares” (Boletín Oficial, 7 de octubre de 1952). Art. 1° – Las academias oficiales o particulares, ya existentes o que se creen en el futuro, cuyo funcionamiento, derechos y obligaciones se regirán por el presente decreto, ejercerán el cultivo, conservación y difusión de la cultura y de la investigación científica en general y el intercambio de conocimientos y la colaboración que en el orden científico cultural requiera el Estado para el mejor cumplimiento de sus fines. Del Consejo Académico Nacional Art. 2° – El Consejo Académico Nacional será presidido por el Ministro de Educación de la Nación e integrado por los presidentes de las academias nacionales y por el rector de la Universidad de Buenos Aires. Art. 3° – Son funciones del Consejo Académico Nacional: a) Coordinar el funcionamiento de las academias, a fin de asegurar la armonía y la unidad en el trabajo cultural y científico de la Nación; b) Distribuir los fondos que la Nación destine para el sostenimiento de las academias oficiales y subsidios de las particulares, aprobar los presupuestos para su inversión y las respectivas rendiciones de cuentas, todo de acuerdo con las leyes generales de la Nación; c) Propiciar la creación de nuevas academias oficiales, autorizar el funcionamiento de las particulares y aconsejar cuando corresponda su oficialización; d) Aprobar el reglamento interno de las academias oficiales y las actas de constitución, estatutos y reglamentos internos de las particulares; e) Elevar con informe al Poder Ejecutivo, las propuestas para la designación de miembros de número de las academias oficiales; f ) Vetar la designación de académicos de número, honorarios y correspondientes en las academias privadas; g) Nombrar los académicos honorarios y correspondientes a propuesta de las academias oficiales.
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De las academias Art. 4° – Las academias podrán ser: a) Oficiales. Se designarán “Academia Nacional” con el agregado de la especialidad a que se dediquen y funcionarán como entidades de derecho público; b) Privadas. Se denominarán “Academias Privadas” con el agregado de la especialidad a que se dediquen y funcionarán como entidades de derecho privado. De las academias nacionales Art. 5° – Son funciones de las academias nacionales, en la especialidad que en cada caso corresponda: a) Fomentar, conservar y difundir la cultura en general; b) Propiciar y facilitar la realización de estudios científicos, filosóficos, literarios y artísticos; c) Cumplir y estimular la investigación científica; d) Colaborar con la Universidad en el perfeccionamiento, orientación y estímulo científico de los egresados; e) Prestar la colaboración de orden científico-cultural que los poderes públicos le requieran; f ) Proyectar su reglamento interno y requerir su aprobación por el Consejo Académico Nacional; g) Elevar al Consejo Académico Nacional la propuesta para la designación de los académicos de número, honorarios y correspondientes; h) Proyectar y solicitar la aprobación del presupuesto de gastos y la rendición de cuentas de su inversión; i) Hacer publicaciones, dirigir revistas, propiciar conferencias, reuniones, actos públicos, instituir premios, otorgar becas y realizar todo acto que tienda al mejor cumplimiento de sus fines y facilite el intercambio de conocimientos científicos culturales, dando en todos los casos el máximo de facilidades para que esas expresiones del saber lleguen al pueblo y sean útiles y concordantes con la política, el espíritu y las necesidades de la Nación. Del presidente Art. 6° – El presidente será un académico de número u honorario, designado por el Poder Ejecutivo Nacional de la terna propuesta por el Consejo
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Académico Nacional; durará tres años en su mandato pudiendo ser reelegido sin limitación. En los casos que la especialidad de la Academia corresponda a una disciplina de enseñanza universitaria, será presidente el decano de la Facultad respectiva y por todo el tiempo que dure en su mandato. Art. 7° – Serán funciones del presidente: a) Representar a la academia en todos sus actos; b) Elevar anualmente al Consejo Académico Nacional la memoria detallada de su funcionamiento; c) Presidir y dirigir las reuniones de la academia; d) Comunicar al Consejo Académico Nacional, con un plazo de sesenta días, la fecha en que un académico llegue al límite de edad establecido por el art. 15; e) Representar a la Academia en el Consejo Académico Nacional; f ) Designar al personal de acuerdo con el presupuesto de la institución; g) Autorizar la realización de inversiones y realizar todos los actos administrativos que sean necesarios para el mejor cumplimiento de sus funciones y la marcha de la academia. Del vicepresidente Art. 8° – Será elegido por la Academia y reemplazará al Presidente en caso de ausencia, impedimento o enfermedad. Durará tres años y puede ser reelecto sin limitación. Del secretario general Art. 9° – Será designado por el presidente y durará tres años en su cargo; puede ser reelegido. Tendrá a su cargo: a) Refrendar la firma del presidente; b) Llevar el libro de actas y demás documentos oficiales de la institución; c) La dirección inmediata del personal y la custodia de la biblioteca, archivos y documentos de la academia. Art. 10.– Para ser vicepresidente y secretario general se requiere ser académico de número. El presidente, caso de no serlo, pasará a ocupar automáticamente esta categoría mientras dure su mandato. De los académicos Art. 11.– Los académicos podrán ser de número, honorarios y correspondientes.
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Art. 12.– Los académicos de número no podrán ser menos de veinte ni exceder de treinta y cinco, pudiendo ser elevado su número en el caso del art. 10 y cuando lo crea conveniente el Poder Ejecutivo, previo requerimiento del Consejo Académico Nacional. Art. 13.– Para ser académico se requiere haber demostrado mediante trabajos, publicaciones, conferencias, exposiciones, dedicación científica a la docencia o desempeño de cargos de alta especialidad técnico-científica, relevantes condiciones de preparación y cultura general, artística, literaria, musical o científica. Se requiere, además, ser ciudadano argentino y acreditar conducta intachable. Art. 14.– Los académicos de número serán designados por el Poder Ejecutivo Nacional, a propuesta en terna, elevada por la respectiva academia con informe favorable del Consejo Académico Nacional. En caso de que, por la inmediata aplicación del presente decreto o por otras circunstancias, las academias quedaran reducidas a menos de la mitad más uno de sus miembros de número, la designación de académicos será realizada directamente por el Poder Ejecutivo Nacional a propuesta del Consejo Académico Nacional, hasta cubrir la cantidad necesaria. Art. 15.– El cargo de académico de número durará hasta los sesenta años de edad, en cuyo momento y de hecho quedará vacante el sitial correspondiente, excepto cuando antes de cumplirse esa fecha fuese designado nuevamente por el Poder Ejecutivo Nacional y por períodos de cinco años, renovables sin limitación. Art. 16.– Los miembros honorarios y correspondientes serán designados por el Consejo Académico Nacional a propuesta de la respectiva academia. Cuando se trate de académicos de número que han caducado en sus funciones, la designación de miembros honorarios podrá ser realizada por la propia academia. De las academias privadas Art. 17.– Podrán designarse de este modo todas las entidades y asociaciones de derecho privado cuya única finalidad sea las señaladas en los arts. 1° y 5° del presente decreto. Su constitución será aprobada por el Poder Ejecutivo Nacional previo informe favorable del Consejo Académico Nacional. Art. 18.– Tendrán todas las obligaciones y derechos que determina el código civil para las personas jurídicas y su funcionamiento como tales
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será regulado por los estatutos y las reglamentaciones propuestas por ellas y aprobadas por el Consejo Académico Nacional. Art. 19.– El Poder Ejecutivo Nacional podrá, en cualquier momento que lo considere conveniente: a) Oficializar una academia privada a su pedido o de oficio; b) Intervenir en su funcionamiento ya sea designando su presidente o un interventor; c) Vetar la designación de sus académicos, tanto de número como honorarios o correspondientes. Art. 20.– Las academias privadas tendrán la misma categoría de académicos que las oficiales y les es aplicable lo determinado en los arts. 12, 13 y 15 de este decreto. Los académicos de número que hubieran cumplido su mandato por límite de edad podrán ser confirmados por la propia academia, quien nombrará también los académicos honorarios y correspondientes, comunicando la designación al Consejo Académico Nacional. En caso de no haber sido vetado el designado, dentro del término de sesenta días, será considerado confirmado en el cargo. En el caso de cumplirse lo establecido por el art. 14, el Consejo Académico Nacional integrará la lista de académicos de número. De los bienes de las academias Art. 21.– Los bienes de las academias estarán constituidos: a) Por sus actuales patrimonios; b) Por las sumas que destine el Poder Ejecutivo Nacional para su sostenimiento; c) Por los subsidios y donaciones que reciban previa autorización del Consejo Académico Nacional. De las reglamentaciones internas Art. 22.– Cada academia proyectará su reglamentación interna que será elevada para su aprobación por el Consejo Académico Nacional. Mientras no se cumpla esta disposición, se considerarán en vigencia los actuales estatutos y reglamentos en todo lo que no se oponga al presente decreto. Disposiciones transitorias Art. 23.– Los actuales presidentes de las academias oficiales y particulares elevarán, dentro del término de quince días, al Ministerio de Educación
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la lista de los académicos de número que estén en las condiciones que determina el art. 15. El Ministerio de Educación dispondrá lo necesario para que la integración de las academias, designación de sus autoridades y constitución del Consejo Académico Nacional sea realizado dentro del término de sesenta días, pudiendo disponer la intervención de aquellas que considere necesario. Art. 24.– El sistema establecido por el presente decreto se realizará en un todo de acuerdo con lo determinado en el decreto núm. 9695/51 de creación del Consejo Nacional de Investigaciones Técnicas y Científicas. Art. 25.– El presente decreto será refrendado por los señores Ministros Secretarios de Estado en los Departamentos de Educación y de Asuntos Técnicos. Art. 26.– Comuníquese, etc. – Perón. – Méndez San Martín. – Mendé.
La historia que he vivido, de Carlos Ibarguren (1955) Ibarguren, C. 1955. “Dos décadas de la cultura argentina”, en La historia que he vivido. Buenos Aires: Peuser, pp. 472-486.
(…) La Academia Argentina de Letras, que tuve el honor de presidir durante casi veinte años hasta la remoción de sus miembros ocurrida últimamente –ignoro si ello significará su definitiva desaparición–, constituyó desde que fue creada por el gobierno del general José F. Uriburu, en agosto de 1931, una de las más altas y respetadas expresiones de la cultura en la Argentina y en América. Merecen recordarse los considerandos del decreto, suscrito por el presidente Uriburu y su ministro de Instrucción Pública doctor Guillermo Rothe, y la función principal asignada a ese cuerpo. La Academia se funda, dice el decreto, “para completar la fisonomía espiritual que dan a la República sus instituciones culturales”; este motivo inspirador revela el concepto que tenía entonces el gobierno de la elevada cultura y de las entidades que la fomentaban como expresión de la fisonomía espiritual de nuestra patria. En este decreto se manifiesta también esta sugestiva consideración que enaltece la labor intelectual y aboga para que en la vida del país gravite en el alma de las masas populares la noción de que arriba de las actividades materiales, del trabajo manual y de los deportes están las obras de la mente. “Es conveniente –proclama el decreto– que el Estado contribuya a otorgar a los escritores la significación social que les corresponde, e infundir en el pueblo la noción de la importancia de la literatura”. Y entre las funciones que le encomienda está la de “dar unidad y expresión al estudio de la lengua y de las producciones nacionales para conservar y acrecentar el tesoro del idioma, velar por su corrección y pureza y las formas vivientes de nuestra cultura”. Esta institución ha cumplido con eficiencia su misión durante las décadas de su funcionamiento. Estuvo compuesta por personalidades conspicuas en todas las formas de la expresión literaria y cultural: historiadores, novelistas, críticos, ensayistas, poetas, profesores, oradores, hombres ilustres en la investigación científica, autores teatrales, periodistas. Lamento no poder detallar la historia de la vida y la labor de este benemérito instituto, porque ello requeriría un volumen; me reduciré, pues, a una somera relación de datos que muestran la magnitud de la obra
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realizada, sin ocuparme individualmente, como hubiera deseado hacerlo, de la significación en nuestras letras de los escritores que formaban ese alto cuerpo; ello, por lo demás, está publicado en dos tomos de los Discursos de recepción en los que se estudia la obra de cada uno de los miembros. Esta Academia ha desaparecido, pero queda su obra, para enseñanza de los estudiosos, en las numerosas publicaciones que ha editado, que suman cuarenta y seis volúmenes clasificados en las series siguientes: “Clásicos argentinos” que comprende Los poetas de la Revolución, por Juan María Gutiérrez, prologado por el académico Álvaro Melián Lafinur; Mendoza y Garay, por Paul Groussac, prologado por el presidente de la Academia Carlos Ibarguren; Poesías Completas, de José Mármol, prologado y anotado por el académico Eleuterio F. Tiscornia. Serie de “Estudios Académicos”: Cervantes, por el académico Arturo Marasso; Venus y Adonis, de William Shakespeare; traducción poética directa del inglés, precedida de un estudio por el académico Mariano de Vedia y Mitre, con notas críticas y prologado por Carlos Ibarguren; Poetas hispanoamericanos, por el académico Calixto Oyuela; Cuatro grandes clásicos americanos, por el académico correspondiente Gonzalo Zaldumbide; Defensa de la poesía, por Bartolomé Mitre, con introducción y notas críticas del académico Mariano de Vedia y Mitre; La Eneida, traducida por Dalmacio Vélez Sársfield, con prólogo y notas del académico Juan Álvarez. Serie de los Discursos y Conferencias de los académicos, en cuatro tomos. Otras publicaciones: Diccionario de americanismos, por Augusto Malaret en dos tomos; Diccionario Etimológico del Castellano usual, por Leopoldo Lugones; Antología de los poemas del académico Leopoldo Díaz, prologado por Arturo Marasso; Acuerdos acerca del idioma, en dos tomos, que comprende las más importantes resoluciones, extensamente fundadas, de la Academia, sobre nuestro lenguaje, con la erudita colaboración del académico correspondiente y filólogo Luis Alfonso; Boletín de la Academia Argentina de Letras, revista trimestral con estudios lingüísticos y literarios, publicada desde el año 1933 a 1951, que abarca veinte tomos. Además de esta considerable producción, la Academia evacuó más de mil quinientas consultas sobre cuestiones idiomáticas que le fueron requeridas por los poderes públicos, tribunales, entidades culturales, institutos de enseñanza, maestros y estudiosos, siendo publicadas las más importantes en el Boletín. A esta labor se agregan las investigaciones acerca de nuestro idioma hechas por la Academia para preparar el futuro “Diccionario de
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Argentinismos”, prolijamente anotadas en setenta mil fichas. Todos estos trabajos, realizados con amor y desinterés durante más de veinte años, han quedado interrumpidos por la desaparición de esta academia, tal como estaba constituída. Las otras academias nacionales de carácter científico, histórico, jurídico, económico, que han contribuido con tanta eficiencia a profundizar las investigaciones y a exponer e impulsar el pensamiento argentino, han corrido la misma suerte que la de Letras. Algunas de ellas, como la de Medicina y la de Historia, tenían una larga y respetable tradición en las ramas de su especialidad; esta última fundada por Mitre con el título de Junta de Historia y Numismática –a la que me incorporé el año 1923– fue convertida en Academia Nacional de la Historia a iniciativa del doctor Ricardo Levene que la ha presidido hasta su receso por la remoción de todos sus miembros, sin que haya sido reorganizada. La obra que esta entidad ha dejado en los estudios históricos es notable por la magnitud e importancia de sus publicaciones que han dado prestigio en América y Europa a la cultura argentina, a cuyo desarrollo en esta materia ha cooperado en parte sustancial el profesor Levene. (…)
“Advertencia”, de la Academia Argentina de Letras (1956) Academia Argentina de Letras 1956. “Advertencia”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XXI, pp. 7-8.
El Boletín de la Academia Argentina de Letras reaparece después de algunos años de obligado silencio con el mismo espíritu que lo animó desde su primer número, al proseguir la República su ascención aparentemente detenida, con las aspiraciones luminosas que le son propias desde su origen. Pertenece por sus trabajos, como la Academia, de la que es órgano activo, a la realidad argentina y a la extensa región de la lengua común que nos hermana a América y a España. Abarca la extensión del conocimiento en las letras con la voluntad de contribuir a la obra esencial en que el estudio y la investigación conservan y perfeccionan los instrumentos de la expresión literaria que son por su delicadeza y eficacia indispensable aliciente del pensamiento escrito. En esta obra no está sola; son varias las revistas que en nuestro idioma perseveran en un fin idéntico. Todas, con sus afinidades, y aun sus divergencias, tienden a esclarecer problemas de inmediata premura por su índole normativa y por el interés en mantener el idioma, sin desdeñar lo pintoresco y lo local, en zonas de universalidad en que colaboran el arte con la filosofía, la crítica y la ciencia. La dignidad de la lengua está en esta agilidad lúcida que es una valoración constante de las funciones de la sensibilidad y la inteligencia. En el acopio de investigaciones y ensayos publicados, los distintos aspectos se integran en una sola aspiración de examen, de juicio, de discernimiento esclarecido. El Boletín de la Academia mantuvo siempre abierta, esta amplitud de opinión, de la tradición, de la novedad y el descubrimiento, su fe en el trabajo fecundo que no elude las dificultades, que no tuerce la aproximación a la verdad ante ningún interés momentáneo. Encuentra el interés más alto en la excelencia trascendente de la probidad esmerada. Literatura, filología, estética, americanismos e hispanismos, se encuentran nuevamente en las páginas del Boletín; colaboradores de ayer y de hoy, estudiosos de todas las regiones de la lengua, con el propósito no de excluir sino de reunir en la fraterna obra fecunda. La investigación tiene el don de
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renovar, de rejuvenecer, de ensanchar los límites que en la inactividad, la incuria o en la improvisación irresponsable se reducen. Saludamos en nuestra reaparición a los colegas, colaboradores, lectores y amigos con la esperanza en la perduración de los más nobles anhelos de superación intelectual de nuestro idioma.
Discurso del Señor Ministro de Educación Doctor Atilio Dell’Oro Maini en el acto de instalación de las Academias nacionales (1956) “Reconstitución de las Academias nacionales. Discurso del Señor Ministro de Educación Doctor Atilio Dell’Oro Maini en el acto de instalación de las Academias nacionales”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XXI, pp. 9-20.
Abrimos esta magnífica asamblea de la cultura bajo el signo de la libertad civil y de la dignidad humana, rescatadas para el ejercicio de las más nobles actividades del espíritu. Si hubiéramos de caracterizar el padecimiento que estas sufrieron bajo la pesada mano de la dictadura, nos referiríamos al progresivo enrarecimiento del aire de la inteligencia y al silencio en la soledad de todas las vocaciones de la cultura. Cuando nuestro dolor acusa la culpa de quienes avasallaron tan grandes y preciados bienes humanos, el alma rememora el triste espectáculo de su devastación. La ausencia de la libertad no destruye por cierto la capacidad creadora de la inteligencia, pero la sofoca, la desarticula, la enmudece. La inteligencia vive del acatamiento a las leyes que le son propias; es, por excelencia, la facultad del orden y de las jerarquías, y, para ser fecunda, necesita moverse con libertad dentro del orden que ella misma crea y sustenta. Es el signo específico que diferencia y enaltece al ser humano en la creación: las relaciones que ella descubre y establece asientan el dominio del hombre sobre el mundo y son, también, el fundamento de la convivencia con sus semejantes. Es la pequeña luz gracias a la cual avanza sobre el misterio inmenso e invencible, tanto más insondable cuanto más escrutado, pero que no se apagará nunca, porque es un don del cielo, prenda y esperanza de su inmortalidad. No hay fuerza humana que pueda vencerla o detenerla. Sin embargo, necesita de la libertad; necesita del orden; necesita del diálogo. Aspira a comunicarse para dar a conocer sus descubrimientos o, por lo menos, el testimonio de su mirada escrutadora o contemplativa; para comprobar, en el egregio debate de las ideas, la verdad de sus asertos; para adquirir el limpio y ágil ejercicio de sus facultades y aprovechar el beneficio de la conquista ajena; para corregir los propios errores y rectificar el rumbo
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de la búsqueda afanosa; para gozar, en fin, en las serenas alturas del diálogo, la apasionante aventura del saber arduo, de la verdad descubierta o de la belleza finalmente encontrada. La ausencia de la libertad, arrebatada por una dictadura, no es simplemente la negación, el obstáculo opuesto a los movimientos naturales de una facultad. Es, además, la imposición de una doctrina, de un modo de vivir, cuya razón de ser proviene exclusivamente de la fuerza de quien la impone, doctrina que comienza por referirse a la organización de la sociedad y acaba en la pretensión de conformar la intimidad de la conciencia. Si no la acata, el hombre cae en desgracia, y es objeto de recelo; pierde su instrumento de trabajo; queda aislado de sus centros de actividad; le son inaccesibles cátedras, revistas y tribunas; sufre la persecución y el exilio. No hay garantías ni estímulos, ni paz para el trabajo de la inteligencia. Quienes, recogidos en el seno de su propia vocación personal, hayan logrado trabajar en su laboratorio, profesar en una cátedra, disertar en la tribuna o escribir un libro, no pueden, por esa sola razón, dar un testimonio contrario, sin olvidar que su aislada posición no constituye una norma de criterio y que lo que está en tela de juicio no es una conveniencia individual sino una situación de carácter general que opone un fuerte impedimento al nacimiento y desarrollo de una verdadera cultura. En nuestro país no hay nadie que, en el ejercicio digno y abierto de sus convicciones, no haya sufrido en el rostro el ramalazo de la dictadura. En estas condiciones, sufre detrimento y mancilla la dignidad de la función intelectual, forzada a disimular su desconsolada privación de la libertad, bajo falsas apariencias de un acatamiento o de una indiferencia que, en el mejor de los casos, coartan la plenitud creadora del esfuerzo y empobrecen la cosecha de sus frutos. La cultura de un pueblo tiene una estructura en la que se destacan principalmente tres elementos constitutivos: el hombre, que es la fuente original y, al mismo tiempo, el destinatario final de la cultura; los bienes culturales, considerados en sí mismos, que son el resultado de la creación humana frente al mundo, estimulada por el anhelo de felicidad, de verdad y de belleza y cuyo conjunto constituye, precisamente, el patrimonio que enaltece a un pueblo y le da su jerarquía en el concierto de las naciones; y por último, los órganos colectivos, mediante los cuales aquellos bienes se adquieren, se difunden, enriquecen y circulan, o se trasmiten de generación en generación, acrecentándose, según el aporte de cada una, en el
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caudal incesante que constituye y renueva la tradición vital de todo pueblo. Una dictadura siempre toca estos tres elementos y desarticula o destruye la dinámica virtud de sus relaciones. Cuando de algún modo sustancial se altera el funcionamiento de una sociedad, padece el espíritu. Y cuando padece el espíritu, la sociedad se empobrece y decae. Las grandes y verdaderas crisis de la historia son siempre el drama de la libertad del espíritu. Gracias a Dios, la dictadura no pudo, en nuestra Patria, vencer al espíritu; no logró enmudecer a la inteligencia; no arrancó la libertad ni la dignidad del corazón de los argentinos. Sobre los campos desvastados de la cultura –así como en los demás órdenes de la actividad social– en medio de las ruinas dispersas, renace a la vida el glorioso cuerpo de la República. En ninguna parte esos destrozos han podido ser más graves –ni es tan grande, hoy, la esperanza– como en el ámbito de la educación y de la cultura. El Gobierno no puede, en oportunidad como la presente, dejar de declarar y ratificar su firme propósito de instaurar la enseñanza en todos sus órdenes, no sólo devolviéndole los antiguos prestigios, sino creando y multiplicando el adecuado sistema de medios que aseguren su eficacia, dignidad y libertad, para que maestros y profesores se sientan protegidos y estimulados, sin desmedro de su independencia, en el cumplimiento de su misión, y aproveche de todos los beneficios de la educación y de la cultura esa inmensa población escolar, sobre cuyos destinos no pueden ser defraudados ni la confianza de los padres, ni las esperanzas de la Nación. Desde este punto de vista, deseo referirme al programa del Gobierno Revolucionario sobre el régimen de las Universidades Argentinas por su estrecha relación con el de las Academias que, en su orden, representa el natural coronamiento de la misma concepción. El decreto-ley recientemente dictado resuelve no una crisis pasajera, por grave que haya sido, sino un problema que existía con mucha anterioridad. El problema consiste, en síntesis, en la necesidad de buscar el modo más acertado de que la Universidad Argentina, encuentre, en sí misma, sin intervención extraña a su propia naturaleza constitutiva y a sus fines específicos, el medio de resolver su crisis, es decir, el medio de darse la estructura y el funcionamiento que corresponden a la necesidad de satisfacer cumplidamente aquellos fines. La solución no puede ser otra que el goce pleno de la autonomía, de la cual nunca gozó la Universidad Argentina en toda la plenitud que es posible, y mucho menos durante la época nefasta de la dictadura en que sus aulas fueron avasalladas. El Gobierno Revolucionario
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se propuso desde el comienzo dar esta solución y así lo ha cumplido en el decreto-ley que acaba de promulgar. Dos aspectos se destacan en sus previsiones: el primero concierne a las etapas de la recuperación, y el segundo, a las bases orgánicas y permanentes de la organización autárquica de la Universidad. Ha querido el Gobierno apresurar el cumplimiento de aquellas con el objeto de obtener, mediante el llamamiento a concurso de los profesores titulares, el mínimum de cuerpo indispensable al sostenimiento de la llamada autonomía, y facilitar, de ese modo, que la Universidad, por sí sola, complete el proceso final para colocarse dentro de la ley constitutiva de su autarquía. El decreto dictado, por consiguiente, no importa un estatuto único para todas las universidades. Al contrario, es la ley básica y constituyente, sin la cual no podría existir la autarquía, y cuya finalidad consiste, precisamente, en proporcionar ciertas normas muy generales, susceptibles de una amplia y diversa aplicación, dentro de las que cada Universidad puede darse su estatuto propio según las conveniencias de su tradición histórica, de su vocación particular y de su ambiente local. Este es, señores, un acontecimiento cuya trascendencia llenó de patriótica emoción el acuerdo general de ministros en el que por unanimidad se suscribió ese decreto-ley. Va mucho más allá de un simple restablecimiento de la autonomía en el grado anteriormente vigente, porque, por la primera vez en la historia de la Universidad Argentina, se la otorga en su plenitud y abarca todos sus atributos, desde la designación de sus maestros y la sanción por cada una del estatuto que más le conviene, hasta el gobierno de los estudios y la administración de un patrimonio propio. La Universidad tiene, ahora, en nuestra patria, la responsabilidad de colocarse a la altura de su natural destino, y de satisfacer ampliamente las esperanzas puestas en su liberación. El reconocimiento, por otra parte, a la iniciativa privada, del derecho de crear universidades libres, es el fruto natural del progreso de la cultura, del incremento de la investigación científica, del desarrollo de la vocación a las letras y a las artes, sofocadas vanamente por los excesos del Estado, y, al mismo tiempo, el testimonio de una saludable concepción de la vida intelectual, devuelta al goce de su libertad, signo inequívoco y decisivo de la auténtica recuperación democrática del pueblo argentino. Nadie tiene el derecho de afirmar que la Universidad libre existe en beneficio de una tendencia determinada, porque el acceso al reconocimiento está abierto a todas sin distinción. Las ideas deben debatirse en un diálogo
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digno y parejo, por las vías de la persuasión, sin privilegio alguno que pueda, de un modo o de otro, imponerlas a la conciencia de los alumnos. Los mismos principios constituyen el régimen creado por el decreto-ley que restaura a las antiguas Academias Nacionales en un nuevo sistema, no conocido hasta ahora, de vida, de libertad y de fomento. Las Academias son, conjuntamente con las Universidades, el signo más alto del grado de cultura de un país. Tienen por objeto congregar a las personas más conspicuas y representativas en el cultivo de las ciencias, las letras y las artes, con el fin de intensificar el estudio o el ejercicio de las mismas; promover el progreso de sus diferentes disciplinas; estimular la plenitud de las vocaciones y enaltecer, en el país y en el extranjero, el prestigio de la cultura nacional. En el año 1925, cuando la reforma de los estatutos universitarios suprimió de los mismos el capítulo referente a las Academias, el Poder Ejecutivo de entonces dio un decreto que lleva las firmas del presidente Alvear y de su ministro de Instrucción Pública, Antonio Sagarna, según el cual, mientras no se dictara la ley que definiera el carácter, finalidades y bases de organización de dichas corporaciones, ellas funcionarían como entidades de carácter civil y gozarían de la autonomía conveniente al cumplimiento de su misión. ¡Qué placer, señores, sentirse solidario con las buenas obras de la política del pasado y recordarlas con gratitud, fieles a una línea de continuidad que prosigue y se perfecciona bajo el imperio de ideales comunes a todos los argentinos! El régimen depuesto dio a las Academias un golpe de muerte. No solo arrancó de su seno a cuantos acreditaron, en su larga vida, una valiosa contribución a la cultura, sino que dictó normas que las convertían, de haber podido subsistir, en meras reparticiones del Estado. Nos sentimos honrados de haber borrado esta afrenta, restituyendo las Academias a sus antiguos y prestigiosos cuadros, asegurándoles un régimen de independencia que jamás podrá ser comprometido por el apoyo que en justicia se les presta bajo el amparo de una ley, a cuyos beneficios acceden por propia voluntad. En esta ocasión solemne, yo rindo a las Academias y a sus miembros el homenaje del gobierno y, a la vez, la gratitud de la Nación. Desde los albores de la independencia se inicia en el país la vida académica, vinculada, a lo largo de los años, con los nombres más conspicuos de nuestra historia.
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La Academia Nacional de Medicina, en cuya sede nos hallamos reunidos, nace en 1822, bajo el gobierno de Rodríguez, con el ilustre patrocinio de Rivadavia; la Academia Nacional de Ciencias, de Córdoba, debe su existencia a Sarmiento en 1873; la Academia Nacional de la Historia, es la continuación de la célebre Junta de Historia y Numismática, nacida bajo la mano incansable y fecunda de Mitre, en 1893. Estas grandes y antiguas academias han realizado, a través de sus sesiones, institutos de investigación y publicaciones de raro mérito, una inmensa y valiosa obra que honra a la inteligencia argentina. No menos importante es la labor de las que se constituyeron posteriormente, por desprendimiento de las universidades en las que ejercieron el gobierno de los estudios, o mediante decretos dictados por el gobierno: la Academia de Derecho y Ciencias Sociales, notable por los juristas que pasaron por sus escaños dejando huella imborrable en los anales de la ciencia jurídica y del derecho vigente; la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, dedicada al estudio de los temas más estrechamente vinculados con las extensas y múltiples riquezas del suelo argentino; la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, que ha dado a la Nación los primeros impulsos al desarrollo de la investigación científica; la Academia de Ciencias Económicas, entregada con provecho, durante muchos años, al estudio de los grandes problemas nacionales, sobre los que nos ha dado una profusa bibliografía; la Academia Argentina de Letras, creada en 1931 por decreto del presidente Uriburu y el ministro de Instrucción Pública, G. Rothe, cuya labor ha consistido, con notable diligencia, en resguardar y depurar el tesoro del idioma, enriqueciéndolo con los aportes auténticos del habla nacional mediante una sabia disciplina, mezcla de amor y de respeto a las grandes tradiciones hispanas, que lo convierte en ágil y bello instrumento de la convivencia, del culto a las ciencias y las artes, y de la perfección del trabajo intelectual. El Gobierno de la Revolución acaba de crear por un decreto, publicado justamente en el día de hoy, el Instituto Nacional de Filología y Folklore, incorporándolo a la Academia de Letras, como el medio más adecuado al acrecentamiento de su labor científica, y cuyos fines son el mejor conocimiento del habla vulgar y de la culta, para llegar, a través de las palabras, al descubrimiento de nuestra auténtica alma popular. Por último, la Academia Nacional de Bellas Artes, creada en 1936 por decreto del presidente Justo, que suscribe su ministro de Instrucción Pública, R. Castillo, cuya proficua labor ha revivido en numerosos volúmenes, ilustrados con fino acierto, todas las bellezas de nuestro arte antiguo.
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No quiero olvidar en esta nómina ilustre a la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Buenos Aires, y la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, creada por la Universidad de Córdoba, a la que también queda abierto el acceso al régimen oficial, dignas por su labor de las famas de las ya nombradas. Este conjunto de corporaciones científicas son honra de la cultura argentina. ¡Ojalá pueda verse pronto cumplido el propósito del Gobierno de verlas a todas reunidas en una labor solidaria, siguiendo la huella de las que actúan en otras grandes naciones; en Francia, por ejemplo, donde se han congregado bajo la bella y famosa cúpula de un Instituto único, para bien de la cultura universal y gloria de su patria! Señores: de ahora en adelante se abre a las Academias un vasto campo de labor original. Podrán incorporar a su seno los nuevos valores, escondidos y solitarios durante la dictadura, que remocen sus filas y hagan reverdecer los viejos laureles. Celebremos, hoy, este loable espíritu de renovación en la sabia decisión de la Academia Argentina de Letras que ha elegido para sí cuatro nombres que le llevarán el juvenil y acrisolado prestigio de su labor literaria y de su probada vocación a los grandes temas de la cultura. La Nación necesita, en todos los ámbitos de su diversa y múltiple actividad, un vigoroso renacimiento de energías. No se podría comprender de otro modo el significado histórico de la Revolución Libertadora. Esta no ha realizado un simple acto de remoción, ni limita sus efectos al cambio de un equipo gobernante, a la reparación de los errores, a la supresión de los vicios ni a la instalación de una nueva técnica administrativa. La Revolución ha nacido de las entrañas mismas de la Nación y en ella debe consumarse. Proviene de un movimiento de gran unidad del alma nacional dirigido a reconquistar la libertad, el orden y la dignidad de la vida ciudadana; mas, estos efectos, si bien alcanzan y deben realizarse en la misma cabeza de la comunidad, son estériles y pueden ser perecederos, si el pueblo, compenetrado del valor de sus anhelos, no se reforma a sí mismo y comparte, con iniciativa propia, la restauración de la vida nacional en todo aquello que no pertenece a la acción directa del Estado. El apoyo del pueblo, su colaboración constante, son el único sostén y el fundamento seguro de los aciertos fecundos y duraderos del Gobierno que se ha dado a sí mismo por el triunfo de la Revolución, de su Revolución libertadora. Los ciudadanos no tienen una función pasiva, de meros y cómodos espectadores de la labor del gobierno, a veces impacientes en sus reclamos, otras, severísimos en sus juicios. Son copartícipes de la acción
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revolucionaria. Ninguno puede sentirse extraño ni excluido de la histórica faena, cada cual en la esfera de su propia actividad. Y esa faena no consiste precisamente en un quehacer inusitado o extraordinario, sino en ejecutar los deberes de la vocación personal según un nuevo espíritu de rectitud, de dignidad, de innovación creadora. La necesidad de volver muchas cosas a su cauce puede sugerir una falsa y corta expectativa, en virtud de la cual la Revolución se convierte en una simple gestión reparadora, en un volver atrás para establecer viejos estilos y usados modos de ser. La Revolución tiene otro sentido, va mucho más lejos: inquiere y discierne en la confusa realidad en que irrumpe todo cuanto tiene un valor positivo, una significación constructiva, cualquiera sea su origen, y lo vierte en los nuevos moldes exigidos por la autenticidad de la vida, republicana y democrática de la Nación, para recuperar el tiempo perdido y crear, en todos los órdenes de la actividad nacional, las fuerzas permanentes de su desarrollo orgánico e integral. Esta es, particularmente, la misión de la inteligencia rectora del pensamiento vivo de la Nación desde las altas cumbres de la Universidad y de la Academia. Los hombres consagrados al culto de las ciencias, de las letras y las artes, no necesitan abandonar su función natural para cumplir los deberes que la Patria les impone. Sirven al pueblo en la austera disciplina de la verdad. Ni las Universidades, ni las Academias, no obstante la obra realizada en sus mejores tiempos, pueden volver a ser lo de antes sin defraudar las esperanzas de la Nación. La crisis del mundo contemporáneo, del cual la Argentina es parte activa, reclama la revisión de los fines y de los medios ya caducos, y nos propone problemas novísimos que exigen el cambio de estructuras pasadas, la adopción de métodos más adecuados, de estilos diferentes, de innovaciones audaces y creadoras. He ahí la nueva tarea, ante la cual se exalta el espíritu del hombre que tras una Revolución, ha redescubierto la razón de ser de su vida civil. Contemplemos con segura confianza este momento histórico y tengamos fe en la solidaridad revolucionaria de los argentinos. Entretanto, esta asamblea es una reconfortable prueba de su existencia, y proclama, ante el país entero, el vigor de los valores del espíritu y el entusiasmo con que se rinde homenaje a la primacía de la inteligencia.
Decreto-ley de restitución de las Academias nacionales (1956) “Restitución de las Academias nacionales”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XXI, pp. 53-59.
El 30 de noviembre de 1955 el Poder Ejecutivo dictó el siguiente decreto-ley: Buenos Aires, noviembre 30 de 1955. Visto: La desaparición de las diversas Academias constituidas en el país a causa de las medidas tomadas por el régimen dictatorial depuesto y, en particular, por la aplicación de la ley 14007 de 1950 y el decreto N° 7500 del 30 de septiembre de 1952, y considerando: Que las Academias por su propia existencia y libre actividad son conjuntamente con las Universidades el signo más alto del grado de cultura de un país, y constituyen el órgano adecuado de la sociedad para la manifestación, progreso y acrecentamiento de las ciencias, las arles y las letras; que las disposiciones legales –ley 14007 de 1950 y el decreto 7500 del 30 de septiembre de 1952– tuvieron por objeto sustraer las Academias existentes al régimen de independencia y libertad en el que normalmente se desenvuelven la investigación y el estudio, quitándoles el derecho de elegir a sus miembros y de constituir sus autoridades, llegando hasta reservar al gobierno, con respecto a las que les reconocía el carácter de academias privadas, la atribución de velar las designaciones de sus socios y de intervenir en su funcionamiento, no obstante haber inscripto en la Constitución Nacional de 1949 el principio de la autonomía académica (artículo 37º, IV, 5); que la función que las Academias desempeñan en la vida cullural de un país adquiere singular relieve y real eficacia porque en su seno se reúnen los hombres que, tras largos estudios y valorada
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obra personal, han adquirido el caudal de una experiencia decantada y diversa, extrañamente menospreciada por aquel decreto de la dictadura que excluía automáticamente de las Academias a quienes hubieran excedido sesenta años de edad; que tal experiencia, en las Academias, es sometida a la prueba de un intercambio de estudios y deliberaciones que la hace aun más fecunda y beneficiosa para la colectividad, como lo prueba no solo el ejemplo de otros países sino el de nuestras propias Academias, la primera de las cuales se fundó en la aurora de la independencia nacional. Ellas, en efecto, a lo largo de sus sesiones, sus investigaciones, sus publicaciones y sus demás trabajos, fueron aportando una contribución considerable y altamente valiosa a la obra de crear, conservar y difundir la cultura; que las Academias, además, dan ocasión a que se discierna a los ciudadanos merecedores de la gratitud de la patria la recompensa de un honor más apreciable que cualquier retribución material; que el Gobierno de la Revolución auspicia, con toda energía, cuanto signifique restaurar las formas e instituciones de la vida libre, tan largamente suprimidas, y que, además, considera que el Ministerio de Educación, fuera de sus tareas específicamente indeclinables, debe limitarse, en todo lo concerniente a la cultura, a fomentar y apoyar, pero nunca a dirigir y a imponer doctrinas; que las Academias existentes en el país hasta 1952 funcionaban dentro de un régimen heterogéneo, según el origen de cada una, oficial o privado; con apoyo financiero del Estado algunas y otras sin él; que, por otra parte, no se ha dictado nunca una ley general relativa a las Academias que diera las normas a que ha de ajustarse la obra de fomento y apoyo del Estado a su respecto; que conviene a los intereses de la cultura nacional crear las condiciones legales para que, cuanto antes, pueda recuperarse una vida académica normal e independiente, estableciendo aquellas normas que definan el concepto de la institución y enumeren los requisitos necesarios de carácter constitutivo para otorgar a las Academias Nacionales, sin desmedro de su libertad, el apoyo financiero del Estado; por ello,
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el Presidente Provisional de la Nación en ejercicio del Poder Legislativo, decreta con fuerza de ley Artículo 1° – Las Academias Nacionales tienen por objeto congregar a las personas más conspicuas y representativas en el cultivo de las ciencias, las letras y las artes, con el fin de intensificar el estudio o el ejercicio de las mismas; promover el progreso de sus diferentes disciplinas; estimular la plenitud de las vocaciones intelectuales; difundir el fruto de sus trabajos y enaltecer, en el país y en el extranjero, el prestigio de la cultura nacional. El título de académico es vitalicio y constituye el honor que se discierne a quienes hayan dedicado su vida, con relevante mérito, a los fines enunciados. Art. 2° – Las Academias Nacionales son asociaciones civiles y deben tener la correspondiente personalidad jurídica. Se dan sus propios estatutos y reglamentos bajo las normas del derecho común, de acuerdo con los preceptos del presente decreto-ley. Art. 3° – Las Academias Nacionales están constituidas por académicos titulares o de número, y académicos correspondientes. Los primeros no podrán ser menos de veinte ni más de cuarenta; los segundos serán elegidos en el interior y en el exterior del país. Los respectivos estatutos determinarán los deberes y derechos de cada categoría y los requisitos para su designación. También podrán designar, excepcionalmente, académicos honorarios. Art. 4° – Las Academias Nacionales, acogidas al régimen del presente decreto-ley, gozarán a partir del 1° de enero de 1956 de una contribución del Estado, que anualmente figurará en el presupuesto de la Nación (Anexo del Ministerio de Educación), y que será destinada al pago de su personal administrativo y a la atención de los gastos de su funcionamiento, entre los cuales una parte deberá ser reservada a la impresión y distribución de sus publicaciones. Art. 5° – Las Academias que actualmente figuran incorporadas al presupuesto analítico del anexo 5 –Ministerio de Educación– con créditos específicos para “gastos en personal” y “otros gas-
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tos”, mantendrán como mínimo los mismos totales para el año 1956, en concepto de contribución, cuya inversión por rubros será determinada por las mismas Academias. El Ministerio de Educación fijará, además, los montos necesarios para que las Academias puedan reanudar, sin interrupción de continuidad, las publicaciones periódicas no aparecidas durante el período en que aquellas no funcionaron. Art. 6° – Los bienes que constituyen el patrimonio de las Academias, de los cuales se hubiere hecho cargo el Estado en virtud de la Ley 14007 y de su decreto reglamentario N° 7500/52, serán devueltos por intermedio del Ministerio de Educación a las respectivas autoridades, de acuerdo con lo que resulte de los inventarios, dándoseles, al mismo tiempo, una rendición de cuentas sobre la administración realizada por el delegado administrativo. Art. 7° – Las contribuciones previstas en los artículos que anteceden y los recursos propios que obtengan las Academias por venta de sus publicaciones, por donaciones, herencias, legados u otros conceptos, serán administrados directamente por las mismas de acuerdo a sus propias normas estatutarias, debiendo, en lo que concierne a las contribuciones del Estado, rendir cuentas de su inversión antes del 3l de marzo del año siguiente al ejercicio de su imputación. Art. 8° – Los bienes y recursos de las Academias Nacionales están constituidos por sus actuales patrimonios; por las sumas establecidas en el presupuesto de la Nación para su funcionamiento; por los demás subsidios oficiales; por las donaciones, herencias y legados que reciban, y por el producido de sus publicaciones o demás actividades que resulten del cumplimiento de sus fines. Art. 9° – Los inmuebles de las Academias, sus operaciones propias y los actos de sus representantes y apoderados están exentos de toda contribución o impuesto nacional, provincial y municipal. Art. 10° – El Ministerio de Educación tomará las medidas adecuadas para que las siguientes corporaciones puedan constituir sus nuevas autoridades y reanudar las sesiones de trabajo a la mayor brevedad: Academia Nacional de Medicina (Buenos Aires); Academia Nacional de Ciencias (Córdoba);
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Academia Nacional de la Historia (Buenos Aires); Academia de Derecho y Ciencias Sociales (Buenos Aires); Academia Argentina de Letras (Buenos Aires); Academia Nacional de Bellas Artes (Buenos Aires); Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (Buenos Aires); Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria (Buenos Aires); Academia de Ciencias Económicas (Buenos Aires). Art. 11° – Queda derogada la Ley 14007, como toda otra disposición que se oponga al presente decreto-ley. Art. 12° – El presente decreto-ley será refrendado por todos los señores Ministros Secretarios de Estado del Poder Ejecutivo Nacional. Art. 13° – De forma. Decreto N° 4.362. ARAMBURU. – A. Dell’Oro Maini. – L. A. Podestá Costa. – E. B. Busso.– L. Landaburu. – R. C. Migone. – M. Argibay Molina. – L. M. Ygartúa. – P. Mendiondo. – S. E. Bonnet. – E. A. Blanco. – A. Mercier. – A. C. Alsogaray. – J. Llamazares. – J. Alizón García. – A. Ossorio Arana. – T. Hartung. – R. A. Abrahim. En cumplimiento de este decreto-ley, el 14 de diciembre de 1955, se reunieron en el local del Ministerio de Educación los señores académicos Enrique Banchs, Mons. Gustavo J. Franceschi, Carlos Ibarguren, Arturo Marasso, Gustavo Martínez Zuviría, Rafael Alberto Arrieta, Álvaro Melián Lafinur, Bernardo A. Houssay, Matías G. Sánchez Sorondo, José A. Oría, Juan P. Ramos, José León Pagano, Arturo Capdevila, Francisco Luis Bernárdez y R. P. Rodolfo M. Ragucci, S. D. B. La reunión fué presidida por el señor Ministro de Educación, doctor Atilio Dell’Oro Maini. El señor Ministro reiteró los conceptos expresados en el decreto de reconstitución de las Academias nacionales, que conjuntamente con las universidades son el signo más alto del grado de cultura de un país. Se refirió a las medidas tomadas por el gobierno depuesto a consecuencia de las cuales se interrumpió el funcionamiento de las Academias durante tres años y a la necesidad de que estas instituciones dispongan de un régimen de libertad dentro del cual puedan realizar sus tareas. Rindió
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homenaje a los trabajos efectuados por las Academias, que contribuyeron considerablemente a la obra de crear, conservar y difundir nuestra cultura y formuló votos por el buen éxito futuro a fin de que las Academias logren acrecentar y perfeccionar la meritoria labor cumplida hasta el presente. Acto seguido, se procedió a elegir las autoridades de la Academia Argentina de Letras. Fueron elegidos presidente don Carlos Ibarguren y secretario don Arturo Marasso. El señor presidente don Carlos Ibarguren agradeció a los señores académicos el alto honor que se le hacía y al gobierno el decreto de reconstitución de las Academias, que resurgen con la autonomía y la dignidad que corresponden a estas corporaciones. Señaló también el significado de esta reunión como un símbolo de la perennidad de la cultura, cuya permanencia y futuro se hayan asegurados por la misma eternidad del espíritu. El 29 de diciembre de 1955, se realizó en la Academia Nacional de Medicina un acto público para instalar nuevamente y en forma solemne las Academias nacionales. Asistieron el presidente del Gobierno provisional, general Pedro Eugenio Aramburu, el señor Ministro de Educación, doctor Atilio Dell’Oro Maini, las autoridades y miembros de las Academias nacionales y numeroso público. El señor Ministro de Educación pronunció un meduloso discurso, en el que exaltó la libertad, indispensable para toda obra de cultura, y rindió homenaje a la labor realizada hasta ahora por las Academias nacionales. En nombre de estas contestó el doctor Alois Bachman, Presidente de la Academia Nacional de Medicina.
Decreto-ley de creación del Instituto Nacional de Filología y Folklore (1956) “Creación del Instituto Nacional de Filología y Folklore”, en Boletín de la Academia Argentina de Letras, XXI, pp. 59-62.
El Poder Ejecutivo creó, por decreto de fecha 26 de diciembre de 1955, que se transcribe a continuación, el Instituto Nacional de Filología y Folklore, anexo a la Academia Argentina de Letras. Buenos Aires, diciembre 26 de 1955 Visto: La necesidad y el propósito de restaurar la cultura nacional, enunciados reiteradamente por el Gobierno de la Nación, y de estimular para ello el cultivo y desarrollo de la investigación científica, que constituye la forma superior de esa cultura, así como el hecho de que hasta ahora, a causa del estado de cosas imperante en nuestro país, no ha podido realizarse de manera integral y eficiente el estudio del idioma y de las manifestaciones del alma popular, no obstante su gran importancia para el conocimiento de nuestra realidad histórica y social; y atento a que, por una parle, se fundó en 1943 el Instituto Nacional de la Tradición con el objeto de investigar la cultura tradicional del pueblo argentino, y que, por otra, la Academia Argentina de Letras creó en 1946 un Departamento de Investigaciones Filológicas con el fin de estudiar la lengua de la República Argentina en todos sus aspectos y las supervivencias de las lenguas indígenas en nuestro territorio, y considerando: que el Instituto Nacional de la Tradición y el Departamento de Investigaciones Filológicas de la Academia Argentina de Letras coinciden en gran parte en sus finalidades y métodos de investigación, ya que el idioma pertenece al acervo espiritual de un pueblo y que, siendo el lenguaje la expresión del espíritu humano, la filología se propone penetrar en el alma del hombre y de las agru-
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paciones sociales a través de las palabras, y que la investigación de los fenómenos lingüísticos está íntimamente vinculada con las cosas, danzas, música, creencias, literatura y artes populares; que ni el Instituto Nacional de la Tradición ni el Departamento de Investigaciones Filológicas de la Academia Argentina de Letras han podido cumplir satisfactoriamente sus finalidades privativas por haber carecido siempre de los medios indispensables para ello; que el reciente decreto-ley sobre la existencia y funcionamiento de las Academias Nacionales, al colocarlas en un nivel de dignidad y eficiencia digno de la libertad de sus trabajos e investigaciones, les proporciona los medios para acrecentar y perfeccionar la meritoria labor cumplida hasta el presente, siendo propósito de este Gobierno, en lo que concierne a la Academia Argentina de Letras, dotarla de un instituto científico que la coloque a la par de las corporaciones más ilustres de su género; que conviene, tanto desde el punto de vista científico como del administrativo, no dispersar en institutos diferentes y de vida precaria investigaciones que coinciden y se complementan entre sí; que, por lo contrario, la unión de los dos departamentos en un solo organismo sería indudablemente ventajosa para ambos y les permitiría ejercer con eficacia las actividades culturales que son propias de ellos. Por ello, el Presidente Provisional de la Nación decreta: Artículo 1° – Créase el Instituto Nacional de Filología y Folklore que tendrá por objeto estudiar científicamente el idioma y el patrimonio cultural de la tradición popular en la República Argentina y fomentar el cultivo de las respectivas especialidades por los medios orales y escritos indispensables para alcanzar esta finalidad. Art. 2° – Pasarán a formar parte del Instituto Nacional de Filología y Folklore el Instituto Nacional de la Tradición y el Departamento de Investigaciones Filológicas y demás dependencias
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técnicas de la Academia Argentina de Letras. Art. 3°– El Instituto Nacional de Filología y Folklore estará bajo la supervisión científica y administrativa de la Academia Argentina de Letras, pero conservará la independencia necesaria para el cumplimiento de los fines que establece el presente decreto. Un reglamento, aprobado por el Ministerio de Educación y la Academia Argentina de Letras, regirá las relaciones entre esta y el Instituto Nacional de Filología y Folklore, así como las funciones y deberes de este último. Art. 4° – A los efectos de lo dispuesto en el artículo 2° los servicios, personal, bienes y demás elementos y los respectivos créditos de presupuesto del Instituto Nacional de la Tradición pasarán a integrar el presupuesto del nuevo Instituto que se crea, con lo que a su vez agregue la Academia Argentina de Letras. Art. 5° – Los cargos de director, vicedirector, secretario, investigadores (de filología, de folklore y de literatura argentina) y auxiliares técnicos serán llenados por concursos en la forma que determine el reglamento del Instituto. Art. 6º – La Academia Argentina de Letras elevará al Ministerio de Educación los resultados de los concursos a que se refiere el artículo 5º y solicitará de acuerdo con ellos, el nombramiento de los que hubieran obtenido los respectivos cargos. Art. 7º – Los cargos de director, vicedirector, secretario e investigador serán considerados, a los efectos de las incompatibilidades, como cargos técnicos-docentes. Art. 8º – El presente decreto será refrendado por los señores Ministros Secretarios de Estado en los Departamentos de Educación y de Hacienda. Art. 9° – Comuníquese, publíquese, anótese, dese a la Dirección General del Registro Nacional y archívese. Decreto N° 6780. ARAMBURU. A. Dell’Oro Maini. – E. A. Blanco.
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Libro Negro de la Segunda Tiranía. Decreto-ley Nº 14.988/56 (1956) “Las academias nacionales”, en Libro Negro de la Segunda Tiranía. Decreto-ley Nº 14988/56. Buenos Aires: Editorial Integración/ Talleres Gráficos Lumen, 1958, pp. 141-142.
No escaparon las academias nacionales al espíritu destructor de la dictadura. En una de ellas se estudiaba con pasión fervorosa cómo se hizo nuestro pueblo en su admirable gesta por la independencia, la libertad y la democracia, o sea lo que el dictador quería hacer olvidar. En otra se analizaba el derecho, vale decir, las normas que regulan la vida pública y privada de los pueblos, tanto más seguras cuanto más libres de arbitrariedad prepotente. En las demás se cultivaban las ciencias médicas, las económicas, las manifestaciones del arte y otras expresiones de la alta cultura. En la Academia Argentina de Letras, como en sus congéneres de España e Hispanoamérica, se estudiaba el hermoso idioma común y se juzgaba a las grandes figuras que en él han escrito. Los intereses de la calle no variaban el giro de sus deliberaciones. La ciencia o el arte unían a todos los académicos en una común aspiración espiritual. Buscaban la verdad, la justicia y la belleza. La política militante les era ajena. El dictador no podía admitirlo. A quienes no estaban con él los consideraba enemigos, y como a tales los destruía. La Academia Argentina de Letras dio el motivo. Uno de los más nefastos ministros de la dictadura, Armando Méndez San Martín, la puso a prueba. Pidió que solicitara y prohijara la aceptación de la palabra “justicialismo” por la Academia Española. Estudiada la proposición, la academia la rechazó con buenas razones lingüísticas. Poco después se interesó el ministro Menéndez San Martín en que la Academia de Letras presentara a la Academia Sueca la candidatura de Eva Perón para optar al premio Nobel de literatura por la publicación del libro La razón de mi vida. Aquella se excusó de hacerlo por haberse adherido ya, juntamente con las academias de la Historia y de Bellas Artes, a la candidatura del ilustre escritor español don Ramón Menéndez Pidal.
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Fue lo suficiente. Al poco tiempo, un decreto dispuso la cesantía de todos los académicos mayores de sesenta años. Muy pocos tenían menos; renunciaron en seguida. Aunque en un comienzo se pensó en reorganizar las academias para lucimiento de algunos fieles de la dictadura, no se llegó a tanto. Inactivas quedaron esas corporaciones hasta que el gobierno de la Revolución Libertadora les dio nueva vida.
VI. En torno del Segundo Plan Quinquenal
Segundo Plan Quinquenal (1952) “Capítulo V. Cultura”, en Segundo Plan Quinquenal. Buenos Aires: Subsecretaría de Informaciones/Presidencia de la Nación, 1953, pp. 97-106.
Objetivo fundamental En materia cultural el objetivo fundamental de la Nación será conformar una cultura nacional, de contenido popular, humanista y cristiano, inspirada en las expresiones universales de las culturas clásicas y modernas y de la cultura tradicional argentina, en cuanto concuerden con los principios de la Doctrina Nacional.
Objetivos generales Formación de la conciencia nacional Se promoverá en el Pueblo, en cumplimiento del objetivo fundamental, la formación de la conciencia de una nueva cultura nacional, mediante su compenetración íntima con los factores históricos, geográficos, sociales, morales y políticos de la Nación. Cultura social La acción cultural será dirigida preferentemente hacia los más amplios sectores sociales y promoverá especialmente: a) el acceso libre y progresivo del Pueblo trabajador a todas las expresiones y fuentes de la cultura científica, literaria y artística; b) la creación de organismos culturales en todos los sindicatos del país; c) la actividad individual de carácter cultural que realizan los trabajadores. Organización nacional de la cultura El Estado auspiciará el desarrollo de las actividades científicas, literarias y artísticas, en cuanto ellas cumplan su función social mediante:
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a) la coordinación integral de los organismos nacionales, provinciales y municipales de acción cultural; b) el auspicio de las actividades privadas concurrentes y especialmente las que se realicen por la organización profesional de los artistas e intelectuales. Función social del hombre de ciencia y del artista El Estado auspiciará, mediante la adecuada legislación, el cumplimiento de la función social del hombre de ciencia y del artista, en concordancia con lo que establece al respecto la Constitución Nacional en los Derechos de la Educación y de la Cultura contenidos en el artículo Nº 37. Protección a los intelectuales y artistas El intelectual y el artista serán protegidos por la acción del Estado, que los asistirá técnica y económicamente en forma directa o a través de las organizaciones que los agrupen a fin de facilitarles su acción y contribuir al progreso y superación de la ciencia, de la literatura y del arte nacionales. Cultura científica El Estado auspiciará la divulgación popular de nociones y conocimientos científicos como parte integrante del conjunto indivisible de la cultura. Cultura literaria El Estado auspiciará la actividad literaria mediante: a) el fomento del libro argentino y su difusión en el exterior; b) el desarrollo de las actividades literarias de contenido social; c) el estímulo de la aptitud creadora del Pueblo en todas sus expresiones literarias; d) la configuración nacional de la lengua. Cultura tradicional Las manifestaciones tradicionales concurrirán a la integración de la unidad espiritual del Pueblo, mediante la más amplia difusión de las auténticas expresiones culturales autóctonas. Cultura artística popular El Estado auspiciará la elevación de la cultura artística del Pueblo
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desarrollando aquellas expresiones que influyan en la conformación de su espíritu mediante: a) la más amplia difusión, entre todos los habitantes de la Nación, de las expresiones artísticas de inspiración y contenidos sociales; b) el estímulo de la aptitud creadora del Pueblo en todas las manifestaciones artísticas. Cultura histórica El Estado promoverá el desarrollo de una cultura histórica que dé al Pueblo argentino una exacta conciencia de la misión que debe cumplir en el orden nacional e internacional, mediante: a) el auspicio de los estudios e investigaciones de carácter histórico; b) la divulgación ponderada de la verdad histórica nacional; c) el conocimiento de las realizaciones históricas del Justicialismo. Cultura cívica La cultura cívica será progresivamente elevada en el país mediante el conocimiento activo de las normas, principios y objetivos fundamentales que establece la Constitución Nacional. (…) Difusión cultural El Estado auspiciará y promoverá la difusión cultural en el país con el propósito de: a) poner al alcance del Pueblo todas las manifestaciones culturales, en forma y oportunidades apropiadas a las distintas regiones y auditorios; b) despertar en el Pueblo las vocaciones científicas, literarias o artísticas. Patrimonio cultural El Estado es responsable de la conservación del patrimonio cultural de la Nación, y por dicha razón habrá de reglamentar, mediante una ley especial, el uso y propiedad de los bienes científicos, literarios y artísticos que constituyen dicho patrimonio.
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Objetivos especiales Organización nacional La acción cultural será organizada durante el quinquenio 1953/57, en todo el país, mediante: a) la coordinación racional por el Ministerio de Educación de todas las reparticiones oficiales que realizan tareas culturales, sean ellas del Estado nacional, provinciales o municipales; b) la coordinación adecuada entre la acción oficial y las organizaciones privadas de acción cultural, sean ellas de carácter científico, literario o artístico. Cultura científica En el quinquenio 1953/57 el Estado fomentará la difusión de las nociones científicas que contribuyan a informar al Pueblo y despertar su interés hacia dichos temas, a cuyo fin los Centros de investigación estarán al servicio de la Comunidad nacional. Cultura literaria La cultura literaria será desarrollada mediante: a) la configuración nacional de la lengua, creando a tal fin la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el Diccionario Nacional que incluirá las voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones y las usadas corrientemente el Latinoamérica; b) el fomento de la actividad editorial para la publicación de ediciones de bajo costo de obras de la literatura nacional y universal, coordinando las actividades de los editores con las entidades que agrupan a los intelectuales argentinos; c) el fomento de la difusión del libro argentino en el exterior, en cuanto signifique una expresión auténtica de la cultura nacional; d) la publicación de obras de autores argentinos premiados en concursos anuales de carácter nacional.
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Cultura tradicional En el quinquenio 1953/57 será impulsada la cultura tradicional mediante: a) la recopilación y difusión de las manifestaciones autóctonas de la vida argentina como testimonios de sus costumbres y expresiones científicas, literarias o artísticas tradicionales, a través de su desarrollo histórico; b) la exaltación de las costumbres regionales, y especialmente las vinculadas a las festividades típicas y a la culminación anual de las labores productivas, mediante conmemoraciones especiales. Cultura artística La cultura artística será desarrollada mediante: a) exhibiciones de carácter popular de obras del acervo artístico nacional y universal, ajustando sus programas a la capacidad receptiva de los auditorios; b) la actualización y agilización de la actividad de los museos de arte, poniendo sus colecciones al alcance del Pueblo; c) reglamentación adecuada de los distintos medios de difusión en cuanto constituyan manifestaciones de cultura artística: cinematógrafo, teatro, radio, prensa, televisión, etc. a fin de que tales medios, que contribuyen a la formación de la conciencia artística nacional, permitan elevar la cultura social. Cultura histórica En el quinquenio 1953/57 será especialmente desarrollada: a) la investigación histórica y el estudio comparado de las etapas más representativas de la evolución nacional; b) la divulgación y difusión de las obras de carácter histórico que concurran a consolidar la unidad espiritual del Pueblo argentino. Patrimonio cultural En el quinquenio 1953/57 será inventariado el patrimonio cultural de la Nación a fin de dar cumplimiento efectivo y permanente a lo establecido en el inciso 7 de los Derechos de la Educación y de la Cultura, incluidos en el artículo 37 de la Constitución Nacional.
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Difusión cultural La cultura, en sus distintos aspectos, será difundida en todo el páis en el quinquenio 1953/57 mediante: a) la organización sistemática del libre acceso popular a las manifestaciones científicas, literarias artísticas del país; b) la acción cultural en los centros de enseñanza primaria, media y superior; c) las actividades culturales en las organizaciones sindicales; d) la creación de institutos regionales de cultura.
Presentación del Segundo Plan Quinquenal ante la Asamblea Legislativa a cargo del Ministro de Asuntos Técnicos Dr. Raúl Mendé (1952) Segundo Plan Quinquenal. Buenos Aires: Subsecretaría de Informaciones/Presidencia de la Nación, 1953, p. 102.
La lengua es fundamental para la integración de la cultura nacional. ¿Qué se entiende por esto? No es que pretendamos crear o tener un idioma argentino pero sí no depender de nadie en materia idiomática. Existen en nuestro país y en nuestro Pueblo palabras nuevas, nuestras, que no figuran en los diccionarios que nosotros consideramos como oficiales de nuestra lengua. La palabra “Justicialismo”, por ejemplo, definida y expuesta por primera vez por el general Perón el 1º de mayo de 1947 en este mismo recinto, que importa toda una definición de una nueva cultura en el mundo, no ha sido todavía incorporada al diccionario de la Real Academia Española. En otro orden de cosas, los diccionarios o el diccionario oficial que contienen la conformación oficial de la lengua que sirve de base para la configuración de nuestro idioma no están de acuerdo con la realidad de nuestra vida nacional. Citaremos un ejemplo un tanto anecdótico. En el diccionario de la Real Academia Española se define la palabra “pejerrey” diciendo que es un pez que tiene siete centímetros de largo por dos de ancho, y los pejerreyes argentinos tienen más de cincuenta centímetros de largo. Tenemos algún derecho a que los niños, los estudiantes y los hombres argentinos, que van mucho más frecuentemente de lo que creemos a la consulta de los diccionarios oficiales, tengan de los pejerreyes argentinos un concepto distinto del que tienen los miembros de la Real Academia Española. No se trata, por otra parte, de una sustitución ni de revolucionar el idioma, sino simplemente de una tarea de ordenamiento, de configuración nacional de nuestro idioma, para revisar todo eso que constituye el idioma oficial y darle contenido y sentido nacional de acuerdo con el Objetivo Fundamental expresado en este Plan de Cultura. Así como nosotros manejamos la moneda del Banco Central, tenemos derecho a manejar nuestras palabras con nuestra propia Academia Nacional de la Lengua.
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Esta conquista se la debemos exclusivamente a Perón. En el año 1950, volviendo de un viaje a Rosario, el general Perón dio al Ministro de Asuntos Técnicos esta instrucción: “Trabaje para que lleguemos a obtener una configuración nacional de la lengua argentina”. En tal sentido, ese objetivo no representa más que la materialización de esa idea del general Perón, cuya expresión está explícitamente aquí determinada. Nadie, por otra parte, puede ignorar la importancia de los diccionarios y de la configuración nacional de la lengua como elemento formativo de la unidad nacional, porque forma la mentalidad de los hombres y establece la unidad en los conceptos, que es la base necesaria para la unidad de concepción, que, como decía ayer nuestro Presidente, es la base fundamental para la unidad de acción a fin de que todo el país marche coordinadamente hacia su porvenir.
Discurso del Diputado Emilio Juan F. Ravignani en el debate parlamentario del Segundo Plan Quinquenal (1952) “Discurso del Diputado Emilio Juan F. Ravignani”, en Bloque Parlamentario de la Unión Cívica Radical. El debate sobre el Segundo Plan Quinquenal en la Cámara de Diputados de la Nación. Buenos Aires: S/d, 1953, pp. 45-48.
Voy a ocuparme, exclusivamente, de los principios que informan dos aspectos del capítulo primero y de la orientación constitucional que en esos dos capítulos surge del análisis de las propias expresiones del autor del Plan Quinquenal. Hay en el plan una afirmación general que establece: “La ejecución de los planes quinquenales exige conducción nacional ejercitada por el presidente de la República por vía del Ministerio de Asuntos Técnicos, asesorado por un consejo e integrado por otros miembros”. Dos fuentes tenemos para interpretar el pensamiento íntimo y auténtico del plan, que –diré ante todo– afecta aspectos constitucionales. En primer término, contradice el federalismo argentino del texto constitucional, pues al decir el excelentísimo señor presidente las palabras iniciales, reproducidas en los periódicos, que es una concepción centralizada del problema nacional en todos los órdenes, no se tiene en cuenta el artículo 1° de nuestra Constitución, que establece el sistema federal de gobierno, ni tampoco la estructuración del mismo, que está basada en los pactos interprovinciales y los demás artículos de la Constitución. Admite una descentralización exclusivamente en la ejecución, que responde a las normas impuestos por el presidente. Desaparecen las autonomías y se ataca la Constitución básica de 1853, republicana y federalista, reformada por la Constitución de 1949, que se denomina ahora Justicialista. Un plan debe tener una doctrina, dice el general Perón. A nuestro juicio, tal como se define esta doctrina, disminuye el espíritu republicano. Comienza diciéndonos que el mundo está oscilando entre individualismo y colectivismo, para afirmar la tercera posición, el Justicialismo, que realiza
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el peronismo. La filosofía de la acción, según dice el excelentísimo señor presidente, puede dar carácter democrático a una monarquía, o carácter totalitario a una República. De acuerdo. Pero aquí debemos aclarar un confusionismo tremendo, porque se alteran los conceptos que definen el carácter de las instituciones. Todo esto, en realidad, se trata de un mal que tiene sus raíces en otro del siglo xx, que ha afectado también a nuestro país. Es lo que el ilustre filósofo que acaba de desaparecer, Benedetto Croce –que siempre ha combatido al fascismo en Italia–, definió como antihistoricismo totalitario, que tergiversa los conceptos del auténtico liberalismo. A menudo, desde la bancada de los diputados de la mayoría, se utiliza la expresión “liberalismo” como forma nacional e histórica; pero “liberalismo” no es una expresión que implique un sofisma de generalización. El liberalismo no es una mera expresión que atañe únicamente a lo económico, sino que es un modo de vida que ha promovido la grandeza del siglo xix y la del siglo xx en que estamos actuando. Además, existe una confusión muy grande, como lo ha manifestado De Ruggero en su obra fundamental, al destacar que hay diferentes tipos de liberalismo. Una cosa es el liberalismo inglés, otra el germánico, otra el francés, otra el italiano y otra el argentino, que nació de los hombres de la Asociación de Mayo, quienes echaron las bases de nuestra organización nacional, fuente de la actual grandeza argentina (Aplausos). Considero que no existe sinonimia entre individualismo y capitalismo. El individualismo de la filosofía liberal auténtica es el que no admite la acción tutelar del Estado hasta el punto de destruir la personalidad humana. El presidente de la República desecha el aspecto colectivista de la Rusia contemporánea, y en eso estamos de acuerdo. Para él el Justicialismo, en cambio, es una conducción de las actividades sociales, económicas y políticas. A mi juicio, esta conducción es lo más peligroso que puede presentarse desde el punto de vista institucional para la República, no para el momento presente, sino por lo que significa como trascendencia histórica para el futuro, ya que nosotros no estamos legislando para 1952, sino para una evolución histórica argentina que no sabemos hasta dónde llegará. En realidad, todo esto no es nuevo; es tan viejo como los tiempos. Se trata de una teoría del Estado, de la negación de la actividad humana como voluntad del hombre, y de su valor, que conduce a retrocederlo a la situación de grey.
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Existe una evidente confusión entre la autonomía de la voluntad humana y la iniciativa que nace del libre albedrío, esencia del cristianismo. Se ha usado la expresión “cristianismo”; pero quiero advertir que no se trata de una expresión huera, ya que la doctrina cristiana ha nacido cuando la vida de los pueblos –después de la gran paz romana y de la opresión de las nacionalidades y de los pueblos que Roma había sometido– se encontraba sojuzgada. Entonces, el cristianismo surgió como una redención del individuo, como una acción personal para el engrandecimiento de la humanidad. Según este plan, existe una doctrina y una teoría, es decir, una definición que emerge –en lo material y en lo espiritual– de una doctrina y una teoría del Estado. En un análisis más o menos detenido de las expresiones doctrina y teoría, no sé hasta dónde cabe establecer un distingo fundamental. Toda doctrina implica una teoría y toda teoría puede terminar en una doctrina. Esto, a mi juicio, implica una redundancia conceptual. Sobre todo se olvida que todo esto no puede ser con mengua de las libertades constitucionales; que nuestros principios políticos son republicanos, de fondo democrático en función de asegurar la libertad. Ahora mismo, fuera de este debate parlamentario, comprobamos que no se puede discutir libremente este Plan Quinquenal en la tribuna, en la calle, en los periódicos. Todo está dirigido, porque con el estado de guerra interno ya no hay libertad de expresión del pensamiento. (Aplausos). Vamos a confrontar la afirmación de que el Justicialismo se decide por el individuo o persona humana con fines individuales propios y con fines sociales ineludibles. Los fines sociales impuestos por la conducción del plan destruyen los fines individuales en materia de cultura y de investigación científica, que es el asunto que me toca tratar. Advierto, desde ya, que para mí el término conducción tiene un significado militar. Yo no lo quiero introducir en la vida ciudadana de la República. (Aplausos). Hay una contradicción filosófico-política. La personalidad humana de tipo cristiano, como la entendemos nosotros, está soterrada porque se impone la conducción y se impone la doctrina que según el artículo 3° del despacho de la mayoría se adopta como doctrina nacional, calificada como doctrina peronista o justicialista. Probablemente, señor presidente, la falta de sentido de la perspectiva histórica no permite ver a muchos hombres lo breve, a través del tiempo y de la historia, de determinadas concepciones carentes de base defensiva
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de la libertad humana. El hombre siempre ha vuelto a la libertad y, por suerte, la civilización grecolatina ha significado el triunfo del principio del individuo y de la libertad contra las hordas de Asia cuando pretendieron avasallar a Atenas y Esparta. Para los radicales no hay más doctrina que la de la Constitución. Las afirmaciones y postulados no se basan en la información exhaustiva del plan. No hay sino meras afirmaciones apodícticas a lo largo de todos estos volúmenes en que se enuncian los capítulos y los temas, reconociendo que no se presenta toda la planificación concreta, sino objetivos generales. En realidad, la planificación concreta se dice que está en cada ministerio y esto es lo que hubiéramos querido ver y deseamos verlo en los proyectos de legislación a que alude el artículo 2° del despacho de la bancada radical. En mis dos temas, además de las palabras del presidente, seguiré también alguna expresión del señor ministro Mendé, a quien el señor diputado por Corrientes, doctor Díaz de Vivar, le ha dado estado parlamentario. Quiero terminar este aspecto diciendo qué Perón expresó que enseñar es persuadir, pero los enseñados también tenemos nuestro punto de vista y podemos discutir con el maestro y hasta crearle serios problemas en la discusión. Quiero que seamos constructivos en nuestra réplica. De acuerdo con nuestra larga acción histórica queremos construir una nacionalidad libre, altiva, socialmente fuerte e individual y colectivamente con grandes valores. No puede haber país grande en una sociedad adocenada y sometida. Bajo el aspecto constitucional, al desconocer el federalismo anulamos toda la actividad de los pueblos del interior y anulamos el sistema republicano, sustituyéndolo por un titulado justicialismo en el cual los principios básicos de la Constitución han sido preteridos. Después de estas palabras iniciales, voy a concretarme, en primer término, al punto V, es decir, a la cultura. En materia cultural, con todo respeto, diré que hay graves galimatías. Se habla primero de una cultura nacional de contenido popular, humanista y cristiana, inspirada en las expresiones de las culturas clásicas y modernas. Esto implica incorporar también a Grecia y a Roma con el pensamiento liberal del siglo xix y principios del siglo xx, que no pueden concordar con la doctrina peronista. Se habla de la formación de la conciencia cultural, en compenetración íntima con los factores históricos, geográficos, sociales, morales
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y políticos de la Nación. Esto implica no alterar la realidad argentina ni calificarla peyorativamente como lo ha hecho el señor ministro de Asuntos Técnicos. Estamos conformes en el acceso libre y progresivo del pueblo trabajador a todas las expresiones y fuentes de la cultura científica, literaria y artística, ¡quién puede estar en contra de esto! Pero será bueno que el señor presidente de la República se informe de cómo en la práctica hay facultades de la universidad que han cerrado sus dependencias a los investigadores del país. En cuanto a la función del hombre y del artista no es cuestión de legislación sino de práctica y entendiendo que no se debe matar la iniciativa privada. En cuanto a la divulgación popular de nociones científicas estamos también de acuerdo, pero siempre que se trate seriamente de nociones científicas. Yo pregunto si todas las nociones científicas que se van a dar ¿serán como las de de la energía atómica que era motivo de estudio en la isla Huemul, bajo la dirección del profesor Richter? Se me ha dicho que al director de los estudios lo han echado de la isla Huemul. En la práctica la exportación del libro argentino está cerrada. Ni siquiera en la valija se puede llevar un libro argentino, como se me dijo a mí, salvo que se trate de una novela policial o de aventuras. Sra. Rodríguez (C. E.).– Para los que viven todavía en el siglo xix no dejan de ser un sedante las novelas policiales. Sr. Ravignani.– Se habla de la formación nacional del lenguaje, con olvido de que la lengua es un fenómeno social que no puede fomentarse por la intervención del Estado. Basta leer las páginas inmortales del Quijote, los diálogos entre el Quijote y Sancho, para encontrar cómo se forma el idioma en un país. Entre paréntesis, parecería que el señor ministro de Asuntos Técnicos ignorase que hay diccionarios de argentinismos y toda una literatura gauchesca; que Nicolás Granada, Garzón y otros han hecho obras fundamentales y léxicos completísimos. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos). Las manifestaciones tradicionales para la integración de la unidad del pueblo no deben tender a vilipendiar la tradición del pasado. Pero lo más grave es lo que se refiere al problema de la cultura histórica, que ha sido y es la vocación de mi vida. Se auspician las investigaciones de carácter histórico. Nadie puede estar en contra de ellas, siempre que se hagan sin falseamiento de la realidad pretérita argentina.
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El señor ministro de Asuntos Técnicos –recordado por el señor diputado por Corrientes, quien sé que tiene vocación por estos problemas porque alguna vez hemos conversado de ellos– ha dicho que en la historia hay una serie de etapas que reestructurar. A ese respecto se ha olvidado de muchas cosas y no ha estado en la realidad de otras. Dice el ministro de Asuntos Técnicos –que supongo orientará al ministro de Educación– que la primera etapa de la historia argentina es la de nuestra independencia política. Ha olvidado en absoluto todo el período de la formación de la nacionalidad hasta el momento de la Independencia, a partir de 1535 en que vinieron los primeros españoles a fundar esta ciudad de Buenos Aires; que se echaron las bases de una población civilizada, trayéndonos un idioma, una cultura y una religión cristiana, fuente de unidad nacional. ¿El señor ministro quiere que todo eso se olvide y no se estudie? ¿Cómo se explicaría la Independencia nacional si no se supiera cómo se formó la generación de 1810 en nuestros colegios de la colonia y cómo nació el espíritu de rebeldía precisamente en aquellos prohombres que nos crearon el origen de nuestra nacionalidad? Se ha referido, también, a la etapa de oligarquización del país. Quiero creer que se refiere a la época de Rosas, al período en que se formó la Confederación Argentina. No soy un defensor rosista, pero soy un conocedor de la historia de mi país, y puedo afirmar que en ese período hay también un aspecto constructivo que no podemos olvidar nunca los argentinos: que en él se consolidó el espíritu de la nacionalidad. En realidad, en esos años fue cuando se estructuró el sentimiento nacional argentino, que supo recoger Urquiza para dar una organización definitiva al país mediante la Constitución de 1853. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos). Se habla, además, de una tercera etapa que se califica de entreguismo económico, que coincide con lo que se denomina la etapa de la organización nacional, “que termina, precisamente, en lo que hacía referencia el general Perón: en la desorganización total del pueblo, del gobierno y del Estado”. Esa etapa fue de dura lucha, que sostuvo nuestro heroico pueblo para llegar por fin, a 1880, a la organización de la República con esta Capital Federal. Deben saber, también, los señores diputados que éramos una pequeña laguna de civilización en medio del desierto ocupado por indios en el
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Norte y en el Sur y que nuestros valientes estancieros y sus peonadas, con el arma al brazo, defendieron la civilización e impusieron por fin el estado de organización nacional. Eso no es entreguismo económico. Esa es la heroica acción de nuestros gauchos y de nuestros antepasados (Aplausos) que defendieron nuestras fronteras con un hondo amor de patria. –Hablan simultáneamente varios señores diputados. Sr. Presidente (Cámpora).– La Presidencia ruega a los señores diputados se sirvan no interrumpir al orador que está en el uso de la palabra. Sr. Ravignani.– Después del 80 se produce en el país una situación difícil desde el punto de vista económico-administrativo y político, y por eso surge en 1890 la Unión Cívica Radical contra esa acción de entrega al capital extranjero. Por eso ha nacido la Unión Cívica Radical y por eso perdura, porque la Unión Cívica Radical, que representa la entraña del federalismo, como lo sostuvo Alem y lo practicó Hipólito Yrigoyen, se formó para redimir a la República. Yrigoyen no ha entregado nada. Ha defendido su patria, como lo demostró en su política del petróleo. Queremos una cultura cívica progresiva, pero no sobre la base de vaguedades ni sobre la base de lo que se enseñe mientras dura el estado de guerra interno. Es inútil hablar de cultura y de investigación científica cuando se carece de la libertad de espíritu. Y afirmo, señor presidente, que mientras no reine la libertad como nosotros la entendemos no podrá haber progreso, porque el miedo es el que se ha adueñado de muchos espíritus argentinos. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos. Varios señores diputados rodean y felicitan al orador).
Manual Práctico del 2º Plan Quinquenal (1953) “Capítulo V. Cultura”, en Manual Práctico del 2º Plan Quinquenal. Buenos Aires: Subsecretaría de Informaciones/ Presidencia de la Nación, 1953, pp. 81-87.
1. Concepto La cultura es la suma de conocimientos que el hombre posee y adquiere para orientarse hacia el cumplimiento de su fin esencial. El hombre tiene un fin espiritual y un fin material que cumplir. Esos fines serán tanto mejor cumplidos cuanto mayor sea la suma de sus valores culturales. A semejanza de los hombres que los integran, los pueblos tienen también fines espirituales y materiales cuyo cumplimiento estará siempre condicionado al mayor o menor grado de cultura que posean. La cultura –hemos dicho– se posee y se adquiere. La primera la recibimos de nuestros mayores y es el patrimonio cultural del Pueblo, que la posee por herencia del pasado. La segunda es el fruto de nuestro esfuerzo personal y se obtiene por el ejercicio permanente y bien orientado de nuestras facultades intelectivas y morales. La primera exige nuestra adhesión; la segunda, nuestro afán por promoverla y acrecentarla. Estos conceptos han sido claramente expresados por el general Perón, en estas palabras: “El sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros introdujeron en el Nuevo Mundo, es valor incorporado y absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e ideales, valores y creencias, a las que debemos preservar de cuantos elementos exóticos pretendan mancillarla”. Esa labor de preservación de la cultura se afirma acrecentando y perfeccionando nuestra propia cultura. Por eso añadía el presidente de la Nación: “Nuestra política social tiende, ante todo, a cambiar la concepción materialista de la vida, en una exaltación de los valores espirituales. Por eso aspiramos a elevar la cultura social. El Estado argentino no debe regatear esfuerzos ni sacrificios de
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ninguna clase para extender a todos los ámbitos de la Nación las enseñanzas adecuadas para elevar la cultura de sus habitantes”. Así, pues, dos tareas primordiales se imponen en esta materia: preservar y promover la cultura. A ello tiende el objetivo fundamental expuesto en el 2° Plan Quinquenal, en cuanto sienta el propósito de conformar una cultura nacional, de contenido popular, humanista y cristiano, inspirado en las expresiones universales de las culturas clásicas y modernas y de la cultura tradicional argentina, en cuanto concuerden con los principios de la Doctrina Nacional.
2. La acción cultural Para el cumplimiento de aquellos propósitos, el Estado se propone realizar una importante acción encaminada a conservar y promover la cultura nacional. Esta acción se determina en los objetivos generales del Plan. El primer paso consistirá en la formación de una conciencia cultural, de modo tal que el pueblo argentino tenga perfecto conocimiento de los valores culturales que constituyen su patrimonio y de los medios con que puede acrecentarlo. Hasta hace algunos años, era corriente escuchar esta afirmación maliciosa: –Mire esa colonia suiza, ¡qué quintitas deliciosas! Y mire los ranchos criollos de al lado... Pero –apuntaba un comentarista–, ¿cuándo y quién le enseñó al criollo a hacer quintitas deliciosas como les enseñaron a estos suizos desde recién nacidos? Nadie está obligado a saber lo que nadie le ha enseñado; y el criollo sabe hacer maravillosamente el trabajo de ganadería gruesa en que lo criaron; y todo cuanto le enseñaron y enseñan, lo aprende a su tiempo mejor que la mejor raza. Este ejemplo puede aplicarse a muchísimas otras labores. Nuestro pueblo es un pueblo capaz, dotado de grandes virtudes. Basta darle el estímulo necesario para que esas virtudes afloren y se concreten. Para ello, es preciso acercarlo a las fuentes del saber, estimulando todas las manifestaciones de la cultura, en los órdenes científico, literario, artístico, tradicional, histórico y cívico, así como en el aspecto de la cultura física, que hace a la fortaleza de los pueblos.
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El conocimiento de todas las facetas de la vida nacional, de todos los componentes que integran esa gran entidad material y espiritual que es la Patria, acrecentará el amor de sus hijos y servirá a la exaltación de su grandeza.
3. La cultura social El abandono en que yacía nuestro pueblo en materia de cultura será subsanado mediante los objetivos generales del Plan que fijan los lineamientos, la acción a desarrollar por el Estado, en materia de cultura social. Uno de los principales –si no el más importante– es el que determina el libre y progresivo acceso del pueblo trabajador a todas las manifestaciones literarias y a todas las fuentes de cultura científica y artística que pueda proporcionar el país. Propósito de tan vasto alcance se logrará mediante una acción intensa, en la cual colaborarán los propios beneficiarios. Uno de los medios indicados en el Plan consiste en la creación de organismos culturales en todos los sindicatos nacionales, de modo que sean los propios trabajadores quienes se proporcionen a sí mismos y a sus familias las fuentes del conocimiento. Bibliotecas, recitales, conferencias, conciertos, teatros vocacionales, creados y dirigidos por los trabajadores con el apoyo del Estado, pondrán su benéfica acción cultural al alcance del mayor número posible de personas. Organizado el Pueblo en sindicatos y entidades profesionales, su acción sumada abarcará a todos los sectores de la población y a todos los ámbitos del país. En la escala nacional serán, a la vez, coordinados todos los organismos oficiales de acción cultural, y estimuladas todas las iniciativas individuales, a fin de lograr una actividad armónica y convergente en beneficio de la cultura social del Pueblo. Respetuoso de la función social que representan y desempeñan los hombres de ciencia y los artistas, como creadores y propulsores del verdadero progreso, el Estado protegerá a todos esos elementos constructivos, jerarquizándolos en su condición de intérpretes y exponentes del alma colectiva, y hará que sus obras lleguen al conocimiento y la comprensión del Pueblo, como factores integrantes de la cultura general. Se logrará de esta suerte estimular al artista, al científico, al músico,
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al escritor, y se elevará paralela y simultáneamente el nivel de la cultura general, en cuanto la difusión de su obra contribuya a estimular la aptitud creadora del Pueblo. Para completar este cuadro de reactivación general de cultura argentina, el Plan Quinquenal añade, entre sus objetivos generales, la más amplia divulgación de todas las expresiones artísticas de inspiración y contenido sociales, de manera que puedan llegar a todos los sectores del Pueblo y a todos los ámbitos del territorio patrio. Con ese propósito, auspiciará los estudios e investigaciones de carácter folklórico que permitan esclarecer la auténtica tradición que constituye la base de nuestro ser nacional; y, para que ese reencuentro del Pueblo con la verdad sea completo y definitivo, fomentará la divulgación ponderada de la verdad histórica y prestará su apoyo a la tarea de hacer conocer las múltiples realizaciones, ya históricas, del Movimiento Peronista, entre cuyos postulados educativos figura en primer plano la elevación de la cultura cívica del Pueblo, por el conocimiento activo de las normas, principios y objetivos esenciales de la Constitución Nacional. La verdad –que fue sistemáticamente escamoteada y desfigurada por gobiernos que vivían al margen y a espaldas del Pueblo– volverá a ser el norte y la meta de la Nación Argentina.
4. La unidad cultural Hemos leído en el objetivo básico de este capítulo que es propósito del Estado promover la formulación de una cultura nacional. Todo el Plan Quinquenal se orienta a la consecución de la unidad nacional en los órdenes social, económico y político. Se quiere, pues, orientar organizadamente la cultura literaria, tradicional, artística e histórica, para que esa unidad, ya en gran parte lograda en las conquistas materiales y políticas, obtenga la cohesión particular que nace de la unidad espiritual del Pueblo. Difícil era lograr esa unidad mientras imperaba una cultura de clase, reservada a minorías egoístas y fatuas. “Arte para el Pueblo y ciencia al servicio del Pueblo” es la voz de orden del general Perón para el quinquenio 1953-1957. Esta orden significa la puesta en marcha de la coordinación racional, por el Ministerio de Educación, de las tareas que realizan en todo el
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territorio del país los organismos oficiales o privados de índole cultural Como el idioma es uno de los elementos primarios de la unidad nacional, el Gobierno ha decidido romper los viejos moldes de un academicismo arcaico, que mantiene sujeto a leyes y prejuicios vetustos un instrumento expresivo tan vital y necesariamente flexible como lo es el idioma nacional. De ahí la creación de la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el diccionario nacional, incluyendo en él las voces propias de las distintas regiones argentinas, típicas del lenguaje popular cotidiano. Paralelamente, se fomentará la actividad editorial, para que las obras más significativas de la literatura nacional y universal se reimpriman a bajo costo y estén al alcance de las clases trabajadoras. Esta actividad, tan importante para la existencia de una literatura que sea verdadera expresión del pensamiento nacional, será complementada con la difusión del libro argentino en el extranjero y con el estímulo a los escritores de reconocida jerarquía, cuyas obras serán publicadas y difundidas por el Estado. La difusión de las manifestaciones autóctonas de la vida argentina y la conservación de las tradiciones y de las costumbres regionales serán conseguidas mediante conmemoraciones especiales, preferentemente las que se relacionan con las festividades típicas vinculadas a celebrar el éxito de las labores productivas, como la fiesta de la vendimia y de la cosecha de los productos de la tierra. La actualización y agilitación de la actividad de los museos pondrá las colecciones de estos al alcance del Pueblo, mediante exhibiciones populares del acervo artístico nacional y universal, explicadas a los visitantes en términos ajustados a su capacidad receptiva. El cinematógrafo, la radiotelefonía, el teatro y la televisión serán reglamentados adecuadamente para que sean verdaderos vehículos de cultura y contribuyan a la formación de nuestra unidad espiritual.
La cultura tradicional en el Segundo Plan Quinquenal, de Carlos Abregú Virreira (1954) Abregú Virreira, C. 1954. La cultura tradicional en el Segundo Plan Quinquenal. Buenos Aires: Presidencia de la Nación/Secretaría de Prensa y Difusión. Lo que nosotros queremos en el orden cultural es que empecemos a cultivar lo nuestro, que empecemos a valorar lo nuestro. Nadie pretende que las culturas inicialmente, sean ni perfectas ni completas. La cultura, como todas las demás manifestaciones de la vida, necesita desarrollarse, crearse y perfeccionarse. Pero las bases son absolutamente, diríamos, autóctonas. Sobre esas bases hay que crear. En arte no se trata de importar, de adoptar ni de adaptar; se trata de crear. De lo contrario, no hay ninguna manifestación artística. Perón (Del discurso pronunciado en la Unidad Básica Eva Perón del Partido Peronista Femenino, el 18 de septiembre de 1953)
(…) Los objetivos generales del 2° Plan Quinquenal del general Perón relativos a la formación de la conciencia de una nueva cultura nacional, incluyen las concepciones más avanzadas de la educación popular, librada ayer a su propia iniciativa, a su propio esfuerzo. Nos referimos a las estaciones tradicionales que el gobierno justicialista hará concurrir con su apoyo y su estímulo hacia la integración de la unidad espiritual del pueblo mediante la más amplia difusión de las auténticas expresiones culturales autóctonas. Este nuevo enfoque de la cultura, realizado por primera vez en el país, debe ser interpretado en su verdadera magnitud, porque con dicho objetivo de superación espiritual, el gobierno justicialista pone de manifiesto, una vez más, la jerarquía alcanzada por el pueblo en el campo de la cultura nacional, tan trajinado en todos los tiempos y casi siempre estancado en la solución de sus grandes y complejos problemas.
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Era imposible situarse hasta hace pocos años dentro de una realidad argentina como la perseguida por el 2° Plan Quinquenal, porque las letras, la ciencia y las artes estaban al servicio de un capitalismo foráneo y una oligarquía feudal que trababan intencionalmente la evolución económica y social del pueblo. Pocos eran en aquellos tiempos los escritores nacionales que escuchaban los mensajes de la tierra a través del lenguaje, la música, la danza, la leyenda o el paisaje para reflejar en sus obras el sello inconfundible del país y las virtudes primordiales del alma del pueblo. Pero como esos pocos carecían del estímulo, de editores y hasta de librerías, el capitalismo extranjero podía, holgadamente, mantenerlos alejados de la masa trabajadora para que esta permaneciera siempre en un nivel de incultura que le impidiera cristalizar sus derechos a trabajar, a gozar de una retribución justa, a alcanzar una capacidad constructiva y desarrollar libremente actividades lícitas en defensa de sus intereses. Exponentes de esa cultura dirigida fueron unos cuantos escritores que gozaban de todos los privilegios del Estado y las empresas capitalistas y escribían para públicos selectos, en el tono y el ritmo de los poetas del Viejo Mundo, porque lo creían al pueblo incapaz de entenderlos y mucho menos comprenderlos. Y no estaban equivocados. El pueblo argentino no los comprendía ni entendía, ciertamente, porque había encontrado ya su propia voz y descubierto su propia alma en la recia contextura vernácula del Martín Fierro de Hernández; el Santos Vega de Obligado o el poema homónimo de Ascasubi. Ya por aquellos años el pueblo había leído alrededor de cuatro millones de ejemplares del poema inmortal. Y él mismo lo difundía de rancho en rancho, con notable clandestinidad colectiva. Lugones cita en El Payador a un santiagueño que ganaba su jornal diario recitándolo en todas las pulperías y enramadas de la provincia. En los Pagos de Cañada de la Cruz –según testimonio del escritor Jesús María Pereyra– los rezadores de comienzos de siglo sabían leer y andaban con el rosario y el Martín Fierro en el bolsillo. Después de rezar el rosario, sin cambiar de formalidad –dice– pasaban al Martín Fierro. El rezador lo leía y repetía. Era como otro rosario. Los cantos, lo mismo que las oraciones, debían repetirse de memoria. Los leía bien, les hacía gustar el verso, a la vez que les hacía entender que sabiendo rezar y sabiéndolo al Martín Fierro
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tenían en las oraciones una guía para el cielo y en el Martín Fierro una guía segura para vivir la vida presente. ¡Así lo aprendió el pueblo desde Salta hasta la Patagonia! Lo mismo ocurrió con el Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez cuando José Podestá lo arregló para su circo y lo estrenó en Chivilcoy el 10 de abril de 1886. El pueblo volvió a encontrarse en él sin ninguna violencia de ficción retórica, puro, imperativo y lógico. Ungido por el poderoso instinto de su vocación. Fue una noche memorable, porque mostró el terreno propicio para la orientación del escritor nacional. Y desde entonces, estuvo a “la orden del día” por mucho tiempo, como informan los periódicos de la época. “En las calles, en los clubes –dice la crónica del estreno en la tirada de Sud América del 11 de noviembre de 1890– no se oye sino esta frase en Buenos Aires: “Ché, ¿has visto Juan Moreira?, que es lo suficiente para que se vea”. La adaptación al drama entusiasmó a todos. Hasta a los mismos que habían comprometido su juicio, calificando aquel espectáculo circense de “relajación del gusto artístico, de tendencia plebeya del espíritu o de simple y mera ocurrencia con ribetes de originalidad para ahogar, con impresiones fuertes, con verdaderos sacudimientos de imaginación, ese germen de monotonía social o intelectual cuyo desarrollo es amenazante entre nosotros”. Esto que acabo de copiar literalmente se dijo en Buenos Aires y se repitió cada vez que algún escritor argentino de las nuevas promociones propendía a la argentinización de la cultura. Casi siempre, en tales casos, el autor nacional que ponía de manifiesto aquella “tendencia plebeya del espíritu” quedaba librado al azar de las circunstancias si no se sometía a la ley de las conveniencias del capitalismo extranjero o del interés que lo consolidaba. Existía, pues, un divorcio total de escritor y pueblo. O, en otros términos, una incomprensión cultural tan concisa que su sola mención resume y explica la realidad social y política de aquellos tiempos. Representaba de todos modos una solución dudosa de los problemas permanentes de la vida nacional, porque resolviéndolos en esa forma, la interpretación de nuestros valores, afirmativos, equivalía tan sólo a una regresión condicionada al individualismo gestado en otras tierras. Más adelante el drama se radicaría en el escritor argentino que daba al país su ideal de belleza, inspirado o animado por la energía creadora de la tierra. Invariablemente –pues son pocas las excepciones– se le decía desde
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la vereda opuesta, y aun desde las Universidades y los Institutos especializados, que el hombre argentino no era un tipo definido, de contornos vitales que le permitieran refirmar la continuidad del alma nacional. O se calificaba su obra de curiosidad lingüística, arqueológica, antropológica, etnográfica o vernácula sin trascendencia y hasta incoherente. Seguía, pues, interesando el hombre europeo, el libro europeo, el problema europeo mucho más que una orientación inteligente de la cultura argentina, animada por una aspiración colectiva de recuperación de lo nuestro; de conocimiento de la mentalidad de los pueblos primitivos de incorporación de las tradiciones autóctonas al acervo de la cultura nacional. Se había cerrado –y continuaba cerrado– el camino de la comprensión y valorización del indio, de la chusma, del gaucho, del montonero, de la plebe, del descamisado o el cabecita negra de la calificación internacional, que habríamos de enarbolar en cada etapa de la vida nacional que tuvo olor y calor de pueblo, a modo de bandera de refirmación criolla, de pregón de la personalidad nacional, de insigne levadura de las virtudes de un pueblo que procedía en sustancia de sí mismo y que tenía de sí mismo la filiación de su autenticidad nativista. Según esto, podemos decir entonces que hubo en nuestro país una cuestión de doble aspecto abstencionista, desde el Martín Fierro hasta la Declaración de los Derechos de la Cultura, consagrados en capítulo especial por la Constitución Argentina de 1949. Fue necesario que Perón proclamara la recuperación de la cultura, con la misma visión patriótica con que el 9 de julio de 1947 proclamó solemnemente la Independencia Económica, desde el histórico recinto donde el Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata sancionó nuestra Independencia Política. Fue necesario –repetimos– que esto ocurriera para que la necesidad de fortalecer definitivamente la personalidad nacional se concretara sobre la base del patrimonio espiritual del pueblo y no sobre la base de posiciones abstractas y exaltadas por tendencias intelectuales, políticas y sociales extrañas a la esencia misma de la argentinidad. Perón lo pudo hacer porque estaba identificado con el pueblo. Y porque el pueblo reconoció en él al auténtico conductor de su destino, no por lo que decía y dice, sino por lo que hacía y hace. Para el presidente de la Nueva Argentina lo “importante es –como lo declaró en el acto de clausura del Primer Congreso de Filosofía– conciliar el sentido de la perfección de la naturaleza de los hechos, restablecer la
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armonía entre el progreso material y los valores espirituales y proporcionar al hombre una visión certera de su realidad”. Este lúcido enfoque del problema cardinal de la cultura era lo único que necesitaba el pueblo para responderle afirmativamente con su acción sin reservas. Por una vía certera, Perón fija el itinerario del destino común. Y el pueblo no necesita nada más. Porque en esta época, como en ninguna otra, es indispensable, ciertamente, volver a las fuentes creadoras de la tierra con el convencimiento cabal de que nada está en estado de existencia sino en vías de perfeccionamiento y que las conquistas alcanzadas por la cultura general deben admitir, como en otras partes, el guión vernáculo para poder hablar mano a mano con el pueblo, que es como abrir todas las puertas de la tradición a la intimidad del hombre y situarlo en las altas zonas de su realidad histórica y social. Perón logró la asimilación plena de estos principios rectores, porque siendo capitán, ahondó certeramente en el alma de los intrépidos ciudadanos del Arauco legendario. Conoció su lengua. Profundizó su cultura. Y fruto de esta búsqueda del pensamiento aborigen cordillerano y pampeano, en su trato con los representantes de una de las tantas culturas precolombinas que había alcanzado formas superiores de vida social y mantenido largo contacto con el resto del continente antes de la llegada del Almirante alucinado es su estudio sobre “Toponimia Araucana”, editado con el signo del Ministerio de Educación de la Nación. De este modo Perón lleva a la masa algo de su propia alma, por el mismo conducto que sirvió a los próceres de Julio para explicarle al pueblo el sentido de la revolución emancipadora. Aludo a los decretos y manifiestos en quichua, aymará, araucano y guaraní que hoy tienen una significación sustancial, como se verá más adelante. De ningún modo se debe suponer que, con lo expuesto, estamos aconsejando la sustitución del idioma nacional por cualquiera de aquellas lenguas. Regresar a lo antiguo no es progreso cuando el retorno viene sin una evolución del arte, las ideas y las costumbres. Sin un anhelo del polvo que quiere espiritualizarse. Sin un deseo de embellecerse y transfigurarse impulsado por un fervor sincero hacia el pueblo. De un pueblo que, como ningún otro –en el caso nuestro– se había refugiado para subsistir a lo largo de procesos históricos en el único patrimonio inviolable que Dios ha dado ser humano: su idioma. Hoy mismo se habla guaraní, quichua, aymará, araucano en algunas provincias argentinas. Pero hay algo más.
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A los espíritus inquietos por una explicación sustancial de la cultura de nuestros grupos raciales les conviene mucho recoger y mantener vivos en conversación diaria los quince mil vocablos indígenas incorporados al diccionario de la Academia Española y buscar en ellos la interpretación de las leyendas de pura cepa criolla que aún permanecen ocultas en los espléndidos estratos crepusculares de la sabiduría popular. Tan solo así se evitaría el recurso poco recomendable que impulsó a prestigioso escritor contemporáneo a poner en boca de uno de sus personajes gauchescos un cuento popular ruso que se puede leer en el segundo tomo de la colección Calpe, de Madrid, ofrecido por Afanasiev y traducido al castellano en 1922 por Tatiana Enco de Valero. Lo curioso de este caso es que, con anterioridad a la adaptación argentina, el escritor Próspero Merimée lo había vertido al francés en 1873 y publicado en su libro Mateo Falcone. Existen, pues, tres versiones del mismo cuento: la rusa, francesa y la argentina, con ligeras variantes condicionadas cada una a medio. Cuando se estudien estas evasiones de la originalidad y cumplamos todos el deber esencial de vigilar y conservar el riquísimo patrimonio de nuestro folklore, tendrá sin duda un claro sentido de la realidad la experiencia histórica que nos exige la obligación de producir obras que nazcan con el sello de la tierra y con el alma del pueblo, fuente fecunda y única de la realización creadora. Claro que la formación del pueblo actual recibió a manos llenas riqueza material y emocional de un cosmopolitismo venido de los cuatro puntos cardinales. Pero también es cierto –como solía decirnos el profesor Juan A. Domínguez– que los pueblos de aluvión, como las tierras de aluvión, solo tienen solidez cuando descansan en lo arcaico. Apoyados en este enunciado tácito y común para todos los pueblos con tradición, no podía ofuscarnos entonces la idea de que el conglomerado argentino pueda darnos alguna vez una personalidad impuesta por cualquiera de sus corrientes inmigratorias, porque su único aglutinante debe ser siempre lo autóctono o nativo. (…)
El Segundo Plan Quinquenal en la enseñanza media, de Oscar J. García y Cecilio Zelicman (1953) García, O. J. y Zelicman, C., 1953. “El Segundo Plan Quinquenal y la configuración oficial de la lengua argentina”, en El Segundo Plan Quinquenal en la enseñanza media. Buenos Aires: Hemisferio, pp. 12-25.
Desarrollo general del punto de las “Instrucciones” de los Programas de Primero, Segundo y Tercer Año de CASTELLANO, que expresa: “Se tendrá presente lo dispuesto en el Segundo Plan Quinquenal acerca de la configuración oficial de la lengua argentina”. Desarrollo especial de la Bolilla I del Programa de Tercer Año de CASTELLANO, donde se expresa: El castellano en la Argentina; caracterización del idioma nacional; la configuración oficial de la lengua argentina. Necesidad de una academia y un diccionario nacional de la lengua. El idioma, como vehículo de expresión de las ideas y sentimientos de un pueblo, es algo vivo, en constante crecimiento y modificación. Los diccionarios, reflejo codificado del habla de un pueblo, deben recoger fielmente, dentro de cada comunidad, geográfica, humana y cultural, sus elementos originales y creadores. Un idioma y su ropaje exterior, un diccionario, deben tener la suficiente flexibilidad y la necesaria adhesión al suelo y al hombre que los utilizan, como para permitir el libre desarrollo y la auténtica expresión de un modo de ser y de sentir propios. En nuestro suelo, y por acción de nuestro Pueblo, se han creado y existen en uso, voces que no figuran en los diccionarios oficiales de la lengua; pero, como productos que son de una elaboración libre y espontánea, que han confrontado ya la prueba del tiempo y han recibido la sanción de la costumbre, esas voces, que se han incorporado a nuestro léxico corriente,
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aspiran hoy y es evidente su derecho, a tomar carta de ciudadanía en un diccionario oficial. Esta aspiración ha sido recogida en el Segundo Plan Quinquenal. El propósito de configurar nacionalmente la lengua argentina no implica la pretensión de crear un idioma propio, pero sí evitar las dependencias foráneas en materia de desarrollo y fijación del progreso idiomático, ordenándolo dentro de los conceptos que han de conformar nuestra cultura nacional con un contenido popular, humanista y cristiano. Este ordenamiento será concordante con los principios de la doctrina nacional, en cuanto esta tiende, mediante el idioma, a establecer la unidad de los conceptos, facilitándose la unidad de acción y de expresión de nuestro Pueblo. La orientación que se ha expuesto ha sido recogida en el Segundo Plan Quinquenal traduciéndose en una armónica serie de objetivos, en cuyo cumplimiento durante el quinquenio 1953/57 está empeñado el esfuerzo cultural de la Nación toda. De los objetivos mencionados destacamos: “En materia cultural el objetivo fundamental de la Nación será conformar una cultura nacional, de contenido popular, humanista y cristiano, inspirada en las expresiones universales de las culturas clásicas y modernas y de la cultura tradicional argentina, en cuanto concuerden con los principios de la doctrina nacional” (V. F.). “Se promoverá en el Pueblo, en cumplimiento del objetivo fundamental, la conformación de la conciencia de una nueva cultura nacional, mediante la compenetración íntima con los factores históricos, geográficos, sociales, morales y políticos de la Nación” (V. G. 1). Esta conformación de la conciencia de una nueva cultura nacional será promovida durante el Segundo Plan Quinquenal mediante la orientación de la cultura social, científica, literaria, histórica, tradicional y artística. Con relación a la “cultura literaria”, el Estado se propone auspiciarla mediante “el estímulo de la aptitud creadora del Pueblo en todas sus expresiones literarias” (V. G. 7, ap. c), y “la configuración nacional de la lengua” (V. G. 7, ap. d). El Estado, como responsable del patrimonio cultural de la Nación –patrimonio que también integra el idioma–, reglamentará el uso y propiedad de los bienes científicos, literarios y artísticos que lo constituyen. La cultura literaria será desarrollada, mediante:
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a) la configuración nacional de la lengua creando a tal fin la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el Diccionario Nacional que incluirá las voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones y las usadas corrientemente en América latina; b) el fomento de la actividad editorial para la publicación de ediciones de bajo costo de obras de la literatura nacional y universal, coordinando las actividades de los editores con las entidades que agrupan a los intelectuales argentinos; c) el fomento de la difusión del libro argentino en el exterior, en cuanto signifique una expresión auténtica de la cultura nacional; d) la publicación de obras de autores argentinos premiados en concursos anuales de carácter nacional (V. E. 3). Durante el Segundo Plan Quinquenal será impulsada la cultura tradicional mediante la recopilación y difusión de las manifestaciones autóctonas de la vida argentina, como testimonio de sus costumbres y expresiones científicas, literarias o artísticas tradicionales, a través de su desarrollo histórico (V. E. 4, ap. a). Examinemos en qué medida el idioma concurre a la integración de la cultura nacional. “Cultura” ha sido tomado en el Segundo Plan Quinquenal en la acepción general del vocablo, en la misma forma en que se la interpretara en ocasión de su inclusión en el Preámbulo de la Constitución Nacional Justicialista de 1949, vale decir, han sido comprendidos los dos aspectos que la cultura puede abarcar. Por un lado, en su calificación de personal o individual y, por otro, la que requiere cada individuo como miembro de un cierto Estado que debe su existencia de comunidad a su tradicional acervo, a su origen histórico y a su vocación trascendental. La primera de ellas comprende el conjunto de conocimientos que el hombre necesita para adecuar su condición humana a las múltiples exigencias de la vida, y este tipo de cultura sí responde a la acepción específica asignada por la filosofía moderna: conjunto de conocimientos humanos que preparan el ejercicio de las facultades del hombre, como lo son, sin duda, las ideas sobre su origen, naturaleza, finalidad, deberes y derechos. La segunda, la que denominaremos cultura nacional, se refiere a las exigencias de la Nación en la que se vive y a la que se pertenece, a su
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naturaleza, condiciones e historia. En esta, el conocimiento del patrimonio común y de las particularidades nacionales debe ser esencial y básico para los ciudadanos. Los países, en este último aspecto, deben tener sus dogmas, de claro contenido doctrinario incontrovertible; principios fundamentales dibujados con nitidez y que conduzcan todas las manifestaciones nacionales, que sean de todos conocidos, sin excepción, y por todos admitidos, sin reservas. Esas son las verdades que integrarán el alma de la patria, y es deber del Estado promover su vigorizamiento porque son las que confieren inmutabilidad y permanencia a una Nación. Expresó en 1946 el general Perón, en relación a lo expuesto: “Este aspecto del alma nacional ha sido un poco descuidado hasta ahora. Es necesario volver por los fueros de nuestra propia individualidad, conservando y enalteciendo los propios valores de la nacionalidad porque, de lo contrario, deberemos importar a otros a quienes no reconozco ni mayor mérito, ni mayores posibilidades de arraigo en el pueblo argentino”. El primer Plan Quinquenal adelantó la preocupación del general Perón por este problema de la cultura nacional, ya que en el mismo fue definido nuestro patrimonio tradicional como el integrado, entre otros, por la historia, el idioma, la religión, el culto de la familia, la poesía popular, el folklore, las danzas del pueblo y el culto a las efemérides patrias. En oportunidad de comentarse este concepto, y en relación al idioma, se expresó: durante este Plan se fomentará el conocimiento amplio del idioma que nos fuera legado por la madre patria, y de los elementos de milenaria civilización que intervinieron en su formación: el conocimiento también de sus deformaciones a fin de poder mantener la pureza de la lengua, incluso en lo que tiene de evolución propia y formación nacional, mediante la creación de la oportuna academia y relaciones de intercambio de ideas y de producción con países del mismo idioma. Asimismo –se agregó– las denominadas lenguas autóctonas serán debidamente estudiadas, no solo como reliquias de un pasado idiomático cuya influencia aún perdura, sino también como elemento vivo y de convivencia en las zonas originarias. Esta enunciación ha puesto de manifiesto el propósito, de antigua data, de procurar un margen efectivo de libertad idiomática a nuestra lengua común, en el sentido de liberarla de esa noción agnóstica que, sin explicarse, la ataba a la absolutista de la Academia Real Española.
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No se pretende negar la base hispánica de nuestra cultura, pero sí destacar su arquitectura estructural, que ha tomado bases propias. “Lo perfecto evoluciona –ha dicho el general Perón– y se renueva permanentemente”, lo que significa que nuestra cultura, como todo lo que va en camino de progreso, debe evolucionar asimilando todas las conquistas culturales contemporáneas que contribuyan a su mejor interpretación y engrandecimiento. Así, el caudal hispánico que recibimos de la madre patria, que dio origen y modeló a la vieja sociedad colonial junto a lo autóctono de nuestra tierra, floreció en lo criollo, en el hombre nuestro, que prefiere soñar antes que afanarse en pos de las riquezas. Así, tanto el Quijote, como Martín Fierro, piensan, quieren, luchan por un mismo ideal, pero cada cual a su manera. Esa distinta manera de interpretar el ambiente, el suelo, el clima, la naturaleza en sí, que provocan distintas reacciones ante idéntico hecho; originó, como es lógico, una destacable diferencia entre el idioma de Cervantes y el de Hernández. Cuando la patria no era más que un villorrio de barro y caña, los modestos castellanos que la fundaron veían en su imaginación cervantesca un futuro glorioso, la bella imagen de su tierra, un ensueño que adoraban, a pesar de no ser nada más que eso, un ensueño. De ese ensimismamiento son las erres que se multiplican en las actas de los Cabildos, las frases que irrumpen a tropezones, y luego de vueltas y más vueltas sobre el tema, lo aciertan para recién concretar lo que pugnaban por decir. Las épocas históricas tuvieron bien configurado su lenguaje. El Virreinato, esquema de orden, gravedad, protocolo y seriedad, aristocracia digna, entretenida y curiosa, es lento en la expresión y ampuloso en los términos. En 1810, el cambio de régimen –de monarquía a república– es cabal muestra de idéntico cambio en el idioma. Liberadas las conciencias, raudo el corazón argentino hace escuchar su voz en tono claro, locuaz, vivaz. Las palabras fluyen, se atropellan, corren sin freno, como torrente al que se le han abierto las compuertas, y la Gaceta de Buenos Aires recoge e inmortaliza esas expresiones. Cuando llegamos a la anarquía, el lenguaje refleja, como si fuera un eco, el desorden y se desarticula, dejando ya de ser castellano. El gobierno de Rivadavia marca un vuelco fundamental. El ejemplo
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del primer presidente, que dicta cátedra de buen decir en los fundamentos de sus decretos, que con provecho son leídos por la población en el “Registro Oficial”, produce un cambio que convierte la anarquía de entonces en discreción, sobriedad y juicio. Los mensajes de Rivadavia son espejos de la época, a la que traducen con acertada visión y comprensión. Rosas deja otro hito en esta breve recorrida. Su estilo es, como su letra, claro, firme, preciso y enérgico. No reconoce eufemismos y las cosas son llamadas, en su boca, por su nombre. Sus instrucciones son planos de ruta: en ellas se señalan las estaciones y los desvíos, y hasta el tiempo a perderse en las paradas. Es el idioma de un hombre de negocios, muy ordenado, muy concreto y con poco tiempo que perder. ¿Cómo se hablaba el castellano en 1880? Una fuerte corriente contra todo lo español alejaba al castellano de las voces de los cultos, que lo recibían y transmitían deformado, con el despego heredado de los antecesores de la primera generación romántica, que no solamente querían independencia política “sino filosófica y literaria”. Rebeldía sostenida por Sarmiento y Alberdi, aunque este claudicara en su posición al aceptar el diploma de “correspondiente” de la Real Academia Española. Por ese entonces, en 1875, un notable escritor y estilista nuestro, Juan María Gutiérrez, a quien también la Academia ofreciera el diploma aceptado por Alberdi, lo rechazó, dando entre otros los siguientes motivos de su actitud: “Tenemos un silabus y un concilio en Roma; tendremos un Diccionario y una Academia que nos gobernará en cuanto a los impulsos libres de nuestra índole americana en materia de lenguaje, que es materia de pensamiento y no de gramática. Tendremos una literatura ortodoxa y ultramontana, y no escribiremos nada sino pensando en nuestros jueces de Madrid, como los obispos que sacrifican los intereses patrios a los intereses de su ambición en Roma”. Voz de rebeldía –aunque en su aspecto particular, justificada– que anteponía el personalismo racional a todo lo que significara hispanismo, en su equivalencia de entonces: monarquía, absolutismo, clasicismo. En aquella circunstancia, la expatriación de intelectuales españoles originada en el régimen que precedió en España la revolución de 1868, y la caída de la república en 1874, nos traen hasta el Plata una distinguida pléyade de españolistas que en el magisterio y en periodismo tuvieron ocasión de levantar tribuna de lucha para oponerse a la transformación que venía operándose en nuestro idioma.
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En 1880, dos corrientes pugnan, enfrentándose, por obtener un predominio en el manejo de la lengua en uso en nuestro país: a) La criollista, o vulgar, que quiere obtener el idioma típicamente nuestro, particular, caracterizado por el uso del lenguaje denominado gauchesco, que es, en definitiva, el nudo de la controversia; b) La españolista, o culta, que aspira a que el idioma se mantenga dentro del cauce clásico español. Los primeros, embanderándose en la figura del gaucho; los otros tienen por blasón la Academia Española. Los acontecimientos posteriores demostraron que el lenguaje gauchesco, con o sin detractores, es tan miembro de la familia castellana como los regionalismos españoles, el andaluz o el navarro lo son en su caso, con la inclusión de los matices que el suelo y el hombre han introducido al idioma de Castilla. La consecuencia de esta lucha fue el propósito de constituir un idioma “nacional”, no solo para tratar de poner fin a la disputa sino porque, sinceramente, sus sostenedores estaban convencidos de la existencia de suficientes elementos como para encarar con razón y con éxito la gigantesca tarea que representa determinar una lengua nueva, y separarla de su lengua de origen. Ya en 1876 se anunciaba la preparación de un diccionario del “lenguaje argentino”, que en la práctica no pasó de ser un anuncio apoyado en un catálogo de doce voces de muestra. El gran poeta Rafael Obligado formaba al frente de estos soñadores, mientras que sus opositores sostenían, con Marcos Sastre a la cabeza, que debía prevalecer la uniformidad en el hablar o, en otros términos, que una sola y única lengua debía pregonarse y utilizarse: el castellano. Esa primitiva corriente separatista se ha mantenido hasta nuestros días, en que destacados escritores, hombres de letras, autores y críticos sostienen aún la opinión de que nuestro idioma debe independizarse del castellano-español de la Real Academia de la lengua. Ya veremos en qué forma el Segundo Plan Quinquenal recoge en parte esa corriente doctrinaria y la incorpora a sus objetivos. En su momento, contribuyeron al propósito de constituir un idioma argentino, entre otras, las siguientes circunstancias:
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1º) La influencia de la inmigración extranjera; 2º) La lectura incesante de las publicaciones extranjeras, con desprecio de las editadas en nuestro idioma; 3º) El ejercicio de las funciones periodísticas y el de la profesión de escritor por quienes, en forma alguna, poseían capacidad y dignidad literaria para su desempeño. La primera de ellas, la influencia de la inmigración extranjera, se traduce por la proliferación del neologismo y barbarismo, falta esta del hablar o del escribir a la que ha contribuido, además, en grado importante, la lectura en español de obras extranjeras traducidas inconvenientemente. Ha sido el neologismo, justamente, uno de los vicios del idioma que más han combatido los puristas y que han puesto como ejemplo de la forma en que una lengua se desvirtúa. Pese a ello, no puede ser negada la importancia que aquel tiene en el acrecentamiento de un idioma. Los vocablos no escapan a la ley básica de la creación: nacer, crecer, reproducirse y morir. El neologismo nace aún a opuestas de los tradicionalistas, toma carta de ciudadanía en el Pueblo, sus escritores y sus poetas, que le dan el espaldarazo al usarlo, y queda así incorporado al léxico común. Ha crecido, pues, y de él, a su vez, son tomados derivados genealógicos que lo tienen por base y raíz: se reproduce. Una nueva voz, otro neologismo, lo reemplaza y ocasiona su muerte. O, en casos, permanece perdiendo su significación, hasta que se convierte en un arcaísmo. Abjurar de los neologismos es lo mismo que enclaustrar las riquezas de un idioma en una época, y condenarlo al permanente ostracismo del futuro. Esa no es la aspiración del hombre. No deja de ser difícil, desde luego en esta hora actual, aceptar que las nuevas voces puedan originarse con tanta facilidad como antaño. La mayoría de las palabras nuevas están de más, pues ya existen voces que, en su sinonimia, las reemplazan con acierto y mejor gusto. Pero en el lenguaje técnico sobre todo, tan pobremente representado en el léxico académico, en el que es más lo que falta que no lo que se anota, allí sí ¡qué cuantioso, interminable y hermoso es el proceso de transformación y creación que se opera en nuestro idioma! El castellano, la más flexible de las lenguas, muestra admirable facilidad para formar derivados mediante sufijos, por ejemplo, tomando el radical de las palabras ya en uso, o recurriendo a voces latinas o griegas, cuando se trata de tecnicismos.
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Un ejemplo de algo de lo que ha sido expuesto lo observamos en un neologismo de significación especialísima en nuestro idioma por su importancia social, económica y política: es la voz “Justicialismo”. Neologismo en cuanto a su origen reciente –1947–, no ha sido aún recogido por el Diccionario de la Real Academia. ¿Deja por ello de tener validez su uso? Ni cabe formular la respuesta, porque el cúmulo de hechos importantísimos que en la historia de nuestro país representa esta palabra ya implícitamente la libera del posible placet que pudiera darle la Academia. El Pueblo, el país, el alma nacional están detrás suyo. Una doctrina en marcha y en proyección de superación constante hacia el futuro la respaldan. ¿Puede pedirse más? En nuestra patria, muchos y muy distinguidos autores se han ocupado de estos problemas, siendo fruto de sus estudios los diccionarios de argentinismos o de voces usuales no aceptadas por la Academia. Don Leopoldo Lugones inició la publicación en el “Monitor de la Educación Común” de su Diccionario Etimológico del Castellano Usual, obra que quedó incompleta, pero que es acabada muestra de las lagunas que en los aspectos que han sido antes indicados es el Diccionario de la Real Academia. El propósito al extendernos en estas consideraciones es demostrar que la tan mentada riqueza del español no es más que inadecuada expresión de la verdadera opulencia en vocablos de nuestra lengua. El tan “envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas”, según la misma gramática de la Academia expresa al referirse a su diccionario, no es ni más ni menos que el catálogo de unas pocas voces de uso común y una serie interminable de palabras muertas o de utilización tan extemporánea que no pueden ser consideradas como integrantes del fondo cultural del individuo medio. Una gran diferencia, en este sentido, se advierte entre el idioma oficial y el de nuestra patria. Ya se ha dicho que la labor investigadora de muchos estudiosos nos ha dado listas de palabras que no figuran en el diccionario de la lengua, ni posiblemente han de figurar jamás. Por ello, se justificaría plenamente el propósito de oficializar también nuestro idioma, dando ciudadanía de argentino a lo que efectivamente así lo es, o de americano a lo que lo constituya. No se trata –como se expresó en la Asamblea Legislativa en ocasión de la exposición sobre el Segundo Plan Quinquenal– de una sustitución ni de una revolución en el idioma, sino “de una tarea de ordenamiento”.
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¿Qué diferencia hay entre el español de los españoles y el de nuestra conversación argentina? Fundamentalmente, ninguna. Existen gradaciones y matices que, sin embargo, no alteran ni la inteligibilidad ni la significación de las palabras o las oraciones en general, descartándose desde luego los giros propios de lo gauchesco, como no los comparamos tampoco con los regionalismos españoles, para nosotros exóticos. Pero así y todo, el sentimiento de cada vocablo, la atmósfera que lo rodea, su humorismo o, su tragedia, su verso, son distintos aquí o en España. No creemos que pueda ser negada esa diferenciación que hace a lo anímico y lo vivo del idioma, en cuanto este deja de ser letra útil a discusiones académicas. En el idioma de la calle, del hombre de trabajo, el estudiante, el peón, el obrero, el empleado, el tallerista, está la fuerza de los vocablos, que al salir de los augustos salones literarios, parece se vistieran con un ropaje menos estricto o adusto y exhibiesen desnudeces que, por íntimas, les dan una significación distinta y muy propia de cada Pueblo. Dentro mismo de nuestro país se observan diferencias localistas de expresión que oponen al típico vocabulario de Salta, Jujuy y Tucumán, el particular de Entre Ríos, Corrientes y Misiones. Es que otro suelo, otro horizonte, conforman psíquicamente en forma distinta al individuo de la Puna que al del Litoral. En consecuencia, sus palabras, espejo de su alma, tendrán otro tono, otro disfraz prosódico, aunque su temática sea idéntica... No se pretende, con lo expuesto, declarar apresuradamente que la posición en idioma ha de ser de rebelión; como tampoco ha de admitirse sin reservas el despotismo académico. Quizás el término medio resulte el sitio preciso para ubicarse en materia tan abstracta. Tanto es así que, a su vez, una particular conformación humano-geográfica de nuestra Capital Federal la coloca, dentro del cuadro general del idioma en la República Argentina, en una posición marginal propia de las ciudades-puertos de tipo cosmopolita, de las que es enérgica y acabado ejemplo. Ciudad con un bajo fondo humano que posee su bajo fondo idiomático, propio del conglomerado de razas que arriban a sus muelles en procesión interminable y que nunca, hasta ahora, han venido a difundir entre nosotros ideas culturales, porque siendo esta tierra de iniciación, venían a colonizarla, a explotarla, a subyugarla. Ese bajo fondo tiene sus propios medios de expresión, llámese argot, lunfardo o de cualquier otra manera. Posee suficiente capacidad como para
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crear sus propias palabras y lanzarlas al torrente de las voces populares en el que muchas veces tienen amplio y generoso acogimiento. Así –siguiendo a Clemente– debemos diferenciar vulgaridad en el idioma de popularidad; jerga artificiosa de idioma local; asimismo, idioma local de idioma general; modalidad propia de una región que informa, a la modalidad general y que encauza a la modalidad local. “Idioma local es raíz que se hinca en la tierra para absorber la savia vital que ha de nutrir a la lengua madre. No pueden prescindir de él ni el hombre de la calle ni el escritor. Lo precisa el novelista para situar la topografía humana de sus personajes; el poeta, menos sujeto a la realidad doméstica, identificará su estilo en el mapa del idioma según el acertado empleo de las palabras que lo rodean y consustancian su persona física; los géneros mentales –cuento y ensayo– requerirán menos la nota ambiental por trascender a zonas especulativas, alejadas de la vida sensible, pero cuando quieran arraigar un gesto afectivo deberán afincarse al pedazo de paisaje que determina el localismo”. Las palabras tienen vida propia y actúan como seres humanos. Ello de por sí nos dice que si no hay posibilidad de identidad absoluta entre dos hombres, tampoco podemos exigirla de las palabras entre sí. El breve comentario que antecede, nos ha puesto de relieve tres hechos importantes: a) que nuestro idioma no ha dejado de ser, ni tampoco lo pretende, el castellano; b) que, sin embargo, ha adquirido mayoría de edad como para ser considerado con capacidad cultural, lingüística y formativa suficiente y permitir su independencia de las normas académicas extranjeras; c) que la riqueza de vocablos que el habla de nuestra patria revela es tal como para justificar la preparación de un diccionario nacional en el que se incluyan todas esas voces. Y es precisamente en esos puntos en que se detienen los objetivos del Segundo Plan Quinquenal del gobierno del general Perón. Tal como recordáramos al principio de esta glosa, el objetivo V. G. 7 del capítulo “Cultura”, en su apartado d) anunciaba el auspicio del Estado a la actividad literaria mediante la configuración nacional de la lengua. Y que este objetivo tendría su práctica concreción en el quinquenio 1953/57 en
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orden al cumplimiento del objetivo especial V. E. 3, en cuanto determina que la cultura literaria será desarrollada mediante la configuración nacional de la lengua, creando la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el Diccionario Nacional que incluirá las voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones y las usadas corrientemente en Latino América. La doctrina nacional –el Justicialismo, según así lo ha dispuesto la Ley 14184– exige un lenguaje propio para manifestarse; una nueva realidad ya concretada en innumerables realizaciones de contenido material y moral requiere particulares modos de expresión. El idioma configurado nacionalmente ha de dárselos, para que cada argentino sepa hablar y escribir con palabras que le pertenecen sobre los hechos que le atañen.
Castellano. Tercer Curso, de Alfredo Goldsack Guiñazú (1953) Goldsack Guiñazú, A. 1953. “La configuración oficial de la lengua argentina – Necesidad de una Academia y de un Diccionario Nacional de la lengua”, en Castellano. Tercer Curso. Buenos Aires: Kapelusz, pp. 44-47.
Es una verdad incuestionable que el idioma es un factor decisivo en la unidad nacional y en el perfil personal de los pueblos. Pero nuestro problema del idioma propio no se resuelve con aspirar a obtener un idioma nacional distinto del que hablan los pueblos hispanoamericanos; sino de afirmar, dentro del castellano que nosotros manejamos, como lengua histórica y materna, los valores y contenidos de esencia nacional, que reflejan el espíritu e idiosincrasia del pueblo argentino. Todas las palabras y expresiones que se consideran particularmente nuestras, dentro del castellano, llegarán un día, como ha ocurrido ya con muchas de ellas, a tener circulación general en el español universal. Por lo tanto, es nuestra obligación propender a que todos los valores idiomáticos legítimos argentinos se reconozcan como válidos y no se releguen basándose en que son regionalismos que no figuran en el Diccionario de la Academia Española. De esta manera participaremos de “esa tendencia constructiva, justa y noble: la de ser agentes en el perpetuo evolucionar de la lengua culta, legitimando los buenos usos de casa y dándoles la más alta dignidad, aun cuando no sean compartidos por los españoles” (Amado Alonso, Castellano, Español, Idioma Nacional) o por los pueblos de Hispanoamérica. No hemos de dejar de ser argentinos porque hablemos español, ni dejaremos de hablar español porque seamos argentinos. Lo que se ha heredado de padres y de abuelos es tan nuestro como lo que, por propio esfuerzo, hemos agregado, como bien común, a lo recibido de ellos. No olvidemos que lengua propia no es lo mismo que lengua diferente. “Una lengua es propia de una nación, cuando es la que los niños aprenden de sus padres, la que los connacionales emplean en su vida de relación y la que sus poetas y escritores elaboran y cultivan estéticamente
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para sus producciones de alta cultura. Si es así, la lengua de un país es bien propia, absolutamente propia de ese país, aunque en otros países los niños aprendan a hablar en la misma lengua, y los hombres se entiendan con ella, y los escritores la trabajen en sus creaciones culturales. Y si no se quiere atender a que una lengua vive en perpetua formación, por lo cual es propia y es hechura de cuantos la hablan como lengua natural, y se quiere pensar que los ingleses, portugueses y españoles reciben de sus antepasados la lengua en propiedad, como por herencia legítima, mientras que los americanos la reciben de manos ajenas como en mero usufructo, también se yerra”. “Lengua propia no es ni más ni menos que la lengua natural, la lengua de la ciudadanía, la lengua materna, la lengua de la familia y de la vida pública, la de los menesteres diarios y la de la alta cultura. La lengua que hace en nuestra necesidad de expresión como una segunda naturaleza; la que nos sirve para ordenar nuestros conocimientos del mundo y nos da como una entrañable filosofía, vivida y sufrida aunque no discernida en conceptos. La lengua que es como el suelo necesario que pisa toda nuestra vida de relación y también, en mucho, nuestra vida más íntima, esa es la lengua propia de cada país. Ofuscarse porque esa lengua vino de Inglaterra, de Portugal o de España, y pensar por eso que no es propia, es como pensar que la sangre del americano no le es propia, ni lo son sus huesos y su carne, ni su religión, ni su cortesía, ni su literatura, ni su cultura toda de abolengo europeo. Pero piénsese que la lengua no es una “cosa” que se traiga o se lleve y se ponga o se quite; es un modo de ser del alma del individuo, y de lo que metafóricamente se ha llamado el alma de la comunidad. Es una de las más eficientes condiciones –acicate y mesura– del diario hacer en la vida de relación y en el logro de la personalidad de cada uno. Y no hay nada más propio de uno que lo que le es constitucional, lo que entra en su modo de ser y en su modo “de hacer” (Ibíd). Debemos entender, por consiguiente, que si el código básico del idioma es el léxico que fija la Academia de Madrid, los argentinos tenemos el derecho a completar o integrar dicho caudal con lo autóctono o propio, que debe ser detenidamente estudiado y entendido, para llegar a la formación de un Diccionario Nacional del idioma que se habla en la Argentina. De ahí la necesidad de una Academia Nacional de la Lengua que, como cuerpo oficial en materia lingüístico-literaria, elabore, con la colaboración de todos los estudiosos del país, el Diccionario Nacional de la Lengua.
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Esta tarea se ha realizado, hasta hace poco, por la Academia Argentina de Letras, institución fundada hace más de veinte años, con el objeto de velar por la pureza del idioma y contribuir, además, al estudio del castellano y de su literatura en la Argentina. Ha publicado numerosos volúmenes de clásicos argentinos, y otros con los discursos de recepción de sus miembros de número, y consultas en materia de idioma. Asimismo, ha colaborado con el Diccionario oficial de la Academia Española, dándole a conocer las numerosas palabras y expresiones argentinas que ha creído que tienen derecho a ser incluidas en aquella obra. Con nuestra Academia y nuestro Diccionario Nacional de la Lengua, orgullosos y respetuosos del acervo literario y lingüístico, como de toda herencia hispana –cuyos altos valores estimamos y admiramos–, seremos los argentinos dueños de una literatura y un idioma propios que, al tiempo que vivirán al ritmo de la lengua española universal, revelarán con perfiles típicos la personalidad nacional.
Castellano (III° año). Para los Colegios Nacionales, Normales y Escuelas Nacionales de Comercio, de Fernando Hugo Casullo (1953) Casullo, F. H. 1953. “La configuración oficial de la lengua argentina – Necesidad de una Academia y de un Diccionario Nacional de la lengua”, en Castellano (III° año). Para los Colegios Nacionales, Normales y Escuelas Nacionales de Comercio. Ajustado al Programa de 1953. Buenos Aires: “Mentores estudiantiles”. Resúmenes para estudiantes secundarios, pp. 6-7.
Si el código básico del idioma español es el léxico que fija la Real Academia Española, los argentinos tenemos el mismo derecho a completar o integrar dicho caudal idiomático con lo autóctono o propio, que debe ser bien estudiado, entendido y meditado para llegar a la formación de un diccionario del idioma que se habla en la Argentina. He aquí pues la necesidad de una Academia Nacional de la Lengua, que como cuerpo oficial del Estado, elabore, con la colaboración de todos los hombres estudiosos del país, un Diccionario Nacional de la Lengua. Esta tarea había sido realizada hasta hace pocos años por la Academia de Letras, institución fundada hace más de veinte años con el objeto de “velar por la pureza de nuestro idioma, contribuyendo al estudio del castellano en la Argentina”. Esta tarea será acelerada en virtud del Segundo Plan Quinquenal, puesto que el gobierno sostiene que debe propender a que todos los valores idiomáticos legítimos argentinos se reconozcan como válidos y no se releguen basándose en que son regionalismos que no figuran en el Diccionario de la Academia Española. En esta forma, con la Academia del Idioma y el Diccionario Nacional de la Lengua, la República Argentina, y por ende los argentinos, seremos dueños de un idioma y de una literatura que servirán para revelar con típicos perfiles y caracteres nuestra personalidad.
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POESÍA (Soneto) Daba sustento a un pajarillo un día Lucinda, y, por los hierros del portillo, fuésele de la jaula el pajarillo al viento libre en que vivir solía. Y con un suspiro a la ocasión tardía tendió la mano y, no pudiendo asillo, dijo, y de las mejillas amarillo, volvió e1 clavel que entre su nieve ardía: “¿Adónde vas, por despreciar el nido, al peligro de ligas y de balas, y el dueño huyes que tu pico adora?”. Oyóla el pajarillo enternecido, y a la antigua prisión volvió las alas: ¡Qué tanto puede una mujer que llora! Lópe de Vega (español, 1562-1635).
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“El diccionario argentino”, de Avelino Herrero Mayor (1955) Herrero Mayor, A. 1955. “El diccionario argentino”, en Lengua y gramática. Buenos Aires: Fides, pp. 32-34.
El diccionario argentino. El diccionario argentino de la lengua proyectado supone un ideal científico que habrá de concretarse en la hechura metódica del futuro libro de las palabras con medida nacional. El aporte argentino al idioma tradicional de la Constitución, de las leyes y de la literatura es ya inmenso en el cotidiano menester de expresar los pensamientos y las emociones. Hay un lenguaje argentino, como hay un lenguaje mejicano, colombiano, chileno, venezolano o andaluz. Dentro del castellano de la Conquista y aun del moderno español, la variante argentina, como la variante americana, es caudalosa, como lo son en el orden peninsular las variantes regionales de allá. Todo ese caudal propio, y toda esa corriente lingüística, arcaica o neológica, que se conserva o crece en nuestro hábito lingual, tendrá que ser encauzada en el rigor de los documentos didácticos a propósito para cumplir una función docente del habla. El libro futuro de las palabras ha de tener forzosamente esencia castiza argentina y carácter ecuménico. Lo cual no significará escisión idiomática ni disensión familiar, sino cohesión y firmeza de la expresión nativa, que no viene a separarnos de los demás miembros de la gran familia hispanoamericana, sino a confirmar su unidad con el tono vernáculo y el antiguo acento de origen, arraigando la voz y el sentido argentinos que ya poseemos. Por estas circunstancias, el diccionario nacional de la lengua será un instrumento propio, científico y popular de divulgación, que traerá la consecuencia de nuestros modos expresivos, en consonancia con la psicología e idiosincrasia nacionales. Y, además, un método docente del vocabulario sobre la base de argentinismos de buena ley imprescindibles en el acervo lexicográfico propuesto para las páginas. El idioma, común a tantos pueblos hermanos, tendrá así en el compendio anunciado el mejor propósito de enriquecimiento legal de voces y giros propios, que aumentarán la lengua.
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“No es que pretendamos crear o tener un idioma argentino –expresa el Segundo Plan Quinquenal–; pero sí no depender de nadie en materia idiomática”. Con este inicial pensamiento, adecuado a la circunstancia social y científica del idioma que hablamos, la empresa de compilar las palabras de uso corriente tiene una norma didáctica insuperable para conllevar la tarea de consolidar nuestra expresión nacional.
“Independencia de nuestro idioma nacional”, de Amílcar Medina Verna (1953) Medina Verna, A. 1953. “Independencia de nuestro idioma nacional”, en La Prensa, 25/10/1953.
Es evidente que la cultura argentina está de parabienes. El capítulo V del Segundo Plan Quinquenal, titulado “Cultura”, contiene algunos fundamentos que, aplicados de inmediato, colocarán a nuestro país entre los más adelantados en esta materia, base de toda sociabilidad y progreso humano. Uno de los objetivos generales expresa que la cultura literaria será desarrollada mediante la configuración nacional de la lengua, creando a tal fin la Academia Nacional de la Lengua, que deberá preparar el Diccionario Nacional que incluirá las voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones, y las usadas corrientemente en Latinoamérica. Los demás puntos del objetivo están relacionados con el fomento de la actividad editorial para la publicación de ediciones de bajo costo de obras de literatura nacional y universal, coordinando las actividades de los editores con las entidades que agrupan; con el fomento de la difusión del libro argentino en el exterior, en cuanto signifique una expresión auténtica de la cultura nacional, y con la publicación de obras de autores argentinos premiados en concursos anuales de carácter nacional. He aquí el espíritu junto a las fuerzas vivas, y una aspiración largamente acariciada: la independencia de nuestro idioma nacional. Poseeremos nuestro propio vocabulario, en el que serán incluidos los giros que se han popularizado a lo largo de toda una época de tradición. Modismos, palabras genuinamente nativas, vocabularios étnicos y nomenclaturas nuevas que la Real Academia Española no ha tenido en cuenta, con su severidad histórica y su reticencia siempre dispuestas a mirar los argentinismos y americanismos como palabras que es necesario no aprobar sin la más absoluta “prudencia”, serán debidamente recopiladas y estudiadas por la futura Academia Nacional de la Lengua, que tendrá en cuenta, asimismo, las voces usadas comúnmente en los países americanos de habla hispana. Ya no dependerán nuestras palabras de la institución matriz del idioma. En el breve prólogo que aparece en la edición del diccionario de la Real Academia Española correspondiente al año 1947, puede leerse una
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advertencia que es sumamente conveniente transcribir, por cuanto se percibe en ella el valor primordial que se ha otorgado a nuestras sugestiones, siempre respetadas, pero que quedan, por otra parte, bien disimuladas y postergadas con estas expresiones: “Se ha decidido reimprimir el cuerpo de la obra según se halla en la edición 16ª, añadiéndole, en un copioso suplemento, las novedades más importantes que se deducen de las recientes aportaciones y de los estudios ya efectuados, y dejando para más adelante las enmiendas introducidas en muchos artículos. Entonces –y aquí queríamos venir a parar– habrá llegado la ocasión de utilizar, entre otras observaciones recibidas, las muy copiosas e interesantes que se ha dignado formular la Academia Argentina de Letras”. Preciso es hacer notar que no podemos vivir pendientes de la rancia academia en esto de nuestro idioma nacional. Perfectamente identificados a lo largo de brillantes años de una literatura que ha competido con las más bellas obras clásicas y contemporáneas en lo que a gramática, retórica e inspiración se refiere, hemos sido –y es la verdad–, celosos guardianes de la lengua de Cervantes. Pero, no podemos estar constreñidos; no podemos encasillarnos en las celdillas del diccionario oficial, dado el enorme caudal de vocablos propios que, para no pasar por indisciplinados fabricantes de palabras ante los extranjeros que los leen, deben eludir nuestros escritores, nuestros novelistas, nuestros poetas, que siempre han ido de consuno con el progreso general de la Nación, aportando con su pluma espiritual, viril y vibrante, su buena parte de acción en los peldaños de la historia argentina. Amado Nervo, el suave lírico mejicano, dijo alguna vez que la Argentina era “la hija rebelde del idioma”, y quizá tuvo razón, porque era la que estaba en mejores condiciones para serlo. Pero, al mismo tiempo escribió en sus medulosos artículos sobre la lengua y la literatura, que “querer fijar una forma definitiva al idioma, es querer fijar una forma definitiva a la onda que revienta en la playa, a la nube que pasa”. Y estamos con él en aquello de que, otra muy diferente debe ser la labor de los académicos, pues su deber debiera ser la depuración constante del idioma que se habla, adoptando cuando sea necesario los extranjerismos que la gente se ve forzada a usar por carecer de la equivalencia inmediata que no les proporciona “la lentitud de los doctos”. Juan María Gutiérrez, el fogoso erudito argentino que anduvo por todos los caminos de las letras, fue nombrado miembro correspondiente de la Real Academia Española en 1873, en consideración a sus
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relevantes cualidades y reconocida ciencia, como reza el tan mentado diploma. Solemne y máxima distinción; pero el maestro no la aceptó, rechazándola con una caballeresca y extensa nota dirigida al secretario de la institución. Gutiérrez rechazó el diploma, según él mismo lo explica a sus contemporáneos, por tres razones: “1º: el escritor americano no debe acatar legisladores de su lenguaje, porque pueden convertirse en legisladores de su pensamiento. 2º: la Real Academia, fundada con fines políticos para servir al trono de los Borbones, enemigo de la libertad americana, no puede extender su mandato a pueblos que se separaron de su trono, después de larga y sangrienta lucha. Y 3º: El purismo del idioma español es un mito, ya que la raza de la península metrópoli está formada por un conglomerado de pueblos disímiles. Pretender cristalizar el idioma de América en nombre de aquel purismo es, pues, una aberración”. Según el artículo 1º de los estatutos de la Academia, el fin primordial de sus miembros es “cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana”; Juan María Gutiérrez era elegante y puro en el estilo pero, ante todo, se consideraba, precisamente, un escritor argentino. España no verá con malos ojos esta notable iniciativa del Segundo Plan Quinquenal del general Perón. Al contrario, aplaudirá el paso dado por su vigorosa hija de la América del Sur, ya que nuestros escritores han otorgado tantas satisfacciones al idioma español utilizado en la República Argentina con todo el “brillo y esplendor” exigidos, y además, porque aunque lo adaptemos al sabor de nuestra tierra, no dejará de ser, ante todo, español. En una carta prólogo a un libro del ecuatoriano Montalvo, Juan Valera escribía en 1902: “Yo quiero que tenga, y si el amor de casta o de raza no me engaña creo que ha de seguir teniendo, el elemento español que hay en América desde Tejas y California, hasta el estrecho de Magallanes, la plasmante virtud que identifique los otros elementos que se le unan. Así conservará en el conjunto o compuesto la condición propia de una gente que a pesar de la división política, siga siendo la misma: expansión o renuevo más lozano, más florido acaso y más rico de sazonados frutos en las venideras edades que la planta de que procede, de la que recibió al principio poderosa y vivificante savia, y que tal vez hoy se marchita y decae en esta península del occidente de Europa…”. “Bueno es, pues –continúa el autor de Pepita Jiménez– que los americanos anhelen dejarnos atrás; ir más allá de donde hemos ido nosotros, aunque no desdeñando, sino aceptando
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lo que hicimos y poniéndolo como base de sus adelantos y ulteriores mejoras”. Aquí tenemos una sensatísima opinión, más sensata y audible por venir de quien viene. El idioma marca la historia: la historia señala la vida de los pueblos y de las instituciones. Pretender trazar un bosquejo ligero de las variaciones que el lenguaje ha experimentado desde los balbuceos regionales del hombre primitivo, o, si queréis, desde el drama lingüístico de Babel, requeriría la memoria y la documentación que nos convertiría en “ratas de siglos” en cambio de “ratas de biblioteca”. Para ser “ratas de siglos” tenemos que pensar ante todo que somos hombres, y que la vida es demasiado corta. Debemos ser prácticos. Se ha hablado mucho, se ha escrito más aun. Eruditos notables, filólogos y gramáticos que nos abrumaron con sus críticas al idioma, no pasaron de allí. Muchas palabras, como las de Hamlet; mucha ironía, como la del que quiere hacer algo pero no se atreve; mucha maestría, mucho dominio del vocabulario pero plagados de un arcaísmo y de un vicio de estancamiento que los hacía parecer al arrugado viejito de la guadaña que adorna las alegorías del tiempo. Los arcaísmos deben desterrarse. Que se conserven como la muestra de la riqueza del lenguaje, bien. Pero que los escritores de ahora –más de cuatro, a la manera popular–, que parecen solazarse en anegar sus artículos de palabras cuya estructura fónica nos hace estremecer aun ignorando su significado, nos obliguen a leerlos con el pesado diccionario de la Academia a cuestas, mal. Entre este bien y este mail, ¿qué hay? Algo muy sencillo: la configuración del idioma. Es decir, un “reajuste”, un “renacimiento”, una “carta de ciudadanía” para que ingrese en nuestra contemporaneidad, señorial, siempre respetuoso del origen español, pero con el privilegio de engalanarse cuando lo estime necesario con nuestro clásico poncho gaucho. A veces se debe recurrir a un arcaísmo o a una palabra exótica, porque no encontramos la equivalencia exacta, o bien, porque la equivalencia que aquí tenemos no está en el diccionario. Abro una mañana el suplemento dominical de un periódico, y leo un portentoso título: “Ensayo filosófico sobre…” (no me acuerdo). Y no me acuerdo porque cuando comencé a leerlo mis ojos tropezaron con una sarta de arcaísmos del tiempo de Maricastaña. Entonces tendí las líneas de mi pobre intelecto y me dije: “Ensayo es un escrito, generalmente breve, sin el aparato ni la extensión que requiere un tratamiento completo sobre
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la misma materia, y, en otra acepción, la acción de ensayar…”. Y continué: “Ensayar es probar, reconocer una cosa antes de usar de ella”. Bueno, no pensé ni leí más. El tipo quiere hacer un ensayo y me sale con arcaísmos, con palabras que han caído completamente fuera de uso y que no hacen más que dificultar la lectura de algo que debe ser breve, para tratar de probar una conjetura o una novedad. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Es esto un ensayo o un relicario? La Academia Nacional de la Lengua, que tendrá a su cargo la confección del Diccionario Nacional, terminará de una vez por todas con la prisión literaria del escritor argentino, dentro de los cánones absolutos y convencionales del idioma español, ya que podrá usar, sin temor a caer en informalidades académicas o gramaticales, los recursos de expresión que son originarios de nuestras regiones patrias, como así de toda la América latina. Y entendamos que se trata de la configuración de la lengua, y no de su desfiguración. Las academias se respetan entre sí. Son instituciones, y las instituciones de la cultura son las que hacen avanzar la humanidad. No puede haber críticas adversas a esta iniciativa. La Argentina necesita el Diccionario Nacional. Además, los perros de la cabalgata del Quijote ya no asustan a nadie. Para finalizar, volvamos a Juan Valera, transcribiendo su notable pensamiento: “No quiero yo, ni Dios lo permita, que el americanismo borre o destruya el españolismo; pero sobre el fundamento español, que no debe destruirse si nuestra raza es vigorosamente viable, bien puede y debe brotar y desenvolverse un carácter especial que distinga y señale el ingenio, las letras y toda cultura hispanoamericana”. El general Perón así lo entendió, y por eso festejamos esta patriótica y magnífica iniciativa con la cual habremos de declarar la independencia de nuestro idioma.
La lengua nativa y el Segundo Plan Quinquenal, de Luis C. Pinto (1953) Pinto, L. C. 1953. La lengua nativa y el Segundo Plan Quinquenal. Disertación pronunciada en la Sociedad Argentina de Estudios Lingüísticos el 30 de septiembre de 1953. Buenos Aires: Talleres “Nueva Vida”. Los hombres, ya formen parte de una tribu primitiva o constituyan colectividades y pueblos civilizados, utilizan una lengua para expresar sus sentimientos y sus ideas. Lo mismo el hombre común de la calle que el funcionarlo, el magistrado, el artista, etc., emplean de manera espontánea y natural la lengua que les ha tocado en suerte hablar (con los matices propios de cada actividad), sin preocuparse de su origen, composición y desarrollo. Todos, con mayor o menor provecho y amplitud, nos valemos del idioma porque él es el medio de comunicación entre los hombres, base de su instrucción y vehículo de la cultura. Pero el idioma es algo más que todo eso, y cuya profundidad escapa a quienes no han necesitado estudiarlo con detenimiento y especialización para desempeñarse en sus diversas profesiones, artes u oficios. Por el idioma se conoce el alma de un pueblo, se perciben sus vibraciones sentimentales, nos adentramos en su sicología, lo conocemos por adentro... Pero estos aspectos no son aprehensibles sino a los lingüistas o personas preparadas para la investigación de las lenguas. Sin embargo, interesa a todos el uso y destino de la lengua común, y hasta el hombre más simple reconoce la importancia que ella reviste en la vida de relación de la sociedad a la cual pertenece. Mas si a cada ciudadano interesa la suerte de su idioma, solo el Estado tiene la facultad y posibilidades de realizar la superintendencia, digamos así, del mismo por medio de sus instituciones especializadas. Hasta hoy estas instituciones no han sido creadas en el país. Podría argüirse que no son indispensables ya que carecen de ellas países de vasta cultura; pero son necesarias, indudablemente, en los que, como el nuestro, reciben a diario el aporte humano inmigratorio de distintos pueblos de la tierra. Con esta previsión, sin duda, se establece, entre los Objetivos Especiales del Segundo Plan Quinquenal del gobierno nacional, que la cultura literaria
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será desarrollada, entre otros puntos, mediante “la configuración nacional de la lengua, creando a tal fin la Academia Nacional de la Lengua que deberá preparar el Diccionario Nacional que incluirá las voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones y las usadas corrientemente en Latinoamérica”. Postulados tan amplios no pueden dejar de sernos gratos a quienes desde hace muchos años venimos reclamando la necesidad de legislar para nuestro pueblo en materia de idioma. Pero a este respecto caben algunas sugerencias, que no se precisan en el enunciado general del Plan, las cuales queremos señalar como una contribución al mejor éxito de la iniciativa. El idioma o lengua hablada de un pueblo no es resultado de ninguna convención humana, ni es producto de creación considerado en su totalidad; nace de la transformación, por el espíritu del hombre, de elementos lingüísticos tradicionales y el aporte de otros idiomas foráneos que contribuyen a su formación. Este proceso lo han seguido todas las lenguas, y la castellana entre ellas. Al pasar el castellano a América, con los conquistadores, “se americanizó, dice el doctor Vicente G. Quesada, según la región, compenetrándose con la letra y el espíritu de las lenguas indígenas locales; adaptándose a las necesidades peculiares de la población extranjera o local aquí radicada y moldeándose con arreglo al ambiente en que la vida comarcana se desenvolvía”. Nuevas tierras con nuevas razas, y distintas tradiciones y culturas, transformaron desde el primer instante la lengua importada. “Los cronistas, de repente, afirma Germán Arciniegas, ven que las palabras del idioma que habían traído les resultan falsas dentro del nuevo teatro en que deben actuar, y así como en Europa el lenguaje se está convirtiendo en una melodía cortesana, o en un complicado juego de elegancias escolásticas, en América se contagia de olor a selva”. Con varias influencias se transforma la lengua castellana traída a estas tierras: por el aporte de las lenguas indígenas americanas, por su evolución semántica y por la contribución de las lenguas europeas, a todas las cuales debemos parte de nuestro vocabulario. Todo eso ha sido suficiente para dotar de distinta fisonomía a la lengua hablada en el Río de la Plata y en el resto de Indoamérica. Pero hay algo más, que la hace irreconciliable con el castellano peninsular, “es el espíritu que se mueve detrás de las palabras”. “Si hay algo que pudiera servir, dice Germán Arciniegas, para explicar lo que yo encuentro de fundamental y común en América, es justamente
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la historia de las palabras. Cuando yo hablo en la que considero mi propia lengua, uso las mismas palabras que se encuentran catalogadas en el Diccionario de la Academia Española y construyo mis frases sin apartarme de las reglas gramaticales españolas. Sin embargo, cualquiera que me oiga, o que me lea, sabe al instante que no soy español sino americano”. Después de la independencia de estas colonias de la antigua metrópoli, se acentuó la diferencia porque se contagió a la lengua un nuevo espíritu de libertad y democracia, nació una nueva literatura con características propias, se echaron las bases de una nueva cultura cuyos elementos provenían de Europa, pera alejándose cada vez más de España. Hoy podemos afirmar, sin hesitaciones, que hablamos una lengua distinta de la española, sin que sea preciso para comprobarlo que dejemos de entendernos completamente peninsulares y argentinos. Lo hemos demostrado en nuestras disertaciones y trabajos, dicho sea sin jactancia, y estamos siempre dispuestos a repetir el ensayo; particularmente en la parte vocabularia y en la fonética, que es la bandera distintiva del habla. Hoy nos ocupamos únicamente, por razones de tiempo, del aspecto general de la configuración nacional de la lengua. Los autores que no creen en estas desemejanzas suelen afirmar que, para que la lengua de las repúblicas indoamericanas se diversifique del castellano peninsular de manera sensible, es preciso que se reproduzca en América el mismo fenómeno que en Europa cuando la corrupción del latín vulgar, es decir, que una nueva Edad Media suma a estos pueblos en una larga noche de confusión y de barbarie... Sostenemos que no es preciso que se cumpla este sombrío vaticinio para que aquello acontezca. Observemos que los pueblos americanos, a cuatro siglos de la conquista, van recuperándose de su espíritu ancestral, como van recuperándose en el orden de su economía. Es que se ha salvado en ellos, por predominio de las fuerzas telúricas y las tradiciones autóctonas, el alma de la raza, que da una singular configuración a las sociedades americanas. Nada han podido contra ellas ni las conquistas violentas de las armas ni la infiltración pacífica de las inmigraciones, ni las indudables influencias de las culturas foráneas. El gran filólogo americano Rufino José Cuervo sostenía, hace más de medio siglo, que “ni los más insignes escritores, ni poder humano alguno
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son capaces de atajar el movimiento natural del lenguaje, evolución fatal, incoercible en todos los tiempos y en todos los climas”. Claro está que estas diferenciaciones lingüísticas no son fácilmente descubiertas por el hombre común que no realice un mínimo estudio de la materia y no se asesore por entendidos que se hallen libres de prejuicios castellanistas. Hay dos causas poderosas que impiden el convencimiento de muchas personas reacias a nuestra emancipación idiomática. Ellas son el imperio de la rutina y los resabios de colonialismo espiritual que pesan como lápidas en el ánimo de los argentinos. Pero los hechos son irrefutables y estamos seguros que una amplia difusión pública producirá una reacción favorable en tal sentido. El mayor obstáculo para la comprensión y resolución del problema lingüístico es el enfoque falso que se hace del mismo. Se parte, generalmente, de un anacronismo. Se toma como modelo del lenguaje el utilizado por los clásicos, empaquetado en casticismo, y todo aquello que se aleje de estos patrones es desdeñado por espurio, imperfecto, malo... Frente a un criterio tan simplista como anticientífico nada puede ni aun la misma ciencia del lenguaje. Se niega con eso la evolución de las lenguas, las influencias de unas sobre otras, el progreso de las sociedades y el acrecentamiento de la cultura, factores todos que coadyuvan a formar y renovar constantemente el habla de los pueblos. El “casticismo” en idioma es retroceso porque es estancamiento. Aun para los pueblos en decadencia que hayan cumplido su ciclo histórico. ¿Y no lo será para naciones como la Argentina en pleno desenvolvimiento integral que marca cada día un paso firme, con vigoroso impulso, en la ruta ascendente de su destino histórico? Sería un contrasentido, un absurdo, que en medio de tantas realizaciones movilizadas por el genio y la voluntad nacionales, solo la lengua quedara estática, fría, anquilosada, y reducida a contemplar nostálgicamente el pasado rindiendo culto supersticioso a los clásicos castellanos… Afortunadamente el pueblo no entiende de purismos e imprime a su lengua su espíritu, su sabor y color locales, nacionales, afirmando su personalidad idiomática bien distinta, y cada día más, del núcleo originario castellano; y si bien nos ocupamos aquí de los aspectos generales del tema, pondremos solo un ejemplo que valdrá por muchos razonamientos. Hace poco tiempo una artista argentina filmó en España una película en español,
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y comprendiendo lo ridículo que resultaría presentarse con aquel lenguaje ante sus connacionales, impuso que la cinta fuera “doblada” en idioma argentino para el mercado sudamericano. Y los empresarios accedieron, entendiendo que lo contrario habría significado el fracaso de su negocio. Las hondas diferencias existentes entre el castellano peninsular y nuestro idioma nacional, exigen de nosotros que tratemos del asunto como cosa propia y conforme a las necesidades de nuestro progreso social, cultural y literario. Consideramos indispensable, en principio, cortar toda dependencia de autoridades foráneas que han mantenido, sin ninguna razón, las directivas de nuestra lengua. Eso no implicará que sigamos vinculados con aquellas en el terreno de las buenas relaciones y hasta donde lo permita la impermeabilidad de quienes se consideran ¡todavía! “amos del idioma”... Sabemos que este planteamiento parece demasiado radical a mucha gente, aun entre quienes simpatizan con nuestras modalidades idiomáticas. Los argumentos contrarios, principales, pueden reducirse a dos. Primero: ¿qué ocurriría, se dice, si cada una de las veinte repúblicas índoamericanas resolviera lo mismo, cortando su dependencia de la Academia Española y prefiriesen legislar ellas mismas sobre sus idiomas nacionales? Se deduce de eso un pernicioso aislamiento en lugar de una aproximación con los pueblos hermanos del continente. Segundo: ¿qué resultaría, asimismo, si dejáramos librado al arbitrio de cada habitante hablar como le dé la gana sin instituciones que regulen la vida del lenguaje? Con esta objeción se supone que somos enemigos de reglas y organismos que orienten el desarrollo del idioma. Contestamos a lo primero, repitiendo: la formación y evolución de una lengua no es producto de ninguna convención humana. Cada pueblo forma, conforma y diversifica la suya de acuerdo con sus necesidades, acrecentando su caudal elocutivo según su grado de civilización y cultura. Todos los hombres contribuyen a ello sin proponérselo deliberadamente y el proceso escapa a su vountad. Pero todos los pueblos no siguen igual desarrollo y no es forzoso suponer que lo que ocurre en la actualidad en la Argentina, por ejemplo, se dará simultáneamente en todos los pueblos hermanos de común origen lingüístico. No obstante, si así ocurriere, nadie, absolutamente nadie podrá impedir que cada pueblo se determine por el uso de su lengua nacional.
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Las razones de orden sentimental, y aun de buena convivencia internacional, muy respetables y que compartimos, no tienen atingencia directa con los hechos lingüísticos. Es preciso establecer estos conceptos para colocar el problema en su verdadero terreno. Por otra parte, hay mucho de buena vluntad pero de ilusorio en el deseo de mantener una “unidad de lengua” entre España y las repúblicas americanas. Tal “unidad” no existe ni aun en la misma península. Como se sabe, en esta el castellano convive con otros idiomas (vasco, gallego, catalán) tan españoles como aquel, con rica literatura propia, y que se mantienen vivos en sus áreas de influencia a través de los siglos a pesar de la imposición y el reconocimiento oficial de una sola lengua: la castellana. Todo ello obedece a muy variados factores que sería largo estudiar ahora; pero un hecho queda incontrovertible: el castellano no es de uso general en todas las regiones españolas. Si España, pues, con un territorio pobladísimo, cuya extensión es apenas como dos provincias argentinas, no ha logrado en siglos la mentada “unidad”, ¿podrá concebirse esta entre pueblos que se extienden a miles de kilómetros? Concretamente nada autoriza a suponer aislamientos, ni menos resentimientos, entre los hermanos del continente si resolvemos emanciparnos de tutelas foráneas en los asuntos del idioma. Respondemos a la segunda objeción: muchas personas que notan nuestro entusiasmo por libertar nuestra lengua de ataduras y directivas dogmáticas peninsulares, suponen que somos defensores o tolerantes con la “anarquía idiomática” y enemigos de reglas e instituciones que orienten el uso del lenguaje (decimos que oriente, no que “limpie”, “fije” o “dé esplendor” a la lengua, porque nada de esto es misión ni se halla en las posibilidades de ninguna academia...). Seríamos muy ignorantes y enemigos de la educación si combatiéramos la necesidad de reglar en nuestra patria el uso de la lengua nativa, de enseñarla de acuerdo con principios establecidos, de conocerla y estudiarla ampliamente y hacer de ella un fuerte vínculo de cohesión social y eficaz vehículo de la cultura. Pero entendemos claramente que no pueden legislar sobre la lengua los hombres que no pertenezcan a nuestro pueblo, que no convivan con nosotros, que no hablen de la misma manera y que carezcan de sensibilidad y espiritualidad argentinas.
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La experiencia que tenemos al respecto es aleccionadora. Alguna vez se trajeron al país españoles para dirigir un Instituto de Filología y enseñar a los profesores argentinos, y el fracaso ha sido rotundo. Pudieron maravillarnos con la publicación de una biblia medieval, pero no pudieron comprender el sentido de nuestras palabras más comunes ni formar el más modesto de los vocabularios argentinos. Por lo tanto, con lo que queda expresado dejamos establecido que lo primordial es proclamar nuestra soberanía aun en materia idiomática. Bien entendido que esto comprende cuanto se relaciona con el “gobierno” de la lengua nacional, en el que tienen “representación” todos los habitantes, no en el aspecto científico, universal, de los estudios filológicos. No nos guía un pensamiento chauvinista, pero sí patriótico y cultural. No es tampoco de hoy que sostenemos esta tesis. Hace ya dos décadas que venimos bregando por lo mismo y comprobamos con honda satisfacción que aquello que nos pareció aventurado o quijotada juvenil es ya motivo de conversación del hombre de la calle; y, lo que es más extraordinario, ha llegado a llamar la atención de los hombres de gobierno como lo prueba la inserción del tema entre los Objetivos Especiales del Segundo Plan Quinquenal, propugnando la creación de una Academia Nacional de la Lengua y de un Diccionario Nacional. Estos postulados nos llenan de regocijo, pero no seríamos leales con nuestra patria ni sinceros con nosotros mismos si no reconociéramos que costará trabajo realizar la obra que se proyecta. Pesan todavía demasiado los prejuicios sociales, los resabios colonialistas y los intereses creados para que el cometido resulte fácil. No obstante, con voluntad, decisión y patriotismo las dificultades serán vencidas. Hemos dado el primer gran paso hacia el logro de aquel objetivo, porque tenemos la plena conciencia de la necesidad de llevar a cabo la empresa. Existen en el país los hombres capaces de realizarla, poseemos las obras que pueden servir de fundamento y no nos faltan los medios materiales para cumplirla. Dejamos para otra ocasión señalar los procedimientos que, a nuestro juicio, deberán seguirse para que no se malogre la aspiración de ostentar la soberanía nacional de la lengua nativa. Esta ha de ser, como el Himno, la Bandera y el Escudo, un símbolo más de la nacionalidad argentina.
Esta edición de 800 ejemplares de Lengua y peronismo. Políticas y saberes lingüísticos en la Argentina, 1943-1956, de Mara Glozman, se terminó de imprimir en el mes de mes de abril de 2015 en Al Sur Producciones Gráficas S.R.L., Wenceslao Villafañe 468, Buenos Aires, Argentina.