Las cosas como son y otras fantasías
 9788433964502

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Las cosas como son y otras fantasías

los contenidos de este libro pueden ser reproducidos en todo o en parte, siempre y cuando se cite la fuente y se haga con fines académicos, y no comerciales

Pau Luque

Las cosas como son y otras fantasías Moral, imaginación y arte narrativo

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Ilustración: foto © Lara Zankoul. Montaje de Mariana Ramírez. Ilustración de la página 245 de Nancy Lamb

Primera edición: septiembre 2020

c b creative commons Diseño de la colección: lookatcia.com © Pau Luque, 2020 © EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2020 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 978-84-339-6450-2 Depósito Legal: B. 6087-2020 Printed in Spain Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d’Hortons

El día 5 de mayo de 2020, el jurado compuesto por Jordi Gracia, Chus Martínez, Joan Riambau, Daniel Rico y la editora Silvia Sesé concedió el 48.º Premio Anagrama de Ensayo a Las cosas como son y otras fantasías, de Pau Luque.

Para Nat, que me enseñó a bailar bachata

We are all so sick and tired of seeing things as they are. NICK CAVE «Bright Horses», Ghosteen

INTRODUCCIÓN: MÁS ALLÁ DE LAS FAVOLETTE

Dos mil trece años después del instante en que el tiempo dejara de contarse en reversa, el azar me puso a vivir a los pies del Vesubio. En Nápoles compartí piso una temporada con un decibélico director local de cine. Carlo Luglio «como el mes», decía al teléfono cuando le daba pereza deletrear su apellido, me hizo ver un día de septiembre una de sus películas: Cardilli addolorati (2003). Era un documental que exploraba el siniestro y a la vez extrañamente tierno mundo del tráfico y venta de pajaritos en las afueras de Nápoles. La película me gustó, así que me dejé guiar por él y un domingo que me invitó al cine acepté. Vimos La prima neve (2013), de Andrea Segre. Es una historia de bondad y amistad entre un inmigrante en Italia y un niño local. Una película afectada, por no decir empalagosa. Al salir del cine, Carlo Luglio «como el mes», sin que yo le solicitara su opinión pero con vehemente indiferencia –‌combinación de actitudes que constituye un oxímoron en todo el mundo salvo en Nápoles–, se refirió a lo que acabábamos de ver en ese vetusto cine del centro con las siguientes palabras: «Mah, una favoletta.» O sea: «Bah, una fabulita, un cuentito de hadas.» 13

El primer latido de este ensayo tuvo lugar con ese episodio de vehemente indiferencia de Carlo Luglio «como el mes». Pero el ensayo es un género arrítmico, así que el segundo latido se produjo hacia finales de 2016, y el tercero, causante de que empezara a aporrear de forma sostenida el teclado, ocurrió a principios de 2018. La prima neve solo suscitó en mí una ligera simpatía hacia el protagonista adulto de la película, simpatía que las personas que ese personaje buscaba representar (los desheredados que intentan labrarse una vida en Europa tras huir de la miseria en África) tenían ya ganada de antemano. Me di cuenta de que, a pesar de que las favolette tienen una obvia pretensión moral, carecen de interés moral. Se trataba de una conclusión en la que no solo parecía reverberar una paradoja, sino que sonaba cruda e inapelable. Pero esa rotundidad, naturalmente, era precipitada. Y un tiempo después, esa conclusión empezó a pulular en mi cabeza transformada en pregunta: ¿cómo puede ser que una película con obvios propósitos morales no suscite interés moral? ¿Cómo puede ser que de una película de indisimulada aspiración didáctica no se aprenda nada? Fui amasando algunas ideas con mucha lentitud –‌que es la única velocidad a la que cuajan las ideas que vale la pena perseguir, a pesar de que casi siempre terminemos corriendo tras las que no valen nada–. La prima neve, como muchas otras favolette, no era una forma de arte que tensara ninguna de mis creencias morales. Era una película que no nacía de la duda ni del desorden moral, sino de la certeza farisaica y de una anhelada armonía de los valores y los principios. La prima neve quería que el espectador masticara el material moral de la historia que contaba, pero al espectador esa historia se le escurría entre los dientes porque el director le entregaba el material ya licuado. 14

Pensé que tal vez las favolette no sean nada más que un epifenómeno de la creciente externalización del pensamiento moral respecto del individuo o de la comunidad. La prima neve, como las favolette en general, ejemplificaría una forma de arte que piensa moralmente por nosotros para que nosotros solo tengamos que sentir (en el más visceral de los sentidos de «sentir»). Así, quienes urden favolette interesantes imaginarían, razonarían, contrastarían, sopesarían y en general llevarían a cabo el trabajo cognitivo moral pesado, el que resulta desagradable e incómodo, tal vez el más arriesgado. Quienes perpetran favolette azucaradas también imaginarían, razonarían, etc., pero, a diferencia de sus parientes interesantes, lo harían con más ligereza y prisa. Azucarada o no, al espectador solo le quedaría decidir si cae rendido a los estados de ánimo más viscerales que la favoletta de turno quiere disparar de inmediato: el llanto, el odio, la rabia, la repugnancia o el consuelo precipitado y urgente. El pensamiento moral sería de este modo y por obra de las favolette un tipo de pensamiento heterónomo. Y la autonomía moral de las personas o de los grupos quedaría reducida, si acaso, a «sentir» en su más elemental interpretación. Son muchas las preguntas que asoman tras las ideas que acabo de bosquejar brevemente: ¿son realmente las favolette un epifenómeno de la externalización del pensamiento moral o es tal el poder cultural de estas que más bien es la externalización lo que habría que entender como el epifenómeno? ¿Es esa externalización una forma camuflada de privatización del pensamiento moral, o lo que es lo mismo, ofrecen las favolette un servicio público o uno privado? ¿Por qué debería ser positivo –‌tal y como yo parezco estar insinuando con injustificado desprecio– expulsar siempre los sentimientos más rudimentarios en la recepción del arte? 15

Todas son preguntas interesantes. Pero no lidiaré con ellas en este ensayo. Aquí me interesa explorar una alternativa a las favolette. «Sometimes», me dice siempre una amiga gringa, «you get what you need, not what you want.» Esa noche en el centro de Nápoles me sirvió para darme cuenta de que, a veces, uno solo espera del arte que le proporcione de forma explícita, directa e inmediata bienestar moral. Y no está mal, o al menos me resulta difícil pensar por qué debería estar mal, que de vez en cuando lo obtenga. La prima neve es una película destinada a reconfortar al espectador y supongo que con alguno lo conseguirá. Que no lo hiciera en mi caso ni en el de Carlo Luglio «como el mes» no importa demasiado, porque hay otras favolette que sí lo hacen. Pero esa noche me pareció entender que, cuando se trata del reino de la ética o la moral, a diferencia de otras dimensiones de la experiencia humana, muchas veces no importa lo que uno quiera y sí en cambio lo que uno necesita. Y lo que en multitud de ocasiones uno necesita es que lo convoquen a una tormenta, que lo obliguen a reconsiderar lo que daba por descontado, que lo fuercen a sentirse incómodo, que lo constriñan, sí, a repudiar sus sentimientos más primitivos y a abrazar sentimientos más complejos y contradictorios haciendo que imaginemos los puntos de vista de personajes siniestros, crueles o peligrosamente apáticos. Si Voltaire hacía decir a uno de sus personajes –‌palabras más, palabras menos– que no quería que lo complacieran sino que exigía que lo instruyeran, ese día en Nápoles supongo que yo le estaba diciendo al director de La prima neve que tal vez quería que me reconfortaran, pero primero necesitaba que me ofendieran. El cineasta o novelista que queremos crea cuentos de 16

hadas y se alía con ángeles que muerden con la quijada de Caín. El artista que necesitamos va a lo vivo de la llaga porque, como dijo una vez Fellini, siente la llamada del demonio. Este es un ensayo dedicado al arte narrativo que acudió a esa llamada o, dicho de otro modo, este es un desfile de palabras que marchan para celebrar la imaginación. Parte de Nick Cave y pasa por Vladimir Nabokov. Pero la idea central del ensayo se basa en una serie de pensamientos de Iris Murdoch sobre el arte que se hicieron carne y letra en su novela El mar, el mar. La idea es la siguiente: la fantasía es la negación de la imaginación y el arte es la negación de la fantasía. En realidad, buena parte de la obra novelística de Murdoch, si no toda, orbita de un modo u otro en torno a la idea a la que intento dar forma aquí. Pero fue en El mar, el mar donde esa idea mejor fluyó, hasta crear una extraña pero maravillosa situación en que el desorden y el caos de las vidas morales dejan de ser un sinsentido. (Por cierto, advierto al lector de que en este ensayo, incluso cuando no se hable de Iris Murdoch ni su obra venga a cuento, se la estará venerando entre líneas.) A Murdoch, Cave o Nabokov, así como a otros autores y autoras, la imaginación se les corcovó hasta convertirse en arte. Pasearon con el diablo, conversaron con él, lo apapacharon (como se dice en México), mostraron piedad, intentaron comprenderlo y, en cierto sentido, lo consiguieron. Este es un ensayo que sostiene que el artista que camina con el diablo pasándole una mano por el hombro puede ampliar nuestro entendimiento de la vileza, porque como Machado le hace decir a Mairena: «El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.» Ese tenebroso paseo es lo que denominaré, por una se17

rie de consideraciones que desvelaré más adelante, la miel de un espasmo. Al forzarnos a imaginar esa caminata, el arte contribuiría, de reojo y con ambiciosa modestia, al ensanchamiento de nuestra comprensión moral. ¿Comprensión moral? Esa sí es una favoletta, y de las mediocres, dirán algunos. Uno aprueba o desaprueba las acciones, las personas hacen el bien o hacen el mal, los comportamientos son correctos o son incorrectos, no hay lugar ni tiempo para algo tan exótico ni lujoso como la comprensión moral. O uno propicia la justicia o favorece la injusticia. Paraíso o infierno. Luces o tinieblas. No hay nada más, no inventemos cosas raras. Yo, en cambio, creo que sí hay cosas raras. El universo de lo moral no se agota en la aprobación o desaprobación de la obra de arte ni en la determinación de si la obra hace justicia o si, por el contrario, festeja o disculpa alguna forma de injusticia. En el reino de lo moral no hay lugar solo para las virtudes perfectas, como la justicia, sino también para las imperfectas, como la compasión, la nobleza, la lealtad, la generosidad y también la comprensión. Una obra de arte narrativa puede ser moralista sin ser doctrinaria, podemos aprender de ella aunque ella no pretenda enseñarnos nada, puede afirmar que algo es valioso sin prescribirlo moralmente y puede ensalzar a las personas virtuosas sin ser puritana. Déjenme que intente ejemplificar, con una película reciente, la tensión entre el perfeccionismo y el imperfeccionismo moral tal y como los voy a entender aquí. Algunos han sostenido que Joker (2019) es una defensa de la ideología incel. Contracción en inglés de involuntarily celibate, un incel es un hombre hetero, funcional desde el punto de vista sexual pero rechazado –‌a sus ojos– de for18

ma arrogante e injusta por las mujeres. En ese celibato involuntario, traslada a terceros toda responsabilidad por la suerte que corre y de ahí, de un modo u otro, suele acabar disculpando la violencia contra las mujeres. No importa ahora que llamar «ideología» a la ideología incel sea solo una manera de dar algún tinte teórico a lo que es antes que nada la misoginia de siempre formulada ahora con retórica victimista y ya no con retórica victimaria (lo cual es un detalle, a efectos del poder de persuasión, de gran importancia, pero no altera el carácter misógino de semejante «ideología»). Lo que importa es que, para algunos, Joker haría apología de los incel y, con ello, haría apología de la misoginia, disculparía ciertos tipos de violencia y excusaría comportamientos execrables: la culpa la tendrían siempre los y, sobre todo, las demás.1 Joker sería, en fin, una película incorrecta o injusta. No toca aquí decir si la película es mala o buena (es mala con avaricia), sino si merece ser calificada, sin matiz alguno, de película moralmente incorrecta. Quienes así lo creen suelen entender la moralidad como el reino de las virtudes perfectas. Niegan la posibilidad de que la moralidad se exprese en los términos de las virtudes imperfectas, es decir, no dejan espacio para que el arte exprese, explore u otee la compasión, la nobleza o la generosidad, todas ellas emociones y fenómenos compatibles con varios grados de inmoralidad. Para quienes creen en el perfeccionismo, toda 1.  Puede encontrarse una reconstrucción útil tanto del origen de la palabra «incel» como de la discusión alrededor de la «ideología» de Joker en Álvaro Arbonés, «Joker: ¿fantasía incel o pesadilla de una sociedad sin empatía?», 7 de octubre de 2019: https://www.canino mag.es/joker-fantasia-incel-o-pesadilla-de-una-sociedad-sin-empatia/ (consultado el 18 de noviembre de 2019).

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obra debe aprobar o desaprobar, de una manera consciente, inconsciente o subconsciente, un cierto comportamiento o una determinada ideología o cosmovisión. Y ese es todo el juicio moral que merece la película o novela de turno. Así entendido, el arte narrativo que no sea moralmente perfecto será inmoral. Y como Joker justificaría la ideología incel, y como lo moral parece agotarse en la aprobación o la desaprobación, Joker sería inmoral. Fin de la historia. Sin embargo, la imperfección no es inmoral o, desde luego, no es totalmente inmoral. Ser compasivo con el Guasón, incluso aunque el Guasón fuera un incel redomado, es faltar a un inexistente deber de perfeccionismo moral pero no necesariamente a la moralidad entendida en un sentido más generoso, en un sentido imperfeccionista. Una obra narrativa puede tener virtudes morales sin pretender encumbrar la justicia. En la estela de Iris Murdoch, Isaiah Berlin, Bernard Williams o Rafael Sánchez Ferlosio, tiendo a ver con sospecha los intentos intelectuales (no digamos ya los intentos antiintelectuales) de codificar la vida moral de los humanos en categorías simples, unívocas, absolutas, armónicas, perfectas. La vida moral de los humanos es compleja, ambigua, contradictoria, plural, imperfecta. El perfeccionismo concibe la moral como si fuera música tonal; el imperfeccionismo, como si se tratara de música dodecafónica. La idea de la imperfección moral suele estar asociada al pensamiento conservador. Esta asociación no está para nada infundada, aunque todo depende de qué se quiera decir con «asociación». Lo cierto es que algunos filósofos y pensadores conservadores han sostenido que hay que vivir con la imperfección moral. Desde filas progresistas o liberales, a veces se recuerda esta asociación a modo de acusación o, al 20

menos, se enuncia con una connotación despectiva para afear que uno tenga simpatía por esa idea. Sin embargo, las etiquetas que cuelgan de ciertas ideas no deberían asustar a nadie, a pesar de que la única función con la que algunos las usan sea la de asustar. Por otro lado, el valor de las ideas no depende de quién las haya puesto en circulación o de quiénes históricamente las hayan defendido, sino, precisamente, del valor de las ideas. Esto no quiere decir que su valor no esté condicionado, en parte, por el quién; solo quiere decir que el valor depende, sobre todo, del qué. Por lo demás, hay que hacer notar que lo que en todo caso es conservador, a mi modo de ver, no es la idea misma de imperfección moral, sino el tono implícitamente resignado del «hay que vivir con la imperfección», como si la imperfección fuera algo que, de presentarse la oportunidad, debiera ser erradicado. En este sentido, cuando el pensamiento conservador se expresa en términos compasivos hacia la imperfección, lo hace pensando en que hay un mundo no terrenal en el que los humanos alcanzamos una suerte de perfección moral. La imperfección sería así un second best a la espera de que se abran las puertas de algún cielo y alcancemos el orden y la armonía. El conservador piadoso es, a fin de cuentas, un perfeccionista resignado. Yo, en cambio, no creo que la imperfección moral sea una patología enmendada en ningún paraíso. Defender tal cosa sería tanto como defender que en ese paraíso no tendríamos vidas morales. No hay moral sin desorden moral. Comparto con los conservadores piadosos la idea de que hay que ser compasivos con la imperfección. Pero discrepo respecto de las razones por las que habría que serlo. Si acaso, hay que ser compasivos con la imperfección no porque esta sea una patología inevitable de nuestras vidas morales, sino porque la imperfección, la contradicción y el 21

desorden es aquello en lo que consisten nuestras vidas morales. So pena de equivocarme, diría que los conservadores filosóficos confunden el estatus de la imperfección: creen que es un defecto de la vida moral cuando en realidad es un rasgo que define la vida moral. Por ello no tiene mucho sentido que la actitud más conveniente ante el desorden moral sea la resignación. Sería tan extraño como lamentarse porque nuestros brazos no son alas y no podemos volar. La imperfección moral no es una adversidad ante la cual solo quede conformarnos o adaptarnos. La complejidad de nuestra vida moral es, simplemente, nuestra vida moral. Y no deberíamos resignarnos ante el hecho de tener una vida moral. En última instancia, los conservadores parecen creer que hay que ser compasivos en esta vida con la imperfección porque hay otra vida. Yo, en cambio, sostengo que hay que ser compasivos porque esta es la única vida que hay. Sea como sea, yo no sé qué pretende muchas veces un artista, no sé si tiene una visión perfeccionista o imperfeccionista de la moral y no estoy seguro de que sea algo fácil de adivinar (aunque tampoco creo que sea imposible). Sí sé, sin embargo, que hay determinados análisis o juicios de obras de arte que son perfeccionistas, es decir, que quieren que las obras sean perfeccionistas. Y son estos análisis los que me sobresaltan porque, desde lo alto de esa atalaya perfeccionista, se termina haciendo colapsar el juicio moral con la fórmula clásica del veredicto judicial: culpable o inocente. Así, el juicio moral termina mimetizando el juicio penal o criminal. Esta mímesis es aberrante. Los veredictos judiciales son unívocos y son presentados de manera perfeccionista 22

–‌«culpable o inocente», «absolución o condena»– por una serie de necesidades históricas y conceptuales propias del derecho penal y del derecho público con las que sería muy largo lidiar aquí. ¿Por qué querríamos copiar ese modelo para el juicio moral si la vida moral, a diferencia de la judicial, obedece a otras circunstancias históricas y conceptuales? Y, sobre todo, ¿por qué querríamos un modelo así de empobrecido y burdo para juzgar el arte? En esa noria o rueda de la fortuna que es la historia de las ideas, parece haber bastante consenso en nuestros días en concebir la moral en términos perfeccionistas. Pero el tiempo pasará y un día aterrizará la cabina que nos traiga de nuevo las virtudes imperfectas y, con ellas, la expansión imperfeccionista de nuestros universos morales. Si este ensayo tiene alguna pretensión práctica es la de impulsar esa noria para acelerar un poco la llegada de las virtudes imperfectas. Dejar a un lado la solemnidad del perfeccionismo y quebrar el isomorfismo reinante entre juicio moral y juicio penal hará más improbable la barbarie, y es que buscar las virtudes perfectas, como dijo alguna vez Ferlosio,1 nos acerca a la crueldad y a la venganza. Este ensayo no defiende que se suspenda el juicio moral de la obra de arte ni aboga por separar el juicio moral del juicio estético.2 Lo que de algún modo se hace aquí es filtrar la adopción de una postura imperfeccionista que enriquezca el juicio moral más allá de los binomios de inspiración judicial como culpable/inocente, justo/injusto, con1.  Aunque Ferlosio las llamaba «virtudes exactas», denominación que obedece, a mi juicio, a sus ponderadas simpatías tomistas. 2.  Una posición afín a la que aquí expreso, y que también se apoya en las ideas de Iris Murdoch, es la de Eudald Espluga en «En defensa del moralismo», La Fronde, 1 de diciembre de 2019.

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denado/absuelto. El arte, sostengo, también haría bien en aborrecer la idea de hacer justicia y el artista debería huir de la más siniestra de las actitudes: cargarse de razones. Lo que se defiende en este ensayo, si acaso, es que el dilema entre no enjuiciar moralmente la obra de arte y hacerlo como si se tratara de un veredicto judicial es un falso dilema. Casi siempre es posible intentar algo más y siempre conviene intentar algo más, entre otras cosas porque la suspensión del juicio moral puede acarrear la indiferencia, condición históricamente necesaria para la calamidad; mientras que el veredicto perfeccionista puede llegar a ser, como insinué unas líneas atrás, condición suficiente para el surgimiento de la crueldad y, con ella, del fanatismo y el absolutismo. En lo que concierne a las relaciones entre arte y moral, las opciones no se agotan en la caricatura del liberal sobrevenido que sostiene que hay que abstenerse de emitir juicios morales sobre la obra (posición que tantas veces obedece a una concepción ad hoc del concepto de libertad, funcional para no discutir cuestiones incómodas) ni en el perfeccionismo maniqueo. Hay alternativas. El juicio moral en general, y en particular el juicio moral sobre el arte, pueden y deben ser enriquecidos con la incorporación de las virtudes imperfectas si queremos al menos rozar algo de la complejidad, el desorden y la dodecafonía de nuestras vidas morales. Así que si usted, amable lectora o lector, cree que la imaginación y el arte imaginativo son maneras de ser compasivo y generoso con el demonio sin dejar de calificarlo como tal, debe saber que es miembro de una especie contrahecha y con mal aliento, aunque noble: los imperfeccionistas. Esto suele conllevar malas y buenas noticias. Lo malo es que será acusado, por parte de los perfeccionistas maniqueos, de humanizar a los monstruos, mientras que a ojos 24

de los guasones liberales será usted un sermoneador moralista. Lo bueno es que la compañía imperfeccionista es la mejor: Nick Cave, Vladimir Nabokov, Iris Murdoch, PJ Harvey, Federico Fellini, Nina Simone, Rafael Sánchez Ferlosio, Antonio Machado, así como, desde luego, Shakespeare o Cervantes y un larguísimo etcétera de mujeres y hombres. Todos ellos, desde distintos ángulos, sostienen que aunque la creencia según la cual «la razón está de nuestro lado» no desemboca siempre en un desastre, todas las grandes ciénagas humanas estuvieron primero sembradas por esa creencia. A veces, pues, la mala compañía es la buena compañía. Este es un libro en el que el lector o lectora, contra la tendencia de buena parte del ensayo contemporáneo, apenas encontrará respuestas, menos aún concluyentes. Este es un ensayo que no busca dar con la explicación definitiva acerca de ninguna problemática (¿existe en español un sustantivo más horrendo y adulterado que «problemática»?), ni propone soluciones grandilocuentes para las grandes amenazas contemporáneas. Este libro, me temo, desprecia con disimulo esa avidez contemporánea de tener respuestas unívocas para todo. Cuando de asuntos humanos se trata, hay más conocimiento en la pregunta que en la respuesta y sabe más quien vive atormentado por la duda que quien vive satisfecho en la certeza. Con semejante afirmación, sin embargo, no querría invitar a la inacción. Algunos pensadores creen que la incerteza moral exige, por mor de coherencia, la indecisión y la parálisis prácticas; la duda llevaría, simplemente, a no hacer nada. Semejante postura tiene algo, o mucho, de odioso. Yo veo las cosas de forma distinta. La incerteza no es una razón para dejar de actuar; más bien actuamos aunque no podamos deshacernos de 25

ella. Lo llamativo del asunto es que la incerteza moral sobrevive a nuestras acciones. El hecho de llevarlas a término no significa que hayamos resuelto la incerteza; «solo» que hemos actuado. Lo más importante de nuestras acciones moralmente inciertas y dubitativas es justamente que son nuestras, somos autoras y autores de nuestras vidas aunque estas carezcan de armonía moral. Así que cuando afirmo que hay más conocimiento en la duda que en la certeza, no estoy invitando a la indecisión y a la parálisis prácticas (por lo demás, y como dijo Carmen Martín Gaite en Lo raro es vivir, también las indecisiones se toman, también dejar de hacer es una forma de hacer). De forma indirecta, supongo que estoy invitando a alguna clase peculiar de acción: quiero instigar a la sospecha de que la incerteza nos aleja del fanatismo y el absolutismo y que, a la vez, las favolette nos alejan de la incerteza. Ciudad de México, 31 de mayo de 2020

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1.  NICK CAVE Y LA MIEL DE UN ESPASMO

HECHOS

Nicholas Edward Cave nació en septiembre de 1957 en Warracknabeal, un pueblo perdido a más de trescientos kilómetros de Melbourne, en Australia. Pasó su infancia entre Warracknabeal y Wangaratta, otro pueblo perdido de la campiña de Melbourne. Su padre era profesor de inglés y su madre bibliotecaria en la high school de Wangaratta, a la que el propio Cave asistía como (mal) estudiante. Justamente de esa high school fue expulsado a los trece años. En un intento por reconducir al chico, sus padres lo enviaron a Melbourne, primero a una escuela ordinaria y luego a una escuela artística. Pero nada funcionó. Se unió a una banda de rock llamada Concrete Vulture, y en 1979 su padre murió en un accidente de coche. Había sido su padre quien había hecho que el adolescente Cave entrara en la literatura. Lolita. Esa fue una de sus primeras lecturas y la semilla de muchas cosas que vendrían después. Cave se enteró de la muerte de su padre en comisaría, de donde su madre, Dawn, lo había ido a sacar por algún hurto menor. Con la desaparición del pa27

dre, la confusión adolescente de Cave aumentaría y, paralelamente, Concrete Vulture mutaría en The Boys Next Door. The Boys Next Door era un grupo atronador. Solo grabaron un álbum y quemaban, casi siempre en sentido figurado, los escenarios donde actuaban, hasta el punto de que no los volvían a invitar. Australia, la inmensa y salvaje Australia, se fue haciendo cada vez más pequeña y más civilizada para Cave y los suyos. Se instalaron en Londres. Y allí The Boys Next Door se transformó en The Birthday Party. Un grupo igual de gótico, pero un poco más sofisticado musicalmente. En 20,000 Days on Earth (2014), un documental sobre la grabación del álbum Push the Sky Away (2013), hay una escena que describe muy bien qué era The Birthday Party y qué es Nick Cave. En el plano se ve un proyector escupiendo una serie de cuatro diapositivas de un concierto de The Birthday Party en Colonia, Alemania, en 1981. Cave, elegante, a pesar de que lleva una camisa blanca desabrochada a la altura del pecho lampiño y algo rosáceo, y a pesar, también, de que del más alto botón abrochado cuelgan unos lentes de sol chillones, las describe de pie y con la ayuda de un bolígrafo: DIAPOSITIVA 1

No sé si puedes verlo, pero este tipo de aquí [y dirige el bolígrafo a una sombra amorfa desproporcionadamente grande en la proyección del escenario del concierto] es un alemán y él [señalando a un hombre que toca la batería] es Mick Harvey, puedes ver su perfil clásico. Y está tocando «King Ink», porque él tocaba la batería

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en esa canción. Y aquí puedes ver cómo el alemán está orinando. Puedes ver el chorro de orina dibujando con gracia un arco hacia el lado derecho de la foto. DIAPOSITIVA 2

Y aquí puedes ver el chorro de orina y cómo Tracy [Pew, otro miembro de The Birthday Party] se da cuenta de que el alemán está orinando y se acerca hacia él. DIAPOSITIVA 3

Ahora Tracy ha decidido empujar a esa persona fuera del escenario [y señala la imagen de Tracy empujando al alemán]. DIAPOSITIVA 4

Ahí está Mick, que sigue tocando. Roland [S. Howard, bajista de The Birthday Party] no sabe qué está pasando. Tracy ya ha dejado de tocar el bajo y ahora le pega al tipo y el tipo sale volando del escenario.

Cave narra toda la secuencia con la seriedad y precisión de un buen profesor. Es decir, con pura teatralidad. Nadie en la sala de proyección ríe. Hay una atmósfera similar a la de una clase universitaria, de concentración, de atención. Pero toda la metaescena, hilarante, está preñada de ironía. Eso era The Birthday Party, un tumulto incontrolado de ruido, tinieblas y orina. Y eso es Nick Cave, una voz grave, elegante y circunspecta, preñada de ironía y buen humor. Durante un periodo en Berlín, The Birthday Party se 29

disuelve y nace Nick Cave and the Bad Seeds. El tono gótico y las letras oscuras de Cave, ya presentes en The Birth­day Party, permanecen –‌aunque se van volviendo más densas– con los Bad Seeds. Pero la actitud y el comportamiento algo nihilistas y definitivamente adolescentes de The Birth­ day Party desaparecen poco a poco. Y lo que queda es una mezcla de free jazz, góspel, blues y punk que acompaña el nacimiento de mundos violentos, distópicos y melancólicos en los que Nick Cave se disocia, alejándose más y más del espejo, de Nicholas Edward Cave, hasta que obra la magia: el rostro de este último llega a estar tan descosido y alterado por la distancia que deja de ser la imagen especular de aquel. A medida que su imagen degenera, emerge su ideal artístico: la invisibilidad del autor en beneficio de sus personajes. PONERSE EL DISFRAZ

En una librería del Eixample de Barcelona escuché hace un tiempo una conversación que se me quedó grabada entre un conocido escritor y un lector. Este último –‌supongo que en realidad también era escritor, aunque me temo que desconozco su nombre–, un hombre de unos cuarenta años, de cabello oscuro y, según recuerdo, lentes redondos, afirmaba que escribir era quitarse el disfraz que llevamos puesto todos los días. La escritura obedecía en el fondo a un método introspectivo, era un viaje para encontrarse a uno mismo, era, en fin, una manera, quizá la más cristalina de todas, de ser uno mismo. Siempre he interpretado que con esa idea se concebía la escritura –‌y en cierto modo también la literatura, es de30

cir, el encuentro apodíctico entre escritura y lectura– como un proceso de purificación mediante el cual el escritor apartaría toda la maleza trivial y cotidiana que cubre su «verdadero yo». La vida diaria del escritor no sería más que una acumulación desordenada e impura de ramas y hojas caídas que esperan a ser barridas por el plumífero, y su pluma, tras su momentáneo anegamiento en el tintero, tendría la misma función que una escoba. El conocido escritor respondió que para él, en cambio, la escritura, por lo menos la escritura novelesca, consistía en ponerse un disfraz. Escribir no era mirar hacia dentro; era mirar hacia fuera. Escribir era recolectar aún más y más maleza y echársela por encima hasta quedar cubierto del todo y ser, así, irreconocible. O casi. Para ese escritor, escribir era imaginar, fantasear, especular. Con uno mismo. Con otros. Con el mundo que nos rodea. Con el futuro. O con el pasado. Desnudarse o travestirse. Confesar o imaginar. Declarar o inventar. Ser uno mismo o ser otro, muchos otros. Diría que todas estas disyunciones son en realidad una y la misma: quitarse el disfraz o ponérselo. Y hubo un momento, ligado, como decía, a la transición entre The Birthday Party y los primeros años con los Bad Seeds, en que Nicholas Edward Cave empezó a disfrazarse de Nick Cave. Y su imaginación empezó a correr libre. Y, echándose más y más maleza y hojarasca ajena por encima, se hizo invisible para crear un personaje. O muchos. En lugar de recrearse en su vida interior, comenzó a ser otras personas. Y esas otras personas eran depravadas, violentas, vengativas, arbitrarias y, al mismo tiempo, ambiguas. No se trataba de muñecos para jugar al pimpampum, como sí lo serían, según Ferlosio, las criaturas fabricadas por el dios de Calvino. Los personajes de Nick 31

Cave eran personajes perturbados, pero no obedecían a un amor y un odio preconcebidos: eran en buena medida libres porque su creador, Cave, también lo era, a diferencia del dios intervencionista de Calvino que, atenazado por su propia misión, necesitaba esculpir con precisión la línea de demarcación entre buenos y malos. En «Into My Arms», uno de sus pocos hits en el sentido convencional, Cave dice «no creo en un dios intervencionista». Interpreto tal afirmación como una manera sintética de reconocer que cuando juega a fabricar criaturas, cuando juega a ser, en fin, un dios, dispensa a esas criaturas del estigma de lo maniqueo y, a cambio, les otorga la misma libertad de la que él goza: la impureza. En el principio de su carrera, sin embargo, Cave se dejó tentar vagamente por la concepción de la pluma –‌y el piano– como escoba. Siendo adolescente, era un gamberro que se emborrachaba con jerez barato y se metía en peleas. En Concrete Vulture, en The Boys Next Door y en The Birthday Party, la escritura y la música de Cave eran, en algún sentido, introspectivas, y la escasa maldad de ese adolescente transpiraba en ellas. A medida que fue madurando, se desdobló: Nicholas Edward Cave pasó de ser un gamberro a ser una persona ordinaria –‌todo lo ordinario, entendámonos, que puede ser alguien que se dedica a la música y que termina enganchado a la heroína–, y Nick Cave se desgajó de su creador para empezar a ser popularmente conocido con el ridículo título de Príncipe de la Oscuridad, una criatura ficticia que, en materia de maldad, superaba ampliamente al adolescente disoluto que fue alguna vez su creador. No todo el mundo advirtió esta bifurcación. Murder Ballads (1996), un álbum maravilloso con canciones torrenciales y violentas, en el que se cuentan docenas y do32

cenas de asesinatos –‌concretamente setenta y cinco; sí, algún estúpido adicto a la cuantificación, esa desaforada obsesión contemporánea, sintió la necesidad de contar también esto–, fue calificado por el propio Cave como una broma, una especie de ópera bufa. Pero singularmente en Estados Unidos no fue comprendido de esta manera; allí se entendió que, de un modo u otro, elíptico, figurado o subconsciente, se trataba de una obra confesional. Y como la obra era lúgubre, predatoria y violenta, quien la creó también debía serlo. Esa era la suposición y ¿para qué hacer el esfuerzo de pensar en una explicación más compleja, estimulante y, a fin de cuentas, más razonable e interesante? En la misma estela, un poco antes de Murder Ballads, a finales de los ochenta, un periodista dijo que Cave padecía un «déficit esencial de humanidad». El periodista no había notado el disfraz invisible ni la ironía emergente en el proceso de maduración artístico y personal de Cave. Es evidente que el Nick Cave que asesina y maltrata en sus canciones padece un déficit esencial de humanidad, para seguir con la calificación de ese periodista. Tal aseveración es casi lo menos grave –‌y más obvio– que puede decirse de él. Yo diría, para usar un lenguaje jurídico y muy técnico, que el personaje que urde y ejecuta carnicerías en esas canciones es un auténtico hijo de la gran puta. Sin embargo, nada indica que Nicholas Edward Cave sufriera –‌ni sufra– un déficit de humanidad, mucho menos aún que tal déficit sea «esencial»; un gamberro, por más gamberro que sea, y aunque se tiña el pelo del negro más oscuro y su aspecto sea más pálido y tétrico que el de un vampiro, no tiene por qué andar corto de humanidad. La misma evidencia existe respecto de la posibilidad de que el Nick Cave carnicero sea alguna otra cosa que un préstamo de la 33

imaginación fulgurante del Nick Cave de carne y hueso. O sea, ninguna. Es más bien quien no consigue distinguir entre un ser humano sensible y su doppelgänger ficticio y amoral el que padece un déficit de humanidad por ser inmune a una de las capacidades humanas más esenciales: la imaginación. LA PROVINCIA DE LA IMAGINACIÓN

Cave se crió en la provincia de la provincia. No debía de haber muchos lugares en los años sesenta del siglo XX que estuvieran más alejados del centro del mundo que la campiña de Melbourne. Tal vez no es una coincidencia que otros artistas con una imaginación desbordante y la misma tendencia a disfrazarse, como el ya mencionado Vladimir Nabokov, o Federico Fellini, también crecieran en las provincias de otras provincias del mundo; la rusa y la italiana. Y –‌dejándome caer ahora un poco por el tobogán de la especulación– supongo que tampoco es casual que ninguno de ellos, Cave, Nabokov y Fellini, manifestaran haber sufrido trauma alguno a manos de sus padres. Al contrario, los tres manifestaron haber vivido una infancia feliz y libre. Las primeras páginas de Habla, memoria (1951), las escenas más penetrantes de Amarcord (1973), nos invitan a pensar que Nabokov y Fellini fueron niños felices y con una buena relación con sus padres. También Cave fue un niño libre y feliz. Sin demasiadas restricciones. Sin culpas severas. Contra ese masticado lugar común según el cual los autores con mentes pervertidas o aberrantes –‌sean de la disciplina que sean– tienen que haber vivido infancias ator34

mentadas y traumáticas, lo que las de Cave, Nabokov y Fellini sugieren es que la felicidad intensifica la imaginación y obliga a crear otros mundos, otras vidas más allá de aquellas, a ratos idílicas, que les tocó vivir en su niñez. No solo eso: haber nacido y crecido en la provincia de la provincia exacerba el anhelo por ponerse el disfraz más inverosímil. Aunque es probable que no solo la felicidad funcione como acicate para la imaginación. El tedio y la comodidad que da la vida en la provincia de la provincia posiblemente también ayudan a que las mentes inquietas imaginen mundos que, en ausencia de grandes abyecciones, terminen por deformarse hasta lo grotesco: si lo que uno tiene alrededor es raramente perturbador, no puede ni siquiera intuir dónde están los límites de lo verosímil, así que la imaginación avanza sin cortapisas; e, inversamente, si lo que uno respira todos los días es la tragedia y la desgracia y la miseria, tal vez tenderá a abundar en esa realidad que parece ya increíble e inimaginable por sí misma. Es en la provincia de la imaginación, en la idealizada y aburrida provincia de la provincia, donde se da a luz mundos inmorales o ambiguos, como los de Cave o los de Nabokov, o mundos incoherentes, como los de muchas de las pe­lícu­las de Fellini. Este último, al ser preguntado por su infancia en Rímini, se planteaba a sí mismo de forma algo retórica: «¿Cómo se hace para contar cosas que existen realmente?» Y concluía: «Me siento mejor inventando.» Y Nabokov expresaba su predilección por Lolita, entre todas sus novelas, justamente porque le había permitido poner a prueba su capacidad de imaginar: «Fue un libro muy difícil..., el libro trataba un tema tan alejado, tan remoto, de mi propia vida sentimental que me produjo un placer especial emplear mi talento combinatorio para tornarlo real.» Nabokov decía no conocer de primera mano a ninguna niña estadouni35

dense de doce años, ni tampoco conocía –‌en un sentido literario o antropológico, si se quiere– Estados Unidos, así que «tuve que inventar a Estados Unidos y a Lolita». Es posible que tales afirmaciones, tanto las de Fellini como las de Nabokov, no sean exactas. O es incluso posible que falten a la verdad. Al fin y al cabo, ambos eran muy conocidos por sus dotes para el juego. Pero la Rímini de Fellini, aun cuando exista una ciudad denominada Rímini que se encuentra exactamente en el lugar donde hay unas calles que se sitúan también a 44.0576° latitud y 12.5653° longitud, era producto de su imaginación (por no hablar de su Roma). Y la Lolita de Nabokov, aun cuando hubiera en verdad una niña de doce años en algún lugar recóndito de Estados Unidos de la que Nabokov hubiese oído hablar, o a la que hubiese conocido, era el producto de la imaginación de Nabokov.1 A pesar de que tengan el mismo nombre o de que estén en las mismas coordenadas geográficas y uno tenga la sensación de haber estado realmente ahí solo por haber leído a Nabokov y haber visto las películas de Fellini, esa Rímini, esa Roma, esa Lolita e incluso los Estados Unidos de Lolita, son ficción. Todo lo importante que ocurre en la obra de Nabokov 1.  Sarah Weinman publicó en 2018 The Real Lolita: the Kidnapping of Sally Horner (La auténtica Lolita: El secuestro de Sally Horner y la novela que escandalizó al mundo, Kailas, Madrid, 2019; traducción de Alfredo Blanco Solís), donde sostiene que Nabokov se inspiró en un caso real para complementar la trama de Lolita. Aunque así fuera (y Weinman da buenos indicios de que así fue), la Lolita de Lolita seguiría siendo una invención de Nabokov: la realidad no alteraría el estatus imaginado de la Lolita de Lolita porque la realidad puede desmentir la fantasía pero no la imaginación. Volveré sobre este punto, in extenso, en el capítulo 5. Por lo demás, en la propia novela se menciona, un poco en passant, este caso.

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y en Fellini, tras el delicado manantial de las apariencias, es un engaño. Pero no es un engaño salvífico o necesario. No es el engaño que intenta quien está acorralado, desesperado y sin alternativa, o el de quien decide avanzar en su vida por el lado de la corrupción y la vileza. Es decir, no es una mentira. En Nabokov y Fellini el engaño no es ese último recurso que uno pone en marcha para sobrevivir cuando todo lo demás se ha probado y agotado. Para ellos, el engaño es el primer recurso, un juego, la fuente primaria de la que beber. Nick Cave acude al chorro de esa misma fuente. También él parece pensar que el engaño es innecesario y, precisamente por ello, se cuelga de él como primer recurso. Es esa fuente la que delinea, por ejemplo, la canción sobre Tupelo, titulada homónimamente (se trata del pueblo de Mississippi en el que nació Elvis y al que John Lee Hooker dedicó también una canción). Se trata de un Tupelo maldito, al que Cave encaja en un valle e inunda hasta hacerlo anegar. El Tupelo de Cave cuaja en quien escucha la canción porque es un engaño, no porque sea verdad, nos lo creemos porque es ficción, no porque sea real. Fellini, Nabokov y Cave partieron de la provincia de la imaginación y llegaron a las aldeas remotas de Rímini, Estados Unidos o Tupelo. Es un viaje cuyo destino coincide con el transporte elegido: la imaginación. Y, desde luego, la provincia no es entendida aquí, a pesar de las apariencias, como un lugar geográfico sino literario. LA ANOMALÍA AUSTRAL

La trayectoria de Cave es una anomalía. Sus referencias musicales son norteamericanas (Leonard Cohen, Ro37

bert Johnson, Johnny Cash, Nina Simone), pero nunca vivió en Norteamérica: pasó de Australia a Inglaterra, de ahí a Alemania, de ahí a Brasil y finalmente de vuelta a Inglaterra. Y no solo eso: su relación con Estados Unidos en particular fue siempre algo tortuosa. A principios de los noventa, Cave, ennoviado con una periodista brasileña, está instalado en Brasil. Lejos del espíritu del grunge y desconectado –‌todo indica que deliberadamente desconectado– de lo que ocurre musicalmente en aquel momento, es más bien ignorado en Estados Unidos. Podría decirse –‌con cierto atrevimiento, desde luego– que es una especie de músico europeo bastardo: en ningún lugar del mundo, ni siquiera en Australia, ha sido tan celebrada su música ni tan comprendida como en Europa. También en América Latina y Gran Bretaña, claro, le fue bien. Pero creo que es con el público europeo y británico con quien mantiene un idilio más continuado. A ello tal vez contribuyera de manera decisiva que en los años ochenta, durante su estancia en Berlín, se aliara con Blixa Bargeld, componente de Einstürzende Neubauten, quizá una de las expresiones musicales más antimusical y más europea de finales del siglo XX.1 1.  Entender de dónde proviene un sonido no a través del oído sino de los ojos tiene algo de enigmático y angustioso. Hacia el final de «Stagger Lee», una de las composiciones de Murder Ballads, se oye un sonido estridente continuo, agudo, relativamente estable y sobre todo muy desagradable, y uno asume que se trata de alguna distorsión de guitarra o de algún otro elemento eléctrico, pero, en todo caso, da por hecho que es el producto de un artilugio no humano. Al ver el videoclip de la canción o conciertos de la época, uno se da cuenta de que ese sonido proviene de algún lugar situado entre la tráquea y la caja torácica de Blixa Bargeld.

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Pero si la noria de las ideas musicales quiso que Cave se subiera en la misma cabina en la que viajaban Johnny Cash o Nina Simone, ¿por qué el público estadounidense fue durante mucho tiempo más bien indiferente a Cave? ¿Por qué el hijo de Johnny Cash y el nieto de Robert John­son triunfó en la vetusta Europa pero no –‌o por lo menos no en la misma medida– en la tierra de su padre y su abuelo artísticos? ¿Quizá los europeos necesitaban un filtro para la música de Cash, Johnson o Simone y ese filtro tuvo que venir de Australia, con la tendencia de Cave a teatralizar el escenario y su escepticismo implícito hacia el grunge y la veta confesional? ¿Es esta la anomalía austral que encarna Cave? No lo creo, pero quién sabe. Lo que sí sé es que las referencias literarias en las que se formó Cave son europeas, específicamente, rusas. Sus primeras lecturas son Dostoievski y Nabokov. Y, sobre todo, la Biblia (que no es exactamente literatura europea, pero sí puede decirse que funda la cultura narrativa europea). Y a diferencia de la pulsión confesional que, de un modo u otro, suele tener mucha de la música contemporánea norteamericana –‌incluida, de una manera muy peculiar, también la de John­ny Cash–, la literatura europea de la que se nutre Cave tiende a aborrecer esa tradición y favorece la invención de historias y de personajes y la interpretación ficcional de muchas de esas historias y de esos personajes, incluidos los bíblicos (no en vano me parece que la Biblia es, mucho antes que una referencia religiosa, una inspiración literaria para Cave). De la música estadounidense, parece tomar la actitud; de la literatura europea, la imaginación. Y de la literatura del deep south, ¿qué toma? Sería desde luego extraño no reconocer la influencia que ejerce, sobre todo en el Cave adulto, la literatura del sur de Estados Unidos, con Flannery O’Connor y William Faulkner a la 39

cabeza. Tan grande fue ese impacto que el propio debut novelesco de Cave, And the Ass Saw the Angel (1989),1 por sus coordenadas y obsesiones estéticas, parece deber mucho más a O’Connor y a Faulkner que a la literatura europea en la que inicialmente se formó. El protagonista de esa novela, Euchrid Eucrow, mudo, hijo de un padre sádico y de una madre turbia, violento, fanático, atravesado y atormentado por las imágenes bíblicas, bien podría haber figurado en alguna de sus obras. Por mi parte –‌y asoma aquí una excentricidad biográfica–, no puedo sacarme de la cabeza la imagen de Euchrid Eucrow como una versión más adulterada y grotesca, aunque menos mediterránea, y, en este sentido, menos erótica, del Josafat de Josafat (1906), de Prudenci Bertrana.2 La lectura de And the Ass Saw the Angel me hizo recordar la mezcla de repugnancia y piedad que sentí en la adolescencia por esos seres atormentados y sádicos cuya fractura interior quizá sea, a fin de cuentas, una alegoría de la escisión entre campo y ciudad. Regreso ahora a la pregunta anterior: ¿cuán influyente fue la literatura del sur de Estados Unidos en la obra musical de Cave? Yo creo que se ha exagerado un poco al respecto. De hecho, diría que incluso el propio Cave ha exagerado. Es cierto que hay algunas obviedades compartidas: la violencia, el salvajismo y lo grotesco de algunos, o muchos, de sus personajes. O, también, cierta religiosidad, a veces 1.  Nick Cave, Y el asno vio al ángel, Pre-Textos, Valencia, 1991; traducción de Javier Franco, 2.  Es posible que el lector no catalán –‌e incluso, me temo, alguno catalán– no tenga noticia de Josafat. Si así fuera, recomiendo –‌y esta es la única recomendación que me permito hacer en este ensayo– colmar esa laguna lo antes posible.

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explícita, otras veces figurada. Todo eso está en O’Connor y en Faulkner. Y también en Cave. Pero me parecen concomitancias, no filiaciones: todo eso estaba ya en el imaginario de las letras de Cave antes de comenzar a frecuentar a Faulkner y O’Connor. Los Snopes o Hazel Motes serían hermanos lejanos de las criaturas de sus canciones, no el eslabón que las precede. Del mismo modo, Josafat sería el hermano lejano mediterráneo y católico de esas criaturas. La diferencia –‌la diferencia relevante aquí, quiero decir– es que mientras que Cave sabe de la existencia literaria de los Snopes o de Hazel Motes, desconoce que la musa que alumbra a esos seres con crisis de fe crónicas, y a la que él mismo acude desde hace décadas, dejó a uno de sus hijos en la mente y en la pluma de un catalán de principios de siglo XX. La filiación de las criaturas de Cave obedece, como ya dije, a su imaginación y a su actitud. La primera, culturalmente hablando, desciende de la literatura europea y la segunda de la música norteamericana. Esta es la anomalía: un tipo alto, delgado, pálido y feo –‌salvo desde un ángulo concreto, según afirma él mismo–, que nace en Australia, vive en Brasil, en Alemania Occidental y en Inglaterra, tiene como hermanos lejanos a las bestias literarias del profundo sur estadounidense y venera a sus progenitores: la literatura europea y la música estadounidense. Nabokov. Cash. Wangaratta. Simone. Bargeld. Berlín. São Paulo. Johnson. Londres. Cohen. Dostoievski. Mississippi. Esta es la combinación de nombres y lugares que posiblemente hacen de Nick Cave uno de los primeros músicos cuya obra es el producto de distintas y heterogéneas culturas occidentales. En el principio, hubo, en Nick Cave, un cóctel mestizo, bastardo y moderno. Esta es, si acaso, la anomalía austral. 41

LO SINIESTRO INVERTIDO

Cave lleva décadas creando mundos siniestros. Se trata de mundos poblados por psicópatas, por criaturas ambivalentes o por mujeres misteriosas que mueren a manos de hombres violentos o viceversa. Son mundos donde existe algún dios, unas veces intervencionista, otras no, y donde, por lo general, la bondad y el bienestar no abundan. From Her to Eternity (1984), The Firstborn is Dead (1985), el maravilloso disco de versiones Kicking Against the Pricks (1986), Your Funeral... My Trial (1986), Tender Prey (1988), The Good Son (1990), Henry’s Dream (1992) o Let Love In (1994) describían esos mundos de amor corrompido, de deseo nauseabundo por el sexo y el asesinato, que, en Cave, muchas veces parecen ir concatenados. También Murder Ballads (1996), No More Shall We Part (2001), Nocturama (2003), Abattoir Blues/The Lyre of Orpheus (2004), Dig!!! Lazarus, Dig!!! (2008) o Push the Sky Away (2013) abundaban en esos mundos creados por Cave. En todas esas ocasiones, se dejó llevar por el impulso de enfundarse el disfraz. Hay sin embargo dos interrupciones en esa voluntad frenética de crear mundos siniestros. Dos veces en las que esos mundos imaginarios y baldíos no son el resultado del trabajo artístico y creativo de Cave, sino su causa. The Boatman’s Call (1997) narra, con sobriedad oscura, la herida y el luto subsiguientes a una ruptura amorosa. Si en otros discos era Cave quien creaba esos mundos baldíos, en ese disco el australiano invirtió la fórmula: era un mundo baldío, su mundo real en aquel momento, el que daba a luz ese disco. La segunda ocasión en que esto ocurrió fue en Skeleton Tree (2016). En el verano de 2015, uno de los hijos ge42

melos de Cave, Arthur, de quince años, se despeña por un acantilado cerca de Brighton –‌donde años atrás se había establecido la familia– y muere pocas horas después. Por segunda vez, es un mundo baldío el que crea un disco de Nick Cave, y no viceversa. En The Boatman’s Call y en Skeleton Tree, Cave elige quitarse el disfraz. En su más reciente álbum hasta la fecha, Ghosteen (2019), el primero concebido de principio a fin tras la muerte de Arthur, uno diría que Cave tuerce los caudales para que él y su disfraz sean indiscernibles. Pero diría mal: Ghosteen es Cave invirtiendo de vuelta lo siniestro para que sea la imaginación la que lidie con la calamidad. LA MIEL DE UN ESPASMO

–El universo se contrae y hace que el mundo termine siendo como es; que un catalán de pueblo como tú, alto y torpe y desgarbado, haya terminado viviendo en México y no, por ejemplo, en Vilafranca del Penedès es el resultado de un espasmo del universo. Así habló mi amigo Elías Okón Gurvich un día que caminábamos sobre el suelo volcánico del espacio escultórico de la UNAM, en Ciudad de México. –Antes del espasmo –‌prosiguió Elías–, había dos estados del mundo que se amontonaban: en un estado, tú vives en Vilafranca del Penedès; en el otro, vives en México. Pero llegó un momento en que un estado, digamos, se impuso al otro, lo solapó y se volvió realidad. Ese fue el momento del espasmo. Elías es físico. Suele ir bien tener un amigo físico: te saca de la ignorancia científica –‌y, en el caso de Elías, 43

también no-científica– en multitud de ocasiones. Gracias a él, sin ir más lejos, supe cuál era la diferencia entre los agujeros negros y los agujeros de gusano. Diferencia que naturalmente he olvidado (que es la manera elegante de decir que nunca llegué a comprenderla del todo). –¿Y qué pasó con el otro estado del mundo, con el que perdió? –‌pregunté. Y precisé–: ¿Qué pasó con mi «yo» que vive en Vilafranca del Penedès en 2018? –Hay diversas teorías al respecto. Algunos dicen que ese Pau que vive en Vilafranca realmente existe, que hay un universo paralelo real al que, sin embargo, no tenemos acceso. Pero yo creo que ese mundo simplemente desapareció para siempre y en todo sentido tras el espasmo del universo. –¿Y cómo provoco yo ese espasmo en el universo? –No eres tú el que lo provoca. –No me digas. –No, lo provoca el azar. Los espasmos del universo son fruto de la arbitrariedad con la que interactúan las fuerzas de la física. No hay ninguna razón en particular, ni tampoco ninguna fuerza humana o sobrehumana, por la que tú terminaras en México y no en Vilafranca del Pe­nedès. El universo se comporta como un bebé recién nacido: hace cosas sin ninguna razón ni ningún sentido. Por eso, precisamente, digo que sufre espasmos, porque son movimientos velocísimos e involuntarios. –Entonces, si entiendo bien, estrictamente hablando yo no decidí venir a México. ¿Es eso lo que me estás diciendo? –No solo eso. Desde el punto de vista de la física, es una auténtica casualidad que no hayas terminado viviendo en Italia. O en Finlandia. O en Ecuador. El mundo, tu mundo y el de todos, habría podido ser diferente. Mis abuelos podrían no haber sido judíos escapando de Europa 44

por los pogromos. Y yo ahora no estaría aquí en México. O tú podrías haber tenido los ojos azules. O marrones. O habrías podido ser un lobo o una hormiga. O un arqueólogo. O un editor. Aunque no un físico, me temo, eso sí que no. Ignoré su sarcasmo, destinado a afianzar mi complejo humanístico, e inquirí, algo desconcertado, acerca de lo que más me inquietó de aquella conversación: –¿Me estás diciendo que yo no solo habría podido tener los ojos de otro color o trabajar en algo distinto, sino que habría podido ser, en un sentido más profundo, otra persona? –Sí. No tengas ninguna duda. Me despedí de Elías Okón Gurvich en la entrada del espacio escultórico. Yo enfilé la avenida Insurgentes hacia el norte. Él, hacia el sur. Esa noche, ya en mi casa, vi por primera vez 20,000 Days on Earth, el documental sobre Nick Cave que ya he mencionado aquí. Mientras lo veía, la conversación se repetía en mi cabeza. Cuál fue mi sorpresa cuando, en un momento dado, Cave dijo en la pantalla que la escritura y la música son transformativas: nos permiten ser otras personas, algo que, en algún punto, enfatizó, todos deseamos. Y entonces entendí algunas cosas. Entendí que los espasmos del universo de los que hablaba Elías no son impolutos. Cada minúscula o mayúscula contracción del universo deja un remanente, como si cada espasmo generara una materia que no pertenece exactamente a ningún mundo y, a la vez, pertenece a los dos mundos –‌el mundo que fue y el que ya nunca será– en los que ese espasmo partió el universo. Cuando un nuevo acontecimiento se abre camino, cuando una contracción del universo alumbra un nuevo 45

mundo, deja una rebaba que separa la vida tal y como la habíamos conocido de la vida tal y como habría podido ser si el espasmo hubiese escupido una combinación distinta de hechos. Esa rebaba, por su carácter fronterizo entre mundos y por su naturaleza irrepetible –‌ya que, según Elías, el parto de un nuevo orden de las cosas solo ocurre una vez–, es muy golosa; esa rebaba está compuesta por la codiciada miel de la que se nutre la imaginación. Y el arte. Esa misma noche comprendí que Cave entendía el arte como el oficio himenóptero de explotar y cuidar la miel que anida en los intersticios que median entre lo que uno es y lo que habría podido ser si las combinaciones azarosas del universo hubiesen sido diferentes. La miel de un espasmo no es nada más que la imaginación, el material limítrofe entre el mundo real y otros muchos, infinitos, mundos posibles. La miel de un espasmo es la capacidad de imaginar otros yoes, de ponerse el disfraz, de sumergirse en más y más maleza. Pero la miel de un espasmo también es triturar la pluma entendida como la escoba que barre la hojarasca del camino que llevaría al «verdadero yo». Así, Nick Cave ha explorado durante décadas cómo habría sido él si no hubiese sido él. Ha jugueteado con esos otros mundos que solo por una combinación fortuita de los elementos el espasmo del universo no parió. Su obra es nómada: viaja, desde la provincia de la imaginación, a esos universos que ya nunca serán, y regresa al nuestro, nos cuenta lo que ha visto y, de inmediato, como el bebé que se cansa rápidamente del balanceo del columpio, se somete de nuevo a las inclemencias de la miel de los espasmos del universo. Y en esos paseos de ida y vuelta, Cave descubrió que él habría podido ser un asesino arbitrario. Un diablo. Una mu46

jer sensible. Un vengador resentido. Una amante circunspecta. Un voyeur depravado. Y se disfrazó de todos ellos y ellas. También descubrió otras cosas: que también tú, tranquilo lector, habrías podido imaginarte siendo ese vengador resentido o esa amante circunspecta. E hizo un descubrimiento si cabe más inquietante: que si tú no fuiste todas esas cosas fue por puro azar, porque las fuerzas de la física, que son las que hacen que las cosas ocurran y nos ocurran, son arbitrarias. Es a ese azar sobre el que no tenemos ningún control, y son a esos mundos esquivos a los que únicamente la imaginación puede acceder, a los que canta Nick Cave. El suyo es una suerte de arte himenóptero. LA IRONÍA

Dentro de los grandes circuitos musicales, Cave ha sido siempre un artista minoritario. Su música no era, ni es, «accesible». Además, se trata de alguien que afirma con serenidad –‌y sin rastro de cinismo– que la razón por la que dejó la heroína no fue moral sino logística: ya no funcionaba para lo que él la quería: «Me sentía asediado por mierdas absolutas que pasan por mi cabeza sin parar. Un torrente interminable de diálogos interiores y cotorreos que desaparecían cuando consumía heroína. Era como si me depositaran en un lugar de paz durante un tiempo [...]. Finalmente, la heroína dejó de servir para eso y no hacía más que acentuar el problema; así que, en síntesis, lo dejé.» Y que ha sugerido que, si le volviera a funcionar como al principio, volvería a consumirla. Cave no solo no ha ocultado su relación con la heroína –‌algo que en una época de exhibicionismo voluntario o no y de flagelación pública no 47

es ni nuevo ni infrecuente–, sino que además pondera sus virtudes y los problemas que ocasiona obviando consideraciones puritanas. Alguien así, iba diciendo, no era presentable ni en principio comercializable para el gran público. Sin embargo, en 1996 obtuvo un éxito descomunal y tal vez inesperado. El ya mencionado Murder Ballads contenía una canción cantada a dúo con Kylie Minogue, una famosa cantante pop, también australiana. «Where the Wild Roses Grow» fue el nombre de la catapulta que lo lanzó a la fama mucho más allá de la gente que apreciaba su estética gótica y pospunk y sus conexiones con el deep south, la música estadounidense del siglo XX y la vieja literatura europea. La presencia de Minogue fue indudablemente fundamental para el éxito de la canción en los canales –‌televisivos y radiofónicos– de música más comercial. Lo interesante del caso es que Cave no había hecho ninguna concesión; al contrario, se había mantenido fiel a sus obsesiones: «Where the Wild Roses Grow» narra la historia de un enamoramiento en el que el protagonista concluye que «all beauty must die» y asesina a su enamorada de una pedrada. Una salvajada siniestra. Y exitosa. «Where the Wild Roses Grow» fue para Cave lo que Lolita para Nabokov. Y no solo por el éxito, sino porque, al igual que Nabokov, Cave obtuvo su fama imaginando a un ser abominable. A raíz de ese éxito, la cadena MTV lo nominó a un premio. Pero Cave pidió que se retirara su nominación y explicó sus razones en una carta pública en la que rechazaba la naturaleza competitiva de esos galardones y la obsesión por trasladar criterios métricos también al arte. Decía que, con su decisión, pretendía proteger la frágil naturaleza de su musa: «Mi musa no es un caballo y yo no estoy en una carrera de caballos.» 48

Años más tarde, en un discurso público, recordó que, después de ignorarlo por mucho tiempo, MTV lo había convertido de pronto en una celebridad. Renunciando a la nominación, recordó Cave, había intentado regresar a su feliz oscuridad. No era ni la primera ni la última vez que tiraría de ironía. De hecho, toda su carrera –‌con las excepciones de The Boatman’s Call y Skeleton Tree– está adornada por ese permanente, feliz e irónico ir y venir a la oscuridad. Esa ironía también se encuentra en las letras de sus canciones, como en «Higgs Boson Blues»: La noche era caliente y oscura: veo a Robert Johnson con una guitarra de diez dólares colgando de su espalda, buscando una tonada. Ah, aquí viene Lucifer con su ley canónica y cien niños negros que huyen de su mandíbula genocida. Tiene el ritmo del asesino, Robert Johnson y el demonio. No sé quién va a engañar a quién.

O como la ironía coqueta y vanidosa con la que empieza «O’Malley’s Bar»: Soy alto y delgado, de una estatura envidiable, y soy conocido por ser bastante guapo... desde cierto ángulo y bajo cierta luz.

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O en «God is in the House», donde encarna a un reverendo fanático: Ratas morales en la Casa Blanca, informáticos excéntricos en la escuela, drogadictos en el fumadero de crack. Nosotros no tenemos esas cosas aquí, tenemos una fuerza muy pequeña, pero la necesitamos, por supuesto, para los gatitos en los árboles. Y por la noche nos arrodillamos silenciosos como ratones porque Dios está en esta casa. Dios está en esta casa, nadie más duda de que Dios está en esta casa. Aunque esta ironía no está exclusivamente en sus canciones. También ha hecho gala de ella en algunas conversaciones. Sobre el trabajo (evocando a Steinbeck), dijo: «Solía trabajar seis días a la semana. Pero llegó un punto en que se me hizo insoportable. Y ahora trabajo los siete.» Sobre la heroína y la religión, afirmó: «La religión me interesaba sobre todo cuando tomaba drogas. El caso es que era yonqui. Cuando me despertaba, necesitaba equilibrar el marcador y lo primero que hacía era ir a la iglesia. Me quedaba sentado durante toda la misa. Al salir, le estrechaba la mano al pastor y me iba a Portobello Road y a Golborne Road. Era la hora en que se despertaban los camellos. Y entonces ya podía volver a equilibrar el marcador: volvía a mi apartamento y me drogaba. “He hecho un poquito de mal, pero también un poquito de bien”, me decía. “¿Cuál es el problema?”, me preguntaba [...]. Cuan50

do conocí a Susie [Bick, su actual esposa], me dijo: “Esto que haces es muy peligroso. Arriesgas tu vida. Quiero que me prometas que no volverás a ir a la iglesia.”» Sobre su padre, al que adoraba, dijo: «Una vez fui invitado [a la Academia de Poesía en Viena] para que enseñara escritura de canciones a un grupo de estudiantes adultos. Pero primero querían que les diese una conferencia. Elegí como tema la canción de amor y, al hacerlo –‌al ponerme de pie frente a un montón de gente y enseñar, hacer de profesor–, tuve sentimientos encontrados. El más fuerte e insistente era de horror abyecto. Horror, porque mi padre fue profesor de literatura inglesa en mi escuela en Australia (donde el sol brilla, como bien saben). Recuerdo claramente que cuando tenía doce años y estaba ahí, donde están ustedes ahora, en un aula, viendo a mi padre, que estaba aquí, donde estoy yo ahora, pensaba para mis adentros, triste y miserablemente: “No importa lo que haga con mi vida siempre y cuando no termine como mi padre.” Ahora, a los cuarenta y un años, no hay virtualmente nada que yo pueda hacer que no me acerque a él, que no me haga más él. A los cuarenta y un años me he convertido en mi padre.» Cabalgando a lomos de la misma ironía sobre la que cabalgó su idolatrada Flannery O’Connor, que era una católica redomada pero poblaba sus novelas con bestias pecadoras, Cave parece pensar que la única manera de tratar en serio a su público es riéndose finamente de él. Porque el arte himenóptero, además de imaginativo, o precisamente por ser imaginativo, es irónico.

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2. LA IMAGINACIÓN

De tots els fruits de l’arbre de la vida, només del de les il·lusions en va regalimar vergonya.1 CURIEL JORDANA

¿Qué es el arte himenóptero? ¿Se trata del arte que alude a la ficción y se apoya en la imaginación? Si sí, es decir muy poco; si no, ¿qué es? Intentaré despejar un poco el panorama refinando la noción de arte himenóptero. Supongamos que, a la hora de construir una narración, la imaginación pueda usarse de dos maneras: o bien uno parte de la imaginación para armar la narración y usa de vez en cuando algunos eventos reales para culminarla, o bien parte de la realidad y usa la imaginación cuando lo que sabemos acerca de la realidad no nos permite encadenar la narración sin lagunas importantes. En el primer caso, hablaríamos de una narración panal* y la imaginación sería la miel y la realidad rellenaría los vacíos de imaginación; en el segundo, digamos narraciones panal**, la realidad es la miel y la imaginación colma los huecos en que está ausente la realidad. A veces discernir entre un caso de panal* y uno de pa1.  «De todos los frutos del árbol de la vida, / solo del de las ilusiones / rezumó vergüenza», Curiel Jordana, Fet i fet, Edicions de l’Espirall, Vilafranca del Penedès, 1999.

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nal** puede ser una tarea titánica (e innecesaria, pero ¿cuándo dejaron de ser interesantes las tareas innecesarias?). No debería sorprendernos ni frustrarnos. Las distinciones y taxonomías que lidian con benditos asuntos artificiales –‌como el arte– carecen de la precisión de la cartografía; si acaso se parecen a las brújulas: si la aguja está bien imantada, señalan los puntos cardinales y se limitan a orientar, pero no señalan ubicaciones precisas. La distinción entre un panal* y un panal** no tiene puntos exactos, pero orienta: Mi lucha de Karl Ove Knausgård, El adversario de Emmanuel Carrère o El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura son, con distintas intensidades y temperamentos disonantes, ejemplos claros más o menos recientes de cómo la imaginación colma las lagunas de la descripción de la realidad, es decir, son panal**. Y hay también algunos casos claros de panal*, como el arte himenóptero del propio Nick Cave, PJ Harvey y C. Tangana, por poner un ejemplo musical contemporáneo en español, de David Lynch y Federico Fellini en el cine o de Iris Murdoch en la novela. En panal*, la narración parte de la imaginación y, ya sea porque esta se agota o porque el autor así lo considera oportuno, se acude a la realidad para completar aquella. Pero la imaginación no queda sepultada por el peso de lo real,1 el tronco fundamental de la narración es la capacidad inventiva y solo ocasionalmente se apoya en la muleta de la realidad. En panal**, en cambio, el peso de lo real inunda la narración, hasta el punto de que la imaginación, como dije en el capítulo anterior, se entiende únicamente como último recurso narrativo: cuando no sé qué ocurrió en realidad, intento imaginármelo. En el caso de panal**, la ima1.  Vicente Luis Mora, La huida de la imaginación, Pre-Textos, Valencia, 2019.

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ginación interviene por necesidad, porque la realidad –‌o, mejor dicho, lo que sabe el escritor acerca de ella– se ha agotado y el escritor se ve acorralado; en el caso de panal*, la imaginación interviene por elección soberana del autor para impugnar la arbitrariedad con que las fuerzas de la física dieron forma al mundo. De este modo, la distinción reinante entre el arte imaginativo y el arte no-imaginativo no consiste –‌no puede consistir– en la ausencia de imaginación en el último y la presencia de la misma en el primero. Hay imaginación en El adversario, pero la imaginación no es el motor de El adversario; y hay realidad en las Murder Ballads de Nick Cave, pero la realidad no es el motor de las Murder Ballads. Otro tanto puede decirse del yo y de la literatura del yo: ni es cierto que en Mi lucha, un caso tal vez paradigmático de literatura del yo, no haya otras cosas que no sean el yo ni tampoco lo es que en El mar, el mar de Iris Murdoch, novela inventiva espléndida, no haya yo. Pero en Mi lucha lo ficticio es complementario del yo y en El mar, el mar el yo es complementario de la ficción. En el arte narrativo imaginativo o de ficción hay, por más que intervengan elementos reales, una introducción en el mundo ficticio creado por el autor: «La fantasía de la obra penetra en nuestra propia fantasía, y se combinan en un mundo por completo ficcional e impune.»1 En la obra narrativa de no-ficción, en cambio, no hay inmersión en ese mundo ficticio porque, sabiendo que la realidad es la tracción de la narración, cuando uno encuentra un pasaje que nos suena raro, no puede dejar de formularse la pregunta que más incordia y más distrae: ¿será esto que cuenta en la novela verdad? 1.  Ibidem, p. 90.

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En el arte himenóptero, el lector o espectador no se formula esa pregunta, y no porque haya una suerte de pacto implícito entre él y el escritor, como a veces se dice, sino, simplemente, porque formulársela carece de sentido: la ficción arrastra la narración, tira de ella como la diana atrae figuradamente la flecha en trance de dar en el blanco. Y si se trata de una buena ficción, el lector lo comprende y aguarda el simbiótico momento en que se encuentran la imaginación del autor y su propia imaginación. No nos importa qué es real y qué no porque lo que busca estimular el artista himenóptero no es nuestra capacidad para hacernos acreedores directos de los hechos más diáfanos, sino nuestra habilidad para descubrir el más opaco de los hechos: el hecho imaginado. Sin embargo, se sigue hablando como si existiese una línea tajante entre lo real y lo imaginativo en el arte narrativo. En una entrevista –‌un género poco dado a la precisión y los matices, todo hay que decirlo– de 2014, Antonio Muñoz Molina dijo: «Las posibilidades de lo real son tan grandes que la fantasía me parece una tontería.»1 Es un pensamiento formulado de forma abstrusa, porque justificar el desdeño por lo ficticio afirmando que las posibilidades de «lo real» son tantas es no darse cuenta de que nada contiene tantas posibilidades como lo imaginativo (entendido como una suerte de ars combinatoria de lo real). Además, Muñoz Molina parece creer que la separación entre el arte imaginativo y el arte no-imaginativo calca la de los líquidos encerrados en compartimentos estancos. Pero a me1. https://www.latribunadetoledo.es/noticia/Z4E06E2FE9055-5D08-EA74DCEBCB884F1A/20141222/mu%C3%B1oz/ molina/posibilidades/real/son/tan/grandes/fantasia/parece/tonteria./ (consultado por última vez el 12 de julio de 2019).

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nos que Muñoz Molina sea simultáneamente un sociólogo, un historiador, un antropólogo, un físico y un químico omniscientes con acceso a todos y cada uno de los hechos de «lo real» que aparecen en sus libros –‌algo sobre lo que me permito ser escéptico–, lo cierto es que también él acude a la imaginación. Ninguna narración, por más rea­lis­ta que se pretenda y por más realista que llegue a ser, prescinde por completo de la imaginación. Creo que lo que en verdad hace Muñoz Molina en esa entrevista, de manera rotunda y tal vez por eso mismo involuntariamente abstrusa, es expresar su preferencia por panal** y su desinterés general por panal* y el arte himenóptero o imaginativo. Al desdeñarlo, no solo se renuncia a cultivar la miel de los espasmos con que el azar divide los mundos, sino que también se hace más difícil expandir nuestro universo comprensivo de la moral. LAS VIRTUDES DE LA IMAGINACIÓN EN EL ARTE

Dispensar de lo verosímil. En una narración de tipo panal**, los personajes imaginados, por coherencia con el hecho de que la narración está impulsada por la realidad, tienen que ser verosímiles. Cuando se trata de panal*, los personajes o eventos imaginados no tienen que ser verosímiles, porque el primer y más importante latido de la narración proviene de la imaginación. En las novelas de Iris Murdoch, por ejemplo, muchos de sus acontecimientos y episodios son inverosímiles. La magia de Murdoch, por cierto, es que aunque las partes de su novela sean inverosímiles, el conjunto es verosímil; en el paso de las partes al todo Murdoch transforma el metal en oro. Pero no nos desviemos. ¿Qué ocurre con los huecos en panal*? Aquí 57

viene lo delicioso y ventajoso –‌y, en cierto sentido, paradójico– de embarcarse en una narración cuyo impulso es la imaginación: los eventos o experiencias reales mediante los cuales se rellenan los huecos cuando la imaginación colapsa no tienen tampoco por qué ser verosímiles porque, ironías de la vida, la realidad no es muchas veces verosímil. Es solo realidad. Cuando es la imaginación la que hace rodar el motor de la narración, la verosimilitud pasa a un segundo plano, y tanto el autor como el lector quedan dispensados de ella. En cambio, cuando la realidad es el motor de una narración, la exigencia de verosimilitud lo permea todo, incluidos los acontecimientos imaginados por el autor para completar los agujeros de la realidad. En la medida en que las narraciones de tipo-panal** no nos dispensan de la verosimilitud, terminan limando la libertad inventiva y, de ese modo, desnaturalizan la idea misma de imaginación. Lo diferente que hay en uno. La imaginación, dice Guillermo Fadanelli, es «concepción y apreciación de lo di­fe­ren­ te».1 Si uno usa la imaginación, puede, si hay suerte, acceder a los otros y ese acceder a los otros es, a fin de cuentas, una vía hacia la propiocepción moral, una ruta posible hacia un yo poliédrico que, con toda probabilidad, desconocíamos. Para quien practica el arte narrativo del yo, en cambio, no solo es más difícil conocer el mundo, sino también a sí mismo, y es que «Narciso no puede verse tal como es ni conocer a los demás. Su reflejo se interpone entre él y el mundo, entre él y él».2 El arte himenóptero sortea a Nar1.  Guillermo Fadanelli, Insolencia. Literatura y mundo, Almadía, Oaxaca, 2012, p. 35. 2.  Citado en Mora, op. cit., p. 146. Diría que la frase original es de Claude-Edmonde Magny.

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ciso pero no deja de lidiar y comprender la realidad y el yo: Gregor Samsa, el personaje de Kafka en La metamorfosis, es un personaje de ficción, pero es a la vez real: «Su presencia ha sido tan constante en mi vida como lo ha sido la presencia de mis hermanos o de mis amigos, y su realidad es palpable por lo menos en un hecho: su influencia me ha llevado por un camino en vez del otro: ¿y no es eso la realidad?»1 Imaginarse al otro es una manera de empezar a entenderse a uno mismo. En cambio, puede que la introspección no sea una manera de conocer al otro. Tal vez el conocimiento o comprensión de lo humano sea asimétrico. Las jorobas morales. Al proyectar versiones hiperbólicas de nosotros mismos, la imaginación hace surgir, como la ola que devuelve el cadáver de un ahogado a la playa, nuestras jorobas morales: «Se comprende la maldad porque incuba en uno mismo», dice Fadanelli.2 John Gray insistió, en The Soul of the Marionette (2015),3 en un punto parecido. Si nos imaginamos practicando los sacrificios humanos que, según cuentan algunos historiadores, solían practicar los mexicas, sentimos repugnancia. No queremos entender esas prácticas porque creemos que son inhumanas, inaceptables. Por ello nos negamos a imaginarnos como los mexicas, porque no queremos entender eso, las prácticas que, hoy en día, vemos como bárbaras (y nos parece que la reflexión moral, al lidiar con ellas, debería agotarse en calificarlas como bárbaras). Tenemos miedo a que entender algo de esas prácticas nos 1. Fadanelli, op. cit., p. 207. 2.  Ibidem, p. 125. 3.  John Gray, El alma de las marionetas, Sexto Piso, Madrid, 2015; traducción de Carme Camps.

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precipite a aceptarlas. Es un miedo injustificado, aunque no inexplicable. Sea como sea, no querer entender a los mexicas es, según Gray, no querer entendernos a nosotros mismos. La compasión. Y como imaginarse al otro no es sino una manera de vernos a nosotros mismos en dimensiones que rara vez habríamos considerado, la imaginación contribuiría a la piedad con los demás, porque, si excluimos el látigo de la autoflagelación, tendemos a ser más piadosos con nuestras faltas que con las del otro. La imaginación arrastra la piedad hacia el otro. Para decirlo con las palabras que Gonzalo Torné pone en boca de uno de los personajes de Años felices: «Las personas suelen ser más delicadas en nuestra imaginación.»1 Ser más piadosos, por cierto, no debe entenderse aquí como sinónimo de lástima o conmiseración sino, más bien, como lo entiende la versión más imperfeccionista de la moral cristiana, es decir, como la virtud que da pie a actos de generosidad hacia el prójimo. Steven Pinker sostiene que, en la historia de la humanidad, la invención de la imprenta supuso un punto de inflexión en cuanto a la disminución de la violencia. Construye esta hipótesis en The Better Angels of Our Nature (2011),2 un libro más aburrido que tocar la batería con el gran Leonard Cohen. Según Pinker, la difusión de la literatura –‌la novela, básicamente– estimuló la imaginación de las personas y, con ella, el otro se hizo menos otro. El artificio de la novela imaginativa habría contribuido a combatir el escenario hobbesiano del estado de naturaleza. 1.  Gonzalo Torné, Años felices, Anagrama, Barcelona, 2017, p. 26. 2.  Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro, Paidós, Barcelona, 2012; traducción de Joan Soler.

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Estratos de realidad. La gran diferencia entre panal* y panal**, como dije, consiste en el rol que juegan la imaginación y la realidad en la narración: en un caso –‌panal*– el motor es la imaginación y en el otro –‌panal**– lo es lo real. Pero hay algo en lo que el arte himenóptero y su contraparte se parecen: ambos buscan ampliar la comprensión de la realidad, ambos buscan decir algo acerca de cómo vivimos. Lo que ocurre es que buscan decir algo acerca de distintos estratos de la realidad. Panal** busca decir algo acerca de la realidad que queda más a la vista: la narrativa de no-ficción, en sus múltiples expresiones, ordena de manera comprensiva aquello que está a la vista pero que, por diversas razones, a veces queda escondido. Muchas veces ese ángulo oscuro no es ningún recoveco concreto, ningún detalle oculto, ningún episodio en particular, sino la historia en sí misma: los eventos que, al tomar la forma de una narración, adquieren sentido para nosotros. Los acontecimientos que cuenta El hombre que amaba a los perros eran, hasta el momento en que fue publicado el libro de Padura, o bien piezas de la historiografía, o bien hechos deslavazados. Padura construye una historia e intenta dar sentido a una serie de hechos políticos. Lo que estaba en la penumbra –‌y lo que hace emerger Padura– es justamente la novela misma, la historia de Ramón Mercader y Trotski como una historia. Esto no quiere decir que las historias tengan sentido, mucho menos aún que la Historia lo tenga; solo significa que es una necesidad humana la de intentar dar sentido a una cadena espasmódica y arbitraria de hechos. Por su parte, quien se embarca en el arte himenóptero busca comprender, mediante una circunvalación, una capa más profunda de la realidad, una que no queda a la vista y que requiere, justamente, imaginación. Al fin y al cabo, la realidad no se agota en aquello que el ojo puede ver; a menudo las palabras ven más que los ojos. 61

Es la técnica, no el objeto. Que una novela tenga como objeto o escenario algún nivel de realidad no la hace una novela realista. Lo cual quiere decir que tampoco la hace realista que se ocupe de nuestro más inmediato y palpable estrato de realidad: este mundo que pateamos todos los días. Lo que hace que una novela sea realista es usar una técnica realista, no que tenga como objeto o escenario algún estrato de realidad. Puede haber novelas realistas acerca de un planeta imaginario habitado por unicornios si se usa una técnica costumbrista (y a veces, me temo, casposa y condescendiente). Y puede haber novelas tremendamente imaginativas acerca de los más cotidianos y rutinarios hechos o convenciones reales. La imaginación no es la negación de la realidad. Lo contrario de la realidad es la alucinación, no la imaginación: quien se deja secuestrar por la imaginación no niega que existe una realidad palpable, no niega que pueda distinguirse entre lo que es ficticio y lo que no lo es; quien tiene alucinaciones, en cambio, no puede distinguir qué forma parte de la realidad y qué es producto de su fabulación. La imaginación en el arte no es nada más que una manera de guillotinar la realidad en cuatro dimensiones y no –‌como lo hace la no-ficción– en tres dimensiones. Cuando se trata de la realidad, la imaginación siempre ofrece algo más, una dimensión extra. El arte imaginativo observa el mundo en cuatro dimensiones, el arte no-imaginativo en tres dimensiones. «Res ipsa loquitur». La imaginación funciona según la regla del res ipsa loquitur: deja que los hechos hablen. Es decir, funciona sin reglas. El arte imaginativo sería el reflejo más refinado y concreto de la arbitrariedad con la que 62

los átomos bailan y se rozan. Como dice Iris Murdoch, «one piece of imagination leads to another».1 La imaginación se alimenta de la propia imaginación, creando una espiral cuyo final es tan enigmático como su principio. Son los hechos que no existen en nuestra realidad más inmediata los que lideran la conversación hasta convertirla en una suerte de juego, porque la imaginación es un ejercicio lúdico que, a diferencia de los deportes, no se termina nunca, porque no hay una meta a la que llegar, no hay un objetivo que tú puedas alcanzar antes que tu rival. En la imaginación, como en los juegos, se vertebra un remanso en el que no se puede ganar ni perder, en el que se evaporan la competición y la competencia. La imaginación es tal vez uno de los últimos cotos vedados a la lógica del mercado que todo lo devora. También la imaginación. Como todo juego, también la imaginación es un juego serio. Es decir, es un genuino juego. Las cosas como son y otras fantasías. «Verdades como puños.» «Llegar a ser quien realmente eres.» «Las cosas como son.» Son tópicos que se repiten una y otra vez. Pero las verdades no pueden ser como puños porque, aunque hieran, no agreden. Y nunca podemos llegar a ser como realmente somos porque no somos realmente de ninguna manera. Todos estos lugares comunes invocan el prestigioso tribunal de la realidad para que una conversación deje de serlo y se convierta en una competición para ver de qué lado está la razón. Pero del agujero donde las cosas son como son no regresó nunca ningún vivo: rara vez se convoca a la realidad para hablar de cómo es de 1.  Entrevistada por Jeffrey Meyers en The Paris Review, núm. 115, verano de 1990.

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verdad la realidad; más bien se la convoca para hablar de cómo nos gustaría que fuera. Obsesionarse por la realidad es poner en marcha el ritual que terminará dando sepulcro a la realidad. «Las cosas como son» es una viscosa marisma de fantasías tramposas, desleales y oportunistas. La ironía del asunto es que solo podemos desbrozar ese lodazal de trucos aludiendo a la imaginación, no a la realidad. Los más adictos. Los que dicen «las cosas como son», los que empiezan todas sus frases con un «honestamente, yo creo que», los que sueltan verdades como puños, los que anuncian que la verdad es una en lugar de dar razones a favor de ella, los que repiten como loros que hay que decir la verdad caiga quien caiga, los que necesitan que todo el mundo sepa cuán insobornables son, los que abren la boca exclusivamente para decir cuán tozudos son los hechos, los que juran hablar desde el corazón, los que crean el baño de realidad mientras nos advierten de ese mismo baño de realidad, esos, todos y cada uno de ellos, son los más adictos a la mentira. Juez y parte, acusación y defensa. El juicio moral sobre el arte no debería mimetizar el juicio penal. Tolstói, en cambio, creía –‌con otro vocabulario y otro temperamento, desde luego– que sí. Al menos el último Tolstói. O al menos el último Tolstói ensayista, el profeta. De hecho, su caso es peculiar: como ensayista, era un perfeccionista; como novelista, al menos el de las grandes novelas, era un imperfeccionista. (O para decirlo con el feliz vocabulario de Arquíloco que Isaiah Berlin popularizó y desarrolló: «Tolstói era, por naturaleza, un zorro, pero creía ser un erizo.»)1 Esa es1.  Isaiah Berlin, «El erizo y el zorro», en Pensadores rusos, FCE, Ciudad de México, 1979, 2.ª ed.; traducción de Juan José Utrilla, p. 68.

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cisión no se vive en muchos otros grandes autores, ya sea porque solo los conocemos básicamente en una dimensión (como Shakespeare, que era un imperfeccionista) o porque, como en el caso de Iris Murdoch, había una continuidad en su imperfeccionismo como ensayista y como novelista.1 En Tolstói, en cambio, los enigmas morales quedan irresueltos en las novelas y los dilemas a los que somete a sus héroes adolecen de lo que alguna vez Javier Cercas ha llamado el punto ciego. En Guerra y paz, por ejemplo, la tensión interna que vive Pierre Bezújov entre el pensamiento y la acción, entre la teoría y la experiencia, no tiene una respuesta unívoca. Pero cuando abandonaba la ficción, Tolstói tenía claras las respuestas a esos dilemas y las soluciones a esos enigmas. El Tolstói ensayista y diarista veía el juicio moral sobre el arte narrativo como si fuera un juicio penal. Había que construir las narraciones para que todos pudieran entender la parábola moral que había en ellas: hacer arte es distinguir de forma unívoca entre el bien y el mal, condenar o absolver. Al pedirle esto, Tolstói creía que el novelista debía ser juez en su propia novela. Sin embargo, un novelista que pretende erigirse en juez en su propia novela inevitable e irremediablemente terminará erigiéndose en juez y parte. Y ser juez y parte, no importa en qué contexto se dé, es una forma corrompida y deshonesta de juzgar: cuando se busca infligir algún tipo de daño a alguien como respuesta a un presunto mal que ha infligido previamente, ni quien acusa ni quien se de1.  La ironía de esto es que Murdoch habría vivido con armonía su doble condición de novelista y ensayista imperfeccionista, mientras que la disonancia de Tolstói entre su yo ensayista y su yo novelista lo haría vivir en un conflicto permanente; es decir, en conjunto Tolstói era, curiosamente, un imperfeccionista.

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fiende pueden tomar la decisión de infligirse ese daño o de indultarse. El novelista no debería poder tomar la decisión de condenar o absolver a los personajes de su novela. Sería como si a una madre o a un padre le tocara decidir si su más adorado y criminal hijo, o el asesino de su más adorado e inocente hijo, merece o no pena de cárcel. No hay luz que disuelva la corrupción de ser juez y parte. El arte himenóptero, en cambio, sostiene que el novelista no puede –‌y no debe– ser juez y parte. El artista debe ser en todo caso acusación y defensa a la vez. Esta es la parte del juicio penal que el arte himenóptero rescata: el novelista debería ser un voyeur que asiste a un juicio como público y transcribe, para luego novelar, lo que dicen la acusación y la defensa. Pero huye con espanto de la sala cuando el juez pronuncia el veredicto. En cualquiera de sus infinitas mutaciones, la novela que lidia con alguna tensión debería ser un alegato contradictorio a favor y en contra de la condena del protagonista. Ser juez y parte en una novela es abordarla con trampas y desde el púlpito de las virtudes perfectas, es escribir con la pretensión –‌casi siempre fallida– de que no quede ningún residuo moral: todo debe encajar y todo debe ser armónico, la historia debe quedar sellada, sin filtraciones, sin goteo. Sin inmoralidades. Toda esta operación perfeccionista supone pagar el precio de la deshonestidad de ser juez y parte y emitir un veredicto corrompido. De este modo, también en el adulterado intento de la novela perfeccionista, como en todos los casos de algún tipo de corrupción, hay un amargo e ilegítimo precio que pagar. Ser acusación y defensa en una novela es construirla desde el incómodo lugar de las virtudes morales imperfectas, es saber que de la historia gotearán algunas inmoralidades, que quedarán cabos sueltos, que quienes cometan 66

atrocidades no solo no serán condenados, sino que además se les brindará la oportunidad de desmentir que se trate de atrocidades. Y que la otra parte replicará y tendrá páginas y más páginas para intentar deformar los hechos en un sentido u otro. Pero ser simultáneamente acusación y defensa no es no tomar partido, al contrario: significa tomar partido por las virtudes morales imperfectas. Ser acusación y defensa es enjuiciar mediante la nobleza, la lealtad, el amor, el cuidado, la compasión, lo cual suele revelar, en paralelo, la vergüenza, la infidelidad, la traición, el remordimiento o el arrepentimiento de los personajes y de nosotros, los lectores. Un novelista que unifica el punto de vista de la acusación y el de la defensa no tuerce el caudal de la historia hacia el lado que más le interesa a él, sino hacia donde más les interesa a todos y cada uno de los personajes a la vez. Al fin y al cabo, como dice Belén Gopegui, un novelista es un catálogo de voces.1 Asoma, de este modo, una linda paradoja: el novelista imperfeccionista tiende a ser literariamente honesto; el novelista perfeccionista está involuntaria pero inevitablemente obligado a ser deshonesto. La imaginación no solo son imágenes. Cuando un caricaturista deforma a un personaje en un dibujo, ya se trate de un personaje real o ficticio, está usando la imaginación y está apelando a la imaginación de quien observa el dibujo. Cuando Nick Cave narra la historia de Stagger Lee, nosotros inventamos en nuestra mente una cara para Stag­ ger Lee. Y nos imaginamos también cómo camina, altivo e irresponsable, por algún escenario también creado por 1.  Belén Gopegui, Rompiendo algo. Escritos sobre literatura y política, Ignacio Echevarría (ed.), Debolsillo, Barcelona, 2019, p. 119.

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nuestra mente. Pero la imaginación se puede expresar también sin imágenes e incluso sin evocar imágenes: las rimas de las letras de canciones, o de los versos de la poesía, son también formas de la imaginación, en este caso, formas de imaginar el lenguaje: crear un lenguaje artificial es también cultivar la miel de un espasmo. Rimar es imaginar.1 Teoría e intuición. Una de las filósofas que más y mejor ha abordado las relaciones entre moral y arte imaginativo –‌en particular en la novela– ha sido Martha Nussbaum. Un texto fundamental al respecto es Love’s Knowledge (1990).2 Nussbaum, siguiendo los pasos de Henry James, sostiene que «la novela es, en sí misma, un logro moral, y la vida bien vivida es una obra de arte literario». Las conexiones entre moral y literatura son profundas, particularmente con la literatura entendida como panal*: «La labor de la imaginación moral se parece, en cierto sentido, a la labor de la imaginación creativa, en particular a la del novelista.» La visión de Nussbaum la lleva un poco más allá: «Determinadas novelas son, de manera irreemplazable, obras de filosofía moral.» Sin embargo, esa es una virtud secundaria, si acaso, de la imaginación artística. Si el arte imaginativo cumple una función es la de estimular la imaginación moral de los lectores. Si, además, estimula las inquietudes filosóficas, pues muy bien. Pero solo algunos lectores tienen inquietudes filosóficas, mientras todos tienen inquietudes morales, por1.  Agradezco a Guillem Gisbert que me hiciera notar que también rimar es una forma de imaginar. 2.  Martha Nussbaum, El conocimiento del amor, Antonio Machado Libros, Madrid, 2016; traducción de Rocío Orsi y Juana María Inarejos.

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que mientras que no todos somos filósofos o teóricos sí es cierto que todos tenemos vida moral. Lo diré de otra manera: Nussbaum cree que la novela ensancha nuestro entendimiento moral a un nivel teórico. Yo, en cambio, creo que la novela imaginativa ensancha nuestra comprensión moral a un nivel más intuitivo, más terrenal. Lo que no quiere decir, por cierto, que no se trate de un nivel intelectual; únicamente quiere decir que, cuando leemos, escuchamos o vemos arte himenóptero, no pensamos en la moral en términos teóricos, como sí, creo, lo hace Nussbaum. Como decía Bernard Williams, no es lo mismo el pensamiento ético que la teoría ética. [Breve interludio sobre el género ensayístico: sostiene Nussbaum que es imposible reproducir en el ensayo la emoción moral de una novela como La copa dorada de Henry James. Sin embargo, yo sí creo que hay vibración moral en los ensayos de Rafael Sánchez Ferlosio, de Isaiah Berlin, de Antonio Machado, de Iris Murdoch o de Belén Gopegui, por citar solo a algunos de mis héroes y heroínas. No tengo ninguna explicación concluyente –‌¿cuándo se tiene algo semejante en un ensayo?– para esta circunstancia. Se me ocurre decir, sin embargo, que no es únicamente el hecho de que los ensayos de Ferlosio, Berlin, Murdoch o Gopegui tengan una pulsión artística, así como una voluntad de estilo, lo que hace que tengan una tensión moral. Creo que la razón por la cual uno siente emoción moral es que hay en ellos una huida de la realidad fáctica más visible y costumbrista. Hay diferencias notables entre sus ensayos, no querría dar a entender que no las hay. Pero tienen algo, y se trata de algo importante, en común. Los ensayos de Ferlosio, Berlin, Murdoch o Gopegui involucran, de un modo u otro, la imaginación. Es infrecuente, pero también el ensayo puede ser arte himenóptero.] 69

No salir ilesos. En una novela imaginativa solo sus personajes pueden salir ilesos; el novelista y el lector tienen que salir de ella con las articulaciones oxidadas, el corazón magullado y las manos paralizadas. Si la novela no provoca el mismo fragor que el de docenas de botellas de cristal chocando entre ellas y finalmente contra el suelo de un contenedor de vidrio es que o somos sordos, o la novela es muda. Lo más letal que se puede decir de una novela es que de ella hemos salido ilesos. El novelista tiene que salvar de algún modo a sus personajes (que no es lo mismo que absolverlos) y herir a sus lectores. Y se salva a los personajes y se hiere a los lectores con la misma arma: las virtudes imperfectas. A los que ya no pueden imaginar. Los muertos ya no pueden imaginar. También algunos vivos están desprovistos de esa capacidad. No hablo aquí de quienes no tienen la voluntad de imaginar a pesar de conservar la capacidad de hacerlo, hablo de aquellos a quienes la vida y las calamidades de la vida han mutilado su imaginación. En Le Lambeau (2018),1 el escritor y periodista Philippe Lançon narra el atentado del que fue víctima junto con buena parte de la redacción de Charlie Hebdo, el periódico satírico francés amenazado por publicar representaciones del profeta. El colgajo es un relato preciso de las horas previas al atentado, en el que perdió la mandíbula, y de los subsiguientes meses de recuperación. Es buena literatura del yo. Y, según Lançon, difícilmente podría ser otra cosa: «¿Cómo iba a poder crear la menor ficción cuando a mí se me ha tragado una ficción? [...] Es como pedirle a Jonás 1.  Philippe Lançon, El colgajo, Anagrama, Barcelona, 2019; traducción de Juan de Sola.

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que se imagine que vive en el vientre de una ballena cuando vive en el vientre de una ballena» (pp. 80-81). La crueldad que los hermanos K, los asesinos en ese infausto día de enero de 2015, infligieron a Lançon fue doble porque, por un lado, fue víctima de una horripilante agresión con consecuencias físicas, pero, por otro lado, al irrumpir en la redacción de Charlie Hebdo, los victimarios encerraron a Lançon en la realidad, suspendieron la suspensión de la incredulidad de la que hablaba Coleridge, mutilaron, en Lançon, la posibilidad de la escritura imaginativa. El colgajo nos reconforta porque el autor dice repetidas veces que no guarda rencor a los asesinos, que no los relaciona con el islam (p. 222). El colgajo es una favoletta especial: es la que queremos, pero también es la que necesitamos leer; es la favoletta de alguien que no odia a los bárbaros que intentaron asesinarlo a él y sí lo consiguieron con sus amigos y colegas; es la favoletta que, en un ejemplo de lucidez, desliga a los hermanos K del islam. El colgajo nos reconforta y nos conmueve sin constreñirnos al acto de pensar, como el propio Lançon concede: «Mi experiencia supera mi capacidad de pensar» (p. 244). Los hermanos K arrancaron de cuajo la capacidad de pensar de Lançon y, con ella, también mutilaron su capacidad para la narración imaginativa: «Nada puede disculpar la transgresión cuyas consecuencias vi y sufrí. No siento rabia por los hermanos K, sé que son producto de este mundo, pero me resulta simple y llanamente imposible encontrar una explicación» (p. 244). Descender por la caverna de las explicaciones –‌que, nunca está de más recordarlo, no son justificaciones– requiere la capacidad de imaginar, la posibilidad de la ficción. Sin embargo, los hermanos K condenaron a Lançon a la irrealidad. Y aunque la irreali71

dad tiene la textura y los contornos de la ficción, no lo es. La irrealidad, a diferencia de la ficción, no es lo que ocurre al final de la imaginación y no obedece a su libertad intrínseca. De la imaginación siempre es posible escapar; de la irrealidad, no. El mundo de Lançon es irreal y la irrealidad es pura experiencia. El colgajo es un relato confesional porque quien lo escribe ya no puede imaginar. Intentar reparar esa crueldad, y lo que se les hace cada día a aquellos que viven en la irrealidad, significa imaginar en nombre de Lançon y en nombre de todos aquellos que ya no pueden imaginar. También por ellos cultivan la miel de los espasmos los artistas himenópteros. La miel de un espasmo. Toda o casi toda creación narrativa –‌en cualquiera de sus expresiones– implica que el autor cree un personaje, un alter ego, o varios, que no son siempre fáciles de identificar porque muchas veces están pensados justamente para franquear esa identificación. Esto ocurre tanto en panal* como en panal** en su variante de narrativa del yo o confesional. Pero la miel de un espasmo va más allá de la creación de un alter ego: es la creación de un alter ego hiperbólico, extremo y, en más de un sentido (unas veces obvio y otras más sutil), desagradable. En una entrevista –‌que he sido incapaz de reencontrar a la hora de escribir este ensayo– el escritor Sergi Pàmies venía a decir que si un escritor se iba a poner a sí mismo como protagonista de su propia novela, debía tener por lo menos la decencia de maltratarlo. El arte himenóptero es tal vez la versión más extrema de esa petición de Pàmies: si el demonio de «Loverman» es un alter ego de Nick Cave, es un Cave maltratado, maltratador y denigrado que se arrastra por el suelo; si Humbert Humbert, el protagonista absoluto de Lolita, es en algún sentido un alter ego de Nabokov, es un Nabokov asqueroso, 72

despreciable; si algunos personajes de Fellini en sus películas son la transfiguración de Fellini, se trata de un Fellini ridículo, con nula capacidad de seducción y que lagrimea todo el rato porque las ilusiones se le pudrieron. La miel de un espasmo consiste en transfigurar a quien explora esos mundos creados en personajes grotescos. Y es en este punto donde la manera que yo tengo de entender el arte imaginativo se descuelga de otras defensas del mismo. Algunas novelas nos obligan a imaginarnos en el lugar de grupos sociales, culturales o humanos marginados y desdichados. Su propósito último es contribuir a su aceptación social de pleno derecho. Pienso, con todos los matices que se deban hacer, en algunas novelas de Mark Twain o de James Baldwin. Diría que la imaginación moral estaba puesta ahí al servicio de la comprensión moral en el sentido que popularizó Richard Rorty.1 Creo –‌insisto: creo– que el arte himenóptero va más allá del rortyanismo. Empecemos por las similitudes para terminar con las diferencias decisivas. Al igual que en el caso de los sociópatas de las canciones de Nick Cave, los personajes de las novelas de Twain y Baldwin no son socialmente aceptados (al menos en el momento de ser creados). Se cierne sobre ellos la sombra de la indeseabilidad. Lo que querían Twain y Baldwin, y a lo que intentaban contribuir con su pluma, era terminar con ese estigma social. Ellos se imaginaban un futuro en que la esclavitud se había abolido, en que los gays y los afroamericanos vivían en igualdad de condiciones respecto de heteros y blancos. 1.  Véase el que creo que es el libro fundacional de la idea rortyana de «imaginación moral», Richard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, 1989 (Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991; traducción de Alfredo Eduardo Sinnot).

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Este no es el caso con los personajes de Nick Cave. Él no quiere que los sociópatas sean aceptados. Y, de hecho, es difícil imaginarse un escenario futuro en que se quiera que los sociópatas, qua sociópatas, vivan emancipados. Creo que esto obedece, so pena de estirar más el brazo que la manga, a lo siguiente. La imaginación moral, tal y como la concebía Rorty (y como creo que de un modo afín parecen reivindicarla, entre otros, Zadie Smith1 o José Luis Pardo2), parece encaminada a la comprensión de contenidos morales, es decir, le interesan problemas morales concretos: qué es ser una minoría racial, qué es ser gay, qué es ser esclavo. Les interesa lo inicuo en sus expresiones particulares porque pretenden acabar con ello. Bien está que así sea y, por mi parte, no me queda otra cosa que celebrarlo cuando lo consiguen. El arte himenóptero, sin embargo, concibe la imaginación como una manera de intentar acceder a la maquinaria moral, a la estructura emotiva de los humanos. Está interesado en los mecanismos compartidos y generales de enajenación, de justificación, de perversión. Al mismo tiempo, no puede prescindir de lo particular porque su pulsión no es la de la filosofía abstracta, que puede omitir lo particular porque su juego se desarrolla en el cielo de las definiciones y los conceptos. El arte himenóptero necesita lo particular porque, siendo arte narrativo, solo puede elevarse desde el trampolín de los contenidos concretos. A Nick Cave no le interesa explorar un delito en concreto, sino la maquinaria humana que propicia ese delito, 1.  Zadie Smith, «Fascinated to Presume: In Defense of Fiction», The New York Review of Books, 24 de octubre de 2019. 2.  José Luis Pardo, «Basado en hechos reales», El País, 31 de enero de 2010.

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la que lo incuba, la que lo acuna, la que lo amamanta, la que lo lleva a cabo y la que lo justifica. Y para ilustrar ese artilugio son necesarios los contenidos particulares. Aunque no le vale cualquier episodio, trama o personaje. Los materiales que elige son extremos: sociópatas, golpeadores, demonios, vengadores. Cave –‌como Nabokov o, con un poco menos de intensidad, también Iris Murdoch– elige ejemplares aberrantes porque quiere estresar al máximo esa maquinaria. Semejante elección no está motivada por una tendencia al sadismo. Nick Cave cree que la mejor manera de acceder a los engranajes de esa maquinaria es situándola más allá de sus límites, es forzándose a imaginar delitos macabros y personajes grotescos para testar de qué podría ser capaz ese mecanismo humano. Una vez rebasados los límites de lo admisible, pero sin llegar al punto del género de terror, se puede tal vez empezar a comprender no los delitos que figuran tanto antes como mucho más allá de esos límites, sino los que se sitúan al borde de ese abismo. El arte himenóptero resalta lo que queda más allá de los contornos de la moral para que nosotros lidiemos con lo limítrofe. Si nuestra vida moral fuese un edificio, lo más importante no serían los materiales particulares con los que está construido. La complejidad de la moral no estaría en el cemento, ni en la masilla, ni en el yeso, ni en los ladrillos. Todo ello sería necesario para construir el edificio. Pero un edificio, para llegar a serlo, necesita las formas, demanda alguna estructura: un montón de material apiñado es amorfo, no tiene significado, no es nada que tenga sentido para los ojos humanos. La maquinaria geométrica, el cálculo de estructuras, los compases que trazan ángulos o las proyecciones y representaciones en tres dimensiones son lo que da vida al edificio. Y no me refiero a un edificio en 75

concreto, sino a la idea misma de edificio. Las bóvedas, los arcos, las vigas, los muros, el panóptico. Los edificios lo son en virtud de las formas, no de los materiales. De un modo parecido, lo que convierte una situación concreta en una situación moral compleja proviene no de los ejemplos concretos, lo cual sería una suerte de anacoluto circular, sino de las formas abstractas a través de las cuales pensamos los casos concretos. A la vez, sin embargo, la moral no puede expresarse en términos demasiado abstractos porque se vacía de contenido. Bernard Williams contraponía a los conceptos éticos ligeros y demasiado abstractos –‌como «bien» o «lo correcto»– los conceptos éticos densos –‌como «crueldad», «traición», «nobleza»–, y creía que se podía tener conocimiento acerca de este último tipo de conceptos, pero no de los primeros. La razón es que no obstante la fuerza retórica que tienen los conceptos ligeros (o tal vez precisamente por ella), estarían vacíos de contenido. El arte himenóptero se mueve en el mismo bajo nivel de abstracción en que lo hacen los conceptos éticos densos. A la vez, no es un nivel tan bajo de abstracción como para que lo único que figure en el universo moral sean los hechos brutos de los casos concretos. Los personajes shakespearianos no sabrían que están siendo traicionados si no tuvieran en mente qué quiere más o menos decir «traición». Y nosotros, los lectores, tampoco. El secreto de la comprensión moral, o del intento de comprensión, está en la tensión de las formas, no en la sustancia sólida de los materiales. El arte imaginativo que yo califiqué –‌con muchas libertades– como rortyano intuye, en cambio, que el secreto de la comprensión moral descansa en los contenidos atomizados, en los ejemplos concretos, en los materiales. El arte rortyano es con bastante seguridad una mejor manera 76

de profundizar en nuestra comprensión moral si uno cree que la moral es una cuestión pura y exclusivamente contextual. Si, en cambio, uno concibe la moral de forma densa, como lo hacía Williams, entonces tiene cierto sentido pensar que hay algunos tipos de vileza que trascienden en buena medida los contextos. La imaginación, tal y como yo la estoy entendiendo aquí, indaga en la maquinaria humana que crea esos tipos de vileza. Nótese que no hay, por mi parte, ningún desprecio hacia los particularismos o localismos, del tipo que sean. Todos los humanos compartimos la característica de tener prácticas morales e inmorales. Lo que es particular, contingente y relativo es cuáles son esas prácticas en cada lugar o momento, no el hecho de que las tengamos. El arte himenóptero no niega ni desdeña la diferencia de nuestras prácticas morales e inmorales, pero parece estar prendado del hecho de que las tengamos.

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3. LA LOLITA DE LOLITA NO ES UNA «LOLITA»

Lolita, el personaje que da nombre a la famosa novela homónima de Vladimir Nabokov, es considerada por la cultura occidental contemporánea el personaje constitutivo del arquetipo de adolescente o preadolescente sexualizada, erotizada y provocadora sin remedio. Ante las insinuaciones y encantos de Lolita, el macho heterosexual adulto cometería locuras sometido a un amor turbador, envolvente e inevitable, hasta un punto sin retorno en que pasaría por encima del hecho de engendrar un romance «mal visto» por la sociedad. La popularización de este conglomerado de tópicos cursis, salidos de los poros por los que suda el cuarentón hortera y sentimentaloide, habría hecho que cualquier niña «provocadora» pasara a ser descrita simplemente como una «lolita». Pero los mitos, al igual que ocurre con el universo, tienden a expandirse mediante espasmos arbitrarios. «Lolita» ha pasado a designar cualquier desnudo interpretable como una muestra de descaro y provocación que remita, aunque sea remotamente, a los rasgos de adolescencia lolitense: la tersura, la blancura o la virginidad. Y es que, 79

por razones que expondré a continuación, nada hace proliferar tanto las malas metáforas como los arquetipos nacidos de un equívoco. Sin ir más lejos, en un pasaje más bien inocente y menor –‌por no decir banal– de un libro que ya ha aparecido aquí, El colgajo, Lançon describe un paseo por el patio de los Inválidos, el palacio parisino donde están los restos de Napoleón, y que hace las veces de hospital de recuperación, en los siguientes términos: «Luego avanzamos hacia las zonas de césped bordeadas por arbustos de boj tallados y nos alegramos de descubrir montones de conejos. Solían salir por la mañana y por la noche, cuando los Inválidos estaban cerrados al público. En esas horas el territorio era suyo y lo aprovechaban en todas las posiciones sin cortarse ni un pelo. Los había que se tumbaban en el césped cual Lolitas, con el culo al aire» (p. 362). Un conejo con el culo al aire es una lolita. Una niña pecosa que se sube a las faldas de un hombre adulto y le hace carantoñas es una lolita. Una cachorrita panza arriba es una lolita. Una puberta con dos chongos o coletas o moños o trenzas que mira por encima de los lentes de sol redondos es una lolita. Una chavala inaugurando la adolescencia en shorts es una lolita. Una chica con escote visible, dedo índice apoyado en los labios y ladeando con lentitud una cadera es una lolita. Una fanciulla en traje de baño, sentada en el borde de una piscina con los pies en remojo y mirando de reojo hacia el objetivo de una cámara es una lolita. Seducción, descaro, blancura, atrevimiento, desnudez, provocación, tersura, atracción, juventud, inocencia, exhibicionismo, infantilismo. Todas estas palabras caminan entrelazadas, en la cultura popular occidental, con otra: lolita. 80

Li.

Lolita. Lo-li-ta. Lo.li.ta. Lo.

Ta. Todo esto no deja de ser extraño, aunque a estas alturas sea, con una probabilidad que acaricia la certeza, irreversible. Y es que la Lolita de Lolita no es una «lolita». La Lolita de Nabokov no seduce a nadie, mucho menos a Humbert Humbert. Lolita, no obstante ser presentada con este título y algunas afirmaciones del propio Humbert, es una novela sobre un monstruo que alega estar enamorado, no sobre una adolescente provocadora llamada Lolita. No hay, en Lolita, ninguna «lolita». A pesar de ello, injusticias de la historia de la cultura, quién sabe si derivadas de la pereza mental o de la mera necesidad de legitimación que emana del sudor moral del cuarentón sentimental y «enamoradizo», el nombre de Lolita es usado para designar a aquellas adolescentes a quienes los hombres adultos, habiendo dejado atrás pubescencia y juventud, ven como una amenaza para su rectitud moral: «¡Podría perder la cabeza por esta niña, por esta lolita!» Que no solo esos hombres vean «lolitas», sino que también las vean algunas mujeres, o que haya «adolescentes» cuya propiocepción cultural sea la de una «lolita», no es sino una muestra de la hegemonía de ese arquetipo nacido de ese equívoco. Y no debería ser irrelevante –‌aunque de hecho lo sea– que el propio Nabokov señalara en diversas ocasiones que el modelo original y primitivo de la adolescente sexualizada y provocadora no podía haber sido extraído de Lolita por la sencilla razón de que en la novela no aparecía nin81

guna «lolita».1 Pero tal desmentido de paternidad parece haber pasado desapercibido ante el aluvión de tópicos lolitenses. De este modo, es muy probable que este capítulo, destinado –‌entre otras cosas– a quebrar la relación filial entre el arquetipo de «lolita» y la Lolita de Nabokov, fracase. Así que tómese lo que sigue como un intento más de fracasar mejor. Un token palmario de una «lolita» en la cultura popular –‌y este es uno de esos instantes tristes en la vida de un ensayista: el momento en que evoca un ejemplo de su generación– es la canción «Moi... Lolita», cantada por Alizée y que en el año 2000 arrasó. La canción, cuya letra escribió la también cantante Mylène Farmer, nos habla de una adolescente seductora, desinhibida y provocadora. En el videoclip, Alizée –‌que en aquel momento tenía quince o dieciséis años y cuya carrera como cantante fue efímera– se guarda un billete de (diría) doscientos francos en el brassière, entre los incipientes senos, y más tarde va a bailar sensualmente, rodeada de hombres mayores que ella, a una discoteca. La Lolita de «Moi... Lolita» sí es una adolescente sexualizada y erotizada. La Lolita de «Moi... Lolita» sí es, en fin, una «lolita». En la letra de la canción, la chica a la que Alizée pone voz dice: «Tout prêts à se jeter sur moi, c’est pas ma faute à moi» y, con ello, reproduce a la perfección la dialéctica descendiente que rodea el arquetipo de la adolescente sexualizada a ojos del macho heterosexual maduro: 1.  Véase la entrevista que le hizo Bernard Pivot en 1975 en el programa Apostrophes.

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[Paso 1] ella no puede evitar provocarme; [Paso 2] yo no puedo contenerme ante tal despliegue erótico; [Paso 3] ella proclama su inocencia (fingida y, en este sentido, doblemente provocadora); [Paso 4] y yo quedo excusado por lo que suceda a partir de ese instante.

Ella, la nínfula, es quien me mueve a cometer el acto vil y la que inaugura la cadena causal –‌que en la cabeza del cuarentón sentimentaloide siempre es sospechosamente lineal– que desemboca en un abuso. Ella juega con fuego y ella es quien, arrastrándome a mí, más se quema. Lolita es, en fin, la protagonista y responsable principal del perturbador amor carnal que me dispongo a materializar. Y yo, hombre aplatanado por las convenciones y el tedio propios de mi lúgubre adultez, tengo un grado de responsabilidad ínfimo y mi comportamiento queda excusado. Pero, insisto, la Lolita de Lolita no es una «lolita». En la novela, Humbert droga a Lolita para poder penetrarla sin oposición, es decir, para poder violarla; le da dinero y le compra regalos para que, en un quid pro quo adulterado, ella acceda a tener sexo; la secuestra y la mantiene encerrada si considera que es necesario hacerlo; Lolita llora por las noches cuando cree que el monstruo está dormido; y él la abofetea cuando ella se pone, a sus ojos, impertinente. ¿En qué sentido podría ser la Lolita de Lolita una «lolita»? ¿Cómo cabe en la cabeza de alguien que Lolita sea una novela acerca de cómo una niña seduce, provoca y hace perder la cabeza a un cuarentón? Me refiero, claro, a la cabeza de alguien que haya leído Lolita, no a la 83

cabeza de alguien que haya leído –‌u oído hablar– sobre Lolita.1 Es cierto que hay un par de pasajes en la narración que podrían explicar la confusión de un lector poco avispado de Lolita, ya que podrían ser interpretados como la descripción de una adolescente seduciendo a un adulto. De ser estos pasajes decisivos, la Lolita de Lolita sí sería una «lolita» y la novela, como la canción de Alizée, giraría en torno a la dialéctica en cuatro pasos destinada a excusar el arrebato del incontenible macho adulto. Los escasos pasajes serían los siguientes: Lolita colocando sus piernas en el regazo de Humbert y no protestando ante los tocamientos de Humbert y Lolita contoneando el trasero como una «putilla» (el adjetivo es de Humbert, naturalmente). Todo esto es verdad, existen estos pasajes en la novela. Pero no podrían ser más irrelevantes a los efectos de discernir si la Lolita de Lolita es una «lolita»: recuérdese que, según se dice en la primera página de la novela, en el prólogo escrito por John Ray (personaje ficticio creado 1.  Recientemente, Monika Zgustova ha indagado en algunos episodios de la vida de Nabokov y ha concluido, de manera a mi juicio plausible, que Nabokov sufrió abusos de niño por parte de su tío Ruka. Zgustova, además, señala que algunos pasajes de Lolita (aunque no solo de Lolita) narrarían de algún modo ese abuso, véase M. Zgustova, «Lolita es Nabokov», El País, 7 de diciembre de 2019. No estoy seguro de que este episodio biográfico afecte a la idea conceptual de que la Lolita de Lolita no es una «lolita», pero si lo hace diría que es más bien reforzándola, ya que sería una buena razón para pensar que Lolita, como el propio Nabokov de niño, es una víctima. Tirando de la sugerencia de Zgustova en su artículo, el paralelismo se podría establecer así: Nabokov sería Lolita y, en todo caso, el tío Ruka sería Humbert.

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por Nabokov), el título alternativo de la novela era Las confesiones de un viudo de raza blanca. Es decir, la novela –‌salvo ese prólogo– está narrada desde el punto de vista único y exclusivo de Humbert. No hay un narrador omnisciente que nos remita a una suerte de descripción de lo que ocurre que al menos aspira a ser objetiva: la acción de la novela es la acción vista a través de los ojos de Humbert y, por lo tanto, lo que en ella ocurre es una descripción por parte de un ser retorcido y pedófilo. Nabokov no nos dice que haya una niña que apoye lascivamente el pie sobre el regazo de un señor de más de cuarenta años o que Lolita se contonee como una «putilla»; Nabokov nos dice que se imagina que Humbert ve algunas acciones de una niña que entra en la pubertad como acciones eróticas y lascivas, como episodios activadores del juego de la sexualidad y, en consecuencia, como legitimadoras de un avance sexual. Lolita no es una novela acerca de cómo un macho adulto no puede resistirse a las provocaciones de una adolescente. Lolita es una novela acerca de cómo un macho adulto no puede resistir sus propias ganas de follarse a una niña. Por lo demás, son más numerosos e intensos los pasajes en que Humbert da a entender que lo que le atrae de forma enfermiza de las nínfulas no es lo que estas últimas hacen sino lo que son: nínfulas. No es que las nínfulas adopten un comportamiento provocador, es que, sencillamente, son nínfulas. Así, Humbert se jacta de poder «reconocer de inmediato, por signos inefables –‌el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar–, al pequeño demonio mortífero entre el co85

mún de las niñas; pero allí está, sin que nadie, ni siquiera ella, sea consciente de su fantástico poder».1 El hechizo maniaco se da cuando Humbert reconoce a una nínfula, el deseo pútrido se activa como si la nínfula fuera una criatura inanimada y su mera presencia lo arrebatara. No hay seducción por parte de ella, no hay nada que ella tenga que hacer para atraerlo y, en este sentido, no hay nada que pueda hacer para no atraerlo. Las nínfulas son para Humbert un objeto más del mundo inanimado: objetos sin agencia moral, sin voluntad. Podría pensarse que estos pasajes contradicen aquellos pocos, señalados anteriormente, en que Humbert «denuncia» ser la víctima que ha caído seducida bajo los encantos de Lolita. Y, efectivamente, son contradictorios. Humbert cree simultáneamente que una nínfula lo seduce y que no lo seduce, trata a Lolita como un objeto inanimado y a la vez sostiene que lo provoca. La mente de Humbert es incoherente. No creo que este rasgo del personaje sea un despiste de Nabokov en la narración. Más bien al contrario. Los seres retorcidos suelen ser contradictorios y seguramente así quería retratar Nabokov a ese viudo europeo de raza blanca. Que Nabokov sea capaz de hacer creíble a un personaje como el de Humbert es un mérito literario, no un error. Al imaginarse cómo funciona la mente de Humbert, Nabokov desacredita algo que solemos dar por hecho: que el mal y la crueldad son, por así decir, internamente coherentes.

1.  Vladimir Nabokov, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2003; traducción de Francesc Roca, p. 25, énfasis en el original. Todas las citas se corresponden con esta edición.

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IMAGINARSE SIENDO HUMBERT HUMBERT

En el ya citado prólogo escrito por John Ray, a manos del cual llegan esas confesiones de Humbert, se puede leer lo que sigue: Si nuestro obseso narrador [Humbert Humbert] hubiera consultado, en el fatal verano de 1947, a un psicopatólogo competente, no habría ocurrido el desastre. Claro que tampoco existiría este libro (p. 11).

Pocas veces habrá habido una reivindicación tan irónica del arte imaginativo como esta, porque Lolita es la negación quirúrgica y performativa de esa afirmación: Nabokov no necesitó propiciar ese desastre ni experimentarlo para que existiera el libro. Le bastó con imaginarlo. Nabokov fue siempre un artista himenóptero. Pero el de Lolita fue posiblemente el más arriesgado de los espasmos a los que se enfrentó, porque estaba lejos de ser obvio que la rebaba que unía el mundo de Nabokov con el mundo en el cual habita Humbert estuviera hecha de miel. Nabokov se arriesgó con historias moralmente controvertidas en otras novelas (Risa en la oscuridad o Ada o el ardor, por citar mis favoritas). Pero imaginarse a una calamidad como Humbert, ponerse en su piel, para alguien de quien no hay indicio de que tuviera interés o debilidad de ninguna clase por las preadolescentes, darle forma a esa mente incoherente, imaginarse, en fin, esa desgracia, debió de ser un esfuerzo artístico monumental. Por eso Nabokov es Nabokov, porque, para decirlo con Fellini, acudió a la llamada del diablo. Y, de paso, Nabokov mostró que la imaginación, si está bien afilada, es un mecanismo cognitivo que, como mencioné, permite 87

narrar de forma coherente la historia de una mente incoherente. Lolita es un ejemplo maravilloso de la riqueza de la imaginación, no solo en cuanto a las múltiples ramificaciones que salen del tronco central de la historia de Humbert –‌su periodo europeo, o su relación con otra joven tras la huida de Lolita y antes del reencuentro con esta última, por mencionar solo algunas subtramas–, sino en relación con la complejidad de las capas de la imaginación que contiene. Intento explicarme. Tras el primer abuso a Lolita, Humbert, eufórico, dice: «No era a Lolita a quien había poseído frenéticamente, sino a un ser de mi propia creación, a otra Lolita, a una Lolita producto de mi fantasía, aunque, tal vez, más real que la verdadera. Una falsa Lolita que se solapaba con la auténtica y la envolvía, que flotaba entre ella y yo, que no tenía voluntad, ni conciencia, y que, por descontado, carecía de vida propia» (p. 79). Este pasaje es una siniestra maravilla por la secuencia imaginativa y conceptual que culmina: primero, Nabokov imagina a Humbert y también a Lolita. Pero, de repente, la imaginación del propio Humbert, como la de un replicante disconforme con las cualidades que le ha asignado su creador, adquiere vida propia y se imagina que existe una Lolita distinta de la auténtica, es decir, de la imaginada por el propio Nabokov. Ese intento de emancipación por parte de Humbert está destinado al fracaso, por supuesto, porque la cadena de espasmos está contenida, toda, en la imaginación de Nabokov. La mente de Nabokov es la matrioska de la imaginación que contiene a las demás matrioskas: contiene a Humbert y a la Lolita «auténtica», pero también contiene a la «Lolita» falsa, fruto de la imaginación de Humbert. Pero que el intento de emancipación solo pueda, por 88

razones lógicas, fracasar es irrelevante, porque ese mecanismo –‌imaginar lo que imaginan los personajes de la narración– dota a la historia de hondura moral; los personajes, a partir del momento en que adquieren esa (espuria) capacidad de imaginación, pasan a ser personajes cóncavos, vívidos: tienen sombras, tienen dobleces, tienen vida propia. Vida propia que Humbert, recordémoslo, niega de forma explícita a la Lolita que es producto de su imaginación, a la falsa Lolita, pues se la imagina sin voluntad ni conciencia y, por lo tanto, sin imaginación. Humbert intenta poner fin a la matrioska de la imaginación y, de este modo, niega a Lolita la concavidad que con generosidad Nabokov sí le había otorgado a él. Nada de esto es una coincidencia. Forma parte de la denigración a la que Humbert somete a Lolita: negarle la capacidad de imaginar a alguien es aseverar que no tiene agencia moral. ¿TIENE ALGÚN MENSAJE LOLITA?

¿Contiene Lolita, oculta o disimulada, una celebración erótica, lírica o literaria de la pedofilia? En principio, según declaró repetidas veces Nabokov, Lolita no contiene nada. Es, simplemente, una novela, un artefacto guiado por el ideal de belleza. Si creemos a Nabokov, Lolita no tiene pretensión moral o política alguna. Pero ¿por qué deberíamos creer a Nabokov? He aquí mi hipótesis: Lolita contiene un retrato de cómo se puede atrofiar el logos y de cómo la belleza de las palabras puede ser parte de esa atrofia. Lo que junto con Nabokov imagino es que, cuando las palabras embelesan, es posible hacer 89

de la náusea una fiel compañera de viaje, como le ocurre a Humbert. La enseñanza de Lolita, si es que tiene alguna, es que no es fácil, pero tampoco está lejos de ser imposible, imaginarse a uno mismo intentando justificar comportamientos propios de auténticos hijos de la gran chingada. Diría, también, que si Lolita contiene otra cosa que no sea una narración digamos neutral (¿cómo podría ser neutral?), es una crítica encubierta, y desde luego irónica, de las costumbres sexuales y reglas sociales del juego erótico de los Estados Unidos de aquella época. En este sentido, Lolita sería la mirada escéptica de un extranjero fascinado por el descubrimiento de un nuevo entramado de convenciones sociales. La historia de Lolita sería una crítica hiperbólica y desmesurada al puritanismo gringo, o por lo menos a lo que Nabokov percibía como puritanismo, es decir, los tabús, costumbres y reglas prohibitivas en relación con el placer erótico y sexual. Pero como Nabokov no era un filósofo, un teórico o un partidario del arte con fines militantes, su ataque contra esas costumbres no podía responder a la clásica estructura de la crítica frontal. Él tenía que elegir una circunvalación: construiría una narración de algo sexual y eróticamente inaceptable para él para denostar de forma indirecta lo que era sexual y eróticamente inaceptable para los demás pero no para él. Y es ahí donde descansa la ironía de Lolita: Nabokov desenmascara la falta de libertad sexual en el Midwest estadounidense con el reverso deformado de la libertad, su exceso: el abuso sobre el otro.

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EL MONSTRUO QUE NOS HABLA CON LAS PALABRAS ADECUADAS

Humbert: «¡Oh, Lolita mía, lo único con lo que puedo jugar ahora son las palabras!»

Un sinfín de películas o novelas que narran la pedofilia y el abuso presentan al pedófilo o al abusador de una manera tan simplista y ajena a nuestros comportamientos diarios que uno se siente legitimado, en soliloquio interior, para alcanzar una conclusión salvífica: «Tranquilo, tú nunca podrías cometer semejante atrocidad.» Esas narraciones pretenden reconfortarnos con urgencia. Nabokov, en cambio, nos trae malas noticias. Insinúa que, por una extraña mezcla de motivaciones, todos podemos inventar una historia para intentar justificar esas atrocidades. Los hombres –y aquí el género no es neutral, si es que alguna vez lo es– somos el objeto de seducción de nosotros mismos antes que de nadie más: nos contamos historias para convencernos de que las cosas impensables pueden ser aceptables. Eso es lo que hace Lolita, eso es lo que nos hace Nabokov: nos dice que, bajo la dulce ducha de palabras apropiadas y adjetivos quirúrgicos, todos podemos terminar nadando en aguas hediondas. Desde luego Nabokov elige un ejemplo hiperbólico de anegamiento, uno aparentemente inimaginable. Pero esto no es un demérito suyo, más bien al contrario: si quien se encarga de persuadirnos de lo inimaginable usa el lenguaje como lo usaba Nabokov, lo inimaginable lo es menos. El estilo en su novela no está puesto al servicio del embellecimiento de lo atroces que pueden llegar a ser algunos. La prosa de Nabokov no es una manera soterrada de sugerirnos que el abuso no está tan mal si, al mismo tiempo, construimos algo que creemos que es digno 91

de ser bautizado como amor. Las palabras de Nabokov no camuflan la justificación del abuso o la violación.1 Las palabras, para Nabokov, son instrumentos: uno estará más cerca de aceptar la infamia si el siniestro conjuro mediante el que esta emerge está formulado con las palabras idóneas. Lolita no quiere que el lector ponga en duda la inmoralidad de la pedofilia o el abuso. Leer Lolita en esos términos es, a mi juicio, erróneo, o, por lo menos, significa leerla sin capacidad de imaginación, pura literalidad. Lolita no busca que el lector se cuestione si violar a una niña de doce años puede llegar a ser correcto. Lolita busca que el lector se dé cuenta de cómo las palabras idóneas median nuestras acciones. Y muchas veces las palabras adecuadas suelen coincidir, hasta hacerse indistinguibles, con las palabras bellas. En un pecio tan maravilloso como perturbador, Ferlosio decía: Es un error pensar que hacen falta muy malos sentimientos para aceptar o perpetrar los hechos más sañudos; basta el convencimiento de tener razón. Aún más, acaso nunca el sentimiento haya sabido ser tan inhumano como puede llegar a serlo la convicción.2

Convencerse –‌o ser convencido– de que la razón está de nuestro lado es algo que únicamente se puede conseguir por medio de las palabras, porque no hay razón sin lenguaje. El caso de Humbert es un ejemplo hiperbólico del pecio de Ferlosio. Humbert queda seducido por sus propias pala1.  En un capítulo posterior lidiaré de nuevo con este punto. 2.  Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas. Pecios reunidos, Penguin Random House, Barcelona, 2015.

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bras, hasta el punto de creer que ha quedado absuelto de cualquier acusación, como queda claro en esta confesión: «Me sentía orgulloso de mí mismo: había robado la miel de un espasmo sin perturbar la moral de una menor. No había hecho el menor daño» (p. 78). Humbert lleva a cabo un hecho inicuo no porque sea un ser despreciable, sino porque se ha convencido a sí mismo de que ha «robado la miel de un espasmo sin perturbar la moral de una menor» y de que no «ha hecho el menor daño». Aquí conviene ser claro: lo que diferencia a un monstruo del resto no es lo que piensa. El tren de imágenes, deseos y creencias que circula por la mente de un monstruo no es tan distinto del de los demás. La diferencia está en lo que hace, en la acción. Y lo que activa la acción es la convicción. Y a la convicción se accede a través del conjuro que toma forma cuando se pronuncian ciertas palabras. El pasaje recién mencionado condensa toda esa perversión distinguible en el monstruo: Humbert es consciente de que existe algo llamado «la moral de una menor», y entiende que es algo delicado, es decir, no es un loco incapaz de entender la fragilidad y vulnerabilidad de las menores. Esta circunstancia lo asemeja a cualquier persona ordinaria capaz de identificar las más elementales convenciones sociales. La mente de Humbert es parecida a la de cualquier animal social humano (y también de algunos no-humanos): no es ajena a la existencia de reglas cuya justificación descansa en proteger algo que tiene valor. Humbert es capaz de reconocer todo esto. Son sus acciones las que son lunáticas, no su mente. En las personas digamos ordinarias, en cambio, lo que está ausente no son los pensamientos infames, sino las acciones infames. Según me cuentan algunos amigos, es común entre padres de recién nacidos el pensamiento o ima93

gen mental, ante un llanto inconsolable de la criatura, de arrojarla por la ventana para que cese su llorera. Algunos lo verbalizan a lomos de un saludable humor negro y otros no lo hacen por la vergüenza o la culpa que el pensamiento en sí mismo les produce. Pero, como decía, mi impresión es que no es infrecuente. Lo que es muy poco común, en cambio, son los padres que materializan ese tipo de imágenes mentales. La diferencia entre unos y otros no es lo que imaginan o lo que piensan, sino lo que hacen. Y lo que hacen está condicionado en buena medida por lo que son capaces de racionalizar en el momento en que lo hacen (aunque más tarde los golpee el arrepentimiento). La mayor parte de las veces esa racionalización ocurre a una velocidad endiablada e imperceptible, pero siempre ocurre a través del lenguaje, de las palabras. Lolita es una ralentización explícita y dolorosa del proceso de racionalización de la crueldad y la obsesión en acción. El hechizo de la narración de Humbert sobre él mismo es tan eficiente a la hora de sembrar la convicción y son tan elocuentes los adjetivos elegidos que consigue lo impensable: persuadirse de que secuestrando y violando a Lolita no ha vulnerado ninguna regla y, así, queda seducido por la idea de que no ha cometido ningún crimen, de que no ha perpetrado ningún daño.1 1.  Estoy ignorando deliberadamente, por razones de mero orden expositivo, otro elemento fundamental, además del de la convicción mediante las palabras, por el que el monstruo se comporta como un monstruo: el poder. Más tarde volveré sobre este punto, pero difícilmente las palabras seducirán a alguien hasta el punto de cometer una atrocidad si no está presente antes la capacidad bruta de doblegar voluntades, es decir, el poder. En el caso de Humbert, se trata de varios poderes combinados, aunque es ineludible resaltar el poder físico pero también social que le otorga su género.

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En última instancia, Humbert representa de forma exagerada una atrofia que todos padecemos: el encantamiento ante las novelas que nos contamos para exonerarnos a nosotros mismos de nuestras acciones indecentes. Las novelas que nos contamos no son desde luego tan buenas ni tan sofisticadas como la que se cuenta Humbert en Lolita. Somos novelistas mediocres. Y es quizá porque apenas damos el ancho a la hora de novelarnos que rara vez estamos orgullosos de nuestras inmoralidades, a diferencia de Humbert. Nabokov, en cambio, era un novelista soberbio en los dos sentidos de la palabra. Era, por un lado, un magnífico prosista, un áspero domador de adjetivos melosos y un metrónomo narrativo; y, por otro lado, era un altivo y envanecido conocedor de la psicología moral humana y su promiscua relación con las convenciones sociales. De ahí que cuando Humbert se declara «orgulloso», quien se está declarando orgulloso es en realidad Nabokov. ¿Y de qué se estaría declarando orgulloso? De haber creado una criatura que exagera los mecanismos que nos rigen a todos. Nabokov alude a un engranaje que usamos para justificar nuestros delitos y nuestras faltas. Lo que nos diferencia a nosotros de Humbert es la gravedad de nuestros delitos y la sofisticación del mecanismo para intentar exonerarnos, no el tipo de mecanismo. Y, a mi juicio, lo que pretende contar la novela –‌no exactamente el novelista, sino esa entidad que, una vez lanzada a las galaxias de ojos e imaginación que son los lectores, adquiere cierta vida propia– es ese mecanismo, no el delito en particular que Humbert intenta excusar. El temperamento literario de Nabokov parecía decantarse hacia la indagación de la maquinaria humana. Y las tramas de sus novelas jugaban el papel de vehículos para poner a prueba esa maquinaria. 95

Esto no quiere decir que cuál sea el delito concreto en el que se apoya Nabokov no cuente nada o que cualquier delito contenido en la novela sea útil para que el lector reconozca el mecanismo. Nabokov sabía qué podía decir y qué no para no perder la atención del lector y para que el asco por el nivel de sordidez no fuera tan atronador que bloqueara la puesta en marcha de la imaginación del lector y por tanto la posibilidad de reconocer el mencionado mecanismo. Por ejemplo, si Lolita hubiese sido una niña de apenas ocho años de edad o si –‌como dijo alguna vez Martin Amis– hubiese sido hija biológica de Humbert, el lector posiblemente habría desistido de continuar leyendo la novela en la misma página en que Nabokov transmitiera esa información. Lolita habría pasado a ser otra cosa: tal vez una novela de terror pornográfico y psicológico. Así que qué delito intenta justificar Humbert en la novela sí marca una diferencia respecto de la credibilidad de lo que intenta excusar. Y una historia en la que Humbert usara ese mecanismo para justificar el rapto y violación de Lolita si esta última tuviera ocho años o fuera su hija biológica sería algo de veras inimaginable y, en este sentido, carecería de interés como novela. Al elegir que Lolita tuviera doce años y que no fuera la hija biológica de Humbert, Nabokov no hacía nada más que dejar ver, de nuevo, la magnitud de su soberbia en lo referente a su conocimiento de la psicología moral humana, porque apuntaba así a una intuición moral compartida: no todos los males morales nos parecen igual de graves, hay horrores y horrores. La moral es escalar, y cuanto más bajo caemos en ella más alta es la exigencia técnica de la novela que nos contamos para intentar excusarnos. Y Nabokov, transeúnte artístico de esa escalera moral, coloca el delito de Humbert en un peldaño lo suficiente96

mente bajo y grave como para que nos parezca inaceptable, pero al mismo tiempo no es un peldaño tan grave ni tan bajo como para vernos obligados a desviar la mirada de la página por la repugnancia que nos produce. Nabokov sabe que ese es el peldaño exacto para incomodarnos sin perder nuestra atención. El lector podrá reconocer que el mecanismo exonerador de Humbert es, una vez despojado de las estrellas deslumbrantes entre las cuales lo hace circular en la novela, el mismo que el suyo. El motivo por el que Lolita nos incomoda no es tanto el rapto y violación en sí mismos, sino el descubrimiento de que el soliloquio interior de Humbert es diferente del nuestro por lo horrendo de su delito, pero no por su forma. Pero no solo las palabras mueven a los monstruos a realizar acciones infames. Y es que aunque no todas las personas que tienen poder se convierten en monstruos, todos los monstruos tienen poder.1 Lolita es también una novela sobre el poder y sobre cómo se ejerce el poder. La distribución de poder en la relación entre Lolita y Humbert es, de manera casi neta, perfectamente asimétrica. Esta circunstancia no es imputable a Humbert, al menos no inicialmente. Lo que quiere decir que se trata de un conjunto de circunstancias dadas. Lo que es imputable y reprochable es que se sirva de una relación de poder siniestramente desequilibrada para cumplir su calamitosa fantasía. 1.  A no ser, claro, que estemos hablando de alguien o de algo (es decir, de alguna institución) que concentra todo o casi todo el poder posible en un contexto lo suficientemente amplio como para que involucre a varia gente. Entonces sí puede decirse que el poder sería, por sí mismo, un monstruo.

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Pero más allá de volver a constatar este hecho, creo que es posible extraer de Lolita una lección controvertida respecto del poder y las seducciones. Toda seducción conlleva el poder de seducir y todo poder define, como mencioné, una relación de cierta asimetría entre –‌supongamos ahora, por simplificar– dos personas. La asimetría, por género, por edad, por posición social, por fuerza física, es monumental entre Humbert y Lolita. Pero se trata, una vez más, de un caso hiperbólico de algo que sucede muy a menudo: seducir es ejercer un poder, social, estético, político o incluso retórico (o sobre todo retórico), frente a la persona seducida. Esto no es siempre explícito ni se expresa siempre de la misma manera. Pero las seducciones acostumbran a presuponer la existencia de algún tipo de relación de asimetría entre dos personas que a veces puede llegar a ser muy sutil (sobre todo cuando se da en una relación entre aparentes iguales). ¿Puede entonces existir una seducción que sea moralmente correcta si toda seducción implica el ejercicio de un poder arbitrario y las relaciones asimétricas y arbitrarias son inmorales? ¿Cómo están relacionadas moral y seducción? Bernard Williams, en un texto más o menos conocido en el ámbito de la filosofía política,1 sostuvo que la relación entre moral y poder podía ser vista de dos maneras: desde el punto de vista moralista o desde el punto de vista realista. Quienes sostienen el punto de vista moralista –‌al menos en la tradición moralista kantiana y neokantiana; con la tradición consecuencialista las cosas serían algo distintas– afirman que en la relación entre poder y moral esta última debe tener prioridad: el poder debe ser moraliza1.  Bernard Williams, En el principio era la acción, FCE, México D.F., 2012; traducción de Adolfo García de la Sienra.

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do. Williams, en cambio, parece insinuar que el moralismo del poder es algo ininteligible por la propia naturaleza del poder (también –‌o sobre todo– la del poder político). Pero al rechazar el moralismo del poder, Williams no acepta resignado el poder despótico o arbitrario: ser realista no quiere decir que cualquier poder sea un poder aceptable por el mero hecho de ser un poder bruto. Aprovecharse de la desnuda capacidad física de doblegar voluntades, o abusar de una relación de asimetría descomunal, no son maneras aceptables de ejercer el poder. Hay relaciones y formas de ejercer el poder, sostiene Williams, que aceptamos –‌desde el punto de vista del débil, se entiende– porque tienen sentido para nosotros. Y lo que hace que tengan sentido depende de un cúmulo de circunstancias históricas, vicisitudes biográficas y consideraciones culturales. Es por esto último por lo que aceptar algunas formas de someterse al poder puede tener sentido para nosotros, pero no para otros. Lo importante para Williams es que hay poderes que son aceptables aunque sean inmorales. Esta idea de Williams forma parte de un proyecto de más largo aliento. Para él, la política, en su dimensión de distribución y ejercicio del poder, tiene cierta autonomía respecto de la moral. Williams reivindicaba de este modo la diferenciación entre el pensamiento político y el pensamiento moral. Pero, de nuevo, esto no condenaba el pensamiento político al anything goes. Lo que defendía Williams es que lo político tiene una especie de normatividad intrínseca e independiente de la normatividad moral. Esto es lo que le permitiría decir que hay poderes inmorales pero aceptables. Regresemos ahora a la seducción erótica. Como dije, toda seducción lleva la marca de alguna asimetría. Y es 99

ante ese poder ante lo que claudicamos cuando somos seducidos. A veces, la asimetría no es perceptible. Otras veces, es perceptible pero hacemos ver que no existe porque, como nos ocurre con la idea de la muerte, tener demasiado presente que forma parte de nuestra vida sería demasiado incómodo. Pero caer rendido ante los encantos de otra persona es caer rendido ante su poder. Esta última persona usa de manera más o menos hábil su poder para que hagamos lo que ella desea. Y con ello no estoy diciendo que nos fuerce a hacer algo que no querríamos hacer o que nos resistamos a hacerlo. Lo que digo es que por más buena u obvia que fuera nuestra predisposición, en esos casos no se consuma o imagina un encuentro erótico sin que quien ostenta la posición fuerte en la relación de asimetría ejerza su poder. Nada de lo anterior quiere decir que toda relación de pareja sea asimétrica o que todo encuentro erótico esté precedido por el ejercicio de un poder. A veces, las personas se enamoran sin que medie ninguna seducción. Pero yo tengo en mente aquí las relaciones que se inician por una seducción, por un tour de force persuasivo, y también las relaciones duraderas donde la seducción es diaria (sin ser rutinaria, porque en el paso de lo diario a lo rutinario es donde se evapora la «seducción»). No es difícil pensar en relaciones existentes –‌y no digamos en relaciones imaginadas o imaginarias– que fueron inauguradas o que se mantienen cuando una de las partes descubrió una debilidad erótica en el otro de la cual aquel es acreedor en exclusiva. También aprovecharse de esa capacidad es ejercer un poder inmoral. ¿Contamina entonces ese poder inmoral la seducción? Sí, creo que sí. «Seducción», por cierto, adolece de la ambigüedad proceso-producto: «seducción» es tanto la activi100

dad seductora como su resultado: la «conquista consumada». Pero tanto si estamos pensando en el proceso como si estamos pensando en el producto, la seducción queda contaminada porque en ella concurre un poder asimétrico. El seductor es un victimario y el seducido es una víctima. La seducción, tal y como yo la entiendo aquí, y ya sea en su fase de actividad o en su etapa final de producto, es inmoral. ¿Fin de la historia? Desde un punto de vista moral, sí. Sin embargo, al igual que ocurre en relación con lo político, el reino del amor tiene cierto grado de autonomía respecto del reino de la moral, tal vez, justamente y como vengo diciendo, porque la seducción es una forma de ejercer un poder y ejercer un poder es una dimensión más –‌posiblemente central– de la política. Así que, siguiendo con ciertas libertades a Bernard Williams, tal vez sea razonable pensar que hay seducciones que son inmorales a la par que aceptables porque tienen sentido para el seducido. Otras seducciones, por su parte, serían inaceptables, además de inmorales, porque carecerían de sentido. Las fuerzas de la seducción tienen vida propia. La normatividad de la seducción y del amor en general bebe de una fuente diversa de la que lo hace la moral. A mi juicio sería extraño resistirse a algunas seducciones solo porque llevan la mancha de la inmoralidad (lo que no quiere decir que haya otras razones para rechazar esa seducción o que la inmoralidad no sea una razón contribuyente a ese rechazo; de lo que huyo aquí es de que cualquier tipo de inmoralidad, y en particular las nimias, sea condición suficiente y necesaria para declinar una seducción). Por lo demás, constatar la separación de caminos entre el amor o la seducción, por un lado, y la moral, por otro, no es rendirse ante un salvaje anything goes. No toda asimetría, y no toda actividad o resultado seductor, es 101

aceptable. El poder de Humbert sobre Lolita es tan descomunal y obsceno que doblegar la voluntad de ella solo puede significar, en ese contexto, un abuso (incluso aunque no hubiera violación, que la hay). Tal vez la diferencia entre una seducción aceptable y una inaceptable es que en la primera la parte fuerte de la ecuación usa su poder, mientras que en una seducción inaceptable la parte fuerte abusa de su posición de poder. Sea como sea, ambos casos, recuérdese, serían inmorales. Voy a aterrizar un poco estas distinciones añadiendo un ejemplo real, es decir, imaginado. En The Black Prince (1973),1 de Iris Murdoch, un escritor con una monumental y duradera crisis de creatividad, Bradley Pearson, se enamora de la hija de un escritor protegido suyo. Él tiene cincuenta y ocho años, y ella, Julian, tiene veinte y declara corresponder al amor de Bradley. Como en casi todas las novelas de Murdoch, hay un entresijo de relaciones humanas y sutilezas que lo hacen todo rico y complejo. Pero para simplificar aquí un poco las cosas, baste decir que Bradley, de forma a ratos involuntaria, a ratos volitiva, ejerce sobre Julian un poder de embelesamiento –‌sobre todo al explicarle sus peculiares interpretaciones de Hamlet– contra el cual ella poco o nada puede hacer. Bradley se aprovecha de esa asimetría de edad, de género, de conocimiento, de posición, de sensibilidad literaria, de madurez cognitiva, para seducir a Julian. Bradley pone en marcha su poder para persuadir a Julian. ¿Es esta una seducción inmoral? Sí, yo diría que sí. ¿Es también una seducción ina­ ceptable? Bradley usa su poder para disparar un estado de éxtasis en las dos partes de la relación asimétrica. En cam1.  Iris Murdoch, El príncipe negro, Lumen, Barcelona, 2019; traducción de Camila Batlles Binn.

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bio, el abuso de poder únicamente genera éxtasis en una de las partes: la fuerte. ¿Qué sentido tendría desde la perspectiva débil claudicar –‌de manera consciente o inconsciente– ante un poder asimétrico si el único beneficiado de esa reverencia es la parte fuerte? Entendámonos, la seducción de Bradley puede acarrear consecuencias nefastas para Julian, y por ello mismo afirmo que es inmoral, pero en la medida en que ese uso del poder puede elevar temporalmente a las dos personas involucradas hasta el júbilo del enamoramiento –‌por lo demás, ¿cuándo no es temporal ese tipo de éxtasis?–, la relación puede ser aceptable para Julian. La diferencia entre El príncipe negro y Lolita sería entonces que en el primer caso hay un uso del poder, mientras que en el segundo hay un abuso. Y la diferencia entre uso y abuso tiene mucho que ver con las circunstancias que ensanchan o disminuyen la relación de asimetría: recuérdese que Lolita es apenas una preadolescente cuando cae en las garras de Humbert, mientras que Julian tiene veinte años cuando claudica ante el patético encanto de Bradley. La aceptabilidad –‌el parteaguas entre uso y abuso del poder– estaría condicionada, como pretendía Williams al referirse a la autoridad o al soberano político, por una serie de hechos biográficos, sociales o culturales. Y es este complejo compendio fáctico lo que también otorga sentido, y por tanto aceptabilidad, a los poderes. Y, a la vez, es la ausencia de ese compendio lo que convierte en inaceptable el poder que Humbert ejerce sobre Lolita. Contra lo que a ratos piensa Humbert y contra la trampa que él mismo prepara para el lector, Humbert es en un sentido perverso el seductor y Lolita es la seducida. Pero es tan denigrante la seducción, tan abismal la asimetría reinante entre los dos, tan palmario, en fin, el abuso de poder, que solo a Humbert se le ocurre llamarlo amor. 103

Al contar la historia de un ejercicio inaceptable de poder, Lolita ilumina ejercicios aceptables, aunque quizá inmorales, del mismo, como el que está presente en El príncipe negro o en nuestras propias vidas. Por ello, cuando uno lee Lolita no está leyendo solo Lolita. Con el famoso «luz de mi vida, fuego de mis entrañas» del inicio, empezamos a pasar en paralelo las páginas de nuestra propia novela, y así nuestra mente repasa cuándo hemos usado nuestro poder y cuándo hemos abusado de él, cuándo hemos aceptado, estando en el extremo débil, algunas relaciones inmorales porque nos parecía que tenían sentido, y cuándo hemos declinado –‌con éxito variable– someternos a alguna relación inaceptable. La de Nabokov es una invitación desmesurada e imaginativa a pensar en la manera en que intentamos convivir con nuestras jorobas morales. La maravillosa peculiaridad de Lolita es que obliga a meditar al lector sobre el único elemento del que no hay huella en Lolita: el amor. LOLITA NO ES ANTIMISÓGINA

He dado una interpretación tal vez anómala de Lolita. Dije que no importa mucho que Nabokov declarara que su novela no tenía pretensión política o moral alguna. Y no importa porque Nabokov era un fabulador. Y Lolita no es solo resultado de la imaginación de Nabokov, sino también de la del lector, y, al menos en la del lector que ahora escribe estas líneas, Lolita evoca la interpretación que he hecho hasta aquí. Sobrevuela en mi lectura la idea de desacreditar que Lolita sea una novela tan machista como muchas veces se dice. No me desagrada esa idea voladora. Pero sería muy 104

temerario por mi parte –‌o por parte de algún lector que simpatice con mi exégesis– inferir a partir de ello que Lolita es una novela antimisógina. La filósofa Kate Manne sostiene que la manera de conceptualizar la misoginia es mover el punto de vista del acusado hacia el de las mujeres.1 Trasladada tal idea al caso que nos ocupa, el punto consistiría entonces en colocar en el centro del escenario el punto de vista de la persona agredida, no el del agresor. En el hilo de asimetría de poder que une la relación entre Humbert y Lolita, habría que situar, como impulsor y prisma de la narración, al débil, mientras que Nabokov colocó al fuerte. Tirando del hilo que propone Manne, para poder decir con sentido que Lolita es una novela antimisógina, Nabokov habría tenido que imaginarse no siendo Humbert, sino Lolita.2 Lo cual no es, evidentemente, el caso. La elección de Nabokov se explica, probablemente, porque él era también el fuerte en la vida real –‌por la posición socioeconómica en la que creció, por género, por formación, etcétera, por lo menos hasta la Revolución bolchevique– y en su contexto era anómalo imaginarse en la posición del débil. Nabokov era una persona conservadora, alguien que creía que había ciertas jerarquías, de distinta naturaleza, que daban orden a la sociedad. A mi juicio, se trata de jerarquías inaceptables. Pero Nabokov era, en buena medida, una presa de su biografía, como lo somos todos. A la vez, estaba dotado de una sensibilidad especial, 1.  Kate Manne, Down Girl. The Logic of Misogyny, Oxford University Press, 2017, p. 59. 2.  Precisamente sobre la base de esta línea de razonamiento, puede decirse que El funeral de Lolita, de Luna Miguel, novela de la que hablaré más tarde, sí es una novela antimisógina.

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única. Era una sensibilidad que se desparramaba sobre las palabras, pero también sobre los personajes que creaba: no obstante el peso que tenía su machismo sobre su cerebro y su corazón, Nabokov tuvo la decencia de no imaginarse a la Lolita de su Lolita como una «lolita». Algunos dirán que hacer una novela sobre un rapto y violación en que no se sugiere que la niña o adolescente o mujer es la responsable de la situación, es lo mínimo que puede exigírsele a la novela. A los que esto sostienen hay que recordarles que «Moi... Lolita», que no cumple ni siquiera ese mínimo exigible, así como su impacto en la cultura popular, data del año 2000, mientras que Lolita fue publicada en 1955. Pero nada de esto hace de Nabokov un novelista antimisógino, no fotem. Si, como dije, Lolita es también una novela sobre el poder, a Nabokov únicamente le interesaba el poder visto desde el extremo del hilo que todo lo puede. Ahí radicaba su interés, quizá porque era deudor de un imaginario para el cual el otro extremo del hilo carecía de interés artístico: el prisma de la mujer, del pobre, era estéticamente vulgar. Es una verdad cruel que para Nabokov no tenía interés artístico. Pero no impide admirar que Nabokov tuviera la sensibilidad de no representar el extremo débil de la relación de asimetría como el responsable último del abuso. Con ello, Nabokov por lo menos apuntaba en la dirección correcta: los abusos del poder están causados por quienes lo ostentan, no por quienes lo sufren. Esta lección de Lolita, como las lecciones sobre el poder que hay en la obra de Shakespeare, es eterna. Y el hecho de que no sea antimisógina –‌en el sentido de contemplar la perspectiva de la mujer– tal vez la convierte en lección incompleta, pero no por ello deja de ser valiosa. 106

4. NO TENGO POR QUÉ ESTAR DE ACUERDO CON LO QUE PIENSO

Buscaves raons, però vas trobar miralls.1 CURIEL JORDANA

Una vez, mi querido amigo Pablo Rapetti, un exquisito y molesto filósofo del derecho de Bahía Blanca (Argentina), me contó que el exfutbolista chileno Carlos Caszely, ante el acorralamiento al que le estaba sometiendo un impertinente periodista que le había hecho entrar en contradicción, redobló la apuesta en su defensa: «No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso.» Y se quedó tan ancho. El instinto, aunque también la lógica, nos dicen que uno no puede estar en desacuerdo con lo que uno piensa porque sería más o menos lo mismo que admitir «no tengo por qué estar de acuerdo con aquello con lo que estoy de acuerdo». Sin embargo, no todas las cosas que salen de la mente de uno son cosas con las que uno esté de acuerdo. No todo lo que uno piensa o imagina es algo con lo cual uno se identifique. Cuando la mente de Nick Cave se imagina una matanza en el O’Malley’s Bar, no se compro1.  «Buscabas razones, / pero encontraste espejos», Curiel Jordana, Cavalls que vam perdre, Edicions de Les Clotes, Vilafranca del Penedès, 1996.

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mete a llevarla a cabo ni simpatiza con que alguien lo haga. Uno puede imaginarse a un asesino –‌incluso puede imaginarse siendo un asesino– sin identificarse con él, sin albergar por él ninguna simpatía. Nick Cave no acostumbra a estar de acuerdo con sus pensamientos. Ni él ni casi nadie. Caszely estaba en lo cierto. El motto caszelyano, aplicado al arte narrativo, parece titubear en nuestros días. Se flirtea con un tipo de moralización del arte según la cual no solo el artista debe intentar comportarse de forma decente (algo de lo que no se ve por qué los artistas deberían quedar dispensados, o por lo menos más dispensados que los demás), sus creaciones artísticas, incluidos sus personajes ficticios, también deben hacerlo, y si no lo hacen, deben ser castigados. Esta llamarada perfeccionista –‌en ocasiones, pero solo en unas pocas ocasiones, indistinguible de una llamarada puritana– va en detrimento del motto caszelyano. No basta, por ejemplo, con que el artista no sea un sociópata: su obra y los personajes por él creados tampoco deben serlo. Bajo esta luz, el artista termina convirtiéndose, no importa lo que él declare, ni sus intenciones, ni tampoco cómo se conduzca en su vida real o cotidiana, en algún tipo de sociópata. En esta manera de concebir el arte no cabe la ironía porque queda vetado el desdoblamiento que parece ser connatural al arte: no habría diferencia sustancial entre persona y personaje, ni entre artista y obra, ni tampoco, en el sentido relevante, entre ficción y realidad. La rueda de la fortuna en la que viajan las ideas castiga en nuestros días el hiato que debería hacer invisible al autor. A Federico Fellini, por ejemplo, le hicieron saber en una entrevista que, en una reseña de su Casanova (1976), Germaine Greer había dicho que «Después de diez años del Nuevo Feminismo, Fellini se atreve a presentar de nuevo 108

una imagen de la mujer más alienada y fetichista de lo que se pudiera esperar en la más pornográfica de las pe­lícu­las pornográficas». A la acusación de desbaratar el progreso de las mujeres mediante las representaciones artísticas, Fellini respondió: «Pues lo siento por mi amiga Germaine Greer. Pero no entendió que en la película presento el punto de vista de Casanova sobre las mujeres, no el mío.» Esta de Fellini es una cita curiosa y elocuente, porque combina un mansplaining de manual con una defensa elocuente del motto caszelyano. Fellini podría haber eliminado la primera parte de la respuesta para decir simplemente: «En la película presento el punto de vista de Casanova sobre las mujeres, no el mío.» Y nada más. Pero no pudo o no supo resistir la tentación, muy frecuente a la hora de desacreditar sobre todo las palabras de las mujeres, de venir a decir «pobre Germaine, no entiende qué es el arte, déjenme que yo se lo explique». Esto sugiere que Fellini sí era machista, lo cual constituye una sorpresa tan grande como descubrir que Nabokov lo era. O sea, ninguna. Pero tal omnipresente y penosa circunstancia –‌la de ser machista– no impugna el motto caszelyano, porque este no nos dice que Nabokov o Fellini no fueran machistas, solo nos dice que no simpatizaban con Humbert o con Casanova, lo cual es cualitativamente distinto. No pretendo disculpar el machismo de Nabokov o de Fellini. No veo por qué tendría que hacerlo. Solo resalto que una cosa es que la misoginia se materialice en forma de delito gravísimo y lacerante, como le ocurre a Humbert y en menor medida al Casanova de Fellini, y otra es ser un conservador, como Nabokov o Fellini. En esto consiste el motto caszelyano. Y no lo es todo, aunque no es poco. No siempre es fácil discernir el desdoblamiento caszelyano porque a veces no hay ningún interés en desdo109

blarse. En esas ocasiones, el autor sí está de acuerdo con lo que piensa y forma parte de la obra que lo que piensa sea visible. ARTE DETESTABLE

El ensayista Ian Buruma afirma: «Oscar Wilde dijo que solo había buen arte y mal arte. La moralidad y los motivos del artista no venían al caso. Pero la cuestión no puede ser tan simple.»1 Como toda clasificación humana tajante, seccionar el arte entre buen arte y mal arte, como hace Wilde, parece ignorar complejidades decisivas, como sugiere Buruma. ¿Hay arte infame y detestable desde un punto de vista moral? Buruma da varios ejemplos, entre ellos El nacimiento de una nación (1915), de D. W. Griffith, película poblada por miembros del Ku Klux Klan. Los personajes en esa ficción se comportan de forma infame. Pero ¿no lo hacen acaso los personajes de las canciones de Nick Cave? ¿No es el propio Humbert Humbert un personaje despreciable? ¿No sería el arte de Cave y Nabokov equiparable al de Griffith si, al fin y al cabo, los mundos creados son, en lo esencial, igualmente repugnantes? Los personajes de Griffith son racistas; muchos de los de Cave, sociópatas machistas; el de Nabokov, un secuestrador y violador. ¿No haría esto que la obra de Cave y la de Nabokov pasasen a ser arte infame? Lo primero que me viene en mente, para desacreditar esa supuesta similitud, es que los personajes ficticios de Griffith nos provocan una repugnancia especial que se debe 1.  Ian Buruma, «Arte odioso», Letras Libres, enero de 2019; traducción de Daniel Gascón.

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no solo a lo deleznable de su comportamiento, sino tal vez a su simpleza. Tenemos la sospecha de que es quizá en ese simplismo donde está parte de su vileza. Buruma sostiene –‌creo que con una mirada algo benévola– que los personajes de Griffith tienen cierta complejidad psicológica y emotiva. Yo creo que su psicología no es uniforme, si es eso a lo que se refiere Buruma. Pero la enmienda de Buruma todavía los deja lejos de hacerlos psicológica y emotivamente ricos, al menos tan ricos como lo son Humbert o los personajes de Cave. Por centrarme por un momento en Cave, en un momento de la carnicería perpetrada en «O’Malley’s Bar», el homicida canta «I have no free will», y Richard Holmes, el viudo de una mujer a la que acaba de disparar el homicida, dicta sentencia: «You are an evil man.» Ante tal aseveración, el homicida responde: «If I have no free will then how can I be morally culpable, I wonder.» Se trata de una aguda perversión de Cave: en medio de una carnicería, ¡se inventa que la sardónica justificación de un sociópata pasa nada menos que por el determinismo! Cave se imagina un delito gravísimo y un intento hiperbólico –‌seguramente el más hiperbólico posible– de excusarlo: la ausencia de libre albedrío y, con ello, la ausencia de responsabilidad y la confirmación de que el mal no tiene dueño, solo víctimas. Los personajes de Cave serán infames y salvajes, pero no se negará que buscan exculparse de una manera compleja y peculiar. Ese intento justificativo, o al menos excusador, es un reflejo desaforado y pasado de rosca de algo que también nos sucede a quienes no tenemos costumbre de armar balaceras en un bar irlandés. Si sentimos afinidad con seres malvados y retorcidos no es porque seamos malvados. Es porque somos retorcidos. Nada nos repugna más que la vileza simplista. Es como si asociáramos un tipo de crueldad particular y más 111

sañuda a los esquemas simplistas de exculpación. Ningún mal nos aturde tanto como aquel que se nos presenta sin atributos. Nos resulta más reconocible y más cercano lo indecente cuando está dotado de cierta complejidad; la simpleza arbitraria nos parece más abominable. No hablo de aprobación, hablo de creer que podemos entender algunas cosas. Cuanto más retorcida y densa se nos presenta la vileza, mejor creemos comprenderla; y cuanto más simplista se nos narra, más asquerosa e incomprensible nos parece. No estoy diciendo tampoco que de hecho entendamos mejor las cosas complejas, digo que creemos entenderlas porque su justificación nos es presentada de maneras más complejas. Como estamos seguros –‌o creemos estar seguros– de que el humano es un animal racional, no concebimos que intente justificar o excusar nada ignorando la complejidad connatural a la idea misma de ser un animal racional. Y espoleados por el vértigo de la simpleza, acabamos aceptando una exigencia algo estrambótica: si vas a hacer algo vil, ten al menos la dignidad de aducir un intento complejo de expiación, inventa una justificación o una excusa con un poco de entidad, crea una historia que sea plausible, cuéntame –‌y cuéntate– una novela que sea verosímil. En ese complejo proceso de racionalización de lo infame y de lo inmoral nos reconocemos, lo que no quiere decir que entonces pasemos a reconocernos en lo infame y en lo inmoral. La identificación se da en relación con el proceso de racionalización y justificación o excusa, es decir, con el intento de expiación, no con el crimen. Se trata, desde luego, de un proceso desquiciado y tiene algo de atroz; a la vez, nos distingue como humanos. Una de las preocupaciones centrales del arte himenóptero es reconstruir, de forma oblicua, degenerada, ese pro112

ceso desquiciado y atroz en el que se mezclan justificación y explicación y que normalmente nos hace desvariar. A veces solo se consigue hacer de forma burda, otras, como en el caso de Nabokov, de Iris Murdoch o de Nick Cave, lo hace de forma delicadamente perversa. El arte imaginativo o himenóptero intenta así honrar la extravagante exigencia de que la novela que nos contamos a modo de expiación debe ser compleja. El arte infame simplemente desprecia esa exigencia. Hay al menos dos razones fundamentales más por las que el arte de Cave y Nabokov, y el de los artistas himenópteros en general, no es arte infame. La primera tiene que ver con la famosa discusión acerca de la división o unión entre obra y autor. Cuando este debate aterriza en casos concretos, es tan fácil embobarse con él como con un castillo de fuegos artificiales. Pero es también por ser un castillo de fuegos que muchas veces no consigue entenderse casi nada de lo que se está diciendo. Hay desde luego algo en lo que autor y obra son inseparables: el primero es causante de la segunda, le da vida, es quien la hace formar parte del mundo. Y eso conlleva un montón de responsabilidades. Pero esta dimensión tan general de la discusión carece de interés. La polémica interesante se da, creo, cuando se pregunta si la visión moral que expresan los personajes de la obra (suponiendo que fuera posible identificar una y solo una visión, algo que, a mi parecer, únicamente ocurre con el arte infame o con las favolette) es la visión del autor. Y si la visión que expresan los personajes de la obra es repugnante, entonces la eventual atribución de esa visión al autor deja de ser una polémica para empezar a ser un escándalo. Mientras que la polémica es una contraposición, a veces muy dura, de visiones 113

del mundo o de opciones morales o políticas sin pretensión punitiva dirigida a la otra parte, el escándalo identifica culpables cuya suerte quedaría vista para algún tipo de sentencia. La polémica es una conversación moral; el escándalo es un proceso de acusación moral. La cuestión de la separación entre obra y autor en este nivel solo debería generar polémicas. Aunque, de hecho, no es nada extraño que genere escándalo. Intentaré explicarme. Algunos defienden que uno debe valorar una obra artística narrativa suspendiendo –‌mientras dure la valoración de la obra, se entiende– cualquier juicio acerca del autor (y viceversa). Como idea general, no me opongo a esa fragmentación del juicio.1 Aunque la idea merece ser matizada. En ocasiones esa compartimentalización hace que omitamos una parte nuclear de la obra, a saber, qué pretendía el autor con ella. El arte detestable suele querer transmitir un mensaje directo y ese mensaje depende de las intenciones del autor. Valorar El nacimiento de una nación prescindiendo del hecho de que Griffith era un supremacista blanco queriendo hacer una película supremacista es valorar la película de forma incompleta. La vida de los autores puede servir para darnos pistas acerca de sus obras. En el caso de Griffith, por ejemplo, nos puede servir para darnos cuenta de que la película mencionada era, en un sentido, confesional, no porque nos relatara 1.  En principio la idea de separar el juicio moral del juicio estético cuando el objeto de ambos juicios es la obra (que es una idea empobrecedora y sin interés) es distinta de la idea de separar el juicio estético de la obra del juicio moral sobre el autor de la obra. Digo «en principio» porque, como desarrollaré a continuación, en al menos un tipo de caso ambas ideas parecen estar cerca de fusionarse.

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capítulos de su vida, sino porque en ella confesaba su filiación supremacista (algo que, por lo demás, no era exactamente un secreto). También, aunque por vía negativa, nos sirve en el caso de Cave o Nabokov: sabemos que «Where the Wild Roses Grow» o Lolita no son obras confesionales o autobiográficas porque conocemos los suficientes detalles de la vida de sus autores. Es posible que la discusión sobre la separación valorativa de autor y obra fuera casi impensable en una época en que el arte narrativo era –‌o por lo menos se supone que era– imaginativo. Y también es posible que no sea ninguna casualidad que esa discusión naciera en el momento en que el llamado género de la autoficción explota. En España surge –‌como indica Gonzalo Torné–1 al calor de Negra espalda del tiempo (1998) de Javier Marías y se consolida con Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas. Pero en otros lugares, como en Estados Unidos, las confusiones en torno a la voz del autor y la voz que está en su obra están tan arraigadas que la discusión parece casi inexistente: por defecto se asume que no hay desdoblamiento. Y esto quizá también explica, al menos en parte, por qué en Estados Unidos algunos interpretaron que las Murder Ballads de Nick Cave eran de algún modo confesionales. De hecho, el caso estadounidense es singularmente interesante. Me permitiré contar un episodio anecdótico que, aunque es contemporáneo, tal vez resulte ilustrativo de la genealogía confesional que tiene allí la voz literaria. 1.  Gonzalo Torné, «Elogio y refutación de la “autoficción”», en El Ministerio, Ctxt, 16 de diciembre de 2018. https://ctxt.es/es/20181212/ Culturas/23465/Gonzalo-Torne-ministerio-cultura.htm (consultado por última vez el 22 de noviembre de 2019).

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Lo protagoniza una joven poeta mexicana matriculada en un curso de escritura creativa en una universidad de Nueva York. Entre las materias, había una en que se exigía a los estudiantes que escribieran varios poemas a lo largo de un trimestre. Uno de sus poemas versaba sobre la vida sexual de sus abuelos. Sus compañeros se quedaron impresionados, no solo porque el poema era muy bueno –‌lo cual es normal: ella es muy buena poeta–, sino porque creían que tenía gran valor que sus abuelos le hubiesen contado a ella algunos pormenores de su vida sexual y, sobre todo, porque estaban conmovidos por el hecho de que ella se hubiera abierto contándolos en un poema. Naturalmente, era un poema especulativo: sus abuelos nunca le habían contado nada de su vida sexual. Pero en un contexto como aquel, en que la poesía –‌y posiblemente más en general la literatura– es entendida como el ejercicio de quitarse el disfraz, sus compañeros de clase interpretaron que se trataba de un poema confesional.1 No creo que en la época de Tolstói o de Joyce, menos aún en la de Shakespeare, la gente se preguntara si había que desgajar la obra narrativa de su autor. Nótese el matiz: no digo que estuvieran a favor de separar la obra de su au1.  Naturalmente, en la literatura gringa contemporánea hay notorios ejemplos de novelistas que no hacen literatura confesional. Pero lo que yo estoy afirmando no es que no haya grandes excepciones a la voz literaria confesional. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que sean la excepción. Lo que estoy sugiriendo es que, con independencia de que tengan más o menos presencia en la cultura literaria, la carga de la prueba parece estar siempre del lado de la literatura imaginativa. Generalmente, y a no ser que se demuestre lo contrario, la voz literaria es, de algún modo, confesional. Dicho con la simple taxonomía que usé en el capítulo 2, la presunción general es que la novela es panal** y la carga de la prueba recae sobre panal*.

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tor. Digo que la pregunta ni siquiera estaba en el aire o al menos no estaba en el centro de la discusión. La razón, tal vez, es que del mismo modo que ahora muchos suponen que una obra de arte con componentes narrativos es de algún modo confesional, tiempo atrás todo el mundo suponía que era puramente imaginativa. Ninguno de los dos extremos del péndulo, por razones aducidas en el capítulo 2, parece plausible. Y, como mencioné, quizá fue el aterrizaje de la autoficción, género que, al fin y al cabo, se sitúa entre los dos extremos suspendidos en el aire y recorridos a perpetuidad por ese péndulo imaginario, lo que puso en tela de juicio la bondad de la división valorativa entre obra y autor encima de la mesa, por lo menos en la novela. Y se trata de una cuestión, hay que admitirlo, en buena medida impúdica. Al menos en algunas obras, su significado o visión moral dependen en parte de las intenciones íntimas del autor, así que la alquimia mediante la cual el novelista convierte el metal en oro tiene, de forma intrínseca, algo irremediablemente impúdico. Iris Murdoch decía que Shakespeare era el más invisible de los autores porque también era el más tolerante: en sus tragedias hay una admisión tan extensa de puntos de vista que su presencia y su temperamento estaban ausentes en escena. No obstante, que fuera el autor más invisible no significa que fuera un autor invisible: por más genuina que sea la tolerancia de quien escribe, parece inevitable que algunas de sus huellas sean visibles en la obra. No siempre lo que queda visible, por cierto, son sus intenciones. Aunque a veces, y no hablo ahora desde luego de Shakespeare, sí. Y en el caso de los artistas himenópteros, las intenciones dicen que la obra es imaginativa, no es confesional. Por eso la obra de Cave y Nabokov no es arte 117

detestable: porque Cave y Nabokov no están de acuerdo con lo que piensan o imaginan. Curiosamente, sería más difícil extraer esta conclusión si las intenciones de los mismos no fueran visibles. ¿Y a la inversa? ¿Nos dice algo la obra acerca del autor, acerca de sus posiciones morales o políticas? En el caso del arte detestable, tal vez sí. Si tomamos Rosa Krüger, de Rafael Sánchez Mazas, nos dice que la pluma de la cual salió esa novela que vio la luz de forma póstuma es la de un falangista. Y esto lo sabemos porque conocemos la trayectoria de Sánchez Mazas, pero quizá también podría ser inferido por algún agudo lector de la época que no supiese quién es Sánchez Mazas (al menos por la mente de uno que frecuentara la literatura española de la época, aunque, justamente, no la de Sánchez Mazas). ¿Y qué nos dice la obra del autor en el caso de los artistas himenópteros? En principio, invocando al sabio Caszely, nada. O muy poco. Ese arte es producto de la imaginación y, como tal, y en la medida en que conocemos alguna parcela significativa de la vida de quien lo hizo, podemos descartar que sea confesional. ¿Es eso suficiente para pensar que no es arte infame? En principio, sí. En principio. Hace un tiempo, la escritora Laura Freixas escribió un artículo en el diario El País con el título de «¿Qué hacemos con Lolita?».1 Algunas de las afirmaciones del artículo fueron controvertidas y a algunos hombres se les levantaron las orejas e intervinieron en el debate. También lo hicieron algunas mujeres. Y se armó un pequeño lío. Soy filósofo del derecho y procuro ponerme nervioso solo cuando las 1.  Laura Freixas, «¿Qué hacemos con Lolita?», El País, 21 de febrero de 2018.

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discusiones encarnizadas se dan en términos jurídicos: lo que más efecto coercitivo tiene es la transformación de una opinión moral en una ley aprobada por el Parlamento o aplicada por un juez o jueza. Ninguna idea moral se impone con tanto vigor y de forma tan intimidadora como aquella que está respaldada por el monopolio de la fuerza. Mientras la discusión se dé únicamente dentro del ámbito moral, las acusaciones y las defensas suelen tener algo de afectado y ocioso. Así que la defensa de Lolita que hay en este ensayo también tiene, naturalmente, algo de afectado y ocioso. A pesar de la aparatosidad del título, el artículo de Freixas no proponía en realidad hacer nada, desde el punto de vista práctico, con Lolita. Es decir, no proponía prohibirla ni censurarla, como algunos parecían insinuar. De hecho, Freixas proponía nada menos que ¡leerla!, y además analizarla, criticarla y acompañar su lectura de otras obras que muestren una visión distinta de la mujer de la que, a su parecer, difunde Lolita. En alguna medida concuerdo con Freixas. Con un matiz y un lamento. El matiz es que la visión de la mujer que desprecia Freixas no es tanto la que está contenida en Lolita –‌por las razones aducidas en el capítulo anterior– como la que tiene y propaga el cuarentón o cincuentón heterosexual sudoroso y «enamoradizo» cuando lee e interpreta Lolita a conveniencia. Lo que convendría disputar, a mi juicio, son las visiones de la mujer basadas en una interpretación implausible y fantasiosa de la novela, aquella según la cual la Lolita de Lolita es una «lolita». Es un matiz, nótese, que tiene que ver con una discrepancia acerca de qué es Lolita, pero no con qué hacer con Lolita. El lamento es que la ruta argumentativa que arma Freixas en su breve artículo lleva a un callejón sin salida. Tra119

taré de sugerir por qué es así. Y eso me servirá para reflexionar acerca de las posibles afinidades entre arte infame y arte himenóptero. Dos son los pasajes del artículo de Freixas que son relevantes para lo que quiero mostrar. En el primero de ellos, Freixas se anticipa a una potencial objeción a su crítica: Sí, ya sé. Nabokov condenaba a Humbert. Pero aquí no analizo las opiniones del ciudadano Nabokov, sino la novela, fuera cual fuese la intención consciente de su autor.

Entiendo que al afirmar esto Freixas se refiere a la narración, a la acción, a los personajes de la novela y a la novela en su conjunto. Quedaría todavía por ver si la novela –‌no esta en particular, sino cualquier novela– es algo más que la suma de sus elementos (trama, personajes, giros, estilo, elección de adjetivos para descripciones, etcétera), algo con lo que en principio estoy de acuerdo. Pero lidiar con ella es en principio innecesario para abordar si el arte himenóptero puede ser arte infame. Prosigamos. En el segundo pasaje, se dirige a los que defienden Lolita: ¿[L]o hacen [defender Lolita] porque es una obra de arte y a pesar de que muestra, e implícitamente justifica, la violación de una niña, la reducción del ser humano femenino a la condición de objeto para el placer masculino, la ridiculización y burla de cualquier mujer no sometida... o lo hacen porque su condición de obra de arte la sacraliza y nos prohíbe por lo tanto criticar todo lo anterior?

Así, entre los arbustos de los adjetivos nabokovianos o en la ordenada selva de la narración, hay no una excu120

sa o disculpa de la violación, sino algo más fuerte, una fundamentación moral de la forma más grave e invasiva del abuso sexual: una justificación de la violación de una niña.1 Es la combinación de ambas afirmaciones lo que me deja algo perplejo. Empecemos por una pregunta sencilla: ¿quién se supone que estaría justificando la violación? Si es Humbert –‌es decir, «la novela»–, entonces la justificación no tiene nada de implícita, más bien al contrario: Humbert justifica de forma explícita y visible raptar y violar a Lolita. Acusar a Humbert de justificar implícitamente la violación sería como acusar a Yago, el personaje de Otelo, de conspirar implícitamente a ojos del lector. Humbert es un violador que anuncia de forma expresa, aunque en soliloquio interno (al que el lector tiene acceso «por gracia» de John Ray, su especie de albacea), estar convencido, incluso orgulloso, de lo que hace y cómo lo hace. En materia de justificación de la violación, no hay nada en la novela –‌incluida la novela misma como obra, aunque sea entendida como algo diferente de la suma de sus elementos– que sea implícito: la ignominia está a la luz, no hay trampa ni decorado que disimule nada. 1.  Preservo aquí, literalmente, la calificación de Freixas. Me refiero a la idea de que hay una «justificación» en Lolita. En filosofía moral hay una diferencia importante entre «justificación» y «excusa»: la segunda presupone que se ha hecho algún mal moral que puede llegar a ser excusado, mientras que en la primera no hay, por definición, ningún mal moral: si una acción está justificada, es moralmente correcta. No estoy del todo seguro de que Freixas se quiera referir a la justificación y sí en cambio a la excusa, pero por fidelidad a su texto asumiré que se trata de justificación. Si resultara que lo que se quiere decir es «excusa», simplemente hay que cambiar la calificación. No creo que esto afecte a la incoherencia de su ruta argumentativa.

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Así que tal vez Freixas se esté refiriendo a algo que es externo, a algo que no está en la novela. ¿En qué podría consistir esa justificación exógena pero implícita? Quizá lo que tiene más sentido pensar es que Freixas sugiere que es Nabokov quien, al escribir la novela como lo hace, se refugia o camufla en el personaje que crea para así justificar, implícitamente o por personaje interpuesto, la violación de una menor. También esto tendría algo de desconcertante, ya que Freixas nos había dicho que no le interesaba analizar las opiniones y/o intenciones de Nabokov. Se me ocurre otra hipótesis: la justificación implícita se daría porque no hay, dentro de la novela, una condena de Humbert. Sin un castigo en la ficción por haber violado y raptado a Lolita en la novela, sus crímenes quedarían simbólicamente justificados. Estrictamente hablando, esta hipótesis es un non sequitur como una casa de pagès. Sería más o menos como decir lo siguiente: como el dictador Franco no fue castigado, entonces sus crímenes pasan a estar justificados por la historia. Si alguien no es castigado, solo significa que no es castigado, no que quede moralmente absuelto de sus crímenes. Que no haya punición para Humbert no implica que la calificación moral del rapto y violación de una niña –‌o de una mujer, no importa– pasen de abyectos a admisibles. Sin embargo, lo contrario es tal vez lo que cree Freixas. Esta posibilidad explicaría por qué afirma que no le interesa que Nabokov dijera públicamente que condenaba a Humbert. Esa era una condena externa y lo que ella demandaba era una condena en la misma novela. En este sentido, tengo la impresión de que lo que ella denunciaría sería no tanto una justificación implícita de la violación en la novela –‌porque, una vez más, la justificación en la novela es explícita–, sino una justificación interna a la 122

propia novela. Cambiemos, pues, las palabras clave: a Freixas no le importa que de hecho hubiera una condena externa –‌como la que formuló el Nabokov ciudadano–, ella exige una condena interna, es decir, algún momento de la trama en que Humbert sea castigado o condenado por sus acciones macabras y misóginas. Como comentario al margen, cabe decir que es difícil ver cómo esa condena interna pudiese haber sido impresa en la novela por cualquier otra mente que no sea la del Nabokov ciudadano, con lo cual, de nuevo, sí nos debería interesar, a la hora de dirimir este asunto, las intenciones del autor. Pero dejaré a un lado este asunto. En síntesis, Freixas quiere justicia, demanda un arte narrativo la trama del cual no absuelva a quienes obran –‌en la ficción– de forma inmoral. Ya sugerí en la introducción por qué me parecía que el juicio moral acerca del arte no debería mimetizar la estructura del juicio penal, que es perfeccionista y pone todo el énfasis en la condena o en la absolución. Al artista le deberíamos pedir algo distinto de lo que le pedimos a un juez penal: el arte no debería emitir veredictos directos y tajantes de culpabilidad, esa no es la tarea para la cual el arte parece estar mejor dotado. No hay ningún impulso humano que pueda explorar las imperfecciones, faltas y delitos humanos con mayor delicadeza y generosidad que el impulso artístico. En cambio, el impulso que motiva que el sistema de jurisdicción penal exprese sus decisiones como lo hace (absuelto/condenado, cárcel/libertad) es hostil, por su propia naturaleza, a las virtudes imperfectas. Esto no significa que en el juez no pueda influir –‌por ejemplo– la compasión a la hora de tomar decisiones. Lo que significa es que el veredicto judicial no está pensado para entender nuestra vida moral, sino para condenarla o absolverla sobre la base 123

de unas determinadas normas jurídicas. Por eso, convertir el arte en portador de sentencias judiciales simbólicas «desnaturaliza» la capacidad intrínseca que tiene aquel para el conocimiento o comprensión humanos. También hay que decir que si Nabokov escribe una novela en que un cuarentón asqueroso y sudoroso rapta y viola a una niña y hay algún lector que necesita que ese cuarentón sea condenado en la novela para poder entender que el rapto y la violación son cosas execrables, tal vez el problema lo tiene ese lector, y no Lolita o Nabokov. Nada de esto debe hacernos olvidar que las novelas tienen un impacto social (diría que menguante) y que, en efecto, pueden existir lectores con ese problema, y es incluso posible que haya pedófilos que lean Lolita y que, muy conveniente y oportunamente, se sientan legitimados por el delirio de Humbert. Y también es cierto, más allá de Lolita, que tal vez no siempre es fácil entender la complejidad moral e imaginativa involucrada en algunas obras y que las confusiones derivadas de semejante dificultad pueden contribuir, de algún modo, a crear desastres verdaderos si se produce un efecto imitación o réplica. Esta es una preocupación real, la de las consecuencias que pueden llegar a generar los personajes imaginados atroces, que no debería ser desdeñada sin más. Respecto a este asunto, temo que las respuestas generales, independientes del contexto social del que estemos hablando, sean algo triviales: no es lo mismo ver una serie como Gomorra en los Quartieri Spagnoli de Nápoles que en Copenhague y no es lo mismo leer Lolita en el Eixample de Barcelona que en Los Mochis, Sinaloa. Acceder a esos mundos imaginados puede tener efectos distintos en función de dónde esté uno o una y, siendo realistas, también del grado de vulnerabilidad social en que uno o una se encuentre. 124

Sin embargo, creo que algunas ideas generales sí pueden ser mencionadas. Aun suponiendo que los personajes pueden ser imitados o mimetizados por personas, en el sentido de que se pudiera probar que su comportamiento está motivado principal cuando no únicamente por la lectura, la escucha o el visionado, esto no constituiría una razón para instigar a la restricción en la distribución de esa obra. Y no se trata solo de una defensa deontologista de la libertad artística o de expresión, que también, sino de una ponderación de las consecuencias o efectos.1 Imaginemos un caso de una disciplina intelectual distinta pero, en un sentido, afín. Asumamos que el contenido de la biografía que escribió Ian Kershaw sobre Hitler fuera interpretado por algunos lectores como inspiración para cometer atrocidades antisemitas. Es decir, supongamos que el personaje que de algún modo es Hitler en la biografía de Kershaw motiva a unos poquísimos de sus lectores a intentar seguir su ejemplo. Semejante circunstancia tendría que ser ponderada con el hecho de que la biografía que escribe Kershaw nos ayuda a comprender mejor cómo se engendran y se mantienen la paranoia y el resentimiento políticos. No hay garantía de que de hecho nos ayude a comprender mejor, pero asumamos por hipótesis –‌como asumimos, también por hipótesis, que a veces se da el efecto réplica– que entender cómo se sentía Hitler puede contribuir a cortar el paso a potenciales Hitlers futuros. Esa consecuencia pesa más, creo, que la de 1.  Una defensa puramente deontologista de la libertad de expresión es aquella que protege la libertad de expresión con total independencia de cuáles sean las consecuencias de ejercerla sin restricciones. Para la concepción deontologista, el valor moral de la libertad de expresión es inherente a la propia libertad de expresión; para una concepción consecuencialista, la libertad de expresión tiene o no valor en función (y en grado) de qué consecuencias tenga su ejercicio.

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los eventuales efectos inspiracionales que pudiera tener en algún chalado la biografía de Hitler. Por lo demás, si alguien se siente iluminado por una interpretación victimista de la vida de Hitler, la reacción debería ser la de intentar desacreditar esa lectura de Hitler. No creo que nadie pensara, si hiciéramos una ponderación, que algún comportamiento mimético aislado pesara más que el beneficio, en términos de comprensión del mecanismo del resentimiento y la paranoia, que trae consigo conocer la vida de Hitler. Algo parecido podría decirse del arte imaginativo. Las canciones de Nick Cave pueden ayudar a entender cómo se enrosca, hasta hacerse repugnante y parecer que se aboca a la acción, el sentimiento de venganza o algunas otras prácticas inicuas. Si alguien se sintiera motivado para cometer una venganza habiendo escuchado una canción de Nick Cave, lo que convendría hacer, en principio, es intentar desacreditar esa interpretación de la canción y, si se fracasa, hacer un balance entre las consecuencias positivas y negativas de esas canciones. No es fácil hacer este tipo de cálculo consecuencialista, pero no es descabellado ni arbitrario intuir cuál de los efectos pesaría más en este caso. Por lo demás, si uno tiene una concepción deontologista de la libertad de expresión, esa ponderación consecuencialista sería directamente innecesaria. Estos párrafos están destinados, sobre todo, a lidiar con esa desabrida visión del mundo que concibe la moral como una balanza en cuyos platos descansaría algo tan inhóspito como las «consecuencias». En todo caso, lo que hay de fondo en esta discusión puede ser traducido al siguiente dilema: o bien hay que hacer más simple el arte narrativo, o bien hay que hacer más complejo al escuchador o al lector. Mientras que agarrar el primer cuerno de ese dilema comporta un empobrecimiento en la representación de nuestras prácticas morales, el se126

gundo es condición de posibilidad de representaciones más ricas. Y son estas últimas las que acaso nos permiten entender mejor las dobleces y el alcance de nuestra vida moral. Por lo demás, hacer un arte narrativo más simplista tiene potencial autodestructivo. El empobrecimiento en las representaciones de nuestras prácticas morales no altera nuestras prácticas morales, pero sí nos ofrece una visión distorsionada y tal vez autodestructiva de ellas: el arte simplista nos puede hacer pensar que aquello que nos amenaza es ajeno, cuando en realidad es propio. La alegoría aquí podría ser la siguiente: imaginemos un alacrán desorientado cuya percepción acerca de su cuerpo está adulterada por alguna razón y, creyendo que se trata de un enemigo, intenta aguijonearse a sí mismo. La paranoia, el resentimiento, la impostura, la crueldad, la venganza no serían únicamente aguijones; serían nuestros aguijones, los aguijones que creamos los humanos para envenenarnos cuando obviamos la complejidad y desorden de nuestras vidas morales. Sin embargo, los alacranes tienen una ventaja: en el improbable caso de que el aguijón se cuele entre las ranuras de su propio caparazón, sobrevivirá a la picada porque es inmune a su propio veneno. Los humanos, en cambio, no somos inmunes a nuestro propio veneno moral. Esto constituye una razón de más para abrazar aquellas representaciones que nos hagan entender que se trata, justamente, de nuestro veneno. Nada de lo anterior debería ser confundido con una cuestión distinta. El arte infame no nos permite ampliar en nada nuestro entendimiento moral, no contribuye en ninguna medida a la comprensión de nuestras prácticas morales. Es pura propaganda. La diferencia que media entre El nacimiento de una nación y las Murder Ballads es la misma, 127

mutatis mutandis, que media entre Mi lucha de Hitler y la biografía de Hitler escrita por Kershaw. ¿Debería prohibirse, por vía legal, la propaganda fascista aunque se disfrace con mayor o menor destreza de literatura? Al menos yo tengo la impresión de que prohibirla puede redundar en la confirmación de la paranoia que precisamente alimenta la propaganda fascista. Y si hay algo que envalentona al paranoico –‌y al fascista– es que le confirmen, aunque sea una única, solitaria e insignificante vez, su paranoia. Así que en principio parece adecuado intentar algo distinto, algo que desactive, si se puede, la paranoia, no algo que la confirme. Pero esta, que es una cuestión básicamente práctica, política y jurídica, sí es otra historia. Una que no trataré aquí. Regresemos ahora a la Lolita de Freixas. Si se popularizó la interpretación que hace el cuarentón sudoroso de la novela, lo que entonces podría criticarse no es el final de Lolita, es decir, el hecho de que no haya una condena interna para Humbert, sino la manera en que hablamos sobre Lolita. Hecha a un lado la incoherencia de su argumento, este es el reclamo central de Freixas. Habría que difundir que Lolita no es una historia de amor, sino una calamitosa historia de abuso con independencia de que haya o no punición del agresor en la novela. Si yo tuviera que hacer alguna propuesta práctica en todo este asunto sería la de hacer obligatoria la lectura de Lolita a todas las niñas y niños y adolescentes con un único comentario prospectivo o retrospectivo: esta novela desvela una amarga condición cognitiva: a algunas cosas algunos hombres que tienen un don único y delicado para la palabra las llaman amor, pero son cualquier cosa menos amor. Este comentario, de todos modos, no debería ser entendido como el final de una conversación, sino como 128

el principio. Si uno quisiera extraer alguna consecuencia de Lolita sería la de usarla como una voz de alerta, no como un ejemplo de una historia de amor ni de arte in­ correcto. Por lo demás, quizá Freixas se precipitó al decir que no le interesaba el autor porque en realidad sí creía que Lolita decía algo acerca del Nabokov ciudadano, es decir –‌y aquí enlazo con la idea que había considerado unas páginas atrás–, que la obra sí nos dice algo acerca del autor. Y lo cierto es que hay algo de verdad en semejante afirmación. Lolita nos dice algo acerca de Nabokov, pero muy poco, y lo que nos dice ya lo sabíamos. Lolita nos hace saber que Nabokov era un hombre conservador que, como dije en un capítulo anterior, creía en la existencia de determinadas jerarquías sociales, incluida alguna forma, seguramente, de patriarcado. Pero lo que Lolita no dice es que Nabokov quisiera justificar la violación de una menor al no condenar a Humbert en la novela. Y es por la vía de huir de la mímesis con el juicio penal corrompido en que el novelista sería juez y parte por donde emerge la razón tal vez más importante por la que el arte himenóptero no puede ser nunca arte infame. El arte detestable tiene un componente maniqueo y prescriptivo: pretende mostrar de manera clara y unívoca quiénes cree que son los buenos y quiénes los malos, y pretende también hacer apología de los que considera que son los buenos. El esqueleto del arte detestable sería como el de las favolette de las que hablé al principio de este ensayo: nos vende una digestión moral ya hecha, en parte porque las intenciones del autor son transparentes –‌y forma parte de la obra la voluntad de que lo sean– y en parte porque, como mencioné, la complejidad psicológica y emotiva de los personajes es escasa o inexistente. Al igual que las favo129

lette, el arte infame se arrogaría el ejercicio del pensamiento moral para arrojar a la esfera pública los sentimientos morales primitivos correctos: yo pienso por ti para que tú solo tengas que sentir de la forma más visceral. La estructura de las favolette y la del arte infame es coincidente en este punto deliberada y abiertamente prescriptivo. La diferencia estribaría, en todo caso, en cuáles son los sentimientos morales que busca generar, lo cual es, en buena medida, algo dependiente del contexto: vista en la actualidad, El nacimiento de una nación genera (en muchos) repulsión. En cambio, La prima neve causa (en algunos) pena reconfortante. Las diferencias entre las favolette y el arte detestable son de contenido moral –‌es decir, de los valores que, a través de la sentimentalización, busca esculpir en el lector o espectador– y de recepción contextual, pero no de estructura. La construcción de la trama del arte infame, así como la de las favolette, es siempre autoconcluyente. Se trata de otra dimensión del simplismo mencionado más arriba. Las eventuales tensiones morales de la obra serían barridas en el tercer acto de la narración, que desembocaría en un paisaje moral maniqueo. Si hay tensiones morales durante la narración –‌y muchas veces ni siquiera las hay o, si las hay, tienen un latido muy débil–, el autor de turno se encarga en el acto final de resolverlas (a veces, pero solo a veces, lo haría mediante una parábola) por nosotros y de entregarnos un producto acabado, un producto que es siempre una respuesta perfecta a alguna inquietud, una solución neta a la pregunta de la que partía la obra; el resultado final de las favolette o del arte detestable nunca es una nueva pregunta. El del arte himenóptero, por su parte, es una nueva pregunta, o una reformulación de la pregunta inicial, o una respuesta ambigua, es decir, un nuevo proble130

ma o una nueva manera de ver un conflicto. El producto final del arte himenóptero no elimina la tensión moral que existe en la narración porque cree que el arte es en sí mismo un hilo de tensión moral que nunca se acaba. Las favolette y el arte detestable tienen una pretensión de confort inmediato. Pretenden convencernos de que hay por lo menos algunos momentos en que la tensión de ese hilo pierde vigor y reina la paz. Las favolette y el arte infame nos prometen instantes de distensión moral, lapsos breves de tiempo en que el conflicto queda sepultado. Se trata de una pretensión ilusoria que, en el caso de las favolette, no hace en principio mucho daño, aunque tenga poco interés. En el caso del arte detestable, esa misma pretensión de que hay soluciones armónicas y desprovistas de tensión a problemas complejos acostumbra a ser peligrosísima. A los artistas infames la tensión moral les resulta insoportable, porque en el fondo creen que hay algo intrínsecamente pecaminoso en ella. El cine de Griffith es reconocible porque propone o flirtea con medidas dolorosas, purgantes, sacrificiales, para alcanzar la armonía. El arte infame se distinguiría así por su belicismo: intentaría convencernos de que el mejor instrumento para alcanzar la paz es la guerra. De este modo, la paz no sería la negación de la guerra, sino su consecuencia. Y la guerra sería siempre un medio para la paz: borrado el enemigo –‌que es muchas veces el producto de una fantasía paranoide–, no hay nada contra qué o quién pelear, y la tensión que nos torturaba se evapora. En la marcial andadura del arte abyecto, la armonía siempre vendría precedida por la barbarie. Las pretensiones del arte himenóptero son distintas. Con desvíos imaginativos y delicadas transfiguraciones, busca iluminar un problema y se da cuenta de que, tras provocar la hemorragia de luz, el problema era en realidad mucho 131

más complejo de lo que pensábamos. El arte himenóptero vuela a hombros de una bella y perturbadora verdad: iluminar un problema complejo suele hacerlo aún más complejo. De ahí que no pueda ofrecer soluciones, mucho menos aún perfectas o unívocas, porque la tensión es ineliminable, el conflicto es inherente a la condición humana. Como dice Iris Murdoch, «una gran tragedia [artística] nos deja con una duda eterna».1 Y de ahí también que el arte himenóptero sea sospechoso para quienes creen, como quienes hacen arte detestable o favolette, que todos los problemas son susceptibles de ser simplificados de manera inequívoca y definitiva.2 Esto no quiere decir que todo problema moral sea un problema complejo. Lo que ocurre es que los problemas morales que sí tienen una respuesta unívoca ya están resueltos para el arte himenóptero. En Lolita no se dirime si la violación es infame, eso se da por descontado. Lolita no va sobre si la violación es inmoral o no porque no hay ninguna tensión moral en un secuestro y una violación: es execrable, y punto. No son las cuestiones morales que sí tienen una única respuesta correcta las que llaman la atención del arte himenóptero. Ello no quiere decir que, como en el caso de Nabokov o Cave o Murdoch, tales cuestiones no aparezcan en su obra, pero lo hacen a efectos funcionales: sirven para hablar y pensar en otras cuestiones. Con1.  Iris Murdoch, La salvación por las palabras, Siruela, Madrid, 2018, p. 31; traducción de Carlos Jiménez Arribas. 2.  Así, por ejemplo, las películas de acción de Hollywood de los años ochenta y noventa, con su característico maniqueísmo, estaban más cerca de ser arte detestable que cualquier canción de Nick Cave. Nada de ello quita que un espectador que se negara a externalizar su pensamiento político y moral pudiera disfrutar de algunas de esas películas porque tenían valor artístico por razones distintas (es decir, eran un espectáculo fenomenal). Inmodestamente, es mi caso.

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cretamente, sirven para hablar de, y pensar en, aquellas cuestiones que están atravesadas, en su mismo corazón, por alguna tensión. La mejor manera de explorar esa tensión siendo lo más incisivo posible y respetando su tensa naturaleza es a caballo de la ambigüedad moral. Por ello, las respuestas que da el arte himenóptero a las cuestiones moralmente complejas solo pueden ser ambiguas. La ambigüedad moral en Lolita no se da respecto de la violación y el rapto. La ambigüedad consiste en poner en marcha un ejemplo hiperbólico (que sí tiene una única respuesta correcta) de la tensión abstracta entre lo inmoral y lo aceptable (que no siempre tiene una única respuesta correcta), para que nosotros nos torturemos pensando en ejemplos limítrofes de esa misma tensión. Nabokov nos dice que los dueños del pensamiento moral somos nosotros, no él. Lo primero que hace el arte himenóptero es incomodarnos al revelarnos esas tensiones y jorobas morales. Pero a la larga, o de forma indirecta, el arte nos termina sosegando porque de algún modo enigmático nos hace conscientes de eso que Shakespeare llamó, en Hamlet, los lunares de la libertad: los múltiples caminos y aberraciones que puede tomar el libre albedrío humano. Esto conlleva el descubrimiento de la responsabilidad. Y eso es algo terrible. Pero lo es menos que intentar sepultar esas tensiones morales, que es lo que, de un modo u otro, intentan hacer la favoletta o el arte abyecto. El arte imaginativo nos serena, pero, como dice Iris Murdoch, «lo hace por medios secretos y no reconocidos».1 La ambigüedad moral del arte, sin embargo, no equivale a la ambigüedad artística o estética en el sentido de las trampas visuales, los truquitos narrativos, los ardides 1.  Iris Murdoch, La salvación por las palabras, op. cit., p. 59.

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simbólicos, la imaginación postiza, que sirven, en algunas ocasiones, para camuflar clichés infames, confundir al lector o al espectador y afianzar visiones detestables. AMBIGÜEDAD

Según algunos estudios,1 un 62 % de las mujeres experimenta fantasías sobre algún tipo de encuentro sexual no consensuado al menos una vez en su vida. Con arreglo a esos estudios, puede decirse que la fantasía de la violación, entendida como ese único episodio, es más o menos común entre las mujeres (más infrecuente es la repetición de ese tipo de episodio fantasioso y muchísimo más infrecuente aún es la iteración del mismo). Según el artículo que reporta esos estudios, no es cierto que el hecho de imaginarse siendo violada implique –‌o sea consecuencia de– nada en la vida real. La fantasía ni tiene fuerza causal ni parece estar correlacionada de forma significativa, siempre según ese mismo artículo, con ningún trauma sexual. En síntesis: la fantasía de la violación es frecuente, no está precedida por ningún trauma y no es propiciatoria de encuentros sexuales no consentidos. Así, parece difícil sostener que hay algo reprochable en la fantasía de la violación. Lo contrario obedecería a algunos prejuicios y tabús, y si la queja viene de boca de un hombre, sería un perfecto ejemplo de prescriptivismo machista acerca de cómo debería ser la vida sexual de las mujeres. En la película Irreversible (2002), de Gaspar Noé, hay 1.  Mark Hay, «Fantasies of Forced Sex Are Common. Do They Enable Rape Culture?», Aeon, 3 de junio de 2019.

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una escena de una violación. Se trata de un fragmento de la trama que está desprovisto de toda elipsis. Monica Bellucci, la protagonista femenina, camina por un túnel y un hombre se le acerca por detrás y durante once minutos irreversibles e interminables la viola en el suelo. Es, a mi juicio, una escena gratuita e indecente. No hace falta ser perfeccionista para pensar lo que acabo de afirmar. La escena –‌y, en general, la película– no es capaz de relacionarse de ninguna forma interesante con las virtudes imperfectas. Al mismo tiempo, una idea revolotea en mi cabeza. ¿Y si la escena de Irreversible no fuera en realidad nada más que un ejemplo de arte imaginativo? Al fin y al cabo, una escena cinematográfica es una representación, y una representación, por su parte, es una forma concreta de imaginación. E imaginar es fabular. Y fabular es... No estoy llegando a ninguna parte de esta forma. He aquí la molesta intuición sintetizada: si la fantasía de la violación no parece ser inmoral, como mencioné en el párrafo inicial de esta sección, y si la escena de la violación en Irreversible no es nada más que una forma de imaginar una violación, parece que no hay nada inmoral en ella, ni siquiera desde el punto de vista imperfeccionista. Todo ocurre siempre en la mente de las personas, dominio impune. Esta suerte de argumento por analogía es la mejor manera de intentar defender que esa escena no es indecente. Al mismo tiempo, el argumento es una bazofia. En el film de Noé todo es más complicado y, a la vez, todo es extremadamente simplista. Lo complicado tiene que ver con una ambigüedad estética para cuyo desentrañamiento podríamos empezar formulándonos la siguiente pregunta: ¿es la escena en cuestión una representación de la violación o es una representación de la fantasía de la vio135

lación? Ciertamente, si es una representación de la fantasía de la violación, la escena no sería inmoral ni indecente. La analogía salvadora para Irreversible exigiría entonces ser refinada: ya no se trata de que tanto la fantasía que tienen alguna vez el 62 % de las mujeres como la escena de la película sean productos de la imaginación, sino de algo distinto, algo que demanda elevar el nivel de abstracción del análisis. Para igualar la fantasía de la violación, la escena tendría que representar no una violación sino la fantasía de una violación. En eso consistiría, en todo caso, la analogía salvadora. ¿Es la escena en el túnel una recreación de la fantasía de la violación? La propia narración de la película no sugiere que lo que se busca reproducir ahí sea la fantasía de la violación; no hay ningún guiño en el desarrollo de la trama, ninguna señal, en esa dirección. Tampoco los hay en contra. No obstante, en este punto creo que el silencio debe ser interpretado de forma negativa. No hay, por poner un ejemplo, otra escena en la película en la que se insinúe que la fantasía de la violación excita al personaje de Bellucci o que, aunque no la excite, su personaje sí tenga, de forma atormentada, esa fantasía. Irreversible no es una película que indague, ni siquiera de forma sutil, en la fantasía de la violación. Nada de ello impide que el personaje de Bellucci en la película pueda tener esa fantasía. Quizá Noé simplemente presupone que el público sabrá que el personaje de Bellucci está entre ese 62 % de mujeres que ha fantaseado una vez en su vida con la violación y no necesita explicitarlo. Creo, sin embargo, que esa no es la dialéctica de la película. No hay nada explícito ni implícito en el metraje, insisto, que nos invite a pensar que la sórdida escena en el túnel sea la representación de la fantasía de la violación. 136

Tal vez una comparación pueda ser aquí de ayuda. Pensemos en La pianista (2001), la película de Michael Haneke, basada en la novela de Elfriede Jelinek, en que también hay una violación, la que sufre el personaje interpretado por Isabelle Huppert a manos de su insoportable estudiante de piano. La pianista es una película laberíntica en cuanto a la psicología de los personajes. Pero es clara, nítida, en cuanto a las elecciones estéticas de Haneke: hay en ella diversas señales, o más que señales, diálogos explícitos, en que el personaje de Huppert manifiesta que fabula con la violación y, en general, expresa su preferencia por prácticas sadomasoquistas. Estas «pistas» en la trama hacen que la escena de la violación de La pianista sí pueda –‌o incluso deba– ser interpretada como la representación visual de la fantasía de la violación que tiene el principal personaje femenino de la película. En Irreversible están ausentes no ya diálogos explícitos que nos permitan conocer algo acerca de las eventuales fantasías sadomasoquistas de Bellucci, sino insinuaciones en la propia trama o acaso juegos simbólicos que nos permitan entrever que el personaje de Bellucci tiene en mente semejante fantasía. La violación de La pianista es una representación de la fantasía de la violación; la violación de Irreversible es la representación de una violación. Así que, de nuevo, ¿es reprochable la escena de Irreversible por indecente? Para explorar esta pregunta un poco más me sumergiré en la idea de ambigüedad estética. Los símbolos de la escena de la violación en Irreversible son confusos, parecen tirar en dos direcciones estéticamente distintas y posiblemente contradictorias. El escenario –‌el túnel, las pintadas del túnel, la porquería que se insinúa en el suelo, la luz parpadeante, la oscuridad– tiene aires grotescos y lúgubres. Uno siente grima si se fija ex137

clusivamente en esos elementos. Además, la ausencia de elipsis contribuye a dilatar el asco. Quizá lo más importante de la parte grotesca de la escena es el violador: es feo, contrahecho y –‌cumbre de la confusión con la que nos tortura Noé– gay, o por lo menos así nos lo había dado a entender la película hasta ese momento. Dado que el film está contado al revés, hay dos flechas del tiempo contrapuestas (y este rasgo formal es lo más –‌¿lo único?– interesante de la película): en la flecha del tiempo correspondiente al metraje, que cuenta la historia al revés, la violación sucede hacia el final; en la flecha que recorre cronológicamente la historia que el metraje cuenta, la violación sucede hacia el principio. El espectador persigue sensorialmente la primera flecha del tiempo, y es al ir tras ella como sabemos que, hasta ese momento, quien agrede a Bellucci es gay y violento. Nada más. De golpe, sabemos que es, en algún sentido, bisexual. Lo cual tiene algo de grotesco, y no me refiero, claro, al hecho de que sea bisexual (o al hecho de habernos hecho pensar que solo era gay), sino a la manera más bien rastrera que Noé elige para hacernos saber que ese hombre tiene inclinaciones bisexuales: una violación. No obstante, no todo es grotesco en esa escena. Al contrario. Está Monica Bellucci, una mujer hermosa, mediterránea, voluptuosa, representante de un canon de belleza femenino del sur de Europa fácilmente reconocible. Esta otra parte de la escena no es vulgar, al contrario. Y, además –‌o sobre todo–, está erotizada por un elemento ulterior: el vestido de Bellucci en la escena es casi transparente respecto de la piel y enteramente transparente en relación con las formas de su cuerpo. La combinación de estas dos partes, la grotesca y la erotizada, convierte la escena en algo ambiguo y confuso. 138

A mi juicio, esta complicación está puesta a disposición, si bien de forma camuflada (de ahí los elementos grotescos), de algo simple, muy simple: Noé quiere poner caliente a los hombres (y solo a los hombres). Irreversible, como dije, no representa una fantasía de la violación, algo que prende a un número significativo de mujeres alguna vez en su vida, sino una representación explícita de una violación, algo que excita a algunos hombres. En este sentido, la realista escena de la violación propicia que los hombres se exciten con una violación, dejando a un lado la fantasía de la violación. Esto puede deducirse de la ambigüedad estética misma. Si en esa escena se hubiese optado por no intentar poner caliente al hombre posiblemente se habría elegido no solo a un actor feo, sino también a una actriz fea. Con un actor grotesco y una actriz grotesca hubiese sido más difícil que el hombre espectador hubiese visto esa violación como una transgresión en la que él estaba siendo involucrado como cualquier otra cosa que no fuese un observador externo; habría visto esa escena como una transgresión sin más «interés» que el de lo puramente grotesco. Digo todo esto asumiendo, desde luego, que lo que por lo general pone caliente al hombre obedece a determinados cánones de eroticidad, y que, cambiando esos cánones (cuya recepción está filtrada por sofisticadas convenciones sociales), también podría poner caliente una escena de una violación en la que ambos protagonistas fueran grotescos (aunque posiblemente ya no los llamaríamos «grotescos»). Noé conoce tal circunstancia y apunta a la libido mainstream. La ambigüedad estética de la escena podría llevarnos a pensar que está apelando a alguna práctica kinky o marginal, alguna práctica que, con alguna imprecisión, podríamos llamar fetichista. Pero desmenuzada esa superficial complicación estética, Noé apela en 139

realidad a una libido convencional en el hombre heterosexual. Ese momento de Irreversible parte de lo aparentemente complicado –‌la ambigüedad estética de la escena– para camuflar un hecho simple y siniestro, a saber, la voluntad de poner caliente al hombre con una representación de la violación (y no, insisto una vez más, con una representación de la fantasía de la violación). Otra señal de que Noé pretende poner calientes a los hombres y solo a los hombres es el encuadramiento de la escena. El espectador tiene una visión global de Bellucci, que está acostada boca abajo, de manera que la voluptuosidad de las nalgas, el vértigo de la espalda y la curva de las caderas quedan a la vista. Además, el violador, que es fibroso y se mueve con agilidad, tapa la boca de Bellucci y tira de ella, forzándole la cabeza hacia atrás, de manera que el torso queda algo estirado y los senos se insinúan algo erguidos. Compárese esta escena con la de la violación en La pianista. El plano en esta última es mucho más cercano, no tenemos una visión global del cuerpo de Huppert: apenas se le ve un cuarto de cuerpo. Está acostada boca arriba, no hay voluptuosidad, no hay apenas piel a la vista, hay ropa monótona visible y movimientos torpes encima de ella por parte de su estudiante de piano. A Haneke parece interesarle retratar la violencia del momento, y sabe que no puede «distraer» al espectador con un ángulo mediante el cual los ojos de aquel conecten todos los estímulos típicamente libidinosos del acto sexual. Lo que más le interesa a Haneke de la violación es el semblante de Huppert: se enfoca en las docenas de minúsculos y casi imperceptibles matices del rostro de una mujer que había fantaseado con una violación y ahora está sufriendo una. Para Noé, en cambio, bajo una cuidada y ambigua puesta en escena, la violación es una suerte de ex140

cusa para insinuar los pechos, las caderas, los hombros o el valle curvilíneo entre la espalda y las nalgas de Bellucci. Noé no indaga apenas en la faz de Bellucci porque sobre todo filma su cuerpo. Y sobre todo filma su cuerpo porque solo le interesa su cuerpo. Haneke no busca poner calientes a los hombres con la escena de la violación (tampoco, creo, a las mujeres, lo cual no quita que algunas mujeres puedan prenderse con esa escena en la medida en que, como dije, es la representación de la fantasía de la violación de su protagonista).1 Noé, según creo, sí. ¿Y? ¿Qué tiene de malo? Algunos responderían con estas preguntas e insinuarían, tal vez, la siguiente: si no hay nada reprochable en que las mujeres se exciten imaginando una violación, tampoco tendría que haberlo en que los hombres se exciten viendo esa escena, ya que una escena cinematográfica no es nada más, en última instancia, que un conjunto de hechos imaginados y representados sincrónicamente por un montón de mentes a la vez, ¿no? En ambos casos, no ocurre nada en la realidad: todo es imaginación, no hay ningún daño. La simetría sugerida en el párrafo anterior no existe por una razón obvia: los hombres se ponen cachondos cuando se imaginan que son ellos quienes violan; las mujeres se excitan cuando imaginan que son ellas las violadas. Lo que hace que en general los hombres se pongan ca1.  No estoy aquí discutiendo, por cierto, si las mujeres se ponen calientes con la escena de Irreversible. No descarto que a algunas mujeres les produzca ese efecto. Yo estoy poniendo énfasis en a quién busca poner caliente la escena, no en a quién consigue de hecho poner caliente.

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chondos es estar en el lugar del verdugo; lo que hace que las mujeres se exciten es estar en el lugar de la víctima. O al menos esa es la psicología tras la que parece descansar Irreversible. La simetría consistiría, en todo caso, en que los hombres se calentaran fantaseando que son violados. Diría, so pena de equivocarme, que esto es muy infrecuente, al menos entre hombres heterosexuales (más aún si quien viola es otro hombre), lo cual vendría a sugerir, de nuevo, que Noé sabía bien a quién quería poner caliente. Aunque tal vez todo esto se me fue de las manos y estoy sobreinterpretando la película. A lo mejor todo era menos calculado y menos pensado, y Noé no buscaba imitar la fantasía de la violación o la violación en sí misma. Quizá solo quería incomodar y provocar al público sin saber muy bien cómo podría leerse esa escena. Irreversible sería entonces, al menos respecto de su contenido, una provocación sin rumbo concreto. Supongo, entonces, que Noé no censuraría que alguien hiciera la siguiente interpretación: la película en general y la escena en particular buscaría que los hombres alcanzaran, por vía de la representación visual casi explícita, venganza sobre las mujeres que los rechazaron. Los hombres obtendrían, por cipote interpuesto, una doble satisfacción que convergería en una única acción: la de la venganza por medio del sexo no consensuado y la del acto sexual en sí mismo. La escena sublimaría una violación y una venganza simbólicas. ¿Es un delirio esta lectura? Tal vez lo es. Pero si, en efecto, Noé nos estuviese diciendo que el público la puede interpretar como quiera porque él no pretende hacer ni decir nada concreto con esa escena, supongo que esa lectura puede hacerse. Noé sería inocente de todo porque, 142

siendo posible cualquier exégesis –‌dado que Noé nos entregaría el film como una tabula rasa–, ninguna podría atribuírsele a él. A mí, en cambio, no me parece que esa deliberada ambigüedad estética sea inocente, ni que esta película llegue a ojos del espectador como una tabula rasa. Yo más bien temo que la confusión estética encierra una trampa cuyo primer propósito es dejarnos en shock por la escena y así hacernos olvidar el hecho de que Irreversible no tiene ninguna complejidad psicológica o emotiva. Únicamente le interesa rastrear el recorrido invertido de la flecha de ese tiempo en que el esposo de Bellucci va a la búsqueda del violador. La sofisticación de la fotografía y el interesante juego de flechas del tiempo contrapuestas quedarían al servicio de unos personajes hirientemente vulgares y de una primitiva historia de macho-busca-tomarse-la-justiciapor-su-mano. UNA TENSIÓN DIÁFANA

L’ambigüitat de les formes és el crim perfecte: se’n recullen els beneficis i se n’eviten els càstigs.1 CURIEL JORDANA

El gran arte venera la ambigüedad moral y repudia los trucos de la ambigüedad estética. Entiendo esta última 1.  «La ambigüedad de las formas / es el crimen perfecto: / se recogen los beneficios / y se evitan sus castigos», Curiel Jordana, Fet i fet, op. cit.

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como ese molesto arte de poner una mota en el ojo del lector para que parpadee y quede así distraído en los momentos clave de la narración. La ambigüedad moral, en cambio, aspira a que el lector tenga siempre los ojos bien abiertos para poder captar lo que está en juego desde el punto de vista moral. La obra de Shakespeare está llena de ambigüedad moral, pero Sha­ke­ speare no usa artimañas narrativas ni trucos estéticos para confundir al lector. Busca imprimir la duda moral en el lector o en el espectador a través de una estética diáfana, sobria. El arte está obligado a dar forma a personajes siniestros y ello exige no plantar trampas narrativas, visuales o simbólicas que puedan confundirnos en la tarea de identificar la delicada tensión moral de la obra. Hacer visible una tensión moral requiere una estética coherente, tal vez porque la coherencia y la elegancia estéticas son las que mejor preparadas están para retratar la incoherencia moral. Se trata, en cierta manera, de la virtud que mencioné acerca de Nabokov en un capítulo anterior: Lolita reconstruye de forma coherente una mente incoherente; lo estético está coherentemente puesto al servicio de la exploración de lo moralmente incoherente. No hay martingalas artísticas o estéticas en Lolita, no hay trampa ni ardid: la justificación de la violación no está en la penumbra, no es algo que se insinúe o quede sugerido entre los pliegues de la narración o de las metáforas para, de este modo, disimular que el autor busca excusar o justificar la violación. Nabokov no juega con las coordenadas artísticas y no pretende confundir al lector, hasta el punto de que introduce esa suerte de prólogo ficticio a manos de John Ray para, a mi juicio, ser aún más contundente a la hora de dejar claro cuáles son los puntos de vista narrativos: es Humbert, y no él, quien intenta justificar la violación. 144

Nabokov solo pone en juego la ambigüedad moral en el sentido que manifesté en el capítulo anterior: ilumina, por vía negativa, nuestras jorobas morales, contiene una tensión entre lo inmoral y lo aceptable y nos obliga a meditar sobre el amor precisamente porque el amor está ausente en Lolita. Una cuestión distinta es que su entramado estético sea exigente para el lector (como también lo es el de Iris Murdoch o el de Nick Cave). Pero la dificultad de aquel no lo convierte en ambiguo: las cosas pueden ser difíciles y diáfanas del mismo modo que pueden ser simplistas y opacas. A Nabokov le interesa provocar la duda moral en el lector, pero no acerca del secuestro y violación de una niña, sino acerca de la moralidad y aceptabilidad de sus decisiones y acciones (de las del lector, quiero decir). Y sabe que, para lograr esto, debe despejar la duda estética. A Noé, en cambio, le interesa poner en marcha la ambivalencia y provocar así en el espectador la duda estética; y, con esa vacilación inducida por el bombardeo cruzado entre propiedades bellas y grotescas, cuela por las ranuras de la comprensión del espectador algo repugnante: la idea de que una violación puede ser a la vez grotesca y bella. La diferencia entre el arte himenóptero y el arte infame vendría a ser la misma que media entre la narración de personajes abyectos y la narración abyecta de personajes.

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5. IRIS MURDOCH O EL ELOGIO DE LO ARTIFICIAL

EL MAR, EL MAR

Un hombre cínico y desencantado, a punto de entrar en el tercer acto de su vida, abandona Londres, donde vivía como dramaturgo exitoso, y se retira en un pequeño pueblo de mar, cuyo nombre quedará incógnito para el lector. Quiere escribir sus memorias. Se llama Charles Arrowby y su creadora, Iris Murdoch, lo convierte en un hombre cruel, fantasioso y, a la vez, dotado de una sensibilidad peculiar. Se trata de El mar, el mar, una maravilla considerada por muchos, con razón, como la cumbre de su obra novelística. En su retiro, Arrowby, además de hacer bellísimas descripciones del mar, recibe visitas de examantes, de amigos y de un familiar, su primo James. Maltrata a todos y todos admiran y adoran a Charles, el gran dramaturgo. Aunque no todos los visitantes sienten el mismo tipo de hechizo. Se pueden tal vez tejer dos tipos de adoración hacia una persona como Charles, un dramaturgo de éxito, inteligente, creativo. Se puede sentir adoración por Charles 147

cuando uno ve en él lo que uno querría ser. En este caso, la admiración no es en realidad admiración por otro, sino por uno mismo, un «yo» imaginado al que aspiramos, un modelo idealizado de uno mismo. Vemos en Charles un espejo de poderes demiúrgicos, no a otra persona; nos imaginamos como él, pero él, en sí mismo, no nos interesa, lo que adoramos es lo que consiguió en su vida. Naturalmente, este tipo de adoración rara vez nos es revelada, y cuando, en un infrecuente golpe de lucidez, la reconocemos, siempre es ex post facto, es decir, cuando la tormenta de vida que propicia la adoración por alguien, así como la adoración misma, ya amainó. El otro tipo de admiración hacia alguien como Charles lo experimenta quien no está conmovido por sus logros profesionales, quien no ve en Charles un «yo» al que aspirar. Lo que se admira y adora en este caso es la palanca intrínseca que permite ese éxito creativo y profesional: la sensibilidad, la melancolía, la inteligencia, la temeridad. No nos cautiva lo que consiguió en su vida; nos conmueve su presencia en el mundo, su propia vida y a veces también lo que no pudo conseguir en su vida. De las visitas que recibe en la espartana casa que elige para retirarse frente al mar, todas parecen sentir el primer tipo de adoración por Charles. En ninguna de ellas se adivina interés por las cualidades intrínsecas y menos aún compasión por sus fracasos y defectos. También es cierto que estos defectos y fracasos solo están a la vista para quienes, como el lector, tienen acceso a los soliloquios íntimos de Charles. Tal vez por eso todos lo idolatran, porque lo que queda al descubierto, o al menos lo más superficial, es un espejo mágico que resalta lo bueno y esconde en las sombras lo no tan bueno. Pero hay una excepción: su primo James. Él es el úni148

co de todos sus visitantes que ve a Charles en toda su complejidad, en su riqueza y en su miseria. No será una coincidencia que, a medida que avanza la novela, juegue un papel clave. Aunque en realidad –‌tal vez más aún en una ficción como El mar, el mar, cuyo oleaje moral lo llena todo de pliegues– es difícil discernir entre los dos tipos de admiración. Y tal vez no importe tanto porque, al menos en un principio, la crueldad de Arrowby se reparte de forma equitativa: maltrata tanto a los que en él ven un espejo como a quienes –‌como James– en él solo lo ven a él. Esa egocéntrica máquina de cinismo y de crueldad que es Charles Arrowby parece tronar cuando descubre que en el mismo pueblo elegido para retirarse vive Hartley, su primer amor. Ese amor fue correspondido de manera muy tímida y ella finalmente huyó de él y su existencia se evaporó. Ese reencuentro con el pasado atenúa en Charles el cinismo y despierta las palabras más tiernas y los sentimientos más generosos. O al menos de eso nos quiere convencer (y también a sí mismo) Arrowby. Hartley vive un matrimonio tormentoso, y Arrowby quiere salvarla intentando que vuelva con él, que huyan juntos a Londres, o a donde haga falta, y así poner fin a esa larguísima pausa temporal y espacial de un amor que empezó en la adolescencia de ambos. Arrowby se persuade de que también Hartley desea eso y no le importa que en ese momento ella sea incapaz de verlo. Arrowby será paciente. Pero vencerá y así resucitará un pasado que no existe. Esta es la fantasía que alimenta El mar, el mar. Pero cuando una persona ególatra como Charles Arrowby intenta salvar a otra persona, en realidad busca salvarse a sí misma. Hartley es un puro medio para revivir 149

el pasado y la juventud del propio Charles, que termina secuestrando a Hartley y encerrándola en una habitación con llave hasta que entre literalmente en razón y abandone a un esposo que en alguna ocasión había incluso llegado a pegarle. La fantasía que Charles crea para salvarse de su senectud, en un intento desesperado y destinado al abismo, es tan cruel como su realidad, porque su realidad, mezquina, cínica y autorreferencial, envenena su capacidad de imaginación. El mar, el mar es una esmeralda que nos revela la doble naturaleza de la imaginación: la que se convierte en fantasía y delirio (como la de Arrowby) y la que se convierte en arte (como la de Murdoch). LO ARTIFICIAL

El mar, el mar –‌y en general la obra novelística de Murdoch– es una tragedia mecida por Shakespeare, algo que Murdoch no tiene ningún problema en reconocer por boca del narrador Arrowby: El teatro tiene que crear un momento presente, artificial y cautivador y encarcelar al espectador en él. El teatro imita la profunda verdad según la cual somos seres duraderos que, sin embargo, solo podemos existir en el presente. [...] Así, la vida es cómica, pero, aunque pueda ser terrible, no es trágica: la tragedia pertenece a lo engañoso del escenario. Evidentemente, la mayor parte del teatro es pura decadencia efímera; y solo las obras de los grandes poetas pueden leerse como algo más que notas del director. Digo «grandes poetas», pero supongo que de hecho me refiero a Shakespeare.

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Aunque Murdoch –‌o Arrowby– se refiera al teatro, lo cierto es que lo que dice se aplica a las artes narrativas en general (lo que no quita que sea el teatro el que menos se preocupa por disimular, por así decir, su puesta en escena artificial). El mar, el mar crea un mundo artificial, y no solo porque no narra hechos reales, sino porque el desarrollo de la historia es, en sí mismo, artificioso, adulterado, inverosímil. En El mar, el mar las coincidencias son múltiples: el azar de que el pueblo en el que Charles decide retirarse sea el pueblo donde vive Hartley, su primer amor, y, a la vez, que ese pueblo se encuentre en la región en que Clement, su difunto segundo amor (y tal vez el amor, contra lo que el propio Charles cree, de su vida), creció; o lo poco creíble que resulta que el primo de Charles, el enigmático y místico James, sepa quién es el esposo de Hartley, Ben, porque este último protagonizó un extraño y atroz episodio como soldado en la Segunda Guerra Mundial del que James tuvo conocimiento de primera mano en su condición de mando militar. Hay también otras coincidencias menos relevantes y algunos episodios en la trama tan bellos como improbables. Todos estos accidentes hacen que la trama sea desbocadamente artificiosa. Pero no importa. O, mejor dicho, sí importa, y mucho. Murdoch no busca que la novela imite la vida en su capa más visible, sino en su capa más profunda, de ahí el comentario de Arrowby: la vida puede ser terrible, pero no trágica, porque las tragedias únicamente ocurren en la ficción.1 Esta artificiosi1.  Lo cual hace que cuando en la vida real decimos que tal o cual cosa es una tragedia estemos hablando metafóricamente, en caso de que conozcamos lo que señala Murdoch, o de forma impropia en caso de que no conozcamos lo que ella señala.

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dad revela la naturaleza última de El mar, el mar: no es tanto una sucesión de hechos que conforman una narración como una telaraña de episodios morales. Con ello no quiero dar a entender que Murdoch se despreocupara de la trama (o incluso que no fuera una buena narradora). Por más tendencia que sus personajes tengan a la digresión filosófica o al pensamiento literario, es una gran novelista, una narradora excelsa. Digamos, para ser más precisos, que Murdoch acorrala los hechos de la historia para que las mentes, aunque también los hígados, de los personajes brillen o palidezcan. Murdoch arma la trama para que, como un submarino constreñido a buscar la superficie por una fuga de agua, afloren en alta mar las lagunas morales de sus personajes. Esto permite a Murdoch mostrar que hay determinados ángulos de la moral a los que no se accede experimentándolos, sino imaginándolos. Más tarde volveré sobre la conexión entre imaginación y moral en Murdoch, pero ahora me interesa remarcar la conexión con Shakespeare. En una frase de una entrevista a Murdoch que cité hace unas páginas, ella dice que «one piece of imagination leads to another», y uno tiene la impresión de que hay bastante arbitrariedad en esos brincos de la imaginación de Murdoch, como también la había en la imaginación de Shakespeare. Esa arbitrariedad contribuye, como afirmé hace un rato, a hacer más artificial aún El mar, el mar, como también hacía más artificial las tragedias shakespearianas. Su enrevesado universo es el resultado de un montón de espasmos azarosos, y ello hace que lo que Murdoch nos está contando se parezca más a la vida del universo y, simultáneamente, menos a nuestra vida. Se parece cada vez más a la vida del universo porque, como me dijo mi 152

amigo Elías Okón Gurvich, el universo se va expandiendo sin que tengamos ningún control sobre él, sin que podamos poner coto a la arbitrariedad con la que se mueven las fuerzas de la física. El mar, el mar, como las tragedias shakespearianas, imita la vida del universo porque nada desvela el misterio de qué causa qué: ¿qué motiva en el fondo, más allá de lo que él alega, a Yago en Otelo? ¿De dónde proviene la crueldad de Charles Arrowby con los que lo quieren y lo admiran? ¿Qué sentido tienen las coincidencias anteriormente mencionadas? ¿Qué explica que, ahogado en sus fracasos personales, Charles Arrowby sea una persona detestable pero no un resentido? Lo artificial es fruto del arbitrio, por eso las tragedias imitan como nada más lo hace la vida del universo. Pero, a la vez, las tragedias no imitan nuestra vida porque buscan representar otras vidas. Es la alteridad lo que está en juego en las tragedias y lo que también cultivan otros artistas himenópteros como Nabokov o Cave. Y es esa voluntad de explorar la alteridad donde la imaginación y la moral conectan. En el estupendo volumen La salvación por las pa­la­bras,1 que recoge algunos artículos filosóficos de Murdoch, hay una defensa de las virtudes de la tragedia justamente en la dirección de la alteridad. Tras argumentar contra Kant y Tolstói –‌a mi juicio de manera certera–, Murdoch afirma: «El arte y la moral son [...] una y la misma cosa. Su esencia es la misma.» Y transcribo a continuación un pasaje en que indaga en qué consistiría esa esencia: La esencia de ambos es el amor. El amor es la percepción de lo individual. El amor es caer en la cuenta, 1.  Iris Murdoch, La salvación por las palabras, op. cit.

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no sin dificultad, de que algo ajeno a uno mismo es real. El amor, y también el arte y la moral, es el descubrimiento de la realidad. Lo que nos sorprende y nos lleva a caer en la cuenta de nuestro destino suprasensible no es, como Kant se imaginaba, la indeterminación formal de la naturaleza, sino lo inefable de su particularidad; y lo más particular e individual de todas las cosas naturales es la mente humana. Ese es, de paso, el motivo de que la tragedia sea el arte más elevado: porque es el que tiene que ver sobremanera con lo más individual. He aquí el recto sentido de ese regocijo de la libertad que atañe al arte y que tiene en la moral su equivalente, aunque sea más raro hallarlo aquí. Es la percepción de algo más, algo particular, de su existencia fuera de nosotros.

Antes de seguir adelante, quiero señalar que, en este contexto, hay que entender «individual» en contraposición al kantiano «universal», no a «colectivo» o «grupal». También Tolstói señala –‌y en esto parece coincidir con Kant– que todo arte grande es arte universal, arte que todo el mundo es capaz de entender. Murdoch, con mucha elegancia, rechaza el criterio universalista y cree que el arte se apoya en lo individual: hay un arte grande que no todo el mundo puede comprender. Esta afirmación no tiene nada de elitista. Murdoch, si no me equivoco, se refiere a aquellas ocasiones en que en una obra hay un salto cultural que puede llegar a convertirse en un obstáculo, a veces insalvable, a la hora de comprenderla; pienso, por ejemplo, en el significado del fandango del son jarocho para mí o en el martinete (el más épico de los palos del flamenco) para, yo qué sé, un australiano. Esto no tiene por qué ocurrir necesariamente, y el vacío cultural puede ser salvado por algún mágico vericueto, como por ejemplo 154

ocurre con la extraña conexión que tiene Van Morrison, alguien nacido en Belfast en los años cuarenta, con el blues y la música negra del sur de Estados Unidos. Pero ese salto cultural sí puede ser una de las ocasiones en que el arte grande no tiene por qué ser universalmente comprendido. Otra de esas ocasiones puede darse aunque no medie un salto cultural. Yo estoy lejos de estar seguro de comprender todas las tragedias de Shakespeare, muchos textos de Beckett, y estoy seguro de no haber entendido nada de los Canti de Pound o de la mitad (siendo optimista) de los poemas de Eugenio Montale. Con arreglo al criterio tolstoiano, mi sola falta de comprensión expulsaría a todos ellos del reino del arte grande. Y esto no parece una idea muy interesante: si no valgo como ejemplo de nada, tampoco valgo como contraejemplo de algo. LOS PELIGROS DE LO ARTIFICIAL

Crear mundos artificiales puede tener una cara negativa. Murdoch distingue, enemistándolas, «fantasía» e «imaginación»: La fantasía, la enemiga del arte, es la enemiga de la verdadera imaginación; y el amor es un ejercicio de la imaginación.

Murdoch parece creer que hay una imaginación que es espuria, a la que denomina «fantasía». Y luego está la verdadera imaginación, a la que ella llama, simplemente, «imaginación». Tanto la fantasía como la imaginación crean mundos artificiales, la diferencia radica, a ojos de 155

Murdoch, en que solo la imaginación crea mundos artificiales artísticos, porque, como el amor, imaginar es descubrir al otro. Para Murdoch, «realidad» y «alteridad» parecen términos casi intercambiables. La fantasía, en cambio, no busca descubrir al otro, sino preconcebirlo, construirlo para nuestros propósitos e intereses: «Se nos puede pasar por alto el individuo [el otro particular] porque estemos encerrados a cal y canto en un mundo de fantasía que nos hemos fabricado nosotros mismos y al que intentamos llevar cosas de afuera, sin comprender del todo su realidad e independencia, por lo que pasan a ser nuestros propios y soñados objetos.» El mundo artificial en que habita Lolita es una fantasía de Humbert; el mundo artificial en que habita Humbert es fruto de la imaginación de Nabokov. El mundo artificial en que habitan los clientes del O’Malley’s, acribillados en «O’Malley’s Bar», es una fantasía del homicida del cual nunca llegamos a saber el nombre; el mundo artificial en que habita ese homicida es el producto de la imaginación de Nick Cave. La generosidad que tiene Nabokov hacia Humbert o la que tiene Cave hacia el homicida del O’Malley’s al imaginarlos es aquello de lo que carecen Humbert y el homicida en relación con sus víctimas; para Humbert y para el homicida del O’Malley’s Bar, las víctimas no son nada más que objetos funcionales para su fantasía. Antes de regresar a El mar, el mar, quiero matizar algo que afirmé en un capítulo anterior. Dije que Nabokov hacía más interesantes a sus personajes porque les concedía la posibilidad de la imaginación. Esto los convertía en personajes cóncavos, vívidos, con cierta libertad y vida propia. Ha llegado el momento de matizar esta idea sirviéndome de la distinción de Iris Murdoch entre fantasía e imaginación. Humbert haría, por así decir, un mal uso de 156

la imaginación o, si lo prefieren, explotaría la imaginación espuria; él no imaginaría, él fantasearía. Una prueba irrefutable –‌es un decir: ¡esto es un ensayo!– es que él niega a Lolita lo que Nabokov le concede a él: la imaginación. Una marca del amor, para usar la expresión de Murdoch, es el descubrimiento de la alteridad. Pero Humbert construye un mundo artificial enclaustrando en él a Lolita, esto es, llevando como diría Murdoch «cosas de afuera, sin comprender del todo su realidad e independencia, por lo que pasan a ser nuestros propios y soñados objetos». En el mundo artificial de Humbert, Lolita no es un personaje cóncavo o vívido, un personaje con cierta libertad y vida propia, y no lo es porque ese viudo europeo de raza blanca no otorga la capacidad de la imaginación a su nínfula. Por todo ello, Lolita es y no es una historia de amor. Lolita es la historia del amor que expresa Nabokov al imaginarse a Humbert. Y, al mismo tiempo, Lolita no es una historia de amor, sino de cruel abuso, el que muestra Humbert al convertir a Lolita en un mero peón en su calamitosa fantasía. Pero si hay una obra de arte, de entre las que he venido manoseando aquí, donde se manifiesta de forma explícita la diferencia entre «fantasía» e «imaginación», esa obra es El mar, el mar (1978). Y digo «de forma explícita» porque los personajes de Murdoch tienden, como ya mencioné, a la digresión, a la mirada introspectiva, desdoblándose así (un poco a la manera de la novela filosófica o de ideas) en narrador y metanarrador que va comentando la historia y, con ello, va convirtiéndose en parte de la historia. Los personajes, al menos los principales, van llevando a cabo acciones y, simultáneamente, escudriñándolas psicológica y filosóficamente. Así, en una conversación con Lizzie, una amiga (y pretendiente), Charles sostiene: 157

–Ella [Hartley] volverá conmigo, tiene que venir. Siempre ha estado conmigo y está empezando a entenderlo. Tengo una sensación muy extraña de que haberme retirado, haber venido aquí, fue una especie de renuncia al mundo, hecha por ella. Hace mucho tiempo que le consagré el significado de mi vida, le entregué mi vida y ella la sigue teniendo. Incluso si no sabe que la tiene, la tiene. –Lo mismo que incluso si es fea es hermosa y que incluso si no te ama, te ama... –Pero es que es así... –Charles, o todo esto es muy sutil y muy noble, o tú estás loco.1

El primer pasaje del diálogo citado aquí contiene dos de los rasgos más comunes de la fantasía. Aparentemente todo encaja: los hechos de una vida, o por lo menos de un acto de la vida, por fin cobran un significado unívoco, cristalino («Siempre ha estado conmigo», «fue una especie de renuncia al mundo, hecha por ella», «ella la sigue teniendo [mi vida]»). Y, además, las personas que forman parte de esa fantasía –‌y que normalmente se muestran reacias a formar parte de la traducción a la realidad de esa fantasía– se equivocan, no consiguen identificar lo que de veras quieren porque tienen deseos equivocados («está empezando a entenderlo», «incluso si no sabe que la tiene, la tiene [la vida de Charles]»). En otro diálogo con su primo James, este sugiere que Hartley puede ser, para Charles, como el fantasma de Helena de Troya para los héroes de Troya. A lo cual –‌tercer 1.  Iris Murdoch, El mar, el mar, Lumen, Barcelona, 2019; traducción de Marta Guastavino, p. 530.

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rasgo de la fantasía– Charles responde ofendido negando que por su cabeza esté circulando una fantasía: –¿Te parece que yo estoy luchando por un fantasma de Helena? –Sí. –Para mí, ella es real. Más real que tú. ¿Cómo puedes insultar a una desdichada que sufre diciendo que es un fantasma? –Yo no digo que ella sea un fantasma. Es real, como lo son las criaturas humanas, pero la realidad que tiene está en otra parte. No coincide con la imagen de tu sueño. Tú no fuiste capaz de transformarla. Debes admitir que lo intentaste y fracasaste (p. 517).

Por supuesto, Hartley, la Hartley que habita en la mente de Charles, es un fantasma. Quien en cambio no es un fantasma, a pesar de que, por su propia naturaleza de personaje artístico es inmune a ser transformado en realidad, es Charles. Charles habita en la imaginación de Murdoch y en la de los lectores de El mar, el mar. Murdoch profesa por el cruel protagonista de su novela el amor que él es incapaz de profesar por Hartley. Esta es la diferencia entre imaginación y fantasía condensada en un mismo libro y deliciosamente amontonada en las mismas palabras: por ejemplo, cuando Charles pregunta «¿Te parece que yo estoy luchando por un fantasma de Helena?», esta frase simboliza tanto la fantasía de Charles (porque Hartley sí es como el fantasma de Helena) como la imaginación de Murdoch (porque la abyecta y urgente fantasía de Charles es la miel de un espasmo de Murdoch). Esta promiscuidad entre narración y metanarración, entre fantasía e imaginación, converge en una idea: 159

Iris Murdoch podía imaginarse siendo otro, incluso un «otro» impío, abusador y fantasioso, un «otro» que, sin ser especialmente sañudo o estar desprovisto de sensibilidad, puede torturar a quien él considera su amor. Iris Murdoch era capaz de amar a quien era incapaz de amar. Al igual que las Murder Ballads de Nick Cave, o la Lolita de Nabokov, El mar, el mar es y al mismo tiempo no es una historia de amor. IRIS MURDOCH CONTRA LO ARMÓNICO

Nada de lo anterior debería hacernos pensar que siempre es posible, o incluso fácil, distinguir entre fantasía e imaginación. Quizá no es posible saber con seguridad qué debe ser interpretado de forma literal y qué de forma figurada y, con ello, a lo mejor nunca es posible saber con garantías si el mundo artificial que nuestra mente genera es un exabrupto fantasioso o una muestra de amor imaginativo. Quizá estamos fatalmente indefensos ante la espuria miel de un espasmo, quizá no hay escudo que nos proteja de nuestras propias fantasías. Esa doble naturaleza de lo artificial se ve reflejada en la disyuntiva con la que Lizzie busca explicarse, en el pasaje anteriormente citado, el comportamiento y los pensamientos de Charles: o está siendo sutil y noble, o se está comportando como un loco. La imaginación es sutil y noble. La fantasía es una forma de enajenación. Como dije páginas atrás, lo opuesto a la realidad no es la imaginación sino la fantasía, el delirio, la psicosis, la paranoia. Pero, de nuevo, ¿cómo sabemos que el artefacto mental que se alza ante nosotros, si somos lectores, o el que crece dentro de nosotros, si somos escritores o cotidianos 160

creadores de mundos artificiales, es un delirio y no la miel de un espasmo? Diferenciar entre irrealidad e imaginación puede ser un tormento del que tal vez no se salga indemne y seguramente no hay respuestas taxativas al respecto. Pero hay algo que nos puede hacer sospechar que estamos construyendo en nuestra cabeza una calamidad. Cuando en una representación mental todo encaja demasiado bien, cuando todo se ordena sin apenas ruido, cuando todo cobra un significado sin aristas y se desliza con placidez por el tobogán al final del cual están los brazos de Irene, la diosa griega portadora de paz y armonía, tal vez llegó el momento de mirar con desconfianza a ese mundo que nos estamos representando. La creación artificial armónica y perfecta es sospechosa. Ante esa sospecha, conviene tratar y maltratar a ese mundo como una fantasía. Deberíamos autorizarnos otra sospecha similar cuando ese mundo que creamos nos da la razón. Es decir, cuando tras construir y viajar por ese artefacto mental nos sintamos cargados de razones hay motivos para estar alerta. Las fantasías siempre nos dan la razón. No hay ninguna fantasía que nos haga dudar o que impugne lo que deseamos. La fantasía nos entrega bien envuelto el regalo envenenado de la convicción. Recuérdese el pecio de Ferlosio: Es un error pensar que hacen falta muy malos sentimientos para aceptar o perpetrar los hechos más sañudos; basta el convencimiento de tener razón. Aún más, acaso nunca el sentimiento haya sabido ser tan inhumano como puede llegar a serlo la convicción.

En la medida en que las fantasías nos cargan de razón y que estar cargado de razón es suficiente, sin que me161

die el concurso de sentimientos muy malos, para llevar a cabo los actos más sañudos, tiene sentido constatar que a la calamidad suele precederle la fantasía. Charles Arrowby no alberga muy malos sentimientos. Es algo cínico, más bien egoísta, pero está lejos de encarnar una maldad siniestra o tenebrosa. De hecho, alberga cierta sensibilidad y apertura de mente. Y, sin embargo, su fantasía lo empuja al convencimiento de que tiene razón, de que Hartley está deseando, tras más de cuarenta años, proseguir con su historia de amor. Y de ahí, de ese convencimiento, de esa fantasía, pasa a la calamidad, a la reclusión de Hartley hasta que ella –‌como dice el propio Charles–  entre en razón, y todo encaje, todo cobre sentido, todo sea armónico. Y nada parece calcar mejor la armonía que la ausencia de alteridad, ningún mundo aparenta ser tan perfecto como aquel que solo yo habito. Materializar la fantasía es eliminar al otro o, en el caso de Arrowby, aniquilar la voluntad y la autonomía del otro, Hartley, lo que en realidad es tanto como borrarlo. La imaginación, en cambio, involucra una libertad trágica. En palabras de Murdoch, «es trágica porque no hay armonía prefabricada, y los otros son, hasta un extremo que nunca deja de sorprendernos, distintos a nosotros». La imaginación desordena, porque el encuentro con el otro produce roces, incomodidad, tensión, conflicto. La imaginación hace saltar por los aires la alucinógena perfección de la soledad. Imaginar es provocar que el «yo» haga implosión. Por eso mismo la imaginación es noble y sutil, porque es generosa y compasiva con el otro, con lo diferente, con lo opuesto. La fantasía es armónica y perfecta, la imaginación es conflictiva e imperfecta. Sirviéndome de una bella idea filosófica de Elizabeth 162

Anscombe,1 la diferencia entre imaginación y fantasía vendría a consistir en que en el caso de la primera buscamos que nuestras representaciones mentales encajen con el mundo, mientras que en la segunda buscamos que el mundo encaje con nuestras representaciones mentales. La imaginación buscaría conocer –‌con transfiguraciones y circunvalaciones– el mundo, y la fantasía nos empujaría a alterar el mundo para que este pase a ser tal y como nosotros nos lo representamos. La imaginación sería entonces una manera de descubrir el mundo, de descubrir –‌como dice Murdoch– al otro. En la fantasía, en cambio, solo nos importaría el mundo –‌el otro– en la medida en que este llegue a ser tal y como en nuestra mente nos gustaría que fuera. En la fantasía hay desinterés por cómo es el mundo y lo único que reina es un yo inmenso, abarcador, insoportable, imperial. En la imaginación el yo está disminuido porque su anhelo es rozar al otro. Charles Arrowby, por vía del poder persuasivo de las palabras de su primo James, termina comprendiendo en parte la atrofia de su imaginación. Primero, dirige una carta a Ben, el esposo de Hartley, en la que le dice: «Me encontré en un estado de delirio y les causé, a usted y a su esposa, muchas angustias inútiles, algo que lamento. Mi motivación no fue la de la maldad, sino los dictámenes de un antiguo afecto romántico que, ahora lo veo claramente, no tiene nada que ver con lo que ahora hay.» En el momento de escribir esa carta, Charles está insatisfecho y todavía se resiste a abandonar su fantasía, todavía se rebela contra la posibilidad de no tener razón. Pero asoma ya la 1.  Elizabeth Anscombe, Intention, Harvard University Press, 1957, p. 56 (Intención, Paidós, Barcelona, 1991; traducción de Ana Isabel Stellino).

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conciencia de que no había maldad en su comportamiento, solo –‌¡solo!– fantasía. Y es hacia el final de la novela cuando Charles entiende algo más acerca de cuán espuria fue su capacidad de imaginar: «¡Qué fantasioso no he sido yo mismo! Era yo [y no Hartley, a la que había acusado de fantasiosa] el soñador, el mago» (p. 728). Y lo que aprende Charles cuando abandona su fantasía es de una belleza disonante. Entiende que por un par de momentos, fugaces en la novela y rápidamente ahogados por las circunstancias y por el terror, Hartley, al reconocer a Charles vagando por las calles de su pueblo, se imaginó cómo podía ser Charles. Hartley se interesó, miedosa, cauta, pero al fin y al cabo se interesó por una brevísima fracción de tiempo, por otro: Charles. En ese tiempo en que Hartley se imaginó a Charles, lo amó; del mismo modo, en el tiempo que dura la novela, que Murdoch ama a Charles. Por una minúscula segregación del tiempo, Hartley y Charles habrían podido salvarse mutuamente. El fracaso se debe a múltiples razones. Entre ellas, y no es de las más obvias, figura la calamidad que Charles lleva a cabo. Pero no importa demasiado. Las historias de amor que fracasan no dejan de ser historias de amor. Tal vez la serenidad con la que uno convive con ellas es el único tipo de armonía, distinta a la prefabricada, a la que podemos aspirar.

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6. PERIODISMO E IMAGINACIÓN Se pone desesperado con la imaginación. HORACIO

en Hamlet, I, IV

Carlotta Cosials: «¿Cuántos años tienes?» Cecilio G: «Veintitrés.» Carlotta Cosials: «Ah, vale. Eso explica muchas cosas.» Cecilio G: «Sí, que tengo veintitrés.» CECILIO G

Fragmento de la entrevista de a CARLOTTA COSIALS (2018)

EL CASO RICO

Los hechos, si fa no fa, fueron los siguientes. El 11 de enero de 2011, el filólogo Francisco Rico publicó una tribuna de opinión en el diario El País titulada «Teoría y realidad de la ley contra el fumador». Se trataba de una crítica dirigida a la llamada ley antitabaco promulgada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que Rico calificaba como «un golpe bajo a la libertad, una muestra de estolidez y una vileza». Y, a continuación, desgranaba los argumentos que trataban de impugnar las medidas legislativas que, a juicio de Rico, eran demasiado restrictivas para los fumadores. Al final de su tribuna, había un brevísimo post scriptum: P. S. En mi vida he fumado un solo cigarrillo.

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Francisco Rico es un académico de la lengua conocido y reconocido. Y, además, es un fumador empedernido, algo que no todo el mundo sabe –‌yo, sin ir más lejos, no tenía ni idea– pero que, dada su condición de figura pública y la existencia de múltiples entrevistas en que se destaca lo mucho que fuma, es un rasgo imposible de ocultar. Diría más: me parece imposible que Rico pensara que pudiera ocultar su condición de fumador, con lo cual el caso contiene, solo con esta circunstancia, una lección fecunda: quien no dice la verdad no necesariamente pretende esconder algo. Sea como sea, el post scriptum no describía la condición de no fumador de quien lo había escrito porque Rico es una chimenea. Y se armó un pequeño escándalo. Algunos lectores se quejaron y la entonces defensora del lector del diario, Milagros Pérez Oliva, abordó la cuestión:1 [E]n la crispada controversia que suele acompañar las medidas antitabaco, puede entenderse como un refuerzo argumental el hecho de que quien opina esté libre de conflicto de interés, es decir, que no tenga vínculos con la industria tabaquera o que no sea fumador. La condición de «no fumador» daría mayor legitimidad al profesor Rico en su defensa de la libertad de los fumadores. En este sentido interpretaron los lectores la frase final, y en ese sentido la interpreto yo también.

Pérez Oliva pregunta a Rico por el asunto. Y reproduce la respuesta de Rico: 1.  El País, 16 de enero de 2011.

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Amén de darle al conjunto una nota de color, el post scriptum quiere decir varias de las cosas que literalmente dice, y sobre todo otra no literal, pero obvia: que «je est un autre» (Rimbaud), la escritura no es la autobiografía y «la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero» (A. Machado). El P. S. me ha producido la triste satisfacción de comprobar lo que yo diagnosticaba: que la ley es una escuela de malsines. Porque casi todos los que se pronuncian contra mi artículo lo hacen buscando hurgar en mi vida y costumbres, espiando a mis amigos y buscando antecedentes incriminatorios. En mis argumentos apenas se entra.

La respuesta de Rico es algo críptica. La interpreto en el siguiente sentido: lo que Rico afirma es que quien escribe el ar­tícu­lo no es el Rico en sentido biológico, sino uno distinto, otro Rico, uno imaginado. De ahí que pueda permitirse la licencia literaria contenida en el P. S. Esto, para Pérez Oliva, plantea problemas: Pero si este nuevo género narrativo presenta problemas en la literatura, su aplicación en periodismo puede tener efectos catastróficos. Un artículo de opinión no es una pieza literaria con elementos de ficción, y menos un texto tan político como el del profesor Rico. De modo que lo que en principio parecía un simple error o un problema de expresión, se ha convertido en algo más importante: un asunto de verdad o mentira. Porque al final, lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad. Si el autor de un artículo de opinión puede permitirse faltar a la verdad haciéndose pasar por lo que no es y utilizar esa ficción-mentira como argumento de autoridad,

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¿qué crédito podemos dar a la verdad que pretende defender?

No obstante, Rico no da ningún argumento de autoridad contra la ley antitabaco porque Rico no es ninguna autoridad: ¡es solo un no fumador! Los no fumadores, qua no fumadores, no son ninguna autoridad respecto de los efectos nocivos del tabaco (o respecto de las medidas legislativas a adoptar). Pero ¿y si en realidad se tratara de un tipo de autoridad distinta? ¿Y si la autoridad a la que hace referencia Pérez Oliva fuera una autoridad moral? Entiendo –‌y no creo que esté por decir nada singularmente exótico– que alguien es una autoridad moral o bien porque tiene una trayectoria intachable y ejemplar a un nivel relevante en la esfera pública o bien porque toma la bandera de un ideal moral que asumimos –‌aunque sea ahora únicamente por hipótesis– como un ideal justo. Es decir, una autoridad moral es alguien que es un ejemplo a seguir o alguien que milita y hace proselitismo de un elevado ideal moral. Hay que tener una visión muy puritana de la vida para pensar en un no fumador como un ejemplo a seguir en un sentido moral. Martin Luther King, por aludir a un caso real, sería un caso paradigmático de un ejemplo moral a seguir. Decir que un no fumador es un ejemplo a seguir como en algún sentido lo era MLK es trivializar una idea valiosa como la de la autoridad moral. Y en lo que se refiere a ganar crédito como autoridad moral por sostener y difundir el ideal moral es algo que depende de las razones que se dan. Es decir, depende, en el caso Rico, de los argumentos que preceden al P. S. Así que no termino de ver cómo un no fumador podría ser una autoridad moral. 168

Y esos argumentos son, sencillamente, de ciudadano leído y propios de alguien que ha razonado un poquito sobre el asunto. Un argumento de autoridad respecto de lo que se planteaba en esa ley lo podía dar un oncólogo o un jurista que se hubiera dedicado profesionalmente al derecho sanitario, por poner un par de ejemplos de autoridades que tienen que ver con la materia sobre la que, al fin y al cabo, trataba la tribuna. Sea como sea, y aquí me voy acercando al punto que más me interesa, a la pretensión artística o rimbaudiana con la que Rico intenta justificarse, Pérez Oliva responde: Si el profesor Rico quería hacer un ejercicio literario, debería haberse publicado en otra sección y no en la de Opinión [...]. Conviene no mezclar literatura y periodismo.

La conclusión de Pérez Oliva es rotunda: el matrimonio entre literatura y periodismo es inconveniente. Además de rotunda, su conclusión recoge una queja que se remonta al pensamiento clásico: del mismo modo que Platón quería expulsar a los poetas de la República, Pérez Oliva quiere sacar a la literatura del reino de las páginas de opinión. Aun suponiendo que del P. S. de Rico no se pudiera salvar nada y que fuera solo una gamberrada sofista, es un poco solemne la conclusión que Pérez Oliva extrae a partir de ese episodio más bien anecdótico. Sea como sea, la conclusión de Pérez Oliva apunta a algo que, como afirmé, le ocurría a Platón con los artistas y con el arte: no se los quiere en los lugares serios como la polis o como las tribunas de opinión de los diarios (que son, de algún modo, y para decirlo con pedantería, el ágora seria de la polis). Los artistas tienen que ir a hacer sus 169

cosas a otras secciones, como cultura y entretenimiento u otras secciones no serias, porque la literatura no es periodismo, el periodismo es algo serio, algo que tiene que ver con la verdad, al menos con la verdad factual. Y a los artistas la verdad factual no les importa mucho, como demostró Rico en esa ocasión y como demuestran día sí día también, en general, los artistas. Los artistas deberían ser expulsados de los centros de la vida política para que hagan sus cosas artísticas en los márgenes de la ciudad o en la periferia del periódico. Este sentir platónico se ha exacerbado estos últimos años, por lo menos en España, con la aparición de una nueva generación de científicos sociales en las páginas de opinión de los periódicos. En buena medida, estos nuevos intelectuales suelen simpatizar con la medida platónica de expulsar del reino de las tribunas de opinión a los escritores. Aquí las razones contra los artistas no son solo de desconfianza, como en el caso de Platón. Su petición de expulsión tiene que ver también con la reivindicación de una posición gnoseológica privilegiada: los científicos sociales serían expertos, tendrían el conocimiento político en forma de datos numéricos, así como de formación académica especializada. Los literatos, en cambio, carecerían de los conocimientos, cometerían errores graves de diagnóstico y afirmarían cosas sin evidencia empírica que las respalde: es arriesgado tenerlos cerca de los lugares serios. Así las cosas, a algunos de esos nuevos intelectuales, convencidos como están de poseer el conocimiento sobre política a título excluyente, también les parece que las tribunas de opinión no deben tener nada que ver con el arte. Yo pienso distinto. Creo que las tribunas de opinión escritas por literatos u otros artistas (aunque en realidad no veo por qué debería restringirse a los oficios artísticos), 170

cuando son buenas e incisivas en su propio género, señalan puntos que rara vez se tienen en cuenta. A veces, en esos artículos se falta a la verdad factual. Sin embargo, faltar a la verdad factual puede ser entendido de dos maneras distintas: como una mentira o como una ficción. Forjar ficciones puede servir para disparar nuestra imaginación y ampliar nuestros universos mentales; crear mentiras, no. Una de las obligaciones de alguien que escribe una tribuna de opinión en un diario es obligarnos a imaginar otros puntos de vista. ¿Por qué debería entonces renunciar a la ficción quien escribe la tribuna? No tengo ninguna duda de que debe renunciar a la mentira, pero, insisto, ¿por qué debería renunciar a la ficción? Si en la tribuna de opinión, contra el instinto platónico, sí tienen cabida ciertas licencias artísticas, como algunas ficciones, ¿fue lo de Rico algo más que una trampa retórica? ¿Tiene algún valor cognitivo su «je est un autre»? ¿Dispara en algún sentido su P. S. nuestra imaginación? ¿Hay, en definitiva, lugar para los artistas en el reino de las tribunas de opinión? La marejada levantada por el artículo de Rico incluyó a los del «sí» y a los del «no». Entre los entusiastas del «sí», se encontraba el escritor Javier Cercas, que salió en defensa de Rico invocando la idea de que la imaginación se requería para indagar en una verdad no estrictamente factual:1 Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La pa1.  Javier Cercas, «Rico, al paredón», El País, 13 de febrero de 2011.

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labra clave es «imaginativa». La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino una interpretación de los datos; del mismo modo, el periodismo no es una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los hechos [...]. Flaubert sostenía que hay más verdad en una escena de Shakespeare que en todo Michelet; se refería a la verdad literaria, no a la histórica, a la verdad moral, no a la factual.

Y remataba diciendo que un periódico está obligado a contar la verdad factual, pero también esa otra verdad: una verdad irónica y emancipada de la tiranía de lo literal. Naturalmente, esta tribuna no finiquitó la polémica. Al contrario. Pérez Oliva, por ejemplo, sintetizó su escepticismo en los siguientes y elocuentes términos:1 ¿Cuánta imaginación considera Cercas que es admisible en una información? Para interpretar la realidad se necesita imaginación. Pero a la hora de escribir, el periodista debe atenerse, antes que nada, a los hechos.

Más tarde volveré sobre las posibilidades cognitivas derivadas de la presencia de los artistas en el centro de la polis. Me interesa ahora centrarme en las críticas a Rico (y a Cercas). Y entre los más notables entusiastas del platónico «no» a los artistas imaginativos en las páginas de opinión se encontraba el periodista Arcadi Espada, quien ya había mantenido en el pasado una polémica con Cercas acerca de este tipo de cuestiones. Espada publicó una tribuna en el diario El Mundo, naturalmente en la sección de 1.  Milagros Pérez Oliva, «En defensa de Cercas y de la verdad», El País, 20 de febrero de 2011.

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opinión, en la que afirmaba que Javier Cercas había sido detenido días antes en una operación contra una red de prostitución en Arganzuela.1 Cercas negó públicamente el cargo y Espada admitió, de forma inmediata, que su afirmación era una falsedad deliberada, una lección para demostrar, con un caso práctico, el daño que puede hacer no atenerse a la verdad factual.2 Hay que señalar la existencia de una asimetría decisiva entre la columna de Espada y la de Rico. Imaginemos por un momento que de la columna de Rico sacamos el P. S. y que de la columna de Espada sacamos la afirmación de que Cercas fue arrestado en el lupanar y, una vez hecho esto, imaginemos también que ambas columnas son negativos fotográficos que vamos a positivar. El revelado nos ofrecería una fotografía negra en el caso de la columna de Espada, porque la luz no habría podido iluminar nada: sin la presencia de Cercas en el lupanar, o, mejor dicho, sin la afirmación en el texto de la presencia de Cercas en el lupanar, su columna se queda en nada, no tiene interés porque no tiene ningún contorno de luz, no refleja ni reproduce nada. El único contenido relevante y no meramente retórico de su columna era la supuesta presencia de Cercas en el prostíbulo. En el caso de Rico, en cambio, el revelado ofrecería un contraste de transparencias y de tonalidades porque su tribuna –‌los argumentos (más bien discretos, pero argumentos) de ciudadano leído contra la ley antitabaco aportados antes del P. S.– sobrevive con independencia de haber falta1.  Arcadi Espada, «Gato al agua», El Mundo, 15 de febrero de 2011. 2.  Vera Gutiérrez, «Arcadi Espada lanza el bulo de que Cercas fue detenido en un prostíbulo», El País, 16 de febrero de 2011.

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do a la verdad factual respecto de su condición de fumador. El contraejemplo que proporciona Espada tiene más de disanalogía que de analogía, y su lección se quedaría en algo similar a intentar demostrar que para arreglar un pinchazo en la rueda de una bicicleta hay que cambiar el manillar. Días más tarde, en una entrada en su blog,1 Espada afirmaba: «Tiene poca importancia que [Cercas] aún no comprenda que el pitillo de Rico no afectaba a la validez de sus argumentos, sino a su capacidad de convicción, como sucede con cualquier argumento de autoridad.» No, el P. S. de Rico no afectaba a su capacidad de convicción porque esta hubiese sido la misma aunque hubiera confesado ser un fumador empedernido o aunque nunca hubiésemos sabido si quien escribía ese texto era fumador o no. La capacidad de convicción en un argumento de autoridad acerca de cómo lidiar en el espacio público con el tabaco descansaría en que quien defiende la posición tenga unas credenciales que no provienen de tener o no tener el vicio del tabaco, sino, justamente, de ser una autoridad en la materia en la cual está defendiendo una posición (y no sería una autoridad moral porque considerar que un no fumador es un ejemplo a seguir es, como aduje unas páginas atrás, desnaturalizar, por puritana, la idea misma de autoridad moral). La pillería de Rico no estriba, en definitiva, en hacerle creer al lector que él no es fumador, sino en que sabe que la gente piensa que un no fumador tiene más autoridad que un fumador. Si no creyéramos (erróneamente) que un no fumador tiene más autoridad que un fumador a la hora de hablar sobre medidas antitabaco, que Rico fuera fumador sería irrelevante, debería pasar desapercibido. Y justa1.  Arcadi Espada, «Un lupanar en Arganzuela (VII)», 21 de febrero de 2011.

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mente esto es lo que ocurre en el caso Rico: un no fumador, qua no fumador, tiene la misma autoridad intelectual que un fumador, qua fumador, para hablar sobre una modificación de la ley antitabaco. Esto es: ninguna. Uno siempre podría alegar que el lector medio no estará atento a estas sutilezas y que, para evitar que caiga en errores, mejor, sencillamente, no faltar a la verdad. Pero entonces la metadiscusión sobre este caso –‌la discusión que tienen los comentaristas de la tribuna de Rico– debería haber hecho también hincapié en la instrucción del lector señalando no solo que Rico había faltado a la verdad factual, sino diciendo que tal falta era, en todo caso, parasitaria de otra, a saber, el error de pensar que un fumador tiene más autoridad que un no fumador. O, dicho de otro modo, si en efecto Rico hubiese sido no fumador, la metadiscusión tendría que haber dado cuenta de que un argumento de autoridad solo lo podría haber proporcionado quien, con independencia de si fumara o no, hubiese firmado por ejemplo como oncólogo o neumólogo. Tal vez el núcleo de la polémica del caso Rico no versa acerca de los hechos ni de la verdad factual, ni tampoco sobre la verdad irónica. A lo mejor lo esencial de esa discusión quedó en la penumbra del intercambio de dardos entre unos y otros. Quizá la cuestión fundamental que sobrevuela el caso Rico sea a fin de cuentas quiénes deben tener voz en el centro de la polis. EL CASO D’AGATA

Los hechos, si fa no fa, son los siguientes. En 2003, la revista Harper’s pide al ensayista John D’Agata que escriba un texto acerca del suicidio de un adolescente en Las Ve175

gas. D’Agata lo escribe y lo manda, pero Harper’s rechaza publicarlo por no haber superado el proceso de fact-checking, es decir, el proceso de verificación de las descripciones factuales del ensayo. D’Agata termina publicando en 2010 el ensayo en otra revista, Believer, tras superar, ahora sí, un farragoso proceso de verificación de los hechos que termina extendiéndose siete años. La correspondencia entre D’Agata y Jim Fingal, el verificador de Believer, se publica como un extraño, estupendo y algo delirante libro, The Lifespan of a Fact, en 2012.1 D’Agata fue sincero ante el editor de la revista y ante el verificador desde el principio: «Me he tomado algunas libertades en el ensayo, pero ninguna de ellas es dañina» (p. 15). D’Agata entregó al editor todas las notas que había tomado y toda la investigación que había realizado, de manera que –‌al menos para la revista– resultaba transparente dónde se había tomado esas libertades. El ensayo de D’Agata indaga en el suicidio de Levi Presley, un adolescente que se lanzó desde lo alto de un hotel en Las Vegas, como excusa para hacer un retrato literario de esa misma ciudad. La imagen que busca construir D’Agata es, creo, la de una ciudad muy iluminada por las luces de neón pero nada luminosa. Para ello, redondea algunos hechos, modifica algunos datos y altera algunas circunstancias con el propósito de capturar la atmósfera de Las Vegas. Para D’Agata, un ensayo es, en su más profundo significado, un experimento: ensayar no es otra cosa que intentar algo. «What Happens There», que es como se tituló cuando fue finalmente publicado en Believer, es un ensayo 1.  John D’Agata y Jim Fingal, The Lifespan of a Fact, Norton, Nueva York, 2012.

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experimental. Como tal, D’Agata considera que la figura del verificador está fuera de lugar y así se lo hace saber al principio de la correspondencia. Fingal se encuentra de inmediato con las primeras afirmaciones falsas. Acude al editor de la revista con las inconsistencias entre papel y realidad y le pregunta qué debe hacer. El editor le responde que vaya adelante con el proceso de verificación y que ya lidiarán al final con las discrepancias. Fingal procede. Y lo que sigue es un delirio de meticulosidad en el que Fingal verifica todas y cada una de las frases de D’Agata sin un mínimo sentido de la relevancia. Pondré algunos ejemplos derivados de su ausencia de filtro. Si D’Agata afirma «sabemos que cuando Levi Presley saltó desde la torre del Hotel Stratosphere a las 6:01:43 p.m. –‌yendo a dar con el suelo a las 6:01:52 p.m...», Fingal reprocha que, según el informe del forense, la caída de Presley duró solo ocho segundos y no nueve. Fingal pide explicaciones a D’Agata y este último responde que se trata solo de un segundo y que «necesitaba que cayera durante nueve segundos y no en ocho para hacer que otras partes posteriores del ensayo tuvieran sentido» (p. 19). Otro ejemplo. D’Agata se refiere al padre de Levi Presley como Levi Senior. Fingal objeta: «Técnicamente, el nombre del padre de Levi es “Levi III”, ya que en el informe del forense Levi es llamado “Levi IV”» (p. 23). Y un último ejemplo. D’Agata afirma: «En las Vegas, más personas mueren por suicidio que en accidentes de coche, de sida, de neumonía, de cirrosis o de diabetes. Estadísticamente hablando, lo único que es más probable que te mate en Las Vegas son enfermedades del corazón, los ictus y unos pocos tipos de cáncer.» El verificador Fingal impugna esto último diciendo, por un lado, que es 177

ambiguo (porque «tipos de cáncer» puede referirse a «diferentes formas biológicas, o a formas relacionadas de cáncer encontradas en diferentes partes del cuerpo») y, por otro lado, que solo dos tipos de cáncer son más mortíferos que el suicidio (p. 30). Es más o menos a partir de este momento de la correspondencia cuando D’Agata empieza a sentirse irritado y manifiesta su disconformidad con el extensivo proceso de verificación de hechos. Las objeciones de D’Agata ante las discrepancias señaladas por Fingal pueden agruparse en tres categorías: de relevancia, estéticas y de fondo. Las objeciones de relevancia se basan en que las modificaciones factuales no son esenciales. Al contrario, son inofensivas: lo esencial, arguye D’Agata, está siempre ahí, a la vista del lector. Las objeciones estéticas se centran en que las modificaciones de los datos son necesarias para el ritmo o alguna otra cuestión estilística de la narración del ensayo. Estos dos tipos de objeción conciernen básicamente a algunos detalles, pero la parte más interesante del desacuerdo entre D’Agata y Fingal es más bien de fondo. D’Agata no es periodista y su texto no es un artículo periodístico, por lo que, como premisa, no se le deberían aplicar las reglas del periodismo a sus textos. Él no pretende informar y el lector debería buscar información en otro lugar; su escritura es la del ensayo artístico. No le preocupa no tener credibilidad porque no es un cargo público presentándose a unas elecciones: su voz como ensayista no depende de su credibilidad factual. No puede ser riguroso con la realidad si ello significa renunciar al poder narrativo y simbólico que confieren las metáforas; él quiere ser exacto con la literatura y a veces eso exige no serlo con la verdad factual; él le reza al dios de las palabras, no al de los hechos. 178

Con esta constelación de razones a cuestas, busca trascender la etiqueta de literatura de no ficción: Estoy cansado de que los que cultivan este género [la literatura de no ficción] estén aterrorizados por un público lector no sofisticado que tiene miedo de aventurarse accidentalmente en un terreno al que no se le pueden poner notas a pie de página y que no puede ser verificado por diecisiete fuentes diferentes. Mi trabajo no es re-crear un mundo que ya existe, sosteniendo un espejo para la experiencia del lector con la esperanza de que sea verdadero. Si un espejo fuera un medio suficiente para manejar la experiencia humana, dudo de que nuestra especie hubiese inventado la literatura (p. 22).

Poco a poco, el verificador, que había iniciado la correspondencia con una prosa limpia y temperada como la del código civil, ignorando las soflamas de D’Agata acerca del género ensayístico, se va enfrascando en la discusión de fondo. A veces incluso parece darle la razón a D’Agata: Desafortunadamente no soy yo quien decide qué hechos son estúpidos: tengo que verificarlos todos. Aunque admito que me ahorraría mucho tiempo con este ensayo si se me permitiera hacer la distinción [entre hechos estúpidos y no estúpidos] (p. 23).

Confieso que sentí cierto alivio y a la vez tristeza al leer que el propio Fingal se daba cuenta de la miserable manera en que le estaban haciendo perder el tiempo (le pagaban por ello, faltaría más, pero el hecho de que te paguen por perder el tiempo no significa que no estés perdiendo el tiempo, solo significa que te pagan por perderlo). 179

En otras ocasiones, Fingal expresa su desconcierto ante el enfoque de D’Agata con sarcasmo: De acuerdo, ahora sí lo entiendo. Las reglas son: no hay reglas, siempre y cuando te quede bonito (p. 53).

Pero es al disputar genuinamente la idea del ensayo experimental de D’Agata cuando Fingal –‌cuyo trabajo como fact-checker era temporal y que, en el momento de la publicación del libro, ya había pasado a dedicarse a diseñar software– tiene sus mejores y más analíticos momentos. Por ejemplo, cuando D’Agata hace algunas afirmaciones acerca de los orígenes del taekwondo y Fingal pone en duda la plausibilidad de acuerdo con las fuentes que maneja, el escritor le dice: Se llama arte, idiota.

A lo que el verificador responde: Esa es tu excusa para todo.

He aquí, tras tomar en consideración las razones con las que D’Agata pretende justificar sus elecciones, el ejemplo más fino de la posición de Fingal: Estoy diciendo, sin embargo, que existe «La Verdad» y que luego hay «verdades» localizadas, y que existen «hechos blandos» y «hechos duros», y que no estoy seguro de por qué haces ver que todo es lo mismo, que todos los hechos son igualmente arbitrarios, porque no lo son (p. 109).

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De todos modos, el auténtico protagonista de The Lifespan of a Fact es y siempre fue D’Agata: Pero yo no soy un político, Jim. Ni tampoco un periodista. Tampoco soy el amigo del lector o su papá o un terapeuta o un cura o un profesor de yoga, ni nadie de quien quepa esperar una relación de confianza. Solo porque hay algunas partes de nuestra cultura en las que exigimos honestidad y esperamos intenciones confiables no quiere decir que sea apropiado para nosotros esperar tal cosa de cada experiencia que vivimos en el mundo (p. 111).

D’Agata recuerda que nadie pide a poetas o a novelistas que sean confiables. Se trata de géneros que todo el mundo considera literarios, arte en sentido pleno, y a quienes los cultivan no les pedimos que no manipulen las verdades factuales. Pero los autores de la llamada «no ficción» han luchado durante mucho tiempo por ganarse su estatus literario o artístico y la razón es que a ellos sí se les ha exigido ser fieles a las verdades factuales. D’Agata cree que es una exigencia injustificada, de ahí que rechace la calificación de «no ficción» y adopte la etiqueta «ensayo». Al fin y al cabo, concluye, «¿qué tipo de escritura no tiene como combustible la imaginación?» (p. 108). Si la imaginación es imprescindible en cualquier tipo de escritura, y el ensayo no es un mero reporte de datos porque busca decir algo que no es reducible a una acumulación estadística o numérica, ¿por qué no debería gozar de las mismas libertades que la poesía o la novela? ¿Por qué el ensayista debería ser confiable? Yo no creo que el ensayo sea arte en sentido pleno, como tampoco lo es la tribuna de opinión de un diario. 181

Los magazines y los diarios son ese tipo de lugares que funcionan como símbolos de una vieja paradoja liberal: las restricciones a la libertad nos hacen más libres. Quien escribe en un magazín o en la tribuna de opinión no es libre para escribir cualquier cosa que se imagine. Pero el ensayo y la tribuna de opinión no se mueven tampoco dentro del escaso espacio que deja libre la camisa de fuerza de la verdad factual. El ensayo y la tribuna de opinión son casi arte. Hay algo extraño en el proyecto de D’Agata. Él busca capturar literariamente la atmósfera de Las Vegas. Para ello usa metáforas, descripciones embellecidas, parábolas y juegos de símbolos. La pregunta es: ¿por qué, entonces, añadir –‌y manipular– estadísticas y datos acerca de la altura del hotel Stratosphere, de las causas de muerte en Las Vegas, de la gente que abandona la ciudad cada año? ¿Para qué acudir al informe del forense? ¿Qué sentido tiene reportar el manual de los voluntarios del teléfono de emergencia al que acuden los suicidas en potencia en busca de ayuda? Es como si D’Agata no pudiera desprenderse en ningún momento de la sombra omnisciente de la verdad factual, como si le pesara dejarse guiar del todo por la imaginación y no terminara de creerse su reivindicación del ensayo como campo «no confiable» en cuanto a cuestiones factuales. Tal vez se trata de una cuestión de tradiciones. En la tradición ensayística europea y latinoamericana –‌las que me quedan más cerca– no solo no se suele acudir a datos, sino que es incluso posible que se considere que las estadísticas estorban cuando de lo que se trata es de que la literatura cace con palabras el ethos de una ciudad. Tal vez en la tradición estadounidense se cayó tan profundo en la fascinación por lo numérico-empírico que ni siquiera al182

guien como D’Agata se atreve a desembarazarse del todo de las estadísticas para explorar las tensiones morales, emocionales y psicológicas que atraviesan Las Vegas y, por extensión, Estados Unidos. En la tradición ensayística europea y latinoamericana, para penetrar en el clima moral y social de un lugar clave para entender muchas cosas de una cultura tal vez no se acudiría a las estadísticas y, en este sentido, no habría necesidad de hacer el experimento de manipularlas. Aunque su ensayo también podría ser entendido como arte conceptual, es decir, como una impugnación radical de la tradición ensayística estadounidense. Escribir ensayo consistiría entonces en manipular de manera sistemática las decenas de datos y hechos objetivos que peregrinan por los textos ensayísticos. Se trataría, entonces sí, de un proyecto verdaderamente experimental. El ensayo de D’Agata sería entonces idóneo para ser exhibido en un museo de arte contemporáneo como una pieza rompedora con una frase desafiante en luces de neón lasvegasiano que rezara más o menos así: «¿Qué ocurre cuando se miente para decir la verdad?» No obstante, creo que el propósito de D’Agata no es tan iconoclasta. Mi impresión es que D’Agata pretende hacer o imitar el ensayo literario europeo o latinoamericano, pero no consigue ahuyentar del todo los fantasmas –‌el respaldo en datos y estadísticas, la fascinación, en suma, por los números– de la tradición en la que se formó. Sea como sea, The Lifespan of a Fact es, en sí mismo, una obra de casi arte que ayuda a comprender unas cuantas cosas. La correspondencia que aparece en el libro –‌la correspondencia que es el libro– entre Fingal y D’Agata está modificada, reescrita y editada, a los efectos de que el lector pueda seguir un hilo narrativo y de esta forma pue183

da aprender algo. Haberse limitado a volcar la comunicación epistolar entre los dos en un libro, es decir, haber reportado la evidencia empírica que se tenía del caso D’Agata, hubiese resultado cognitivamente opaco e idiota. The Lifespan of a Fact es en sí mismo el producto de la imaginación literaria, la sedimentación de un pedacito complejo de realidad. Sin ese ejercicio literario, su impacto cognitivo hubiese sido muy probablemente inexistente. La publicación, difusión y debate en torno a The Lifespan of a Fact es una prueba de la bondad de lo que en parte predica D’Agata. Se trata de una modesta pero clara victoria de su defensa del género ensayístico. ÁNGELES EXTERMINADORES DEL CASI ARTE

Las caricaturas que suelen aparecer en magazines y diarios (habitualmente en las secciones de opinión, por cierto) deforman, exageran, ironizan, comparan. Resumiendo: faltan a la verdad factual imaginando versiones hiperbólicas de personas (o personajes) o situaciones reales. No nos informamos a partir de las caricaturas, no esperamos de ellas un conocimiento factual o empírico del mundo. Las caricaturas no describen el mundo pero lo condensan: forjan mundos ficticios –‌menos microscópicos de lo que aparentan– que nos dicen cosas acerca de la realidad que la mera descripción de los hechos no puede decir. Pero las caricaturas –‌las buenas caricaturas– no mienten. Al igual que las caricaturas, las tribunas de opinión y los ensayos literarios son casi arte. Quienes temen la ficción, o, mejor dicho, quienes temen que los lectores sean incapaces de distinguir entre mentira y ficción, son los ángeles exterminadores del casi arte. Parecen creer que como 184

ellos únicamente son capaces de leer las tribunas de opinión o el ensayo en clave literal, entonces todos los lectores adolecen de lo que tal vez no es nada más que una incapacidad manifiesta para la imaginación. Sin embargo, un lector instruido en los recursos literarios y con una mínima capacidad de imaginación suele ser capaz de distinguir entre mentira y ficción en magazines y diarios. Daniel Gascón publicó en 2018 y 2019 una serie de crónicas tituladas «Un hipster en la España vacía».1 En ellas, Gascón narraba cómo un hipster recorría, ridículamente fascinado a la vez que compungido, los lugares más despoblados de España. Se trataba de crónicas imaginadas, naturalmente. ¿Podía un lector con la imaginación más o menos entrenada adivinarlo? No solo creo que la respuesta es «sí», sino que ese lector un poco instruido era capaz de entender, además, la ironía que había detrás de la súbita e inflamada preocupación de algunas personas de las clases medias urbanas por la España interior. Gascón buscaba capturar esa «preocupación» y no podía hacerlo aportando datos acerca de la despoblación de la España rural, o datos acerca de cómo la ocupación hotelera en esos parajes ha aumentado como consecuencia de las visitas de urbanitas que quieren ver de primera mano ese paisaje de desolación digno –‌esta es la fantasía de los urbanitas– de una película de Wim Wenders. Tampoco podía hacerlo reportando cómo han aumentado los artículos y libros publicados que 1.  La primera entrega de la serie fue publicada en marzo de 2019 en Letras Libres (donde también verían la luz las entregas subsiguientes) y en junio de 2020 apareció en formato libro: Daniel Gascón, Un hipster en la España vacía, Literatura Random House, Barcelona, 2020.

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se lamentan del erial por el que se desguaza la vida social de las tierras de Castilla o Aragón. Gascón necesitaba algo distinto a la acumulación de datos para condensar esa preocupación. Gascón necesitaba la imaginación literaria. Gascón necesitaba una pequeña sátira ficticia. ¿Podía haber algún lector que tomara literalmente lo que se decía en «Un hipster en la España vacía»? ¿Podía haber algún lector que creyera que esas crónicas eran mentira y no ficción? Es posible que hubiera más de uno. Pero ante el fenómeno del lector incapaz de distinguir entre mentira y ficción la solución de los ángeles exterminadores del casi arte es propia de bárbaros: en lugar de intentar dotar a ese lector de herramientas para leer con imaginación e ironía, es decir, en lugar de instruirlos, optan por simplificar la escritura de las tribunas de opinión y de los ensayos en revistas. Los ángeles exterminadores del casi arte creen que en lugar de elevar el nivel del lector hay que rebajar el nivel de la escritura. Preferir lectores más simples, lectores que solo respondan a la verdad factual y a la interpretación literal de los textos, es preferir ciudadanos más dóciles y débiles ante las tropelías del poder. Un ciudadano al que desde las tribunas de opinión y desde el ensayo no se le estimula nunca la capacidad de imaginar o la habilidad para desgranar metáforas, alegorías, ironías u otras técnicas literarias, es un ciudadano que puede tener todos los datos verdaderos, conocer toda la verdad factual que son capaces de proporcionar las ciencias empíricas, y ser un fanático ignorante de tomo y lomo. En la cultura periodística estadounidense contemporánea la aversión a los recursos literarios fue y es tal que dotó de un prestigio inusitado a las descripciones de he186

chos, a los datos, a las estadísticas. Así, en los lugares «serios» de comentario político se despreció la literatura y el periodismo (no creo que sea una casualidad que en los grandes medios de comunicación estadounidenses, como se quejó Philip Roth alguna vez, apenas haya escritores escribiendo op-ed; a lo sumo, tienen algún blog en su web, es decir, los ponen a habitar lo que consideran un barrio de la periferia de la polis). A mi juicio, y aquí desciendo sin disimulo por el tobogán de lo especulativo, es la combinación del prestigio de los datos y el lenguaje factual, junto con el desprecio por formas literarias o periodísticas de escritura, lo que se encuentra en la genealogía de las fake news y la posverdad (que no dejan de ser mentiras expandidas a una velocidad y con un alcance en su difusión nunca antes vistos). Y si todo el énfasis a la hora de mover a los ciudadanos estaba puesto en los hechos, entonces había que ofrecer hechos alternativos. El ciudadano estaba tan desentrenado en la imaginación que, una vez impuesta una supuesta verdad factual –‌es decir, una mentira–, ya se tenía la clave para movilizarlo en la dirección deseada. La respuesta de las personas de bien y preocupadas por la verdad ha consistido en intentar desacreditar esas mentiras con su contracara más obvia. Contra la mentira factual, la verdad factual. De ahí la descomunal importancia adquirida por el fact-checker o verificador en la cultura tribunística y ensayística estadounidenses. Sin embargo, esta es una manera casi unidimensional de concebir la política, como si esta consistiera exclusivamente en hechos y verdades factuales. En esa respuesta a la barbarie de las fake news, todo sigue girando solo o básicamente en torno a los hechos. Y la carencia de entrenamiento de los ciudadanos con la escritura y las lecturas imaginativas o literarias sigue vigente. 187

Pero del mismo modo que un racista no deja de serlo a pesar de que la ciencia haya demostrado que no hay razas en el sentido en que el racista afirma que las hay, un fanático no deja de serlo porque queden demostradas las mentiras sobre las que su discurso se apoya. No pretendo insinuar que no haya que luchar contra la mentira haciendo emerger la verdad factual. Hay que hacerlo. Lo que insinúo es que no es suficiente, ni siquiera, tal vez, es fundamental. En la batalla contra el fanatismo hace falta la imaginación artística o periodística. Pero el arte no puede hacer ese trabajo en una isla prevista para su propio regocijo onanista, o sea, en los márgenes de la polis. Cuando los hechos verdaderos –‌con perdón por la redundancia– no son suficientes para combatir esperpentos como el de Donald Trump, tal vez sea necesario que el arte penetre en lugares como las tribunas de opinión o en los ensayos o, en general, en los lugares de comentario político «serios». Regresemos ahora brevemente al caso Rico. Incluso aunque sentenciáramos que el «je est un autre» del P. S. de su artículo no llega a la categoría de ficción y se queda en mentira –‌algo que yo en principio rechazaría–, el caso Rico debería ser interpretado como una llamada de atención sobre la importancia de la imaginación en las tribunas de opinión. Y es que es difícil que un lector aprenda a distinguir entre mentira y ficción, es decir, se convierta en un ciudadano crítico, si una de las autoridades intelectuales determinante en tribunas y ensayos es la del verificador de hechos. Combatir la mentira es combatir el fanatismo. Y a la mentira se la combate con la verdad pero también con la imaginación. La función del verificador no es la de distinguir entre mentira e imaginación, así que para com188

batir las fake news el verificador no debe abandonar el escenario, pero sí, tal vez, el centro del escenario. Pretender que a partir de la absorción de los hechos uno se forma la capacidad crítica es una manera burocrática de pensar (o, lo que es lo mismo, de no pensar). Quizá no se trata de que «una vez que conozco los hechos, me puedo formar un juicio crítico sobre el mundo», sino de que «es porque estoy entrenado en el pensamiento crítico por lo que ahora estoy en condiciones de conocer los hechos, y es porque desarrollé la capacidad de imaginar por lo que ahora puedo discernir la ficción de la mentira». Los diarios, revistas y magazines deberían ampliar la capacidad de interpretación y pensamiento de los lectores y no deberían ser solo expendedores de hechos (o, para ser exactos, de descripciones de hechos). Sin embargo, los ángeles exterminadores del casi arte parecen haber terminado abrazando la idea según la cual los periódicos y magazines deberían restringir la complejidad de la escritura periodística a la de la mínima capacidad de imaginación e interpretación de la supuesta mayoría de los lectores. Con esta fórmula –‌que ningún ángel exterminador usa de manera explícita, claro–, se viene a decir que esa mínima capacidad que supuestamente tiene la mayoría de los lectores es la de la comprensión de enunciados factuales y la de la interpretación literal. De nuevo: ante la disyuntiva de hacer un ciudadano más complejo e instruido o promover una escritura más simple, los ángeles exterminadores eligen el último cuerno. Más de veinte siglos después, Platón obtendría su victoria: los artistas quedarían desplazados a los lugares de ocio, en la periferia de la polis.

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TRAIGO DATOS, DATITOS, DATOS DE TO-DOS-LOS-CO-LOOOOOO-RES

Otra variante de la obsesión por los hechos como indispensable y casi único elemento vertebrador del comentario político y el ensayo es la reciente exigencia por «opinar» con datos y números. En realidad, todo forma parte de un desiderátum metodológico consistente en no hacer comentarios u observaciones sobre materia política o social sin tener evidencia empírica que la respalde. Los nuevos intelectuales se distinguirían de los viejos porque mientras los primeros sí tendrían en su haber «pruebas», es decir, números, los últimos únicamente tendrían palabras e imaginación. El paradigma del nuevo modelo intelectual sería aquel que habla con los números en la mano. Las palabras y la imaginación serían resplandecientes artefactos del pasado. Exagero. Pero solo un poco. En realidad hay dos actitudes distintas en esa obsesión por los datos. La primera es una caricatura del empirismo en la que caen algunos nuevos intelectuales. La segunda es una posición más razonable y merece ser atendida. La primera actitud consistiría en otorgar la categoría de conocimiento solo a aquellas afirmaciones que vengan acompañadas de datos empíricos con expresión numérica. No habría conocimiento en política digno de tal nombre sin diagnósticos empíricamente informados. Así, personas inteligentes que tengan ideas políticas agudas, tal vez experiencia política (no expresada o no reducible a datos), o que piensen en profundidad y de forma coherente los problemas políticos, personas, en fin, entrenadas en el sensible arte de razonar e imaginar, no tendrían conocimiento en materia política. Lo suyo sería palabrería hueca que de190

bería terminar en las páginas de cultura o en algún otro barrio periférico. Nótese, sin embargo, que cabe una versión cualitativamente distinta de la relación entre datos numéricos y conocimiento. Esta versión alternativa rezaría como sigue: el comentario político que contradiga lo que dicen los datos empíricos no es digno de ser etiquetado como conocimiento. Esta relectura, más generosa, abre la puerta a la posibilidad de que haya conocimiento en el comentario político que no vaya acompañado de datos empíricos (menos aún empírico-numéricos). Lo relevante sería entonces que el comentario político no cayera en la mentira factual. Esta interpretación alternativa de la relación entre datos y conocimiento en política no haría necesaria la expulsión de la literatura del centro de la polis, porque lo que es contradictorio con la realidad empírica es la alucinación, no la imaginación literaria. Lo que quedaría fuera serían las fantasías y las mentiras. Digo todo esto suponiendo algo que, en realidad, no hay razón para suponer, a saber, que los datos empíricos recogidos por las ciencias sociales nos dan certeza acerca de la realidad política, es decir, que los datos son una representación completa y fidedigna de lo que está ahí fuera. Pero la realidad política es demasiado compleja como para ser capturada por los datos empíricos con los que trabajan las ciencias sociales. Además, soy escéptico respecto de la posibilidad de que algún día las ciencias sociales lleguen a un punto tal de desarrollo y sofisticación que la realidad política pueda ser reducida a datos fruto de investigaciones empíricas. En principio, creo que el problema no consiste solo en que esas ciencias sociales, en esta versión empirista, estén en una etapa embrionaria. Me inclino por pensar que, incluso cuando abandonen esa etapa embrionaria y puedan decir191

nos muchas más cosas acerca de la realidad política, siempre serán necesarias las disciplinas humanísticas (la literatura, el periodismo, etcétera) para entender mejor la política. La razón es la siguiente: muchos de los nuevos intelectuales parecen operar bajo el paradigma de que el conocimiento en materia de política cae dentro de lo que Bernard Wil­ liams llamó «el saber absoluto del mundo». La idea, explicada aquí de manera muy resumida, es que las ciencias naturales nos pueden dar una representación del mundo como es en sí mismo, sin interferencias humanas, es decir, la realidad es la que es con independencia de las preferencias, creencias u otros estados mentales de quienes hacen ciencia o, simplemente, de los observadores del mundo. Y no habría por qué pensar que el conocimiento que nos proporcionan las ciencias sociales, parecen sostener algunos de los nuevos intelectuales, no constituye también saber absoluto del mundo (político). O al menos así parece desprenderse de la manera en que hablan los científicos sociales cuando defienden su participación en el ágora «seria». El problema es que no creo que pueda haber un saber absoluto en materia de ciencia política o de sociología política. La existencia del objeto de estudio de las ciencias naturales no depende de las prácticas humanas; la existencia del objeto de estudio de las ciencias sociales, sí, y de hecho, y para ser más precisos, el objeto de estudio de las ciencias sociales son las prácticas mismas. No se puede tener un saber absoluto de aquello para cuya explicación necesitamos, en un momento u otro, los conceptos de nuestra cultura y nuestra historia, algo que no ocurre –‌o al menos esta es la hipótesis que estoy asumiendo aquí– con los fenómenos naturales. Habría una discontinuidad entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, pero no se trataría de una discontinuidad metodológica (no veo por qué 192

no deberían extenderse los métodos empiristas de las ciencias naturales), sino de una discontinuidad en cuanto al estatus del saber obtenido: las ciencias sociales no podrán obtener un saber absoluto acerca de la práctica humana de turno porque al menos una parte de ella solo puede ser comprendida a través de aquellos que conforman esa práctica y son capaces de representarla culturalmente. Así, el saber en materia de política requeriría la intervención tanto de las ciencias sociales como de las disciplinas humanísticas. Es posible –‌y seguramente necesario– profundizar más en esta línea de argumentación. Pero lo que me interesa recalcar es solo que por más que se desarrollen las ciencias sociales, intuyo que la comprensión de las prácticas humanas siempre tendrá, de forma inherente, un componente humanístico y no cientificista. Bernard Williams decía que «aunque la filosofía es peor que las ciencias naturales en algunas cosas, como el descubrimiento de la naturaleza de las galaxias [...], es mejor que estas en otras cosas, por ejemplo, para darle sentido a lo que tratamos de hacer en nuestras actividades intelectuales».1 En buena medida comparto, cambiando un poco los términos clave, que aunque la imaginación literaria es peor que las ciencias sociales en algunas cosas, es mejor en otras; las ciencias sociales son mejores que la imaginación literaria a la hora de descubrir que las disparidades en el ingreso económico varían según el código postal, por ejemplo, pero la imaginación literaria es mejor a la hora de dar sentido a por qué, en una determinada comunidad, se acepta una distribución del poder político y eco1. Bernard Williams, Philosophy as a Humanistic Discipline, 2006 (La filosofía como una disciplina humanística, FCE, México D.F., 2011; traducción de Adolfo García de la Sienra, p. 208).

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nómico y no otra. Las ciencias sociales y las disciplinas humanísticas que no ponen énfasis en la investigación empírica deben trabajar a la par, de forma complementaria, y no creyendo, las unas respecto de la otras, que deberían quedar fuera del juego. Otra cosa a tener en cuenta es que los modelos de razonamiento idealizados con los que trabaja la caricatura del empirismo no tienen por qué ser atribuibles a las personas en las que esos datos están basados. Esta suerte de hipertrofia racionalista es algo en lo que caen a menudo los nuevos intelectuales. Pongo un ejemplo de cómo operaría un científico social de este tipo. Los datos de trasvases de voto en las últimas elecciones generales en España (noviembre de 2019) mostrarían que el votante de Vox, el partido nacionalista español de ultraderecha que experimentó un gran crecimiento en esas elecciones, habría descubierto que siempre y cuando cambie su voto entre las diversas opciones de partidos españoles de derechas, tal basculación de voto no tendría costes en términos de diputados para el bloque de la derecha en su conjunto. Por lo tanto, se atribuye al votante de Vox la siguiente inferencia: puedo votar a Vox, el más radical de los partidos de derecha, porque he hecho el cálculo y no hay pérdida global de diputados de derecha. Para este tipo de científico social, el proceso de toma de decisiones del votante de Vox en noviembre de 2019 obedecería a un modelo racional que tiene en cuenta unas cuantas variables de cálcu­ lo (algunas de ellas bastante finas) acerca de la repartición de escaños. Su explicación acerca de por qué se vota a la ultraderecha, y no a los otros partidos de derecha más moderados, no pondría énfasis en que ese voto es el producto del fanatismo del momento o de la matraca nacionalista propiciada por algunos medios, que es lo que harían los viejos in194

telectuales, sino de un cálculo propio de la teoría de juegos. Pero atribuir al votante de Vox ese mecanismo racional de toma de decisiones –‌aunque fuera de forma inconsciente– sí sería tener imaginación literaria. Y de la mala. Por último, es posible que no haya nada más dañino en esa obsesión por los números y los datos que los prejuicios y estereotipos que a veces aquellos fijan en las mentes. Con la extraña perspicacia que lo caracteriza, el cantante Cecilio G apuntaba a ello cuando decía –‌en el fragmento de una entrevista reproducida al inicio de este capítulo y en la que él, a pesar de las apariencias, era el entrevistador– que el hecho de que él tuviera veintitrés años explicaba... que tenía veintitrés años. Los datos imprimen como nada más tiene el poder de hacerlo los prejuicios en las mentes, son refranes aritméticos. En el caso de los veintitrés años, el de la inmadurez. En realidad, los prejuicios de este tipo no dejan de ser una fantasía en el sentido murdochiano. Y su relación con los datos es promiscua, porque a veces el prejuicio nace del dato y otras veces el dato es la confirmación del prejuicio. El problema para esta ráfaga de pseudoempirismo radica, en todo caso, en que la negación de la fantasía es la imaginación, no más datos. Es posible que esta actitud obsesiva hacia los datos en el contexto del ágora de la polis sea una nueva versión del pseudocientificismo, la caricatura del noble proyecto del neoempirismo o del naturalismo epistemológico de Quine.1 En esa nueva reencarnación pseudocientificista, tus números son tu pasaporte para los lugares serios, porque los 1.  La gran ironía de W. V. Quine es que preconizaba la naturalización de la filosofía pero rara vez –‌por no decir nunca– naturalizó su filosofía. En lo que a mí respecta, es esta ironía lo que me cautivó de Quine.

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números son serios, mientras que tu capacidad para pensar e imaginar produce malos chistes. En última instancia, los nuevos intelectuales manifiestan, para usar unas palabras de Iris Murdoch en un contexto de discusión cercano, «un ansia exacerbada de precisión a la hora de producir sentido. Un ansia como esta tiene por fuerza que ser hasta cierto punto hostil con las palabras».1 La contraseña para acceder al centro de la polis, para así poder hablar en su ágora, sería: «Traigo datos, datitos, datos de to-dos-los-co-loooooo-res.» Y como los literatos y los artistas no traen datos, quedan fuera del recinto amurallado donde se discute la vida civil y política. Aunque no solo ellos. También los sindicalistas, los trabajadores, los comerciantes, los desocupados, los inmigrantes, o, en general, las personas de a pie, como no portadores de datos que son, tendrían prohibida la participación en los lugares «serios» de comentario político. Si alguna vez alguien pensó que el debate político era una genuina discusión pública que todos debíamos tener entre todos, debe saber que el ideal ha cambiado: el debate político sería en el fondo una discusión privada entre algunos ángeles exterminadores que únicamente por exigencias del guión tendría lugar en público. La gran ironía es que esa discusión no se puede tener con números, claro. Las palabras son inevitables. Por eso, como dice de nuevo Iris Murdoch, «no debemos caer en la tentación de dejarle el usufructo de la lucidez y la exactitud del lenguaje al científico».2 Sin embargo, hay otra versión de la lamentatio de los nuevos intelectuales más razonable y atendible que no de1.  Iris Murdoch, La salvación por las palabras, op. cit., p. 102. 2.  Ibidem, p. 65.

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manda expulsar a los artistas de las páginas de opinión ni, en general, a todo comentarista a-numérico del ágora de la polis. Hubo y hay literatos que aprovechan los espacios de opinión de los diarios, o en general las tribunas que se les proporcionan, de manera infame. Para ellos, las tribunas son meros altavoces de pullas personales, vertederos donde arrojan sus manías, filtran sus opiniones más envilecidas y sectarias, tergiversan hechos, malinterpretan episodios de forma deliberada y en algunas ocasiones –‌escasas– juegan algún papel importante en crear el caldo de cultivo que engendra desastres. Y sí, mienten. Pero abrazar la medida platónica de la expulsión a partir de esos literatos es caer en la metonimia. Hay buenas columnas de opinión, incisivas, iluminadoras, escritas por literatos (entendida la categoría en un sentido amplio). El problema es en realidad –‌y aquí el esquema de Wilde sí parece operativo– distinguir entre buena y mala literatura. Pero si fuéramos más o menos capaces de llevar a cabo esa criba, ¿por qué deberíamos expulsar la buena literatura del ágora de la polis? ¿O por qué deberíamos pensar que no hay en la buena literatura contenidos cognitivos en materia política, o, mejor dicho, por qué no deberíamos pensar que precisamente en virtud de que hay contenidos cognitivos se trata de buena literatura? Los nuevos intelectuales no soltarían tan rápido el hueso. Todavía podrían decir que los literatos que se dedican a hacer comentario político decente cometen errores de bulto, ya que intentan hacer algo «para lo que no están preparados», como dijo Víctor Lapuente,1 uno de los nuevos intelectuales más conocidos en España. Lapuente afir1.  Víctor Lapuente, «Poetas de Salamina», El País, 27 de agosto de 2016.

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ma, con queja incluida, que los literatos se inclinan más por hacer análisis políticos que por «representar en carne y hueso los grandes conflictos morales que luego rumiaremos todos». Este es un ejemplo aural de la pretendida exclusividad epistemológica de la que gozarían estos nuevos intelectuales, porque la implicación de su comentario es cristalina: los análisis políticos, a diferencia de los grandes conflictos morales, no los rumiaremos todos, solo los politólogos. ¿De veras puede creer un científico social que el poder explicativo y predictivo de su «ciencia» es homologable al de un físico hasta el punto de pretender arrogarse en exclusiva el derecho a hacer análisis políticos? Si realmente lo cree, me parece que está en el fondo traicionando el propio ideal empirista que jura suscribir: la evidencia empírica respecto de la modesta capacidad explicativa y predictiva de los científicos sociales más bien debería insuflarles algo de humildad epistémica. Por lo demás, ¿no es algo extraño, como sugiere Lapuente, que quien es capaz de representar en carne y hueso los grandes conflictos morales sea poco menos que un inútil total para el análisis político? ¿Tan escasa o directamente inexistente conexión habría entre la política y la moral como para que quienes por hipótesis brillen en lo segundo sean unos negados para lo primero? ¿No hay en Guerra y paz contenido cognitivo moral a la par que político? ¿No hay en Hamlet o en Macbeth tanto conocimiento moral como conocimiento político? El nuevo intelectual no quedaría impresionado por nada de lo que he dicho, supongo. Todo esto le parecería probablemente verborrea ad hominem, él apelaría a criterios objetivos, cuantificables, y con la bonhomia propia de quienes creen que el pensamiento se puede capturar sin pérdida de significado con la teoría y con los datos, con198

cluiría con sorna: «¿Pero en qué universidad obtuvo Shakespeare su Ph.D. para poder hablar de política en los lugares serios?» No se trata solo de que sea un chiste hiriente de malo, es que pretende darnos a entender que lo que más convendría a los editores de diarios y de magazines es apartar a los Shakespeares y poner a los Lapuentes de turno, que sí tienen Ph.D. Y datos. Lapuente, por otra parte, tiene razón en que los literatos y los artistas meten la pata. Pero cuando veo u oigo que se cuece en los diarios esa dinámica venenosa, tan propia de la academia, de convertir un error (muchas veces ni siquiera un error central) en un reject taxativo y en un desprecio intelectual definitivo que en el fondo esconde una soberbia irracional, procuro recordar una frase de Bernard Williams que para mí es como una brújula: «We all have to do more things than we can rightly do, if we are to do anything at all.» ¿Cometía errores Ferlosio en sus artículos? Desde luego. ¿Los cometía Karl Kraus? ¿Y Haro Tecglen o Vázquez Montalbán? ¿Y Hannah Arendt en el New Yorker? ¿E Isaiah Berlin en la New York Review of Books? ¿Y Martha Nussbaum o Roger Scruton? Unos cuantos, seguramente. Pero de vez en cuando –‌en sus casos, bastante a menudo–, ofrecían un ángulo de una cuestión política inexplorado, nos hacían ver algún asunto que permanecía oculto para las ciencias sociales noempiristas, aportaban ideas que eran invisibles desde el trampolín de los datos, escudriñaban el lenguaje político, jurídico o social y eran capaces de adivinar en sus ranuras algunas vilezas del poder. ¿De veras queremos eliminar la posibilidad de que sigan surgiendo y llegando a un gran público esas ideas? Los buenos artículos de opinión no dejan de serlo por los errores que cometan quienes los escriben, sean o no literatos; lo son a pesar de esos errores. 199

Se pagará un precio altísimo en la dimensión deliberativa social y en la práctica si se expulsa a los artistas a la periferia «no seria» del ágora de la polis (el Estados Unidos que culmina con la elección de Trump, con todas las singularidades y matices que se quiera, debería servirnos para hacernos una composición de lugar). Eso sí, una vez despachados los artistas, las páginas de opinión de los diarios estarían al fin copadas por la «ciencia», no por la opinión. Habría llegado el progreso, el conocimiento duro, el futuro, los contenidos cognitivos. ¡Abajo la palabrería! Llegados a este punto, tal vez no estaría de más recordar cómo algunos físicos denominan lo que hacen los nuevos intelectuales: palabrería. Así que entiéndanse estas páginas también como una defensa de la presencia de politólogos y sociólogos cuantificativistas en los lugares serios de discusión de la polis. Solo que no deberían ser los únicos habitantes.

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7. «L’AÜRT»

I després li vàrem besar l’anus al diable.1 IRENE SOLÀ

UN TECHO SEVERO DEL MUNDO

Una tormenta que tiene voz y voluntad y mata con un rayo a Domènec, un campesino poeta. Una tormenta que se divierte granizando sobre tomates y cráneos. Una tormenta que es el techo severo del mundo. Irene Solà comienza Canto jo i la muntanya balla (2019) imaginándose que es una tormenta pícara y letal que decide caer a plomo sobre un lugar del Pirineo catalán. La de Irene Solà es una imaginación desbordada que, más adelante, adopta el punto de vista de un corzo, de una seta, de unas brujas o de las mujeres de agua, figura mitológica catalana. Solà acude con la imaginación a la naturaleza o, más precisamente, a la montaña. Pero al contrario de otras huidas literarias de la ciudad, en su caso no hay una sacralización de lo natural. Solà hace bailar la 1.  «Después besamos el ano al diablo», Irene Solà, Canto jo i la muntanya balla, Anagrama, Barcelona, 2019 (Canto yo y la montaña baila, Anagrama, Barcelona, 2019; traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera).

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montaña eludiendo la melodía del sueño bucólico. Los Pirineos no son armónicos, mucho menos aún puros. Hay algo intrínsecamente violento en el ciclo de la existencia de lo natural y de los mitos humanos asociados a lo natural. Solà parece concebir la vida natural a la manera en que Joan Sales concebía la vida humana: como el viaje de un moribundo. Y así, en la tercera parte hay una suerte de poema en prosa, titulado «L’aürt» (palabra catalana que significa golpe o choque brusco), que combina dibujos y unos textos brevísimos en los que Solà describe la violenta formación geológica de unas montañas –‌¿los Pirineos?– que terminarán hundiéndose en el mar para que surjan nuevas montañas. Solà describe de este modo un terremoto que nunca acaba porque nunca comienza: Haurà començat el moviment una altra vegada. El desastre. El següent principi. L’enèsim final. I vosaltres us morireu. Perquè res dura gaire estona. I el nom dels vostres fills no el recorda ningú.1

Es en una fracción infinitesimal de ese perpetuo temblor en el que Solà se imagina las historias entrecruzadas de Canto jo i la muntanya balla. Los personajes de la novela están inmersos en unas narraciones que son enajenados viajes moribundos. Tiran del hilo de algunas leyendas de la persecución de brujas en la Cataluña del medievo, de sus besos con Belcebú y de otros mitos locales. Lo que impresiona de la narración de Solà es que sus historias no 1.  «Empezará el movimiento otra vez. El desastre. El siguiente comienzo. El enésimo final. Y vosotros moriréis. Porque no hay nada que dure mucho. Y nadie se acordará del nombre de vuestros hijos», op. cit., p. 109.

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son la mera transcripción de esas historias orales pero tampoco son su adaptación novelística. La vía de Solà trasciende esta bifurcación. Solà imagina una forma de narrar que preserva la centralidad absoluta que tiene, en la tradición oral, la historia que se está contando –‌acudiendo pocas veces a los recursos novelísticos de la digresión o la confesión–, pero, a la vez, esa forma de narrar adquiere la decantación moral propia de la novela imaginativa. Y en ninguna de las historias es tan palmaria esa tensión moral como en la del accidente de caza narrado en Canto jo i la muntanya balla. Como dijo la propia Solà en una entrevista, «quan hi ha un accident de caça és una de les poques vegades que al nostre país es mata algú amb arma, però que a més qui mata i qui mor s’estimen. Sempre vas a caçar amb els teus amics o amb els teus familiars».1 Es en la caza donde aflora la imaginación espuria de la que hablaba Iris Murdoch, y es en los accidentes de caza donde encontramos la versión más trágica de esas fantasías. En la caza las percepciones –‌digamos– directas de la realidad, como las que nos permiten detectar el ruido en algunos arbustos o ver un flash con el rabillo del ojo, se complementan con la imaginación. El cazador se imagina que en esos arbustos que se mueven puede haber una liebre, o que esa minúscula imagen borrosa que se escurre por uno de los ángulos de su campo de visión es la de un animal. El cazador rara vez identifica una diana sin la contribu1.  «Cuando se produce un accidente de caza es una de las pocas veces que en nuestro país se mata a alguien con arma, pero que además quien mata y quien muere se quieren. Siempre vas a cazar con tus amigos o con tus familiares.» Entrevista de Clàudia Rius y Ester Roig en La Conca 5.1: https://www.laconca51.cat/irene-sola-vull-totel-camp-per-correr/ (consultado por última vez el 23 de junio de 2020).

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ción de la imaginación. Es esta última la que le permite dar un significado completo, terminado, a aquello que la vista, el oído o el olfato solo le sugieren. Sin la imaginación, la realidad es incompleta para el cazador. También para todos los demás, claro. Pero la diferencia estriba en que, por las razones evocadas por Iris Murdoch, la imaginación con la que el cazador termina de dar forma y significado a la realidad es una forma espuria de imaginación. El cazador se imagina que ve presas porque, en su condición de cazador, necesita ver presas. Cierto, no dispara a todo lo que se mueve. Pero todo su dispositivo mental tiene la estructura de una fantasía: concibe el mundo animal, o porciones de él, como algo susceptible –‌o, en el caso de algún cazador, incluso merecedor– de alojar una bala. El mundo artificial que construye es un mundo hecho a medida. De ahí que, con el dedo en el gatillo y camuflado de figurante natural, necesite representarse el mundo como un campo o un bosque lleno de liebres. El padre que acierta el tiro pero yerra el objetivo al matar a su propio hijo es presa de la más cruel de las fantasías: en su mente necesita que su hijo sea un animal con el que hacer blanco. El cazador que lleva a su hijo de caza se convierte simultáneamente en la amenaza y en quien dispara. Si la caza recreativa o criptorrecreativa ya es de por sí infame, el accidente de caza es el ejemplo más cruel de cómo las fantasías pueden acarrear consecuencias reales. Solà, en cambio, es la negación de la caza y el repudio de la fantasía porque se imagina en el lugar de las brujas. Estas figuras condensan todos los atributos misóginos: fornican con Belcebú, son retorcidas, arpías y feas. Y Solà se las imagina justamente así: fornicadoras, retorcidas, arpías y feas. Y así, imaginando el mito desde la perspectiva de las brujas, es cuando tiene lugar su desmitificación. Las 204

brujas no son brujas. Solo son seres complejos, imperfectos y, lo más importante, imperfeccionistas. UN CHANEQUE DE ROSTRO ARRUGADO

Unos niños hallan un cadáver en un canal de riego en algún lugar violentado por la sordidez, la miseria y el de­ sam­pa­ro de los tiranos locales. El cuerpo es de la Bruja, una mujer que regenta un local donde se hacen «brujerías» y otros menesteres marginales. Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor, es un falso noir que narra las historias entrecruzadas de los personajes que pueblan esa zona desperdigada donde los niños encuentran el cadáver de la Bruja. Melchor, al igual que Solà, también convoca algunos mitos locales, en su caso mexicanos –‌como un fugaz chaneque–, para hablar de la realidad construyendo una circunvalación con el mármol de la imaginación. A modo de advertencia y seguramente también de homenaje, Melchor abre la novela con una cita de Jorge Ibargüengoitia con la que este, a su vez, abría Las muertas (1977). La cita reza como sigue: Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios.

Melchor se inspira en algunas crónicas escritas por Yolanda Ordaz y Gabriel Huge –‌periodistas asesinados en Veracruz durante el periodo del sátrapa Javier Duarte como gobernador– para dar vida no solo a unos personajes imaginarios, sino para tejer un mundo entero completamente artificial. Y algo que contribuye de forma decisiva 205

a la artificialidad de esos mundos es el tipo de escritura elegido para imaginarlos: Melchor no introduce ningún punto y aparte en toda la novela y solo de vez en cuando utiliza puntos seguidos. Temporada de huracanes es un torrente de frases subordinadas y millones de comas y de puntos y comas. Melchor hipertrofia así algunos rasgos formales de la escritura para imaginar mundos materiales atronadores y asimismo hipertrofiados. También se imagina puntuando. Se trata, insisto, de una escritura artificiosa. Pero verdadera. Como dos afluentes que convergen en un río, forma y contenido habitan la misma dimensión en la novela de Melchor. Esa escritura huracanada es idónea para crear la atmósfera agobiante en que los personajes quedan a merced de una combinación de fuerzas que no gobiernan. Sin esa artificialidad, difícilmente se habría podido reproducir la sensación de claustrofobia de los personajes. Pero, sobre todo, esa escritura huracanada es imprescindible para entender por qué esos acontecimientos son verdaderos. No habría sido posible imitar el avasallamiento al que de hecho se ven sometidas algunas personas en algunos lugares sin acudir a esa manera tan artificiosa de escribir. Las crónicas o reportajes periodísticos no pueden reproducir esa experiencia porque la manera en que están escritos, o al menos su puntuación, está domesticada con el fin de convertirse en «informaciones». Se necesita la ficción y una escritura cuya puntuación sea asfixiante para imitar la experiencia enajenada de adolescentes devorados por la miseria, de brujas perseguidas y humilladas, de abusos de diferente tipo y de mujeres jovencísimas para las cuales abortar puede ser tan o más degradante que el propio abuso. Temporada de huracanes muestra que a veces la única manera que tenemos de acceder a lo real es a través de lo 206

artificial. No hay estudio sociológico, reportaje periodístico o documental capaz de transmitir lo espeluznantes que son algunos fragmentos de la realidad como lo hace la ficción. La «información» es necesaria, pero si uno se nutre únicamente de información se corre el peligro de anestesiar la imaginación. Melchor imita porciones de realidad pero, en la novela, no juzga de manera perfeccionista. Traza un escenario social, emocional y psicológico que constriñe a los personajes. Pero no los absuelve. Lo que resulta impresionante de la narración de Melchor es la sutileza con la que sugiere que, a pesar de vivir sometidos por un huracán, sus personajes conservan, con diferente intensidad según de qué personaje se trate, agencia. Lo artificial está puesto también aquí, como en el caso de Canto jo i la muntanya balla, al servicio de la complejidad: hay un entorno social corrompedor y casi (casi) determinista, pero al mismo tiempo hay acciones de las que solo las personas que las llevan a cabo son responsables. Lo que expresa el libro es que esta complejidad moral se da incluso en situaciones tan extremas como las de las historias de Temporada de huracanes, y que la confusión, cuando se da en tesituras de asimetrías de poder descomunales, puede producir daños irreparables. «NO» ES «NO», PERO ¿«SÍ» ES «SÍ»?

Entre las historias entrelazadas que configuran Temporada de huracanes, brilla por el asco que provoca la del abuso por parte de un padrastro, de nombre Pepe, de Norma, una adolescente que finalmente queda embarazada. Fernanda Melchor usa en toda la novela un narrador om207

nisciente, pero en la narración de ese abuso el narrador o narradora solo está interesado en el punto de vista de Norma. Y es desde esa perspectiva como Melchor dibuja cuán compleja y confusa puede llegar a ser la psicología de la persona violentada: Mámame la verga, decía; mámame los huevos, mámale duro, chiquita, con ganas, así, hasta dentro, no te hagas la que te da asco si bien que te gusta, aunque no era cierto, aunque a Norma no le gustara en lo absoluto, pero él lo decía de todas maneras y ella nunca lo había sacado del error. Porque la verdad era que al principio sí le había gustado; la verdad era que al principio ella incluso había llegado a pensar que Pepe era guapo, y hasta le dio gusto cuando su madre lo llevó a la casa para que viviera con ellos, para que fuera el padrastro de Norma y sus hermanos.1

He aquí otro largo pasaje –‌en el que la puntuación deformada contribuye de forma decisiva a la asfixia de la situación– en el que se expresa la confusión y contradicciones de la adolescente Norma: Y la verdad es que para ese entonces Norma ya le había permitido mucho a su padrastro, demasiado, y lo peor de todo es que encima tenía ganas de permitirle aún más, permitirle que le hiciera lo que él tanto quería, eso que siempre le estaba murmurando en la oreja, las cosas que los chamacos de la escuela escribían y dibujaban en las paredes de los baños, cosas que los viejos en la 1.  Fernanda Melchor, Temporada de huracanes, Literatura Random House, Barcelona, 2017, pp. 121-122.

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calle le susurraban al paso y que ella quería que le hicieran, Pepe o los chamacos o los viejos o quien fuera, la verdad: todo con tal de no pensar y de no sentir ese doloroso vacío que de unos meses a la fecha la hacía llorar en silencio contra la almohada, de madrugada, antes de que el despertador de su madre sonara (p. 126).

No sabemos nunca qué piensa Pepe, no sabemos de qué modo se siente atraído por Norma. En Temporada de huracanes no hay ningún personaje que intente la fantasía racionalizadora mediante la cual el abusador busca justificar o excusar su abuso. Melchor ignora el punto de vista de Pepe. De él solo sabemos que abusa de su poder y de la confusión de Norma. Lo interesante es cómo Melchor imagina y delinea justamente esa confusión. La conclusión –‌inestable y frágil, cómo no– del ejercicio imaginativo que hace Melchor, o, mejor dicho, la conclusión del encuentro apodíctico de mi lectura y su escritura, es que es más fácil saber cuándo hay ausencia de consentimiento que cuándo hay consentimiento. ¿Qué es la ausencia de consentimiento al sexo? Un «no», claro. A veces se dice que en algunos contextos, como los que se dan en determinados juegos eróticos, hay una suerte de acuerdo según el cual los «noes» no expresan ausencia de consentimiento. Por definición, se dice, no habría ausencia de consentimiento en el seno de esos juegos. Dicho así, sin embargo, es falso. Lo que ocurre en esos contextos no es que no haya ausencia de consentimiento, sino que la ausencia de consentimiento no se expresa mediante un «no». La ausencia de consentimiento se comunica mediante lo que a veces se denomina una palabra de seguridad (safe word). Esa palabra de seguridad 209

cumple el rol que siempre cumple el «no» fuera de esos contextos. Así que incluso en esos juegos hay formas de decir «no» y así transmitir la ausencia de consentimiento. La ausencia de consentimiento es siempre clara, ya sea mediante un «no» o la palabra elegida como sustituta del «no», y cualquier otra interpretación es fruto de una conveniente y calamitosa fantasía en el sentido murdochiano. ¿Pero es un «sí» equivalente al consentimiento? En los pasajes aquí citados de Temporada de huracanes, parece haber varios «síes» de Norma a Pepe. ¿Pero a qué está exactamente diciendo Norma que «sí»? ¿A la compañía de Pepe? ¿A su cariño? ¿A follar? ¿A aprobar de forma explícita pero confusamente cariñosa que Pepe sea su padrastro? ¿Y a qué puede creer Pepe que Norma está diciendo que «sí»? ¿A follar todos los días? ¿A jugar con él? ¿Y si Norma estuviese consintiendo a algo distinto de lo que Pepe está asumiendo? ¿Y si Norma estuviese consintiendo a follar pero sin entender muy bien qué significa «follar»? ¿Tiene un «sí» de alguien cuya agencia está en construcción el mismo valor en todo contexto? Temporada de huracanes sugiere que puede haber ocasiones en que los «síes» estén mezclados con «noes», con dudas, con deseos, con descubrimientos de vida, con aprendizajes sórdidos, con entornos opresivos, con terceros induciendo de forma interesada esos «síes» y avergonzando de forma mezquina los «noes». Ante tal confusión y ante el desconocimiento de si obrar con arreglo a la interpretación literal del «sí» acarreará daños irreparables, la única opción prudente es interpretar que un «sí» no tiene por qué ser un «sí». También en Lolita hay unos cuantos «síes» por parte de Lolita que están mezclados con varios «noes». Pero como Nabokov únicamente tiene en cuenta el punto de 210

vista de Humbert, y como no nos fiamos de las descripciones de Humbert porque sabemos que están destinadas a apuntalar su enfermiza fantasía, cuál es el grado de confusión en el que naufraga Lolita resulta opaco para el lector. En Temporada de huracanes, en cambio, la confusión de Norma es transparente para el lector porque, como dije, el abuso está relatado por un narrador omnisciente que ignora el punto de vista de Pepe y tiene en cuenta el de Norma. Imaginarse el punto de vista de la persona que sufre abusos es posiblemente imprescindible para entender que un «sí» no tiene por qué ser siempre un «sí». Sin cultivar la miel de ese espasmo, sería un milagro entender que un «sí» no merece siempre una interpretación literal. Y los milagros ocurren, pero siguen siendo milagros. Y nadie quiere depender de los milagros. UN DILEMA EUTIFRONIANO

Sharp Objects, una miniserie emitida en 2018, empieza de modo parecido a una película o serie típicamente noir: un detective torturado llega a un pueblo, más bien sórdido, con el objetivo de resolver algún crimen, normalmente un homicidio, o una serie de homicidios. Esta es también la premisa de Sharp Objects. Con una particularidad o, mejor dicho, dos: el personaje principal no es un detective, sino un periodista de investigación y, sobre todo, el personaje principal no es un hombre, sino una mujer, interpretada por una pletórica Amy Adams. Si traigo a colación Sharp Objects es porque me parece una expresión cultural sintomática de un cambio significativo. No solo es una mujer la protagonista de la serie, sino que su personaje se comporta como habitualmente lo 211

haría el detective hombre en el imaginario clásico del noir en el que, como mencioné, se apoya la premisa de la serie. Amy Adams es mordaz, está atormentada por su pasado y también alcoholizada, es promiscua, solitaria y lidia –‌bastante bien, o al menos no peor de lo que lo hace el arquetipo masculino que está alterando– con el hecho de ser una apestada social. No solo en el cine o en las series se está dando este tipo de cambios. También en la literatura –‌al menos la hispanohablante y la catalanohablante– está ocurriendo algo interesante que tiene que ver con una manera de escapar a una paradoja que, como se verá, es análoga a la alteración de género en la premisa inicial de Sharp Objects. A las mujeres se les supone una sensibilidad literaria confesional o introspectiva. Mientras que los hombres serían los que supuestamente se habrían ocupado en el pasado de la literatura imaginativa en exclusiva. Las mujeres que escribían se dedicaban, si acaso, a la escritura de diarios. O así dice, a grandes rasgos, la convención. No tengo nada que decir, por cierto, acerca de cuál es la genealogía de esa convención, de hecho no estoy ni siquiera discutiendo que tenga alguna genealogía y no sea mera invención. Lo que me interesa, aquí, es que independientemente de si tiene algún fundamento histórico o no, forma parte de la convención la pretensión de que la literatura confesional no solía traspasar los salones de las casas (o palacios), era de consumo privado o, a veces, incluso clandestino. Dicho de otro modo: lo que estoy por criticar –‌la convención o cliché– se sostendrá incluso aunque esa convención sí tenga algún fundamento histórico, precisamente porque la historia no da ni quita validez a las reglas paridas por esa convención. Por lo demás, al decir que la convención consiste en que la literatura introspectiva era privada y femenina 212

mientras que la literatura imaginativa era pública y masculina, estoy usando brocha gorda para pintar el lienzo, lo sé. Con pincel el lienzo sería tal vez más delicado, pero el significado general de lo representado en él sería el mismo. Este cuadro es, por decirlo de algún modo, consecuencia de un universo social y mental más abarcador: los hombres se han dedicado históricamente a «las cosas importantes» y hasta hace poco la escritura introspectiva y confesional no era importante en la esfera pública literaria. La (mal) denominada escritura femenina quedaba destinada al ámbito privado, mientras que la escritura imaginativa formaba parte de la arena pública. La continuidad con el imaginario social tradicional no era demasiado sutil: los hombres se ocupaban de la res publica y de hacer dinero, mientras que las mujeres tenían como tarea principal las labores de la casa, entre las cuales figuraba –‌de forma opcional, a diferencia de otras tareas que para ellas tenían naturaleza obligatoria– la escritura introspectiva. Pero cuando la escritura introspectiva cobra relevancia y prestigio en el reino de lo público, con las diversas formas de autoficción, autobiografía, dietarios o diarios, desplazando o por lo menos disputando el lugar central de la literatura imaginativa en la plaza pública, la distribución de tareas se ve parcialmente alterada. La escritura confesional, para la cual estarían teóricamente más y mejor dotadas las mujeres, dado que son «más cercanas a las emociones» y «más sensibles» –‌así reza el cliché–, sería explotada también, o sobre todo, por los hombres. Y creo que no me precipito si afirmo, desde un punto de vista estrictamente descriptivo o causal, que es en buena parte debido a que los hombres se empiezan a ocupar de la exploración de las propias emociones, por decirlo de manera burda e inexacta, por lo que esa literatura introspectiva escapa de los sa213

lones de las casas para pasar a la escena pública. Y tampoco creo ser muy temerario al afirmar –‌siempre, insisto, desde una perspectiva descriptiva o causal– que es en buena parte debido a que los hombres se estrenan en la escritura confesional por lo que esta última adquiere, para humillación de las mujeres, cierto prestigio y entidad literaria. Aunque no está de más notar que lo que en realidad se traslada a la esfera pública no es la escritura introspectiva, sino la escritura introspectiva de hombres. Y este hecho –‌en concurso con otros, culturales, políticos y sociales, que no mencionaré aquí– poco a poco y aun con bastante timidez arrastra a la escritura introspectiva escrita por mujeres al dominio público. La secuencia habría entonces funcionado más o menos así: primero se construye la idea según la cual las mujeres estarían dotadas de manera casi exclusiva para la introspección y la confesión. Al mismo tiempo, se relegan las formas de literatura que lidian con la introspección y la confesión a lo privado, a la casa, el espacio natural y a la vez social «propio» de las mujeres. Y, por último, cuando se saca de «la intimidad» esa escritura, lo hacen –‌con algunas excepciones– los hombres. Esta es la siniestra paradoja: la «escritura femenina» la acabarían «dignificando» los hombres; de este modo, la supuesta escritura femenina es una cuestión privada hasta que empieza a ser practicada por los hombres y entonces pasa a ser pública. Hay al menos dos maneras de deshacer esta siniestra paradoja. Una primera posibilidad es que las escritoras intenten ocupar el espacio público desde la (mal) llamada literatura femenina. Una opción alternativa es huir por el momento de esa etiqueta, que responde a un cliché misógino, e invadir el tipo de literatura que los hombres se habían autoatribuido: la literatura imaginativa. Esta última 214

es, a mi juicio, la vía elegida por Irene Solà o Fernanda Melchor en las novelas exploradas en secciones anteriores. No hay introspección en ellas. No hay confesión. No son novelas que la mente misógina hubiese esperado que una mujer escribiera. Con ello no digo nada acerca de la calidad de la literatura confesional escrita por mujeres, tampoco de la imaginativa. Parto de que las buenas novelas son buenas novelas con independencia de otras consideraciones. Aquí me refiero a un punto distinto, no ortogonal con el de la calidad: la literatura confesional es el tipo de literatura que la arquitectura mental erguida con arreglo al cliché misógino espera que las mujeres escriban. Canto jo i la muntanya balla y Temporada de huracanes, en cambio, son una bofetada inesperada para el sistema social y mental misógino. La senda por la que circulan Solà y Melchor es, en lo que importa, análoga a la elegida para alterar la premisa inicial de Sharp Objects. Los creadores de la serie no se imaginan a Amy Adams como una mujer que responde al conjunto de clichés misóginos. De haberlo hecho, habrían modificado el contenido del arquetipo clásico y misógino de periodista/detective. Lo que hacen es algo distinto: cambian el género del arquetipo. Se trata de una opción más imaginativa y arriesgada porque en vez de disputar el cliché desde el lugar que los hombres han atribuido de forma unilateral a las mujeres, lo hace ocupando el lugar que los hombres se habían autoatribuido. Solà y Melchor, o, mejor dicho, sus libros, vendrían a ser como el personaje de Amy Adams: impugnarían el cliché no desde el lugar al que los hombres las habían relegado –‌la escritura confesional–, sino invadiendo el lugar que los hombres se habían arrogado –‌la literatura imaginativa. Con todo esto no pretendo insinuar que las mujeres 215

que escriben literatura imaginativa escriben «como hombres». Hacer una afirmación semejante sería aceptar, de manera involuntaria, el marco conceptual heredado del cliché machista. Despojados de ese marco, me parece que lo que tiene más sentido es decir que la mujer que escribe literatura imaginativa no escribe como un hombre sino que, simplemente, escribe literatura imaginativa; y, por la misma razón, el hombre que escribe literatura confesional no escribe como una mujer sino que, simplemente, escribe literatura confesional. En principio la idea de que hay una literatura esencialmente femenina o una literatura esencialmente masculina suena algo arbitraria. Puedo equivocarme, desde luego, y puede que exista una literatura esencialmente femenina. Pero soy escéptico al respecto, en buena parte porque soy escéptico acerca de que, cuando se trata de asuntos humanos, haya cosas genuinamente esenciales. Sea cual sea la respuesta a la cuestión de si existe o no una esencia literaria femenina, no quita que las mujeres que escriben literatura imaginativa contribuyen a la feliz destrucción de ese cliché desde el lugar en que los hombres habíamos estado unilateral, cómoda y privilegiadamente instalados. En El funeral de Lolita (2018), Luna Miguel elige también la vía imaginativa. A diferencia de Solà o Melchor, Miguel se imagina un escenario urbano de clase media. Pero al igual que Solà o Melchor su novela también se imbrica en la mitología, aunque –‌como el propio título de la novela sugiere– se trata de una mitología urbana reciente: Lolita. La novela narra la historia de una chica de unos treinta años, Helena, que acude al funeral de su antiguo profesor de literatura en la secundaria, Roberto, con quien mantuvo una relación que Helena describe a veces como una relación de amor y otras de abuso. 216

Hay una razón por la que El funeral de Lolita me parece particularmente interesante como superación de la siniestra paradoja que mencioné unas líneas más arriba. Pero, antes de llegar a ella, quiero señalar algunas virtudes imaginativas de la novela de Miguel. A diferencia de la novela de Nabokov, pero al igual que Temporada de huracanes, El funeral de Lolita contempla solo el punto de vista de Lolita/Helena e ignora el de Humbert Humbert/Roberto. Si una novela no fuera más que la mirilla de una puerta, la de Nabokov nos colocaría en el lado desde el cual ve el monstruo, mientras que la de Luna Miguel nos colocaría en el lado desde el cual vemos cómo el monstruo se retuerce. No obstante, al igual que en la novela de Nabokov, la Lolita de El funeral de Lolita tampoco es una «lolita». Otro punto capital de El funeral de Lolita es que Miguel combina la voz de la Helena de treinta años con la Helena de quince años y, a ratos, es esta última la que parece más madura, más lúcida. Esto podría parecer con­ train­tui­ti­vo. Habitualmente pensamos que la madurez está correlacionada con la edad: la Helena de treinta años debería ser más madura que la de quince. Esto es lo que nos dice nuestra intuición. Se podría incluso concluir que se trata de un fallo en la novela de Miguel. Yo hago una lectura distinta. El abuso –‌que incluye una violación en el caso de Roberto– puede congelar o incluso hacer retroceder el proceso de madurez de una persona hasta el punto de que la confusión de una treintañera parezca ser mayor que la de una quinceañera. No hay error por parte de Miguel. Se apoya en una historia artificial para comprender que lo contraintuitivo puede dejar de serlo si nos embarcamos en el ejercicio imaginativo de escribir y leer. 217

Pero lo más inteligente de El funeral de Lolita reside, a mi juicio, en la aguda manera en que Miguel deshace la paradoja que mencioné unas líneas más arriba. Luna Miguel se imagina el diario confesional de la Helena adolescente. Si las mujeres, según el mencionado cliché, se ocupaban de la escritura íntima mientras que los hombres se ocupaban de la escritura imaginativa, Miguel hace colapsar esta división de tareas imaginando un diario íntimo. Se huye así de la mente misógina desde un flanco inesperado: imaginando la literatura confesional. De este modo, se ocupa el lugar que se habían autoatribuido los hombres pero para imaginar el lugar que ellos habían atribuido a las mujeres. Es una aguda vuelta de tuerca. Por lo demás, no creo que sea una coincidencia que algunos de los momentos más potentes de la novela se encuentren en ese estupendo diario imaginado. He aquí algunas entradas fulgurantes: El asco apoyado en Cernuda: «Mano de viejo mancha el cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.» Mis manos están manchadas. Mi cuello está manchado. Tus labios son tan finos como tus dientes que pinchan. Tu barba raspándome. Tu barba crujiente (p. 128).

La confusión: ¿Y si resulta que es lo miserable lo que me excita? ¿Y si resulta que estoy hecha para odiar y amar siempre a la vez y al mismo tiempo? (p. 127).

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La conversación con la sombra de Nabokov: ¿Tienes miedo de los cazadores de mariposas? (p. 128).

Los ecos de una madurez y lucidez congeladas y a punto de interrumpirse: ¿Por qué os gusta tanto imaginaros que nosotras aprendemos de vuestra decrepitud? (p. 130).

La claridad de la ausencia de consentimiento: Te dije que no y lo hiciste. Te dije que no y lo hiciste. Te dije que no y lo hiciste (p. 137).

La literatura como nave para transportar el deseo y también como condena: No leo para estudiar. Leía para impresionar a un hombre. Y ahora esos libros me han fastidiado la vida (p. 139).

Y, en medio de todo, una reformulación decisiva del llamado dilema de Eutifrón: ¿Amo porque leo o amo simplemente porque amo? (p. 119).

En el diario imaginado por Miguel, el dilema eutifroniano se refiere al hecho de que Roberto es el profesor de literatura de Helena y esta última no sabe si ama a Roberto porque este es la encarnación de la literatura o si, con 219

independencia de la literatura, ama a Roberto porque el amor es una fuerza autónoma. Es una bella y cruel transfiguración del dilema propuesto por Sócrates a Eutifrón en el diálogo platónico homónimo, en el que el primero le pregunta al segundo si cree que lo que es santo es amado por los dioses porque es santo o si, alternativamente, es santo porque es amado por los dioses. Algunos consideran que ese dilema se puede disolver o evaporar. Si este fuera el caso, el dilema eutifroniano sería en realidad un falso dilema. Otros, en cambio, consideran que no puede disolverse: el dilema de Eutifrón es un dilema genuino. Sea como sea, el dilema eutifroniano que propone Miguel trasciende la trama de la novela y puede ser entendido de manera universal y con una resonancia murdochiana: ¿amamos porque imaginamos o amamos simplemente porque amamos? Es este dilema, con todas sus reescrituras, con todos sus disfraces y con todas sus evasiones y titubeos, el que late en el corazón mismo de la literatura, en especial de la literatura imaginativa. La literatura es ese ine­vitable dilema eutifroniano. Por ello, preguntarse si se puede disolver o evaporar ese dilema es tan fútil como preguntarse si se puede disolver o evaporar la literatura.

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8. LOS DÍAS DE LA SEMANA DEL JARDÍN

de reüll.1

Confesso que mai he aconseguit mirar-me el món sense fer-ho CURIEL JORDANA

DOMINGO: NORIA

No sé si fue mi añorado y malogrado maestro Paco Fernández Buey quien hizo el gran hallazgo de interpretar la historia de las ideas como una noria. Yo, en todo caso, descubrí por él que la historia de las ideas, más que a una línea de tiempo que se autoconsume como una vela y que va dejando las ideas fundidas en un pasado cada vez más remoto, se parece a una rueda que gira de forma perpetua. Con una u otra forma, todo termina reapareciendo en tierra firme o temblorosa, y no lo hace atraído por la fuerza de la gravedad, sino por la fuerza centrífuga que hace girar la noria. No hay principio ni final. Solo –‌¡pero qué «solo», amigas y amigos!– un bucle fecundo y eterno. Ideas viejas vuelven y las nuevas se van y, un tiempo después, se invierten esos adjetivos o se intercambian esos verbos. La decencia desaparece un día del mapa y deja de interesar. Al cabo de un tiempo, la decencia vuelve a estar 1.  «Confieso que nunca / he conseguido / mirarme el mundo / sin hacerlo / de reojo», Curiel Jordana, Cavalls que vam perdre, op. cit.

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en boca de todos. Las generalizaciones lo gobiernan todo durante un tiempo y luego son criticadas porque llevan al desgobierno y al abuso. Un año la justicia es irrenunciable y al siguiente no es prioritaria. Marx es vilipendiado por medio siglo y en el medio siglo sucesivo El capital vuelve a ser tomado en serio. La religión, o al menos lo espiritual, es fundamental para una generación y para la siguiente es la más refinada expresión de todas las opresiones. En los años de bonanza el bienestar es hijo de la socialdemocracia y en los años malos la socialdemocracia es la madre de la miseria. Algo vuelve y todo se va y todo vuelve y algo se va. «Disidencia» significa algo en una década y otra cosa distinta décadas después. El derecho es una idea para proteger a los más débiles y, tiempo después, se considera un arma de los más poderosos. La racionalidad es liberadora en una época y aprisionadora en otra. Spinoza nos da luz y calor durante un siglo y luego sumergimos a Spinoza en un lago helado. La violencia es admisible algunos años pero otros no, y algunos no y otros sí. Ayer creíamos en la ciencia porque éramos escépticos y hoy no creemos en la ciencia porque somos escépticos. Ayer creíamos en las fronteras, hoy no tanto, mañana volveremos a creer en ellas y pasado mañana descreeremos de regreso. Hoy decimos sí al whataboutismo, mañana diremos meh, pasado el whataboutismo nos parecerá un engendro y el día sucesivo volveremos al meh o al sí o nos quedaremos con el engendro, ya veremos. Hoy pensamos que la única manera de ser coherentes es repetir siempre un discurso, mañana pensaremos que se puede ser coherente sin repetir el discurso y, con ello, asumiremos que la incoherencia es un riesgo que hay que aceptar, pero esto durará lo que dure antes de volver a repetirnos. 222

La historia de las ideas es un bucle que será tan eterno como lo sea la especie humana. Con todo esto no pretendo sugerir que las ideas de mañana serán idénticas a las de ayer. No es esa mi intención. Lo que digo es que son las mismas, no que se expresen de forma idéntica. Mismidad no es identidad. El corazón de las ideas es indestructible, aunque los huesos, los tejidos y la piel que lo protegen hayan cambiado. Ser pluralista moral en el siglo XIX no es idéntico a ser pluralista a finales del siglo XX, pero el núcleo, el órgano que bombea la sangre y mantiene con vida la idea del pluralismo, es el mismo. Cuando digo que la historia de las ideas es una noria no digo que las ideas reaparezcan idénticas. Lo que quiero decir es que, tras la carcasa del lenguaje, el vocabulario y el contexto –‌los huesos, los tejidos y la piel–, anida la misma descarga eléctrica que da lugar al latido de la idea. La única forma en que podría hablarse de identidad es si las ideas, además de tener el mismo corazón, estuvieran recubiertas con idénticos huesos, tejido y piel. Pero eso sería tanto como decir que la noria quedó trabada en algún punto y que la fuerza centrífuga que la hacía girar claudicó. No, las ideas de la noria se expresan con formas distintas cada vez que aterrizan porque el mundo ha cambiado y con él la carcasa de la idea. Por eso las ideas no son idénticas aunque son las mismas. Tampoco pretendo sugerir que la historia de las ideas se dé primero como tragedia y luego como farsa. En esa frase marxiana la historia hace referencia, creo, a los hechos, a los acontecimientos, a los episodios. Yo me refiero en cambio a las ideas. Y las ideas no son por sí mismas trágicas ni farsantes aunque se suelan utilizar para contribuir a provocar episodios trágicos y a engendrar farsas. Seguro que hay ideas calamitosas, pero cuando la noria las hace aterrizar, 223

no pasan a ser ideas farsantes, ni viceversa. Cuando tocan suelo, las ideas infames conservan su estatus infame y las ideas nobles conservan su estatus noble. Cambia el mundo y cambia la carcasa de las ideas, pero su corazón es el mismo. La imaginación era una idea noble ayer, y cuando la noria la traiga de vuelta a la tierra, lo seguirá siendo. Las virtudes imperfectas capturaban mejor la complejidad moral de los humanos ayer, y mañana, o pasado mañana, o cuando sea que la noria haga descender la cabina con las virtudes imperfectas, alborotadas tras un periodo rozando las estrellas, seguirán capturando mejor esa complejidad que sus contrapartes perfectas. Gravitaremos sobre las mismas ideas, padeceremos las mismas tormentas y amainaremos viendo los mismos colores. Nada que se nos escurra entre los dedos será remoto ni esquivo, nada que sea impalpable será original. Todo nos resultará familiar. Pero nada será idéntico. Los huesos crujirán, se astillarán y se desintegrarán. Y de su polvo surgirán nuevos huesos que cubrirán, solícitos, el mismo corazón inmutable. LUNES: BARBARIE

Han surgido complicaciones. Vieron a la mujer bajo el puente, cerca de la orilla. El agua le llegaba a las pantorrillas. Incorporó con cierta lentitud la criatura a la dócil pero inclemente corriente del río. Y la dejó ir. La mujer giró sobre sí misma e intentó regresar a la balsa, que oscilaba, no del todo varada, muy cerca de la orilla. Se dio entonces cuenta de que la vetusta balsa que la había llevado a esa altura del río, bajo el puente, se estaba sumergiendo: tenía una fuga, maldito gorgojo. Dejó ir la balsa 224

río abajo. Ahora tendría que remontar el río, a la búsqueda de una nueva balsa. Remontó río arriba, resiguiendo la orilla izquierda de ese caudal de agua cuyo nacimiento era un misterio. Estaba tan agotada que a ratos avanzaba como lo hacen los cuadrúpedos. Y los momentos de descanso los dedicaba a pensar que dominaba el argot de su comunidad, que la suya era, al fin y al cabo, una casa respetable y que nada malo podía sucederle. Sería perfectamente capaz de explicar a todos por qué había escrito que había dejado a su criatura a merced de la corriente. Pero se equivocó. Surgieron complicaciones. La comunidad a la que pertenecía, siempre ávida de honrar la obligación de non liquet, y de hacerlo mediante exabruptos, impugnó sus palabras escritas y decretó su culpabilidad. Lo que tenía forma de confesión, gritaba de forma solapada la muchedumbre, era una confesión; lo que imitaba la realidad, berreaban las hienas, no solo era realidad (algo con lo cual ella estaba conforme), sino que describía la realidad (algo con lo que ella estaba disconforme); lo que apestaba a hechos, gemían los que alguna vez había considerado como los suyos, no podía ser sino hechos. El amorfo tribunal trocaba lo lite­ rario en literal y la turba acechaba a la mujer. Ella úni­ camente se había atrevido a imaginar qué podía hacer con las consecuencias indeseadas del amor en un lugar en que el amor era opcional pero sus consecuencias indeseadas no lo eran. Ella no había confesado nada, pero lo había escrito. ¡Lo escribiste, lo escribiste!, le reprochaban. Sus palabras resultaron no ser palabras, sino pruebas que la mandaban al infierno. En realidad no conocía tan bien el argot de la comunidad y su casa podía ser respetable, pero ella no. La incivilización de lo literal se imponía a la civilización de lo literario como el color negro colma las nubes en el instante antes de la tormenta. No había balsa, no había 225

gorgojo, no había río, no había criatura, no había vientre, no había corriente. Solo había la miel que unía un mundo con otro que ya nunca iba a existir. Un espasmo. Una mujer himenóptera y una criatura que nunca había sido engendrada aunque sí imaginada. Ahora ya no buscaba la nueva balsa río arriba. Ya no podía. Solo cantaba «Down by the Water» mientras la turba la destruía a golpes. MARTES: INFIEL

Tras un larguísimo viaje desde México, llegué a Tel Aviv. El hijo menor de los Adler, de nombre Yonatan, vendría a recogerme en coche y me llevaría hasta el kibutz a pasar el día. No era mi intención visitar en ese viaje ningún kibutz, me parecía algo trasnochado hacer eso en 2016 y un poco fuera de lugar dado el infame estado de la región y en particular el de los territorios ocupados. Pero mi amigo Elías Okón Gurvich insistió en que debía conocer a los Adler, una encantadora familia de judíos mexicanos –‌de origen austriaco– que emigraron a Israel a principios de los setenta movidos por el sueño socialista. Me pudo la vanidad de hacer algo trasnochado y la confianza en el instinto de Okón Gurvich. Yonatan Adler me recogió en la plaza Isaac Rabin –‌donde había conseguido, siempre a través de Okón Gurvich, a quien tanto debo, que me prestaran un apartamento– en un viejo Renault Clio. Yonatan era caricaturista, simpático, teníamos más o menos la misma edad y chapurreaba cuatro palabras de español que sus padres le habían enseñado. Llegamos a Ga’ash, el kibutz donde se habían instalado sus padres casi cincuenta años atrás y en el que seguían viviendo. La madre era una señora alta, de nom226

bre Natalia, que no podía dejar la plática por un segundo y que me encargó, como si el futuro del mundo dependiera de ello, que llevara a los Okón Gurvich, allá en Tecamachalco, tres o cuatro cajas de halba. Su esposo era chaparro, algo mayor, bordeando los ochenta, y menos dicharachero. Se llamaba Lázaro y había sido oftalmólogo, al parecer uno prestigioso. Yonatan me propuso ir a la playa, que estaba apenas a cien metros, y luego comer con sus padres. Bajamos por una duna idílica hasta la orilla. Yonatan se fumó un porro gigantesco en la arena y me ofreció unas caladas. Yo decliné: si hubiera sido de cualquier otra cosa, habría accedido, pero el hachís y la marihuana son las únicas drogas incivilizadas. Yonatan se quedó dormido y yo me bañé en el Mediterráneo como si bañarse en su ribera sur fuese como volverse a bañar por primera vez en él, como si todas las veces que me había bañado en Vilanova i la Geltrú lo hubiese hecho en un mar distinto, en un océano diferente, en un mundo remoto. Cuando salí del agua, Yonatan me contó su experiencia en el ejército, cómo silban las balas que te pasan cerca, cómo aprendes a observar y a ser observado, cómo el otro es cada vez más otro porque nunca tiene cara. Y la vida de la gente sin cara no te importa. Subimos la duna y regresamos con sus padres, que ya tenían la comida lista. El español de Natalia y Lázaro no había perdido nada de acento mexicano, tampoco –‌me contó Yonatan entre risas– su hebreo. Me cosieron a preguntas sobre la Ciudad de México. Barrios, calles, gente. Querían saber, supongo, si podían seguir diciendo que conocían la Ciudad de México, o sea, querían saber si aún eran chilangos. No era nostalgia, era algo más sobrio: la memoria en marcha. 227

Okón Gurvich tenía razón: eran encantadores. Me contaron la historia de Ga’ash, el kibutz donde vivían. Era un lugar bonito, cuidado, austero. Normalmente los kibutz, a estas alturas de la historia, estaban degradados, dejados, venidos a menos. Los que se sostenían en pie no eran muchos y su estrella era a todas luces declinante. Lo que yo me preguntaba, cuando me hablaban del estado general de los kibutz en 2016, era qué hacía que en esos lugares el sueño del socialismo pereciera mucho más lentamente que en otros lugares del mundo. Un misterio, aunque dudo que se trate de uno insondable. Ga’ash era un kibutz peculiar: funcionaba. Pero la razón por la que funcionaba es de una ironía tan cruel que desarmaba toda vigilia. Colindante con Ga’ash, está Herz­ liya, a la que algunos llaman la Silicon Valley del Mediterráneo, una ciudad donde se ha instalado una industria tecnológica puntera. Herzliya fue creciendo y necesitaba más terreno para acoger oficinas y viviendas de ingenieros, computólogos, programadores y demás demiurgos. Así que les hicieron una oferta para comprar unas parcelas en su terreno. Con la contrapartida económica podrían mantener con buena salud el kibutz. Accedieron. Era, claro, una contradicción palmaria, pero al fin y al cabo el kibutz seguía existiendo, ¿no? Platicamos sobre el misil nuclear de Irán, sobre el bárbaro Netanyahu y la salvaje derecha israelí, sobre cómo languidecía el movimiento pacifista con el que ellos simpatizaban, sobre comida mexicana, sobre los orígenes austriacos de los Adler, sobre lo desagradable que se había vuelto pasear por la religiosa Jerusalén. Lázaro era un tipo muy agudo, se declaraba ateo y contaba chistes de médicos, de rabinos, de mexicanos. Era un seductor. Y entonces ocurrió algo extraordinario. Cuando ha228

bíamos terminado de comer, llegó el hijo mayor de los Adler acompañado de su esposa. Se llamaban Isaac y Romina. Y eran ultraortodoxos. Romina, hija de judíos marroquíes emigrados a Israel también en los setenta, no podía ser tocada ni rozada por nadie durante no sé cuántas horas del día. E Isaac, que había recibido una educación laica que más tarde repudiaría, era de una inquietante severidad en la mirada y en los gestos. El matrimonio se trataba con la familia Adler con cariño, pero el ambiente era mucho más serio y solemne. Tomamos un café y Natalia y Lázaro se ofrecieron a llevarme de vuelta a Tel Aviv. Me despedí de Yonatan y de los demás. Justo en aquel momento, alguien desde México llamó al móvil de Natalia. Quien fuera que la estaba llamando le contó que la semana siguiente Etgar Keret, un estupendo escritor israelí, iba a estar en la Ciudad de México presentando no sé qué libro. Colgó el teléfono y nos metimos en el coche. Al volante, Natalia; de copiloto, Lázaro; y yo, en el asiento de atrás de un Cinquecento o de algún coche igual de minúsculo e incómodo que un Cinquecento. No sé si fui intrépido o temerario, pero no pude resistirme a preguntarle a Lázaro cómo se sentía con el hecho de que su hijo se hubiera vuelto un fanático religioso (aunque no creo que yo usara estas palabras). Nos veíamos y nos mirábamos a través del retrovisor. Lázaro me preguntó si sabía dónde vivía él en 1953. En México, ¿no?, respondí preguntando yo (una costumbre, por cierto, muy chilanga, la de responder preguntando). Él asintió. Y añadió: «¿Y sabes qué hice yo durante unas cuantas semanas seguidas de 1953 en México?» Él vio mi reflejo en el retrovisor haciendo que no con la cabeza. Lázaro debió de pensar que yo era idiota, porque su pregunta, naturalmente, era retórica. Al fin volvió a hablar. «Yo tenía quince años en 1953 y llo229

ré, lloré y lloré durante semanas y semanas porque Stalin acababa de morir. Ahora todo aquello me parece una estupidez», remató. Entonces hizo una pausa y rió. Y yo entendí que había puesto en marcha la imaginación para intentar ver el mundo desde los ojos de su hijo. Finalmente, dijo: «Así que de mi hijo pienso lo mismo que él piensa de mí: ¡es un infiel!» MIÉRCOLES: ARITMÉTICA

La fórmula aritmética la enunció Ferlosio con ocasión de un séxtuple homicidio ocurrido en Burgos en 1996: «Cuanto más sañudamente se infama al homicida, más se honra a las víctimas.»1 No hay, naturalmente, ninguna aritmética involucrada aquí, y eso es lo que Ferlosio, con su conocida aversión a la simplificación, denunciaba. Se trata solo de una forma primitiva y falaz de lidiar con el odio, una fantasía más para consolarnos con urgencia. La fórmula puede adoptar múltiples variantes: a mayor indignación pública contra X, más del lado de la víctima de X creemos estar; cuanto más escupimos al violentador, más solidaridad pensamos estar mostrando hacia la persona violentada; cuanto más apaleamos o pateamos al victimario, más cerca pretendemos estar de reparar el daño causado a la víctima. ¿Qué explica esta retorsión? ¿Qué da pie a creer que esa fórmula aritmética es algo más, o por lo menos algo 1.  Rafael Sánchez Ferlosio, «¿Tú de qué lado estás?», publicado originalmente en El País, 7 de diciembre de 1996, ahora en Rafael Sánchez Ferlosio, Babel contra Babel. Ensayos 3, Debate, Barcelona, 2016 (edición de Ignacio Echevarría).

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diferente, que una burda forma de venganza simbólica? ¿Qué nos hace creer que cuanto más odio sumamos contra el victimario, más solidaridad sumamos respecto de la víctima? ¿Qué hace que se confundan tan milimétricamente la justicia y la venganza? He aquí mi candidata: la empatía. Debe de haber pocas cosas que se hayan invocado con tanta buena fe y con resultados tan nefastos en nuestros días como la empatía. Y con ello me refiero a la idea de ponerse en el lugar de la persona agredida en el sentido propugnado por Walt Whitman en «Leaves of Grass»: I do not ask the wounded person how he feels I myself become the wounded person.1

Es comprensible, explicable y hasta cierto punto excusable –‌o por lo menos lo es en determinadas circunstancias– que la persona violentada sienta la necesidad de vengarse (lo cual no quiere decir que sea comprensible, explicable y mucho menos aún excusable que lleve a cabo la venganza). Los problemas vienen con el waltwhitmaneo: no es posible convertirse en la persona violentada porque no es posible sentirse como ella.2 La razón es, creo, obvia: no tenemos su ex1.  «No le pregunto al herido cómo se siente, / me convierto en el herido», en traducción de León Felipe. 2.  Soy consciente de que existe otra acepción de «empatía» en que esta no es un dispositivo sentimental, sino cognitivo. No tengo nada que decir sobre este otro sentido de «empatía», porque la imaginación, tal y como la entiendo aquí, es una forma de empatía cognitiva. A mi juicio, sin embargo, este no es el sentido más habitual en que se invoca la empatía, al menos en nuestros días. La intensa demanda por la empatía que se vive en la actualidad es la que está depositada en el waltwhitmaneo. Por lo demás, y por la propia naturaleza

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periencia, no somos ella. Esta laguna, por más que haya experiencias afines, es insalvable. La empatía, en este sentido –‌que es el que normalmente se invoca: sentir lo que el otro siente–, no es posible. Y ahí es donde se produce la falsa fórmula aritmética: no puedo sentirme como la víctima, pero sí puedo desear lo mismo que desea la víctima: la venganza. Todo ello es entendido como la contracara de la falsa fórmula aritmética: mostrar la más mínima piedad con el victimario sería injuriar a la víctima. Cuanto más odio regurgitamos hacia el victimario, más creemos sentir lo que siente la víctima y más convencidos estamos de honrarla. Como el waltwhitmaneo es imposible, nos inventamos algo que creemos que se le parece: la acumulación de odio como equivalente de la acumulación de simpatía hacia la víc­ tima. En la ya mencionada Sharp Objects, avanzada ya la serie, la gran Amy Adams acude a una fiesta en casa de unas amigas de la adolescencia. El tema de conversación es, naturalmente, los homicidios de chicas sucedidos en su pueblo. En un momento determinado, una de ellas, inteligente y muy envilecida, le dice a Amy Adams que no puede sentir lo que ellas sienten, su miedo, su pavor, porque Adams no tiene hijas. La perversidad de las palabras de la amiga es palmaria: le reprocha que carezca de empatía precisamente porque sabe que Adams no puede empatizar con ellas. Pretende, de manera deliberada, herir a Adams de este ensayo, exageraré, en lo que sigue, la diferencia entre dispositivos cognitivos y dispositivos sentimentales, a pesar de que la distinción no es tajante sino más bien escalar: la empatía sentimental sería en todo caso una forma de empatía cognitiva, que a su vez tendría una parte sentimental. Pero para que quede más iluminado lo que sugeriré en este día de la semana del jardín, escribiré como si la distinción fuera tajante.

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haciéndole caer en una trampa sentimentaloide y sofista. Lo que desconoce es que Adams no quedará herida porque, bueno, Adams es Adams, el personaje genial de la serie, la gran heroína, y sabe que un reproche por algo que no existe, como el waltwhitmaneo, es absurdo, y porque también sabe que el sucedáneo de la empatía –‌la fórmula aritmética– es una impostura. Adams desprecia con disimulo y elegancia el comentario de su antigua amiga y se mantiene impertérrita. ¡Viva Amy Adams! Nada de esto quita que la amiga de Adams conozca a la perfección el paisaje moralizante de sus días: nada tiene más prestigio moral que el waltwhitmaneo y, en consecuencia, no hay ninguna falta moral más grave que la de la ausencia de waltwhitmaneo. Poco le importa, ahogada en su propio cinismo, que faltar al deber de empatía no pueda constituir una falta moral porque sabemos, al menos desde tiempos ilustrados, que «debe implica puede». Lo que ella busca es hacer daño, administrar el odio de los demás a su antojo, consumirse y hacer que los demás se consuman en su espiral de venganza sentimental. Se ha repetido hasta la saciedad –‌una característica, la de la saciedad, ya casi indistinguible de la repetición: si algo no se repite hasta la saciedad es como si no se hubiese repetido– que el arte narrativo e imaginativo promueve la empatía. El novelista, el cineasta o el letrista tendrían la misión de hacer que nos sintiéramos como se siente algún «otro». Una buena novela sobre la infausta peripecia de los refugiados sirios que atraviesan el Mediterráneo, o perecen en él, o sobre una adolescente tratando de abortar en Veracruz, tendría que hacerme reaccionar –‌así dice ese lugar común– diciendo algo así como: «puedo sentir el dolor de ese hombre en medio del Mediterráneo» o «puedo sentir la humillación de esa mujer tratando de interrumpir su embarazo». 233

Pues oiga, no, qué quiere que le diga: no siento ese dolor ni siento esa humillación porque no puedo, porque mi experiencia no es la de un refugiado o la de una adolescente embarazada y no habrá obra de arte que cambie mi condición. Y por más que intente ponerme en su piel, por más que me esfuerce, fracasaré una y otra vez, porque soy lo que soy. Me puedo solidarizar de múltiples maneras, puedo ayudar en alguna medida, puedo sentir compasión y tristeza. Pero fracasaré en sentir lo que siente ese refugiado o esa adolescente, como fracasará Amy Adams en Sharp Objects si intenta sentir el tipo e intensidad de miedo que sufre su envilecida amiga porque esta última sí tiene hijas. Algunos condicionantes son desgraciadamente insuperables, diga lo que diga Walt Whitman. Y creer lo contrario puede servir para tranquilizar nuestra conciencia, pero no marcará ninguna diferencia práctica, algo en lo que abundaré un poco más adelante. No pretendo impugnar con nada de esto que el arte narrativo emocione. Las lágrimas que a uno le provoca una obra de arte no son fingidas. La fantasía mencionada en el párrafo anterior no consistiría en llorar, o en emocionarse. Todo eso puede ser genuino y valioso. Y me cuesta ver por qué estaría mal que una obra de arte provocara lágrimas (por mi parte, confieso que las lágrimas derramadas como reacción a una obra de arte no narrativa me parecen más emotivas y que las provocadas por las obras de arte narrativas me parece que están inducidas, por lo general, de manera más sentimentaloide, más –‌por así decir– tramposa, pero esta es una discusión para otra ocasión). Lo único que estoy impugnando aquí es la suposición de que el arte narrativo nos pueda hacer llorar las lágrimas de los demás o que las emociones provocadas por una novela o una película sean una señal de la verdad del waltwhitma234

neo. Emocionarse con una novela en la que al personaje X le sucede algo malo no quiere decir que uno se haya puesto en la piel de la persona a la que el personaje X representa. Puede que sintamos pena, tristeza, nostalgia, odio, ira, melancolía, pero se tratará de mi pena, mi tristeza, mi nostalgia, mi ira, mi melancolía, no la de otro, aunque esté provocada por otro, uno imaginado. Que las emociones sean genuinas no quiere decir que se haya dado con la llave que abre el candado de la empatía. Por lo demás, sería muy estúpido por mi parte ignorar que muchas veces el waltwhitmaneo es una manera de dar calor y expresar solidaridad, tal vez la única. Si el propósito del waltwhitmaneo es este, no tengo nada que decir, solo faltaría. Pero mi impresión es que al waltwhitmaneo se le suponen virtudes que van más allá de esta manera verbal de apoyar a alguien. Entre esas supuestas virtudes, está la idea de que el arte narrativo nos hace sentir como el otro y, con independencia de que esto tenga sentido, parece que es suficiente para movernos a tomar acciones. Al fin y al cabo, ¿qué importa que el waltwhitmaneo no sea posible si creer en él nos mueve a hacer cosas correctas? ¿Cuándo fue la inexistencia de Dios una razón suficiente para no creer en él? Bueno, sí, alguna vez, pero ja m’enteneu. Si la novela sobre el refugiado sirio nos hace creer que podemos sentir su sufrimiento y eso nos mueve a tomar acciones al respecto, ¿qué importa que en verdad no exista el candado de la empatía? Según el psicólogo Paul Bloom, la empatía –‌es decir, la fe en el waltwhitmaneo– refleja nuestros sesgos morales1 (solo que me parece que «sesgo» tiene una connotación ne1.  Paul Bloom, Against Empathy, Ecco, Nueva York, 2016, p. 31, (Contra la empatía, Taurus, México, 2018).

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gativa que es impropio usar en el ejemplo de la predisposición a ayudar a los refugiados). La empatía, según Bloom y contrariamente a una de las virtudes que le suponemos, no ampliaría nuestros universos morales; la aspiración al waltwhitmaneo funcionaría, en todo caso, para ayudar a aquellos que ya figuran en nuestro universo moral. Y, en este sentido, la empatía haría más herméticos nuestros universos morales. Es debido a que nuestro paisaje moral es el que es por lo que creemos estar sintiendo el dolor de algunas personas pero no el de otras. Así que más bien parece que quienes estaban dispuestos a tomar acciones de algún tipo respecto de la situación de los refugiados lo estaban antes de creer que podían sentir el sufrimiento de los refugiados novela mediante; y los que no, no. Las cosas se ponen aún peor. El modelo de arte empático, como dice Namwali Serpell, escritora zambiana afincada en Estados Unidos,1 terminaría por apuntalar el statu quo: El modelo de arte empático fácilmente puede derivar hacia el deleite del sufrimiento por parte de aquellos que viven libres de sufrimiento. Es una puerta de entrada para que los blancos se puedan sentir salvadores, con su familiar mezcla de propaganda, pornografía y paternalismo. Es un paliativo emocional que nos distrae de las verdaderas injusticias, en la pantalla o en la página, por no hablar de nuestras vidas reales. Y ha impuesto a los lectores y a los espectadores la idea de que pueden y 1.  «The Banality of Empathy», The New York Review of Books, 2 de marzo de 2019: https://www.nybooks.com/daily/2019/03/02/ the-banality-of-empathy/ (consultado por última vez el 26 de junio de 2020).

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deben usar el arte para habitar al otro, especialmente al marginalizado. Quizá aún peor, ha impuesto en aquellos que hacen arte, especialmente a los marginalizados, la idea de que pueden y deben construir vehículos creativos para la empatía. Esta dinámica grotesca produce obras de arte aburridas e indulgentes. Y de hecho perpetúa y asume un desequilibrio en el mundo: están aquellos que sufren, y aquellos que no y que tienen tiempo libre para ser convencidos –‌a través de novelas y películas que producen empatía– de que los que sufren sí importan.

El arte empático –‌al menos cuando busca «conectar» con la marginación y la exclusión sociales– sería una forma perversa de caridad porque terminaría consolando no a los que realmente sufren, sino a aquellos que sienten pena por los que realmente sufren. La dinámica, como dice Serpell, es grotesca. La única opción que les quedaría a los excluidos y a las minorías sería la de conseguir que se haga arte narrativo en que den pena para conmover a los que no están excluidos. El arte empático, en el sentido que repudia Serpell –‌que no es otro, en el fondo, que el del waltwhitmaneo–, derivaría en favolette: arte moral que carece de interés moral, arte didáctico del que no se saca ninguna lección, solo lágrimas que lavan los pecados de los más privilegiados. El arte empático sería un artilugio producido por el hombre blanco privilegiado para poder seguir siendo el hombre blanco privilegiado, solo que ahora lo sería, además, sin cargo de conciencia. Pero hay una alternativa. El arte narrativo imaginativo, lo que yo llamé arte himenóptero. El arte narrativo no puede forzarnos a sentir lo que sienten los demás, pero sí puede forzarnos a imaginarnos otros puntos de vista. El arte ima237

ginativo, como el arte empático, también apela a los otros, pero no para generar las emociones más primitivas, como la más inconsolable de las penas o el odio más visceral, sino emociones más complejas, emociones que no bloquean la capacidad de conocimiento o de pensamiento (a diferencia de las que se expresan a través de las vísceras). Ampliar los universos morales –‌que es lo que al fin y al cabo se demanda cuando se exige empatía– pasa por representarse otras visiones del mundo, y esto último suele quedar bloqueado cuando caemos en las emociones más primitivas. No hay pensamiento moral sin emociones complejas, pero rara vez hay pensamiento moral si las emociones más viscerales lo permean todo. Yo concibo la imaginación como esa mezcla entre pensamiento moral y emociones complejas. Para Serpell, recogiendo el testigo de Hannah Arendt, la imaginación en el arte vendría a ser una forma de hacer política, de ampliar el conocimiento de lo político. JUEVES: POLÍTICO

Una fiesta a principios de los años ochenta en algún apartamento madrileño espacioso lleno de jóvenes de entre veinte y treinta años. El volumen de la música nos impide saber qué dicen exactamente. Poco a poco, la fiesta va degenerando. La gente está ebria, drogada. Hacia el final, un poco como ocurre en las escenas clave de El discreto encanto de la burguesía, el sonido de las palabras (y después todo sonido) va desapareciendo. Al mismo tiempo, las imágenes que tenemos de las personas empiezan a ser perforadas por manchas negras circulares que se sobreponen sobre los contornos humanos definidos. Al final, solo 238

quedan imágenes de edificios madrileños sin encanto alguno. Se trata de El futuro (2013), de Luis López Carrasco, un mediometraje de cine experimental que captura, de manera figurativa, la atmósfera de la Transición española a la democracia. El futuro describe –‌aunque lo hace ignorando las formas más practicadas de narración cinematográfica– la deriva de un país que entra en la liga de las democracias liberales: al principio, imágenes poderosas de una fiesta sin palabras o en la que las palabras no importan demasiado y, al final, una fiesta también sin música y las imágenes horadadas por manchas de un vacío oscuro que acaba siendo el gris propio de los edificios urbanos. Es decir, la noche queda inaugurada con muchas esperanzas, ganas de divertirse, y poco a poco se va imponiendo el silencio y lo oscuro termina permeando las imágenes. Sin embargo, la degradación no es tanta porque las expectativas del inicio eran irreales. En el fondo no hay declive porque la fiesta fue siempre una fiesta algo desalmada: las democracias liberales son intrínsecamente asépticas. El futuro muestra, por vía figurada e imaginada, la sutil tensión política de toda democracia liberal: exageradamente festiva en su momento inaugural, hiperbólicamente oscura en su madurez, intrínsecamente aséptica en su conjunto. Según Víctor Lenore, sin embargo, El futuro es únicamente «un tour de force técnico y estético, la puesta en escena de una fiesta»,1 que se inscribiría en «una tendencia [de las películas que él llama películas hipsters] muy marcada al ensimismamiento: autorreflexivas, autorreferencia1.  Víctor Lenore, Indies, hipsters y gafapastas, Capitán Swing, Madrid, 2014, p. 106.

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les, autorales...». El futuro formaría parte de una manera de hacer cine que rehuiría del cine de masas, o del tipo de cine político o de denuncia que hace, por ejemplo, el documentalista Michael Moore. Para Lenore, El futuro no sería nada más que cine hecho por hipsters para hipsters críticos con el cine de Moore y «más pendientes de encontrar una excusa para poder olvidarse de las cintas sociales y volver a los paraísos onírico-preciosistas de Spike Jonze, Kim Ki-duk o Sofia Coppola». Lenore ve en El futuro una pulsión política en la superficie –‌que se explicaría por el momento de politización que supuso el movimiento de los indignados en España en 2011, es decir, tendría un barniz político que obedecería, siempre según Lenore, a estar a la moda– pero apolítica en el fondo. En los circuitos más comerciales de cine existe cierto tipo de cine de denuncia, como el de Michael Moore. Se trata, en términos políticos, de un tipo de cine inofensivo: no consigue mostrar ninguna tensión política, es maniqueo, fariseo y simplista. Y, con independencia de su contenido, su impacto tiende a ser, a medio y largo plazo, irrelevante. Es cierto que llega a mucha más gente y que enciende los ánimos. A mí Fahrenheit 9/11 (2004), sin ir más lejos, me crispó e irritó, y por un tiempo insignificante y olvidable hizo que odiara con el hígado a Bush. Pero de eso no queda nada: ni crispación, ni irritación, ni odio hepático a Bush. Y sobre todo no dejó como poso una cultura política antibelicista más robusta. Los cambios que causó fueron efímeros y superficiales. Pero no se le vaya a uno ocurrir criticar el cine de Moore por efectista, superficial y engañoso, no vaya a ser que lo tilden de hipster, gafapasta, moderno, etcétera. Parece que para Lenore la politización de la cultura consiste en que, ante la bifurcación de hacer más simplista 240

el arte o de hacer más complejo y crítico al público, hay que optar por el primer cuerno del dilema. Hay de fondo, en esta manera de pensar, una idea antiintelectualista según la cual favorecer la cultura popular es abogar por un arte simplista y hacer arte simplista es contribuir a la cultura popular. Para esta suerte de antiintelectualismo, la complejidad o la sofisticación no serían nada más que esnobs y clasistas muestras de ensimismamiento. No obstante, este tipo de crítica acaba derivando en una especie de intelectualismo antiintelectualista, el más detestable engendro esnob: adopta las actitudes más elitistas para defender los contenidos de la (supuesta) cultura popular. Lenore denuncia a los hipsters porque estos tratan a quienes consumen cultura popular como a borregos. Pero él termina diciendo a los hipsters que también son una banda de borregos. El mismo desprecio elitista y aristocrático que los hipsters sienten por la cultura popular es el que él siente por los hipsters. Lenore, el überhipster. En un momento de su libro, hacia el final, haciendo un acto de contrición, se abre y dice: «Hacernos hipsters tiene que ver con la satisfacción de sentirnos más inteligentes.» Así que hacerse überhipster tiene que ver con la necesidad de creerse más inteligente que aquellos que tienen la necesidad de creerse más inteligentes. Sus lectores ocasionales agradecemos de buena fe esta precisa, implícita e inteligente confesión de imbecilidad. Pero si dejamos a un lado al überhipster, lo cierto es que no todo problema social o político puede ser simplificado porque ello implicaría tratarlo de manera superficial. La complejidad demanda ser abordada con complejidad –‌lo cual no está reñido con la claridad, aunque sí con la confusión– y, a la vez, ser abordada con complejidad demanda que el público esté entrenado en esa complejidad. 241

El futuro es un caso extremo desde el punto de vista formal, pero el tipo de cine político –‌independientemente de cuál sea la etiqueta que usemos para referirnos a él– al que apunta está lejos de entender que la denuncia o la militancia política tienen que ver con el maniqueísmo o el moralismo de las virtudes perfectas. Y, de hecho, hubo un tiempo en que el cine político que no era propaganda como el de Moore no era exhibido en los márgenes de la polis, es decir, en los festivales de cine experimental. La obra del italiano Elio Petri, sin ir más lejos, era cine político, militante, que llegaba a muchísima gente en Italia, no tenía nada de marginal. Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto (1970) o La classe operaia va in paradiso (1971) examinaban la naturaleza y el fetiche del poder o las opresiones mentales de la clase trabajadora, pero no tenían ninguna moralina simplista, no eran propaganda. Eran películas complejas porque trataban cuestiones complejas. No era, por lo demás, cine «de modernos», sino un tipo de cine que contribuía en alguna medida a crear una cultura política, es decir, un instrumento que permitía al espectador hilar un pensamiento político con el que lidiar, de forma diacrónica, con la realidad política. El cine de Michael Moore, en cambio, trata de forma atomizada y sincrónica la política: intenta retratar un problema muy concreto en un momento muy determinado. Un rasgo habitual del intelectualismo antiintelectualista es creer que la realidad política se reduce a la actualidad política. Todo lo que sea levantar el vuelo por abstracción es considerado esnob, innecesario, hipster, ensimismado, moderno, etcétera. No obstante, sin abstracción ni intelectualización –‌llámesela como uno quiera, pero la reflexión política involucra siempre al intelecto– solo hay episodios atomizados y discontinuidad del pensamiento político. Es 242

decir, actualidad política y hostilidad hacia la creación de una cultura política. La mejor manera de protegerse que tienen las personas más vulnerables contra las tropelías del poder no es con un arte que trata de forma simplista problemas complejos, sino mediante la instrucción a través de formas de arte más complejas, formas de arte que tomen al espectador como un agente capaz de formarse juicios abstractos y autónomos, que lo obliguen a imaginar y no como un mero depósito de lágrimas o de consignas (que no dejan de ser llantos sin lágrimas). Ser antiintelectualista no es estar a favor de la cultura popular, sino a favor de que los que tienen menos instrumentos intelectuales para lidiar con la inmundicia de este mundo sigan teniendo menos instrumentos. Ser antiintelectualista es perpetuar el lugar que ocupan las minorías, las clases subalternas y los desheredados de la historia por el miedo a ser tildados de esnobs. También aquí opera la noria de las ideas. Y parece haber aterrizado la idea de que solo las favolette morales, como lo son, a fin de cuentas, Fahrenheit 9/11 o Bowling for Columbine, son cine político. Pero también esto pasará. Y llegará de nuevo el día en que el arte político no será maniqueo ni farisaico, sino que sugerirá tensiones, neutralizando y a la vez fortaleciendo puntos de vista, jugando a ser acusación y defensa a la vez y negándose a ser juez y parte. Cuando la noria traiga de vuelta las virtudes imperfectas, redescubriremos que el arte político es hecho por militantes políticos, desde luego, pero también descubriremos que si ese arte político se convierte en favolette, deja de serlo. 243

VIERNES: BELCEBÚ

No nos salvan quienes tienen ideales, sino quienes tienen imaginación. SÁBADO: SALMO

Al carajo (I) A la mierda las novelas que hacen girar el mundo y las medias verdades. Al carajo las jorobas morales, las mujeres huracanadas, la mirilla por la que las nínfulas observan cómo el monstruo se retuerce y todos los tiempos y todas las arritmias y todos los mundos y todos los espasmos que no sean el presente. Que se joda el gatillo de la pistola del que tira el búho de Minerva y a la mierda no ver las cosas como son. Que se hunda tu cristal translúcido y que la ironía quede en el olvido. Que perezca tu voz de falsete y también tu manía de mirar el mundo en cuatro dimensiones. Que no quede nada de tus artificios. A la mierda el Quijote. A la mierda los gigantes. Que solo queden los molinos. Al carajo (y II) Que nadie recuerde tus confesiones, tu sinceridad y tu in vino veritas. Al carajo mostrarse tal y como uno es y la transparencia y las almas desnudas y expuestas. Que se jodan las cosas como son y las verdades como puños y los baños de realidad y tus hechos tozudos. A la mierda la originalidad y –‌¡oh, dios mío, me dan sarpullidos solo de escribirlo!– la autenticidad. Que desciendan a los infiernos las lecturas literales y que las acompañen tu fact-checker y 244

mis hechos alternativos. Al carajo Cervantes. Al carajo los molinos. Que solo queden los gigantes.

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AGRADECIMIENTOS

Natalia Carrillo, Ana G. González, Curiel Jordana, Elías Okón Gurvich, Pablo Muñoz, Itsue Nakaya Pérez, Isabel Obiols, Sergi Pàmies, Jorge Salanova.

ÍNDICE

Introducción: Más allá de las favolette . . . . . . . . . . 13 1.  Nick Cave y la miel de un espasmo . . . . . . . . . . 27 2.  La imaginación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 3.  La Lolita de Lolita no es una «lolita» . . . . . . . . . 79 4.  No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 5.  Iris Murdoch o el elogio de lo artificial . . . . . . . 147 6.  Periodismo e imaginación . . . . . . . . . . . . . . . . . 165 7. «L’aürt» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 8.  Los días de la semana del jardín . . . . . . . . . . . . . 221 Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247

Impreso en Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d’Hortons

¿Hay arte moralmente condenable? ¿O es el arte

inmune al juicio moral? Las respuestas más socorridas que se ofrecen en la esfera pública a estas cuestiones parecen acorralarnos para que elijamos entre las opciones de un solemne dilema. O bien se reclama la suspensión total del juicio moral acerca de la obra de arte o bien se mimetiza el veredicto propio del

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derecho penal: culpable o inocente.

En este ensayo, Pau Luque sostiene que ese es

un falso dilema. El juicio moral es más complejo y

desordenado de lo que esas dos posiciones dan a entender. La obra de Nick Cave, la Lolita de Nabokov y El mar, el mar, de Iris Murdoch, hilos conductores de

este libro, sugieren que el juicio moral más fecundo es el que se encarama a la imaginación literaria, no aquel que busca la absolución o la condena. Al mismo tiempo, y sobre la base de la comparación

entre las escenas clave de Irreversible de Gaspar

Noé y La pianista de Michael Haneke, tiene sentido

hablar de arte moralmente indecente. La diferencia que mediaría entre el arte imaginativo y el arte

indecente es la misma que mediaría entre la narración imaginativa de personajes abyectos y la narración abyecta de personajes imaginados. El ensayo explora también otras cuestiones

imaginación literaria es una manera de impugnar un

cliché misógino; cómo podemos entender mejor qué

es el poder cuando lo imaginamos; o de qué modo la

tan idolatrada e invocada empatía puede esconder intenciones innobles. Un libro inteligente y ágil, que profundiza en las complejas relaciones entre moral y ficción, que vuelven a estar -o acaso nunca han dejado de estarlo- en el centro del debate. www.anagrama-ed.es GAnagramaEditor www.facebook.com/AnagramaEditorial www.instagram.com/anagramaeditor

Es)

los periódicos y magacines; por qué cultivar la

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relacionadas con la imaginación: cuál es el lugar

que deberían ocupar los literatos y artistas en

9"788433"941558