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P.
ENRIQUE MISIONERO
FARÉ,
F. S. C . J .
COMBONIANO
LA VOCACIÓN MISIONERA EN LOS SEMINARIOS DIOCESANOS
A
la luz d e . los
Documentos
Pontificios
EDICIONES COMBONIANAS - MADRID
nuiUNtRO
COM80NIANO
J
LÁ VOCACIÓN MISIONERA EN LOS SEMINARIOS DIOCESANOS
A la luz de los Documentos Pontificios
EDICIONES COMBONIANAS - MADRID
c
NIHIL OBSTAT VICENTE SERRANO.
Madrid, 29-4-1961
Que todas las diócesis hagan algún sacrificio por las misiones: ellas mismas serán abundantemente
IMPRIMATUR JOSÉ M.a, Obispo Auxiliar y Vic. Gen,
Madrid, 294-1961
bendecidas con
numerosas vocaciones que formarán la riqueza de vuestra Iglesia, el tesoro de vuestras diócesis, la esperanza de las misiones.
Excmo. Sr. D. HILDEBRANDO ANTONIUTTI, Nuncio Apostólico en España. (En «La Vocación Misionera». Semanas Misionales. Burgos, 1955 - 56, pág. 426.)
DEPÓSITO LECAL: M. 6601.—1961. Snc». de J. S«nch(!f Qesñfi
7
c í a . , S. A , , Tutor, Jfi. . MADRID
Carta Presentación dej Revmo. Mons. D. Á N G E L
SAGARMINAGA
Director Nacional de la Organización Misional Pontificia
Mi querido Padre Faré: Me pide usted un prólogo y yo le envío una carta que haga las veces de él. Sabe usted que un prólogo de verdad ni sé escribirle, ni dice bien con mi temperamento, ni se compadece con las circunstancias propagandísticas en que estoy sumergido. Le felicito por este trabajo sobre la vocación misionera. Le felicito por la claridad, por la valentía, por la sinceridad y por la discreción con que se enfrenta usted a los muchos y variadísimos problemas que de la vocación misio7
ñera brotan en la vida cristiana. Haré de este libro toda la propaganda posible. La Iglesia nació para crecer, es decir, para incorporar, para unificar en Cristo-Iglesia a todos los hombres, a todos los pueblos y a todas las culturas de la tierra. Necesita de misioneros. Se los exige su naturaleza y su finalidad. Por eso las vocaciones misioneras no pueden constituir problemas, son "naturales" en la Iglesia. Los problemas de vocación misionera los planteamos nosotros con nuestra mezquindad. La de veces que mis propuestas de apostolado misional o misionero han sido recibidas con esta palabra hecha interjección: "¡Imposible!" Sin embargo, andando no mucho tiempo, han sido siempre realidad. A veces me recome la inquietud de si nos habremos formado con tanta filosofía y teología y con tantas prácticas de piedad para limitar las misericordias de Dios. A Judas se le ocurrió hacer de lo "humanamente razonable" norma de su vida y constituir los medios humanos para establecer el reino de su Maestro y se ahorcó. Pedro quiso más bien pisar siempre en lo sobrenatural e informar su conducta de amor, y fue eso, Pedro, es decir, piedra fundamental de la Iglesia. Fíjese en lo que me sucedió un día: me sorprendí yo mismo mezquino y limitando, como 8
tantos, la eficacia infinita del apostolado católico en un plano, es claro, distinto al de mis trabajos de propaganda misional. ¡Yo, que hube de sufrir de muchísimos eso mismo sin poderlo comprender y que sentía en lo hondo de mi espíritu las maravillas que había obrado Dios valiéndose de mi inutilidad! Del perdón que pedí a Dios lo sabemos Él y yo. Y también de mi fidelidad absoluta al propósito que entonces formulé ante la Sagrada Familia. Puede usted suponer lo que me impresionarían, ya por entonces, aquellas palabras dirigidas en nombre del Papa Benedicto XV por el Cardenal Secretario de Estado a los Obispos franceses, que, por causa de la guerra del 14 al 18, se quedaron sin seminaristas mayores y sin sacerdotes jóvenes: "Enviad—les decía— más misioneros que antes; porque por una feliz experiencia sabéis que cuantos más misioneros enviéis a las misiones, mejores y más vocaciones suscitará Dios en vuestras diócesis." ¿Es o no verdad la doctrina paulina del Cuerpo Místico de Jesucristo? Lo pregunto porque muchas veces parece que nos proponemos probar lo contrario con nuestra conducta. Todos somos muy generosos con las misiones entre infieles. Nos resultan simpáticas. ¡Y sublimes! ¿Quién no ha dedicado algún canto al 9
misionero católico? Pero cuando ellas, no satisfechas con nuestras palabras ni con nuestros deseos fervorosos, nos piden obras, sacrificios, es decir (según Marquina pone en labios de Santa Teresa de Jesús), "en hiél, tormentos y clavos nos trajo su salvación"; cuando nos exigen la privación de algún colaborador que no sé por qué nos creemos necesario, ¡ahí, entonces, sin dudarlo y muy "razonablemente", nos atrevemos a malograr la fecundidad de la Iglesia, aunque muchos y muy crudamente hablemos contra el control de natalidad. ¡Con lo fácilmente y según nuestras conveniencias, "muy razonables", que castramos en la vida práctica los dogmas de Cristo! Por eso, sin duda, los Papas, y últimamente Pío XII, exponen la necesidad de vocaciones misioneras y el consecuente deber nuestro (especialmente de los sacerdotes y de los dirigentes del apostolado en sus diversas ramas) de excitarlas, dirigirlas, defenderlas, desarrollarlas y conducirlas (todo menos ahogarlas) a su fin; proyectando a torrentes la luz de los dogmas fundamentales de la Iglesia Católica. No me negará usted que todos los Papas (me refiero especialmente a los últimos), y especialmente Pío XII, están en este asunto definitivos, y para los que tenemos fe, esperanza y caridad 10
"razonabilísimos". ¡Ya lo dice usted! Y con claridad meridiana. ¿Quién había de pensar que, en el plano de vida de fe en que nos movemos todos nosotros, inteligencias normales condicionen a números y a meses las vocaciones misioneras? ¿Quién podrá comprender que con tanta naturalidad se hable de quitarse vocaciones unos a otros? Hay en las vocaciones misioneras un aspecto muy interesante relacionado con la propaganda y con la organización misional entre los católicos. Me refiero a la eficacia de dichas vocaciones en nuestros trabajos de propagandistas misionales. ¿Para qué el dinero sin vocaciones misioneras? Y aún podríamos decir lo mismo hasta de las oraciones y de los sacrificios por las misiones. Como que el primer fruto del verdadero espíritu misional en nuestros pueblos ha de ser siempre la vocación misionera. Por eso a mi felicitación, mi querido Padre Faré, he de añadir mi gratitud. Sé que su actuación, vitalizada de espíritu sobrenatural, va despertando vocaciones misioneras. Pues bien; esas vocaciones misioneras son vitalidad incontenible para nuestra propaganda misional. Como antes le digo, la vocación misionera es 11
algo fundamentalmente necesario para el crecer de la Iglesia, tarea propia y única suya en la tierra. Si vocaciones tenemos para las misiones, las tendremos para nosotros y nuestra propaganda será felizmente arrolladora en nuestros pueblos cristianos. Nuestra generosidad con las misiones excitará necesariamente la generosidad de todo el Cuerpo de Cristo-Iglesia para con nosotros. Las misiones nos necesitan en la misma medida en la que nosotros necesitamos de las misiones. Ningún medio más eficaz para desarrollar e intensificar el espíritu cristiano en nuestros pueblos como ayudar a la Iglesia a lo que Ella es y Ella exige: crecer. ¿Es o no verdad la doctrina paulina del Cuerpo Místico de Jesucristo? Que Dios nos bendiga.
Amén.
ÁNGEL
SAGARMINAGA.
P R O L O G O
Este opúsculo, sugerido por el amor a las misiones, es fruto de experiencias personales y está inspirado en los documentos pontificios. Como misionero he pasado varios años en las misiones del centro de África y he visto de cerca las graves y urgentes necesidades de la Iglesia en las misiones; necesidades que sólo pueden remediarse con un número más adecuado de misioneros. Como propagandista nacional de la Pontificia Unión Misional del Clero he visitado varias veces, en cuatro años, casi todos los Seminarios de Italia, y posteriormente he tenido ocasión de visitar numerosos seminarios de España y Méjico, dándome cuenta de las diversas objeciones y dificultades que obstaculizan el incremento de las vocaciones misioneras entre los seminaristas. Recorriendo las cinco encíclicas misionales he visto cuan útil sería recordar e ilustrar los diversos pun-
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tos, tan claros, de las directrices este tema, tan importante misionera
de los Papas
y delicado,
en los Seminarios
de la
sobre
vocación
diocesanos.
De la confluencia de estos tres elementos ha nacido este opúsculo, que no pretende, desde luego, decir cosas nuevas ni entablar polémicas sobre puntos discutidos, ni mucho menos dictar leyes en los sagrados recintos de los Seminarios. Quiere ser, sencillamente, una humilde aportación a la gran causa de las misiones, una respuesta fraternal a las consultas de muchos seminaristas, sacerdotes y padres espirituales, y un devoto homenaje a la au* torizada doctrina del Vicario de Cristo, expresada ofU cialmente en los documentos pontificios. En realidad, no he hecho más que dar una forma más completa y orgánica a los distintos puntos referentes a la vocación misionera, ya tratados en el librito de meditaciones Da mihi animas, para facilitar a quien pudiere necesitarlo el conocimiento de las directrices pontificias sobre la materia.
NOTA En las citas de los documentos pontificios se utilizan las siguientes siglas, seguidas del número de la página de Acta Apostolicae Sedis: M.I. = Máximum Illud, de Benedicto XV; A. A. S., págs. 440 sigs.
30-XI-1919,
R. E. = Rerum Ecclesiae, de Pío XI; 28-11-1926, A. A. S., págs. 65 sigs. E. P. = Evangelii Praecones, de Pío XII; A. A. S., págs. 497 sigs.
21 - VI -1951,
F. D. = Fidei Domum, de Pío XII; 21-IV-1957, A. A. S., págs. 225 sigs. S. S. = Sedes Sapientiae, de Pío XII; 31-V-1956, A. A. S., págs. 354 sigs. P. P. ^ Princeps Pastorum, de Juan XXIII; A. A. S., págs. 846 sigs.
28-XI-1959,
Que la Virgen, Reina de los Apóstoles y de las Misiones, bendiga este modesto trabajo, haciéndolo útil a la causa de las misiones para mayor gloria de Dios y bien de las almas. EL
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AUTOR
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I HACEN FALTA MUCHOS MISIONEROS
Cuando la patria está en guerra, el Gobierno dispone el reclutamiento en masa de todos los jóvenes aptos para las armas e impone a los ciudadanos sacrificios extraordinarios, necesarios para conseguir la victoria. Algo semejante, aunque no en forma preceptiva, sino sólo persuasiva, han hecho los Papas con las cinco encíclicas misionales de estos últimos cuarenta años (1). Estos documentos ponen, por así decirlo, a la Iglesia en estado de emergencia, en un verdadero estado de guerra apostólica, que supone y exige en todos los fieles la disposición de ánimo conveniente para realizar los sacrificios extraordinarios que llevarán a la (1) Máximum Illud, de Benedicto XV, en 1919; Rerum F.cclesiae, de Pío XI, en 1926; Evangelii Praecones, de Pío XII, en 1951; Fidei Donum, de Pío XII, en 1957, y Princeps Pastorum, de Juan XXIII, en 1959.
1?
conquista del mundo para Dios en este momento tan favorable a las misiones y quizá decisivo para la suerte espiritual de algunos pueblos, especialmente de Africa (F. D., 227). En todos los tiempos la Iglesia ha obedecido fielmente al impulso dinámico que le infundió su Fundador, fomentando por todos los medios las misiones para atraer a todos los pueblos de la tierra a su reino de amor. Pero ningún período de la historia ha sido tan propicio para su misión conquistadora como el siglo en que vivimos, que ha sido definido con justicia el siglo de las misiones.
Ja evangelización. Para tales zonas es éste, verdadera, mente, el momento más favorable..., el momento de la gracia, que la Iglesia no puede ni debe dejar pasar en vano. P o r otra parte, la rapidísima evolución de los pueblos de color, especialmente de África, «que están recorriendo en pocos decenios las etapas de una evolución que Occidente ha realizado en el curso de varios siglos» (F. D., 231), llegando casi de repente a la independencia, con innumerables problemas sociales, económicos, religiosos y políticos por resolver, bajo el influjo de poderosas fuerzas ideológicas externas que se disputan el dominio espiritual de estos nuevos pueblos, nos advierte a cada instante que no hay tiempo que perder y que «cualquier retraso está cargado de consecuencias» (F. D., 231), ya que «pueden producirse situaciones difícilmente reparables que perjudicarían la penetración del catolicismo en las almas y en la sociedad» (F. D., 231).
La aviación, la radio, la prensa, el cine y todos los medios modernos de comunicación y contacto entre los pueblos han anulado las distancias, debilitado las barreras, aproximado las razas y unido las naciones en el mayor organismo internacional que recuerda la historia. En la O. N. U. se sientan a la misma mesa los representantes de 99 naciones de todo el mundo y discuten con igualdad de derechos los problemas internacionales en medio de un espíritu de comprensión y fraternidad desconocido e inimaginable en siglos pasados.
Mons. A. Perraudin, Arzobispo de Kabgayi (Ruanda), después de haber recorrido en estos días Europa en viaje de propaganda, una vez vuelto a su Sede, escribió a sus amigos y colaboradores la siguiente carta:
A pesar de la satánica lucha comunista, que ha encerrado a tantos pueblos tras un impenetrable telón de acero, empujando a otros hacia un nacionalismo intransigente que querría deshacerse de todo lo que suena a europeo, son innumerables e inmensas las zonas de Asia, África y América totalmente abiertas a
«He encontrado muchos gestos de generosidad dignos de admiración. Sin embargo, tengo la impresión que en Europa no se dan bastante cuenta de la inmensa lucha que pone en juego el destino de toda África. El comunismo y la masonería maquinan un plan dia-
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bólico. Los católicos no comprenden suficientemente que la Iglesia, de la que son miembros, se encuentra gravemente amenazada en África. En Europa están muy mal informados. África necesita oraciones, sacri« ficios, generosos donativos; pero, sobre todo, vocaciones. El número de sacerdotes es todavía demasiado limitado. Se requiere y urge la ayuda de todos los católicos... El comunismo está a las puertas de África, decidido a invadirla..., y el comunismo no es sólo un sistema político-social, sino irreligión, ateísmo, inmoralidad, negación de la persona, mentira y perversidad. La Iglesia tiene que reaccionar, empleando todos los medios de que dispone, y recordar a los católicos sus deberes. Proclamamos nuestra congoja delante del mundo entero...)) (Nigrizia, junio 1961.) El llamamiento de los Papas presenta caracteres de verdadero grito de guerra: «Desde esta atalaya apostólica alzamos nuestra voz convocando a todo el mundo católico... Escuche el mundo nuestra llamada y acudan todos en auxilio de las almas que Cristo ha redimido» (Pío XI, Homilía de Pentecostés, 1922, A. A. S., pág. 347). Pío XII, en la Fidei Donum, multiplica los llamamientos, advirtiendo que ano se trata ya de problemas restringidos y locales que puedan resolverse poco a poco e independientemente de la vida del mundo cristiano... Las repercusiones de la situación católica en África rebasan con mucho las fronteras de aquel con20
úñente, y es necesario que de TODA la Iglesia venga la respuesta fraterna a tantas necesidades» (F. D., 235). «La Iglesia tiene el DEBER de ofrecerles en la MAYOR las sustanciales riquezas de su doctrina y de su vida, animadoras de un nuevo orden social cristiano» (F. D., 231). MEDIDA POSIBLE
«Es necesario dar YA DESDE HOY a los pastores de almas posibilidades de acción proporcionadas A LA IMPORTANCIA Y URGENCIA de la presente coyuntura» (F.D., 231-232). Por este estado de emergencia y de guerra apostólica en que se encuentra hoy la Iglesia, los Papas piden con insistencia a los fieles un esfuerzo extraordinario y unánime para contrarrestar las poderosas fuerzas del mal y no permitir que la ocasión más propicia de la historia se transforme, por culpa nuestra, en la más vergonzosa derrota. En las cinco encíclicas misionales los Papas piden oraciones, porque la redención del mundo es obra principalmente de la gracia...; piden dinero, porque la construcción de iglesias, escuelas, hospitales y demás obras de instrucción y asistencia será proporcionada a los medios materiales de que las misiones dispongan...; pero, sobre todo, piden muchos, muchísimos misioneros, porque, si es verdad que sin soldados no se gana una guerra, es absolutamente imposible, en el orden actual de la economía divina, conquistar el 21
inundo para la fe sin apóstoles. En efecto, si «fides ex auditu, auditus autem per verbum Christi» (Rom., 10, 17), los infieles, como demuestra San Pablo mediante un riguroso silogismo, no pueden adorar al verdadero Dios si no hay quien se lo anuncie. «.Quomodo invocabunt in quem non crediderunt? Aut quomodo eredent ei quem non audierunt? Quomodo autem audient sine praedicante? Quomodo praedicabunt nisi mittantur?» (Rom., 10, 14); y concluye con la exaltación de la vocación apostólica: «Quam speciosi pedes evangelizantium pacem, evangelizantium bona» (Romanos, 10, 15). No considero necesario multiplicar las citas para demostrar la gravedad y urgencia del problema misionero en nuestros días. Baste decir que Pío XI lo definió como «de una EXTENSIÓN SIN L Í M I T E S . . . , de PROFUNDIDAD ABISMAL... y de una
sus palabras sean exageradas. De ahí que, sí en los documentos oficiales los Papas usan expresiones tan fuertes y adjetivos superlativos, no lo .hacen para impresionar a las masas como un demagogo cualquiera, sino para convencer a toda la Jerarquía y a todo el mundo católico de que no hay tiempo que perder y que es absolutamente necesaria por parte de todos una respuesta a tiempo y adecuada a la gravedad del momento, aunque ello implique necesariamente graves sacrificios personales, familiares o diocesanos.
una
AMPLITUD MUNDIAL»
(Exposición Vaticana, 1926; Osservatore Romano, 11-1-1926). Y Pío XII, recordando que los hermanos que yacen todavía en las tinieblas son una multitud incalculable, afirma que cuanto queda por hacer en este campo exige un «trabajo inmenso y UN GRAN NÚMERO DE MISIONEROS»
(E. P.,
505).
Y en la Fidei Donum grita al mundo que la Iglesia «tiene falta de apóstoles» (F. D., 243) y necesita hoy «innumerables misioneros» (F. D., 227). Hay que notar que el Papa es maestro infalible de la verdad y que, por tanto, no podemos pensar que 22
23
II APORTACIÓN DE LAS DIÓCESIS
grave que incumbe a todo Obispo de contribuir, incluso con vocaciones misioneras de sacerdotes y seminaristas de su propia diócesis, a las gravísimas y urgentísimas necesidades de la Iglesia en las misiones, aun en el caso de que ello suponga un grave sacrificio para la diócesis. uEn esta hora decisiva de la expansión de la Iglesia, Nos dirigimos a Vosotros, Venerables Hermanos... ¿No son los Obispos los miembros más eminentes de la Iglesia universal, los que están ligados a la Cabeza divina de todo el Cuerpo con un vínculo particular y
Las encíclicas van dirigidas principalmente a los Obispos, quienes, acornó sucesores de los Apóstoles», son los verdaderos misioneros y, en colaboración con
por ello son llamados
el Papa, son los PRIMEROS RESPONSABLES de la evan-
AYUDA DE SUS MIEMBROS'» ( F . D . , 2 3 5 - 3 6 ) .
gelización del mundo» (F. D., 237). Podría parecer superfluo detenerse en este punto tan claro del deber de los Obispos respecto de las misiones. Los Obispos, en efecto, conocen perfectamente las directrices pontificias, y este opúsculo no va dirigido a ellos. Pero dado que existen entre el clero quienes piensan que las misiones son cosa propia de la Santa Sede y de los Institutos Misioneros, y que por ello, especialmente por lo que respecta a las vocaciones misioneras, no deben ser molestadas las diócesis, etcétera..., no estará fuera de lugar citar algunos pasajes de las encíclicas misionales, que recuerdan los principios fundamentales de la cooperación misionera diocesana, y de los que brota lógicamente el deber 24
' L O S PRIMEROS MIEMBROS DEL
SEÑOR'? De ellos, más que de ningún otro, se debe decir que Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, 'PIDE LA
((Estimulados por la caridad de Cristo, debéis sentir a fondo
con Nos el IMPERIOSO DEBER de
propagar
el Evangelio y de fundar la Iglesia en el mundo entero» (F. D., 236). vSi todo Obispo es pastor propio sólo de la porción encomendada a sus cuidados, su condición de legítimo sucesor de los Apóstoles, por INSTITUCIÓN Y MANDATO DIVINO, lo hace RIAMENTE RESPONSABLE de la misión
SOLIDARIA-
católica
de
la
Iglesia, según las palabras de Cristo a los Apóstoles: 'Sicut misit me Pater et ego mitto vos'. Esta misión, que debe extenderse
a TODAS las naciones
y a TODOS
los tiempos, no cesó a la muerte de los Apóstoles, sino que perdura en la persona de TODOS los Obispos en 25
comunión POR
con el Vicario de Cristo. Én ellos, que son
EXCELENCIA los
ENVIADOS, los
ñor, reside la plenitud de la dignidad (F. D., 237). Ya dose a de las seguir
apóstoles
del
Se-
del apostolado»
antes Pío XI, en la Rerum Ecclesiae, refiriénla misma doctrina, suplicaba así a los pastores diócesis: «No os duela, Venerables Hermanos, dócilmente nuestras paternales exhortaciones,
sabiendo
que Dios os PEDIRÁ UN DÍA ESTRECHA CUEN-
TA de tan importante
asunto» (R. E., 69).
El lenguaje de los Papas es clarísimo y pone a todo Obispo ante sus graves responsabilidades con relación a las misiones. Los Papas hablan de «imperioso deber» (F. D.), de «responsabilidad solidaria» (F. D.), de que habrán de «dar estrecha cuenta al Señor» (R. E.). Y sobre la base de este estricto deber les suplica no sólo que hagan orar por las misiones y recoger limosnas, sino también, y sobre todo, q u e : «AYUDEN CON CELO Y POR TODOS L O S MEDIOS A SU ALCANCE A QUIENES... POR VOCACIÓN DIVINA SON LLAMADOS AL APOSTOLADO MISIONERO»
( F . D., 243).
Por desgracia, es éste el punto que más fácilmente se olvida, y muchos, incluso entre los encargados y celadores de misiones, piensan que han hecho ya todo cuando han promovido cruzadas de oraciones y organizado bien la jornada del Domund para conseguir cierta cantidad de dinero. 26
Las oraciones son necesarias y el dinero útil; pero es absolutamente cierto que no puede haber misiones sin misioneros y que una cooperación misionera a base sólo de oraciones y dinero es necesariamente manca, porque falla en su parte principal. En virtud de este grave deber de favorecer con celo y por todos medios las vocaciones misioneras (F. D., 243), el Papa recomienda vivamente a los Ordinarios que ayuden a los Institutos Misioneros, «a los que la Santa Sede no cesa de recurrir para responder a las necesidades más urgentes de las misiones, y que no pueden aumentar el número de los misioneros sin la benévola comprensión de aquéllos» ( F . D., pág. 245). Sobre todo, los Institutos exclusivamente misioneros, que por su naturaleza no tienen en sus países de origen ni parroquias, ni colegios, ni congregaciones, ni otras formas estables para procurarse medios económicos, sólo pueden subsistir y desarrollarse en la medida de la benévola acogida y comprensión con que las diversas diócesis les permitan llevar a cabo la propaganda oral y escrita para solicitar la caridad de los fieles. Pero sería un error pensar que es tarea exclusiva de los Institutos Misioneros suministrar personal a las misiones efectuando el reclutamiento sólo entre los niños de las escuelas y los jóvenes seglares de Acción Católica, sin importunar a los Seminarios y al clero diocesano, «que precisamente por ser diocesanos de27
berían pertenecer—se dice—exclusivamente a la diócesis». Los Institutos Misioneros son los organismos normales, oficialmente reconocidos, de que se sirve la Iglesia para preparar el personal para el trabajo específico de las misiones y realizar por su medio la evangelización de los infieles. Pero el deber de proporcionar los medios (oraciones, dinero y vocaciones) incumbe, ante todo y sobre todo, a las mismas diócesis, ya que, según hemos visto en los documentos pontificios, los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, son los primeros responsables de la evangelización del mundo. La consigna de los Papas es favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras'» (F. D., 243), no sólo entre la juventud seglar, sino también y especialmente entre el clero y los seminaristas. Y precisamente para ilustrar este punto he considerado oportuno escribir estas páginas, aprovechando la experiencia adquirida en mis numerosos viajes de propaganda por los Seminarios de Italia, Méjico y España.
III FAVORECER LAS VOCACIONES MISIONERAS EN EL CLERO DIOCESANO
Por desgracia, esta aportación de vocaciones misioneras procedentes de las diócesis y de los Seminarios está muy lejos de ser adecuada a las posibilidades de las diócesis y a las inmensas necesidades de las mistiones. Por eso los Papas han multiplicado sus llamamientos con una serie de argumentos cada vez más fuertes y decisivos, no dejando lugar a excusas y sofismas. En la Máximum Illud Benedicto XV dice: «Apelamos, pues, a vuestro celo, Venerables Hermanos, y vosotros haréis una obra digna de vuestro amor a la religión si FOMENTÁIS CON ESMERO EN EL CLERO Y EN
la vocación misionera apenas alguno la deje entrever. No os dejéis engañar por especie alguna de bien o por miras humanas, teLOS ALUMNOS DEL SEMINARIO
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miendo restar a vuestra diócesis lo que dais a las mu siones. A cambio de un misionero que dejéis partir, el Señor bien puede suscitar más sacerdotes que sean sobremanera útiles a vuestra diócesis» (M. I., 452). Pío X I , en la Rerum Ecclesiae, emplea palabras aún más fuertes: «Si en alguna de vuestras diócesis hay jóvenes o SEMINARISTAS o SACERDOTES que den señales de ser llamados por Dios a tan sublime apostolado, lejos de obstaculizarles en manera alguna, debéis, con vuestro favor y autoridad, secundar sus inclinaciones y deseos» (R. E., 70). Y para disipar cualquier pretexto que llegara a obstaculizar las vocaciones misioneras por razón de las necesidades reales o presuntas de la diócesis, añade: «Os será lícito poner a prueba desapasionadamente los espíritus para ver si vienen de Dios; pero, una vez convencidos de que el saludable propósito ha nacido y va madurando por inspiración
de Dios, NI ESCASEZ DE CI.ERO NI NECESI-
DAD ALGUNA DE LA DIÓCESIS debe desanimaros o reteneros de dar el consentimiento... Si con ello os priváis de algún auxiliar y compañero de vuestras fatigas, el Divino Fundador de la Iglesia suplirá ciertamente, o derramando más copiosas gracias sobre la diócesis, o suscitando nuevas vocaciones al sagrado ministerio» ( R . E . , 70-71). Puesto que, a pesar de expresiones tan fuertes, alguien pudiera atrincherarse tras las reales y graves necesidades espirituales de la diócesis para legitimar 30
al menos una limitación en la aportación de vocaciones misioneras, Pío X I I , en la Fidei Donum, invita incluso a los Obispos de las diócesis más pobres de clero a «reo ser sordos a la llamada de las misiones lejanas..., ya que la generosidad de una diócesis pobre para con otras más pobres no puede empobrecerla. Dios no se deja vencer en generosidad» (F. D., 244). Y Juan XXIII, insistiendo en el mismo pensamiento, declara en la Princeps Pastorum: «A pesar de la escasez de clero, que preocupa a los pastores incluso de las diócesis más antiguas, NO SE TENGA LA MÁS PEQUEÑA VACILACIÓN en alentar las vocaciones misioneras. No se tardará en recoger los frutos sobrenaturales de este sacrificio» ( P . P . , 863). P o r estos textos y otros que podrían citarse aparece claro: 1) Que también del clero y de los seminarios esperan los Papas las vocaciones misioneras. 2) Que las vocaciones misioneras de los sacerdotes y seminaristas «reo deben ser obstaculizadas en manera alguna», y que «res escasez de clero ni necesidad alguna de la diócesis» (R. E.) pueden ser consideradas como motivos suficientes para obstaculizarlas. 3) Que las vocaciones misioneras del clero y los seminaristas deben ser ((fomentadas con esmero» (M. I.) y ((favorecidas con celo y por todos los me31
dios» (F. O.), «apenas alguno dé ¡as primeras señales, de vocación» (R, E,). 4) Que estos sacrificios hechos con generosidad, con espíritu de íe, serán ampliamente recompensados por el Señor, «que no se deja vencer en generosidad» (F. D.) y «derramará más copiosas gracias sobre la diócesis» (R. E.), y, «a cambio de un misionero que parte, suscitará más sacerdotes que sean sobremanera útiles a la diócesis» (M. I.).
IV
FAVORECER P O R T O D O S LOS M E D I O S LAS VOCACIONES MISIONERAS
En el curso de este opúsculo citaremos repetidas veces estos documentos, que son la carta magna de todo el problema misionero y servirán para resolver las objeciones y deshacer los sofismas con fuerza apodíctica, sin necesidad de largos razonamientos.
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Desde hace algunos años estoy en contacto continuo con Seminarios y seminaristas, con sacerdotes y jóvenes de Acción Católica, y frecuentemente recibo confidencias y cartas referentes a la vocación misionera. ¡Cuánta duda! ¡Cuánta perplejidad! ¡Cuántos sofismas! ¡Cuántos temores, a menudo necios e infundados! ¡Cuánta confusión de ideas, incluso a veces en aquellos que deberían responder más directamente que los demás al llamamiento del Papa de favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras (,F. D., 243) para dar a la Iglesia todos los apóstoles que necesita y que Dios les encomienda a ellos con este fin. En el fondo de las múltiples dificultades que obstaculizan las vocaciones misioneras me parece ver al 33
3
inimicus humani generis, el cual, sabiendo muy bien cómo un misionero más puede ser un pueblo más que alabe a Dios por toda la eternidad, hace cuanto puede para impedir las vocaciones misioneras y llega a veces a servirse para ello de personas buenas, doctas y piadosas. Se desvirtúa el concepto de la vocación misionera considerándola como cosa rara, reservada a pocos...; se exige en el aspirante una llamada extraordinaria y dotes extraordinarias...; se juzga necesario tener que examinarla durante varios años, difiriendo, a menudo por fútiles motivos, la respuesta pronta y generosa que toda vocación exige para ser conservada y cultivada en el ambiente adecuado...; se considera la oposición de los padres como un elemento negativo de vocación...; se sugiere a los jóvenes que no piensen en las misiones, bajo el vano pretexto de que también aquí hay muchas necesidades..., que los infieles los tenemos aquí entre nosotros..., que se puede ser verdadero apóstol sin marchar a misiones..., que puede haber más sacrificio y más mérito en ser párroco de un pueblecillo perdido en la montaña que trabajando en un Seminario o Colegio de misiones..., etc. Y ¿qué decir de aquellos que por miedo a que surjan vocaciones para las misiones cierran la puerta a la propaganda misionera, impidiendo que se den conferencias, entren revistas misionales o se tengan relaciones con misioneros? Si el Papa es el Vicario de Cristo y su palabra es 34
palabra de Dios, habrá que escucharlo no sólo cuando habla de liturgia, de música sacra o de Acción Católica, sino también, y sobre todo, cuando señala directrices tan precisas en un problema que él mismo ha definido como «e/ mayor y más santo entre las obras católicas» (Pío XI, Consistorio de 1923; A. A. S., 248). Hace al caso en este lugar la respuesta a una objeción que he oído repetidas veces en los Seminarios, incluso a personas cualificadas. «Si la Iglesia tiene hoy tanta necesidad de misioneros —se dice—, ¿por qué el Papa no manda?, ¿por qué no da órdenes taxativas imponiendo que cada diócesis dé a las misiones un cierto número de sacerdotes?» La objeción tiene visos de verdad y hay que conceder que, absolutamente hablando, en virtud de su potestad suprema el Papa podría hacerlo...; y, si lo hiciera, quizá se resolvería más fácilmente el problema misionero. Pero no hay que olvidar que Jesucristo no obligó a nadie a seguirlo por la fuerza y encomendó la obra de la salvación del mundo a la libre respuesta del hombre. Y el Papa, su Vicario visible en la tierra, sigue la misma norma, limitándose a invitar y suplicar, entre otras cosas porque sabe muy bien que para todo hijo devoto de la Iglesia sus deseos equivalen a un mandato. Toca a nosotros responder dócil y generosamente a sus invitaciones y súplicas en la medida de nuestra 35
fe y nuestro amor. Ya que podría resultar violento enviar por fuerza a las misiones a quien no iría de buen grado, facilítese al menos el camino a quien aspira a ello con ardor y desea sólo no encontrar obstáculos insuperables en la consecución de su ideal. Qué significa favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras lo ha dicho el mismo Pío XII en la Fidei Donum: «Para dar a la Iglesia los apóstoles que necesita para anunciar el Evangelio a todos los pueblos..., es preciso crear en los fieles Una CONDICIÓN DE ESPÍRITU, una APERTURA DE ÁNI-
MO que los haga más sensibles a las preocupaciones universales de la Iglesia y más aptos para escuchar la antigua llamada del Señor, que resuena de edad en edad: «Deja tu país, tu familia y la casa de tu padre, y ve a la tierra que yo te mostraré» (F. D., 243). Favorecer por todos los medios las vocaciones misioneras significa, pues, crear la condición de espíritu y la apertura de ánimo indispensables para que las vocaciones misioneras puedan germinar y desarrollarse. Gracias a Dios, este clima universalista y esta benéfica apertura de ánimo es fácil encontrarlos hoy en muchos Seminarios diocesanos, con el beneficio inestimable de un mayor número de misioneros y, como consecuencia de la bendición divina, de un clero diocesano más numeroso y mejor formado. Pero, por desgracia, no faltan Seminarios en los que, a pesar de las claras e insistentes directrices pon36
tificias, la idea misionera es considerada aún como cosa muy accidental en la formación seminarística...; la Academia misional no existe o su existencia es sólo nominal y sin v i d a . . . ; las revistas misionales están prohibidas o son muy limitadas con el pretexto de que entorpecen el estudio..., y la visita del misionero es considerada aún como peligrosa o inoportuna por temor a que algún seminarista quiera marchar a misiones. En tales Seminarios se está muy lejos de favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras, y por falta de un clima católico adecuado no brotan las vocaciones misioneras y fácilmente languidecen también las diocesanas. Dice muy bien Mons. Fulton Sheen: «Los seminaristas son educados en la diócesis, para la diócesis y por el clero diocesano. Sus ideales, ya desde los comienzos, se circunscriben en gran parte a la diócesis y consideran las misiones como un trabajo superero gatorio. Por eso puede suceder que se formen miras muy estrechas en nada conformes con la actual visión política y religiosa del mundo» (La crisi del mondo e la Chiesa, pág. 130). Y Mons. Pennisi, Rector del Seminario de Catania y después Obispo de Ragusa, decía: «Suprimid o coartad el espíritu misionero en los Seminarios y habréis matado la catolicidad en el corazón de los jóvenes y tendréis sacerdotes que no serán útiles ni a la 37
Iglesia ni a la diócesis, sino sólo a sí mismos y a la propia familia.» Muchos seminaristas podrían quizá repetir lo que escribía hace algunos años el P . Cattaneo, misionero de Bengala: «En mis años de Seminario nunca oí hablar de vocación misionera. En la capilla nunca nos dijeron que el fin del sacerdote es ser también misionero. ¿Cómo podrían nacer y manifestarse vocaciones misioneras en tal ambiente?» (La Vocazione Missionaria, pág. 25). No; no es así como se favorecen por todos los medios las vocaciones misioneras. Hay que proporcionar a los seminaristas «una sólida y profunda conciencia misionera, que tan adecuada es para robustecer su vocación sacerdotal dondequiera que la Providencia los destine» (Pío XII, Saeculo exeunte; A. A. S., 1940, pág. 254). Es necesario decir a los seminaristas que, «igual que su fe es la fe de toda la Iglesia y su vida sobrenatural es la vida de toda la Iglesia, así las alegrías y angustias de la Iglesia deben ser sus alegrías y sus angustias, y las perspectivas universales de la Iglesia deben ser las perspectivas normales de su vida cristiana» ( F . D., 238). «Será también vocaciones
necesario
misioneras)
que (para favorecer
ORGANICÉIS JORNADAS
CIALES en las que se celebren horas de adoración 38
las
ESPE-
se tengan oportunos sermones. Deseamos que esto tenga lugar ANUALMENTE en todas las parroquias, en los colegios para la educación de la juventud y en los SEMINARIOS» (Saeculo exeunte, A. A. S., 1940, página 253). Favorecer por todos los medios las vocaciones misioneras significa, por tanto, hablar sin miedo a los jóvenes de la vocación misionera..., estimularlos a orar mucho y hacer horas de adoración para que nazcan buenas vocaciones misioneras..., alentarlos apenas manifiesten alguna inclinación..., animarlos en las inevitables dificultades..., ayudarlos a superar victoriosamente la dura lucha entre la voz de la sangre y la de Dios..., bendecirlos de corazón cuando la vocación es segura..., y entregarlos generosamente al Señor, firmemente convencidos de que Dios no se dejará vencer en generosidad, sino que sabrá mantener con esplendidez la promesa de dar el ciento por uno a todos los que por amor suyo dejen cosas y personas queridas. Mientras escribo estas líneas resuena en mis oídos el eco de las dolorosas palabras tantes veces escuchadas en mis viajes apostólicos por África: «¿Por qué no nos dais sacerdotes? ¿Por qué no venís a instruirnos? ¿Es que Jesucristo ha muerto sólo por vosotros los blancos, o también por nosotros los negros?». Y vuelvo a pensar en las fuertes palabras de la Fidel Donum, que han hecho reflexionar a tantos Obispos y sacudido a tantos jóvenes:
y 39
((Veinte sacerdotes más hoy en una determinada región permitirían plantar en eUa la cruz, mientras que mañana esa misma tierra, trabajada por otros operarios que no son los del Señor, se habrá hecho quizá impermeable a la fe» (F. D., 232). ¡Cómo querría que estos angustiosos llamamientos llegaran al corazón de todos los jóvenes generosos que buscan un sublime ideal apostólico para su joven vida! ¡Con qué ansia pido al Señor que lleguen también al corazón de los sacerdotes, religiosos, educadores y de todos los que por vocación o por oficio desempeñan la noble tarea de sembrar y cultivar en los corazones de la juventud el germen precioso de la vocación!
40
V DOS EXTREMOS QUE SE HAN DE EVITAR
Al hablar de la vocación misionera es fácil caer en dos extremos igualmente inexactos y perniciosos. Algunos supervaloran la vocación misionera hasta considerarla una excepción, reservada a pocos, y que exige una llamada extraordinaria y dotes extraordinarias. Otros, por el contrario, la infravaloran hasta identificarla con la genérica vocación sacerdotal diocesana... y la hacen consistir en un mayor grado de generosidad o en la aptitud para el trabajo específico de las misiones. Como siempre, la verdad está en el medio. Existe una verdadera vocación misionera, distinta de la vocación sacerdotal diocesana, y no se la puede considerar hoy como una excepción reservada a pocos. Para ilustrar esta afirmación convendrá hacer una 41
breve historia del desarrollo de estos dos conceptos de vocación misionera. El primer concepto, exagerado, que considera la vocación misionera como una excepción, de suerte que exigiría en el aspirante una llamada y requisitos extraordinarios, era bastante común en tiempos pasados, cuando, por falta de medios de comunicación y por las graves dificultades de las misiones, los misioneros eran pocos y aparecían como tipos verdaderamente excepcionales; por ejemplo: Javier, Massaia, De Jacobis, Comboni, etc. Al principio de este siglo, P . Manna, fundador de la Unión Misional del Clero, para disipar ese pernicioso concepto, que impedía seriamente el aumento de las vocaciones misioneras, escribió el áureo librito Operarii autem pauci, donde demostraba que Jesús no instituyó dos tipos de sacerdocio, uno apostólico y otro «doméstico)), sino un sacerdocio único, católico y apostólico; todo sacerdote es virtualmente misionero y tal debe ser en espíritu dondequiera que la Providencia lo destine. Para ser misionero de hecho en el trabajo específico de conquista in partibus infidelium no necesita una llamada extraordinaria ni dotes extraorinarías, bastando sustancialmente las requeridas para el sacerdocio diocesano. La afirmación del P . Manna, tan clara y exacta en cuanto que refutaba el concepto exagerado de vocación misionera, que abría un abismo entre ésta y la común vocación sacerdotal diocesana, ha sido llevada 42
por algunos al extremo opuesto, afirmando que, por ser el sacerdocio sustancialmente idéntico en todos los sacerdotes, no existe una verdadera vocación misionera distinta de la vocación sacerdotal diocesana. Las diferencias de lugar, ministerio y jurisdicción —se dice—son sólo accidentales, por lo cual los sacerdotes diocesanos y los seminaristas no necesitan para ser misioneros una particular vocación, bastando para serlo el mandato de la autoridad eclesiástica. Evidentemente, tal afirmación ha sido motivada por el deseo de no infravalorar el sacerdocio diocesano, de estimular a los sacerdotes diocesanos a una concepción verdaderamente católica y apostólica de su sacerdocio, y quizá —al menos en algunos— por el deseo de favorecer las vocaciones misioneras. La intención es buena. Sin embargo, la afirmación no es exacta y a veces, por desgracia, no se emplea para favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras (F. D., 243), sino para desviarlas, considerando la inclinación que algunos seminaristas sienten hacia las misiones como un simple elemento de vocación sacerdotal que todos los buenos seminaristas sienten, más o menos, en el período de su formación. Copiamos un fragmento de carta que expresa claramente la perplejidad de espíritu causada por semejante concepción: «Desde hace tiempo me asalta el pensamiento de las misiones y siento un gran deseo de ser misionero; pero siempre que hablo de ello a 43
mi director espiritual me dice que no me preocupe, porque la inclinación que siento por las misiones no es señal de vocación misionera, sino un entusiasmo juvenil que sienten todos los buenos seminaristas. Y yo razono así: 'Si mis compañeros, mejores que yo, sienten lo que yo siento y están tranquilos, puedo estar tranquilo también yo, sin preocuparme de responder a una vocación que no tengo.' El argumento me gusta y lo uso para tranquilizarme; pero, por más que me esfuerzo, no soy capaz de convencerme. Me parece eludir un deber. Me parece que cierro la puerta a Jesús que llama a mi corazón y me anima a seguirlo. Entonces pienso: 'Si lo que yo siento no es una llamada, ¿por qué me preocupo? ¿Por qué me hago ilusiones?' Y rechazo la idea como una tentación molesta. Créame, padre: estoy enormemente confuso y no sé qué hacer...» Es de suponer que en el caso referido el padre espiritual haya juzgado inexistente la vocación misionera de aquel joven por falta de algún elemento subjetivo. Pero en tal caso mejor habría sido, y más de acuerdo con la verdad, indicar la verdadera razón en lugar de disuadirle de pensar en las misiones con una afirmación inexacta que anula el primer elemento de la vocación, que, como veremos, consiste precisamente en una particular llamada de Dios, la cual ha de ser atendida y fomentada apenas alguien la manifieste (M. I., 452). 44
VI ¿EXISTE LA VOCACIÓN MISIONERA?
Que la vocación misionera no se pueda considerar una «excepción» del sacerdocio católico, especialmente hoy, cuando, por estar el mundo abierto a la evangelización, la Iglesia necesita y pide urgentemente «innumerables misioneros» (F. D., 227), aparece muy claro de la simplicísima afirmación de Mons. Ángel Sagarminaga, en la carta-presentación de este folleto: «La Iglesia nació para crecer, es decir, para incorporar, para unificar en Cristo-Iglesia a todos los hombres, a todos los pueblos y a todas las culturas de la tierra. Necesita de misioneros. Se lo exige su naturaleza y su finalidad. Por eso las vocaciones misioneras no pueden constituir problemas, son naturales en la Iglesia. Los problemas de vocación misionera los planteamos nosotros con nuestra mezquindad.» Hoy, sin embargo, como ya hemos dicho, más que sobrevalorar la vocación misionera, considerándola 45
como una «excepción» reservada a pocos, se infravalora, poniendo en duda su existencia, con tendencia a identificarla con la normal vocación sacerdotal diocesana, común a todos los seminaristas. Aquellos, pues, que admiten una distinción, discuten si las dos vocaciones son distintas «generice» o «specifice», «substantialiter» o «accidentaliter», etc., con tendencia a atenuar la diferencia por afirmar que todos los sacerdotes son verdaderos misioneros, doquiera la Providencia les ponga a trabajar, sin necesidad de entregarse a las misiones para ser tales. Muy a menudo, en tales afirmaciones se cae en el equívoco porque no se entiende bien el verdadero significado de la palabra ((misionero» y «vocación misionera», usándolos en sentido análogo y traslaticio y no en sentido estricto y jurídico. La naturaleza divulgadora de este opúsculo no nos permite entrar en una polémica que contribuiría muy poco a los fines prácticos que nos hemos propuesto. Nos basta, pues, poder afirmar que del examen de los documentos pontificios resulta bastante claro que existe una verdadera vocación misionera distinta de la común vocación sacerdotal diocesana. Los Papas, en efecto, en los documentos ya citados y en los que ahora citamos, suponen siempre que, incluso para los sacerdotes y seminaristas que tienen ya una determinada vocación sacerdotal, se requiere una 46
particular llamada de Dios, una particular divina, es decir, una particular vocación.
inspiración
Benedicto XV, dirigiéndose a los Obispos, les dice que ((fomenten con esmero la vocación misionera en el clero y en los seminaristas apenas ALGUNO la manifieste» (M. I., 452). Lo cual significa que no todos los sacerdotes y seminaristas tienen tal vocación, sino sólo algunos. Pío XI recomienda que «se favorezcan las inclinaciones y los deseos de AQUELLOS seminaristas y sacerdotes QUE DEN SEÑALES DE SER LLAMADOS POR DlOS a tan sublime apostolado» (R. E., 70). Lo cual significa que la llamada divina a las misiones es necesaria también para los seminaristas y sacerdotes y que no todos la tienen. Más adelante, en el mismo documento, Pío XI añade: «Os será lícito probar los espíritus para ver si son VERDADERAMENTE DE D i o s ; pero una vez sabido que el saludable propósito ha nacido y va madurando POR INSPIRACIÓN DIVINA...», etc.
(R. E.,
70).
De éstos y de otros documentos que podrían citarse resulta claro que, incluso para el seminarista que tiene ya la vocación genérica al sacerdocio, la vocación misionera es fruto de una particular inspiración divina, de una particular llamada del Señor...; es decir, de una particular vocación, que, en consecuencia, ha de ser escuchada y seguida dócil y generosamente 47
por el aspirante y fomentada con celo y por todos los medios (F. D., 243) por cuantos tienen el deber de juzgarla en el foro interno y externo. Afirmar que todos los buenos sacerdotes han sentido el atractivo de las misiones y que todos los buenos seminaristas lo sienten más o menos, es arbitrario y puede ser causa de confusión de ideas. En mis viajes de propaganda por los Seminarios he hablado a miles de seminaristas y he recibido confidencias orales y escritas de muchos de ellos. Y he constatado por experiencia que mientras algunos sienten fuerte e insistentemente en el fondo del corazón «e¿ lenguaje interior y como místico» (S. S., 354) de la llamada divina, otros, tal vez mejores, más generosos y más santos, no lo sienten en absoluto. Para éstos la referida afirmación podría ser motivo inútil de perplejidad, puesto que no es por falta de generosidad por lo que no se deciden a ser misioneros, sino por falla de la llamada divina. En cambio, para los otros que sienten inclinación por las misiones, la afirmación—como hemos visto en la carta citada— podría ser motivo de incertidumbre y de error en la vocación al ser inducidos a considerar la inspiración divina como cosa común a todos los buenos seminaristas y no como una particular llamada divina. De tal suerte, o se tranquilizan rechazando toda idea de vocación misionera o se preguntan indefinidamente con perplejidad: «¿Quién sabe si el Señor me llama de veras?» 48
/
Los que afirman que no existe una verdadera vocación misionera distinta de la vocación sacerdotal diocesana se ven obligados a concluir que lo que distingue al misionero del sacerdote diocesano es un mayor grado de generosidad. Lo cual es inexacto, ofensivo para los que se quedan en la patria y fuente de justas reacciones. No es la generosidad lo que distingue al misionero de los demás sacerdotes, puesto que hay muchísimos sacerdotes santos y generosos que no son misioneros, ni es necesario ser misionero para ser santo y generoso. La generosidad no es la vocación misionera, sino uno de los elementos subjetivos para responder, supuesto que Dios llame. No cabe duda que para responder a la vocación misionera hace falta mucha generosidad y que, por desgracia, muchos de los llamados no responden por falta de generosidad. Pero sin la llamada divina la sola generosidad, aun la más heroica, no formará nunca al misionero, puesto que «la gracia de Dios no mueve ni ayuda a quien El no llaman (S. S., 357). Respecto a la cuestión a que hemos aludido de la identidad sustancial de la vocación sacerdotal y misionera y su relativa distinción, véase (págs. 122 y siguientes) la declaración oficial de la Dirección Nacional de la Unión Misional del Clero de Italia. Baste decir aquí, a modo de conclusión, que en el sacerdocio de Cristo, único y sustancialmente idéntico, 49 4
hay funciones y mansiones específicamente diversas, por las cuales la Divina Providencia suscita aspirantes con inclinaciones y aptitudes diversas, o sea con vocaciones diversas. La plantatio Ecclesiae in partihus infidelium es una función específicamente distinta de la conservación de la fe en los países que ya la han conseguido, y, según estos dos aspectos, pueden distinguirse dos vocaciones. Que la vocación misionera es distinta de la vocación sacerdotal se demuestra también por el hecho de que a veces puede coincidir en la misma persona con la vocación sacerdotal y religiosa, mientras que puede también ser distinta de la una y de la otra sin dejar de ser una verdadera vocación misionera. Así, por ejemplo, los hermanos coadjutores de un Instituto Misionero no religioso (como los misioneros de Burgos o de Milán) tienen verdadera vocación misionera sin ser ni sacerdotes ni religiosos. -4
50
VII
«QUERRÍA SER MISIONERO, PERO...»
Tal es el título de un libro publicado hace algunos años en Italia y que recoge las innumerables reservas y dificultades que obstaculizan las vocaciones misioneras. Los numerosísimos contactos que he tenido con seminaristas me han permitido llegar a la conclusión de que casi todas las vocaciones misioneras deben pasar por el crisol de dudas y perplejidades que, de no ser esclarecidas a tiempo, estropean, ahogan o retardan las vocaciones. A muchos he oído repetir con angustia: «¿Cómo saber si Dios me llama de veras? Hace años que siento una fuerte inclinación por las misiones; pero ¿cómo saber si es verdadera inspiración de Dios o fruto de mi fantasía?» ¡Pobrecillos! ¿Qué esperan? ¿Que baje del cielo el Arcángel Gabriel o que les ciegue un resplandor como a Saulo en el camino de Damasco? 51
Tal vez ellos, sin embargo, no tengan toda la culpa. Quizá no se han visto alentados a considerar esa inclinación como una gracia de Dios..., como el primer elemento de la vocación misionera, al que deben corresponder fiel y dócilmente. Quizás se les ha repetido demasiado que puede ser un fuego fatuo, fruto de sentimentalismo que pasará con el tiempo, y que no se preocupen ni lean la prensa misional para no calentarse la cabeza. Con semejantes orientaciones no sería de extrañar que el germen de la vocación no logre fructificar y quede ahogado entre las espinas de la incertidumbre. A muchos he visto alimentarse de piadosos deseos ineficaces, acallando la conciencia con fútiles pretextos que disimulan el verdadero motivo: la falta de generosidad. «Querría..., me gustaría...; pero... ¿qué se le va a hacer?» Es la categoría de los que imitan al joven rico del Evangelio, olvidando que la vocación misionera es la perla preciosa cuya adquisición exige vender todo. Estos no saben u olvidan que para que la llamada divina se transforme en vocación real se requiere como primera condición una respuesta generosa, una voluntad decidida a todo. Otros piensan en las misiones por espíritu de aventura, por afán de romanticismo, para saltar los límites de la propia diócesis y vagar un poco por el mundo. Son los soñadores y aventureros, que olvidan que la recta intención es un elemento indispensable de toda vocación misionera. 52
Algunos temen no tener salud, inteligencia o virtud suficientes para vivir en un ambiente que la fantasía pinta con colores irreales e impresionantes. Tal temor se debe a menudo a las múltiples objeciones de quienes, en lugar de favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras (F. D., 243), parecen no tener otra misión que la de probarlas y contrariarlas, aduciendo dificultades con frecuencia inexistentes o exagerándolas más de lo necesario. Hay quienes, especialmente entre los jóvenes, no son capaces de mantener la reserva requerida para cultivar seriamente la semilla divina, y manifiestan antes de tiempo a amigos o parientes los deseos que albergan en su corazón, olvidando que ni los unos ni los otros son buenos consejeros y que, en este campo • de la gracia, el único juez competente para transformar en certeza la probabilidad de la vocación es el padre espiritual. De este modo es fácil que se forme en los Seminarios el grupito de los aspirantes misioneros, que, sin consultar al padre espiritual, mutuamente se llenan la cabeza de ilusiones, causando desórdenes y preocupando a los Superiores disciplinares, los cuales, por reacción, llegan a limitar la propaganda misional, tan útil y necesaria. Los pobres, por irreflexión o ligereza, siguen un camino equivocado que los expone casi ciertamente al fracaso. Finalmente, para no alargarme demasiado, está la categoría de todos aquellos que, aunque decididos a seguir la llamada divina, ya consultada y aprobada 53
por el padre espiritual, no saben de qué manera realizar su ideal o cómo comportarse frente a la oposición de los padres o de otras personas interesadas. Esta simple enumeración de las dificultades basta para demostrar prácticamente cuan necesario es tener ideas claras sobre todo lo que se refiere a la vocación misionera, tanto para seguirla más fácilmente si uno se sintiere llamado, como para fomentarla con mayor eficacia en los demás si uno se encuentra en la obligación de aconsejar o dirigir almas.
VIII
¿QUE ES LA VOCACIÓN MISIONERA?
Sobre la vocación sacerdotal en general se ha discutido mucho y, como en todas las cuestiones discutidas, se han hecho afirmaciones extremistas, según que se haya acentuado uno u otro de sus elementos constitutivos. Los iluministas de los siglos x v m y xix insistieron excesivamente en el elemento interior de la llamada divina, considerándola no sólo como elemento necesario, sino incluso decisivo de la vocación, de tal modo que suponía una predeterminación divina, la cual, al tiempo que daba al sujeto derecho a la ordenación, lo obligaba asub gravi» a corresponder so pena de verse privado de infinitas gracias de predilección y so pena quizá de condenación eterna. Las conclusiones exageradas de esta tesis causaron graves turbaciones de conciencia y suscitaron una fuerte reacción que condujo al extremo opuesto. 54
55
A principios del siglo XX, siguiendo al canónigo francés Lahitton y basándose en la expresión del Catecismo Romano del Concilio de Trento, «Vocari autem a Deo dicuntur qui a legitimis Ecclesiae ministris vocantur» (parte II, cap. 7), los autores acentuaron excesivamente el elemento jurídico afirmando que la vocación sacerdotal era prácticamente la llamada del Obispo, cuando, al imponer las manos en la ordenación, llama al aspirante al servicio público de la Iglesia. Se cayó así en el extremo opuesto de infravalorar y casi negar la necesidad de una llamada divina interior, bastando la recta intención y la aptitud. No cabe duda que el último elemento de toda vocación al servicio público de la Iglesia es el juicio favorable de la autoridad eclesiástica competente, la cual, en realidad, debe juzgar sólo de la recta intención y de la aptitud del aspirante. Pero, para que el aspirante se sienta movido a abrazar ese determinado género de vida, se requiere una llamada divina, o sea un particular impulso de la gracia, ya que, como dice Pío XII en la Sedes Sapientiae, (da gracia de Dios no mueve ni ayuda a quien El no llaman A. A. S., 357). En efecto, los documentos pontificios de estos últimos tiempos, en especial las cinco encíclicas misionales, hablan claramente de una (dlamada interior», de una «voz de Dios» que habla en el fondo del alma, de un «.soplo divino», de un «lenguaje interior y como místico», de un «sentirse llamado», etc. Véanse, por ejemplo, los documentos ya citados 56
(pág. 47), a los cuales pueden añadirse como confirmación algunos otros. Pío XI, en el discurso de 1932 a los representantes del Apostolado de la Oración, dice: «El apostolado misionero está ligado a una PARTICULAR LLAMADA DE D i o s ; para tomar parte en él se necesita una PARTICULAR VOCACIÓN» (Osservatore Romano, 7, 8 marzo 1932). Pío X I I , en la Saeculo Exeunte, afirma: «Nadie puede emprender el camino de este difícil y arduo apostolado
sin
SER LLAMADO POR UNA ESPECIAL GRA-
CIA DE D I O S » (A. A. S., 1940, pág.
Y en la Fidel Donum: dos los medios
a quienes...
llamados al apostolado
«Ayuden
256).
con celo y por to-
POR VOCACIÓN DIVINA son
misionero»
( F . D., 243).
Pero el documento que ha puesto las cosas en su punto, estableciendo el equilibrio entre los diversos elementos constitutivos de toda vocación, es la Sedes Sapientiae, en la cual Pío XII ha señalado principios y disposiciones «que han de observarse por todos y en todas partes» (S. S., 357). «En primer lugar —dice el Papa—- queremos que nadie ignore que el fundamento, llamado vocación divina, de toda la vida, tanto religiosa como sacerdotal y apostólica, está constituido por dos elementos esenciales: uno DIVINO y otro ECLESIÁSTICO. En cuanto al 57
primero, la LLAMADA DE DIOS a abrazar el estado religioso o sacerdotal debe considerarse TAN NECESARIA que, si faltase, habría que decir que falta el FUNDAMENTO mismo de todo el edificios (S. S. 357). En cuanto al segundo, es decir, el juicio de la autoridad eclesiástica competente, «no sólo no contradice a cuanto hemos dicho sobre la vocación divina, sino que concuerda perfectamente. En efecto, la vocación divina al estado religioso y clerical, por la cual en la Iglesia, sociedad visible y jerárquica, es alguien destinado a llevar una vida pública de santificación y a ejercer el ministerio jerárquico, debe ser APROBADA, ADMITIDA y GUIADA por los superiores
cos, a los que fue encomendado de la Iglesia» (S. S., 357).
jerárqui-
por Dios el gobierno
La doctrina no podía ser más clara y precisa. El fundamento necesario de toda vocación es la llamada de Dios. El sello final lo pone la autoridad eclesiástica competente. Entre estos dos elementos extremos se halla la libre respuesta del hombre con los elementos subjetivos de rectitud y aptitud, que constituyen los puntos esenciales que deben ser juzgados por la autoridad competente. Toda vocación es, por tanto, un complejo de elementos divino-humanos que se completan mutuamente como componentes esenciales, de suerte que, faltando uno solo, no puede haber vocación. En concreto, toda vocación comprende los siguien58
tes elementos: 1) la llamada de Dios; 2) la respuesta del hombre; 3) los requisitos subjetivos necesarios; 4) la sanción definitiva de la autoridad eclesiástica competente. Para obtener la definición descriptiva de la vocación misionera basta añadir al concepto genérico de vocación el fin específico de las misiones. Si queremos, pues, responder a la pregunta «¿qué es la vocación misionera?», bastará enunciar sus elementos constitutivos: «La vocación misionera es una particular llamada de Dios al trabajo apostólico en las misiones, en quien tiene los requisitos necesarios, reconocidos por la autoridad competente.» Si, por otra parte, quisiéramos responder a la pregunta «¿cómo se conoce y juzga la vocación misionera?», entonces sería exacto decir que basta conocer la rectitud y aptitud, sin que sea necesario indagar minuciosamente la naturaleza y entidad de la llamada interior, puesto que ésta ya se supone en la libre presentación del aspirante. En los capítulos siguientes explicaremos uno por uno los diversos elementos que deben concurrir para que se dé una auténtica vocación misionera.
59
cosas y te hemos seguido', nuestro Señor los hizo pescadores de hombres y los escogió para obreros enviándolos
LA LLAMADA DIVINA
Como hemos visto, éste ha sido el punto más discutido y en el que más fácilmente pueden darse errores e ilusiones. Como complemento al pasaje de la Sedes Sapietitiae ya citado, reproducimos este otro, que unido a aquél nos permitirá deducir algunas conclusiones prácticas de gran importancia para la dirección de las almas: «.Por un grandísimo favor de la Divina Providencia, continuamente, a través de los siglos, Cristo Redentor ha INSPIRADO a s u s ALMAS PREFERIDAS, con un invitación
que de viva voz dirigió al joven que le preguntaba sobre la vida eterna: 'Ven y sigúeme.' Y siempre, de igual modo, A NO POCOS de los que con la ayuda de Dios escucharon esta invitación y, como los Apóstoles, respondieron: 'He aquí que hemos dejado todas las 60
a su mies» (S. S., 354-55).
Del examen de los dos textos citados se deducen claramente los siguientes puntos:
IX
LENGUAJE ÍNTIMO Y COMO MÍSTICO, aquella
suyos,
1) La llamada divina es «un lenguaje íntimo y como místico», mediante el cual Dios «inspira» al alma la invitación que ya había dirigido de viva voz a los Apóstoles. En la base, pues, de toda vocación (incluida, por tanto, la misionera) se encuentra una inspiración divina, una invitación particular de Dios; en otras palabras: una especial «atracción de la gracia». La palabra «atracción» asusta a algunos autores, porque fácilmente puede entenderse como simple inclinación natural o gusto sensible, y por tal motivo prefieren no usarla. Sólo es cuestión de dar a las palabras su significado justo. Por Harpada divina, o atracción de la gracia, se entiende «un conjunto de gracias actuales con que Dios ilumina el entendimiento y mueve la voluntad para indicar al alma un determinado género de vida de perfección o apostolado». Especialmente en los jóvenes, el Señor puede servirse también del gusto sensible para mover y atraer al alma. Pero es muy importante notar que el gusto sensible, precisamente por ser simple sentimiento, es pasajero, puede darse o no darse y no es en absoluto 61
necesario para tomar una decisión. Es más: la experiencia enseña que, especialmente cuando se trata de vocaciones misioneras, la atracción de la gracia debe a menudo sostener terribles luchas contra la repugnancia de la naturaleza, exactamente igual que Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando, con el alma triste hasta la muerte, acataba con todo el corazón la voluntad del Padre para corresponder a su vocación de Redentor del mundo. También la fantasía y el sentimiento son dones de Dios y no hay que despreciarlos. Pero, dado que podrían jugar bromas pesadas, sobre todo en los tipos marcadamente sentimentales, bueno será someterlos a la criba del tiempo para que la decisión sea tomada no en función del sentimiento, que pasará pronto, sino de las razones sobrenaturales, que son las únicas que valen y perduran.
Sobre la base de ese principio fundamental el Papa amonesta de manera categórica: «Todos aquellos que tienen la misión de acoger y examinar las vocaciones, de ningún modo fuercen a abrazar el estado sacerdotal o religioso, ni induzcan o admitan a quien no manifieste claramente las señales de la vocación divina; así, no se promueva al ministerio clerical a quien dé muestras de haber recibido de Dios sólo la vocación religiosa; ni RETENGAN O DESVÍEN hacia el clero secular a quienes hubiesen recibido también el don de la vocación religiosa; finalmente, no aparten del estado sacerdotal a nadie que presente señales seguras de ser llamado por Dios a tal estado» (S. S., 357-58).
2) Esta llamada divina, subjetiva e interior, es necesaria como elemento primero y fundamental de toda vocación. Tan necesaria que, si faltare, faltará el fundamento de todo el edificio.
Por consiguiente, todos aquellos que dirigen almas o deben juzgar las vocaciones en el foro interno o externo han de respetar con gran delicadeza en cada alma los movimientos de la gracia (también, como es obvio, cuando se trata de atracción hacia las misiones) y no dejarse inducir por ((apariencia alguna de bien o por miras humanas» (M. L, 452) para desviar a los aspirantes del camino por el que Dios los llama.
La vocación, por tanto, la da Dios y no los horabres, ni siquiera el Obispo. Los hombres tienen la misión de controlar, fomentar, juzgar y aprobar las operaciones de la gracia. La competente autoridad eclesiástica, tras haber examinado bien al aspirante que movido por la gracia se presenta libremente para ser admitido al servicio público de la Iglesia, pone en el foro externo el sello a la llamada interna de Dios.
3) La llamada divina a un determinado género de vida, sacerdotal, religioso o apostólico, no la da Dios indistintamente a todos, sino sólo a algunos, «a sus almas preferidas». Muchos eran los pescadores de Palestina en tiempos de Jesús... Y ¿a cuántos escogió para discípulos suyos? Y quizá no fueran los mejores, ni los más inte-
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ligentes, ni los más generosos, sino «quos ipse voluit» ( M e , 3, 13). Lo mismo podría decirse de las vocaciones misioneras. Conviene repetir aquí lo que hemos dicho anteriormente (pág. 48): que no es exacto afirmar que todos los buenos seminaristas han sentido o deben sentir el impulso de la gracia hacia las misiones. Si este impulso ha de ser considerado como un germen de vocación, mientras que no han de ser tenidos por menos buenos y generosos los que no responden a una llamada que no sienten, es un deber ayudar y estimular a la respuesta a aquellos que Dios tal vez llama.
ñeros. El tiempo, la correspondencia y las circunstancias harán la selección. Las almas que se sienten llamadas han de procurar no frustrar la predilección divina por falta de correspondencia a la gracia. Si el deseo de ser misionero dejara de realizarse únicamente por falta de algún elemento necesario, esto no debería ser en manera alguna motivo de angustia, ya que no se podría hablar de verdadera vocación, sino sólo de un santo deseo, meritorio ante Dios y útil estímulo para el bien.
4) La llamada divina interior, por fuerte e insistente que sea, no es la vocación, sino sólo un elemento de la misma. Por tanto, aun supuesta una fuerte inclinación hacia las misiones, si falta en el aspirante alguno de los elementos subjetivos necesarios, como.la rectitud o la aptitud física, moral, intelectual y espiritual, o si existe algún impedimento canónico, entonces no hay vocación. El Papa, en efecto, no dice que Jesús escoja o mande a su mies a todos los que escuchan su invitación, sino a «no pocos», es decir, a aquellos que, además de la llamada interior, tienen también los requisitos y las condiciones para que la autoridad eclesiástica los admita al servicio público de la Iglesia. La experiencia, a su vez, enseña que no todos los que sienten el atractivo de las misiones serán misio64
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vividas y ordinariamente son alimentadas por una poderosa carga de amor y generosidad.
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¿COMO LLAMA DIOS?
Es ésta una pregunta a la que no resulta fácil responder, pues cada alma es un mundo distinto, y Dios, aun sirviéndose de los medios humanos, habla a cada alma con un lenguaje particular, adaptándose a la edad, al carácter, a los estudios y a la psicología de cada uno. A veces la llamada de Dios se presenta como un resplandor fulminante que ilumina y sacude eficazmente al alma, empujándola irresistiblemente a un radical cambio de vida, con una completa entrega a Dios para el servicio de las almas más necesitadas y abandonadas. Es el caso de Saulo en el camino de Damasco. A este género pertenecen algunas vocaciones tardías nacidas con ocasión de unos ejercicios espirituales o de una intensa moción de la gracia ocasionada por una circunstancia fortuita. Vocaciones preciosas que poseen la ventaja de útiles experiencias 66
Otras veces, sin ese resplandor fulminante que determine un cambio de vida, el Señor,' con internos y eficaces impulsos de la gracia, llama y mueve al alma de un modo tan claro y eficaz que el aspirante no siente la más pequeña duda en responder con prontitud y seguir con generosidad el camino que Dios le indica. Fue el caso de los Apóstoles, quienes, al oír el vVeni, sequere me» de Jesús, sin ninguna vacilación, «statim, relictis retibus et patre, secuti sunt eumn ( M t , 4, 22). Tampoco faltan casos como éstos entre los llamados a las misiones: almas afortunadas que son como llevadas de la mano por la gracia de Dios, y el padre espiritual no encuentra dificultad en hallar en la decisión, rectitud y aptitud, señales evidentes de la llamada divina. Pero generalmente las vocaciones misioneras han de seguir un camino más ordinario, más lento y más sujeto a incertidumbres y perplejidades. En este camino ordinario el primer germen de la vocación se debe normalmente a una circunstancia fortuita: la lectura de una revista, una inspiración especial en la meditación, el contacto con un misionero, una charla con proyecciones o una conferencia, el ejemplo de un compañero que ingresa en un Instituto Misionero o una ceremonia de despedida a los misioneros que parten, etcétera.
AI principio se trata por lo común de fantasía, de 67
sentimiento, de entusiasmo, que, especialmente en los más pequeños, se reduce a menudo a un simple ardor pasajero que pronto se apaga. Para algunos, en cambio, aunque a intervalos, adquiere el carácter de un verdadero «lenguaje íntimo y como místico» (S. S., 354), de una verdadera llamada. Es como una voz dulce e insistente que se deja sentir en el fondo del corazón, especialmente en los momentos de mayor fervor y unión con Dios, como la meditación, la Comunión, los ejercicios espirituales, etc. Es algo indefinido e inexplicable que estimula al alma a la entrega total por el bien de las almas más necesitadas y abandonadas... Es como un estímulo que la incita, la sacude, no le deja reposo, sobre todo cuando la naturaleza se rebela y busca pretextos para acallar la conciencia. En semejantes casos es inútil seguirse preguntando: «¿Quién sabe si es verdaderamente el Señor quien me llama?» Si tú que lees estas páginas eres un joven que se encuentra en tal estado, no dudes. Eso que sientes en el fondo del corazón es obra de la gracia; es el lenguaje místico de Jesús, que te dirige con insistencia el «Veni, sequere me» de los Apóstoles; es El, que está a la puerta de tu corazón y llama..., y quizá sólo espera el «sí» dócil y generoso de tu respuesta para hacerte «pescador de hombres», para elegirte y enviarte a su mies más necesitada, es decir, para realizar sus designios de misericordia sobre ti y sobre las almas que quiere salvar por medio de ti. No te pre-
guntes, pues, «¿me llamará verdaderamente el Señor?», sino pregúntate seria y decididamente: «¿Qué me falta para que su llamada se convierta en feliz realidad?» No hay que maravillarse, y mucho menos asustarse, de que la propaganda misional despierte entre los jóvenes entusiasmo y deseos de vocación. Son efectos buenos de la gracia de Dios, que se sirve también del entusiasmo y del sentimiento para atraer a las almas a su servicio y estimularlas al bien. Muchas vocaciones misioneras (incluida la mía) han tenido su origen en los años alegres de la infancia, cuando Dios, adaptándose a la edad, habla principalmente a la fantasía y al sentimiento. Sería pisotear la semilla de la gracia aconsejar no preocuparse, no dar vueltas al asunto, no leer revistas misionales para no calentarse los cascos. Estos consejos se dan para vencer las tentaciones contra la fe y la castidad, pero no para corresponder a una gracia de Dios. La consigna de los Papas es «fomentar» (Benedicto XV) y «secundar» (Pío XI) y «favorecer con celo por todos los medios» (Pío XII) las vocaciones misioneras apenas alguien la manifieste. Todos, por tanto, deben considerar estos primeros gérmenes de vocación como un don de Dios que el alma ha de custodiar celosamente y secundar dócilmente con viva gratitud, profunda humildad y gran generosidad. Aunque tales primeros gérmenes de vocación sólo para algunos se concretarán con el tiempo en una ver69
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¿ladera vocación, para todos los demás serán, si bien dirigidos, un estímulo para el bien y una fuente de méritos. ¡Cuántos seminaristas me han confesado que en las tentaciones y períodos de crisis juvenil el pensamiento de las misiones ha sido para ellos el áncora de salvación y el acicate a la perseverancia y la generosidad! Por eso muchos padres espirituales consideran la propaganda misional en los Seminarios como una providencial inyección de entusiasmo que hace bien a todos, y favorecen la inclinación a las misiones en quienes la manifiestan, estimándola como precioso trampolín para un mayor fervor, convencidos, por otra parte, de que no todos los deseos cristalizarán en verdaderas vocaciones, pues el Espíritu Santo, que equilibra las fuerzas, no permitirá de ningún modo que se vacíe el Seminario y se empobrezca la diócesis por haber sido generosa con el Señor (F. D., 244).
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XI
«QUID FACIAM?»
Con ocasión de una jornada misionera en un Seminario leí en el cartel de anuncios de la Academia misional esta expresión: «¿Por qué no puedo yo también ser misionero?... No es la vocación lo que te falta; es el temor al sacrificio lo que te retrae.» La frase es hermosa, fuerte; impresiona e induce a los seminaristas a reflexionar. Sin embargo, tomada en sentido genérico, no es exacta, porque, como hemos dicho (pág. 48), no todos han recibido de Dios la vocación misionera ni basta el amor al sacrificio para hacer brotar en el alma una vocación que Dios no ha dado. Pero si aplicamos la expresión a todos aquellos a quienes Dios dirige su dulce invitación «Veni, sequere me», entonces estamos en lo cierto, porque la mayor parte de las vocaciones misioneras fallan por falta de generosidad. 71
El primer ejemplo lo tenemos en el joven rico del Evangelio, quien, ante la invitación de Jesús, «Si vis perfectas esse, vade, vende quae habes et da pauperibus..., et veni, sequere me», le volvió la espalda «.et abiit tristis», porque, como dice el Evangelio, «erat habens multas possessiones» (Mat., 19, 21 s.), y no tuvo la generosidad suficiente para desprenderse de ellas. ¡Cuántos jóvenes, por desgracia, le imitan, alimentándose de piadosos deseos ineficaces, sin alcanzar nunca, por falta de generosidad, el ideal que los atrae y que los haría felices en la tierra, con la seguridad de un buen premio en el cielo! Copio como ejemplo un fragmento de una carta que he recibido hace algunos días: «Quisiera ser misionero; pero ¡me cuesta tanto vencer las circunstancias! ... Sobre todo, me asusta el pensar en mi madre; no está muy bien de salud y esta noticia le causaría un gran disgusto y aumentaría sus sufrimientos..., y no tengo valor para decírselo. Comprendo el Evangelio, pero me faltan fuerzas para obrar en consecuencia.» Es la eterna lucha entre la naturaleza y la gracia, que tan vivamente describe San Pablo en la carta a los Romanos: «Siento en mí otra ley que repugna a la ley de mi mente... (Rom., 7, 23), de suerte que no hago el bien que quiero» (7, 19). El ideal misionero, como todos los grandes ideales de heroísmo y santidad, agrada, atrae, seduce, y son 72
muchos los que «querrían» alcanzarlo; pero... Y en ese pero se resume con harta frecuencia la victoria de la naturaleza sobre la gracia. No se adquiere la perla preciosa sin vender lo que se posee, ni se alcanza la cima de un monte sin fatigas, sudores, riesgos y rasguños. La vocación misionera es muy semejante al «regnum coelorum», que «vim patitur, et violenti rapiunt illud» (Mt., 11, 12). Sólo quien está verdaderamente dispuesto a sacrificarlo todo, es decir, a dejar al padre y la madre, la familia y la patria, para abrazar una vida de renuncias y sacrificios, puede conseguirla; los demás, no: se contarán entre los vencidos. En mis viajes de propaganda he encontrado muchas de estas almas, tristes e insatisfechas, que se lamentan de no ser misioneros por no haber sabido superar generosamente las dificultades. ¡ Pobrecillos! Dan lástima. Podrían ser verdaderos apóstoles en un inmenso campo de trabajo rico en frutos y méritos, mientras que quizá permanecen casi inactivos por no haber sabido pronunciar el sí decidido que los habría incorporado al plan de la redención de aquellos infieles que tal vez esperaban la salvación precisamente de su fiel correspondencia. Quien se encontrara en ese estado de vacilante incertidumbre, no olvide que la primera condición subjetiva para que el don de Dios cristalice en verdadera vocación es la generosidad. Si el alma llamada vuelve la espalda al Señor, todo ha terminado, por73
que Dios no hace milagros para violentar la libertad humana. Si tú, lector, buscas en estas páginas una ayuda para tu vocación, una respuesta a tus dudas, un consejo en tus incertidumbres, permite que te invite ante todo a hacer un examen de conciencia para ver cómo es tu voluntad. Si sientes una especie de miedo a ser verdaderamente llamado..., si ves que la fantasía exagera las dificultades..., y estás contento de tener algún argumento real o presunto para tranquilizar la conciencia..., y te abres al director espiritual de manera incompleta e incierta..., y te tranquilizas fácilmente si te dice que esperes y no te preocupes..., o consideras la oposición de tus padres como señal negativa de vocación, etc. ..., entonces tienes fundado motivo para temer que no te halles en la verdadera disposición de generosidad requerida para responder fielmente a la llamada del Señor.
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XII
«ECCE, DOMINE, MITTE ME»
Imita a los Apóstoles, quienes sin titubeos, sin dilaciones inútiles y peligrosas, «STATIM, relictis retibus et patre, secuti sunt eum» (Mt., 4, 22). Esto es, por cuanto de ti depende, di al Señor sin vacilación: «.Domine, non sum dignus» (Le, 7, 6), pero si Tú quieres, «ecce ego, mitte me» (Is., 6, 8), «sequar te quocumque ieris» (Mt., 8, 19), y resígnate a renunciar a tu ideal sólo si te consta claramente que te falta algún elemento necesario para ser apto. Oye con qué fuertes acentos expresa un seminarista su dolor por no poder seguir su ideal misionero únicamente a causa de un impedimento que no depende de su voluntad: «Usted, padre, me dijo que, según era mi situación familiar, yo no podía intentar el marcharme. A pesar de esto, no disminuye en mí la gran pasión que tengo por África, y no soy capaz de renunciar a la idea de que Cristo me lo tiene que solucionar. A pesar de la gran dificultad que hay en 75
mí caso, yo rezo ahora más que nunca, pidiendo a Cristo que tenga compasión de mí. Si supiera, padre, lo que sufro en mi interior al ver que otros, que no han tenido la tremenda inclinación que yo siento, ni tanto tiempo como yo, marchan cada uno por su lado... Confiando en que sus oraciones lograrán conmover a Cristo en favor mío, se despide de usted este pobre seminarista, que no tiene paz porque no puede seguir su ideal apostólico.» Si comprendes que el Señor te llama, no te concedas reposo, no te asustes de las dificultades, no tranquilices tu conciencia con suspiros de fácil resignación; antes reza con esperanza y lucha con denuedo, resignándote a la renuncia sólo en caso de fuerza mayor. En la práctica, para estar seguro de no poner obstáculos a la llamada divina por falta de generosidad, el aspirante a las misiones debería comportarse así: 1) Considerar la inclinación que siente en el corazón, no como una tentación que rechazar, sino como una gran gracia de Dios que debe agradecerle vivamente cada mañana en la sagrada Comunión y a la que debe corresponder dócil, fiel y generosamente. Cuanto mayor sea la estima del gran don de predilección que el Señor quiere conceder al alma, y cuanto más íntima, sincera y profunda sea la convicción de la propia debilidad e indignidad..., tanto más frecuente, espontáneo y cálido brotará del corazón el 76
uMagnificat» del agradecimiento, puesto que la gratitud, más que un deber de justicia, es una incontenible necesidad del corazón verdaderamente humilde, que aprecia el don, se considera indigno de él y hace todo lo posible para no perderlo por su culpa. El caso de los diez leprosos del Evangelio ( L e , 17, 17) nos dice claramente que la gratitud agrada al Señor, e incluso la exige. Y la ascética cristiana nos enseña que es condición y medida para recibir otros dones. 2) Si la fantasía o las personas a quienes se confía presentan dificultades reales o presuntas, no debe ser él el primero en concederles importancia tal vez exagerando su gravedad, como sintiéndose contento de poderse decir a sí mismo que Dios no le llama. Las dificultades es necesario sopesarlas para ver si son reales o imaginarias, si son intrínsecas a la vocación, es decir, si afectan sustancialmente a alguno de sus elementos constitutivos, o sólo extrínsecas, como, poi ejemplo, el dolor de abandonar a los familiares o las necesidades de la familia o de la diócesis, etc.; por~ que en este caso las dificultades no son un impedimento a la vocación, sino sacrificios que hay que hacer para seguirla. 3) Exponer el deseo al padre espiritual no como una simple veleidad, sino como voluntad bien decidí' da, dispuesta a todo para seguir la llamada divina, El padre espiritual no puede decir ((marcha» a quien dice tímidamente: «Quisiera marchar, pero...» 11
4) Una vez obtenido el consentimiento del padre espiritual, que confirma la llamada divina, no someter la vocación al juicio de otros, como buscando a alguien que diga lo contrario. El juicio del padre espiritual es la expresión de la voluntad de Dios, que debe seguirse a toda costa y debe dar confianza en todas las dificultades de la vida apostólica. Como confirmación de este último punto valga el ejemplo de un gran misionero. Daniel Comboni era el único superviviente de ocho hermanos, cuyos padres eran unos pobres campesinos. Sin embargo, cuando el padre espiritual le confirmó la vocación misionera, la siguió con decisión sin temor alguno a las dificultades, que, para las misiones de África en el siglo pasado, eran verdaderamente graves e innumerables. Escribiendo a su párroco para que convenciese a sus padres de que lo dejaran partir, se expresaba de este modo: «¡ Cuánto me aflige el sacrificio que estos dos pobrecitos hacen al separarse de m í ! ¡A qué sacrificios somete el Señor esta vocación! Pero me ha asegurado el padre espiritual que el Señor me llama, y yo marcho seguro. Sé que me atraeré la maldición y las imprecaciones de muchos que no ven más allá de un palmo; pero yo no pienso por ello en dejar de seguir mi vocación. Confío en Dios y en la Virgen» (Vita di Mons. Comboni, P. Capovilla, cap. 2). Y al final de su breve, pero heroica existencia, repetía casi con las mismas palabras: «En el curso de mi ardua y laboriosa empresa más de cien veces me 78
pareció hallarme abandonado de Dios, del Papa, de los Superiores y de todos los hombres..., y, viéndome tan abandonado y solo, tuve cien veces la tentación de abandonar todo. Pues bien: lo que no me dejó desfallecer jamás en mi vocación..., lo que me sostuvo el ánimo para seguir firme en mi puesto hasta la muerte, fue la seguridad de mi vocación; fue siempre y toties quoties, porque el P . Marani me había dicho el 7 de agosto de 1857: 'Vuestra vocación a las misiones de África es una de las más claras que yo he visto'» (Vita di Mons. Comboni, cap. 21). Si las almas que Dios llama a su servicio en las misiones tuvieran todas esta generosidad en corresponder a la invitación y esta constancia en seguirla hasta la muerte, ¡cuántos santos apóstoles tendría la Iglesia! Muchos son los llamados, pero pocos, por desgracia, los que responden, porque, como dice San P a b l o : «Quae sua sunt quaerunt, non quae Iesu Christi» (Phil., 2, 21). ¿Qué habría sido de las misiones del centro de África si Comboni, por amor a sus padres o por temor a los sacrificios y dificultades hubiese renunciado a su vocación? África no habría tenido su Javier, la Iglesia tendría dos Institutos misioneros menos, muchas almas no habrían alcanzado la salvación y él no tendría el grado de gloria que lo hace dichoso por toda la eternidad. ¡Qué diversa también habría sido la suerte del jo79
ven rico del Evangelio si por amor a Cristo hubiese sabido renunciar a las riquezas que poseía! El Evangelio dice que «abiit tristis» (Mt., 19, 22), y así fue probablemente toda su vida, pues las riquezas no hacen feliz al hombre, sino que son espinas que punzan y atormentan. Jesús tuvo después, para él y para la categoría de personas que representaba, palabras muy duras que espantaron a los Apóstoles (Mt., 19, 25), a los cuales, sin embargo, añadió inmediatamente: «Vos qui secuti estis me, in regeneratione cum sederit Filius horrarás in sede maiestatis suae, sedebüis et vos super sedes duodecim iudicantes duodecim tribus Israel» (Mt., 19, 28). ¿No valía la pena que también él lo hubiera sacrificado todo para conseguir semejante recompensa? Bienaventurados los que, aceptando dócilmente la invitación divina, la siguen pronta y generosamente aunque la naturaleza se rebele y el corazón sangre. Serán en las manos de Dios instrumentos de salvación para muchas almas, que de otro modo se perderían, y «centuplum accipiet et vitam aeternam possidebür¡ (Mt., 19, 29).
XIII «IN TE, DOMINE, SPERAVI»
Por desgracia, casi todas las vocaciones misioneras han de pasar la prueba de los distingos y objeciones, producidos frecuentemente por el inexacto conocimiento de la vida misionera y exagerados por la fantasía propia y ajena. Las siguientes frases, tomadas de una carta, representan la historia aproximada de la mayor parte de las vocaciones misioneras: «Desde hace algunos años siento en mí una fuerte inclinación a las misiones, algo que me atormenta y no me concede reposo. Siento que el Señor me llama y quisiera responderle con un hermoso «SI»; pero ¡cuántas dificultades me frenan el paso y obstaculizan el camino! Le expongo algunas para que me ayude con su consejo. No tengo una salud de hierro, y pienso: '¿cómo me las arreglaré con una clima ecuatorial?' Soy tímido de carácter
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y me asustan hasta los ratones; me espanta pensar en las bestias feroces de África. ¿Y las lenguas indígenas? ¿Cómo lograré aprenderlas yo, que no tengo gran inteligencia y algún año he pasado apuros para aprobar el curso? Además, cuando pienso en el ambiente pagano de esos pueblos primitivos, casi completamente desnudos, y en los múltiples peligros espirituales de la vida de misión, me pregunto perplejo si mi virtud será suficiente para no caer... A pesar de todas estas dificultades que el demonio me despierta continuamente en el alma, siento que el Señor me llama y tengo miedo de no responderle por falta de generosidad. Ruegue por mí y dígame qué debo hacer.»
Bien sabía San Pablo que era un pobre hombre: pequeño de estatura, débil de salud, indigno de ser llamado apóstol, porque había perseguido a la Iglesia de Dios (1 Cor., 15, 9), y, a pesar de todo, añade: «Gratia Dei sum id quod sum» (1 Cor., 15, 10). Y en otro lugar afirma: «.Non quod sufficientes simus cogitare aliquid a nobis quasi ex nobis, sed sufficientia nostra ex Deo est, qui et idóneos nos fecit ministros novi testamenti» (2 Cor., 5, 5 s.).
La respuesta a todos los que se encuentran en este estado de ánimo (y no son pocos) ya la dio el Señor al profeta Jeremías. Dice el profeta: ((Llegóme la palabra de Dios, diciendo: 'Yo te enviaré como profeta entre las gentes.' Y yo le respondí: '¿Cómo haré, Señor, si no sé hablar y soy como un niño balbucien- ^ te?' Y El me dijo: 'No digas soy un niño, pues irás adonde Yo te envíe y dirás lo que Yo te mande. Y no tengas miedo de nada, porque Yo estaré contigo y te ayudaré.' Y me tocó la boca con su mano y me dijo: 'He aquí que pongo mis palabras en tu boca y te envío entre las gentes con poder para arrancar y destruir (EL ERROR), arruinar y asolar (LOS ELEMENTOS HOSTILES), edificar y plantar (LA VERDAD Y LA FE)'» (Jer., 1, 4 ss.).
Cuando Dios llama a un alma a un determinado género de vida, «la mueve y ayuda con su gracia» (S. S., 357), porque, como dice Santo Tomás, «aquellos a quienes Dios elige para una misión específica, los prepara y dispone de tal modo que sean verdaderamente idóneos para el fin a que son elegidos» (Summa Th., p. III, q. 27, a. 4). Así, pues, el alma llamada a las misiones, a pesar de todas sus debilidades y deficiencias personales, fortalecida por la gracia de la vocación y por una ilimitada confianza en Dios, puede adentrarse serenamente por el camino que Dios le indica, segura de tener a su disposición la Omnipotencia divina, de modo que en todas las dificultades de la vida pueda repetir: aOmnia possum in eo qui me confortat» (Phil., 4, 13).
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¡Animo, almas vacilantes y tímidas! Lo que Dios hizo con el profeta Jeremías puede hacerlo..., está dispuesto a hacerlo... y lo hará con todas las almas humildes que en El confían.
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El beato Teófano Venard, describiendo a su padre su vocación misionera, decía: «Dios me ha tomado como de la mano y me ha dicho: 'Hijo mío, ven, sigúeme; no temas nada. Eres pequeño, pobre, débil y lleno de miserias; pero Yo soy el Dios omnipotente. Ven. Yo estaré siempre contigo..» ¿Quién más tímido y miedoso que las mujeres? Y, sin embargo, he visto en Aírica centenares de religiosas, tranquilas y serenas, al servicio de hombres primitivos y salvajes y en contacto con las fieras de la selva, que tanto terror inspiran a la fantasía de los lectores de revistas misionales. Y los hermanos coadjutores, que por lo regular provienen de los campos y las fábricas, ¿qué estudios han hecho? Sin embargo, van a misiones, aprenden las lenguas indígenas, construyen iglesias y dirigen talleres...
et gloria in saecula saeculorum» (1 Tim., 1, 17), porque siempre será verdad que Dios, en su infinita sabiduría y adorable providencia, «Quae stulta sunt mundi elegit Deus... et infirma... et ignobilia... et ea quae non sunt..., ut non glorielur omnis caro in conspectu eius» (1 Cor., 1, 27 ss.).
¿Por qué no repetir, con San Agustín, «Si isti et illi, cur non ego»? Si tantos otros, tímidos, débiles, limitados como yo, han salido adelante, ¿por qué no podré yo hacer otro tanto con la gracia de Dios? El reconocimiento de las propias miserias y debilidades deben llenar el alma de humildad, no para abatirla, sino para levantarla muy alto, robustecida por la confianza en Dios, que ciertamente la sostendrá en todas las dificultades de la vida apostólica hasta el fin de la vida, cuando, al ver las maravillas de la gracia obradas por medio suyo, no tendrá motivo alguno para enorgullecerse y podrá repetir con toda verdad: «Servus inutilis sum» (Le, 17, 10)..., «soli Deo honor 84
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salir de un modo de vida anodino y brillar en algo grande que satisfaga el amor propio, o por la necesidad de abrir un escape a una naturaleza exuberante, ávida de fuertes emociones, etc.
XIV ¿POR QUE QUIERO SER MISIONERO?
Es ésta la primera pregunta que debe hacerse un joven que aspira a las misiones y el primer elemento subjetivo que el director espiritual debe juzgar para ver si la intención es verdaderamente recta. La voluminosa literatura misional ha puesto de relieve los diversos méritos espirituales, culturales, filantrópicos, sociales y políticos del misionero, presentándole como pionero de la civilización, promotor de la ciencia, del arte y del bienestar social; prototipo de desinterés y generosidad, etc., etc. Viajes, actividad sanitaria, caza de fieras, aventuras novelescas..., todo ayuda a formar en la fantasía del joven una imagen más o menos errónea del misionero católico. Así no es raro que quien aspira a las misiones sea inducido a ello por motivos humanos más o menos románticos: espíritu de aventura, deseo de 86
Evidentemente, con tales motivos humanos podremos tener un poeta, un explorador, un cazador, un periodista.."?, pero no un misionero, el cual es y debe ser esencialmente el hombre de Dios, enviado a los pueblos infieles únicamente para realizar la misma misión de Jesús: redtmir y salvar a las almas. El móvil principal de una verdadera vocación misionera debe ser, por tanto, sobrenatural, aunque lleve aparejados como elementos concomitantes otros motivos humanos propios de la naturaleza y del carácter del aspirante. Los motivos sobrenaturales de una verdadera vocación misionera pueden ser varios. El más fuerte es, generalmente, el recuerdo de tantos millones de almas que se pierden y que tienen necesidad de ayuda. ¡Cuántos seminaristas, al considerar el triste espectáculo de la masa enorme de las cuatro quintas partes del género humano todavía paganas y carentes de fe, repiten casi con las mismas palabras del apóstol de África, Daniel Comboni: «A la vista de tantas almas que se pierden, estoy dispuesto a sacrificar mil veces mi vida por ellas»!
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Para otros muchos el móvil principal es el amor Cristo. Sacudidos por el pensamiento de que 87
"Christus dilexit me et tradidit semetipsum pro me» ((Jal., 2, 20), responden con San Pablo: «Caritas Christi urget nos» (2 Cor., 5, 14); «optabam anathema esse pro fratribus meis» (Rom., 9, 3); «vae mihi si non evangelizavero» (1 Cor., 9, 16)... Y no encuentran respuesta más adecuada al amor de Cristo que la entrega total a la vocación misionera. Para algunos seminaristas, especialmente teólogos, un buen argumento es el de vivir más católica y apostólicamente su sacerdocio. Vienen a razonar así: «Yo debo y quiero ser sacerdote únicamente por Dios, por la Iglesia y por las almas. ¿Dónde y cómo puedo realizar mejor este propósito? ¿A quién debo dar mi preferencia?» Y la vida misionera se les presenta como el campo hacia el que van orientados los insistentes llamamientos de los Papas;, el campo donde es mayor la necesidad de las almas, mayor el sacrificio y, por tanto, más fuerte el amor, mayor la gloria de Dios y más seguro el mérito. Si estos sentimientos no van unidos a una actitud de desestima o desprecio de los demás géneros de vida apostólica, sino que están concebidos sólo como argumentos para elegir el camino subjetivamente mejor en orden a corresponder al amor de Cristo, entonces son un magnífico argumento de verdadera vocación. A éstos se les suele objetar ordinariamente que se puede ser bueno, generoso y santo también permaneciendo en la diócesis, donde son asimismo tantas y tan 88
urgentes las necesidades de las almas y de tantos modos se puede hacer conocer y amar a Cristo. Ellos no lo dudan. Sin embargo, sienten, a la luz de las directrices pontificias y de la interna inspiración de la gracia, que mientras aquí no faltan sacerdotes buenos y santos que pueden atender convenientemente a las almas, en misiones su presencia puede ser la condición prevista por Dios para la salvación de muchas almas que de otro modo se perderían. A los argumentos sobrenaturales pueden añadirse, como hemos indicado, otros de carácter natural: un temperamento ardiente, un espíritu de aventura, una necesidad de expansión, etc.; cosas todas ellas que, bien encauzadas y oportunamente explotadas, pueden hacer brotar, favorecer y facilitar la vocación misionera. Muchas vocaciones, en efecto, tienen su primer origen, como hemos dicho (pág. 69), en la fantasía o en el sentimiento. Purificando poco a poco la intención de modo que predominen los motivos sobrenaturales, pueden conseguirse óptimas vocaciones misioneras en las que la gracia, adaptándose y sirviéndose de la nanaturaleza, hará fácil y grato al misionero un género de vida que otros juzgan heroico. En efecto, cuando estos temperamentos dinámicos y exuberantes entren en contacto con la vida dura de la selva, con todas sus dificultades y peligros, se sentirán en su ambiente, felices de ver realizados los sueños e ilusiones de su juventud. 89
Un buen criterio práctico para distinguir las verdaderas vocaciones misioneras de las falsas puede ser éste: si el deseo de ser misionero mueve al joven a orar más y mejor, a estudiar con mayor empeño, a sacrificarse con mayor generosidad, a vencer más prontamente las tentaciones y a practicar con más decisión la virtud, hay garantías para confiar en la rectitud de su intención. En cambio, si el deseo de las misiones va unido a pereza, descuido y desgana en el estudio, a faltas casi habituales en el silencio y la disciplina, etc., entonces no hay nada que hacer: se trata sólo de fantasía y veleidad quiméricas. Estos no sólo no serán misioneros, sino que, muy probablemente, ni siquiera perseverarán en el Seminario.
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XV ¿SALUD DE EHERRO?
Además de la rectitud de intención, se requiere también en el aspirante misionero la aptitud, es decir, las dotes físicas, intelectuales, morales y espirituales necesarias. Es evidente que, si falta la idoneidad, por muy grande que sea la inclinación a las misiones, por muy fuerte que sea la generosidad y sincera la intención, no se podría hablar de verdadera vocación. Pero no hay que exagerar exigiendo cualidades extraordinarias, cuando en realidad hoy pueden bastar las ordinarias. Consideremos en primer lugar lo que se refiere a la salud. La vida misionera exige en el aspirante una constitución sana y robusta para que pueda afrontar los difíciles climas ecuatoriales y las incomodidades de viajes y actividades apostólicas. Sin embargo, para no exagerar, conviene recordar 91
que hoy las condiciones de vida en las misiones no son tan difíciles como en otros tiempos. Incluso en las misiones de África, donde hasta hace algunos años el misionero se veía obligado a vivir casi al margen de la civilización, hoy existen hospitales, médicos y medicinas, las viviendas son más salubres, los medios de transporte más rápidos y el modo de vida más civilizado. Es preciso también tener en cuenta que todo Instituto misionero tiene diversos campos de trabajo y muchas mansiones; según esto, una constitución débil que no pueda resistir los climas tropicales de África puede encontrarse muy bien en un clima templado de América, y quien no tiene salud para la vida dura de la selva puede muy bien desempeñar el cargo de rector o padre espiritual o profesor de una Seminario indígena o de una Casa de formación en la patria. Cuando a la edad de dicisiete años dije yo al rector de mi Seminario que quería ir misionero, se echó a reír y me dijo que me metiera piedras en los bolsillos para que el viento no me llevara. Estaba sano, pero figuraba entre los más delgados y débiles del Seminario. Recuerdo que le respondí: «Siento que el Señor me llama. Yo voy. Si no puedo ir a primera línea, ocuparé el puesto de otro que vaya a trabajar también por mí.» Los Institutos misioneros son como pequeños ejércitos, en los que el resultado de la batalla no depende de cada uno de los soldados, sino de la actuación con92
junta y ordenada de todos, ocupando cada uno su propio puesto. Por tanto, no es impedimento para la vida misionera la delgadez y debilidad características de todo estudiante, ni cualquier trastorno físico transitorio o intervención quirúrgica secundaria que no afectan sustancialmente a la constitución normal. Si no hay enfermedades orgánicas de pulmón, estómago, cabeza, etcétera, que dificulten la vida de comunidad o de ministerio, una salud normal, aunque no sea de hierro, es suficiente para seguir la vocación misionera. Para confirmar lo dicho paso revista a mis compañeros de Instituto y veo algunos que de estudiantes eran más bien ligeros de carnes y un poco enfermizos, los cuales han pasado decenas de años en misiones, resistiendo más que algún otro, de constitución robusta, que murió prematuramente. Veo otros que de jóvenes parecían el prototipo de la fuerza y la energía, los cuales, por haber sufrido alguna grave enfermedad, están ahora incapacitados para el trabajo de primera línea, pero realizan una labor estupenda en la retaguardia, sin sentirse menos misioneros que cuando roturaban la selva para fundar una misión. Puedo afirmar también que en misiones no siempre los tipos más robustos son los más resistentes. En general, quien sabe que su constitución es delicada evita los desgastes inútiles, lleva una vida regulada y emplea todos los medios sugeridos por la prudencia y por los médicos para evitar el agotamiento, la fiebre 93
maluria, etc. Por el contrario, quien tiene una salud de hierro puede llegar a presumir de sus fuerzas y abusar de sus energías imponiéndose esfuerzos excesivos, no observando regularidad en las comidas y en el reposo, riéndose de pildoras e inyecciones..., y cuando sobreviene la enfermedad el cuerpo no está preparado para reaccionar. Entre los documentos que se exigen para la admisión de un aspirante en un Instituto misionero figura también el certificado médico. Si no existen enfermedades orgánicas o taras hereditarias, especialmente de carácter psíquico, los superiores no tienen dificultad en admitir al aspirante, pues también para él habrá ¡' un puesto adecuado en el Instituto.
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XVI
¿INTELIGENCIA EXCEPCIONAL?
Lo que se ha dicho de la salud vale también para la inteligencia. Algunos pecan por defecto, pensando que para vivir entre los zulúes de África basta una inteligencia mediocre, incluso inferior a la común, requerida como mínimo para ser sacerdote diocesano. La falta de ciencia suficiente para ejercer convenientemente el ministerio sacerdotal es un impedimento canónico para la ordenación. Por eso la Iglesia ha dado normas severas acerca de los estudios y exámenes de los seminaristas, y quien en el curso de la formación aparece insuficientemente dotado no puede continuar en el camino del sacerdocio. Con mayor razón éstos no pueden aspirar a las misiones como sacerdotes, ya que el ambiente de misión es desde luego más difícil que el diocesano. Todo misionero en tierras de misión representa a la Iglesia y a la patria, y sería lamentable que por falta de in95
teligencia suficiente fuese causa de deshonor y motivo de desprecio en lugar de ser portador de fe y civilización. Estos podrían eventualmente seguir otro camino no menos fecundo y meritorio: el de consagrarse a Dios como hermanos coadjutores. En las misiones, junto al misionero sacerdote, son indispensables los hermanos coadjutores, que completan la obra evangélica del misionero sacerdote con el desarrollo de las obras de civilización. Ellos son, en efecto, quienes construyen iglesias y casas, dirigen escuelas de artes y oficios, atienden a los enfermos y enseñan el catecismo, aliviando al compañero sacerdote de las preocupaciones materiales y facilitándole el trabajo apostólico. Los hermanos coadjutores viven en común con los sacerdotes y tienen los mismos derechos y deberes que ellos, alcanzando delante de Dios los mismos méritos, si no mayores, al ser su vida de menos brillo exterior y menores compensaciones naturales. No se podría, por tanto, concluir que los hermanos coadjutores estén necesariamente menos dotados de inteligencia que sus compañeros sacerdotes. De hecho, no pocos de ellos hubieran podido estudiar y ser sacerdotes; pero se hicieron hermanos porque tal fue su específica vocación. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la falta de inteligencia especulativa necesaria para las materias filosóficas y teológicas puede ir muy bien com96
pensada con una suficiente dosis de sentido práctico, del que tantas pruebas han de dar los hemanos en las misiones. Otros pecan por exceso, exigiendo en el aspirante a las misiones una inteligencia superior a la común, porque piensan que debe llevar a cabo estudios especiales y que es sobremanera difícil aprender las lenguas indígenas. En realidad los estudios sacerdotales del misionero son los mismos de todos los seminaristas, y las lenguas indígenas, especialmente las de África, no precisan una inteligencia extraordinaria para su aprendizaje. Con un poco de buena voluntad y la ayuda de la gracia de Dios, también los hermanos coadjutores y las religiosas las aprenden con bastante facilidad. Por tanto, si quien ha recibido cinco talentos sabe usarlos para gloria de Dios, tendremos el misionero docto, que ocupará dignamente una cátedra de universidad y será honra de la Iglesia con sus estudios científicos, etnográficos, lingüísticos,, etc. Hombres como estos son muy necesarios especialmente hoy, cuando los pueblos de color, al entrar de repente en el escenario de la civilización, buscan ansiosamente la ciencia, y la Iglesia tiene el deber de satisfacer sus exigencias con colegios y universidades a la altura de las circunstancias. ¡Bienvenidos, pues, los intelectuales! Su aportación será verdaderamente providencial. En cambio, si los talentos recibidos son sólo dos y quien los posee sabe hacerlos producir con fidelidad 97
y humildad, Dios, que es el dador de todo bien y reparte sus dones como le parece oportuno, se sentirá igualmente contento y quizá se sirva de él con mayor provecho, puesto que, como hemos dicho (pág. 85), a veces utiliza instrumentos menos dotados aut non glorietur omnis caro in conspectu eius» (1 Cor., 1, 29) y brille con mayor esplendor su gloria. No siempre, en efecto, los más inteligentes son los más celosos en el apostolado y los más fecundos en obras. A menudo, como dice San Pablo, ala ciencia hinchan (1 Cor., 8, 1) y la vanidad limita las gracias de Dios, mientras que la humildad de quien debe sudar para hacer producir los pocos talentos recibidos es con frecuencia garantía de bendiciones divinas y de fecundidad en el apostolado. Decía Mons. Comboni en su lenguaje pintoresco: «Si Sansón con una quijada de asno derrotó a mil filisteos, ¿qué hará el Señor con un asno entero como yo?» No pretendemos con esto menospreciar en manera alguna ese gran don de Dios que es la inteligencia, ni mucho menos animar a los perezosos a la indolencia, sino sólo estimular a los menos dotados para que no se desanimen. La inteligencia requerida para ser sacerdote diocesano, aunque no sobresaliente, dará a la Iglesia un magnífico misionero si va acompañada de una buena dosis de humildad y de un gran espíritu de fe y de oración.
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XVII
¿Y EL CARÁCTER.,.?
Algunos individuos tranquilos, flemáticos, tímidos, piensan que no son aptos para las misiones porque se han formado una idea inexacta del misionero. Creen, en efecto, que el misionero, por tener que hacer viajes difíciles, enfrentarse con poblaciones salvajes, fundar y dirigir misiones, etc., debe necesariamente ser un tipo impulsivo, exuberante, dinámico, arrollador. En realidad no hay nada más falso, ya que estos caracteres exuberantes podrían ser los menos aptos para las misiones al ser los más expuestos a imprudencias por falta de buen sentido y equilibrio. Con ocasión de la IX Semana Misionera de Burgos, en la que se trató el tema de la vocación misionera, se formularon a los superiores de varias misiones las siguientes preguntas: «¿Cuáles son los temperamentos mejores para las misiones? ¿A quién se debe disuadir de la vida misionera?» 99
A la pregunta primera respondieron que los mejores caracteres son los equilibrados, dotados de sentido común, buenos y comprensivos por naturaleza, optimistas y voluntariosos, emprendedores y tenaces, a'egres y serviciales, amantes del trabajo ordinario y cotidiano, sin apegarse a nada ni a nadie. No es fácil encontrar todos estos elementos reunidos en un mismo individuo, ya que nadie en la tierra es perfecto. Todos tienen algún defecto de carácter que ha de ser continuamente combatido para que no perjudique al apostolado. A la segunda pregunta respondieron que han de descartarse los temperamentos pesimistas, que siempre lo ven todo negro...; los egoístas, que se buscan siempre a sí mismos y no saben darse generosamente al prójimo...; los hipersensibles e hipersentimentales, que actúan movidos por la impresión o el sentimiento, exponiéndose fácilmente a peligrosas caídas...; los inconstantes, que cambian de idea y propósito a cada instante...; los tercos, los ambiciosos, los desobedientes, que pretenden siempre imponerse a los demás y no someterse a nadie...; los antojadizos y misántropos, que no saben vivir en sociedad y amargan la vida a quienes con ellos conviven.
mentos negativos: egoísmo, sentimentalismo, inconstancia, terquedad de ideas, deseo de sobresalir, etc. Si bien es verdad que el carácter no se cambia, sí es posible, con la gracia de Dios, corregirlo y encauzarlo hacia el bien. ¡Qué diferencia de caracteres entre los doce Apóstoles escogidos por Jesús! Pedro, impetuoso e irreflexivo; Juan, sensible y afectivo; Felipe, sencillo, y Tomás, incrédulo. No obstante, ¡cuánto amaron al Señor y con cuánta generosidad lo sirvieron! No faltaron las deficiencias propias del carácter de cada uno, pero de las caídas se levantaron más generosos y decididos que antes. Luchando decididamente contra las deficiencias del propio carácter, cada uno puede hacerse apto para el servicio de Dios. Al padre espiritual y a los superiores disciplinares corresponde juzgar si los esfuerzos realizados han logrado su objetivo o si los defectos son tales que excluyen al aspirante de la vida apostólica misionera.
Al leer estas líneas más de un joven podría sentirse desanimado por parecerle ser del número de estos últimos, dado que encuentre en sí alguno de estos ele100
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XVIII
SOBRE TODO, LA VIRTUD
Más que salud, inteligencia y buen carácter, para ser misionero se requiere virtud. Huelga decir que en el aspirante a las misiones se requiere como mínimo el grado de virtud indispensable para ser sacerdote en su patria. Quien aún no tiene resueltos convenientemente sus problemas espirituales fundamentales, como el problema de la castidad, no puede aventurarse a un género de vida más difícil pensando erróneamente que con un acto de generosidad remediará ciertos hábitos viciosos. Las vocaciones misioneras de este tipo están destinadas al fracaso, porque no puede correr quien ni siquiera es capaz de caminar. Como queda dicho (pág. 87), el misionero es y debe ser, ante todo y sobre todo, el hombre de Dios, el apóstol, el espejo y el representante de Jesús, que debe hacerlo conocer y amar a los infieles más con el ejemplo de sus virtudes que con la elocuencia de sus 102
palabras. Debe, pues, poseer todas las virtudes y ec un grado no común. Dice muy bien el P . Pellegrino, S. J.: «El servicio en las misiones exige un espirita de abnegación que el apostolado en nuestros países no precisa en igual medida...; una humildad lo bastante profunda para comprender y simpatizar con formas de civilización opuestas a la nuestra...; una dulzura de carácter que sepa sacrificar el tiempo antes que la paciencia...; tal amor a las almas que por ellas sepa prescindir de toda consolación natural...; una caridad que no busque el agradecimiento...; un espíritu de mortificación que acepte de buen grado los inconvenientes de tal género de vida, incluso la pobreza...; oración que no se deje dominar por el torbellino de la actividad...; una obediencia que no mate la iniciativa y una iniciativa que ame la disciplina...; una alegría contagiosa, que será el arma más poderosa..., y una fe inquebrantable que dé la seguridad en la victoria» (Partirá?, página 96). La lista del P . Pellegrino podría alargarse aún más, teniendo en cuenta que la santidad apostólica supone todas las virtudes teologales y morales en grado eminente. Para que ningún aspirante a las misiones se desanime al ver sus defectos, creyendo que sean necesarias virtudes heroicas, convendrá recordar: 1) Que para responder a la llamada de Dios no se requiere que el joven tenga ya estas virtudes en grado eminente, sino en el grado normal de todo buen 103
seminarista, junto con una voluntad firme de perfeccionarse adquiriendo las virtudes propias de la vida misionera. 2) Que para dar esta formación espiritual, adaptada al trabajo apostólico en las misiones, todo Instituto tiene un período más o menos largo de noviciado, durante el cual, libres de toda preocupación de estudio, los aspirantes se dedican sólo a la tarea de la propia santificación según el espíritu peculiar del Instituto. 3) Que el gran medio único e insustituible para el progreso de toda la vida espiritual, es decir, para no caer en pecado, vencer las tentaciones, dominar las pasiones, conquistar las virtudes y fecundar el apostolado es la oración. Por ello, quien aspira a las misiones debe ser ante todo hombre de oración, porque con la oración todo le será posible y fácil, mientras que sin ella todo le será difícil e imposible, aunque sepa de memoria toda la teología y la ascética. Cuando un joven, queriendo responder generosamente a la llamada de Dios, intensifica el espíritu de oración haciendo con mayor fervor sus comuniones, aumentando las visitas al Santísimo, multiplicando las jaculatorias durante el día, etc., el padre espiritual tiene un magnífico fundamento para confiar en él. En realidad, éste es el secreto de la perseverancia y la santificación de los misioneros, a pesar de todos los peligros espirituales en que puedan encontrarse. 104
La frase teológicamente exacta, de San Alfonso de Ligorio: «Quien ora se salva y quien no ora se condena», puede traducirse para un misionero de este modo: «.Quien ora es un apóstol; quien no ora será un apóstata.» Por desgracia, también la historia de las misiones registra algunas dolorosas defecciones en quienes, tras haber dejado todo para salvar a las almas, perdieron quizá la suya propia. Pero si analizamos la causa de tales defecciones siempre la encontraremos en la falta de espíritu de oración, que priva al alma de la gracia de Dios. El sarmiento que no recibe la savia divina languidece, se seca y es arrojado al fuego. He visitado varias estaciones misioneras en el Sudán, Uganda y California; he visto los ambientes difíciles en que muchos compañeros de Instituto trabajan desde hace años, y si gracias a Dios, a pesar de todos los peligros perseveran en el apostolado y se santifican, el secreto reside en la intensa vida espiritual que llevan. De un joven que ora mucho y bien puede esperarse todo, aunque sus dotes naturales sean escasas. De quien ore poco y mal puede temerse todo, aunque brille y se distinga por sus cualidades físicas, intelectuales, organizadoras y sociales.
105
XIX
¿QUIEN ES EL JUEZ DE LA VOCACIÓN MISIONERA?
«¿Soy verdaderamente llamado? ¿Poseo verdadera aptitud para la vida misionera? ¿Podré realizar este deseo mío? ¿Cómo y dónde?» Todas estas son preguntas que el aspirante misionero se formula frecuentemente y a las que no puede responder por sí mismo, ya que «nemo iudex in causa propria». Por tratarse de una llamada de Dios al servicio público de la Iglesia, se precisa el juicio y la admisión de la autoridad competente, según dice el Catecismo Romano del Concilio de Trento: «Vocari autem a Deo dicuntur qui a legüimis Ecclesiae ministrís vocantan) (Parte II, cap. 7). Surge, pues, espontánea, la pregunta: «¿Quién es el juez de la vocación misionera de un seminarista?» Para comprender bien este punto, bastante delica106
do, es preciso distinguir entre el foro interno, donde es juez el padre espiritual, y el foro externo, donde es juez la autoridad eclesiástica competente. Porque toda vocación es una llamada subjetiva, interior, es decir, una operación de la gracia, el primer juez competente para formular un juicio probable sobre la vocación es el padre espiritual, ya que sólo él conoce los elementos internos subjetivos para poder apreciar tanto la naturaleza de la inspiración como la intención y la aptitud espiritual del aspirante. Muchos seminaristas, por desgracia, pierden la vocación misionera por falta de ideas claras en este punto tan importante. Algunos, aun sintiendo desde antiguo la llamada de Dios, no se abren al padre espiritual y hablan, en cambio, de ello con los compañeros y con otras personas incompetentes. Otros, sin esperar el consentimiento del padre espiritual, manifiestan prematuramente su intención a los padres y se desaniman ante la oposición de éstos. Otros se sinceran con el padre espiritual sólo una vez, tímidamente y en forma muy hipotética, y ante el consejo de que esperen no vuelven a hablarle más, suponiendo que debe ser él quien vuelva sobre el asunto. No son pocos los que tras haber consultado detenidamente con el padre espiritual, que los conoce 107
bien, y de haber obtenido su consentimiento, ponen en duda su decisión escuchando a otros que les dan consejos dispares, a menudo sin competencia para ello, con lo que les causan confusión, incertidumbre y desaliento. Es muy importante no errar en un punto tan fundamental. He aquí algunas normas prácticas que pueden servir de orientación: 1) Dado que la inclinación a las misiones es el «lenguaje íntimo y como místico» (S. S., 354) de que Dios se sirve para llamar un alma a su servicio y que puede ser, por tanto, el germen o primer elemento fundamental de la vocación misionera, es necesario recibir con gratitud el don de Dios y no tardar en dar cuenta de ello al padre espiritual, sea cual fuere el juicio que él pueda formular. El padre espiritual, que está puesto por Dios para ser el jardinero, el guía, el juez, el padre del alma, pondrá ciertamente todo su cuidado en cultivaT amorosamente la semilla de la gracia y guiar fielmente al alma por el camino que Dios le indica. 2) Siendo la vocación una llamada del Rey Divino y «secretum regis abscondere bonum est» (Tobías, 12, 7), no conviene confiar estas cosas a los compañeros, que son jóvenes e inexpertos, y es peligroso hablar de ello prematuramente a los padres, porque el amor y el interés de ordinario los ciega y no pueden por ello ser buenos consejeros. Por lo común, las ver108
daderas vocaciones misioneras maduran en la oración y en el silencio, con el consejo del padre espiritual. 3) El primer consejo del padre espiritual es ordinariamente orar y esperar para ver, con el tiempo, si se trata de una verdadera vocación o de un ardor pasajero. Lo cual no significa que el aspirante haya de despreocuparse y tranquilizarse, dejando pasar meses y años sin cerciorarse de la llamada divina. Bueno será que vuelva con frecuencia sobre el tema, puesto que, si se trata de verdadera vocación, Dios tiene derecho a recibir una respuesta pronta y el alma el deber de ponerse lo más pronto posible en el ambiente adecuado para conservar y formar esa vocación. Dios no se compromete a repetir indefinidamente su llamada, y una dilación inútil o prolongada más de lo justo podría causar la pérdida de la vocación. 4) Una vez recibido el consentimiento del padre espiritual no es bueno someter nuevamente la cuestión al juicio de otros que, no teniendo los elementos espirituales suficientes para formular un juicio seguro acerca de la voluntad de Dios, pueden influir negativamente con argumentos extrínsecos de intereses familiares, parroquiales o diocesanos, o con uno de los muchos sofismas, tan comunes, contra las vocaciones misioneras. Los padres, los bienhechores, el párroco y más aún los superiores del Seminario tienen el derecho, 1Q9
y a veces incluso el deber, de hacer reflexionar al joven sobre las dificultades de la vida misionera, sobre las necesidades de la familia y de la diócesis, sobre algún punto débil de la salud, del carácter o de la virtud, etc.; pero el juicio último en el foro interno debe ser siempre el del padre espiritual, a quien el joven ha de someter los nuevos elementos antes no bien considerados, y, a la luz de la fe, tomar una decisión. Las dificultades, si no se trata de impedimentos canónicos, no son elementos negativos de vocación, sino sacrificios necesarios para responder generosamente a la llamada de Dios.
XX
JUICIO EN EL FORO EXTERNO
El elemento último de toda vocación —religiosa, sacerdotal o apostólica—es el juicio de la autoridad eclesiástica competente, la cual, tras haber examinado bien las cualidades subjetivas del aspirante, si lo considera apto lo admite al servicio público de la Iglesia en el campo de su jurisdicción. Es evidente que, por ser la Iglesia una sociedad visible orgánicamente constituida, la llamada subjetiva de Dios, que invita un alma a su servicio, ha de ser públicamente aprobada y convalidada por sus legítimos representantes. De este modo la ordenación sacerdotal en una diócesis o la profesión religiosa en un Instituto reconocido por la Iglesia son como el seUo jurídico de la llamada de Dios. Para esclarecer ideas respecto a la vocación misionera importa mucho determinar bien cuál es la auto110
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ridad competente en el foro externo. Este es quizá el punto más delicado de toda la cuestión, porque es el que más fácilmente se presta a sofismas y el que más difícilmente se puede tratar por el peligro de ser mal entendidos. En efecto, hay que conciliar los derechos de Dios y de la libertad humana con el respeto, la deferencia y el amor debidos a la autoridad de la Iglesia en la diócesis. En el Congreso Misional de Padua, en 1957, un ponente afirmó, en forma un poco drástica, que para un seminarista la vocación misionera depende del Obispó, de modo que, si el Obispo da el consentimiento, existe vocación misionera; en caso contrario, no, «pues—dijo—-Dios habla por boca del Obispo». La afirmación, aparentemente justa, produjo perplejidad en los presentes, muchos de los cuales opusieron fuertes objeciones que respondían a casos reales de conciencia: «¿Quién es el juez de mi vocación misionera, el padre espiritual o los superiores disciplinares?» «Si el padre espiritual confirma mi vocación misionera, ¿hasta qué punto pueden los superiores disciplinares probarla y ponerla en duda?» «Si el Obispo quiere enviarme a misiones y yo no quiero, ¿obro bien? Y si yo, con la aprobación del padre espiritual, quiero hacerme misionero y el Obispo dice que no, ¿qué debo hacer?» Por desgracia, tales casos de perplejidad son bastante frecuentes y causa de desviación de verdaderas vocaciones misioneras, de las que Dios, la Iglesia y 112
las almas tienen necesidad y a las que también tienen derecho. Se impone, pues, esclarecer este punto delicado, porque la verdad nunca daña, mientras que el error perjudica los intereses de la gloria de Dios, de la Iglesia y de las almas. El fallo del silogismo citado radica en la suposición inexacta de que el Obispo de una diócesis es el juez y la autoridad competente de toda vocación, cuando en realidad lo es sólo para confirmar jurídicamente la vocación de quienes piden ser admitidos al servicio público de la Iglesia en su diócesis, y no de aquellos que quieren ser jesuítas o capuchinos o misioneros en cualquier Instituto. Si un seminarista quiere ordenarse e incardinarse en otra diócesis o es llamado por Dios a otro género de vida, apostólica o religiosa, la autoridad competente para confirmar en el foro externo su vocación no es ya el Obispo de la diócesis que abandona, sino el de la diócesis en que quiere incardinarse o los superiores del Instituto en que desea entrar. Mons. Landucci, cuya competencia en el tema de la vocación sacerdotal es bien conocida de todos, hablando de la vocación misionera de los seminaristas, a la pregunta «¿es el consentimiento del Obispo conditio sine qua non para la certeza sobre la vocación misionera de éstos como lo es para la vocación sacerdotal ordinaria?», responde: «El foro externo en este 113 o
caso no lo constituye sólo el Obispo. Este es juez definitivo solamente para la aceptación o no aceptación en el clero diocesano, destinado a trabajar en la diócesis y a permanecer, consiguientemente, bajo su plena jurisdicción jerárquica. Aquí se trata, en cambio, de permanecer bajo su jurisdicción o salir de ella: salir para incorporarse a otra jurisdicción eclesiástica. El foro externo se extiende a los Superiores del Instituto en que el joven desea ingresar». (De Credidimus caritati, marzo de 1958, pág. 125.) Conviene notar que la incorporación de un candidato al servicio público de la Iglesia ha de ser libre y espontánea; por eso, poco antes de la ordenación de subdiáconos, el Obispo advierte públicamente a los candidatos: «Adhuc liberi estis...», y todos serían libres de marchar sin necesidad de permiso alguno especial. Este sacro derecho de la libertad no lo pierde el seminarista nunca mientras no se vincule espontáneamente a la diócesis por las Ordenes sagradas, esto es, por el subdiaconado. Si en vísperas del subdiaconado puede retirarse libremente sin necesidad de permiso alguno especial, con mayor razón lo podrá hacer antes. En consecuencia, un seminarista no ordenado in sacris siempre es libre, sin permiso alguno especial, de abandonar el Seminario si, de acuerdo con su padre espiritual, no se siente llamado al sacerdocio o se siente llamado a otro género de vida religiosa o misionera. 114
Naturalmente, si un seminarista quisiera dedicarse durante algunos años a las misiones como sacerdote secular, permaneciendo incardinado en la diócesis, entonces sí que necesita un verdadero y real permiso de su Ordinario, pues a él prometió o prometerá obediencia y de él depende, por tanto, totalmente. Pero si un seminarista quiere dedicar su vida a las misiones en forma independiente de la diócesis, en cualquier Instituto aprobado por la Iglesia, nadie puede legítimamente impedirle de seguir el camino que Dios le ha trazado. La Sedes Sapientiae dice taxativamente que no se obligue a nadie a marchar por un camino distinto del que Dios le ha trazado, y en particular que «no se retengan en el clero secular a quienes hubiesen recibido también el don de la vocación religiosa» (o misionera) (S. S., 357). Entre los documentos requeridos para admitir a un seminarista no ordenado in sacris en un Instituto misionero figuran la fe de bautismo y confirmación, la partida de matrimonio canónico de los padres, el certificado médico de buena salud, el certificado de los estudios realizados, el permiso de los padres si es menor de edad..., sin mencionar para nada el «permiso» del Rector o del Obispo. Es deber del superior del Instituto pedir al Rector informes para poder juzgar bien la solicitud del postulante, y al Obispo las testimoniales (can. 544, § 3) 115
para estar seguro de que no existen impedimentos canónicos. Pero ni los informes ni las testimoniales son el «.permiso» necesario para seguir la vocación, a la cual el aspirante tiene el derecho y el deber de responder «libremente».
XXI
¿HASTA QUE PUNTO PUEDEN LOS SUPERIORES PROBAR LA VOCACIÓN MISIONERA?
Con esto no se pretende en nianera alguna afirmar que un seminarista pueda dejar el Seminario para entrar en un Instituto misionero sin consultar a sus superiores y sin pedir la bendición de su Obispo. Estos, en efecto, tienen el derecho y el deber de cerciorarse de que se trata de verdadera vocación y no de una cabezonada, ya que, en primer lugar, ellos no pueden saber a punto fijo lo que ha dicho el padre espiritual, y, por otra parte, pueden tener en el foro externo elementos negativos que se escapan al padre espiritual. Por tanto, cuando se oponen a la vocación misionera de un seminarista o exigen u n período de espera, no lo hacen por suponer que necesite un «permiso» suyo, sino porque quieren asegurarse de que se trata 116
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de una verdadera vocación y no de una decisión irreflexiva o demasiado apresurada. La respuesta a las objeciones indicadas en el apartado precedente podemos resumirlas así: 1) Para una seminarista el juez en el foro interno de su vocación misionera (como de cualquier otro problema de conciencia) es el padre espiritual, el cual, en virtud de la gracia de estado y del íntimo y prolongado contacto con el alma, está en condiciones, más que ningún otro, de pronunciar un juicio suficientemente seguro de la llamada divina. Tal juicio es para el alma la manifestación de la voluntad de Dios, sobre cuya base tiene el derecho y el deber de responder lo más pronto posible a la llamada divina. 2) En el foro externo quien ha de juzgar son los superiores del Instituto en que el aspirante pretende ingresar. El examen de la vocación se hace principalmente en el noviciado, y de modo definitivo antes de la ordenación sacerdotal. 3) Los superiores del Seminario tienen el derecho y el deber de asegurarse de que se trata de una verdadera vocación, y, si tienen dudas serias sobre la idoneidad del sujeto, pueden exigir alguna dilación o prueba. Se han de evitar, sin embargo, las pruebas excesivamente largas o motivadas sólo por argumentos extrínsecos a la vocación, como las necesidades de la diócesis, ya que éste no sería, evidentemente, el modo mejor de favorecer con celo y por todos los me118
dios las vocaciones misioneras, mienda (F. D., 243).
como el Papa reco-
4) No parece que sea buena norma fijar indistintamente una edad o un curso determinados para poder seguir la vocación misionera, ni mucho menos exigir que antes se ordenen sacerdotes para marchar después, si tienen todavía tal deseo. A las almas no se las puede tratar con moldes fijos y preestablecidos. La gracia de Dios tiene sus horas y sus momentos, y cada alma es un mundo aparte y debe ser tratada individualmente con el criterio de que, cuando aparezca suficientemente clara la llamada de Dios y la posibilidad de que el aspirante responda, éste se sitúe lo antes posible en el ambiente requerido por su vocación. P a r a quien quisiera ser misionero no por un período de tiempo y como sacerdote diocesano, sino para siempre y en un determinado Instituto, la propuesta de esperar primero a ser sacerdote podría fácilmente parecer un engaño, puesto que antes le sería lícito partir sin necesidad de un permiso especial, y después, en cambio, le sería imposible partir sin él, con la consecuencia natural de una dificultad mayor a veces insuperable, para seguir la vocación como habría deseado. 5) Teniendo en cuenta que es Dios quien da la vocación misionera y no los hombres, y que no la da a todos los sacerdotes, sino sólo a algunos, ningún sacerdote diocesano puede ser obligado a marchar a 119
misiones si él no quiere, ni sería por ello desobediente o falto de generosidad. El sacerdote diocesano, en efecto, promete obediencia a su Obispo en el ámbito de su jurisdicción diocesana y no puede ser obligado a marchar a misiones sin que él lo pida o libremente lo acepte, porque nadie puede ser obligado a hacer aquello a que no se ha comprometido. 6) Mientras que el seminarista no ordenado in sacris no tiene necesidad de permiso alguno especial para ingresar en un Instituto religioso, el clericus in sacris lo necesita ad liceitatem. Pero ha de tenerse en cuenta que tal permiso sólo puede serle lícitamente negado en el caso de que su partida «in grave detrimentum animarum cedat, quod aliter vitari minime possit» (can. 542). No es fácil determinar cuándo se verifica prácticamente en una diócesis el caso de «grave detrimento de las almas..., que no pueda remediarse de otro modo», ni toca al interesado juzgarlo, puesto que la medida de valoración está en manos del Ordinario. Hay que recordar, sin embargo, que, por lo que se refiere a las vocaciones misioneras, los Papas han dado directrices concretas, recomendando vivamente que «ni ESCASEZ
guas, NO SE TENGA LA MÍNIMA VACILACIÓN en
las vocaciones
misioneras»
alentar
(P. P., 863).
Evidentemente, el conocimiento claro de este punto de doctrina jurídica y de las directrices de los Papas no autoriza a ningún sacerdote, que quiera hacerse religioso o misionero, a menospreciar los prudentes consejos y las oportunas objeciones de su Obispo, y mucho menos a tomar decisiones arbitrarias «loci Ordinario contradicente» (can. 542). Aun cuando, por el conjunto de las circunstancias, pensara poderlo hacer jurídicamente «valide et licite», su decisión tendría siempre el aspecto de un acto de insubordinación, lo cual no está bien, ni edifica, ni deja tranquilo. Una insistencia humilde y deferente, según la consienten y legitiman los principios expuestos, llegará sin duda a conseguir, con la bendición de Dios, el deseado consentimiento.
DE CLERO ni NECESIDAD ALGUNA de la diócesis debe di-
suadir de dar el consentimiento» (R. E., 70), e «incluso las diócesis más pobres de clero NO SEAN SORDAS a la llamada de las misiones lejanas» (F. D., 244), sino que «A PESAR DE LA ESCASEZ DE CLERO que pre-
ocupa a los pastores, incluso de las diócesis más anti120
Y¿\
último: la salvación de las almas, la gloria de Dios, la vitalidad de la Iglesia. 2) Espíritu, misionero. XXII
DECLARACIONES AUTORIZADAS
Todo seminarista debe tender, por tanto, a asimilar el espíritu de desinterés, pobreza y celo por la salvación de las almas, que impregna la vida misionera, y debe alimentar en sí las miras universalistas, que constituyen la esencia del Cristianismo. 3) Requisitos para la vocación misionera.
En confirmación de lo dicho, y a modo de resumen de cuanto hemos afirmado en los capítulos precedentes sobre la naturaleza de la vocación misionera, será oportuno citar la declaración de la Dirección Nacional de la Pontificia Unión Misional del Clero de Italia, tomada del libro «Pió XII per un'África cristiana», pág. 168. Queriendo poner fin a las discusiones sobre la naturaleza de la vocación misionera y su relación con la vocación sacerdotal, y aclarar algunas ideas inexactas que circulaban entre los seminaristas, la Dirección Nacional puntualizaba:
Para la vocación misionera no se requiere por parte de Dios una llamada extraordinaria: basta el impulso ordinario de la gracia, al que correspondan los requisitos necesarios; ni se exigen, por parte del sujeto, dotes extraordinarias: bastan solamente las requeridas para toda buena vocación sacerdotal. Las condiciones actuales del trabajo misionero eliminan cada vez más ciertos obstáculos externos que en otro tiempo podían hacer menos aptos a algunos individuos (peligros para la salud, dificultades de comunicaciones, etc.). 4)
Distinción de la vocación misionera.
1) Identidad sustancial. La vocación misionera y la vocación sacerdotal son esencialmente idénticas, por ser único el sacerdocio de Cristo, que es católico y apostólico, y único su fin 13?
Sustancialmente idénticas la vocación misionera y la sacerdotal, son, no obstante, distintas, porque el mismo objeto formal es considerado bajo dos aspectos diversos: la implantación de la Iglesia (vocación mi123
sionera) y la Iglesia ya implantada (vocación sacerdotal diocesana). Claramente suponen esta distinción los documentos pontificios, que hablan repetidas veces de particular llamada divina, incluso para los mismos seminaristas y sacerdotes, que han recibido la llamada genérica al sacerdocio. 5)
Elemento nera.
determinante
de la vocación
misio-
Sobre la base de esta distinción, para que un seminarista pueda decidirse por la vocación misionera, precisa una especial orientación interna, fruto de una gracia especial, por la cual los motivos del compromiso misionero total son considerados en su urgencia y como objeto de una correspondencia personal. Esta orientación, como la experiencia enseña, no obedece necesariamente a un grado mayor de generosidad o a particulares aptitudes, sino que sólo supone las dotes comunes de todo seminarista reconocido idóneo para el sacerdocio. Puede, en cambio, ser favorecida por acontecimientos externos (trato con misioneros, lecturas...) o también por gracias especiales del Señor, merecidas a veces merced a una mayor generosidad en el cumplimiento del deber. 6)
Reconocimiento
de la vocación
misionera.
Quien ha de decidir sobre la validez de esta orientación misionera es el padre espiritual, el cual posee 124
todos los elementos para poder reconocer la «particular llamada divina» en cada caso concreto. No es necesario el permiso del Rector del Seminario, si bien es justo escuchar dócilmente y ponderar las razones que éste pudiera aducir en orden a una mayor reflexión antes de decidir. Los clérigos «¿re sacris» (subdiáconos, diáconos, sacerdotes) ya incardinados en la diócesis necesitan permiso del Ordinario. En cambio, no necesitan tal permiso los seminaristas no ordenados in sacris, puesto que el hecho de haber ingresado en el Seminario no obliga a permanecer irrevocablemente en tal estado. La constitución Sedes Sapientiae insiste en la libertad para seguir la vocación religiosa o misionera. Las testimoniales previstas por el código para ser admitido en un Instituto religioso no son un permiso del Obispo para seguir una llamada divina, sino un simple certificado de buena conducta y la declaración de que no existen impedimentos canónicos. 7)
Disponibilidad
y
vocación.
La disponibilidad para marchar a cualquier parte del mundo, incluso a misiones, si el Obispo así lo dispusiera, según algunos la proponen, es de favorecer; pero siempre en un plano de perfección espiritual. Esta actitud expresa la disposición de ánimo de aquellos sacerdotes que quieren vivir apostólica y católicamente su sacerdocio, cosa que facilitará la obediencia 125
al Obispo incluso en los mínimos detalles, el celo y el espíritu de desprendimiento. Para evitar todo equívoco, hay que recordar que: teológicamente, «todo Obispo (como señala el Papa en la Fidei Donum) es pastor propio solamente de la porción del rebaño encomendada a sus cuidados»; jurídicamente, el Obispo tiene una jurisdicción bien definida; prácticamente, aunque puedan ser enviados a misiones sacerdotes diocesanos, esto tendrá lugar sólo como excepción y dentro de límites bien definidos. Por tanto, es erróneo y perjudicial presentar «la disponibilidad para marchar a cualquier parte» como medio para resolver «sin dilaciones» y «con todas las fuerzas», como quiere el Papa, el grave problema misionero. El camino ordinario y más seguro para quien siente la particular llamada divina a las misiones es el compromiso total en alguno de los diversos Institutos de especialización misionera.
XXIII
¿QUE INSTITUTO ESCOGER?
Cuando el aspirante, tras intensa oración, seria reflexión y la debida consulta con el padre espiritual, adquiere la certeza de su vocación misionera, espontáneamente nacen en él otros problemas: «¿Cómo y dónde reaVizaré mejox mi vocación misioncTa? ¿Cuál es el campo de misiones más necesitado? ¿Qué Instituto es el más adecuado para mí? ¿Qué criterio debo seguir en la elección?» Algunos no tienen la más pequeña duda en la elección, porque su vocación nació y maduró unida a un particular atractivo hacia un determinado Instituto, que conocieron por medio de una revista o del contacto con un misionero o de otra circunstancia cualquiera. Pero la mayor parte se plantea el problema de la elección. Y también en esto los aspirantes deben ser completamente libres, sin que nadie los fuerce o des-
126
127
víe, pues la llamada de Dios no es genérica, sino concreta, determinada por un conjunto de circunstancias a menudo fortuitas. Así se explica que algunos sientan una simpatía especial por las misiones de América, o de África, o de Alaska...; algunos prefieren un compromiso por varios años; otros, una entrega total para toda la vida y sin reserva alguna...; algunos sienten gran estima por la vida religiosa; otros, no. Y, según tales simpatías, se orientan en la elección de la forma de aposlado y del Instituto. Unusquisque abundet in sensu suo, convencido de que la forma que el Señor le sugiere es la mejor para él, aunque otras formas pudieran ser objetivamente mejores. Muchos se encuentran desorientados en la elección, o porque no conocen bien los diversos Institutos o porque están bajo el influjo de algún prejuicio. A este respecto puedo decir que he encontrado bastante extendida en los Seminarios una especie de aversión a la vida religiosa, como si fuera por su naturaleza impedimento para la vida apostólica. No pocos, en efecto, quizá sin saber por qué, dicen casi instintivamente: «Misionero, sí; fraile, no.» En algún Seminario el espíritu «diocesanístico» está tan acentuado que casi se excluye cualquier otra forma de apostolado, engendrando en los seminaristas una especie de aversión no sólo a la vida religiosa, sino también a cualquier otro Instituto no religioso,
hasta el punto de afirmar que las recientes formas de prestación temporal de sacerdotes diocesanos a las naciones necesitadas de Hispanoamérica son el camino mejor para el apostolado misionero. He encontrado también grupos de seminaristas que —no sé con qué fundamento—llegan a afirmar que los Institutos misioneros no tienen ya razón de ser...; no han sabido adaptarse a los indígenas..., y ahora deben abandonar el campo, especialmente en África... Por eso afirman que la mejor manera de ser útil hoy a las misiones es ir a estudiar a un seminario indígena de África para mejor acomodarse a las poblaciones locales y luego incardinarse en sus diócesis. Otros, en cambio, se orientan con los ojos cerrados hacia una determinada forma o Instituto, únicamente porque otros compañeros suyos tomaron la misma dirección, sin reflexionar si tal es verdaderamente el camino más adecuado a su carácter, mentalidad y exigencias espirituales, exponiéndose así al peligro de no sentirse luego satisfechos de la elección. Algunas aclaraciones sobre estos puntos pueden ser útiles para orientar a los indecisos: 1) Las múltiples formas de apostolado y de instituciones que adornan la Iglesia son una manifestación admirable de la infinita sabiduría y providencia de Dios, que quiere ser alabado y servido de tantas formas accidentalmente distintas y sustancialmente idén-
128
129 o
ticas, porque todas, aunque por caminos diferentes, buscan su gloria y el bien de las almas. Téngase, pues, la mayor estima de toda forma de apostolado y de todo Instituto, aunque no coincidan con los propios gustos e inclinaciones. Cualquier forma de menosprecio, antagonismo o división no procede del buen espíritu. ((Nada, en efecto, es más ajeno a la Iglesia de Jesucristo que la división; nada más nocivo para su vida que el aislamiento, el replegarse en sí mismo y cualquier forma de egoísmo colectivo, que induce a una comunidad cristiana, cualquiera que sea, a encerrarse en sí misma-» (F. D., 237-38). No se olvide que todos son obreros de la misma viña, todos soldados del mismo Rey, todos apóstoles del mismo Señor, todos solidarios y responsables de la realización de su reino de amor..., y que en la unión reside la fuerza y la victoria, mientras que en la desunión es cierta la derrota. 2) Para el trabajo apostólico en las misiones, hasta ahora la práctica ordinaria de la Iglesia ha sido servirse de las grandes Ordenes religiosas y de los diversos Institutos misioneros, religiosos o no religiosos, que por inspiración divina y con la aprobación oficial de la misma Iglesia han surgido en estos últimos tiempos. La afirmación de que los Institutos uno tienen ya razón de ser» ni son adecuados al fin que se proponen es totalmente gratuita y está en absoluto desacuerdo con las directrices oficiales de la Sagrada 130
Congregación de Propaganda Fide. Mientras no se demuestre lo contrario, los Institutos misioneros son y serán siempre los organismos oficialmente reconocidos para preparar, enviar, organizar y asistir convenientemente a los misioneros en el difícil trabajo apostólico en tierras de misión. 3) No es prudente dirigirse con los ojos cerrados a un Instituto que no se conoce, únicamente porque otros compañeros lo hayan elegido. Los pasajeros que esperan en la estación no suben al primer tren que llega sólo por el hecho de que otros así lo hacen, sino que escogen el suyo propio para no llegar adonde no quisieran. Todo Instituto es bueno, santo, y ciertamente puede proporcionar a sus miembros los medios naturales y sobrenaturales para santificarse y desarrollar un fecundo apostolado. Pero ¡cuánta diversidad entre el espíritu de un Instituto y el de otro! No está probado, en efecto, que un joven que se encuentra perfectamente con los Pasionistas se encuentre lo mismo con los Dominicos, o los Jesuítas, o los Salesianos, o los Camaldulenses. A cada uno lo suyo. Y esto es importantísimo, por tratarse de abrazar un estado de vida que compromete para siempre, hasta la muerte. 4) Entre los numerosos Institutos de la Iglesia, algunos rao se ocupan para nada de las misiones, porque esto no entra en sus fines concretos; otros se dedican sólo parcialmente a las misiones como una de 131
sus diversas actividades; para otros, en fin, el apostolado misionero es el único objetivo de su existencia. Cada uno debe proceder en la elección de acuerdo con el fin que pretende alcanzar. Si quiere tener la seguridad de ser destinado a las misiones, lógicamente deberá orientarse hacia alguno de los Institutos exclusivamente misioneros, o bien asegurarse de que, en el Instituto mixto que prefiere, los Superiores aceptan y mantienen la condición «de ser ciertamente enviado a misiones». 5) Quien quisiere dedicarse a las misiones durante un período determinado como sacerdote secular, permaneciendo incardinado en la diócesis o con derecho a ser readmitido, hoy puede hacerlo, o bien directamente, si su diócesis le ofrece tal posibilidad (por ejemplo, las diócesis de Vitoria, Bilbao, San Sebastián, Pamplona, etc.), o bien adhiriéndose a la institución nacional OCSHA. Gracias a Dios, en estos últimos años varias diócesis españolas han tomado la plausible iniciativa de enviar grupos de sacerdotes para ayudar a las naciones más necesitadas de Hispanoamérica. Son iniciativas verdaderamente providenciales, que el Papa ha bendecido en la Fidei Donum y que es preciso alentar por todos los medios, supuestas siempre como recomienda el Papa, la prudencia y preparación debidas. 6) Estos recientes movimientos diocesanos de prestación temporal y condicionada no deben, sin embarJ32
go, impedir el desarrollo de la vocación misionera en aquellos que quieran dedicarse a las misiones por toda la vida e incondicionalmente en alguno de los Institutos ya aprobados. Puede ocurrir que alguno de tales movimientos de prestación diocesana se transforme con el tiempo en una verdadera institución, con reglas, superiores y medios propios. En efecto, la historia demuestra que casi todos los Institutos misioneros actuales nacieron así. No ha de olvidarse, sin embargo, que hasta el presente estos movimientos constituyen una ayuda de emergencia..., con prestaciones temporales... de algunos sacerdotes..., condicionadamente al consentimiento del Ordinario de la diócesis de origen. No sería éste, por tanto, el camino más adecuado para quien desea ser misionero a toda costa, incondicionalmente y por toda la vida. 7) Quien duda en elegir un Instituto misionero con vida religiosa o sin ella, no se decida basándose únicamente en prejuicios. Recuerde las palabras del Código: «Status religiosus... ab ómnibus in honore habendus est» (c. 487), y tenga en cuenta que no es lícito despreciar lo que la Iglesia estima. Procure, pues, esclarecer desapasionadamente las ideas y elija después in Domino lo que le pareciere subjetivamente mejor. He dicho subjetivamente mejor porque, si bien la práctica de los consejos evangélicos es objetivamente mejor que su contrario, no por eso ha de ser lo más adecuado al propio espíritu. No cabe duda, por 133
ejemplo, que el estado sacerdotal es objetivamente mejor que el matrimonio, pero para la mayor parte de los hombres es subjetivamente desaconsejable por no ser adecuado para ellos. Además conviene notar que también los Institutos misioneros no religiosos ordinariamente vinculan a sus miembros con un JURAMENTO O PROMESA de obediencia que en la práctica equivale a los votos y practican la vida común more religiosorum. 8) En todo caso, cualquiera que sea la forma de apostolado que se prefiera y en que se quiera realizar la propia vocación misionera, procúrense evitar los caminos raros, excepcionales e inciertos, como sería ir a misiones solos, aislados, sin preparación y asistencia adecuada, etc., porque podría ser muy peligroso. Nunca se olvide que la vida en misiones presenta graves dificultades, materiales y espirituales, que no se pueden afrontar temerariamente sin exponerse al peligro de deplorables consecuencias. Sin la preparación debida y una organización segura, material y espiritual, más vale no aventurarse a las misiones, ya que sería fácil perderse uno mismo en lugar de salvar a los otros. De ahí que los Institutos misioneros aprobados por la Santa Sede proporcionen a sus miembros una preparación adecuada al género de trabajo que han de realizar y los asistan continuamente con todo el conjunto de reglas, horarios, prácticas de piedad, vigilancia de los superiores y todas aquellas formas de organización sugeridas por una larga experiencia. 134
XXIV
UN FANTASMA PARA MUCHOS: EL NOVICIADO
Para proporcionar a los aspirantes el espíritu propio del Instituto hay un período más o menos largo de formación que, en los Institutos religiosos, se llama «noviciado» (can. 542-571), y, en las Sociedades de vida común e Institutos seculares, «primera formación formal» (can. 677). Por su importancia, este período de formación está minuciosamente determinado por el Código en cuanto a su duración, condiciones, métodos, etc. El noviciado, por su aparente aspecto de misterio, viene a ser una especie de fantasma para todos aquellos que llaman a la puerta de un Instituto para ser admitidos. Cuando de joven seminarista dejé yo el Seminario para entrar en el noviciado, pensaba encontrarme un ambiente de extraña seriedad y una vida enormemen13S
te dura a base de lecho de tablas, piedrecillas en los zapatos, pan duro en las comidas y coles plantadas cabeza abajo, todo ello para templar el cuerpo y fortificar la voluntad en las diversas virtudes. ¡Cuál no sería mi sorpresa al no encontrar nada de lo que mi fantasía me había pintado como indispensable para la formación del hombre de la selva!... Vi que los novicios comían y dormían bien, porque la salud es muy necesaria para un misionero. Vi que no hacían nada extraordinario, sino que se esforzaban por hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias, pues en esto consiste la santidad. Vi que no tenían el ceño duro de los fariseos, que se fingían tristes para parecer santos, sino que estaban santamente alegres en su esfuerzo diario por alcanzar la perfección. Y cuando llegó el fin del noviciado me di cuenta de que había sido el período más velozmente transcurrido, el más hermoso y más fecundo de mi vida. Pienso que en estas líneas he logrado describir, popo más o menos, la metamorfosis psicológica de quienes, como yo, temblaron de aprensión antes de entrar en el noviciado, y tras haber experimentado sus benéficos efectos se han regocijado llenos de gratitud. No obstante, me parece oír las numerosas preguntas de todos aquellos que están para dar el paso definitivo y querrían antes correr el velo del misterio para vislumbrar el nuevo género de vida que los espera. «¿Qué es, en concreto, el noviciado? ¿Cuánto dura? ¿Qué se hace? ¿Cómo transcurre una jornada? ¿Es 136
fácil o difícil? ¿Perseveran todos o son muchos los que fallan?» Preguntas legítimas que merecen una respuesta clara que allane las dificultades y facilite el camino. La Sedes Sapientiae y el Código consideran el noviciado como el fundamento de la espiritualidad religiosa de todos los miembros de un Instituto. El noviciado, en efecto, es la «forja espiritual» que funde y amalgama a todos los miembros en una sola familia, uniéndolos, cor unum et anima una, en el mismo ideal religioso-apostólico. Así se explica que elementos procedentes de regiones entre sí tan lejanas y diversas, con carácter, mentalidad y formación tan diferentes, puedan vivir pacíficamente y trabajar en armonía sin rivalidades ni antagonismos, con el mismo espíritu, los mismos medios y los mismos derechos y deberes. El noviciado es la escuela ascética propia de todo Instituto, donde los aspirantes sientan las bases espirituales tanto de la ascética general como de la espiritualidad propia del Instituto. Durante este período los novicios profundizan en los conceptos fundamentales de cada una de las virtudes teologales y morales, intensifican el espíritu de oración, se ejercitan en la mortificación y en el sacrificio, etc. Al mismo tiempo son instruidos acerca de las Constituciones y Reglas, usos, constumbres y tradiciones del Instituto, para que al terminar el noviciado puedan con perfecto conocimiento de causa aceptar o no la incorporación 137
al Instituto mediante los votos temporales (o mediante el juramento o promesa temporal para los Institutos no religiosos). De tal modo, el noviciado, además de forja espiritual y escuela ascética de especialización, es también un período de prueba durante el cual ambas partes, el Instituto y el interesado, se estudian mutuamente para estipular con plena conciencia el contrato que debe vincularlos posiblemente para toda la vida. El noviciado es tan importante que el Código prescribe que dure un año entero y quiere que los novicios se hallen completamente libres de toda otra preocupación de estudio o ministerio para que puedan atender con tranquilidad, paz y serenidad al gran negocio de la propia santificación, que debe ser el objetivo número uno de todo hombre apostólico. Tras el año canónico de noviciado se reanudan los estudios, bien pasando al escolasticado o bien, como hacen algunos Institutos, permaneciendo otro año en la misma casa de noviciado para que los novicios tengan mayor posibilidad de empaparse del espíritu y practicar más fácilmente las enseñanzas recibidas en el primer año. El trabajo del noviciado es, pues, eminentemente espiritual, a base de meditaciones, lecturas, instrucciones, dirección espiritual, ejercicios prácticos, pequeñas 138
ocupaciones, etc. A primera vista podría parecer un género de vida algo triste y pesado, como suelen ser para los jóvenes los días de ejercicios espirituales. Nada más inexacto. El horario de cada día está tan bien estudiado y fraccionado que pasa veloz el tiempo, y la vida es tan serena que todos consideran este período como el más hermoso de su vida. He aquí como habla a este respecto un novicio español a un seminarista compañero suyo: «Somos en total cincuenta novicios de varias naciones: Sudán, Portugal, España e Italia. Nuestra vida se desarrolla externamente igual que en un Seminario, con la única diferencia de que en el primer año de noviciado no se hacen cursos ordinarios. »La distribución de nuestra jornada viene a ser como sigue: «Bien temprano suena en el dormitorio una voz: «Deo gratias et Mariaen, a la que responden quince o veinte voces: «Semper Deo gratias et Mariae.y> Es nuestro primer acto de entrega de la jornada a Cristo por María... Meditación, Misa, Comunión, acción de gracias...; pequeños sacrificios, actos de caridad, vencimientos, mis defectos, murria...: todo te lo ofrezco anticipidamente: «Suscipe, Sánete Pater.» «Limpieza de la casa, de nuestras habitaciones...: Señor, sé que estas pequeñas gotas de sudor se convertirán en verdaderos mares de gracia para tantos y tantos paganos de África, de América... Gimnasia: para un misionero la salud es indispensable; aquí me 139
tienes, Señor, entrenándome para mi vida dura de mañana. «Visita al Santísimo, examen...: por nuestros padres y familiares, por nuestros bienhechores, por las vocaciones misioneras, por el mundo entero. «Comida. Un buen plato de spaghetti... ¡Qué sudores los primeros días para no lavarme la cara ni lavársela a los de al lado! «Recreo. Balonvolea, ping-pong, bolos, paseo entre los cipreses... Se oyen voces en inglés, en portugués, en español...: Señor, parece como si se repitiese el día de Pentecostés. «Estudio, lectura espiritual, especialmente vidas heroicas de los grandes misioneros; éstos serán mis guías; sus luchas y trabajos serán también los míos...: Señor, mi ideal se va robusteciendo a cada página que leo. «Rosario, cena, recreo, últimas oraciones... La jornada está terminando: Tú, Señor, y yo sabemos cuánto hemos hecho y las almas que hemos conquistado. Dame para mañana nueva fuerza y vigor a fin de que continúe mi camino junto contigo y logre un día encontrarme en medio de las almas que me esperan. «Este es, a vista de pájaro, el reglamento de nuestro noviciado, de nuestra vida en su aspecto exterior. «Me es imposible describirte uno por uno a todos ios que estamos aquí; pero sí puedo afirmar una cosa común a todos: nunca nos hemos sentido tan felices como ahora, tan contentos, tan hermanos, con tan gran deseo de ser santos y tanto ardor por nuestro ideal
misionero.» Y téngase en cuenta que son más de cincuenta los novicios a que se refiere. ¿Es fácil o difícil el noviciado? Depende: para quien es verdaderamente llamado y lo afronta con buena voluntad, confiando exclusivamente en la gracia de Dios, es muy fácil y suave, puesto que «iugum meum suave est et onus meum leve» (Mt., 11, 30). En cambio, quien se enfrenta con la vida misionera por poesía y sentimiento, sin recta intención y firme voluntad, lo encuentra duro y difícil... y no persevera. Con esto queda respondida la última pregunta. Evidentemente, no todos los que comienzan llegan a la meta. Unos la encuentran demasiado alta y se retiran: generalmente son los débiles e indecisos; pero pocos, por fortuna. Otros vienen a resultar faltos de algún elemento subjetivo necesario y se retiran resignados a la voluntad de Dios y agradecidos por la buena formación recibida; pero también éstos normalmente son pocos. En cambio, la mayoría persevera..., y son los elegidos para realizar los designios de la misericordia de Dios en el mundo infiel. Quien se sienta llamado a la vida misionera, no tema. Encamínese seguro hacia el lugar de formación, que lo espera, firmemente convencido de que «qui coepit in vobis opus bonum, et perficiet...» (Phil., 1, 6), porque «.facientibus quod est in se Deus non denegat gratiam». 141
bargo, ¡ cuántos que hacen profesión de fe y creen firmemente en otras palabras de Jesús, quizá menos importantes, no prestan atención alguna a estas consoladoras promesas y severas «amenazas»! XXV
«QUIEN AMA AL PADRE O A LA MADRE MAS QUE A MI...»
Entre las dificultades que obstaculizan las vocaciones misioneras, sin duda la más común y la más fuerte es la oposición de los padres. ¡Cuántas vocaciones misioneras han fracasado por un amor desordenado a los parientes! Sin embargo, Jesús ha hablado claro, amenazando y prometiendo, y en forma solemne de juramento: «Amen dico vobis... omnis qui reliquerit domum vel fratres aut sórores aut patrem aut matrem aut uxorem aut filios propter nomen meum, centuplum accipiet et vitam aeternam possidebit» (Mt., 19, 29), mientras que «Qui amat patrem aut matrem plus quam me, non est me dignus; et qui amat filium aut filiam super me, non est me dignus» (Mt., 10, 37). Esto es Evangelio puro, explícito, taxativo. Sin em142
No parezca exagerada esta expresión «amenaza»Es el mismo Vicario de Cristo quien, en un documento oficial, habla de «vocaciones traicionadas» por la oposición de los padres y de «lágrimas amargas y quizá eternas»: «Una larga y dolorosa experiencia enseña que una vocación traicionada —no se juzgue demasiado dura la palabra— es fuente de lágrimas amargas no sólo para los hijos, sino también para los desaconsejados padres; y quiera el cielo que tales lágrimas no vengan demasiado tarde y se conviertan en lágrimas eternas» (Pío XI, Ad Catholici Sacerdotii, A. A. S., 1936, páginas 48-49). Si no excediera las dimensiones de este opúsculo no me sería difícil ilustrar con algunos ejemplos conocidos por mí personalmente la verdad de esas fuertes palabras del Papa. También me sería fácil multiplicar los testimonios de la munificencia de Dios p a r a con los que creyeron en su palabra y por amor suyo realizaron el gran sacrificio. Valga por todos mi testimonio personal y s e a como un público acto de agradecimiento a la bondad divina. Dejé a mi madre, hace treinta años, viuda, p°" bre y enferma. Mi partida habría debido acentuar sus 143
sufrimientos, hacer más pesada su vida y quizá acelerar su fin. En cambio, el Señor nunca ha permitido que le falte lo necesario, la ha hecho feliz como una reina y me la ha conservado hasta hoy, siempre espiritualmente a mi lado para fecundar mi apostolado con sus plegarias y sacrificios. ¡Almas temerosas que vaciláis entre la voz de la sangre y la voz de Dios, no dudéis! Confiad en el Señor, que es Amo justo y buen pagador. Si es El quien os llama no permitirá nunca que vuestra generosidad para con El sea causa de daño material o espiritual para vuestros seres queridos, ya que de lo contrario sería injusto y cruel. No le ultrajéis con una preferencia ofensiva que os privaría a vosotros y a vuestros seres queridos de sus gracias de predilección. ¡Es peligroso no ser dignos de El! El derecho natural y el Código (can. 542, § 2) consideran impedimento para la vocación sólo el caso en que la presencia del hijo sea absolutamente necesaria a los padres para vivir y éstos no puedan ser ayudadados de otro modo. Fuera de este caso, ni el dolor de los padres, ni las lágrimas de la madre, ni los insultos, ni las mismas maldiciones, no deberían ser motivo suficiente para traicionar una vocación. Cuando Francisco de Asís se encontró frente a su padre, que lo repudiaba como hijo, se despojó de sus vestidos y se los devolvió, diciendo: «De ahora en adelante podré llamar con mayor razón Padre mío a nuestro Padre, que está en los cielos.» 144
Cuando Santa Francisca de Chantal encontró al hijo, que tendido en tierra sobre el umbral de la casa le impedía seguir la llamada divina, no vaciló un instante en pasar sobre su cuerpo para responder al Señor. Y ciertamente, ninguno de estos dos santos puede ser acusado de crueldad o falta de afecto. Dios tiene sus exigencias. Dios quiere ser preferido y condiciona sus gracias a la generosidad de la respuesta. Sin estos actos de heroísmo la Iglesia no tendría tales colosos de santidad. Tampoco en la vocación misionera son raros los casos de heroísmo. Quien es menor de edad sabe encontrar argumentos tan fuertes, naturales y sobrenaturales, que logra arrancar con el tiempo el suspirado consentimiento. Quien es mayor de edad y no ha podido conseguir por otros medios el consentimiento espontáneo, serenamente use del derecho de la ley, consciente de no realizar un acto de crueldad o desamor, sino seguro de que cumple así con el deber de «obedecer antes a Dios que a los hombres» (Hechos, 5, 29). Es reciente el siguiente caso de un seminarista de segundo curso de teología en un Seminario de España. El padre le negaba rotundamente el permiso, y a mí mismo, que intercedía en su favor, me dijo en tono decidido, que no admitía réplica: «Yo no tengo necesidad de él para vivir, pero le he hecho estudiar para que esté aquí. No quiero de ningún modo que 145
marche a misiones, y aunque viniera el Papa en persona no le daría el permiso.» Un mes después el seminarista cumplía los veintiún años y decidió partir, aun sabiendo que correría la misma suerte que una hermana suya, la cual, algunos años antes, había ingresado en un convento de clausura sin consentimiento del padre, por lo cual hubo de resignarse a no volverlo a ver ni recibir de él una sola línea de saludo. El día del cumpleaños del muchacho el padre y la madre fueron al Seminario y utilizaron toda clase de argumentos para disuadirlo; pero los ruegos, las súplicas, las amenazas e incluso un solemne bofetón del padre resultaron vanos. Con esta profunda herida de las lágrimas de la madre y la bofetada del padre ingresó en el noviciado, y ahora escribe: «Soy feliz y pido mucho por mis queridos padres, a quienes amo tanto. Creo firmemente que un seminarista decidido a hacerse misionero no necesita más que un poco de generosidad y audacia. Es lo único que Cristo pide; lo demás lo hará El.»
XXVI
«QUIERO AMARTE CON EL CORAZÓN DE CRISTO»
Ya que este tema de los padres es de tanta importancia en las vocaciones misioneras, juzgo oportuno transcribir dos cartas que expresan perfectamente la lucha del corazón y el triunfo de la fe. La primera es de un seminarista de segundo de filosofía, el cual tres años antes había padecido una grave enfermedad. Los médicos sentenciaron que ya no había nada que hacer, y él, estrechando entre sus manos las manos cansadas y temblorosas de su madre, hizo esta promesa: «Si sano me haré misionero.» Promesa que hizo también la madre. Pero al tiempo de cumplirla a la madre le faltaron las fuerzas y acusaba al hijo de falta de amor. El seminarista le respondió : «Queridísima madre: Hoy, día de San Francisco Javier, Patrono de las misiones y de los misioneros,
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he recibido tu carta, en que me dices que quiero ser misionero porque no te amo. Entonces tampoco él amó a la suya..., y él es santo. ¿No te parece? «Quiero también escribirte en este día para decirte algunas cosas, para que sepas qué piensa este hijo tuyo que «no te ama» porque espera amar más a Dios que a t i . . . ; que no te ama porque, en lugar de darte un trozo de pan y un poco de alegría terrena, quiere darte la gracia casi infinita de ser madre de un misionero, de un (quiéralo el cielo) posible mártir...; que quiere poner en tus manos su vida llena de méritos y con ellos abrirte una puerta grande en el cielo. »¿Que te amo poco porque deseo hacerte feliz en el cielo aunque debas sufrir un poco en la tierra? ¿Que te amo poco porque quiero amarte con el Corazón de Cristo y no con este mío, mísero y de barro? »¡Madre! Este es el nombre que doy a la Virgen cuando hablo con Ella. ¡Sí, madre! Sé que Ella me dio la vida porque quería que fuese misionero, porque quería que viviese por Ella y no por los hombres; según éstos, no había remedio y ya me habían sentenciado a muerte. Sin embargo, la miré lleno de amor y le dije: 'Madre, tú sabes que quiero ser misionero; te ofrezco mi vida por las misiones y si me curas seré misionero.' »¿Acaso quieres que yo sea infiel no manteniendo la promesa? ¿Acaso quieres que yo escupa en aquellas manos que con tanto afecto pusieron en mí esta vocación? N o ; yo sé que tú no quieres eso; sé que 148
no te has olvidado de la promesa que tú también hiciste; sé que lloras porque eres una buena madre, y que eres una buena madre porque ofreces con lágrimas, aunque de corazón, tu hijo al Señor. Sé que tú tienes un corazón grande, mucho más grande que el mío, pues yo lo he recibido y copiado de ti. Yo soy misionero porque tú me diste este corazón; Dios lo plasmó con amor de Padre y lo hizo misionero. »Yo te hago sufrir porque quiero seguir a Cristo y tú piensas que lo hago porque no te amo, y dices que tienes derecho a hablar así. Y yo, ¿no tengo derecho a decirte que también tú me haces sufrir porque no me dejas seguirle, y sobre todo porque hieres mi corazón diciendo que no te amo? «Madre, también yo tengo un corazón de hijo, tan grande como el tuyo de madre; también a mí me hace derramar lágrimas el pensar que no viviremos felizmente unidos aquí en la tierra; pero, madre, yo tengo fe, mucha fe, y sé que en el cielo, donde de verdad viviremos felizmente unidos, muchas almas de negros te dirán: 'Gracias.' Un beso de tu FRANCISCO.»
La segunda carta es de una santa madre a su hijo misionero en el momento de su partida para las misiones : «Queridísimo hijo: Pocas horas estarás ya cerca 149
de mí; pronto marcharás por el camino que el Señor te ha trazado. ¡Hágase su voluntad! »Tú sabes cuánto dolor me cuesta la separación, aunque procuro llevarla con la mayor serenidad. Pero más dolor me causaría, y quizá también la muerte, el que tú no siguieras por ese camino al que Jesús te ha llamado. No; dalo todo a Jesús, hijo mío, por amor a El y a las almas, para que tus sacrificios, unidos a su gran sacrificio, fructifiquen en miles de almas llenas de su divino amor. «Acuérdate de lo que te dije al darte mi consentimiento: ''Morir antes que retroceder; poco importa el martirio; lo que importa es ganar almas para Jesús.' »Yo estaré siempre a tu lado. Todos mis sufrimientos los ofreceré a Jesús por ti, comenzando desde este instante, para que en cualquier obstáculo o persecución seas siempre fuerte y estés dispuesto a sufrirlo todo antes que faltar a tus deberes. »Que Jesús te bendiga; que El te conceda, con la mía, su bendición. Junto al Sagrario, nuestras almas, nuestros corazones, se unirán en un solo gran amor: Dios. Te abrazo con todas mis fuerzas en el Corazón divino, al que te confío. Tu
MADRE,
que nunca te olvida.»
¡Sublime lenguaje de fe, posible sólo en corazones que aman a Dios sobre todas las cosas! Estos son los corazones que necesita la Iglesia en la conquista del mundo para Dios.
XXVII
¿ Y LA D I Ó C E S I S ?
No menos frecuentes y fuertes son para un seminarista las dificultades procedentes del ambiente diocesano. Se le dice y repite en todos los tonos que las misiones están aquí, donde tantos cristianos han perdido la fe, e incluso aquellos que aparentemente la profesan son en su vida práctica a menudo peores que los paganos..., y que por eso, antes de pensar en los infieles de África, es necesario conservar la fe aquí. Se afirma que en la diócesis los sacerdotes son pocos, y esto se demuestra con el número de parroquias vacantes, concluyendo que no es justo destruir en una parte para construir en otra. Cuando se trata de seminaristas que han disfrutado becas se aducen presuntos deberes de conciencia, diciendo que, al haber sido mantenido por la diócesis, deben en justicia servir a la diócesis, al menos por algunos años..., o bien restituir la suma usufructuada.
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Con estos especiosos argumentos y otros semejantes, que no son ciertamente los más aptos para favorecer con celo y por todos los medios las vocaciones misioneras (F. D., 243), se confunden las ideas y a veces se turban las conciencias, causando la pérdida de no pocas vocaciones misioneras que atraerían las bendiciones de Dios sobre la diócesis, resolviendo de raíz todas las dificultades aducidas. No cabe duda que muchos cristianos de nuestros países son peores que los paganos de África, ya que reniegan con su vida escandalosa del don de la fe recibida. Están a pocos pasos de la iglesia y no entran en ella; tienen sacerdotes y no se confiesan, no los escuchan y con frecuencia los insultan y calumnian; blasfeman el santo nombre de Dios, y, lo que es peor, militan en las filas de sus enemigos por el triunfo del ateísmo. A pesar de todo esto, sería una ridiculez afirmar que la maldad de nuestros cristianos deba ser freno a la expansión de la fe en otros pueblos que tienen derecho a recibirla y de los cuales algunos la están esperando y tal vez responderían con mayor generosidad y gratitud. ¡Ay, si cumpliéramos a la letra el consejo dado por Jesús a sus Apóstoles de sacudir el polvo de las sandalias y pasar a otro cuando un pueblo no escucha nuestra palabra! «Et praecepit eis... quicumque non receperint vos, exeuntes inde, excutite pulverem de pedibus vestris in testimonium illis» (Me, 6, 11).
«Amen dico vobis, tolerabilius erit terrae Sodomorum et Gomorrhaeorum in die iudicii quam Mi civitati» (Mt., 10, 15). Según este consejo de Jesús, parecería que la maldad de nuestros cristianos que no escuchan la palabra de Dios, en lugar de retraernos debiera estimularnos a comunicar a otros pueblos más dóciles el don que aquéllos rechazan. Pero, sin pretender ser tan drásticos en la interpretación del Evangelio, evitemos al menos caer en el extremo opuesto: exigir que los cristianos de nuestros países sean todos perfectos antes de cumplir el mandato divino de predicar el Evangelio al mundo infiel. Jesús no dijo a sus Apóstoles que convirtieran a todo el pueblo elegido antes de dirigirse a los gentiles, sino que los envió por todo el mundo... ¿Qué hubiera sido de nosotros si nuestra evangelización hubiera estado condicionada a la conversión de los hebreos? Aún estaríamos esperando la fe..., y quién sabe hasta cuándo. ¿Son verdaderamente pocos los sacerdotes en nuestras diócesis? No es el caso de polemizar sobre este punto. Ciertamente, muchas diócesis de España vieron su clero diezmado por la guerra civil y otras padecen escasez de vocaciones. Se puede también admitir que las exigencias de la vida moderna son tantas que los sacerdotes nunca serían demasiados. Sin embargo, si no queremos ser injustos empleando dos pesos y dos medidas distintos al juzgar las necesidades de las al-
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mas y los problemas de la Iglesia, debemos aplicar también aquí lo que dice la Fidel Donum respecto de las necesidades económicas de las misiones: «Si se citaran cifras se vería al punto que la pobreza de unos es un relativo bienestar frente a la miseria de otros» ( F . D . , 242). Y Pío XII, para inducir a todos los Ordinarios a reflexionar seriamente sobre la necesidad de revisar las posiciones y distribuir más equitativamente las fuerzas apostólicas, recurrió al eficacísimo argumento de las estadísticas. Hablando de África dice: «.Los harto escasos misioneros, diseminados en territorios inmensos donde trabajan otras confesiones no católicas, no pueden responder a todas las demandas. Aquí hay 40 sacerdotes para un millón de almas, entre las cuales sólo se cuentan 25.000 convertidos; allí hay 50 sacerdotes para una población de dos millones de habitantes, cuando los 60.000 fieles bastarían para absorber todo el tiempo de los misioneros» (F. D., 232). ¿Quién osaría afirmar, sin temor a ser considerado insensato, que la diócesis de Barcelona, por ejemplo, con sus dos millones de fieles estaría suficientemente asistida con 40 ó 50 sacerdotes, cuando con razón se quejan de que son pocos los 1.639 sacerdotes diocesanos y religiosos, además de los 2.231 religiosos y las 7.642 religiosas que desarrollan su apostolado en 76 casas benéficas e instruyen alrededor de 80.000 jóve154
nes y muchachas en las 253 instituciones de educación? (Guía de la Iglesia en España, 1960, pág. 124). Sin embargo, la situación de las diócesis de África y de Hispanoamérica es inmensamente peor, ya que la población no está agrupada en núcleos urbanos, sino diseminada en zonas vastísimas, y no se trata sólo de asistir a los fieles que ya poseen la fe, sino de conquistar la masa pagana y organizar cristianamente la nueva sociedad, que presenta problemas espirituales, económicos y de organización muy semejantes, y a menudo más graves y urgentes, a los de nuestros países. ¿Qué decir, por ejemplo, del Brasil, que para 60 millones de católicos apenas si cuenta con 6.000 sacerdotes, mientras los 30.000, 50.000 y 60.000 sacerdotes de España, Francia e Italia, respectivamente, atienden poblaciones mucho menos numerosas en territorios veinte o treinta veces menos extensos? Y si pasamos a la comparación con el mundo pagano, aún por evangelizar, las desproporciones son pavorosas. Para conservar la fe de una quinta parte del género humano (500 millones de católicos, que son ovejas ya reunidas en el redil) hay actualmente 352.000 sacerdotes, 157.000 religiosos y 910.000 religiosas (véase Pío XII per un África cristiana, pág. 163), al tiempo que para llevar la fe a las otras cuatro quintas partes del género humano (unos 2.000 millones de ovejas que vagan fuera del redil) hay apenas 31.000 misioneros, es decir, ni siquiera la décima parte. ¿Cómo se realizará con semejantes proporciones el 155
reino de Dios en la tierra? Por otra parte, la enseñanza de Jesús sería dejar las noventa y nueve ovejas en el redil para ir en busca de la sola oveja perdida... ¿No es invertir los papeles descuidar las noventa y nueve perdidas para guardar celosamente las pocas reunidas en el redil? No se olvide que, como muy bien dice P. Manna, «la función primaria y fundamental de la Iglesia es la evangelización de todo el mundo. Conservar, sostener, defender y fomentar la fe en las almas ya ganadas para Cristo es una función importante de la Iglesia; pero, lógicamente, ha de venir después y nunca debería llevar al olvido o descuido de lo que es su función primaria» (El Sacerdote y las Misiones, pág. 11). El mandato de Cristo es una orden de conquista y sería traicionar el Evangelio invertir el fin de la Iglesia. Las ovejas perdidas que vagan fuera del redil de Cristo no son una ni dos, sino cerca de 2.000 millones, y (nótese bien) es a nosotros los hombres y no a los ángeles a quienes toca llevarlas a Cristo, porque es a nosotros a quienes Jesús ha dicho: uEuntes in mundum universum, praedicate Evangelium omni creaturae» (Me, 16, 15).
Dios sobre la tierra SÓLO SE REALIZARÁ EN LA MEDIDA DE NUESTRO AMOR Y NUESTRA GENEROSIDAD. ¡Ay de nosotros si por querer proporcionar toda suerte de comodidades a las almas que nos rodean cometiéramos la grave injusticia de negar las migajas a los hermanos infieles, que mueren de hambre únicamente porque están lejos de nosotros y tienen el color de la piel distinto del nuestro!
Prácticamente todo el problema misional se puede resumir en estas pocas palabras: Porque Jesús HA CONDICIONADO la conquista del mundo A NUESTRA LIBRE COOPERACIÓN, el reino de
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XXVIII «DUM ROMAE CONSULITUR, SAGU1VTUM EXPUGNATUR»
Es verdad que en varias diócesis hay parroquias vacantes. Pero ¿qué significa esto si por parroquias entendemos a menudo pequeñas fracciones de 100 a 200 habitantes? Alundiendo concretamente al caso de España, el Osservatore Romano de 19-3-61 reflejaba una reciente estadística, según la cual hay en España 1.707 parroquias con menos de 100 habitantes y 7.619 con una población que oscila entre 100 y 500 habitantes. Véase lo que en 1952 escribía en nombre del Santo Padre el Cardenal Piazza, Prefecto de la Sagrada Congregación Consistorial, a los Obispos de Italia: «Dado el progreso y desarrollo de los medios de comunicación no parece ya necesario, excepto en algún caso particular, que los pequeños núcleos de 100 a 158
200 habitantes tengan su propio sacerdote, mientras existen regiones donde hay un solo sacerdote para 20.000 ó 30.000 católicos diseminados en territorios extensos como una diócesis...; centros de población que se pierden en la indiferencia religiosa; numerosos emigrantes expuestos a toda suerte de peligros religiosos y morales, sin que sea posible poner remedio por falta de sacerdotes. Es necesario que todos los Ordinarios
se den cuenta de la GRAVEDAD DEL PROBLEMA
y pongan a disposición de la Santa Sede todos aquellos sacerdotes, bien preparados y animados de verdadero celo, que no sean ABSOLUTAMENTE necesarios» (A. A. S., págs. 231-32). Las directrices del Papa no podían ser más claras y precisas. Como Vicario de Cristo y primer responsable de toda la Iglesia, el Papa, bien directamente a través de las encíclicas, o bien indirectamente a través de sus dicasterios romanos, suplica a todos que «se den cuenta de la GRAVEDAD DEL PROBLEMA y pongan a disposi-
ción de la Santa Sede todos aquellos sacerdotes... que no sean ABSOLUTAMENTE necesarios (en la diócesis)». Es menester, pues, ante todo «darse cuenta de la gravedad del problemas), o sea, estar íntima y prácticamente convencidos de que vivimos en el siglo de las misiones..., que la Iglesia se encuentra en estado de emergencia y de guerra..., que para algunos pueblos se trata espiritualmente de vida o de muerte..., y que los enemigos poderosamente organizados que nos aco159
san por doquier no se pueden vencer simplemente con oraciones y dinero, y mucho menos con estériles comentarios Q suspiros de conmiseración. «Dum Romae consulitur, Saguntum expugnatur.» Mientras los protestantes invaden Hispanoamérica los musulmanes conquistan África y los comunistas amenazan al mundo entero, no es lícito andar discutiendo si conviene o no dar a la Iglesia unos cuantos misioneros más para asegurar la victoria del reino de Cristo. La suerte de una guerra no la deciden las palabras, sino el número de soldados enviados al frente. Por eso el Papa suplica que, ateniendo en cuenta la GRAVEDAD DEL PROBLEMA», se pongan a disposición
de la Iglesia «todos aquellos sacerdotes que no son ABSOLUTAMENTE necesarios a la diócesis)). Como es natural, la invitación del Papa se dirige principalmente a las diócesis ricas en clero: «Existen, gracias a Dios, numerosas diócesis tan abundantemente dotadas de sacerdotes que podrían sin ningún riesgo hacer el sacrificio de algunas vocaciones. A éstas, sobre todo, dirigimos con paternal insistencia aquella frase del Evangelio: 'Quod superest date pauperibus'» ( L e , 11, 41) (F. D., 243). Para convencerse de que existen en España varias de estas diócesis abundantemente provistas de sacerdo-
tes, basta hojear la Guía de la Iglesia en España (1960) (1). Que muchos Seminarios se hallan repletos de vocaciones lo he visto personalmente en mis viajes de propaganda, constatando con vivo dolor que en muchas diócesis se niega anualmente el ingreso a decenas y decenas de aspirantes por sobreabundancia de vocaciones. Se calcula que ascienden a unos 3.000 los aspirantes que cada año no son admitidos en los Seminarios de España únicamente por sobreabundancia de vocaciones. ¡Qué incalculable ventaja para la Iglesia si estas preciosas energías fueran encauzadas hacia las misiones! (2). ¿Cómo podrían estas diócesis tan abundantemente provistas de clero poner trabas o límites a las vocaciones misioneras de sus seminaristas cuando se trata de d a r sólo quod superest, sin ningún detrimento propio? (1) Véanse, por ejemplo, las siguientes diócesis: SACERDOTES SECUL. Y RELIC.
Bilbao Burgos Pamplona León Vitoria San Sebastián
1.197 953 1.518 657 638 1.145
HABITANTES
718.000 400.000 405.000 340.000 132.000 460.000
(2) Véase la disposición de la Comisión Episcopal de Cooperación Hispano Americana acerca de la «Campaña Nacional de Vocaciones», en el apéndice de este libro, pág. 173.
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XXIX SOLUCIÓN DEL PAPA: APLICAR EL PRINCIPIO DE LA IGUALDAD
Es justo reconocer que, gracias a Dios, son muchas las diócesis de España que en estos años están ofreciendo a la Iglesia una notable aportación de misioneros. La España católica, que en siglos pasados recibió de Dios la misión de cristianizar un continente y lo hizo con tanto celo y tan fecundos resultados, no desmiente tampoco hoy, ni lo desmentirá nunca, el ardiente espíritu misionero que heredó de los numerosos apóstoles que ha dado a la Iglesia a través de los siglos, y sobre todo de su hijo más genuino, el gran apóstol de las Indias y Patrono de las Misiones, San Francisco Javier. Pero no es menos justo recordar que todavía hay en España algunas diócesis, ricas en clero, que, so pretexto de las necesidades diocesanas, obstaculizan las vocaciones misioneras o al menos no las favorecen 162
con celo y por todos los medios (F. D., 243), como el Papa recomienda y como ellas podrían hacer en virtud de sus posibilidades y deberían hacer a causa de la gravedad del problema. ¿Cómo podrían estas diócesis aducir la excusa de sus necesidades diocesanas y de escasez de clero cuando el Papa dice, incluso a las diócesis más necesitadas de sacerdotes, que «rao sean sordas a la llamada de las misiones lejanas»? (F. D., 244). aHacemos nuestras sus angustias de pastores (por la disminución de vocaciones sacerdotales), pero les exhortamos como San Pablo a los Corintios: 'No se trata, para socorrer a los demás, de reducirnos a la indigencia, sino de APLICAR EL PRINCIPIO DE IGUALDAD'» (2 Cor., 13) (F.D., 244).
No se trata, pues, de destruir en una parte para construir en otra, sino sólo de revisar las posiciones apostólicas y aplicar más cristiana y generosamente el principio de igualdad en la distribución del clero, según las necesidades más graves y más urgentes de la Iglesia. Se trata de vivir más concretamente nuestra catolicidad, sintiendo como propias alas necesidades y las perspectivas universales de la Iglesia» (F. D., 238), y de «no considerar como perdidas para la propia diócesis las vocaciones que se dan a las misiones, ya que esto sería una mezquindad imperdonable» (Card. Dalla Costa, Arzobispo de Florencia). En otras palabras: 163
se trata de distribuir las fuerzas apostólicas no en atención al número de campanarios o de conventos de religiosas —o, peor aún, en función de los intereses personales o familiares de los sacerdotes—, sino de acuerdo con las graves y urgentes necesidades de las almas. Poco importa que éstas estén dentro o fuera de los confines de la diócesis, ya que las almas son todas iguales, por distinto que sea el color de la piel o el país de origen, y que, para efectos de la gloria de Dios, la condenación de un chino o de un salvaje de África es tan dolorosa como la pérdida de un amigo de nuestro pueblo. A propósito de aquellos que están siempre aduciendo las necesidades de la diócesis para poner trabas a las vocaciones misioneras, escribía muy bien, hace cincuenta años, P. Manna con su ardoroso estilo apologético: «También aquí hacen falta misioneros... Tú, que dices esto, ¿eres sacerdote? Entonces estoy plenamente de acuerdo contigo. Pero, por favor, dítelo antes a ti mismo..., dilo a esos compañeros tuyos que, debiendo ser misioneros entre sus convecinos, prefieren en cambio permanecer en el seno de su propia familia buscando los intereses de ésta. Dilo a esos otros que por más pingüe salario se entregan a la enseñanza en centros estatales o a otros empleos que tienen poco o nada que ver con su vocación y misión divina. Mas hemos llegado a tal punto que un sacerdote en Italia, sobre todo en algunas partes, puede hacer lo que le venga en gana aun cuando las fll164
mas que lo rodean vayan camino de la perdición: se le reconoce el derecho de permanecer con su familia, de colocarse como profesor, preceptor o incluso comisionista o comerciante. Suponed, en cambio, que el Señor muestre a algún alma privilegiada un más amplio horizonte de apostolado y la llame a las misiones extranjeras; entonces hasta algunas personas piadosas invocan la escasez de clero y la pérdida de la fe en nuestras poblaciones» (Operarii autem pauci). ¿No podría quizá aplicarse este argumento de P. Manna también a algunos Seminarios por lo que se refiere a la facilidad con que se resignan siempre que un seminarista abandona el Seminario o por falta de vocación o de correspondencia a la misma, mientras que quizá se echan las manos a la cabeza cuando alguno quiere partir para misiones? Recuerdo el caso de un seminarista de segundo de teología que era considerado como uno de los mejores del Seminario. Cuando dijo que deseaba ser misionero hubo de decidirse a abandonar su ideal, convencido por la fuerza y multiplicidad de los argumentos de quien a toda costa quería retenerlo en la diócesis... como un elemento absolutamente necesario. Parecía como si su partida fuera a causar a la diócesis un daño grave y un vacío incolmable. Algunos meses más tarde, no sé por qué motivo, desafortunadamente el seminarista abandonaba el Seminario para volver al siglo..., y todo concluyó con un suspiro de conmiseración, unido al acostumbrado 165
estribillo de resignación: «Más vale buen seglar que mal sacerdote.» Nadie duda de esta conclusión tan lógica. Pero ¿por qué no ser igualmente lógicos cuando se trataba de dar a Dios esa misma vocación que con tanta facilidad se resignaron a perder? Se sabe por experiencia que el 75 u 80 por 100 de los jóvenes que entran en el Seminario saldrán por falta de vocación o de correspondencia a la misma..., y nadie se extraña de este doloroso hecho aunque se trate de seminaristas teólogos. ¿Por qué no aplicar un poco más generosamente el principio de igualdad también en la disposición de espíritu por lo que se refiere a los que abandonan el Seminario? Si con tanta facilidad nos resignamos a perder tantos aspirantes con tal de evitar que se den malos sacerdotes, ¿por qué no sentirnos orgullosos de sacrificar algunas vocaciones para conseguir sacerdotes más generosos, que sacrificando todo acudan donde mayor es la necesidad de la Iglesia y de las almas?
ciones planteadas en el apartado anterior, suponer que un seminarista tuviera que renunciar a su vocación misionera por haber disfrutado alguna beca diocesana sería como decir que, por el mismo motivo, los seminaristas indignos deberían necesariamente subir al altar en lugar de salir del Seminario. Si no afecta deber alguno de justicia y restitución a quien abandona el Seminario por falta de vocación, ¿cómo se puede hacer de ello un caso de conciencia para quien pone su mirada en un sacerdocio más desinteresado, más generoso y más católico?
Si es verdad que las vocaciones misioneras son señal evidente de buen espíritu en un Seminario y prenda segura de especiales bendiciones de Dios, no convendría nunca alegar las necesidades de la diócesis para ponerles trabas, sino que todos deberían favorecerlas COR ceío y por todos los medios, firmemente convencidos de que así obligarán a Dios a resolver más eficazmente los problemas espirituales locales. Finalmente, respondiendo a la última de las obje166
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XXX
DIOS NO SE DEJA VENCER EN GENEROSIDAD
Y no se diga, como he oído en alguna diócesis rica en clero, que es necesario, antes de pensar en las misiones, cubrir bien todas las posiciones diocesanas, «porque—dicen—sólo manteniendo el fervor en los fieles se podrán obtener buenas vocaciones para la diócesis y para las misiones». No cabe duda que el fervor de los fieles favorece la aparición de buenas vocaciones sacerdotales y religiosas; pero es igualmente cierto que el medio mejor para conservar y aumentar la fe en nuestros países es precisamente cooperar eficazmente en llevarla a quien de ella carece. Para recibir de Dios hay que darle primero, y la medida con que damos determina la medida de la recompensa. «Date et dabitur vobis: mensuram bonam et confertam et coagitatam et supere ffluentem dabunt 168
in sinum vestrum. Eadem quippe mensura qua mensi fueritis, remetietur vobis» ( L e , 6, 38). Es palabra de Dios que vale no sólo para los individuos, sino también para las familias, las diócesis y las naciones. Tal es, en efecto, también el lenguaje de los Papas siempre que en las encíclicas misionales invitan a los Obispos a favorecer las vocaciones misioneras en los sacerdotes y seminaristas. Benedicto X V : «No os dejéis engañar por especie alguna de bien o por miras humanas, temiendo restar a vuestra diócesis los que dais a las misiones. A cambio de un misionero
que dejéis partir, EL SEÑOR BIEN
PUEDE SUSCITAR MÁS SACERDOTES QUE SEAN SOBREMANERA ÚTILES A VUESTRA DIÓCESIS» ( M . L , 4 5 2 ) .
Pío X I : «Ni escasez de clero ni necesidad alguna de la diócesis debe desanimaros o reteneros de dar el consentimiento... Recibid de buen grado, por amor de Cristo y de las almas, lá pérdida de algún miembro de vuestro clero —si pérdida puede decirse—, ya que, si con ello os priváis de algún auxiliar y compañero de vuestras fatigas, el Divino Fundador de la Iglesia SUPLIRÁ CIERTAMENTE O DERRAMANDO MÁS COPIOSAS GRACIAS SOBRE LA DIÓCESIS O SUSCITANDO NUEVAS VOCACIONES AL SAGRADO MINISTERIO» ( R . E . , 70-71).
Dada la gravedad del momento y la urgencia de las necesidades de la Iglesia en las misiones, Pío X I I , 169
dirigiéndose incluso a los Obispos de las diócesis más pobres de clero, les recuerda el ejemplo de la viuda del Evangelio, que fue alabada por Jesucristo: «Estas diócesis, tan probadas por la escasez de clero, no sean sordas a la llamada de las misiones lejanas. El óbolo de la viuda fue citado como ejemplo por nuestro Señor, Y LA GENEROSIDAD DE UNA DIÓCESIS POBRE PARA CON OTRAS MÁS POBRES NO PUEDE EMPOBRECERLA. D i o s NO SE DEJA VENCER EN GENEROSIDAD» (F. D.,
pág. 244). Y Juan X X I I I : «A pesar de la escasez de clero, que preocupa a los pastores incluso de las diócesis más antiguas, no se tenga la más pequeña vacilación en alentar las vocaciones misioneras... No SE TARDARÁ EN RECOGER LOS FRUTOS ESPIRITUALES DE ESTE SACRIFICIO» (P. P.,
863).
El, que empezó su sacerdocio ocupando por orden de Pío XI el privilegiado cargo de primer Director nacional de la Propagación de la Fe en Italia, llegando al Sumo Pontificado podía muy oportunamente afirmar, aun por experiencia personal, el siguiente principio general, que valdrá siempre y para todos los que trabajan, se sacrifican o entregan su vida por las misiones: «.Cuando hayáis hecho todo lo que podéis por las misiones, entonces os daréis cuenta que es MUCHO MÁS LO QUE HABÉIS RECIBIDO QUE LO QUE HABÉIS DADO.»
¿Cómo negar estas verdades tan evidentes? En 170
esta guerra santa de la conquista del mundo para Dios los Papas no ordenan ni imponen forzosamente nuestra cooperación, que debe ser libre, espontánea y fruto de amor. JNos hablan con el lenguaje de la fe, que es el único que vale y debe ser tomado como norma de acción en las obras de Dios. Bienaventurados los que en él se inspiran, porque Dios no se dejará vencer en generosidad y les recompensará con el ciento por uno. Con ocasión del IV Congreso Misional de Méjico, en 1959, el Obispo de Puebla, S. E. Mons. Octaviano Márquez, al dirigirse a un auditorio en el que figuraban casi todos los Obispos de Méjico y numerosos sacerdotes, dijo: «Alguien pudiera preguntarme por qué nosotros los mejicanos, que tenemos apenas 5.000 sacerdotes para 30 millones de habitantes y necesitamos muchos más, pensamos enviar misioneros a las misiones. Respondo con las mismas palabras del Cardenal inglés Herberto Vaughan, al fundar el Seminario de Misiones Extranjeras de Mill-Hill: «Precisamente porque tenemos tanta necesidad de que Dios conserve y aumente la fe de nuestra nación, pensamos en quien está más necesitado que nosotros.» Y la razón de todo esto nos la da Mons. Fulton Sheen, Director de las Obras Misionales Pontificias en los Estados Unidos y apóstol de la televisión american a : «El aumento del clero diocesano es proporcional al aumento del clero misionero. Ello se debe a que los Obispos (como sucesores de los Apóstoles) son en171
viados a todo el mundo, y sólo por motivos de jurisdicción les es asignada una zona particular. Antes de pertenecer a la diócesis pertenecen al mundo, y, cuando comienzan a pagar su tributo a la misión universal, Dios bendice su sector particular» (La crisi del mondo e la Chiesa, pág. 129). ¿Por qué entonces tener miedo de ser demasiado generosos con el Señor? La generosidad no acarreará pérdida alguna, sino una inmensa ganancia. «Una comunidad cristiana que entrega sus hijos e hijas a la Iglesia NO PUEDE PERECER» ; antes bien, «el soplo misionero, al animar el conjunto de vuestras diócesis, SERÁ PARA VOSOTROS PRENDA DE RENOVACIÓN ESPIRITUAL», de suerte que «la vitalidad católica de una nación se medirá por los sacrificios de que sea capaz por la causa misionera» ( F . D., 243). Con esta viva esperanza y este cordial augurio concluyo las presentes páginas. Me sentiría feliz si lograran proporcionar a la Iglesia un misionero más o allanar a alguno el camino del apostolado misionero, quehacer sublime que embellecrá su vida, haciéndola feliz y meritoria, como gastada en aras del ideal más grande: la gloria de Dios y el bien de las almas. Entonces habría conseguido el objetivo que me propuse al redactar este librito, o sea: dar mi pequeña contribución para FAVORECER CON CELO Y POR TO-
DOS LOS MEDIOS LAS VOCACIONES MISIONERAS» ( F . D., pág. 243).
172
APÉNDICE
El siguiente documento de la Comisión Episcopal de Cooperación Hispano Americana es una respuesta práctica y eficiente a la invitación del Papa a favorecer las vocaciones misioneras, y al mismo tiempo es la más hermosa y elocuente prueba del espíritu misionero de España.
CAMPAÑA
NACIONAL
DE
VOCACIONES
Ante la realidad comprobada de la abundante bendición de Dios sobre nuestras diócesis, a las que envía un número de vocaciones a veces superior a las propias necesidades o superior incluso a las propias posibilidades de acogerlas y fomentarlas, esta Comisión Episcopal de Cooperación Hispano Americana ha emprendido hace ya dos años una campaña nacional cuyos fines son los siguientes: 1." Fomentar por todos los medios aptos las vocaciones sacerdotales, tanto de niños como de jóve173
nes. Para ello intentamos presentar toda la realidad de la Iglesia —especialmente en Hispanoamérica, tan necesitada de sacerdotes—; animar a las organizaciones nacionales y diocesanas correspondientes a fomentar las vocaciones con los medios que estén a su alcance, sin el temor de encontrarse con un número de aspirantes superior al que permiten la capacidad económica o de sitio del Seminario. 2." Pedir a los que pueden preparar a esos niños jóvenes para su ingreso en el Seminario, lo hagan con el mayor interés y conscientes de la trascendencia de su trabajo. 3." Ayudar a los que se presentan al Seminario y corren el peligro de ver imposibilitado su ingreso por falta de sitio en el Seminario o de medios económicos para pagarse los estudios. Esta ayuda consiste: — Colocar en Seminarios que tienen plazas vacantes a los que no puedan ingresar en su propio Seminario por falta de capacidad del edificio. — Ofrecer los 2/3 de la
la ayuda pensión.
económica
— Se escogerán los Seminarios propia diócesis.
necesaria,
más próximos
hasta
a la
— Los seminaristas así ayudados, o sus padres en nombre de ellos si son menores de edad, se comprometen a servir a la Iglesia en una diócesis americana 174
durante diez años. Al ordenarse, quedan siempre cardinados en la propia diócesis.
in-
4." El procedimiento es acudir al Sr. Rector del propio Seminario, presentar la documentación necesaria y aprobar el examén normal de ingreso. Una vez admitido como seminarista de la diócesis, pedir al Delegado diocesano, o directamente al Secretariado de la Comisión Episcopal Hispano Americana (Alfonso XI, 4), la ayuda económica que se crea necesaria. Si algún caso excepcional se presentara sería examinado en particular. 5.° En caso de no poder ingresar en el propio Seminario por falta de capacidad de local, la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispano Americana le tramitará el ingreso en otro Seminario diocesano. Esperamos que esta Obra de tanto bien ,para la Iglesia y para Hispanoamérica, y de la que se pueden seguir igualmente no pequeños bienes a las diócesis españolas, encontrará en todos los sacerdotes la ayuda que necesita para lograr los fines que la animan. La «recluta», la ((selección» y la «preparación» de los posibles sacerdotes apóstoles de Hispanoamérica está en sus manos. (Boletín de la diócesis de Pamplona. Mayo 1961.) Este documento, cuya importancia no es necesario acentuar, es ya una realidad en el Seminario Mayor y en el Menor de Zaragoza, donde se hospedan algu175
II/I.S decenas de seminaristas de otras diócesis, que deNCUII consagrarse a la misión de América. Realidad en Zaragoza y deseo en otras diócesis, como he tenido el honor de escuchar de labios del Excmo. Sr. Obispo de Barbastro, Dr. D. Jaime Flores, quien desearía ampliar su nuevo Seminario, «porque —me dijo—, aunque sea suficiente para las necesidades de la diócesis, es muy pequeño para las de Hispanoamérica». Así se cumplen las palabras de Pío XII: «El soplo misionero, al animar el conjunto de vuestras diócesis, será para vosotros prenda segura de renovación espiritual» (F. D., 243).
ÍNDICE PÁCS.
Carta presentación de Mons. Ángel Sagarminaga ... Prólogo
13
I.-—Hacen falta muchos mlíioneroa
1'
II.—Aportación de las diócesis
24
III.—Favorecer las vocaciones misioneras en el clero diocesano •
29
IV.—Favorecer por todos lo9 medios las vocaciones misioneras
33
V.—Dos extremos que se han de evitar
41
VI.—¿Existe la vocación misionera?
45
VII.—«Querría ser misionero, pero...»
51
VIII.—¿Qué es la vocación misionera?
55
IX.—La llamada divina
60
X.—¿Cómo llama Dios?1 XI.—«¿Quid faciam?» XII.—«Ecce Domine mitte me» XIII.—«In te Domine speravi» XIV.—«¿Por qué quiero ser misionero?» XV.—¿Salud de hierro? XVI.—¿Inteligencia excepcional? 176
?
66 .'
71 75 81 86 91, 95
PÁCS.
XVII.—¿Y el carácter...? XVIII.—Sobre todo, la virtud XIX.—¿Quién es el juez de la vocación misionera? XX.—Juicio en el foro externo
99 102 106 111
XXI.—¿Hasta qué punto pueden los Superiores probar la vocación misionera? XXII.—Declaraciones autorizadas
117 122
XXIII.—¿Qué Instituto escoger?
127
XXIV.-—Un fantasma para muchos: el noviciado...
135
XXV.—«Quien ama al padre o a la madre más que a Mí...» XXVI.—«Quiero amarte con el corazón de Cristo». XXVII.—¿Y la diócesis? XXVIII.—«Dum Romae consulitur, Saguntum exptignatur»
¡42 147 151 158
XXIX.—Solución del Papa: «Aplicar el principio de la igualdad» XXX.—Dios no se deja vencer en generosidad ...
162 168
APÉNDICE.—Campaña Nacional de Vocaciones
173
Bibliografía
177