La utopía novohispana (Antología) [1a ed.] 9786073048692


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Spanish Pages 185 [223] Year 2019

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Table of contents :
Página legal
Advertencia
Introducción
Procedencia de los textos incluidos en la antología
Servidumbre natural y libertad cristiana
Las Casas ante la doctrina de la servidumbre natural
La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España
La actitud doctrinal de Vasco de Quiroga ante la conquista y colonización
El humanismo de Vasco de Quiroga
Fray Alonso de la Veracruz, primer maestro de Derecho Agrario en la Universidad de México
Cristianismo y colonización
Igualdad dieciochesca
Miguel Hidalgo, libertador de los esclavos
Índice
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La utopía novohispana (Antología) [1a ed.]
 9786073048692

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SILVIO ZAVALA

LA UTOPÍA NOVOHISPANA

[A UTOPÍA NOVOHISPANA (ANTOLOGÍA)

BIBLIOTECA DEL ESTUDIANTE UNIVERSITARIO

155

Director FERNANDO CURIEL DEFOSSE

Consejo Editorial Lourdes Franco

Javier Garciadíego Georgina García Gutiérrez Guillermo Hurtado Manuel Perló

COORDINACIÓN DE HUMANIDADES DIRECCIÓN GENERAL DE DIVULGACIÓN DE LAS HUMANIDADES

Programa Editorial

SILVIO ZAVALA

LA UTOPÍA NOVOHISPANA (ANTOLOGÍA)

Introducción y selección ROBERTO FERNANDEZ CASTRO

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTONOMA DE MEXICO

México, 2019

Catalogación en la publicación UNAM. Dirección General de Bibliotecas ' Nombres: Zavala. Silvio, 1909—2014, autor. | Fernández Castro, Roberto, prologuista.

Titulo: La utopía novohispana : (antología) / Silvio Zavala ; introducción v selección, Roberto Fernández Castro. Descripción: Primera edición. | México : Universidad Nacional Autónoma de México, 2019. | Serie: Biblioteca del estudiante universitario; 155.

Identificadores: LIBRUNAM 2045132 | ISBN 978607—304869-2 Temas: Zavala, Silvio, 1909-2014. | Utopías — Historia -— Siglo XVI. | Utopías - México. | México — Historia » Conquista.

1519-1540. I Esclavitud e Iglesia. Clasifimción: LCC F123l.238 2019 IDDC 972.02—23

Diseño de portada: Pablo Rulfo Primera edición: mayo de 2019 DR © 2019, Universidad Nacional Autónoma de México

Ciudad Universitaria, Alcaldía Coyoacán 04510 Ciudad de México COORDINACIÓN DE HUMANIDADES DIRECCIÓN GENERAL DE DIVULGACIÓN DE LAS HUMANIDADES

Programa Editorial Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. ISBN 97&607-301869—2 Impreso y hecho en México

A la memoria de Rosa Camela y Álvaro Matute con profunda gratitud

ADVERTENCIA El propósito de esta antología destinada a la Biblioteca del Estudiante Universitario es el de dar a conocer a lectores no especializados la obra de Silvio Zavala, uno de los historiado res mxicanos más importantes del siglo XX. Los textos selec— cionados bajo el título de La utopía novohispana incluyen páginas de erudición y crítica histórica, como las que caracte— rizan casi todos los escritos del historiador mexicano; sin em— bargo, la selección que se ha hecho parte de b idea de que, en todo caso, no es eso lo único ni lo más valioso en la obra de ningún verdadero historiador. Algunas de las mejores páginas dedicadas por Silvio Zavala a la historia de las ideas en Mé— xico pueden leerse no sólo en sus libros mayores, también en artículos breves y conferencias; éstas encierran una verdadera filosofía de la historia nacional, captada aquí bajo el concepto una utopía novohispana, y presentada por su autor con un estilo más ágil y directo. No obstante, debo hacer una aclaración desde ahora acer— ca de los criterios que luz seguido tanto en la selección como en la transcripción de los textos incluidos. Uno de los criterios que guían la finalidad de la Biblioteca del Estudiante Universitw rio comiste en que las notas al pie de página sean breves y sólo en número indispensable. Esto es algo imposible de encontrar en b mayoría de los libros y ensayos de don Silvio Zavala, por eso, en lugar de presentarlos con sólo algunas de sus notas, decidi IX

eliminarlas en su totalidad. Para quien haya disfrutado del

arduo trabajo documental y bibliográfico que Zavala siempre realizó en sus investigaciones, esto le parecerá que va en me— noscabo de la posibilidad de apreciario aquí por entero. Mi argumento consiste en afirmar que el haber decidido suprimir las notas no reduce lo más mínimo el valor y la preci— sión de b filosofía utópica de la historia mexicana que se en— contrará en estas páginas. Ni siquiera en el caso del texto sobre fray Alonso de la Veracruz —en el que, como se verá, incluso me he tomado el atrevimiento de suprimir bs traducciones al inglés de Ernest ]. Burrus y mantener sólo las líneas en latín, cuya explicación 0 traducción al castellano es suficiente para entender la tesis de Zavala—, ni siquiera aquí el armazón o el fundamento se diluyen. Por el contrario, son un paso indispen— sable en el conjunto de esta Utopía novohispana. Así como al presentar sus Ensayos sobre la colonización española en América (1944), el maestro concedió que los libros eruditos suelen interesar sólo a unos cuantos, por lo que conviene a veces hacer un alto en las tareas minuciosas de la investigación para exponer, con la mayor claridad posible, la perspectiva general que cada obra ha venido creando en la mente del autor, la presente selección pretende volver a inte— resar a un público amplio en los resultados de conjunto de la obra de Silvio Zavala. Para quienes los temas tratados en esta antología, o el mismo nombre de Silvio Zavala no resulten del todo desconocidos, la ventaja consistirá en descubrir a un autor cuya prosa, si bien no sacrifica la exactitud y concisión de la expresión por la facilidad, dista mucho de ser tan sólo la del historiador de las instituciones jurídicas y políticas de la conquista, generalmen— te estudiado ya sólo por los especialistas en derecho indiano 0 X

historia novohispana. En mi opinión, el tema de la utopía es

una de las vías de acceso más originales y ricas en la obra de Silvio Zavala; fue la que proyectó la influencia de sus investi gaciones más allá de las fronteras mexicanas y debiera ser hoy un punto de referencia imprescindible para quienes, en México o en el extranjero, aborden el estudio de la tradición utópica occidental, e incluso la relación de la historia mexicana con la historia mundial. Si esto no ha sido así, creo ello se debe en buena medida a que los mexicanos hemos sido los prime— ros en ignorarlo. Silvio Arturo Zavala Vallada nació en Mérida, Yucatán, el 7 de febrero de 1909 y falleció en la Ciudad de México el 4 de diciembre de 2014. Sus primeras enseñanzas las recibió en las escuelas Consuelo Zavala y Modelo, en Mérida. Continuó sus estudios en el Instituto Literario de Yucatán, la Univer— sidad del Sureste, la Universidad Nacional de México y, en 1931, obtuvo una beca para completar su formación en la Universidad Central de Madrid, donde obtuvo el doctorado en Derecho con una tesis redactada bajo la dirección de Rafael Altamira y Crevea. Esta se convirtió de inmediato en el primer libro publicado por Zavala en la capital española, su títw lo: Los intereses particulares en la conquista de la Nueva

España (Estudio histórico—jurídico). La novedad de la tesis quedó inscrita en un proyecto de mu— cho más largo aliento propuesto por Zavala. Entre 1933 y 1936 se incorporó como colaborador de la Sección Hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos de Madrid, donde publicó los dos gruesos volúmenes acerca de Las instituciones jurídicas en la conquista de América y La encomienda indiana, ambos de 1935. Cuando se vio forzado a regresar a México, a causa del inicio de la guerra civil en España, publicó en la XI

Antigua Libreria Robredo una de las obras más relevantes de la historiografía mexicana del siglo XX: La “Utopía” de Tomás

Moro en la Nueva España y otros estudios —el texto central que da nombre a esta antología—. Un verdadero tratadito que en poco tiempo se convirtió en un clásico dentro de la bibliogra fía de tema renacentista en América… Entre lºs comentan'stas que tuvo el ensayo sobre la Utopía, además de Genaro Estrada, Alfonso Reyes, Eugenio Ímaz, Edmundo O'Gorman y Justino Fernández en México, se contaron también Lucien Febv1e, Marcel Batailbon y Benno Biermann, en Europa. La historia de cómo se gestó este ensayo y del hallazgo de la relación entre la obra de Tomás Moro 3 Vasco de Quiroga, pareció ser algo incidental dentro de la obra mayor de Zavala, y aún la desconocemos en detalle, lo cierto es que fue quien inició de manera explícita sus estudios acerca de la historia de las ideas renacentistas en América y en la Nueva Espa— ña. A él se sumarían después títulos como Ideario de Vasco de Quiroga (1941), Servidumbre natural y libertad cris»

tiana según los tratadistas españoles de los siglos XVI y XVII (1944), Ensayos sobre la colonización española en América (1944), La filosofía política de la conquista

en América (1947), Recuerdo de Bartolomé de las Casas (1966) y Por la senda hispana de la libertad (1991). Estos contienen las exposiciones más completas y detalladas de la filosofía utópica de la historia novohispana de Silvio Zavala, y de ellos proceden algunos de los textos que hemos querido re— coger como muestra. A través de sus páginas, como explicaré a continuación, podemos encontrar la razón última que conecta sus investigaciones documentales acerca de las ideas, las instituciones y la práctica social de la colonización española, con el objetivo que se propuso en otra de sus obras —Aproximacio XII

nes a la historia de México (1953): desentrañar el sentido del proceso histórico mexicano e intentar que el cuerpo y la idea de nuestra historia guarden entre si alguna congruencia. Quiero terminar esta advertencia con los debidos agradecimientos. Cuando escribi estas páginas por primera vez, don Silvio Zavala, quien amablemente me recibió en su casa en más de una ocasión, conoció todavía el proyecto y él mismo autorizó su publicación. A él y a su hija, la doctora María Eu— genia Zavala y Castelo, deseo agradecer todo el apoyo que me brindaron desde el principio. Sin embargo, la pérdida de don Silvio no es ya la única dela que ahora, con un enorme pesar, debo dejar constancia. Los entrañables maestros Rosa Camela y Álvaro Matute también leyeron las primeras versiones de un trabajo al que, como siempre, alentaron y mejoraron con la generosidad de sus conocimientos y su sincera amistad. A ellos me unió el ejemplo de su trabajo, y ahora la deuda para que no se pierda la memoria de sus esfuerzos. Por último, pero no con una deuda menor, agradezco a Maria del Carmen León Cázares, a Aurora Díez—Canedo y a Evelia Trejo, por haber comentado también el estudio intro ductorío. A ellas les debo buena parte de los aciertos aquí con— tenidos, pero sobre todo, la amistad y sus muchas enseñanzas en materia de investigación historiográfica. Gracias también a mis ex alumnos de la Facultad de Filosofia y Letras Jorge Erik Mendoza, Ángel Chávez Mancilla )! Daniel Fernández, y a mi amiga Virginia Suárez del Real, quienes tuvieron la paciencia de ayudarme en la captura y revisión de los textos. A ellos, a ]eny, a Mauricio y a Pilar, gracias por su confianza y enorme paciencia. ROBERTO FERNÁNDEZ CASTRO

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INTRODUCCIÓN Aquí está su Utopía; su República de “no hay tal lugar” pero “puede haberlo”. Eugenio Ímaz De acuerdo con Moses !. Finley, existe un juego lingúistíco en la palabra misma de utopia. La “u” inicial corresponde al griego “ou” ( “no”) y por eso utopía significa “ningún sitio”. Pero ejercitando un poco la imaginación, resulta que esa "u” también puede corresponder al prefijo griego “eu" (bueno, bien), de donde se obtienen expresiones como “lugar bueno” o “sitio ideal”. De hecho, el propio Tomás Moro —a quien se debe la acuñación del vocablo en el siglo XVI— escribió en su libro Utopía, de 1516, los siguientes versos: “Por tanto, no Utopia, sino mejor / Es mi nombre Eutopia: país de felicidad”. Así, el término inventado por el canciller inglés es una combinación que expresa, tanto el ningún lugar de armónica existencia, como el buen lugar donde es posible la soñada feli— cidad humana. No obstante, en el lenguaje ordinaria, el adjetivo utópico tiene una connotación más frecuentemente negativa o peyorw tiva, porque lo utópico, aunque comporta la aspiración a una vida y un mundo mejores, es también un pensamiento “no práo tico ", inútil e incluso peligroso, puesto que distrae la atención

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y el esfuerzo de lo que es realizable. De ahí el caso tan oportuno de Finley cuando afirmó que, cuanto más penetrante es la mente de un autor de utopías, con tanta mayor claridad entiende que está comunicando una visión a sus lectores, y no simplemente compartiendo con ellos un sueño fantástico o de poder, y lo que comparte es un análisis de su sociedad. Es este elemento de análisis y de critica lo que rescata a las utopías de “ningún sitio" y las traslada a la realidad de un modo tal que las hace objeto de una consideración equiparable a la del análisis histórico. Por eso la utopía se distingue con toda claridad de otros tipos de sociedades ideales, porque reconoce la existencia de satisfacciones limitadas expuestas a carencias ilimitadas, no presupone cambios radicales en la naturaleza del hombre ni considera que los problemas se resuelvan únicamente al nivel individual, por el contrario, la preocupación consiste en contener los problemas sociales mediante la variación imaginati— va de los valores imperantes, como un sistema organizado de prácticas encaminadas a crear en la mente del lector, desde un enfoque narrativo integrador, la conciencia de la necesidad de reformar todas y cada una de las facetas de las experiencias cotidianas de la vida. Aun asi, es muy probable —que tras “el otoño de la Edad Media”, al europeo le habría consumido casi toda “la prima vera del Renacimiento” encontrar el verdadero lugar para la realización del sueño utópico, de no haberse “inventado", tan a tiempo, el Nuevo Mundo. En parte, el descubrimiento del Nuevo Mundo también significó el descubrimiento de la verdadera tierra de Utopia, pues las esperanzas de una profunda restauración politica y religiosa dieron como resultado que, tanto en el imaginario cristiano de la tradición occidental, XVI

como en la reinterpretación humanista del mundo clásico, la actitud abierta del momento renacentista encontrara en el mito de la edad dorada una de los temas más recurrentes entre los pensadores y literatos de la época, como expresión de la nostalgia por un remoto pasado de hombres cuya progresi— vu decadencia transcurrió a lo largo de las épocas de plata, bronce y hierro.

El asomo de la Teogonía de Hesíodoj Las Leyes de Pla, tán llevó a algunos a ver en el Nuevo Mundo y sus habitantes la posibilidad de recuperar la felicidad perdida y de hacer rea lidad la república de la comunidad de bienes; a otros, atentos a las criticas de Aristóteles y Luciano de Samosata, los ideales utópicos; más que la patria que había que recuperar, les permitió ver un nuevo punto de partida desde donde habia que reiniciar el camino. Así, por ejemplo, reinterpretando a Lucia no —uno de los autores preferidos de Moro—, Vasco de Quiroga caracterizó el estado de los indios de la Nueva España de un modo similar al de aquellos hombres de la edad dorada des— critos por Luciano en las Saturnales, pero entendiendo con claridad el sentido satírico y burlesco del de Samosata. En su Utopía, Moro mencionó los viajes de Américo Ves pucio y los pueblos del Nuevo Mundo, y en relación estrecha con sus premisas culturales, Silvio Zavala descubrió el proyecto de Vasco de Quiroga de ajustar la vida de los indios al esque» ma ideal esbozado por el canciller. En “un momento histórico propicio para el espiritu de creación”, Quiroga fue designado miembro de la segunda Audiencia de México en 1530, y casi desde entonces concibió un plan apegado a las ideas de Moro dentro del ámbito cultural renacentista. Para Quiroga, la ac— ción civilizadora española no debía limitarse a transmitir los valores occidentales, sino procurar b elevación de la vida de XVII

los indios a metas de virtud y humanidad superiores a las ew ropeas, por eso persiguió el ideal de una sociedad mejor que las existentes. Su lectura de Utopía lo hizo pensar que las leyes ideadas por Moro eran las más adecuadas para los pueblos del Nuevo Mundo, por eso intentó aplicarlas en la realidad como parte de un vasto proyecto humanista que orientó w civiliza ción del Nuevo Mundo e infundió a la empresa colonizadora un excelente rango moral Sin embargo, esto no significó que Quiroga hubiese seguido las ideas del canciller de un modo servil Por ejemplo, en el go bierno de los Hospitales, el respeto al sistema de Utopía no im— pidió a Quiroga emparentar la terminología y las obligaciones de algunos funcionarios con el régimen de los ayuntamientos a concejos españoles. La que Zavala aspiraba conseguir con este estudio era reincorporar el proyecto de los hospitalespueblos a su ámbito cultural originario y relacionarlo con la actitud re— nacentista; la pregunta que Zavala formuló fue más bien la de saber si efectivamente seríamos los americanos los justos y pacíficos utopienses del ideal renacentista. Fue la inteligencia de Eugenio Ímaz la que mejor captó entonces el sentido pro fundo de este trabajo de Zavala: teníamos que agradecer a su preciosismo el “hallazgo patético de un diálogo perforador de siglos ", pero sobre todo, el haber descubierto un episodio en que el pensamiento humanista cristiano fue más allá de si mismo y llegó a secularizar, terrenar o utopizar el dogma de la redención y materializar la invisible ciudad de Dios. La pregunta final del ensayo de Zavala equivalía asi a la misma que formuló Alfonso de Valdés: “Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería ¿por qué no la dejamos del todo?”. En 1941, cuando Zavala tuvo la oportunidad de ampliar sus argumentos en un par de conferencias que dieron lugar a XVIII

su Ideario de Vasco de Quiroga —incluido en la presente antología—, los temas tratados fueron el de la actitud doctri— nal de Quiroga ante la conquista y la colonización, y el de la influencia que el pensamiento humanista había ejercido sobre su doctrina indiana. Aunque la de evidente relación con el wma utópico es la segunda, los temas de la condición de los esclavos, la organización de las encomiendas y corregimienlos, la regulación del uso de los tamemes, la regulación de los lributos, el estatuto de los caciques, la fundación de pueblos, el gobierno, la justicia, la iglesia y el fisco, también fueron temas a los que hubo de atender Quiroga, primero como oidor y luego como obispo de Michoacán7 en su proyecto de incorparar a la monarquía española —“parcela espiritual y tempo— ral de la cultura de Occidente”— a la nueva y compleja sociedad en la que, según Zavala, comenzaban a anudarse “los lazos entre las razas que más adelante constituirían la esencia del ser histórico de México”. Como ya se dijo, el hecho de que la sociedad nueva no pudiera ser regida por fáciles modelos tradicionales fue lo que hizo razonar a Quiroga la posibilidad de sacar “como de dechado” el modelo de república y la necesidad de imponer las reformas benéficas necesarias para conservar y convertir a los naturales bajo un orden de bienestar económico, un orden racional político y la fe cristiana. Por eso Zavala consideró que Quiroga, como otros políticos geniales del Renacimiento, no sólo había reconocido el rango correspondiente a los problemas de propiedad y de trabajo, sino que había acertado en observar que de su satisfactoria resolución dependía el gozo de los valores espirituales. De nuevo, Zavala va a insistir aquí en la singularidad del proyecto de Quiroga y su voluntad de elevar a los pueblos descubiertos hasta los ideales del humanismo y del XIX

cristianismo primitivo, “corporificando” -escribíó el historia dor- la idea política más noble del Renacimiento, y elevando así también la misión civilizadora de España a un rango y a una pureza moral de que pocos ejemplos existían en la historia del pensamiento de las colonizaciones.

Es al final del Ideario de Vasco de Quiroga donde Silvio Zavala destaca la importancia de que católicos, marxistas y pedagogos mexicanos aún se mantengan unidos por la común admiración de todos ellos hacia el pensamiento y la realización material de la utopía de Quiroga. El historiador se pregunta si m razón de tan insólita concordia entre los pen— samientos sociales que tan desesperadamente se combaten en la vida contemporánea no estribará en la pureza ideológica del platonismo y de la cristiandad primitiva. No sólo el optimismo apostólico de Quiroga resistió la prueba concluyente y temible del descenso a bs ásperas llanuras de la realidad, además, siendo uno de los frutos de la historia la posibilidad de compa rar pensamientos y actitudes de épocas diversas, si el propósito que anima a los escritores contemporáneos era honesto dentro de la esfera intelectual, para Zavala cabía pensar que el cris» tiano culto y generoso del siglo XVI excedía espiritualmente con mucho a los modernos criticos. Por fortuna, cuando Quiroga forjó el proyecto más importante y generoso de su vida y se reconoció deudor de las ideas de Tomás Moro, su caso no fue excepcional, sino uno de los muchos en los que coincidieron humanismo y pensamiento español. No sin contradicción, fue el humanismo cristiano el que infonnó la obra de los primeros grandes obispos de la Nueva España: fray Julián Garcés, Vasco de Quiroga, fray Bartolomé de las Casas y fray Juan de Zumárraga, compa rables en sus obras con las de los máximos representantes XX

del humanismo europeo, especialmente por su carácter vital, porque su humanismo no fue puramente literario, sino que en su elevación a primer plano del valor trascendente de la persona humana llevó a fecundas consecuencias dentro del campo social. Zumárraga hizo de algunas de las mejores pa? ninas de Erasmo el manifiesto oficial de la evangelización de México; Vasco de Quiroga se lanzó a realizar entre los indios de Michoacán el ideal del “óptimo estado de república" soña— do por Tomás Moro, y fray Bartolomé de las Casas defendió a los indígenas de los abusos de los conquistadores. Es a través del ideal renacentista de la persuasión retórica como méto do para la evangelización, del utopismo de los experimentos sociales y del humanitarismo cristiano como filosofía de reco nocimiento del otro, que maestros tan merecidamente recor» dados como Gabriel Méndez Plancarte y José M. Gallegos Rocafull, o más recientemente Mauricio Beuchot, coinciden con Silvio Zavala en el propósito de restablecer el sentido más auténtico del liberalismo cristiano de la más profunda tradición hispana. He aquí la importancia historiográfica de la obra de tema utópico de Silvio Zavala. La atracción por el aspecto de la ideología de la conquista, correspondiente al contacto de cristianos con infieles, fue lo que lo llevó a exponer la doc— trina aristote'lica de la servidumbre natural y su recepción en la Edad Media, explorando con detenimiento las teorias de los españoles en pro y en contra de dicha doctrina al produ— cirse la conquista del mundo americano. Para Zavala, sólo examinando los principales testimonios a favor de la doctrina de la servidumbre natural se podrían comprender las razo— nes esgrimidas por los defensores de los indios americanos en el siglo XVI. En su opinión, la doctrina de la servidumbre XXI

natural había ejercido una influencia mayor que la usualmen— te advertida en los debates de los siglos XVI y XVII. En 1950, Silvio Zavala comenzó a publicar un largo es tudio introductorio para los tratados De las Islas del mar Océano por Juan López de Palacios Rubias y Del dominio

de los reyes de España sobre los indios por fray Matías de Paz, donde llevó a cabo un minucioso análisis de las doctrinas políticas y jurídicas relativas a dichos debates. Fue ahí donde mejor siguió el proceso que, de acuerdo con sus investigaciones, condujo a la escuela tomista a afirmar los derechos políticos y civiles de los pueblos gentiles a pesar de su infidelidad, para luego, con el impulso de esta revisión teórica, depurar la libe— ralidad de los autores europeos que escribieron antes del descuf brimiento de América. Tender este puente, no obstante el riesgo de caer en la proli jidad, era imprescindible para comprender la conquista espa» ñola de América. Si ésta se estudia con independencia del enfoque ideológico e histórico que contribuyó a engendrarla —escribió Zavala—, puede perderse el sentido de los hechos. El capitán que lee el requerimiento a los indios aparece a los ojos del espectador impreparado como un farsante o un demente. No poco se ha reído o llorado desde la Ilustración ante escenas semejantes. Ahora es tiempo de preguntarnos en nombre del sentido histórico, si no es más cuerdo desentrañar la significación de tales rarezas que asombrarnos simplemente de sus bizarras apariencias.

Lo que los primeros cristianos pensaron fue que Dios hizo a los hombres libres e iguales; aun en el estado de pecado, el cuerpo podía estar en sujeción, pero el alma era libre. Eso mismo de— fendieron los humanistas siglos más tarde en condena abierta

XXII

de la doctrina aristote'lica, por eso la disputa americanista de

los siglos XVI y XVII debia ser estudiada en relación con este curso general de pensamiento política, pues las Indias habian surgido como una realidad geográfica y antropológica, pero también como un problema político y religioso. La cultura escolástica enfrentó estos problemas con una pluralidad de criterios teológicos, morales y jurídicos, pero fue el cristianismo el que orientó sus conclusiones e hizo que, en los umbrales del mundo moderno, los pensadores españoles en su conjunto apw recieran situados dentro de la experiencia medieval del contac— to de cristianos con infieles. En sus indagaciones, Zavala encontró que la mayoria de los pensadores españoles deseaban que prosiguiera la acción civil y cn'stiana en el Nuevo Mundo, pues los indios no debían quedar sumidos en la ignorancia religiosa, ni entregados ciegamente a costumbres reprobables desde el punto de vista de los patrones de vida de Europa, pero lo importante era observar que el in— terés por las contiendas ideológicas suscitadas no se quedaba únicamente en el punto de vista abstracto de la ciencia políti— ca, sino que respondía a la realidad histórica, pues su materia era la justicia y la forma de una de las grandes aventuras de la expansión colonial de Europa. Las ideas discutidas en la corte y en las universidades habían engendrado reglas de conducta con respecto a la guerra justa y el vasallaje, la libertad o la servidumbre, los servicios personales, encomiendas y tributos. El análisis comparativo permitió a Silvio Zavala afirmar que los cristianos del siglo XVI habían tenido una idea sobre la condición natural de los hombres completamente distinta de la idea aristotélica de la servidumbre natural Los cristianos creían en una “predestinación universal” que, sin embargo, abría el acceso a la fe de Cristo para cualquier hombre, según XXIII

su libre albedrío. El historiador concluyó entonces que, apo— yándose en una extensión audaz de la capacidad religiosa para enfrentar los problemas del mundo temporal, los cristia' nos habían convertido la razón en una prenda de libertad in— compatible con la servidumbre natural de la filosofía clásica. Esta habia sido precisamente la postura de fray Bartolomé de las Casas ante la doctrina de la servidumbre natural En la doctrina del obispo de Chiapas, la que se destacaba era la apriorística idea de la naturaleza racional humana y la ten— dencia del género a conservar los atributos con que la había investido el acto divino de h creación. El punto es que, según Zavala, Las Casas había negado la irracionalidad de los indios “en el terreno de los hechos”: la religión enseñaba que todos los hombres eran criaturas de Dios, dotadas de razón como sello distintivo de su especie y capaces de conocer la fe,) salvarse, por lo que la irracionalidad no podía afirmarse sin menguar la perfección de la obra creada y la bondad y potencia del creador. Lo que el obispo Las Casas sostuvo fue que la propagación del cristianismo no debía aunarse, en lo temporal, a la destruc— ción de la libertad. De acuerdo con Zavala, la confianza con que el obispo afirmó que todos los hombres debían recibir la enseñanza de la fe, y que no debían perder su libertad ni sus bienes rebasó “cualquier noción fundada en la experiencia”, porque eso se afirmaba de los indios ya conocidos y de todas las demás gentes que en adelante vinieran a noticia de los cristiar nos. La inclinación evangélica de Bartolomé de las Casas per— turbó así la armonía aristotélicocristiana y heredó a América una doctrina de libertad universal que, según Zavala, se podia bautizar con el nombre de “antropología profética”. Fray Alonso de la Veracruz, alumno de las universidades de Alcalá y Salamanca, llegó al territorio de la Nueva Espa XXIV

ña en 1535 y con poco más de treinta años, ingresó en la Orden de San Agustín, en el mismo puerto de donde tomó el nombre que lo hizo famoso como catedrático, misionero, escri— tor y “hombre de consejo”. 'Fue amigo de Vasco de Quiroga y de Bartolomé de las Casas, pero ante todo, es considerado el padre del pensamiento filosófico en la Nueva España por haber fundado la primera cátedra de filosofía en América, dentro de la escuela de la Orden de San Agustín en Tiripetío, Michoacán. Silvio Zavala se ocupó tardíamente de la obra de fray Alonso, aunque el texto al que ahora nos vamos a referir se presentó como una oportunidad para volver sobre un tema que el historiador había tratado ya en un pequeño librito titu—

lado: De encomiendas y propiedad territorial en algunas regiones de la América española (1940). La ocasión la ofreció el descubrimiento y publicación que Ernest]. Burrus S.

]. hizo del tratado titulado De dominio infidelíum et iusto bello, en donde más que todo, Silvio Zavala destacó la doc— trina de Alonso de la Veracruz'en defensa de las tierras de los pueblos de indios, y que como hecho notable tuvo el de haber sido expuesta en la recién &ndada Universidad de México en

los años de 1553—1554 y 15541555. El examen del tratado de fray Alonso, aparentemente centrado en el tema agrario, no se separa sin embargo del esque— ma utópico, por el contrario, para Zavala resultó notable el hecho de que todo lo expuesto por Veracruz se pudiera enseñar en la incipiente Universidad de México, apenas unos treinta años después de haberse consumado la conquista de México; además, en una cátedra destinada a estudiantes entre los cua les seguramente se encontrarían descendientes cercanos de los primeros pobladores y conquistadores españoles de la Nueva España. Para el historiador, este hecho confirmaba “el vigor XXV

justiciero del pensamiento escolástico de entonces y la libertad de expresión de los catedráticos”. El conflicto de intereses entre los indígenas y los españoles fue tratado por fray Alonso de la Veracruz con altura y orientado por los principios del derecho natural, no en vano se trataba de un discípulo de Francisco de Vitoria, tanto por el saber como por la conducta. Con Alonso de la Veracruz —apuntó Zavala—, los grupos de estudiantes de Hispanoamérica comenzaron su aprendizaje de las ciencias humanas, lo cual permite entender por que se aficionaron pronto a la doctrina de la libertad del hombre y a los princi pios de la justicia por encima de la distinción de colores o de estamentos, adquiriendo así preciosos instrunwntos mentales para tratar de frenar los agravios originados por la codicia y los dictados de la fuerza de los colonizadores. Las diversas circunstancias, tiempos y lugares en los que Silvio Zavala dijo haber encontrado voces hispanas defensoras de la libertad ante los diversos problemas suscitados por m con— quista ) colonización del Nuevo Mundo, no sólo se agruparon en torno a las grandes figuras de ese combate. Otros pasajes significativos le permitieron observar el tema de h relación entre cristianismo y colonización desde una perspectiva más amplia. Fue así como advirtió que lo interesante y justo no era pretender que la hazaña ideológica de la defensa de los derechos de los pueblos infieles fuera exclusivamente española, había que reconocer más bien que los pensadores españoles contribuyeron decisivamente a la exégesis cristiana de las conquistas emprendidas por la nación hispana. Lo cual ponía de relieve, como en el caso de fray Alonso de la Veracruz, el poder de autocrítica de la civilización hispánica y la libertad ideo lógica y de expresión de que entonces pudieron gozar sus más despiertas conciencias, a pesar de las esporádicas reacciones XXVI

de la Corona, tendientes a restringir esas críticas que partían sobre todo del sector religioso. Aunque en los primeros años la dominación de los españo— les sobre los indios fue interpretada como una tarea de sujeción de los bárbaros a los hombres prudentes o de razón, al mismo tiempo lo fue como de civilización o humanización de pueblos. Esto hacía recordar a los pensadores de la época el ejemplo del imperio romano, pero dado el carácter religioso de la vida española del siglo XVI, el planteamiento cMsico se fue acercando progresivamente a un concepto liberal de tutela cristiana. Así, bajo el concepto de cristianismo liberal, Silvio Zavala propuso la ampliación ideológica del pensamiento utópico renacentista para entender el estatuto adoptado por España para gobernar a los naturales del Nuevo Mundo. En h dirección de una ver— dadera teoria de la colonización, Zavala explicó cómo fue que este cristianismo liberal representó h generosidad y el anhelo de libertad que, por fortuna, siempre han acompañado al hom— bre en su peregrinación por la historia. Esto no significaba cerrar los ojos ante los extremos de opresión a que se hubiera podido descender, pero había que entender cómo las leyes de la Corona debieron encontrarse en medio del conflicto de orden social entre las solicitudes de la conciencia religiosa y los requerimientos de orden práctico de la colonización. Desde entonces, en medio de una realidad que condujo a la explotación del trabajo forzoso, las ideas de libertad y de protección de los nativos también entraron a formar parte del complejo cuadro histórico de los atributos de h conciencia española en América. Aunque la realidad histórica quedó dominada por la codicia de los colonizadores, las altas metas ideales que no dejaron de alentar reformas en las institu— ciones coloniales de Hispanoamérica, atrajeron todo el proceso XXVII

a w aspiración de principios superiores de dignidad humana, que en autores como el arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar, por ejemplo, llevaron los alegatos hasta el punto de sugerir la libertad de los esclavos negros. Zavala sostuvo que la repercusión que tuvieron estas ideas de cristianismo liberal en el siglo XVI también se podía encon— trar en algunas ideas ilustradas del siglo XV…. No sólo recordó aqui la célebre apologia que el antiguo obispo de Blois y miembro del Instituto de Francia hizo de fray Bartolomé de las Casas en 1801, al llamarlo defensor de los principios de tole— rancia y de libertad a favor de todos los individuos de la especie humana, además, nos remitió al caso de los jesuitas mexicanos Francisco Xavier Clavijero y Francisco Xavier Alegre, en cuya obra, por lo menos en temas sociales como el de la esclavi y la capacidad racional de todos los hombres, es observable una continuidad o concordancia entre la tradición escolástica ); la ideologia humanitarista del siglo XVIII. A pesar de que este impulso liberal no logró entonces, como tampoco ahora, dominar por completo los desajustes y asperezas de la sociedad nacida de la conquista, h obra fue difícil porque en esa sociedad tuvieron que fundirse razas diversas y sistemas de cultura que no habían tenido entre si ningún contacto, y que, según Zavala, “vivian en tiempos históricos distintos”. Precisamente el tema de la “igualdad dieciochesca” es el que se encuentra tratado en el penúltimo de los textos selec— cionados. Los escolásticos no solían conceder a la igualdad natural un valor político efectivo hasta el punto de basar en ella la reforma de la monarquía absoluta. En el siglo XVI se

habían hecho contribuciones de ideas encaminadas a humar nizar el tratamiento de los pueblos no europeos; en el XVII se habían formulado algunas preguntas con respecto al origen y XXVIII

justificación de la desigualdad social, pero los autores cristia nos habían interpretado hasta entonces la igualdad por natu— raleza como un pasado remoto, 0 como un estado de inocencia consecuente con la creencia religiosa en la Creación; pero no seria lo mismo aceptar esa igualdad como programa de una revolución política inminente aqui y ahora. Las actitudes dieciochescas hacia la igualdad y la libertad de los americanos, donde se encontraron todavía los ecos de la contienda acerca de la razón de los indios, tuvieron en las obras de Cornelio de Pauw ) William Robertson dos ejemplos de quienes los calificaron como una raza de hombres tan dege— nerada, que eran incapaces de entender los primeros rudimenv tos de la religión. La respuesta verdaderamente racionalista fue la que ofrecieron a cambio autores como los citados Clavijero ) Alegre. Es cierto que las apreciaciones de ellos, como las de otros de los defensores de las capacidades racionales de los americanos, derivaban más de la observación y de la filosofia científica de la época que de la teología o de la política del siglo XVI, pero concordaban en lo esencial con los principios escolásticos. De hecho, según Zavala, fue por haber existido estos antecedentes que el pensamiento ilustrado del siglo XVIII prendió mejor en los espíritus de América al proclamar la igualdad entre los hombres y exigir nuevas y mejores garantías de libertad individual. A Silvio Zavala le pareció que no era vana la insistencia en señalar aquellos precedentes, pues su finalidad era la de corregir la equivocada idea de que debíamos exclusivamente la independencia y el liberalismo a una imitación ingenua ¿y casual de modelos extraños que, de pronto, habrian deslunv brado a nuestros antepasados. Hoy nos podiamos dar cuenta de que las exigencias de finaks del sigb XVIII y principios del XXIX

XIX se acomodaban a una disposición de ánimo; a un anhelo perdurable de justicia y libertad. El mensaje ideológico que se desprendía de todo esto consistía en afirmar que la liber— tad es más antigua entre nosotros de lo que comúnmente se ha creído. El cristianismo no había llegado al Nuevo Mundo desprovisto de fermentos favorables a la libertad humana, aun que después hubiese podido desviarse por otros caminos, pero quienes desde la época de la contienda por la Independencia habían venido defendiendo la concepción liberal de la vida no tenían por qué renegar del pasado hispanoamericano en su conjunto, pues contenía valores capaces de suministrar apoyo y estímulo a esa misma defensa. Esta antología se cierra con un texto acerca de la actuación de Miguel Hidalgo como libertador de esclavos. Silvio Zavala insiste en la manera en que la personalidad intelectual de Hidalgo llamó la atención de sus contemporáneos y ha se— guido siendo objeto de estudio por parte de los historiadores como reformador de la teología, pensador político, libertador de los esclavos ); legislador agrario. En este caso, el análisis tiene por objeto tres de los principales decretos que Hidalgo promulgó para ordenar h abolición de la esclavitud entre octubre ;! diciembre de 1810. Para Zavala, el problema consiste en examinar un dilema que se ofrece en el estudio de todos los libertadores del continente americano; a saber, si toda su actuación e ideas obedecían a los influjos del pensamiento de la Ilustración europea, o bien también en ellos se podían encontrar trazas del pensamiento escolástica español que tan brillantes frutos había dado en el siglo XVI, al disputarse el tema de la conquista y de los justos títulos que podía invocar la Corona española para ejercer la soberanía de los pueblos de las Indias Occidentales. XXX

Así, Silvio Zavala aprovecha para volver a subrayar cómo es que el debate del siglo XVI sobre la libertad del indio ameri— cano se encuentra entrelazado con el debate librado en el siglo XV… sobre la esclavitud del africano, en el que los maestros de Hidalgo participaron vigorosamente, por lo que no ignoraba lo que sobre la libertad del indio se había hecho en los siglos anteriores. Además, el cura Hidalgo habría tenido presente que la evolución de las ideas en sus formas modernas de la Ilustración y el liberalismo habían producido una nueva arma contra la existencia de la institución de la eschvitud. En nombre de la razón o de un Dios de esencia racional o de la naturaleza racionalmente creada por él, se proclamó la igualdad racional y natural de los hombres y se forjó un nuevo lenguaje adoptado por Miguel Hidalgo para justificar sus medidas libertarios. “Humanidad” y “misericordia” eran principios que le venían de su formación cristiana, junto a ellos invocó “los clamores de

la naturaleza” y “los derechos inalienables e imprescriptibles del hombre”. Es así,como Zavala recorre el proceso genético de las más profundas ideas de igualdad y libertad que el pensamiento español heredó a los americanos, desde los orígenes aristoté— licos de h escolástica, pasando por la utopía humanista de Quiroga, la antropología profética de Las Casas 0 la lección

de autocrítica de fray Alonso de la Veracruz, hasta las ideas de igualdad ilustrada y liberal del siglo XVIII, que ofrecieron a Hidalgo todo un lenguaje para la lucha insurgente. El mensaje de esta utopía sigue tan vigente como enton— ces, porque aún cabe preguntarnos si seremos los utopienses de

la ish de Moro que Quiroga encontró en la Nueva España, si nos seguimos aceptando históricamente sólo a medias —en— cubriendo y negando nuestra historia hispánica—, o bien, si XXXI

seremos capaces de aceptar que en la descripción de Zavala, efectivamente, “no hay tal lugar”, pero “puede haberlo ", crea— do por nosotros. Muy bien nos podriamos interrogar, como lo hizo para si Pedro Henríquez Ureña en 1925, ¿si es que acaso la tarea actual consistirá en continuar hacia nuestra propia utopía? Y podemos responder a ello del mismo modo categórico como lo hizo el ateneista: Si: hay que enrwblecer la idea clásica La utopía no es vano juego de ilusión, es una de las magnus creaciones del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor. El pueblo griego da al mundo oc— cidental la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora. ¡fuga y compara; busca y experimenta sin descanso; no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Es el pueblo [el] que inventa la discusión; que inventa la critica. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futuro y crea las utopías.*

" Pedro Henríquez Ureña, “La utopía de América”, en Universidad

y educación, 3ra. ed., advertencia de Gastón García Cantú, prólogo a la 2da. ed. de Álvaro Matute, México, Coordinación de Difusión Cul— tura]. UNAM / Dirección de Publicaciones y Bibliotecas, IPN, 1987.

151 pp. (Tactos de Humanidades. Colección Educadores Mexicanos), pp. 4243.

XXXII

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS INCLUIDOS EN LA ANTOLOGÍA . "Servidumbre natural y libertad cristiana”, en Servidumbre natural y libertad cristiana según los tratadistas españoles de los siglos 'XVI y XVII, Zda. ed., México, Po

rrúa, 1975, pp. 11-28. . “Las Casas ante la doctrina de la servidumbre natu' ral”, en Revista de la Universidad de Buenos Aires, tercera época, II*1, Buenos Aires, Argentina, eneromarzo 1944, PP. 45r58. . “La 'Utopia' de Tomás Moro en la Nueva España”, en La “Utopía” de Tomás Moro en la Nueva España y otros estudios, introd. por Genaro Estrada, México,

Antigua Librería Robredo, 1937, IX-60 pp. (Bibliot& ca Histórica Mexicana de Obras lnéditas, 4). . “La actitud doctrinal de Vasco de Quiroga ante la con— quista y colonización”, en Ideario de Vasco de Quiroga, México, El Colegio de México, 1941, pp. 11-32.

. “El humanismo de Vasco de Quiroga”, en Ideario de Vasco de Quiroga, México, El Colegio de México,

1941, pp. 37—74. .;

. “Fray Alonso de la Veracruz, primer maestro de derecho agrario en la Universidad de México”, en Por la senda hispana de la libertad, 2da. ed., México, Editorial Mapfre/Fondo de Cultura Económica, 1992,

pp. 145-162. . “Cristianismo y colonización”, en Cuadernos Americanos, año IX, LI—3, México, mayojunio 1950, pp. 163—172. XXXIII

8. “Igualdad dieciochesca”, en La filosofía política de la conquista de América, 3ra. ed. corregida y aumentada, pról. de Rafael Altamira, México, Fondo de Cultura

Económica, 1977, 167 pp. (Tierra Firme), pp. 111-143. 9. “Miguel Hidalgo, libertador de los esclavos”, en Por la senda hispana de M libertad, Zda. ed., México, Edi— torial Mapfre/Fondo de Cultura Económica, 1992,

pp. 257»268.

X)O(IV

SERVIDUMBRE NATURAL Y LIBERTAD CRISTIANA

Nuestro tema se inicia en la filosofía política de la Anti, g('|cdad. Expondremos con cierto detenimiento la doc—

trina de Aristóteles sobre la servidumbre, porque ella nirve de base a los desarrollos posteriores. En la Política, libro I, capítulo II, se lee que la familia, en su forma perfecta, se compone de esclavos y libres. Al

estudiar en particular la relación entre el amo y el escla— vo. el filósofo no sólo se propone observar los hechos,

sino también superar las ideas corrientes acerca del tema, a fin de elevarse a un conocimiento teórico del mismo. Algunos pensadores, recuerda, creen que la función del amo es una ciencia definida y que la administración,

el señorío, la gobernación política y real son la misma cosa. Otros, empero, sostienen que ser un hombre amo

de otro es contrario a la naturaleza, porque la distinción entre libre y esclavo es convencional y no hay diferencia natural entre los hombres y, en consecuencia, se trata

de una relación injusta, basada sobre la fuerza. Planteada esta disyuntiva, Aristóteles razona que la propiedad es una parte de la familia y el arte de adqui— [ir la propiedad es una parte de la administración do— méstica. El administrador doméstico, para cumplir su cometido, ha de tener los instrumentos apropiados, de

.—

los cuales algunos son inanimados y otros vivientes. El

esclavo es un artículo viviente de propiedad; pertenece absolutamente al amo. Estima que estas consideraciones aclaran la índole

del esclavo y su cualidad esencial: el ser humano que por su naturaleza pertenece, no a si mismo, sino a otro, es

por naturaleza un esclavo; una persona es un ser humano perteneciente a otro si, siendo un hombre, es un ar—

tículo de propiedad; un artículo de propiedad es un instrumento de acción separable de su propietario. Lograda esta definición, se pregunta el filósofo si existe o no quien tenga el carácter de esclavo y si es útil y justo que alguien lo sea, o si toda esclavitud es contraria

a la naturaleza. No le parece difícil hallar la respuesta, ya en la teoría, ya en la práctica. La autoridad yla obediencia son estados, no sólo in— evitables, sino también convenientes. En algunos casos

los seres son señalados desde el momento de su nacía miento para gobernar o ser gobernados. Hay muchas

clases tanto de gobernantes como de súbditos y, cuanto más alto sea el género de los gobernados, será mayor la naturaleza de la autoridad ejercida sobre ellos; por ejemplo, gobernar a un ser humano es cosa más elevada que domesticar a una bestia fiera. Aristóteles reflexiona

en seguida que la relación entre los elementos que go biernan y los que son gobernados es inseparable de cualquier ser compuesto por una pluralidad de partes

y que esta característica de las cosas vivas es obra de la naturaleza. Apunta la existencia de un principio regi—

tivo aun en las cosas ajenas a lo vivo: así en una escala musical. Pero volviendo al examen de los seres vivos,

dice que se componen primordialmente de alma y cuer—

po, ln primera para mandar y el segundo para obedecer. A fin de comprender la naturaleza, preferible es fijarse en las cosas que están en estado natural, no en ejempla-

ren degenerados. De esta suerte, para estudiar al hombre, debe considerarse alguno que se encuentre en las mejores condiciones posibles con respecto a cuerpo y alma; en él aparecerá claramente el principio enuncia-

|.|o. En la criatura viva es donde puede percibirse pri— mero el gobierno así del amo como del gobernante: el alma rige el cuerpo como un amo; la inteligencia go blema a los apetitos como un gobernante o un rey; en cºstos ejemplos se ve, manifiestamente, que es natural y conveniente al cuerpo ser regido por el alma y a la parte emocional ser gobernada por el intelecto o parte poseedora de la razón, mientras que resulta dañoso, en

todos los casos, a las dos partes ser iguales o hallarse en relación inversa. Lo mismo ocurre entre el hombre y los otros animales: los mansos son superiores por su na—

turaleza a los fieros y, sin embargo, les conviene ser regidos por el hombre, porque esto les da seguridad. Entre los sexos, el macho es por naturaleza superior y la hem—

bra inferior, aquél gobierna y ésta obedece. Lo mismo debe necesariamente ocurrir entre todos los hombres. En consecuencia, son esclavos por naturaleza aquellos que difieren tanto entre sí como el alma del cuerpo y el ser humano del animal inferior; ésta es la condición de

aquellos cuya función consiste en el empleo del cuerpo y de los cuales esto es lo más elevado que puede obte— nerse. Esta clase de autoridad les es provechosa como a las partes sometidas ya mencionadas. Porque es esclavo por naturaleza quien puede pertenecer a otro (y por eso 3

le pertenece) y quien goza de razón hasta el grado de percibirla, pero sin poseerla; los animales distintos del

hombre no se gobiernan por la razón, percibiéndola, sino por instintos. Además, la utilidad de los esclavos se

aparta poco de la de los animales; de ambos se obtiene servicio corporal para satisfacer las necesidades de la vida. La intención de la naturaleza, por lo tanto, es hacer

diferentes asimismo los cuerpos de los hombres libres y de los esclavos: los últimos, robustos para el servicio

necesario; los primeros, erguidos e inservibles para esta ocupación, pero útiles para la vida de la ciudadanía, la cual, de nuevo, se diferencia en los empleos de la guerra y de la paz. Aunque de hecho, a menudo, ocurre todo lo contrario: algunas personas tienen los cuerpos de hombres libres y otras las almas. Es claro que si las pep sonas nacieran tan distintas en lo corporal como son las escamas de los dioses, todos dirían que los que fuesen inferiores merecerían ser esclavos de esos hombres. Y si

esto es cierto en el caso del cuerpo, con mayor razón lo será en el del alma; pero la belleza del alma no es tan fácil de ver como la del cuerpo. Es evidente, en conse»

cuencia, que se dan casos de gente entre la cual algunos son libres y otros esclavos por naturaleza: y para éstos la servidumbre es una institución justa y conveniente.

Esta es, en resumen, la teoría de la esclavitud que

Aristóteles legó a la ciencia política. Se inclina visible— mente del lado de aquellos pensadores que aceptan la servidumbre, mas ya hemos visto que, si el filósofo de—

ducía de los principios de la naturaleza argumentos que le parecían suficientes para estimar razonable la esclavi— tud de algunos hombres, no dejaba de observar que las

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almas y los cuerpos libres, de hecho, no siempre coin— Elcien en unas personas. La conclusión final no menosgnbn el valor de esta observación práctica, porque sólo afirma que la servidumbre es justa y conveniente cuan» du la naturaleza hace a unos hombres libres y a otros esclavos en el sentido expuesto. Esto nos permite entender por qué a continuación

dIce Aristóteles que los partidarios de la doctrina opue&

tu ¡¡ la esclavitud tenian también razón en cierto modo. Aclara que los términos esclavitud y esclavo son ambi— mms; porque hay hombres esclavos por efectos de la ley, pues ésta es una especie de acuerdo bajo el cual las Cosas tomadas en la guerra se dice que pertenecen a los vencedores. Tal derecho convencional es combatido

por muchos juristas, pues razonan que es monstruoso que la persona suficientemente poderosa para emplear la fuerza y que es superior en poder tenga a la vícti— ma de su fuerza por su esclavo y sujeto; y aun entre los sabios algunos son de esta opinión, aunque otros sos tienen la contraria. La razón de esta disputa' y lo que hace que las teorías se confundan es el hecho de que en cierta manera la virtud, cuando obtiene recursos, posee gran poder para emplear la fuerza, y la parte más fuer— te siempre tiene superioridad en algo que es bueno; de suerte que se piensa que la fuerza no puede ser exenta de bondad, pero que la disputa sólo toca a la justicia (una parte sostiene que la justificación de la autoridad es la benevolencia —más claro, bondad— mientras que

la otra identifica la justicia con el mero imperio del más fuerte); porque obviamente si estas teorías se separan, las otras, que implican que el superior en bondad no

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tiene derecho o gobernar y ser amo, carecen de fuerza o plausibilidad por completo. Pero algunas personas, aferrándose según creen a un principio de justicia (porque la ley es un principio de justicia), afirman que la esclavitud de los prisioneros de guerra es justa; al mismo tiempo, sin embargo, desconocen esa afirmación, porque existe la posibilidad de que

las guerras sean injustas en su origen y no se puede ad— mitir que ese hombre que no merece la esclavitud sea realmente esclavo; de otra manera ocurriría que hombres

reputados de la más alta nobleza serían esclavos y descen— dientes de esclavos en el caso de ser apresados en la guerra

yvendidos. No pretenden afirmar, por lo tanto, que si los mismos griegos son tomados prisioneros sean esclavos,

sino que los bárbaros lo son. Pero cuando dicen esto, es tán simplemente inquiriendo por los principios de la ser» vidumbre natural de que se habló al comienzo; porque se ven obligados a decir que existen ciertas personas que son esencialmente esclavas dondequiera y otras que no

lo son en ninguna parte. Lo mismo ocurre en cuanto a la nobleza: nuestros nobles se consideran tales, no sólo en su propio país, sino en todas partes; pero piensan que

los bárbaros nobles sólo lo son en su propio país, lo cual

implica que hay dos clases de libertad y nobleza, una ab— soluta y otra relativa. Hablando así, hacen estribar en la virtud y el vicio la distinción entre el esclavo y el libre, el noble y el de bajo nacimiento; porque suponen que así como del hombre nace un hombre y del bruno un bruto, también de los padres buenos nace un hijo bueno; pero de hecho la naturaleza, frecuentemente, aunque pre— tende hacer esto, no logra el resultado apetecido. 6

Una vez que Aristóteles ha sorteado los argumentos

contrarios a la esclavitud —mediante la distinción entre la servidumbre legal y natural; subsumiendo de paso la juatificación de aquélla en la de ésta; aunque recono—

ciendo que no siempre coincide la apetencia de la naturnlcza con la realidad—, concluye que asiste cierta razón ¡1 esta disputa y que en algunos casos no ocurre que unos hombres sean esclavos y otros libres por naturale— zu; es decir, cuando la esclavitud legal no coincide con ln natural; pero en otras ocasiones la distinción natural existe, cuando la esclavitud de los unos y el dominio de los otros son justos y ventajosos y es propio de una parte ser gobernada y de la otra gobernar por la forma

de regimiento a que las destina la naturaleza, o sea, por el ejercicio del señorío; en tanto que el gobierno malo se caracteriza por las desventajas que trae a ambas par—

tcs. La misma cosa es ventajosa para una parte que para todo el cuerpo o toda el alma, y el esclavo es una parte del amo; es como su fuerza, una parte de cuerpo, ani— mada aunque apartada de él; de ahí que haya cierta

comunidad de interés y amistad entre esclavo y amo cuando han sido predispuestos por la naturaleza para esas posiciones, aunque no siendo así, sino por efecto

de la ley y la compulsión, ocurre lo contrario. Ciertamente, al incluir Aristóteles la servidumbre natural entre las formas del gobierno humano, la hace susceptible de la perfección y corrupción que se dan en todas ellas; pero más adelante, en el libro III, capítulo IV,

reflexiona que: “el gobierno señoril, aunque en realidad de verdad es una misma la utilidad del que es natural» mente siervo, y la del que es señor naturalmente, con

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todo eso, no menos rige en provecho del señor, y acci» dentalmente, en provecho y utilidad del siervo”.

De la doctrina de la servidumbre natural deduce el filósofo, asimismo, una consecuencia guerrera importan— te: en el lib. 1, cap. V, dice que el arte militar, en cierto modo, es arte de poseer; pues lo es el arte de cazar, que

es parte del primero, y del cual conviene usar contra las fieras, y también contra aquellos hombres que, siendo ya nacidos de suyo para ser sujetos, no lo quieren ser, como guerra que será naturalmente justa.

Finalmente, en el lib. Ill, cap. X, sin referirse concre— tamente a la servidumbre, pero si a la barbarie, explica

que hay cierta clase de monarquia, como la de algunos reinos que existen entre los bárbaros, en que el señorío es casi idéntico al de los tiranos; porque como las nacio— nes bárbaras son gente más servil que la nación griega, sufren sin pesadumbre el gobierno señoril.

Ya veremos que no sólo el argumento básico de Aris— tóteles acerca de la naturalidad de la servidumbre gozó de ascendiente en tiempos posteriores, sino también el

recurso al método guerrero para sujetar al bárbaro que resiste el dominio del prudente. Hemos visto que Aristóteles tenia en cuenta a cier— tos pensadores según los cuales ser un hombre amo de Otro era contrario a la naturaleza, convencional la dis

tinción entre libre y esclavo e inexistente la diferencia natural entre los hombres. Cicerón y Séneca se adhieren a la teoría de la liber— tad natural. Por eso ha podido afirmarse que ésta no es un resultado del cristianismo, aunque la traducción progresiva de la idea abstracta a la realidad práctica se 8

haya llevado a cabo, en su mayor parte, bajo la influen— ein cristiana.

Séneca afirma con énfasis la libertad del alma y, pre Elmmente donde Aristóteles halló la base y la justificaa ción de la esclavitud, encuentra apoyo para proclamar

la libertad invencible: el cuerpo podrá ser esclavizado, pero el alma es libre. Los padres de la Iglesia expresan la doctrina median—

te la afirmación de que Dios hizo a los hombres libres e Iguales. La sujeción del hombre a otro hombre no es propio de su naturaleza original, sino de su condición presente. Y más aún, esta igualdad y libertad es en

cierto modo indestructible e inalienable: aun en la ae tunlidad, aunque el cuerpo pueda estar en sujeción, la mente y el alma son libres; el esclavo es todavía capaz de razón y virtud; puede hasta ser superior al hombre a quien sirve; y en la relación con Dios, todas las diferen— cias de estado carecen de importancia. Los hombres, scan libres o esclavos, están llamados a una vida co— mún en Cristo y en Dios, a reconocer en éste al padre común y a considerarse entre si como hermanos. Sin embargo, fuera del estado de inocencia, la esclavitud es admitida en el mundo caído en pecado, al igual que otras instituciones sociales comparadas con medica— mentos amargos, pero convenientes para la vida de los

hombres pecadores. Esta tradición estoica y cristiana es recogida en la obra de los juristas del emperador bizantino Justiniano,

redactada como es sabido entre 527 y 565, por lo que se lee en la lnstituta, I, 2: Sewitus autem est constitutío juris gentium, qua quis dominio alieno contra natura subjicitur.

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En Las Partidas del rey sabio don Alfonso X, conclui— das en 1263—1265, se encuentra vertido ese pensamien— to a buena prosa castellana: “Servidumbre es postura et establescimiento qui ficieron antiguamente las gentes, por la qual los homes, que eran naturalmente libres, se facian siervos et se sometian a señorío de otrí contra

razón de natura”. En el Renacimiento, un pensador tan influyente como Erasmo recuerda que la naturaleza creó a todos

los hombres iguales; la servidumbre fue sobrepuesta a la naturaleza, lo cual reconocieron las leyes aun de los

paganos. Dentro de la misma corriente, escribe Bodino que si bien la esclavitud es antigua y generalizada, es contraria a la naturaleza en cuanto da lugar a que los prudentes se sometan a los tontos y los buenos a los malos. La

experiencia ha mostrado que la esclavitud es peligrosa y dañina para la sociedad. Los últimos ecos de este pensamiento habria que buscarlos en el siglo XVIII, cuando apasiona el problema

de la abolición de la esclavitud de los negros; mas esto cae fuera de los linderos de nuestra investigación.

Ahora bien, si de una parte había subsistido la idea de que la servidumbre era contraria a la naturaleza, de otra no se habia perdido la memoria de la doctrina de Aristóteles.

El monje dominico Guillermo de Moerbecke ("l' 1281) traduce del griego al latín la Política. San Alberto Magno

y Santo Tomás de Aquino ponen la filosofía aristotélica al servicio de la teología. Como parte de esta ambicío sa construcción entran —según nos dice M. Grabmann 10

con sobrado optimismo— “una ética y filosofía del Esta— do que pudieron conciliarse, sin grandes esfuerzos her— menéuticos, con la doctrina católica sobre los mismos

problemas". Pero la conciliación aristotélicocristiana ofreció di»

llcultades desde el siglo XIII. Grabmann distingue otras dos posiciones fuera de la ya enunciada: una que se mantiene fiel a las bases racionales y al carácter peculiar de la teología agustiniana y aprovecha los nuevos escri— tos sólo como adorno y elemento secundario: prevalece

entre los teólogos franciscanos, entre los representantes de la primitiva escuela dominicana y entre los profeso

res del clero secular; y otra que acepta la filosofia aristo— télica y aun la islámica con todas sus consecuencias, sin intentar su armonización, ni menos la subordinación a las enseñanzas del cristianismo: por ejemplo, los parti— durios del averroismo latino. Sólo una parte minúscula de la interpretación esco lástica de Aristóteles nos corresponde analizar. La idea de la servidumbre natural es acogida por la Escuela y llega, a través del Renacimiento, hasta los umbrales de la época moderna; entonces desemboca, con singular

fuerza, en la célebre disputa acerca de los nuevos homu bres hallados por Cristóbal Colón. Sigamos el hilo de este proceso ideológico en los tex— tos más relevantes. El Regimiento de los pn'ncipes, atribuido a Tomás de Aquino, recuerda en el libro 11, capitulo VIH, que Pto

lomeo prueba en el Cuadn'partito que las costumbres de los hombres son distintas según las diferencias de las constelaciones, por la influencia qué los astros ejercen 11

en el imperio de la voluntad. Esta explicación cosmo gráfica avanza, en el mismo libro II, capítulo IX, hasta enlazarse con la idea de la servidumbre: cada país está

sometido a las influencias celestes, y ésta es la razón porque vemos que unas provincias son aptas para la ser— vidumbre, otras para la libertad. El principio ordenador de la naturaleza, que justifica según Aristóteles la servidumbre, es aceptado con toda

amplitud en el libro II, capitulo X. Rige entre las plan— tas, pues unas están destinadas al alimento del hombre, otras a curas y medicinas, y otras a fines más bajos. Lo

mismo sucede con los animales y con los miembros del cuerpo humano y con las relaciones entre el alma y

el cuerpo y con las potencias del alma comparadas entre si: "ca las unas son ordenadas para mandar e mover, asi como es el entendimiento e la voluntad, e las otras son ordenas para servir a éstas de grado en grado". Entre

los hombres hay unos que son siervos según la natura leza: faltos de razón por algún defecto natural, conviene

reducirlos a obras serviles, ya que no pueden usar la razón; por esto se dice que su estado es justo naturalmen»

te. “Aquestas cosas todas toca el filósofo en el primero libro de la Política". Hay servidores destinados a los mismos trabajos en virtud de otra causa, por ejemplo, los prisioneros de guerra a quienes la ley humana, no sin

razón, dio aquel destino para alentar a los guerreros que defienden la república con valor. Aristóteles esti— ma que este título es de justicia legal, a saber, ordenado por ley humana. Aunque los vencidos sean hombres de

juicio y razón, son reducidos al estado de siervos por las leyes y derecho de la guerra. 12

No sólo para justificar la servidumbre apela el autor

del Regimiento a la filosofia aristotélica, sino también para expresar la idea medieval del orden jerárquico de la sociedad. En el Libro III, capitulo D(, en seguida de consideraciones generales acerca de la subordinación de lo imperfecto a lo perfecto, afirma que es necesario que toda sociedad esté regida por leyes de mutua dependencia;

pero todo lo que tiene relaciones de mutua dependencia ha de tener, necesariamente, un principio de autoridad

y de dirección, como de Aristóteles en el libro I de su Política. la razón del orden lo prueba también. San Agus tin escribe en La ciudad de Dios [Lib. XIX, cap. XIII, col. 640, t. 7]: Ordo est pan'um dispariumque remm sua cuique loca tribuens dispositio. De ahi se deduce que la palabra

orden implica desigualdad, y esta desigualdad es la razón del señorío. Según esta consideración, el dominio de un hombre sobre otro es natural. Existe en los ángeles, exis rló en el estado de inocencia y existe ahora. Hoy sabemos que a partir del libro Il, capítulo VI, el Regimiento de los p1incipes se debe,probablemente a la pluma de Ptolomeo de Lucca y no a la de Santo Tomás.

Pero los autores de los siglos XIII a XVI lo ignoraban, y la autoridad, de suyo grande, que gozaba Aristóteles en» tre ellos, se veia reforzada por la aprobación del doctor Angélico.

No es extraño, por eso, que la doctrina de la servidumbre natural se haya difundido por buen número de obras teológicas, canónicas y civiles hasta convertirse en un lugar común de la política escolástica.

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LAS CASAS ANTE LA DOCTRINA DE LA SERVIDUMBRE NATURAL Las Casas es conocido comúnmente, desde el punto de vista doctrinal, como el contradictor de Sepúlveda. Al analizar su actitud respecto a la teoria de la servidumbre

por naturaleza, es preciso tener en cuenta, primero que Las Casas combate la aplicación de esta idea a los indios ale América en ocasiones distintas de aquella en que se opuso al Denmcmtes alter de Sepúlveda. En efecto, desde el tratado de Palacios Rubios (15124514) hasta el discur— no del obispo de Darién (1519) puede rastrearse la opo—

sición de Las Casas al empleo del argumento aristotéli— un. En segundo lugar, cuando a mediados del siglo XVI surge la contienda con Sepúlveda, la servidumbre natu— ral constituye uno de los temas disputados, pero junto a éste se presentan otros varios. En tal virtud, nuestro aná— lisis del pensamiento de las Casas abarcará un ámbito

histórico mayor que el de la polémica de 1550; pero en cambio, al tratar de ésta se concretará al punto de la ser» vidumbre por naturaleza, sin entrar en el examen de los demás aspectos teóricos. Sin ninguna ambición exhaustiva, entresacaré de los

voluminosos escritos de Las Casas algunos pasajes de valor representativo ylos agruparé, hasta donde sea posible, con ceptualmente. No pretendo ofrecer una reconstrucción

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cronológica estricta, porque si bien tendrá el interés de mostramos la evolución del pensamiento de las Casas, sería aventurado ensayarla con los elementos a nuestra disposición.

EL FALSO TESTIMONIO

Al margen del manuscrito de Palacios Rubios relativo a

las Islas del mar Océano, en el lugar donde trata de la servidumbre natural aplicable a los indios, aparece una nota de la mano de Las Casas que dice: “Falso testimo— nio, discurrido de la tiranía”.

Esta sería una de las armas fundamentales de Las Casas contra el empleo del argumento aristotélico: los indios no son irracionales ni bárbaros en el grado que suponen quienes los llaman siervos por naturaleza. Es una calumnia nacida de la ignorancia o de la mala fe e interesado juicio de los informantes. Para combatir esa

suposición de hecho, de la cual depende la aplicabili» dad de la construcción aristotélica al caso de América, el camino más indicado es afirmar la razón del indio,

su capacidad moral y politica, su habilidad mecánica, la buena disposición y belleza de rostros y cuerpos, etc. En el tratado De unico vocationis modo dice Las Casas, hombres mundanos y ambiciosos aseguraron falsamen—

te de las naciones indianas que estaban alejadas de tal manera de la razón común a todos los hombres, que no eran capaces de gobernarse a sí mismas, sino que todas

ellas necesitaban de tutores. Y llegaba a tanto la locura de esos hombres, que no tenian empacho en afirmar 16

que los indios eran bestias o casi bestias y que con razón le: era lícito sujetarlos a su dominio por medio de la guerra o darles caza como bestias, reduciéndolos despuéu a la esclavitud y servirse de ellos a su capricho. Fray Bartolomé sintetiza lo que va a combatir: la equiparación del indio a la bestia o casi bestia: la me— dlución de guerra o caza; y finalmente la esclavitud y el servicio arbitrario. En este último punto no concede

felicve a la diferencia entre el esclavo legal y el siervo a natura dado en repartimiento al español; para él, indios de encomienda y naborías no se diferencian en la prácflan de los verdaderos esclavos. De camino han introdu— cido una idea contraria a las anteriores: la razón común a todos los hombres. De esta última hablaremos con detenimiento en otro apartado. Las Casas opone a los argumentos de los hombres

mundanos y ambiciosos la idea de la capacidad de los indios. Muchisimos de éstos pueden hasta gobernar a los españoles, en la vida monástica, económica o politi— cn y enseñarles buenas costumbres. Y más aún con la rar

¡ón natural, como dice el filósofo hablando de griegos y bárbaros en el libro 1 de la Política. Es decir, fray Bartolomé afirma la habilidad del in—

dio hasta un extremo que le permite invertir, contra los españoles, el argumento clásico.

Párrafos insistentes a favor de la capacidad de los indios pueden hallarse también en los lugares de la His— [aria de Indias en que Las Casas combate los pareceres ¡le fray Bernardo de Mesa y del licenciado Gregorio: las doctrinas de Aristóteles y las de Santo Tomás, estas úl— rimas en el Regimiento de los príncipes, no son aplicables

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a los indios, porque son mansos v dóciles en vez de in— dómitos y rebeldes. Tampoco pasa por alto Las Casas el argumento geográfico en que se apoyaba 'Mesa para

explicar el origen de la servidumbre de los habitantes de las islas Antillas y lo rebate por medio de ejemplos europeos. En la disputa con fray Juan Quevedo, obispo de Da—

rién, repite Las Casas que la doctrina de la servidumbre natural no es aplicable a los indios: dejadas algunas pe— cas, que aún no habían llegado a la perfección de orde— nada policía, como antiguamente todas las naciones del

mundo a los principios de las poblaciones de las tierras, no por eso carecen de buena razón para fácilmente ser reducidos a todo orden y social conversación y vida do—

méstica y política. Ahora el juicio es más parco: reconoce Las Casas que los indios tienen algunos defectos de organización polí— tica y no los ofrece como un arquetipo a los europeos;

pero reitera su fe en la capacidad de los naturales de las Indias en las obras siguientes: Apología, en castellano; De unico vocatíonis modo, en latín; y Apologética historia,

en castellano: ...donde pongo en particular y a la larga las costumbres, y vida, y religión, y policía y gobernación, que todas estas naciones tenian, unas más y otras menos, y todas, empero, que mostraron ser hombres razonables y no siervos por natura. Por último, en la polémica con Sepúlveda, afirma Las

Casas que los indios son capaces y dóciles, razonables

en su policía, aprovechan en la religión cuando son docHlnados y progresan en las artes mecánicas y liberales.

Úlos privó al doctor Sepúlveda de la noticia de todo euro; debió informarse de religiosos que habian predica— do y convertido indios y no creer a hombres mundanos y tiranos. lla Historia de Gonzalo Fernández de Oviedo|

Invocada por Sepúlveda, es falsisima y el autor un tira— no y enemigo de los indios. Sería superfluo acumular más datos. Es evidente que Las Casas, preciándose de ser testigo de vista afirma deci— dldamente la racionalidad de los indios. Dentro de esta …posición, admite algunos grados en cuanto a la civili— zación a que han llegado los grupos de nativos. Mas no procede como un antropólogo científico que observa las costumbres del Nuevo Mundo, sino como un pole—

mista apasionado que apenas concede que existían al— gunas “pecas” en la organización indígena y, en otras ocasiones, ofrece ésta como un modelo al europeo.

LA “INTENCIÓN” DE ARISTÓTELES Las Casas, antes clérigo, ingresa en 1523 en la orden dominicana. Esto significa, en el campo de la doctrina,

familiaridad con Santo Tomás y el Aristóteles de la esco lástica. Las suposiciones de hecho, indispensables para aplicar la doctrina de la servidumbre natural a los indios, podian ser combatidas sin peligro en la forma vista: pero no era éste el caso cuando la disputa derivaba hacia la apreciación de las autoridades que se invoaban tradicionalmente en apoyo de aquella teoria.

Veamos cómo se desenvuelve nuestro tratadista en

esta dirección, dentro de los linderos del pensamiento escolástico de la época. La solución más asequible es apelar a “la intención del filósofo”. Es decir, rodear la doctrina pagana de tan— tos distingos y condiciones que vengan a decir lo que al intérprete conviene y no lo que Aristóteles opinaba como pensador de la cultura clásica. Dice Las Casas en la Historia de Indias: Las condiciones o cualidades que ha de tener el hombre para ser siervo por natura, si no, según ser filosofo, princi—

palmente que carezca de juicio de razón, y como menteca— to 0 cuasi mentecato, y finalmente, que no sepa regir. Esto

se prueba porque dice alli Aristóteles, que ha de definir tanto del común modo de razón que a los hombres discre— tos y prudentes tienen, como define el cuerpo de la ánima yla bestia del hombre: por manera, que asi como el cuerpo no es capaz de regir a si ni a otros sabe ni puede saber regir, sino por las personas prudentes, que son, por la prudencia y buen juicio de razón, señores, o por mejor decir, gober— nantes de otros por natura. Las señales que tienen los sier— vos de natura por las cuales se pueden y deben conocer, son que la naturaleza les dio cuerpos robustos y gruesos y feos, y los miembros desproporcionados para los trabajos, con los cuales ayuden, que es servir, a los prudentes; y las señales para conocer los que son señores o personas para

saberse gobernar a si mismos y a otros, la naturaleza se las dio, y éstas fueron y son, los cuerpos delicados y los gestos hermosos por la mayor parte, y los órganos de los miem—

bros bien dispuestos y proporcionados.

Las Casas no suele exponer los textos ajenos sin agra— decerles elementos propios. El estado de barbarie que

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sirve de base a todo sistema aristotélico de la servidum— bre natural queda a carencia de juicio de razón “como mentecato cuasi mentecato"; es decir, a un concepto Ic|éntico o cercano a la amencia. Esto es importante en

el ideario de Las Casas, porque concibiendo una recti— tud “normal” de la naturaleza, va a razonar, por aplica— ción inversa, que los casos de irracionalidad, tal como

él la entiende, son siempre excepcionales y en corto número. Ni Aristóteles ni Sepúlveda se preocuparon

por averiguar la posibilidad del número de bárbaros, ni creyeron que su presencia fuera derogatoria del or—

den natural. El primero llama esclavo por naturaleza al hombre que difiere tanto de los ejemplares rectos de la especie como el alma del cuerpo y el ser humano del animal inferior: el bárbaro con respecto al griego ejem—

plifica la idea. Sepúlveda califica de servidumbre natu— ral la torpeza de entendimiento y las costumbres inhu— manes y bárbaras: esto ocurre bien por nacer en ciertas

regiones y climas del mundo o bien por la depravación de las costumbres u otra causa que impida la conten— ción del hombre dentro de los términos del deber: tal es —dice— el caso de los indios dominados por los españa

les. Aristóteles acoge, pues, la distinción, racionalmen— te, entre griegos y bárbaros, a que los poetas helenos se referían, con el mismo sentido de normalidad humana

con que siglos después Sepúlveda divide a europeos e indios. Esta separación es menos inquietante cuando

se ve en ella, esto es lo fundamental, un resultado de la

naturaleza. En tanto que Las Casas concibe el problema a base de una primera extensión de la racionalidad “na— tural” a cualquier hombre y por esto la ruptura de tal 21

presupuesto le parece algo esencialmente “antinatural” y extraordinaria. Luego veremos adónde conduce este razonamiento y cuál es su asunto. Por ahora volvamos a la interpretación de Aristóteles. Otra vez pretende Las Casas captar la “intención” del filósofo y afirma que éste enseña dos cosas: 1) que la naturaleza, como no falta en las cosas necesarias a la

vida humana, asi como proveyó de inclinación a los hombres para ser sociales, también proveyó: ...que algunos naturalmente fuesen hábiles para poder a otros regir e gobernar y de aquellos se eligiesen los que gobernasen, porque muchos juntos no pudieran vivir vida

quieta y sin confusión, si entre ellos no hubiera quien los gobernara. Pero no se entiende que todos los que por natu— raleza son prudentes, sean luego señores de los que menos saben, porque si así fuese, muchos reves serian siervos de sus vasallos, ni se sigue tampoco que todos los que tienen poco entendimiento, luego sean siervos de los que más saben, porque así todo el mundo se turbaría y confundiria. [a consecuencia de este razonamiento consiste en negar

que los españoles, por ser más sabios y políticos que los indios, aunque éstos tengan sus policías ordenadas, los puedan señorear por ser siervos a natura. No es ésta la intención del filósofo: ...que sólo quiso enseñar haber proveído la naturaleza en— tre los hombres y en todas las naciones, muchos prudentes

y de buen juicio de razón para los otros gobernar. La intención de Aristóteles queda, de esta suerte, redu—

cida a explicar cómo la naturaleza provee de hombres 22

mejores para el gobierno de los demás, o sea, la servi— dumbre natural es concebida como una manifestación

del principio de gobierno político. 2) La ona enseñanza de Aristóteles, según Las Casas, Gil

Que para cumplir con las dos combinaciones 0 compañías necesarias de la casa, que son marido y mujer, y señor y siervo, proveyó la naturaleza de algunos siervos por natu—

ra, errando ella que les faltase el juicio necesario para se gobernar por razón, y les diese fuerzas corporales para que sirviesen al señor de la casa, de manera que a ellos, siervos

por natura, fuese provechoso, y a los que por natura fue— sen señores de ellos, que es ser prudentes para gobernar la casa; porque imposible o cuasi imposible es la casa poderse conservar sin siervo, o por natura o habido por guerra, y

cuando no lo hay, otra persona por su soldada que sirva, y en los pobres, que ni siervo ni mozo de soldada puedan, tener, en lugar de ellos se socorre con un buey arador, o con otro doméstico animal. Este párrafo se acerca más a la teoría aristotélica de la servidumbre natural que, según sabemos, está expuesta

en los capítulos de la Política referentes a la adminis tración de la familia. Las Casas sólo introduce un ele» mento propio, que ya nos es conocido, al decir que la presencia de los siervos por natura ocurre “cuando ella (es decir, la naturaleza) que les faltase el juicio necesario para se gobernar por razón”. Esta es una insistencia en la nota excepcional y contraria a la recta naturaleza que

percibe en el hombre falto o escaso de razón. Sigue la habitual afirmación de que la servidumbre expuesta no toca a los indios, porque no son santocha— 23

dos, ni mentecatos, ni sin suficiente juicio de razón para gobernar sus casas y las ajenas.

En la disputa de 1550 entre Las Casas y Sepúlveda, éste propuso como segunda razón a favor de su tesis: “la rudeza de sus ingenios (de los indios) que de su natura

gente servil y bárbara y por ende obligada a servir a los de ingenio más elegante como son los españoles”, y Las Casas responde que hay tres clases de bárbaros: 1) lata— mente, cualquier gente que tiene alguna extrañeza en sus opiniones o costumbres, pero no le falta policía ni prudencia para regirse; 2) los que no tienen caracteres

ni letras. De estas dos maneras de gente nunca entendió Aristóteles que eran siervos por natura y que por esto se les pudiera hacer guerra: antes dijo, en el libro 111 de la Política, que entre algunos bárbaros hay reinos verr daderos; 3) los bárbaros que por sus perversas costum—

bres, rudeza de ingenio y brutal inclinación son como fieras silvestres que viven por los campos, sin ciudades ni casas, sin policía, sin leyes, sin ritos ni tratos que son

de derecho de gentes, sino que andan palantes como se dice en latín, que quiere decir robando y haciendo fuer— za (posibles ejemplos: godos, alanos, alábares). De éstos puede entenderse lo que dice Aristóteles, que, como es lícito cazar a las fieras, asi es lícito hacerles guerra, defendiéndonos de ellos y procurando reducirlos a policia

humana. Pero los indios son gente gregatil y civil y tie— nen bastante policía para que por la razón de barbarie no se les pueda hacer guerra. Esta intención del filósofo se asemeja sospechosa— mente a la de Las Casas, las subdivisiones de la barbarie

son obra de éste y no de la Política, y tienden a reducir 24

el empleo de la guerra a sólo el caso de los bárbaros de la tercera categoría, y esto por defensa y para atraer a los agresores a una organización humana.

Sepúlveda replica que por bárbaros se entiende, como dice Santo Tomás (1, Políticomm, lectione prima), los que no viven conforme a la razón natural y tienen costumbres mañas públicamente entre ellos aprobadas, ora esto les

venga por falta de religión o por malas costumbres y falta ¡lo buena doctrina y castigo. Los indios son hombres de

poca capacidad y pravas costumbres. Aquí cita el testimo— nio de Oviedo, libro 3, cap. 6, que ya vimos fue objeto

por Las Casas. Finalmente, Las Casas contesta a Sepúlveda que no entiende a Santo Tomás y disimula con la doctrina de Aristóteles en su Política. Los indios son bárbaros de la segunda especie de cuatro que Las Casas asignó en su

Apología, y de los que trata el filósofo en el libro 111, no de los del libro 1 de la Política. También fueron muchas naciones prudentes, sin exceptuar a los antepasados de

los españoles. Las Casas acomoda así el hecho antropológico (más

favorable que el concebido por Sepúlveda) a un con— cepto de la barbarie dividido en convenientes géneros, para reducir la teoría de Aristóteles a lo que pensaba que debía significar. Cuando sus opositores interpretan la Política en un sentido más amplio, los acusa de torcer “la intención del filósofo", aunque se trate de aristotéli— cos de la talla de Sepúlveda.

Esto comprueba que el forcejeo polémico había reba— sado las apreciaciones de hecho para invadir el campo doctrinal. Era preciso definir el concepto de barbarie y, 25

al hacerlo, cada autor introducía sus preferencias. Era

natural que una cultura que se desenvolvía aún bajo el peso de las autoridades acabara por evadirlas mediante ágiles esfuerzos de interpretación, que eran conductos ortodoxos por donde se manifestaba el espíritu original

de la época.

ARISTÓTELES EN LOS INFIERNOS

Las Casas era un pensador de temperamento fogosa

y poco disciplinado. No se conformó con recurrir a la exégesis del filósofo sino que, aún siendo clérigo, ,te—

chazó su autoridad sobre cuanto, por su significación pagana, reputaba inconciliable con el cristianismo.

El pasaje que reúne con mayor nitidez ambas actitu— des, la de interpretación y la de rechazo, pertenece al dis— curso que dio Las Casas en Barcelona, ante la corte de Carlos I, en el año de 1519, en respuesta a la oración del

obispo de Darién, fray juan Quevedo. Dada la importan— cia de este texto, optamos por transcribirlo: A lo que dijo el reverendísimo obispo, que son siervos a natura (los indios) por lo que el filósofo dice en el principio de su Política, que vigente ingenio natumliter suní rectores el domini aliomm, y deficientes a ratione naturaliter suní servi,

de la intención del filósofo a lo que el reverendo obispo afirma, el filósofo era gentil, y está ardiendo en los infier— nos, y por ende, tanto se ha de usar de su doctrina, cuan-

to con nuestra santa fe y costumbre de la religión cristiana conviene. Nuestra religión cristiana es igual y se adapta a todas las naciones del mundo, y a todas igualmente reci—

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lie, y a ninguna quita su libertad ni sus señoríos, ni mete debajo de servidumbre, so color ni achaques de que son siervos a natura o libres... Es decir, cuando Aristóteles es inconciliable con la doc—

trina cristiana, debe ser rechazado. La religión de Cristo En una para todos los hombres y su propagación no

debe implicar menoscabo de las libertades ni gobiernos temporales de los neófitos, ni originar ala servidumbre por naturaleza, y la libertad es inoperante cuando se trata de extender la religión cristiana. La autoridad de Aristóteles, en consecuencia, como pagana, no puede

perturbar, según Las Casas, la verdad mayor y universal del pensamiento y la costumbre de los cristianos. Podría pensarse, atendiendo a las épocas, que el dis

curso ante Carlos I fue un desahogo juvenil de Las Ca— uns, explicable porque no había pasado aún por la discia plina de la Orden de los Predicadores. Es atractiva esta sugestión, pero en todo caso fray Bartolomé no se mues rm arrepentido de su discurso cuando lo conserva en la H istm*ía de las Indias, escrita en su vejez.

LA IDEA DE CREACIÓN

Al celebrarse la famosa junta de Burgos, de 1512, el do— minico fray Bernardo de Mesa tomó en cuenta una ob

jcción acerca de que la irracionalidad de los indios podia entrañar una falta de bondad o poder del Creador. Las Casas, en su titánica lucha contra el argumento de In servidumbre natural, apeló a la misma idea. Ya sabemos 27

que concebía la irracionalidad del hombre como un error

de la naturaleza. Vamos por qué. Explica que los siervos por natura son estólidos y santochados y como mentecatos y sin juicio o poco jui» cio de razón, según se colige de lo que dice el filósofo, y

esto es como monstruo en la naturaleza humana "y así han de ser muy poquitos, y por maravilla". Un hombre y un animal nacen, por excepción, cojos o mancos, o

con un solo ojo o con más de dos, o con seis dedos, etc.

Lo mismo ocurre en los árboles y: ...en las otras cosas criadas, que siempre nacen y son per— fectas, según sus especies, y por maravilla hay monstruosi— dad en ellas, que se dice defecto y error de la naturaleza, y mucho menºs y por maravilla esto acaece en la naturaleza

humana, aun en lo corporal y muy mucho menos es ne— cesario que acaezca en la monstruosidad del entendimien— to, ser, conviene a saber, una persona loca, o santochada

o mentecata, y esto es la mayor monstruosidad que puede acaecer, como el ser de la naturaleza humana consista prin—

cipalmente en ser racional, y por consiguiente sea la más atcelente de las cosas criadas, sacados los ángeles, y que sea monstruosidad los semejantes defectos del entendimiento, dícelo el Comentador […] Pues como los monstruos en la

naturaleza corporal de todas las cosas criadas acaezcan por gran maravilla, y, por razón de la dignidad de la naturaleza humana, mucho menos acaezca hallarse monstruo cuanto al entendimiento, conviene a saber, ser alguna persona loca,

mentecata, santochada y careciente de conveniente juicio de razón para se gobernar, y éstos sean los que por natura—

leza son siervos, y estas gentes [los indios] sean tan innu— merables, luego imposible es, aunque no hubiésemos visto por los ojos el contrario, que puedan ser siervos por natura, y asi, monstruos en la naturaleza humana, como la natu—

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mleza obre siempre perfectamente y no falte sino en muy mínima parte, como el filósofo prueba en el libro 11, De caelo et mundo, y en otros muchos lugares. Y esto confirma

bien claro a nuestro propósito, Santo Tomás, en la Primera Parte, cuestión 23, artículo 7, ad tem'um, donde dice que el bien proporcionado al común estado de la naturaleza, siem— pre acaece por la mayor parte y falta por la menor, como parece que los hombres, por la mayor parte se hallan tener suficiente ciencia y habilidad para saber regirse por toda su vida, pero muy pocos los en quien esta ciencia y habilidad falta, como son los que moriones y locos o mentecatos se llaman. Esto es de Santo Tomás.

Esto significa que dentro de la concepción bíblica del mundo creado por Dios, la razón, signo distintivo del ge nero humano, no puede faltar a los hombres en cualquier grado ni número.

Aristóteles reconoce la tendencia de la naturaleza ¡¡ alcanzar su perfección, aunque advierte cautamente

que no siempre la logra de hecho. Pero la intención perfecta de la naturaleza no es, según el filósofo, dotar a

todos o la mayor parte de los hombres de los atributos de la razón, sino al contrario, crear entre ellos las dife—

rencias racionales, de las que toman pie las formas de gobierno y la servidumbre natural. Por eso añade que

cuando la naturaleza no falla, la desigualdad natural de las mentes acompaña a la desigualdad visible de los cuerpos, robustos y deformes en los esclavos, y finos y erguidos en los señores. Además, como ya anticipamos, la barbarie según el

filósofo no equivale exactamente a la amencia de que habla Las Casas. El bárbaro de la Política, aunque difiera

mucho de la recta especie humana, no es ajeno por completo a la razón: la percibe, aunque sin poseerla. El cristiano del siglo XVI plantea el conflicto entre el orden divino y natural y la irracionalidad bajo supuev tos muy distintos de los de la filosofía griega. Las Casas se emancipa, en el pasaje citado, de todl consideración de hecho. La antropología american!

queda relegada a un discreto lugar secundario y lo que se destaca es la idea apriorística de la naturaleza racional humana y la tendencia del género a conservar los

atributos con que lo ha investido el acto divino de creación. Basta que los indios sean muchos para que no pueda convenirles el argumento de barbarie. Recuérdase la frase: "Imposible es, aunque no hobiésemos visto

por los ojos el contrario, que puedan ser siervos por natura”. Esto plantea el problema, no desde el punto de vista de lo que los indios son, sino de lo que no pueden ser en cuanto hombres. Todavía añade Las Casas, en la Apologética historia,

para disipar cualquier duda, que calificar de bárbaros e irracionales a todos los pueblos o la mayor parte del Nuevo Orbe es tildar a la obra divina de un error mag! no que la naturaleza y su orden no pueden tolerar: Como si la Divina Providencia, en la creación de tan innumerable número de ánimas racionales, se hubiera des—

cuidado, dejando errar la naturaleza humana, por quien tanto determinó hacer y hizo, son tan cuasi infinita parte como ésta es, del linaje humano, a que saliesen todas in— sociales y por consiguiente monstruosas, contra la natural inclinación de todas las gentes del mundo.

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De esta fundamental idea de creación deriva Las Casas

la unidad intrínseca del linaje humano: Todas las naciones del mundo son hombres y de cada uno ¡le ellos es una no más la definición; todos tienen entendi— miento y voluntad, todos tienen cinco" sentidos exteriores

y sus cuatro interiores, y se muelen por los objetos de ellos, todos se huelgan con el bien y sienten placer con lo sabrom y alegre, y todos desechan y aborrecen el mal y se alteran mn lo desabrido y les hace daño.

Y reafirma desde el punto de vista cristiano: Nunca hubo generación, ni linaje, ni pueblo, ni lengua en ludas las gentes criadas y más desde la Redención, que no pueda ser contada entre los predestinados, es decir, miem— bros del cuerpo místico de Jesucristo, que dijo San Pablo, e Iglesia. Por su misma idea del hombre, Las Casas tenia fe en la capacidad de civilización de todos los pueblos incultos;

no creía en la barbarie fija e irreductible: Asi como la tierra inculta no da por fruto, sino cardos y espinas, pero contiene virtud en si para que, cultivándola, produzca de si fruto doméstico, útil y conveniente, por

la misma forma y manera todos los hombres del mundo, por bárbaros y brutales que sean, como de necesidad, si hombres son, consigan uso de razón y tengan capacidad de las cosas pertenecientes de instrucción y doctrina, con— siguiente y necesaria cosa es, que ninguna gente pueda ser

en el mundo, por bárbara e inhumana que sea, ni hallarse nación que, enseñándola y doctrinándola por la manera que requiere la natural condición de los hombres, mayor—

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mente con la doctrina de la fe, no produzca frutos razona— bles de hombres ubérrimos. Añadía:

Aunque los hombres al principio fueron todos incultos y como tierra no labrada, feroces y bestiales, pero por la

natural discreción y habilidad que en sus ánimas tienen innata, como los haya criado Dios racionales, siendo redua cidos y persuadidos por razón y amor y buena industria, que es el propio modo por el cual se han de mover y atraer al ejercicio de la virtud las racionales criaturas, no hay nación alguna, ni la puede haber, que no pueda ser atraída y reducida a toda virtud politica y a toda humanidad de domésticos, políticos y racionales hombres. De esta suerte, la idea de la creación divina del hombre

salvaguarda su racionalidad y pone coto a la amencia sobre la que descansa la servidumbre por naturaleza.

Podrá haber pueblos agresores de costumbres rudas (los pdlantes); excepcionalmente algunos hombres faltos de

razón; y “al principio” pudieron reinar la incultura, la ferocidad y la bestialidad; pero ni la amencia pudo extenderse a pueblos enteros, en cualquier grado, ni faltó a los incultos la capacidad de mejoramiento. Para convencerse, no es preciso esperar a verlo con los ojos, sino pensarlo con el entendimiento cristiano, que supone la

obra poderosa y recta del Creador. "Todas las naciones! del mundo son hombres”, y no unas hombres y otras lwmúnculos. Las Casas cuenta ahora con un punto de apoyo firme para rechazar o reducir el alcance de la teo-

ria aristotélica y, en consecuencia, la guerra por motivo

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de barbarie, la esclavitud legal que de la misma puede derivarse y las formas tutelares de gobierno, como la encomienda, basadas en la servidumbre natural. LA BULA DE PAULO III

Gran alegria recibió Las Casas, durante su larga y pe—nosa campaña en defensa de los indios, cuando llegó ¡¡ sus manos la bula del papa Paulo III, de fecha 9 de junio de 1537. Refiere en el De unico vocationis modo, que un reli— uioso dominico llevó al papa las noticias acerca de lo

que pretendían los hombres mundanos partidarios del argumento aristotélico. Paulo se horrorizó, según Las Casas, del sacrilego atrevimiento de estos hom—

bres impíos, y “entendiendo al mismo tiempo cuánto nc menoscababa con esto la dignidad de la naturaleza humana, por la cual hizo tales y tan grandes cosas y pa-

deció tanto el Hijo de Dios, así como el estorbo que a ln dilatación de la fe ponían estos ministros satánicos”,

expidió su bula. “La dignidad de la naturaleza humana” ya sabemos que no era para Las Casas una frase, sino un principio

vlneulado con la idea de creación. Otro cristiano del siglo XVI, el obispo D. Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la Audiencia de Nue-

vn España, nos enseña hasta qué punto esa dignidad upcra sobre las cosas del mundo. Se venia discutiendo

la reglamentación del trabajo de los tamemes o indios cnrgadores de fardos; los españoles interesados en el tráflcn no habían quedado conformes con una primera 33

tasación de la jornada, y Fuenleal escribe indignado al Rey, el 10 de julio de 1532: Y porque para un hombre que tiene alma sobrarle debieran veinte leguas para venir cargado de balde, y no añadirle treinta, y por otras consideraciones, yo procuré lo que pude que las ordenanzas hechas no se alterasen.

No veía con indiferencia el espectáculo de un hombre en funciones de bestia de carga; si el cargador tenia alma, le sobraba la primera distancia. La idea cristiana,

en este ejemplo, influye sobre el estado social de la persona y procura que ésta se eleve a la dignidad propia de su género.

Pero todavia no hemos aclarado por qué la bula del papa Paulo III provocó el entusiasmo de Las Casas. La. lectura de uno de los pasajes más inspirados del docu— mento pontificio bastará para comprenderlo: la misma Verdad, que ni puede engañar ni ser engañada, cuando enviaba a los Predicadores de su fe, a ejercitar este oficio, sabemos que les dijo: Id y enseñad a todas las gentes;

a todas dijo, indiferentemente, porque todas son capaces de recibir la enseñanza de nuestra fe… aquestos mismos indios,

como verdaderos hombres... son capaces de la fe de Cristo... declaramos que los dichos indios y todas las demás gentes que de aqui adelante vinieren a noticia de los cristianos, aunque estén fuera de la fe de Cristo, no están privados, ni deben serlo de su libertad ni del dominio de sus bienes... han de ser atraídos y convidados a la dicha fe de Cristo...

La serena confianza con que se dice que todos los hombres son capaces de recibir la enseñanza de la fe, y que 34

no deben perder su libertad ni sus bienes, rebasa cual— quier noción fundada en la experiencia, pues eso se

afirma de los indios ya conocidos y de “todas las demás gentes que de aquí adelante vinieren a noticia de los cristianos”. Para no salir de la antropología, tendriamos

que admitir la existencia de una rama especial de esta ciencia que podríamos bautizar con el nombre de antro— pologia profética. Los cristianos del siglo XVI tienen una idea sobre

la condición natural de los hombres distinta de la de Aristóteles. Creen en una predestinación universal que abre el acceso de cualquier hombre a la fe de Cristo y, mediante una extensión audaz de la capacidad religiosa a los problemas del mundo temporal, convierten la ra— zón en una prenda de libertad poco compatible con la servidumbre natural de la filosofía clásica. En resumen: Las Casas niega, en el terreno de los hechos, la irracionalidad de los indios. La doctrina de la servidumbre natural, fundada en la barbarie, sólo la ad,

mite interpretada convenientemente al modo escolás— tico. Manda al filósofo a quemarse en los infiernos y repudia sus enseñanzas cuando perturban la igualdad de todos los hombres ante la religión. La propagación del cristianismo no debe aunarse, en lo temporal, a la

destrucción de la libertad, aunque se invoque el "acha— que” de la servidumbre por naturaleza. La autoridad de Aristóteles, para el cristiano, no es absoluta, sino subor-

dinada a las verdades primordiales de la religión. Esta enseña que todos los hombres son criaturas de Dios,

dotadas de razón como sello distintivo de su especie y rapaces de conocer la fe y salvarse. La irracionalidad no 35

puede afirmarse latamente sin mengua de la perfección de la obra creada y de la bondad y potencia del Creador. Esta es una actitud que perturba la armonía aristotélicocristiana, en cuanto al tema que venimos explo-

rando, en no menor grado que la renacentista de Se— púlveda. Pero en tanto que éste provoca el desequilibrio por afición clásica, las Casas 10 hace por inclinación evangélica.

LA UTOPÍA DE TOMAS MORO EN LA NUEVA ESPANA

La mentalidad renacentista anheló un mundo libre de impurezas. Eco de los exponentes filosóficos y litera— rios de esa actitud fueron, en el orden de la doctrina

politica, la Utopía (1516), de Moro, y La Cittá del Sole (1637), de Campanella; podriamos añadir el Mundus Alter (1607), de Joseph Hall, La Nava Atlantis (1627), de

Bacon, yla Oceana (1656), de Harrington. La escuela se caracteriza por su disconformidad con el mundo histó rico y la adhesión a fórmulas de vida politica racional— mente perfectas; Moro censura la sociedad europea del siglo XVI e inspira idealmente su república en el modelo platónico y en la primitiva comunidad cristiana. La cultura española conservó ante el Renacimiento

su perfil tradicional, pero no fue insensible a las in— fluencias humanistas, sin excluir la platónica. Entre los

tratadistas políticos, Castillo de Bobadilla se plantea: I[cuál sea mejor república, la que instituyó Platón, o la que ordenó Aristóteles”; sentencia en favor del indivi— dualismo peripatético, pero el tema en si es claramente renacentista. Fox Morcillo, que en su filosofía general intenta armonizar las tais de Platón y Aristóteles, en 37

su filosofía práctica comenta los libros de La República

platónica. La uniformidad de las fuentes últimas de inspiración explica los enlaces y las simpatías entre las manifesta— ciones renacentistas nacionales. Recordemos la acogida

dispensada en España a las obras de Erasmo, las nú¡ meras citas de Moro. La relación con éste fue muy cor— dial, a diferencia de Maquiavelo —tan obstinadamente

combativo por la generalidad de los autores políticos españoles— respetaba las ideas morales que habían de presidir la vida política. Los descubrimientos geográficos proporcionaron a

la tendencia naturalista y depuradora del Renacimiento una ocasión de ejercicio: Europa, por su vejez, se esti—

maba dificilmente corregible; pero la humanidad descu— bierta desnuda, sencilla, ingenua, podría vivir de acuer—

do con la anhelada perfección, Moro menciona en su Utopía los viajes de Américo Vespucio y los pueblos del Nuevo Mundo. Entre los españoles fue acogida fervo— roéamente esta orientación, germen de la doctrina del buen salvaje, que habría de lograr su expresión última Rousseau. Ello explica por qué en relación estrecha con

las premisas culturales esbozadas, un magistrado español concibió el proyecto de ajustar la vida de los indios al esquema ideal de la Utopía de Moro.

II

Vasco de Quiroga fue designado oidor de la Nueva Es—

paña en 1530. La Segunda Audiencia de México, de la 38

que formaba parte, debía reparar los desmanes de su antccesora y emprender la organización del país conquis—

tado nueve años antes por Cortés. Era un momento histórico propicio para el espíritu de creación. En una de sus primeras cartas, enviada a España en

el año de 1531, propone Quiroga al Consejo de Indias —-idea que ya nunca abandonaría— que se ordenara la vida de los naturales reduciéndolos a poblaciones: …_donde trabajando e irrumpiendo la tierra, de su trabajo se mantengan y estén ordenados en toda buena orden de

policia y con santas y buenas católicas ordenanzas; donde halla e se haga una casa de frailes, pequeña y e de poca costa, para dos o tres o cuatro frailes, que no alcen la mano

de ellos, hasta que por tiempo hagan hábito en la virtud y se les convierta en naturaleza. Desea edificar un pueblo en cada comarca; hablaba es

peranzado de la simplicidad y humildad de los indíge= nas: hombres descalzos, de cabellos largºs, deswbiertas las cabezas “a la manera que andaban los apóstoles”. Iºundados los pueblos se ofrecía, con ayuda de Dios, “a poner y plantar un género de cristianos a las derechas como primitiva iglesia, pues poderoso es Dios tanto agora como entonces pare hacer e cumplir todo aquello

que sea servido e fuese conforme a su voluntad”. Exceptuadas las apariencias sobre la vida sencilla de

los indios yla optimista afirmación cristiana del último párrafo, puede equipararse el documento a los innume» rables que llegaban de las Indias. Mas el espíritu de Quiroga, oportunas lecturas matizaron humanisticamente

sus inquietudes y singularizaron su actuación… 39

En su Información en Derecho, del año 1535, la ma— durez espiritual es completa. Examina diversas materias de interés indiano; guerra, esclavitud, rescates, pobla— ciones, costumbres; el mismo la califica de “ensalada lo que muchos días ha tenía sobre esto apuntado y pensa—

do". Menciona repetidas veces un plan anterior enviado al Consejo; por sus indicaciones es fácil concluir que no se trata de la carta de 1532 citada; desgraciadamente, no he hallado ese documento en que por primera vez manifiesta Quiroga su adhesión a las ideas de Moro. La falta no es irreparable, sin embargo, porque en la Infor— mación de 1535 repite las lineas principales del proyecto e ilustra su ámbito cultural. Los estudios de Quiroga en España, antes de partir para las Indias, fueron primordialmente de naturale—

za jurídica y actuó en la Audiencia de Valladolid. Sus obras y cartas revelan la erudición frecuente en los le» trados de la época. Cuando se trasladó a Nueva España no postergó los libros: en su testamento otorgado en el año de 1565, lega al Colegio de San Nicolás de Mi— choacán 626 volúmenes. En la citada Infomación de 1535 abundan citas de derecho, teología y obras de cul— tura tradicional. Mas las fuentes que, según confesión repetida de Quiroga, influyeron decisivamente en sus

proyectos fueron las Satumales de Luciano yla Utopía de Moro. Aquéllas le proporcionan la imagen de la edad dorada con la cual compara insistentemente la vida de

los indios; en la Utopía halla el modelo para organizar las comunidades de acuerdo con la inocencia de los aborígenes. La idea, expresada en La República de Platón,

de que es causa de las ciudades la impotencia del hom— 40

bre aislado para atender las necesidades de la vida, la

recibe a través de San Cirilo. Por la diferente naturaleza de indios y europeos, aquellos sencillos e ingenuos, éstos maliciosos y víctimas de la ambición, afirma la imposi— bilidad de darles iguales leyes; cree que convienen a los indios reglas simples, adaptables a su condición sencilla.

La pasión humanista le enseña que los valores occiden— tales son manifestaciones decadentes de la Edad de Hie— rro, lejana de la Dorada; la acción civilizadora española

no debe por esto reducirse a transmitirles; si no a procu— rar elevar la vida india a metas de virtud y humanidad superiores a las europeas. Quiroga persigue tenazmente

el ideal de una sociedad mejor que las existentes. Así,

cuando lee la Utopía, juzga que la providencia le depara la solución y que las leyes ideadas por Moro son las más adecuadas para los pueblos del Nuevo Mundo; no se li— mita a concederles el valor de resignada idealidad, sino que intenta vigorosamente aplicarlas en la realidad. La influencia renacentista, evidente en Vasco de

Quiroga, no cegó su observación directa de la vida de los indios; advierte sus defectos y costumbres bárbaras y no

admira globalmente el régimen gentil. Empero, como estos vicios coexisten con las virtudes de ingenuidad y

bondad que teórica y prácticamente les concede, reafir» ma su actitud creadora y repite que el título yla función

del gobierno español ha de consistir en conservar las virtudes de los indios y enseñarles lo que temporal y espiritualmente les falta. Insiste en su anterior parecer,

que juzga ser cada vez más útil y necesario. Cree firmemente en el éxito histórico de su proyec— to, porque la blandura de cera de los indígenas permite

41

imprimirles formas civiles que no hallan el obstáculo de vicios anteriormente arraigados. Nuevamente expone

rasgos del gobierno sencillo que ha ideado y lo enraiza en un ferviente optimismo cristiano; asimismo, pien—

sa que en la naciente Iglesia se obtendrá la pureza de

costumbres perdidas entre los europeos víctimas de la ambición, la soberbia y la malicia. En defensa de posibles objeciones fundadas en la impracticabilidad de su plan por la bondad humana que exige, contesta detallando la estructura familiar del proyecto, de acuerdo con la base de la Utopía y su finalidad de paz. Antes resuelve el punto de Derecho Natural relativo al respecto debido a las jurisdicciones indigenas, estimando que con perfeccionarlas no se las lesiona. Piensa también que mediante su programa se realizan también fines espirituales y temporales que no son entre si incompatibles. A otra posible duda, derivada de la calificación de esta gente como bárbara e incapaz de tal policía, respon—

de con citas de San Juan Crisóstomo y San Ambrosio sobre el amor de Dios hacia los pobres y miserables. Entre los europeos es dificil la depuración, porque ca— recen de la sencillez e ignorancia de los indios. Espera que no faltará a la obra el auxilio de la gracia divina. Remite la traducción que ha hecho de ciertos pasajes del libro H de la Utopía, donde Moro, a manera de diá— logo, resuelve varias dudas. Finalmente, se disculpa de sus repeticiones, que dice están encaminadas a lograr la

debida atención para su plan. En resumen: el anhelo de un mundo perfecto, sen—

cillo y la esperanza de restaurar la perdida virtud de la

42

Iglesia son, en la mente de Quiroga, los impulsos primordiales de la obra civilizadora española. Un método simple y eficaz —la Utopía— servirá para conservar las admiradas cualidades de sencillez de la vida indígena y para perfeccionarlas hasta aquellos limites ideales. La fe humanista, en este vasto proyecto, orienta a la civiliza— ción del Nuevo Continente e infunde a la empresa un

excelente rango moral.

III

En el parecer examinado se vislumbra la impaciencia prác—

tica que se adueñó de Quiroga cuando maduraron sus ideas acerca del modo de organizar la vida americana. En el mismo periodo de 1531 y 1535, sin esperar la decisión general que había solicitado de España, comenzó,

dentro de la esfera de acción que le permitía su carácter de oidor de México, la obra experimental.

A dos leguas de México, sacrificando para ello —se— gún la opinión más generalizada— buena parte de sus salarios, compró ciertas tierras y fundó su primer hosf pital—pueblo, llamado Santa Fe. Poco después, en 1533,

va como visitador a Michoacán y en el sitio llamado Atamataho funda otro hospital análogo, con el mismo nombre. En 1537 fue electo obispo de Michoacán y continuó su actividad organizadora, creando otros centros hospitalarios, aunque no de la importancia de

los antes señalados. También practicó en su diócesis la instrucción de los pueblos en diferentes industrias para

cnlazarlos por medio de la necesidad del intercambio. 43

En su vejez, sin haber abandonado su preocupación creadora, redactó las magníficas Ordenanzas para el go—

bierno de ambos hospitales de Santa Fe de México y Michoacán, las cuales mandaba cumplir posteriormen— te en su testamento del año 1565.

En dichas Ordenanzas es donde más claramente se per— cibe la influencia de la Utopía de Moro. Quiroga olvida el ámbito continental que en los primeros tiempos quiso

dar a la aplicación de esta obra. Concentrado en las ins— tituciones creadas por su esfuerzo personal, se limita a

adaptarlas al admirado orden del humanista inglés, con fidelidad minuciosa. No se advierte otra alteración que

la deriva de la reducción numérica, pues la isla de Uto— pos contenía, según Moro, 54 ciudades; Quiroga pensó también en grandes pueblos en un principio, pero ahora se ve obligado a ceñirse a la realidad, bastante menor, de

los dos núcleos sociales por él organizados. Comparemos la Utopía y las Ordenanzas en sus prim cipios esenciales.

a) Organización comunal; familias; campo y ciudad; distribución de frutos MORO: lib. 11, caps. l, 2. Influido por Platón, establece

el derecho comunal: en el reino de Utopos no hay pro— pietarios, sino usufructuarios de los bienes. Las familias

se componen, por lo menos, de unas cuarenta personas entre hombres y mujeres, más los sirvientes; abarcan parientes de todos los grados; obedecen al varón más anciano y a la matrona de la casa; las mujeres acatan

44

las órdenes de los maridos; los hijos las de los padres y los mozos las de los ancianos. La mujer que se casa

pasa a la familia del marido. En casos de sobrepobla— ción se forman nuevas colonias. Moro autoriza el despo— jo de los pueblos inferiores y holgazanes que no saben

dar el rendimiento suficiente a sus tierras. Cada familia tiene un huerto donde cultiva flores y hortalizas. las casas son sencillas en el exterior, limpias, sin cerrojos. Cada diez años, por sorteo, se efectúa una mudanza ge— neral de habitaciones.

Las poblaciones urbana y rural no se consagran per— petuamente a sus respectivas funciones. Moro se aparta

de la división de oficios aceptados por Platón; estable— ce que todos los utopienses, sin excluir a las mujeres, aprendan desde su niñez la agricultura, acudiendo a presenciar el trabajo de los adultos, y algún otro oficio mecánico: tejedores, herreros, hilanderos, etc. Esta do—

ble enseñanza permite que todos los ciudadanos vayan sucesivamente al campo por periodos de dos años, des pués de los cuales tienen derecho a retornar a la ciu-

dad. La finalidad es que no se hastíen del trabajo rural aquellos a quienes desagrade; pero si alguuos colonos prefieren la vida del campo, pueden, con licencia, per-' manecer en ella. Los colonos rústicos cultivan la tierra,

crían ganado, procuran abastecer de leña a las ciudades y de materiales de construcción. Siembran trigo para hacer pan; lo que les sobra es repartido gratuitamente a los pueblos vecinos. De las ciudades se envía a las aldeas todo lo que éstas necesitan. Muchos campesinos acuden

a la ciudad cada mes para recrearse. Al mercado central, donde los artesanos depositan los objetos provenientes

45

de su industria, van los jefes de familia a demandar lo necesario, sin pagar nada, pues de todo hay abundanu cia. Nadie pide más de lo que necesita. La distribución

general de los productos entre las ciudades la hace el Se nado sin mezcla de interés alguno. El sobrante se vende a extranjeros a precios moderados.

En el tiempo de la siega, se solicitan de los inspecto» res los hombres necesarios; estas labores que demandan gran número de brazos, no son atendidas únicamente por las familias rústicas, sino por todo el común. QUIROGA: dispone de modo genérico, al igual que

Moro, que las tierras de los hospitales—pueblos permav nezcan en calidad de bienes comunales. Cerca de las casas pueden tener huertos en particular para su rea creación y ayuda de costa, pero sólo con el carácter de

usufructuarios. Por causa de muerte o ausencia larga sin licencia, pasa el derecho a los hijos o nietos mayores

casados, por su orden y prioridad. En defecto de estos herederos, suceden en el usufructo los más antiguos ca—

sados y mejores cristianos. Vasco de Quiroga advierte que cosa alguna de raíz así del Hospital como de los huertos y familias, no puede ser enajenada nunca, por—

que se perdería la buena obra y limosna de las personas miserables remediadas: …y no se podría por largo tiempo sustentar, ni conservar esta Hospitalidad... apropiándolo cada uno para si lo que

pudiese, y sin cuidado de sus próximos, como es cosa verº símil que seria, y se les suele hacer por nuestros pecados, y por falta de semejante policía y concierto de República, que es procurar lo propio y menospreciar lo común que

es de los pobres. 46

Las familias urbanas viven en el hospital en edificios

amplios donde moran juntos abuelos, padres, hijos, nietos y bisnietos; en general, todos los de un linaje, descendiente por la línea masculina, hasta ocho, diez o doce casados por cada familia. Este término corres

pende, por lo tanto en el proyecto de Vasco de Quito ga, como en el de Moro, a un concepto extenso. Los

matrimonios se celebran contando los varones más de catorce años y las hembras doce. Preside la parentela el más antiguo abuelo y debe ser obedecido por toda la familia; las mujeres han de someterse a los maridos, los descendientes a los ascendientes, los menores a los

mayores de edad. El jefe de familia responde de los ex— cesos y desconciertos de ella; impone la disciplina, y su negligencia es corregida por el rector y los regidores del Hospital; incluso puede ser sustituido por otro familiar más hábil, como parecer del rector y los regidores. Además de los precios utopienses comunal y fami— liar, acepta Quiroga la rotación o turno entre la pobla» ción urbana más rústica. Con este fin dispone, siguien—

do a Moro, que cada habitante del Hospital aprenda algún oficio útil, como el de tejedor, cantero, carpinte— ro, albañil, herrero y, además, todos, el oficio de la agri— cultura, desde la niñez. Para este último efecto, después de las horas de doctrina, los niños son sacados por su

maestro al campo en tierra cercana a la escuela, donde cultivan una o dos horas a manera de regocijo, juego y

pasatiempo. Se les rebaja este tiempo de la enseñanza de la doctrina, pues “esto también es doctrinay moral de buenas costumbres”. Todos deben tener coas o instru— mentos de labor:

…y lo que labren y beneficiaren sea para ellos mismos, que beneficien y cojan todos juntos, en que se enseñen y apro-

vechen, y repartan después de cogido todo entre si, no como niños, sino cuerda y prudentemente, según la edad, fuerzas y trabajo y diligencia de cada uno, a vista y parecer de su maestro, con alguna ventaja que se prometa y dé a quien mejor lo hiciere. las niñas —Quiroga, al igual que Moro, las incorpora al trabajo social— aprenden oficios mujeriles necesarios

para si y la república: obras de lana, lino, seda y algo dón; lo necesario y accesorio al oficio de telares, y hen— dan a la vuelta en sus casas y familias.

La población adulta atiende a las labores de artesa— nía urbana y las agrícolas, de las familias del hospital salen por turnos bienales personas para residir en las estancias y familias rústicas. En cada familia campesina viven cuatro o seis casados que cultivan, crían ganados y

aves. Uno de ellos, el más, es el principal a quien obede cen los demás. El turno de dos años puede prolongarse si voluntariamente quieren permanecer los vecinos en

el campo, obtenida la licencia del rector y los regidores. Vigila las familias rústicas un veedor general, quien avi»

sa a dichas autoridades de todo lo conveniente; puede residir con su familia en el hospital. Al mudarse los casados de la estancia, permanece el más hábil o antiguo en el cargo de principal, para instruir a la nueva promo—

ción: “y así vayan siempre de remuda en remuda de dos en dos por sus tandas, por los casados de las familias urbanas de el, a residir en las dichas familias rústicas del

campo”. En todo lo expuesto es fácil reconocer la huella de Moro seguida fielmente por Quiroga. 48

Asi como existen huertos particulares tenidos en usufructo junto a las casas del pueblo, hay en cada estancia un gran huerto para cultivar árboles frutales, hortaliza, lino, cáñamo, trigo, maíz, cebada. Este huerto

es atendido especialmente por las familias rústicas. Pero en lo que respecta a las grandes labores comunales, del mismo modo que Moro, Quiroga establece: Todas las otras sementeras grandes, que todo el común las ]abrare dentro del sitio de cada estancia, el mesmo común de los dichos Hospitales las habéis de ir a labrar, desverbar, y coger en sus tiempos, y los dichos estancieros las han

de guardar y beneficiar y mirar por ellas, de las cuales todas han de haber su parte en el repartimiento y distribu» ción los dichos estancieros como los otros moradores del hospital. Es decir, las familias rústicas cultivan los huertos; mas

las grandes labores son atendidas en las ocasiones ne— cesarias por el grueso de la población trabajadora, que en tales casos va de la urbe al campo. Los estancieros

deben, empero, cuidar y vigilar estos cultivos.

'

Las familias son conducidas a las labores comunales por los padres de ellas o los sustitutos, quienes vigilan el

trabajo; los padres están exentos del esfuerzo corporal, pero darán el ejemplo poniendo algunas veces la mano en las obras para animar a los otros. En lºs casos en que se repara una casa de familia, una iglesia 0 edificio,

todos los vecinos deben ayudar con gran voluntad, sin esconderse.

Cuando las familias rústicas carecen de ocupación, sacan piedra, cortan madera, cogen grana cochinilla u 49

orchilla donde se diere, hacen casas y obras convenien— tes para oficios y necesidades del Hospital y familias de él. Cada año se siembra el doble de lo necesario, para fines de reserva, o al menos un tercio más. El sobran— te no se enajena hasta haber seguridad de que el año

próximo no será estéril. Por lo que respecta a las normas de distribución

de los productos, Quiroga no es menos decidido que Moro: los frutos del trabajo común se reparten entre todos, según lo que cada uno por su calidad, necesidad, manera y condición lo hayan menester para si y sus fa»

milias, “de manera que ninguno padezca en el hospital necesidad”. Podía ordenarlo Quiroga así, porque el tra, bajo en sus hospitales era común, igual y moderado en extremo. Exigir solamente un esfuerzo tolerable (expli—

caremos después las condiciones), y dar a todos lo sufí, ciente para su consumo, eran las normas de la felicidad social de esta república. Los frutos excedentes de los hospitalespueblos se destinan, en las constituciones de Quiroga, a mantener a los indios pobres acogidos al Hospital, los huérfanos, pupilos, viudas, viejas, enfermos, tullidos, ciegos. Final— mente, se tienen otras obras pias y remedio de necesitados que no se incluyen en lo anterior. Como Platón y Moto, persigue Quiroga con este or-

den politico comunal una finalidad ética: hacer posible la virtud y el concierto en la república; explica así su

mira: ...viváis [los indios] sin necesidad, y seguridad, y sin ocio-

sidacl y fuera del peligro e infamia de ella… y en buena

policia y doctrina cristiana asi moral y de buenas costum— bres, como espiritual de vuestras ánimas.

En otro párrafo añade: “Habéis de ser en este Hospital todos hermanos en Jesucristo con vínculo de paz 3: am"dad, como se os encarga y encomienda mucho”.

b) Oficios útiles; moderación de las costumbres; jornada de seis horas

MORO: caps. IVvD(. Los oficios manuales que no son de inmediata utilidad no se ejercen en Utopia, pues las costumbres sencillas, la moderación en los trajes y

adornos, descartan todo trabajo destinado al lujo. Los vestidos son siempre de igual forma, propios para protegerse del frio o del calor, sin más diferencias que las que denotan el sexo y el estado civil. las mujeres, por

ser más débiles físicamente, se ocupan en hilar lino o cáñamo; los hombres, en faenas pesadas. Los vestidos se hacen en casa. Los niños aprenden el oficio de sus padres de un modo natural, pero si demuestran aptitudes distintas pueden dedicarse a otras faenas. El número de oficios que pueden aprender no es limitado y ejercen el que más les place, salvo si falta gente para algunos

trabajos útiles a la república y los magistrados disponen lo conducente para el remedio. La misión más imporr tante de los sifograntes o jefes de treinta familias, es vigilar las oficinas y talleres e impedir la pereza. Los utopienses

no son esclavos del trabajo. La jornada es de seis horas: tres antes de la comida del mediodía y las demás

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horas después de ésta. El reposo pueden emplearlo en lo que a cada cual plazca, con tal de no vagar ni embria— garse. Los obreros acuden en las horas libres a instruir se, pues la república de Moto es esencialmente culta. Si alguno demuestra cierta aptitud y dedicación para la sabiduría, es absuelto de la obligación del trabajo manual; pero si fracasa científicamente volverá a él. Se detallan los regocijos, juegos y demás honestos entretenimientos de los ciudadanos.

Piensa Moro que podría objetarse que son insufi' cientes las seis horas de trabajo manual para atender las necesidades de la república. Responde que en las otras naciones hay mucha gente que no hace nada: mujeres, eclesiásticos, frailes, ociosos, ricos, propietarios, gentiles hombres, señores, pillares, libertinos; de suerte que en

una sociedad donde todos —incluso las mujeres— trabar jen, y el trabajo se destine a fines útiles exclusivamente, puede la jornada individual disminuir sin detrimento social. En Utopia sólo los magistrados y10s sabios están exentos de los oficios manuales; pero ocurre que aqué— llos, por vía de ejemplo, no utilizan esta dispensa. Cuando los trabajadores no tienen ocupación, van a común a emplearse en obras útiles, como reparar caminos. El gobierno no procura empresas superfluas, para

no disminuir el descanso destinado por los operarios al estudio y al cultivo de los sentimientos morales.

El oficio de carnicero lo desempeñan esclavos a fin de que los ciudadanos no pierdan la sensibilidad. Los enfermos son atendidos por los magistrados en grandes

hospitales. las familias se reúnen a las horas de comer en recintos comunes; los servicios poco decentes quedan a 52

cargo de los esclavos. Pueden los ciudadanos viajar previa licencia, pero en los sitios donde son acogidos, a fin de evitar la holganza, trabajarán en lo que se les ordene.

Moro expone la filºsofía moral que ha de presidir la r6pública. Quiroga, en este punto, se limita a la tradi— ción cristiana. Lo propio ocurre en los problemas reli—

giosos; Moro llega a establecer el principio de toleran— cia. Quiroga se Preºcupará por desterrar la idolatría y afianzar la religión católica entre sus indiºs.

En el cap. VII, Moro amplía lo relativo a los esclavos () servidores forzados que admite en su república. No son los aprehendidos en la guerra, ni los hijos de es clavos de la isla o de otra nación; sino los delincuentes

y condenados a servicios forzados o los que el Senado hace venir de otros países por un estipendio para ocuf

parlos en faenas viles. No Sigue a Platón en cuanto a la comunidad de mu» jeres; mucho menos Quiroga, quien combate la poliga—

mia indígena. Finalmente Moto detalla el ceremonial de las fiestas religiosas.

QUIROGA: acepta el ideal de una sociedad morigera» da, enigma de lujo y, por ello, exige que los oficios sean

útiles. Del mismo modo que Moro hace recomendado» nes detenidas acerca de la sencillez y la limpieza de los trajes de sus indios: “blancos, limpios y honestºs, sin

pinturas, sin otras labores costosas y demasiadamente curiosas". La diferencia que admite también por razón del estado civil: las dºncellas pueden ir con la cabeza des cubierta y las casadas con manto. Acepta otro principio importante: la jornada de seis horas en los oficios y en 53

la agricultura, de suerte que por semana resulten dos

a tres dias de trabajo de sol a sol. El rector y los regidores del hospital dispondrán los trabajos. Siendo tan moderada la faena, exhorta a los vecinos de hospital para que acudan de buena voluntad y no la rehúsen, ni se escondan como lo suelen hacer, salvo por causa de enfermedad u otro impedimento legitimo. Razona que todo es y se ordena para ellos y su utilidad espiritual y corporal. Ya hemos anticipado igualmente que las mua jeres han de trabajar. En los Hospitales existirán depósitos para custodiar

los frutos sobrantes; cubiertas las necesidades y prevista la cosecha del año entrante, pueden venderse. El precio se deposita en un cofre grande de tres llaves: una tiene el rector, otra el principal, otra el más antiguo regidor. Las cuentas serán anuales.

Finalmente, Quiroga permite que por via de recrea— ción, y previa licencia, vayan algunos vecinos del Hos»

pital a las familias rústicas y en ellas se les dé de comer por el tiempo de la licencia, pero ayudarán en lo que se ofreciere estando sanos. En cuanto a las fiestas religiosas, dispone que se celebren las de la exaltación de la Cruz, San Salvador, Asunción, San Miguel y otras. Habrá una sala grande para que coman juntos y se regocijen los vecinos en pascuas y festividades. El gasto

será de cuenta de lo común y los manjares abundantes, nada curioso ni defectuoso. Se turna entre las familias el cargo de aparejar estas comidas. En el hospital de Quiroga no existen esclavos. Ordena la construcción de una enfermeria grande, con salas distintas para en—

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fermos contagiosos y los que no los son. Un mayordo mo y un despensero atenderán la hospitalidad, para la

cual se dan los frutos mejores. El ideal de cultura no falta del todo en el proyecto de Quiroga; existe un colegio para la instrucción cristiana y moral de los indios.

c) La mgístratura familiar y electiva MORO: capítulo III. Nuevas y definitivas coincidencias se observan en esta materia entre la Utopía y las Ordenan— zas. Establece aquélla un doble orden de jerarquías: unas

de base familiar, otras populares, pero con restricciones que las apartan de la votación universal directa. Hemos dicho que las familias obedecen al más ancia— no; cada grupo de treinta familias elige anualmente un magistrado o sifogmnte; diez de éstos, o sea trescientas familias, dependen de un tranibaro o protophylarco. Los utopienses son presididos por un magistrado general que se elige de la siguiente manera: las ciudades divididas en cuatro barrios escogen de cada uno de éstos un ciudada— no que presentan al Senado, y de los cuatro candidatos seleccionados los sifograntes eligen al que ha de ejercer

la presidencia. La elección es por escrutinio secreto. El cargo de presidente es vitalicio, pero los electores pue— den destituirlo si propende al despotismo. El cargo de los tranibaros es anual, cabe la posibilidad de que conti— núen si su gestión es apropiada. Cada tres días los traniboms se reúnen en consejo

con el presidente; delibetan acerca de los negocios del Estado y juzgan de las pocas cuestiones personales que 55

haya. A este consejo tienen derecho de asistir dos sifograntes. No se toman los acuerdos en la misma sesión en que se presentan los proyectos, sino en la que se celebra

tres días después. Así se garantiza la meditación y se impiden las sentencias precipitadas, pues los hombres prefieren sostener una idea falsa antes que retractarse.

Además, la presencia de los sifograntes impide que el pre sidente y los traniboros opriman al pueblo o muden la forma de gobierno. Las cuestiones arduas se someten al parecer de todos los filamos o sifograntes que han de deli—

berarlas con las familias de su dependencia, y asentados sus juicios por escrito, los envían al Senado. En casos de suma importancia se reúne el consejo de la isla.

Todo el sistema responde a una modalidad democrá— tica, pero sin prescindir de magistraturas de raíz familiar que sirven para la fiscalización del órgano de gobierno. QUIROGA: en sus familias hemos visto que existen je»

fes ancianos que las dirigen o padres de ellas, los cuales representan a grupos de varios matrimonios. Aparte de esta jerarquía primaria, existen regidores y un principal.

Para elegirlos, divide a todos los pobres del Hospital en cuatro cuadrillas que designan a cuatro candidatos; los padres o jefes de las familias eligen de entre éstos, por votación secreta, uno o dos, que ejercerán los cargos de principal de tres a seis años. De la misma manera eligen a los regidores, en número de tres o cuatro, y l a

duración de su función es anual: “de manera que ande la rueda por todos los casados hábiles”. El principal y los regidores designan a su vez a los demás oficiales necesarios para el gobierno del Hospi— tal. Se juntarán cada tercer día, y asistirán dos padres 56

de familia en lugar de jurados, que representan a todos los pobres del Hospital y procurarán que no sean per— judicados.

El principal es la autoridad que sigue inmediatamen» te a la del rector en orden de jerarquía. Sea manso, su— frido, y no más áspero y riguroso que lo conveniente. Procure ser amado más que temido. Nadie procurará los cargos, pero los elegidos pueden ser obligados a desempeñarlos. El principal y los regidores tienen la facultad de nombrar por sus tandas y remudas a los que han de ir a residir en las sentencias 0 familias rústicas. En general, este ayuntamiento mira por el bien común del Hospital, estancias, términos y obras comunes de él, conforme a

las Ordenanzas y los demás que les pareciere convenir, no yendo contra ellas, siempre con acuerdo al rector. Nótese que aunque Quiroga respeta el sistema de la Utopía, no deja de emparentar el gobierno de los Hos pitales en su terminología y aun en funciones como la

de los jurados, con el régimen de los ayuntamientos o concejos españoles.

Dispone, siguiendo literalmente a Moro, que los acuerdos no los tomen en la primera reunión, sino pasados dos o tres días, “porque acontece que después de haber votado se trabaja más en sustentar su voto cada

uno que en lo del pro y bien de la República”. De sus acuerdos den parte al rector; anualmente, por lo menos, visitarán los términos y las tierras del Hospital y renova— rán los mojones; conserven también las escrituras para evitar litigios.

En caso de que surjan pleitos entre los pobres 0 vecinos, el rector y. los regidores averigúen la verdad, 57

llanamente, sin ir ante el juez; y sométanse aquellos al fallo, pues les conviene más que pleitear.

En el orden penal admite la facultad de expulsar al malo o escandaloso incorregible, al borracho o pereza so. El principal y los regidores, con parecer del rector,

podrán decretarlo. Téngase presente que padres de familia, regidores y

principal son todos indígenas. El rector, que representa la función de tutela, es un eclesiástico español. Hemos civ tado también el testamento de Quiroga en este aspecto.

IV

El cotejo efectuado demuestra, sin posibilidad de duda,

la hermandad espiritual de la Utopía con las Ordenanzas del obispo michoacano; añádase la repetida confesión de éste, en el parecer de 1535, en el sentido de que la

obra de Moro fue “dechado” de donde tomó la suya. No obstante, dicha fuente ha permanecido olvidada y se ha interpretado la organización de los Hospitales—pueblos como creación original de Quiroga. Al incorporar el proyecto a su ámbito cultural y relacionarlo no sólo con la U tapia, sino con la actitud renacentista que en último

termino lo inspiró, no naufraga el mérito de don Vasco. No podremos pensar, ciertamente, que su obra fue fruto

de inspiración individual; mas quedan aclaradas hi5v tóricamente su intención y la grandeza del propósito. Subsiste, además, la fervorosa e ingenua voluntad con

que quiso aplicar prácu'camente lo que había nacido en su origen como comentario ideal. ' 58

Por lo que respecta a la suerte de los Hospitalespue— bios, los historiadores mexicanos aceptan comúnmente un desarrollo feliz; Quiroga, el primero, se mostraba satisfecho en su marcha en el testamento de 1565; en

el siglo XVIII, habla Moreno de su perduración; Riva Palacio admitía en el siglo XD( la veneración de que go zaba aun el nombre del obispo entre los indios michoa— canos; León, últimamente, habla con entusiasmo de la

subsistencia de las fundaciones. Todo ello es posible; mas el esfuerzo de don Vasco no debe olvidarse, tenía

por objeto crear la humanidad mejor anhelada: ¿sere' mos los americanos los justos y pacíficos utopienses del ideal renacentista?

LA ACTITUD DOCTRINAL DE VASCO DE QUIROGA ANTE LA CONQUISTA Y COLONIZACIÓN La segunda Audiencia de México, nombrada en el año de 1530, trajo, entre otras instrucciones y cédulas rea— les, una que prohibía la esclavitud de los indios. Estaba fechada en Madrid, el dia 2 de agosto de aquel año; en

su parte expositiva el emperador don Carlos y su madre doña Juana decían que, desde el principio del descubri— miento de las islas y tierra firme del mar Océano hasta

entonces, se permitió, si algunos de los indios no que— rían admitir la predicación de la fe católica y resistían con mano armada a los predicadores de ella, que se les hiciese guerra y los presos fuesen esclavos de los españo—

les que los prendiesen. También se había dado licencia a los cristianos espa— ñoles para que pudiesen rescatar y haber, de poder de

los indios, los esclavos que éstos tenían, asi tomados en las guerras que entre si libraban como hechos de acuer— do con sus leyes y costumbres. La codicia desenfrenada de los conquistadores y otras. personas que procuraron hacer guerra y cautivar a los indios, aunque estuviesen de paz, había causado gran daño a la población de las Indias y a los naturales, que no hacían cosa alguna por donde mereciesen ser esclaf vos ni perder la libertad que de derecho natural tenían. 61

Visto en el Consejo de las Indias y consultado con el Emperador, fue acordado para el remedio que, en ade—

lante, hasta tanto que expresamente no se revocara o suspendiera lo contenido en esta carta real, ninguna persona en tiempo de guerra, aunque justa y mandada hacer por la Corona, fuese osada de cautivar a los indios ni tenerlos por esclavos. Quedaban revocadas las licenv

cias dadas anteriormente para prender o cautivar indios. En cuanto al rescate de los esclavos que los indios te» nian por tales, se prohibía igualmente hacerlo en adelante. Los esclav0s que poseyesen los conquistadores y po

bladores, dentro de los treinta días siguientes al pregón de la cédula, serian manifestados ante la justicia y se haría una matrícula y libro para que se supiera los que verdaderamente eran esclavos y en el futuro no se ha rían más.

Esta cédula heria gravemente los intereses de los es-

pañoles radicados en las Indias, y los cabildos y vecinos de Nueva España elevaron quejas clamorosas al Empe— rador. Solian razonar que, sin contar con el premio de los esclavos, los españoles no irían a sofocar las rebelío

nes de los indios ni tomarían parte en las empresas de nueva conquista. Las expediciones eran sustentadas a costa de los soldados, y ninguno expondría su perso

na y bienes si faltaba la esperanza de una recompensa. Asimismo les parecía injusto que los esclavos reputados por tales entre los indios no pudiesen adquirirlos los españoles.

La legislación de Indias era de naturaleza casuísú' ca, y así como los razonamientos de los antiesclavistas impresionaron al rey y a su consejo, cuando se expidió 62

la cédula de 1530, los argumentos presentados por los partidarios de la esclavitud dieron por fruto que en To

ledo, el 20 de febrero de 1534, Carlos V derogara la prohibición anterior y autorizara de nuevo el cautiverio en guerra justa y el rescate de los indios esclavos, bajo ciertas reglas.

Se explicaba en el proemio de la nueva ley: …et agora somos informados de muchas e las más principales partes de las dichas Indias, por cartas e relaciones de dichas personas que tienen buen celo al servicio de Dios e nuestro, que de la guarda e observancia delo contenido en la dicha nuestra carta [de 1530] e de no se haber fecho es clavos en guerras justas, se han seguido más muertes de los

naturales de los dichos indios e han tomado ellos mayor osadía para resistir a los cristianos e les hacer guerra, vien— do que ninguno de ellos era preso ni tomado por esclavo como antes lo era, e nuestros súbditos cristianos, viendo

los daños, heridas e muertes que recibe e que de los matar

a todos ningún beneficio reciben, ni dejan en los pueblos haciendas para enmienda de sus gastos e daños, temen la dicha guerra e la dejan de hacer por les haber prohibido lo que de derecho e por leyes destos nuestros reinos está permitido.

lin cuanto a los esclavos de rescate, reconocía el Empe»

rador que, si permanecían en poder de los amos indios, quedaban en la idolatría, y si los españoles los rescata— ban, eran doctrinados y los cristianos se sostenían mejor en la tierra.

Habiendo considerado el Consejo de Indias unas y otras razones, resolvió y decretó que en las guerras jus» tus, hechas por mandado real o de las personas que

63

tuvieren poder para ello, los indios que se prendieran podrían ser esclavos y contratarse como habidos en bue— na guerra, pero no habían de ser sacados a vender fuera de las Indias. Las mujeres y los niños menores de 14 años no serian cautivados; servirían como naborías en

las casas y otras labores, como personas libres, recibiendo mantenimiento y otras cosas necesarias.

En lo tocante a los indios de rescate, se veria en los pueblos la matricula; serian herrad05 los que resultaran legalmente esclavos, y se podrian rescatar y contratar, en algunos casos aun sacándolos con destino a las islas y otras partes del continente. Como los indios se hacían

esclavos entre si por causas livianas, sólo se aprobarían las que fueran conformes al Derecho y leyes de los rei— nos españoles, no permitiéndose la esclavitud en los demás casos.

La Segunda Audiencia de México había actuado a favor de la prohibición de la esclavitud. Al llegar la orden de 1534, vio desautorizada por completo su política y los oidores se aprestaron a representar a España el daño que resultaría de la nueva concesión del cautiverio y el

rescate de los indios. Entre las plumas que se agitaron en esta ocasión, fi-] gura de manera prominente la de don Vasco de Quito… ga, quien escribió una larga e interesante información en Derecho, el 4 de julio de 1535, en la que abogaba¿ porque se restableciera la prohibición del año de 1530.º

Este documento es la fuente más valiosa de cuantas conocemos para estudiar el ideario de Quiroga ante los* delicados problemas que planteó la conquista y coloni—

zación de España en las Indias. 64

La conquista del Nuevo Mundo era una acción his tórica; pero repercutía en la conciencia de los españoles

como un problema grave de teología y Derecho. Desde el principio, hubo a favor del dominio de los

reyes el titulo representado por las bulas de Alejandro VI. Sin embargo, los críticos que todavia conceden a la do— nación papal una eficacia absoluta dentro del Derecho de aquella época, no reparan en que los grandes debates doctrinales sobre la soberanía de España en las Indias no

anteceden sino que suceden a la expedición de los do cumentos vaticanos. Que las naciones extranjeras dispu—

taran a España el valor del encargo papal es cosa muy explicable. Pero que los teólogos y letrados españoles cri_

timran su alcance y formularan variadas interpretaciones parece mostrar, a las claras, que no adstia la unanimidad ni la fuerza intocable que los autores del siglo XD( atribu» yeron a las bulas de Alejandro. Si deseamºs orientamos ante la significación verda— dera del problema de los titulos españoles a las Indias,

no podemos prescindir de las teorías emitidas entonces por quienes examinaron la cuestión. Juan López de Pa— lacios Rubios, consejero de los Reyes Católicos, es uno de los primeros en afrontarla integramente. Reconocía a las naciones indias su derecho natural a la libertad,

bienes, jerarquías y potestades; pero teniendo en cuen» ta su carácter de pueblos infieles, recordaba que, según

la doctrina suscrita por el Ostiense, canonista del siglo XIII, al advenimiento de Cristo habian sido revocadas

las jurisdicciones de los infieles y pasaron a pertenecer a la curia romana, la cual, en un momento dado, po-

día exigir el ejercicio de la soberanía. España había sido 65

encargada por Alejandro VI de esta misión y si los in— dios la resistían, daban motivo a una guerra justa por parte de los españoles, y en consecuencia los vencidos podrian ser reducidºs a la esclavitud. En cambio, si

oían la predicación de la fe y obedecian las intimacio nes de los capitanes españoles, conservarían su libertad y propiedades y seguirían siendo nobles o caciques los que gozaran de tal rango con la sujeción a España. La primera crítica importante a esta tesis, que predo— minó en los consejos reales de España durante la etapa inicial de la conquista se debió al cardenal Cayetano, quien supo distinguir entre los infieles agresores y ene

migos de la cristiandad y los que vivían apartados de los pueblos de Europa sin agredirlos, cuya infidelidad era, según la terminología de la época, de pura negación. En consecuencia, los sarracenos podían ser objeto de guerra justa; pero los indios descubiertos en el Nuevo Mundo habían de ser tratados de distinta manera. Esta fue una de las bases teóricas que aprovechó Las Casas para fundamentar su gran campaña en contra de las guerras que hacían los españoles a los indios. Rechav 26 la doctrina del Ostiense, seguida por Palacios Ru-, bios, y afirmó que el encargo papal sólo autorizaba a los' reyes de España a evangelizar, mas no a exigir forzosa— mente la obediencia politica de los naturales. Es decir,

la guerra era injusta y sólo cabía el apostolado pacífico. . Entre tanto, otros pensadores como Mayor yVitoria, '

habian analizado hondamente las bases de la soberanía: imperial y papal, y sus conclusiones, limitadoras de esas, potestades, reforzaban la teoría que afirmaba el respeto debido a la libertad, bienes, jerarquías y potestades de 66

los indiºs de América, y por lo tanto, la elección de la via pacifica para que ingresaran en la Iglesia y en el

vasallaje de la monarquía hispana. Algunos teólogºs, extremando el argumento, llega— ron a afirmar que si los indios, después de ser invitados

a convertirse a la fe católica y obedecer a los españoles, rechazaban la roposición, el único camino lícito que

podía adopta e era dejarlos en su obstinación y de nin— guna manera forzarlos.

Llegábase de esta suerte a una conclusión radical— mente opuesta a la que, en los comienzos de la disputa, había defendido Palacios Rubios. ¿Cuál fue la contribución de Vasco de Quiroga en este magno debate? Veremos en seguida que no aportó innovaciones teóricas fundamentales; pero se aferró a la

penetración pacífica y al abandono de los procedimien— tos de fuerza. Los indios —dice— que no han sido sujetados, no

infestan a los españoles ni resisten a la predicación del Santo Evangelio, sino defiéndense contra las fuerzas, vio lencias y robos que llevan delante de si, por muestras y

ndalides, los españoles de guerra, que dicen que los van ¡¡ pacificar. Obras de la predicación del Evangelio no las ven, con las que, sin duda alguna, vendrían mejor al co— nocimiento de Dios y se allanarian y paciñcarían sin otro

golpe de espada ni lanza ni saeta ni otros aparatos de guerra que los alborotan y espantan, porque “a las obras de paz y amor responderian con paz y buena voluntad, y a las fuerzas y violencias de guerra naturalmente han de

responder con defensa, porque la defensa es el derecho natural y también les compete a ellos como a nosotros”. 67

Esta distinción entre el infiel pacífico y el agresor

se apoyaba expresamente en Cayetano; sin embargo, la esencia del razonamiento de Quiroga no consistía solamente en creer que fuera más conveniente, desde el punto de vista moral y práctico, el método pacífico, sino en que éste no podía frustrarse, “y de esto no se

tenga duda, que evangelio es y no puede faltar y palabra de Dios es, que pueden el cielo y la tierra faltar y ella no y de aquesto hay en esta tierra muchas y muy ciertas experiencias”. Por vía de ejemplo, cuenta que había menos de un mes que llegó a México un padre religioso a tierra firme, donde no había ido cristiano alguno sino

ellos, y predicaron a los naturales y éstos los acogían y oían muy bien y les daban comida y lo que habían menester, de muy buena voluntad, y se convertían y re— cíbían el bautismo sin ser menester fuerza alguna para ello; pero llegaron cristianos en navíos, que atrajeron y

cautivaron a los indios, y el religioso tuvo que huir. La atracción pacífica, argí'1ía Quiroga, es más confor—

me al Evangelio y a la bula papal. Los españoles deben ir a los indios “como vino Christo a nosotros, hacién»

doles bienes y no males, piedades y no crueldades, pre dicándoles, sanándoles y curando los enfermos y en fin las otras obras de misericordia y de la bondad y piedad cristiana, de manera que ellos en nosotros las viesen, consolando al triste, socorriendo al pobre, curando al

enfermo y enseñando al que no sabe y animando al que teme…”. Merced al sistema evangélico, “no digo yo el infiel gentil tan dócil y hecho de cera para todo bien, como estos naturales son, pero las piedras duras con sólo esto se convertirían". 68

Quiroga se acerca así substancialmente

a la posición

de Las Casas, bajo la influencia común de la distinción de Cayetano. Pero en la doctrina de don Vasco hay un ma— tiz que no debe pasar inadvertido: él no admite que el cristiano pueda, en conciencia, dejar al infiel en su esta'

do de perdición espiritual y temporal, sino que debe tratar a toda costa de convertirlo y elevarlo: “No por sola voluntad, sino por una muy fuerte y firme obligación de la bula del Papa Alejandro VI... que me parece que

trae más aparejada ejecución". Aboga por una tutela be— néfica, cuya bondad justifica el derecho a imponerla so bre la independencia absoluta del inñel. Esta deja de ser una prerrogativa respetable cuando impide la obra

pacifica y bondadosa de elevación humana y espiritual del pueblo gentil. Quiroga no tiene, como ocurría por

el contrario a Las Casas, un concepto muy favorable de los caciques nativos; para él son tiranuelos que carecen

de formas razonables de gobierno. De aquí que en última instancia, cuando don Vas

co examina la actitud que debe adoptarse si los indios resisten irracionalmente a la religión y a la cultura de los españoles, diga, con San Pablo, que la Iglesia debe rogar por los bárbaros, “pero no para destruirlos, sino

para humillarlos de su fuerza y bestialidad, y humilla— dos, convertirlos y traerlos al gremio y misterio de ella y al verdadero conocimiento de su criador y de las co— sas criadas. Contra estos tales y para este fin y efecto,

cuando fuerzas hubiese, por justa, licita y santa, sewatis scwandís, tenía yo la guerra, o por mejor decir, la paci-

ficación o compulsión de aquestos, non in destructíomm sad in edificationem”.

De esta manera Quiroga, a regañadientes, se apea

del mismo optimismo evangélico absoluto para consi= derar la posibilidad de una resistencia infranqueable al método de paz. Admite entonces la fuerza, acercándose

a la doctrina de San Agustín acerca de que la compul— sión al servicio del bien ayuda a la libertad del hombre,

porque lo aparta de pecar y de la inclinación a las malas costumbres. El español, comenta don Vasco, no debe ser el juez

de la justa guerra contra los indios, porque es parte. Esa facultad corresponde al papa y al rey. Las costas que ponen los soldados en la guerra son escasas, y obtienen provechos sin que sea preciso esclavizar a los indios. En las ocasiones en que media culpa de parte de los indios, pueden ser castigados los principales; pero no ha de autorizarse el hierro, que iría a ciegas contra tan— tos inocentes. Los indios, repite, no hacen mal sino a quien primero se los hace, porque como dice Séneca en un proverbio: “el buen corazón injuriado contra razón demasiadamente se ayra...". Por último, Quiroga resume de la manera siguiente el sistema que debe emplearse para atraer a los indios,

equidistante de la crueldad bélica y esclavista y del aban— dono selvático del gentil: La pacificación de estos naturales, para los atraer y no es pantar, había de ser, a mi ver, no guerra sino caza. En la

cual conw'ene más el cebo de buenas obras que no inhu— manidades ni rigores de guerra ni esclavos della ni de rescate, si quisiéramos una vez cazarlos y después de cazados convertirlos, retenerlos y conservarlos.

No es extemporáneo recordar que la actitud última del

Estado español ante el problema de la pacificación de los indios, especialmente según se define en las Orde— nanzas de Felipe II del año de 1573, coincide en grado muy notorio con el razonamiento de Quiroga. No por— que se elevara a precepto legal su parecer, sino a causa de que prevaleció la posición media entre la fuerza y el abandono. Quiroga no fue el único que pensó asi. Gregorio López, Mayor, etc., figuran entre los autores que se situaron a igual distancia delos extremos de la disputa. Las restricciones con que Quiroga aceptaba la guerra de los españoles contra los indios explican, por si solas, la conclusión acerca de que los prisioneros de la con— quista no debían ser esclavizados.

En caso de rebelión de los indios que se hubieran sometido ya al vasallaje de España y que apostataran de la fe, tampoco concedía don Vasco la esclavitud, porque

pensaba que la codicia de los españoles fingía que los pacíficos se alzaban, a fin de contar con indios esclavos para las minas, lo cual amenazaba con destruir a Nueva

España, como antes había ocurrido en las islas y tie— rra firme. Los motivos de la cédula prohibitiva de 1530

eran justos, santos y muy verdaderos. El rescate de los esclavos habidos por tales entre los indios tampoco debla ser tolerado. Este tráfico beneficia— ba a los mineros que estaban de paso en Nueva España;

pero perjudicaba a los verdaderos pobladores, porque disminuia la población indígena de la tierra. Favorecia a los caciques, verdaderos tiranos, en perjuicio de los ma—

tehuales o indios comunes que iban a ser vendidos y 71

herrados. El temor al hierro reforzaría la opresión de aquéllos sobre éstos, e impediría que se quejaran, como

ya comenzaban a hacerlo, exhibiendo sus pinturas ante la Audiencia para alcanzar justicia. El antiguo contur— bador Satanás, ahora con esta nueva provisión, todo lo

contaminaba y lo conturbaba. La prohibición del rescate, en la cédula de 1530, fue justa, porque por esta vía se hacían muchos esclavos que

no lo eran. Según Quiroga, todos los indios eran “inge—

nues". Lo sabía, porque conocía en la Audiencia de las causas de libertad, asesorado por cuatro jueces mayores indios, que le decían sus costumbres, y se les aceptaban las buenas y se rechazaban las malas. Entre los indios se usó el alquiler a perpetuidad, pero por él no vendían la persona sino las obras. De ahí la injusticia de que,

por medio del rescate, tal situación jurídica se trocara en la esclavitud europea a favor de los españoles. Qui—

toga llevó a cabo un interesante cotejo de las notas de la esclavitud de tipo occidental con la autóctona, que halló más suave y semejante, como antes se dijo, al alquiler de obras in perpetuam; los nativos no conocieron

el alquiler temporal; admitían la sustitución de persona en el servicio; los alquilados perpetuos no quedaban comprendidos dentro de los casos civiles de esclavitud, sin exceptuar el del hombre que se vende para particia par de su precio, porque eran ignorantes. El esclavo de gente bárbara no era tal en Derecho; las razones porque se daban a servicio los indios entre si eran fútiles. Los alquilados a perpetuidad “tenían e tienen sus casas e

hijos y mujeres y desde allí les acudían y acuden a sus amos con algunos tributillos o con algunas obras o con 72

algunas labores de tierras y sementeras o con algún maíz en poca cantidad…”.

Un bello rasgo cristiano de la protesta de Quiroga consiste en la censura que endereza a la práctica de marcar con el hierro la cara de los indios. El rostro hu— mano, hecho a imagen y semejanza de Dios, según la

doctrina bíblica, era convertido en papel para imprimir los sucesivos letreros a hierro de los compradores.

Tampoco olvidó decir que los indios de rescate eran fieles y cristianos por la mayor parte, y que los que no lo eran estaban prestos a serlo. Además, eran habidos en tierra de cristianos, sujeta a rey tan católico, donde se publicaba, predicaba y recibía sin resistencia la palabra del Evangelio. Los cristianos enseñaban costumbres deplorables a los indios, porque tenían varias mujeres, jugaban, be— bían, etc. Así invalidaba el argumento relativo a que,

al ser rescatados los esclavos por los europeos, serian cristianizados. Sin ello, podía llegar el Evangelio a notia cia de los indios. Quiroga pidió que el indio rescatado

no fuese esclavo, ni herrado, sino que se le considerase como el alquilado perpetuo del Derecho, con facultad de usar sustituto o quedar libre si pagaba su precio, y

que la obligación no pasara a los herederos. Aun asi, temía que los indios no pudieran defenderse si no se quitaba de raíz la ley que autorizaba el rescate.

Obsérvese que, tanto por razones europeas como in— dígenas, Quiroga concluía en todos los casos a favor de

la libertad de los naturales. No podemos detenemos a comprobar la veracidad de la teoría de don Vasco acerca de la esclavitud prehispánica 73

en México, ni tampoco a comparar su alegato con los de otros españoles que escribieron sobre el tema. Pero si es útil recordar que las razones de los antiesclavistas halla— ron eco en la Corte, y que, en las Leyes Nuevas del año

1542, volvieron a figurar los principios prohibitivos, con la circunstancia de que se aplicaron retroactivamente y fueron puestos en libertad, a mediados del siglo XVI, los esclavos indios de Nueva España y otras partes. El prin— cipio general inhibitorio de la esclavitud se mantuvo des— pués, y figura en la Recopilación de las Leyes de Indias

de 1680. Sólo en las zonas habitadas por los indios más belicosos y agresivos, como fueron los caribes, arauca— nos, chichimecas, etcétera, se admitieron las excepciones y se practicó el cautiverio con posterioridad. La esclavitud por rescate, cuando menos en Nueva España, fue detenida también, salvo en algunas zonas fronterizas mal vigiladas; por eso se encuentra comercio de piezas gen— tiles en el Nuevo Reino de León y de apaches en Nuevo México, sujeto con frecuencia a intervenciones protecto

ras de las autoridades superiores. La autocrítica y el humanitarismo ganaron, de esta

suerte, otra batalla importante de la historia de la co lonización. Se deduce de lo expuesto que, si las tendencias abusivas y los principios rigurosos pasaron a

las Indias con los españoles, también vino la doctrina liberal sostenida con empeño por espíritus filantrópicos

y cristianos. La dualidad y los encuentros a que dio oria gen forman la médula de la historia de las instituciones coloniales de Indias. El ideario de Quiroga quedaria incompleto si dejá— ramos de abordar el tema de las encomiendas. Estas, 74

como la esclavitud, derivaron de la conquista, pero en

manera alguna deben confundirse ambas instituciones. Las encomiendas recaían sobre indios de condición legal libre, y por ellas quedaron en Nueva España, en un principio, obligados a prestar servicios personales a sus encomenderos, y después, solamente a pagarles tributos en frutos y objetos industriales. La propiedad de las tierras permanecía en manos del pueblo y de los particulares indios, y el español, para adquirir derechos territoriales, tenía que obtener títulos de merced por completo distintos de los de encomienda. Los abusos se

presentaron en torno de los repartimientos; pero el Es, tado luchó tenazmente para reformarlos, y llegó por fin a suavizar el régimen y a someter sus tendencias de dispersión señorial a la unidad política de la monarquia. Quiroga no adopta, en contra de las encomiendas,

la actitud irreconciliable que sostuvo en el caso de la esclavitud. En la información de 1535, dice que los re— partimientos no debieron implantarse antes de haber dado a los indios “arte y manera y policía de vivir en que se pudiesen conservar y sustentar y hacerse bastan— res y suficientes para llevar adelante la carga que tienen a cuestas...". Este párrafo no parece favorable a los enco—

menderos; sin embargo, sólo censura el momento de la implantación de los repartimientos y no la esencia de éstos. En otro párrafo explicaría Quiroga que la princi—

pal población que había de permanecer en estas partes para la sustentación de ellas sería de la misma naturaIcza, como de la misma madera que es de los mismos indios naturales, haciéndolos tan fieles a Dios y al rey como los españoles, y mejor si se pudiese, y junto con

75

esto, que la guarda y defensa de Nueva España fuese en— comendada a los españoles, a quienes los indios siem—

pre habían de acatar y sustentar como a sus protectores e instructores, por alguna muy buena orden que se les diese, con que todos viviesen contentos y satisfechos.

Esto es: un pais indio, guardado y defendido por españoles, a quienes los naturales acatarian y sustenta— rían, para que cumplieran la función de ser sus protec— tores e instructores, reinando armonía y contento entre todos y fidelidad a Dios y al rey. La tarea de “guarda y

defensa” explica por qué Quiroga creía en la necesidad de que hubiera alguna institución económica que sus» tentara a los españoles. Ese seria el objeto de las enco miendas, las cuales, en último término, asegurarían la obra de evangelización y cultura que adscribía Quiroga

a los españoles en América. Quizás por esto se explica que, en el cuadro que tra—

za Bernal Díaz del Castillo de las sesiones habidas en Valladolid, hacia 1550, para resolver el problema de

la concesión de las encomiendas a los españoles con" derecho a perpetuidad y jurisdicción, Vasco de Quim ga aparece defendiendo el punto de vista de los enco¿ menderos. El parecer original, si llegó a redactarse por] escrito, no ha llegado a nosotros. La disputa terminó,' como es bien sabido, sin que la Corona accediera a lali demandas de los indios.

:

Sólo un tema más, que aparece con insistencia en loli escritos de Quiroga, vamos a mencionar para poner fin; a nuestra plática: la organización de la vida de los indiolº. en ciudades o reducciones donde aprendieran las artell

y oficios, se les predicara la fe y vivieran de acuerdo con 76

una policía elevada. De todas las proposiciones de don Vasco, ésta, que permanece unida a la historia de la in& titución de las reducciones o congregaciones de indios, es la más importante. Examinaremos su significación profunda en la segunda conferencia.

EL HUMANISMO DE VASCO DE QUIROGA El titulo de esta conferencia encamina nuestra atención

a la Italia de los siglos XV y XVI, donde brilla espléndido el humanismo.

No es posible exponer todas y cada una de las gran» des manifestaciones filosóficas, políticas, literarias 0

artísticas de aquella revolución cultural. Recordemos solamente que en Florencia, durante la segunda mitad

del siglo XV, se reconoce que la filosofía platónica es la floración más bella del pensamiento del mundo Anu tiguo. Marsilio Ficino, encargado de la educación de Lorenzo de Médicis, diría que, sin Platón, no era fácil ser buen cristiano ni buen ciudadano.

A los nombres italianos de Pico della Mirandola y Lorenzo Valla corresponden, sin dejar de presentar pe— ruliaridades, los de humanistas de otros paises como Guillermo Budeo, Erasmo, Pedro Giles, Juan Colet, Tomás Moro, etc. La contribución de España no es despreciable. Me—

néndez y Pelayo advierte que, además del platonismo discernible entre los místicos españoles, los teólogos y filósofos escolásticos revelan huellas platónicas, aun ren

conociendo que en la Escuela predominaron siempre la autoridad de Aristóteles y el método y las tendencias peripatéticas. Las figuras de Lebrija, Vives, Alonso y

79

Juan de Valdés representan firmes respuestas españa las a la inquietud del humanismo europeo. Pensemos asimismo en el ascendiente que ejerció Erasmo sobre la

intelectualidad religiosa y laica de España en el siglo XVI y sobre la de las tierras de América, principalmente en

derredor del obispo de México, fray Juan de Zumárraga. Cuando Américo Castro estudia la cultura de Cervantes, destaca “aquel mistico fervor de los humanistas que soñaban con un mundo que se bastase a si mismo, libre de los malos afeites con que lo habían rebozado el tiempo, el error y las pasiones; terso y brillante como al salir del divino y natural troquel”. Este anhelo va de una parte hacia un pasado quimérico, la Edad Dorada o de Saturno, tema que el Renacimiento hereda de la Antiguedad; y de otra a la idealización del presente, por cuya razón se alaba a los niños y sus juegos, el pueblo, sus cantares y sentencias, el salvaje no adulterado por la civilización y la vida de la aldea contrapuesta a la

de la Corte. Fruto político de este ambiente fueron las utopías re nacentistas. Tomás Moro iniciaría la suya con este audaz

pórtico: “¿Qué sería si yo propusiese un gobierno por el estilo del que Platón define en su libro De República o como lo que practican en Utopía, tan diferente de la manera de gobernar nuestra, basada sobre el derecho

de propiedad?”. Campanella no sería menos exigente al trazar el plano ideal de la Ciudad del Sol, donde todas las cosas eran comunes.

No olvidemos que el descubrimiento de América coincidió con aquella intensa agitación del pensamien— to europeo. Un vasto continente lleno de incógnitas

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naturales, poblado por hombres de civilizaciones extra—

ñas a la occidental, debía atraer la imaginación de los utopistas. El azar geográfico brindaba una oportunidad corpórea a sus sueños desbordados, insatisfechos con el pasado quimérico de la Edad Dorada y con las adap taciones convencionales al ambiente gastado y culto de Europa.

La visión humanista constituye todavía un vasto tema por explorar. Moro lee las descripciones de Améri— co Vespucio, y en su Utopía admira los descubrimientos

sorprendentes. El humanista español Juan Maldonado, en una noche del otoño de 1532, se abandona a sus

ensueños desde lo alto de un torreón de las murallas de Burgos, y vislumbra la América recién cristianizada. Los buenos salvajes han adquirido en diez años la más

pura fe ortodoxa. Estaban maravillosamente predispuestos a ella por una existencia paradisíaca, colmada

por la naturaleza, exenta de fraude y de hipocresía. No le inquieta mucho que en las ceremonias no cumpla mi— nuciosamente con todas las exigencias del rito cristiano; los españoles les enseñarán lo que haga falta; pero enfretanto, les pide que conserven intacta su simplicidad y pureza de corazón. Vasco de Quiroga, desde México,

ndoptaría la misma actitud espiritual cuando, en 1535, definía sencilla y felizmente: “Porque no en vano, sino con mucha causa y razón este de acá se llama Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en

gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad prime— ra y de Oro…”. Este asiduo lector de Moro abogaría por la adopción del régimen utópico para ordenar la vida de los indios, situándose en una rara atmósfera política 81

donde el mundo de las ideas se abrazaba y confundía con la realidad. Es lamentable que, al penetrar en la historia de las ideas de Quiroga, desconozcamos el proceso de su edu— cación. Sus biógrafos antiguos y modernos no han podi—

do decirnos qué universidad frecuentó; quiénes fueron sus maestros; cómo depuró su gusto por las lecturas. Don Vasco, según documento recientemente publicado, era licenciado en derecho canónico, pero no en

teología. ¿Dónde entró en contacto con las inquietudes humanistas? ¿Sería en España, acaso por influencia de los egresados de Alcalá de Henares, que gozaban de valimiento en la Corte de Carlos V? ¿0 sería en México,

al amparo de la intimidad del obispo Zumárraga, cuyo erasmismo ha señalado pluma competente? ¿Quiénes protegían a Quiroga en España y le allanaban el camino

para obtener los elevados oficios temporales y eclesiásti— cos que desempeñó? Dejemos abiertas estas interrogaciones que deman—

dan un estudio distinto de las copias y refundiciones predominantes en la bibliografía contemporánea acer-

ca de Quiroga. Tomemos al hombre en el momento en que sus rasgos personales e ideológicos pueden ser

objeto de reconstrucción y sígámoslo hasta los últimos destellos de su pasión humanista. Sabido es que Quiroga vino a Nueva España como

uno de los juristas escogidos para integrar la Segunda Audiencia, a la cual pertenecieron también los licen— ciados Salmerón, Maldonado y Ceynos, y con poste— rioridad, en calidad de presidente, el sabio letrado D. Sebastián Ramírez de Fuenleal. Algunos escritores, mal 82

documentados, han creído que Quiroga fue misionero.

Este nombre corresponde a los frailes de las órdenes que venían a evangelizar, pero resulta impropio aplicar— lo a quien ejerciera funciones de oidor y después fuera elevado a la mitra de Michoacán, es decir, a una digni—

dad perteneciente al clero secular y no al regular o de órdenes. Esto no significa que Quiroga haya dejado de poseer un temperamento religioso y caritativo, ni que su actividad carezca de aspectos apostólicos; mas ta-

les cosas no autorizan a trastocar los conceptos y categorías. Motolinía, Gante, Betanzos y tantos otros forman un grupo definido de misioneros que nadie, en el siglo XVI, hubiera confundido con Quiroga, letrado y obispo. Cuando los oidores arribaron a México, en el año de

1531, les aguardaba una tarea ardua. El pais no estaba libre de los efectos inmediatos de la conquista, consu» mada una década antes, y el ajuste de los elementos es-

pañoles e indígenas ofrecia más de una aspereza, si era juzgado de acuerdo con las normas cristianas y de eleva' da política. La condición de los esclavos, la organización de las encomiendas y corregimientos, el uso de los ta—

memes 0 indios de carga, la regulación de los tributos, el estatuto de los caciques, la fundación de pueblos y ciudades, el gobierno, la justicia, la iglesia y el fisco eran

temas que demandaban esfuerzo y prudencia de parte de los gobernantes. Debía incorporarse a la monarquía española —parcela espiritual y temporal de la cultura de Occidente— una sociedad nueva y compleja, en la que comenzaban a anudarse los lazos entre las razas, que más adelante constituirían la esencia del ser histórico de México. 83

No nos corresponde entrar en las minucias del problema planteado. Es suficiente para nuestro fin, destacar la naturaleza incipiente de aquella sociedad, que no podia ser regida por fáciles modelos tradicionales. La inquietud humanista de Quiroga hallaba cercana la oca— sión de manifestarse.

El 14 de agosto de 1531 escribe al Consejo de Indias que debía ordenar la vida de los naturales reduciéndo— los a poblaciones: ...donde trabajando e rompiendo la tierra, de su trabajo se mantengan y estén ordenados en toda buena orden de policia y con santas y buenas y católicas ordenanzas; donde haya e se haga una casa de frailes, pequeña e de poca costa, para dos o tres o cuatro frailes, que no alcen la mano de ellos, hasta que por tiempo hagan hábito en la virtud y se les convierta en naturaleza.

Deseaba edificar un pueblo en cada comarca; habla eau peranzado de la simplicidad y humildad de los indigo nas, hombres descalzos, de cabellos largos, descubiertas

las cabezas, “a la manera que andaban los apóstoles”. Fundados los pueblos, se ofrecía, con ayuda de Dios, “a

poner y plantar un género de cristianos a las derechas, como primitiva Iglesia, pues poderoso es Dios tanto

agora como entonces para hacer e cumplir todo aquello que sea servido e fuese conforme a su voluntad”. No había transcurrido mucho tiempo, después de haber sido escrita la carta anterior, cuando Quiroga expuso por extenso el programa humanista, basado en la Utopía de Moro, que debía constituir, a juicio, la carta magna de la civilización europea en el Nuevo Mundo. 84

La Corona encargó a la Segunda Audiencia que le

enviara una descripción detallada de las provincias y pueblos de Nueva España. Esta base geográfica y esta» distica serviría, en la metrópoli, para hacer el reparti— miento general de las encomiendas entre los españoles,

con carácter perpetuo. El premio habia sido ofrecido antes; pero el Emperador, celoso del vigor que adqui— rirían las jurisdicciones señoriales, no se decidía aún a concederlo y conservaba los repartimientos en calidad

de mercedes temporales. De aquí las demandas cons tantes y urgentes de los conquistadores y pobladores españoles, apoyadas frecuentemente por religiosos y juristas. A la descripción debia acompañar un parecer

de cada oidor acerca de la organización que creyera conveniente dar al reino. El 5 de julio de 1532, los miembros de la Audiencia avisaron a la Emperatriz que enviaban la descripción y la relación de la tierra y de las personas de los conquista— dores y pobladores. La Nueva España quedaria dividida en cuatro provincias; habían platicado con prelados y religiosos la orden que el Emperador debía dar para que

la tierra se poblase y perpetuase; el parecer colectivo y las opiniones particulares de los oidores y de los religiosos iban con los demás papeles. Una carta posterior de la Audiencia, fechada el 17 de septiembre del mismo año,

informa que el navío en que iba la descripción salió de San Juan de Ulúa a fines de julio, pero por hacer agua regresó al puerto a principios de septiembre; en

habiendo navío, se enviaría la descripción duplicada

como su majestad lo quería. El presidente Ramírez de Fuenleal escribió por último, el 3 de noviembre, que 85

salieron con destino a España los licenciados Matienzo y Delgadillo, portadores de la descripción. La Reina contestó a la Audiencia, desde Barcelona, el 20 de abril de 1533: En el consejo se recibió un caxon de madera en que em— biastes las residencias que tomaste a Nuño de Guzmán y a los licenciados Matienzo y Delgadillo y a otras personas particulares y la descripción de esa tierra también se recibie— ron los pareceres particulares que con ellas venían vuestros y de ciertos religiosos y personas de esa tierra cerca de la

dicha descripción excepto el de vos el licenciado Salmerón que vino acá y porque el Emperador mi señor será en estos reynos en todo el mes de abril al más tardar, venido que en buena hora sea su magestad, se le hará larga y particular

relación y mandará proveer lo que en todo convenga.

El parecer particular de Vasco de Quiroga llegó, pues, a España, dentro del cajón de madera recibido en el Consejo. Las opiniones de Ramírez de Fuenleal y Ceynos han sido encontradas y publicadas, pero el escrito de Quiroga, que yo sepa, no aparece. La omisión es reparable, en cierto grado, mediante los datos que proporciona don Vasco en su información

en Derecho de 1534. Explica que el parecer particular sobre la descripción lo sacó “como de dechado” del muy buen estado de república compuesto por Tomás

Moro, “varón ilustre y de ingenio más que humano”. Razonó en el escrito que, estando derramados y solos los indios por los campos, padecían agravios y necesidaf

des, y propuso recogerlos en ciudades y policía, “porque mal puede estar seguro el solo, y mal puede ser bastante

para si y para otros el que ninguna arte ni industria

tiene”. Invité al Consejo Real a dar leyes y ordenanzas que se adaptasen a la calidad, manera y condición de la tierra y de los naturales de ella, que fueran simples e intangibles; a este efecto, sugirió las que le inspira la lectura de la Utopía de Moro. Consideraba que el gobierv no español tenia facultad para imponer dichas reformas benéficas, y apuntaba como el fin que se perseguía la

organización de las ciudades: “que los naturales para si para los que han de mantener sean bastantes, suficien— tes y en que se conserven y se conviertan bien como

debe”; es decir, bienestar económico, orden racional político y fe cristiana. La república de su parecer era

arte de policia mixta, porque por ella se satisfacían así lo temporal como lo espiritual. Organizada la buena po licía y las conversaciones humanas, quedaban cortadas las raíces de toda discordia, lujuria, codicia y ociosidad, y se introducían la paz, la justicia y la equidad. Quiro ga, como otros politicos geniales del Renacimiento, no

sólo reconocía el rango correspondiente a los proble' mas de la propiedad y el trabajo, sino que de su satisfac— toria resolución hacía depender el goce de los valores espirituales. En los umbrales del mundo moderno, veía con claridad que una sociedad egoísta y necesitada no podría conocer las dulzuras de la paz ni de la justicia. En la utopía indiana, los ministros serían perfectos. Una ciudad de seis mil familias —cada familia compuesta de diez hasta dieciséis casados, es decir, por lo menos, sesenta mil vecinos— sería regida como si fuese una sola

familia. El padre y la madre gobernarian a los familia— res. Los jurados cuidarian de cada treinta familias. Los 87

regidores presidirían de cuatro en cuatro jurados. Ha— bria además dos alcaldes ordinarios y un tacatecle. Los magistrados serían electos por el método expuesto en el parecer, copiado de la Utopía. A la cabeza de todas es taria un alcalde mayor o corregidor español, nombrado

por la Audiencia, la cual sería el tribunal supremo en lo temporal. Los religiosos, en estas ciudades, podrian instruir a

mayor número de personas. Quiroga se dolia de que este parecer hubiera sido menospreciado o a lo menos olvidado por quienes de

bieron examinar en España. La existencia de un valioso ejemplar de la Utopía, que perteneció al obispo de México, fray Juan de Zumá»

traga, parece venir en apoyo de la influencia que confieu sa Quiroga haber recibido de Moro. Se trata de un volumen en cuarto empastado en pergamino, de la edición

hecha en Basilea por Juan Frobenius, en 1518. En la portada se lee esta inscripción, escrita a tinta con letra del siglo XVI: “Es del obpo. de Mexico frai Joa Zumarrar ga”. A juzgar por la marca de fuego, el ejemplar pasó a formar parte de la biblioteca del Convento de San Fran-

cisco de México. Lleva dos censuras manuscritas: una del agustino fray Pedro de Aguruo, fechada en México

el 18 de julio de 1587; otra de fray Juan de Truxillo, del año de 1634. En la portada, donde se cita el nombre de Erasmo, anota alguna mano, que parece ser la propia de Truxillo: “auctoris damnati”. Esta anotación, trocada en “auctor damnatus”, se repite en la dedicatoria al vol—

verse a citar en letra de molde a Erasmo; pero alguien aclara con tinta, en fecha posterior al 17 de agosto de 88

1740, si atendemos a que entonces el pontificado del papa que se cita en la nota: “quamquam suspectus, non tamen damnatus. Véase Berti y también Benedicto 14”. Sigue a ésta una última nota del siglo XVIII, que dice: ...damnatus per Officium Sanctae inquisitionis Hispaniae, mm

tamen Romae. Sus obras, y sobre todo sus Apologias son unas pruebas demostrativas de que siempre permaneció inviolablemente adherido a la comunión romana, y fe car tólica. Véase con atención de la fe, y de los sacramentos, y

de las buenas obras, lo que dice y afirma en la pág. 331, y siguientes, y se verá claramente si su profesión de la fe es católica, i muy catholica.

No sabemos quién fuera este tardío defensor de Erasmo en México. Por lo que respecta a Moro, la inquisición se limitó a expurgar algunas líneas, que aparecen tachadas con tinta en el ejemplar de que tratamos. Enaltecen el valor de éste anotaciones marginales de letra del siglo XVI, en las que se destaca la doctrina platónica acogida por Moro y se observan cuidadosamente los rasgos de la

república utópica, como son: la jornada de seis horas de trabajo; los dos años destinados a las tareas campestres; la deliberación madura de lo concerniente al gobierno; el destierro de la ºciosidad; el número de los miembros

que componían las familias; la falta de moneda y el des precio del oro; y los elaborados conceptos religiosos. Bien notable es, conociendo el pensamiento de Qui—

roga, expuesto en su parecer, la coincidencia que se des» cubre entre las notas puestas al ejemplar de Utopía y los rasgos de la república que propuso para gobernar a los in—

di05. Sin embargo, carecemºs de una carta autógrafa de 89

Quiroga que nos permita verificar las comprobaciones

caligráñcas indispensables para atribuirle la paternidad de las notas mencionadas. Pero no olvidemos que el ejemplar de Moro estaba en México, en época temprana,

y que una estrecha amistad unía a Zumárraga con Quiro— ga. No es imposible, por esto, que estemos en presencia

del libro que leyó don Vasco para inspirarse cuando escri— bió su parecer de 1532. Otra interpretación, no menos importante, seria la

de asignar las notas a Zumárraga. En el caso de compro—

barse, tomaria nuestro tema un giro insospechado. Si la letra fuese de un tercer lector —no me inclino a creerla de un amanuense, mas tampoco puede descar— tarse absolutamente esta hipótesis—, el valor del libro

menguaria para la historia del pensamiento de Quiroga. No obstante, conservaria su interés para el estudio de la influencia ejercida por Moro sobre México.

Sólo nos resta decir, con respecto al susodicho ejemplar de la Utopía, que ostenta el ex libris de Gena-

ro García. Al venderse su biblioteca a la Universidad de Texas, pasó esa joya bibliográfica, con tantas otras,

al establecimiento donde se conserva en la actualidad bajo la asignatura G 093. M 813. Allí pude consultarlo, gracias a la invitación que me hizo para ello el bibliote— cario don Carlos E. Castañeda. Por vía de información bibliográfica, sin argi'1ir co nexiones con Quiroga, hagamos presente la existencia

de otro ejemplar latino, esta vez de las obras completas de Moro, de la edición de Lovaina de 1566, Apud Petmm Zangrium Tilctanum, en la Biblioteca Nacional de

México, colocación F-XXVI-10—6 o BXV»6—6. Según anota— 90

ciones manuscritas, perteneció al Convento de Santo

Domingo, y corrigiólo por mandato del Santo Oficio el padre presentado fray ]uan Ramirez, el 20 de junio de

1586. En los folios 1—18 se halla la Utopía, y en los 31V44, una traducción de Luciano. Los renglones tachados con

tinta por la censura confirman que algunas libertades ideológicas de Moto llegaron a inquietar a la ortodoxia colonial. Después de haber escrito el parecer de 1532, Vasco de Quiroga no abandonó las ideas que había concebido acerca de la vida de los indios; por el contrario, reanu—

do las lecturas de índole humanista y formuló el 24 de julio de 1535 su amplia información en Derecho, precir

pitada por la expedición de la cédula real de Toledo, de 20 de febrero de 1534, texto que favorecía a los partida, rios de la esclavitud de los indios. Quiroga —según sabe mos— se opuso, con todo el peso de sus conocimientos

jurídicos, a la ley y a los argumentos de los esclavistas; al mismo tiempo, insistió en la conveniencia de adoptar

su olvidado parecer utópico y lo reforzó brillantemente con nuevas razones. Entre la primera lectura de Utopía y la Informa— ción de 1535, donde Vasco nos cuenta que dio con el relato de Luciano acerca de las Saturnales, o sea, el tema de trascendencia humanista de la Edad de Oro, “tanto

por todos en estos nuestros tiempos, nombrada y alaba» da”. Explica que nunca antes de esta vez vio ni oyó esas

palabras originales de Luciano; y la coyuntura en que se le hacen presentes, como antes la República de Moto, le

mueven a pensar que Dios se las depara “por ventura para echar el sello y poner contera y acabar de entender 91

esta a mi ver tan mal entendida cosa de las tierras y gentes, propiedades y calidades de este Nuevo Mundo”… Luciano había sido traducido por Erasmo y Moto, sin que haya duda acerca de que Quiroga conocía la versión debida al humanista inglés, porque la cita ex—

presamente. Su lectura le convence de que se encuentra en Nueva España ante la humanidad sencilla capaz de vivir conforme a la inocencia de aquella Edad Dorada y

según las virtudes de una: Reciente Iglesia. Porque los indios son bondadosos, obe— dientes, humildes, afectos a fiestas y beberes, ocios y des—

nudez, como las gentes de los tiempos de los reinos de Sammo; menosprecian lo superfluo con muy grande y libre libertad de las vidas y de los ánimºs; gente, en fin, tan mansa, tan nueva, tan rasa y tan cera blanda para todo

cuanto de ella hacerse quiera. Europa, en cambio, civilización de hierro, dista mucho de la simplicidad; en ella es

inasequible lo que la humanidad nuevamente descubierta puede realizar sobre la tierra, porque abunda la codicia, la ambición, la soberbia, los faustos, vanaglorias, tráfago y

congojas de él. La tarea de la civilización en el Nuevo Mun— do ha de consistir, por eso, no en trasplantar la vieja cultura a los pueblos descubiertos, sino en elevar éstos, desde

su simplicidad natural, a las metas ideales del humanismo y del cristianismo primitivo. El instrumento será la Utopía de Moro, cuyas leyes son las más adecuadas para encabezar esta obra entusiasta de mejoramiento del hombre.

La voluntad de corporificar la idea política más noble del Renacimiento singulariza el proyecto de Quiroga; observa de cerca la vida de los indios y eleva la misión

civilizadora de España a un rango y una pureza de que

pocos ejemplos existen en la historia del pensamiento

de las colonizaciones. El Consejo del rey no acogió la idea de la Informa ción de 1535, como no lo hizo antes con el motivo del parecer de 1532. Quiroga, impaciente, poniendo a

contribución sus recursos y valiéndose de su influen* cia para obtener auxilio de los indios, había fundado los hospitalespueblo que llamó de Santa Fe, el uno cerca de la Ciudad de México y el otro de la cabecera de Michoacán, donde se daría comienzo al ensayo de nueva vida social. Se prescindía del ámbito continen» tal delineado en los escritos enviados a España, pero el programa arraigaba por fin en suelo mexicano. El 30 de junio de 1533 había sido discutida la empresa en el Cabildo de México y se dijo que el licenciado Quiroga comenzó la obra “so color e titulo de hacer una casa que nombrase de pater familias”. La historia material de la construcción quedará expuesta en una obra que prepaf

ro. Tampoco describirá ahora las vicisitudes por las que pasaron los pueblos, tema muy atractivo y que está lejos de haber sido expuesto convenientemente. En cambio, si debo señalar, porque forma parte del

curso del pensamiento de don Vasco, que las reglas del parecer de 1532, sacadas de la Utopía de Moro,

posiblemente modificadas, porque no se trataba ya de ciudades de sesenta mil vecinos, sino de pueblos cortos,

las transformó en ordenanzas para los hospitales de Santa Fe.

Quiroga cuidó explicar, en su testamento, que fundó los dos pueblos “siendo oidor por Su Magestad... en la Chancilleria Real que reside en la Ciudad de México e 93

muchos años antes de tener orden eclesiástico alguno ni renta de iglesia…”. Es decir, fue obra previa a la fecunda que le cupo realizar como obispo de Michoacán. Su elec—

ción a esta prelacia tuvo lugar en el año de 1537. Enton' ces pudo establecer nuevos hospitales en el obispado e

impartir la enseñanza de las industrias a los indios. Mas el examen de estas actividades no corresponde al propó— sito de nuestra conferencia, ni sabemos en qué medida

fueron inspiradas por el espiritu humanista. Hay en esta dirección, todavia, vastos campos incógnitos.

La fecha en que Quiroga redactó y puso en ejecu—

ción las Ordenanzas de los hospitalespueblo de Santa Fe es desconocida; el texto descubierto y publicado por Juan José Moreno, en el siglo XVIII, es incompleto por

principio y fm. Solamente se puede afirmar que las 01denanzas antecedieron al testamento otorgado en 1565. El cotejo de la Utopía de Moto con las Ordenanzas lo efectué en un libro conocido del público y no tengo nada que añadir en este sentido. El resultado es que las Ordenanzas, como lo hacía esperar lo dicho por don Vasco en varias ocasiones, tradujeron fielmente el pen— samiento de Moto, pero trasportándolo de la atmósfera

de la divagación teórica a la aplicación inmediata. Segu» ramente le hubiera interesado al canciller de Inglaterra saber cómo vivieron los indios de México y Michoacán de acuerdo a su Utopía; pero el 6 de julio de 1535, en el

mismo mes en que fue escrita la Información de Quito ga, sufrió la decapitación a manos del verdugo del rey de Inglaterra Enrique VIII. Quiroga estableció en sus pueblos de Santa Fe la co—

munidad de los bienes; la integración de las familias 94

por grupos de varios casados; los turnos entre la po— blación urbana y la rural; el trabajo de la mujeres; el trabajo de seis horas; la distribución liberal de los frutos

del esfuerzo común conforme a las necesidades de los vecinos; el abandono del lujo y de los oficios que no

fueran útiles; yla magistratura familiar y electiva. Cerca de treinta años sobrevivió a la fundación de los hospitales y observó el curso del experimento. En el testamento de 1565, no sólo se halla muy distante

del desfallecimiento o del abandono de su idealismo aplicado, sino que recomienda el cumplimiento de las Ordenanzas y que “no se ceda en cosa alguna”. Su opti— mismo apostólico resiste felizmente a la prueba conclu— vente y temible del descenso a las ásperas llanuras de la

realidad. Antes de concluir, cuando el pensamiento de Quiro—

ga despliega ante nosotros su gama brillante, es oportu— no recordar cierta literatura contemporánea, que coma

bate ruidosamente el esfuerzo tendiente a esclarecer la formación humanista y el comunismo platónico de don Vasco.

Si el propósito que anima a los escritores es bones to dentro de la esfera intelectual, cabe pensar que el cristiano justo y generoso del siglo XVI excede espiri, tualmente a los modernos críticos, que lo juzgan más

católico y seguro, si estrechan sus alcances a la medida de su propia cortedad de juicio y de ánimo. Esa literatu— ra descansa sobre la ignorancia cómoda o la esperanza ingenua de que los movimientos del espíritu que pulu— laron en Europa, en las primeras décadas del siglo XVI,

se detendrían por arte de magia ante el Atlántico, antes 95

de emprender el curso emigratorio a las Indias. Pero los libros y las ideas de los indianos cultos demuestran todo lo contrario, y nunca sabremos la significación de aquel ambiente, si restringimos a priori la libertad y las consecuencias del estudio.

Negar en otro caso el sentido de un episodio, acerca del cual nos informa el actor, seria temeridad o partidis mo. Afortunadamente, uno de los frutos de la historia

es la capacidad de comparar los pensamientos y actitu— des de épocas diversas; y no sería insano desear que la anchura de miras del utopista de Nueva España redimi& ra a quienes pretenden salvarlo empequeñeciéndolo. Una última reflexión para terminar. Así como esta

Universidad lleva el nombre de don Vasco en homena» je a su memoria, propongamos que sean honrados los lugares donde ensayó la vida utópica. El público, al visitarlos, debería encontrar en ellos museos que conservan reliquias, y explicaciones acerca de su relevante sig nificación. Este tributo mantendría vivo el recuerdo de tan noble experiencia de la cultura hispanoamericana.

FRAY ALONSO DE LA VERACRUZ, PRIMER MAESTRO DE DERECHO AGRARIO EN LA UNIVERSIDAD DE MEXICO

La razón por la cual vuelvo a tratar ahora de la encomienda y la propiedad territorial es la siguiente. Ante riormente se publicó mi estudio intitulado De encomien— das y propiedad territorial en algunas regiones de la América española, México, Antigua Librería Robredo, de José Po—

rrúa e Hijos, 1940. Reapareció con algunas adiciones en mi obra Estudios indíanos (México, El Colegio Nacional, 1949, pp. 205-307). Y también figuran noticias sobre

el tema en la segunda edición revisada y aumentada de La encomienda indiana, México, Editorial Porrúa, 1973 (Biblioteca Porrúa, 53). Una afortunada investigación de Ernest]. Burrus, S.

]., le permitió hallar en poder de un particular el texto del tratado de fray Alonso de la Veracruz, O.SA. (Macs

tro de Sagrada Teología, Prior de la Orden Agustina, Catedrático de Prima en la Universidad Mexicana), co

nocido bajo el título: De dominio infidelium et iusto bello, compuesto de once dudas, que recoge las enseñanzas de una lección que expuso en la Universidad de México recién fundada, en los años de 15531554 y 1554-1555. Sin tardanza, el diligente y sabio historiador dio a las prensas el texto latino con traducción al inglés, como 97

parte de su valiosa colección The Writings of Alonso de la Vera Cruz, ]esuit Historical Institute, Rome, Italy. St. Louis University, St. Louis, Mo., U.S.A., 1968, Defense of

the Indians: Their Rights. I. Acompañado de “Photogra— phic Reproduction and Index", II. En el primero de estos dos volúmenes figura una amplia introducción

de Burrus (pp. 790). Este notable servicio prestado al estudio de la historia indiana fue seguido por el de José Antonio Almandoz Garmendia, quien presentó en 1967, en la Facultad de Historia Eclesiástica de la Universidad Gregoriana (Roma) una tesis sobre Fray Alonso de Veracmz O.E.S.A. y la encomienda indiana en la historia eclesiástica novohispana (1522—1556), que afortunada— mente ya ha sido publicada, con prólogo de Burrus, por las Ediciones José Porrúa Turanzas, Madrid, 1971 y

1977, si bien en tirada limitada de 225 ejemplares, en la Colección Chimalistac de Libros y Documentos acerca de la Nueva España, núms. 33 y 40; incluye la edición crítica del texto de las primeras cinco dudas del tratado de Veracruz, en el tomo II, en latín y en traducción cas»

tellana del P. Félix Zubillaga, y amplio comentario de Almandoz Garmendia en el tomo I, en particular para lo que aqui tratamos, en las pp. 163»183. Ahora bien, la duda tercera del tratado de Alonso de la Veracruz se presenta así en la traducción castella— na (que seguiremos salvo cuando las complejidades del texto ameriten ir al original latino y comparar con la versión al inglés de Burrus): “Se duda si el que posee justamente, por donación real, un pueblo, puede, por capricho, ocupar tierras de él, aunque sean incultas, o

para pasto de sus rebaños o para cultivar y recoger gra98

no, etc.”. ¿Qué enseñanzas trae para el tema a debate el tratado de Alonso de la Veracruz así rescatado del olvido? Son ellas las que me han movido a volver sobre la cuestión.

En primer término, es de señalar que fray Alonso parte de una premisa categórica que va a facilitar gran-

demente su razonamiento, aunque no se ajuste completamente a la realidad indiana. Dice que: “la tierra, aun inculta, no es del señor que tiene derecho a los

tributos sino del pueblo. Luego, no puede, por capri— cho, ocuparla” (p. 119). Y agrega: “los cultivos o las tietras del pueblo no son tributos, sino las bases de donde

proceden los debidos tributos” (p. 120). En el original latino: awa seu terrae populi non sunt tributa sed sunt illa ex qui-bus soluunt debita m'buta (p. 37; ed. de Burrus, p.

138, n. 112). Asimismo sostiene que: "suyos [del empe» rador] son únicamente los tributos, no el dominio de

las tierras” (p. 121), y son esos tributos los que delega al encomendero.

De ahí que fray Alonso pueda fácilmente deducir: “si alguno de nuestros españoles ocupa tierras ya cul—

tivadas, o sembrándolas o plantando viñas o moreras en ellas u otros árboles frutales o haciendo pacer alli a sus rebaños, está en pecado mortal, y es saqueador y ladrón; y, por ocuparlas, ha de restituir las tierras y

satisfacer por el daño causado” (p. 121). Todo esto le parece que es manifiesto.

La república no otorgó al emperador la propiedad de sus campos y cultivos, sino que la retuvo para si. Luego

tampoco el emperador puede cederla a otros (p. 121). En el original latino (p. 38; enla ed. de Burrus, p. 140, n. 116), 99

figura este importante aserto así: república non dedit do— minium agromm aut awomm suomm, sed sibi retinuit. Ergo non potest imperator alíis daré. (Véase también el comen» tario de Almandoz Garmendia, en su tomo I, p. 167). Tercera conclusión. El que ocupa tierras indias ya

cultivadas por particulares o por la comunidad, por ha— berlas comprado al señor o al gobernador del pueblo, llamado cacique, y a las cabezas que denominan princi— pales, sin el necesario permiso del pueblo; aunque el precio dado haya sido justo, ni los (españoles) que las compraron ni los (indios) que las vendieron aquietan la conciencia (p. 122).

Los campos ya cultivados no pertenecen al gobernav dor (indio) sino a todo el pueblo (p. 122; en el original latino, p. 39; en la ed. de Burrus, p. 140, n. 120: non sunt gubematoris sed totíus populi). Por eso la compraventa (que hace el español) se ha de realizar con libre con,

sentimiento de todo el pueblo y con precio justo, sin extorsión ni violencia ni miedo (p. 123).

Antes de proseguir el examen del razonamiento de Veracruz conviene recordar que en mi estudio de 1940 señalé que Hernán Cortés, en su carta al emperador de 15 de octubre de 1524, había informado que él no permitía que los indios de encomienda fuesen sacados de sus casas para hacer labranzas sino que dentro de

sus tierras mandaba que se señalara una parte donde labraban para el encomendero, y éste no tenía derecho a pedir otra cosa (p. 17). Allá comenté que Cortés no aclaraba si el español tenía derecho de propiedad en esa tierra o solamente el goce de los frutos. Parecería

tratarse de lo segundo. También advertí que en las ta— 100

saciones figuraban a menudo contribuciones agrícolas: cargas de maíz, ají, frijoles, etc., y había ejemplos en que se ordenaba a los indios encomendados que hicieran

alguna sementera para el señor como parte del tributo. Por ejemplo, en la tasación del pueblo de Teutenango,

del año de 1553, figuraba la obligación de dar 2000 hanegas de maíz; en la que hizo el licenciado Lebrón de Quiñones para el pueblo de Acámbaro, encomendado en Hernán Pérez de Bocanegra, que debía regir desde el

año de 1555, mandó a los indios que hicieran semen— teras en que se cogieran para el encomendero 2 000 ha— megas de maíz y 600 de trigo. De esta suerte, una parte

por lo menos de los cultivos beneficiaba al encomendev ro del pueblo y una porción correspondiente de tierras era afectada para ese servicio. Mas, fuera del derecho a la percepción del fruto como renta de la encomienda, el encomendero no gozaba en esas tierras de dominio

directo ni de facultad de disposición, y bastaba una me dificación de la tasa para que la contribución agrícola cesara (pp.18»20). Cuando el encomendero era privado

de su título de encomienda en beneficio de otro titular o la merced llegaba a su término y se ponía el pueblo en la Corona, le era sumamente difícil al antiguo enco—

mendero conservar las labranzas y crianzas implantadas por él en ese lugar, como lo muestran los ejemplos que entonces presenté (pp. 3035). Veracruz aborda este tema en su cuarta conclusión (pp. 123—124; original latino, p. 40; ed. de Burrus, p. 142, n. 123; comentario de Almandoz Garmendia en tomo I, p. 172). Es un texto no muy claro pero que pa-

rece comprensible con los elementos de que ahora se 101

dispone. Dice que ocupar tierras cultivadas o incultas, con consentimiento del pueblo, pero sin autorización del principe, como recaudación del tributo, es lícito.

Sería el caso de uno que tiene como tributo sembrar de terminado número de medios de grano (maiz): puede

éste, con consentimiento del pueblo o del gobernador, ocupar un paraje para adquirir aquel grano, pues puede uno a quien deliberadamente se le ha conferido el dere» cho del tributo, exigir uno justo. Pero recoger del citado campo aquella cantidad de grano es tributo justo —así

lo suponemos—; luego, su adquisición es justa también (p. 123). En el original latino (p. 40; ed. de Burrus, p. 142, n. 123), debemos prestar atención cuidadosa al vocabula— rio empleado en esta delicada materia: Térras, sive alias cultas sive incultas, ex volúntate populí occupare, pro tribw to exsolvendo, sine auctoritate principis, licitum est. Se trata de ocupar tierras (no de adquiridas en dominio), con asentimiento del pueblo, para solventar el tributo con el fruto cultivado, y parece ser esto lo que admite Veracruz,

aun sin mediar autoridad del príncipe. Recuérdese que habla de ocupar el paraje para adquirir aquel grano que

se ha conferido como parte del derecho del tributo y que es justo recoger del citado campo aquella cantidad

de grano del tributo: Sed quod ex tali agro habeat tale et tuntum frumentum, est tributum iustum, ut supponimus; sa

quitur quod potest lícite habere (p. 41; ed. de Burrus, p.

142, n. 123). Ahora bien, no se olvide que Veracruz ya ha dicho (p. 120) que los cultivos o las tierras del pueblo no son tributos, sino las bases de donde proceden los debidoa 102

tributos. Así se explica que en el corolario que sigue a la cuarta proposición (p. 124) agregue que, sin embar— go, desea quede clara y manifiesta a todos la deducción

siguiente: si ocurre el caso de que, con autorización del príncipe o por otra convención, se cambien tributos, de manera que no haya de haber siembra; entonces, la

propiedad del campo (aquí ya no habla solamente de ocupación) no pertenece al dueño de los tributos, sino al pueblo, y así no puede la persona privada sembrar

allí, como en campo propio, semilla; y mucho menos —el hecho, según tengo oído, dice Veracruz, ha ocu— rrido hace no muchos días— podrá alquilarlo a los ha— bitantes de aquel pueblo por algún tributo (o renta). Porque, aunque cuando autorizándolo el pueblo, el campo estaba vinculado al tributo y en él se cogía grano

(maíz), no se le había dado la tierra (al encomendero) sino el fruto de ella como tributo y, por consiguiente, la propiedad (no como antes la ocupación agregamos) no la pasaron al llamado "comendero". Y así, el interesado es usurpador injusto y ha de restituir el campo y reparar los daños, etc. En el original latino, p. 41; en la ed. de Burrus, p. 142, n. 124, se lee: Sequitwr tamen ex una [parte] unum quod verlim esset ómnibus clamm et manifestum: quod si contingut quod tn'butomm flat commutatia auctan'tate principis vel ex alia conventione ita ut

non debeat esse seminatio, quod tune dominium agn' non est apud dominum tribut sed remanet apud populum, et sic non potest privatus serere semen tamquam si esset ager proprius,

et multa minus poten't locare pro certo tributo terram illam pro— pn'i loci incolis, ut audivi factum non ante multas dies. Nam, quamvís quan—do erat in tributo ex tali agro per voluntatem

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populi habebat frumentum, nunquam data est téwa in tributo nec tianslwtum est dominium agri in ipsum quem vocant comen— dera. Ob id, injusta sibi usurpar, et tenetur ad restitutionem agri et de damno dato; et de dama etc. (enelt. II, p. 41, de la edi—

ción de Almandoz Garmendia). Estos textos y antes el de Zubillaga plantean ciertas interrogaciones: queda claro, como lo deseaba Veracruz, que si la tributación en grano (maíz) cambia por orden del príncipe o por otra convención, entonces la

prºpiedad del campo cuyos frutos servían para pagar los tributos permanece en el pueblo y no en el enco mendero; éste no podrá sembrar en ese campo como si fuera propio después de ese cambio de tributación,

y mucho menos “podrá alquilarlo a los habitantes de aquel pueblo por algún tributo (o renta)”. En la lectu— ra de Zubillaga cabe notar que “alquilarlo” puede sig— nificar darlo en alquiler o tomarlo en alquiler: en el primer caso seria el español quien daría el campo al pueblo de indios cobrándole una renta; en el segundo, sería el pueblo de indios el que permitiría al español seguir sembrando el campo, mediante la compensación o renta que éste daría a la comunidad. Ahora bien, ese

alquiler, como se ha explicado, puede concederlo el pueblo de indios al encomendero para que éste cultive la tierra alquilada; o, como interpreta Burrus, puede ser el encomendero quien de en alquiler la tierra a los indios del pueblo, como si siguiera considerándola suya. Burrus también lee: “la tierra fue dada erróneamente como tributo". Me parece mejor la lectura de Zubillaga: "no se le habia dado [al encomendero] la tierra sino el

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fruto de ella como tributo". El original y las dos lecturas suponen una apropiación indebida del campo por el español seguida de una concesión en arrendamiento a los indios que han sido despojados. Mas podemos por nuestra parte agregar que el alquiler de tierras, de he— cho, se encuentra en ejemplos en los cuales el español

que las toma en alquiler de los pueblos de indios es el marqués del Valle dentro de los límites de su señorío, como mostré en el estudio de 1940 (pp. 5780). Ahora puedo agregar algunos ejemplos peruanos: Ante el visitador Íñigo Ortiz de Zúñiga, en la ciudad de León de Huánuco, a 26 días de enero de 1562, declara don Cristóbal Xulca Cóndor, del poblado de Los Queres, que las tierras que siembran y tienen al presente no son

tan buenas como las que solían tener, porque las buenas se las tomaron los españoles cuando este pueblo se fundó, y que en las que tienen, no acuden sino a diez por fanega cuando mucho y menos las más veces, y que por ser tie— rra fría y xalca la de este cacique algunos años se les hiela el maíz y papas, y que esto tienen en toda la tierra de su parcialiad de estas tres pachacas, y que no cogen al año más de una vez fruto. Antes ha dicho que tienen tierras en abundancia y pastos para sus ganados y que aunque fuesen más gente que solían ser en tiempo del ynga les sobraria tierra para sus ganadºs y sementeras (fol. 19r). Otro indio principal, don Francisco Nina Paucar, del

pueblo de Auquimarca y de otros dos, dijo que desde el tiempo de Pedro de Fuelles, que les señaló las tierras que el padre de este cacique había de tener, cuando se pobló esta ciudad, después que le quitaron algunas de las que tenían para los pobladores de ella, y después acá se le han entrado en sus propias tierras: Argama en las de Yam y Uchobamba y Guamancaw, y García Hernández

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en las tierras de Sangaran, y don Antonio de Garay en este valle en las tierras que se llaman de Racanga, y otras que no se acuerda de los nombres de los que se las tie— nen; y que de entonces hasta ahora se las han tenido sin haberles dicho (o dado) cosa alguna ni hecho concierto con ellos; y que muchas veces han ido a Lima sobre estas tierras, y que han proveído y mandado (parecen ser los miembros de la Audiencia o el virrey) que se las vuelvan,

y nunca lo han hecho, que dicen los que tienen las tierras que se les dieron por el cabildo de esta ciudad (de Huánw co), y que ahora querrían (los indios quejosos) que se las

pagasen porque están pobres y tienen necesidad, y que no se las pagando quieren que les vuelvan sus tierras. Pregun— tado si estas tierras les hacen falta para sus sementeras y cháwras o si pueden pasar sin ellas, dijo que tienen otras muchas tierras para sus labranzas y granjerías, pero que éstas querrían que pues son suyas y las personas que las tienen ricas, que se las pagasen como es razón. Preguntado de que si (¿se?) aprovechan los que tienen las dichas tierras de ellas, dijo que en ellas siembran trigo y maíz y algodón y que son muy buenas tierras y que en otras traen a pasto sus ganados, vacas y cabras yyeguas, y que el dicho ganado hace daño a las sementeras de los indios porque andan a pasto cera de ellas y que los daños que les hacen a las ve— ces los piden al corregidor y se los manda pagar y otras veces no los piden por estar ocupados en hacer sus chámras y sementeras y las de su amo y por no lo dejar de hacer se les pasa el tiempo que no lo piden, y que son muchos los daños que les hacen así en las chácaras de maíz como de las papas, y que esto es lo que pasa de esto y al tiempo que se visitaren los pueblos advertirán de las dichas tierras y de la parte donde son para que se les deshaga este agravio (fol. 38r). En 4 de marzo de 1562, declara don Felipe Mazco, cacique principal de la guaranga de Cochaguamba y tiene

su asiento en el pueblo de Marcaguaci, que para el tributo de trigo y maíz y papas hacen de cada cosa chácara por

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si de común y todos los que pueden trabajar trabajan en ellas. Tienen tierras que les sobran así en la sierra como en el llano y que los sobran suyas propias que las hereda» ron de sus padres y pasados. Dijo que Martín de Guzmán

se les entró en unas tierras que son propias de estos indios, que se llaman Vilcabampa y Tulca, diciendo que eran del ynga, que estaban ya por ellos sembradas de trigo y sacada

el acequia para las regar, las cuales son propias de un principal que se llama don Diego Caruaywnche, y quieren que se les vuelvan, porque las han manester (fol. 136r).

El editor señala (p. 269), que las últimas páginas del pri— mer legajo de la visita de los chupachu están deterioradas, y es obvio que ésta no termina allí. El legajo con la visita de la banda derecha (donde vivían dos wamnga más) aún no ha sido encontrado. En el segundo volumen de la edición que seguimos prosigue la visita así: En la ciudad de León de Huánuco, en 3 de enero (febrero)

de 1562, el visitador Íñigo Ortiz de Zúñiga, comenzando la visita del repartimiento de Juan Sánchez Falcón, vecino

de esta ciudad, hace parecer al indio don Francisco Cona— pariaguana, cacique de Guarapa, y entre sus declaraciones figura que el dicho su encomendero le pidió una chácara prestada en Chulqui, que es este valle abajo, a este cacique ya (ha) cinco años que se la tiene y no se la ha vuelto, y se la ha gozado después acá, que tiene cuatro fanegas de sembradura, y quería que se la volviese (fol. 42 v). Luego, en el pueblo de Guanamure, su cacique declara que el en—

comendero Juan Sánchez puede haber seis años que les pidió unas tierras empastadas (parece ser emprestadas) que

se llaman Chulqui, que son en el valle de Chulqui, que ha— bía tres leguas de esta ciudad (de Huánuco), que tienen de sembradura ocho fanegas, y después se ha metido en más

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que serán 20 fanegas de sembradura, y que los dos años primeros les quitó (o rebajó del tributo) por el alquiler de las dichas tierras 20 fanegas de papas y treinta de maiz, y el otro año otras tantas, y ha seis años que no les paga, y que quiere sus tierras, y que no se las quiere volver el dicho su amo (fol. 44v). El principal del pueblo de Pacha— coto dice que siembran, benefician y cogen una fanega y dos almudes de trigo al encomendero en las tierras que para ello les da en Chulqui, en que se ocupan siete indios 26 días cada año, y dijo que sirven al encomendero en Huánuco en su casa personalmente ocho indios en que se ocupa en un año una vez y están un mes y 28 días, y

que siempre el encomendero ha dicho que se lo pagará, y ha tres años que no se lo paga, y cuando se lo pagaba era descontándolo de cosas del tributo, y dijo que todos los de este pueblo hacen juntos chácaras de maíz y papas y trigo para pagar el tributo que de ello les cabe y que no les sobra de ello ninguna cosa y algunas veces les falta que no cumplen (fol. 176 v). En el pueblo de Ananpillao del repartimiento de Juan Sánchez Falcón, el principal indio Alonso Coriguanm explica que siembran, benefician y co» gen los de este pueblo al encomendero dos almudes de trigo en las tierras de Chulqui, de don Cristóbal Alcacon— dor, que se las toma diciendo que se las pagará por via de arrendamiento, y los dos años primeros que las sembró los soltó por el aprovechamiento de las dichas tierras en los di— chos dos años 50 fanegas de maiz y otras 50 de papas, y

después acá se las ha dejado de pagar, y los dos años antes no se los había pagado y ahora les debe otros seis, que son ocho años, y que en la dicha sementera se ocupan 26 dias todos los de este pueblo que pueden trabajar. Y de común hacen chámras para el tributo de trigo y maíz; y el trigo lo

siembran en tierras del dicho don Cristóbal Alcacondor porque no tienen tierras para (ello); y que tienen tierras

para ellos los que al presente son y aunque fueran más les sobrarian en las cuales cogen maíz y papas y quinoa y

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maxua y oca y taures y no se da trigo en estas tierras y que

lo han sembrado y no grana porque es tierra fría y de un almud de maíz cogen una fanega y de papas acude de un almud tres y dos fanegas y el maíz no acude bien por ser montaña y tierra más fría que templada y de la oca acude como las papas. Dijo que se ocupan en todo el tiempo del tributo sin entender en otra cosa cinco mesa y trabajando los domingos y fiestas también y en ello tienen trabajo en el dicho tributo por la mita que hacen al encomendero y chácaras que le hacen y lo demás y porque son pocos a lo trabajar (fol. 184v). Los del pueblo de Quiu se quejan de que las vacas del encomendero les comen las sementeras y no gozan de sus tierras por esto, y que algunas veces la des» cuenta esto por cosa del tributo. Quéjanse que siembran

al encomendero en las tierras de Chulqui medía fanega de trigo y no saben si es por la tasa; quéjanse que el enco» mendero les pidió prestada esta tierra de Chulqui donde le hacen las sementeras y que los dos primeros años por ellas les dio 150 fanegas de papas y 50 fanegas de maiz, y después acá no se las paga, y querían sus tierras porque las

han menester, son 20 fanegas de sembradura (fol. 198r).

En su parecer dice D. Diego Pacheco Garci Diez de San Miguel, que en lo que parece de queja de los indios que el encomendero les tiene ciertas tierras contra su voluntad para sus ganados sin pagárselas ni el daño que hacen en las

sementeras de los indios, que el corregidor lo vea o mande ver y desagravie los indios en lo uno y en lo otro y1es man— de pagar el daño e interés de las tierras y de aquí adelante traiga (el encomendero) su ganado donde no haga daño en la sementera de los indios (fol. 202 r). No viene la disposi'

ción que hayan dictado los comisarios y del consejo de S.M. sobre este punto de tierras. Todas estas referencias resultan de la Visita de la provincia de León de Huánuco en 1562. Íñigo Ortiz de Zúñiga, visitador. Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Facultad de Letras y Educación. Huánuco, Perú,

1967v197 2, 2 vols. Edición a cargo de John V. Murra et al.

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Es de pensar que nuestro fray Alonso no conocia es— tos casos peruanos cuando escribia alrededor de 1553 en la Nueva España, pero acaso su desconfianza ante

los convenios de arrendamiento de tierras entre enco» menderos e indios venía del temor de que encubrieran usurpaciones. Con la explicación dada, que trae ciertos rasgos de realidad indiana, volvemos a encontrar la li— nea recta de la doctrina de Veracruz en defensa de las

tierras de los pueblos de indios, que parecía flaquear al comienzo de su conclusión cuarta. La quinta conclusión es clara y terminante: “ningu— no, por autoridad propia, contra el consentimiento del pueblo, puede ocupar tierras de indios, aun incultas, ni para sembrar en ellas ni para pastizal de rebaños ni para ningún otro uso (p. 124)". Nótese que aquí no se

cuenta con el consentimiento del pueblo, que se supo— nía haber en el caso anterior. Afirma Veracruz que la tierra situada dentro de los linderos del pueblo, aunque permanezca inculta, es del mismo pueblo: Quid térra quae est intra limites populi est ipsius populi, etiam si maneat inculta (p. 41; ed. de Burrus, p. 144, n. 126). También

dice que el dueño (señor o encomendero) de una población no puede apropiarse el monte, ni para cazar ni para cortar leña, o parte del río para la pesca, porque el

poseedor de aquéllo es todo el pueblo (misma, p. 124). La fórmula latina empleada es: non potest dominus ali— cuius oppidi sibi appropriare montem ad oenandum vel ad

ligna scindendum vel partem fluvii ad piscaturam... (pp. 41» 42; ed. de Burrus, p. 144, n. 127). Y Veracruz reitera: Sequitur ex hac conclusione quod quicumque sit ille, sive qui haber populum en encomienda siue non, quod non potest 110

pro libitu am1e vel fodere terram, alias incultam, ñeque potest occupare suis annentis pascua quae sunt intm términos popu—

li sine uolúntate propn'a ipsius communitatis (p. 42; p. 144, n. 128 en ed. de Burrus). Lo cual da en la traducción

castellana de Zubillaga: Deducimos de esta conclusión: sea quien fuere el que tie— ne un pueblo o en encomienda o de otra manera [más bien,

el encomendero u otro español que no sea encomendero de ese pueblo], no puede, a su talante, arar o cavar la tie— rra, inculta por otra parte, sin consentimiento de la co munidad, ni con sus bestias ocupar los pastizales, situados

dentro de los linderos de la población (p. 125). Veracruz recalca: ...quien posee lo ajeno contra la voluntad de su dueño, comete robo. Y el ocupante de estos campos, aun incul— tos, pertenece a esa categoría, pues el verdadero dueño es el pueblo. Cuanto más es esto verdad, considerando esta

gente que suele cambiar el puesto de siembra, de manera que, un año siembren aqui y, el siguiente, en otra parte más remota, y asi, por el estilo. Y si se ocupan sus cam— pos como pastizales de bestias, sufren ellos daño en las tierras que siembran, pues, asi, les pisotean los sembrados

y los devastan, y contra esto no tienen defensa alguna (p. 125; en el original latino, p. 42; en la ed. de Burrus, p. 144,

n. 129). Bien comenta Almandoz Garmendia que uno de los grandes méritos del tratado de Veracruz es haberlo es crito en el campo mismo de la actuación de la enco

miencla y de las contiendas que suscita (l, 230). Aquí ha observado Veracruz con cuidado que los campos 111

llamados incultos de los indios pueden estar solamente en espera de volver a ser sembrados, siguiendo el sis

tema de rotación de la milpa, y no estar propiamente abandonados. Por eso se fija Almandoz Garmendia (I, 173) en que Veracruz proclama que: Nullus, propria auctoritate, contra voluntatem populi, potes! occupare téwas istomm, etiam incultas alias, neque ad seminandum nec ad pascua pecomm, seu ad alium quecumque usum (p. 173, n. 30; en original latino, p. 41; en ed. de Burrus, p. 144, n. 125), y que los indios tienen de costumbre cambiar

los campos de siembra (l, 174). Además, la reparación de los daños que causan los rebaños raramente existe, y nunca se resarcen suficientemente (I, 175). En la sexta conclusión sostiene Veracruz que el que ocupa campos de indios, aunque incultos, sea para sem» brar en ellos o para pastizales de sus rebaños, con auto— rización del príncipe que gobierna, pero sin consenti—

miento del pueblo, si el motivo de esta ocupación no es el bien común, peca no sólo el poseedor sino tam—

bién el donante (p. 125). Si aquel a quien el príncipe o el virrey ha hecho donación de la caballería o estan—

cia, la poseyese lícitamente, seria por ser don de estos gobernantes y estar fundada en su autoridad (p. 125). En el original latino: si licite ¿lle cui facta est donatio per principem vel proregem de la cavalleria o estantía, possicleret, hoc esset quia regis vel proregis auctorítate et donatione

possidet (p. 43; p. 146, n. 131, en ed. de Burrus). Pero el donante ha de ser dueño de lo que da, y el emperador no es señor de toda la tierra, ni tiene mayor dominio

que el que le confiere la república o la población don— de reina (p. 126). Y como los campos del dominio del 112

pueblo no los posee el rey y mucho menos el virrey,

delegado del monarca, se sigue de aqui que al conce— der el monarca o el virrey, sin consentimiento del pue» blo, campos para sembrar o pastizales para bestias, la donación es inválida, y pecan ellos dándoselos y el do— natario poseyéndolos (misma p. 126). Es la materia de la licitud de las mercedes de tierras o estancias hechas en favor de los españoles por la autoridad virreinal. Fray Alonso interpone, como se ha visto, el requisito del con—

sentimiento del pueblo cuyos términos se ven afectados. Ahora bien, añade Veracruz que puede haber una excepción: a no ser que en la donación se tenga como mira el bien común; porque, en ese caso, existiría la vo»

luntad interpretativa del pueblo. Y aunque el pueblo

se opusiera a ello, esa oposición seria irracional. Si el rey (se trata del virrey) ve que en toda la república que consta de muchas poblaciones particulares, se necesi— tan bestias y que los rebaños deben tener pastos, a fin de que no falte carne para comer; y análogamente se

requiere abundancia de grano para hacer panes; y algunas poblaciones abundan en pastos y otras en campos superfluos; y asi, para el bien común, hay que permitir el daño (de esos pueblos que tienen la tierra superflua), sufra pues ese pueblo que es parte para que se salve el bien común, que es de todos. De manera que, aun

oponiéndose el pueblo, puede ser justa la donación del príncipe y justa también la posesión del donatario, por,

que aquella oposición no es racional, pues deber del pueblo (se trata del expropiado) es preferir el bien co— mún al particular (p. 126). También parece cierto por la luz de la razón natural, que el que posee de lo superfluo 113

ha de dar al indigente. Este mal lo ha de eliminar el que está al frente de la república, pues le toca hacer buenos a los ciudadanos y dirigirlos en la virtud (p. 127). Podrá, por consiguiente, quitarles lo superfluo aún a los que no lo quieran y darlo a los que tienen menos para que se conserve así la igualdad y justicia, dando a cada uno lo que es suyo. Porque aquel superfluo pertenecía a los

que sufrían indigencia. De esta manera, el monarca y el virrey observan esta justicia (p. 127). Pero no escapa a la clarividencia de Veracruz que si el principio que enuncia puede justificar la rectificación de términos entre unos y otros pueblos de naturales, la situación se vuelve más compleja cuando la tierra que

se quita a los pueblos de indios se da a los miembros de la república de los españoles, llegados después de la conquista. Porque, son palabras de Veracruz: ...que haya abundancia de bestias, ¿qué le importa al indio que ni usa de ellas ni las tiene? Que haya riqueza de trigo, ¿qué le importa al indígena que tiene el suyo [el maíz] para vivir? Y, así, parece que este daño se habría de extender

a los privados [o particulares] que participan de aquel bien común; a no ser que digamos que el bien de los mismos españoles es también el de los indios; pues por el mismo hecho de que los españoles, viviendo hispanamente, están y permanecen en estas partes, se asegura el bien de los indíge— nas; porque, de otra suerte, desfallecerian y retrocederían.

Pasemos por esto, aunque no lo concedamos (p. 127). De suerte que este substancioso párrafo, que a continuación trataremos de esclarecer, partiendo del principio de la distribución equitativa de tierras, llega a plantear…

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se el problema de la convivencia de las dos repúblicas, la de los indios yla de los españoles, que constituía uno de los nervios fundamentales de la politica indiana, como, a su hora, lo percibirían don Juan de Solórzano y

Pereira y los otros colaboradores de la Recopilación de las leyes de las Indias. La traducción de Burrus (I, 147, n. 133) comienza

por enunciar el principio del bien común al que se re— fiere Veracruz claramente. En el original latino (p. 43; p. 146, n. 133 en ed. de Burrus), las frases principales aparecen asi: Dixi in conclusione: nisi in tali donatione respiciat ad bonum commune; quia tunc concurrit populi in— terpretative voluntas. Nam, licet populus esset invitus, esset irracionabilitar invitus. Si, ergo. prorex advertat quod in tota ista republica quae constat ex pluribus et p11'uatis populis necessaria sunt armenta et ut gre— ges habeant pascua, alias non essent carnes ad victum, similiter est circa copiam frumenti ad panes confíciendos. Sed in aliqui

[bus] populis est abundantía pascuomm, et in aliis agrorum est supevfluitas; ad bonum commune erít [ut] iactum patiatur iste populus qui est pars, ut saluum consista! bonum commune quod est totíus (p… 44; p. 148, n. 134, en ed. de Burrus).

Sobre lo superfluo para colmar la indigencia: Certum videtur, ex lumine rationis signato super nos, quod habens de superfluo debeat indigenti impertiri (p. 44; y p. 148 cit.). El argumento de la convivencia hispanoindígena es pre— sentado como sigue: Sed, tamen, oportet animadwrtere quod fiat sic ad bonum com— mune et cum minon' iactwra qua fte-n potest, et quod, in illo bono

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communi, includatwr illud particulare bonum in qua est íactwra; nam, quod sit a m n t copia, quid ad indum qui non habet in usu neque pro eo armenta; quod sit copia tritici, quid ad indum qui suum habet frumentum quo uictitat? Videmr, enim, quod iy tam iactumm deberent privati homines [sustinere] quºrum bonum est illud commune; nisi dicamus bonum ipsomm hispanm'um esse indmum bonum; quia eo quod hispani, híspanice viventes, sunt et permanent in istis partibus, comistit bonum indomm, quia alias deficerent et retrocederent. Demas hoc, licet non concedamus (p. 45; en la ed. de Burrus, p. 148 cit., n. 137).

El interesante inciso et quod, in illo bono communi, includatwr illud particulare bonum in quo est iactura, parece apuntar al concepto de que el pueblo de indios perjudi» cado, conla tierra que se le quita, sirve al bien común, y debe tener acceso al beneficio. El otro inciso, quod istam

iactwram deberent prívati homines [sustinere] quorum bonum est illud commune, probablemente se refiere a los españa les beneficiados con las mercedes de tierras y estancias, cuyo provecho queda incluido en el concepto amplio del bien común del que Veracruz viene tratando, y por ello los considera sujetos a reparar el daño causado a los pueblos de indios. Son dos restricciones que desde luego inserta Veracruz en el razonamiento, antes de

proseguir, como veremos, con otras precauciones. A continuación agrega: “conviene, pues, considerar

si en otra parte se puede salvar el bien común, sin daño del particular" (p. 127). Es decir, dar las mercedes de labranza y ganadería fuera de los lugares poblados por

los indios, con lo que la república de los españoles pros— peraría sin mengua de la de los naturales. Por ejemplo, si en parajes distantes que nunca se ocuparon ni poseye

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ron, se puedan poner pastizales, sería ilícito concederlos con mal y daño de los indígenas. Y análogamente, si en otra parte, aunque lejana, pueden sembrarse campos, no se debe hacer la concesión contra la voluntad del pueblo (p. 128). Es de tener presente que no se trata de una pura especulación, porque los virreyes Antonio de Mendoza y Luis de Velasco, el primero de ese nom— bre, ya habían puesto en práctica el traslado de las es

tancias de ganado a las tierras vacantes del norte de la Nueva España, a fin de aliviar la tensión creada al crecer los rebaños de los españoles en medio de las siembras

de los pueblos de indios en el centro y el sur del virreina— to. También pide nuestro tratadista que se tenga cuidado en que lo que se concede sea para bien común y no pri» vado; para proveer a la república de lo necesario y no a

particulares para que cambien condición y tengan ocasión de ensoberbecerse (p. 128). Asimismo razona que aunque ahora los indígenas no tienen bestias de pasto, las podrían tener después (p. 128). Veracruz insiste en que es de parecer que se exija para estas ocupaciones la

autorización del pueblo, o se pague el precio (p. 128). Cuando la donación (léase merced) se hace en paraje próximo, se debe obligatoriamente consultar al pueblo. Los que tenian pastizales para bestias y hay mandato del

virrey de quitarles de aquel pasto, si los retienen allí con— tra la voluntad del gobernador y del pueblo, están en

pecado y no pueden absolverse. Para la posesión justa se requiere autorización del virrey, pero éste la contradice. Luego, el interesado ha de dejar aquel paraje (p. 129; en el texto latino, p. 47; en la ed. de Burrus, p. 152, n. 143).

Si manda el virrey quitar de algún puesto los rebaños, 117

porque causan daño a los pueblos, y posteriormente los oidores emiten sentencia favorable (al español), el po—

seedor no tiene su conciencia en regla. El asunto es más bien de la competencia del gobernador que de los oido— res (p. 129; en el texto latino, p. 47; en la ed. de Burrus,

p. 152, ns. 144, 145, 146). En la séptima conclusión, Veracruz deduce de lo

dicho: los que poseen pastizales entre los llamados chi— chimecas (nómadas del norte) los retienen lícitamena te, porque esos indígenas vagaban como brutos y no cultivaban la tierra (p. 130; texto latino, p. 48; ed. de Burrus, p. 152, n. 148). En su octava conclusión dice Veracruz que los (es— pañoles) que, por concesión del principe, tienen pasti»

zales incultos con verdadera posesión y no abandonar dos; si, actualmente no hacen notable daño y custodian diligentemente la grey, y, sobre todo, si el pueblo no protesta, no incurren en reato (p. 130; texto latino, p. 48; ed. de Burrus, p. 153, n. 149). El original latino se refiere a: Habentes pascua inculta quae non fuemnt alias culta, pro suis pecoríbus ex principis com:essíone quae sunt

possessa et non derelicta, si modo damnum non inferant no tabile et diligentem apponant custodiam in grege, excusandi ueniunt, máxime populo non reclamante (p. 48; en ed. de Butrus, pp. 152,154, n. 149). Se trata, pues, de pastos

incultos que no fueron antes cultivados, que tienen (parece tratarse de los españoles) para sus ganados por concesión real, que los mantienen en posesión y no abandonados, que los rebaños no causan daño notable, que están custodiados para no causarlo, y que no media reclamación del pueblo (de indios). En cambio, los que

118

descuidan sus rebaños, dejándolos vagar libremente,

sea que tengan paraje propio o no, si con ello causan perjuicio notable, pecan. Le parece recomendable a Veracruz que el poseedor cuente con la autorización del

pueblo, y obtenerla pagando o pidiéndola, y, además de esto, custodiar el rebaño según la multitud de ovejas y la lejanía o proximidad de los campos de maíz (p. 131). Termina el agustino escribiendo que grande escrúpu— lo habrían de suscitar estas consideraciones porque los indígenas sufren notables perjuicios y cada día mayor; los despojan contra su voluntad, no sólo de sus propias tierras, sino que les destruyen también sus sembrados y pasan hambre (p. 131).

Burrus prestó atención a las once dudas del tratado de Veracruz. Zubillaga y Almandoz Garmendia se ocu— paren de las cinco primeras dudas. En el presente exa—

men nos hemos limitado a considerar la tercera duda; pero ella aborda la cuestión agraria, que estaba llamada a tener suma importancia en la historia de México. Nos hallamos, según creo, ante el primer tratado escolar de

esta materia en la bibliografia hispano—mexicana. Que todo lo expuesto se pudiera enseñar en la inci— piente Universidad de México, a unos treinta años de haberse consumado la conquista, a estudiantes entre los cuales habria descendientes cercanos de los conquis— tadores y pobladores de la Nueva España, confirma el

vigor justiciero del pensamiento escolástico de entonces y la libertad de expresión de los catedráticos. Ya se ha visto con cuánta altura contempla Veracruz el choque de intereses entre los indígenas y “nuestros españoles”, tratando de orientarlo por los principios del derecho 119

natural. No en vano Veracruz habia sido discípulo de Vitoria, tanto por el saber como por la conducta. Y, de otra parte, recordando lo que he escrito en ante—

riores ocasiones, es de notar que los grupos de estudian— tes de Hispanoamérica comenzaron su aprendizaje de las ciencias humanas bajo esos auspicios, lo cual permi— te entender por qué se aficionaron pronto a la doctrina de la libertad del hombre y a los principios de la justicia por encima de la distinción de colores o de estamentos, adquiriendo asi preciosos instrumentos mentales para tratar de poner coto, en cuanto estuviera a su alcance, a los agravios originados por la codicia y los dictados de la fuerza.

120

CRISTIANISMO Y COLONIZACIÓN

La colonización española de América dio origen a una literatura abundante que tendía a esclarecer los pro— blemas siguientes: ¿cuáles son los titulos que pueden justificar la dominación de los europeos sobre los pue,

blos indígenas?, ¿cómo se ha de gobernar a los hombres recién hallados? Una primera teoría de raigambre medieval contem— pla el problema como un caso más de contacto entre cristianos e infieles. Algunos tratadistas, y aun la corte española, aceptan que los gentiles deben someterse a la potestad de la curia romana por medio de los príncipes cristianos elegidos por ella para llevar a cabo la exten— sión de la fe y del mundo de la civilización cristiana. Y no vacilan en justificar el empleo de la guerra para servir a estos fines. De acuerdo con tal planteamien— to se realiza una buena parte de la conquista española de América durante el primer tercio del siglo XVI: An— tillas, Darién, México, Nueva Galicia, Perú. Esla época

en que se emplea el requerimiento redactado por el jurista de los Reyes Católicos, Juan López de Palacios Rubios.

Pero los abusos y las crueldades que ocurren en la práctica de la conquista, y una meditación más exigente de la naturaleza y del sentido del apostolado cristiano, 121

llevan a la conclusión de que los pueblos infieles, según el derecho natural reconocido por Tomás de Aquino, tienen prerrogativas de libertad personal, de propiedad de sus bienes y de autoridad politica que deben ser respetadas por los poderes cristianos. Como diría sintética y firmemente Victoria: “antes de la llegada de los espa— ñoles a las Indias eran los bárbaros verdaderos dueños públicos y privadamente". Entonces se pretende dar la preferencia al método evangélico de conversión de los infieles (los misioneros en la costa de Paria, la experierr

cia de Verapaz en Guatemala, los jesuitas del Paraguay) y prohibir el uso de la guerra salvo en los casos más urgentes de resistencia y hostilidad de los nativos (cari» bes, chichimecas, chiriguanos, araucanos, mindanaos).

Dentro de esta concepción del problema que gana preeminencia sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI, resalta la posibilidad de que los indios de América conserven su libertad personal y sus posesiones, y que

se conviertan a la fe cristiana y se reduzcan al vasallaje de la corona española de manera pacífica. Ahora bien, dentro de uno y otro planteamiento, se mantiene la decisión española de ocupar politicamente el Nuevo Mundo y de atraer a sus habitantes al seno de la Iglesia católica. Sólo en contadas ocasiones se ponen en duda estas miras finales. En la mayoría de los casos la disputa se reduce al método —guerrero o apostólico— de la penetración europea, y a la condición —de servidumf bre 0 libertad— en que han de quedar los indígenas. En relación con este importante proceso de la ideo— logía española tocante a la dominación y a los derechos de los pueblos infieles, cabe señalar que los esfuerzos 122

críticos más señalados correspondieron a pensadores de la propia nación dominadora, como Montesinos, Las Casas, Vitoria, Soto, Bañez y tantos más; si bien éstos se apoyaron en ideas generales de la cultura europea,

como las debidas a Tomás de Aquino, y en intervencio» nes oportunas de pensadores no españoles, como Jonh

Maior y el cardenal Cayetano ( Tomás de Vio). Lo in— teresante y justo no es pretender que fuera una hazaña ideológica exclusivamente española, sino reconocer que los pensadores españoles contribuyeron decisivamente a la exégesis cristiana de las conquistas emprendidas por su nación. Lo cual pone de relieve el poder de autocrí— tica de la civilización hispánica yla libertad ideológica y de expresión de que entonces pudieron gozar, en cuanto a este tema, sus más despiertas conciencias, a pesar

de reacciones esporádicas y poco decisivas de la Corona tendientes a restringir esas criticas que partían sobre

todo del sector religioso. El avance de la cristiandad frente a los gentiles fue aspecto primordial del pensamiento relativo a la con, quista de América, como acabamos de ver; pero revisan— do la terminología del siglo XVI, se encuentran ciertas voces que acusan la presencia de conceptos de índole

política más neta, aunque tampoco aparezcan desliga— dos por completo de matices religiosos o morales. Nos referimos al planteamiento de la conquista como una dominación de hombres prudentes sobre bárbaros en el sentido que se venía dando a estas pala bras desde los escritos de los filósofos y poetas griegos; es decir, a una consideración del problema según el punto de vista de la Razón. 123

La dominación de los españoles sobre los indios era interpretada como una tarea de sujeción, ciertamente,

pero al mismo tiempo como de civilización o humani— zación de pueblos. Esto hacía recordar a los pensadores de la época el ejemplo del imperio romano; pero dado el carácter religioso de la vida española del siglo XVI, este planteamiento clásico se fue acercando progresivamente a un concepto liberal de tutela cristiana.

Entre los pensadores escolásticos se encuentran, des— de los primeros años de la polémica americanista, algu— nas reminiscencias de la teoría acerca de la servidumbre natural de los bárbaros. Porque formulada en la Política de Aristóteles, se había abierto paso dentro del tomis» mo, si bien con ciertas reservas que autores posteriores,

sobre todo del grupo español que meditó los problemas de la conquista de América, se encargarían de sacar a luz. Pero mientras tanto un primer grupo de religiosos

y de juristas había sostenido que los indios recién ha— llados carecían de razón suficiente para gobernarse y,

siendo por ello siervos a natura, debían someterse a los españoles.

Por ejemplo, el influyente consejero de los Reyes Ca, tólicos, Palacios Rubios, escribia que algunos indios eran tan ineptos e incapaces que no sabían en absoluto gober— narse, y en sentido lato podrían se llamados esclavos, como nacidos para servir y no para mandar, conforme a Aristóteles. No pensaba en una esclavitud completa

sino en un gobierno intermedio entre la libertad y la servidumbre, que vendría a ser en la práctica el régimen de las encomiendas tal como se usó en los primeros años de la colonización en las Antillas. 124

Hacia 1512, un religioso de la Orden de los Predi—

cadores, fray Bernardo de Mesa, repetía el argumento bajo una orientación geográfica que solía acompañar

al concepto politico de la barbarie natural: por ventw ra los indios son siervos por la naturaleza de la tierra, porque hay algunas tierras a las cuales el aspecto del cielo hace siervas y no podrían ser regidas si en ellas no hubiera alguna manera de servidumbre. Afirma que así ocurre en Francia con Normandía y parte del delfinazu

go, donde los habitantes siempre han sido regidos muy a semejanza de siervos. Le preocupa también el carácter insular de la tierra antillana, pues hace a los naturales inconstantes en la virtud, por ser la luna señora de las aguas en medio de las cuales moran. Este argumento

provoca una respuesta aguda de fray Bartolomé de las Casas en el sentido de que habría que repartir también a los ingleses entre otras gentes por la misma razón.

Estos avances españoles en la ruta del imperialismo clásico estaban llamados a alcanzar mayor auge gracias

a un pensador formado directamente en los círculos renacentistas de Italia: Ginés de Sepúlveda (1490—1573). Sostuvo en su célebre Democrates alter, escrito en 1547,

que los españoles imperaban con perfecto derecho sobre los bárbaros del Nuevo Mundo, porque éstos en prudencia, ingenio, virtud y humanidad eran tan in-

feriores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, y estaba por decir que la diferencia era tanta como de monos a hombres. A fin de establecer esta sujeción era justo el uso de las armas. De suerte que la desigualdad humana, la guerra y la servidumbre natural eran las notas más salientes de la 125

doctrina americanista de Sepúlveda, pero también ad— mitió que el bárbaro debía ser elevado a un grado más alto de razón y a costumbres mejores hasta donde su condición permitiese. Por eso comparaba la misión de España con la de Roma, si bien no olvidaba el deber de enseñar a los indios la religión católica. No pensaba, salvo en los casos de resistencia tenaz de los bárbaros,

en sujetar a éstos a una esclavitud completa, sino en imponerles un gobierno mixto de rigor y libertad, reprev sentado por la encomienda. A pesar de estas reservas prudentes, la doctrina clási— ca de Sepúlveda hirió la sensibilidad de otros españoles. No sólo Las Casas, mas también varios pensadores de prestigio religioso y académico, se entregaron a la ta

rea de neutralizar aquella argumentación que conducía a la guerra y a la servidumbre por otro camino que el de

la infidelidad. Esta lucha ideológica se desarrolló sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI, aunque sus ecos llegaron hasta las centurías siguientes.

Sin entrar en minucias que no corresponden a la índole del presente estudio, veamos cuáles fueron los argumentos fundamentales del cristianismo liberal que sirvió de inspiración al estatuto adoptado por España para gobernar a los naturales del Nuevo Mundo. Dios crea a todos los hombres racionales, y los in» dios de hecho han demostrado serlo. Aristóteles fue un pagano y “está ardiendo en los infiernos”, y sólo ha de usarse de su doctrina cuando convenga con la religión cristiana, que “es igual y se adapta a todas las naciones del mundo, y a todas igualmente recibe, y a ninguna quita su libertad ni sus señoríos, ni mete debajo de ser— 126

vidumbre, so color ni achaques de que son siervos a natura o libres". La razón puede faltar a los hombres en casos excepcionales, pero no es concebible que ello ocurra en pueblos 0 continentes enteros, porque sería tildar de un error magno a la obra del Creador. Por el contrario, “todas las naciones del mundo son hombres

y de cada uno de ellos es uno no más la definición". La experiencia no justifica la atribución de la irracionali—

dad a las condiciones naturales que reinan en ciertas tierras, pues debajo del Ecuador se han encontrado pueblos racionales. Hay muchas clases de barbarie, y la

doctrina de Aristóteles sólo puede referirse a casos ex— tremos de hombres fieros contra los cuales es lícito

emplear las armas en defensa y para reducirlos a la ver— dadera humanidad y a la convivencia de gentes. La barbarie se debe a la mala educación más bien que a la incapacidad natural, y es corregible por medio de la enseñanza de buenas costumbres y de la religión cris—

tíana. La servidumbre del hombre imperito no ha de ser equivalente a la esclavitud, sino que ha de parecerse a la tutela de menores, para que redunde en bien del tutelado por medio de su elevación a la humanidad y a la religión. Estos llamados siervos por natura deben ser del todo libres y sólo han de servir a los prudentes para

recibir la guia de éstos. No era más que una teoría de la colonización, pero

tampoco era nada menos. No nos parece indiferente que la intención tratase de ser justa y generosa, ni cabe cerrar los ojos ante los extremos de opresión a que se

hubiera podido descender en caso de faltar ese cris tianismo liberal que, dentro de las condiciones de la 127

época, representaba la generosidad y el anhelo de libertad que afortunadamente acompañan siempre al hom— bre en su peregrinación por la historia. Los ideales de los pensadores se enfrentaron a las necesidades y a los apetitos del grupo encargado de la

actividad colonizadora. La Corona se vio solicitada si» multáneamente por los requerimientos de conciencia y por los de orden práctico de la colonización, sin que tampoco faltase el interés propio fiscal. Sus leyes con respecto al indio tratan de conciliar esos opuestos pun— tos de vista bajo un lenguaje de ternura cristiana. Y sur» ge la lucha entre el derecho y la realidad, entre la ley

escrita y la práctica de las provincias. El indio puede ser libre dentro del marco del pensamiento y de la ley de España, pero la realización de esa franquicia se ve contrariada por obstáculos poderosos de orden social. Era un tributo al poder militar de los conquistadores y a la obra seglar de la colonización. En efecto, poniendo a contribución las invenciones y las artes de la cultura de Occidente, los colonos habían iniciado la constrq ción de ciudades y puertos, modificado el transporte por

la introducción de bestias y carros, abierto los campos a nuevos cultivos, explotado febrilmente las minas, y establecido los oficios de la artesanía y las industrias de

obrajes. Los conventos y las iglesias se levantaban por do quiera y no requerían su suministro menor de mano de obra. A su vez la Corona establecía sobre la población indígena sus propios tributos y cargas, que los funcionarios secundarios se encargaban de hacer más onerosos.

Sin embargo, en medio de esta realidad que conducía a la explotación del trabajo forzoso, las ideas de libertad y 128

de protección de los nativos vinieron a formar parte del complejo cuadro histórico, como atributos de la concien— cia española en América.

¿Cuáles fueron las consecuencias prácticas de seme— jante doctrina, si es que las tuvo.7 Las leyes de Indias, después de algunas fluctuacio— nes, prohibieron la esclavitud de los naturales del Nue— vo Mundo. Por eso, a mediados del siglo XVI, fueron

puestos en libertad los cautivos de conquistas y otras guerras. Después sólo se admitió, como hemos visto, la

esclavitud de los aborígenes indómitos que mantuvie— ron focos de hostilidad en el imperio. Las encomiendas no se suprimieron hasta el siglo XVIII; lo cual, a primera vista, representó un triunfo para los defensores de la servidumbre por naturaleza; pero

se declaró abiertamente que el indio encomendado era libre, y se reformó la institución a fin de aproximarla a los principios de la tutela cristiana y civilizadora. Gran número de disposiciones generales con respecto

al indio se inspiraron, deSpue's de la conquista, en propó— sitos de título honroso del régimen español en América. A esto se debió, por ejemplo, que en la Recopilación de las leyes de Indias figurara una sección completa dedicada al

“buen tratamiento de los indios”. En lo que respecta a la religión, el cristianismo se propagó entre los nativos sobre la base implícita de la hermandad humana en Cristo. El deber de doctrinarlos y acogerlos en la fe fue subrayado con insistencia en los documentos eclesiásticos y oficiales.

La educación civil se procuró mediante varios procedimientos, como la agrupación de los indios en 129

poblaciones, la modificación de las costumbres incom— patibles con las de Europa, la concesión de privilegios legales y la tutela administrativa que tendía en princi— pio a impartir amparo.

Es claro que el pensamiento escolástico y sus reflejos institucionales sin olvidar que hay también leyes con» tradictorias y otras que aceptan substancialmente la car—

ga social que soporta el indio, por ejemplo, las relativas a la mita, hubieron de enfrentarse, como ya vimos, a una realidad social de colonización que se hallaba clominada por intereses económicos, y en la cual se ensav yaba trabajosamente la convivencia de razas y culturas diversas. Suelen tales contactos ir acompañados de cho ques y excesos que ni la teoria ni la ley bastan a reprimir en cada momento y lugar. De cierto, no podría verse en

cada eclesiástico, funcionario y colono a un apóstol4 dispuesto a sacrificarse por la conversión y el bienestar de los indios. La explotación y los excesos se hicieron

presentes en las tierras sujetas a España. Pero acaso, por eso mismo, la función de las ideas

liberales en dicha colonización adquirió mayor realce, pues ellas no surgieron tan sólo como alarde acadé— mico u ornato jurídico; antes bien, suministraron las bases espirituales a un régimen administrativo que,

ante los hechos, probaría a diario sus virtudes y sus frustraciones. A consecuencia de que las metas ideales eran altas y libres, existió un aliento de reforma en las instituciones

coloniales de Hispanoamérica; y aquella realidad histó— rica, dominada por la codicia, quedó sujeta a la atrac— ción de principios superiores de dignidad humana. 130

Las ideas de que tratamos, además de infundir una orientación más generosa al tratamiento del indio, tuvie» ron algunas repercusiones en otros problemas que han

interesado al régimen de la colonización en el mundo moderno. No se ha señalado con la debida insistencia, por ejemplo, la temprana presencia de alegatos a favor de la libertad de los negros. El arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar, de la Orden de los Predicadores,

sostenía en 1560: “Placerá a Nuestro Señor que cesando este cautiverio y contratación [de los negros de África], como hasta aquí han ido a rescatarles los cuerpos, hav

brá más cuidado de llevarles la predicación del Santo Evangelio con que en sus tierras sean libres en los cuerr

pos y más en las ánimas, trayéndolos al conocimiento verdadero de Jesucristo”. Es decir, en vez de la trata y la esclavitud, propone que se lleve apostólicamente al continente africano la fe de Cristo, sin detrimento de la

libertad de los negros. Esta manera de pensar alcanzó alguna difusión yvaf limiento entre los tratadistas españoles, pero no tuvo las mismas consecuencias legales y de orden práctico que en el caso de los indios. La esclavitud de los ne»

gros continuó aceptada, y de la trata se aprovecharon reyes y vasallos de los principales países europeos de

entonces. Precisamente estas afinidades y diferencias entre la suerte de indios y negros contribuyeron a que las ideas que venimos estudiando repercutiesen en la cultura del siglo XVIII, que tanto se apasionó por la abolición de la esclavitud de los africanos al mismo tiempo que 131

miró con horror las páginas de la conquista española de América. Sin embargo, no se olvidó del todo la doctrina

liberal cristiana defendida por los escolásticos del siglo XVI, y asi pudo el ciudadano Gregorio, antiguo obispo de Blois y miembro del Instituto de Francia, leer en 1801, en la sección de Ciencias Morales y Políticas, una

apología de Las Casas como defensor de “los principios de tolerancia y de libertad a favor de todos los indir viduos de la especie humana”. El escolástico e5pañol era reconocido como precursor por el revolucionario

francés, en mérito a una afinidad ideológica que se so breponia a todos los obstáculos, distancias y diferencias

que mediaban entre el uno y el otro. Acaso, en dirección inversa, ese cristianismo liberal del

siglo XVI allanó el camino para la introducción de ciertas ideas de la Ilustración europea en las colonias españolas¡ en el siglo XVIII. Por lo menos, en temas sociales como el

de la esclavitud y la capacidad de todos los hombres, se observa alguna continuidad o concordancia entre la tradi—

ción escolástica y la nueva ideologia humanitarista. El je— suita mexicano Clavijero aseguraba en su Historia antigua

publicada en 1780: “Sus almas [de los indios mexicanos] son radicalmente semejantes en todo a las de los otros hijos de Adán, y provistas de las mismas facultades; ni jau más hicieron tan poco honor a su propia razón los euro» peos, que cuando dudaron de la racionalidad de los mex1> canos”. Y no sólo hacia suya la fe en la capacidad racional del indio, sino también la creencia en la virtud de la edu—

cación para humanizar a cualquier hombre rudo. Otro jesuita mexicano, Francisco Xavier Alegre, se

pronunciaba en contra de la esclavitud de los negros 132

tanto en nombre de “un celo iluminado y conforme a

la razón” como en virtud de la autoridad de escritores españoles del siglo XVI. Es claro que entre la tradición del derecho natural de la época de la conquista y el pensamiento político de

la Ilustración mediaron diferencias profundas: todas las que caben entre el cristianismo escolástico y la filosofía moderna; pero tampoco hay que olvidar las coinciden— cias. Gracias a ellas la doctrina de Las Casas mereció el interés de los filósofos ilustrados. En último término, Hispanoamérica contó bien pronu to con una tradición generosa que le permitió arrastrar

las amenazas del orgullo, del perjuicio y de la codicia que arribaron también con los primeros europeos.

Ese impulso liberal no logró entonces, ni ahora, dominar por completo los desajustes y las asperezas de

una sociedad nacida de la conquista. En ella tuvieron que fundirse razas diversas, sistemas de cultura que no habían tenido entre si ningún contacto y que vivian en

tiempos históricos distintos. La obra era dificil, y a su realización contribuyó la

doctrina de cuyo estudio nos ocupamos. Es por eso que un francés sensible y generoso de nuestros días, Lucien Febvre, ha podido escribir: Si le Mexique d'aujaurd'hui ignore tout préjuge' de couleur et de race; s'il 'n'il n'y a d'autres différemes entre les hommes qui i'habi» ten: que celler de l'insmuction et de la fortune; si rien ne s'oppose ¿ ce qu'un descendant d'lndiens, s'il s'en monrre capable, occupe les plus haute postes de la République, c'est ¿: des hommes com— me Dom Vasco de Quiroga (évéque du Michoacán au XVF"” siécle) que les Mexicains doivent en rapporter le mérite. Et que

133

nous—mémes nous le deuoms, en tant que citoyens de la grande pam'e humaine.

Al calor de estas palabras dignas de la gran tradición francesa de universalidad y de interés por todo lo huma» no, podemos concluir con mayor certeza que la historia ideológica de Hispanoamérica se enlaza con las eternas cuestiones acerca de los derechos del hombre, del or—

den en la comunidad política y de la convivencia de las naciones.

134

IGUALDAD DIECIOCHESCA

Nuevas ideas surgen, a partir del siglo XVIII, con respec— to a la igualdad y libertad humanas. No se trata de una promulgación sencilla del pensa— miento del siglo XVI. El clima histórico y el tema mismo varían; pero las nuevas conclusiones ofrecen, a veces,

afinidades sorprendentes con las definidas por los poler mistas españoles. Antes de abordar los aspectos americanos de la cues

tión, veamos hasta qué punto los pensadores de la época revisaron la doctrina de Aristóteles sobre la servidumbre. Comencemos por señalar una corroboración de la creencia en la igualdad original de los hombres; aunque

ahora no se desprenda de la explicación religiosa de la Creación, sino de una teoría de índole cientificonatural. Buffon, en su Histoire natuvelle de I'homme. Variétés

dans l'espéce humaine, publicada en París en 1749 y tra— ducida al español en el propio siglo, sostiene que la familia humana no se compone de especies esencial»

mente diferentes entre si; originalmente hubo una sola raza de hombres que se multiplicó y esparció por la su— perficie de la tierra, de donde provino la variedad de especies debida a la influencia del clima, alimentación,

manera de vivir, epidemias y cruzamientos diversos de individuos más o menos semejantes.

135

Ya no se menciona a Adán, ni figura el castigo divino como la causa de la variedad existente entre razas; pero subsiste la fe —ahora cientifica— en la unidad original de la familia humana y se acepta que las diferencias posteriores son debidas a causas físicas.

Refiriéndose de manera más concreta al tema de la servidumbre, Montesquieu afirma en su obra De l'esprir. des lois, aparecida en 1748, que la esclavitud es tan conv traria al derecho civil como al natural. Entre las causas

a que puede atribuirse el origen de la esclavitud, incluye el desprecio que una nación concibe por otra, fundado sobre la diferencia de costumbres; y el ejemplo es nada menos que el de los españoles en América. Más adelante recuerda que Aristóteles quiere probar que hay esclavos por naturaleza, pero lo que dice no lo prueba. Si algunos

hay, serán aquellos que viven en paises donde el calor enerva el cuerpo y debilita tanto el valor que los hombres sólo se sujetan a un deber penoso por temor del castigo. Pero como todos los hombres nacen iguales, es preciso reconocer que la esclavitud es contraria a la naturaleza,

aunque en algunos países se funde sobre una razón natu— ral; y es necesario distinguir bien estos países de aquellos

en que las razones naturales mismas rechazan la esclavi— tud, como los países de Europa, donde ha sido felizmente abolida. Plutarco dice, en la vida de Numa, que en tiemv

pos de Saturno no habia amo mi esclavo. En los climas europeos el cristianismo ha restablecido esta época. Es preciso, pues, reducir la servidumbre natural a ciertos países particulares de la tierra. En todos los otros, el autor cree que, por penosos que sean los trabajos que

requiera la sociedad, se puede hacer todo con hombres 136

libres. Y si bien no sabe si el espíritu o el corazón le dictan este principio, llega a pensar que no hay quizás clima sobre la tierra donde no se puede alquilar hom— bres libres para el trabajo. A este propósito sugiere la ex—

plicación siguiente: porque las leyes estaban mal hechas se hallan hombres perezosos; porque estos hombres eran

perezosos se les ha reducido a esclavitud. Montesquieu rebate asimismo las razones que alega— ban los jurisconsultos romanos para justificar la esclavi» tud civil: la guerra, la venta del deudor insolvente y el nacimiento de padres esclavos. En el primer caso, dice que en la guerra sólo es lícito matar por necesidad; pero si un hombre hace esclavo a otro, no puede decir que se haya visto obligado a matar— lo, puesto que no lo ha hecho. En cuanto al segundo caso, la venta supone un pre—

cio; el esclavo al venderse hace que sus bienes pasen al amo; luego el amo no le dará nada ni el esclavo lo recibirá. Además, la libertad de cada ciudadano es una

parte de la libertad pública. La libertad no tiene precio para el que la vende. En lo que hace al tercer caso, si el hombre no se pue—

de vender, menos puede vender a su hijo que no ha na— cido; si un prisionero de guerra no puede ser reducido a servidumbre, menos todavía podrán serlo sus hijos. Si se compara la exposición de Montesquieu con la de los escolásticos, salta a la vista la mayor libertad con que trata a las autoridades. Discurre por si mismo, en

pleno ejercicio de la razón; y tanto Aristóteles como los jurisconsultos romanos son desechados fácilmente, a pesar del prestigio secular de que gozaron sus argumentos.

137

Dos afirmaciones merecen destacarse: todos los hom—

bres nacen iguales; y el cristianismo ha desterrado la esclavitud de Europa. Es cierto que Montesquieu, como teórico adicto a la doctrina del clima, no se sustrae de pronto a la atracción que ejerce sobre él la idea de la

servidumbre natural determinada por las circunstancias geográficas. Por eso se conforma, primero, con procla—

mar la libertad en Europa y relegar la servidumbre a otras zonas más calurosas; pero después llega a insinuar, según se ha visto, que la libertad es compatible con cual— quier clima, en caso de que rijan leyes apropiadas que eviten la pereza. El razonamiento de Montesquieu, hasta donde alcan— za nuestra información, no acusa influencia de la escue—

la española, a pesar de ciertas semejanzas de intención; pero él si fue autor leído y gustado por los criollos de América. Juan Jacobo Rousseau, en su Discowrs sur l'an'gine de

l'inégalité del año 1754, se propone dar respuesta a la pregunta formulada por la Academia de Dijon acerca

de cuál es el origen de la desigualdad que reina entre los hombres, y si ella está autorizada por la ley natural. Dice que va a meditar sobre la igualdad que la naturaleza ha implantado entre los hombres y sobre la desigualdad que ellos han instituido. Pero esta tajante formulación, que parece contener en sí la respuesta ne»

gativa a la última parte de la pregunta, no debe inter— pretarse antes de considerar que Rousseau admite en la especie humana dos clases de desigualdad: una que llama natural o física, porque es establecida por la na— turaleza, la cual consiste en la diferencia de edades, de 138

salud, de fuerzas del cuerpo y de cualidades del espíritu o del alma. La otra, que puede ser llamada desigualdad moral o política, porque depende de una especie de convención, es establecida o por lo menos autorizada por el consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios de que gozan algunos en per— juicio de los otros, como ser más ricos, más honrados,

más poderosos que otros o aun hacerse obedecer. Al final del discurso afirma que, siendo casi ninguna la desigualdad en el estado de naturaleza, obtiene su fuerza y su crecimiento del desarrollo de nuestras faculr tades y de los progresos del espíritu humano, y se legitir ma por el establecimiento de la propiedad y de las leyes. La desigualdad moral, autorizada por el solo derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no concurra en la misma proporción con la desigualdad fi-

sica o natural. Esta distinción resuelve lo que debe pen— sarse acerca de la especie de desigualdad que reina entre todos los pueblos civilizados; porque manifiestamente es contra la ley de la naturaleza, de cualquier manera que sea definida, que un niño mande a un anciano, que

un imbécil guie a un hombre sabio y que un puñado de gentes goce de superfluídades mientras que la multitud hambrienta carezca de lo necesario… Si se tiene en cuenta que la desigualdad física o na— tural de que habla Rousseau incluye, como se ha visto,

la diferencia en las cualidades del espíritu o del alma, y que si bien le indigna que un imbécil guíe al sabio, no parece disgustarle lo contrario, podria concluirse que, en último término su doctrina no se opone esencial

mente a la de Aristóteles. Pero en el Contrato Social 139

propone Rousseau, sin lugar a duda, un juicio adverso a la teoría clásica sobre el estado de servidumbre natural. Aristóteles sostuvo que los hombres no son iguales naturalmente, sino que los unos nacen para la esclavi— tud y los otros para el señorío. Aristóteles tuvo razón, afirma el ginebrino, pero tomó el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud nació para la esclavitud; nada es más exacto. Los esclavos pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su servidumbre como los compañeros de Ulises

amaban su embrutecimiento. Si, pues, hay esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra natura. La fuerza ha originado los primeros esclavos y su desi—

dia los ha perpetuado. Supuesto que ningún hombre posee una autoridad natural sobre su semejante, y que la fuerza no produce ningún derecho, quedan las con— venciones como base de toda autoridad legitima entre los hombres. De cualquier manera que se mire, el derecho de es clavitud es nulo; no sólo porque es ilegítimo, sino por que es absurdo y no significa nada. las palabras esclavo y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamenv te. Sea de un hombre a otro hombre o de un hombre a un pueblo, esta proporción será siempre igualmente insensata: “Hago contigo un convenio todo a tu costa

y todo en mi provecho, el cual observará mientras me plazca y que tú observarás mientras a mi me plazca”.

El resultado es semejante al de la teoría de Monr tesquieu: una desaprobación franca de la esclavitud. Rousseau no distingue para este efecto la servidumbre

natural de la civil. 140

Debemos observar que esa igualdad a que alude la

filosofía del siglo XVIII no se concibe siempre dentro del esquema cristiano. La fundamentación secular que

le asigna Helvecio es muy propia para captar el nuevo tono de la época. En el tratado De l'esprit, publicado en 1758, dedica

el capítulo XXX del “Discurso III” al análisis de la su— perioridad que ciertos pueblos han tenido en diversas ciencias y artes.

Esta superioridad, reflexiona, se debe sólo a causas

morales y no que haya naciones privilegiadas en virtud, espíritu o valor. La naturaleza, a este respecto, no ha repartido desigualmente sus dones. El genio es común,

pero las circunstancias propicias para desarrollarlo son muy raras. La desigualdad de espíritu que se observa en-

tre los hombres depende de algunas de estas causas: el gobierno bajo el cual viven; el siglo más o menos feliz en que nacen; la educación mejor o peor que reciben; el deseo más o menos vivo que ellos tienen de distin—

guirse, y, en suma, las ideas más o menos grandes o fecundas que ellos hacen objeto de sus meditaciones.

Ampliamente desarrolla el mismo principio en la obra De l'homme, de ses facultés intellectuelles, et de son éducarian. Subdivide asi el argumento: 1) la educación necesaria— mente diferente de los diversos hombres es quizá la causa

de la desigualdad de los espíritus, atribuida hasta ahora a la desigual perfección de los órganos; 2) todos los hom—

bres comúnmente bien organizados tienen una aptitud igual de espíritu; 3) entre las causas de la desigualdad de los espíritus hay que distinguir el deseo desigual que tie— nen los hombres de instruirse y la diferencia de estado, 141

de la cual resulta la de su instrucción; 4) los hombres co— múnmente bien organizados son todos susceptibles del

mismo grado de pasión. La desigualdad actual que se observa en el espíritu de los diversos hombres no puede ser mirada como una prueba de su aptitud desigual. Porque si, como lo

prueba la experiencia, cada hombre percibe las mismas relaciones entre los mismos objetos; si cada uno de ellos reconoce la verdad de las proposiciones geométricas; si, por otra parte ninguna diferencia en el matiz de sus

sensaciones altera su manera de ver; si, para ofrecer un ejemplo sensible, en el momento en que el sol se eleva del seno de los mares, todos los habitantes de las mismas orillas, que reciben en el propio instante la luz de sus

rayos, lo reconocen igualmente como el astro más bri— [lante de la naturaleza; es preciso confesar que todos los hombres tienen o pueden tener los mismos juicios acerca de los mismos objetos; que pueden alcanzar las mismas verdades; y que, en fin, si no todos tienen de he— cho el mismo espíritu, todos, cuando menos, tienen el mismo en potencia, esto es, la aptitud para tenerlo. En

conclusión: en los hombres comúnmente bien organif zados, la desigualdad de los talentos no puede ser sino un mero efecto de la diferencia de su educación. Estos principios concuerdan aparentemente

con la

tradición escolástica que ya estudiamos en relación con América. Las Casas yVitoria hubieran podido suscribir— los. Pero, de nuevo, se trata de afinidades ajenas a una

influencia directa. De otra parte, no faltan las desemejanzas básicas. Helvecio no funda ninguna de sus proposiciones en 142

supuestos cristianos. Como Las Casas, cree en la capa— cidad de perfeccionamiento de cualquier hombre; pero

en tanto que el fraile acude a la Creación y al instru— mento de la fe y de las buenas costumbres, el filósofo dieciochesco se atiene a una explicación natural y pien— sa en términos seculares en el mejoramiento por medio de la educación.

Creo que desde el punto de vista del presente estu— dio, la coincidencia más significativa del autor ilustrado con sus olvidados antecesores escolásticos descansa en

aquella afirmación relativa a que los pueblos se distin— guen en la historia, no por virtudes naturales específi— cas, de las que otros pueblos carecen, sino a causa de circunstancias de oportunidad y de tiempo que teórica— mente pueden fecundar la capacidad de cualquier hom—

bre comúnmente bien organizado. Con eso se quebranu taba la jerarquía del derecho de gentes fundada en la diferencia de razón entre los pueblos; es decir, la base

filosófica del imperialismo clásico y renacentista, que ya había sido objeto de revisión honda por parte de los tratadistas españoles. Sumando las enseñanzas de los filósofos preceden— tes, podía en 1793 preguntar Condorcet, en su Esquisse d'un tableau histm1que des pmgrés de l'espvit humain, que si la igualdad natural de los hombres, primera base de sus derechos, es el fundamento de toda verdadera moral,

¿qué podía esperar ésta de una filosofía —la anterior de las Luces— que tenia como una de sus máximas el des— precio franco de esta igualdad y de estos derechos?

La igualdad natural se convierte en asiento inmediaf to de los derechos políticos del hombre. Y la tradición 143

igualitaria anterior a la Ilustración se olvida ante la pre— sencia abrumadora del antiguo régimen contra el cual

se dirigen los nuevos principios. Conforme a éstos había redactado Jefferson la Declar ración de Independencia de los Estados Unidos en 1776, pero sin dejar de pagar tributo a la idea de la Creación: “creer

mos que todos los hombres son creados iguales, que se hallan dotados por su Creador de ciertos derechos in; alienables, que entre ellos figuran la vida, la libertad y la busca de la felicidad. Que para garantizar esos de techos, se instituyen los gobiernos entre los hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los

gobernados”. Los escolásticos no solían conceder a la igualdad na— tural un valor político efectivo hasta el punto de basar en ella la reforma —aquí y ahora— de la monarquía ab— soluta y de la clases sociales privilegiadas. En el siglo XVI

contribuyeron con sus ideas a humanizar el tratamiento de pueblos exóticos; en el siglo XVII formularon algu» nas preguntas atrevidas con respecto al origen y la jus tificación de la desigualdad social, según hemos visto. Pero los autores cristianos interpretaron comúnmente

la igualdad por naturaleza como un pasado remoto y quimérico, o como un atributo del estado de inocencia, o como una consecuencia esencial, pero no temporal

inmediata de la creencia religiosa en la Creación. No era lo mismo aceptar esa igualdad como programa de una revolución política inminente. Este matiz programático y la más franca desaproba—

ción de la esclavitud fueron, dentro del campo del pre» sente estudio, las contribuciones mayores que la Ilustra—

144

ción hizo al fondo de ideas integrado por los esfuerzos liberales del mundo clásico y cristiano. De varias maneras se hacen presentes los temas americanos en las obras del siglo XVIII: se censura la conquista yla esclavitud de los indios y negros; se con— traponen las luces del siglo al oscurantismo de la actua— ción española (el ejemplo horroroso de que hablaba Raynal); se discute acerca de la degeneración de las es»

pecies al pasar del Viejo al Nuevo Mundo, y también se habla de la juventud de éste, en su doble acepción de inmadurez por un lado y de promesa por el otro; se deprime o se exalta al hombre nacido en esta parte del universo, ya sea indio, mestizo o criollo; se nutre de savia americana la doctrina del buen salvaje, aunque

el propio espectáculo de los indigenas de la América meridional lleve al francés [a Condamine a concluir que “el hombre, abandonado a la simple Naturaleza, privado de educación y de sociedad, difiere poco de la bestia”. En fin, América no es olvidada en el siglo de inquietudes universales y de aplicaciones revoluciona rias del derecho natural.

No nos incumbe abordar temas tan amplios, que ya cuentan con su literatura correspondiente. Fijémonos, tan sólo, en las aptitudes dieciochescas

que tocan a la igualdad y libertad de los americanos. En primer término, se perciben todavía los ecos de la contienda acerca de la razón del indio, que apasionó tanto a los polemistas anteriores. El leido Cornelio de Pauw, en sus Recherches philoso phiques sur les Américains, que aparecieron en Berlin en

1768, se permitió interpretar la famosa bula del papa 145

Paulo III acerca de la capacidad de los indios en la forma siguiente: Al principio, no fueron reputados por hombres los ame» ricanos, sino más bien sátiros o monos grandes que pº dian matarse sin remordimiento o reprensión. Al fin por añadir lo ridículo a las calamidades de aquellos tiempos, un papa hizo una bula original, en la cual declaró que, deseando fundar obispados en las provincias más ricas de la América, le agradó a él y al Espíritu Santo reconocer por verdaderos hombres a los americanos; y asi, sin esta deci— sión de un italiano, los habitantes delNuevo Mundo serian aun en el dia, a los ojos de los fieles, una raza de hombres

equívocos. No hay ejemplar de semejante decisión desde que este globo está habitado de hombres y de monos.

Asimismo el ilustrado Robertson refería en su Historia de América (1777), que algunos misioneros, atónitos de la lentitud de comprensión y de la insensibilidad de los indios, los calificaron como una raza de hombres tan degenerada, que eran incapaces de entender los prime»

ros rudimentos de la religión. Y que un concilio celebra— do en Lima decretó que por razón de esta imbecilidad debían ser excluidos del sacramento de la eucaristía. Reconocía Robertson que Paulo III, en la bula de 1537,

los declaró criaturas racionales y capaces de todos los privilegios de los cristianos. Pero después de dos siglos, eran tan imperfectos sus progresos en el conocimiento,

que poquísimos tenian el discernimiento intelectual necesario para ser juzgados dignos de acercarse a la sa— grada mesa. Y aun después de la más continua instrucr

ción, su creencia era tenida por débily dudosa; y aunque

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algunos de ellos hubiesen llegado extraordinariamente a aprender las lenguas doctas, y pasado con aplauso el

curso de una educación académica, su debilidad pare— cía siempre tan sospechosa, que ningún individuo se había ordenado jamás de presbítero y raras veces se ha— bía recibido en una orden.

Cuando semejantes escritos de los ilustrados de Eu— ropa llegaron a conocimiento de los hombres de Améri— ca, despertaron las reacciones más vivas y encontradas. Francisco Xavier Clavijero (1731—1787) se vio en el caso de calificar a De Pauw de “autor no menos maldi— ciente que enemigo de la verdad”; pues según este jesuia ta mexicano, la bula de Paulo III no fue hecha: …para declarar verdaderos hombres a los americanos, sino solamente para sostener los derechos naturales de los ame» ricanos contra las tentativas de sus perseguidores y para condenar la injusticia e inhumanidad de los que con el

pretexto de ser aquellos hombres idólatras o incapaces de instrucción, les quitaban las propiedades yla libertad y se servían de ellos como de bestias.

Recalcaba que antes de expedirse la bula, los Reyes Católicos habian recomendado encarecidamente la instruc— ción de los americanos, y dado las órdenes más estrer chas para que fuesen bien tratados y no se les hiciese ningún daño en sus haberes y en su libertad, y enviado muchos misioneros. Afirmar que Paulo III quiso reco— nocer por verdaderos hombres a los americanos por

fundar obispados en las provincias más ricas del Nuevo Mundo, le parecía a Clavijero “una temeraria calumnia de un enemigo de la Iglesia Romana”; antes “deberia 147

más bien alabar el celo y la humanidad que manifiesta aquel papa en la mencionada bula”. El ataque a Robertson no fue menos enconado, pues creia Clavijero que adoptó en gran parte “las extra! vagantes opiniones de De Pauw”. La convicción personal del jesuita mexicano era faa

vorable en cuanto a las dotes intelectuales de los indios de América y al poder de la educación sobre los impedía

mentos que se reputaban naturales. En un pasaje de la Historia antigua de México, publi, cada en 178011781, asegura: “Sus almas [de los indios mexicanos] son radicalmente semejantes en todo a las de los otros hijos de Adán, y provistas de las mismas fa— cultades; ni jamás hicieron tan poco honor a su propia

razón los europeos, que cuando dudaron de la raciona— lidad de los americanos”. En sus Disertaciones añade: Después de una experiencia tan grande y de un estudio tan prolijo, por el cual me creo en estado del poder deci— dir con menor peligro de errar, protesto a Pauw y a toda la Europa, que las almas de los mejicanos en nada son

inferiores a las de los europeos: que son capaces de todas las ciencias, aun las más abstractas, y que si seriamente

se cuidara de su educación, si desde niños se criasen en seminarios bajo de buenos maestros y si se protegieran y alentaran con premios, se verían entre los americanos

filósofos, matemáticos y teólogos que pudieran competir con los más famosos de Europa. Pero es muy difícil, por no decir imposible, hacer progresos en la ciencias en me—

dio de una vida miserable y servil y de continuas inca modidades.

148

La conciencia de la posible afinidad de las ideas diecio—

chescas con las de los cristianos del siglo XVI que defendieron la capacidad y libertad de los indios, se descubre en el propio Clavijero; pues refiriéndose a lo escrito por

De Pauw contra los indios, se permite este ingenioso jugo de palabras: “pinta con tales colores a los ameri—

canos y envilece de tal modo sus almas, que aunque algunas veces se irrita contra los que pusieron en duda su racionalidad, no dudo que si entonces se le hubiera

consultado, se hubiera declarado contra el parecer de los racionalista…s". Este último vocablo viene subrayado en el texto, sin duda para poner énfasis en la intención

de aplicarlo, según la moda lingúistica del siglo XVIII, a los teólogos y letrados de la época de la conquista que fueron partidarios de la razón del indio, y de paso para mostrar cuánto se habia alejado de los cánones ilustra— dos el filósofo prusiano al describir a los hombres de América.

Otro jesuita mexicano, Pedro José Márquez (17411820), en su obra Due antichi monumenti di architettwra

messicana (Roma, 1804), en fragmento traducido por G. Méndez Plancarte, Humanistas del siglo XVIII, México,

1941, pp. 1331134, dice: De tantas naciones que cubren nuestro globo, no hay una sola que no se crea mejor que las otras así como hay cosa más ordinaria entre los habitantes de la tierra que el bur— larse uno de otro cuando lo oye hablar un lenguaje que no

es lo suyo nativo: efecto de ignorancia que se observa aun en muchos que se tienen por doctos y discretos. Pero el verdadero filósofo, así como no asiente a tales opiniones, así tampoco acusa inmediatamente de error a

149

todos en un solo haz. Es cosmopolita (o sea ciudadano del mundo), tiene por compatriotas a todos los hombres y sabe que cualquier lengua, por exótica que parezca, pue—

de en virtud de la cultura ser tan sabia como la griega, y que cualquier pueblo por medio de la educación puede llegar a ser tan culto como el que crea serlo en mayor grado. Con respecto a la cultura, la verdadera filosofía no reconºce incapacidad en hombre alguno, o porque haya

nacido blanco o negro, o porque haya sido educado en los polos o en zona tórrida. Dada la conveniente instrucción

—enseña la filosofía—, en todo clima el hombre es capaz de todo.

La suerte de un pueblo consistirá, pues, en haber adop tado los más sabios principios para que con ellos se instru— ya y ejercite su juventud, y de acuerdo con los cuales se di— rija y gobierne la comunidad y cada uno de sus individuos.

Es indudable que este cosmopolitismo, sobre todo tal como se expresa en el último párrafo, es ya un fruto

de la Ilustración; pero incluye y prolonga la vieja tradi— ción cristiana que afirma la capacidad de todos —blan— cos, cobrizos o negros— y el poder de la educación. Y

este apoyo permite a Márquez, interesado en ello como mexicano, poner coto a las desviaciones de la doctrina universal que pudiera apoyarse en la teoría del clima,

puesta en boga por Montesquieu. Esa fe en la capacidad del indio y en la virtud de la edu— cación se propagó ampliamente por el mundo de habla

española, como lo atestiguan otros autores de la época. Entre los peninsulares, cabe mencionar a Joseph Campillo de Cossío, cuyo tratado del Nuevo sistema de gobiemo económico para la América, publicado en Madrid

150

en 1789, ya estaba terminado en 1743, año en que fa lleció el autor. Decía en cuanto a la incapacidad de los indios, que no podría creer fuese tanta como muchos querian apa»

rentar, negándoles aun la calidad de racionales. Le pa— recia ser esto ajeno de la verdad y propio o de la misma ignorancia o de la malicia. La vida de los indios antes de

que conocieran a los europeos demostraba que tenían notorias luces de talento y discurso: Manifiesta esto claramente las grandes poblaciones y ciu—

dades que formaron, los prodigiosas y excelentes edificios que construyeron, los imperios tan poderosos que funda— ron, su modo arreglado de vivir baxo ciertas leyes civiles y

militares, teniendo su género de culto de divinidad; y aun ahora vemos, que todas las artes y oficios os exercitan a

imitación de los mas hábiles europeos, con gran destreza... Campillo no sólo desconfiaba de quienes pintaban a los indios como carentes de las discursivas y razonables luces, sino que se declaraba partidario de sostener que tenían “una razón bien puesta, unas potencias claras y una comprehensión, habilidad y aptitud, ni tan bárba— ra ni aun tan vulgar como se afirma”. En caso de que

al presente fuesen los indios como se representaban, sugería el autor que podría haberlos reducido a la bar» barie una larga opresión, como sucedía a los griegos de la época, descendientes de aquellos grandes capitanes,

filósofos y estadistas que fueron maestros del mundo. En todo caso, nada se oponía a que se hiciese de los indios vasallos útiles, dentro del sentido que asignaba a este término Campillo, ya que no era menester en 151

una monarquía que todos discurriesen ni que tuviesen grandes talentos. Bastaba que supiesen trabajar el ma» yor número, siendo pocos los que debían mandar, que

eran los que necesitaban de luces muy superiores; pero la muchedumbre ni había de necesitar más que fuerzas corporales y docilidad para dejarse gobernar.

No se trataba de un reconocimiento altruista de la razón del indio. Lo que interesaba a Campillo, como

político del despotismo ilustrado, era que los indios se convirtiesen en “vasallos útiles” de la monarquía es pañola. Que fuesen buenos labradores, pastores, etc.,

como los había en las naciones más cultas de Europa. Por eso se conformaba con defender, en último tér— mino, la habilidad de los naturales de América para

desempeñar esas funciones económicas indispensables para el sustento y progreso de la sociedad. En términos más desinteresados sostuvo Antonio de Ulloa, en la Relación histórica del viaje a la América meridional, aparecida en Madrid en 1747, que: “Mucha

parte de la rusticidad notada en los entendimientos de estos indios, proviene de su poca cultura; pues atendi— dos los que gozan el beneficio de ésta en algunas partes, se hallarán tan racionales, como los demás hombres”. El criollo mexicano Juan José de Eguiara y Egu-

ren, en el prólogo a su Bibliotheca mexicana impresa en 1755, refutó por extenso al deán de Alicante don Ma— nuel Martí, que había escrito con desdén de la cultura del Nuevo Mundo. Trató, indignado, de probar que a los indios no se les podía tachar de brutos e incultos; y en cuanto a los descendientes americanos de los euro peos, sostuvo que sobresalian por su inteligencia, entre 152

otras causas por ser favorable el medio físico, y que era singular a su afición y amor a las letras. Siguien—

do a Feijóo, se dispuso asimismo a disipar el error de quienes afirmaban que si bien los americanos estaban

dotados de un ingenio precoz, perdían el uso de él pre— maturamente. A su vez, el criollo peruano José Eusebio de Llano Zapata, en sus Memorias histórico—phisicocritico—apologéticas

de la América meridional, que llevan fecha de 1761, cen» suró a Las Casas con motivo de las calumnias que cau— saron el descrédito que injustamente padecía la nación

española en las plumas de los extranjeros; pero no por eso se mostró partidario de Sepúlveda, cuya obra sobre

los indios le parecía “temeraria, poco cristiana y de nin, gún modo ajustada a los dogmas de la Iglesia”. Creía

que los indios tenían las mismas aptitudes para las artes y las ciencias “que todas las demás gentes del mundo antiguo", y que sus imperfecciones “no son defectos de su capacidad, sino falta de cultura”. Tales apreciaciones parecen derivar más bien de la ob servación y del racionalismo de la época que de la teolo-

gía o de la política del siglo XVI, pero concuerdan esen— cialmente con los principios escolásticos.

En lo que concierne al debate en torno de la servi— dumbre, el propio De Pauw acusó a Las Casas de haber hecho “gran número de memorias para probar que la conquista de América era una injusticia atroz, e ima—

ginó de destruir al mismo tiempo a los africanos por

medio de la esclavitud…”. Le extrañaba al tratadista prusiano que Sepúlveda no hubiera reprochado a su

opositor el haber dado aquella odiosa memoria, “tanto 153

estaban entonces confundidas las ideas. El fanatismo, la crueldad, el interés, habían pervertido las primeras

nociones del derecho de gentes”. Esta acusación contra Las Casas preocupó grande—

mente a los espíritus dieciochescos y dio lugar a una frondosa literatura. El jesuita de la Universidad de Córdoba de Tucu— mán, Domingo Muriel, a quien hemos visto inclinarse

al ideario de Sepúlveda, admitía a fines del siglo XVIII la distinción entre la servidumbre estricta y la natural. Le parecía que mejor que Pufendorf y antes que Heinecio,

comprendió el jesuita Acosta la idea de Aristóteles y de su intérprete Tomás, pues reconocía que no se trataba

de la servidumbre ordinaria, sino de la política o tam» bién económica, ya que es conforme a la naturaleza de

las cosas que los rudos sean dirigidos y corregidos por los sabios. Esta clase de servidumbre recaía también en el hijo que necesitaba tutor y curador, aunque fuese

dueño de su fortuna. Muriel creía que semejante distinu ción aclaraba la disputa que en 1519 sostuvo Las Casas con el obispo de Darién, fray]uan Quevedo, ya que éste “se refería a una servidumbre distinta de la servil”. Es interesante también que Muriel desprendiese una

consecuencia liberal para el esclavo del concepto de la igualdad por naturaleza, pues comentaba: “es inútil que el amo se acuerde que el esclavo es un hombre igual a él por su naturaleza si es un hombre sobre quien tiene

derecho de vida y de muerte, o si aunque lo mate, no comete para con él injusticia alguna”. Argumento que le servía para desechar ese supuesto derecho del amo sobre el esclavo. 154

Muriel se atrevió a negar que Las Casas hubiese pen— sado en la esclavitud de los africanos; le parecía que por eso no se lo pudo reprochar Sepúlveda. Creía que Las Casas no condenó la conquista de América, sino única-

mente los abusos de los vencedores cometidos indivi— dualmente y que habían sido exagerados de manera extraordinaria. Lo que Las Casas propuso, según la ver— sión del jesuita de Córdoba, fue el envío de labradores. Como es evidente, Muriel no poseía buena infor— mación sobre el episodio. De Pauw, a pesar de sus erro

res habituales, estaba en este caso algo más cerca de la realidad histórica; además, dentro del clima de opinión

propio de los ilustrados, exaltó el progreso moral de su época con respecto al siglo XVI, no vacilando en lla— mar al de negros: “odioso comercio que estremece a la humanidad”. De nuevo la Ilustración europea hizo memoria de la polémica en torno a la conquista de América cuando

el 13 de mayo de 1801, el ciudadano Gregorio, antiguo obispo de Blois, miembro del Instituto de Francia, leyó en la sección de Ciencias Morales y Políticas una apolo—

gía de Las Casas. Se propuso demostrar que era calum» niosa la imputación que se hacía a éste en el sentido de que fue el inspirador de la introducción de esclavos negros en América.

El debate, en el que terciaron después el deán de Cór— doba de Tucumán, Gregorio Funes, el mexicano doctor

Mier y el español Juan Antonio Llorente, tiene hoy un valor documental escaso; porque todos los contendiem

tes desconocían el párrafo de la Historia de las Indias, a que ya hicimos referencia, en que el propio Las Casas && 155

plicaba que, efectivamente, propuso la introducción de negros para aliviar la condición de los indios; pero más tarde se arrepintió al advertir la injusticia con que los

portugueses los tomaban y hacían esclavos, concluyendo que “la misma razón es dellos que de los indios”. Lo que se probó bien en la disputa de comienzos del

siglo XIX fue que con anterioridad a la proposición de Las Casas ya se habían llevado esclavos negros a las Indias. Pero si la polémica es de interés secundario desde el punto de vista del tema que fue discutido, resulta de

valor inestimable para apreciar cómo la filosofía de las Luces hace suya la figura de Las Casas. Según el obispo Gregorio, Las Casas estuvo al frente de algunos hombres generosos que, levantando la voz

contra los opresores en favor de los oprimidos, votaban aquéllos a la venganza, e invocaban para éstos la protec» ción de las leyes divinas y humanas. En la conferencia de Valladolid, de 1550, Sepúlveda

pretendía persuadir como cosa justa el hacer la guerra contra los indios para convertirlos a la fe. Las Casas le refutaba por los principios de tolerancia y de libertad

en favor de todos los individuos de la especie humana; y estos principios obtuvieron la aprobación solemne de las universidades de Alcalá y Salamanca. A Gregorio le extrañaba que la Academia de la His— toria de Madrid hubiese publicado, hacia veinte años,

una edición magnifica de este “apologista de la esclavi tud“ (o sea Sepúlveda); mientras que no existía aún una

edición completa de las obras del “virtuoso” Las Casas. La Academia no se abochornaba de aprobar 10 que ella misma llamó “una piadosa y justa violencia ejercida 156

contra los paganos y los herejes”. Gregorio esperaba que

los miembros actuales de la Academia se sintieran re» pugnados por una “doctrina tan chocante”. En la oración de este obispo ha desaparecido todo recuerdo de la diferencia, tan marcada en el siglo XVI,

entre la servidumbre natural y la legal. Sepúlveda es lla— namente un esclavista, y Las Casas un filántropo defen—

sor de la especie humana. Pero hay más: aquel debate del siglo XVI, así definido, no constituye en realidad sino un antecedente del debate propio del siglo XVIII y principios del siglo XIX, 0 sea, el relativo a la esclavitud de los negros. Por eso cree Gregorio que Las Casas no pudo ser partidario de ésta, y que la imputación en tal sentido es calumniosa: ¿Quién se persuadirá que la piel negra de los hombres nacidos en otro hemisferio haya sido motivo de que los con— denase a sufrir la crueldad de sus señores, quien toda su vida reivindicó los derechos de los pueblos sin distinción de color.7 Los hombres de carácter tienen uniformidad en

su conducta que no se contradice. Sus acciones y sus prin— cipios son unisonos: asi Benezet, Clarkson, y en general los amigos de los negros, lejos de inculpar a Las Casas, le colºcan ala cabeza de los defensores de la humanidad.

Unida así la causa de los indios a la de los negros, la campaña de Las Casas se podía emparentar con la de los partidarios de la emancipación dieciochesca: “Las Casas tuvo muchos enemigos: dos siglos más tarde, ha

bría tenido muchos más”. Estuvo con los aventureros españoles que esclavizaban indios en las mismas relacio—

nes que los amigos de los negros en Francia, de algunos 157

años a esta parte, con los dueños de los plantíos: “¿No hemos oído sostener que los negros eran una clase in—

mediata entre el hombre y los brutos? Así los colonos españoles pretendían que los indios no pertenecían a la especie humana”. Las Casas, estremeciéndose de los horrores que veía, manifestó quiénes eran los autores y

excító la indignación de todas las almas sensibles. Gregorio no se conformó con establecer una afini—

dad formal entre el cristianismo libertador del siglo XVI y la filantropía del siglo XVIII, sino que enlazó los

contenidos ideológicos de una y otra centuria. En efec» to, afirmaba que Las Casas, religioso como todos los bienhechores del género humano, veía en los hombres de todos los países los miembros de una sola familia, obligados a tenerse mutuamente amor, y darse auxilios y a gozar de unos mismos derechos. Ponía en boca de

este religioso —defensor del amor a la “humanidad" y de la igualdad de derechos— discursos propios de un

ciudadano ilustrado de la época de la Revolución fran— cesa. Por ejemplo, que lo que importa a todos, exige el consentimiento de todos; que la preinscripción con—

tra la libertad es inadmisible; que la forma del Esta— do politico debe ser determinada por la voluntad del pueblo, porque él es la causa eficiente del gobierno, y

no se le puede imponer carga alguna sin su consenti» miento. Además, Las Casas aparece sosteniendo que la

libertad es el mayor de los bienes y que, siendo todas las naciones libres, el quererlas sujetar bajo pretexto de que no son cristianas es un atentado contra los derechos natural y divino, y quien abusa de su autoridad

es indigno de ejercerla y no se debe obedecer a ningún 158

tirano. En defensa de los indios, se ve al fraile español invocando el derecho natural que pone a nivel las na» ciones y los individuos, y la santa Escritura, según la cual Dios no hace excepciones de personas; con esto dio nueva claridad a la justicia de las reclamaciones de los indios. Gregorio concluye que a ese campeón de los dere— chos de la humanidad se le debe levantar una estatua en el Nuevo Mundo; no conoce objeto más digno de ejercitar el talento de un amigo de la virtud, y le parece extraño que hasta ahora la pintura y la poesía no se hayan ocupado para ello. Los amigos de la religión, de las costumbres, de la libertad y de las letras, deben un homenaje de respeto a la memoria de aquel a quien

Eguiara llamaba el “Adorno de América”, y quien, perteneciendo a la España por su nacimiento, a la Fran— cia por su origen, puede con justo título ser llamado el "Adorno de los dos mundos”. Todavía añade el obispo que los grandes hombres, casi siempre perseguidos, de—

sean existir en lo futuro, pues estando por su talento, adelantados a las luces de su siglo, reclaman el tribunal de la posteridad. Esta heredera de su virtud, de sus ta— lentos, debe satisfacer la deuda de los contemporáneos.

Y asi ocurrió. Las Casas —“adelantando a las luces de su siglo"— fue honrado después de la indepem dencia de América por los pintores y poetas virtuosos y por las almas sensibles. La libertad cristiana atrajo a la nueva filosofía, y ésta, para recibir la herencia, hubo previamente de retocar el cuadro histórico con fuertes

pinceladas. Las diferencias se perdieron en la sombra y las semejanzas pasaron al primer plano. Pero Gregorio 159

no era un impostor. Su discurso se apoyaba en pasajes auténticos de Las Casas. Estos dieron pie a la afinidad producida y, por el contrario, a la repulsión profesada

hacia Sepúlveda, cuyo pensamiento fue mal interpretado, pero correctamente intuido en lo que respecta a su direc— ción jerarquizante. Entre los polemistas de principios del siglo XIX, hu— bo algunos que, a fin de conciliar la admiración que sentían por Las Casas con el hecho, por ellos admitido, de que éste hubiera defendido la esclavitud de los no

gros, se vieron precisados a subrayar que entre el pen— samiento del siglo XVI y el de la nueva época mediaron

diferencias importantes. Funes hizo notar al obispo Gregorio que la esclavi— tud doméstica, adquirida por guerra justa, era lícita se—

gún la doctrina de Las Casas. La voz de la filosofía y de la razón aún no había hablado en su siglo con bastante

elocuencia para causar sobre este punto esa feliz revolu— ción que causó en la edad más baja y por la que vemos

desterrada de toda Europa esa servidumbre despiadada. Mier puntualizó que no podía pedirse a Las Casas que en el siglo XVI razonase con las luces del XIX. Enton' ces a nadie ocurrió escrúpulo ninguno respecto al tráfi'

co de negros, y toda la Europa cristiana, muy tranquila en conciencia, ha continuado hasta ahora ese comercio: Entendámonos; el cristianismo ha recomendado la cari—

dad yla mansedumbre, y enseñándonos que todos somos hijos de un padre y hermanos en Jesu Cristo, lima poco a poco las cadenas, las aligera; pero se puede ser buen cristiano y tener esclavos si son legítimamente adquiridos,

160

tratándoles con caridad cristiana. San Pablo, para que los fieles (oyendo que Jesu Cristo nos ha llamado a la libertad

y sacado de la servidumbre del pecado y de la ley mosaica) no lo entendiesen de la libertad corporal, no cesa en sus

cartas de exhortar a los esclavos a que sirvan y obedezcan a sus amos como al mismo Cristo. Filemón era sacerdote, y

San Pablo, aunque había bautizado y ordenado sacerdote a Onésimo, su esclavo, y lo habia menester para el minis terio apostólico, no le reprende ser su dueño, antes por

serlo le remite su esclavo, se lo recomienda, para que le perdone, con una ternura de padre. Por las leyes del Impe-

rio la adquisición de esclavos era legítima, y el Evangelio no turba las leyes civiles.

Discurso muy oportuno para recordar que la filoso— fía cristiana no era idéntica a la de la Ilustración. La esclavitud se desterraba a causa de las nuevas luces, lo cual merecía la aprobación de Mier; pero el cristianis— mo anterior a este cambio sólo debilitó, mas no que» brantó las cadenas. Llorente, al igual que Funes, salvaba la distancia en,

tre el cristianismo del siglo XVI y la filosofía ilustrada mediante el recurso del progreso de las ideas: Jamás quiso Casas la esclavitud de los negros, pero ella existía y ni Casas ni algún otro la reputaba digma de ser contada entre los actos ofensivos de la humanidad, porque las ideas que se tenían entonces acerca de los africanos en toda Europa eran totalmente contrarias a las que tenemos en nuestro tiempo, en que las luces del derecho de gentes son en sumo grado superiores. De suerte que ésa, al parecer sencilla operación de “ade lantar" en el tiempo a Las Casas, no dejaba de poner 161

al descubierto las diferencias de épocas e ideas; sin em»

bargo, la afinidad era irresistible, y quizás pensaban con alguna razón nuestros filósofos ilustrados que, de haber vivido Las Casas “dos siglos después”, hubiera sido de los suyos, tanto para exigir la libertad de los negros, como para defender el credo político igualitario. Los ecos españoles y americanos de esta polémica re suenan en las Cortes de Cádiz, pero ya son los postreros

momentos del Imperio en torno del cual se agitaron las ideas por nosotros estudiadas. La vía se quedó abierta para llegar a lo que en nuestra época llamaría Max Scheler (1874—1928), malhumo:

rado, la interpretación del movimiento cristiano “según turbias analogías con ciertas formas del movimiento social y democrático moderno y —como han hecho los socialistas cristianos o no cristianos— ver en Jesús una es-

pecie de 'demagogo' y 'político social”'. El mismo autor recopila todas las razones que diferencian el amor crisf

tiano del humanitarismo moderno. Antes, el alemán Justo Móser (1768), al combatir la

filosofía igualitaria, el filantropismo y los derechos uni— versales del hombre, había considerado, según lo advier—

te Meinecke, “perfectamente claro que las ideas de hu— manidad universal y de universal filantropismo hundían sus raíces en el cristianismo y se continuaban, simple— mente, en la filosofía de la época". Pero el autor que llevó a su último desarrollo esta ob— servación fue Nietzsche, cuya afinidad con Sepúlveda, varias veces apuntada en la literatura contemporánea, no nos parece más exacta ni más errónea que la de los filó»

sofos de las Luces con Las Casas. 162

Nietzsche no sólo restaura el ideal aristocrático, sino que, dando por buena la identidad del cristianismo

con la igualdad moderna, combate ambos principios. La idea de la igualdad ante Dios, dice en su obra Der Wille zwr Macht (1900), es la más perniciosa de todas las valoraciones; si se considera a los individuos como

iguales, se ignoran las exigencias de la especie y se inicia el proceso que finalmente conduce a su ruina. Sin embargo, existe una diferencia básica entre el orden natural de Aristóteles y el del pensador alemán: aquél exalta la razón, y éste la nobleza guerrera; el prime— ro piensa en un naturalismo racionalista, y el segundo en un naturalismo vital; el tono antiintelectualista de Nietzsche y de sus continuadores los aleja de la jerarquía clásica; pero tienen de común con ésta que aceptan un

orden basado en la graduación desigual de los hombres y que atribuyen a esta disposición un carácter natural.

Scheler, interesado en “depurar” el auténtico cristia— nismo de cualquier enredo con la democracia y el so cialismo modernos, cree que Nietzsche fue victima de un error, porque al confundir el elemento cristiano con la filosofía política igualitaria, hizo al uno y a la otra objeto de un ataque común; pero si las ideas se separan,

le parece a Scheler que el cristianismo auténtico es con— ciliable con el sentido aristocrático. Dice a este respecto: el supuesto común de los elogios, como de las censuras, supuesto que Nietzsche comparte con aquellos socialistas,

es radicalmente falso y erróneo. El cristianismo no ha sostenido nunca esa “igualdad de las almas ante Dios”, que Nietzsche señala como raíz de la democracia... la idea

de que los hombres son equivalentes a “los ojos de Dios" 163

y de que toda diversidad, toda aristocracia de valores en

la existencia humana se funda sólo en prejuicios, exclusi— vismos y flaquezas antropomórficos, es una idea que más

bien recuerda a Spinoza y que es completamente extraña al cristianismo; es una idea radicalmente contradicha por las concepciones del “Cielo”, el “Purgatorio” y el “Infierno”, por la estructura interior y exteriormente aristocrática de la sociedad eclesiástica cristiana, que se continúa sin inte-

rrupción y culmina en el invisible reino de Dios. Es evidente que Scheler se esfuerza, tanto por podar del

viejo tronco cristiano el igualitarismo moderno, como por injertar en él la rama aristocrática que presenta bajo el atractivo rótulo de cristianismo auténtico y original. Por eso Nietzsche, sin perder sus características, resulta conciliable con Jesucristo, aunque él lo ignorara. La filosofía jerarquizante de Nietzsche fue adoptada, merced a otra de esas afinidades que tantas veces nos

han salido al encuentro en el curso de este ensayo, por el nacionalsocialismo alemán, como se ha puesto de relieve en monografías recientes.

En cambio, un pensador cristiano de nuestros días, Jacques Maritain, sin olvidar la distinción fundamental

establecida por Cristo entre las cosas que son del César y las que son de Dios, reflexiona que si bien la fe cris—

tiana no obliga a cada fiel a ser demócrata, si puede afirmarse que el anhelo de libertad surge en la historia

humana como una manifestación temporal de la inspi— ración evangélica. El cristianismo es un credo religioso y un camino hacia la vida eterna, pero también un fetº mento de la vida social y politica de los pueblos y portador de la esperanza temporal de los hombres. Es decir,

164

hay en el cristianismo, el que Maritain llama el tesoro

de verdad divina y también la energia histórica que tra» baja en el mundo. De las corrientes derramadas sobre este mundo por la predicación del Evangelio procede, según el autor, el esfuerzo por abolir la servidumbre, por hacer reconocer los derechos de la persona humana

y por liberar el trabajo y el hombre de la dominación del dinero, no obstante que no siempre han sido creyentes

ortodoxos quienes han trabajado en esas direcciones. Conclusión esta última que nos trae a la memoria la teoría histórica de Karl Marx, según la cual, todos los

pueblos, sin faltar ninguno por motivo de raza, alcaa rán la última meta, o sea, el mundo proletario donde

surgirá el nuevo hombre. Afirmación de catolicidad, pero sobre otras bases y con miras temporales diversas de las cristianas. En ocasiones recientes, la Iglesia romana que en tiemv

pos de Paulo III se sintió llamada a esclarecer las dudas acerca de la razón y libertad de los indios, ha vuelto a definir su doctrina acerca de la igualdad humana, pero concediendo un margen amplio a las diferencias sociales. Benedicto XV, en la Encíclica Intelleximus (14—VI— 1920) habla del exceso consistente en desconocer “las

múltiples desigualdades que crea la naturaleza aun en— tre la fraternidad y la igualdad humanas”. Pío XI, en la Encíclica Divini Redemprarís (19—1H-1937) explica: “No es cierto que todos tengan derechos iguales en la sociedad civil o que no exista jerarquía legitima”. Estos textos han sido comentados por un escritor católico español contemporáneo, M. Giménez Fernández,

en los términos siguientes: 165

El lgualitarismo consiste en creer que todos los hombres son especificamente iguales, confundiendo asi a la perso

nalidad y la individualidad. En cuanto que "todos somos hijos de Dios” sustancialmente, es cierta tal afirmación, pero no así accidentalmente, ya que Dios ha querido que

el hombre diñera en inteligencia, habilidad y otras dotes, aunque todos persigamos un mismo fin último, que es la salvación eterna.

No es el esfuerzo neoescolástico de conciliación entre los dos extremos del problema el atractivo que nos mue ve a recordar estas palabras, sino la demostración de que sobrevive la compleja actitud cristiana más allá de

las corrientes democráticas y socialistas que en el mun» do moderno sucedieron al planteamiento teológico del tema de la igualdad y libertad del hombre. Creemos haber comprobado que el pensamiento his

pánico, y de manera más concreta el referente al Nuevo Mundo, no permaneció ajeno a tales disputas, haciendo algunas aportaciones oportunas y meritorias.

Por eso es posible sostener que la historia ideológi—

ca de América se enlaza con las más universales inquie tudes acerca de los derechos humanos, del orden en la

comunidad política y de la convivencia de las naciones.

166

MIGUEL HIDALGO, LIBERTADOR DE LOS ESCLAVOS

Hay en la personalidad intelectual de Miguel Hidalgo varios aspectos que llamaron la atención de sus contem— poráneos y que han seguido siendo objeto de estudio

por los historiadores posteriores. Se le ha visto como reformador de la teología, pensador político, libertador de los esclavos y legislador agrario. Al ser invitado a dar la presente conferencia en la ciudad de Guadalajara, me pareció que era oportuno escoger el tema de la liberación de los esclavos, porque fue durante su permanencia en esta ciudad cuando Hi» dalgo dio sus últimas disposiciones en esta materia, y porque nos permitirá aplicar el método retrospectivo de la biografía que puso en práctica el recordado escri-

tor jalisciense Agustín Yáñez en algunos de sus últimos trabajos, método que consiste en partir del momento culminante de una acción para ir desentrañando sus orígenes en tiempos anteriores.

En la valiosa monografía del también jalisciense escritor Alfonso García Ruiz, que lleva por título Idea, rio de Hidalgo (México, 1955, Secretaría de Educación Pública, Instituto Nacional de Antropología e Historia,

Museo Nacional de Historia), se aclara en la p. 53 que Hidalgo fue autor de tres principales decretos sobre 167

la abolición de la esclavitud: el primero en la ciudad de Valladolid (hoy Morelia) el 19 de octubre de 1810, promulgado por el intendente Ansorena, y los dos rest tantes en Guadalajara los días 29 de noviembre y 6 de diciembre del mismo año, respectivamente. En el primer decreto, se establecía que: ...todos los dueños de esclavos o esclavas... los pongan en libertad... y no lo haciendo así… sufrirán irremisiblemente

la pena capital y la confiscación de todos sus bienes.

La ley debia llegar a noticia de quienes la debían cumplir, mas el efecto liberatorio debía ser inmediato al conoci— miento de “esta plausible Orden Superior”. El dueño, al

dar libertad a los esclavos, debia otorgarles las necesarias escrituras de atalta con las inserciones acostumbra-

das para que puedan tratar y contratar, comparecer en juicio, otorgar testamentos, codicilos y ejecutar las de-

más cosas que ejecutan y hacen las personas libres. En un segundo párrafo, el decreto de 19 de octubre disponía que, bajo las mismas penas, los particulares no comprasen en lo sucesivo ni vendiesen esclavo alguno, ni los escribanos extendieran escrituras concernientes

a este género de contratos, so pena de suspensión de oficio y confiscación de bienes. El segundo decreto, de 29 de noviembre, reiteraba la abolición de las leyes de la esclavitud, no sólo en cuanto

al tráfico y comercio que se hacia de ellos, sino también en lo relativo a las adquisiciones, de suerte que los emancipados pudieran adquirir para si, como individuos li—

bres, al modo que se observa en las demás clases de la 168

república. Es decir, establecía la completa igualdad legal del emancipado con las demás personas consideradas

como libres. Y confirmando la aplicación inmediata de lo dispuesto, deberian los amos, fuesen americanos o eurºpeos, darles libertad dentro del término de diez

dias, so la pena establecida. Con ello se disipaba cual— quier duda acerca de si la emancipación regía solamente para los amos europeos, ya que expresamente se incluia también a los americanos. En el decreto de 6 de diciembre se repetía el término de diez días para que los dueños de esclavos les diesen la libertad en la forma establecida, bajo las penas severas

ya conocidas. En cuanto a las razones que Hidalgo invocaba para justificar sus medidas en favor de la libertad de los es—

clavos, advierte atinadamente García Ruiz que sólo en parte se manifiestan en los documentos legislativos mis— mos. En el decreto de 6 de diciembre el jefe consideraba como de lo más “urgente" acudir a la liberación de esta gente y lo tenía por un punto principal en los planes de su gobierno. En el texto de 19 de octubre hablaba de “humanidad” y “misericordia". Y en el 29 de noviem— bre comenzaba declarando: “Que siendo [la esclavitud] contra los clamores de la naturaleza...”, era necesario decretar la libertad de los esclavos. Ahora bien, García Ruiz tiene presentes a los maes— tros que habían influido en la formación intelectual de Hidalgo y a los autores que leía, y esto nos lleva a exa— minar un dilema que se ofrece en el estudio de los liber— tadores del continente americano; a saber, si todo obede—

cía a influjos del cercano pensamiento de la Ilustración 169

europea o si también había trazas del pensamiento esco— lástico español, que había dado frutos tan brillantes en el siglo XVI, al disputarse el tema de la conquista y de

los justos titulos que podia invocar la Corona española para ejercer la soberanía sobre los pueblos de las Indias Occidentales. Bien sabe y expone García Ruiz que Hidalgo no ignoraba lo que sobre la libertad del indio se había hecho en los siglos anteriores, la forma en que un Soto, un Vi— toria, un Las Casas, un Ledesma, un Zumárraga, habían

luchado y hecho triunfar en la legislación de Indias el principio de la libertad en favor de los naturales del Nuevo Mundo. Mas también tiene presente que la evo lución de las ideas en su forma moderna —la Ilustración y el Liberalismo— produjo una nueva arma contra la existencia de la institución de la esclavitud. En nombre de la razón o de un Dios de esencia racional o de la na— turaleza racionalmente creada por él, según esas nuevas ideas, se proclamó la igualdad racional y natural de los hombres. Y agregamos que se forjó un nuevo lenguaje al respecto, que Hidalgo adopta. Claro es que los nombres de Montesquieu, de Vol— taire, de Rousseau, de Diderot, podian venir en apoyo del pensamiento del libertador mexicano, que conocía el francés; y también los de los escolásticos españoles, si se recuerda que habia sido maestro suyo Francisco Javier Clavijero (1731-1787) en las aulas de San Nicolás

de Valladolid, el célebre colegio fundado por Vasco de Quiroga en Pátzcuaro en el siglo XVI. Aqui tomamos el hilo retrospectivo del que habla— mos al comienzo de esta plática para referirnos al estu— 170

dio que dedicamos a La defensa de los derechos del hombre en América Latina (siglos XVI—XV…) (Paris, Unesco, 1963, con reedición del Instituto de Investigaciones Jurídi— cas de la Universidad Nacional Autónoma de México, 1982), donde figura un capítulo acerca de la “Igualdad dieciochesca”, pp. 51 y ss. (en ambas ediciones), en el cual se reproduce el siguiente inspirado pasaje de las

Disertaciones de Clavijero: Después de una experiencia tan grande y de un estudio tan prolijo, por el cual me creo en estado de poder decidir con menos peligro de errar, protesto a… toda la Europa, que las almas de los mexicanos en nada son inferiores a

las de los europeos; que son capaces de todas las ciencias, aun las más abstractas, y que si seriamente se cuidara de su educación, si desde niños se criasen en seminarios bajo

de buenos maestros y si se protegieran y alentaran con pre— mios, se verían entre los americanos, filósofos, matemáti—

cos y teólogos que pudieran competir con los más famosos de Europa. Pero es muy difícil, por no decir imposible, hacer progresos en las ciencias en medio de una vida mise— rable y servil y de continuas incomodidades. Irritaba a Clavijero que el tratadista europeo Cornelio de Pauw, en sus Recherches philosophiques sur les Amé'ri. cains, que aparecieron en Berlín en 1768, pintara con

tales colores a los americanos y envileciera de tal modo sus almas, que aunque algunas veces se alzara contra los que pusieron en duda su racionalidad, no dudaba Cia» vijero que si entonces se le hubiera consultado, se decla— rara contra el parecer de los racionalistas. Este último

vocablo viene subrayado en el texto, sin duda para po— ner énfasis en la intención de aplicarlo, según la moda 171

lingúística del siglo XVIII, a los teólogos y letrados de la época de la conquista, como fray Bartolomé de las Casas, que fueron partidarios de la razón del indio, y

de paso para mostrar cuánto se habia alejado de los cá— nones ilustrados el filósofo europeo al describir a los

hombres de América. Algo más había en esta polémica, porque De Pauw

acusó a Las Casas de haber hecho Gran número de memorias para probar que la conquista de América era una injusticia atroz, e imaginó de destruir al

mismo tiempo a los africanos por medio de la esclavitud... Le extrañaba que Ginés de Sepúlveda —en su polémica de mediados del siglo XVI contra Las Casas— no hubiera reprochado a su opositor el haber dado aquella odiosa memoria, …tanto estaban entonces confundidas las ideas. El fanatis— mo, la crueldad, el interés, habian pervertido las primeras

nociones del derecho de gentes. Esta acusación contra Las Casas preocupó grandemen—

te a los espíritus dieciochescos y dio lugar a una fron» dosa literatura. Lo que aquí nos toca subrayar es que el debate del

siglo XVI sobre la libertad del indio americano ya se encuentra entrelazado con el que se libraba en el siglo XVIII sobre la esclavitud del africano, y que el maestro de

Hidalgo había participado vigorosamente en la disputa… También otro jesuita mexicano, Francisco Javier Ale—

gre (1729—1788), compañero de religión y luego de des» 172

tierro de Clavijero, habia terciado en el debate al tratar del tráfico de esclavos desarrollado por los portugueses

en África desde que ocuparon, por el año de 1448, las islas de Cabo Verde. Advertía que después del descubri— miento de América y de haber prohibido la servidumbre personal de los indígenas las humanisimas y santísimas leyes de Carlos V y de Felipe II, ' hubo algunos que aconsejaron al rey que fueran enviados

los esclavos etíopes a aquellas nuevas tierras. Así aquellos buenos varones [no menciona expresamente a Las Casas, pero es de suponer que lo colocaba entre ellos] que tenian celo por las cosas de Dios, pero no un celo iluminado y conforme a la razón, mientras protegían la libertad de los americanos, impusieron a las naciones de África una pep

petua deportación y el durísimo yugo de la esclavitud.

Esta explicación previa servía a Alegre para concluir: Por tanto, siendo asique estos etiopes ni son esclavos por su nacimiento, ni por si mismos o por sus padres fueron

vendidos por causa de urgente necesidad, ni han sido con— denados a la servidumbre por sentencia de legítimo juez, ni

pueden ser considerados como cautivos en guerra justa, ya que sus bárbaros reyezuelos guerrean entre si por mero an—

tojo o por causas insignificantes; más todavía, después de que los europeos establecieron aquel comercio, las más de las veces hacen la guerra sólo por coger hombres para venderlos, como claramente se ve por las mismas historias

de los portugueses, ingleses y holandeses (de los cuales los últimos dedicanse con gran empeño a tal comercio); sigue—

se que esa esclavitud, como expresamente escribió Molina [se refiere a Luis de Molina, S. ]., 1535—1600, autor de un importante tratado De ]ustitía et ]ure, en cinco volúmenes

173

publicados en Maguncia, Amberes y Colonia entre 1602 y 1615, reeditados por Manuel Fraga lribarne, bajo el titulo de Los seis libros de la justicia y el derecho, en Madrid, en 1941-1943], es del todo injusta e inicua, a no ser que los ministros regios a quienes les está encomendado este asun—

to tengan noticia del justo titulo que la haga licita en casos particulares y den testimonio acerca de él; sobre todo si consideramos que en los reinos de Angola y del Congo, en la isla de Santo Tomás y en otros lugares hay muchisimos

cristian05 que son hechos cautivos por los infieles y que no es lícito a los cristianos comprarlos. Y ahora podemos preguntar si debe la teoria de Alegre

más al “celo iluminado y conforme a la razón” del que nos habla en su tratado o ala cita expresa de Molina, y creo que legítimamente podemos concluir que ya entre— teje la doctrina escolástica con la racionalista, para fun— dar su conclusión favorable a la libertad del africano. Y no era indiferente que un americano ilustrado del siglo XVIII hallara en su propia tradición un punto de apoyo que le permitía asociar la tradición escolástica con la filosofía dieciochesca ilustrada.

Hidalgo, el discípulo de tales maestros, no está por su parte escribiendo otro libro para examinar el tema. Se encuentra aquí, en Guadalajara, al frente de un mo-

vimiento insurgente de liberación de la Nueva España y de sus habitantes, y ya se ha visto que toma la pluma para escribir firmes decretos en favor de la emancipa— ción inmediata de los esclavos, con rigurosas penas para los transgresores, y sin compensación económica para los

amos de los esclavos liberados. En esto se diferencia de

otros abolicionistas que creyeron necesaria esa indemni—

174

zación para los dueños que perdían el derecho de propiedad sobre los hombres y las mujeres al ponerse en

libertad a los esclavos. Lo que si hace Hidalgo, como sus precursores inte—

lecruales, es adoptar el lenguaje nuevo para justificar sus medidas libertarias al mismo tiempo que conserva

los principios de “humanidad” y “misericordia” que ve— nían de su formación cristiana. Ya vimos que habla de ser la esclavitud contraria a “los clamores de la natura, leza”. Y también invoca en favor de su movimiento “los

derechos inalienables e imprescriptibles del hombre”, que debía sostener “con ríos de sangre si fuese preciso”, como desgraciadamente ocurrió.

Nos ha quedado en el camino de esta exposición una duda sobre la posición doctrinal y práctica de Bar— tolomé de las Casas a la que es preciso volver para mos trar hasta qué punto siguen vivos en la actualidad los

rescoldos de las querellas del pasado. Atrajo grandemente esa figura al mismo jalisciense prominente que recordábamos al principio de estas lí— neas, Agustin Yáñez, autor de un breve pero recio libro, Fray Bartolomé de las Casas, el conquistador conquistado,

publicado en México por las Ediciones Xóchitl, en 1942, con segunda edición en 1949. Ve en él, como to—

dos sabemos, al “Padre y Doctor de Americanidad”, po seido de “santa furia", que clama con “lenguaje ígneo” contra conquistadores, encomenderos, comerciantes,

gobernantes, consejeros, cómplices, que a su vez her— vian de indignación contra él. No falta un capitulo, el 13, sobre “Las Casas, negrero” (pp. 49 y ss.), en el cual

tiene presente el pasaje de la Historia de las Indias, capi— 175

tulo 102 de la tercera parte, donde Las Casas trata del aviso que dio como clérigo en el sentido de que, para libertar a los indios de las Antillas, se concediese a los españoles de estas islas que pudiesen llevar de Castilla algunos negros esclavos. De lo que no poco después se

halló arrepentido juzgándose culpado por inadvertenv cia, porque como después vio y averiguó ser tan injusto

el cautiverio de los negros como el de los indios, no fue discreto remedio el que aconsejó que se trajesen negros

para que se libertasen los indios, aunque él suponia

que eran justamente cautivos, aunque no estuvo cier— to que la ignorancia que en esto tuvo su buena voluntad

lo excusase delante el juicio divino. Lo que lleva a Yá— ñez a comentar que las ideas de Las Casas tuvieron un

proceso depurativo, cuyas etapas, entre si comparadas, pueden oponerse. El autor de estas líneas se ha sentido a su vez atraído

por el esclarecimiento de esta cuestión y le ha dedicado un capitulo intitulado “¿Las Casas, esclavista?”. Un paso más nos acercará a otro distinguido histo riador, Luis Villoro —profesor huésped de la Facultad

de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara, Jalisco (1957-1958), a quien se debe un lúcido examen titulado La revolución de Independencia. Ensayo de inter— pretación histórica (Ediciones del Bicentenario del Naci— miento de Hidalgo, 1753»1953, Universidad Nacional Autónoma de México, Consejo de Humanidades, Mén

xico, 1953). Estima que Hidalgo, revestido de la auto— ridad que ejerce por aclamación de la nación, abole la

distinción de castas y la esclavitud, signos de la infamia y opresión que ejercían las otras clases sobre los negros 176

y mestizos (p. 64). Encuentra que el movimiento popu— lar desborda los proyectos del criollo y se impone a si mismo. El ilustrado, en el momento de la revolución, se convierte en una figura impulsada por una fuerza que arrastra a su propio iniciador. Funge como portavoz de

la conciencia pºpular (p. 62). El movimiento no puede

ser sino explosivo. Se lanzan a la acción los indios de los campos, los trabajadores mineros, la plebe de las ciuda— des. Hidalgo legisla en nombre del pueblo (p. 63). La formación escolástica e ilustrada de Hidalgo que— da relegada a un papel secundario ante la fuerza po— pular del movimiento de la insurrección, pero ello no significa que sea inexistente. Una circunstancia inespe—

rada trae de nuevo a nuestro camino la figura de Las

Casas y su significación en el mundo contemporáneo. Como es sabido, Villoro funge actualmente como Delegado Permanente de México ante la Unesco. Al

acercarse el quinto centenario del nacimiento de Bartolomé de las Casas, en Sevilla, en 1484, las delegaciones latinoamericanas pensaron en dedicarle un acto de conmemoración en la Unesco, pero hallaron la oposición

de delegaciones africanas que recordaban la acusación de que habia consentido o acaso fomentado la esclavitud de los africanos llevados al Nuevo Mundo. No hubo

acuerdo y el acto recordatorio se celebró en el Instituto de Altos Estudios de la América Latina de la Univer— sidad de París, con participación de especialistas europeos y latinoamericanos que pusieron de relieve los

valores históricos e internacionales del mensaje lascasiano. Invitado a resumir allá mis estudios del tema, sin— tesis que fue dada a conocer en El Correo de la Unesco, 177

de abril de 1985 (Año XXXVIII, pp. 28r31), bajo el tí— tulo de “Las Casas, profeta del anticolonialismo”, creo

que es oportuno, en la presente ocasión, en Guadalajara, recordar algunas líneas de esa ponencia, porque nos lleva al término del camino retrospectivo que venimos recorriendo.

El mundo presente ha visto, después del fin de la segunda Guerra Mundial, la emancipación de las anti— guas colonias de los paises europeos y su ingreso como naciones independientes en el nuevo orden internacio nal. Las Casas figura entre las personalidades del siglo XVI que censuraron las conquistas y defendieron a los

pueblos aborígenes. Ahora bien, como observó el histo riador francés Marcel Bataillon, no prescinde Las Casas

por completo del esquema de la colonización, sino que recalca el carácter pacifico e instructivo que ha de tener, con buenos y llanos colonos que no rehúsen casarse con la gente nativa, para hacer una república mejor. Tanto en el siglo XVIII como en el siguiente, fueron numerosos e importantes los pensadores que descubrie— ron la riqueza del ideario político de Las Casas y los gérmenes precursores de la organización democrática que

en él se encuentran. Sostiene que en el libre consenso del pueblo o en el acuerdo de toda la multitud tuvieron su origen y principio los reyes y gobernantes de los pue— blos y toda la jurisdicción. Al superior le fue conferida la autoridad suprema por el pueblo. Todo jefe espiri—

tual o temporal de cualquier multitud está obligado a ordenar su régimen al bien común y a gobemarla de acuerdo con su naturaleza. El tirano, en cambio, or— dena su régimen a su propia utilidad. Ningún Estado, 178

ni rey, ni emperador puede enajenar territorios ni cam— biar su régimen político sin consentimiento expreso de sus habitantes. De suerte que fray Bartolomé se acerca a proclamar el derecho de autodeterminación de los pueblos, y mantiene que la cesión de territorios no es

posible sin que los gobernantes consigan previamente el consentimiento libre del pueblo. Por eso Las Casas llega a concluir, en lo que toca al titulo de los reyes de España a las Indias, que; …mientras los pueblos de aquel mundo de las Indias, con sus reyes, no consientan libremente en la citada donación papal, hecha en favor de nuestros reyes, la ratifiquen y les entreguen la posesión, sólo tienen un título, esto es, una causa para conseguir el supremo principado sobre dicho mundo y un derecho a los reinos y a su supremacía 0 do minio universal, el cual nace del título, pero no tienen

derecho sobre ellos. Sin esa voluntad les falta a los reyes de España el derecho más principal. En cuanto a la libertad y servidumbre, la doctrina de

Las Casas combate la esclavitud de los indios porque no acepta la justicia de las guerras que se hacen contra ellos ni la licitud del llamado rescate que se apoyaba en la adquisición de piezas reducidas por los propios indios

a servidumbre. En su Memorial de 1543 pide Las Casas que el rey de España restituya a los indios “a su prísti» na y natural libertad”. Afirma en los Tratados de 1552

que todo hombre se presume que es libre, si no se de¡ muestra lo contrario. Desde su origen, todas las criatu' ras racionales nacen libres. La libertad es un derecho ingerido en los hombres por necesidad y por si desde el

179

principio de la criatura racional, y es por eso de derecho natural. La esclavitud es un acto accidental acaecido al ser humano por obra de la casualidad y de la fortuna.

Es obra del derecho secundario de gentes. En el Trata— do Quinto de los publicados en Sevilla en 1552, agrega que la libertad de los hombres, después de la vida, es la cosa más preciosa y estimable, y por consiguiente es

la causa más favorable, y cuando hay duda en la libertad de alguno, se ha de responder y sentenciar en favor de la libertad. En cuanto a la esclavitud de los africanos, ya antici— pamos que Las Casas, en su Historia de las Indias, que permaneció inédita en vida de él, en el libro 3, capítulo 102, explica que propuso la introducción de negros para aliviar la condición de los indios, pero más tarde

se arrepintió al advertir la injusticia con que los portu' gueees los tomaban y hacían esclavos, y desde entonces los tuvo por injusta y tiránicamente hechos esclavos,

“porque la misma razón es de ellos que de los indios”. Además, en el libro 2, capítulo 58, nos deja su admira—

ble conclusión acerca de que: ...todas las naciones del mundo son hombres y de cada uno de ellos es una no más la definición: todos tienen entendimiento y voluntad, todos tienen cinco sentidos ex— teriores y sus cuatro interiores, y se mueven por los objetos de ellos, todos se huelgan con el bien y sienten placer con

lo sabroso y alegre, y todos desechan y aborrecen el mal y se alteran con lo desabrido y les hace daño.

A esta segura afirmación de la unidad del género hu— mano añade, en el Prólogo de la Historia, que todos los 180

hombres pueden ingresar en la grey cristiana y ninguna generación deja de ser contada entre los predestinados o miembros del cuerpo místico de Jesucristo. Además,

cree en la capacidad de civilización de todos los pueblos incultos v en su posibilidad de contribuir al progreso de la humanidad, porque: ...asi como la tierra inculta no da por fruto, sino cardos y

espinas, pero contiene virtud en si para que, cultivándola, produzca de si fruto doméstico, útil y conveniente; por la misma forma y manera, todos los hombres del mundo,

por bárbaros y brutales que sean, como de necesidad, si hombres son, consigan uso de razón y tengan capacidad de las cosas pertenecientes de instrucción y doctrina: consiguiente y necesaria cosa es, que ninguna gente pueda ser en el mundo, por bárbara e inhumana que sea, ni hallarse nación que, enseñándola y doctrinándola por la manera que requiere la natural condición de los hombres, mayor—

mente con la doctrina de la fe, no produzca frutos razona— bles de hombres ubérrimos. En suma, no hay nación alguna, ni la puede haber, que no pueda ser atraída y reducida a toda virtud política y a toda humanidad de domésticos, políticos y racionales hombres (Prólogo de la Historia). De suerte que, si

bien fue largo y penoso el recorrido de Las Casas por el campo antiesclavista, logró llegar a conclusiones justas y dejó simientes valiosas para quienes emprenderían des— pués de él campañas parecidas. Queda por ver cómo fue recibido el mensaje de Las

Casas en las postrimerías del siglo XVIII y a principios del XIX. El 13 de mayo de 1801, el ciudadano Gregorio, an— tiguo obispo de Blois, miembro del Instituto de Francia, 181

leyó en la Sección de Ciencias Morales y Políticas una apología de Las Casas. Se propuso demostrar que era ca, lumniosa la imputación que se hacía a éste de que fue

el inspirador de la introducción de esclavos negros en América. Creía que estuvo al frente de algunos hombres generosos que, levantando la voz contra los opresores en

favor de los oprimidos, votaban aquéllos a la venganza, e invocaban para éstos la protección de las leyes divinas y humanas. Las Casas estuvo con los aventureros españoles

que esclavizaban indios en las mismas relaciones que los amigos de los negros en Francia, de algunos años a esta parte, con los dueños de las plantaciones. Cuando se inicia la insurrección de las colonias es pañolas a partir de 1808, en relación con los episodios de las guerras napoleónicas, la figura y la obra de Las Casas vuelven al primer plano de la actualidad. Mier en México, Bolívar en Caracas y Jamaica, Funes en Cór— doba de Tucumán, tienen como libros de cabecera los de fray Bartolomé. Y Llorente aviva su recuerdo como liberal español desterrado en Francia. Yáñez, en su biografía de Las Casas, advierte (p. 18) que sobrevive por tal modo llegado el trance de la eman— cipación, y puesto que habia “encarnizado”, término que le parece ser el adecuado, la doctrina de una Amé— rica libre, que los ideólogos de la independencia toman al fraile por bandera, se multiplican las ediciones de su Destrucción de las Indias, se le cita con abundancia, el

nombre suyo se hace familiar en toda boca de america— no, el México anticlerical levanta céntrica estatua (aho ra desarmada) y fray Bartolomé viene a ser —extremada— mente— programa de la reacción antiespañola. 182

Fijémonos asimismo en que la abolición de la esclaa vitud arriba explicada no queda sin efectos, a pesar de la derrota de la insurgencia acaudillada por Hidalgo y de la ejecución de éste por los realistas españoles. García

Ruiz señala que el principio es adoptado en los Elemew tos constitucionales de Rayón, luego en la Constitución de

Apatzingán de 1814, en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba de 1821, en la Constitución de 1824, en las Siete Leyes Constitucionales de 1836, restablecido e»

presamente en las Bases Orgánicas de 1843 y reiterado en las constituciones de 1857 y de 1917 (p. 57). Además, Hidalgo tiene un lugar preferente en la his-

toria moderna de la liberación de los esclavos, porque decretó en forma especial su libertad y fijó una norma procesal para establecerla. En 1813, la Asamblea de Bue— nos Aires incorporó el principio abolicionista. Y en 1817, Inglaterra y España convinieron en abolir el tráfico

de esclavos. Pero la institución subsistió en los Estados Unidos de América, en Cuba y el Brasil, hasta la segun» da mitad del siglo XIX. Por mi parte, vengo sosteniendo, desde hace años, que el repaso de esta historia nos permite llegar a conv

cluir que la difusión de la idea de libertad cristiana en las universidades de las Indias, la familiaridad con las leyes inspiradas en el mismo pensamiento, y hasta el reflejo de aquel holgado principio en la vida de la sociedad, pueden considerarse como factores que con—

tribuyeron a fomentar numtro liberalismo íntimo y a crear una actitud de hermandad humana opuesta a los

“achaques” de la servidumbre por naturaleza. Por existir el antecedente de tales combates, prendió mejor en los 183

espíritus de América, a su hora, el pensamiento ilu5v trado que proclamaba la igualdad entre los hombres y exigía nuevas y mejores garantías de libertad individual.

De manera que la libertad es más antigua entre noso» tros de lo que comúnmente se ha creido. Y quienes de— fienden la concepción liberal de la vida, no tienen que renegar del pasado hispanoamericano en su conjunto, pues contiene valores capaces de suministrar apoyo y

estímulo a esa misma defensa.

184

ÍNDICE Advertencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

[X

introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

XV

Procedencia de los textos incluídos en la antología .

XXXIII

Servidumbre natural y libertad cristiana. . . . . Las Casas ante la doctrina de la servidumbre natural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

1 15 37

La actitud doctrinal de Vasco de Quiroga ante la conquista y colonización . . . . . . . . .

61

El humanismo de Vasco de Quiroga. . . . . . . .

79

Fray Alonso de la Veracruz, primer mamtro de Derecho Agrario en la Universidad de México . . . . . . . . . . . Cristianismo y colonización . . . . . . . . . . . . . .

97 121

Igualdad dieciochesca . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

135

Miguel Hidalgo, libertador de los esclavos . . .

167

185

la utopía nwohispana… de Silvio Zavala, editado

por el Programa Editorial de la Dirección General de Divulgación de las Humanidades, de la Coordi— nación de Humanidades de la UNAM, se terminó de imprimir el 11 de octubre de 2019, en los ta, lleres de Navegantes de la Comunicación Gráfica, S.A. de CV. Antiguo Camino a Cuernavaca nú

mero 14, Col. Guadalupana, San Miguel Topilejo 14500 Ciudad de México. La composición se hizo en tipo Goudv Old Style de 10:13, 9:11 y 8:9 pun— tos. La edición consta de 1,000 ejemplares impr& sos en papel Cultural de 90 g yla portada en cartulina sulfatada de 12 puntos. Estuvo al cuidado de Stella Cuéllar, Gabriela Ordiales

y Mauricio Salvador.

GIII.TIIRA

E

HISTORIA

H E X I G A I A S

Entre la abundante y erudita obra especializada del historiador Silvio ZavalaVallado (Mérida.Yucatán. l909-Ciudad de México, 20 | 4), La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España y otros

estudios (|937) constituye una de las obras más relevantes de la historiografía mexicana del siglo x x , un clásico sobre el tema de las ideas renacentistas en América. A este trabajo que abrió

brecha se sumarían después otros muchos de Zavala sobre la filosofía utópica en la historia novohispana; las ideas de igualdad y libertad del humanismo y de la Ilustración en el complejo proceso de la colonización y cristianización. A través de las páginas de la presente antología de textos del historiador —preparada por Roberto Fernández Castro— podemos encontrar la génesis de las ideas de igualdad y libertad que el pensamiento español trajo a los americanos. La revisión de las obras de Bartolomé de las Casas,Vasco de Quiroga,

Alonso de IaVeracruz y Miguel Hidalgo nos permite comprender la influencia que las concepciones utópicas tuvieron en la Nueva España, en las instituciones creadas y en la práctica social de la colonización española. La utopía novohispana nos recuerda,

también, que “no hay tal lugar, pero puede haberlo".

ISBN 978-607-30- | 869-2

86073 0186

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