La nueva regla de oro. Comunidad y moralidad en una sociedad democrática 8449306523


205 30 19MB

Spanish Pages [356] Year 1999

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD PDF FILE

Recommend Papers

La nueva regla de oro. Comunidad y moralidad en una sociedad democrática
 8449306523

  • 0 0 0
  • Like this paper and download? You can publish your own PDF file online for free in a few minutes! Sign Up
File loading please wait...
Citation preview

AMITAI ETZIONI • ••••••••••••••• • ••••••••••••••••••

COMUNIDAD Y MORALIDAD EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA

P

A

1

D

Ó

S

E

S

T

A

D

O

Y

S

O

C

1

E

D

A

D

Este nuevo libro de Amitai Etzioni, que constituye un verdadero punto de inflexión en los estudios sobre la materia, nos invita a reflexionar sobre cómo debería operar en la práctica una sociedad comunitaria y sobre qué valores debemos otorgar a nuestras interacciones sociales si queremos lograr lazos comunales más fuertes y duraderos. El texto extrae su título de esta máxima familiar: «Compórtate con los demás como quisieras que ellos se comportaran contigo». Pero considerada a la luz de toda una sociedad, la advertencia de la regla de oro se amplía y adopta esta formulación: «Respeta y apoya el orden moral de la sociedad como quisieras que la sociedad respetara y apoyara tu autonomía para vivir una vida plena». Porque uno de los más graves problemas que afronta la sociedad actual es que somos muchos aquellos a quienes nos preocupa la moral y el orden, pero también hay otros tantos que desconfían de la libertad por considerar que puede convertirse en . una excesiva permisividad. En el análisis que realiza este libro, Etzioni expone cómo podremos tener orden y autonomía siempre y cuando seamos capaces de crear un medio en el cual puedan prosperar tanto el individuo como la comunidad. Así, reconociendo que tanto el exceso de moral como el exceso de libertad pueden ser terribles amenazas para la salud de una sociedad, el autor muestra que en los últimos años hemos reaccionado de manera excesiva al suponer q'ue debe existir un comercio entre moral y libertad. Esta necesidad, sostiene Etzioni, no existe, porque cuando el orden se basa fundamentalmente en compromi.sos morales y no en la ley, y cuando se considera la autonomía como consecución de un lugar en el espacio social, ambas virtudes pueden reforzarse mutuamente.Y, en fin, éste es el marco en el que Etzioni estudia las implicaciones del futuro de la comunidad y explora las consecuencias políticas resultantes para gobiernos, grupos comunales y familias.

La nueva regla de oro

PAIDÓS ESTADO Y SOCIEDAD Últimos títulos publicados: 20. S. P. Huntington, La tercera ola 21. K. R. Popper, En busca de un mundo me;or 22. D. Osborne y T. Gaebler, La reinvención del gobierno 23. J. Riechmann y F. Fernández Bue y, Redes que dan libertad 24. F. Calderón y M. R. Dos Santos, Sociedades sin atajos 25. J. M. Guéhenno, El/in de la democracia 26. S. G. Pay ne, La primera democracia española 27. E. Resta, La certeza y la esperanza 28. M. Howard Ross, La cultura del conflicto 29. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial 30. G. Kepel, Al oeste de Alá 31. K. R. Popper, La responsabilidad de vivir 32. R. Bergalli y E. Resta (comps.), Soberanía: un principio que se derrumba 33. E. Gellner, Condiciones de la libertad 34. N. Bobbio , R. Dahrendorf, S. Lukes, M. Walzer y otros, Izquierda punto cero 35. C. Lasch, La rebelión de las elites y la traición a la democracia

36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64. 65. 66.

J. P. Fitoussi, El debate prohibido R. Heilbroner, Visiones del futuro L. V. Gerstner y otros, Reinventando la educación B. Barry, La justicia como imparcialidad N. Bobbio, La duda y la elección W. K y mlicka, Ciudadanía multicultural J. Rifkin, El/in del trabajo C. Castells (comp.), Perspectivas feministas en teoría política Ph. van Parijs, Libertad real para todos P. Kelly, Por un futuro alternativo / P. O. Costa, J. M. Pérez Tornero y F. Tropea, Tribus urbanas M. Randle, Resistencia civil A. Dobson, Pensamiento político verde A. Margalit, La sociedad decente D. Held, La democracia y el orden global A. Giddens, Política, sociología y teoría social D. Miller, Sobre la nacionalidad S. Amín, El capitalismo en la era de la globalización R. A. Heifetz, Liderazgo sin respuestas fáciles D. Osborne y P. Plastnik, La reducción de la burocracia R. Castel, La metamorfosis de la cuestión social U. Beck, ¿Qué es la globalización? R. Heilbroner y W Milberg, La crisis de visión en el pensamiento económico moderno Ph. Kotler y otros, El marketing de las naciones

R. J áuregui y otros, El tiempo en que vivimos y el reparto del trabajo A. Gorz, Miserias del presente, riqueza de lo posible Z. Brzezinski, El gran tablero mundial M. Walzer, Tratado sobre la tolerancia F. Reinares , Terrorismo y antiterrorismo A. Etzioni, La nueva regla de oro

Amitai Etzioni

La nueva regla de oro Comunidad y moralidad en una sociedad democrática

Título original: The New Golden Rule. Commumty and Morality m a Democratic Society Publicado, en 1996, por Basic Books, a div ision of HarperCollins Publishers Traducción de Marco Aurelio Galmarini Rodríguez

Cubierta de Víctor Viano

/

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1996 by Amitai Etzioni © 1999 d� la traducción, Marco Aurelio Galmarini Rodríguez © 1999 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paídós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires .

ISBN: 84-493-0652-3 Depósito Legal: B. 572/1999 Impreso en Grafiques 92, S.A. Av. Can Sucarrats, 91 - 08191 Rubí (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

A Shira y Elt� los más jóvenes de los Etzionz: y a los jóvenes investigadores que trabajaron para mí en los últimos años) para que se los tenga a todos en cuenta:

Linda Abdel-Malek Michael Bocian Laura Brodbeck David Brown David E. Carney Daniel Doherty Brandt Goldstein Suzanne Goldstein Gayton Gómez Ryan J. Hagemann Steven Helland Vanessa Hoffman Sarah Horton Zubin Khambatta Barry Kreiswirth

Alexandra Lahav Darin Levine Lauren Levy Frank Lovett Judith Lurie Jeremy Mallory William Mathias Jessica Mayer Dana Mitra Nora B. Pollock Sharon Pressner Alyssa Qualls Janet Shope W. Bradford Wilcox Benjamín Wittes

En los grupos pequeños, en los que cada uno siente que mucho depende de sus acciones y en los que cada uno apren­ de a asumir su responsabilidad en lugar de perderse en el ano­ nimato de la masa, es donde florecen las pautas sociales en que es casi seguro que cabe el desarrollo de la individualidad. KARL MANNHEIM

¡América! ¡América! ¡Que Dios enmiende todas tus faltas y que asegure el autocontrol de tu alma y tu libertad dentro de la ley! KATHARINE LEE BATES, «America the Beautiful»

SUMARIO

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

11

Prefacio: La virtud en una sociedad libre

13

1. Los elementos de una buena sociedad

23

2. ¿Orden y autonomía?

:. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

57

3. Caída y resurgimiento de Estados Unidos . . . . . . . . . . . . . . . . . .

83

.

.

..

.

.

.

.

4. Valores nucleares compartidos 5. La voz moral

.

.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

. . . .. .. . . . . . . . . .. .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

6. Las implicaciones de la naturaleza humana

.

149

. . . . . . . . . . . . . . . . 193

7 . Pluralismo en la unidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225 8. Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

Notas

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

Índice analítico y de nombres

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

.

. . . . . . . . . 255 .

.

.

.

.

.

.

.

.

297

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 343

AGRADECIMIENTOS

Al comenzar a trabajar en este libro me vi beneficiado por las pro­ fundas sugerencias de William A. Galston, Alan Wolfe y Daniel A. Bell. A Ronald Beiner y David Anderson debo muchos detalles críticos y borra­ dores. Particularmente crítico y fructífero fue Mark Gould. Estoy suma­ mente agradecido a Paul Golob, el encargado de edición de BasicBooks, por sus diversas sugerencias. Quiero dar las gracias particularmente a un equipo de becarios de in­ vestigación que hicieron mucho más que cumplir con las tareas básicas de investigación -no obstante haberlas realizado de maravilla-, pues fue­ ron mi caja de resonancia y mis primeros críticos: jamás dejaron de plan­ tearme desafíos, cuestionar afirmaciones y proponer multitud de suge­ rencias de edición. El equipo estaba formado por Michael Bocian, RyanJ. Hagemann, Frank Lovett, Jeremy Mallory, Matthew L. Schwartz y Nora B. Pollock, nombres a los que hay que agregar el de David E. Carney, quien además coordinó el trabajo y colaboró conmigo con gran dedica­ ción desde el mismo día en que concebimos el libro hasta que lo enviamos a la imprenta. Por ello le estoy particularmente agradecido. Daniel Do­ herty, el editor gerente de Responsive Community, fue a su vez otra gran fuente de sugerencias y críticas. Agradezco a Laura Brodbeck sus comen­ tarios a diversos capítulos, y a David Karp, Andy Altman, SethJaffo y Ta­ mara Watts sus aportaciones. Pat Kellogg no sólo colaboró conmigo mientras yo escribía el libro, sino que lo mejoró notablemente. El trabajo se realizó bajo los auspicios del George Washington Univer­ sity Center for Communication Policy Studies y el Center for Policy Rese­ arch, Inc. Agradezco a la Walter and Elise Haas Fund y a su director ejecu­ tivo, Bruce R. Sievers, así como a las Stuart Foundations y a su presidente, Theodore E. Lobman, las pequeñas subvenciones que facilitaron la finali­ zación del libro. Para la información sobre The Communitarian Network, véase w.w.w. gwu.edu/-ccps. E-mail: comnet@gwis2. circ.gwu.edu.

/

Prefacio LA VIRTUD EN UNA SOCIEDAD LIBRE

En 1992, el Antioch College publicó una lista larga y detallada de normas que se esperaba que los estudiantes, la facultad y el personal res­ petaran en lo referente a las proposiciones sexuales.1 En esa lista se exigía a los miembros de la comunidad deJ College que pidieran permiso explí­ citamente a su pareja para cada paso del cortejo, y se les advertía que no actuaran hasta que hubieran obtenido el consentimiento explítico e ine­ quívoco para seguir adelante. El Antioch explica de la siguiente manera esa política a los estudiantes que acaban de ingresar (a quienes se les pide que participen en talleres de consentimiento sexual): «Antes de dar cada paso, debes preguntar... Si quieres quitarle la blusa, debes preguntar. Si quieres tocarle los pechos, tienes que preguntar. Si quieres desplazar la mano hasta los genitales, tienes que preguntar. Si quieres poner el de­ do . .. ».2 Se advierte a todos los estudiantes que si violan el código, podrán sufrir graves castigos, incluso la expulsión de la institución. 3 Estas normas fueron tema predilecto de la prensa popular, que las consideró «una amenaza a la espontaneidad», las interpretó como la co­ rrección política llevada al absurdo y las ridiculizó de otras mil maneras. No obstante, para este sociólogo presentan un intento casi desesperado de restaurar reglas de conducta en un área que ha sido objeto de gran confusión moral, lo que ha dado lugar a muchos conflictos y abusos. La normas delataban un déficit mucho mayor que la mera falta de buenas costumbres (especificaciones de valores) relativas a la conducta sexual. Señalaban al mismo tiempo la necesidad de abordar la regeneración de los valores y los compromisos morales, lo que es muy distinto de la impo­ sición de códigos. Es más fácil entender las normas del Antioch, si se las sitúa en un con­ texto histórico. Durante los años cincuenta, las costumbres relativas a las relaciones íntimas eran bastante claras. La sexualidad prematrimonial era moralmente inapropiada. Los jóvenes, y no las jóvenes, deberían tomar la iniciativa. Se suponía que las mujeres se «resistían» a los sentimientos y da­ ban muestras de tener menor interés que los hombres en las relaciones se­ xuales. A los varones que tenían relaciones heterosexuales se los contem­ plaba con una mezcla de admiración y desaprobación, mientras que a las jóvenes que hacían lo mismo se las castigaba. Las relaciones homosexuales

14

La nueva regla de oro

eran tabú. Desde el punto de vista conductual, algunas de esas costumbres eran menos honorables que otras, pero las expectativas eran bastante cla­ ras. Lo mismo valía para la mayor parte de las relaciones: entre razas, en­ tre el individuo y el Estado (se valoraba mucho el patriotismo, sobre todo en forma de anticomunismo), con los modelos de autoridad (que se respe­ taban), etcétera. Se juzgue o no estas costumbres moralmente compulsi­ vas, lo cierto es que, hasta cierto punto, proporcionaban orden. En los años sesenta, ese orden quedó minado. A finales de los ochen­ ta, las reglas de conducta, las expectativas y las nociones de lo correcto y lo incorrecto en la conducta sexual, como en muchas otras áreas, se ha­ bían debilitado enormemente. Se extendieron, se desafiaron o se abando­ naron muchas costumbres, al tiempo que se impugnaban otras con aspe­ reza. Las costumbres actuales relativas a los roles de género ofrecen un buen ejemplo al respecto. La conducta que muchos hombres consideran adecuada, o al menos inofensiva (por ejemplo, silbidos, coqueteos, exhi­ bición de fotos de mujeres provocativas) , es para muchas mujeres acoso sexual. Hay hombres que interpretan las insinuaciones femeninas y la in­ citación erótica como una invitación a consumar la relación sexual; mu­ chas mujeres, en cambio, creen que pueden interrumpirlo todo en cual­ quier momento. Muchas otras cosas han sido objeto de incomprensión y disputas, como la cuestión de quién paga la cena, quién es responsable de las múltiples consecuencias posibles, en qué medida se ha de informar a la pareja (y en realidad se debe hacer) de enfermedades contagiosas, et­ cétera. Lo que originariamente se concibió como liberación sexual, aumento de libertad y desarrollo de la igualdad sexual, muchos termina­ ron por vivirlo como una causa de incertidumbre y confusión.

LIBERTAD EXCESIVA

Vale la pena prestar atención a las nociones de liberación sexual y a los torpes intentos de Antioch de afrontarlas, porque arrojan dudas sobre una idea que goza de amplio predicamento en Occidente: la de que cuan­ ta más libertad, mejor. Esta idea ignora la importante observación socio­ lógica según la cual llega un momento en que el movimiento de un nivel más elevado de restricción social a una mayor capacidad de elección y, por tanto, al refuerzo de las libertades individuales, se convierte en una carga para los actores implicados y socava el orden social que sirve de fundamento final de las libertades. Gerald Dworkin, en un magistral en­ sayo titulado «Is More Choice Better Than Less?», proporciona un am­ plio conjunto de razones para preferir cierta dosis de orden y, por tanto, ciertos límites a las elecciones personales.4 Las razones de las limitaciones

La virtud en una sociedad libre

15

son los costes económicos y psicológicos de comparar muchas opciones; el enfoque de las responsabilidades que derivan del hecho de prescindir de ciertas opciones (sólo somos responsables de lo que podemos afectar); el peligro de abrirnos a nuevas tentaciones (si no hay alcohol en mi ca­ sa. . . ), y el de que al elegir de una determinada manera se están estable­ ciendo compromisos personales respecto de otras personas y de valores.5 Los sociólogos añadirían a esta lista las marcadas tendencias al conflicto, incluso a la violencia, cuando las convicciones morales compartidas son demasiado escasas. (Noel Epstein observa que los peregrinos no pusieron proa rumbo a América para escapar del autoritarismo de la monarquía británica y de su Iglesia oficial, sino más bien a la apertura de Holanda. Los disidentes temían que sus hijos abrazaran estilos de vida que ellos consideraban absolutamente intolei-ables.6) Pero lo más importante es el horror al vacío ético, es decir, una situa­ ción en la que todas las opciones tienen el mismo valor y la misma legiti­ midad, en la que se dispone de direcciones para escoger, pero no de brú­ jula que oriente la elección. En resumen, a partir de un límite, la búsqueda de mayor libertad no contribuye a una buena sociedad.7 De esta observa­ ción, como expondré más adelante, se siguen muchas cosas. La breve exposición anterior indica dos ámbitos en que se despliega este libro. Uno es sociológico. Pregunto qué es lo que constituye una bue­ na sociedad. ¿La que huye de las concepciones colectivas de virtud y fo­ menta en cambio el individualismo y el pluralismo como las fuentes prin­ cipales de la libertad? ¿O una buena sociedad, de acuerdo con ciertos modelos asiáticos, constituye redes sociales estrechamente tejidas para asegurar el respeto de las virtudes gracias a las cuales una sociedad es una buena sociedad? ¿Hay manera de combinar estos dos enfoques? El segundo ámbito es histórico. Pregunto dónde se encuentran ac­ tualmente nuestras sociedades y hacia dónde tienen que orientarse para mantener o reconquistar su equilibrio interno y su decurso normativo. Para Occidente, y sobre todo para Estados Unidos, el problema reside en saber si ha llegado el momento de apuntalar los valores compartidos y es­ tablecer nuevos límites a la autonomía.

UN ORDEN ESPECIAL

Una vez reconocido el pleno significado de la necesidad de orden, de tan hondas raíces sociológicas e históricas, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de orden conviene? ¿Sobre qué bases se apoyará ese orden? ¿Son necesarias nuevas leyes y regulaciones, penas más duras y una apli­ cación más rigurosa de la ley para una sociedad que busque restablecer

16

La nueva regla de

oro

el orden? ¿O puede reconstruirse primordialmente apoyándose en un compromiso renovado con valores morales y en la reafirmación que la gente haga de los valores que comparte y encarna en su vida? ¿Bastan las virtudes de procedimiento, como la tolerancia recíproca, el compromiso con el proceso democrático y la voluntad de civilidad y de compromiso? ¿O es que una buena sociedad necesita que se comparta un conjunto de compromisos morales concretos y asertivos? ¿Tienen que ser monolíti­ cos esos compromisos (por ejemplo, se ha sostenido que la sociedad nor­ teamericana es cristiana y que, en consecuencia, nuestro código moral debería basarse en el cristianismo y rechazar el humanismo secular) , o por el contrario hay sitio para un pluralismo de las virtudes, aun cuando sea un pluralismo confinado en el marco de un núcleo de valores esen­ ciales compartidos? ¿Cómo deben clasificarse los valores con los cuales se compromete la sociedad? ¿Son nuevas formas que el discurso público necesita o podemos apoyarnos en el tipo de deliberación que -se nos dice- caracterizaba la polis griega y las reuniones municipales de Nue­ va Inglaterra? A pesar de que las instrucciones del Antioch College sirven como elo­ cuente indicador de la necesidad social de un paradigma moral, también plantean serias cuestiones acerca de las maneras de proceder cuando una sociedad o una comunidad más pequeña trata de regenerar sus valores, y apuntan a caminos que mejor sería mantener menos transitados. Estas instrucciones se basan en supuestos de los que, tal vez, sus redactores no fueran del todo conscientes, pero que una regeneración comunitaria de valores no puede ignorar. Las instrucciones del Antioch suponen que el consentimiento es la base de la moral -en la m�dida en que la pareja es­ tá de acuerdo, no hay límite para lo que hagan-. Las normas descansan en negociaciones cognitivas, explícitas, formales y sobre todo ad hocen­ tre las partes interesadas, y no sobre valores compartidos y comprensio­ nes establecidas. Antes que apoyarse en la censura moral, la institución apuntala las nuevas costumbres con la imposición de fuertes penas. Es un enfoque fácil de criticar; es mucho más fructífero desarrollar un enfoque que evite esos fracasos y sea compulsivo por sí mismo. Ahora me propon­ go abordar precisamente este reto.

UNA COMBINACIÓN DE TRADICIÓN

Y

DE MODERNIDAD

En el nivel más elevado de generalización, el problema que este libro aborda es la síntesis de ciertos elementos de tradicionalismo con ciertos elementos de modernidad, y en el proceso se relanzan tanto unos como otros. Hasta el comienzo de la modernidad, los sistemas de pensamiento

La virtud en una sociedad libre

17

(a menudo envueltos en escritos religiosos) se preocupaban por el mante­ nimiento de la legitimidad del orden y la afirmación de virtudes sociales adecuadas. Los griegos antiguos sentaron algunas bases de la autonomía individual, pero esta autonomía era más bien restringida y sólo estaba a disposición de una clase social limitada y específica en un orden que, por lo demás, era rígido. Hay buenas razones para que muchos consideren que Platón era autoritario o que la preocupación política predominante de Aristóteles era mantener el orden y evitar la rebelión. Sin embargo, pa­ ra los patrones de la Edad Media, los griegos antiguos eran más bien «modernos». Gran parte de la doctrina religiosa que prevaleció en la Edad Media alababa las virtudes monolíticas y legitimaba un orden social establecido, bastante rígido, jerárquico y omnipresente. En este contexto, es más útil 'considerar el pensamiento moderno , -con su énfasis en los derechos individuales universales (más que en los de un estamento en particular) y la virtud de la autonomía, la acción vo­ luntaria y los acuerdos consensuales- como un gran correctivo a las for­ maciones sociales de la Edad Media (el control de los señores feudales, los monarcas y las Iglesias) y los paradigmas que los legitimaban. Desde este punto de vista, lo que este volumen sostiene es que, tras haber arrollado a las fuerzas del tradicionalismo, las fuerzas de la moder­ nidad r:i� permanecieron inmóviles, sino que, por el contrario, en la últi­ ma generación (a partir de 1960, aproximadamente), presionaron sin ce­ sar y erosionaron los fundamentos ya muy debilitados de la virtud y el orden social en su busca de una expansión cada vez mayor de la libertad. En consecuencia, veremos que algunas sociedades han perdido el equilibrio y soportan la pesada carga de las consecuencias antisociales de la libertad excesiva (concepto que los libertarios o los liberales no usan a menudo). (En contraste, hay sociedades contemporáneas, como algunas asiáticas o de Oriente Medio, que muestran los peligros del orden excesi­ vo, esto es, la pérdida de equilibrio en la otra dirección.) Si esta observación es válida, la próxima fase histórica tendrá que en­ contrar maneras de combinar las virtudes de la tradición con la liberación propia de la modernidad. Hace dos generaciones predominaba la creencia de que el mundo progresaba de la tradición a la modernidad; en la actualidad, muchos consideran este enfoque ingenuamente optimista. Por otro lado, están los que no tienen ninguna esperanza en el mundo moderno y tratan de volver a las tradiciones del pasado. Estas últimas llevan en cabeza a los funda­ mentalistas religiosos de la derecha islamista y de la cristiana, así como a sus aliados seculares del conserv�durismo social. La tarea comunitaria, tal como yo la veo, estriba eq buscar la manera de combinar elementos de tradición (un orden basado en las virtudes) con elementos de modernidad

18

La nueva regla de oro

(una autonomía bien protegida). Esto, a su vez, implica hallar un equili­ brio entre los derechos individuales universales y el bien común (que de­ masiado a menudo se ven como conceptos incompatibles), entre el yo y la comunidad, y, sobre todo, la manera de lograr y sostener ese equilibrio. La vieja regla de oro (en realidad, reglas, pues este precepto aparece en muchas culturas, aunque en versiones diferentes) contiene una tensión tácita entre lo que el yo querría hacer a los demás y lo que la regla de oro exige que reconozca como manera correcta de actuar. Y la vieja regla es meramente interpersonal. La nueva regla de oro que aquí se propone tra­ ta de reducir enormemente la distancia entre la manera de actuar que pre­ fiere el yo y la virtuosa, a la vez que reconoce que es imposible eliminar esta fuente profunda de lucha social y personal. Y busca buena parte de la solución en un amplio ámbito social antes que en el mera o primaria­ mente personal. Sostendré que una nueva regla de oro que debe leerse así: respeta y defiende el orden moral de la sociedad de la misma manera que harías que la sociedad respetara y defendiera tu autonomía.

MAS ALLÁ DE ÜCCIDENTE: UN PARADIGMA GENÉRICO

Hasta ahora, el desafío de dar forma a un paradigma de una buena sociedad, de una sociedad comunitaria, se ha planteado casi exclusiva­ mente en el contexto histórico y cultural particular de las sociedades occidentales. Éstas son las sociedades en que su orden social se ha de­ bilitado, particularmente de los años sesenta a los noventa. Estas so­ ciedades están iniciando una fase en que buscá'n activamente restaurar el orden y al mismo tiempo intentan cambiarlo. No obstante, este libro aspira a trascender el contexto histórico dado, para ofrecer una com­ prensión genérica de lo que se requiere para dar forma a una sociedad comunitaria y sostenerla, esto es, un paradigma genérico de una socio­ logía de la virtud. El paradigma que se propone en las páginas siguientes también se aplica a sociedades que ya tienen un elevado nivel de orden, cuando no excesivo. Éstas incluyen sociedades cuyo orden se basa sobre todo en valores sociales compartidos antes que en la coerción, pero son seria­ mente deficitarias en autonomía, como, por ejemplo, China. Para estas sociedades, el mismo paradigma genérico se aplica en sentido inverso: ¿cómo expandir y aumentar la autonomía de los individuos y subgrupos (mujeres, minorías, grupos étnicos) a la vez que se mantiene el orden? Para decirlo en otros términos, en un primer momento la búsqueda de más orden y de mayor autonomía pueden parecer fundamentalmente in­ dependientes y hasta diametralmente opuestas, pero luego se advierte

La virtud en una sociedad libre

19

que se trata de dos enfoques del mismo estado de equilibrio básico, aunque desde distintos lados. (Muchos autores han escrito acerca del comunitarismo como si se tratara de un concepto de orden social. Pro­ curo insistir en que el concepto de comunidad, y por tanto el paradigma construido en torno a él, implica una combinación de orden social y de autonomía. Sin el primero, prevalece la anarquía; sin el segundo, las co­ munidades se convierten en aldeas autoritarias, cuando no en gulags o colonias de esclavos. ) Para determinar la dirección en que una sociedad comunitaria espe­ cífica necesita moverse, el paradigma genérico debe aplicarse a un con­ texto histórico específico. Y esta dinámica, como muestran las páginas que siguen, no es la de una marcha universal de progreso desde las eras oscuras de un orden impuesto a un mundo lleno de libertades, sino la in­ dagación de los elementos que le faltan a una sociedad para acercarse a un equilibrio virtuoso, a la regla de oro. Por peregrina que pueda parecer la sugerencia de que alguien pudie­ ra opinar de otra manera, un examen crítico de los escritos libertarios, li­ berales y socialconservadores de las páginas siguientes muestra que, por el contrario y lamentablemente, muchas teorías que se centran en las vir­ tudes de libertad o de orden defienden estas virtudes sin la debida aten­ ción al contexto histórico y cultural en el que se aplican. Las filosofías so­ ciales que promovían más libertades y que se adecuaban bien al mundo del siglo XVIII de Adam Smith, se aplican hoy al mundo contemporáneo de Estados Unidos. Y los campeones del orden nunca consideran sufi­ cientes las medidas punitivas que acaban de agregar a las ya existentes. (Durante la campaña electoral para las elecciones presidenciales de 1996, Steve Forbes abogó por no dar segundas oportunidades. 8 ) Nunca será excesivo insistir en este punto. Hay quienes plantean que una buena sociedad requiere la defensa vigilante de los derechos indivi­ duales, de la libertad. Acusan a los comunitarios de pretender colocar un rostro humano a ideales conservadores.9 Hay quienes sostienen que una buena sociedad requiere un vigoroso conjunto de valores preordenados, de valores que se basen en el compromiso religioso, pero que sea impues­ to por el derecho teocrático si fuese preciso (lo que a veces se conoce co­ mo «teología de dominación»). Acusan a los comunitaristas de intentar poner en práctica una falsa normativa calcada de los ideales liberales se­ culares. Cada grupo.ve una parte del elefante. Una buena sociedad, una sociedad comunitaria, ya lo veremos, re­ quiere algo más que ver el todo; llama a quienes tienen conciencia social y son personas activas, penetrantes y conscientes a que se arrojen hacia el lado contrario al que se inclina la historia. Esto no se debe a que toda vir­ tud se halle del otro lado, sino a que si el elemento qu� la sociedad des-

20

La nueva regla de oro

deña sigue privado de soporte, la sociedad o bien se volverá opresiva, o bien anárquica, con lo que dejará de ser una buena sociedad, si no es que se hunde por completo. Una vez confeccionada la lista de control comunitario de una socie­ dad particular (¿qué falta, y en qué medida?), han de examinarse los re­ medios que se necesitan para su retorno al equilibrio. Por ejemplo, si la sociedad trata de preservar la familia, ¿debiera centrar sus esfuerzos en tratar de restaurar la familia tradicional o en un matrimonio de pares (de dos personas con iguales derechos y responsabilidades)?, en una resu­ rrección de la familia extensa o en alguna otra pauta?, ¿cómo tendrá que ser el nuevo compromiso con los valores: religioso, espiritual, ético-secu­ lar o una mezcla de todo eso? Y así sucesivamente.

UNA NOTA METOD OLÓGICA

La metodología que aquí pondremos en práctica intenta proponer una doctrina positiva mediante, el desarrollo de una paradigma comuni­ tario, antes que agregarse a la rica y elaborada literatura comunitaria que se desarrolló en el debate con los liberales. Y la metodología es sociológi­ ca y pragmática, en el sentido en que lo es_Ia·obra de Martín Buber y John De\fey, sin obedecer a los modelos de filosofía o de teoría política forma­ les 1º· Mi principal interés es la filosofía pública y el tratamiento del pen­ samiento social de filósofos como John Locke, John Stuart J..1ill y J�an­ Jacques Rousseau, pero no por sí mismo, sino en la medida en que influyó en el pensamiento público y ha sido incorporado a las prácticas social�s y a las políticas públicas. Estas últimas son más cocnretas y menos elab�ra­ das que los volúmenes eruditos en los que se basan, pero ejercen un� pro­ funda influencia en nuestra vida. ..

EL PLAN DEL LIBRO

El análisis comienza en el capítulo 1 con un examen de los dos prin­ cipios fundadores cardinales y virtudes nucleares de la buena sociedad: el orden social (basado en los valores morales) y la autonomía (o libertad «densa»). En el capítulo 2 aborda las relaciones más bien insólitas entre estos dos elementos nucleares. El paradigma genérico que se desarrolla en los dos primeros capítulos se aplica luego a Occidente en el capítulo 3 , en el que se examina a dónde se le ha conducido y a dónde, debe llevar, si es que se quiere conseguir algún equilibrio comunitario. Un análisis de la necesidad de virtudes compartidas y de cómo encontrarlas, me permite

La virtud en una sociedad libre

21

explorar, en el capítulo 4, una forma de discurso público al que denomi­ no diálogo moral (a diferencia de la deliberación racional y la guerra de culturas) que, en el capítulo 5, me lleva a un examen del papel que de­ sempeña en oposición a la voz del derecho, la voz moral en la regenera­ ción del orden social. El capítulo 6 vuelve a la naturaleza humana, concepto que muchos consideran evidente, pero que grandes segmentos de las ciencias sociales evitan. Dado que la naturaleza humana es mucho menos maleable de lo que suponen muchos campeones del progreso (aunque no tan falible co­ mo han supuesto muchos socialconservadores y autoritarios) , deben te­ nerse en cuenta sus implicaciones para la aplicación del paradigma co­ munitario. ¿Cuáles son sus límites y qué oportunidades ofrece? Y sobre todo, ¿en qué medida se puede desafiar a la naturaleza humana y cuándo es legítimo ceder y, por tanto, hasta qué punto? Tras habernos centrado hasta aquí en una sociedad que también es, comunidad en el capítulo 7 el tema se centra en una exploración de las maneras en que las comunidades se relacionan entre sí. Se aplica tanto a las relaciones entre diversos grupos étnicos, raciales y regionales (entre otros) que constituyen una sociedad nacional, donde existe tal medio so­ cial, como a las sociedades que buscan constituir comunidades que abar­ quen más de una sociedad nacional, como las que están intentando los europeos. Cada uno de los primeros siete capítulos del libro concluye con una exposición de las implicaciones de las ideas allí expuestas para la prácti­ ca comunitaria y las políticas públicas. Estas exposiciones tienen dos fi­ nalidades: proporcionar material que ilustre las ideas abstractas y sugerir direcciones en las que los miembros de las comunidades y los responsa­ bles políticos puedan desear orientarse cuando adopten el paradigma co­ munitario. Las exposiciones, aunque poco, varían de acuerdo con la familiari­ dad relativa de las políticas particulares. Así, no hace falta más de una frase breve para explicar la vigilancia del delito (un acuerdo de vecinos para vigilar recíprocamente sus propiedades) , pero más de una idea innovadora, como la introducción de empleos de comunidad, se des­ arrollan con más detalle. Sin embargo, lo principal sigue siendo la in­ troducción de ideas sobre política y no el análisis de las distintas dificultades que podrían surgir, cómo la podría tratar, etcétera. Las su­ gerencias políticas tienen la intención de servir para alimentar el pen­ samiento, más como ideas que parecen merecer un estudio que como análisis de política. La frase «implicaciones para la práctica y la política» se emplea para enfatizar que estas discusiones no proporcionan análisis detallados de

22

L a nueva regla d e oro

una política concreta; sólo sugieren direcciones en las que es posible en­ contrar respuestas. Son algo así como si alguien defendiera apasionada­ mente que es hora de ir hacia el Oeste, no de ofrecer un mapa de carrete ­ ras de la pradera. Las cuestiones más arduas se dejan para el capítulo final: ¿en qué cri­ terios nos basamos cuando juzgamos un conjunto particular de valores que una comunidad afirma? ¿Se puede conceder la última autoridad mo­ ral a la comunidad? ¿Qué pasa si viola derechos individuales, se vuelve racista o violenta? Si para fo rmar esos juicios es preciso dar por supues­ tos los valores de la metacomunidad, ¿ cómo se pueden justificar éstos a su vez ? Washington, D . C., octubre de

I

A. E. 1966

Capítulo

1

LOS ELEMENTO S DE UNA BUENA SOCIEDAD

ORDEN VOLUNTARIO Y AUTONOMÍA LIMITADA

UNA AGENDA COMUNITARIA

En las últimas décadas se ha intensificado la vieja controversia acerca de lo que constituye una buena sociedad. En todo el mundo, incluso en Occidente, ha surgido con fuerza el fundamentalismo religioso. A sus di­ rigentes les preocupa profundamente la decadencia moral de sus respec­ tivas sociedades, decadencia que a menudo se atribuye a fuerzas occiden­ tales , o más en general, a fuerzas seculares modernas. Para su modo de pensar, los derechos individuales tienen poco o ningún valor. Los funda­ mentalistas sostienen que las personas prosperan cuando siguen a pie jun­ tillas las leyes religiosas dadas. Los líderes religiosos más moderados y los socialconservadores seculares son mucho más respetuosos con los dere­ chos individuales, pero, en cualquier caso, lo que les preocupa por enci­ ma de todo es la pérdida de las virtudes. Temen que los bárbaros no estén a las puertas, sino ya dentro. 1 Por ejemplo, critican mucho más la violen­ cia de las canciones rap que las severas palizas de la policía a no pocos afronorteamericanos. Al mismo tiempo, los libertarios y los conservadores partidarios del laissez-faire ven el mundo inundado de amenazas a las libertades indivi­ duales por parte de gobiernos en expansión, fanáticos religiosos o elites de poder. Muchos de estos individualistas rechazan la mera noción de buena sociedad. Las sociedades, sostienen, florecen cuando a los indivi­ duos se les garantiza el máximo de autonomía posible. (La idea se expre­ sa en términos más populares con el repetidísimo enunciado que indica la necesidad de no interferir en los individuos: «Conmigo no te metas».) Es ­ tán much o más dispuestos a rechazar una regulación gubernamental in­ necesaria que a abordar los problemas morales que plantean los padres aún niños que tienen hijos. Ya se ha observado que estos sistemas de pensamiento tienden a centrarse en torno a la virtud de la libertad o del orden . Charles Taylor, por ejemplo, señala todo un abanico de posiciones que «en un extremo

24

La n ueva regla de oro

dan primacía a los derechos individuales y a la libertad y, en el otro ex­ tremo, otorgan prioridad a la vida de la comunidad y al bien de las colec­ tividades». 2 Entre los ideólogos e intelectuales con amplio interés por el orden social (o su versión de la virtud) , hay muy pocos a los que también les in ­ terese la libertad, y a la inversa, entre quienes centran el pensamiento en la defensa de la libertad, hay muy pocos a los que les interese el orden so­ cial. Sin embargo, ambos campos tienden a implicar que la mejor manera de sostener la «otra» virtud es prestar atención a la que a ellos más les preocupa. O bien argumentan que la libertad se sostiene mejor cuando el orden es firme, o bien que la sociedad se ordena mejor cuando se maxi­ miza la libertad. En contraste, aquí el paradigma comunitario propuesto aplica la no­ ción de la regla de oro en el ámbito social para caracterizar la b uena so­ ciedad como una sociedad que fomenta tanto las virtudes sociales como los derechos individuales. Yo afirmo que, más que la «maximización» de orden o de autonomía, lo que una buena sociedad requiere es un equili­ brio cuidadosamente mantenido entre uno y otra. Para dar forma a mi argumentación, es preciso responder a las si­ guientes preguntas: l.

Aun ignorando a los extremistas, ¿cuáles son los cuerpos significa­ tivos de pensamiento que giran alrededor del orden o de la autonomía, pero que no casan el uno con la otra? ¿Cuáles son sus argumentos y cómo se pueden contrarrestar? 2. Si se concede que todas las sociedades necesitan preocuparse por el orden social, hemos de preguntarnos si una b uena sociedad requiere un tipo especial de orden. Si la respuesta es afirmativa, ¿ cuál es ese buen orden? 3. Si se reconoce que todas las sociedades necesitan proporcionar fundamentos sociales para sostener una dosis significativa de autonomía, ¿ cuáles son las características distintivas de la autonomía en una b uena sociedad? 4. ¿Cuáles son las implicaciones de las dobles virtudes del orden so­ cial y de la autonomía para el viejo debate intelectual e ideológico que cu­ brió los últimos ciento cincuenta años entre los que defendían las econo ­ mías libres y los que favorecían amplios controles gubernamentales, entre conservadores y liberales? 5 . La sugerencia de que el orden social y la autonomía deben soste­ nerse en un equilibrio cuidadosamente logrado deja todavía muchas pre­ guntas sin contestar por lo que a la relación entre estas dobles virtudes se refiere. ¿Es verdad, como tantas veces se deja entender, que cuanto ma-

Los elementos de una buena sociedad

25

yor sea el orden social, menos libertad tienen los miembros de la socie­ dad? ¿Y que cuantas más libertades se toman éstos, menor es el orden social? ¿Puede una sociedad ganar en orden y en libertad simultánea­ mente? Muchos libros tienen un contexto que a menudo refleja una posición que niegan o de la que quieren diferenciarse. La mayoría de los comuni­ tarios han debatido con los liberales sobre la base de que los individuos están insertos en la sociedad y de que la formulación social del bien es inevitable. Comparto esa perspectiva. Sin embargo, me siento igualmen­ te inclinado a abrazar la posición de los socialconservadores, pues los co ­ munitarios no prestan suficiente atención, para decirlo suavemente, a los riesgos sociales y morales que se afrontan cuando se promueve la virtud y el conformismo, y sobre todo cuando se trata de imponerlos. La misma acusación se había hecho ya a los comunitarios desde Tonnies hasta los asiáticos de nuestros días. (En 1 990, cuando se formó un nuevo grupo co­ munitario, muchos de los reunidos se preocuparon de que no se los pu­ diera confundir con los anteriores comunitarios conservadores o colecti­ vistas, y de ahí la creación de la expresión «comunitarios sensibles» [se entiende que sensibles a los individuos]3) . La posición que aquí-se pro­ pone tiene p rofundo interés en el ;equilibrio entre derechos individuales y responsabilidades sociales, entre individualidad y comunidad, así como 'l;· L l . entre auton0mía y orden social. � '

NOTAS METODOLÓGICAS

El paradigma que aquí desarrollamos para explorar la buena socie­ dad se diferencia de muchos otros en que es más sociológico, y por tan­ to más empírico, y menos normativo (menos prescriptivo) . Aunque el debate gire en torno a la teoría política y la filosofía social, éstos no son los fundamentos principales de la argumentación. La naturaleza socioló­ gica y empírica de mi enfoque es análoga a los enunciados de los comu­ nitarios que señalaban la falta de realismo de la afirmaciones de los li­ bertarios (y de los que los teóricos políticos llaman «liberales») acerca de la naturaleza del individuo. En contraste con la perspectiva libertaria, los comunitarios han mostrado que los individuos no existen al margen de contextos sociales particulares y que describir a los individuos como agentes libres es erróneo. Somos animales sociales y nos pertenecemo s recíp rocamente.4 En la misma corriente sociológico- empírica hay que observar que, si bien el término «comunitar io» evoca comunidad es, y sobre todo al-

26

L a nueva regla de oro

deas y ciudades pequeñas, este estudio se refiere a lo que hace que una entidad social, de una aldea a un grupo de naciones, se convierta en una comunidad. Una comunidad no es un lugar concreto, sino un conjunto de atributos. Al tratar de explorar la naturaleza de una sociedad comunitaria, de una buena sociedad, la expresión «necesidad social» desempeña un pa­ pel axial en la exposición que vendrá a continuación . Esto merece una breve explicación. La idea de que las sociedades tienen necesidades que es menester satisfacer refleja un enfoque sociológico específico que se aplica aquí, conocido como funcionalismo, y que explica el funcio­ namiento de la sociedad mediante las contribuciones de las partes a las necesidades del conjunto y los requerimientos que una sociedad debe satisifacer para mantenerse. Por ejemplo, una sociedad «necesita» dis­ posiciones que aseguren la renovación de los recursos a medida que se agoten. Estamos acostumbrados a pensar en términos de causalidad y por eso nos interesa tan a menudo qué viene antes y qué viene después. En con ­ traste, las explicaciones funcionales tienden a ser ahistóricas y, por tanto, a no interesarse por las circunstancias originarias de las condiciones ac­ tuales; se refieren a factores contemporáneos, como la observación de que las comunidades «valladas» presentan menos delitos violentos. Esta ob­ servación es válida aun cuando no se tenga ni la más remota idea de quién instaló las «vallas» ni por qué. Las explicaciones funcionales se apoyaban sobre todo en elementos que se sostienen entre sí, como los ladrillos de un arco, en lugar de las secuencias de causa-efecto. Muy pronto se le criticó al funcionalismo el contener un prejuicio a favor del statu quo.5 Se afirmó que toda vez que los individuos no se con­ formaban a los dictados de los roles que la sociedad les había prescrito, eran «desviados». De esta manera, toda innovación y disentimiento podía caracterizarse como peligrosa para el bienestar social. El paradigma fun cional que se aplica en este libro supone que, aunque ciertas «necesida­ des» son universales, las mismas en todas las sociedades, siempre hay res­ puestas alternativas. En lugar de poner «vallas», una comunidad puede luchar contra el delito invitando a los extraños a que se incorporen a ella, etcétera. En verdad, estas alternativas nunca son equivalentes, pues difie­ ren en su eficacia. Las necesidades sociales no dictan las maneras especí­ ficas en que se debe diseñar una sociedad, sino que se limitan a indicar que es imposible ignorar que las necesidades sociales se satisfacen de una u otra manera y que algunas maneras contribuyen más que otras a cons­ truir una sociedad mejor.

Los elementos de una buena sociedad

27

EL REORDENAMIENTO DEL MAPA POLÍTICO-INTELECTUAL

Antes de proseguir he de sugerir a regañadientes un nuevo trazado del mapa político-intelectual. Para ello sostendré que el pensamiento co­ munitario pasa por encima de la vieja discusión entre pensamientos de iz­ quierda o de derecha y sugiere una tercera filosofía social.6 La razón bási­ ca que hace indispensable este reordenamiento es que el mapa antiguo se centra en el papel del gobierno en contraposición con el del sector pri­ vado y en la autoridad del Estado en contraposición con el individuo. El eje actual es la relación entre el individuo y la comunidad, así como entre la libertad y el orden. Dado este marco diferente, tiene sentido situar a libertarios, liberales, conservadores partidarios del laissez�faire, neoconservadores (a los que en general se considera de derecha) y libertarios civiles (a los que a menudo se considera liberales, cuando no de izquierda7) en diversas posiciones del mismo lado ( que no polo) del espacio político-intelectual, porque todos -si bien en distinta medida- se centran en la necesidad de autonomía y prestan relativamente menos atención directa a las necesidades de orden social. Cuando haya que referirse a todas estas líneas de pensamiento en conjunto, las llamaré individualistas.8 Al otro lado del espacio están los socialconservadores (a menudo confundidos con los libertarios y los con ­ servadores partidarios del laissez-faire) , relativamente menos preocupa­ dos por la autonomía y a menudo más interesados en la necesidad de apuntalar el orden moral, que, si es preciso, lo debe sostener el Estado. Antes de defender el mérito del reordenamiento sugerido mediante la referencia a algunas obras específicas, he de reiterar que ésta no se tra­ ta de una revisión más de la literatura ni de una exposición de matices y diferencias en cada campo. El único motivo que tengo para referirme a un grupo selecto de libertarios, liberales y socialconservadores -de los mu ­ chos que podrían citarse- es señalar los temas generales a modo de fon­ do sobre el cual se recortará el paradigma. En ese proceso existe la dificultad de que los estudiosos que cito han escrito muchísimo, a menudo han cambiado de posición a lo largo de los años y han sido objeto de una investigación bastante extensa. Así las co­ sas, cualquier enunciado acerca de un autor en particular es objeto claro· de diversas interpretacion es. Por ejemplo, cuando sugerí que la obra de Friedrich Hayek se centra en la virtud de la libertad antes que en el orden social, un colega me recordó que Hayek sólo se oponía al orden impues­ to, pero que reconocía el mérito del orden espontáneo. Por tanto, podría responder a esta correcta observación que, en realidad, da renovado apo ­ y o a m i opinión de que l o que preocupaba a Hayek era sobre todo la li­ bertad. Pero aquí mi p ropuesta no es abundar en este tipo de saber, por

28

L a nueva regla d e oro

valioso que sea. En cambio, he preferido confiar en que los lectores se den cuenta de que mi finalidad no es explicar estas filosofías por sí mis­ mas, sino tan sólo aproximarlos al paradigma que propongo. Un grupo que pertenece al campo individualista es el de los liberales clásicos, como J ohn Locke, J ohn Stuart Mill (sobre todo en Sobre la li­ bertad) ,9 y Adam Smith, y los liberales clásicos de la era moderna, como John Rawls, Ronald Dworkin, T. M. Scanlon, Stephen Holmes y Thomas N agel. El término «liberal» es particularmente confuso para quienes no pertencen a la comunidad que cultiva la ciencia política o no son muy ver­ sados en la historia intelectual, porque en el lenguaje común contempo­ ráneo el término «liberal» se aplica en general a los abanderados de las causas sociales, por ejemplo los que llaman la atención sobre las necesi­ dades de los pobres, los niños, los enfermos mentales y otros miembros vulnerables de la sociedad y los que propician ostensiblemente la con­ fianza en el Estado. (Me vienen a la memoria Hubert H. Humphrey, Ma­ rio Cuomo, Arthur Schlesinger, Jr. , John Kenneth Galbraith, Roger Wil­ kins y J acob Weisberg. ) 10 Todos ellos no se ajustan a lo que los teóricos políticos entienden por «liberales». Se han realizado diversos intentos para llamar la atención sobre el he­ cho de que los científicos políticos emplean el término «liberal» de una manera muy peculiar, con el agregado de varios adjetivos, pero cada uno de ellos plantea sus propias dificultades. La expresión «liberales clásicos» presenta dificultades porque hay liberales contemporáneos. Se ha dicho, a veces, «liberales clásicos contemporáneos», expresión que, además de su incomodidad fonética [en inglés] , es algo contradictoria. Ninguna de estas expresiones ha obtenido demasiado aceptación. En consecuencia, prevalece la pobre comunicación, que no soy por cierto el primero en ob­ servar. 1 1 «Es fastidioso que le llamen a uno conservador cuando no lo es . . . En realidad soy liberal, o sería u n liberal s i no s e hubiesen apoderado de esta palabra perfectamente adecuada personas a las que se podría descri­ bir correctamente como . . . socialistas, socialdemócratas o progresistas», dice James K. Glassman. Y sigue informando que el «santón» de la dere ­ cha, Friedrich Hayek, se vio obligado a explicar en 1 960, por las mismas razones, «por qué no soy conservador», en un ensayo que lleva precisa­ mente este título.12 Michael Oakeshott ha escrito: «Lo que todo el mundo se pregunta es qué querrá decir hoy la palabra " liberal"». 13 Paul Gottfried inicia su libro con este enunciado: «La historia del liberalismo del si­ glo XX ha sido una historia de confusión semántica en constante creci­ miento», 14 y documenta su punto de vista. Así se ha creado la necesidad de esclarecer la cuestión. Para evitar confusión, emplearé el término «in­ dividualistas» para referirme a los proponentes de estas líneas de pensa­ miento. (Cuando sea necesario referirse específicamente a aquellos a

Los elementos de una buena sociedad

29

quienes los teóricos denominan «liberales», diré «individualistas libera­ les»; emplearé la expresión «liberales del bienestar» para referirme a aquellos a quienes el lenguaje del pensamiento político general alude con el término «liberales». ) E s preciso u n cambio en el término «conservador», al menos para los fines que pienso exponer. En los años sesenta se consideró que los con­ servadores eran un grupo pequeño y marginal. 15 De ahí que hubiera poco interés en distinguir entre ellos . Este hábito intelectual continuó mucho después del enorme crecimiento de la importancia del campo conserva­ dor. Pero incluso hoy muchos escriben acerca de los «conservadores» co­ mo si los socialconservadores y los partidarios del laissez-faire -es decir, los que tratan de apuntalar el orden mediante el control de la conducta social y los que buscan aumentar la autonomía promoviendo la libre elec­ ción en el mercado- tuvieran mucho en común. 16 E. J. Dionne, J r. , abor­ da este problema distinguiendo entre los «conservadores libertarios» y los otros. 17 S ugiero que el discurso intelectual y político se beneficiaría si tratá­ ramos a los conservadores partidarios del laz'ssez-faire como una subclase de individualistas y viéramos a los socialconservadores como un campo por sí mismo. Los p rincipales socialconservadores seculares incluyen nombres como Gertrude Himmelfarb, Michael Oakeshott, S amuel Hun­ tington, Diane Ravitch , Russell Kirk, Harvey Mansfield y Linda Chávez. Entre quienes se sirven tanto de fuentes religiosas como seculares están Paul Weyrich, Stanley Hauerwas y Richard John Neuhaus. En la obra de Alasdair Maclntyre se encuentra una expresión moderada, pero podero­ sa, de la importancia de las virtudes. 18 Entre los socialconservadores más populares están William J. Bennett y George F. Will; David Brooks es uno de los escritores jóvenes de esta escuela. 19 Entre los individualistas, defensores de la autonomía, y los socialcon­ servadores, defensores del orden social, se erige el pensamiento comuni­ tario que caracteriza a una buena sociedad como la que logra el equilibrio entre el orden social y la autonomía. En cada campo hay importantes diferencias internas . Sería útil pen­ sar que los defensores acérrimos de cada tendencia constituyen el núcleo y que los miembros más moderados están más cerca de los bordes y, por tanto, más cerca de los miembros moderados de los otros campos. De es ­ te modo, no es sorprendente que a menudo se califique como comunita­ rio a Alasdair Maclntyre, un socialconservado r, a pesar de que él mismo rechaza la aplicación de este término a su obra.20 Y varios comunitarios (Philip Selznick, por ejemplo) , se consideran a sí mismos ya comunitarios liberales, ya liberales comunitarios. Sin embargo, a pesar de que los bor­ des de cada campo con confusos y de que los campos proyectan su som-

30

La n ueva regla de oro

bra el uno hacia el otro, las diferencias en el núcleo se perfilan con toda claridad.21

ÜRDEN SOCIAL DENSO: PLENAMENTE RESPETUOSO CON LA AUTONOMÍA

LA NECESIDAD DE UN ORDEN SOCIAL DENSO

Todas las sociedades, con independencia de su virtud o de la falta da virtud, han de mantener una cierta cuota de orden social so riesgo de extinción. S in embargo, lo que en general se entiende por orden es la prevención de hostilidades internas, que van desde la violencia entre in ­ dividuos a la guerra civil entre subgrupos. Efectivamente, todas las socie­ dades necesitan un orden social mucho más denso, que refleje el hecho de que todas las sociedades promueven algunos valores compartidos, tales como el establecimiento de una patria (Israel para los judíos en su funda­ ción) , el intento de desarrollar una economía moderna mientras se sostie­ ne el socialismo (China comunista a principios de los noventa) o el fo­ mento de su religión (Irán a finales de los ochenta). De ahí que al menos ciertos procesos que movilizan parte del tiempo, los bienes, las energías y las lealtades de sus miembros al servicio de una o más finalidades comunes sean consustanciales a toda sociedad. (No se supone nada acerca de que una sociedad particular sea consciente de estas disposiciones y las realice de forma deliberada. Una tribu espartana, cuya razón de ser es el mante­ nimiento de su estatus bélico, no tiene por qué disponer necesariamente de una junta de movilización . ) Muchos d e los viejos debates ideológicos y políticos han versado so­ bre el grado de densidad que debía tener el orden social. Los científicos sociales aficionados a medir la densidad podrían emplear como primera aproximación indicadores como el montante de impuesto rec audado (en tanto proporción del PIB); el tamaño de la administración pública en com­ paración con el total de la fuerza de trabajo; el tiempo que se espera que alguien dedique a servicio público (desde el cumplimiento de los deberes de miembro de un jurado al servicio en las fuerzas armadas) y la comuni­ dad (por ejemplo, formando parte de patrullas contra la delincuencia) ; y el alcance de las regulaciones propuestas en nombre del bien público (por ejemplo, ¿abarcan cuestiones personales como el aborto o la sodomía? , ¿mandan también sobre la conducta económica privada?) .22 Tendremos en cuenta la proporción de valores que se consideran parte integral del orden social (y cuya infracción, por tanto, se tiene por un socavamiento del or­ den) sobre aquellos respecto a los cuales los miembros de la sociedad tie-

Los elementos de una buena sociedad

31

nen libertad para elegir de acuerdo con sus propios compromisos norma­ tivos; esta proporción es un indicador particularmente importante para di­ ferenciar los diversos tipos de sociedad y de paradigma. Tal vez el argumento de la necesidad básica de un orden social denso parezca casi inobjetable, pese a lo cual muchos individualistas lo discu­ ten.23 Hay libertarios que desafían las ideas mismas de actor colectivo y de necesidades sociales. J eremy Bentham sostuvo que la sociedad es una fic­ ción . 24 Margaret Thatchter repetía con orgullo esa panacea libertaria.25 Otros tratan de maximizar la libertad y minimizar las restricciones a la misma en nombre del orden social. James K. Glassman escribe: «La gran idea es colocar a la libertad humana por encima de todo».26 Lord Acton sostenía que la «libertad no es un medio para un fin político superior; es el fin político más alto posible».27 Robert P. George observa críticamente que los libertarios cogen una verdad importante -la de que la libertad es esencial para la dignidad humana- y la estiran hasta convertirla en una falsedad.28 Lo más importante es que muchos libertarios e individualistas libera­ les se sienten turbados por las formulaciones sociales del bien común que constituyen una parte nuclear de los órdenes sociales densos. Sostienen que cada persona debería formular su propia virtud y que las políticas y las costumbres públicas sólo deberían reflejar los acuerdos que los indi­ viduos realizan voluntariamente.29 El contexto no declarado de los libertarios y los individualistas libe­ rales es el temor de que las formulaciones colectivas de moral lleven a considerar moralmente inferiores a quienes tienen menos capacidad para vivir de acuerdo con ellas. A menudo los libertarios temen que esto, a su vez, conduzca a la discriminación, cuando no a leyes que garanticen el compromiso con el bien compartido, es decir, a una violación de la liber­ tad, que es el valor cardinal del libertarismo. Una vigorosa presentación de este enfoque que surge de un filósofo contemporáneo se encuentra en un influyente libro de Robert Nozick, Anarchy, State, and Utopía, donde el autor dice: «No existe ningún ente social con un bien que experimente sacrificios por su propio bien. Sólo hay individuos, individuos diferentes , con su propia vida individual».3º Análogamente , Ronald Dworkin define el liberalismo como la convicción de que «las decisiones políticas deben ser, en la medida de lo posible, in­ dependiente s de cualquier concepción particular de la buena vida, o de lo que da valor a la vida».31 Y en un momento dado, J ohn Rawls escribe lo siguiente: Los individuos encuentran su bien de diferentes maneras, y muchas co­ sas que son buenas para una persona, tal vez no sean buenas para otra . . . Por

32

La nueva regla d e oro tanto, en una sociedad bien ordenada [que aplique la teoría de la justicia de RawlJ , los planes de vida de los individuos son diferentes en el sentido de que otorgan prioridad a diferentes objetivos y las personas quedan en liber­ tad para determinar su bien, mientras que la opinión de los demás sólo sir­ ve como referencia para consultar.32

Estos temas se han desarrollado muchas veces, sobre todo en el deba­ te entre comunitarios e individualistas liberales. Han sido objeto de una li­ teratura importante y voluminosa.33 No los repetiremos aquí. (Por ejem­ plo, no se intenta en absoluto insistir en el ya trillado debate de los comunitarios con J ohn Rawls.) El punto principal en lo concerniente a la presente discusión es que aunque los libertarios y los individualistas libe­ rales no ignoran la necesidad de un orden social, no sólo defienden un or­ den poco consistente, sino que tratan de limitar el orden social al que de­ riva de y es legitimado por la acción de los individuos en tanto agentes libres. En contraste, los comunitarios ven una necesidad de orden social que contiene un conjunto de valores compartidos y que se enseña a los in­ dividuos que deben respetar. Puede que más tarde los individuos cuestio­ nen un orden social dado, lo desafíen, se rebelen contra él o incluso que lo transformen, pero su punto de partida es un conjunto compartido de de­ finiciones de lo que es correcto, en oposición a lo que es incorrecto.34 ÜRDEN COMUNITARIO: AMPLIAMENTE VOLUNTARIO

Casi cualquier forma de orden social pued / ser atractiva para las per­ sonas hundidas en la anarquía social, ya sea ésta una consecuencia de la violencia delictiva, ya de guerras tribales, de bandas o de desorientación moral generalizada. La gente que ha tenido experiencia de la guerra civil en Líbano, Bosnia o Sri Lanka, o que vive en las zonas de Moscú o Was­ hington azotadas por la delincuencia, apoya claramente esta observación. La encuesta de 1 996 encontró que el 77 % de los rusos piensan que el or­ den es más importante que la democracia, mientras que sólo el 9 % res­ palda la opinión contraria.35 Pero cualquier orden social no constituye una buena sociedad. Una buena sociedad requiere un orden coherente con los compromisos morales de sus miembros. Otras formas de orden social engendran elevados costes sociales e individuales (como el abandono del trabajo, el abuso del alcohol y las drogas o una elevada incidencia de en­ fermedades psicosomáticas) y conduce a muchos intentos de evadir, cam­ biar o escapar a ese orden. El desafío para los que aspiran a una buena sociedad es constituir y sostener -o, si se ha perdido, regenerar- un orden social que sus miem-

Los elementos de una buena sociedad

33

bros consideren legítimo, no meramente cuando se establezca (como ha­ rían los libertarios partidarios del contrato) , sino permanentem ente. La nueva regla de oro requiere que la tensión entre las preferencias persona­ les y los compromisos sociales se reduzca gracias al aumento del dominio de los deberes que el sujeto afirma como responsabilida des morales; no el dominio de los deberes impuestos, sino el de las responsabilidad es a las que el sujeto cree que ha de responder y que considera justo asumir. Gran parte de lo que se leerá a continuación está dedicado a la cuestión de có ­ mo se puede sostener un orden social único, un orden que se base en úl­ tima instancia en la obediencia voluntaria de sus miembros. Debo decir aquí, a modo de introduccción, que «orden voluntario» no es una expre­ sión contradictoria. Si creo firmemente en que un ser humano decente conduce de una manera segura, con ·respeto por las costumbres comuni­ tarias -y muchos otros miembros de mi comunidad comparten esta cre ­ encia-, el tráfico, sobre l a base d e nuestros compromisos morales, será muy ordenado. Diversos colegas sugieren que evite el término «orden» y me refiera en cambio a la «comunidad»; sugieren que al primero lo rodea un aura desconcertante o conservadora. Esto es verdad respecto a ciertas formas particulares de órdenes, pero no a las que, como veremos, son consustanciales a una buena sociedad. El punto de partida de este examen es la observación fáctica de que todas las formas de orden social apelan en cierta medida a medios coerci­ tivos (como la policía y las cárceles) , medios «utilitarios» (incentivos eco ­ nómicos a través del gasto público o de subsidios) y medios normativos (apelación a valores, educación moral) .36 Sin embargo, las sociedades di­ fieren enormemente en cuanto a los medios que emplean. Las sociedades totalitarias despliegan pesados medios coercitivos para ordenar un espec­ tro muy amplio de conducta; las sociedades autoritarias mantienen el or­ den más o menos de la misma manera, pero para un abanico de conduc­ tas mucho más reducido. Las sociedades libertarias, que minimizan el alcance del o rden social y tratan de utilizar el mercado incluso para los servicios públicos (por ej . , privatizando la recogida de basura, el bienes­ tar, las escuelas e incluso la administración de prisiones) , se basan sobre todo en medios utilitarios.37 El orden de las buenas sociedades comunita­ rias se funda particularmente en medios normativos (educación, lideraz­ go, consenso, p resión de los pares , exhibición de modelos, exhortación y, sobre todo, las voces morales de las comunidades) . En este sentido, el or­ den social de las buenas sociedades es un orden moral. Para que un orden social pueda descansar principalmente en medios normativos hace falta que la mayoría de los miembros de la sociedad compartan un compromiso con un conjunto de valores nucleares durante la mayor parte del tiempo , y que la mayoría de los miembros , durante la

34

L a nueva regla d e oro

mayor parte del tiempo, se dejen guiar por las implicaciones conductua­ les de estos valores porque creen en ellos, en lugar de verse forzados a obedecerlos. Es casi evidente que los niveles elevados de violencia delic­ tiva y otras formas de conducta antisocial son indicaciones de que el o r­ den de una sociedad está fallando, pero con mucha menor frecuencia se reconoce que la existencia de una gran cantidad de oficiales de policía, au­ ditores impositivos e inspectores en general también es indicadora de un orden moral deficiente, aun cuando la conducta antisocial sea baja. En verdad, éste es exactamente el punto en que más difieren el tipo de or­ den implícito en la frase «ley y orden» y la noción comunitaria de orden social. El buen orden necesario será servido por la restauración de la socie­ dad civil (o cívica) a la que muchos han llamado recientemente,38 y tiene valor propio, pero éste no bastaría por sí solo para p roporcionar la clase de orden que requiere una buena sociedad. La expresión «orden cívico» se emplea para decir que las personas son mutuamente cívicas (lo que sig­ nifica que no demonizan a los adversarios, que están dispuestas al com­ p romiso y a la conducta razonada antes que a las discusiones apasiona­ das) y/o que una sociedad debe mantener un entramado de instituciones mediadoras para proteger a los individuos del gobierno. O bien que el go­ bierno debe escuchar las preferencias de los ciudadanos . Estoy de acuer­ do en que el orden cívico forma parte del buen orden, pero éste es un concepto demasiado poco consistente; a menudo se define el orden cívi­ co sobre todo en términos de procedimiento, limitado al terreno político, o despojado de valores sustantivos, a diferencia de los conceptos de bien en torno a los cuales gira el orden social de las buenas sociedades.39 Una vez que se ha garantizado que una buena sociedad requiere un orden social basado en los compromisos con virtudes específicas y su ma­ terialización, cabe preguntarse: ¿en qué se diferencia este concepto de or­ den del que defienden los socialconservadores? Veremos que la respues­ ta reside en el estatus de la autonomía, en el alcance que p retenda tener la formulación social de la conducta y en los medios para hacerla cumplir. I

ÜRDEN SOCIAL CONSERVADOR, CENTRADO EN LA VIRTUD

La diferencia en el modo de abordar el orden social entre comunita­ rios y socialconservadores queda bien clara si se explicita la posición de éstos. Los socialconservadores tienden a tratar el orden social de la mis­ ma manera que los individualistas tratan la autonomía, es decir, como el bien social primario. No tienden a asignar a la autonomía el mismo nivel p rimario de principio que el orden y la virtud, que es precisamente el

Los elementos de una buena sociedad

35

punto decisivo del paradigma comunitario de una buena sociedad. En pa­ labras de Ronald Beiner: El objetivo central de una sociedad, entendida como comunidad moral, no es la maximización de la autonomía, es decir, la protección del más am­ plio espacio posible para trazar los planes de vida que cada uno elige para sí mismo, sino el cultivo de la virtud, interpretada como excelencia o como una variedad de excelencias tanto morales como intelectuales.40

«El conservadurismo ha sido una teoría del orden social y político», dice Rodney Barker, a lo que agrega que «los conservadores han distin­ guido sus p ropias creencias como un compromiso con el orden por enci­ . ma de otros valores como el progreso, la igualdad o la libertad.»41 Al mismo tiempo , los socialconservadores se diferencian significati­ vamente entre sí por el grado en que desatienden la autonomía. Joseph de Maistre, por ejemplo, prestó mucho menos atención a la autonomía que Edmund Burke.42 El tema subyacente, sin embargo, sigue siendo, por de­ finición, que a los filósofos sociales que no conceden p rimacía al orden social no se los considera socialconservadores. Cultural Conservatism: Toward a New National Agenda, publicado por el Instituto para el Conservadurismo Cultural, guarda estrecha rela­ ción con una declaración titulada «Declaración Cultural Conservadora de Derechos».43 Sin embargo , la mayor parte de la declaración consiste en ítem que muy pocos considerarían derechos. La lista incluye los «dere­ chos» de los estadounidenses a «un gobierno que reconozca el papel vital de la cultura tradicional»,44 a un «gobierno que respete los valores tradi­ cionales» y a un gobierno que sostenga activamente la familia y el tipo de educación adecuado.45 Los socialconservadores tienden a favorecer un Estado más pequeño (no involucrado en el bienestar social, no regulador) , pero también un Es­ tado más fuerte, capaz de imponer los códigos morales. Robert P. George da razones para emplear la ley con objeto de imponer la moral no sólo en asuntos públicos , sino también en cuestiones privadas (por ejemplo, prohibir, incluso en privado, actos homosexuales entre adultos que los consientan ) . George reconoce limitaciones «prudenciales» a esas prohi­ biciones, pero no de p rincipio.46 El principal argumento de este autor es que aunque una decadencia de la moral no lleve necesariamente a la total desintegración de la sociedad, la debilitará como comunidad moral y so ­ cial. Se puede discutir si las leyes que George apoya colaborarán al soste­ nimiento del orden moral, pero seguro que no fomentan la autonomía. Entre los socialconservad ores más moderados se encuentra Alasdair Maclntyre. Este autor considera un estorbo las instituciones a las que dio

36

La nueva regla de oro

nacimiento la Ilustración. El mundo moderno, obsesionado por la liber­ tad, ha matado la virtud y nos ha dejado moralmente desnudos, en un mundo de oscuridad. Con la modernidad, sostiene Maclntyre, vino el im­ pulso a liberar al individuo de la «moral externa» y a reemplazar ésta por una voz moral interior. «Cada agente moral hablaba entonces sin restric­ ción alguna derivada de lo externo de la ley divina, la teleología natural ni la autoridad jerárquica; pero, ¿por qué habría de escucharlo nadie más?»47 Tratamos de dar peso moral a nuestras opiniones mediante la afirma­ ción de derechos proclamados, pero, como dice Maclntyre, «la verdad es sencilla: esos derechos no existen, y creer en ellos es lo mismo que creer en brujas y en unicornios».48 En consecuencia, concluye lo siguiente: «Los bárbaros no aguardan más allá de las fronteras, sino que ya llevan mucho tiempo gobernándonos».49 George F. Will sostiene que los conservadores que apoyan un gobier­ no más débil se equivocan; la promoción de la virtud requiere un go­ bierno fu erte, lo suficientemente fu erte como para ayudar a la gente a ne ­ garse a sí misma y a reprimir sus deseos. Dice: «El p roblema político central de los conservadores es hacer que el público consienta que el go ­ bierno censure sus deseos y se niegue a satisfacer muchos de ellos».5º El nacionalismo ha sido una fuente poderosa, a menudo poderosísi­ ma, de ideologías conservadoras populares que legitimaban los gobiernos fuertes y los paradigmas centrados en el orden y la virtud. Se espera que los ciudadanos hagan sacrificios y acepten limitaciones a sus libertades por una finalidad nacional u otra, a menudo el destino. En los Estados Unidos de los años cincuenta, por ejemplo, los socialconservadores, ávi­ dos por mantener el comunismo a raya, toleraron que se exigiera jura­ mento de lealtad a los miembros de las instituciones universitarias y que se colocara en una lista negra a los empleados sospechosos de puntos de vista «subversivos».51 Muchos socialconservadores basaron su posición en la religión. Sos ­ tuvieron que el ordel social debía basarse en las virtudes p rescritas por Dios y por quienes lo representan en la Tierra, y que los dictados de los valores religiosos deben tener prioridad sobre consideraciones de auto­ nomía. Tal vez el ejemplo mejor conocido sea el de la naturaleza jerárqui­ ca de la Iglesia católica y gran parte de su teología. El padre Richard J ohn Neuhaus insistió en la tan repetida idea religiosa según la cual la gente es libre para elegir en la medida en que elija el camino del Señor. De esta suerte, una diferencia cardinal entre el paradigma conservador y el co­ munitario que aquí se p ropone reside en la posición de la autonomía: de­ be ser básica para el paradigma comunitario y sólo secundaria o derivada para los paradigmas del conservadurismo social.

Los elementos de una buena sociedad PENETRANTE

VERSUS

NUCLEAR; IMPUESTO

VERSUS

37

VOLUNTARIO

Otra gran diferencia entre los socialconservadores y los comunitarios (y entre los socialconservadores mismos) , además del estatus que otorgan a la autonomía, reside en la concepción de las maneras legítimas de soste ­ ner la virtud. Mientras que los comunitarios confían básicamente en la fe y tratan de convencer a la gente del valor de su posición sobre la base de la voz moral de la comunidad, la educación , la persuasión y la exhorta­ ción, los socialconservadores son mucho más proclives a apoyarse en la ley para promover los valores en los que creen. Además, mientras que muchos socialconservadores tratan de mantenerse dentro de los límites de la democracia constitucional -a�í como buscar la legislación masiva para instituir las virtudes con las que están comprometidos-, los conser­ vadores duros, y sobre todo los autoritarios y los fundamentalistas, ape­ lan a leyes que consideran superiores a las que produce el «hombre», y es­ tán dispuestos a establecer teocracias.52 Otra diferencia capital es que mientras que los comunitarios, al me­ nos de acuerdo con el paradigma que aquí se propone, limitan a un con­ junto de valores nucleares las virtudes que la sociedad fomenta, pero le­ gitiman las diferencias en otros ámbitos normativos , los valores sociales que promueven los conservadores son mucho más penetrantes y de natu­ raleza más unitaria. Los socialconservadores encuentran pocas áreas de conducta que estén dispuestos a dejar abiertas a la elección personal o de subgrupos. Si los individualistas evitan las virtudes, los socialconser­ vadores duros las monopolizan. Todo lo que uno come, bebe y lee está impregnado de moral. Paul Weyrich, que defiende una posición relativamente moderada, dice: «Hablamos de la Nortemérica evangelizadora. Hablamos lisa y lla­ namente de entender el Evangelio en un contexto político».53 El progra­ ma del republicano de Georgia Joseph Morecraft es aún más penetrante: «La única esperanza para Estados Unidos es la total evangelización del país en todos los niveles, una república completamente cristiana.54 Menos moderado es un grupo que predica la teología de la domina­ ción. Este grupo «sostiene que los cristianos . . . han heredado los manda­ mientos del Antiguo Testamento y entre ellos uno de los más importantes se encuentra en Génesis 1 ,2 8 , donde Dios dice a Adán y Eva: «Domina­ réis sobre . . . todo ser vivo que se mueva en la tierra»» [la cursiva es mía] . Los teólogos de la dominación entienden que este pasaje significa que los creyentes están autorizados para controlar las instituciones más impor­ tantes del mundo.55 Ese control puede implicar la imposición de la ley mosaica en lugar de las de una legislatura, que las iglesias y las familias se hagan cargo de la educación y el bienestar por completo, o incluso que se

38

L a nueva regla de oro

practique la lapidación como castigo. En el caso extremo, las otras reli­ giones se convierten en herejía, y la herejía se convierte en traición. Mo­ recraft afirma: «Jesucristo es el monarca indiscutido del proceso político de los Estados Unidos de Norteamérica. Los cristianos . . . no descansarán hasta que se reconozcan sus derechos divinos y su autoridad absoluta y se sometan a ellos la rama ejecutiva, la legislativa y la judicial de nuestro go­ bierno civil en el plano nacional, el estatal y el local».56 En resumen, todos los paradigmas del conservadurismo social difie­ ren del paradigma comunitario, tal como aquí se presenta, en que se cen ­ tran más en el orden y les preocupa menos la autonomía como virtud pri­ maria, tienen un programa normativo mucho más penetrante y unitario y son más proclives a confiar en el Estado que en la voz moral a la hora de materializar los valores. Como cada una de estas proposiciones plantea problemas importantes, debe observarse que aquí se enuncian únicamen­ te a modo de introducción. Más adelante se desarrollarán plenamente.57 AUTONOMÍA PLENAMENTE RESPETUOSA DEL ORDEN

INDIVIDUALISTAS Y AUTONOMÍA ILIMITADA

La idea de los individualistas segque proclama que la autonomía es la virtud nuclear por encima de la cual no hay ninguna otra, refleja sus ar­ gumentos contra la formulación social del bi �n : los individuos deberían ser libres para realizar sus elecciones (a menos que dañen a otros indivi­ duos) .58 Es típica la referencia a los derechos legales y a la libertad res ­ pecto del gobierno. Se atribuye significado especial a los derechos de los individuos a tener la vida protegida y a controlar y utilizar su propiedad. Esta posición la secundan más explícitamente los libertarios y los conser­ vadores del laissez-faire.59 Aunque los individualistas no niegan en princi­ pio la necesidad de doblegar a los individuos , sobre todo cuando los lí­ mites han sido establecidos por la misma sociedad y no por el gobierno, lo cierto es que tienden a considerar la mayor parte de las exigencias es­ pecíficas a los individuos con desconfianza, cuando no con hostilidad, y en el mejor de los casos, como veremos, con benigno desdén. Grandes sectores de diversas ciencias sociales se basan en afirmacio ­ nes individualistas. Estas ciencias dan por supuesto que uno puede y de­ be explicar los fenómenos sociales en función de los atributos y las accio ­ nes de los individuos e ignoran o niegan explícitamente la importancia de los factores y fuerzas históricos o culturales macrodimensionales. El indi­ vidualismo en la ciencia social no es una moda pasajera ni una rama me-

Los elementos de una buena sociedad

39

nor. Ha desempeñado un papel capital en la psicología. Gran parte de la economía neoclásica, sobre todo en Estados Unidos, es individualista; y también lo son la teoría de la elección pública en ciencia política, la so­ ciología del intercambio y una parte importante de los estudios jurídicos (derecho y economía) . La Universidad de Chicago es un centro de ciencia social conducido en el marco de este paradigma individualista, con Ri­ chard A. Epstein y Richard A. Posner entre los nombres más citados. En este contexto también se hace referencia a Terry Eastland; entre los auto­ res más jóvenes, a David Frum. Aunque los individualistas presentan grandes variaciones (por ejem­ plo, la posición del propio Mill varía considerablemente de un libro a otro ) , la filosofía pública, bastante f�miliar y las recomendaciones políti­ cas que se construyen sobre la base de estas ideas divergentes de los indi­ vidualistas se centran todas en la siguiente preocupación general:60 ¿se pueden privatizar más actividades públicas (seguridad social, escuelas, departamento de policía, prisiones , recaudación de impuestos) ? , ¿se pue­ de liberar más aún de regulación a la actividad privada?, ¿se pueden re­ ducir los impuestos y devolver los fondos a manos privadas ? Entre las ideas libertarias más radicales acerca de la manera de recortar más toda­ vía el papel del Estado están la abolición de los controles fronterizos so­ bre la inmigración y una reducción de la administración de alimentos y medicamentos. Hay quienes sugieren incluso sustituir la justicia penal por la justicia civil, en la que se ignoran las nociones de valores morales y so­ ciales y se castiga a los violadores a compensar a aquellas de sus víctimas que emprenden acción judicial contra ellos.61 Mucho menor es la preocu­ pación respecto a si los gustos y las ambiciones individuales deben estar equilibradas con preocupaciones acerca del orden social, ya sea porque se supone que ese orden surgirá automáticamente del conjunto de los actos individuales (la mano invisible) , ya sea porque, si los individuos se con­ centraran en ello, encontrarían la adecuada autolimitación. Pero las cos­ tumbres de origen social no son necesarias por principio. En general, a los libertarios civiles no se los considera de la misma manera que a los otros libertarios,62 aunque, al igual que los otros indivi­ dualistas, son grandes abanderados de la autonomía y se sienten incómo ­ dos con el concepto de responsabilidad social. A los libertarios civiles les interesan los derechos, no los deberes; las autorizaciones y no el servicio nacional, las organizaciones comunales o los impuestos. Por encima de todo, se oponen a que el gobierno y, más indirectament e los demás, indi­ quen lo que tienen que hacer. El «Briefing Paper on Freedom of Expres­ sion» de la ACLU (Unión de Libertades Cívicas Americanas) afirma lo si­ guiente: «Los gobiernos, por su propia naturaleza, tratan de expandir sus poderes más allá de los límites prescritos, y el gobierno de Estados Uní-

40

L a nueva regla de oro

dos no es una excepción . . . ».63 El documento, que califica a la ACLU de guardiana de la libertad», sostiene: «En todas las épocas de la historia norteamericana, el gobierno ha tratado de expandir su autoridad a ex­ pensas de los derechos individuales . . . La misión de la ACLU consiste en asegurar que se preserve la Declaración de Derechos -enmiendas a la Constitución que protegen del control gubernamental sin garantías- pa­ ra cada nueva generación».64 Ira Glasser, el director ejecutivo de la Unión, añade: «La tendencia intemporal del gobierno a sobrepasar sus límites constitucionales exige una permanente fuerza de los ciudadanos en senti ­ do contrario. Pues la libertad es frágil y siempre vulnerable al poder ile­ gítimo».65 F. LaGard Smith, un crítico que ha estudiado la ACLU duran­ te años, observa: «Lo que la ACLU comparte con la franja de militantes de extrema derecha es una desconfianza contumaz y profundamente asentada respecto al gobierno. La mera mención . . . del FBI. . . multiplica por diez la presión sanguínea de ACLU . . . Esta desconfianza compartida respecto al gobierno general explica en gran medida por qué -a pesar de sus enormes diferencias ideológicas- la extrema derecha y la extrema iz­ quierda han reaccionado al unísono para advertir contra las amenazantes incursiones del gobierno en materia de libertades civiles». 66 Lo más común es que, cuando se enfrentan a medidas que refuerzan el orden público, los libertarios civiles protesten. Durante las últimas dé­ cadas , la ACLU ha puesto objeciones a las siguientes medidas que ten­ dían a restaurar el orden público: los detectores de metal en los aero­ puertos para poner fin a los secuestros aéreos y el terrorismo (uno de los argumentos de la ACLU era que los detectores1de metal someterían a los norteamericanos a un estado policíaco) ;67 la prueba de drogas a los conductores de autocares escolares, maquinistas ferroviarios, pilotos y poli­ cías; retenciones en las carreteras para detectar conductores ebrios; utili ­ zación de detectores de mentiras , incluso para quienes han sido notificados antes de asumir su empleo de que su trabajo (por ejemplo, en posiciones de seguridad nacional particularmente delicadas) requería ta­ les pruebas, y de la incautación de los datos bancarios de los delincuen­ tes. La ACLU se negó a apoyar medidas que implicaran toda restricción a la utilización de cualquier tipo de armas de fuego, incluso escopetas de asalto y ametralladoras; se opuso a los uniformes escolares , a las pruebas del Sida (incluso a prostitutas) y a muchas medidas para reformar la fi­ nanciación de las campañas electorales. La ACLU también se ha opuesto enérgicamente a medidas que po­ dían contribuir a reforzar los elementos morales del orden social, cómo por ejemplo la reducción de la producción de pornografía infantil (que, según la ACLU, tendría un efecto paralizante sobre los productores cine­ matográficos ) ; luchó para que se concediera a los abogados el derecho a I

Los elementos de una buena sociedad

41

presentar facturas falsas («la legislación es demasiado artificiosa . . . ») ; y se opuso al V-chip, una pieza de la tecnología que permite a los padres con­ trolar qué ven sus hijos en la televisión de su casa. La ACLU luchó a favor de los derechos de la North American Man/Boy Love Association ( NAM­ BLA) , que trata de abolir las leyes relativas a la edad en que se precisa el consentimiento para tener relaciones sexuales y defiende la paidofilia, a reunirse en una biblioteca pública68 y a luchar por el derecho de un vice­ presidente de la delegación neoyorquina de la NAMBLA, promotor acti­ vo de la paidofilia, a enseñar en una escuela pública. En resumen, tanto los libertarios civiles como otros libertarios comparten un vigoroso com­ promiso con la autonomía y se interesan menos por las políticas que pro­ ponen fomentar directamente el contexto social que requiere el indivi­ dualismo para apuntalar un orden sÓcial. Los individualistas duros suelen definir la libertad como el derecho a escoger. Los mismos individualistas, como manifestación de que no deja de preocuparles el orden social, tienden a añadir que un individuo es li­ bre para actuar únicamente en la medida en que no cause daño a los de­ más. Sin embargo, el concepto de daño no es una guía fiable. No está cla­ ro si se refiere sólo a daño físico (en cuyo caso infringir el derecho de alguien a hablar con libertad, por ejemplo, no es un «daño») , o si también incluye el daño psicológico (en cuyo caso podría estar prohibido romper un romance) . Otro problema sin respuesta es el nivel de daño que ha de evitarse. Si hay que evitar cualquier daño, los individuos perderían prác­ ticamente toda la capacidad para actuar. Por ejemplo, que yo utilice un automóvil puede dañar la capacidad de otro para respirar aire puro. En la medida en que se entienda que el enunciado significa que el daño a los otros no debe exceder el beneficio personal ni debe afectar desfavorable­ mente la distribución teórica de Pareto ni ninguna otra, en la mayoría de las circunstancias es imposible hacer esas determinaciones. La anécdota siguiente puede servir para examinar la fecundidad del cálculo del daño a la hora de extraer conclusiones de principio acerca de la legitimidad de las acciones. A finales de los años ochenta, un profesor de la Harvard Business School utilizó la Braniff Airlines para el estudio de un caso. En ese estudio, un cliente pregunta al director de la Braniff sí la línea aérea estará en funcionamiento cinco meses más tarde. El director responde que no está seguro. La clase opinó que debería haber mentido, porque probablemente el daño a los trabajadores, acreedores y accionis­ tas derivado de su honestidad sería mayor que los beneficios a los clien­ tes . Esto condujo a un seminario avanzado de un año de duración para explorar el p roblema. Como participante en ese seminario, me pareció que el resultado de los cálculos depende del peso que se otorgue a los in tereses de los diferentes grupos. Si se considera a todos los grupos por

42

La nueva regla de oro

igual, en el caso citado se imponía mentir, pues de acuerdo con el cálculo de daño hay más grupos perjudicados por decir la verdad que grupos be­ neficiados por ello. Si se otorgase mayor peso a los clientes, el resultado sería precisamente lo contrario. Pero la determinación de qué peso se otorga es arbitraria, o bien refleja una ideología determinada. Además, medir la sugerencia de algunos miembros del seminario, según la cual los altos ejecutivos no deberían mentir, aún es más conflictivo, porque la mentira disminuiría el fundamento social de confianza. En un sentido más profundo, no hay ni hubo n unca individuos tan autónomos como suponen los individualistas . Las p ersonas se constitu­ yen socialmente y llevan siempre consigo una gran carga de cultura, de influencias sociales , morales y de cualquier otra índole. Las empresas anuncian productos de manera que, como ha mostrado la investigación motivacional, apelan a las necesidades infantiles e impulsivas de los clientes . La cultura de la juventud promueve la conducta arriesgada, irracional. Los vínculos sociales atraen inconscientemente a la gente. En resumen , las elecciones que hacen los in dividuos no están exen tas de factores culturales y sociales . La eliminación de los límites que estable­ ce lo público, de acuerdo con los fundamentos libertarios, lejos de au­ mentar la autonomía , dejaría lisa y llanamente a los in dividuos someti­ dos a todas las otras influencias , que no les llegan como información o factores ambientales que p uedan analizar y manejar, sino como men sa­ jes invisibles de los que no tienen conciencia y que los arrastran por ví­ as no racionales . Que la noción de autonomía ilimitada de los individualistas es inde­ fendible salta a la vista en la interpretación que éstos hacen de la cláusula de la Quinta Enmienda contra las gan an cias . Sostienen que esta cláu ­ s ula implica que si el gobierno impone cualquier regulación al titular de una propiedad privada, debe compensarse al popietario.69 Esta noción no tiene en cuenta que no sólo somos propietarios , sino también miembros de una o más comunidades. Por ejemplo, si el sujeto vierte desperdicios tóxicos en un río que corre a través de su propiedad, tiene obligaciones respecto de quienes se encuentran aguas abajo, de la misma manera que los que se encuentran aguas arriba tienen obligaciones respecto a él. Aquí el gobierno actúa simplemente como un agente que hace cumplir las leyes de la comunidad. Es cierto que cabe preguntar si el gobierno sobrepasa sus límites cuando actúa en calidad de dicho agente, o si se encuentra li­ mitado por intereses particulares cuando impone esas reglas, como sos­ tiene George J. Stigler.70 Pero el hecho de que el gobierno extendida oca­ sionalmente su alcance más allá de lo racional o se encuentre limitado no legitima la noción de que, por principio, los individuos debieran ser libres para hacer con su propiedad lo que les venga en gana, ni que deban ser

Los elementos de una buena sociedad

43

compensados si tienen que servir a las necesidades más elementales de sus semej antes y de la comunidad. Los libertarios tal vez argumenten que si alguien tiene la titularidad de la propiedad privada, esa persona es libre para actuar como lo j uzgue oportuno en lo que concierne a esa propiedad, y si otros miembros de la comunidad no lo aprueban, han de resignarse (o pagar lo suficiente para cambiar la conducta no deseada) . Si las carreteras son de propiedad pri­ vada, los propietarios pueden someter a todos los conductores a pruebas de conducción bajo efectos de elementos intoxicantes, y a quienes pusie­ ran objeciones no les quedaría más remedio que no conducir por esas ca­ rreteras particulares. Pero se trata de una respuesta legalista, ciega desde el p unto de vista moral. El problema moral se mantiene en pie: ¿hace el propietario de la carretera algo corr�cto (que es otra cosa que tener dere­ cho a h acerlo) al someter a la gente a la prueba? El mismo problema se plantea en todas las otras exigencias que recaen sobre los individuos en nombre de los demás y de la comunidad: desde la imposición de la prue­ b a del VIH si están sexualmente en activo, h asta la prueba de drogas si conducen autocares escolares, o desde permitir que se les cachee para comprobar que no llevan armas antes de entrar a la escuela, hasta pedir a la gente que se vacune. A veces se piensa que la tan citada teoría de Isaiah Berlín acerca de la libertad negativa y la libertad positiva trasciende el patrón individualista. En realidad, proporciona una definición ilimitada para ambas clases de li­ bertad. Libertad negativa, dice Berlín según la visión individualista típi­ ca, «es simplemente el área dentro de la cual un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por los demás».71 (Obsérvese que no se menciona lími­ te alguno, ni siquiera la preocupación por los derechos de los demás, por no hablar ya de las implicaciones más trascendentales de honrar esos de­ rechos.) La libertad positiva es el derecho que uno tiene de hacer lo que de modo afirmativo quiere hacer. En palabras de Berlín: El sentido «positivo» de la palabra «libertad» deriva del deseo del in­ dividuo de ser su propio amo . . . Deseo, por encima de todo, ser consciente de mí mismo como ser activo, pensante, con voluntad, portador de respon­ sabilidad p ara mis elecciones y capaz de explicarlas con referencia a mis propias ideas y propósitos .72

Esta definición se apoya en la razón interna del actor para decidir si será o no dueño de sí mismo y qué implica una u otra cosa. Sin embargo, todavía supone la autonomía ilimitada. De ahí que, tal como yo lo veo, a estas alturas Berlín ejemplifique una posición que los individualistas abra­ razarán a menudo.

44

La nueva regla de oro

AUTONOMÍA CONSTRUIDA SOCIALMENTE

La caracterización de la autonomía que requiere la buena sociedad no se considera, a diferencia de lo que ocurre tan a menudo, como virtud meramente individual de personas que adoran la libertad y que se com­ portan de tal manera que se sostenga esa virtud. Aquí la referencia apun ­ ta a un atributo social, atributo de una sociedad que proporciona oportu­ nidades estructuradas y legitimación a la expresión individual y de subgrupos acerca de sus valores, necesidades y preferencias particulares. Utilizaré la expresión «virtud social» para significar que me refiero a la virtud como un atributo social y no personal. La autonomía construida socialmente aumenta la capacidad de la so­ ciedad para adaptarse al cambio, para ser metaestable. Al p roporcionar oportunidades estructuradas para la expresión individual y de los sub­ grupos, equilibra una tendencia de quienes ocupan el poder a evitar la realización de cambios necesarios en las formaciones sociales y en las po­ líticas públicas, y que se adapte a los cambios que se producen en el me­ dio externo o en las composiciones sociales internas. Para ser estables, las sociedades han de ser metaestables, es decir que, para conservar el mismo modelo general, han de rehacerse continuamente. (Es frecuente que se pase por alto la diferencia entre la simple estabilidad y la metaestabilidad. Es como la diferencia que hay entre reparar un barco de vela y convertir un barco de vela en un barco de vapor: sigue siendo un barco que cumple la misma función y puede tener el mismo destino, pero posee otra estruc ­ tura. Así, si bien una sociedad necesita cierta forma de autonomía construida para adaptarse con éxito y equilibrar las virtudes dobles, esa misma sociedad puede cambiar también profundamente las maneras específicas en que se construye la autonomía. ) Las sociedades que ejercen enorme presión sobre sus miembros para que se conformen con la consecuente reducción de su autonomía, tienden a sufrir la falta de adaptación. A menudo se dice que la sociedad japone­ sa es muy conformista, así como que ha engendrado relativamente pocas quiebras científicas o artísticas en comparación con Occidente.73 No in­ tentaré determinar si estas observaciones acerca de Japón son válidos o no; sean cuales fueren los datos finales, el propio debate sirve para poner de relieve la necesidad de autonomía. Las sociedades totalitarias, que aún permiten menos autonomía, son habitualmente menos adaptativas. Tienden a descubrir mucho más tarde que las democracias cuándo se han equivocado de política. (Aunque apli­ co términos que a menudo se emplean para caracterizar regímenes políti­ cos, tales como el democrático o el totalitario, aquí se aplican al modelo social. De esta suerte, lo que está en juego no es sólo el papel de las elec 1

Los elementos de una buena sociedad

45

ciones, las legislaturas y otras instituciones políticas , sino también el pa­ pel de las asociaciones voluntarias y las organizaciones religiosas, el trata­ miento de la familia y muchos otros factores sociales.) Además, la autonomía institucionalizada permite a una sociedad to­ mar en cuenta que los miembros de la misma presentan grandes diferen­ cias en sus respectivas capacidades y en sus circunstancias ambientales es ­ pecíficas. Tratar de forzar a todos a orientarse por las mismas reglas (por ejemplo, insistir en que todos necesitan estudiar análisis matemático o una lengua extranjera en particular) reduce drásticamente su capacidad para servir a la sociedad, además de limitar lo que pueden hacer por sí mismos. Este problema suele presentarse en el área de educación. Hay so­ ciedades que controlan , sobre la base nacional, los detalles de los currí­ culos escolares, mientras que las bu·e nas sociedades dejan mucho más es ­ pacio para la autonomía local. El mismo problema surge en muchas otras áreas de la política social. De análoga importancia es la oportunidad para la expresión de las di­ ferencias de los subgrupos, ya se trate de diferencias predominantemente de valor, o que tengan su b ase principal en intereses económicos o de po­ der. Entre las formas de gobierno, se ha sostenido que el federalismo es más eficaz que un Estado unitario para acomodar las diferencias entre los distintos subgrupos. L as discusiones sobre delegación de poder y sobre revisiones constitucionales con el fin de robustecer el federalismo, así co­ mo las sugerencias de introducir un Parlamento regional en Escocia y au ­ mentar los derechos de las provincias en Canadá y en muchos otros paí­ ses -habitualmente en términos legales, políticos e institucionales- son, en efecto, discusiones acerca del modo de garantizar mucha autonomía a diversos subgrupos en lugar de someter a todos a los mismos patrones unitarios de alcance nacional. Además, las líneas de autonomía de los subgrupos no se limitan a entidades geográficas o legales, como los Esta­ dos y los gobiernos locales , sino que también los subgrupos religiosos, ra­ ciales, étnicos y otros buscan su autonomía. Un caso bien conocido al res ­ pecto es el derecho a que el día de descanso semanal sea el sábado, no el domingo. La filosofía pública norteamericana tiende a no b asar el respeto a la autonomía en las necesidades sociales, sino en los derechos inalienables o derechos legales de los miembros de la sociedad, y se emple.a mucho más el término «libertad» que el de «autonomía». Yo utilizo este último para destacar que abarca tanto lo que se considera típicamente libertad indivi­ dual y necesidades de autoexpresión, innovación, creatividad y autogo­ bierno, como la legitimación de la expresión de las diferencias de los sub ­ grupos .

46

La nueva regla de oro

AUTONOMÍA EN LA BUENA SOCIEDAD

Se suele decir que los generales se preparan para librar la última ba­ talla, que no la próxima. Los intelectuales occidentales, con larga expe­ ri�ncia en el enfrentamiento al autoritarismo primero, al totalitarismo después y más recientemente al fundamentalismo religioso, tienen una vi­ va conciencia de los peligros del orden excesivo, sobre todo el de índole coercitiva. Estos intelectuales están menos preparados para afrontar el peligro que plantea la ideologización de la autonomía ilimitada, en la que los abanderados de la elección y de la autoexpresión socavan los tabúes morales sobre comportamientos antisociales. Una exposición acerca de la diferencia entre autonomía limitada socialmente y autonomía ilimitada se­ ñala el tipo de autonomía que requiere una buena sociedad. Aunque es posible pensar de manera abstracta en los individuos se­ parados de una comunidad, debe observarse que si se priva realmente a los individuos de los lazos afectivos estables y positivos que más satisfa­ cen a las comunidades, son muy pocos los atributos que les quedan de los que comúnmente se asocian a la noción de una persona libre tal como su­ pone el paradigma individualista. Esos individuos no pueden ser miem­ bros racionales y razonables de una sociedad civil. Se ha observado que los residentes de grandes ciudades que mantienen una vida aislada en edi­ ficios de muchas plantas y no tienen otras fuentes de vinculación social (por ej . , el trabajo) , tienden a present-ar inestabilidad mental, impulsivi­ dad, proclividad al suicidio y en cualquier caso predisposición a las en­ fermedades mentales y psicosomáticas. 74 Los estudios de presos que han sido aislados de la población reclusa en gen e"ral (en comparación con aquellos a los que se permitió permanecer integrados en grupos y en la cultura de los presos) y de personas aisladas en experimentos psicológi­ cos han destacado aún más la importancia del tejido social -de vínculos comunales- para la individualidad en general y la capacidad para razo­ nar y actuar libremente en particular.75 Es preciso dar un paso más allá de las bien acogidas y tan citadas observaciones de Michael Sandel en su crítica a los liberales individua ­ listas y de Charles Taylor en su vigorosa crítica al atomismo. Sandel se­ ñala que los individuos tienen «yos gravados» y define esos gravámenes como «las lealtades y las convicciones cuya fuerza moral consiste en parte en que el hecho de vivir con ellas es inseparable de la compren­ sión de nosotros mismos como las personas particulares que somos . . . » .76 Esto se opone a los liberales individualistas que «insisten de que nos ve­ mos a nosotros mismos como yos independientes , en el sentido de que nuestra identidad no está jamás ligada a nuestros objetivos ni a nuestros vínculos».77

Los elementos de una buena sociedad

47

Charles Taylor argumenta que los atomistas sostienen la posición on­ tológica, según la que: En a) , el orden de explicación, se puede y se debe dar cuenta de las ac­ ciones, las estructuras y las condiciones sociales en fu nción de las propieda­ des de los individuos que las constituyen ; y en b ) , el orden de la delibera­ ción, se puede y se debe dar cuenta de los bienes sociales en función de las concatenacione s de bienes individuales.78

Taylor critica este punto de vista con el argumento de que «una acti­ tud instrumental respecto a nuestros propios s entimientos nos divide por dentro, escinde entre razón y sensibilidad. Y el fo co atomista de nuestras metas individuales disuelve la comunidad y nos separa los unos de los otros».79 Más adelante dice: La propia definición de un régimen republicano tal como se entendía clásicamente requiere una ontología distinta del atomismo y ajena al sentido común , tan infectado de atomismo. Requiere que pongamos a prueba las re­ laciones de identidad y de comunidad, y distingamos las diferentes posibili­ dades, en particular el lugar posible de las identidades del «nosotros» en oposición a las identidades meramente convergentes del «yo» y el conse­ cuente papel de los bienes comunes en oposición a los convergentes. 80

Se ha planteado la cuestión de si las observaciones comunitarias váli­ das son meramente ontológicas o también normativas, enunciados de «ser» o de «deber ser». Como señala Michael Mosher: [SandelJ ha arrojado dudas acerca del hecho fundamental de una gene­ ración anterior de argumentos liberales acerca de los derechos: las personas no siempre están separadas. Sin embargo, que las personas deban estar se­ paradas para determinados fines (la autoestima, la capacidad de honrar los deberes con los extaños , la posibilidad de vivir en un mundo plural y enjui­ ciador) sigue siendo una cuestión sin respuesta. 8 1

El paso siguiente que hace falta dar es el de observar que los seres hu­ manos no sólo son sociables por naturaleza, sino que además su sociabili­ dad aumenta su potencialidad humana y moral. El pensamiento social no ha dejado de considerar los vínculos comunales como grilletes en los pies de los presos, necesarios para mantener su estabilidad, pero «que gra­ van». El tejido social, lejos de disminuir la individualidad, la sostiene, la alimenta y la permite. Es cierto que, lo mismo que ocurre con todas las cosas buenas, desde el alimento hasta los medicamentos, un exceso de so­ ciabilidad puede causar graves problemas . Entre estos problemas están el

48

L a nueva regla d e oro

recorte de los derechos en nombre de las necesidades de la comunidad; la supresión de la creatividad en nombre de la conformidad; e incluso la su­ presión del sentido del yo, que pierde individualidad en una masa confu­ sa de relaciones familiares o comunales .82 Pero en buena medida los vínculos comunales y la individualidad progresan de la mano, se enrique ­ cen mutuamente y no son antagonistas. El yo se enriquece y, como vere­ mos más adelante, se ennoblece gracias al ser social; el que queda atrás es el yo asocial, debido a la /alta de vínculos positivos múltiples. El mayor peligro para la autonomía se presenta cuando se cercenan las ataduras sociales de los individuos. La atomización de los individuos o la reducción de las comunidades a muchedumbres, cuyo resultado es la pér­ dida de competencia y de identidad del individuo, ha engendrado históri­ camente condiciones sociales que conducen al totalitarismo, una gran pér­ dida de autonomía. Esta atomización precedió al surgimiento de los movimientos y los gobiernos totalitarios en Rusia después de su derrota en la guerra de 1 905 con Japón, y en la Alemania de los años veinte, tras su derrota en la Primera Guerra Mundial y los ruinosos efectos de la inflación galopante y el desempleo masivo.83 Aun cuando la atomización se encuen­ tre a niveles más bajos que los que «invitarían>> a un régimen totalitario, el resultado es un elevado nivel de anomia, alienación, repliegue del indivi­ duo sobre sí mismo y conducta antisocial, como ha quedado de manifies­ to en los principales centros urbanos durante las últimas décadas.84 Los antídotos más comunes para la sociedad de masas, ya observados por Tocqueville como piedra angular de la sociedad civil, son los «esta­ mentos intermediarios» entre el individuo y el Estado. 85 En este contexto I se pasa a menudo por alto que muchos de estos estamentos no son esas asociaciones jactanciosamente voluntarias pero con débil poder de unión (desde las fiesas benéficas a los clubes de ajedrez) , sino comunidades con vínculos interpersonales mucho más fuertes (especialmente las étnicas, raciales y religiosas, así como las comunidades residenciales) . El paradigma comunitario, al menos como aquí se propone, recono­ ce la necesidad de alimentar vínculos sociales como parte del esfuerzo por mantener el orden social mientras se asegura a la vez que esos vínculos no eliminan todas las expresiones autónomas . Esto quiere decir que una buena sociedad no favorece el bien social por encima de las opciones in­ dividuales ni a la inversa; por el contrario, favorece las formaciones so­ ciales que sirven a dos virtudes sociales dobles en cuidadoso equilibrio. Veremos que este modelo social requiere a su vez: a) apoyarse principal­ mente en la educación, el liderazgo, la persuasión, la confianza y los diá­ logos morales para sostener las virtudes, y no tanto en la ley; b) definir un núcleo de valores que es menester promover, un núcleo sustancial más ri­ co que los que hacen que un procedimiento sea meritorio; pero c) no una

Los elementos de una buena sociedad

49

ideología penetrante ni los tipos de religión que dejan escaso espacio a la autonomía. 86 (En gran parte, hasta aquí el análisis ha sido conceptual. Los indica­ dores empíricos que permiten establecer más claramente si la autonomía está o no adecuadamente p rotegida y circunscrita se introducirán en el capítulo 3 , una vez examinado el paradigma en un contexto histórico es ­ pecífico. También se debería destacar que el análisis del papel de los fac­ tores socioeconómicos que al mismo tiempo posibilitan y coartan la auto­ nomía, aunque será brevemente tratado en el capítulo 3 , constituye un tema muy amplio e importante cuyo tratamiento adecuado requeriría to­ do un libro aparte. En resumen , todos los sistemas de pensamiento y de creencia se yer­ guen sobre la base de un concepto·primario. Para los individualistas , la piedra angular de una buena sociedad es la persona libre; para los social­ conservadores, es un conjunto penetrante de virtudes sociales encarnado en la sociedad o el Estado. Para los comunitarios, basta una primera apro­ ximación para sostener que una buena sociedad requiere un equilibrio entre autonomía y orden. Y el orden tiene que ser de un tipo especial: vo­ luntario y limitado a valores nucleares antes que impuesto y penetrante. Y la autonomía, lejos de carecer de límites, tiene que estar contextuada dentro de un tejido social de vínculos y valores. En el capítulo 2 se ofrece un examen más detallado de la relación entre las virtudes dobles que constituyen una buena sociedad.

IMPLICACIONES PARA LA PRACTICA Y LA POLÍTICA

En la medida en que el análisis se mantenga en niveles de abstrac­ ción más bien altos, tal vez haya muchos lectores que casi no sepan qué decir acerca de la exploración anterior. Sin embargo, cuando uno con ­ templa las implicaciones políticas del paradigma, las diferencias entre in ­ dividualistas, socialconservadore s y comunitarios se muestran con toda claridad. LA PRIMERA ENMIENDA COMO CASO DE PRUEBA

Podemos empezar por el examen de las implicaciones para el dere­ cho a la libertad de expresión, tal como aparece en la Primera Enmienda. Los libertarios civiles (y en menor medida, pero aún con fu erza, muchos otros individualistas ) sostienen que la libertad de expresión es el más ab ­ soluto de los derechos y que no se ha de coartar salvo en beneficio del or-

50

La nueva regla de oro

den social, e incluso en ese caso, si y sólo si esa limitación se j ustifica me­ diante un examen riguroso. Alexader Meiklejohn escribe: Nadie que lea con atención el texto de la Primera Enmienda puede de­ jar de asombrarse ante su rotundidad. La frase «el Congreso no producirá ninguna ley. . . que recorte la libertad de expresión» es absoluta. No admite excepciones. Decir que no se producirá ninguna ley de un tipo determinado significa que bajo ninguna circunstancia se producirá una ley de ese tipo. 87

De ahí que muchos individualistas se opongan enérgicamente a las li­ mitaciones que prohiben las expresiones de odio, las interdicciones a la pornografía y la violencia en los medios de comunicación, la difusión de datos protegidos por el secreto de Estado y las leyes sobre difamación. Los partidarios de las libertades civiles sostienen además que el mejor tra­ tamiento que se puede dar a los problemas que emanan de la libertad de expresión no pasa de ser una simple forma de hablar por hablar (por ej . , acerca de las consecuencias sociales indeseables de l a pornografía) que no refleja la confianza en los controles estatales. Los socialconservadores, por el contrario, están dispuestos a intro­ ducir la censura, sobre todo cuando se necesita la seguridad nacional y de refrenar lo que consideran expresiones inmorales e indecentes . Apoyan una legislación que prohíba la venta de pornografía, que restrinja la ex­ presión obscena en los medios de comunicación y en Internet y que trate la posesión de pornografía de la misma manera que la posesión de drogas ilícitas.88 Theodore Baehr, miembro del comité asesor de la Coalition on Reviva! (un grupo cristiano conservador) y director de la Comisión Cris­ tiana de Cine y Televisión, abogó por un códig ó' cinematográfico que im­ pusiera la proscripción legal de «besos lujuriosos» y «bailes que sugieran o representen acciones sexuales». Su código cinematográfico declara: «No se producirá ninguna película que rebaje los patrones morales de quienes la vean».89 En la New Ox/ord Review, publicación seria entre cu­ yos autores figuran muchos pensadores socialconservadores católicos y de otras orientaciones, Thomas Storck escribe: «Un argumento a favor de la censura»,9º donde dice que no sólo está de acuerdo con censurar la por­ nografía, sino que la censura se debe extender a las «expresiones de ideas erróneas».91 En sus palabras: Las ideas llevan a la acción , y las malas ideas a menudo llevan a actos malos, lo que acarrea daño a los individuos y posibilita la ruina de las socie­ dades. Así como el Estado tiene derecho a restringir y dirigir las acciones de una persona cuando constituye una amenaza física para la comunidad, así también en materia de amenazas intelectuales o culturales las autoridades tienen el deber de proteger a la comunidad.92

Los elementos de una buena sociedad

51

En su objetivo de poner coto al abuso de la libertad de expresión, el paradigm a comunitario que aquí se propone, acorde con esta predisposi ­ ción a construir una moral antes que un orden estatal, apela a: a) un con ­ cepto moral específico, b) mecanismos de base comunitaria antes que es ­ tatal, y c) la extensión limitada de la categoría existente de expresión punible. Derecho versus rectitud. Una manera comunitaria de abordar la ex­ presión maligna, odiosa, es establecer una distinción entre el derecho le­ gal a hablar y la rectitud moral de lo que se dice. En palabras de William A. Galston: Los derechos dan razones para que los demás no me interfieran coerci­ tivamente la realización de actos prótegidos; sin embargo, no me dan por sí mismos una razón suficiente para realizar esos actos. Hay una abismo entre derechos y rectitud.93

Aun respetando el derecho legal de los individuos a expresarse con obscenidad o en un lenguaje sedicioso, una comunidad tiene pleno dere­ cho, e incluso la obligación, de informar a quienes vierten veneno que, con su expresión, ofende profundamente. A los miembros de la comunidad les asiste el derecho de disociarse de la gente que habla de esa manera. Quienes se preguntan si esta expresión de desaprobación de una co ­ munidad surte algún efecto, deberían observar el descenso del tono en la retórica de los locutores radiofónicos, los líderes de los cuerpos armados y los políticos tras ser objeto de rotundas críticas en Estados Unidos des ­ pués del estallido de la bomba en la ciudad de Oklahoma y en Israel des ­ pués del asesinato del Primer ministro Yitzhak Rabin, u n poco más tarde, ese mismo año. Análogamente, después de empezar por rechazar la pro­ testa pública de William J. Bennett por las sucias canciones rap que había editado, la Time Warner, ese gigante de los medios de comunicación, des­ pidió a los ejecutivos implicados y vendió la división de música corres­ pondiente. Pasó bastante tiempo desde que Jesse J ackson se refirió a Nueva York como «Hymietown». Incluso Farrakhan se volvió más cir­ cunspecto. En resumen , las presiones de la comunidad pueden cumplir un papel importante en la estimulación de los miembros de la misma pa­ ra que se expresen cívicamente y para lograr que la mayoría de las expre­ siones se adhieran a ciertos patrones de civilidad y de decencia. Mecanismos de la comunidad. Más allá de las voces morales de la co­ munidad -articuladas por los intelectuales, el clero y los individuos que se expresan en un sitio cualquiera, desde el centro hasta la perifera-, és ­ ta dispone de herramientas que la capacitan para desalentar las formas inapropiadas de expresión. Estos mecanismos no gubernamentales se

52

La nueva regla de oro

suelen ignorar, y en el mejor de los casos los llamamientos a contar más extensamente con ellos son acogidos de mala gana por los intelectuales individualistas y quienes construyen la política. La manera en que la prensa británica abordó un caso judicial horro ­ roso nos ofrece un ejemplo al respecto. En 1 995 , los británicos tuvieron un juicio que acaparó casi tanta atención como el de O . J. Simpson. Se acusó a Rosemary West de los asesinatos de varias niñas, incluso su hija, en un caso parecido al de Jeffrey Dahmer. La prensa británica, incluso los tabloides, se pusieron de acuerdo en no publicar determinados detalles particularmente impresionantes de la manera en que se había asesinado a las víctimas. En concreto, las cadenas de televisión acordaron no mostrar imágenes de las víctimas desmembradas. Temían que esa exposición «re­ bajara el nivel de perversión»94 y embruteciere a la sociedad -una razón que condujo a que la mayoría de las sociedades civilizadas pusieran fin a los ahorcamientos públicos. Esta autolimitación voluntaria dista mucho de ser desconocida por los medios de comunicación norteamericanos. Cuando O. J. Simpson tra­ tó de vender su cinta de vídeo con sus versiones de los acontecimientos que le habían llevado al juicio, el 60 % de las cadenas de radio y televi­ sión, desde las grandes redes al National Enquirer, rechazaron sus anun­ cios.95 Aunque la televisión norteamericana no tiene p rácticamente pro­ blema en exhibir toda una gama de violencia gratuita, en general la televisión comercial se ha abstenido de mostrar el desnudo frontal (salvo en algunos programas emitidos a altas horas de la noche o por cable) . Muchas cadenas de televisión marcan con señales acústicas ciertas obsce ­ nidades. (Sin embargo, las películas que mue � tran personas masturbán­ dose en cuartos de baño constituyen una moda reciente de mal gusto. ) Y la mayoría de las publicaciones no incluyen abiertamente un artículo lle ­ no de odio ni acusadamente ofensivo, como, por ejemplo, que sostenga que los afronorteamericanos son inferiores o que niegue el Holocausto. En el Congreso, si un diputado incurre en una expresión ofensiva hacia otro, se le presionará para que se disculpe, lo cual impone ciertos límites a lo que se dice. Quienes temen que la sugerencia de apelar cada vez más a estos me­ canismos sociales informales a fin de contener el aumento del odio y la presión indecente equivale a la censura, deberían observar la diferencia que existe entre la limitación coercitiva de la expresión por parte del go ­ bierno y el libre acuerdo entre los diversos medios de comunicación para establecer su propios límites. En primer lugar, hay que reconocer que nin­ guna cadena de televisión o periódico tienen obligación de transmitir o publicar nada en particular. En segundo lugar, a diferencia de los contro­ les gubernamentales, que tienden a ser globales, los controles informales

Los elementos de una buena sociedad

53

siempre admiten extensas excepciones. Esto permite que Village Voice, Penthouse o incluso Soldier o/ Fortune proporcionen una voz a quienes sienten la necesidad de cruzar las líneas que la comunidad ha establecido para la expresión adecuada y para quienes quieren escucharlos, lo que quiere decir que al mismo tiempo que los mecanismos informales nos ase­ guran su protección a la mayoría de nosotros respecto de las expresiones sin ningún mérito educativo ni moral, también aseguran que incluso este tipo de expresión tendrá algunda vía de salida. No obstante, es muchísi­ mo mejor tratar este tipo de discurso como algo tolerable, pero no respe­ table y ni siquiera aceptable, que permitir que se convierta en parte regu ­ lar de las expresiones cotidianas. Papel limitado del gobierno. Cuando se desafía la actitud absolutista de los partidarios de los derechos civiles sobre la base de que ya hay una categoría de expresión punible (no se puede gritar « ¡ Fuego ! » en un cine lleno de gente) , y se sugiere que esta categoría podría amplicarse al bien común, a menudo esos «libertarios» responden que las víctimas de la li­ bre expresión son el «precio necesario que se debe pagar para tener una sociedad libre». Ú nicamente después de responder a muchas acusacio­ nes , Nadine Strossen, presidenta de la ACLU, concedió que tal vez cu­ piera cierta limitación de la expresión, pero sólo tras un exhaustivo análi­ sis para determinar si efectivamente se desprende de ella algún peligro real.96 ¿ Cuál es la lógica subyacente que explica las excepciones a la Prime­ ra Enmienda y ayuda a definir una línea divisoria entre las excepciones y cualquier otra expresión? Esta línea divisoria es particularmente impor­ tante porque a los libertarios les preocupa que, aun cuando se justificara castigar alguna expresión por su cualidad negativa, no sería aceptable ha­ cerlo porque la prohibición de una expresión llevaría pronto a la de mu­ chas más. (A menudo se alude a este argumento como «el peligro de la pen diente resbaladiza».97) La respuesta parece ser que en el caso de gritar « ¡ Fuego ! », la forma de expresión mantiene una asociación demasiado estrecha con una acción que pone directamente en peligro la vida como para ser tolerada. Obsér­ vese, sin embargo, que nadie afirma que cada vez que alguien grite « ¡ Fue­ go ! » la gente se atropellará en su loca carrera por escapar del peligro. Só­ lo se tiene una presunción de probabilidad relativamente alta, no la certeza. S ugiero que un pequeño grupo de otras formas de expresión que ahora toleramos de hecho se subsumen en esta categoría, y que por tanto se podrían prohibir. Tomemos, por ejemplo, enunciados tales como los de G. Gordon Liddy, quien informaba a su públíco acerca de la mejor ma­ nera de disparar a los agentes federales con estas palabras: «Apuntad a la

54

La nueva regla de oro

cabeza [porque] usan chalecos antibalas».98 Una prohibición de este tipo de expresiones se «cualifica» sobre la base de que facilita directamente el asesinato. Con el mismo criterio de proximidad se podrían prohibir las reuniones para intercambiar tretas con objeto de cometer delitos, por ejemplo, o las reuniones de la NAMBLA sobre cómo seducir a niños pe­ queños. Estas prohibiciones no deberían ser el soporte principal, sino una herramienta para proteger el orden moral, mientras no interfiera indebi­ damente en el dominio de la autonomía. LÍMITES DE VELOCIDAD, CINTURONES DE SEGURIDAD Y CASCOS PARA MOTOCICLISTAS

Las políticas públicas que exigen a los miembros de la comunidad el uso de diversos artilugios de seguridad que sin ninguna duda salvan mu chas vidas , aumentan el orden social y disminuyen la autonomía de algu­ nos, pero aumentan la de muchos otros. Los individualistas se han opues­ to inflexiblemente a estas políticas. En efecto, el 1 04º Congreso rechazó la orden federal que ordenaba a los Estados hacer respetar las regulacio ­ nes de seguridad vial so pena de perder la financiación federal. El argu­ mento de que los Estados están en mejores condiciones de establecer esas leyes según sus necesidades específicas (por ejemplo, se dice que en los Estados con población relativamente escasa y grandes distancias es más aceptable la existencia de límites elevados de velocidad que en otros) , es­ tá empíricamente mal fundada, pero éste no es el problema principal que debemos tratar aquí. Lo que está en juego es la oposición individualista, libertaria, frente a tales restricciones de la conducta individual por parte de cualquier nivel de gobierno. Los individualistas duros que han atacado estas leyes ignoran el he­ cho de que, de acuerdo con sus propios criterios, estas leyes están justifi­ cadas. Los individuos que prefieren conducir sin ninguna limitación po­ nen en peligro a los demás e imponen costes públicos que ellos no cubren. Se ha sostenido que todo acto causa algún daño a los demás y tie­ ne ciertos costes públicos (por ejemplo, el consumo de un bien requiere su producción , que utiliza recursos escasos, provoca contaminación am­ biental, etcétera) . Y que si se niega a los individuos el «derecho» a con­ ducir sin colocarse el cinturón de seguridad , también se podría prohibir el paracaidismo acrobático, el esquí y muchas otras actividades. Sin em­ bargo, conducir sin ninguna limitación tiene una relación mucho más di­ recta con la provocación de accidentes de consecuencias graves e incluso mortales para otros, e impone costes públicos mucho mayores que estas otras actividades individuales. Aunque esto no se pueda detallar aquí, el argumento se podría sostener si los libertarios estipularan que si esto se

Los elementos de una buena sociedad

55

comprobara empíricamente, estarían dispuestos a dar su apoyo a políticas públicas que requieren la imposición de limitaciones por razones de se­ guridad. Para los comunitarios, los límites de velocidad y la exigencia de colo­ carse el cinturón de seguridad y airbags tienen clara justificación , tanto desde el punto de vista individual como desde el comunitario, porque es ­ tán en función de un fundamento mucho más elemental de la libertad: la preservación de la vida; y el orden social: no causar a otros y al bien co­ mún un daño irreparable y fácilmente evitable. Algo sencillo de compro­ bar es que una pequeña elevación del límite de velocidad de 88 a 1 04 ki­ lómetros por hora en carreteras interestatales rurales en Michigan, que dista muchísimo de la eliminación de la velocidad máxima, tuvo como consecuencia el aumento del 27 % en los accidentes mortales en 1 990, en comparación con el último año que estuvo en vigencia el mencionado lí­ mite de velocidad de 88 km en esas carreteras.99 Las personas que pierden el control de sus coches constituyen un clarísimo peligro para los otros y suponen la fuga de recursos públicos escasos. Sobre todo, )os hijos de los conductores muertos innecesariamente se convierten en una carga públi­ ca. En resumen , parece haber poderosas razones para apoyar la política pública que promueve el uso de mecanismos de seguridad y para sugerir que éstos son compatibles con el punto de vista comunitario de la buena sociedad.

Capítulo 2 ¿ORDEN Y AUTONOMÍA?

Como primera aproximación fue suficiente sugerir que una buena so­ ciedad necesita tanto de un orden moral como de una autonomía limita­ da. Sin embargo, podemos aprehender mejor la relación específica entre estas virtudes dobles. Pero en ese int�nto hemos de evitar caer en la tram­ pa de pensar que cuanto más orden nos sea impuesto, menos opciones se nos presentarán, y a la inversa, que cuantas más libertades dispongamos, menor será el orden. Para aclarar la relación real entre orden y autonomía es preciso formular tres preguntas: en primer lugar, ¿hay alguna combi­ nación específica que garantice una buena sociedad, o que ésta se alcan­ ce mediante diferentes «combinaciones» de orden y autonomía?; en se­ gundo lugar, ¿ qué efectos específicos tiene el incremento del orden social sobre el nivel de autonomía y a la inversa, una vez que hemos comproba­ do que no se trata de una relación en que la ganancia de un término im­ plique forzosamente la pérdida proporcional del otro ? ; y por último, ¿ qué nuevas intuiciones obtenemos de la condición social, sobre todo de la capacidad de una sociedad para rejuvenecerse, una vez que se ha reco­ nocido la relación única entre orden y autonomía? DIVERSAS COMBINACIONES

No todas las sociedades comunitarias presentan la misma combina­ ción de orden y autonomía. Y una sociedad comunitaria puede añadir (o suprimir) ciertas medidas de autonomía o de orden sin perjuicio del man­ tenimiento de su modelo básico. Por ejemplo , en varios sentidos la autonomía es más débil en Gran Bretaña que en Estados Unidos. El derecho de los ciudadanos (y, por tan­ to , de los medios de comunicación) a la información pública es más res­ tringida en Gran Gretaña que en Estados Unidos. Aquel país , a diferen­ cia de éste, tiene una Ley de secretos oficiales que considera delito grave la publicación de una información secreta de Estado por un periódico, aun cuando no esté en juego la seguridad nacional. 1 De acuerdo con la Ley de prevención del terrorismo de Gran Bretaña, a las personas sospe­ chosas de actividades terroristas se las puede tener detenidas de dos a cin-

58

La nueva regla de oro

co días sin juicio, sin ponerlas a disposición de un juez .2 En 1 992 , para di­ suadir del delito, los británicos instalaron cámaras de vigilancia en espa­ cios públicos, como plazas , calles, complejos deportivos, iglesias y ce­ menterios.3 En Estados Unidos, ese tipo de vigilancia se limita a espacios privados. Una ley británica aprobada en 1 995 establece que se advierta a quienes sean detenidos por un delito penal que si no responden a las pre ­ guntas que les formule la policía, s u silencio podrá utilizarse como prue­ ba en caso de ser sometidos a juicio. En las escuelas británicas son obli­ gatorias las plegarias. Sin embargo, según la mayoría de los observadores , Gran Bretaña es una sociedad bastante libre y ordenada, que dista mucho de la perfección, pero que es relativamente comunitaria. Una comparación de la conducta sexual en las sociedades escandina­ vas, con un elemento más vigoroso de autonomía que en Gran Bretaña, puede aportar claridad respecto a las diferencias adicionales entre socie­ dades comunitarias . Al mismo tiempo, Gran Bretaña tiene una tradición más antigua y más vigorosa de protección de la autonomía que Alemania, donde, a su vez, Berlín presenta más tolerancia ante las diferencias indi­ viduales y subgrupales que los pequeños pueblos de Baviera. Todas, en el mejor de los casos, son sociedades comunitarias imperfectas, pero todas entran en esta categoría (aunque los pueblos bávaros pueden asimilarse más bien al segmento de conservadurismo social) . LA RELACIÓN SIMBIÓTICA INVERSA

/

La relación específica entre orden y autonomía es distinta de la mayoría de las relaciones a las que estamos acostumbrados. Ya hemos visto que no se trata de una relación en la que cuanto más orden desarrolle una sociedad, menor será su autonomía y a la inversa. Tampoco se trata de una relación en la que los factores se complementen entre sí a la manera , por ejemplo, en que los préstamos del Banco Mundial pueden combinar­ se con la reducción de las barreras comerciales de las naciones más im­ portantes del mundo, lo que redunda en un mayor montante total de ayu­ da. Ni se trata tampoco de una relación en que ambos elementos se neutralicen recíprocamente a la manera de las bases respecto de los áci­ dos. Nos aproximamos un poco más -aunque no demasiado- cuando examinamos las relaciones simbióticas, en las que dos actores, más que el simple hecho de trabajar bien juntos, se enriquecen mutuamente. Por ejemplo, se dice que los frailecillos y los cocodrilos se relacionan simbió ­ ticamente, pues las aves se posan en la boca de éstos y comen los gusanos y las sanguijuelas que los molestan . La extraña relación que se observa en el fundamento mismo de la sociedad de comunicación es una combina-

¿Orden y autonomía?

59

ción de dos formaciones básicas que -hasta cierto punto- se potencian mutuamente (de modo que en una sociedad que tiene más de una de ellas, la otra se hace más vigorosa como una consecuencia directa), esto es, una re­ lación simbiótica; pero si uno u otro elemento se intensifica más allá de un nivel dado, el otro comienza a disminuir: las mismas formaciones se vuelven antagonistas. A falta de un término mejor, me refiero a esa relación insóli­ ta como la simbiosis inversa.4 É sta, como luego mostraré, es la relación entre las formaciones de orden y de autonomía, que son los elementos constitutivos de las sociedades comunitarias. (Cabe preguntarse si una so­ ciedad puede alcanzar niveles más altos de orden y autonomía, en la me­ dida en que ambas s e mantengan en equilibrio. La implicación de la in­ versión de la simbiosis se sustenta en que en niveles elevados es imposible impedir que estos elementos sean co n tradictorios. ) Para apoyar esta observación es útil realizar un experimento mental que comience por un nivel muy bajo de comunidad -por ejemplo, en un edificio de muchas plantas de reciente construcción- y suponga que cier­ tos agentes sociales -por ejemplo, los organizadores de comunidades­ empiecen a fortalecer los lazos sociales y a estimular una cultura entre los nuevos residentes. Hasta cierto punto, tanto el orden social como la auto­ nomía de los individuos que la integran se verán potenciados.5 A medida que los residentes dejen de ser extraños los unos con los otros, en la medí� da en que se conozcan entre sí y desarrollen un cierto grado de relaciones comunales , se sentirán menos aislados, tendrán un sentido más vigoroso de sí mismos y su autonomía será más firme, a la vez que serán más cons­ cientes de sus responsabilidades, como las de aparcar en los espacios mar­ cados para ello y no esparcir desperdicios en las áreas comunes. Sin embargo, si la comunidad recientemente fundada aumenta sin ce­ sar sus expectativas respecto a sus miembros, llegará un momento en que ambas formaciones comenzarán a recortarse entre sí. Así, si las formacio­ nes de orden se hacen cada vez más fuertes, no sólo decaerá la autonomía de sus miembros, sino que a medida que las responsabilidades sociales se conviertan en deberes impuestos, los vínculos comunales se desgastarán y la oposición a la comunidad aumentará, lo que a su vez socavará el orden social. Esto es lo que sucede en los regímenes totalitarios: mientras que los llamamientos iniciales a las nuevas responsabilidades suelen ser acogi­ dos con entusiasmo, cuando estos regímenes disparan sus demandas, cre­ ce la alienación. En contraste, cuando las formaciones de autonomía se hacen cada vez más fuertes, llega un momento en que no sólo se niegue el servicio a los fines compartidos (como ocurre cuando se lleva a sus extremos la pri ­ vatización y l a reducción del sector público) , sino que disminuya l a auto­ nomía de los millones de individuos que, en distinto grado, dependen de

60

La nueva regla de oro

la comunidad para satisfacer sus necesidades básicas, desde la protección hasta la escolarización. Según los términos que empleamos aquí, en estas comunidades hay un momento dado en que la relación pasa de la zona de la estimulación recíproca a la del antagonismo.6 Entonces, no sólo somos incapaces de eliminar la tensión humana básica entre orden y autonomía, que se refleja tanto en la antigua como en la nueva regla de oro, sino que la ignorancia de la naturaleza especial de su relación lleva también a una considerable falta de entendimiento. Además, una vez que se reconoce la insólita relación entre orden so­ cial y autonomía, muchos argumentos pueden desarticularse con la apli­ cación del concepto de inversión de la simbiosis . Para ilustrar y docu­ mentar este punto, en las páginas siguientes se analizarán tres ejemplos: a) la discusión entre quienes creen que el individualismo es un castigo para los norteamericanos y quienes lo consideran el corazón del credo nacio­ nal; b) el debate entre los abanderados de los derechos individuales y los defensores de las responsabilidades sociales; c) la discusión entre quienes persiguen la drástica reducción de las regulaciones gubernamentales y los que apoyan un Estado regulador vigoroso. CASO 1: EL INDIVIDUALISMO. ¿VALOR NUCLEAR O SÍNTOMA DE DECADENCIA?

El debate sobre si el individualismo es un rasgo básico de la sociedad norteamericana o una forma de decadencia social; tanto si esta sociedad es una nación lockeana como de virtud republicana,7 recibe nuevo impulso cuando se examina a la luz del concepto de sim"biosis inversa. Entonces se comprende que ambas nociones se centran excesivamente en un elemento y una virtud social, y son engañosamente dicotómicas. Se advierte que, en el mejor de los casos, ambas afirmaciones son correctas sólo a medias. En realidad, la sociedad norteamericana es una mezcla de las dos formacio­ nes, y una sociedad que busca con frecuencia la autocorrección al menos parcial cuando se inclina demasiado en una dirección o en otra, cuando la relación entre los dos elementos pasa de la zona de refu erzo mutuo a la de antagonismo.8 El maccarthysmo surgió rápidamente de esta forma, pero también sufrió un enorme desprestigio, y el radical «contrato con Nortea­ mérica» de los republicanos en 1 994 , que buscaba cambios revoluciona­ rios, dio lugar a fuertes corrientes en sentido contrario. El hecho de que tanto una gran medida de individualización y de compromiso con la comunidad en su conjunto sean partes de la expe­ riencia norteamericana se refleja en documentos clave del país.9 La De­ claración de Independencia y la Constitución de Estados Unidos no sólo contienen los tan celebrados compromisos con los derechos individuales

¿Orden y autonomía?

61

y l a libertad, sino también enunciados tales como «nos comprometemos a defender mutuamente nuestra vida, nuestra fortuna y nuestro honor sa­ grado»; «hemos apelado a su justicia y magnanimidad innatas [de los bri ­ tánicos] y los hemos instado a reprobar estas usurpaciones en nombre de los lazos de nuestro origen común»; y, por último, «Nosotros , el pueblo de los Estados Unidos, con el fin de dar forma a una unión más perfecta . . . [y] promover el bienestar general». Además, desde el punto de vista sociohistórico, que es como se de­ ben considerar estas cosas, los documentos mencionados son inequívocos llamamientos a un mayor individualismo en un momento en que los vínculos comunales eran muy fuertes ( como lo eran en las p rimeras colo ­ nias, en la Ginebra calvinista del siglo XVI o en el Salem, Massachusetts, del siglo XVII) ,10 llamamientos a pasa ; de la zona antagonista a la de mu­ tuo refuerzo de la simbiosis inversa, y no a un sistema basado en el indi­ vidualismo (o a formaciones predominantemente autonomistas) . É ste, a pesar de las importantes diferencias (y del hecho de pertenecer a diferen­ tes siglos) también era el contexto sociohistórico británico en el cual es­ cribieron John Locke, Adam Smith (como autor de La riqueza de las na­ ciones) y John Stuart Mill (especialmente en Sobre la libertad). Sin embargo, cuando estas prescripciones filosóficas se aplican a sociedades occidentales contemporáneas enormemente individualistas -en particu­ lar a las de los Estados Unidos-, producen el efecto contrario, pues las hunden más profundamente en la zona antagonista. (Hoy, estas recomen­ daciones son mucho más aplicables a las sociedades enormemente colec­ tivistas, como China, donde llevarían a la sociedad de la zona antagonista, en la que el orden excesivo restringe la autonomía, a la del mutuo refuer­ zo, en la que el orden y la autonomía se alimentan mutuamente. ) El desprecio por el contexto que practican muchos individualistas re­ sulta evidente en el hecho de que no insertan sus argumentos en un con­ texto histórico o sociológico, sino que los p resentan como verdades ahis ­ tóricas . Los libertarios, por ejemplo, no sostienen que la autonomía deba idealizarse y defenderse sólo ante un Estado secular dictatorial o una so­ ciedad dominada p or una religión amparada por el Estado. Por el con­ trario, mantienen la misma posición incluso cuando la autonomía está bien protegida; el Estado, gravemente deslegitimado y limitado a intere­ ses p rivados; los valores compartidos, reducidos y vaciados hasta el ex­ tremo de dar paso a guerras culturales, y el enfrentamiento social conver­ tido en moneda corriente. De un modo característico, Milton F riedman, uno de los máximos li­ bertarios contemporáneos, 11 aplica los mismos conceptos básicos a la Chi­ na comunista que a los Estados Unidos de finales del siglo XX (y a muchas otras sociedades) . A su juicio, todas necesitan reducir los impuestos, res -

62

La nueva regla de oro

tringir drásticamente los controles gubernamentales, privatizar, suprimir las redes de seguridad social, etcétera. No sólo se mide todo por el mismo rasero, sino que se supone que así ocurre en todas las épocas.12 En un sen­ tido más amplio, el requerimiento de maximizar la libertad, extenderla todo lo posible (en la medida en que perjudique a otros) es un principio universal, no un principio que reconozca vinculación histórica o social al­ guna. Desde el punto de vista comunitario, sin duda más amplio y global, es inútil sostener que en general la gente necesita más libertad o más or­ den, más derechos individuales o más responsabilidades sociales, más li­ cencias o más deberes morales. La respuesta se ve profundamente afecta ­ da por el contexto sociohistórico. Promover la libertad en una sociedad al borde de la anarquía es como eliminar la policía en plena plaga de mo­ tines , incendios provocados y saqueos. Promover el orden en una socie­ dad al borde del autoritarismo equivale a la suspensión de la Declaración de Derechos en una sociedad que acaba de anular los resultados de las elecciones y de amordazar a la prensa. Considerado en este conexto, el pensamiento comunitario contem­ poráneo es un acto de quilibrio, una reacción contra el individualismo ex­ cesivo. Esto quiere decir que muchas de las ideas y de los ideales comu­ nitarios han formado parte de nuestra herencia intelectual durante un tiempo prolongado, pero obtuvieron mayor apoyo en los últimos años de­ bido a que su vigencia social y funcional se ha acrecentado. En verdad, ya habían elementos comunitarios ya en las obras de los antiguos filósofos griegos, sobre todo Aristóteles (por ejemplo en su comparación de la 11 persona en la polis comunitaria con la persona en una megalópolis) ;13 en el Antiguo y el Nuevo Testamento y en las obras de muchos pensadores religiosos y seculares así como de figuras públicas a lo largo de los siglos. A san Francisco de Asís, por ejemplo, se le denominó «comunitario para­ digmático».14 Aun cuando se trate de una digresión, a continuación citaremos, con el fin de documentar más este punto, obras de índole comunitaria que precedieron al período sociohistórico en que mayor servicio prestaron. En sociología, los temas comunitarios se encuentran en las obras de Émi­ le Durkheim, Robert Nisbet, Robert E. Park, Talcott Parsons, Ferdinand Tonnies y ·William Kornhauser, entre otros . 15 En filosofía social, Martín Buber, J ohn Dewey y George Herbert Mead analizaron algunas cuestio­ nes en términos que hoy se tendrían por comunitarios, sin que el comu­ nitarismo fuera su posición principal.16 Y en los dos últimos siglos hubo centenares de intentos de construir o restaurar la vida comunitaria, desde los kibbutz israelíes hasta los shakers cuáqueros; desde New Lanark en Escocia hasta New Harmony. Estos asentamientos implicaban por lo ge-

¿Orden y autonomía?

63

neral una gran dosis de reflexión sobre la vida en comunidad y de examen de la misma. (Técnicamente, parece que el término «comunitario» [com­ munitarian] sólo se utilizó a partir de mediados del siglo XIX. De acuerdo con el Oxford English Dictionary, la voz la usó por primera vez Barmby, fundador de la Asociación Comunitaria Universal, en 1 84 1 . En éste, al igual que en otros usos decimonónicos, «comunitario» significa «miem­ bro de una comunidad formada para poner en práctica las teorías comu ­ nistas o socialistas». Sólo un año después se publicó la primera crítica del pensamiento comunitario. Edward Miall escribe lo siguiente: «Vuestros comunitarios, o societarios de los tiempos que corren, parecen tratar de dar forma a u n nuevo mundo moral despreciando cualquier sentimiento individualista». El uso más común y contemporáneo -«de, pertenecien­ te a, o característico de una comunidad o sistema comunista; comunal [communitive]»-, apareció por primera vez en el Webster en 1 909. En los años ochenta, un grupo de filósofos políticos -Charles Tay­ lor, 17 Michael J . Sandel18 y Michael Walzer19- desafiaron la oposición li­ beral individualista respecto al concepto de bien común, aunque todos se sintieran incómodos con la etiqueta de «comunitario».2º Los sociólogos contemporáneos, especialmente Robert Bellah y otros a él asociados, Phi­ lip Selznick21 y el científico político Daniel A. Bell,22 escribieron obras particularmente importantes con la propuesta de una tesis comunitaria. Además, encontramos elementos comunitarios en las obras de otros estu­ diosos a quienes no se conoce normalmente como tales. Entre éstos men­ cionamos, del lado liberal, a Robert D . Putnam,23 Hans Joas24 y John Gray;25 y, del lado conservador, a David Willetts26 y Meinhard Miegel. 27 Por tanto, es posible hallar huellas del comunitarismo a través de los tiempos. Sin embargo, sólo en la década de 1 990 el pensamiento comuni­ tario se convirtió en filosofía de vasto conocimiento público, en fuerza so­ cial. Esto se consiguió mediante la expansión de la tesis comunitaria a fin de incluir en ella no sólo el énfasis en el bien común y los vínculos socia­ les , sino también la noción de equilibrio entre lo comunal y lo personal,28 entre los derechos individuales y las responsabilidades sociales y la no­ ción de pluralismo limitado por un núcleo de valores compartidos.29 Y se realizaron esfuerzos sistemáticos para llevar el mensaje de la academia a los círculos más amplios de quienes influyen en la opinión pública, los lí­ deres políticos y comunitarios y el público en general. Estos esfuerzos hi­ cieron posible que el pensamiento comunitario emergiera como una filo ­ sofía pública influyente y que, por encima de todo, se convirtiera en algo así como un movimiento social. Sirvió como correctivo del individualis­ mo excesivo30 y produjo una reafirmación de valor cuya necesidad resul­ taba particularmente notable en las sociedades en que el individualismo había ganado excesivo terreno entre 1 960 y 1 990.

64

La nueva regla de oro

Los argumentos de los comunitarios en los últimos años, que apuntan a la necesidad de más comunidad en la sociedad norteamericana, no se oponen -como afirma una errónea interpretación que se ha hecho de ellos- a la autonomía. Tibor Machan, feroz libertario en su día, sostiene lo siguiente: «Por supuesto, ningún aspecto de este [pensamiento comu ­ nitario] sería terrible si no significara en realidad que tenemos que poner en práctica leyes que obliguen a la gente a servir a sus comunidades».31 Y en otro sitio continúa de la siguiente manera: «A los comunitarios les inte­ resa el poder de toma de decisión de las personas en tanto individuos».32 Estos enunciados no se siguen simplemente cuando se aplican en el marco de desequilibrio existente. Machan, así como otros que expusieron críticas similares, son como esos que se preocupan por coger un constipado cuan­ do la temperatura baja de 3 7 a 35 grados. El comunitarismo obtuvo sus principales adhesiones cuando el individualismo se había sobrecalentado; en esta situación, no hay prácticamente razón para temer al colectivismo. CASO 2 : LOS DERECHOS VIGOROSOS SOCAVAN/SUPONEN VIGOROSAS RESPONSABILIDADES

La misma confusión -y resolución, a condición de que se tenga en cuenta el concepto de simbiosis inversa- es evidente en el debate entre los defensores de los derechos individuales (a menudo expresión legal de autonomía) y los abogados de la responsabilidad personal y social (prin­ cipalmente factor del orden). Hay individualistas que no sólo defienden los derechos individuales, sino que se oponen Íctivamente a cualquier no­ ción de responsabilidad social porque, sostienen, podría socavar las li­ bertades individuales. John Stuart Mill dijo lo siguiente: «Pero ninguna persona ni cantidad de personas están autorizadas a decir a otro ser hu­ mano . . . que no haga con su vida y en su beneficio lo que prefiera hacer con ella».33 Finalmente, concluye «que el único fin que autoriza a la hu­ manidad, individual o colectivamente, a interferir en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros, es el de defensa propia».34 David Held afirma que «el individuo, en esencia, es sacrosanto, libre e igual tan sólo en la medida en que pueda perseguir e intentar realizar, con el mínimo de obstáculos políticos, fines e intereses personales de su elección».35 Diversas críticas han interpretado mal los argumentos expuestos por la comunitarista Mary Ann Glendon, yo mismo y otros que sostenemos que los norteamericanos han acentuado excesivamente los derechos indi­ viduales en los últimos años;36 esas críticas sugieren que dichos argumen­ tos significan que habría que recortar los derechos individuales , cuando no abolirlos. Carl Schneider explica su error:

¿Orden y autonomía?

65

Una medida de la gran implantación que tiene el pensamiento de los derechos en Estados Unidos es que en general se considera que quienes lo critican están a favor de su destrucción total. Glendon se esfuerza en mos­ trar que no se propone efectuar «un asalto a los derechos específicos ni a la idea de derechos en general, sino realizar un llamamiento a la revaluación de ciertas maneras irreflexivas y habituales de pensar y de hablar acerca de los derechos». 37

En contraste, Robert S . Fogarty se pregunta: No se discute prácticamente qué sucede con los grupos o individuos que quedan fuera del escenario de los «derechos» cuando se reclama esa moratoria [de los derechos] . ¿Deb�rían detener su campaña y automargi­ narse los gays de las fuerzas armadas, los defensores de los discapacitados o los que están a favor del derecho a la vida, porque tenemos que salvar la fa­ milia y los hijos?3 8

Fogarty entendió que la sugerencia comunitaria de una moratoria temporal de la insinuación de nuevos derechos, que yo mismo he hecho, significaba la total suspensión de todos los derechos, con lo que convertía un llamamiento a la corrección del exceso de la industria de los derechos en un llamamiento a favor de una sociedad unilateral. La generalización de que, hasta cierto punto, los derechos y las res­ ponsabilidades se enriquecen mutuamente, puede demostrarse tanto en relación con los derechos específicos como en un nivel más general. Por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión supone que quienes se ex­ ponen a la expresión protegida -a diferencia de quienes la ejercen- es ­ tén dispuestos a soportar lo que encuentran ofensivo. Si no se asume esa responsabilidad, el derecho a la libre expresión, en el mejor de los casos, es discutido, y en el peor, definitivamente invalidado. El que muchas veces los derechos y las responsabilidades se necesiten mutuamente, que se impliquen unos a otros, es algo que han pasado por alto la mayoría de los norteamericanos que han afirmado su derecho a re­ cibir múltiples servicios del gobierno, pero que se niegan en redondo a pagar por ellos.39 En este caso, el argumento comunitario sostiene que los mayores servicios gubernamentales suponen la mayor voluntad de estos individuos de asumir la responsabilidad de pagar impuestos.40 Aquí, una vez más , nos encontramos en una zona en la que los derechos y las res­ ponsabilidades van de la mano. Más en general, los individualistas temen que cualquier revaloración de los derechos legales será causa de un fenómeno sociológico al que se ha dado en llamar pendiente resbaladiza. Según esta teoría, una vez realizado un pequeño cambio en una institución o en una tradición, este cambio li-

66

La nueva regla de oro

bera fuerzas sociales incontrolables que amplían y extienden el cambio, lo cual conduce a la destrucción de la institución o de la tradición que sólo se quería modificar.41 De aquí se deriva el argumento de que no debería rea­ lizarse ningún cambio en la Constitución norteamericana. (El miedo a esa pendiente resbaladiza ha sido una razón por la que muchos activistas, de fondo político bastante variopinto, se opusieron a la celebración de una Convención constitucional de los Estados en Filadelfia, en 1 996.) Este argumento no es absurdo. Es cierto que dicha pendiente existe, o sea, el peligro de que los cambios se nos vayan de la mano. Sin embar­ go, en una publicación anterior he mostrado que es posible introducir «melladuras» sociológicas en la pendiente, esto es, ordenamientos socia­ les que impidan esas avalanchas sociológicas .42 Ofrezco cuatro criterios específicos para orientar la decisión acerca de dónde reside el punto de equilibrio (véase in/ra) . Pero es preciso agregar una puntualización más profunda. Histórica­ mente, los gobiernos que proporcionaron un larga lista de derechos a sus ciudadanos no corrieron peligro cuando la comunidad exigió que quienes tenían derechos se hicieran cargo también de sus responsabilidades, sino más bien cuando se abstuvieron de formular esta exigencia. Para mante­ ner sólido el fundamento de un régimen de derechos individuales es me­ nester prestar atención a las necesidades básicas de los miembros de la comunidad. Por ejemplo, cuando tienen garantizada la seguridad, tien­ den a pedir medidas policiales cada vez más duras, y finalmente «dirigen­ tes fuertes». Por otro lado, para satisfacer las necesidades básicas hace falta que los miembros de la comunidad hagan1 honor a sus responsabili1 dades sociales . De lo contrario, la sociedad no proporciona los recursos ni las lealtades de los ciudadanos para sostener un orden social. De esta manera, durante el primer tercio del siglo XX, cuando tanto el pueblo soviético como el alemán vieron negadas sus necesidades bási­ cas, prestaron su apoyo a quienes sustituyeron los gobiernos democráti­ cos por tiranías. Otras sociedades también muestran tendencias semejan­ tes evidentes. Por ejemplo, el auge de los movimientos de derecha en Europa Occidental y en Estados Unidos durante las dos últimas décadas se asocia al incremento de las frustraciones económicas como resultado del congelamiento de los salarios y la creciente inseguridad. De ello se si­ gue que la protección sociológica de un régimen de derechos individua­ les, de libertad, implica que las necesidades básicas de los miembros de una comunidad estén satisfechas. Esto, a su vez, requiere que hagan ho­ nor a sus responsabilidades, desde el pago de impuestos hasta la partici­ pación en los servicios de vigilancia de la delincuencia en el barrio, desde la atención a los hijos hasta el cuidado de los mayores . Ningún gobierno puede proporcionar por sí solo todos los servicios requeridos.

¿Orden y autonomía?

67

No obstante, si una sociedad legitima el supuesto de un nuevo incre­ mento de los derechos individuales o impone responsabilidades sociales aún mayores, llega un momento en que estas dos dimensiones comienzan a recortarse mutuamente en vez de reforzarse. Esto se observa, por ejem­ plo, cuando , como consecuencia de la concesión de mayores derechos le­ gales a un pueblo, los individuos pasan de intentar resolver conflictos me­ diante negociaciones , acuerdos y mediación a una elevada confianza en los tribunales , fenómeno al que a menudo se ha denominado «litigiosi­ dad».43 La aplicación de mayores impuestos a un pueblo suele conducir a la rebelión fiscal , cuando no a una rebelión política en toda regla. En re­ sumen , mientras , hasta cierto punto, los derechos individuales y las res­ ponsabilidades sociales se refuerzan mutuamente, se vuelven antagonistas si el nivel de unos u otras crece sin cesar. No está claro cuál es el punto exacto en que las relaciones pasan del refuerzo mutuo al antagonismo en cualesquiera de las áreas ya menciona­ das (y en otras en las que esta forma particular de relación existe) . Sin em­ bargo, sabemos cuándo hemos pasado de una zona a la otra. Es frecuen­ te aplicar el término «anarquía» cuando predomina el individualismo excesivo, y aplicar el término colectivismo (alguna de sus formas políti­ cas, como el totalitarismo, el autoritarismo o la teocracia) cuando los de­ beres sociales son excesivos. Su exceso se pone de manifiesto en que grandes cantidades de miembros de la sociedad se rebelan, están muy alienados, tratan de emigrar o invierten enormes recursos para evadir su cumplimiento. CASO 3 : DESREGULACIÓN

Un debate que se podría beneficiar enormemente beneficiado de los conceptos que aquí exponemos es el que se entabla entre quienes favore­ cen las regulaciones del gobierno y quienes se oponen a ellas. Mientras que los liberales del bienestar han aceptado en los últimos años que podrían dejarse de lado ciertas regulaciones, los individualistas mantienen su dog­ matismo y su ideologismo a la hora de discutir las regulaciones. En verdad, a menudo los individualistas se expresan como si quisieran eliminar prác� ticamente toda regulación apenas tienen la mínima oportunidad. En reali­ dad, la manera válida de considerar los impulsos de desregulación consis­ te en considerarlos como correcciones de las sobrerregulaciones de la época anterior. Así ocurre sobre todo si prestamos atención a las naciones en desarrollo -por ejemplo, India- que acostumbraban a estar sobre ­ rreguladas, por no decir nada de las sociedades de mandato-y-control. Sin embargo, la meta adecuada no es una sociedad o economía desregulada, lo

68

La nueva regla de oro

que sólo conduce a nuevas regulaciones cuando las reformas rebasan el lis­ tón. (Mientras que los campeones de la desregulación del 1 04º Congreso no desregularon en realidad tanto como habían prometido o intentado, su acción y su retórica bastaron para evocar grandes intereses en la desregu­ lación, desde las líneas aéreas hasta la inspección de la carne. ) L a posición comunitaria e s compatible con l a idea d e que ciertas re­ gulaciones -pocas, en realidad- llevan tanto al orden social como a la protección de la autonomía, mientras que otras regulaciones disminuyen un elemento, el otro o ambos. Lo más importante es que las regulaciones, lejos de ser una amenaza para una sociedad libre, pueden servir, hasta cierto punto, para apuntalar las formulaciones sociales de lo bueno, pero si se las lleva más allá, socavan la buena sociedad. Antes que abrazar o condenar las regulaciones, es mejor juzgarlas sobre la base de su mérito específico o en el marco del contexto en el que se las introduce. 44 Para re­ sumir el argumento expuesto hasta ahora: 1 . Las sociedades comunitarias deben mantener el equilibrio entre su

formación de orden y su formación de autonomía. 2 . Ese equilibrio se puede hallar tanto en un nivel bajo de autonomía y de orden (por ejemplo, en una comunidad que apenas comienza a desa­ rrollarse, digamos en una área residencial) , como en un nivel alto (por ejemplo, en una comunidad bien desarrollada, en la que los vínculos afec­ tivos y los valores compartidos son vigorosos, pero también lo son las for­ maciones que protegen la autonomía) . 3 . En cualquier caso, es imposible superaplas tensas relaciones entre las dos formaciones básicas . Sin embargo, las sociedades comunitarias pueden gozar de un importante abanico en el que la formación del orden y la de la autonomía se refuercen mutuamente sin ningún antagonismo. Hasta aquí, la discusión se ha enfocado en la composición de las so­ ciedades comunitarias. Ahora se volverá a las maneras en que las socieda­ des comunitarias tratan a las fuerzas que las abofetean, es decir, las fuer­ zas que, para sostenerse, han de adaptarse al modelo comunitario. EN UNA PERSPECTIVA DINÁMICA

Se ha criticado por estáticas a las teorías funcionales; se ha dicho que dan por supuesto que, una vez satisfechas las diversas necesidades socia­ les, una vez que una sociedad ha encontrado su punto de equilibrio, ésta debiera continuar básicamente tal cual es, como un coche con buen man­ tenimiento y buen servicio. Esta crítica no se puede aplicar particular-

¿Orden y autonomía?

69

mente al tipo de teoría funcional que estamos detallando aquí, que con­ tiene una contradicción intrínseca e irresoluble entre las dos formaciones nucleares: orden y autonomía. La tensión resultante es una fuente impor­ tante de continuos esfuerzos internos para sacar a la sociedad de su pun­ to de equilibrio en una u otra dirección, para hacer de ella una sociedad con más orden y menos autonomía (autoritaria o totalitaria) o bien una sociedad de perfil opuesto (una sociedad libertaria o una anarquía social) . Además, aunque examinaré brevemente los procesos que capacitan a las sociedades comunitarias para adaptarse a los desafíos , no daré por su­ puesto que las sociedades comunitarias pondrán necesariamente en mar­ cha los procesos idóneos, a tiempo y de manera efectiva. Las sociedades comunitarias pueden volverse, y de hecho se vuelven, individualistas o so­ ' cialmente conservadoras, o peor aún. Ejemplo notable de ello es la Repú­ blica de Weimar. Para decirlo de otra manera, las tendencias de una sociedad pueden compararse con los movimientos de una bola en un bol: hasta cierto pun­ to, si se inclina el bol en un sentido, la bola rodará hacia atrás hasta el cen­ tro (aunque sobrepasará varias veces el centro antes de quedar en repo­ so), pero si se empuja la bola con excesiva fuerza, ésta saldrá del bol. Análogamente, se puede sacar a una sociedad de su modelo. Pero, a dife ­ rencia d e u n bol, una sociedad puede modificar s u formación específica sin alterar su modelo básico, para tratar de mantener la bola del cambio social dentro de sus límites. Esta capacidad se denomina metaestabilidad. Así, una sociedad comunitaria puede cambiar la manera en que ordena las cosas (por ejemplo, mayor confianza en las condenas alternativas y menos en términos de prisión) o bien extender su medida de la autono­ mía (por ejemplo, de un ejército de reemplazo a uno de voluntarios) o ambas cosas, pero con un acento más concreto en lo comunitario. Sin em­ bargo, si una sociedad introduce más medidas drásticas para realzar el or­ den -por ejemplo, la abolición del Parlamento, la disolución de los par­ tidos de oposición y la eliminación de las instituciones religiosas y asociaciones voluntarias (a la manera de Hitler tras tomar las riendas del gobierno de Alemania)- el modelo comunitario se quebrará y la socie­ dad será básicamente distinta (en el caso que estamos considerando, una sociedad enormemente totalitaria) . CAUSAS Y LÍMITES DE LOS VAIVENES SOCIALES

Todas las sociedades están continuamente sometidas a fuerzas centrí­ fugas que exacerban la necesidad de mantener el orden (si es que hay que sostener el modelo social dado) y a fuerzas centrípetas que incrementan la

7O

La nueva regla de oro

necesidad de proteger la autonomía. (Utilizo deliberadamente términos neutrales para caracterizar las fuerzas; evito términos usados muy a me­ nudo, como «desintegradoras» e «integradoras», o «descompositivas» y «compositivas», porque sugieren que el efecto de una fuerza dada es siempre negativo o positivo, lo que, como nos recuerda el concepto de simbiosis inversa, no es cierto. ) Así, las fuerzas centrífugas pueden dan lu­ gar a una sociedad más comunitaria en el caso de que ésta fuera excesiva­ mente ordenada (por ejemplo, Polonia o Hungría tras el colapso del co­ munismo en 1 990- 1 99 1 ) . Sin embargo, en el caso de una sociedad con adecuado desarrollo de autonomía, la misma fuerza puede arrastrarla al borde de una formación individualista, cuando no directamente anárqui­ ca. (La sociedad norteamericana de los años ochenta se estaba deslizando en esta dirección; aunque se mantenía dentro del modelo comunitario, no se hallaba lo suficientemente alejada de ese borde. ) Y las fuerzas centrí­ petas que afectan a una sociedad con mucha autonomía la arrastrarán en la dirección comunitaria; sin embargo, en el caso de recaer sobre una so­ ciedad autoritaria (por ejemplo, la chilena bajo el gobierno de Pinochet) , la alejarán más aún del modelo comunitario. A menudo la exposición a las culturas occidentales sirve para au­ mentar el nivel de las fuerzas centrífugas. Por eso la URSS trató de impe­ dir que sus ciudadanos oyeran la BBC , así como la India procuró evitar que su pueblo viera la CNN. Por el contrario, la exposición al fundamen ­ talismo produce un incremento de las fuerzs centrípetas, y de ahí la opo ­ sición al mismo de los gobiernos relativamente democráticos de Egipto y Argelia, que en un primer momento trataron de satisfacer (al menos has ­ ta cierto punto) la necesidad de autonomía. / Ambas clases de fuerzas no sólo son productos de fuerzas externas aleatorias, que en una sociedad dada infunden otras sociedades ( desde las invasiones hasta la «contaminación» cultural) o fenómenos naturales (hu­ racanes, terremotos, etcétera) , sino que su generación también es interna. A menudo estas fuerzas se ven activadas en una sociedad porque las dos necesidades sociales básicas -orden y autonomía- nunca están del todo satisfechas. El resultado es la búsqueda permanente de los miemb ros y subgrupos particularmente afectados por los «déficit» en las respuestas sociales a las necesidades básicas, en el servicio que prestan a éstas . De es­ te modo, los intelectuales y los estudiosos suelen encabezar la generación de fuerzas centrífugas en busca de mayor autonomía (lo que lleva a en­ frentamientos con la policía en Seúl, Beijing, Santiago y otras capitales ) . Muchas veces las empresas constituyen una fuerza centrífuga en busca de menos regulación social y más autonomía en la persecución de sus fines . Por el contrario, la policía y diversas agencias nacionales de inteligencia, como la NKVD, el FBI y el Mossad, suelen actuar como fuerzas centrípe-

¿Orden y autonomía?

71

tas, en busca de un orden más firme que el existente (aun cuando éste ya sea suficientemente firme) . RESPUESTAS Y QUIEBRAS

Detrás de gran parte de mi exposición se esconde la imagen de un ci­ clista . En efecto , para sostener su cualidad comunitaria, las sociedades no necesitan que se las empuje al extremo opuesto de las fuerzas que las agitan, sino seguir la regla de oro, buscar el punto medio y equilibrado. Dado que están continuamente sometidas a fuerzas centrípetas y centrí­ fugas, las sociedades han de dar pasos específicos para responder a estas fuerzas mediante el apuntalamiento é:lel elemento particularmente ataca­ do de su composición, pues de lo contrario su modelo básico se vería primero debilitado y luego se quebraría. Por ejemplo, en reacción con el maccarthysmo y luego con los excesos de la policía y del FBI en su trato a la contracultura de los años sesenta y el movimiento contra la Guerra de Vietnam , Estados Unidos adoptó varias medidas para proteger la au­ tonomía. En 1 966, el Tribunal Supremo del país limitó la capacidad de la policía para interrogar a los sospechosos mediante la sanción de la regla de Miranda . Diversas ciudades, en sus esfuerzos por reducir los excesos de la policía y sobre todo su brutalidad, instauraron consejos civiles de inspección. Conmovido por el descubrimiento, realizado en los años se­ tenta, de que el FBI (a la sazón dirigido por J. Edgar Hoover) se había infiltrado en diversos grupos de oposición a la Guerra de Vietnam y ha­ bía espiado al doctor Martín Luther King, Jr. , el Departamento de Justi­ cia de Estados Unidos prohibió esas operaciones encubiertas en el terri­ torio nacional, a menos que el FBI pudiera mostrar fuertes indicios de una violencia o acción ilegal inminente.45 Y tras los abusos de poder de­ mostrados en el Watergate, el Congreso aprobó severas limitaciones al uso de dinero privado por parte de quienes ocupan el poder. En resu­ men, al auge de fuerzas centrípetas se respondió con nuevas medidas pa­ ra apuntalar la autonomía. Por el contrario, después del primer asesinato de un importante fun­ cionario político israelí -el Primer ministro Yitzhak Rabin- en 1 995 se produjo en Israel un diálogo de alcance nacional que trató de incremen­ tar la censura moral del discurso del odio y de llevar a los extremistas a un terreno común. Al mismo tiempo se adoptaron diversas medidas para au­ mentar la seguridad de los altos cargos electos, incluso instrucciones al Mossad de que mantuviera bajo vigilancia más estricta a los grupos fun­ damentalistas judíos. Se esperaba que esas medidas reforzaran el orden social.

72

La nueva regla de oro

El caso canadiense Para ilustrar estos conceptos ofrecemos a continuación un ejemplo algo más elaborado relativo a las fuerzas operativas, las respuestas a éstas y los efectos netos que producen en una sociedad comunitaria. S e dice a menudo que la sociedad canadiense es más comunitaria que la norteamericana. William Stahl dice que los Padres Canadienses de la Confederación «hablaron de " paz, orden y buen gobierno "»,46 lo que, en opinión de Seymour Martín Lipset y Amy Bunger Pool es completamen­ te distinto de «vida, libertad y persecución de la felicidad».47 Lipset y Pool describen el contraste básico en estos términos: «El respeto a la ley en la política del norte [Canadá] es indicativa de una sociedad más compro­ metida con el valor de la comunidad que la estadounidense, que está cul­ turalmente más dominada por el individualismo».48 Uno de los símbolos nacionales de Canadá es un funcionario que hace cumplir la ley: el miem­ bro de la Guardia Montada. 49 Un análisis de las respuestas a los enunciados relativos al equilibrio entre orden y libertad en la sociedad (como «es preferible vivir en una so­ ciedad ordenada que permitir tanta libertad que la gente llegue a s er un elemento de perturbación» y «la idea de que todo el mundo tiene derecho a opinar se está llevando demasiado lejos en nuestros días») descubre que la cantidad de canadienses que están de acuerdo con los enunciados que en­ salzan el orden es significativamente mayor que la de estadounidenses que adoptan esa posición.50 En conjunto, se encontró que el gobierno de la ley, la responsabilidad social y el sentido de comunidad son mucho más vigorosos en Canadá que en Estados Unidos. I La Constitución de Canadá de 1 960 enumera muchos derechos ; sin embargo, no parece aplicarlos a los niveles federales y provinciales de gobierno. Además, el documento «no autoriza explícitamente la revisión judicial, y como resultado los jueces canadienses dan pruebas de notable autorrestricción en sus interpretaciones».51 En 1 982, Canadá adoptó la Declaración Canadiense de Derechos y Libertades , que extendió estos derechos. Como señala F. L. Morton, «esa ambigüedad [la de la Consti­ tución de 1 960) no limita la interpretación de la Declaración» .52 Ahora, tanto el gobierno federal como el provincial están ligados por la D ecla­ ración.53 Una consecuencia fue el significativo aumento de la cantidad de ca­ sos judiciales . De 1 982 a 1 985 , la cantidad de casos relativos a la Declara­ ción pasó de 405 a 548. Lo más notable fue el salto que se produjo en 1983 , tan sólo un año después de la aprobación de la Declaración, de 405 a 5 03 casos. También es notable la tasa permanente de crecimiento de in­ dividuos que resultan «vencedores» en juicios contra la Corona: del 26 %

¿Orden y autonomía?

73

en 1 982 al 3 2 % en 1 985 .54 El Tribunal Supremo de Canadá, que solía uti­ lizar con gran timidez su poder para anular una ley, se volvió mucho más activo, con un aumento permanente de la cantidad de veredictos contra­ rios a la ley o a la costumbre anterior.55 De esta suerte, Canadá se despla­ zó hacia una posición más impregnada de autonomía, aunque todavía dentro de la zona comunitaria. La pregunta acerca de si no ha habido exceso en los cambios no ha quedado sin contestar. Williarn Christian, de la Guelph University, dice lo siguiente: Lentamente, corrernos el riesgo de deslizarnos hacia una actitud norte­ americana respecto a los derechos,. que podría entrar en grave discordancia con nuestras necesidades y circunstancias políticas. Ahora, para nosotros es mayor que en ningún otro momento de nuestra historia el peligro de caer víctimas de una tecnología legal y una ideología que, a pesar de toda la ho­ nestidad y bondad que contiene (y es mucha), es demasiado peligrosa corno para aceptarla.56

Y continúa señalando el peligro potencial para Canadá de que el sis­ tema se deslice demasiado hacia el modelo estadounidense: Corno ya nos advirtió Harold Innis , vamos en camino de tener que adoptar pasos activos para impedir las intrusiones innecesarias de los norte­ arnericanisrnos en las elevadas ciudadelas de nuestra vida nacional, sobre to­ do en nuestro derecho y nuestra Constitución. Somos un pueblos cuya ex­ periencia y comprensión de la libertad nos viene tanto de Europa corno de Estados Unidos. Si la Declaración de Derechos y Libertades nos hace per­ der de vista este hecho por un instante, su proclamación puede terminar por ser el día más negro de la historia de la nación .57

Canadá cambió pues su modelo social para dejar más espacio a la au­ tonomía. Sobre la cuestión de si Canadá sobrepasó el punto de equilibrio en el proceso (corno creen quienes temen la nortearnericanización ) , o se acercó a él, aún está abierta la respuesta.

Otros casos Las sociedades que no responden adecuadamente a las fuerzas cen­ trípetas o centrífugas consideran que su combinación particular de orden y autonomía afronta desafíos cada vez mayores. Y si una de las fuerzas es particularmente vigorosa -y anémica la respuesta- finalmente el mode­ lo básico se romperá y la sociedad pasará a ser de otro tipo. Esto no es

74

La nueva regla de oro

forzosamente una pérdida, porque, en el proceso, algunas de las socieda­ des se vuelven comunitarias. Por ejemplo, Japón cambió bajo el impacto de la fuerza de ocupación occidental tras la Segunda Guerra Mundial pa­ ra convertirse en una sociedad en la que se reconocían y se p rotegían los derechos individuales (si bien, en la práctica, apreciablemente menos que en Occidente) . Y hacia el final del siglo XX, parecen haberse quebrado di­ versos modelos autoritarios de sociedades sudamericanas y centroameri­ canas, las que, junto con la sudafricana, muestran haberse acercado al modelo comunitario. Cuando una sociedad comunitaria no responde adecuadamente a las fuerzas que la desafían, las fuerzas centrípetas pueden quebrarse en un ré­ gimen totalitario o en un régimen autoritario. Esto es lo que le sucedió al gobierno francés de Vichy en 1 940- 1 942 bajo la presión de las fuerzas na­ zis alemanas. Y las fuerzas centrífugas pueden empuj ar a la sociedad co ­ munitaria en la dirección de una sociedad individualista. Aunque ambos tipos de quiebra son teóricamente posibles , durante mucho tiempo ha dejado de observarse que en la práctica las sociedades comunitarias son mucho más proclives a la quiebra centrípeta que a una centrífuga. Esto lo documenta la gran cantidad de sociedades democráti ­ cas relativamente comunitarias que se han quebrado para convertirse en sociedades autoritarias o totalitarias, y la casi total ausencia de sociedades individualistas que hayan experimentado ese proceso. Aunque las sociedades comunitarias son bastante vulnerables a los desafíos externos, especialmente a las invasiones militares, internamente son muy flexibles, estables y eficaces . Puesto que, sin excepción, tienen una forma democrática de gobierno, las sociedades comunitarias se be­ nefician de las virtudes atribuidas a su forma de gobierno. Y las socieda­ des comunitarias proporcionan el fundamento social que la democracia necesita mediante el fomento de las comunidades, en lugar de los indivi­ duos atomizados , así como mediante el amplio apoyo en el orden volun ­ tario. Las sociedades comunitario-democráticas no necesitan campos de concentración, gulags ni grandes fuerzas de policía secreta, fronteras amuralladas ni guardias armados para que sus ciudadanos cumplan con sus deberes y permanezcan en el país. La razón fundamental de ello es que una sociedad comunitaria es mucho más proclive a comprender las necesidades de sus ciudadanos y a responder a ellas, porque la autonomía es más fuerte que en los regímenes totalitarios o autoritarios . De esta suerte, un régimen totalitario, como ocurrió en China durante el «Gran salto adelante» ( 1 957 - 1 95 8 ) , podría enseñar a todos los campesinos de las comunas rurales a producir acero en hornos caseros, porque aspiraba a convertirse en una superpotencia de la noche a la mañana, para terminar descubriendo, muchos meses después, que el acero de fabricación casera

¿ Orden y a utonomía?

75

era de muy mala calidad, y que la agricultura sufría enormes pérdidas, lo cual desembocaba en revueltas.58 Una acción similar en una sociedad co­ munitaría provocaría oposición mucho antes y detendría más rápidamen­ te ese programa tan huero de realismo.59 Para desarrollar plenamente es­ te punto haría falta un gigantesco estudio comparativo. Sugiero, sin embargo, que la mayor capacidad de las sociedades comunitarias para responder a los desafíos internos es una razón para esperar que sean más capaces de mantener sus modelos que otros tipos de sociedad.60 IMPLICACIONES PARA LA PRÁCTICA Y LA POLÍTICA

LÍMITES DE LA POLÍTICA Y LA REGULACIÓN COMUNITARIAS

Hay muchas mediciones que contribuyen a determinar hasta qué punto es comunitaria una sociedad, y es preciso vigilarlas para asegurar­ se de que las nuevas prácticas y políticas no empujen a una sociedad co­ munitaria hacia otro modelo. Ofrecemos aquí un breve resumen de cua­ tro criterios ya expuestos61 que sirven para mantener la regla de oro. Mientras que las mediciones que se analizan en el capítulo 3 son socioló ­ gicas, los criterios que exponemos aquí se refieren al marco legal que em ­ plea una sociedad para expresar y resguardar sus valores. Específicamen­ te, los criterios tratan de orientar las políticas públicas que se centran en dos problemas: en primer lugar, ¿ cómo puede la sociedad evitar que, cuando el orden social ha sufrido deterioro, los esfuerzos para incremen­ tar la ley y el orden conviertan una sociedad comunitaria en una autorita­ ria ? (A menudo estos esfuerzos implican problemas en la Cuarta En­ mienda: consideraciones de lo que se considera búsqueda y captura irracionales, en oposición a las razonables. ) En segundo lugar, ¿ cómo puede la sociedad asegurar que la adición de nuevas regulaciones no re­ sulte excesiva? Juntos, los cuatro criterios capacitan a una sociedad para «mellar» la p endiente resbaladiza y protegerse de una tendencia de los ajustes limitados -que reequilibra una sociedad comunitaria- a desli­ zarse hacia ajustes excesivos, que terminarían por desembocar en una so­ ciedad con predominio del modelo social conservador (o incluso del au­ toritario) . Ante todo, una sociedad comunitaria no adopta recursos coercitivos (como la policía, las cárceles y la regulación) a menos que sirvan para en­ frentarse a un peligro claro y actual. Con frecuencia se advierte a las so­ ciedades que las amenazan graves peligros (por ejemplo, que el petróleo está a punto de agotarse, que se aproxima un supermeteoro, que la tasa

76

La nueva regla de oro

de dependencia de la población trabajadora aumenta rápidamente) y que deberían adoptar medidas extraordinaria s para protegerse. Las so­ ciedades comunitarias no disminuyen la autonomía (digamos, no limitan los viajes para ahorrar petróleo) a menos que se demuestre que el peligro que acecha es grave y esté bien documentado . En segundo lugar, cuando las sociedades comunitarias se ven obliga­ das a actuar para contrarrestar un peligro claro y presente, deben comen ­ zar por tratar de hacerle frente sin recurrir a medidas que restrinjan la au­ tonomía. Es decir, podrían estimular a la gente a que usara calefacción solar (por ejemplo, mediante la concesión de subsidios para la investiga­ ción que abaratara este tipo de calefacción y la hiciera más eficaz y atrac­ tiva) en vez de encarcelar a la gente por no hacerlo. Análogamente, las so­ ciedades comunitarias aumentarían los impuestos sobre los cigarrillos antes que prohibir su publicidad, porque prohibir la publicidad infringe un derecho muy estrechamente asociado a la protección de la autonomía, la Primera Enmienda, mientras que los impuestos mencionados no tienen esa consecuencia. En tercer lugar, en la medida en que haya que introducir medidas que debiliten la autonomía, esas medidas han de ser lo menos intrusivas posi­ ble. Así, al intentar reducir la cantidad de personas que conducen en con­ diciones peligrosas de alcoholemia, las sociedades comunitarias se apoyan sobre todo en la educación moral y la persuasión mediante campañas tales como la de «los amigos no permiten que sus amigos conduzcan ebrios» e instan a la gente a asumir la responsabilidad de ser el conductor destinado a una noche u ocasión particular. Sólo para quittnes desoyen esos mensajes educativos, los comunitarios debieran apoyar los controles de alcoholemia (a los que a menudo los individualistas se oponen) que se utilizan para qui­ tar de las carreteras a los conductores ebrios. Los tribunales siguen la ter­ cera línea de orientación comunitaria cuando insisten en que esos contro­ les deben ser anunciados de antemano, y realizarse de tal manera que obstaculicen mínimamente el tráfico y sean lo menos intrusivos posible. Por último, las sociedades comunitarias trabajan para minimizar los efectos colaterales -a menudo no intencionales- de la disminución de autonomía que entrañan las medidas que deban adoptarse en pro del bien común. Hallamos una ilustración de este enfoque cuando se exonera a un médico de un hospital a causa de infracciones importantes de sus códigos y se registra esta información en un banco nacional de datos. El banco de datos permite que quienes buscan médicos tengan conocimiento de su si­ tuación. Sin embargo, los datos sólo deberán indicar que el médico ha sido separado «de modo justificado», pero no proporcionar detalles de la falta en que ha incurrido, si se trata de infracción, drogadicción o negli­ gencia grave. (A los médicos sólo se los exonera si hay graves acusaciones

¿Orden y a utonomía?

77

contra ellos.) De esta manera, los pacientes están protegidos y el orden social se beneficia, al tiempo que no se invade indebidamente la privaci­ dad del médico. Estos criterios , incluso cuando se utilizan en conjunción con los que se analizan en el capítulo 3 , no suministran una indicación precisa de que una sociedad haya perdido su modelo comunitario. Pero estas líneas ge­ nerales contribuyen a hacer mucho menos probable el deslizamiento y de esa manera permiten que una sociedad apuntale su orden social sin des­ medro de la autonomía. IMPLICACIONES DE LOS CUATRO CRITERIOS EN LA PRIVACIDAD

Cuando se examinan las nuevas tecnologías y técnicas que se han de­ sarrollado en los últimos años y que dan al gobierno, los intereses priva­ dos, los medios de comunicación -y a cualquiera con esa inclinación- la posibilidad de violar la privacidad del individuo, que es la piedra funda­ cional de la autonomía, la primera reacción es de horror. La privacidad sal­ ta por los aires cuando hay extraños que escuchan nuestras llamadas en el teléfono celular, cuando los empleadores leen el correo electrónico de sus empleados o cuando la información que le damos al médico termina en las compañías de seguro, que incluso la pasan a otras. Uno piensa que si los periodistas pueden hacer aparecer en sus ordenadores personales el crédi­ to del ex vicepresidente Dan Quayle, los gastos de Dan Rather durante un mes y el número de teléfono de Vanna White que el listín no registra, nin­ guno de n uestros datos personales tiene asegurada la privacidad.62 Una reacción típica consiste en pedir nuevas leyes para proteger la autonomía. En verdad, muchos individualistas han protestado contra es­ tas nuevas intrusiones y han exigido su restricción. Se resume ese tono de frecuentes protestas en una declaración que pone objeciones a la creación de una base de datos nacional para los beneficiarios de la seguridad so­ cial, dada a conocer por la American Civil Liberties Union, junto con el U . S . Public Interest Research Group y el Electronic Privacy Information Center. Esa declaración sostiene que la base de datos «amenazaría los de ­ rechos y las libertades civiles de cualquier persona en Estados Unidos, al obligar a todos a participar en un sistema gubernamental intrusivo y a padecer invasiones no deseadas e innecesarias de la privacidad. Esto se­ ría, en verdad, una pesadilla orwelliana».63 Un comunitario sostiene que la privacidad es un derecho individual que, lo mismo que otros, debe enmarcarse en un contexto sociohistórico y sopesarse con las necesidades sociales de orden. De ello se sigue una se­ rie de preguntas que nos permiten examinar este problema como si fué-

78

La nueva regla de oro

ramos los responsables políticos de estas cuestiones en una sociedad rela­ tivamente comunitaria. ¿Se debería requerir a los ciudadanos que dejaran la basura en bolsas transparentes, como se hace en Japón? No, a menos que se compruebe que este tipo de bolsas contribuyen a garantizar que el público separa el vidrio y las latas del resto de la basura. Es decir, que ese requisito alienta a la gente a tener en cuenta el bien común implicado en la protección del medio sin una pérdida significativa de privacidad. La toma de impresiones digitales a quienes reciben cheques de la se­ guridad social los hace sentirse delincuentes, reza una queja de los liber­ tarios. Pero el mantenimiento de la credibilidad del sistema de ayudas pú­ blicas, componente decisivo del orden social, requiere que se encuentre una manera de impedir que haya muchos individuos que cobren cada uno diversos cheques por distintos conceptos (paro, seguridad social , etcéte­ ra) . (Además, una vez que la toma de impresiones digitales se aplique con suficiente extensión, el estigma desaparecerá. A los estudiantes ya les to­ man las impresiones digitales formulariamente cuando pasan los exáme­ nes de admisión en la escuela universitaria de derecho.) Análogas cuestiones de equilibrio entre la necesidad de mantener la legitimidad de la asistencia pública y los derechos a la privacidad se plan­ tean cuando uno se pregunta: ¿tiene sentido que, en nombre de la privaci­ dad, se permita que haya estudiantes que no pagan sus préstamos y padres poco escrupulosos que cobran un sueldo de una agencia gubernamental, sólo para evitar la utilización de controles informáticos cruzados? Estos problemas se agudizan cuando se t�ata de seguridad. ¿ Debe permitirse que los bancos oculten los movimientos de grandes volúmenes de dinero para proteger la privacidad de los clientes, o habría que exigir­ les que entregaran esa información para entorpecer las transacciones de los grandes traficantes de droga? Ahora mismo, los centros de aten ción diurna y las escuelas pueden saber si el personal de seguridad que contratan tiene antecedentes de abuso de menores, auténtica pesadilla para los libertarios civiles. Pero po­ cos padres preferirían anotar a sus hijos en una institución como la de Or­ lando, Florida, donde un guardia cometió abusos sexuales con los niños y sólo con posterioridad a esos hechos la administración se enteró de que el hombre ya había sido condenado por violar a un muchacho de catorce años. (Esta gente tiene derecho a trabajar, pero, ¿ha de ser en empleos re­ lacionados con niños? ) Suponiendo que se admita que, debido a diversas e importantes preocupaciones comunitarias, muchas de las nuevas tecnologías y técni­ cas de vigilancia no debieran descartarse, aun cuando irrumpan hasta cierto punto en la privacidad de las personas, cabe preguntarse si todas

¿Orden y a utonomía?

79

esas nuevas tecnologías de adquisición de conocimientos llevan a un Es ­ tado policíaco, como afirman los libertarios. Tal como yo veo las cosas , el camino más breve hacia la tiranía corre en sentido contrario . En efecto, si una sociedad comunitaria no reprime el delito violento y el abuso sexual, o no detiene las epidemias -para apuntalar el orden social-, cada vez será mayor la cantidad de ciudadanos que pidan autoridades fuertemen­ te armadas que restauren la ley y el orden. Por eso mismo también se de­ bería permitir el uso selectivo de las nuevas posibilidades del ciberespa­ cio para contribuir a restaurar el equilibrio entre autonomía y orden allí donde la autonomía ilimitada lo había socavado. También aquí se aplican los cuatro criterios que se ha sugerido como in­ dicadores de equilibrio. Las violaciones de la privacidad deben tolerarse únicamente cuando existe una necesidad imperiosa (por ejemplo, reducir la expansión de una enfermedad contagiosa mortal); si se minimiza la intrusión consecuente (por ejemplo, medir la temperatura de una muestra de orina para pruebas de droga, observando mientras se produce la micción) ; si se comprueba por partida doble que no hay manera de lograr el mismo fin con menos detrimento de la privacidad (por ejemplo, a quienes buscan antece­ dentes sobre un futuro empleado, hacerles saber que éste no cumple con los requisitos por una combinación de criterios, sin especificar delito alguno) ; y si se minimizan los efectos colaterales (por ejemplo, si se piden pruebas de VIH, el pedido debe ir acompañado de un asesoramiento adecuado) . En realidad es triste enterarse d e que a alguien se le negó un crédito o fue detenido equivocadamente debido a errores en los bancos de datos. Pero eso no es consecuencia de una violación de la privacidad; más bien lo es de la deficiencia en la recolección de datos y del descuido en su man­ tenimiento. Lo que se necesitan son maneras más rápidas y fáciles de rea­ lizar correcciones en los diversos informes, no que se prohiban usos nue­ vos y más extensos de éstos. Esto se lograría con una o más oficinas de defensores del pueblo en el nivel federal y/o en el estatal, que recibieran las quejas y se encargaran de encontrar maneras de mejorar y proteger los sistemas existentes de administración de la información. Mejor aún, antes que esperar a que se produzcan las quejas , esas oficinas deberían someter activamente a prueba diversas muestras de ficheros para garantizar que las tasas de error sean bajas y la corrección sea rápida. EL DERECHO A NO AUTOINCRIMINARSE

Los individualist as suelen sostener que los individuos a los que el go­ bierno acusa de haber cometido un delito ven hollados sus derechos. Los socialconservadores se preocupan mucho de la necesidad de restaurar el

80

La nueva regla de oro

orden aun cuando eso signifique recortar derechos, como por ejemplo, limitar la cantidad de apelaciones que se permiten a quienes han sido con­ denados a penas de muerte. Un comunitario que busca el equilibrio debe preguntar, dado un contexto sociohistórico determinado, dónde reside el equilibrio. Hemos visto que en Japón, por ejemplo, la respuesta es el re­ fuerzo de los derechos individuales. En Estados Unidos necesitamos ma­ yores responsabilidades sociales. Pero aun cuando no se esté de acuerdo con esta conclusión, que pertenece al terreno empírico, es posible admi ­ tir que resulta bastante ocioso discutir cambios en las prácticas y la polí­ tica al margen del contexto sociohistórico en el que han de ser introduci­ das. Una brevísima revisión del derecho a no autoincriminarse iluminará este punto y nos llevará a una recomendación política. La Quinta Enmienda define el derecho a no ser obligado a autoincri­ marse. Sus orígenes históricos se encuentran en «en el oscuro pasado, cuando se llevaba a un sospechoso a la Star Chamber (en esencia, una cá­ mara de tortura) [y] se le ordenaba que respondiera a preguntas, aun cuando no hubiera pruebas de que tuviera algo que ver con el delito». 64 El juez Harold J . Rothwax añade que en aquellos días, si una persona se ne­ gaba a responder, se la encarcelaba, se la torturaba o se la desterraba. No cabe duda de que en un contexto tan coercitivo, la protección era un de ­ recho básico y esencial. Pero en los Estados Unidos de hoy en día, las per­ sonas que se niegan a declarar contra sí mismas no son castigadas por ello en absoluto. Lo único que se discute es si el jurado puede tener en cuen­ ta esa negativa en su deliberación y si, en sus instrucciones al jurado, el juez debería continuar advirtiéndoles tan severamente contra cualquier conclusión que pueda derivarse de esa negativa. A veces los jueces ad­ vierten al jurado con excesiva energía, mediante la utilización de palabras tales como: «El reo no está obligado a declarar, y el hecho de que no lo haga no puede tomarse como inferencia de culpabilidad y no debe perju­ dicarle de ninguna manera».65 Dado que se sabe que aproximadamente el 90 % de los que llegan al juicio penal son culpables (es decir, que se les hallaría culpables si el juez o el jurado estuvieran en conocimiento de to­ dos los hechos) ,66 parece razonable corregir en cierta medida el sistema judicial que libera de una gran parte de la culpa . Esto no entraña la re­ pulsa de la Quinta Enmienda, pero permite al jurado extraer conclusio­ nes a partir del silencio del reo. Obsérvese que ningún pasaje de la Quin­ ta Enmienda se refiere a la prohibición de sacar conclusiones, y que esa idea -como la propia advertencia Miranda- es de creación bastante re­ ciente. Además, Gran Bretaña, que es una sociedad bastante comunitaria, permitió a mediados de los años noventa que los jurados consideraran que una reclamación del derecho a no autoincriminarse era una indica­ ción., de culpa.

¿Orden y a utonomía?

81

MELLAR LA LIBERALIZACIÓN

Uno puede preguntarse si el hecho de mellar la pendiente resbaladi­ za sólo sirve para impedir que nuevas medidas para reforzar el orden so ­ cial vayan más allá de lo deseado. ¿Se puede mellar también la pendiente en sentido contrario, es decir, para impedir que las medidas de liberaliza­ ción se trasformen en una bola de nieve? Se han hecho diversas sugeren­ cias para terminar con la criminalización del uso de drogas controladas. S in entrar en la cuestión de si semejante cambio de política es o no cohe­ rente con los valores comunitarios nucleares, es posible mostrar que quie­ nes promueven esas ideas presentan enormes diferencias acerca del nivel de la pendiente al que están dispuestos a llegar y del interés que tienen en establecer puntos de apoyo que impidan resbalar. Pocos son los que quisieran, sencillamente, legalizar todas las drogas. Incluso David Boaz, que aboga por el mismo tratamiento para las drogas ilegales que para el alcohol o el tabaco, pone ciertos límites, pues sólo permitiría la publicidad impresa, pero no la televisiva, exigiría etiquetas gubernamentales de advertencia y prohibiría la venta a menores. 67 Otros tallan «melladuras» de acuerdo con la naturaleza de la droga. Por ejem­ plo, algunos leg �lizarían la marihuana, pero no otras drogas. Y otros in­ cluso trazan una línea entre la descriminalización y la legalización. (Se considera que «descriminalizar» significa atenuar o eliminar los castigos por la posesión de pequeñas cantidades y su uso en la privacidad del ho­ gar, pero sin cambiar en nada el nivel de castigos para la venta y la im­ portación. 68) En resumen, se puede pensar perfectamente en las melladuras «en el otro sentido»: en determinadas áreas cabe incrementar la autonomía sin que los cambios de política impliquen automáticamente la autorización ilimitada o menoscaben necesariamente el orden moral.

Capítulo 3 CA Í DA Y RESURGIMIEN TO DE ESTADOS UNIDOS

WEBER CONTRA LA REGENERACIÓN DEL ORDEN MORAL

Max Weber, ese gigante de la sociología, sostuvo que una vez que los fundamentos morales de una sociedad se han deteriorado, terminarán por desmoronarse. Las sociedades nuevás surgen de las cenizas de las anti­ guas, no del rejuvenecimiento de las decadentes. Esta tesis sociológica se refleja en diversos estudios bien conocidos acerca de la caída de regíme­ nes tales como el Tercer Reich, la decadencia y caída de la antigua Roma (o del Occidente capitalista, según la explicación de Paul Kennedy, que también debió haberse escrito acerca del Este comunista) . Mucho más di­ fícil es encontrar una gran obra acerca de la decadencia y el resurgimien­ to de sociedades que nos sean familiares. En efecto, somos conscientes so­ b re todo de culturas que se deterioraron y que revivieron, incluso las de la antigua Grecia, Babilonia, Egipto o los aztecas. La monarquía británi­ ca -al borde de la ruina cuando Victoria fue coronada, en 1 83 7, y de la que se dice que obtuvo gran legitimidad hacia el final de su reinado, en 1 9 0 1- es una de las pocas excepciones, pero en realidad de trata de la evolución de una institución más que de toda una cultura, una civiliza­ ción o una sociedad. E incluso a esa institución no le va demasiado bien. Lo que aquí me interesa, a pesar de Max Weber, es establecer qué condiciones y p rocesos pueden hacer posible una regeneración del orden moral en las sociedades que lo han perdido. La regeneración se refiere al retorno a un nivel superior de orden social y autonomía, con los dos elementos bien equilibrados. He preferido el térmi­ no «regeneración» a los de «reconstrucción» o «restauración» para poner de relieve que éste no implica un vano intento de repetir la historia, lo cual sería normativamente inaceptable incluso aunque fuera sociológicamente posible. LAS CONDICIONES ESTADOUNIDENSES : NOTAS PRELIMINARES

Es muy fácil encontrar expresiones como «crisis moral» en boca de líderes religiosos y políticos y otros responsables de opinión. De la misma manera que otras frases comunes como «el fin de la ideología» y «la

84

La nueva regla de oro

muerte de la familia», los enunciados acerca de la decadencia de la socie­ dad estadounidense suelen ser groseras exageraciones, aun cuando con­ tengan una pizca de verdad. En realidad, la situación es mucho más com ­ pleja. Además, para realizar un examen prudente de las maneras en que la regeneración puede producirse y la dirección en que tendrá que evolu ­ cionar, es esencial un enunciado más cuidadoso de la medida y la natura­ leza de la condición moral de la sociedad estadounidense. Es imprescindible formularse específicamente las cinco preguntas si­ guientes: 1 . ¿Hubo un deterioro importante del orden social entre 1 960 y 1 990? '2 . Si hubo un deterioro importante, ¿se limitó a algunos sectores sociales o lo abarcó todo? 1 3 . ¿En qué medida la expansión de la autonomía que produjeron di­ versos movimientos liberales, como el de los derechos civiles o el de las mujeres, se mantuvo dentro de los límites sociales , o por el contrario la búsqueda de más libertades llevó a la permisividad, el incumplimiento de la ley y la anomia? 4 . ¿Hubo algún cambio en la extensión con que el orden social des ­ cansa en la persuasión moral y no en la coerción? 5 . Si se considera el período 1 960- 1 990 como un período de deca­ dencia moral , al menos en algunos sectores, ¿se prolonga este deterioro social en la década de los noventa, o estamos en presencia de un nuevo comienzo, de un giro hacia atrás? ·

...

·

1

/

Al intentar responder a estas preguntas, me baso en datos completa­ mente familiares (por ejemplo, la disminución de votantes y el auge de la delincuencia violenta en el período citado) , pero a menudo discutidos (por ejemplo, ¿ aumentó la delincuencia o sólo el miedo a la delincuen­ cia?) y sometidas a diferentes interpretaciones (por ejemplo, ¿ es el bajo nivel de votantes un signo de repliegue apático o de enfadado rechazo? ) . Lo que a mí me interesa no son los detalles d e los datos ni la p resentación de nuevas pruebas. Para clasificar estas pruebas harían falta varios volú­ menes mayores que éste. Lo que me propongo es documentar los puntos principales en términos más bien generales . Por ejemplo, a pesar de eva­ luar diversas medidas específicas, no cabe duda de que la delincuencia violenta aumentó de modo muy significativo desde 1 960 hasta 1 990. Lo mismo vale para otros datos: cuando se consideran conjuntamente, apun­ tan con claridad a las mismas tendencias. U na advertencia final: al estudiar la sociedad hemos de recordar que una población entera, incluso mucho menor y menos variada que la de

Caída y resurgimiento de Estados U nidos

85

Estados Unidos, nunca gira de repente como un conjunto con disciplina militar que marcha en un campo de fútbol a golpe de silbato. Los cambios son siempre graduales y parciales.

LAS LÍNEAS BÁSICAS DE LOS CINCUENTA: ANTIGUO RÉGIMEN , ORDENADO, PERO , ¿HASTA QUÉ PUNTO MORAL?

Cualquier análisis histórico requiere un punto de partida que inclu­ ya las intuiciones y las conclusiones que vienen a continuación. De esta suerte, si se escoge la sociedad estadounidense de los años cincuenta co­ mo base, esa sociedad podría parec�r muy ordenada según la perspecti­ va de los noventa, pero no lo parecería tanto si se examinara de acuerdo con el punto de vista de las generaciones anteriores. (Lo mismo vale pa­ ra la perspectiva sociológica comparativa: si se comparara la sociedad norteamericana con algunas sociedades asiáticas, aquélla se vería menos ordenada, pero si se comparara con la Rusia de mediados de los noven ­ ta, se vería bastante ordenada . ) Quizá tengan razón quienes sostienen que la década de 1 95 0 fue atípica,2 pero lo mismo podría decirse res­ pecto de cualquier período, y el análisis ha de tener una base sobre la cual apoyarse. Tomamos aquí como base el año 1 960 porque a menudo se cita la so­ ciedad de los cincuenta como el modelo de sociedad ordenada que hemos perdido, una sociedad en la que las virtudes ocupaban un lugar destaca­ do . «Tres décadas después , los años cincuenta parecen una época orde­ nada, con un mínimo de discrepancia social. . . En esa era de buena volun ­ tad general y riqueza en expansión, pocos norteamericanos dudaban de la bondad esencial de su sociedad», comenta David Halberstam . 3 J . Ronald Oakley está d e acuerdo: Era una época en que Estados Unidos aún reinaba como la nación más fuerte de mundo . . . Era una época en que la guerra fría todavía se veía como una inequívoca batalla entre el bien y el mal. Era una época en que la gente se sentía orgullosa de ser norteamericana, confiaba en sus dirigentes y com­ partía un consenso acerca de las creencias y valores básicos.4

Se puede argumentar que el orden social de los años cincuenta era atípico, que se sostenía en valores «equivocados», que se basaba en con ­ venciones sociales que recubrían tensiones subyacentes e incluso que el orden se basaba en gran medida en la coerción (in/ra se examinan todos estos problemas) . Sin embargo, tampoco se puede negar que la inciden­ cia de la conducta antisocial en la sociedad estadounidense de los años

86

La n ueva regla de oro

cincuenta (al igual que en otras sociedades occidentales) fuera mucho me­ nor que a finales de los ochenta. Los valores nucleares de los años cincuenta eran compartidos con re­ lativa amplitud y se respaldaban con energía,5 a lo cual se agregó una ide­ ología anticomunista de nuevo cuño. La mayoría de norteamericano s se sentían unidos en la idea de que Estados Unidos era líder del mundo libre y respaldaban con fuerza la guerra fría contra el «imperio del mal».6 El patriotismo era elevado: Estados Unidos había ganado la Segunda Gue­ rra Mundial, había salvado al mundo libre y tenía la economía más pode­ rosa del mundo. En verdad, los años cincuenta se concebían como el co­ mienzo del siglo norteamericano.7 Los miembros de la sociedad tienen un acendrado sentido del deber respecto a sus familias y sus comunidades, así como a la sociedad. En 1 96 1 , cuando el presidente John F. Kennedy desafió a los norteamerica­ nos a que no preguntaran qué podía hacer por ellos su país, sino qué po­ dían hacer ellos por su país, el llamamiento fue recibido con gran entu­ siasmo. El establecimiento del Cuerpo de Paz que le siguió contó con un apoyo mucho mayor que el AmeriCorps con el que, unos treinta años des­ pués, el presidente Clinton intentó introducir el servicio nacional. La religión dominante era el cristianismo, mejor implantado entonces que en 1 990. Por ejemplo, eran comunes las plegarias en las escuelas.y ra­ ramente se cuestionaban.8 Las leyes hacían difícil y caro el divorcio; el aborto era ilegal en todos los Estados.9 Las familias estaban mucho más intactas. La tasa de hijos ilegítimos era relativamente baja.10 La contami­ nación cultural que difundía la televisión apenas había comenzado. En los años cincuenta, los roles sociales de hombres y de mujeres te­ nían perfiles relativamente claros, si bien no todos se guiaban por las ex­ pectativas normativas que se atribuían a esos roles. Era frecuente que la comunidad castigara a quienes no lo hacían . A las mujeres que no se ca­ saban se las estigmatizaba como solteronas; a las mujeres casadas que no tenían hijos solía presionárselas para que explicaran su decisión . Como señaló un historiador: «La inmersión en el acto social del matrimonio y la construcción de la familia era una suprema señal de salud y bienestar per­ sonales». 11 A las mujeres p romiscuas se las tachaba de «zorras». En gene­ ral, se suponía que las mujeres tenían que ocuparse de las tareas de la ca­ sa, la maternidad o el servicio a la comunidad, ser sumisas y amantes . De los hombres se pensaba que debían mantener a la familia (si no lo hacían, se les hacía sentir culpables) y ser fuertes. Douglas T. Miller y Marion No­ wak dicen: «Ú nicamente si acepta su lugar como esposa, madre [y] ama de casa . . . la mujer podrá estar contenta. Análogamente, el hombre debe ejercer su papel activo y competidor. Las mitades humanas se unen en esa totalidad humana básica que es el estado matrimonial natural». 12

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

87

El respeto a las fig uras que representan a la autoridad (lo que compen­ dia los valores de una sociedad y contribuye a sostenerlos ) , desde presi­ dentes hasta sacerdotes, desde generales hasta médicos y dirigentes sindi­ cales era muy grande. 13 Muy pocos se habrían atrevido a pedir en los años cincuenta una segunda opinión cuando un médico los mandaba operarse. En el trabajo eran comunes las alianzas entre líderes de la industria y je­ fes sindicales. El gobierno contaba con una confianza firme. La propor­ ción de personas que votaban era relativamente alta; la marginación, ba­ J a. L a medida en que este orden se basaba en la persuasión moral (en oposición a las diversas formas de coerción) resulta particularmente im­ portante para una evaluación comunitaria, pero desgraciadamente este tema se ha estudiado muy poco y de ahí la gran dificultad que tenemos para calibrarlo. Sobre todo es difícil establecer la profundidad con que los individuos internalizaron los valores nucleares de los años cincuenta y diferenciarla de la medida en que muchos se adaptaron a ellos por la pre­ sión social , las consideraciones económicas o el miedo (por ejemplo, los afronorteamericanos del sur del país) . 14 Por otro lado, la mayoría de los estadounidenses se s entía completamente s atisfecha con su destino o las protestas eran pocas y muy esporádicas. La feminista Betty Friedan, mentora ideológica de uno de los movimientos de protesta que vinieron a continuación, sostiene que en los años cincuenta las mujeres parecían mu­ chas veces satisfechas con sus roles tradicionales, lo que ella explica me­ diante la observación de que las mujeres « [se criaban] sin saber que te­ nían . . . otros deseos y cap acidades» fuera de las que definían las normas sociales predominantes de la época.15 Por otro lado, el que en la década posterior los afronorteamericanos, los jóvenes, las mujeres y los hombres liberales atacaran el antiguo régimen y los despojaran de gran parte de le­ gitimidad sugiere que estos norteamericanos no estaban al menos com­ pletamente comprometidos con el orden social existente, ni siquiera en los años cincuenta. En la década de 1 950, la división era escasa y había una sensación re­ lativamente elevada de vínculos compartidos) de comunidad. L a sociedad norteamericana aún era a la sazón una sociedad más heterogénea (en tér­ minos objetivos) y con un sentido más fuerte de diversidad (en términos subjetivos) que la mayoría de las europeas. Pero no se autopercibía pro ­ fundamente dividida. La conciencia de grupo, junto con las líneas racia­ les y genéricas, era relativamente baja en comparación con lo que vino después. Los grupos étnicos insistían en que su primera lealtad era para con la sociedad norteamericana y no para con su país de origen. A los grupos sospechosos de colocar su primera lealtad en otro sitio se los tra­ tó con desprecio y se les mantuvo alejados de muchos cargos públicos,

88

La nueva regla de oro

sobre todo de la presidencia. Los comunistas eran sospechosos porque, entre otras razones, se decía que observaban las reglas de la capital co­ munista, Moscú. Cuando John F. Kennedy se postuló para el cargo de presidente, sintió que tenía que convencer a los norteamerican os de que su primera lealtad no era para con el Papa. Análogamente , eran muy p o ­ cos los activistas que trataban de hablar a favor d e u n estilo de vida fun ­ damentalmente distinto -zen, gay o cualquier otro-, aunque al margen de la sociedad hubiera pequeños grupos de individuos a los que se les lla­ maba bohemios, desviados o agitadores. Los indicadores de conducta antisocial, como el delito violento, el abu­ so de drogas, el alcoholismo y otras fuentes de desorden social eran rela­ tivamente bajos (o estaban relativamente ocultos, como el juego, la fre­ cuentación de prostitutas y el consumo de pornografía) . La mayoría de los norteamericanos sentía que vivía a salvo en sitios ordenados. En muchos lugares del país la gente podía utilizar los espacios públicos sin miedo, dejaba la puerta de entrada sin cerrar con llave, las llaves del coche puestas y que los niños jugaran sin vigilancia. En térmi­ nos más generales, la mayoría tenía la sensación de que su sociedad era ordenada y relativamente tranquila. Autonomía relativamente baja. La sociedad norteamericana de los años cincuenta restringía la elección individual y de subgrupo, aunque en absoluto como las socie dades autoritarias (por no hablar de las totalita­ rias) . Por ejemplo, era habitual que los estudiantes universitarios escogie­ ran un buen número de cursos prescritos y que cada facultad considera­ ba «buenos para ellos», mientras que los cursos' «optativos» eran bastante limitados. Los currículos básicos reflejaban descaradamente (y a menudo con plena conciencia de ello) el conjunto dominante de valores. Los años cincuenta recibieron la denominación de «generación del silencio», esto es, una generación en que se esperaba que la gente no cri ­ ticara y que no desafiara a la autoridad. Godfrey Hodgson observa que «disentir de los axiomas generales de consenso era proclamarse irrespon­ sable o ignorante». 16 Una caza de brujas barrió la tierra en la que el sena­ dor Joseph McCarthy y sus investigadores perseguían a los comunistas y a los simpatizantes comunistas, dejaban a la gente sin trabajo o la obliga­ ban a exiliarse e incluso a suicidarse. 17 Era común la justicia callejera, donde la porra del policía resolvía muchas cuestiones sobre el terreno sin juicio de ninguna clase. El cumplimiento de la ley deba muestras de cla­ ros prejuicios de clase, raza y etnia. 18 En el Congreso dominaba un pequeño grupo de senadores sureños. Retenían sus cargos electos durante varios períodos, presidían los comités decisivos e imponían su voluntad sobre el resto del Congreso. Cuando el portavoz Tom Foley dejó el Congreso en 1 994 , tras treinta años, recordó

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

89

los días en que llegó a esa casa: el entonces portavoz les dijo a él y a otros nuevos representantes, en público y sin circunloquios, que sólo se espe­ raba de ellos una cosa: silencio. La autonomía de diversos grupos sociales estaba limitada. Se trataba a las mujeres y a las minorías como ciudadanos de segunda. La ley y la costumbre imponían una amplia segregación racial en las escuelas públi­ cas, los transportes, los hoteles y los restaurantes . Se utilizaban diversos mecanismos burocráticos, sobre todo en el Sur, para evitar que los negros votaran. Poderosos estereotipos, tradiciones y redes interpersonales man­ tenían con eficacia a la mayoría de las mujeres fuera de los cargos políti­ cos, las posiciones importantes en la mayoría de las compañías y asocia­ ciones y las profesiones influyentes. Se esperaba que las parejas sexuales . fueran heterosexuales, casadas y que incluso entonces limitaran su con­ ducta sexual a las culturalmente definidas. En resumen, la sociedad era muy ordenada (para los patrones norteamericanos· de hoy en d{a, no para los de Singapur, pongamos por caso) , pero las opciones de vida,·oportu­ nidades de autoexpresión y creatividad, así como las alternativas cultura­ les, eran limitadas para muchos miembros de la sociedad norteameriéana (sin duda en comparación con lo que estaba a punto de suceder) . EL PÉNDULO SE BALANCEA: DESDE 1 960 HASTA 1 990, EL ORDEN MORAL SE DETERIORA Y T�A AUTONOMÍA SE EXPANDE, PERO ESO PROVOCA ANARQUÍA ·'

'

' .

.

El claro consenso acerca de los valores nucleares de los años cincuen­ ta se debilitó cada vez más en los años siguientes, cuando unos valores fueron impugnados y otros desaparecieron, pero sin ser reemplazados por nuevos valores. Los norteamericanos dudaban cada vez más del mé­ rito de su país para desempeñar un gran papel en el mundo (en particular inmediatamente después de la Guerra de Vietnam) . El fervor anticomu­ nista cedió lentamente, pero no fue reemplazado por ninguna nueva doc­ trina. El auge de la contracultura de los años sesenta debilitó más aún los valores nacionales de trabajo esforzado y frugalidad, así como el acata­ miento a la mayoría de las reglas de conducta, desde los códigos de vesti­ menta hasta los modales en la mesa, desde los gustos musicales estableci­ dos hasta la cocina. 19 Mientras el número de personas que abrazaban de lleno la contracul­ tura era relativamente pequeño (aunque sumaban millones) y muchos de quienes se unían a ella sólo lo hacían durante un período de transición, otros muchos millones de norteamericanos «ordenados» abrazaron, con diversa intensidad, algunos de los principios de la contracultura. Al auge de la contracultura de los años sesenta le siguió en los setenta, y sobre to-

90

La nueva regla de oro

do en los ochenta, un vigoroso respaldo a una rama diferente del indivi­ dualismo, la instrumental.2° Este nuevo individualismo proprocionó un sello normativo de aprobación a una concentración en el yo antes que en las responsabilidades respecto a la comunidad y veía en el interés en sí mismo la mejor base para el orden y la virtud social. Se hicieron popula­ res libros como Looking Out Far Number One y How to Be Your Own Best Friend, que afirman que «sólo tenemos que rendir cuenta a nosotros mismos de lo que nos sucede en la vida».21 Milton Friedman y Peter Drucker dijeron que la misión de los negocios son los negocios y que, por tanto, no tienen obligaciones sociales .22 Si la marca distintiva de los años cincuenta fue un poderoso sentido de las obligaciones, desde 1 960 hasta 1 990 hubo un naciente sentido de los derechos y una creciente tendencia a esquivar responsabilidades so­ ciales. Los norteamericanos sintieron que había que recortar el gobierno y que debían pagar menos impuestos, pero al mismo tiempo exigieron más servicios gubernamentales en múltiples frentes.23 El papel y la influencia de la religión decayó. Se legalizó el divorcio y el aborto. Se eliminó la plegaria en la mayoría de las escuelas públicas. Una excepción importante a la tendencia hacia el individualismo fue que la protección se convirtió en un valor compartido . A comienzos de la década de los setenta se abrió paso un consenso general a favor de una política ambiental nacional.24 Hacia 1990, cerca de tres cuartas partes de los norteamericanos se consideraban ambientalistas coherentes.25 En un artículo extensamente citado que lleva por título «Defining Deviancy Down», el senador (y sociólogo) Daniel Patrick Moynihan se­ ñalaba que cuando la desviación es muy grande, las sociedades relajan sus nociones de desviación y toleran que se tengan por «aceptables», o incluso «normales», conductas que previamente se juzgaban desviadas.26 Por ejemplo, Moynihan señala que nuestra respuesta más significativa a la decadencia de la familia tradicional ha sido la redefinición del térmi­ no «familia», de tal modo que incluya una variedad más amplia de orga­ nizaciones familiares. Análogamente, la creciente tasa de delincuencia ha llevado a redefinir lo que constituye un «nivel aceptable» de actividad delictiva. 27 Hacia los años ochenta, muchos norteamericanos honraron tan sólo de palabra ciertos valores nucleares y dieron significativas muestras de un compromiso más débil con otros valores: por ejemplo, el matrimonio. La tendencia al enfrentamiento aumentó considerablemente junto con otros problemas. De todas maneras, el orden moral o bien quedó vacío de sen ­ tido o se debilitó. El respeto a la autoridad decayó notablemente. El índice de confianza de las personas respecto al liderazgo de una larga lista de instituciones

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

91

norteamericanas cayó e n promedio d e una base d e 1 00 e n 1 966 (los pri­ meros datos de que disponemos) a 46 en 1 990.28 La lista abarca a los mi­ litares, el Congreso, el presidente, las instituciones educacionales, los me­ dios de comunicación y las corporaciones. En ese proceso, los norteamericanos se convirtieron en una tribu que ataca y. devora a sus líderes . Se acortó la duración media de jefes de policía, directores de escuela y rectores universitarios en el desempeño de sus respectivos cargos . Los directores de hospitales, de Correos, del Departamento de Defensa, de la CIA y del FBI fueron objeto de graves críticas. Pero, por encima de todo, los norteamericanos trataron sin ninguna consideración a los presidentes. Ronald Reagan tal vez no cometió un so­ lo error durante la mayor parte de su mandato, pero se retiró amenazado a causa de la cuestión de Irán . A Lyndon Johnson le desgastó la contro­ versia sobre la Guerra de Vietnam. Richard Nixon tuvo que dimitir a mi­ tad de su mandato. A Gerald Ford se le faltó abiertamente al respeto. Y a Jimmy Carter se le trató como a un burdo incompetente. El último presi­ dente que sobrevivió dos períodos sin ver cuestionada su legitimidad fue Dwight Eisenhower. La participación electoral declinó. En las elecciones presidenciales de 1 960 votó el 63 % de los electores . En 1 988, sólo votó el 5 0 % Las en­ cuestas descubrieron una cantidad creciente de norteamericanos (hacia 1 990, la abrumadora mayoría) muy insatisfechos con los políticos, sobre todo en el plano nacional.29 Dirigirse contra Washington se convirtió en una táctica política muy frecuente, que empleaban incluso quienes pasa­ ban gran parte de su vida adulta en medios influyentes de la capital del país. La lealtad al partido declinó mientras que la proporción de nortea­ mericanos que se consideraban independientes se elevó del 23 al 3 7 % en 1 990.30 Aumentó la alienación . A menudo se ha preguntado a los norteame­ ricanos si están de acuerdo con j uicios tan incisivos como «¿ cree usted que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres ?». La repuesta afirmativa media a una batería de este tipo de preguntas fue del 2 9 % en 1 966, el primer año de la encuesta. En 1 990 se duplicó con creces esa cifra hasta llegar al 6 1 % .3 1 U n estudio que cubrió diez años de ese período encontró que el por­ centaje de personas con empleo «estable» (lo que se entiende por ausen ­ cia de cambio o un solo cambio de trabajo) cayó del 67 % en la década de 1 97 0 al 5 2 % en la siguiente. Mientras, el porcentaje de personas con «inestabilidad» en el empleo (tres cambios o más) se duplicó al pasar del 12 al 24 % .32 Y esto ocurrió antes de que comenzara la reducción a gran escala. .

92

La nueva regla de oro

Condiciones socioeconómicas y autonomía, desde los años sesenta hasta los noventa Mi análisis se centra en lo que algunos llaman factores «culturales», en los valores y en las maneras en que éstos se materializan en la sociedad (la infraestructura moral) , antes que en factores económicos. Por este mo­ tivo no examino los cambios en los niveles de pobreza, las diferencias en los salarios, etcétera. Estos factores merecen un estudio importante por sí mismos. Aquí analizo sólo sucintamente el efecto de estos factores sobre un elemento cardinal de la buena sociedad: el alcance de la autonomía. Durante el período en estudio, los cambios en las condiciones so­ cioeconómicas contribuyeron tanto a reforzar la autonomía como la de­ pendencia, la que a su vez produjo una pérdida de autonomía. El primer desarrollo tuvo lugar cuando mejoraron las condiciones socioeconómi­ cas de los más desfavorecidos, aunque a menudo no ocurriera lo propio con sus condiciones relativas . El segundo desarrollo se vio reflejado en un aumento de la cantidad de personas que dependían de la ayuda del gobierno. De los años sesenta a los noventa, la cantidad de personas que vivían de la Seguridad Social se quintuplicó con creces, hasta llegar en 1 990 a los 4 ,2 millones.33 Cuántas de las personas que recibieron benefi­ cios se hicieron más autónomas a medida que veían satisfechas sus nece­ sidades básicas y cuántas desarrollaron una dependencia psicológica, con la consecuente pérdida de autonomía, o ambas cosas, es tema de un debate con mucho fondo ideológico, pero con pocas pruebas sociales científicas de confianza. / En términos más amplios, hay datos firmes que muestran que, aun cuando durante el período que estamos tratando aumentaron los ingre ­ sos domésticos, esto se debió mucho más a que hubo más gente que tra ­ bajaba en casa que a un incremento de los ingresos reales por trab aj a­ dor, sobre todo después de 1 97 3 . Este desarrollo tuvo importantes efectos en la reducción de la autonomía, en la medida en que cada vez había más miembros de la familia que se sentían obligados a trabajar fuera de casa y veían drásticamente reducido el tiempo para otros fines, incluso para la familia, la comunidad y la acción como voluntarios .34 A esa sensación de autonomía restringida se añadió el aumento de la inse ­ guridad en el empleo. Familia. La familia decayó aunque no «desapareció», no se convirtió en una «especie en peligro de extinción», como algunos pensaron. La proporción de hogares que formaban familias (esto es, parejas casadas con un hijo por lo menos) bajó del 42 al 26 % entre 1 960 y 1 990.35 No obstante, más del 60 % de los niños vivían con los dos padres biológi­ cos,36 y en 1 990 el 70 % de los niños aún vivían con los dos padres.37

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

93

La tasa de divorcio se duplicó entre 1 960 y 1 990; en este último año, cerca de la mitad de los matrimonios terminó en divorcio.38 Mientras que muchos de los que volvían a casarse se divorciaban por segunda o por ter­ cera vez, la mitad de las parejas aún permanecían casadas.39 Tanto la tasa de ilegitimidad como su significado resultan particularmente difíciles de determinar, pero debería observarse que esa tasa ascendió bruscamente, para duplicarse casi de los 2 1 ,6 %o en 1 960 al 4 1 ,8 o/oo en 1 989. 40 El por­ centaje de nacimientos de madres solteras se multiplicó por cinco.41 Diversidad. Entre 1 960 y 1 990, el porcentaje de no blancos y de his­ panoamericanos pasó a más del doble.42 El porcentaje de la población na­ cida en el extanjero aumentó del 5 ,4 al 7 ,9 % entre 1 960 y 1 990.43 Los hombres y las mujeres, que en los años cincuenta era raro que se conside­ raran como grupos diferentes, se tuvieron en cuenta por separado. La tensión surgió cuando se arrojaron por la borda las definiciones tradicio ­ nales de roles de género sin que aparecieran los consensos relativos a los roles esperados y aprobados. Entre los grupos raciales y étnicos, se tuvo un primer indicio de divi­ sión y tensión crecientes en los motines urbanos por cuestiones raciales que se produjeron entre 1 965 y 1 967, seguidos del informe de la U.S. Riot Commission, que declaró que los Estados Unidos eran dos naciones desi­ guales y separadas por razones raciales .44 Aumentaron las tensiones entre judíos y afroamericanos, que otrora se coaligaran a favor del cambio so­ cial.45 Los afronorteamericanos se sintieron amenazados por los inmi­ grantes y se vieron afectados por el estatus especial que se otorgaba a és­ tos, lo cual desembocó en un conflicto con los norteamericanos de origen hispano o asiático. Las tensiones entre muchos otros grupos étnicos y raciales parecen haberse incrementado en los treinta años que estamos estudiando. Mien­ tras que no disponemos de datos fiables de tendencia, según la evidencia reciente de los primeros años de esta última década del siglo, «uno de ca­ da cuatro o cinco norteamericanos adultos es molestado, intimidado, in­ sultado o atacado cada año por puro prejuicio».46 Las indicaciones del p rogresivo debilitamiento del tejido social no se li­ mitaban a las relaciones de género, las étnicas y las raciales. La proporción de personas que sentían que era posible «confiar en la mayoría» descendió del 58 al 37 % de 1 960 hasta 1 993 .47 (La importancia de la confianza en una comunidad es investigada extensamente por Francis Fukuyama.48) La leal­ tad de las corporaciones para con sus empleados decayó y lo mismo ocurrió con la lealtad de los empleados respecto a sus corporaciones,49 lo que hace que éstas participen menos de la naturaleza de una comunidad. Persuasión moral en oposición a otras formas de orden. La mezcla de medios que se utilizan para mantener el orden experimentó cambios muy

94

La nueva regla de oro

complicados entre 1 960 y 1 990. La complicació n del panorama se debe a que durante este período hubo diversos cambios de dirección, así como corrientes cruzadas. Lo que sigue sólo sirve como esbozo preliminar. Los años sesenta se caracterizaro n por una reducción realmente am­ plia de la confianza en los medios coercitivos para mantener el orden sin un incremento paralelo -de hecho, hubo una disminución- de la confianza en la persuasión moral. Obsérvese que se trata de un enunciado relativo: la confianza en los medios coercitivos nunca fue tan alta en la sociedad norteamericana como en las ?Ociedades autoritarias y no se redujo drásti­ camente. Sin embargo, la «justicia callejera» se interrumpió tras la vigo­ rosa defensa de los derechos individuales y el auge del movimiento de de­ rechos civiles. En 1 964 se aprobó la Ley de votación, se eligió a muchos alcaldes y jefes de policía afronorteamericano s y disminuyó el abuso poli­ cial contra los negros (aunque dista mucho de haber desaparecido ) . El re­ chazo del castigo físico a los disidentes, expresado en la Convención De­ mócrata de Chicago de 1 968, y los disparos sobre los manifestantes antibelicistas en la Kent State University de Ohio en 1970 hizo que la Guardia Nacional y los departamentos de policía se mostraran más co­ medidos. En una sentencia de 1 966 (Miranda contra Arizona) , el Tribunal Supremo de Estados Unidos impuso nuevos límites a la policía. Hacia 1 975 se rechazaron en dieciocho Estados las leyes de sodomía, y en 1 993 ésta fue legal en veintisiete Estados.50 A finales de los años sesenta y co­ mienzos de los setenta se facilitó el divorcio mediante la ley de divorcio «sin comprobación de falta». Disminuyó el apoyo público al castigo corporal en las escuelas.51 / Sin embargo, en los años setenta y sobre todo en la década siguiente, esta tendencia a confiar menos en la coerción se invirtió. Las penas por infracción de las leyes aumentaron, aparecieron algunas más y volvieron a endurecerse. La cantidad de norteamericanos encarcelados creció signifi­ cativamente, sobrepasando a la de cualquier otro país industrializado.52 La tasa de encarcelamiento aumentó de 120 a 3 00 por 1 00.000 entre 1 960 y 1 990.53 Aunque en 1 972 el Tribunal Supremo anuló todas las leyes de pena de muerte, en diez años, treinta y siete Estados habían reinstituido el castigo capital.54 Diversos Estados introdujeron nuevas limitaciones al aborto y a las actividades homosexuales. La Ley federal de reforma de la sentencia, que entró en vigencia en 1 987 (fue aprobada en 1 984 ) , terminó con el sistema federal de libertad bajo fianza y aumentó drásticamente el rigor de las condenas en general.55 A partir de los años ochenta, muchos Estados aprobaron leyes de regulación de sentencias. La persuasión como fundamento del orden social también decayó en los años sesenta, al tiempo que la coerción cedía y que ganaban apoyo las primera ideas liberales del bienestar y luego las conservadoras del laissez-

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

95

/aire. Las virtudes tradicionales perdieron gran parte de su poder y no surgieron nuevos valores compartidos. Ganó crédito la noción de que no deben emitirse juicios morales;56 se popularizaron diversas teorías socia­ les y psicológicas que responsabilizaban de la mala conducta de las «víc­ timas» al sistema, tendencia cuyo desarrollo se prolongó durante las dos décadas siguientes. La permisividad se extendió enormemente, sobre to ­ do en las áreas de la conducta sexual y de la falta de rendimiento en las es­ cuelas. Hasta la etiquette decayó, según informa Miss Manners .57 Cuando la coerción volvió a aumentar hasta cierto punto, la persua­ sión moral también cambió de dirección. Hacia los años setenta, y en par­ ticular en la década siguiente, llamaron la atención los problemas cultura­ les. Primero los pusieron sobre el tapete grupos tales como Mayoría . Moral, al que le siguieron la Coalición Cristiana, funcionarios conservado­ res electos como Ronald Reagan y Dan Quayle, y luego otras figuras pú­ blicas, desde Pat Buchanan a William J. Bennett. No obstante, al menos inicialmente, estas voces llevaron a la intensificación de la división y el conflicto intragrupal antes que a un nuevo compromiso con los viejos va­ lores o a un nuevo núcleo de valores compartidos. Los intensos conflictos en los consejos escolares acerca de cuestiones tales como la enseñanza del creacionismo, la educación sexual, la prohibición de libros y las plegarias escolares ilustran el clima polémico de la época, que llevó a algunos a ha­ blar del surgimiento de «guerras culturales» en Estados Unidos.58 Considerados en conjunto, los cambios producidos entre 1 960 y 1 990 en las fuerzas que mantenían el orden social se vieron emparejados por un brusco crecimiento del desorden social. Son bien conocidos los da­ tos acerca del auge de la conducta antisocial: la tasa de delincuencia subió de 1 . 12 6 incidentes informados sobre 1 00.000 personas en 1 960, a 5 .820 en 1 990. La delincuencia violenta se multiplicó por 4 ,5 en ese período y la tasa de asesinatos se duplicó.59 En 1 990, el porcentaje de la fue:za de trabajo de Estados Unidos que se hallaba tanto en cárceles federales como estatales era del 0,5 84 % , ca­ si el doble que la de 1 960 (0,295 % ) . Si se incluyen las personas en liber­ tad condicional, en libertad bajo fianza o dentro del sistema de justicia penal en cualquier otra forma, la cantidad es mucho mayor; más del 6 % de la fuerza de trabajo estaba sometida de una u otra manera al sistema penal.60 El abuso de drogas, bastante limitado en 1 960, se extendió consi­ derablemente en las décadas posteriores.61 (Se sabe menos acerca de cam­ bios en la incidencia del alcoholismo. 62) Mientras los signos de conducta antisocial se hallaban en auge, lo mismo ocurría con la autonomía. Es posible observar que en las minorías la autonomía obtuvo la mayoría de los derechos legales y poquísimos de­ rechos sociales y políticos. Por ejemplo, la cantidad de funcionarios afro-

96

La nueva regla de oro

norteamerica nos electos aumentó drásticament e. Entre 1 97 0 y 1 990, el número de afronorteame ricanos electos para puestos de educación se ha­ bía cuadruplicad o; en los cargos políticos locales, la cantidad se multipli­ có por 6; y los funcionarios para hacer cumplir la ley aumentaron a más del triple. 63 En el caso de la mujeres, el auge de la autonomía se observa con am­ plitud. Hacia 1 990, las mujeres estaban legalmente autorizadas a ejercer las mismas opciones que los varones , con escasas excepciones, tales como ciertas misiones en la lucha armada y el ingreso en el sacerdocio católico. Además, la discriminación por razón de género y el acoso sexual en el lu ­ gar de trabajo se hicieron ilegales . No obstante, persistieron diversas ba­ rreras de hecho para la igualdad de las mujeres. En 1 97 1 , los norteamericanos entre los dieociocho y los veintiún años de edad obtuvieron derecho a votar. Si hay algo que los jóvenes de los años sesenta no fueron es una generación silenciosa, ya que encabezaron la contracultura (incluso la revolución sexual y el movimiento de entrada en las drogas) y desempeñaron un papel decisivo en el movimiento por los derechos civiles y en el movimiento contra la Guerra de Vietnam . LA LÍNEA DIVISORIA ENTRE AUTONOMÍA Y ANARQUÍA

¿En qué medida la extensión de la autonomía en la sociedad nortea ­ mericana y otras sociedades occidentales entre 1 960 y 1 990 sobrepasa la línea de separación entre la autonomía limitada y la anarquía? Antes de / responder a esta pregunta es menester explorar otros problemas concep tuales implicados en el trazado de esa línea. Conceptualmente, la línea divisoria entre autonomía para los individuos y los subgrupos (un abanico de opciones legítimas dentro de un marco nor­ mativo afirmado) y anarquía social (la ausencia de orden, regulación y orien­ tación normativa) es relativamente clara. Y también lo es la diferencia entre normas menos estrictas y anomia, entre un derecho reformado y la ausencia de derecho. Para dar un ejemplo de esa diferencia podría examinarse la vi­ da de los universitarios en activo de las ciudades universitarias de las regio­ nes menos conservadoras del país (como Berkeley, California; Cambridge, Massachusetts o Palo Alto, California) . Llevan una vida bastante autónoma y están muy bien protegidos de presiones económicas y políticas, pero están sometidos a las nada despreciables normas de sus respectivas comunidades universitarias e incluso a ciertas posibles sanciones disciplinarias (por ejem­ plo, cuando administran mal los fondos de investigación o cuando pronun­ cian discursos insidiosos) más allá y por encima de las que impone la ley. Lle­ van una vida autónoma, pero en absoluto anárquica.

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

97

Por el contrario, los foráneos que tienen que atravesar zonas del cen­ tro de las ciudades en las que predominan los mercados de drogas , la vio ­ lencia abierta y la inseguridad económica se enfrentan con condiciones de anarquía en las que muy pocas costumbres protegen la autonomía de los recién llegados . También prevalece la anarquía en muchos espacios pú­ blicos, como parques , plazas y aceras, que la gente teme utilizar (sobre to­ do cuando ha caído la noche) . L a «liberación» sexual d e los años sesenta nos proporciona otro ejemplo del problema que se plantea cuando no se distingue cuidadosa­ mente entre autonomía y anarquía. El movimiento comenzó como una re­ belión contra costumbres rígidas que no sólo limitaban las relaciones se­ xuales a las parejas heterosexuales Y. casadas, sino que además regulaba también esa relación (por ejemplo, las prohibiciones religiosas del uso de anticonceptivos , incluso en el matrimonio) . A partir de estas bases tradi­ cionales, el movimiento de liberación sexual expandió la autonomía de la gente. Sin embargo, finalmente condujo a algunos norteamericanos a un estado de anarquía sin normas, que es lo que tratan de superar, por ejem­ plo , las instrucciones morales del Antioch. En casos extremos, esta falta de orientación moral llevó a películas que exaltaban románticamente el incesto, como Spanking the Money; a la campaña de la NAMBLA (siglas inglesas de la Asociación Norteamericana de Amor de Hombre/Mucha­ cho) para derogar la imposición de una edad mínima para el sexo con­ sentido, con el argumento de que a los ocho años el sexo era «demasiado tardío»; y a desarrollos no tan extremos, como la difusión de pornografía dura y material de violencia sexual repulsivo en televisión y de las cancio­ nes rap.64 Un indicador que ayuda a determinar si se ha cruzado o no la línea entre autonomía y anarquía social es que las costumbres sean verdadera­ mente respaldadas por quienes están involucrados en ellas o las introduz­ can subrepticiamente los miembros de la comunidad. Hay diversos infor­ mes que muestran que muchas adolescentes se sienten muy presionadas, ya sea por varones jóvenes, o por hombres considerablemente mayores, a fin de mantener relaciones sexuales.65 Y que las universitarias suelen ser objeto de violación por un compañero. É stos no son indicadores de auto ­ nomía, sino de anarquía social. Otra área en que la autonomía limitada se deslizó hacia la anarquía es la desregulación . En la medida en que las desregulación implicó la elimi­ nación de las entorpecedoras, costosas, redundantes e innecesarias inter­ venciones gubernamentale s, la autonomía de los actores económicos pri­ vados aumentó. En la medida en que nuevas modalidades de regulación (por ejemplo, regulación indirecta) , inspecciones menos frecuentes para quienes se considera que cumplen con sus obligaciones o la autorregula-

98

La nueva regla de oro

ción profesional han reemplazado los anteriores y más rigurosas contro­ les gubernamental es, la autonomía ha progresado. Sin embargo, en la me­ dida en que el comportamient o económico ha quedado sin supervisión pública efectiva, la conducta antisocial hizo su aparición en el sector pri ­ vado. Esto e s evidente, entre otros ejemplos, e n el mercado d e las drogas reconocidamente dañinas, las prácticas obstruccionistas de las compañías de tabaco y la manipulación en gran escala de la contabilidad realizada por los concesionarios de defensa. El deslizamiento de la autonomía limitada hacia la anarquía también es evidente en el deterioro del contenido de los programas de televisión para niños , la sobreexplotación del trabajo y el incremento de fondos privados con que se compensó a los políticos a cambio de favores legis­ lativos . Según estos patrones, si uno se centra en los elementos de la sociedad que han quedado relativamente intactos, advierte que los cambios pro­ ducidos entre 1 960 y 1 990 reforzaron la autonomía en muchos millones de noteamericanos, sobre todo en las mujeres, las minorías y los jóvenes . Al mismo tiempo, surgió la anarquía en términos de desaparición de las costumbres sociales. El efecto neto de la desregulación y la privatización y de los cambios en muchos otros sectores aún no se ha asentado del to­ do como para extraer una conclusión firme, a pesar de que es evidente que la ausencia de leyes, o su débil cumplimiento, ha producido bolsas de anarquía. Cuando se dice y se hace todo, resulta difícil evaluar con clari­ dad hasta qué punto los cambios que se produjeron entre 1 960 y 1 990 re­ fuerzan la autonomía o aumentan la anarquía.1Una conclusión segura es la existencia de una buena cuota de una y otra. En general es significativo el hecho de que la erosión haya sido gra­ dual, desigual y en absoluto completa. Es mucho más fácil lograr la rege ­ neración cuando, aunque con los cimientos resquebrajados, el edificio permanece en pie, que tras una vez hundidos los cimientos y con el edifi ­ cio derruido. Y aunque, para repetirlo, l a regeneración del orden moral no requiere el retorno a ordenamientos específicos ni a valores de una época anterior, la sociedad norteamericana necesita una alternativa fun­ cional frente a la virtud tradicional: una mezcla de orden voluntario y au­ tonomía bien protegida aunque limitada.

ÜN NUEVO VAIVÉN : EL GIRO HACIA ATRÁS DE LOS NOVENTA

En los años noventa comenzó una regeneración; las fuerzas centrípe­ tas crecieron y han empezado a empujar el péndulo hacia atrás para dete­ ner la anarquía y restaurar el orden social. A esto yo lo llamo giro hacia

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

99

atrás para destacar que, tras un prolongado movimiento en una dirección, la sociedad superó el punto crítico y comenzó a moverse en la dirección contraria (aunque sin repetir sus pasos) , pero no ha avanzado todavía de­ masiado en ella. Además, algunas de las primeras medidas regenerativas han errado la orientación y la sociedad norteamerican a se encuentra aún inmersa en un profundo diálogo moral en torno a la naturaleza del orden renovado. Esto comprende debates acerca de la combinación adecuada de persuasión moral y medios coercitivos y de los límites de lo apropiado en oposición a los excesos que se producen en el retroceso de la autono­ mía sin límites . La dirección específica del giro hacia atrás aún dista mucho de ser clara. ¿Llevará a la restauración de una orden social tradicional, al estilo del de los años cincuenta? ¿A un ord �n religioso fundamentalista? ¿A un orden de conservadurismo social moderado? ¿A un comunitarismo rege­ nerativo? Detrás de estos futuros alternativos posibles se halla la pregun ­ ta básica, la que nos plantea si el recorte del individualismo y el restableci­ miento de las virtudes provocará también una importante disminución de la autonomía. É ste es el problema central del futuro inmediato para la so­ ciedad norteamericana, como lo es para otras sociedades en circunstan­ cias análogas . Antes de finalizar la década de los ochenta ya había una buena canti­ dad de signos de que ciertos grupos sociales trataban de restaurar un ni­ vel superior de orden, pero que al mismo tiempo la sociedad, en su con­ junto, no los seguía. Entre los primeros en reaccionar ante la decadencia del orden social se encontraba un grupo de blue-collar [obreros] que re­ cibieron el nombre de hard hat [«sombreros duros», alusión a sus cascos de trabajo] , que pusieron objeciones a la contracultura a finales de los años sesenta. La derecha cristiana hizo sus primeras incursiones público­ políticas organizadas en la década de 1 97 0 . El incremento p rincipal en el poder de los grupos que buscaban la restauración de un orden anterior se produjo a comienzos de los noventa. La derecha cristiana ganó adictos e influencia, al igual que los grupos so­ cialconservadores seculares (como el Consejo para la Política Nacional, el John Randolph Club y la Fundación para el Progreso y la Libertad) . Jun­ tos, esos grupos dominaron el comité programático del Partido Republi­ cano en 1 992 y su convención nacional. En 1 994 , la derecha religiosa con­ trolaba la organización del partido en veinte Estados y ejercía una enorme influencia en otros trece, así como en muchos consejos escolares,66 y en 1 994 desempeñó un papel capital en la aplastante victoria electoral que dio a los republicanos el control del Senado, por primera vez en 1 954 , así como muchos gobiernos y asambleas estatales.67 Los candidatos políticos demócratas adularon cada vez más a estos grupos religiosos y respondie-

100

La nueva regla de oro

ron a las experiencias culturales demócratas. (El presidente Clinton lo hi­ zo a menudo con su referencia a los valores de la familia y la importancia de la fe y la publicación de un documento en que aclaraba el derecho a re­ zar en las escuelas públicas . ) William J. Bennett se convirtió en héroe cul­ tural. Su Book o/ Virtues (Libro de las virtudes) que su editor temía que no se vendiera, se transformó en un best-seller impresionante.68 El movimiento comunitario surgió en este contexto y contribuyó a la p reocupación, recientemente renovada, por el orden moral. Llamaba a una regeneración de la virtud, pero sin tratar de reconstruir el pasado, si­ no inspirándose en algunos valores tradicionales, aunque modificando profundamente otros e incluso formulando nuevos valores. Su programa y sus líderes argumentaban que los derechos individuales básicos (auto­ nomía) suponían vigorosas responsabilidades personales y sociales (orden moral), pero no defendían el retorno a un orden basado en deberes im­ puestos. Los comunitarios clamaban por apuntalar los cimientos morales, sociales y políticos. Al denunciar la noción liberal de que la familia no era funcional, estaba muerta y resultaba innecesaria, pero sin defender el re­ torno a la familia tradicional, los comunitarios fomentaron el matrimonio entre pares, en el cual el padre y la madre tienen los mismos derechos y responsabilidades y ambos se dedican más a sus hijos.69 Para atraer a la gente hacia sus ideales, los comunitarios proponen que se descanse sobre diálogos morales, la educación y la persuasión, no que se impongan sus valores por la fuerza de la ley. Así, muestran su de fe en la confianza. Hacia 1 990, las ideas y los ideales comunitarios, más como j uicio po­ sitivo que como actitud predominantemente crítica (y en gran medida académica) , atrajeron la atención pública. Sali 6 a la luz una nueva publi ­ cación y se editó una plataforma, j unto con diversos documentos sobre temas específicos.70 La plataforma fue apoyada por más de cien líderes públicos, no meramente académicos, incluidos Betty Friedan, Richard John Neuhaus, William Ruckelshaus (primer director de la Environmen­ tal Protection Agency) , Albert Shanker (presidente de la American Fede­ ration of Teachers ) ; Claudine Schneider (ex congresista) y Daniel Kem­ mis, alcalde de Missoula, Montana. Dirigentes de distintas posiciones sociales y políticas abrazaron diferentes ideas comunitarias.71 Pronto les siguieron los líderes de otras sociedades occidentales.72 El movimiento tuvo un efecto considerable en el diálogo público. En todos los diarios, revistas y publicaciones políticas importantes aparecie­ ron análisis del pensamiento comunitario. La cantidad de artículos escri ­ tos sobre el tema se multiplicó por 7 entre 1 990 y 1 995 . 73 E l senador Bill Bradley afirmó que el comunitarismo «promete dar forma a una nueva era política de manera muy parecida a como, hace un siglo, el p rogresis­ mo dio nueva forma a nuestra n acióm>.74 Según Bradley, el comunitarismo

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

1O1

es el único grupo d e peso que proporciona una alternativa «cultural» al derecho religioso; pero aún no puede determinarse en qué medida influi­ rá en la dirección del giro hacia atrás. Por lo que respecta a muchos problemas sociales , la intensificación del diálogo moral desde comienzos hasta mediados de los noventa se apartó de las nociones individualistas para aproximarse a la concepción del conservadurismo social o a la comunitaria. Entre los norteamericanos se produjo un acuerdo cada vez mayor acerca de la importancia de las fa­ milias, la educación del carácter en las escuelas, los vínculos comunitarios y la reciprocidad entre los miembros de la sociedad, así como acerca de su participación activa en la prestación recíproca de servicios, incluso en la seguridad (obsérvese el aumento en la policía de la comunidad y las pa­ trullas vecinales de vigilancia) . Cad � vez es mayor el reconocimiento de que el individualismo de las décadas anteriores ( que en este período de giro hacia atrás se llamaba «yoísmo») había llegado demasiado lejos, y que es preciso reafirmar el credo de John F. Kennedy, tan a menudo cita­ do: «No preguntes qué puede hacer por ti tu país, sino qué puedes hacer tú por tu país» . La responsabilidad personal de uno mismo y las respon­ sabilidades sociales para con los demás y la comunidad se convirtieron en virtudes de frecuente invocación. La permisividad sexual, que durante la década de 1 960 fue impulsa­ da por la introducción masiva de la píldora anticonceptiva y por una ideología individualista permisiva, empezaba a sufrir limitaciones debido al auge de las enfermedades de transmisión sexual, sobre el sobre el Sida, y a un nuevo pensamiento normativo que se debatió entre un retorno al victorianismo y una vinculación del sexo a la conducta responsable. Aunque la regeneración de los valores e instituciones había comen­ zado, distaba mucho de quedar zanjada la discusión entre socialconser­ vadores y comunitarios acerca de la mejor dirección de la regeneración que cabía seguir. El eje del debate fue la cuestión relativa a si la regenera­ ción moral debía apoyarse en los valores tradicionales, especialmente los religiosos, o si podía derivarse de un diálogo moral inclusivo que abarca­ ra también a quienes estaban comprometidos con valores de fundamento humanístico secular. Paralelamente a este debate se producía una discu­ sión acerca de si la moralidad regenerada debía descansar principalmen­ te en la persuasión, o si era posible reconstruirla a través de la legislación concerciente a cuestiones sociomorales, aun cuando millones de indivi­ duos -o incluso la mayoría de la sociedad- no respaldasen esos valores. Eran habituales los debates sobre la actitud que se debía adoptar ante los homosexuales , el aborto, la plegaria en la escuela, los delincuentes, el abuso de drogas, las madres que viven de la Seguridad Social, la violencia en la televisión y el sexo entre los adolescentes.

102

La nueva regla de oro

Cuando los debates se agriaron, las medidas punitivas alcanzaron un nuevo clímax a partir de' 1 990. En 1994 el Congreso aprobó una ley que con­ denaba a cadena perpetua a la reincidencia en delitos violentos («a la tercera, fuera») .75 Se aumentó más todavía la cantidad de presos y de policías.76 Las penas de muerte se hicieron más comunes y se restringieron las apelaciones. Los indicadores de conducta antisocial «se estabilizaron» o comen­ zaron a descender después de 1 990 . En 1 994 la tasa general de delin­ cuencia cayó de 5 . 820 a 5 .374 cada 100 .000 habitantes.77 La delincuencia violenta, incluidos asesinato, violación y asalto con agravantes siguió una tendencia a la baja, lo mismo que el contrabando y el robo de coches. 78 Y las tasas de asesinato cayeron desde comienzos hasta mediados de los no­ venta en varias ciudades importantes, incluso en Nueva York y en la ma­ yoría de las poblaciones de más de un millón de habitantes .79 Si bien la indiferencia no cedió, la participación electoral se recupe­ ró de su bajo nivel de 1 988, año en que concurrió a las urnas el 5 0 ,2 % del padrón, para llegar en 1 992 al 5 5 , 9 . Aunque la participación en las elecciones a diputados se mantiene apenas por encima de un tercio, en 1 994 la participación superó ligeramente la de 1 990. Es probable que haya habido una estabilización de las familias y que, al menos según un estudio, ser produjera una recuperación de la familia tradicional: desde 1 990, la cantidad de familias biparentales con hijos cre­ ció (entre 1 990 y 1 995 hubo 700.000 familias biparentales más, lo que in­ vierte la tendencia decreciente de veinte años);80 la tasa de divorcio co­ menzó a caer de su punto álgido de los ochenta (del 23 ,O al 20,5 % entre 1 980 y 1 994) ;81 y la tasa de embarazo de adolescentes también disminuyó.82 Al parecer, a mediados de los años oche6 ta el péndulo comenzó a moverse en la dirección del orden social y cedieron la conducta antisocial y la anarquía, aunque sigue estando muy poco claro en qué medida el nuevo orden se basará en factores morales o en los poderes del Estado. 83 Y no hay indicación alguna acerca de que en el futuro la sociedad norte­ americana se asemeje, se aproxime o siquiera tienda de alguna manera significativa al tipo de sociedad a la que aspiran los individualistas. OTRAS

SOCIEDADES

La aplicación del paradigma comunitario a otras sociedades se encuen­ tra en un estado todavía más preliminar que su aplicación a la sociedad nor­ teamericana. Brevemente, las sociedades de Europa Occidental, especial­ mente las del norte, lo mismo que Canadá, Australia y Nueva Zelanda, han seguido una senda semejante a la norteamericana, pero en otro nivel y con más lentitud. Estas sociedades se hallaban en diferentes mesetas porque, en

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

1 03

muchos frentes, comenzaron en un nivel más alto de orden social, con una combinación mucho mayor de vida social y persuación social más vigorosa, y mantuvieron niveles superiores incluso cuando el orden social cedió, entre 1 960 y 1 990. Sin embargo, la dirección de las tendencias, a diferencia de sus niveles, fueron similares a las norteamericanas prácticamente en todas las coordenadas incluso en el declive de los valores compartidos, el aumento de la diversidad y el incremento de la conducta antisocial. Un conjunto de datos será representativo de muchos otros que podrían citarse. Como en Estados Unidos, en este período aumentó el delito con vio­ lencia en otros países. En Alemania Occidental, por ejemplo, la tasa de to­ dos los crímenes subió un 75 % entre 1 972 y 1 987;84 en Gran Bretaña, la ta­ sa total de delitos con violencia se multiplicó por 5 entre 1960 y 1 990.85 Una diferencia significativa es que mientrás las tasas de delitos violentos de Eu­ ropa Occidental, Canadá y Australia eran comparables a las de Estados Uni­ dos, la de homicidios era sustancialmente superior en Estados Unidos. 86 Además, la mayoría de los países europeos tenían tasas inferiores de divor­ cio, familias uniparentales e hijos ilegítimos que Estados Unidos.87 Y en to­ dos los países, excepto Suiza, la participación política, medida en términos de porcentaje de votantes, era superior a la que se daba en Estados Unidos.88 Sin embargo, en los años noventa estos países se fueron equiparando, ca­ da vez más rápidamente según ciertos datos, a los Estados Unidos de los años ochenta, precisamente cuando la sociedad norteamericana iniciaba el giro ha­ cia atrás. Además, la reacción de estas sociedades frente a las tendencias ana­ lizadas aquí también fueron similares, aunque un poco más tardías: también experimentaron un auge del conservadurismo social y de los grupos autori­ tarios o de derecha, a la vez que asistieron al inicio de un movimiento comu­ nitario.89 Cabe insistir que estos comentarios meramente tentativos sólo alu­ den al estudio de la dinámica del orden social y de la construcción social de la autonomía en sociedades democráticas distintas de la norteamericana. Bá­ sicamente, éste es un estudio que hay que realizar, con la debida atención a las diferencias entre estos países y no sólo entre ellos y los Estados Unidos. La antiguas sociedades comunistas, sobre todo Rusia, experimenta­ ron a comienzos de los noventa una quiebra del orden de gran magnitud y en muchos frentes , pasando directamente de un régimen totalitario y muy coercitivo a un notable nivel de anarquía política y social. Adem�s, también mostraron signos de un giro autoritario. La Moscú de comienzos a mediados de los años noventa, con su elevada tasa de delincuencia, el reemplazo de las viejas leyes y la debilidad en la sanción y cumplimiento de las nuevas, los elevados niveles de corrupción y la conducta autocen­ trada, el capitalismo salvaje, el alcoholismo y la drogadicción desenfrena­ dos, son un excelente caso de estudio de una sociedad en la que tanto el orden como la autonomía son enormemente deficientes. ·

1 04

La nueva regla de oro

La idea de que las antiguas sociedades comunistas pudieran saltar del comunismo a la democracia, a propuesta de varios economistas indivi­ dualistas muy influyentes90 y con el respaldo del Fondo Monetario Inter­ nacional (FMI) , el Banco Mundial y el AID de EE.UU., no tuvo en cuen ­ ta el efecto duradero de la historia y la cultura de estas sociedades y el prerrequisito de la construcción de un nuevo orden moral. En tanto úni­ ca fuente de valores y diseños no religiosos, no autoritarios, así como de nuevas formaciones sociales, las ideas comunitarias resultaron interesan ­ tes para los miembros de estas sociedades, que, sin embargo, sólo han co­ mezado a explorar sus implicaciones. Algunas de las otras antiguas sociedades comunistas , como China, Rumanía y Bulgaria, no han menguado mucho los medios extremada­ mente coercitivos de mantenimiento del orden. Las repúblicas bálticas , Hungría, Polonia y sobre todo la República Checa, que nunca absorbie­ ron del todo el modelo totalitario, hicieron mayores esfuerzos en la busca de su propio camino hacia cierto tipo de sociedad comunitaria. Japón continúa siendo una sociedad con vigorosos elementos comu­ nitarios, pero también sin un adecuado equilibrio interno. El orden social es fuerte: en Japón, la tasa de divorcio, que a comienzos de los noventa registró su cifra máxima, es todavía la mitad que la de Estados Unidos. En Japón, la tasa de ilegitimidad ronda el 1 , 1 % , frente al 3 0, 1 % en Estados Unidos, y se mantuvo sin cambios a partir de 1 960.91 Al mismo tiempo, la autonomía es deficiente si se compara con un modelo de buena sociedad. En Japón, la tolerancia a las diferencias per­ sonales, aunque está subiendo un poco, es todavía baja. Lo mismo vale para los derechos de las mujeres y de los miembros de las minorías. Aun­ que las responsabilidades son claras y su cumplimiento está bien servido por la voz moral (y, en mucha menor medida, por el Estado) , la policía apenas ha menguado su acción coercitiva. Si son arrestados, los japoneses tienen que suponer que serán condenados y que carecerán efectivamente de derechos. Prácticamente toda acusación (el 98 % ) termina en conde­ na.92 Japón ofrece un caso de estudio de una sociedad que, para obtener equilibrio comunitario, ha de moverse en la direción opuesta a la de Oc­ cidente. SüBREDIRECCIÓN

He sugerido que las sociedades son como ciclistas que necesitan co ­ rregir permanentemente su equilibrio descargando su peso en sentido contrario a la inclinación del camino . Las sociedades cuyas capacidades de conducción son todavía demasiado primitivas se asemejan a ciclistas

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

1 05

no experimentados: a menudo corrigen en exceso, tendencia difícil de evitar por completo, aunque su extensión puede reducirse. Para seguir con la analogía, un ciclista cabal corrige pronto, antes de que la bicicleta se incline demasiado, corrige cautelosamente, mediante pequeños incre­ mentos de la velocidad, y en la mayor parte de las situaciones mantiene la orientación de la marcha. Por el contrario, los ciclistas no experimenta­ dos (o ebrios) se inclinan exageradamente hacia uno y otro lado de la bi­ cicleta con posturas extravagantes y terminan con graves dificultades pa­ ra mantener la orientación de la marcha, cuando no incluso superan los márgenes del camino. En una sociedad que se inclina al desorden, la sobredirección resulta evidente cuando, por ejemplo, décaqas de grandes aumentos de conducta antisocial conducen a llamamientos exaltados a favor de políticas tales co­ mo la «suspensión de la Constitución hasta que se haya ganado la guerra contra el delito», cuando se reacciona a la epidemia de Sida con la «cua­ rentena para todas las personas que tienen enfermedades de transmisión sexual»;93 o cuando la toma de conciencia de la inutilidad, entrometimien­ to y redundancia de diversas regulaciones da lugar a la derogación indis­ criminada de regulaciones gubernamentales destinadas a proteger la segu­ ridad de los consumidores, los trabajadores y el público en general. El exceso de desregulación es un ejemplo elocuente de sobredirección. El grado de sobredirección social se ve enormemente afectado por: a) la magnitud de las fuerzas centrífugas o centrípetas que «golpean» a la so­ ciedad en un momento dado (por ejemplo, una gran depresión exige más dirección social que una recesión menor); y b) la disponibilidad de capi­ tales y técnicas que capaciten a los mecanismos de dirección social (in­ cluso a las comunidades intelectuales, los centros avanzados de investiga­ ción, las ciencias sociales, los dóciles medios públicos de comunicación y el discurso público) para leer correctamente los desafíos externos e inter­ nos y configurar respuestas adecuadas.94 Si todo lo demás se mantiene igual, cuanto menos ideológica sea la respuesta y más efectiva la comunicación entre los afectados y los que di­ rigen, menor será la sobredirección. Dado que la política de las socieda­ des comunitarias , como hemos visto, es inevitablemente democrática, las sociedades comunitarias sobredírigen menos a menudo que las autorita­ rias, por no hablar de las totalitarias. (Un estudio comparativo de Esta­ dos Unidos y la URSS sugiere que la fuerza principal de la primera fue­ ron los lazos estrechos entre sociedad y política.)95 No obstante, debido a nuestra limitada comprensión de los procesos sociales y de las diversas respuestas que surgirán, la sobredírección, en el mejor de los casos, se puede minimizar, pero no evitar del todo, ni siquiera en las sociedades comunitarias.96

1 06

La nueva regla de

oro

En conclusión , hemos visto que la sociedad norteamerican a encabe­ za el proceso de las sociedades occientales hacia la regeneración del or­ den social. Que durante el proceso sólo se ponga coto a la anarquía o que la sobredirección provoque una disminución de la autonomía es precisa­ mente el desafío que afrontan las sociedades comunitarias en el p resente. Específicamente, los resulta dos regenerativos reflejarán qué paradigma social predominará. Los socialconservadores , acicateados por los funda­ mentalistas religiosos y los pensadores de la derecha secular, tal vez lleven demasiado lejos a las sociedades occidentales en el sentido de imponer el orden social y socavar la autonomía. Es probable que esto lleve a su vez a una corrección «liberal». O bien los comunitarios, en coalición con los socialconservadores y los individualistas moderados, ayudarán a que las sociedades implicadas sigan un curso que las aproxime al equilibrio co­ munitario. Ésta es la cuestión «cultural» para la década que viene. El cen­ tro de esta cuestión lo ocupa la forma que se dará a las direcciones nor­ mativas. IMPLICACIONES PARA LA PRÁCTICA Y LA POLÍTICA

Para progresar, la regeneración de la sociedad norteamericana nece­ sita que los miembros de ésta se reúnan para comprometerse con un nú­ cleo de valores compartidos y encontrar maneras de materializarlo en la conducta cotidiana de los miembros y en formaciones sociales como la fa­ milia y las escuelas. Estos temas se analizan en los próximos capítulos. Pe­ ro hay una cuestión contextual general de gran importancia para el futu­ ro previsible: la referente a la relación entre los efectos centrífugos de las fuerzas económicas globales, las políticas que se han desarrollado para afrontarlas y el orden social, sobre todo su fundamento moral. El progre ­ so comunitario se puede ver seriamente obstaculizado si no se aborda es­ te problema. También en esta área Estados Unidos encabeza un desfile de nacio­ nes occidentales que han comprometido su política pública y empresarial en la competencia económica a escala mundial. Esto se refleja en la re­ ducción de las barreras comerciales; el desarrollo de zonas de libre co­ mercio (por ejemplo, por la Comunidad Europea y el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte, conocido como NAFTA) ; los acuerdos internacionales (por ejemplo, el GATT) ; presiones a la baja en los costes laborales (para estar en condiciones de competir con los países que tienen salarios bajos, que proporcionan pocos beneficios a sus trabajadodores y que tienen costes sociales bajos, sobre todo los ambientales) ; el descenso de los beneficios públicos (el Estado del bienestar, en el sentido europeo,

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

1 07

que proporciona beneficios no sólo a los pobres, sino a todos los miem­ bros de la sociedad, como, por ejemplo, préstamos universitarios bara­ tos ) ; y la desregulación y recorte de inspecciones en materias que van de la calidad de las carnes a la seguridad de los fármacos. Las grandes em­ presas también redujeron sus contribuciones a los planes de atención sa­ nitaria, pensiones y otros beneficios. Los beneficios, los salarios y la seguridad del empleo también sufrie­ ron importantes recortes debido al brusco ascenso de la contratación de empleados a tiempo parcial. La dependencia norteamericana del «traba­ jo contingente» ha aumentado sin cesar, hasta llegar casi a duplicarse en­ tre 1 990 y 1995 (2 ,0 millones de trabajadores en 1994 contra 1 ,2 millones en 1 990) .97 Todas estas medidas en conjunto, a las que aludiré con la ex­ presión «sociedad en reducción», han desembocado en una sensación muy amplia y profundamente instalada de privación, inseguridad, angus­ tia, pesimismo y rabia.98 Estos resentimientos se han visto exacerbados más aún por los cambios tecnológicos que parecen diferenciarse de los anteriores en que son causa de niveles altos y duraderos de desempleo, sobre todo en Europa. Las consecuencias sociales de esta evolución se suavizaron hasta cier­ to punto cuando otros miembros de la misma familia (característicamen­ te muj eres o a menudo madres) se volcaron al trabajo remunerado, lo que permitió que el ingreso familiar subiese a partir de 1 973 a pesar de que el de cada trabajador individual sólo subió marginalmente. Pero esta adap ­ tación tuvo costes sociales propios y en el futuro no se podrá recurrir a él para hacer frente a nuevas presiones económicas, a menos que se incre­ mente aún más el trabajo infantil. (Una gran cantidad de adolescentes tra­ bajan ya más de veinte horas semanales, aunque aún asistan a la escuela.) De aquí que la pregunta contextual que corona el tema de la regene­ ración en el futuro previsible sea la siguiente: ¿cuánto puede una sociedad tolerar políticas públicas y empresariales que dan rienda suelta a los intere­ ses económicos y que tratan de reforzar la competencia mundial, sin soca­ var con ello la legitimidad moral del orden social?99 Los líderes del individualismo sostienen que, después de un período de transición, la habilidad acrecentada para competir dará origen a mu­ chos nuevos empleos y a un nivel de vida superior para la mayoría de los miembros de la sociedad (cuando no para todos) . Si éste es el caso, la ten­ sión entre las fuerzas centrífugas de la competitividad y las necesidades de una buena sociedad ordenada se resolverá por sí misma. Los comuni­ tarios, sin embargo, necesitan averiguar qué políticas se han de seguir en caso de que las predicciones individualistas resulten excesivamente opti­ mistas y los indicadores de cólera e intranquilidad social continúen aumentando y sigan encontrando expresión adicional en el surgimiento

1 08

La nueva regla de oro

de movimientos extremistas, fundamentalismo, xenofobia y otras formas de resentimiento público y rebelión, todo lo cual amenaza el orden social. Se trata de un tema para el que no se dispone de respuestas definiti­ vas, sobre todo cuando el diálogo moral acerca de estas cuestiones acaba tomar en cuenta y que son de de comenzar. Entre las opciones que se pueden índole comunitaria, se encuentran: l.

Enlentecimiento de los ajustes que la globalización entraña . Este en­ foque implica dejar a empleados y ciudadanos en general más tiempo pa­ ra adaptarse a las nuevas políticas y condiciones socioeconómicas. Euro ­ pa Occidental, Australia y Nueva Zelanda han escogido claramente seguir en estas cuestiones una vía más lenta que la de Estados Unidos. 100 Una de esas políticas estriba en la eliminación gradual, en absoluto rápida, de ta­ rifas aduaneras, cupos y otras barreras comerciales y de subsidios nacio­ nales. 2 . Empleos de la comunidad. 101 Las políticas públicas norteamericanas tienden a suponer que hay empleos suficientes para todos, y de ahí que la formación sea la manera de tratar a los parados y a los receptores de ayu­ das de la Seguridad Social. Sin embargo, si los empleos son escasos, ni la formación ni la pérdida de incentivos para quienes se han acostumbrado a depender de la Seguridad Social servirán para nada; en el mejor de los casos conseguirían (a un elevado coste público) que algunas personas en­ contraran empleo para reemplazar a otras que, en caso contrario, habrían mantenido sus trabajos. Los políticos han hablado de acelerar el/crecimiento económico manteniendo baja la inflación, con lo que se crearían millones de nuevos empleos , pero las políticas macroeconómicas adecuadas han sido elusi­ vas . Proveer una cantidad masiva de empleos públicos, como se hizo du­ rante la Depresión, es caro, al tiempo que la producción que de ello de­ riva tiene a menudo un valor social limitado. 102 Podrían invertirse fondos públicos ( con un programa de trabajo que sustituya parte de la ayuda de la' Seguridad Social, por ejemplo) en escuelas, hospitales, bibliotecas pú­ blicas, agencias de protección ambiental y otras instituciones de índole comunitaria, para dar empleo a personas que realicen el trabajo que de otra manera estas instituciones no podrían permitirse pagar. A las insti­ tuciones, a su vez, se les pediría que proveyeran vigilancia, transporte y atención infantil. Habría que organizar de tal modo los consejos directi­ vos que incluyeran representantes de la comunidad y del trabajo , para asegurar que los nuevos empleos comunitarios no sustituyesen empleos ya existentes . 3 . Compartir el trabajo y reforzar la seguridad del empleo . Las corpo­ raciones y los trabajadores podrían acordar la reducción de las horas ex-

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

1 09

tra y quizá incluso introducir una semana laboral más corta, siempre que esto permitiera el empleo de más gente. Sin embargo, es preciso observar que sólo se podría compartir el trabajo en escala significativa si los sala­ rios fueran proporcionales al tiempo de trabajo (antes que al manteni­ miento del salario completo por períodos más breves) , posición que in­ cluso un puñado de sindicatos han respaldado en Europa. Los acuerdos que «negocian» diversas aspiraciones (desde el punto de vista de los empleados; por ejemplo, mayores beneficios en la sanidad) con un refuerzo de la seguridad del empleo, también ayudan a suavizar la transición. 4. Bases sociales. Mientras que en Europa Occidental la mayoría de los partidos políticos están de acu�rdo en que es menester un retroceso del Estado del bienestar, pocos buscan desmantelarlo. En Estados Unidos los industriales (incluso los conservadores del laissez-faire y los liberta­ rios) han procurado recoger por completo las redes de la Seguridad So­ cial, o destruirlas indirectamente por medio de privatizaciones tentativas o parciales. Se pueden reducir los costes sociales, los gastos públicos y la dependencia recortando las redes de la seguridad, pero sin quitarlas del todo. La seguridad psicológica no descansa tanto en el nivel específico de ayuda disponible si una persona se queda sin trabajo, está incapacitada o enferma, como en la firme convicción de que ella y sus hijos recibirán una ayuda básica, que no la echarán a la calle sin asistencia médica o provi­ siones básicas. Un acuerdo bipartito o multipartito para mantener una red básica de Seguridad Social al margen de la política, como parte del núcleo de valores compartidos, y para limitar el debate partidario específicamente a lo que debe incluirse, aplacaría significativamente la creciente angustia popular. Esto suministraría un importante prerrequisito para una buena sociedad. Sin una base de S eguridad Social, millones de individuos no dispondrán de autonomía, deficiencia que, a su vez, socavará el orden social. 5 . Simplicidad voluntaria. A largo plazo se deberá afrontar una cues­ tión profunda: la persecución por parte de 6.000 millones de personas de un estilo de vida rico (meta subyacente de la competitividad mundial) su­ pone que la tierra puede mantener un mundo que sea como un suburbio norteamericano (dirección en que se han movido China e India, por ejem­ plo) , en el que las personas estarán, en general, contentas . Ambos su­ puestos parecen poco fundados. Después de compartir globalmente cier­ tas bases sociales y de reforzar la autonomía que ello implica, será necesario prestar mayor atención a las fuentes de satisfacción sin intenso consumo de recursos (búsqueda que las sociedades ricas son las que me­ jor pueden conducir) .

1 1O

La nueva regla de oro

Nunca insistiré demasiado en decir que esto no implica que los po­ bres persistan en su miseria para dejar suficientes recursos par a que las sociedades ricas (y las élites de esas sociedades) mantengan su nivel de vi­ da . Por el contrario, a medida que los ricos encuentren otras satisfaccio ­ nes , lo más práctico y político será asegurar que todos los miembros de las comunidades del mundo sean capaces de satisfacer sus necesidades básicas. En este contexto son interesantes los valores que se reflejan en las no­ ciones de combinar la simplicidad voluntaria (es decir, la limitación vo­ luntaria del consumo propio de materiales que satisfacen verdaderas ne­ cesidades y la anulación de los «bienes de estatus», como cualquiera de los que hoy están de moda y los más recientes artilugios tecnológicos) con la persecución de otras fuentes de satisfacción que no sean recursos inten­ sivos , como los que se encuentran en la cultura, en la vida familiar, en la vinculación con los otros, en la construcción de la comunidad, en la par­ ticipación, en el voluntarismo y en los proyectos trascen dentales. La contracultura de los años sesenta defendió el rechazo del consu­ mismo, a menudo «desde fu era», con el argumento de que si la gente con­ sumiera poco, podría dejar de trabajar y encontrar satisfacción en las puestas de sol y el vino barato y «flipar» con la marihuana. Estas ideas son incompatibles con una economía moderna (en la que el trabajo no sólo engendra bienes de consumo, sino también servicios de salud, educación, ciencia y arte) . Pero una gran cantidad de habitantes de los suburbios , jó­ venes profesionales con base urbana y académicos con base en el campus universitario han adoptado una versión mucho más moderada de la mis ­ ma idea básica: han reconocido que la adquisición de bienes de consumo marginales (especialmente bienes de estatus) es una fuente de satisfacción menos valiosa que otras metas , que además son más baratas, como, por ejemplo, el ejercicio físico y los deportes. Centrarse cada vez más en esto reduce la necesidad de trabajar horas extra, obsesionarse por la carrera y sufrir las consecuencias psíquicas y sociales asociadas a todo ello. Seme­ jante cambio en la actitud para con los bienes de estatus va unido además a un refuerzo de la sensación de seguridad (es más fácil asegurar lo so­ cialmente básico que tiene una vida consumista) y una manera de romper la maldición de la falta de tiempo. La gente que abraza la simplicidad voluntaria puede ser incluso la más deseosa de compartir bienes con quienes los necesitan, porque ese hecho de compartir no amenazará sus satisfacciones . Aquí se percibe más claramente la convergencia entre la simplicidad voluntaria y el pensa­ miento comunitarista. ¿Cómo se pueden compartir más ampliamente los ideales de simpli­ cidad voluntaria? ¿Qué prácticas son las que mejor los materializan y qué

Caída y resurgimiento de Estados Unidos

111

políticas públicas pueden contribuir a promoverlos ? La respuesta des­ cansa en los diálogos morales que los forjadores de opinión y los líderes públicos pueden iniciar y alimentar, pero en cualquier caso, serán unos diálogos que ni controlan ni dirigen. En los dos capítulos que siguen ex­ ploraremos estos diálogos.

Capítulo 4 VALORES NUCLEARES COMPARTIDOS

La idea de que una buena sociedad requiere formulaciones sociales del bien, de que requiere una «virtud republicana», no parece nada ex­ traordinario hasta que se advierte con qué tenacidad se oponen los indi­ vidualistas a esos conceptos . Los soc;:ialconservadores tienden a expandir la concepción del bien común h asta que éste lo impregna todo, cuando no se hace directamente invasor. ¿ Qué ocurre con un núcleo de valores compartidos ? ¿Cuál es la fuente de esos valores nucleares, y -lo que es más importante- ¿ cómo hay que regenerarlos en caso de que se pier­ dan ?

U N BUEN NÚCLEO, AUNQUE N O PENETRANTE

DEFINICIONES Y TESIS BÁSICAS

El orden moral -a diferencia de todas las otras formas de orden so­ cial- se apoya en un núcleo de valores nucleares que comparten los miembros de una sociedad y que se materializa en formaciones sociales que van desde los rituales de matrimonio h asta los documentos de cons­ titución de asociaciones, desde la celebración del cumpleaños hasta el ju­ ramento de oficiales de élite. Los valores compartidos son valores con los que, si bien en distinta medida, están mayoritariamente comprometidos los miembros de la sociedad. Los valores compartidos se diferencian pro­ fundamente de las posiciones acordadas, que son el resultado de un de­ terminado procedimiento, como los contratos negociados o el arbitraje, y se asientan sobre fundamentos prácticos o tácticos; es decir, son una adaptación mutua de individuos con valores diferentes. El lenguaj e oculta aquí una precisión en su expresión. La palabra «compartidos», según el diccionario, puede utilizarse tanto en el caso de un grupo de personas a las que les toca «compartir» un viaje en autobús aunque no tengan prácticamente nada en común, como en el caso de miembros de una comunidad que «comparten» un autobús que ésta ha comprado y que se emplea de acuerdo con la tradición y la cultura de di -

1 14

La nueva regla de oro

cha comunidad (por ejemplo, nunca se usa los domingos, o pueden utili­ zarlo gratuitamente los niños) . En la exposición que se leerá a continua­ ción, «compartido» se refiere a los valores sociales que una comunidad o sociedad respetan al unísono, no a los productos de un bien convergente. Insisto desde el primer momento en que para asegurar la obediencia voluntaria, la buena sociedad debe confiar ampliamente en que sus miem­ bros asimilen que las maneras en que se espera que se conduzcan son co­ herentes con los valores en los que creen y no que su conducta obedezca al temor a las autoridades públicas ni esté motivada por incentivos eco­ nómicos. Exploraré ahora con cierto detalle este punto central. Hay una clara tendencia a suponer que, en una sociedad libre el or­ den social se apoya en leyes y que éstas se mantienen gracias a los inspec­ tores, los auditores, la policía, los tribunales y las prisiones. Si los miles de millones de acciones que tienen lugar cotidianamente en la sociedad tu­ vieran que ser supervisados para asegurar que no se oponen a las costum­ bres de la sociedad, la mitad de la población tendría que prestar servicios de vigilancia para el cumplimiento de la ley. Pero estos guardianes, como ya señaló Platón, necesitarían a su vez guardianes, que a su vez necesita­ rían otros . El resultado final se acerca mucho más a un Estado policíaco que a una buena sociedad. El problema dista mucho de ser meramente teórico. Cuando alrede­ dor de 1 960 se debilitó la infraestructura moral, la sociedad norteameri­ cana trató de apoyarse cada vez más en la policía, los agentes antidroga, los auditores fiscales, los inspectores , las patrullas de frontera y las pri­ siones para antender el orden social. Los costes se sufragaron a costa de otras prioridades sociales. La educación, y sobre todo la superior, sufrió recortes a medida que se construían más prisiones y crecía el cuerpo de policía. La fuerza policial, insuficientemente supervisada, se convirtió en fuente de corrupción, de brutalidad y de tensiones raciales. Y sin embar­ go, el orden distaba mucho de ser sólido. Las grandes dificultades para hacer respetar las costumbres sociales con medidas estatales , así como los indeseables efectos colaterales de esos esfuerzos eran particularmente notables en el intento de disminuir el uso de drogas controladas. En re­ sumen , para que una buena sociedad mantenga el orden y no se desvíe en la dirección de un Estado autoritario, es preciso que la mayoría de sus miembros, tal vez el 98 % , obedezcan voluntariamente las costumbres durante la mayor parte del tiempo. Así, el acatamiento forzado de la ley quedaría sólo para el restante 2 % . Un núcleo de valores compartidos también refuerza la habilidad de una sociedad para formular políticas públicas específicas. Los valor� s com­ partidos proporcionan criterios para el establecimiento de diferencias más bien por principios que de una manera circunstancial o sobre el úniI

Valores nucleares compartidos

1 15

co fundamento del interés. Y estos valores ayudan a movilizar el apoyo a las políticas públicas, apoyo que falta si estas políticas se producen de otra manera. Tocqueville observaba que «para que la sociedad exista, y más aún más para que prospere, es esencial que ciertas ideas dominantes unan y mantengan unidas a todas las mentes de los ciudadanos». 1 Se dice que una de las principales razones por las que las transiciones de Estonia y Letonia de sociedades totalitarias a sociedades comunitarias fueron mu­ cho más suaves y significativamente más amplias que las de las otras trece ex repúblicas soviéticas fue el «grado de consenso entre muchos políticos y votantes. Ese consenso -que sobrevivió a cinco gobiernos en Estonia y a cuatro en Letonia-, sostiene que los dos países deben presionar con presupuestos rigurosos [y] reformas de mercado libre» .2 Austria, hasta mediados de los años noventa, fue Ún auténtico caso de país con elevado consenso. Por otro lado, los atascos de tráfico de Washington, en las últi­ mas décadas reflejan, entre otras cosas, profundas diferencias de valores. Algunos individualistas duros sostienen que, en un Estado liberal, los valores compartidos no son necesarios porque se supone que la gente que tiene intereses idénticos o complementarios se pondrá de acuerdo acerca de las medidas públicas que todos consideran compatibles con sus for­ mulaciones individuales del bien . Este concepto no cuadra con hechos elementales y fácilmente observables. Las discusiones sobre problemas normativos, como si el Estado debe o no limitar el aborto, el divorcio y la homosexualidad entre los militares; las peleas sobre la redistribución de la riqueza (por ejemplo, entre los trabajadores, los altos ejecutivos y los accionistas ) ; y la lucha entre comunidades acerca del lugar donde hay que colocar instalaciones indeseables (de incineradoras a plantas nucleares), todo ello ilustra la existencia de importantes diferencias de valores y de interés muy difíciles de reconciliar si no hay valores compartidos sobre los cuales poder construir. Los individualistas dispuestos a afirmar que los individuos tienen in­ tereses y valores marcadamente diferentes sostienen que estos individuos pueden recurrir a ciertos procedimientos, como el voto, para converger en políticas públicas. Los críticos, como William A. Galston y Michael J. Sandel, han señalado que la concepción de la libertad, tanto en la pre­ sunción de que los individuos deberían tener esa libertad para definir lo que es b ueno, como para determinar cuál debe ser el compromiso para acceder a cualquier bien, implica siempre alguna noción de bien común. 3 Los individualistas moderados, como Amy Gutmann y Bruce Acker­ man, están de acuerdo en que la simple noción de Estado liberal lleva im ­ plícitas virtudes adicionales (por ejemplo, la necesidad de cultivar la ca­ pacidad de pensar críticamente), pero tratan de mantener esta lista muy escueta y siempre estrechamente ligada al concepto nuclear de autono-

1 16

La nueva regla de oro

mía. (El pensamiento crítico, por ejemplo, es necesa rio para mantener a raya al Estado y permite a los ciudadanos confiar en sí mismos como agentes libres antes que en el Estado. ) Desde e l punto d e vista sociológico, l o cierto e s que a menudo los compromisos procedimentales y una fina capa de valores compartidos no bastan. Piénsese, por ejemplo, en el acuerdo entre dos grupos cuyos valo­ res son incompatibles pero que trabajan conjuntamente, un grupo antia­ bortista y otro partidario de la libre elección de la mujer, que cooperan en nombre de los niños en St. Louis.4 En primer lugar, se trata de una con­ ducta bastante rara. En segundo lugar, refleja un valor compartido pro­ fundo y sustancial, ¡ la preocupación por los niños ! Las dificultades que la sociedad norteamericana ha tenido para establecer el sistema de bienes­ tar social, una política nacional de salud y normas para la educación, ilus­ tra en conjunto las dificultades con que se encuentran tanto los responsa ­ bles d e la política pública como los ciudadanos a l a hora d e ponerse de acuerdo sobre políticas públicas sin compartir los valores que esas políti­ cas han de materializar. Además, un consenso al que se llegue sin el núcleo de valores com­ partidos es menos estable. Cuando las circunstancias cambian, es mucho más probable que retiren sus compromisos quienes respaldan una políti­ ca por razones pragmáticas y tácticas que si compartieran un compromi­ so normativo. Por esta razón básica muy a menudo los acuerdos interna ­ cionales son mucho más frágiles que los nacionales. E l consenso fiable s e basa ampliamente en una capa espesa d e valores compartidos . Michael Walzer intenta zanjar las diferencias entre el punto de vista individualista y el comunitario permitiendo diferentes definiciones del bien para diferentes áreas sociales. Esas áreas son la pertenencia, la segu ­ ridad y el bienestar, el dinero y las mercancías, la oficina (burocracia) , el trabajo duro, el tiempo libre, el parentesco y el amor, l a gracia divina, el reconocimiento, la educación y el poder político .5 En consecuencia, es probable que una persona sea muy bien valorada en un área y no en otra. Este caso se da, como sostienen los sociólogos desde h ace mucho tiempo, sobre todo en las sociedades democráticas abiertas. (Por el contrario, en los sistemas de castas -y, hasta cierto punto, en los sistemas rígidos de clase, con escaso espacio para la movilidad-, quienes están en las capas superiores del estatus económico también lo están en las del político, el prestigio público, etcétera.) El mérito de la posición de Walzer estriba en que permite que una comunidad (o un grupo de comunidades) comparta criterios morales sin abrazar una definición universal del bien (con lo que se evitan los peligros inherentes a ese concepto) . Este enfoque propone el desarrollo de concepciones «parcialmente superpuestas» del bien por la legitimación del pluralismo, sin abrazar por

Valores nucleares compartidos

1 17

ello necesariamente al relativismo, que no concede preferencia a ninguna concepción y, al mismo tiempo evita el universalismo. Un grupo -por ejemplo, una comunidad científica- podría insistir en el valor de decir la verdad; otro -por ejemplo, un grupo de trabajadores sociales-, en el valor de la empatía. Sin embargo, ambos podrían estar de acuerdo en que decir la verdad y tener empatía son valores sustanciales , positivos. Aun se echa en falta criterios con los que poder explicar estos valo­ res . Las comunidades podrían satisfacer los criterios de Walzer acerca de una pluralidad de definiciones de lo que es bueno en diferentes áreas ce ­ lebrando el machismo en un área ( digamos, las relaciones de género) , el racismo en otra y el egoísmo en otra (la arena socioeconómica) . Es inevi­ table plantear la cuestión de qué es .lo que la sociedad considera bueno y cómo debe juzgarse. EN UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA

Durante los últimos siglos, varios importantes movimientos ideológi­ cos han rebajado el papel de los valores (o de la piedad) en la vida social. 6 El auge del secularismo, la creencia en la ciencia y en la ingeniería social (comprendidas las teorías económicas) , la preocupación por el creci­ miento económico y la influencia creciente de las filosofías individualistas han minimizado en general el papel de los valores morales y en particular el hecho de compartirlos. Los hijos y las hijas de la Ilustración creyeron que la religión -fuente capital de valores nucleares- era una fueza ana­ crónica. Mientras que en Occidente la fuerza principal de oposición a los valores fue la creencia en la razón, en vastas zonas del resto del mundo prevalecían las ideas marxistas acerca del predominio de la tecnología y de las fuerzas económicas. En los años posteriores a la Depresión y des­ pués de la Segunda Guerra Mundial, y más recientemente en los antiguos p aíses comunistas, se prestó mucha atención pública a encontrar vías pa­ ra lograr el mantenimiento del estilo de vida acomodado. Y en la última generación, ganaron importancia política las filosofías públicas indivi­ dualistas.7 Como la teoría funcional permite esperar, la combinación de descui­ do a largo y corto plazo de los valores compartidos lleva al debilitamien­ to del orden moral y a sus esperadas consecuencias de disfuncionalidad. Otra indicación del vacío que deja el debilitamiento de los valores com­ partidos y el anhelo de rellenar ese vacío es el auge de fuertes movimien­ tos religiosos fundamentalistas en muchas regiones del mundo, desde In­ donesia hasta Argelia y a Estados Unidos. Estos movimientos se centran en «factores culturales», en valores, y degradan la preocupación por y el

1 18

La nueva regla de oro

servicio a otras necesidades sociales, sobre todo las de la economía mo­ derna. Un ejemplo a este respecto es el debate sobre los valores familiares en oposición al trabajo fuera de casa. Mientras las discusiones con los grupos religiosos versan abiertamen ­ te acerca de los valores compartidos , hay muchas otras polémicas que re­ flejan profundas diferencias en valores seculares, aunque estas diferencias no siempre se reconozcan explícitamente como normativas. Entre los problemas incluidos en este tipo de discusión se halla la obligación pú­ blica para con los niños, el alcance y la naturaleza de nuestro cuidado del medio ambiente y la medida de nuestras obligaciones respecto a las per­ sonas de otros países. Desde un punto de vista funcional parece claro que, tras un prolon­ gado descuido relativo de los valores compartidos , en los noventa muchas sociedades entraron en una fase intensiva de regeneración de valores, en la que dedicaron mucha «energía» social a determinar qué valores debían abandonarse (por ejemplo, la castidad, ¿incluso en el caso de los sacer­ dotes ? ) , cuáles había que reforzar (por ejemplo, la mutualidad, el volun ­ tarismo) y cuáles había que reformular (por ejemplo, las obligaciones mo­ rales de los receptores de las ayudas del bienestar social ) . Por encima de todo, se están produciendo intensos diálogos sobre qué 'valores pertene­ cen al núcleo compartido y cuáles hay que dejar a las formulaciones indi­ viduales (por ejemplo, en cuestiones tales como a quién contratar, despe­ dir o promover, a quién admitir en una universidad y a quién venderle nuestra casa) . En esta fase no está tan claro cómo concluirá esta etapa intensiva de regeneración. ¿Conducirá a la imposición de los penetrantes valores reli­ giosos del fundamentalismo al resto de la sociedad, versión menos extre­ ma de desarrollo que la que tuvo lugar en Irán ? ¿O el resultado será un refuerzo de la división normativa y un incremento en la lucha intergru­ pal? ¿O la búsqueda de regeneración conducirá a un conjunto de valores nucleares ampliamente compartido y vigorosamente afirmado, pero limi ­ tado, que refuerce los elementos comunitarios de la sociedad? EL CONTEXTO DEL DEBATE

El mismo contexto histórico que se acaba de describir en términos de cambios sociales proporciona también un contexto para un fragmento de historia intelectual que explica el surgimiento del pensamiento comuni­ tario y el movimiento comunitario social. Visto desde esta perspectiva, los ataques individualistas al concepto de núcleo de valores compartidos (o bien común) del siglo XVII al XIX sirivieron como reacción y correctivo de

Valores nucleares compartidos

1 19

las definiciones previas de bien común que, demasiado penetrantes y res trictivas, dejaban poco espacio para l a autonomía. . Cuando, en la segunda mitad del siglo XX, para atacar el bien común los individualistas emplearon, aunque en un contexto radicalmente dis­ tinto, ideas que en los siglos anteriores habían servido para corregir el én­ fasis excesivo en el orden social, alejaron la sociedad un poco más de su punto de equilibrio (punto que se expone en el capítulo 2 ) . Para ser justos, digamos que los individualistas fueron los únicos que desafiaron el concepto de bien común. Lo mismo hicieron los marxistas, adalides de la teoría del conflicto, y los propulsores de la Realpolitik, quienes sostenían que los que defendían el concepto de valores compar­ tidos trataban de distraer la atención de las diferencias básicas de interés entre clases y la inminente guerra de clases, y que la sociedad se mantiene o se puede mantener unida por la fuerza y los intereses económicos. Pero ninguno de estos argumentos sugiere que esas sociedades sean o puedan ser buenas sociedades. Los comunitarios sostienen que el concepto de valores compartidos es el eje del pensamiento social. Esta posición ha llevado a un debate muy elaborado entre comunitarios e individualistas liberales, debate que con frecuencia es objeto de información, revisión y cita.8 Nada ganará este so­ ciólogo con volver a revisar la discusión. (En este contexto hay un in­ menso volumen de erudición que gira en torno a los escritos de J ohn Rawls, que aquí no es objeto de comentario ni de compromiso.) Menciono brevemente sólo los puntos pertinentes al papel de los va­ lores compartidos a la hora de asegurar una buena sociedad, que es lo que aquí está en juego. Básicamente, los comunitarios han defendido el con­ cepto de bien común y han señalado las limitaciones inherentes al hecho de apoyarse de manera exclusiva en el bien tal como se formula indivi­ dualmente. Por razones ya analizadas, estoy de acuerdo con los que seña­ lan que una buena sociedad requiere formulaciones sociales del bien. Si se da por supuesto que ese concepto es necesario, surge la cuestión de su alcance: ¿ se trata de un bien tan sólo procedimental ? , ¿sustancial pero tenue? , ¿espeso? , ¿penetrante? Las posiciones van desde las de los individualistas moderados (sobre todo entre los liberales individualistas ) , que observan que u n conjunto tenue d e virtudes s e encuentra y a en su vi­ sión del Estado liberal (Gutmann y Ackerman, por ejemplo) , a los comu ­ nitarios (como Galston) , que mostraban que esas virtudes tienen más cuerpo. (En su planteamiento de las virtudes que requiere un Estado li­ beral, Galston identifica una lista bastante extensa de virtudes personales que es menester cultivar, incluidos el valor, el patriotismo, la responsabi­ lidad, la tolerancia, la ética del trabajo, la moderación, la adaptabilidad y las virtudes cívicas . )9

120

L a nueva regla de oro

Sugiero que una buena sociedad necesita un núcleo todavía más ri­ co de valores que sirvan de marco a la cultura de la comunidad y de esa manera limiten, pero sin anular en absoluto, el pluralismo. En cuanto a lo que debe incl uirse en el bien común y lo que se deja a las subculturas particulares, es tema que se trata por extenso en el capítulo 7 ; pero per­ mítaseme observar aquí que los valores religiosos constituyen un buen ejemplo del tipo de valores que no es necesa·rio que sean compartidos por todos . Por el contrario, los socialconservadores tienden a defender un conjunto penetrante de valores. Por ejemplo, favorecen un compro­ miso social con una religión, a menudo con el llamamiento a un Estado cristiano (musulmán o hindú) ; son proclives a regular muchos aspectos de la conducta personal, desde el sexo al consumo de alcohol; y se opo­ nen a a diversificación de los programas de estudio de escuelas y univer­ sidades. Los individualistas, en la medida en que reconocen la necesidad de un bien común, tienden a tratar de limitar su alcance al dominio público, pero se oponen a él en el dominio privado . La necesidad que tienen todas las sociedades de promover valores compartidos es evidente cuando se trata de la conducta pública, es decir, de orientar la conducta de la gente entre sí y respecto a los bienes y recursos compartidos: desde el metro (por ejemplo, tolerando la mendicidad agresiva) hasta los parques (por ejemplo , p ermitien do hacer el amor a plena luz del día) y las playas (por ejemplo, tolerando el nudismo) . Sin embargo, cuando se llega a la conducta privada -en casa o en el coche propio, por ejemplo-, hasta los individualistas moderados tienden a afirmar que las teocracias como Sudán (o la Ginebra calvinista o el Salem puritano) o las sociedades secu ­ lares totalitarias son las que regulan básicamente esa conducta. En realidad, el agudo contraste entre lo público y lo privado no se sostiene empíricamente, y no es normativamente justificable. 10 Sociológi­ camente se observa que en todas las sociedades hay leyes que reflej an valores compartidos que orientan la conducta privada. Estos valores in ­ cluyen qué es lo que los padres no deben hacer con sus hijos (abusar se­ xualmente de ellos, pegarles con severidad) , lo que los adultos deben ha­ cer por su descendencia (inmunizarlos, enviarlos a la escuela) , la regulación de la conducta de los adultos entre sí (requerirles la obtención de permiso para casarse) , etcétera. Además, incluso sociedades muy libe­ ralizadas regulan la venta y el consumo de medicamentos y drogas con­ troladas incluso en la privacidad del hogar y, por supuesto, regulan ex­ tensamente las relaciones privadas con los objetos (propiedad) . Desde un punto de vista normativo, la conducta que infringe valores nucleares -por ejemplo, el abuso sexual en el matrimonio- es inmoral tanto si se produce en un supermercado como en casa, en una plaza como

Valores nucleares compartidos

12 1

en el patio trasero. Lo mismo vale para el abuso sexual de niños, la ex­ plotación de los trabajadores y muchas otras conductas. Me uno aquí tan­ to a las feministas, que señalan el valor limitado de la distinción públi­ co/privado, como Carole Pateman, Elizabeth Frazer y Nicola Lacey, 1 1 como a comunitarios, especialmente Galston . 12 Tal como yo veo las cosas, la distinción importante es la que se da en ­ tre la conducta cubierta por los valores nucleares de la sociedad y la que no lo está, distinción que se entrecruza con las categorías de privado y pú­ blico. Así, los consumidores no pueden comprar «privadamente» porno­ grafía infantil, artilugios de vigilancia, crack ni muchos otros artículos. Es­ tas limitaciones reflejan uno o más de nuestros valores nucleares . Por lo mismo, la gente no puede casarse privadamente con quien desee (nada de poligamia, ni siquiera para los mormones) , sino que ha de obtener una autorización en regla del Estado, hacerse un análisis de sangre, etcétera. No obstante, en los Estados liberales los individuos pueden hablar libre­ mente, abrazarse y vestir de etiqueta, privadamente y en público. El último punto importante que cabe extraer del debate entre indivi­ dualistas liberales y comunitarios ocupa el resto de este capítulo. Se re­ fiere a las fuentes de los valores y a las maneras en que se modifican, dos temas estrechamente relacionados.

L A S FUENTES DE LOS VALORES Y LOS MODOS DE RELANZARLOS

CULTURALES, NO PERSONALES

En una sociedad comunitaria (y en muy pocas más) los valores, antes que inventarse o negociarse, se transmiten de generación en generación. É s­ ta es la implicación profunda de la afirmación de que una comunidad tie­ ne una identidad, una historia, una cultura. En referencia a una comuni­ dad nacional, David Miller aclara lo siguiente: ¿ Qué significa para la gente tener una identidad nacional, compartir su nacionalidad? En lo esencial no se trata de las características objetivas que posean , sino de sus creencias compartidas: la creencia de que cada uno co­ pertenece con el resto; que esta asociación no es transitoria ni meramente instrumental, sino que surge de una larga historia de vida conjunta que (es de desear y de esperar) continuará en el futuro. 13

Lo normal es que el punto de partida sean los valores compartidos, no las elecciones individuales ni las formulaciones del bien.

122

La nueva regla de oro

En la medida en que los individualistas exploran directamente la fuente de los valores sociales, tienden a sugerir o a dar por supuesto que los individuos analizan entre sí la dirección de la política pública y otras cuestiones acerca de qué deben compartir y sobre qué deben lograr un entendimiento. 14 Esto convierte a las costumbres en contratos, algo que los individuos producen racionalmente. J ohn Locke utiliza un recurso heurístico para poner este punto de re­ lieve. Este autor imagina individuos libres que eligen conjuntamente un ordenamiento social que, en efecto, materializa un conjunto de compren ­ siones normativas. John Rawls utilizó el recurso heurístico de un velo de ignorancia detrás del cual los individuos formulan principios de justicia. Sin embargo, en su obra posterior a 1 980, Rawls reconoció que su análi­ sis concierne a individuos situados en un contexto social dado, a saber, la sociedad liberal, y que estos individuos llevan a la posición original un conjunto de compromisos normativos. 15 Pero, a su juicio, a partir de aquí los individuos siguen el modelo del contrato. No es accidental que los liberales clásicos, los liberales clásicos con­ temporáneos , los liberalistas y los conservadores del laissez-faire tomen como punto de partida los individuos; en sus paradigmas, el individuo es el portador del valor moral último, y sólo los individuos autónomos pue­ den conferir legitimidad a ordenamientos sociales, instituciones, funcio­ narios electos, etcétera . No hay traza de evidencia ni razón alguna para suponer siquiera que haya verdaderos individuos, cada uno con sus valores por delante, o al menos en el corazón, vagando solos por el bosque y que se reúnan para deliberar y establecer el tipo de comunidad que conviene a sus fines y predisposiciones normativas individuales. Ni hay tampoco ninguna indi­ cación a favor de la existencia de un conjunto de individuos que se reú­ nan para decidir que ceden parte de sus prerrogativas a la comunidad y que, en consecuencia, establecen ciertas reglas morales y eligen determi­ nados valores que se espera que los miembros respeten . En justicia , los abanderados del paradigma individualista no afirman que las costumbres ni los valores surjan de esta manera; sólo apelan a estas narraciones para aclarar su punto central, que es el siguiente: los individuos son los únicos que realizan opciones sociales en tanto conjuntos de individuos, cuando no simplemente por sí mismos (es decir, como abogados que negocian un acuerdo o como compradores en un supermercado) . S i se piensa más en ello, n o se tarda demasiado en advertir que, como en el caso del Antioch, las costumbres y los valores no se pueden elaborar cada vez sobre una base ad hoc, ni pueden derivar de contratos previa­ mente dispuestos. Si una sociedad tratara de seguir este camino, la mitad de ella estaría formada por abogados que se pasarían el tiempo redactan -

Valores nucleares compartidos

1 23

do contratos (o tratando de escabullirse de ellos) . No es casual que la so­ ciedad más individualista, la norteamericana, sea también la más litigan­ te. Efectivamente, para funcionar, una sociedad debe inspirarse en la cul­ tura, las tradiciones y los valores compartidos que implica. Sólo estos valores pueden proporcionar los criterios normativos necesarios sin disputas permanentes y sin tener que zanjar diferencias aun cuando haya negociaciones. É mile Durkheim lo estableció en su bien conocida obser­ vación acerca de la importancia de los valores precontractuales y los com­ promisos normativos que apuntalan los contratos y su cumplimiento. Thomas Spragens, J r. , explica que esta tradición es válida por sí mis­ ma y que merece respeto:

Participar en cualquier asoci � ción civil del mundo real que tiene una historia es incurrir en una obligación moral. Aun cuando la sociedad en cuestión se vea seriamente agrietada, cada participante en su vida cotidiana está en deuda con toda suerte de ciudadanos con quienes nunca se ha en ­ contrado y que ni siquiera puede nombrar. Las instituciones , la infraestruc­ tura, la mera existencia de un orden político que forma parte de lo que nos crea y nos sostiene: lo recibimos todo como un patrimonio que no compra­ mos y que de ninguna manera podríamos decir coherentemente que mere­ cemos.16 Obsérvese que la afirmación de Spragens es empírica y no meramen­ te normativa. La idea de los individualistas según la cual el orden social set á nego­ ciado o dispuesto ignora también el papel de valores compartidos (am­ bientales, por ejemplo) , cuando los prin cipales beneficiarios son las gene­ raciones futuras. Los niños plantean problemas a los teóricos libertarios, que o bien suponen que los niños son adultos pequeños con los mismos derechos que los demás, o bien, lo que es mucho más frecuente, los igno­ ran . Es evidente que ni las generaciones futuras ni los niños pequeños pue­ den sentarse a la mesa de negociaciones para argumentar a favor de sus in­ tereses y concepciones del bien; a los niños, en cambio, los protegen nuestros compromisos morales compartidos, que los abarcan. Una respuesta a las cuestiones relativas tanto al contenido como a los procesos de regeneración que tan vigorosamente se han propuesto a me­ diados de los noventa (y a menudo defendido incluso con anterioridad) es la restauración de una sociedad civil (o cívica) . El mayor interés y la ma­ yor preocupación por la civilidad ha sido evidente en la ciencia social y la literatura filosófica, la prensa popular y los juicios de los líderes públi­ cos . 17 Como ya he indicado, aunque el término «civilidad» ha sido emple­ ado de diferentes maneras, casi siempre se ha referido a la necesidad de

124

L:t nueva regla Je

o ro

deliberar de una manera civil acerca de los problemas que afronta la so­ ciedad y para sostener los estamentos intermediarios entre el individuo y el Estado. Estas nociones de un orden civil reflejan, en el mejor de los casos, una banda bastante estrecha de valores . Hablan de algunas de las condi ­ ciones necesarias para que los individuos lleguen a un acuerdo entre sí, pero no toman posición sobre el contenido normativo de tales delibera ­ ciones y negociaciones. Para plantear la cuestión en términos más colo­ qui:1les, la civilidad asegura buena comunicación , pero no la capacidad parn distinguir entre lo correcto y lo incorrecto ni para orientarse me­ di�mte las implicaciones de las determinaciones normati\·as. Sostener, co­ mo yo hago, que no basta con tener una sociedad cívica. que una sociedad \'irtuosa requiere un núcleo de valores compartidos , no equivale a negar el orden cívico. Es un elemento necesario del orden soci al que una buena sociedad necesita, pero no es suficiente. 1 8 En 1 995 , esta evitación de la sustancia moral adoptó un giro que po­ dría considerarse casi humorístico cuando los líderes públicos llamaron una y otra vez a la gente a encontrar un «fu ndamento común», sin análi­ sis alguno de cuál podría ser este fundamento común. Era como i nvitar a una reunión sin informar dónde se realizaría. Los llamamientos a la civi­ lidad están a la orden del día. Pero, por sí mismo, ser civil es bueno, aun ­ que no suficientemente bueno. Como dice Genrude Himmelfarb , «no basta, pues, con revitalizar la sociedad civil. La tarea m�1s urgente, y más difícil, consiste en remoralizar la sociedad». 19 (Por la misma razón, no basta con enseñar a los niños una «clarificación» de los \·alores o razona ­ miento moral; lo que necesitan los niños es educación moral.) Además de reconocer la virtud de hablar civilmente, como la \'Írtud de las delibera­ ciones en general, una sociedad en regeneración tiene que reconocer el mérito de hablar civilmente de las virtudes. Una cuestión interesante es la de saber si las personas que integran clubes de ajedrez, asociaciones de bolos e incluso coros , que Purnam tan ­ to elogia, forman tan sólo vínculos sociales o s i también desarrollan valo­ res compartidos. Sospecho que estos grupos proporcionan cienos víncu ­ los, pero no demasiada cultural moral. (Es verdad que he pertenecido a clubes de ajedrez -y algunos grupos callejeros de bolos- y que con ellos había una fuerte cultu ra compartida, pero era una cultura extremada­ mente estrecha que se circunscribía a unas cuantas maneras. �1i expe­ riencia en coros es mucho más limitada. ) Un colega se preguntó si no podría describir a los colonos norteame­ ricanos como un ramillete de individuos que se reunieron para deliberar y formar una sociedad. La misma pregunta puede hacerse respecto de los padres y las madres fundadores de cualquier sociedad «planificada» y an-

Valores nucleares compartidos

125

ticipada, desde Israel hasta las comunistas. (Se dice que las cafeterías de Suiza eran lugares en los que Lenin y compañía pasaron mucho tiempo haciendo preparativos.) Lo cierto es que ninguno de esos individuos acu­ dieron a esas reuniones como personas completamente libres , sino como hijos e hijas de culturas particulares que afectaban profundamente sus de­ liberaciones y elecciones. Por ejemplo, los sionistas que dieron fo rma al sueño de un Estado j udío provenían en su mayor parte de campos secula­ res de la cultura judía, compartían un fuerte rechazo de la Diáspora en la que se habían criado, y desembocaron (sobre todo a partir de la Segunda Aliya) en ideologías socialistas. Todos estos «precedentes» que llevaron consigo a la mesa influyeron profundamente en el núcleo de valores que compartían y en las instituciones sociales que diseñaron. Los individuos nunca escriben en'una pizarra en blanco. La comunidad los provee de historia, tradiciones y cultura, todo profundamente imbui ­ do de valores . Tanto en los períodos primitivos como en las sociedades contempo ráneas, es característico que los niños (y los inmigrantes) sien­ tan que pertenecen a un cierto tipo de comunidad que comparte deter­ minados valores nucleares. Es posible que estos valores se hayan deshila­ chado, que hayan surgido graves desafíos, que tengan imperiosa necesidad de regeneración, de profundo relanzamiento, pero no parece haber registro alguno de un punto de partida moralmente vacío . El hecho de que las culturas tengan un punto de partida normativo no significa que los individuos no desempeñen un papel en la elección de valores; «todo» lo que estas culturas aportan a los individuos es un fun­ damento. Los individuos pueden rebelarse contra su cultura, dar forma a nuevos elementos culturales, o moldearlos a partir de elementos tradicio­ nales en combinación con otros nuevos; sin embargo, el fondo contra el cual estos individuos se rebelan y que parcialmente define la dirección y el contenido de su rebelión es el conjunto de valores de su sociedad. La cultura nueva, renovada o reconstruida por desarrollo se construye inevi ­ tablemente sobre elementos normativos concretos . ¿De qué procesos pueden disponer las sociedades para apuntalar o relanzar su núcleo de valores compartidos? ¿Y qué procesos disponibles son más comunitarios ? ¿Esas deliberaciones tan a menudo elogiadas, co ­ mo las «democracia deliberativa», son la respuesta? Los Li\UTES D E LAS

DELIBERACIO:\'ES

La literatura sobre las deliberaciones está profundamente influida por la manera individualista de pensar, tanto en los círculos académicos como entre los líderes de opinión, ir1cluso en las obras y consideraciones

126

L a nueva regla d e oro

de autores y autoridades que, por lo demás, no son particularmente indi ­ vidualistas. Los individualistas sostienen que una comunidad (o sociedad) puede establecer su orientación normativa y sus políticas mediante asam ­ bleas y reuniones de individuos para discutir desapasionadamente la si­ tuación , sus implicaciones lógicas y las alternativas políticas disponibles , y luego escoger el camino empíricamente más valioso y lógico. Esta idea deriva de la noción ilustrada de que la razón liberará a la gente de las ga­ rras de la superstición y la ignorancia. El proceso medidante el cual las personas razonables intercambian puntos de vista y negocian un nuevo curso de acción recibe a menudo el nombre de «deliberación».2º La ima­ gen de conjunto que predomina en esta manera de pensar está enorme­ mente cargada de contenido normativo positivo, afectivo y normativo: la imagen de una reunión de una ciudad de Nueva Inglaterra o de una anti ­ gua polis griega.21 Miriam Galston afirma con toda claridad: La mayor parte de los teóricos contemporáneos que abordan las preo­ cupaciones republicanas defienden alguna forma de democracia deliberativa. El corazón de su recomendación de hacer más deliberativa la vida política es la instauración de determinados procedimientos en el proceso diseñado para realzar, cuando no asegurar, una base racional o razonada para las determi­ naciones judiciales y otras.22

James Kuklinski y sus asociados dicen acertadamente: «Desde Kant hasta Rawls, los intelectuales otorgaron sin vacilación alguna un alto va­ lor al pensamiento deliberativo, racional, y, por implicación, no aceptaron las emociones y los sentimientos como elementp s legítimos (aunque ine­ vitables) de la política».23 Jack Knight y James Johnson escriben: «Consi­ deramos la deliberación como un proceso idealizado que consta de pro­ cedimientos limpios en cuyo marco los actores políticos se embarcan en argumentos razonados con vistas a resolver el conflicto político».24 Philip Selznick explica: «Si se toma en serio como principio orientador, la deli­ beración está destinada a controlar los impulsos populistas. La delibera ­ ción es un llamamiento a la razón antes que a la voluntad, incluida la vo­ luntad popular».25 A menudo deliberación y civilidad (o política democrática) se asocian estrechamente. Se dice que una sociedad civil es una sociedad que trata sus problemas de manera deliberativa. Kuklinski y sus asociados se su­ man a esta opinión : En una sociedad democrática, las decisiones razonables son preferibles a las no razonables; el pensamiento ponderado lleva a las primeras, mientras que las emociones conducen a las segundas; en consecuencia, como base pa­ ra la toma democrática de decisiones, l a deliberación es preferible a la reac-

Valores nucleares compartidos

127

ción visceral. Las palabras anteriores resumen una opinión normativa que ha dominado el pensamiento al menos desde la Ilustración. Prescribe que los ciu dadanos han de abordar el tema político con serenidad y análisis objeti­ vo, es decir, utilizar la cabeza cuando formulan juicios acerca de cuestiones políticas .26

Los Padres Fundadores, y muchos otros, preocupados por los proce­ sos democráticos, se interesaban profundamente por el poder de incita­ ción que las voces emocionales tienen sobre las «masas». Más reciente­ mente, el choque cada vez más intenso entre la civilización occidental y la de los fundamentalistas religiosos se ha descrito como un choque entre razón y pasión. 27 Sin embargo, hay tres profundas y p oderosas razones por las cuales las deliberaciones son evasivas. En primer lugar, los participantes en diá­ logos comunales no son agentes autónomos, llenos de información y de software analítico, sino miembros de la comunidad que tienen que ganar­ se la vida, cuidar de sus hijos, etcétera; estudian cuestiones de política pú­ blica en su tiempo libre, bastante limitado por cierto. Además, aun cuan ­ do cada deliberante llegara con la cabeza completamente equipada de información y de técnicas estadísticas, la información y la capacidad ana­ lítica que se requiere para las decisiones racionales no está ni siquiera al alcance de un superordenador, problema ampliamente reconocido por quienes estudian la inteligencia artificial y toman decisiones. Por ejemplo, es normal señalar que hasta ahora ha sido imposible decidir cuál es el me­ j or movimiento (el más racional) en una partida de ajedrez, p orque las permutaciones son demasiado numerosas. Pero en comparación con las de­ cisiones de la vida real, el ajedrez constituye un espacio de elección muy simple. En el ajedrez sólo hay dos jugadores, reglas completamente explí­ citas e inmutables, toda la información necesaria está delante de los acto­ res y las relaciones de poder entre las piezas son fijas. En las comunidades y en las sociedades, la cantidad de jugadores es muy grande y variable, las reglas se modifican a medida que se desarrolla la acción, la información siempre es insuficiente, el p oder relativo de los implicados y de los afec­ tados es variable y las reglas de compromiso están en constante cambio. Como consecuen cia de todo ello, los que participan en cualquier toma de decisión s ocial se ven forzados a confiar en un proceso de selección mu­ cho más humilde que el que supone la escuela de toma de decisión racio­ nal, que en el fondo es un modelo deliberativo. 2 8 En segundo lugar, los participantes en muchas «deliberaciones» a es­ cala de la sociedad o de la comunidad global no son individuos, sino sub ­ grupos, o bien representantes directos de tales grupos, o bien individuos cuyos pensamientos y opciones reflejan ampliamente su pertenencia a di-

128

L a n ueva regla d e oro

versos grupos y subcomunidades . De esta suerte, un diálogo entre social­ conservadores y conservadores del laissez-faire en el comité de plataforma del Partido Republicano acerca de la postura que cabe adoptar sobre el aborto, o entre los nuevos demócratas y los liberales partidarios del Esta­ do del bienestar en el Partido Demócrata, reflejan en gran medida valores grupales , no pensamientos desarrollados por esos individuos a título in­ dividual. La comprensión de los p rocesos internos de estos grupos esclarece los diálogos entre los representantes de grupos o incluso entre miembros regulares . Estos procesos internos se ven afectados por muchos factores , desde la competencia por el poder en el seno de un grupo concreto hasta los esfuerzos para contrarrestar las fuerzas centrífugas que afectan al sub ­ grupo particular más que a la comunidad en su conjunto. La información acerca del caso es sólo uno de los factores que influyen en los diálogos consecuentes. Cuando entrevisté a miembros del personal directivo de la Coalición Cristiana y les pregunté por qué razones los discursos de Pat Robertson, y sobre todo las comunicaciones internas, eran tan agresivas para con las minorías y las mujeres, entre otras cosas respondieron que Robertson te ­ nía que mantener vivos los tambores del odio para reunir el dinero que su operación requería. La misma explicación se obtuvo cuando se preguntó a un miembro de la ACLU por qué esa organización sigue publicando no­ tas alarmantes evidentemente exageradas acerca de los peligros para nuestras libertades. Un ejemplo de esto último es la carta de promoción de la afiliación publicada después de las elecci911 es parciales de 1 994, en la que la ACLU afirma: Un tremendo incendio cruza el país y nos amenaza a todos . Ahora que la derecha radical ha ganado poder político en el Congreso y en las legislaturas estatales en todo el país . . . los grupos extremistas, nuevamente autorizados prácticamente en todos los Estados, atizan las llamas de la intolerancia y el fa­ natismo, librando feroces batallas legales y desencadenando explosivos con­ flictos sociales . . . Son vuestros derechos los que se hallan bajo el /uego.29

En tercer lugar, y lo más importante, los problemas con que se en­ cuentran las comunidades son en buena parte normativos, no empíricos ni lógicos. A menudo, y bajo la influencia del modelo racionalista, se pa­ sa por alto o se subestima esta circunstancia. Para insistir en esta cuestión, sugiero que muchas veces incluso el enfoque de muchos problemas que parecen técnicos está influido por factores normativos. Por ejemplo, el problema de echar o no fluor al agua que se suministra a una ciudad po­ ne en juego los valores de quienes se oponen al «paternalismo» guberna-

Valores nucleares compartidos

129

mental;30 la importación de tomates mexicanos evoca valores asociados a cuestiones tales como la medida en que deberíamos absorber los riesgos reales o imaginarios de la salud en nombre del libre comercio y el fomen­ to de mejores relaciones con nuestros vecinos; y las cuestiones relativas a la mejor manera de enseñar inglés a los niños inmigrantes plantea proble­ mas de valores que afectan al compromiso con la nación. Ninguna deci ­ sión, independientemente de su importancia, parece ajena a lo normativo. Cuando se adopta una posición relacionada con problemas capitales de política, la elección de valores lo domina todo. Por ejemplo, la con ­ sideración de medidas específicas se ve profundamente afectada por la extensión en que diversos miembros y subgrupos de una comunidad de­ terminada comparten un compromiso con el valor de la administración ecológica, es decir, con nuestra responsabilidad de no dejar a nuestos hi­ jos un medio ambiente en peores condiciones que el que nosotros encon ­ tramos. Los argumentos de que si continuamos lanzando contaminantes al aire, los lagos o las aguas sub terráneas dañaremos nuestro futuro, re­ suenan menos en las personas preocupadas por su bienestar o que tienen un fuerte compromiso axiológico con otras causas, que en las personas que alientan vigorosos valores ecologistas. Obsérvese que, bajo la influencia del pensamiento individualista y de las ramas libertarias de la ciencia social, existe una tendencia a explicar las acciones inspiradas en los valores como si se inspiraran en el interés per­ sonal o, en el mejor de los casos, en el interés personal esclarecido. Per'o esto debe considerarse como las «anteojeras» y como una pose del liber­ tario, no como una lectura de la realidad sociológica de la producción de una política. Si, por ejemplo, cogemos un problema político calurosamente deba­ tido durante décadas y en muchos países -a saber, la medida en que de­ ben reducirse los déficit de los presupuestos gubernamentales-, descu­ b riremos que el problema suele formularse en términos de economía del interés personal. Si se recorta el déficit, las tasas de interés bajarán, se evitará la inflación y se facilitará la competencia con otros países . Pero desde un punto de vista puramente científico, estamos muy lejos de sa­ ber en qué nivel los déficit p resupuestarios son realmente nocivos. 3 1 Ja­ pón, por ejemplo , funcionó bien durante años con un déficit mucho mayor que el de Estados Unidos. Análogamente, en el período com ­ p rendido entre 1 990 y 1 995 , los países cuyo producto interno bruto (PIB) creció mucho más rápidamente que el de las principales econo ­ mías occidentales, países a los que con frecuencia se alude como merca­ dos emergentes, tuvieron déficit, tasas de inflación y tasas de interés si­ gificativamente m ás altos que los Estados Unidos. Es revelador que el debate sobre el déficit se exprese tan a menudo en términos normativos:

130

La nueva regla de oro

¿es «decente» comer nuestra herencia y robar a nuestros hijos? Como solía argumentar el presidente Reagan, un país es como una familia; n o se debe gastar más de lo que se gana. Muchos economistas son plena­ mente conscientes de la enorme diferencia entre las finanzas de una fa­ milia y las de una nación y entre la manera en que se ven respectivamen­ te afectadas por los déficit, pero esto no quita fuerza moral al modo en que Reagan enmarcó el problema. No sostengo que en los debates de alcance comunal y nacional acer­ ca de problemas políticos la información y la razón no desempeñen abso­ lutamente ningún papel. Lo que señalo es que el papel que desempeñan es mucho menor que el que a menudo se les atribuye, tanto porque son instrumentos mucho más débiles de lo que se cree, como porque hay otro factor que desempeña un papel mucho más importante: la apelación a los valores. Un estudio más completo del lenguaje de los valores (y de los diá­ logos morales) nos permitirá comprender mejor los procesos de elección de valores y preguntarnos cómo se puede mejorar tal cosa. EL PELIGRO DE LAS GUERRAS CULTURALES

Contrariamente a lo que sucede con el término «deliberaciones», la expresión «guerras culturales» sugiere que el público se divide acerca de los valores nucleares que debieran orientar a la sociedad y que distintos segmentos del público se enfrentan entre sí de maneras que, a la hora de tratar de resolver los problemas, resultan al menos contraproducentes.32 Las guerras culturales llevan a la división, la falta de resolución de pro­ blemas urgentes, el odio entre grupos y el tribalismo. En los últimos años, las principales divisiones son las que se produjeron entre el derecho reli­ gioso y los liberales;33 en Israel, entre los grupos seculares y los religiosos. Antes, una kulturkampf enfrentó a la Iglesia católica y a Otto von Bis­ marck tras el intento de éste de someter a la Iglesia al control del Estado alemán.34 En el peor de los casos, las guerras culturales llevan a la violen ­ cia (como se comprobó en Estados Unidos con ocasión del bombardeo de las clínicas donde se practicaba el aborto) e incluso a la guerra. James Hunter afirma: Las guerras culturales siempre preceden a las guerras de disparos . En verdad, la última vez que este país «debatió» los problemas de la vida hu­ mana, la personalidad, la libertad y los derechos de ciudadanía, el resultado fue la guerra más sangrienta que jamás tuviera lugar en este continente: la Guerra Civil.35 . .

Valores nucleares compartidos

13 1

Dado el contraste tan agudo entre razón y pasión, las deliberaciones y las guerras culturales, las resoluciones amigables y las confrontaciones emocionales, no me sorprende que incluso los que tienen débiles inclina­ ciones individualistas tiendan a favorecer el modelo deliberativo. Tal co­ mo yo veo las cosas, esta exposición, al igual que otras ya citadas, padece de la maldición de apoyarse en dicotomías. El hecho sociológico indiscu­ tible es que en la mayoría de las circunstancias es imposible lograr -e in ­ cluso aproximarse a ellas- las deliberaciones de tipo puramente relativo que cuentan con el favor de los individualistas . El examen de los procesos reales de elección de valores para orientar a una sociedad, o incluso a una pequeña comunidad, muestra que son bastante diferentes de lo que su­ pone el modelo deliberativo.36 Podría.decirse que, con todo, debería man­ tenerse la deliberación como la forma moralmente superior, pero puesto que ha sido tan radicalmente extirpada de la realidad sociológica, sus su­ puestos implícitos son infringidos regular y rotundamente, y el resultado es más bien la alienación que el compromiso político. Por encima de to­ do, la virtud la encontramos en otro enfoque, mucho más comunitario, al que me refiero con la expresión «conversación sobre valores», que son los procesos por los cuales progresan los diálogos morales. CONVERSACIONES SOBRE VALORES: LOS PROCESOS DE DIÁLOGOS MORALES

Los diálogos morales son comunicaciones acerca de valores, acerca de la posición normativa de un curso de acción en comparación con otro. Tienen «procedimientos» propios. Un procedimiento que se utiliza a menudo en los diálogos morales es el llamamiento a un valor dominante compartido por las distintas partes del proceso de elección. En efecto, Robert Goodin aplica esta regla cuan­ do trata de despejar el camino a una comunidad que debe escoger una vía intermedia entre los derechos de los no fumadores y los de los fumado­ res .37 Al comienzo puede parecer que se trata de un choque típico entre dos valores: los derechos de un grupo contra los del otro. Sin embargo, Goodin señala que ambos grupos están comprometidos con el valor de que la libertad individual no permita que una persona infrinja el «espa­ cio» de otra. En términos familiares, mi derecho a extender los brazos termina cuando mi puño llega a tu nariz (en realidad, un poco antes) . Go­ odin señala que, p uesto que, con su acción de no fumar, los no fumadores no invaden el espacio de los fumadores, mientras que éstos invaden el es ­ pacio de aquéllos, los derechos de los no fumadores debieran tener prio­ ridad. Cuando se emplean estos argumentos, que utilizan un valor domi ­ nante para ayudar a resolver conflictos entre dos o más valores de niveles

132

L a nueva regla de oro

subordinados, somos testigos de un procedimiento que emplean las co­ munidades para elegir sus valores, al determinar una orientación norma­ tiva para la elaboración de una política y su respaldo posterior. También se emplean valores dominantes para sostener que se debería apoyar o rechazar tales o cuales políticas específicas. Los miembros de las comunidades suelen argumentar que una cierta consideración no es com­ patible con una sociedad libre, con una sociedad que se respete, o con personas concienzudas. Por regla general, estos argumentos no son técni­ cos; a menudo son escasas las pruebas de que si la comunidad adopta una determinada medida, la libertad sufrirá serio peligro, etcétera. En reali­ dad, el argumento es que si la comunidad actúa de una determinada ma­ nera, esa acción será incompatible con un valor importante que desea mantener. (Para un bello ejemplo de este ejercicio, véase el libro de Step ­ hen Carter titulado Integrity.38) Sugiero que un examen empírico de diá­ logos morales afortunados mostrará que, muchas veces , dichos diálogos se inspiran en esos valores superiores para el tratamiento de reclamacio­ nes morales en conflicto. Con frecuencia, otro paso consiste en aportar un tercer valor cuando hay dos que son divergentes o que chocan. Por ejemplo, quienes p rocu­ ran restaurar la coalición de los años sesenta entre los afronorteamerica­ nos y los judíos sostienen que ambos grupos comparten un compromiso con las causas liberales . Cuando se intentó crear una coalición entre dife­ rentes fes, los participantes que se esforzaron en elaborar una declaración conjunta tendieron al compromiso compartido con la religión.39 En efecto, la mayoría de los consideraciones éticas que se invocan im­ plican el mérito relativo de diversos valores a htes que los conflictos entre el bien y el mal. La conversación sobre valores no tiene lugar cuando los miembros de una comunidad declaran sus valores; por ejemplo, atribu­ yéndose a sí mismos la etiqueta «pro vida» o «pro elección». Los valores contienen una contabilidad. Y se pueden examinar y desafiar, por ejem­ plo, con argumentos tales como «estos valores son incoherentes con otros valores que sostienes»; o bien «estos valores conducen a una conclusión normativa que «posiblemente no puedas defender». Otros procedimientos pertinentes implican la educación , la persua­ sión y el liderazgo de valores (mediante los cuales se convence de que se deben adherir a un valor determinado quienes no lo comparten) . No los examinamos aquí porque son bien conocidos. Sin embargo, debería ob­ servarse que están expuestos al abuso. Estos tres procedimientos comparten un elemento sociológico: en ca­ da uno de ellos, una persona es capaz de cambiar los valores o las prefe ­ rencias d e los otros. Esta capacidad para cambiar los valores d e otras per­ sonas es particularmente ajena al pensamiento individualista y, en efecto,

Valores nucleares com?ar.Jdos

13 3

amenaza los paradigmas indi\'Ídualistas hasta tal punto que sus di\·ersos defensores han ido muy lejos en la negación de la importancia de la edu­ cación, la persuasión y el liderazgo de valores. Por ejemplo, los economis­ tas neoclásicos (que se inspiran en un paradigma in dh'idualista) sostienen que la publicidad es informativa y no persuasiva,.!º eluden sistemática­ mente el examen del modo en que se educa a los niños y, por tanto, del modo en que se forman sus valores , e ignoran el papel del liderazgo en personas profundamente emotivas . Esto puede parecer extraño hasta que se advierte que, p ara mantener su foco primario en la autonomía, los li­ bertarios tienen que minimizar este elemento sociológico, cuando no ignorarlo por completo. S i la gente está sometida a diversas formas de cambio de valor de origen externo, es preciso abordar las formaciones so­ ciales que provocan esos cambios, en vez de suponer que el curso que si­ guen los individuos refleja sus deliberaciones y sus elecciones. En reali­ dad, a la hora de elegir \·alores, las comunidades aplican a menudo todos estos procedimientos . REGLAS DE CO�íPROMISO PARA L\ co:-..'\'ERSACIÓ� SOBRE VALORES

Para evitar que las conversaciones sobre \-alores se degraden hasta convertirse en guerras culturales (y para conservar su índole comunita­ ria) , se pueden aplicar, y de hecho se aplican, reglas de compromiso. Es­ tas reglas reflejan básicamente el principio de que se debe actuar sobre la base del reconocimiento de que las partes en conflicto son miembros de una y la misma comunidad; de ahí que, como suele decirse, tengan que pelear con una mano atada a la espalda. Una regla específica consiste en que las partes no se «demonicen» re­ cíprocamente, que se abstengan de describir los valores de la otra parte como completamente negati\·os, como cuan do se les califica de «Satáni­ cos»,.!1 reflejo del Anticristo o traición . Por ejemplo, tras la aplastante \'Íc­ toria del Partido Republicano en la elecciones de 1 994 , Xev;-r Gingrich, el exaltado nuevo portavoz del Congreso, describió a su ban2o como el que contaba con el apoyo de los «norteamericanos temerosos de Dios», en­ frentados a una oposición de gente «sin Dios».-52 (Hasta se ha informado de discusiones académicas «demasiado ultrajantes» . .! :> ) Otra regla de los diálogos morales es no afrontar los compromisos mo­ rales más profundos de los otros grupos. El supuesto es que cada grupo es­ tá comprometido con determinados valores particulares, sacrosantos pa­ ra él y que los demás deben respetar particularmente; así como cienos momentos oscuros de su historia, acerca de los cuales sus miembros pre­ fieren no extenderse. De esta suerte, poner a un alemán ante el horror del

134

L a nueva regla d e oro

Holocausto cuando se discute una diferencia normativa específica, o de­ cir a los judíos que no hubo Holocausto, socava la conversación sobre va­ lores. Por tanto, en estas materias el autocontrol refuerza los procesos que subyacen a los diálogos morales .44 Mary Ann Glendon insiste con mucho vigor en que emplear menos el lenguaje de los derechos y más el de las necesidades, deseos e intereses ayu­ dará a conducir los diálogos a resoluciones verdaderamente compartidas. Como dice Glendon, «en su forma norteamericana más simple, el lengua­ je de los derechos es el lenguaje de la ausencia de compromiso. El gana­ dor se lo lleva todo y el perdedor tiene que abandonar la ciudad. La con ­ versación se ha acabado».45 Otra regla importante es la de dejar ciertos temas fuera del debate, no sólo para estrechar la zona en disputa, sino también para coincidir en los fundamentos compartidos existentes. Por eso los norteamericanos han te­ nido cuidado de no convocar una asamblea constitucional y dificultar la enmienda de la Constitución. Los individualistas liberales recalcan la importancia de mantener los valores últimos (especialmente los religiosos) al margen de las delibera­ ciones (para que éstas sean siempre «tenues» y se limiten a las cuestiones públicas) a fin de asegurar que la gente entre en ellas con la mente abier­ ta.46 Cuando esta observación , válida en sí misma, se lleva demasiado le­ jos, termina por inducir a los liberales a participar en los diálogos sin compromisos fuertes , sólo para ser razonables, constructivos y hallar un punto_ de acuerdo. Cuando se enfrentan con personas que tienen sólidas convicciones sobre temas esenciales, el resul _yi do es del tipo de los que ilustran diálogos tales como los que el presidente Clinton sostuvo duran­ te los dos primeros años de su administración. Canceló la mitad de la agenda antes de que comenzara el toma y daca y se apresuró a anular gran parte del resto, todo para ser razonable. Para llamar la atención sobre las diferencias entre, por un lado, entablar un diálogo con posiciones firmes y la voluntad de escuchar y responder a los demás y, por otro lado, enta­ blar un diálogo principalmente a partir de un compromiso con un buen proceso, me referiré a ellos como «diálogo de convicciones» y «diálogo de procedimentalistas», respectivamente. Para que haya diálogos morales y que tengan capacidad de tracción, por así decirlo, han de ser del primer tipo, no del segundo. ] ames Hunter poporciona otras reglas: En primer lugar, los que reclaman el derecho de disentir debieran asu ­ mir la responsabilidad de debatir. . . En segundo lugar, los que reclaman el derecho de criticar debieran asumir la responsibilidad de comprender. . . En tercer lugar, los que reclaman el derecho de influir debieran aceptar la res-

Valores nucleares compartidos

13 5

ponsabilidad de no exaltar los ánimos . . . En cuarto lugar, los que reclaman el derecho a participar debieran aceptar la responsabilidad de persuadir.47

Para las sociedades comunitarias es extraordinariamente importan­ te la comprensión de las maneras en que los diálogos morales se produ­ cen y se p ueden reforzar, porque esos diálogos sostienen uno de los ele­ mentos imprescindibles p ara el orden social, a saber, el de que tales problemas deben escogerse con los mínimos efectos colaterales posibles . Se trata de un tema que requiere mucho más estudio y que probable­ mente se manifieste con mayor intensidad una vez que se reconozca de un modo más amplio tanto el carácter evasivo de las deliberaciones co­ mo la importancia de la conversación sobre valores como alternativa a las guerras culturales. MEGÁLOGOS

Muchos de los que se ocupan de la manera en que la gente llega a compartir valores -en la medida en que se aborde este tema- tienden a considerar que la elección de valores puede lograrse con relativa facilidad en el ámbito familiar o en pequeñas comunidades, pero se preguntan có­ mo sería posible que una sociedad pudiera unificarse para afirmar un or­ den de valor nuevo, renovado, u otro conjunto de valores. Esta cuestión merece cuidadosa atención. Que las comunidades entablan diálogos mo­ rales, y no sólo ni primariamente durante las reuniones municipales (que muchos no consideran prioritarias ) , es algo bastante fácil de establecer.48 Sin embargo, las críticas a los comunitarios sostienen que esos diálogos no pueden producirse en el nivel de la sociedad. Personalmente sostengo que las sociedades enteras, incluso la que cuente con centenares de millones de habitantes, se involucran en diálogos morales que conducen a cambios en valores ampliamente compartidos. El proceso tiene lugar mediante la unión de millones de conversaciones locales (entre parejas, en los bares y tabernas del barrio, en las cafeterías y las casas de té o en torno a los re­ frigeradores de agua en los lugares de trabajo) para formar redes que abarcan toda la sociedad y puntos focales públicos compartidos. La red se teje durante los encuentros regionales y nacionales de muchos miles de asociaciones voluntarias en las que los representantes locales dialogan, en convenciones estatales, regionales y nacionales de los p artidos políticos, en las asambleas estatales y en el Congreso y, cada vez más, a través de los vínculos electrónicos (como los grupos que se reúnen en Internet) . Los puntos focales públicos son los grandes espectáculos nacionales, los de­ bates en la televisión por cable y los diarios y revistas de circulación na-

136

L a nueva regla de oro

cional. Diversas asociaciones -incluidos el Consejo de Relaciones Exte ­ riores, el Foro de Problemas Nacionales, la Fundación de la Agenda Pú­ blica y la Liga Femenina de Votantes- se dedican explícitamente a fo­ mentar tanto las conversaciones sobre valores locales como el «megálogo» que implica a la sociedad entera. Muchos creen que estos fo ­ ros se dedican sobre todo a compartir información y a esclarecer el pen­ samiento; en realidad, desempeñan un papel normativo considerable. El Consejo de Relaciones Exteriores tiene una fuerte inclinación antiaisla­ cionista; el Foro de Problemas Nacionales y la Fundación de la Agenda Pública tienen una tendencia firmemente progresista y cívica, etcétera. A menudo los megálogos nacionales se ven estimulados, acelerados y afectados por acontecimientos públicos tales como las vistas judiciales (por ejemplo, el caso de Clarence Thomas/Anita Hill centró la discusión sobre qué es acoso sexual y la respuesta moralmente adecuada al mismo) , los j uicios (el de Scopes de 1 925 desafió l a enseñanza de l a evolución) , las manifestaciones (acontecimientos como éstos socavaron el caso normati­ vo en relación con la Guerra de Vietnam ) , las marchas (las marchas de protesta tuvieron consecuencias capitales en los cambios de visión del país que se produjeron en los años sesenta sobre la cuestión de la discri­ minación racial) . A pesar de que las charlas informales y otros discursos de lo que se ha dado en llamar «el púlpito prepotente de la presidencia» tienen mucha menos influencia que la que a menudo se piensa, sobre to­ do cuando se espera que un presidente cambie la dirección de un país con un discurso bien elaborado, sí pueden hacer las veces de disparador, de foco, y fomentar los diálogos nacionales. ¡ A menudo los megálogos son largos, desordenados (en el sentido de que no disponen de un patrón claro) , su comienzo es confuso y no llegan a conclusiones claras o decisivas. Sin embargo, en las sociedades relativa ­ mente comunitarias, los megálogos conducen a cambios significativos en los valores nucleares. Unas cuantas ilustracions breves serán útiles. Hasta 1 968, se consi­ deraba que una persona moría cuando el corazón y los pulmones dejaban de funcionar. Las películas perpetúan esta noción cuando en ellas se aus ­ culta el pecho d e u n moribundo o se sostiene u n espejo ante su boca pa­ ra comprobar si tiene aliento. Cuando la tecnología extendió la vida -tal como estos criterios comunes la definían- mucho más allá de la mínima probabilidad de recobrar una vida con sentido, a un grupo de científicos y de éticos se les ocurrió una nueva definición de muerte: muerte cere­ bral. Pero las costumbres de la comunidad continuaron exigiendo que los médicos hicieran todo lo posible por los seres queridos cuyos corazones seguían bombeando por medios artificiales. A estas alturas, diversos eru ­ ditos primaron un diálogo que abarcara toda la sociedad acerca de la de-

Valores n ucleares compartidos

137

finición de muerte. El caso de Karen Ann Quinlan en los años setenta dio ribetes dramáticos al problema. El diálogo consiguiente condujo gradual­ mente a un cambio en la percepción pública (y en la imagen fílmica) de la muerte. Aunque el cambio aún no se ha completado, ya es lo suficien­ temente amplio como para establecer nuevas costumbres sociales.49 En las últimas décadas se han producido diálogos análogos acerca del déficit, el bienestar y el papel del Estado, todos, al igual que los diálogos anteriores acerca de los derechos de las mujeres, conducían a cambios en la direc­ ción normativa. Hasta 1 970, la preservación del medio ambiente no se consideró un valor nuclear compartido en las sociedades occidentales (ni en muchos otros ) . Esto no significa que no hubiera estudios, artículos e individuos que le atribuyeran un gran valor, per� la sociedad en su conjunto les pres­ taba poca atención y la protección del medio no figuraba entre los valores nucleares norteamericanos.5° Como tantas veces ocurre, un libro, Silent Spring, de Rachel Carson, de muy amplia lectura y propagación, disparó un megálogo nacional. Un gran vertido de petróleo y las consiguientes protestas en Santa Barbara, California, y, en la misma década, el inciden­ te de Three-Mile Island, instauraron el tema en la agenda normativa na­ cional. Miles de personas se reunieron en la ciudad de Nueva York para escuchar discursos en defensa del medio y para recoger basura de la Quinta Avenida. En 1 970 se reunieron doscientas mil personas en el Pa­ seo del Capitolio para manifestar su preocupación por el medio ambien­ te en el Día de la Tierra.51 Como consecuencia de ello, la preocupación por el medio ambiente se convirtió en un valor nuclear. (Sigue habiendo desacuerdos acerca del nivel de compromiso con esta causa y la mejor manera de proceder, pero no acerca del valor básico. Un presidente con ­ servador, Richard Nixon, fundó la Environmental Protection Agency, y durante su presidencia se introdujeron muchas políticas medioambienta­ listas, como el reciclado.) Lo mismo puede decirse de los problemas axiológicos que se plantea­ ron alrededor del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos a comienzos de la década de los sesenta, que llevó a un acuerdo de amplia base sobre la necesidad de eliminar la segregación legal en el Sur; otro tanto ocurrió en el debate acerca de la intervención excesiva del gobierno en la economía, que condujo, comienzos hasta mediados de los noventa, a un acuerdo de amplia base sobre la necesidad de recortar dicha inter­ vención y reducir las regulaciones . (Hasta los liberales del bienestar re­ claman ahora un Estado sobrio. ) Megálogos similares se producen en otras sociedades, como en el Rei­ no Unido o en los países escandinavos, donde los temas incluyen el unir­ se o no a la Comunidad Europea y qué cambio de valores entrañaría esto,

1 38

La nueva regla de oro

cómo tratar a los inmigrantes que parecen amenazar los valores nucleares nacionales y el futuro del Estado del bienestar. FASES

Los expertos en opinión pública, sobre todo Daniel Yankelovich, han propuesto fases que llevan de modo característico a la formación de «jui­ cio públíco».52 La fase 1 , la del surgimiento de la conciencia, consiste en la formación de una nueva conciencia de un problema. Esta etapa es am­ pliamente impulsada por el medio de comunicación y a menudo se comple­ ta rápidamente. El público es relativamente pasivo y receptivo. Ejemplos recientes de surgimiento de la conciencia comprenden los problemas de acoso sexual, los derechos de los gays y la crisis del VIH. La elaboración, que es la segunda fase según Yankelovich , implica la respuesta al desafío que exige una reacción al problema que salió a la su ­ perficie con el surgimiento de la conciencia. La fase 2 evoluciona en ge­ neral mucho más lentamente que la anterior; el marco temporal depende de la profundidad del significado emocional del problema. La implica­ ción activa del público sustituye el estado de pasividad mental. A menu­ do la elaboración entraña una lucha entre varios campos . Esas luchas in­ cluyen ahora mismo problemas de igualdad en el matrimonio, cambios en las leyes de divorcio y maneras de tratar a los inmigrantes ilegales. La fase final, la de resolución , implica la consumación de las fases 1 y 2 . La resolución incluye facetas cognitivas (clarificación de los hechos) , emocionales (mejora de los sentimientos conflictivos) y morales (el llegar a compartir compromisos normativos) . La eliminación de la mayor parte de la segregación racial legal en Estados Unidos ejemplifica el paso de un problema por las tres fases. Aunque es fácil exponer las fases de la formación del juicio público, el proceso en sí mismo es difícil, pues es menester superar muchos obs­ táculos, desde el deseo de los medios de permanecer en la fase 1 hasta las objeciones de los expertos que se sienten desplazados. 53 No todos los megálogos, ni siquiera en la más comunitaria de las so­ ciedades, culminan en una nueva dirección normativa compartida. Las sociedades comunitarias se diferencian de las autoritarias en que requie­ ren un núcleo más reducido de valores compartidos (aunque considera­ blemente mayor que el de las sociedades a que aspiran los individualis­ tas ) . Incluso cuando se llega a lo que la sociedad considera valores nucleares, las sociedades comunitarias pueden aguantar un corto número de diferencias no resueltas. (Un ejemplo es el aborto. ) Sin embargo, si el resultado neto es que no hay valores nucleares compartidos o sólo hay

Valores nucleares compartidos

13 9

unos pocos, o bien muchos de los valores que la sociedad considera nu­ cleares no son compartidos, sino ignorados o impugnados, es probable que la sociedad corra el riesgo de quebrarse o de cambiar de modelo. La partición de India-Pakistán se vio azuzada en p arte por las muy arraiga­ das diferencias de valor entre musulmanes e hindúes. En Líbano, duran­ te la Guerra Civil de 1 975 a 1 990, las diferencias irreconciliables entre di­ versos grupos étnicos y religiosos, sobre todo cristianos y musulmanes, desgarraron la sociedad. C anadá está p as ando por la prueba de s aber si los valores nucleares que los canadienses comparten ( que en general se cree que son bastante débiles) ,54 son más fuertes que las diferencias nor­ mativas entre la cultura francófona de Québec y la anglocanadiense del resto del país. . En el p resente hay muchas sociedades que se encuentran inmersas en un intenso megálogo acerca del equilibrio específico al que aspiran entre orden y autonomía y de la medida en que el orden social se basará en va­ lores, es decir, si aspiran a caer en la zona comunitaria y, en caso afirmati­ vo, qué posición específica tratan de ocupar en esa zona. En la sociedad norteamericana el diálogo gira en torno a dos ejes . El primero es lo reli­ gioso y lo secular. Mientras que los medios de comunicación se centran en problemas específicos (el aborto, la plegaria en los espacios públicos, las leyes contra actos homosexuales) , el foco de la discusión son los valores que orientan la regeneración del orden moral. ¿ Serán valores cristianos tradicionales o valores cívicos seculares basados en lo que se denomina acertadamente humanismo secular? ¿Y en qué medida el orden será vo­ luntario o impuesto? Esta discusión enlaza con un segundo megálogo, que se refiere al equilibrio adecuado entre derechos individuales y responsabilidad social. Aquí, como ocurre a menudo, se debaten los valores nucleares en térmi­ nos de problemas específicos, como las maneras adecuadas de tratar a los delincuentes, los derechos de los conductores que consumen alcohol y las maneras en que los maquinistas ferroviarios responden al uso de drogas . La resolución de estos dos megálogos nos acercarán mucho al diseño de la cultura norteamericana del futuro. Otras sociedades occidentales están embarcadas en diálogos seme­ j antes, que a menudo son iniciados por el debate entre comunitarios e in­ dividualistas acerca del derecho religioso. No obstante, obsérvese que en las sociedades occidentales distintas de Estados Unidos, las ideas asocia­ das a la izquierda liberal todavía ejercen mayor influencia. Muchas socie­ dades asiáticas que abordan la búsqueda de una sociedad comunitaria desde el lado opuesto, a partir de un orden social fuerte y una autonomía débil, tienen magras tradiciones y facilidades para el megálogo, que pro ­ curan desarrollar a medida que avanzan e n una direción más comunitaria.

140

L a nueva regla d e oro

Las antiguas sociedades comunistas, que se han desprendido de sus prin ­ cipales fundamentos ideológicos con escaso orden y afrontan graves de­ safíos económicos y políticos, encuentran que sus pobres procesos de megálogo están sobrecargados, cuando no saturados. ÜRIENTACIONES PARA LA PRÁCTICA Y LA POLÍTICA

REGLAS DE COMPROMISO

Ya se han analizado las reglas y su importancia. Donde faltan o han sido minadas, muchas veces los diálogos morales deben comenzar con una conversación acerca de conversaciones. Los líderes públicos y los crea­ dores de opinión necesitan llamar la atención acerca de los perversos efectos de las confrontaciones no civilizadas y los peligros que entraña el deslizamiento hacia las guerras culturales . Se podría pedir a los partici­ pantes de diálogos que se pongan de acuerdo para evitar la publicidad ne­ gativa en las campañas electorales y en las otras ocasiones en que tienen lugar diálogos morales. (Los republicanos solían tener un llamado Undé ­ cimo Mandamiento, a saber: durante las primarias, los candidatos no ha­ blarán mal los unos de los otros. Esta regla se ignoró en 1 996, aunque se había acatado ampliamente en varias elecciones anteriores . ) A menudo los legisladores y las salas judiciales definen las vías adecuadas en que las partes deben dirigirse entre sí e insisten en que los individuos se discul­ pen cuando ataquen a otros en forma personal o utilicen un lenguaje po­ co cívico. Los medios de comunicación minan las reglas cuando estimu­ lan la polarización y las confrontaciones y en cambio ayudan a mantenerlas cuando ofrecen espacio para la discusión seria (por ejemplo, en la Washington Week in Review) . Por encima de todo, las reglas se sos ­ tienen en la medida en que el público no sólo las honra de palabra, sino que, con su propio comportamiento (de votar para cambiar el canal del televisor) , también demuestra su desaprobación de la conducta que las in­ fringe. Los medios de comunicación, tanto nacionales como locales, suelen ser el foro en el que los diálogos morales de pequeños grupos se unen en­ tre sí para crear un megálogo. De ahí la importancia de la legislación que limita la capacidad de los imperios mediáticos para obtener el monopolio en una ciudad o región, por no hablar ya de todo un país. También es im­ portante mantener ciertas reglas que estimulan a los medios -que em­ plean las ondas públicas de transmisión- a que dediquen más tiempo a los diálogos morales y no sólo el domingo por la mañana o después de

Valores n ucleares compartidos

14 1

medianoche. Los canales de acceso público en la televisión por cable plantean muchos problemas y en la mayoría de los sitios parecen haber hecho mucho menos a favor de los diálogos que lo que era de esperar. No obstante, la Radio Nacional Pública (NPR en el original) y la televisión pública han sido factores capitales en el mantenimiento de los diálogos necesarios. En la medida en que muestran prejuicio a favor de una filoso­ fía específica o contra ella, es legítimo insitir en que no tomen partido. Pero el ataque generalizado a estos medios -y a los planes de privatizar­ los o comercializarlos- perjudica a los foros en los que tienen lugar los diálogos morales. El fomento de esp acios públicos, encuentros urbanos y foros, todo ello realza las oportunidades de diálogos morales. No cabe duda de la uti­ lidad de la multitud de sugerencias que preconizan el suministro de apa ­ ratos informatizados que provean de los datos pertinentes a u n tema sólo con accionar un ratón o apretar un botón, pero son mucho menos impor­ tantes de lo que sus defensores piensan. Los «controles fácticos», que los medios de comunicación instituyeron más ampliamente después de las elecciones de 1 988, tienen cierto valor, pero también han sido causa de considerable daño; los medios tienden ahora a encontrar inexactitudes menores en los enunciados de los candidatos y de esa manera alimentan la indiferencia entre el electorado. En otras palabras, en general los pro­ blemas son de naturaleza fudamentalmente normativa. Particularmente útiles son los ensayos qe se realizan en las escuelas, en los que los jóvenes aprenden el arte del diálogo. Estos ensayos apelan al modelo de las Na­ ciones Unidas, convenciones políticas simuladas o imitaciones de proce­ sos judiciales. Las iniciativas (en las que las peticiones se emplean en los Estados y las ciudades para someter a votación ítem políticos específicos) y los refe­ réndum han sido criticados muchas veces como formas de democracia di­ recta.55 Sin embargo, se puede sostener que sirven a una función bastante diferente, y que sirven bien: proporcionan ocasiones institucionalizadas para los diálogos morales en problemas tales como la acción afirmativa (la Iniciativa para los Derechos Civiles en California), el tratamiento a los in­ migrantes (Proposición 1 87 ) y el nivel adecuado de impuestos (Proposi­ ción 1 3 ) . Por supuesto, cuando se introducen muchas iniciativas al mismo tiempo -a veces hasta 2 60-, los diálogos resultan imposibles. Otros medios para reforzar el megálogo comprenden las comisiones de ciudadanos (en las que los ciudadanos se organizan para ofrecer suge­ rencias y recomendaciones a los cuerpos de gobierno; por ejemplo, hace poco se estableció una comisión de ciudadanos para participar en la for­ mación de la política de desregulación), las comisiones p residenciales (co­ mo las que estudiaron la pornografía y la Seguridad Social) y la encuesta

1 42

La nueva regla de oro

de opinión deliberativa, que acaba de introducir el científico político de la Universidad de Texas, James Fishkin, en el que los ciudadanos con­ templan y debaten problemas antes de responder a las preguntas de una encuesta.56 Se presta mucha atención a los diálogos morales que se centran en las leyes y las elecciones. No obstante, es preciso no pasar por alto el he­ cho de que los diálogos morales que se producen en los lugares de tra­ bajo o en torno a ellos (por ejemplo, las Iglesias afronorteameric anas que ponen el acento en la no violencia) y en el seno de asociaciones volunta­ rias (como la Liga Femenina de Votantes) , desempeñan un papel impor­ tante en el apuntalamiento y relanzamiento de los valores nucleares, in­ cluso cuando no se enfoquen con tanta concentración y sean menos drásticos. DIÁLOGOS VIRTUALES

La cuestión de si es posible o no mantener diálogos morales e inclu­ so celebrar elecciones utilizando artilugios electrónicos tales como Inter­ net es importante, en la medida en cada vez es más fácil disponer de estos instrumentos, y algunos gobiernos se han empeñado en intensificar este proceso , sobre todo para los pobres. La primera pregunta es la siguiente: ¿ se pueden crear vínculos co­ munales en el ciberespacio ? La respuesta parece ser afirmativa: los gru­ pos de servicios cuentan con muy pocos miembros y en ellos el mismo grupo de personas interactúa regularmente y la adhesión está limitada (por ejemplo, a las personas que tienen interés en instaurar comedores para la gente sin techo, lo que crea vínculos fuertes y una cultura sólida. Efectivamente, resulta que cuando los miembros de una comunidad vir­ tual critican a otro miembro, las respuestas de esta persona son muy se­ mejantes a lo que ocurre en esa misma situación en una comunidad «re­ al».57 Se ha temido que las comunidades virtuales debiliten las reales y por ello se las desalienta . En realidad, las comunidades virtuales permiten participar en una comunidad a gente confinada en su casa (a causa de una enfermedad, una incapacidad o de estar criando hijos) , socialmente inep ­ ta o simplemente con inclinación a ello . Tal vez haya quienes prefieran las redes informáticas a los contactos sociales, pero parecen ser muchos más quienes, de lo contrario, no podrían satisfacer en absoluto la necesidad de participar en una comunidad. (Las comunidades virtuales pueden refor­ zarse con reglas, como, por ejemplo, una que obligue a sus miembros a in­ dentificarse. ) Una vez tomadas en cuenta todas las opiniones y argumen­ tos , lo virtual tiene su virtud.

Valores nucleares compartidos

143

El examen de las sugerencias de los encuentros municipales electró ­ nicos encierra un particular interés dado lo que dichos encuentros pro­ meten y lo que nos dicen de la naturaleza del diálogo y de los procesos de­ mocráticos. En la campaña presidenta! de 1 992 , Ross Perot afirmó que, si resultaba elegido, realizaría reuniones muncipales electrónicas en las que expertos seleccionados (y tal vez algunos miembros del Congreso y de su administración) expondrían problemas importantes ante el pueblo norte­ americano. Con unas pocas semanas de intervalo se discutirían por tele­ visión, por espacio de una hora y desapasionadamente, distintos proble­ mas importantes, como el déficit del presupuesto o la crisis de la atención sanitaria. Luego los ciudadanos harían saber sus opiniones llamando a un número 800, ya fuese pulsando botones en un aparato, o enviando una tarjeta postal. De esta manera, sugiere Perot, la reunión municipal elec­ trónica volvería a dar el control de su país a los «propietarios». Otros dijeron que la idea era un ataque a la democracia constitucio­ nal y la compararon con el intento de Napoleón Bonaparte de sustituir la legislatura por frecuentes plebiscitos. Leonard Garment, consejero de la Casa Blanca durante el gobierno de Richard Nixon, dijo que Perot «sus ­ tituiría una legislatura democrática por reuniones municipales pseudo­ plebiscitarias». Walter Goodman , intelectual permanente del New York Times, expresó en un artículo que la idea «evoca la escena, tan familiar en la historia de este país, del Gran Hermano soliviantando a las masas para intimidar a la legislatura o cooptar a la oposición».58 Los críticos también señalan que se puede despistar a los espectado­ res durante las presentaciones televisadas mediante manipulaciones de las imágenes que se presentan. Y temen que la mayoría de los espectadores se p ase pronto a otros canales. La consecuencia sería que el voto no refle­ jaría la opinión del público, sino las opiniones de los escasos elegidos que vigilan los programas sobre cuestiones públicas y miembros de grupos es­ pecialmente interesados. Por último, sostienen los críticos, es indudable que se pueden manipular las encuestas posteriores a cada espectáculo. Después de todo, se puede votar tantas veces como se desee mediante un simple clic en el ratón o cualquier otro mecanismo disponible. Por ridícula que parezca, la idea de las reuniones municipales refor­ zadas por la tecnología en el orden nacional ha estado presente al menos desde que Buckminster Fuller la formuló en los años cuarenta. Merece ser examinada con seriedad, aunque sólo fuera porque muchos ciudada­ nos se sienten alejados de la política nacional tal como ésta se practica ac­ tuamente y porque es preciso encontrar nuevas maneras de involucrarlos. Además, hay una gran diferencia entre una democracia direct� aña­ dida a nuestro sistema representativo, y la sustitución del Congreso por los espectáculos televisivos y el hecho de pulsar botones. En efecto, Perot

1 44

La n ueva regla de oro

sugería equiparar los números 800 con los distritos congresuales y hacer concordar con ellos los resultados de las reuniones municipales electró­ mcas. Lo más importante es que los municipios electrónicos, lejos de ser un remedio para los males que aquejan a la democracia, podrían ordenarse de tal manera que evitaran varios de los inconvenientes contra los que co ­ rrectamente advierten sus críticos. La lista de prerrequisitos dista mucho de ser breve; no debe sorprender que la democracia sea un compuesto considerablemente complejo e imposible de reproducir, ni de aumentar siquiera, por medios tecnológicos. De ahí que probablemente sea mejor no pensar que la «teledemocracia» es «peligrosa y antidemocrática» ni que «recupera a la gente», sino pensar que es una serie de modelos que va de unas formas particularmente defectuosas de participación política a otras que satisfacen varios de los requisitos esenciales. He aquí un principio capital: sería antidemocrático sustituir los repre­ sentantes electos y las legislaturas por el voto informatizado o con cual­ quier otro tipo de brujería electrónica. Una razón principal reside en el argumento burkeano de que, a fin de elaborar políticas públicas basadas en el diálogo, los grandes grupos necesitan dos (o más) estratos de repre­ sentación, antes que la representación directa. En un sistema estratifica­ do, los votantes otorgan «mandatos» a sus representantes electos, esto es, una orientación generalizada que refleja lo que los votantes buscan: sa­ cadnos de Vietnam; concentraos en los problemas internos; haced algo al respecto de la competitividad. Los votantes evitan lo específico. Para que el sistema funcione, los ciudadanos deben permitir que sus representan­ tes , dentro de los límites de sus mandatos, practiquen un toma y daca pa­ ra encontrar una política pública compartida con otros representantes. Para llevar la teledemocracia un paso más cerca de la realidad, se puede seguir un modelo que he ensayado en Nueva Jersey, un modelo es­ tratificado y que a la vez contiene mandatos. El experimento de Nueva Jersey fue realizado con ayuda de la Liga Femenina de Votantes. Una vez al año, la Liga decide qué problemas deberían tener prioridad. Organiza ­ mos a los miembros de l a Liga e n grupos d e diez. Condujeron sus circui­ tos de conferencias electrónicas «municipales», en los que cada grupo de­ cidía qué prioridades favorecía y seleccionaba un representante para que recogiera sus sugerencias acerca del nivel siguiente de debate. Luego manteníamos las conferencias electrónicas de grupos de diez representan­ tes, quienes decidían entre ellos qué opiniones y preferencias cabía llevar al tercero y último nivel, que decidía la política de alcance estatal. Una inspección estableció que los miembros se sentían muy satisfechos de los resultados. Todos los miembros pudieron participar en el proceso de to­ ma de decisiones sin abandonar su casa; y sin embargo los representan-

Valores nucleares compartidos

145

tes elegidos tuvieron , dentro de los límites marcados por quienes los ha­ bían elegido, la libertad necesaria para elaborar un consenso que alcan­ zara a toda la Liga. Ese modelo se puede aplicar a un público de alcance nacional sobre la base del mágico poder de las curvas exponenciales: el hecho de que si uno continúa superponiendo representantes tal como se acaba de sugerir, se puede incluir a millones de participantes. Supongamos que el domingo, de diez a once de la mañana, varios expertos se dirigieran al país con el te­ ma, digamos, de si debemos o no recortar el presupuesto militar en el 50 % a lo largo de cinco años. Luego comenzaría el zumbido de la confe­ rencia electrónica con grupos de dieciocho ciudadanos, cada uno de los cuales tendría una hora para discutir y votar. A las seis de la tarde (supo­ niendo siete estratos) , todo el país (o 1 1 0 millones de adultos) habría po­ dido participar en el proceso ( ! ) . (El experimento de Nueva Jersey se rea ­ lizó antes de poder disponer d e Internet. Hubiera resultado mucho más fácil con la nueva tecnología. ) Barrio Sésamo enseña a los niños d e tercer curso l o que son Lts elec­ ciones democráticas de la siguiente manera: tienes tres dólares para gas­ tar. Algunos quier�n lápices; otros, zumo. Votas qué quieres comprar. Si la mayoría quiere lápices, tú tienes lápices, y viceversa. Esta explicación tan simple puede servir para los niños pequeños, pero los adultos que piensan en la democracia como en una máquina de votar pasan por alto un requisito importante que se satisface en las reuniones municipales electrónicas : exponer la gente a argumentos encontrados y hacer que so­ metan su posición a examen antes de votar. Lo último que necesita una democracia es que la gente vote según sus sentimientos primarios , sus impulsos primitivos, antes de tener una opor­ tunidad de reflexionar sobre ellos y discutir con los otros. Por eso es tan indeseable exponer a la gente a una idea, una política o un discurso no­ vedosos y pedirle que vote de inmediato, que es lo que tan a menudo ha­ cen actualmente las encuestas de los medios de comunicación. Mucho más democrático sería el modelo que surgiría de dejar transcurrir al me­ nos un día antes de emitir el voto, lo que permitiría que la gente discutie­ ra la cuestión con su familia, sus vecinos o compañeros de trabajo, gente con la que comparte los viajes al trabajo, etcétera. Por último, es menester prevenir el fraude. Aun cuando estén en jue­ go cosas mucho menos importantes que la política nacional, las encuestas han sido groseramente manipuladas. Por ejemplo, una encuesta de 1 990 de USA Today preguntaba si Donald Trump simbolizaba lo correcto o lo incorrecto en Estados Unidos. El 80 o/o de las 6.406 personas que llama­ ron dijeron que era magnífico; el 1 9 % dijo que era un canalla.59 ¡ El 72 % de las llamadas había llegado desde dos números de teléfono ! En otro ca-

146

La n ueva regla de oro

so de 1 990 (esta vez el tema era el aborto) , el 2 1 % de los que llamaron «votaron» al menos dos veces. Este problema se puede soluciona r al requerir que marquen su nú­ mero de la Seguridad Social y otras dos caracterís ticas identifica torias (por ejemplo la fecha de nacimiento y el apellido de soltera de la madre). Podrían extenderse a la urna electrónica las penas con que se castiga ac­ tualmente el fraude electoral. Esto no aseguraría la incorruptib ilidad de la votación electrónica, pero -como dicen los historiadore s de Chicago y dirán los biógrafos de Lyndon B. Johnson- tampoco asegura la no co­ rruptibilidad de la votación no electrónica. Varios de los críticos más duros de la teledemocrac ia se centran en su escasa representativid ad. Han señalado la probabilidad de que quie­ nes participen en un intercambio teledemocrático sean las personas más educadas y políticamente más activas, o quienes se sienten más apasionadamente implicadas en el problema. Todo esto es un problema sí se espera que los municipios electrónicos sustituyan las encuestas de opinión pública y las urnas . Sin embargo, es mucho menos problemáti­ co si la teledemocracía se añade a otros medios de expresión pública, cada uno de ellos con sus propios defectos , defectos que hasta cierto punto se corrigen precisamente con la combinación de distintos me­ dios. Las encuestas de opinión pública desempeñan un papel capital en la selección de candidatos y afectan a la política entre elecciones. Aun­ que los métodos de muestreo utilizados sean rigurosos y su resultado sea una muestra más representativa del púbico que la que cabe esperar de cualquier encuesta televisiva, los resultados se ven profundamente sesgados por la manera de formular las p reguntas . Hasta pequeños cambios en la terminología llevan muchas veces a cambios importantes en lo que se considera que es el «pensamiento del público». Además, los encuestadores casi nunca dan tiempo para la deliberación o el diá­ logo, y no proveen de información alguna acerca de los problemas a quienes encuestan. Por último, aunque no por ello menos importante, quienes participan en las votaciones regulares no electrónicas no constituyen un corte cien­ tífico del público. En general son individuos más educados, políticamen­ te más activos y a menudo más apasionadamente implicados en los pro­ blemas que los que no votan. Por encima de todo, la votación real sólo permite a los ciudadanos decir algo cada dos a11os, como máximo. El go­ bierno actual, que afecta directamente a muchos problemas , desde el aborto hasta el desempleo, desde el transporte escolar hasta la seguridad de los ahorros, requiere maneras de leer el pensamiento del público entre elecciones. En resumen, agregar los municipios electrónicos a las encues ­ tas de opinión pública ayudará a complementa r la votación real, pues has-

Valores nucleares compartidos

147

ta cierto punto se corrigen mutuamente los inconvenientes respectivos en lo relativo a la relación entre gobierno y comunidad. LA LIMITACIÓN DE LAS TENDENCIAS PLUTOCRÁTICAS

Cuando la política se mueve en una dirección en que entra en con­ flicto con -o pervierte- la dirección normativa que una sociedad (o co­ munidad) ha escogido seguir, sobre todo después de prolongados diálo­ gos, se convierte en una fuente importante de alienación profunda. Los ciudadanos tienen la sensación, completamente correcta, de que han rea­ lizado un gran esfuezo p ara lograr y.hacer funcionar los resortes de la de­ mocracia, pero que es otro quien tiene el control sobre ellos . Volver a conectar los cuerpos de toma de decisiones con los diálogos de la comu ­ nidad es uno de los temas más importantes de la agenda política pública comunitaria. La causa principal de la desconexión es que los estamentos munici­ pales, las legislaturas estatales y el Congreso de Estados Unidos (y en me­ nor medida los gobernadores y los presidentes) responden más a quienes tienen capacidad para realizar contribuciones a las campañas que a los propios electores . Se ha forzado una gran cantidad de racionalizaciones para sostener que la dependencia de las contribuciones a la campaña no es antidemocrática. Los efectos del dinero privado en la vida pública y lo que se hará con él es un tema muy amplio e importante, un tema de ésos a los que, al llegar a este punto, se suele decir: «No puedo tratar aquí es­ te tema, pues para ello haría falta todo un libro». Sin embargo, en este ca­ so debo agregar que yo ya he escrito ese libro.60 Aunque no tengo inten­ ción de repetir su argumentación , mencionaré algunos puntos destacados del mismo. Básicamente, habría que adoptar el modelo británico. En Gran Bre­ taña, las campañas electorales son cortas (cuatro semanas) . La cantidad de dinero que se permite gastar a un candidato es pequeña y está regula­ da estrictamente. (Un cargo electo que sobrepasa el límite queda invali­ dado, y el director ejecutivo de la campaña es enviado a la cárcel por un año . ) Para cubrir los pequeños costes en que las campañas incurren, se emplean fondos púbicos. Se da a los candidatos grandes oportunidades de difundir sus puntos de vista, gratuitamente, a través de la televisión pública. Los cambios que debieran introducirse si se aplicara el modelo britá­ nico a Estados Unidos o a cualquier otro sitio no serían radicales. No obs­ tante , no habrá reconciliación entre comunidades norteamericanas y sus cargos electos mientras no se reduzca significativamente el papel del di-

148

La nueva regla d e oro

nero privado en la vida pública. En otras democracias, muchas veces la desconexión entre los cargos electos y la sociedad refleja una corrupción abierta (mayor en Japón y nada trivial en países como Italia) ,61 en la que se soborna a los legisladores, se les paga por favores políticos o se les ha­ ce participar en negocios lucrativos. Además, en otras democracias se permite a menudo a las burocracias más fuertes del servicio público, que moderan a los cargos públicos, pero muchas veces los ignoran ( como en la serie de la televisión británica titulada Sí, ministro) , seguir su propia agenda. En resumen, cada sociedad debe construir nuevos puentes entre el diálogo moral y la política para corregir sus propias fuentes de descon­ tento, pero ninguna puede mantener su modelo comunitario sin respon­ der a este desafío.

/

Capítulo 5 LA VOZ MORAL

MAS ALLÁ DE COMPARTIR: LA NECESIDAD DE CONVENCER

Muchos planteamientos sobre los valores suponen implícitamente que una vez que están bien educadas las .p ersonas serán buenas, como si se las hubiera equipado con una vara interna de virtud, suficiente por sí misma pa­ ra poner en práctica su buena conducta. Análogamente, se supone que las buenas sociedades son intrínsecamente estables. Por ejemplo, muchos aná­ lisis de la sociedad civil suponen implícitamente que si una comunidad logra el acuerdo, si consigue propiciar una línea de conducta que se espera que si­ gan sus miembros, poca es la acción adicional necesaria. Éste parece ser par­ ticularmente el caso de las reuniones de las ciudades pequeñas. El cuadro sociológico implícito es aproximadamente así: tras varias reuniones munici­ pales, una comunidad ha concluido que los residentes deben abstenerse de regar sus jardines y de lavar sus coches hasta que se produzca una lluvia im­ portante. La mayoría de sus miembros, cuando no todos, se adherirán a es­ ta nueva expresión de la preocupación compartida de la comunidad por el bien común. Análogamente, si una comunidad trata de reafirmar su patrio­ tismo, el Cuatro de Julio casi no habrá quien no haga flamear la bandera na­ cional. Por lo general, esta obediencia natural es más implícitamente su­ puesta que explícitamente enunciada, porque no se considera problemática. El hecho sociológico es que los valores no vuelan con sus alas, que para que los valores de una sociedad se materialicen, para que se reflejen en la conducta, para que orienten la vida de la gente, hace falta algo más que compartirlos. 1 La principal diferencia que se encuentra a este respecto entre las so ­ ciedades es la medida en que se apoyan en mecanismos sociales informa­ les y en lo que yo llamaría la voz moral, en lugar de hacerlo en el Estado y en sus instrumentos coercitivos de aplicación de la ley. Las buenas socie­ dades descansan mucho más en la voz moral que en la coerción. LA INTRODUCCIÓN DE LA VOZ MORAL

¿ Qué es la voz moral? ¿Por qué es eficaz? ¿Por qué los individualis­ tas la temen, y por qué los socialconservadores son reacios a apoyarse en

150

La nueva regla d e oro

ella? La voz moral es una forma peculiar de motivación: alienta a la gen­ te a adherirse a los valores que suscribe. Es peculiar porque, a diferencia de las motivaciones típicas , no es la persecución de una liberación fisio­ lógica o psicológica (corno calmar la sed bebiendo agua) ni se basa en el principio del placer. El sentido de afirmación que tiene la gente cuando se guía por valores es fundarnentarnente distinto, corno veremos ense­ guida. La expresión «voz moral» es particularmente adecuada porque la gente la «oye». Así, pues, cuando se tienta a una persona que afirma un valor a que lo ignore (por ejemplo, que reniegue del compromiso con un amigo) , esa persona oye una voz que la insta a hacer lo correcto. Es ver­ dad que hay un corto número de individuos que no oyen una voz moral, y en general nos referirnos a ellos corno sociópatas. Pero la mayoría de los individuos oyen la voz, aunque con diferentes niveles de intensidad. 2 El oír la voz no significa que hayamos de obedecerla siempre y ni si­ quiera regularmente, pero siempre afecta a la conducta. Por ejemplo, una persona que en un primer momento ignora la voz luego puede arrepen­ tirse y embarcarse en una conducta compensatoria. (Por ejemplo, la pro­ babilidad de desempeñar voluntariamente una tarea fue doble en los su ­ jetos que se habían visto inducidos a decir una mentira que en quienes no habían mentido. )> La voz moral tiene dos fuentes principales que se refuerzan mutua­ mente: interna (cúales cree la persona que han de ser los valores que de­ ben compartirse, sobre la base de la educación, la experiencia y el desa­ rrollo interior) y externa (el estímulo de los otros a adherirse a valores compartidos) . La conexión entre las ideas de Freud acerca del superyó, el yo y el ego y la distinción realizada aquí entre la voz moral interna y la de la comunidad es un terna que merece tratamiento por separado, ya que requiere un análisis considerablemente extenso de los significados de es­ tos términos en la teoría freudiana. LA VOZ MORAL INTERNA (PERSONAL)

La voz moral interna, que emana del yo actuante y se dirige a ese mis­ mo yo, insta a una persona a orientarse por sus propios valores y a abste ­ nerse de conductas que infrinjan esos valores . La mayoría de nosotros no consulta un estudio sociológico o psicológico para saber qué es la voz in ­ terna, pues tenernos experiencia de primera mano respecto a su llamada. Es normal que la llamada o la afirmación de la voz adopte la forma de jui­ cios en los que el «debo» se presenta claramente diferenciado del «me gustaría».4

La voz moral

15 1

La voz interior fomenta la conducta moral otorgando un sentido es­ pecial de afirmación cuando una persona se adhiere a sus valores, y de in­ quietud cuando no lo hace. He elegido cuidadosamen te las palabras por­ que las opciones de palabras adecuadas en el lenguaje secular son bastante limitadas. Nuestro vocabulario moral (en el que habla la voz mo­ ral) ha sido muy disminuido y los términos utilizados para analizar la motivación tienden a ser reduccionistas . Reducen la motivación moral (como el altruismo) a principio del placer. Para destacar que ésta no es la fuente de la voz moral, hablo más bien de un sentido de afirmación que de satisfacción.5 No me esforzaré en buscar términos que incluyan lo que una persona «siente» o «experimenta» (términos incorrectos porque evocan el princi­ pio del placer) cuando se orienta según un valor en el que cree. Ese senti­ miento no es afín a la satisfacción que se deriva de comer una hermosa chuleta o tener una «gran» experiencia sexual. La persona que ha realiza ­ do una contribución importante (para su nivel) a los pobres, los padres que entran en un edificio en llamas para salvar a su hijo o la persona que ayuna para indicar su compromiso religioso, no se sienten «satisfechas», sino ennoblecidas por lo que, a falta de otra forma mejor, a esto lo llamo afirmación de valor. 6 La afirmación de valor afecta profundamente a la conducta. La obe­ diencia voluntaria refleja la convicción de los miembros de la sociedad de que las reglas de conducta que se espera que respeten tanto en sus fines privados como en su servicio directo al bien común, son valores en los que creen. Los estudios sobre la conducta electoral muestran que el fac­ tor más importante en la determinación de la causa p or la que una perso­ na vota es su creencia de que el votar es un deber cívico, pese a la longi­ tud de las colas en las mesas electorales, las inclemencias del tiempo o cualquier otro factor de índole utilitaria. 7 Los estudios sobre las personas que modificaron sus hábitos de consumo de energía y uso de la electrici­ dad muestran que un factor importante para hacerlo fue el vigor de su compromiso con los valores del medio ambiente.8 Los estudios sobre el papel de la religión y la ideología en la plasmación de la historia también son, de hecho, estudios sobre el poder de la voz moral. Otros estudios muestran que hay mucha más gente que paga los impuestos cuando cree que la carga fiscal es justamente compartida y los fondos recaudados se emplean con fines legítimos, que cuando no creen que éste sea el caso.9 Estados Unidos tuvo mucho menos problema para aumentar los impues ­ tos y mantener la leva durante la guerra contra la Alemania nazi y el Japón imperial que durante la intervención en Vietnam. Las recientes prohibi­ ciones de fumar en muchos espacios públicos en Estados Unidos han tro­ pezado con poca oposición y han sido ampliamente secundadas porque se

152

La nueva regla d e oro

introdujeron tras décadas de educación pública y diálogo. En Francia, las medidas similares que se introdujeron sin esa preparación fueron en gran medida ignoradas. La importancia de apoyarse extensamente en medios normativos, ele­ mento nuclear de una buena sociedad, es imposible de exagerar. La me­ jor manera de poner de relieve este hecho es comparar la reacción de la gente que obedece en tres condiciones diferentes: cuando sufre coerción, cuando se le paga o cuanto está convencida . 10 La persona que sufre coac­ ción tenderá al resentimiento, como ocurre en general con los reclusos de las cárceles. La persona pagada dejará de lado su curso de acción preferi­ do debido a la compensación que se le ofrece, pero aun así preferiría con­ tinuar su propio camino. Una persona que quería ver una película con su pareja, pero a la que se le pagó lo suficiente como para que se quedara en la oficina y trabajara horas extra, hace esto último porque busca dinero, no porque prefiera estar en la oficina. También aquí subyace un residuo de alienación, sobre todo si se hace trabajar horas extra a esa persona con frecuencia. Sin embargo, cuando alguien está convencido del valor de un cambio de orientación, ¡ cambia la preferencia ! Para insistir con el ejemplo del oficinista, si el trabajador está con­ vencido de que las horas extra ayudan a detener una epidemia, se sentiría contento de saltarse el horario de salida y la obediencia resultante apenas engendraría alienación. Por el contrario, hay un sentido de afirmación de valores que es consecuencia de un tipo particular de satisfacción, que puede ser muy intensa y ennoblecedora. Es suficientemente fuerte como para empujar a los soldados a arriesgar la vid� por su país, a los volunta ­ rios a servir en el Cuerpo de Paz por una paga insignificante, a los padres a soportar, por sus hijos, lo que en otro caso considerarían burdas humi­ llaciones . Este sentido de afirmación conduce a las personas religiosas a creer que es preferible dar a recibir y, por tanto, a rechazar las nociones que proponen los economistas neoclásicos (quienes , a su vez, se inspiran en nociones liberalistas) de que cada uno tiene el deber de tratar de ganar el máximo posible y dar lo menos posible. Es evidente que no hay ninguna sociedad capaz de apoyarse por com­ pleto en una sola fuente de motivación para ayudar a sostener la obe­ diencia a los dictados del orden social. Así, las sociedades totalitarias des­ cansan hasta cierto punto en los incentivos (por ejemplo, no han abolido las diferencias de pago) e intentan persuadir; y las sociedades liberales descansan hasta cierto punto en la fuerza) . Análogamente , las sociedades comunitarias no pueden reposar en un solo medio normativo, y no lo ha­ cen. Todavía pagan a sus servidores civiles, ordenan a sus fuerzas policia ­ les, etcétera. No obstante, se apoyan en mucho mayor medida en medios normativos, sus miembros están mucho más comprometi dos con el man-

La voz moral

15 3

tenimiento del orden y es mucho menos probable que traten de socavar­ lo que los de otras sociedades. En resumen, el orden de las buenas socie­ dades se apoya significativamente más en la voz moral que el de otros ti­ pos de sociedad. LA VOZ MORAL DE LA COMUNIDAD

Aunque la voz moral es en parte una voz interior, en el sentido de que los individuos la oyen dirigirse a ellos desde dentro de sí mismos («creo que debo») , también es sólo una expresión de la comunidad a la que per­ tenecen. En verdad, éste es el significado de la comunidad para" el para­ digma, la sociología y la filosofía comunitarios: a menudo las comunida­ des tienen voces morales vigorosas y por ello pueden contribuir al orden social que se inspira significativamente en compromisos con valores y que es voluntario, no comprado ni forzado. Dado que este papel de la comu­ nidad es tan central y que puede ignorarse o discutirse a gran esc:�.la , �l próximo análisis se detendrá en este punto crucial. Se suele ver a las comunidades como redes sociales en las que los in­ dividuos están unidos entre sí por relaciones que cruzan dicha comuni­ dad en todas direcciones, no p or relaciones entre uno y otro individuo. 11 Por eso a menudo se describe a las comunidades como lugares «cálidos y confortab l "' ::, ». 1 2 En un sentido más popular, se define a ;las comunidades como lugares en los que el jefe de la oficina de Correos' conoce lfmestro nombre de pila o en los que alguien que nos pregunta cómo estamó's quie­ re oír la respuesta. En una charla acerca de una película sobre una comu­ nidad de traficantes en diamantes, el coordinador captó bien esta noción de comunidad: '

.

Todo el mundo conoce a todo el mundo: los nombres de pila son habi­ tuales y los negocios se cierran con un apretón de manos. Los hijos con bo­ nito pelo rizado siguen a padres barbudos en el juego; los competidores es­ tudian juntos en la sinagoga y bailan juntos en las bodas. 13

Pero ése es tan sólo uno de los elementos que constituyen una comu­ nidad; las comunidades también comparten conjuntos de valores y los re­ afirman, estimulan a sus miembros a que se guíen por ellos y los censuran cuando no lo hacen. Las comunidades tienen una voz moral que es exte­ rior a la propia voz del ego y que sirve para reforzar la voz interna de los miembros. Aunque la voz moral interna y la de la comunidad canten la misma canción, a menudo hay diferencias en el registro, en las palabras que cada una entona y en las notas exactas que producen.

154

La nueva regla de oro

La voz moral es la vía principa l por la que los individu os y los grupos de una buena sociedad se estimulan entre sí para adherirse a la conducta que refleje los valores compartid os y a evitar la conducta que los ofenda o los infrinja. A menudo los observador es casuales (y, hasta cierto punto, los científicos sociales) ignoran la voz moral, porque ésta es informal, su ­ til y está muy incorporada en la vida cotidiana. No pocas veces esa voz ac­ túa a través de ceños fruncidos, comentarios suavemente sarcásticos (y otros no tan suaves) , elogio, censura y aprobación. Para determinar a qué valores se adhieren los miembros de una co­ munidad en concreto y cuál es la firmeza de su voz moral, podemos pre­ guntarnos qué valores se sienten inclinados a defender abiertamente y con qué vigor. Yo mismo he dirigido una investigación informal que podría uti­ lizarse como autotest. Pregunté: «¿Diría usted algo si: a) ve que una fami­ lia se marcha de un lago limpísimo y deja envases de bebida y papeles; b) ve a una pareja de enamorados grabando sus iniciales en la corteza de un árbol; c) ve que una madre le está dando una tremenda paliza a su hijo en el supermercado; d) alguien se mete en una cola cuatro personas antes que usted; e) ve que una pareja se besuquea y se acaricia desmedidamente en un parque público, a plena luz del día y cerca de un grupo de niños pe­ queños; f) ve a un conocido conducir demasiado rápido en una zona de baja velocidad de su barrio y luego se encuentra con el conductor en una tienda; g) es testigo de que un adolescente se ofrece a llevar los comestibles de un ciudadano adulto al coche de éste; h) ve que alguien que no es mi­ nusválido aparca en el sitio reservado para minusválidos ; i) alguien hace una donación importante (en relación con sus ingresos) para una causa? Si muy pocas veces los miembros de una comunidad se sienten lla­ mados a alentar a los demás a actuar según los valores compartidos de di­ cha comunidad, ésta tiene una voz moral bastante diluida o débil. Si a ve­ ces los miembros se expresan abiertamente, los problemas de que hablan reflejan los valores con los que están más comprometid os. Si los miem­ bros de una comunidad hablan abiertamente en la mayoría de las situa­ ciones y sobre la mayoría de los problemas, en particular si lo hacen con energía, la comunidad es una comunidad moral. Ejemplos de ello son tan­ to las comunidades religiosas bien establecida s (por ejemplo, algunos mo­ nasterios) como las laicas ideológicas (por ejemplo, los primeros kibbutz) . Unas y otras tienen fuertes voces morales. VOCES INTERNAS Y VOCES COMUNALES

Aquí pasa a ocupar el centro de atención la profund a conexió n entre los dos element os básicos de la comuni dd, los vínculo s sociales y la voz

La voz moral

15 5

moral: las personas siguen más fácilmente la voz moral de otras por las que se preocupan, de aquellas con las que tienen lazos afectivos; esto es, los miemb ros de su comunidad. (La familia es como una pequeña comu­ nidad; es al mismo tiempo una oleada afectiva y un conjunto de valores.) Una buena proporción de una conducta en concreto, incluso si la so­ ciedad es sólo parcialmente comunitaria, se produce porque la gente cree que ésa es la manera correcta de actuar y sus perspectivas morales están validadas por otros que las comparten . Paul Robinson observa, acerca de los hallazgos de la ciencia social: «Más allá de la amenaza del castigo le­ gal, la gente obedece la ley porque teme la desaprobación de su grupo so­ cial y porque en general se consideran seres morales que desean compor­ tarse correctamente, tal como ellos perciben lo que es correcto». 14 Pruébese este experimento mental: imagine el lector que, en una pa­ rada de autobús, un extraño masculla que no está usted vestido adecua­ damente, que habla demasiado fuerte y que debiera bañarse urgentemen­ te. Imagine ahora las mismas observaciones, pero pronunciadas por un amigo íntimo, su amante esposa o un empleado de confianza. La segunda fuente tiene mucho más peso a causa del vínculo afectivo. Quizá los psicólogos tal vez atribuyan la necesidad de afecto a la ma­ nera en que la gente se sensibiliza primariamente ante las afirmaciones morales, esto es, en sus relaciones con los padres. Estos padres emplean los vínculos que los infantes alimentaron y acariciaron en su desarrollo p ara estimular a los hijos a comportarse tal como los adultos consideran que es apropiado hacerlo. Cuando los hijos crecen, esta relación se ex­ tiende a otras personas más alejadas: miembros de la familia extensa, ma­ estros y líderes de la comunidad. La misma estrecha y poderosa conexión entre vínculo afectivo y voz moral se encuentra entre los miembros de grupos a los que uno pertenece. (El efecto resulta especialmente poderoso cuando los grupos ofrecen víncu­ los afectivos concentrados y múltiples. Muchos estudios han mostrado que, para los adolescentes, la voz de los grupos de pares es más persuasiva que cualquier otra. Está bien documentada la persuasión concreta de los grupos de pares en las prisiones, el ejército, las fábricas, las bandas callejeras y las milicias. Los llamamientos normativos se expresan bien en estas comunida­ des fuertes y decaen cuando se debilitan las oleadas sociales de vínculos. D� esto se desprende que si la voz moral es débil o no existe, si la co­ munidad no toma en cuenta la medida en que sus miembros viven de acuerdo con los valores nucleares o los ignoran, el silencio de la comuni­ dad se convierte en una razón fun damental por la que no se tienen en cuenta los valores. El famoso estudio de Edward Banfield de una aldea del sur de Italia que carecía de voz moral proporciona una viva descrip­ ción de los desconcertantes resultados de esa circunstancia . 15

156

La nueva regla d e oro

La voz moral de una comunidad es más eficaz cuando apela a los va­ lores que la gente ya suscribe. Así, pues, si uno se pregunta en voz alta por qué un ateo en particular no asiste a la iglesia los domingos, esto tendrá muchas menos consecuencias que si dirige la misma delicada pregunta a un feligrés que acude a la iglesia. Es verdad que las voces morales pueden surgir en menores comuni­ dades (digamos, en pasajeros que comparten regularmente los viajes dia­ rios al trabajo) , incluso en lnternet,16 pero son particularmente eficaces cuando los vínculos comunales son fuertes. Por esta razón los vendedores tienen tanta prisa por llamar por el nombre de pila a un cliente potencial, palmearlo, contarle chistes o preguntar por sus seres queridos: tratan de establecer una apariencia de intimidad. Tratan de lograr el tipo de intimi­ dad que entraña la comunidad, en la que la gente presta recíprocamente oídos a las respectivas expresiones de preferencias . Es importante observar que el vínculo afectivo asegura que la voz moral de la comunidad será escuchada, pero no que surgirá necesaria­ mente en nombre de valores que el lector o el autor de estas páginas aprueben. La voz moral de una comunidad habla y defiende cualesquiera valores que la sociedad comparta. La condición ética de los valores parti­ culares de una comunidad particular, y por tanto del contenido de su voz moral, ha de ser evaluada independientemente de la pregunta referente a si los valores que suscribe la comunidad aprueban o no el examen ético. (Este tema se tratará en el capítulo 8 . ) Poner d e relieve l a importancia d e las voces morales e n el ordena­ miento de la vida social, en la garantía de que la gente se guiará por los va­ lores de sus comunidades con poca policía o sin ella, no equivale a negar que, en última instancia, cada individuio sea libre de juzgar si se orienta o no por tales afirmaciones morales. En verdad , lo repetiré una vez más, precisamente porque esas voces no son coercitivas, la voz moral es mucho más compatible con la autonomía individual que la confianza en la poli­ cía, que, en comparación, es coercitiva. La tesis precedente ha sido objeto de retos que a continuación se ci­ tan y se responden. CRíTICAS

Y

RESPUESTAS

«Las comunidades son indefinibles» Diversos críticos sostienen que el valor del concepto de «comunidad» es discutible porque está muy mal definido , es decir, porque no tiene desig-

La voz moral

157

nación identificable. En «The Myth of Community Studies», Margaret Sta­ cey sostiene que la solución a este problema es evitar directamente el térmi­ no.17 Colín Bell y Howard Newby dicen lo siguiente: «Nunca ha habido una teoría sobre la comunidad, ni siquiera una definición satisfactoria . 40 .

• ,

Todo esto refuerza l a observación sociológica d e que, para que una comunidad se sostenga, es menester alimentar constantemente las lealta­ des estratificadas. ELEMENTO NUCLEAR 4 : NEUTRALIDAD, TOLERANCIA O RESPETO

Para que la comunidad de comunidades se sostenga, los miembros de la comunidades que la constituyen han de combinar su apreciación de y su compromiso con sus propias tradiciones, culturas y valores particula­ res con el respeto a las tradiciones, culturas y valores de otras comunida-

240

La nueva regla de oro

des . Y esto se debe conseguir sin el temor de que ese respeto se interpre ­ t e como señal de que abrazan valores d e otros como si fueran propios, o de que los respaldan moralmente.41 A menudo los individualistas no afrontan este problema porque hu­ yen de los juicios sobre la naturaleza de una virtud social. Esto es cohe­ rente con su posición de mantenerse «neutrales» en lo que hace a estas cuestiones, es decir respecto de, pongamos por caso, la diferencia entre homosexualidad y heterosexualidad. David Boaz, del Cato Institute, por ejemplo, ha denunciado a los socialconservadores por atacar los derechos de los homosexuales, y ha apoyado la extensión de los beneficios sanita ­ rios a las parejas de homosexuales cuando se estos beneficios se exten­ dieron a los cónyuges de los heterosexuales.4 2 Los socialconservadores duros, y sobre todo los fundamentalistas, tienden a enarbolar un conjunto unitario de valores y a condenar a quie­ nes tienen otros valores, desde gays hasta judíos, desde católicos hasta bu­ distas zen. Pat Robertson sostiene que: Dices: «Se supone que has de ser bueno con los episcopalistas, con los presbiterianos, con los metodistas y esto y lo otro y lo de más allá». Pero eso es absurdo. No tengo que ser bueno con el espíritu del Anticristo. Puedo amar a la gente que sostiene opiniones falsas, pero no tengo que ser bueno con ellas.43

Con toda justicia se caracteriza de intolerante la actitud de los con­ servadores más duros respecto a la diversidad. James Hunter sostiene que nuestra meta debería ser la tolerancia, lo que no significa aceptar que todos los puntos de vista tengan la misma va­ lidez que el propio, sino aprender a vivir pacíficamente junto a aquellos con quienes discrepamos.44 Sin embargo, el término «tolerancia» implica un considerable distanciamiento. Implica que se soportarán esos puntos de vista por razones de urbanidad o por el bienestar de la sociedad, pero que en realidad se les juzga moralmente inferiores a los propios. Por el contrario, el comunitario parece respetar más otras subculturas que la propia, en la medida en que hay en juego particularidades y no costum­ bres y valores relativos al «marco» (el núcleo de valores compartidos) . Respeto significa que aunque no sean valores que yo sostenga, no tengo ninguna objeción normativa que aportar a que otros los sostengan. Así, yo no soy budista, pero respeto el budismo; no soy entusiasta del jazz, pero (a diferencia de muchos fundamentalistas religiosos y comunistas) respe­ to a quienes lo son. No hay prueba o razón sociológica para esperar que el compromiso con la propia cultura sea antitético respecto a conocer y respetar la de

Pluralismo en la unidad

24 1

otros. Además, centrarse en la cultura propia, con exclusión de las otras, obstaculiza las comunicaciones y la comprensión interculturales y, por tan­ to, la comunidad de comunidades. Un ejemplo típico es una maestra de es­ cuela que regaña a niños asiáticonorteamericanos porque no miran a los ojos, lo que ella considera un rasgo de amabilidad, mientras que en la sub­ cultura dada el mirar a la cara de otro se considera una falta de educación. Los yalores nucleares, la cultura y la integridad de Estados Unidos no su­ frirían menoscabo, y su pluralismo se vería recompensado si todos los miembros de la sociedad tuvieran un grado superior de comprensión y de aprecio por otras culturas. Esa comprensión y aprecio, por supuesto, tam­ bién contribuiría a que los norteamericanos estuvieran en mejores condi­ ciones para tratar con otras partes dd mundo. ELEMENTO NUCELAR 5: LA LIMITACIÓN DE LA POLÍTICA DE LA IDENTIDAD

Los efectos centrífugos de las diferencias grupales subculturales se exacerban en una cultura política que acentúa las diferencias y rebaja los elementos comunes. Una forma particularmente común que esta idea ha adoptado es la de definir a la gente como si tuviera un único estatus so­ cial, como si todos fueran miembros de una sola comunidad y no de mu ­ chas comunidades que se superponen y se entrecruzan. Esto resulta evidente cuando se anima a la gente a que se vea predo­ minantemente, aunque no de manera exclusiva, como negros o como blancos, como varones o como mujeres, etcétera. Esta orientación mono ­ lítica desdeña el hecho de que cada persona tiene múltiples estatus, lo que quiere decir que alguien puede ser negro y compartir con unos blancos la condición de ser, por ejemplo, mujer y, con otros, la de pertenecer a la clase obrera, ecétera. Y desdeña también el hecho de que todos son miembros de una única sociedad. Esta orientación, que se refleja en «po ­ líticas de identidad»,45 se refuerza cuando s e presentan las diferencias grupales como totales y se describe a los otros grupos como el enemigo. En cambio, las diferencias grupales se deben ver como diferencias entre miembros de la misma comunidad, que pueden y necesitan ser elaboradas mientras se mantiene la comunidad, incluso si en el proceso sea forzoso remodelarlas profundamente. Lewis Lapham se lamenta en estos términos : Si creyera lo que leo en los trabajos epecializados, no me costaría pen­ sar que ya no me identifico simplemente como norteamericano. Aparente­ mente, el sustantivo no significa nada, a menos que se ie agregue un adjeti­ vo. Como simple norteamericano no tengo ni voz ni pruebas auténticas de

242

La nueva regla de oro existencia. Sólo adquiero presencia en calidad de norteamericano viejo, de norteamericano blanco, de norteamericano rico, de norteamericano negro, de norteamericano gay, de norteamericano pobre, de norteamericano indio y de norteamericano muerto.46

En una conferencia de 1 995 sobre la raza, un participante, al mismo tiempo afronorteamericano y puertorriqueño, dijo: «Todo es negro, blan­ co, negro, blanco. Si prestara oídos únicamente a los medios de comuni­ cación, sólo existiría una mitad de mí».47 J anet Saltzman Chafetz señala que por no reconocer las diferencias dentro de los grupos, la gente puede hacer afirmaciones estadísticas acer­ ca de las diferencias entre diversos grupos y «un grupo mitologizado y do­ minante de "varones blancos y heterosexuales"».48 Y agrega la misma au­ tora: «Al centrarse continuamente en diferencias medias entre grupos estadísticos, o descripciones "típicas" de individuos de diferentes catego­ rías, los responsables de diseñar las políticas y los medios de comunicación perpetúan la nociva idea según la cual nuestra nación está compuesta de grupos homogéneos con los mismos intereses y determinantes sociales».49 Contra esta concepción de marcar diferencias a lo largo de líneas de un único estatus, la percepción comunitaria considera que toda autodefi ­ nición -y todas las definiciones por otros y acerca de otros- que reduz­ ca los individuos a un sola categoría pone en peligro la comunidad de co­ munidades. Lo que está en discusión no es el ser miembros informados y leales a un grupo u otro. Lo que está en discusión es la orientación exclu ­ sivista y el intento de monopolizar una categ9ría para ahogar todas las otras.50 Está bastante claro que, entre los años sesenta y los noventa, en mu­ chas sociedades la política de identidad surgió con fuerza, sobre todo a lo largo de líneas raciales, étnicas y de género (aunque la política de identi­ dad de clase ha sido acallada por muchas razones, incluso el hecho de que las otras líneas de división entrecortaban y, por tanto, velaban, la líneas de clase) . Sin embargo, está mucho menos claro en qué medida el conjunto de los miembros de varios grupos, tal como los adalides de la identidad, siguen en verdad a sus líderes grupales y, por encima de todo, a su afir­ mación de lealtad primaria -cuando no exclusiva-, que es precisamen ­ te el tipo que va en detrimento de la sociedad comunitaria. A pesar de la escasez de datos que reflejan directamente este proble ­ ma, se puede obtener cierta penetración en el mismo a partir de la repug­ nancia de la mayoría de los miembros de los diversos grupos a aceptar la etiqueta que se les destina y a identificarse con «SU» grupo. Así, muchos «latinos» no se consideran pertenecientes a un grupo, sino a una variedad de grupos étnicos (como el norteamericano cubano , el norteamericano

Pluralismo en la unidad

243

mexicano, el puertorriqueño) y dentro de cada uno de estos grupos, las opiniones sobre muchos problemas varían enormemente.5 1 De manera si­ milar, cuando se llega a los norteamericanos «asiáticos», la mayoría de ellos se ven predominantemente como norteamericanos coreanos, filipi­ nos o japoneses, y sólo a veces como norteamericanos asiáticos. Por lo de­ más, las diferencias que se perciben entre las distintas etiquetas en el se­ no de un mismo grupo son considerables.52 Cuando se trata de opiniones políticas, los puertorriqueños , los cu­ banos y los mexicanos no comparten opinión, aun cuando todos caigan dentro de lo que se ha dado en llamar comunidad de latinos. De acuerdo con las últimas investigaciones, más del 60 % de los norteamericanos puertorriqueños y mexicanos se identifican como demócratas, mientras que el 65 % de los cubanos dicen �er republicanos. Sobre el tema del aborto, la mayoría de los cubanos se identifica como pro elección, pero la mayoría de los norteamericanos mexicanos y puertorriqueños son antia­ bortistas. Además, sus puntos de vista divergen de la retórica común de sus líderes. Una abrumadora mayoría de sujetos entrevistados piensa que hay excesiva inmigración, mientras que a menudo los líderes latinos de­ fienden menos restricciones a la inmigración.53 Análogas discrepancias pone de manifiesto la Proposición 1 87 de Ca­ lifornia. Durante la campaña de 1 994 , la prensa calificó la medida como un esfuerzo del ala derecha nacionalista para combatir la inmigración. Sin embargo, el análisis de los votos revela que la propuesta fue aprobada con el apoyo de la cuarta parte del total .de votantes latinos y cerca de la mitad de votantes afronorteamericanos y asiáticonorteamercanos del Estado. 54 En cuanto a ideas políticas, los diferentes grupos minoritarios han da­ do muestra de tanta división en sus propias filas -y a veces más- que respecto a otros grupos étnicos.55 Los afronorteamericanos conservadores están logrando reconocimiento, con líderes tales como Alan Keyes, Shelby Steele, Thomas Sowell y Michel L. Williams. Y quien suponga que todas las mujeres forman un frente unificado no necesita más que pensar en la conservadora Phyllis S chlafly y la feminista Catharine MacKinnon para advertir la gran diferencia entre sus respectivas opiniones. Pero los líderes de distintos grupos sostienen que azuzar la hostilidad dentro de un único estatus y organizar confrontaciones es una manera efectiva dé movilizar el grupo p ropio, conseguir fo ndos, mantener leales las tropas y conseguir el voto en bloque. No obstante, para que una polí­ tica de comunidad de comunidades funcione, el secreto está en que los grupos constitutivos se den cuenta de que deben luchar por sus respecti­ vas causas con una mano atada a la espalda. Deben advertir que si van hasta el final y tratan de maximizar la parte de su grupo en desmedro de los vínculos compartidos, pondrán en peligro estos vínculos. Por ejemplo,

244

La nueva regla de oro

si cada grupo pidiera todos los subsidios, préstamos federales y exencio ­ nes fiscales que pudiera arrancar a los políticos, el déficit que derivaría de ello destruiría la economía. Por tanto, para sostener una sociedad comu­ nitaria, es menester sustituir la política de la identidad por la política re­ conocidamente más compleja que permite que un grupo proponga sus necesidades particulares mientras reconoce al mismo tiempo que sus miem­ bros tienen otras afiliaciones y lealtades con una comunidad más extensa y con otros grupos que también forman parte de esa sociedad.56 En efec­ to, cuanto más activos son los individuos en múltiples grupos que se en­ trecruzan -por ejemplo, una asociación profesional nacional y un grupo étnico local-, lo más probable es que la naturaleza comunitaria de la so­ ciedad persista. Cuanto más monopolizados están los individuos por un grupo cualquiera, menos comunitaria es la sociedad. ELEMENTO NUCLEAR 6: DIÁLOGOS DE TODA LA SOCIEDAD

Ya hemos visto (capítulo 5 ) la importancia de mantener la condición civil de los diálogos y evitar que los diálogos morales se conviertan en guerras culturales. Lo único que queda por observar aquí, en la lista de los elementos necesarios para desarrollar y sostener una comunidad de co­ munidades, es que esta tesis se aplica a diálogos entre comunidades y no simplemente en el seno de una comunidad. ELEMENTO NUCLEAR 7 : RECONCILIACIÓN

Uno de los procesos menos estudiados que forman y alimentan las so­ ciedades comunitarias es el de la reconciliación. Lo poco que sabemos acerca de la reconciliación se refiere predominantemente a las relaciones entre individuos, no entre grupos. No debe confundirse la reconciliación con la mediación, la resolución de conflictos o la negociación : cada una de estas cosas está íntimamente ligada a los intereses distintos de las par­ tes y, por tanto, se centra en procesos intrumentales tales como la parti­ ción de la diferencia y el regateo. La reconciliación tiene que ver con ele­ mentos afectivos, tales como el resentimiento y el odio, y se asocia a estados psicológicos. Nicholas Tavuchis identifica cuatro fases de la reconciliación: la ne­ cesidad de disculparse, la disculpa propiamente dicha, el perdón y, por último, la auténtica reconciliación.57 Antes de cualquier disculpa debe es­ tar claro que el grupo que se disculpa debe ser valioso para el grupo ofen­ dido58 y que éste está dispuesto a recibir las disculpas del primero . (Las

Pluralismo en la unidad

245

disculpas que se dan en caliente inmediatamente después de una ofensa importante pueden ser mucho menos eficaces que las que tienen lugar tras un período de enfriamento, aunque las irritaciones menores pueden tratarse sobre la marcha, por así decirlo.) El acto de disculparse está sometido a varios requisitos. Debe ser una disculpa pública, clara y explícitamente documentada. Entre grupos, las dis­ culpas secretas o privadas no pueden sustituir sistemáticamente a las pú­ blicas y oficiales . Por ejemplo, en la década de los ochenta se supo que durante los años cincuenta la CIA había realizado experimentos perj udi­ ciales con canadienses que no habían dado su acuerdo para ello. Aunque los funcionarios de la CIA se apresuraron a decir que lamentaban perso­ nalmente esas actividades, se negaro9 a pedir disculpas públicamente en nombre del gobierno de Estados Unidos y, pese a lo que era de esperar, nunca se hizo nada al respecto.59 Entre los ejemplos de disculpas correctamente construidas están las que pidió Japón en la Asamblea General de las Naciones Unidas por su papel en la Segunda Guerra Mundial.60 Estas disculpas ayudaron a efec­ tuar la reconciliación entre Japón y sus vecinos asiáticos . Otro ejemplo es el de las disculpas que los baptistas del Sur ofrecieron a los afronorte­ americanos por haber tolerado el racismo durante la mayor parte de su historia.61 Y otro caso aún es el de las disculpas oficiales (y muy tardías) que Estados Unidos ofreció en 1 988 a los norteamericanos de origen ja­ ponés a quienes habían internado durante la Segunda Guerra Mundial. A las disculpas le siguió un pago en efectivo a los sobrevivientes, más como p rueba de sinceridad que a título de compensación. En este sentido fue un gesto muy apreciado.62 La formulación de la disculpa debe reconocer claramente la injusti­ cia infligida. En un libro sobre la reconciliación racial, Harlon Dalton destaca, además de la necesidad de estar abierto a las diferencias, la de poner sobre la mesa «todos nuestros «antes»».63 Otro autor, en referencia a una reconciliación entre judíos y alemanes, dice: «Las auténticas trans­ formaciones sólo tienen lugar si . . . judíos y alemanes afrontan conjunta­ mente el recuerdo injurioso y se vuelven recíprocamente vulnerables a la presencia del otro».64 Tavuchis señala que esta necesidad de apertura es una explicación de la frustración que tuvo tanta gente en Estados Unidos a propósito de Richard Nixon: aun cuando Nixon dijo públicamente que lamentaba lo ocurrido, se negó constantemente a reconocerse apesadum­ brado por ello, lo cual dificultó el perdón consecuente.65 No es demasiado fácil conceder el perdón sin la sugerencia de que el error original era excusable. Ni el perdón puede ser tan generoso que lle­ ve al olvido. Esto ha conducido a muchos judíos, por ejemplo, a ser más bien cautos incluso acerca de las disculpas más sinceras de Alemania. La

246

La nueva regla de oro

última fase se describe como una tansformaci ón. Al describir la reconci­ liación gradual entre judíos y alemanes, Bjorn Krondorfer dice: Tal como yo veo las cosas, la reconciliación es una práctica ritual o una experiencia que tiende a la transformación . Libera . . . [a ambas partes] del punto muerto de las prácticas discursivas corrientes y las estimula a buscar nuevas maneras de relacionarse entre sí, sin dejar por ello de lado la historia y el recuerdo . . .66

Los ejemplos de reconciliación parcial y más plena desempeñan en la construcción de la comunidad un papel mucho mayor que el que se suele pensar. Ya se han hecho referencias a los comienzos de reconciliación en­ tre negros y blancos y entre judíos y alemanes. Otros ejemplos compren­ den la reconciliación entre el Sur y el Norte en las generaciones que si­ guieron a la Guerra Civil y la reconciliación entre Alemania y Francia que siguió a tres guerras importantes y que llevó a estos países a convertirse en los soportes principales de la Comunidad Europea. ¿ U N LENGUAJE NUCLEAR?

Muchas sociedades debaten si la lengua debe formar parte del marco compartido, es decir, si se espera que todos los miembros de la sociedad se expresen en una sola e idéntica lengua, o si pueden coexistir varias. Es­ te problema se debatió en Bélgica, Suiza, Canadá e Israel y todavía se de­ bate en la sociedad norteamericana. En todas estas sociedades, ya sea en una fase, o en otra, el problema se ha debatido en términos de gran in­ tensidad emotiva. En Estados Unidos, algunos grupos ultraconservadores han empleado el compromiso con el inglés como frase clave del naciona­ lismo y los sentimientos hostiles a los inmigrantes . 67 Algunos de estos grupos se han asociado a un movimiento para evitar el ingreso de inmi­ grantes y mantener a Estados Unidos como país blanco y ario. Otros sim­ plemente exigen que los letreros de las calles , las papeletas electorales y los documentos de gobierno sólo estén escritos en inglés y que el inglés sea la lengua oficial del país .68 Algunos izquierdistas han utilizado la exis­ tencia de grupos racistas a favor del inglés como prueba de que apoyar el inglés como lengua nuclear equivale a robar su cultura a los inmigrantes. Rosalie Pedalino Porter observa lo siguiente: «La mayoría de los críticos [a las enmiendas sobre el inglés] . . . atacan la legislación acusándola de na­ cionalista, xenófoba, racista y prejuiciosa».69 Sin embargo, si se despejan las resonancias emotivas, quedan a la vis ­ ta algunos hechos. En primer lugar, la mayoría de los inmigrantes tienen

Pluralismo en la unidad

24 7

interés en aprender inglés .70 La mayoría de los más directamente afecta­ dos no consideran que aprender inglés sea un ataque a su cultura, algo a lo que se vean forzados. Por el contrario, por razones que van de la utili­ dad (el inglés es útil) a la identificación con la comunidad de comunida­ des, la mayoría de los inmigrantes tratan de adquirir la lengua del país . Cuando California aprobó una proposición sobre la lengua inglesa en 1 986, recibió el apoyo del 73 % de los votantes , muchos de ellos inmi­ grantes .71 Porter observa que no hubo presentaciones jurídicas que im­ pugnaran la ley y que «hasta ahora no se han avertido efectos discrimato­ rios en los Estados en los que se ha aprobado la legislación sobre el inglés».72 También se observa que no hay.contradicción intrínseca entre apren ­ der inglés y mantener la cultura propia. La mayoría de las sociedades ha descubierto que tener una lengua compartida que dominen todos los miembros de la sociedad aumenta la cohesión y el buen funcionamiento de ésta. En verdad, gran parte de los negocios -desde el control de trá­ fico aéreo hasta la banca- se lleva a cabo en inglés en todo el mundo. También merecen ser ampliamente ventilados otros problemas que suelen ir ligados a la cuestión de si debemos o no fomentar una lengua compar­ tida, desde el tratamiento adecuado a los inmigrantes ilegales hasta el al ­ cance de las oportunidades de la educación bilingüe. Sin embargo, la me­ jor manera de conseguirlo es que esos problemas no se mezclen con la cuestión de en qué lengua se dirigirán los norteamericanos unos a otros en la vida cotidiana. La noción de una comunidad de comunidades en general, y la de las lealtades estratificadas en particular, sugiere que debería promoverse el dominio del inglés como lengua de la comunidad de comunidades, mien­ tras que, por distintas razones, comprendidos el mantenimiento de sub­ culturas y la constitución de comunidades, deberían aprenderse también otras lenguas. IMPLICACIONES PARA LA PRÁCTICA Y LA POLÍTICA

Es casi innecesario señalar la orientación política general que se sigue de la discusión anterior: una sociedad en tensión debido a las tendencias grupales centrífugas necesita promover /amaciones y procesos que apunta­ len vínculos sociales y valores compartidos. El propósito no es abolir las di­ ferencias, «asimilar», sino reforzar el marco que mantiene unidas las dis ­ tintas piezas. La exhibición de símbolos. A veces se exhiben en un contexto afirma­ tivo los símbolos de la unidad de toda una sociedad. Ejemplos de este ti-

248

La nueva regla de oro

po son colocar coronas en la tumba del soldado desconocido, hacer on­ dear la bandera a media asta cuando muere un héroe nacional o realizar desfiles el Cuatro de Julio. Entre 1 960 y 1 990 hubo una tendencia a con­ vertir esos símbolos en motivos de enfrentamiento ( ¿ debe el presidente Reagan ir a Alemania a depositar una corona en la tumba del cementerio de Kolmeshohe de Bitburg que recuerda a los soldados de las SS caídos en combate? ¿Debe permitirse a los gays marchar en el desfile del St. Pa­ trick's Day en la ciudad de Nueva York?) o también a evitar desplegarlos y alejarse de esas actividades sociales simbólicas para refugiarse en la vida privada (por ejemplo, convirtiendo el Cuatro de Julio en un día para en­ cender la barbacoa en el fondo de casa) . La regeneración requiere la restauración de las actividades simbólicas compartidas y el refuerzo del compromiso con ellas. (Este desarrollo ya está ocurriendo en el nivel familiar a la hora de celebrar ceremonias ma­ trimonales, que en los sesenta se habían degradado y que hoy comienzan a tratarse otra vez con más ceremonia. ) Políticas de los medios de comunicación . Los medios públicos, que in­ cluyen elementos tales como C-Span, National Public Radio y televisión pública, son un terreno importante para la construcción de la unidad, así como los megálogos. Podemos preguntarnos si esos medios los deberían sostener los contribuyentes fiscales o depender predominantemente de contribuciones de individuos y fundaciones. Sin embargo, está bastante claro que esos medios contribuyen a la construcción de la sociedad, fina­ lidad a la que no servirían tan bien si se comercializaran. Hay espacio para discutir cómo asegurar que los medios públicos de comunicación no «se inclinen» a favor de un conjunto de valores contra otros. (A menudo se ha acusado a los medios públicos de comunicación de exhibir un prejuicio liberal.) En verdad, se trata de una discusión pro­ ductiva porque pone de relieve la búsqueda de valores compartidos y de un terreno compartido donde competir. Políticas educacionales. Las fuerzas centrípetas se refuerzan en la me­ dida en que sea posible desarrollar algunos elementos de un currículum compartido para las escuelas públicas de la sociedad global, especialmente si el currículum contiene enseñanzas que reflejen el núcleo de valores com­ partidos y no sólo la diversidad de culturas. Los recientes intentos en esta dirección han levantado fuertes objeciones sobre la base de que los mate­ riales resultantes reflejan puntos de vista liberal-izquierdistas y acentúan la diversidad antes que la unidad. Este problema se planteó en 1 994 , cuando el National Education Standards and Improvement Council sugirió líneas de orientación para el currículum de historia norteamericana y de historia mundial,73 como parte de un intento del gobierno federal de formular cier­ tos patrones de enseñanza bajo la Ley de metas para el 2000. Antes que el

Pluralismo en la unidad

24 9

abandono de todos esos intentos, la lección que se podría extraer del en­ sayo es que esta necesidad debería ser atendida por estamentos diferentes del gobierno federal. El objetivo debería ser un currículum compartido li­ mitado, ya que, a la luz de la posición que aquí se ha expuesto, no es posi­ ble ni deseable que los currículos de alcance nacional sean de tal naturale­ za que incluyan una considerable aprobación del pluralismo al mismo tiempo que se mantiene un marco de referencia único. Esto quiere decir que se podría alcanzar un acuerdo según el cual todas las escuelas públicas dedicaran una parte de su tiempo a la enseñanza de civismo, historia y li­ teratura norteamericana. Y que estas cosas se enseñaran de tal manera que respetaran las instituciones y la historia básicas de Estados Unidos sin pa­ sar por alto ni maquillar los períodos más oscuros de acontecimientos pro­ blemáticos. Dos ejemplos representarán a todos los otros que puedan sur­ gir. En primer lugar, se puede enseñar el respeto a la presidencia aunque se reconozca que no todos los presidentes fueron líderes destacados. En segundo lugar, se puede enseñar a los niños a respetar a los padres funda­ dores y a los documentos que éstos redactaron, aunque se reconozca que algunos de ellos fueron propietarios de esclavos y que la Constitución con­ tenía algunas cláusulas que hoy ya no aceptamos. Esta línea se opone a la enseñanza cívica o de historia norteamericana como si los textos «proba­ ran» que la historia norteamericana no es otra cosa que una fo rma de ex­ plotación tras otra, como hace Ronald Takaki.74 Cabría afrontar el mismo problema en cada universidad en concreto. Si siguen el modelo de comunidad de comunidades han de impartir al­ gunas asignaturas «nucleares» a todos los estudiantes y no ofrecerlas me­ ramente como «optativas», para asegurar que también se transmita de generación en generación el marco general y no tan sólo los elementos par­ ticulares . Y el contenido de las asignaturas nucleares debe cubrir ciertos elementos compartidos y no tan sólo un tapiz hecho de fragmentos de di­ ferentes contextos étnicos, raciales o de género. El principio subyacente que debe orientar a las escuelas y universidades es que es imprescindible que quienes se gradúen tengan algunos héroes comunes, respeten ciertos símbolos comunes y todos reflejen el núcleo de valores compartidos. Política de servicio nacional. A menudo se ha recomendado el servicio nacional como una manera que tienen los individuos que pertenecen a di­ ferentes comunidades de encontrarse en tanto individuos y aprender a constituir lazos intercomunitarios . El servicio nacional puede adoptar otras fo rmas que no sean la de las fuerzas armadas ni la coercitiva del re­ clutamiento, por ejemplo la p articipación voluntaria en grupos como el Cuerpo de Paz, AmeriCorps o Vista. Es preciso llamar la atención sobre algunas «trampas», factores que, si no se tienen suficientemente en cuenta, disminuirán enormemente las

250

La nueva regla de oro

contribuciones centrípetas del servicio nacional. Una es que si se trata de voluntarios a tiempo parcial que residen en su casa y/o sirven únicamen ­ te en sus comunidades (como es el caso de algunos miembros de Ameri­ Corps) , la oportunidad de establecer lazos intercomunitarios será limita­ da. Otra es que la mera reunión en una unidad de servicio nacional de individuos procedentes de diversos trasfondos sociales no asegura auto ­ máticamente que constituyen lazos afectivos, positivos. Por último, aunque no por ello menos importante, para que el servi­ cio nacional sea eficaz debe llegar por lo menos a uno de cada diez miem­ bros de cada franja de edad, para que esta persona pueda transmitir a los demás sus impresiones sociales. Esto requeriría incrementar en quince ve ­ ces o más la cantidad de norteamericanos que sirven en el Cuerpo de Paz o en AmeriCorps, que apenas han llegado a los 25 . 000. Aunque estos cuerpos tienen considerable valor simbólico y algunos de sus ex miem­ bros desempeñaron un importante papel de refuerzo de los lazos unifica­ dores de la sociedad que tiende a diversificarse, su efecto centrípeto de conjunto fue proporcional a su dimensión relativa, esto es, escaso. Políticas educacionales biculturales. ¿Se debería enseñar a los niños inmigrantes en su lengua nativa o en inglés ? En la medida en que la pre­ gunta se refiere al período de transición, un año o dos a partir de la llega­ da de los niños a Estados Unidos, y en que el objetivo de esta política sea facilitar la transición, se trata de un problema en gran parte empírico: ¿ tienen los niños mejor rendimiento a largo plazo si se les sumerge de in­ mediato en el inglés o si se les permite continuar aprendiendo en su pro ­ pia lengua, al menos ciertas asignaturas, como ciencias o matemáticas, a fin de que no se retrasen demasiado? ¿Es esto más problemático para ni­ ños mayores que para los más pequeños? Etcétera. En la medida en que se defienda la política de que haya un sistema de enseñanza paralelo que permita a los más jóvenes mantener el aprendiza­ je en su contexto cultural desde el jardín de infantes hasta el final de la es ­ cuela secundaria, y en que el objetivo de la política sea la preservación de su herencia cultural de inmigrantes, se desvirtúa el modelo comunitario que aquí hemos esbozado y no se permite que se afiancen tanto el marco como el «pegamento» -los elementos compartidos- y se empuja a los jóvenes al etnocentrismo. La política más compatible con el modelo de comunidad de comuni­ dades es la que evita los sistemas educacionales biculturales y la que su ­ merge a los estudiantes en la corriente general desde el primer momento o tras un período de transición. Esta inmersión en la corriente general de­ be combinarse con la enseñanza, a todos los estudiantes, de la importan­ cia y las contribuciones culturales de las distintas tradiciones, y también con la creación de las condiciones que permitan a los estudiantes partid-

Pluralismo en la unidad

25 1

par en clases , clubes, actividades extracurricular es, escuelas dominicales y otras actividades que también los capaciten para mantener sus conoci­ mientos y su comp romiso con sus subculturas respectivas, si así lo eligen. La promoción del inglés. Hemos visto la importancia de un lenguaje nuclear. La mejor manera de promoverlo no es aprobar leyes que lo de­ claren idioma oficial o que se quite de las calles todo letrero en otra len­ gua, sino asegurar que haya oportunidades suficientes de aprender ese idioma. En un medio en que los recursos son particularmente escasos, la enseñanza del inglés es un actividad ideal para voluntarios, porque las ha­ bilidades requeridas no son tan elevadas como las que se necesitan para proporcionar asistencia médica, por ejemplo, y, para los antiguos resi­ dentes , conocer a los inmigrantes como personas colabora a la construcción de la comunidad. Políticas residenciales. El tema de la vivienda constituye un reto en particular para la aplicación de los conceptos comunitarios a políticas es ­ pecíficas . Las dificultades que eso conlleva quedan de manifiesto en el análisis de un tema relativamente «fácil» como es el de la vivienda en un campus universitario. Luego se tocará brevemente la cuestión mucho más amplia de la vivienda en general. La cuestión de qué políticas deberían seguir las universidades en la asignación de residencias a los nuevos estudiantes (suponiendo que la universidad p rovea de estas instalaciones o las controle) , no se encuentra entre los grandes temas de política de hoy en día y ha sido objeto de es ­ casa atención en el debate acerca de la diversidad en aumento y de cómo tratarla. En realidad, la cuestión es importante porque los vínculos que se crean en las residencias están psicológicamente más preñados de conse­ cuencias que la mayoría de los cambios que se introducen en los libros de texto y que tanto se discuten. Además, un examen de las alternativas que presenta la política de residencias universitarias proporciona un buen ejercicio de reflexión acerca de las implicaciones de los tres grandes en­ foques de las tendencias centrífugas de los grupos . El enfoque inspirado en el melting pot, que al menos teóricamente siguen muchas universida­ des, exige destinar a los estudiantes de modo que compartan habitaciones independientemente de su origen social, y por tanto un blanco de un pue­ blo del sur puede cohabitar con un afronorteamericano del centro de una gran ciudad, y un gay con un fundamentalista cristiano. Sin embargo, mu­ chas universidades que oficialmente se inspiran en esta política, en la p ráctica siguen una política más próxima a la comunitaria, pues a) permi­ ten a los estudiantes recolocarse y, por tanto, reagruparse con personas más afines, y/o b) permiten que grupos de judíos, de norteamerianos de origen asiático, de gays y otros, tengan sus propios dormitorios o sus plantas de dormitorios. Las universidades que permiten a los estudiantes ·

252

La nueva regla de oro

escoger residencias desde el primer día sobre la base de su afiliación de grupo social, siguen el modelo de la diversidad. Un enfoque que refleja el modelo de la comunidad de comunidades permite a los estudiantes, desde el comienzo, elegir residencias de acuer­ do con sus preferencias sociales, pero también los implica en actividades que reúnen personas de distinto transfondo cultural, ya sea en situaciones de uno en uno, ya sean en actividades de grupo. La participación en acti­ vidades que abarcan todo el campus, desde los deportes hasta el volunta­ riado, también puede contribuir a fomentar los lazos intergrupales. Debe suponerse que estas actividades no serán automáticamente centrípetas; los estudiantes necesitan consejo y orientación, al menos en un primer momento, o tenderán a autosegregarse, incluso en estas actividades. Políticas generales de vivienda. Definir las políticas de vivienda co­ munitaria es mucho más difícil que definir la mayoría de las políticas pú­ blicas. Se trata de un campo en el que se requiere la designación de una comisión muy especializada, capaz de ayudar a formular políticas que re ­ flejen el modelo comunitario que aquí se propone. La política existente parece insatisfactoria. Los individualistas duros tienden a favorecer el que cada familia se encargue de su situación residencial, sin interferencia del gobierno. Esto desembocaría en barrios racial y étnicamente segregados y, puesto que la asistencia a las escuelas públicas se asocia estrechamente con la residencia, también culminaría en escuelas segregadas según crite­ rios raciales y étnicos. Aunque parezca extraño, hay socialconservadores y tribalistas étnicos y raciales que están a favor de esa segregación. 75 Los defensores del melting pot contribuyeron a la aprobación de le­ yes que prohíben la perpetuación deliberada de la segregación de la vi­ vienda mediante leyes de uso, regulaciones, acuerdos restrictivos, etcétera. Por ejemplo, la Ley de vivienda justa de 1 968 prohíbe la discriminación en la vivienda sobre la base de la raza o de algunas otras características. Los tribunales interpretaron que la ley prohibía a los agentes inmobilia­ rios , por ejemplo, «orientar» a los clientes de diferentes razas a barrios particulares , así como utilizar la perspectiva de un flujo de sectores mi­ noritarios para atemorizar a los propietarios blancos y lograr que vendie­ ran su propiedad a un valor inferior al de mercado.76 Para controlar si los agentes inmobiliarios y las compañías de alquiler actúan sin tener en cuenta el color, se utilizan las parejas «de prueba», que tienen práctica­ mente los mismos atributos pero son racialmente mixtas.77 Una política comunitaria que se basara en nuestro modelo permitiría que la gente del mismo origen cultural eligiera vivir en una barrio forma ­ d o por personas que compartieran s u subcultura ( y n o meramente s u cul­ tura) y no usaría activamente los poderes del gobierno -desde la policía hasta los préstamos hipotecarios- para mezclar los barrios. Sin embargo,

Pluralismo en la unidad

25 3

prohibiría la utilización de medios legales -es decir, el Estado- para im­ poner convenios restrictivos u otras leyes de segregación. La justificación es que vivir con gente con quien se comparte una subcultura, una identi­ dad, una historia, una comunidad, es una fuente importante de identidad y de apoyo psicológico y fomenta la unión y la expresión de la voz moral. Al mismo tiempo se darían pasos para que los vínculos comunitarios no se utilicen para aumentar el poder u obtener ventajas económicas (por ejemplo, mediante la publicidad de una amplia creación de empleos) y para que los miembros de diferentes comunidades residenciales apren­ dieran a conocerse entre sí como personas en otros contextos , especial­ mente en el trabajo. El transporte escolar con fines de integración racial no se acomoda a este modelo porque quiebra los lazo� comunales y socava las instituciones comunales . (A menudo este sistema lleva a los niños a escuelas que se en­ cuentran fuera de su comunidad.) Pero la creación de escuelas que hagan las veces de imán y atraigan a los niños de diferentes barrios, las asambleas entre barrios, los deportes y los equipos de debate y otras medidas de es ­ te tipo pueden bastar para mantener intacta la comunidad de comunida­ des . Para repetirlo una vez más, se trata de uno de los problemas menos estudiados desde el punto de vista comunitario, en el que hace muchísi­ ma falta un abundante diálogo adicional.

Capítulo 8 LOS ÁRBITROS DEFINITIVOS DE LOS VALORES COMUNITARIOS

Los VALORES NO SON BRÉCOL: LA NECESIDAD DE JUSTIFICACIÓN

Con toda justicia se reta a quiene� buscan una buena sociedad a que expliquen de qué manera se debe dar cuenta de los valores nucleares: ¿ qué justifica el compromiso con ellos? El mismo reto básico, que a me­ nudo se presenta cuando los educadores discuten qué valores (si hay al­ guno) deben enseñarse en las escuelas públicas, se puede plantear tam­ bién de esta otra manera: ¿de quiénes son los valores que debieran enseñarse? Muchas veces se trata de una pregunta retórica que sugiere la imposibilidad de justificar los valores de una manera ampliamente com­ partida, que todos lo valores son específicos de una comunidad u otra y que, por tanto, es p reciso evitar la enseñanza de valores en escuelas pú­ blicas, que son las que pertenecen a la sociedad en general y hablan en su nombre. Sin embargo, por razones que ya se han analizado, la buena so­ ciedad requiere compartir valores nucleares y es preciso justificar su se­ lección. La necesidad de justificación distingue profundamente los valores moral-sociales de la expresión de gustos y de emociones (o de simples preferencias) . Estas cosas no necesitan justificación. Cuando el presidente George Bush declaró que no le gustaba el brécol, ninguna persona sensa­ ta le habría pedido que justificara su elección. Pero los valores combinan el tipo de afecto que las verdaderas emociones evocan (sin esa implica­ ción catártica los valores tienden a convertirse en apenas algo más que iconos que caben honrar tan sólo verbalmente) y una justificación inte­ lectual. «Sostengo que la guerra contra Hitler fue justa, porque. . » , «La li­ bertad debería anteponerse a la igualdad, porque . . . » , etcétera. Los individualistas pueden tratar de esquivar este reto sosteniendo que no debería haber ninguna formulación del bien con base social. Pero en realidad los individualistas también han de hacer frente a esta cuestión fundamental. Están obligados a justificar por qué hacen de la libertad, la elección individual, el razonamiento crítico y/o diversos procedimientos sus verdades nucleares . 1 No obstante, se podría estar dispuesto a recono­ cer que para un individualista es mucho más fácil ofrecer justificaciones .

256

La nueva regla de oro

normativas, porque en culturas como la nuestra, en las que la libertad in ­ dividual es objeto de elevada consideración, la posición normativa indivi­ dualista, al menos a primera vista, es socialmente atractiva. Para muchos miembros de las sociedades occidentales es tan evidente el valor de la li ­ bertad, que los libertarios y los liberales pueden evocarlo con poca o nin guna justificación, o apoyarse en enunciados que vengan a decir que lo que defienden es lo que «que se supone que cualquier hombre racional desea».2 (A mi juicio, utilizar este tipo de enunciado es el equivalente fi­ losófico a argumentar con insultos, porque implica de un modo vigoroso que si no estás de acuerdo con mi posición eres irracional. ) El compromiso combinado d e autonomía y orden social requiere una justificación más elaborada. Para ello sugiero que aunque las distintas jus­ tificaciones que proporcionan los comunitarios y otros estudiosos no ca­ recen de mérito, tampoco son del todo satisfactorias. Además, en el pasa­ do se ha considerado la mayoría de estas respuestas como enfoques alternativos en mutua competencia. En las páginas que siguen sostengo que mediante la combinación de estas respuestas en una serie de criterios normativos y coronando la construcción resultante con un criterio cuyo uso no ha caracterizado precisamente a los comunitarios, es posible le- . vantar un sólido edificio normativo. EL PRIMER CRITERIO: LA COMUNIDAD COMO ÁRBITRO Diversos autores comunitarios sostienen 9ldejan implícito que la legi­ timidad está del lado de los valores concretos que una comunidad sostie­ ne y no de tal o cual virtud universal, porque los primeros son parte inte­ gral de esa comunidad, de su historia, su identidad y su cultura. En parte, esta posición se basa en la observación ontológica de que no hay valores universales y de que, en términos empíricos, la gente extrae sus valores de sus comunidades particulares. Daniel A. Bell, por ejemplo, dice: Los bienes superiores no son algo que inventen los individuos, sino que [ . .] tienen su sitio en el mundo social que a uno le ha tocado como mar­ co [ .. ] Es una orientación moral que uno aprende merced a que ha sido so­ cializado en un momento y un lugar concretos.3 .

.

Los comunitarios dicen también que los conceptos universales que se abstraen de cualquier cultura no fijan sus anclas en los compromisos, le­ altades y solidaridades de cualquier comunidad. Los críticos sostienen que los comunitarios convierten estas observa­ ciones ontológicas en criterios normativos, que son proclives a considerar

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

257

el hecho de que una comunidad afirme un núcleo de valores como deter­ minante de la justificación de estas afirmaciones. En verdad, Sandel, en enunciados como el siguiente, se aproxima a esa posición: «La historia de mi vida está siempre encarnada en la historia de las comunidades de las cuales extraigo mi identidad . . . Estas historias constituyen una diferencia moral y no tan sólo psicológica».4 El propio Sandel observa que las comunidades se pueden adherir a valores «malos» (o promover una «mal» carácter», pero no se vale de nin­ gún criterio extracomunitario para distinguir comunidades que afirman valo res «malos» en oposición a valores «buenos».5 En cambio, sostiene que la alternativa a fomentar los valores comunitarios, es decir, a no fo­ mentar ningún valor en absoluto, aún es peor. Sandel llama en particular la atención sobre dos problemas peligrosos que surgen de una política que intente ser neutral respecto del bien co­ mún. En primer lugar, las voces más extremas tratan de llenar el vacío: «Allí donde el discurso político carece de resonancia moral, el anhelo de una vida pública con significado más amplio encuentra una expresión in­ deseable . . . Los fundamentalistas se apresuran a invadir un terreno que los liberales no se atreven a pisar».6 En segundo lugar, las políticas de neutra­ lidad permiten la degeneración de nuestras virtudes cívicas: «La república procedimental. . . no puede asegurar la libertad que promete porque no puede inspirar el compromiso moral y cívico que el autogobierno exige».7 Por mi parte, considero válidas las observaciones de Sandel; pero queda en pie la cuestión de saber si estamos constreñidos a descansar úni­ camente en la comunidad para determinar la legitimidad de los valores que ésta respalda, o bien a inhibirnos por completo de formulaciones co ­ munales del bien. Otros autores son más explícitos que Sandel en sus afirmaciones acerca de la primacía de la comunidad en cuestiones relativas a los juicios de valor. Michael J. Perry escribe: La verdad (o la falsedad) de cualquier creencia es siempre relativa a la oleada de creencias. Una creencia puede ser verdad en relación con una o más oleadas, y no ser verdadera, o incluso ser falsa, en relación con otra u otras. Si una o más creencias necesarias para sostener una creencia-principio no forman parte de la oleada de creencias de una comunidad, la creencia­ principio no es verdadera en lo que respecta a esa comunidad . . . «Verdad» y «falsedad» son relativas a oleadas de creencias. 8

Estos enunciados inducen a los críticos a decir que los comunitarios sostienen que la virtud de los valores que una comunidad abraza deriva del hecho mismo de que la comunidad los abrace. Tal como yo veo las co-

25 8

La nueva regla de oro

sas, es evidente que el hecho de que una comunidad afirme un valor dado no p ropociona justificación normativa suficiente, pero indica que ese va­ lor ha superado una prueba. Esto se puede demostrar si se examinan dos procesos a través de los cuales las comunidades llegan afirman un valor (a diferencia del mero hecho de transmitir un valor de generación en gene ­ ración) y a los cuales los comunitarios se refieren implícitamente: el pri ­ mero concierne a las estructuras políticas democráticas; el segundo, a la construcción del consenso social. (Amy Gutmann hace una distinción si­ milar entre «relativismo político» y «relativismo cultural». 9) DEMOCRACIA INTERNA (UN PROCESO POLíTICO)

De acuerdo con un enfoque que goza de amplio apoyo, si los valores que abraza una comunidad se han alcanzado a través de un proceso de­ mocrático, imponen la legitimación de ese proceso político «imperfecto, pero que es el mejor que existe». Esto quiere decir que si una comunidad debe escoger una vía de acción en temas que evocan valores -como el aborto, la acción afirmativa o incluso si hay que recortar un déficit y có­ mo hacerlo- y esa comunidad efectúa una deliberación adecuada acerca de tales problemas y luego somete las conclusiones de esa deliberación a una votación en la que los miembros de la comunidad participen libre­ mente, el resultado final de esos procesos democráticos será moralmente superior a las conclusiones a las que se llega de cualquier otra manera. Para los críticos, se trata de un enfoque peligroso. Nadine Strossen, presidenta de la ACLU, describe las comunidades como una amenaza congénita para las minorías. 10 E Ira Glasser, el director ejecutivo de la ACLU, acusó más directamente con el dedo: «Comunitarios quiere decir en realidad mayoritarios». 1 1 Y como dice, entre otros, Peter Singer, cual­ quier teoría moral que descanse en la definición de una mayoría lleva a conclusiones inaceptables: «Piénsese, por ejemplo, dónde deja a los re­ formadores morales. É stos están condenados a hablar en falso mientras sus opiniones sean las de una minoría en la sociedad, pero si consiguen persuadir a la mayoría de que sus afirmaciones falsas son verdaderas, ¡ es ­ tas opiniones serán verdaderas ! » . 12 A mi modo de ver, juzgamos que las conclusiones a las que una co­ munidad llega democráticamente son moralmente superiores a aquellas a las que una comunidad ha sido arrastrada por un demagogo, un predica­ dor de paso, una pequeña élite o algún otro método no democrático. Por ejemplo, cuando el Estado de Oregón introdujo el Oregon Health Care Plan, política de reducción de la atención sanitaria que produjo multitud de problemas normativos, lo justificó sobre la base de que antes se había

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

259

debatido en muchas reuniones provinciales y lo había aprobado la legis­ latura electa. Al mismo tiempo, son pocos los que consideran suficiente esta comprobación normativa. En parte, la comprobación democrática es insuficiente debi do a la forma de democracia que se ha tenido en cuenta. Una comunidad que descansa en la mayoría para establecer lo que es correcto -y en esto coincido con los libertarios- puede violar los derechos individuales o de las minorías, o simplemente imponer los juicios normativos del 5 1 % de la comunidad a todos los demás. 1 3 En resumen, el soporte mayoritario a un curso de acción comunitario que refleje un conjunto particular de valores no equivale forzosamente a que esa acción sea normativamente C!Jmpulsiva; es menester agregar cri­ terios adicionales . LA CONSTRUCCIÓN DEL CONSENSO (UN PROCESO SOCIAL)

Los comunitarios llaman la atención sobre otro proceso de base co­ munal y que confiere justificación a las conclusiones de la comunidad: la construcción del consenso. Sandel implica en esta contraobjeción a las críticas al simple sistema mayoritario: «La respuesta a esa amenaza mayo ­ ritaria está en tratar de atraer una concepción más rica de la democracia que la que resulta de la simple suma de votos». 14 Benjamín Barber está a favor de un consenso «verdadero» o «creativo» que «surge de la conver­ sación común, la decisión común y el trabajo común . . . [y que] precede a modo de premisa frente a la participación activa y permanente de los ciu­ dadanos en la transformación del conflicto a través de la creación de una conciencia y un juicio político comunes. 15 Una versión clave de la construcción del consenso es la «democracia de los navajo», en la que los diálogos continúan hasta que todos los miem­ bros de una trib u adoptan una misma posición. La democracia de los na­ vajo se practicó en varias culturas contraculturales, en general en grupos pequeños. Terminó por ser un proceso complicado que sólo funcionaba con una agenda moral muy limitada y fortísimos vínculos sociales y en­ tendimientos normativos preexistentes (previos al inicio del diálogo) ; e incluso así, requería enormes inversiones de tiempo y de implicación per­ sonal. La gente dispuesta a abrazar un tipo menos exigente de construcción de consenso, que se prolongue sólo hasta lograr un acuerdo amplio, en­ cuentra retos similares a los que afrontan los adalides de la democracia, y en primer lugar con la acusación de mayoritarismo. La principal diferen­ cia es que aquí los criterios de resolución son menos claros. Si no hay vo -

260

La nueva regla de oro

tación, ¿ cuándo se puede dar por terminado el proceso de construcción del consenso? Y si hay votación a su término, ¿ qué se considera satisfac­ torio? ¿Una mayoría fuerte del 66 % ? , ¿ del 80 % ? , ¿ del 99 % ? ¿Y sobre qué base? En resumen, la construcción del consenso no proporciona una base mucho más satisfactoria que la democracia mayoritaria, aun cuando tam ­ bién confiera una cierta justificación a los valores escogidos, si se compa­ ran con los impuestos por una minoría religiosa o ideológica, o por algu­ na élite reducida. RELATIVISMO Y PARTICULARISMO BASADOS EN LA COMUNIDAD

Cualquiera que sea el proceso -democrático, de construcción del consenso, de consejos tribales u otros-, en la medida en que el resulta­ do se base en la comunidad, nos hallamos con lo que podría denomi­ narse relativismo de base comunitaria (a diferencia del relativismo de base individual) . Esta forma de relativismo encuentra apoyo entre algu ­ nos comunitarios , que se fundan en que si uno reconoce formulaciones universales del bien, éstas entrañarán necesariamente juicios sobre los valores de las comunidades de los otros . Así, los mismos comunitarios que juzgaran que una comunidad debe levantar su voz moral para alen ­ tar a sus miembros a orientarse por valores compartidos por la comuni ­ dad (antes que dejar que cada indviduo se oriente por su formulación personal del bien ) , podrían oponerse a la ap) icación de la misma posi­ ción entre comunidades e incluso en la misma sociedad. De esta suerte, por ejemplo, un comunitario podría sostener que está moralmente jus­ tificado que una comunidad religiosa eleve su voz moral para alentar a sus miembros a orientarse por sus principios , pero no que imponga esas nociones a otras comunidades comprometidas con otros valores religio­ sos o cívicos seculares. Los comunitarios liberales prestan especial atención al respeto de­ bido a toda la diversidad de culturas y no a un conjunto de valores (tí­ picamente occidentales o derivados, como los de «varones europeos blancos muertos») . Esos mismos comunitarios prestan menos atención a la crítica de que este enfoque nos dej a sin fundamento moral seguro sobre el cual apoyarse para criticar a una comunidad, como, por ejem­ plo, una que impidiera la venta de una casa a personas de otra raza, et­ nia o preferencia sexual, o que p rohibiera libros tales como El amante de Lady Chatterley y El guardián entre el centeno. Quienes sólo se apo­ yan en evaluaciones intracomunitarias no tienen base para responder cuando se les preguntan cosas como si ( de acuerdo con nuestra voz

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

261

moral) s e debería castigar a una comunidad cuyo country club excluye­ ra a las mujeres, los católicos o los j udíos; o a una universidad que prohibiera el emparejamiento interracial, como hizo hasta 1 983 la Bob J ones University de Carolina del Sur. Ni siquiera hay base sólida sobre la cual los norteamericanos puedan censurar moralmente a una ciudad del sur que abrazara valores del Ku Klux Klan; a los sudafricanos blan­ cos (una aldea de afrikaner que expulsa a los negros) ; o a los alemanes (los nazis en el apogeo de su popularidad en una determinada ciudad alemana) . 16 Los críticos se ceban en este relativismo de base comunitaria. Derek Phillips dice: Para muchos pensadores comunitarios de hoy, las únicas fuentes y pa­ trones de los juicios morales son los de una sociedad dada. Por tanto, podría no haber criterios independientes con los cuales evaluar la moral aprobada por una sociedad concreta. 17

Stephen Holmes observa lo siguiente: Las autoconcepciones, las aspiraciones o las lealtades compartidas no son . . . intrínsecamente admirables. A la inversa, la conducta inmoral no se define por carencia de dimensión social. .. Por cierto, la identidad personal de un racista o un fanático religioso está «socialmente constituida» y no por ello es moralmente elogiable en ningún sentido. 1 8

Y, por último, Ronald Beiner dice: En cierta medida, algunos autores comunitarios se buscaron ellos mis­ mos estas dificultades . Walzer y Maclntyre, por ejemplo, tendieron a argu­ mentar que la inadecuación de la moral liberal surgía de su universalismo, y esto parecía implicar que se debía optar por el particularismo de una con­ tramoral . 19

Algunos comunitarios liberales responden que no son relativistas, si­ no particularistas. Esto quiere decir que sostienen que aunque hay múlti­ ples definiciones del bien que cualquier comunidad puede adoptar (o que diferentes comunidades pueden afirmar) , no todas deben considerarse le­ gítimas por el mero hecho de que una comunidad las haya adoptado. Al­ gunas están fuera de todo límite. A mi juicio, por razones que enseguida resultarán claras, éste es un paso importante en la buena dirección. No obstante, todavía nos faltan criterios para definir qué posiciones morales deben ser excluidas y cuáles han de incluirse, criterios que requieren a su vez justificación.

262

La nueva regla de oro

EL SEGUNDO CRITERIO Los VALORES SOCIALES COMO MARCOS MORALES

Aunque se acepte que las comunidades no pueden servir como árbi ­ tros últimos de sus valores, no hay que concluir necesariamente que se de­ ban reemplazar los procedimientos normativos, procesos y criterios in­ tracomunitarios por derechos universales de los que son portadores los individuos y de los que se desprende la futilidad de las comunidades. Los comunitarios pueden contextualizar la comunidad al enmarcarla dentro de un orden superior de legitimidad de los valores que afirma. Esto quiere decir que los compromisos normativos particulares de una comunidad deben ser prioritarios en tanto no infrinjan otros conjuntos de criterios normati­ vos, ante los que dichos compromisos han de rendir cuentas adicional­ mente. Por ejemplo, los valores de una comunidad pueden juzgarse legí­ timos si los apoya la mayoría en una votación o si llevan la impronta de la construcción a través del consenso comunitario, pero sólo en la medida en que no ejerzan violencia en perjuicio del orden próximo de criterios normativos. Ya nos hemos ocupado de un marco importante de contextualiza­ ción, la Constitución, que actúa como depositaria de los valores sociales. Vista con esta perspectiva (como hemos hecho en el capítulo 7), la Cons­ titución provee de límites para los valores que las comunidades pueden adoptar, lo cual no sólo protege del gobierno n¡ cional a los individuos, si­ no también de las comunidades a las que pertenecen. (Es preciso recono­ cer que no siempre se ha aceptado la aplicación de la Constitución a las comunidades, y en particular la Declaración de Derechos . Hasta la Guerra Civil, y en cierta medida también después , s e pensó que la Constitución sólo s e aplicaba al gobierno federal. ) Estas protecciones, como hemos visto, definen algunas áreas en las que los procesos de base comunitaria no pueden convertirse legítimamente en regla. Por ejemplo, ninguna comunidad norteamericana puede negar legítimamente el dere­ cho de votar a ninguna persona que tenga edad para poder hacerlo (a me­ nos que viole alguna línea directriz básica, como -en ciertos Estados­ el haber sido condenado por traición) , ni negar a un grupo el derecho de reunirse porque sus valores morales molestan al resto de la comunidad, etcétera. Por la misma razón, la Constitución también define otras mu­ chas cuestiones que es legítimo someter sólo al primer principio comuni­ tario de justificación. De esta suerte, las comunidades pueden decidir cuánto cobrar por el agua, el nivel del impuesto sobre bienes inmuebles, la dirección del tráfico, etcétera.

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

263

Nunca podré insistir demasiado en la diferencia entre el concepto de encuadre, ya se trate de una Constitución, ya de valores sociales generales y resguardados de alguna otra manera, en comparación con la preemi­ n encia normativa. Enmarcar un conjunto de valores significa que los va­ lores que se encuadran tienen un estatus superior a otros (a los que «ma­ tan») en la medida en que su alcance se mantiene dentro de límites normativos dados y en que, en este contexto, los valores particulares en­ cuentran suficiente justificación. Por el contrario, la preeminencia tienen lugar cuando un conjunto de leyes o valores «universales» reemplaza a otras leyes, costumbres y tradiciones, a menudo locales . Esta distinción, en parte, se refleja en conceptos legales e institucionales tales como las di­ ferencias entre el derecho romano y el derecho consuetudinario, el Estado . unitario y el federalismo y el univers alismo y la subsidiariedad. (La posi­ ción comunitaria estratificada, ya presentada, es una expresión normati­ va de la concepción enmarcada, no de la preeminente, aplicada a los pro­ blemas que plantea la diversidad. ) Otras sociedades (incluso la canadiense y muchas otras d e Europa Oc­ cidental y del Norte) se inspiran análogamente en documentos constitucio­ nales o -como Gran Bretaña, por ejemplo-, tienen un conjunto de leyes que eren un marco, aun cuando esas leyes no estén formalmente instaladas en una Constitución. Hace poco, en Gran Bretaña se pidió con creciente insistencia una Constitución, porque la «declaración de derechos» británi­ ca es tan sólo una ley del Parlamento. Legalmente podría ser derogada si el Parlamento lo decidiera.20 Pero hasta ahora se ha mantenido intacta duran­ te siglos. Esto recuerda uno de los términos de la asignación de un cargo en las universidades, que se concede «por placer de quienes gobiernan» la ins­ titución, pero que está asegurado contra los que gobiernan y contra cual­ quier otro por una larga tradición moral y legal. Cuando los colegas de Gran Bretaña propusieron en su país las ideas del comunitarismo sensible, chocaron con críticos que sostenían que en Gran Bretaña no se pueden re­ calibrar los derechos individuales porque -a falta de una Constitución­ los derechos británicos no están protegidos «como en Estados Unidos». En realidad, los valores de encuadre en Gran Bretaña están «absorbidos como parte de [la] cultura común y parecen bastante fuertes, como si ya hubiera una Constitución. Aunque hay diferencias entre la Constituciones escritas y las no escritas, es un grave error tratar una Constitución no escrita como congénitamente débil. En verdad, una Constitución no escrita puede ser más robusta.22 En cualquier caso, ambos tipos de Constitución reflejan un orden superior de valores compartidos más allá de los de cualquier comu­ nidad en concreto: los valores de la sociedad en su conjunto. Además, es normal que las sociedades afirmen el encuadre de valores sociales no directamente incluidos en sus Constituciones o leyes que hacen

264

La nueva regla de oro

las veces de Constitución, pero incorporados a la tradición legal estableci­ da desde hace mucho tiempo (por ejemplo, el derecho consuetudinario) , o bien ampliamente sostenidos como valores sociales compartidos. Por ejemplo, en Estados Unidos existen las nociones vagas de justicia e igual­ dad de oportunidades (a diferencia de la igualdad de resultado). 23 Un argumento vigoroso a favor de un criterio de dos estratos es el que ofrece A. Galston, que sostiene que un Estado liberal no puede ser completamente neutral respecto de los valores que afirman comunidades­ miembro particulares, y no puede construir su orden moral simplemente en torno a los atributos indispensables para la ciudadanía en el Estado li­ beral, como argumentan los individualistas.24 Debo aclarar que aplico el argumento de Galston en sentido contra­ rio a como lo aplica él. Galston discute con los individualistas que usarían el poder del Estado para superar los valores de una comunidad y asegu­ rar a sus miembros la posibilidad de desarrollar y mantener la capacidad de criticar y razonar. Galston aboga por menos intervención y más tole­ rancia para con los valores de la comunidad, que él llama «diversidad», y defiende que la comunidad debe arbitrar los valores particulares implica­ dos. Por ejemplo, Galston sostiene que el Estado no debería forzar a los amish a entregar a sus hijos a una educación pública normal que se con ­ tradice con sus puntos de vista religiosos. 25 Aplico las consecuencias del argumento de Galston al diálogo con los comunitarios relativistas de base comunitaria que en general dejarían la primacía a la comunidad, de modo que puedo mostrar que hay ciertos va­ lores que exigen la superación de los compro ry isos de las comunidades­ miembro de una sociedad dada. El argumento básico de Galston es que el Estado refleja una sociedad organizada para encarnar un conjunto dis ­ tinto de valores que requieren algo más que intervenciones «minimalis­ tas».26 Específicamente, ofrece una lista de protección de la vida humana: «nada de ejercicio libre para los aztecas».27 También arremete contra las comunidades cuyos valores las llevan a impedir el desarrollo físico y la maduración de los niños (por ejemplo, vendarles el cráneo). E interfiriría en las comunidades que no permiten a los individuos desarrollar la com ­ prensión necesaria para participar en la sociedad, en la economía y en la política. De una u otra manera, lo esencial es que el Estado debe estar por encima de las comunidades cuando éstas violan estos «objetivos liberales compartidos», pero en caso contrario la comunidad en concreto debe to­ mar la delantera. Desde un punto de vista práctico, el enfoque de los dos estratos, la concepción de la comunidad como árbitro normativo contextualizado por un conjunto de valores sociales compartidos, la concepción enmarca­ da, es bastante satisfactorio. En la mayoría de las situaciones, las posicio -

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

265

nes normativas que superen las pruebas de la comunidad y de la Consti­ tución saldrán a luz con un análisis normativo más intenso. Sin embargo, este mero enunciado apunta a la existencia -y, en verdad, a la necesi­ dad- de un criterio superior de encuadre. Sin ello, no podemos deter­ minar si el resultado del enfoque de los dos estratos es legítimo o no. Esto es evidente en varios sentidos. En primer lugar, la necesidad de criterios normativos adicionales se pone de relieve cuando se examinan culturas diferentes de la propia. Por ejemplo, juzgamos moralmente pro­ plemáticas la lapidación de una princesa adúltera y la amputación de la mano derecha de un ladrón, aun cuando sus valores implícitos hayan sido afirmados por las comunidades sauditas y sean coherentes con su Constitución.28 . En segundo lugar, continuamente analizamos lo que se enuncia en la Constitución de Estados Unidos (por ejemplo, su falta de referencia ex­ plícita a las mujeres) , así como diversas sentencias del Tribunal Supremo de este país. Esto quiere decir que cuando afirmamos que habría que mo­ dificar la Constitución, estamos aplicando claramente un criterio superior (por ejemplo, que debe incluir un requisito de presupuesto federal equi­ librado o la Enmienda de igualdad de derechos) o cuando cuestionamos si el Tribunal Supremo estaba moralmente «equivocado» cuando dicta­ minó que se podía declarar fuera de la ley la sodomía (Bowers v. Hard­ wick, 1 986) . Se han propuesto dos enfoques para la formulación de juicios supra­ sociales y transculturales; los diálogos y el encuadre global. Se ha escrito mucho acerca de cada uno de estos enfoques. Aquí los revisaremos bre­ vemente porque se agregan al programa de justificación normativa que me propongo desarrollar.

UN TERCER CRITERIO : DIÁLOGOS MORALES INTERSOCIALES

La búsqueda de justificación ha llevado a diversos estudiosos a soste­ ner que las conclusiones de los diálogos adecuadamente construidos son morales. Este enfoque merece particular atención porque guarda estrecha conexión con la idea de comunidad -como hemos visto, a menudo los diálogos construyen y contribuyen a construir comunidades- y también porque este criterio corta transversalmente a los que hemos expuesto has­ ta ahora, ya que los diálogos tienen lugar en y entre comunidades, punto cuya importancia destacaré brevemente. Al estudiar este enfoque considero útil distinguir entre «diálogo pro­ cedimental» y «diálogo de convicción»; ambos son tipos de diálogos idea­ les que pocos adoptan por completo; sin embargo, diversos estudiosos se

2 66

La nueva regla de oro

aproximan más a uno o al otro. Las obras de Jürgen Habermas y Bruce Ackerman, por ejemplo, se acercan más al ideal procedimentalista que entre sí. (Al disponerme a analizar un aspecto de obras tan ricas, que con­ sidero una importante ayuda a la hora de abordar la cuestión de la justifi­ cación, me apresuro a aclarar que aquí no trataré del núcleo principal de la obra de Habermas y Ackerman y que al tomar prestado un elemento, y extraerlo de su contexto, lo he modificado. ) DIÁLOGOS PROCEDIMENTALES

En los escritos de Habermas encontramos un modelo, bastante elabo­ rado y algo torpe, de justificación normativa basada en el diálogo. De acuerdo con Habermas, es posible salvar la «corrección normativa» del mundo posmoderno de desconstrucción y abyecto relativismo. Esto deriva de lo que él llama «discurso intersubjetivo» (en oposición a la reflexión in­ dividual) . Observa este autor: «En última instancia, sólo hay un criterio por el cual se pueden suponer válidas las creencias: que se basen en un acuerdo alcanzado mediante argumentacióm>.29 (Habermas se refiere aquí a los va­ lores necesarios en el contexto público antes que en la ética privada.30) Habermas explica las condiciones que, para ser válido, debe satisfacer un diálogo sobre la corrección normativa. Las reglas, parafraseadas, son aproximadamente éstas: se ha de permitir participar a todo el mundo; to­ das las afirmaciones están sometidas a cuestionamiento; la gente puede sos­ tener cualquier cosa en la que crea, con tal de que lo que afirme sea real­ mente lo que cree; y no se empleará la fuerza para socavar las tres primeras condiciones.31 Esto quiere decir que lo que señala es un criterio normativo procedimental y no sustantivo. Se supone que si un grupo sigue ese proce­ dimiento, no terminará en lo que se podrían llamar valores «erróneos». Ackerman desarrolla un modelo discursivo propio. Su punto de partida es «el p roblema de la política liberal», a saber, que la gente tie­ ne desacuerdos morales, pero que necesita encontrar ciertos medios de coexistencia pacífica.32 Considera los diálogos como la única solución pragmática, el «imperativo pragmático máximo» de la política, la obliga­ ción primaria de la ciudadanía.33 Para conducir diálogos propiamente di­ chos, hemos de seguir la regla de «limitación conversacional»: «No debe­ ríamos decir nada [acerca de nuestros desacuerdos morales] . . . y dejar fuera de la agenda conversacional del Estado liberal los ideales morales que nos dividen».34 (Lo mismo que Habermas, Ackerman se refiere a la li­ mitada capa de elecciones que debemos realizar en el dominio público , no a las elecciones morales que podemos realizar como miembros de la sociedad o de una comunidad.)

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

2 67

La limitación conversacional no restringe lo que uno puede propo­ ner, sino únicamente el tipo de argumentos que se pueden emplear para defender las propuestas personales.35 De esta suerte, puedo proponer las plegarias en la escuela pública, siempre y cuando no defienda esta políti­ ca sobre la base de una creencia en Dios que tú no pudieras compartir. Tendría que dar alguna otra razón, como, por ejemplo, que la plegaria en la escuela produce ciertos beneficios prácticos (por ejemplo, que aumen­ ta la salud mental de los estudiantes) . Ackerman avierte que «la limita­ ción conversacional resultará extremadamente frustrante, pues nos impe­ dirá justificar nuestras acciones políticas apelando a muchas cosas que tenemos entre las verdades más profundas y reveladoras»; sin embargo, «debemos tratar de reprimir [nuestros] . deseos de decir muchas cosas que creemos verdaderas»36 para permitir un diálogo entre gente que se atiene a una pluralidad de formulaciones del bien. Los psicólogos y los sociólogos han llamado la atención sobre dife­ rentes procesos que habilitan a una comunidad para establecer un curso de acción, aunque no se basen en deliberaciones, sino que se inspiren en procesos en curso (que se diferencian de las primeras como los ríos se dis­ tinguen de los canales) y que abarquen mucha más vida social que la me­ ramente política. George Herbert Mead, por ejemplo, piensa que el ver­ dadero concepto de yo y los conceptos que uno aplica en el pensamiento, ya sea el político, o cualquier otro, surgen de diálogos. Dennis Wrong sos­ tiene que las costumbres surgen de la interacción, de una «vida social en curso».37 Mark Gould dice que estas ideas de la ciencia social sugieren que «las acciones habituales se convierten en expectativas [morales] en la medida en que crean obligaciones que se perciben como tales».38 Y toda­ vía hay otros científicos sociales que consideran que las costumbres se transmiten de generación en generación, desde los miembros más ancia­ nos hasta los recién nacidos o a los recientemente admitidos, quienes a su vez pueden cambiar las costumbres antes de transmitirlas a la generación siguiente. Obsérvese que éstos y otros muchos científicos sociales que es­ tán en esa línea de pensamiento tienen mucho más interés en la fuente de las costumbres y su dinámica que en la evaluación del estatuto moral de los resultados de esos procesos, ya sean simplemente políticos o ampliamen­ te sociales, o bien ínter o intrapersonales. Pero hay una cuestión previa: las maneras de evaluar estos resultados.

DIÁLOGOS DE CONVICCIONES

Tal como yo lo veo, los diálogos acerca del desarrollo que una comu­ nidad seguiría en tanto comunidad, acerca de las costumbres -justifica-

2 68

La nueva regla de oro

bles- que su voz moral debiera enunciar, son por regla general y al me­ nos en parte posiciones morales articuladas. Los diálogos acerca de la ac­ ción afirmativa, la ayuda extranjera, la educación sexual en la escuela pú ­ blica o muchos otros temas, no comienzan con una tablilla normativa en blanco, con un simple «sentémonos y hablemos , ya veremos a qué llega­ mos» (en la medida en que sigamos las Reglas de diálogos morales de Ro ­ bert ) . Esos diálogos tienen lugar entre individuos y subgrupos que pro­ yectan sus valores en todos los diálogos que no están rigurosamente limitados y no son de naturaleza técnica (y a menudo también en éstos ) . Y como hemos visto antes, l a distinción entre privado y público es mucho menos útil de lo que a menudo se ha creído y sobre todo en lo que res ­ pecta a los diálogos morales. No podemos refrenar nuestras convicciones más profundas, como no podemos dejarlas en casa cuando asistimos a una reunión municipal. Concedo que este hecho dificulta los diálogos , pero no se puede evitar ni prohibir. Cabe preguntarse: ¿cuál es el significado normativo de la observación sociológica de que la mayoría de los diálogos están cargados de valor? Los teóricos políticos pueden decir que a ellos les interesa lo que es correcto o lo mejor, no lo que es común. Sin embargo, ya he explorado las conse­ cuencias del intento de reprimir la naturaleza humana. La gente es inca­ paz de separar valores y hechos tal como lo requiere el ideal de la deli­ beración y el razonamiento. Insistir en que es menester que la gente tenga esta facultad estimula más la frustración y el rechazo que la democracia deliberativa. Además, una buena sociedad necesita diálogos acerca del bien co­ mún. É stos, a su vez, requieren que los valores que los diversos partici­ pantes aportan al diálogo se tomen en serio. En consecuencia, los diálo­ gos morales, los de convicciones, no sólo son comunes, sino esenciales para una buena sociedad. Son los procesos a través de los cuales una co­ munidad formula y reformula sus valores compartidos . Por ejemplo, durante las últimas décadas se ha producido un diálo­ gC? mundial en torno a la medida en que «nosotros» (esto es, todas las na­ ciones y, en cierto sentido, la gente del mundo) debemos respetar el me­ dio ambiente. Por supuesto, el diálogo se ve afectado por multitud de consideraciones no normativas , tales como las expresiones de intereses económicos o las consideraciones de poder. Sin embargo, no hace falta repetir el debate entre Realpolitik e idealismo para observar que un fac­ tor incluido es la opinión pública en otros países ajenos al propio . Y es­ to, a su vez, se ve afectado por lo que la gente considera moralmente ade ­ cuado. Así, una razón por la cual la mayoría de las naciones tratan de evitar que se las perciba como irresponsables en relación con el medio ambiente es que no desean que se considere que actúan con ilegitimidad

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

269

a ojos de otras naciones . Esto se refleja en un aumento del consenso mundial sobre temas medioambientales específicos como la caza de ba­ llenas, el comercio de marfil, la lluvia ácida, los residuos peligrosos y la pérdida de la capa de ozono.39 Un caso ilustrativo fue la condena mundial de Esados Unidos tras la Cumbre de la Tierra de 1 992 en Río de J aneiro, cumbre bastante atípica que se basó en un consenso mundial en evolución (y que sirvió para am­ plificar) antes que tratar de suponer o declarar arbitrariamente un con­ senso. El resultado de todo ello fue que, cuando Estados Unidos forzó un debilitamiento del tratado sobre control del clima y se negó a firmar el tratado de biodiversidad, fue objeto de graves críticas en todo el mundo, incluso por parte de aliados como Alemania y J apón.40 Compartir valores que surgen de diálogos morales tiene un estatus moral superior a compartir valores alimentados por uno u otro grupo, o que resulten del trabajo educacional del Estado. Sin embargo, ni siquie­ ra los diálogos de convicción proporcionan el criterio normativo último que se requiere. Lo que sigue faltando es una manera de determinar si los valores que una comunidad abraza y que van quedando a medida que el diálogo progresa, son virtuosos por algún otro criterio que el de ser el resultado de un diálogo. Los historiadores están seguros de que hubo diálogos en las naciones que «justificaron» el genocidio sobre la base de que sus víctimas eran inferiores, cuando no completamente humanos (en una conferencia fascista durante la época nazi) o que aspiraron a pro ­ porcionar una justificación normativa de una invasión (de Etiopía por la Italia mussoliniana o de Checoslovaquia por los comunistas) sobre la ba­ se de que así se corregiría cierto supuesto mal histórico. En verdad , si se quieren rechazar las conclusiones de un diáogo, siempre se pueden en­ contrar defectos en la manera en que el mismo se realizó, como, por ejemplo, que no fue verdaderamente abierto. No obstante, esto atribuye demasiada importancia al proceso y tiende a convertir nuestros juicios en tautológicos. Sigue pareciendo necesaria una fundamentación moral adi­ cional. CUARTO CRITERIO : ¿COMUNIDAD GLOBAL?

A primera vista, parecería posible p roporcionar un criterio definitivo de carácter global si a las sociedades se les aplicaran los mismos criterios de encuadre que hemos aplicado a las comunidades internas de una so­ ciedad determinada.

270

La nueva regla de oro

RELATIVISMO TRANSCULTURAL

Incluso entre quienes aceptan que es menester comprobar los valores de base comunitaria confrontándolos con valores que cubren toda la so­ ciedad, y que unos y otros deben reflejar diálogos morales , están los que objetan la aplicación de estos criterios a través de distintas culturas. Me refiero a culturas más que a sociedades nacionales, porque muchos de los que están dispuestos a evaluar otra sociedad de cultura similar -por ejemplo, los norteamericanos que se proponen calibrar los valores que se reflejan en las políticas públicas de otras sociedades occidentales- po­ nen objeciones a hacer lo propio con otras culturas, como las asiáticas o las latinoamericanas . Habría que calificar a estos últimos de relativistas culturales (a diferencia de los relativistas comunitarios) .4 1 L a oposición a los juicios transculturales se basa en que no hay verda­ des morales mundiales o generales, y que esos juicios tienden a llevar a los occidentales a considerar sus valores como superiores a los de otros y a tra­ tar a otros pueblos, razas y culturas como inferiores. La verdad es que esta orientación estuvo muy extendida en Occidente. Buena parte de la antro­ pología se dedicó a ampliar los horizontes de quienes enseñaban que lo científico o moderno era el «nosotros», mientras que el «ellos» era primiti­ vo, pues mostró a los occidentales que otras culturas eran diferentes, pero no inferiores. A consecuencia de ello, como dice Carolyn Fluehr-Lobban, los antropólogos «han sido reticentes en enjuiciar formas de homicidio de base cultural como la matanza de niños o de ancianos. Algunos se abstu ­ vieron de juzgar actos de violencia comunal, copi o los choques entre hin ­ dúes y musulmanes en India o de tutsis y hutús en Ruanda».42 James Q . Wilson observa: «La adopción del relativismo cultural. . . ha hecho que «bárbaro» no sea sólo un término peyorativo, sino absurdo . . . [Los antro­ pólogos] podrían analizar desapasionadamente el canibalismo y el infan ­ ticidio, cuando no con total aceptación».43 Algunas feministas se han pronunciado contra la crítica «desde afue­ ra» a la ablación del clítoris, que es la mutilación de los genitales de la mujer para reducir sus placeres sexuales y hacerlas más fieles a sus futu­ ros maridos (que no son particularmente famosos por su fidelidad) .44 Daniel A. Bell observa que «en Asia Oriental hay voces que ponen objeciones a la mera idea de los derechos humanos incluso como meta fi­ nal, sobre la base de que el concepto de «derechos humanos» es un in­ vento occidental incompatible con las tradiciones del Asia Oriental».45 Otros dicen que Occidente no debería fustigar a las sociedades asiáticas por su violación de los derechos humanos, de la misma manera en que China, por ejemplo, no debería censurar a la sociedad norteamericana por su descuido de los deberes filiales .46 De acuerdo con este punto de

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

27 1

vista, incluso la tradición musulmana de la amputación de la mano de un ladrón va más allá del desafío transcultural.47 No obstante, Bell concede que a menudo quienes son moralmente ultrajados por ésta y otras prácti­ cas semejantes pueden encontrar fundamentos intraculturales para sus objeciones. Por ejemplo, el islam impone diversas condiciones que se han de satisfacer antes de poder justificar moralmente la amputación, condi­ ciones que en la práctica casi nunca se satisfacen. La insistencia en la ne­ cesidad de encontrar esos fundamentos intraculturales es en parte prácti­ ca, pues se percibe como una manera efectiva de rescatar las virtudes en las distintas culturas,48 pero también refleja la gran repugnancia a formu­ lar juicios transculturales. Los problemas de los j uicios transculturales se pusieron de relieve en la reunión de 1 993 de los líderes asiáticos en Bangkok, cuya finalidad era adoptar una posición asiática sobre derechos humanos. De acuerdo con un informe, «lo que sorprendió a muchos observadores . . . fue la cerrada oposición a los derechos humanos universales . . . sobre la base de que los derechos humanos como tales no son coherentes con los «valores asiáti­ cos»». 49 Los intelectuales asiáticos justifican esta oposición sobre la base de que las nociones occidentales de derechos humanos se fundan en la idea de la autonomía personal, que o bien es ajena a la cultura asiática, o bien al menos no es fundamental.5° En Thick and Thin, Walzer sostiene que aunque hay algunos valores mínimos que aparecen en todas las culturas, la lista «no es objetiva ni po­ co determinante [de una cultura particular] . Es reiterativamente particu­ larista y localmente significativa, íntimamente ligada a las . . . morales crea­ das . . . en épocas y lugares específicos».51 La palabra «universal» es simplemente un adjetivo que modifica algunos valores particulares, cuan­ do en realidad son valores que se encuentran en todas las culturas en con­ creto.52 Por esta razón, Walzer concluye que «una sociedad dada es justa si su vida sustantiva es vivida . . . con fidelidad a las comprensiones com­ partidas de sus miembros».53 Como dicen Stephen Mulhall y Adam Swift: «No cabe duda de que en la posición de Walzer hay una importante fran­ ja relativista».54 Ronald Beiner observa que, a juicio de Walzer, «el único patrón de j uicio crítico es el patrón interno tocante a si una comunidad concreta se mantiene fiel a las tradiciones, prácticas y comprensiones compartidas que constituyen su identidad comunal». Y añade: «Lo que aquí falta es un patrón independiente, externo, que esclarezca si las co­ munidades constitutivas de identidad confieren valor a sus miembros más allá del mero hecho de poseer algo compartido».55 Como dice un colega, a fin de cuentas, lo tenue (el globalismo) de Walzer se basa en lo denso (comunidades) . Otros comunitarios han adoptado posiciones similares a las de Walzer.

272

La nueva regla de oro

A mi parecer, ese relativismo fracasa cuando uno observa que im por­ ta poco dónde se originaron los valores; la cuestión reside en saber si se pueden justificar o no. En verdad, hay quienes razonan que los ideales lla­ mados occidentales se originaron en Á frica o, para ser más preciso, en Egipto. Si se llegara a establecer la validez de esta afirmación , ¿elevaría este hecho el nivel moral de, por ejemplo, los derechos individuales y nues­ tro «derecho» a denunciar moralmente a las sociedades africanas? ¿Sólo Egipto? ¿ África del Norte? ¿También Asia? Los valores no pueden ser tan geográficamente contingentes. GLOBALIDADES EMPÍRICAS

Y

MORALES

En los últimos años, cuando los relativistas culturales encontraron cada vez más difícil sostener su posición, hubo quienes reconocieron unos pocos valores globales en los que estaban de acuerdo en que se po­ día remitir la justificación de los valores de culturas enteras y no sólo los de comunidades dentro de una cultura dada. Las posiciones de estos minimalistas globales van de lo predominantemente empírico a lo nor­ mativo. Del lado de los minimalistas globales empíricos, dos antropólogos in­ forman de lo siguiente: Ninguna cultura tolera la mentira, el robo o la violencia indiscrimina­ dos en el seno mismo del grupo. Es bien conocida la universalidad esencial del tabú de incesto. Ninguna cultura otorga valor al sufrimiento como fin en sí mismo . . . No tenemos conocimiento de ninguna cultura . . . en la que no se realicen ceremonias en torno a la muerte.56

Y AlÍson Dundes Renteln señala que todas las culturas limitan la can­ tidad de muertes que se puede infligir en lo que consideran actos legíti­ mos de venganza.57 Más allá de la enumeración de unos cuantos valores elementales, como la condena del asesinato, la tortura y la violación, los minimalistas empíricos han señalado la existencia de las mismas catego­ rías en muchas lenguas diferentes, aun cuando se les dé distinto conteni ­ do.58 Rhoda Howard observaba que incluso los relativistas están de acuer­ do en que «el concepto de derechos humanos es universal, pero que el contenido (es decir, qué son o deberían ser concretamente los derechos) cambia de una sociedad a otra».59 Otros, especialmente Robert Wright y James Q. Wilson, hablan de la existencia de un sentido moral universal. 60 Quienes creen que esta fuente moral se basa en la existencia de genes morales (por ejemplo, uno para el

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

273

altruismo61) encuentran una respuesta completa: en la medida en que el gene es universal, dejan atrás el relativismo, y en la medida en que es particular, no hay duda de que ninguna voz moral puede experimentar modificación alguna, al menos mientras la ingeniería genética no esté mu­ cho más desarrollada. Aquí no se explora más en estas ideas acerca del origen biológico de los valores porque nos alejaríamos demasiado de nuestro tema específico.62 Parece bastante convincente el argumento de que, como consecuen­ cia del hecho sociológico de que todos los niños necesitan ser atendidos por otras personas y que en ese proceso adquirimos ciertos rasgos uni­ versales, las experiencias universales de socialización aseguran un sentido moral en todos los individuos. 63 Per9 sigue en pie la siguiente pregunta: ¿ cuánto contenido normativo puede portar ese proceso, y es ennoblece­ dor o regresivo? ¿Cuál es el alcance moral de estos hallazgos de la ciencia social? Algunos autores han sacado conclusiones normativas a partir de da­ tos acerca de uniformidades globales, con el argumento de que las gentes de diferentes culturas se pueden adherir a valores que todas las culturas comparten porque son valores compartidos por todas las sociedades, lo que es una aplicación global de la comprobación del consenso. Un ejem­ plo típico al respecto es un enunciado acerca de la antigua regla de oro . Marcus Singer dice: «La aceptación casi universal de la regla de oro y su promulgación por personas de considerable inteligencia aunque con di­ ferentes puntos de vista, proporcionaría pues una cierta evidencia a favor de la afirmación según la cual se trata de una verdad ética fundamental».64 Singer es prudente y se aproxima mucho al quid de la cuestión: el respal­ do global suministra una cierta justificación normativa. No cabe duda de que un ideal moral que todo el mundo respeta tiene una presencia más vi­ gorosa que la que sólo afirma un pueblo, una cultura o incluso un puña­ do de pueblos o culturas. A veces, sin embargo, es evidente su ausencia: si todas las sociedades, por ejemplo, suscribieran el prejuicio que les ayu­ da a justificar el trato a las mujeres (o a cualquier otro grupo, como los in­ migrantes o los minusválidos) como seres humanos de segunda clase, ¿justificaría este globalismo el citado prejuicio? Además, cuando se com­ paran sus valores globales con valores nucleares, y los argumentos elabo­ rados en su apoyo, que se encuentran en tantas concepciones éticas reli­ giosas o seculares, como las del Antiguo y el Nuevo Testamento, y en otras como las de Aristóteles, Confucio o lmmanuel Kant, salta a la vista la pobreza de la lista empírica y de la ética que se puede construir sobre esa base. En la medida en que estos globalistas normativos se apoyan en la ob­ servación empírica, su criterio es demasiado tenue y a la vez está mal fun-

27 4

La nueva regla de oro

dado, porque los datos son engañosos. El criterio es tenue porque sólo abarca unos pocos valores, como la condena del asesinato, el robo y la vio­ lación. E incluso en esto nos asentamos sobre bases inseguras. A menudo el hecho de quitar la vida deliberadamente a alguien -lo que se conside­ ra una ofensa al valor más global- se legitima por una u otra razón, como traición a la religión o violación de leyes selectas (de ahí las penas de muer­ te) aun cuando se aplique a miembros de la propia tribu. (En muchas so­ ciedades, los extraños son víctimas justificadas de cualquier ataque.) DERECHOS HUMANOS

El reconocimiento de los derechos de todos los seres humanos repre­ senta un intento de superar una tenue lista de valores globales de base em­ pírica y encontrar un conjunto de fundamentos morales de alcance mundial que pueda apuntalar juicios de valor de distintas sociedades en concreto. Específicamente, los globalistas más «densos» se inspiran en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que es un texto de derecho interna­ cional en desarrollo, la Carta y las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, así como las resoluciones de diversas conferencias in­ ternacionales, tales como las relativas al medio ambiente y a las mujeres . Entre quienes sostienen este enfoque está George Weigel (que también se inspira en una concepción de la naturaleza humana) , cuya lista de valores globales se limita a derechos cívicos y libertades políticas básicas.65 Rhoda Howard añade a la lista de Weigel derechos económicos básicos.66 Otros / extienden considerablemente la lista.67 El problema de este enfoque es que la Carta de las N aciones Uni­ das, el derecho internacional y diversas declaraciones -en las que los globalistas ven los valores sobre los cuales apoyar el edificio- no gozan de una afirmación demasiado amplia. Esto es así en gran parte debido a la manera en que se han formulado estos documentos. Es habitual que no sean ni reflejo de un proceso verdaderamente democrático en los es­ tamentos internacionales o en los países en ellos representados, ni re­ sultado de un diálogo moral de alcance mundial. En verdad, a menudo parece que las distintas naciones toleran los diversos pronunciamientos de entidades internacionales porque se sabe que tienen poca eficacia le­ gal, política o normativa. (Esto es evidente cuando se compara su legiti­ midad con las resoluciones del Parlamento europeo, que en sí mismo tiene mucha menos eficacia que las legislaturas nacionales .) Estas res o ­ luciones concitarían mucho más respeto s i reflejaran e l trabajo de u n Parlamento mundial o u n tribunal mundial auténticamente representa­ tivos.

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

27 5

La debilidad de las aspiraciones de globalidad para los derechos hu­ manos no se superará definitivamente sólo con una nueva redacción de la Carta de las Naciones Unidas o con la modificación del sistema de vota­ ción de la Asamblea General, ni con otras reformas institucionales. Antes de poder alentar la esperanza de ver costumbres globales con el mismo poder de convicción que las costumbres de diversas sociedades, los ciu­ dadanos del mundo tendrán que comprometerse en diálogos morales de alcance mundial. Los desarrollos técnicos han hecho posibles esos megá­ logos globales. En verdad, ha habido algunos progresos en este sentido, especialmente en cuestiones relativas a los derechos individuales, el trato a los niños y sobre todo en el medio ambiente. También son atentadores el papel y la legitimación relativamente en aumento del Tribunal interna­ cional para crímenes de guerra, particularmente evidente en lo tocante al reciente conflicto de Bosnia. Pero una comunidad mundial de comunida­ des , una comunidad con valores nucleares que coronen el edificio de la justificabilidad normativa, es en gran medida un simple destello de espe­ ranza para un corto número de visionarios. LA VOZ MORAL INTERSOCIAL

Para contribuir a los diálogos morales globales, los comunitarios tie­ nen que moverse en la dirección opuesta a la que han seguido los relati­ vistas culturales . Los comunitarios han de prestar apoyo al surgimiento transcultural de voces morales, sobre todo cuando reflejen verdadera­ mente a las gentes de la sociedad que les da nacimiento. Esto es impres­ cindible a fin de proponer la expresión de un núcleo -más que una bre­ vísima lista- de valores globalmente compartidos. Un relativista o un pluralista quizá estuvieran de acuerdo en que una persona de una deter­ minada cultura puede aproximarse a los miembros de otra cultura y tra­ tar de compartir sus valores con ellos. Sin embargo, en este caso la perso­ na no realizaría sus afirmaciones en términos de valores con los que la otra cultura estuviera comprometida, a menos que, naturalmente, dé la ca­ sualidad de que la otra cultura suscriba los mismos valores. De esta suer­ te, para citar el ejemplo de Walzer, alguien que visite la India podría tra­ tar de convencer a una ciudad de ese país de que el sistema de castas es «erróneo», pero no podría formular su exigencia en términos de valor universal ante el cual la otra cultura se sintiera obligada.68 Hablo deliberadamente de formular exigencias morales. Es preciso distinguir entre, por un lado, las expresiones de aprecio del progreso moral de otras sociedades o la censura de las que infringen los valores que uno sostiene y, por otro lado, las acciones de las naciones que se con-

27 6

La nueva regla de oro

sideran llamadas a imponer sus valores con el envío de la infantería de marina, fuerzas especiales o la legión extranjera, o bien con el estable ­ cemiento de bloqueos y de boicots , es decir, con la aplicación del poder militar o económico. Esas medidas coercitivas no dan lugar a una comu­ nidad moral y sólo se justifican por circunstancias especiales (por ejem­ plo, si tuviéramos que enfrentarnos a otro régimen nazi) que se analizan en la literatura sobre guerras justas y otros escritos de ética internacio­ nal. También se observa que aunque únicamente las naciones poderosas pueden emplear el poder militar o económico para apoyar valores, hasta las naciones más pequeñas pueden hacer oír su voz moral, como lo de­ mostraron en varias ocasiones Costa Rica, México, los países escandina­ vos , Suiza e Israel.69 El llamar a todo el mundo a respetar el mismo conjunto de valores no lleva implícito sostener que todos tengan que seguir la misma senda de desarrollo económico, que a todos les guste la misma música o que tengan los mismos modales de mesa. En verdad, los estamentos internacionales se equivocan cuando permiten que cada nación miembro agrege su lista normativa de deseos a las de las otras, para terminar con un ingente volu­ men de resoluciones que cubren prácticamente todos los temas imagina­ bles. El largo camino hacia un mundo de valores compartidos se abrevia­ ría algo si la formulación de exigencias morales entre naciones se centrara en un conjunto limitado de valores nucleares. Sin embargo, las voces morales transculturales no pueden evitar esti­ mular el desarrollo político de países cuyo orden no se basa en fundamen­ tos morales, sino que es coercitivo. Debido a la estrecha conexión entre la forma democrática de gobierno y las virtudes nucleares comunitaras, que claman por una forma democrática de gobierno (en sentido amplio, no la que se limita a sostenerse en elecciones libres y abiertas) es un aspecto axial e imprescindible de los diálogos morales transnacionales . Lo mismo debe decirse del llamamiento moral a la provisión de ba­ ses socioeconómicas a todos los miembros de todas las comunidades . Ningún argumento a favor del relativismo transcultural ha pesado más que la sugerencia de que Occidente ya está suficientemente desarrollado y que por tanto puede «permitirse» libertades políticas, pero que otros países deben postergar el desarrollo político hasta estar económicamen­ te desarrollados . En palabras del ex Primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew: Como Primer ministro de Singapur, mi primera tarea fue sacar a mi país de la degradación a que lo habían llevado la pobreza, la ignorancia y la en­ fermedad. Puesto que la pobreza extrema era la causa de la prioridad tan baja que se otorgaba a la vida humana, todo lo demás resultaba secundario.70

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

277

Julius Ihonvbere concluye simplemente que «para los países que des ­ de su contacto con las fuerzas del imperialismo occidental no han cono­ cido la paz, la estabilidad o el progreso, carecen de sentido los derechos civiles y políticos».71 La cuestión ética que se plantea, para decirlo sucintamente, es la de si la superación del espanto de la muerte, las pestes y el hambre pasa por el anuncio de derechos políticos tales como la libertad de expresión y el ejercicio del voto . A menudo se considera que ésta es una mera cuestión retórica, puesto que se piensa que la respuesta es evidente, como si el hambre fuera siempre la única razón por la que la gente no está en condi­ ción de ejercer sus derechos políticos. No obstante, esta manera de abor­ dar el tema constituye un marco demasiado pobre para el debate. Ante todo, hay escasísimas pruebas de que los Estados totalitarios en desarrollo tengan intención de indicar un nivel de PIB per cápita que, una vez alcanzado, daría paso al desarrollo de libertades políticas. En 1 990, el PIB por habitante de Singapur superó los 12 .000 dólares.72 Estados Uni­ dos superó el listón de los 1 2 .000 dólares sólo en 1 980.73 Bien puede tener razón Seymour M. Lipset en que el desarrollo económico facilita el desa­ rrollo político;74 pero esto no equivale a sugerir que está éticamente justi­ ficado postergar el desarrollo político hasta que se hayan alcanzado nive­ les más altos de desarrollo económico, ni tampoco que la democratización con bajos niveles económicos deba postergarse simplemente porque es «más» difícil. En segundo lugar, a las gentes de los países políticamente subdesa­ rrollados se les niega algo más que los «lujos» de las democracias, de los que a menudo se da como ejemplo la libertad de expresión. En los países donde no hay libertad, muchas personas son torturadas, vendidas como esdavas o sometidas a terribles ejecuciones . De aquí deriva el poderoso argumento de que el respeto básico a los derechos humanos políticos de­ bería ser tan «básico» como el respeto a las comodidades físicas, o inclu ­ so más «básico» aún. En tercer lugar, como señala Rhoda Howard, sin desarrollo político no hay seguridad de que los beneficios del desarrollo económico se com­ partan con amplitud. Y debe preocuparnos que el desarrollo económico se produzca sin los ingentes e indebidos sufrimientos provocados por un pensamiento arbitrario o rígidamente ideológico.75 En cuarto lugar, la idea de que en los países asiáticos no se puede lan­ zar el desarrollo económico en el seno de un marco democrático es des­ mentida por el desarrollo económico de la India, por ejemplo. Se puede reconocer que hay más de una senda p ara el desarrollo económico; sin embargo, estas sendas pueden limitarse a las compatibles con el gobierno democrático.

27 8

La nueva regla de oro

Por último, aunque no por ello menos importante, hay asiáticos que señalan con horror la desorganización de Occidente, lo que atribuyen a la índole democrática de estas sociedades. Kishore Mahbubani comenta: «La libertad no sólo resuelve problemas; también puede provocarlos» . Señala l a «decadencia social masiva» e n Estados Unidos y dice: «Muchas sociedades tiemblan ante la perspectiva de que esto ocurra en su propio territorio».76 Hay intelectuales islámicos que comparten este punto de vis­ ta. Mohammed Elhachmi Hamdi dice lo siguiente: «Sobre ciertas cues­ tiones morales . . . la democracia parece atacada de locura homicida. Es di­ fícil comprender por qué las laxas costumbres occidentales que debilitan o destruyen la familia . . . deberían exportarse al resto del mundo».77 En realidad, el orden social permaneció intacto en Occidente hasta, digamos, los años cincuenta, mucho después de quedar establecidas las instituciones democráticas básicas, aun cuando un segmento de la pobla­ ción todavía tuviera que luchar para asegurarse que también él quedaría comprendido. Y la reciente desorganización social, que refleja la deca­ dencia de valores morales y de la infraestructura moral, admite muy bien una corrección dentro del marco político de las sociedades occidentales.78 Antes que acallar la voz moral transcultural, como hacen los relati­ vistas culturales, todas las sociedades deberían respetar el derecho de las otras a formularles reclamaciones morales , exactamente de la misma ma­ nera en que ellas están autorizadas a hacerlo respecto de otras sociedades. De esta suerte, Occidente debería advertir que cuando critica a China por violar los derechos humanos desempeña con toda pureza su legítimo pa­ pel constructor de la comunidad mundial. E igúalmente legítima debería considerarse a China cuando critica a la sociedad norteamericana por su descuido de los deberes filiales . Los diálogos morales transculturales se constituyen sobre la base de valores globales sustantivos, valores que formulan una exigencia a todos y no guardan relación específica con una comunidad o sociedad cual­ quiera en particular. De esta suerte, tal como veo yo las cosas, los dere­ chos individuales no reflejan un valor occidental (aun cuando histórica­ mente hayan surgido en Occidente) , sino un valor que formula exigencias a todo el mundo. Además, lejos de sentirme disuadido o acusado por las protestas del Tercer Mundo cuando Occidente aplica este valor a otras culturas, percibo en la misma rabia que las exigencias generan un reco­ nocimiento de la validez de tales exigencias. Y por la misma razón, el he­ cho de que cuando los asiáticos reclaman a Occidente, por ejemplo, que aumentemos nuestro respeto a los ancianos, las respuestas culpables son una indicación de que se ha tocado un valor compartido. En cambio, si se recriminara a los asiáticos el hecho de utilizar palillos en lugar de tenedo­ res, no se perturbarían. Y análogamente, sí los musulmanes reclamaran a

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

279

Occidente que adoptara sus leyes de divorcio, la mayoría de la gente ig­ noraría estos llamamientos normativos o los tendría por una pura locura. No todas las exigencias tansculturales son escuchadas, y es muy evidente cuáles son las que captan nuestro interés . Aparte de las reacciones defensivas, hay otros signos de que muchas voces morales transculturales no caen en oídos sordos. Tras ignorar du­ rante décadas los problemas de derechos humanos, los países asiáticos in­ formaron recientemente de que «ya no se desdeñaban los derechos hu­ manos como herramienta de opresión extranjera, sino que se promovían como medios de afirmar la distintividad asiática».79 China parece hacer reformado algunos de sus peores orfanatos y campos de trabajo bajo la presión de Amnistía Internacional y otras voces morales. 80 Y el diplomá­ tico de Singapur Bilahari Kausikan dice: Los derechos humanos se han convertido en un problema legítimo en las relaciones interestatales. Cómo trata un país a sus ciudadanos ya no es una cuestión de exclusiva incumbencia interna . . . Hay una cultura global emergente de derechos humanos. 8 1

Reconocer la necesidad de hacer oír en todas partes voces morales no significa que se esté legitimando el acto de regañar a personas de otras culturas por encima del derecho a hacerlo con miembros de la comuni­ dad a la que se pertenece. La voz moral es más convincente cuando es fir­ me pero no chillona, cuando juzga pero no enjuicia, cuando es crítica, si es necesario, pero no farisaica. También se puede reconocer fácilmente que los grandes defensores de los valores globales a veces no se atienen a lo que ellos mismos predi­ can; pero esta observación no invalida el estatus de los valores. Y se po­ dría aceptar de buen grado que hay valores universales distintos de aque­ llos a favor de los cuales habla una parte dada, valores a los que pueden honrar admirablemente, y dar un brillante ejemplo de ello a todo el mun ­ do, sociedades a las que se recriminan otras cosas. Japón, por ejemplo, tal vez haga más que cualquier sociedad occidental por la belleza del diseño y el paisajismo. Ninguna de estas observaciones , sin embargo, va en desmedro del mérito de aportar vigorosos valores sustantivos al incipiente diálogo mundial; por el contrario, estas observaciones son por sí mismas un re­ flejo de tales valores . Al mismo tiempo, es preciso reconocer que mien­ tras los diálogos morales no se encuentren mucho más avanzados y no evolucione un núcleo global mucho más vigoroso de valores comparti­ dos, los valores globales no servirán como marcos satisfactorios para los valores sociales.

280

La

nueva regla de oro

CAUSAS MORALES COMPULSIVAS

Aun en el caso de que hubiera consenso mundial acerca del valor, eso no nos dejaría satisfechos . Rechazamos la idea que se esconde tras el re­ frán que dice que «cincuenta millones de franceses no pueden estar equi ­ vocados» y sostenemos que el consenso nacional puede estar equivocado. No hace mucho todavía había consenso prácticamente mundial acerca de que se podía tratar a las mujeres como ciudadanas de segunda clase, he­ cho que no legitima esa posición. El programa de justificación normativa aún no está completo. Repasemos brevemente el razonamiento que se ha seguido hasta aquí: en busca de un manera fundada en principio para determinar qué valores están adecuadamente justificados, me uno a quienes sostienen que si una comunidad (mediante proceso democrático y otras formas de construc­ ción del cosenso) consigue el cierre, los valores respaldados o implicados han sido imbuidos de una dosis de legitimidad, pero no de suficiente jus­ tificación. Por mi cuenta agrego que si estos valores también concuerdan con los valores sociales (a menudo encarnados en la Constitución o en otras leyes por el estilo), este hecho realza el estatus de los valores escogi ­ dos, pero que incluso la aplicación conjunta de estos dos criterios es in­ suficiente. Lo mismo n 0 r las razones ya expuestas, vale para el hecho de que un conjunto dado L � valores sea el resultado de diálogos morales ade­ cuadamente realizados y/o el producto de un proceso de construcción de consenso global. En busca de la piedra de toque final , recurro a la obser­ vación de que ciertos conceptos se nos presentan como moralmente com­ pulsivos en y por sí mismos.82 Por ejemplo, cuando se señala que tenemos obligaciones superiores respecto a nuestros hijos que respecto a los hijos de otros, esta exigencia moral habla por sí misma, efectiva y directamen­ te. No se tiene la sensación de que hace falta una razón, ni se pide expli­ cación lógica ni análisis sociológico alguno: esos conceptos morales tie­ nen el tipo especial de estatus al que los padres fundadores llamaron «evidencia». Nuestro sentido moral nos informa de que «por supuesto, lo hacemos». 83 En verdad, no he encontrado una sola persona que sostenga, crea o razone que tenemos las mismas obligaciones morales respecto a to­ dos los niños que las que tenemos respecto a nuestros hijos. No encuentro mejor manera de aclarar más la idea de conceptos mo ­ rales compulsivos que informar de un experimento que he dirigido en va­ rios países con más de trescientos grupos de trasfondo social, intelectual y político o creencias muy variados. En cada caso pedí al grupo que si­ mulara ser un comité de escuela pública que debía decidir qué valores ha­ bía que enseñar en el tercer curso del año siguiente. Primero señalé que en la mayoría de las asignaturas es imposible formular un currículum neu-

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

28 1

tro o exento d e valor. Luego pregunté a los distintos públicos s i s e debe enseñar que decir la verdad es mejor que mentir o viceversa en todas las situaciones salvo limitaciones precisas (como cuando alguien se está mu­ riendo de cáncer y pregunta si le queda alguna esperanza) . Sin excepción, los grupos parecieron desconcertados. Se cuestionaban cuál era la pre­ gunta que yo les formulaba. ¿Había algo que yo quería preguntar y no lo hacía? ¿Por qué? ¡ Tan evidente era la respuesta ! Además, ninguno de los grupos a los que encuesté se embarcó en al­ gún tipo de razonamiento, como «se debe observar que si uno dice una mentira, pronto los demás harán lo mismo y entonces nos encontraríamos en un mundo de mentirosos, un mundo en el que no deseamos vivir; por tanto, no debemos mentir». Los miepibros de los grupos no requirieron esa explicación lógica utilitarista. Encontraron la respuesta mirándose a la cara o, más precisamente, hablando directamente los unos con los otros . (Algunos agregaron un razonamiento que sólo presentaban como ocurrencia posterior para explicar el juicio moral que terminaban de arti­ cular y pronunciar. ) Naturalmente, existe una voluminosa literatura tanto acerca del uso de conceptos primarios ( qúe todos los paradigmas necesitan) en general y deontológicos ( que yo construyo aquí) en particular, aunque no todas las teorías que comienzan con una lista de virtudes sean deontológicas . Para actuar con propiedad, tendría que emprender una revisión amplia de esta litern�11ra y luego justificar la razón por la que he escogido una op­ ción y no otra, especialmente si sigo una posición que los com'u nitarios a menudo no han seguido. Sin embargo, a mi juicio, esa revisión de la lite­ ratura se ha hecho ya muchas veces, por lo que no tengo gran cosa que agregar. A pesar de que, como es natural, me doy cuenta de la naturaleza polémica de la posición que adopto, así como de las ambigüedades que encierra debido a las razones ya expuestas, no encuentro otra posición más convincente y que, en términos pragmáticos, habilite para la cons­ trucción de un paradigma comunitario más sólido. Además, mi formación es sociológica, mientras que la discusión se ha desarrollado en gran parte en el plano de la teoría política y en el filosófi­ co. Lo único que puedo hacer es señalar en qué fundo mi pensamiento . Mi fundamento es la idea de que se puede comenzar un paradigma moral identificando las virtudes que le sirven de base. Esto es particularmente aceptable para el enfoque neofuncionalista que aquí se aplica, porque al funcionalismo le interesan mucho menos los orígenes y se centra en cam­ bio en las constelaciones, los procesos y las estructuras que hacen posible sostener y relanzar determinados rasgos o virtudes sociales. También se ha puntualizado que los conceptos que aquí se utilizan son expansivos y que, como me dijo David Anderson, no son como judías

2 82

La nueva regla de oro

verdes o naranjas, sino más bien como vegetales y frutas. Obsérvese, sin embargo, que este libro comienza con mi intento de llamar la atención so­ bre los conceptos específicos de orden y de autonomía que utilizo. En verdad, el concepto de orden ampliamente voluntario es prácticamente único; aunque tal vez no sea una taza de té del agrado de todo el mundo, es seguramente una infusión específica. Análogamente, el concepto de una autonomía que no sólo incluye libertades negativas y positivas, sino también expresión individual y subgrupal y que debe estar socialmente li­ mitada, tal vez sea rechazado por los partidarios de un concepto mucho más estricto, pero dista mucho de ser poco específico. Estos enunciados acerca de las causas morales que se nos muestran compulsivas se asemejan a lo que las autoridades religiosas denominan re­ velación. Esto no quiere decir que no podamos razonar sobre estas cuestio­ nes. El hecho de que haya alguna causa que en un comienzo se le aparezca tan poderosa a uno, no elimina la necesidad de examinarla detalladamen ­ te. No obstante, aquí la razón sigue a la revelación y la apuntala y no a la inversa. (Esto quiere decir que los conceptos primarios son como otros valores, que definimos como continentes de un elemento de justificabili­ dad, y no tan sólo un enunciado de preferencia. Sin embargo, debería ob­ servarse que aquí la razón desempeña un papel bastante distinto.) Char­ les Taylor carga él acento en esta doble naturaleza de la moral con el argumento de que «nuestras reacciones morales . . . tienen dos caras, por así decirlo. Por un lado, son casi como instintos . . . por otro lado, parecen implicar exigencias . . . acerca de la naturaleza y el estatus de los seres hu­ manos».84 Los naturalistas y los emotivistas, so/ tiene Taylor, quieren olvi­ dar la segunda mitad;85 pero sería igualmente erróneo olvidar la primera mitad. Hemos de tener siempre en mente que las explicaciones racionales del valor moral son intentos, como dice Taylor, de «articular» el sentido moral, pero no son su esencia.86 Hay otra diferencia capital entre la posición que aquí se adopta y el emotivismo.87 El emotivismo trata todos los valores como el gusto por el brécol, es decir, que se favorecen o rechazan simplemente porque así lo siente el sujeto. En el enfoque que aquí se propone, sólo los conceptos primarios se justifican primero por su fuerza moral (y en segundo lugar porque han sido apuntalados por la revisión crítica del mismo tipo que la que se impuso al orden social y la autonomía al comienzo de nuestra ex­ posición); todos los otros conceptos derivan de estos conceptos primarios y se explican en referencia a ellos. La diferencia entre este enfoque y el emotivismo salta a la vista cuan ­ do se comparan las virtudes básicas que aquí se afirman con la extensa lis­ ta de virtudes que, de acuerdo con otros enfoques, deberían sostener una persona o una comunidad. Por ejemplo, la lista de virtudes que propor-

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

283

dona Michael Josephson contiene seis «pilares»: fiabilidad, respeto, res­ ponsabilidad, justicia, cuidado y ciudadanía. 88 William J. Bennett propo­ ne una lista de diez virtudes;89 Colín Greer y Herbert Kohl confeccionan una lista de dieciséis. Todas estas virtudes son tratadas como conceptos de igual estatus, y no hay concepto básico del que se desprendan ni que las justifique. (Las virtudes de la lista de Galston se justifican instrumen­ talmente porque son necesarias para mantener un Estado liberal, el con­ cepto primario. El enfoque de Galston, por tanto, es metodológicamente paralelo al que se sigue aquí, salvo que se centra en virtudes personales, como el valor, la lealtad, la tolerancia y la moderación, mientras que yo me centro en las virtudes sociales.91)

LAS VIRTUDES BASICAS

COMO LA VIDA Y LA SALUD

Las virtudes sociales básicas son un orden social voluntario y una im­ portante dosis de autonomía individual y subgrupal limitada, en cuida­ doso equilibrio: la nueva regla de oro. Aunque en los capítulos anteriores he proporcionado justificaciones instrumentales del mérito de las forma­ ciones sociales que encarnan estas virtudes, las explicaciones sociológicas son secundarias. Las necesidades de orden voluntario y de oportunidades bien protegidas para que los individuos se expresen hablan elocuente­ mente por sí mismas. (La virtud de la autonomía subgrupal es menos in­ mediatamente compulsiva y deriva en gran parte de otros valores.) El estatus normativo del orden moral y la autonomía (para minimizar su antagonismo) para el paradigma comunitario es similar al estatus nor­ mativo de la vida y la salud en las ciencias médicas. Teóricamente, uno podría preguntarse: «¿Por qué tratarlas como virtudes? ¿No se podría en­ contrar la virtud en la muerte y la enfermedad y edificar ciencias que en­ carnen estos valores? ¿Una suerte de ciencia satánica?». Sin embargo, le­ jos de ser mera casualidad, resulta muy elocuente que muy pocos autores, si hay alguno, hayan tomado en serio esa posibilidad.92 La vida y la muer­ te son virtudes compulsivas que nos hablan inequívocamente cuando se comparan con sus contrarios. Se puede aumentar su estatus normativo mediante diversas justificaciones secundarias e instrumentales -como, por ejemplo, que una persona muerta no puede ejercer la responsabilidad moral ni ser portadora de derechos, o que la enfermedad limita nuestra autonomía- y, sin embargo, con toda corrección calificamos de secun­ darios estos argumentos. La vida y la salud son compulsivas en y por sí

284

La nueva regla de oro

mismas. (Esta observación no es desmentida por el hecho de que haya si­ tuaciones en las que se pueda encontrar virtud en el sacrificio de la vida o la salud, como una guerra justa o en un experimento o prueba de nuevas drogas en beneficio de los demás. Dado que reconocemos muchas virtu­ des a las que no nos podemos adherir del todo y al mismo tiempo, hemos de estudiar los conflictos existentes entre ellas e incluso sacrificar alguna en beneficio de otras. ) A m i parecer, el orden moral y l a autonomía, las virtudes gemelas, co­ ronan la justificación normativa comunitaria y proporcionan el criterio sustantivo final que esta justificación requiere. Un experimento mental podría ayudar en este punto. (La finalidad principal del experimento no es mostrar la validez de los conceptos primarios duales, que es evidente. La finalidad es mostrar la necesidad de un estrato adicional de justifica­ bilidad normativa que proporcione el anclaje final a toda la empresa.) Su­ póngase un país llamado Intabad, en el que diversas comunidades permi­ ten que sus niñas se casen muy jóvenes con hombres viejos, a condición de que los hombres paguen una gratificación a los padres de las niñas. No hay en los valores de estas comunidades ni en la Constitución de Intabab nada que prohiba esos matrimonios, ni figuran en la lista transnacional de tabúes. A pesar de que varias conferencias internacionales condenan tales matrimonios, los pronunciamientos son ampliamente ignorados por las comunidades del mundo. Los diálogos morales sobre el tema no se han iniciado en serio. ¿Cuál es el estatus normativo de esos matrimonios ? Si sólo nos adhiriéramos a los criterios que hemos mencionado hasta aquí, sin agregar las virtudes básicas de coronación,11 0 hay base firme compar­ tida sobre la cual descalificarlos. Sin embargo, si los examinamos a la luz de las virtudes básicas, su estatus problemático sale a la luz. Observamos que, dado que, en realidad, las niñas son vendidas, resulta violada su au­ tonomía básica y en consecuencia juzgamos inmorales esos matrimonios. Vayamos ahora a otro país imaginario, Libertar. Aquí encontramos anfitriones que alientan a huéspedes ya borrachos a beber «una más para el camino». Suponemos que las comunidades suburbanas de estos anfi­ triones «no abren juicio» acerca de esta conducta y que la misma no vio­ la ninguna ley de Libertar. El tema no ha sido tratado por ninguno de los diálogos morales celebrados en Libertar. Y a la «aldea global» le preocu ­ pan otras cosas. Nosotros, sin embargo, consideraríamos problemática esa conducta, si no por interés en los conductores , al menos por interés en la seguridad de otras personas en la carretera; en otras palabras, por interés en el orden social. Juzgamos , pues, moralmente irresponsable la conducta de los anfitriones . Estos experimentos mentales tienen la limitación de que tratan nece­ sariamente un problema a la vez. Una sociedad puede ser muy virtuosa

Los árbitros definitivos de los valores comunitanos

285

aun cuando no encarne las virtudes básicas en un área singular o en una cantidad limitada de áreas, en la medida en que de alguna manera preva­ lezcan las virtudes . Y como hemos visto, las sociedades pueden diferen­ ciarse en el peso relativo que confieren a las dos reglas y sin embargo mantener su modelo comunitario general. No obstante, las sociedades que infringen estas virtudes en un frente muy amplio son autoritarias o anárquicas, y sus valores fracasan debido a un principio capital de la jus ­ tificabilidad normativa comunitaria: que no son virtuosos. No es sorprendente que toda la gente de las sociedades autoritarias o totalitarias no se dé cuenta del estatus especial de las virtudes comunita­ rias , dado que están sometidas a una propaganda muy fuerte y engañosa y a sistemáticos esfuerzos de deformación educativa, así como a diversas formas distorsionantes de coerción. (No obstante, en los últimos años, en la medida en que mejoraron las tecnologías comunitarias, parece haber aumentado notablemente la proporción de miembros de estas sociedades que aprecian las virtudes comunitarias. É ste fue uno de los factores que colaboraron al hundimiento de muchos de esos regímenes.) Entre las sociedades.democráticas, uno se asombra de los millones de individuos que, en persecución de cantidades cada vez mayores de bienes de consumo y de sustancias que alteran la mente (el alcohol e incluso la televisión) , contribuyen a mantener una sociedad en la que el culto a los bienes de consumo atenta contra ambas virtudes básicas. Hay indicacio­ nes de que, en su yo más profundo , muchos de estos individuos se dan cuenta de que el consumismo que ayudan a mantener es magro en virtud, pero o bien no son conscientes de las alternativas sociales o bien son tan adictos a su estilo de vida presente que para romper con él necesitan ayu ­ da. Esta gente, y otra que ha caído prisionera de algún fanatismo religio­ so o se siente segura en un Estado policial, no ha participado hasta ahora seriamente en diálogos comunitarios, diálogos que le ayudasen a escuchar su ahogada voz interior, que hablaran a favor de una sociedad en la que tanto el orden como la autonomía estuviesen bien alimentados y equili­ brados. É sta es la gente a la que el movimiento comunitario aún tiene que llegar. DE NUEVO LA VOZ MORAL: LO VIRTUOSO

VERSUS

LO EXTRAVIADO

La voz moral, como he sugerido, es un elemento decisivo del orden social comunitario. Si se examina este concepto a la luz del programa nor­ mativo de justificación que hemos introducido, se encuentra que la voz es relativista porque se levanta para defender los valores particulares que afirma una comunidad dada. La mafia exige a sus miembros lealtad me-

2 86

La nueva regla de oro

diante la obligación de no «soplar» a la policía; los boy scouts muestran lealtad a los suyos mediante la disposición a servir a los demás. La mayo ­ ría de los científicos sociales piensan que ambos grupos tienen una voz moral que los gobierna, que les habla de sus «valores». Pero los mismos valores no son objeto de juicio. Sin embargo, una vez introducida una justificación normativa y reco­ nocidas las virtudes, saltan a la vista las diferencias entre las voces morales. Las que hablan de valores que fracasan en diversas pruebas (incluida la úl­ tima, la de hablar de las virtudes duales básicas) son voces extraviadas. Pueden parecer verdaderas voces morales, pero nos engañan. Las de la mafia, por ejemplo, aunque sólo sea porque infringen los valores de en ­ cuadre de la sociedad en general. Las voces que hablan a favor de valores plenamente justificados, especialmente cuando reflejan las virtudes bási­ cas, son voces virtuosas. Esta diferencia no tiene sentido para los relativis­ tas ni para la mayoría de los científicos sociales, pero es esencial para el pa­ radigma comunitario. Sin ella, no hay salida definitiva del laberinto del relativismo. Todas las comunidades tienen voces morales, pero puesto que defienden valores que nosotros juzgamos de diferente manera, tenemos que distinguir entre las voces morales que dan su apoyo a valores comuni­ tarios que nosotros encontramos deficientes, y las que realzan valores que consideramos satisfactorios desde el punto de vista de todos nuestros cri­ terios normativos. PARTICULARISMO

Y

UNIVERSALISMO

/

La construcción a partir de criterios morales universales, que se apli­ can y plantean exigencias a todo el mundo, se ha asociado con una posi­ ción individualista, no con una comunitaria. Lo que se encuentra en el corazón mismo de las principales escuelas del individualismo es la idea de que todos los seres humanos tienen los mismos derechos individuales bá­ sicos, principio universal no contextualizado por ninguna comunidad o ninguna cultura. Esta posición se capta de manera particularmente pode­ rosa en la versión que Kant ofrece de la regla de oro, o sea, el imperativo categórico: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como un fin, nunca simplemente c�mo un medio».93 Por el contrario, en general se supone que la posición comunitaria se asocia con el bien común de co­ munidades específicas, y por tanto que se basa en valores particulares , no en universales. Los comunitarios verían el mérito de la afirmación de Jo ­ seph de Maistre según la cual «en mi vida he visto franceses, italianos [y] rusos . . . Pero en cuanto al «hombre», declaro que jamás en mi vida me he

Los árbitros definitivos de los valores comunitarios

287

encontrado con él».94 Sin embargo, como he tratado de mostrar en la ex­ posición anterior, no sólo es posible, sino enormemente necesario, com­ binar ciertos principios universales con otros particulares para constituir una justificación normativa comunitaria completa. Lo mismo que muchas otras dicotomías, la existente entre universalismo y particularismo se ins ­ tala en l a vía d e desarrollo de una paradigma sólido; por lo demás, el re­ conocimiento del mérito de la combinación nos permite avanzar. Se pue­ de reconocer tanto el poder universal de las virtudes duales básicas como el estatus moral de las comunidades para producir juicios diferentes, par­ ticulares, sobre todas las cuestiones que no ofendan a los principios «su­ periores» de contextualización. El que las consideraciones universales y las particulares choquen en algunos puntos no invalida este enfoque; por el contrario, es compatible con la noción neofuncionalista según la cual la sociedad virtuosa no está íntegramente cortada mediante un único patrón moral, sino que presenta una tensión continua entre dos fuerzas y es la que más se aproxima a la buena sociedad cuando estas dos fuerzas se mantienen en un equilibrio cuidadosamente elaborado, continuamente desafiado, pero finalmente restaurado. Muchos estudiosos de ambos lados del debate se han movido en la dirección sugerida. Los individualistas han contextualizado algunas de sus exigencias, como, por ejemplo, sugiriendo que dan por supuesta una sociedad liberal. Y los comunitarios sensibles o nuevos han escrito acerca del estatus de los derechos individuales (a diferencia de muchos comuni ­ tarios anteriores, que a menudo cargaban el acento únicamente en las co­ munidades y a los que se debería tener por colectivistas) . Además, se impone la cautela respecto a los comunitarios que fundan los derechos individuales únicamente en necesidades de la comunidad. De este modo, los derechos de contextualización ofrecen un fundamento insuficiente a la autonomía, porque quedarían sin justificación normativa en caso de que se mostrara que las necesidades de la comunidad -por ejemplo, la necesidad de desarrollo económico rápido- entran en con­ tradicción con la autonomía. Considerar la autonomía y el orden social como «básicos» o primarios por derecho propio, y reconocer el conflicto inherente entre ellos, indica el compromiso último con ambas virtudes. Es cierto que ambas virtudes están social y culturalmente contextualizadas, pero no en su estatus básico. Por ejemplo, hemos visto que el hecho de que quienes son moralmente activos tuvieran que decidirse por apuntalar la autonomía o el orden social depen­ dería de la dirección en que la sociedad se hubiera desequilibrado. Pero es­ to no prescinde de la observación de que una buena sociedad se construye sobre una combinación equilibrada de ambas virtudes.

288

La nueva regla de oro

En estrecha relación se encuentra otro dualismo, que se mantiene mejor porque si ignoramos uno de los dos elementos o afirmamos que uno deriva del otro y que, por tanto, tiene un estatus secundario, perde­ mos considerable comprensión sociológica o psicológica. Me refiero al papel de la compasión y el sentido de la obligación . Como dice Hans Jo ­ as, >, Responsive Commu­ nity, 1 , nº 1 , invierno de 1 990/199 1 , pág. 14; Pepper Schwartz, Peer Marriage: How Lave Between Equals Really Works, Nueva York, Free Press, 1994. 70. Han aparecido artículos con la posición comunitaria sobre el control de armas , la educación del carácter, la familia, la reforma de la atención sanitaria, la donación de órganos y la diversidad. 7 1 . Entre aquellos a quienes la prensa ha citado como entusiastas de las ideas comunitarias se encuentran el presidente Bill Clinton (Michael Kranish , «Communitarianism : I s Clinton a Convert?», Bastan Globe, 2 2 d e mayo d e 1 993 ) ; Charles Trueheart, «At Death's Door - And Back Again», Washington Post, 1 1 de febrero de 1992 ; Henry Cisneros secretario de Desarrollo de Vivien­ da y Urbanismo (Michael D 'Antonio, «l or We», Afother Janes, mayo/junio de 1994) ; Jack Kemp ( Guardian, 13 de marzo de 1995 ) ; senador Bill Bradley (Jacob Weisberg, «All Together Now», New York, 24 de julio de 1995 ; vicep residente

Notas

3 15

Albert Gore («Communitarian Conceits», Economist, 1 8 de marzo de 1995 ) ; y William J. Bennett (Guardian, 13 de marzo de 1 995 ) . Véase también «The False Politics of Values», Time, 9 de septiembre de 1 996. 72. Entre ellos se hallaban el canciller alemán, Helmut Kohl; el Primer mi­ nistro británico, John Mayor, y el líder de la oposición, Tony Blair; y el ex presi­ dente de la Comisión Europea, J acques Delors. 73 . Datos disponibles de la Communitarian Network. 74. Michael D'Antonio y Michael Krasney, «l or We?», Mother Janes. ma­ yo/junio de 1 994 , pág. 23 . 75 . Forst, «Sentencing», págs. 3 77-378. 76. Lawrence W. Sherman, «The Police», en Wilson and Petersilia, comps . , Crime, pág. 3 2 8 ; y Forst, «Sentencing», pág. 3 77 . 77. U.S. Department of Justice, Federal Bureau of lnvestigation, Crime in the United States, 1 994: Umform Crime Reports, Washington, D. C., GPO, 1 995 , pág. 5 . 7 8 . Ibídem, págs . 1 0 , 3 8 , 49. 79. Ibídem, pág. 14. 80. Carol J . De Vita, «The U . S . at Mid-Decade», Population Bulletin, 50, nº 4, m arzo de 1 996, pág. 3 4 . 8 1 . Ibídem , pág. 3 4 . 82 . «Rate o f Births for Teen-agers Drops Again», New York Times, 2 2 de septiembre de 1 995 . 83 . En descargo : las sociedades son seres complejos que, por regla general, cambian de dirección en forma gradual y en algunos frentes antes que en otros . Siempre es posible encontrar indicadores que apunten en diferentes direcciones, y de ahí que tanto las personas razonables como los científicos sociales puedan llegar a diferentes conclusiones en cuanto a su significado. No obstante, así co­ mo los economistas pueden describir un cuadro en que siete (o incluso seis) de once indicadores importantes apuntan en una dirección, y lo mismo puede hacer la Federal Reserve cuando recibe informes contradictorios entre sí, así también puede proceder un sociólogo. 84 . J ustin Burke: «Germans Voice Concerns about Rising Crime», Christian Science Monitor, 6 de mayo de 1 994 . 85 . Entre 1 960- 1980: B. R. Mitchell, British Historical Statistics, Cambridge, Cambridge University Press, 1 988, págs. 776-778; entre 1 98 1 - 1 99 1 : Home Office Criminal Statistics, según cita de Himmelfarb, De-Moralizarion, págs . 226, 23 1 . 86. James Lynch, «Crime in International Perspective», en Wilson and Petersilia, Crime, págs . 15-26. 87 . Wolff, Where We Stand, págs . 232, 23 7 . 88. Ibíd. , pág. 175. 89. Los círculos comunitarios se formaron en Canadá, Gran Bretaña, Ale­ mania y España. Hubo un aumento explosivo en la cantidad de artículos de prensa y libros eruditos sobre estos tem as, así como múltiples reuniones e ins ­ trucciones. Se econtrarán detalles en la Communitarian Network, Washington. 90. Véase Jeffery Sachs, Oliver J. Blanchard y Jenneth Froot, The Transition in Eastern Europe, Chicago, Universidad de Chicago Press, 1 994 .

3 16

La nueva regla de oro

9 1 . Nicholas D. Kristof, «Who Needs Love ! In Japan , Many Couples Don't», New York Times, 1 1 de febrero de 1 996. 92 . «La regla según la cual «se supone que toda persona es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad» no parece tenerse en cuenta en la práctica ni tampoco en las regulaciones existentes», Peter J. Herzog, Japan 's Pseudo-Demo­ cracy, Nueva York, New York University Press, 1 993 , pág. 50. Véase también «Case Closed in Japan?», New York Times, 17 de mayo de 1 995 . 93 . Ronald Bayer, Prívate Acts, Social Consequences: AIDS and the Politics o/ Public Health, Nueva York, Free Press, 1989, Bayer no se pronuncia a favor de la cuarentena, pero analiza llamamientos en ese sentido. 94 . Véase Amitai Etzioni, The Active Society: A Theory o/ Societal and Polí­ tica! Processes, Londres, Collier-Macmillan, 1 968. 95 . Zbgniew Brzezinski y Samuel P. Huntington, Política! Power: USA/URSS, Nueva York, Viking, 1964 . 96. Al plantear l a dirección de una sociedad n o se realiza ni se intenta supuesto teleológico alguno. No se afirma en absoluto que se persiga conscientemente uno o muchos fines, y mucho menos aún -como sugiere la terminología política- que las sociedades tengan un capitán que dirija el timón. Parte de este papel lo desempeña el gobierno, pero incluso la capacidad de éste para conducir la economía es bastante limitada, y más limitados todavía, aunque no nulos, son sus efectos sobre los proce­ sos, valores e instituciones sociales. Los procesos que operan suelen no ser demasia­ do visibles ni centralizados: unos grupos sociales impulsan en una dirección (por ejemplo, en Estados Unidos, los líderes de las minorías lo hacen a favor de una ma­ yor diversidad), u otra (por ejemplo, el movimiento para reforzar la educación del ca­ rácter y los valores nucleares en las escuelas públicas contribuye a construir la uni­ dad) . Cada uno de estos grupos responde a su análisis de las condiciones sociales y a sus ideas acerca de cómo han de corregirse éstas para,Proteger «nuestro estilo de vi­ da», o para que «finalmente se tomen en cuenta nuestras necesidades», etcétera, for­ zosamente sin un análisis completo o riguroso de la tendencia social o de cómo co­ rregirla (o estimularla) . La dirección social se ve muy afectada por los resultados de todos estos grupos que rivalizan entre sí, aunque el gobierno sirva como una suerte de factor de articulación y de combinación que produce efectos por sí mismo. 97 . Barnaby J. Feder, «Bigger Roles for Suppliers of Temporary Workers», New York Times, 1 de abril de 1995 . 9 8 . The New York Times , The Downsizing o/ America, Nueva York, Ties Books, 1996; Susan J. Tolchin, The Angry American: How Voter Rage is Changing the Nation, Boulder, Colo. , Westview Press, 1 996. 99. Ralf Dahrendorf, «A Precarious Balance: Economic Oportunity, Civil Society, and Political Liberty», Responsive Community, 5 , nº 3 , verano de 1995 , págs. 13 - 1 9. 1 00. Joan Warner, «Clinging to the Safety Net», Business Week, Indus­ trial/Technology Edition, 1 1 de marzo de 1996, pág. 62 . «Australia, and John Howard , Opt for Change», Economist, 9 de marzo de 1 996 , págs. 3 1 -3 2 . 1 0 1 . Amity Shlaes, «Germany's Chained Economy», Foreign A//airs, 73, n º 5 , septiembre/octubre de 1994, págs. 109-124. Véase también Amitai Etzioni, A Com-

Notas

3 17

passionate Approach: Community Jobs and Prevention, Washington, D. C., Commu­ nitarian Network, 1 995 , y Jeremy Rifkin, The End o/ Work: The Decline o/ he Glo­ bal Labor Force and the Dawn o/ the Post-Market Era, Nueva York, Putnam, 1 995 . 1 02 . James P. Pinkerton, What Comes Next: The End o/ Big Government­ And the New Paradigm Ahead, Nueva York, Hyperion, 1 995 , págs . 3 1 3 -3 1 7 . 4.

VALORES NUCLEARES COMPARTIDOS

Alexis de Tocqueville, Democracy in America, trad. de George Lawrence, comp. por J. P. Mayer, Garden City, Nueva York, Doubleday, 1 969, págs. 433-434. 2 . Lee Hockstader, «The Balde Evolution: Westward Ho !», Washington Post, 28 de marzo de 1 996. 3 . William A. Galston , Liberal Purposes, Cambridge, Cambridge University Press, 1 99 1 , caps. 4-7; Michael J. San del, «Moral Argument and Liberal Tolera­ tion: Abortion and Homosexuality», en Amitai Etzioni, comp . , New Communi­ tarian Thinking, Charlottesville, Va. , University Press of Virginia, 1 995 , y Mi­ chael J. Sandel, Democracy's Discontent: America in Search o/a Public Philosophy, Cambridge, Mass., Belknap, 1 996, caps. 1-4. 4 . Para un análisis completo de este ejemplo, véase Tamar Lewin «Ün Com­ mon Ground: Pro-Life and Pro-Choice�>, Responsive Community, 2, nº 3 , verano de 1 992 , págs. 48-53 . 5 . Michael Walzer, Spheres of]ustice: A Defense o/ Pluralism and Equality, Nueva York, BasicBooks, 1 983 . 6. Philip Selznick, The Moral Commonwealth: Social Theory and the Promi­ se o/ Comunity , Berkeley, Cal., University of Calif. Press, 1 992 , págs. 3 87 -390. 7 . Robert N. Bellah, Richard Madsen, William Sullivan , Ann Swidler y Ste­ ven M. Tipton, Habits o/ the Heart: Individualism and Commitment in American Lzfe, Berkeley, Cal., University of California Press, 1 985 ; Amitai Etzioni, An Im­ modest Agenda: Rebuilding America Be/ore the 21st Century, Nueva York, Mc­ Graw-Hill, 1 983 . 8 . Daniel A. Bell, Communitarism and Its Critics, Oxford, Clarendon Press, 1 993 ) ; Michael J. Sandel, Liberalism and the Limits of]ustice, Cambridge, Cam­ bridge University Press, 1 982 ; Galston, Liberal Purposes; Amitai Etzioni, «Libe­ rals and Communitarians», Partisan Review, 5 7 , nº 2, primavera de 1 990, págs. 2 15-227 ; Etzioni, New Communitarian Thinking, págs. 1 6-34 . 9. Galston, Liberal Purposes, págs . 22 1 -227. 1 O . Jeff Weintraub y Kumar Krishan, comps. , Public and Prívate in Thought and Practice: Perspectives on a Grand Dichotomy , Chicago, University of Chicago Press, por aparecer. Véase también Ronald Thiemann, Religion in Public Ltfe: A Dilemmafor Democracy, Washington D . C., Georgetown University Press, 1 996, y Stephen L. Carter, The Culture o/ Disbelief How American Law and Politics Trivialize Religious Devotion, Nueva York, BasicBooks, 1 993 . 1 1 . Carole Pateman, The Sexual Contrae!, Stanford, Cal., Stanford Univer­ sity Press, 1 988; Elizabeth Frazer y Ni cola Lacey, The Politics o/ Community: A l.

3 18

La nueva regla de oro

Feminist Critique of the Liberal-Communztaria n Debate, Toronto, University of Toronto Press, 1 993 , págs. 125- 127 12. El argumento de Galston en Liberal Purposes (véase capítulo 1 ) . 13 . David Miller, «Community and Citizenship», en Shlomo Avineri y Avner de-Shalit, comps. , Communitarianism and Individualism, Nueva York, Oxford University Press, 1992 , pág. 87 . 14. Compárese esta posición con la que ha adoptado Dennis Wrong, quien señala que las costumbres «se generan espontáneamente en el juego de las ex­ pectativas mutuas que constituyen la interacción social recurrente» , Dennis Wrong, The Problem o.f Orden, Nueva York, Free Press, 1994 , pág. 107 . 15. John Rawls, Política! Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1933 . 16. Thomas A. Spragens , Jr. , «The Limitations of Libertarianis , Part Il», Responsive Community, 2, primavera de 1992 , pág. 46. 17. Robert Putnam, Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton, N. J . , Princenton University Press , 1993 ; Adam Seligm an , The Idea o/ Civil Society, Nueva York, Free Press , 1992 ; Don E. Eberly, Restoring the Good Society, Grand Rapids , Mich . , Baker Books , 1994 ) ; Bill Bradley, «Civil So­ ciety and the Rebirth of Our National Community», Responsive Community, 5 , nº 2 , primavera de 1 995 , págs . 4 - 1 0 ; David Broder, «Civic Life and Civility», Washington Post, 1 de enero de 1995 ; George F. Will, «The Frontier and Civic Virtue», Washington Post, 3 de marzo de 1 99 1 , y Arnold Beichm an , «In Search of Civil Sociality», Washington Times, 3 de febrero de 1 993 . 18. Bradley, «Civil Society». 19. Gertrude Himmelfarb , «Beyond Social Policy: Re-Moralizing America», Wall Street Joumal, 7 de febrero de 1995 . 20. Para un análisis particularmente convincen r{; del papel de la razón en las deliberaciones y los fines y no únicamente en los medios, véase Selznick, Moral Commonwealth , págs. 524-526. 2 1 . Dennis Wrong ilustra la tendencia a la razón cuando afirma: «Muchos sociólogos se autoconfinan, al menos implícitamente, a los aspectos cognitivos de la interacción, prescindiendo de los motivacionales o emocionales, a menudo me­ diante afirmaciones tácitas acerca de éstos o simplemente dándolos por supues­ to. Berger y Luckmann proclaman explícitamente su vívida explicación de cómo construyen los actores un mundo social objetivo que luego los enfrenta y los obli­ ga a realizar una contribución a la "sociología del conocimiento "». Wrong, Pro­ blem o/ Order, pág. 60 . Aunque Wrong hable directamente de sociología, la afi­ nidad con lo racional se aplica a muchas disciplinas. 22 . Miriam Galston, «Taking Aristotle Seriously: Republican-Oriented Le­ gal Theory and the Moral Foundation of Deliberative Democracy», California Law Review, 82 , nº 329, 1994 , pág . 355. 23 . James H. Kuklinski, Ellen Riggle y Víctor Ottati, «The Cognitive and Af­ fective Bases of Poli ti cal Toleran ce J udgements», American Journal o/ Political Science, 35, nº 1 , febrero de 199 1 , pág. 22. Jack Knight y James Johnson escriben: «La legitimidad democrática acrecienta los resultados políticos en la medida en

Notas

3 19

que sobreviven a un proceso de debate racional sobre la base de procedimientos limpios». J ack Knight y James J ohnson, «Aggregation and Deliberation On The Posibility of Democratic Legitimity», Political Theory, 22, nº 2 , mayo de 1 994 , pág. 289. 24 . Knight y Johnson, «Aggregation and Deliberation», pág. 285. Además, Knight y Johnson insisten en la importancia de la razón : «La deliberación im­ plica el argumento razonado. Las prop uestas deben defenderse o criticarse con razones . . . El tema decisivo es que las diferentes partes que intervienen en la de­ liberación sólo se apoyan en lo que Habermas llama «fu erza del mejor argu­ mento»; quedan explícitamente excluidas otras formas de influencia, a fin de que los interlocutores conserven la libertad para no convencerse durante todo el tiempo que rehusen el acuerdo con razones». Ibídem , pág. 286, se ha omitido la cursiva. 25 . Pillip Selznick, «Defining Democracy Up», Public Interest, nº 1 1 9, pri­ mavera de 1 995 , págs . 1 06- 1 07 ; Amy Gutmann, «The Power of Deliberation», Responsive Community, nº 2 , primavera de 1 996, págs. 8 - 1 0 . 26. Kuklinski y otros, «Cognitive and Affective Bases», págs . 1 -27. Véase también James Q. Wilson, «lnterests and Deliberation in the American Republic, or Why James Madison Wold Have Never Received the James Madison Award», PS: Political Science and Politics, diciembre de 1 990, pág. 559; James H. Kuklins­ ki y otros, «Thinking about Political Tolerance, More or Less, with More or Less Information», en Russell Hanson y George E. Marcus, comps. , Reconsidering the Democratic Public, University Park, Pa. , Pennsylvania State University Press, 1 993 , pág. 227 ; Benjamín R. Barber, «An American Civic Forum: Civil Society Between Market Inidviduals and the Political Community», Social Philosophy and Policy, 13 , nº 1 , invierno de 1 996, págs. 275-276; James S . Fishkin, Demo­ cracy and Deliberation , New Haven, Conn . , Yale University Press, 199 1 . 27. Samuel P. Huntington, The Clash o/ Civilizations? The Debate, Nueva York, Foreign Affairs, 1 993 . 28. Para un análisis más desarrollado, véase Etzioni, Moral Dimension, págs. 1 3 6 - 150; Charles Linbolm, The Intelligence o/ Democracy, Nueva York, Free Press, 1 965 ; Kenneth E. Boulding, revisión de A Strategy o/ Decision: Policy Eva­ luation and as a Social Process, por David Braybrooke y Charles E. Lindblom, American Sociological Review, 29, págs . 93 0-93 1 . 29. Carta de afiliación de la ACLU ; la cursiva es del original. 3 0. Bette Hileman, «Fluoration of Water», Chemical and Engineering News, 66, nº 3 1 , 1 de agosto de 1 988, págs . 26, 27 y 42 . 3 1 . Louis Uchitelle, «Politicians May Be up in Arms about Government De­ ficits, but Economists Aren't», New York Times, 8 de enero de 1996. 3 2 . James Davison Hunter, Culture Wars: The Struggle to Define America, Nueva York, BasicBooks, 199 1 . 3 3 . Michael Cromartie, «Listening t o Mr. Right», Christianity Today, 3 9 , nº 1 1 , 2 de octubre de 1 995 , pág. 3 6. 3 4 . Hunter, Culture Wars, págs. 67-86. Todd Gitlin, The Twilight o/ Conm­ mon Dreams: Why America Is Wracked by Culture Wars, Nueva York, Meropoli-

320

L a nueva

regla de oro

tan Books , 1995 ; New Encyclopedia Britannica, vol. 7 , Chicago, Encyclopedia Britannica, 1 993 , pág. 30. 3 5 . James Davison Hunter, Be/ore the Shooting Begins: Searching /or Demo­ cracy in America's Culture War, Nueva York, Free Press , 1 994, págs . 4 -5 . Véase también Gitlin, Twilight. 3 6 . Jane J. Mansbridge, Beyond Adversary Democracy, Nueva York, Basic­ Books , 1980, sobre todo el capítulo 5, «The Town Meeting», págs. 47-58. 3 7 . Robert E. Goodin, No Smoking: The Ethical Issues, Chicago, University of Chicago Press, 1989. 38. Stephen Carter, Integrity, Nueva York, BasicBooks , 1996. 3 9 . Véase Michael Lerner y Cornel West, ]ews and Blacks: Let the Healing Begin, Nueva York, Putnam, 1 995 . 40. «Advertising, through and through, according to the Chicago econo­ mists, is information, not persuasion», Jerry Kirkpatrick, In De/ense o/ Adverti­ sing, Westport, Conn. , Quorum Books , 1 994 . 4 1 . The Religious Right: The Assault on Tolerance and Pluralism in America, Nueva York, Anti-Defamation League, 1994 , pág. 30. 42. Sidney Blumenthal, «The Newt Testament», New Yorker, 21 de noviem­ bre de 1 994 , pág. 7 . 43 . Courtney Leatherman, «Whither Civility?», Chronicle o/ Higher Educa­ tion, 8 de marzo de 1 996, A2 1 . 44. Guarda una estrecha relación con esto el trazar una línea divisoria entre el derecho personal a hablar libremente, lo que permite decir prácticamente cualquier cosa, incluso ofensiva, y el valor comunitario de no expresar cualquier pensamiento ofensivo que nos venga a la cabeza. Véase William A. Galston, «Rights Do Not Equal Rightness», Responsive Community, 1 , nº 4, otoño de 199 1 , pág. 78. También Etzioni, Spirit o/ Commu � ity, págs . 1 92-206, especial­ mente 201 -204 . A varios de los principales presentadores de programas de radio se los acusó de ignorar esta distinción y, en consecuencia, de minar el discurso de los valores . Véase análisis en el capítulo l . 45 . Mary Ann Glendon, Rights Talk: The Impoverishment o/ Political Dis­ course, Nueva York, Free Press, 199 1 , pág. 9. Y agrega: «Los rasgos más distin­ tivos de nuestro dialecto norteamericano de derechos [son] su tendencia a las formulaciones absolutas, extravagantes, su cuasi afasia en relación con las res­ ponsabilidades, su desmesurado elogio de la independencia y la autosuficiencia individual, su concentración habitual en lo individual y el Estado a expensas de los grupos intermedios de la sociedad civil y su insularidad sin excusas . . . Cada uno de estos rasgos hace difícil dar voz al sentido común o al discurso político moral». Glendon, Rights Talk, pág. 1 4 . 4 6 . Véase Bruce A . Ackerman, Social ]ustice in the Liberal State, New Ha­ ven, Conn. , Yale University Press, 1980, sobre todo el capítulo 1 1 . Véase además el análisis de las ideas de Jürgen Habermas en el capítulo 8 de este volumen. 47. Hunter, Be/ore the Shooting Begins, pág. 23 9; se ha omitido la cursiva. 48. Jane J. Mansbridge, Beyond Adversary Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1983 .

Notas

32 1

49. David Lamb, Death, Brain Death, and Ethics, Londres , Cromm Helm, 1 985 , pág. 4 . 5 0 . «Probablemente n o sea difícil llegar al acuerdo, aun entre personas de distinta orientación axiológica, de que los siguientes valores son partes destaca­ das de la cultura norteamericana». Y sigue la lista: matrimonio monogámico, afán adquisitivo, democracia, educación, religión monoteísta, libertad y ciencia. Robin M. Williams, Jr. , American Society: A Sociological Interpretación, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1952, pág. 3 89. 5 1 . Marc Mowery y Tim Redmond, Not in Our Backyard, Nueva York, Wi­ lliam Morrow, 1939, pág. 3 9 . 52. Daniel Yankelovich, Coming to Public Judgement; Making Democracy Work in a Complex World, Syracuse, N. Y. , Syracuse University Press, 1 99 1 . 53 . Ibíd . , págs. 5 9-65 . 54. Seym our Martin Lipset, Continental Divide: The Values and lnstitutions o/ the United States and Canada, N. Y. , Routledge, Chapman & Hall, 1990. 55. Aaron Wildavsky, «Representative vs . Direct Democracy: Excessive Ini­ tiatives , Too Short Terms, Too Little Respect for Politics and Politicians», Res­ ponsive Community, 2, nº 3 , verano de 1 992 , págs. 3 1 -40. 56. James S . Fishkin , The Voice o/ the People: Public Opinion and Demo­ cracy, New Haven, Conn. , Yale University Press, 1995 . 5 7 . Howard Rheingold, The Virtual Community: Homesteading on the Elec­ tronic Frontier, Reading, Mass ., Addison-Wesley, 1993 . 58. Walter Goodman, «And Now, Heeeeeeeere's Referendum», New York Times, 2 1 de junio de 1 992 . 5 9 . Richard Morin , «Numbers from Nowhere: The Hoax of the Call-in Polis», Washington Post, 9 de febrero de 1 992 . 60. Amitai Etzioni, Capital Corruption: The New Attack on American Demo­ cracy, San Diego, Harcourt Brace Jovanovich, 1984 ; también Elizabeth Drew, Po­ litics and Money: The New Road to Corruption, Nueva York, Macmillan, 1 983 . 6 1 . Ray Moseley, «Across Europe, Corruption Scandals Are Filling Jails, Emptying Offices», Chicago Tribune, 1 8 de septiembre 1994 ; Daniel Singer, «The Stench of Corruption», Nation, 260, nº 1 , 2 de enero de 1 995 , págs. 1 6-20; Eliza­ beth Neuffer, «Europe's Leaders Find Unity in Woes», Bastan Globe, 24 enero de 1 995 .

5 . LA VOZ MORAL 1 . Para un estudio que muestra valores que han sobrevivido, pero que se han vaciado de contenido y ejercen poca o ninguna influencia en la conducta, véase Robert Wuthnow, God and Mammon in America, Nueva York, Free Press, 1994 . 2 . Aquí no se exploran los mecanismos psicológicos sociales implicados, desde la vergüenza y la culpa hasta el deseo de obtener aprobación . Sin embar­ go, un ejemplo del uso de la vergüenza es la publicación por el Estado de Nueva York de una lista de los diez casos más relevantes de padres «gorrones». Para dos

3 22

La nueva regla de oro

excelentes estudios de la vergüenza, además de los muchos que podrían citarse, véase John Braithwaite, Crime, Shame and Reintegration, Nueva York, Cambrid­ ge University Press, 1989; y Stuart Schneiderman, Saving Pace: America and the Politics o/ Schame, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1995 . 3 . Jonathan L . Freedman, «Transgression, Compliance and Guilt», en A l­ truism and Helping Behavior, de J. Macauly y L. Berkowitz, Nueva York, Acade­ mic Press, 1 970, pág. 156. 4. A menudo se llama conciencia a la voz interior. Es un término que utili­ zan los moralistas y las personas religiosas , pero h ace ya mucho tiempo que los científicos sociales lo evitan. 5 . Etzioni, Moral Dimension, págs . 5 1 -58. 6. Para mayor claridad sobre la afirmación del valor, véase ibídem, pág. 45 . 7 . Brian Barry, Sociologists, Economists and Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pág. 1 7 ; Kenneth Godwin y Robert Cameron Mitchell, «Rational Models, Collective Goods and Nonelectoral Political Behavior», Wes­ tern Political Quarterly, 35 , nº 2 , junio de 1 982 , págs . 1 6 1 - 1 8 1 . 8 . Paul C. Stern , Improving Energy Demand Analysis, Washington, D. C., National Academy Press, 1 984, págs. 62 , 72; J. S. Black, «Attitudinal, Normati ­ ve, and Economic Factors in Early Response to an Energy-Use Field Experi­ ment», tesis doctoral, University of Wincémsin, 1 978; Thomas A. Heberlein y G . Keith Warriner, «The Influence o f Price and Attitude o n Shifting Residential Electricity Consumption From On- To Off-Peak Periods», Journal o/ Economic Psychology, 4 , 1983 , págs . 1 07- 130. Para documentación adicional, véase Etzio­ ni, Moral Dimension, págs. 64-66, 1 62 - 163 . 9. Alan Lewis, The Psychology o/ Taxation, Nueva York, St. Martin's, 1 982 , págs. 5-6. 10. Para un análisis adicional, véase Amitai Efzioni, A Comparative Analyis o/ Complex Organizations, ed. revisada y ampliada, Nueva York, Free Press , 1 975. 1 1 . Este concepto de los vínculos múltiples que cons tituyen una comuni­ d ad se expresa en la fórmula de «red social». John Barnes evoca el sentido de comunidad con estas palabras: «La imagen que tengo es de un conjunto de pun­ tos, algunos de los cuales están unidos por líneas . Los puntos de la imagen son personas, o a veces grupos , y las líneas indican que los individuos interactúan entre sí». Citado en Colín Bell y Howard Newby, Community Studies: An Intro­ duction to the Sociology o/ the Local Community, Nueva York, Praeger, 1 973 , p ág. 52. 12. Robert Booth Fowler, The Dance with Community: The Contemporary Debate in American Political Thought, Lawrence, Kans . , University of Kansas, 199 1 , pág. 3 4 . 13 . Walter Goodman, «Working with a Girl's Best Friende», New York Ti­ mes, 25 de julio de 1995 . 1 4 . Paul R. Robinson, «Moral Credibility and Crime», Atlantic Monthly, marzo de 1995 , pág. 75 . 1 5 . Edward C. Banfield, The Moral Basis o/ a Backward Society, Glencoe, Ill., Free Press, 1958.

Notas

323

1 6 . Véase Evan Schwartz, «Looking fo Community on the Internet», Res­ ponsive Community, 5 , nº 1 , invierno de 1 994/ 1 995 , págs . 54-58. 1 7 . Citado en Bell y Newby, Community Studies, pág. 49. 1 8 . Bell y Howard Newby, The Sociolog;y o/ Community: A Selection o/ Rea­ dings, Londres, Frank Cass, 1 97 4 , pág. xliii. 1 9 . Bell y Newby, Community Studies, pág. 1 5 . 2 0 . « A m i parecer, para merecer la denominación d e «comunidad» los gru­ pos deben estar en condiciones de ejercer la persuasión moral y extraer de sus miembros una cuota de obediencia. Esto quiere decir que las comunidades son por necesidad -en realidad, por definición- al mismo tiempo coercitivas y mo­ rales , p ues amenazan a sus miembros con la vara de la sanción si se extravían, y les ofrecen la zanahoria de la seguridad y la estabilidad si no lo hacen». David E. Pearson, «Community and Sociology», Sqciety, 3 2 , nº 5, julio agosto de 1 995 , pág. 47 . 2 1 . Linda C. McClain, «Rights Irresponsibility», Duke Law Journal, 43 , nº 5 , marzo d e 1 994 , pág. 1 .029. 22 . Will Kymlicka, «Appendix 1: Sorne Questions about Justice and Com­ munity», en Daniel Bell, Communitarianism and Its Critics, Oxford, Clarendon Press, 1 993 , págs. 2 08-22 1 . 23 . Dereck L . Phillips, Looking Backward: A Critica! Appraisal o/ Communi­ tarian Thought, Princeton, N. ]., Princeton University Press, 1 993 , pág. 1 95 . · 24. Amy Gutmann, «Communitarian Critics of Liberalism», Philosophy and Public Affairs, 1 4 , nº 3 , verano de 1 985 , pág. 3 1 9. 25 . Pillips, Looking Backward, pág. 1 83 . 26. Fowler, Dance with Community, pág. 142. 27 . Michael Taves, «Roundtable on Communitarianism», Telas, 76, verano de 1 988, págs. 7 -8. 28. Judith Stacey, «The New Family Values Crusaders», Nation, 25 de julio de 1 994 , págs. 1 1 9- 122. 29. The Communitarian Network, The Responsive Communitarian Plat/orm: Rights and Responsabilites, Washington, D . C., Communitarian Network, 1 99 1 . 3 0 . McClain, «lrresponsibility», pág. 1 .03 0. 3 1 . R. Bruce Douglass, «The Renewal of Democracy and the Communita­ rian Prospect» , Responsive Community, 4, nº 3 , verano de 1 994 , pág. 55 . 3 2 . Véase, por ejemplo, Myron Magnet, The Dream and the Ni'ghtmare: The Sixties' Legacy to the Underclass, New York, William Morrow, 1 993 . 3 3 . Esta idea se atribuye a Robert Bork en un fino análisis de Martha Nuss­ baum, «Human Functioning and Social J ustice: In Defense of Aristotelian Es­ sentialism», Political Theory, 20, nº 2, mayo de 1 992 , págs. 2 1 0-2 1 1 . 3 4 . John Stuart Mill, On Liberty, ed. a cargo de David Spitz, Nueva York, W. W. Norton, 1 975 , pág. 7 1 . 3 5 . lbíd., págs. 1 0- 1 1 . 36. Steven Kautz, Liberalism and Communüy, lthaca, N. Y. , Cornell Univer­ sity Press, 1 995 , pág. 1 93 . 3 7 . Ibídem, pág. 2 15 .

324

La n ueva regla de oro

3 8 . Gertrude Himmelfarb , The De-Moralization o/ Society: From Victorian Virtues to Modern Values, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1 995 , págs. 24 0-24 1 . 3 9 . Jean Bethke Elshtain, «Ün Moral Outrage, Boycotts, and Real Censors­ hips», Responsive Community, 2, nº 4, otoño de 1 992 , pág. 12. 40. Ibíd . 4 1 . Joseph Lasco, «Understanding Altruism: A Critique and Proposal far In­ tegrating Various Approaches», Política! Psychology, 7 , nº 2, 1 986, págs. 323 -348. 42. Para otros argumentos reduccionistas y respuestas a los mismos, véase Etzioni, Moral Dimension, págs. 5 1 -52. 43 . Dale Carnegie, How to Win Friends and In/luence People, Nueva York, Simon & Schuster, 1 93 6. 44. Véase Mark E. Courtney y Harry Specht, Un/aith/ul Angels: How Social Work Has Abandoned Its Mission, Nueva York, Free Press, 1 994 . Véase también Douglas Besharov, «The Moral Voice of Welfare Reform», Responsive Commu­ nity, 3 , primavera de 1 993 , págs. 1 3 - 1 8 . 45 . John Leo, «The Psychologizing of Crime», U.S. News & World Report, 7 de diciembre de 1 992 , pág. 22. 46. Robert Bellah, Richard Madsen, William M. Sullivan, Ann Swidler y Ste­ ven M. Tipton, Habits o/ the Heart, Berkeley, Cal . , University of California Press, 1 985 , págs. 3 3 3 -334. 47 . Ibíd . , pág. 13 9. 48. William Doherty, «Bridging Psychotherapy and Moral Responsibility», Responsive Community, 5 , nº 1 , invierno de 1 994/1 995 , pág. 42 . 49. Citado en ibíd. , pág. 43 . 50. Citado en ibid., págs. 44 -45 . 5 1 . William Damon , director del Centro para el Estudio del Desarrollo Humano de la Brown University, señala que las;ifirm aciones según las cuales la autoestima tiene muchas consecuencias positivas se basan en la correlación simple entre autoestima y desarrollo positivo. No obstante, Damon explica que las correlaciones no explican la causalidad ; es tan probable que la autoes ­ tima sea causa de un desarrollo positivo como que sea su consecuencia. Wi ­ lliam Damon , Greater Expectations: Overcoming the Culture o/ Indulgence in America 's Homes and Schools, Nueva York , Free Press, 1 995 , págs. 7 0-7 1 . Véa­ se también Ruth C. Wylie, The Sel/-Concept: A Review o/ Methodological Con­ siderations and Measuring Instruments, Lincoln, Neb . , University of Nebraska Press, 1 974. 52. Los psicólogos Richard Bednar, Gawain Wells y Scott Peterson sugieren que el amor y el elogio incondicionales llevan en realidad a una autoestima débil. Esto quiere decir que las personas a las que se elogia por conductas inadecuadas no desarrollan los mecanismos necesarios para enfr entarse a sus deficiencias re­ ales. Richard L. Bednar, M. Gawain Wells y Scott R. Peterson, Sel/-Esteem: Para­ doxes and Innovations in Clínica! Theory and Practice, Washington , D . C . , Ame­ rican Psychological Association, 1989, págs. 264-265 . 53 . Dennis Byrne, «Correcting Kids», Ethics: Easier Said than Done, 29, 1 995 , pág. 3 3 .

Notas

325

54 . M . P. Baumgartner, The Moral Order o/ a Suburb, Nueva York, Oxford U niversity Press, 1 988, pág. 1 1 . 55 . Ibíd . , pág. 10. 56. Ibíd. , pág. 74. 5 7 . Himmelfarb, De-Moralization o/ Society, pág. 240. 5 8 . Citado en Irwin M. Stelzer, «The Stakeholder Cometh», Weeky Stan­ dard, 5 de febrero de 1 996, págs. 16- 1 7 . 5 9 . Jacob Weisberg, «All together Now», New York, 24 d e julio d e 1 995, pág. 2 1 . Véase también Robert \X'right, «The False Poli tics of Values», Time, 9 de septiembre de 1 996, págs. 42 -45 . 60. «Down with Rights», Economist, 1 8 de marzo de 1995 , pág. 59. 61. Véanse los intercambios de Harry C. Boyte y Amitai Etzioni, «Commu­ nity vs. Public?», Responsive Community, 2, nº 4, otoño de 1 992 , págs. 75-78; Harry C. Boyte y Amitai Etzioni, «Redefining Politics, Part Il», Responsive Com­ munity, 3 , nº 2 , primavera de 1 993 , págs. 83 -88. 62 . Alan Wolfe, Whose Keeper?: Social Science and Moral Obli'gation, Berke­ ley, Cal . , University of California Press, 1 989, pág. 189. 63 . Este tema también se encuentra en John Gray, Beyond the New Right: Markets, Government, and the Common Environment, Londres, Routledge, 1993 . 64 . Wolfe, Whose Keeper?, pág. 89. 65 . Ibíd. , pág. 1 88. 66. Benjamín Barber, Strong Democracy: Participatory Politics/or a New Age, Berkeley, Cal., University California Press, 1 984, pág. 2 1 7 . 67 . «Die Stimme der Geimenschaft» , Frankfurter A llgemeine Zeitung, 8 de marzo de 1 994. 68. Bill Bradley, «Civil Society and the Rebirth of Our National Commu­ nity>> , Responsive Community, 5, nº 2 , primavera de 1995 , págs. 4- 10. 69. Amitai Etzioni, An Immodest Agenda: Rebuilding America Be/ore the 2 1st Century, Nueva York, McGraw-Hill, 1 983 , pág. 1 3 0; Amitai Etzioni, The Spirit o/ Community: Rights, Responsibilities, and the Communitarian Agenda, Nueva York, Crown, 1 993 , págs. 145 , 263 -264 : Daniel Yankelovich, «The Revi­ talizing Power of Reciprocity», Responsive Community (por aparecer) . 70. Para un excelente y reciente análisis de las leyes y las costumbres socia­ les, véase Richard A. Epstein, «Norms: Social and Legal», Good Society, 6, nº 1 , invierno d e 1 996, págs. 1 - 7 ; William A . Galston, «When Should Norms B e Le­ gally Enforced? A Response to Epstein» , ibíd. , págs. 8-9; y Richard A. Epstein, «Postscript on Galston», ibíd . , pág. 9. 7 1 . Afirmando que seguía las directivas del Departamento de Guerra contra la discriminación, en 1 943 el coronel Noel Parrish eliminó la segregación en el Tuskegee Army Air Field. Stanley Sandler, Segregated Skies; All-Black Squadrons of WW JI, Washington, D. C . , Smithsonian Insitution Press, 1 992 , págs. 3 8-3 9. 72. Nicholas Lehman, «The Unfinished War (I)», Atlantic Monthly, 262, nº 6, diciembre de 1 988. 73. Rochelle L. Stanfield, «Earning Their Stripes in the War on Poverty», National Journal, 1 1 , nº 9, 3 de marzo de 1 979.

326

L a nueva regla d e oro

74. Charles F. Westoff y Norman B. Ryder, The Contraceptive Revolution, Princeton, N. J., Princeton University, 1 977, págs. 22 -23 . 75 . Robert M. Ackerman, «Tort Law and Communitarianism : Where Rights Meet Responsibilites», Wake Forest Law Review, 30, nº4 , 1 995 , págs . 66 1 -662 . 76. Mary Ann Glendon, Rights Talk: The Impoverishment o/ Política! Dis­ course, Nueva Kork, Free Pess, 1 99 1 , pág. 88. 7 7 . En una encuesta realizada por Time/CNN el 22 de marzo de 1 993 se preguntaba: «¿ Deberían aprobarse leyes para eliminar toda posibilidad de que personas con intereses especiales entregaran grandes sumas e dinero a los candi­ datos?». El 80 % de las respuestas fue afirmativo; el 17 % , negativo y el 3 % , du­ doso. Una encuesta realizada en diciembre de 1 992 por el Centro para una Nue­ va Democracia indicaba que el 86 % de llos votantes deseaba limitar en general los gastos de la campaña electoral ; el 75 % quería que se rebajara de 5 .000 dóla­ res a 1 .000 la cantidad de dinero con que los comités de acción política estaban autorizados a contribuir. Gordon Black y Benjamín D. Black, The Politics o/ American Discanten!: How a New Party Can Make Democracy Work Again, Nue­ va York, John Wiley, 1 994 , pág. 205 . 78. D e acuerdo con la encuesta Gallup que preguntaba: «En general, ¿le pa­ rece que las leyes referentes a la venta de armas de fuego deberían ser más es­ trictas , menos estrictas o seguir tal como están?», el 70 % se pronunció a favor de la restricción; el 67 % se manifestó de acuerdo con limitar a una por mes la cantidad de armas que un individuo pudiera comprar; el 66 % se pronunció a fa­ vor de prohibir la fabricación, venta y posesión de armas semiautomáticas de asalto, como la AK-47 , Gallup Poll Monthly, marzo de 1993 , pág. 3 . 7 9 . En una encuentra de Time/CNN realizada en noviembre d e 1 9 9 1 se preguntó: «¿Piensa usted que habría que reducir los subsidios agrícolas y/o eli­ minarlos para los granjeros con ingresos netos df 1 00.000 dólares o más?». El 60 % respondió afirmativamente; el 3 1 % , negativamente, y el 9 % , que no lo sabía. 80. Se podría argumentar que los franceses están en general menos dispues­ tos a aceptar la autoridad del gobierno. Pero también se podría hacer valer el ar­ gumento contrario. No cabe duda de que están mucho más regulados que los norteamericanos en muchas áreas de conducta, desde las prácticas de contrata­ ción y el despido de trabajadores hasta lo que se enseña en diversas escuelas, des­ de los documentos de identidad hasta las regulaciones de la publicidad. Para ma­ yor información acerca de la reacción frente a las leyes sobre el consumo de tabaco en Francia, véase Sharon Waxman, «Fr�nch Take Tobacco Ban with a Puff of Smoke», Chicago Tribune, 3 0 de junio de 1 994 . 8 1 . El Departament de Justicia de Estados Unidos estima en un 60 % la ta­ sa de reincidencia de los violadores no tratados. Art Caplan «Sentence Sex Of­ fender to Life, Not Castration», Houston Chronicle, 6 de mayo de 1 995 . Un es­ tudio suizo de 1 973 encontró una tasa de reincidencia del 76,9 % en violadores. Anon . , «A New Approach to Sex Offenders», Responsive Community, 4, nº 4 , otoño d e 1 994 , pág. 1 3 . 82 . Seymour Martín Lipset y Amy Bunger Pool, «Balancing the Individual

Notas

327

and the Community: Canada versus the United States», Responsive Community, 6, nº 3 , verano de 1 966, págs . 37-46. 83 . Pam Belluk, «In Era of Shrinking Budgets, Community Groups Blos­ som», New York Times, 25 de febrero de 1 996. 84 . Natíonal Fire Protection Association Survey of Fíre Departments for U.S. Fire Experience ( 1 983 - 1994 ) . 85 . Para el estudio d e un caso d e patrullaje antidroga, véase Suzanne Golds­ mith, The Takoma Oran ge Hats: Fighting Drugs and Building Community in Was­ hington, D. C. , Washington, D . C . , Communitarian Network, 1 994. Para otros muchos informes de casos , véase «Community News», Responsive Community, 5 , nº 2 , primavera de 1 995 , y 6, nº 2 , primavera de 1 996. 86. Leo Srole, «Mesauremente and Classificatíon in Socío-Psychiatric Epí­ demíology: Mídtown Manhattan Study,. 1 954, y Mídtown Manhattan Restudy, 1974», ]ournal o/ Health and Social Behavior, 16, nº 4, diciembre de 1975 , págs. 347-3 63 . 87 . Para una discusión muy pertinente acerca del voluntarísmo, sobre todo entre la juventud norteamericana, véase Robert Wuthnow, Learning to Care: Elementary Kindness in an Age o/ Indzfference, Nueva York, Oxford Uníversity Press, 1995 . 88. Theda Skocpol, «What íf Civic Lífe Dídn't Die?», American Prospect, nº 25 , marzo de 1 996, págs. 17-28. 89. Ernesto Cortés. Jr. , «Changing the Locus of Política! Decísíon Making», Christianity and Crisis, 47, nº 1 , 2 de febrero de 1987, págs. 1 8-22; Barber, Strong Democracy; Harry C. Boyte, Common Wealth: A Return to Citizen Policies, Nue­ va York, Free Fress, 1 989; John W. Gardner, On Leadership, Nueva York, Free Press, 1 990. Véase tambíén Jeffrey M. Berry, Kent E. Portney y Ken Thomson, The Rebirth o/ Urban Democracy, Washington, D. C . , Brookings Instítution, 1993 , capítulo 1 1 . 90. Alíson Maclntyre, «Guilty Bystanders? On the Legitímacy of Duty to Rescue Statutes», Phílosophy and Pubic Affaírs, 23 , nº 2 , primavera de 1 994 , pág. 1 3 8, nº 4 . 9 1 . Ibíd. , 137, n . l . 92 . Ackerman, «Tort Law». 93 . A los organizadores de fiestas vecinales se les suele requerir el pago de tarifas de seguros para cubrir su responsabilidad y/o la de la ciudad. Por ejem­ plo, véase Charlise Lyles , «Creatíng a Community Holds a Hefty Príce Tag», Virginian-Pilot, 5, agosto de 1 995 ; Collin Nash , «Whose Fault Is It, Anyway? Town Facíng Lawsuít After Block Party Shootíng», Newsday, 4 de junio de · 1995 . 94 . Kris Mayes, «Door-to-Door Demise: Block Partíes, Inspections Make Halloween Safer», Phoenix Gazette, 3 1 de octube de 1 994 . 95 . Dan Coats, The Project/or American Renewal, Washington, D. C. , Offi­ ce of U .S. Senator Dan Coats, 1 995 . 96. Mílt Freudenheím, «Charitíes Aíding Poor Fear Loss of Government Subsidies», New York Times, 5 de febrero de 1 996.

328

L a nueva regla de oro

97. Para una exposición de una nueva división del trabajo entre el gobierno federal y los Estados, véase Alice M. Rivlin, Reviving the American Dream: The Economy, the States, and he Federal Government, Washington, D. C . , Brookings Institution, 1992 ; y Alice M. Rivlin, «Making Responsibilitis Clearer: A New Fe­ deral/Local Division of Labor and Resources», Responsive Community, 2, nº 4, otoño de 1 992 , págs. 17-23 . 98. Jeremy Rifkin, The End o/ Work: The Decline o/ the Global Labor Force and the Dawn o/ the Post-Market Era, Nueva Yo rk, Putnam, 1 995 . 99. Véase Etzioni, Spirit o/ Community, págs. 1 84 - 1 85 . 1 00. Herman Goldstein, Problem-Oriented Policing, Nueva York, McGraw Hill, 1 990, pág. 66. Véase también Robert Sampson, «The Community», en Ja­ mes Q. Wilson y Joan Petersilia, comps. , Crime, San Francisco, lnstitute for Con­ temporary Studies Press, 1 995 , pág. 199. 101 . Responsive Community, 5 , nº 4, otoño de 1995 , pág. 5. 1 02 . Floyd Abrams, «Why Lawyers Lie», New York Times Mgazine, 9 de oc­ tubre de 1994 , págs. 54-55 . 1 03 . American Bar Association, «Model Rules of Professional Conduct», Washington, D. C . , American Bar Association, 1 995 , págs. 62 , 64 ; Federal Civil Procedure and Rules, St. Paul, West Publishing, 1 996, norma 1 1 , pág. 62 .

6.

LAS CONSECUENCIAS DE LA NATURALEZA HUMANA

Para un análisis de este problema, véase Elizabeth Frazer y Nicola Lacey, The Politics o/ Community: A feminist Critique o/ he Liberal-Communitarian De­ bate, Toronto, University of Toronto Press, 1 993 , pág. 12 1 . 2 . Para un análisis rico y elaborado de l a natufaleza humana y referencias a otras obras, véase Benjamin Barber, Strong Democracy: Participatory Politics /or a New Age, Berkeley, Cal., University of California Press, 1 984, cap . 4 . 3 . Para una explicación clara de las opiniones de algunos teóricos que han sostenido que el delito es cuestión de incentivos, y una refutación de esa idea, véase Ralph Andreano y John J. Siegfried , comps. , The Economics o/ Crime and Punishment, Washington, D. C., American Enterprise lnstitute, 1 979. 4 . Véase George J. Stigler y Gary S. Becker, «De Gustibus Non Est Dispu­ tandum», American Economic Review, 67, nº 2 , 1977, págs. 7 6-90. 5. John Stuart Mill, On Liberty, ed. a cargo de Elizabeth Rappaport, India­ nápolis, Hackett, 1 978, págs. 56-57 . La cursiva es mía. 6. Gertrude Himmelfarb, On Liberty and Liberalism, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1974, pág. 32 1 . 7 . Ivan Illich , Deschooling Society, vol . 44 de World Perspectives, comp. por Ruth Nanda Anshen, Nueva York, Harper & Row, 1970- 197 1 , pág. 99. 8. John Holt, What Do I Do Monday?, N. Y. , Dutton, 1 970, págs. 70-7 1 . 9 . Russell Kirk analiza «la naturaleza corrupta de la humanid ad» en Russell Kirk, The Roots o/ American Order, La Salle, Ill., Open Court Publishing, 1 974, pág. 272 . l.

Notas

329

10. B. V. Miller, « The Fall o f Man a n Original Sin», The Teaching o/ the Cat­ holic Church: A Summary o/ Catholic Doctrine, vol. 1 , George D. Smith ( comp . ) , Nueva York, Macmillan, 1 949, págs. 15 9, págs. 3 20-359. 1 1 . Bernard Lohse, Martín Luther: An lntroduction to His Lzfe and Work, trad. de Rober C. Schultz, Filadelfia, Fortress Press, 1 986. 12. Para el calvinista Jonathan Edwards, somos «pecadores en manos de un Dios colérico». Harold P. Simonson , comp. , Selected Writings o/ Jonathan Ed­ wards, Nueva York, Frederick Ungar, 1 970, pág. 96. 13 . Donald G. Bloesch, God, Autorithy, and Salvation, vol. 1 de Essentials o/ Evangelical Theology, San Francisco, Harper & Row, 1 978, pág. 88. 14. Solomon Schimmel, The Seven Deadly Sins: ]ewish Christian, and Classi­ cal Re/lections on Human Nature, Nueva York, Free Press, 1 992 , pág. 12. El ro­ llo con la «Regla de la comunidad» de los manuscritos de Qumran, l MQ, tam­ bién habla extensamente de los espíritus gemelos en la humanidad. Por ejemplo, en lMQ 3 , 17 se explica que Dios «puso en él [el hombre] dos espíritus para que por ellos guiara sus pasos hasta la hora de su visita. Son el espíritu de la verdad y el de la perversidad. En una morada de luz están las generaciones de verdad y de un pozo de oscuridad vienen las generaciones de perversidad. Para una excelen­ te análisis del lMQ en lo relativo al alma dividida, véase A. R. C. Leaney, The Ru­ le o/ Qumran and lts Meaning, Filadelfia, Westminster Press, 1 966, págs. 3 7-56. 15. «Education in America: How We See It», The Public Perspective, 6, nº 6, 1 995 , pág. 32. 16. Alasdair Maclntyre, A/ter Virtue, Notre Dame, Ind. , University of Notre Dame Press, 1 98 1 , pág. 263 . 1 7 . Oswald Spengler, The Decline o/ the West, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1 962 . 18. Russell Kirk, The Conservative Mind: Prom Burke to Eliot, Nueva York, Discus Books, 1 953 , pág. 18. 1 9. Russ Rymer, «Annals of Science: A Silent Childhood», partes 1 y 2 , New Yorker, 13 de abril de 1 992 , págs. 4 1 -48, y 20 de abril de 1 992 , págs. 43 -77 . Su­ san Curtiss, Genie: Psycholinguistic Study o/ A Modern-Day Wild Child», Nueva York, Academic Press, 1 97 7 . Para documentación de otros casos de niños aban­ donados/salvajes, véase Jean Mac Gaspard Itard, The Wild Boy o/Aveyron, trad. de George y Muriel Humphrey, Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1 962 ; Harlan Lane y Richard Pillard, The Wild Boy o/ Burundi: A Study o/ an Outcast Child, Nueva York, Random House, 1978; y J. A. L. Singh y R. M. Zingg, Wolf­ Children and Peral Man, Londres, Harper, 1 942. 20. Douglas Candland, Peral Children and Clever Animals, Nueva York, Oxford University Press, 1993 , págs. 14 - 15 . 2 1 . Ibídem, pág. 9 . 2 2 . Ibídem , pág. 1 8 . 23 . Ibídem, pág. 60. 24. Talcott Parsons, Social Estructure and Personality, Nueva York, Free Press, 1 964, págs. 85 -86; y J ohn Scott, lnternalization o/ Norms: A Sociological Theory o/ Moral Commitment, Englewood Cliffs, N. J . , Prentice Hall, 197 1 , pág. 89.

330

L a nueva regla d e oro

25 . Véase, por ejemplo, «New Men for Jesus», Economist, 2 de junio de 1995 , págs . 2 1 -22. 26. Dennis Wrong, «The Oversocialized Conception of Man in Modern So­ ciology», American Sociological Review, 26, nº 2 , 1 96 1 , págs. 1 83 - 1 93 . 27 . «Weight Control», Mayo Clinic Health Letter, suplemento, 1994, págs. 1 -8. 28. Harry Frankfurt, «Freedom of the Will and the Concept of a Person», Journal o/ Philosophy, 68, nº 1 , 1 97 1 , pág. 6. 29. Ibíd. , pág. 7 . 30. Véase también Albert O. Hirschman, «Against Parsimony: Three Easy Ways of Complicating Sorne Categories of Economic Discourse», Bulletin: The American Economic Review, 74, 1 984 , págs. 89-96. 3 1 . Charles Taylor, Sources o/ the Sel/: The Making o/ the Modern Identity, Cambridge, Mass . , Harvard University Press, 1 989, pág. 3 6. Véase también la ex­ posición de Taylor de las «evaluaciones fuertes» y los profundos comentarios de Daniel Bell sobre esta idea en su Communitarism and Its Critics, Oxford, Claren­ don Press, 1 993 . 3 2 . Taylor, Sources o/ the Sel/, pág. 35 (trad. cast. : Fuentes del yo, Barcelona, Paidos , 1 996). 3 3 . Ibíd., pág. 36. 3 4 . James Fishkin define las acciones heroicas como las «cosas que «debe­ mos» hacer, pero que no estaríamos equivocados por no conseguir hacerlo ni se nos echaría moralmente en cara . . . Sería admirable o virtuoso si pudiéramos ha­ cer lo que «debemos», pero nadie pudiera acusarnos razonablemente de no ha­ cerlo». James Fishkin, The Limits o/ Obligation, New Haven, Conn . , Yale Uni­ versity Press, 1 982, pág. 1 1 . 3 5 . Es imposible examinar en el ámbito de este libro las múltiples y profun­ das conexiones entre compromisos con los valores nucleares y los significados compartidos . Este tema se ha explorado en las obras de Michel Lerner y la pu­ blicación que él dirige, Tikkun. 36. Katherine Griffin, «Sex Education That Works», Health, 9, nº 3 , mayo de 1 995 , págs. 62-64 . 3 7 . Émile Durkheim , The Elementary Forms o/ Religious Lije, trad. de Ka­ ren E. Fields, Nueva York, Free Press, 1 995 ; véase Leigh Eic Schmidt, Consumer Rites: The Buying and Selling o/ American Holidays, Princeton, N. ]., Princeton University Press, 1995 . 3 8. Robert Bellah, Richard Madsen, William M. Sullivan, Ann Swidler y Ste­ ven M. Tipton, The Good Society, Nueva York, Vintage, 1 9 9 1 , pág. 260. 39. Véase, por ejemplo, Neil Postman, Technopoly: The Surrender o/ Cultu­ re to Technology, Nueva York, Vintage, 1992 . 40. John R . Gillis, A World o/ Their Own Making: Myth, Ritual, and the Quest far Family Values, Nueva York, BasicBooks, 1 996, pág. 1 8. 4 1 . Para un análisis de la posición comunitaria respecto a la infraestuctura moral en general, véase por favor «The Responsive Commnitarian platform», págs. 4-20. Para una explicación más específica del pensamiento comunitario so­ bre cada aspecto de la infraestructua moral, véase Amitai Etzioni, The Spirit o/

Notas

33 1

Community: Rights, Responsibilites, and the Communitarian Agenda, Nueva York, Crown , 1 993 . Para un estudio en profundidad de la posición comunitaria sobre cada bloque de la infraestructura moral, véase por favor los artículos de posición publicados por la Communitarian Network : . «A Communitarian Position Paper on the Family», «Character Building for a Democatic Society» y «The Commu­ nity of Communities». 42 . La materialización en el tema principal de Bellah y otros, Good Society. Véase también William S ullivan, «Reinstitutionalizing Virtue in Civil Society», en Mary Ann Glendon y David Blankenhorn, Seebeds o/Virtue, Nueva York, Ma­ dison Books , 1 995 , págs. 1 85 -200. Para un tratamiento general realizado por una autoridad pública, véase Hillary Rodham Clinton , It Takes a Village, Nueva York, Simon & Schuster, 1 996. 43 . Edward Zigler, citado por Kenneth Labich, «Can Your Career Hurt Your Kids ?», Fortune, 20 de mayo de 1 99 1 , pág. 49. 44 . Para un estudio de esas familias, véase por favor Pepper Schwartz, Peer Marriage: How Lave Between Equals Really Works, Nueva York, Free Press, 1 994 , y también David Blankenhorn, Fatherless America: Confronting Our Most Urgent Social Problem, Nueva York, BasicBooks, 1 995 . 45 . James H. Bray y Ernest N. Jouriles, «Treatment of Marital Conflict and Prevention of Divorce», ]ournal o/Marital and Family Therapy, 2 1 , nº 4 , octubre de 1 995 , págs. 4 6 1 -473 . Usando como prueba una cantidad de estudios previos, E. Mark Cummings y Patrick Davies sostienen que el debate puede fortalecer los matrimonios si sirve para resolver problemas. La negociación y el compromiso produce otro nivel de satisfacción a las parejas que emplean estas técnicas para la resolución de conflictos. E. Mark Cummings y Patrick Davies, Children and Ma­ rital Con/lict: The Impact o/ Family Dispute and Resolution, Nueva York, Guil­ ford, 1 994 , pág. 3 2 . 46. James H. Bray y Eernest N. Jouriles informan d e que el asesoramiento prematrimonial tiene consecuencias positivas al «prevenir la disolución de la re­ lación antes del matrimonio», Bray y Jouriles, «Treatment of Marital Conflict», pág. 467 . 4 7 . Amitai Etzioni, «How t o Make Marriage Mattei:», Time, 6 d e septiembre de 1 993 , pág. 76. 48. Para un llamamiento al divorcio contencioso, véase David M. Wagner, «Taming the Divorce Monster: The Many Faults of No-Fault Divorce», Family Policy, 7 , abril de 1 994, págs. 5-6. 49. U . S . Department of Education, Digest o/ Education Statistics, Washing­ ton , D. C., 1 995 , págs. 5-6. 50. William Peters, A Class Divided: Then and Now, Nes Haven, Conn . , Yale University Press, 1 987. 5 1 . Ibíd . , págs. 24-25 . 52. Adam Smith, Theory o/ Moral Sentiments, Nueva York, Garland, 1 97 1 . 5 3 . Bellah y sus colegas señalan que, si se los presiona, incluso las más parti­ darios del laissez-faire admitirán los «valores públicos». Bellah y otros, Good So­ ciety, págs . 1 3 6 - 1 3 7 .

332

L a nueva regla d e oro

54. Etzioni, Spirit o/ Communithy, págs. 183 - 1 84; Bruce Miller, «Student Ad­ vocates, Teachers' Rights», American Educator, primavera de 1 98 1 , págs. 3 0-3 3 . 55. Esta exposición cuasi telegráfica hace una simple referencia a puntos que se analizan con mucho mayor detalle en los artículos de posición que se pueden consul­ tar en The Commnitarian Network. Quienes tengan interés pueden enviar mensajes por correo electrónico a [email protected], o llamar al 1 -800-245-7460. 56. Robert D. Putnam, «Bowling Alone, Revisited», Responsive Community, 5 , nº 2 , primavera de 1 995 , págs. 18-3 3 .

7.

PURALISMO EN LA UNIDAD

l . Véase, por ejemplo , Kent E. Portney, Siting Hazardous Waste Treatment Facilities: The NIMBY Syndrome, Nueva York, Auburn House, 199 1 , 2 . John Darnton, «Nationalist Winds Blow Hot i n the Highlands, Warming Scots to Separatism», New York Times, 1 7 de octubre de 1 995 . 3 . Véase «Racial and Ethnic Tensions in American Communities: Poverty, Inequality, and Discrimination - A National Pespective», Hearing Be/ore the Uni­ ted States Commission on Civil Rights, Washington, D. C., GPO, 1 992 , especial­ mente «Panel Three - Hate Incidents». 4. Howard Elich, testimonio, «Racial and Ethnic Tensions», pág. 7 1 . 5 . Danny Welch, testimonio, ibíd., pág. 77. 6. Arthur Schlesinger, Jr. , The Disuniting o/America: Re/lections on a Multi­ cultural Society, Nueva York, W. W. Norton, 1 92 , pág. 10. 7 . Véase ibíd . ; Shelby Steele, The Content o/ Our Character: A New Vision o Race in America, Nueva York, St. Martin's Press, 1/ 90. 8. Técnicamente, la expresión melting pot se refiere a la fusión de diferentes sustancias en una mezcla nueva, mientras que la asimilación se refiere a la absor­ ción de los diversos grupos nuevos en la cultura dominante. Sin embargo, aquí si­ go la tendencia habitual en el diálogo público a equiparar ambas cosas. 9. Robert Suro, Remembering the American Dream: Hispanic Immigration and National Policy, Nueva York, Twentieth Century Press, 1 994 , pág. 64 . 10. Mark Helprin, «Diversity Is Not a Virtue», Wall Street ]ournal, 25 de no­ viembre de 1994 . 1 1 . Time, número especial, otoño de 1 993 , gráfico de cubierta . 12 . Sheldon Hackney, presidente de la National Endowment far the Huma­ nities, sugirió que «la metáfora ideal para Estados Unidos es el jazz». Sheldon Hackney, «Ürganizing a National Conversation», Chronicle o/ Higher Education, 20 de abril de 1 994 . 13 . Martha Farnsworth Riche, «We're All Minorities Now», American De­ mographics, octubre de 199 1 , pág. 26. 14. Time, número especial, otoño de 1 993 , pág. 20. 15. John A. Porter acuñó la expresión «mosaico vertical» con referencia a Canadá . John A. Porter, The Vertical Mosaic: An Analysis o/ Social Class and Po­ wer in Canada, Toronto, University of Toronto Press, 1 965 .

Notas

333

1 6 . Suro, Remembering American Dream, pág. 65 . 1 7 . «People, Opinions , and Polls», Public Perspective 6, nº 5 , agosto/sep­ tiembre de 1 995 , pág. 15. 1 8 . Michael Wolff y otros, Where We Stand: Can America Make It in the Glo­ bal Race far Wealth, Health, and Happiness?, Nueva York, Bantam, 1 92 , pág. 2 10. 19. Calculado a partir de George Thomas Kurian , Datapedia o/ the United States 1 790-200: America Year by Year, Lanham, Md., Berman Press, 1 994, págs . 1 6- 1 7 . 2 0 . «Contextualizing Bilingual Education», en Bilingual Education: Politics, Practice, and Research, en Ursula Casanova y M. Beatriz Arias, comps. , 1993 , págs. 1 5 - 1 7 . (Las primeras estimaciones se realizaron sólo a finales de los años setenta.) 2 1 . U . S . Department of Education, citado en U. S. News & World Report, 25 de septiembre de 1 995 , pág. 45 . 22. Comunicación personal de Raúl Yzaguirre, presidente del National Council of La Raza. 23 . Rosalie Pedalino Porter, Forked Tangue, The Politics o/ Bilingual Educa­ tion , Nueva York, BasicBooks, 1 990, pág. 2 1 (tabla) . Seis Estados tienen en­ miendas constitucionales sobre el uso exclusivo del inglés, y once tienen estatu­ tos o resoluciones en ese mismo sentido. 24. Ibíd . , págs. 173 - 174. La ley fue revocada por el Tribunal Supremo de Canadá en diciembre de 1988, pero pocos días después, Robert Bourassa, el Pri­ mer ministro de Québec, empleó el poder que la Carta canadiense de derechos y libertades concede al Parlamento para proclamar el deber único de proteger la cultura francesa en Québec. 25. James Bryce. The American Commonweath, vol. 2, Londres, 1 888, págs. 328, 709; citado por Schlessinger, Disuniting, 7 . 2 6 . Schlessinger, Disuniting. 27. Véase Glenn C. Loury, «lndividualism Before Multiculturalism», Public Interest, nº 12 1 , otoño de 1 995 , pág. 1 0 1 . 2 8 . Lewis A. Coser, The Functions o/ Social Conflict, Glencoe, Ill . , Free Press, 1 95 6; Ralf Dahrendorf, Class and Class Conflict in Industrial Society, Stan­ ford, Cal., Stanford University Press, 1 959. 29. Rupert Wilkinson , The Pursuit of American Character, Nueva York, Harper & Row, 1 988, pág. l . Véase también Wilkinson, American Social Charac­ ter: Modern Interpretations, Nueva York, Iron Editions, 1 992 . Entre los exáme­ nes mejor conocidos del carácter norteamericano figuran : David Reisman y otros, The Lonely Crowd: A Study o/ the Changing American Character, New Ha­ ven, Conn. , Yale University Press, 1 950; Geoffrey Gorer, The American People: A Study in National Character, Nueva York, W. W. Norton, 1 948; D. W. Erogan , The American Character, Nueva York, Alred A. Knopf, 1 944; y F. J. Turner, The Frontier in American History, Nueva York, H. Holt and Company, 1 92 1 . 3 0 . Seymour Martín Lipset, American Exceptionalism: A Double-Edged Sword, Nueva York, W. W. Norton, 1 996. 3 1 . Melinda Fine, Habits o/ the Mind: Struggling over Values in America's Classrooms, San Francisco, Jossey-Bass, 1 995 , pág. 9.

334

La nueva regla d e oro

3 2 . Ibíd . , la cursiva es mía. 3 3 . Benjamín Barber, Strong Democracy: Participatory Politics /or a New Age, Berkeley, Cal. , University to California Press, 1 984 , pág. 1 1 9. 3 4 . El artículo 1 , sección 2 , de la Constitución de los Estados Unidos se re­ fiere a «la . . . cantidad de personas libres, incluso las ligadas al servicio por un pe­ ríodo de años, y con exclusión de los indios que no pagan impuestos, tres quin­ tos del resto de las personas». 35 . Émile Durkheim, The Division o/ Labor in Society, Houndmills, Eng . , Macmillan, 1 984 . 3 6. Dan Morgan, «House Reverses EPA Stance», Washington Post, 1 de agosto de 1 995 . 3 7 . Kevin Merida, «House Absentees Hand Democratic Leaders Another Disappointment», Washington Post, 2 de agosto de 1 995 . 3 8 . George Gallup, Jr. , y Frank Newport, «Americans Back Bush on Flag­ burning Amendment», The Gallup Poli Monthly, junio de 1 990, pág. 2 . 3 9 . E n contraste con el Tribunal S upremo, varias recientes orientaciones educacionales y documentos progresistas invierten la referencia y se refieren sis­ temáticamente a los pueblos norteamericanos y ya no al pueblo norteamericano. John Fonte, «We the Peoples: The Multiculturalist Agenda Is Shattering the American Identity», National Review, 25 de marzo de 1 996, págs . 47-49. Y di­ versos líderes de grupos raciales y étnicos ponen objeciones denodadamente a la introducción de una categoría nueva en el Censo de EE.UU . para el 2000, lo que permitiría a los norteamericanos autoclasificarse no ya como pertenecientes a és­ ta o a aquella raza, sino como multirraciales . 40. Malcolm X . , «Minister Malcolm X Enunciares the Muslim Program», Black Nationalism in America, ed. a cargo de John H. Bracey, J r. , Indianápolis, Bobbs-Merrill, 1 970, pág. 4 1 9. Este discurso fue efronunciado originariamente en 1 960 en Harlem Unity Rally y reimpreso en Muhammad Speaks, septiembre de 1 960, 2, págs. 20-22 . 4 1 . John Leo, «Cash he Check, Bob», U.S. News and World Report, 1 8 de septiembre de 1 995 , pág. 43 . 42. David Boaz, «Don't Forget the Kids», New York Times, 1 0 de septiembre de 1 994; David Boaz, «Domestic Justice», New York Times, 4 de enero de 1 995 . 43 . People for the American Way, «The Two Faces of the Christian Coali­ tion», publicado el 16 de septiembre de 1 994 , pág. 9. 44. James Davison Hunter, Be/ore the Shooting Begins: Searching /or Demo­ cracy in America's Culture War, Nueva York, Free Press , 1 994. 45 . Véase Betty Friedan, «To Transcend Identity Politics: A New Para­ digm», Responsive Community, 6, nº 2, primavera de 1 996, págs . 4-8. Hay una ri­ ca literatura sobre la política de la diferencia, a la que aquí no pasaremos revista. Véase Amy Gutmann, comp. , Multiculturalism and «The Politics o/ Recognition»: An Essay by Charles Taylor with Commentary, Princeton , N. J., Princeton Uni­ versity Press , 1 992 ; Michael Walzer, What It Means to Be an American, Nueva York, Marsilio, 1 992 ; Iris Marion Young, ]ustice and the Politics o/ Di//erence, Pinceton, N. J . , Princeton University Press, 1 990; y Will Kymlicka, Multi-Cultu-

Notas

335

ral Citizsenship: A Liberal Theory o/ Minority Rights, Oxford, Oxford University Press, 1 995 . 46. Lewis H. Lapham, «Who and What is American ?», Harper's, enero de 1 992 , pág. 43 . 47 . Citado en Louis Aguilar, «Latinos, Asians Seek a Voice in Emerging Na­ tional Discussion on Race», Washington Post, 15 de octubre de 1 995 . 48. J anet Saltzman Chafetz, «Minorities, Gender Mythologies, and Modera­ tion», Responsive Community, 4, nº 1 , invierno de 1 993 /1 994 , pág. 42 . 49. Ibíd. , pág. 42 . 50. David A. Hollinger, Postethnic America: Beyond Multiculturalism, Nue­ va York, �asicBooks, 1 995 . 5 1 . Rodolfo O. de la Garza, «lntroduction», en Rodolfo O. de la Garza, comp . , Ignored Voices: Public Opinion Pólls and the Latino Community, Austin, Texas, Center for Mexican American Snidies, 1 987 , pág. 4 . 5 2 . Lena H . Sun, «Cultural Differences Set Asían Americans Apart: Where Latinos Have Common Threads, They Have None», Wahsington Post, 1 0 de oc­ tubre de 1 995 . 53 . Rodolfo O. de la Garza, Researchers Must Heed New Realities When They Study Latinos in the U . S . , Chronicle o/ Higher Education, 2 de junio de 1 993 , B l -3 . 54. Michael Tomasky, «The Left Lost Touch», Washington Post, 20 de no­ viembre de 1 994 . 55. Véase, por ejemplo, el estudio realizado por el Washington Post, la Kai­ ser Family Foundation y la Harvard University, citado en Sun, «Cultural Diffe­ rences». 56. Betty Friedan, «To Transcend Identíty Politís», págs . 4-8. 57. Nicholas Tavuchis, Mea Culpa: A Sociological o/Apology and Reconciliation, Stanford, Cal. , Stanford University Press, 1 99 1 , págs . 15-44 . 5 8. Ibíd., págs. 2 1 -22. 5 9 . Ibíd. , págs . 62 -63 . 60. Ibíd., págs. 1 06- 1 07 . 6 1 . Gary L . Carter, «Southern Baptists Apologize for Having Condoned Ra­ cism, Bastan Globe, 2 1 de junio de 1 995 . 62 . Tavuchis, Mea Culpa, págs. 1 07 - 1 08. 63 . Harlon Dalton, Racial Healing: Confronting the Fear Between Blacks and Whites, Nueva York, Doubleday, 1995 , pág. 42 . 64 . Bjorn Krondorfer, Remembrance and Reconciliation: Encounters Between Young ]ews and Gemans, New Haven, Conn. , Yale University Press, 1995 , pág. 95 . 65 . Tavuchis, Mea Culpa, págs. 56-57. 66. Krondorfer, Remembrance, pág. 16. 67 . Porter, Tangue, págs. 2 14-2 1 6. 68. Ibíd., págs. 1 93 -22 1 . 69. Ibíd. , pág. 2 17 . 7 0 . El National Latino Political Survey informaba que el 9 4 % de los norte­ americanos de origen puertorriqueño, el 93 % de los de origen cubano y el 90 %

33 6

La n ueva regla de oro

de los de origen mexicano están de acuerdo o muy de acuerdo en que todos los norteamericanios deberían aprender inglés. De la Garza, «Researchers Must He­ ed New Realities», B l -3 . 7 1 . Porter, Tangue, págs. 2 12-2 1 3 . 7 2 . Ibíd. , pág. 2 1 8 . 7 3 . Véase Lynne V. Cheney, «The End o f History», Wall Street Journal, 20 de octubre de 1 994 . 74. Ronald Takaki, A Dif/erent Mirror: A History o/ Multicultural America, Boston, Little, Brown, 1 993 . En su libro, Dictatorship o/ Virtue, Richard Berns­ tein informa de que en muchas escuelas se enseña a los niños que Estados Uni­ dos no tiene una cultura común, ni nada importante que ofrecer al mundo; los educadores se niegan a conceder que no todos los estilos culturales han tenido el mismo éxito, ignorando a menudo los aspectos menos atractivos de las culturas no occidentales, a la vez que acentúan esos inconvenientes en Occidente. Ri­ chard Bernstein, Dictatorship o/ Virue: Multiculturalism and the Battle far Ameri­ ca's Future, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1 994. 75 . Véase, por ejemplo, el discurso de Louis Farrakhan durante la Marcha del millón de hombres y el comentario en Washington Post, 17 de octubre de 1 995 . 76. Los ejemplos pertenecen a Terence Cooper, «Th Rewards of Racial Pre­ judice», ]ournal o/ Housing, 46, nº 3 , mayo/junio de 1989, págs. 1 05 - 1 07 . 77. Douglas S . Massey y N ancy A . Den ton, American Apartheid: Segregation and the Making o/ the Underclass, Cambridge, Mass . , Harvard University Press, 1 993 , págs. 98- 1 09.

yNrrAruos

8 . Los ÁRBITROS DEFINITIVOS DE Los VALORES coM

1 . Como muestra Galston, «Esta defensa del liberalismo se desvía funda­ mentalmente de la dirección correcta. Es imposible justificar ninguna forma de vida política sin alguna visión de lo que es bueno para los individuos». William A. Galston, Liberal Purposes: Goods, Virtues, and Diversity in the Liberal State, Cambridge, Cambridge University Press, 1 99 1 , pág. 79. Su argumento a favor de esta idea cubre la mayor parte de la segunda parte de su libro. Michael ]. Sandel también ha sostenido que los intentos de adoptar una actitud procedimental, axiológicamente neutral, sobre los problemas están destinados al fracaso. Véase Michael J. Sandel, Liberalism and the Limits o/Justice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982 . 2 . John Rawls, A Theory o/Justice, Cambridge, Mass. , Belknap Press, 1 97 1 , pág. 62. 3 . Daniel A. Bell, Communitarisnism and Its Critics, Oxford, Clarendon Press, 1 993 , pág. 3 8 . Para un análisis adicional, véase ibíd . , págs. 3 7 -3 9, 55-78. 4. Michael ] . Sandel, «Morality and the Liberal Ideal», New Republic, 7 de mayo de 1 984 , pág. 17. La cursiva es mía. 5 . Michael J. Sandel, Democracy's Discontent: America in Search o/ a Public Philosophy, Cambridge, Mass . , Belknap Press, 1 996 , pág. 3 2 1 .

Notas

337

6. Ibíd . , pág. 322. 7. Ibíd., pág. 323 . 8 . Michael J . Perry, Morality, Politics, and Law: A Bicentennial Essay, Ox­ ford, Oxford University Press, 1 988, pág. 40. 9. Amy Gutmann, «The Challenge of Multiculturalism in Political Ethics», Philosophy and Public Affairs, 22, nº 3 , 1 993 . 1 0 . Según información en «New Philosophy Urges a Social Commitment», Press-Enterprise, 3 0 de enero de 1993 . 1 1 . Entrevista a Glasser, «Your Rights vs. My Safety: Where Do We Draw the Line?», BusinessWeek, 3 de septiembre de 1990, pág. 56. 12. Peter Singer, «Is There a Universal Moral Sense?», Critica! Review, 9, nº 3 , 1 995 , pág. 326. 13. Gutmann, «Challenge», págs. l S 0- 1 6 1 . 1 4 . Véase Michael J. Sandel, en Bill Moyers, A Word o/Ideas II, Nueva York, Doubleday, 1 990, pág. 155 . 15. Benjamín Barber, Strong Democracy: Participatory Politics far a New Age, Berkeley, Cal., University of California Press, 1 984 , pág. 224. 16. Como observa Gutmann, «Un total consenso social sobre la esclavitud, suponiendo que alguna vez existiera, no justificaría por sí mismo la esclavitud». Gutmann, «Challenge», pág. 1 7 7 . 1 7 . :Derek L. Phillips, Looking Backward: A Critica! Appraisal o/ Communi­ tarian Thought, Princeton, N. J., Princeton University Press, 1 993 , pág. 1 83 . 1 8 . Stephen Holmes, The Anatomy o/ Antiliberalism, Cambridge, Mass . , Harvard University Press, 1 993 , págs. 178- 179. 19. Ronald Beiner, «Liberalism: What's Missing?», Society, 3 2 , nº 5 , 1 995 , pág . 1 9. 20. David Willetts, Modern Conservatism, Londres, Penguin, 1 992 , pág. 152 . 2 1 . Ibíd . , pág. 154 . 22. Ibíd . , págs. 154-155. 23 . Seymour Martín Lipset, American Exceptionalims: A Double Edged Sword, Nueva York, W. W. Norton, 1 996. 24. William A. Galston, «Two Concepts of Liberalism», Ethics, 1 05 , nº 3 , 1 995 , págs. 5 1 8-52 1 . Véase también Stephen Macedo, Liberal Virtues, Oxford, Oxford University Press, 1990. 25. Galston, «Two Concepts», pág. 52 8 . 26. Véase especialmente Gaslton, Liberal Pupases, págs . 1 65 - 1 90, 24 1 -256. Véase también Galston, «Two Concepts», y Galston, «Liberal Virtues and the Formation of Civic Character», en Seedbeds o/ Virtue: Sources o/ Competence, Character, and Citizenship in American Society, Mary Ann Glendon y David Blan­ kenhorn (comps.), Lanham, Md., Madison Books, 1995 . 2 7 . Galston, «Two Concepts», pág. 525 . 28. La Consitución oficial de Arabia Saudita es el Corán: el gobierno pro- ; clama que tdas sus leyes derivan de los principios del Corán. Fouad Al-Farsy, Modernity and Tradition: The Saudi Equation, Londres, Kegan Paul Internatio­ nal, 1 990, págs. 3 9-42 .

33 8

La nueva regla de oro

29. Jürgen Habermas, Moral Consciousness and Comunicative Action, Cam­ bridge, Mass. , MIT Press, 1 993 , pág. 9. 3 0 . Jürgen Habermas, ]ustt/ication and Application: Remarks on Discourse Ethics, Cambridge, 1 993 , pág. 9. 3 1 . Habermas, Moral Consciousness, pág. 89. 32. Bruce Ackerman, «Why Dialogue?», ]ournal o/ Philosophy, 86, nº 1 , 1 989, pág. 9. 3 3. Ackerman no piensa que para llegar a esta conclusión sea necesaria la afirmación de Habermas de que las verdades morales tienen el diálogo como ba­ se ontológica (aunque a veces se siente inclinado a este punto de vista), Ibíd . , pág. 7. Esto quiere decir que hemos d e renunciar a l a idea de que l a política ver­ sa sobre la verdad moral. Ibíd . , págs . 9 - 1 0 . 34. Ibíd., pág. 1 6 . 3 5 . Ibíd., págs . 1 7 - 1 9. 3 6. Ibíd., págs. 1 6- 1 7 , 1 9 . 3 7 . Dennis H. Wrong, The Problem o/ Order: What Unites and Divides So­ ciety, Nueva York, Free Press, 1 994, pág. 59. Véase también Edna Ullman-Mar­ golit, The Emergence o/Norms, Oxford, Clarendon Press, 1 97 7 . 3 8 . Mark Gould, «The Wrong Problem o f Orden> (ponencia presentada en la reunión anual de la American Sociological Association de 1 995 , Washington, D. C., agosto de 1 995 , pág. 3 3 . 3 9 . Gareth Porter y Janet Welsh Brown, Global Environmental Politics, Boulder, Colo., Westview Press, 1 996, págs. 69- 1 05 . 40. Steven Greenhouse, «Ecology, the Economy and Bush», New York Ti­ mes, 14 de j unio de 1 992 . 4 1 . Para una excelente exposición del relativismo hecha por un comunitario, véase Philip Selznick, The Moral Commonwealth:lsocial Theory and the Promise o/ Community, Berkeley, Cal., University of California Press, 1 992 , cap. 4 . 4 2 . Carolyn Fluehr-Lobban, «Cultural Relativism and Universal Rights», Cronicle o/ Higher Education, 9 de junio de 1 995 . 43 . James Q. Wilson, «Liberalism, Modernism, and the Good Life», en Se­ edbeds, Glendon and Blankenhorn, pág. 23 . 44. A. M. Rosenthal, «Fighting Female Mutilation», New York Times, 12 de abril de 1 996. Incluso el nombre del procedimiento se ha «relativizado». Para evi­ tar los juicios de valor occidentales implícitos, un artículo del Hanstings Center Report habla del procedimiento de «cirugía genital femenina» (Sandra D. Lane y Robert A. Rubinstein, «Judging the Other: Responding to Traditional Female Ge­ nital Surgeries», Hastings Center Report, 26, nº 3 , mayo/junio de 1 996, pág. 3 1 . Y el excelente revisor de este libro recomendaba «circuncisión ritual». (Ninguno pa­ rece haberse dado cuenta de que, lejos de ser valorativamente neutrales, lo que su­ gerían era en realidad una expresión con connotaciones positivas. ) 45 . Daniel A. Bell, «The East Asían Challenge t o Human Rights», inédito, pág. 9. 46. Se ha pensado que los comunitarios se esfuerzan por evitar problemas de valores transculturales, y especialmente por descuidar los derechos humanos uní-

Notas

339

versales . Véase Gideon Sjoberg, «The Human Rights Challenge to Communita­ rians: Formal Organizations and Race and Ethnicity», en David Sciulli (comp . ) , Macro Socio-Economics: From Theory to Activism, Armonk, N . Y. , M. E. Sharpe,

1 996. 47. Véase Abdullahi Ahmed An-Na'im, «Toward a Cross-Cultural Approach to Defining In ternational Standards of Human Rights: The Meaning of Cruel, In­ human, or Degrading Tratment or Punishment», en Abdullahi Ahmed An-Na'im (comp. ) , Human Rights in Cross-Cultural Perspectives: A Quest/or Consensus, Fi­ ladelfia, University of Pennsylvania Press, 1 992 . 48. Bell, «East Asían», pág. 1 1 ; véase también Abdullahi Ahmed An-Na'im, Toward an Islamic Re/ormation: Civil Liberties, Human Rights, and International Law, Syracuse, N . Y. , Syracuse University Press, 1 990. 49. Joanne Bauer, «Three Years áfter the Bankok Declaration: Reflextions on the State of Asia-West Dialogue on Human Rights», Human Rights Dialogue, 4, marzo de 1 996, pág. l . 5 0. Véase Joseph Chan, «The Task for Asians: To Discover Their Own Poli­ tical Morality for Human Rights», Human Rights Dialogue, 4 , marzo de 1 996, pág. 5 ; véase también Chan, «The Asían Challenge to Universal Human Rights: A Philosophical Appraisal», en James T. H. Tang (comp . ) , Human Rights and In­ ternatonal Relations in the Asia-Paczfic Region, Nueva York, St. Martin's, 1 995 . 5 1 . Michael Walzer, Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad, Notre Dame, Ind. , University of Notre Dame Press, 1 994 , pág. 7 . 5 2 . Ibíd . , pág. 8 . 53 . Michael Walzer, Spheres o/Justice, N . Y. , BasicBooks, 1 983 , pág. 3 13 . 5 4 . Stephen Mulhall y Adam Swift, Liberals and Communitarians, Oxford, Blackwell, 1 992 , pág. 140. 55 . Ronald Beiner, What's the Matter With Liberalism?, Berkeley, Cal., Uni­ versity of California Press, 1 992 , págs . 28-29. 56. A. L. Kroeber y Clyde Kluckohn, Culture: A Critica! Review o/ Concepts and De/initions, Nueva York, Vintage, 1 963 , pág. 349. 57. Alison Dundes Renteln, International Human Rights: Universalism ver­ sus Relativism, Thousand Oaks , Cal., Sage Pulications, 1 990, págs. 88 y sigs. 58. Véase también Wendell Bell, «World Order, Human Values, and the Fu­ ture», Future Research Quarterly , 12, nº 1 , primavera de 1 996, págs . 5-24; y Rush­ worth M. Kidder, Shared Values for a Troubled World, San Francisco, J ossey-Bass,

1 994. 59. Rhoda E. Howard, Human Rights and the Search /or Community , Boul­ der, Colo., Westview Press, 1 995 , pág. 54, la cursiva es mía. 60. Robert Wright, The Moa/Animal.· The New Science o/Psychology, Nueva York, Pantheon, 1 994 ; James Q. Wilson, The Moral Sense, Nueva York, Free Press, 1 993 . 6 1 . Véase Wright, Moral Animal, págs. 200-2 0 1 . 62 . El trabajo sociológico encuentra diversas similaridades transculturales de valor. Véase sobre todo Shalom H. Schwarz, «Beyond Individualism/Coll ec­ tivism : New Cultural Dimensions of Values», en Uichol Kim y Hanguk Simni

340

La nueva regla de oro

Hakhoe (comps. ) , Individualism and Collectivism: Theory, Method, and Applica­ tions, Thousand Oaks, Cal., Sage Publications, 1 994 . 63 . Este punto es subrayado por Wilson, Moral Sense, págs . 200-207 . Véase también Amitai Etzioni, «The Responsive Community: A Communication Pers­ pective», American Sociological Review, 6 1 , febrero de 1 996, págs. 1 - 1 1 . 64 . Marcus Singer, citado por Jams Gaffney, «The Golden Rule: Abuses and Uses», America, 20 de septiembre de 1 986, pág. 1 15 . 65 . George Weigel, «Are Human Rights Still Universal?», Commentary, 99, nº 2, febrero de 1 995 , págs. 43-44. 66. Howard, Human Rights, págs. 165 y sigs. 67. Véase, por ejemplo, UNESCO, Our Creative Diversity: Report o/ the World Commission on Culture and Development, 1 995 . 68. Walzer, Spheres o/Justice, pág. 3 14 . 69. Minerva Etzioni, The Majority o/ One: Towards a Theory o/ Regional Compatibility, Beverly Hills, Cal., Sage Publications, 1 970. 7 0 .1 Iriformado por Erik Kuhonta, «Ün Social and Economic Rights», Hu­ man.Rights. Dialogue, 2 , septiembre de 1 995 , pág. 3 . 7 1 . 0"ulius O. Ihonvbere, «Underdevelopment and Human Rights Violations in Africa>.>, en George W. Shepherd y Mark Anikpo, Emerging Human Rights: TheA/rica Political Economy Context, Westport, Conn., Greenwood Press, 1 990, p·ág. 57. 72 . 1903 Britannica Book o/ the Year, Chicago, Encyclopedia Britannica, 1 993 , pág. 796. 73 . George Thomas Kurian, Datapedia o/ the United States 1 790-2000, Lan­ ham:; Md., Bernan-Press, 1 994, pág. 90. 74. Seymour Martín Lipset, «A Comparative Analysis of the Social Requisi­ tes of Democracy», International Social Science Jourhal, nº 136, 1 993 , pág. 155 , 75 . Rhoda E. Howard, Human Rights in Commonwealth Arica, Totowa, N. T. J., Rowman y Líttlefield, 1 986. 76. Kishore Mahbubani, «The Dangers of Decadence», Foreign Af/airs, 72, nº 4 , 1 993 , pág. 1 4 . 7 7 . Mohammed Elhachmi Hamdi, «The Limits of the Western Model», Journal o/Democracy 7, nº 2, 1 996, pág. 82 . 78. Amitai Etzioni, The Spirit o/ Community: Rights, Responsibilites, and the Communitarian Agenda, Nueva York, Crown , 1 993 . 79. Joanne Bauer, «lnternational Human Rights and Asian Commitment», Human Rights Dialogue 3 , diciembre de 1 995 , pág. l . 80. Ibíd. , págs. 1 -2 . 8 1 . Bilahari Kausikan, «Asia 's Different Standard», Foreign Policy, n º 92 , otoño de 1 993 , pág. 24. 82 . Quizá los lectores se pregunten por qué no uso el término «deontolo­ gía», que viene del griego deon, que significa deber vinculante y que es precisa­ mente aquello acerca de los cual escribo. La razón es que el término arrastra de­ masiado lastre y se asocia profundamente a la filosofía individualista, que no comparto. ·

Notas

34 1

83 . Sobre el concepto de sentido moral, véase Wilson, Moral Sense. 84 . Charles Taylor, Sources o/ the Sel/ The Making o/ the Modern Identity, Cambrdige, Mass . , Harvard University Press , 1989, pág. 5 . 85 . Ibíd . , págs. 5-8. 86. Ibíd ., pág. 7 . 87. Véase, por ejemplo, C . K . Ogden e l. A . Richards, The Meaning o/ Mea­ ning: A Study o/ the In/luence o/ Lenguage upan Thought and the Science o/ Sym­ bolism, Nueva York, Harcourt, 1 946. 88. Véase el J osephson Institute of Ethics , Making Ethical Decisions, Mari­ na Del Rey, Cal., 1 996. 89. William J. Bennett (comp. ) , The Book o/ Virtues: A Treasury o/ Great Moral Stories, N ueva York, Simon & Schuster, 1 993 . 90. Colín Greer y Herbert R. Kohl (comps . ) , A Call to Character, Nueva York, HarperCollins, 1 995 . 9 1 . Galston , Liberal Purposes, págs. 22 1 -227 . 92 . Martha Nussbaum informa de que un antropólogo francés anónimo lamen­ taba que la introducción de la vacuna antivariólica en la India por los británicos pu­ siera término al culto de Sittala Devi, a quien se solía orar para pedir protección de la enfermedad. Cuando Nussbaum preguntó si no es preferible la salud a la enfer­ medad, el antropólogo la reprendió por pensar según el modo occidental, en térmi­ nos binarios, en que vida y muerte, bienestar y enfermedad, se oponen de manera ta­ jante. Martha C. Nussbaum, «Human Functioning and Social Justice: In Defense of Aristotelian Essentialism», Political Theory, 20, nº 2, mayo 1993 , pág. 203 . 93 . Immanuel Kant, «Grounding for the Metaphysics of Morals», en Ethical Philosophy, Indianápolis, Hackett Publishing Company, 1 983 , pág. 3 6. Nozick, un libertario prominente, hace más explícita esta conexión con Kant en Anarchy, State and Utopia, Nueva York, BasicBooks, 1 974, pág. 3 2 . 94 . Joseph d e Maistre, Considerations o n France, trad. de Richard A . Le­ brun, Montreal, McGill-Queen's University Pess , 1 974, pág. 97 . 95 . Hans Joas , «The Communitarian Experiencie», ponencia presentada en la Communitarian Summit, Ginebra, Suiza, julio de 1 996. 96. La relación complej a entre virtudes sociales e individualistas es excep­ cionalmente bien explorada en Miriam Galston, «Taking Aristotle Seriously», California Law Revew, 82, nº 3 29, 1 994 , pág. 3 3 1 . 97 . Para un análisis adicional, véase Robert E . Goodin, «Making Moral In­ centives Pay», Policy Sciences, 12, agosto de 1980, págs . 13 1 - 145. 98. La ponencia de Philip Selznick sobre j usticia social comunitaria y la de Alan Wolfe sobre bienestar social, presentadas en la cumbre comunitaria de j u­ lio de 1 996 en Ginebra, Suiza, han sido para nosotros un inmenso paso adelante, pero fueron presentadas demasiado tarde como para incluirlas en mis reflexio­ nes. Philip Selznick, «A Communitarian Perspective on Social Justice» (ponen­ cia presentada en la Cumbre Comunitaria de 1996, Ginebra, Suiza, j ulio de 1996; Alan Wolfe, «Turning Point for the Welfa re State» (ibíd. ) . Véase también Char­ les Derber, «Communitari an Economics : Criticisms and Suggestions from the Left», Responsive Community, 4, nº 4, otoño de 1994 , págs. 29-42 .

3 42

La nueva regla de oro

99. Elizabeth Frazer y Nicola Lacey, The Politics o/ Community: A Fenminist Critique o/ the Liberal-Communitarian Debate, Toronto, University of Totonto Press, 1 993 , págs. 66-67 . 1 00. Véase Herman E. Daly y John B. Cobb, Jr. , Far the Common Good: Re­ directing the Economy Toward Community, the Environment, and a Sustainable Future, Boston, Beacon Press, 1 989. 1 0 1 . Benjamín R. Barber, ]ihad cs. McWorld, Nueva York, Times Books, 1 995 ; Samuel P. Huntington, «The Clash of Civilizations ?», Foreign A//airs, 72,

nº 3, 1993 . 1 02 . Chuck Colson, «Can We Be Good Without God?», Imprimís, 22, nº 4 , 1993 , pág. 2 . 1 03 . Patrick Robertson, The Turning Tide, Dallas, Word Publishing, 1 993 , pág. 158. 1 04. Peter Steinfels, «Beliefs : Battling for he Backing of]udaism», New York Times, 4 de noviembre de 1 995 . 1 05 . «The National Prospect», Commentary, 1 00, nº 5 , noviembre de 1 995 , págs. 23 - 1 1 6. lrving Kristol plantea este problema en su libro Re/lections o/ a Neoconservative: Looking Back, Looking Ahead, Nueva York, BasicBooks , 1 983 . 1 06. Michael S. Joyce, «The New Impulse Toward Self-Government», Wall Street ]ournal, l 9 de abril de 1 993 . 1 07 . Joshua Abramowitz, «The Tao of Community», Public Interest, nº 1 1 3 , otoño de 1 993 , pág. 1 2 1 . Hay quienes criticaron l a relación entre comunitarismo y religión, mientras que otros se mostraron elogiosos al respecto. Véase Matthew Melton, «The Communitarians», Focus, otoño/invierno, págs . 1 8-2 1 ; Brandy Dutcher, «Communitarians and the Christian Right», Focus, otoño/invierno, 1 992 , págs. 20-22 ; Charles J. Sykes, «Liberal Angst» The World an I, agosto de 1 993 , págs . 3 09-3 1 3 ; «The Communities Missing fr6m «Communitarianism»», First Things, febrero de 1 994, págs. 55 -56. 1 08. Robert Wuthnow, God and Mammon in America, Nueva York, Free Press, 1 994 , pág. 24 1 . 1 09. Ibíd., pág. 129. 1 1 0. Ibíd. , pág. 58. 1 1 1 . Ibíd., pág. 6. 1 12 . Amitai Etzioni, Demonstratrion Demcoracy, Nueva York, Gordon and Breach , 1 970.

ÍNDICE ANALÍTICO Y DE NOMBRES

Abogados, 1 89-191 Aborto, 94, 175, 176 Abramowitz, J oshua, 292 Abrams, Floyd, 189 Abstinencia, 207 Acción médica voluntaria, 181-182 Ackerman, Bruce, 1 15, 1 19, 266-267 Ackerman, Robert M., 181 ACLU (American Civil Liberties Union), 39-4 1 , 53 , 77, 128, 222, 258 Acton, Lord, 3 1 Administración de Alimentos y Medicamentos, 39 Afghanistán, 226 Afronorteamericanos, 52 , 226, 228, 229, 232, 242, 243 , 245, 252, - electos para cargos oficiales, 95, 96, 338n33 - en los cincuenta, 87,89, 303n67 - judíos y, 93 , 132 - separatistas, 239 Agustín, san, 194, 1 96 AID de EEUU, 104 Alemania, 43, 134, 179, 229, 248, 269, 3 15n89 - autonomía en, 58 - diversidad étnica en, 230 - Iglesia Católica en, 130 - nazi, 69, 74, 83 , 1 5 1 , 261, 269, 289 - tasa de delito en, 103 - tras la Primera Guerra Mundial, 48 - Weimar, 69 - y reconciliación, 246 Alienación, 91 , 201 Allen, Woody, 165 American Bar Association, 189 American Federation of Teachers, 100 American Sociological Association, 233 AmeriCorps, 86, 229, 250 Aministía Internacional, 279 Amish, 164 Anarquía, 89-91 - línea divisoria entre autonomía y, 96-98 Anderson, David, 282 Antioch College, 13-15, 97, 122 Áraboisraelíes, relaciones entre judíos y, 233 «Arco iris», metáfora del, 228

Argelia, 1 17 Argentina,182 Aristóteles, 17, 62 , 27 3 · Artilugios de seguridad, leyes que exigen el uso de, 54 Asimilación, 227, 23 1 -232, 332n8 Asociación Comunitaria Universal, 63 Asociaciones voluntarias, 22-223 Atomismo, 45-49 Australia, 102, 103, 108 Austria, 1 15 Autoestima, preocupación por la, 166- 167 Autoincriminación, 79-81 Autonegación, 203 Autonomía, 18-19, 38-49, 57-81, 256, 282, 296 - como virtud básica, 283-292 - en los cincuenta, 88-89 - en una buena sociedad, 45-49 - entre comunidades, 225-229 - estatus normativo de la, 283 - expansión de la, 89-91 - ilimitada, individualistas y, 3 8-43 - limitada, 23-29 - línea divisoria entre anarquía y, 96-98 - megálogo sobre, 139 - respetuosa del orden, 30-38 - socialmente construida, 43-45 - vaivén entre orden y, 69-75 - y condiciones socioeconómicas, 91-96 - y derechos humanos, 271 - y la voz moral, 170 - y naturaleza humana, 1 99, 202, 206, 207 - y simbiosis inversa, 58-68 Autoridad, respeto a la, 87, 91 -92 Autoritarismo, 37, 46, 67, 70, 74-75, 103 , 104 - de las comunidades, 157-160 - y religión, 292-293 - y sobredirección, 105-106 - y visión sombría de la naturaleza humana, 196-198 Aztecas, 83 Babilonia, 83 Baehr, Theodore, 50 Banco Mundial, 58-104

344

La nueva regla de oro

Baptistas, 1 97 , 245 Barber, Benjamín, 172 , 1 8 1 , 259 Barker, Rodney, 35 Barnes, John, 322 n l 2 Bateson, Gregory, 305n4 Baumgartner, M. P., 167 Becker, Gary, 194 Bednar, Richard, 324n52 Beiner, Ronald, 3 4 , 261 , 27 1 , 3 0 1 n 3 8 Bélgica, 2 3 0 , 246 Bell, 271 Bell, Colín, 157 Bell, Daniel A., 63 , 256, 270, 305n5 Bellah, Robert, 63 , 1 65 , 305n7 , 332n53 Bennett, WilliamJ., 29, 5 1 , 95 , 100, 2 83 , 3 14 n7 1 Bentham, J eremy, 3 1 Berger, Peter L., 304n85 Berlín, Isaiah, 43 Bernstein, Richard, 3 3 6n74 Bien común, el, 1 1 8- 120 Bienestar, liberales del, 28, 94, 128, 13 7, 169 - legislación que defienden los, 173 - 174 - visión de los, de la naturaleza humana, 195, 198 Billboard, revista, 1 63 Bismarck, Otto von, 130 Blair, Tony, 169, 307 n30, 3 15n72 B lak Muslims (Musulmanes negros), 175 Boaz David, 8 1 , 240 Bob Jones University, 261 Bonaparte, Napoleón, 143 Bork, Robert, 291 , 323 n33 Bosnia, guerra civil en, 32, 275 Bourassa, Robert, 3 3 3 n24 Bowers v. Hardwick ( 1986) , 265 Boyte, Harry, 1 8 1 Bradley, Bill, 100, 1 7 2 , 3 14n7 1 Braniff Airlines, 4 1 Bray, James H., 3 3 ln46 Brooks, David, 29 Bryce, James, 23 1 Buber, Martín, 62 Buchanan, Pat, 95 Bulgaria, 104 Burke, Edmund, 35 Bush, George, 255 Bushnell, George E., Jr., 1 89 Byrne, Dennis, 166- 1 67 C-Span, 248 Cámara de Representantes de EEUU,

88, 99,

133 , 236

Campañas electorales, 147 , 176 Canadá, 45, 72-73 , 102, 103 , 246, 263 , 3 15n 89, 333 n24

- actividades de la CIA en, 245 - movimiento separatista de Québec en, 226, 23 1

1 3 9,

Candland, Douglas, 199 Carnegie, Dale, 164 Carson, Rache!, 13 7 Carter, Jimmy, 9 1 Carter, Stephen, 132 Cascos para motociclistas, 54 -55 Cato Institute, 240 Causas morales compulsivas, 280-283 Censura, 50-5 1 , 52, 1 63 Census Bureau, 229 Centros de Salud de la Comunidad, 1 85 Centros de Salud para Inmigrantes, 1 85 Chávez, Linda, 29 Checoslovaquia, 2 69 Chile, 70 China, 1 8, 30, 6 1 , 104 , 270, 278-279 - gran salto adelante, 74 - persecución de la riqueza en, 109 - tibetanos y, 23 1 Christensen, Bruce, 294 Christensen, Bryce, 294 Christian, William, 73 Church o/Lacombe v. Hialeah ( 1 993 ) , 2 3 8

CIA (Central Intelligence Agency), 9 1 , 245 Cinturones de seguridad, 54-55 Cisneros, Henry, 294 , 3 14n7 1 Clinton, Bill, 86, 99, 1 3 4 , 230, 3 14n7 1 Coalición Cristiana, 95 , 128 Coalition on Revival, 50 Coats, Dan, 1 82 Colectivismo, 67 Colson, Charles, 292 Comisión Cristiana de Cine y Televisión, 50 Commenta

,.f, 292

Compartidos, valores, núcleo de; véase Valores nucleares Comunidad de comunidades, 2 1 1 -2 12

- como agente moral, 221 -223 - definición de la, 156-157 véase también Pluralismo Comunidad Europea, 106, 13 8, 246 - Parlamento de la, 274 Comunidad global, 269-279 - derechos humanos en la, 270-275 - relativismo transcultural en la, 275-279 - voz moral en la, 275-279 Comunismo·, 3 6, 87 -88, 291 - colapso del, 70, 103 - 104 Conciencia, surgimiento de la, 1 83 Concreción de los valores, 2 1 1 -2 1 3 Conducir en estado de ebriedad, 1 7 8 - 1 7 9 Conducta sexual, 5 8 - de los adolescentes, 207 -208 - en los años cincuenta, 88-89 - leyes que gobiernan la, 94-95 , 175 - línea divisoria entre autonomía y anarquía en la, 96-97

Índice analítico y de nombres - reglas para la, 1 3 - 1 5 - responsable, 1 0 1 Conformismo, 1 5 7 , 159- 1 60 Confucío, 273 Congreso de Estados Unidos, 52, 54, 68, 7 1 , 88-

- de odio, 226 - respuesta graduada al, 1 8 8 - y naturaleza humana, 193 - 1 94 Delors, Jacques, 3 15 n72 Democracia, 235-236 - de los navajo, 259 - electrónica, 142-146 - naturaleza humana y, 195 - naturaleza interna de la, 258-259 Democracia de los navajo, 259 Deontología, 34 l n82 Departamento de Defensa de Estados Unidos,

99, 90, 1 0 1 - 102, 133 , 1 3 5 , 143, 147, 176, 177, 226, 238 1 82 , 1 83 - 1 84 , 2 1 5 , Consejo de Relaciones Exteriores, 136

Consejo para la Política Nacional, 99 Conservadores, 29, 3 5 , 160 véase también Laissez-faire, conservadores del; Socialconservadores Constitución de Estados Unidos, 40, 60- 6 1 , 66, 1 05 , 23 4 , 235, 2 3 6-23 8, 249,

161,

91

Departamento de Justicia de EEUU., 7 1 , 1 85 Departamento de Salud de Servicios Humanos de EEUU, 1 85 Depresión, 1 17 , 168 Derechos, 35, 36, 45 - lenguaje de los, 134 - rectitud versus, 5 1 - responsabilidades y, 64-67, 1 3 9 véase también Derechos humanos Derechos humanos, 274-275 - actitudes asiáticas respecto de los, 270, 27 1 ,

1 64 ,

3 34n34

- Primera Enmienda, 49-54, 76 - Cuarta Enmienda, 75 - Quinta Enmienda, 4 1 , 80 - Decimocuarta Enmienda, 239 Construcción del consenso, 259-260 Contracultura, 89-90, 97 , 1 1 0 Contribuciones a las campañas electorales,

147-

148, 1 7 6 - 1 77 Conversación acerca de conversaciones, 140 Conversación sobre valores; véase Diálogos

moi rales Convicciones, diálogo de, 267-269 Corporaciones, responsabilidad social de las,

278

·

169- 170

·

Correo, EEUU, 91 Cortés, Ernesto, Jr., 1 8 1 Costa Rica, 276 Cristianos, 1 6, 86, 120, 1 3 9, 3 01 -3 02n54 - ala derecha de los, 17, 99 Cuba, la crianza de niños en, 2 1 3 Cuerpo de Paz, 86, 152 , 2 1 8, 250 Cuestión de Irán, 9 1 Cummings, E. Mark, 3 3 l n45 Cuomo, Mario, 28 D'souza, Dinesh, 292 Dallek, Matthew, 298-299n 1 5 Dalton, Harlon, 245 Damon, William, 3 24n l5 Daño, evitación del, 4 1 -42 Davies, Patrick, 3 3 l n45 Declaración de Derechos, 236-23 8,

262, 274-

275

Declaración de Derechos y Libertades, canada­ niense, 72-73 Declaración de Independencia, 60-61 Declaración Universal de los Derechos Humanos, 274 Déficits presupuestarios, 1 2 9 - 1 3 0 Deliberaciones, límites de las, 1 26- 1 3 0 Delito, 57 -58, 8 8 , 90, 1 7 7 - 1 78 - aumento del, 95, 103

3 45

'

Desconstruccíón, 266 «Deseos de segundo orden», 204 Desregulacíón, 67-68, 97-98 Dewey, John, 20;62 Diálogos morales, 1 3 1 -1 3 3 .:__ de la sociedad •entera¡ 142-146 - en los medios de comunicación, 209-2 1 0 - intersociales, 265-269 - reglas de compromiso para los, 1 3 3 - 1 3 5 , 140·

142 véase Megálogos;

Virtuales, diálogos Diálogos procedimentales, 266-267 Dinamarca, escuelas públicas en, 180 Dionne, E. J., Jr., 29 Diseño de la comunidad, 187- 1 88 Diversidad, 93 véase también Pluralismo Divorcio, 86, 90, 92-93 , 1 03 , 1 04 , 1 3 8 , 175 - 1 76 Doherty, William, 165 Donación de órganos, 191 Douglass, R. Bruce, 1 60- 1 6 1 Drogas, abuso de, 8 8 , 95 , 178, 196, 207 - descriminalizacíón de las, 8 1 - guerra contra las, 174- 175 - respuesta graduada al, 1 88 Drucker, Peter, 90 Durkheim, Emile, 62, 1 23 Dworkin, Gerald, 1 4 Dworkin, Ronald, 28, 3 1 , 3 00n3 l Eastland, Terry, 3 9 Educación bicultural, 250-25 1

346

L a nueva regla d e oro

Educación: naturaleza humana y, 195- 196 véase también Escuelas Egipto, 70, 293 - Antiguo, 83, 272 Ehrenhalt, Alan 297n7 Eisenhower, Dwight D., 91 Elders, Joycelyn, 163 Electronic Privacy Information Center, 77 Elliot, Jane, 2 17-2 1 8 Elliot, Michael, 307n30 Ellis Island, 227 Elshtain, Jean Bethke, 163 Emotivismo, 282 Empleo, condiciones de, 66, 107-109 Empleos de la comunidad, 108-109 Employment Division v. Smith (1990), 23 8 Enmienda de Igualdad de Derechos, 265 Environmental Proteccion Agency, 106, 13 7 Epstein, Noel, 15 Epstein, Richard A., 39, 176 Escandinavia, 275 - religión de Estado en, 179 Escocia, 45, 226 Escuelas, 210 - control local de las, 180-181, 1 86 - curriculum que abarca ' la sociedad entera, 248-249 - diálogos morales en la-s , 141 - disciplina en las, 197 - formación del carácter en las, 2 16-223 - guerras culturales en las, 95-96 - plegaria en las, 58, 86, 100, 179 - políticas biculturales para las, 250-25 1 - programas de asistencia lingüística en las, 229 - y políticas de vivienda, 25 1- 152 Eslovaquia, 226 Espacios públicos, 222-223 - protección de los, 1 86 España, 3 15n89 Estonia, 1 15 Estudiantes contra la Conducción en Estado de Ebriedad, 178 Ética secular, 293 -294 Ética secular, 293 -295 Etiopía, 226 - invasión italiana a, 269 Evangelistas, 197 Evangelización, 37 Evitación, 167 Factores socioeconómicos, 49, 9 1 , 96, 194-195 Familia, 90, 92-93 , 2 1 0 - comunitaria, 2 13 -215 - en los cincuenta, 86 Farrakhan, Louis, 5 1 Farrow, Mía, 165

Fascismo, 291 FBI (Fderal Bureau of lnvestigation), 70, 7 1 , 9 1 , 184 Federalismo, 45 Feminismo, 270, 291 Fine, Melinda, 234 Fishkin, James, 142, 330n34 Fluher-Lobban, Carolyn, 270 Fogarty, Robert. S., 65 Foley, Tom, 88-89 Fondo Monetario Internacional (FMI), 104 Ford, Gerald, 91 Foro de Problemas Nacionales, 136 Fowler, Robert Booth, 159 Francia: leyes anitabáquicas en, 152, 177 - diversidad étnica en, 23 0-23 1 - educación pública en, 179 - pago de impuestos en, 178 - reconciliación de Alemania y, 246 - Vichy, 74 Francisco de Asis, san, 62 Frankfurt, Harry, 204 Frazer, Elizabeth, 12 1, 291 Freud, Sigmund, 150, 202 Friedan, Betty, 87, 100 Friedman, Milton, 61 -62, 90 Frum, David, 39 Fukuyama, Francis, 93 Fuller, Buckminster, 143 Fumar, leyes antitabáquicas, 151-152, 177 Funcionalismo, 26, 177, 281 - dinámico, 68-69 Fundación je la Agenda Pública, 136 Fundación para el Progreso y la Libertad, 99 Fundamentalismo, 17, 23 , 46, 70, 7 1 , 99, 108, 127, 235, 252, 291 - descuido de los valores compartidos y auge del, 1 17 - e intolerancia de la diversidad, 240-241 Galbraith, John Kenneth, 28 Gales, 226 Galston, Miriam, 126 Galston, William A., 5 1 , 1 15, 1 19, 12 1 , 264, 283 , 336nl Gardner, John W., 181 Garment, Leonard, 143 GATT (General Agreement on Tariffs and Trade), 106 Gays, 240, 252 Género, roles de, 86-87, 93 George, Robert P., 3 1 , 35 Gingrich, Newt, 133 Glasser, Ira, 40, 258 Glassman, James K., 28, 3 1 Glendon, Mary Ann, 64-65, 134, 294, 320n45 Globalistas empíricos, 272-274

Índice analítico y de nombres Globalistas normativos, 272-274 Globalización económica, 106- 1 10 Gobiernos estatales, 1 83 - 1 86 Goodin, Robert, 1 3 1 Goodman, Ellen, 1 65 - 1 66 Goodman, Walter, 143 Gore, Albert, 3 14n7 1 Gottfried, Paul, 28, 298n14 Gould, Mark, 267 Gran Bretaña, 1 8 3 , 3 15n89 - declaración de derechos» en, 263 - diversidad étnica en, 230-23 1 - elecciones en, 147 - Ley de Prevención del Terrorismo,

347

Holocausto, 1 3 4 Holt, John, 196 Homosexualidad, 240, 252 Hoover, J. Edgar, 7 1 Howard, Rhoda, 272, 274, 277 Humanismo secular, 139 Humphrey, Huber, 28 Hungría, 70, 104 Hunter, James, 130- 1 3 1 , 1 3 4 - 1 3 5 , 240 Huntington, Samuel, 29 Ice Cube, 163 Iglesia Católica, 36, 50, 57-58,

3 05n2

- monarquía en, 83 - movimientos separatistas en, 226 - prensa en, 52 - sistema judicial en, 80-8 1 Grant, George, 299n 1 6 Gratificación postergada, 203 Gray, John, 63 , 3 02n58 Grecia Antigua, 16, 17, 62, 83, 126 Greenpeace, 170 Greer, Colin, 283 Grupos cívicos, subsidios a los, 182 - 183 Grupos étnicos, en los años cincuenta, 87 - tensiones entre los, 93 Guerra Civil, 2 19, 262 Guerra de Vietnam, 89, 9 1 , 144, 15 1 , 2 1 9 - oposición a la, 7 1 , 96, 3 6 Guerra Fría, 85 , 86 «Guerras culturales», 95 , 1 3 0- 1 3 1 , 133 , 135 Gutmann, Amy, 1 15 , 1 19, 158, 258, 337n16

130, 175 , 1 82 , 196- 197 ,

240

Iglesia de los Indios Norteamericanos, 237-2 3 8 Iglesia Luterana, 1 7 9 , 1 82 Iglesia y Estado, separación de, 179, 182 lhonvbere, Julius, 276-277 Ilegitimidad, 86, 93 , 1 03 , 1 04 Illich, lvan, 195 - 1 96 Ilustración, 35, 1 17, 126, 194, 291-292 India, 70, 139, 226, 270, 275 - persecución de la riqueza en, 109 Indios norteamericanos, 2 19, 229 Individualismo, 28, 54-55, 1 0 1 , 107 , 1 09, 252, 255-256

- e infraestructura moral, 2 1 1 -2 12 - instrumental, 89-90 - visión de la naturaleza humana en el,

194-

1 95 , 198 - 1 99

- y autonomía ilimitada, 3 8-43 - y derechos y responsabilidades, 64-67 - y Primera Enmienda, 5 0 - y valores nucleares, 60-64, 1 15 - 1 16, 1 19,

120-

125, 129

Habermas, Jürgen, 266, 33 8n33 Hackney, Sheldon, 332n12 Halberstam, David, 85 , 3 10n7 Hamdi, Mohamed Elhachmi, 278 Harvard Business School, 4 1 Hasidim, 159 Hauerwas, Stanley, 2 9 Haysek, Friedrich, 2 7 Head Start, 1 8 5 , 1 95 Held, David, 64 Helprin, Mark, 227 «Heroísmo ético», 205-208 Heroísmo ético, límites del, 205-208 Heterogeneidad social, 229-23 1 Hill, Anita, 1 3 6 Himmelfarb, Gertrude, 2 9 , 124, 163, 298n9

Hindúes, 92 , 139, 270 Hitler, Adolf, 69 Hobbes, Thomas, 164 Hodgson. Gedfrey, 88 Holmes, Stephen, 28, 2 6 1 , 3 07n30

- y voz moral, 149- 150, 1 6 1 - 1 66 véase también Laissez-faire, conservadores del; Liberales; Individualistas Individualismo expresivo, 165 - 166 Indonesia, 1 17 Infraestructura moral, 202-205, 2 10-223 - comunidad en la, 22 1 -223 - escuelas en la, 2 16-223 - familia en la, 2 13 - 2 1 6 Iniciativa para los Derechos Civiles en California, 1 4 1 lnnis Harold, 7 3 Inquisición, 293 Instituciones locales, 186 Instituto para el Conservadurismo Cultural, 1 68, 195,

35

lnternalización de valores, 200-2 10, 2 13-2 14 lrak, 23 1 Irán, 3 0, 1 18 Irlanda del Norte, 226 Islam; véase Musulmanes Israel, 5 1 , 7 1 , 125, 1 82 , 246, 276

348

La nueva regla de oro

- crianza de los niños en, 2 1 3 - fundación de, 30 - relaciones entre judíos y árabo-israelíes en, 233 - terrorismo en, 293 Italia: corrupción en, 148 - fascista, 269 - pago de impuestos en, 178 ltard, Jean-Marc-Gaspard, 199 Jackson, Jesse, 5 1 , 228 Japón, 44, 80, 104, 229, 269, 279 - coreanos en, 23 1 - corrupción en, 147- 148 - déficit de presupuesto en, 129 - en la Segunda Guerra Mundial, 151, 245 - la guerra de 1905 en Rusia, 48 - ocupación de, 74 - privacidad en, 78 Joas, I-Ians, 63 , 288 John Randolph Club, 99 Johnson, James, 126, 3 1 8-3 19nn23-24 Johnson, Lyndon, 91, 146 Josephson, Michael, 283 Jouriles, Ernest, 33 ln46 Joyce, Michael, 292 Judaísmo, véase Judíos Judíos, 30, 134, 182, 197, 240, 252, 289 - afronorteamericanos y, 93 , 132 - árabo-israelíes y, 233 - fundamentalistas, 7 1 - reconciliación de alemanes y,246 - soviéticos,23 1 Justificación, necesidad de, 255- 256 Kant, lmmanuel, 126, 273 , 286, 293 , 341n93 Kausikan, Bilahari, 279 Kautz, Steven, 162 Kemmis, Daniel, 100, 294 Kemp, Jack, 3 14n7 1 Kennedy, John F., 86, 88, 101, 235 . Kennedy, Paul, 83 Kent State University de Ohio, 94 Keyes, Alan, 175, 243 King, Martin Luther, Jr., 7 1 , 217 Kirk, Russell, 29, 198 Kirkpatrick, Jerry, 3 20n40 Kleiman, Mark, 188 Knight, Jack, 126, 3 18-3 19nn23-24 Kohl, I-Ielmut, 3 15n72 Kohl, I-Ierbert, 283 Kornhauser, William, 62 Krondorfer, Bjorn, 246 Ku Klux Klan, 261 Kuklinski, James, 126 Kurdos, 231 Kymlicka, Will, 157

Lacey, Nicola, 121, 191 conservadores del, 23 , 27, 29, 38, 94, 109, 122, 128 Lapham, Lewis, 24 1-242 Lealtades estratificadas, 238-239 Lealtades estratificadas, 238-239 Lengua inglesa, 246-247, 250, 25 1 Lenguaje nuclear, 246-247, 25 1 Leo, John, 165 Lerner, Michael, 330n35 Letonia, 1 15 Ley de Metas para el 2000, 249 Ley de Reforma de las Sentencias, 94 Ley de Restauración de la Libertad Religiosa, 238 Ley de Secretos Oficiales, británica, 57-58 Ley de Vivienda Justa (1968), 252-253 Ley de Votación (1964), 94 Ley Mosaica, 3 7 Ley Seca, 174, 238 Leyes del buen samaritano, 1 8 1 Leyes, 169-191 - como protección, 181-182 - comunitarias, 173- 175 - para imponer la moralidad, 35 - penas por violar las, 94 - que gobiernan la conducta privada, 120 - retraso de las respecto de las costumbres, 176-179 - socialconsevadores y, 1 75-176 Líbano, guera civil en, 32, 139, 226 Liberales, 19, 23 , 24-25 - clásicos, 28, 122 - individu o/istas, 28, 3 1 -32, 46, 63 , 121-122 véase también Bienestar, liberales del Liberalización, mellar la, 81 Liberia, 226 Libertad excesiva, 14-15 Libertarios, 19, 23, 28, 3 1 , 259 - e infraestructura moral, 2 1 1 - y autonomía ilimitada, 3 8-39, 61 - y propiedad privada, 42-43 - y valores nucleares, 122-124, 129 Libertarios civiles, 27, 39, 78 - y la Primera Enmienda, 49-50, 53-54 Liddy, G. Gordon, 53 Liga Femenina de Votantes, 136, 142, 144 Límites a lo que se dice, 5 1 -54 Límites de velocidad, 54-55 Lindblom, Charles, 172 Lipset, Seymour Martin, 72, 234 , 277 Litigiosidad, 67, 123 Locke, John, 20, 28, 6 1 , 122, 300n29 Lowi, Theodore, 298n8 Luce, I-Ienry, 3 10n7 Laissez-faire,

Macartismo, 60, 7 1 , 88

Índice analítico y de nombres

349

Machan, Tibor, 64 Musulmanes, 120, 139, 270, 278, 292 Maclntyre, Alasdair, 29, 3 5 , 3 6 , 197, 306n20 Nación del Islam, 159 MacKinnon, Catharine, 243 Nacionalismo, 36 Madres contra la Conducción en Estado de Naciones Unidas, 245, 274 Ebriedad, 178 - Conferencia Mundial sobre las Mujeres, 294 Mahbubani, Kishore, 277-278 NAFTA, 1 06 Maistre, Joseph de, 35, 286-287 Nagel, Thomas, 28 Major, John, 3 15 n72 NAMBLA (North American Man/Boy Love As­ Malcolm X, 239 sociation), 4 1 , 54, 97 Mansfield, Harvey, 29 National Academy of Science(Academi Nacio­ Marxismo, 1 17 , 173 nal de Ciencia), 2 1 5 Matrimonio, 92-93 , 138, 2 15 - 2 1 6 National Educations Stantards and Inprove­ ment Council, 249 - ceremonia, 248 - de pares, 2 1 3 -2 1 5 National Public Radio(Radio Nacional Pública), - en los cincuenta, 8 6 14 1 , 248 - intergupal, 229 , Naturaleza humana, 1 93 -223 Matrimonio de pares, 2 1 3 -2 1 5 - bestial de nacimiento, 1 99-200 Mayoría Moral, 9 5 - como limitación, 205-208 McClain, Linda, 1 5 7 , 1 60 - como lucha eterna, 1 98- 1 99 Mead, George Herbert, 62 , 267 - como recurso, 208 Medicaid, 1 84 - e infraestuctura moral, 202-205, 210-213 Medicare, 170, 1 84 - e internalización, 200-202 Medio ambiente, protección del, 90, 137, 2 9 1 - visión optimista de la, 1 94 - 196 Medios de comunicación: e internalización de - visión sombría de la, 196- 198 - y formaciones sociales, 209-2 1 0 valores, 209-2 1 0 Nazis; véase Alemania, nazi - la construcción de la unidad por los, 248 «Necesidad social», 26 - límites a los, 52-53 , 57, 163 Negros, véase Afronorteamericanos - y diálogos morales, 1 3 9, 140- 1 4 1 Neoconservadores, 27 Megálogos, 1 3 5 - 1 3 8 , 1 4 1 - 142, 170- 1 7 1 , 248 Neuhaus, Richard John, 29, 3 6 , 100, 292, - fases de los, 1 3 8 - 140 3 04n85 - medios de comunicación y, 140 Neutralidad, 240-2 4 1 Meiklejohn, Alexander, 5 0 Newby, Howard, 157 Melting pot (crisol de razas) , metáfora del, 227Nietzsche, Friedrich, 292 228, 252, 232n8 Nisbet, Robert, 62 México, 276 Nixon, Richard, 9 1 , 1 3 7 , 143 , 245-246 Miall, Edward, 63 Norteamericanos de origen asiático, 93 , 226, Miegel, Meinhard, 63 229, 2 4 1 , 243, 257 Mill, John Stuart, 20, 28, 6 1 , 64, 1 62 , 1 95 , Norteamericanos de origen hispano, 93 , 226, 298n9, 3 00n3 1 229, 203 , 242, 243 , 3 3 6n70 Miller, David, 1 2 1 Novak, Michael, 292 Miller, Douglas T. , 8 6 Nowak, Marion, 86 Miranda, regla de, 7 1 , 80, 94 Nozick, Robert, 3 1 , 34 l n93 Money, John, 1 65 Nueva Zalanda, 1 02, 108 Morecraft, Joseph, 3 7 Nuevos Demócratas, 128 Morton, F. L., 72 Nussbaum, Martha, 323n33, 34ln92 «Mosaico», metáfora del, 228 Mosher, Michael, 47 Oakeshott, Michael, 28, 29 Mossad, 70, 7 1 Oakley, J. Ronald, 85 Motines, 93 Odio, delitos de, 226 Movimiento de los derechos civiles, 79, 96, 137 Oklahoma, bomba en la ciudad de, 5 1 Moyniham, Daniel Patirck, 90 Operación Rescate, 3 02n56 Muerte, definición de la, 136 Opresión, comunidad, 157-158 Mujeres: en los cincuenta, 86-89 Orden, 3 0-38, 57-81 - surgimiento de la autonomía para las, 96 - autonomía respetuosa de, 3 8-49 Mullhall, Steven, 298n l l - como virtud básica, 283 -29 1 Murray, Charles, 292 - entre comunidades, 225-229 Mussolini, Benito, 269

350

L a nueva regla d e oro

- excesivo, 18-19 - impuesto, 36-38 - los años cincuenta como base de referencia del, 85-89 - megálogo sobre, 139 - necesidad de, 14-16, 30-32 - vaivenes entre autonomía y, 69-75 - voluntario, 23-29, 32-34, 36-38 - y naturaleza humana, 199, 202-203 - y simbiosis inversa, 58-68 Orden moral: y valores nucleares, 1 13 - deterioro de, 89-96 - regeneración del, 83 , 98-102, 106 - sociakonservadores y, 35 Oregon Health Care Plan, 258-259 Organizaciones religiosas, subsidios a las, 182

Pool, Amy Burger, 72 Pornografía, 50, 97, 163 Porter, Rosalie Pedalino, 247 Posner, Richard A., 39 Primera Guerra Mundial, 48 Privacidad, 77-79 Progreso, idea del, 196 Promise Keepers, 202 Propiedad privada, 42-43 Pseudo gemeinschaft», 164 Psicoterapia, 164-167 Public Interest Research Group, 77 Putnam, Robert D., 63 , 124, 172, 222

Paquistán, 139 Park, Robert E., 62 Parsons, Talcott, 62 Participación electoral, 91 Particularismo, 260-261, 285-288 Partido Demócrata, 99-100, 128, 243 - convención de 1968, 94 Partido Laborista Británico, 169 Partido Republicano, 99, 128, 133, 140, 243 - Contrato con América, 60 Pateman, Carole, 12 1 Patriotismo, 86 Paz, promoción de la, 291 Pearson, David E., 323n20 Pena de muerte, 94, 102 Pendiente resbaladiza, 65-66, 75, 81 Permisividad, 95 - sexual, 101 Perot, Ross, 143 , 144 Perry, Michael J., 257 «Persuasión moral», 87, 93 -95, 102- 103 Peterson, Scott, 324n52 Phillips, Derek, 157-158, 261 Pinochet, Augusto, 70 Plataforma Comunitaria, 172 Platón, 17 Pluralismo, 63 , 1 16, 225-253 , 275-276 - afrontar el, 23 1-23 3 - e integración, 229-23 1 - implicaciones para la práctica y la política, 247-253 - marco para el, 23 3-246 - y lenguaje, 246-247 - y valores nucleares, 1 19-120 Plutocráticas, tendencias, 147-148 Políticas de identidad, 24 1-244 Políticas económicas, 106- 1 1 1 , 13 7 -13 8 - y naturaleza humana, 194-195 Políticas residenciales, 25 1-252 Polonia, 70, 104

Rabin, Yitzhak, 5 1 , 7 1 Ravitch, Diane, 29 Rawls, John, 28, 3 1 -32, 1 19, 122, 126, 300nn3 1 , 32 Reagan, Ronald, 91, 95, 248, 3 10n6 Reconciliación, 244-246 Redes de la seguridad social, 109 Reed, Ralph, 301 -302n54 Regulación: límites de la, 75-81 véase también Desregulación Relaciones entre pares, 201-202 Relativismo, 1 16, 257-258, 266, 275 - de base comunitaria, 260-261 - tanscultural, 270-272 Religión, 36, 291 -295 - e infraestructura moral, 222-223 - fundam� talista, véase Fundamentalismo - sostenida por el Estado,179 - valores basados en la, 1 17 - 1 1 8 - y naturaleza humana, 205, 206-207 véase también Religiones específicas Renteln, Altison Dundes, 272 República Checa, 104, 226 Resolución de conflictos, 2 15-2 1 6, 220 Respeto intercomunitario, 240-24 1 Responsabilidades: de las corporaciones, 169170 - derechos y, 64-67, 13 9 - evasión de las, 90 Respuesta graduada, 188 Reuniones municipales, 16, 126 - electrónicas,142-148 Reuniones municipales en New England (Nueva Inglaterra), 16, 126 Riqueza, persecución de la, 109-1 10, 1 17 Rituales, 209 Robertson, Pat, 128, 240 Rockford Institute, 294 Roma Antigua, 83 Rothwax, Harold J., 80

Quayle, Dan, 95, 160 Quinlan, Karen Ann, 137

Índice analítico y de nombres

Rousseau, Jean-Jacques, 20 Ruanda, 226, 270 Ruckelshaus, William D., 100, 294 Rumania, 1 04 Rushdoony, R. J., 3 02n56 Rusia, 85 - atomización en, 48 - delito en, 32, 103 - 104 véase también Unión Soviética Sandel, Michael J., 3 06n20 Santería, 2 3 8

46, 47, 63 , 1 15 , 257 , 259,

·

Saudí, Arabia, 265 , 3 3 8n28 Scanlon, T. M., 28 Schlafly, Phyllis, 243 Schlesinger, Arthur, Jr, 28, 226, 232 Schneider, Carl, 64-65 Schneider, Claudine, 100 Scopes, juicio de, 1 3 6 Secularistas, 295 Segunda Guerra Mundial, 74, 86, 15 1 , 245 Selznick, Philip, 29, 63, 126, 234n98 Senado de EEUU, 99 Sentido de los derechos, 90 Servicio de Ingresos Internos, 1 84 Servicio nacional, 249-250 Sesame Street, 145 Shanker, Albert, 1 00 Simbiosis inversa, 58-68

Stacey, Judith, 160 Stacey, Margareth, 157 Stahl, William, 72 Steele, Shelby, 243 Stigler, George J., 42, 194 - 1 95 Storck, Thomas, 50 Strossen, Nadine, 5 3 , 258 Sublimación, 202 Sudáfrica, 74, 2 6 1 Sudán, 120 Suiza, 125, 246, 276 Suro, Roberto, 227, 228 Swift, Adam, 298n l l Takaki, Ronald, 249 Taves, Michael, 1 60 Tavuchis, Nicholas, 245-246 Taylor, Charles, 2 3 -24, 46-47,

67, 204, 282,

306n20

Técnicas alternativas de resolución de disputas, 1 88 - 1 89

Teledemocracia, 142- 146 Televisión, 52, 86, 179 Teocracia, 3 7 , 67 , 120 Teología de la dominación, 37-38 Terrorismo, 57 -58 Terry, Randall, 302n56 Thatcher, Margaret, 3 1 , 299n25 The Economist, 170

Símbolos, exhibición de, 248 Simplicidad voluntaria, 109- 1 10 Simpson, O. ]., 52 Singapur, 276, 279 - expulsión de un norteamericano de, 197 Singer, Marcus, 273 Singer, Peter, 258 Sionismo, 125 Smith, Adam, 19, 28, 61, 2 1 8 Smith, F. LaGard, 40 Soberanía del consumidor, 1 94 Sobredirección, 1 05- 106 Socialconservadores, 19, 29, 3 4-3 8, 75 , 128 - e infraestructura moral, 2 1 1 - intolerancia a l a diversidad entre los, 240 - legislación defendida por los, 173 - 175 - valores defendidos por los, 120 - visión de los, de la naturaleza humana, 1 96-

Thomas, Andrew Peyton, 3 00-30 1 n37 Thomas, Clarence, 136 Three-Mile Island, accidente nuclear de, 137 Tibetanos, 23 1 Tierra, Cumbre de la, 269 Tierra, Día de la, 1 3 7 Time Wamer, 5 1 Time, revista, 228 Tocqueville, Alexis, 48, 1 15 , 172, 305n7, 3 l ln20 Tolerancia, 240-2 4 1 Tonnies, Ferdinand, 25, 62 Totalitarismo, 33 , 44-46, 59, 67, 74, 1 15 - en los Estados en desarrollo, 277 - incentivos bajo el, 152 - y naturaleza humana, 206 - y sobredirección, 105 Trabajo, compartir el, 1 09 Transporte escolar, 253 Transportes, Departamento de, de EEUU, 304n99

1 98

- y Primera Enmienda, 50 - y regeneración del orden moral, - y religión, 292 Sociedad cívica, 3 4, 124, 1 7 1 - 1 72 Somalía, 226 Sowell, Thomas, 243 Spragens, Thomas J., 123 Sri Lanka, 32, 226

35 1

101

Tribunal Internacional para Crímenes de Gue­ rra, 275 Tribunal Supremo de EEUU, 7 1, 94, 190, 235, 237-239, 265, 334n39

Tribunales comunitarios, 1 87 - abogados como funcionarios de los, Trilling, Lionel, 298-299n15 Trump, Donald, 145

1 89- 1 9 1

352

La nueva regla de oro

Turquía, 23 1 U.S. Riot Commission, 93 Uniform Crime Reports, 226 Unión Soviética, 66, 70, 105, 1 15 , 179, 226 - minorías en la, 23 1 Universalismo, 286-288 Universidad de Chicago, 3 9 Universidades, políticas de vivienda de las, 251 -252 USA Today, 145

Vacaciones, 209 Vaivenes sociales, 69-75 Valores nucleares, 3 3 , 37-38, 63 , 109, 1 1 3 - 148 - contexto del debate sobre, 1 1 8- 12 1 - de los cincuenta, 85-86 - en perspectiva histórica, 1 17 - 1 18 - fuentes culturales contra fuentes personales de los, 1 2 1 - 125 - individualismo como, 60-64 - modos de relanzar los, 125- 140 - transculturales, 275-276 - y orientaciones para la práctica y la política, 140- 148

Valores, 255-296 - afirmación de, 150- 152 - concreción de, 2 12-213 - consecuentes y secundarios, 290-291 - diálogos intersociales sobre, 265-269 - enseñanza de los, en las escuelas, 2 1 8-22 1 - internalízación de, 200-202, 2 1 3 - la comunidad como árbitro de, 256-261 - la democracia como, 235-236 - particulares y universales, 286-288 - sociales, como marcos morales, 262-265 - últimos contra instrumentales, 289-290 - y causas morales compulsivas, 280-283 - y comunidad global, 269-279 - y naturaleza humana, 206-207 , 209-210 - y religión, 291 -295 Valores últimos, 289-290 Vaticano, 294 Victimología, 167 Victoria, reina de Inglaterra, 83 Vigilancia (policial), 1 14 - de la comunidad, 1 85- 1 86 - en Japón, 104 - límites de, 75-81

- y abuso de poder, 71, 88, 94 VIH, pruebas de, 1 9 1 Vinculación, 158, 2 1 9 Vinculación, 20 1 , 208, 2 14 Vínculo afectivo, 155, 156 Violencia intergrupal, 226, 270-27 1 Virtuales, diálogos, 142- 146 Virtudes, 34-38, 283 -291 - conversar civílizadamente sobre, 124 - decadencia de las, 168 - sociales contra personales, 44 , 288-289 - y naturaleza humana, 198- 199 Vista, 250 Vivienda, 25 1 -253 Vivienda y Desarrollo Urbano, Departamento de, de EEUU, 182 Voz moral, 149- 1 9 1 , 285-286 - de la comunidad, 153 - 1 60 - derecho y, 1 69- 1 9 1 - interna, 150- 153, 154- 156 - intersocial, 275-279 - pérdida de la, 1 6 1 - 1 68 Wachtler, Sol, 1 65 Walzer, Michael, 63 ,

1 1 6- 1 1 7 , 2 6 1 , 27 1 , 275, 306n20 Washington Week Review, 140 Washington, George, 2 1 9 Watergate, escándalo de, 7 1 Weber, Max, 83 Weigel, George, 274 Weisberg, Jacob, 28, 170 Wells, Gawain, 3 24n52 West, Roseiyary, 52 Weyrich, Paul, 29, 37 Wilkins, Roger, 28 Will, Geroge F., 29, 3 6 Willetts, David, 63 Williams, Michael L., 243 Williams, Robín M., Jr., 3 10n5 Wilson, James Q., 270, 272 Wolfe, Alan, 172, 342n98 Wright, Robert, 272-273 Wrong, Dennís, 202, 267, 3 1 8nn, 14, 2 1 Wuthnow, Robert, 293

Yankelevich, Daniel, Yugoslavia, 226, 23 1

1 3 8, 190

/

ISBN 84-493-065 2-3

4 5066

1