La musa refractada: literatura y óptica en la España del Barroco 9783954872671

Analiza las relaciones entre la ficción del siglo XVII y el desarrollo de la ciencia en la Península Ibérica que sirven

144 79 8MB

Spanish; Castilian Pages 366 [365] Year 2015

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Table of contents :
Índice
Preliminares
Introducción
1. Firma y firmamento
2. Galileo y sus contemporáneos españoles
3. La ciencia de la sátira
4. La musa refractada
5. Conclusiones
Bibliografía
Índice onomástico
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La musa refractada: literatura y óptica en la España del Barroco
 9783954872671

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Enrique García Santo-Tomás LA MUSA REFRACTADA Literatura y óptica en la España del Barroco

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Tiempo Emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Univertität München) Jorge Cañizares Esguerra (University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

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Enrique García Santo-Tomás

LA MUSA REFRACTADA Literatura y óptica en la España del Barroco

Iberoamericana - Vervuert - 2015

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra ( o 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

La publicación de este libro ha sido posible gracias a una subvención de la Universidad de Michigan

Derechos reservados Segunda edición corregida y aumentada.

© Iberoamericana, 2015 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2015 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-881-8 (Iberoamericana) ISBN 978-39-5487-421-7 (Vervuert) E-ISBN 978-3-95487-267-1

Diseño de cubierta: Carlos Zamora Ilustración de cubierta: Justus Sustermans, Portrait of Galileo Galilei, 1636. National Maritime Museum, Greenwich, London.

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A Bruno y Stella, musas incandescentes

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Índice

PRELIMINARES ..........................................................................................................

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INTRODUCCIÓN ..................................................................................................... Parámetros, panoramas ..............................................................................................

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1. FIRMA Y FIRMAMENTO I. Observaciones ........................................................................................................... El telescopio de Galileo y la mirada de España ............................................ Primeros síntomas: la scienza nuova en los tratados de óptica ..............

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2. GALILEO Y SUS CONTEMPORÁNEOS ESPAÑOLES II. Fundaciones ................................................................................................................ Ciencia (y) ficción: elementos para una nueva mecánica .........................

103 103

III. Asimilaciones ............................................................................................................ La influencia italiana y la cultura del conocimiento ...................................

129 129

IV. Plasmaciones ............................................................................................................. Visible intermitencia: el viaje del secreto y la creación del virtuoso ...................................................................................................................

157 157

3. LA CIENCIA DE LA SÁTIRA V. Situaciones ................................................................................................................... El espacio refractado de la urbe .......................................................................... Atalayas, visiones, horizontes ..............................................................................

191 191 195

VI. Exploraciones ........................................................................................................... La crítica social en el universo de cristal ......................................................... Vigilia/sueño: lunas, lunares y lunáticos en la poesía del Barroco .......

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4. LA MUSA REFRACTADA VII. Intervenciones ....................................................................................................... La intervención política (I): el prisma transatlántico ................................. La intervención política (II): el prisma transalpino ....................................

239 240 251

VIII. Reverberaciones .................................................................................................. Musas foráneas, versos propios ........................................................................... Vista cansada: la tienda de anteojos ...................................................................

269 272 282

5. CONCLUSIONES Luces, sombras, eclipses ...............................................................................................

299

6. BIBLIOGRAFÍA .....................................................................................................

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7. ÍNDICE ONOMÁSTICO ...................................................................................

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Ninguna ciencia en cuanto ciencia engaña; el engaño está en quien no la sabe Miguel de Cervantes, Persiles y Sigismunda

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Preliminares

La idea de escribir un libro como éste surgió en 2008 a partir de una nota a pie de página, una breve nota en un trabajo publicado en 1946 que para mí había pasado hasta entonces desapercibido. El libro en cuestión lo firmaba un hispanista de quien yo jamás había oído hablar, Robert Haden Williams, y se titulaba Boccalini in Spain. A Study of his Influence on Prose Fiction of the Seventeenth Century. Había salido en las prensas de un pequeño pueblo de Wisconsin llamado Menasha, y apenas superaba el centenar de páginas, pero su lectura me deparó un sinfín de datos útiles en torno a las relaciones literarias de España e Italia y una nueva perspectiva del diálogo entre ciencia y sátira en el siglo xvii. Esta simple apostilla, en donde se comentaba la influencia del motivo de los occhiali politici en media docena de ingenios castellanos, suscitó en mí un interés, no exento de curiosidad, en desenredar esta madeja particular de la historia cultural española e investigar cómo se manifestaba dicho motivo en los títulos que se citaban. Fui así poco a poco ampliando el abanico de referencias, indagando en las diversas relaciones que se establecían entre estos autores, y de esa primera exploración surgió el artículo que publiqué al año siguiente en la revista PMLA, titulado “Fortunes of the Occhiali Politici in Early Modern Spain: Optics, Vision, Points of View”. Sin embargo, su conclusión pronto me hizo ver que había dado con una pregunta cuya posible respuesta requería un recorrido mucho más ambicioso; que lo que había escrito constituía, en otras palabras, la punta de un iceberg de gran envergadura. Boccalini era tan solo uno de los referentes para los autores que yo estudiaba, y el motivo del occhial formaba parte de un sistema de citas mucho más complejo que no solo involucraba la tradición literaria del presente y del pasado, sino también los hallazgos coetáneos en disciplinas como óptica y astronomía. Siendo como era un periodo de grandes cambios epistemológicos coincidentes con la eclosión

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de la mal llamada ‘Revolución científica’, comprendí que hablar del motivo compartido de la lente política era hablar de la materia del cristal, y que sus cualidades me conducían inexorablemente al campo de la óptica, a los avances en optometría tanto como a la elaboración de instrumentos de exploración científica; y, una vez con un pie ya en este territorio, se hacía inevitable el estudio de la astronomía gracias a estos mismos logros, pues muchos de ellos iban férreamente hermanados. No se trataba de expandir por expandir el campo de análisis: es que los propios textos me lo exigían, a veces de forma explícita, a veces entre líneas. Cuando los grandes ingenios del Barroco escribían sobre el controvertido anteojo, estaban escogiendo un lexema que les permitía revelar conductas caprichosas o delirantes —en la forma de antojo— pero también sobre lentes correctoras, sobre catalejos, sobre rudimentarios telescopios y, por extensión, sobre el acto de mirar como un gesto insolente de audacia o curiosidad. Y nadie mejor para encarnar esa insolencia que el hombre más influyente del momento, el científico Galileo Galilei. Los compases iniciales de la escritura del libro no solo me hicieron ver que la formación literaria era insuficiente a la hora de embarcarse en semejante proyecto, sino que también me revelaron algo que ya sospechaba, a saber, que el estudio de la historia y la filosofía de la ciencia no estaba tan alejado, en realidad, del de la literatura; es más, si se desprende una tesis de tipo metodológico y conceptual del presente estudio es que no nos hallamos ante discursos autónomos y divorciados, sino más bien ante universos compartidos, ante lenguajes que se nutren —y que se inspiran— mutuamente. Si el término interdisciplinar suena ya un tanto cansado para el lector moderno, lo cierto es que la prosa barroca no se puede apreciar en la plenitud de todos sus registros sin conocer los avances en el campo de la ciencia. Y es este diálogo, precisamente, una de las vías de estudio más prometedoras para la crítica literaria de este nuevo siglo. La musa refractada: literatura y óptica en la España del Barroco busca así cubrir una parcela de este amplio panorama que aún se mantiene, en mi opinión, inexplorado. El itinerario histórico del presente libro arranca en una serie de textos y autores del reinado del tercer Felipe y termina en los últimos compases de siglo xvii. No busca agotar un catálogo de numerosos matices y sabores, sino que, por el contrario, se propone identificar pautas diferenciales en una muy selecta colección de testimonios, dejando así la puerta abierta a futuras intervenciones. Si bien su diseño es cronológico, evita presentar una línea de progreso(s) pues, como se ha sugerido recientemente, el recorrido de la técnica y la ciencia en la Europa del Barroco fue accidental, expuesto a callejones sin salida, a pasos en falso y a frecuentes rectificacio-

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nes.1 Y lo mismo cabría decir de la mentalidad del español del momento, abierto a cambios pero también atenazado por los diferentes mecanismos de censura: hay voces de inicios del xvii que se mostraron abiertas a lo novedoso, y plumas de fin de siglo que, sin embargo, respondieron con un escepticismo un tanto desalentador a lo que ya ni siquiera era tan nuevo. Mi análisis busca por tanto identificar las tensiones internas de los textos tanto como las dudas y vaivenes que se manifiestan en quienes los firman; porque si el momento histórico fue de cambios, no se puede negar que estos cambios afectaron también a quienes los vivieron en carne propia. Muchos de los testimonios que desfilan por el libro, de hecho, deben leerse con extraordinaria cautela, a veces incluso entre líneas, para ver que la noción de una España cerrada a lo proveniente de fuera es completamente falsa, para ver que el ingenio barroco ni era tan dogmático ni tan reaccionario como a veces se ha creído. Hubo, no cabe duda de ello, una actitud curiosa y también mucha ironía a la hora de escribir sobre estas cuestiones tan espinosas; sin esta porosidad ante lo nuevo, sin esta amplitud de miras del escritor cuya obra se visita en estas páginas, no existiría la posibilidad de un libro como este. La musa de cada una de las plumas que visito es una musa refractada que acoge la luz de lo foráneo y la recrea a su manera desde un ángulo nuevo, logrando resultados sorprendentes en formatos como la comedia, el emblema, el soneto o la novela, con la sátira como el registro de burla y reflexión por excelencia. Este rastreo plural me ha permitido una nueva lectura de piezas canónicas, así como también la posibilidad de hacer cala en textos poco conocidos de autores secundarios, e incluso llevar a cabo la reproducción completa, por primera vez en la historia de la crítica literaria, de un poema que hasta ahora permanecía engastado de forma juguetona en otro, a saber, el Tratado poético de la esfera (1609) de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. Me ha permitido, igualmente, no solo acercarme a historiadores y filósofos de la ciencia reflexionando sobre el misterio de la ficción barroca, sino hacerlo también en dirección opuesta, a saber, leer a críticos literarios enfrentándose a la dificultad del lenguaje técnico-científico. Y no sólo he podido apreciar los vericuetos de la filosofía, de la historia y la filología: el cotejo de cerca de un millar de cédulas del Nuevo Diccionario Histórico me ha invitado a visitar la historia de la lengua española gracias al rastreo diacrónico de ciertos términos como anteojo o telescopio, cuya trayectoria léxica constituye, de por sí, una fascinante materia de estudio.

1. Esta es la tesis que se presenta en uno de los volúmenes más estimulantes sobre el fenómeno, el de Ofer Gal y Raz D. Chen-Morris, Baroque Science. Chicago: The University of Chicago Press, 2013.

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El libro se estructura en ocho capítulos, precedidos de una Introducción y seguidos de una Conclusión y de la Bibliografía. En la Introducción, que titulo “Parámetros, panoramas”, siento las bases teóricas y metodológicas del itinerario que propongo, delimitando el escenario en donde se van a ir construyendo, por utilizar un término moderno, las diferentes redes sociales —o networks, para los críticos anglosajones de los que bebo— entre culturas y ocupaciones diferentes. Es un panorama histórico en el que no dejo de lado los diversos vectores sociales y científicos que determinaron la canonización de Galileo para, y entre, sus contemporáneos; dicho panorama incluye de forma esquemática —pues no es el asunto central del libro— un repaso de la tormentosa relación de Galileo con las autoridades eclesiásticas y políticas de su momento. El primer bloque del estudio, “Firma y firmamento”, consta de un solo capítulo llamado “Observaciones”, el cual se abre con una sección que titulo “El telescopio de Galileo y la mirada de España”. En ella analizo cuál fue la trayectoria del famoso instrumento astronómico en su viaje transpirenaico hasta llegar a la corte madrileña y a los círculos de investigación técnico-científica. Recorro las redes diplomáticas establecidas entre la Toscana, Roma y Madrid, así como la gestión del propio Galileo dentro de este entramado de intereses geopolíticos en el que también se involucraron escritores del momento, como fue el caso de Bartolomé Leonardo de Argensola; cubro también el desarrollo de la famosa Academia de Matemáticas y del Colegio Imperial, deteniéndome en aquellas figuras que no solo fueron cruciales en su maduración como centro de enseñanza y de conocimiento, sino en aquellas que también fueron luego homenajeadas por sus propios alumnos, como fue el caso de Lope de Vega. Todos los vectores históricos en los que hago breve cala —la familia Roget, Venecia, la Accademia dei Lincei, etc.— serán fundamentales, a veces de manera indirecta, para comprender lo que desarrollo más tarde en el libro. La segunda parte de este capítulo, “Primeros síntomas: la scienza nuova en los tratados de óptica”, se detiene brevemente en el panorama teórico y práctico de ciertas ramas de la óptica en España, pasando así a la disciplina que hoy consideraríamos más cercana a la oftalmología, cerrando entonces con un análisis del tratado más relevante y completo del momento, el Uso de los anteojos para todo género de vistas (1623) de Benito Daza de Valdés. Un tratado que, como es sabido, incorpora, sin citar la fuente del importantísimo Sidereus Nuncius (1610), muchos de los nuevos hallazgos astronómicos de Galileo. El segundo bloque temático y cronológico de La musa refractada se titula “Galileo y sus contemporáneos españoles”, y consta de tres capítulos con tan solo una sección cada uno. El primero, “Fundaciones”, sir-

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ve para delimitar el momento histórico y estético en el que se encuentra la ficción en Castilla según van llegando nuevas ideas, libros y objetos de medición a la Península; contiene la sección “Ciencia (y) ficción: elementos para una nueva mecánica”, y en ella hago una breve parada en varios testimonios de Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Salas Barbadillo o Tirso de Molina. Me detengo así en las posibles tensiones de tipo personal e institucional que se manifiestan en estas primeras generaciones de ingenios, herederos aún de una visión tolemaica del universo pero que, por su propia educación en muchos casos, se sienten al menos familiarizados con la labor de los Kepler, Brahe y Copérnico. En “Asimilaciones”, como anuncia el título, hablo de lo que denomino “La influencia italiana y la cultura del conocimiento”, seleccionando dos textos que me parecen de capital importancia a la hora de comprender las razones de por qué determinados instrumentos ópticos, como el cristal mismo, resultaron tan controvertidos: los Ragguagli di Parnaso (1612) de Trajano Boccalini en traducción parcial de Fernando Pérez de Sousa —si bien fueron leídos por muchos españoles en lengua original— y La piazza universale di tutte le professioni del mondo (1585) de Tomaso Garzoni en traducción bastante libre de Cristóbal Suárez de Figueroa bajo el título de Plaza universal de todas ciencias y artes (1615). A través de su lectura vemos cómo ciertos escenarios de la sátira barroca —la ciudad, el mercado, la tienda de anteojos, el Parnaso, el tribunal…— facilitaron la denuncia del anteojo como símbolo de vanidad personal y, por extensión, de una sociedad enferma y en completa decadencia. La tercera entrega de este bloque, “Plasmaciones”, estudia precisamente cómo esa fluidez de modelos facilita la divulgación de un nuevo modo de hacer ciencia ya visto antes, por ejemplo, en las accademias italianas; demuestro así en “Visible intermitencia: el viaje del secreto y la creación del virtuoso” que un personaje como el famoso coleccionista cortesano Juan de Espina resulta de enorme relevancia para comprender los obstáculos que debió sortear la nuova scienza en España, pues su figura, incluso aún en vida, se proyectó en un aura de misterio y de polémica; este misterio, por cierto, determinó su fortuna literaria a cargo de plumas como las de Alonso de Castillo Solórzano, Anastasio Pantaleón de Ribera, Juan de Piña o Luis Vélez de Guevara, que aportaron testimonios de extraordinario interés al tiempo que lo canonizaban como arquetipo de ficción. “La ciencia de la sátira” es el tercer momento epistemológico que analizo en el libro, y contiene dos partes diferenciadas. La primera, “Situaciones”, se detiene precisamente en eso, en la creación de lugares imaginarios —aunque tras muchos de ellos lo que palpita es fácilmente identificable— en la ficción más representativa del primer tercio de siglo. Sus dos par-

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tes (“El espacio refractado de la urbe” y “Atalayas, visiones, horizontes”) pueden leerse como una larga secuencia en la cual fijo una serie de coordenadas de análisis del espacio citadino para después detenerme en aquellos textos que mejor captan las inquietudes del momento. Me detengo en escritores como Rodrigo Fernández de Ribera y Antonio Enríquez Gómez, excelsos practicantes de la visión desde la atalaya. Por su parte, “Exploraciones” recorre un camino paralelo, pero desde alturas mayores, demostrando cómo el viaje aéreo y la visión del paisaje celeste se vieron influidas por las nuevas teorías galileanas; en “La crítica social en el universo de cristal” me centro en el que sin duda es el texto del periodo que más materiales aporta al libro, El Diablo Cojuelo (1641) del ya citado Luis Vélez de Guevara, y en el cual tenemos además una mención directa a Galileo; y en “Vigilia/sueño: lunas, lunares y lunáticos en la poesía del Barroco” viajo por el firmamento literario con Juan Enríquez de Zúñiga y Anastasio Pantaleón de Ribera en su particular choque tolemaico-copernicano, mezclando lo antiguo con lo nuevo en el análisis de la sociedad contemporánea. “La musa refractada” constituye el cuarto y último bloque del libro, estructurado en dos partes, en este caso, completamente diferentes. Entro ya en las décadas de mitad de siglo, y estudio una serie de testimonios en donde ya se aprecia de forma más evidente una tensión entre la herencia recibida y la evidencia de una nueva cosmografía, al tiempo que el uso del cristal en accesorios del ajuar privado condena cada vez más al cortesano ocioso del momento, consumido por la vanidad y un cierto “afeminamiento” muy frecuentemente sancionado en la literatura satírico-costumbrista de estos años. En “Intervenciones” me detengo en dos casos de importancia medular a la hora de leer el telescopio galileano: por una parte, la compleja discusión de tipo geopolítico engastada en el episodio “Los holandeses en Chile” en La Hora de todos (1650) de Francisco de Quevedo —un Quevedo, por cierto, que se retrató como ‘lince’ en su tratado a Felipe IV El lince de Italia u zahorí español (1628)— y que titulo “La intervención política (I): el prisma transatlántico”; por otra, esa apreciación más cercana al centro del imperio que lleva Diego de Saavedra Fajardo en la Empresa VII de sus Empresas políticas (1640) con el moto Auget et minuit (“Aumenta y disminuye”), en donde se vale de un telescopio como pictura, y cuyo análisis da aliento a “La intervención política (II): el prisma transalpino”. Ambos testimonios constituyen una lectura nada unívoca de lo que los nuevos medios ópticos de observación de largo alcance significaron como instrumentos de poder. Finalmente, en “Reverberaciones” visito una serie de piezas del último tercio de siglo en donde, al tiempo que se aprecia cada vez más el interés por los nuevos hallazgos en óp-

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tica, perviven ciertas rémoras producto de la tradición y también de los propios límites del arte; así ocurre en “Musas foráneas, versos propios” con ciertos estrenos ‘a la italiana’ del teatro calderoniano tanto como con algunas composiciones poéticas de figuras como el Conde de Rebolledo y Miguel Barrios, que escriben desde el norte de Europa —a veces con el estímulo de prestigiosas academias y tertulias literarias—, pero también con un sabor autóctono. Estamos ya en tiempos de Carlos II, y este desencanto político y fatiga en el terreno de una ficción necesitada de nuevos modelos se aprecia en el tratamiento de postrimerías del motivo del bazar, en donde se pueden encontrar aún diversos tipos de anteojos que nos permitan llevar a cabo una nueva lectura de la historia. Por ello, en “Vista cansada: la tienda de anteojos” concluyo este recorrido del Barroco peninsular con un autor aún poco conocido como Andrés Dávila y Heredia y con quien es, acaso, el último de sus más grandes narradores, el extraño, obsesivo y atosigante moralista Francisco Santos. Nos hallamos, además, en los albores del periodo novator y ante el nacimiento de un término que se impondrá pronto en el léxico científico tanto como en el doméstico, telescopio, y sobre el que escribirán jugosas páginas muchas voces de indudable interés —Torres Villarroel, Feijoo, Martínez, Jovellanos— pero en los márgenes ya de este periodo de transición que nos ocupa. Con unas breves “Conclusiones”, manifestadas en ciertas “Luces, sombras, eclipses” de la historia literaria y de la ciencia en España cierro La musa refractada. Intento en estas páginas finales abordar la tarea doble de dar cohesión a lo dicho y de proponer nuevas vías de estudio a partir de una serie de preguntas que continúan abiertas a debate; preguntas que no solo atañen al crítico literario, sino que también se formulan desde el ángulo de la historia y de la filosofía de la ciencia, pues en la encrucijada de estas tres avenidas se sitúa el análisis que llevo a cabo y desde el cual se proyecta el abanico de lectores. Al tratarse, por tanto, de un estudio que bebe de diferentes disciplinas del saber, el número de entradas bibliográficas ha intentado ser, a pesar de su cómputo en ocasiones elevado, el indispensable. La Bibliografía que cierra el libro tan solo presenta una selección de lo más relevante de cada cuestión en la que me detengo con el fin de ofrecer nuevos temas de estudio al lector interesado. *** El formato de presentación del libro requiere una serie de indicaciones. Las notas a pie de página no repiten el nombre del autor o título de referencia si se ha citado previamente; si se trata de un autor o autora con más

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de una entrada, y si este o esta ya ha sido citado, incluyo tan solo su apellido y el año de publicación de la obra para evitar confusiones (por ejemplo, op. cit., 2005…). Mantengo la forma original en el lugar de publicación de las referencias (Philadelphia, Paris, London, etc.). Cuando cito de una princeps anterior a 1700 de la que no existan ediciones, modernizo la ortografía y puntuación para facilitar la lectura del lector no familiarizado. No he traducido, sin embargo, las citas en lengua extranjera, que he mantenido siempre en un número razonable; la vitalidad e importancia de la historia de la ciencia de proveniencia anglosajona hace que muchas de las entradas que considero más relevantes sean en inglés; libros estos que, por desgracia, no cuentan con traducción al español. La investigación y redacción del libro se llevó a cabo en la Harlan Hatcher Graduate Library de University of Michigan y en la Cecil H. Green Library de Stanford University, donde tuve el privilegio de pasar un año sabático. Una parte del capítulo III salió publicada en forma de artículo bajo el título “Visiting the Virtuoso in Early Modern Spain: the Case of Juan de Espina”, en Journal of Spanish Cultural Studies 13. 2 (2012): 127142; una versión reducida del capítulo VII se publicó bajo el título “Saavedra Fajardo en la encrucijada de la ciencia” en Crítica Hispánica 32. 2 (2010): 82-102; a los editores de ambas revistas agradezco la posibilidad de reproducir aquí —en uno de los casos, obviamente, traducido— su contenido. Algunas secciones del libro, cuando aún era work in progress, se presentaron en forma de conferencia, y, en este sentido, me siento sumamente agradecido a mis colegas y amigos Frederick A. de Armas (University of Chicago), María Mercedes Carrión (Emory University), María Chouza Calo (Central Michigan University), Robert A. Davidson (University of Toronto), Barbara Fuchs (UCLA), Esther Gómez-Sierra (University of Manchester), Carlos Gutiérrez (University of Cincinnati), Rebecca Haidt (Ohio State University), Carmen Hsu (University of North Carolina, Chapell Hill), Donald S. Lopez Jr. (Michigan Society of Fellows, University of Michigan), Luce López Baralt (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras), Joan Ramon Resina (Stanford University), Veronika Ryjik (Franklin & Marshall College), Germán Vega García-Luengos (Universidad de Valladolid) y Julio Vélez Sáinz (Universidad Complutense). Y el diálogo —en persona, en la distancia o a través de la lectura mutua— entablado con Alain Bègue, Javier Castro-Ibaseta, Luciano García Lorenzo, Alejandro García Reidy, George Hoffmann, Tayra M. C. Lanuza Navarro, Mariluz López Terrada, José Pardo Tomás, Juan Pimentel, Fernando R. de la Flor, Antonio Sánchez Jiménez, John D. Slater, Ryan Szpiech y Juan Udaondo Alegre, sirvió para mejorar el enfoque y contenidos de este estudio. Un estudio que espera ser de utilidad y entretenimiento no solo

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para el crítico literario, sino también para todos aquellos interesados en el diálogo entre ficción barroca y la práctica científica. Así lo quiso siempre, a fin de cuentas, el propio Galileo. Palo Alto, California, verano de 2013.

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telescopio (de tele- y -scopio). 1. m. Instrumento formado por lentes o por lentes y espejos curvos que permite ver agrandada una imagen de un objeto lejano, en especial los cuerpos celestes. Diccionario de la Real Academia Española, 23ª edición

Fig. 1. Telescopio de Galileo, Florencia.

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Introducción Ignorato motu ignoratur natura

Tomás de Aquino

Parámetros, panoramas El presente libro explora el impacto que tuvieron en la España del Barroco los avances en óptica logrados bajo el marco de la denominada ‘Revolución científica’ del siglo xvii.1 Se centra, concretamente, en el universo literario, prestando especial atención a aquellos textos y autores que incorporaron referencias a las aplicaciones del cristal en la disciplina de la astronomía desde su paulatina transición de lo tolemaico a lo copernicano. Busca con ello conectar dos lenguajes aparentemente distantes entre sí como fueron el científico y el literario, demostrando cómo, tras su engañosa separación o aparente autonomía, palpitó en los ingenios áureos una inquietud que se fue haciendo cada vez más evidente según fue avanzando el siglo. Propone, por ejemplo, que muchas de las alusiones a la idea aristotélica del universo no fueron sino una reacción tradicionalista a lo que ya parecía ser inevitable, a saber, el reconocimiento de una nueva visión heliocéntrica del cosmos; y recorre así los vaivenes de un largo siglo

1. No entraré en este trabajo en la validez o actualidad de dicha acuñación, que ha sido debatida ampliamente en décadas recientes. Para una aproximación general, ver, por ejemplo, Hans Blumenberg, The Genesis of the Copernican World. Robert M. Wallace, trad. Cambridge: MIT Press, 1987; H. Floris Cohen, The Scientific Revolution: A Historiographical Inquiry. Chicago: The University of Chicago Press, 1994; Peter Dear, Discipline and Experience. The Mathematical Way in the Scientific Revolution. Chicago: The University of Chicago Press, 1995; y Steven Shapin, The Scientific Revolution. Chicago: The University of Chicago Press, 1996.

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en el que fue poco a poco cuajando la aceptación e integración en textos científicos de lo que iba a ser ya una idea mucho más certera y precisa del universo. Dentro de este marco temporal —en el que también, cómo no, se dieron numerosas lecturas a medio camino entre lo antiguo y lo nuevo provocadas por el desconocimiento, el miedo o la prudencia—, el análisis que llevo a cabo traza el recorrido histórico de dos fenómenos que se unen y desunen a lo largo del siglo xvii de forma intermitente: por una parte, la recepción en la España aurisecular de la obra del científico Galileo Galilei (1564-1642), condicionada no solo por factores de índole religiosa, política e incluso económica, sino también por los avatares de toda translatio semiclandestina; y, por otra, la evolución del motivo literario de los occhiali politici o “anteojos políticos” desde su original tratamiento a cargo de la sátira menipea del momento.2 Si el primero de estos asuntos cuenta ya con aportaciones de sumo interés provenientes de la historia de la ciencia,3 el segundo continúa hoy —entroncando aquí con una po2. Motivo que, como veremos más adelante, también recibirá nombres diferentes según el género o autor de que se trate: anteojos de mejor vista, anteojos de larga vista, anteojo de allende, anteojos políticos, etc. etc. Ya en la Roma contrarreformista encontramos los términos cañón y occhiale en boca del cardenal Roberto Bellarmino en una carta de 1611 en la cual pregunta al Colegio Romano acerca de los nuevos inventos ópticos de los que tanto desconfía. Para una primera aproximación al asunto, véase mi ensayo “Fortunes of the Occhiali Politici in Early Modern Spain: Optics, Vision, Points of View”. PMLA 124. 1 (2009): 59-75, germen de toda la reflexión que desarrollan los próximos capítulos. El Diccionario de Autoridades define ‘Anteojo de larga vista’ como “Instrumento para ver con facilidad desde lejos, que consta de dos, de tres u de cuatro vidrios o lentes, puesta una después de otra a distancia del encuentro de sus focos y colocadas en uno o más cañutos o cañones de cartón, madera o metal, con cuyo beneficio se acercan a la vista del que mira por ellos y se agrandan las especies de los objetos muy distantes o remotos. Llámase también Longemira o Telescopio”. Aunque, como explico más adelante, el término telescopio no penetra en el castellano hasta inicios del xviii, anteojo seguirá presente con el mismo significado hasta bien entrado el xix. 3. Un resumen de lo que ha sido esta trayectoria se ofrece en la “Introducción” de José María López Piñero al monumental volumen recopilatorio Historia de la ciencia y de la técnica en la Corona de Castilla. III. Siglos XVI y XVII. José María López Piñero, dir. Salamanca: Junta de Castilla y León. Consejería de Educación y Cultura, 2002, pp. 11-18; ver, del mismo autor, “Galileo en la España del siglo xvii”. Boletín de la Sociedad Española de Historia de la Medicina 5 (1965): 51-58. Interesante y sumamente útil resulta la puesta al día que llevan a cabo John D. Slater y Andrés Prieto en “Was Spanish Science Imperial?”. The Colorado Review of Hispanic Literatures 7 (2009): 3-10, dedicado a The History and Representation of Hispanic Science. De forma paralela, podría decirse que el repaso bibliográfico más completo sobre el estado reciente de la disciplina en el mundo anglosajón es el de Pamela H. Smith, “Science on the Move: Recent Trends in the History of Early Modern Science”. Renaissance Quarterly LXII. 2 (2009): 345-375; aunque, curiosamente, no incluye reflexiones sobre el caso español, sí lo hace —de forma un tanto escueta— en torno las colonias americanas.

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pular imagen de la poética áurea— en estado de mantillas. En ambos recorridos ejerce un rol axial la constante preocupación por la facultad de la vista, que deriva en meditaciones, muy típicas del período, en torno al fundamento ético de la perspectiva visual y la correcta interpretación de la realidad una vez superados los velos de las apariencias.4 Estas dos indagaciones, una de carácter filosófico-científica y la otra de tipo socio-literario, parecerían en principio no tener mucho en común y, sin embargo, resultan inseparables una vez analizados los discretos —pero casi siempre resistentes— hilos que conectaron lo que acabó siendo una expectativa de doble recorrido: si España fue el destino anhelado por Galileo debido al enorme atractivo que todo lo español ejercía en muchos ámbitos de la vida cultural europea,5 no menor fue el interés que sus descubrimientos suscitaron en varias generaciones de ingenios áureos.6 Escribir sobre la 4. Las diferentes teorías de la vista y la visión que se manejarán en este estudio se nutren de la lectura de David C. Lindberg, Theories of Vision from al-Kindi to Kepler. Chicago: The University of Chicago Press, 1976; Martin Jay, Downcast Eyes: The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought. Berkeley: University of California Press, 1994; y Karsten Harries, Infinity and Perspective. Cambridge: M.I.T. Press, 2001, quien se centra en Nicolás de Cusa y Leon Battista Alberti. Para el caso del periodo que me ocupa, remito al útil estudio de Fernando R. de la Flor, Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano. Madrid: Marcial Pons Historia, 2005 y, en particular, al capítulo IV. 5. En cuanto a la presencia española en Italia durante esta época, especialmente en el terreno de lo político, sirvan como orientación los trabajos de Thomas J. Dandelet, La Roma española, 1500-1700. Lara Vilá, trad. Barcelona: Crítica, 2002; Gianvittorio Signorotto, Milán español. Guerra, instituciones y gobernantes durante el reinado de Felipe IV. Félix Labrador Arroyo, trad. Madrid: La Esfera de los Libros, 2006; y Stefano D’Amico, Spanish Milan: A City within the Empire, 1535-1716. Houndmills, Basigstoke: Palgrave MacMillan, 2012. Para el terreno específico de la diplomacia, ver Michael J. Levin, Agents of Empire: Spanish Ambassadors in Sixteenth-Century Italy. Ithaca, NY: Cornell University Press, 2005. La confluencia entre literatura y diplomacia se analiza en el estimulante estudio de Timothy Hampton, Fictions of Embassy. Literature and Diplomacy in Early Modern Europe. Ithaca, NY: Cornell University Press, 2009. 6. Sin embargo, la pluma más conocida a la hora de hablar sobre la ‘escritura de la óptica’ ha sido quizá la de Sor Juana Inés de la Cruz; ver, por ejemplo, Emilie L. Bergmann, “Amor, óptica y sabiduría en Sor Juana”. Nictimene... sacrílega: Estudios coloniales en homenaje a Georgina Sabat-Rivers. Mabel Moraña y Yolanda Martínez-San Miguel, eds. Mexico: Universidad del Claustro de Sor Juana, 2003, pp. 267-281; y, de la misma autora, el más reciente “Sor Juana, Góngora and Ideologies of Perception”. Calíope: Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Poetry 18. 2 (2013): 116-138. Ver también Ángel Valbuena Briones, “El juego de los espejos en ‘El Divino Narciso’, de Sor Juana Inés de la Cruz”. RILCE: Revista de Filología Hispánica 6. 2 (1990): 337-348. Es conocido, por ejemplo, el interés de la monja mexicana por objetos de óptica en piezas como la loa del auto sacramental El mártir del sacramento, en donde hace uso de la recién creada camara obscura por Athanasius Kircher.

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percepción y la interpretación visual de los objetos no tenía sentido sin reflexionar sobre aquello que empezaba a ser cuestionado gracias a los avances en óptica; la teoría no se justificaba sin la práctica —o, acaso al revés también, la puesta en práctica de ciertos conceptos gracias al lenguaje de la narrativa carecía de sentido sin reconocer su fundamento empírico—. De hecho, en esta España cuyo pretendido atraso y hermetismo sigue siendo hoy materia de debates académicos y objeto de revisión crítica, la obra de Galileo fue conocida por un amplio espectro de lectores españoles que le incorporaron en muchas de sus más importantes creaciones, bien de forma elogiosa, bien a modo de censura, pero casi siempre desde el titubeo que provocaba lo radicalmente nuevo. Esto les llevó, en muchos casos, a escribir con suma prudencia, así como a tener que realizar verdaderos malabarismos retóricos y temáticos para sortear con éxito el cerrojo institucional de una censura que, como atestiguan los preliminares de tantos y tantos volúmenes, ejerció un papel en ocasiones asfixiante —una asfixia, me atrevo a aventurar, que nos hace leer hoy textos como menos audaces de lo que realmente podían haber sido—. Sin embargo, semejante cuidado no impidió que aflorase, como sigue aflorando en una lectura moderna, una cierta preocupación, una cierta curiosidad ante la sensación de que ciertos dogmas empezaban a tambalearse, y de que algunas ideas antes rechazadas circulaban ya por Europa de manera imparable. Semejante translatio constituyó para Galileo, en cierta forma, una invitación —y un envite— a participar en la vida cultural española, a vivir en España sin vivir en ella, tal y como ocurrió en otros países de Europa en donde su obra fue también leída, traducida y comentada. El consenso general por parte de la crítica es que, al abordar un panorama como este, se deben delimitar tres fases de estudio diferenciadas: la primera sería la definida por una continuación de la ciencia renacentista, seguida de una segunda etapa coincidente con las décadas intermedias del siglo xvii, en la que se asumieron elementos dispersos de la nueva física sin abandonar del todo los anteriores; y una tercera que llegaría con los Novatores hacia 1680 y que abandonaría paulatinamente lo anterior para integrar poco a poco las nuevas corrientes científicas y filosóficas.7 Si bien haré alusión a textos inmediatamente anteriores y posteriores cuando considere que su presencia enriquece el panorama estudiado, sitúo el presente análisis en 7. Véase Víctor Navarro Brotons y William Eamon, “Spain and the Scientific Revolution: Historiographical Questions and Conjectures”. Más allá de la leyenda negra: España y la Revolución científica / Beyond the Black Legend: Spain and the Scientific Revolution. Víctor Navarro Brotons y William Eamon, cords. Valencia: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Instituto de Historia de la Ciencia y Documentación, 2007, pp. 27-38 (p. 36).

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la segunda etapa, que coincide, a grandes rasgos, con el reinado de Felipe IV (1621-1665). Son años de cambios significativos que no deben ser vistos, sin embargo, como algo aislado en el tiempo, sino más bien como parte de un prolongado desarrollo de la óptica dentro de un marco temporal mucho más amplio, y por lo tanto no faltarán menciones a textos o autores de la época del segundo y tercer Felipe o del decadente Carlos II, testigo de unos años de grandes cambios. No pretendo, por otra parte, establecer una evolución ordenada de ideas y conceptos, ya que la realidad histórica apunta a algo muy diferente, a saber, a un vaivén generalizado, a una oscilación entre lo antiguo y lo moderno, entre lo familiar y lo desconocido, entre lo heredado y lo nuevo; fenómeno este, cabe recordar, que se manifestó tanto en el campo literario como en la evolución intelectual de sus más notables plumas. Esta tensión, que se plasma en muchos de los textos capitales del momento, es quizá lo más destacado de esta fase intermedia que, sin duda alguna, resulta ser la parte más interesante de toda esta secuencia de irreversibles transformaciones. Durante más de un siglo, de hecho, un simple objeto como el de los anteojos será utilizado de forma metafórica por los escritores más universales para denunciar algunos de los peores defectos del español: en La Gitanilla (1613) de Cervantes lo veremos como alusión a los celos cuando leamos que “[S]iempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes, los enanos gigantes, y las sospechas verdades”; un intelectual todavía poco estudiado como Juan Eusebio Nieremberg (1595-1648) hará referencia a la soberbia en el interesantísimo Obras y días: manual de señores y príncipes (1629) cuando escriba que “[E] l amor propio siempre nos pinta nuestras cosas mejores, y a tal luz que se mienten mayores de lo que son, […] al modo que si alguno viese alguna cosa por unos anteojos que supiese que representan las cosas mayores”; y en sus Visiones y visitas con don Francisco de Quevedo (1727-1728), Diego de Torres Villarroel los utilizará para lamentar la ignorancia e impetuosidad del populacho: “Siempre el vulgo fue arbitrio irracional de todas las cosas, […] y sin tener cabeza alguna mira por los anteojos de su aprehensión, sin conocer las últimas diferencias y sin la prolijidad del examen”.8 En el centro de esta recepción de lo nuevo palpita, más que la teoría o el lenguaje complicado de los números, el instrumento científico, protagonista silencioso —pero elocuente en su presencia— del gabinete y del laboratorio, esa materia muchas veces idolatrada y hecha fetiche, esa mecánica de lo nuevo.9 Es 8. Cito, sin embargo, por la edición de Madrid: Joseph Doblado, 1796, Tomo II, p. 61. 9. En su interesante artículo “Mitología y magia óptica: sobre la relación entre retrato, espejo y escritura en la poesía de Góngora”. Olivar: Revista de Literatura y Cultura Españolas 9.11 (2008): 55-86, Kirsten Kramer se ha referido a esta ‘emancipación de

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este, por tanto, un estudio sobre ideas y lenguajes, pero también lo es, sobre todo, sobre la fascinación que produce el propio objeto y esa nueva mirada que, como revelan estos tres testimonios, su juego de lentes nos ofrece. *** La historia de la ciencia en la Península Ibérica no habría existido nunca como materia de estudio, sabemos ya, de no haberse producido un intenso diálogo entre las tres culturas que definieron su Medioevo. Los estudios de óptica se habían ido desplazando a esferas intelectuales del islam tras la caída del Imperio Romano, y lo cierto es que, hasta la Baja Edad Media, no se realizó ninguna contribución de interés en Europa. Una figura como el astrólogo Albumassar (787-886), de enorme influencia en Occidente, fue propagada en España a través del famoso Introductorium in astronomiam (849-850) y fue considerado como “perhaps the most widely read of astronomical treatises in Spain”; y en materia de óptica el texto a seguir fue, como es ya sabido, el Kitab al-Manazir (ca. 1030) de Alhacen.10 Habiendo disfrutado de toda una tradición técnico-científica cuyos logros más notables bien podrían remontarse a la presencia musulmana en la Península y al legado de Alfonso X El Sabio (1252-1284), España había experimentado en los siglos xv y xvi un desarrollo sostenido en materias como las matemáticas —aplicada también con éxito a la navegación—, la ingeniería, la minería, la medicina o la geografía, que habían florecido en círculos urbanos como prácticas no institucionales y habían pasado a ser parte, si bien en porcentajes muy discretos, de las bibliotecas renacentistas. La astronomía había sido una de las materias más cultivadas, a pesar lo divino’ escribiendo que [E]n las técnicas de ilusión de la magia óptica catóptrica del barroco se perfila un orden del espectador y de lo visible propio de la temprana Edad Moderna, el cual no sólo relativiza la jerarquización neoplatónica entre imagen original e imagen reproducida, entre espíritu y materia, sino que al mismo tiempo supera igualmente la noción cristiana de un Dios creador personal, suspendiendo con ello el entero marco teológico-cosmológico en el que la reflexión poética sobre las imágenes parecía encontrar su consolidación teórica (p. 78). 10. La cita proviene de Frank Halstead, “The Attitude of Tirso de Molina Towards Astrology”. Hispanic Review 9.4 (1941): 417-439 (p. 425). Con respecto a su presencia en las letras áureas, ver también Frederick A. de Armas, “Saturn in Conjunction: From Albumasar to Lope de Vega”. Saturn from Antiquity to the Renaissance. Massimo Ciavolella y Amilcare A. Ianucci, eds. University of Toronto Italian Studies Vol. 8. Ottawa: Dovehouse, 1992, pp. 151-172; y, del mismo autor, “De magnis coniunctionibus: Albumasar, Lope de Vega y Calderón”. Mélanges Luce López-Baralt. Abdeljelil Temimi, ed. Zaghouan: Fondation Temimi pour la Recherche Scientifique et l’Information, 2001, vol. 1, pp. 229-238; más recientemente, Maureen Robinson, “The History and Myths Surrounding Johannes Hispalensis”. Bulletin of Hispanic Studies 80. 4 (2003): 443-470.

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de los roces continuos con la Iglesia, agudizados durante la tercera y cuarta década del siglo xvi con la existencia en la Península de prácticas religiosas severamente perseguidas. Tras el impulso finisecular de Tycho Brahe y su discípulo Johannes Kepler en el observatorio checo de Benákty nad Jizerou,11 la exploración de nuevos campos de visión, ya fuera bajo la rúbrica de lo científico o desde el entretenimiento más ligero y espontáneo de la ficción, se había seguido muy de cerca por la Inquisición y por la Congregación del Índice durante el cambio de siglo.12 Pero sobre la conciencia colectiva pesaban y pesarían inolvidables juicios y condenas por ambos bandos, como el de Miguel Servet en Ginebra (1553), el de Giordano Bruno en Roma (1600) o, años más tarde, el famoso proceso por brujería y la condena de cinco años de cárcel a Katherine Kepler por culpa de la circulación del famoso Somnium (1634) firmado por su hijo. No sorprende, por tanto, que, con un país en progresivo cierre de fronteras bajo las medidas aislacionistas de Felipe II, disminuyera el abastecimiento de títulos importados, al tiempo que los Índices inquisitoriales de libros prohibidos y expurgados crecieran exponencialmente de 1559 en adelante.13 Juan Pimentel ha ido incluso más lejos al indicar que la ciencia española era ya para estas fechas un fracaso salpicado de logros puntuales, un recuento de quienes se molestaron en lanzar alguna piedra contra un edificio demasiado pesado, demasiado obsoleto. Un repaso de cómo y con cuántas dificultades las luces llegaban a la península, generalmente tarde, desde fuera y desde arriba.14 11. Un excelente resumen del panorama científico de estos años de encrucijada se ofrece en Adam Mosley, Bearing the Heavens: Tycho Brahe and the Astronomical Community of the Late Sixteenth Century. Cambridge: Cambridge University Press, 2007. Mosley nos recuerda que el Libro del nuevo cometa (1572) de Jerónimo Muñoz, por ejemplo, fue un texto que interesó sobremanera al astrónomo danés (pp. 171-172). 12. La figura de Galileo, sin embargo, apenas aparece en los estudios más significativos sobre el asunto. Henry Kamen le dedica una muy breve mención (p. 135) en su The Spanish Inquisition. A Historical Revision. New Haven, CT: Yale University Press, 1997; y en sus trabajos sobre el tema tanto Cecil Roth como Joseph Pérez omiten todo dato. Sí aborda el problema, en cambio, José Pardo Tomás en su excelente Ciencia y censura: La Inquisición española y los libros científicos en los siglos XVI y XVII. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1991, pp. 151-185. 13. Para un recuento breve de las políticas aislacionistas de Felipe II, tales como prohibir a españoles estudiar en el extranjero (excepto en Roma, Coimbra, Nápoles y Bolonia), ver John H. Elliott, Imperial Spain, 1469-1716. London: Penguin, 2002, pp. 225-231, y Kamen, op. cit., 1997, pp. 106-121. El Index de 1559 fue, de acuerdo con Kamen, “the beginning of an epoch of repression in Spanish culture” (p. 111). 14. Juan Pimentel, “La monarquía hispánica y la ciencia donde no se ponía el sol”. Madrid, ciencia y Corte. Antonio Lafuente y Javier Moscoso, eds. Madrid: Comunidad de Madrid, 1999, pp. 41-62 (p. 55).

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No se debe arrojar, sin embargo, un balance unívoco para todas las ramas del saber. Un texto como El Escolástico de Cristóbal de Villalón había abogado, de acuerdo a Felix K. E. Schmelzer, por una erudición universal y moderna que se contraponía “a la decadencia de la formación científica de la época, aclarando que el Estado real entra en conflicto con el Estado ideal del pensamiento utópico”.15 En la España del siglo xvii la astronomía fue, tras la medicina, la disciplina científica que contó con mayor número de publicaciones.16 Su desarrollo había seguido, durante el siglo previo, dos líneas de investigación muy diferentes: la cosmografía, entendida como el conocimiento teórico del universo, y los llamados pronósticos o almanaques, que conectaban la astronomía con el calendario y con la interpretación subjetiva del destino individual. Esta última, denominada por algunos también “astrología judiciaria”, acabó siendo condenada por el papa Sixto V en su bula de 1585 titulada Coeli et Terrae (publicada en España en 1612) y criticada como anticientífica y antojadiza por los escritores del momento, los cuales equiparaban frecuentemente al astrólogo con otras criaturas marginales o heterodoxas del paisaje urbano como brujas, prostitutas y gitanos. Este tipo de lectura del cosmos se había definido como “arte falaz y supersticiosa” porque hacía del pronóstico una interpretación determinista, negando el dogma del libre albedrío e ignorando “la azarosidad de muchos sucesos naturales”.17 El cardenal Gaspar Quiroga, convertido en inquisidor general en 1573, fue además muy severo con la astrología judiciaria, que condenó en su Index de libros prohibidos de 1583.18 A pesar de todos los dislates que proponía, esta forma de interpretación astronómica resultó ser tan importante como su herma15. Felix K. E. Schmelzer, “La utopía científica del Siglo de Oro: el Estado ideal como tópico de la prosa científica y técnica en castellano (1526-1613)”. RILCE: Revista de Filología Hispánica 30, 1 (2014): 201-219 (p. 202). 16. José María López Piñero, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Barcelona: Labor Universitaria, 1979, p. 122. Para un reciente balance de las publicaciones científicas en el siglo xvi, véase el útil trabajo de Alexander Wilkinson, “Exploring the Print World of Early Modern Iberia”. Bulletin of Spanish Studies 89.4 (2012): 491-506; como he escrito más arriba, estas tan solo constituyeron un porcentaje mínimo (1-4%) con respecto al total de lo producido, dominadas por aquellas de temática religiosa (en torno a un 50%) como bulas o breviarios, lo que da una idea del reto al que estaban expuestas estas materias del saber frente a lo que Pimentel ha denominado, como indico en la frase ya citada, un “edificio demasiado pesado”. 17. En José María López Piñero, Víctor Navarro Brotons y Eugenio Portela Marco, comps., Materiales para la historia de las ciencias en España, s. XVI-s. XVII. Valencia: Pre-Textos, 1976, p. 209. 18. Es amplia ya la bibliografía sobre la figura del inquisidor; para una muy reciente puesta al día de gran utilidad, ver Kimberly Lynn, Between Court and Confessional. The Politics of Spanish Inquisitors. London/New York: Cambridge University Press, 2013.

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nastra seria, en la medida en que se convirtió en símbolo de todas las prácticas seudocientíficas denostadas tanto por devotos estudiosos como por aquellos enemigos de la superstición y el oportunismo. Fue, además, una de las dianas más comunes en la censura de la sátira del siglo xvii, que lograba con ello el doble objetivo de construir un tipo de burla personal sin dejar de lado un propósito didáctico que advertía de las consecuencias de semejantes engaños. Era, con ello, más fácil y rentable hablar de la “falsa ciencia” que de la ciencia seria, mucho más compleja y difícil de entender y, acaso entonces, mucho más resistente a la burla. No debe sorprendernos, por tanto, que casi todos los textos analizados en este libro provengan de ciudades en las que también se encontraban los centros más importantes y dinámicos de la Península en lo tocante al cultivo de la astronomía, a saber, la Casa de la Contratación hispalense, la Universidad de Valencia y la Academia de Matemáticas en Madrid que, como veremos pronto, había conseguido reunir a los más ilustres cosmógrafos del último tercio del siglo xvi. Estas tres instituciones, junto a ciertas académicas literarias y universidades como la de Salamanca o focos específicos de exploración científica en ciudades como Barcelona, fueron instrumentales en el desarrollo de la ciencia en la Península. Pasqual Mas i Usó, por ejemplo, ha destacado en un estimulante trabajo “la participación de mujeres (que sólo aparecen en las academias valencianas como espectadoras), o el disfrazarse de pastores como en la Accademia degli Arcadi (1690) en Roma (que se repite en la Academia Valenciana de 1705), o el tratar de ciencias físicas como en la romana de los Lincei (1603) a la que perteneció Galileo (que influye en las academias valencianas de fines del xvii), etc.”.19 Este ambiente de curiosidad y exploración hizo que España fuera, junto a Inglaterra, el único país de Europa en divulgar —si bien con una serie de condicionantes que veremos pronto— las tesis copernicanas.20 Se habían dado en estos años una serie de eventos paralelos en el ámbito de la técnica y de la ciencia que no se pueden dejar de lado:

19. En Academias y justas literarias en la Valencia barroca. Kassel: Reichenberger, 1996, p. 52. 20. De la vastísima bibliografía sobre el asunto, remito a los estudios clásicos de Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica, 1971. Para el paradigma español, sirven de consulta introductoria los de Otis H. Green, Spain and the Western Tradition. The Castilian Mind in Literature from “El Cid” to Calderón. Madison, WI: University of Wisconsin Press, 1963-1966, 4 vols., especialmente el vol. II, pp. 42-64; José Antonio Maravall, Antiguos y modernos. Madrid: Alianza, 1998, en particular las pp. 557-567; Francisco Rico, El pequeño mundo del hombre. Varia fortuna de una idea en la cultura española. Barcelona: Alianza Editorial, 2005 (reed.); y Antonio Beltrán Marí, Revolución científica, Renacimiento e historia de la ciencia. Madrid: Siglo XXI, 1995.

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por ejemplo, durante el reinado de Felipe II había tenido lugar un suceso crucial para el correcto cómputo del tiempo, estrechamente relacionado con la astronomía y de una evidente repercusión social, que no fue otro que la reforma del calendario juliano, llamado así en honor de su principal impulsor, el emperador Julio Cesar.21 El nuevo calendario gregoriano de 1582, bautizado en homenaje al papa Gregorio XIII, estaba basado en el trabajo de Copérnico, y había sido promovido por la Iglesia en toda Europa. España contaba ya, de hecho, con un fermento de progreso desde décadas anteriores: bajo el cardenal Gaspar Quiroga, Copérnico se había recomendado como lectura en los Estatutos hechos por la muy insigne Universidad de Salamanca (1561), quizá a instancias de Juan Aguilera, titular de la Cátedra de Astronomía de 1551 a 1560 —algo que resulta extraordinario, si tenemos en cuenta que otras universidades como Zúrich (1533), la Sorbona (1576) y Tubinga (1582) habían prohibido la enseñanza del heliocentrismo—. En la llamada ‘Reforma de Covarrubias’ (1559) figuraban las matemáticas y astrología repartidas en tres años de su estudio; el primero, de astrología; el segundo, de Euclides, Tolomeo o Copérnico ad vota audientium, es decir, por demanda estudiantil y no por voluntad del catedrático; y la novedad de la geografía entre los cursos del tercer año. Sin embargo, en los Estatutos de 1595 se establecía, como textos a seguir ya de forma obligatoria, el De Revolutionibus de Copérnico y las Tablas Pruténicas; estas últimas, derivadas de la obra de Copérnico por el alemán Erasmus Reinhold en 1551, habían empezado ya a rivalizar en importancia, y se leían en el segundo año alternando con el Almagesto de Ptolomeo y las Tablas Alfonsíes.22 En aquella Cátedra de Astrología, la primera en España y la más importante de la Universidad de Salamanca, estudiaría el Grisóstomo cervantino del Quijote, el cual, como se nos cuenta tras su suicidio, “sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan allá en el cielo, el sol y la luna”.23 No es poco mérito de los teólogos españoles, por tanto, el haber creado tal ambiente de tolerancia y comprensión, mientras en 21. Mario Ruiz Morales, “Pragmática Astronómica del Rey Felipe II”. Mapping 136 (2009): 47-51. 22. Para una más detallada aproximación al círculo salmantino, ver Manuel Fernández Álvarez, Copérnico y su huella en la Salamanca del Barroco. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1974; Julio Rey Pastor, La ciencia y la técnica en el descubrimiento de América, especialmente el capítulo “El sistema de Copérnico en España”. Barcelona: Austral, 1942, pp. 153-158; una apostilla de interés es la de Ángel Salcedo y Ruiz, La literatura española. Resumen de historia crítica. 2ª ed. Madrid: Calleja, 1915-1917, vol. II, p. 150. Ver también Javier García Gibert, Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición. Madrid: Marcial Pons Historia, 2010, y en especial el capítulo “La deshumanizada perspectiva de la Ciencia”, pp. 265-272. 23. Cito por la edición de Francisco Rico. Barcelona: Crítica, 2001, p. 129.

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París, por ejemplo, el célebre Pedro Ramus era expulsado del Collège de France por causas parejas, para terminar siendo asesinado en la noche de San Bartolomé en 1572 por sus propios colegas —o al menos por instigación de ellos—. Recuérdese que eran, de hecho, muy pocos los que se manifestaron abiertamente copernicanos: al principio lo hizo Rheticus, a fines del siglo siguieron Thomas Digges, Giordano Bruno, Christopher Rothmann y fray Diego de Zúñiga, y a inicios del seiscientos se unieron Thomas Harriot, Juan Cedillo Díaz, Simon Stevin en Holanda y Michael Maestlin y Kepler en Alemania. En cualquier caso, aunque finalmente se desconoce si se llegó a utilizar como material didáctico en las aulas salmantinas, se había establecido, al menos, un plan de estudios relativamente abierto y flexible que favorecía el acercamiento a lo que, de forma muy esquemática, podría considerarse como ‘ciencia moderna’: En la Cátedra de Astrología, el primer año se lea en los ocho Esfera y Teóricas de planetas y unas tablas; en la sustitución, Astrolabio. El segundo año, seis libros de Euclides y Aritmética, hasta las raíces cuadradas y cúbicas y el Almagesto de Ptolomeo o su epítome de Monte Regio, o Geber o Copérnico, al voto de los oyentes; en la sustitución, la Esfera. El tercero año Cosmografía o Geografía; un introductorio de judiciaria y perspectiva, o un instrumento, al voto de los oyentes; en la sustitución, lo que paresciere al catedrático comunicado con el Rector.24

La visión copernicana contó en España, como es ya sabido, con una serie de apoyos fundamentales en textos como In Job Commentaria (1585) del citado fray Diego de Zúñiga, Theoria de los planetas según la doctrina de Copernico (1606) de Andrés García de Céspedes y Doctrina general repartida por capítulos de los eclipses de sol y luna del matemático y astrónomo novohispano Diego Rodríguez (1596-1668), así como por el cosmógrafo Pablo de Alea.25 Zúñiga, en concreto, defendía que las Sagradas Escrituras no se oponían al movimiento de la Tierra: al glosar el versículo “Conmueve la Tierra de su lugar y hace temblar sus columnas” y las palabras de Salomón en el Eclesiastés (“La tierra eternamente permanece”),26

24. Reimpreso en López Piñero, Navarro Brotons y Portela Marco, op. cit., p. 86. 25. Ver, a este respecto, Elías Trabulse, Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680). México: Fondo de Cultura Económica, 1994; y, del mismo autor, “Un científico mexicano del siglo xvii: fray Diego Rodríguez y su obra”. Historia mexicana 24 (1974): 36-39. 26. Ver Víctor Navarro Brotons, “The Reception of Copernicus’s Work in SixteenthCentury Spain: The Case of Diego de Zúñiga”. Isis 86 (1995): 52-78. Los textos de Zúñiga se reproducen en López Piñero, Navarro Brotons y Portela Marco, op. cit., pp. 87-91.

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el agustino defendía dos tesis, a saber, que el movimiento de la Tierra y el sistema heliocéntrico de Copérnico no contradecían las Sagradas Escrituras; y que el sistema copernicano era superior al tradicional desde el punto de vista astronómico. Domingo Natal Álvarez nos recuerda que el propio Galileo, que había estudiado en el Colegio Romano con los jesuitas españoles Benito Perera y Francisco de Toledo, citó más de una vez a Zúñiga en sus escritos.27 Solo a partir de la condena formal de Copérnico, cuya obra se incluyó —junto con la de Zúñiga— en el Índice del Santo Oficio Romano de 1616, las autoridades religiosas de la Península comenzaron a tomar cartas en el asunto. Y sin embargo, en lo relativo a la enseñanza de la astronomía, las Constituciones de Salamanca de 1625 seguían reproduciendo punto por punto los Estatutos de 1595, rezando: “el Segundo cuadrenio léase a Nicolás Copérnico”. No obstante, esta actitud fue poco a poco eclipsada por una postura mucho más cautelosa ante los nuevos avances que se iban dando en Europa. López Piñero ha señalado varios factores que, a la larga, contribuyeron a esta situación: por una parte, la idea de que el aislamiento contrarreformista, agravado progresivamente hasta el último tercio de la centuria siguiente, no fue consecuencia de medidas represivas sino más bien la manifestación de un proceso que afectó a la sociedad española en su conjunto […] la creciente incapacidad de integración de las minorías, las adversidades de las estructuras y de la coyuntura económica, el cambio regresivo de la mentalidad de los grupos políticos dirigentes, la vigencia social del fanatismo religioso y retroceso de la secularización.28

Por otro, uno de carácter más concreto, a saber, la expulsión de los judíos: “en íntima conexión con la ruina de la primera burguesía peninsular y la disolución de su mentalidad de grupo, hay que tenerlo muy en cuenta para entender por qué en España no se dieron las condiciones que en el resto de la Europa occidental condujeron a la Revolución científica”, ha escrito López Piñero.29 Junto a esto poco ayudó en el ámbito nacional la condena emitida contra tres figuras públicas como el valenciano Juan Piquer, proveniente de la Universidad de Valencia y discípulo en Nápoles del controvertido Giambattista della Porta, el presbítero valenciano Juan

27. “Galileo y el copernicanismo español: el caso de Diego de Zúñiga”. La filosofía española en Castilla y León: de los orígenes al Siglo de Oro. Maximiliano Fartos Martínez y Lorenzo Velázquez Campo, coords. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1997, pp. 413-420. 28. López Piñero, op. cit., 1979, p. 145. 29. Op. cit., 1979, p. 77.

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Ramírez y el bordador madrileño —y cuñado de Lope de Vega— Luis Rosicler, formado en la Academia de Matemáticas de Madrid. A algunas de estas figuras, de indudable relevancia cara a la transmisión de la imagen del científico como arquetipo literario, volveré más adelante. Por tanto, debe ser matizada la ya conocida reputación de España como un país situado en el furgón de cola. En esta compleja recepción no solo tuvieron un destacado papel las inercias aislacionistas impuestas por Felipe II unas décadas antes, sino también todos los obstáculos que, a partir de 1612, dinamitaron la labor intelectual del famoso “explorador celeste”, convirtiéndole en paradigma de las conflictivas relaciones entre la ciencia y la Curia romana.30 Pero no todo resulta tan sencillo en una Castilla que ofreció algo más que cerrazón y censura. Hubo, según se ha demostrado ya, destellos de actividad científica innovadora y rigurosa, y la propia curiosidad que en el campo de la astronomía y la cosmografía se sintió por figuras como Copérnico o Galileo demuestra que la pretendida cerrazón finisecular no fue ni tan rotunda ni tan uniforme. En un reciente estudio, María Portuondo ha escrito que Judged solely by their reliance on empirical methods and use of mathematics as a tool for achieving utilitarian results, Spanish cosmographers fall squarely within the tradition of Italian and English mathematical practitioners considered by some to be the first exponents of a nascent Scientific Revolution. Perhaps their closest counterparts in continental Europe were mathematical practitioners, along the lines of Nícolo Tartaglia (1500-57), Simon Stevin (1548-1620), John Dee (1527-1608), and of course Galileo.31

Piénsese, por ejemplo, en un humanista de fin de siglo como Pedro Simón Abril, figura pragmática donde las haya, quien en su tratado de matemáticas Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas y la manera de enseñarlas (1589) había elogiado el carácter transformativo de Copérnico, quien “trueca la suerte”, y a quien los cálculos “sálenle bien”;32 o el caso de Diego Pérez de Mesa, quien en Comentarios de sphera (1596) sugirió que quizá la Tierra se movía. Tienen por tanto 30. Excelente aproximación a esta problemática es la de Antonio Beltrán Marí, Talento y poder. Historia de las relaciones entre Galileo y la Iglesia católica. Pamplona: Laetoli, 2006 (2ª ed., 2007). 31. Secret Science: Spanish Cosmography and the New World. Chicago: The University of Chicago Press, 2009, p. 21. [Edición en español: Ciencia secreta. La cosmografía española y el Nuevo Mundo. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2013.] 32. En José Pardo Tomás, Un lugar para la ciencia. Escenarios de práctica científica en la sociedad hispana del siglo XVI. Santa Cruz de Tenerife: Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, 2006, p. 49.

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mucha razón Víctor Navarro Brotons y William Eamon cuando escriben que Vestiges of the Black Legend continue to perpetuate the stereotype of sixteenth-century Spain as fanatical and Inquisitorial, and as an enemy of progress and innovation. Yet it is not without significance that it was the Inquisition in Rome, not Spain, that prosecuted Europe’s leading Copernican, Galileo, while the major Spanish defender of the Copernican doctrine, Diego de Zúñiga, was allowed to publish his opinions freely, without real threat of prosecution.33

Sabemos ya que la historia intelectual y política de España e Italia apunta, de hecho, a un panorama muy volátil, extremadamente sensible a todo tipo de injerencia en los dogmas de poder tanto religioso como laico: si Roma era por entonces un hervidero de polémicas entre los diferentes sectores de la Iglesia —incluyendo, como veremos más adelante, el influyente papel de la Compañía de Jesús—, España, por su parte, se hallaba inmersa en una coyuntura a todas luces paradójica: había dejado pasar los vientos reformistas de la Revolución científica al tiempo que intentaba, desde un selecto número de instituciones, conectarse con Europa. Como resultado, y al igual que ha ocurrido en no pocas canonizaciones a lo largo de la historia, el conocimiento del legado galileano se asimiló de forma un tanto maniquea, cuando no incompleta, distorsionada o simplemente errónea: el infatigable observador de la superficie lunar, el descubridor de constelaciones, el rebelde anticlerical que tantas jaquecas dio a los papas... Y, sin embargo, sus propios tratados nos revelan a un científico en ocasiones dubitativo, no totalmente liberado de residuos aristotélicos y tolemaicos —especialmente en sus primeros escritos—, a veces incluso contradictorio; siempre, en cualquier caso, en evolución constante.34 Y siempre polémico. 33. Op. cit., p. 32. Y continúan: “Although Zúñiga eventually changed his mind about the Copernican theory, his decision cannot be attributed to an Inquisitorial condemnation or censure. The condemnation of Copernicus did not occur until the decree of the Roman Inquisition in 1616, in which Zúñiga’s work is explicitly cited for expurgation” (p. 32, n. 31). Desde esta perspectiva, la evidencia de una España mucho más involucrada con Europa —y de una Europa más involucrada con España— ha empezado a cobrar peso en los últimos años, tal y como lo demuestra este volumen antes ya citado, Más allá de la Leyenda Negra: España y la Revolución Científica / Beyond the Black Legend: Spain and the Scientific Revolution. Resulta también de enorme interés la reedición de la obra del erudito Felipe Picatoste (1834-1892), Apuntes para una biblioteca científica española del siglo XVI. Madrid: Ollero & Ramos, 1999. 34. Temporalidad que ha sido señalada, entre otros, por el filósofo francés Alain Badiou en su influyente estudio Being and Event: “When Galileo announced the principle of inertia, he was still separated from the truth of the new physics by all

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Si bien volveré a su figura con más detalle en páginas venideras, existe una serie de pautas vitales que merecen ser ahora destacadas: Galileo había nacido un año después de la clausura del Concilio de Trento (1563), tras el cual la Iglesia iniciaría un creciente proceso de burocratización para apoyar los designios papales que dirigieron la ofensiva católica contra el protestantismo. La elaboración del Índice de libros prohibidos (1559) a cargo de Pablo IV acarreó serias consecuencias a medio y largo plazo en las bibliotecas hispanas al ser convertido por su sucesor Pío V en instrumento de represión y censura. Como veremos a continuación, aquellos españoles residentes en Italia no fueron ajenos, según demuestran sus propios textos, al panorama efervescente de logros y polémicas que por entonces se respiraba. Más adelante se verá que los avances más importantes del momento situaron a figuras como Cristóbal Suárez de Figueroa, Francisco de Quevedo o el diplomático murciano Diego de Saavedra Fajardo en una verdadera encrucijada entre lo tolemaico y lo copernicano, colocando a la ciencia en el centro de intrigas políticas y convirtiendo a sus herramientas de estudio en verdaderas metonimias del poder. En esta encrucijada, como nos ha recordado Paolo Rossi recientemente, se había situado el propio Galileo en su primera etapa: aunque su Tratado de la esfera, o Cosmografía (1597) era una epístola de naturaleza geocéntrica dedicada a sus estudiantes, en una carta a Kepler del mismo año ya se confesaba como convertido al copernicanismo, si bien no se había atrevido a publicar sus descubrimientos por miedo a lo que le ocurriera a su maestro.35 Al observar estos “nuevos cielos”, asistidos ahora por recientes avances en óptica, Johannes Kepler había dado a conocer en 1604 su seminal Ad Vitellionem paralipomena quibus astronomiae pars optica traditur (Adiciones a Vitelo, en las que se trata la parte de la óptica de la astronomía), y poco después Galileo inició sus observaciones de las Pléyades, Orión y la Vía Láctea, identificando los tres —convertidos luego en cuatro— satélites de Júpiter; nombró entonces a estas nuevas estrellas Mediceas en honor a la familia del príncipe gobernante, Cosme II, tras lo cual se afanó en lo que sería más tarde el panfleto de 58 páginas Sidereus Nuncius, publicado en Venecia el 13 de marzo de 1610 y considerado muy pronto una ruptura radical con lo hasta entonces imperante.

the chance encounters that are named in subjects such as Descartes or Newton. How could he, with the names he fabricated and displaced (because they were at hand—‘movement’, ‘equal proportion’, etc.), have supposed the veracity of his principle for the situation to-come that was the establishment of modern science; that is, the supplementation of his situation with the indiscernible and unfinishable part that one has to name ‘rational physics’?” (401) 35. Paolo Rossi, The Birth of Modern Science. Chyntia De Nardi Ipsen, trad. Oxford: Blackwell, 2001, p. 74.

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Con la doble opción de ser traducido como el mensaje de las estrellas o como el mensajero de las estrellas —según se hizo desde el principio—, este pequeño tratado acabó siendo el estudio más importante y controvertido de su tiempo. El cosmógrafo toscano se coronó así en mensajero, mitificando su figura hasta límites insospechados para lo que entonces era un científico; supo transmitir con gran habilidad, además, el aire de misterio y de secreto de cada uno de sus hallazgos, tal y como nos ha recordado recientemente Mario Biagioli.36 Pero en 1633, tras 17 años de defensa de la teoría copernicana, Galileo fue llevado a juicio en Roma; su Diálogo de los dos sistemas había puesto el argumento papal —es decir, el tolemaico— en boca del lerdo Simplicio. Esto irritó sobremanera a un ya de por sí temperamental Urbano VIII, que hasta entonces se había considerado amigo suyo y que, siendo aún cardenal Maffeo Barberini, había elogiado sus avances con el telescopio en el poema Adulatio Perniciosa (1620), es decir, cuatro años más tarde de la famosa condena de 1616. Galileo fue acusado entonces de mantener opiniones opuestas a las Escrituras y condenado por hereje, pasando el resto de su vida en una suerte de arresto domiciliario hasta su muerte en 1642. Este proceso de 1633 fue, como bien ha indicado Beltrán Marí, un “enjambre de irregularidades” en donde “la pulcritud y exigencia brillaron por su ausencia”. La facción rigorista de la Iglesia, formada por jesuitas, dominicos y algunos cardenales del Santo Oficio, llevó las riendas del proceso, si bien fue el propio Urbano VIII quien siguió utilizando a la Congregación de la Inquisición como instrumento y arma de sus propias decisiones. 37 El proceso se siguió con gran interés, de hecho, en toda Europa: Galileo debió abjurar por sospecha de herejía; su condena fue conmutada por reclusión y confinamiento en la casa de Trinità dei Monti, y el famoso científico acabó sus días afligido por la pérdida de familiares cercanos y limitado por una ceguera progresiva que sin embargo no pudo acabar con una actividad incandescente. Incluso in absentia seguía siendo el personaje más famoso de su tiempo por su grandioso talento y enorme audacia a la hora de plantar cara —para algunos insultar abiertamente38— los poderes de la Iglesia. Los múltiples retratos de su persona a cargo de Ottavio Leoni, Santi Di Tito, Domenico Cristi da Passignano (Passignani), Giusto Sustermans, Jacopo Tintoretto y Francesco Villamena, así como

36. Galileo’s Instruments of Credit: Telescopes, Images, Secrecy. Chicago: The University of Chicago Press, 2006. 37. Ver Beltrán Marí, op. cit., 2007, pp. 579 y 581; 589; 620. 38. Tesis esta que mantiene, por ejemplo, William Shea en Galileo in Rome: the Rise and Fall of a Troublesome Genius. Oxford: Oxford University Press, 2003.

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Fig. 2. Portada del Sidereus Nuncius (1610).

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la impronta en contemporáneos suyos como John Milton (1608-1674),39 Margaret Cavendish (1623-1673),40 Giambattista Marino (1569-1625),41 ese René Descartes (1596-1650)42 que tanto se interesó por la dióptrica o ese Baruch Spinoza (1632-1677)43 pulidor de lentes, confirman su enorme magnetismo para los filósofos de su tiempo y para los creadores de ficción.44 Pues bien, todas estas reverberaciones de tipo biográfico y político también se hicieron sentir, como indico en este libro, en el parnaso literario de sus contemporáneos españoles. *** En este sentido, La musa refractada: literatura y óptica en la España del Barroco recupera una senda hoy semienterrada a través de la identificación y el análisis de determinados instrumentos astronómicos en una selección de 39. Ver, por ejemplo, Amy Boesky, “Milton, Galileo, and Sunspots: Optics and Certainty in Paradise Lost”. Milton Studies 34 (1997): 23-43; Maura Brady, “Galileo in Action: The ‘Telescope’ in Paradise Lost”. Milton Studies 44 (2005): 129-152; Ian McAdam, “Milton, Satan, Galileo, and Gunpowder”. Notes and Queries 55.3 (2008): 289-291: John C. Ulreich, “Two Great World Systems: Galileo, Milton, and the Problem of Truth”. Cithara: Essays in the Judeo-Christian Tradition 43. 1 (2003): 25-36; Derek N. C. Wood, “Milton and Galileo”. Milton Quarterly 35. 1 (2001): 50-52; Angus Fletcher, Time, Space, and Motion in the Age of Shakespeare. Cambridge, MA: Harvard University Press, 2007; Robert Crossley, Imagining Mars: A Literary History. Middletown, CT: Wesleyan University Press, 2011; y Mary Baine Campbell, Wonder and Science: Imagining Worlds in Early Modern Europe. Ithaca, NY: Cornell University Press, 1999. 40. Elizabeth A. Spiller, “Reading through Galileo’s Telescope: Margaret Cavendish and the Experience of Reading”. Renaissance Quarterly 53.1 (2000): 192-221. 41. Thomas E. Mussio, “Galileo, the New Endymion: Progress and Knowledge in G. B. Marino’s Adone”. Italian Quarterly 38. 147-148 (2001): 15-26. 42. A. G. Hitchcock imagina un diálogo posible en “Entertaining Strangers: A Dialogue between Galileo and Descartes”. Comparative Criticism: An Annual Journal 20 (1998): 63-85; ya en el plano de lo real, ver John Lewis, Galileo in France: French Reactions to the Theories and Trial of Galileo. Bern: Peter Lang, 2006. 43. T. M. Rudavsky, “Galileo and Spinoza: Heroes, Heretics, and Hermeneutics”. Journal of the History of Ideas 62. 4 (2001): 611-31. 44. Para la presencia de la filosofía natural en el Barroco alemán, contamos ya con estudios de interés desde el pionero trabajo de Frederick Wagman, Magic and Natural Science in German Baroque Literature. A Study in the Prose Forms of the Later Seventeenth Century. New York: Columbia University Press, 1942. Para la persona concreta de Galileo en Inglaterra, ver Stillman Drake, “Galileo in English Literature of the Seventeenth Century”. Galileo, Man of Science. Ernan McMullin, ed. New York: Basic Books, 1968, pp. 415-431; Hugh G. Dick, en “The Telescope and the Comic Imagination”. MLN 58. 7 (1943): 544-548, nos recordó ya que el mismo día en que salió el Sidereus, el escritor y diplomático inglés sir Henry Wottom lo calificó como una locura que quizá cambiase todo, y el dramaturgo Thomas Tomkis lo ridiculizó en su pieza Albumazar (1611).

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importantes obras españolas gracias al recurso, tan popular en la sátira del momento, de los “anteojos de mejor vista”. Conecta así con la que fue acaso la faceta más universalmente conocida de Galileo, a saber, la del creador del telescopio como instrumento de alcance —que en realidad no inventó, sino que perfeccionó—, como vía de acceso a nuevas realidades. Estas nuevas realidades se convirtieron en material narrativo para varias generaciones de escritores interesados en analizar su presente desde los cánones heredados de la sátira menipea en prosa y verso, si bien condimentados ahora desde el sabor de lo nacional, con un estilo genuinamente propio.45 A lo largo de casi un siglo de producción poética, teatral y narrativa, el Sol, la Luna, los planetas, las estrellas y las constelaciones se observaron a nueva luz gracias al privilegio del viaje o de la visión desde las alturas, dando así lugar a reflexiones muy barrocas sobre el poder de la perspectiva. En un universo local lleno de miserias, la tropelía y el engaño a los ojos se convirtió en uno de los asuntos más urgentes, en la medida en que determinadas lacras como la vanidad y la hipocresía acabaron por definir todo un tejido social sumido en la más dolorosa decadencia. Para los exploradores de la sátira, más que en ningún otro género, no importó tanto el objeto de escarnio sino el cómo realizar esta tarea; y las virtudes ofrecidas por la visión correcta pasaron entonces a ser el meollo del engranaje temático en un gran número de textos. Esta trayectoria estuvo, sin embargo, ligada a más de una disciplina científica. La infinitud del mar, como veremos a continuación, también inspiró en ocasiones la otra navegación, la de la esfera celeste. No debe sorprendernos, entonces, que durante este período de sucesivas mejoras técnicas, de constantes superaciones sobre lo ya existente, los anteojos se confundieran con los catalejos y que, en ocasiones, los catalejos apenas se diferenciaran de los telescopios; así ocurrirá, veremos más adelante, con el famoso “tubo óptico” de los holandeses que denuncia, como instrumento de dominación, un irritado Francisco de Quevedo. Desde otra perspectiva, la ambigüedad existente entre antojo/anteojo, como señalé al principio, permitía una cierta flexibilidad también a la hora de nombrar un objeto como el telescopio. Si los expertos —según veremos muy pronto en el cordobés Benito Daza de Valdés— podían definir cada herramienta con una cierta precisión, el populacho solía recibir estas bagatelas de manera mucho más espontánea, menos ligada a un método y, por lo tanto, mu45. No fueron estas realidades, sin embargo, patrimonio exclusivo de la novela o la poesía, tal y como demuestran los estudios de Frederick A. de Armas sobre la presencia de la astrología en todos los géneros de ficción del universo áureo; ver, de entre la amplia producción del distinguido hispanista norteamericano, su ya clásico The Return of Astraea: an Astral-Imperial Myth in Calderón. Lexington: University Press of Kentucky, 1986.

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cho más improvisada y libre. A todos, sin embargo, les unía una curiosidad por alcanzar nuevas distancias, por adentrarse en lo prohibido, en la búsqueda de nuevos horizontes; así lo atestiguaron, de hecho, numerosos textos en donde lo verdaderamente crucial fue el acto de mirar y no tanto la fisonomía del objeto. En algunas de las reflexiones más perspicaces y divertidas del siglo hará parada el presente trabajo, desde el estudio de las constantes apelaciones a la facultad de la visión gracias a los nuevos adelantos tecnológicos: los anteojos para detectar la verdad, las lentes de largo alcance para detenerse en el detalle de la lejanía desde la atalaya moral de la escritura, la nitidez en la visión y la precisión en la palabra…46 E intentará responder, con ello, a preguntas que todavía hoy —y quizá hoy más que nunca— siguen siendo universales: ¿hasta dónde libera al individuo la tecnología? ¿Cómo cuantificar los límites del conocimiento? ¿Cuál es el papel del arte en la búsqueda incesante de lo que alberga el más allá? ¿Cómo disciplinar el ojo, y cómo hacer de esta disciplina una ética personal que sea compartible? ¿Cuál es entonces la distancia exacta que necesitamos para ver las cosas como son?47 Con el fin de dar una posible repuesta a estas preguntas, conviene quizá recordar una vez más que los textos aquí recogidos articulan algo más que una simple crítica, desde el momento en que están invitando al lector a lo que Christine Buci-Glucksmann ya acuñó en su momento como “la locura de mirar” (la folie du voir); y entiendo esta locura, en este caso en particular, como “the overloading of the visual apparatus with a surplus of images in a plurality of spatial planes”, una locura positiva, caleidoscópica y fértil en sus manifestaciones.48 Esta pluralidad de planos espaciales anuncia una serie de preocupaciones relacionadas con el uso de lentes para fines científicos, dado que los famosos anteojos pueden también ser interpretados como indicadores de las tensiones existentes en España en46. Volveré más tarde sobre el motivo de la atalaya, que ya quedara canonizado en su momento por Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache; una interesante imbricación con la esfera política se traza en Fernando Negredo del Cerro, “Las atalayas del mundo. Los púlpitos y la explicación eclesiástica de la decadencia de la monarquía”. La declinación de la monarquía hispánica en el siglo XVII. Actas de la VIIa reunión científica de la Fundación española de Historia moderna. Francisco José Aranda Pérez, coord. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha, 2004, pp. 87-102; para una revisión reciente y actualizada sobre el asunto, ver, por ejemplo, María José Tobar Quintanar, “El decoro cómico del Buscón: parodia de la ‘Atalaya’ de Mateo Alemán”. La Perinola: Revista de Investigación Quevediana 16 (2012): 259-279. 47. Esta es la pregunta, por ejemplo, que se plantea Carlo Ginzburg en su sugerente Wooden Eyes: Nine Reflections on Distance. Martin Ryle y Kate Soper, trads. New York: Columbia University Press, 2001. 48. Christine Buci-Glucksmann, La folie du voir: De l’esthétique baroque. Paris: Galilée, 1996; la segunda cita pertenece a Jay, op. cit., p. 48.

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tre libertad creadora y cortapisa legal. Como resultado, nos encontramos ante textos que revelan fascinantes oscilaciones entre libertad y autoridad, apuntando a la evidencia de lo que el crítico Eduard Diksterhuis denominó en su libro homónimo “the mechanization of the world picture”,49 es decir, la transformación mental que permitió que la ciencia moderna floreciera en Europa a través de descubrimientos como el de la ley cuantitativa de la refracción, el estudio de la luz blanca y los colores en Newton o las nuevas lentes que podían ver el objeto desde nuevas perspectivas, tal y como anunciaría a fines de siglo el anglo-irlandés George Berkeley en su fundamental estudio An Essay Towards a New Theory of Vision. En este sentido, y como ya nos ha demostrado toda una genealogía crítica que va desde Marshall McLuhan a Bruno Latour,50 objetos como el telescopio y otros aparatos catóptricos avanzaron sistemas de conocimiento como ‘extensiones’ o ‘exteriorizaciones’ del cuerpo humano —incluso como prótesis, como se ha escrito recientemente51— en donde el objeto se emancipaba del sujeto creando nuevos modos de percepción y estructuras de experiencia “pero que, debido a la ‘invisibilización’ incrementada de sus mecanismos de funcionamiento, se sustraen progresivamente al control y a la disponibilidad por parte de sus usuarios”.52 En este sentido, cabe recordar que esta ciencia moderna fue desde el principio concebida también como un proyecto filosófico. Donald P. Verene ha escrito que la conexión entre la luz, el ojo y el pensamiento es también la conexión entre el “ojo de la mente” (“the mind’s eye”) y la verdad, esa verdad, por cierto, que tanto preocupaba a figuras como el citado Diego de Saavedra Fajardo: “Modern optics” —escribe Verene— “is the analogue for the modern conception of the intellect as a source of ‘reflective’ knowledge”, ya que [F]rom the reflection of Narcissus to the reflections seen outside Plato’s cave to the analogue of the Sun and the Good, light is the medium of knowledge, our 49. Eduard Jan Diksterhuis, The Mechanization of the World Picture. Oxford: The Clarendon Press, 1961. 50. Me refiero, claro está, al clásico libro de Marshall McLuhan, Understanding Media. The Extensions of Man. Cambridge, MA/London: MIT Press, 1994; y a Bruno Latour, Petites leçons de sociologie des sciences. Paris: La Découverte, 1993. 51. Es el caso de Anna Henchman, que discute una serie de autores como Thomas De Quincey o lord Alfred Tennyson en su interesante ensayo “The Telescope as Prosthesis”. Victorian Review: An Interdisciplinary Journal of Victorian Studies 35. 2 (2009): 27-32. Recuérdese que el siglo xix español tiene también un ejemplo ilustre en el Magistral de La Regenta, que contempla Vetusta con un catalejo; lo comenta Marcos Balbino en “El catalejo del Magistral en Vetusta”. Letras de Deusto 15. 32 (1985): 69-86. 52. Kramer, op. cit., p. 77.

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primary access to the objects of the world. The eye, being the organ of sight, is the primary sense of knowing. The ancient notion of the inner and the outer eye is tied to the phenomenon of light. The mind, the mens, is most like the eye. Like the divine mens, it can see ideas. The divine mens is omniscient, and it is allseeing. The human mens depends upon the object as conveyed by light. Light transports the image. The power of light is to reflect and refract what is there.53

Las piezas aquí seleccionadas, por tanto, dan cuenta de la energía desprendida del choque entre tradición e innovación, al tiempo que se hacen eco, a veces tímidamente, de las ideas provenientes de centros oficiales como academias y universidades, que irán asimilando y divulgando lo que Karsten Harries ha llamado “the loss of the Earth” gracias a los nuevos avances en óptica.54 En su recorrido argumental desde la Tierra (caso, por ejemplo, de Fernández de Ribera) a los cielos (como ocurre en Vélez de Guevara) y su vuelta a la Tierra (en alguien como Dávila y Heredia), las piezas analizadas en este estudio dan cuenta entonces del impulso del telescopio como un instrumento democrático de progreso y fantasía que irá poco a poco despojando a nuestro planeta de su tenaz centralidad “while liberating man from the narrowness of a finite world”.55 Al examinar el uso de los occhiali politici en estas novelas a la luz de los avances técnicos de la época, podemos identificar ciertas conexiones anteriormente no vistas entre logros científicos y cultura cortesana, desde el momento en que esta relectura a través de la ficción identifica además dos tipos de inquietud muy definidos ya para estos años: la adopción de anteojos como marca de distinción social en una sociedad que sufre de la misma ceguera que estas novelas denuncian; y las tensiones entre astronomía y religión que se derivan del uso de lentes para escrutar los “nuevos cielos”. Este recorrido me permite, por tanto, adentrarme en un tipo de investigación que otorga al campo de la ciencia tanto relieve como al de la creación literaria, algo que ya se tocó en su momento en textos capitales de Michel Serres (Feux et signaux de brume) o Peter Gallison (Image and Logic: A Material Culture of Microphysics). Intentaré demostrar igualmente, siguiendo la línea argumentativa impulsada por Peter Dear, y 53. Donald Phillip Verene, Philosophy and the Return to Self-Knowldge. New Haven, CT: Yale University Press, 1997, p. 77. Para las relaciones entre la Revolución científica y disciplinas como filosofía natural, teología y metafísica, ver el monumental estudio de Stephen Gaukroger, The Emergence of a Scientific Culture: Science and the Shaping of Modernity, 1210-1685. Oxford: Oxford University Press, 2007. 54. Harries, op. cit., p. 224. 55. Andrea Battistini, “The Telescope in the Baroque Imagination”. Reason and Its Others. Italy, Spain, and the New World. David Castillo y Massimo Lollini, eds. Nashville, TN: Vanderbilt University Press, 2006, pp. 3-38 (en especial pp. 22-23).

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continuada en fechas recientes por críticos como Frédérique Aït Touati, Eileen Reeves y Howard Marchitello, que esta separación tan contundente de uno y otro lenguaje es una creación tan artificial como frágil, pues la circulación de ideas entre uno y otro ha sido y es constante. Un cisma como este, en el caso de la Península Ibérica, no hace sino dificultar nuestra comprensión de la cultura barroca y el desarrollo de estos dos campos de estudio en un momento histórico en que ambos dominios se están todavía formando: “Uniting literary texts and scientific texts” —ha escrito Aït Touati con mucha razón— “does not imply an attempt to reduce their heterogeneity, still less to deny their essential differences in semiotic and epistemological terms”. Uno debe, por el contrario, “highlight common ways of thinking and similar writing strategies, to demonstrate the appropriation of poetic ideas, and to identify themes that cut through different texts” para ofrecer así, tal y como hace ella, “an outline not of boundaries between disciplines, but of specific strategies in literary and in scientific writing and of common poetic tools”.56 De forma paralela, veremos en este estudio numerosas creaciones de ficción con tintes de exploración científica, textos de índole científica que no renuncian al deleite de lo literario y, por qué no, creaciones híbridas, a medio camino entre uno y otro universo discursivo. Los ejemplos, a fin de cuentas, abundan: ¿no fue acaso el Diálogo de los dos sistemas (1632) un intento deliberado por parte de Galileo de situar a la ciencia con un pie en el universo de la ficción, de hacerlos más cercanos, de ser fiel a un cierto didactismo, a un anhelo de divulgación? No cabe duda de que el texto debe leerse como un tratado científico, pero también se puede disfrutar como una pieza de entretenimiento en forma de diálogo académico; un diálogo que, desde su afán didáctico, conecta con la tradición de sus hermanos renacentistas firmados 56. Peter Dear, ed., The Literary Structure of Scientific Argument: Historical Studies. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1991; Frédérique Aït Touati, Fictions of the Cosmos: Science and Literature in the Seventeenth Century. Chicago: The University of Chicago Press, 2011, p. 4; Eileen Reeves, Evening News: Optics, Astronomy, and Journalism in Early Modern Europe. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2014; Howard Marchitello, The Machine in the Text: Science and Literature in the Age of Shakespeare and Galileo. Oxford: Oxford University Press, 2011, capítulo 4 (“Galileo’s Telescope”), pp. 86-115; ninguno de los tres, sin embargo, se acerca al desarrollo de la ciencia y la ficción en la Península Ibérica. Semejante postura defienden Andrea Battistini en “The Antagonistic Affair between Literature and Science”. Interfacing Science, Literature, and the Humanities/ACUME 2. Paola Spinozzi y Brian Hurwitz, eds. Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 2011, pp. 61-71; y Carlos Elías, que discute el Diálogo de los dos sistemas en “En la gran ciencia también hay literatura. Análisis de elementos literarios en las obras científicas de Galileo y Darwin”. Espéculo: Revista de Estudios Literarios 33 (2006), versión en línea .

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por Juan y Alfonso de Valdés, por dar tan solo un ejemplo, pilares indiscutibles de cualquier curso de literatura española. Y lo cierto es que estamos ante formatos expresivos que superan frecuentemente sus propias fronteras. En un momento en el que la mejor crítica del Siglo de Oro ha optado por una aproximación interdisciplinaria, resulta decepcionante, sin embargo, la escasa atención que se le ha prestado al impacto de la Revolución científica en los autores áureos, muchos de los cuales no claudicaron ante el empobrecido panorama que les rodeaba. En un artículo reciente, Agustín González Cano ha escrito: No disponemos aún de un estudio definitivo sobre el empleo de los anteojos en las obras literarias del Siglo de Oro español, periodo de máxima importancia en nuestra historia cultural y época aún fronteriza en lo que concierne al desarrollo de las teorías científicas sobre las lentes y la visión.57

El presente libro, en cierta forma, busca colmar este vacío crítico gracias a lo conseguido en las últimas décadas tanto en el campo de la historia de la ciencia española como en el de la literatura áurea, por no hablar de los excelentes estudios teóricos que han sido publicados en prensas universitarias anglosajonas. Desde la monumental obra del ya citado José María López Piñero, pasando por esfuerzos puntuales en torno a disciplinas concretas o centros específicos de investigación, el crítico de hoy en día disfruta ya de un amplio catálogo de opciones para comprender mejor la actividad científica en la España de los siglos xvi y xvii y sus conexiones con la ficción del momento. Un cotejo de nuestras más conocidas obras maestras del período —el Quijote, La vida es sueño, El Diablo Cojuelo, El Criticón…— revela el gran interés que Cervantes, Calderón, Vélez de Guevara o Gracián tuvieron por lo que estaba ocurriendo en Europa. El cristal, por ejemplo, se había convertido ya en un fértil elemento metafórico desde el que construir una teoría del buen gobernante. ¿No fueron, acaso, los espejos de príncipes de los dos siglos anteriores, una “tercera dimensión” desde la que observar y reflejar una conducta ejemplar?58 No debe extrañar, por tanto, que en estos primeros compases del xvii se observase una creciente fascinación por las lentes como instrumentos de poder y de progreso; o que la segunda mitad de siglo nos diera ya a intelectuales situados a medio camino entre la ficción y el experimento, entre el escape de la literatura y el didactismo de la ciencia: Corachán, Cara57. Agustín González Cano, “Un poema del Siglo de Oro español sobre los anteojos”. Óptica pura y aplicada 37 (2004): 33-43 (p. 35). 58. El término proviene de J. Bosco Díaz de Urma, La tercera dimensión del espejo: Ensayo sobre la mirada renacentista. Sevilla: Universidad de Sevilla, 2004.

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muel y Lobkowitz, Dávila y Heredia, etc. etc. A fin de cuentas —y como nos recuerda la figura de este último, ingeniero militar curtido en la escena europea— ciencia y guerra habían corrido parejas en este saeclum bellicum. Así lo ha resumido recientemente Alicia Cámara al escribir que “era universalmente aceptado que las matemáticas eran la base común a profesiones como la de arquitecto, militar, ingeniero… La paz y la guerra necesitaban de las matemáticas, tanto para levantar un palacio como para organizar los escuadrones, para realizar planos y descripciones de los territorios, para crear artificios mecánicos…”.59 Después de todo, si la fe podía mover montañas, bien es cierto también que el ímpetu que latía tras muchos de los grandes episodios de la historia imperial de esta época había estado indeleblemente motivado por una creencia en la fiabilidad de lo empírico: la ordenación espacial de los agrimensores, la mecánica de las armas que ayudó a abrir nuevos frentes en el campo de batalla, el reloj como emblema de disciplina política, el astrolabio que guió a los conquistadores en sus navegaciones, el compás y la brújula como emblemas de la rectitud moral (como escribió el propio Boccalini en el primer Aviso de sus Ragguagli), el arte de las fortificaciones que tanto maravilló a los escritores-mercenarios de la época...60 No debe sorprendernos, de hecho, que cuando Galileo presentara su cannochiale a Leonardo Donato, doge de Venecia, en una misiva fechada el 24 de agosto de 1609, lo hiciera como instrumento bélico, como arma de defensa para poder avistar barcos enemigos en la distancia. “El Seiscientos” —ha escrito con mucho acierto Mauricio Jalón— “fue un siglo maquinístico”.61 59. Alicia Cámara, “Madrid en el espejo de la corte”. Op. cit., Lafuente y Moscoso, eds. Madrid: Comunidad de Madrid, 1999, pp. 63-74 (p. 68). 60. Trato esta cuestión en mi artículo “Ruptured Narratives: Tracing Defeat in Diego Duque de Estrada’s Comentarios del desengañado de sí mismo (1614-1645)”. eHumanista: Journal of Iberian Studies 17 (2011): 78-98; para lo referente a los usos de la maquinaria militar en un género como el teatro, ver, por ejemplo, Cory Reed, “War Machines: Instrumentality and Empire in Early Modern Spanish Drama”. Laberinto 6 (2012): 57-83, en donde se discuten textos de Cervantes y Lope. 61. Mauricio Jalón, “Empresas científicas. Sobre las políticas de la ciencia en el siglo xvii”. Op. cit., Lafuente y Moscoso, eds., pp. 155-170 (p. 155; cursivas mías). Para el caso específico del reloj, por ejemplo, ver Otto Mayr, Authority, Liberty & Automatic Machinery in Early Modern Europe. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1989, en especial las pp. 3-138. El reloj puede dar pie a una lectura simbólica del momento: Quevedo lo hará, como veremos pronto, al hablar de la política europea en La Hora de todos. En el Discurso 77 de Plaza universal de todas ciencias y artes Suárez de Figueroa recogerá en su personal traducción lo expuesto por Tomaso Garzoni sobre la figura del relojero: “Esta ocupación es por extremo honrosa y útil, por la gran comodidad de la ciencia de la hora, y de los tiempos para sus ejercicios” (p. 583). El espectro metafórico que permite un objeto como el reloj no solo atañe a la ficción del xvii, sino que llega hasta el presente

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La sátira es un lenguaje que se presta a la perfección para este tipo de problemática, en la medida en que capta como ningún otro género los miedos y sospechas del ciudadano de a pie ante todas las novedades del ámbito científico. La existencia en la Península de una sólida tradición literaria de sesgo tacitista, representada fundamentalmente en su faceta política por la creación burlesca del arbitrista, hará que toda esta maquinaria de la que habla Mauricio Jalón se convierta en un fértil motivo narrativo.62 De mención casi obligada resulta, por ejemplo, el pasaje de El Buscón donde Quevedo se burla del “repúblico” y su plan de “catorce años” en el que propone ganar Ostende con unas esponjas gigantes “para hundir la mar por aquella parte doce estados”.63 La alusión, qué duda cabe, resulta francamente cómica, pero lo cierto es que tras esta suerte de ‘mecánica imposible’ también se respira, como ocurrirá en muchos de los textos que veremos a continuación, un muy palpable malestar ante tanta estupidez y oportunismo. Un malestar, por cierto, que en otros casos adquirirá encarnaciones concretas, apelaciones al ingenio, a la visión, a la locura fértil, canonizadas todas ya desde la figura italianizante del virtuoso gracias a inventores como Leonardo Fioravanti, Giambattista della Porta y el propio Galileo Galilei, y trasladada a la Península en variantes de gran rendimiento literario. Piénsese, por ejemplo, en las recreaciones ficticias —y acuñaciones verbales o metafóricas— del ingeniero de origen italiano Juanelo Turriano (en El Buscón, por ejemplo) o el del musicólogo y coleccionista Juan de Espina (en El Diablo Cojuelo) que serán invocadas, a veces de forma burlesca, como representaciones del soñador imposible, del científico loco, casi siempre a contracorriente.64 Es por ello que muchas de las disciengastado en el lenguaje de la crítica: Fernando R. de la Flor ha definido con mucho tino a la institución monárquica en España como “absolutamente invisible en sus mecanismos relojeros”, del rey como “manilla de un movimiento oculto” que “toma decisiones fulminantes” y que hace de la visión “el principio máximo de actuar”; en op. cit., 2007, p. 61. De interés general resulta también el estudio de Domenico Bertoloni Meli, Thinking with Objects: The Transformation of Mechanics in the Seventeenth Century. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 2006. 62. Para el estudio de esta figura sigue siendo indispensable Jean Vilar Berrogain, Literatura y economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro. Trad. Francisco Bustelo García del Real. Madrid: Revista de Occidente, 1973. 63. Cito por la edición de Fernando Cabo Aseguinolaza. Barcelona: Crítica, 1993, pp. 106-107. 64. Turriano fue amigo personal de Carlos V y Felipe II, y admirado por escritores como Cervantes, Ambrosio de Morales y Sebastián de Covarrubias. Al interesado sobre su obra, remito a Juan A. Frago Gracia y José A. García-Diego, Un autor aragonés para Los veintiún libros de los ingenios y de las máquinas. Zaragoza: Diputación General de Aragón, 1988. A la figura de Juan de Espina volveré en páginas venideras; ver, en cualquier caso, Emilio Cotarelo y Mori, Don Juan de Espina;

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plinas más en boga en su momento, como la alquimia o la geometría, servirán a los ingenios áureos para crear nuevas ecuaciones con un componente ético-moral inevitable, en la búsqueda de una ciencia útil, positiva, incluso correctora —una ciencia, en otras palabras, que desde su precisión sepa calibrar y ajustar los desvíos y dislates de la mente—. Léase si no, por ejemplo, la sofisticada relectura de un instrumento como el compás, de cuyo uso escribe Boccalini en los pasajes dedicados a su famosa tienda: También se venden en aquella tienda algunos compases, no ya labrados de plata, latón o acero, sino de puro interés, de la más fina reputación que se halla en todos los minerales de la honra, y son admirables para medir con ellos las propias acciones; pues la experiencia ha hecho conocer a todos, que los compases labrados de la materia vil del propio parecer, y del interés sólo, salen poco justos a los que en sus negocios desean tirar las líneas paralelas: demás, que semejantes compases a los que exactamente poseen el arte de saber bien usar de ellos, salen excelentes para poder tomar las medidas de la latitud de aquellos fosos, que algunos por respeto de su reputación, les es forzoso saltar indemnes sin correr peligro de caer en medio de ellos, y vergonzosamente sepultarse en el asqueroso lodo de la imprudencia.65

La frase puede resultar algo críptica, y qué duda cabe que Boccalini coloca el compás, de forma un tanto forzada, al servicio de la denuncia que quiere avanzar a toda costa: el compás utilizado por mano hábil y sabia que, en sus líneas y círculos, traza las marcas de (la) virtud, delimita un espacio muy reducido, su pequeña isla de verdad. Las medidas del compás pasan a ser así la medición correcta de la realidad, la interpretación de lo que rodea al hombre barroco y que tanto le apremia en su aparato visual. De la misma manera, este mecanismo tan sencillo como grandioso se convierte, como vemos en la cita, en un posible camino hacia la rectitud al hermanar el término medida con la cualidad de la mesura como opuesto de la tan denostada “imprudencia”. Resulta entonces fácil perder la orientación al no poder vislumbrar correctamente —y aquí de nuevo la importancia de la vista— la verdadera razón de ser de cada cosa. Como veremos en Saavedra Fajardo, es necesaria entonces una buena dosis de buen tino,

noticias de este célebre y enigmático personaje. Madrid: Imprenta de la Revista de Archivos, 1908; Fernando Bouza Álvarez, “Coleccionistas y lectores. La enciclopedia de las paradojas”. La vida cotidiana en la España de Velázquez. José AlcaláZamora, ed. Madrid: Temas de Hoy, 1995, pp. 235-254; y la edición de Susan Paun de García a las piezas de José de Cañizares Don Juan de Espina en su patria y Don Juan de Espina en Milán. Madrid: Castalia/Comunidad de Madrid, 1987, en donde se ofrecen interesantes apreciaciones sobre su persona. 65. Op. cit., f. 3r.

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una determinada destreza, una sprezzatura y agilidad mental: líneas limpias, claras y contundentes, de trazo firme, sin que tiemble el pulso. Léase, así, lo referente a la brújula: “Venden también los mismos políticos gran número de brújulas usadas de los agrimensores, que son muy necesarias, para bien cuadrar por todas partes aquellos con quienes algunos deben tratar negocios graves, y conferir secretos de importancia”.66 El hombre vive desorientado y, como posible fuerza redentora, la ciencia debe ayudar a encontrar este ‘norte’ a través de la correcta medida de las cosas, de la interpretación fiel de la realidad. El objeto personal, íntimo, coleccionado de este universo burgués y aristocrático, este artefacto que mide y orienta, se torna entonces en preciado recurso, como parte de una suerte de idolatría de la materia. Se cuida lo técnico, lo preci(o)so, lo intrincado, aquello que guarda secretos funcionamientos, y se colecciona y dispone en el espacio íntimo, haciendo de esa colección un mecanismo más, una maravilla con la que deleitarse; y este Wunderkammer barroco es, evidentemente, un gabinete repleto de posibilidades.67 Sin embargo, la maravilla debe también ser “domesticada”, asimilada a uno mismo y a su cultura, y de esta variada aplicación, de esos usos personales de la nueva mecánica se encargan numerosas novelas de la sátira española. Y no solo la ficción literaria; la historia del retrato nos brinda algunos ejemplos maravillosos: piénsese en uno de los más interesantes testimonios, a saber, el cuadro de 1617 de Peter Paul Rubens y Jan Brueghel titulado El sentido de la vista (Museo del Prado), y que constituye la primera aparición conocida de un telescopio.68 Un telescopio, por cierto, que asoma retratado entre los numerosos objetos del gabinete de Isabel Clara Eugenia (hija de Felipe II) y su esposo y primo el archiduque Alberto, quienes lo recibieron como regalo de manos del marqués de Spínola —también presente, por cierto, en un retrato en el suelo en una esquina del lienzo—. O el caso de José Ribera en su cuadro La vista. El lienzo de El Españoleto pertenece a una serie de cuadros sobre los cinco sentidos, y en esta alegoría de la vista su protagonista dirige una mirada directa al espectador. Con el rostro ajado por el sol, Ribera lo retrata 66. Ff. 3r y 3r-v, respectivamente. Tomará prestado el motivo de la brújula su contemporáneo Matías de los Reyes en El Curial del Parnaso, como señala Williams, op. cit., p. 52. 67. De recomendada lectura resulta ser, en cuanto a las diferentes representaciones del gabinete barroco, el ya clásico estudio de Paula Findlen, Possessing Nature. Berkeley: University of California Press, 1994. 68. Instrumental resulta, en este sentido, el trabajo de Paolo Molaro y Pierluigi Selvelli, “The Mystery of the Telescopes in Jan Brueghel the Elder’s Paintings”. Memorie della Società Astronomica Italiana: Supplementi 14. 246 (2010): 246-249; y Gal y Chen-Morris, op. cit., pp. 2-11.

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Fig. 3. Peter Paul Rubens y Jan Brueghel, El sentido de la vista (1617).

Fig. 4. José Ribera, La vista (1613-1616).

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como una persona de faena, con la piel curtida y unas fuertes manos que sujetan un telescopio. Y, en la parte inferior de la composición, los ya populares anteojos, que forman igualmente un elemento crucial de este gabinete de objetos de medición óptica. *** En un trabajo reciente, Fernando R. de la Flor ha escrito que es fácil reconocer, por el conjunto de los estudiosos que ahora mismo operan en el campo de la cultura siglodorista, el que no estamos todavía en condiciones de establecer los límites y la profundidad de lo que es el vasto campo de la percepción visual barroca; los modos del mirar y el percibir, y los correspondientes procesos analógicos de reconstrucción de la realidad en términos de imagen, lo que podríamos denominar la constitución de la mirada altomoderna sobre el mundo, el régimen escópico que corresponde a la Edad Moderna. Todo esto nos es, en buena medida, desconocido, como así mismo lo son también, y particularmente éstos, los complejos procesos de construcción de la imago mentis, de la figuración, de la visión, de la percepción fantasmática de realidades irreales, en los que, por cierto, sobreabunda la cultura hispánica, que encontró en este campo del desarreglo perceptivo y la visión numinosa una alegoría de la posición excéntrica y distorsionada del hombre en el mundo. A todo ello, añadiríamos también una cierta desatención de nuestra historiografía, incluso de la más reciente, por lo que se refiere al propio proceso técnico en que está embarcada la “óptica barroca”…69

Resulta injustificado que exista una bibliografía tan escasa en torno a la convivencia de la ficción con la disciplina de la óptica en nuestros ingenios áureos, y más aún teniendo en cuenta, como vamos apreciando, que la figura del astrónomo fue en su día un arquetipo de enorme atractivo, indiscutiblemente relevante. Esta fascinación por su persona y obra, qué duda cabe, ha perdurado a lo largo del tiempo, tal y como atestiguan los numerosos estudios recientes y la atención que, como veremos pronto, su figura ha recibido en torno al cuarto centenario de la invención del telescopio (1609-2009). El expediente a Galileo es testimonio fiel de lo que a lo largo del tiempo ha sido una fascinación inagotable por su figura: celosamente guardado en los archivos vaticanos hasta el siglo xix, dicho expediente pasó entonces a manos francesas (1811-1845) tras el saqueo de Napoleón, para ser devuelto a su lugar de origen bajo la promesa de ser publicado. 69. “El Quijote espectral. Desarreglos visuales y óptica anamórfica a comienzos del Seiscientos en el ámbito hispano”. Topos y tropos 6 (2005), en línea .

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Recientes trabajos de Maurice A. Finocchiaro y Thomas F. Mayer70 han recuperado no solo la famosa condena de la Inquisición de 1632-1633, cuyo juicio se remontaba a acontecimientos ya ocurridos en 1613 con el edicto promulgado por el cardenal Roberto Bellarmino, sino también la controvertida “rehabilitación” por parte de Juan Pablo II en 1979-1992.71 70. Maurice A. Finocchiaro, Retrying Galileo, 1633-1992. Berkeley: University of California Press, 2007; Thomas F. Mayer, The Trial of Galileo, 1612-1633. Toronto: University of Toronto Press, 2012. 71. El 31 de octubre de 1992, a los 350 años de su muerte, Juan Pablo II lo rehabilitó solemnemente y criticó los errores de los teólogos de la época que dieron pie a tal condena, sin descalificar expresamente al tribunal que lo sentenció. En un discurso de 13 páginas, leído en la Sala Regia del Palacio Apostólico, el papa Wojtyla le calificó de “físico genial” y “creyente sincero”, “que se mostró más perspicaz en la interpretación de la Escritura que sus adversarios teólogos”. El Vaticano consideró en 2009 que tras la rehabilitación de Galileo Galilei por Juan Pablo II en 1992 los tiempos “estaban maduros” para una nueva revisión de su figura, “al que la Iglesia desea honrar”, según declaró el arzobispo Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura. Ravasi hizo esta afirmación durante la presentación en el Vaticano de las iniciativas previstas por la Santa Sede durante el Año de la Astronomía y el Congreso Internacional sobre la figura de Galileo Galilei, que se celebró en Florencia del 26 al 30 de mayo. El arzobispo Ravasi dijo que el Año de la Astronomía, convocado por las Naciones Unidas para conmemorar los 400 años de los primeros descubrimientos astronómicos, representaba para la Santa Sede una importante ocasión de profundización y diálogo sobre la astronomía y la figura del astrónomo toscano: “Galileo fue el primer hombre que miró con un telescopio hacia el cielo. Abrió para la humanidad un mundo hasta entonces poco conocido, ampliando los confines de nuestro conocimiento y obligando a releer el libro de la naturaleza bajo una nueva mirada. La Iglesia desea honrar la figura de Galileo, genial innovador e hijo de la Iglesia”, subrayó Ravasi. El prelado agregó que los “tiempos están maduros” para una revisión de la figura de Galileo y de todo el Caso Galilei y recordó que ya el Concilio Vaticano II en referencia al científico toscano “deploró ciertos comportamientos mentales, que no faltaron entre los cristianos, derivados de no darse cuenta suficientemente de la legítima autonomía de la ciencia”. Ravasi recordó cuando en 1981 Juan Pablo II creó la comisión para examinar el Caso Galileo y subrayó “el coraje” de esa comisión de “reconocer los errores de los jueces de Galileo”, que, incapaces de separar la fe de una cosmología milenaria, creían que la aceptación de la revolución copernicana haría vacilar la tradición católica y por tanto era un deber prohibir esas enseñanzas. El prelado agregó que “por ese error subjetivo de juicio” Galileo “tuvo que sufrir mucho”. “Hoy, en un clima más sereno, podemos mirar a la figura de Galileo y reconocer al creyente que intentó en su tiempo conciliar los resultados de sus investigaciones científicas con los contenidos de la fe cristiana. Por ello, Galileo merece hoy todo nuestra aprecio y gratitud”, destacó Ravasi en su homenaje. Con motivo de estas conmemoraciones, el Vaticano reeditó las actas del proceso a Galileo Galilei para recordar que el papa Urbano VIII nunca firmó la condena de la Inquisición al científico italiano, según dijo recientemente Ravasi. Entre las iniciativas destaca el convenio celebrado el 26 de febrero en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma sobre “1609-2009. 400 años de Sidereus Nuncius de Galileo”. Más tarde, del 26 al 30 de mayo se celebró en Florencia el convenio internacional de estudios “El caso Galileo. Una relectura histórica, filosófica, teológica”, organizado por el

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Los trabajos de Finocchiaro y Mayer estudian con maestría este fascinante proceso que recorre a través de los siglos lo que ha sido la recepción crítica de la obra y figura del cosmógrafo italiano, su controvertida canonización, las incomprensiones que generó su legado, así como algunas de las más importantes ficciones en torno a su mítica figura.72 Revelan, en última instancia, una muy saludable resistencia a determinadas ideas que ya en su tiempo fueron recibidas como sólidas verdades. Y es que, como nos ha recordado en fechas recientes Carmen Mataix, no solamente “con Galileo […] se superó la concepción aristotélica del universo y, sobre todo, se incorporó una nueva forma de entender la naturaleza que inauguró lo que se llamó la Nueva Ciencia”, sino que además fue el pisano quien esgrimió argumentos racionales antes que empíricos para defender su teoría heliocéntrica, “una nueva realidad y una ontología paralela al mundo”.73 Si el cosmos había sido obra personal del “Gran Artesano”, según la feliz acuñación de su contemporáneo Johannes Kepler, para Galileo, la naturaleza era un libro con su propio idioma que había de leerse correctamente, que debía ser des-crifrado: su famosa premisa “la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos” conjugaba entonces estas dos facetas, la técnica y la humanista, situándole entonces en la esfera del mathematicus, es decir, en la de un filósofo profundamente versado tanto en los dominios de la matemática como de la astronomía y la astrología. Así rezaba ya, por ejemplo, en la portada a la primera edición del Sidereus, que incluía primero el philosophis seguido del astronomis. Con ello cristalizaba un nuevo espíritu científico mucho más moderno que lo existente hasta entonces: “[T]he Instituto Stensen de los Jesuitas. Del 21 al 26 de junio se impartió un curso de estudios (organizado por la Specola Vaticana, el Observatorio Vaticano desde 1986) y durante todo el mes de octubre estuvo abierta en el Vaticano la exposición Galileo 2009, Fascinación y fatiga de una nueva mirada sobre el mundo. A 400 años de la primera observación con telescopio. Del 15 de octubre al 5 de enero de 2010 se exhibió en los Museos Vaticanos la exposición Astrum 2009: el patrimonio histórico de la astronomía italiana de Galileo hasta hoy, que incluyó libros, archivos e instrumentos procedentes de la Specola Vaticana y de los Museos Vaticanos, así como el manuscrito Sidereus Nuncius, de Galileo, conservado en la Biblioteca Nacional Central de Florencia (“El Vaticano honra a Galileo en el Año de la Astronomía”, El Mundo, 27 de enero de 2009, ). 72. Ver, a modo de complemento, Manuel Doncel, “Juan Pablo II y los studii galileiani”. Largo campo di filosofare. José Montesinos y Carlos Solís, eds. Santa Cruz de Tenerife: Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, 2001, pp. 733-752; y Antonio Beltrán Marí, “‘Una reflexión serena y objetiva’. Galileo y el intento de autorrehabilitación de la Iglesia católica”. Arbor CLX 629 (1998): 69-108; Richard A. Kerr, “Finally, an End for Galileo”. Science 301. 5641 (2003): 1831. 73. Carmen Mataix, “Galileo: la actualidad de un renacentista”. Op. cit. Montesinos y Solís, eds., pp. 131-138 (pp. 131 y 138 respectivamente).

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mathematical astronomer”, ha escrito Peter Dear, “merely described and modelled the motions of the celestial bodies; it was the job of the natural philosopher to explain why they moved”.74 Y aunque la astrología y, en particular, la idea de cómo predecir el futuro a través del horóscopo, nunca gustó a los españoles75 a pesar de haber sido para Galileo la disciplina más importante en sus años de docente en la Universidad de Padua, fue no obstante una rama del saber que le aportó grandes beneficios: su ya citada obra maestra Sidereus Nuncius, vuelvo a subrayar, fue dedicada al soberano de la Toscana, el gran duque Cosme de Médici, proponiendo que las nuevas lunas de Júpiter fueran nombradas en honor al duque dado el gran interés por la materia que tenía toda la familia.76 Si hasta entonces los astros tenían nombres de divinidades, la audacia de los Medici supuso un claro cambio de paradigma, y con él la suerte de Galileo, quien reemplazó su humilde sueldo de profesor universitario con un estipendio anual equivalente a unos 300.000 dólares modernos. Las 550 copias de este tratado en latín se agotaron en pocos días. Superada quedaba ya, así, su primera etapa aristotélica; se abría un siglo nuevo, lleno de posibilidades, sensible a los logros y las limitaciones de esta nueva ciencia: Noble interest in the objects of science, such as preserved natural specimens, objects for the burgeoning Kunstkammern, territorial and new world maps, and instruments such as telescopes affirmed the potential of natural knowledge to celebrate reputation and establish credit — both of the ruler and the natural philosopher — to produce commercially valuable and aesthetically pleasing objects, and to open up unknown worlds.77

Nuestro científico se había convertido en una figura axial desde la imbricación de cosmología, arte y técnica con política comercial, al tiempo que luchaba por su legitimación social a través de la teología y la religión en una Italia que, como he indicado arriba, nunca dejó de mirar a España. La historia de estas relaciones resulta, como apuntaré en breve, tan nece74. En Peter Dear, Revolutionizing the Sciences. European Knowledge and Its Ambitions, 1500-1700. Princeton: Princeton University Press, 2001, p. 42. 75. Pimentel, de hecho, ha señalado que “[E]l Despotismo combatió con dureza los pronósticos, los calendarios y diversos libros de cordel, pues veía en ellos superchería, formas desviadas de religiosidad y conocimiento emparentados con la astrología judiciaria, la alquimia y la magia, los eslabones perdidos de la ciencia moderna” (op. cit., p. 60). 76. Tal y como indica, por ejemplo, Nicholas Kollerstrom en su ensayo “Galileo’s Astrology”. Op. cit. Montesinos y Solís, eds., pp. 421-432 (p. 422). Sobre la trascendencia del Sidereus ha escrito también, entre otros, Battistini, op. cit., 2006, p. 10. 77. Smith, op. cit., p. 350.

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saria de conocer como fascinante en su desarrollo. Pero quiero iniciar este viaje un poco antes, en las últimas décadas del siglo xvi, analizando la cosmovisión de los primeros ingenios áureos, determinada aún por el legado de un Tolomeo cuyas líneas maestras pronto empezarán a cuestionarse.

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1. Firma y firmamento

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I Observaciones Yo aplaudo a los hombres sabios y prudentes que nos han traído el telescopio.

Ángel Ganivet, Idearium español

El telescopio de Galileo y la mirada de España La transmisión del telescopio en la Europa del siglo xvii no es sino un gran crisol de historias independientes que van construyéndose, en muchos casos, de forma coetánea. Cuando Galileo inicia su carrera en la Universidad de Pisa (1589), el De Revolutionibus Orbium Coelestium (1543) de Nicolás Copérnico continúa siendo un texto de referencia, si bien ya no resulta tan radicalmente nuevo a pesar de su segunda edición en Basilea (1566). El científico más importante es, de hecho, el ya citado Tycho Brahe, quien ha determinado que los planetas orbitan alrededor del Sol, mientras este gira aún en torno a la Tierra. Semejante idea incomoda profundamente a los jesuitas, tal y como demuestra el Almagestum Novum (1651) de Giovanni Battista Riccioli, que refina algunos de los puntos del texto de Brahe para convertirse así en el libro más influyente de su época hasta la llegada del Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687) de Isaac Newton.1 Pero en esta historia de la vida social del telescopio hay también que añadir un texto de importancia capital, el De Modo Visionis (1604) de Kepler, cuyas teorías sobre la imagen en la retina ocular 1. Véase, a este respecto, William Shea, “Galileo the Copernican”. Op. cit. Montesinos y Solís, eds., pp. 41-60.

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demarcaron la distinción entre el ojo como un instrumento de percepción y un mundo exterior regido por leyes físicas y geométricas, abriendo así la puerta a futuros estudios sobre distancia y perspectiva y, cómo no, sobre ese racionalismo cartesiano que iba a separar muy pronto el yo de su entorno. Para el verano de 1609, en cualquier caso, sabemos que el inglés Thomas Harriot se halla en Londres observando y trazando un nuevo mapa de la Luna,2 mientras que de forma prácticamente simultánea, Galileo ha estado investigando desde los años 90 la posibilidad de que la Tierra gire sobre sí misma. El asunto resulta a todas luces controvertido, cuando no herético, ya que nos encontramos en una década de férreo control ideológico que atestigua famosas condenas, como por ejemplo los encarcelamientos de Giambattista della Porta, Cesare Cremonini y Tomasso Campanella, o la muerte en la hoguera de Francesco Pucci y del ya citado Giordano Bruno.3 Della Porta, a quien se atribuye el diseño de un anteojo con ocular divergente, firma el primer tratado sistemático y de gran difusión sobre las lentes, el famoso Magia naturalis. En su segunda edición (1589) describe la lente, la lens cristallina, los espejos múltiples y la combinación de lentes positivas y negativas. Sin embargo, la manipulación de lentes cóncavas y convexas en la Italia de 1590, en los Países Bajos hacia 1604 y en toda Europa ya para el verano de 1609 —primero como instrumento de navegación y luego como herramienta astronómica— hará que la cosmovisión existente se modifique de forma radical, y que en pocos meses se sucedan nuevas propuestas en torno a la fisonomía celeste.4

2. Harriot fechó su primer dibujo de la Luna el 26 de julio de 1609 —según el antiguo calendario juliano, o 5 de agosto según el moderno gregoriano— y Galileo contó que él la observó por primera vez el 30 de noviembre del mismo año. Luego, el 13 de enero de 1610, Galileo observó los satélites de Júpiter, fecha también histórica para la astronomía. Entre 1610 y 1613 Harriot realizó varios mapas de la Luna y luego se dedicó a otras tareas científicas, en las que sobresalió. Ver Allan Chapman, “A New Perceived Reality: Thomas Harriot’s Moon Maps”. Astronomy & Geophysics 50. 1 (2009): 1.27-1.33. 3. Ver la completa Introducción de Antonio Beltrán Marí en su edición al libro de Galileo Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano. Madrid: Alianza Editorial, 1994. 4. Remito, como botón de muestra reciente, a Eileen Reeves, Galileo’s Glassworks. The Telescope and the Mirror. Cambridge, MA: Harvard University Press, 2008; y a Jay M. Enoch, “Introducción a la historia de las lentes y correcciones visuales: una referencia a España y a los territorios del Nuevo Mundo”. Óptica avanzada. María Luisa Calvo Padilla, coord. Barcelona: Ariel, 2002. Sobre el origen y comercialización de los primeros telescopios, resulta fundamental el estudio de Vincent Ilardi, Renaissance Vision from Spectacles to Telescopes. Philadelphia: American Philosophical Society, 2007.

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Sin embargo, existe, si se quiere, una prehistoria ya escrita de la lente de largo alcance. Contamos hoy en día con testimonios antiguos sobre la existencia en Oriente Medio de instrumentos que podrían haber sido usados a manera de catalejo. Sabemos también, por ejemplo, que en la iglesia de San Nicolás de Treviso existe el primer cuadro de una persona con lentes: se trata del cardenal Hugues de Saint Cher, en Provenza, pintado por Tommaso da Modena en 1352.

Fig. 5. Tommaso da Modena, Hugues de Saint Cher (1352).

Las primeras lentes, sabemos también ya, se fabricaron para la presbicia y eran convexas, ya que las cóncavas para la miopía no aparecerían hasta un siglo más tarde. En el año 1436, cuando Gutenberg inventa la imprenta, se produce una verdadera revolución en la lectura de libros, y con ello una mayor demanda de lentes. De este mismo año es un cuadro de Jan Van Eyck en el que podemos apreciar a uno de sus retratados con unos anteojos en las manos, el famoso Virgen del canónigo Van del Paele. En él, Joris Van der

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Paele acaba de quitarse los anteojos tras haber estado rezando, de manera que la lente izquierda magnifica el pasaje del texto que ha estado leyendo.

Fig. 6. Van Eyck, Virgen del canónigo Van der Paele (1436).

Es entonces en esta década cuando las lentes dejan de ser un arte monacal, al aparecer los primeros talleres dedicados a fabricarlas en lugares como Núremberg, Haarlem y Venecia, fundándose precisamente en Núremberg el primer gremio de maestros fabricantes de lentes ópticas en 1438. La historia literaria de Europa está, de hecho, condimentada con anécdotas de miopías y miopes: Francesco Petrarca, por ejemplo, nos cuenta en 1364 que debió usar anteojos debido a su edad; y se ha dicho también que el poeta francés François Villon donó sus lentes de lectura para los pobres en 1461. El siglo siguiente es, en cualquier caso, el que verdaderamente atestigua avances fundamentales en el terreno de la óptica. En 1523 se utiliza el espejo cóncavo como microscopio a cargo de Giovanni Roncellai, y en 1550 Francesco Maurolico emprende en Sicilia un estudio sistemático sobre prismas, espejos esféricos y el mecanismo de la visión. Lo cierto, sin embargo, es que algunos de los primeros telescopios de los que tenemos noticia son de procedencia norte europea, pues aparecen en Holanda unas décadas más tarde, con la primera solicitud de patente de un telescopio refractor el 2 de octubre de 1608 a cargo de Hans Lippershey y Zacharias Janssen en Middelburg.

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A ellos se unirá Jacob Metius (o Jacob Adriaanszoon) en Alkmaar, sobre cuyo diseño Galileo realizó una serie de mejoras en los meses inmediatamente siguientes, acaso en paralelo al jesuita Niccolò Zucchi y su telescopio reflector de 1616. Fue sin embargo Girolamo Sirtori, discípulo de Galileo, quien defendió en el que se considera el primer tratado de telescopios (Telescopium sive Ars perficiendi novum illud Galilaei visorium instrumentum ad Sydera [1618]) que las primeras muestras no eran las de los ya citados holandeses, sino de cristaleros catalanes. En su obra capital, el milanés narraba el viaje que hizo por Europa en 1609-1610 y su encuentro con Joan Roget, fabricante de lentes en Cataluña, del cual sabemos que murió entre 1617 y 1624. Comentó, entonces, que al llegar a Gerona se encontró con Roget, quien le mostró “la armadura o los hierros de un telescopio tomados de orín” y las “formas del instrumento delineadas en un libro”, de las que Sirtori tomó copiosa nota. Los términos que aparecen —“anteojos de larga vista”, “ullera larga guarnida de llautó”, “ollera de larga vista”, “ullera de llauna per mirar de lluny”…— son sin duda significativos, y nos hablan de una tradición cristalera establecida en Cataluña que coincide en el tiempo con la terminología utilizada en numerosos inventarios de ciudadanos de Barcelona realizados entre 1593 y 1613. De igual forma, sabemos que el médico, historiador y matemático mallorquín Joan Benimelis, muerto en 1616, poseía una “trompa, de mirar de lluni i altre trompa” ya desde principios de siglo.5 Esta trayectoria geográfica la trazará el poeta sevillano Juan de Salinas (1559-1643) en un interesante “Enigma” condimentado de ironía y dobles sentidos:

NUEVAS DE BARCELONA6 (Enigma) Dos hermanos arribaron en una nave a la playa, que de tierras extranjeras vienen a dar vista a España. 5. Ver José María Simón de Guilleuma, “Juan Roget, óptico español inventor del telescopio”. Actes du XIe Congrés International d’Histoire des Sciences (BarcelonaMadrid, 1959). Barcelona/Paris: Asociación para la Historia de la Ciencia Española/Hermann, 1960, pp. 708-712; y López Piñero, op. cit., 1979, pp. 190-191, en donde ofrece más detalles sobre la reputación en vida de esta conocida familia de artesanos. 6. Más información sobre el poema se ofrece en el excelente análisis de González Cano, op. cit., 2004, pp. 40-43.

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De ilustre ingenioso aspecto, de clarísima prosapia, que por blasón de nobleza traen dos lunas en las armas; de esta espléndida familia son los que asisten y guardan al gran Señor en su trono de alevosas asechanzas. Con examen riguroso le dio sus grados Italia, y en todas las Facultades lo más oscuro declara. ¡Oh, tú, gran Reina Sabea, si nuestra edad alcanzaras, qué pruebas hicieras de ellos, y en qué materias tan varias! Con gran acompañamiento de una muy lucida escuadra (que eran para ver) hicieron en Barcelona su entrada. Han sido bien recibidos de Príncipes y Monarcas, y el pueblo por medio de ellos mil imposibles alcanza. LOS ANTOJOS

Es este visorium un instrumento capital en el desarrollo de la ciencia de entre siglos —de hecho, en su Sidereus Nuncius, Galileo hace ya mención, por ejemplo, de la importancia del francés Jacques Badovère en la adopción del telescopio—.7 Desde julio de 1609 el astrónomo toscano ha estado en Venecia intentando convencer a los patricios que controlan la Universidad de Padua de que le aumenten el sueldo, y es allí donde se enterará de que Mauricio de Nassau ha recibido como regalo un anteojo con ocular divergente que permite ver los objetos lejanos con inusual detalle. Para cuando vuelve a la ciudad de los canales el 21 de agosto tiene ya un instrumento que le permite una magnificación de ocho veces, lo que no evita que algunos de sus contemporáneos, como su enemigo Cesare Cremonini, se nieguen a mirar por el telescopio. Aun así, Galileo irá perfeccionando su rudimentario instrumento —con el que consiguió hasta 7. Sobre las relaciones entre el francés y Galileo, ver Lewis, op. cit., en especial el capítulo 4, “Early Contacts”, pp. 91-112; un marco más amplio se ofrece en Frederick J. Baumgartner, “Galileo’s French Correspondents”. Annals of Science 45 (1988): 169-182.

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treinta aumentos— y continuará observando el cielo. Su telescopio será un modelo refractor, en el cual se utilizará un sistema de lentes para refractar los rayos luminosos y hacerlos converger en un plano focal, usando una lente convexa en el objetivo y otra cóncava en el visor. No va a ser el primero en adoptar tal herramienta, ignorando como ignoraba que su embrionario telescopio era ya, en realidad, muy superior a todos los existentes;8 pero sí le plantea, por el contrario, un nuevo reto, tal y como ha señalado Pimentel: En 1610 la observación de Galileo de manchas solares no podía derribar por sí sola la incorruptibilidad de las esferas celestes. Había que enseñar a mirar por su telescopio, había que disciplinar la vista, había que reubicar el lugar de donde manaba el flujo de la autoridad sobre el mundo natural. Los instrumentos no tenían credibilidad; los testigos, depende quién; la Biblia y quien detentaba el monopolio de su interpretación, la tenían toda.9

Estos meses constituyen entonces un período crucial tanto en la vida de Galileo como en el panorama europeo de la ciencia. Esta “nueva mecánica” hace que su carácter novedoso genere un muy conveniente capital social y económico en forma de regalo para estrechar alianzas y forjar nuevas amistades. Las limitaciones de las que adolecía su sistema óptico serán rápidamente solventadas desde la vía empírica por Kepler, que diseñará otro modelo de telescopio refractor más adecuado para el uso astronómico: su Dióptrica (1611) desarrollará una óptica geométrica de las lentes, del anteojo astronómico de Galileo (con ocular negativo) y del kepleriano (con ocular positivo). El uso de diafragmas que restringía los haces luminosos a los rayos centrales permitirá así establecer una correspondencia entre punto imagen y punto objeto, y a partir de entonces el desarrollo del anteojo permitirá un progreso considerable en astronomía y óptica. Para fines de 1610, por ejemplo, ya constan observaciones realizadas con telescopio en el Colegio Romano y en el convento de San Antón en Lisboa. No sorprende, entonces, que comiencen muy poco después a darse encargos por parte de muchos de los grandes estadistas del momen8. Sin embargo, y como ha sugerido Samuel Doble Gutiérrez en “La consagración del telescopio como instrumento científico”. Laguna: Revista de filosofía 14 (2004): 165-184, técnicamente los telescopios galileanos dejaban mucho que desear. A pesar de la enorme utilidad que reveló este utensilio, su análisis revela que la oposición con la que se encontró Galileo desde un primer momento no sólo tenía que ver con intereses políticos e ideológicos, o con el problema de la infradeterminación de la teoría por los datos, sino que también tenía un fundamento empírico. 9. Pimentel, op. cit., p. 56.

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to, como el duque de Baviera o su primo Ernesto, arzobispo y príncipe elector de Colonia, o incluso por parte del cardenal Francesco Maria del Monte. Ya sea sospecha o divertimento, lo cierto es que de la fascinación por lo suprahumano Galileo intuye muy pronto un jugoso dividendo: con el permiso del gran duque de la Toscana busca enviar cinco telescopios a jefes de Estado de España, Francia, Polonia, Austria y Urbino, aprovechando el furor que, como bien ha documentado William Shea, ha causado el telescopio entre la nobleza y realeza europea: de Rudolph II de Praga al cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa; del cardenal Alessandro Peretti di Montalvo a la reina Marie de’ Medici; del cardenal Odoardo Farnese a la corte francesa, que le pedirá un nuevo planeta para llamarlo en honor del rey Enrique IV... Todos quieren disfrutar de las nuevas realidades que provee tan misterioso invento. Se sabe que el 21 de agosto Galileo presenta el telescopio al Senado de Venecia. Monta el artilugio óptico sobre el Campanile, en la Plaza de San Marcos, donde entusiasma al público espectador. Ante sus ojos, Murano, situado a unos 2½ kilómetros, da la impresión de estar a solo 300 metros. Galileo lega entonces los derechos sobre el telescopio a la República de Venecia, muy interesada, como ya he indicado en el capítulo anterior, en sus aplicaciones militares. En una carta que escribe a Leonardo Donato, doge de Venecia, fechada el 24 de agosto de 1609, Galileo explica los usos de este cannochiale como instrumento para ver barcos enemigos “desde una distancia de dos horas antes de que se puedan ver con el ojo humano”, y le promete al gobernante mantenerlo en secreto. Con el telescopio analiza con detalle la Luna y sus fases, percatándose de que ésta no es una esfera perfecta tal y como había determinado la teoría aristotélica. La nueva superficie lunar no sólo rompe con creencias de tipo astronómico, sino que enturbia también las aguas de la teología, como bien nos recuerda, desde la historia literaria, Frederick A. de Armas: “the moon could not contain true spots, seas or craters, since its light and purity stood for both the perfection of the planetary spheres and the immaculate conception of the Virgin”.10 Galileo comprueba que la zona transitoria entre la sombra y la luz era irregular, lo que afirmaba la existencia de montañas y no de una superficie perfectamente esférica y lisa como preconizaba Aristóteles. Descubre la naturaleza de la Vía Láctea, donde puede contar estrellas en la nebulosa de Orión y encuentra que ciertos objetos tomados por estrellas son en realidad cúmulos de estrellas. Prosigue sus observaciones y descubre las fases de Venus, para

10. Frederick A. de Armas, “The Maculate Moon: Galileo, Kepler, and Pantaleón de Ribera’s Vexamen de la Luna”. Calíope. Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Poetry 5. 1 (1999): 59-71.

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él prueba evidente de la hipótesis heliocéntrica de Copérnico. Pero posiblemente el descubrimiento más sonado es la constatación de la existencia de cuatro pequeñas estrellas cerca del planeta Júpiter que, tras varios días de observación, acaban por ser asumidas como cuatro satélites orbitando al gran planeta, y que luego acabarán recibiendo por parte del astrónimo Simon Marius los nombres de Io, Europa, Ganimedes y Calixto. Para Galileo es la prueba de que Júpiter y sus satélites forman un pequeño modelo de Sistema Solar. Como nos recuerda Beltrán Marí, Los epiciclos son reales en cuanto designan los movimientos de los planetas mediceos en torno a Júpiter, de Mercurio y Venus en torno al Sol, es decir, los movimientos en torno a un centro distinto de la Tierra. Lo mismo sucede con las excéntricas, que son reales en cuanto los movimientos de Marte, Júpiter y Saturno comprenden a la Tierra pero no orbitan con centro en ésta.11

Basándose en este descubrimiento, busca entonces demostrar que las órbitas perfectas circulares de Aristóteles no existen, y que los cuerpos celestes no giran alrededor de la Tierra. Nombrará a estas nuevas estrellas Mediceas en honor a la familia del príncipe reinante, Cosme II, tras lo cual se afanará en lo que será más tarde el ya citado Sidereus Nuncius, publicado en Venecia, como ya he indicado, el 13 de marzo de 1610. Si su fama se proyectó en la vida política italiana hasta convertirse en verdadera mitificación para sus contemporáneos, sus hallazgos darán también lugar a homenajes del más diverso calado, como por ejemplo el poema laudatorio del escocés Thomas Seggeth en nueve epigramas en el apéndice al Account of my Observations of Jupiter’s Satellites de Kepler; o los versos en la introducción de Il Saggiatore a cargo del alemán Johann Faber;12 o, como ha señalado María Bayarri en un trabajo reciente, la interesante correspondencia con Galileo de la escritora Margherita Sarocchi (1560-1618) y los versos inspirados en este a cargo de Lucrezia Marinella (ca. 1571-1653), también amiga suya.13 Además, existen interesantes noticias en otras disciplinas, como son los frescos en el Salone della Meridiana que pintó Anton Domenico Gabbiani en 1692-1693, y que fue diseñado por Vincenzo Viviani, discípulo de Galileo, secretario suyo en sus años finales y nombra-

11. Op. cit., 2007, p. 225. 12. Ver Shea, op. cit., 2001, p. 49. 13. “Universos poéticos femeninos: las amigas de Galileo Galilei”. Revista de la Sociedad Española de Italianistas 2 (2004): 19-27; ver, de la misma autora, “Galileu Galilei en la literatura del segle xvii”. Mètode: Revista de Difusió de la Investigació de la Universitat de Valencia 64 (2010): 56-57 (monográfico La mirada de Galileu. 400 anys d’astronomía moderna).

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do matemático del gran duque de la Toscana tras Evangelista Torricelli.14 Son años, como ya sabemos, de un activo fermento anticlerical en Venecia, en especial en contra de la Curia romana y contra los jesuitas, instalados en la avanzadilla contrarreformista. Son meses, también, de polémicas teológicas entre Paolo Sarpi (Venecia) y el cardenal Bellarmino (Roma). La Compañía de Jesús hará todo lo posible para desacreditar la Universidad de Padua como un nido de herejes, si bien el nombre de Galileo no aparece nunca en este contencioso. Pero la comunicación entre unos y otros alcanza extraordinarias cotas de intensidad, un auténtico “rito de disimulos” en palabras de Beltrán Marí;15 aunque a veces se ha considerado a Galileo como un mártir de la ciencia, lo cierto es que el sabio italiano evitó siempre llegar a tal condición, siendo la condena contra él fruto de la personalidad del papa Urbano VIII más que del desafío planteado por el astrónomo.16 En 1611 Galileo es invitado al Colegio Pontificio por el cardenal Barberini, futuro papa Urbano VIII, con el fin de presentar sus descubrimientos. Como alternativa a la política cultural de los jesuitas, la Accademia dei Lincei, fundada en 1603 por Federico Cesi, lo recibe con entusiasmo y le admite como su sexto miembro, a partir de cuyo momento la proyección de su obra y su persona recibirá un notable impulso.17 Pero lo que se ha visto en ocasiones como “intransigencia” de Galileo, que rechaza la idea de una posible equivalencia de las teorías heliocéntricas de Copérnico comparada con la hipótesis geocéntrica de Tolomeo, precipita la decisión del cardenal Bellarmino —el mismo que condena a la hoguera a Giordano Bruno— de ordenar que el tribunal de la Inquisición realice una investigación “discreta” sobre las teorías propugnadas por el toscano. Gran parte de la crítica moderna ha coincidido en subrayar que la Inquisición fue bastante paciente, incluso benévola, con Galileo, cuya inflexibilidad 14. Thomas Frangerberg, “A Private Homage to Galileo. Anton Domenico Gabbiani’s Frescoes in the Pitti Palace”. Journal of the Warburg and Courtauld Institutes 59 (1996): 245-273. Para un acercamiento a las conexiones existentes entre la figura de Galileo y la arquitectura de la época, ver George L. Hersey, Architecture and Geometry in the Age of the Baroque. Chicago: The University of Chicago Press, 2002, y en especial el capítulo tercero, “The Light of Unseen Worlds”, pp. 52-77. 15. Op. cit., p. 264. 16. Así lo ha defendido, por ejemplo, Antonio Fernández Luzón en su ensayo “Galileo: la ciencia contra la inquisición”. Clío: Revista de Historia 68 (2007): 74-81. 17. Para todo lo referente a esta institución, remito al fundamental estudio de David Freedberg, The Eye of the Lynx: Galileo, His Friends, and the Beginnings of Modern Natural History. Chicago: The University of Chicago Press, 2002; el estudio de Freedberg analiza una colección de dibujos hallada en el Windsor Castle, que reproduce flora y fauna —a veces con la ayuda del microscopio que tanto fascinó a Cesi— recogida por los miembros de la Accademia dei Lincei.

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no suponía sino un ataque frontal a las ideas que habían reinado durante siglos en la cristiandad. Aristóteles, por ejemplo, seguía siendo intocable porque había sido adoptado por los grandes teólogos cristianos como san Alberto Magno y santo Tomas de Aquino. Por ello, los sinsabores iban a ser constantes a partir de este momento, y las sospechas siempre estarían presentes. A fin de cuentas, como han escrito Ofer Gal y Raz Chen-Morris, “Instruments embedded sophisticated mathematical knowledge and fine artisanal skill. They could undoubtedly aid faulty vision, but they were still suspect”.18 Así ocurrió, de hecho, con el jesuita Odo Van Maelcote, el cual ofreció un resumen de los descubrimientos de Galileo en su Nuncius Sidereus Collegii Romani cuando este fue invitado al Colegio de Roma, pero valiéndose sin embargo de la sorna para evitar los términos valles y montañas en la orografía de la Luna, de cuya superficie rugosa descreía; o su caricaturesca descripción de las fases de Venus, que no le había convencido del todo y que seguía, como sabemos ya, al todopoderoso catedrático de matemáticas del Colegio Romano Christoph Clavius (o Cristóforo Clavio). “Mientras que los matemáticos jesuitas aceptaron sin más la montuosidad de la Luna”, ha escrito Beltrán Marí, Clavio no negó que presentara un aspecto montañoso pero adujo otra posible solución: el aspecto irregular de la superficie lunar podía ser un efecto visual debido a la desigual densidad de sus distintas partes. Se trataba de una teoría que había desarrollado más amplia y detalladamente Colombe en su escrito Di Ludovico delle Colombe contro il moto della Terra, que recibió un durísimo varapalo de Galileo.19

Este escape hacia el humor —acaso indignación camuflada de humor— resulta muy significativo, en la medida en que será una de las estrategias más comunes de la narrativa del Barroco: el humor como contrapartida a lo evidente. En el terreno de la historia del arte, Juan Pimentel y José Ramón Marcaida han establecido un interesante paralelo entre la descripción del objeto científico y la de ciertos bodegones; a propósito de los dibujos de Galileo, escriben: “Compared with many depictions of fruits, particularly apples and oranges, these studies of shaded spherical volumes 18. Op. cit., p. 79. 19. Op. cit., 2007, p. 113. Sin embargo, Fernando R. de la Flor nos recuerda la existencia entre ciertos jesuitas de una práctica curiosa, a saber, la de utilizar lentes rayadas y ahumadas “con el objeto precisamente de no alcanzar a ver el mundo, manifestando así su desprecio por la realidad sublunar”; en “El Quijote espectral. Desarreglos visuales y óptica anamórfica a comienzos del Seiscientos en el ámbito hispano”. Topos y Tropos 6 (2005), en línea: .

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display remarkable similarities”.20 Y en el de la literatura, como veremos más tarde, el recurso al humor se va a dar en figuras como Luis Vélez de Guevara, quien en su obra maestra El Diablo Cojuelo va a construir años más tarde una de las “visiones celestes” más interesantes de su tiempo, pero muy semejante a la de Van Maelcote en cuanto a la sorna y en cuanto a la imaginería utilizada con el fin de marcar una muy prudente distancia con determinados asuntos espinosos. Galileo, mientras tanto, va a seguir dando piezas de capital importancia. Il Saggiatore (El ensayador) se centra en filosofía natural, reflexionando concretamente sobre la estructura de la materia y sobre el carácter matemático del ‘libro de la naturaleza’. Para entonces ya han muerto Paulo V y Bellarmino, y el nuevo papa Gregorio XV se muestra relativamente benévolo con el famoso científico. El punto más destacable es quizá la modificación radical llevada a cabo por el maestro pisano en este cruce entre ontología y metodología. Reivindica que la matemática no es solo un instrumento útil para el estudio de la física, sino también absolutamente necesario si pretendemos conocer a fondo la naturaleza; por eso puede escribir la famosa frase, ya citada antes, de que “la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos”.21 En cualquier caso, la controversia ya ha alcanzado para entonces dimensiones altamente filosóficas, tal y como las había deseado el propio Galileo en su momento: “[T]he kind of knowledge that mathematical practices tended to promote was not simply utilitarian” —ha escrito Peter Dear—, “its elevation to philosophical importance by such as Galileo implied a revaluing of mathematical characteristics as being particularly important to true understanding of nature”.22 Esta comprensión de la naturaleza se divulgó en España de forma institucional hasta bien entrado el siglo xviii, al tiempo que el catalejo y el telescopio se iban haciendo cada vez más familiares en el bufete urbano. Pero no fue una comprensión, como veremos pronto, exenta de polémica. La ciencia galileana fue recibida de forma desigual en múltiples disciplinas del conocimiento y en diferentes partes de la geografía peninsular. Y lo cierto es que durante la primera mitad del siglo xvii todos estos telescopios no serán sino rudimentarios prototipos, ya que la mediocridad de las lentes y la aberración cromática no permitió obtener resultados claros. Pero estos resultados van a ser, como veremos a continuación, sintomáticos de un 20. “Dead Natures or Still Lifes?: Science, Art, and Collecting in the Spanish Baroque”. Collecting Across Cultures: Material Exchanges in the Early Modern Atlantic World. Daniela Bleichmar y Peter C. Mancall, eds. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2011, pp. 99-120 (p. 105). 21. Apud Beltrán Marí, op. cit., 2007, p. 150. 22. Dear, op. cit., p. 79.

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interés vivo y mantenido a lo largo de décadas de exploración intelectual que, como he apuntado en estas primeras páginas, llegan hasta nuestros días. Pero no va a ser un interés, sin embargo, que se traduzca necesariamente en una adopción sin reservas de lo nuevo.

Fig. 7. Fases de la Luna dibujadas por Galileo.

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*** En páginas previas hemos visto cómo el panorama científico en la Península Ibérica contó con una serie de instituciones y figuras que, ya desde el reinado de Felipe II, facilitaron el avance de la astronomía en España sorteando diversos obstáculos y limitaciones. Desde la iniciativa artesanal y familiar de la familia Roget en Cataluña, pasando por figuras asociadas a los ambientes intelectuales andaluces y culminando en la tarea institucional de la Academia de Matemáticas (1583) y el Colegio Imperial en Madrid (1629), el cambio de siglo aportó el caldo de cultivo necesario para la recepción y asimilación de instrumentos técnicos como lo que conocemos modernamente como el telescopio. Hemos visto también, sin embargo, que el siglo xvii arrancó de forma poco esperanzadora con la ejecución de Giordano Bruno en 1600, y vamos a ver ahora que sus tres primeras décadas fueron testigo del proceso a un Galileo que intentó infructuosamente viajar a Madrid para continuar allí su actividad filosófico-científica lejos del yugo asfixiante de Roma. Sin embargo, y como ha señalado Víctor Navarro Brotons, las condiciones para la actividad científica en la España en este siglo eran ya muy distintas de las existentes en la centuria anterior, y el contexto ideológico en el que esta actividad tuvo lugar fue particularmente complejo, habida cuenta de “las difíciles condiciones en las que trabajaban los astrónomos españoles en esta época, que se aventuraban por los caminos de las discusiones cosmológicas”.23 En este conjunto de fuerzas encontradas, que tanto determinaron el desarrollo de la ciencia y de las artes en la España del momento, se centrarán las siguientes páginas. El inicio de siglo ofrece una serie de curiosas paradojas. Muy curioso resultó, por ejemplo, el hecho de que las polémicas entre el cardenal Monti —entonces nuncio romano en España— y el inquisidor general favorecieran la difusión de la obra de Galileo, aunque fuera de forma muy limitada.24 Es ya sabido que uno de los hechos que marcó el desarrollo del pensamiento científico y filosófico en la España del siglo xvii fue la condena en 1616 de la teoría heliocéntrica copernicana, lo cual delimitó notablemente cualquier tipo de debate; y aunque las obras de Galileo nunca figuraron en los Índices españoles de libros prohibidos pese a las presiones de Roma, sí influyó en España, sin embargo, la abjuración arrancada ese mismo año por el 23. “Galileo y España”. Montesinos y Solís, eds., op. cit., pp. 809-830 (p. 816); ver también Manuel Cardenal Iracheta, “Galileo y España”. Comentarios y recuerdos. Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1972, pp. 15-24; y José María López Piñero, “Galileo en la España del siglo xvii”. Boletín de la Sociedad Española de Historia de la Medicina 5 (1965): 51-58. 24. Ver, a este respecto, Pardo Tomás, op. cit., 1991, pp. 186 ss.

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cardenal Belarmino. Sabemos ya que el hecho de que el De Revolutionibus de Copérnico no fuera incluido nunca en los catálogos de autores censurados de los índices inquisitoriales españoles no quiere decir que la Inquisición española se mostrara indiferente a la condena de la teoría heliocéntrica por la Congregación del Índice. En el Novus Index de 1632 preparado por el jesuita Juan de Pineda no aparecía Copérnico —se piensa que por error25— pero sí aparecían censurados numerosos autores defensores del heliocentrismo, empezando por el austriaco —y único alumno de Copérnico— Georg Joachim Rheticus (1514-1574), cuyas obras figuraban ya en el Índice de 1584, y continuando con Kepler y otros copernicanos. Es más, en las censuras recibidas por Kepler podemos ver ordenado el expurgo de las reiteradas defensas del heliocentrismo en varias de la veintena de obras de este autor que figuran allí. Además, aunque no se nombraba a Copérnico en el cuerpo del catálogo, sí figuraba en cambio en el Index Universalis situado al principio, si bien identificado erróneamente con otro autor al que se remitía. En cualquier caso, la obra del científico de Toruń nunca dejó de perder actualidad, siendo aceptada no solo por los protestantes, sino también por las facciones reformadoras —que acabarían perdiendo la batalla— de la Iglesia católica. Para cuando Galileo hizo sus primeras declaraciones públicas a favor del copernicanismo en 1610 y 1612 tras sus descubrimientos iniciales con el telescopio, indica Beltrán Marí, “había colmado ya la mayor laguna del sistema copernicano”.26 Aunque existe documentación precisa acerca de la llegada del decreto romano en España, la Inquisición española no se sintió obligada a adoptar las medidas censoras tomadas por Roma. Si bien el decreto prohibía el Diálogo de los dos sistemas y otras 25 piezas, la prohibición de su obra proveniente de Italia nunca llegó a darse: cuando se publicó el Novissimus Index en 1640, el nombre de Galileo no apareció en ningún lado. Se creó un conflicto de competencias cuando Monti remitió el decreto a los obispados para su publicación sin consultar antes al Consejo de la Inquisición, por lo cual esta denunció el hecho ante el rey, subrayando que las medidas del nuncio atentaban contra las prerrogativas del inquisidor general y, por tanto, de la propia Corona. La obra de Galileo se vio así envuelta en un conflicto que nada tenía que ver con sus contenidos, pero que a la postre favoreció su difusión en España; una difusión, como decimos, un tanto limitada debido a la condena de la teoría heliocéntrica y la prohibición o censura donec prodeat expurgatio que pesaba sobre las obras de muchos astrónomos europeos, principalmente del área protestante. 25. Tesis mantenida Navarro Brotons en su trabajo citado de 2001. 26. “Introducción” a op. cit., p. XXXVIII.

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Las relaciones científicas entre Galileo y España se cimentaron en las diferentes facetas de la actividad desarrollada en el ámbito de la cosmografía, la historia natural, la filosofía natural y la ingeniería.27 La faceta más significativa de la comunicación establecida por los diferentes agentes que intentaron sin éxito negociar el traslado a Madrid del famoso científico concernió principalmente al controvertido asunto de la determinación de las longitudes geográficas, así como a la aplicación del telescopio. La primera se basaba en la medición de la latitud por métodos astronómicos a partir del cálculo de la altura del Sol o de la Estrella Polar, bien a través de las tablas de declinaciones solares —en el llamado “regimiento del Sol”— o a partir de las correcciones tabuladas (o índices) asumiendo que la Estrella Polar no estaba exactamente en el Polo, dando así lugar al “regimiento de la Polar” o de “la Estrella del Norte”. El problema de la determinación de longitudes geográficas era por entonces uno de los que más preocupaban a los navegantes. La cuestión había alcanzado máximo interés cuando el Tratado de Tordesillas (1494) fijó como divisoria de las conquistas españolas y portuguesas el meridiano situado a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde y, encargado el cosmógrafo catalán Jaime Ferrer de trazar esta línea ideal, hubo de ingeniarse para resolverlo. Los procedimientos astronómicos para la determinación de la longitud geográfica, como los basados en los eclipses lunares, en la latitud de la Luna, en el ocultamiento de estrellas por la Luna o en las distancias lunares, resultaban todos muy difíciles de aplicar a bordo de una nave. Ante las dificultades de estos procedimientos, el reconocimiento de la declinación magnética y de su variación de unos lugares a otros provocó la ilusión de que había una relación sencilla entre esta variación y la longitud geográfica, estimulando la invención de instrumentos para medir la declinación y solucionar el problema por este camino. A fines de la década de los noventa, Felipe II estableció un premio para aquel que resolviese este problema, ofreciendo 6.000 ducados de renta perpetua junto a una pensión vitalicia de 2.000 más, añadiendo 1.000 ducados para cubrir los gastos de viaje. Al premio optaron no solo científicos de la talla de Galileo, sino también todo tipo de embaucadores y charlatanes. Una de las

27. Para un completo panorama sobre el asunto, ver Nicolás García Tapia, Ingeniería y arquitectura en el Renacimiento español. Valladolid: Universidad de Valladolid, 1990; del mismo, Técnica y poder en Castilla durante los siglos XVI y XVII. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1989; María Isabel Vicente Maroto y Mariano Esteban Piñeiro, eds., Aspectos de la ciencia aplicada en el Siglo de Oro. Valladolid: Junta de Castilla y León, 1991 (reed. 2006); Víctor Navarro Brotons, “La ciencia en la España del siglo xvii: el cultivo de las disciplinas físico-matemáticas”. Arbor CLIII. 604-605 (1996): 197-252; y López Piñero, op. cit., 1979.

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disputas más conocidas fue la que tuvo lugar entre Juan Arias de Loyola, antiguo cronista de Indias y profesor por algún tiempo en la Academia de Matemáticas, y el portugués Louis da Fonseca Coutinho. Las propuestas de estos dos autores al parecer eran similares y se basaban en la declinación magnética, pero la de Fonseca, avalada por cosmógrafos prestigiosos como Juan Bautista Labaña, tuvo más audiencia que la de Arias, si bien al final ambas fueron desestimadas. Hacia 1612, retirado ya Fonseca de la contienda por decisión propia, Arias encontró un amigo poderoso en el conde de Lemos, y consiguió por fin ser escuchado. En julio de este mismo año el rey emitió una real cédula por la cual este le otorgaría el premio a Arias si sus propuestas daban el resultado anunciado. La influencia y recepción de Galileo en España se manifestó entonces a través de dos vías fundamentales, a saber, la establecida por contactos diplomáticos y políticos aún en vida del famoso científico, y una segunda indirecta a través de la traducción y divulgación de algunas de sus obras mayores. Con respecto a la primera de ellas, Jesús Sánchez Navarro ha estudiado la negociación con España entre 1612 y 1618, “llevada a cabo indirectamente y a través de medios diplomáticos (Picchena, d’Elci, Argensola) solo relativamente comprometidos con Galileo”.28 Se refiere, claro está, al secretario de Estado y posterior senador toscano Curzio Picchena (1556-1626), al embajador de la Toscana en España, conde Orso D’Elci y al poeta Bartolomé Leonardo de Argensola, rector de Villa Hermosa. En 1612 este solicitó permiso para explotar comercialmente la venta de su anteojo, llevando un centenar de ellos; pedía como recompensa una croce de San Iago y un sueldo de 4.000 escudos, con la esperanza añadida de ser nombrado posteriormente caballero de la Orden de Santiago. Concedido todo ello por Felipe III, Cosme de Médici exigió entonces, como precio de su permiso para dejarlo salir de Florencia, el derecho de libre envío cada año de dos naves francas a las Indias. Ese verano tuvieron lugar ciertas negociaciones y acuerdos entre los gobiernos español y toscano. Galileo clarificó entonces sus intenciones y aclaró más la naturaleza de su propuesta, manifestando su disposición a trasladarse a España para instruir personalmente a los cosmógrafos y pilotos sobre el particular. Además,

28. Jesús Sánchez Navarro, “El juego de la imaginación: Galileo y la longitud”. Op. cit. Montesinos y Solís, pp. 61-84 (p. 75). Ver también Silvio A. Bedini, The Pulse of Time. Galileo Galilei, the Determination of Longitude, and the Pendulum Clock. Firenze: Olschki, 1991, especialmente las pp. 7-16; Francisco J. González, Astronomía y navegación en España, siglos XVI y XVII. Madrid: Mapfre, 1992; y, más recientemente, el amplio recorrido de Seth Kimmel, “Interpreting Accuracy: The Fiction of Longitude in Early Modern Spain”. Journal of Medieval and Early Modern Studies 40. 2 (2010): 299-323, en particular las pp. 316-317.

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se ofreció a dirigir la fabricación de al menos un centenar de telescopios, indispensables para observar los satélites de Júpiter, a proporcionar cada año efemérides de estos astros y redactar un texto de “toda esta parte de la nueva astronomía”. Prometió igualmente instruir a cosmógrafos y navegantes a cómo utilizar el celatone, una especie de “soporte ajustado a la cabeza del observador y diseñado para facilitar las observaciones desde una nave en movimiento”.29 A tal efecto redactó un breve texto sobre el problema de la determinación de las longitudes, donde subrayaba que, de los métodos conocidos, el mejor era el de los eclipses lunares, si bien este no carecía de notables defectos; hacía referencias a su propuesta afirmando que había descubierto en el cielo “cosas totalmente desconocidas en los siglos pasados, que equivalen a más de mil eclipses lunares cada año, observables con muchísima precisión y lo que es más importante, reducidas al cálculo y a tablas justísimas y exquisitas. Y todo este asunto será consagrado a la gran Majestad del Rey...”.30 Ofreció así su solución al problema de las longitudes basado en la observación de la ocultación de los satélites de Júpiter. El rey quería que se considerase seriamente esta Proposto per la longitudine de Galileo, pero fue el propio conde Orso d’Elci, embajador toscano en Madrid, quien presentó algunas objeciones, quizá influido por conversaciones con miembros de la Casa de la Contratación. Fracasada esta primera tentativa, en 1616 Galileo se ofreció nuevamente, por medio del embajador de Florencia, a resolver el problema de la longitud y enseñar el manejo de su anteojo, pero esta vez con pretensiones mucho más modestas.31 Encontrándose en Roma convocado por las autoridades eclesiásticas para el primer proceso, reanudó personalmente las negociaciones con España y, siguiendo el consejo de d’Elci, escribió dos cartas sobre la materia junto con una “explicación general de su invención” dirigidas al conde de Lerma y al conde de Lemos. Bartolomé Leonardo de Argensola escribió a Galileo para decirle que Lemos, versado en temas de navegación, anda interesado en su propuesta. De hecho, el conde envió a Argensola a Roma para conocer a Galileo, y parece que entablaron una cierta amistad; por la correspondencia del toscano se sabe, de hecho, que siempre estuvo agradecido a su amigo español por las gestiones realizadas, a pesar de no haber llegado a buen puerto.32 Otis H. Green fue aún más lejos al escribir que 29. Navarro Brotons, op. cit., p. 811. 30. Navarro Brotons, op. cit., p. 811; en Antonio Favaro, ed. y comp., Le Opere di Galileo Galilei. Firenze: Tipologia di G. Barbèra, 1909, vol. V, pp. 419-423. 31. Debemos al R. P. Furlong la copia de este documento, que descubrió en el Archivo de Indias. 32. Así lo indicaron Eugenio Mele, “Tra viceré, csienziati e poeti…”. Bulletin Hispanique XXXI. 3 (1929): 256-267, indagando “nel negozio il nome del poeta spagnuo-

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[E]n sus poesías Bartolomé Leonardo demuestra un interés poco común en la astronomía, y sobre todo en Arquímedes. Esos coloquios con Galileo debieron ser una revelación para él. El hecho de que Galileo le estimaba tanto como da a entender en sus cartas nos hace creer no sólo que los dos simpatizaron sino que llegaron a sentirse compañeros intelectuales.33

En una carta a d’Elci del 13 de noviembre de 1616, Galileo ya habló abiertamente del telescopio o “anteojo”, con el que había logrado multiplicar 40 o 50 veces la visión natural; hacía mención también de otro instrumento, los binoculares, que le ayudaban a seguir el movimiento de los objetos sin perderlos. Pero lo cierto es que nunca logró viajar a España; su propuesta fue remitida por el rey al presidente del Consejo de Indias para ser evaluada por expertos, dado que ya se habían dado otras anteriormente, con informes negativos, de Arias de Loyola y el embaucador Lorenzo Ferrer Maldonado, “aventurero a caballo entre la subcultura marginada y la ciencia académica”.34 En una carta de Felipe III al duque de Osuna del 28 de enero de 1620, el monarca comunicaba la oferta hecha por Galileo de “dar el modo para poder graduar la longitud y facilitar y asegurar la navegación del océano y […] ofrecía también otra invención para las galeras del Mediterráneo con que se descubrían los bejeles del enemigo diez veces más lejos que con la vista ordinaria”.35 La propuesta fue renovada por el pisano en dos ocasiones más en medio de episodios desafortunados: en 1620, animado por el embajador de la Toscana en Madrid, Giuliano de Médici —defensor de los intereses de Galileo, habiendo abogado en su favor con Baltasar de Zúñiga— se logró que el mismísimo rey obligase al duque de Osuna a reabrir el caso. Galileo fue invitado a Nápoles para reunirse con el virrey, el cardenal Gaspar Borgia, pero no salió nada de ahí. Se volvió a intentarlo hacia 1629, en un momento en que el viento soplaba de nuevo a su favor —el duque de Medina Sidonia, por ejemplo, tenía un lo” (p. 259) en la primera parte del artículo; Otis H. Green, “The Literary Court of the Conde de Lemos at Naples, 1610-1616”. Hispanic Review I. 4 (1933): 290-308; para las relaciones entre Argensola y Galileo, remito también a Green, “Bartolomé Leonardo de Argensola, secretario del Conde de Lemos”. Bulletin Hispanique 53. 4 (1951): 375-392. 33. Green, op. cit., 1951, p. 383. Ver también Howard B. Wescott, “From Garcilaso to Argensola: The Cosmos Reconsidered”. Calíope: Journal of the Society for Renaissance & Baroque Hispanic Poetry 10. 1 (2004): 55-67. 34. Definición que le otorga López Piñero, op. cit., 1979, p. 117. 35. La cita la recoge Josette Riandière La Roche Saint-Hilaire en Recherches sur la penseé politique de Francisco de Quevedo Villegas: L’homme, l’historien, le pamphlétaire. Paris: Université de la Sorbonne Nouvelle, 1993, 4 vols., p. 28. La misiva se encuentra disponible en el Archivo General de Simancas, Consejo de Estado, 1883/29.

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gran interés en su persona—, y Galileo fue informado por Gianfrancesco Buonamici, secretario del embajador toscano en Madrid, que Felipe IV tenía interés en comprar varios telescopios; el maestro toscano accedió a vender uno, aunque nunca lo había hecho ni lo quería volver a hacer, pero no se preparó el empaquetado a tiempo para que el emisario del gran duque en Madrid, Esau Del Borgo, se lo llevase en su viaje a España. Parece ser que se consiguió más tarde enviar otro, pero cuando el monarca lo recibió se rompió por accidente —o quizá llegara ya roto, no se sabe con total certeza—. Para entonces, el duque de Medina Sidonia había señalado objeciones al asunto de las lunas de Júpiter, especialmente al hecho de que pudieran ser observadas desde una nave en movimiento, y el asunto al final no llegó a puerto alguno. Igualmente complejo fue el formato institucional por el que se difundieron los avances de Galileo. Como bien ha señalado Fernando Bouza, la ciencia era parte esencial de la imagen de la Monarquía que construyó Felipe II una vez inaugurada Madrid como sede real en 1561. Como resultado, las academias tuvieron un papel preponderante al rivalizar con universidades como la de Salamanca y ocupar así el espacio vacío en Madrid, que carecía de un centro parejo.36 Mauricio Jalón ha señalado, de hecho, la importancia que tuvieron en su momento como centros de saber: Las academias del siglo xvii fueron una especie de “centros de compensación”; desarrollaban una crítica de los nuevos trabajos, ejercían de moderadores en las polémicas intelectuales y difundían el saber moderno. Justamente la carencia en España de estas asociaciones, hasta finales de la centuria, a la vez será índice de su atraso e impedimento para salir de él.

Destacaron inicialmente figuras como el catedrático Rodrigo Zamorano, en la Casa de la Contratación desde 1575 hasta su jubilación en 1613, y autor de un Compendio de la arte de navegar (1581) cuyas tablas de declinación del Sol estaban corregidas conforme a los resultados de, entre otros, el propio Copérnico. En 1583 se impartieron las primeras lecturas en la Academia Real de las Matemáticas —entonces llamada Academia Real Mathematica de Madrid— siguiendo de cerca los contenidos de la Cátedra de Astrología y Matemáticas de Salamanca de 1561. El edificio había sido erigido en un solar próximo al Alcázar Real y a la Puerta de 36. Ver su estudio Imagen y propaganda. Capítulos de historia cultural del reinado de Felipe II. Madrid: Akal, 1998. Si bien existen aproximaciones parciales, queda por hacer un trabajo monográfico como el realizado por Deborah E. Harkness para el caso específico de Londres: The Jewel House. Elizabethan London and the Scientific Revolution. New Haven, CT: Yale University Press, 2008.

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Balnadú, el cual había formado parte del antiguo convento de Santa Catalina de Sena. Durante sus ocho primeros años de vida, la Academia dependió administrativamente de Palacio, y el control de sus actividades estuvo a cargo de su aposentador mayor, Juan de Herrera, amigo cercano del monarca.37 El interés principal fue la aplicación pragmática de su enseñanza, en particular a disciplinas como el cálculo mercantil, la cosmografía, la astrología, el arte de navegar y de fortificación. La trayectoria de estos años la resumen Víctor Navarro Brotons y William Eamon recordándonos el ya mencionado papel de Jerónimo Muñoz —que tanto interesó, como ya dije, a Tycho Brahe— y subrayando que it would be difficult to detect any significant differences between the manner in which the new cosmology was taught in the Spanish universities and that of their European counterparts. Nor did Spain lack critics of Aristotle. Jerónimo Muñoz, a distinguished mathematician, astronomer, and geographer who taught at Valencia and Salamanca, was a fierce critic of Aristotelian cosmology. Muñoz became widely known for his precise observations and theoretical conclusions regarding the supernova of 1572, and in his Libro del nuevo cometa refuted the Aristotelian dogma of the incorruptibility of the heavens.38

La Academia y la actividad de los titulares de la Cátedra fueron bien conocidas en Europa, como lo demuestra la diversa correspondencia de algunos jesuitas españoles con el catedrático del Colegio de Roma, el ya citado Cristoph Clavius. Sin embargo, la separación entre disciplinas hizo que los jesuitas no se comprometieran con asuntos delicados como el de la filosofía natural o el de la astronomía. Se buscó dotar a esta institución, eso sí, de un cierto sabor autóctono para dar ímpetu a un panorama científico un tanto esclerotizado; ese sería el caso, por ejemplo, de las lecturas del matemático portugués Juan Bautista Labaña (1555-1624),39 que fueron en castellano y no en latín, como también lo fueron los libros de texto a utilizarse —asunto que, por cierto, retrasó mucho su inauguración—. “Es importante subrayar esta radical vernacularización de una institución dedicada a la enseñanza” —ha escrito José Pardo Tomás— “porque es un rasgo que permite distinguir muy nítidamente la cosmografía cortesana de la universitaria, que se producía, se enseñaba y se comunicaba en latín”, 37. Sigo a Esteban Piñeiro, “Los cosmógrafos del Rey”. Lafuente y Moscoso, eds., op cit., pp. 121-134, especialmente las pp. 128-129. 38. Op. cit., p. 32. 39. Ver, a este respecto, José Manuel Floristán Imízcoz, “Informe de Juan Bautista Labaña, cosmógrafo real, sobre el sistema de cálculo de la longitud de Galileo Galilei”. Lógos hellenikós: homenaje al profesor Gaspar Morocho Gayo. Jesús-María Nieto Ibáñez, coord. León: Universidad de León, 2003, vol. I, pp. 817-836.

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buscando así una audiencia primariamente castellana que luego pudiera hacer carrera en puestos técnicos al servicio de la monarquía.40 El plan de trabajo de los profesores de la Academia incluía la traducción de los textos científicos necesarios al castellano: así, en los primeros años de funcionamiento de la Academia, se tradujeron la Óptica de Euclides, junto a la Catóptrica atribuida a este autor, y, al parecer, los Esféricos de Teodosio, los Equiponderantes de Arquímedes y las Cónicas de Apolonio a cargo de Pedro Ambrosio de Ondériz. De estas traducciones ha escrito Mauricio Jalón que Durante casi toda la primera mitad del siglo xvii, el italiano era, detrás del latín, el idioma de las ciencias. El propio Galileo, al publicar grandes escritos en su lengua materna, fomentó la discusión de opiniones y el intercambio interno y externo de noticias, aunque paralelamente se advierte una progresiva italofobia como reacción frente a los valores del Renacimiento. Al mismo tiempo, el latín fue un rasgo de modernidad científica, justamente por motivos de intercambio, de modo que tanto Bacon como Descartes, Newton o Leibniz escriben en esa especie de signo europeo, si bien redactan en vulgar el mismo texto u otro retocado según a quién deseen dirigirse.41

Este fin de siglo, de hecho, experimentó numerosas transformaciones y cambios de rumbo. A partir de 1591 la Academia pasó a depender del Consejo de Indias; Juan Arias de Loyola sustituyó a Labaña, recibiendo también el cargo de cronista mayor de Indias, uno de los dos oficios en que se desdobló el de cronista cosmógrafo mayor de Indias. Cuatro años después, Felipe II destituyó a Arias y nombró catedrático de matemáticas al ingeniero milanés Giuliano Ferrofino, quien ejerció como único profesor de la Academia. Con el acceso de Juan López de Velasco a la Secretaría del Consejo de Hacienda en 1591, el oficio de cosmógrafo mayor recayó en el ya citado Ondériz, por entonces profesor de cosmografía en la Academia en Madrid. Este debía mantener sus actividades docentes y traductoras en la Academia y llevar a cabo una nueva tarea, la de enmendar car40. Pardo Tomás, op. cit., 2006, p. 69. Por su parte, María Jesús Mancho Duque habla de la “superación de la tensión latín-romance en las obras científicas y de una “democratización de los saberes en el quinientos” en su artículo “La divulgación científica y sus repercusiones léxicas en la época de El Quijote”. La ciencia y El Quijote. José Manuel Sánchez Ron, dir. Barcelona: Crítica, 2005, pp. 257-278 [pp. 258 y 259]. No voy a entrar aquí en las diferentes atribuciones asociadas al latín frente al castellano durante estos años de ambivalencias lingüísticas; remito a uno de los estudios recientes que mejor abordan el asunto, Kathryn A. Woolard y E. Nicholas Genovese, “Strategic Bivalency in Latin and Spanish in Early Modern Spain”. Language in Society 36. 4 (2007): 487-509. 41. Op. cit., p. 163.

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tas y los instrumentos de navegación siguiendo una Instrucción de Juan de Herrera; pero Ondériz solo ocupó cinco años el puesto, muriendo repentinamente en los primeros días de 1596. Tres años más tarde un personaje como el regidor murciano Ginés Rocamora y Torrano publicó una pieza titulada Sphera del Universo (Madrid: Juan de Herrera, 1599), en donde resumía las explicaciones dadas en Madrid durante su estancia en la corte. En la introducción del texto, Rocamora hacía un encendido elogio de las matemáticas aplicadas, mencionando el buen momento que atravesaba la Academia de Matemáticas, e incluyendo en la parte final del libro una traducción en castellano de la Sphaera Mundi de Johannes de Sacrobosco.42 Mariano Esteban Piñeiro resume así los eventos inmediatamente posteriores: los sucesivos Catedráticos, durante los siguientes ciento cincuenta años, seguían obligados por sus nombramientos —otorgados por el monarca, a propuesta del Director del Colegio y previo Informe del Consejo de Indias, institución que continuó sufragando sus salarios y los gastos de funcionamiento de la cátedra— a impartir las mismas materias y el mismo “plan de estudios” ofrecido por García de Céspedes, aunque el análisis de sus actividades revela una gran actualización de las lecturas, de forma que la “cátedra herreriana” fue el principal centro difusor de los progresos científicos europeos en España durante los siglos xvii y xviii. Lo que resulta evidente si se comprueba que ocuparon la cátedra jesuitas, españoles y extranjeros, del nivel científico de, por ejemplo, Claudio Ricardo, Carlos de la Faille, Jacobo Kresa, Pedro de Ulloa, Alexandro Berneto, Nicasio Gramatici, Manuel de Campos, Carlos de la Reguera, Pedro de Fresneda, Juan Wendlingen, Cristiano Riegen y Tomás de la Cerda.43

Durante el traslado en 1601 de la corte a Valladolid, la Academia se paralizó totalmente hasta 1607. Con su regreso a Madrid, el Consejo de Indias decidió reanudar sus actividades, ofreciendo la Cátedra al que entonces era cosmógrafo mayor de Indias, el doctor Andrés García de Céspedes, quien había permanecido siete años en la corte portuguesa aprendiendo de los prestigiosos cosmógrafos lusitanos y adquiriendo una formación que le llevaría a ser considerado uno de los mejores científicos de Europa.44 García de Céspedes desarrolló hasta su jubilación en 1611 el 42. Ver Manuel Fernández de Navarrete, Biblioteca marítima española. Madrid: Viuda de Calero, 1851, pp. 585-590. 43. “Las academias técnicas en la España del siglo xvi”. Quaderns d’Història de l’Enginyeria V (2002-3): 10-19. 44. Ver Mariano Esteban Piñeiro, “Los cosmógrafos del Rey”. Op. cit. Lafuente y Moscoso, eds., pp. 121-134, en especial las pp. 126-127, 132-133.

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cursus de matemáticas, que no difería de lo que se impartía en la Cátedra de Matemáticas y Astrología de la Universidad de Salamanca de 1561. En la Cátedra de la corte no se explicitaba como materia de lectura la obra copernicana, cosa que sí sucedía en los estudios salmantinos, independientemente de que se llegaran a estudiar o no.45 En 1611 Felipe III nombró nuevo cosmógrafo mayor de Indias y catedrático de matemáticas y cosmografía de la corte al ya citado doctor Juan Cedillo Díaz, deán de la catedral de Pastrana y capellán del influyente marqués de Moya, permaneciendo en la Cátedra hasta su muerte en 1625. Sobre el estudio de la geometría en la Academia, el erudito gallego Cristóbal Suárez de Figueroa escribirá en el Discurso XXIII (“De los Geómetras, Medidores, o Alarifes, y pesadores”) de su Plaza universal de todas ciencias y artes (1615) que Por ser esta facultad tan virtuosa y de tanto ingenio la siguen pocos. Conociendo su importancia se lee por orden de su Majestad públicamente en Madrid. Tiene hoy su cátedra con salario de ochocientos ducados el Doctor Juan Cedillo Díaz, versadísimo en Matemáticas. Sucedió al insigne Andrés García de Céspedes, grande inquiridor de esta ciencia, sobre que compuso no pocos volúmenes; si bien imprimió solos dos; uno de instrumentos Geométricos, y otro de navegación.46

Se cree que Cedillo estudió en Salamanca, donde enseñaban astronomía Jerónimo Muñoz y sus discípulos, lo cual explicaría muchas de sus ideas. Cedillo realizó una intensa labor de traducción de diversas obras científicas, tarea a la que estaba obligado por su nombramiento de catedrático de la Academia Real, y también confeccionó tratados originales sobre ingeniería, cartografía, matemáticas y astronomía, relacionados con sus actividades docentes.47 Defendió el heliocentrismo y recogió teorías anteriores de Tycho Brahe y Giordano Bruno sobre la inmaterialidad de las esferas celestes; colocó además a los planetas girando sobre círculos por la acción de “inteligencia” que actuaban a distancia, siguiendo las ideas de Kepler, Scaligero y Gilbert, algo que aún ni siquiera aparecía en Copérnico; y continuó el plan iniciado por Ondériz, traduciendo entre 1616 y 1625 el Arte de Navegar de Pedro Núñez, los seis primeros libros 45. Ver Eugenio Bustos Tovar, “La introducción de las teorías de Copérnico en la Universidad de Salamanca”. Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales 67-68 (1973): 236-252. Sobre la recepción de Copérnico desde Juan de Pineda (1598) hasta las controversias de la Universidad de Salamanca, ver Navarro Brotons, “Galileo y España”, p. 817. 46. Op. cit., p. 209. 47. Jalón, op. cit., pp. 156-157.

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de los Elementos de Euclides, la Nova Scientia de Niccolo Tartaglia y las Theorica Planetarum de Giovanni Antonio Magini.48 Los manuscritos de las traducciones de Cedillo —cuatro tomos con cubiertas de pergamino— se conservan en la Biblioteca Nacional de Madrid bajo las signaturas Ms. 6150, 9091, 9092 y 9093, y otros dos con referencias Ms. 8934 y Ms. 8896. En el 9091 se recoge Ydea Astronómica de la Fabrica del Mundo y movimiento de los cuerpos celestiales, con el subtítulo “Ydea y Cosmología”, que es la traducción incompleta del De Revolutionibus Orbium Caelestium de Copérnico; forma un cuadernillo con 79 hojas (138 páginas) en perfecto estado de conservación y que constituye posiblemente un original preparado para futura difusión impresa. Este texto, a modo de prólogo, figura en los folios 180r-181r. En el 9092 hay una traducción al castellano de Del fluxo y refluxo del mar de Galileo, en el que se explican las mareas como consecuencia del movimiento de la Tierra; y en el Ms. 9093 hay un breve tratado, “Sobre Esferoides” dirigido a la astronomía, piezas estas, en suma, que no llegaron a publicarse pero que, afortunadamente, se conservan en manuscrito. Su traducción incompleta del texto de Copérnico, la primera en lengua castellana, se conserva hasta el capítulo 35 del Libro Tercero, pero falta la traducción del texto de Osiander, la carta de Schönberg y el prefacio al papa. Cedillo la titulará Idea astronomica de la fabrica del mundo y movimiento de los cuerpos celestiales, una traducción, por cierto, en la que su nombre no aparecía por ningún lado; sin embargo, a partir del Libro Segundo, donde Copérnico habla de “nosotros” como refiriéndose a sus observaciones, Cedillo sí le nombra, acaso mostrándose inseguro acerca de cómo presentar la obra. Incluso en uno de los borradores de la traducción figura incluido un texto que no procede de Copérnico y que parece ser la introducción que el propio Cedillo redactó, tratando de transmitir mejor las preocupaciones del famoso astrónomo: Bien sabia yo quando determinava sacar a luz los trabajos de mis estudios que me avían de reprehender muchas partes de los hombres doctos por ser yo unos de los que parecen traer mayores novedades al mundo que ninguno hasta nuestros tiempos a traydo: porque aunque es verdad que las cosas que digo las an tratado difusamente nuestros mayores, todas juntas en un cuerpo y que salgan a un fin como aquí las declararé sospecho que no las a tratado ninguno.49

48. Ver Víctor Navarro Brotons, “El copernicanismo en España”. Historia 16 23 (1978): 61-66; Mariano Esteban Piñeiro y Félix Gómez Crespo, “La Primera versión castellana de De Revolutionibus Orbium Caelestium: Juan Cedillo Díaz (1620-1625)”. Asclepio 43. 1 (1991): 131-162, en donde también defienden que probablemente se trata de la primera traducción de toda Europa. 49. Op. cit., ff. 180r.-181r.; ver también Navarro Brotons, op. cit., 2001, p. 815.

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Se ha dicho también que quizá Cedillo fue amonestado por alguna autoridad, dejando entonces la traducción sin publicar y redactando esta nueva introducción al identificarse con Copérnico. Sin embargo, en esta misma introducción, Cedillo presenta algunas ideas cosmológicas no coincidentes totalmente con las de Copérnico, pues si bien sitúa al Sol en el centro del cosmos, argumenta que los planetas se mueven por el aire cósmico como peces por el agua, tal y como afirmaba ya su maestro Jerónimo Muñoz. Sostiene también que los epiciclos y las excéntricas no son orbes, sino círculos, movidos por inteligencias situadas en el centro de las excéntricas, o en el centro del mismo planeta, en los epiciclos. Curiosamente, afirma que las retrogradaciones, direcciones y apariencias de los planetas se explican eliminando los orbes. Pero en el sistema de Copérnico no hay retrogradaciones, ya que estas son explicadas como una mera apariencia resultante de observar los planetas desde una plataforma en movimiento. Esta mención de las retrogradaciones cabe interpretarla, por tanto, en el sentido de que Cedillo, antes de inclinarse por el sistema de Copérnico, ya había dejado de aceptar las esferas, como lo habían hecho antes que él Muñoz, Pérez de Mesa y otros autores, que no defendían sin embargo, la idea del movimiento de la Tierra. A la muerte de Cedillo en 1625 volvieron a promulgarse edictos en las universidades castellanas buscando otro matemático de alto nivel, pero, tal y como sucediera en 1604, no surgió nadie con el suficiente prestigio. El Consejo de Indias, queriendo evitar la extinción de la Academia Real, optó por una solución provisional: hasta que se encontrara la persona adecuada, las lecturas se realizarían en las mismas dependencias de siempre de la Academia, en la casa próxima a la puerta de Balnadú, por miembros de la Compañía de Jesús de Madrid elegidos por el director del recién creado Colegio Imperial de San Isidro, abierto con el apoyo de Olivares. Así ocurrió durante los tres cursos siguientes (1625-1628), en los que probablemente las enseñanzas fueran de otro cariz. No se expidieron certificados ni títulos, y en 1628 el superintendente real de los Estudios Generales, Juan de Villela, presionó al rey para que las cátedras de cosmografía y matemáticas y arquitectura se impartiesen en las dependencias del propio Colegio por los jesuitas. El rey emitió una cédula real el 10 de septiembre de ese mismo año. Se respetaron las materias de García de Céspedes pero no se sabe si se impartieron, o cuánto de Copérnico se divulgó en años venideros. Nuria Valverde, entre otros, ha señalado cómo el principal difusor de la ciencia en España pasó a ser entonces este Colegio Imperial, situado en la calle de la Colegiata, la calle Toledo y la calle de los Estudios, solar en el que los jesuitas establecieron uno de sus primeros colegios en Ma-

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drid (1572-1602), y en donde estudiarían Lope, Calderón y Quevedo.50 Al abandonar su sede de la puerta de Balnadú, la Academia desapareció como tal, pero la Cátedra permaneció aún muchos años, aunque vinculada ahora definitivamente a dicho Colegio y a los matemáticos jesuitas, quienes se interesaron por las disciplinas físico-matemáticas y se esforzaron por mantener la comunicación con Europa. La astronomía seguía aún supeditada en su faceta teórica a las doctrinas filosóficas, debido a lo cual su renovación tuvo que lidiar con espinosas cuestiones de cosmología y filosofía natural. Esta debía pasar por una superación de la división tradicional entre ciencia y técnica; la aplicación práctica de los saberes teóricos tenía que alcanzar una cierta estima social y se debía dejar atrás la nociva idea de que el trabajo manual era deshonroso. Motivado por un espíritu de rivalidad con respecto a las tres grandes universidades de Alcalá, Valladolid y Salamanca, en pocos años el Colegio se hizo tremendamente poderoso. Hacia 1625, y como resultado de las negociaciones entre el gobierno español y el general de la orden jesuita, Vitelleschi, se fundaron en él unos Reales Estudios que tendrían como finalidad principal educar a los hijos de los nobles. El plan de estos estudios establecía “estudios menores” de gramática latina y “estudios mayores” compuestos de 17 cátedras, entre ellas dos de matemáticas dedicadas, una a enseñar la esfera, astrología, astronomía, astrolabio, perspectiva y pronósticos, y otra a la geometría, geografía, hidrografía y relojes. Los jesuitas, además, asumieron también la Cátedra de Matemáticas de la corte, que desempeñaba Cedillo Díaz, con su cargo asociado de cosmógrafo mayor de Indias. Esto hizo que, durante los controvertidos años treinta —y, en realidad también, durante gran parte de la centuria— el Colegio fuera el principal centro de recepción y discusión de la obra astronómica de Galileo.51 Sus miembros intentaron mantener contacto con lo que estaba ocurriendo en Europa, buscando siempre traer como profesores invitados a los mejores científicos del continente. En el curso 1627-1628 leyó las matemáticas el suizo-alemán Juan Bautista Cysat —si bien en 1629, por razones desconocidas, ya no estaba en Madrid—. Vitelleschi intentó 50. Nuria Valverde y Mariano Esteban Piñeiro, “El Colegio Imperial”. Op. cit. Lafuente y Moscoso, eds., pp. 187-194; ver también, de gran utilidad, Víctor Navarro Brotons, “El Colegio Imperial de Madrid”. Historia de la ciencia y de la técnica en la Corona de Castilla. Luis García Ballester, coord. Valladolid: Junta de Castilla y León, 2002, vol. 3, pp. 53-72. 51. Sobre la fortuna de estas dos instituciones, ver, por ejemplo, José Simón Díaz, Historia del Colegio Imperial de Madrid. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1952-1959, 2 vols.; Nuria Valverde y Mariano Esteban Piñeiro, op. cit.; y Mariano Esteban Piñeiro, “La Casa de la Contratación y la Academia Real Matemática”. En García Ballester, op. cit., vol. 3, pp. 35-52.

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atraer al belga Gregorius de Saint Vincent, aunque sin éxito; en cambio, se consiguió para el puesto de profesor de matemáticas a uno de sus mejores discípulos, el también belga Jean Charles Della Faille, que se incorporó al puesto en 1629, y a quien se le atribuye el Tratado de la teoría de los planetas, de la fábrica y uso del astrolabio, de la fábrica y uso del anteojo de larga vista, de la refracción y sus propiedades.52 Ese mismo año se nombró también catedrático de matemáticas al borgoñón Claude Richard. Junto a Della Faille y Richard, en las primeras décadas de funcionamiento de los Reales Estudios del Colegio Imperial, residieron y enseñaron en esta institución el polaco Alexius Silvius Polonus, el escocés Hugo Sempilius, el italiano Francisco Antonio Camassa, el francés Jean François Petrey, el checo Jakob Kresa, así como el matemático castellano José Martínez y el jesuita vasco Francisco Isasi, que impartió arte militar. Estos autores publicaron muy pocas obras, pero dejaron un importante volumen de manuscritos de sus clases y de sus trabajos científicos que están permitiendo reconstruir sus enseñanzas y actividades. En su De mathematicis disciplinis (Amberes, 1635), Hugo Sempilius trató de ofrecer un panorama general de las distintas disciplinas matemáticas que le ocupaban, a saber, geometría, aritmética, óptica, estática, música, cosmografía, geografía, hidrografía, meteoros, astronomía, astrología y calendario. Pero además, Sempilius dedicó un amplio capítulo a la controvertida cuestión de si las matemáticas eran o no verdaderas ciencias, siguiendo muy de cerca y suscribiendo las tesis de su correligionario Giuseppe Biancani. Asimismo, se extendía ampliamente sobre la utilidad de las matemáticas y subrayaba su necesidad para discutir también cuestiones de filosofía natural, entre ellas, las relativas al movimiento. La defensa de las matemáticas realizada por Sempilius estaba orientada, sin duda, a apoyar y promocionar su enseñanza en el Colegio Imperial al mismo nivel que las otras disciplinas y, en general, a llamar la atención de los grupos dirigentes sobre su importancia y utilidad. Más importante para nuestros propósitos, sin embargo, fueron las diversas citas a las contribuciones de Galileo a la astronomía: en el apartado de óptica el escocés describió el telescopio galileano, subrayando que su creador fue el primero que aplicó este instrumento a la observación astronómica; en los capítulos de astronomía, destacaron también las observaciones de Galileo de los satélites de Júpiter, las apariencias de Saturno, el tan controvertido perfil lunar y las manchas solares. A propósito de este relieve lunar, Sempilius insistió en que no cabía otra interpretación que la que Galileo ofrecía en el Sidereus Nuncius; aun así, tomaba sus precauciones advirtiendo que el objeto de las matemáticas sólo era lo relativo a la cantidad, figura, movi52. El texto se encuentra en la Academia de la Historia, est. 13, gr. 5, nº. 639.

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miento, posición y número de los cielos —para 1620, por cierto, el Sidereus era ya impartido por los profesores de la Casa de la Contratación—.53 Más allá de la labor realizada por Sempilius, los descubrimientos astronómicos de Galileo fueron incorporados durante estas décadas en textos como la Curiosa y oculta filosofía (1630) de Juan Eusebio Nieremberg (1595-1658), o en Fábrica y uso del anteojo de larga vista del citado Jean Charles Della Faille, que describió el telescopio en lo que sobrevive de un manuscrito conservado en la Academia de la Historia. El primero se ocupó de la “filosofía renovada de los cielos”, en donde se declaró contrario a la teoría de Copérnico; sin embargo, consideró obsoleto el sistema de Ptolomeo y se mostró favorable al de Tycho Brahe; describió los descubrimientos astronómicos de Galileo, negando la solidez de las “esferas celestes”, y citando distintas observaciones de trayectorias de cometas, novae y movimientos planetarios; defendió igualmente la corruptibilidad de los cielos y que las estrellas se movían por ímpetu propio, así como que los astros eran de la misma naturaleza que la Tierra. En su tratado de Historia Natural — en el que incluyó numerosos materiales procedentes de la obra de Francisco Hernández—, Nieremberg se ocupó también de cuestiones astronómicocosmológicas en términos similares a como lo había hecho en la Curiosa filosofía. Estas aportaciones complementaron la investigación de la mecánica y la ciencia del movimiento que se produjo en décadas siguientes, cuya difusión y discusión fue, sin embargo, más lenta. Encontraremos huellas de la mecánica de Galileo en obras de arquitectura militar, en tratados de astronomía y geografía, en intentos de elaboración de Compendios matemáticos que incluían las llamadas “matemáticas mixtas” y en diversos manuscritos de temas variados, paradigma revelador de cómo la obra del astrónomo toscano fue recibida y asimilada en un país como España, el cual tuvo que esperar a este cambio de siglo para asumir de manera definitiva lo que había venido fermentando durante casi cien años.

Primeros síntomas: la SCIENZA NUOVA en los tratados de óptica Las páginas anteriores han ido identificando algunas de las coordenadas de sesgo técnico-científico que definieron tanto las relaciones diplomáticas entre Italia y España como la propia imagen exterior de cada nación en estas cuatro primeras décadas de siglo. Estas coordenadas estaban construidas, muchas de ellas, a partir de correspondencia entre científicos —muchos de 53. Navarro Brotons, op. cit., 2001, p. 812.

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ellos jesuitas—, de intercambios de libros, de instrumentos e incluso de personas, así como de supercherías y secretos que circulaban con mayor o menor libertad en la Europa del momento. Una figura como Galileo demuestra lo delicadas que podían ser las negociaciones entre cortes, mecenas y gobiernos a la hora de trasladar lo que no solo ya era un científico en concreto, sino toda una cosmovisión nueva en un periodo de gran control externo. A través de estos paradigmas podemos ir viendo, igualmente, la disparidad existente dentro de un mismo territorio, en donde podían florecer focos de pensamiento moderno rodeados de un piélago inmovilista. Así, mientras el ingenio de Galileo celebraba, en cierta forma, los avances de la tecnología gracias al magnífico cristal que le proveía la industria local veneciana, la España de los Habsburgo se iba abriendo muy lentamente a lo nuevo mediante la elaboración de tratados científicos y de traducciones que daban cuenta de su impacto en la Península: manuales para el consumo del tabaco, para la preparación correcta del chocolate, de las bebidas escarchadas, del agua ferruginosa, de las nuevas frutas tropicales… todos ellos productos aún envueltos por un halo de misterio, definidos tanto por la curiosidad en torno a ellos como por la prudencia con la que se debían ensalzar.54 Esta actitud, vamos a ver muy pronto, afectó a diversas ramas del conocimiento relacionadas con el uso de lentes cóncavas, y particularmente en una Castilla por lo general mucho más conservadora que un Aragón en donde, como hemos podido constatar, había existido durante décadas una boyante artesanía cristalera. Pronto haremos parada en las polémicas generadas por el uso de los anteojos en el ámbito social y en su fascinante plasmación en la expresión artística, ligados a reflexiones en torno a nociones como gravitas y vanitas tanto en el personaje literario como en el retratado en el lienzo. Anteojos, gafas, quevedos, espej(uel)os… la terminología moderna es tan variada como significativa, y da cuenta de la morfología del objeto tanto como de su peregrinaje más allá de las fronteras locales. En este abanico tendrá además cabida el humor y la sorna producidos por la rareza o por la aparatosidad de su efecto visual: quién no recordará, por ejemplo, aquellos “huevos estrellados mal hechos” pertenecientes a Cervantes, de los que Lope de Vega escribió al duque de Sessa al tomarlos prestados para leer un soneto en una reunión académica…55 El cristal será siempre motivo de reflexión, de apreciación, aunque sea como 54. A los cuatro primeros les dedico varios pasajes de mi Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2004. 55. Se trata de la misiva escrita el 2 de marzo de 1611, y que se recoge en edición reciente por Krzysztof Sliwa, Cartas, documentos, y escrituras del Dr. Frey Lope de Vega Carpio. Newark, DE: Juan de la Cuesta, 2007.

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filtro, como acceso a nuevas realidades, aunque estas realidades se vean dificultadas, como ocurre en este caso, por la deficiencia misma del vidrio. Diferente va a ser el esfuerzo proveniente desde el ámbito de la ciencia, dado que la disciplina de la optometría va a navegar en estas primeras décadas de siglo en aguas sumamente turbulentas, agitadas sin duda alguna por las dudas y miedos existentes en torno a las ventajas e inconvenientes del uso del anteojo. Dado que para el ciudadano del momento no había una distinción clara entre sus beneficios y sus contraindicaciones, los occhiali del momento se van a convertir entonces en un polémico instrumento en su delicado equilibrio entre el orden natural y el orden social. Sabemos ya que los vidrios convexos se habían usado para combatir la presbicia o vista cansada, y que más tarde se pasó al empleo de los cóncavos para tratar la miopía. El conocimiento de la cámara oscura, el estudio de las leyes de la refracción o del doble agujero estenopeico (llamado entonces brújula), por dar tan solo algunos casos, hicieron progresar la óptica física avanzando así en una más completa sistematización de la óptica fisiológica, que acabaría siendo fundamento de la entonces naciente óptica médica. Junto al desarrollo de los cristales, la forma de las monturas se inició con el monóculo articulado —que fue desapareciendo en el siglo xvi— para pasar después a piezas con la forma redondeada en el puente, sujetándose sobre los lados de la nariz por su elasticidad (los llamados quevedos), y que ya se habían popularizado en el siglo xv. Estos quevedos, a su vez, se ataban a las orejas con cuerdas, como veremos más tarde con Luis Vélez de Guevara y su El Diablo Cojuelo, en la que se usan “cuerdas de guitarra”; se creaba con ello un efecto entre cómico y esperpéntico, no exento de una cierta dosis de vanidad.56 Pero quizá lo más importante en este momento histórico es que el uso literario de la optometría revelaba, como resultado, dos tipos de preocupaciones que corrían paralelas en estas décadas: por un lado, la adopción de las gafas como marca de prestigio social a cargo de una sociedad que sufría de la misma ceguera moral que denuncian muchas novelas; y, por otro, como hemos visto ya, la creciente tensión entre religión y astronomía resultante del uso de lentes de aumento para observar el firmamento. Esta compleja intersección se va a cimentar al calor de los descubrimientos que estaban cambiando el panorama científico en Europa. Si el Sidereus Nuncius se difundió inicialmente, como hemos visto, en el ambiente de los cosmógrafos sevillanos y en algunos intelectuales asociados a la poderosa

56. De sumo interés resulta, a este respecto, Stuart Clark, Vanities of the Eye: Vision in Early Modern European Culture. Oxford: Oxford University Press, 2009, en especial el capítulo 10.

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universidad, sus contenidos no pasaron desapercibidos en el panorama de la optometría. Se trataba de una disciplina esta que ya había contado con interesantes aportaciones en la centuria anterior: estudios tempranos como el Libro del ejercicio corporal y de sus provechos, por el cual cada uno podrá entender qué ejercicio le sea necesario para conservar su salud de Cristóbal Méndez (Sevilla, 1553), habían recomendado un tipo de “gimnasia ocular” para mejorar la vista.57 Pero iba a ser el manual de un notario de la Inquisición y miembro de la Casa de la Contratación, el cordobés Benito Daza de Valdés, el testimonio que mejor y de forma más completa iba a reflejar los debates existentes en el campo de la óptica, ofreciendo al lector moderno un completo panorama de cómo se percibía el uso de las gafas en este tiempo. Remitiéndose, al hablar sobre óptica geométrica, a un tratado de perspectiva manuscrito de Antonio Moreno, cosmógrafo y profesor de la Casa de la Contratación de Sevilla, Daza hizo de su Uso de los antojos para todo género de vistas: en que se enseña a conocer los grados que a cada uno le faltan de su vista, y los que tienen cualesquier antojos (1623) el estudio más ambicioso sobre óptica en España. Con el propósito de lograr la mayor audiencia posible, el autor integró con gran habilidad lo teórico con lo ficticio en una portentosa demostración de didactismo y erudición. Se piensa que, en calidad de notario, Daza pudo tener amplio contacto con algunos dominicos —quienes en España tenían el monopolio del Santo Oficio—, monjes que tuvieron un gran papel en la difusión de los anteojos en Europa. Se trata, en cualquier caso, del primer texto conocido que incorpora algunas de las tesis de Galileo en el campo de la óptica, introduciendo paisajes del Sidereus pero sin citar a su autor; y de un testimonio valiosísimo que, por otra parte, nos aporta interesantes noticias sobre los centros cristaleros y científicos de España, y en particular sobre el uso de las gafas en la sociedad del momento por los necesitados tanto como por los meramente coquetos. El texto de la obra, precedido de un breve prólogo, se compone de tres libros. El primero, titulado “De la naturaleza y propiedades de los ojos” se divide en once capítulos, que describen la función visual y estudian con detalle los defectos que necesitan de corrección óptica. El libro segundo, “De los remedios de la vista por medio de los antojos”, dividido en diez capítulos, analiza las propiedades ópticas de los cristales cóncavos y convexos, e incluye una descripción de los procederes que pueden arbitrarse para determinar los “grados” precisos en los “antojos” con el fin de corregir las dis57. El texto ha sido estudiado por Agustín González-Cano, “Eye Gymnastics and a Negative Opinion on Eyeglasses in the Libro del exercicio by the Spanish Renaissance Physician Cristóbal Méndez”. Atti della Fondazione Giorgio Ronchi 49 (2004): 559-563.

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tintas ametropías. El último libro lo constituyen cuatro “Diálogos” en los que, como figuras centrales aparecen un Maestro (artesano) y un Doctor, recurso dialéctico del que se vale Daza para subrayar la necesidad de unir pericia técnica con fundamentos teóricos. En la primera parte de su libro, el científico cordobés identifica y trata los síntomas más comunes (miopía, hipermetropía, cataratas) que aquejan a sus contemporáneos, al tiempo que ofrece interesantes soluciones a problemas cotidianos: cómo dar con la graduación correcta, cómo hacerse con la montura apropiada, cómo limpiar los cristales o evitar que las lentes se “nublen”, etc. En su inicio se exponen las diferentes propiedades del ojo, incluyendo una serie de consideraciones anatómicas extraídas del Medicinis Facile Paravilibus y del Uso Partium de Galeno, de la Chirurgia Universal de Juan Fragoso, y lo aportado sobre optometría en la Re Anatomica de Mateo Realdo Colombo. Daza alaba los poderes de la vista utilizando en ocasiones una retórica tocante en la mística, cargada de simbolismos, muy sugerente. Analiza también en este libro las diferentes “vistas” y diserta sobre quiénes necesitan o no anteojos. Desde un punto de vista histórico, el Libro II es el que presenta mayores atractivos, en cuanto elogia la invención de tan preciados objetos. Sin embargo, tal y como señala el prologuista a la edición de 1923, el autor o no sabe o no quiere decir nada sobre el inventor de los antojos. Más bien parece ser lo segundo en un hombre que demuestra ser tan erudito en las historias de otros asuntos, y acaso razones, de índole religiosa y dogmática sobre todo, muy de tener en cuenta en un notario de la Inquisición, hiciesen que él se creyese obligado a callar, como tres siglos antes los hermanos Giordano da Rivalto y Alexandro della Spina, en la hipótesis de que hubiera sido Bacon el inventor, cuyo nombre, sospechoso de herético, no se atrevían a citar.58

Interesante resulta ser, por ejemplo, la explicación que ofrece Daza sobre los diferentes tipos de cristales en el capítulo primero. Analiza el cristal de roca, en su versión de cristal de espejo y cristal de vidrio. Para el cordobés, este último es un género de vidrio “finísimo que se hace en Muran, lugar ameno junto a Venecia, de que se labran los anteojos tan excelentes que casi compiten con los mejores de roca”.59 Va a ser esta, sin duda, 58. La cita la firma Manuel Márquez en su prólogo a la edición que se recoge en la Bibliografía final, p. 50. No he modificado ni modernizado los contenidos; las cursivas de esta cita y de las que vienen a continuación provienen del editor, no del texto original. Menciona el texto, en relación con Galileo, Eileen Reeves en Painting the Heavens: Art and Science in the Age of Galileo. Princeton: Princeton University Press, 1997, pp. 209-210. 59. Op. cit., pp. 119-120.

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una de las muy escasas apreciaciones positivas que veremos en un recorrido histórico en donde el cristal veneciano se asociará, por lo general, con la traición, con el espionaje, con la agresión. En Daza, Galileo está presente tanto como lo están los nuevos cristales venecianos, tan codiciados en todo el continente, y que sin duda seducen por su calidad a nuestro autor. El resto del libro diserta sobre la diferencia existente entre los cristales convexos, cóncavos y “conservativos”. Incluye además una serie de cálculos sobre los grados asignados a la vista, cerrando el Libro con consejos sobre cómo pedir anteojos para vista débil o cansada. El Libro III se compone de una serie de diálogos entre aquellos que buscan remedio, un maestro al que hoy le asignaríamos la profesión de optometrista, y un médico. En el Diálogo I el personaje de Claudio va a la consulta del Maestro para hacerse un examen de la vista. El intercambio de impresiones no solo resulta tremendamente útil para comprender el estado de la ciencia en la Sevilla del primer tercio del siglo xvii, sino que revela unos usos y costumbres no muy diferentes de los de hoy, en especial en la relación entre paciente y médico, que ofrece excelentes consejos tanto para Claudio, de vista cansada, como a su amigo Marcelo, miope o “de vista cansada”.60 Daza también describirá otros instrumentos ópticos, como la ya citada cámara obscura de Giambattista della Porta —a quien sí cita sin ambages— y los espejos. Las dos preocupaciones a las que ya he aludido, a saber, estatus social inmerecido y prácticas pseudocientíficas, se convierten en los temas de debate más apremiantes cuando se toca el fenómeno del visorio o telescopio en el cuarto de los diálogos, y lo que estos personajes han visto en la Luna.61 No hay una sola mención en estas páginas a Galileo, a pesar de que Daza incluye pasajes enteros del Sidereus Nuncius. Lo que en principio podía haber sido un simple tratado sobre los anteojos pasa también a ser un ejercicio de diplomacia en el cual su autor se convierte en una suerte de comentarista social, desplegando una tensión interna entre el querer y el poder decir. El Diálogo IV reúne al Doctor, al Maestro, a Julián, Alberto y Leonardo. Leonardo y Alberto viajan juntos hasta Sevilla y lo que presumiblemente es la Giralda, “que aunque tiene tan llana y clara la subida, es mucha su altura para no ir reparados de compaña” (la llana subida se refiere, con toda probabilidad, a la larga rampa que conduce hasta el final a sus visitantes). Esta visión panorámica desde la Giralda se va a convertir en uno de los escenarios más utilizados por la sátira menipea del siglo xvii, como veremos a continuación, no solo mediante el desarrollo de este motivo tan barroco, sino también popularizando la imagen de Sevilla 60. Op. cit., p. 169. 61. Op. cit., pp. 252-256.

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Fig. 8. Portada de Uso de los anteojos para todo género de vistas (1623).

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como una Babilonia llena de sorpresas. El mismo resorte narrativo utilizará en estas fechas Rodrigo Fernández de Ribera en su novela Los anteojos de mejor vista (ca. 1625), en donde reemplazará lo didáctico de Daza por lo satírico de unos personajes más cercanos a Quevedo que a un tratado médico. La subida opera entonces como preparativo de esta lente que poco a poco se va afinando hasta dar con el ajuste apropiado. Una vez arriba, el Doctor otea el horizonte con un visorio; alcanza a ver hasta seis leguas, llegando a discernir el “chapitel” de la torre de San Felipe, “y me parece que podía contar los pajarillos que por allí andan”. Leonardo comenta que “yo he visto con algunos de estos visorios de a vara […] los edificios a tres y cuatro leguas”, mientras que Alberto se muestra escéptico al principio ante tanto “encantamiento”.62 Este catalejo, entonces, no se desprende del todo de su halo de magia, si bien no se debe asumir que la palabra encantamiento sea rigurosamente negativa. Leonardo y Julián admiten haber recorrido todo el horizonte con su vista, observando algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad. El Maestro insiste entonces en que “gran cosa es ver con un visorio lo que la vista no alcanza, y más siendo bueno, porque se ve con más descanso y claridad”. El ejercicio de indagación se lleva a cabo, muy prudentemente, con el horizonte citadino como objetivo —y de ahí ese bueno al que se alude—, y no el paisaje celeste. Sin embargo, pronto se pasa a cuestiones de mayor calado, y sin duda mucho más controvertidas. Cuando Leonardo pregunta a su maestro por el tamaño de sus “visorios”, este le responde: Dejando aparte los pequeños de cuatro a cinco dedos, que son más prestos y agradables para de camino o para reconocer la gente de una plaza, con uno de a vara me parece a mí que basta para ver cualquier cosa. Y anoche hice la prueba en la Luna con todos éstos, y aunque los más largos mostraban más aquellas concavidades y asperezas de la Luna, con este de a vara veía casi lo mismo y más descansadamente. Pero como el fin de este instrumento es para ver cuan lejos se pueda, no reparo en la penalidad y embarazo que tienen los largos, como se sepa mirar con ellos.

Los catalejos, en otras palabras, son recomendables para la vista de corto alcance, para ver a la gente en la plaza; pero los verdaderamente atractivos —si bien esta palabra se omite deliberadamente— son los largos, que permiten ver una nueva superficie lunar hasta entonces ignota. Alberto confiesa haber visto también las mismas concavidades:

62. Op. cit., pp. 252-253.

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La otra noche vide la Luna con un visorio de tres cuartas de largo, y aunque no era de los muy aventajados, descubrí en ella aquesas concavidades que decís, y manifiéstanse más cuando va creciendo o menguando, por donde parece que están en esta parte frontera de la Luna, y no en la circunferencia, pues cuando está toda llena, la vemos alrededor lisa y muy perfecta.63

Esta es, evidentemente, una de las tesis principales del Sidereus, que en este diálogo se introduce sin el menor atisbo crítico, como una verdad indiscutible. Si bien se hace de forma cautelosa, la propuesta de Daza es tremendamente audaz en cuanto está defendiendo lo que ya era una verdad irrefutable, a saber, la rugosidad de la superficie lunar que Galileo había descubierto tan solo unos años antes. Igualmente prestadas son las palabras del Doctor al intervenir sobre el asunto, construyendo esa fisonomía humana —con “melenas” y “plumajillos”, se nos dice— de esa Luna que tanto seducirá en años venideros a todos aquellos interesados en explotar sus valencias cómicas como escenario y como destino del viaje alegórico: Yo tengo para mí que aquellos que parecen en la Luna como ojos y boca son altos y bajos, aunque hasta ahora que salieron los visorios habemos entendido que se causaban solamente por ser la Luna más densa por unas partes que por otras; pero mirada con el visorio, así cuando va creciendo como cuando vuelve a recogerse, hallamos que salen a lo oscuro de la menguante ciertos ramillos o partes luminosas, las cuales habiendo visto un discípulo de el señor maestro, vino a decir que la Luna tenía melenas. Mas estos plumajillos no todas veces se manifiestan, sino en tal día que llega a aquella parte la creciente o menguante de la Luna. Pero de ordinario le vemos aquel canto muy áspero y como esponjoso y avirolado, con algunos retoques de mayor luz en las partes que son más altas, por donde un buen pintor conocerá mejor que yo cómo aquéllos son verdaderamente altos y bajos. Pero dejado ahora que lo sean o no, me admiro más de que estos visorios no agranden las estrellas, sino que antes las hagan menores, aunque más vivas y resplandecientes. Por donde venimos en mayor conocimiento de su inmensa distancia, pues con acercarlas tanto a nosotros, como vemos por otras cosas, con todo eso se quedan tan pequeñas miradas con los visorios, como parecen sin ellos.

Estos “retoques de mayor luz en las partes que son más altas” son los retoques ya explicados por el científico pisano al resumir sus observaciones de la Luna con el telescopio, este visorio al que hace alusión este personaje al principio de la cita. Las cordilleras lunares son algo ya evidente que no tienen lugar para la refutación, se miren con el ojo que se miren. 63. Op. cit., pp. 254-255.

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Resultan fascinantes, igualmente, las palabras del Maestro en torno a los adelantos técnicos de la época porque representan ya una escritura de pulso firme, decidida a divulgar lo que para muchos era todavía una herejía: Largo sería de contar, si hubiéramos de referir las cosas que se han añadido en materia de visorios; pero hablando de lo que yo he visto y de las experiencias que he hecho con ellos, sé deciros que este instrumento de dos lunas no alcanza a mostrar grandes las estrellas, por largo que sea y por muchos grados que tenga la cóncava que se aplica a los ojos; sólo en el cuerpo de la Luna, que está más cerca, y en otras cosas de acá de la tierra se echa de ver lo mucho que engrandecen.64

Tras las explicaciones técnicas del Maestro sobre la composición y tipos de visorios, Alberto no puede sino confesar que “de esta vez salgo gran maestro de hacer visorios, y el señor Julián, de la incredulidad que tiene de sus maravillas, pues hemos visto aquesta tarde cosas que parecían imposibles”.65 Añade, además, una afirmación que resulta incluso más sorprendente viniendo de un notario inquisitorial: que “curiosa es, por cierto, aquesta ciencia y digna de saberse, por tantos secretos como tiene, y de buena gana la aprendiera yo, si fuera para ello”.66 Así, este “digna de saberse” resulta ser el mejor elogio a una disciplina que debe enseñarse como lo que cita un poco antes, una ciencia. El libro se convierte así, en el último momento, en una defensa de la obra poscopernicana; una defensa sin citas, sin erudición, sin fuente alguna, pero cristalina en su propósito, asequible para todo lector interesado. Pero esta nueva ciencia, nos recuerda Daza, debe quedar en manos de los expertos, tal y como indican las palabras últimas del Doctor al advertir sobre los peligros de la vista, que se ofusca “algunas veces de tal manera, que cree lo que no hay, haciéndole parecer en el aire una espantable figura, fuegos encendidos, pelear hombres armados, tres soles, aperturas de el cielo, cometas y colores de sangre”. La crítica a la astrología judiciaria queda entonces servida. Pero yo añadiría incluso un matiz más: esta “espantable figura”, estos “fuegos encendidos”, este “pelear hombres armados” conecta ya, desde sus ecos quijotescos, con un síntoma añadido del científico moderno, a saber, el de la locura. Daza advierte contra los visionarios, contra los arbitristas, contra los que hacen un uso indebido de la técnica. Penetra entonces en el dominio de una de las figuras que más rendimiento literario darán en estas 64. Las últimas citas pertenecen a op. cit., pp. 255-257. Este diálogo se reproduce también en op. cit., López Piñero, Navarro Brotons y Portela Marco, eds., pp. 236-237. 65. Op. cit., p. 260. 66. Op. cit., p. 262.

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décadas, a saber, la del virtuoso, que ya había madurado en Italia décadas antes con intelectuales y estudiosos como Leonardo Fioravanti y Giambattista Della Porta y que, como veremos pronto, germinará en la Península con inventores y coleccionistas como Juanelo Turriano, Jerónimo de Ayanz o Juan de Espina. Estas aseveraciones finales también resultan de enorme importancia desde un punto de vista filosófico, en cuanto conectan al telescopio con toda la problemática barroca de las apariencias con las que se abría este capítulo, y en especial con la controvertida naturaleza de los conocidos y criticados pronósticos. Las apariencias mal entendidas cierran ahora, inevitablemente, este panorama inicial de ideas que viajan y que se difunden, y dan lugar entonces a lo que fue una muy caleidoscópica plasmación en las letras áureas: si los catalejos barrocos representan “lo lejos cerca”, como concluye el Doctor, también harán de esta dialéctica un ejercicio ético desde este fértil juego de opuestos: “lo grande, pequeño; lo de arriba, abajo, y por el contrario”.67 Las estrellas quedan aún muy lejos, se nos dice, pero la Luna ya es aprehensible, analizable y, por tanto, asible como sustancia de fantasía, de ficción. Este mundo invertido, este carnaval de lo divisado se convertirá muy pronto en materia novelística, como veremos pronto. Pero antes es necesario hacer breve parada en lo que la figura del científico, desdoblada en sus diferentes manifestaciones, supuso para la ficción del xvii, y lo que su proyección, no siempre positiva, significó a la hora de hablar de los avances de la ciencia. La diseminación de modelos italianos, como indico en las siguientes páginas, va a ser de vital importancia en la encrucijada de la ficción áurea con la ‘nueva ciencia’.

67. Estas tres últimas citas provienen de op. cit., p. 263.

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2. Galileo y sus contemporáneos españoles

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II Fundaciones Minima cura si maxima vis. Lema de la Accademia dei Lincei ¡Oh, maligno mirar! Baltasar Gracián

Ciencia (y) ficción: elementos para una nueva mecánica La diseminación de ideas y materiales científicos en el entorno urbano del siglo xvii español viene determinada, como he indicado ya, por sus complicadas relaciones con la Iglesia católica. En una serie de trabajos fundamentales, Antonio Beltrán Marí nos ha iluminado los diferentes senderos de esta compleja cartografía en donde la figura de Galileo fue tan solo uno de sus diversos elementos, si bien un elemento de incuestionable centralidad gracias al impacto de su obra y a la circulación de su famoso telescopio. Hemos visto también cómo, mientras en unos lugares se mantenía una actitud más permisiva con respecto a la exploración técnico-científica, en otros se vivía aún bajo las coordenadas de un sistema astronómico obsoleto, aunque en proceso de cambio. A fines de la Edad Media la astrología judiciaria, que se había tratado ya en un texto como el Libro conplido (De judiciis astrologiae) de Alfonso X el Sabio, empezó a ser sustituida por una astrología literaria en autores como Juan de Mena, el Marqués de Santillana o Francisco Imperial,

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según ha indicado recientemente Luis Miguel Vicente García en un magnífico estudio en torno a la astrología del momento.1 Pero esta, como sabemos ya por los numerosos casos existentes en el Parnaso literario, linda con otras manifestaciones como la magia y lo sobrenatural, cuya tradición en las letras áureas es tan rica en testimonios como compleja en influencias. Escenarios ya clásicos como la Cueva de Salamanca, y personajes literarios como Merlín, Luzbel o el convidado de piedra apadrinan familias textuales que se proyectan a lo largo de los siglos, reemergiendo con éxito en todo tipo de género o estilo. Estas variantes se van en ocasiones alternando entre lo serio y lo jocoso en su diálogo interno, a veces por gusto o capricho del autor, a veces por las tendencias que imponen los cánones del momento. No es necesario alejarse de los clásicos para ver cómo operan estos mecanismos en nuestras letras: un caso como el de El caballero de Olmedo, por ejemplo, resulta indicativo de lo que puede ofrecer el género del teatro si contrastamos la versión de Montesser con la de Lope; y el mismo Don Quijote —con su cabeza-oráculo o con su Belerma trasnochada y macilenta— es ya en sí un catálogo amplísimo de actitudes respetuosas pero también irreverentes ante la tradición con la que se dialoga. En lo más granado del acervo literario tardo-medieval y aurisecular brota frecuentemente un componente esotérico de gran atractivo para el público lector. Desde el magnetismo que ejercen personajes históricamente documentados como el nigromante Enrique de Villena o desde creaciones ficticias como Celestina, hasta la fascinación por el ocultismo en las primeras comedias de magia que cierran el siglo xvii triunfando en el siguiente, la literatura española adquiere tonalidades particularmente sugestivas gracias a creaciones que, en estos dos siglos, se adentran en prácticas y rituales asociados a la brujería, las visiones, la alquimia, la demonología, la posesión o la santería.2 En ellas, huelga decir, el problema de la vista y la percepción de lo secreto ejerce un rol axial en el cual no dejan de producirse complejos mecanismos ópticos y juegos de perspectiva. Se podría entonces hablar, en términos modernos, de la emergencia de una ‘ciencia-ficción’ local por la que deambulan todo tipo de visiones fantásti1. Estrellas y astrólogos en la literatura medieval española. Madrid: Ediciones del Laberinto (Colección Arcadia de las Letras), 2006; no entraré en este asunto al haberse analizado ya de forma detallada en este estudio y otros como el de Sophie Page, La astrología en los manuscritos medievales. London: The British Library, 2006. 2. Existe una completa bibliografía sobre el fenómeno, que data ya de varias décadas. El asunto ha sido tratado recientemente por Eva Lara Alberola, Hechiceras y brujas en la literatura española de los Siglos de Oro. Valencia: Universitat de València, 2010; y por Mina García Soormally, Magia, hechicería y brujería: entre La Celestina y Cervantes. Sevilla: Renacimiento, 2011.

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cas y en donde, como parte de estos mismos viajes a lo ignoto, no se desestima la exploración de lo celeste. La figura del astrólogo, por ejemplo, va a ser recreada una y otra vez en piezas como el Entremés del astrólogo burlado de Juan Bautista de Arroyo y Velasco; El astrólogo tunante y El esclavo de los grillos de oro de Francisco Antonio de Bances Candamo; El astrólogo fingido y El laurel de Apolo de Calderón; La hechicera del cielo de Antonio de Nanclares; y El ausente en su lugar, El caballero del sacramento, La niñez del Padre Rojas, Quien más no puede, Roma abrasada, Sembrar en buena tierra, Servir a buenos, Sin secreto no hay amor, El sufrimiento del honor y Ya anda la de Mazagatos darán cuenta del interés de nuestro prolífico Lope de Vega por la astrología.3 La alquimia contará con similares manifestaciones en todo tipo de género, siendo el alquimista uno de los arquetipos urbanos más frecuentemente ridiculizados por la sátira menipea. En el Madrid de la década de los 30, de hecho, van a ser muy comentadas las andanzas del alquimista Vincenzo Massimi y sus experimentos clandestinos en la residencia de la Ermita de San Juan Bautista, que se asociaron incluso con la figura de un Olivares muy proclive a estos pasatiempos. No muy alejada de estas prácticas, una actividad como la nigromancia se enfrentará, ya desde el siglo anterior, a numerosos detractores y denunciantes, como serán los casos de Martín de Castañeda en Tratado de muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechizerías (1529), Pedro Ciruelo en Tratado en el qual se repruevan todas las supersticiones y hechizerías (1529), Benito Perera en Adversus fallaces et supersticiosas artes, id est, de Magia (1603), o Martín del Río en Disquisitionum Magicarum Libri Sex (1624).4 Y esto es solo un porcentaje mínimo de una preocupación muy extendida cuyo estudio excede los límites de mi análisis, pero cuya mera alusión nos revela las débiles fronteras entre lo que se consideraba lícito o no, y lo que podía pasar a ser materia de ficción para el escritor contemporáneo. La gran cantidad de páginas impresas en torno a estos fenómenos apunta a que, pese a su naturaleza muchas veces maldita o clandestina, sus manifestaciones resultaban también muy seductoras no solo para el lector del momento, sino también para el público de corral o el que disfruta ya de los adelantos técnicos que impone un recinto como el coliseo. Durante estos años, el lenguaje teatral de la comedia nueva ofrecerá numerosos casos en los que la facultad de la vista tendrá un papel absolu3. Véase Robert Lima, Dark Prisms: Occultism in Hispanic Drama. Lexington: University Press of Kentucky, 1995, y en especial las pp. 15-27, dedicadas al drama áureo; en el ámbito del Siglo de Oro destaca la compilación de artículos que recoge Frederick A. de Armas en Crítica Hispánica 15 (1993), titulada The Occult Arts in the Golden Age. 4. López Piñero, op. cit., 1979, pp. 67-73.

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tamente decisivo, en particular a la hora de escrutar lo prohibido, a la hora de observar lo que no puede o debe verse. Así, la mirada oblicua y el trampantojo triunfan como mecanismos visuales y, en última instancia, como valores epistémicos, en la medida en que reflexionan sobre los límites de la mirada y del conocimiento. De todos estos procesos existe ya una muy completa bibliografía, y por tanto no volveré sobre ello.5 Mucho se puede escribir aún, sin embargo, de esta particular encrucijada de lo moral, lo legal y la expresión estética. *** Si el ojo curioso nos adentra entonces en nuevas realidades, la palabra debe ser el medio que dé cuerpo a estas visiones; pero ha de ser este un vínculo siempre elástico y poroso, abierto a todo resorte que le haga opaco, ambiguo y juguetón, ampliando con ello su abanico de sentidos, iluminando y confundiendo, diciendo verdades a medias. En el terreno que nos ocupa, tan clásico como manido va a acabar siendo, como veremos, el juego antojo-anteojo, o la misma polisemia de la palabra antojo —no tanto antojo como capricho, tal y como lo entendemos hoy, sino más bien como locura o extravagancia, según lo utilizaban entonces— o incluso el tan denostado antojado, ese miope moral, cuando no simple loco. Incluso, sabemos, en germanía se utilizará también como sinónimo de grilletes, revelando así lo tremendamente popular que era como instrumento de uso cotidiano en la cultura del momento. Muchos testimonios literarios acuden también al juego anteojo-enojo, especialmente aquellos formatos poéticos que hacen de esta rima un manido recurso.6 La primera aparición registrada del término antojos con 5. Ver, por ejemplo, David R. Castillo, (A)Wry Views: Anamorphosis, Cervantes, and the Early Picaresque. West Lafayette, IN: Purdue University Press, 2001; Fernando R. de la Flor, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico. Madrid: Cátedra, 2002. 6. El cotejo de una fuente tan útil como el CORDE arroja los siguientes resultados para el periodo 1500-1700: 13 usos de antoxos en 11 documentos; 14 usos de anteojos en 4 documentos; y 849 casos antojos en 164 documentos. La etimología de tal término alude al carácter antepuesto del dispositivo respecto del rostro y los ojos del usuario. Para el rendimiento semántico del término anteojo —el cual, como veremos, dará lugar a todo un abanico de juegos conceptistas en la sátira del xvii— véase Pedro Álvarez de Miranda, “El doblete ‘antojo’/‘anteojo’: cronología de una recomposición etimológica”. Separata del Boletín de la Real Academica Española. Cuaderno CCLIII. Tomo LXXI. Madrid: Imprenta Aguirre, 1991; y, del mismo autor, “Algo más sobre anteojo/antojo”. Boletín de la Real Academia Española 72.255 (1992): 63-66. Para las implicaciones semánticas de este juego en un texto capital del periodo como El Diablo Cojuelo de Luis Vélez

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sentido óptico tiene lugar en las Poesías de Alfonso de Villasandino (13401424) recogidas en el Cancionero de Baena y datadas entre los últimos años del siglo xiv y los primeros del xv. Allí se incluye una composición poética bajo el epígrafe “Este decir fizo e ordenó el dicho Alfonso Álvarez para el Rey nuestro señor”, que comienza: Mal oyo e bien non veo. ¡Ved, señor, qué dos enojos! ¡Mal pecado! sin antojos ya non escrivo nin leo.

Y en las Coplas de Vita Christi (1467-1482), de fray Íñigo de Mendoza, se dice de la Virgen María que Tú eres sacra doncella en cuyo vientre apacigua la Trinidad su querella y más repara la mella de la hueste más antigua; por ti pierde los enojos que tiene Dios contra nós; tú eres ricos antojos por cuyo medio los ojos pudieron mirar a Dios.7

Se acude así a una lectura del instrumento muy cercana a su etimología, a saber, la de su carácter de objeto interpuesto que facilita una visión diferente; en el segundo caso, de hecho, se hace hincapié en el carácter mediador de la Virgen y en la posibilidad de ver a través de ella a Dios, un testimonio que considero fascinante en la medida en que engarza de forma única el elemento técnico-científico en la búsqueda de la experiencia religiosa: la Virgen no solo es la elogiada en el poema, sino el intermediario con Dios desde su condición de antojo. Es esta una alternancia que pervive a lo largo de las décadas y que alcanza grandes cotas de popularidad en el siglo xvii. Lope de Vega, por ejemplo, caracteriza a la Fabia de la ya citada tragedia El caballero de Olmedo como portadora de “rosario, báculo y antojos”; y en su soneto 22 de sus Rimas humanas, titulado “A dos niñas”, habla de la posibilidad de de Guevara, ver Ramón Valdés, “Introducción”. Barcelona: Crítica, 1999, p. LXXII. 7. Fray Íñigo de Mendoza, Coplas de Vita Christi. Julio Rodríguez Puértolas, ed. Madrid: Gredos, 1968.

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llorar el doble al llevar anteojos, jugando al mismo tiempo con la disemia de antojos y con la de niña, a la que complica con el juego niño/Cupido (niño amor): A dos niñas Para tomar de mi desdén venganza, quitóme Amor las niñas que tenía con que miraba yo como solía todas las cosas en igual templanza. A lo menos conozco la mudanza en los antojos de la vista mía, de un día en otro no descanso un día, del tiempo huye la que el tiempo alcanza. Almas parecen de mis niñas puestas en mis ojos, que baña un tierno llanto. ¡Oh, niñas, niño Amor, niños antojos, niño deseo que el vivir me cuesta! Mas, ¿qué mucho también que llore tanto quien tiene cuatro niñas en los ojos?8

Pero si los anteojos ofrecen un juego inocente, el uso de sus hermanos ‘de larga vista’ sitúa ya al creador en un territorio mucho más escurridizo. Con el fin de esquivar el yugo de la censura, las letras del xvii se ven obligadas, entonces, a valerse de una serie de resortes que muchas veces se heredan de la propia tradición que sustenta estas familias literarias. Por ejemplo, el viaje del lector tanto al mundo de ultratumba como a la infinitud celeste juega siempre con la ambigüedad, la ironía y el humor, a los que se añade, a veces en las líneas finales de lo narrado, una breve apostilla de censura para dejar claras las cosas, para eximirse de toda posible culpa. El escritor se las apaña así para poner distancia entre él y sus personajes, sin abandonar por ello los guiños solapados a tal o cual ingrediente novedoso de una actividad científica que anda poniendo en jaque a la cosmología establecida. Es este, a fin de cuentas, un resorte fundamental para decir sin decir, para proclamar sin realmente comprometerse: el autor deja caer tal o cual noticia, y en el lector queda la posibilidad de asumirla, de enta-

8. Lope de Vega, Rimas humanas y otros versos. Antonio Carreño, ed. Barcelona: Crítica, 1998, p. 144.

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blar una cierta dosis de complicidad con la materia, de indagar un poco más profundamente. Me interesa, por lo tanto, más el viaje que el destino, más los medios con los que se facilita el camino que el espacio nuevo al que se llega. Este es un recorrido centrado, entonces, en mecanismos y no tanto en paisajes, en el trayecto y no tanto en el lugar de llegada. Sostengo en estas páginas que esta labor de reflexión, en ocasiones abordada desde el silencio y la ausencia deliberada, resulta sintomática de cómo y por qué se introduce aquello que resulta nuevo en la ficción del xvii. *** La figura de Tolomeo, como vamos a ver pronto, palpita tras varios siglos de historia en donde la creación literaria participa también de esta inquietud ante los misterios del firmamento. La poesía del cambio de siglo ofrece también testimonios de indudable mérito e interés. Un texto temprano como el Tratado poético de la esfera, cuyos 258 versos Salas Barbadillo insertó de forma juguetona en su poema largo Patrona de Madrid restituida (1609),9 resulta de gran importancia dado que —frente a los breves apuntes vistos en el teatro— está completamente dedicado a la constitución del firmamento. Se trata de doce libros en 733 octavas, en las cuales se narran los eventos que inspiraron la erección del altar de Nuestra Señora de Atocha, donde se incluyen también, dispersos a lo largo de la narración, estas 258 líneas que configuran este poema. La pieza sale un año antes de las observaciones telescópicas de Galileo, y en ellas Salas muestra todavía una preferencia por el sistema tolemaico, situando al Sol en la cuarta esfera, en medio de los ocho “planetas”, es decir, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno y, por encima de ellos, las estrellas fijas, el Primum Mobile y el Empíreo. Toda la teoría del poema proviene, como lo hicieron otros muchos viajes cósmicos del momento, del Tractatus de Sphaera de Johannes de Sacrobosco, cuya influencia a lo largo de los siglos seguía siendo evidente, y que constituía lectura obligada no sólo en la Universidad de Salamanca —como hemos visto ya— sino también en otros planes de estudio.10 Formaba parte del contenido a asignaturas que 9. Patrona de Madrid restituida (Madrid: Alonso Martín, 1609). El “Tratado poético de la esfera” se reproduce en la tesis doctoral inédita de Emile Arnaud, La vie et l’oeuvre de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo: contribution a l’étude du roman en Espagne au debut du XVIIe siècle. Toulouse: Université de Toulouse Le Mirail, 3 vols., 1977, pp. 797-804. 10. El tratado titulado la Esfera, escrito por Johannes de Sacrobosco en el siglo xiii, de base tolemaica, tuvo una gran difusión en los siglos xvi y xvii, con muchas ediciones y comentarios. Sobre este tema, véase Lynn Thorndike, The Sphere of Sacrobosco and its Commentators. Chicago: The University of Chicago Press, 1949; Antonio

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se impartía en las universidades europeas desde la Edad Media bajo la rúbrica de Esfera, que incluía tanto la celeste como la terrestre. Para Sacrobosco esta esfera no constituía sino el conjunto del mundo creado: la primera región, perfecta e inalterable, la comprendían nueve cielos u orbes: siete que llevaban a los planetas, el octavo (o firmamento) que contenía las estrellas fijas y signos del zodiaco, y el noveno (o cristalino), fuente general del movimiento. De las altas esferas se descendía a la región elemental que contenía los cuatro elementos dispuestos en esferas concéntricas. La enseñanza de la astronomía se completaba con un texto anónimo de mediados del siglo xiii llamado Theorica Planetarum que ofrecía un resumen de las teorías tolemaicas, así como las Tablas alfonsíes que fueron las más populares hasta la publicación en 1551 de las ya citadas Tablas Pruténicas preparadas por el alemán Erasmus Reinhold. Salas, que había estudiado astronomía en su juventud antes de dedicarse a las letras, mantiene todavía en este poema una visión tradicional del universo, apreciada en versos de lectura obvia como “de centro sirve al firmamento hermoso / la tierra que parece un punto dentro”, al tiempo que “los doce bellos signos que en un año / con hermoso rodeo el sol visita”. En la pieza, de hecho, resuenan ecos del Almagestum tolemaico en su creencia en las famosas 1.022 estrellas cuando afirma que “De las estrellas fijas, más distancia / la menor comprende que la tierra. / Son mil y veintidós, poder extraño; / tanto la mano poderosa cría”, revelando así lo sólidamente enraizada que todavía estaba la ciencia tradicional en estos primeros compases de siglo para algunos escritores. Si bien la cita es larga, creo que merece la pena rescatar el poema al completo porque, debido a la poca atención crítica que ha suscitado la poesía del madrileño, no se había comentado hasta el momento: Cierto instrumento en redondez dispuesto esfera llaman, y en su espacio incluye en varias formas círculos extraños, explicadores de los movimientos. El punto que está en medio centro llaman,

Hurtado Torres, “La ‘Esphera’ de Sacrobosco en la España de los siglos xvi y xvii: Difusión bibliográfica”. Cuadernos Bibliográficos 44 (1982): 50-51. Portuondo (op. cit. p. 39, n. 50) nos recuerda que hubo hasta once comentarios de la Sphera, ocho de ellos circularon en versión impresa; los de Francisco Junctino y Cristóbal Clavio (Christoph Clavius), por ejemplo, se publicaron respectivamente en 1582 y 1595. Ambos comentarios aparecen en la obra de fray Luis de Miranda, Exposición de la esfera de Juan de Sacrobosco doctor parisiense. Traducida del latín en lengua vulgar, aumentada y enriquecida, con lo que de ella dijeron Francisco Juntino, Elias Veneto y Christoforo Clavio... Salamanca: Jacinto Taberniel, 1629.

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eje la parte que por él discurre, polos diréis los dos puntos finales. El que aparece al que en Europa habita por el nombre de Orsino se declara, siendo el meridional el que se opone. Conforme la sustancia y accidente en dos diversos modos se divide esta belleza de la esfera ilustre: conforme la sustancia, en diez esferas (reservando el empíreo y sacro asiento del solo sabio Autor de las criaturas —otro más alto espíritu lo cante). En la décima esfera resplandece la cinta de lucientes animales, el nono, a quien primer móvil dijeron, después se asienta luego y le sucede el octavo llamado firmamento, de las estrellas fijas el palacio. A las otras alumbran los planetas: cuales mayores son, cuales menores según se allegan más al firmamento. La séptima, el asiento de Saturno, a todas les excede en el espacio porque goza del sitio más vecino. La de la luna varía lo más pequeño porque ocupa el asiento más remoto. Conforme el accidente se reparte aquesta esfera en dos, oblicua y recta. Los de la Equinoccial habitadores, porque ven los dos polos igualmente y ninguno les huye de la vista, aquestos gozarán de recta esfera. A todos los demás, porque se esconde un polo cuando el otro está presente que esfera oblicua tienen les diremos. Aquesta universal máquina hermosa en dos varias regiones se divide, región elementar, región celeste. Causan la elementar, los elementos: la tierra, el aire, el agua, el fuego activo. Está sujeta a varios accidentes, ella se forma y ella se destruye; busca el centro la tierra por pesada, sobre ella el agua, el aire y voraz fuego

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en más alto lugar las predomina. Desta región elementar la etérea su largo y ancho espacio comprehende. Mira el aire debajo, y la llanura del profundo terrón, también las bellas en variedad criaturas, aguas, vientos. Vése por cielos once dividida: el un décimo, Impíreo, corre eterna el décimo, primer móvil llamado porque, sobre los dos polos distantes y el círculo de aquel que iguales muestra en dos veces del año noche y día, con un arrebatado movimiento lleva consigo tantos inferiores mientras que cuatro veces seis pasaren horas (es inviolable este decreto), torciéndolos a todos el viaje porque ellos corren de Occidente a Oriente y el de Occidente a Oriente los inclina. Aquí tiene el Zodíaco su asiento; el Aries que en la más suprema parte de los mortales cuerpos prevalece, el Toro cuya forma el poderoso Jove fue en sus amores necesaria, los dos bellos Hermanos que, ceñidos, muestran su amor en un abrazo estrecho, el Cancro donde están los dos ardientes perros, causa del fuego que ha llegado a ser del rudo pueblo conocido, el León generoso que en la tierra precede a los sangrientos animales, la estéril Virgen que en los granos de oro da el premio al labrador del tosco arado, la Libra en cuyo tiempo más florece la planta bacanal apetecible, el Escorpión que a Marte hospeda grato siendo a Venus molesto su aposento, el Sagitario donde el ingenioso Mercurio no se ve benigno al suelo, el Capricornio, cuando ya parece el fuego de los leños agradable, el vaso del Acuario que derriba, tantas espesas lluvias a la tierra, los fugitivos Peces, que a la plata

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en las escamas el color imitan, tanto se incluye aquí, tanto se encierra. La nona esfera es tardo movimiento, de Occidente a Oriente es su camino a quien le da el Zodíaco sus polos. Mientras él anduviere solo un grado doscientas veces se verá la tierra con el parto feliz de las espigas. El movimiento circular se tarda mientras cuarenta y nueve mil se viere veces con nueva hierba el verde prado. También lleva tras sí sus inferiores: el orbe octavo encierra las estrellas a quien nombre de fijas las pusieron porque guardan un orden y distancia por ser un cielo solo el que las tiene, mostrando a los planetas diferencia que como están en sitios apartados cuales más tardos, cuales más veloces ya opuestos, ya conjuntos, siempre varios, y ser errado aqueste movimiento, de erráticas las da el justo nombre. Desde el Aries al Piscis dará vuelta siete mil el planeta más hermoso. Mientras este durare en su camino en veinte años se mueve un solo grado. Polos le dan la Libra y el Ariete en sus primeras partes de la nona. Llaman trepidación tal movimiento porque perfecto círculo no acaba, meciéndose como hace al tierno infante la cuna cuando el ama le da el sueño. Al Austro y Setentrión anda variando la séptima a Saturno, lugar cierto, mientras el de Esculapio padre sabio treinta veces los signos anduviere. Al Zodíaco da vuelta pesada la sexta que al gran Júpiter encierra: acaba, mientras doce veces vierte Flora pintadas rosas a los prados, el curso circular de su camino. El poderoso en armas Marte habita con sediento furor de sangre humana la quinta esfera. Cumple su rodeo

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después que ya dos veces cana viere nuestra madre común la superficie. La cuarta al todo luz planeta bello encierra, que en el término fenece de los días que son tiempo en un año. El rayo de piedad y de hermosura Venus le deposita en la tercera, el correo de Júpiter divino en la segunda esfera resplandece: estos guardan del sol el movimiento, no se halla diferencia numerable. En la que ve la gente más cercana en aquesta primera, está la hermosa Luna, variable, inquieta compañía de las torpes tinieblas de la noche, ya con escasa lumbre y ya vertiendo, llena de rayos, luces a las gentes.

La composición de Salas es, a fin de cuentas, hija de su tiempo, y revela un interés por conectar estos conocimientos con el público lector. Sabemos por estudiosos como Eugenio Garín que durante estas décadas existen numerosas relaciones entre la astrología y otras dimensiones del saber renacentista, muchas de ellas que incluso afectaban el comportamiento diario del hombre del momento, tales como la medicina, la ciencia, la filosofía, la teoría política, la propaganda y la religión.11 Respecto a estas tres últimas, Luis Miguel Vicente García nos recuerda que [N]o había en principio razón para que el Cristianismo antagonizara con el saber astrológico, sino al contrario, permitía universalizarlo, como fue la aspiración del Humanismo más avanzado, incorporando todo lo que la ciencia y la razón venían a decir en último término sobre la existencia de un Dios único. En todos los órdenes del pensamiento y del arte la Astrología afianzaba sus raíces. Y aún en el espinoso tema del pronóstico su prestigio y utilidad, especialmente su vertiente médica, aún les garantiza la presencia en la corte.12

Y continúa, acercándose al terreno de la ficción áurea, afirmando que [E]s fundamental considerar que la Astrología es un modo organicista de entender el Universo, interrelacionado en todas sus partes como un ser vivo (anima mundi) que permite que lo que ocurre en una parte se refleje en otra, 11. Eugenio Garin, El zodiaco de la vida. Barcelona: Península, 1981, pp. 48-49. 12. “Lope y la polémica sobre astrología en el Seiscientos”. Anuario Lope de Vega 15 (2009): 219-243.

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y que asume, por tanto, el principio hermético de Correspondencia: “arriba como abajo”, heredado desde las más antiguas cosmologías del mundo clásico y preclásico, consagradas por el prestigio de Aristóteles, Platón y Ptolomeo. Y ello para tener en cuenta lo poco acertado de enjuiciar la postura de Lope o de Cervantes frente a la astrología como meras supersticiones, fruto del atraso científico de la época, de la debilidad de la vejez o de los malos consejos femeninos, como ha veces se ha dicho.13

Estos dos clásicos de la literatura española ofrecen detalles de sumo interés para el estudioso de la ciencia y la técnica en la España del xvii, generalmente en forma de calas breves que muchas veces acuden al humor y a la burla. Aunque no sabemos mucho de la formación cervantina en materia científica, sus palabras parecen filtrar un cierto sentido de fatiga con respecto a las enseñanzas heredadas. Chad Gasta ha escrito que There is no way of knowing for sure what Cervantes thought about the great scientific advances of his own day, but the many scientific references in his works suggest he was at least conversant about what was transpiring, and understood how such discoveries were shaping the manner in which people viewed their own world. […] The novelist was aware of contemporaneous science even if he relayed that knowledge in an often funny or irreverent way, yet still firmly grounded in sound scientific principles.14

Mariano Esteban Piñeiro ha ido más lejos aún al afirmar que Cervantes poseía “amplios conocimientos astronómicos, conocimientos que no se corresponden a los que disfrutaba sobre esa materia el hombre común de la época ni, tampoco, la mayoría de los ilustrados en humanidades”.15 En la novela ejemplar La Gitanilla, por ejemplo, nos encontramos con un romance a la reina Margarita de Austria, muerta en Valladolid de sobreparto en 1611, cuya misa de parida se celebró el 31 de mayo de ese año. El poema construye una serie de identificaciones mitológicas entre los miembros del cortejo de Felipe III, cantado como “sol de Austria”; su hija 13. Op. cit., p. 219. 14. Chad M. Gasta, “Cervantes’s Theory of Relativity in Don Quixote”. Cervantes 31. 1 (2011): 51-82 [pp. 79-80]. Para un acercamiento a la figura cervantina en su diálogo con la ciencia renacentista, véase Margarita Becedas González, Cirilo Flórez y María Jesús Mancho Duque, eds., La ciencia y la técnica en la época de Cervantes. Salamanca: Universidad de Salamanca, 2005; Julia Domínguez, “Coluros, líneas, paralelos y zodíacos: la cosmografía en el Quijote”. Cervantes 29. 2 (2009): 139-157; José Manuel Sánchez Ron, “Ciencia, técnica, Cervantes y El Quijote”. La ciencia y El Quijote. Ibid., dir. Barcelona: Crítica, 2005, pp. 7-12; y José Vallés Belenguer, Miguel de Cervantes y la física. Zaragoza: Mira, 2007, en donde se rastrean sus conexiones con la ‘Revolución científica’. 15. “La ciencia de las estrellas”. Op. cit. Sánchez Ron, dir., pp. 23-35 (p. 34).

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mayor, Ana de Austria, va a ser “la tierna Aurora”, mientras que el “anciano Saturno” será el cardenal obispo de Toledo, don Fernando de Sandoval y Rojas. Su sobrino, el duque de Lerma, será Júpiter. Las alusiones siguientes, a la Luna y a Venus, son relativamente convencionales, pero llama la atención que Cervantes escriba a continuación que Pequeñuelos Ganimedes cruzan, van, vuelven y tornan por el cinto tachonado de esta esfera milagrosa.16

Recordemos que Ganimedes fue el nombre asignado por el ya citado Simon Marius a uno de los cuatro satélites de Júpiter descubiertos con la ayuda del telescopio. Los dos últimos versos están escritos, por tanto, en clave astrómica y no mitológica, pues aluden a la eclíptica, ese círculo imaginario trazado por los planetas, lo que nos lleva a dos conclusiones diferentes: que Cervantes conociera el Sidereus Nuncius, y que su alusión a Ganimedes inspirara a Marius a la hora de nombrar los cuatro satélites. Sin embargo, lo más prudente sería afirmar que, en muchos de sus juicios, vamos a ver en quien ya era entonces un escritor célebre una actitud en ocasiones ambivalente con respecto a las fuentes de autoridad a las que seguir en materia astronómica. Tal es el caso, por ejemplo, de la célebre manipulación humorística que hace Sancho del nombre de Tolomeo en el capítulo vigésimo noveno de la Segunda parte del Quijote. El famoso diálogo entre caballero y escudero sugiere una vez más la ambigüedad cervantina con respecto a los debates en torno al nuevo sistema heliocéntrico, de los que sin duda debió estar al tanto, habida cuenta, por ejemplo, del amplio catálogo de términos astronómicos que ofrece su obra. Cuando Don Quijote y Sancho llegan al río en el episodio del barco encantado (II, XXIX), el caballero andante comenta la distancia cubierta en términos tolemaicos, a lo que responde su escudero: “Por Dios […] que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo”. El narrador continúa entonces indicando que “[R]ióse don Quijote de la interpretación que Sancho había dado al nombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo”.17 ¿Cómo leer estas palabras sino como un testimonio más de ironía cervantina? El diálogo entre Don Quijote y Sancho, construido desde la artificialidad de estos términos que ambos manipulan para su

16. Novelas ejemplares. Jorge García López, ed. Barcelona: Crítica, 2001, p. 36. 17. Op. cit., p. 870.

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provecho hasta llegar a la frontera del absurdo, combina así diversas nociones de tipo astronómico y geográfico en las que se percibe una muy sugerente oscilación entre lo antiguo y lo moderno, que acaso reflejase la propia tensión interna de un hombre situado en un momento de rápidos cambios —recuérdese, por ejemplo, que el alumbramiento del Sidereus Nuncius coincide con la plena efervescencia de la musa cervantina, a medio camino entre la Primera y la Segunda parte del Quijote—. Igual que el libro parodia desde el propio lenguaje ciertos títulos de la novela de caballerías, bien podría pensarse que hace lo mismo con los de las autoridades científicas; “what Cervantes sought”, ha escrito recientemente Wendell P. Smith en su lectura del episodio, “was the clash of ideas, not to crown the winner”.18 Resulta muy significativo, por ejemplo, que Don Quijote cite a Tolomeo no como astrónomo, sino como cosmógrafo, ocupación que en la España renacentista tenía un valor bastante lato al abarcar el arte de navegar y la geografía. Cervantes habla además en este mismo diálogo del “globo del agua y de la tierra”, revelando una noción muy moderna del globo terráqueo como sólido tridimensional con una superficie diversa de agua y tierra. Y no es que el alcalaíno se muestre reticente a usar un término como astrólogo: lo vamos a tener presente, por ejemplo, en la conversación del caballero andante con Lorenzo, el hijo de Diego de Miranda, revelando así un particular aprecio por las matemáticas; un aprecio que, por otra parte, resultaba muy común en una sociedad que dependía de ellas para llevar a cabo sus conquistas de ultramar. Por su parte, Sancho también ofrece una lectura muy curiosa del exabrupto quijotesco: el “meón”, “gafo” y “puto” en boca de un personaje desvinculado de la cultura académica desde la cual se proyectaban los cambios aludidos en estas páginas no debe leerse necesariamente como un ataque personal al famoso cosmógrafo, sino más bien como síntoma de que su intocable autoridad —acaso ese cómputo que se menciona— era ya cosa del pasado en un momento de flujo.19 La clave de lectura no radica tanto, en este caso, en nuestra noción del Tolomeo de principios del xvii, sino más bien en tener siempre presente la persona cambiante 18. Wendell P. Smith, “‘Ver Mundo’: Enchanted Boats, Magic, and Imperial Atlases in the Second Part of Don Quijote”. Cervantes 32. 2 (2012): 37-80 (p. 69). 19. Medio siglo más tarde, en El sastre del Campillo (1685), Francisco Santos se burlará de esta reverencia a la autoridad en la escena en la que el Sastre, con mucha ironía, aconseja al soldado que vuelve empobrecido de la guerra: “ríase de la Cosmografía de Tolomeo, de la Matemática de Aristóteles, y la Astronomía de Euclides; arrójelos a todos, y solo estudie en las bufonadas de la Corte”. No conozco edición moderna del texto. Cito, a partir de aquí, por el ejemplar de la Biblioteca Nacional en Madrid, signatura R-189514, f. 117v.; en las citas que incluyo de este texto, y al que dedico parte del capítulo sexto, modernizo léxico, puntuación y ortografía.

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—pero al mismo tiempo reacia a toda novedad— de Sancho; la broma socava, diría yo, la ciega obediencia a una auctoritas que presidía todo juicio sobre el conocimiento, pero que es cuestionada ahora por un personaje cuya cultura oral determina igualmente su uso del lenguaje. Las palabras de Sancho, que sitúan al explorador celeste en lo más bajo y servil del funcionamiento humano, son claramente críticas, pues a fin de cuentas nos encontramos ante un campesino que depende de su cultura oral para el humor y la broma —y esta broma, con sus juegos de palabras, no puede ser más oral en ese sentido—. Sin embargo, como alguien que va al meollo del asunto y no acepta la verbosidad de su maestro, Sancho encarna una actitud muy sana —y muy moderna, si se quiere— hacia opiniones carentes de evidencia, esa misma evidencia que parece estar ausente en el edificio verbal de Don Quijote al hablar del arduo camino recorrido en su viaje libresco a través no de un paisaje, sino del Tratado de la esfera: coluros, líneas, paralelos, zodíacos, clíticas, polos, solsticios, equinoccios, planetas, signos, puntos, medidas… palabras, qué duda cabe, que le suenan a Sancho tan vacías como los nombres que su señor había invocado en la famosa batalla del rebaño (I, XVIII): Alifanfarón, Pentapolín, Micocolembo… Si, como la novela parece defender a través del continuo acto de renombrar, los libros de caballería son ya materia obsoleta para 1600, lo mismo podría decirse de Tolomeo, ese Tolomeo escatológico al que se tacha de homosexual y leproso (‘gafo’ y ‘puto’), recogiendo una tradición que ya desde la Edad Media asociaba a estos dos tipos. El momento que se vive en estos inicios de siglo, parecen decirnos estas páginas, aparenta estar listo para el cambio. Si la modernidad de la mirada cervantina alcanza sus más altas cotas de virtuosismo en el Quijote, no menos útil nos va a resultar en un recorrido como este el conocido diálogo del Persiles entre Mauricio y Soldino, dos astrólogos judiciarios que conversan sobre la validez de la astrología y sobre lo difícil que es acertar, sujetos como están siempre a “juzgar siempre a tiento y con poca seguridad”.20 Cervantes sugiere así que la tan denostada y amenazada disciplina de la astrología no es sino un conocimiento nacido de la experiencia y contrastable con esta, y no de una superstición reduccionista. La mano cervantina, como vamos viendo, ofrece numerosos testimonios de interés al abordar fenómenos ópticos. No entraré ahora en el 20. Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Juan Bautista Avalle-Arce, ed. Madrid: Castalia, 2001, p. 116. Interesante resulta también el trabajo de Frederick A. de Armas, “Heretical Stars: The Politics of Astrology in Cervantes’ La gitanilla and La española inglesa”. Material and Symbolic Circulation between England and Spain, 1554-1604. Anne J. Cruz, ed. Abingdon: Ashgate, 2008, pp. 89-100.

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complejo asunto de la construcción social de la mirada en piezas como El retablo de las maravillas, paradigmas del ver y del (querer) no ver en el universo barroco, pues ya han sido estudiados al detalle. Tampoco haré parada ahora en el fascinante uso del cristal como reflexión sobre el conocimiento en sus procesos racionales e intuitivos en piezas como El Coloquio de los perros, en donde, eso sí, topamos con algo que merece al menos ser mencionado aquí, a saber, una graciosa pulla al famoso problema de las longitudes que, como ya indiqué, tanto interesó a Galileo: “[V]eintidos años ha que ando tras hallar el punto fijo; y aquí lo dejo y allí lo tomo, y pareciéndome que ya lo he hallado y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato, me hallo tan lejos de él que me admiro”.21 Lo que sí quiero comentar aquí, en cambio, es el interés cervantino por los anteojos. Así lo hizo ver en las diversas menciones que encontramos, por ejemplo, en Don Quijote: en el capítulo VIII de la Primera parte nos habla de los llamados antojos de camino en el episodio del Vizcaíno, con los dos frailes de San Benito portando estos anteojos de cristal de roca acoplados a un tafetán que tapaba el rostro para protegerlo durante los viajes, y que no debían de tener necesariamente graduación alguna. En la Segunda parte cabe recordar el capítulo LXIX, en donde se contempla en el palacio de los Duques una procesión de hasta seis dueñas, cuatro de ellas con antojos; Doña Rodríguez, personaje clave de toda la accidentada estancia, es definida como antojuna; y Sancho comenta no sin cierta sorna que “el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza, riqueza, y a las lagañas, perlas”, potenciando así la idea del cristal como manipulador de los sentidos, idea esta que veremos también más tarde en autores como Quevedo o Saavedra Fajardo. Si las primeras generaciones de ingenios áureos heredan, por lo tanto, una lectura tolemaica del universo a la que responden de forma más o menos crítica en sus escritos, el uso del motivo del cristal resulta extraordinariamente fértil y variado. El Luis de Góngora que ya de joven cantaba a ese “claro honor del líquido elemento” en un soneto temprano (1582), ¡Oh claro honor del líquido elemento, dulce arroyuelo de corriente plata, cuya agua entre la yerba se dilata con regalado son, con paso lento!, pues la por quien helar y arder me siento (mientras en ti se mira), Amor retrata

21. Op. cit., p. 619.

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de su rostro la nieve y la escarlata en tu tranquilo y blando movimiento, vete como te vas; no dejes floja la undosa rienda al cristalino freno con que gobiernas tu veloz corriente; que no es bien que confusamente acoja tanta belleza en su profundo seno el gran Señor del húmido tridente,22

jugará con el motivo poético cristal en diversas composiciones, demostrando estar al día en los avances sobre óptica, según se ha escrito recientemente: La descripción que hace el soneto de la formación del retrato se remite […] a los procedimientos específicos de la magia óptica artificial del barroco que se derivan del empleo del medio técnico del espejo y contribuyen a producir múltiples figuras ópticas que, debido a su apariencia visual de “ausencia presente” […] adquieren un estatus epistémico profundamente ambiguo.23

Y el Góngora maduro nos ofrecerá una visión panóptica de gran interés en su Polifemo, así como lo que se ha visto por algunos como un ejercicio de perspectiva telescópica y microscópica en algunos pasajes de las Soledades.24 Mucho más se puede decir de su coetáneo Lope, cuya relación con la astrología, la astronomía y la cosmografía ha generado ríos de tinta.25 Al igual que Cervantes y otros muchos contemporáneos suyos, Lope es consciente de las correlaciones entre la configuración planetaria y el destino personal y colectivo, pero la necesidad de plegarse a los dictámenes 22. Cito por la edición de Sonetos completos. Biruté Ciplijauskaite, ed. Madrid: Castalia, 1969, p. 114. 23. Kramer, op. cit.; el artículo se centra en el soneto laudatorio “Hurtas mi vulto”. 24. Así lo ha sugerido, por ejemplo, Elena del Río Parra en su excelente ensayo Una era de monstruos. Representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español. Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2003, p. 223. 25. Véase Simon A. Vosters, “Lope de Vega y Titelmans: cómo el Fénix se representaba el universo”. Revista de Literatura 21 (1962): 5-33; del mismo, “Dos adiciones a mi artículo ‘Lope de Vega y Titelmans’”. Revista de Literatura 22 (1962): 90; y “Levinus Lemnius and Leo Suabius in La Dorotea”. Hispanic Review 20. 2 (1952): 108-122. La influencia de Tolomeo la estudia Edwin S. Morby en “Franz Titelmans in Lope’s Arcadia”. MLN 82.2 (1967): 185-197; y, del mismo, “Two Notes on La Arcadia”. Hispanic Review 36. 2 (1968): 110-123. Ver también Frank G. Halstead, “The Attitude of Lope de Vega toward Astrology and Astronomy”. Hispanic Review 7. 3 (1939): 205-219; y, más recientemente, Victor Dixon, “Lope’s Knowledge”. A Companion to Lope de Vega. Alexander Samson y Jonathan Thacker, eds. Woodbridge: Tamesis, 2008, pp. 15-28.

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de la Iglesia y su propia situación de ciudadano público, le harán adoptar siempre una actitud cuanto menos cautelosa. Ya fue Edwin Morby quien nos recordó que, durante esta época, el término astrología “embraced not only the present meaning of the term but astronomy as well; or that insofar as it purported to go beyond the field of astronomy to predict events to come, its position was highly ambiguous and its adepts exposed to the active displeasure of the Church”.26 Si Don Quijote comentaba a la sobrina haber nacido bajo la influencia de Marte, pero sujeto antes que nada a lo que “mi voluntad desea” (I, VI), y había advertido a Sancho del mal influjo de las estrellas (I, LII), Lope defenderá algo semejante en un texto capital como La Dorotea (1632), construyendo un marco dialogado para tratar a fondo la validez de la astrología. Así, en la escena octava del quinto acto, el astrólogo César aboga en contra de supeditar el libre albedrío a las famosas interrogaciones: os aseguro que siempre me desagradaron y parecieron temerarias las predicciones de lo que Dios inescrutable tiene prescrito en su mente eterna. Esto estudié en mi tierna edad del doctísimo portugués Juan Bautista de Labaña, y solo tal vez juzgo por curiosidad, y no de otra suerte, algún nacimiento; pero no respondo a las interrogaciones por ningún caso. El hombre no se hizo por las estrellas, ni el libre albedrío les puede estar sujeto.27

Lope adopta en estas líneas una postura más bien conservadora —es decir, en contra de sus prácticas más comunes— y más cercana al dogma católico, pero acude también a la ciencia seria en la figura de Labaña, y a su formación en astronomía y matemáticas. Igualmente interesante es lo que conocemos de su visión cosmográfica. El Fénix, sabemos ya, estudia en la Academia de Matemáticas el astrolabio y la esfera, y probablemente se forma en astronomía durante su estancia en Alcalá. El interés que tiene por estas materias va a quedar reflejado en las numerosas alusiones que se encuentran esparcidas por su obra, sea el género que sea. En La Arcadia, por ejemplo, indica que “[N]o solo ha de saber el poeta todas las ciencias, o a lo menos principios de todas, pero ha de tener grandísima experiencia de las cosas que en tierra y mar suceden”, tal y como había aconsejado, según vimos ya, Don Quijote al joven Lorenzo de Miranda. No falta otra vez el homenaje a su maestro Labaña, en este caso en el soneto 115 de las Rimas, donde explica a su maestro el estado de las relaciones con Elena Osorio (aquí Filis) mediante términos e ideas aprendidos en su curso de astrología. A través del tradicional hermanamiento engaño-desengaño26. Morby, op. cit., 1968, p. 110. 27. Cito por la edición de José Manuel Blecua. Madrid: Cátedra, 1996, p. 460.

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daño, el alumno enamorado confiesa a su maestro el error de concebir el amor en términos matemáticos dada la inconstancia e imprevisibilidad del amante; lo único real, parece ser, es la sospecha del otro, ese “cierto instrumento” del segundo cuarteto: Maestro mío, ved si ha sido engaño regular por amor el movimiento, que hace en paralelos de su intento el sol de Fili, discurriendo el año. Tomé su altura en este desengaño, y en mi sospecha, que es cierto instrumento, por coronas conté su pensamiento y señalome el índice mi daño. O no son estos arcos bien descritos, (digo estos ojos) o este limbo indicio, que a aquella antigua oscuridad me torno, o yo no observo bien vuestros escritos, que si hace Fili en Géminis solsticio, no escapa mi Cenit de Capricornio.

Al mismo tiempo, la figura de Tolomeo asomará en el legado teatral en piezas como Alejandro el segundo, El lacayo fingido y La noche toledana. Se cree que su obra le llegó través de la edición de Girolamo Cardano, Commentationes in Ptolemaeum de Judiciis Astrologicis (1554), pues Lope la cita en piezas como La boda entre dos maridos o Servir a señor discreto. Lo cierto es que términos como epiciclos, equinoccios, solsticios o coluros, procedentes de la astronomía tolemaica que ya escuchábamos en boca de Don Quijote, van a ser frecuentes en sus obras, si bien el Fénix aludirá también a algo tan moderno como cráteres, promontorios y manchas lunares en la popular comedia Los Tellos de Meneses; en la égloga Amarilis habla de “partes raras”, y de “montes” escribirá en piezas como Los ramilletes de Madrid. A la Luna, de hecho, la describirá como “húmeda y fría” en El premio del bien hablar, en El vaquero de Moraña, así como en El hidalgo Bencerraje. Se defiende un universo geocéntrico, por ejemplo, en La doncella Teodor, en la intervención de un Fabio que indica “[Q]ue si el fuego elementar / terminativo nos fuese / y como aquéste se viese / que nos suele calentar, / jamás la Tierra vería / el Sol y estrellas que ve…” (vv. 357-362), aludiendo, como bien indica su más reciente edi-

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tor Julián González Barrera, a una clara “cosmología medieval”.28 Y esta misma cosmología define otras alusiones no menos indicativas en piezas como El príncipe perfecto, El bobo del colegio y El alcalde mayor, en las cuales no entraré aquí por cuestión de espacio. Incluso las menciones de un Lope anciano en El castigo sin venganza (vv. 1468-9, 1494-5, 1735-40) confirman que ni siquiera al final de su vida, ya con la obra de Galileo ampliamente circulada en toda Europa, modificó sus presupuestos. Sí me parece conveniente destacar, no obstante, cómo en las comedias Lo que está determinado y El servir con mala estrella, el Fénix se burla de la astrología; en La burlas de amor habla de “la falsa judiciaria” y sostiene que la lectura de la palma de la mano es “incierta”; de “vana astrología” hablará en La difunta pleiteada, ya que la encuentra contraria a “la moral excelencia”, según deja caer en Roma abrasada; más aún: de “vana quimera” la definirá en Los hidalgos del aldea, y de “gran vituperio” en El enemigo engañado. Menciones dispersas a este universo de charlatanes las encontramos, por ejemplo, en títulos como La niñez del padre Rojas, en El mejor alcalde, el rey, en El caballero del sacramento, en El mayor rey de los reyes, en Sembrar en buena tierra, en Quien más no puede, en El sufrimiento de honor, en Ya anda la de Mazagatos, en Sin secreto no hay amor, en El acero de Madrid, en El ausente en el lugar, en Los ramilletes de Madrid y en Servir a buenos. La superchería de la astrología judiciaria se critica en El halcón de Federico, en Los bandos de Sena y en El mérito en la templanza. El arenal de Sevilla nos aporta un caso fascinante: “¿Quién cree en la astrología / judiciaria? La mujer”. Se hace así eco de ya citada bula papal de Sixto V, que había cargado de forma inmisericorde contra las mujeres —“mujercillas”, se leía— por embaucadoras y supersticiosas. Todo un catálogo de alusiones compartidas también por otros ingenios como Cervantes, quien en el capítulo XXV de la Segunda parte del Quijote negaba la capacidad adivinatoria del mono e introducía luego el cuento burlesco de la perrilla, siguiendo la idea de que los pronósticos debían de ser castigados excepto cuando se relacionasen con la agricultura, la navegación o la medicina.29 Y es que la credulidad del vulgo no descansa nunca en las letras áureas, ya desde el mismísimo episodio del buldero en el Lazarillo de Tormes, ese populacho incauto que Lope ataca en piezas como El último godo, La prueba de los ingenios y Sembrar en buena tierra. Y esta burla a los astrólogos se extenderá también a la poesía, como ocurre en el famoso soneto de sus Rimas humanas, que se abre con el ver-

28. Lope de Vega, La doncella Teodor. Julián González Barrera, ed. Kassel: Reichenberger, 2008, p. 210. 29. Esteban Piñeiro, op. cit., p. 30.

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so “Influya el cielo, influyan los Planetas”, y que incluye en El duque de Viseo. Este catálogo de menciones no agota ni mucho menos el bagaje científico del Fénix de los Ingenios, algunos de cuyos presupuestos debió ir adquiriendo, como muchos de sus coetáneos, a través de la intersección de fuentes orales y eruditas, así como de experiencias vitales propias y de contactos y amistades. Las hipótesis que hace ya varias décadas se manejaron sobre la educación científica de su contemporáneo Tirso de Molina, quien “was indebted for some technical knowledge of astronomy to a variety of worldly experience and contacts”, bien podrían aplicarse también para Lope: “We may hypothesize”, escribió hace ya muchos años Frank Halstead sobre el mercedario, that he gained certain information through formal schooling; through personal encounters with scientists and with students; through occasional reference to printed material and published texts, and, in short, through the media of those channels of social communication which from time immemorial have supplied and do yet supply the public with its vast, miscellaneous knowledge of the world and the dwellers thereon.30

Por consiguiente, cabe señalar que las comedias citadas no constituyen bajo ningún concepto un estudio de la cosmogonía del momento, ni de las teorías astronómicas aprendidas en su juventud, ni del complicado panorama de la astrología, judiciaria o no, de estos años. Son, por lo general, menciones esporádicas, alusiones a personajes-tipo o prácticas comunes que se engastan en intervenciones mayores con el propósito de mostrar un cierto tipo de erudición o simplemente para funcionar como mecanismos de comicidad, de tensión dramática o, como hemos visto incluso, de ataques misóginos. *** No quiero cerrar este breve recorrido sin hacer una muy breve mención de los diferentes usos del vidrio en la comedia áurea, género en el que en pocas décadas se darán los más sorprendentes efectos de magia e ilusión.31 30. Frank Halstead, “The Attitude of Tirso de Molina Toward Astrology”. Hispanic Review 9 (1941): 417-39 (p. 422); de sumo interés resulta también su ensayo “The Optics of Love: Notes on a Concept of Atomistic Philosophy in the Theatre of Tirso de Molina”. PMLA 58 (1943): 108-21. 31. Para un acercamiento a esta imbricación entre texto e imagen en el periodo novator y las décadas ilustradas, remito, por dar dos casos recientes, a Jesús Pérez Magallón, Construyendo la modernidad. La cultura española en el tiempo de los novato-

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En uno de los mejores trabajos sobre el potencial simbólico del cristal en el teatro barroco, Melveena McKendrick ha señalado que los espejos talk to us about power, authority, social values, patriarchal attitudes as well as about people and their desires. Although a presumption of replication is essential to the plot, […] mirrors do not operate through the visual details of the images they represent. These are irrelevant to both play-text and playperformance —in no play that I can think of is it essential that the portraitlikeness or mirror-reflection be actually seen by the audience. They function as phenomena, and as symbols— as concrete elements in the unfolding of a narrative, as icons of possession and desire, as metaphors for what the plot is saying about the social and human relationships it explores. Stage mirrors are impartial revealers of truths. They are magic mirrors which discover much more than physical images; their reflections, whether sought or accidental, encapsulate entire crises, lives and destinies.32

Nos encontramos en unas décadas, como señaló la hispanista británica, en donde “Silvered glass mirrors had supplanted mirrors of polished metal only in the closing decades of the sixteenth century, and were highly prized”.33 Este cambio afecta igualmente a las lentes correctoras: hasta la entrada del telescopio en el universo literario, el término antojo se utiliza de forma relativamente convencional como sinónimo de lentes, así como en su polisemia más conocida: antojo como capricho, como bagatela, como debilidad en ciertos casos. Así ocurre con la dualidad ya comentada entre antojo/anteojo, explotada en numerosas comedias con fines cómicos. Tirso de Molina, por dar un caso conocido, explotará la disemia de antojo en una maravillosa escena de su conocida pieza Los amantes de Teruel, en donde el viejo Rufino es engañado por su hija Isabel, quien le esconde un billete a su amante justificando la poca vista del progenitor. Este, entonces, ve un “antojo”, algo que no existe, ante lo cual él mismo responde que no le hace falta antojo —es decir, gafas— pues “aún no me ha faltado el ver”. Cuando de pronto cae al suelo el papel y el anciano lo res (1675-1725). Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2002; y Jesusa Vega, Ciencia, arte e ilusión en la España ilustrada. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Ediciones Polifemo, 2010. 32. Melveena McKendrick, “‘Retratos, Vidrios y Espejos’: Images of Honour, Desire and the Captive Self in the Comedia”. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 20. 2 (1996): 267-283 (p. 280). En el studio del drama aurisecular, resulta también de gran utilidad William M. Whitby, “Pinturas, retratos y espejos en la obra dramática de Luis Vélez de Guevara”. Estudios sobre el Siglo de Oro en homenaje a Raymond R. MacCurdy. Ángel González, et al., eds. Albuquerque/Madrid: University of New Mexico/Cátedra, 1983, pp. 241-251. 33. Op. cit., p. 268.

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recoge y lo lee, acaba lamentando su falta de picardía, ese “antojo de mi poca vista”, jugando así con el opuesto del “anteojo de larga vista” que el público de corral debía ya conocer bien: la ausencia de perspicacia de un hombre entrado en años, a fin de cuentas, frente a la facultad de percibirlo todo. La disemia le permite a Tirso, como colofón, reflexionar sobre la conducta disoluta de los jóvenes ante la impotencia de sus padres: ¿Corresponde a mis años este antojo o es sombra de la muerte de mis años y de mi honor también? ¿Qué es esto, ingrata? ¿Qué libertad es esta, qué papeles? Cuando yo más deseo daros gusto y buscaros honor, nobleza y oro, ¿hacéis minas de afrenta mi nobleza?

El antojo de Tirso no solo funciona entonces como marcador de distancia espacial, sino también temporal, en la medida en que revela algo muy común en determinadas comedias urbanas del momento, a saber, la incapacidad de los padres de adaptarse a los nuevos tiempos, a esas nuevas costumbres tan perniciosas. Los antojos que se necesitan ahora ya no son meramente físicos, sino cognitivos, pero de una cognición construida también sobre ese sexto sentido para ver lo escondido, la conducta nueva —pero también universal— de los jóvenes que buscan su propio espacio. En cualquier caso, la presencia de elementos novedosos derivados de la óptica no se debe interpretar como testimonio de tal o cual postura con respecto a los logros puntuales de la ciencia copernicana, sino más bien como evidencias de que los contemporáneos de Lope vivieron durante un momento histórico en el que se sentía con cada vez mayor intensidad una cierta expectación ante los logros de la ‘nueva ciencia’; una expectación que, como veremos a continuación, se traducía en una curiosidad muy activa ya desde la propia figura del monarca y de aquellos que educaron a las élites en centros como la Academia de Matemáticas. Pero sí resultan sumamente interesantes, sin embargo, al analizar la confluencia entre teatro y ciencia —especialmente en poetas tan versátiles como Lope o Tirso— y en la combinación afortunada (o no) de dos lenguajes aparentemente disociados. En un género tan popular como el teatro, ciencia y verso construyen armoniosamente una relación simbiótica que hace que lo que se divulga por parte de una se popularice por el otro, mientras que ese otro, ese lenguaje dramático tan proteico, logre enriquecerse desde las técnicas de lo nuevo. Elementos como el espejo y el retrato van a facilitar, como ire-

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mos viendo en los siguientes capítulos, una muy necesitada lectura política del presente, en la medida en que This was a period in which not only the theatre but the nation itself was preoccupied with the shifting interplay of illusion and reality, image and selfimage, self-expression and socio-sexual role-play, and every mirror-image, after all, reveals a refracted truth of sorts, every portrait image and certainly every sixteenth and seventeenth-century portrait is in some way an ideological statement.34

Por consiguiente, a lo largo del siglo xvii, se va a percibir una mayor complejidad en el tratamiento de ciertos elementos de la nueva ciencia por parte de los ingenios barrocos, como resultado de una evolución lenta y cautelosa que corre paralela al impacto de la ‘Revolución científica’ en España. Si la práctica es entonces difícil de retratar, ¿qué decir de quien la practica? La creación literaria del científico va a ser condimentada con tonos burlescos o ridículos, cuando no abiertamente críticos. Como resultado, esta figura va a convertirse en una suerte de cajón de sastre en donde habrá espacio para el matiz y la diferencia en la creación de diferentes tipologías. El astrólogo, por ejemplo, será “fingido” para Calderón, “regoldano” para Vélez de Guevara, “falso” para el Lope de La niña de plata. La categoría del científico, por tanto, no se va a manifestar en la creación literaria de forma estable, sino que va a fluctuar entre lo ortodoxo y lo herético, entre lo permitido y lo prohibido, o entre los territorios, siempre puestos en evidencia, de la cordura y la locura. Y, cómo no, entre lo material y lo sobrenatural, dando lugar a una actitud muy cautelosa a la hora de ser reelaborado como personaje de ficción. Es esta una de las razones por las cuales las menciones a figuras históricas del momento como Galileo son casi inexistentes en las letras de este período que verá nacer, según veremos pronto, toda una genealogía de títulos cercanos a lo que hoy entenderíamos como ‘ciencia ficción’. Existen además eventos históricos concretos que ralentizan la divulgación de lo nuevo, como por ejemplo la famosa prohibición de publicar novelas en 1625 por la recién creada Junta de Reformación, a la cual tuvieron que enfrentarse con mayor o menor resignación los ingenios del Parnaso castellano.35 Por ello, si se introducían elementos o propuestas de la nueva ciencia, estos se trabajaban de tal forma que a veces resultaban irreconocibles; como resultado el lector debe operar hoy bajo la premisa de que, en muchas ocasiones, era ese mismo ambiente de cambios, 34. McKendrick, op. cit., p. 268. 35. Existe ya una bibliografía extensa sobre este asunto; a modo de introducción, remito al estudio clásico de Jaime Moll, “Diez años sin licencias para imprimir comedias y novelas en los reinos de Castilla, 1625-1634”. BRAE 54 (1974): 97-103.

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y no los cambios per se, los que se volcaban en la expresión estética del tiempo. La inclusión de los términos combinados ‘ciencia’ y ‘ficción’ incluidos en este capítulo, así como la palabra ‘mecánica’, no ha pretendido una incursión en reflexiones sobre la nomenclatura de un género, sino que más bien busca lo contrario: una deliberada amplitud semántica que logre el mayor alcance en su definición una vez sean trasladados al terreno de la creación estética. Pero hay algo más que sin duda palpita tras la veta metafísica. Esta extensa genealogía demuestra también lo frágiles que son las barreras entre lo aceptado y lo prohibido, entre las siempre inestables categorías de ‘lo literario’ y ‘lo científico’, entre lo serio y lo humorístico, entre lo controvertido y lo didáctico. Si, como vamos viendo, determinados arquetipos como el médico, la bruja, el fumador, el matemático, el arbitrista o el astrólogo prenden la mecha crítica de las plumas más virtuosas del momento, su papel no se limita solo a lo cómico, sino que busca también con ello dilatar las fronteras de lo permitido. Hay mucha gracia y desparpajo en la confusión que genera la tropelía, pero también late detrás una curiosidad, por lo general muy cautelosa, en torno al posible sedimento científico de todo efecto óptico, en torno a ese eterno condicional: ¿y si de verdad se pudiera? ¿Y si de verdad esto fuera cierto? De las posibles respuestas a estas preguntas se encargan las siguientes páginas.

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III Asimilaciones

La influencia italiana y la cultura del conocimiento Hemos ido viendo en páginas anteriores cómo las rivalidades en torno al desarrollo de la ciencia y del conocimiento técnico se dan en Europa al menos desde fines del siglo xv, a veces desde posturas que enfrentan a una nación con otra. En el caso que aquí se estudia, vemos que las numerosas vías de contacto entre España e Italia facilitan la transmisión de ideas y logros que se manifiestan, de diferentes maneras, en el ámbito de la ficción literaria así como en la construcción de la aventura científica, es decir, de la ciencia como una práctica que genera todo un imaginario entre lo real y lo ficticio. Sin embargo, esto no significa que dicha transmisión sea necesariamente armónica, en particular en esta Castilla convulsa de la primera mitad del siglo xvii en la que, como hemos visto, ni siquiera los poderes inquisitoriales conseguían ponerse de acuerdo.1 Esta circulación de ideas es ya muy rica, como he subrayado en páginas anteriores, en el siglo anterior: “Los primeros indicios alarmantes de un malestar por la situación general de la cultura, de la lengua y de los estudios en España” —escribe Dietrich Briesemeister en un reciente artículo— “se manifiestan en los momentos iniciales del contacto e intercambio con la Italia humanista y el renacimiento contemporáneo de letras clásicas que causan una sensación de inferioridad y retra1. Extraigo esta acuñación del estudio de Juan Gelabert, Castilla convulsa, 1631-1652. Madrid: Marcial Pons Historia, 2001.

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so intelectual”.2 Cabe preguntarse, al profundizar en la expresión estética y el universo literario que me ocupa ahora, ¿cuáles son las vías por las que se transmite la imagen de lo nuevo en la ficción áurea? ¿Qué procesos de rivalidad o qué mecanismos de tolerancia de lo ajeno se manifiestan entre España y aquellos territorios italianos en los que va floreciendo la ‘nueva ciencia’? ¿Qué puertas se van abriendo entonces para la circulación de ideas? Voy a centrarme en estas páginas en dos vías de transmisión que me parecen fundamentales a la hora de comprender cómo se reciben ideas y motivos literarios en las primeras décadas de siglo: por una parte, el efecto que tienen en España textos como La piazza universale di tutte le professioni del mondo (1585) de Tomaso Garzoni y Ragguagli di Parnaso (1612) de Trajano Boccalini a la hora de diseminar no solo determinados saberes sobre el uso de cristal, sino también la idea del llamado ‘guardián de secretos’ y del virtuoso; y, por otra, la influencia que la sátira política ejerce en la proyección de ciertos resortes literarios ligados a la diseminación de las lentes de largo alcance en la cultura del Barroco. Los dos textos analizados —el primero desde la traducción libre de Cristóbal Suárez de Figueroa (1615)— no son, ni mucho menos paradigmas que agoten el modelo, pero sí me parecen representativos de lo que constituyeron dos vías fascinantes de translatio cultural; me permiten, además, engarzar algunos de sus más interesantes presupuestos con la representación literaria de alguien que, con su ‘puesta en práctica’ en el ámbito local, se convirtió en una de las figuras más curiosas y admiradas del Madrid barroco: el musicólogo y coleccionista Juan de Espina. Ilumino con ello nuevas vías de análisis en torno a la construcción del virtuoso en la Península, que este aristócrata ocioso supo encarnar como ningún otro; una figura, por cierto, que resultó nodal a la hora de comprender cómo se recibió y concibió en estas décadas la imagen del científico y la diseminación de los saberes técnicos en España de los Austrias. *** La sátira española de este siglo xvii, como veremos pronto, ofrece al crítico un variado catálogo de ejemplos con los que construir una detallada

2. “Antecedentes de la polémica en torno a la ciencia española”. Dos culturas en diálogo. Historia cultural de la naturaleza, la técnica y las ciencias naturales en España y América Latina. Norbert Rehrmann y Laura Ramírez Sainz, eds. Madrid/ Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2007, pp. 39-57 (p. 40); de entre la amplia bibliografía sobre el tema, fundamental resulta también el trabajo de Ángel Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas. Primeros ecos. Madrid: Gredos, 1997, si bien los paradigmas estudiados pertenecen, como bien indica el autor (pp. 324325), a una cosmografía dominada aún por Tolomeo.

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visión de lo que fueron muchas de estas coyunturas. La traducción parcial en 1634 de Ragguagli di Parnaso (1612) de Trajano Boccalini a cargo del portugués Fernando Pérez de Sousa bajo el título de Discursos políticos, y avisos de Parnaso resulta ser sumamente orientativa a la hora de analizar la popularización del fenómeno de los anteojos literarios en España.3 Junto a ella, quiero recuperar en este capítulo otro de los testimonios más significativos del periodo, Plaza universal de todas ciencias y artes (1615) de Cristóbal Suárez de Figueroa, texto misceláneo con numerosos hallazgos de notable importancia para el interesado en el panorama científico del momento, y en el que también se reflexiona sobre los poderes de la vista a través de la lente de largo alcance. Ambos textos, complejos y caleidoscópicos donde los haya, nos iluminan algunas de las maneras en que motivos como el anteojo y determinadas prácticas como la artesanía cristalera calaron en el imaginario colectivo del español del momento. Quiero iniciar este particular recorrido recordando que no nos encontramos ante dos casos aislados en la ficción áurea, como tampoco nos hallamos, al estudiar estas relaciones, ante un solo paradigma italo-español: lo que fermentaba en la Toscana era muy diferente, como vamos a ver pronto, de lo que germinaba en Nápoles o Milán, en Roma o en Venecia, pues diferente era la escena cultural en cada uno de estos territorios. Por otra parte, la circulación de ideas no solo se produce entre las dos penínsulas, sino que dentro de ellas se van a dar fascinantes casos de lo que se podría denominar una ‘circulación interna’. La difusión de los Ragguagli de Boccalini, por ejemplo, transciende fronteras, pues no solo el texto se traduce a varias lenguas,4 sino que su lectura da lugar a nuevos modelos de crítica influidos en mayor o menor medida por el italiano: a mediados de siglo Portugal dará

3. Manejo aquí la edición Avisos de Parnaso de Traiano Bocalini; primera, y segvnda centvria; Tradvcidos de lengva Toscana en Española por Fernando Perez de Sovsa. Madrid: Diego Díaz de la Carrera, 1653. Todas las citas están modernizadas tanto en ortografía como en puntuación. 4. Richard Thomas dio cuenta de su impacto en Inglaterra en Trajano Boccalini’s “Ragguagli di Parnaso” and its Influence upon English Literature. Aberystwyth: Aberystwyth Studies, 1922, y Luigi Firpo hizo lo propio con el caso italiano en I “Ragguagli di Parnaso” di Traiano Boccalini; bibliografia delle edizioni italiane. Firenze: Sansoni Antiquariato, 1955. Existe también una traducción al alemán (Relation ausz Parnasso: oder, Politische vnd moralische Discurs, wie dieselbe von allerley Welthändeln darinnen ergehen / erstlich Italianisch beschrieben von Trajano Boccalini) impresa en Tubinga en 1617, y una posterior en latín de un traductor alemán, titulada Troiani Boccalini Judicium ex parnasso de triga scriptorum recentium (1689). Añádase a estas el ya citado libro de Robert Haden Williams, Boccalini in Spain. A Study of his Influence on Prose Fiction of the Seventeenth Century. Menasha, WI: Banta Publishers, 1946, que alude también a traducciones existentes en latín, alemán y francés (p. 9).

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obras maestras como el Hospital das letras de Francisco Manuel de Melo (1650-1654, si bien no publicado hasta 1721), que presentaba un Parnaso convaleciente en donde Quevedo, Boccalini, Lipsio y el propio autor hacían una completa evaluación del pasado y presente literarios de España y Portugal; en el Sueño político de Melchor de Fonseca y Almeida, el autor se hallaba leyendo a Boccalini cuando cayó dormido y empezó a soñar; y en la compilación de Matías Pereira da Silva Fenis Renascida, la mayor colección de poesía portuguesa seiscentista —aunque publicada ya en el xviii—, se daban también varios “avisos” poéticos del estilo de los Ragguagli. Pero, en cualquier caso, la obra de Pérez de Sousa supuso uno de los eventos más significativos del siglo xvii y a la vez menos estudiados de su compleja historia literaria: se trataba de un texto producido y aprobado por una fuerza invasora como España sobre un territorio anexionado (1580-1640) como el portugués, lo que hizo que se diera en él una constante tensión entre el querer y el poder decir. Y Pérez de Sousa, como hará también Suárez de Figueroa con el original de Tomaso Garzoni, nos hace ver una y otra vez las dificultades de la traducción como herramienta de conocimiento dentro de un complejo panorama político de amistades, agravios, rivalidades y desconfianzas. Ragguagli di Parnaso ofrece una serie de retos fascinantes en su traducción al castellano. Ya desde los Preliminares, la misma “Aprobación del Padre Maestro Fray Ignacio de Vitoria”, “del(a) Orden de San Agustín”, indaga en este ejercicio de malabarismo lingüístico y temático al que tuvo que someterse el traductor, cuya sensibilidad requería la domesticación de lo foráneo sin traicionar el humor que lo hacía exquisitamente imaginativo: “la exquisita imaginativa de los asuntos, y el primor y viveza de los conceptos, pide sin duda más felicidad en el traductor, para dar estas sus sales políticas, domesticadas al carácter de nuestro idioma, que si se tradujera una historia, u otra cualquier obra que sería de más fácil hechura”.5 Y Antonio Resende, su segundo censor (“Predicador de su Majestad, y Calificador de la Suprema”), hacía alusión a cómo el propio Sousa había tenido que bajar el tono de ciertas pullas boccalinianas de la primera edición de su texto. Ejercía así su papel de censor con la mayor de las habilidades, “modestando” al portugués en un ejercicio de sometimiento que, en cierta manera, simbolizaba la existente supremacía política de una nación —y, acaso, de una historia literaria— sobre otra: “Salió este libro a la primera luz con algunos resabios menos modestos, y de esta mala hierba se ve hoy libre, por quien le traduce, modestándole las licencias, sin malograrle los picantes, y no es poca destreza dejándole lim5. Op. cit., Preliminares, f. 4r.

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pio, que quede donairoso”.6 Esta labor de limpieza delataba entonces una abierta supremacía geopolítica en donde la broma ofensiva queda eliminada y en donde primaba entonces el donaire y lo picante. Aun así, y a pesar de su preocupación como portugués de excluir materiales que pudieran ofender la sensibilidad de sus lectores españoles, la obra de Pérez de Sousa tuvo un notable impacto en sus contemporáneos, a tenor de sus dos ediciones en Madrid (1634, 1653) y Huesca (1640), así como de las numerosas citas en décadas posteriores. Aunque se trataba de una traducción rudimentaria de una lengua extranjera como el toscano a una adoptada como el español, Discursos políticos confirmó, sin embargo, una fascinación creciente con el estilo y las ideas del ingenio transalpino, cuyo texto había estado circulando en lengua original desde hacía varias décadas —lo cierto es que, acaso por las limitaciones de esta edición castellana, los Ragguagli se leyeron en España en su lengua original por muchos de sus más fieles lectores—. Nacido en Loreto en 1556 y muerto en Venecia en 1613, Trajano Boccalini era, de hecho, un autor tremendamente popular ya desde la segunda década del siglo, dado que su otra obra maestra, Pietra del paragone politico (1614) se había convertido en España en una reflexión teórica muy leída y admirada, cuando no imitada.7 Su modus vivendi, sin embargo, no había sido siempre la escritura, dado que fue tan solo al final de su vida cuando inició una brillante carrera literaria que culminaría en su monumental, si bien poco conocido, Commentarii sopra Cornelio Tacito (publicado póstumamente en 1669). Mientras vivía en Roma compuso sus Ragguagli di Parnaso, “a storehouse for diversion and stimulation”8 en donde satirizó a sus contemporáneos en un tono ingenioso e incisivo. Para evitar posibles represalias se trasladó a Venecia, una república que siempre había considerado modelo de gobierno equitativo en contraste con la monarquía española, parangón de favoritismos y corruptelas (Ragguagli I, 5). El escritor toscano, escribe Williams, had long admired the independence of the Venetian Republic, whose example he repeatedly invoked while attempting to incite other provinces to revolt against Spanish oppression. Upon the development of disaffection between Venice and the Vatican over the question of papal authority, the author’s sympathies were entirely with the former.9

6. Op. cit., Preliminares, f. 5r. Cursivas mías. 7. Véase, a este respecto, Mercedes Etreros, La sátira política en el siglo XVII. Madrid: Fundación Universitaria Española, 1983, p. 189. 8. Williams, op. cit., p. 9. 9. Op. cit., p. 4.

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Boccalini, de hecho, profesaba una abierta admiración por enemigos de España como el propio país de Francia o el monarca Enrique IV, y celebraba la figura del duque de Saboya como el guerrero italiano por excelencia.10 No sorprende que su muerte por enfermedad estuviera envuelta en un halo de misterio, cimentado en la hipótesis de haber sido asesinado por un grupo de españoles financiados por el gobierno enemigo. Lo súbito de la muerte del autor agrandó el perfil legendario de su obra en el extranjero, como ha señalado Mercedes Blanco, pero lo que nos queda de su presencia en los testimonios literarios del momento es poco halagador. Entre los lectores españoles más hostiles al italiano se encontraba no otro que Lope de Vega, quien le atacó, por ejemplo, en su novela El desdichado por la honra (“más envidioso que elocuente y docto”) o en el soneto de sus Rimas de Tomé de Burguillos titulado “A los Raguallos de Bocalini”, a quien motejó de “boca del infierno”.11 Más allá de la leyenda, lo verdaderamente paradójico es que España fue un país en el que tanto los Ragguagli como el Pietra provocaron un gran número de imitaciones al ser recibidos como fértiles modelos narrativos y no tanto como provocaciones chauvinistas: Juan Cortés de Tolosa celebró su ingenio en Discursos morales (1617), posiblemente imitando al italiano —el pasaje es muy similar— en una “Carta de una dama a Apolo dándole quejas del mal que pretende hacerla”12, en la cual su autora ficticia se quejaba al Dios de la cantidad de malos poetas que la seguían a todas partes; en la segunda parte de El caballero puntual (1619), el madrileño Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo intercaló una novela, El curioso, en la cual su protagonista, llevando cartas de recomendación de Boccalini para Tácito, acudía al monte Parnaso; el mismo autor, años más tarde, incluyó en su Don Diego de noche (1623) numerosas escenas —un tribunal senequista, una diatriba contra los cornudos, una defensa de las comedias…— que seguían muy de cerca la estructura y lenguaje de Boccalini; y Ma10. Véase Mercedes Blanco, “Del Infierno al Parnaso. Escepticismo y sátira política en Quevedo y Trajano Boccalini”. La Perinola. Revista de Investigación Quevediana 2 (1998): 155-194 (pp. 170-175); El Lince de Italia de Quevedo trata, como veremos más adelante, de los peligros que Felipe IV debe afrontar con Francia, Venecia y el citado duque de Saboya, tal y como comenta Antonio Azaustre Galiana en “Estructura y argumentación del ‘Lince de Italia u Zahorí español’ de Quevedo”. La Perinola: Revista de Investigación Quevediana 8 (2004): 49-76, Actas del Congreso Internacional Quevedo, Lince de Italia y Zahorí español, Universidad de Palermo, 14-17 de mayo de 2003. 11. Blanco, op. cit., p. 172. Para un cotejo reciente de los tres sonetos que le dedica Lope en esta colección, véase el útil ensayo de Ignacio Arellano, “Lope y Boccalini: tres sonetos de Tomé de Burguillos”. Revista de Literatura 74. 148 (2012): 387-400. 12. Op. cit., f. 86r.

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tías de los Reyes, en su Curial del Parnaso (1624), plagió directamente varias secciones de los Ragguagli.13 El segundo cuarto de siglo fue igualmente intenso en influencias e imitaciones. En Coronas del Parnaso y Platos de las musas (publicado póstumo en 1635), muy boccaliniano en temática y estructura, Salas Barbadillo volvió de nuevo al escenario del monte Parnaso para una última evaluación de su presente; y Francisco de Quevedo —que acababa de llegar a Nápoles cuando salió el famoso libelo— reconocería más tarde la influencia del italiano en Las cartas del caballero de la Tenaza (1627) y La Hora de todos y la Fortuna con seso (1650). Pero estos no fueron los últimos testimonios en darse: dos décadas más tarde, Baltasar Gracián le rendiría homenaje (“las crisis del Boquelino”) en el Prólogo de El Criticón (1651), así como en la Crisi VII, en la cual el protagonista visitaba una tienda parnasiana en donde se vendían gafas y guantes; y también en alusiones como la “ventanilla del pecho humano” y “la feria de todo el mundo” insertas en la Crisi XIII, a las que se añadía en, la Crisi VI, la queja de que, en su presente, los esclavos mandan y los “ciegos guían”;14 no debemos olvidar, por último, que por estas mismas fechas el novelista hispano-italiano José Camerino había estado experimentando también con este motivo en la novela La dama beata (1655). En su condición de “superventas” leído y admirado en toda Europa, Ragguagli di Parnaso equipó a sus lectores españoles con nuevas herramientas lingüísticas y temáticas para el análisis de la escena cultural. Animó también los debates existentes en torno a teoría política, al campo literario nacional y la percepción de España en Europa, casi siempre partiendo de la comparación de la decadente monarquía de los Habsburgo con la admirada y efervescente república veneciana —una Venecia, 13. Sigue siendo de consulta obligada Carroll Johnson, Matías de los Reyes and the Craft of Fiction. Berkeley: University of California Press, 1973; como complemento, veánse las páginas que le dedicó al tema Caroline Bourland en su clásico Boccaccio and the ‘Decameron’ in Castilian and Catalan Literature. Extrait de la Revue Hispanique XII (1905). 14. No en vano, Fernando R. de la Flor ha hablado de la obra del aragonés —en cuanto reflexión sobre el poder monárquico— como “prontuarios para trenzar esta dialéctica visible / invisible; expreso / inexpreso; transparente / opaco”; en su artículo “El cetro con ojos: representaciones del ‘poder pastoral’ y de la monarquía vigilante en el Barroco hispano”. Visiones de la monarquía hispánica. Víctor Mínguez, ed. Castellón: Universitat Jaume I, 2007, pp. 57-87 (p. 75). Para el asunto de la visión en Gracián, ver Dionisio Cañas, “El arte de bien mirar: Gracián”. Cuadernos Hispanoamericanos 127 (1982): 127-139; y María Teresa Cacho, “Ver como vivir: el ojo en la obra de Gracián”. Gracián y su época. Actas de la I Reunión de Filólogos Aragoneses: ponencias y comunicaciones. AA. VV. Zaragoza: Instituto Fernando el Católico, 1986, pp. 117-135.

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por cierto, siempre traicionera para los españoles, como había insinuado Luis Vélez de Guevara al escribir que “se vuelve a cualquier viento que le sopla”—.15 Para sus vecinos europeos la obra de Boccalini fue entonces instrumental tanto en la representación como en la proyección de lo español. En el tribunal de artistas imaginado por Boccalini, los ciudadanos del monte Parnaso no constituían una sociedad ejemplar, aunque sí poseían, sin embargo, una cierta virtù en su más puro sentido maquiavélico, cercana a lo que en ficciones homónimas Baltasar Gracián iba a denominar héroe y discreto. Aristóteles, Tasso, Tácito, Lipsio, Dante o Ronsard deambulaban por el monte Parnaso acompañados de alegorías como las Musas, las Monarquías y las Repúblicas, identificando los problemas que debía tratar un buen gobierno. A través de sus juicios en primera persona, Boccalini construyó eficazmente un nuevo tipo de sátira que combinaba la parodia de las famosas gacetas o avisos con la ficción cómica en forma de alegoría. Ofrecía así una versión muy personal de lo que Mercedes Blanco ha denominado “periodismo intelectual” desde la articulación de una miscelánea de estilos diversos a la cual condimentó con nuevos ingredientes; unos ingredientes, por cierto, que fueron recibidos con enorme fruición por sus lectores: “El placer y la admiración que provocaron los Ragguagli” —escribe Blanco— “prueban que Boccalini había dado con una solución elegante para muchos de los problemas de estructura y de estilo que preocupaban entonces, y había encontrado unas fórmulas gratas y eficaces para decir lo que se juzgaba importante decir”.16 Pero esta pretendida elegancia en el italiano no impidió la crítica más mordaz, y los rasgos menipeos de la sátira de sus Ragguagli fueron imitados asiduamente en décadas siguientes. A través de la influencia de figuras como Luis Vives y Erasmo, sabemos hoy que toda una tradición de ingenios españoles estaba ya familiarizada con clásicos como Luciano, Tácito, Juvenal y Séneca.17 Un autor como Baltasar Álamos de Barrientos, por ejemplo, sacó a imprenta el llamado Tácito español (1614), en donde 15. Op. cit., p. 55. 16. Véase Blanco, op. cit., p. 172. 17. Los debates sobre el fenómeno ya venían dándose desde el siglo anterior, como han demostrado diversos estudios: Etreros, op. cit.; Carlos María Gómez-Centurión Jiménez, “La sátira política durante el reinado de Carlos II”. Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea 4 (1983): 11-34; Lía Schwartz Lerner, “Golden Age Satire: Transformations of Genre”. Modern Language Notes 105. 2 (1990): 260-282; Antonio Pérez Lasheras, Fustigat mores: hacia el concepto de la sátira en el siglo XVII. Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 1994; y Rodrigo Cacho, “La sátira en el Siglo de Oro: notas sobre un concepto controvertido”. Neophilologus 88. 1 (2004): 61-72. Para una útil evaluación reciente sobre el género, ver Carlos Vaíllo y Ramón Valdés, eds., Estudios sobre la sátira española en el Siglo de Oro. Madrid: Castalia, 2006.

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comentó y puso al día la teoría política del historiador latino. Lo verdaderamente novedoso en Boccalini fueron, en realidad, determinados resortes narrativos como el del hospital de locos que había heredado del L’Hospidale de’ pazzi incurabili (1586) de Tomaso Garzoni, y que a su vez inspiraría en España la famosa novela de Salvador Jacinto Polo de Medina Hospital de incurables y viaje deste mundo y el otro (1636), así como ciertos pasajes de la menos conocida La Cintia de Aranjuez (1629) de Gabriel del Corral; o el de la academia literaria, que tanto éxito tuvo en seguidores españoles como Lope, Vélez de Guevara o Salas Barbadillo.18 En este último, la idea de la distribución de lo que hoy llamaríamos capital cultural de acuerdo a méritos poéticos se convirtió en el marco de su ya citado Coronas del Parnaso y Platos de las musas (1635), en el cual el objeto de los elogios fue no otro que el conde-duque de Olivares, alabado desde el cliché (“Olivo”, etc.) y el ditirambo. Al igual que en peregrinajes de coetáneos como los de Lope de Vega y Cervantes, el monte Parnaso ofreció entonces la posibilidad de tomarle la medida al campo cultural del Madrid contemporáneo a través de una relectura tan juguetona como cautelosa del presente. Era una necesidad esta de renombrar la realidad que no quedaba reducida a la alegoría, sino que ya en lo estructural rompía también con moldes heredados: si Boccalini dividía su libro en ragguagli y centuria, los españoles optaban por otras creaciones no menos ingeniosas, pero eso sí, muy típicas del género de la sátira y la picaresca: “crisi” y “primores” (Baltasar Gracián), “estafas” (Alonso de Castillo Solórzano), “tranco” (Luis Vélez de Guevara), “bulcos” y “transmigraciones” (Antonio Enríquez Gómez), “droga” (Marcos Fernández), “errores” (Juan de Zabaleta) y “hora”, “puntada” y “esperezos” (Francisco Santos), que reemplazaban al clásico “capítulo” y desmantelaban con ello, desde la autoparodia, todo presupuesto serio de cómo y por qué escribir una novela.19 Si un motivo estructural logró trascender fronteras en esta cartografía literaria, ese fue el de los occhiali politici o anteojos políticos. Canonizado

18. El fenómeno de las academias literarias ya fue estudiado por José Sánchez en Academias literarias del Siglo de Oro español. Madrid: Gredos, 1961; Willard F. King, Prosa novelística y academias literarias en el siglo XVII. Madrid: Boletín de la Real Academia (Anejo 10), 1963; Kenneth Brown, Anastasio Pantaleón de Ribera (1600-1629): ingenioso miembro de la república literaria española. Madrid: Porrúa, 1980; Aurora Egido, Fronteras de la poesía en el Barroco. Barcelona: Crítica, 1990 (especialmente “Poesía de justas y academias”); y, más recientemente, Anthony J. Close, Cervantes and the Comic Mind of his Age. Oxford: Oxford University Press, 2000. 19. Ver, a este respecto, el catálogo descriptivo de hasta 63 términos que elabora José Sánchez en “Nombres que reemplazan a capítulo en libros antiguos”. Hispanic Review 11. 2 (1943): 143-161.

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como estilete satírico por el ya citado historiador latino Cornelio Tácito para sancionar las costumbres de sus coetáneos, pasó a ser una invención que fue peregrinando, en diferentes formatos, a lo largo de los siglos y diversas tradiciones literarias. La Edad Media tardía, por ejemplo, ya se había hecho cargo de estas nuevas lentes de las que se podía sacar tanto rendimiento gracias a aportaciones como las del filósofo alemán Nicolás de Cusa (1401-1464), quien en De beryllo (1458) proponía a través del cardenal Krebs el uso de unas gafas espirituales para acceder al conocimiento de lo mayor y de lo más pequeño —berilo se empleaba aquí como sinónimo de gafas, haciendo referencia a los cristales de berilo que se habían utilizado de forma tradicional para mirar a través de ellos—. Se asumía el cristal ya en estas décadas como un dispositivo que permitía ver con claridad, acceder a realidades de otro modo ocultas gracias al uso de vidrios tanto convexos —como los ya conocidos para contrarrestar la presbicia— como cóncavos. Y hemos visto ya cómo en las letras españolas se dieron menciones esporádicas a estos famosos accesorios en la poesía de cancionero, jugando, como hemos visto ya, con la rima enojos-antojos. En Boccalini el motivo aparece por primera vez en los Ragguagli cuando su autor menciona la gran variedad de gafas mágicas que se venden en una tienda del monte Parnaso.20 La primera parte del libro, de hecho, tiene como título “La universidad de todos los políticos abre una tienda en Parnaso, en que se venden diversas mercaderías, muy provechosas a la modesta y virtuosa vida de todos los hombres doctos y personas de prendas”.21 Esta “universidad” anuncia ya un tono moral y aleccionador a través de su extravagante oferta típica del Wunderkammer barroco del momento, pero también nos alerta de todo aquello que se puede aprender de estos mercadillos locales o clandestinos. Y entre los primeros objetos citados —borra, pinceles…— aparecen ya los anteojos: Hay también número infinito de admirables antojos, de excelentes virtudes, porque unos sirven para la vista de algunos hombres sensuales, que en el furor de sus torpes disgustos se les acorta de tal suerte, que no diferencian la honra del vituperio, el amigo del enemigo, el extraño del pariente, ni otra cosa que merezca se le tenga respeto. Y es tan grande el empleo, que los políticos mercaderes hacen de semejante suerte de antojos, que se ha venido a conocer claramente, que son raros los hombres, que en las cosas sensuales tienen buena vista.

20. Boccalini vuelve al asunto en I, 89; II, 71; y II, 89; al citar de los Ragguagli, el primer número corresponde a la parte (centuria en el original) y el segundo a aviso (ragguaglio en el original). 21. Op. cit., f. 1v.

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Si esta primera aseveración toca simplemente en lo general, pronto el italiano esgrime ya un argumento antimonárquico desde la misma especulación sobre los poderes de la visión. Se recomienda por tanto una cierta dosis de ceguera para no ver lo que está pasando y para no caer en la hipocresía del vecino que tanto se critica. En este sentido, de nada sirve la sabiduría otorgada por el examen de la realidad con los anteojos de larga vista, que tan solo conduce al desencanto. A veces es mejor, indica Boccalini, hacer la vista gorda y fingir que no se ve nada: Véndense aquí también otros antojos, que sirven a algunos para hacer que no vean. Y los mismos políticos afirman que son mucho más necesarios a todos los hombres (y particularmente a los cortesanos) que los de larga vista; por razón, que muchas veces se les ofrece a ella mil desagradables y viciosas acciones de algunos príncipes poderosos, a que, si uno vuelve las espaldas, parece que las reprueba, granjeando consecutivamente el enojo e ira de los tales señores. Siendo, pues, el mirarlas un penoso martirio el ponerse en semejantes ocasiones tan admirables antojos, servirá de librarse de la penalidad de ver la corrupción de siglo tan depravado, cuando ellos ignorantes están persuadidos a que los están asistiendo, aplaudiendo y con suma atención mirando.

El tono antimonárquico del texto queda forjado por esa asociación entre los ‘príncipes poderosos’ a los que resulta ‘un penoso martirio’ tenerlos delante de tan corruptos que son. La acuñación de “siglo depravado”, que aparece también en la sátira española, preside la cita, en la cual se critica también la falta de rigor con el gobernante o el mecenas al que el cortesano se somete. La vista no tiene escapatoria, no tiene otra opción más que mirar de frente y observar la miseria que se le presenta, pues la reprobación, como nos dice el autor, no se contempla. Asimismo, la ingratitud de aquellos que no recuerdan su origen y que olvidan los medios por los que fueron coronados por la Fortuna merece ser traducida en otra materia diferente para un determinado tipo de antojo, uno que sería, acaso, de otro tipo, asociado ahora al paso del tiempo y a la desmemoria: Otros antojos sirven para conservar la vista de algunas personas poco amorosas, que en el primer día, en que favorecidos de la fortuna subieron a la cumbre de superior dignidad, se les engruesa de suerte, que llegan desconocidos a los términos de ingratos. Dicen los políticos de la tienda que son fabricados de la preciosa materia de la tenaz memoria de los beneficios recibidos y del amor recíproco de la antigua amistad.

De igual forma, no falta una sanción, muy típica de la época, a la estulticia de los “desventurados cortesanos”, quienes al ser falsamente fa-

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vorecidos por sus señores acaban por no distinguir la generosidad de la hipocresía. El anteojo le sirve en este caso a Boccalini —y por extensión al portugués Pérez de Sousa— como metáfora del “aumento” que experimentan, como espejismo barroco, los parásitos de la corte al ser tocados de la vista de sus señores. Pero la esclavización a la que acaban sometidos algunos de ellos también penetra, de manera oblicua, en el problema del mecenazgo y de una nobleza improductiva que vive y opera en gestos mínimos, medidos al límite. Los literatos deben entonces sufrir todo tipo de penurias y humillaciones para mantenerse en la nómina de sus protectores. Todo parece ser magnificación, distorsión, empequeñecimiento… y nada parece evaluarse en su justa medida. Y en este universo injusto la lente de cristal encaja entonces a las mil maravillas. Igualmente, el problema de la visión, encarnada aquí en el “ser mirado”, se asocia en este contexto a la hipocresía —“con alegre semblante, aunque artificioso y forzado”—, subrayando de paso la teatralidad de este universo de apariencias en el cual la vista forma parte esencial de un complejo ritual de gestos entre lo alto y lo bajo. El ojo da vida en la medida en que ser visto significa ser reconocido, ser legitimado en un grupo cerrado, existir: Pero maravillosos son otros antojos labrados de tal materia que a muchos les hacen parecer las pulgas elefantes, y los pigmeos gigantes. Copiosa cantidad de ellos con extraordinaria codicia, compran señores grandes, que poniéndolos después en las narices de los desventurados cortesanos, les altera la vista de tal suerte que estiman los miserables ser remuneración de quinientos escudos de renta el vil favorcillo de que el príncipe les ponga la mano en la cabeza, o ser mirados con alegre semblante, aunque artificioso y forzado.

Boccalini espesa su sátira al mezclar entonces la realidad científica con sus posibilidades comerciales, construyendo un breve apunte costumbrista que deriva, en última instancia, en una reflexión moral no carente de comentario social. Así, los nuevos telescopios flamencos —que como hemos visto compiten entre 1609 y 1610 con el de Galileo en calidad y popularidad— se han exportado a toda Europa como regalos para las clases adineradas, distribuyéndose también entre aquellos que no los aprecian porque su uso inmerecido les hace creer que pueden ver aquello que está fuera de su alcance, que pueden llegar a ser lo que no son ni llegarán a ser nunca: “por ventura no alcanzará su edad”, se nos recuerda. No debe sorprendernos entonces que Boccalini utilice el término “desvanecido”, cuya polisemia incluye, según registra el Autoridades, los significados de “quitar alguna cosa de la vista” —literal, del lat. removere, disparere— y, en su sentido metafórico, “dar ocasión de presunción y vanidad”:

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Mas los antojos nuevamente inventados en Flandes, se compran por muy gran precio de los mismos personajes, para dar a los que les cortejan, que después usando de ellos desvanecidos, les hace parecer estar muy vecinas las dignidades, a que no alcanza su vista, y por ventura no alcanzará su edad.

El último de los cristales citados es, para Boccalini, el verdaderamente provechoso, y ese no viene ya de la adquisición de lo ajeno, sino de una reflexión sobre lo que nos rodea y, más importante aún, sobre lo que somos. Se requiere entonces un genuino examen de sí mismo, una sosegada “mirada interior”; sin conocernos a fondo no sabremos interpretar la realidad correctamente. Y es aquí donde se apela a un espacio mítico de hombres virtuosos: “El Parnaso es, pues, nombre de un espacio de libertad para los hombres de ingenio y doctrina, desde donde les es dado mirar y juzgar, con tal de que sepan que la actitud razonable consiste en inclinarse irónicamente ante el privilegio de la fuerza, y resignarse a la enfermedad incurable del siglo”, ha escrito Blanco, volviendo con mucho acierto a esa acuñación de enfermedad del siglo.22 La sabiduría, entonces, tiene un alto precio: Demás de esto en la misma tienda (pero a muy caro precio) se venden ojos humanos de maravillosa virtud, porque no es posible creer, cuanto algunos mejoran las cosas propias, cuando las miran con ajenos ojos, y aun los mismos políticos afirman que con ningún otro instrumento se podrá llegar a la felicidad de alcanzar aquella excelente virtud tan deseada y procurada de los hombres grandes del nosce te ipsum, como con éste.

Como medio que sirve para designar tanto la idea de visión como la de vista, los anteojos boccalinianos se tornan por ello en un instrumento muy efectivo desde el punto de vista narrativo, al tiempo que rinden también tributo a lo que, en la época, era una importante industria local: como ya apunté en páginas previas, Venecia era el lugar en el cual se habían inventado las gafas a fines del siglo xiii, convirtiéndose en el centro comercial desde donde el primer cristal liso, llamado cristallo, se había exportado en el siglo siguiente.23 El cristal era, como lo es hoy, su marca de 22. Op. cit., pp. 174-175. 23. En cuanto a la invención de las gafas, ver Edward Rosen, “The Invention of Eyeglasses”. Journal for the History of Medicine and Allied Sciences 11 (1956): 13-46; las lentes cóncavas han sido estudiadas por Vincent Ilardi, op. cit., 2007; y en “Eyeglasses and Concave Lenses in Fifteenth-Century Florence and Milan: New Documents”. Renaissance Quarterly 29 (1976): 341-360, en donde indica que la primera mención conocida data de 1289 en un manuscrito en el cual uno de los miembros de la familia Popozo escribe (en traducción inglesa de Ilardi): “I am so debilitated by age that without the glasses known as spectacles, I would no longer be able to read or write”.

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identidad, inspirando en las letras del período audaces metáforas barrocas en torno a la fantasía de sus formas, a la sensación de movimiento que estas inspiraban e incluso a la capacidad de manipulación de la propia materia, una materia transitoria y, en cierta manera, traicionera. Tal fue el caso, como veremos más adelante, de un Quevedo que criticó a la república veneciana en textos como La Hora de todos y la Fortuna con seso. Y, junto a él —si bien carentes de tan desbordante ingenio—, otras muchas plumas del momento dieron cuenta de lo que Mercedes Etreros, entre otros, ha interpretado como una reacción a la crisis existente y a los cambios en el ámbito de la ficción: La sátira es reflejo de una tensión dialéctica que se da en el siglo xvii, tensión de conflictividad producida por un cambio político y social y que, aunque sin visibles alteraciones estructurales, se percibe en cambios particulares a nivel, sobre todo, cultural. Es reflejo de unos síntomas de debilitamiento del Estado Moderno, de resquebrajamiento de sus estructuras.24

Boccalini, sin embargo, se mantuvo más cercano al modelo clásico del mito. Al igual que había hecho Tomaso Garzoni al hablar de las dioptrías antiguas en La piazza universale di tutte le professione del mondo (1585), el autor de los Ragguagli otorgó a la ilustre profesión de cristalero un tratamiento algo más noble al convertir el occhial politico en un fascinante elemento narrativo que recuperaba, en cierta manera, dos tradiciones científico-filosóficas: la de figuras como el pisano Salvino D’Armate (1258-1312) y el florentino Alessandro Spina (†1313), a los que se les consideraba los inventores de los anteojos ca. 1284; y la de Roger Bacon (1213-1292), quien en 1268 había llevado a cabo el primer comentario científico sobre las lentes como correctoras de la vista, usando el término reflexión para referirse al conocimiento de uno mismo —se dice además que fue este quien inició la idea de utilizar las lentes para corregir la vista, sugiriendo incluso la posibilidad de combinar lentes para formar un telescopio—.25 Con ello el italiano captaba también el interés generado por los recientes descubrimientos de Galileo, quien, como hemos visto ya, andaba perfeccionando en esta época su famoso telescopio en colaboración con los cristaleros de Murano —el visitante puede pasear en la Venecia de

24. Etreros, op. cit., p. 153. 25. Tal y como indica, por ejemplo, Verene, op. cit., p. 72. La relación entre mirada, luz y verdad la estudia Hans Blumenberg en “Light as a Metaphor for Truth”. Modernity and the Hegemony of Vision. David M. Levin, ed. Berkeley: University of California Press, 1993, pp. 30-62, en particular la p. 52, en donde comenta el famoso juicio de Simplicio sobre las mareas en el Diálogo de los dos sistemas galileano.

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hoy por su famosa calle Occhialera—. A través del poder corrector de las gafas, el autor de los Ragguagli creaba entonces un marco literario para la intersección de ciencia y teoría moral que años más tarde, en España, dotaría a su uso y representación de una gravitas particular a medio camino entre lo digno y lo chistoso: así ocurriría, por ejemplo, con el retrato de Rafael del papa León X (1517-1519), un Médici miope como tantos miembros de su familia;26 y parecido sería el caso, en la historia del retrato áureo, de algunos cuadros significativos: El cardenal inquisidor Niño de Guevara de El Greco (1600), Un caballero de la Orden de Santiago (ca. 1635) de José Ribera o El patricio Juan y su mujer revelan su sueño al papa Libero (1665) de Bartolomé Murillo, en donde, desde esta “exaltación de la mirada”,27 la seriedad del retratado quedaba en última instancia ensombrecida por el extraño efecto de sus anteojos. Esta combinación de ciencia y moral yace también en la base de la poética boccaliniana. En Ragguagli di Parnaso II, 89, Apolo aconseja a un escritor vanidoso que escrute la realidad con “occhial politico”, y “con l’occhio dello stesso Linceo”, probablemente tomando prestada la imagen del lince, como hará Vélez de Guevara más tarde en El Diablo Cojuelo, de la famosa Accademia dei Lincei. Los eventos del día, tanto en la esfera cultural como en la política, deben ser analizados sabia y concienzudamente para que, en el más puro espíritu barroco, se pueda iluminar la verdadera esencia de las cosas. Se trata, de hecho, de un consejo que será seguido muy de cerca por sus contemporáneos españoles, quienes al adaptar el motivo de los occhiali politici al de ant(e)ojos de larga vista canonizaron uno de los resortes satíricos más originales de su siglo: como veremos pronto, en El amor con vista (1625) de Juan Enríquez de Zúñiga, Mercurio permite a Dionisio ver desde el Segundo cielo lo que pasa dentro de las casas; en El hijo de Málaga, murmurador jurado (1639), firmado por Salvador Jacinto Polo de Medina bajo el seudónimo de Fabio Virgilio Cordato, el autor finge que una estatua le da la capacidad de detectar los vicios

26. Ver, por ejemplo, Martin Kemp, The Science of Art: Optical Themes in Western Art from Brunelleschi to Seurat. New Haven, CT: Yale University Press, 1990. Para la representación de las gafas en el arte, ver Raimonda Riccini, ed., Taking Eyeglasses Seriously: Art, History, Science and Technologies of the Vision. Milano: Silvana, 2002. Nuevas apreciaciones sobre el fenómeno de la mirada barroca en el arte son las de Robert Harbison, Reflections on Baroque. Chicago: The University of Chicago Press, 2000; Fernando R. de la Flor, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680). Madrid: Cátedra, 2002; y Giovanni Careri, Baroques. Princeton: Princeton University Press, 2003. 27. La frase, referida al lienzo de El Greco, proviene de Fernando R. de la Flor, op. cit., 2007, p. 78; de sumo interés resulta ser, en la imbricación de la ciencia con el arte español, el ya citado estudio de Reeves, op. cit., 1997.

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Fig. 9. El Greco, El cardenal inquisidor Niño de Guevara (1600).

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Fig. 10. José de Ribera, Un caballero de la Orden de Santiago (ca. 1635).

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Fig. 11. Bartolomé Murillo, El patricio Juan y su mujer revelan su sueño al papa Libero (1665).

de aquellos que visitan las almadrabas de la ciudad, siguiendo de cerca el escenario de las tiendas del Parnaso en los capítulos IX y X; La torre de Babilonia de Antonio Enríquez Gómez (1649) se vale de la “torre del desengaño” y de los anteojos para identificar y ridiculizar las debilidades de sus contemporáneos; en la República literaria (1655) de Diego de Saavedra Fajardo el protagonista visita una ciudad del Parnaso en la cual conoce a un grupo de poetas, entre ellos a un Tácito tocado con “antojos de larga vista”; y, hacia fines de siglo, el veterano de guerra Francisco Santos recrea en El sastre del Campillo (1685) una madrileña “tienda de anteojos” en Puntadas V, X y XI, jugando con la proximidad léxica de anteojos y antojos. De todos ellos hablaré más adelante. Las siguientes páginas tratan, por tanto, del tratamiento que la sátira del período lleva a cabo de este tan interesante motivo, incidiendo así en cómo su migración de Italia a España nos ofrece una serie de parámetros muy significativos en torno a la curiosidad, los miedos, y el recurso al humor en el hombre barroco.28 Al igual que Boccalini, los escritores satíricos españoles no solo utilizaron los occhiali con un propósito moral, sino que también los adaptaron a las realidades sociales, económicas y religiosas que les rodeaban. Algunos de ellos incluso convirtieron este resorte literario en el centro mismo de sus novelas, como es el caso de tres de las sátiras que constituirán la medula espinal de nuestro recorrido narrativo: Los anteojos de mejor vista (ca. 1625) de Rodrigo Fernández de Ribera, 28. Sobre el fenómeno de la curiosidad barroca, remito a los trabajos clásicos de José Lezama Lima, “La curiosidad barroca”. Ensayos. La expresión americana. Obras completas. México: Aguilar, 1977, pp. 302-325; y Ezio Raimondi, El museo del discreto. Ensayos sobre la curiosidad y la experiencia en la literatura. Madrid: Akal, 2002.

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El Diablo Cojuelo (1641) de Luis Vélez de Guevara, y Tienda de anteojos políticos (1673) de Andrés Dávila y Heredia, vértebras de una trayectoria que recorre todo el xvii con otros textos no menos interesantes, como veremos pronto. Pero lo que resulta verdaderamente digno de mención en estas piezas concretas es que estamos ante tres testimonios muy diferentes que ejemplifican apropiaciones muy distintas de lo que ahora serán los anteojos de larga (o mejor) vista, recreando el asunto desde tres momentos diferentes en un siglo que atestigua el auge y decadencia de este motivo tan íntimamente ligado al género en cuestión —este es, como se ha señalado repetidamente, “el siglo de la sátira”—;29 dan cuerpo, además, a tres de las reflexiones más importantes sobre el sentido de la vista en la ficción coetánea, a partir de lo que su uso y abuso significó para el ordenamiento de una nueva sociedad urbana; y constituyen, en suma, una secuencia única en la cual el uso de los anteojos para fines morales revela en última instancia las múltiples preocupaciones que los descubrimientos científicos crearon en el ámbito público y privado. Sostengo, por tanto, que al examinar el uso de los occhiali politici en estos textos a la luz de determinados escritos sobre óptica podemos trazar nuevas conexiones entre avances científicos y conductas cortesanas en la España del momento. A fin de cuentas, este recurso narrativo manifiesta una actitud doble de fascinación y desconfianza hacia lo último en óptica, tocante muchas veces en la magia y en la superchería, en lo que Pamela H. Smith ha denominado con gran tino “the lunatic fringes of the investigation of nature”.30 Si el mero acto de llevar gafas ya otorgaba a su dueño un aura de respeto, el ver mejor y más allá portaba en sí el germen de lo esotérico, de la magia e incluso de lo herético, atenazados como estaban en una época de intensas vigilancias. Los anteojos de larga vista acabaron siendo, en este sentido, un elemento que revelaba tanto sobre el arte literario como sobre el papel de la ciencia y la eficacia del Estado en su control y diseminación. *** Un año antes de la publicación de los Ragguagli sale en Madrid el interesantísimo Plaza universal de todas ciencias y artes. Se trata, como sabemos ya, de una traducción muy personal —en cuanto omite material del original y añade capítulos nuevos— de La piazza universale di tutte le professioni del mondo (1585) de Tomaso Garzoni, auténtico súper-éxito editorial euro-

29. Ver Antonio Félix Romero González, La sátira menipea en España: 1600-1699. Tesis doctoral. New York: SUNY-Stony Brook, 1991. 30. A saber, alquimia, astrología y magia, según indica en op. cit., p. 353.

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peo del siglo xvii, publicado primero en italiano y luego en latín y alemán, y del cual aparecieron hasta 100.000 ejemplares. Se trata, como ha señalado Mauricio Jalón, de un libro “paraenciclopédico” sobre un gran abanico de materias, ciencias y profesiones que había convertido a Garzoni en uno de los autores más leídos del siglo xvi, así como uno de los más traducidos en el extranjero.31 Entre 1585 y 1665, por ejemplo, se sabe que se imprimieron hasta 30 ediciones, y que ya había 13 disponibles para cuando salió su versión española en 1615. Pero Suárez de Figueroa no solo realizó una versión brillante, de un lenguaje técnico pero también innovador, sino que asimismo modificó el texto, con enorme agudeza, a una realidad muy diferente —“cercenado y añadido”, como veremos en la cita más abajo—. Buscando ser “antídoto contra el veneno de la crasa ignorancia”, Suárez adaptó a su tiempo y país los datos de Garzoni, podando del original para ampliarlo en otras partes.32 Esta rica y densamente poblada Plaza universal suya fue reeditada en el siglo xvii varias veces, y durante la centuria ilustrada apareció reordenada y aumentada con el título levemente cambiado; aunque sufrió de un ocaso temporal en el siglo xix y gran parte del xx, hoy en día el texto se puede disfrutar como una lectura muy completa gracias a la atención que se le ha prestado no tanto desde la historia literaria —que sigue perpetuando a un Suárez de Figueroa chismoso y vil, involucrado en numerosas polémicas— sino más bien desde la historia de la ciencia y los estudios sobre la evolución del enciclopedismo. Desde este ángulo, y como parte esencial de un capítulo como este, centrado en el fenómeno de la curiosidad científica, me acerco a esta obra magna. Plaza universal es una fuente de información muy útil sobre el estado de diversas disciplinas del saber en el momento inicial de lo que hemos venido a llamar ‘Revolución científica’. Mauricio Jalón ha definido la época en la que vivió el erudito vallisoletano como “un compás de espera bastante confuso […] un mundo cada vez más envejecido de los centones quinientistas”.33 Por el texto desfilan cerca de 550 profesiones en 107 discursos repartidos en 368 folios que tan solo constituyen, cabe recordarlo, un tercio del original. Una de las mejores conocedoras de la obra, Ángeles Arce, sostiene que el erudito vallisoletano emprendió la traducción por 31. “Sobre las profesiones científico-técnicas en la Plaza universal de Suárez de Figueroa”. Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia LVIII. 1 (2006): 197-218; la cita procede de la p. 200. 32. Ver Paolo Cherchi, “Suárez de Figueroa e la traduzione spagnola della Piazza universale di Garzoni”. Studi Ispanici I (1997-98): 75-84; Ángeles Arce Menéndez, “Suárez de Figueroa y su versión de La Piazza universale de Garzoni: Entre texto y paratexto”. Cuadernos de Filología Italiana 15 (2008): 93-124. 33. Mauricio Jalón, “El ‘orden de las ciencias’ en el siglo xvi y la Plaza universal”. Península. Revista de Estudios Ibéricos 5 (2008): 65-82 (p. 82).

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“voluntad propia”.34 Cualquiera que fuese su motivación, el propio autor escribe a los inicios que habiendo yo más lleno de faltas que todos, y menos entendido que el más rudo, pasado los ojos por el Libro en Toscano de Tomás Garzón, título Plaza universal de todas profesiones, me aficioné a su variedad, juzgándole digno de comunicación, como careciese de algunas cosas, por ventura no bien corrientes en nuestro vulgar. Éstas no puse elegida la traducción, y añadí otras donde pareció convenía. Publícase pues ahora traducido, cercenado, y añadido. Ojalá fuese antídoto contra el veneno de la crasa ignorancia apuntada arriba. Por lo menos de su título se colegirá su provecho: Si es Plaza, y rica de todo; bien corto será quien aquí dejare de feriar.

La cita revela unos fines muy particulares, pues contiene, como ha indicado Jalón, tres capas diferentes: [U]na filológica, histórica o mitológica, sería su diccionario ampliado enciclopédicamente; la segunda disecciona las partes que atañen a esa profesión o esa ciencia que ha elegido, y es ahí donde suele recoger a veces generosamente sus conceptos o sus instrumentos; y una tercera, moralizante, que Figueroa reduce a veces al mínimo, trata de los vicios y virtudes que se les asocian. Luego, cada discurso se encarrila dependiendo de diversos factores: la oportunidad, el nivel teórico del oficio, la posibilidad de incluir novedades.35

Aunque es cierto que Suárez de Figueroa hace alusión a la idea heliocéntrica de Aristarco de Samos, es evidente que, por la propia fecha del modelo original, nuestro autor pertenece todavía a una generación de ingenios de formación tradicional en lo que respecta a la teoría astronómica, siguiendo a un Garzoni que se había basado en la edición veneciana de Tolomeo de 1561 anotada por Girolamo Ruscelli, muy popular en su momento. Si bien parece elogiar a Tycho Brahe en al menos una ocasión —dentro, también es verdad, de una larga retahíla de figuras—, por lo general se apoya en una visión obsoleta del cosmos.36 Los astróno34. Arce, op. cit., p. 97, n. 13. 35. Jalón, op. cit., 2008, p. 77. 36. La alusión al danés se da en el vigésimo tercer Discurso, “De los Geómetras, Medidores, o Alarifes, y pesadores” cuando cita a “los nombres de otros muchos Geómetras antiguos, como Scilace Cariandeno, Euclides, Hipia, Eleo, Eratóstenes, Proclo, Teón, Nicéforo, Isacio, Boeto, Teodoro Cireneo, Leodamonte Tasio, Eupompo Macedón. Y entre modernos Francisco Sansovino, Nicolás de Cortivo, Federico Comendino, Cristóbal Clavio, David Origano, Antonio Magino, Ticobrahe [sic], Guido Baldo, Pedro Nuñez, Juan Baptista Labaña, Julián y Julio César, padre y hijo, Ferrosino, el Doctor Juan Arias de Loyola, Diego Pérez de Mesa, Ge-

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mos a los que apela, como Sacrobosco, Peuerbach, Marliano o Zacuto, pertenecen todos a una época ya ampliamente superada. Así ocurre, por ejemplo, en el Discurso XXXIX, dedicado a los astrónomos, y en el cual escribe que “la Astronomía, y junto de la Astrología natural, que son como hermanas, unidas y abrazadas entre sí”.37 La aparente resistencia a lo nuevo se opone a través de una argumentación que ni es original ni va a ser la última en darse, a saber, aquella que defiende que toda ciencia es buena —tal y como sostenía Cervantes en la cita que abre este libro— si se destina al buen uso: la Astrología natural como verdadera, es ciencia utilísima, y necesaria sumamente para la vida humana; mas no por eso dejan de hallarse muchos errores en los autores de la misma, sin infinitas repugnancias que la hacen sospechosa, dándola casi una engañosa estimación, como sucede en todas las ciencias.38

Con el fin de alejarse de toda “engañosa estimación”, de toda “infinita repugnancia”, de toda “sospecha” y todo “error”, en su descripción del movimiento de las esferas y del Sol, el escritor vallisoletano se adhiere a Tolomeo, a quien cita (“supuesto dice”) en varios pasajes.39 Se muestra, de hecho, abiertamente anticopernicano40 y a favor de “la verdad de la astrología judiciaria” si bien critica, como habían hecho ya Lope y Cervantes en los pasajes ya comentados, la servidumbre del hombre de su tiempo a las estrellas como regidoras de su destino: son ridículos los antiguos y modernos Poetas, que desfogando sus locos amores, llaman por instantes a las Estrellas impías y crueles, riguroso al destino, y acervo a su hado, infiriendo, se hallen todas las Estrellas conjuradas para su ruina. Mas sobre todo es de argüir la temeridad de algunos peores que infieles y herejes, que quieren, dependa, y se reconozca de las Estrellas el don de la profecía; la fuerza de las religiones, los secretos de la conciencia; el imperio sobre los demonios; la virtud de los milagros; el poder de los ruegos, y el estado de la vida futura.41

37. 38. 39. 40. 41.

rónimo Muñoz, Gabriel de Santana, el Doctor Zamora” (p. 209). Nótese también la presencia de algunos de los nombres —Labaña, Muñoz, Loyola Zamora, Clavio— ya mencionados en páginas anteriores al hablar de las polémicas en torno al problema de las longitudes; Galileo, sin embargo, brilla por su ausencia. Op. cit., p. 374. Op. cit., p. 379. Ver, por ejemplo, pp. 45, 379, 380. Op. cit., p. 380. Op. cit., pp. 392 y 395.

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Diferente resulta, sin embargo, su acercamiento a la disciplina de la óptica, la cual se aborda a través de afirmaciones mucho mejor argumentadas al hablar de perspectiva (Discurso XXXIV) y catóptrica (Discurso CII). Sin embargo, cabe recordar que no todo resulta original en Suárez, quien bebe de la Scienza degli specchi de Raffaelle Mirami (Ferrara, 1582) y de una de las fuentes más comunes del momento, a saber, la obra de Girolamo Cardano —en este caso, el Libro 5 de De Subtilitate y el Libro 10 del Rerum Varietate—. Sobre el problema de las perspectivas, por ejemplo, Suárez de Figueroa escribe en el Discurso 34 que El sujeto de esta ciencia son las líneas visuales. De éstas hay dos especies, la una es por quien proceden los rayos rectos; los cuales no se reflejan, ni quiebran, y mediante quien se hace el acto del derecho, o (como dicen los perspectivos) la visión recta. Otra es de las líneas, por quien caminan los rayos que se reflejan o quiebran, y mediante quien se ve oblicuamente. De aquí es, haber nacido dos géneros de perspectiva, según que la misma contiene estas dos partes de líneas visuales. La que considera la primera escuadra fue llamada Óptica, esto es, Perspectiva simplemente; mas la que se tomó por sujeto en el segundo orden, fue en general llamada especulativa, de quien tratamos en un discurso particular. […] Esta vista es una potestad perspectiva, que aprehende los sujetos visibles por su singular propiedad, tocando al ojo (según Macrobio) propiamente el ver; a la razón el juzgar, y a la memoria el acordarse. Este ver es casi el más cierto de todos los sentidos; porque (según Galeno) divisa de lejos todas las cosas pertenecientes a los cuerpos, como el color, la cantidad, la figura, el movimiento, la posición, la distancia o intervalo. Cuanto al acto del ver hay varias opiniones de dónde nazca; porque Demócrito, Epicuro y Lucrecio quieren se cause de las imágenes y bultos de las cosas que por sí entran en los ojos; mas esta opinión refuta Macrobio. Hiparco dice, que se ocasiona de la proyección de ambos ojos a la cosa visible, a quien con una cierta palpitación viene casi a tocar, fijándose en la misma tan estrechamente, como si con la mano la tocase.42

Y al hablar un poco más tarde de la refracción añade que La visión refracta procede de este modo, que así como todo agente que haya de obrar en materia posible, tanto más esfuerza y aumenta su valor, cuanto más siente resistencia y contrariedad en la materia; así el rayo luminoso la vez que halla el cuerpo diáfano y transparente, a quien debe iluminar, opaco o denso, o no capaz de luz, como agua, vidrio, o semejantes cosas; tanto más aviva y crece su poder, acomodándose para penetrarle más bien con ángulos rectos, o con ángulos cercanos al recto, según siente que ha menester. Por eso se dobla, y declina de aquella línea recta, por quien caminaba, y se endereza por

42. Op. cit., p. 292.

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otra que forma un ángulo con la primera; y esta declinación que hace el rayo que su derecho curso, fue llamada Refracción, y al rayo que hace este efecto, llaman los perspectivos Refracto.43

En el paso de la teoría a la práctica resultan también de sumo interés, aunque sean algo tópicos, sus comentarios sobre el arte del cristal. “De los vidrieros, y de los que hacen antojos, y vidrieras” —título del Discurso LXI— contiene afirmaciones como esta: hoy el cristalino de Murán, lugar ameno junto a Venecia, excede a los más del mundo, en perfección y bondad; parte por lo salobre del agua muy proporcionada a los labores de este género; parte por carecer de polvo que pueda hacer daño a las obras; parte por la comodidad de la leña forastera que hace clarísima la llama, y porque no se usa en otros lugares hacerse el sal de la piedra llamada soda, como se hace en el mismo Murán; causa de formarse allí bellísimos cristales. […] Está hoy en Murán y Barcelona tan en su punto este ejercicio, que no hay cosa imaginable, que no se obre con vidrio, y con cristal; habiéndose hecho hasta escritorios, y castillos, con torres, bastiones, artillería, y murallas.44

Vemos, de nuevo, el eje Venecia-Barcelona como articulador de la industria cristalera del Mediterráneo, acaso teniendo aquí en cuenta, como lo tenían muchos de sus contemporáneos, el legado de la familia Roget en Gerona. La cita nos recuerda también que gran parte del valor asignado al vidrio era por sus aportaciones al arte de la guerra y a las diferentes estructuras arquitectónicas que con él se podían mejorar, incluyendo, como nos dice, torres y murallas. Se trata, en cualquier caso, de un capítulo meramente descriptivo, en el que el erudito español copia de Garzoni las líneas que explican cómo se hace el cristal, qué ingredientes necesita, cómo se forman los anteojos y en qué radica el arte de las vidrieras, a las cuales, por cierto, dedica menos espacio y con las que cierra el capítulo; pero anuncia ya lo que Mauricio Jalón ha definido como “una expansión que dará paso en unas pocas décadas al pensamiento tecnológico”, y por ello la selección de este texto-bisagra entre lo antiguo y lo nuevo resulta de gran relevancia en el presente recorrido.45 Una forma efectiva de translatio, en cualquier caso, que se mantiene fiel al espíritu didáctico del libro. No acaba aquí, sin embargo, la disquisición sobre la óptica en este panorama tan prolijo. Un poco más adelante, en el Discurso CII, “De los espejos, y sus artífices”, escribe que la ciencia de los espejos

43. Op. cit., p. 294. 44. Op. cit., pp. 505-506. 45. Op. cit., 2008, p. 77.

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Es utilísima a la Astrología, para resolver muchas cuestiones en las cosas celestes, como por ejemplo la de las manchas de la Luna, de los Eclipses, y proporción de los rayos. Es también de gran provecho en la Filosofía natural para discurrir acerca de muchas impresiones que se forman en la región del aire, como el Iris, y el calor engendrado de los rayos Solares, y otros muchos efectos sobre que la misma juzga, y discurre con mucha excelencia […] Sirven finalmente de alumbrar los lugares oscuros; de volver al revés algunas suertes de sombras de aquel sitio en que están; de medir con la vista alturas, profundidades y distancias, de poner en perspectiva, y de todas las cosas pertenecientes a ella.46

Estamos quizá ante una muy velada descripción del poder del telescopio —no necesariamente el de Galileo— a través del uso correcto de las lentes que configuran su morfología y que le dan la capacidad de iluminar esas manchas lunares, esos lugares oscuros o de apreciar el Sol no tanto por su luz sino por su calor. La cita se ofrece también a una lectura metafórica, en cuanto que la nueva ciencia desvela aspectos antes ignotos, en su intento “de volver al revés algunas suertes de sombras”, evaluando a nueva luz “alturas, profundidades y distancias”. Es este un texto en el que la curiosidad hace que la hipótesis se combine con el dogma, y que el deseo se solape con la enseñanza de esta plaza que da nombre al título. La disciplina de la óptica, sugiere el libro, está en un momento inmejorable para producir nuevos avances gracias a la sofisticación de los modernos cristales que se están perfeccionando en toda Europa. En este sentido, resulta fascinante, por dar tan solo un caso, su breve nota sobre la refracción, esa línea visual refleja, que es la por quien procede el rayo visivo, o el luminoso: el cual después que está extendido derecho por algún espacio, o se reflecta, o se quiebra […] Sus variedades son muchas; y así se puede decir no haber estado esta profesión jamás tan en su punto como ahora; porque cuanto a los de cristal son perfectísimos los que se labran en Venecia, como lo son también los de acero de Alemania, sin otros de muchas otras partes.47

La musa refractada llega a esta plaza desde la Venecia primigenia, transformada en Barcelona, lista ya para el germinar de lo autóctono. Pero el cristal en forma de espejo, como veremos en muchos otros testimonios del período, resulta ser un arme de doble filo; por una parte, se elogian sus propiedades puramente estéticas —industria, ingenio— tanto como su potencial metafórico —artificio— y su capacidad de maravilla;

46. Op. cit., pp. 699-700. 47. Op. cit., pp. 700-701; cursivas mías.

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pero por otra parte se advierte también al lector que los artífices del cristal no deben ser objeto de ciega alabanza, pues el espejo no refleja sino la vanidad, socavando el honor del individuo. Todo es, como nos indica el final de la cita jugando con la disemia del término, cuestión de perspectiva, volviendo así a la tesis fundamental que palpita en todas estas estimaciones, a saber, que la maravilla de la ciencia depende del uso que se haga de ella: Hácense los espejos de muchas maneras, según que también son ellos diferentes, interviniendo en todos, industria, ingenio, y artificio. El uso de ellos es a propósito para el adorno humano, aunque sus artífices no tienen de qué loarse mucho, por ser sus obras tan frágiles como de vidrio; y su honor y gloria toda aparente y sofística, como son las cosas de perspectiva.48

Como resultado, esta plaza universal de ciencias y artes ofrece un abanico extraordinario de opiniones en torno a aquello que empezaba a calar en las cortes europeas, y particularmente en relación con los nuevos poderes de la vista. La práctica se mezcla de forma armoniosa con la teoría en estos ‘Discursos’ que nos van revelando un afán enciclopedista por parte de sus dos autores, buscando una suerte de oficina con la que educar a su público lector. Sin embargo, a la hora de identificar arquetipos concretos, nombres que nos permitan profundizar en el parnaso científico-técnico del momento, las listas que construyen Garzoni y Suárez de Figueroa nos orientan bien poco, pues se tratan de acumulaciones en donde apenas se ofrece más allá que el nombre y la ocupación; listas eruditas sin una lectura profunda que las justifique. Hay, en cualquier caso, excepciones que no quiero obviar en este recorrido. Tal es el caso, por ejemplo, del Discurso XX, “De los profesores de secretos”, que resulta mucho más específico y revelador de la práctica científica de su momento. Citando de nuevo a Girolamo Cardano, el texto nos revela que el secreto es “es una cosa escura y velada, cuya razón deja de ser notoria a todos, reteniendo en sí algunos seminarios de invención, con que facilitan los especulativos el camino de hallar cuanto desean” […] “para ornamento, para ganancia, para mostrar que sabe, o para engañar; cosa aborrecida de virtuosos”.49 El secreto, en intuición magistral del autor, no es sino una herramienta encaminada a conseguir lo que se persigue, un arma de poder que en ocasiones puede ser engañosa, manipulando a quien desea obtener esa información precisa. Si aquello que se oculta tiene muchas veces un carácter esotérico, el guardián de secretos no puede salir bien parado. La reflexión sobre el virtuoso se centra, el líneas generales, en atacar la magia y en desterrar supercherías, por lo que el 48. Op. cit., p. 703. 49. Op. cit., pp. 198-199.

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retrato que se pinta es muy poco favorecedor, siendo, como son, “padres de embelecos”: Plinio, Alberto Magno, Rogerio Vacón, Gerónimo Cardano, Juan Baptista Porta, Don Alejo Piamontés, Cornelio Agripa, Gerónimo Rusceli, Isabel Cortés (cuyo nombre se tiene por falsificado juntamente con el de Don Alejo) el Fioravante, Antonio Mizaldo, Levinio Lemnio, el Paracelso, Jacobo Vuequero, y otros, entre quien se recitan muchos que tienen más de superstición que de verdad […] Mas todos éstos son padres de embelecos, y más mentirosos que ellos los Alquimistas, y Distiladores, que prometen cosas exquisitas, hallándose siempre en la salida algún impedimento o falta. Esto baste, para que los lectores estén advertidos en no dejarse engañar tan fácilmente, porque de la Oficina de estos secretos y sus profesores, sale más humo que sustancia.50

“Más humo que sustancia”: la frase resulta enormemente seductora. La vamos a encontrar convertida en sátira literaria unos años más tarde, por ejemplo, en el arranque de El Diablo Cojuelo, en ese cuadro tan chusco e inmisericorde del astrólogo “regoldano” de cuyo laboratorio artesanal se libera al Diablo, y lo vamos a ver también en los retratos no siempre halagadores de algunos de los virtuosi, de los guardianes de secretos del Barroco hispano, de esos secretos que, como nos brinda la cita, se destilan por los destiladores; unos más humo, otros más sustancia. El Discurso convoca, como vemos, a figuras como los antes citados Leonardo Fioravante y Giambattista Della Porta, que hasta el momento habían sido aludidos de pasada, pero que resultan ahora medulares en todo estudio sobre el desarrollo de las academias y de los nuevos ‘experimentalistas’. A estos últimos se unirá en estos años un muy agradecido Galileo al ser aceptado como miembro número seis de la Accademia dei Lincei; y a todos ellos se añadirá en España, de manera más simbólica que real, un personaje como Juan de Espina, virtuoso español que convoca, tan solo unos años más tarde de la publicación de esta Plaza universal, algunos de los testimonios literarios más interesantes del momento. De la ‘plaza de las artes’ pasamos entonces al ámbito doméstico de la ciencia.

50. Op. cit., p. 200.

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Visible intermitencia: el viaje del secreto y la creación del virtuoso La figura literaria del científico en la España del Barroco recorre un camino accidentado y sinuoso. En ello, qué duda cabe, tienen mucho que decir ciertas figuras históricas del período, no solo en la Península Ibérica, sino también provenientes del resto de Europa. Las escasísimas menciones a Galileo que vemos en nuestras letras son el resultado, como he dicho, de una escritura cautelosa por parte de los ingenios del momento, que si acudían a este lexema —como se dio, por ejemplo, en autos sacramentales y comedias religiosas— lo hacían en referencia a Jesucristo, el Galileo. Pero esta cautela se debe también al hecho de que la representación del científico en estas primeras décadas del siglo xvii viene ya condicionada por la existencia de arquetipos previos, de modelos, si se quiere, locales. No deseo aquí desviar la atención de mi argumento con todos los ejemplos posibles, pero sí quiero centrarme brevemente, sin embargo, en el efecto que sobre el imaginario colectivo tiene la creación del virtuoso, tal y como se popularizó en Italia, por ejemplo, con el Secreti (1555) de Alessio Piamontese o el ya citado Magia Naturalis (1558) de Giambattista della Porta, y tal y como se criticó por detractores como Tomaso Garzoni en la ya comentada Piazza universale di tutte le professioni del mondo (1585). En este sentido, pocas figuras encarnan este arquetipo en el pa-

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norama local como el científico, musicólogo y coleccionista Juan de Espina, en el cual centraré las siguientes páginas.1 Se trata, además, del único personaje histórico que aparece directamente comparado en la ficción del momento con Galileo, tal y como ocurre en El Diablo Cojuelo (1641). Con él se anuncia ya, entre otros fenómenos, un perceptible desarrollo de la magia artificiosa o artificialis, que en gran número de tratados de la época se presenta como contrapartida de la magia naturalis. Si la magia naturalis aspiraba a la revelación última de las causas ocultas a través de los sentidos, concibiendo a la naturaleza como agente de operaciones mágicas que revelaba sus secretos al espectador, la magia artificialis, partiendo de una lectura mecanicista de la realidad, va a inaugurar nuevas vías de investigación cimentadas en el experimento controlado, en el procedimiento de la observación exacta y en el empleo de artefactos técnicos ópticos como la camara obscura, el espejo o a través de complejos juegos de lentes cuya manipulación hace que el creador asuma la tarea, antes reservada exclusivamente a la naturaleza, de ser el artífice de su ilusionismo. Como resultado, a través de la técnica y del experimento se van a crear nuevos órdenes técnicos del espectador y de lo visible claramente diferenciados de los modelos tradicionales de la imagen, y en estos nuevos órdenes la figura de Espina parece jugar un papel significativo en la España del siglo xvii. A medio camino entre la genialidad y la transgresión, las excentricidades de Juan de Espina van a inspirar toda una serie de ficciones que constituyen ya en sí su propia genealogía: Casos prodigiosos y Cueva encantada (1628) de Juan de Piña, La prueba de las promesas (1617) de Juan Ruiz de Alarcón, las piezas Entremés de la tataratera y Colegio de los gorrones de Pedro Francisco de Lanini y Sagredo, y Don Juan de Espina en Milán y Don Juan de Espina en su patria de José de Cañizares, por dar tan solo un selecto elenco, se centran todas ellas en la figura del célebre recluso, pero desde ángulos que las hacen muy diferentes las unas de las otras. Frecuente en ellas es la mención a su mítica casa, Wunderkammer castizo de lo extravagante y de lo inútil que hará las delicias de contemporáneos suyos como Luis Vélez de Guevara, Alonso de Castillo Solórzano, Vicencio Carducho y Anastasio Pantaleón de Ribera.2 Pero esta mención no resul1. Más información se recoge en el útil estudio de Emilio Cotarelo y Mori, Don Juan de Espina. Noticias de este célebre y enigmático personaje. Madrid: Imprenta de la Revista de Archivos, 1908; Modesto San Emeterio Cobo, “La patria de Don Juan de Espina”. Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo XXXIV (1958): 355-357; y Julio Caro Baroja, Vidas mágicas e Inquisición. Madrid: Istmo, 1992, 2 vols., vol. 1. 2. Recogido en Obras de Anastasio Pantaleón de Ribera. Rafael de Balbín Lucas, ed. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto “Nicolás Antonio”, 1944, 2 vols., vol. II, p. 199; la modernización del soneto ha corrido a mi cargo.

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ta gratuita, pues en la creación de estos mitos populares y en la canonización de estas figuras únicas desempeña un papel fundamental el desarrollo del nuevo tejido urbano y, en especial, el del Madrid barroco. La ciudad, como veremos muy pronto, se presenta como Babel, o como mar tempestuoso, como laberinto, como mapa o cifra… El bullicio de sus arterias principales deviene materia fértil para novelizar el entorno citadino, para extraer su aire de maravilla en comedias, en autos o en entremeses; y hay sonetos, letrillas, romances de todo tipo dedicados a sus puentes, a su río, a sus muros y a sus coches. Todo ello ya cuenta con una serie de trabajos a los que no volveré en este capítulo. ¿Qué ocurre, sin embargo, con sus interiores, cuando se mira de puertas adentro? He escrito ya en otros trabajos sobre la necesidad de estudiar más a fondo los problemas que plantea la demarcación del espacio doméstico exclusivamente masculino en la cultura del Siglo de Oro, dado que la mayor parte de la bibliografía existente se ha afanado en delimitar la naturaleza y funciones del ámbito casero femenino; he sugerido también que en las casas de conversación, en las que se jugaba y se cultivaban importantes vínculos sociales, podían darse relaciones íntimas entre sus miembros, en un Madrid del que casi nada sabemos de su cultura homosexual.3 Más allá del retiro religioso, lo cierto es que son mucho menores los testimonios del universo secular que nos retratan, con diversos grados de fidelidad a modelos existentes, la vida de interiores de viudos o solterones de ciudad, que debían ser poco conocidos.4 Estos interiores, sin embargo, no resultan ni mucho menos carentes de interés, como nos recuerdan algunas de las plumas más conocidas del período a través de estampas cómicas, de viñetas en donde se superan paredes, fachadas y tejados para darnos una visión que, si acaso menos canónica, no por ello es igualmente fascinante. Un escritor de la talla de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo —de quien nos han llegado noticias varias de sus correrías nocturnas y de su mal genio— se maravilla en piezas como El comisario de los malos gustos, inserta en su miscelánea Fiestas de la boda de la incasable malcasada, de la variedad de estímulos que ofrece la Calle Mayor, “mapa” y cifra del mundo: ¿Creéis vos que hay más mundo que esta Corte? Esta calle mayor es todo el mundo

3. “Outside Bets: Disciplining Gamblers in Early Modern Spain”. Hispanic Review 77. 1 (2009): 147-164. 4. Véase, por ejemplo, mi artículo “Fragmentos de un discurso doméstico (pensar desde los interiores masculinos)”. Ínsula 714 (2006): 1-2, Enrique García SantoTomás, ed., y, en general, todo el monográfico, dedicado a espacios domésticos en la literatura áurea.

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donde se sabe todo y miente todo porque también es mapa de este modo.5

Sin embargo, junto a esta fascinación por los nuevos ritmos urbanos fluye paralelamente una letanía nostálgica, resultante de la veloz transición de villorrio a urbe y de la emergencia de un mercado ferozmente consumista. Madrid es, a fin de cuentas, la ciudad que más rápido crece en Europa en el primer tercio del siglo xvii. La aceleración de un tiempo que antes parecía discurrir a un ritmo más sosegado se acompaña ahora del vértigo que provoca este nuevo espacio saturado de estímulos, en ocasiones ‘ilegible’ en su cacofonía, con situaciones que provocan el desconcierto en más de un poeta: en El tribunal de los majaderos —diálogo en verso que Salas inserta en La casa del placer honesto (1620)—, el autor denuncia que la noción de centro resulta peligrosamente deslizante en un momento histórico en que las taxonomías se renuevan velozmente de acuerdo a las nuevas necesidades cartográficas; y un sentir muy semejante se desprende de la lectura de Los mirones de la Corte, opúsculo inserto en la misma pieza y cuyo análisis merece un trabajo aparte. Por estas mismas fechas, el Madrid de su El sagaz Estacio, marido examinado (1620) se reproduce en escenas que nos hablan de la rápida expansión de la ciudad, de sus nuevas casas y sus caros alquileres, del peligro de peleas, de la falsedad de las apariencias, de los coches, de los ociosos, avariciosos y mentirosos, de los matrimonios por dinero, de la rapacidad de los criados, de la infidelidad de maridos y mujeres, de lo licencioso de actores y actrices, de los timadores, prostitutas… llegándose así a Estacio, un pícaro inteligente y cornudo, ideal para la joven Marcela, mujer libertina que busca un marido “comprensivo” y permisivo con sus licencias. Esta fragmentación estilística y temática, esta dispersión de géneros y tradiciones, esta búsqueda de ambientes y situaciones infrecuentes refleja, creo yo, la propia fractura en el paisaje que inspira estas ficciones; hay, de hecho, una convicción en Salas de que el entorno modela a sus habitantes, como insinúa en El necio bien afortunado al escribir que de esta señora quiero saber si le ha influido Madrid sus facilidades, que no sé a qué filósofo oí que también la tierra tiene sus influjos: la áspera cría personas ásperas; la llana y apacible, llanas y apacibles, y así Madrid, por ser tierra llana, amenaza ciertas llanezas que se me hacen muy cuesta arriba.6 5. Recogido en mi libro Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del Siglo XVII. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2008, p. 62. Cito por la edición original de Madrid: Viuda de Cosme Delgado, 1622, vv. 284-287. 6. El necio bien afortunado. En Dos novelas de D. Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. El cortesano descortés. El necio bien afortunado. Francisco Rafael de Uhagón y

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El artificio verbal revela una visión muy desencantada de madurez con la cual se retrata la vida madrileña y las costumbres cortesanas, vividas desde un pesimismo muy barroco de situaciones extremas en donde la violencia física y simbólica del entorno citadino encuentra en la soledad su mejor táctica. Esa cuesta arriba que menciona Salas constituye tanto el hilo temático como el tono de muchas de sus creaciones de ciudad. Ello da lugar a una marcada predilección por personajes excéntricos, en conflicto consigo mismos, cuyo aislamiento se proyecta al lector a través de una serie de conductas que recuerdan a los iluminados cervantinos como el Tomás Rodaja de El licenciado Vidriera o el propio Don Quijote; así, los retratos de Pedro Ceñudo (El necio bien afortunado), Boca de todas verdades (Corrección de vicios), don Juan de Toledo (El caballero puntual), don Lázaro (El cortesano descortés), don Diego (Don Diego de noche), don Florisel, el perruno caballero errante de “La peregrinación sabia”, Alejandro (El curioso y sabio Alejandro, fiscal de vidas ajenas) y Paladio, “hidalgo lector de libros de caballerías” que enloquece y es aborrecido por sus vecinos (La estafeta del Dios Momo), construyen el andamiaje de una poética urbana en donde el personaje masculino, aislado en su centralidad geográfica, se convierte en un ingrediente novelesco de enorme relevancia. Este desajuste del caballero urbano con respecto a su entorno en perpetuo cambio que vemos en Salas Barbadillo es un rasgo poco estudiado en los personajes masculinos de la sátira del siglo xvii. La maduración de Madrid como entorno metropolitano pero también como campo literario ejerce una gran influencia en tramas y meollos que con frecuencia proyectan espacios íntimamente ligados a conductas extrañas, derivadas frecuentemente de deseos frustrados, de proyectos incumplidos. Los lindos y fantoches, los “caballeros murciélago” —como se denomina a don Diego— y los calaveras de la ficción del momento se consumen, desde la burla de la caricatura, en la tensión del querer y no poder, en el intento siempre fracasado de adquirir un capital social y económico que se les resiste una y otra vez; son novelas que nos hablan de puertas que se cierran, de ocasiones que se malgastan, de decepciones que se traducen en patéticas rabietas, en retiros desesperados, en un no-vivir continuo. Y estos acaban siendo resortes de gran comicidad, no exentos de una evidente dosis de didactismo: si la caída humillante —del caballo, del coche que vuelca, incluso de las heces o aguas fecales que llueven desde una ventana sobre el pretendiente…— se repite en novela tras novela dada su gran rentabilidad Guardamino, ed. Madrid: Imprenta de la Viuda e Hijos de M. Tello, 1894, p. 297; cursivas mías.

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ética y simbólica, los espacios en los que esta se escenifica van haciéndose cada vez más lóbregos, más inhóspitos, más peligrosos. Un constante vaivén entre acción frenética e inacción paralizante define la cualidad especial de estos “locos” madrileños, músicos tristes y enfermos de amor, amigos de oscuras alcobas, callejuelas sinuosas, sótanos hacinados o lúgubres cementerios: excéntricos, a fin de cuentas, con la única compañía de sus objetos, con los que el individuo establece un diálogo extraordinariamente fértil para la creación estética. No en vano, este primer tercio del siglo xvii español se ha visto por la crítica como un siglo enfermo o “siglo melancólico”,7 con parecidos y semejanzas a otras tradiciones europeas del momento. El historiador de la ciencia William Eamon ha conectado este síntoma con la figura del virtuoso y los remedios ofrecidos en textos coetáneos, como el ya clásico de Robert Burton, cuyo Anatomy of Melancholy (1621) “provided the fullest index of the virtuoso’s sensibilities. The idle melancholic might ‘distract his cogitations’ with […] antiquities, natural and artificial curiosities, conceits, and mechanical gadgets —all typically collected by the virtuoso…”.8 La apelación a los límites de la facultad de la vista sugiere ya una perspectiva que será de enorme utilidad a la hora de diseccionar el universo circundante. La claridad implica clarividencia, la clarividencia exige una mirada sin obstáculos. La escritura establece así una fecunda relación entre espacio y síntoma, a través de la nostalgia por el anhelo irresuelto de un territorio homogéneo y legible, acaso más solidario y generoso: la escritura se convierte en estos casos en un ejercicio catártico que funde en uno solo la psique fragmentada de sus urbanitas con el damero urbano. La creación del ámbito casero masculino en el que habita ese misántropo en la oscuridad del gabinete de rarezas, ese melancólico retirado a su exilio particular en medio del bullicio urbano, es un logro que me parece seminal a la hora de propagar la imagen del científico moderno como 7. El espacio ocupado en las letras hispánicas por la figura quijotesca —que se acusa, según vamos viendo, en muchas creaciones de Salas— ha capitalizado la atención de la crítica posterior, mientras que la “melancolía urbana”, ya anunciada en este mismo siglo como uno de los síntomas de la incipiente modernidad, todavía permanece relegada a un plano secundario; piénsese, por ejemplo, en un caso bien estudiado como es el de la melancólica mirada hacia el pasado que delinea Lope en La Dorotea, con un Madrid de fondo que ya no es el que era. Ver, para una mayor comprensión sobre el asunto, Belén Atienza en El loco en el espejo. Locura y melancolía en la España de Lope de Vega. Amsterdam: Rodopi, 2009. 8. William Eamon, Science and the Secrets of Nature: Books of Secrets in Medieval and Early Modern Culture. Princeton: Princeton University Press, 1996, p. 304. Para una mayor profundización sobre el fenómeno, remito a la útil recopilación de Jennifer Radden, The Nature of Melancholy: From Aristotle to Kristeva. Oxford/ New York: Oxford University Press, 2000.

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ciudadano ajeno a todo, viviendo sus cábalas y elucubraciones en el ruido exclusivo de su mente. He tomado como ejemplo las creaciones fantasiosas —y en ocasiones fantasmagóricas— de Salas Barbadillo porque nuestro vate madrileño resulta ser uno de los que con más tesón cultiva esta figura, pero lo cierto es que se pueden hallar otros ejemplos no menos atractivos en la ficción áurea. Hay que recurrir en muchas ocasiones a la sátira menipea para poder desnudar la casa, desmontar su fachada y penetrar en sus interiores desde techos y ventanas —como ocurre con la ya citada obra maestra de Vélez de Guevara— accediendo con ello a estos laboratorios privados, a estas mesas de ensayo; mesas de trabajo, como vamos viendo, nunca inofensivas, nunca inocuas: llenas siempre, por el contrario, de objetos cargados de controversia y polémica, de artificios que nos conducen, en ocasiones, a territorios prohibidos en viajes imaginados. Esta creación se cruza, creo yo, con la del científico ajeno a toda cortapisa, a todo poder, ese nuevo deus ex machina que reinventa el universo al ver todo aquello que no puede escrutar el ojo humano en su desnudez: una imagen encarnada, como hemos visto, por ese Galileo cuya fama se propaga por Europa bajo visos de loco temperamental, de filósofo y matemático genial, el dueño de secreti, el mensajero de lo nuevo que, como hemos señalado ya, zarandea a la Iglesia y la obliga a entregarse a fondo en su contraataque: un hombre-mito, a fin de cuentas, viviendo a contracorriente. Y este parece ser el caso del Galileo que se va conociendo poco a poco en España: su obra se divulga para unos pocos; su persona se propaga para muchos. En esta diseminación, la figura del científico no solo es objeto de escrutinio, sino también el escrutinio en sí, la mirada inquisitiva que nos da una nueva perspectiva de lo urbano, de sus centros oficiales así como de sus gabinetes privados. Junto a otros tipos literarios como el médico, el dentista o el zapatero, el científico es frecuentemente retratado como dueño de un arte o talento de índole privado, de un secreto que, no obstante, puede ser revelado en cualquier momento. Este don privado, esta destreza personal viene muchas veces envuelta en un aura muy particular que les sitúa simultáneamente dentro y fuera de la máquina social, o arriba y debajo de esta y, sobre todo, por delante de quienes lo rodean y contemplan, en un futuro epistemológico teñido de miedo y ausencia de certeza. Conectando muy hábilmente ciencia y política —pues a fin de cuentas, como he indicado ya, secreto y poder van siempre unidos—, William Eamon ha escrito que The professors of secrets’ “research program” consisted of an aggressive search for the “secrets of nature,” which they believed were hidden under-

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neath nature’s exterior appearances. But that quest shaded dangerously into impious curiosity about demonic forces, and worse, into heretical attempts to control them. Traditional exhortations against forbidden knowledge were still widespread in religious and academic circles, particularly against looking into the secrets of nature, the secrets of God, and the secrets of the State.9

Esta incertidumbre, huelga insistir en ello, es un material muy atractivo para la ficción, y como tal va a ser reelaborada por los ingenios del momento tanto en poesía o en teatro como en novelas de todo tipo. Así, el viaje a lo desconocido que propone todo visionario no sólo va a ser dominio de maestros y artesanos de tal o cual gremio o institución académica, sino de los llamados virtuosi, cuyas semblanzas, en ocasiones legendarias, van a ser igualmente atractivas para todo escritor del momento.10 El secreto del virtuoso no solo va a concernir al dominio de la técnica y de la ciencia sino que, como veremos pronto, también alcanzará el interés de reyes y cortesanos influyentes, penetrando con ello en exclusivos ámbitos de poder. La estrategia de la donación póstuma —desde el objeto preciado hasta una colección completa— hará que estas figuras sean altamente consideradas por sus vecinos, habida cuenta, por ejemplo, de las estrechas relaciones que los Austrias establecieron con algunos de ellos. El secreto pasará a convertirse en algunos casos, tal y como ha señalado arriba Eamon, en materia de Estado. Como personaje de ficción, el virtuoso es sintomático de un momento muy particular en la historia de España, definido por el crecimiento rápido de las ciudades comerciales, la “colonización de la noche” con la llegada de la luz artificial11 y la constitución de una sociedad cortesana en donde la mezcla de lo local y lo foráneo va a facilitar el desarrollo de nuevos campos del saber y de nuevos intentos de clasificar lo desconocido. Esta incertidumbre ante lo nuevo, acompañada de la creación de escenarios en los que lo nocturno o lo cerrado juegan un papel preponderante, animará la creación de tipos literarios como el coleccionista, representado muchas 9. Op. cit., p. 195. 10. Para este tipo de representaciones, a veces cercanas a las del científico loco, remito a Roslynn Doris Haynes, From Faust to Strangelove: Representations of the Scientist in Western Literature. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1994; y David J. Skal, Screams of Reason. Mad Science in Modern Culture. New York: W. W. Norton & Company, 1998. 11. La acuñación pertenece a Craig M. Koslofsky, Evening’s Empire: A History of the Night in Early Modern Europe. Cambridge: Cambridge University Press, 2011, p. 158. El fenómeno del alumbrado en las urbes del periodo en España, y que no toca Koslofsky en su magnífico libro, ya fue estudiado por Miguel Herrero García en El alumbrado en la casa española en el tiempo de los Austrias. Madrid: CSIC, Instituto Jerónimo Zurita, 1954 (Mss Foll/ 470 de la Biblioteca Nacional de Madrid).

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veces en su gabinete privado, ajeno al bullicio externo, absorto en su trabajo y acompañado de sus criaturas. Eamon nos recuerda que el virtuoso no es sino un “cultural ideal […] born out of the crisis of the aristocracy […] drawn mainly from the ranks of unemployed gentlemen with too much time on their hands”, cuya curiosidad misma was particularly drawn to the rare, unusual, and “extravagant” phenomena that might entertain and delight as well as instruct […] If virtuosity was a symptom of aristocratic defensiveness, it also owed its existence to boredom and its characteristic malady, melancholy, a disease for which the nobility seemed most at risk.

Y añade algo que conecta con lo que ya he indicado arriba al mencionar los extraños personajes de Salas Barbadillo, sometidos a la broma y a la crueldad de sus vecinos y víctimas del desdén de las damas a las que cortejan: The “secrets” of nature —in the broad, seventeenth-century sense of that term— fascinated and delighted him to the point that the virtuoso became the butt of endless jokes about the dilettante who dabbles in trifles but understands nothing of himself. Trifles or not, the virtuoso’s secrets were the stuff of early modern experimental science.12

El secreto, por lo tanto, forma parte esencial de ese halo de misterio e incluso del miedo que muchas veces rodea a estos personajes, cuyas frecuentes excentricidades son sin embargo un envite a la reflexión en torno a la propia naturaleza del conocimiento. Así, la presencia de estos arquetipos en la ficción barroca nos anima a considerar entonces quién —o qué— puede, en última instancia, encarnar la cordura que parece estar ausente en estos visionarios; o, en otras palabras, cómo pueden estos mismos arquetipos dar cuenta, desde su aparente fragilidad como vecinos del tejido urbano, de las tensiones entre tradición e innovación que están definiendo la actividad técnico-científica en Europa. Sin duda, la imagen del virtuoso rinde cuantiosos beneficios cuando se traslada a la página como ente de ficción, en esta ficción dada a lo extremo, al artificio, al misterio, a lo oclusivo o lo fantasmagórico, rasgos pertenecientes a categorías distintas pero que parecen todos ellos darse cita en esta encrucijada de fuerzas encontradas como es la del virtuoso. Al igual que esos médicos, dentistas y zapateros de la sátira barroca, los virtuosos obtienen gran rendimiento en la literatura de la época explotando el azar de la improvisación al ejercer su oficio; 12. Eamon, op. cit., pp. 301-303.

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pero, al contrario que esos mismos médicos, dentistas y zapateros, su camino hacia la revelación última está frecuentemente envuelto en un aura de misterio que los hace lejanos o diferentes, pues cada paso en su búsqueda personal va creando nuevos retos a los dogmas existentes. En su atractiva excentricidad, los virtuosi consiguen poner a prueba los límites de la ficción y el alcance de la censura —e incluso viceversa, el alcance de la ficción y los límites de la censura—, retando y cuestionando sus propios mecanismos de funcionamiento. Pero, quizá más importante aún, consiguen revelar los límites de una lengua literaria que debe ahora someter la novedad de lo extraño, bien reconfigurando sus propias herramientas léxicas o metafóricas —por ejemplo—, bien incorporando otras de afuera. Piénsese, por ejemplo, en el americanismo tabaco, que pronto se convierte, en manos de un manipulador del lenguaje como Quevedo, en una juguetona herramienta destinada a igualar el humo con lo herético: tabacano/luterano.13 Y esto es, sugeriría yo, lo que estos inventores logran hacer por la creación literaria: transforman, desnudan y recrean. Con la llegada de nuevos objetos provenientes de tierras remotas, estos virtuosos se convierten en maestros de lo raro, expertos en sustancias y materiales que generan nuevas sustancias y materiales, creadores de cosas curiosas que renombran y que destinan a parte de un inventario, que almacenan y clasifican, que coleccionan y que —como destino final nada infrecuente— exponen; novedades, en otras palabras, que van poco a poco siendo asimiladas por centros de carácter cosmopolita como Sevilla, Valencia, Barcelona o Madrid hasta sentirse como perfectamente autóctonas, hasta verse como totalmente familiares. La práctica científica realiza entonces un doble ejercicio de búsqueda cuando nos acercamos a la expresión artística del momento, al transportar ese viaje a territorios ignotos no sólo en la búsqueda y hallazgo de nuevos temas o tramas, sino también en su materialización a través de un lenguaje muchas veces novedoso que puede revitalizar tanto la lengua como el género. Tal es el caso, por ejemplo, de sustancias como la espuma del chocolate hirviendo o el detritus nasal del tabaco, que pasan de ser sustancias innombradas de la ‘contaminación’ americana a preciados objetos de análisis por estudiosos que disertan sobre sus muchas cualidades, tal y como será el caso de Bartolomé Marradón en Sevilla o Cristóbal Hayo en Salamanca; o de los diferentes términos procedentes de la astronomía que, como veremos más adelante, condimentan el viaje celestial de El Diablo Cojuelo, verdadero despliegue de ingenio y verbo donde los haya.

13. La famosa cita, es sabido, proviene de su Discurso de todos los diablos o infierno emendado: “Los tabacanos, como luteranos, si le toman en humo, haciendo noviciado para el infierno; si en polvo, para el romadizo”.

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Más allá de academias y universidades, estas ciudades atestiguan, por tanto, la emergencia de una línea de exploración ‘alternativa’ a cargo de misántropos y coleccionistas que se rodean de objetos raros y únicos en espacios frecuentemente privados que en algunas novelas, por ejemplo, también están cerrados a cal y canto. Y si bien utilizo la palabra alternativa, no quiero indicar con ello que sea necesariamente paralela a lo —digamos— oficial, pues si algo define este tipo de actividad son las numerosas vías de contacto entre los diferentes agentes que configuran la actividad científica del momento, incluyendo la figura de un monarca como Felipe IV. Las prácticas que surgen de estas materias y artefactos, como por ejemplo la magia blanca, se diseminan a través de diferentes medios; Stuart Clark nos recuerda en un importante libro que “[N]atural magic, in particular, conceived as the study of nature’s most secret processes and powers, invariably occupied a place in the many surveys and systematizations that occupied early modern academics and structured both their courses and their textbooks —and not just in faculties of philosophy”.14 La literatura del virtuoso, entonces, es una literatura de artefactos, de objetos extraños que se van haciendo poco a poco familiares y objetos familiares que se van haciendo extraños al ser manipulados; vuelvo entonces, a modo de ejemplo, a Vélez de Guevara y El Diablo Cojuelo como muestrario de toda esa parafernalia —parafernalia de cristal, en este caso— que habita en el gabinete del astrólogo que abre la pieza; y como este espacio cerrado, huelga insistir, muchos otros en la literatura del periodo. Como resultado, si el objeto define a su dueño hasta el punto de reemplazarlo por completo como sinécdoque cómica, la colección lo multiplica: el científico que es inmortalizado en estas ficciones del nuevo siglo se celebra por lo que tiene más que por lo que sabe, dado que su talento se mide por la capacidad de exhibirse y por la ocultación del conocimiento, pero no tanto ya por los procesos por los que este conocimiento es adquirido. Escrutar, ostentar, esconder, prometer, generar intermitencias… De esto forma parte, a fin de cuentas, el espectáculo barroco, en el que la miniatura, por ejemplo, se aprecia ya sea desde lo natural así como desde lo manufacturado: “[N]atural objects” —nos recuerda Clark— “were often described as curious by virtue of their smallness, exquisiteness of workmanship being exhibited more strikingly in miniature”.15 En consecuencia, no resulta infrecuente leer en textos de esta época cómo estos objetos de culto se representan aislados, descansando en 14. Op. cit., p. 80. 15. Clark, op. cit., p. 315. Para una discusión más pormenorizada del encanto de lo pequeño resulta imprescindible el estudio de Susan Stewart, On Longing: Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection. Durham, NC: Duke University Press, 1993.

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toda su carismática presencia en habitaciones oscuras y pasillos estrechos, como si estuvieran destinados a la contemplación, a la adoración o la idolatría. Esta elaboración escritural de lo inaccesible, de lo no contemplable, diría yo, inspira toda una ‘literatura del deseo’ a través de la figura del coleccionista y del espacio de la vitrina y el museo, del gabinete de curiosidades, del almacenamiento y de lo expuesto, en donde no se olvida nunca una evaluación de la diferencia entre el original y la copia. Tal es el caso, por ejemplo, del excéntrico y ridículo cortesano don Lázaro en la comedia dialogada El cortesano descortés (1621) de Salas Barbadillo, en la cual vemos esta obsesión por el objeto, en este caso el sombrero que se dispone y exhibe en el dormitorio, y que acaba siendo sustituido por uno falso para humillación de su dueño. Aunque el motor inicial de la trama es quitárselo o no al saludar a los vecinos —y, por tanto, ejecutar propiamente los rituales propios de hidalgo cortesano—, lo que en realidad se nos está escenificando es el efecto que la modernidad protocapitalista tiene sobre los urbanitas del xvii, en este caso a través de la producción y circulación de un accesorio tan conocido como éste. Salas construye aquí una atmósfera doméstica y rancia del universo masculino que se repetirá, con algunas variaciones, en la pieza “El malcontentadizo”, incluida en Fiestas de la boda de la incasable mal casada (1622) y en el refugio urbano del Doctor Ceñudo en El necio bien afortunado (1621). Son títulos que le permiten a su autor adentrarse en un abanico de perspectivas apenas estudiadas por la crítica, como son la construcción —y puesta en escena— del ámbito doméstico masculino, las diferentes dinámicas asociadas al coleccionismo y la muestra de conocimiento, generalmente desde un prisma burlón y ligero. ¿Qué pasa, entonces, cuando estas mismas formas describen a personajes históricos? ¿Y qué ocurre, entonces, cuando estos formatos deben lidiar con los límites de lo secreto y el encanto de lo prohibido y revelado, cuando parece que la ciencia entra de por medio? A pesar de los intentos, por lo general de tinte más bien positivista, de su más ilustre biógrafo Emilio Cotarelo y Mori, poco se ha reflexionado sobre la figura de Juan de Espina y poco también sobre los testimonios literarios de su persona. Y, sin embargo, creo que su presencia en la cultura popular del imaginario urbano nos ayuda a comprender las tensiones existentes en torno a ciertos aspectos de la ciencia en España y el efecto que exploradores independientes de rango aristocrático como Espina tuvieron en la asimilación de la nueva ciencia en este momento histórico. Quiero en estas páginas, por tanto, ofrecer una argumentación doble: por una parte, demostrar cómo su figura es muy orientativa a la hora de comprender la imagen del científico —y por extensión, de Galileo— en estas primeras décadas del xvii en España; y, por otra, iluminar las complejida-

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des que animan la difícil encrucijada de lo literario con la práctica científica, con el lenguaje entregándose al máximo para poder capturar ese frecuente sentimiento de sorpresa, estupor o maravilla. *** Mucho de lo que hoy conocemos de Juan de Espina proviene de lo que sus vecinos escribieron sobre sus logros y manías. Nacido de nobleza montañesa hacia 1563 en la localidad de Ampuero, se sabe que murió en Madrid en 1642. Contemporáneo por generación de Lope y Góngora, fue ordenado sacerdote, pero se le conoció fundamentalmente por ser un reputado musicólogo y un virtuoso de la lira y la vihuela, así como por tener una de las colecciones de objetos raros y únicos más preciadas de su tiempo, incluyendo un magnífico telescopio. En sus Grandes anales de quince días Francisco de Quevedo elogió su dominio de la lira (“tocando prodigios”), ofreciendo uno de los retratos más interesantes de los que tengamos noticia. Se trata de una semblanza muy generosa alabando la ascendencia de don Juan, ya que parece que su padre, Diego, trabajó como contador de Felipe II. Nos habla también de su “condición recatada siempre al trato vulgar, pero no desapacible”, de su colección nos dice que “introdujo por la mayor gala la orden y armonía”, e indica que, en las visitas que recibía, don Juan preguntaba a sus invitados acerca de sus gustos y, de acuerdo a la respuesta les guiaba hacia una u otra parte de su preciada colección. “Yo no oí jamás de don Juan queja ni demanda, ni inadvertencia, ni descortesía, ni vicio; ni le he conocido enemigo. … Aborreció con singularidad y virtud robusta la pompa… anduvo solo entre la gente”, continúa Quevedo, indicando también que don Juan “juntó con gran fatiga todos los instrumentos de la muerte de don Rodrigo Calderón”.16 Junto a Jerónimo de Ayanz,17 llamado el “Leonardo español” por sus importantes inventos hidráulicos, y junto a Juanelo Turriano, famoso por su Artificio en el río Tajo, Espina consiguió dejar 16. En Grandes anales de quince días. Obras de don Francisco de Quevedo y Villegas. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe, ed. Madrid: Rivadeneyra, 1852. Col. Biblioteca de Autores Españoles, vol. XXIII, pp. 193-220 (las citas provienen de la p. 219). 17. Sobre la figura de Ayanz, ver Nicolás García Tapia, Un inventor navarro. Jerónimo de Ayanz y Beaumont (1553-1613). Pamplona: Universidad de Navarra, 2001; sobre Turriano, ver Juan A. Frago García y José Ángel García-Diego, Un autor aragonés para ‘Los veintiún libros de los ingenios y de las máquinas’. Zaragoza: Diputación General de Aragón, 1988; García Tapia, Técnica y poder en Castilla, pp. 265-292; y Alfredo Aracil, Juego y artificio. Autómatas y otras ficciones en la cultura del Renacimiento a la Ilustración. Madrid: Cátedra, 1998, pp. 79-90 y 312-315.

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una gran huella en el imaginario colectivo y penetrar en el territorio de la ficción como personaje literario. Pero al contrario de sus dos contemporáneos, Espina fue asimismo capaz de acumular una gran cantidad de objetos que hicieron de su casa un lugar de peregrinación para el curioso. En una cultura cimentada en el escaparate y la ostentación, el influjo de Espina provino de todo aquello que estaba vetado al ojo del vecino. Profundamente involucrado en esta “cultura del virtuosismo”, fue admirado, envidiado e incluso idolatrado por su colección de obras de arte, instrumentos musicales, libros raros y animales disecados de todo tipo, que había ido adquiriendo, parece ser, con el sueldo de cinco mil ducados que recibió como hombre de iglesia y como sumiller de cortina de Felipe IV.18 Fue famoso, además, por tener dos códices de Leonardo da Vinci —los famosos Códice I y II de la Biblioteca Nacional de Madrid— que aparentemente recibió del escultor Pompeo Leoni.19 Como testimonio vivo de lo que Fernando Bouza llamó una “obsesión barroca por la crisis”,20 Espina también poseía los cuchillos con los que se ejecutó a figuras como Rodrigo Calderón, cuya venda y relicario acabaron en su poder antes de ser regalados póstumamente al marqués de Villanueva del Río.21 No era ésta, por cierto, práctica inusual, si consideramos otros casos conocidos: la colección de monedas del duque de Villahermosa, el joyero del duque de Villamediana, la biblioteca del marqués de Montealegre y la armería del marqués de Leganés, por nombrar tan solo algunos casos.22 Pero lo interesante de Espina, como veremos pronto a través de amigos como Vicencio Carducho, fue la inusual riqueza de su colección y la capacidad de hilvanar una narrativa cohesionadora a través del espacio de la casa-museo para tan grande inventario, sin dejar por ello de subrayar la particu-

18. Caro Baroja, op. cit., vol. 1., p. 433. 19. Las circunstancias que rodearon la circulación de estos documentos han sido estudiadas por Nicolás García Tapia en “Los códices de Leonardo en España”. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología 63 (1997): 371-395; Kelley Helmstutler di Dio, “The Chief and Perhaps Only Antiquarian in Spain: Pompeo Leoni and his Collection in Madrid”. Journal of the History of Collections 18.2 (2006): 137-167; y Francisco J. Sánchez Cantón, “Los manuscritos de Leonardo que poseía don Juan de Espina”. Archivo Español de Arte XIV (1940): 39-42. 20. Fernando Bouza Álvarez, “Coleccionistas y lectores. La enciclopedia de las paradojas”. La vida cotidiana en la España de Velázquez. José Alcalá-Zamora, ed. Madrid: Temas de Hoy, 1995, pp. 235-254; la cita proviene de la p. 426. 21. Una excelente puesta al día sobre esta figura histórica se ofrece en Santiago Martínez Hernández, Rodrigo Calderón. La sombra del valido: privanza, favor y corrupción en la corte de Felipe III. Madrid: Marcial Pons Historia, 2009. 22. Sobre este fenómeno, remito al ya citado libro Daniela Bleichmar y Peter C. Mancall, eds. Collecting Across Cultures: Material Exchanges in the Early Modern Atlantic World. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2011.

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laridad, la especificidad, la excepcionalidad de cada pieza.23 Se cree, por ejemplo, que a pesar de su pretendida misantropía Espina era una maestro de la publicidad y las relaciones públicas, y que sabía explotar a la perfección el embrujo de lo ignoto mediante invitaciones personales a su casa. Este tipo de sociabilidad es, como han señalado varios críticos, muy novedosa en su tiempo, y anuncia ya toda una serie de prácticas precursoras de instituciones como el museo moderno.24 Para cuando Felipe IV accedió al trono, Juan de Espina era ya plenamente conocido por sus muchas actividades, y había sido inmortalizado en textos como el romance anónimo Relación de la fiesta que hizo D. Juan de Espina, Domingo en la noche, último día de febrero. Año 1627, en donde se narraba todo un catálogo de trucos mágicos que fueron presentados en su casa desde las siete hasta las tres de la mañana: “Lo que cupo en una noche”, se inicia la composición, “quieres (Lauso) que refiera, / pero fue tanto, que dudo / que haya atención donde quepa”.25 El personaje a quien se dirige el poema, Lauso —Lauro era el mote académico de Luis Vélez de Guevara, a quien se le ha asignado este honor— servía para capturar el asombro producido por una falsa corrida de toros, un espectáculo de marionetas gigantes y un banquete de trescientos platos en el que la comida salió levitando por la ventana: “frutas, vidrios, dulces, barros / volaron por las fenestras”.26 Se cree, como ha indicado Caro Baroja, que Espina fue más tarde procesado por la Inquisición y desterrado de Madrid por practicar magia blanca, si bien se sabe poco de este asunto dada la existencia de un tal Juan de Espino que sí fue procesado inquisitorialmente durante estos años. Fue23. Bouza nos recuerda un efecto parecido en Santa Teresa tras visitar a la duquesa de Alba: “A la salida, recuperada del espanto inicial que le había causado la visita, confiesa la santa que no conseguía recordar, en particular, la hechura de ningún objeto, pero sí la sensación que le había producido el conjunto” (p. 248; cursivas mías). 24. Sobre esta “sociability of strange facts”, es de consulta obligada el trabajo de Lorraine J. Daston y Katharine Park, Wonders and the Order of Nature, 1150-1750. London: Zone, 1998, y en especial el sexto capítulo; sobre la conexión entre magia y secret(ism)o, remito al ya citado estudio de Eamon. 25. El poema se incluye en Relaciones poéticas sobre las fiestas de toros y cañas. Antonio Pérez y Gómez, ed. Cieza, Murcia: Artes Gráficas Soler, 1973. Col. El Aire de la Almena, Vol. XXXXVI. Tomo VII. Ed. facsímil, ff. 112r.-116r. Biblioteca Nacional de Madrid, R/100.083; la cita proviene del f. 112r. 26. Op. cit., f. 112r. La cantidad de comida servida en esta fiesta no era, ni mucho menos, una excepción en la vida cortesana madrileña; Díez Borque, por ejemplo, nos recuerda que en un banquete de 1657 en la ermita de San Antonio, en El Buen Retiro, se sirvieron quinientos platos acompañados por treinta diferentes tipos de vino; vid. “Teatro de palacio: excesos económicos y protesta pública”. Literatura, política y fiesta en el Madrid de los Siglos de Oro. José María Díez Borque, Esther Borrego Gutiérrez y Catalina Buezo Canalejo, eds. Madrid: Visor Libros, 2006, pp. 43-78 (p. 49).

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ra procesado o no, el caso es que semejante sospecha no satisfizo su apetito de conocimiento y acumulación, según lo indicado en el Memorial que Don Juan de Espina envió a Felipe IV,27 en el cual se presentaba al rey como un ciudadano ejemplar cuyo nombre había sido manchado por la envidia, y como un vecino modélico que no anhelaba ya nada porque “a tanto ha llegado mi riqueza que me sobra todo”.28 Y éste pareció ser, de hecho, el caso: cuando murió en la noche del 30 de diciembre de 1642 en su casa de la calle de San José, cerca de Atocha y de la de Lope, se encontró un documento en su faldriquera que reiteraba lo ya escrito en su testamento, a saber, que todas sus posesiones fueran donadas al rey y que los autómatas de su casa fueran destruidos.29 Recuérdese que, al igual que los Leoni, la familia Espina había estado ligada a la Corona durante décadas, y que por lo tanto la idea de legar el patrimonio personal al rey cabía dentro de lo previsible. Como este último gesto de autopromoción parece sugerir, Espina fue hasta el final un hombre preocupado por los aspectos escénicos y materiales del conocimiento, por el secreto y la revelación última y por el encanto seductor de lo oculto y del doble. Esta tensión tan importante resulta enormemente atractiva para los creadores de ficción, según veremos pronto en los testimonios poéticos de Alonso de Castillo Solórzano y Anastasio Pantaleón de Ribera, dueños de un artificio verbal que a veces reprodujo, en su opacidad y vacío, los mismos objetos que buscó representar. Con ello, el propio poema se convertía así en una fachada más llena de brillo y pompa, pero por desgracia inaccesible. La casa de recreo de Espina, llamada “Angélica” y valorada en 30.000 ducados a su muerte, poseía una muy particular cualidad teatral que incluía fuentes, burlas acuáticas, maquinaria hidráulica que creaba música y tormentas, muros corredizos y autómatas que, se creía, funcionaban como sus sirvientes.30 En su Memorial al rey, el famoso coleccionista escribió que en materia de las cosas insignes, curiosas y primorosas del arte hechas de los más afamados maestros que ha habido en todos los reinos y naciones, tengo 27. El texto se encuentra en la Biblioteca Nacional de Portugal, Lisboa, H. 6. 38; se estudia parcialmente por Cotarelo y Mori en op. cit., pp. 31-37, y se reproduce por Francisco Asenjo Barbieri en Biografías y documentos sobre música y músicos españoles. Emilio Casares, ed. Madrid: Fundación Banco Exterior, 1986, pp. 188-201, del cual cito. 28. Op. cit., p. 198. 29. Ver María Luisa Caturla, “Documentos en torno a D. Juan de Espina, raro coleccionista madrileño. El testamento de 1624”. Arte Español 26 (1968-69): 5-8; y “Documentos en torno a D. Juan de Espina, raro coleccionista madrileño”. Arte Español 24 (1963-66): 1-10. 30. Véase Aracil, op. cit., pp. 297-339, en donde se indica que Espina tomó su idea del automata de no otro que el hombre de palo de Juanelo Turriano.

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Fig. 12. Autómata (siglo xvii).

mi casa en esa corte que puede competir con todo lo excelente del mundo y dejarlo atrás, como lo tengo firmado, de todos los maestros de mayor nombre en todas las artes.31

Su meta, por tanto, era rivalizar con la fantasía y exuberancia de sus alrededores, coleccionando y exhibiendo objetos de todo tipo, pero siem31. Op. cit., p. 200.

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pre de una manera ordenada. Espina no sólo almacenó cosas en su casa, sino que dotó a ésta de todos los resortes posibles para explotar óptimamente las cualidades de lo que poseía, algo que se había dado también en figuras como el inglés Francis Bacon y su famosa Solomon’s House, una suerte de “utopian research institute, an artificial world fashioned and crafted in imitation of the natural world”.32 A través de estas invenciones, nuestro virtuoso fue labrando poco a poco la imagen del excéntrico, del misántropo que recibía sus alimentos a través de un torno con el fin de que su privacidad fuera así respetada —de que su imagen, en otras palabras, cultivara intacta este aura de misterio—. No sorprende entonces que el mismísimo Carlos I de Inglaterra, que deseaba tener sus códices de Leonardo, le llamara “foolish gentleman” resultado de la frustración de no poder adquirirlos.33 Y es que Espina, como los misántropos ya comentados de Salas Barbadillo, vivía en el centro de la ciudad pero alejado al mismo tiempo de ella, cultivando una historia de amor con una villa cuyo nombre evocaba los amores de la épica renacentista italiana. Esta feminización de lo poseído no resulta baladí, ya que “[A]s nature was feminine, natural philosophy was a ‘Male Virtu’ whose ‘curious sight’ followed nature ‘into the privatest recess of her imperceptible Littleness’”, ha escrito Eamon.34 Espina moldeó así una visión de la intimidad masculina que ya había sido cultivada por contemporáneos suyos en el plano de la ficción, y en donde la curiosidad se constituía en uno de los ingredientes principales de la virtud a la que alude Eamon; el propio Salas, acaso inspirado por él, describió interiores domésticos en todo detalle en piezas como Casa del placer honesto (1620), en la que estos placeres honestos como el teatro o el baile guardaban gran parecido con los ofrecidos en las fiestas de nuestro virtuoso, en donde se desaconsejaba el matrimonio y en donde la mujer tenía prohibido el acceso. Como resultado, ya fuera producto de la envidia o de la curiosidad, el caso es que la casa de Espina generó toda una mini-genealogía de textos dedicados a exaltar lo que había dentro tanto como su majestuosidad e ingenio arquitectónico. Sin la casa, a fin de cuentas, no había colección; y sin la colección no había Juan de Espina. 32. Eamon, op. cit., p. 315. 33. Apud Bouza, op. cit., p. 250. De interés resulta, a este respecto, Jerry Brotton, “Buying the Renaissance: Prince Charles’s Art Purchases in Madrid, 1623”, así como Jeremy Robbins, “The Spanish Literary Response to the Visit of Charles, Prince of Wales”, ambos incluidos en The Spanish Match: Prince Charles’s Journey to Madrid, 1623. Alexander Samson, ed. Aldershot: Ashgate, 2006, pp. 9-26 y 107122, respectivamente; una perspectiva muy completa se ofrece en Jonathan Brown y John Elliott, eds., The Sale of the Century: Artistic Relations between Spain and Great Britain, 1604-1655. New Haven, CT: Yale University Press, 2002. 34. Op. cit., p. 316.

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Sin embargo, el personaje de ficción que ha sobrevivido en la historia literaria es el del nigromante, una caracterización perjudicial sin duda alguna derivada del gran éxito que tuvieron las dos comedias de magia firmadas por José de Cañizares, Don Juan de Espina en Milán y Don Juan de Espina en su patria. No quiero entrar aquí en estas piezas, pues ya contamos con una magnífica edición crítica a cargo de Susan Paun de García.35 Centraré mi atención, sin embargo, en un número de testimonios clave de los años comprendidos entre 1625 y 1641 con el fin de poner de relieve lo que sería la “marca literaria” de don Juan de Espina durante su vida. Esta genealogía crítica va a estar definida por un progresivo deslizamiento de coleccionista a nigromante. Su Memorial tiene entonces un papel muy orientativo para el lector moderno en la medida en que moldea la imagen de un disciplinado estudioso, musicólogo y matemático ampliamente respetado por sus pares; Espina se presenta asimismo como paradigma de decencia y “verdugo” del chisme, “dedo malo de todos”, humilde vasallo y vecino ejemplar que ha sido víctima de la “guerra de la murmuración”:36 “lo útil de las ciencias”—escribe a Felipe IV— “no se puede hablar aun con los que tratan de ellas si no son muy científicos”.37 La familiaridad con la que se dirige al monarca, así como lo que sabemos del propio interés de Felipe IV por su colección, nos dan una perspectiva muy útil de cómo fueron las relaciones de la Corona con este tipo de coleccionistas.38 *** Uno de los testimonios más prolijos y de más grata lectura es el de Alonso de Castillo Solórzano, quien escribió el poema “A Don Juan de Espina” (ca. 1623), incluido después en su colección Donaires del Parnaso (1625).39 Tal y como ha señalado recientemente Fernando Rodríguez Mansilla, la pieza es un completo ejercicio de autofiguración (self-fashioning) y de promoción personal en la que Castillo se presenta como un poeta de Acade-

35. José de Cañizares, Don Juan de Espina en su patria. Don Juan de Espina en Milán. Susan Paun de García, ed. Madrid: Castalia/Comunidad de Madrid, 1997. 36. Op. cit., pp. 199-200. 37. Op. cit., p. 193. 38. Significativo es, en este sentido, el título del trabajo de María Isabel Vicente Maroto y Mariano Esteban Piñeiro, “La Ciencia: interés de un monarca, indiferencia de un pueblo”. Aspectos de la ciencia aplicada en la España del Siglo de Oro. Valladolid: Junta de Castilla y León, 2006, pp. 493-521. 39. Alonso de Castillo Solórzano, Donaires del Parnaso. Luciano López Gutiérrez, ed. Madrid: Universidad Complutense, 2005.

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mias con contactos importantes y merecedor de una visita a su casa.40 No hay escasez de ditirambo para uno y otro, ya que Espina aparece mencionado como “Fénix español” en el arranque de la composición, y “sujeto que comprehende / lo más célebre y más primo / de ciencia y agilidad”. La mención de este “primo”, sin igual, se refuerza dos versos más abajo con la palabra “peregrino”, así como con la mención a su “ingenio / eminente y erudito” (versos 15-16)41 y a sus “caprichos” (18). El poeta pasa entonces a describir su “mansión” (21) en donde todo puede hallarse: Porque no tienen las ciencias ni aun los comunes oficios de su práctica instrumentos, de su teoría libros, que en tu estancia no se ostenten, que tu providencia ha sido maná de todos ingenios, taller de todo ejercicio (23-30).

Los términos “maná” y “taller” no solo apuntan a esta abundancia de recursos en la casa de Espina, sino que también subrayan todos los medios prácticos de este taller en el que tantas disciplinas se pueden estudiar. El poema, por ejemplo, hace referencia a su colección de cristal: “¿Qué invención extraordinaria / forjó el veneciano rico / uniendo los elementos / que no la tengas en vidrios?” (45-48). Menciona también la preciada colección de cuchillos al hablar de “agudos filos” y “acero”; el talento musical de Espina se alaba a través de sus instrumentos (53); su colección de objetos locales e importados es elogiada un poco más adelante al hablar de “pluma, pelo o escama, / ya en cueva, en agua o en nido” (65-66), y sus habilidades como coleccionista de arte cuando leemos “muestras el pincel valiente / no imitado, sino vivo” (67-68). Castillo Solórzano también confirma la creencia de que Espina solamente invitaba a aquellos vecinos dotados de un nivel de educación elevado: “… sin habilidad / a nadie se abren sus quicios, / que es de ellos tu rectitud / querubín del paraíso” (77-80). Si bien a partir de aquí Castillo cambia de tercio para presentarse como un poeta famoso que está a la altura de su vecino (81-162), la composición se cierra con una petición última, a saber, que le abra las puertas de su casa:

40. Fernando Rodríguez Mansilla, “El romance ‘A Don Juan de Espina’ de Castillo Solórzano: maravilla y self-fashioning”. Calíope. Journal of the Society for Renaissance and Baroque Hispanic Poetry 14. 2 (2008): 5-26. 41. Todas las citas del texto de aquí en adelante toman como referencia el número de verso.

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“os pido me concedáis / lo que tanto he pretendido. / Valga aquesta habilidad, / valgan los deseos míos / para que de vuestra casa / queráis abrirme un postigo” (163-168). La riqueza en el poema se construye a partir de todos los clichés que eran ya parte de la imagen pública de Espina en los primeros años de la década de los veinte, revelando así más de la curiosidad y sentido del humor de Castillo que de la casa en sí. No es una composición, por tanto, que deba tomarse al pie de la letra. Van a pasar tan solo unos meses para poder disfrutar de la celebración de Anastasio Pantaleón de Ribera y su “A la curiosa y celebrada casa de don Juan de Espina” (ca. 1627).42 Las imágenes y retórica empleadas previamente por Castillo vuelven a la palestra, esta vez concentradas en un formato más limitado en donde no sobra nada: Curioso (o peregrino) te desea de este culto edificio la hermosura en cuya argumentosa arquitectura feliz el arte mejoró la idea. Lo que así la atención te lisonjea fama después venerará futura que en bronces firme, en pórfidos segura o sea admiración o envidia sea. Tesoro es rico de curioso dueño cuanto estudió naturaleza, y cuanto obró imitando artífice ingenioso; la admiración es corto desempeño, Peregrino, si a objeto tan hermoso el éxtasis te niegas del espanto.

La pieza de Pantaleón de Ribera es una celebración del ingenio, una joya engastada (o una well-wrought urn, siguiendo la ya clásica acuñación de Cleanth Brooks) que se maravilla por su rareza: espanto, éxtasis, peregrino, culto, rico, curioso, argumentoso… El poeta satura su composición con variaciones de la misma idea que son capturadas en la arquitectura de la mente, del cuerpo y del hogar. El término “culto”, en particular, es significativo porque apunta a lo raro y a lo cultivado simultáneamente al describir una casa que algún día elevará a su dueño a la estatura de icono, in-

42. Anastasio Pantaleón de Ribera, Obras. Rafael de Balbín Lucas, ed. Madrid, 1944, vol. II, p. 199.

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cluso a mito (“fama después venerará futura”). El soneto, probablemente resultante de lo transmitido por otros más que de lo vivido por el poeta, finaliza con una petición por parte del autor para tener acceso a las maravillas de lo prodigioso,43 para poder disfrutar, en palabras de Fernando Bouza, de “la experiencia de las cosas”, de esta “enciclopedia universal”.44 Profundamente barroco en forma y contenido, se asemeja al poema de Castillo Solórzano en su visión desde la distancia, si bien al final nos habla más de los objetivos que del cómo se consigue este disfrute de lo raro. El efecto de lo vago resulta, con tanto ditirambo, inevitable. Esta distancia física, estos juegos visuales del lenguaje reemergen a fines de la década en dos crónicas de gran importancia para nuestro conocimiento de Espina y de la ciencia en la España de Felipe IV. La primera de ellas es la del teórico del arte Vicente (Vicencio) Carducho. Impresionado por su colección tras una visita de ocho horas el 10 de abril de 1628, Carducho aparentemente escribe: quedé admirado y pareciéndome imposible que después de haber dado tantas y de tanta estima y valor le hubiese quedado tanta cantidad como las que me fue enseñando hasta que me vine a mi casa, que eran las ocho de la noche; y, a no atajar esta ocupación un señor de estos reinos, durara mucho tiempo el irme enseñando por momentos y continuadamente, cosas de grandísima estimación y excelencia, como son modelos originales, pinturas, dibujos, iluminaciones, estampas y todas originales y de diferentes materias de maestros artífices insignes; y así mismo extraordinarios y costosísimos relicarios, escritorios, escribanías, cajas y cofrecillos de ébano, marfil y nácar de extraordinarias hechuras, y embutidos dentro de ellas muchas curiosidades de pájaros, camafeos, cornerinas y otras muchas cosas de marfil, cera, bronce, plata y oro y de otras materias. Enseñóme gran cantidad de instrumentos, pistolas, libros y otras muchas cosas, que, por ser tantas y por haberlas visto tan de paso, se me han pasado de la memoria. Sólo sé decir que son todas muy excelentes y singulares y que nunca he visto ni creo que hay tanto y tan bueno junto, aunque no me enseñó, ni pudo, todo lo que había, reservándolo para otra ocasión, y no sé con qué palabras encarecer ni ponderar lo que queda dicho, si no es con decir que he andado corto y que se podía ir muchas leguas para ver cosas de tanta estimación y precio, porque muchas de ellas no puede alcanzar a entender del modo que se habían obrado y así, admirado, suspendí el juicio como lo hago de todo lo demás que vi…45 43. Para las diferentes acepciones de este importante término en la España del momento, ver David R. Castillo, Baroque Horrors: Roots of the Fantastic in the Age of Curiosities. Ann Arbor: University of Michigan Press, 2010, p. 79. 44. Op. cit., p. 249. 45. Vicente Carducho, Diálogos de la pintura. Francisco Calvo Serraller, ed. Madrid: Turner, 1979, pp. 38-39.

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El pasaje resulta excepcional por dos razones. Primero, porque fue incluido por el propio Espina en su Memorial al rey para legitimar —y poner así un precio a— sus posesiones, en un giro sumamente inteligente que le permitía diseminar su imagen tanto como fijar el valor de sus colecciones.46 Pero resulta también sintomático del momento porque esta voz de Carducho nos da la medida de la cantidad y calidad de lo poseído: la colección es cara (“costosísimo”) y única (“singular”), y los objetos son todos auténticos, “modelos originales”. Es, por encima de todo, una maravilla visual que deja al visitante sin habla, en un proceso ya visto en el que la ciencia abruma a la palabra, enmudeciéndola: “no sé con qué palabras encarecer ni ponderar lo que queda dicho, si no es con decir que he andado corto”, confiesa el visitante; “quedé admirado”, “suspendí el juicio”. El segundo testimonio es el de Juan de Piña, amigo cercano de Espina, que en su novela Casos prodigiosos y Cueva encantada (1628) incluyó un completo panorama de su casa.47 La narración se inicia con Piña expresando su gratitud por la visita, privilegio concedido por la noche para poder así aumentar la naturaleza teatral de lo que se expone: “hacía estos favores de noche, y dejando a los que como yo lo entraban a ver y admirar, que así, de más de haberlo visto, lo entendí del padre de mi fortuna”.48 La visita es entonces materia ideal de ficción para engastar en esta novela, en donde lo macabro —con sus descripciones de muertes, cuerpos troceados y violencia constante— se erige como elemento constitutivo. Ahora, sin embargo, todo es asombro y maravilla; una vez dentro, este caso prodigioso se desdobla con precisión de relojero: “una sala de vidrios y barros con tal compostura, adorno y riqueza, que había saqueado a Venecia de lo más admirable y dorado de sus fábricas, y a la China de sus vajillas y maravillas y lo que en España tiene mayor nombre”;49 numerosos relojes mecánicos y espejos distorsionadores que hacen nuevamente del cristal herramienta de engaño e ilusión; una escala, inventada por el citado Jerónimo de Ayanz,50 de una precisión tal que podía registrar el peso del ala de una mosca; doscientas ve46. Lo que en realidad escribió Carducho en su Diálogos de la pintura, publicado cinco años después de su visita, fue ligeramente diferente, y se centraba más que nada en los manuscritos de Leonardo: “…tiene cosas singularísimas, y dignas de ser vistas de cualquiera persona docta, y curiosa (demás de las pinturas), porque siempre se preció de lo más excelente y singular, que ha podido hallar, sin reparar en la costa que se le podía seguir, preciándose de coger lo muy acendrado, y extraordinario. Allí vi dos libros dibujados, y manuscritos de mano del gran Leonardo da Vinci, de particular curiosidad y doctrina”; op. cit., p. 438. 47. Cito por Juan de Piña, Casos prodigiosos y Cueva encantada. Madrid: Librería de la Viuda de Rico, 1907. 48. Op. cit. p. 258. 49. Op. cit., p. 259. 50. García Tapia, op. cit., 2001, pp. 182-184.

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las en candelabros de plata para sus habitaciones; pinturas y tapices de artistas renombrados como Rubens; y la maqueta gigante de un barco con cañones que disparaban navegando en un piélago de mercurio, logrando efectos de olas y mareas en lo que entonces se conocía en el teatro como burletes y rivetas, muy apreciados por los coreógrafos del tiempo. Estaba colgada de telas de oro tan ricas, que el arte depreciaba naturaleza, sillas de la misma tela, tablas de excelentes pintores de Roma y España y otras naciones, todo admirable y costoso. Aquí salió por la puerta de la sala donde había otras tantas luces, una gruesa nave con sus velas, jarcias, cables y los demás pertrechos que pudo tener la de Coicos de Europa, o la más rica y artillada que los mares han visto en sus hombros. Portentosa era la nave de la quilla al tope; venía sobre un mar tan artificioso, que no pudo buscar en la tierra cosa que más le imitase. Era, pues, un mar de azogue, cuya inquietud formaba las olas como si fuera de sus aguas cerúleas. Por sí solo se movía el mar, en quien no se hundía el hierro por muy pesada y grande cantidad que le echasen, y la nave que parecía la real de su armada, estando a la mitad de la sala, comenzó a disparar tantos tiros de artillería que me llenó de humo y de asombro, temiendo derribase el edificio. De la una y otra banda disparó a un tiempo cuantos tiros llevaba, la pólvora de buen maestro y bien seca según los truenos y respuestas. Salió por la puerta frontera sin haberla navegado mano humana. Llevóme a la cuadra en que dormía aderezada de su curiosidad y riqueza, y diciéndome después de vista, nos saliésemos fuera del umbral, apenas se hizo, cuando toda la cuadra, cama, rica tela de oro y lo demás que allí había, se voló sin dejar rastro ni señal.

La casa se constituye ahora en mecánica perfecta, como si fuera un gran reloj en donde toda pieza tiene su razón de ser. Don Juan de Espina, se nos dice desde el principio, es un rico aristócrata que decidió invertir su fortuna en este gabinete de curiosidades, “que siendo mucha la renta del caballero, toda la gastó, no al desperdicio, sino en cosas de curiosidad”; un gabinete de maravillas que, a través del uso de imágenes como el ya mencionado “saqueo” del archienemigo veneciano o desde el uso taxidermista de las aves raras de las Indias, reflejaba un anhelo muy personal de comunión con el pasado tanto como de acumulación de un patrimonio desde el centro mismo de la metrópoli, una colonización sin presencia colonizadora desde la que viajan los objetos a su dueño; y esto encajaba a la perfección, como nos ha enseñado Eamon para el panorama europeo, con la figura del virtuoso en el siglo xvii: el ocio aristocrático, una vez más, puesto al servicio de la revelación, de la maravilla y del secreto: Había en el cuarto bajo como cien instrumentos curiosos y de gran riqueza, hasta las fundas y cajas y todos los tañía el dueño con destreza y ciencia

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tan no entendida que me dijo no había alcanzado el alma de la música ni la antigüedad, ni cuantos hasta aquel día le habían sucedido, sino solo él, y quería que un bufete, una silla y otras mil cosas estuviesen con su arte en música, y decía lo que estaba o lo que no, consultándolos con un instrumento que había penetrado de puntos y medios; y tenía lástima a los inventores y aún tenía asomos de culpar la naturaleza; pero esto debía de ser quejoso de un agravio que le había hecho. De cuantos nombres tiene la Sagrada Escritura y había inventado la curiosidad y sutileza, los tenía muy duplicados y en todos hacía dulces y divinas consonancias.

Piña vuelve sobre algunos de los más conocidos tópicos en Espina: Tenía los cuchillos con que de muchos siglos a esta parte habían cortado las cabezas a los más famosos de adversa fortuna que decayeron de la próspera; muchísimos espejos pequeños y grandes y grandísimos de vestir y armar, y cada uno hacía diferente el rostro que miraba y algunos se hallaban gigantes, monstruos y demonios; otros a una vista miraban más de cien retratos suyos; plumas de vidrio de todos colores, esencias de las curiosidades de aquella ciudad de quien dijo un poeta: Que no son tan mudables venecianos. Las joyas, las curiosidades, lo artificioso, lo rico, relojes demostradores y de campanilla de los excelentes maestros de París, un peso tan sutil, que inclinaba el fiel una ala de mosca más en la una balanza; tales riquezas y curiosidades que no tenían los precisos números, ni se podían numerar.

Para terminar haciendo homenaje al ambiente inequívocamente teatral que se logra a través de sus diferentes recursos y tramoyas: En toda la casa había fuentes de aguas puras y cristalinas, perennes y perpetuas con tantos y no imaginados burladores que no podía el maestro, dejar de ser burlado. Fingía fiestas y tempestades; las fiestas de músicas y voces diversas, celestiales si no vistas, solo oídas; parecía haber juntado allí los coros angélicos, a cuya dulzura, paró el aire y el sol. Por los corredores altos pasaban figuras fantásticas de galanes con criados, de damas con dueñas y doncellas: las galas y atavíos ricos y costosos; las tempestades de agua, truenos y relámpagos, espantosos y temerarios que al sueño pusieran temor. Disparaba entre aquellos tronidos la tempestad rayos que abrasaban lo que de la casa acertaban, desmantelando el edificio y temiendo otro diluvio.51

Emilio Cotarelo y Julio Caro Baroja52 indicaron que esta visita —que a mi parecer no llega a encajar del todo bien en la novela— había sido real y no inventada por Piña, y lo cierto es que la crónica realizada es sumamen51. Op. cit., pp. 259-261. 52. Op. cit., pp. 35-37 y 181-182, respectivamente.

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te detallista y nos da una imagen de Espina que será adoptada por sus contemporáneos como una suerte de master narrative, un texto-cornucopia del que extraer lo necesario en futuras alusiones. Creo que estas dos crónicas de Carducho y Piña son de enorme importancia para la creación de la imagen pública de Espina en la medida en que hacen pública su preciada colección a los lectores del momento, ofreciendo un amplio catálogo de objetos y prácticas desde los que construir una idea local del virtuoso. Muchos de los mecanismos representacionales asociados al momento barroco, como Fernando R. de la Flor y William Egginton han señalado en sus trabajos recientes,53 parecen estar aquí ya inscritos: anamorfosis, mise en abîme, trompe l’oeil, la yuxtaposición de elementos opuestos (coincidentia oppositorum), la proliferación del artificio… Pero quizá más relevante aún es el hecho de que facilitan la transición de personaje histórico a tipo literario, como van a demostrar a partir de ahora los numerosos testimonios existentes de las décadas de los 30 y 40. Aun todavía en vida, Espina aparecerá en ficciones en las que ya tan solo se le plasma con una o dos pinceladas, demostrando así que para entonces ya era un icono del que apenas se necesitaban más datos para hacerlo identificable. Este cambio de caracterización aparece en el trabajo de cuatro ingenios conocidos: el primero de ellos, Tirso de Molina, ya había acudido al recurso del torno —tan íntimamente asociado a Espina, como hemos visto— en su comedia Por el sótano y el torno, pero la evidencia mayor de esta teatralización de nuestro caballero nos viene de la pieza En Madrid y en una casa, en donde ya nos hallamos plenamente en el terreno de la nigromancia: Majuelo: Ortiz: Majuelo:

¡Válgate al diablo la casa! No es posible, que no ha sido Don Juan de Espina su huésped. Verdad dueñísima has dicho.54

Otro de sus contemporáneos, Antonio Coello, escribió en 1638 un Vejamen que se dio en el certamen del Buen Retiro, en el que su protagonista soñaba visitar la famosa casa del “insigne y nunca bastantemente alabado D. Juan Espina”.55 Usaba al propio Espina como personaje en un diálogo en el que se mofaba de algunos de los aristócratas más notables de 53. R. de la Flor, op. cit. 2002; William Egginton, The Theater of Truth. The Ideology of (Neo)Baroque Aesthetics. Stanford: Stanford University Press, 2010. 54. Fray Gabriel Téllez (Tirso de Molina), Comedias del Maestro Tirso de Molina. Juan Eugenio Hartzenbusch, ed. Madrid: Imprenta Rivadeneyra, Biblioteca de Autores Españoles, 1885, p. 549. 55. Sales españolas o Agudezas del ingenio nacional. Antonio Paz y Meliá, ed. Madrid: Atlas, Biblioteca de Autores Españoles, CLXXVI, 1965, pp. 315-321.

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su tiempo, al tiempo que celebraba el dominio de la lira de su amigo, un dominio tan asombroso que, en palabras del propio Espina, “con ella en la mano hago yo Milagros y me atrevo a hacer crecer el trigo en un cuarto de hora”.56 Era, qué duda cabe, un retrato rebosante de humor, pero también lleno de atisbos de magia y de esa cualidad extraña y misteriosa que le había definido hasta entonces. Similar pincelada daría el dramaturgo cortesano Diego Hurtado de Mendoza al atacar a Jerónimo de Villaizán, comparándolo con Espina y sus excesos de nigromante: ¿Quién la cosa peregrina que, a tenerla en su oficina el señor don Juan Espina, ni la oliera Celestina ni la viera Tamorlán? —Villaizán.57

Pero sin duda el testimonio más audaz de estos años proviene de la pluma de Luis Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo. Si bien hablaré más delante de este texto, quiero recordar aquí el interesante uso que se hace de la figura de Espina. Volando por los cielos madrileños, los protagonistas de Vélez de Guevara ofrecen varias opiniones sobre los nuevos avances en óptica a través de un viaje que no puede esconder su fascinación con la ciencia poscopernicana:58 al hablar de lo que ha visto en el firmamento, el Diablo juega con las palabras anteojo y antojo. Siguiendo de cerca al ya mencionado Daza de Valdés, Vélez relata con suma gracia algunos de los recientes descubrimientos de Galileo: su labor de mejora del telescopio en 1609-1610, su teoría contra la incorruptibilidad del Sol, sus hipótesis en torno a la superficie de la Luna, las fases de Venus, etc. etc. Junto a ello, menciona los telescopios de Galileo y Juan de Espina, y considera la práctica de mirar estrellas como una tarea inútil: —Don Cleofás, nuestra caída fue tan apriesa que no nos dejó reparar en nada; y a fe que si Lucifer no se hubiera traído tras de sí la tercera parte de las estrellas, como repiten tantas veces en los autos del Corpus, aún hubiera más en que hacernos más garatusas la Astrología. Esto, todo sea con perdón del

56. Op. cit., p. 317. 57. Obras líricas y cómicas, divinas y humanas… de D. Antonio Hurtado de Mendoza. Francisco Medel del Castillo, ed. Madrid: Imprenta de Juan de Zúñiga, 1738, p. 83. 58. Alicia R. Zuese, “Devil, Converso, Duende: Anamorphosis and the View of Spain in Luis Vélez de Guevara’s El diablo cojuelo”. Hispania 93. 4 (2010): 563-574; y mi ya citado ensayo “Fortunes of the Occhiali Politici in Early Modern Spain: Optics, Vision, Points of View”.

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antojo del Galileo y el del gran don Juan de Espina, cuya célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio; que yo hablo de antojos abajo, como de tejas…59

De gran importancia resulta entonces la mención a la silla giratoria de Espina para la observación astronómica, la cual estaba equipada, según Nicolás García Tapia, “con todos los instrumentos necesarios para ello”.60 La única ambigüedad, de haberla, radicaría en cómo interpretar ese “gran” que aparece en la semblanza: si como un elogio sincero, quizá en respuesta a la famosa fiesta de Espina en la que se cantaba a Lauso, quizá de forma irónica tachando a nuestro virtuoso de arrogante. Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que, como uno de los elementos más preciados de su colección y que más interés podía haber suscitado en sus invitados, la famosa silla de Espina fue regalada póstumamente al rey como donativo unos meses después, por cierto, de que la novela de Vélez fuera impresa. Estas últimas menciones, aunque breves, nos dan una imagen fascinante de quien fuera uno de los coleccionistas más apreciados e interesantes de su tiempo, un coleccionista que consiguió como pocos el estatus de figura mítica en vida. Constituyen las últimas pinceladas de un lienzo que cubrió más de quince años en completarse, o acaso tan solo en adquirir perfiles definidos. Si la creación de Espina se benefició de sus versiones literarias, también sufrió su propia caída al ser víctima de la sobreabundancia, es decir, de una acumulación poco beneficiosa que lo acabó convirtiendo en caricatura. *** En su monumental estudio The Emergence of a Scientific Culture. Science and the Shaping of Modernity, 1250-1685, Steven Gaukroger ha escrito: The ‘Scientific Revolution’ of the early-modern West breaks with the boom / bust pattern of all other scientific cultures, and what emerges in the uninterrupted and cumulative growth that constitutes the general rule for scientific development in the West since that time. The traditional balance of interests is replaced by a dominance of scientific concerns, while science itself experiences a rate of growth that is pathological by the standards of earlier cultures but is ultimately legitimized by the cognitive standing that it takes on.61

59. Vélez de Guevara, op. cit., pp. 75-76. 60. Op. cit., p. 387. 61. Op. cit., p. 18; cursivas mías.

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Es esta existencia de preocupaciones en torno a lo novedoso, más que la presencia de una revolución científica per se, lo que me ha interesado subrayar en estas páginas a través de uno de sus más interesantes paradigmas. Si ciertas instituciones del momento, como las universidades de Valencia y Sevilla o la misma Academia de Matemáticas, demostraron que existía una línea seria de investigación, la emergencia de coleccionistas privados que disfrutaban de conexiones con un monarca muy interesado en estas actividades nos habla también de una exploración intelectual de suma relevancia. En esta edad de curiosidad y curiosidades, Juan de Espina encarnó para algunos la figura del heterodoxo,62 fue representado en la historia literaria como un personaje excéntrico y, sin embargo, su casa estaba emplazada en el mismo centro de la actividad científica del periodo. Espina fue, en cualquier caso, una figura axial para el fenómeno que aquí nos ocupa, situada en la encrucijada de la literatura, el arte, la música y la arquitectura, con un interés vivo en materias tan dispares como la botánica, el teatro o la zoología. Sin embargo, en condición de “vecino invisible”, se le asignaron tantas narrativas, tanta leyenda en torno a sus muchas posesiones y hábitos curiosos, que al final su figura acabó reducida a un retrato simplista y esquemático; en un nombre, cabría decir, hecho adjetivo. Sus objetos descansaban lejos del ojo público, y en cambio muchos de ellos fueron inmortalizados más allá de toda barrera física y temporal, como atestiguan las dos comedias de magia de José de Cañizares. Esto último no nos debería sorprender: al dotar su casa con toda la tramoya necesaria, Espina consiguió con éxito construir su propio tablado, equipándolo con muchas de las novedades traídas al Madrid de Felipe IV por los ingenieros y coreógrafos Guilio Cesare Fontana (1622), Cosimo Lotti y Pietro Gandolfi (1626) y Baccio del Bianco (1651). Se erigió así como hombre de teatro y de magia, un multiinstrumentalista cuyos intereses —y así también ocurrió, como comentaré más adelante, con Galileo63— situaron el reto científico en zonas de contacto con las artes visuales. Si bien no fue el único en sentirse fascinado por la magia y el secreto —piénsese, por ejemplo, en el ya citado Juan Eusebio Nieremberg y su Curiosa filosofía y tesoro de las maravillas de la naturaleza (1630)—, Espina resulta digno de mención por un doble motivo: por un lado, continuó en Madrid la rica tradi62. La acuñación es de Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Madrid: V. Suárez, 1911-1932, 2a ed. 63. Ver, a este respecto, Mark Peterson, Galileo’s Muse. Renaissance Mathematics and the Arts. Cambridge, MA: Harvard University Press, 2011, en donde se explora su faceta humanista a través de autores como Dante y de disciplinas como la música y las matemáticas.

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ción de coleccionistas en la Sevilla del xvi con figuras como Nicolás Monardes (1508-1588), Gonzalo Argote de Molina (1548-1596) o Jerónimo de Chaves (1523-1574), famosos por sus gabinetes de naturalia y artificialia de sabor predominantemente transatlántico; y, por otro, dinamizó una importante genealogía de savants coetáneos y posteriores como el aragonés Vincencio Juan de Lastanosa (1607-1682), famoso por su gabinete de curiosidades, su laboratorio, el jardín de su palacio y los mapas, libros y manuscritos de su biblioteca.64 Después de todo, los virtuosos creían, como nos recuerda Eamon, que esta apertura a la novedad y lo raro “was the starting point of scientific inquiry”.65 La figura de Espina, por lo tanto, nos ayuda a comprender un poco mejor cómo se diseminó y recibió al científico en la España del siglo xvii —o, al menos, una de las varias imágenes existentes del científico—. Su creación y canonización corre pareja con la del virtuoso en un proceso muy detallado que comprende varias décadas de experimentación en el terreno de las letras. Creo, por consiguiente, que un análisis de su reputación en la corte del cuarto Felipe exige una reflexión sobre la fortuna de la filosofía natural en la Península, en un momento histórico en el que la emergencia de la ciencia moderna y el de un marco adecuado para su desarrollo fueron dos fenómenos no siempre unidos.66 Esta desunión se manifiesta por el extremo cuidado con el que los ingenios de su momento escribieron sobre sus logros tanto como sobre la sospecha que se cernió sobre su persona tras las acusaciones de nigromancia. En el centro de este equilibrio encontramos lo más importante, el objeto en sí, y un objeto en particular como el telescopio en su silla giratoria, estandarte de la ciencia moderna que evolucionaba con más velocidad que los debates en torno a lo nuevo. Como bien ha señalado Kirsten Kramer, [E]l empleo de estos aparatos técnicos se integra en Della Porta como en Kircher al contexto de la investigación experimental de formas de percepción visual, en las cuales la atención del espectador se dirige menos a las imágenes y a los mismos objetos presentados que a las operaciones y procedimientos en los que se basa su formación, de modo que la materialidad de los medios ópticos y

64. Sobre la figura de Lastanosa, ver, por ejemplo, Mar Rey Bueno y Miguel López Pérez, eds., The Gentleman, the Virtuoso, the Inquirer: Vincencio Juan de Lastanosa and the Art of Collecting in Early Modern Spain. Cambridge: Cambridge Scholars Publishing, 2008; sobre Lastanosa, y sobre coleccionistas en general, escribe también Del Río Parra, op. cit., pp. 32-33. 65. Op. cit., p. 316. 66. Esta circunstancia se analiza en Gaukroger, op. cit., cap. 1, y en particular en la nota 40, que provee abundante bibliografía.

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la manipulabilidad técnica de la generación de imágenes llegan a ocupar el primer plano de la experiencia visual.67

Y de visual se caracteriza la experiencia propuesta por este particular coleccionista. Por ello, no es arriesgado afirmar que la ‘caída’ final de Juan de Espina nos ayuda a ver este Wunderkammer barroco en su diálogo con el Parnaso literario del momento; y si sus objetos nos hablan de una empresa seria y sostenida, también nos ayudan a ver nuevas facetas del complejo desarrollo de la ciencia en España.

67. Op. cit., p. 74.

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El espacio refractado de la urbe Si algo hemos podido comprobar en los testimonios analizados hasta ahora, es cómo la sombra de Galileo se proyecta una y otra vez en las letras españolas sin ser aludida explícitamente, a veces desde lo concreto de objetos como su telescopio, a veces desde la mitificación que rodea a su persona. La tarea del lector de su siglo tanto como del nuestro consiste, en cierta manera, en saber leer entre líneas para sentir esta presencia en textos de la más diversa índole, para poder así entrar en materia. Esta materia de estudio tan atractiva, vamos viendo también, suele tener siempre a una ciudad como centro de operaciones, y los escenarios en los que transcurren muchas de las tramas más importantes del siglo son, en un género como la sátira, relativamente similares. El espacio urbano, como he señalado ya en estudios previos,1 ejerce la función doble de ser tema literario y catalizador de la ficción hecha crítica, escenario en continua transformación que se registra y que inspira al mismo tiempo; o, por ser fieles a la imaginería dominante de este estudio, filtro de cristal que transforma la realidad en ficción, refractando el día a día. La ciudad transforma así la experiencia percibida en otra experiencia nueva; su cartografía no cancela en la ficción áurea la vivencia barroca, sino que la refracta en una experiencia 1. Véase, fundamentalmente, mi ya citado Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2004.

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nueva, con un punto de partida diferente que genera un ángulo nuevo y un desarrollo, por lo tanto, distinto sin ser completamente ajeno. Esta nueva escritura refractada propone una realidad hecha de materiales reconocibles pero extraños a través de una serie de herramientas heredadas. La delimitación de espacios alegóricos o simbólicos en los que la hipérbole, la animalización o la carnavalización de la realidad circundante redefinen el ámbito citadino que se retrata, genera un compacto pero al mismo tiempo caleidoscópico repertorio de situaciones. El desarrollo de géneros y subgéneros como la picaresca, la novela corta, los primeros manuales científico-técnicos, el arbitrio y la prosa de reforma, los espejos de príncipes que tanto éxito tuvieron en el siglo anterior, las piezas de naturaleza miscelánea como la ya citada Plaza universal de Suárez de Figueroa o incluso de ciertas formas de teatro cómico, así como la influencia de autores clásicos recuperados en estas piezas, proveen los materiales necesarios —lenguaje, situaciones, personajes, tono…— para los diferentes tipos de sátira que predominarán en las décadas del segundo tercio del xvii. Gracias a este acto de situar a los personajes en nuevos ángulos de observación —o lo que el crítico de cine Christian Metz denominara hace ya muchos años regímenes escópicos—, gracias a este emplazamiento del hombre barroco en una posición de privilegio que, según avanza el siglo va enumerando sus miserias, se va gradualmente ampliando el abanico de denuncias en espacios alegóricos bajo los que palpita una realidad cada vez más sórdida y desencantada. El uso del cristal amplía las perspectivas, y la atalaya, en sus diversas variantes, constituye en los textos aquí estudiados la plataforma óptima para enarbolar el comentario social, al tiempo que permite, desde su altura moral y física, que el uso de la lente de larga vista observe horizontes no alcanzados hasta el momento. Si en esta Península Ibérica en la que no todo parece ser ya cerrazón y condena, Madrid había llevado a cabo una digna contribución al desarrollo de la ciencia gracias a la labor de docencia e investigación de su prestigiosa Academia de Matemáticas y su Colegio Imperial, Sevilla, por su parte, había hecho lo propio desde sus cátedras universitarias e instituciones mercantiles, así como desde su activa cultura nobiliaria de celebración y mecenazgo. Estamos ante dos ciudades, como sabemos ya, de un caótico atractivo: las desventuras, malandanzas y atropellos en la Sevilla o en el Madrid del cambio de siglo parecen casi sobrepasar en número a sus habitantes; la abundancia ofusca, la demografía anuncia lo efímero tanto como lo opresivo, el ámbito se vuelve contra sí mismo. Ya en la segunda parte de Don Quijote, por ejemplo, se hacía breve mención a ese Madrid imprevisible, violento y casi cómico que nos presentaba la narración atormentada de doña Rodríguez (II, 49) a través de los trágicos episodios familia-

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res que la condenaban a la soledad y al abandono, aislada en el castillo de los Duques y separada del mundo por sus propios anteojos, con los que sin embargo conseguía darnos un diagnóstico muy certero de esa Duquesa enferma en ese espacio enfermo que era su castillo. Cervantes, que ya se había deleitado en una Sevilla inmisericorde con sus marginados Rinconete, Cortadillo, la Escalanta y la Gananciosa, rescataba una estrechísima calle Santiago y a la “gente baldía” de la Puerta de Guadalajara, a ese lumpen ocioso que más tarde cultivaría con cruel detalle la literatura de costumbres o la ficción teatral del parnaso literario del setecientos. No sorprende, por tanto, que el entorno urbano se viva con ojos voraces en un proceso continuado de placer, de estupor y de sorpresa; para el extranjero, el ruido se ve tanto como el humo; o como el tacto de los tejidos, que igualmente puede entrar por la mirada, o como el poder gustativo de los manjares exóticos y desconocidos, que también penetra por la vista. La ciudad deviene teatro y fachada imponente, saturación visual que cultiva también un inframundo de secretos, de respuestas precarias y de todo un catálogo visual de usos furtivos.2 De nuevo, Fernando R. de la Flor: La mirada barroca, sobre la que o bien rebota, o bien se deforma la realidad del mundo, lo que representa es la capacidad de alterar, difractar, borrar lo natural, poniendo así un velo, una nota enigmática y artificiosa en las anteriores pretensiones ingenuistas de una pura mimesis y una correspondencia directa y simpatética entre el ojo y su objeto.3

La literatura “visual” de la ciudad barroca es, desde esta nota enigmática, un fenómeno aparte en donde lo visible se manifiesta en sus edificios rehechos, levantados en toda su majestuosidad y peligro, en toda su belleza, opresión y brillo; en la oscuridad de los garitos, en lo vertical de las torres con sus filigranas, construyendo esta nueva cartografía urbana que permite ver mucho y no ver nada. La vista incumbe también al sincretismo de lo natural y lo cultural, de la persona y el medio, en dos derivaciones importantes: el movimiento de gentes —de afuera a adentro o viceversa, o acaso ya irremediablemente dentro de la ciudad— y la perspectiva, el 2. Ver, por ejemplo, Eduardo Alaminos López, “Espacio público: Madrid Villa y Corte”. Calderón y la España del Barroco (Catálogo de la Sala de Exposiciones de la Biblioteca Nacional, 16 de junio-15 de agosto de 2000). Madrid: Sociedad Estatal “España Nuevo Milenio”, 2000, pp. 93-107; María F. Carbajo Isla, La población de la Villa de Madrid desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XIX. México: Siglo XXI, 1987. 3. “El Quijote espectral. Desarreglos visuales y óptica anamórfica a comienzos del Seiscientos en el ámbito hispano”. Topos y tropos 6 (2005), en línea .

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ver sin ser visto, el no ver nada mientras se es observado, la distorsión o la ceguera. El cuerpo humano se mueve aquí en su economía de escondidos y tapadas, creando su propia poética y negocio, su incipiente voyeurismo. Y la saturación conduce también a un fenómeno que resulta absolutamente nuevo: la anonimia. La creación literaria tiene aquí una función doble porque documenta esta cualidad visual de lo urbano al tiempo que ilumina de formas sorprendentes. Iluminar entraña también una ocultación porque el foco, en su escritura, no es ilimitado. El urbanita está escondido en lo furtivo y lo prohibido, o en lo nuevo y no codificado aún; el ocio, asunto primordial en estas piezas de temática urbana, se articula como actividad original, no normativa, y como desviación en crímenes, trampas o usos personales del espacio que no se han asimilado aún. Una estampa como la titulada Cuatro figuras en un escalón captura una interesante escena sevillana en la cual una familia sentada en el zaguán de su casa observa algo puntual que ocurre en el exterior; no solo llama la atención el niño desharrapado que enseña su cuerpo, de manera un tanto quevedesca, a través del pantalón raído, sino también la de su madre, que le despioja con la ayuda de unos anteojos, haciéndonos ver así lo imbricados que estaban en la vida cotidiana de las clases medias de mediados de siglo.

Fig. 13. Bartolomé Murillo, Cuatro figuras en un escalón (1655).

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El uso, abuso y mal uso de objetos, fundamental en estas conductas, opera como símbolo y como signo y, a diferencia de la narrativa, en el teatro lo material se satura de funciones, se convierte en ejemplar a su manera: tablones, polvos, disfraces que se ponen a los ojos del público para darle a conocer rentabilidades inusitadas, novedosas posibilidades dramáticas. ¿En qué medida, entonces, el lenguaje ilumina lo escondido para luego esconderlo de nuevo? ¿Cómo se interpone el texto al paisaje urbano, cómo actúa de filtro, cómo se perciben los contornos, la silueta de lo ocultado? La realidad se transforma en fantasías que permiten al lector huir de los espacios realistas de la picaresca o de los hermosamente estilizados de la novela cortesana para entrar en la máscara y el juego de lo alegórico y lo onírico. Quiero, sin embargo, alejarme momentáneamente de esta faceta ya ampliamente estudiada para descender a la expresión más populachera y apicarada —cuando no marginal— de estos centros metropolitanos en continua transformación. En las piezas aquí analizadas comienza a insinuarse lo que Fernando R. de la Flor ha denominado la construcción de una verdadera historia del “ojo productor”, instrumento lábil que desestabiliza lo real, introduciendo en su relación con el exterior (considerada primitivamente como “directa”) la temible duda; tal vez el desconcierto, también, en todo caso, la inseguridad ontológica, estableciendo, al contrario, el estatuto fantasmal de los entes.4

Desde esta fantasmagoría arranco entonces en Sevilla, y lo hago, todavía durante la vida de Galileo, desde la obra de un ingenio que todavía es hoy un semidesconocido del canon áureo, el sevillano Rodrigo Fernández de Ribera. Con su novela Anteojos de mejor vista inicio el rico y estimulante panorama que nos brinda una de las vetas temáticas más atractivas de la sátira barroca.

Atalayas, visiones, horizontes Nacido en 1579 y muerto en 1631, Rodrigo Fernández de Ribera es un escritor de registros varios, muy al tanto de los vaivenes del mundo de las letras, y ampliamente conocido y apreciado por algunos de sus coetáneos. Lope de Vega, por ejemplo, le homenajea en la Silva segunda de su Laurel de Apolo deseando que

4. Op. cit., 2005.

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Traslade la deidad que reina en Delos, aunque con justos celos, Rodrigo de Ribera, a tu florida margen la verde ninfa, que ofrecida tiene a tu digna frente; que más difícilmente se alcanzará el laurel que te corona de ti, que de la cumbre de Helicona, cuando ingenio moral llegar presuma al palio ilustre de tu docta pluma, quedando para ser del sol esfera más alta que su monte la ribera.5

Pero esta laudatio no refleja ni mucho menos el interés por la obra de nuestro escritor satírico, cuya estatura no ha llegado nunca a la de autores de piezas con un tono y objetivos muy semejantes a las suyas, como fueron sus coetáneos Francisco de Quevedo y Luis Vélez de Guevara. Poco se sabía de su persona, de hecho, hasta la recuperación del erudito sevillano Joaquín Hazañas de la Rúa hace ya más de un siglo, y poco se ha hecho desde entonces.6 Aficionado a la poesía religiosa y al panegírico culterano, Fernández de Ribera practicó también la sátira en Epitalamio a las bodas de una viejísima viuda dotada de cien escudos y un beodo soldadísimo de Flandes, calvo de nacimiento (1625) al igual que en su conocida El mesón del mundo, en donde pasaba revista a una gran cantidad de tipos sociales del momento; un mesón que se iba a convertir, por cierto, en uno de los escenarios favoritos de la sátira del seiscientos hasta la narrativa satírico-costumbrista de Francisco Santos.7 Se cree, como subraya Richard F. Glenn, que Anteojos de mejor vista nunca habría llegado a ver la luz si no hubiera sido por los propios amigos del autor, que le animaron a publicarla.8 Más allá de las intenciones de 5. Lope de Vega. Laurel de Apolo. Antonio Carreño, ed. Madrid: Cátedra, 2007, p. 213, vv. 480-491. 6. Ver su Biografía del poeta sevillano Rodrigo Fernández de Ribera, y juicio de sus principales obras. Sevilla: Torres y Daza, 1889. Cito por la edición Los anteojos de mejor vista. El mesón del mundo. Víctor Infantes de Miguel, ed. Madrid: Legasa, 1979. Existe una tesis doctoral sobre su figura a cargo de Robert Warren Haney, The Prose Satires of Rodrigo Fernández de Ribera. University of Kentucky, 1982. 7. Existe una edición moderna de El mesón del mundo a cargo de Edward Nagy (New York: Las Américas Publishing Company, 1963), en donde se seleccionan algunos de sus más distintivos pasajes. Piezas como La Tarasca de parto en el Mesón del infierno de Francisco Santos dan cuenta de la popularidad de este escenario alegórico en la sátira y la novela costumbrista del xvii. 8. Richard F. Glenn, “The Optics of Illusion: Considerations on Fernández de Ribera’s Los anteojos de mejor vista”. Studies in Honor of Everett W. Hesse. Wi-

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Fernández de Ribera y de sus lectores, lo cierto es que nos encontramos ante un opúsculo de enorme atractivo tanto por los temas que se exploran como por la vivacidad y chispa del lenguaje con el que se lleva a cabo esta exploración —un lenguaje que contiene, para sus conocedores, elementos tanto culteranos como conceptistas—. La pieza se inicia, como muchas de las sátiras del momento, con un viaje que, a la larga, resulta ser de primordial importancia no ya solo desde un punto de vista estructural, sino también temático. Bajo el seudónimo de Miser Pierres,9 el autor narra la vuelta a su añorada Sevilla tras un accidentado viaje a Mallorca. Las escenas iniciales, condimentadas con tintes escatológicos en donde no escasea la crueldad más cómica, remiten de inmediato a determinados pasajes de El Buscón y de otras novelas picarescas coetáneas como La hija de Celestina de Salas Barbadillo o la cervantina Rinconete y Cortadillo, que acaso pudieron servir de modelo al novelista sevillano: caídas, suciedad, presencia de ahorcados a las puertas de la metrópoli y otros elementos del género avanzan el lado más oscuro, brutal y primitivo de la que por entonces era la urbe más fascinante de la Península, sentando ya el tono de lo que se avecinará en las páginas siguientes. Como cura o remedio a tanta miseria circundante, Pierres decide hacer parada en la Catedral, que le sirve de centro de noticia tanto como de refugio espiritual. Lo primero, sin embargo, pronto desplaza a lo segundo: allí entabla conversación con un cultobravo, un compuesto cuyo aspecto físico recuerda, en su descripción, al Dómine Cabra quevedesco: Reducíase toda su cara a un pico de nariz, asomado por dos cortinas de cabello castaño oscuro a uno que debía ser rostro, abrigado en un pabellón de cerdas, entre una valona opilada —que ya no hay celos, ni se usan aun en esto— y un anteojo de caballo en que traía encajada la testa, o un morteruelo de fieltro que le recogía el meollo, y aún debía sobrarle mucho sombrero […] Lo que después vine a entender de este compuesto fue que el tal señor era un mixto de culto y bravo, no de lo desgarrado y vulgar, sino de lo circunspecto y respetable...10

Si bien se nos habla de un personaje respetable, el lector pronto percibe que nos encontramos ante un conversador pedante, a medio camino entre el philosophus gloriousus y el miles gloriosus que abarrotaba con sus lliam C. McCrary y José A. Madrigal, eds. Lincoln, NE: Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1981, pp. 123-133. Más información sobre la historia de este texto queda recogida en las páginas iniciales del artículo. 9. El nombre tiene larga tradición, como indica Jean-Pierre Étienvre en su clásico Márgenes literarios del juego. London: Tamesis, 1990, p. 47, nota 53. 10. Op. cit., p. 35-36.

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narraciones fantasiosas las escalinatas y plazoletas de las ciudades españolas en búsqueda de favores nobiliarios o de simple misericordia. Los compases iniciales de la conversación, de hecho, se acercan al estilo propio del cotilleo local que tan común era en las gradas de las iglesias entre los desocupados del lugar, esos ‘avisos’ y ‘peligros’ de las letras del momento. A lo absurdo y ligero de sus contenidos —que Fernández de Ribera decora con numerosos artificios lingüísticos muy típicos del género— se añade una nota ambiciosa y grandilocuente más propia del arbitrista o estadista: “Deslióse de gacetas, no sin sus pecados de estadista, que, a ir purgados de cólera, fueran tan dispares como con ella”.11 Pero este culto resulta extraordinariamente rígido en sus ideas, incapaz de abrirse al juicio ajeno, y la relación pronto queda necesitada de un escape narrado en un tono que no descarta la ambigüedad en lo sexual: “Advertí que se cerraba en su parecer como gusano de seda, para morir en él, y no le contradije para que no se encerrara o cerrara conmigo”.12 Lo que más molesta de su persona a Miser Pierres es, sin embargo, la erudición mal entendida, acumulada en un depósito infértil sin rédito intelectual alguno. A través de esta falsa erudición, Fernández de Ribera parodia y critica este resorte que para entonces había quedado ya en caricatura de sí mismo: el latinajo, la cita gratuita, la petulancia que no logra camuflar una lamentable estrechez de miras. Incapaz de aceptar el lado más lúdico de la conversación y del lenguaje, el culto pedante se convierte entonces en el objeto mismo de este juego, quedando pronto relegado a mera comparsa del verdadero motor narrativo de la obra. La parte más interesante de la novela se inicia, entonces, cuando Miser Pierres y su acompañante suben a lo más alto de la Giralda. Allí se encuentran con el tercer y último personaje de la sátira, Maestro Desengaño, tan estrafalario como el odioso culterano que les acompaña. Nuevamente, el énfasis en la materia y en la calidad de la ropa, como había ocurrido con la descripción anterior, apunta a la necesidad de rescatar tan solo la voz y no el cuerpo, la palabra y no la sustancia que la pronuncia. Todo deriva así en un gran artificio barroco que pone en duda la veracidad de lo contado y ridiculiza la solemnidad de quien lo narra. Tanto el “cultivalente”, como ahora el propio Desengaño —y, en cierta manera, el propio Pierres, del que apenas sabemos nada— son oráculos sin cuerpo, voces sin contexto; 11. Op. cit., p. 37; cursivas mías. 12. No volveré aquí sobre la presencia del llamado ‘pecado nefando’ en la sátira del xvii, tan del gusto de escritores como Quevedo; remito, de entre los estudios dedicados al tema en fechas recientes, a Adrienne Laskier Martin, An Erotic Philology of Golden Age Spain. Nashville, TN: Vanderbilt University Press, 2008, y su sugerente capítulo sobre el asunto (“Homosexuality and Satire”), pp. 43-78.

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Maestro Desengaño, en concreto, es definido como una máquina cuyos ecos retumban desde los confines de la ropa y el pelo sucio que lo enmaraña todo.13 La primera parte de la cita, de nuevo, es trasunto claro del famoso “clérigo cerbatana” quevedesco: Tenía a lo melindroso con los dos dedos apuntalados unos anteojos que traía a la jineta sobre una alcayata de nariz, que tenía clavada en uno como rostro; que apenas se la vi, cuando me pareció esmeril en cureña trastornada, y creía que había disparado en mi pedagogo, pues le había hecho callar […] Tenía mil vislumbres de trasgo; era todo una sotanilla forrada en un alambique de huesos y hecha de la quintaesencia de la bayeta; y no debía ser luto, así porque todo el pelo del vestido lo había gastado en las barbas de su dueño, cuanto porque ella se estaba riendo toda; si bien esto no es cosa nueva en los lutos más recientes. Brujuleábanle por las goteras dos estacas muy largas que lo sostenían, metidas en dos chalupas de baqueta, que debían ser las piernas y los pies sin duda. Un semi-manteo de la misma especie estaba encargado de cubrir toda esta máquina, aunque no de vergüenza, porque en mi vida vi cosa más raída; pero él hacía mucho en encargarse de tanto. Tenía la barba y la cabeza mosqueada de canas, bien empleadas por cierto.

Maestro Desengaño se halla oteando el horizonte con sus anteojos morales, viendo un panorama completamente diferente al que había visto antes sin ellos. A partir de la denuncia a sus dos nuevos compañeros de atalaya de que “Vuestras Mercedes no ven, y están ciegos”, los dos incrédulos deciden “examinarse de ciego”.14 La sátira de Fernández de Ribera combina un ataque frontal contra ciertos tipos que eran comúnmente despreciados en la época con la denuncia de lacras como la vanidad y la hipocresía. No sorprende entonces ver a Maestro Desengaño compartiendo las gafas mágicas con su nuevo amigo: “verá las cosas en el mismo ser que son, sin que el engaño común le turbe la luz de la vista más importante”.15 Así, por el “crisol político” del lector aleccionado circularán el puerto, el Arenal, el Compás, los Tagaretes, Triana, Barrios de Feria y San Román, 13. Esta ausencia de elaboración en los personajes se acusa también en otras piezas típicas del género, como veremos a continuación con el caso de Antonio Enríquez Gómez, de quien Matthew D. Warshawsky ha escrito que “This description helps account for the general absence of character development in Enríquez Gómez’s three dream texts and also in ‘The Marquis of the Bottle.’ In these works, little is known about the speakers themselves; more important is the content of their message”. Longing for Justice: The New Christian Desengaño and Diaspora Identities of Antonio Enríquez Gómez. Tesis Doctoral, Department of Spanish and Portuguese, Ohio State University, 2002, p. 68. 14. Op. cit., p. 46 para ambas alusiones; cursivas mías. 15. Op. cit., p. 47; cursivas mías.

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así como toda una serie de arquetipos que son ahora diseccionados de forma inmisericorde: donde antes había médicos, ahora se ven verdugos; donde antes había escribanos, ahora se ven buitres; donde antes había ministros de justicia, ahora se ven rapaces. Las gallinas sustituyen a los valentones, los bueyes a los maridos por cornudos, los caballos a los caballeros, los cabezudos de cartón a los potentados. Los anteojos atisban toda un Arca de Noé invertida navegando por el callejeo hispalense: cerdos, sabandijas, cuervos, águilas, palomas, erizos… Gracias a esta nueva luz Miser Pierres es capaz de disfrutar de una ciudad completamente diferente: todo lo que era antes elogiado se ha transformado ahora en un zoológico de imaginería grotesca, en una nueva Arca de Noé que será escenario de sátiras futuras a cargo de escritores como Antonio Enríquez Gómez y Francisco Santos. Retrato tras retrato, Fernández de Ribera sorprende al lector con figuras monstruosas que recuerdan a las de El Bosco, cuya influencia en escritores españoles había sido notable desde hacía varias décadas.16

Fig. 14. Hyeronimus Bosch (El Bosco), El Jardín de las Delicias (1503-1504).

16. Ver Xavier de Salas, El Bosco en la literatura española. Barcelona: Imprenta J. Sabater, 1943; Margarita Levisi, “Hieronymus Bosch y los Sueños de Francisco de Quevedo”. Filología 9 (1963): 163-200; y James Iffland, Quevedo and the Grotesque. London: Tamesis, 1978, 2 vols., pp. 128-30 (vol. 1) y 43-49 (vol. 2).

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La auténtica Sevilla, vemos ahora a través de estos anteojos iluminadores, no es más que un tablado de miserias que tan solo puede ser visto con un mínimo de perspectiva anamórfica, desde un ángulo nuevo.17 A través del recurso de la alegoría, la lente de Fernández de Ribera actúa de igual forma que el telescopio de Galileo en la medida en que no solo acerca el objeto en la distancia, sino que lo evalúa en su verdadera naturaleza, ofreciendo una nueva y desnuda realidad y destruyendo con ello toda lectura equivocada. Esta distancia permite que la calle y la plaza levanten sospechas en el lector antes de ofrecer sus enseñanzas: donde había visto notarios, procuradores, negociantes y ministros de justicia, Miser Pierres otea ahora buitres, cuervos, milanos, águilas y palomas, “todo barajado” en una masa indistinguible.18 A los “corchetes verdaderos” les llama “diablos fingidos”; lo que antes era un médico en una mula es ahora un verdugo entrando “por una puerta de la ciudad en un jumento de algún ajusticiado”; los toros son ahora maridos cornudos; los murmuradores son un grupo de erizos vagando por las escaleras de una iglesia, aunque “no sabréis si andan atrás o delante, dónde tienen la cabeza o dónde la cola”; los coches no transportan gente, sino basura; en su cacofonía, los “poetas cultos” se han convertido en ganado de cerda o en perros, “rozándose a veces”; la sensualidad es corrupta y sucia como lo es en tantos retablos satíricos del siglo. Siguiendo también a pintores como Holbein o El Bosco, Fernández de Ribera nos presenta asimismo una mezcla abyecta de lo animal y lo humano cuando habla de unos centauros rodeados de podencos que deambulan por la ciudad buscando caza por las calles; y, al igual que los afamados pintores flamencos, se deleita en lo fantástico al dibujar sabandijas saliendo de los lodazales, “que apenas se engendran, cuando ya están crecidos”. La sensación de movimiento en este caldo humano, que resultaba elemento primordial de las sátiras menipeas, lo invade todo, haciendo difícil la tarea de distinción y clasificación; la imagen de putrefacción moral se construye a través de estos gusanos saliendo desde dentro —sea cual sea este dentro—, esparciéndose por el espacio citadino. El escenario, en suma, es infernal y apocalíptico: aparecen “unos montantes de fuego” para los maldicientes, e incluso el propio culto, cuando Miser Pierres le observa con las gafas puestas, resulta ser, en vez de “un hombre de con tanto aparato de palabras”, más bien todo lo contrario: “una gallina de su tamaño, sin que le quedase, de lo que antes era, más que una espada, una daga y unos bigotes de puente de vigüela; y tenía más de gallina otras dos alas en los pies”. 17. Ver, a este respecto, David R. Castillo, op.cit., 2001. 18. Todas las citas del texto que incluyo a continuación provienen de las pp. 48-62.

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Fig. 15. Hyeronimus Bosch (El Bosco), El Jardín de las Delicias (1503-1504) (detalle).

Si las lentes desde la atalaya consiguen despojar a todos los tipos urbanos de su pátina de falsa dignidad, no escasea, tampoco, la crítica de sus costumbres. Así ocurre, por ejemplo, con la que se dedica al popular Candelero de Tinieblas, cuyo peso —“dos mil y setecientos y treinta y seis quintales, doscientas arrobas y diez libras de bronce tiene”— se exagera hasta lo ridículo; o las dimensiones exacerbadas del famoso Cirio Pascual, para cuyo pabilo se hacía venir una nave con algodón de la India de Portugal. Tampoco se deja de lado la situación político-económica, como cuando, por ejemplo, se lamenta de la visión del puerto y los buques extranjeros con las redes echadas “que no hace esta gente, sino pescar de esta ciudad y de las demás de España … el oro y la plata que llevan a su tierra”, y que tanto recuerda al oro quevedesco de su letrilla satírica “Poderoso caballero es don dinero”: “Nace en las Indias honrado, / donde el mundo le acompaña; / viene a morir en España, / y es en Génova enterrado”. De forma semejante, Fernández de Ribera critica los perniciosos efectos de la casa de juego por el malgasto de dinero y la reinante corrupción. Incluso, añadiría yo, gracias a una imaginería más cercana a Camilo José Cela que

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al auto sacramental, el autor describe con gran maestría a los jugadores como abejas en su panal, observadas por alguaciles convertidos en osos que roban la miel. Abundan, en suma, determinados rasgos de la sátira social y política que bien podrían situarnos en un infierno dantesco donde todos padecen y sufren sin remedio. Este paisaje surrealista suscita una reflexión última sobre el decrépito panorama que rodea a estos urbanitas, paradigma de ignorancia, conformismo y brutalidad. Nadie se salva de la penca inmisericorde de Fernández de Ribera y, si no hay alusiones a mujeres y estudiantes es porque, como se nos indica al principio, se consideran condenados ya de antemano y no merecen mención alguna.19 Los temas de la luz y la visión retornan como hilos conductores de la novela: el hombre vive en completa ceguera y, dado que el mundo está ciego y son los ciegos los que guían, la vista de nada sirve: “Todo este sentido, y aún los demás, están reducidos al tacto: hoy se juzga a ciegas, se cura a ciegas (aunque sanan pocas) y se vive a ciegas”, se nos insiste. Como resultado, nos recuerda Glenn, “[I]n Fernández’s exposé of society voluntary moral blindness and the hypocrisy it engenders is the root of all evil. Greed, adulation, fear, desire, jealousy, pride, and lust are all the motives for self-blinding, and each must be reckoned with as man —purposely ignoring the falseness of his reality— pursues his livelihood”.20 La novela avanza, de hecho, una paulatina aniquilación de los sentidos de la cual tan solo se salva el tacto, que junto al olfato era considerado el más bajo de los cinco.21 Con la facultad de la vista puesta en entredicho, el olfato disminuido por el uso del tabaco — al cual se alude al menos en dos ocasiones de forma peyorativa—, con el gusto comprometido por el poder devastador del “volcán de la lengua” murmuradora o de las “verduleras” que “no sólo hacen ciegos, pero mudos”, el roce de los cuerpos, ya sensual, ya violento, es aquello que en última instancia define a su conjunto, marca de identidad de esta visión urbana tan macabra. Semejante degradación humana en esta jerarquía vertical se consigue desde lo que el crítico Martin Jay identificó en su momento como un “overloading the signs in a painting, producing a bewildering excess of apparent referential of symbolic meaning”.22 Todo, es cierto, re-

19. Op. cit., p. 56. 20. Op. cit., p. 130. 21. Este asunto ha cobrado relevancia en la crítica reciente. Para una aproximación general, remito al estudio clásico de Louise Vinge, The Five Senses: Studies in a Literary Tradition. Lund: Royal Society of Letters at Lund, 1975; más recientemente, ver Constance Classen, Worlds of Sense: Exploring the Senses in History and Across Cultures. London: Routledge, 1993. 22. Jay, op. cit., p. 51.

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sulta saturado, lleno de sentido(s), excesivo, pero diseccionado al detalle gracias a la facultad que ofrece la vista corregida. Por ello, cuando Miser Pierres, ataviado con las lentes, se pregunta dónde se encuentra, Desengaño le responde: “En su juicio”. La ironía yace, evidentemente, en que esta nueva Sevilla no es un escenario imaginario, sino el único y verdadero, la Sevilla auténtica revelada gracias a estos occhiali politici, en donde la vista, como hemos visto, es tanto moral como política. Y aunque esta Babilonia merecería ser la protagonista absoluta de la pieza, Fernández de Ribera nos enseña que el objeto observado no es tan importante como el medio desde el que se observa. La realidad de Sevilla bien podría ser la de cualquier otra urbe, habida cuenta de que lo que se busca es desvelar este teatro en que se representa la comedia o farsa de la vida humana, y el vestuario la tierra, de donde salimos a representar vestidos de hombres: este es el rey, aquel el pastor, el otro el mercader y, así, cada uno su figura; siendo los que miramos unos a otros, y todos ciegos, pues no vemos ni conocemos lo que somos hasta que nos volvemos a desnudar al vestuario de la tierra y al nada que antes, depósito común de estos trajes hasta el día en que se dé cuenta de la acción que a cada uno se entregó.23

El verdadero protagonista de la pieza, entonces, no es ya la ciudad, sino el ojo que la escruta y el medio con que se lleva esta reflexión, a saber, el catalejo que permite otear en la distancia. Los anteojos de mejor vista, como resultado, no es sino la historia de una revelación facilitada por los poderes del cristal, de un cristal que no se inclina al firmamento, sino que nos recuerda que muchos de los retos del hombre barroco yacen a ras del suelo; que el edificio del progreso, si se quiere, debe iniciarse por sus cimientos. Este recurso del cristal, de hecho, es medular a la hora de ofrecer el propósito didáctico: se nos dice que “[B]ien sé que, si se viera a un espejo que yo tengo, no se había de poder encubrir de sí, por ser capaz de verse un hombre todo, dentro y fuera; que, en efecto, los espejos se hicieron para verse y componerse a sí, y los anteojos para ver y conocer a otros”. La idea es sintomática de su momento histórico, sintetizando toda una tradición en la que el cristal había servido de vehículo del conocimiento e introspección, pero lo verdaderamente original es que combina estos dos tipos de fenómeno óptico en una sola frase. La escritura se torna así en compañero de viaje de tan preciosa materia —o la materia del cristal, podríamos decir también, es la que genera el acto de escribir—. Como resultado, el ojo de Fernández de Ribera es el ‘ojo de la mente’, ese ojo que penetra en el verdadero conocer, el que desnuda al prójimo hasta su más 23. Op. cit., p. 61.

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humana esencia. Los anteojos del Maestro Desengaño resultan, entonces, de una novedad radical que se explota al máximo: “Estos antojos los labró la experiencia, el vidrio es de la misma verdad; porque, aunque el de Venecia es muy claro, es demasiado de sutil, y allí, como todos los anteojos son de ambición, turban la vista mucho. Nadie usa de estos, porque todos se guían por los suyos”. El propósito de la novela no es, por tanto, ofrecer un retrato interesado como harían los escritores venecianos, ni una lectura meramente política, ni tampoco una búsqueda ambiciosa —como dice la cita— del universo, sino más bien brindar unas estampas breves con el fin de alcanzar el bien común; un fin, como digo, mucho más cercano y apremiante. No sorprende, de hecho, que en esta disertación sobre el poder de la vista, se deje caer una crítica brutal a los astrólogos: Son más ciegos que todos, porque no sólo ven lo que no ven, pero dicen que ven lo que aún no se ha visto, ni se ha de ver las más veces, dando a entender que hacen parar al sol para tomarle la medida. Y no es mucho que estén tan ciegos los que, aun en las tinieblas, comunican siempre con tanta luz.24

Fernández de Ribera es, entonces, un narrador cauteloso, que escribe aún en un siglo que es todavía joven y observa con suma prudencia los logros en la escena europea. Rechazando a aquellos “que ven lo que aún no se ha visto” y asumiendo aún la idea de un Sol en movimiento, el interés del escritor hispalense se centra en la mejora de lo inmediato, de su entorno, cuyos debates considera mucho más importantes que los que se están dando en torno al firmamento. Su novela es, de hecho, una reflexión sobre el no-ver, sobre la ceguera, pues con la percepción mermada y dependiendo del tacto parece como si sus criaturas no crecieran hacia fuera, sino que regresaran al seno materno. El occhial politico se destina a tareas mucho más modestas, a empresas de mayor evidencia. Y este “ojo político”, versión española de su padrastro veneciano que salva al hombre de su ceguera, es el que da sentido a toda la novela. *** Diferente atalaya moral nos propondrán otros textos relativamente desconocidos, pero no por ello carentes de interés. En El hijo de Málaga, murmurador jurado (1639), firmado por Salvador Jacinto Polo de Medina bajo el seudónimo de Fabio Virgilio Cordato, el autor finge que una estatua le otorga la capacidad de detectar los vicios de aquellos que visitan el 24. Op. cit., p. 62.

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muelle de la ciudad, siguiendo de cerca el recurso temático-ambiental del Parnaso en los capítulos noveno y décimo. Quiero sin embargo contrastar el texto anteriormente comentado con el breve repaso de una pieza que me resulta imposible de omitir en este recorrido urbano, en la medida en que nos ofrece una atalaya un tanto diferente, más simbólica que material —una atalaya with a twist, podríamos decir—, pero no menos fascinante por los contenidos que se elaboran. Cargada de un fuerte resentimiento provocado por el exilio, la visión que nos aporta el converso Antonio Enríquez Gómez en La torre de Babilonia (1649) ofrece material novedoso con respecto a las piezas analizadas hasta el momento, pues el objetivo de su crítica es reflejo directo de una existencia singular en las letras españolas. La bibliografía existente en torno a su figura, de hecho, ha insistido siempre en esta circunstancia, analizando sus orígenes judíos, en sus diatribas contra la Inquisición y en su crítica social y literaria a través de resortes como el sueño alegórico, la academia o el viaje imaginario.25 El sueño y la narración picaresca constituyen, como ya nos recordó Northrop Frye hace varias décadas, los dos resortes fundamentales de lo que él llamó anatomía, o sátira menipea,26 si bien podríamos afinar aún más la naturaleza de su prosa siguiendo la tesis de Matthew D. Warshawsky, quien ha definido su legado como “New Christian protest literature”27 al sugerir, con mucha razón que, it is clear that El siglo pitagórico y vida de don Gregorio Guadaña, La torre de Babilonia, and La Inquisición de Lucifer reflect the adverse conditions in which they were written. A descendant of crypto-Jews persecuted by the Inquisition, Enríquez Gómez saw in letters a means to express the injustice of 25. Ver, por orden cronológico, Constance H. Rose, “Antonio Enríquez Gómez and the Literature of Exile”. Romanische Forschungen 85 (1973): 63-77; Timothy Oelman, “The Religious Views of Antonio Enríquez Gómez: A Profile of a Marrano”. Bulletin of Hispanic Studies 60 (1983): 201-209; Glenn F. Dille, Antonio Enríquez Gómez. Boston: Twayne/G. K. Hall, 1988; Nechama Kramer-Hellinx, Antonio Enríquez Gómez: Literatura y sociedad en El siglo pitagórico y Vida de don Gregorio Guadaña. New York: Peter Lang, 1992, en especial las pp. 1-30, dedicadas a su biografía; Matthew Warshawsky, “A Spanish Converso’s Quest for Justice: The Life and Dream Fiction of Antonio Enríquez Gómez”. Shofar: An Interdisciplinary Journal of Jewish Studies 23. 3 (2005): 1-24; Carlos Vaíllo, “Afinidades selectivas: de La torre de Babilonia de Antonio Enríquez Gómez a la ‘Babilonia común’ de Gracián en El Criticón”. Los conceptos de Gracián. Tercer Coloquio Internacional sobre Baltasar Gracián en ocasión de los 350 años de su muerte (Berlín, 27-29 de noviembre de 2008). Sebastian Neumeister, ed. Berlin: Verlag Walter Frey, 2010, pp. 193-216. 26. Me refiero, claro está, al cuarto ensayo de su clásico Anatomy of Criticism. Four Essays. Princeton: Princeton University Press, 2000 (reed.). 27. Op. cit., p. 46.

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his and his family’s suffering, and resist inequities in general […] the author’s own experience of financial woes at the hands of creditors and irresponsible borrowers may motivate the depiction of money as a caricature of religion.28

Con su mezcla personal de lo maravilloso y lo realista, la fantasía de Enríquez Gómez define textos importantes de mediados de siglo como Inquisición de Lucifer y visita de todos los diablos, El siglo pitagórico y La torre de Babilonia. En la Transmigración 11 de El siglo pitagórico, dedicada a un arbitrista, se nos cuenta, por ejemplo, que “[E]l primer arbitrio que le dio fue estancar el sol; asegundó con otro y puso un nuevo derecho sobre la Luna”. Y en torno al recurso del sueño, por ejemplo, el autor comenta en su Inquisición de Lucifer que “no hay inquisidor como el sueño, pues hace confesar sin tormento a la lengua las herejías del corazón”. Son recursos, por tanto, que le permiten revelar al lector —y en cierta manera a sí mismo, pues actúan como catarsis personal ante una realidad inmisericorde— el estado de angustia y resentimiento en el que vive nuestro autor, siempre en guardia y siempre informado de la política religiosa que determina el porvenir de su familia. El motivo del sueño permite, de hecho, que Enríquez Gómez logre el objetivo deseado, en la medida en que The Baroque dream also permits distance between the author and the subversive, degraded world of his creation […] The narrators they create feign impartiality, when in fact they are the means of criticism and parody. As intermediaries between the authors and their degraded characters, these narrators also assure that a distance remains between the two. Another example of distance is a geographical one: the dream works create settings whose absurdities and stock characters caricature elements of actual societies.29

Nos encontramos, en cualquier caso, ante un paradigma extraordinariamente curioso de la literatura en castellano, pues es al mismo tiempo un escritor vivísimo en su experiencia diaria gracias a una voz muy personal que palpita más allá de la cortapisa, pero es también una suerte de “muerto en vida” desde la creación de los velos que ocultan su existencia. Antonio Enríquez Gómez sale de España en 1636, y gran parte de su producción literaria se da en su exilio francés, primero en Burdeos y luego en la efervescente ciudad de Rouen. Los críticos han destacado el rompecabezas que supone la firma de Antonio de Zárate en algunas de sus piezas —piezas que, para algunos, no son suyas— o el famoso y trágico episodio a su vuelta a Sevilla en que nuestro autor, viviendo bajo falsa identidad, 28. Op. cit., pp. 25 y 203. 29. Warshawsky, op. cit., 2002, p. 68.

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presencia la quema de una efigie suya, su propio auto de fe in absentia. Por ello, la preocupación por la vida y la muerte, el recurso de una escritura que busca superar esta dialéctica ante una situación que le obliga a obliterarse y reinventarse de continuo, es una de las constantes de su obra: “los sueños, tal vez, son obras vivas, y las del día obras muertas”, escribe en el segundo sueño de su Inquisición de Lucifer.30 Y si las obras del día a día de un marrano amenazado y lleno de resentimiento nos han llegado de forma difusa, su obra escrita es obra mayor, urgente, tan viva hoy como lo fue en su tiempo, rebosante aún de actualidad y relevancia. Los paisajes de Enríquez Gómez son casi siempre maravillosos, deliberadamente confusos y ambiguos, y con ello su voz se beneficia de esta duda, de este intersticio en el que sitúa a sus lectores: inocente y culpable, magnánimo e inmisericorde, contento y resentido, amenazante y pusilánime. Víctima y verdugo, su escritura es al mismo tiempo arma de combate y de defensa, su actitud ante la Inquisición es de ataque y de denuncia, sofisticada crítica social y sincero testimonio humano. En la España de sus novelas el tribunal de la Inquisición campea a sus anchas, contrastándose a menudo con Sión en su personal dialéctica de cristianismo-judaísmo; el “Nemrot” (Nimrod, Nembrot) que asoma la cabeza una y otra vez como constructor de la famosa torre, el tirano que roba y abusa, es el fantasma y la encarnación de todo el aparato represivo que se denuncia. Con magistral sorna nos dice Enríquez Gómez que “la Inquisición es una farándula a lo divino; empieza en burlas y acaba en tragedias”.31 Este sentido de espectáculo, esta apetencia por el rendimiento visual de un cuerpo que se somete a la ley y se tortura no importa cuál sea la edad o sexo de la víctima —en su narrativa hay jóvenes hermosas sometidas al hierro inquisitorial— es una forma de teatralidad deplorable pero necesaria, un arma que tiene efecto como herramienta legal pero también como un recurso narrativo que nuestro escritor aprovecha al máximo. La Inquisición la componen las águilas de los inquisidores, los gavilanes de los fiscales, los cuervos de los comisarios, los gerifaltes de los familiares, los lobos de los testigos, los milanos de los notarios, las cigüeñas de los malsines, los avestruces de los receptores, los alanos de los alcaides, los basiliscos de los calificadores, las lechuzas de los secretarios y las víboras de los verdugos.

Y el narrador, tras aludir a esta retahíla de personajes animalizados ya vistos en Fernández de Ribera, se pregunta: “si a este pavón lleno de 30. Cito por la edición de Constance H. Rose y Maxime P. A. M. Kerkhof. Amsterdam/Atlanta: Rodopi, 1992, pp. 18 y 48 respectivamente. 31. Op. cit., p. 79.

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pluma acomete tanta ave de rapiña, ¿cómo le ha de quedar pluma a esta ave?”.32 Al abordar esta pregunta subrayando la disemia del término “pluma”, cabría preguntarse si no es el propio Enríquez Gómez el que se retrata en toda su desprotección, en su desnudez ante el yugo de la censura, des-plumado. Leer a Enríquez Gómez es leer un pequeño archivo inquisitorial, en la medida en que su prosa funciona como ficción tanto como fuente histórica. En este sentido, su pieza La torre de Babilonia resulta ser uno de los testimonios más fértiles al acercarnos al controvertido fenómeno de las lentes de mejor vista.33 Si el paisaje inventado tiene mucho de personal y único, también es cierto que recoge una muy generosa dosis de erudición. Esta Torre de Babilonia, sacada de los capítulos octavo a undécimo del Génesis —lo cuales, como sabemos, describen desde el final del diluvio hasta la Torre de Babel— inspira también el famoso auto sacramental homónimo de Calderón. Las alusiones en torno a esta institución, de hecho, son frecuentes a lo largo de su obra: así, por ejemplo, en el prólogo no paginado de su Sansón Nazareno (Rouen: Maurry, 1656), confiesa que “[S]i entro en La torre de Babilonia es para sacar documentos de confusión”.34 En la “Segunda Academia” de su Academias Morales de las Musas, incluye su “Canción a la ruina de un Imperio” (pp. 148-52), en la que, sin embargo, Babilonia representa las ruinas de un tiempo mejor. La Torre de Babilonia se nos presenta, por tanto, como un sueño alegórico dividido en vulcos, aludiendo de forma cómica a los vuelcos que uno da en la cama durante una pesadilla y que suponen un cambio en el hilo de lo soñado. Y lo cierto es que se trata de una auténtica visión de pesadilla —como lo había sido, insisto, la de Fernández de Ribera—, que se inicia cuando el narrador se encuentra una noche como dueño de un lujoso palacio y casado con una hermosa dama. Glann F. Dille define este texto como un “converso’s dream of utopia”,35 en la visión de un pasado plácido, de un fluir ininterrumpido que ahora se quiebra con la dispersión familiar —parte de la familia queda en España cuando sale nuestro autor— y la necesidad del exilio. Por ello esta Babilonia no solo alude a un desorden existencial, a una cacofonía de lo nuevo, sino también a un reto lingüístico continuo: 32. Op. cit., p. 85. 33. Cito por la edición de Teresa de Santos Borreguero. Madrid: Universidad Autónoma, 1989. Agradezco a Barbara Álvarez, bibliotecaria de la Harlan Hatcher Graduate Library de la University of Michigan el haberme conseguido el microfilm de este trabajo. 34. Apud Dille, op. cit., 1988, p. 9. 35. Op. cit., 1988, p. 90.

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the story of the Tower of Babel must have seemed quite immediate to Enríquez Gómez as, with a sensation of confusion and alienation, he entered various foreign cities in his exile years. The incomprehensible chatter of the people involved in the streets would have been disheartening to an author so involved in the artistic nuances of his native language.36

El uso moralmente loable de la vista preside algunas de las consideraciones con las que se abre el texto. En el Prólogo se nos advierte que “[L] ean con cuidado y miren en él, que los que leen con seso tienen ojos, y los que miran sin juicio, antojos”. La crítica a la autoridad representada por el antojo como marca de distinción queda así garantizada, en esta insistencia en ver las cosas como son, ver al hombre por lo que es y no por su posición social. Sabemos del protagonista que se trata de un “peregrino joven” y de un “hombre”,37 cuya trayectoria no tiene una estructura definida, sino más bien un carácter reiterativo; de hecho, el término peregrino, sin embargo, se entiende como errante y no como alguien encaminado a un lugar específico, y con ello el autor da cuenta de su propia existencia siempre hacia un nuevo destierro. La pieza entonces se inicia con una recreación novelada del Génesis, con la expulsión del hombre del Paraíso que da pie a una visión desencantada del presente no muy distinta de la de Quevedo y sus Sueños. En el vulco segundo, nada más llegar a la puerta de la Torre, se descuelga una ninfa de una tramoya y le canta un largo romance que sintetiza la miseria del presente que el yo-héroe verá, desdoblada en el resto de la narración, en sus diferentes viñetas. En el criterio de Enríquez Gómez rige la arbitrariedad en la presentación de individuos, muy lejos ya de piezas como el Criticón gracianesco o el Desengaño del hombre en el Tribunal de la Fortuna y Casa de Descontentos, de Juan Martínez de Cuéllar. Si se aprecia alguna huella visible, esta es la de la ya comentada Plaza universal de todas ciencias y artes de Suárez de Figueroa. Así, a partir del vulco décimo se nos pasea por la feria que supone el conjunto de tiendas que se visita, como la de la Necedad; en el decimotercero, el que el protagonista y su acompañante el Sentido Común, estando en Babilonia, visitan las Clases de las Ciencias —acompañados por el marqués de Villena, con quien ya habían paseado en el vulco anterior tras salir éste de su redoma— asistiendo a las clases de los alquimistas, teólogos, filósofos, políticos, astrólogos, doctores, anatomistas, boticarios, cirujanos y abogados. “La mirada es satírica” —ha escrito Santos Borreguero en su edición a la obra— “y el Marqués es el encargado de, al final de cada una de las clases, sentar las verdades, criticar las exageraciones y ponderar lo po36. Dille, op. cit., 1988, p. 94. 37. Op. cit., pp. 337 y 339 para cada definición.

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sitivo de cada una de las ciencias”.38 Sin ser aludido explícitamente, el recurso de los occhiali politici define la narración de La torre de Babilonia. El autor, como nos recuerda Kramer-Hellinx, no era ajeno al desarrollo de la gaceta literaria en España, y había leído las invectivas de Boccalini.39 Su obra develops a message from two perspectives —personal and universal. There are more than enough statements throughout the work to be certain that the author based the satire on the experiences and circumstances of his own life. At the same time, these experiences have largely been depersonalized and universalized through the use of biblical myth (the Creation, Noah’s Ark, Babel, and Babylon) in order to relate the work to the entire history of man.40

Sin embargo, será el vulco IX el que nos ofrezca la cita que, a mi juicio, define el libro y toda la filosofía subyacente en él, en la medida en que el autor combina la sorna y la más descarnada sinceridad en la elaboración de un juicio de valor en torno a la realidad circundante y su papel en ella que resulta medular: Nunca entendí que fuera Babilonia tan honrada casa como es. ¡Válgate Dios por república y cuál estás! ¿Es posible que la honra haya venido a tan miserable estado que el mentiroso la sustente con su mentira, el malsín con su traición, el mal juez con el cohecho, la mujer con su cuerpo y el hombre con su pecado? No, amigo; estas honras más son deshonras públicas que honores propios. La verdadera honra es la virtud, adorno del espíritu y sol de las acciones humanas. El buen hombre es aquel que mirando el norte de la verdad alcanza el puerto de la salvación. El honor consiste en la pureza de la vida, y la buena vida en la justificación de las obras.41

Y hacia este puerto de salvación se dirige el peregrinaje literario y vital de Enríquez Gómez, orientado a ese norte de la verdad que no se justifica sino con la consecución de las buenas obras. La visión que nos aporta el recinto o la atalaya de la torre merece una mención en esta genealogía de sátiras menipeas en las que el viaje, el sueño y el didactismo explícito forman una constelación hacia la que gravitan textos pasados y futuros. La torre de Babilonia me sirve también para conectar lo dicho hasta ahora con una serie de testimonios coetáneos que ocuparán las próximas pá38. 39. 40. 41.

Op. cit., p. 98. Kramer-Hellinx, op. cit., p. 114. Dille, op. cit., 1988, p. 99. Op. cit., pp. 530-1.

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ginas, testimonios que tienen mucho en común con algunos de los pasajes que he comentado. Vamos a ver, muy pronto, el viaje fabuloso de los protagonistas de El Diablo Cojuelo, que son aquí homenajeados a su manera esa pequeña autobiografía del Marqués, quien levantará los techos de las casas de Madrid para mostrar las miserias de sus habitantes, en este caso las de una cortesana pedigüeña y la de un beato hipócrita. Igualmente curiosa es la imagen del parto con la que, en el vulco XIII, el marqués de la Redoma inicia su relato confesando su deuda personal: Yo, señores míos, después que el milagroso ingenio de don Francisco de Quevedo me dejó en su redoma hecho gigote, salí de ella un martes veinte y uno de Julio, año de mil y seiscientos y cuarenta y siete. ¡Gracias a Dios que me libró de barriga de mujer! ¡Sea bendito el que me libró de zahorí de tripas y explorador de cuajares! Envidiarán muchos mi nacimiento, como si hubiera mucha diferencia de mujer a vidrio […] Soy parto cristalino de una panza veneciana.42

Resulta imposible, una vez más, escapar de la influencia de Venecia y su cristal, que tanto rendimiento metafórico presentan en la sátira de estas décadas. La deuda con Quevedo ha quedado ya fijada para la posteridad, como también se ha hecho con Luis Vélez de Guevara: dos autores, a fin de cuentas, maestros de su quehacer, y ávidos consumidores de vidrios, espejos y anteojos, y en los que me detendré muy pronto. Por el momento quiero cerrar entonces esta sección subrayando una vez más cómo el anteojo abre y cierra la exploración de Enríquez Gómez, un anteojo político que se aleja de los usos disciplinantes de esa Inquisición a la que tanto censura para ofrecer una visión, si se quiere, de tinte converso, en la cual se desgranan las razones por las que debemos identificar la verdadera virtud más allá de los usos que condenan la diferencia. La lente de La torre de Babilonia es, por consiguiente, una lente que es al mismo tiempo similar y diferente, específica y universal, y a través de la cual podemos acercarnos a este espacio refractado que es una urbe y lo son todas, que es una España particular y —por qué no volver a ello— es también la España de siempre.

42. Op. cit., p. 586; cursivas mías.

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VI Exploraciones

La crítica social en el universo de cristal Los retos que estas piezas van proponiendo a la ortodoxia, a esa verdad imperante personificada aquí en Aristóteles y Tolomeo, resultan tremendamente atractivos a la hora de ampliar los horizontes de la ficción barroca, empezando por los temas y ambientes y terminando por el lenguaje. Todo cambia, aunque sea en dosis pequeñas, en esta sátira española del siglo que ve nacer el telescopio. Ya no se trata, entonces, de denunciar la locura, la excentricidad o lo raro; al contrario: esa misma marginalidad —entendida en un sentido positivo y no excluyente— resulta ahora casi normativa en cuanto pone en tela de juicio lo que asumimos como locura y lo que aceptamos como cordura, la de ese genio de ficción que antes que loco fue visionario. La tiniebla del espacio doméstico no iluminado, el studiolum abarrotado de objetos aparentemente inservibles pero que encierran en sí vida propia —lo veremos pronto en el rescate que abre El Diablo Cojuelo, en donde una simple redoma destapa una novela entera— se convierte en un marco idóneo para retratar conductas extremas, excéntricas, en las que, por ejemplo, lo femenino ya no parece tener cabida; el misántropo urbano no participa, a fin de cuentas, de los códigos masculinos de su entorno, sino que crea los suyos propios; unos códigos fuera de cánones de género en los que el honor apenas importa, en los que el decoro apenas se observa, códigos sometidos a conductas, a rutinas, a manías

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personales que —por la misma naturaleza que impone el género de la sátira— participan de forma tangencial pero significativa en esta sociedad cortesana. La invisibilidad de la casa es también la del hombre retirado, no visible, tapado; portador, además, de un conocimiento no normativo, a veces adelantado a su tiempo. Y si la luz se manifiesta en estos espacios cavernosos, nos la imaginamos siempre entrando en diagonal —como lo es también la posición del telescopio y el ángulo de visión que impone esta fisonomía—, rasgando el velo de lo clandestino, dejando siempre su mitad inferior en las tinieblas. Esto, qué duda cabe, tiene su fundamento ekfrástico: las sombras, como nos han enseñado los historiadores del arte barroco, son tan importantes como el lienzo iluminado, pues invitan a la indagación necesaria, al conocimiento verdadero. Y es precisamente este ocultamiento, esta intermitencia de la vista lo que consigue, como nos recordaba Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, que se incremente el deseo. Este deseo por ver lo intermitente, más que lo invisible, será lo que motivan estas páginas, a través del cual el privilegio del ojo para ver lo prohibido en la tierra y en los cielos dibuja la fortuna crítica del occhial politico en sus imbricaciones con la ciencia. Con este fin, algunas debilidades de este ciudadano barroco tan necesitado de escapismo, como fueron la astrología judiciaria, van a ser exploradas en páginas venideras para medir con ellas aquello que las nuevas invenciones técnicas hicieron para el completo disfrute de la vista, de este ojo barroco voraz: de este ojo sin párpado.1 Este eclipse tan fértil de la visión inicia el siguiente recorrido literario. Dado que el presente estudio se centra, según indica su propio título, en los contemporáneos españoles de Galileo, no incluiré en mi recorrido ningún texto perteneciente al siglo xvi, en el que ya se firmaron, como es sabido, sátiras menipeas de gran calado: el Somnium de Juan Luis Vives,2 el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés y el Crotalón de Cristóbal de Villalón son quizás las más conocidas y estudiadas.3 Junto 1. La feliz acuñación procede de Fernando R. de la Flor en su ya citado Pasiones frías. 2. De esta obra ha escrito Teresa Gómez Trueba que es la aportación más importante al género del sueño en el Renacimiento español, en la medida en que “recupera el sueño clásico (el Somnium Scipionis) y medieval para crear una original versión del sueño literario, en la que todos los tópicos consolidados por la tradición son parodiados, anunciando así el camino que ha de seguir la evolución del género en el siglo siguiente”; en El sueño literario en España. Consolidación y desarrollo del género. Madrid: Cátedra, 1999, p. 162; recomendable es también el trabajo de Julian Palley, The Ambiguous Mirror: Dreams in Spanish Literature. Valencia/Chapel Hill: Albatros/Hispanófila, 1983. 3. Lía Schwartz Lerner ha escrito que la sátira menipea fue prácticamente desconocida en la Edad Media pero popularizada en el Renacimiento con los diálogos lu-

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al espacio de la atalaya, que ocupaba las páginas del capítulo anterior, sabemos ya que en la sátira del xvii se da con asiduidad el motivo del viaje aéreo enmarcado, en un gran porcentaje de los casos más conocidos, por el recurso del sueño o la ensoñación.4 Los personajes de estas piezas inician su periplo en un estado liminal que muchas veces impide situarlos en una situación específica hasta bien entrada la novela, generando una notable dosis de confusión y fantasía que, a fin de cuentas, resulta muy barroca. El paisaje observado queda así envuelto en un aire de maravilla que no impide al lector, sin embargo, percibir referentes concretos en la crítica que se realiza, personajes o situaciones tópicas que muchas veces aluden también a una realidad mediada por vecinos de carne y hueso que desfilan por la novela en su esencia más desinhibida, en su comportamiento más humano. La ciudad vuelve a ser en muchos casos el campo de observación por excelencia, lienzo en el que se trazan las líneas maestras que reconstruyen una realidad desencantada. Y el uso del vidrio, ya en forma de lentes o catalejos, ya en forma de espejos que reflejan o refractan, nos remite una vez más a la riqueza conceptual y temática de este universo de cristal; de este universo que, sin el cristal, no logra transmitirse en toda su plenitud, ambigüedad y juego. Estos personajes alambicados, junto a los misteriosos y delirantes territorios en formato de sueño demuestran, desde su aprecio por lo lunar, que para cuando Galileo se empieza a conocer hay ya en España un sedimento idóneo en el que poder integrar, aunque sea en la ficción y de manera cautelosa, sus observaciones celestes. No voy a detenerme ya en lo que fue la génesis de la sátira política en este mismo siglo —sobre la cual

cianescos y con el Satira Mennipea. Somnium. Lusus in nostri aevi critici (1581) de Lipsio, según ha escrito en su “Golden Age Satire: Transformations of Genre”. MLN 105. 2 (1990): 260-282. A este respecto, ver también el estudio de Ramón Valdés, “Rasgos distintivos y corpus de la sátira menipea española en su Siglo de Oro”. Carlos Vaíllo y Ramón Valdés, eds., Estudios sobre la sátira española en el Siglo de Oro. Madrid: Castalia, 2006, pp. 179-208; Rodrigo Cacho, “La sátira en el Siglo de Oro: notas sobre un concepto controvertido”. Neophilologus 88. 1 (2004): 61-72; Antonio Félix Romero-González, La sátira menipea en España: 1600-1699. Tesis doctoral. SUNY-Stony Brook, 1991. Para un acercamiento más general, ver Claudio Guillén, El primer Siglo de Oro. Estudios sobre géneros y modelos. Barcelona: Crítica, 1988. 4. Para una aproximación al recurso del viaje en el propio ámbito científico, ver, por ejemplo, Piers Brown, “‘That Full-Sail Voyage’: Travel Narratives and Astronomical Discovery in Kepler and Galileo”. The Invention of Discovery, 1500-1700. James Dougal Fleming, ed. Aldershot: Ashgate, 2011, pp. 15-28; y Howard Marchitello, “Telescopic Voyages: Galileo and the Invention of Lunar Cartography”. Travel Narratives, the New Science, and Literary Discourse, 1569-1750. Judy A. Hayden, ed. Aldershot: Ashgate, 2012, pp. 161-177.

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existe amplia bibliografía5—, sino que entraré directamente en aquellos ejemplos que sean rigurosamente coetáneos o posteriores a la publicación del Sidereus Nuncius. Si, como ha escrito Ramón Valdés, la sátira menipea del Siglo de Oro “se realiza sobre todo mediante el contacto con el otro mundo, o a través de la fantasía, la alegoría, de recursos mágicos” y que “no se limita a repetir pasivamente el modelo de las sátiras de Séneca, o de Luciano, sino que las recoge con los cambios operados por el Humanismo e introduciendo activamente nuevas mutaciones”,6 de estas mutaciones tan personales —y, a veces, tan repetidas— se encargarán las lecturas del presente recorrido. Con ello abriré una senda crítica que indagará en la génesis de una suerte de “ciencia ficción” en las letras áureas, alimentada desde la imbricación de tradiciones autóctonas con los ecos y presencias en España de la Revolución científica en sus vecinos norteños. De entre los ingenios que elevan la sátira a nuevas cotas de originalidad en esta primera mitad de siglo destaca el granadino Luis Vélez de Guevara con su ya clásica novela El Diablo Cojuelo.7 Aunque la pieza ha sido ampliamente estudiada en las últimas tres décadas en relación con su género, su pretendida teatralidad, y su visión de lo urbano, tan solo en fechas recientes se ha prestado atención a su diálogo con el panorama científico del siglo xvii.8 Las alusiones esparcidas a lo largo de la obra en 5. Para un acercamiento más detenido al fenómeno de la sátira política en los siglos xvi y xvii, remito a la selección de textos en verso que lleva a cabo Teófanes Egido en Sátiras políticas de la España moderna. Madrid: Alianza, 1973; Miguel Avilés Fernández, Sueños ficticios y lucha ideológica en el Siglo de Oro. Madrid: Editora Nacional, 1981; el ya citado estudio de Mercedes Etreros, La sátira política en el siglo XVII. Madrid: Fundación Universitaria Española, 1983; Carlos María GómezCenturión Jiménez, “La sátira política durante el reinado de Carlos II”. Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea 4 (1983): 11-34; y Antonio Pérez Lasheras, Fustigat mores: hacia el concepto de la sátira en el siglo XVII. Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 1994, en especial el recorrido teórico de las pp. 61-106. 6. Valdés, op. cit., 2006, pp. 202 y 198, respectivamente. 7. Todas las citas provienen, una vez más, de la edición de Ramón Valdés, con un “Estudio preliminar” de Blanca Periñán. Barcelona: Crítica, 1999. 8. Me refiero a los trabajos de Francis Assaf “Aspects picaresques du Diablo Cojuelo”. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos VIII (1984):a 405-412; Emilia Inés Deffis de Calvo, “El viaje como modelo narrativo en la novela española del siglo xvii”. Filología (Temas de literatura española. Homenaje a Marcos A. Morínigo), XXVI (1993): 89106; Margarita Levisi, “Los aspectos teatrales de El Diablo Cojuelo”. Antigüedad y actualidad de Vélez de Guevara. George Peale, ed. Amsterdam: John Benjamins (Purdue University Monographs in Romance Languages, 10), 1983, pp. 207-218; George Peale, La anatomía de “El Diablo Cojuelo”: Deslindes del género anatomístico. Chapel Hill: University of North Carolina-Department of Romance Languages (North Carolina Studies in the Romance Languages and Literatures, 145), 1977; Enrique García SantoTomás, “Artes de la ciudad, ciudad de las artes: la invención de Madrid en El Diablo Cojuelo”. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos XXV. 1 (2000): 117-135.

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torno a la ‘mirada barroca’ y a los avances en cosmografía apuntan a que estamos ante un testimonio que ofrece al lector una lectura de la España del momento, en la que el ojo es, una vez más, su gran protagonista. El viaje de Vélez de Guevara es una rica exploración que toca numerosos temas y cubre demasiada geografía como para ser tratados de forma detallada en estas páginas, en parte porque el ojo del observador es un ojo itinerante y doble, un ojo locuaz, podríamos decir, que cambia según sea el estudiante o el diablo quien lo proyecte. En la propuesta de Vélez, el lector es invitado a observar desde un ángulo privilegiado las calles y edificios madrileños a través de la visión de un diablo (Cojuelo) y su amigo, el estudiante don Cleofás Leandro Pérez Zambullo. Se une así, a modo de tercero, a dos personajes estrafalarios que van huyendo de sus respectivos enemigos en un viaje aéreo que destapa las miserias de su tiempo, un destapar que en algunos casos resulta literal para poder atisbar qué es lo que hay dentro de la diana que se analiza. En su denuncia de locuras ajenas, Vélez de Guevara otorga a sus personajes el poder de abrir el espacio sofocante y abigarrado en que se convierte la Villa madrileña durante el verano.9 Siguiendo el Icaromenipo de Luciano de Samosata y haciendo parada en el Fernández de Ribera de Anteojos de mejor vista, la perspectiva del novelista granadino se lleva a cabo también desde lo alto cuando retrata a sus criaturas en constante movimiento como si fuera un hormiguero. El uso de las gafas, sin embargo, es aquí reemplazado por los poderes visuales del diablo, quien se convierte en una suerte de ‘lente literaria’ desde la cual el lector puede echar un vistazo a un paisaje urbano clandestino, más cercano a la ya casi extinta picaresca que al retratado por la llamada novela cortesana, tan de moda en estos años. La pieza es, en cierta forma, un caso muy particular para su tiempo. El viaje es quizá el recurso más sugerente a este respecto, pues a través del recorrido de Cleofás y el Cojuelo el lector logra compartir la perspectiva —doble en este sentido, pues es literaria y también física— empleada por Vélez. Madrid se atraviesa por cielo y tierra antes de situarnos en los sucesos que tienen lugar en Andalucía, para luego volver a la capital en los últimos compases de la historia. Pero el viaje contiene su propia dinámica, su propia visión, y esta se realiza fundamentalmente desde las alturas, como buscando encontrar una perspectiva globalizadora. Desde el privilegio que otorgan los poderes demoniacos a Cleofás —quien, como es sabido, va huyendo también de sus propios perseguidores—, la figura estructural por excelencia es la fuga, y es solo en Andalucía en donde se 9. Op. cit., pp. 20-21, 33.

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desenvuelven en el mundo terrenal, abandonando su condición de espectadores privilegiados. En su viaje dialogado Cojuelo y Cleofás logran ver cosas que nadie más puede: un cortesano vanidoso en la intimidad de su alcoba quitándose su ensamblaje postizo —peluca, bigote, brazo de madera…—, una mujer dando a luz con su marido cornudo al lado mientras el padre de la criatura duerme a pierna suelta en la otra punta de la urbe, una celestina preparando un brebaje para reponer virgos, una pareja de presuntuosos madrileños que viven permanentemente en su coche como si fueran “tortugas bajo su caparazón”, etc. etc.10 Gran parte de la originalidad de la novela, por lo tanto, yace en el acto de destapar: así, el primer tranco del libro se cierra cuando levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras.11

Vélez traslada todo el potencial simbólico del pastel de carne hacia una nueva dimensión estética que carece de la carga moralizante de contemporáneos suyos como Santos o Zabaleta. Al lector de principios del xvii se le tiene acostumbrado a escenas grotescas, incluso ridículas, que asocian este manjar tan popular a cuestiones apicaradas. Lo vemos en el joven Guzmán de Alfarache cuando abandona su casa sin rumbo determinado, y lo percibimos en toda su repugnancia en los episodios más bajos de la vida del quevedesco don Pablos, por dar tan solo un par de casos que subrayan la poca calidad y las connotaciones nada halagadoras que tenían estos convites en la sociedad del setecientos. El peculiar tratamiento que Vélez otorga a un elemento tan frecuente de este y otros condimentos urbanos construye un divertido espacio en donde la corteza exterior oculta un meollo, una masa amorfa de ingredientes varios, plurales y en movimiento, un microcosmos delimitado por una frontera externa a la cual tan solo tienen acceso las visiones aéreas de estas lentes. Dicho recurso facilita el proceso de escritura, la hace posible y, en última instancia, la legitima como retrato, como cuadro de costumbres, permitiendo la entrada, desde esta estética grotesca e hiperrealista, de nuevos elementos como el humor o la caricatura, la exageración o la animalización y, sobre todo, el juego de los sentidos combinados y embriagados: la visión total y cegado10. Op. cit., p. 27. 11. Op. cit., p. 20.

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ra, los olores de azufre, el tacto del aire de las alturas, los ruidos de coches, de comercios, etc. Y, como quien destapa un enjambre a plena luz del día, esta recreación urbana reactiva la tensión narrativa en la apertura del tranco siguiente, con el pobre Cleofás “absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas”.12 El puchero establece un paralelo imaginario con la “pepitoria” de carne humana que se hacina en el trazado de Madrid. Al comienzo del tranco III la urbe amanece sofocada en los calores estivales: ya comenzaban en el puchero humano de la corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba y otros hacia abajo y otros de través, haciendo un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con disinio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda de embustes y mentiras que no se descubría una tizna de verdad por un ojo de la cara.13

A partir de un tono de crítica y amargura evidentes, el piélago madrileño también anuncia un paisaje urbano saturado, en donde la configuración de nuevos elementos, como el caso de los coches, da pie a un retrato que resulta, sin embargo, tremendamente familiar. “Cada día ... hay cosas nuevas en la corte”,14 comenta sorprendido Cleofás. El sentimiento de novedad, como indicaba al principio, permea en esta construcción de lo urbano, pero, a diferencia de otras visiones algo más benévolas del entorno madrileño, en el caso de Vélez esta dinámica de adiciones y suplementos resulta excesiva y trasciende a una visión muy pesimista de la existencia humana. El desorden y las nuevas capacidades e infraestructuras que necesitan los medios de vida cortesanos dibujan esta idea de un trazado a punto de estallar, de un puchero hirviendo cuya tapadera apenas contiene esta ebullición de elementos dispares y conflictivos. Vélez va un paso más allá cuando connota a los coches como “ballenas con ruedas” que empolvan el ambiente debido a las maniobras de sus embusteros conductores: aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenen y duermen dentro dél, sin que hayan salido de su reclusión —ni para las necesidades corporales— en cuatro años que ha que

12. Op. cit., p. 21. 13. Op. cit., p. 33. 14. Op. cit., p. 34.

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le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir dél, que les sirve el coche de conchas como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera dellos la cabeza fuera dél, la vuelven a meter luego como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano desta estrecha religión.15

Se materializa así la expresión “hervidero de gente” al retratar el sofocón estival: “Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles y, por faltar la luna, juridición y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte”. El Manzanares, con sus bañistas “Adanes y Evas de la Corte, fregados más de arena que limpios de agua”,16 se ridiculiza siguiendo estrategias verbales ya vistas, y la misma estética empleada anteriormente por Quevedo y Góngora, en especial cuando el Cojuelo puntualiza que “se llama río porque se ríe de los que van a bañarse en él, no teniendo agua, que solamente tiene regada la arena, y pasa el verano de noche, como río navarrisco, siendo el más merendado y cenado de cuantos ríos hay en el mundo”.17 A las aguas sucias del río pobre se une esta mención burlona a las aguas que se vierten en la calle por las noches, ensuciando el trazado de la villa de heces y desechos. Se trata, en suma, de la descripción de una extraña y grotesca domesticidad que bien podría ser la única existente, dado que todo lo demás es pretensión y mentira. Y en la trastienda de tanta burla, algunos motivos sobradamente familiares: las apariencias, la ambición y, cómo no, la hipocresía. Cualquiera que haya estudiado el carnaval del Renacimiento europeo percibirá en este hervidero de gente una invitación a leer este Madrid estival como una suerte de hospital de locos, de una locura que, además, resulta muy teatral: así queda expresada con las sonajas, guitarras, gaitas zamoranas y otros instrumentos del tranco III, o en ese iluminado arbitrista, “que son los locos más perjudiciales para la república”,18 como parte integral de este “retablo de duelos” que tanto sorprende a Cleofás.19 Incluso en el desfile de coches y carrozas que inunda la Calle Mayor en el tranco VII se hablará de “tantas figuras como en aquel Teatro del Mundo iban re15. 16. 17. 18. 19.

Op. cit., p. 27. Op. cit., p. 11 para ambas citas. Op. cit., p. 104. Op. cit., p. 38. Op. cit., p. 39 para ambas citas. Este sentido de teatralidad, de mascarada, no coincide con el propuesto por Levisi, quien ve una estructura de galán-gracioso-dama en el desarrollo de la trama; mi perspectiva se acerca más a la expuesta por Francis Assaf, cuando habla de este “teatro del mundo” un tanto nihilista que invade el texto.

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presentando papeles diferentes”.20 La actividad del mentidero de gente en las gradas del convento agustino de San Felipe, el mercado de la fruta cerca del convento de la Victoria, y la fuente del Buen Suceso, elogiada por la belleza de su lapislázuli y alabastro, logran reforzar este sentido de espectáculo en el que se enfoca la lenta barroca de este tándem volador. En esta teatralidad desempeña un papel relevante ya no el acto de destapar llevado a cabo por la lente diablesca, sino el juego óptico que produce el cristal manipulador y manipulado. Sumamente interesante resulta, por ejemplo, el recorrido que hacen Cleofás y el Cojuelo a través de la calle de los espejos, en donde los vanos gesticuladores que son los lindos y presumidos someten su ridiculez a una multiplicación de imágenes verdaderamente delirante. La visión del Cojuelo es, por consiguiente, un medio expresivo y estructural que se reviste de crítica y de una cierta amargura, quizá como trasunto de un Vélez desengañado con el ambiente de la corte y la coyuntura madrileña. Es de notar que la perspectiva del diablejo se antepone y rivaliza con la del Sol, y por eso es nocturna, lo que permite ir más allá de las meras apariencias y adentrarse en lo oscuro de la naturaleza humana a través, como se nos indica, de claraboyas y chimeneas: viene el Sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida, y dorando la píldora al mundo, tocando al arma a tantas bolsas y talegos y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas, y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujuleallo por resquicios, claraboyas y chimeneas.21

Vélez introduce también a una bruja que sube hasta la azotea de uno de los edificios de la Calle Mayor, desde donde Cleofás le enseñará todo el desfile de vanidades que está ocurriendo abajo; la geografía de esta atalaya no es gratuita, ya que los lectores cultos asociaban la azotea con el lugar a donde acudían las ancianas acusadas de brujería. Y desde la torre de San Salvador, “mayor atalaya de Madrid”, situada cerca de la Calle y Plaza Mayor, Cleofás podrá ver lo que ocurre en la corte porque el Cojuelo, con sus artes ocultas, levantará los tejados de las casas de este Madrid que se define, al igual que en Enríquez Gómez, como “Babilonia española, que en la confusión fue esotra con ella segunda deste nombre”.22 Hay, de hecho, similitudes de tipo personal que van más allá de los resortes literarios, como nos recuerda Blanca Periñán: “El Cojuelo, más cercano al esquema del viaje con guía, presenta las más detestables figuras que pululan 20. Op. cit., p. 94. 21. Op. cit., p. 32. 22. Op. cit., p. 20.

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en la corte, y subliminalmente habla, de manera afable, desde una diversidad que es la de las vivencias del Vélez converso”.23 Si existe una cualidad conversa en la crítica social, esta parece ser compartida entonces con autores que circulan por las páginas de este recorrido, como Antonio Enríquez Gómez. Nos hallamos, por lo tanto, ante una sátira feroz del personaje urbano hueco y pretencioso. La demonización del linaje humano a la que hace alusión el Cojuelo cuando advierte a Cleofás “que solamente tú, por estar tan alto, estás seguro deste demonio, que en algún modo lo es más que yo”,24 corona una galería de tipos y costumbres que se examinan con todas sus miserias. Así, en los compases finales del segundo tranco desfilará una serie de personajillos en la vida nocturna ante los ojos del Cojuelo, quien los disecciona inmisericordemente de acuerdo a los cánones del género, a las influencias y subtextos, y a la tradición folklórica asumida por Vélez. El principio de turpido et deformitas para la risa, el registro de ridiculis que se comparte por otros muchos escritores coetáneos es fundamental en esta ‘invención’ de Madrid: “la dinámica de sus orientaciones interiores lo mantiene en las estructuras de la comicidad para llevar adelante su nueva reflexión sobre el mundo” —escribe Periñán—, “a través de una “mayéutica al revés en la que un diablo irá enseñando a mirar a un joven que no ve las verdades profundas del mundo, revelándole el principio de realidad”.25 Llamará la atención, por ejemplo, la imagen del hidalgo que va descomponiéndose, deshaciéndose en los interiores a los que solo tienen acceso los ojos del Cojuelo y de Cleofás: vuelve allí los ojos: verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en las tripas como en las demás facciones, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado, que pudiera irse más camino de la sepultura que de la cama…

…acaso como trasunto de lo que suponen las entrañas de la ciudad, el brillo de las ropas, los coches y los ruidos urbanos, tras los cuales tan solo se esconde un panorama de miserias. A todos estos muñecos de retablo el Cojuelo mandará al mismo infierno “en coche y en alma”.26

23. Op. cit., p. xvi; a esta noción de desengaño también hará mención Assaf, op. cit., pp. 408-409. 24. Op. cit., p. 32. 25. Op. cit., p. xiii. 26. Op. cit., pp. 29 y 27, respectivamente.

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*** Quiero cerrar este apartado con una breve, pero necesaria mención a cómo se plasma la astronomía del momento en la novela, completando así lo que ya he expuesto en las páginas dedicadas a la relación posible entre Vélez y Espina. El Diablo Cojuelo lleva aún más lejos la libertad expresiva de la sátira contemporánea al incluir ciertas opiniones sobre astronomía desde un punto de vista, podríamos decir, de aficionado, de alguien aún escéptico ante lo que se está dando a su alrededor. Nos encontramos ante “una revisitación de la quête, una exploración de las dobleces del mundo en un viaje iniciático”, tal y como ha sugerido Blanca Periñán.27 El sentido de la vista vuelve a estar de nuevo en la base de todo conocimiento: la novela es un ejercicio en dióptrica —la rama de la geometría que se encarga de la formación de imágenes nuevas a través de lentes— ya que permite al lector analizar determinadas prácticas sociales cortesanas a través de un prisma simbólico que arroja una imagen no tanto diferente de las de las novelas anteriores, sino más bien modificada. Espejos, lentes, telescopios e incluso propia la retina del ojo humano se convierten en parte esencial de la narración cuando los dos protagonistas reflexionan sobre la naturaleza engañosa de la sociedad madrileña desde la intersección de sus dos peores lacras: el apetito de capital o distinción social y la práctica seudocientífica de los arbitristas. El primer fenómeno se da, por ejemplo, en la descripción ya citada de la calle de los Gestos, una estrecha avenida adornada con espejos a los dos lados en la cual los paseantes pueden ver sus figuras distorsionadas, “haciéndose cocos a ellos mismos”. En el tranco III “don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de diferentes posturas de bocas, guedejas, semblantes, ojos, bigotes, brazos y manos, haciéndose cocos a ellos mismos”. Cuando el estudiante pregunta al Diablo qué es lo que están haciendo, este contesta que Esta se llama la calle de los Gestos, que solamente salen a ella estas figuras de la baraja de la corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que han de andar aquel día y salen con perlesía de lindeza, unos con la boquita de riñón, otros con los ojitos dormidos, roncando hermosura, y todos con los dos dedos de las manos índice y meñique levantados, y esotros de Gloria Patri.28

El segundo caso llega a mitad de narración, cuando los dos viajeros voladores, cansados de “pajarear”, se tumban en un prado nocturno a 27. Op. cit., p. xiii. 28. Op. cit., pp. 33-34.

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la salida de Écija a contemplar el cielo estrellado. La conversación que mantienen está condimentada con tecnicismos como “líneas”, “coluros”, “epiciclos”, “remiso” y “trepidante”,29 componentes de un léxico conocido —y visto ya en Cervantes—, pero que muchos debían de encontrar un tanto alambicado ya para 1641: —¿No me dirás, pues has vivido en aquellos barrios, si esas estrellas son tan grandes como esos astrólogos dicen cuando hablan de su magnitud, y en qué cielo están y cuántos cielos hay, para que no nos den papillas cada día con tantas y tan diversas opiniones, haciéndonos bobos a los demás con líneas y coluros imaginados, y si es verdad que los planetas tienen epiciclos y el movimiento de cada cielo, desde el primer móvil al remiso y al trepidante, y dónde están los signos de estos luceros escribanos, porque yo desengañe al mundo y no nos vendan imaginaciones por verdades?30

Cojuelo, que había estado encerrado en una redoma en casa de un “astrólogo regoldano y nigromante enjerto” hasta ser rescatado por su amigo, responde que los nigromantes “venden imaginaciones por verdades”, y que la astrología “hace garatusas”.31 Sabemos ya que los cielos eran siete según las teorías de mahometanos y judíos, ocho según Aristóteles, que Ptolomeo defendía que eran nueve, y que los teólogos escolásticos habían contado hasta once. Esta última teoría, la más aceptada en la época, situaba el firmamento de las estrellas en el cielo octavo. Los coluros imaginados de los que habla Vélez de Guevara son las dos circunferencias imaginarias que dividían verticalmente la esfera celeste en cuatro ‘gajos’ pasando sobre los polos y equinoccios (coluro equinoccial), y los polos y solsticios (coluro solsticial). Y también hemos visto ya que, según la teoría geocéntrica, los planetas describían una doble órbita: una alrededor de la Tierra, y otra —epiciclo— alrededor de un determinado punto de la primera órbita, explicando así los movimientos observados que no encajaban con su simple órbita y que se debían, en realidad, a un diseño heliocéntrico. Solo determinados cielos se movían en el sistema cristiano-ptolemaico: el cielo cristalino, noveno, que tenía un movimiento casi imperceptible, tembloroso (trepidante) y que movía las esferas inferiores; y el décimo cielo, el primer móvil que, ligero como el pensamiento humano, daba una vuelta en veinticuatro horas. Sin embargo, el undécimo cielo, el empíreo, permanecía remiso, es decir, inmóvil. Vélez hace gala, por tanto, de un preciso conocer de la cosmografía geocéntrica heredada, pero la duda con la que manifiesta el cambio de pa29. Op. cit., p. 75. 30. Op. cit., p. 75. 31. Op. cit., pp. 43, 75 y 76, respectivamente.

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radigma existente indica que no se cierra completamente a lo nuevo; las verdades a las que alude al final de la cita, que se plasman a veces desde esa garatusa, pueden ser tanto lo antiguo como lo recién descubierto. Este es tan solo uno de los varios diálogos en la novela que claramente manifiesta el interés de nuestro autor por la astronomía, a la cual convierte en materia narrativa sin tomar una postura a favor o en contra de ella —después de todo, se trata tan solo de las opiniones de un diablillo—. El juego se realiza de manera triple —el estudiante observa, el diablo interpreta y el autor implícito resume así su cosmología— dejando al lector el último papel de juez al determinar, gracias a esta generosa mayéutica, qué lado puede tomarse. Desde esta distancia narrativa su logro es no solo temático, sino también formal: por una parte, consigue burlarse y elevar simultáneamente ciertas prácticas y creencias relacionadas con los mismos aspectos de lo que todavía no se comprende del todo que toma prestados para su narración; por otra, logra armar con éxito un nuevo léxico satírico en el cual la fantasía y el hiperrealismo conviven armoniosamente. El producto final es doblemente meritorio: toda una indagación curiosa sobre la realidad supralunar sin dejar de lado la crítica al paisaje que le rodea. Esta indagación mezcla una serie de elementos heredados que ha hacen extraordinariamente sofisticada: Se reelabora el principio cardinal según el cual la risa se basa en turpitudo y deformitas, observando además que lo risible resulta potenciado cuando las cosas salen, sorprendentemente, al revés de lo esperado, por medio de la desilusión de las expectativas; ese engaño producido por el reconocimiento, es en la comedia el pendent de la peripecia trágica, requiriendo personajes y estilo mediocres. Pudiendo residir la fealdad y deformidad tanto en el cuerpo como en el alma, y en lo extrínseco, a esta última categoría va la atención de la escritura cómica, sobre todo al sumársele la triunfante instancia de la admiratio. De manera explícita se teoriza que si al turpis se le agrega singularidad y estupor, se obtiene mayor efecto en la comicidad.32

Esta es, diría yo, la perspectiva epistemológica asumida en este tipo de novelas, que responden a una realidad donde el sentido de la vista se encuentra, podríamos decir, amenazado. La disponibilidad de gafas y telescopios es un arma de doble filo para estos escritores que, siguiendo las enseñanzas de eruditos como Daza de Valdés, disertan sobre la utilidad de las lentes pero también sobre los peligros que entrañan. Por ejemplo, en la pieza de Andrés de Dávila y Heredia Tienda de anteojos políticos vamos a ver pronto cómo el diablo se queja de la pompa de la corte. Igual de vani32. Periñán, op. cit., p. x.

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dosos son nuestros dos protagonistas de El Diablo Cojuelo, al menos en dos ocasiones: en el tranco IX el diablillo le regala a su compinche unas gafas robadas “con sus cuerdas de guitarra para las orejas”33 con el fin de parecer más letrados a quienes van conociendo; y en el tranco X participan en una academia literaria llevando estos falsos anteojos en una lectura en la cual Cleofás impresiona a los asistentes con sus poesías. Es una caricatura de gestos que además recoge la tradición de que los espejos ‘de alinde’ atraían a los demonios, dando así sentido a la particular construcción del Cojuelo. Este arte de la conversación, que con tanta maestría practica Vélez, no es otra cosa que pura tradición, en donde se recupera al famoso cínico Menipo de Gadara, que protagonizó varios diálogos del ya citado Luciano de Samosata, entre otros el Icaromenipo. En él, sabemos ya, se observaba la Tierra desde la Luna y satirizaban los vanos y ridículos intereses humanos. La curiosidad de Cleofás recuerda esta tradición de la sátira menipea, en que un personaje le cuenta a otro las verdades del universo contrastándolas con las patrañas de los científicos. Lo que resulta en cierta manera novedoso es esta fascinación con la ciencia poscopernicana: al hablar de lo que ha visto arriba, el diablo juega con las palabras anteojo y antojo. Cuando el estudiante escucha por primera vez al Diablo, anda “papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico”.34 Vimos ya en la sección dedicada a Juan de Espina cómo Vélez relataba con suma gracia algunos de los recientes descubrimientos de Galileo, elogiando a ambos —el “antojo del Galileo y el del gran don Juan de Espina, cuya célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio”35— en una frase memorable y única en nuestras letras. Sin embargo, la segunda parte del juicio de Cojuelo va a ser algo más ambigua. Vélez, maestro del concepto, escribe sobre “la óbtica de esos señores antojadizos, que han descubierto al Sol un lunar en el lado izquierdo, y en la Luna han linceado montes y valles, y han visto a Venus cornuta”.36 Se trata, sin ninguna duda, de una alusión a la corruptibilidad del Sol con el lunar como mancha solar, de la existencia de cordilleras en la Luna y de las fases de Venus, que no era sino lo que constató Galileo en su Sidereus tras sus observaciones con el telescopio. El término lincear, ‘ver de lejos’, refiere también a la Accademia dei Lincei, patrocinadora como ya sabemos de algunas de las publicaciones de Galileo, y que en vida de Vélez se había convertido en una institución muy controvertida. El virtuosismo del granadino le permite expresar 33. 34. 35. 36.

Op. cit., p. 106. Op. cit., p. 43. Op. cit., pp. 75-76. Op. cit., p. 76.

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dos ideas opuestas en una sola frase: por un lado, siente admiración por el telescopio de Galileo (antojo), en un claro homenaje al polémico Sidereus Nuncius desde la mención a Venus y al Sol; por otra parte, previene contra la astrología judiciaria, que reduce aquí a un mero capricho infantil (antojo) en donde planetas como Venus son caricaturizados y convertidos en “rostros” sobre los que ciertos astrólogos heréticos pueden inscribir sus fantasías.37 Hombre de su tiempo, Vélez es al mismo tiempo curioso como el joven estudiante Cleofás y prudente como el viejo Diablo Cojuelo. Pero la suya es una España de miedo y sospechas y, tras el velo menipeo, en su novela late un desengaño muy barroco: dado que la palabra antojo se aplica aquí tanto a las gafas como al telescopio —España, como ya he dicho, no incorporará esta palabra hasta un siglo después—, la capacidad de ver el más allá adquiere tintes funestos. El Diablo Cojuelo, que cuestiona la existencia de las nuevas constelaciones recién descubiertas, defiende que la astronomía es una invención de los locos y que el telescopio es tan inútil como las gafas de los cortesanos vanidosos: ambos son, para él, antojadizos, lo más censurable de la España cortesana. La lente política, el occhio linceo de Boccalini, se ha vuelto contra sí como instrumento científico en esta cuerda floja que debe recorrer el narrador granadino para no ofender a sus censores. El universo de cristal de Vélez es un universo, por tanto, abierto a numerosas interpretaciones, tantas como los efectos producidos por un cristal manipulado; cabría así recordar, a modo de cierre, al filósofo Francisco Sánchez, quien, contrario al aristotelismo y partidario del examen directo de la realidad sometiendo los datos de la experiencia a la crítica del juicio, escribió sesenta años antes en su De multum nobili et prima universali scientia. Quod nihil scitur (1581) lo siguiente: “¿Qué no inventarán los espejos!”.38 Pues los espejos inventan aquí toda una novela.

Vigilia/sueño: lunas, lunares y lunáticos en la poesía del Barroco He indicado ya que, junto al viaje, el sueño se convierte en la literatura áurea en uno de los motivos literarios más explotados del momento, ya sea como marco narrativo o como argumento central de la pieza. Las nuevas realidades que yacían al otro lado de la vigilia deleitaron al lec37. Existe una rica bibliografía; remito al ya citado estudio de Beltrán Marí, op. cit., 2006, en donde se ofrece una de las visiones más equilibradas y detalladas. 38. Cito por la edición moderna, Que nada se sabe. Madrid: Alianza Editorial, 1991, p. 24.

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tor del xvii desde lo libre y maravilloso, desde lo ridículo y lo trágico, desde lo deforme y lo extraordinariamente preciso, tal y como demostraron, por dar tan solo dos casos ilustres, los Sueños de Quevedo y el sueño quijotesco en la cueva de Montesinos.39 Este sueño tan animado y entretenido, tan confuso y tan claro al mismo tiempo, fue de hecho un resorte literario que circuló en convivencia con el de las lentes mágicas o políticas, en la medida en que ejercía de filtro y acceso a la verdad, a la verdadera realidad y no ya simplemente de escenario o de paisaje. El sueño y el cristal llegaron a ser mecanismos de ficción en continuo diálogo con otros recursos literarios muy divulgados durante estos dos siglos como los famosos vejámenes y gallos universitarios, ya fuera en zonas de contacto, ya fuera engastados en marcos narrativos de mayor envergadura. Teresa Gómez Trueba, de hecho, ha definido este sueño como categoría que se define principalmente por ciertos elementos semánticos, que no excluyen necesariamente la presencia de otros elementos que se consideran propios de otros géneros, como los viajes imaginarios, las utopías, los diálogos lucianescos o sátiras menipeas, los discursos, los sermones, etc.40

Esta morfología de lo onírico incluye, de hecho, ciertos elementos relacionados con el uso del cristal, no solo ya en la narrativa, sino también en la poesía y, en menor medida, en el teatro. Y con ellos cobra un papel seminal el espacio extraterrestre que encarnan otros planetas o satélites, especialmente Marte y la Luna. Gómez Trueba señala que los sueños, ya desde el Medioevo, habían adoptado el recurso del viaje a la Luna como una de sus actividades favoritas, acaso emulando los Relatos verídicos de Luciano que, al igual que el Icaromenipo, habían deleitado a sus lectores

39. A Quevedo, figura central de esta genealogía temática y genérica, se han dedicado Lía Schwartz Lerner, Metáfora y sátira en la obra de Quevedo. Madrid: Taurus, 1983; y Ramón Valdés, Los «Sueños y discursos» de Quevedo. El modelo del sueño humanista y el género de la sátira menipea. Barcelona: Universidad Autónoma de Barcelona, 1990. 40. Op. cit., p. 16. “Se trata de saber” —continúa más adelante— “en qué medida la presentación de una ficción en forma de sueño modifica o condiciona la composición y significado de la obra” (20). Piezas como El sueño de la ciudad en ruinas (1588), que reflexiona sobre el desastre de la Armada Invencible, siguen siendo poco conocidas al lector contemporáneo. Sobre las diferentes teorías del sueño que circularon en la época, ver Gómez Trueba, op. cit., pp. 172-206; y Aurora Egido, Cervantes y las puertas del sueño. Estudios sobre “La Galatea”, “El Quijote” y “El Persiles”. Barcelona: Promociones y Publicaciones Universitarias, 1994, con utilísimas reflexiones sobre los diferentes procesos mentales y oníricos (visum, insomnium) que experimenta Don Quijote.

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con fascinantes alunizajes.41 El lunático se fraguaba como personaje literario en estas superficies habitadas, loco delirante disfrutando de realidades paralelas, al que en muchas ocasiones se equiparaba al mal poeta; lo convulso del paisaje lunar, su falta de llaneza, espejaba el verso culterano que se sancionaba en estas piezas. Se lograba articular así una suerte de Parnaso invertido en donde la pretendida rugosidad de la Luna se convertía en síntoma de la falta de sentido común de sus habitantes. Piénsese si no, por dar tan solo un ejemplo, en el Somnium utópico de Juan de Maldonado (1532), que aportaba una interesante descripción de la sociedad lunar para reflexionar sobre la vida en la Tierra.42 Se unía esta fantasía de lo cósmico a una tradición no menos seductora que había arrancado muchas décadas antes, a saber, la de los ‘lunarios’, que durante el xvi habían conocido hasta 34 títulos publicados por autores españoles, con cerca de 180 ediciones. En ellas se llevaban a cabo todo tipo de pronósticos, destacando los de Bernat de Granollach (1551), Joan Alemany (ca. 1565), Rodrigo Zamorano (1585) y Jerónimo Cortés (1594), en algunos de los cuales se mezclaban cuestiones meteorológicas con consideraciones médicas. El “momento galileano”, este momento histórico de controversias y condenas que define el primer tercio del siglo xvii, da cuenta de un texto que revela el creciente interés suscitado por estas cuestiones: el Vejamen que el poeta Anastasio Pantaleón de Ribera dio en la insigne Academia de Madrid (leído en 1626; publicado póstumamente en 1634 por Pellicer).43 La lectura de Pantaleón de Ribera, ya desde el principio del poema, reve-

41. Sobre la influencia de Luciano en España, ver Antonio Vives Coll, La influencia de Luciano de Samosata en el Siglo de Oro. La Laguna, Tenerife: Universidad de la Laguna, 1950; y Michael O. Zappala, Lucian of Samosata in the two Hesperias. An Essay in Literary and Cultural Translation. Potomac, MD: Scripta Humanistica, 1990. 42. Sobre este asunto, ver, por ejemplo, VV. AA., Las utopías en el mundo hispánico. Madrid: Casa de Velázquez, 1990. 43. Kenneth Brown recoge el texto en Anastasio Pantaleón de Ribera (1600-1629): ingenioso miembro de la república literaria española. Madrid: José Porrúa Turanzas, 1980, pp. 283-303; el manuscrito presenta variantes respecto al ofrecido por Rafael de Balbín Lucas en su edición Obras de Anastasio Pantaleón de Ribera. Rafael de Balbín Lucas, ed. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto “Nicolás Antonio”, 1944, 2 vols., vol. II, pp. 11-44, del que cito aquí. Le dedica unas páginas de interés Esther Lacadena y Calero, “El discurso oral en las academias del Siglo de Oro”. Criticón 41 (1988): 87-102, especialmente pp. 99-100. Para un cotejo más amplio sobre este tipo de escritura, véase Francisco Layna Ranz, “Dicterio, conceptismo y frase hecha. A vueltas con el vejamen”. Nueva Revista de Filología Hispánica XLIV. 1 (1996): 27-56, en especial nota 3, con útil bibliografía; y Abraham Madroñal Durán, De grado y gracias: vejámenes universitarios en los Siglos de Oro. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto de la Lengua Española, 2005.

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la una notable familiaridad con ciertas propuestas de Kepler y Galileo, a quienes obviamente no cita en el texto, pero de quienes sí bebe en su particular construcción del espacio que retrata. Se adentra con extraordinaria cautela, por ejemplo, en el debate existente en torno a la posibilidad de que la Luna esté habitada, debate que, por cierto, ya se había mencionado en escritores como Angelo Poliziano, Picco della Mirandola y Justo Lipsio, y que había ocupado el Somnium (1634) de Kepler. Y así reza, de hecho, el endecasílabo que abre el vejamen: “Que el cuerpo de la Luna es habitable…”.44 Estoy de acuerdo con Frederick A. de Armas, en este sentido, en que el texto de Pantaleón de Ribera “stands apart from other such incidental works of the period in that it responds in part to a new interest in cosmology, one that grew out of Galileo’s and Kepler’s discoveries during the first third of the seventeenth century”.45 La alusión inicial a Pitágoras, que aparece justo después, viene dada tras el velo de un “disparate”, pero se trata simplemente de una estrategia humorística, acaso para evitar males mayores, que por el contrario confirma una defensa velada del heliocentrismo tal y como lo habían defendido Galileo y Kepler y el ya citado Diego de Zúñiga en su audaz In Job Commentaria.46 La Luna de Pantaleón de Ribera no solo es corrupta y rugosa, sino que también tiene sus ciudades. Sin embargo, todo esto se presenta, con el fin de eludir el látigo de la censura, como un error, como un disparate moral y cívico. Para marcar más distancia, además, Pantaleón de Ribera enmarca la historia en el motivo de un sueño que tiene el protagonista, un sueño muy kepleriano que le permite el escape y la libre observación —y, en última instancia, la narración sin cortapisas—. En efecto, si en su sueño Kepler se dormía leyendo literatura folklórica centroeuropea, en Ribera su álter ego lo hará —a modo de homenaje al famoso científico— con tratados lunares. Tan disparatado viaje es una suerte de Parnaso celeste que incluye el humor y la crítica en rápidos fogonazos verbales gracias a las visitas que va haciendo el protagonista a poetas del momento: Alonso de Oviedo es, ahora, don Lucido intervalo; Jacinto de Aguilar es don Zafiro; José Camerino es don Carinemo, “poeta italiano y confirmado loco”;47 José Pellicer, Diego de Silva, Juan de la Barreda, Alonso de Castillo Solórzano, Pedro Méndez, Gabriel del Corral, Gabriel Bocángel, Nicolás de Prada y el propio Pantaleón de Ribera completan el Parnaso de este viaje 44. Op. cit., p. 11. 45. De Armas, op. cit., 1999, p. 59. 46. Ha comentado este fenómeno, por ejemplo, S. K. Heninger Jr. en Touches of Sweet Harmony: Pythagorean Cosmology and Renaissance Poetics. San Marino, CA: Huntington Library, 1974. 47. Op. cit., p. 21.

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celeste en el que los retratos son tan extremos que lo que verdaderamente queda es el efecto sensorial del paisaje. Por ello, como comentario del campo literario de su tiempo el Vejamen de Ribera se parece poco a otros Parnasos del momento. Como ya ocurría en Salas, la figura del misántropo aparece varias veces, por ejemplo al presentar a don Zafiro —“jamás se vio luz en su alcoba, y con todo se descalza de retentiva, se desnuda de reminiscencia, y se acuesta de coro”— y a don Gelcambo, “loco sin igual”, que “a la luz de un candil (por ser algo lóbrego) pintaba con un carbón una cabeza que quiso ser de hombre, y parecía de proceso”.48 Sin embargo, lo más importante en este caso son los ecos galileanos que se perciben en el texto. Cuando, al referirse a la Luna, Ribera indica que “las manchas que afean y oscurecen el esplendor de este Planeta eran ciudades, montes y ríos, como los de este mundo inferior que vivimos”,49 está reproduciendo las palabras, muy parecidas, de Galileo en el Sidereus Nuncius, tal y como había hecho unos años antes, como hemos podido comprobar, el notario Benito Daza de Valdés. Pantaleón de Ribera indica que el Sol es una masa candente y, como tal, corruptible, y en boca de don Zafiro se nos dice que Yo zurzí la esfera toda de Marte, que es corruptible aunque la opinión contraria físicos tantos afirmen.50

En esta visión cosmológica el telescopio desempeña, cómo no, un papel fundamental de intermediario: el propio autor admite, al despertar de su sueño, haber tenido “pegado […] al ojo izquierdo un anteojo, tan embarazosamente que, por traerle solo, tenía una mano menos, como quien viene de la guerra”. La imagen nos lleva de nuevo a la idea que he apuntado en páginas anteriores, a saber, la noción del telescopio como extensión del cuerpo humano, en este caso pegado como si de una prótesis se tratara —si bien pegado al ojo izquierdo—. La incapacidad física de este tullido de ecos cervantinos se convierte aquí en la ventaja del curioso. Y de nuevo se juega con la disemia de la palabra anteojo, que bien podía ser un telescopio para ver lo que, según el poeta, parece anunciar la nueva ciencia. ¿Es este Vejamen una mera invitación a observar el firmamento con un telescopio? ¿Es una visión con anteojo o simplemente la narración de un viaje onírico? Aunque el texto termina con la frase “Esto se haya dicho en 48. Las citas provienen de las pp. 19 y 37, respectivamente. 49. Op. cit., p. 13. 50. Op. cit., p. 20.

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burla”, lo cierto es que la relación poética que se nos presenta queda eclipsada —valga la imagen— por el peso que la cosmología tiene en el texto; una visión del universo a través de un anteojo que, como indicaba al principio de este capítulo, juega con la travesura de contar sin contar, de dar a conocer lo nuevo a través de la falsa condena. *** Digna de mención resulta también una pequeña joya publicada cinco años antes por Juan Enríquez de Zúñiga, llamada Amor con vista (1625), y cuyo interesante subtítulo reza Lleva una sumaria descripción del mundo, así de la elemental como de la etérea.51 Si la lente de Fernández de Ribera se centraba en Sevilla, esta en particular se orienta hacia ese Madrid en el que “con dineros todo se halla”.52 Pero la pieza no es una sátira menipea al uso, sino más bien un texto híbrido en el que se combina lo pastoril con la crítica social, conectando con la imagen del pastor académico cultivado un siglo antes. El autor diserta aquí sobre la naturaleza del amor y, como indica el título, en su relación con la pasión y el raciocinio; así la tesis principal, que llega ya bien entrado el texto: [N]o es estar el amor ciego, sino tener vendados los ojos. Y así un enamorado, por más que lo esté, puede quitarse esta venda, con que quedará el Amor con vista, libre digo el entendimiento, no sujeto, pues es rey de las potencias, a la voluntad […] No es dificultoso amar con consideración y discurso.53

La pieza, que recala en este acto de clarividencia a través del raciocinio, arranca con las quejas amorosas del pastor Felicio. Este confiesa a su amigo Albano el desdén de la pastora Faustina, quien promete favorecerle

51. De entre la escasa bibliografía existente destacan las páginas que le dedica Agustín González de Amezúa, “Un escritor olvidado: el Dr. Juan Enríquez de Zúñiga”. Opúsculos histórico-literarios. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951, tomo I, pp. 280-306; Amadeu Solé-Leris, The Spanish Pastoral Novel. Boston: Twayne, 1980, 131-ss. y el estudio de Carlos Vaíllo, “Un libro híbrido y marginado de pastores del siglo xvii: El amor con vista, de Juan Enríquez de Zúñiga”. Arkadien in den romanischen Literaturen. Roger Friedlein, Gerhard Poppenberg y Annett Volmer, eds. Heidelberg: Universitätsverlag Winter, 2008, pp. 387-394. Todas las citas de la novela provienen de la consulta de la segunda edición (Cuenca: Julián de la Iglesia, 1634), Biblioteca Nacional de Madrid, sign. R-173727. Ver también como complemento el interesante trabajo de Monroe Z. Hafter, “Toward a History of Spanish Imaginary Voyages”. Eighteenth-Century Studies 8.3 (1975): 265-282. 52. Op. cit., f. 18r. 53. Op. cit., f. 36v.

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cuando se confirme el interés amoroso de su amado, Eusebio —rico lugareño con saberes científicos— por una misteriosa dama recién llegada a la comunidad de pastores. La dama en cuestión tiene como nombre Potenciana, y narra una serie de lances novelescos a los que se unen los de otro forastero que, cruzando el escenario de manera fugaz, cuenta otra sarta de historias aparentemente inconexas, pero que resultan fundamentales en el desenlace de la obra. Carlos Vaíllo ha señalado con mucho acierto la ausencia total de neoplatonismo amoroso en estos pastores “de nuevo cuño”,54 y lo cierto es que el pastor que resulta más complejo e interesante es sin duda Dionisio quien, semejante al Grisóstomo cervantino, vive entre la aldea pastoril y la Universidad de Alcalá, donde ha cursado diversas disciplinas científicas. Inspirada, al igual que otros textos ya vistos, en el Icaromenipo lucianesco, la composición entra en el folio 40r en el territorio de lo onírico. El protagonista Dionisio es arrebatado por el águila de Júpiter y asciende a ocho de las once esferas que componen esta visión cósmica de sesgo todavía tolemaico. En cada estado de su viaje distingue los cuatro elementos naturales, mide distancias y dimensiones, habla de fenómenos meteorológicos y dialoga con el dios que representa cada planeta. El cielo, como nos recordaba Argensola en su famoso soneto, ya “no es azul” y el panorama que se observa desde arriba es que “todo el mundo, poblado y despoblado, está lleno de ladrones”.55 Para prevenir de tantas miserias se nos ofrece mucha enseñanza, que aunque no es nueva sí resulta, no obstante, tremendamente detallada. Los ataques son, como siempre, de varia naturaleza, y en este caso nos encontramos a una voz que, al igual que muchas otras, ataca el exceso de poetas, a la poesía culterana y a los autores de comedias, mientras que —también como en muchos otros casos— el que sale bien parado no es otro que Lope de Vega. Al llegar a la Luna en el primer cielo, el viajero encuentra un “Palacio suntuoso y un Alcázar soberbio”; de ahí pasa al segundo cielo, donde Mercurio le ofrece una vista panorámica de la Tierra en lo que constituye un muy completo repaso de los tipos sociales de la época, en general desde un tono satírico y desencantado. La Tierra no es sino un “un hormiguero” en donde sus ciudades se ven todas abigarradas, como ese Madrid visto ya en Vélez de Guevara. La censura de los arbitristas, por ejemplo, resulta tópica: aquel es un arbitrista, está hablando entre sí, y si le oyeras, te parecieras (partieras) de risa, porque dice, que como puede ser, que pretendan los Reyes

54. Vaíllo, op. cit., p. 391. 55. Op. cit., ff. 44r. y 75r. respectivamente.

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el bien de sus vasallos, si él ha ofrecido arbitrio, y modo, con que el rey no se desempeñe, y queden el Rey, y los vasallos ricos, y que no solamente no se hace lo que dice, pero ni aún se admite, siquiera para verlo. Y con ellos estos disparates se está consumiendo el pobre hombre, habiendo gastado toda su vida en semejantes locuras.56

El explorador celeste llega entonces al tercer cielo (Venus) para pasar luego al cuarto (Sol), donde encuentra a Apolo. Este le enseña, siguiendo a Tolomeo, “el camino que cada día cursa”;57 visita igualmente el quinto cielo, donde encontrará el Real Alcázar de Marte, así como el sexto, de Saturno. Vaíllo ha escrito con mucho acierto que nos encontramos ante una “construcción científica […] dotada de valor alegóricomoral, de la que espera tal vez principalmente el reconocimiento de los lectores y que empuja hacia los márgenes los factores literarios del entretenimiento”.58 Algunos de los juicios morales son típicos de la época, como cuando observa, haciendo uso del cristal, que “[L]a honra tiene la calidad del vidrio, que es pura, clara y transparente; pero también su fragilidad, pues al primer golpe se quiebra”.59 Se trata, en líneas generales, de un texto de relativa importancia en el canon áureo, pero que resulta significativo en la medida en que nos da cuenta de cómo, aún en la década de los treinta, se seguía reproduciendo por algunos escritores el modelo tolemaico en la descripción de la morfología celeste. *** El viaje va a definir, por consiguiente, gran parte de la sátira de esta primera mitad del siglo xvii. Pero junto al comentario serio también se dará, a partir de ahora, un continuo ataque a la astrología judiciaria, muchas veces desde la burla y la parodia. Piénsese, por dar tan solo un caso en que convivían sueño y seudo-ciencia, en una obra como Universidad del amor y escuelas del interés: Verdades soñadas, o sueño verdadero. Al pedir de las mujeres (1636) de fray Benito Ruiz —más conocido como maestro Antolínez de Piedrabuena—, en el cual el lector acudía a una “sala de la Jurisprudencia, la Matemática, la Aritmética y la Astrología”, donde se leía un Repertorio y Pronóstico general de los sucesos del Amor, para todo el género de gentes a cargo de Cupido. Y otros textos ya posteriores, como El no importa de España (1667) de Francisco Santos, combinarán igualmen56. 57. 58. 59.

Op. cit., ff. 50r.-v. Op. cit., f. 52r. Op. cit., p. 394. Op. cit., f. 83v.

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te sueños, espejos y lentes mágicas. No sorprende entonces que en el siglo siguiente salieran a la luz una serie de piezas en las que esta curiosidad pasó a ser ya la protagonista absoluta de la narración, como fue el caso de Torres Villarroel en Anatomía de todo lo visible e invisible (1738) y en Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte (1743), de Lorenzo Hervás y Panduro en Viaje estático al mundo planetario (1793-1794) o, más importante aún, en la Óptica del cortejo (1774), firmada por el cordobés Manuel Antonio Ramírez de Góngora. En esta última, el sueño llevaba a su autor a un misterioso palacio en el que encontraba una máquina con la que podía verlo todo y a la cual llamaba “Óptica”, iniciándose así una parte llamada “Salón de Óptica” que aludía a una hermosa sala con un gran espejo ante el que se levantaba un microscopio y, en medio, multitud de bastidores que representaban directamente sus figuras al espejo reflejadas a su vez en el propio microscopio, ofreciendo así a la vista una realidad mucho más nítida. Tanto esta pieza como la ya citada Visión deleitable de Alfonso de la Torre contaban con un ingrediente que aparecerá en las piezas que analizaré en este estudio, el personaje alegórico Entendimiento, sólido anclaje a la cordura en un paisaje onírico a todas luces disparatado. De estas visitas se encargarán las reverberaciones finales de este estudio.

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VII Intervenciones

En las páginas anteriores me he detenido en las tensiones existentes entre Florencia y Roma provocadas por los diversos avances de la ciencia moderna y por la figura de Galileo en el mismísimo centro de polémica. He insistido también en cómo esta instrumentalización del científico toscano, en parte provocada por él mismo, se convierte desde muy pronto en materia de Estado y más tarde, ya con la comercialización del telescopio, en una novedad que sobrepasa fronteras. Galileo y su telescopio devienen iconos del conocimiento, penetrando en el imaginario colectivo a través de menciones y plasmaciones en el arte y la literatura del momento. En la manufactura, difusión y recepción de un objeto tan aparentemente sencillo y a la misma vez tan complejo como el telescopio desempeñan un papel de primer orden, como ya vimos, algunas de las grandes fortunas europeas, pero también pequeños núcleos de intelectuales que saben sacar partido de sus múltiples aplicaciones. Si por una parte el anteojo galileano se convierte en instrumento de exploración científica, por otra lo hace también como objeto de regalo, como bagatela, como síntoma, a fin de cuentas, del nuevo correr de los tiempos. Y una materia como el cristal —y ese mismo misterio que se esconde, por ejemplo, entre las dos lentes que configuran el ‘tubo óptico’— pasa a protagonizar numerosos debates en torno al progreso, a los poderes de la visión, a la naturaleza de las apariencias y a la vanidad del urbanita barroco. Este mismo cristal, por otra parte, se connota de nuevos significados geopolíticos en la escena diplomática. He señalado ya el rol importantísimo que desempeña la poco estudiada rivalidad entre Venecia y Madrid a la

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hora de destacar los modelos ideales de gobierno y los códigos de conducta que frenen los abusos de un monarca o un valido todopoderoso; he aludido también al papel que ejerce la cultura científica de una región como la Toscana, de donde provienen tantos y tantos ingenios que registran en sus escritos los nuevos avances del conocimiento. De este rico fermento surgen testimonios, según hemos visto, como los de Trajano Boccalini y Tomaso Garzoni quienes, desde sus respectivas posiciones, se valen del motivo literario del cristal para construir toda una poética en torno a problemas muy actuales relacionados con el ejercicio del poder, los límites del intelecto humano y las peligrosas trampas de la vanidad, por nombrar tan solo tres de ellos. Estos asuntos suscitan en España dos de las reflexiones más interesantes de este periodo intermedio del xvii a cargo de dos escritores como Francisco de Quevedo y Diego de Saavedra Fajardo, cuyas relaciones con Italia fueron, por otra parte, muy intensas y fructíferas. En las siguientes páginas quiero trazar un breve recorrido con la política internacional como temática común e hilo conductor, y con la instrumentalización que se hace del telescopio en dos tipos de escritura muy diferentes. Se trata, como veremos a continuación, de un caso fascinante de intervención política, en donde la voz personal de estos dos viajeros curtidos en numerosos frentes diplomáticos advierte al lector sobre el gran poder de seducción del telescopio; un poder de seducción que no solamente se manifiesta en el plano material, sino también en todo su potencial simbólico a la hora de disertar sobre el poder de la imagen tanto como sobre la imagen del poder.1

La intervención política (i): el prisma transatlántico La aparición del telescopio en la obra de Francisco de Quevedo no debe sorprender al lector contemporáneo, dado el ambicioso alcance de una producción literaria en donde no hay tema de la actualidad que no se toque. Críticos como Alessandro Martinengo o José Julio Tato-Puigcerver han demostrado cómo nuestro escritor no solo estaba al tanto de los avances técnicos del momento, sino que también incorporó numerosos temas y léxico del mundo de la ciencia en varias de sus piezas, ya fuera de manera literal o metafórica. Como buen escritor barroco, Quevedo supo acudir a imágenes en donde lo intrincado, lo precioso o lo dinámico —en el

1. De entre la reciente bibliografía sobre este asunto, destaca el estudio de Diana Carrió-Invernizzi, El gobierno de las imágenes. Ceremonial y mecenazgo en la Italia española del siglo XVII. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2008.

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sentido científico del término, con sus movimientos internos— le sirvieron para analizar con más éxito la realidad circundante. Quién no recuerda, por ejemplo, su famosa letrilla “Érase un hombre a una nariz pegado”, prodigio del ingenio en donde se exprimen al máximo las resonancias íntimas entre forma y contenido, cuando no el efecto sorpresa del funcionamiento interno del objeto, así como una idea del cuerpo como compuesto de elementos dispares, con esa nariz que se precipita al exterior como lo hace también el tubo pegado al ojo. Y lo cierto es que, como vamos viendo ya, esa Venecia cristalera tan enemiga de la monarquía hispánica va a estar muy presente a lo largo de toda la obra del vate madrileño.2 Sabemos igualmente que el mundo de la óptica, trasladado en la ficción que advierte sobre los límites del conocimiento ajeno y propio, no evade el alcance de su pluma. El propio Quevedo había reflexionado ya sobre los poderes de la vista en textos como España defendida y en pasajes de “El mundo de por dentro”, incluido en su obra maestra Sueños y discursos (1627), en el cual se observaba la mediocridad y locura mundana por “debajo de la cuerda”, es decir, más allá de las apariencias.3 Este ejercicio de la vista admonitora va a convertirse en el andamiaje temático del famoso opúsculo político El lince de Italia u zahorí español (1628), en donde el autor de El Buscón se vale de un anteojo de larga vista para aconsejar a Felipe IV en torno al peligro de los intereses del duque de Saboya. Si bien se sabe que en muy pocas ocasiones se atrevió la República de Venecia a enfrentarse militarmente con España, sí es conocido, en cambio, el apoyo económico continuo prestado a los enemigos de los Austrias. Sirva de ejemplo cómo a principios de 1616, y ante la posibilidad de la reanudación de la guerra entre España y Saboya por causa del Monferrato, Vene2. Ver, entre otros, los estudios de James O. Crosby, “Quevedo’s Alleged Participation in the Conspiracy of Venice”. Hispanic Review 23. 4 (1955): 259-273; Victoriano Roncero López, “Sátira contra los venecianos de Francisco de Quevedo”. El Crotalón 1 (1984): 359-372; Encarnación Juárez Almendros, Italia en la vida y obra de Quevedo. New York: Peter Lang, 1990, especialmente las pp. 9-79; y William H. Clamurro, “Quevedo y la lectura política”. La Perinola: Revista de Investigación Quevediana 5 (2001): 95-105. 3. Alessandro Martinengo, La astrología en la obra de Quevedo: una clave de lectura. Pamplona: Eunsa, 1992. De forma más general, ver la serie de cuatro trabajos de José Julio Tato Puigcerver, “El léxico científico de Quevedo”, publicados en la revista La Perinola: Revista de Investigación Quevediana 6, 7, 8 y 14 (2002, 2003, 2004, 2009, respectivamente); y del mismo, “Una nota sobre Quevedo, Copérnico y Galileo”. Espéculo: Revista de Estudios Literarios 16 (2000-2001), versión en línea . La edición de La Hora de todos de Luisa López Grigera (Madrid: Castalia, 1975) contiene interesantes datos sobre el posible anticopernicanismo de Quevedo; la de Lía Schwartz (Madrid: Castalia, 2009), más completa aún, ofrece también un excelente panorama crítico.

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cia concedió a Carlos Manuel un subsidio de cincuenta mil ducados mensuales para ayudarle con los preparativos militares. Esta cantidad aumentó cuando comenzaron las hostilidades (14 de septiembre de 1616) hasta llegar a los ochenta mil ducados según los autores italianos y hasta cien mil según los españoles. Quiero hacer breve parada en esta obrita porque, si bien no aparece representado el anteojo como tal, sí se le nombra como vehículo que permite al autor agudizar su fino instinto para aconsejar correctamente a un monarca que no es consciente del peligro que tiene ante sus ojos. No quiero volver aquí sobre lo que ya parece ser una evidencia, a saber, la inspiración de la Accademia dei Lincei en la utilización de esta figura para valerse de la facultad de la visión nítida, astuta, profunda; pero sí quiero insistir en cómo una creación del universo de la ciencia le sirve al madrileño para construir toda una retórica encaminada a ofrecer un punto de vista diferente que revele estas intrigas y rivalidades políticas tan acuciantes. La visión quevedesca es una visión estratégica, apoyada del contexto histórico necesario y provista de una perspectiva abarcadora que extiende el mapa de intereses sobre todos los nódulos necesarios. Y aunque la mención al anteojo aparece a mitad de texto, no deja de ser fundamental para comprender sus intenciones. Sabemos ya que en la primavera de 1628 Saboya y España han entrado en el Monferrato para impedir que sobre este marquesado y sobre el ducado de Mantua afiance su dominio el duque de Nevers, cuya ascendencia francesa hacía sospechar una alianza que podía poner en peligro el dominio español sobre el ducado de Milán, vecino de esos territorios. El duque aludido no es otro que Carlos Manuel I, quien busca arrebatar estos lugares al francés. En marzo de 1628 el duque de Saboya ha comenzado entonces a invadir los territorios monferratenses que le correspondían según el acuerdo al que había llegado con Gonzalo Fernández de Córdoba a la muerte de Vicente II. El narrador le pregunta entonces al monarca: “Pues si esto es así, ¿cómo hoy el duque, siendo imperial y renegado de vuestra protección le hace guerra y le arrebata los lugares?”, ofreciendo entonces la herramienta idónea para combatir la ceguera que aflige al rey en forma, en este caso, de catarata: Esto, ni el emperador lo consentirá, ni él lo disimula bien, ni Vuestra Magestad lo ignora; y Italia se va curando de las cataratas que le hacían no ver este tropezón. Yo, Señor, pondré tal antojo de larga vista en vuestras manos, que desde Madrid se registre en Turín las entrañas.4

4. Lince de Italia u zahorí español. Ignacio Pérez Ibáñez, ed. Pamplona: Eunsa, 2002, pp. 88-89; cito a partir de esta edición.

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Quevedo muestra sus recelos ante este apoyo del duque de Saboya a España, y los extiende, sobre todo, a Francia y Venecia. La imagen de libertador de Italia que se ha forjado el saboyano se había propagado en los ya citados Ragguagli di Parnasso (1612) y la Pietra del paragone politico (1615), de Boccalini, así como en un texto del que no he hablado en relación con estas rivalidades hispano-venecianas, el Castigo essemplare de’ calunniatori (1618) de Valerio Fulvio, y en donde se ponderaba su figura menoscabando a España y al propio Quevedo. Lo que aparece citado como Piedra Paragón aquí alude a ese Boccalini lleno de “malicias y suposiciones”, “que habla de la grande y gloriosa monarquía de Vuestra Magestad con desvergüenza insufrible”.5 En este opúsculo tan típico del madrileño, que avisa de que el verdadero peligro está realmente en casa, las dos metáforas de su título revelan la intención de poner en práctica su visión privilegiada de lince y sus poderes dilucidadores para descubrir lo oculto como un zahorí que ve más allá de la realidad inmediata.6 Estamos, como ha señalado la crítica al texto, ante un tipo de historiografía con fines ético-pragmáticos encaminada a desenmascarar los peligros que acechan en Italia: “tengo por salud de la materia de Estado” —escribe Quevedo— “la malicia anticipada en las cosas de más calificado exterior. Vuestra Magestad oiga estos arrojamientos de mi atención y estas cautelas de mis miedos”.7 La admonición al monarca no evita un guiño irónico al lector cuando el propio Quevedo sopesa los riegos de que él, miope y de “ojos divertidos”, sea quien aporte la visión correcta: “pues aun de vista enferma y de ojos divertidos se dejó conocer la malicia que iba debajo, si mal fundada, peor cubierta”.8 Venecia se presenta en estas páginas como la gran agitadora de tensiones europeas, que azuza (“enciende”), que “sopla” la guerra: Venecia (que busca la paz con la boca, y la guerra con los dineros) siempre procurará la inquietud de los reinos de Vuestra Magestad, más en Italia que en otra parte, porque solo con eso se contrapesa ella con Italia y con vuestra monarquía, y sabe que en otros países es menester encender la guerra y soplarla, y que en Italia ella se atiza sin fin.9

5. Op. cit., pp. 74 y 78, respectivamente. 6. Así lo han indicado Juárez Almendros op. cit., p. 193; y Antonio Azaustre Galiana, “Estructura y argumentación del Lince de Italia u zahorí español”. La Perinola: Revista de Investigación Quevediana 8 (2004): 49-75, p. 50. 7. Op. cit., p. 90. 8. Op. cit., p. 73. 9. Op. cit., p. 95.

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Y, siguiendo una acepción del término “soplar” como espionaje, el narrador nos avisa un poco más tarde de que Venecia es chisme del mundo y el azogue de los príncipes: es una república que ni se ha de creer ni se ha de olvidar; es mayor de lo que convenía que fuese, y menor de lo que da a entender; es muy poderosa en tratos y muy descaecida en fuerzas. […] Es Venecia más dañosa a los amigos que a los enemigos, y es remedio de las paces de los elementos, que con sus contrarios simboliza con una calidad, y se contradice por otra; y así su abrazo es una guerra pacífica.10

El abrazo de Venecia como una guerra pacífica es, acaso, la mejor definición posible de los peligros que acechan tras la lisa superficie del cristal que define a esta República. Un cristal que, años más tarde, va a volver a ser un instrumento crucial en su magistral sátira La Hora de todos y la Fortuna con seso (1650) —compuesta, se cree, entre 1633 y 1635— y en donde volverá a hacer uso de objetos de uso técnico provenientes de los debates culturales del momento. Y es que, desde su ambicioso aliento político, La Hora es una de las composiciones satíricas más logradas, “una especie de sumario final de este gran censor de la sociedad y política españolas”, una “summa satírica” que ofrece una muy completa visión de lo que para el autor de El Buscón era el equilibrio de fuerzas en la Europa del momento.11 Como resultado, en sus páginas palpitan no solo el desaliento vital del propio autor, sino también la profunda crisis que azota la España del cuarto Felipe y el controvertido liderazgo del conde duque de Olivares. La presencia del telescopio en el capítulo XXXVI, titulado “Los Holandeses en Chile”, ahonda en la difícil tensión existente entre los intereses ultramarinos de Olivares, la pujanza marítima de los holandeses y la actitud de legítima defensa del pueblo araucano; y, como telón de fondo, 10. Op. cit., pp. 101-102. 11. La primera cita es de William Clamurro, “La Hora de todos y la geografía política de Quevedo”. Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas. Barcelona, 21 a 26 de agosto de 1989. Antonio Vilanova, ed. Barcelona: Prensas y Publicaciones Universitarias, 1992, pp. 841-848 (p. 841); la segunda es de Miguel Martínez, “‘Quien me entendiere me declare’: España, Holanda y los indios de América en La Hora de todos”. Voz y Letra: Revista de Literatura 17.1 (2006): 93119 (p. 118). El trabajo de Clamurro se centra en la crítica a los venecianos esgrimida por Quevedo; el de Martínez se sumerge en los discursos legales y políticos renacentistas que palpitan en el fondo del episodio, así como en las tensiones internas que consumen a Quevedo. Con respecto a esta visión política del texto desde un marco más amplio, pueden consultarse también James Iffland, “‘Apocalipsis más tarde’: Ideología y La Hora de todos”. Co-Textes 2 (1981): 27-94; y Conrad Kent, “Política en La Hora de todos”. Journal of Hispanic Philology 2. 1 (1977): 99-119. Citaré a partir de ahora por la edición La Hora de todos y la Fortuna con seso. Jean Bourg, Pierre Dupont y Pierre Geneste, eds. Madrid: Cátedra, 1987.

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la sombra del gran popularizador del ‘tubo óptico’, Galileo, a quien nunca se alude pero cuyo instinto científico-comercial respira bajo el conflicto entre culturas que se narra.12 No es la primera vez que vemos en La Hora una fascinación por lo mecánico: un poco antes del comentario holandés Quevedo había escrito que la política, especialmente aquella que involucra intrigas internacionales, funcionaba como el mecanismo de un reloj, sin ser “visto ni oído” y sin “cesar ni volver atrás”.13 Y al hablar, nuevamente, de Venecia, había afirmado que “nuestra razón de Estado es vidriero que con el soplo da las formas y hechuras a las cosas, y de lo que sembramos en la tierra a fuerza de fuego fabricamos hielo”.14 Si en otros ejemplos habíamos visto las cualidades refractantes o reflejantes del cristal, lo que aquí se valora es su maleabilidad y el proceso de moldeado desde la fragua (fuego) al producto final (hielo) con ese “sembramos” como supremo verbo colonizador. Sin embargo, la palabra “soplo”, veremos a continuación, no resulta ni mucho menos baladí, ya que su disemia apunta a la idea del chisme y, por extensión, a la ya mencionada actividad de espionaje; una actividad, por cierto, que se le atribuyó a nuestro escritor, de forma un tanto errada, durante sus embajadas italianas bajo los designios del duque de Osuna. Para cuando se publica La Hora de todos, dos de las expediciones holandesas más importantes del momento —las de Joris van Spilbergen en 1614-1615 y la de Jacques L’Hermite en 1624— han fracasado en su intento de dominar las costas de Chile.15 Sin haber llegado aún la famosa de Hendrik Brouwer, que ocurriría más tarde (1643), y sin haberse logrado una implantación definitiva del enemigo holandés en el puerto de Valdivia, lo cierto es que, para 1633-1636, los españoles parecen ya temer un ataque apoyado por los araucanos, que vuelven desde su lejanía ultramarina a la escena política española, y cuyo imaginario colectivo renace asimismo en España con la reedición en 1632 de La Araucana de Alonso de Ercilla. Quevedo participa en los debates en torno a este fenómeno cuan12. Véase André Stoll, “El antojo del pirata o la corrupción de las Indias: revolución científica y ‘episteme’ conceptista en La Hora de todos y la Fortuna con seso de Quevedo”. Voz y Letra: Revista de Literatura 12.2 (2001): 35-61; al episodio alude también Josette Riandière La Roche Saint-Hilaire en su ya citado Recherches sur la penseé politique de Francisco de Quevedo Villegas: L’homme, l’historien, le pamphlétaire. Paris: Université de la Sorbonne Nouvelle, 1993, 4 vols. 13. Op. cit., p. 268. De hecho, y como ocurre en el tranco VII de El Diablo Cojuelo, el reloj es también símbolo de la privanza, pues la labor del privado, como las ruedas de un reloj que lo hacen funcionar, no debe verse. 14. Op. cit., pp. 283-284. 15. Ver, a este respecto, Benjamin Schmidt, “Exotic Allies: The Dutch-Chilean Encounter and the (Failed) Conquest of America”. Renaissance Quarterly 52. 2 (1999): 440-473.

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do, en el escenario XXVIII, critica a partes iguales al contingente holandés y al conde duque de Olivares —por haber firmado una tregua con el príncipe de Orange—, mientras que en el XXXVI describe el encuentro entre la tripulación de un barco pirata holandés y un grupo de indios en un puerto chileno. El cuadro se titula, como sabemos ya, Los holandeses en Chile y cuenta con un “tubo óptico” en el centro mismo del episodio. Quevedo nos narra cómo los piratas norteños se han afanado en “pellizcar” y “roer” la cartografía americana, propagándose peligrosamente como un “cáncer”.16 Al contingente que atraca en las costas chilenas le reciben “los más principales” de los araucanos con las armas en mano. De ellos se nos indica que “es nación tan atenta a lo posible y tan sospechosa de lo aparente”, subrayando su inteligencia natural frente a las artimañas enemigas que tan solo quieren, como los propios astrólogos que ya han sido criticados en textos previos, confundirles, engatusarles —el término, veíamos ya, es de Vélez de Guevara—. No en vano, Quevedo escribe que, en su estrategia equivocada, en su misreading, los holandeses ven a los locales como individuos “inclinados a juguetes y curiosidades”. Pero el engaño es mutuo: cuando los indígenas confunden a los holandeses con los españoles, el capitán del barco, a fin de ganarse su favor, subraya en un discurso su merecida libertad y soberanía frente al yugo enemigo.17 Tras la diatriba, sabemos ya, palpitan muchas preocupaciones del propio Quevedo, quien utiliza aquí al opositor al imperialismo de los Habsburgo como el álter ego que presenta un juicio moral contra la soberbia del absolutismo del momento. Tras el obsequio fallido de una serie de agasajos de poco valor, el pirata holandés les ofrece un telescopio, “tubo óptico, que llaman antojo de larga vista”, siguiendo la idea de que fueron sus paisanos Hans Lippershey, Zacharias Janssen y Jacob Metius (o Jacob Adriaanszoon), como ya he señalado antes, sus primeros inventores. Con él, promete al indio principal “que entre todos tenía mejor lugar”,18 no solo que podrá avistar barcos en la lejanía, sino también observar secretos del firmamento hasta entonces nunca vistos: nuevas estrellas, los ‘ojos’ y la ‘boca’ de la Luna y manchas en la órbita solar. La retórica asociada al controvertido instrumento resulta reveladora en Quevedo, que funde en ella al cosmógrafo y al astrónomo: los holandeses, encareciéndoles su uso, y con razón, diciendo que con él verían las naves que viniesen a diez y doce leguas de distancia, y conocerían por los trajes y ban16. Op. cit., pp. 254 y 257. 17. Ver, por ejemplo, Jonathan I. Israel, The Dutch Republic and the Hispanic World, 1601-1661. Oxford: Oxford University Press, 1982. 18. Op. cit., p. 311.

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deras si eran de paz o de guerra, y lo propio en la tierra, añadiendo que con él verían en el cielo estrellas que jamás se habían visto, y que sin él no podrían verse; que advertirían distintas y claras las manchas que en la cara de la luna se mienten ojos y boca y en el cerco del sol una mancha negra; y que obraba estas maravillas porque con aquellos dos vidrios traía a los ojos las cosas que estaban lejos y apartadas en infinita distancia.19

La cita reproduce algunas de las promesas que vimos en la carta que Galileo había enviado a Felipe III años atrás y que el monarca, sin duda intrigado, compartió con no otro que el duque de Osuna: “dar el modo para poder graduar la longitud y facilitar y asegurar la navegación del océano y […] ofrecía también otra invención para las galeras del Mediterráneo con que se descubrían los bejeles del enemigo diez veces más lejos que con la vista ordinaria”. La segunda parte de la promesa a los araucanos recoge, ya hemos visto, los hallazgos divulgados en el Sidereus Nuncius en torno al Sol y la Luna. El indio se aplica el tubo al ojo derecho, “asestándole a unas montañas”, y da un gran grito, espantando a los otros y diciendo que ha visto “a distancia de cuatro leguas ganados, aves y hombres, y las peñas y matas tan distintamente y tan cerca, que aparecían con el vidrio postrero incomparablemente crecidas”. El rechazo es inequívoco: sujetándolo con la mano izquierda, contesta entonces al holandés que Instrumento que halla mancha en el sol, y averigua mentiras en la luna, y descubre lo que el cielo esconde, es instrumento revoltoso, es chisme de vidrio, y no puede ser bienquisto del cielo. Traer a sí lo que está lejos es sospechoso para los que estamos lejos; con él debisteis de veros en esta grande distancia, y con él hemos visto nosotros la intención que vosotros retiráis tanto de vuestros ofrecimientos. Con este artificio espulgáis los elementos, metéisos de mogollón a reinar: vosotros vivís enjutos debajo del agua, y sois tramposos del mar.20

El pueblo araucano acusa así a los holandeses de atentar contra su libertad, de prometer un falso socorro del rey de España, cuando en realidad lo que están haciendo es arrebatarle el Brasil a la Corona española. “Los Holandeses, animados con haber sido traidores dichosos, aspiran a que su traición sea monarquía, y de vasallos rebeldes del gran Rey de España, osan serle competidores. Robáronle lo que tenía en ellos y prosiguen en usurparle lo que tan lejos dellos tiene, como son el Brasil y las Indias, desinando sus conquistas sobre su corona”.21 Pero América, nos 19. Op. cit., p. 311; cursivas mías. 20. Op. cit., pp. 311-312. 21. Op. cit., p. 337-338.

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recuerda el indio, es “una ramera rica y hermosa”, que no es leal a nadie, a ningún “rufián” —o proxeneta, en el lenguaje de hoy—. Los araucanos, iluminados por la Hora, rechazan la alianza holandesa y los expulsan de su territorio; el indio principal le da al contingente de piratas dos horas para irse, pues sois invencioneros, inventad instrumento que nos aparte muy lejos lo que tenemos cerca y delante de los ojos, que os damos palabra que con éste que trae a los ojos lo que está lejos, no miraremos jamás a vuestra tierra ni a España. Y llevaos esta espía de vidrio, soplón del firmamento, que, pues con los ojos en vosotros vemos más de lo que quisiéramos, no le hemos menester. Y agradézcale el sol que con él le hallasteis la mancha negra; que si no, por el color, intentárades acuñarle, y de planeta hacerle doblón.22

En el episodio, ha escrito André Stoll, “[E]l arte de la demolición ideológica practicada por Quevedo alcanza […] una radicalidad poética sin precedentes”.23 La figura alegórica de origen moralizador de la Hora instituye un orden capaz de ilustrar la vanidad del mundo. Quevedo combina aquí tres de los debates más importantes en la Europa del momento, a saber, el de las estrategias de expansión imperial a costa del enemigo holandés; el de las controversias en torno a los derechos indígenas de América; y el de los avances de la ciencia poscopernicana. Los editores modernos de la pieza coinciden en señalar que, más que a los holandeses en sí, a quien se critica realmente es al conde duque de Olivares por negociar una tregua con ellos.24 Y, de hecho, el indio anuncia claramente que “no miraremos jamás a vuestra tierra ni a España”, dejando a la Corona en una situación desfavorecida. Con la presencia de la Hora se pasa de una situación a otra sin aparente mejora: Jean Bourg, Pierre Dupont y Pierre Geneste han escrito en su Introducción al texto que En los cuadros, Quevedo, fiel a las leyes del género satírico, se muestra agresivo, apasionado, arrebatado, excesivo, y, al mismo tiempo, profundamente marcado por la dialéctica de los contrarios heredada de los estoicos. La acción de la Hora, que debe crear una situación nueva, inversa, diferente al statu quo ante, no consigue que reinen la armonía y la justicia. La nueva situación es

22. Op. cit., p. 313. Esta idea del antojo como ‘instrumento revoltoso’ aparece también en Lope de Vega y su pieza La Serrana de la Vega (I, 2). Obras escogidas. Federico Carlos Sáinz de Robles, ed. tomo III, teatro, Madrid: Aguilar, 1955, p. 1298. 23. Op. cit., p. 36. 24. La crítica a los holandeses en las letras áureas no es nueva; vid., por ejemplo, Miguel Herrero-García, Ideas de los españoles del siglo XVII. Madrid: Voluntad, 1928, p. 437.

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simétrica con la primera, pero en el fondo, igual de inestable, paradójica e injusta.25

La Hora no cancela el efecto de la ciencia experimental sobre su receptor chileno, sino que despliega una trama de irritantes silogismos o ingeniosas paradojas entrelazadas, en cuyo desarrollo el invento científico del tubo óptico demuestra inopinadamente, aún antes de que se condene moralmente su uso interesado, su utilidad contraria como vehículo del proceso hermenéutico intentado por el propio autor de la obra.26

Es decir, además de actuar como instrumento para la toma de conciencia del indio —al que sin embargo está destinado a engañar— el telescopio sirve también como agente metanarrativo, al confirmar “científicamente” la existencia de “maravillas” otras que las ópticas, por deberse ellas al ingenio lúdico del poeta, que constituye la marca inconfundible de cada cuadro de La Hora. Pero el indio tiene el catalejo en la mano equivocada, y por lo tanto el provecho que debe extraer es más bien moral; se ve como lo ven los otros, lejano, se objetiva a sí mismo y se ve en peligro por su nueva proximidad, en manos del dueño que posee la ciencia moderna, la técnica, a punto de perder la libertad que les garantizaba esa misma lejanía. Si el catalejo se presentaba como herramienta niveladora, como instrumento democrático que podía eliminar distancias uniendo lo propio y lo ajeno, en este caso el araucano lo rechaza precisamente por eso, en una búsqueda de distancia, de individualidad que lo haga ajeno al sincretismo expansionista del imperio. Esto hace que el indio no se pliegue a los deseos del holandés, ni se anime a una rebelión contra el lejano rey de las Españas; lo que pide, en última instancia, es preservar su esencia evitando cualquier ocupación, rechazando igualmente el viaje en sí, ya sea marítimo o celeste. En cierta forma, el telescopio hace por el indio lo mismo que hace la reedición de La Araucana, es decir, integrarle de nuevo en el imaginario colectivo hispano. El texto, obviamente, da cuenta de un abierto rechazo a lo holandés, pues en él se funde la figura del pirata con la del judío; Quevedo, aislacionista y antisemita, ve ya a Holanda como un centro sefardita y converso, con Ámsterdam como su “Jerusalén del Norte”, y por lo tanto la amenaza en el Brasil no solo es protestante, sino también judaizante.27 Pero el epi25. Op. cit., p. 52. 26. Op. cit., p. 43. 27. Ver, a este respecto, Günter Böhm, Los sefardíes en los dominios holandeses de América del Sur y del Caribe, 1630-1750. Frankfurt: Vervuert, 1992; Jonathan I. Is-

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sodio contiene también una segunda reflexión de índole epistemológica muy típica del Barroco, como bien ha señalado Stoll: Desear conocer —el apetito cognitivo— radica, desde luego, en el apetito estético. El primer vínculo del sacrílego deseo original es, en efecto, para la escritura bíblica, el ojo, ese mismo órgano de la visión al que la filosofía (neo) platónica atribuiría la facultad de generar y transmitir la beldad, es decir, el Amor, suprimiendo con eso la idea de una condena original de las generaciones humanas. Condenar el equivalente moderno del órgano de la visión (estética y epistemológica), como lo hace Quevedo por intermedio del indio iluminado por la Hora, significa implícitamente, por eso, rechazar la herencia de esos filósofos neoplatónicos del Renacimiento, quienes, como Ficino, Picco Della Mirandola, Manetti, o también Juan Luis Vives (Fabula de homine, Lovaina, 1518), se habían esforzado, a través de sus espectaculares tratados sobre la dignitas hominis, en explorar las consecuencias de aquel antojo original para la formación de una humanidad nueva y soberana. Indio capaz de articular su propia “lucidez desengañadora”.28

Lo que más me interesa, por consiguiente, es ver cómo se pronuncia Quevedo con respecto a los logros de la ‘nueva física’, ya que parece evidente que no hay una condena abierta del telescopio como objeto, sino de la mano en la que cae, de aquel que lo utiliza. El rechazo a disfrutar de sus maravillas —que, repito, Quevedo nunca niega sino que más bien publicita— subraya el fracaso del proyecto colonial, de fundir lo heterogéneo a través de esos dos cristales de los que habla el texto. Pero la broma final con respecto a la mancha solar confirma la inteligencia del indio, y no su retraso. En un estimulante ensayo, Miguel Martínez ha hablado de una “polifónica multiplicidad de voces”, de la “presencia de un yo satírico mucho menos definido” que hace que la postura del autor quede menos clara que en otros textos.29 Sabemos que el autor de El Buscón estuvo en Roma en la primavera de 1617, y que escribió sobre algunos de los eventos del momento y sobre sus más destacados protagonistas. Habían transcurrido tan solo unos meses del proceso a Galileo, y no cabe duda de que su condena debía pesar sobre la memoria colectiva. En su edición al texto, Luisa López Grigera ha escrito que “Quevedo no desconoce el debate”30, mientras que Pablo Jauralde ha afirmado de forma algo más cautelosa que

rael, Empires and Entrepots: The Dutch, the Spanish Monarchy and the Jews, 15851713. London: The Hambledon Press, 1990. 28. Op. cit., p. 52. 29. Op. cit., p. 113. 30. Op. cit., p. 28, n. 49.

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[S]i Quevedo tuvo tiempo de algo más que ejercer sus tareas como embajador ocasional y de pasear sus ojos por la urbe universal, es probable que tuviera noticia […] de la defensa de las doctrinas de Galileo Galilei frente a las autoridades eclesiásticas […] Si así fue, no ha dejado huella perceptible en su obra.31

Si Quevedo se había burlado del copernicanismo en el Prólogo de La Hora cuando hablaba del Sol como planeta “bermejo” y “andante”, Schwartz y Riandière La Roche Saint-Hilaire hablan sin embargo de una “posición ambigua” y prudente a la cual me subscribo,32 y coinciden en señalar que el episodio del antojo de larga vista se adhiere a una ideología de filiación estoica que asignaba la ‘alta cultura’ —y, en este caso, al telescopio como instrumento para las élites— como dominio exclusivo de los sabios. Un dominio exclusivo, por cierto, que ya se había defendido en la visión particular de Juan de Espina a la hora de abrir las puertas de su casa para el estudio de doctos y en su correspondencia con Felipe IV, y que iba a ser constante en muchos de los ingenios del momento que —tal y como nos recordaba Cervantes en la cita que abre el libro— alababan las virtudes de lo nuevo solo si eran cultivadas por manos expertas: ninguna ciencia en cuanto ciencia engaña; el engaño está en quien no la sabe.

La intervención política (II): el prisma transalpino Son realmente escasos los emblemas que utilizan objetos vinculados a la ciencia en España, y muchos menos los relacionados con la óptica.33 En la Primera parte de las Empresas morales (1581) de Juan de Borja contamos con la Empresa XLVI, que recoge unos anteojos destinados a simbolizar el control de las pasiones. El comentario reza así: Aunque las pasiones y afecciones que nos combaten no nos parezcan al principio grandes ni fuertes, no por eso debemos descuidarnos en resistirlas y sujetarlas; porque si nos dejamos señorear y vencer dellas, no sólo se contentarán con que les rindamos la voluntad, sino también querrán entregarse de nuestro entendimiento, cegándolo y haciéndole juzgar lo negro por blanco, lo claro por oscuro y lo falso por verdadero; bajándonos de escalón en escalón hasta dar con nosotros en el profundo de los errores de entendimiento, que 31. Francisco de Quevedo (1580-1645). Madrid: Castalia, 1998, p. 350. 32. Schwartz, op. cit., p. 303, n. 919; Riandière La Roche Saint-Hilaire, op. cit., pp. 2730. 33. De sumo interés, en este sentido, resulta el artículo de Peter M. Daly, “Emblems through the Magnifying Glass Or Telescope”. Emblematica: An Interdisciplinary Journal of Emblem Studies 18 (2010): 315-337.

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son tanto de temer. Esto se da a entender en esta Empresa de los Antojos con la letra SIC ANIMI AFFECTUS, que quiere decir: ASÍ HACEN LAS PASIONES DEL ALMA. Porque como el que mira con antojos, todo lo que ve le parece de la color que ellos son, y así le parecen las cosas grandes o pequeñas conforme a la hechura que ellos tienen, de la misma manera las pasiones y afecciones del alma hacen que todo parezca conforme a la pasión que la señorea, poniéndose delante de los ojos de la razón y perturbándola, de manera que si es con amor lo que se mira, todo parece bueno, hermoso, fácil y gustoso; si con aborrecimiento, aquello mismo parece luego malo, feo, áspero y dificultoso.

En el emblema de Sebastián de Covarrubias, cuyo lema es “Sombras son de la verdad” (Centuria 1, Emblema 18), se nos presentan unas curiosas gafas de lentes facetadas que multiplican engañosamente la imagen, cuando la verdad, para el autor, “no tiene más de una cara, siempre es una, y está firme”. La subscriptio reza: Los antojos de lunas cuadreadas de una sola cosa, hacen ciento. Todas, tan igualmente pareadas que echarle mano a de ser a tiento: las falsas opiniones, disfrazadas al no advertirlo, sacarán de tiento, representando por verdad constante la mentira, que engaña al ignorante.

Finalmente, tenemos también un prisma de cristal que descompone la luz en su espectro de colores en la Empresa 35, titulada “Nimium ne crede colori”, que su autor, Francisco Núñez de Cepeda, incluyó en Idea del buen pastor copiada por los santos doctores representada en empresas sacras (1682), acaso basándose en el Mondo simbólico de Filippo Picinelli. Quiero centrarme en estas páginas, sin embargo, en un telescopio orientado al firmamento en la famosa obra maestra de uno de los personajes más representativos de esta fértil y fascinante circulación de ideas entre España e Italia como fue el de Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648). Su densa y compleja obra, y en especial su emblemática, provee al lector de hoy en día de una muy útil lectura —una lectura inequívocamente seria, en este caso— de cómo fue recibido el telescopio en la Europa del momento. La suya es una intervención desde y para la monarquía española, pero impregnada, creo yo, de las fuerzas materiales e intelectuales que determinaron tanto su entendimiento de la esfera política como su comprensión de la fuerza imparable de la nueva ciencia. El telescopio, desde su evidente modernidad, desempeña un papel importante en su visión del monarca

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perfecto y del modelo ideal de gobierno bajo un líder astuto y cauteloso, pero esta cautela también se manifiesta, muy significativamente, en el uso ‘literario’ del propio instrumento. Su emblemática me resulta, por tanto, especialmente indicativa porque traza una muy reveladora fraternidad entre educación (en lo temático) y diplomacia (en lo formal) que sin duda enriquece, a modo de contraste, el recorrido que traza este capítulo, así como las coordenadas principales de su análisis. Un fértil vínculo entre ética y visión fundamenta el proyecto educador de las Empresas políticas (1640) de Saavedra Fajardo en el que, como escribió Mariano Baquero Goyanes hace ya varias décadas, “el predominio de lo óptico se conecta con una modalidad de perspectivismo literario muy típica del Barroco”.34 Para el escritor murciano el príncipe no solo tiene que disciplinar su mirada, sino que debe aprender también a proyectar una imagen acorde a su propia naturaleza para que, en última instancia, sea capaz de ofrecer un máximo potencial de dominación sin caer en el recurso del engaño. Esta supremacía decididamente antimaquiavélica35 del cuerpo regio debe ser articulada, como se ha señalado en fechas recientes, a través de sutiles mecanismos de disimulación mediante un efectivo uso de la vista, tanto en su ausencia como en su presencia: Qui nescit fingere nescit videre;36 y esta presencia debe cultivarse siempre para un “pueblo” 34. Ver, a este respecto, Mariano Baquero Goyanes, “Visualidad y perspectivismo en las Empresas de Saavedra Fajardo”. Murgetana 31 (1969): 5-37 (10); José Antonio Maravall, “Saavedra Fajardo: moral de acomodación y carácter conflictivo de la libertad”, en Estudios de historia del pensamiento español. Serie tercera. Siglo XVII. Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1975, pp. 161-196; las páginas que le dedica Fernando R. de la Flor en “El corazón transparente,” en Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano. Madrid: Marcial Pons Historia, 2005, pp. 183192; y José M. González García, “Saavedra Fajardo, en los múltiples espejos de la política barroca”. Res publica 19 (2008): 13-39. 35. Es amplia la bibliografía sobre este asunto; ver, para su contexto europeo, Robert Bireley, The Counter-Reformation Prince: Antimachiavellianism or Catholic Statescraft in Early Modern Europe. Chapel Hill, NC: University of North Carolina Press, 1990, en donde se discute a Saavedra en relación con Botero y Lipsio. En cuanto a la influencia de Lipsio en el estadista murciano, remito a la “Introducción” de Sagrario López Poza a Empresas políticas. Madrid: Cátedra, 1999, así como a su más reciente artículo: “La Política de Lipsio y las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo”. Res publica 19 (2008): 209-234. Para una aproximación más general en el contexto de otras tendencias políticas y filosóficas del momento —y en especial el neoestoicismo y escepticismo de la década de los 40 y 50— véanse las estimulantes reflexiones que Jeremy Robbins dedica al de Algezares en Arts of Perception: The Epistemological Mentality of the Spanish Baroque, 1580-1720. Abingdon: Routledge, 2006, pp. 82-94. 36. Para una mayor profundización, ver Miguel Grande Yáñez, “La relevancia de la disimulación en Saavedra Fajardo”. Res publica 19 (2008): 189-199 (190); y Fernando R. de la Flor, “Disimulación”, en op. cit., 2005, pp. 123-128. Para las relaciones

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seducido por el fasto y la pompa. Si el famoso Larvatus prodeo de Descartes se había convertido en una consigna de la época, textos capitales del momento como el Della dissimulazione onesta (1641) de Torquato Acceto habían encaramado la disimulación a la categoría de arte, un arte que podía dar “cierta tregua a la verdad”.37 En estas mismas coordenadas se moverá, en cierta forma, la lectura de Saavedra Fajardo. En la Empresa 43 de sus Empresas políticas, por dar tan solo un caso, aconseja al príncipe “disimulación en el semblante”;38 y en la número 39 recomienda la ausencia del cuerpo regio como arma de seducción, dado que “lo que no se ve se venera más”.39 Sobre el poder de la imagen, y en especial sobre el magnetismo de un líder bien parecido, ofrecerá un interesante juicio en la crónica de la historia medieval española que lleva a cabo en Corona gótica (1646), pieza que constituye una suerte de puesta en práctica de toda la teoría vertida en esa ‘razón de Estado’ de las Empresas. Así, al hablar de Liuva, “Decimonono rey de los Godos en España”, escribe: La hermosura y buena disposición del príncipe suele ganar los ánimos del pueblo, porque se mueve más por las apariencias externas que por las calidades de ánimo; y juzga que a una presencia grata a los ojos acompaña siempre la virtud y la benignidad, complaciéndose de obedecer por rey a quien excede a los demás en las gracias corporales.40

No resulta entonces sorprendente que, siguiendo ciertos recursos temáticos de la sátira menipea y otras genealogías literarias de su siglo, numerosas Empresas de este diplomático formado en cortes y embajadas conecten al ojo humano con el uso y abuso de poder a través de tópicos de ya larga prosapia: el rechazo a la ceguera y a los “ciegos guiando” que pronto veremos reinterpretado en Francisco Santos, el aprecio a las virtudes de la buena vista para no dejarse engañar y poder dirimir juiciosamente, la necesidad de una cierta clarividencia que permita un mayor alcance de miras… Y nada mejor para inculcar estas aptitudes en un príncipe que

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entre disimulación y opresión religiosa en un ámbito más amplio, remito al clásico estudio de Perez Zagorin, Ways of Lying: Dissimulation, Persecution and Conformity in Early Modern Europe. Cambridge: Harvard University Press, 1990; para las conexiones entre disimulación y virtud cívica, ver Jon R. Snyder, Dissimulation and the Culture of Secrecy in Early Modern Europe. Berkeley: University of California Press, 2009. Citado por Beltrán Marí, op. cit., 2007, p. 18. Op. cit., p. 530. Op. cit., p. 500. La cita proviene del capítulo decimosexto. Me valgo de la edición Obras completas. Ángel González Palencia, ed. Madrid: Aguilar, 1946, p. 916; énfasis mío.

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hacerlo mediante el mensaje tripartito de mote, pictura y declaración, que convierte a este libro en un estimulante acervo de finesse política, moderno donde los haya.41 Empresas políticas, de hecho, se proyecta hoy a sus lectores como un útil compendio de sabiduría, situado a medio camino entre el pragmatismo de su autor, un eficaz agente político —un auténtico doer, en términos anglosajones— y las distracciones y titubeos de los Felipes españoles, a quienes, en última instancia, representa. Quizá por este empaque doctrinal cimentado en lo biográfico, el de Saavedra Fajardo es un texto interdisciplinario donde los haya, abierto a una relectura crítica en donde confluyen la filosofía, la teoría política, la etnografía e incluso —y en este aspecto me detendré aquí— la historia de la ciencia. Y aunque la utilización de la emblemática por parte del estadista murciano poco tiene ya de novedoso para 1640, sí resulta de gran interés, sin embargo, la fértil imbricación de tradiciones —espejos, ventanillas del pecho humano,42 anteojos de mejor vista,43 catalejos o telescopios orientados hacia el firmamento, el agua como superficie refractora…— en donde la óptica ejerce un papel activo de adoctrinamiento. Recuérdese, por ejemplo, la famosa imagen del remo quebrado por el efecto del agua que abre su Empresa 46: El diálogo que el murciano entabla con esta disciplina y, por extensión, con las controvertidas tesis de la nueva física, otorga a su obra maestra una singularidad apenas estudiada hasta la fecha. Esta oscilación entre lo antiguo y lo moderno, en este delicado momento de encrucijada que vive nuestro embajador en su carrera europea, hace del cristal una materia que adquirirá importantes dimensiones teóricas desde su capacidad de recibir y proyectar sentidos; o, por seguir su propósito original, de reflejar y refractar imágenes saturadas de pedagogía, construyendo severas admoniciones en su reflejo (Empresas 33 y 76, por ejemplo) y proyectando 41. Un completo estado de la cuestión en torno a la intersección de lo escrito y lo visual en las letras áureas, así como de la crítica moderna en torno al fenómeno de la emblemática puede cotejarse en Aurora Egido, De la mano de Artemia. Literatura, emblemática, mnemotecnia y arte en el Siglo de Oro. Barcelona: José J. de Olañeta/ UIB, 2004. 42. Remito, por ejemplo, a Aurora Egido, “La historia de Momo y la ventana en el pecho”, incluido en su Las caras de la prudencia y Baltasar Gracián. Madrid: Castalia, 2000, pp. 49-90. 43. Ver, a este respecto, el estudio póstumo de André Joucla-Ruau, Le Tacitisme de Saavedra Fajardo. Paris: Éditions Hispaniques, 1977; una revisión reciente de gran interés es la de Christian Romanoski, Tacitus Emblematicus. Diego Saavedra Fajardo und seine Empresas Políticas. Berlin: Wiedler Buchverlag, 2006; José Antonio Fernández-Santamaría, Razón de Estado y política en el pensamiento español del Barroco (1595-1640). Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1986. Desde una perspectiva más general, es recomendable Richard Tuck, Philosophy and Government, 1572-1651. Cambridge: Cambridge University Press, 1993, y en especial las pp. 123-124, que sitúan al murciano en su contexto europeo.

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nuevas imágenes en su refracción (como ocurre en esta Empresa 46).44 Ya se ha reflexionado a fondo sobre la lectura ético-política que propicia en esta obra el uso del espejo, como bien resume José María González García el príncipe es un espejo que fácilmente se empaña con la ira o la soberbia; o el príncipe es espejo en que se miran los súbditos, ya que en él, “como en un espejo, compone el pueblo sus acciones”. Pero también, en un juego de espejos enfrentados, ha de mirarse el príncipe en el espejo del pueblo si quiere hallar la verdad ya que ésta habita lejos de los palacios; o el Estado y los consejeros son espejos del príncipe. El pasado y el futuro son concebidos como espejos que reflejan el cetro y con los que debe consultar el príncipe.45

Fig. 16. Empresa 46, Fallimur Opinione.

44. Sigo la numeración ofrecida en la segunda impresión de la obra, citando por la edición ya mencionada de López Poza. Ver también Frederick Luciani, Literary Self-Fashioning in Sor Juana Inés de la Cruz. Lewisburg, PA: Bucknell University Press, 2004, en especial su capítulo 4, “The ‘I’ Glass” (con alusiones a la Empresa aquí analizada en pp. 136-137); el texto aquí tratado genera un breve comentario en Jean Vicent Blanchard, L’optique du discourse au XVIIe siècle: De la rhétorique des jésuites au style de la raison moderne (Descartes, Pascal). Saint-Nicolas: Presses de l’Université Laval, 2005, pp. 105-106, y en Battistini, op. cit., 2006; ambos llegan a la misma conclusión, a saber, a destacar la desconfianza de Saavedra Fajardo hacia el telescopio como instrumento de progreso y de virtud. 45. Op. cit., 14. Por su parte, en el ensayo-introducción a la edición de Empresas políticas de la Real Academia de Alfonso X el Sabio (Murcia, 1984), titulado “Síntesis biográfica de Saavedra Fajardo y génesis de las ‘Empresas políticas’” (XV-XXXVII), Rodrigo Fernández-Carvajal escribe que “Saavedra funde el subgénero emblemático con otro subgénero epidíctico, el de los “espejos de príncipes”, que se remonta a la retórica clásica y tiene su modelo en el “Panegírico de Trajano”, de Plinio el Joven, citado en las Empresas” (XXXIII).

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A lo que se podría añadir que el libro entero, de hecho, debe leerse como un gran espejo en el que reflejarse, no muy distinto de sus predecesores del quinientos. No hay superficie, por tanto, que resista el didactismo a partir de sus juegos de luz, de su efecto óptico: cuando, al hablar de la amistad en la Empresa 91, se nos recuerde que “inútil queda el cristal rompido”,46 no solo se nos está advirtiendo sobre la fragilidad de las relaciones humanas, sino también sobre la necesidad de una lectura crítica de las apariencias —y de nuestro papel en ellas—, ya sea frontal o sesgada. No hay, por tanto, luz sin superficie. Sin embargo, junto a esta proyección ético-moral del espejo existen en Empresas políticas otros resortes pedagógicos mucho menos explorados. La elección en la Empresa séptima de un instrumento como el telescopio, en el cual me centraré en estas páginas, entabla con su presente un nuevo y muy diferente tipo de diálogo de cuyos parámetros teóricos y filosóficos apenas se ha escrito. En nuestro estadista español su manejo adquiere nuevas reverberaciones simbólicas en la medida en que lo conecta con los debates existentes en torno al carácter herético del poderoso telescopio y sus promotores. De ser una rareza de especialistas y excéntricos, pasará muy pronto a condimentar muchas de las ficciones del período hasta convertirse, en algunos casos, en el propio meollo de sus tramas. Quiero conectar entonces esta iconografía del telescopio barroco con sus ramificaciones simbólicas para ofrecer así una lectura más completa que sitúe a este instrumento en el centro mismo de las inquietudes religiosas y políticas que palpitan en el trasfondo histórico de las Empresas políticas. El recorrido que Diego de Saavedra Fajardo lleva a cabo por esta Europa zarandeada por lo nuevo47 es, por tanto, rigurosamente contemporáneo al de la trayectoria del científico toscano, cuya obra debió conocer en tanto que todo buen diplomático no solo debía calibrar el peso de la política y la historia al tomar decisiones, sino también el de disciplinas como la astronomía. Como ya he indicado más arriba, Paulo V había sido reacio a la cultura en general, pero, durante su papado, Galileo había estado bien arropado diplomáticamente por los Médici. Si en las dos versiones de República literaria se nos hablaba de los nuevos descubrimientos en

46. Op. cit., p. 594. 47. Para apreciar con más detalle los entresijos de esta Europa convulsa a la que aludo, nada mejor que adentrarse en el excepcional trabajo de Quintín Aldea Vaquero en torno a la correspondencia del murciano; valga como botón de muestra su estudio España en Europa en el siglo XVII. Correspondencia de Saavedra Fajardo. Tomo III: El Cardenal Infante en el imposible camino de Flandes, 1633-1634. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Real Academia de la Historia, 2008, 2 vols.

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Marte gracias a los “anteojos largos”, en la segunda redacción del texto se aludía además a los debates coetáneos en torno a la rugosidad de la superficie lunar (“que en sus trabajos y defectos halla fijos todos los ojos del mundo”) y a la (in)corruptibilidad del Sol, que derribaban la imagen clásica de este cuerpo celeste como puro y perfecto (“... hay quien, sin tener ojos de águila […] dice que entre sus luces hay escuridades y manchas”).48 De hecho, y como bien ha indicado Baquero Goyanes al destacar la “intencionalidad fundamentalmente óptica que asigna Saavedra a los más reiterados símbolos”,49 su emblemática indica que el murciano estaba familiarizado con los hallazgos de su contemporáneo, quizá incluso ya desde sus años como estudiante en la Universidad de Salamanca, en donde se matriculó de Derecho y Cánones entre 1600 y 1608. Ya he indicado que bajo el poderoso Gaspar Quiroga, siempre moderado en sus inclinaciones, la ciencia copernicana había sido recomendada en dicha universidad ya desde 1561, según indica el plan de estudios de los Estatutos hechos por la muy insigne Universidad de Salamanca. Más que la presencia de la astrología en Empresas políticas —destacada ya por Abel A. Alves en un estimulante ensayo50—, me interesa el papel de la astronomía y, en especial, el ejercido por el Sol como agente cósmico y como fuente suprema de luz, dado que su utilización registra una fascinante oscilación entre lo antiguo y lo moderno muy sabiamente aplicada a su propia doctrina política y pedagógica. Ya en la Empresa 4 Saavedra condena la astrología judiciaria como había hecho antes Covarrubias en su Emblema 97, y escribe que “si la vista mira las cosas a la reverberación del sol, las conoce como son; pero si pretende mirar derechamente a sus rayos, quedan los ojos tan ofuscados, que no pueden distinguir sus formas”.51 El astro solar representa la verdad, “y si alguno intenta averigualle sus rayos y penetrar sus secretos” —indica en la duodécima Empresa— “halla en él profundos golfos, y escuridades de luz que le deslumbran los ojos, sin que puedan dar razón de

48. Cito por la edición de Jorge García López. Barcelona: Crítica, 2006, pp. 161 y 266, 248 y 273 respectivamente. Contrástese esto con la muy boccaliniana alusión a Cornelio Tácito tocado de “antojos de larga vista” (p. 225) que también será moneda común en otros contemporáneos. 49. Op. cit., p. 22. 50. “Complicated Cosmos: Astrology and Anti-Machiavellianism in Saavedra’s Empresas Políticas”. The Sixteenth-Century Journal 25. 1 (1994): 67-84. En cuanto a la formación salmantina de Saavedra, resulta interesante el apunte de David C. Goodman, Power and Penury: Government, Technology and Science in Philip II’s Spain. Cambridge: Cambridge University Press, 1988, pp. 20-21. 51. Op. cit., p. 226.

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lo que vieron”.52 No cabe duda de que laten aquí las enseñanzas del propio Galileo sobre la corruptibilidad del Sol, algo que hasta entonces era inconcebible. Partiendo, evidentemente, del monarca como foco supremo de luminosidad, la cita se ofrece también a una lectura política en la cual se recomienda siempre una mirada oblicua que tan solo alcance a ver una parte del todo —a fin de cuentas, mirar al Sol de cara conllevaría la ceguera—, pero también quizá una mirada que nos dé un ángulo nuevo, apenas antes percibido, un ángulo que nos revele la verdad. En esta disciplina de la mirada, Empresas políticas representa una interesante reflexión sobre los usos de la distancia, en tanto que aconseja al príncipe no dejarse ver desde demasiado cerca para no mostrar así sus imperfecciones: más se respeta —dirá también el murciano— lo que está más lejos. Y es que el Sol, como el monarca, es visualmente inabarcable en su presencia intermitente, en su continuo movimiento; así, la Empresa 49 anuncia que el Sol “tramonta”, y la 86 adopta un emblema en el que el astro transita de un trópico al otro tal y como el buen monarca visita sus territorios, siempre presente en todo (rebus adest) pero nunca del todo visible. Al emplear al Sol como emblema del buen gobernante que se halla en continuo tránsito repartiendo justicia —generando presencia— entre sus súbditos, el autor de Empresas políticas se adhiere aún a una visión tolemaica del universo que parece rechazar el heliocentrismo copernicano. Son, a fin de cuentas, los años de disputas sobre las manchas solares entre Galileo y el jesuita Christoph Scheiner, quien quería salvar el principio aristotélico de incorruptibilidad celeste.53 Recuérdese, además, la famosa Carta a Foscarini del cardenal Bellarmino, que busca echar por tierra todos los nuevos presupuestos de Galileo —se puede hablar ex suppositione, mera hipótesis astronómica y técnica, pero no como verdades—, remitiéndose a Salomón y su Oritur sol et occidit, et ad locum suum revertitur. Esta lectura geocéntrica se dará, con diferentes variantes, en las Empresas 24, 94 y 101, y así ocurre también con la Luna, que pasa a ser entonces emblema del valido a la sombra —o eclipse— de su gobernante, tal y como indica en las Empresas 12, 49 y 77.54 Y si bien condena, como decíamos, la astrología judicia52. Op. cit., pp. 288-289. 53. A este respecto ver, como botón de muestra, William Shea, “Galileo, Scheiner, and the Interpretation of Sunspots”. Isis 61 (1970): 498-519; David Topper, “Galileo, Sunspots, and the Motions of the Earth”. Isis 90 (1999): 757-767. Cabe recordar que fue el holandés Johan Fabricius el primero en hablar de las manchas solares en un opúsculo que apenas tuvo difusión, según indica Beltrán Marí, op. cit., 2007, p. 152. Para una aproximación más general al problema, ver Irving A. Kelter, “The Refusal to Accommodate: Jesuit Exegetes and the Copernican System”. Sixteenth Century Journal 26 (1995): 273-283. 54. La definición de los siete climas que ofrece en la Empresa 81, en contra de lo defen-

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ria, Saavedra Fajardo tiene siempre a la astronomía como guía a la hora de dilucidar el comportamiento del príncipe soberano. En este sentido, Alves ha hablado de “astral influences”55 en su concepto de geopolítica, definiendo al murciano como “a cautious stargazer”56 que cree en una cierta causalidad mixta a la hora de dilucidar la suerte del individuo, una mezcla entre responsabilidad personal y designio celeste: The universe of the Empresas políticas is one without complete epistemological closure, but one in which the principle of causality may still play a role as an investigative device. The stars, geography, history, and medicine all have some bearing on the art of maintaining the body politic, but so do human and divine volitions. Saavedra’s wise man does not deny causality and reason, but he does stand in awe of the multiplicity of causes at work in an intertwining, organic universe ultimately reliant on God’s will and favor.57

Sin embargo, el telescopio de la Empresa séptima no deja lugar a dudas de este “epistemological closure”, ya que a través de él Saavedra Fajardo se adhiere todavía a la idea de que la nueva ciencia nos da una medida distorsionada tanto del cosmos como del individuo. El telescopio, al ofrecer una visión hasta entonces prohibida al ojo humano, encarna una realización completa de la imagen y, como resultado, deriva en una cancelación —una saturación, en realidad— de este deseo que hasta entonces provocaba la intermitencia de lo visto: el ojo humano no debe ambicionar ver aquello que solo pertenece a Dios. Esta ambición no es sino un anhelo más que puede llevar al error, a la distorsión y, en última instancia, a la herejía: “Reconozca las cosas como son, sin que las acrescienten o mengüen las pasiones. Auget et minuit. [Affectibus crescunt, decrescunt]”, reza el inicio de la Empresa en su primera edición. Desde este estoico rechazo del componente afectivo del conocimiento,58 Saavedra Fajardo se instala así en una tradición emblemática que venía ya de antes y que, dada la tremenda popularidad de su obra, tendrá también sus continuadores a lo largo del siglo. De las Empresas morales (1581) de Juan de Borja y los Emblemas morales (1610) de Sebastián de Covarrubias a los Devises et emblemes

55. 56. 57. 58.

dido en la Universidad Salamanca, anuncia todavía un rechazo del heliocentrismo que no cambiará hasta su Corona gótica (1648), según han escrito Jorge García López en “Quevedo y Saavedra: dos contornos del seiscientos”. La Perinola. Revista de Investigación Quevediana 2 (1998): 237-262, y Alberto Blecua en “Las Repúblicas literarias y Saavedra Fajardo”. El Crotalón. Anuario de Filología Española 1 (1985): 67-97 (p. 86, n. 34). Op. cit., p. 82. Op. cit., p. 84. Op. cit., pp. 82-83. Véase Robbins, op. cit., p. 16.

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(1691) de Daniel De la Feuille, el poder corrector de las lentes se asociará en el Barroco a defectos más que a virtudes. En los dos primeros casos se nos ofrecen anteojos que, desde su imperfección —“de cuadrillos” en Covarrubias— impiden al individuo discernir correctamente; en el francés, sin embargo, el catalejo de su emblema, prácticamente idéntico al del murciano, no apunta tanto ya a la ambición, sino más bien a la envidia.

Fig. 17. Daniel de la Feuille, Devises et Emblemes (1691). Une Lunette d’aproche regardant un point à la masluë d’Hercules.

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El mote Auget et minuit, que preside tanto el emblema de Saavedra como el del francés, tiene una distinguida prosapia como léxico asociado al cosmos. Aparece engastado en una digresión cosmológica en Vitrubio y su De Architectura (Libro IX, capítulo 2, sección 4) en un pasaje del libro en el que su autor, como ya señalaron sus comentaristas decimonónicos,59 incluye un pequeño tratado de astronomía: “Nunc, ut in singulis mensibus sol signa pervadens auget et minuit dierum et horarum spatia, dicam” (“Sostengo que el Sol, atravesando cada mes el espacio de un signo [del Zodiaco], aumenta y disminuye los días y las horas”). La conexión con el escritor murciano no resulta mera hipótesis ya que, según han señalado tanto Francisco Calvo Serraller (“Saavedra Fajardo conoce a la perfección” la obra de Vitrubio60) como Aurora Egido,61 el murciano había leído al tratadista romano. De hecho, este mote realiza una transferencia muy significativa al instalar en una Empresa sobre las pasiones humanas lo que antes era un alegato de cosmografía tradicional, con el Sol, nuevamente, en rotación continua. Sin embargo, este auget et minuit no se agota en lo tolemaico, sino que renace más tarde en no otro que el De Revolutionibus de Copérnico.62 Al hablar en el capítulo tercero del libro III sobre los movimientos de la Tierra, Copérnico escribe: “Alius igitur motus erit, qui inclinationem permutat illorum circulorum, polis ita delatis sursum deorsumque circa angulum sectionis. Alius qui solstitiales aequinoctialesque praecessiones auget et minuit, hinc inde per transversum facta commotione” (“Habrá un movimiento que altera la inclinación de los círculos en cuestión, moviendo los polos de arriba abajo con los cambios en el ángulo de intersección; y habrá otro 59. Así, “Ces deux premiers chapitres et les trois suivants contiennent un petit traité d’astronomie qui est d’autant plus intéressant, […] que nous y retrouvons les principes du système de Ptolémée, et nous voyons qu’ils étaient connus à Rome longtemps avant que le philosophe d’Alexandrie eût publié son traité”; en De Architectura. Ch.-L. Maufras, ed. Paris: C. L. F. Panckoucke, 1847, p. 233. 60. La teoría de la pintura en el Siglo de Oro. Madrid: Cátedra, 2007, p. 450; ver también Julián Gállego, Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro. Madrid: Cátedra, 1987; y José Enrique García Melero, Literatura española sobre las artes plásticas. Volumen I. Bibliografía aparecida en España entre los siglos XVI y XVIII. Madrid: Ediciones Encuentro, 2002, en especial las pp. 23-78. 61. En su ya citado Las caras de la prudencia y Baltasar Gracián. Madrid: Castalia, 2000, pp. 58-59 y n. 29, Aurora Egido ha escrito que Vitrubio estaba en la biblioteca de su amigo el ya citado coleccionista Vincencio Juan de Lastanosa, y que su tratamiento de la “ventana del pecho humano” también inspiró a Saavedra Fajardo cuando habló del pecho de cristal que condiciona la pureza de los dictámenes del príncipe. 62. Ver, a este respecto, Thomas S. Kuhn, La revolución copernicana. La astronomía planetaria en el desarrollo del pensamiento occidental. Barcelona: Ariel, 1987; Alberto Elena, Las quimeras de los cielos. Aspectos epistemológicos de la revolución copernicana. Madrid: Siglo XXI, 1985.

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que aumenta y disminuye las precesiones de los solsticios y equinoccios por un movimiento transversal de lado a lado”).63 Lo que Copérnico defiende resulta complemente inaceptable: que las estrellas fijas están inmóviles y cualquier movimiento que parezcan tener se explica por la rotación de la Tierra sobre su eje en 24 horas aproximadamente (“quinto postulado”), y que el movimiento anual del Sol se debe en realidad al movimiento de revolución anual de la Tierra a su alrededor (“sexto postulado”). Esto genera una reacción inmediata en contra del famoso texto que se traduce en una prohibición total del copernicanismo; de hecho, el decreto se hizo público con carteles en las calles en Roma, esa misma Roma en la que vivió el murciano. Por consiguiente, para cuando Saavedra escribe su tratado es ya sabido que lo que se mueve ahora ya no es el Sol, sino la Tierra, tanto en sus rotaciones axiales como en su giro orbital. Con ello, el mote cobra una extraña relevancia al aparecer asociado a una herramienta poscopernicana —ultramoderna, podríamos decir— como el telescopio, generando una lectura que es al mismo tiempo tradicional y novedosa, una aproximación galileana que tan solo puede discernirse finalmente al leer la declaración que le sigue. Sin embargo, lo realmente significativo de esta Empresa es que la apropiación que Saavedra realiza de un mote tradicionalmente aplicado a la cosmografía se convierte, en su imbricación con la pictura elegida, en una útil reflexión no tanto sobre la naturaleza del monarca y sus pasiones, sino sobre el propio acto de mirar. En su constitución metapolítica la Empresa nos recuerda que “la diversidad de juicios y opiniones” y “la estimación varia de los objetos” resultan siempre de “la luz a que se los pone”. Nada nuevo tiene este alegato de perspectivismo, ya precedido de incontables ejemplos en décadas previas, y elevado a categoría filosófica tanto por la sátira como por la novela cervantina; en cambio, sí me parece muy significativo el hecho de que esta gnoseología personal, aplicada aquí al cuerpo regio, se nutre indudablemente de los nuevos hallazgos en óptica: No de otra suerte nos sucede con los afectos que cuando miramos las cosas con los antojos largos, donde por una parte se representan muy crecidas y corpulentas, y por la otra muy disminuidas y pequeñas. Unos mismos son los cristales y unas mismas las cosas, pero está la diferencia en que por la una parte pasan las especies, o los rayos visuales del centro a la circunferencia, con que se van esparciendo y multiplicando, y se antojan mayores los cuerpos, y de la 63. Cito por la edición comentada de Owen Gingerich, An Annotated Census of Copernicus’ De Revolutionibus (Nuremberg, 1543, and Basel, 1566). Leiden: Brill, 2002, p. 143.

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otra pasan de la circunferencia al centro, y llegan disminuidos. Tanta diferencia hay de mirar desta o de aquella manera las cosas.64

Esta pequeña digresión sobre epistemología y óptica anuncia ya la familiaridad del autor con el que por entonces era un elemento esencial del Wunderkammer barroco, el “antojo largo” o “visorio” que en España, como ya he indicado antes, no pasaría a ser llamado telescopio hasta el siglo siguiente; con ella, el autor logra, a fin de cuentas, ese reflejo que busca todo el libro en su prodesse et delectare. Pero hay en esta Empresa séptima también, creo yo, una importante refracción manifestada en una serie de motivos no tan evidentes que se aprecian, en una segunda lectura, al indagar en el propio equilibrio de fuerzas que vive el autor como intermediario, al atravesar ese efecto inicial del telescopio. Este substrato histórico resulta ser de enorme importancia desde un punto de vista diplomático, ya que el telescopio había sido, como ya he subrayado antes, un agente en esencia veneciano, asociado a la visión, al espionaje, a la traición. Ya he comentado antes cómo los cristales cóncavos y convexos del telescopio a los que hace mención Saavedra Fajardo habían sido pulidos y perfeccionados por Galileo en colaboración con los cristaleros de Murano, y el propio científico había presentado su cannocchiale —como lo llamó Emmanuele Tesauro unas décadas más tarde— al doge de Venecia con gran éxito, siendo incluso reconocido con honores por el Senado. No resulta sorprendente, por tanto, ver al propio Boccalini y sus Ragguagli di Parnaso convertidos en posible diana del murciano quien, sin citarle directamente, escribirá en su Empresa 12: “¿Qué libelos infamatorios, qué manifiestos falsos, qué fingidos Parnasos, qué pasquines maliciosos no se han esparcido contra la monarquía en España?”.65 La respuesta a esta pregunta viene encarnada, como ya he señalado, en la prematura muerte del italiano, de la que se culpó —erróneamente, como se ha demostrado más tarde— a un grupo de espadachines españoles financiados por la Corona. 64. Op. cit., p. 244. 65. Op. cit., p. 289; énfasis mío. Sin embargo, no se trata este del único tono que se da en el murciano; Jorge García López nos recuerda que “nuestro autor tomó de los Ragguagli su tono burlesco, de chanza festiva y ligereza jocosa, así como un hervidero de imágenes desparramadas a lo largo de la obra y que sin cesar recuerdan las páginas del italiano” (p. 32), de quien “extrae el alegre gracejo y la gracia festiva a que somete a los autores” (p. 36). Este tipo de ataque —y defensa de lo nacional, ya en grave crisis— se dará también en otra de las grandes obras políticas de Saavedra Fajardo, la poco conocida Locuras de Europa, tal y como ha escrito recientemente Sònia Boadas Cabarrocas en “Guerras panfletarias del siglo xvii: Locuras de Europa y sus fuentes”. Criticón 109 (2010): 145-165.

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Este origen veneciano del catalejo, con su carga afectiva de orgullo antimonárquico, conduce también a otra consideración epistemológica asociada a la idea de igualdad, de democracia. Como ha indicado Timothy Reiss, el telescopio ejerce ya en el siglo xvii un papel metafórico revolucionario, en la medida en que, desde su versabilità, es capaz de unir y alejar, de conectar y separar, de aumentar y disminuir.66 Es una metáfora igualmente literal porque se convierte ya no solo en el puente que une dos realidades, en el instrumento con el que se aprecia la intimidad de un objeto —esa rugosidad tan sensual y controvertida de la Luna, por ejemplo—, sino también en el objeto mismo. El telescopio se erige en Saavedra, por tanto, en un instrumento democrático, accesible a todos, que rompe con el espíritu de sus Empresas tanto en lo político como en lo religioso. El Sol se observa ahora como corrupto y la Luna, con esa famosa “cara” ya popularizada en Plutarco, se ve llena de “arrugas” gracias al efecto óptico de sus cordilleras, destruyendo así la utilidad de estos astros como emblemas de poder, de un poder inaccesible, incontestado. Para Saavedra todo ejercicio de autoridad, entonces, parece estar constituido por pliegues complejos, por superficies de acción llenas de asperezas. Nótese, por ejemplo, cómo el emblema en cuestión no dibuja ni al observador ni al objeto observado, ya que el telescopio es la pregunta en sí sobre lo arbitrario del lenguaje, del medio, de ese puente que es, a fin de cuentas, la metáfora; el telescopio barroco es, después de todo, el desenmascaramiento: para Galileo, nos recuerda Reiss, “knowledge is a sign-manipulating activity”.67 Ningún otro instrumento de medición del momento —brújulas, relojes, compases— adquiere vida propia en la medida en que lo hace el telescopio galileano, porque ninguno, a fin de cuentas, logra poner tan en duda la incorruptibilidad de la monarquía. Comentando la Empresa 57 de Saavedra Fajardo, titulada “Uni reddatur”, Otto Mayr nos recuerda que “[G]overnment should work with the harmony of a smoothly running clockwork. The power of the sovereign was to be unlimited and absolute, and government was to be centralized with the king as the source of all power and as the author of all initiative”.68 La mecánica científica se torna en mecánica política; y Galileo le hace un flaco favor al estadista murciano, despojado ahora de su resorte pedagógico más importante: el Sol como cuerpo incorruptible. Al revelar los detalles de una realidad hasta entonces vetada al ojo humano, el telescopio se presenta entonces como la amenaza a esa máscara 66. The Discourse of Modernism. Ithaca, NY: Cornell University Press, 1982, pp. 26-27. 67. Op. cit., p. 33. 68. Op. cit., pp. 103-104.

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protectora que Saavedra postula en sus Empresas. Late en él, además, un espíritu antitético de gran envergadura: desde un punto de vista geopolítico, encarna la actividad comercial de centros gremiales como Padua y Venecia, ciudades modernas en las que podía florecer una ciencia no sujeta a las vigilancias de Madrid o Roma. Según ha señalado Battistini,69 al proceder de artesanos y mecánicos el telescopio no gozaba de prestigio aristocrático, siendo considerado un instrumento pueril y frívolo, contrario en cierta manera al espíritu serio de estas Empresas tan enemigas de la bagatela, de esa distracción con la que nuestro autor debía estar tan familiarizado en unas décadas de tan agudo declive.70 Si Saavedra había forjado su carrera a la vera de los papas en Roma, la figura de Galileo no podía ser, a fin de cuentas, sino la voz de la amenaza. Sin embargo, no quiero con esto cerrar la puerta a otra lectura posible, la de un hombre relativamente abierto a lo nuevo, que viaja y que conoce muchas realidades simplemente vetadas a sus contemporáneos; de un escritor, a fin de cuentas, que sugiere con gran diplomacia en su Empresa 29 que “no siempre las novedades son peligrosas. A veces conviene introducillas. No se perficionaría el mundo si no innovase”.71 Y así se sitúa el telescopio en este texto: desubicado, incómodo, sin saber muy bien a qué atenerse, pero tremendamente fértil como objeto de lectura, maravillosamente ambiguo. Creo, por consiguiente, que debemos emplazar a Saavedra como un pensador definido por las fuerzas geopolíticas de su momento, que reconoce esta importante oscilación en sus Empresas y que, como resultado, presenta al telescopio galileano no tanto como herramienta herética, sino más bien como algo diferente: como símbolo de la supresión de la máscara y la disimulación y, en última instancia, como agente nivelador, contrario a los designios y la naturaleza de las metas buscadas en esta su gran empresa pedagógica. Desde esta “brevedad lacónica” en lo expositivo que Jorge García López ha conectado precisamente con innovado69. Op. cit., 2006, p. 13. Para las relaciones entre la actividad artesanal y la teoría política del momento, ver el excelente estudio de Luis R. Corteguera, “Artisans and the New Science of Politics in Early Modern Europe”. The Journal of Medieval and Early Modern Studies 43.3 (2013): 599-621. 70. En su edición a República literaria. Madrid: Espasa-Calpe, 1956, Vicente García de Diego escribió que para el murciano todas las ciencias “tienen un valor especulativo, y los que las cultivan son seres ineptos para las resoluciones de la vida” (p. L); en cuanto a la política, sin embargo, García de Diego sostuvo que Saavedra Fajardo la entendió como todo lo contrario, una práctica encaminada a la felicidad de la república, dado que “no merecían sino desdén los teorizantes que la exponían como un vago sistema filosófico” (p. LI). 71. Op. cit., p. 423. Ver también Fernando R. de la Flor, “La ciencia del cielo: representaciones del saber cosmológico en el ámbito de la Contrarreforma española”. Millars. Espai i Historia 99 (1996): 91-121.

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res de su tiempo como el propio Galileo,72 su texto recoge dos inercias de suma importancia para el lector contemporáneo: por una parte, la capacidad de hilvanar un léxico proveniente de la ciencia con el consejo político; y, por otra, la de situar a este objeto en el centro mismo de la energía que produce el triple choque de lo antiguo frente a lo moderno, lo herético frente a lo ortodoxo y, en última instancia, lo totalitario frente a lo democrático. Por ello, este auget et minuit es un mote extraordinariamente sintomático de lo que está viviendo el murciano, en la encrucijada de lo nuevo (en su aumento) y lo antiguo (en su alejamiento), de lo visible de la nueva ciencia y lo opaco de este mirar barroco que busca lo disminuido por la distancia. Toda su declaración es, de hecho, una sentida glosa sobre el poder de la mecánica, trasladada en él a lo político. Porque si la Empresa de Saavedra busca limitar la mirada, el cristal doble de Galileo la desata y hace libre. Y si algo nos enseñan Quevedo y Saavedra Fajardo en su particular lectura del complejo ejercicio del poder —tal y como nos demostrara ya unos años antes su contemporáneo Álamos de Barrientos en el ya citado Tácito español 73—, es que tan necesario resulta entender que la política es una ciencia como que la ciencia es siempre práctica política.

72. Op. cit., p. 67. 73. Una fascinante reflexión en torno al ‘desciframiento’ de la naturaleza y las pasiones humanas en Galileo, Gracián y Álvarez de Barrientos es la de Jorge Checa en “Gracián and the Ciphers of the World”. Rhetoric and Politics. Baltasar Gracián and the New World Order. Nicholas Spadaccini y Jenaro Talens, eds. Minneapolis, MN: University of Minnesota Press, 1992, pp. 170-187. Para Álvarez de Barrientos, “la verdadera ciencia es la confirmada con la experiencia”; en Tácito español. Madrid: Luis Sánchez, 1614, p. 12.

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VIII Reverberaciones

Las décadas centrales de siglo van arrojando un balance, según vamos viendo, que resulta mucho más ambiguo a la hora de comentar determinados presupuestos de la ciencia poscopernicana, pues aunque todavía se mantiene en algunos casos una obstinada visión geocéntrica del cosmos, también se describen los nuevos instrumentos ópticos con una cierta admiración, respetando, si cabe, su capacidad de provocar la duda o de suspender el juicio. Un caso interesante va a ser, por ejemplo, el de Baltasar Gracián, quien en El Criticón parece otorgar al Sol su privilegio en el universo, si bien dotado de una cualidad “indefectible” que parece adherirse a una visión más tradicional, defensora de su perfecta naturaleza: Es el sol —ponderó Critilo— la criatura que más ostentosamente retrata la majestuosa grandeza del Criador. Llámase sol porque en su presencia todas las demás lumbreras se retiran; él solo campea. Está en medio de los celestes orbes, como en su centro, corazón del lucimiento y manantial perenne de la luz. Es indefectible, siempre el mismo, único en la belleza. Él hace que se vean todas las cosas y no permite ser visto, celando su decoro y recatando su decencia; influye y concurre con las demás causas a dar el ser a todas las cosas, hasta el hombre mismo. Es afectadamente comunicativo de su luz y de su alegría, esparciéndose por todas partes y penetrando hasta las mismas entrañas de la tierra: todo lo baña, alegra e ilustra, fecunda e influye. Es igual, pues nace para todos; a nadie ha menester de sí abajo y todos le reconocen dependencias. Él es, al fin, criatura de ostentación, el más luciente espejo, en quien las divinas grandezas se representan.1 1. Obras Completas. Arturo del Hoyo, ed. Madrid: Aguilar, 1960, p. 528.

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Galileo no muere hasta 1642, y en algunos escritores nacidos después de 1580 se aprecia ya un indudable respeto hacia lo nuevo y hacia ese mismo arte de innovar que tanto está modificando la fisonomía del universo. La influencia de lo que proviene de centro Europa y de los territorios del Norte, donde se van a imprimir textos importantes, nos obliga a recalar, aunque sea brevemente, en lo que se imprime en estas latitudes. Piénsese, por ejemplo, en un caso como el del jesuita aragonés Rodrigo de Arriaga (1592-1667), profesor en la Universidad de Praga, y que, en su Cursus Philosophicus —publicado en Amberes en 1632—, argumentará ya que la incorruptibilidad del orbe resulta algo insostenible. Textos de esta naturaleza conviven con testimonios como la Empresa ya comentada de Saavedra Fajardo o las referencias a Galileo y la silla giratoria de Juan de Espina en El Diablo Cojuelo, aportando una lectura nada unívoca sobre el telescopio, sobre esa “maravilla” en palabras de Quevedo que permite a estos escritores ofrecer un panorama mucho más matizado, más abierto a la fascinación que provoca este instrumento. Hemos visto ya que voces fundamentales de este siglo como la de Saavedra Fajardo nos aconsejan mantener la puerta abierta al cambio, a este motor que va creando progreso. Se van así depositando las semillas que darán interesantes frutos en la segunda mitad de siglo. Las reverberaciones en el plano de la ficción que crea la obra y figura de Galileo comienzan a tener eco en una expresión barroca que alcanza cotas de verdadero virtuosismo técnico —así ocurre, por ejemplo, en el teatro—, a través de lenguajes y registros en los cuales se aprecia cada vez el rendimiento estético de todos esos juegos ópticos derivados del cristal. Y no solo del cristal como materia, según vamos leyendo, sino también como metáfora de poder, como alegoría identitaria, como vehículo gnoseológico. Si los espejos se elevan al rango de dramatis personae en muchas comedias del periodo, igual de importante va a ser ahora el engaño a los ojos producido por los nuevos efectos de perspectiva. Así, el grabado que sirve de frontispicio a Il Cannocchiale aristotelico. Idea dell’arguta ed ingegniosa elocutione... (1654) del turinés Emanuele Tesauro (1592-1675), en su edición de 1670, presenta a una figura femenina sujetando con su mano izquierda un catalejo orientado al Sol, pero a un Sol con manchas, subrayando la disonancia entre Aristóteles, quien le ayuda a orientarlo, y Galileo, quien ha desmontado toda la tradición anterior con este Sol corrupto. Es este un caso en el que “[H]ablar de catalejo aristotélico” —según ha escrito Mercedes Blanco con mucho acierto— “es pues un verdadero oxímoron, una paradoja, y hasta una especie de chiste erudito”.2 No ajena 2. Mercedes Blanco en “El mecanismo de la ocultación. Análisis de un ejemplo de agudeza”. Criticón 43 (1988): 13-36 (p. 25).

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Fig. 18. Emanuele Tesauro, Il Cannocchiale aristotelico.

nunca a lo que viene de fuera, la musa se refracta en nuevos modos expresivos o en nuevas maneras de retratar una realidad siempre poliédrica, y en estos años ven la luz textos de una nueva generación de ingenios —Calderón, Rebolledo, Barrios, Gracián, Dávila y Heredia, Santos— que parecen asumir con menos ambages y con más libertad expositiva los beneficios ofrecidos por ese occhial que viene ya siendo fértil materia de ficción

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desde inicios de siglo. De los tres primeros se encarga la primera parte del capítulo; de los tres últimos hace lo propio la segunda.

Musas foráneas, versos propios Si la cuidada elaboración de ambientes y situaciones marca el camino a recorrer de la prosa barroca en figuras de mitad de siglo como María de Zayas o Mariana de Carvajal y Saavedra, en el caso del teatro, sabemos ya, la escenografía va a pasar a ocupar un papel medular con la progresiva sofisticación de la tramoya. A propósito de un estudio de María Alicia Amadei-Pulice centrado en el caso particular de Calderón, Francisco Muñoz Marquina ha comparado la naturaleza del universo y del escenario teatral barroco, unidos aquí por un mismo efecto de engaño a los ojos: [N]o es casualidad que el teatro barroco siga de cerca el precepto de Galileo Galilei: “debemos aprender con toda la certeza que nos brinda la evidencia de nuestros sentidos”. Después de las observaciones realizadas por el astrónomo toscano con el telescopio, el espacio cósmico y el teatro barroco tienen un mismo punto de orientación perspectivista. El teatro, con su disposición visual e ilusionista, duplica el equívoco humano comprobado por Galileo en el universo: el que cree ver el Sol girar alrededor de la Tierra se engaña.3

Es cierto, como ha escrito la propia Amadei-Pulice, que la llegada de Cosme Lotti a Madrid cambia radicalmente la forma de hacer y ver teatro, sentando “las bases técnicas de un nuevo género barroco, concebido como compendio de todas las artes y ciencias”4 que se ha ido construyendo a lo largo de estos años en Italia. Para un autor como Calderón, la técnica manierista florentina, aplicada a la praxis teatral, “se presta muy bien para lograr efectos como la maravilla, el asombro y el portento en el espectador, parte esencial de la puesta en escena barroca”.5 Sabemos que en 1626 Lotti comienza a ocuparse de los jardines, fuentes y teatro del rey, incorporando de manera sistemática las fórmulas escénicas italianas. Viene con un profundo conocimiento del teatro cortesano italiano de la época, tanto de la teoría de Vitrubio y Serlio como de la práctica del diseño y uso de maquinaria elaborada y escenario en perspectiva. En materia de 3. En su Bibliografía fundamental sobre la Literatura española (Fuentes para su estudio). Madrid: Castalia, 2003, p. 281, a propósito del libro de María Alicia Amadei-Pulice, Calderón y el Barroco: exaltación y engaño de los sentidos. Amsterdam: John Benjamins, 1990. 4. Op. cit., p. 27. 5. Op. cit., p. 25.

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perspectiva, Lotti trae consigo ideas inspiradas en Giulio Parigi y sus espectáculos florentinos con la Accademia del Disegno que este había fundado en Florencia. La Accademia, que en cierta forma representaba en la Toscana lo que la ya comentada Academia de Matemáticas era para Madrid, se había convertido en una prestigiosa institución en donde se enseñaban arquitectura civil y militar, matemáticas, geometría euclidiana “y la nueva ciencia de la perspectiva con aplicación a la estrategia militar como asimismo al diseño teatral”, y tenía entre sus miembros y profesores a lo más granado de la intelectualidad florentina: Guidobaldo del Monte, Giulio Caccini, Ottavio Rinuccini, Claudio Monteverdi, Bernardo Buontalenti, Francesco Buonamici o Angelo Ingegneri. En ella se habían dado avances sustantivos en estudios de percusión, de voz y óptica, de perspectiva y de geometría euclidiana aplicada. Una figura como Vincenzo Galilei, padre de Galileo, había sido de importancia medular en la divulgación de teoría musical; su famoso Diálogo di Vincentio Galilei nobile fiorentino della música antica e della moderna (Florencia, 1581), en donde recogía sus investigaciones y meditaciones sobre la música griega, se había convertido en un estudio muy conocido en España gracias a la labor de Jusepe Antonio González de Salas, que transmitió el trabajo del florentino en 1633 al aplicar la teoría musical moderna en su Nueva idea de la tragedia antigua.6 Sin embargo, no toda esta conversación se redujo a Cosme Lotti y González de Salas: muchos de estos creadores y pensadores toscanos, de hecho, viajaron a España para poner en práctica lo que allí habían aprendido, como fue el caso de Giulio Fontana, de Francesco Ricci, de Bernardo Monnani y de Giulio Rospigliosi (futuro papa Clemente IX); o, como nos recuerda Amadei-Pulice, del marqués de Sant’Angiolo, maestro de campo en las guerras de Flandes y el asedio a Bredá; del marqués Della Stufa, a quien el rey otorgó el hábito de Alcántara por su intervención como maestro de campo en la guerra de Milán; de Vicente Carducho, conocido universalmente por su Diálogo de la pintura (1633), y sobre el que ya he hablado anteriormente gracias a su amistad con Juan de Espina; y de Ludovico Incontri (Volterrano), embajador italiano ante Felipe IV, matemático y discípulo de Giulio Parigi y del propio Galileo Galilei,

6. En cuanto a la formación musical de González de Salas, en la cual no entro aquí, ver las páginas introductorias a la edición crítica de su Nueva idea de la tragedia antigua a cargo de Luis Sánchez Laílla. Kassel: Reichenberger, 2003, y en particular las pp. 129-131.

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y vinculado también a la Accademia. La ciencia de la óptica, por tanto, tenía innumerables aplicaciones prácticas de las que podían extraer jugosos beneficios sus vecinos españoles en el campo de batalla, y con ello constituía algo más que una disciplina del conocimiento: si, como vimos ya en Diego de Saavedra Fajardo, servía para construir una determinada imagen del monarca vigilante, también era un elemento forjador de hegemonía política para un imperio necesitado de soluciones urgentes. Un trayecto este, por cierto, que también se manifestaría en la dirección contraria: en un reciente trabajo, Daniel Selcer nos recuerda ese gran “teatro del mundo” (“the theater of the world”) y las “theatrical scenes” que organizan el Diálogo de los dos sistemas de Galileo.7 Si hay un modo expresivo que sepa aunar técnica y palabra, ese es, sin duda, el del teatro cortesano; pero la ciencia barroca, como nos recuerda Secler, también va a saber extraer lo necesario del lenguaje teatral para lograr un rendimiento óptimo en sus mecanismos de representación. La década de los 50 atestigua una serie de cambios importantes, iniciados ya en 1649 con la llegada de Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV. El Coliseo se reacondiciona en 1650, y el puesto de Lotti lo va a ocupar el año siguiente Baccio del Bianco, ingeniero florentino que asumirá también papeles de director, escenógrafo y coreógrafo, entre otras muchas funciones. Pronto forma equipo con Calderón en una serie de estrenos clásicos: en 1652 lo hace con La fiera, el rayo y la piedra y el 18 de mayo de 1653 monta una maravillosa escenificación de Andrómeda y Perseo promovida por la infanta María Teresa para festejar la recuperación de la reina Mariana. Y, antes de ser sorprendido por la muerte en 1657, monta El golfo de las sirenas y la zarzuela El laurel de Apolo con un Calderón que no siempre llevó bien el fasto y opulencia de su compañero.8 Es este, en cualquier caso, un sexenio fundamental en el cual mejora notablemente la tecnología de la instalación escénica, quedando especializado el famoso recinto madrileño para montajes de gran maquinaria. En un clásico estudio que data ya de varias décadas, Ferruccio Marotti ha conectado al ya citado Guidobaldo del Monte con Galileo en lo refe7. Daniel Selcer, “The Mask of Copernicus and the Mark of the Compass: Bruno, Galileo, and the Ontology of the Page”. Thinking Allegory Otherwise. Brenda Machosky, ed. Stanford: Stanford University Press, 2010, pp. 60-86 [pp. 60 y 62 respectivamente]. 8. De entre la amplia bibliografía existente, ver por ejemplo Teresa Ferrer, “El golfo de las sirenas de Calderón: égloga y mojiganga”. Giornate Calderoniane, Calderón 2000. Atti del Convegno Internazionale Palermo 14-17 de Dicembre 2000. Enrica Cancelliere, ed. Palermo: Flaccovio Editore, 2003, pp. 293-308; y el estudio más general de Margaret R. Greer, The Play of Power: Mythological Court Dramas of Calderón de la Barca. Princeton: Princeton University Press, 1991.

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rente a una concepción del espacio compartido, que busca superar la bidimensionalidad pictórica renacentista en pro de una escena que, a partir de ahora, deberá ser “tridimensional, mutable, profunda, simétrica y cóncava”.9 El teatro nos enseña cómo se va imponiendo la prospettiva di mezzo galileana en la nueva sistematización del espacio; el mundo se ve ya de otra forma, con el sentido de la vista como el más noble de todos. El propio Calderón, “acérrimo galileista”, según Amadei-Pulice,10 dará cuenta de estas transformaciones epistémicas en su poco conocido tratado “Deposición a favor de los profesores de la pintura”, en donde hablará, por ejemplo, de “aumentos y disminuciones”.11 Ello nos hace ver, como he recogido ya, que el teatro duplica el gran equívoco humano constatado por Galileo en el universo, consistente en el engaño de creer que el Sol gira alrededor de la Tierra. O, como se ha insistido recientemente, que The Baroque puts the incorruptible truth of the world that underlies all ephemeral and deceptive appearances on center stage, making it the ultimate goal of all inquiry; in the same vein, however, the Baroque makes a theater out of truth, by incessantly demonstrating that truth can only be an effect of the appearances from which we seek to free it.12

El teatro de la verdad, magnífica acuñación. Porque es así cómo, según avanza el siglo, se va intensificando este sentir tan barroco en donde nada es lo que parece y en donde los avances en escenografía facilitan el traslado de la audiencia a lugares maravillosos a través de continuos juegos visuales, haciéndoles al mismo tiempo reflexionar sobre ese mismo viaje. Con estrenos como La púrpura de la rosa el 17 de enero de 1660 se abre esta última década de reinado filipino, un momento en la historia en el que, como hemos visto, los logros escénicos han convertido a Madrid en

9. Véase Lo spazio scenico. Teorie e tecniche scenografiche in Italia dall’età Barocca al settecento. Roma: Bulzoni, 1974. 10. Amadei-Pulice, op. cit., p. 176. 11. Al lector interesado remito a Edward M. Wilson, “El texto de la ‘Deposición a favor de los profesores de la pintura’, de D. Pedro Calderón de la Barca”. Separata de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos 77. 2 (1974): 709-727; y, más recientemente, Alan Patterson, “Calderón’s ‘Deposición a favor de los profesores de la pintura’: Comment and Text”. Art and Literature in Spain: 1600-1800. Studies in Honour of Nigel Glendinning. Charles Davis y Paul Julian Smith eds. London: Tamesis, 1993, pp. 153-166. No debe olvidarse, en cualquier aproximación a estos asuntos, el capítulo que le dedicó Ernst Robert Curtius titulado “Calderón’s Theory of Art and the Artes Liberales” en su clásico European Literature and the Latin Middle Ages. Princeton: Princeton University Press, 2013 (reed.), pp. 559-570. 12. Egginton, op. cit., p. 2.

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el centro de la actividad teatral europea.13 Una actividad que, sin embargo, no fue única en repensar su aparato visual, pues también veremos innovaciones en otras partes de Europa: un escenógrafo como Stefano Della Bella, trabajando en París desde 1641, pintó en los bastidores una figura de Galileo mostrando sus famosas estrellas mediceas a tres damas florentinas; Giacomo Torelli, por su parte, creó magníficas escenografías para Corneille en la corte de Luis XIV; en Inglaterra hicieron lo propio Iñigo Jones y Constantino de’Servi; y Joseph Furttenbach dio a conocer las teorías galileanas sobre perspectiva escénica en Ulm. Estamos ya en años de grandes avances en óptica, ya que a partir de 1660 se comienzan a construir grandes objetivos gracias al perfeccionamiento en las técnicas de pulimento del vidrio. En 1665, además, aparece la Micrographia de Robert Hooke, y su obra va a ser desarrollada por Marcello Malpighi y Anton van Leeuwenhoek. Los microscopios simples, muy populares hacia el final del siglo, van a ser sustituidos ahora por los compuestos —fabricados en primer lugar por Huygens—, que estarán dotados de tres lentes: objetivo, ocular y lente de campo. Todos estos mecanismos visuales van a generar, por último, un juego final cimentado no ya en la presencia de lo maravilloso, sino en su propia ausencia. Según avanza el siglo se van a dar con más frecuencia este tipo de piezas, en las cuales no deseo entrar ahora por superar los márgenes del fenómeno que aquí trato; no quiero, sin embargo, dejar de mencionar algunos títulos: Álvaro Cubillo de Aragón, por ejemplo, va a explorar los efectos teatrales de la invisibilidad en El invisible príncipe del baúl (1637); en El hechizo de Sevilla (1653), Ambrosio de Arce de los Reyes se adentra en las consecuencias del encantamiento; Bances Candamo, en El entremés de las visiones (1691), hace un tratamiento semejante de esta inclinación tan novatora; y José de Cañizares, ya en la encrucijada de dos momentos muy diferentes, explotará el rendimiento escénico de la invisibilidad en El anillo de Giges, y el mágico Rey de Lidia. En todos ellos se da una reflexión, a veces de forma implícita, sobre las maravillas de la óptica: sobre las consecuencias de hacer invisible lo visible y de hacer visible lo invisible, mezclando elementos cómicos con una lectura seria de la realidad, fundamento ético de todo el andamiaje barroco que define este momento histórico. ***

13. Ver, a este respecto, Don Cruickshank, Don Pedro Calderón. Cambridge: Cambridge University Press, 2009; Louise Stein, Songs of Mortals, Dialogues of the Gods: Music and Theatre in Seventeenth-Century Spain. Oxford: Clarendon Press, 1993.

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La poesía de estos años hace también parada en una serie de testimonios que no se deben obviar a la hora de construir, en la medida de lo posible, este panorama poscopernicano de medio siglo. Tal es el caso, por ejemplo, de los versos de un poeta poco estudiado aún como es el conde de Rebolledo.14 Curtido en el campo de batalla y de la diplomacia Europea —esa Europa del Norte de la que todavía queda mucho por conocer—, Bernardino de Rebolledo y Villamizar (1597-1676) fue un militar y diplomático que sirvió como ministro plenipotenciario de Felipe IV en Dinamarca entre 1648 y 1661. Su obra poética, formada por numerosos sonetos, poemas extensos y breves piezas teatrales, obras didácticas y traducciones bíblicas, fue concebida y compuesta en casi toda su integridad en Dinamarca. El hecho de trabajar lejos de los cenáculos y academias literarias de la corte madrileña ha conferido a su producción una extraña originalidad que se aprecia particularmente en sus sonetos. Su estilo literario no sigue los cánones conceptistas, pero recuerda en cierta manera a Quevedo en su contenido doctrinal, si bien parece tomar como modelo formal y moral a los hermanos Argensola. Rebolledo reunió sus poesías en Ocios, publicado inicialmente en la Officina Plantiniana en Amberes (1650) y reeditado diez años más tarde ya como obra completa bajo el título de Obras poéticas; escribió también Selva militar y política (Colonia: Antonio Kinchio, 1652) y una genealogía poética de la Casa Real danesa titulada Selvas dánicas (Copenhague: Pedro Morsingio, 1655). En varios lugares de su obra se mostró preocupado por las nuevas corrientes científicas, en particular en lo referente a la teoría heliocéntrica. Si bien no se atrevió a defender abiertamente las nuevas ideas provenientes del Diálogo galileano, se puede intuir, sin embargo, un cierto estado de duda, una duda que cristalizará en la que sigue siendo su máxima más conocida y por la que, para muchos, ha pasado a la posteridad: todo lo ignora quien nada duda. En los Tercetos II de estos Ocios (1650), Rebolledo recorre los autores que atribuyen movimiento a la Tierra, hasta llegar a Copérnico y Galileo: Aunque la esfera tan común engaño padezca, como muchos han creído, no puede el estudiarla haceros daño.

14. Comienzan ya, sin embargo, a darse importantes trabajos sobre su obra; ver, por ejemplo, Rafael González Cañal, “El conde de Rebolledo y los albores de la Ilustración”. Criticón 103-104 (2008): 69-80; y Frédéric Plot, “La poésie scientifique de Bernardino de Rebolledo à la lumière du gassendisme”. Bulletin Hispanique 115. 1 (2013): 13-26.

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Sacrobosco en Holanda corregido, a quien Clavio y Juntino templan tanto, os lea maestro cuerdo y advertido. Heráclides el Pontico y Ecfanto a la tierra atribuyen movimiento sin mudar sitios, en común espanto. Filolao, con mayor atrevimiento, por la eclíptica juzga que se mueva del sol y de la luna en seguimiento. Seleuco, matemático, lo aprueba y aun otros más antiguos el camino facilitaron a opinión tan nueva (vv. 314-328).

El poema anuncia ya una cierta familiaridad con la nueva física, a la que parece mostrar cierta oposición a través del filtro de la ironía. Por los versos circulan, como vemos, Heráclides de Ponto, filósofo griego autor de De las constituciones políticas, que estudió a los pitagóricos y asistió a las lecciones de Aristóteles; Eufanto, filósofo griego y preceptor de Antígono, uno de los sucesores de Alejandro Magno; Filolao, filósofo griego de la segunda mitad del siglo v a.C., contemporáneo de Demócrito y Sócrates; Seleuco, astrónomo babilonio del siglo ii a.C., discípulo de Aristarco de Samos, quien difundió un sistema astronómico casi idéntico al de Copérnico, estudiando además el fenómeno de las mareas, que atribuyó a los movimientos de la Luna, aunque sin descubrir su verdadera causa; Calippo, astrónomo griego que vivió a mediados del siglo iv a.C., discípulo de la escuela de astronomía fundada por Eudoxio de Cnido; y Eudoxio, astrónomo y matemático griego, contemporáneo de Platón y una de las tres grandes figuras de la escuela ateniense. Pero al hablar de Galileo el veredicto parece ser claro: Copérnico, a estos tiempos ya vecino, alrededor del sol traerla quiere contra el sentir humano y aun divino. Galilei, que le sigue y le prefiere, encendió en los modernos la porfía tanto que no hay quien apagarla espere. Pero yo con Oveno juzgaría

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que acabó de cenar o navegaba cuando le pareció que se movía (vv. 329-337).15

Con ese fascinante encendió, Rebolledo nos sugiere que ya no hay vuelta atrás, aunque parezca que lo que ha visto es producto de un Galileo con las facultades alteradas, si no mermadas: “acabó de cenar / o navegaba…”. No sorprende entonces que Rebolledo opte por la vía tradicional: “No puede haber lectura más gustosa / ni de provecho igual a la Sagrada” (vv. 356-357). Más allá de la veta humorística de un Galileo equivocado, lo que sí queda bien claro es que la porfía a la que se refiere el poeta hace que nadie espere apagarla ya, pues para entonces, al menos en el panorama europeo en el que se mueve él, su propuesta se asume ya como algo incuestionado. Una propuesta, por cierto, sobre la que de forma un tanto velada va a escribir también en sus Selvas Dánicas, exhibiendo de nuevo sus conocimientos e inquietudes por estas cuestiones científicas que quizá palpitaran en una Dinamarca que había visto nacer unas décadas antes a Tycho Brahe, pero que no llegan a convencerle de todo: Del sol, la luna y los demás planetas observo alguna vez los movimientos, sin dejarme vencer al de la tierra, sentencia de Platón insinuada pero no confirmada, puesto que tanto a los modernos mueve; y de este ángulo breve con líneas imperfectas por meridianos corro y paralelos el ámbito espacioso de los cielos, sin perdonar constelación ni estrella desde la menos clara a la más bella.16

Y en la Selva militar y política advierte que “todo cuanto aquí tiene movimiento / está constante en la divina esencia” y aconseja al príncipe que no se preocupe por esos temas: El monarca que aplica sus desvelos a las revoluciones de los cielos, debiendo corregir las de la tierra,

15. Cito por la edición de Ocios, a cargo de Rafael González Cañal. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha, 1997, Tercetos II, pp. 355-356. El poema en cuestión se titula “Respondiendo a un amigo que, a persuasión suya, se había retirado de un galanteo y deseaba darse al estudio”. 16. Rebolledo, Selvas Dánicas, pp. 495-496.

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y en ociosos estudios ocupado, descuida del gobierno del estado.17

Los versos —y el segundo de ellos parece claramente aludir a Copérnico— recuerdan, qué duda cabe, a un Saavedra Fajardo que por esas mismas fechas ha estado aconsejando a su monarca cómo realizar una labor de liderazgo efectiva a través de empresas que explotan el rendimiento metafórico del cristal y la mecánica de diferentes instrumentos de cálculo. Y en ellos se aprecia, como vemos en esos versos que nos advierten de un posible movimiento de la Tierra que no resulta del todo convincente, un cierto estado de duda, un sin dejarse vencer, aunque esta nuova scienza sea ya moneda común en sus contemporáneos. Esta suerte de ‘reverberación copernicana’ va a ser controvertida materia en otras voces del momento. Tal es el caso del poema Breve descripción del Mundo (1688) de Sebastián Fernández de Medrano, ingeniero y profesor de la academia militar del ejército de los Estados de Flandes. En una de las notas al texto el autor hablará de que los “Copérnicos” han situado al Sol en el centro del universo como algo que todavía considera reprobable. Como otros tantos científicos de finales del siglo xvii y principios del xviii, Medrano demuestra a un tiempo la dificultad de rechazar las creencias antiguas y la progresiva asimilación de corrientes nuevas. Quiero, sin embargo, detenerme en uno de los poetas de origen español pero formados en la Europa del norte más interesantes del periodo, el capitán y poeta criptojudío Miguel Barrios (1625-1701).18 Barrios pasó su juventud en Portugal y Argelia, pasando después a Italia y luego a Niza, donde residió por algún tiempo. En Bruselas se alistó en el ejército español en Flandes, con el que alcanzó el grado de capitán; allí escribió su Flor de Apolo, algunos dramas y el Coro de las Musas, con panegíricos de notables príncipes europeos. En 1672 se trasladó a Ámsterdam, donde residió hasta su muerte. Desde 1674 se dedicó a los negocios, pero también a la poesía y a la historia en lengua española, producto qué duda cabe del ambiente de libertad que se disfrutaba en las Provincias Unidas de los Países Bajos. En 1676 Barrios fundó una academia literaria, la Academia de los Sitibundos, de la que fue mantenedor. A principios de 1685 fue nombrado mantenedor de otra academia, la Academia de los Floridos, cuyos 38 miembros se consagraban a la literatura y representaban lo más selecto de la sociedad judía de Ámsterdam. Toda una vida, en fin, dedicada al cultivo intelectual en esta Holanda ya en pleno disfrute, según nos ha recorda17. Rebolledo, Selva militar y política, p. 175. 18. He consultado la edición de Cádiz: Cristóbal de Requena, 1693.

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Fig. 19. Johannes Vermeer, El astrónomo (1668)

do entre otros Simon Schama, de su propio ‘Siglo de Oro’, con su Hals, su Vermeer y su Rembrandt.19 Como indica Inmaculada García Gavilán en un excelente estudio, Barrios incluye en los primeros cuarenta versos de su poco conocida Fábula de Prometeo y Pandora una interesante geographia mundi que evidencia su conocimiento del De Revolutionibus de Copérnico. Concluye esta cosmografía con un discurso ético salpicado de motivos que recuerdan la tradición bíblica condenatoria del Cielo y el Infierno, y en donde expresa su pesimismo ante la degradación espiritual que consume al ser humano 19. The Embarrassment of Riches. An Interpretation of Dutch Culture in the Golden Age. New York: Vintage, 1997.

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en su tiempo (vv. 41-72). Ambas cosmografías celestes, concebidas a partir de la Astronomica de Manilio, de los Catasterismos de Erastótenes y del Atlas Coelestis seu Harmonia Macrocosmica de Andreas Cellarius (Ámsterdam, 1661), constituyen una muestra excelente del hábil manejo que poseía Barrios no solo de la alusión mítica o de la mitología catasterística, sino también de la cartografía astral de su momento.20 No cabe duda de que su formación criptojudía enriquecida gracias a sus viajes por Europa, así como su participación en academias literarias y los contactos establecidos en lugares como Bruselas o Ámsterdam —en donde salió el grueso de su obra— debieron proporcionarle un ambiente mucho más abierto a lo nuevo. Tanto Barrios como Rebolledo constituyen en estas décadas intermedias del siglo xvii un importante aporte poético a un panorama en donde, tras la muerte de Quevedo en 1645, brilla un número muy reducido de plumas. El verso más excelso es ya, como he indicado arriba, el calderoniano, que se adapta a nuevos temas y nuevas tecnologías del espectáculo bajo la inspiración de esas musas foráneas de proveniencia italiana que impregnan la creación local de un aire de experimento y de una óptica nueva. Estos contactos entre lo local y lo extranjero van creando nuevas redes de información que establecen, huelga decirlo, nuevos ‘circuitos del saber’ al tiempo que dotan al léxico poético de nuevos matices entre lo erudito y lo práctico.

Vista cansada: la tienda de anteojos Sin salir de la Península, en este siglo xvii ya maduro se manifiesta un escenario literario de gran interés, pero que sin embargo no resulta ni mucho menos original. La tienda de anteojos aparece en varios textos para denigrar, de forma burlesca, el exceso de vanidad del hombre barroco y, por extensión, el conjunto de males que lastran la sociedad del último tercio de siglo. Recuérdese que los anteojos en esta época, como ya vimos en más de un texto, son elementos del ámbito de la artesanía y las ferias, se asocian a personas mayores y de respeto, pero también en otras ocasiones resultan ridículos y convierten a sus usuarios en objeto de frecuentes burlas, que son incómodos y que, en algunos casos, se consideran incluso perjudiciales para la salud.21 Ya es ampliamente conocido en El Criticón (1651) el homenaje que Gracián rinde en el Prólogo a Trajano Boc20. Inmaculada García Gavilán, “La Fábula de Prometeo y Pandora de Miguel (Daniel Leví) de Barrios: unas notas sobre la diégesis mítica”. Lectura y Signo 10 (2010): 211-240. 21. González Cano, op. cit., p. 35.

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calini —“las crisis de Boquelino”—, así como la descripción de la tienda parnasiana en la séptima Crisi, en la cual se pueden comprar, entre otras cosas, anteojos y guantes. El moralista barroco, de hecho, introduce diversos elementos lucianescos y boccalinianos en donde se juega con las propiedades del cristal y del efecto óptico, tales como el de la “la feria de todo el mundo” de la Crisi XIII, o de la “ventanilla del pecho humano” — que había cultivado con excelentes resultados el Salas Barbadillo más satírico en La estafeta del Dios Momo— descrita como algo innecesario en el hombre que sabe mirar correctamente. Vuelve así la figura del zahorí, que tan buen rendimiento le había dado a Quevedo: Muy a lo vulgar discurrió Momo cuando deseó la ventanilla en el pecho humano; no fue censura, sino deslumbramiento, pues debiera advertir que los zahoríes de corazones […] no necesitan ni aún de resquicios para penetrar al más reservado interior. Ociosa fuera la transparente vidriera para quien mira con cristales de larga vista.22

Esta feria plural y excesiva, llena de cacofonía pero también de maravilla, articula dos de los textos con los que quiero cerrar este siglo xvii, a saber, Tienda de anteojos políticos (1673) de Andrés Dávila y Heredia, y El sastre del Campillo (1685) de Francisco Santos. Andrés Dávila y Heredia (1627-1686) escribe desde una vivencia muy particular que resulta en una escritura extraña y diferente. Habiendo estudiado en algunas de las más prestigiosas universidades europeas mientras ejercía de soldado imperial, defenderá la astronomía universitaria frente a las prácticas locales de los nigromantes, borrando así las fronteras entre ciencia y literatura en esta época del siglo xvii en que el cuerpo real de Carlos II simboliza, en su debilidad, el cuerpo social y cultural de su presente.23 Su pieza más importante es Tienda de anteojos políticos, que se inicia con un diablo abriendo negocio en la corte con Luzbel como jefe. Los discursos que siguen a continuación van presentando toda una galera de cortesanos a los que se ridiculiza de acuerdo a los anteojos que van pidiendo, y a quienes se les envía a casa con una regañina a cargo del propio Luzbel. 22. El Discreto, XIX, ‘Hombre juicioso y notante’, op. cit., p. 127. María Teresa Cacho ofrece un recuento de los diferentes ‘ojos’ en la obra gracianesca en su trabajo “Ver como vivir: el ojo en la obra de Gracián”. AA. VV., Gracián y su época. Actas de la I reunión de filólogos aragoneses: ponencias y comunicaciones. Zaragoza: Instituto Fernando el Católico, 1986, pp. 117-135; de sumo interés resulta también Dionisio Cañas, “El arte de bien mirar: Gracián”. Cuadernos Hispanoamericanos 127 (1982): 127-139. 23. Arturo Martín Vega, La obra narrativa de Andrés Dávila y Heredia. Madrid: Universidad Complutense, 1998, pp. 81-83; Pérez Magallón, op. cit., pp. 125-42.

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Esta es una de las partes más sustanciales del libro, en la medida en que su autor despliega una tremenda erudición en torno a temas históricos y literarios, al tiempo que denuncia las lacras sociales de su presente. La novedad con respecto a novelas anteriores reside en que las lentes que aquí se presentan no transforman una realidad en otra, como ocurría en Fernández de Ribera, ni desnudan el objeto escrutado, como se daba en Vélez de Guevara; en la tienda de Luzbel se invita al cliente a probar diferentes gafas para poder ver, como si fuera un caleidoscopio, una suerte de alegoría fílmica que tan solo existe dentro del invento. Dávila y Heredia ofrece así al lector algo parecido a un telescopio, más en sintonía con los descubrimientos de fin de siglo que ya habían comenzado a utilizar lentes potentes no tanto como filtros sino más bien como acceso a nuevas realidades. Las peticiones de los clientes de Luzbel se reciben a veces con interés por el maestro, pero también con furia, como es el caso del paje al que le lanza una redoma por pedir anteojos para mejorar sus arbitrios: “no hay semejantes antojos, ni se han fabricado, ni se pueden fabricar”, responde el diablo, ya que “este privilegio de arbitrios se queda para nosotros”.24 A lo largo de esta novela, que carece de trama y termina abruptamente, el lector se acerca a los diferentes usos de las lentes en esta sociedad urbana que va convirtiéndose en lo que Norbert Elias llamó el proceso civilizador —o aquí, en la pluma de este escritor viajero, más bien en una suerte de proceso empobrecedor—. Dávila y Heredia sustituye a los virtuosi del monte Parnaso por vanidosos y chiflados que deambulan por un paisaje delirante que, sin ser tan grotesco como el de sus predecesores, es igualmente desesperanzado. En Tienda de anteojos políticos vamos a ver cómo el diablo se queja de las vanidades de la corte, de que “aquí en la Corte no se venden anteojos de descubrir verdades, sino de encubrirlas” porque “toda la era de hoy es ignorancia y malicia”. Los clientes piden a Luzbel gafas para parecer más listos, más distinguidos (“para ser caballeros”,25 quizá las que más venden), más honestos, incluso para poder dar una primera buena impresión. Sus páginas están repletas de fascinantes revelaciones, como cuando un grupo de cortesanos entran en la tienda buscando anteojos para “pronosticar en lo político”, provocando la ira del demonio “porque semejantes pronósticos más tienen de política que de astrología, siendo su mira a destruir los ánimos, y a variar las esperanzas”.26 Canto de cisne de esta tradición satírica, Tienda de anteojos políticos no solo confirma el legado de Boccalini seis décadas después de su fallecimiento, sino 24. Andrés Dávila y Heredia, Tienda de anteojos políticos. Valencia: Jerónimo de Villa, 1673, pp. 148 y 156, respectivamente. 25. Op. cit., pp. 100-101. 26. Op. cit., pp. 118-119.

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que también culmina una larga controversia sobre la posibilidad de rectificar la miopía moral e intelectual de la España de su tiempo —o, acaso, la posibilidad de escribir sobre el acto de ver y de ‘ser visto viendo’—. Este acto visual doble sitúa al lector de esta novela en el mismo centro de una nueva fenomenología de la percepción, dado que es en el efecto de la perspectiva desde el cual el sujeto crea el objeto. Se va trazando así un cambio de paradigma desde la observación terrenal de las Babilonias y atalayas, a la celestial de El Diablo Cojuelo, y a la terrenal otra vez con el escenario de la tienda de anteojos. Cada una de estas piezas viene sin duda alguna determinada por la posición del observador y el lugar de los objetos observados. Desde un punto de vista narrativo, el uso de las lentes políticas como acceso a lo mundanal es doble: por un lado, permite que estos ingenios asuman un giro metacrítico y reflexionen no tanto sobre la mediocridad circundante, sino más bien sobre cómo registrarla en la página; por otro, convierten el género de la sátira en el objeto —y no en la herramienta— de comentario, desde su reflexión sobre el lenguaje, la verdad, y la perspectiva moral del escritor. En un solipsismo muy típico del Barroco, la estética del trampantojo (engaño a los ojos) en estas piezas es una estética de desesperanzado relativismo cada vez que los ojos interiores de la mente escrutan la realidad desde nuevos ángulos que son, como vamos viendo, tanto físicos como narrativos. Pero al acercarnos al objeto desde esta perspectiva anamórfica, la superficie de las cosas se torna en recordatorio de que nada es lo que parece: “ello fuerza una ética y una estética del ingenio” —escribe Fernando R. de la Flor— “justamente aquella que sabe penetrar por caminos desviados en la realidad plurifacetada del mundo”.27 Desde esta nueva perspectiva, podríamos concluir, la visión se ha hecho ejemplar aunque sus objetos no lo sean. *** El novelista Francisco Santos (1623-1698) construye en la Puntada V de su novela El sastre del campillo (1685) uno de los cuadros más desencantados a través de la visión que le brindan una serie de anteojos. Estamos ya ante uno de los últimos narradores del Barroco, en el que cristalizan numerosas quejas al Madrid de Carlos II en una serie de textos en los cuales se combina lo picaresco con lo costumbrista. Poco se sabe, no obstante, de su vida, salvo lo que el autor mismo nos ha dejado en su escritura.28 27. Op. cit., 2005, p. 285. 28. Véase, especialmente, la “Introducción” de Milagros Navarro Pérez en Francisco Santos, un costumbrista del siglo XVII. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1975, pp. IX-LXXIII; ver también Víctor Arizpe, “Francisco Santos:

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Nacido en 1623 cerca del Campillo de la Manuela, en el madrileño barrio de Lavapiés, y residente en algunas de las más importantes ciudades españolas, como Sevilla (1666) o Toledo, su condición de militar le otorgó un conocimiento interno del hampa local, de los ambientes sórdidos y de la España móvil que constituían soldados en activo y ex combatientes retirados, a quien dedica numerosos pasajes en sus textos —en el aquí estudiado hablará, por ejemplo, de un soldado que es un “bulto despedazado”—.29 Fue, como él mismo comenta en los preliminares de su novela-panfleto El no importa de España, “criado de su Majestad en la Real Guarda Vieja Española”.30 Vivió en la calle del Olivar (casas de Juan Martínez), frecuentó los teatros madrileños de mediados de siglo, casó en 1647 con María Muñoz y tuvo nueve hijos, uno de los cuales siguió su misma vocación si bien con menor éxito. Sabemos, por ejemplo, que fue testigo del incendio de Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor, en 1672, al que dedicó su obra pseudo-periodística Madrid llorando. Fue, según sus propios testimonios, hombre de familia, apegado a su barrio y a sus vecinos. Afectado gravemente de gota en los últimos años de su vida, murió en la pobreza en 1698. La obra de este interesantísimo escritor continúa relegada a un plano secundario frente a la de algunos de sus contemporáneos e inmediatos antecesores; el peso de figuras mayores en este siglo xvii ha hecho de Santos poco menos que una rareza incluso para los estudiosos de la narrativa del período, a pesar del enorme éxito que tuvo en su tiempo e inmediata posteridad —recuérdese, por ejemplo, el aprecio que por él sintió Diego de Torres Villarroel, o el préstamo del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, que inspiró su obra magna, El Periquillo Sarniento, en el Periquillo el de las gallineras del español—. Los constantes parecidos con Juan de Zabaleta, Francisco de Quevedo y otros prosistas anteriores a él, como el ya citado Luis Vélez de Guevara, han depreciado el prestigio y la originalidad de una obra poco y mal conocida, pero no por ello carente de interés.31 Tan solo las piezas Día y noche de Madrid y el ya citado Peri-

Aclaraciones Crítico-Bibliográficas a las Obras en prosa y en verso”. Hispania: A Journal Devoted to the Teaching of Spanish and Portuguese 74. 2 (1991): 457-458. 29. La alusión proviene de op. cit., f. 117r. 30. Apud John H. Hammond, Francisco Santos’ Indebtedness to Gracián. Austin: University of Texas Press, 1950, p. 4. 31. Ver los estudios de John H. Hammond, “Francisco Santos and Zabaleta”. Modern Language Notes 66. 3 (1951): 166; “References to Cervantes in the Works of Francisco Santos”. Cervantes Quadricentennial (1949): 100-102; “A Plagiarium from Quevedo’s Sueños”. Modern Language Notes LXIV (1949): 329-331; para un estudio de los materiales que Santos toma prestados de Saavedra Fajardo, ver Monroe Hafter, “Saavedra Fajardo plagiado en El no importa de España de Francisco Santos”. Bulletin Hispanique 61 (1959): 5-11.

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quillo, como bien nos recordó la norteamericana Phyllis Eloys Czyzewski en una tesis doctoral, han merecido la atención debida.32 Este misterio que rodea a nuestro autor se extiende a las coordenadas genéticas de su producción, de la cual entregará, entre 1663 y 1697, 16 títulos. Pero a pesar de la gran popularidad de la que gozó en el siglo xviii, apenas existen ediciones modernas de su legado, siendo la única colección de obras completas la publicada en 1723. Salvo aportaciones muy puntuales —contadas ediciones críticas y algún que otro artículo divulgativo— de Milagros Navarro Pérez, Julio Rodríguez Puértolas o Víctor Arizpe, nada existe de verdadero calado en los últimos treinta años más allá de media docena de tesis doctorales, casi todas inéditas. El interés de Santos por la ciencia es algo que no pasa desapercibido. En su pieza El arca de Noé hay un gran interés por la medicina, astrología, alquimia y magia, con numerosas alusiones a curas, plantas y recetas. Lo mismo ocurre en La tarasca de parto en la sección dedicada a la Noche de San Juan, dado que la superstición y magia son dos de los grandes temas en la novela. Y en novelas como La verdad en el potro, Santos escribe que los buenos médicos son “médicos del alma”, siguiendo a Gracián y su acuñación de “médicos del cielo”. Sus novelas revelan así un excelente bagaje cultural y numerosas lecturas: junto a los ecos manriqueños de sus numerosas letanías por un pasado glorioso, se detecta sobre todo la influencia de Quevedo, Céspedes, Liñán, Suárez de Figueroa, Saavedra Fajardo y, sobre todo, de un Gracián a quien plagió repetidamente. Santos maneja un lenguaje cercano al del Salas Barbadillo más satírico y al del Juan de Zabaleta más sentencioso, de frase corta y contundente, llena de licencias y registros muy barrocos.33 Por otra parte, han sido frecuentes las críticas a su excesivo moralismo y a la rigidez de sus opiniones, hasta el punto de que dos de sus mayores estudiosos han hablado de “una delirante concepción del presente” y de una “moralidad atosigante, obsesiva”.34 32. Picaresque and ‘Costumbrista’ Elements in the Prose Works of Francisco Santos. Tesis doctoral, University of Illinois, 1975. 33. Ver, por ejemplo, Gustavo A. Alfaro, “La Anti-Picaresca en El Periquillo de Francisco Santos”. Kentucky Romance Quarterly 14 (1967): 321-327; Elisa Isabel Melero Jiménez, La tarasca de parto en el mesón del infierno, y días de fiesta por la noche. Su autor Francisco Santos, criado del Rey Nuestro Señor, y natural de Madrid. Dedicada a Juan Díaz Rodero. Edición y estudio de los preliminares y del libro primero. Presentado en el Departamento de Filología Hispánica, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura, el día 25 de septiembre de 2004. 34. La primera cita proviene de Julio Rodríguez-Puértolas, “Francisco Santos y los mitos del casticismo hispano”. Studia Hispanica in Honorem Rafael Lapesa. Dámaso Alonso, ed. Madrid: Cátedra, 1975, vol. III, pp. 419-430 [p. 419]; la segunda es de Navarro Pérez, op. cit., p. xxvi.

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Consciente del ambiente general de declive y corrupción que se vivió en la España de Carlos II, Santos es sensible al momento político, social, cultural y económico que le toca vivir y, en consecuencia, sus quejas —no exentas de esporádicas propuestas y soluciones prácticas— tocan siempre más en lo moralista que en lo didáctico. Y, sin embargo, la lectura de sus lienzos de temática urbana depara continuos aciertos de contenido, originalidades estilísticas, atractivos personajes y numerosa información de un Madrid festivo o marginal poco conocido. Tal es el caso, por ejemplo, de la elevación del precio de la carne por parte de los comerciantes, amparados por la fuerte demanda al final de la Cuaresma, y que será motivo de queja en más de una novela, dando así al lector una idea aproximada de las repercusiones sociales que generan estos rituales: “por ironía del destino” —ha escrito Navarro Pérez— “debemos a la santa indignación de Francisco Santos y a su rigor moralista, la relación mejor documentada de la Semana Santa madrileña en el pasado”.35 Como resultado, nadie sale peor parado en estos retratos inmisericordes que el madrileño de a pie. Heredando gustos previos, el cuerpo se somete en Santos a los tribunales del paisaje urbano, y la carne se convierte en un motivo hacia el cual gravita gran parte de su narrativa: cuerpos que consumen y son consumidos por otros, cuerpos que generan y que son degenerados. El cuerpo lacerado se explota una y otra vez con fines materiales y simbólicos creando escenas delirantes que recuerdan a los ya citados paisajes de El Bosco —abiertamente homenajeado por nuestro autor, como veremos pronto— o a los fantásticos excesos de un François Rabelais. Los “peligros” de la carne son, en Santos, amenaza social y motivo de escritura, lo cual resulta en que en la gran mayoría de sus piezas la fiesta defina este espacio central de alegoría. El protagonista de El sastre del Campillo, un sastre del Campillo de la Manuela en ese Lavapiés natal que Santos debió conocer al detalle, protagoniza la novela homónima en donde vemos pasar un desfile desencantado y horrendo de personajes, a cual más estrafalario que el anterior. El legado de Boccalini palpita, por ejemplo, en esta feria del mundo así como en los avisos del personaje del ciego, con los que caminan “aquellos que tienen buena vista, que los de la mala no son de mi escuela”.36 La vista es, por tanto, uno de los temas medulares en la exposición del Madrid de Santos: en este tribunal que en cierta forma recuerda a la Barataria de Sancho

35. Op. cit., p. xli. Ver, a este respecto, el interesante estudio de Carmen Simón Palmer, “La Cuaresma en el Palacio Real de Madrid”. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares 43 (1988): 579-584. 36. Op. cit., f. 120v.

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en El Quijote, el fenómeno de la correcta interpretación de realidad recorre el texto de principio a fin, ya sea en reflexiones en torno a las apariencias como a la propia observación de las miserias que le rodean. Hay un juicio que ofrecer, y el juicio siempre resulta sintomático: en el texto nos encontramos con numerosas quejas al presente en forma de ataques a los poderosos tanto como al hombre de la calle. Nuestro narrador, de hecho, conjuga en pasajes como este esa tendencia ya vista en Quevedo de fundir el cuerpo político con el de sus ciudadanos más desfavorecidos, que apenas tienen para vestirse: ¡Qué razón, ay, qué razón, para que vivamos tan cercados de la miseria; que si tapamos nuestras carnes, es con el desecho del mundo loco; si comemos, siempre es lo peor; si llegamos al extremo de comprar, no vale nuestro real cinco cuartos; porque en la libra de vaca nos dan media de piltrafa, y media de hueso; el pan buscamos lo más barato, que siempre es lo peor; el vino, la zupia más aguada…!37

El andamiaje temático de la pieza se construye a través del motivo de la visita. El Sastre, como le había ocurrido ya al Sancho gobernador, va conociendo a vecinos y a visitantes que vienen de lejos, cada uno con su queja y su lamento. Todos ponen a prueba, en cierta forma, su buen juicio y sentido común. En la quinta Puntada, por ejemplo, conocemos a un mercader extranjero que vende antojos y anteojos en su tienda. No es el único de la novela —la décima Puntada se abre con un mercader que entra escoltado por la Verdad y la Justicia—, pero sí el más importante por el objeto que comercia. Lo que en algunos textos anteriores aparecía como un término más o menos poco especificado, se desdobla ahora en Santos con resultados sorprendentes, pues el antojo, o locura vanidosa, no es aquí el anteojo para ver de lejos. Inicialmente, el emisario que informa al sastre de quién viene nos habla de una tienda —portátil, se entiende— de “preñeces o abortos”,38 siguiendo con ello una estética muy repetida en nuestro autor barroco, quien en novelas como Las Tarascas de Madrid (1665), Los gigantones de Madrid por de fuera y prodigioso entretenido (1666) y La tarasca de parto en el mesón del infierno (1672) se vale del motivo del alumbramiento monstruoso para denunciar los excesos de la fiesta madrileña. La alusión marca ya el tono de lo que se presenta, que por lo general resulta del desagrado del anfitrión. Esto obliga al comerciante a justificarse aduciendo que

37. Op. cit., f. 47v. 38. Op. cit., f. 51r.

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Traigo, no antojos, que fuera mercader bruto, si conociendo que la mercadería que traigo no hubiese falta, y grande: lo que te han dicho que traigo es engaño; antojos yo, fuera un loco, sabiendo que la fregona tiene antojos de dama, porque le han dicho que su carilla no es ingrata; antojos la gallega zafia, que apenas ha entrado en la Corte, y se ha hecho de la leche, cuando amanece con antojos de despensera; antojos de un hombre que se sueña caballero del Febo, y quitándoselos se mira entre canastos y garabitos de la plaza; antojos del blasfemo, que le parece que el mundo le tiembla por su lengua, y no vale para botanas de un pellejo roto; antojos del lindo, que le parece que Lanzarote no le iguala en lo gentil del cuerpo, y desnudado las piernas es todo borrea, el pecho todo pellejo, y la cabeza pelo ajeno, y con sus antojos, de lo que gasta, le parece que le estiman, por la persona, y miente, que es por lo que despende; antojos del pleiteante, que porque vio cien reales a quien le pareció que había de favorecer, tan cortos de vista fueron, que no vio que la otra parte había dado doscientos, y se queda con los antojos de la necedad; antojos del que cree, que porque la fortuna le miró con cara de risa, está ya seguro columpiándose encima de su rueda, haciendo burla de los vaivenes del mundo, y a breves horas, tropezando en el canto de la razón, se quedan matachines. Bueno fuera trajera yo antojos de aquel que contrahace su linaje, adornándole de hábitos y señorías, sin saber que saben más que no él los que le están mirando.39

No es antojo —locura, vanidad— lo que comercia el tratante, sino más bien lo contrario, un surtido variado de anteojos que le sirven al sastre para alcanzar una nueva perspectiva y también para verse a sí mismo; es decir, una suerte de anteojos para la introspección —dado ese “mírate a ti propio” del inicio—, como si este fin de siglo fuera el momento idóneo para reflexionar sobre cómo se ha llegado a semejante estado de miseria y vacío espiritual. Se invita así a reflexionar, por ejemplo, sobre lo que aquí denomina el nada de la vanidad: “Lo que yo traigo, ¡oh, gran sastre de Lavapiés!, no son antojos, son anteojos para la vista humana, para su conservación, y largueza, y todas sus edades; y para que lo experimentes, y te hagas capaz, toma estos anteojos, y mírate a ti propio”. Púsolos el sastre en sus narices, y dijo: “Jesús, qué hinchado que estoy, me parece que soy el Conde Pantinuplés, para mí todo el mundo es poco, quién me podrá competir, ni el Rey”. “Quítalos” —dijo el Mercader—, “y verás quién eres”. Hízolo, y santiguando su rostro, volvió en sí, diciendo: “¡Oh, vidrio quebrantadizo, qué presto rompiste el nada de la vanidad! Hombre, qué mercadería traes ahí, que habrá quien te dé todo el ser, por verse como yo me vi. ¡Notable vidrio, sino fuera quebradizo!”. “Toma otro, oh, gran Maestro” —dijo el mercader— “que poco te espantas”. Púsolos en su rostro los segundos que le dio, y apenas empezó a mirar a todas partes, cuando arroján39. Op. cit., f. 52r.-v.

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dolos del rostro, dijo: “¡Ay de mí, qué infame artífice te fabricó el vil deseo, quita allá y rompe lo que romper pretende la quietud de una corona; yo aspirar a ser rey, yo contra mi dueño!”. “Tente” —dijo el mercader— “no te destruyas, que el que habla con tanto juicio, no se puede despeñar, y cree que del metal de estos hay muchos en el mundo, pero todos se quiebran en el sueño de la fantasía. Toma otros” —prosiguió—, “no te desquicies tan presto, pues las fijas de tu entendimiento están enteras, y firme la madera en que se asen, y los clavos de la prudencia las sustentan. Toma estos, que son muy del tiempo, y juega de toda tu atención, sin ofrecer feudo a la carne, por el peligro del deseo”. Púsolos en su rostro, y al esparcir la vista, hizo demostración de que titubeaba el juicio, volviendo, como asombrado, diciendo: “en el infierno fueron fabricados vidrios de tal calidad, vidrios, que tan presto mezclan la honra con el vituperio; al amigo vuelven enemigo; al pariente hacen extraño; al respeto hacen deshonra, y a todo viviente quitan la vista, antojos de sensualidad traes a vender”.

Deseo, vituperio, vanidad… El uso de los antojos ha permitido al sastre ver una realidad en la cual la soberbia y la hipocresía cabalgan a sus anchas, creando estupor en quien los lleva. El mercader confirma así que este es un vidrio popular, que se vende bien, pero que quiebra moralmente a su dueño. Resulta significativo que Santos, como había hecho ya Saavedra Fajardo en la Empresa que he comentado, asocie el vidrio con el anhelo al hablar del vil deseo, peligro del deseo, pues son lentes que cambian a las personas, que suspenden el juicio y hacen que el hombre se rija por un concepto que ya había salido antes, el de la sensualidad. Tal y como ocurriera en Dávila y Heredia, la tienda se censura y la lente, que había servido en otros textos para ver una realidad desprovista del velo del engaño, se convierte ahora en la enemiga del hombre. El sastre prueba entonces otros anteojos completamente distintos, con los que no puede ver nada. Pero esta ceguera conecta con la de los ciegos clarividentes a los que aludía antes, pues estos nuevos anteojos resultan ser, desde su graduación inapropiada, los más benévolos, evitando que el observador sufra con el desolador panorama circundante; un panorama que, curiosamente, incluye una referencia cervantina para subrayar el estado de delirio en el que se vive, la ceguera moral y la locura de sus convecinos, Quijotes de ciudad. Como nos dice la cita, hay más dicha como no ver en el tiempo presente: “Sí” —respondió— “que tengo tan buen despacho de ellos, que desde la edad de doce años hasta la de sesenta, raro es el hombre que no los compra, y para comprarlos, venden sus haciendas, niegan sus hijos, y padres, y aun se venden al demonio. Toma otros muy diferentes”. Hízolo, y habiendo mira-

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do con ellos largo espacio, dijo: “yo no te veo”. “Cuerpo de Cristo” —dijo el mercader—, “con qué dinero se pagarán esos anteojos, pues hay más dicha como no ver en el tiempo presente, que el engaño y la traición andan de puerta en puerta, y de lecho en lecho, sin conceder sueño a ningún bruto engañador; hay dicha como no ver a tanto Quijote, y a tanta Dulcinea, tanto ladrón, y tanto pobre pereciendo. Démelos, señor sastre, los guardaré, que no son para v.m.”. Hízolo, y levantando su tienda se fue.40

La visita conjuga, por tanto, la denuncia del presente con la crítica a esa costumbre extendida de llevar anteojos como marca social que ya se había criticado medio siglo antes por un médico como Daza de Valdés. Es una pieza en donde, como se percibirá también en la coetánea Día de fiesta por la mañana y por la tarde en Madrid (1666) de Juan de Zabaleta, confluyen muchas de las vetas desencantadas del urbanita barroco. La novelística de Francisco Santos, testigo del agotamiento vital del último tercio de siglo, participa como ninguna del anteojo para narrar las miserias del Madrid finisecular como un cuerpo social enfermo, exhausto y contaminado. Incluso nos ofrece, en el Discurso I de su Periquillo, un juicio muy personal en el cual humaniza esa Luna que se ve ya como corrupta, espejo de la corrupción del mundo al que ilumina en ocasiones: “Equivoca la luz de aquel lucero…, luna, en fin, retrato del pequeño mundo, digo del hombre, tan parecida en sus humanas imperfecciones, pues ya crece, ya mengua, nace, muere, ya es algo, ya es nada… Equívoca, digo, la luz de este retrato de la criatura humana”.41 Y es que, como nos ha recordado recientemente Óscar Barrero Pérez, Santos vive ya las postrimerías del Barroco, un tiempo en que la cada vez más ostensible decadencia de la Patria exacerbaba en la mente del artista español la confusión entre ideal y realidad; la realidad ya no es, ni ideológica ni existencialmente, monolítica e inalterable, […] esos rasgos de la realidad exterior rigen, en alguna medida, la descomposición estructural del arte narrativo del siglo xvii.42

Por ello, si la visión de Santos es una visión desencantada, podría decirse también que es una vista cansada, carente de soluciones más allá del encomendarse a Dios como salvación última. Limítrofe ya con el espíritu científico-novator del cambio de siglo, el suyo es un legado injustamente 40. Op. cit., ff. 52v-54r. 41. Comenta el párrafo —así como otros pasajes indicativos de la cosmogonía personal de Santos— Rico, op. cit., pp. 167-169. 42. Óscar Barrero Pérez, “La decadencia de la novela en el siglo xvii. El ejemplo de Francisco Santos”. Anuario de Estudios Filológicos 13 (1990): 27-38 (pp. 37-38).

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olvidado que nos sirve para reflexionar sobre nuevas formas de ver la expresión literaria como red de múltiples tensiones, entre las cuales la ciencia empieza a tomar un rol cada vez más evidente. *** Francisco Santos nos sirve, por último, para conectar con una serie de contemporáneos que no quisiera pasar por alto. En el último tercio de siglo va a destacar la obra de Juan de Caramuel y Lobkowitz (1606-1682), de Vicente Mut (1614-1687) y de José de Zaragoza y Vilanova (1627-1679), a los que seguirá algo más tarde Juan Bautista Corachán (1661-1741) con interesantes propuestas astronómicas. En la Enciclopedia (1670) de Caramuel, por ejemplo, los lectores españoles podían seguir las polémicas sobre el isocronismo de las oscilaciones pendulares, la validez de la ley de caída de graves de Galileo o los satélites aparentemente descubiertos por el capuchino alemán Antony Maria Schyrlæus di Reita en torno a Júpiter, que se añadirían a los galileanos. Sobre el sistema del mundo, Caramuel mostraba sus preferencias por el de Tycho Brahe, aunque no dejaba de señalar que los argumentos físicos y astronómicos contra la teoría heliocéntrica eran débiles y los astrológicos totalmente errados. Vicente Mut, por su parte, defendió como válidas las elipsis keplerianas, rechazando la física aristotélica, y su pupilo José de Zaragoza y Vilanova escribió en su Esphera en común, celeste, y terráquea (1675) sobre las teorías de Copérnico, Brahe, Kepler, Galileo, Descartes, Gassendi y Clavius, negando la incorruptibilidad de los cielos y las esferas celestes, y sugiriendo una visión heliocéntrica del cosmos. El siglo se va a cerrar con un aviso más: siguiendo los pasos de Fernando Pérez de Sousa, el matemático, físico y astrónomo criptocopernicano Juan Bautista Corachán dejó en manuscrito sus Avisos del Parnaso (1690), creación muy personal que luego Gregorio Mayans y Siscar acabaría editando en 1747, con una edición más en Madrid de 1754 y varias traducciones parciales en manuscrito dispersas por bibliotecas europeas. En ella divulgaba en castellano diversos aspectos de las nuevas corrientes científicas e incluía un fragmento del Discurso del método de Descartes, la primera traducción, se cree, de este filósofo en España. La figura de Corachán resulta fascinante: participó en numerosas academias de su época, como por ejemplo en la Academia Matemática, a la que acudía también el novator Tomás Vicente Tosca (1651-1723). Con Tosca, de hecho, se consagró definitivamente la asimilación en España de la mecánica galileana gracias a su Compendio Mathematico (1707-1715), y en particular sus últimos cuatro tomos (VI-IX). Fue este, sin duda alguna, uno de los expo-

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nentes más significativos de la actividad de los novatores valencianos de finales del siglo anterior —de quienes nos quedan numerosos testimonios— culminando con el estudio de conjunto de la obra de Galileo como fundador de la ciencia moderna realizado por el jesuita y profesor universitario valenciano Juan Andrés (1740-1817),43 considerado el iniciador de la historiografía propiamente dedicada a Galileo. Al producirse la expulsión de los jesuitas, Andrés marchó a Italia, donde pasó el resto de su vida, y donde escribió su monumental obra Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura (Parma, 1782-1799), una ambiciosa historia de la cultura en siete volúmenes que sería reeditada 12 veces completa y cinco veces incompleta hasta 1844, en italiano, castellano y francés. Los volúmenes de la obra dedicados a la historia de la literatura filosófica y científica constituyeron la primera historia de las ciencias escrita por un autor español. Andrés ingresó en la Academia de Ciencias de Mantua en 1776, en la que ya había presentado un extenso trabajo de dinámica de fluidos, gracias a su Saggio della Filosofia del Galileo (1776), en donde examinó distintas facetas de la obra galileana como mecánica, estática, astronomía y cosmología, flujo y reflujo de los mares, meteorología, música, óptica y magnetismo.44 Pero si la ciencia depara importantes contribuciones en estos años, no menor va a ser la importancia de su diálogo con la prosa didáctica o de ficción. En este último tercio de siglo nacen figuras como Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), Martín Martínez (1684-1734) o Diego de Torres Villarroel (1693-1770), coincidiendo con la entrada del término telescopio en el léxico castellano. Este último escribirá en sus Sueños morales que “[H]emos llegado a saber todo el estado del cielo”45 y lo cierto es que durante estas décadas de cambio de siglo vamos a dar con numerosos testimonios sobre sus cualidades en la investigación tanto como en el uso privado. Como ha indicado Luis Miguel Vicente García, Torres difundirá la parte de astrología natural aceptada por la Iglesia, que lo hace de un modo serio y canónico, como transmisor más que como innovador, aunque claramente dotado de intuición propia para transmitir aquello que ha sufragado su experiencia. Con gran prudencia prescindirá de los natalicios de la judiciaria, los propiamente llamados horóscopos, ciñéndose a la Astrología natural.46 Pero Torres, maestro del humor, también se valdrá 43. Ver, como botón de muestra, Víctor Navarro Brotons, “La renovación de las ciencias físico-matemáticas en la Valencia pre-ilustrada”. Asclepio 24 (1972): 367-370. 44. Navarro Brotons, op. cit., p. 825. 45. Sueños morales. Madrid: Viuda de Ibarra, 1794, Tomo IV, p. 379. 46. Luis Miguel Vicente García, “Torres Villarroel: el canto del cisne de la Astrología culta”. Edad de Oro XXXI (2012): 369-396.

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del uso metafórico del telescopio de forma cómica cuando hable de los soplones en una imagen que nos recuerda a la alquitara quevedesca de “Érase un hombre a una nariz pegado”: “Métense a telescopios, por los cuales los escribanos y los alguaciles registran los delitos más ocultos”.47 Desde un ángulo mucho más serio, qué duda cabe, Feijoo escribirá en su Teatro crítico universal acerca de la “impericia astronómica originada ya del defecto de aplicación, ya de la falta del telescopio”48 y que “[D]esde que se inventaron los telescopios se han descubierto tantas estrellas, ya fijas, ya errantes, que exceden en número a las que observaban los astrólogos anteriores”.49 Seguirá entonces a Tycho Brahe, concibiendo el sistema tolemaico como insostenible: Debe confesarse, que el Sistema vulgar, o Ptolemaico es absolutamente indefensable, y sólo domina en España por la grande ignorancia de nuestras Escuelas en las cosas Astronómicas; pero puede abandonarse éste juntamente con el Copernicano, abrazando el de Tyco Brahe, en el cual se explican bastantemente los Fenómenos Celestes.50

Asimismo, el médico y filósofo Martín Martínez comentará en el diálogo de ficción que constituye su Filosofía escéptica (1730) que “[L]os que ven por anteojos aristotélicos, todo lo ven con formalidades, abstracciones, reduplicaciones y virtualidades”.51 Hemos entrado ya de lleno en una nueva época en donde ya no se percibe duda alguna, sino más bien una fe completa en los aciertos derivados de la técnica —aunque a veces, como vemos en Feijoo, todavía a medio camino—. Estas reflexiones de la primera mitad del xviii nos hacen ver ya una creciente familiaridad con el telescopio, que en este siglo pasó también a formar parte del ajuar privado de muchos hombres de ciencia y de muchos ilustrados en general. Y no serán menos importantes algunas aportaciones de la segunda mitad de siglo, que verá textos de gran interés con el telescopio como protagonista. Destaca, por ejemplo, una muy poco conocida pieza anónima en verso de corte satírico y claramente misógino titulada Anteojo de larga vista para todas las edades, y aviso de contrayentes de futuro matrimonio (Madrid: Imprenta de Josef López, 1796); y sabemos, por ejemplo, que Gaspar Melchor de Jovellanos habló con naturalidad de la adquisición de un 47. Op. cit., Tomo II, p. 243. 48. Teatro crítico universal. Tomo III, Discurso VII, “Sobre la corruptibilidad de los cielos”. Madrid: Imprenta de Ayguals de Izco Hermanos, 1852, p. 14. 49. Op. cit., 1852, Tomo I, Discurso VIII, “Astrología judiciaria y almanaques”, p. 29. 50. Cartas eruditas, y curiosas. Madrid: Viuda de Ibarra, 1774, v. 3, xx, p. 27. La carta data de 1750. 51. Filosofía escéptica. Madrid: Francisco López, 1730, p. 11.

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telescopio en sus Diarios, según nos ha recordado Manuel Álvarez-Valdés y Valdés en un reciente estudio.52 Estas pinceladas finales clausuran este lento y cauteloso cambio de paradigma, si bien no agotan el interés exhibido por la conjunción de dos universos que a partir del siglo xviii convivieron de forma mucho más íntima y, para algunos, mucho más armónica. Las páginas de la Conclusión servirán para reflexionar sobre posibles vías de estudio de lo que ha sido la presencia de los fenómenos que he tratado aquí —la proyección de Galileo, la vida social del telescopio, la desigual adopción de las lentes correctoras, la curiosidad, en general, por ver lo nuevo…— en el momento posBarroco. No se intentará en ellas, sin embargo, cerrar debate alguno, sino más bien mantener estas puertas abiertas para futuras indagaciones. Lo aquí expuesto tan solo constituye una invitación a profundizar con más detenimiento en este siglo de curiosos y curiosidades.

52. Jovellanos. Vida y pensamiento. Oviedo: Nobel, 2012, pp. 277-278.

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5. Conclusiones

The mystery of the world is the visible, not the invisible

Oscar Wilde

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La luz —y sombra— de Galileo y su afamado telescopio se ha proyectado a lo largo del tiempo hasta nuestro mismísimo presente, llegando a la controvertida ‘revisión’ llevada a cabo por Juan Pablo II a la cual aludí ya en páginas anteriores, y que revela una vez más las conflictivas relaciones entre la Iglesia católica y la ciencia. La bibliografía en torno a su legado escrito sigue siendo abundante no solo desde áreas como la historia de la ciencia y la tecnología o la filosofía, sino también, según he indicado ya, desde la historia literaria o la historia del arte. Incluso la industria editorial más reciente ha dado con fenómenos curiosos: la novela de Dava Sobel, Galileo’s Daughter: A Historical Memoir of Science, Faith, and Love (2011) ha recuperado, como su título indica, tres de las obsesiones más acuciantes del pensamiento moderno, pasando a convertirse en un auténtico fenómeno de ventas. Este tipo de canonizaciones del famoso científico no ha eclipsado, ni mucho menos, el trabajo de investigación de aquellos que han buscado un acercamiento algo más riguroso y acaso menos edulcorado que lo hecho en la novela de Sobel: contribuciones recientes como las recogidas por Jürgen Rehn1 nos ofrecen panoramas muy completos sobre lo que aquí se ha intentado apuntar de forma más modesta con respecto a cien largos años de grandes transformaciones epistemológicas en la Península Ibérica. Y, como he dado cuenta en diversas notas a lo largo de este estudio, se sigue investigando mucho sobre la presencia de Galileo en países como Francia e Inglaterra. No es mi deseo, por consi1. Jürgen Rehn, ed. Galileo in Context. Cambridge: Cambridge University Press, 2002.

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guiente, adentrarme ahora por los vericuetos de esta diacronía última tan prolija, de la pervivencia y actualidad de esta figura que fue celebrada en el siglo xx de múltiples maneras: desde las tablas, por ejemplo, gracias a la famosa pieza homónima de Bertolt Brecht,2 muy querida, por cierto, en España; desde el comentario filosófico trufado de oportunas reflexiones históricas a cargo de José Ortega y Gasset en En torno a Galileo (1933),3 cuya relevancia y modernidad siguen siendo ejemplares si se lee hoy en día; o desde la poesía por un Jorge Guillén maravillado —y empequeñecido al mismo tiempo— por los hitos de la ciencia, según vemos en su poema “La astronomía”: Entre todas las ciencias, la flor: la astronomía. Extraordinarios los descubrimientos En ese mundo enorme y sus galaxias. ¡Enorme! Nos parece ya infinito. Es la base muy sólida de la humildad humana. ¿Y un solo Móvil guía el universo, Interesado por un solo punto De la Tierra, planeta sin realce? ¿O tal vez capital de las galaxias? Enorme el universo. Y yo, minúsculo. Lo confieso: minúsculo. ¡Minúsculo!4

Queda por delinear, por tanto, un recorrido temporal sobre lo que Galileo Galilei ha representado en la historia del pensamiento moderno en España, empezando, acaso, donde termina este estudio, y abarcando no solo ya la expresión literaria, sino también otras áreas del saber —filosofía, religión, política…— que sin duda se ven afectadas por el impacto vario de su legado. 2. Ver, a este respecto, William Eamon, “Brecht and the Historical Galileo”. Gestus: Journal of Brechtian Studies 3 (1989): 19-23; David Ladra, “El debate sobre ciencia y progreso: Galileo Galilei”. Primer Acto: Cuadernos de Investigación Teatral 282 (2000): 16-20; Darko Suvin, “Vida de Galileo de Bertolt Brecht: el alimento celestial negado”. ADE teatro: Revista de la Asociación de Directores de Escena de España 126 (2009): 65-77. En “Bertolt Brecht, la dialéctica y la ciencia”. Bajo palabra. Revista de filosofía 3 (2008): 185-194, Encarna González Molina propone que una reflexión acerca de la ciencia debe realizarse al margen de ella. Si se asume que esta posee la hegemonía del saber, para hacerla posible se debe desactivar la función del lenguaje a su servicio y atender al hecho de que la verdad no debe entenderse como una obra humana pese a que habite en el hombre. 3. Son varias las ediciones recientes. Me he valido de la de Domingo Hernández Sánchez (Madrid: Tecnos, 2012) y de la de José Luis Abellán (Madrid: Espasa-Calpe, 1996), de la cual cito. 4. Final. Antonio Piedra, ed. Madrid: Castalia, 1987, p. 156.

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*** Sin embargo, no se tiene que abandonar necesariamente el siglo xvii como punto de arranque. Lo que presento aquí, como se ha podido comprobar, da para mucho más, y suscita preguntas de gran amplitud diacrónica y disciplinar para futuros estudiosos, especialmente desde un punto de vista comparado que sitúe a España en su lugar merecido, con sus aciertos y sus errores, por su espíritu abierto y su talante receloso. El periodo que he cubierto en estas páginas es sumamente complejo en su contexto europeo y coincide, en su primera mitad (1605-1644), con la publicación de una serie de estudios en Inglaterra, Italia y Francia que dejaron obsoleta la filosofía natural de sesgo aristotélico que se impartía en las universidades del momento, construyendo en su lugar los cimientos de una ‘nueva casa’, como denominó el ya citado José Ortega y Gasset a este periodo histórico: “Hacia 1650, cuando muere Descartes, puede decirse que está ya hecha la nueva casa, el edificio de cultura según el nuevo modo. Esta conciencia de ser de un nuevo modo frente a otro vetusto y tradicional es la que se expresó con la palabra ‘moderno’”.5 Los autores de estas obras fueron, claro está, Francis Bacon (Novum Organum), Galileo Galilei y René Descartes (Discurso del método). No hay un nombre de esta estatura en el panorama de la filosofía y de la ciencia, es cierto, en la España del momento; pero si algo hemos aprendido del periodo estudiado es que el progresivo impacto en el campo de la ficción en estas décadas de cambios —esta particular ‘revolución del conocimiento’— trajo consigo un nuevo tipo de saberes adquiridos de la experiencia práctica unida a aquello que cristalizó por el uso de la razón. Esta revolución, como hemos ido poco a poco descubriendo leyendo a clásicos como Karl Popper y Thomas Kuhn, y como continuamos aprendiendo hoy a través de investigadores como William Eamon, Peter Dear, Antonio Beltrán Marí y Steven Gaukroger, por citar tan solo a unos pocos, fue un proceso fragmentado carente de dirección que arracimó diferentes materias del conocimiento. Los pasajes analizados en La musa refractada tocan algunos de los problemas que planteé al principio del libro, a saber, cuál fue la impresión que el telescopio de Galileo causó en la ficción del xvii y cómo se tradujo en sus diferentes manifestaciones. Son fragmentos de un amplio y complejo corpus literario que demuestran también que la España del momento era permeable a influencias externas, y que sus plumas más excelsas no abandonaron el juego o el humor a la hora de negociar los límites de lo permisible: la musa española no rechazó la luz de fuera, sino que la refractó creando nuevos ángulos 5. Op. cit., p. 28.

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desde los que iniciar su quehacer. Mi intento ha sido, por consiguiente, escribir no tanto sobre la representación del telescopio en tal o cual texto, sino sobre esos cambios de intensidad que se perciben de forma diferente dependiendo del autor, del momento histórico o de la zona del imperio en la que uno se sitúe. Pero esta es, huelga decirlo, la inquietud literaria de uno mismo, la curiosidad del crítico que formula preguntas de índole cultural para un estudio que se adecua a lo que nos narran las fuentes. La pregunta teórica sería, quizá, mucho más amplia en cuanto a su alcance, y estaría más cercana al dominio de la historia y la filosofía de la ciencia y la tecnología, y en particular a procesos de inducción, explicación y cambios de paradigma. He escrito ya que el acto de ver es una cuestión de grado, y que viene determinado por el terso fluir que existe desde la transición del ojo desnudo al privilegio de su hermanamiento con la lente de largo alcance. Esta transición se manifestó, por ejemplo, en esa barrera móvil pero también invisible que a veces se impusieron a sí mismos —porque existía ya en cualquier caso de forma a veces incluso explícita— autores como Lope, Tirso, Calderón o Quevedo; una barrera que determinaba lo que se podía y lo que no se podía ver y, por consiguiente, lo que se podía recrear o no en la ficción de la escritura, en la escritura de ficción. Esto se remontaba, en los propios debates en que participó Galileo, a la misma noción de lo que era la naturaleza: si para el cardenal Belarmino —como antes para Simplicius, Giovanni Filopono, Santo Tomás y el Osiander que escribió el Prólogo anónimo a De Revolutionibus— la astronomía era pura matemática o puro cálculo, el astrónomo toscano, sin embargo, concurría con Bruno y Kepler en comparar la astronomía con la filosofía, abogando por una descripción física —y no hipotética— del universo. Por ello, cuando nos alejamos de esta constelación de testimonios y adquirimos un mínimo de distancia crítica, nos sentimos casi obligados a formular la pregunta que, creo yo, imbrica a todos ellos, que los hace relevantes para el lector moderno, y que podría formularse de la siguiente manera: si algo solo puede ser visto con la ayuda de un instrumento de medición científica, ¿cuenta entonces como observable? En otras palabras, ¿cuándo es que los objetos percibidos pasan de ser cuestión de fe o pilares de una tradición a entidades reales? Dicho asunto está íntimamente ligado a una pregunta filosófica que ha sido central en los debates en torno a ciencia y religión, y que se ha definido como la cuestión del realismo. Si, para el realista, la ciencia debe ocuparse de ofrecer descripciones precisas de las entidades que nos rodean, la posición antirrealista debe mantenerse en duda sobre toda descripción y asumir que la ciencia tiene tan solo que proveer predicciones ajustadas de fenómenos ob-

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servables.6 Todo esto, por supuesto, nos lleva a la propia naturaleza del Barroco como marco epistemológico: si la intuición realista es que las impresiones sensoriales están causadas por un mundo exterior que existe y que tiene propiedades independientes de la observación humana —de forma que es razonable intentar descubrir cuáles son esas propiedades, ya sean estas entidades observables por nosotros o no—, la postura opuesta debe defender que todo lo que descubrimos, bien de forma individual o colectiva, es cómo el mundo se nos aparece. No tenemos conocimiento del mundo más allá de la impresión que éste ejerce sobre nosotros, y por lo tanto debemos permanecer agnósticos a la hora de evaluar las estructuras sobre las cuales los científicos construyen hipótesis a la hora de explicar esas impresiones. Este es, en cierta forma, el tipo de duda, de ‘agnosticismo’ que Roma impuso a Galileo cuando le forzó a presentar sus descubrimientos como hipótesis y no como hechos y, mucho menos, como materia de enseñanza o divulgación. Y esta es la tensión que el poeta Bartolomé Leonardo de Argensola expuso en unos versos que, sin ser exclusivamente suyos —los vemos en Calderón y en otros poetas de su tiempo7— resultan sintomáticos del momento en que se vive en la medida en que, como escribiera Howard Wescott, anuncian el “coming of the new cosmos” en donde “the philosophical stance that identifies truth with natural beauty has been destroyed by the methods of observation that have revealed Nature’s ‘deceit,’ Nature’s other nature”. Ahora, como indican los compases finales de su más famosa composición, titulada “A una mujer que se afeitaba y estaba hermosa”, tenemos que tener presente que “ese cielo azul que todos vemos / ni es cielo, ni es azul”: Yo os quiero confesar, don Juan, primero: que aquel blanco y color de doña Elvira no tiene de ella más, si bien se mira, que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesaros quiero que es tanta la beldad de su mentira, 6. Para una aproximación general a este debate, ver Michael Devitt, Realism and Truth. Princeton: Princeton University Press, 1997, así como Stathis Psillos, Scientific Realism: How Science Tracks Truth. London: Routledge, 1999; en el lado opuesto destaca del trabajo ya clásico de Bas C. Van Fraassen, The Scientific Image. London: Oxford University Press (Clarendon Library of Logic and Philosophy), 1980. Para el caso concreto que nos ocupa, ver, por ejemplo, Peter Barker y Bernard Goldstein, “Realism and Instrumentalism in Sixteenth Century Astronomy: A Reappraisal”. Perspectives on Science 6. 3 (1998): 232-258. 7. Ver, por ejemplo, Otis H. Green, “Ni es cielo ni es azul. A note on the ‘barroquismo’ of B. L. de Argensola”. Revista de Filología Española 34 (1950): 137-150. Howard Wescott, en cambio, atribuye el poema a su hermano Lupercio.

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que en vano a competir con ella aspira belleza igual de rostro verdadero. Mas, ¿qué mucho que yo perdido ande por un engaño tal, pues que sabemos que nos engaña así naturaleza? Porque ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!8

Por consiguiente, los pasajes que ha recogido este libro apuntan a una suerte de escepticismo ante lo nuevo, expresado de formas diferentes por algunos de los hombres más religiosos que haya dado la historia española. En el poema atribuido al menor de los Argensola, se ha dicho que el telescopio de Galileo determina el “speaker’s underlying unease, in spite of his languid tone that intends to show his insouciant unconcern with the suddenly unrecognizable infinity of the universe and the unintelligible nature of Nature”.9 Como hemos ido viendo en este recorrido por el siglo xvii, este unease, esta incomodidad, proviene muchas veces de un estado de duda: la duda es vigorosa e incluso a veces cómica, pero la duda está ahí, y es duda a fin de cuentas, cualquiera que sea la manera de expresarla, aunque sea en la voz de un escudero analfabeto o de un indígena que se resiste a la dominación.10 El sabemos del poema es un saber nuevo, revelado, del que ya no se puede prescindir. Por la mera presencia de su cantidad o su frecuencia, estas piezas sugieren que apenas se da un rechazo frontal a la ‘nueva ciencia’, aunque sea por el mero hecho de que este momento histórico atestigua un enorme apetito de poseer lo nuevo, por consumir y hacer del objeto consumido parte de uno mismo. Se penetra así en un debate que he comentado también, y es el que concierne a la idea de la lente como extensión del cuerpo, como una suerte de prótesis de quien la necesita. Y la necesidad de poseer anteojos, catalejos, celatones y telescopios, ya sea como marca de distinción social o como instrumentos de 8. Wescott, op. cit., pp. 59-60. El poema se recoge en José Manuel Blecua Perdices, La poesía aragonesa del barroco. Zaragoza: Guara (Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses), 1980, pp. 49-51; ver también su magnífica edición de las Rimas de Bartolomé y Lupercio L. de Argensola. Zaragoza: Institución Fernando el Católico/ Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Excma. Diputación Provincial de Zaragoza, 1950-1951, 2 vols. 9. Op. cit., p. 61. 10. Con respecto a esta comicidad que se aprecia en muchos de los textos aquí estudiados, ver la aproximación general de Paula Findlen, “Jokes of Nature and Jokes of Knowledge: The Playfulness of Scientific Discourse in Early Modern Europe”. Renaissance Quarterly 43. 2 (1990): 292-331.

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avance científico, es un fenómeno que define al hombre barroco tanto como —en esta cultura de acumulación en que vivimos— a nosotros mismos. Por eso, lo que verdaderamente palpita en estas sátiras y estos emblemas y estos poemas de corte vario, concluiría ya, es una fascinación innegable con la mecánica del objeto, con sus mecanismos secretos, con ese potencial que se realiza sorprendentemente en su maridaje con el ojo humano, en el maridaje, a fin de cuentas, de una lente imperfecta con otra. Y todo esto a pesar de la gran paradoja que subyace en todos los textos y lienzos que hemos visto, a saber, el contraste existente entre el Barroco como arte de exceso e irregularidades y el surgimiento de esta ciencia moderna desde el rigor del dato matemático: “early moden science” —han escrito Gal Ofer y Raz Chen-Morris— “appears to have developed either in oblivion or in direct opposition to the high culture of its time: seventeenth-century art is supposedly ‘sensual,’ ‘distorted,’ and ‘paradoxical’; the budding science of the seventeenth century is ‘rigorous,’ ‘orderly,’ and ‘logical’”.11 Paradoja esta que se resuelve en las sátiras que hemos visto al colocar la herramienta de medición en manos no expertas. El telescopio, después de todo, es un instrumento democrático porque democrático es el acto de mirar un cielo que está disponible a todos como lo están otras dimensiones espacio-temporales que permiten el uso de bagatelas igualmente seductoras: el compás, la ballestilla, el reloj, el astrolabio. Por tanto —y distanciémonos una vez más en un paso atrás ya final—, si algo hemos aprendido de estas décadas de oscilación y aprendizaje es que la palabra escrita nunca debería verse como una isla de significado, sino como parte de un gran mosaico en donde todos sus componentes se tocan de alguna forma u otra. Lo cierto es que nos hemos creado cómodas categorías para separar ciencia de ficción y para separar ciencia de religión; pero el pasado nos cuenta una historia diferente: el propio Galileo, sin ir más lejos, pensó que experimentación y dogma podían coexistir armónicamente y, como verdadero creyente que era, basó esta compatibilidad en eso que conocemos hoy como el ‘principio de acomodación’, es decir, que la Biblia podía aceptar diferentes —y aparentemente contradictorias— interpretaciones según la competencia cultural de sus lectores. No olvidemos, a fin de cuentas, que su Sidereus Nuncius fue publicado en Bolonia en 1656 con permiso de la Inquisición, lo que nos hace ver las múltiples lecturas de un texto aparentemente ‘maldito’. Lo que los poetas que hemos estudiado vivieron, en cierta forma, no fue entonces el miedo al castigo —y alguien como Vélez de Guevara, vimos ya, deja caer el nombre de Galileo libremente—, sino más bien la duda de que el telescopio pudiera cambiar de forma tan radical su presente; mejor acudir al 11. Op. cit., p. 7.

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CONCLUSIONES

suspense, cabría decir, que no acudir a nada. Y lo cierto es que este proceso de apertura hacia lo nuevo puede ser ya visto en el Diálogo de los dos sistemas a través de la figura de Sagredo, quien pregunta a Salviati —tras quien se esconde, sabemos ya, un Galileo copernicano— y se va dejando poco a poco convencer por él según avanza el diálogo; según avanza, después de todo, el paso del tiempo que va dejando atrás las opiniones de todos los Simplicios enfrentados al progreso. Este Diálogo refleja, en cierta forma, todos los procesos de cambio que hemos visto en textos españoles, con sus Sagredos abriéndose a la duda, calibrando el impacto de lo nuevo. De igual forma, debemos cuidarnos mucho de divorciar la ciencia de la ficción. Esa entidad tan poco nítida que denominamos ‘discurso científico’ es más difícil aún de definir cuando la situamos en diálogo directo con lo que entendemos por ‘literatura’, dado que ambos lenguajes se alimentan de impulsos yuxtapuestos y toman prestados elementos del mismo acervo; de hecho, el estudio de la transmisión de la ficción del xvii, como el de la historia del libro, no es sino un análisis de los hitos tecnológicos del momento: papel, tinta, encuadernación, imprenta... En este sentido, un par de ejemplos pueden servir de evidencia: Galileo, que fue un gran conocedor de poetas como Toaquato Tasso y Ludovico Ariosto, diseñó su última gran pieza, el ya citado Diálogo de los dos sistemas, de forma semejante a como lo habían hecho casi un siglo antes en España los hermanos Juan y Alfonso de Valdés: el diálogo como exploración socrática, como acceso inductivo a un nuevo conocimiento. Y, desde el polo aparentemente opuesto, crónicas como las que Vicente Carducho o Juan de Piña elaboraron de la visita a la casa de Juan de Espina, vimos ya, se adelantaban en su ímpetu abarcador y su taxonomía enciclopedista a las enumeraciones-catálogo de los viajeros ilustrados por tierras extranjeras que inundarían las bibliotecas del xviii. Las categorías, por tanto, no eran tan claras. Incluso un papa como Urbano VIII, cuando aún era el cardenal Maffeo Barberini, había escrito un poema de título coqueto, Adulatio Perniciosa (1620), expresando admiración por los avances de su amigo Galileo con el telescopio, trazando entonces, qué duda cabe, nuevas fronteras entre ciencia, ficción y dogma. La filología hispánica sigue siendo reacia al diálogo con otras materias del conocimiento, y corre el peligro de quedarse atrás con respecto a sus hermanas europeas. En un estimulante trabajo sobre la intersección entre óptica y ficción en la Francia de Balzac, Andrea Goulet nos recuerda, precisamente, que In one of the most important interdisciplinary initiatives of recent years, scholars of art history, philosophy, and history of science have problemati-

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zed a static conception of the human seeing subject by calling attention to the changing ways in which vision is imagined, defined, and articulated across various ages and cultures. Contemporary scholars have replaced notions of sight as a biologically constituted, universal faculty with the culturally shaped concept of “visuality,” ever-shifting according to different historical circumstances and philosophical frameworks.12

No puedo estar más de acuerdo con las palabras de Goulet. Debemos, por tanto, seguir por ese camino. Los estudios de literatura áurea continúan estando, en particular, demasiado alejados de disciplinas como la medicina o la astronomía, que a fin de cuentas fueron las dos áreas del conocimiento empírico de las que más se publicó en el siglo xvi: de las más de 1.800 ediciones de obras de contenido científico, cerca de 800 correspondían a materias médicas, mientras que unas 290 se ocuparon astronomía, astrología y cronología (los llamados también ‘repertorios’). No cabe duda, como hemos visto en este recorrido, de que muchos de estos textos inspiraron a los ingenios áureos a la hora de buscar tramas, motivos y personajes para sus propias ficciones. Y estos son precisamente los diálogos —como el Diálogo galileano que condimenta estas páginas finales— de los que más podemos aprender hoy tanto los críticos literarios como aquellos trabajando en historia y filosofía de la ciencia. El campo está maduro para la creación de nuevas redes disciplinarias: se trata de situar la lente en el ángulo correcto.

12. Andrea Goulet, Optiques. The Science of the Eye and the Birth of Modern French Fiction. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2006, p. 3.

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Índice onomástico A Abellán, José Luis 300 Abril, Pedro Simón 37 Acceto, Torquato 254 Adriaanszoon, Jacob, ver Jacob Metius Agripa, Cornelio 155 Aguilar, Jacinto de 230 Aguilera, Juan 34 Aït Touati, Frédérique 47 Alaminos López, Eduardo 193 Álamos de Barrientos, Baltasar 136, 267 Alba, duquesa de 171 Alberti, León Battista 27 Alberto de Austria, archiduque 52 Alberto Magno, santo 71, 155 Albumassar 30 Aldea Vaquero, Quintín 257 Alea, Pablo de 35 Alejando Magno 278 Alemán, Mateo 44 Alemany, Joan 229 Alfaro, Gustavo A. 287 Alfonso X El Sabio 30, 103 Alhacén 30 Álvarez, Alfonso 107 Álvarez, Bárbara 209 Álvarez de Miranda, Pedro 106 Álvarez-Valdés y Valdés, Manuel 295 Alves, Abel A. 258, 260 Amadei-Pulice, María Alicia 272-273, 275 Ana de Austria 116 Andrés, Juan 294 Antígono 278 Antolínez de Piedrabuena 234

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Apolonio 82 Aracil, Alfredo 169, 172 Arce de los Reyes, Ambrosio 276 Arce Menéndez, Ángeles 148-149 Arellano, Ignacio 134 Argensola, hermanos 277 Argensola, Bartolomé Leonardo de 16, 77-79, 233, 303-304 Argensola, Lupercio Leonardo de 303-304 Argote de Molina, Gonzalo 186 Arias de Loyola, Juan 77, 79, 82, 149 Ariosto, Ludovico 306 Aristarco de Samos 149, 278 Aristóteles 68-69, 71, 81, 115, 117, 136, 213, 224, 270, 278 Arizpe, Víctor 285, 287 Arnaud, Emile 109 Arquímedes de Siracusa 79, 82 Arriaga, Rodrigo de 270 Arroyo y Velasco, Juan Bautista de 105 Asenjo Barbieri, Francisco 172 Assaf, Francis 216, 220, 222 Atienza, Belén 162 Austria, casa de 164, 241, 246 Avilés Fernández, Miguel 216 Ayanz, Jerónimo de 99, 169, 179 Azaustre Galiana, Antonio 134, 243 B Bacon, Francis 82, 174, 301 Bacon, Roger 93, 142 Badiou, Alain 38 Badovère, Jaques 66 Balbín Lucas, Rafael 229 Balbino, Marcos 45 Baldo, Guido 149 Balzac, Honoré 306 Bances Candamo, Francisco Antonio 105, 276 Baquero Goyanes, Mariano 253, 258 Barberini, Maffeo 40, 70, 306 Barker, Peter 303 Barreda, Juan de la 230

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Barrero Pérez, Óscar 292 Barrios, Miguel 19, 271, 280-282 Barthes, Roland 214 Battistini, Andrea 46-47, 57, 256, 266 Baumgartner, Frederick J. 66 Baviera, Maximiliano I de Wittelsbach duque de 68 Bayarri, María 69 Becedas González, Margarita 115 Bellarmino, Roberto 26, 55, 70, 72, 75, 259, 302 Beltrán Marí, Antonio 33, 37, 40, 56, 62, 69-72, 75, 103, 227, 254, 259, 301 Benimeli, Joan 65 Bergmann, Emile L. 27 Berkeley, George 45 Berneto, Alejandro 83 Bertoloni Meli, Domenico 50 Biagioli, Mario 40 Biancani, Giuseppe 88 Bireley, Robert 253 Blanco, Mercedes 134, 136, 141, 270 Blecua, Alberto 260 Blecua Perdices, José Manuel 121, 304 Bleichmar, Daniela 170 Blumenberg, Hans 25, 142 Boadas Cabarroca, Sònia 264 Bocángel y Unzueta, Gabriel 230 Boccalini, Trajano 13, 17, 49, 51, 130-142, 146, 211, 227, 240, 243, 264, 282, 284, 288 Boeto 149 Boesky, Amy 42 Böhm, Günter 249 Borghese, Scipione 68 Borgia, Gaspar 79 Borgo, Esau del 80 Borja, Juan de 251, 261 Bosch, Hyeronimus 200-202, 288 Botero, Giovanni 253 Bourg, Jean 248 Bourland, Caroline 135 Bouza Álvarez, Fernando 51, 80, 170-171, 174, 178 Brady, Maura 42

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Brahe, Tycho 17, 31, 61, 81, 84, 89, 149, 279, 293, 295 Brecht, Bertolt 300 Briesemeister, Dietrich 129 Brooks, Cleanth 177 Brotton, Jerry 174 Brouwer, Hendrik 245 Brown, Jonathan 174 Brown, Kenneth 137, 229 Brown, Piers 215 Brueghel, Jan 52, 53 Bruno, Giordano 31, 35, 62, 70, 74, 84, 302 Buci-Glucksmann, Christine 44 Buonamici, Gianfrancesco 80, 273 Buontalenti, Bernardo 273 Burton, Robert 162 Bustos Tovar, Eugenio 84 C Cabo Aseguinolaza, Fernando 50 Caccini, Giulio 273 Cacho, María Teresa 135, 283 Cacho, Rodrigo 136, 215 Calderón de la Barca, Pedro 48, 87, 105, 127, 209, 271-272, 274-275, 302-303 Calderón, Rodrigo 169-170 Calipo de Cícico 278 Calvo Serraller, Francisco 262 Cámara, Alicia 49 Camassa, Francisco Antonio 88 Camerino, José 135, 230 Campbell, Mary Baine 42 Campanella, Tomasso 62 Campos, Manuel de 83 Cañas, Dionisio 135, 283 Cañizares, José de 51, 158, 175, 185, 276 Caramuel y Lobkowitz, Juan 48-49, 293 Carbajo Isla, María F. 193 Cardano, Girolamo 122, 151, 154-155 Cardenal Iracheta, Manuel 74 Carducho, Vicencio o Vicente 158, 170, 178-179, 182, 273, 306

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Careri, Giovanni 143 Cariandeno, Scilace 149 Carlos I de España 50 Carlos I de Inglaterra 174 Carlos II de España 19, 29, 283, 285, 287 Carlos V de Alemania, ver Carlos I de España Caro Baroja, Julio 158, 170-171, 181 Carrió-Invernizzi, Diana 240 Carvajal y Saavedra, Mariana de 272 Castañeda, Martín de 105 Castillo Solórzano, Alonso de 17, 137, 158, 172, 175-177, 230 Castillo, David R. 106, 178, 201 Caturla, María Luisa 172 Cavendish, Margaret 42 Cedillo Díaz, Juan 35, 84-87 Cela, Camilo José 202 Cellarius, Andreas 281 Cerda, Tomás de la 83 Cervantes, Miguel de 11, 17, 29, 48, 49, 50, 90, 115-118, 120, 123, 137, 150, 193, 224, 251 César, Cayo Julio 34 César, Julián y Julio 149 Cesi, Federico 70 Céspedes y Meneses, Gonzalo de 287 Chapman, Allan 62 Chaves, Jerónimo de 186 Checa, Jorge 267 Chen-Morris, Raz D. 15, 52, 71, 305 Cherchi, Paolo 148 Cireneo, Teodoro 149 Ciruelo, Pedro 105 Clamurro, William H. 241, 244 Clark, Stuart 91, 167 Classen, Constance 203 Clavio, Cristóforo o Cristóbal, ver Christoph Clavius Clavius, Christoph 71, 81, 110, 149, 277, 293 Clemente IX, papa 273 Close, Anthony J. 137 Coello, Antonio 182 Cohen, H. Floris 25

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Comendino, Federico 149 Copérnico, Nicolás, 17, 34-37, 38, 61, 69-70, 75, 80, 84-86, 89, 226, 262-263, 277-278, 280-281, 293 Corachán, Juan Bautista 48, 293 Cordato, Fabio Virgilio, ver Salvador Jacinto Polo de Medina Corneille, Pierre 276 Corral, Gabriel del 137, 230 Corteguera, Luis R. 266 Cortés, Isabel 155 Cortés, Jerónimo 229 Cortés de Tolosa, Juan 134 Cortivo, Nicolás de 149 Cotarelo y Mori, Emilio 50, 158, 168, 172, 181 Covarrubias, Sebastián de 50, 252, 258, 260 Cremonini, Cesare 62, 66 Cristi da Pasignano, Domenico 40 Crosby, James O. 241 Crossley, Robert 42 Cruickshank, Don W. 275 Cubillo de Aragón, Álvaro 276 Curtius, Ernst Robert 275 Cusa, Nicolás de 27, 138 Cysat, Juan Bautista 87 Czyzewski, Phyllis Eloys 286 D D’Amico, Stefano 27 D’Armate, Salvino 142 D’Elci, Orso, conde 77-79 Da Vinci, Leonardo 170, 174, 179 Daly, Peter M. 251 Dandelet, Thomas J. 27 Danston, Lorraine J. 171 Dante Alighieri 136, 185 Dávila y Heredia, Andrés 19, 46, 49, 147, 225, 271, 283-284, 291 Daza de Valdés, Benito 16, 43, 92-94, 96-98, 183, 225, 231, 292 De Armas, Frederick A. 30, 43, 68, 105, 118, 230 De la Faille, Jean Charles 83, 88-89 De La Feuille, Daniel 261 De’Servi, Constantino 276

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De Quincey, Thomas 45 Dear, Peter 25, 47, 57, 72, 301 Dee, John 37 Deffis de Calvo, Emilia Inés 216 Del Bianco, Baccio 185, 274 Del Monte, Guidobaldo 273-274 Della Bella, Stefano 276 Della Mirandola, Picco 230, 250 Della Porta, Giambattista 36, 50, 62, 94, 99, 155, 157, 186 Della Spina, Alexando, ver Alessandro Spina Della Stufa, marqués 273 Delle Colombe, Ludovico 71 Demócrito 151, 278 Descartes, René 39, 42, 82, 254, 293, 301 Devitt, Michael 303 Di Tito, Santi 40 Díaz de Urma, J. Bosco 48 Dick, Hugh G. 42 Díez Borque, José María 171 Digges, Thomas 35 Diksterhuis, Eduard Jan 45 Dille, Glenn F. 206, 209-211 Dixon, Victor 120 Doble Gutiérrez, Samuel 67 Domínguez, Julia 115 Donato, Leonardo 49, 68 Doncel, Manuel 56 Drake, Stillman 42 Dupont, Pierre 248 E Eamon, William 28, 38, 81, 162-165, 174, 180, 186, 300-301 Ecfanto de Siracusa 278 Egginton, William 182, 275 Egido, Aurora 137, 228, 255, 262 Egido, Teófanes 216 El Bosco, ver Hyeronimus Bosch El Españoleto, ver José Ribera El Greco, ver Doménikos Theotokópoulos Elena, Alberto 262

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Eleo 149 Elías, Carlos 47 Elias, Norbert 284 Elliott, John H. 31, 174 Enoch, Jay M. 62 Enrique IV de Francia 68, 134 Enríquez de Zúñiga, Juan 18, 143, 232 Enríquez Gómez, Antonio 18, 137, 146, 199-200, 206-212, 221-222 Epicuro de Samos 151 Erasmo de Rotterdam 136 Eratóstenes 149, 281 Ercilla, Alonso de 245 Ernesto de Wittelsbach, arzobispo de Colonia 68 Espina, familia 172 Espina, Juan de 17, 20, 50, 99, 130, 155, 158, 168-172, 174-187, 223, 226, 251, 270, 273, 306 Espinoza, Baruch 42 Esteban Piñeiro, Mariano 81, 83, 87, 115, 123, 175 Étienvre, Jean-Pierre 197 Etreros, Mercedes 133, 136, 142, 216 Euclides 34-35, 82, 85, 117, 149, 226 Eudoxio de Cnido 278 Eufanto, ver Ecfanto de Siracusa Eyck, Jan van 63-64 F Faber, Johann 69 Fabricius, Johan 259 Farnese, Odoardo 68 Feijoo, Benito Jerónimo 19, 294-295 Felipe II de España 31, 34, 37, 50, 52, 74, 76, 80, 82, 169 Felipe III de España 14, 29, 77, 79, 84, 115, 247, 255 Felipe IV de España 18, 29, 80, 134, 167, 170-171, 175, 178, 185-186, 241, 244, 251, 255, 273-274, 277 Fernández, Marcos 137 Fernández Álvarez, Manuel 34 Fernández de Córdoba, Gonzalo 242 Fernández de Lizardi, José Joaquín 286 Fernández de Medrano, Sebastián 280 Fernández de Navarrete, Manuel 83

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Fernández de Ribera, Rodrigo 18, 46, 96, 146, 195-205, 208-209, 217, 232, 283-284 Fernández Luzón, Antonio 70 Fernández-Carvajal, Rodrigo 257 Fernández-Santamaría, José Antonio 256 Ferrer, Jaime 76 Ferrer Maldonado, Lorenzo 79 Ferrer Valls, Teresa 274 Ferrofino, Giuliano 82, 149 Ferrosino, ver Giuliano Ferrofino Ficino, Marsilio 250 Filolao de Crotona 278 Filopono, Giovanni 302 Findlen, Paula 52, 304 Finocchiaro, Maurice A. 55-56 Fioravanti, Leonardo 50, 99, 155 Firpo, Luigi 131 Fletcher, Angus 42 Flor, Fernando R. de la, ver Fernando Rodríguez de la Flor Flórez, Cirilio 115 Floristán Imízcoz, José Manuel 81 Fonseca Coutinho, Louis 77 Fonseca y Almeida, Melchor de 132 Fontana, Giulio Cesare 185, 273 Fraassen, Bas C. Van 303 Frago García, Juan A. 50, 169 Fragoso, Juan 93 Frangerberg, Thomas 70 Freedberg, David 70 Fresneda, Pedro de 83 Frye, Northrop 206 Fulvio, Valerio 243 Furlong, Guillermo 78 Furttenbach, Joseph 276 G Gabbiani, Anton Domenico 69 Gal, Ofer 15, 52, 71, 305 Galeno de Pérgamo 93, 151 Galilei, Galileo, 14, 16, 18, 21, 23, 26-28, 31, 33, 37-40, 42, 43, 47, 49-50, 54, 55, 56-57, 61-62, 65-80, 82, 85, 87-90, 92-94, 97, 103, 109, 119, 123,

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127, 140, 142, 150, 153, 155, 157-158, 163, 168, 183-185, 191, 195, 201, 214-215, 226-227, 230-231, 239, 245, 247, 250-251, 258-259, 264-267, 270, 272-279, 293-294, 296, 299-306 Galilei, Vincenzo 273 Gállego, Julián 262 Gallison, Peter 46 Gandolfini, Pietro 185 Ganivet, Ángel 61 García de Céspedes, Andrés 35, 83-84, 86 García de Diego, Vicente 266 García Gavilán, Inmaculada 281-282 García Gibert, Javier 34 García López, Jorge, 258, 260, 264, 266 García Melero, José Enrique 262 García Soormally, Mina 104 García Tapia, Nicolás 76, 169-170, 179, 184 García-Diego, José Ángel 50, 169 Garin, Eugenio 114 Garzón, Tomás, ver Tomaso Garzoni Garzoni, Tomaso 17, 49, 130, 132, 137, 142, 147-149, 152, 154, 157, 240 Gassendi, Pierre 293 Gasta, Chad M. 115 Gaukroger, Steven 46, 184, 186, 301 Geber, Yˆabir ibn Hayyan 35 Gelabert, Juan 129 Geneste, Pierre 248 Genovese, Nicholas 82 Gilbert, William 84 Gingerich, Owen 263 Ginzburg, Carlo 44 Glenn, Richard F. 196, 203 Goldstein, Bernard 303 Gómez-Centurión Jiménez, Carlos María 136, 216 Gómez Moreno, Ángel 130 Gómez Trueba, Teresa 214, 228 Góngora, Luis de 17, 119-120, 169, 220 González, Francisco J. 77 González Barrera, Julián 123 González Cano, Agustín 48, 65, 92, 282 González Cañal, Rafael 277

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González de Amezúa, Agustín 232 González de Salas, Jusepe Antonio 273 González García, José María 253, 256 González Molina, Encarna 300 Goodman, David C. 258 Goulet, Andrea 306-307 Gracián, Baltasar 48, 103, 135-137, 267, 269, 271, 282, 287 Gramatici, Nicasio 83 Grande Yáñez, Miguel 253 Granollach, Bernat de 229 Green, Otis H. 33, 78-79, 303 Greer, Margaret R. 274 Gregorio XIII, papa 34 Gregorio XV, papa, 72 Guillén, Claudio 215, 300 Gutenberg, Johannes 63 H Habsburgo, casa de, ver casa de Austria Hafter, Monroe Z. 232, 286 Hammond, John H. 286 Hampton, Timothy 27 Hals, Frans 280 Halstead, Frank 30, 120, 124 Haney, Robert Warren 196 Harbison, Robert 143 Harkness, Deborah E. 80 Harries, Karsten 27, 46 Harriot, Thomas 35, 62 Haynes, Roslynn Doris 164 Hayo, Cristóbal 166 Hazañas de la Rúa, Joaquín 196 Helmstutler di Dio, Kelley 170 Henchman, Anna 45 Heninger Jr., S. K. 230 Heráclides del Ponto 278 Hernández, Francisco 89 Hernández Sánchez, Domingo 300 Herrera, Juan de 81, 83 Herrero García, Miguel 164, 248

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Hersey, George L. 70 Hervás y Panduro, Lorenzo 235 Hiparco de Nicea 151 Hipias de Élide 149 Hitchcock, A. G. 42 Holbein, Hans, el joven 201 Hooke, Robert 276 Hurtado de Mendoza, Diego 183 Hurtado Torres, Antonio 109-110 Huygens, Christiaan 276 I Iffland, James 200, 244 Ilardi, Vincent 62, 141 Imperial, Francisco 103 Incontri, Ludovico, Volterrano 273 Ingegneri, Angelo 273 Isabel Clara Eugenia de Austria 52 Isacio 149 Isasi, Francisco 88 Israel, Jonathan I. 246, 249-250 J Jalón, Mauricio 49-50, 80, 82, 84, 148-149, 152 Jansen, Zacharias 64, 246 Jauralde, Pablo 250 Jay, Martin 27, 203 Jesucristo, ver Jesús de Nazaret Jesús de Nazaret 157 Johnson, Carroll 135 Jones, Iñigo 276 Joucla-Ruau, André 256 Jovellanos, Gaspar Melchor de 19, 295 Juan Pablo II, papa 55, 299 Juana Inés de la Cruz, sor 27 Juárez Almendros, Encarnación 241, 243 Junctino, Francisco 110, 277 Juvenal, Décimo Junio 136

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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K Kamen, Henry 31 Kemp, Martin 143 Kent, Conrad 244 Kepler, Johannes 17, 31, 35, 39, 56, 61, 67, 75, 84, 230, 293, 302 Kepler, Katherine 31, 69 Kimmel, Seth 77 King, Willard F. 137 Kircher, Athanasius 27, 186 Kollerstrom, Nicholas 57 Koslofsky, Craig M. 164 Kramer, Kirsten 29, 45, 120, 186 Kramer-Hellinx, Nechama 206, 211 Krebs, cardenal, ver Nicolás de Cusa Kresa, Jacobo, ver Jakob Kresa Kresa, Jakob 83, 88 Kuhn, Thomas S. 33, 262, 301 L L’Hermite, Jaques 245 Labaña, Juan Bautista 77, 81-82, 121, 149 Lacadena y Calero, Esther 229 Ladra, David 300 Lanini y Sagredo, Pedro Francisco 158 Lara Alberola, Eva 104 Laskier Martin, Adrienne 198 Lastanosa, Vincencio Juan de 186, 262 Latour, Bruno 45 Layna Ranz, Francisco 229 Leeuwenhoek, Anton van 276 Leganés, marqués de 170 Leibniz, Gottfried Wilhelm 82 Lemnio, Levinio 155 Lemos, Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de 77-78 León X, papa 143 Leonardo, ver Leonardo Da Vinci Leoni, familia 172 Leoni, Ottavio 40 Leoni, Pompeo 170 Lerma, Francisco de Sandoval y Rojas, duque de 78, 116

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Levin, Michael J. 27 Levisi, Margarita 200, 216, 220 Lewis, John 42, 66 Lezama Lima, José de 146 Lima, Robert 105 Lindberg, David C. 27 Liñán de Riaza, Pedro 287 Lippershey, Hans 64, 246 Lipsio, Justo 132, 136, 215, 230, 253 Liuva II, rey visigodo 254 López de Velasco, Juan 82 López Grigera, Luisa 241, 250 López Pérez, Miguel 186 López Piñero, José María 26, 32, 35-36, 48, 65, 74, 76, 79, 105 López Poza, Sagrario 253, 256 Lotti, Cosimo 185, 272-274 Luciani, Frederick 256 Luciano de Samósata 136, 216-217, 226, 228-229 Lucrecio 151 Luis XIV de Francia 276 Luzbel 104, 283-284 Lynn, Kimberly 32 M Macedón, Eupompo 149 Macrobio Ambrosio Teodosio151 Madroñal Durán, Abraham 229 Maelcote, Odo van 71-72 Maestlin, Michael 35 Magini, Giovanni Antonio 85, 149 Maldonado, Juan de 229 Malpighi, Marcello 276 Mancall, Peter C. 170 Mancho Duque, María Jesús 82, 115 Manetti, Giannozzo 250 Manilio, Marco 281 Maravall, José Antonio 33, 253 Marcaida, José Ramón 71 Marchitello, Howard 47, 215 Margarita de Austria 115

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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María de Nazaret, virgen 107 María Teresa de Austria, infanta 274 Mariana de Austria 274 Marinella, Lucrezia 69 Marino, Giambattista 42 Marius, Simon 69, 116 Marliano, Bartolomeo 150 Marotti, Ferruccio 274 Márquez, Manuel 93 Marradón, Bartolomé 166 Martín Vega, Arturo 283 Martinengo, Alessandro 240-241 Martínez, José 88 Martínez, Juan 286 Martínez, Martín 19, 294-295 Martínez, Miguel 244, 250 Martínez de Cuéllar, Juan 210 Martínez Hernández, Santiago 170 Mas i Usó, Pasqual 33 Massimi, Vincenzo 105 Mataix, Carmen 56 Maurolico, Francesco 64 Mayans y Siscar, Gregorio 293 Mayer, Thomas F. 55-56 Mayr, Otto 49, 265 McAdam, Ian 42 McKendrick, Malveena 124-125 McLuhan, Marshall 45 Médici, Cosme II de 39, 57, 69, 77 Médici, familia 258 Médici, Giuliano de 79 Médici, Marie de’ 68 Medina Sidonia, Manuel Alonso Pérez de Guzmán y Gómez de Silva, duque de 79-80 Mele, Eugenio 78 Melero Jiménez, Elisa Isabel 287 Melo, Francisco Manuel de 132 Mena, Juan de 103 Méndez, Cristóbal 92 Méndez, Pedro 230

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Mendoza, fray Íñigo de 107 Menéndez Pelayo, Marcelino 185 Menipo de Gadara 226 Merlín 104 Metius, Jacob 65, 246 Metz, Christian 192 Milton, John 42 Mirami, Raffaelle 151 Miranda, fray Luis de 110 Mizaldo, Antonio 155 Modena, Tomaso da 63 Molaro, Paolo 52 Molina, Tirso de 17, 124-126, 182, 302 Moll, Jaime 127 Monardes, Nicolás 186 Monnani, Bernardo 273 Monte, Francisco María del 68 Montealegre, marqués de 170 Monteregio, Ioannis 35 Monteser, Francisco Antonio de 104 Monteverdi, Claudio 273 Monti, Cesare 74-75 Morales, Ambrosio de 50 Morby, Edwin S. 120-121 Moreno, Antonio 92 Mosley, Adam 31 Moya, marqués de 84 Muñoz, Jerónimo 31, 81, 84, 86, 149-150 Muñoz, María 286 Muñoz Marquina, Francisco 272 Murillo, Bartolomé 143, 146, 194 Mussio, Tomas E. 42 Mut, Vicente 293 N Nagy, Edward 196 Nanclares, Antonio de 105 Napoleón Bonaparte 54 Nassau, Mauricio de 66 Natal Álvarez, Domingo 36

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Navarro Brotons, Víctor 28, 32, 35, 38, 74-76, 78, 81, 84-85, 87, 89, 294 Navarro Pérez, Milagros 285, 287-288 Negredo del Cerro, Fernando 44 Newton, Isaac 39, 45, 61, 82 Nicéforo Grégoras 149 Nicolás de Treviso, santo 63 Nieremberg, Juan Eusebio 29, 89, 185 Núñez, Pedro 84, 149 Núñez de Cepeda, Francisco 252 O Oelman, Timothy 206 Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de 86, 105, 137, 244, 246, 248 Ondériz, Pedro Ambrosio de 82-84 Orange, Federico Enrique, príncipe de 246 Origano, David 149 Ortega y Gasset, José 300-301 Osiander, Andreas 85, 302 Osorio, Elena, Filis 121-122 Osuna, Pedro Téllez-Girón y Velasco, duque de 79, 245, 247 Oveno, ver John Owen Oviedo, Alonso de 230 Owen, John 278 P Pablo IV, papa, ver Paulo IV Pablo V, papa, ver Pablo V Paele, Joris van der 63-64 Page, Sophie 104 Palley, Julian 214 Pantaleón de Ribera, Anastasio 17-18, 158, 172, 177, 229-231 Paracelso, Teofrasto 155 Pardo Tomás, José 31, 37, 74, 81-82 Parigi, Giulio 273 Park, Katharine 171 Patterson, Alan 275 Paulo IV, papa 39 Paulo V, papa 72, 257 Paun de García, Susan 50-51, 175

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Peale, George 216 Pellicer, José de 229-230 Pereira da Silva, Matías 132 Perera, Benito 36, 105 Pererti di Montalvo, Alessandro 68 Pérez, Joseph 31 Pérez de Mesa, Diego 37, 86, 149 Pérez de Sousa, Fernando 17, 131-133, 140, 293 Pérez Lasheras, Antonio 136, 216 Pérez Magallón, Jesús 124, 283 Pérez y Gómez, Antonio 171 Periñán, Blanca 216, 221-223, 225 Peterson, Mark 185 Petrarca, Francesco 64 Petrey, Jean François 88 Peuerbhach, Georg von 150 Piamontés, Alejo, ver Alesso Piamontese Piamontese, Alesso 155 Picatoste, Felipe 28 Picchena, Curzio 77 Pimentel, Juan 20, 31-32, 57, 67, 71 Pincinelli, Filippo 252 Pineda, Juan de 75, 84 Piña, Juan de 17, 179, 181-182, 306 Pío V, papa 39 Piquer, Juan 36 Pitágoras de Samos 230 Platón 45, 115, 278-279 Plinio, Cayo, el joven 155, 257 Plot, Frédéric 277 Prieto, Andrés 26 Putarco, Mestrio 265 Poliziano, Angelo 230 Portela Marco, Eugenio 32, 35 Plonus, Alexius Silvius 88 Polo de Medina, Salvador Jacinto 137, 143, 205 Popozo, familia 141 Popper, Karl 301 Portuondo, María 37 Prada, Nicolás de 230

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Proclo 149 Psillos, Stathis 303 Ptolomeo, ver Claudio Tolomeo Pucci, Francesco 62 Q Quevedo, Francisco de 18, 39, 43, 49, 50, 87, 96, 119, 132, 134-135, 142, 166, 169, 196, 198, 210, 212, 220, 228, 240-241, 243, 245-246, 248-251, 267, 270, 277, 282-283, 286-287, 289, 302 Quiroga, Gaspar 32, 34, 258 R Rabelais, François 288 Radden, Jennifer 162 Rafael, ver Rafaello Sanzio Raimondi, Ezio 146 Ramírez, Juan 36-37 Ramírez de Góngora, Manuel Antonio 235 Ramus, Pedro 35 Ravasi, Gianfranco 55 Realdo Colombo, Mateo 93 Rebolledo y Villamizar, Bernardino, conde de 19, 271, 276-277, 279, 282 Reed, Cory 49 Reeves, Eileen 47, 62, 93, 143 Reguera, Carlos de la 83 Rehn, Jürgen 299 Reinhold, Erasmus 34, 110 Reiss, Thimoty 265 Rembrandt Harmenszoon van Rijn 280 Resende, Antonio 132 Rey Bueno, Mar 186 Rey Pastor, Julio 34 Reyes, Matías de los 52, 134-135 Rheticus, Georg Joachim 35, 75 Riandière La Roche Saint-Hilaire, Josette 79, 245, 251 Ribera, José 52-53, 143, 145 Ricardo, Claudio 83 Ricci, Francesco 273 Riccini, Raimonda 143 Riccioli, Giovanni Battista 61

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Richard, Claude 88 Rico, Francisco 33-34, 292 Riegen, Cristiano 83 Rinuccini, Octavio 273 Río, Martín del 105 Río Parra, Elena del 120, 186 Rivalto, Giordano da 93 Robbins, Jeremy 174, 253, 260 Robinson, Maureen 30 Rocamora y Torrano, Ginés 83 Rodríguez, Diego 35 Rodríguez de la Flor, Fernando 27, 50, 54, 71, 106, 135, 143, 182, 193, 195, 214, 253, 266, 285 Rodríguez Mansilla, Fernando 175-176 Rodríguez Puértolas, Julio 287 Roget, familia 16, 74, 152 Roget, Joan 65 Romanoski, Christian 256 Romero González, Antonio Félix 147, 215 Roncellai, Giovanni 64 Roncero López, Victoriano 241 Ronsard, Pierre de 136 Rose, Constance H. 206 Rosen, Edward 141 Rosicler, Luis 37 Rospigliosi, Giulio, ver Clemente IX Rossi, Paolo 39 Roth, Cecil 31 Rothmann, Christopher 35 Rubens, Peter Paul 52-53, 180 Rudavsky, T. M. 42 Rudolph II de Praga 68 Ruiz, fray Benito, ver Antolínez de Piedrabuena Ruiz Morales, Mario 34 Ruiz de Alarcón, Juan 158 Ruscelli, Girolamo 149, 155 S Saavedra Fajardo, Diego de 18, 20, 39, 45, 51, 119, 146, 240, 252-258, 260, 262-267, 270, 274, 280, 286-287, 291

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Saboya, Carlos Manuel I, duque de 134, 241-243 Sacrobosco, Johannes 83, 109-110, 150, 277 Saint Vincent, Gregorius de 88 Saint-Cher, Hugues de, cardenal 63 Salas, Xavier de 200 Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de 15, 17, 109, 114, 134-135, 137, 159163, 165, 168, 174, 197, 231, 283, 287 Salcedo y Ruiz, Ángel 34 Salinas, Juan de 65 Salomón, rey de Israel 35, 259 San Emeterio Cobo, Modesto 158 Sánchez, Francisco 227 Sánchez, José 137 Sánchez Cantón, Francisco J. 170 Sánchez Navarro, Jesús 77 Sánchez Ron, José Manuel 115 Sandoval y Rojas, Fernando, arzobispo de Toledo 116 Sansovino, Francisco 149 Sant’Angiolo, marqués de 273 Santana, Gabriel de 150 Santillana, Íñigo López de Mendoza, marqués de 103 Santos, Francisco 19, 117, 137, 146, 196, 200, 217, 234, 254, 271, 283, 285288, 291-293 Santos Borreguero, Teresa de 209-210 Sanzio, Rafaello 143 Sarpi, Paolo 70 Sarrocchi, Margherita 69 Scaligero, Giulio Cesare 84 Schama, Simon 280 Scheiner, Christoph 259 Schmelzer, Felix K. E. 32 Schmidt, Benjamin 245 Schönberg, Nicolás von 85 Schyrlaeus di Reita, Antony Maria 293 Schwartz Lerner, Lía 136, 214, 228, 241, 251 Seggeth, Thomas 69 Selcer, Daniel 274 Seleuco de Seleucia 278 Selvelli, Pierluigi 52 Sempilius, Hugo 88-89

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Séneca, Lucio Aneo 136, 216 Serlio, Sebastiano 272 Serres, Michel 46 Servet, Miguel 31 Sessa, Luis Fernández de Córdoba y Aragón, duque de 90 Shapin, Steven 25 Shea, William 40, 61, 69, 259 Signorotto, Gianvittorio 27 Simón de Guilleuma, José María 65 Simón Díaz, José 87 Simón Palmer, Carmen 288 Simplicius de Cilicia 302 Silva, Diego de 230 Sirtori, Girolamo 65 Sixto V, papa 32, 123 Skal, David J. 164 Slater, John D. 26 Sliwa, Krysztof 90 Smith, Pamela H. 26, 57,147 Smith, Wendell P. 117 Snyder, Jon R. 254 Sobel, Dava 299 Sócrates de Atenas 278 Solé-Leris, Amadeu 232 Spilbergen, Joris van 245 Spiller, Elizabeth A. 42 Spina, Alessandro 93, 142 Spínola, Ambrosio 52 Stein, Louise 275 Stevin, Simon 35, 37 Stewart, Susan 167 Stoll, André 245, 248, 250 Suárez de Figueroa, Cristóbal 17, 39, 49, 84, 130-132, 148-149, 151, 154, 192, 210, 287 Sustermans, Giusto 40 Suvin, Darko 300 T Tácito, Cornelio 134, 136, 138, 146, 258 Tartaglia, Niccolo 37, 85

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Tasio, Leodamonte 149 Tasso, Torquato 136, 306 Tato Puigcerver, José Julio 240-241 Tennyson, Alfred 45 Teodosio de Bitinia 82 Teón de Alejandría 149 Teresa de Ávila, santa 171 Tesauro, Emmanuele 264, 270-271 Theotokópoulos, Doménikos 143-144 Thomas, Richard 131 Thorndike, Lynn 109 Tintoretto, Jacopo 40 Tobar Quintana, María José 44 Toledo, Francisco de 36 Tolomeo, Claudio 34-35, 58, 70, 89, 109, 115-118, 120, 122, 130, 149-150, 213, 224, 234, 262 Tomás de Aquino, santo 25, 71, 302 Tomkis, Thomas 42 Torelli, Giacomo 276 Torre, Alfonso de la 235 Torres Villarroel, Diego de 19, 29, 235, 286, 294 Torricelli, Evangelista 70 Tosca, Tomás Vicente 293 Trabulse, Elías 35 Tropper, David 259 Tuck, Richard 256 Turriano, Juanelo 50, 99, 169, 172 U Ulloa, Pedro de 83 Ulreich, John C. 42 Urbano VIII, papa 40, 55, 70, 306 V Vacón, Rogelio 155 Vaíllo, Carlos 136, 206, 232-234 Valbuena Briones, Ángel 27 Valdés, Alfonso de 48, 214, 306 Valdés, Juan de 48, 306 Valdés, Ramón 107, 136, 215-216, 228

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Vallés Belenguer, José 115 Valverde, Nuria 87 Vega, Jesusa 124 Vega, Lope de 16, 17, 37, 49, 87, 90, 104-105, 107, 115, 120-124, 126-127, 134, 137, 150, 162, 169, 172, 195-196, 233, 248, 302 Vélez de Guevara, Luis 17, 18, 46, 48, 72, 91, 106-107, 127, 136-137, 143, 147, 158, 163, 167, 171, 183-184, 196, 212, 216-219, 221-224, 226-227, 233, 246, 284, 286, 305 Verene, Donald P. 46, 142 Vermeer, Johannes 280-281 Vicent Blanchard, Jean 256 Vicente II Gonzaga, duque de Mantua 242 Vicente García, Luis Miguel 104, 114, 294 Vicente Maroto, María Isabel 175 Vilar Berrogain, Jean 50 Villahermosa, duque de 170 Villaizán, Jerónimo de 183 Villalón, Cristóbal de 32, 214 Villamediana, duque de 170 Villamena, Francesco 40 Villanueva del Río, marqués de 170 Villasandino, Alfonso de 107 Villela, Juan de 86 Villena, Enrique, marqués de 104 , 210 Villon, François 64 Vinge, Louise 203 Vitelleschi, Mutio 87 Vitoria, fray Ignacio de 132 Vitrubio, Marco 262, 272 Vives, Juan Luis 136, 214, 250 Vives Coll, Antonio 229 Viviani, Vincenzo 69 Vosters, Simon A. 120 Vuequero, Jacobo 155 W Wagman, Frederick 42 Warshawsky, Matthew D. 199, 206-207 Welter, Irving A. 259 Wendlingen, Juan 83

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Wescott, Howard B. 79, 303-304 Whitby, William 125 Wilde, Oscar 297 Wilkinson, Alexander 32 Williams, Robert Haden 13, 131, 133 Wilson, Edward M. 275 Wojtyla, ver Juan Pablo II Wood, Derek N. C. 42 Woolard, Kathryn A. 82 Wottom, Henry 42 Z Zabaleta, Juan de 137, 217, 286-287, 292 Zacuto, Abraham 150 Zagorin, Perez 254 Zamorano, Rodrigo 80, 229 Zappala, Michael O. 229 Zaragoza y Vilanova, José de 293 Zárate, Antonio de 207 Zayas, María de 272 Zucchi, Niccolò 65 Zuese, Alicia R. 183 Zúñiga, Baltasar de 79 Zúñiga, fray Diego de 35, 38, 230

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A pesar de extensas investigaciones, no ha sido posible averiguar los propietarios o derechos de todas las ilustraciones reproducidas. A los interesados que puedan hacer valer sus derechos se les ruega ponerse en contacto con Iberoamericana Editorial Vervuert.

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