La Iglesia A La Intemperie

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José Mr González Rui;

La Iglesia a la Intemperie Reflexiones postmodernas sobre la Iglesia

Sal Terra

Presencia*

Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»

JOSÉ M.a GONZÁLEZ RUIZ

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LA IGLESIA A LA INTEMPERIE REFLEXIONES POSTMODERNAS SOBRE LA IGLESIA

Editorial SAL TERRAE Santander

ÍNDICE Págs. PROLOGO

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INTRODUCCIÓN

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¿Amar todavía a la Iglesia? ¿Involución en la Iglesia española? La utopía conciliar La Iglesia española Conclusiones

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I LECTURA BÍBLICA DE LA IGLESIA

© 1986 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander España Con las debidas licencias Impreso

en España. Printed

ISBN: 84-293-0747-8

in

Spain Depósito Legal: SA. 299 -1986

A. G. «Resma» - Prolong. M. de la Hermida, s/n - Santander 1986

1. LA LECTURA DE LA BIBLIA: ¿IDEALISTA O MATERIALISTA? Engels y Kautski: «Salvación cristiana como superestructura ideológica» Una lectura materialista de la Biblia Por una lectura bíblica desideologizada 2. EL PROYECTO DE JESÚS FRENTE A LA SOCIEDAD HUMANA Un proyecto mayéutico Una vacuna contra los utopismos Un proyecto siempre ambiguo 3. ¿IGLESIA-COMUNIDAD O IGLESIA-INSTITUCIÓN? ... El cubo de basura y el diamante 4. ¿IGLESIA O COMUNIDADES? Dialectización Iglesia-comunidades La eclesialización, bloqueada por la «tingladización» ... Iglesia cristiana frente a Iglesia marxista 5. IGLESIA-EVANGELIO FRENTE A IGLESIA-LEY Ley Evangelio Diferencia específica: La ley al servicio del hombre y de la fe y Conclusión ' 6 . MODELOS DE IGLESIA EN EL NUEVO TESTAMENTO 1. El Israel según la carne 2. La Iglesia-pueblo-de-Dios entre todos los pueblos ... , 3. La cristiandad, o distorsión del p u r o modelo eclesial • 7 . LA IGLESIA EN ACTO, O LA EUCARISTÍA «Recordar al Mesías» es evocar y realizar su liberación . • La Eucaristía, sacrificio de todos los sacrificios

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Págs. II IGLESIA «VERSUS» MUNDO /%.

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JESÚS Y EL PODER ESTABLECIDO Colaboracionistas y resistentes La tentación de Jesús Jesús, condenado por nacionalistas e imperialistas Conclusión MANIPULACIÓN EN LA IGLESIA La primera manipulación: un cristianismo judaizante ... ¿Dos maneras de transmitir el evangelio? Ambigüedades de la «teología política» ¿Sociedad laica o nueva cristiandad? ISRAEL: ¿CONVERTIDO EN EGIPTO? El Éxodo, invertido La egiptización de la Iglesia A) En la «faraonización» de los ministerios B) En la esclavitud intraeclesial C) En el imperalismo ecuménico La Iglesia como congregación A) Convocada directamente por Jesús, Hijo de Dios B) Alentada horizontalmente por el mismo y único Espíritu Conclusiones A) La inversión del Éxodo B) La egiptización de la Iglesia C) ¿Un cristianismo por libre? LOS DERECHOS HUMANOS EN LA IGLESIA Fundamentación teológica Derechos humanos y carismas eclesiales LA TAREA DE LA IGLESIA: DAR UNA BUENA NOTICIA AL PUEBLO Los dioses vestidos de paisano Frente a los dioses, los pobres La denuncia profética: ¿pasada de moda?

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III IGLESIA Y MUJER 13. LA IGLESIA Y «LA MUJER» Nacido de mujer = nacido bajo la ley La virginidad, «impura» y humillante Conclusión: la mariología nace en el marco de la kénosis 14. LA IGLESIA Y «LAS MUJERES»: SEXO Y MUJER EN EL «CORPUS» PAULINO Pablo, ¿un misógino? Dialéctica entre utopía y coyuntura Paridad de derechos sexuales San Pablo y las mujeres

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PROLOGO Aunque a primera vista lo parezca, no es ninguna pretensión el llamar «postmodernas» a estas breves reflexiones sobre la Iglesia. Y me explico con la mayor claridad posible. Cuando, hace aproximadamente veinte años, él teólogo baptista norteamericano Harvey Cox publicó su libro «La ciudad secular», se produjo una gran conmoción no sólo en los diversos ámbitos confesionales cristianos, sino en el propio campo del pensamiento contemporáneo. Ahora el propio Cox acaba de publicar un libro fascinante que se titula «La religión en la ciudad secular»} Aquí constata lo que entonces no se podía ni siquiera soñar. Por eso, sus definiciones a este respecto nos resultan muy valiosas: para el teólogo norteamericano, el mundo moderno fue el mundo de los Estados nacionales soberanos, la mayor parte de los cuales no representaban, hace tan sólo doscientos años, la configuración que actualmente presentan. Fue también la edad de la tecnología científica, que, a pesar de que sus raíces se remontan al Renacimiento, alcanzó su punto culminante más o menos en el mismo período (los dos últimos siglos). Fue también la era no de la no-religión, sino de la religión trivializada e inocua. Quienes regían el mundo, aunque en principio intentaron desembarazarse totalmente de la relii

Ed. Sal Terrae, Santander 1985.

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gión, acabaron arreglándoselas para hacer uso de ella como un simple instrumento con fines seculares, especialmente el del mantenimiento de la virtud personal y del orden público.2 Lo postmoderno seria, pues, el negativo dé lo moderno. Olegario González de Cardedali asegura que «la pérdida de la fe en la razón lo llaman ahora postmodernidad». Yo añadiría que no es simplemente pérdida de fe en la razón, sino pérdida de fe en la razón considerada como diosa, como absoluta, como monopolizadora de todas las virtualidades de la dinámica humana. El viejo filósofo de la ciencia Karl Popper lo acaba de describir con rotundidez: «Todo hallazgo, todo hallazgo técnico verdaderamente nuevo convierte en falsa una teoría hasta entonces verificada, o sea, la teoría de que una determinada cosa no se da y no puede darse. Que no se pueda hablar a distancia, o sea, que no pueda existir un teléfono, ha sido verificado inmediatamente tras el hallazgo del teléfono. Lo mismo vale para la idea de que los hombres no habrían podido volar. Esto significa, por lo tanto, que toda teoría basada sobre el hecho de que no existe una cosa es verificada negativamente cuando tal cosa viene a la existencia. Toda novedad en el mundo convierte en falsa una teoría hasta entonces confirmada, aun cuando esta teoría no haya sido expresamente formulada».'1 Si por modernidad entendemos esa época en que la Razón se hizo levantar altares por doquier, hemos de reconocer que la Iglesia no ha estado a la altura de sus posibilidades. Como reconoce muy bien J. M. Mardones,5 2 H. COX, op. cit., p. 179. s La gloria del hombre, BAC, Madrid 1985, p. 249. 4 K. POPPER, Societá aperta, universo aperto, Ed. Borla, Roma 1984, p. 40. 5 Sociedad moderna y cristianismo, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 1985, p. 173.

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«la historia de la Iglesia católica respecto del proceso de la modernidad ha sido negativa: se ha opuesto a su desarrollo (contrarreforma, contrailustración, contrarrevolución, restauración y romanticismo)». Eso sí, «a la altura de nuestro tiempo sabemos muy claramente que no poco en la modernidad ilustrada era progreso y humanización. Al contrario, su dialéctica ha mostrado la irracionalidad y deshumanización que la corrompían. La absolutización de la modernidad y su progreso nos ha conducido ante el precipicio de la catástrofe. Hay razones para ser muy críticos con la modernidad»!' Con respecto a la fe religiosa (cristiana), la modernidad ha pretendido ponerla fuera de combate relativizándola y privatizándola. Nosotros, los españoles, que siempre vamos atrasados con respecto al mundo occidental, todavía estamos sufriendo las consecuencias de esta postura orgullosa de la ya casi periclitada modernidad. O. González de Cardedal lleva razón al reducir a tres formas principales aquéllas en las que se produce en nuestros días esa privatización y relativización: —Haciéndose perdonar el ser cristiano; —relativizando la pertenencia a la Iglesia, a la vez que poniéndola bajo sospecha y tomando distancias respecto de ella; —y, finalmente, seleccionando sus contenidos dogmáticos y normas morales en función de la propia inserción social, pertenencia política y situación profesional, al silenciar todo lo que no encaje con las propias primacías o predilecciones personales, consideradas como incuestionables.7 Partiendo de aquí, veremos cómo la teología postmoderna pone entre paréntesis (un paréntesis relativo, una especie de hipótesis de trabajo) la premodernidad y la postmodernidad. Dicho más claro: la era preconstantinia« Ibid. i O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, op. cit., p. 252.

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na y la era posconstantiniana. Esta actitud hace que la teología postmoderna conjugue fácilmente el retorno a las fuentes, sobre todo bíblicas, con el cotejo de las experiencias sagradas y seculares que ofrece la cultura dentro de la cual se mueve: «La Iglesia tiene siempre dos tareas sagradas que van en distinta dirección: una que consiste en un perenne retorno a las fuentes particulares (Palestina, Biblia, Iglesia primitiva, lesús y Pablo), y otra que consiste en la mostración de la validez universal y de la significación para cada tiempo de aquellas experiencias hechas por hombres particulares en una cultura particular».* La desacralización de los sustitutos de lo divino (Razón, Ciencia, Técnica) ha producido en el hombre postmoderno un vacío que intenta llenar con una mirada nostálgica al Oriente. Por eso hay que decir con Cox9 que Bonhoeffer se equivocó al prever una era totalmente «postreligiosa». Por eso la tarea de una teología postmoderna no consiste en elaborar una interpretación a-religiosa del cristianismo, sino en recuperar la verdadera finalidad del mismo, superando la degradada condición de medio consciente de autodisciplina personal y de control social en que la ha sumido la modernidad. De ahí que todos los indicios apunten a que la religión desempeñará en el mundo postmoderno un papel mucho más importante que el que desempeña en el mundo «secularizado», donde solamente ha sobrevivido como legitimadora domesticada de las clases dominantes. Pero de aquí en adelante se prevé una correlación distinta, según la perspectiva del historiador británico A. Toynbee.10 A saber: cuando una civilización mundial llega a la senilidad, hace su aparición un «proletariado ins » i" drid

Ibid., p . Op. cit., Estudio 1970, pp.

107. p. 193. de la Historia, 35 ss.

PPROLOGO

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temo» de carácter creativo. El «proletariado interno» es como un elemento o grupo social que en algún modo está «en» pero no es «de» una seociedad dada en la etapa de la historia de esta sociedad. La verdadera característica del proletariado, así entendido, no es ni la pobreza ni la humanidad de nacimiento, sino la conciencia —y el resentimiento que le inspira esa conciencia— de haber sido desheredado de su lugar ancestral en la sociedad. Este «proletariado interno» es como una célula germinal, normalmente inspirada por una visión religiosa, que se convierte en un feto y va creciendo dentro del Estado, pero que es lo suficientemente independiente de éste como para poder sobrevivir y, a la larga, constituye el núcleo espiritual de la subsiguiente civilización. A este propósito dice Coxu que, para hacernos alguna idea de lo que nos espera a continuación, debemos concentrar nuestra atención no en los brontosaurios, sino en las pequeñas y más ágiles marmotas, que, de lo contrario, podrían pasarnos inadvertidas. Para terminar esta primera parte de presentación de cómo podría ser una teología —y una eclesiología— postmoderna, cito un párrafo del viejo cardenal vienes Franz Koenig, una de las glorias del Concilio Vaticano II, que recientemente ha reconocido que, por una vez, la. Iglesia, dando un salto desde su postración en la modernidad, se ponía a la cabeza de la postmodernidad. He aquí sus palabras: «Al comienzo de la década de los sesenta (adonde dirigen hoy muchos su mirada para valorar el verdadero alcance de la revolución que supuso, y que quedó agostada por el apresuramiento de los años setenta), la Iglesia, en contra de lo que había hecho en él pasado, anticipó los tiempos nuevos, tratando de procurarse —y fue la única sociedad humana que lo hizo— una nueva estructura interna (colegialidad y pueblo de Dios), de sentar

vols. V-VIII, Alianza Editorial, Maii

Op. cit., p. 182.

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las bases para superar definitivamente las divisiones entre los cristianos (ecumenismo), de reconocer lo positivo de otros creyentes en Dios (otras religiones) y de reconocerse a sí misma como realidad inserta en la historia, lo cual la llevó a acabar reconociendo como algo positivo en sí mismo el acaecer histórico (Gaudium et spes) y a afirmar, consiguientemente, la libertad religiosa. A veinte años de aquel acontecimiento, cuando precisamente la historia reflexiona con mayor serenidad sobre aquellos años, ¿cómo es posible que en la Iglesia, que entonces supo anticiparse, se esté instalando hoy una sensación de miedo ante el rumbo —a veces ciertamente catastrófico, no puede negarse— que la postmodernidad está asumiendo; una sensación de miedo que desearía que la Iglesia se arrepintiera de aquella apertura de entonces y volviera a tomar en sus manos el arma de la condena? Es menester, por el contrario, adaptar el pensamiento de entonces a la nueva realidad, en lugar de proceder casi exclusivamente a la autocrítica. La Iglesia debe, en efecto, avanzar y renovar el espíritu del Concilio; pero reformándolo hacia adelante, no repensándolo con temor, porque el cambio producido entonces constituye un hito irrenunciable. El discurso del Papa Juan contra quienes profetizan desdichas sigue conservando hoy toda su validez».12 Del brazo del viejo cardenal Koenig nos introducimos en este tipo de reflexiones postmodernas sobre la Iglesia, teniendo siempre en cuenta, por una parte, los grandes y eternos puntos de referencia, sobre todo neotestamentarios; y, por otra, la realidad social, política y económica en la que vivimos no sólo los hombres en general, sino los pobladores de esta vieja península ibérica. Después de una introducción, en la que se deja bien 12 F. KOENIG, Chiesa, dove vai?, Ed. Borla, Roma 1985, pp. 110 s. (Trad. cast.: Iglesia, ¿adonde vas?, Ed. Sal Terrae, Santander 1986, p. 102).

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claro qué es amar a la Iglesia y si todavía es posible hacerlo hoy, hacemos un breve recorrido por la situación actual de la Iglesia española. La primera parte se dedica a desbrozar el camino. En estas reflexiones postmodernas sobre la Iglesia hemos visto cuan esencial es la referencia a los orígenes, sobre todo bíblicos. Por eso nos demoramos en subrayar los temas más sobresalientes que en ciertas lecturas contemporáneas de la Biblia se presuponen para otear el panorama primitivo eclesial. A continuación nos preguntamos si efectivamente Jesús tuvo un proyecto frente a la sociedad humana, porque solamente así se podría hablar de un vínculo histórico entre la primitiva comunidad y el propio Jesús. Efectivamente, ese proyecto aparece en el Nuevo Testamento con una novedad respecto de la «iglesia teocrática» del judaismo. Era un proyecto, de alguna manera, «secularizador», porque el Reino de Dios nunca se confundiría con el «saeculum»: siempre lo adelantaría y lo trascendería. Sin embargo, creemos que en los evangelios y en el resto del Nuevo Testamento hay ya los elementos suficientes para pensar en la Iglesia como una «institución» que, lógicamente, es siempre comunitaria. Pero, siendo así que a lo largo de la historia la Iglesia se ha superestructurado, hasta convertirse en una temible rival del «saeculum», en los momentos de crisis los cristianos, nostálgicos de sus orígenes, se preguntan si frente a esa Iglesia monolítica, brontosáurica, no habría que oponer una floración de comunidades más a nivel humano. La respuesta nos la da el Nuevo Testamento al ofrecernos el proceso de dialectización entre la Gran Iglesia y las comunidades periféricas, evitando siempre todo maniqueísmo, tanto a favor de un extremo como de otro. En este movimiento de babor a estribor que caracteriza a la Iglesia histórica, e incluso a la misma eclesiología, tenemos en el Nuevo Testamento, sobre todo en la

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teología paulina, un gran punto de referencia: redescubrir la verdadera Iglesia en el Evangelio frente a la Ley. Para mayor claridad en esta referencia eclesial, damos un repaso a los principales modelos de Iglesia que, a la luz del Nuevo Testamento, se pueden ofrecer: el Israel según la carne, la Iglesia pueblo de Dios entre todos los pueblos y la contra-iglesia o futura «cristiandad». Finalmente, para captar lo más específico de la Iglesia en el Nuevo Testamento, la sorprendemos en su propia dinámica, donde de alguna manera se va haciendo a sí misma: en la reunión eucarística. Después de este excursus sobre la Iglesia en sí misma, nos asomamos, en la segunda parte, a la Iglesia dirigida al mundo. Como siempre, hay que despejar incógnitas. Para ello estudiamos la actitud del propio lesús sobre aquello que más caracteriza al mundo: el poder establecido. A continuación nos demoramos en el paso siguiente, a saber; aun cuando en el caso de que, en el punto de partida, la Iglesia pretenda guardar las distancias frente a los poderes, éstos pretenderán siempre manipularla: desde la imposición judaizante de la primera comunidad hasta la hábil canonización que la sociedad laica está dispuesta a hacer de la Iglesia. Siguiendo esta misma línea, ahondamos en los procesos distorsionadores a los que es sometida la Iglesia. Para ello recordamos cómo está siempre presente la reconversión de la mística liberadora del Éxodo, con la consiguiente «egiptización» de la Iglesia. En este proceso de «egiptización» se comprende esa antinomia que aparta de la Iglesia católica a tantos cristianos que estarían dispuestos a entrar en ella. Se trata de los derechos humanos en la misma Iglesia, sobre todo el de ¡a libre expresión y el de la defensa propia. Finalmente, aterrizamos en lo que podríamos llamar carné de identidad eclesial hoy y aquí. Se trata de ofrecer al pueblo actual una buena noticia que, desenmasca-

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rondo a los «dioses vestidos de paisano» y optando por los pobres, pueda seguir siendo una auténtica denuncia prof ética, que quizá tenga que dirigirse a los que todavía ayer pertenecían al mundo de la «contestación». La tercera y última parte la hemos centrado en un problema que preocupa a nuestros contemporáneos: la Iglesia y la mujer. En primer lugar, hemos acudido a uno de los «altos lugares» —si no el que más— de la mariología neotestamentaria, descubriendo cómo Pablo ubica el papel de María —«la Mujer»— en el marco soteriológico de la «kénosis», con la subsiguiente exaltación que ésta comporta. Y en segundo lugar, siguiendo también la teología paulina, descubrimos con sorpresa cómo, para Pablo, las mujeres eran tan importantes en la comunidad eclesial que alguna vez una de ellas recibe la denominación de «apóstol».

INTRODUCCIÓN ¿Amar todavía a la Iglesia? A esta pregunta hay que responder, en primer lugar, distinguiendo lo que entendemos por «iglesia»: en el Nuevo Testamento la palabra tiene dos acepciones totalmente diferentes, pero dialécticamente conectadas entre sí. En los grandes textos de inspiración paulina (Ef y Col) y en el Apocalipsis, por «iglesia» se entiende el gran proyecto de Dios de «convocar» a toda la humanidad para una salvación por encima de todo, incluso de la muerte. En castellano podríamos traducir aproximadamente por «convocatoria»: es la utopía eclesial, a la que hay que irse aproximando. De ella se dice que es santa, inmaculada, esposa del Cordero, etc. En ella pensamos cuando decimos, en el credo, que «creemos en la santa Iglesia apostólica». A esta Iglesia hay que tenerle un amor sin límites: es lo mismo que amar a Dios; es el proyecto que Dios más acaricia, mucho más que el primer proyecto de creación. Pero también «iglesia» en el Nuevo Testamento significa la comunidad concreta en el tiempo y en el espacio, compuesta de seres humanos que se reúnen para celebrar la memoria de Jesús resucitado. En este sentido, «amar a la Iglesia» significa preocuparse por que esa realidad coyuntural e histórica se aproxime lo más posible a la utopía, que los otros textos del Nuevo Testamento nos

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describen tan al pormenor. Y si para amar a la «comunidad eclesial», a la que pertenecemos, tengo que «reprochar a Cefas, porque es digno de reproche» (Gal 2, 11), sería un traidor a mi compromiso eclesial si no lo hiciera. Desgraciadamente, la tergiversación de la iglesia, que de «comunidad» («koinonía») se convirtió (sobre todo a partir de Constantino) en «institución» (homologable a la sociedad profana), hace a veces muy difícil cumplir con este deber de amor y, por rebote, produce un efecto contrario: una especie de odio o desprecio. La «iglesiainstitución» se ha contagiado de «poder» e impide el desarrollo del modelo paulino de «cuerpo de Cristo». En efecto, la Iglesia es como un cuerpo con diversas funciones o miembros. Todas ellas son necesarias, aunque diversas, pero también todas ellas están directamente animadas por el mismo y único Espíritu. Eso sí, hay una función o carisma de la presidencia, como lo hay de la enseñanza, del servicio, de la interpretación o profecía, etc. Pero sería monstruoso pensar que hubiera una «función-madre», que de su seno engendrara a todas las demás. Por ejemplo, que el papa engendre a los obispos, los obispos a los presbíteros y éstos a los laicos. No: en la comunidad eclesial (no «institucionalizada», aunque sí organizada y vertebrada) las funciones o carismas, por muy vertebrados que estén entre sí, dependen todos directamente del soplo del Espíritu. Por eso la función de la presidencia no puede a priori prescindir de cualquiera de las demás. Sin embargo, en nuestra Iglesia parece que los carismas, más o menos periféricos, han sido ahogados por el megacarisma de la presidencia: en la Iglesia hay unos pocos que hablan; el resto escucha. El poseedor de la función de la presidencia no se decide verdaderamente a escuchar (no de manera retórica, sino real), ya que es posible y probable que el Espíritu le diga cosas nuevas a través de los carismas periféricos. Cuando se nos pregunta qué dificultades encontramos

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hoy para amar a la Iglesia y cómo las integramos, las superamos o nos debatimos con ellas, hay que dar la siguiente respuesta: para amar a la Iglesia-que-debería-ser no encontramos dificultad alguna: es una enorme ilusión. Pero para amar a la Iglesia-que-es nos tropezamos con obstáculos que sólo se superan mediante una intervención poderosa de la gracia de Dios (que, sin duda, existe para todo aquél que la pide). La gran dificultad es la falta de comunicación entre los miembros de la Iglesia y entre las diversas comunidades entre sí. No podemos comunicarnos fácilmente, dado que entre los mismos «ministros» se establece una especie de barrera ritual que produce una neurosis muy extensa en una mayoría de ellos. Recientemente se han hecho pruebas con novicios o con seminaristas y se ha observado que al cabo de cuatro años no había cambiado nada el test psicodinámico. Esto quiere decir que el vértice eclesial padece de infantilismo o de complejo edípico. Todo aquél que, aun partiendo de la base, es integrado en una función de vértice, se ve constreñido a adoptar posturas teatrales, creadas por la artificialidad de la comunicación entre los pastores. Esto se ve, sobre todo, en el lenguaje eclesiástico: hoy no interesan las encíclicas ni las pastorales de los obispos. Antiguamente, al menos se las combatía; hoy ni se leen siquiera. Han dejado de interesar. Los que están fuera no entienden ese lenguaje anacrónico. Los de dentro —los que no quieren salirse— se acurrucan en un rincón y esperan que pase la tormenta, pero siguen haciendo las cosas según su conciencia, acordándose de lo que San Pablo decía a sus «irreflexivos» gálatas: «Aun cuando nosotros o un ángel bajado del cielo os anunciara otro evangelio, sea anatema» (Gal 1,9). Es decir: hace poco, nada menos que en todo un Concilio Ecuménico, bajo la sonrisa de un delicioso viejo creyente, que además era papa, se encendió una luz de esperanza en la Iglesia católica. Hoy, desde las mismas tribunas se nos empieza a predicar —aunque disi-

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muladamente— «otro evangelio» diverso del que se nos anunció entonces. ¿Qué hacer, sino apelar de esta Iglesia involutiva a aquélla otra iluminada por el esperanzador amanecer del Espíritu? En todo caso, hay que ser muy astuto —y al mismo tiempo muy puro— para hacer esta difícil apelación de Iglesia a Iglesia. La fe, la esperanza y una intensa vida de oración podrán hacer este milagro. E se non, no.

¿Involución en la Iglesia española?

Hay palabras que se ponen de moda de tal manera que llegan a ser opresivas. Es imprescindible tenerlas en cuenta y dar buena razón de su contenido. Una de ellas es «involución». Según el diccionario, es simplemente «evolución regresiva de un órgano o de una función». Por eso, cuando hablamos de «involución de la Iglesia española», no podemos generalizar; tenemos que señalar los órganos y las funciones de los que se sospecha se encuentran en proceso involutivo. Es imposible que un colectivo tan complejo y tan plural como la Iglesia (sobre todo en España) esté toda ella en estado de involución. Antes de aparcar en los órganos o funciones supuestamente regresivos, tenemos que subrayar que, para que haya «regresión», es necesario que previamente haya habido una «evolución». Y aquí podemos sufrir un espejismo. En general, el punto de referencia, tanto para la evolución como para la involución de la Iglesia, es el Concilio Vaticano II. Por eso tenemos que dejar bien claro si tal o cual órgano o función de la Iglesia experimentó, a partir del Concilio una verdadera y auténtica evolución. Y aquí hay que distinguir mucho. La evolución no necesariamente implica mejora, sino paso hacia adelante: uno

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puede evolucionar hacia un estado más deseable o menos deseable. Lo contrario de la evolución es el inmovilismo. Al llegar aquí, habría que hacer una crítica de la visión de Teilhard de Chardin, que tanto entusiasmó y enardeció a la generación del Concilio. Según el sabio paleontólogo jesuíta, la Historia camina siempre no sólo hacia adelante, sino hacia arriba: el proceso de hominización implica un acercamiento, casi inevitable, a cotas más sublimes de la humanidad. Es un concepto optimista de la Historia, paralelo al de Carlos Marx, aunque fundado en una ideología antagónica. En efecto, para Marx la Historia empieza con la supresión de clases y, fatalmente, desembocará en la edad de oro del comunismo, .atravesando la fase transitoria del socialismo. Para Marx y sus seguidores la Historia es una categoría casi divina que camina hacia adelante y hacia arriba. El Materialismo Histórico funciona casi mecánicamente en el interior de la Historia para llevarla a su plenitud. Esta coincidencia de cosmovisiones es la que, sin duda, causó un choque frontal entre dos magnitudes numinosas que se presentaban como absolutas: cristianismo y marxismo. Pero, una vez pasados los años de la embriaguez revolucionaria marxista (Revolución de Octubre, Maoísmo, Castrismo, Mayo francés 1968, Primavera de Praga), los soñadores se restriegan los ojos y se encuentran con una realidad pedestre que no tiene nada que ver con las predicciones, pretendidamente científicas, de los años de lucha y rebeldía. Y así surgen los «desencantados» de finales de los años setenta. El comunista alemán Rudolf Bahro inventa felizmente la etiqueta de lo que ha sido el engendro del despertar: el «socialismo real». La realidad ha sido simplemente... el parto de los montes. Y ahora vienen los investigadores. Lo primero que se pone por delante es la palabra «involución»: las revelaciones no han seguido su trayectoria inicial, sino que han sido «regresadas» a estadios previos, con las terribles

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consecuencias que esto implica: revanchas, desilusiones, desencantos, derrota... Otros, los «reaccionarios», dan una explicación diferente: las supuestas revoluciones no lo eran sino verbalmente: la rebelión contra el orden establecido, contra el «ancien régime», se paga muy cara, y ahora hay que reconstruir pacientemente todo lo previamente destruido por los locos soñadores de la Revolución. A nivel eclesial, las cosas han pasado de manera muy parecida, y seríamos injustos si la involución de la Iglesia la analizáramos como un fenómeno solitario sin relación con el contexto histórico en que se desenvuelve. Los años preconciliares se caracterizaron por un predominio de la escatología: se esperaba mucho y se aguardaba demasiado. Se soñaba con una Iglesia absolutamente pura y sin mancha. La represión eclesial, sobre todo en el ámbito de la investigación bíblica, había llegado a límites difícilmente tolerables: solamente se encendió una luz de esperanza cuando un papa, catalogado como reaccionario y autócrata, publicó una encíclica dando luz verde a los estudios bíblicos. La encíclica se llamaba «Divino aflante Spiritu», y el papa era... Pío XII. Nuestra inclinación congénita al maniqueísmo nos hace ver el mal absoluto y el bien absoluto, cada uno vinculado estrechamente a una persona, situación o tiempo. Pío XII es estudiado por los historiadores, y éstos hacen el juicio que creen oportuno. Pero yo, que de su imagen autocrática no guardo muy buenos recuerdos, tengo que reconocer dos cosas: a) que me libró de la hoguera inquisitorial en mis estudios bíblicos, en los que pude avanzar con bastante osadía; y b) que me dio una gran lección de ecumenismo a través del Gran Rabino de Roma. Efectivamente, durante mis estudios en la Ciudad Eterna, antes de la segunda guerra mundial, yo, como alumno del Pontificio Instituto Bíblico, frecuentaba la gran Sinagoga del Tíber, cuyo rabino Israel Zolli nos recibía con una exquisita amabilidad y nos permitía conocer los ritos y

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liturgias hebreos, tan útiles para nuestra lectura del Antiguo Testamento. Pues bien, cuando ya había acabado la Segunda Guerra Mundial y se había instaurado la democracia en Italia, un día recibí, amablemente dedicado por el autor, un libro italiano que se titulaba «Mi encuentro con Cristo». El autor se llamaba entonces «Eugenio» Zolli: era el antiguo «Israel» Zolli, que se había bautizado en la Iglesia católica con el nombre de Eugenio en agradecimiento a lo mucho que hizo por los judíos de Roma un tal Eugenio Pacelli, por otro nombre Pío XII. Con esto se demuestra que el maniqueísmo es absolutamente falso: por eso, yo no puedo aceptar toda la propaganda de la película «El Vicario», que le atribuía a Pío XII negligencia en-su actitud con los judíos. El testimonio de aquel santo varón, Israel-Eugenio Zolli, era para mí mucho mayor: una vez más, la para-historia es superior a la historia que se pretende oficial e infalible. En este caso había habido una verdadera «evolución» en una cosa tan impensable como era el vértice vaticano. Otra vez me encontraría con inmovilismos cercanos al terror ideológico. Y precisamente fue durante los dos primeros años de Juan XXIII, cuando los biblistas fuimos objeto de escrupulosas pesquisas y estuvimos a punto de perecer en las hogueras —ya entonces simbólicas— del Santo Oficio. Pero, poco después, el viejo papa Juan, escuchando una extraña voz del cielo, desempolvó la vieja praxis de los Concilios Ecuménicos, y surgió lo inimaginable: una asamblea de obispos católicos de todo el mundo que durante cuatro años discutieron, con no poca actitud democrática, los grandes problemas de la Iglesia en sí misma y en su relación con el nuevo mundo en el que estaba inmersa. Los que estábamos apuntados a herejes tuvimos la ocasión de ofrecer nuestras modestas «herejías» para que los Padres conciliares las purificaran con sus manos sagradas y las introdujeran en las actas oficiales.

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La utopía conciliar El Concilio Vaticano II supuso para muchos el fin de la prehistoria y el comienzo de la Historia. Otra vez cristianos y marxistas iban paralelos. Pero la cosa no era así. En el Nuevo Testamento se nos habla constantemente de que, precisamente en los tiempos más avanzados de la historia, habrá «sucedáneos de Cristo», «falsos profetas», que seducirán a muchos y reducirán el número del rebaño. Y, sobre todo, la Historia terminará de forma catastrófica: algo así como un cataclismo. La utopía neotestamentaria es «escatológica», es decir, se sitúa en la otra orilla de la historia. El cristianismo es moderadamente optimista y moderadamente pesimista. Según la parábola de Jesús, siempre habrá trigo y cizaña: «hasta el final de la Historia». Pues bien, la gran ilusión de los conciliaristas les hizo suponer que ya estaba ganada la guerra. Los derrotados tendrían que resignarse a morder el polvo. Teniendo un Concilio Ecuménico como punto de partida, el progresismo se creía absolutamente dueño del campo. Pero la cosa no era así. Un Concilio, por muy progresista que sea, es sólo una etapa en el zigzag del caminar de la Iglesia, «casta meretrix» («casta ramera»), como la definió nada menos que San Agustín. La embriaguez de la «progresía» católica desbordó a veces los límites de la misma eclesiología neotestamentaria. A la Iglesia le había cogido el Concilio en un estado de infantilismo psíquico, cuyas causas son múltiples y han sido cuidadosamente estudiadas por psicoanalistas concienzudos. Pues bien, este infantilismo invadió también a la propia «progresía» y la impulsó a llevar a cabo sueños magníficos para los que la mayoría de los católicos no estaban maduros. Esto, lógicamente, produjo una violenta reacción en los así violentados, que en un primer momento se recluyeron en sus propias conchas esperando tiempos mejo-

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res, seguros de que un día volverían a correr las aguas por donde solían. Los fracasos de ciertas experiencias innovadoras fueron dando la razón a los «derrotados», los cuales se iban fortaleciendo y agrupando, esperando el momento oportuno. Pero hay, además, otra observación muy importante. Ciertos «progresismos» postconciliares lo eran solamente en apariencia: yo suelo poner la comparación del termostato. Hay aparatos que están previamente programados para que la temperatura no suba, por ejemplo, de treinta grados; mientras va subiendo, creemos que se trata de un ascenso indefinido; pero cuando, en un cierto momento, oímos el «clik» del termostato, nos damos cuenta de que no ha.habido «involución», sino simplemente cumplimiento de una previa programación. El Concilio Vaticano II empujó a muchos semiprogresistas a desarrollar aquella dosis de ascenso para la que estaban programados, pero no pudieron avanzar más. Y a esto lo llaman «involución». Yo creo que en poquísimos casos ha habido una verdadera «evolución regresiva» de ningún órgano o función de la Iglesia Católica con respecto a la realidad histórica del Concilio Vaticano II. Lo que ha pasado es mucho más dramático. A saber: había muchos católicos no «termostáticos» que, partiendo del Concilio, estaban dispuestos no ya a cumplirlo, sino a superarlo. Hoy, dada la aceleración de la Historia, los veinte años largos que nos separan del final del Concilio suponen toda una era completa de la historia de la Iglesia; por eso habría que pensar en ir más adelante y más allá de las fronteras señaladas en el Vaticano II. Al contrario, lo que ha pasado es que el empuje vital del Concilio se ha esclerotizado al cabo de los años y se ha convertido en ley. Muchos de los acusados de «involucionistas» se defienden clamorosamente señalando los textos conciliares y cotejándolos con las realizaciones por ellos propuestas y llevados a cabo. Y llevan razón.

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Pero no se trataba de crear una ley. El Evangelio es lo contrario de una ley: no es que no la utilice, pero jamás la congela. «El sábado está en función del hombre, no el hombre en función del sábado» (Me 2,27). El Concilio Vaticano II, además de un conjunto de Decretos y de Normas, fue un espíritu; y este espíritu implicaba un constante caminar superándose a sí mismo. ¡Qué duda cabe de que la redacción del nuevo Código de Derecho Canónico supone un avance frente a la anarquía de una Iglesia que andaba a la deriva! Sin embargo, hoy por hoy, el Código puede convertirse (y se convierte) en un corsé que ahogue la fe de mucho creyentes e impida el acercamiento a la Iglesia de muchos «lejanos». La Iglesia española Todo esto es aplicable literalmente a la Iglesia española; pero, como es lógico, tenemos nuestras propias características, marcadas por una historia singular: la dictadura militar que siguió a una cruel guerra civil de tres años. Esto marcó mucho a nuestro catolicismo, que desde Fernando VII daba muestras de decadencia con respecto a su historia anterior. La cultura eclesiástica demostraba entonces un bajísimo nivel. A esto se añadía que los eclesiásticos, en general, vivían en «ghettos», alejados de la cultura y de la realidad del mundo que los circundaba. La espiritualidad de la Iglesia española era profundamente intimista e individualista. Cuando, a fines del siglo XIX, algunos pioneros se atrevieron a aplicar tímidamente la doctrina social que propugnaba León XIII en su encíclica «Rerum novarum», muchos católicos hacían públicas rogativas «por la conversión del Papa». Esta demuestra algo que muchos historiadores no subrayan: la existencia de una especie de «galicanismo» español. Nuestra «proverbial» devoción al Papa ha estado

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siempre condicionada por la coyuntural actitud del Papa frente a los intereses nacionalistas de España. Y así, cuando, a la muerte de Juan XXIII, eligen Papa al cardenal Montini, las propias clases dirigentes, tanto políticas como eclesiásticas, no ocultan su disgusto por tenérselas que haber con un «Papa enemigo de España». Pablo VI fue siempre mal visto por los vencedores de la guerra civil y por los eclesiásticos que habían hecho un absoluto del llamado «bando nacional». Así se explica que, apoyada en esta actitud «liberal» del Papa Montini, la progresía española pudiera llegar bastante lejos en sus aspiraciones y realizaciones, a pesar de las dificultades que encontraba no sólo en el mundo del poder civil, sino en el interior de la jerarquía eclesiástica. Solamente cuando un joven miembro de la nunciatura de Madrid, Giovanni Benelli, contactó con un grupo moderadamente progresista de sacerdotes (Maximino Romero de Lema, Mauro Rubio, Vicente Puchol, etcétera), se pudo introducir, de forma solapada, en las filas del episcopado español a algunas figuras nuevas que podrían de alguna manera conectar con los movimientos católicos postconciliares. Pero aquel joven diplomático vaticano, que fue prácticamente arrojado de la nunciatura madrileña por sus «osadías progresistas», vino más tarde a convertirse en el «Sustituto» de la Secretaría de Estado vaticana y en uno de los prohombres de la Curia romana más conservadores, y acabaría muriendo prematuramente como cardenal-arzobispo de Florencia. ¿Era el joven Benelli (de quien conservo un grato recuerdo de aquella época) un auténtico «termostático»? Sería una explicación razonable. Pero lo más interesante de esta época es que, dadas las circunstancias políticas de nuestro país, la progresía católica se vio fatalmente investida de una misión «sucedánea» que oscurecía la nitidez de sus funciones. Siendo así que España era confesionalmente católica, la Igle-

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sia tenía una capacidad de movimiento y unas posibilidades de expresión de las que carecían los movimientos políticos y sindicales clandestinos. Y este servicio, realizado generosamente por la progresía católica, ha sido a la vez su grandeza y su riesgo. Su grandeza, porque nadie puede negar que muchos de los partidos y sindicatos hoy legales han podido funcionar en los últimos años de la dictadura gracias a la generosidad de los clérigos y de las instituciones eclesiásticas. Naturalmente, también aquí había conflicto, ya que el «viejo régimen» gozaba todavía de buena salud «in medio Ecclesiae». Su riesgo, porque llegó a ser muy difícil distinguir entre la vocación estrictamente religiosa y la vocación decididamente política. Así se explica que los antiguos militantes de los movimientos apostólicos (muchos de ellos ex-clérigos) se convirtieran en los líderes de los nuevos partidos y sindicatos, y que muchos de ellos hicieran un transferí absoluto de su «fe» religiosa a su «militancia» política o sindical. Es verdad que ha habido un puñado de valientes (no pocos) que han logrado hacer una síntesis entre su fe religiosa y su militancia política, exponiéndose a ser mal vistos por ambas «magnitudes numinosas». Este es un fenómeno que todavía no ha sido suficientemente estudiado, pero que será muy determinante en el futuro inmediato de esta nueva andadura democrática de España. Conclusiones Dicho esto, podemos ya sacar algunas conclusiones. En la Iglesia española no hay propiamente una involución, sino simplemente una congelación de los movimientos iniciados e impulsados por el Concilio Vaticano II. Este es aceptado por los «termostáticos» sólo como una ley congelada, mientras que los «místicos comprometidos» sueñan con la superación del Concilio.

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Y digo «místicos comprometidos», porque de nuevo se está repitiendo en nuestro país algo que ocurrió en la época imperial: entonces la Inquisición perseguía más a los «contemplativos» o «quietistas» que a los hombres de acción. Un verdadero místico es más peligroso para cualquier clase de «establishment». Pues bien, nuestra Iglesia española, en lo que tiene de «institución» (u homologación con la sociedad profana), está ahora buscando su equilibrio en la nueva situación sociopolítica. En estas circunstancias, nuestros responsables toleran más fácilmente a un clérigo situado en un alto cargo político (partidista o no) que a un teólogo libre de todo compromiso de acción y capaz de hacer una crítica —respetuosa y razonada, eso sí—r de las actitudes que vaya tomando la Iglesia. Sin embargo, hay que reconocer honestamente que las últimas conversaciones entre obispos y teólogos han sido francamente positivas y que, en general, el «termostatismo» empieza a romperse en la misma cumbre de nuestra Iglesia española, como lo demostró el «Congreso para la evangelización del mundo de hoy», que, a propuesta de la Conferencia Episcopal, se celebró en Madrid en septiembre de 1985. Pero no podemos olvidar, a pesar de todo, que el poder —cualquier poder— intentará estar a bien con una fuerza tan importante en el país como es la Iglesia católica. Termino citando, a este respecto, unos textos deliciosos de Maurice Joly, escritos en 1884, donde Maquiavelo y Montesquieu aparecen dialogando en el infierno.1 Montesquieu, dirigiéndose a su interlocutor y hablándole del clero, le dice: «No conozco, os lo confieso, nada más peligroso para vuestro poder que esa potencia que habla en nombre 1

M. JOLY, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Muchnik Editores, Barcelona 1974, p. 153.

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del cielo y cuyas raíces se hallan dispersas por toda la faz de la tierra: no olvidéis que la prédica cristiana es una prédica de libertad... Cuidaos del sacerdote, que no depende sino de Dios y cuya influencia se hace sentir por doquier, en el santuario, en la familia, en la escuela. Sobre él no tenéis ningún poder: su jerarquía no es la vuestra, obedece a una constitución que no se zanja ni por la ley ni por la espada». A lo cual responde el «constantiniano» Maquiavelo: «No sé por qué os complacéis en convertir al sacerdote en apóstol de la libertad. Jamás he visto tal cosa, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos; siempre hallé en el sacerdocio un apoyo natural del poder absoluto». ¿Quién lleva razón? Los dos. Montesquieu habla del «profeta»; Maquiavelo, del «funcionario eclesiástico». Nuestros nuevos poderes (incluso los sedicentes de izquierda) tienen un fino instinto de poder y procuran no incomodar a la Iglesia, para que ésta se contente con tener funcionarios respetados y no se le ocurra lanzar por las calles a los incordiantes profetas. Sin embargo, yo creo que, a pesar de todo, en nuestra Iglesia española, con un buen grado de «termostatismo», hay más profetas hoy que antes del Concilio. Y sus funcionarios van escaseando, a pesar de las campañas masivas pro vocaciones sacerdotales. Eso sí, surge el nuevo peligro de la «vocación» como refugio de una juventud sin trabajo, sin ilusión y sin utopía.

I Lectura bíblica de la Iglesia

1 LA LECTURA DE LA BIBLIA: ¿IDEALISTA O MATERIALISTA?

Cuando ahora se plantea el problema de si la lectura de la Biblia hay que hacerla desde una posición idealista o desde una opción materialista, se hace una referencia a la posibilidad de introducir el marxismo como instrumento válido (a veces único o, al menos, preponderante) en una exégesis científica. No se trata de tener en cuenta todas las aportaciones de las diversas filosofías del pensamiento y del lenguaje en orden a la interpretación de textos literarios de épocas pasadas (cosa absolutamente legítima y necesaria), sino de establecer como una especie de normativa casi dogmática, según la cual la única manera de leer la Biblia y de entender lo que ésta significa es introducir la exégesis en el propio campo del «materialismo histórico», del cual vendría a convertirse exclusivamente en una «provincia» y nada más, según expresión de Fernando Belo.1

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F. BELO, Lectura materialista del evangelio de Marcos, Ed. Verbo Divino, Estella (Navarra) 1975.

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Engels y Kautski: «Salvación cristiana como superestructura ideológica»

El intento no es muy moderno: ya fue inaugurado, sobre todo por Engels y Kautski. 2 Para Kautski, siguiendo en esto a Engels, desde la base socio-económica se llega, por un riguroso determinismo histórico, a la «superestructura ideológica», en este caso a la idea cristiana de salvación. Concretamente, para Kautski la crisis del modo de producción y su correspondiente forma de sociedad del Imperio romano, basado en la esclavitud como sistema, determinan, con absoluta necesidad, el nacimiento del cristianismo. Sin embargo, de Engels a Kautski hay ya una notable diferencia. Para el primero, los textos bíblicos neotestamentarios y la historia de los cuatro primeros siglos cristianos no dan de sí nada más que la posibilidad de una «lectura idealista» del cristianismo y de los textos: «La historia del cristianismo primitivo presenta notables coincidencias con el movimiento moderno de los oprimidos; al principio apareció como una religión de esclavos libertos, de los pobres, de los proscritos, de los pueblos subyugados o dispersados por Roma. Pero el cristianismo y el socialismo predican una próxima redención de la servidumbre y de la miseria; el cristianismo fija esta redención para una vida futura en el cielo, después de la muerte; el socialismo la alcanzará en este mundo por medio de una transformación de la sociedad. Ambos son perseguidos y castigados, sus partidarios son proscritos, sujetos a legislación especial, presentados, en un caso, como enemigos de la humanidad y, en el otro, como enemigos de la nación, la religión, la familia, el orden social. A pesar de todas las persecuciones, ambos 2

F. ENGELS, Bruno Bauer y el cristianismo primitivo (1882); «Sobre la historia del cristianismo primitivo», en (K. MARX F. ENGELS) Sobre la religión, Ed. Sigúeme, Salamanca 1974.

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avanzan irresistiblemente. Tres siglos después de su comienzo, el cristianismo es reconocido en el Imperio romano como religión de Estado, y en sesenta años escasos el socialismo ha conquistado un puesto que hace su victoria absolutamente cierta».3 Por el contrario, para Kautski es posible y aun necesaria una lectura «materialista» de los textos bíblicos y de la historia del cristianismo primitivo. En efecto, el cristianismo puede difícilmente llamarse una religión de los esclavos: no hizo nada por ellos; por otro lado, la liberación de la miseria, proclamada por el cristianismo, era al principio completamente material y debía hacerse en esta tierra y no en el cielo. Y realmente el cristianismo es en su origen un movimiento de los pobres, como el socialismo, y ambos tienen, por consiguiente, muchos elementos en común. 4 El origen de esta alternativa se encuentra, sin duda, en el concepto de «materialismo histórico», inaugurado por Carlos Marx y convertido en dogma inevitable de la problemática de Hegel, quien habla de la existencia de un Espíritu Absoluto que se autodesenvuelve en el tiempo, se aliena en la Naturaleza para luego volver a recobrarse. Pero en todo este proceso, el hombre como ser humano individual no tiene sentido, como tampoco lo tiene la materia concreta como tal. Son sólo momentos de ese devenir misterioso de una Idea Absoluta no menos misteriosa. Sin embargo, el marxismo no es una contradicción del hegelianismo, sino en forma rigurosamente dialéctica, o sea: el marxismo se presenta como poniendo sobre sus pies la propia filosofía de Hegel. La dialéctica que éste había puesto en un presunto Espíritu Absoluto hay 3

F. ENGELS, Zur Geschichte des Urchristentums: Die Neue Zeit XIII/1 (1894), p. 41. 4 Ibid., pp. 423 s.

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que ponerla en la realidad, dice Marx, y no en un fantasma. Hay Materia dialéctica y no Espíritu Absoluto dialéctico. Este es el gran descubrimiento de Marx, según sus partidarios. No obstante, esto mismo no se puede comprender debidamente sin tener en cuenta esos elementos ideológicos anteriores. Porque la filosofía de Marx nació como corolario de una serie de sistemas anteriores y de las oscuridades que presentaban. Y aquí viene la ambigüedad sobre la supuesta originalidad del marxismo: si Hegel decía que todo lo real es racional y todo lo racional es real, es porque sólo existía ese Espíritu Absoluto que se va autodesarrollando. Ahora bien, podemos preguntar al marxismo: ¿hay realmente diferencia desde el punto de vista filosófico entre Hegel y Marx? Marx, es verdad, dice que sustituyó dialéctica por materia. Pero ¿a qué materia se refiere Marx cuando dice que la utiliza para reemplazar a ía Idea? No es la materia de la experiencia sensible, porque ésta está hecha de cosas especialmente recuperables, discontinuas, resistentes. No es tampoco la materia que estudia la ciencia, porque actualmente se la refiere a paquetes de ondas y corpúsculos, sucesos energéticos. Ninguna de ellas puede asimilarse, bajo ningún concepto, a una sustancia eterna, increada, ser universal, principio de todo. Y es que Marx utiliza de hecho un concepto de materia totalmente metafísico, que hace referencia a la noción de sustancia, soporte, de los cambios, pero en modo alguno reductible a nada sensible, corpóreo, concreto. Es lo mismo que el Espíritu Absoluto de Hegel, pero con distinto nombre. Es la Materia Eterna convertida en Historia Materia, con mayúscula, cuya ley absoluta se reduce a las relaciones de producción, que siempre actúan como infraestructura determinante de la evolución de ese nuevo Absoluto, dentro de cuyas fronteras se agota toda realidad posible.

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Una lectura materialista de la Biblia

Partiendo de este supuesto, Fernando Belo intenta hacer una lectura «materialista» de la Biblia, concretamente del evangelio de Marcos. La originalidad del intento no consiste en el esfuerzo, ampliamente realizado en los últimos años, de leer los textos bíblicos con las categorías históricas que les corresponden, independientemente de los ecos que su lectura pueda suscitar en los creyentes que se alimentan de ellos, sino en hacer un absoluto de esta «opción epistemológica» que, como muy bien ha dicho G. Girardi, 5 «excluye del horizonte toda realidad que no fuera histórica e identifica el conocimiento de la historia con la ciencia de la historia». Ya este intento de convertir el materialismo histórico en un parámetro epistemológico absoluto ha sido ampliamente denunciado por los mismos marxistas, que han logrado superar los límites estrechos de una escolástica pretendidamente marxista. Y así, el marxista polaco L. Kolakowski 6 descubre que el punto de vista de estos racionalistas positivistas ocasiona daños irreparables, ya que emite juicios irrevocables sobre el pensamiento filosófico del pasado, de tal manera que los partidarios de dicho punto de vista se sienten liberados ab initio de la obligación de estudiar algo acerca de lo que sólo se les ha inculcado que es oscuro, nebuloso, no verificable, metafísico. Los racionalistas no leen a Hegel, porque saben, desde un principio, que se trata de un autor notoriamente privado del don de la claridad y se sienten rápidamente confirmados en esta opinión con sólo abrir cualquier libro suyo: la lectura de algún párrafo del mismo les ayuda a comprobar, sin el menor rastro de duda, que no entienden nada; de este modo pueden verificar sus puns Lettre 198 (París 1975), 31. El racionalismo como ideología y ética sin código, Ed. Ariel, Barcelona 1970, pp. 70 ss. 6

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tos de vista acudiendo a métodos extremadamente sencillos. Esta postura —dice Kolakowski— está muy extendida en Polonia: los jóvenes positivistas no saben de Husserl sino que inventó los objetos intencionales, que son algo así como ángeles y que pertenecen al linaje de los «hombres oscuros». Sin embargo, convierten su propio sentimiento de intelección, sin fundamento ninguno, en un criterio universal que pretenden imponer a todo el mundo. Desde este ángulo, el racionalismo es la ideología de una vida simplificada, de la que todos los problemas espinosos son desterrados de una vez para siempre con sólo declararlos ininteligibles. Kolakowski, que sigue teniéndose a sí mismo por marxista y por racionalista, reconoce que lo menos importante para él es la naturaleza del absoluto epistemológico, por el que uno se decide (el «cogito», la Revelación, los fenómenos puros, las percepciones sensoriales, el mundo de la vida cotidiana...). Lo verdaderamente importante es que se acepte un absoluto. Aquí está el grave riesgo. Para ello establece unas reglas importantes, que él cree absolutamente rechazables por ingenuas e «idealistas». Por ejemplo: la regla en virtud de la cual únicamente tienen validez en el ámbito de las visiones del mundo las convicciones verificadas o perfectamente verificables; la regla que niega el valor cognoscitivo de todo contacto con el mundo no susceptible de ser íntegramente verbalizado; la regla que desestima como fundamentalmente ininteligibles e inaceptables todos aquellos juicios que no resultan susceptibles de traducción al lenguaje de las ciencias empíricas o a los términos usualmente referidos a los objetos de la vida cotidiana. En un palabra: la aplicación del «Materialismo histórico» a la lectura de la Biblia como un absoluto epistemológico es precisamente una actitud idealista, de la que, por otra parte, intentan huir los que ensayan tan

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febrilmente estas lecturas «materialistas» de los textos sagrados. Es verdad que ha habido también una postura extrema, que consistía en asumir como «absoluto epistemológico» la «ortodoxia» de un vértice eclesial que no solamente se arrogaba la representación de lo sobrenatural, sino que pretendía el monopolio de la interpretación de un texto escrito, prescindiendo del empleo del instrumento científico dispuesto para su exégesis. Sin embargo, este error no justifica la comisión de otro contrario: un absoluto epistemológico fundado en una cosmovisión que se pretende científica y cerrada sobre sí misma. Pero lo más curioso es observar que todo el esfuerzo por afinar el texto bíblico con la lima rigurosa del «materialismo histórico» deja de lado las inmensas aportaciones, rigurosamente científicas y perfectamente verificables, que sobre esos textos bíblicos ha ido acumulando una ciencia objetiva —nada «idealista»— que se llama «exégesis bíblica». Un no creyente, Guy Dhoquois,7 hace este juicio sobre el citado libro de Fernando Belo: «Libro irritante y fascinante. Libro de un neófito no solamente en marxismo, sino también en estudios bíblicos, que patina alegremente, sin darse cuenta de que está saltando sobre tres plataformas sacrosantas: la marxista, la cristiana quizá, y la exegética ciertamente. ¡Qué difícil no sucumbir ante tres graves defectos que nombraremos, a falta de mejor denominación, esnobismo, eclecticismo y... populismo! Esnobismo, por apoyarse principalmente en autores de moda actualmente en París (¿durarán mucho? ¡Sabe Dios!). Los estudios bíblicos nos habían acostumbrado a mayor mesura. ¿Quizá estaban un poco empolvados? El esnobismo es el gusto por el mundo..., siempre un poco desvergonzado al mismo tiempo que sofisticado. Pero el esnobismo es también el 'parti pris' y el gusto de lo superficial. Solamente daré 7 Lettre 198 (París 1975), 29.

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dos ejemplos que personalmente me han impresionado (se podían citar otros): ¿Dónde están en esta tentativa Freud 8 y Max Weber? 9 ¿Se puede hablar en serio sobre la Palestina de antes de Cristo sin enfrentarse con estos dos autores? Eclecticismo: el neófito se embala. Para su marxismo recién nacido, todo es buen grano. Yuxtapone autores de los que todavía no sospecha siquiera que son contradictorios. Belo no sabe (todavía) que hay una gran diversidad de 'marxismos' que están fundamentalmente opuestos los unos a los otros. Este eclecticismo se encuentra también en la siempre curiosa asociación del estructuralismo con el marxismo. Populismo finalmente, y es lo más grave, ya que es la consecuencia de los errores precedentes. Max Weber y Marx juntos (con lo opuestos que son, por otra parte) invitan a no confundir ni a los profetas ni a Jesús con agitadores políticos. Precisamente es aquí donde el materialismo se rebela, ya que está hecho de estructuras profundas que rehusan las amalgamas demasiado fáciles. Los profetas eran los defensores de la 'Alianza' y Jesús no es el precursor de Marx. Por lo demás, a Belo le falta, además de un conocimiento suficiente de las tradiciones judía y protestante, lo que podríamos llamar el 'sentido del Antiguo Testamento'».

Por una lectura bíblica desideologizada

Aterrizando ya en sugerencias de tipo práctico, diríamos que la lectura de la Biblia, como de cualquier texto, hay que hacerla, en primer lugar, desde donde realmente se encuentra ese texto. La exégesis bíblica ha ido superando, en los últimos decenios, las viejas tentaciones «idealistas» y se ha ido reduciendo a una ciencia lo más 8

Moisés y el monoteísmo, Buenos Aires 1935. » Le judáisme antigüe (trad. franc.), París 1970.

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rigurosa posible. Hay que reconocer que la Iglesia católica ha sido de las últimas en incorporarse a este intento de objetividad previa en la lectura de la Biblia; y hoy por hoy, podemos decir que no existen graves problemas en ese sentido, sobre todo a partir de la encíclica de Pío XII «Divino afilante Spiritu», que desideologizó la lectura de la Biblia para los católicos. Sería, pues, lamentable que ahora se introdujera en la lectura bíblica un nuevo tipo de «ideologización», que entra de matute por la puerta falsa de la aduana de nuestra cultura contemporánea. Por eso, ante un texto bíblico, hay primero una actitud objetiva, que debe ser compartida por igual tanto por el creyente como por el no creyente: es una actitud de dependencia frente a un documento cuyo estudio se realiza en un laboratorio lo más aséptico posible, y los resultados de cuyo análisis no están previstos a priori. Un ejemplo: ¿tenía Jesús conciencia de su propia divinidad? Esto habrá que resolverlo según los textos: ni el creyente tiene que forzar la exégesis para que resulte lo que él busca, ni tampoco el no creyente debe excogitar argumentos pseudocientíficos para demostrar lo que él pretende. Para mí, como creyente, no hace falta que un texto bíblico ponga en evidencia la conciencia de Jesús respecto de su propia divinidad: podría darse el caso contrario, o sea, que no se dedujera nada en ese aspecto. Mi fe no depende del texto bíblico, atm cuando este último sea una valiosa mediación; mi fe depende de Dios directamente, de una manera misteriosa. Efectivamente, surge hoy en la propia Iglesia católi* ca una especie de «fundamentalismo bíblico», heredado de la tradición protestante de alguna manera. Hacemos de la Biblia una especie de absoluto, como los judíos lo hicieron de la Tora hasta casi divinizarla. La Biblia se convierte así en un ídolo camuflado, en un nuevo «becerro de oro». En el fondo, no se pretende sustituir al Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob y de Jesús por un

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«Dios»: pero, de hacerlo, la sacralización de la Biblia tiene esos mismos resultados prácticos. Esto explica el afán por poseer el monopolio de la interpretación de la Biblia. Incluso, partiendo del mismo «materialismo histórico», podríamos explicar el interés del marxismo contemporáneo (sobre todo desde sus posturas de poder adquirido o en vías de próxima adquisición) por hacer de la exégesis bíblica una mera «provincia» de su propio dominio territorial: es ésta la nueva manera de integrar la conciencia cristiana dentro de unos límites previsibles, para que nunca produzca la sorpresa de lo desconocido. Y así, con la sana intención de desideologizar la exégesis bíblica, liberándola del indudable secuestro a que la había sometido una cosmovisión capitalista e imperialista, se vuelve a caer en una nueva ideologización de la misma, al pretender reducirla a los estrechos límites provinciales (y «provincianos») de una nueva filosofía, que sería muy respetable si siempre se presentara con su propio carné de identidad, o sea, el de «filosofía», y no pretendiera hacerse pasar por ciencia cuasi-exacta y perfectamente verificable. Esto no quiere decir que el materialismo histórico y el marxismo en general no sean útiles e incluso necesarios como mediación cultural en la lectura de los textos bíblicos. Lo contrario sería también una ideologización peligrosísima de la lectura bíblica. Pero, si algo aporta principalmente el materialismo histórico en este campo, es precisamente lo que yo llamaría la «devoción a la realidad en sí y a la historia». Un exegeta marxista que utilice con amplia libertad los resultados del materialismo histórico se planta ante el Nuevo Testamento sin saber de antemano si de su lectura va a salir un Jesús revolucionario o reaccionario. Lo mismo debe hacer un creyente, partiendo de su fe: la fe es la aceptación de Dios como Absolutamente Otro; un creyente no le pone condiciones previas a Dios, di-

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ciéndole: «Si la fe es revolucionaria, entonces acepto...». No, un creyente le firma a Dios un cheque en blanco y no sabe a priori si las consecuencias de su opción irán por los caminos de la revolución o de la conservación. Solamente a posteriori se podrá verificar la pista del itinerario de la fe. Ahora bien, tal como están las cosas, considerándolas en el «a posteriori» de los acontecimientos, una exégesis objetiva de la Biblia es más bien estimulante a una opción de tipo revolucionario y transformador que de tipo conservador y capitalista. Sin que ello quiera decir que en la Biblia se encuentre un programa revolucionario o socialista, ni que Jesús aparezca como un.precursor de Marx o un miembro avant la lettre de la III Internacional.

2 EL PROYECTO DE JESÚS FRENTE A LA SOCIEDAD HUMANA

Es indiscutible que Jesús tenía un proyecto concreto y visible frente a la sociedad humana histórica, que en el lenguaje neotestamentario se llama «mundo». La expresión «mundo» no tiene allí connotaciones ni puramente planetarias ni exclusivamente socio-históricas, sino principalmente éticas. En la Primera Carta de Juan se hace una descripción muy concreta del «mundo» como ámbito ético: «el espacio de los deseos de la condición humana, de las ambiciones de los ojos y del alarde de la opulencia» (1 Jn 2,16). Pues bien, para no perdernos en el dédalo de las distinciones y subdistinciones, partimos siempre de este presupuesto: el proyecto de Jesús y de su movimiento frente a la sociedad entiende siempre a esta última como «mundo», como ámbito donde campan por sus respetos estas tres ambiciones que históricamente acompañan al ser humano. Jesús —y con él todos los autores del Nuevo Testamento— tiene de la Historia un concepto profundamente dialéctico, nada maniqueo: la Historia está empecatada, ya que los hombres que caminan por su superficie no son puros: sus pecados van dejando un poso de contaminación que hace del habitat humano un «mun-

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do» en el sentido bíblico de la palabra. Por eso, en el proyecto de Jesús y de sus discípulos, la utopía, que actúa con un enorme vigor, nunca se convierte en proyecto: viene a ser como el agua a la que Tántalo tendía y que nunca lograba alcanzar. Para el proyecto de Jesús, la utopía llegará a su plenitud, pero más allá de las fronteras de la Historia. Eso sí, no hay que quedarse pasivos mientras tanto: la utopía —el Reino de Dios— no está en discontinuidad con esa misma Historia empecatada: ésta tiene dentro de su seno al propio Reino de Dios. San Pablo, en el capítulo 8 de su Carta a los Romanos, llega a decir que el mundo está preñado de gloria, o sea, que la Historia empecatada está preñada de Reino de Dios.

Un proyecto mayéutico

De aquí se sigue que el proyecto de Jesús y de su movimiento frente a la sociedad humana no es un proyecto alternativo y exógeno. O sea, Jesús no pretende traer del cielo unas nuevas tablas de la Ley que fueran como una Constitución alternativa frente a las Constituciones fracasadas de los diferentes movimientos políticos que en el mundo han sido. Ni mucho menos. Jesús da por supuesto que la elaboración de Constituciones es una obra humana, hija de la libertad y del libre albedrío de los ciudadanos. Su movimiento no es un movimiento político en sentido estricto; es solamente un procedimiento mayéutico: esa Historia humana, que está embarazada de gloria o de Reino de Dios, se va a veces alimentando con manjares en malas condiciones que no sólo le impiden seguir su curso intrahistórico dentro de un marco de paz y progreso, sino que ponen en peligro el parto final, de donde saldrá la nueva situación de gloria: el Reino de Dios. Esto, traducido a lenguaje más inmediato, quiere de-

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cir: Jesús es, en el punto de partida, indiferente ante los proyectos políticos de los hombres. Así se explica que adoptara aquella actitud «escandalosa» frente a las propias fuerzas de ocupación romanas de Palestina. Esto da razón de la decepción y las rabias de los zelotas —algunos de ellos discípulos suyos—, que veían en esta «noviolencia» del Maestro una cobardía y una capitulación. Pero Jesús no cede ante la presión de los guerrilleros. Eso sí, cuando le presentan la moneda del tributo, responde con una aparente ambigüedad: «Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios» (Mt 22,21). Esto quería decir simplemente: en cuanto al cumplimiento de un deber administrativo (pagar un impuesto, aunque coyunturalmente sea cuestionable o incluso injusto) no hay por qué levantar discusiones: la Iglesia debe ceder. Pero, por lo que se refiere a aceptar el revés de la moneda, o sea, donde se esculpía la imagen del César con la inscripción «El dios Augusto», Jesús era intransigente. Ahora bien, si la autoridad, en ciertos momentos, nos exige que hagamos ambas cosas en bloque, de suerte que pagar el tributo lleve indeclinablemente consigo el reconocer a César como dios, entonces habrá que llegar a la desobediencia civil, aunque siempre con procedimientos no violentos ni injuriosos. Esto es precisamente lo que pretende decir San Pablo en su tan mal leído texto de Rom 13: «Sométanse todos a las autoridades que ejercen el poder, porque no hay autoridad sino por Dios; y las que existen, por Dios han sido establecidas» (Rom 13, 1). Aquí han querido muchos ver una legitimación o sacralización del poder temporal por parte de la Iglesia, cuando en realidad es todo lo contrario. Vamos por partes. En primer lugar, Pablo dice que hay que someterse a las autoridades porque han sido establecidas por Dios. Este «porque» (en griego hoti) significa, además, en cuanto que: o sea, que no se obedece a una autoridad porque sí, sino porque y en cuanto pertenece a un proyecto de

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Dios. Ahora bien, este proyecto de Dios es un proyecto ambiguo, donde la libertad humana es un ingrediente esencial y, por consiguiente, el pecado también: Dios asume la Historia incluso en lo que tiene de empecatada. En segundo lugar, en el capítulo anterior, el propio Pablo había dicho: «No os amoldéis a las normas del mundo presente, sino procurad transformaros por la renovación de la mente, a fin de que logréis discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto» (Rom 12,2). No se compagina bien este consejo con una lectura sacralizante de Rom 13,1, ya que expresamente se aconseja a los cristianos ejercer el carisma del discernimiento o de la crítica para con todo aquello que constituye el «mundo presente», cuyos dueños son precisamente las autoridades, que más tarde en los escritos paulinos serán llamadas despectivamente «kosmokrátores» (Ef 6,12) y que en Jn 14,30, refiriéndose al principio, serán denominadas «el príncipe de este mundo». Los cristianos, inmersos en el «mundo», no pertenecen al mundo: son como anticuerpos del «mundo», por eso deberán siempre resistir a su integración en el «mundo» o a su asimilación por él.

Una vacuna contra los utopismos

Esta condición de anticuerpos del «mundo» implica que uno de los elementos más esenciales del proyecto de Jesús es el de servir de «vacuna» contra los utopismos que bloquean la marcha ascendente de la Historia. Y no digo utopía, ya que con esta palabra queremos expresar la meta soñada que nos impulsa a ir inventando a lo largo del «iter» histórico aquello que vaya mejorando nuestra marcha ascendente. El utopismo consiste en la pretensión de introducir la utopía en el engranaje inmanente e intrahistórico del mundo. La utopía es metahistórica. Esta es la gran apor-

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tación cristiana: la utopía es el Reino de Dios, que, por una parte, es esencialmente escatológico, pero, por otra, no exclusivamente escatológico. Es decir: su plenitud se realizará más allá de las fronteras de la Historia, pero su influencia ha empezado ya dentro del inmenso útero de la Historia humana, desde sus inicios hasta su consumación. La condición de la Historia es una condición de preñez creciente, con los riesgos patológicos que puede llevar semejante estado. La vacunación consiste en introducir en el cuerpo el mismo germen maligno, para que, en virtud de la homeopatía, contrarreste a su congénere. Gerd Theissen 1 establece una equivalencia de las tres grandes «ambiciones del mundo», de que nos habla 1 Jn, con el conjunto de agresiones que desvían y hacen a veces naufragar la singladura de la Historia humana. Estas agresiones tienen que ser superadas mediante el proceso de vacunación: con otras agresiones. Y esto es lo que hizo Jesús. En este proyecto de superación de las agresiones por otras agresiones destacan tres formas de transformación o vacunación. 1.a) Compensación de la agresión. A la tendencia a la agresión se le contrapone en el proyecto de Jesús el mandamiento del amor; a la agresión realizada por las tensiones sociales se le opone el mandamiento radicalizado del amor: «Amarás al prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: ¡Amad a vuestros enemigos! » (Mt 5, 43 s.). Al círculo de Jesús pertenecían, de hecho, miembros de grupos hostiles: un publicano (Me 2, 14) y un zelota (Le 6, 15). El movimiento de Jesús admitió a grupos discriminados. El mandamiento radical del amor podía interpretarse como una forma de reacción: una agresividad intensa se convierte en su contrario. La energía del instinto que originariamente redundaba en benefi1

Sociología del movimiento de Jesús, Ed. Sal Terrae, Santander 1980, pp. 93 ss.

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ció de objetivos agresivos impulsa ahora en dirección contraria. 2.a) Transformación de la agresión. La agresión que no puede quedar compensada por impulsos diametralmente opuestos se manifiesta de nuevo como un impulso atribuido a un sujeto suplente (pudiendo persistir el mismo objeto) o como un impulso dirigido contra un objeto suplente (pudiendo permanecer idéntico el sujeto). Personajes sobrenaturales (Dios, Hijo del hombre, Demonios) aparecen de modo especial en sustitución de socios humanos. Estos personajes asumen activa o pasivamente la agresión y alivian así las relaciones interhumanas. Este transferí de las agresiones cuasi espontáneas a sujetos sobrenaturales constituye un magnífico bloqueo de las actitudes hostiles de los hombres entre sí y deja un espacio libre de reflexión para comprender en profundidad dónde están el mal y el bien y cómo hay que luchar eficazmente contra aquél y en favor de éste. 3.a) Devolución de la agresión. Una de las formas más llamativas de transformación de 1?, agresión, en el movimiento de Jesús, es la devolución de la agresión contra el agresor, no en el sentido de acción agresiva, sino de reproche moral e invitación tácita a renunciar a la agresión. En el caso de superación de la agresión propia, se trata de una internalización e introyección de la agresión. Subyace una agresividad introyectada en la llamada a la penitencia y en los imperativos radicalizantes de la norma. Un ejemplo elocuente es Le 13,1 ss.: Pilato asesinó a peregrinos galileos. La sublevación fue grande. Jesús dice a este propósito: «¿Pensáis que esos galileos habían sido más pecadores que los demás galileos, puesto que sufrieron esto? No, os digo; pero si no os convertís, todos pereceréis igual» (Le 13,2 s.). La sublevación contra los romanos sufre aquí un viraje en redondo: no se plantea la culpa de los romanos, sino la propia culpa.

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La sublevación contra los romanos se convierte en sublevación contra sí mismos. Es interesante que no aparezcan solamente estructuras imperiales de poder en el contexto de la llamada a la conversión. Se citan también ciudades-repúblicas extranjeras (Mt ll,20ss.) y una reina extranjera (Mt 12,42) para dar énfasis a la llamada a la conversión. Un proyecto siempre ambiguo

De todo esto se deduce que el proyecto que Jesús ofrece frente a la sociedad humana posee una esencial ambigüedad, de la que es imposible despojarlo. El «mundo» será siempre un campo, sembrado de trigo y cizaña, donde no cabrá arrancar la cizaña durante el itinerario intrahistórico de la humanidad: la Historia humana deberá siempre ser una era donde coexistan trigo y cizaña. Esto no quiere decir que el proyecto de Jesús sea una capitulación frente a la cizaña. Ni mucho menos: hay que velar para que de noche no venga el adversario y siembre la cizaña en medio del trigo. Esto implica que las iglesias, para realizar el proyecto de Jesús, tienen que estar perfectamente informadas. Una iglesia que todo lo deje al buen hacer de un Dios que está en las alturas y no salga con sus huestes a rastrear las fronteras del «mundo» es una iglesia angelical y, por ende, cómplice del mismísimo diablo (que al fin y al cabo, según las tradiciones populares, no es más que un «ángel caído»). Con esto quiero decir sencillamente que el angelismo de ciertas iglesias y grupos eclesiales frente a los problemas del «mundo» se convierte en presa exquisita de manipulación diabólica. Las iglesias exclusivamente litúrgicas y orantes no hacen daño a nadie y pueden convivir tranquilamente tanto con el zar Nicolás II como con el mismísimo Stalin. El ejemplo de la Iglesia Ortodoxa rusa es para nosotros tipificante: siempre ha tenido acceso

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al Kremlin, donde sigue siendo recibida con los mismos honores y las mismas inclinaciones humerales de siempre. Por otra parte, existen iglesias que sienten el vértigo de las tres «ambiciones» del «mundo». Y entonces adoptan dos actitudes: 1.a) ofrecerse como alternativa técnica completa de la sociedad que se considera decadente. En este caso las iglesias no solamente estimulan a sus fieles a exigir y a cumplir los derechos humanos elementales, sino que se ofrecen consignas concretas, que a medio o largo plazo se convertirán en grupos políticos, con sus cuadros respectivos y con sus programas definidos. Las democracias cristianas de última hora son un magnífico ejemplo de esta desviación eclesial del modelo típico del proyecto de Jesús frente a la sociedad. 2.a) La segunda actitud puede ser sencillamente la integración o colaboración con el modelo de sociedad imperante: las iglesias se ofrecen a formar parte intrínseca del Estado o de la Administración estatal, pactando su fuerza moral al precio de una ayuda material (casi siempre económica) que le ofrece la Administración. En nuestro mundo actual ambos modelos son frecuentes. Es muy difícil hoy que las Administraciones estatales desencadenen una persecución contra las iglesias, ya que han comprendido que se trata de fuerzas indelebles que inútilmente han pretendido borrar del mapa geopolítico los anticlericales nacidos de la Revolución francesa y llegados hasta la propia Revolución de Octubre. Por eso, yo diría que la Iglesia se encuentra ahora en un magnífico «kairós» para cumplir con la misión que Jesús le asignó de llevar adelante su proyecto primigenio. Dicho de otra manera: estamos en una encrucijada histórica en que el maniqueísmo no divide al clerical del anticlerical, ya que las mismísimas izquierdas andan a la búsqueda y captura de militantes cristianos, por haber comprendido la estupidez de la supuesta secularización. En efecto, la secularización se ha convertido en una sa-

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cralización solapada, mucho peor que la legitimación sagrada de que hacían gala los monarcas absolutos y los emperadores de los buenos tiempos. Entonces nadie se llamaba a engaño: la Iglesia aparecía como parte intrínseca del aparato eclesial, dispuesta siempre a ungir con sus manos delicadas al poder, cualquiera que fuere. Es normal que los resistentes al poder y los que luchaban contra él, por considerarlo tiránico y despótico, arremetieran contra la Iglesia. Pero la historia ha demostrado que se pasaron de rosca. No comprendieron que el vacío dejado por la sacrilega sacralización del poder por parte de las iglesias sería llenado por unos «dioses vestidos de paisano», más difícilmente reconocibles como tales que los sumos sacerdotes y pontífices que se adornaban con aquellas suntuosas vestimentas litúrgicas. Y estos dioses vestidos de paisano han llevado su crueldad empírea a extremos mucho más lejanos que la clerecía inquisitorial y cortesana que estuvo en el origen del proceso moderno de secularización. Así se explica que los grupos de izquierdas, después de haberse equivocado, hayan hecho análisis correctos y hayan comprendido la utilidad de no hacer de la secularización una bandera. A esto se une que la Iglesia se ha secularizado a sí misma: y esto es un fenómeno inaudito en la historia moderna de su propia institución. No podemos olvidar que de los presbiterios, de los claustros monacales, de las comunidades de base han salido los más fuertes y apasionados clamores en pro de la libertad religiosa y de una sociedad secular. Han sido los mismos clérigos los que han abogado por la supresión de sus propios privilegios y por el deseo de insertarse en la sociedad civil con los mismos deberes (y, por supuesto, con los mismos derechos) que el resto de los ciudadanos. En una palabra: el proyecto de Jesús frente a la sociedad humana era un proyecto secularizador: así como suena. Ese fue el gran escándalo para la comunidad ju-

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día, cuyo teocratismo era inmanente (o sea, referente al dominio y gobierno de los sacerdotes). Para Jesús, la «teocracia» era el Reino de Dios y, por lo tanto, la relativización de todo lo que «se autodenomina principado, potestad, virtud, dominación y todo nombre que se nombra, no sólo en este mundo, sino en el venidero» (Ef 2, 21). Proclamar el Reino de Dios para la Iglesia implica asumir una actitud profundamente relativa frente a todo poder temporal, ni sacralizándolo ni satanizándolo, ya que la satanización no es más que el negativo fotográfico de la propia sacralización. Poco antes de su muerte, Jesús concretó su proyecto en la respuesta dada a los hijos de Zebedeo cuando le pedían las dos primeras carteras ministeriales de su supuesto gobierno teocrático: «Los reyes de las naciones dominan entre ellas, y los que ejercen autoridad son llamados bienhechores. Pero vosotros no habéis de ser así» (Le 22, 25-26). El proyecto de Jesús es un contraproyecto frente a los proyectos de los poderes temporales: «vosotros no habéis de ser así». Cualquier inclinación, a babor o a estribor, de la Iglesia en este equilibrio profético del proyecto de Jesús no es solamente una traición a su Fundador, sino un fracaso eclesial y un perjuicio grave para la misma sociedad humana.

3 ¿ IGLESIA-COMUNIDAD O IGLESIA-INSTITUCIÓN?

Hay expresiones que se ponen de moda y llegan a convertirse en tiranas. Una de ellas, entre los cristianos, es el dilema Iglesia-comunidad o Iglesia-institución. Ha habido una revalorización de la palabra «comunidad» o «koinonía», como se ha visto en el Sínodo extraordinario celebrado en Roma, en noviembre de 1985, con motivo de los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II. A la «Iglesia-institución» se le cargan todos los males y se procura apartarse de ella como si de un apestado se tratara. ¿Qué hay de ello en las fuentes más puras de nuestra fe cristiana? En primer lugar, no hay que escandalizarse si decimos que Jesús personalmente no fundó la «institución» eclesial, si por «institución» entendemos escuetamente la organización que tras su muerte y resurrección aparece en el Nuevo Testamento con el nombre de «iglesia» o «camino». No utilizamos ahora esta palabra —«institución»— como homologación de la sociedad civil, sino simple y llanamente como organización de los creyentes en Jesús. En este sentido, los discípulos, tras los primeros momentos de desconcierto producido por la muerte y el fracaso de Jesús, se reunieron en comunidad y se organi-

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zaron para anunciar al mundo entero la extraña y gozosa noticia de que Jesús había vencido a la muerte y de que, por lo tanto, en adelante la muerte no sería un final absoluto de la existencia humana. Sin embargo, la Iglesia fue de alguna manera fundada por Jesús. Repetimos lo dicho anteriormente: que «iglesia» significa «convocación» o, mejor todavía, «convocatoria»; y Jesús personalmente «convocó» a los discípulos para hacerlos portadores de un mensaje universal. Esta «convocatoria» procede de lo alto; no es fruto de un sufragio popular, como lo podría ser una democracia moderna. La Iglesia de Jesús no era democrática en este sentido: en el evangelio se dice expresamente que Jesús «convocó a los que quiso» (Me 3, 13). Cuando, posteriormente, los cristianos se organizaron en «institución», siempre se referían a una misteriosa vocación previa que, tras la muerte y resurrección de Jesús, se remontaba al Espíritu Santo, enviado permanente por Jesús para estar presente en la comunidad e insuflar en medio de ella en orden a su marcha hacia adelante. Esto es lo que dice San Pablo en el capítulo 12 de su Primera Carta a los Corintios, cuando compara a la Iglesia con un cuerpo: concretamente con el cuerpo de Cristo. De ese cuerpo hay muchos miembros, perfectamente ensamblados entre sí. No se trata de una igualdad monótona, como no la podría haber en un cuerpo natural. Hay diversidad de funciones, de las cuales algunas parecen más nobles y otras hasta menos decorosas. Sin embargo, ninguna es superior a otra, y cada una de ellas tiene necesidad de las demás: «El cuerpo no es un miembro solo, sino muchos. Aunque el pie diga: «como no soy mano, no pertenezco al cuerpo», no por eso deja de pertenecer al cuerpo. Aunque la oreja diga: «como no soy ojo, no pertenezco al cuerpo», no por eso deja de pertenecer al cuerpo (...). Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo?

¿IGLESIA-COMUNIDAD O IGLESIA-INSTITUCIÓN?

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Pero, de hecho, hay muchos miembros y un solo cuerpo» (1 Cor 12, 14.16.19-20). Pero hay algo más interesante en esta concepción de la Iglesia-cuerpo; en ella ningún miembro tiene capacidad generadora de otros miembros: «Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de funciones, pero Dios es el mismo, el que los produce todos en todos» (1 Cor 12,4-5). Esto quiere decir que no podemos concebir a la Iglesia de una manera vertical, como ya hemos visto, o sea: el Papa generando obispos, los obispos generando presbíteros, y éstos generando laicos cristianos. No; todos y cada uno de ellos reciben del mismo Espíritu su ubicación en el entramado de la «institución» eclesial. Esto no quiere decir que entre las diversas funciones y servicios no haya una necesidad de acoplamiento: habrá el que tenga el don de «presidir», otro el don de «enseñar», otro el de «profetizar». Y unos tendrán que coincidir con otros. Pero es imposible pensar que la Iglesia se realiza con sólo echar el germen de un «servicio» o «don» primordial, del que nazcan como de única semilla los frutos de todos los servicios o ministerios. En la Iglesia la obediencia no se entiende de unos miembros hacia otros, sino de todo el colectivo hacia el Espíritu. Obedecer, lo que se llama obedecer, sólo se hace con respecto a Dios. Un ministerio eclesial que pretendiera monopolizar en sí mismo toda la obediencia de los demás ministerios y del resto de los miembros de la comunidad cometería un pecado de sacrilegio. Y esta monopolización se produce cuando el citado ministerio cree poder prescindir de los otros servicios o dones de la comunidad, a los que a lo sumo escucha por educación, pero de los cuales cree poder prescindir. Esto rompe el esquema esencial de comunidad eclesial que nos presenta San Pablo. El mismo

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Concilio Vaticano II ha renovado esta vieja doctrina paulina: «Uno es el Espíritu que distribuye, mediante la unidad de la Iglesia, la variedad de sus dones, con magnificencia proporcional a su riqueza y las necesidades de los ministerios». 1 Y con mayor claridad aún: «Los pastores saben que no han sido instituidos por Cristo para cargar sobre sí únicamente toda la misión salvadora de la Iglesia en el mundo, sino que su más preclara tarea consiste en apacentar a los fieles, así como en reconocer sus ministerios de tal modo que todos, unánimemente, pueden cooperar en la obra común».2 De aquí se deduce que una auténtica institución eclesial debe ser una verdadera comunidad, donde cualquier «servicio» o «don» no debe ser despreciado ni menospreciado. Y aun cuando debe haber una vertebración de ministerios o servicios, no se puede concebir que unos servicios de primera puedan actuar como si no existieran otros ministerios de inferior calidad. Precisamente los que tienen el encargo de «pastorear» deben estar muy atentos a la voz del Espíritu, que a lo mejor se manifiesta más explícita en un servicio periférico de la comunidad que en el propio vértice de ella. El haber descuidado este «silbo» lejano del Espíritu ha sido frecuentemente la causa de conflictos intraeclesiales que han llevado a la destrucción o desaparición de comunidades concretas o a las rupturas de grandes comunidades que siguen, cada una de ellas, pretendiendo ser la única verdadera. Recientemente, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica romana reconoció explícitamente que había otras «iglesias» y que en ellas se sigue derramando el Espíritu con muchos de sus dones.3 1

VAT. II, Lumen gentium, 7. 2 Ibid., 30. 3 VAT. II, Decreto sobre el ecumenismo, passim.

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Dicho con terminología moderna: en el seno de la comunidad eclesial no hay «voces», inspiradas por el Espíritu, que sean puramente «consultivas»: todas son «deliberativas» y deben ser escuchadas y seguidas por los propios pastores.

El cubo de basura y el diamante

Esta concepción unitaria de la Iglesia hace que sea imposible establecer una división maniquea entre Iglesiacomunidad e Iglesia-institución, por la sencilla razón de que la comunidad es institucional y la institución es comunitaria. Todo intento de separar una dimensión de la otra ha tenido como consecuencia el que la institución se empobrezca en su aspecto comunitario y se endurezca en su condición institucional y, por otra parte, la comunidad segregada o se evapore por su falta de consistencia o se reconvierta a su vez en una nueva institución que reproduzca casi los mismos defectos que intentó suprimir al principio. La historia demuestra que los puritanismos comunitarios y anticonstitucionales solamente producen partículas eclesiales que se disipan a corto o a medio plazo, o nuevas instituciones que complican el panorama eclesial. No podemos olvidar, por ejemplo, que el fraile agustino Martín Lutero fue, en principio, un serio profeta en el seno de la Iglesia católica y que intentaba una verdadera reforma de la institución eclesial. Pero, cuando rompió formalmente con esta institución, no cayó en una comunidad pura y auténtica, sino en una especie de «Iglesia católica B» que reprodujo defectos graves de la «Iglesia católica A», de la que se había separado: baste recordar su colaboración con los príncipes alemanes en la guerra contra los campesinos. Sin embargo, en aquella época pudo sobrevivir dentro de la institución un personaje tan importante como

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Erasmo de Rotterdam, llamado «el cerebro de Europa», que influyó prudente y clandestinamente en las mejores inteligencias del catolicismo del siglo XVI, como son nuestros Juan de la Cruz, fray Luis de León, Teresa de Jesús, fray Luis de Granada y tantos otros, que a su vez trasmitieron la herencia erasmiana, especie de Guadiana que a veces fluye debajo de la tierra, hasta llegar casi a nuestros días. Todo esto nos impulsa a buscar las fórmulas convenientes para que las actitudes proféticas de las minorías intraeclesiales tengan la mayor eficacia en el marco de la institución. Para ello no podemos olvidar que la institución eclesial se aparta de su condición de «comunidad eclesial» conforme se va homologando con la sociedad civil, hasta convertirse en una determinada institución ideológica. Aquí viene la posibilidad de la profecía en su forma de «contestación» intraeclesial. Pero muchas veces esta «contestación» deja de ser profética para convertirse en ideológica. En otras palabras: ciertas minorías protestan de la actitud política de la macroinstitución eclesial no porque se aparte del modelo soñado por Cristo, sino porque no se amolda al modelo «político» soñado por ellas. Muchas veces los pastores de la Iglesia, ciertamente complicados en la políca opresiva de los grandes de la tierra, no tienen en cuenta la «contestación» de las minorías cristianas, porque en el fondo éstas también «contestan» desde otra ideología política, no desde la pura y simple ubicación en el Evangelio. La prueba de ello está en que, cuando se ha dado el caso de esta pureza evangélica de la «contestación» intraeclesial, se han visto resultados impensables, como fue el caso de Catalina de Siena, que logró arrastrar a Aviñón al papa y volverlo a asentar en su sede de Roma. Catalina era una joven modesta, sin poder, sin medios políticos,

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sin autoridad de ninguna clase. Solamente poseía la locura del Evangelio. Todo ello nos mueve a pensar que la actitud profética debe ser profundamente dialéctica. Quizá un ejemplo nos ayude a comprender esta paradoja. Se trataría de un diamante que se encuentra en el fondo de un cubo de basura. El que busca el diamante no puede andarse con remilgos y deberá llenarse de porquería, porque bien merece la pena un hallazgo tan importante. El cubo de la basura puede ser muchas veces la institución eclesial; si no, para eso está ahí la historia de la Iglesia, que nos puede ofrecer buenos ejemplos. El diamante es el mensaje evangélico, que de hecho no se puede encontrar en otra parte. Es inútil preparar estuches exquisitos con la ilusión de trasvasar a él el codiciado diamante. En las parábolas del capítulo 13 del evangelio de Mateo nos encontramos con una confirmación de esta dialéctica «diamante-basura»: o se toma todo o se deja todo. La parábola del trigo y la cizaña insiste en el mismo tema: la Iglesia es como una era donde, al lado del trigo, «un enemigo» ha sembrado cizaña; es inútil buscar otra era donde sólo haya trigo. No hay una «Iglesia del trigo» frente a una «Iglesia de la cizaña». Todo ello nos indica que la actitud eclesial de un creyente cristiano debe ser profundamente dialéctica. Es inútil separarse de la Iglesia-institución, porque de hecho no hay otra. Hay que aceptar esta realidad histórica, prevista ya por el mismo Cristo. Las soluciones hay que buscarlas a base de imaginación evangélica. Solamente tras un tiempo de reflexión en que el espíritu se relaje completamente ante el Espíritu, podremos ejercer nuestros carísmas periféricos con relación a los ministerios que más o menos están ubicados en el centro o en el vértice. En otras palabras: los ministerios periféricos deberán quedarse donde están, y no pretenderán realizar el relevo con respecto a los verticales o centrales. Porque mu-

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chas veces, en el fondo, la «contestación» eclesial de las minorías incluye una inconsciente ilusión de reformar a la Iglesia «desde la cabeza». Y la Iglesia puede siempre ser reformada desde la menor y la más insignificante posición en el Cuerpo de Cristo. Y es que el Espíritu sopla en todos los rincones de la Iglesia.

4 ¿IGLESIA O COMUNIDADES?

El hecho de que haya creyentes en Cristo produce inevitablemente una convergencia en la creación de grupos o comunidades que se comunican e intercambian su fe y que la profesan en común. Es inimaginable que una fe se mantenga, se propague y se consolide sin tener en cuenta este inevitable fenómeno de su encarnación en grupos más o menos organizados y más o menos federados entre sí. El primer momento del cristianismo está formado por un grupo de discípulos, sobre todo por los «Doce» que fueron elegidos por Jesús. Es curioso observar que en el primer relato evangélico —el de Marcos—, al narrar la llamada de los primeros discípulos, no se justifica, como hace Lucas (cap. 5), su decisión de seguir a Jesús con el episodio de la pesca milagrosa. Ni siquiera se insinúa el hecho de que, según Juan (35 ss.), ya desde los tiempos del Bautista, Simón y Andrés habrían acompañado a Jesús, ya que se trataría, por así decirlo, de una segunda llamada. Marcos quiere decir tan sólo cómo deben desarrollarse las cosas cuando Jesús llama a los hombres para ser discípulos suyos: deben obedecer sin más. Se comprende así cómo todos los detalles relativos

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al tiempo, al lugar y a las circunstancias precisas hayan sido descuidados. Sólo incidentalmente nos enteramos de que Simón y Andrés eran modestos pescadores. Los «llamados» no están preparados de ninguna manera; más aun, Jesús no va al encuentro de los hombres en una esfera particularmente religiosa, sino allí donde viven la vida de todos los días. El no actúa como un rabino, ya que el rabino era, por así decirlo, elegido por el discípulo (Sal 22,9; Is 55,10 s.). También por esto, observa Schweitzer, la decisión de seguirlo es narrada como una cosa obvia, sin ninguna referencia a las objeciones que los pescadores habrían podido oponer a las dificultades que debían superar. Se realiza, pues, el acontecimiento de la gracia, sin que se hable de ello. Seguir a Jesús no es una decisión ética autónoma ni una adhesión intelectual a una doctrina; sin embargo, sí es una acción y un pensamiento nuevo que surge del acontecimiento de la gracia. Por su parte, Jesús no discute con los discípulos, como haría un rabino, de suerte que el verbo «seguir» adquiere en sus labios un significado particular, quizá vinculado a aquellos pasajes del Antiguo Testamento donde se contrapone el «seguir» a Yahvé con el «seguir» a los falsos dioses (Dt 8,19; 1 Re 18,21). De aquí se deduce que, para el evangelista, Jesús es Yahvé, y que sólo él puede exigir esa obediencia ciega a su llamada: los responsables de las comunidades no podrían hacer lo mismo sin cometer con ello una pretensión sacrilega.

Dialectización Iglesiacomiinidades En un primerísimo momento, tras la muerte de Jesús, la comunidad de sus discípulos soñó con crear un nuevo Israel. Y así vemos cómo en los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles se nos describe la comunidad como una verdadera alternativa a la sociedad cívico-religiosa que era el pueblo de Israel. Sin embargo,

¿IGLESIA O COMUNIDADES?

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aquel modelo se agotó rápidamente: los mismos apóstoles comprendieron que aquello era una utopía irrealizable y se acordaron de los consejos que Jesús les había dado referentes a la misión, no solamente entre los judíos de la diáspora, sino entre los propios paganos. Por eso, en un segundo momento se forman las comunidades misioneras. La primera fue la de Jerusalén, que «envió» a un grupo de discípulos que se establecieron sobre todo en Antioquía, la cual se convirtió, a su vez, en plataforma desde donde la comunidad «enviante» lanzaba a sus misioneros, que habrían de volver a la comunidad de origen para dar cuenta de su trabajo y establecer las relaciones con los nuevos grupos fundados. Finalmente, fue el propio Pablo el que, viendo que había que llevar el Evangelio al «término de Occidente» (España), comprendió que la comunidad «enviante» ya no podía ser Antioquía, sino Roma: por eso escribió la Carta a los Romanos, para indicarles que llegaría allá y sería «enviado» por la comunidad metropolitana del Imperio para completar su evangelización al «término de Occidente» (Rom 15,23-24). Como vemos, la preocupación de Pablo y de todos los primeros misioneros no era la de atraer a todos los habitantes de una zona a la práctica del culto cristiano, sino la de implantar puntos de referencia para que el Evangelio pudiera ser escuchado y aceptado por los que estaban cerca. Nunca soñaron con «cristianizar» la sociedad creando un nuevo tipo de «reino de Jesús» equivalente al «reino de Dios», tal como fue soñado por los judíos en su larga expectación mesiánica. Jesús había dicho tajantemente: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18, 36). Por eso los primeros misioneros sólo se preocupaban de pregonar su mensaje y de crear comunidades donde este mensaje fuera creído y vivido, en orden a su libre aceptación por todos los que quisieran acercarse a ellas, como decía el autor de la Primera Carta de

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Pedro: «...dispuestos a responder a cualquiera que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3,15)... Estas comunidades eran ciertamente culturales, pero de un culto doméstico: la alternativa del «templo» había sido superada. En el templo se diluía el aspecto comunitario y prácticamente la personalidad quedaba inmolada a un misterioso influjo sagrado que era manipulado, con buenas o malas intenciones, por los sacerdotes profesionales. En las comunidades cristianas todos tenían la palabra. Más aún, había una distribución de «ministerios» y «carismas», como expresamente describe Pablo (1 Cor 1214). Había una especie de horizontalidad que era estructuralmente imposible en el templo anónimo y sobrecogedor. Ahora bien, si el culto formaba parte de las reuniones comunitarias, se trataba, por así decirlo, de un culto profético: en las epístolas paulinas se insiste en que siempre que se celebre la «acción de gracias» campee, por encima de todo, la palabra, y una palabra compartida por todos. En aquellas comunidades había ciertamente una organización e incluso una relativa jerarquización, pero jamás una imposición verticalista en sentido absoluto: se habría considerado sacrilega. Solamente Jesús, porque era Dios, podía «escoger a los que quería». En Hechos 6 vemos cómo los Doce hacen una propuesta a la asamblea sobre la creación de unos «servidores» o «diáconos». La asamblea aprobó la proposición y ella misma escogió a siete miembros para este tipo de cargos: los Doce aceptaron totalmente la decisión de la asamblea y no hicieron más que «consagrar» lo que la base había ya realizado. Ahora bien, este conjunto de comunidades se nos presenta en los documentos del Nuevo Testamento como una red de grupos confederados entre sí, con vínculos horizontales y con unos responsables a los que no sólo se

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les ofrece obediencia, sino que se les exige el cumplimiento de su misión. La unidad total y absoluta de todos ellos se nos ofrece como una utopía en el sentido real de la palabra: un proyecto que hay que perseguir, pero que nunca se realizará plenamente a lo largo de la Historia. Por eso, en el Nuevo Testamento hay dos tipos de textos eclesiológicos, aparentemente antitéticos, pero profundamente dialectizados entre sí. Por una parte, como hemos visto, aparecen las comunidades, cuyas vicisitudes se describen sin ningún género de pudor. Cuando se escriben los evangelios, ya los Doce disfrutaban del respeto y veneración de las diversas comunidades; sin embargo, se les presenta en toda su debilidad y flaqueza, sin escatimar ningún trapo sucio de su convivencia con Jesús: Tardos de entendimiento, cobardes, perezosos, miedosos, traidores, incrédulos. Posteriormente, en las cartas paulinas vemos cómo los «grandes» tienen que defenderse de la crítica acerba de las propias comunidades: la Segunda Carta a los Corintios es toda ella un ejemplo palpable de esta libertad de crítica que la base cristiana tenía con respecto a sus responsables. El mismo Pablo, admitiendo la primacía de Pedro, no teme decir públicamente a los gálatas (2, 11) que en Antioquía tuvo que «oponerse a él públicamente, porque era culpable». En el Apocalipsis (cap. 2) se dirigen siete cartas a sendas comunidades del Asia Menor: de todas ellas se sacan trapitos sucios, menos de Esmirna, de la que expresamente se subraya su pobreza, probable motivo de la conservación de su pureza original. Sin embargo, en el propio Apocalipsis (cap. 12) se hace una descripción utópica de la Iglesia: «una mujer vestida de sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza». Igualmente los escritos de inspiración paulina, que unas veces se han mostrado tan críticos con las comuni-

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dades, nos presentan también una descripción utópica de la Iglesia, sobre todo en Col y Ef: la Iglesia es «el cuerpo de Cristo» (Col 1,24), «la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1,23), «toda gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada» (Ef 5,27). De todo esto hay que deducir que una buena eclesiología neotestamentaria debería tener en cuenta estos dos polos, no alternativos, sino dialécticos. Dicho de otra manera: podríamos decir que en el Nuevo Testamento se habla de una especie de «eclesiosfera» o, quizá, de una «convocatoria» de Dios, en cuyo solo ámbito se realiza el misterio de la salvación del hombre y de la Historia. Esta «convocatoria eclesial» abarca un espacio total y desborda con mucho los estrechos límites de las comunidades históricas. En uno de los últimos escritos del Nuevo Testamento, el cuarto evangelio, se admite expresamente esta extrapolación del espacio eclesial: «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ellas tengo que conducirlas; ellas oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16). En Me 9, 38-40 se insiste en la misma idea, cuando los discípulos le dicen a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que estaba arrojando demonios en tu nombre —uno que no es de nuestra comunidad—, y queríamos impedírselo, por no ser de nuestra comunidad. Pero Jesús dijo: «No se lo impidáis; pues no hay quien haga un milagro en mi nombre y pueda luego hablar mal de mí; que quien no está contra nosotros, en favor nuestro está». Finalmente, en Mt 25, 21-46 se dice expresamente que en el juicio definitivo, al final de la Historia, habrá muchos que han estado fuera de las comunidades, pero que, sin embargo, han actuado en el espacio de la eclesiosfera, y por ello serán salvados; mientras que muchos otros, que sociológicamente estuvieron dentro de las comunidades, han sido considerados seres extraños a la eclesiosfera, y por ello serán rechazados (Cfr. Le 13 26s.). Por

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consiguiente, no hay una correspondencia exacta entre «pertenencia a la comunidad» y «pertenencia a la eclesiosfera»; esta segunda es mucho más amplia que la primera y en ocasiones es invisible e inapreciable a ojos vista. Por lo tanto, ninguna comunidad puede aplicarse a sí misma los atributos «utópicos» de la «ekklesía», ya que esta última es un proyecto que nunca quedará realizado a lo largo de la Historia. A lo más, las comunidades podrán irse acercando al modelo tipificante, y en esta convergencia es donde puede darse el verdadero ecumenismo, no en la absorción de una comunidad por otra, como lo ha puesto muy bien de relieve el Decreto de Ecumenismo del Concilio Vaticano II.

La eclesialización, bloqueada por la «tingladización»

De todo esto se deduce que la «eclesialización» de las comunidades cristianas es un proceso que se va realizando a lo largo de la Historia y que nunca se consumará plenamente, sino cuando se haya traspasado el umbral de la metahistoria. En otras palabras: la eclesialización es un itinerario escatológico, paralelo al itinerario de la salvación. En el capítulo 12 del Apocalipsis se describe la realización de la gran utopía eclesial: la Iglesia —la Esposa— consuma sus bodas con el Cordero (Cristo) en un marco descrito con lenguaje transhistórico o estrictamente escatológico. Mientras tanto, la Iglesia no deja de ser una utopía que se va realizando parcial e imperfectamente a lo largo del caminar del propio hombre. Por eso, siempre que la comunidad se viste el traje de novia, quiere decir que adultera, ya que se prepara para una unión conyugal ilícita con un amante intrahistórico, puesto que el Cordero sólo la asumirá plenamente como esposa más allá de la Historia.

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Esta eclesialización de la comunidad dentro del caminar relativo de la Historia podríamos denominarla con el neologismo de «tingladización»: la comunidad se convierte en un tinglado, perfectamente organizado, que se atribuye indebidamente la plenitud de la Iglesia; plenitud que es estrictamente escatológica. Naturalmente, esta «tingladización» se hace a costa de la propia esencia de la comunidad, ya que esta última se homologa con la sociedad civil, o asumiéndola totalmente o convirtiéndose ella misma en una especie de reino de Dios en este mundo, a imagen y semejanza del modelo israelita. Durante los cuatro primeros siglos, los cristianos no crearon, por lo general, «tinglados»: se mantuvieron agrupados en comunidades fraternas y organizadas, sin pretender convertirse en una alternativa válida de la sociedad civil dentro de la cual vivían. Un documento del siglo II, llamado «Carta al limo. Diogneto», describe maravillosamente esta postura dialéctica entre «comunidad» y «ekklesía»: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas ni hablan una lengua extraña ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña. Se casan como todos; como todos, engendran hijos, pero no exponen los que nacen. Ponen mesa común, pero no

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lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se les desconoce y se les condena. Se los mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Porque no es, como dije, invención humana ésta que a ellos fue transmitida, ni tuvieran por digno de ser cuidadosamente observado un pensamiento mortal, ni se les ha confiado la administración de ministerios terrenos». Este equilibrio dialéctico fue roto, en parte, cuando en el siglo IV el emperador Constantino comprendió que la presencia de este tipo de comunidades en el seno del gran Estado era cada vez más peligroso, dada su enorme independencia y su consiguiente capacidad crítica frente a la omnipotencia del poder. Por eso intentó no ya destruir lo indestructible, sino pactar con ello. Los cristianos, cansados de la lucha, aceptaron aquello como un premio a su martirio —a su «testimonio»— y empezaron a homologarse con la sociedad civil. Entonces es cuando las comunidades pretenden convertirse en «iglesias» hechas y derechas, anticipando indebidamente la utopía que únicamente sería realizada en su plenitud más allá de la Historia. La constantinización de las comunidades es equivalente a la «tingladización» de la Iglesia: la Iglesia se convierte en un inmenso «tinglado» que, o se confunde con el tinglado civil o se convierte en rival suyo. Sin embargo, como observa muy bien Engels, no se puede decir que a partir de Constantino el proceso de «tingladización» ahogue la voz profética de las comunidades, sino que, por el contrario, desde entonces la historia de la Iglesia sería siempre ambigua: una mezcla, no siempre clara y definitiva, de grupos religiosos proféticos y de macro-organizaciones que, en nombre del mensaje cristiano, imponen al mundo civil todo un código de leyes determinadas e incluso una ideología precisa.

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De aquí nace la «cristiandad»: partiendo de la fe cristiana, se pretendió organizar completamente la sociedad entera. Es todo lo contrario de la exposición de la «Carta a Diogneto», según la cual «a los cristianos no se les ha confiado la administración de ministerios terrenos». Lógicamente, los responsables de las comunidades, reducidas a una «iglesia» rígidamente burocratizada, se convierten automáticamente en los arbitros de toda la vida ciudadana. La Biblia, por ejemplo, se convierte en la enciclopedia de todo el saber humano, de suerte que, cuando Galileo Galilei descubrió que la tierra se movía alrededor del sol, fue considerado como hereje, ya que, según la «enciclopedia», sucedía lo contrario. ¡Como si la Biblia fuera la enciclopedia de todo el saber terreno! Esta ambigüedad de la historia del cristianismo obliga a los historiadores a no despachar los acontecimientos de estos últimos dieciséis siglos con un criterio monolítico, sino que les impone el deber de distinguir las dos facetas de este difícil itinerario, teniendo siempre en cuenta que el dominio de los «constantinianos» no solamente se ha dejado sentir en el propio curso de los acontecimientos, sino en el mismo proceso de relatarlos. En otras palabras: la historia del cristianismo no sólo la han pretendido protagonizar los constantinianos, sino que han sido ellos mismos los que han intentado tener la exclusiva de su documentación. Actualmente vamos descubriendo con sorpresa esa doble vena —profética y constantiniana— que siempre ha estado presente en el desarrollo del cristianismo. Y ello explica que en un determinado momento surja, casi como por generación espontánea, una explosión de vida evangélica en espacios que parecían manchados por la burocracia eclesial y por una alta tensión inquisitorial. Se trataba de unos gérmenes soterrados, pero con el suficiente vigor para salir a la superficie apenas se presenta la ocasión propicia.

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Iglesia cristiana frente a Iglesia marxista Partiendo de estos someros análisis, podemos ahora situar una problemática que incide en la vida no solamente religiosa, sino socio-política, de nuestro tiempo. Hoy, en la arena de la vida moderna, se encuentran frente a frente dos fuerzas poderosas que unas veces se miden las armas, otras se abrazan como adversarios leales y algunas se funden en una praxis común, hasta no poder distinguirse entre sí. Se trata del marxismo y del cristianismo. Es muy difícil dar una respuesta «catequística» (sí o no, como Cristo nos enseña) a las compatibilidades o incompatibilidades entre marxismo y cristianismo. Pero es fácil hacer un debido planteamiento para que las diversas respuestas estén perfectamente encuadradas y no se pierda el diálogo en una infinita y vana palabrería. El planteamiento sería el siguiente: tanto el cristianismo como el marxismo comportan una visión del hombre y de la sociedad. Ahora bien, esta visión puede concretarse en dos ámbitos diversos, aunque relacionados entre sí: 1.°) Ámbito ideológico: se trata de un intento de situar al hombre en la trayectoria de su propia historia, descubriendo los obstáculos que le impiden realizarse como ser humano y contribuyendo positivamente a despejar esos obstáculos con miras a la aparición del «hombre nuevo». El marxismo, de suyo, solamente pretende moverse dentro de un ámbito verificable y pretendidamente científico. En un primer momento, con ello Marx no quiso más que oponerse a una visión idealista, romántica y apriorística del «socialismo utópico», tal como, por ejemplo, lo propugnaba Proudhon. Marx quería estar atento a las realidades de la historia, sacando de ellas las consecuencias que una constante verificación científica hacía necesarias o aceptables. Sin embargo, los mismos epígonos de Marx van reco-

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nociendo, cada día más, que el devenir de las fuerzas productivas no determina por sí sólo el paso de una formación económico-social a otra, ya que la consideración del carácter social creciente de la producción en el sistema capitalista no es suficiente para fundamentar el socialismo científico. El hecho de que hoy mismo se den tantos «socialismos» e incluso «marxismos» distintos y hasta antagónicos demuestra la imposibilidad de reducir a un rigorismo científico cuasi matemático el advenimiento de la sociedad socialista. Pero, en todo caso, un buen marxista se debería atener al ámbito científico, con todas las limitaciones que ello comporta, sin despreciar aquellas hipótesis de trabajo que puedan ser preciosos instrumentos en la búsqueda de la construcción de una sociedad socialista. Por su parte, el cristianismo, de suyo, solamente intenta ofrecer una fe que no resolvería técnicamente los problemas humanos, aunque sí podría iluminar los diversos proyectos emprendidos por el hombre para ser más hombre. Ya hemos visto cómo en los cuatro primeros siglos el cristianismo no se presenta como una alternativa a ningún proyecto determinado, aunque sí está dispuesto a hacer un juicio crítico de todo. 2.°) Ámbito estructural o «eclesiál»: tanto el cristianismo como el marxismo cuajan en «instituciones» organizadas. Hemos visto el proceso de «eclesialización» del cristianismo en lo que tiene de negativo, por romper la dialectización entre utopía escatológica e historia progresiva de las comunidades de creyentes. En el marxismo sucede algo semejante: llega un momento en que la dinámica de la búsqueda de una solución al problema humano, cuya infraestructura primordial se supone son las relaciones de producción, se concentra en la construcción de un «topos», de un lugar, donde se ubica de una manera casi definitiva y establece la pretendida sociedad socialista: desde 1917 se habla de la Unión Soviética co-

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mo la «gran patria del socialismo», conceptos antitéticos entre sí, ya que el «socialismo» —como, por otra parte, el cristianismo— nunca debería tener «patria» propia, sino trascenderlas a todas ellas, sin por ello suprimirlas. Partiendo de esta distinción, vemos claro cómo habría que plantear el problema de las compatibilidades entre cristianismo y marxismo. Si se trata de marxismo y cristianismo a nivel de «iglesias» distintas, entonces lo más normal es que cada «iglesia» tenga sus dogmas y normas establecidos y que no esté dispuesta a desprenderse de ellos. Por eso, tanto a la «iglesia» cristiana como a la «iglesia» marxista le conviene conservar y. subrayar su diferencia específica frente a la iglesia antagonista. Y cuando habla de «iglesia», me refiero fundamentalmente a los respectivos «vértices», convertidos en cumbres de un «tinglado» en cuyo interior se albergan las mejores tradiciones de uno y otro bando, pero sometidas a rígido control proveniente del vértice respectivo. Como siempre ha sucedido en la historia de las instituciones, todo poder tiene la gran tentación de conservadurismo y de integrismo, o sea: pretende conservar todas las fuerzas positivas del pasado e intentar cubrir desde arriba todas las necesidades, exigencias y deseos de las masas sobre las que ejerce su control. El integrismo es el intento de «integrar» completamente al ser humano en la órbita del cuadro de mando. En este caso, ambos vértices (marxista y cristiano) se consideran ideológicamente incompatibles: es su única posibilidad de ser «vértices», es su carné de identidad. El vértice eclesiál cristiano tendrá sumo interés en que el marxismo sea «ateo y materialista», porque así puede ejercer su dominio sobre todos aquellos que no quieren renunciar a su fe y a su espiritualidad. El vértice marxista querrá seguir siendo ateo y materialista, porque así podrá atraerse a esa buena porción de humanidad que, no pu-

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diendo tolerar una «religión alienante», lo espera todo de la venida de un «reino de Dios» secularizado en una sociedad socialista. Como es lógico, el pragmatismo hará muchas veces que ambos vértices se entiendan entre sí, como los gansters de Chicago: establecerán acuerdos y concordatos, se harán concesiones mutuas; pero siempre cada uno de ellos soñará con quedarse un día a solas en el campo de batalla. Se trata tan sólo de una tregua impuesta forzosamente por una coyuntura imperiosa. Por el contrario, las «bases» de ambas «iglesias» se hallan comprometidas en la misma praxis liberadora y no tienen miedo al «contagio» mutuo: el cristianismo se deja sacudir por el realismo socialista para salir del sueño evasionista o espiritualista en que frecuentemente cae. Igualmente, el marxismo se deja contagiar de cristianismo y va aceptando con avidez la aportación positiva de la esperanza cristiana, sobre todo en un momento en que la ética revolucionaria tiende a agotarse, según explícita confesión de los más destacados exponentes del movimiento marxista. El conflicto entre marxismo y cristianismo, por lo tanto, no puede resolverse simplemente por discusiones de salón, sino partiendo de la doble praxis de ambas bases «eclesiales»: la marxista y la cristiana. El futuro de esta convergencia sólo es previsible a lo largo de un itinerario pacífico y constructivo, al margen de todo dogmatismo, tanto cristiano como marxista. El futuro está por encima de todos nosotros, y aquí tendríamos que escuchar el consejo del gran poeta sevillano Antonio Machado: «Caminante, no hay camino: se hace camino al andar».

5 IGLESIA - EVANGELIO FRENTE A IGLESIA - LEY

Todo el tema de las Epístolas a los Gálatas y a los Romanos se puede reducir a esta frase nérvea: «o Ley o Evangelio»: «Télos gar nómou Jristós» (Rom 10,4): Cristo es, de alguna manera, el final, la consumación de la Ley. Cristo pone punto final a una situación que se denomina con el nombre de «Ley». ¿Qué quiere decir esto? La antítesis entre Ley y Evangelio no se refiere a la cesación del contenido de la Ley W. D. Davies,1 después de haber examinado en este sentido el Antiguo Testamento, los Apócrifos y las fuentes rabínicas, afirma que en todos ellos se contiene la profunda convicción de que la obediencia a la Tora continuaría en la era mesiánica. Generalmente, todas las fuentes insinúan que la Tora, en su forma de entonces, persistirá en la era mesiánica, llegade la cual se dispararán sus oscuridades y se harán ciertas adaptaciones y cambios, de manera que los mismos gentiles puedan aceptar su yugo. Y aquí precisamente está el punto de fricción entre la concepción judía y la novedad cristiana, aportada prin1 Torah in the Messianic Age and for the Age to come, Filadelfia 1952, pp. 84 ss.

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cipalmente por San Pablo. No se trata de una distinción entre la Ley como norma fundamental y los pequeños mandamientos u ordenanzas coyunturales; no es simple «reforma» de la vieja Ley «aggiornata» a los nuevos hechos cristianos. Se trata realmente de una ruptura en el sentido más profundo de la palabra: la Ley ha sido declarada «caduca» con la venida del Evangelio. La Ley, en efecto, no tuvo otra finalidad que la de servir de niñera («paidagogés») durante el estadio infantil de la humanidad. Pero cuando Cristo ha venido, el hombre puede ya convertirse en adulto y no tiene ninguna necesidad de la «ley-niñera»; ya puede entrar directamente en los aposentos del padre y hablar con él de tú a tú (Gal 4, 1-7). Efectivamente, a través de toda la exposición paulina descubrimos esta tensión entre «Ley-situación» y «Leycontenido». Pablo no hace un planteamiento anarquista, como si el Evangelio fuera la utopía de un mundo sin leyes, sin normas, sin preceptos. Pablo, cuando habla de la «Ley-contenido», la toma en un sentido amplísimo, subrayando especialmente su contenido ético permanente (Rom 2,1-3; Gal 5,23), cuya quinta esencia es precisamente el amor del prójimo (Rom 13, 8-10; Gal 5,14). En ninguna parte vemos que Pablo haga una distinción entre el núcleo ético permanente de la Ley y las prescripciones rituales o cultuales. Para él, la Ley es todo un bloque: la expresión de la voluntad de Dios. El no se plantea nunca el problema jurídico de la jerarquía y de la cesación de los preceptos. La antítesis «viejo-nuevo» no se refiere al contenido de la Ley, que es toda ella asimilable. Las leyes ceremoniales y cultuales del Antiguo Testamento habían sido dadas dentro de un contexto histórico y estaban expresamente proyectadas hacia un futuro mesiánico que se presentaba como una superación exigida por la misma Ley. En una palabra, el estudio que nos proponemos hacer no toca este aspecto, que consideramos inexistente en la teología paulina, sino algo más profundo que se refiere

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a dos situaciones históricas y estructurales absolutamente incompatibles entre sí. Ley

Ya en la época post-exílica asistimos a una lenta promoción del concepto y expresión «Ley», que, de pura y simple expresión objetiva de la voluntad de Dios, pasó a significar un instrumento agente en el proceso de maduración histórico de la salvación. Esta promoción se verificó, en primer lugar, a través de una progresiva ecuación entre «Tora» y «sabiduría». «El concepto de Sabiduría —escribe C. H. Dodd 2 — como una especie de emanación personal de lo divino, mediadora entre Dios y el mundo, es uno de los productos más fructuosos del contacto del judaismo con el mundo exterior. Efectivamente, aunque no podemos dejar de reconocer el claro perfil hebreo de esta Sabiduría, sin embargo esta doctrina difícilmente habrá sido desarrollada sin la influencia del misticismo egipcio y de la filosofía griega. Para un hebreo, la Sabiduría era, en primer lugar, el recto juicio práctico mediante el cual un hombre virtuoso guía su conducta, y la literatura sapiencial está llena de preceptos de sentido común aplicables a la vida de cada día. Pero, como el judaismo era una religión revelada, toda Sabiduría era concebida como inspiración de Dios, y su forma fija era la Tora revelada. En un sistema que se inclinaba cada vez más a subrayar la unicidad de Dios, la Tora, en su calidad de voluntad divina revelada, se presentó como suprema intermediaria entre Dios y el hombre. En su aspecto de Sabiduría, la Tora era fácil de ser considerada —especialmente bajo la influencia exterior a que hemos aludido— tanto en relación con las obras de Dios en la naturaleza como en su calidad de Ley-para-el-hombre. Ya en las partes más 2

The Authority of the Bible, Londres 1928, pp. 178 ss.

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poéticas del Libro de los Proverbios, la Sabiduría es casi personificada como compañera de Dios en la creación (Prov 8,22-30). Un siglo más tarde, Jesús Ben Sirac hizo avanzar el pensamiento de los Proverbios hasta hacer hablar en este sentido a la Sabiduría (Eccli 24, 3-6). Finalmente, en la Sabiduría de Salomón, que casi pisa ya el umbral de la era cristiana, tenemos una doctrina plenamente desarrollada sobre la inmanencia divina en términos de Sabiduría (Sab 7,24-27). En esta doctrina hay, sin duda, una posibilidad de reconciliar trascendencia e inmanencia. Pero, como filosofía de la religión, llevaba inherente una debilidad. La práctica personificación poética de la Sabiduría es, más que una respuesta, una evasión a la pregunta de si el hombre está en contacto directo con Dios o solamente movido por una fuerza cósmica. Aquella doctrina era quizá demasiado intelectualista y demasiado mística para arraigar profundamente en el judaismo, por no mencionar el hecho de que la Sabiduría fuera estrictamente identificada con la Tora como forma concreta de una religión nacional. La última fase de la filosofía sapiencial hay que buscarla en la cristología de San Pablo y en la doctrina del Logos del cuarto evangelio, donde la personificación ficticia de la Sabiduría es llevada al terreno de la realidad mediante el concepto de Dios encarnado en un ser humano». En la literatura rabínica 3 se insiste en esta misma idea, sobre todo comentando los textos sapienciales anteriormente mencionados. Respecto a la idea de Ley, no podemos creer que aquí el judaismo no hiciera más que ejercer su imaginación poética. Al contrario, tomaba todo esto muy en serio, y con esta idea expresaba una de sus más profundas convicciones, a saber: que el universo es conforme a la Tora; que la misma naturaleza está modelada según la Tora; en una palabra, proclamar que la 3

Cf. textos en W. D. DAVIES, Paul and Rabbinic Judaism, Londres 1948, pp. 172 s.

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Tora era instrumento de la creación, era declarar que Naturaleza y Revelación se corresponden; o, dicho en términos teológicos, que entre Naturaleza y Gracia había continuidad, no discontinuidad. Por emplear una expresión estoica, vivir según la Tora es vivir según la Naturaleza. Para el judaismo, por consiguiente, entre Dios y el hombre sólo existía la Tora, con lo que ésta, de mera expresión objetiva de la voluntad de Dios, se había convertido en instrumento agente de la gran obra de Dios: la salvación del hombre. Ahora bien, el riguroso monoteísmo judío, llevado en aquella época al extremo de una trascendencia inabordable, no permitía hacer de la Tora una fuerza objetiva intermediaria —una especie de «daim o n » — ; por eso, una vez que Dios había sido confinado en aquella soledad majestuosa, de la parte de acá solamente quedaba la Ley, que en definitiva se reducía a la propia actuación humana. La Ley, no ya escrita en unos rollos, sino hecha viva en la actuación del hombre: he aquí el gran instrumento de salvación, que Pablo llamará acertadamente «érga nómou», «las obras de la Ley», la Ley convertida en puro esfuerzo humano. Ya W. D. Davies 4 desarrolló en su día lo que él llama «el dogma de la Tierra»: para los judíos había una estrecha vinculación entre su identidad como pueblo escogido y la tierra concreta que habitaban: la Tierra prometida. Este era verdaderamente el dogma fundamental. Y así, el hecho de que el cristianismo predicara la llegada del Mesías y un advenimiento futuro de Jesús como Señor planteaba pocas dificultades a su convivencia con el judaismo; al fin y al cabo, siempre se había dicho que los gentiles irían a Jerusalén para adorar a Yahvé. Lo que enfrentó al judaismo con el cristianismo no fue una especulación, sino un fenómeno histórico bruto: 4

1974.

The Gospel and the Land, Berkeley/Los Angeles/Londres

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antes que Jerusalén se convirtiera en el centro del Nuevo Israel sobre el monte Sión, había surgido una comunidad obediente a Jesús, el Mesías, que consideraba la Ley oral como innecesaria para la salvación. Fuera de la Tierra, fuera de la Ley, había una actividad mesiánica que trascendía antiguas distinciones establecidas en la Tora. El judaismo rechazó inmediatamente esa nueva postura como peligrosa. El judeocristianismo admitía, sí, que el Evangelio habría de ser predicado primeramente a los judíos y después a los gentiles; pero la irrupción masiva de los gentiles desbordó las esperanzas judías, puesto que no era necesaria la «Tierra» para congregar en ella a los nuevos creyentes. G. Scholem s dice que hay tres maneras de desarrollarse la tradición hacia la historia: a) puede ser llevada hacia adelante con una retención de continuidad; b) puede transformarse mediante un proceso natural de metamorfosis y asumir una nueva configuración; y c) finalmente, puede quedar sometida a una ruptura que implica un rechazo de la propia tradición. El cristianismo gentil, abandonando la aceptación de la Ley como condición de permanencia al pueblo de Dios y a la redención mesiánica, retó al judaismo en su propia esencia, o sea, en su interpretación: a) de la Ley como fundamento y guía de su vida; b) de su propia identidad como pueblo; c) de su futuro, prometido para la «Tierra» y otros lugares. En la reciente investigación del Nuevo Testamento fue casi un dogma la creencia de que la teología cristiana primitiva estaba totalmente determinada por el retraso de la «parusía». Sin embargo, a la luz de la aportación de Scholem, lo más congruente es pensar que los primeros cristianos se preguntaron no solamente: «¿Qué haremos ahora, ya que el Mesías no ha llegado?», sino tam-

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bien: «¿Cómo podremos comprender nuestra fe a la luz de la emergencia de estos gentiles cristianos, que están sin Ley y fuera de la Tierra, pero que comparten la redención?». Las diversas coyunturas históricas habían hecho de Israel un pueblo fácilmente desarraigado de la «tierra»; por eso la habilidad farisaica tuvo éxito en su intención de mantener el dogma esencial de la «Tierra», haciendo de la «Ley» una especie de «Tierra portátil», o sea, de «bunker», dentro del cual los judíos pudieran vivir la extraterritorialidad en medio del mundo gentil. En la llamada «Carta de Aristeas», un judío alejandrino del 100 a.C, se describía cuidadosamente esa situación: «Nuestro sabio legislador, teniendo en cuenta los detalles, equipado por Dios con el conocimiento de todas las cosas, nos cercó con vallas infranqueables y con muros de hierro, para que no nos mezcláramos absolutamente con ningún otro pueblo, quedando incontaminados de cuerpo y de alma, desvinculados de vanas opiniones y adorando al único y verdadero Dios por encima de toda la creación».6 Como es natural, este brutal encerramiento en sí mismos estaba defendido por una cantidad inverosímil de prescripciones rituales que regulaban severísimamente las relaciones sociales con los paganos. Hemos visto cómo «Aristeas» nos detalla estas prescripciones referentes «al comer, al beber, al tocarse, al verse y al escucharse». Así pues, «vivir en la Ley» significaba pertenecer a la «reserva» judía, que se podía encontrar por todas partes en el Imperio romano. En rigor, lo más importante era observar las ordenanzas; la misma fe en Dios era de hecho secundaria; se podía incluso ser un buen observante y al mismo tiempo un ateo o un agnóstico más o menos camuflado.

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The Messianic Idea in Judaism and other Essays on Jewish Spirituality, Nueva York 1971, pp. 49-77.

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6 Arist. 139 (Ed. Moses Hadas, Nueva York 195,1, p. 157).

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Evangelio Por el contrario, la predicación de Jesús y la proclamación apostólica desmontan el presupuesto del dogma judaico de la «Tierra». Es curioso observar que en la Epístola a los Efesios, de inspiración paulina, se utiliza el mismo lenguaje de la «Carta de Aristeas», pero en sentido completamente inverso: «Pues él es nuestra paz, el que de dos cosas ha hecho una y ha derribado el muro medianero de la empalizada (o sea, la enemistad) en su carne; y ha abolido la ley de los mandamientos en ordenanzas, para crear en él a los dos en un solo tipo de hombre nuevo, haciendo la paz; y reconciliar a unos y a otros, matando la enemistad en él» (Ef 2,14-18). A la palabra «empalizada» («fragmós») de Ef corresponde en Aristeas el verbo de la misma raíz «nos cercó» («periéfraxen»). Más adelante especifica Aristeas que la cerca de esta empalizada la constituían «purificaciones en materia de comidas y bebidas, de contactos, de oír y de ver».7 Así, la «Tierra», en el Nuevo Testamento, nos lleva a ponderar el misterio de Jesús, el Cristo, el cual, por su cruz y resurrección, rompió no sólo los vínculos de la muerte, sino los de la «Tierra». Y mientras el judaismo implicaba generalmente una continua e incesante atracción por la «Tierra», el cristianismo ha supuesto siempre un despegue con respecto a la «Tierra». Fueron los helenistas y Pablo los que hicieron abortar la crisálida territorialista del cristianismo; y eso lo hicieron en nombre de Cristo, al cual estaban subordinados todos los espacios y todos los tiempos, y el cual también en la tradición cristiana (adaptando una metáfora de Rainer Maria Rilke) «tiene un puerto para cada nave y una nave para cada puerto». 7

Arist. 142: «pántozen hemás periéfraxen hagneías kai diá brotón kai potón kai akoes kai koráseos nomikós».

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Y aunque muchos judíos miraron la Tora como una «Tierra portátil» y escogieron deliberadamente su residencia fuera de la Tierra de Israel, sin dejar por ello de seguir siendo «observantes» (o sea, obedientes a las exigencias de la Tora), sin embargo, en sus propios términos, en principio y en su integridad, la Tora es inseparable de esta «Tierra». El Evangelio sustituyó la Tora por Jesús, el Cristo, que nació, sí, y creció en la «Tierra», pero que se convirtió en el Señor Viviente, en el Espíritu. Por consiguiente, la Ley es alienante cuando se identifica con la «Tierra», aunque sea una «Tierra portátil»: encierra a los hombres en un proyecto limitado temporal y geográficamente. El cristianismo na debería nunca igualarse con ninguna «Ley»: «El Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Al hacer esto, no solamente produce libertad en los mismos creyentes, sino que además ofrece un modelo de liberación, frente a la alienación legal (=burocratización o «tingladización»), a cualquier comunidad humana. El cristianismo no es un humanismo; es decir: el cristianismo no puede ser, él mismo, una «Ley»; tampoco puede comprometerse con ninguna «Ley»; ha de quedar libre en actitud trascendente, aunque críticamente comprometida. Esta es la primera distinción fundamental entre Ley y Evangelio: la Ley se identifica con una cultura determinada, con un pueblo determinado, y establece una discriminación entre los miembros afiliados a la Ley (de la que son observantes rigurosos) y los demás seres humanos, considerados extraños y alejados del calor del «bunker», donde Dios es conservado como garante del monopolio a favor del pueblo, de la tierra, del grupo. Como se puede ver en el «Apócrifo en Sión», recientemente descubierto en Qumrán, Jerusalén recibe una especie de «status» divino. E. Urbach 8 sugiere que Jeru8 Los sabios, sus conceptos y creencias (en hebreo), Jerusalén 1969.

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salen como «lugar» («maqom») es un nombre sucedáneo de Dios en el judaismo. Esta transferencia es impensable en el cristianismo, donde el Nobre-sobre-todo-nombre es el de una persona. Así se explica que para el judío observante la fe explícita en Dios no sea muy relevante: Dios ha quedado como absorbido por el Lugar; ha sido reducido a Ley. Basta con observar la Ley, con estar dentro de sus muros, para tener seguridad. De aquí es fácil pasar al segundo punto de nuestra observación: no se trata solamente de identificar Ley y Tierra, sino también de poner la Ley por encima del mismo Dios, cosa que el cristianismo no podía aceptar de ninguna manera. Dios es Espíritu y no puede estar sometido a las ordenanzas humanas. Siempre que la Iglesia se encierra dentro de los muros de sus normas y se sitúa, tanto espacial como temporalmente, retrocede al judaismo, a la alienación legalista. Dios queda como un punto de referencia y cede su puesto al lugar: los hombres de Iglesia llegan a creer en la Iglesia más que en Dios. No se dejan, en cuanto Iglesia, juzgar por ese soplo caprichoso de Dios, que no puede encerrarse dentro de la jaula de una burocracia eclesial, aunque ésta sea absolutamente correcta.

Diferencia específica: La ley al servicio del hombre y de la fe

En una palabra: la contraposición «Ley-Evangelio», sobre todo en las Epístolas paulinas dirigidas a los Gálatas y a los Romanos, es de tipo rigurosamente estructural: no se trata de suprimir las leyes y las normas esenciales en cualquier clase de convivencia humana, sino sencillamente de renunciar a la tiranía de la Ley, concebida como un «bunker» que protege a un grupo de seres humanos que se consideran distintos y superiores y

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que, al mismo tiempo, utilizan el prestigio de Dios (sin creer en ello casi o nada) para mantener esta situación de estabilidad. El Evangelio, por el contrario, es también una situación estructural, dentro de cuyos muros es imposible la tiranía de la Ley, de tal manera que, si en un determinado caso una ley no sirve al bien del hombre, deja de tener validez. De aquí se concluye que la gran ley del Evangelio, considerado como estructura socio-comunitaria, es precisamente la situación de plena libertad frente a la Ley. En el Nuevo Testamento hay cuarenta y un pasajes donde aparece la raíz «libre», «libertad», «liberar» («eleúzeros, eleuzería, eleuzerqün»): de ellos, veintinueve corresponden al epistolario paulino. 9 La incomprensión de una Iglesia medieval demasiado «romanizada» fue la causa de la terrible polémica que dividió la cristiandad en dos: Lutero escandalizaba cuando decía que «el hombre no puede justificarse por las obras, sino solamente por la fe». El monje alemán había comprendido perfectamente la teología paulina en este sentido. Comentando Rom 6, 14 («porque no vivís bajo régimen de ley, sino de gracia»), hace estas consideraciones: el que vive sin la fe de Cristo, aunque actúe bien, se encuentra siempre, a pesar de ello, bajo el pecado. Se trata de un" lenguaje paulino muy sutil que no puede ser entendido por muchos lectores a primera vista. Efectivamente, hay algunos que interpretan la frase «estar bajo la Ley» diciendo que se trata de tener una ley según la cual se ha de vivir. Pero el Apóstol entiende «estar bajo la Ley» como equivalente de «no cumplir la Ley, ser reo, deudor y transgresor de la misma Ley», de tal manera que la Ley tenga el derecho de acusar y de condenar, sin que el reo tenga la posibilidad de satisfa9

Cfr. A. SAND, «Gesetz und Freiheit», en Theologie und Glaube 61 (1971), pp. 1-14.

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cer o de superar la Ley. Y así, mientras la Ley domina, el pecado continúa también dominando y tiene cautivo al hombre mismo.10 O sea: la Ley sería la necesaria e inevitable institucionalización de la convivencia humana, pero que algún día llegaría a aprisionar al hombre, reducido a aprendiz de brujo. Por eso es siempre necesaria una especie de «revolución cultural permanente» que sólo se puede llevar adelante dentro de un clima de libertad. Para Pablo, la Ley, concebida como un todo cerrado sobre sí mismo, es una institución que aplasta al hombre, para cuyo servicio ha sido instituida: sólo la presencia del Espíritu, que penetra a través de sus rendijas, puede liberar al hombre de su dorada prisión. El Espíritu es sorprendente: no destruye la Ley, sino que la convierte en espacio de liberación: produce fru10 Cf. Lutherus Vorlesung über den Rómerbrief 1515/1516 herausgegeben von Johannes Ficker.—Die Scholien, Leipzig 1908, p. 159: «'Non enim estis sub lege' Ergo quicumque sub lege sunt, ipsis peccatum dominatur. Quod ex supradictis patet in 3 c. Quia qui sine fide Christi est, etiarasi bene operetur, semper tamen in peccatis est. Unde notandum quod Apostoli modus loquendi propter nimiam proprietatem singularis et admirabilis apparet non intelligentibus. 'Esse' inimicum 'sub lege' illi intelligunt idem quod legem habere, secundum quam vivendum est. Apostolus autem 'esse sub lege' intelligit idem quod legem non implere, legis reum et debitorem et transgressorem esse, ita quod lex ius accusandi et damnandi ipsum habet super ipsum et non habeat, quo satisfaciat legi aut superet legem. Et sic dum lex dominatur, etiam peccatum dominatur et captivum tenet hominem. Unde 1 Cor 15: 'Stimulus autem mortis peccatum est, virtus vero peccati lex', i. e. peccatum ideo potens est et dominatur, u t supra 5: 'per peccatum mors', etc. Lex autem est virtus seu potentia peccati, per quam peccatum manet et dominatur. A quo dominio legis ac peccati nemo, nisi per Christum, liberatur, u t ibidem sequitur: 'Deo autem gratias, qui dedit nobis victoriam per Ihesum Christum Dominum nostrum'. Et ipse Johan. 6: 'Si filius vos liberaverit, veré liberi eritis'. Mt 16: 'In mundo pressuram habebitis, sed confidite, quia ego vici mundum'. E t Johan. 1: 'Haec est victoria, quae vincit mundum: fides vestra'».

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tos de liberación: «amor, alegría, paz, constancia...» (Gal 5,22.23; cfr. 2 Cor 6,14-7, 1; 1 Cor 5,9; Rom 13, 12-14). Lutero continúa su exégesis de la «libertad evangélica» con equilibrio dialéctico verdaderamente admirable. El sentido profundo del pensamiento paulino sería que en la nueva Ley todas las cosas son libres y ninguna de ellas es necesaria para los que creen en Cristo Jesús: con el amor hay bastante: «En Cristo Jesús no vale nada ni circuncisión ni prepucio, sino la fe que obra por el amor» (Gal 5,6). Por eso, dentro del mundo del Evangelio no se habrían de establecer unos días destinados al ayuno y otros no, como hizo la Ley de Moisés; ni tampoco discriminar unos alimentos de los otros, como se ve en el Levítico y en el Deuteronomio. Tampoco serían necesarios unos días festivos determinados ni edificar templos ni tener cantos especiales o instrumentos litúrgicos definidos. Al contrario, dentro del Evangelio cada día es festivo, todo alimento es lícito, todo lugar es sagrado, todo tiempo es bueno para el ayuno, todo vestido es aceptable. Y que no se piense que Lutero defiende un tipo de comunidad anárquica y romántica; por eso añade: sí, todas las cosas son libres, pero con la condición de que se observe la moderación, el amor y todo lo demás que enseña el Apóstol. El tiene en cuenta también esta afirmación paulina: «Y así, ¿no iremos a parar a lo que algunos falsamente hacen correr, como si yo hubiera dicho: ¿hagamos el mal para que de ahí salga el bien? Estos tales están ya juzgados» (Rom 3, 8). Partiendo, pues, de esta posición dialéctica paulina, Lutero llega a estas conclusiones: aunque estas cosas sean absolutamente libres, sin embargo, por el amor de Dios es lícito a cada uno tomar una opción en un sentido o en otro y sentirse obligado a su cumplimiento. Y así ya no está ligado a estas cosas en virtud de la nueva Ley, sino en virtud de

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una opción que ha tomado sobre sí mismo por el amor de Dios. Lutero prosigue adelante y plantea el grave problema de los «preceptos de la Iglesia». Su respuesta es, al mismo tiempo, evangélica y discreta; o sea, las cosas que han sido impuestas con un consentimiento antiguo de la Iglesia y por el amor de Dios y con justas causas se han de observar, no porque sean necesarias e inmutables, sino porque es necesaria una obediencia a Dios y a la Iglesia en virtud del amor evangélico. No obstante —subraya Lutero—, los papas y los obispos habrían de reducir al mínimo las prescripciones eclesiásticas, procurando que el amor esté siempre en la raíz de cada disposición canónica.11 Conclusión Reduciendo a una sola expresión la contraposición paulina entre Ley y Evangelio, hemos de reconocer, en 11

Cf. ibid., pp. 313 ss. (Rom 14): «Sensus ergo Apostoli est: quod in omnia lege omnia sunt libera et nulla necessaria iis, qui credunt in Christo, sed sufficit 'caritas' (ut ait) 'de corde puro et conscientia bona et fide non ficta'. Et Gal 6: 'in Christo Ihesu ñeque circumcisio ñeque praeputium aliquid valet, sed nova creat u r a et observado mandatorum Dei'. Et Dominus in Evangelio (Luc 17): 'Regnum Dei non venit cum observatione, ñeque dicent: ecce hic, aut ecce illic. Ecce regnum Dei intra vos est'. ídem Matt 24: 'Multi pseudoprophetae et multi pseudochristi surgent et seducent multos'. Quare ad novam legem non pertinet aliquos dies deputare pro ieiunio, alios vero non, ut lex Moysis fecit. Nec pertinet aliquos cibos excipere et discernere, ut carnes, ova, etc., sicut iterum lex Moysis Levi, 11, Deut 14 facit. Nec illas ccclesias aedificare aut sic ornare aut sic cantare. Deinde nec organa nec altarium decora, cálices, imagines et omnia, quae nunc in templis habentur. Tándem non necesse est sacerdotes et religiosos radi aut distinctis habitibus incedere, sicut in lege veteri. Quia haec omnia sunt u m b r a et signa rerum et puerilia. Sed omnis dies est festus, omnis cibus est licitus, omnis locus

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primer lugar, que se trata de dos situaciones estructurales incompatibles entre sí. La Ley era la degradación del judaismo, que había perdido su primigenia proyección universalista, que Pablo tipifica en Abrahán (Rom 4), al cual había sido prometida la paternidad de todos los pueblos de la tierra sin excepción. Se trataba de una promesa absolutamente universal. Las alianzas que posteriormente hizo Dios con el pueblo de Israel tenían un carácter provisorio, ya que, al llegar el Mesías, los muros de la «reserva» judía se habrían de derribar definitivamente. Sin embargo, el pueblo judío no aceptó la universalidad del Mesías y continuó encerrado dentro de su «bunker» de leyes y ordenanzas, que obligaban y lo protegían contra la contaminación de los extraños y de los «lejanos». Posteriormente, la propia Iglesia cayó en la tentación judaizante, reconvirtiendo el Evangelio en Ley. Y así, un judío de la Edad Media expresaba esto dramáticamente: «Habiendo establecido el episcopado de est sacer, omne tempus est ieiunii, omnis habitus est licitus; omnia libera, tantum ut in iis modestia servetur et caritas ac reliqua, quae docet Apostolus. Contra hanc libertatem assertam ab Apostólo multi praedicaverunt pseudoapostoli, u t ad illa velut necessaria ad salutem populos inducerent, quibus Apostolus miro studio resistit. Quid ergo? Numquid confirmabimus Pighardorum haeresim? Absit. Quia si sic intelligatur Apostolus, statim sequet u r illud, quo ei talia docentí objiciebantur: 'Ergo faciamus mala et veniant bona' (...) Unde q u a m q u a m haec omnia sint nunc libérrima, tamen ex amore Dei licet unicuique se voto astringere ad hoc vel illud. Ac sic iam non ex lege nova astrictas est ad illa, sed ex voto, quod ex amore Dei super se ipsum protulit (...) Sed quid de generalibus praeceptis Ecclesiae, de ieiuniis et festis? Respondetur: quae consensu antiquo totius Ecclesiae et amore Dei ac iustis causis imposita sunt, necessario sunt servanda, non quia ipsa sint necessaria et inmutabilia, sed quod obedientia ex caritate debita Deo e t Ecclesiae est necessaria. Quamquam id pontífices agere deberent, ut ea q u a n t u m possent, paucissima praeciperent et vigilare ubi, q u a n t u m et quomodo ad caritatem prodessent vel nocerent, ut ea mutarent».

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la Iglesia en Roma, los cristianos pueden ser considerados romanos». El pecado específico de la Iglesia ha sido, pues, imitar las formas de la sociedad civil, pretendiendo convertirse en una especie de pueblo con derechos de extraterritorialidad. Para llevar adelante esta situación «judaizante», la Iglesia se ve obligada a rodearse de leyes y normas que le den la posibilidad de mantener sumisos a sus «fieles». Naturalmente, este retroceso a la condición de «reserva» en medio del mundo era un peligro terrible para el mayor de los bienes que el Evangelio nos ha traído: la libertad. Las instituciones, cuya necesidad y utilidad están fuera de duda, habían recobrado su primitiva condición tiránica, y así «el hombre se reconvirtió desgraciadamente en esclavo del sábado» (Me 2, 27; Mt 12, 8; Le 4,5), mientras que el ideal evangélico de liberación era todo lo contrario: utilizar las instituciones, las leyes, las normas, en función del hombre. Hoy hablamos mucho de la Iglesia-institución en un sentido peyorativo. Quizá, como hemos visto, la expresión no es demasiado correcta, porque en realidad la Iglesia soñada por Cristo no podía menos de ser, en algún sentido, una institución. La distinción habría que hacerla en otros términos: Iglesia-Ley o Iglesia-Evangelio: ambas son «instituciones». Pero la «Ley» es una institución tiránica, porque encierra al hombre dentro del muro de normas establecidas a priori con la finalidad de preservar el encerramiento de un grupo escogido y aristocrático. Al contrario, la Iglesia-Evangelio es también una institución donde la norma no habría de ser nunca apriorística, sino siempre al servicio del hombre, no solamente del hombre «cristiano», sino del hombre «tout court». Este es el gran mensaje de Pablo, el gran hombre de Iglesia y el gran proclamador de la libertad eclesial.

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En el itinerario de la constitución de eso que ya en el siglo II se llama la «asamblea» o «ekklesía» de Dios o de Jesús, podemos distinguir tres fases principales. 1.

E! Israel según la carne

No hay duda de que los primeros discípulos de Jesús, que se reunieron en Jerusalén para dar fe de su resurrección, no tenían conciencia de formar un grupo aparte o cismático con respecto al que después San Pablo llamaría «Israel según la carne» (Gal 4,29). El Libro de los Hechos de los Apóstoles afirma que «diariamente perseveraban unánimes en el Templo, partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y siendo bien vistos por todo el pueblo» (Hch 2,46-47). Como ha demostrado muy bien E. Schillebeeckx,1 Jesús fue considerado en un primer momento como el «profeta escatológico» que esperaban y aguardaban los judíos piadosos de la época. 1

Jesús. La historia de un viviente, Ed. Cristiandad, Madrid 1981, pp. 407 ss.

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El cristianismo no nació prematuramente del seno del judaismo, sino que se fue distanciando de él poco a poco, sin cortar nunca el cordón umbilical que lo unía a él. El mismo San Pablo, en plena situación de autonomía cristiana, reconoce que la separación entre cristianismo y judaismo es imperfecta y coyuntural (Rom 10): algún día, el grueso del «Israel según la carne» se unirá al «Israel selecto» que constituye en su tiempo el conjunto de las comunidades cristianas. Diecinueve siglos después, uno de los más altos dignatarios del nacionalismo alemán se dejaría caer con esta frase: «El crimen mayor del judaismo es el de haber hecho nacer de su seno al cristianismo». En esta primera fase, el grupo judeocristiano se organizaba según el modelo de lo que podríamos llamar «nacionaljudaísmo»: no habría diferencia entre la comunidad civil y la «asamblea» religiosa: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y ninguno decía que lo que le pertenecía le era propio, sino que todas las cosas les eran comunes. Y con gran fortaleza, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Y todos estaban abundantemente favorecidos, ya que entre ellos no había ningún necesitado, pues todos los que poseían bienes terrenos o casas los vendían, y los ponían a los pies de los apóstoles. Y se hacía el reparto a cada uno según la necesidad que tenía» (Hch 4, 32-35). Pero muy pronto este idílico modelo, de corte «comunista», se mostró incapaz de ser llevado adelante. Un día fue el fraude de los esposos Ananías y Safira, que ocultaron parte de su fortuna al declarar la donación comunitaria (Hch 5,1-11). En otra ocasión, se trataba de la queja que los judíos helenistas tenían para con los judíos autóctonos, ya que éstos se aprovechaban para llevarse la mayor parte de lo recaudado: «Surgió una murmuración de los helenistas contra los hebreos, porque en la asistencia cotidiana

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eran desatendidas sus viudas» (Hch 6, 1). Para obviar esta dificultad, la comunidad, tan espontáneamente unida al principio, tuvo que vertebrarse en un inicio de «institución», con la creación de los siete diáconos (Hch 6, 2-6). Posteriormente ya no fue un solo foco, el de Jerusalén, sino varios, situados en distintos lugares de la «Tierra Santa»: «La Iglesia tenía paz por toda Judea y Galilea y Samaría, construyéndose y actuando en el temor del Señor; y crecía con el aliento del Espíritu» (Hch 9, 31). Más adelante se inicia la ruptura del nacionaljudaísmo o del «resto de Israel», cuando Pedro recibe la llamada divina de introducir en la comunidad nada menos que a un centurión rornano: Cornelio (Hch 10, 1-49). Pedro salta por encima de las leyes judías acerca de lo puro y lo impuro y admite en el seno del cristianismo naciente a toda una familia pagana, sin obligarla a pasar por el aro estrecho de la disciplina judaica. Esta primera fase fue de corta duración y apenas sirvió de estereotipo para la constitución de lo que podríamos llamar más tarde la «gran Iglesia», dispersa entre todos los pueblos sin identificarse con ninguno en especial.

2.

La Iglesia-pueblo-de-Dios entre todos los pueblos

Es el mismo Libro de los Hechos (11, 19-30) el que nos cuenta que, con motivo de la persecución de los judíos contra Esteban y los cristianos judeohelenistas, estos últimos se vieron obligados a dispersarse, dejando Jerusalén. El principal punto de aterrizaje fue Antioquía de Siria, una de las grandes urbes del Imperio romano, tan importante o quizá más que la propia Roma. Los cristianos judeohelenistas, al llegar a Antioquía, abandonaron el primer esquema del «nuevo Israel» y se dedicaron a proclamar a Jesús resucitado entre toda cía-

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se de gente, sin exigirles ningún tipo de adhesión al ritual judaico. La noticia de esta novedad llegó a la conservadora comunidad de Jerusalén, que todavía no se había desprendido del sueño primitivo del «verdadero Israel», y envió allá a un hombre de su confianza: Bernabé. Pero éste, apenas llegó y vio la gracia de Dios, «se llenó de gozo y exhortaba a todos a que permanecieran fieles al Señor con decisión consciente, pues en realidad era un hombre bueno y lleno de Espíritu Santo y de fe. Y se agregó al Señor una muchedumbre considerable. Salió entonces en dirección a Tarso para buscar a Saulo y, cuando lo encontró, se lo llevó a Antioquía. Y sucedió que se integraron en la Iglesia durante un año y enseñaron a mucha gente. Y fue en Antioquía donde, por primera vez, los discípulos fueron llamados cristianos» (Hch 11,23-26). Aquí tenemos ya la nueva figura de «Iglesia» diferenciada de la comunidad natural de vida. Los componentes de la «Iglesia» pertenecían a distintos ambientes, a distintos clanes, a distintos orígenes. Lo que les unía era su nueva condición de «cristianos», o sea, de discípulos de Cristo, del Cristo resucitado. Partiendo de Antioquía, San Pablo va peregrinando por toda Asia Menor con la intención decidida de formar «Iglesias», no de incorporar a los «goyim» o «pueblos gentiles» al viejo tronco de Israel, aunque fuera al «Israel de Dios», al «resto de Israel» que había admitido a Jesús como Cristo e Hijo de Dios. Pablo, por el contrario, se contenta con plantar (1 Cor 3, 6-8) grupos eclesiales que no se distinguían por un habitat común ni por una pertenencia común de bienes. Cuando escribe a los cristianos de Corinto, presupone que cada uno de ellos vive en un ambiente social y familiar diferente. Por eso las reprocha que «al congregarse en la asamblea eclesial se formaban entre ellos grupos aparte» (1 Cor 11,18). Y añade: «Así pues, hermanos, cuando os congregáis para el mismo objetivo, eso ya no

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es comer la cena del Señor, pues cada cual se adelanta a comer su propia cena; y hay quien pasa hambre, mientras otros se emborrachan. ¿Es que no tenéis casas para comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la asamblea de Dios reunida que humilláis a los que no tienen?» (1 Cor 11,20-22). Es decir: los cristianos vivían cada uno en su casa y según su estado social: había libres y esclavos (1 Cor 7,20-22). La «ekklesía» no formaba parte del entramado social de las ciudades donde se evangelizaba ni de la condición de los que aceptaban la palabra de Dios. Los «partidarios de Cristo» podían estar dispersos a través de todos los rincones de la gran ciudad, sin distinguirse en nada de los demás por detalles visibles y aparentes. Aún más, el propio San Pablo es el que se alza vigoroso y enérgico contra el intento de producir comunidades cristianas «monocolores», o sea, donde lo religioso y lo político-social se fundieran en una unidad supracultural. Algo así como el judaismo, donde siempre fue difícil —por no decir imposible— distinguir dónde empezaba la comunidad de fe y dónde la unidad de raza o de cultura. Se trata de 1 Cor 7,17-24, que es un texto del que se ha abusado injustamente para hacerle decir a Pablo una cosa tan lejana a su pensamiento como sería ésta: que el cristianismo, al sobrevenir en una determinada convivencia social, deja las cosas como están y sólo se refiere a una relación —individual y solitaria— del hombre con Dios. Sobre todo, se ha utilizado este texto para justificar el inmovilismo social de ciertos grupos cristianos. Pablo, en este caso, recomendaría a los esclavos permanecer en la esclavitud: la fe sería solamente algo que modificaría la pura referencia del alma con Dios. Sin embargo, el texto paulino hay que interpretarlo según todo el contexto del epistolario del Apóstol. Si hay algo que Pablo ha subrayado con más agresividad, es el

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hecho de que en el cristianismo se borran las diferencias entre judíos y paganos. Nos basta recordar todo el tema del Concilio de Jerusalén. Ahora bien, de interpretar el pasaje en este sentido de inmovilismo social, resultaría que Pablo exhorta aquí a los judeocristianos a permanecer, dentro del cristianismo, en una postura específica, determinada, contradistinta de la de los paganocristianos. Si no, ¿qué significaría la exhortación a un judío converso a seguir siendo judío en la nueva situación cristiana? Igualmente dura sería la exhortación al esclavo cristiano a permanecer en la esclavitud. Según ello, la entrada en la Iglesia sería un freno atenazador que inmovilizaría la vida social. Pero Pablo no piensa así, ni mucho menos; de otra manera, no se explicaría la inmediata exhortación: «Si puedes obtener la libertad, no dejes pasar la oportunidad». En una palabra: la insistente exhortación paulina a borrar, en la nueva situación cristiana, toda diferencia entre judío y pagano, siervo y libre, etc., mal se casaría con esta nueva exhortación a que judíos y paganos, libres y esclavos, sigan acentuando esta propia condición en el nuevo estado de fe. Creo que la solución está en el sentido de la palabra «vocación» (klésis»), que, como otras muchas en San Pablo (amor, fe, perfección, alegría, pleroma), tiene un significado que podríamos llamar comunitario.2 Y en este caso la misma Iglesia, la comunidad de los creyentes, sería llamada «sociedad» o «comunidad» del amor, de la fe, de la perfección, de la alegría, de la vocación; o más simplemente: amor, perfección, fe, alegría, plenitud, vocación. Así pues, la klésis sería la reunión, la asamblea, la comunidad como espacio de convocación, como lugar don2 Cf. J. M. GONZÁLEZ RUIZ, El Evangelio de Pablo, Ed. Marova, Madrid 1977, pp. 245-251.

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de se ha recibido la llamada divina. En Corinto, como en las demás comunidades formadas por Pablo, había ya muchos grupos de cristianos que se reunían en distintos sitios y celebraban allí habitualmente la cena del Señor. Cada catecúmeno o neocristiano empezaba a frecuentar una «reunión», una «klésis» determinada. Si se trataba, por ejemplo, de un judío, y la «reunión» por él frecuentada estaba compuesta por una mayoría pagana, es lógico que se sintiera incómodo y procurara buscar otra «reunión» en que predominaran los procedentes del judaismo. Lo mismo diríamos de un esclavo que empezara su vida cristiana en el seno de una «reunión» con predominio de libres. Esta actitud presentaba un grave riesgo, contra el que Pablo había luchado fuertemente desde el principio de su apostolado: la formación de comunidades monocolores. Pablo, pues, exhorta a los fieles a no cambiar de «reunión» o de «asambleas» («klésis») por motivos diferenciales (judaismo-paganismo, esclavitud-libertad, hombres-mujeres), ya que éstos deben quedar superados y fundidos en la unidad de la fraternidad cristiana. Cada uno debe continuar en la «vocación», «convocación» —«reunión»— en que empezó la vida cristiana y no debe preocuparse de su situación previa a su fe, ya que en la nueva situación sólo hay una motivación de unidad: la fe en Cristo. Esta insistencia de Pablo en crear comunidades heterogéneas lleva consigo un germen revolucionario, aunque a primera vista no lo parezca. Efectivamente, en la historia de las instituciones religiosas se ha insistido mucho en la división en parcelas: templos para libres y templos para esclavos; templos para blancos y templos para negros; hermandades o confraternidades de determinadas clases (patronos, empleados, obreros, etc.). Este interés por «parcelar» la religiosidad según criterios de diferencias de clases es más visible cuando se trata de una

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institución viva, o sea, donde cada miembro es corresponsable de las soluciones finales. Lógicamente, una «comunidad» —una «klésis»— donde hay esclavos y libres, explotadores y explotados, tenderá infaliblemente a la superación de estas diferencias: el «interclasismo» no podrá mantenerse por mucho tiempo, como de hecho ocurrió en las comunidades cristianas fundadas por Pablo. Sin embargo, es posible mantener la apariencia de una institución religiosa heterogénea cuando se trata de algo puramente vertical, donde los miembros (sobre todo los de estratos inferiores) no tienen de hecho acceso ni a las deliberaciones ni a las soluciones. Pablo era consciente de este germen revolucionario del cristianismo, y por eso exhortaba a los nuevos cristianos a que no se «parcelaran»: griegos con griegos, judíos con judíos, esclavos con esclavos, libres con libres, etcétera, ya que así ocurrían dos cosas: o el cristianismo quedaba «reducido» a una clase o sector determinado o se convertía en una formalidad puramente aparente. Por eso la formación de comunidades excesivamente homogéneas desde el punto de vista social, político y económico corre el peligro de suprimir la capacidad conflictiva que lleva consigo inevitablemente la proclamación del Evangelio. En otras palabras: la Iglesia es meramente el «pueblo de Dios», la «comunidad de los que creen en Cristo», pero no se presenta como una alternativa a los modelos.de sociedad de cada tiempo y cada lugar. Lógicamente, la fe cristiana introducirá un cierto tipo de condicionamiento en el entramado social, político y económico donde se desenvuelven los cristianos. Pero éstos no podrán «reducir» la amplitud del Evangelio a ningún código terrestre, por más liberador y revolucionario que se presente. Estamos, pues, ante el modelo definitivo de Iglesia tal como fue plantada por los Apóstoles después del pri-

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mer tímido ensayo de hacer de ella una especie de réplica del Israel histórico. En adelante, para los cristianos ya no valdría aquel principio «cuius regio, eius et religio» que, por diversos canales, era válido tanto en el ámbito judío como en el paganismo religioso propugnado por el Imperio romano. En uno de los más profundos escritos del Nuevo Testamento —la Epístola a los Hebreos— se expresa este modelo eclesial con claridad meridiana: «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos buscando la futura» (Heb 13,14). Y el propio San Pablo, que va «plantando» comunidades cristianas a lo largo del Imperio romano, subraya expresamente que no se trata de una alternativa política al orden establecido, pues «para nosotros la capital está en los cielos» (Flp 3,20). Pero uno de los fenómenos más curiosos a este respecto es que Pablo le escribe a la comunidad de Roma para que sea ésta la que le envíe al ocidente del Mediterráneo (o sea, España) precisamente «porque se encuentra sin ocupación en esas regiones» (Rom 15,23), o sea, en el Mediterráneo oriental. Esto quiere decir que Pablo nunca soñó con hacer una Corinto cristiana, una Efeso cristiana o una Filipos cristiana. Su ambición consistía en plantar comunidades cristianas en lugares estratégicos para asegurar la difusión del mensaje evangélico.

3.

La cristiandad, o distorsión del puro modelo eclesial

Fue a consecuencia de la «pax christiana» (año 313) concedida por el emperador Constantino y de la oficialización del cristianismo por Teodosio cuando se empezó a hablar de la «ciudad cristiana». El gran ejemplo de ello lo tenemos en San Agustín. El modelo profético de la Iglesia, que había cuajado

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en plena efervescencia del Nuevo Testamento y de los primeros siglos, dio paso a un nuevo modelo en que la Iglesia dejaba de ser alma de la sociedad para metamorfosearse en sociedad propiamente dicha. De aquí nació la cristiandad. Las autoridades civiles recogieron el guante que se les ofrecía y tuvieron buen cuidado de unificar la religión cristiana en todos los ámbitos de su dominio o de su imperio. No hay tiempo de hacer la historia de la «cristiandad», pero hemos de reconocer que a partir del siglo IV ambos modelos de Iglesia chocan violentamente entre sí, siendo el modelo-cristiandad el defendido por los que tienen el poder (civil o eclesiástico), mientras que el modelo-pueblo-de-Dios es sostenido tenazmente por fuerzas sordamente rebeldes en el seno mismo de la institución eclesial. La historia de las órdenes religiosas se inscribe ordinariamente en ese esfuerzo por revitalizar el modelo profético de Iglesia frente al modelo imperial, que era impuesto desde la cumbre. Saltando ya a nuestros días, sabemos que en el Concilio Vaticano II se planteó expresamente esta alternativa: si presentar a la Iglesia como «sociedad perfecta», al estilo de la doctrina de Roberto Bellarmino, o simplemente como «pueblo de Dios», reanudando así la vieja tradición neotestamentaria y del primitivo cristianismo. Con algún que otro voto en contra, la Comisión encargada logró sacar adelante una declaración de la que entresacamos lo más pertinente: «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor.

MODELOS DE IGLESIA EN EL NUEVO TESTAMENTO

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Unida ciertamente por razón de los bienes eternos y enriquecida por Cristo con ellos, esta familia ha sido constituida y enriquecida por Cristo como sociedad en este mundo, y está dotada de los medios adecuados propios de una unión visible y social. De esta forma, la Iglesia, entidad visible y comunidad, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios».3 Como vemos, el triunfo del modelo profético de la Iglesia como pueblo de Dios exigía de los cristianos el desmantelamiento de la Iglesia-cristiandad o sociedad perfecta. Este último modelo pretende asignar a la Iglesia la respuesta a todas las preguntas humanas: religiosas, sociales, políticas, económicas y hasta científicas. Así se explica la condenación de Galileo y la excomunión de los que no se sometían al poder temporal de la Iglesia. Lógicamente, este desmontaje no se puede hacer en poco tiempo. Todavía el Vaticano II no ha cumplido sus bodas de plata y observamos cómo sobreviven profundas resistencias al abandono del modelo-cristiandad. Naturalmente, esta resistencia es más grande allí donde la Iglesia está más cerca de cualquier clase de poder, incluyendo el poder eclesiástico que todavía no se ha reconvertido en puro servicio evangélico. En una palabra: la piedra de toque sobre la legitimidad del modelo-pueblo-de-Dios la daría la condición democrática de la Iglesia. En efecto, ya hemos visto que, aunque la Iglesia no es democrática en cuanto a su origen, que es divino, sí lo es en cuanto a su funcionamiento, ya que los dones o carismas que por ella circulan lo hacen de una manera horizontal con respecto al único Señor, que es Jesucristo. 3

Vat. II, Gaudium et spes, 40.

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Los actuales conflictos entre lo que ha dado en llamarse «Iglesia-institución» e «Iglesia popular» deben disolverse en la consideración de una comunidad de creyentes donde el carisma tiene que ser organizado y la organización tiene que ser carismática. Y no podemos olvidar tampoco que, a lo largo de la historia de la Iglesia, lo que en un principio surgió como una «contestación» del modelo constituido se convirtió, a su vez, en otro modelo con las mismas tentaciones de anquilosamiento y de «tingladización».

7 LA IGLESIA EN ACTO, O LA EUCARISTÍA

En uno de los escritos más antiguos del Nuevo Testamente, la Primera Carta de San Pablo a los Corintios (año 57), se describe el acontecimiento de la última Cena de Jesús con sus discípulos con estas palabras: «El Señor Jesús, en la noche en que era entregado, tomó pan, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria de mí. Lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cada vez que bebáis, haced esto en memoria de mí. Porque cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis proclamando la muerte del Señor, hasta que por fin venga» (1 Cor 11,23-26). Lucas es el único que coincide con Pablo en el inciso «haced esto en memoria de mí» (Le 22,19). Mateo y Marcos lo omiten, pero añaden esta interesante frase, que de alguna manera sería incomprensible sin las precisiones de Pablo y Lucas: «Pues yo os digo que ya no beberé más de este producto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros en el reino de mi Padre» (Mt 26,29). «Os aseguro que ya no beberé más del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios» (Me 14,25).

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Para comprender bien todo el alcance de las palabras de Jesús y su significación actuante a través de todos los jalones de la Historia de la Salvación, tenemos que comprender el lenguaje subyacente a la expresión-clave «anamnesis», «memoria» o «memorial».

«Recordar al Mesías» es evocar y realizar su liberación

Las palabras griegas «anamnesis» y «mnemósynon», en el Antiguo Testamento, equivalen a las hebreas «zikkaron» y «azkarah», derivadas de la raíz ZKR, que quiere decir «recordar». La idea según la cual las oraciones y la caridad, como los sacrificios, son presentados ante Dios como una memoria, un recuerdo, forma parte de la teología litúrgica del judaismo. El verbo «zakar» significa, en primer lugar, «pensar en una cosa que es ya conocida y que ha pasado» (Num 11,5; 2 Sam 19,19; Sal 77,1213). Es también «el recuerdo de un deber», o sea, el deber de observar la pascua (Ex 13, 3; Jos 1,13; 2 Sam 14, 11). Ya aquí encontramos una equivalencia entre «acordarse» y «pronunciar el nombre de Dios» (Sal 63,7-9). Sobre el altar se recuerda el nombre de Dios y en el código de la Alianza se declara: «En todas partes en que yo te conceda conmemorar mi nombre, yo vendré a ti para bendecirte» (Ex 20, 24). De aquí se pasa a «citar un nombre», y en particular el nombre de Dios: es una confesión de fe, una acción de gracias y una intercesión: todo ello a la vez: «Ellos perpetuarán la memoria de tu nombre de edad en edad; además, los pueblos lo alabarán siempre y a perpetuidad» (Sal 45,18). En el mismo sentido hay que leer a Is 12,4 y 26,13. Este «recuerdo» litúrgico está presente sobre todo en la cena pascual. Una oración de esta cena litúrgica suplicaba a Dios «que se acordara del Mesías». Esta súplica «por el recuerdo del Mesías» encuentra ciertamente un eco en la orden de Jesús, dada en la cena, de «hacer esto

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en memoria de mí». Hay en estas fórmulas la idea de que se le recuerda a Dios, al orar, que ha hecho una promesa, y se le ruega que la cumpla. La pascua judía hace revivir litúrgicamente la liberación con respecto a la esclavitud egipcia, signo de la gran liberación escatológica el día en que el Mesías venga. Así, en la cena pascual nos encontramos con la triple «anamnesis»; el recuerdo de una liberación pasada típica, de una liberación actual por el acto sacramental de la cena pascual y de una salvación futura en el día del Mesías. Y si se dan gracias por el pasado, hecho actual por el «sacramento», se le ruega a Dios que realice su salvación enviando al Mesías. Liberación del pasado que se convierte en prenda de la futura, perfecta y definitiva. A veces se pone en la mesa una copa de más para Elias, que debe preceder al Mesías; no se cierra la puerta, para que no tenga que aguardar. La noche pascual se convierte en la noche en que se espera al Mesías. Y esta espera llena de esperanza es también una súplica ardiente. Pasando ahora al Nuevo Testamento, nos encontramos con que la cena de Jesús (coincida o no exactamente con la cena pascual, aunque siempre se realiza en un marco pascual) utiliza plenamente esta terminología litúrgica en un sentido muy concreto: «acordarse de Jesús» equivale a «acordarse del Mesías liberador». Pero no sólo en un sentido contemplativo, sino plenamente eficiente: es una oración a Dios para que la acción liberadora del Mesías se vaya realizando a lo largo y a lo ancho de la Historia. Es imposible pedir a Dios «que se acuerde del Mesías» sin incluir en esta súplica el deseo ardiente del proceso de liberación, que no se agotó en el Éxodo pasado, sino que continúa en todos los éxodos en que la humanidad se va liberando de cualquier clase de esclavitud. La añadidura de Mt y Me, según la cual Jesús formula una especie de voto de abstinencia de vino «hasta que lo beba de nuevo en el reino de Dios», se conjuga perfec-

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tamente con esta vinculación de la Santa Cena al proceso de liberación constante de la humanidad. La Eucaristía consagra, ya desde ahora, a los comensales de la pascua escatológica. Esta pascua en plenitud será simplemente una Eucaristía que presidirá visiblemente Jesús y en la cual tomarán parte todos los fieles de todos los tiempos de manera también visible. Entonces Jesús compartirá de nuevo esta pascua con todos sus discípulos, «que comerán y beberán a su mesa en el Reino». Será la comunión perfecta y sin velo entre el Señor y los hombres en una tierra nueva y bajo cielos nuevos. Hasta llegar allá, la pascua debe irse realizando; Dios debe aportar la liberación, de la que la pascua es sacramento, llevándola a la plenitud de la salvación universal. Entonces vendrá el fin. Pero lo más interesante es que este «voto» hecho por Jesús de «no beber más el vino hasta que lo beba con todos en el Reino», implica un tiempo de espera y esperanza, a lo largo del cual se van acortando las distancias que existen entre cada Eucaristía «terrena» y la gran Eucaristía del final de los tiempos. Por eso la Eucaristía es necesariamente una proclamación (un «kerygma», una evangelización): «Porque cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis proclamando la muerte del Señor, hasta que por fin venga» (1 Cor 11,26). Y ya sabemos lo que en el Nuevo Testamento implica el «kerygma»: la proclamación de la Buena Noticia de la liberación total y definitiva del hombre y el consiguiente compromiso que los proclamadores y evangelizadores contraen de trabajar eficazmente en pro de esta liberación. En los evangelios vemos que en Jesús va siempre unida la acción benéfica a su acción proclamadora: los «signos», más que prodigios deslumbradores, son señales de la verdad de la predicación del Señor. Por eso todos los «signos» o «milagros» se refieren siempre al bienestar humano. Así se explica que, a continuación de unir la Eucaris-

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tía con la «proclamación» evangélica, Pablo añada: «Por lo tanto, el que coma del pan o beba de la copa del Señor sin darles su valor («an-axíos») será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo, y así coma del pan y beba de la copa; porque el qtie come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condena» (i Cor 11,27-29). El «valor» del cuerpo y de la sangre del Señor, o sea, del pan y del vino eucarístico, es claramente el poder de aglutinar a la comunidad, haciendo desaparecer de ella las diferencias chocantes entre ricos y pobres (1 Cor 11,17-22); aún más, si en la comunión eucarística surge una verdadera y efectiva fraternidad (no una ficción litúrgica disfrazada de gestos hipócritas de mutua afección), la comunidad cristiana daría un ejemplo de bienestar material que llamaría la atención de los cristianos. Por el contrario, dado que en Corinto «los ricos avergonzaban a los pobres», la salud de la comunidad iba de mal en peor: «Por eso hay entre vosotros gran número de enfermos y mueren bastantes» (1 Cor 11,30). Y es que si en el seno de la comunidad corintia la Eucaristía se celebrara «en memoria de Cristo», Cristo a su vez «se acordaría de su misericordia» (Le 1, 54) y realizaría los mismos «signos» que llevó a cabo durante su vida mortal. Por lo tanto, la Eucaristía tiene, a los ojos de los profanos, una posibilidad de verificación: una comunidad cristiana que celebra su Eucaristía con verdadero espíritu de fraternidad se convierte automáticamente en centro de atención para el mundo exterior, al observar la realidad de un modelo de convivencia humana que supera las diferencias chocantes entre sus miembros y que tiende a la nivelación total. Así se explica esta exhortación que Pablo dirige a la misma comunidad de Corinto con motivo de una colecta encaminada a otra comunidad más pobre, concretamente a la de Jerusalén (que, por cierto, no era ideológicamente favorable a la apertura universalista de Pablo): «No se trata de que haya holgu-

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ra para otros, y para vosotros escasez, sino de que haya igualdad: en la ocasión actual vuestra abundancia colma su escasez, para que también colme vuestra escasez la abundancia de ellos. Así habrá igualdad» (2 Cor 8, 13-14). En resumen: las primeras conclusiones que de ello sacamos son sencillamente que «acordarse de Jesús» en la celebración de la Eucaristía es tener en cuenta su condición de Mesías o liberador, procurando proclamar de palabra y de obra el mensaje de liberación que él mismo aportó. La Eucaristía no es simplemente ni un recuerdo de una liberación pasada ni una prenda para una salvación escatológica, sino un paso real y eficiente en la historia de la salvación, que incluye el itinerario de la liberación humana frente a todo lo que esclaviza y aliena al hombre. Es inútil hacer aquí una distinción entre «liberación (histórica intraterrena) y «salvación» (moral escatológica), ya que en todo el Nuevo Testamento ambas dimensiones van estrechamente unidas: el pecado tiene que ver con la muerte, de suerte que sin pecado no habría muerte, y sin superación del pecado no puede haber superación de la muerte, o sea, resurrección. De aquí la inmensa responsabilidad de los cristianos, poseedores de un mensaje liberador de tal calibre, y que por un abuso de poder («salvación» que suple y borra la «liberación») o por un complejo de inferioridad («liberación» a la que «se reduce» la plenitud de la salvación), dejan a la humanidad dando tumbos a babor de una orgía pseudorevolucionaria o a estribor de una siesta de falsa resignación que confunde la esperanza del más allá con la dimisión de la tarea «evangélica» de curar a los ciegos, a los*ojés, a los tullidos de «aquí» y «ahora» de nuestro entorno contemporáneo. Nuestras Eucaristías han perdido todo su vigor evangelizador y, por tanto, liberador, porque son celebradas por unos cristianos auténticamente «desmemoriados»

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que no «invocan el nombre» del Mesías, cuyo cuerpo y cuya sangre «fueron derramados para la liberación de la humanidad». La Eucaristía, sacrificio de todos los sacrificios

Hemos visto que en el Antiguo Testamento los «recuerdos», los «memoriales», estaban íntimamente relacionados con los sacrificios. ¿Quiere esto decir que la Eucaristía es un sacrificio, que «recuerda» a Dios o a los hombres algo importante en la Historia de la Salvación? En la Epístola a los Hebreos se dan unas pautas para poder responder a esta interesante y urgente pregunta. En primer lugar, se subraya fuertemente que Jesús no fue sacerdote: «Aquel a quien aluden estas cosas pertenece a una tribu distinta, de la que nadie se ha acercado al altar. Pues es bien patente que nuestro Señor ha salido de la tribu de Judá, a la cual nunca aludió Moisés al hablar de sacerdotes» (Heb 7,14). Aún más, «seguramente, si él estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo ya otros que ofrecen dones según la ley, y que ofrecen un culto que es imagen y sombra de lo celestial» (8, 4-6). Para el autor de Hebreos, el sacerdocio levítico no era sino una sombra que debería disiparse al aparecer la verdadera luz, que es el sacrificio de Cristo, «realizado de una vez para siempre»: la expresión «de una vez para siempre» («efápax») recurre tres veces en la Epístola: 7, 27; 9, 12 y 10, 10. Con esto se indica que lo que de sustancial y permanente había en aquellas alegorías históricas se verifica en Cristo; eso sí, de una manera sublimada y más allá de esta temporalidad histórica. Por eso se habla del cielo como de un santuario no de hechura humana, imagen del auténtico» (9, 24), el cual es la realidad que todos los templos mundanos han podido prefigurar a lo largo de la historia.

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En la misma línea está la insistencia en que el sacrificio de Cristo ha sido realizado de una vez para siempre. Pero lo curioso es que este sacrificio es distinto de los demás: aquí el sacerdote se confunde con la víctima, y esta última no es sacralizada por lo que tiene de «deteriorada», sino por lo que ofrece de vida perenne: Jesús es el resucitado, que está «sentado a la derecha de Dios», mientras los sacerdotes levíticos «están de pie al lado de la víctima» (8,1; 10,11). Esta contraposición entre «sentado» y «de pie» indica la unicidad del sacrificio de Cristo y a la vez su diferencia radical: Jesús, convertido en sacerdote de sí mismo, es el símbolo total y absoluto de la no-violencia; El no ha inmolado a nadie: ha querido que todos los golpes de la violencia, incluso sacrificial, se pararan en seco contra El, y en vez de divinizar su propia muerte, ha elevado su superación de la muerte —la resurrección— al supremo grado de las aspiraciones humanas. Según el autor de Hebreos, que hace una minuciosa exégesis rabínica del Antiguo Testamento, el sacerdocio de Cristo no es la culminación celestial del sacerdocio levítico, sino del sacerdocio de Melquisedec. Para ello cita el salmo 116,4 («Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec»), que según la tradición exegética se aplicaba al Mesías. Ahora bien, el sacerdocio de Melquisedec era de otro orden: es verdad que «en primer lugar, Melquisedec significa rey de justicia; pero además es rey de Salem, lo cual quiere decir rey de la paz» (7,2). Por consiguiente, su «sacrificio» no tenía que ver con las acciones sangrantes en que se inmolaban víctimas para sacralizarlas en vistas a una superación de los males de la humanidad. La ley cultual que regía el mundo del sacrificio victimal, no sólo en el pueblo de Israel, sino en toda la humanidad, presuponía que para aplacar a Dios y para engendrar un mundo mejor había que pasar por encima de una víctima —inocente o culpable—, pero, en todo caso, sacralizable, porque gracias

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a ella nacía una cultura nueva y una situación más progresiva. Esta era la ley inexorable de la «violencia consagrada», que ha regido hasta nuestros días en el itinerario de la historia humana. Así se explica que entre los héroes de la humanidad figuren los caídos en los campos de batalla y que el resurgir de los pueblos se haya explicado casi siempre como secuela de unas guerras desgarradoras que lo precedieron. Sin embargo, Jesús, con su auto-inmolación, anula por completo esta ley de la «violencia sacralizada», ya que «un cambio de sacerdocio forzosamente trae consigo un cambio de ley» (7,12). La «nueva ley» de Cristo es una «nueva alianza que Dios pacta con la humanidad» (Heb 9): ya no hace falta derramar sangre, ni propia ni ajena, para aplacar a Dios ni para engendrar un mundo mejor. Jesús, al haber aceptado ser la víctima universal y última, ha abolido el primer pacto, la primera alianza, según la cual Dios «permitía» la efusión de sangre. Eso sí, la inmolación de Cristo no es victimal, ya que se trata de una recuperación de vida, o sea, de una posibilidad de redención y liberación. De entonces en adelante, el mensaje de Dios a los hombres no podría leerse en clave sacrificial, ya que la fuerza, relativamente «salvadora», de los sacrificios había sido completamente anulada. No más sacrificios. Estos sólo traerán a la humanidad un aumento y una acumulación de la violencia que, lejos de crear condiciones objetivas para un mundo mejor, irán deteriorando la historia humana hasta hacerla completamente invivible. Ahora, pues, volvamos a la pregunta anterior: ¿Es la Eucaristía un sacrificio? ¿No estaría en contradicción esta afirmación con la tesis tajante de la Epístola a los Hebreos, según la cual Cristo realizó de una vez para siempre el único sacrificio? Según la tradición cristiana, recogida y codificada en el Concilio de Trento, la Eucaristía es la actualización del único sacrificio realizado

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por Jesús, tal como nos lo describe la Epístola a los Hebreos. De aquí podemos sacar óptimas consecuencias. En primer lugar, ahora entendemos mejor por qué la Eucaristía es un «recuerdo», un «memorial»: los cristianos que se sientan alrededor de la mesa eucarística se tienen que acordar, tienen que evocar esa realidad única y perdurable del sacrificio eliminador de todo sacrificio, ya que esto es lo que hizo Jesús. El cambió la Ley al cambiar el sacerdocio: El trastornó las leyes de la Historia, que hasta entonces había buscado un apoyo, para elevarse, en la victimación cruenta de seres culpables o inocentes, a los que siempre se les agradecería su contribución paradójica al progreso de la siguiente etapa cultural. Rene Girard ! afirma que «los evangelios nunca hablan de los sacrificios sino para marginarlos y negarles toda validez (Mt 9, 13). No hay nada en los evangelios que sugiera que la muerte de Jesús es un sacrificio, cualquiera que sea la definición que se dé de este sacrificio: expiación, sustitución, etc. Jamás en los evangelios la muerte de Jesús es definida como un sacrificio. En los evangelios se nos presenta como un acto que trae la salvación a la humanidad, pero de ninguna manera como un sacrificio. Ahora bien, gracias a la lectura sacrificial, durante quince o veinte siglos ha podido existir eso que se llama cristiandad, es decir, una cultura fundada como todas las culturas, al menos hasta cierto punto, sobre las formas mitológicas producidas por el mecanismo fundador». Como hemos visto, esta simplificación no corresponde a una lectura correcta de los textos neotestamentarios. Lo que sí es cierto es que tanto en los evangelios como en las Epístolas paulinas y en Hebreos se habla de un «sacrificio» de Jesús, concebido según los cánones de i Des chases cachees depuis la fondation du monde, Ed. Grasset, París 1979.

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una nueva «ley sacerdotal», tal como nos la acaba de describir la Epístola a los Hebreos. Dicho de otra manera: el sacrificio de Jesús es totalmente diferente de los demás, porque es precisamente «el sacrificio de todo sacrificio»: la culminación y la superación de la sacralización de la violencia. Jesús, con la aceptación de su muerte, quiere matar en sí mismo a toda muerte, como con tanta plasticidad nos describe San Pablo utilizando palabras de Oseas: «Cuando esto corruptible sea vestido de incorruptibilidad, y esto mortal sea vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: La victoria se tragó a la muerte. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15, 54-55). Pablo, durante todo el capítulo, está hablando de la resurrección de Cristo (y de la de todos los que en El creen) como la culminación de la ascensión progresiva de la Historia. En este sentido, Girard lleva toda la razón cuando escribe: «Si la muerte de Jesús fuera 'sacri-ficial' (en el sentido de sacralización de la muerte), la resurrección sería el 'producto' de la crucifixión. Ahora bien, no hay nada de eso, y la teología ortodoxa ha resistido victoriosamente siempre a la tentación de transformar la pasión en proceso divinizador. Para la ortodoxia, la divinidad de Cristo, sin ser exterior a su humanidad, no depende de los acontecimientos que se producen en el curso de su existencia. En vez de hacer de la crucifixión una causa de la divinidad —cosa que un cierto cristianismo dolorista ha estado siempre tentado de hacer—, hay que ver en ello una consecuencia de ella. Portarse de forma verdaderamente divina, en esta tierra presa de la violencia, no es dominar a los hombres, no es aplastarlos con su prestigio, no es aterrorizarlos y deslumhrarlos progresivamente con los sufrimientos y beneficios que uno es capaz de aportar; no es establecer diferencia entre los 'dobles', no es tomar partido en sus querellas.

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'Dios no hace acepción de personas'. No distingue ni griegos ni judíos, ni hombres ni mujeres».2 Esta es la Iglesia en acto. La Iglesia que se reúne para «dar gracias» y celebrar la «cena del Señor», el gran acto comunitario. Pero esta comida fraterna «en memoria de Cristo» implica actualizar ese «acto definitivo» («efápax»), en virtud del cual Jesús «sacrificó todos los sacrificios», o sea, inmoló en el altar de su propia muerte a todas las víctimas sacralizadas. De allí en adelante sería imposible, sin hipocresía, intentar hacer progresar la Historia a base de consagrar las guerras supuestamente «salvadoras». La violencia, si alguna vez la tuvo, ha perdido ya toda eficiencia «cultural». Los comensales de la mesa eucarística, si no renuncian a la «violencia sacralizada», «se están comiendo y bebiendo su propia condena». Cuando en los umbrales del tercer milenio nos encontramos, como el aprendiz de brujo, temerosos de que nuestra violencia progresista (?) nos devore, como Saturno a sus propios hijos, los cristianos deberíamos multiplicar nuestras Eucaristías, proclamando en ellas «la muerte del Señor hasta que por fin venga», o sea, anunciando en alta voz la peligrosidad de todo «sacri-ficio» que no sea un «sacrificio de sacrificios», es decir, una superación de toda violencia pretendidamente creadora de nueva cultura y de un mundo más desarrollado. Solamente así, según la más genuina tradición neotestamentaria, se puede poner en acto la Iglesia: a través de la multiplicación de sus auténticas Eucaristías, creadoras de un mundo nuevo donde la paz forme parte de la constitución humana y de toda forma de cultura.

2 Ibid., p . 256.

II Iglesia "versus" Mundo «...siempre dispuestos a responder a cualquiera que os pida razón de vuestra esperanza». (1 Pe 3,15)

8 JESÚS Y EL PODER ESTABLECIDO

El material recogido en los cuatro evangelios nos da una real posibilidad de definir la actitud de Jesús frente al poder establecido, en cuyo ámbito estaba El coyunturalmente encuadrado; pero, al mismo tiempo, nos ofrece unas pautas legítimas para tipificar esta actitud de Jesús y considerarla como parte esencial de su mensaje de anuncio de la Buena Noticia. Pero antes de entrar en el tema directamente, habría que sobrevolar el panorama político contemporáneo de Jesús, precisamente subrayando las tensiones que existían en aquella sociedad, donde un fuerte poder de ocupación producía actitudes muy dispares entre los propios dirigentes políticos del pueblo de Israel.

Colaboracionistas y resistentes

Así podríamos definir los dos frentes principales donde se agrupaba la militancia activa de los judíos ocupados por el Imperio romano. Los saduceos eran los colaboracionistas de aquel tiempo. Pertenecían a la casta sacerdotal y eran excesivamente liberales con respecto a los contenidos religio-

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sos y a los ritos litúrgicos. Ellos aprobaban todos los abusos de poder cometidos por el Imperio romano. Quizá la razón última y profunda de ello fuera el que carecían de programa religioso y teológico propio, amén de alternativa política. Frente a los saduceos se alineaban los fariseos, cuya opción teocrática identificaba al Estado con la comunidad judía. Partiendo de este ideal, éstos no tenían más remedio que oponerse categóricamente al Estado romano. Pero lo que más nos interesa es el ala extrema del partido de la Resistencia antirromana, los llamados «zelotas» (del griego «zelos»: celo, entusiasmo). Aquí es donde el ideal teocrático encuentra su más perfecta expresión: para llevarlo a cabo, los zelotas predicaban la guerra santa; y no sólo la predicaban, sino que la preparaban atacando al poder romano de ocupación. En primer lugar, por medio de acciones aisladas, de levantamientos y motines, con el fin de desencadenar una guerra abierta, que finalmente tuvo lugar entre los años 60 y 70 d. C. La reacción romana fue contundente: su último acto fue la destrucción del Templo y la matanza sangrienta de la Resistencia judía. Pero no por ello desaparecieron los zelotas. Su movimiento continuó existiendo, y sesenta y dos años después, bajo el emperador Adriano, estalló una segunda guerra donde Bar Kochbá, el jefe de las tropas de la Resistencia, se hizo proclamar a la vez Mesías y rey político de Israel. Esta segunda revuelta de los zelotas terminó en la aniquilación definitiva del Estado judío. El movimiento judío de los zelotas es absolutamente importante para comprender el Nuevo Testamento y los acontecimientos que llevaron a la nuierte de Jesús. En efecto, en aquel maniqueísmo político (que, por otra parte, sigue siendo patrimonio normal hasta nuestros propios días) a Jesús había que encasillarlo. Lógicamente, dado su origen popular y campesino y su condición de «laico», como ya hemos visto que subraya Heb (7,14 y

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8,4), no podía ser encuadrado entre los altos funcionarios político-religiosos, cuales eran los saduceos. Además, su condición de corte profético se avenía mal con el chato colaboracionismo de estos señores. Más bien habría que asimilarlo al movimiento de Resistencia y conectarlo de alguna manera con los zelotas. A ello contribuía no poco el hecho indiscutible de que, como también hemos visto, entre sus propios discípulos íntimos había varios zelotas. Uno de ellos, Simón, es llamado precisamente «el zelota» (Le 6, 1). Pero es muy posible que otros miembros del grupo de los Doce hayan sido zelotas o antiguos zelotas. El nombre de Judas Iscariote no ha sido todavía explicado de forma satisfactoria. Una lectura de Jn 6,71 descompone «Iscariote» en «isch Kariot», o sea, «hombre de Kariot». Pero en ningtma lista se ha encontrado un lugar llamado «Kariot». Por eso otros opinan, con bastante probabilidad, que pudiera ser una lectura semítica del nombre latino «sicarius» («el que lleva una faca»), con el que también eran denominados los zelotas. Por otra parte, en la suposición de que Judas fuera un zelota, se comprende mejor su traición, que habría sido provocada por el desencanto. En efecto, él tenía del Mesías un ideal distinto del que Jesús propugnaba; había creído que su vida estaba comprometida con el ideal del rey-mesías político al estilo de un Judas de Gamala o, más tarde, de un Bar Kochbá, que habría preparado el fin de la dominación romana, restaurando así el reino de Dios sobre la tierra. Su entrada en el grupo de los discípulos descansaría, pues, sobre un malentendido. Esta decepción de Judas la experimentaron también otros discípulos al ver a Jesús desarrollar una idea distinta de su propia función y rechazar como satánica aquella esperanza mesiánica política que era el ideal supremo de los zelotas. Podemos también preguntarnos si no habría que vincular a Pedro con los zelotas, ya que quiso impedir a Jesús que cumpliera su tarea de Mesías en el sufrimien-

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to y no en la gloría terrestre. Jesús mismo lo tuvo que rechazar con esta dura expresión: « ¡Quítate de mi vista, Satanás! Eres mi piedra de tropiezo, porque no piensas a lo divino, sino a lo humano» (Mt 16,23). Finalmente, la misma actitud de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, hace sospechar sus relaciones con el zelotismo. Su petición de poder sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús cuando venga en su gloria como rey del mundo (Me 10, 35) es, en todo caso, una petición típicamente zelota. Igualmente su petición de que cayeran rayos y centellas contra los samaritanos rebeldes (Le 9,54) implica un subconsciente maduro en la Resistencia del zelotismo. La tentación de Jesús

A decir verdad, Jesús debió de haber ejercido sobre aquella gente una atracción particular. A partir de aquí comprendemos mucho mejor que el problema zelota se hubiera convertido en su pan cotidiano. Y comprendemos también que aquel ideal político-religioso hubiera sido para Jesús la verdadera tentación, la que precisamente inauguró su actividad pública como mesías.1 Según Le 4, 13, el diablo le ofrece a Jesús, después de su bautismo, el dominio del mundo, a lo cual Jesús se opone decididamente; pero el evangelista advierte que el diablo se retiró de él «hasta otra coyuntura». Efectivamente, en Getsemaní se trataba de saber, por última vez, si Jesús iba a ceder a la presión de sus discípulos y resistir a los soldados romanos, que venían temerosos a arrestarlo. Pero Jesús, al final de su oración, triunfa una vez más; está definitivamente decidido a entregarse a los romanos, cumpliendo así su vocación de Mesías, es decir, como el Hijo del Hombre sufriente. La negación 1

J. M. GONZÁLEZ RUIZ, El poder popular, tentación de Jesús, Ed. Hogar del Libro, Barcelona 1983.

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de Pedro se produce solamente cuando ve que Jesús no se defiende. Ciertamente, hay que explicar esta negación por la debilidad humana de Pedro, debilidad que es patrimonio de la humanidad; pero, sin ningún lugar a duda, proviene también de una decepción final, igual que la traición de Judas. Cuando hablamos de la postura de Jesús frente al Estado, no nos podemos limitar al relato de Me 12,13 ss., relativo al pago de los impuestos; más bien debemos partir de la actitud de Jesús frente a los zelotas. En primer lugar, hay que comprobar que descubrimos en el juicio que Jesús hace del Estado, como en el resto del Nuevo Testamento, la misma dualidad que allí aparece. Por vina parte, vemos que no considera al Estado como una última instancia divina; pero, por otra, lo acepta o, mejor, lo asume y no cree que es función suya el ofrecer una alternativa de tipo técnico que lo sustituya sin más o lo suceda. En efecto, lo primero que vemos es que la postura de Jesús frente al Estado es crítica. No lo acepta sin más como un dato absoluto. Esto se ve sobre todo en la libertad de expresión que se permtie para hablar de los soberanos. En Le 13, 22 no teme tratar de «zorro» al príncipe establecido por los romanos, cuando comprueba que éste quiere arrojarlo de su territorio por medio de amenazas. En Le 22, 25 Jesús habla con su peculiar ironía de la costumbre de los soberanos que se vanaglorian del título honorífico de «benefactores», siendo así que tiranizan a los pueblos. A este respecto podríamos poner de relieve que Jesús se alinea desde el principio entre los que —sobre todo fariseos— miraban a los publícanos como odiosos «colaboracionistas». Los sitúa al mismo nivel que a los pecadores, las prostitutas y los paganos (Mt 9, 10; 18, 17; 21,21). Pero, por otra parte, vemos también que acoge fácilmente a los publícanos (igual que a los pecadores) e in-

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cluso introduce a uno de ellos en el grupo restringido de los Doce, donde había al menos un zelota (Me 2,15; Mt 9, 10; 10, 3). Ahora bien, es imposible imaginar adversarios más irreductibles que los zelotas y los publicanos. El hecho de que Jesús haya llamado a seguirlo a los unos y a los otros demuestra, mejor que nada, que está por encima del antagonismo de ambos grupos. Esta actitud de Jesús con respecto a los publicanos, como la que adoptó ante el centurión de Cafarnaúm (Mt 8,5-13), tenía que desagradar a los zelotas, a pesar de la gran simpatía que pudiera inspirarles su independencia interior frente a Herodes. A partir de aquí nos preguntamos si Jesús tomó posturas claras, en sus dichos, con respecto a las aspiraciones político-religiosas de los zelotas. Ciertamente lo hizo, y con abundancia de textos. En primer lugar, comprobamos que palabras de Jesús que en sí mismas son difícilmente comprensibles no encuentran su pleno significado sino cuando se las aplica a los zelotas, como es el caso de Me 12,17: «Pagad a César lo suyo y a Dios lo suyo». La trampa se la ponían dos grupos entre sí adversarios: herodianos y fariseos; aquéllos, colaboracionistas; éstos, resistentes. Ambos esperaban un sí o un no rotundos: después sería posible integrar a Jesús en el propio grupo o, por el contrario, combatirlo abiertamente. Pero Jesús es irreductible. La moneda romana tenía por un lado la efigie del César y la inscripción «Divus Augustus» («El divino Augusto»). Jesús rechaza el puritanismo político de los zelotas, recomendando el pragmatismo, según el cual habría que pagar el impuesto por la fuerza. Pero, al mismo tiempo, establece la distancia frente a las pretensiones de absolutismo del César romano: Augusto no podía ser «dios». En otras palabras: un israelita se podría ver obligado a pagar por la fuerza un impuesto a un poder ocupante, pero no debería nunca aceptarlo como última instancia. Jesús, con ello, introduce lo que el cristianismo, a lo lar-

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go de los siglos, ha desarrollado ampliamente: el principio de la legitimidad de la desobediencia civil cuando el poder se absolutiza o se «diviniza», haciéndose con ello sacrilego. En el mismo sentido hay que entender la exhortación a «no resistir al malvado» (Mt 5, 39), que se clarifica bastante si se piensa en el hecho de que Jesús tuvo que luchar sin cuartel contra el ideal de los zelotas, que querían resistir al Estado romano por la fuerza. Pero, sobre todo, queda muy iluminado, bajo esta luz, aquel difícil texto: «Desde los días de Juan el Bautista hasta el presente, el reino de los cielos está siendo violentado, y violentos son los que lo arrebatan» (Mt 11, 12). Aquí nos topamos .con el viejo dilema de si esta «violencia por el reino de Dios» hay que entenderla por lo bueno o por lo malo. ¿Se alaba aquí el «celo» por el reino de Dios? ¿Habría que contar al propio Jesús entre los que luchan con violencia por el reino de Dios? Así lo entendió, por ejemplo, el propio Albert Schweitzer. Pero, con muchos otros exegetas, creemos que el texto original griego nos conduce a otra lectura. Aquí habría que tener presente a gente como el jefe zelota Judas. Ciertamente esta frase no encierra solamente un reproche. Jesús reconoce que este tipo de personas se emplea a fondo por el reino de Dios. Sin embargo, desautoriza su acción, pues el reino de Dios no vendrá con la violencia humana y no será instaurado como un reino político. Esta dualidad la descubrimos constantemente en Jesús. Ciertamente, el reino de Dios debe ser para el discípulo infinitamente más que el Estado, pero es erróneo querer combatir al Estado con la intención de instaurar el reino de Dios. Entre los «violentos» hay que contar también a los que, según Jn 6,15, quieren hacer rey a Jesús sin que logren vencer su fuerte resistencia a ello. El capítulo 10 del cuarto evangelio sobre el buen pastor parece contener de alguna manera una interpretación de la frase de Mt 11,12. En Jn 10,8 Jesús pronuncia es-

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tas extrañas palabras: «Todos los que vinieron antes de mí son ladrones y salteadores». En el v. 11 el verdadero pastor es presentado como antitético a éstos, en tanto en cuanto ahorra la vida de las ovejas. ¿No tenemos aquí una alusión a los jefes zelotas que entregaban a sus partidarios a una matanza segura a manos de los romanos? En todo caso, es imposible pensar que los ladrones y salteadores, que vinieron antes que Jesús, pudieran ser los profetas o Juan Bautista. Lo más seguro es que se refiera a jefes zelotas como Judas de Gamala. Y lo más curioso es que Jesús sea comparado con ellos, aunque sólo fuera como contrapartida. Vistos desde fuera, debían de presentar rasgos comunes; pero la diferencia radical aparece un poco más adelante: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy por mi cuenta» (Jn 10, 18).

Jesús, condenado por nacionalistas e imperialistas

El historiador judío Flavio Josefo calificó de «teocracia» la forma de gobierno judía. Era como «un reino de Dios».2 En teoría, Dios mismo estaba en la cumbre, según las viejas teorías tradicionales de Israel (1 Sam 8,7; Sal 47; Is 33, 32; Sof 3, 15). Pero, de hecho, el «reino de Dios» era reino de la aristocracia sacerdotal. De esta manera, no hay que ver contradicción en que Josefo en otro pasaje llame «aristocracia» a la forma judía de gobierno: 3 los sacerdotes tenían la pretensión de ser los representantes del reino de Dios. No todos admitían esto, y la aristocracia fáctica vino a ser terreno abonado de movimientos teocráticos radicales en los que la teocracia de Yahvé se jugó la última baza contra sus mediadores teocráticos y sus aliados, o sea, sacerdotes y romanos. El movimiento de Jesús era ciertamente un movimien2 Ap. 2, 165. a Ant. 20, 229.

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to teocrático: predicaba, en primer lugar, el reino de Dios; pero, al mismo tiempo, tomaba distancia con respecto a ambos centros de poder: el nacionalista sacerdotal y el imperialista romano. A pesar de que el poder nacionalista proclama oficialmente su autonomía y sus pretensiones de independencia, se adecuaba fácilmente a ciertas alianzas y pactos con el poder romano de ocupación, que era benigno y permisivo y que sabía tener contentos a los líderes nacionalistas, gratificándolos debidamente. De aquí surgía una ambigüedad sutilísima. El poder nacionalista, por principio, defendía a todos los miembros de la Resistencia, incluso a los guerrilleros, y los amparaba hasta unos límites prudentes. Pero, por otro lado, daba garantías al poder romano de que las cosas no alcanzarían proporciones peligrosas para la ocupación imperialista. Y así, por ejemplo, era frecuente que los dirigentes nacionalistas acudieran al poder romano para obtener el indulto de algún guerrillero zelota o de cualquier otra organización de la Resistencia. Así se explica lo que dice Mt 27, 15: «Cada año, en la fiesta, el procurador acostumbraba conceder al pueblo la liberación del preso que quisiera». Pilato les propuso la alternativa entre Jesús y Barrabás; de este último dice Le 23,19 que «lo habían metido en la cárcel por un motín sucedido en la ciudad y por una muerte». Claramente se trataba de uno de tantos guerrilleros de algún movimiento de la Resistencia. La turba, estimulada por los dirigentes nacionalistas, clamó por la liberación de Barrabás y por la condena de Jesús. ¿Qué significa todo esto? En primer lugar, que el poder nacionalista había condenado a Jesús por considerarlo un peligroso rival y un denunciador de su propio dominio político. En efecto, toda la predicación de Jesús sobre el reino de Dios se había desarrollado en un ámbito puramente religioso, lo cual no quiere decir que no tuviera incidencias políti-

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cas. Jesús proclamaba fundamentalmente que «sólo Dios es rey» y que, por lo tanto, cualquier poder humano queda profundamente relativizado e incluso sometido a la conciencia de los propios subditos. La crítica, como control decisivo en toda comunidad humana, formaba parte de la predicación de Jesús: amar al adversario, superar toda violencia, incluso la que se consideraba legítima defensa o liberación individual o colectiva; y, sobre todo, secularizar el poder sagrado que se atribuían los nacionalistas judíos. Y esto último, hasta tal punto que la figura del Mesías quedaba despojada totalmente de sus connotaciones de liderazgo político, como todos pretendían. Así se explica que el consejo supremo del poder nacionalista teocrático se concentrara, en el juicio contra Jesús, en aquella pregunta significativa: «Si tú eres el Mesías, dínoslo» (Le 22, 67). La respuesta de Jesús es deliberadamente ambigua, ya que la simple afirmación de que él era el Mesías sería entendida por los dirigentes judíos como si El pretendiera el liderazgo político de la nación contra el poder de la ocupación. Ahora bien, toda la predicación de Jesús, como hemos visto, se enderezaba a relativizar todo tipo de poder, sin que por ello se le ofreciera ninguna alternativa concreta. El «mesianismo» de Jesús dejaba intactos los centros de poder, pero se situaba ante ellos de una forma absolutamente libre y crítica, arrostrando las consecuencias de tan difícil postura. Era la actitud que habían tomado tradicionalmente los profetas de Israel. Por eso los jueces israelitas siguen adelante en su inquisición, preguntándole a quemarropa: «¿Conque tú eres el hijo de Dios? Jesús contestó: Vosotros estáis diciendo que yo soy» (Le 22, 70). Aquí la ambigüedad llega a su colmo. Por una parte, «hijo de Dios» en la literatura veterotestamentaria era un título que ordinariamente se atribuía a las personas piadosas. Pero, por otro lado, la respuesta de Jesús, sin perder la ambigüedad («vo-

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sotros decís que...») evoca textos del Antiguo Testamento donde el que así habla es nada menos que el propio Yahvé: «Yo soy...» (Ex 3, 2; 6, 3.28; 20, 2; Ley 26, 1; Dt 5,5 etc.). Esto último da pie a la asamblea para condenar a Jesús por blasfemo. Ahora bien, el poder romano había dejado en manos del consejo supremo de Israel la capacidad de condenar a la pena capital por lapidación al que fuera sorprendido convicto y confeso de blasfemia. Sin embargo, si la lapidación no lograba acabar con la vida del reo, éste podría sobrevivir al castigo. Ante esta perspectiva, el poder nacionalista no quiere exponerse a una posible supervivencia de Jesús y excogita algo que de suyo ya era incomprensible para una mente romana: acusar, a Jesús ante un tribunal imperial de conspirador contra el Estado romano. Lo normal, según hemos visto, es que el poder nacionalista acudiera al romano para pedir clemencia a favor de los residentes. Sin embargo, aquí ocurre lo contrario. Es Lucas el que lo expresa claro cuando expone así la fórmula acusatoria del consejo judío: «Hemos encontrado a éste subvirtiendo a nuestra nación y prohibiendo dar tributos al César y diciendo que El es Cristo Rey» (Le 23,2). Es curioso que la palabra «diatréfein» («subvertir») era la que muy frecuentemente se encuentra en los capítulos acusatorios contra los resistentes nacionalistas al poder romano de ocupación. Pilato no sale de su asombro y quiere él mismo interrogar al reo. Jesús le asegura que El es, sí, rey de los judíos, pero «su reino no es de este mundo» (Jn 18,36). El procurador romano comprende que Jesús no pertenecía al movimiento de la Resistencia en el sentido corriente de guerrillero o conspirador y que, por lo tanto, no entraba dentro de las «leyes antiterroristas» que se había trazado el Imperio para su propia defensa. Pero aquí sobreviene algo nuevo. En efecto, el caso-Jesús se convierte en razón de Estado. Jesús es ciertamente inocente en punto de partida;

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pero, al ser un personaje tremendamente molesto para la clase dirigente judía, ponía en peligro el difícil equilibrio conseguido entre ésta y el poder romano de ocupación. Había, pues una seria razón de Estado, en virtud de la cual se debería sacrificar a un inocente para mantener a salvo la «pax romana». En una palabra: Jesús muere porque es molesto para los dos niveles de poder, originariamente contrapuestos, que existían en su país. Para el poder judío era un denunciador de la teocracia aplicada a puros seres humanos: el reino de Dios, para Jesús, presuponía que Dios es el único Señor y que, por lo tanto, no tiene en este mundo ni vicarios ni sucedáneos. Por debajo de Dios sólo hay la horizontalidad de lo fraterno y de lo igualitario. Con ello, Jesús no era tan ingenuo como para desconocer la realidad ineludible de los poderes fácticos. Lógicamente, esta actitud profética irritaba a un poder que se legitimaba a sí mismo por su supuesta representación divina. Un poder secularizado (tal como lo soñaba Jesús) quedaba expuesto al control de la conciencia inspirada por la gratuita asistencia divina. En este caso los dirigentes no podrían manipular el nombre de Dios a su antojo, para con él cubrir las propias deficiencias y los propios fraudes. Para el poder romano, Jesús era un peligro de conflictividad. Los judíos habían sellado implícitamente un pacto con los romanos para compartir, aunque en forma menguada, el gran poder del Imperio. De la misma manera los romanos, cuyo Imperio se distinguía por la mesura y la permisividad, se aseguraban así su permanencia en la mayor parte del mundo conocido. Casos como el de Jesús ponían en peligro la solidez y la tranquilidad de la «pax romana» y había que eliminar a sus causantes, aunque fueran en sí mismos inocentes de la acusación concreta de la que eran objeto. La Razón de Estado por encima de todo.

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Conclusión

En una palabra: Jesús, frente al poder establecido, adopta una actitud dialéctica. En primer lugar, se muestra profundamente receloso, ya que el poder es, de suyo, un indudable polo magnético de lo pecaminoso: El mismo sufrió, según parece, una única tentación diabólica: la del poder. Sin embargo, Jesús no cree que el poder pueda ni deba ser erradicado de la historia humana. El poder formará siempre parte de la evolución de esta misma historia, ya que ésta está profundamente impregnada de una dinámica «pecaminosa». El pecado, como componente intrínseco de la Historia humana, es el reverso de la gran afirmación del Nuevo Testamento: la libertad humana. La libertad presupone que siempre habrá egoísmo, ambición y, sobre todo, erótica del poder con intención de «dominar a los pueblos» (Le 22, 25). Por otra parte, no hay que despreciar la utopía de convertir o, al menos, mejorar el poder. Pero esto, en definitiva, no se puede hacer únicamente desde dentro, o sea, con la sola ilusión de ofrecer una alternativa honesta a una realidad impía. Al lado de estos intentos, de suyo útiles y aceptables, tienen que existir otros de tipo diverso: son los profetas. Jesús fue radicalmente un profeta. Se plantó ante toda clase de poder, no con la intención de hacer tabla rasa de él, sino para influir con una crítica constructiva en su dirección benéfica. La comunidad de discípulos que él funda tendrá como misión no el ofrecer una alternativa «a los reyes de las naciones que dominan sobre ellas y dejan sentir sobre ellas su autoridad hasta atreverse a proclamarse benefactores» (Le 22, 25), sino el presentar un contramodelo que sirva de estímulo, en su sentido literal de «aguijón», contra las inevitables tentaciones de toda clase de poder. Por eso, Jesús termina su exhortación a los discípulos diciéndoles: «Pero vosotros, así no» (Le 22,26).

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El cristianismo se erosiona, se deteriora e incluso se evapora cuando las iglesias, desmemoriadas del ejemplo y los consejos de Jesús, se homologan con las sociedades temporales, donde existe el «poder de dominadores y falsos benefactores».

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Cuando hablamos de manipulación en la Iglesia, nos referimos fundamentalmente al fenómeno, desgraciadamente frecuente en la historia del cristianismo, en virtud del cual la Iglesia no se ha limitado a ofrecer a la humanidad la única cosa que le había sido confiada, o sea: «Cristo, y éste crucificado» (1 Cor 2, 2), sino que ha pretendido incluir en un lote indesmontable otros valores coyunturales para cuya aceptación habría que abrazar también la fe cristiana. Ordinariamente estos valores pertenecían a la cultura, al arte y, sobre todo, a la política. Y así, la transformación del cristianismo en «cristiandad» incluye esta manipulación, de la cual a la larga saldrá lo esencial de la misión eclesial: el mensaje evangélico. La primera manipulación: un cristianismo judaizante

El primer intento de manipulación en la historia de la Iglesia se da en sus mismos comienzos: el cristianismo había nacido en un ámbito judío, y además se proclamaba como la realización del viejo itinerario comenzado por Abrahán, continuado por Moisés y consumado

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por los Profetas. Por eso, a primera vista podría parecer que para ser cristiano habría que pasar previamente por el túnel del judaismo. Pero el judaismo no era solamente la religión del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, sino además un cúmulo de costumbres y de tradiciones de tipo cultural, histórico y político que estaban profundamente imbricadas en la misma religiosidad judía. Y esto es lo que en un primer momento no supieron distinguir algunos miembros eminentes de la primitiva comunidad de Jerusalén. El primer choque se produjo en la comunidad judeocristiana de Cesárea de Palestina, al norte de Galilea, que, por lo que podemos deducir, se trataba de un grupo bastante progresista que de alguna manera se hallaba en conflicto con la comunidad madre de Jerusalén. En efecto, en Cesárea se admitía a los paganos sin hacerles pasar por los vericuetos religioso-culturales del judaismo, prescindiendo del gran símbolo de esta identidad: la circuncisión. El capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles nos describe la visita que Pedro, considerado ya entonces el líder y arbitro de las comunidades nacientes, hizo a Cesarea, donde, al ver con sus propios ojos que el Espíritu Santo se comunicaba directamente a los paganos sin que previamente se tuvieran que hacer judíos, comprendió que lo específico del cristianismo podría muy bien desmontarse del envoltorio religioso-político-cultural del judaismo. Y como buen creyente, no tuvo más remedio que rendirse ante la evidencia: «¿Es que alguien puede rehusar el agua para que no se bauticen éstos que han recibido el Espíritu Santo de la misma manera que nosotros?» (Hch 10,47). El problema de la «judaización» de los gentiles que pretendían abrazar la fe cristiana se agudizó con motivo de la misión apostólica de San Pablo, que se enfrentaba continuamente con este problema y había comprendido la pureza de la fe cristiana y la posibilidad de rela-

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cionarla con diferentes tipos de cultura, de tradiciones e incluso de religiosidad. Y así, cuando al volver de su primera misión se integró en la comunidad de Antioquía, tanto Pablo como su acompañante, Bernabé, anunciaron a la asamblea las maravillas que Dios había obrado por medio de ellos y de qué manera Dios había abierto a los gentiles las puertas de la fe. Esto excitó a «ciertos personajes procedentes de Judea, que enseñaban así a los hermanos: si no os circuncidáis según la costumbre de Moisés, no os podréis salvar» (Hch 15,5). Los fariseos cristianos continuaban sin perdonar a Pablo su «traición» a la antigua secta, al integrarse en el ala izquierda del cristianismo. Entonces la comunidad antioquena decidió enviar a Pablo y Bernabé a Jerusalén, para que allí se montara una «cumbre» cristiana, que posteriormente ha sido considerada como el primer «concilio ecuménico». La discusión conciliar fue larga y llena de tensiones (Hch 15,7). Pedro, como jefe de las comunidades, defendió el principio de la no obligatoriedad de la «judaización»: «¿Por qué ahora tentáis a Dios para que se imponga un yugo sobre el cuello de los discípulos, yugo que ni vuestros padres ni nosotros logramos soportar? Luego quiere decir que es por la gracia del Señor Jesús por lo que creemos ser salvos, de la misma manera que aquéllos» (Hch 15,11-12). Con todo, aquello fue solamente un primer paso, porque el mismo Pablo continuó, en su segunda misión, utilizando una especie de predicación que de alguna manera podríamos llamar «confesional». O sea: se partía del hecho indudable de que los destinatarios de la evangelización eran grupos sociales —ya sea en la metrópolis palestina, ya en la gran diáspora del Asia Menor— que se tenían por adoradores del Dios de Abrahán o, al menos, afines a los ritos y creencias de los mismos judíos. En la misma narración evangélica, Lucas —autor de los Hechos de los Apóstoles— había presentado a Jesús

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en la ciudad como si la ciudad fuera el espacio de la proclamación del Reino de Dios (Le 4,43; 8,1.34.39; 13,22; 14, 21, etc.). La gente allí es interpelada por el Evangelio no como individuos privados, sino en su función social, como «seres-en la ciudad». Posteriormente, cuando el mismo Lucas describe en la primera parte de los Hechos la actitud misionera de Pedro y de Felipe, continúa presentando el mismo esquema de preferencia por la ciudad. Con todo, desde el momento de la entrada del Evangelio en Europa —concretamente en Filipos—, Lucas había cambiado radicalmente de estilo, como si las condiciones de la transmisión del Evangelio se hubieran modificado profundamente. De aquí en adelante, la transmisión ha de hacerse así: hay que pasar de la ciudad a la casa, que será el nuevo espacio donde la presencia del Espíritu se manifestará en este nuevo mundo de la Europa romanizada. La misma literatura cristiana estructurará la palabra «parroquia» («paroikía») sobre la base de la palabra «oikía» (casa). La «paroikía» vendría a ser lo que se reúne en torno a la casa («para ten oikían»). En el primer proyecto (israelita) de la evangelización, el hombre recibía su identidad, según Lucas, de su nuevo estatuto y de su nueva función «en la ciudad»: era el hombre público el que se convertía, el hombre «político» el que había de escuchar y recibir el Evangelio. En Filipos, por el contrario, el Evangelio no se dirige primordialmente a la función política del hombre, sino a su búsqueda religiosa. Aquí, lo primero de todo ya no es el hombre de la ciudad o en la ciudad, sino el hombre de la casa, el «hermano» de la parroquia. El mismo Pablo, cuando escribe a los miembros de la comunidad de Galacia, emplea una expresión original a este respecto: exhorta a practicar el bien «sobre todo para los que pertenecen a la misma casa de la fe» (Gal 6, 10).

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¿Dos maneras de transmitir el evangelio?

Esta es la pregunta que nos hacemos después de la lectura de estos textos del Libro de los Hechos de los Apóstoles. Ayer, en Israel con Jesús, se trataba de rectificación pública de las injusticias, de trastornar relaciones sociales y funciones públicas, de concentraciones festivas populares. Pero ahora, en Europa, pocos años después, se trata de operaciones privadas, fuera de las murallas de la ciudad (Hch 16, 13), vividas ordinariamente en casas «parroquiales» donde cada uno cambia su talante ciudadano para revestirse de su identidad religiosa. ?oVrwNook.\-y>'\