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|. A. Abad Ibáñcz M. Garrido Bonaño O.S.B.
niciacion a la liturgia le la Iglesia
I a edición, octubre 1988 2a edición, septiembre 1997
J. A. Abad Ibáñez M. Garrido Bonaño O.S.B.
Iniciación a la liturgia de la Iglesia Segunda
edición
COLECCIÓN PELÍCANO Coordinación: Juan Manuel Burgos © José Antonio Abad - Manuel Garrido O. S. B. 1988 © by Ediciones Palabra, S. A. 1988 P° de la Castellana, 210 - 28046 Madrid Producción: Francisco Fernández Printed in Spain ISBN: 84-7118-584-9 Depósito legal: M-20.660-1997 Pedidos a su librería habitual o a Ediciones Palabra, S. A. Anzos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)
EDICIONES PALABRA Madrid
NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN Hace tiempo que se agotó la primera edición de este libro, publicado en 1988. En un principio, por diversas circunstancias, no se pensó en reeditarlo de nuevo, pero la demanda de ejemplares ha sido tan abundante que se ha determinado hacer esta segunda edición, a pesar de que existen muchos libros sobre liturgia en España. En realidad, las reseñas bibliográficas han sido muy elogiosas, tanto en España cuanto en el extranjero, como las aparecidas en «Religión y Cultura», «Nova et Vetera», «Revue d'Histoire Ecclésiastique», «Biblioteca y Documentación» y, sobre todo, «Questions Liturgiques», de Bélgica, que es el Centro más elevado en cuestiones litúrgicas desde hace años, y subrayó en este libro los aspectos teológicos, escriturísticos y propiamente litúrgicos o pastorales. Se ha revisado el texto, se ha añadido el Apéndice y se han realizado algunas modificaciones, pero en general la segunda edición sale como la primera, pues así lo han querido muchos lectores no sólo entre los alumnos de liturgia, sino también entre los sacerdotes y catequistas que lo utilizan con gran provecho en sus explicaciones de los sacramentos y otras cuestiones. Manuel Garrido Bonaño O.S.B. Abadía Santa Cruz, Valle de los Caídos, 1997
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PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN «La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la misma naturaleza de la liturgia, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del Bautismo, el pueblo cristiano» (SC, 14-1). Por eso, «al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (SC, 12-2). En estas palabras los Padres Conciliares hicieron una apretada síntesis y una declaración de principios sobre sus futuros trabajos, y señalaron con nitidez el objetivo prioritario de la reforma litúrgica que pretendían llevar a cabo: reconducir al entero Pueblo de Dios a la participación activa y fructuosa en la liturgia. La mayoría de los Padres del Concilio Vaticano II eran pastores de almas, ya que regentaban —como titulares o auxiliares— una diócesis. Muchos de ellos, además, habían trabajado en una parroquia como párrocos y coadjutores o a otros niveles pastorales, por ejemplo, como consiliarios de algún movimiento apostólico, a nivel diocesano o nacional. Eran conscientes, por ello, del papel decisivo que correspondía a los pastores de almas respecto a la puesta en práctica de lo que ellos aprobasen en el aula conciliar. En última instancia, serían ellos los principales motores de la reforma o, en caso negativo, el freno más eficaz de la misma. Por eso, sintieron la imperiosa necesidad de señalar solemnemente este hecho en unas palabras llenas de gran realismo pastoral: «Y como eso no puede esperarse que ocurra 7
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PROLOGO
si antes los pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y fuerza de la liturgia, y llegan a ser maestros de la misma, es indispensable que se provea, antes que nada, a la educación litúrgica del clero» (SC, 14-3). Los casi veinticinco años transcurridos desde la aprobación solemne de esta enseñanza, han ratificado su carácter profético y su plena validez; puesto que si «la renovación litúrgica es el fruto más visible de la obra conciliar» —en palabras del Sínodo Extraordinario de Obispos de 1985 (II, B, b, 1)—, es claro que, en gran medida, se debe al esfuerzo silencioso pero eficaz de los sacerdotes con cura de almas. Estas evidencias exigen, con todo, alguna matización, puesto que lo realizado u omitido no siempre ha sido positivo, sobre todo en algunas partes. El mismo Sínodo parece reconocerlo cuando hace esta afirmación: «La innovación litúrgica no puede restringirse a las ceremonnias, ritos, textos, etc., y la participación activa (...) no consiste sólo en la actividad externa, sino, en primer lugar, en la participación interna y espiritual, en la participación viva y fructuosa del misterio pascual de Jesucristo» (Ibidem). Da la impresión, en efecto, que estas palabras apuntan dos deficiencias: la reducción de la reforma litúrgica al cambio de ritos y textos y la minusvaloración de la participación interna y espiritual en la liturgia. De hecho, el análisis objetivo de la realidad avala esta apreciación del Sínodo, puesto que, en no pocos casos, ha primado la participación externa sobre la interna y la renovación ritual sobre la espiritual. Es más que probable que estas deficiencias obedezcan a muchas concausas. Sin embargo, no parece injusto afirmar que una de ellas —y no la menos importante— ha sido la introducción de la liturgia renovada sin el acompañamiento de la correlativa catcquesis litúrgica o —en los casos en que ésta ha existido— de una catequesis que ha primado lo externo sobre lo interno y no ha tenido suficientemente en cuenta la vertiente iniciática que le es inherente; y todo ello debido a la insuficiente formación del clero en alguno de los ámbitos de la liturgia: teológico, histórico, espiritual, jurídico, etc. Sea como fuere, el citado Sínodo Episcopal, a la hora de orientar el próximo futuro de la pastoral litúrgica, ha hecho
esta triple sugerencia: que «los obispos expliquen claramente a su pueblo el fundamento teológico de la disciplina sacramental y de la liturgia»; «las catequesis, como ya lo fueron en el comienzo de la Iglesia, deben ser de nuevo hoy el camino que introduzca a la vida litúrgica»; «los futuros sacerdotes aprendan la vida litúrgica por experiencia y conozcan bien la teología de la liturgia» (II, B, b, 2).
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El estudio que presentamos quiere ser una amorosa respuesta a estas indicaciones sinodales y un humilde servicio a los que trabajan ya en la viña del Señor en cualquiera de las formas de pastoral litúrgica eclesial, y también a aquellos que, desde las aulas universitarias, del seminario o de las casas de formación se preparan para el mismo menester. Como el lector comprobará fácilmente, nuestro trabajo comprende dos grandes bloques de materia. El primero aborda las grandes cuestiones de lo que llamaríamos liturgia fundamental, en cuanto que es aplicable a todas las áreas del saber y de la praxis litúrgicas: la naturaleza e importancia de la liturgia, el signo litúrgico, la liturgia como educadora de la fe, la asamblea, etc. El segundo —el más extenso— trata las cuatro cuestiones que constituyen lo que podemos denominar liturgia especial: los sacramentos, los sacramentales, el año litúrgico y el Oficio divino. La metodología empleada —sobre todo en la liturgia especial— es de tipo genético; es decir, partiendo de los orígenes de cada cuestión, hemos seguido su evolución a lo largo de los siglos, desembocando en la reforma llevada a cabo a instancias del Concilio Vaticano II. Con ello hemos pretendido dar una visión de conjunto unitaria y enriquecedora y facilitar la comprensión de la liturgia actual, la cual corre el peligro de la tergiversación si se la somete a una ruptura radical con el pasado o se hace de ella campo de operaciones subjetivistas. Es comprensible que el objetivo de ayudar a los pastores de almas y a quienes lo serán un día en su labor catequético-litúrgica, nos haya obligado a rehuir un lenguaje terminológico y conceptual demasiado erudito y que hayamos subrayado mucho la explicación de los diversos elementos 9
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y partes de los ritos actuales, especialmente en los sacramentos. No quisiéramos terminar esta breve introducción sin hacer una postrera aclaración. Hemos creído oportuno sacrificar la erudición a las necesidades y urgencias de los destinatarios, resumiendo en un sólo volumen un material que exigiría muchas más páginas; y limitar no poco el aparato bibliográfico. Ambas limitaciones pueden quedar compensadas con la visión unitaria y fundamental que proporciona un compendio y con la ayuda de algún profesor o experto en liturgia. ¡Quiera la Santísima Virgen bendecir con abundantes frutos espirituales a quienes se acerquen a este trabajo para comprender un poco mejor sus contenidos y vivir —y ayudar a los demás a vivir— el insondable misterio de Cristo, al que Ella estuvo y está indisolublemente vinculada! Burgos, 1987
PARTE PRIMERA
CUESTIONES FUNDAMENTALES Y GENERALES SOBRE LA LITURGIA Capítulo I NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA 1. Historia del término «liturgia»1 Sentido etimológico. El término «liturgia», que hoy se emplea en sentido casi exclusivamente cultual, es una palabra griega compuesta de ergos (obra) y de leiton (adjetivo derivado de leos-laos = pueblo). Etimológicamente significa, por tanto, obra pública. En el uso civil griego. En los inicios de la cultura helenística se empleaba para designar los servicios que prestaban los ciudadanos de clase acomodada en beneficio de la comunidad (servicio gratuito y oneroso). Después, con el debilitamiento del sentido democrático en Grecia, vino a emplearse para todo aquello que tenía una relación con el bien común, aunque de suyo tuviera un sentido más restringido: el servicio militar, la agricultura, la prestación de los siervos, etc. (servicio incluso pagado). Desde el siglo II antes de Cristo se aplicó también al servicio de los dioses (sentido cultual). En la versión de los LXX (traducción greco-alejandrina del Antiguo Testamento) leiturghía, y sus derivados, se refiere al culto levítico, es decir, al culto que realizan los sacerdotes y levitas en el tabernáculo en nombre del pueblo; por eso aparecen sobre todo en los libros y lugares que tratan del culto levítico (vg. Ex. 28, 21). Algunas veces designa el culto espiritual (vg. Is. 61,6). Para traducir el culto en ge11
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neral o el culto realizado por el pueblo se emplean los términos latreia y douleia. Con esta distinción de sujetos (sacerdotes = levitas = leiturghia = pueblo = latreia y douleia) se pone de manifiesto la distinción entre rito y culto, distinción que no existe en el texto hebreo. En el Nuevo Testamento. Es poco frecuente el término liturgia (sólo aparece 15 veces, cinco de ellas en Heb.) y su significado es muy diverso: a) culto ritual del A.T. (Le. 1, 23; Heb. 8, 26; 9, 21; 10, 11); b) servicio oneroso en sentido profano aplicado a la actividad caritativa (Rm. 15, 27; 2 Cor. 9, 12; Fil. 2, 25-30); y al servicio de los ángeles (Heb. 1, 7-14); c) culto espiritual de los cristianos (Rm. 5, 16; Fil. 2, 17) y d) culto ritual cristiano (Act. 13, 2). La explicación del uso infrecuente del término liturgia se debe a que la traducción cristiana primitiva lo encontraba poco adecuado para expresar la riqueza del culto cristiano en «espíritu y verdad» (Jn. 4, 24). La literatura cristiana primitiva hizo poco uso del término liturgia y le dio un significado muy variado: Eucaristía; el servicio de los ángeles al cantar el trisagio; el servicio con que los santos honraron a Dios en su vida; el oficio y misión de los Apóstoles en la comunidad cristiana; el servicio cultual en general y del obispo; un servicio sagrado; cualquier servicio cultual de la Iglesia —incluida la predicación— realizado por el obispo, el presbítero o cualquier otro orden clerical, y sobre todo, los oficios divinos: el bautismo, la salmodia, etc. El occidente cristiano introdujo el término liturgia con los humanistas. Hasta entonces empleó una amplia terminología: mysterium, sacramentum, actio, officium, celebratio, sacrum, solemnitas, etc. Desde el siglo XVI liturgia aparece con frecuencia en los títulos de libros, sobre todo de carácter eucarístico. A partir del siglo XVHI se emplea cada vez más como sinónimo de «culto divino». Desde el siglo XIX se usa con mayor frecuencia y aparece en los documentos magisteriales en su sentido actual. El Código de Derecho Canónico de 1917 le dio carácter oficial al insertarlo en algunos de sus cánones (vg. 447, 1257) y el Vaticano II lo consagró definitivamente en la Constitución Sacrosanctum Concilium. 12
Según esto, el significado del término liturgia ha evolucionado en esta dirección: servicio en favor del pueblo, culto pagano, culto ritual del pueblo hebreo, culto espiritual y ritual cristiano, culto oficial de la Iglesia. 2. Historia del concepto «liturgia»2 Nuevo Testamento. Según el N.T. la liturgia cristiana tiene un carácter absolutamente singular, puesto que lo más importante y central no es lo que realiza el hombre, sino lo que realiza Dios en Jesucristo a través de la presencia incesante del Espíritu Santo. Al tomar parte en la acción cultual (en el N.T. hay muchos actos cultuales), el hombre recibe por la fe la salvación que realiza Dios y responde cultualmente a ella uniéndose a la presencia mediadora de Cristo y del Espíritu. Primeros escritores cristianos. El período siguiente insiste en que la liturgia es la obra de Dios, que está presente y actúa en Jesucristo y en su Espíritu. Sin embargo, ni siquiera en la época patrística hay algo más que un intento de definir lo que se designa con muchos nombres (S. Isidoro es una excepción). La escolástica. Tampoco se preocupó seriamente de explicar el concepto. Los elementos de la liturgia, en cuanto acción santificadora, los estudió en la teología de los sacramentos y el aspecto cultual en la teología moral Esta separación escolástica ha estado presente hasta nuestros días, en mayor o menor medida, en los tratados de liturgia y en la teología pastoral y catequética. A partir del siglo XVI, en que se adopta el término liturgia, ésta suele ser sinónimo de celebración eucarística —a veces de los textos que se usan en ella— y no incluye los sacramentos y sacramentales. Algunos autores defendieron el concepto de liturgia que incluyera los sacramentos (Assemani, Fornici, Amberger, Ruef, etc.), pero no intentaron una definición propiamente tal. Muratori Muratori (siglo XVIII) fue el primero que incluyó el concepto «culto» en la definición de liturgia, logrando así que ésta abarcase la Misa y los sacramentos. Según 13
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él, la liturgia es «el modo de rendir culto al Dios verdadero por medio de los ritos externos legalmente determinados, con el fin de darle honor y comunicar sus beneficios a los hombres». Esta perspectiva teológica habría dado óptimos resultados si se hubiese seguido, pero evolucionó en la mayoría de los casos hacia una concepción esteticista y jurídica de la liturgia que, todavía en 1947, tuvo que ser condenada por la Encíclica Mediator Dei Perspectiva esteticista. La tendencia esteticista considera la liturgia como «la forma externa y sensible del culto». Su máximo representante, el P. Navatel, lo expresa en estos términos: «Todos saben que la liturgia es la parte sensible, ceremonial y decorativa del culto católico». La tendencia jurídica afirma que lo específico del culto cristiano es su reglamentación y ordenación por parte de la Jerarquía Eclesiástica. Según Calewaert, la liturgia puede definirse como «el ordenamiento eclesiástico del culto público». El esteticismo y el juridicismo subrayan que el aspecto exterior de la liturgia es su rasgo más específico. Concepción teológica. Aunque estas perspectivas prevalecieron durante los primeros decenios subsiguientes al movimiento litúrgico iniciado por Dom Guéranguer en Francia y ratificado oficialmente por S. Pío X, a principios del siglo XX aparecen dos tendencias de carácter teológico que, con el tiempo, terminaron imponiéndose: la liturgia como «culto de la Iglesia» y como «misterio de salvación». A. La liturgia como realidad cultual Los iniciadores de la primera tendencia son los benedictinos M. Festugiére y L. Beauduin. Según ellos, la liturgia puede definirse como el «culto de la Iglesia». Son «liturgia» todos y sólo los actos que la Iglesia reconoce como propios, comunicándoles determinadas notas que proceden de la misma naturaleza de la Iglesia, en cuanto que es «social, universal, y jerárquica, continuación de Cristo, santificadora y compuesta de hombres». Cristo resucitado es el único y universal sujeto de ese culto de la Iglesia, puesto que es el Mediador entre Dios y los hombres, y el Pontífice de la Nueva Alianza que realiza nuestro culto aquí en la tierra. Sólo quien 14
se incorpora a Cristo y se convierte en miembro de su cuerpo (Bautismo, sacerdocio común), puede participar realmente en el culto de la Iglesia. El aspecto cultual de la liturgia necesitaba un complemento; pues si subrayaba justamente el aspecto ascendente de la liturgia: el que va del hombre a Dios, dejaba en la penumbra o minusvaloraba su vertiente descendente: el acercamiento de Dios al hombre para comunicarle su gracia y su salvación. B. La liturgia, realidad santificadora Este segundo aspecto fue puesto de manifiesto por O. Casel. Después de un detenido examen de «las religiones de los misterios» y de las fuentes litúrgicas antiguas, donde la liturgia se llama mysterium-sacramentum, formuló así los elementos esenciales del culto cristiano: a) un hecho salvífico; b) que se hace presente en un rito; c) y comunica la salvación a quienes participan en él. El culto cristiano, realizado en la forma cultual de «misterio», no es tanto una acción del hombre que busca encontrarse con Dios (concepto natural de la virtud de la «religión»), cuanto un momento de la acción salvadora de Dios (concepto «revelado» de la religión). Desde esta perspectiva O. Casel definiría la liturgia como «la acción ritual de la obra salvífica de Cristo»; es decir, «la presencia bajo el velo de los símbolos de la obra divina de la redención». El punto de partida de esta tendencia «mistérica» es la obra salvífica realizada por Cristo. Esa obra se actualiza en el rito; consecuentemente, la liturgia es una realidad en la que la obra de Cristo se hace presente y activa para los hombres de todos los tiempos, convirtiéndose así en una actualización ininterrumpida de la historia de la salvación. La encíclica Mediator Dei En 1947 apareció la encíclica Mediator Dei, la cual no tardaría en ser calificada como «la carta magna de la liturgia». Aunque Pío XII parece que no pretendió explicitar todos los componentes esenciales de la liturgia ni dar una definición científica de la misma, sancionó oficialmente su carácter teológico y puso las bases sólidas de una definición científica. 15
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Según la MD, Cristo es el punto de partida para comprender la liturgia. Por su condición de Mediador tributa al Padre un culto perf ectísimo. Este culto se inicia en la Encarnación (de ahí el carácter cultual de la misma), continúa a lo largo de toda su vida y culmina con el sacrificio de la Cruz, que tiene como consecuencia la santificación de los hombres. La liturgia es la continuación ininterrumpida de ese culto de Cristo en su doble vertiente: glorificación de Dios y salvación de los hombres. Esto es posible gracias a la naturaleza cultual de la Iglesia y a la presencia de Cristo como Mediador y como Sacerdote. Partiendo de estos presupuestos doctrinales de fondo, la MD define la liturgia como «continuación del oficio sacerdotal de Cristo»; como «ejercicio del sacerdocio de Cristoscomo «el culto público que nuestro Redentor, Cabeza de la Iglesia, tributa al Padre Celestial y que la comunidad de los fieles tributa a su Divino Fundador y por medio de Él al Padre»; y como «EL CULTO público íntegro del Cuerpo Místico de Cristo, Cabeza y miembros». La Constitución Sacrosanctum Concilium. Moviéndose en posiciones doctrinales substancialmente idénticas a la MD, aunque tomando como punto de partida no la noción general y abstracta del culto sino el designio salvífico de Dios, la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium señala los siguientes aspectos: a) la voluntad salvífica trinitaria se realiza en el tiempo por Cristo, Mediador entre Dios y los hombres, quien a través de todos los actos de su vida, y sobre todo, por el misterio pascual de su muerte y resurrección, glorifica a Dios de modo perfectísimo y salva a los hombres (SC, 5); b) la acción de Cristo continúa y se ejerce continuamente en la Iglesia, sobre todo en el sacrificio y en los sacramentos, corazón de toda la liturgia (SC, 6); c) esto es posible porque Cristo está presente en todas y cada una de las acciones litúrgicas, actualizando, a través de los signos sensibles y eficaces, su obra redentora y comunicándola a todos los hombres de todos los tiempos (SC, 7). De esta argumentación extrae una definición de liturgia, si bien no pretendió que fuese científica: «Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo. En ella los signos significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y los miembros, ejercen el culto público íntegro» (SC, 7).
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3. Noción de la liturgia 3 Desde los comienzos del movimiento litúrgico hasta nuestros días se han propuesto más de treinta definiciones de liturgia y todavía no existe una que sea admitida unánimemente. Sin embargo, todos los autores admiten que el concepto de liturgia incluye, al menos, los siguientes elementos: la presencia de Cristo Sacerdote, la acción de la Iglesia y del Espíritu Santo, la historia de la salvación continuada y actualizada a través de signos eficaces, y la santificación y el culto. La liturgia no se puede definir por ser trascendental. Según esto se podría considerar la liturgia como la «acción» sacerdotal de Jesucristo, continuada en y por la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo, por medio de la cual actualiza su obra salvífica a través de signos eficaces, dando así culto perfectísimo a Dios y comunicando a los hombres la salvación». Veamos brevemente cada una de estas afirmaciones. A) La liturgia, acción de Cristo sacerdote La presencia de Cristo sacerdote es un aspecto tan central en la liturgia, que su recta inteligencia condiciona todo lo demás. Para entenderla correctamente se requiere situarla en un contexto muy amplio, a saber: el estado cultual primitivo del hombre, el pecado de origen, la necesidad de un Mediador, la Encarnación como realidad mediadora y sacerdotal, y el carácter cultual de toda la vida de Cristo. a) Estado cultual primitivo del hombre. El acto creador fue el comienzo del diálogo de amor divino-humano: Dios creó al hombre a su imagen y lo constituyó señor de todas las cosas creadas, es decir: lo hizo partícipe, en alguna medida, de su naturaleza al elevarle al orden de la gracia y le encomendó el cuidado y desarrollo de todas las realidades 17
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naturales. Durante este estado originario, cuya duración ignoramos, Adán reconocía su condición de creatura y ordenaba todos los actos de su existencia según la voluntad divina, dando lugar a una adecuación perfecta entre el querer de Dios y la actuación del hombre. La vida humana anterior a la caída era, por tanto, una realidad enteramente cultual, puesto que el nombre, reconociendo, teórica y prácticamente, tanto la excelencia de Dios como su condición de creatura, actuaba como sacerdote de su propia existencia y la convertía en ofrenda agradable a Dios.
5-7). La Encarnación fue, por tanto, una acción sacerdotal con la que Cristo entonó un cántico de infinita alabanza a la Trinidad y, como nueva Cabeza, reconcilió a los hombres con Dios. En otras palabras: la Encarnación es un hecho cultual perfectísimo, por el cual «Dios fue perfectamente glorificado y el hombre plenamente salvado». Por ello, Encarnación glorificación y santificación son realidades indisolublemente unidas e interrelacionadas.
b) El pecado de origen. Esta situación cultual fue radicalmente truncada por la desobediencia de Adán y la consiguiente pérdida de los dones sobrenaturales. En efecto, la caída de Adán introdujo una tal ruptura en su existencia, en la de toda la humanidad, y, en cierto sentido, en la misma creación, que el hombre quedó radicalmente incapacitado para tributar a Dios el culto debido y alcanzar su propia salvación. Privado de los bienes sobrenaturales, el culto humano perdió su originaria grandeza y universalidad, encerrándose en las estrechas posibilidades de un culto meramente natural, cuyos límites y degradaciones aparecerían en la historia posterior. c) Necesidad de un mediador. Dios podía haber anulado esta situación por un perdón gratuito; sin embargo, eligió el camino de una justa reparación, haciendo así necesaria la existencia de un Hombre-Dios, el cual, desde su condición mediadora, pudiese realizar un culto perfectísimo, dando a Dios la debida alabanza y comunicando a los hombres la salvación. d) La Encarnación, realidad mediadora y sacerdotal Este Mediador es, de hecho, Jesucristo, que une en una misma Persona la naturaleza humana y divina. Esta unión, llamada técnicamente hipostática, se realiza en la Encarnación del Verbo, por lo que ésta es una realidad constitutivamente mediadora. Es también una realidad sacerdotal, puesto que, en el momento de su entrada en el mundo, Jesucristo se ofreció a Sí mismo como Víctima agradable al Padre (Hb. 10, 18
e) Carácter cultual de la vida de Cristo. La respuesta obediencial al Padre en la Encarnación fue prolongada por Cristo a lo largo de toda su vida oculta y de su ministerio público, llegando a su culminación en el misterio pascual, realidad y signo soberano de la veracidad y hondura con que pronunció el «heme aquí, ¡oh Padre!, para hacer tu voluntad» (Hb. 10, 5-7). Toda la vida de Cristo fue, en consecuencia, un ininterrumpido acto sacerdotal y cultual. Este acto continúa en la liturgia, donde Cristo, actualizando la fuerza salvífica de su vida, muerte y resurrección, realiza ahora la plenitud del culto. La liturgia es, por tanto, un acto de Cristo Sacerdote. De estos presupuestos teológicos derivan el carácter cristocéntrico y la especial dignidad y eficacia de la liturgia. El cristocentrismo litúrgico, señalado ya en la Mediator Dei, está muy subrayado en la Sacrosanctum Concilium, tanto en lo que se refiere a la liturgia en general (SC, 5-7), como a los sacramentos (SC, 61), el Oficio divino (SC, 83) y el año litúrgico (SC, 102). Respecto a la originalidad y eficacia de la liturgia, baste recordar la conclusión con la que la constitución conciliar cierra el discurso teológico de los números cinco al siete: «En consecuencia, (...) por ser obra de Cristo sacerdote, (...) toda la liturgia es una acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, por el mismo título y el mismo grado, no tiene parangón con ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7). Como ha escrito Vagaggnini, «en cualquier parte que se considere la liturgia es siempre y principalmente Cristo quien está presente en primer plano: Cristo es quien ofrece el sacrificio de la Misa; Cristo quien santifica y distribuye las gracias en los sacramentos; Cristo quien ruega y alaba al Padre en los sacramentales y en la oración de la Iglesia, y en la alabanza divi19
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na. La Iglesia, sus ministros, sus fíeles, son en la liturgia la sombra que Él arrastra tras de Sí; a todos los cubre El consigo mismo; el Padre mira la liturgia como cosa de Cristo; así la ve, así la escucha, así la ama. En la liturgia no ve Dios a los hombres, sino sólo a Cristo, que obra por los hombres y los asocia a Sí mismo»4. Con todo, es indispensable la incorporación a la obra de Cristo por parte de los que quieren beneficiarse de su eficacia, pues la salvación obrada por Cristo sólo se aplica a quienes cooperan libremente con la gracia.
b) La Iglesia comunidad bautismal El término Iglesia (ekklesía, ecclesia) no se refiere exclusiva o primariamente a la Jerarquía, sino al Cuerpo Místico, es decir, a quienes se han incorporado a Cristo por el Bautismo. Sin embargo, incluye también la jerarquía ministerial, sin la cual sería imposible, por ejemplo, la liturgia eucarística. Por tanto, cuando se afirma que la liturgia es una realidad eclesial, se indica que es una realidad esencialmente comunitaria en el sentido teológico, es decir, derivada de la comunión existente entre Cristo-Cabeza y los bautizados. Conviene advertir que el carácter comunitario de la liturgia brota de su eclesialidad, de tal modo, que todas las acciones litúrgicas son, y no pueden no serlo, acciones comunitarias, aunque a veces no sean colectivas. La presencia o ausencia de la comunidad ni crea ni aumenta el carácter comunitario de las acciones litúrgicas; es, únicamente, su signo, su manifestación, su epifanía. Haya o no signo epifánico: pueblo, comunidad, asamblea, aquella acción es acción que realiza la Iglesia. Consecuentemente, se afirma también que la universalidades una nota esencial de la liturgia cristiana: cuando ésta se realiza, es toda la Iglesia, Cabeza y miembros, quien la realiza. Más aún, entran en comunión la iglesia celeste y la terrestre, asociándose al culto realizado por Cristo-Cabeza. Esta es la doctrina de la Sacrosanctum Conciliunv «las acciones litúrgicas no son acciones privadas sino celebraciones de la Iglesia, pueblo santo de Dios jerárquicamente organizado», al cual «pertenecen, manifiestan e implican» (SC, 26).
B) La liturgia, acción de la Iglesia a) La Iglesia, pueblo sacerdotal Cristo, Sacerdote y Pontífice de la Nueva Alianza, continúa en la liturgia el culto perfectísimo que realizó durante su vida terrena. Esto explica que todas las acciones litúrgicas sean actos de Cristo, y que Cristo sea el sujeto primario del culto cristiano. Ahora bien, al igual que sucedió en la economía antigua, Cristo ha elegido al pueblo de la Nueva Alianza, destinándolo a realizar un culto nuevo en un templo también nuevo. A todos los miembros de ese pueblo los ha hecho partícipes de su sacerdocio (1 Pd. 2, 9-10), convirtiéndole en una comunidad enteramente sacerdotal y cultual. Sin embargo, no ha configurado esta comunidad como una realidad autónoma, sino solidaria y en comunión tan íntima con Él como la que rige entre la cabeza y los miembros de un cuerpo. Este nuevo qahal de Dios no es, por tanto, una comunidad cultual como la del qahal de Yavé (Ex. 12, 3-6.19.47; Dt. 9, 10; 10, 4; 18, 16; Núm. 2, 1-34; 9, 15-23), sino una comunidad cultual que se une al culto que realiza la cabeza. Según esto, la liturgia es una acción cultual unitaria de Cristo y de la Iglesia. Cristo es el sujeto principal y la Iglesia sujeto por apropiación; pero en una relación tan íntima, que la Iglesia, en y por Cristo, y Cristo, en y por la Iglesia, realizan la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. Esta es la doctrina recogida por la Sacrosanctum Conciliunv «Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia» (SC, 7), en las acciones litúrgicas. 20
c) Iglesias particulares y reuniones de grupos de fieles. Ahora bien, «la Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las reuniones locales legítimas de fieles», en las cuales, «aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo por cuya virtud se congrega la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica» (LG 26). Según esto, la comunidad cultual universal se hace presente y actuante en las reuniones de fieles congregadas legítimamente en torno al Pastor y a los sacerdotes en comu21
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nión jerárquica; en algunas circunstancias, vg. en el rezo del Oficio divino, incluso en una persona singular. Esas «iglesias cultuales locales» son, de hecho, las celebraciones litúrgicas del obispo en su iglesia catedral; las celebraciones parroquiales; los grupos pequeños de fieles reunidos en torno a un sacerdote autorizado por los obispos y prelados; las comunidades monásticas u otras canónicamente instituidas que celebran el culto no eucarístico pero eclesial; las comunidades que rezan el Oficio divino; o cualquier cristiano que, teniendo la deputación de la Iglesia, reza la Liturgia de las Horas. La causa de la presencialidad de la Iglesia en estas «iglesias» es la presencia de Cristo-Cabeza, el cual, actuando como sujeto principal, asocia consigo a la Iglesia universal en la liturgia que celebra Él mismo en y por la Iglesia local. De ahí brota la interrelación entre Iglesia y liturgia, la cual es tan importante que ambas se condicionan y posibilitan su existencia. Brevemente: Cristo se hace presente en la celebración litúrgica que realiza la comunidad local, entendida en sentido amplio. Esa presencia de Cristo-Cabeza implica la presencia de la Iglesia como Cuerpo Místico y Pueblo de Dios. Ambas presencias hacen posible que, en Cristo y por Cristo, toda la Iglesia terrestre glorifique al Padre y participe de los bienes salvíficos, y entre en comunión con la Iglesia celeste. Consecuentemente, la liturgia es siempre una acción eclesial, puesto que eclesiales son el ámbito donde acontece, el sujeto que la realiza y los frutos que comunica. Esta eclesialidad incluye la intercomunión tanto de los miembros entre sí y la Cabeza, como de la Iglesia peregrina y celeste. C) La Liturgia, acción del Espíritu Santo Los escritos neotestamentarios subrayan fuertemente la inseparabilidad de la acción de Cristo y del Espíritu Santo y presentan la acción de la tercera persona trinitaria como continuación y remante de la obra realizada por Cristo. Gracias a este influjo del Espíritu, los Apóstoles y los fieles adquieren la verdadera comprensión de la doctrina del Maestro, se transforman interiormente, oran como conviene (Rm.
NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
8, 15; Gal. 4, 6), dan testimonio esforzado de su fe (Act. 7, 54-60; 8-4; etc.) y celebran el culto en espíritu y verdad (Ef. 5, 18-19; Col. 3, 16; 1 Cor. 12 y 14). La presencia del Espíritu Santo es especialmente perceptible en las acciones litúrgicas. El Bautismo se realiza invocando al Espíritu Santo (Mt. 28, 28; Act. 1, 5; 11, 16), y convierte a quienes lo reciben en templos del Espíritu (1 Cor. 6, 15-19). La Confirmación confiere el don del Espíritu Santo (Act. 8, 15-20). Lo mismo sucede con el sacramento del Orden (1 Tim. 4, 14; 2 Tim. 1, 6; Act. 6, 3-6; 13, 1-4), si bien la donación del mismo Espíritu tiene efectos y finalidades diversas. El Espíritu Santo se da a los Apóstoles para perdonar los pecados (Jn 20, 22-23). Finalmente, la oblación sacrificial cruenta de Cristo aparece como realizada bajo la acción del Espíritu. La tradición litúrgica de Oriente y Occidente ha explicitado esta presencia del Espíritu Santo en el organismo sacramental y en el cuerpo oracional. Baste recordar, por ejemplo, la epíclesis eucarística, las oraciones epicléticas de los diversos sacramentos y las doxologías. Conviene tener en cuenta que la presencia dinánica del Espíritu Santo no es exclusiva de ciertas acciones o personas sino común a toda la liturgia, ya que ésta es el ámbito por excelencia donde Cristo realiza su misión salvífica. Sin embargo, no anula ni excluye la acción de Cristo. D) La liturgia, realidad sacramental En un orden de cosas absolutamente hipotético, la salvación podría haberse realizado a través de relaciones subjetivas de Dios con los hombres. Pero, en el orden salvífico real la salvación se realiza por medio de realidades objetivas y simbólicas, es decir: en un régimen de signos sensibles y eficaces, gracias a los cuales Dios entra en comunión con los hombres y éstos tienen acceso a Dios. La existencia, naturaleza y eficacia de estas realidades sacramentales encuentran su último fundamento en la libre y omnipotente voluntad divina. Sin embargo, se inscriben en la línea de la Encarnación, continúan el modo de obrar de Dios en la historia salvífica y responden al constitutivo de la persona humana.
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En primer término, se inscriben en la línea de la Encarnación. En efecto, el plan salvífico ha previsto la comunicación de Dios con los hombres y el acceso de éstos a Dios a través de otros hombres y de cosas materiales y sensibles. Cristo, Dios y Hombre, camino único^ para ir al Padre, es el prototipo de esta ley, puesto que en El lo divino salió al encuentro de lo humano y lo humano se encontró totalmente con lo divino, aunque permaneciendo lo humano y lo divino como realidades distintas, inconfusas y sin mixtificación. La Iglesia, continuación, expresión e instrumento de Cristo, construida según el primer molde encarnado, es también una realidad divino-humana, visible (como realidad social) e invisible (como misterio), ámbito e instrumento del que Cristo se sirve apra comunicar su vida divina a los hombres, y para que los hombres rindan culto a Dios desde Pentecostés a la Parusía. La liturgia, instrumento de Cristo y de la Iglesia —por el cual Dios santifica en Cristo a la Iglesia, y la Iglesia, también por medio de Cristo, rinde culto al Padre—, ha sido construida según el mismo modelo encarnado, ya que en ella confluyen lo humano (realidades materiales) y lo divino (la gracia), lo visible (lo sensible) y lo que trasciende a los sentidos (lo invisible). Del protosacramento que es Cristo, deriva el sacramento universal que es la Iglesia y ésta se expresa fundamentalmente en los ritos sacramentales y de modo especial en los sacramentos propiamente tales, sobre todo en la Eucaristía. Además de inscribirse en la línea de la Encarnación, las realidades sacramentales continúan el modo de obrar de Dios en la historia salvífica. En efecto, en la economía antigua las personas y las cosas hacían referencia a otras realidades superiores y sagradas. Baste recordar, por ejemplo, el diluvio, el mar Rojo, el maná, la serpiente, el agua de la peña, que prefiguraban el Bautismo, la Eucaristía, etc. De alguna manera, toda la economía veterotestamentaria era un gran sacramentum de la nueva y definitiva alianza. Por otra parte, el mismo Cristo realizó ciertos milagros sirviéndose del lenguaje simbólico, como la unción con saliva y barro que realizó a un sordomudo. Este modo divino de obrar responde perfectamente a la naturaleza humana, unidad substancial de cuerpo y alma,
de espíritu y materia; y a su estilo connatural de comportarse, puesto que el alma espiritual conoce y se perfecciona mediante el cuerpo y las cosas sensibles, y, a la vez, se manifiesta en el cuerpo y en las realidades sensibles, imprimiendo algo de sí misma. Según esto, el carácter sacramental de la liturgia encierra una profunda pedagogía divina y es un vehículo muy apto de comunicación entre Dios y los hombres.
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E) La liturgia, actualización del misterio pascual Antes de subir al Cielo, Cristo encomendó a los Apóstoles el anuncio y la realización de su obra salvadora. Esa salvación, previamente anunciada y preparada en el AT e iniciada en la Encarnación, tuvo su momento culminante en el misterio pascual. En ese misterio, en efecto, Cristo (y en El y por El toda la humanidad) se entregó enteramente al Padre hasta la muerte, y el Padre aceptó esa oblación y comunicó a la humanidad una nueva vida. Por tanto, si la salvación obrada por Cristo —que ha de actualizarse en la liturgia— tuvo lugar sobre todo en el misterio pascual, salvación-misterio pascual-liturgia son realidades inseparables. En otros términos: la liturgia actualiza el misterio pascual y el misterio pascual comunica la salvación. Los hombres participan en esa actualización en diversos momentos: cuando renacen a una nueva vida en el Bautismo; cuando reciben el Espíritu Santo en la Confirmación; al tomar parte en el sacrificio de la Misa; al recibir el perdón en el sacramento de la Penitencia, etc. Aquí encuentra explicación el hecho de que todos los sacramentos estén unidos a la Eucaristía y que todo el año litúrgico, al desarrollar los misterios de Cristo desde su nacimiento a Pentecostés y la Parusía, celebre y actualice el misterio pascual. Según esto, la celebración de la Pascua del Señor es el centro del culto cristiano. Así lo entendieron las primeras generaciones de cristianos, para quienes la celebración de la pascua anual era no sólo la fiesta por antonomasia sino la única fiesta, y la pascua hebdomadaria el eje sobre el cual giraba la vida litúrgica. 25
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
F) La liturgia, momento culminante de la historia de la salvación Rectamente entendida, la Revelación es un sucederse de etapas salvíficas, cuya totalidad constituye la historia de la salvación. La primera de estas etapas es la de la profecía o el anuncio. Temporal y salvíficamente coincide con el Antiguo Testamento. En ella, de forma imperfecta, gradual y progresiva se revela el misterio de Dios escondido desde la eternidad (Col. 1, 26), misterio que no es otro que el designio divino de salvar en Cristo y por Cristo a todos los hombres. Con la Encarnación del Verbo, el anuncio da paso a la realidad y se inicia la etapa de la plenitud de los tiempos. Cristo, convertido en Mediador y Pontífice gracias a su humanidad a la que se ha unido el Verbo, y con todos los actos de su vida, especialmente los de su muerte y resurrección, reconcilia totalmente a los hombres con Dios y realiza ía plenitud dei cuito divino. De este modo, del tiempo de ia preparación se pasa al tiempo de la realización. Esta segunda etapa, llamada también tiempo de Cristo, origina un nuevo momento salvífico: el tiempo de la Iglesia, ya que en el mismo momento en que Cristo cumple la obra de la salvación, nace la Iglesia como prolongación suya, para comunicar a todos los hombres de todos los tiempos la eficacia salvífica de esta salvación. Estas tres etapas no son realidades yuxtapuestas sino partes de un todo unitario e íntimamente relacionadas entre sí. Así, el tiempo de la profecía prefigura y realiza de algún modo el tiempo de Cristo y se orienta hacia Él, convirtiendo todo el AT en un gran adviento. El tiempo de la Iglesia, por su parte, prolonga la fuerza salvífica del misterio pascual desde Pentecostés a la última venida de Cristo. El tiempo de Cristo hace de llave entre los dos. De esta manera la economía salvífica aparece como la realización temporal del plan trinitario salvador; es decir, como un único proyecto que, iniciado en el eterno querer de Dios, se realiza en la historia en tres tiempos sucesivos: el de la profecía, el de Cristo y el de la Iglesia. Existe, pues, una sola historia salvífica. Aquí radica la interrelación entre 26
la economía veterotestamentaria y la neotestamentaria: el tiempo de la profecía (AT) es ininteligible sin el de Cristo, que lo explica y plenifica; por su parte, el tiempo de Cristo sólo se entiende perfectamente a la luz de la profecía, donde se inicia; y el tiempo de la Iglesia, a la vez que se encuentra en uno y en otro, prolonga a ambos en la historia. Esta prolongación tiene lugar principalmente en la liturgia, pues aunque la liturgia no es la única realidad eclesial portadora y comunicadora de la salvación, sí es la más importante, ya que de ella derivan y hacia ella convergen todas las demás acciones eclesiales. Según esto, la liturgia se presenta como una etapa de la historia salvífica en el sentido de que continúa, en el tiempo de la Iglesia, las acciones salvíficas realizadas por Dios en el AT y consumadas por Cristo. Precisamente en ella, Dios sigue realizando su voluntad salvadora y posibilita el advenimiento de la consumación de ía historia saivífíca, en ía que, en Cristo y por Cristo, ios eíegidos celebrarán eternamente la liturgia celeste. Esta conexión entre liturgia e historia salvífica explica, por ejemplo, el recurso frecuente de los Padres a la tipología veterotestamentaria a la hora de explicar los sacramentos, sobre todo el del Bautismo (Mar Rojo, Diluvio, Nube) y de la Eucaristía (Maná, Agua de la peña, Sacrificios, etc.). También usaron esa tipología Jesucristo y los Apóstoles según aparece en los Evangelios y en las Cartas. Se puede, pues, decir que el Antiguo Testamento, el Nuevo y la liturgia son partes de una única, misteriosa e inseparable realidad: la historia de la salvación; la cual es anunciada en el AT, se plenifica en el Nuevo y se actualiza ininterrumpidamente en la liturgia. G) La liturgia, realidad cultual-santificadora Aunque algunos autores sostienen que la liturgia, tal y como está descrita en el número siete de la constitución conciliar, es una realidad horizontal que mira a la salvación de los hombres y no tiene en cuenta la vertiente ascendente, no hay razones objetivas para sostener tal supuesto, pues la enseñanza de SC, 5-7 muestra que la liturgia es inseparable27
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mente culto y santificación. En este contexto, en efecto, culto tiene un sentido muy amplio y abarca la obra unitaria y global realizada por Cristo, la cual incluye ambos elementos. Por eso, culto cristiano, en sentido amplio, es esa realidad total que glorifica a Dios y salva a los hombres. Para comprender mejor su naturaleza y originalidad vamos a situarlo en el contexto del culto natural y judío.
agradecimiento, el temor, la súplica, etc. Es lo que conocemos con el nombre de culto natural Según esto, el culto natural tiene dos grandes componentes: a) el reconocimiento, por una parte, de la dignidad de Dios, de la propia dependencia y de la obligación de orientar toda la existencia hacia Él; y b) la orientación fáctica de la vida según esos postulados. En esta perspectiva el culto religioso natural aparece como el conjunto de actos por los cuales el hombre, individual y colectivamente, expresa sus relaciones* con Dios. Entre ellas destacan el honor y la sumisión, con las cuales glorifica a Dios por su excelencia y se somete a El. Esto origina una fuerte vinculación entre culto y glorificación. La virtud natural de la religión es, pues, el quicio sobre el cual gira el culto natural. De ella brotan las disposiciones interiores que evitan caer en un vano ritualismo y vivifican las manifestaciones externas que el culto ha de tener para ser verdaderamente tal.
a) El culto natural El culto es una realidad temporal y espacialmente universal, pues la historia de las religiones demuestra que todos los pueblos, incluso los más arcaicos y apartados de la civilización, han tenido conciencia de un Ser Supremo del que se sentían dependientes y con el cual entraban en comunicación a través de ciertos ritos. Las manifestaciones de este culto, variable según pueblos y épocas, han sido fundamentalmente las siguientes: el culto doméstico o familiar, que se practicaba ante los dioses domésticos, a los cuales se ofrecían ofrendas y se acudía para orar; la oración pública y privada; las ofrendas de las primicias privadas y colectivas; los sacrificios, cruentos o incruentos, realizados por particulares o por alguno en nombre de la colectividad; las grandes festividades en las que participaba todo el pueblo; los lugares específicamente cultuales destinados al culto público (aunque no se excluyese el privado); las peregrinaciones a lugares especialmente venerados, sobre todo para agradecer favores recibidos o para implorar ciertos beneficios o el perdón de las culpas; y la veneración de los muertos y antepasados. Frecuentemente este culto cayó en deformaciones politeístas, panteístas, idolátricas, mágicas, etc.; sin embargo, estas deformaciones e impurezas no invalidan el hecho ni la universalidad del culto; más aún, manifiestan, aunque sea imperfectamente, un sentimiento natural que brota espontáneamente del corazón humano, a saber: el reconocimiento de la excelencia de Dios y de la propia indignidad y dependencia, con la consiguiente obligación de manifesetar una y otra a través de todos los actos de la propia existencia y por medio de ciertas acciones, tales como la adoración, el 28
b) El culto judío Si la virtud natural de la religión origina y sustenta el culto natural, el culto judío, en cambio, tiene como fundamento los hechos salvíficos realizados en la economía antigua. Mediante el culto se conmemoraban los hechos del pasado y se actualizaba la fe del pueblo en el poder actuante de Dios, a la vez que se estimulaba su esperanza respecto al cumplimiento futuro de todas las promesas. El paradigma por antonomasia era la Pascua. El centro de ese culto era el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Dios entre su pueblo. Albergada en el tabernáculo, se convirtió en el santuario portátil de los hebreos en su peregrinación por el desierto. Después de haber estado colocada en Silo, Nob y Gabaón, fue fijada en el Templo construido en Jerusalén por Salomón, desapareciendo con él en el momento de la cautividad y siendo sustituida por el «propiciatorio» del segundo Templo. Con la fijación del Arca en el Templo, éste se convirtió en el centro del culto de Israel, pues a él quedó vinculada la presencia de Yahvé. Por este motivo, los fieles de todo el país 29
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venían al Templo para contemplar el rostro de Dios y tomar parte en el culto oficial nacional que allí se celebraba. En el Templo tenían lugar a diario sacrificios, entre los que destacaba, por su belleza y significado, el que se ofrecía cada mañana y cada tarde en nombre de la nación. Consistía en la ofrenda de un cordero sin mancha, una torta de harina y aceite y una libación de vino. La ceremonia de la incensación del altar de oro —situado en el «Santo» —precedía a esta ofrenda matutina y servía de conclusión a la vespertina. Una vez al año, el día de la Expiación, el Sumo Sacerdote entraba en el «Sancta Sanctorum» para hacer una breve oración en favor de todo el pueblo. Las personas que formaron parte de la institución sacerdotal y levítica estuvieron fuertemente vinculadas a este culto, en cuanto que eran ministros oficiales del mismo. Más tarde, el culto del Templo se vio completado por la liturgia sinagogal. Propiamente hablando, las sinagogas no eran lugares destinados al culto (pues éste consistía sobre todo en sacrificios, los cuales se ofrecían en el Templo). Sin embargo, las lecturas, cantos, y oraciones del culto sinagogal pueden considerarse justamente como complemento del culto sacrificial. El culto judío tuvo como dimensiones específicas la comunitariedad, la interioridad y la proyección escatológica. Dimensión comunitaria. En virtud de su elección como pueblo de Dios, Israel vino a ser, en cuanto comunidad nacional, el espacio donde Dios cumplía sus promesas y el tiempo donde Dios desarrollaba su designio salvífico. Cuando este pueblo celebraba el culto, tenía conciencia de ser todo él «reino de sacerdotes y nación consagrada» (Ex. 19, 5-6), que entraba en comunión con Dios a través de ciertos actos religiosos, que se consideraban propios de todo el pueblo y realizados por todos; es decir, como algo nacional y comunitario. Dimensión interior. Es un principio constante de la Ley, de los libros prof éticos y de los sapienciales, la inutilidad del culto si se realiza sin las actitudes interiores que Dios espera de su pueblo: «la obediencia es superior a los sacrificios y la docilidad más que la grasa de terneros» (1 Sam. 15, 22). De ahí los ataques, a veces violentos en la forma, contra un cul30
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to superficial, ritualista y meramente externo; sobre todo cuando se tomaba como sustitutivo de las profundas infidelidades contra Dios. Ciertamente Dios no rechazaba el culto, pues le agradaba si procedía de un corazón recto y justo (Eccl. 35, 1-10). De hecho, el mismo Señor, sus Apóstoles y su Madre participaron con asiduidad en el culto del Templo y en el sinagogal. Esta dimensión de interioridad, donde se realiza la conversión del corazón y toma forma el amor y el temor de Dios, sería llevado hasta las últimas consecuencias por el NT. Dimensión escatológica. Recordando sin cesar las promesas de Dios, el culto judío alimentaba la esperanza futura incluso en los momentos de mayor postración nacional. La lectura de textos como los que recordaban la salida de Egipto —que invitaban a un nuevo éxodo— y los que evocaban la creación —que hacían esperar una nueva creación: la liberación y salvación definitivas— jugaron un papel decisivo. Era pues, un culto totalmente orientado hacia el futuro: Dios, por medio de sus promesas, se había comprometido a convertir en realidad lo que humanamente sería mera utopía. El culto no agotaba, por tanto, su significación en el momento presente, sino que, aguijoneado por la predicación profética, estaba volcado hacia el porvenir. Esta dimensión escatológica sería consumada y llevada a plenitud en el culto cristiano. c) El culto cristiano Observaciones generales. Aunque superior al culto natural, el culto judío era y seguía siendo imperfecto, transitorio y figurativo. No obstante, los planes salvíficos de Dios contemplaban la existencia de un culto real, perfecto y definitivo. La llegada de éste y la abolición del culto judío fue anunciada por Cristo a la samaritana, en respuesta a la pregunta sobre la legitimidad cultual del templo de Garizím o del de Sión (Jerusalén): «Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que 31
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conocemos; porque la salvación viene de los judíos; pero ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn. 4, 20-23). Pero Cristo no sólo anunció sino que instauró el nuevo culto. Asumiendo la naturaleza humana en actitud de absoluta obediencia al Padre (Fil. 2, 5-10), fue constituido en nuevo Pontífice de un nuevo culto en un nuevo templo. Este culto fue inaugurado en la Encarnación y prolongado en todos los actos de su vida oculta y ministerio público, culminado en su pasión y muerte, con la cual ofreció al Padre un sacrificio perfectísimo, de incomparable naturaleza y valor respecto a los sacrificios del culto antiguo. «Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros y penetrando en el tabernáculo mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no de esta creación; ni por la sangre de machos cabríos ni becerros, sino por su propia sangre, entró de una vez para siempre en el santuario, realizando la salvación eterna. Porque si la sangre de machos cabríos y toros y la aspersión de las cenizas de la vaca santifica a los inmundos y les da limpieza de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a Sí mismo inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para dar culto a Dios vivo! (Heb. 9, 11-14). Este culto se prolonga en la historia por institución del mismo Cristo, que ha hecho posible la reactualización ininterrumpida de su sacrificio redentor y la trasmisión de su contenido espiritual, al instituir el misterio eucarístico y los demás sacramentos. Gracias al carácter sensible y espiritual de los mismos, el sacrificio y los sacramentos posibilitan la plena participación en el culto de Cristo. Según esto, el culto cristiano, en sentido estricto, consiste en la actualización de las obras sacerdotales de Cristo y en la adhesión interior y exterior a las mismas, mediante una verdadera participación. A través de esas acciones sacerdotales de Cristo-Cabeza, el cristiano se une a la adoración, alabanza, petición, oblación que Él tributó al Padre. Gracias a nuestra condición de miembros del Cuerpo Místico, esos actos se unen al culto que realiza el mismo Cristo, entrando así en una esfera de absoluta dignidad y valor. Ciertamente el culto cristiano no se agota en las accio-
nes litúrgicas, pues, al ser un culto en «espíritu y verdad», abarca toda la existencia, que ha de ser vivida como hostia ofrecida a Dios (L G, 10). Sin embargo este culto de la propia vida (culto espiritual) está en íntima dependencia del culto litúrgico, en cuanto necesita de la gracia que comunican de modo especial los sacramentos; y precisa, además, para su desarrollo de diversos actos, momentos y lugares específicos. El culto cristiano no anula, por tanto, lo sagrado, lo ritual, lo simbólico, la conciencia de la necesidad de sacrificio, etc., sino que lo eleva y purifica, superando, de una parte, la exterioridad farisaica y, de otra, situando la religión en el ulterior de la respuesta a un Dios que llama a la unión con El, y que reclama en consecuencia la entrega de la entera existencia del hombre.
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Características del culto cristiano. El culto cristiano tiene como características fundamentales las siguientes: es espiritual y sensible, personal y comunitario, glorificador de Dios y salvador de los hombres, terreno y escatológico. Culto espiritual y sensible. El culto inaugurado por Cristo en la Encarnación y consumado en la Cruz consistió esencialmente en la oblación interna de su voluntad, con la que aceptó la voluntad del Padre con tal hondura y radicalidad, que para cumplirla asumió primero y entregó después la naturaleza humana, que le situaba en la condición de siervo (Fil. 2, 7), y la disposición real de cumplir siempre y en todo momento la voluntad del Padre (Jn. 4, 34). Fue, pues, un culto con esta doble dimensión: interna (oblación de la voluntad) y sensible (asunción y entrega, incluso cruenta, de la naturaleza humana). En cuanto prolongación del de Cristo, el culto cristiano tiene también este carácter espiritual y sensible, tal y como manifiestan los signos sacramentales, en los que aquél se perpetúa. Se trata, en efecto, de realidades visibles (signo externo: agua, pan, aceite, palabra, etc.) que contienen y comunican realidades invisibles (la gracia). Uniéndonos a estos ritos sagrados «en verdad y en espíritu», imitamos la vida de Cristo, nos hacemos oblación interna y externa con El, y recibimos la gracia, la cual posibilita convertir nuestra existencia en un acto de culto y en cumplimiento amoroso y fiel de su voluntad. 33
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NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
Personal y comunitario. El culto que Cristo realizó durante su vida, se actualiza ahora en las acciones litúrgicas, en las que El mismo está presente y actuante. Esta presencia es tan radical, que las acciones litúrgicas son actos de Cristo. Se trata, por tanto, de un culto personal. Por otra parte, cada hombre, con el Bautismo, y cada cristiano, con los demás sacramentos y acciones sagradas, es quien tiene que incorporarse al culto que realiza Cristo, siendo intransferible la propia participación. También desde esta perspectiva es personal el culto cristiano. Pero, de otro lado, Cristo entregó a su Iglesia, Cuerpo Místico y Pueblo de Dios, la realización de su culto; y la asoció a sí mismo, como Esposa amadísima, para que así tribute al Padre un culto perfectísimo. Por tanto, el culto cristiano es una acción que pertenece a toda la Iglesia y que realiza la entera comunidad de los bautizados; es decir, es una realidad comunitaria. Glorificador y santificador. Según atestigua la carta a los romanos, por la desobediencia del primer Adán entraron en la tierra el pecado, la muerte y la condenación. La obra del primer Adán fue, por tanto, desglorificadora (pecado contra Dios) y condenadora (pérdida para el género humano). El mismo texto añade, sin embargo, que el pecado, la muerte y la condenación fueron vencidos por la obediencia del nuevo Adán, Cristo, obediencia que le llevó a entregar su vida en rescate de todos, mediante una oblación amorosa al Padre. De este modo, el nuevo Adán resituó el honor de Dios y la condición del hombre en un estado semejante al de la creación-elevación. Este doble movimiento continúa ahora en los actos litúrgicos, pues, como hemos visto antes, actualizan y contienen la obra realizada por Cristo. Una y otra son inseparables, si bien el aspecto glorificador es el aspecto principal del culto cristiano, en cuanto que la obra de Cristo tuvo como fin dar gloria al Padre. Terreno y celestial El culto que Cristo realizó en la tierra lo continúa en la liturgia terrena y en la liturgia que realiza en la Jerusalén celestial, donde actúa como ministro del santuario y del tabernáculo (SC, 8). El culto terreno y el celestial no son dos cultos sino dos
modos de ejercer el culto cristiano. De otra parte, aunque el uno se realiza en el tiempo (historia) y el otro más silla, del tiempo (metahistoria), entre ambos no existe ruptura sino íntima comunión, pues cuando la Iglesia peregrina realiza su liturgia, y en particular la eucaristía, se une al «culto de la Iglesia celestial entrando en comunión y venerando en primer lugar la memoria de la Bienaventurada y siempre Virgen María, Madre de Dios, la de su esposo S. José, y la de los santos Apóstoles, mártires y la de todos los santos» (Canon romano). Esta comunión entre el culto terreno y el celestial confiere al culto cristiano un carácter esencialmente escatológico; carácter que se pone también de manifiesto en la transitoriedad del terreno frente a la situación definitiva que caracteriza al celestial.
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4. La liturgia, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia5 El sacerdocio de Cristo realiza su única misión —glorificación de Dios, salvación de los hombres— mediante un triple ministerio: el profético, el litúrgico y el pastoral. Sin embargo, los ministerios profético y pastoral están subordinados al litúrgico; en él encuentran su máxima expresión y de él extraen su fuerza y eficacia. Efectivamente, el punto culminante del ministerio litúrgico de Cristo: su muerte en la Cruz es, de una parte, la máxima revelación del amor del Padre a los hombres (ministerio profético) y la prueba más elocuente del «no hay mayor amor que dar la vida por las ovejas» (ministerio pastoral); y, de otra, el punto focal hacia el que mira toda la actividad profética de Cristo y la fuente de donde brota la eficacia de su ministerio pastoral. La Iglesia, cuya misión y ministerios se identifican con los de su Fundador, encuentra en la liturgia «la cumbre hacia la cual orienta toda su actividad y, al mismo tiempo, la fuente de donde extrae toda su fuerza» (SC, 10). Según esto, la evangelización y el pastoreo culminan en la sacramentalización (liturgia). La evangelización, porque el «id y enseñad a todas las gentes» (Mt. 28, 19a) está radicalmente orientado y completado con el «bautizándolos en el 35
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NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS DE LA LITURGIA
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 196). El pastoreo, porque «los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el Bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la Cena del Señor» (SC, 10). Por otra parte, la sacramentalización confiere eficacia, al pastoreo y a la evangelización, puesto que la liturgia impulsa «a los fieles a que, saciados con los sacramentos pascuales, sean concordes en la piedad» (SC, 10); y, más en concreto, «la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo» (SC, 10). Por este motivo puede afirmar el Concilio Vaticano II que ninguna vida cristiana ni ninguna comunidad local se construye al margen de la liturgia (PO, 6), sobre todo al margen de la Eucaristía; y, al contrario, una fuerte vida litúrgica y eucarística es el medio más eficaz para potenciar la evangelización y el apostolado, tanto a nivel personal como comunitario. Sin embargo, sería ilegítimo derivar de estas afirmaciones hacia un panliturgismo teórico o práctico, pues la liturgia no agota toda la actividad eclesial ni toda la vida espiritual. No agota toda la actividad eclesial, porque «la Iglesia proclama a los no creyentes el mensaje de la salvación, para que todos ios hombres conozcan al Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia» (SC, 9); y «a los creyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia, y debe además prepararlos para los demás sacramentos, enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo y estimularles a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado» (Ibidem). El ministerio litúrgico, por tanto, presupone y exige el profético y el pastoral. Tampoco agota toda la vida espiritual, porque «el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar en su cuarto para orar al Padre en secreto» y «llevar siempre la mortificación de Jesús» en su cuerpo (SC, 12). Por eso, la piedad litúrgica y la piedad extralitúrgica ni se contraponen ni se excluyen, sino que se integran y potencian, según la enseñanza de Pío XII en la Mediator Dei, ratificada por el Con-
cilio Vaticano U en la misma constitución de liturgia, al recomendar «encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano», sobre todo «las prácticas de piedad de las iglesias particulares que se celebran por mandato de los obispos» (SC, 12-13), con tal de que sean «conformes a las leyes y noimas de la Iglesia», «se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos», «vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan» (SC, 13).
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Un punto concreto: piedad litúrgica y piedad popular Frente a los errores doctrinales de algunos liturgistas —eminentes, a veces, en otros campos—, decía el Papa Pablo VI en la Evangelii nuntiandv «Tanto en las regiones donde está establecida desde hace siglos, como en aquellas donde se está implantando, se descubren en el pueblo expresiones particulares de búsqueda de Dios y de fe. Consideradas durante largo tiempo como menos puras, y a veces despreciadas, estas expresiones constituyen hoy el objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado. Durante el Sínodo, los obispos estudiaron a fondo el significado de las mismas, con un realismo pastoral y un celo admirables. »La religiosidad popular, hay que confesarlo, tiene ciertamente sus límites. Está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de la fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunidad eclesial. »Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de la evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen 37
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esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la llamamos gustosamente piedad popular, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad. »La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo, hay que ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo» (n. 48). Juan Pablo U ha repetido la misma doctrina en todos sus viajes apostólicos a los más variados países del mundo. Así, en su primer viaje a América, en 1979, decía en Guadalajara (México): «Esta piedad popular no es necesariamente un sentimiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada por el encuentro feliz entre la obra de la evangelización y la cultura local. Guiada y sostenida, y si es el caso, purificada por la acción permanente de los pastores, y ejercitada diariamente en la vida del pueblo, la piedad popular es de veras la piedad de los «pobres y sencillos». Es la manera como estos predilectos del Señor viven y traducen en sus actitudes humanas y en todas las dimensiones de su vida el ministerio de la fe que han recibido» (Santuario de N.S. de Zapopán, 30. XI. 1979). Esta enseñanza del Concilio Vaticano II y de los últimos Papas enlaza con la praxis eclesial más remota, como atestiguan los grafitos de las tumbas de los mártires, la veneración de la Santa Cruz, el culto y veneración de las sagradas imágenes, etcétera. Además, hay que tener presente que muchas prácticas de piedad han brotado de una intensa vida litúrgica y que la vida de los santos evidencia el influjo benéfico que ejerce la piedad extralitúrgica en la piedad litúrgica. 38
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5. La liturgia, realidad didascálica6 A) Constatación Desde los orígenes la liturgia ha sido, de hecho, la principal escuela eclesial para alimentar la fe y la formación del pueblo cristiano. Baste pensar, por ejemplo, en el influjo del catecumenado y en las homilías dominicales de los Santos Padres. Esta afirmación sigue siendo válida en nuestros días. En efecto, los diversos instrumentos de formación cristiana: charlas, círculos de estudio, cursos o cursillos, catequesis de adultos, revisión de vida, etcétera, llegan a sectores minoritarios. La formación religiosa de la comunidad cristiana como tal se realiza sobre todo a través de la participación en la misa dominical y en la liturgia bautismal, funeraria y matrimonial. La Iglesia, consciente de esta realidad, ha reiterado frecuentemente la importancia de la liturgia como educadora de la fe del pueblo de Dios. Baste recordar las enseñanzas del Concilio de Trento, de Pío XI y del Vaticano II. Para el Concilio Tridentino «la Misa contiene una gran instrucción para el pueblo cristiano» (Ses. XXII, cap. 8). Pío XI escribía así a Dom Bernard Capelle: «La liturgia es la gran didascalía de la Iglesia». El Vaticano II ha extendido a toda la liturgia lo que Trento decía de la Misa (SC, 33). B) Fundamentos del carácter didascálico de la liturgia La importancia didascálica de la liturgia se apoya sobre estos cuatro pilares: los contenidos, la estructura, el lenguaje y el «clima». a) Los contenidos La liturgia no es un catecismo, un compendio del dogma cristiano o una escuela que imparte conceptos religiosos llenos de claridad y vigor. Ni siquiera va dirigida, intencional y específicamente, a suscitar la fe. Sin embargo, la liturgia contiene, más o menos explicitados, los grandes temas de la fe cristiana. En efecto, a lo largo del año celebra el entero misterio de Cristo en sus distintas fases: encarnación, pasión, muerte, resurrección, retor39
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no al Padre y envío del Espíritu Santo, ofreciendo así una síntesis muy completa del misterio de Cristo. Por otro lado, a través del amplísimo leccionario de la Misa y de los sacramentos, presenta una visión de conjunto, substancialmente íntegra, de la historia de la salvación y de la revelación. Además, los símbolos, especialmente los de la Misa, recogen los principales capítulos del dogma cristiano. Los ritos sacramentales, por su parte, contienen los principales aspectos de la teología sacramentaría Por último, en las oraciones eucológicas y anaforales aparecen los grandes temas trinitarios, cristológicos, eclesiológicos, mariológicos, etc. Pueden darnos una idea aproximada unas palabras de Pablo VI referidas al contenido mariológico del Misal Romano actual: «Recorriendo los temas del Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas de la eucología romana —el tema de la Inmaculada Concepción, y de la plenitud de gracia, de la Maternidad Divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del «Templo del Espíritu Santo», de la cooperación a la obra de su Hijo, de la santidad ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la Asunción al Cielo, de la realeza maternal y algunos más— han sido recogidos en perfecta continuidad con el pasado, y cómo otros temas, nuevos en cierto sentido, han sido introducidos (...). Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha sido introducido en los textos del Misal con variedad de aspectos (...). Dichos textos, en la Concepción sin mancha de la Virgen reconocen el exordio de la Iglesia, Esposa sin mancilla de Cristo; en la Asunción reconocen el principio ya cumplido y la imagen de aquello que, para toda la Iglesia, debe todavía cumplirse; en el misterio de la Maternidad la proclaman Madre de la Cabeza y de los miembros» (MC, 11).
En este sentido hay que mencionar, en primer término, los ritos sacramentales de la liturgia reformada por Pablo VI— sobre todo la de la Eucaristía—, en los cuales la liturgia propiamente sacramental va precedida siempre de una «liturgia de la palabra», en que no faltan las lecturas y la homilía, al objeto de suscitar y/o potenciar la fe de los asistentes y prepararlos así a una participación más activa y fructuosa. Tienen también una estructura muy didascálica las profesiones de fe —bautismales, eucarísticas—, las homilías, las moniciones, etc.
b) La estructura La liturgia no pretende directamente ilustrar la fe ni transmitir enseñanzas; por este motivo, no tiene Ja estructura de un tratado, de una clase o de una encíclica. Sin embargo, algunas partes de la liturgia tienen una estructura muy didascálica. 40
c) El lenguaje Dado que la instrucción no es su objetivo directo y primario, la liturgia, en su conjunto, no está redactada en un estilo destinado a expresar o comunicar conceptos y raciocinios que enriquezcan la inteligencia. Sin embargo, sería un grave error concluir que el lenguaje de la liturgia no es didáctico. El lenguaje litúrgico, en efecto, no sólo se dirige a la inteligencia, sino también a la voluntad, a la afectividad y a la intuición. Supera, por tanto, el campo meramente conceptual y penetra en el de la voluntad y de los sentimientos, insertándose así en un área mucho más rica y más humana. Por otra parte, es un «lenguaje» muy variado: lecturas, himnos, antífonas, oraciones de distinto tipo, etc., con un fuerte equilibrio entre los diversos géneros literarios, según lo exige el misterio que se celebra y las personas que participan en él. Por último, el «lenguaje» de la liturgia no es sólo o principalmente la palabra hablada, cantada o meditada. Ciertamente, la palabra ocupa un lugar muy destacado en la liturgia; pero siendo ésta una realidad de signos sensibles y eficaces, su lenguaje es el de los signos, es decir, un lenguaje donde «hablan» las cosas, los gestos, las posturas, el color, el movimiento, etcétera; elementos todos ellos fuertemente didascálicos, tanto por la facilidad con que pueden ser captados como por el rigor con que comunican lo que simbolizan. En este sentido, no deja de sorprender que las más avanza41
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das técnicas de la didáctica moderna no hayan superado, sino confirmado, el lenguaje que la liturgia usó desde su mismo nacimiento.
iure en las acciones litúrgicas. Sin embargo, además del sacerdocio común existe el sacerdocio ministerial, que difiere de él esencialmente. Por tanto, no todos los que participan en la liturgia están en idéntica situación ontológica y funcional, sino que cada uno tiene un ministerio específico. Por otra parte, dentro del sacerdocio ministerial hay distinción de grados y dentro del sacerdocio común diversos ministerios; por lo cual, los miembros de uno y otro sacerdocio participan en la liturgia cumpliendo una misión propia. El sacerdocio ministerial posee los poderes sacramentales recibidos en el sacramento del Orden, gracias a los cuales confecciona la Eucaristía, perdona los pecados, unge a los enfermos (obispo-presbítero), confiere el Espíritu Santo por medio de la Confirmación (el obispo como ministro originario y el presbítero como extraordinario) y asegura la sucesión apostólica mediante el sacramento de la imposición de manos (obispo). Asimismo, tiene la potestad de proclamar la Palabra de Dios autoritativamente, es decir, con la autoridad misma de Cristo. Por tanto, quienes poseen el sacerdocio ministerial participan en la liturgia desde una posición de capitalidad^ ejercen un ministerio presidencial en sentido teológico, no sociológico; es decir: actúan en la persona, en nombre y con la autoridad de Cristo. Este es el fundamento que justifica, por ejemplo, que la anáfora o canon sea una oración privativa del sacerdote que celebra la S. Eucaristía y que excluye las llamadas «homilías dialogadas». Los simples fieles, en cambio, se sitúan en un plano esencialmente diverso: reciben los sacramentos, escuchan la palabra, comen el Cuerpo del Señor, ofrecen el sacrificio eucarístico «no sólo por manos del sacerdote sino también en cierto modo juntamente con él» (MD), proclaman las lecturas de la Palabra de Dios (lectores), cantan salmos y cánticos espirituales (schola y pueblo), se ayudan mutuamente a participar de modo más consciente y fructuoso (monitores), etcétera. En la liturgia, por tanto, cada uno tiene su propio cometido: ministro, lector, cantor, simple miembro. En consecuencia, «cada cual, ministro o fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo lo que le corresponde» (SC, 28-1).
d) El «clima» La enseñanza que imparte la liturgia está en función directa e inmediata de la oración, puesto que pretende crear actitudes cultuales en quienes participan, para que vivan el misterio de la salvación que allí se actualiza. Además, la enseñanza se trasmite haciendo vivir los misterios de la fe que se celebran. La oración y la participación activa son, pues, el «clima» en el que la liturgia ejerce su función didascálica. La calidad didáctica de ese «clima» es muy difícil de superar; pues, de una parte, suscita, trasmite y educa la fe convirtiendo en oración sus contenidos; y, de otra, comunica y profundiza en las verdades divinas no sólo ni primariamente de un modo conceptual, sino experiencial e iniciático. De ahí que incluso pueda presentarse como el paradigma de toda la catequesis, cuya meta no sólo es la trasmisión fiel de la doctrina sino el aprendizaje de su vivencia. La liturgia aparece así como un medio de enseñanza universal y eficacísimo, pues el hombre de cualquier cultura y situación puede captar con facilidad y hondura los misterios de la fe. 6. La liturgia, realidad jerárquica7 Entre ser y misión de la Iglesia y ser y misión de la liturgia existen relaciones intrínsecas y vínculos indisolubles. Por eso, la liturgia, al igual que la Iglesia, tiene carácter jerárquico. El Concilio Vaticano II, al tratar de esta cuestión, ha destacado dos puntos: la diversidad de ministerios litúrgicos y la regulación de la liturgia por la competente autoridad. A) Diversidad de ministerios litúrgicos En virtud del Bautismo, todos los fieles son miembros del Pueblo de Dios y del Cuerpo Místico y participan pleno 42
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B) La autoridad litúrgica Aunque el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial participan del munus profético, litúrgico y pastoral de Cristo, el sacerdocio jerárquico ha recibido del Señor la misión de conducir al pueblo sacerdotal hacia la plenitud de la vida divina mediante el ministerio de la palabra, de los sacramentos y del pastoreo. Esta misión exige garantizar la autenticidad de esos tres ministerios y conlleva la correlativa autoridad y la asistencia divina. Por tanto, el ordenamiento de la liturgia —fuente y culminación de los demás ministerioses competencia propia y exclusiva de la jerarquía de la Iglesia. Por otra parte, como las acciones litúrgicas «no son celebraciones privadas, sino de la Iglesia» (SC, 26), Pueblo de Dios jerárquicamente organizado (LG, cap. II-HI), corresponde a la Jerarquía eclesiástica dictar normas jurídicas que aseguren el carácter comunitario de la liturgia y el ejercicio ordenado de la misma, poniéndola al abrigo de cualquier subjetivismo y arbitrismo y, como consecuencia, hacer posible que la salvación de Cristo llegue, de modo objetivo y eficaz, a cada miembro del Cuerpo Místico. Según esto, aunque liturgia y norma litúrgica no se identifiquen, ni ésta sea el elemento más importante de aquélla, la liturgia no puede existir sin el derecho litúrgico. De hecho, la Jerarquía de la Iglesia siempre ha regulado el ejercicio del culto cristiano en consonancia con las diversas situaciones históricas de sus miembros y las leyes inherentes a su carácter de organismo vivo y santificador. Los principales jalones de este derecho litúrgico son éstos: los orígenes; desde la paz de Constantino hasta Trento; de Trento al Código de Derecho Canónico de 1917; el Concilio Vaticano II; y el Código de Derecho Canónico vigente. a) Los orígenes Según el libro de los Hechos, los Apóstoles fueron quienes organizaron y regularon el culto cristiano (Act. 2, 42; 6.1-7). San Pablo, por su parte, dictó normas sobre la liturgia en general (1 Cor. 14, 40; 1 Tim. 2, lss); el comportamiento de los hombres y de las mujeres (1 Tim.2, 8 ss), las colec44
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tas de los pobres 81 Cor. 16, 1-2), el modo de celebrar la Eucaristía (1 Cor. 11,17 ss), etcétera. Santiago también hizo algunas indicaciones sobre la oración y la Unción de enfermos (Sant. 5, 13 ss). Lo mismo cabe decir de los demás Apóstoles, que, al ser fundadores de las respectivas iglesias, establecían cómo debía celebrarse el culto. En las Constituciones pseudoapostólicas existen prescripciones litúrgicas muy pormenorizadas. El hecho de atribuirse a los Apóstoles, confirma que el criterio según el cual se imponen o rechazan los diversos usos litúrgicos sigue siendo el de la tradición. Tertuliano, Orígenes y, más tarde, los Santos Padres atestiguan el mismo criterio. b) La paz constantiniana El notable aumento de cristianos y otras circunstancias que llegan como consecuencia de la paz constantiniana provocan una notable incremento de la legislación litúrgica, la cual se reserva al Papa, a los Concilios Ecuménicos, nacionales o provinciales, y a ciertas sedes episcopales de especial relevancia. Por otra parte, se inicia una tendencia a la uniformidad. En los siglos inmediatamente posteriores a la paz coexisten con la Liturgia Romana otras liturgias occidentales y orientales; lo cual lleva consigo que tengan gran importancia, por ejemplo, los concilios nacionales y provinciales de las Galias, España, etcétera. Sin embargo, desde Gregorio VII se generalizó el uso de la Liturgia Romana y se acentuaron las intervenciones de los Papas en la legislación litúrgica. Baste pensar, por ejemplo, en la inclusión de ciertas decretales en las colecciones canónicas, especialmente en el Decreto de Graciano, con las cuales se obligaba a las iglesias locales a aceptar los usos romanos. La reforma litúrgica de la Curia Romana limitó aún más la jurisdicción de los obispos y preparó el camino canónico que sancionaría Trento. c) El Concilio de Trento Aunque algunos atribuyan despectivamente al Concilio de Trento la inauguración de un período donde las rúbricas 45
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es lo más importante, se trata de una afirmación injusta, puesto que este concilio cimentó de modo definitivo la doctrina de los sacramentos y encomendó al Papa la publicación de un Misal y un Breviario reformados según el criterio del retorno a las fuentes. Es cierto, sin embargo, que Trento impuso obligatoriamente los dos libros citados y abolió las prácticas litúrgicas locales que tuvieran menos de doscientos años de vigencia. Más aún, prohibió, incluso con amenaza de sanción, cualquier cambio del texto oficial. Esta centralización obedecía al deseo de restaurar los ritos primitivos, eliminar añadiduras de dudosa autenticidad y restituir a su estado originario lo que había sido alterado; sin olvidar la unificación católica, quebrantada por la Reforma protestante. El estado en que se encontraba entonces la investigación litúrgica impidió, en buena medida, la consecución de tan loables intenciones. Pero esto no puede empañar la altura de miras con que procedió Trento y confirma la relativización de las obras humanas. En 1588 Sixto V creó la Congregación de Ritos, organismo que se convirtió en la suprema autoridad romana encargada de toda la legislación litúrgica. Desde su creación hasta la promulgación del Código de Derecho Canónico de 1917, su actividad se centró casi exclusivamente en ratificar lo decretado por Trento sobre los libros litúrgicos y sus rúbricas. Los Papas Benedicto XIV, León XIII y san Pío X, por su parte, insistieron en la necesidad de atenerse a las normas establecidas, con el fin de no introducir división en lo que es principio de unidad y salvaguardar la pureza doctrinal. d) El Código de Derecho Canónico de 1917 El Código de Derecho Canónico de 1917 dice expresamente (cánones 2 y 6) que su intención es sancionar las rúbricas de los libros litúrgicos vigentes en la Iglesia latina; sin embargo, son numerosas las prescripciones litúrgicas que introduce. Las más importantes se encuentran en el libro III, donde trata de los sacramentos y sacramentales (ce. 731-1153), de los lugares y tiempos sagrados (ce. 1154-1254), del culto divino (ce. 1255-1306). 46
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También tienen referencias litúrgicas los cánones 98, 239,240, 337, 349, 435, 1390, y 2378. Son decisivos para comprender la legislación litúrgica de este Código, los cánones 2 y 6 (párrafo sexto), 818, 1256, 1257 y 1261. La encíclica Mediator Dei continúa esta misma línea. e) El Concilio Vaticano II El Concilio Vaticano II ha recogido, de una parte, el principio general de que «la reglamentación de la liturgia es competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica» (SC, 22); pero, a la vez, considera «autoridad eclesiástica» «la Sede Apostólica», «el obispo, en la medida que determine la ley» (SC, 22-1) y «dentro de los límites establecidos, las competentes asambleas territoriales de obispos de distintas clases legítimamente constituidas» (SC, 22-2). El Motu proprio «Sacram Liturgiam» (25.1.64) estableció que esas asambleas «territoriales» fuesen «de momento nacionales» (n.X.). Según la Sacrosanctum Concilium corresponde a las asambleas nacionales determinar el uso y los límites de la lengua vernácula en la Misa (n. 54) y en los sacramentos y sacramentales (n. 63); aprobar las traducciones (n. 36); promover los estudios para la adaptación (nn. 38-40); preparar los rituales particulares una vez haya sido revisado el ritual romano (n. 63) y revisar el ritual del matrimonio (n. 77); orientar la práctica penitencial (n. 110); admitir, en las misiones, los elementos de la iniciación (n. 65) y procurar que las exequias (n. 81) y la música (n. 119) respondan a las peculiaridades de cada pueblo; estudiar las acomodaciones necesarias una vez realizada la revisión del año litúrgico (nn. 39, 40 y 107); juzgar sobre el uso de los instrumentos musicales en el culto (n. 120) y revisar los ornamentos y objetos del culto (n. 128). La misma Constitución confiere a los obispos cierta autoridad respecto a la concelebración (n. 57), el catecumenado (n. 64), la conmutación del Oficio (n. 97) y el uso de la lengua vernácula por parte de los clérigos (n. 101), el plan de estudios en el seminario (n. 16), y algunas cuestiones más. Varios documentos aparecidos en el posconcilio han pormenorizado en algunos casos y ampliado las competencias 47
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de las Conferencias Episcopales y de los obispos. El alcance de estas facultades se encuentra, sobre todo, en los rituales de cada sacramento y en el texto y aclaraciones oficiales de la OGMR, por lo que respecta a la Eucaristía. /) El Código de Derecho Canónico vigente El Código de Derecho de 1983 establece en el canon 2 el criterio que le inspira y orienta respecto a la legislación litúrgica: «El Código, ordinariamente, no determina los ritos que han de observarse en la celebración de las acciones litúrgicas; por tanto, las leyes litúrgicas vigentes hasta ahora conservan su fuerza, salvo cuando alguna de ellas sea contraria a los cánones del Código».
Capítulo II LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA1 I. La participación litúrgica en la vida de la Iglesia Durante los primeros siglos la participación litúrgica de los fieles fue muy intensa. Baste recordar el testimonio de san Justino sobre la misa dominical, en la que tomaban parte muy activa todos los cristianos de Roma y de los alrededores, y la preparación al Bautismo y a la Reconciliación. A partir del siglo V o VI se inicia un declive y cada vez se acentuó más la separación entre la liturgia y el pueblo. Es verdad que éste siguió asistiendo a la misa dominical, comulgando en algunas ocasiones, reconciliándose, recibiendo la Unción y el Viático, etcétera. Sin embargo, el domingo perdió para la mayoría el sentido y la importancia originaria; la comunión se hizo muy infrecuente; la Unción de enfermos se convirtió en Extremaunción; los ritos y oraciones de la Misa dejaron de ser comprendidos por la mayoría; y la liturgia de la Palabra, tanto en lo referente a las lecturas como a la predicación, sufrió un grave deterioro. Las causas estuvieron relacionadas con la misma liturgia, la formación deficiente del clero y del pueblo y el entibiamiento de muchos pastores y fieles. No faltaron intentos de reforma, como la realizada por el Concilio de Trento y algunos movimientos de los siglos XVII y XVin. Pero no llegaron a cuajar ni a producir los efectos deseables. De hecho, cuando san Pío X fue elegido Romano Pontífice, se encontró con una grave y generalizada separación entre el pueblo y la liturgia. Este gran Papa, movido de un ardiente celo pastoral y deseoso de realizar
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en la Iglesia una profunda renovación, consagró buena parte de sus esfuerzos a remover los obstáculos que dificultaban la participación litúrgica y a promover acciones que la favorecían. Este apoyo decidido de san Pío X a la causa de la participación activa del pueblo significó el espaldarazo del movimiento litúrgico moderno —iniciado cincuenta años antes en Solesmes—, el cual pasó a considerarla como la finalidad última de sus esfuerzos de reforma. El Concilio Vaticano II —preparado en buena medida por las reformas realizadas por Pío XII, por innumerables trabajos científicos de los cultivadores de la liturgia y por la acción de pastoral litúrgica de muchos pastores de almas— hizo de la participación litúrgica el eje de sus enseñanzas y la meta de sus postulados de reforma. Eso explica, según ha escrito el padre Vagaggini, que la Constitución Sacrosanctutn Concilium sea una especie de letanía en la que aparece, una y otra vez, el término o el concepto de participación. La reforma posconciliar, fiel a las indicaciones conciliares, ha revisado los ritos y libros litúrgicos con la mente puesta en llevar el pueblo a la liturgia. Quien pierda de vista este objetivo, se condena a no entender el sentido profundo de la reforma posconciliar y a quedarse en la periferia de la misma: el cambio. Ciertamente, se han realizado muchos cambios; pero no por el mero deseo de cambiar sino con la intención última de retornar a la vida de la Iglesia primitiva, donde los cristianos participaban de modo consciente y activo en la liturgia. 2. Naturaleza de la participación La obra salvífica realizada por Cristo durante su vida terrestre, continúa actualizándose ahora —aunque no de modo exclusivo— en la liturgia, mediante el ejercicio de su acción mediadora y sacerdotal. Participar en la liturgia es, por tanto, asociarse a esta acción sacerdotal de Cristo, con la cual Dios es plenamente glorificado y el hombre salvado. Desde un punto de vista negativo, la participación litúrgica no equivale a un mero «estar en», «asistir a»; mucho me50
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nos, sentirse como «extraños y mudos espectadores» (SC, 48) en las acciones litúrgicas que se desarrollan. En términos positivos comporta —según hemos indicado anteriormente— asociarse a la acción santificadora y cultual que realiza Cristo a través de unos ritos y oraciones. Esa participación ha sido designada por los últimos Romanos Pontífices, por el Concilio y los cultivadores de la liturgia con una variadísima terminología: participación activa, interna y externa, fructuosa, piadosa, plena, perfecta, etcétera. A medida que pasa el tiempo, parece que la terminología se va decantando en el sentido de «participación consciente, piadosa y activa». La participación consciente consiste en descubrir y vivir, guiados por la fe, lo que acontece en las acciones litúrgicas. La participación piadosa tiene lugar si en el transcurso de la celebración los fieles están en actitud de comunicación con Dios, nuestro Padre. La participación activa lleva consigo que los fieles tomen parte en el diálogo, el canto, la oración y, sobre todo, escuchen religiosamente la Palabra de Dios, y, en el caso de la Misa, reciban sacramentalmente el Cuerpo del Señor, aunque el no comulgar sacramentalmente no excluye de la participación activa. Explicitando un poco más estas ideas, podría decirse que la participación litúrgica exige lo siguiente: —comprender, al menos de forma elemental, el significado de los signos litúrgicos, tanto en su conjunto como en cada una de sus partes. («La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de la fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien, a través de los ritos y oraciones, participen...» (SC, 48); —intervenir activamente en el desarrollo de las acciones litúrgicas, evitando ser extraños o mudos espectadores; —concordar las actitudes externas (gestos, posturas, respuestas, cantos, etc..) y las internas, de tal manera que aquéllas sean exteriorización del propio mundo interior. Pío XII decía lapidariamente: «Concuerde el alma con la voz»; —sintonizar los propios sentimientos con los de Cristo, uniendo nuestra acción de gracias, adoración, petición, etc., 51
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a las suyas, reproduciendo «en nosotros los sentimientos de Cristo» (Mediator Dei); —prolongar en la vida lo vivido en el rito, convirtiendo la propia existencia en una ininterrumpida acción cultual, en «ofrenda permanente» (IV anáfora); —conectar la vida ordinaria con la liturgia, para que las actividades espiritual, apostólica, laboral, social, etc. no estén separadas de la liturgia, sino orientadas hacia ella, de modo que la preparen y potencien. 3. Importancia de la participación La liturgia realiza la obra de la salvación independientemente de las disposiciones del ministro y de los fieles; pues es una acción sacerdotal del mismo Cristo. Ahora bien, la eficacia subjetiva está en relación directa con la participación consciente y fructuosa de quienes toman parte en ella, pues Dios ha querido contar con la libertad humana. No es extraño, por tanto, que la Iglesia siempre se haya preocupado de mejorar la participación litúrgica de los fieles, sobre todo en la Misa y en los sacramentos. Esta preocupación ha estado especialmente presente en el ministerio de los últimos Papas. Por ejemplo, Pío X, en el Motu proprio «Tra le sollecitudine» (1903), exigía como condición previa para restablecer y potenciar el espíritu cristiano «la participación activa en los sagrados misterios», «fuente primaria e indispensable» de la santidad. Pío XI, en la Encíclica Divini cultus (1928), puntualizó que esa participación activa «es absolutamente necesaria». Pío XH promovió diversas reformas para hacerla posible: Vigilia Pascual, Semana Santa, mitigación del ayuno eucarístico, misas dialogadas, etc., consciente de que «el principal deber y la mayor dignidad de los fieles consiste en la participación en el sacrificio eucarístico» (MD). La Constitución litúrgica del Vaticano II hizo de la participación su principio inspirador y directivo, convirtiéndola, además, en una especie de estribillo. A título de ejemplo baste recordar dos textos relativos a 52
LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
la liturgia en general y a la liturgia eucarístico, respectivamente. «Para asegurar esta plena eficacia, es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con la voz y colaboren con la misma gracia divina» (SC, 11). «La Iglesia procura, con solícito cuidado, que los fieles no asistan a este misterio como extraños y mudos espectadores sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (SC, 48). Por otra parte, toda la reforma litúrgica postulada por el Vaticano II y realizada en el período posconciliar, teóricamente sólo ha pretendido facilitar y promover la participación litúrgica de todos los bautizados sin distinción de edad, clase y situación. Este objetivo ha quedado malogrado en buena parte por la acentuación indebida de la participación externa y la ausencia, en ocasiones llamativa, de una adecuada catequesis litúrgica. Estos hechos han provocado una notable desconfianza de amplios sectores sobre la eficacia de la liturgia, y sofocado muchos frutos de vida cristiana. Sin embargo, la historia de la Iglesia demuestra que la participación litúrgica, cuando es auténtica, produce frutos abundantes y duraderos. Baste recordar la vida pujante de los primeros cristianos, cuyo quicio era la participación en la liturgia eucarística (Act. 2, 46), sobre todo dominical (San Justino); y, al contrario, el languidecer cristiano de los últimos siglos, que ha coincidido con el masivo apartamiento del pueblo fiel de las fuentes litúrgicas.
4. Fundamentos de la participación litúrgica La participación litúrgica brota remotamente del Misterio Pascual de Cristo, en cuanto que es él quien posibilita que todos los hombres puedan participar de su eficacia salvífica. El fundamento próximo es el bautismo y la pertenencia a la Iglesia, Cuerpo Místico, puesto que la liturgia es el 53
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LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, Cabeza y miembros. La participación litúrgica es, pues, un derecho y un deber de todos los bautizados. Por ello, todos los cristianos están llamados a participar de modo pleno, consciente y activo en las acciones litúrgicas. Ahora bien, como las situaciones personales son distintas, la participación de cada bautizado dependerá de su edad, formación, sensibilidad religiosa, vida cristiana, etcétera. Por otra parte, el carácter dinámico de la vida cristiana supone diversas etapas en la vida de cada bautizado; lo cual conlleva que existan también diversas etapas participativas que, de suyo, irán de lo imperfecto a lo más perfecto. Hablando en términos abstractos, la participación de la niñez será menos perfecta que la de la madurez. Según esto, la participación litúrgica no será, de hecho, igual en todos los bautizados ni en todas las etapas de la vida de una misma persona. El dinamismo pedagógico exige comenzar por una participación elemental, seguir con la participación media y concluir con la participación perfecta. La primera consiste, entre otras cosas, en saber escuchar, adoptar las posturas adecuadas, dar las respuestas, tomar parte en cantos sencillos, etc. La segunda exige adentrarse gradualmente en el misterio que se celebra. La tercera lleva a prolongar la liturgia en la vida y a relacionar la vida con la liturgia.
el primero expone los principios generales de la reforma, mientras que en los restantes trata de las cuestiones relacionadas con los sacramentos, los sacramentales, el Oficio divino, el año litúrgico, etcétera. En cuanto a los principios generales, el Concilio dice lo siguiente: a) «hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos tanto orientales como occidentales (SC, 24), incorporando de la Sagrada Escritura lecturas más abundantes, más variadas y más apropiadas» (SC, 35-1); b) «siempre que los ritos (...) admitan una celebración comunitaria (...) hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» (SC, 27); c) «en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o fiel, hará todo y sólo lo que le corresponde» (SC, 30); e) «foméntense las celebraciones sagradas de la Palabra de Dios en las vísperas de fiestas más solemnes, en algunas ferias de Adviento y Cuaresma y los domingos y días festivos, sobre todo donde no haya sacerdotes» (SC, 35-4). f) «como el uso de la lengua vernácula es muy útil para el pueblo, en no pocas ocasiones (...) se le podrá dar mayor acogida» (SC, 36-2), si bien «se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo el derecho particular» (SC, 36-1); g) «al revisar los libros litúrgicos, salvada la unidad substancial del rito romano, se admitirán variaciones y adaptaciones legítimas a los diversos grupos y pueblos, especialmente en las misiones» (SC, 38). Estas adaptaciones las realizará «la competente autoridad territorial (...) dentro de los límites establecidos en las diversas ediciones de los libros litúrgicos» (SC, 39) y con licencia de la Sede Apostólica cuando se trate de «una adaptación más profunda» (SC 40); h) debe fomentarse la vida litúrgica parroquial (SC, 42); crearse una comisión nacional (SC, 44) y otra diocesana (SC, 45) de liturgia, y, «dentro de lo posible, comisiones de música sacra y arte sacro», las cuales «trabajarán en estrecha colaboración» (SC, 46); i) los «textos y los ritos deben ordenarse de tal modo que
5. Medios para fomentar la participación litúrgica La participación litúrgica puede lograrse a través de muchos medios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II ha señalado la importancia de estos tres: la reforma de la misma liturgia, la formación del clero y del pueblo y la reforma de las personas. A) La reforma de la liturgia El Concilio trata de la reforma litúrgica en cada uno de los capítulos de la Constitución Sacrosanctum Concilium. En 54
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expresen con mayor claridad las cosas que significan y, en lo posible, puedan comprenderlos más fácilmente y participar en ellos» (SC, 21) los fieles.
. e , s e r . obstáculo son vehículo de perfección; pero la formación litúrgica no será auténtica si al conocimiento no se une la experiencia personal y vital. Por otra parte, como la verdadera formación afecta a la interioridad y a la corporeidad del cristiano —porque ambas realidades son inseparables en el hombre—, la formación litúrgica se extiende a la inteligencia, a la voluntad, a la sensibilidad interior, a los sentidos corporales, al moviomiento, a las acciones del cuerpo, etc. En este sentido la misma acción litúrgica es un eficacísimo instrumento de formación, pues, al ser simultáneamente realidad espiritual y material (su núcleo es espiritual y, por eso, invisible; su envoltura, material y visible), se dirige no sólo a la interioridad del hombre sino también a su corporeidad: el hombre contempla, oye, habla, canta, está de pie o de rodillas, es lavado con agua, ungido con óleo, etc. Por este motivo, la actitud que adopta el cristiano al rezar en una celebración litúrgica o el modo de comportarse el celebrante no son realidades neutras respecto de la formación litúrgica, sino factores que influyen positiva o negativamente, Por último, la formación litúrgica incluye, además del conocimiento teórico-experiencial, la educación del cristiano para una permanente decisión a favor del bien y en contra del mal. En efecto, por ser la liturgia una realidad santa que encierra en sí misma la presencia del mismo Dios santo, presupone y exige un sentimiento acomodado a esta realidad. Este sentimiento encierra reverencia ante el misterio de la divina presencia, pureza ante la santidad de Dios, arrepentimiento del hombre pecador, alegre confianza ante el Dios que perdona y salva, y, vivificándolo todo, el sentimiento de la caridad cristiana, pues lo más íntimo del misterio divino en la liturgia es el amor. La formación litúrgica exige educar continuamente en estos sentimientos y, por consiguiente, en una constante superación moral. Objetivo fundamental de la formación litúrgica será, por tanto, lograr el encuentro del hombre con el Dios santo, dador de la gracia y de la santificación. En una palabra: la formación litúrgica es mucho más que un mero conocimiento teórico de las cosas de la liturgia; es una acabada formación del hombre completo, de su cuerpo
B) La formación del clero y del pueblo La importancia que concede el Concilio Vaticano II a la formación litúrgica del clero se refleja en estas palabras de la Sacrosanctum Conciliunu «No se puede esperar que esto ocurra (la formación del pueblo y su participación en la liturgia) si antes los mismos pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y de la fuerza de la liturgia y llegan a ser verdaderos maestros de la misma» (SC, 14-3). El Concilio hace dos grandes asertos: a) la formación teórica y experiencial del clero debe ser tan esmerada que le convierta en verdadero maestro; y b) esta formación es requisito previo para que el pueblo pueda acercarse a la liturgia a «beber el espíritu verdaderamente cristiano» (SC, 14-2). a) Naturaleza de la formación litúrgica2 La formación litúrgica no es una mera información o una enseñanza exclusivamente teórica, sino una iniciación desde el punto de vista teológico, histórico, jurídico, pastoral y espiritual. Si se tienen en cuenta estos aspectos, se evitan todos los reduccionismos: el esteticismo (reducción de la liturgia a su aspecto sensible), el juridiscismo (identificación entre liturgia y norma litúrgica), el «anarquismo» (confusión entre liturgia viva y cambio permanente, arbitrario y subjetivista de los ritos) y la liturgia secularizada (eliminación del aspecto sagrado y trascendente de la liturgia en aras del secularismo en sus diversas formas y grados). Aunque ya se ha aludido anteriormente a ello, conviene subrayar que la formación litúrgica no es sinónimo de instrucción, aunque sea incluso erudita, puesto que no se trata de poseer un gran bagaje teórico de la teología o de la historia de la liturgia, sino de un saber que nace del encuentro efectivo entre el cristiano y la liturgia. Es verdad que la formación, para que sea verdaderamente tal, también incluye conocimientos teóricos, cuya amplitud y profundidad lejos
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y de su espíritu. A través de ella, el hombre puede volver a ser capaz de contemplar y crear símbolos, vivir la unidad de su espíritu y de su cuerpo, del yo y de la comunidad, del hombre y del mundo, y de encontrarse verdaderamente con Dios que le ofrece la salvación. b) Instrumentos de formación litúrgica 3 Los instrumentos para lograr la formación litúrgica varían según las personas y circunstancias. Entre otros pueden señalarse los siguientes: la catequesis estrictamente litúrgica; semanas y cursillos de carácter exclusiva o principalmente litúrgicos; catequesis general; material impreso y audiovisual, etcétera. C) Reforma de las personas Así como es inadmisible el panliturgismo teórico o práctico, por cuanto identifica liturgia y vida cristiana, también lo es separar progreso cristiano y participación litúrgica, puesto que conduciría al ritualismo o al secularismo. Según esto, el perfeccionamiento de la participación litúrgica no se agota en la misma liturgia; o, si se prefiere, en la celebración litúrgica, sino que se extiende a la vida cristiana en todas sus vertientes: espiritual, apostólica, profesional, social, etcétera. Por lo mismo, la participación litúrgica trasciende los límites de las reformas estructurales y se inserta en el campo de las reformas personales, evitando así que la liturgia se desnaturalice, se empequeñezca o se adentre en áreas que no le son específicas: la evangelización, la catequesis, la política, etcétera. Se trata, en última instancia, de aplicar los principios de totalidad y de especificidad, evitando tanto los compartimentos estancos en la vida cristiana como la mixtificación o confusión de las diversas funciones eclesiales.
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Capítulo ni EL SIGNO LITÚRGICO 1. Dimensión significativa de la liturgia' La liturgia es un diálogo entre Dios y su Pueblo: Dios anuncia y ofrece al hombre su salvación, a la vez que le invita a aceptarla; el hombre, por su parte, escucha ese mensaje y responde afirmativamente a la oferta salvífica que se le propone. Pero la liturgia no es sólo diálogo; es también acción: Dios actúa y el hombre se compromete. Esta acción divina y el correlativo compromiso humano se realizan sobre todo en los sacramentos, signos privilegiados del encuentro del hombre con Dios en Cristo, puesto que comunican infaliblemente la salvación (significando causant). Sin embargo, existen otros signos litúrgicos, como los sacramentales y ciertos gestos y actitudes del hombre. Más aún, en cierto modo toda la liturgia es un signo. Signos son, en efecto, la comunidad reunida, el obispo que preside la celebración, los ministros que cumplen su oficio, el tiempo —con su retorno diario, semanal y anual—, los objetos y lugares de culto, etcétera. Esta realidad tiene su fundamento en el carácter sacramental de la Encarnación, gracias a la cual la Humanidad de Cristo se convirtió en signo visible de la Divinidad (protosacramento); y en el carácter sacramental de la Iglesia, signo visible y eficaz de la salvación obrada por Cristo (sacramento universal de la salvación). Brota, además, de la condición de la naturaleza humana, que se remonta a las realidades invisibles a través de las visibles. Y, finalmente, del modo en que se ha desarrollado la historia de la salvación, 59
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en la cual Dios ha entrado en comunión con los hombres a través de signos sensibles y eficaces. Basta pensar en el Mar Rojo, en el maná, en la serpiente de bronce, y en los milagros del ciego de nacimiento y del sordomudo. Este enraizamiento de los signos litúrgicos en la historia de la salvación explica que muchos de ellos sean bíblicos y que la Sagrada Escritura aporte los elementos necesarios para su recta comprensión. Por otra parte, dado que la Sagrada Escritura ha formado y fortalecido la mentalidad cristiana, casi todos los signos litúrgicos tienen una cierta inspiración bíblica. Aquí radica la explicación del recurso constante de los Santos Padres a la Biblia para encontrar en ella la tipología de los sacramentos —especialmente del Bautismo y de la Eucaristía— y de otros signos litúrgicos. 2. Los signos litúrgicos son símbolos A) Naturaleza del signo en general Signo es aquello gracias a lo cual «aliud videtur et aliud intelligitur» (S. Agustín); es decir: una realidad que orienta hacia otra distinta. Tal es el caso, por ejemplo, del humo, que descubre la existencia del fuego. En todo signo existe siempre un doble elemento: lo significado y el significante. El primero es más importante en el plano ontológico; pero el segundo lo es en el plano cognoscitivo; ambos, sin embargo, están inseparablemente unidos, pues el signo sólo es posible por la conjunción de ambos. Esta inseparabilidad origina las relaciones que existen entre ellos. El significante manifiesta y oculta, a la vez, al significado, tiene una semejanza con él y es más imperfecto; el significado, por su parte, es conocido gracias al significante, pues, estando más próximo a nosotros, nos conduce a él, nos lo revela y nos permite insertarnos en él. B) Los signos litúrgicos son símbolos Los signos son de tres clases: naturales, convencionales y simbólicos. Los primeros están fundados en la misma naturaleza de las cosas (el humo orienta al fuego por el hecho 60
de ser humo); los convencionales dependen exclusivamente de la voluntad humana (la bandera de una nación, la señal de stop); y los simbólicos dependen de la voluntad, pero tienen un fundamento en la realidad de las cosas (el agua del Bautismo purifica por voluntad de Cristo; pero la naturaleza del agua conlleva la idea de purificación). Los signos litúrgicos no son naturales ni meramente convencionales: son símbolos. Cristo —y luego la Iglesia— al conferir la naturaleza simbólica a los signos litúrgicos, ha institucionalizado su modo salvífico de obrar mientras vivió en la tierra, pues frecuentemente realizaba los milabros partiendo de signos naturales que hablaban a los presentes: barro, saliva, agua, etcétera; ha tomado en consideración la naturaleza humana, que llega a lo invisible a través de lo visible y capta lo suprasensible por medio de lo sensible; y ha sido fiel a la dinámica de la Encarnación («gracias al misterio de la Palabra hecha carne..., conociendo a Dios visiblemente, Él nos lleva al amor de lo invisible»; Prefacio I de Navidad), pues la Encarnación de la Palabra ha hecho posible la plena revelación y el subsiguiente conocimiento del Dios invisible y trascendente. 3. Dimensiones del signo litúrgico Los signos litúrgicos no son profanos sino religiosos. En concreto, significan la salvación que Dios realiza en Cristo, por la Iglesia, con los hombres (es decir: la gracia) y el culto que los hombres tributan a Dios. «Los sacramentos, dice el Vaticano n, están ordenados a la santificación de los hombres... y a dar culto a Dios» (SC, 59). Por eso, el signo litúrgico tiene siempre esa doble dimensión: cultual y santificadora, aunque en algunos resalta más uno de los aspectos (vg. en la Penitencia resalta más el aspecto de santificación; y en la Eucaristía el de culto). Esta doble vertiente confiere al signo litúrgico carácter demostrativo, en cuanto que el culto y la santificación son realidades presentes. Además, como uno y otra fueron realizados por Cristo en su misterio pascual, el signo litúrgico tiene también carácter rememorativo. Por otra parte, dado 61
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que la santificación y el culto actuales son prefiguración y anuncio de la santificación y culto perfectos y definitivos de la Jerusalén Celeste, hacen del signo litúrgico un signo prefigurativo. Finalmente, como quiera que participar en el culto y en la salvación de Cristo obliga a configurar la propia vida con las exigencias que ello comporta, el signo litúrgico entraña un compromiso moral de futuro y tiene un carácter empeñativo (de compromiso).
Esta unidad substancial del alma y del cuerpo conlleva un hecho de capital importancia: todo acto verdaderamente humano brota de la totalidad del hombre, la expresa y la implica. Así se explica, por ejemplo, que los sentimientos se traduzcan espontáneamente en gestos y actitudes corporales, y que los gestos y actitudes provoquen, intensifiquen o expliciten las actitudes internas. Piénsese en las lágrimas provenientes de un sentimiento profundo de gozo o de tristeza o en los sentimientos de humildad y arrepentimiento que desencadenan una postración profunda del cuerpo o unos golpes de pecho llenos de sinceridad y verdad. Teniendo en cuenta estas realidades, Cristo y la Iglesia han incorporado a la liturgia muchos gestos y actitudes. Veamos algunos de ellos.
4. Clases de signos litúrgicos Los signos litúrgicos se agrupan en dos grandes bloques: sacramentales y no sacramentales. Los primeros se identifican con los siete sacramentos, cuya institución, naturaleza y eficacia tienen origen divino y no pueden ser alterados substancialmente por la Iglesia, aunque ésta haya recibido de Cristo ciertos poderes sobre la estructura del signo sacramental de algunos sacramentos (vg. de la Confirmación). Los signos no sacramentales son todos los demás. Prescindiendo ahora de los signos sacramentales—de los que se tratará más adelante al estudiar cada uno de los siete sacramentos— y de los cuasisacramentales —a los que también se reserva un tratado específico—, podemos distinguir cuatro clases de signos litúrgicos: los que se relacionan con los gestos y actitudes del cuerpo humano; los que se refieren a los elementos que se emplean para la celebración litúrgica; los que dimanan de los lugares sagrados; y los que derivan de las personas que actúan en las acciones litúrgicas. A) Signos relacionados con los gestos y actitudes del cuerpo humano El hombre es un ser resultante de la unión substancial de un alma racional y un cuerpo humano. Esta verdad no es sólo de orden filosófico sino también bíblico, puesto que la Revelación no conduce a yuxtaponer, contraponer o disociar el alma y el cuerpo sino a verlos íntimamente unidos. Esta unidad está tan acentuada en la Revelación, que algunos han caído en un inaceptable monismo, de signo material o espiritual, según los casos. 62
a) Gestos litúrgicos Los gestos litúrgicos pueden ser utilitarios (vg. lavarse las manos después de la imposición de la ceniza o de la crismación); de veneración hacia las personas (una inclinación de cabeza) o las cosas (besar el altar); de acompañamiento de la palabra (la signación del evangelio o las manos extendidas durante la plegaria eucarística); específicamente cristianos (la señal de la Cruz) o incorporados del entorno sociocultural (la entrega de los instrumentos en la ordenación sacerdotal), etcétera. Los gestos litúrgicos más importantes son éstos: la señal de la cruz, los golpes de pecho, los ojos elevados al Cielo, las unciones, la imposición de la ceniza y ciertos gestos relacionados con las manos: imposición de las manos, manos juntas y plegadas junto al pecho, manos elevadas y extendidas, manos que dan y reciben la paz, manos dispuestas para recibir el Cuerpo del Señor. a') La señal de la Cruz Es un gesto típicamente cristiano. Según aparece en muchos documentos, los primeros cristianos realizaban frecuentemente este signo tanto en la vida ordinaria como en las celebraciones litúrgicas. Está atestiguado al menos desde el siglo II. Tertuliano (De corona militis, 3) escribe, a fi63
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nales de ese siglo, que los cristianos se signan con la señal de la cruz cuando se ponen de camino, al salir o entrar en su domicilio, al vestirse, al lavarse, al comer, al acostarse, al sentarse, etcétera. Durante los primeros siglos se vio, en la forma de poner los dedos de la mano al signarse y al hacer el signo de la cruz sobre las cosas y las personas, una expresión de la fe en determinados dogmas trinitario-cristológicos. En Occidente ha desaparecido esta interpretación; pero en Oriente todavía se conserva en no pocas iglesias. Generalmente el signo de la Cruz va acompañado de las palabras «En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». Los orientales suelen emplear la fórmula «Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros». La señal de la Cruz viene a ser como un sello de Cristo, una profesión de fe en Él, una afirmación de su poder soberano, una invocación de la gracia de Dios implorada por los méritos de Cristo, muerto en la Cruz. También se usa como bendición de cosas y personas, acompañada de fórmulas especiales. La signación tiene también sentido exorcístico desde tiempos muy remotos (s. II).
lo realizara en el momento de instituir la Sagrada Eucaristía. Con todo, el Canon Romano, incluso en su forma más primitiva se lo atribuye a Jesús y prescribe que lo realice el celebrante. Es un signo de súplica confiada a Dios Padre.
b') Golpes de pecho Golpearse el pecho es signo de arrepentimiento por los pecados cometidos y de humildad. En este sentido aparece en el Evangelio, referido al publicano y al centurión. Se trata de un gesto muy común en los pueblos antiguos. Los golpes de pecho están prescritos actualmente al hacer el acto de contrición en la Misa, pero no hay que golpearse tres veces, como ocurría en el rito anterior, sino una sola. En la liturgia actual han desaparecido los golpes de pecho del Agnus Dei y del Dómine, non sum dignus, c) Ojos levantados hacia el Cielo Este gesto lo usó Jesús en el momento de la multiplicación de los panes, al comenzar la predicación de las bienaventuranzas, en la oración previa a la resurrección de Lázaro y en la oración sacerdotal. En cambio, no sabemos que 64
d') Las unciones La unción es un gesto que la liturgia emplea con bastante profusión. No es de origen cristiano, pues era conocido y usado tanto en los pueblos semitas como en los del mundo mediterráneo. En la liturgia actual aparece en el Bautismo con sentido exorcístico (unción con el óleo de los catecúmenos) y sacerdotal (crismación en la cabeza). También se usa en la Confirmación como rito perteneciente a la estructura esencial del sacramento que confiere el Espíritu Santo. En el sacramento que incluso lleva el nombre de unción —la Unción de los enfermos— también pertenece a la estructura esencial del signo sacramental, y simboliza la fuerza de la gracia que realiza la curación total. En las Órdenes sagradas explícita la unción interior realizada por el sacramento. e') Imposición de la ceniza La imposición de la ceniza aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento. La liturgia actual realiza este gesto el día que comienza la Cuaresma, como reliquia del gesto que hacían los penitentes cuando ingresaban en la penitencia canónica. Es signo de humildad («eres polvo y en polvo te convertirás»), de arrepentimiento, de resurrección (la humildad y el arrepentimiento producirán la muerte al pecado y la resurrección a la nueva vida en Cristo, en la Vigilia Pascual) y de oración confiada. f') Imposición de las manos Es un gesto antiquísimo y común a muchas religiones. En el Antiguo Testamento estaba prescrita en el culto sacrificial. Jesucristo lo usó muchas veces para realizar milagros y bendecir. Los Hechos recuerdan en bastantes ocasiones 65
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que los Apóstoles imponían las manos para impetrar la acción del Espíritu Santo sobre los bautizados y en los ritos de ordenación sacerdotal. La liturgia usa mucho la imposición de manos: en la celebración de la Eucaristía (epíclesis preconsecratoria); en la penitencia; en los ritos de ordenación diaconal, presbiteral y episcopal; en la Confirmación; etc. Durante los primeros siglos se usó en los ritos catecumenales con sentido exorcístico, sentido que todavía perduraba en el ritual anterior al promulgado por Pablo VI. Aunque en cada caso tiene matices distintos, siempre significa una acción sobrenatural por parte de Dios.
es el gesto más acomodado a la celebración litúrgica cuando las manos no han de emplearse en otros ritos o no se prescribe que se tengan levantadas. Es de mal gusto y de poca expresividad, que los concelebrantes y los demás ministros inferiores tengan los brazos cruzados o doblada una mano sobre la otra con los dedos pulgares en forma de cruz.
g') Manos elevadas y extendidas Levantar y extender las manos al rezar expresa los sentimientos del alma que busca y espera el auxilio de lo alto; de ahí que sea casi universal en la historia de las religones. Fue practicado por el pueblo judío. Entre los primeros cristianos estuvo bastante difundido, según se desprende de las imágenes de orantes de las catacumbas y del testimonio de Tertuliano (De oratione, 14). En la liturgia actual es un gesto reservado al ministro que celebra la Misa (durante las llamadas oraciones presidenciales, especialmente la Plegaria Eucarística) o realiza acciones consecratorias, de bendición, etcétera. h') Manos juntas y plegadas junto al pecho Este gesto —muy expresivo y edificante— es de origen tardío, pues se introdujo en la liturgia en el siglo XII. Parece que está tomado de la forma de homenaje propio del sistema feudal germánico: el vasallo se presentaba ante su señor en esa actitud, recibiendo éste la señal externa de enfeudación. Es, pues, un gesto de humildad y vasallaje, y de actitud orante y confiada. La liturgia actual prescribe este gesto en varias ocasiones, aunque en menor medida que la precedente. Unas veces lo hace de forma implícita, al decir: «después, con las manos extendidas...»; otras, en cambio, de forma explícita. De todos modos, ha quedado como forma normal de oración y 66
i') Manos que dan y reciben la paz El puño cerrado es signo de violencia y de lucha. Las manos extendidas, abiertas y acogedoras, por el contrario, simbolizan la actitud de un corazón pacífico y fraternal, que quiere comunicar algo personal y está dispuesto a acoger lo que se le ofrece. Cuandp unas manos abiertas salen al encuentro de otras en idéntica actitud, se percibe el sentimiento profundo de un hermano que sale el encuentro de otro hermano, para ratificar, comunicar o restablecer la paz. j') Manos que reciben el Cuerpo del Señor Durante varios siglos los fieles comulgaban recibiendo el Pan eucarístico en la mano y llevándolo después personalmente a su boca. En los siglos VII-VIII, en algunos lugares, y a partir del XI en casi todos, se cambió el gesto por el de recibir la Sagrada Forma directamente en la boca. Recientemente, la Liturgia Romana ha restaurado el gesto primitivo, aunque con determinadas condiciones. La forma más adecuada de realizar el gesto y hacer perceptible su simbolismo, la ofrecía ya san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV: «No te acerques con las palmas extendidas ni con los dedos separados, sino haciendo de tu mano izquierda como un trono para tu derecha, donde se sentará el Rey. Con la cavidad de la mano recibe el Cuerpo de Cristo y responde "Amén"» (Cat. Myst, 5, 21). Las manos dispuestas para recibir la Comunión han de ser signo de humildad, de pobreza, de espera, de disponibilidad y de confianza. También signo de veneración, de respeto y de acogida, pues el Pan eucarístico no se coge sino que se acoge, se recibe. 67
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b) Actitudes litúrgicas más importantes Las principales actitudes que adoptan quienes participan en la liturgia son éstas: de pie, de rodillas, sentados, inclinados, postrados y marchando en procesión. a') De pie Orar de pie durante las acciones cúlticas era norma general en las religiones antiguas. Algunos testimonios que se remontan a la época apostólica y subapostólica, por ejemplo, las pinturas de las catacumbas, demuestran que los primeros cristianos usaron esta actitud en la liturgia. La Iglesia la ha mantenido hasta nuestros días. Significa la libertad de los hijos de Dios, liberados del pecado. El cristiano puede estar de pie delante de Dios, porque es su Padre. Es la parresía de los griegos: «nos atrevemos a decir: Padre nuestro». También es signo de alegría; de hecho, los primeros cristianos oraban de rodillas como señal de tristeza y penitencia. Incluye el simbolismo de respeto y de la espera del retorno definitivo del Señor y de la eterna bienaventuranza. Es la actitud característica del ministro que sirve en el altar, y sobre todo, del sacerdote que celebra la Eucaristía. b') De rodillas Estar de rodillas es una actitud de carácter penitencial; por eso era propia de los días de ayuno. También es signo de postración, de humildad, de arrepentimiento. En ocasiones es signo de adoración; por eso la piedad occidental la introdujo para adorar la Sagrada Eucaristía y recibir la Comunión. c') Sentados Estar sentado es la actitud que adopta el maestro que enseña o el jefe que preside. De ahí arranca el hecho de que el obispo tenga una cathedra o sede desde donde preside y enseña. Por lo que se refiere a los fieles, esta actitud litúrgica se encuentra ya en la época apostólica (Act. 20, 9; 1 Cor. 14, 30). 68
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Jesucristo, cuando se quedó en el Templo, estaba sentado delante de los doctores (Le. 2, 46). Fue también la actitud que adoptó María de Betania cuando estaba pendiente de lo que decía el Señor, sin preocuparse de preparar la comida (Le. 10, 39). En los primeros siglos, los fieles, obedeciendo una indicación del obispo, se sentaban para escuchar su predicación. Actualmente los fieles se sientan durante las lecturas, los cantos meditativos y la predicación. En esos momentos simboliza la actitud del discípulo que escucha lo que Dios le dice. En cambio, cuando el obispo —o el sacerdote— se sienta en la cátedra para predicar, es signo de la autoridad magisterial que éste tiene y ejerce en nombre de Cristo, Supremo Maestro. A veces, la actitud de estar sentado, tanto en el caso de los fieles como en el de los ministros, no tiene ningún simbolismo: es una actitud de comodidad o que sirve para guardar un silencio meditativo. d') Inclinación La inclinación es una actitud cultual conocida en todas las liturgias. En la Liturgia Romana actual es la actitud que adopta el sacerdote cuando recita ciertas oraciones privadas durante la Misa y al saludar al altar, al obispo, etc. Los fieles se inclinan para recibir la bendición del sacerdote, especialmente cuando se emplea una fórmula solemne de bendición. Es signo de veneración, respeto y humildad. El carácter penitencial que tenía la inclinación profunda, ha sido descartado de la liturgia actualmente en uso. Hay dos clases de inclinación: de cabeza y de cuerpo. Limitándonos a la Misa, la primera se realiza cuando se dicen los nombres de Jesucristo, de María y del santo en cuyo honor se celebra la fiesta. La inclinación del cuerpo —o inclinación profunda— se hace al altar, cuando no hay Sagrario conteniendo el Santísimo Sacramento; en las oraciones Munda cor meum e In spiritu humüitatis; durante las palabras «se encarnó de María Virgen y se hizo hombre» del Credo, excepto los días de Navidad y de la Anunciación, en los 69
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que se hace genuflexión; etcétera. El diácono también adopta esta actitud cuando pide la bendición antes de proclamar el Evangelio. La genuflexión —doblar la rodilla— es una variante de la inclinación. No se practica en Oriente, y en Occidente fue introducida al comienzo de la Edad Moderna (s. XVI). En la Misa, el ministro adopta esta actitud en tres momentos: después de la elevación de la Sagrada Hostia, después de la elevación del Cáliz y antes de comulgar. Cuando el sagrario está en el presbiterio y contiene el Santísimo, se hace genuflexión antes y después de la Misa y cuantas veces se pasa delante del sagrario. En estos casos es signo de respeto y adoración. También tiene el mismo simbolismo cuando se usa ante el Santísimo expuesto o reservado.
gnnante de la Iglesia. También, a veces, es un signo muy expresivo de fe y devoción. Tanto los gestos como las actitudes han de realizarse con dignidad, verdad y sentido de lo sagrado, sin afectación ni teatralidad y huyendo tanto de la rigidez como del sentimentalismo.
e') Postración La postración aparece frecuentemente en la Biblia como actitud de oración: Gn. 17, 3; Dt. 9, 18; Tob. 12, 16; Mac. 10, 4; Me. 17, 6; 26, 39; Apc. 4, 10, etc. Actualmente es una actitud excepcional, pues se reserva a quienes reciben una consagración definitiva de manos del obispo: los ordenados in sacris y los diáconos, las vírgenes, los abades. También pueden hacerla el sacerdote y el diácono al comienzo de la solemne acción litúrgica del Viernes Santo. Es signo de humildad y penitencia. f) Procesión En las celebraciones habituales, vg. en la Santa Misa, los ministros realizan movimientos que tienen carácter procesional: al principio, antes del evangelio, etcétera. También los fieles adoptan esta actitud al presentar las ofrendas y cuando comulgan. • Además, hay procesiones excepcionales unidas al año litúrgico, como la del Domingo de Ramos y la del Corpus Christi, o a circunstancias particulares de la vida de la Iglesia, por ejemplo, la de una comunidad parroquial el día de la festividad de su titular o de una rogativa. La procesión simboliza, principalmente, el carácter pere70
B) Signos relacionados con los elementos que usa la liturgia La liturgia no sólo incorpora y convierte en vehículos de significación y eficacia sobrenaturales los gestos y actitudes del cuerpo, sino también ciertos elementos naturales. Este hecho obedece a una triple causa: la condición de la naturaleza humana, que exige ciertos elementos materiales para realizar el culto: templos, objetos, ofrendas, etcétera; la capacidad significativa de algunas realidades materiales, que las hace susceptibles de ser elevadas al rango de símbolos litúrgicos: el pan y el vino, por ejemplo; y la dinámica de la historia salvífica, en la que ciertos elementos del Antiguo Testamento: el maná, el agua de la roca, la serpiente de bronce, etc., prefiguraban otras realidades. En el Nuevo, Cristo convirtió ciertos elementos en símbolos eficaces de salvación. La Iglesia utiliza los elementos materiales para prolongar y, en cierto modo, ampliar los signos sacramentales. Los elementos que la liturgia ha elevado a símbolos son muchos: el pan, el vino, el incienso, el aceite, la ceniza, la luz, el agua, el fuego, el bálsamo, la cera, el color, los vestidos, los vasos, etc. Su significado se descubre recurriendo a la historia de la liturgia, al uso que la Iglesia hace de ellos, y a las fórmulas que los acompañan. Veamos el simbolismo de algunos de ellos. a) El pan y el vino El pan y el vino —elementos básicos y universales de alimentación en el entorno mediterráneo— simbolizan, al convertirse en verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo, que la Eucaristía es alimento indispensable de todos los cristianos. Simbolizan también la unidad de la Iglesia y de los cristianos con Cristo y entre sí, pues compartir el mismo pan y el mismo vino son signos de fraternidad, amistad y unidad. 71
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b) El aceite El aceite tiene varios sentidos: fortaleza espiritual y corporal, valor curativo y conservativo de carácter espiritual, efusión de la gracia, santificación e inhabitación del Espíritu Santo y testimonio cristiano, comunicación del poder divino y consagración de objetos sagrados. c) La ceniza, el agua y el incienso La ceniza, el agua y el incienso son signos de penitencia, purificación y adoración, respectivamente. d) La luz La luz tiene varios significados: la luz del Sol simboliza a Cristo, Sol de justicia; el Cirio Pascual es signo de Cristo luz del mundo por medio de la Resurrección (los cirios de los fieles y el cirio bautismal, al ser participación de esa luz, simbolizan que los cristianos son testigos del Resucitado); las lámparas puestas encima del altar y las que acompañan la procesión del Evangelio son expresión de honor. e) Las vestiduras sagradas Suelen ser signos de los diversos misterios que realizan el culto. En concreto, la casulla es la vestidura propia del sacerdote que celebra la Eucaristía y otros ritos relacionados con ella; la dalmática, la del diácono; y el alba es la vestidura común para todos los ministros de cualquier grado. f) Los colores litúrgicos Los colores litúrgicos tienen el siguiente significado: el blanco es signo de alegría y de pureza e inocencia; el verde, de esperanza; el rojo, de realeza y de martirio; el morado, de dolor y esperanza; el negro, de tristeza. El color negro se puede sustituir por el morado.
EL SIGNO LITÚRGICO
La iglesia simboliza la comunidad cristiana, especialmente la que está reunida para celebrar el culto, sobre todo el Eucarístico. Dentro de la iglesia, el altar es signo de Cristo que se inmola en sacrificio; y el sagrario, la «morada de Dios». El bautisterio ha perdido en muchos casos, desde hace siglos, el simbolismo de muerte y resurrección que tuvo en ciertos momentos históricos. El cementerio—como indica su nombre: dormitorio— es signo de la resurrección de los muertos que tendrá lugar cuando llegue la Parusía final. D) Signos relacionados con las pesónos que actúan en la liturgia En la Iglesia, realidad constitutiva y esencialmente jerárquica, existe diversidad de funciones y ministerios. Dada la íntima relación entre liturgia e Iglesia, esta diversidad funcional ha de aparecer en las acciones litúrgicas. Así sucede, en concreto, cuando el ministro y los fieles realizan todo y sólo lo que les corresponde. Según esto, una comunidad cultual, tomada en su conjunto, simboliza a la Iglesia como Pueblo de Dios jerárquicamente organizado. Por lo que respecta a cada uno de los miembros, el obispo es signo de Cristo Cabeza, Sumo Sacerdote —Liturgo— Pastor de la grey; el presbítero también es signo de Cristo Cabeza, pero subordinado al Obispo; el diácono, servidor del obispo en el altar; el lector, ministro de la palabra; y los fieles, comunidad convocada y presidida por Cristo, representado por el obispo o, en su defecto, por el presbítero.
C) Signos dependientes de los lugares sagrados Entre los lugares que tienen una determinada simbología litúrgica destacamos únicamente la iglesia, el bautisterio y el cementerio. 72
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Capítulo IV EL SUJETO DE LA CELEBRACIÓN: LA ASAMBLEA1 1. El término El término asamblea —de origen francés— significa una reunión de personas para una finalidad determinada: recreativa, cultural, política, religiosa, etc. En sentido religioso, asamblea es la reunión de una comunidad de creyentes para realizar conjuntamente unos ritos sagrados. En el Antiguo Testamento significaba, principalmente, el mismo Pueblo de Dios y sus reuniones cultuales. En el Nuevo Testamento y en la literatura cristiana primitiva, asamblea tiene tras de sí gran variedad terminológica: synéleusis, synagogé, synaxis, synerjomai, azroitsomai y coetus, convocatio, congregatio, collecta y los verbos de desplazamiento coire, convenire, congregan, los cuales, a veces, se precisan más, vg. in unum; aunque terminó imponiéndose ekklesta, vocablo trasliterado del griego al latín, que significa tanto la «comunidad de los cristianos» como la «reunión periódica de éstos en torno a la Palabra de Dios o a la Eucaristía». Aplicado a la liturgia cristiana, asamblea equivale hoy a «una reunión de fieles, jerárquicamente constituida y legítimamente reunida en un determinado lugar para celebrar una acción que la Iglesia considera litúrgica». Este es el sentido con el que aparece en los más recientes documentos magisteriales.
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2. La asamblea en la Historia de la salvación A) En el Antiguo Testamento La Historia salvífica es una manifestación constante de que Dios no quiere la santificación y la salvación de las personas de modo autónomo sino dentro de un pueblo, de una nación, de un reino, donde se santifiquen y salven los individuos. En otros términos: aunque la salvación es personal, no comunitaria, Dios ha previsto, sin embargo, que tenga lugar dentro de una comunidad de salvación. Asomándonos a las primeras páginas del Génesis, detectamos que los conceptos de Pueblo de Dios y de Reino de Dios están ya presentes, puesto que en ellas se descubre que toda la creación, incluso la material, ha sido ordenada por Dios para el hombre y éste a la vivencia de las relaciones amistosas entre él y Dios, introducidas por la gracia y los dones preternaturales que poseyeron nuestros primeros padres antes del pecado de origen. Abrahán sale de su tierra y deja su parentela, para seguir la voz de Dios, que le promete darle en herencia un pueblo (Gn. 12, 1-2). Saúl reinará sobre el pueblo de Yahvé (1 Sam. 10, 1; 16, 7). Israel es el Pueblo Santo de Dios (Dt. 7, 6-9), según repiten insistentemente los profetas, sobre todo Isaías (41, 1-2; 8-9; 43, 10.20-21; 45, 4; 51), pueblo singular, único (Jr. 14, 12), pueblo elegido a pesar de que sería tantas veces infiel (Os. 2, 21-22.25; Am. 3, 2; Is. 1, 2-4; 18.21-22; Jr. 18,5-6.13-15). Esta pertenencia de Israel a Yahvé como Pueblo suyo se acentúa de modo especial a partir de la Alianza del Sinaí. Por otra parte, en el AT la denominación característica de este pueblo teocrático, además de «Pueblo de Dios», es la de Q'hal Yahvé (=Iglesia de Dios) (Dt. 4, 8-12) y significa asamblea de Dios, congregación de Dios, en el sentido de que Israel es un pueblo religioso que, por libre y amorosa voluntad de Dios, ha sido elegido, llamado, separado de los demás, congregado en comunidad y consagrado de modo especialísimo a Dios en vista a una misión especial. El mismo sentido tienen otras expresiones relacionadas con Israel: posesión de Dios, su heredad, gente santa amada 76
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por Dios, pueblo sacerdotal objeto de las promesas de Dios. Las notas específicas de esta «iglesia de Dios» o «asamblea de Yahvé» son éstas: a) la iniciativa de la reunión pertenece a Dios, quien la ejerció de modo constitucional y solemne el día de la promulgación de la Alianza a los pies del Sinaí; b) los convocados son personas que han sido separadas de las demás para formar un pueblo de adoradores de Yahvé (Ex. 19, 4-6); c) la entrada en ese pueblo se realiza a través de unos ritos propios; d) la finalidad última de la convocación es tributar a Dios el culto que El mismo ha indicado: el culto ritual levítico y el culto espiritual de la propia existencia; y e) la asamblea tiene una estructura jerárquica dada por Dios mismo; es decir: aunque toda la nación es un pueblo sacerdotal, existe un sacerdocio ministerial querido por Dios, radicalmente distinto y superior al pueblo en las acciones cultuales. Los libros sagrados hablan frecuentemente de las «reuniones» —asambleas— del Pueblo de Dios. Ateniéndonos a las más sobresalientes, cabe señalar las del Sinaí (Dt. 4, 10; 9, 10; 18, 16), la dedicación del Templo por Salomón (1 Re. 8, 2; 2 Cron. 6-7), la gran Pascua de la restauración del culto bajo Ezequías (2 Cron. 29-30), la renovación de la Alianza bajo Josías (2 Re.23) y la gran asamblea, con ocho días de duración, al retorno del exilio (Neh.8-9). Los elementos que aparecen en la «reunión» por excelencia, la del Sinaí, son cuatro: a) la convocación hecha por Dios mismo (Dt. 4, 10); b) la presencia de Dios entre los reunidos (Ex. 19, 17-18); c) la proclamación que Dios hace de su Palabra (Dt. 4, 12-13); y d) el sacrificio de Alianza con que concluye la reunión. En las demás reuniones se repiten estos elementos, aunque, a veces, con algún matiz diferente. B) En el Nuevo Testamento Con mucha frecuencia el Nuevo Testamento presenta a los creyentes en Cristo como el nuevo Pueblo de Dios, heredero de las promesas divinas, a la vez que señala el carácter comunitario de sus reuniones religiosas. En este sentido destacan el libro de los Hechos y las cartas paulinas. 77
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a) Los Hechos de los Apóstoles Después de la Ascensión del Señor, los Apóstoles se reúnen-en la habitación alta donde moraban habitualmente (Act. 1, 13), y todos «perseveraban unánimes en la oración» (Act. 1, 14). Estas reuniones son habituales y de carácter litúrgico, según el sentido que tienen unánimes y sus derivados en la primera parte de los Hechos y en otros lugares neotestamentarios (cfr. vg. Rm. 15,6). Por otra parte, los Hechos son reiterativos a la hora de destacar la unidad que reinaba en la primitiva comunidad cristiana: «día tras día, unánimes, frecuentaban asiduamente el Templo y partían el pan en las casas» (Act, 2,47; 3,12-13; 4, 32). La reunión cotidiana era signo y lugar privilegiado de esa unidad profunda (Act. 2, 47). La asamblea litúrgica actualizaba a la Iglesia y, de alguna manera, se identificaba con ella. Pedro y Juan, después de su encarcelamiento, se dirigen a la reunión de los fieles (Act. 4, 20). Todos juntos, unánimes, alzan su voz para la oración, y en esta asamblea, unida en oración unánime, manifiesta el Espíritu sus dones (Act. 4, 31-32). Los Hechos de los Apóstoles mencionan también otras muchas asambleas (Act. 6, 2-6; 12, 12; 14, 29; 15, 30; 20, 7, etc.). b) Cartas paulinas En los escritos paulinos abundan los textos alusivos a la asamblea litúrgica cristiana, que es designada con el término ekklesía. Son bien conocidos, a este respecto, los textos de 1 Cor. 11, 17-23; 16, 14; Fil. 2; Col. 4, 15, etc. Los pasajes más importantes se encuentran en la primera carta a los fieles de Corinto. La asamblea no es una reunión cualquiera: es la Iglesia misma, es el Cuerpo de Cristo, a quien se ofeíide cuando se comete una falta contra la asamblea. Esta tiene tanta importancia para san Pablo, que el uso de los carismas del Espíritu Santo debe estar regido por las exigencias del bien de la asamblea (Cfr. 1 Cor. 14). La asamblea local debe tener en cuenta a las demás iglesias locales y a sus costumbres, es decir: a la Iglesia univer78
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sal, presente, sin duda, en la asamblea litúrgica, aunque la trascienda. En la Carta a los Hebreos hay varias alusiones a la asamblea cristiana, motivadas por la comparación de ésta con la asamblea del Pueblo de Dios en la Antigua Alianza durante su peregrinación por el desierto y las asambleas litúrgicas del Templo (cfr. Heb. 10, 19-25; 12, 22-24). C) Durante los primeros siglos de la Iglesia Son también bastante numerosos los pasajes de los Padres Apostólicos y de los primeros escritos cristianos que se refieren a la asamblea litúrgica. En la Didaché se dice: «Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro. Todo aquel, empero, que tenga contienda con su compañero, no se junte con vosotros hasta tanto no se haya reconciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio»2. El texto es sumamente expresivo respecto a la naturaleza genuina del espíritu comunitario de la asamblea litúrgica, que no es una mera agregación de personas, sino una verdadera unión de corazones y de almas, con gran sentido espiritual. Las cartas de san Ignacio ofrecen muchos testimonios sobre la asamblea litúrgica, hasta el extremo de poderse elaborar con ellos un tratado teológico sobre la misma. He aquí algunos ejemplos. Corred «todos a una con el pensamiento y sentir de Dios» 3. «Sigúese de ahí que os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo, que es justamente lo que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que lleva, digno, otrosí, de Dios, así está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. Pero también los particulares o laicos habéis de formar un coro, a fin de que, unísonos por vuestra concordia y tomando en vuestra unidad la nota tónica de Dios, cantéis a una voz al Padre por medio de Jesucristo...»4. «Que nadie se llame a engaño. Si alguno no está dentro del ámbito del Altar, se priva del pan de Dios. Porque si la oración de uno o dos tiene tanta fuerza, ¡cuánto más la de los obispos juntamente con toda la Iglesia! Así, pues, el que no acude a la 79
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reunión de los fieles, ése es ya un soberbio y él mismo pronuncia su propia sentencia»5. «Por lo tanto, poned empeño en reuniros con más frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria. Porque, cuando apretadamente os congregáis en uno, se derriban las fortalezas de Satanás y por la concordia de vuestra fe se destruye la ruina que él os procura» 6 . En la carta a los Magnesios dice: «A la manera que el Señor nada hizo contra su Padre, hecho como estaba una cosa con El (...), así vosotros nada hagáis tampoco sin contar con vuestro obispo y los ancianos; ni tratéis de colorear como laudable nada que hagáis a vuestras solas, sino, reunidos en común, haya una sola oración, una sola esperanza en la caridad, en la alegría sin tacha, que es Jesucristo, mejor que el cual nada existe. Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo, que procede de un solo Padre, para uno solo es y a uno solo ha vuelto»7. Escribiendo a los fieles de Filadelfia añade: «Congregaos más bien todos con un corazón indivisible»8. Y exhorta a san Policarpo: «Celébrense reuniones con más frecuencia. Búscalos a todos por su nombre» 9 . Hacia la mitad del siglo II, san Justino describe muy pormenorizadamente una asamblea litúrgica dominical y otra postbautismal: «El día del Sol —dice refiriéndose a la primera— se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades y en los campos, y allí se leen, en cuento el tiempo lo permite, los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los Profetas...»10. Lo mismo describe Tertuliano, en su Apologeticen, escrito en el año 197 n . Por otra parte, las Actas de los mártires, según el testimonio de Dix y Jugmann, dejan constancia de la gran importancia que concedían los primeros cristianos a la asamblea, permaneciendo fieles a ella a pesar de las calumnias, las persecuciones y los sufrimientos de todo tipo. Una de las páginas más elocuentes y emotiva de esta fidelidad se encuentra en el testimonio de los mártires de Bitinia. Llevados ante el procurador romano, éste mantiene un importante diálogo con el lictor Emérito. «¿Es verdad —le dice— que en tu casa celebráis la reunión contra el edicto
del Emperador?». La contestación es tajante: «Sí, hemos celebrado la liturgia del Señor». «Y ¿por qué dejaste entrar a tanta gente?». «Porque son mis hermanos y no puedo rechazarlos», contesta Emérito. «Tenías que rechazarlos», insiste el procónsul. Pero Emérito responde: «No, no podía hacerlo, puesto que no podemos vivir sin celebrar la liturgia del Señor»l2.
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D) Épocas posteriores Con el paso del tiempo decreció el fervor primitivo. Sin embargo, los Padres no dejan de insistir en la necesidad que tienen los cristianos de participar en las asambleas litúrgicas, a la vez que claman contra los que faltan, explicando el provecho espiritual que sacan cuantos asisten, apoyándose en la misma economía de la salvación y en la voluntad del Señor. Merece una especial mención el gran san Juan Crisóstomo, porque quizás es el Padre de la Iglesia que más y mejor catequizó a sus fieles sobre la asamblea litúrgica. Esta quiebra de la importancia de la asamblea litúrgica se agravó durante la Edad Media13. Aunque las concausas fueron muchas, quizás haya que destacar entre ellas la del progresivo oscurecimiento de la presencia de Cristo en la asamblea. El Concilio de Trento quiso poner remedio a esta situación. De hecho, entre los diversos abusos que pretendió corregir estaban éstos: que los domingos y días festivos no se dijeran las misas propias sino otras votivas, incluso de difuntos; que se celebrasen dos o más misas espacialmente tan próximas que mutuamente se dificultasen; que se dijera una misa privada mientras se cantaba una misa solemne14. Pese a estos intentos, la situación no mejoró substancialmente. Gracias a los estudios y dinámica del llamado «movimiento litúrgico moderno» volvió a revalorizarse la asamblea litúrgica. Contribuyeron poderosamente a ello la importancia dada a la misa parroquial, a la participación en la misa mediante las llamadas «misas dialogadas», y a la comunión dentro de la misa y la promoción del canto gregoriano. De este modo, cuando se convocó el Concilio Vaticano II estaba preparado el terreno para que éste hiciera de la asamblea litúrgica un factor básico de la reforma pedida en la 81
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Constitución Sacrosanctum Concilium. Merece especial atención cuanto esta constitución enseña a propósito del carácter comunitario y jerárquico de la liturgia (nn. 26-32). Los libros posconciliares han insistido en la misma línea, indicando claramente, incluso en las mismas rúbricas, el papel que correspondde al pueblo cristiano. Además, en el apartado de los Prenotandos doctrinales, de que siempre van precedidos, hablan tanto de la presencia del pueblo en las acciones litúrgicas como de su participación consciente y fructuosa, para asegurar el verdadero cariz comunitario que debe tener toda la actividad litúrgica. Esta doctrina ha comenzado a dar sus frutos, pues cada vez son más los fieles que valoran como conviene la naturaleza e importancia de la asamblea litúrgica.
reunidos estén allí para responder con fe a una invitación de Dios, que previamente les ha llamado a reunirse. La convocación es previa a la reunión, y hace que la asamblea litúrgica antes que realidad material sea un misterio. Esa convocación procede de Dios mismo, que llama a los creyentes a unirse a Cristo —sujeto principal de la liturgia y agente de la salvación— para, con El y en Él, tributarle un culto que le sea agradable. Gracias a ello, la oración de la asamblea litúrgica no es la suma de la oración de los cristianos que la integran, sino la oración con que cada cristiano, unido a Cristo, y en Cristo a los hermanos, prolonga y personaliza la oración viva de la Iglesia. Se comprende así que la asamblea litúrgica transforme la reunión en signa signo sagrado de la congregación que Dios obra sobre la humanidad; congregación que sólo es posible si Dios toma la iniciativa y se acerca a cada hombre para revelarle y comunicarle su designio salvífico. Este carácter de signo sagrado y salvífico de la asamblea litúrgica da lugar a que en ella puedan detectarse las cuatro dimensiones propias del signo litúrgico en general: las dimensiones conmemorativa, demostrativa, escatológica y comprometida 15 . La dimensión conmemorativa aparece en el hecho de las asambleas litúrgicas cristianas son el desarrollo, genuino y original al mismo tiempo, de las asambleas veterotestamentarias, puesto que éstas son la fase primitiva de la historia salvífica y, por tanto, tipo y figura de las asambleas cristianas. Gracias a la historia de la salvación —que es única y lineal—, en las asambleas litúrgicas cristianas se actualizan, de alguna manera, las mismas realidades de que eran portadoras las asambleas del Antiguo Testamento: el Pueblo de la Antigua Alianza y su misma historia, las cuales estaban radicalmente orientadas a Cristo y a su obra, así como a la Iglesia, continuadora de Cristo y de su obra hasta la Parusía final. La dimensión demostrativa es aún más clara. En efecto, así como las asambleas del Antiguo Testamento fueron signos demostrativos y manifestativos del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, así también las asambleas litúrgicas cristianas manifiestan a la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios y Cuerpo
3. Teología de la asamblea litúrgica La asamblea litúrgica es una reunión de cristianos que ha sido convocada por la Palabra de Dios, está presidida por un legítimo ministro, se encuentra congregada en un lugar determinado para celebrar una acción litúrgica y goza de la presencia cualificada de Cristo. Según esto, sus elementos estructurales son los siguientes: a) la convocación, hecha por Dios mismo; b) la presencia de Cristo; c) la proclamación de la Palabra de Dios, y d) el sacrificio de la Nueva Alianza, si se trata de la asamblea eucarística, o un rito sacramental —que siempre tiene relación con la Eucaristía— o la oración del pueblo que expresa el sacrificio espiritual de los cristianos. Explicitemos un poco los dos primeros elementos. A) La asamblea, convocación de Dios Para que haya asamblea litúrgica no basta con que se reúna un grupo de cristianos por propia iniciativa para celebrar un acto litúrgico. No es lo mismo, en efecto, asamblea litúrgica que colectividad religiosa. Para que ésta exista, es suficiente un conjunto material o físico de personas; en cambio, para que haya asamblea litúrgica se requiere que los 82
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Místico de Cristo; puesto que en cualquier asamblea litúrgica cristiana, sea pequeña o de grandes proporciones, se encuentra la Iglesia entera, sobre todo en la que preside el obispo (SC, 41), y es una manifestación, una demostración, una epifanía de la Iglesia. La dimensión escatológica emerge del hecho de que la asamblea litúrgica no sólo es un signo demostrativo de la Iglesia en su realidad presente, sino también un signo profético de lo que será la Iglesia después de los últimos tiempos y un signo profético de la gran asamblea de los santos congregada en torno al trono de Dios para celebrar la liturgia eterna después del juicio universal. La liturgia celeste está realmente prefigurada en la liturgia terrestre, de tal modo que, participando en ésta, estamos ya pregustando la liturgia celestial. De este modo, la Iglesia peregrina manifiesta más plenamente su carácter escatológico (LG, 48) y realiza, ya en este mundo, su unión con la Iglesia celeste (LG, 50). La dimensión comprometida (de compromiso) es consecuencia necesaria de las dimensiones anteriores. La asamblea litúrgica, en efecto, si es un signo conmemorativo de las asambleas de la Antigua Alianza, un signo demostrativo de la Iglesia terrestre, un signo escatológico de la futura y definitiva Iglesia celeste tiene que ser un signo comprometido de un estado de vida que sintonice con estas realidades y que responda al fin último al que tienden todas las acciones litúrgicas: la glorificación de Dios y la santificación del hombre. Este compromiso se realiza en un doble momento: dentro y fuera de las acciones litúrgicas. El compromiso durante las acciones litúrgicas lo realiza la asamblea tomando conciencia de ser comunidad y actuando como tal; lo cual comporta un intenso ejercicio de la fe y de la caridad por parte de cada uno de los allí congregados, por las que se sentirán miembros del Cuerpo Místico de Cristo y fortalecerán su unión con Dios y entre sí. El compromiso extralitúrgico se realiza llevando a la vida ordinaria: familiar, profesional, social, etcétera, el estilo vivido durante las celebraciones litúrgicas; estilo que no es otro que la glorificación de Dios y la santificación propia y de los demás. Este compromiso fuera de las acciones litúrgicas lo rea-
liza —como norma general— cada uno de los miembros de la asamblea, aunque ésta sea siempre el centro propulsor de dicho compromiso.
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B) La asamblea litúrgica, espacio privilegiado de la presencia de Cristo Los Santos Padres y el Magisterio de la Iglesia se han referido muchas veces a Mt. 18, 20: «Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre allí estoy Yo en medio de ellos», de modo especial cuando tratan de la asamblea litúrgica. Podrían citarse otros textos en los que Cristo promete permanecer con la comunidad de los discípulos hasta el fin de los tiempos (Mt. 28, 30; Jn. 14, 18; 19, 16). Pero es preciso subrayar que Cristo está presente por su espíritu de una manera particular en su Iglesia cuando ésta se halla reunida, cuando confiesa que El es su Señor (1 Cor. 12, 13) y cuando los carismas distribuidos a cada uno obran para utilidad de todos (1 Cor. 12, 4-11), porque su presencia se manifiesta entonces como encarnada en su Cuerpo que es la Iglesia (1 Cor. 12, 12). La asamblea aparece así como un signo visible de la presencia del Señor que, por su Espíritu, realiza en cada instante la unidad de todos los miembros de su Cuerpo: la Iglesia en asamblea aparece como el sacramento de la unidad. Es una epifanía de la Iglesia universal16. La Didascalia Siriaca expresa esta unidad con gran vigor: «Enseña al pueblo, por precepto y exhortaciones, a frecuentar la asamblea y a no faltar jamás a ella; que estén siempre presentes, que no disminuyan la Iglesia con su ausencia, y que no priven al Cuerpo Místico de Cristo de uno de sus miembros; que cada uno reciba, como dirigidas a él, y no a los demás, las palabras de Cristo: quien no recoge conmigo, dispersa (Mt. 12, 13; LKc. 11, 23). Por ser los miembros de Cristo, no debéis dispersaros fuera de la Iglesia no congregándoos. Ya que nuestro Jefe, Cristo, se hace presente, según su promesa, y entra en comunión con vosotros, no os despreciéis a vosotros mismos y no privéis al Salvador de su miembro, no desgarréis, no disperséis su Cuerpo»17. El Concilio Vaticano II, ahondando y ensanchando el camino abierto por la encíclica Mediator Dei (a. 1947), ha su85
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brayado la presencialidad de Cristo en la liturgia. Después de la afirmación general de que «Cristo está presente siempre en la Iglesia, especialmente en las acciones litúrgicas» (SC, 7), especifica los diversos modos de esa presencia, señalando expresamente que «Cristo está presente cuando la Iglesia suplica o canta salmos, el mismo que prometió: "donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt. 18, 20)» (SC, 7). Conviene advertir la importancia de la cita explícita de Mateo 18, 20, pues se trata de un texto fundamental en el tema de la asamblea, tanto por su significado comunitario —eclesial— como por estar encuadrado dentro de un contexto de caridad y amor fraterno, propio de todo el capítulo 18 y de la oración común (Mt. 18, 19). El aspecto de la presencia de Cristo en la asamblea litúrgica aparece aún más subrayado en la instrucción Eucharisticum Mysterium (n. 9), donde se afirma que «Cristo está siempre presente en la asamblea de los fieles reunidos en su nombre (Mt. 18, 20)». Esta instrucción (n. 55) y la IGLH (n. 13) aplican esta doctrina a la asamblea que se reúne para rezar la Liturgia de las Horas. Por su parte, la encíclica Mysterium Fidei (a. 1965), además de ratificar esta doctrina —dado que se refiere expresamente a SC, 7 y a Mt. 18,20—, se apoya en el conocido texto agustiniano: «Cristo ora por nosotros, ora en nosotros, y a Él oramos nosotros» (In Ps. 85, 1) para formular este principio general: «Cristo está presente en su Iglesia orante»; principio que matiza un poco más adelante con una expresión de enorme trascendencia: «De modo aún más sublime está presente Cristo en la Iglesia que ofrece en su nombre el sacrificio de la Misa y administra los sacramentos» 18 .
4. Notas de la asamblea litúrgica La asamblea litúrgica tiene estas cuatro notas: es una reunión de toda la comunidad cristiana; es una reunión fraterna en la diversidad; todos sus miembros participan de modo consciente y fructuoso; y tiene un ambiente festivo. 86
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A) La asamblea litúrgica, reunión de toda la comunidad cristiana La asamblea litúrgica está abierta a todos aquellos en los que concurren estas dos realidades: haber recibido la fe de la Iglesia y no haber renegado de ella públicamente, y estar bautizado o en camino de recibir el bautismo. La Iglesia, sin embargo, puede excluir de sus asambleas litúrgicas a los excomulgados y aplicar la praxis antigua, según la cual tanto los catecúmenos como los penitentes eran despedidos antes de comenzar la liturgia estrictamente eucarística de la Misa. En la Iglesia del inmediato pospentecostés, la asamblea litúrgica reunía a todos los que habían recibido la fe y el Bautismo, sin tener en cuenta su situación intelectual, cultural o social. Contemplando las primeras comunidades cristianas de culto se advierte que la asamblea litúrgica se opone frontalmente a las asambleas minoritarias o de élites, incluso de tipo espiritual. La misma conclusión se impone cuando se analizan los participantes en las asambleas cristianas de los primeros siglos. Forman parte de ellas, los simpatizantes de la fe cristiana, los competentes o candidatos próximos al Bautismo, los neófitos o recién bautizados, los penitentes y los fieles. Las asambleas litúrgicas, por tanto, no pueden estar reservadas a minorías selectas de ningún tipo, sino abiertas a todos los bautizados, con todas sus limitaciones e imperfecciones de tipo espiritual, intelectual, etcétera; y con todas las diferencias de edad, sexo, cultura o estrato social. Ciertamente, las diferencias no pueden ignorarse, ni las limitaciones legitimarse; pero ha de prevalecer la idea de que todos los miembros de la Iglesia son pecadores que confían en la misericordia del Señor y participan de la nueva situación creada por la redención de Cristo, donde ya no existe ninguna barrera de separación o discriminación. Según esto, una asamblea intencionalmente especializada: de niños, de jóvenes, de hombres, de mujeres, de intelectuales, de rudos, de pobres, etcétera, no es el ideal al que debe tender una recta pastoral litúrgica. El paradigma modélico sigue siendo el que ofrece, por ejemplo, la Eucaristía dominical de una parroquia rural, donde se reúnen niños y 87
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ancianos, ricos y pobres, mujeres y hombres, sabios e ignorantes, fieles fervorosos y tibios. La dinámica de la vida eclesial lleva consigo asambleas litúrgicas «especializadas»; basta pensar, por ejemplo, en una comunidad religiosa de clausura, en un centro gerontológico o en una residencia de estudiantes. Cuando los miembros de estas instituciones se reúnen para celebrar una acción litúrgica no forman de suyo asambleas cerradas, puesto que de hecho habrá diferencias culturales, sociales, económicas, espirituales y pueden tener un espíritu completamente aperturista, bien para acoger gustosamente a quienes circunstancial o definitivamente se integran en sus celebraciones, bien porque ellos participarían, o participan con toda naturalidad, en celebraciones litúrgicas distintas a las habituales.
Esta afirmación hay que entenderla no sólo en sentido físico sino celebrativo; es decir: tiene que ser una comunidad donde todos participen de modo consciente y activo, puesto que todos los que forman parte de ella tienen la misma fe y han recibido el mismo Bautismo, y son miembros de la misma Iglesia. Según esto, la acción pastoral no ha de orientarse en función de las «élites litúrgicas», sino de la totalidad —o, al menos, de la mayoría— de los que forman parte de la asamblea litúrgica.
B) La asamblea litúrgica, fraternidad en la diversidad Una ley esencial de la nueva economía salvífica instaurada por Cristo es que el Pueblo de Dios reúne a todos los hombres, pasando por alto cuanto pueda humanamente separarlos o dividirlos. Muriendo por judíos y paganos. Cristo destruyó todas las barreras que los separaban (Ef. 2, 4) y posibilitó una Iglesia en abierta contraposición con Babel: la Iglesia donde la confusión deja paso a la intelección de una misma lengua por quienes hablaban lenguas distintas (Act. 2,6-11). Para quienes creen en Cristo, no existe más que una sola fe, un solo Bautismo, un solo pan que todos comparten, un solo Cuerpo del que todos son igualmente miembros. Ni la fe, ni el Bautismo, ni la Eucaristía borran las diferencias humanas; pero las superan y transcienden. Por eso, la asamblea litúrgica debe manifestar esta diversidad y esta unidad, desechando las separaciones que podrían originar la diversidad de razas, lenguas, culturas, condiciones sociales y edades. Como decía san Juan Crisóstomo, «la Iglesia está hecha no para dividir a los que se reúnen en ella, sino para reunir a los que están divididos, que es lo que significa la asamblea» 19. C) La asamblea litúrgica, comunidad participativa Ya ha quedado expuesto que las asambleas litúrgicas no están reservadas a minorías selectas, sean del tipo que sean. 88
D) Carácter festivo de la asamblea litúrgica Toda asamblea litúrgica tiene carácter festivo por este doble hecho: porque celebra un misterio de alegría y de gozo: la salvación obrada por Jesucristo, y porque ella misma es portadora de un misterio de alegría y de gozo: la presencia del mismo Cristo. Refiriéndose a este segundo aspecto, decía san Juan Crisóstomo en una homilía en la que hablaba de Pentecostés: «Si ha pasado la cincuentena, no por eso ha pasado la fiesta: toda asamblea es una fiesta. ¿Cuál es la prueba? Las propias palabras de Cristo; Allí —dice— donde dos o tres están reunidos en mi nombre, estoy Yo en medio de ellos. Cuando Cristo está en medio de los fieles reunidos ¿qué mejor prueba queréis de que es una fiesta?»20. Este aspecto festivo existe incluso en las asambleas penitenciales, por ejemplo, en una celebración vigiliar o penitencial, pues siempre están presentes los dos elementos señalados. La pastoral litúrgica tiene que enraizarse en este planteamiento teológico del carácter festivo de las asambleas litúrgicas, para que la dinámica celebrativa discurra por caminos salvíficos y no por los que derivan de un concepto profano o dramático de la fiesta. 5. Diversas funciones dentro de la asamblea litúrgica Aunque todos los miembros de la asamblea litúrgica pueden y deben participar de modo consciente y piadoso, no 89
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todos pueden realizarlo todo. El motivo no es sólo ni principalmente de carácter prudencial, es decir: las exigencias de un cierto orden exigidas por toda celebración litúrgica; sino de tipo teológico, puesto que, por voluntad institucional de Cristo, la Iglesia es jerárquica y, por tanto, una realidad en la que existe diversidad de funciones, no obstante la igualdad radical de todos los bautizados. Por este motivo, en las asambleas litúrgicas cada uno tiene un cometido específico. Algunos ejercen un ministerio, otros no. Los primeros se llaman ministros y los otros fieles. Los ministros pueden ser ordenados, instituidos y «de facto». Unos y otros deben realizar todo y sólo lo que les corresponde (SC, 28).
Son ministros ordenados quienes han recibido el sacramento del Orden. En concreto: los obispos, presbíteros y diáconos.
litúrgica y de toda la actividad de la Iglesia universal y local. De ahí que «toda celebración eucarística legítima está dirigida por el obispo, personalmente o por los presbíteros, próvidos colaboradores suyos» (cfr. LG, 26.28; SC, 42): «Cuando el obispo está presente en una Misa para la que se ha reunido el pueblo, conviene que sea él quien presida la asamblea y que asocie a su persona a los presbíteros en la celebración, concelebrando con ellos cuando sea posible. »Esto se hace no para aumentar la solemnidad exterior del rito, sino para significar de una manera más clara el misterio de la Iglesia, que es sacramento de unidad. »Pero si el Obispo no celebra la Eucaristía, sino que designa a otro para que lo haga, entonces es oportuno que sea él quien presida la liturgia de la Palabra y dé la bendición al final de la Misa» (OGMR, 61). En las acciones no sacramentales, vg. el rezo de la Liturgia de las Horas, le corresponde el ministerio de la presidencia (IGLH, 254).
a) El obispo
b) El presbítero
El obispo posee la plenitud del sacerdocio y el supremo pastoreo en una porción del Pueblo de Dios, llamada diócesis. Esta potestad no la posee por delegación del pueblo, sino por haberla recibido del mismo Cristo a través del sacramento del Orden válidamente conferido. Por esto, el obispo es el principal dispensador de los misterios de Dios y, al mismo tiempo, el moderador, promotor y custodio de la vida litúrgica en la Iglesia particular que se le ha confiado (CD, 15LG, 26). Gracias a esta posición dentro del rebaño que apacienta, en las celebraciones litúrgicas sacramentales le corresponde el ministerio de presidir y actuar en la persona y en el nombre de Cristo-Cabeza, predicar con autoridad la Palabra de Dios y dirigir y moderar toda la celebración, de acuerdo con la normativa vigente. No es, por tanto, un mero responsable del buen orden en las celebraciones, sino el representante más cualificado de Jesucristo. Esto es aplicable de modo especial a la celebración de la Eucaristía, por ser ésta la fuente y la cumbre de toda la vida
Los presbíteros no tienen la plenitud del sacerdocio, pero son verdaderos sacerdotes, puesto que al recibir el sacramento del Orden, «por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en la persona de Cristo Cabeza» (PO, 2). Este sacerdocio está subordinado al del obispo, de quien es cooperador en el cumplimiento de la misión confiada por Cristo (LG, 28; PO, 2). En las celebraciones litúrgicas, los presbíteros actúan como ministros de Cristo y representantes del obispo. Por eso, realizan las funciones del obispo —salvo algunas específicas de éste: vg. la ordenación sagrada—, especialmente en la celebración eucarística, «donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de la Cabeza y representan y aplican —mientras llega el retorno definitivo del Señor— el único sacrificio del Nuevo Testamento» (LG, 28). Por eso, «el presbítero, que en la congregación de los fieles, en virtud de la potestad sagrada del Orden, puede ofre-
A) Ministros ordenados
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cer el sacrificio, haciendo las veces de Cristo, preside también la asamblea congregada, dirige su oración, le anuncia el mensaje de salvación, se asocia al pueblo en la ofrenda del sacrificio por Cristo en el Espíritu Santo a Dios Padre, da a sus hermanos el Pan de la vida eterna y participa del mismo con ellos. Por consiguiente, cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humanidad, e insinuar a los fieles, en el mismo modo de comportarse y de anunciar las divinas palabras, la presencia viva de Cristo. En el rezo de la Liturgia de las Horas, si asiste el pueblo y no está presente el obispo, preside el presbítero de modo orinario (IGLH, 254), siendo misión suya, «comenzar la invocación inicial, recitar la oración conclusiva, saludar al pueblo, bendecirlo y despedirlo» (IGLH, 256). c) El diácono Los diáconos reciben «la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino al ministerio». Por eso, «en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad» (LG, 29). Los ministerios litúrgicos del diácono, en general, son: proclamar y, a veces (cfr. CIC, c. 767, 1), predicar el evangelio, proponer a los fieles las intenciones de la plegaria universal, y sugerir a la asamblea, con moniciones oportunas, los gestos y comportamientos que debe adoptar. En cuanto a la Eucaristía, corresponde al diácono cuidar de los vasos sagrados, especialmente del cáliz, y distribuir la Sagrada Comunión a los fieles, especialmente bajo la especie de vino. Los diáconos, además, son ministros ordinarios del Bautismo (CIC, C. 910), de la comunión (CIC, c. 910) y de la Exposición y Bendición eucarísticas (CIC, c. 943). Pueden asistir como delegados al Matrimonio (CIC, c. 1108, 1), presidir, en ausencia del presbítero y del obispo, el rezo de la Liturgia de las Horas cuando asiste el pueblo (IGLH, 254), realizando lo ya indicado al hablar del presbítero (IGLH, 256), «presidir el rito de los funerales y de la sepultura» (LG, 29; cfr. Ritual Español de Exequias, n. 28), etc. 92
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B) Ministros instituidos Se llaman ministros instituidos los que, mediante el rito de inslitución —que no es parte del sacramento del Orden—, son habilitados para realizar determinados ministeiros en la comunidad eclesial. Actualmente pertenecen a este grupo: los acólitos, los lectores y, en cierto sentido, los laicos que han recibido el rito litúrgico para ser ministros de la Sagrada Comunión en ciertos casos. a) El lector 21 El ministerio de lector es antiquísimo en la Iglesia; de hecho, de él habla expresamente san Justino al describir la celebración eucarística dominical. Después de varios siglos de vigencia y bastantes de declive, ha sido revalorizado por el Vaticano II. El ministerio del lector tiene como objetivo específico la proclamación de las lecturas, excepto el Evangelio. El lector ejerce, pues, un servicio de mediación entre la Palabra de Dios y el pueblo al que va destinada y que debe acogerla y darle respuesta. Pueden ser instituidos lectores de modo estable sólo los varones que tengan la edad y condiciones determinadas por la Conferencia Episcopal. En el caso de España, además de haber cumplido veinticinco años, han de destacar por su vida cristiana y estar debidamente formadas, a saber, conocer bien la doctrina de la Iglesia y los principios y normas que rigen la vida litúrgica. Para que el lector sea capaz de cumplir convenientemente su ministerio, ha de sentir un amor grande a la Sagrada Escritura, tan propio de la liturgia, conocer cada vez mejor su contenido mediante la lectura asidua y el estudio diligente, procurando que la lectura vaya acompañada de la oración, para que antes de proclamar la Palabra de Dios la haya acogido en su corazón; y ofrecer un compromiso personal serio y coherente, que le haga un eficaz anunciador del mensaje no sólo por la palabra sino también por la verdad de los hechos. El lector ha de tener la debida aptitud y preparación. La 93
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aptitud lleva consigo una serie de cualidades espirituales, centradas en el conocimiento de la Sagrada Escritura, y unas dotes humanas relacionadas con el arte de la comunicación. La preparación incluye una instrucción bíblica y litúrgica básica y el conocimiento de las técnicas de comunicación y de la lectura en público. La instrucción bíblica ha de capacitarle para percibir el sentido de las lecturas en su contexto propio y entender a la luz de la fe el núcleo esencial del mensaje revelado. La instrucción litúrgica ha de posibilitar la percepción del sentido y de la estructura de la Liturgia de la Palabra y su conexión con los ritos sacramentales, especialmente con la Liturgia Eucarística, así como la captación del contenido de los diversos leccionarios y los criterios de ordenación y armonización de las lecturas entre sí. Las técnicas de comunicación y de la lectura en público exigen, al menos, estas cuatro condiciones: la preparación previa de las lecturas, la articulación y el tono, el ritmo de la proclamación y la expresión en la lectura, pues el lector no sólo debe leer bien —de modo que la Palabra sea entendida y comprendida—, sino proclamar bien. Dentro de la preparación previa de las lecturas habría que señalar la importancia que tiene el conocimiento del género literario del pasaje —si es narrativo, lírico, meditativo, parenético, etc.— y de la estructura interna del mismo —si es un diálogo, una parábola, una exhortación, etc.—. En cuanto a la articulación y tono, es necesario señalar que han de ser tales que lleguen al auditorio sin que se pierdan palabras o sílabas y sin monotonía y «tonillo». En el ritmo hay que tener presente que cada lectura tiene el suyo propio y que, si una lectura demasiado rápida se hace incomprensible, la lectura excesivamente lenta provoca apatía y somnolencia. Por último, el lector debe captar la atención del oyente, mediante una técnica tan expresiva que sea «cogido» por el mensaje. Lo cual lleva consigo que el lector lea con sinceridad, claridad y precisión, originalidad, unción y convicción, y recogimiento y respeto.
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b) El acólito22 «El acólito es instituido para el servicio del altar y como ayudante del sacerdote y del diácono. A él compete principalmente la preparación del altar y de los vasos sagrados, y distribuir a los fieles la Eucaristía, de la que es ministro extraordinario» (OGMR, 65; cfr. Ministeria quaedam, n. VI). El servicio del altar comprende diversas funciones; por eso es conveniente que se distribuyan entre varios acólitos. En el caso de que no haya más que uno, debe hacer lo más importante, dejando el resto a otros ministros (OGMR, 142). Al acólito corresponde llevar la cruz en la procesión de entrada (Ibidem, 143), servir el libro y ayudar al sacerdote y al diácono en todo lo necesario (Ibidem, 144), colocar sobre el altar el corporal, el purificador, el cáliz y el misal en ausencia del diácono, ayudar al sacerdote en la recepción de los dones del pueblo y llevar el pan y el vino al altar y entregarlo al sacerdote. Si se utiliza incienso, presenta al sacerdote el incensiario y le asiste en la incensación de las ofrendas y del altar (Ibidem, 145). Puede ayudar al sacerdote en la distribución de la comunión bajo las dos especies, ofrece el cáliz a los que van a comulgar o lo sostiene, si la comunión es por intuición (Ibidem, 146). Acabada la comunión, ayuda al sacerdote o al diácono en la purificación de los vasos sagrados. En ausencia del diácono, lleva a la credencia los vasos sagrados y los purifica y ordena (Ibidem, 147). Para que el acólito actúe como ministro extraordinario de la comunión, se requiere que no haya suficientes ministros ordinarios o que el número de fieles sea tan elevado que se alargaría demasiado la misa (Ministeria quaedam, VI). En las mismas circunstancias especiales se le puede encargar que exponga el Santísimo Sacramento de la Eucaristía a la adoración de los fieles y haga después la reserva, pero sin dar la bendición (Ibidem; c. 943)23. El acólito puede también instruir a los demás ministros que, por encargo temporal, ayudan al sacerdote o al diácono en los actos litúrgicos, llevando el misal, la cruz, las velas, etc., o realizando otras funciones semejantes. (Ibidem). Los acólitos instituidos deben recibir este ministerio 95
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cuando aspiran al diaconado y al presbiterado durante los estudios teológicos y con los requisitos señalados en el Motu Proprio «Ministerio, quaedam», el canon 1035, 1 y en el caso de España, las determinaciones de la Conferencia Episcopal, aprobadas en la Sesión Plenaria del 17-22 de junio de 1974. Ahora bien, este ministerio puede ser confiado de modo estable, mediante el rito litúrgico prescrito, a varones laicos que tengan la edad y condiciones señaladas por decreto de la Conferencia Episcopal (cfr. CIC, c. 230, 1).
no perfecto de la Iglesia, tal y como Cristo la ha diseñado: Pueblo de Dios jerárquicamente organizado. Los demás ministerios pueden ser más o menos importantes y epifánicos, pero en modo alguno imprescindibles: donde hay un ministro ordenado y un pueblo celebrando el culto cristiano, allí está constituida una auténtica asamblea litúrgica. Es verdad que se dan asambleas cultuales sin la presencia del pueblo fiel, por ejemplo, una concelebración eucarística del obispo con miembros de su presbiterio; o del ministro ordenado, vg., unas exequias presididas por un laico habilitado para eflo Pero en éstos y otros semejantes supuestos no existe la asamblea ideal, es decir, aquella que manifiesta la índole de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Por eso, si es bueno hablar de los diversos ministerios instituidos o de jacto dentro de la asamblea, es todavía mejor resaltar el papel fundamental que en ella tiene «el pueblo», es decir: los fieles que no ejercen ninguno de esos ministerios. En este sentido, conviene resaltar, ante todo, que los fieles, en virtud de su participación en el sacerdocio de Cristo mediante el sacerdocio común, están ontológicamente capacitados para participar en las acciones litúrgicas. La participación es la tarea —el «rol»— principal de los fieles. Esta participación ha de ser, ante todo, interna, es decir: con atención de mente y sintonía de corazón hacia la Palabra de Dios, para escucharla y acogerla, y apertura hacia la gracia divina, para cooperar con ella en su múltiple dinamismo. La participación ha de ser, además, externa, mediante determinados actos, tales como las actitudes del cuerpo, los gestos, el canto, el silencio, la oración, etc. (cfr. SC, 21). La Ordenación General del Misal Romano ofrece unas orientaciones de gran interés respecto al papel del pueblo en la celebración de la Eucaristía, que son aplicables, con las debidas matizaciones, a las demás acciones litúrgicas. Dice así: «En la celebración de la Misa, los fieles forman la "nación santa, el pueblo adquirido por Dios, el sacerdocio real" para dar gracias a Dios y ofrecer no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, la Víctima inmaculada, y aprender a ofrecerse a sí mismos. Procuren pues manifestar eso mismo por medio de un profundo sentido religioso y por la
C) Ministros de jacto Se consideran ministros de jacto quienes ejecutan algún ministerio litúrgico sin tener el título oficial de ordenación o institución. Entre ellos se encuentran, en primer lugar, los lectores y acólitos. Por encargo temporal, los laicos, tanto hombres como mujeres, pueden desempeñar la función de lector en las celebraciones litúrgicas (cfr. CIC, c. 230,2). A ellos es aplicable lo que se dijo anteriormente del lector instituido en cuanto a la aptitud y preparación. También pueden ejercer el ministerio del acolitado, aunque sólo en algunas de las competencias indicadas al hablar del ministerio instituido, quienes son designados por la autoridad competente: párroco, celebrante de la misa, etc. Para cumplir algunas tareas, como la de ministrantes o monaguillos han de ser varones. Pertenecen también al grupo de ministerios de jacto el salmista, el comentarista, los que recogen las colectas, «los que llevan el misal, la cruz, los cirios, el pan, el agua y el incensario» (OGMR, 70)». «En algunas regiones existe también el encargado de recibir a los fieles a la entrada de la puerta de la iglesia, acomodarlos en los puestos que les corresponde y ordenar las procesiones» (OGMR, 70):
6. Los simples fieles El ministro ordenado, y, más en concreto, el obispo y el presbítero, y los simples fieles son los elementos principales de la asamblea litúrgica, puesto que ellos, y sólo ellos, son sig96
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caridad hacia los hermanos que toman parte en la misma celebración. «Eviten, por consiguiente, toda apariencia de singularidad o de división, teniendo presente que es uno el Padre común que tienen en el cielo, y que todos, por consiguiente, son hermanos entre sí. »Formen, pues, un solo cuerpo, escuchando la palabra de Dios, participando en las oraciones y en el canto, y principalmente en la común oblación del sacrificio y en la común participación en la mesa del Señor. Esta unidad se hace hermosamente visible cuando los fieles observan comunitariamente los mismos gestos y actitudes corporales» (N.62). Quizás no sea inútil recordar que, según la Sacrosanctum Concilium (n. 55), la máxima participación en la Eucaristía se obtiene comulgando sacramentalmente el Cuerpo del Señor. Por lo demás, hay que tener en cuenta que los ministros de jacto: lector, monitor, cantor, etc. son simples fieles llamados a ejercer en un concreto momento de la celebración un determinado oficio. Con todo, es importante notar que quienes ejercen dichos ministerios no participan más ni mejor que quienes no lo hacen, pues una cosa es la participación y otra el ejercicio de un ministerio no obligatorio. 7. El individuo en la comunidad litúrgica La liturgia no anula al individuo ni a la persona humana, pues la asamblea litúrgica no es una masa amorfa donde se sacrifican la participación y responsabilidad personales en aras de un falso colectivismo. El espíritu comunitario exige, ciertamente, sintonizar la individualidad de cada uno con la comunidad sacramental que es la Iglesia que celebra el culto; pero tal sintonía no hace sino potenciar una espiritualidad más firme, más objetiva, más eclesial y, en definitiva, más cristiana. Además, hay un amplio margen para satisfacer todos los sentimientos que experimenta el individuo dentro de la celebración. Más aún, la liturgia los supone y exige, pues requiere unas disposiciones interiores vivificadas por la fe, sin 98
las cuales nos quedaríamos fuera de toda esa corriente vigorosa de la vida espiritual, de auténtica transformación interior, que la liturgia de la Iglesia está llamada a realizar. De otra parte, la liturgia no se agota ni encierra en sí misma, sino que se abre y proyecta hacia la vida de todos y cada uno de los que toman parte en ella. Ahora bien, esta apertura y proyección se realiza en la medida en que cada miembro del Pueblo de Dios convierte toda su existencia en acto cultual. La asamblea litúrgica no es, en consecuencia, una realidad donde se diluye la personalidad de cada uno de sus miembros, sino una instancia en la que la personalidad de cada uno se une a la de los demás, de modo plenamente consciente, para dar cauce expresivo a su condición de miembros de un Cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, del que la asamblea es signo y realización. 8. La asamblea no se requiere para la validez de las acciones litúrgicas A pesar de la importancia que tiene la asamblea, la presencia del pueblo no se requiere para la validez de las acciones litúrgicas. En primer lugar, no se requiere para la validez de la Eucaristía, según la enseñanza del concilio de Trento (Ses. XII, cap. 6 y c. 8) y la doctrina y praxis posteriores de la Iglesia. El magisterio reciente ha vuelto a ratificar estos presupuestos, especialmente Pío XII, en la Mediator Dei24, el Concilio Vaticano II (vg. en la SC, 57, 2; PO, 13), Pablo VI, en la encíclica Mysterium fidei25 y varios documentos posconciliares de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino (por ejemplo, la instrucción Eucharisticum Mysterium), de los que puede considerarse representativa la Ordenación General del Misal Romano, donde leemos: aunque no haya presencia del pueblo, «la celebración eucarística no pierde por ello su eficacia y dignidad, ya que es un acto de Cristo y de la Iglesia» (OGMR, 4). En este sentido no carece de intencionalidad ni significado el cambio terminológico operado en los últimos años: la expresión, inexacta y poco afortunada: misa privada y misa pública, ha dado paso a otra 99
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mucho más lograda: misa con y sin pueblo, puesto que una y otra son públicas, por ser actos de Cristo y de su Esposa, la Iglesia. Tampoco se requiere para los demás sacramentos, puesto que su eficacia depende únicamente de ser actos de Cristo: cuando alguien bautiza es Cristo quien bautiza, cuando alguien perdona es Cristo quien perdona (cfr. SC, 7). Finalmente la presencia del pueblo no es necesaria para la Liturgia de las Horas, pues siempre que un bautizado, debidamente habilitado, reza el Oficio Divino, aquella oración es oración pública de toda la Iglesia y diálogo de Cristo, el Esposo, con su Esposa, la Iglesia. Esta doctrina tiene incidencia en la existencia eclesial. De hecho, el decreto Presbyterorum ordninis (lo, 13) «recomienda vivamente la celebración diaria de la Eucaristía a los presbíteros, aunque no puedan estar presentes los fieles». La Sacrosanctum Concilium (n. 57) —y con ella todos los documentos que se refieren a la concelebración eucarística— señala que ha de quedar «siempre a salvo para cada sacerdote la facultad de celebrar la misa individualmente». Un texto, ya citado, de la Ordenación General del Misal Romano ofrece la clave para lograr el debido equilibrio: es deseable —y a ello hay que tender— que se dé «la presencia y la activa participación de los fieles, pues ambas cosas manifiestan mejor que ninguna otra el carácter eclesial de la acción litúrgica» (OGMR, 4); ahora bien, cuando esta presencia no es posible, «la celebración eucarística no pierde por ello su eficacia y dignidad, ya que es un acto de Cristo y de la Iglesia, en la que el sacerdote obra siempre por la salvación del pueblo» (Ibidem). Esta doctrina es aplicable, con las debidas matizaciones, a los demás sacramentos y sacramentales.
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Capítulo V EL LUGAR DE LA CELEBRACIÓN Cristo es el único y verdadero Templo donde el Pueblo de la Nueva Alianza realiza el culto agradable al Padre. Sin embargo, el carácter social y visible de ese Pueblo, exige lugares cultuales. Así lo entendieron ya los primeros cristianos y así lo siguieron comprendiendo y realizando las generaciones cristianas posteriores, las cuales sembraron de iglesias y de oíros monumentos cultuales todas las épocas y geografías. La reforma llevada a cabo a instancias del último Concilio Ecuménico, lejos de rectificar esta actitud, la ha ratificado y enriquecido. En este capítulo trataremos de esos lugares donde se celebra el culto cristiano, especialmente el eucarístico. I. LA IGLESIA1 1. Visión histórica de conjunto A) Las «domus ecclesiae» y los «títulos». Los primeros cristianos celebraron la Eucaristía en sus propias casas, pues carecían de lugares propios para el culto. Probablemente eligieron la parte llamada por los griegos anógaion o yperoon, que estaba situada encima de la planta y se reservaba a las grandes fiestas familiares. En efecto, en una de esas salas se hallaban reunidos los Apóstoles el día de Pentecostés (Act. 2, 46) y los cristianos de Tróade, cuando san Pablo celebró con ellos la Eucaristía previa a su partida (Act. 20, 7). Técnicamente se las designa «domus eccle101
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siae» o «ecclesiae domesticae». A ellas se refieren frecuentemente los Hechos (Act. 12, 12; 18, 7; 19, 9) y las cartas (Fil. 2; Col. 4, 15; Rm. 16, 3-5; 1 Cor, 16, 19). Los cristianos de Roma siguieron el ejemplo de sus primeros hermanos en la fe, reuniéndose en alguna de las casas de los patricios convertidos. Estas casas tenían tres grandes espacios: el atrio, el peristilo y la sala. El atrio —situado junto a la puerta de entrada y salida— era rectangular, sin columnas y abierto al aire libre, excepto en los cuatro lados. En el centro tenía un implubium donde se recogían las aguas de lluvia. Parece que los catecúmenos se situaban en el atrio. El peristilo era la vivienda familiar propiamente dicha. Tenía mayor amplitud que el atrio —del que estaba separado por una verja— y estaba rodeado completamente de majestuosas columnas. Se cree que en él se colocaban los bautizados, en dos grupos: los hombres y las mujeres. La sala o oecus estaba situada al fondo del peristilo y equivalía a la sala de estar o de recibir de nuestras casas. Era la parte más noble de la vivienda. En ella se situaba el obispo y su presbiterio. Tal disposición les permitía ver a todos y ser vistos por todos. Estas «domus ecclesiae» se destinaron originariamente al culto sólo en el momento de celebración litúrgica. Más tarde se convirtieron en lugares exclusivamente cultuales, aunque exteriormente seguían pareciendo casas normales. Según parece, debieron de ser numerosas; es significativo, en efecto, que varios de los veinticinco «Titulus» (o basílicas presbiteriales enumeradas por el Liber Pontificalis) no lleven el nombre de un mártir sino el de su primitivo propietario o fundador. Antes de la paz constantiniana no existe un modelo arquitectónico: cada uno de los edificios construidos o adaptados para el culto adopta una solución propia.
rápidamente, siguiendo un modelo arquitectónico: el de la basílca latina, nombre con el que los romanos designaban una gran sala o edificio, público o privado pero noble, y que los escritores de los siglos IV y V aplicaron a todas las iglesias, especialmente a ciertas construcciones grandiosas del tiempo de Constantino. La basílica latina tenía tres partes: el atrio, las naves y el santuario. El atrio era un patio cuadrangular, abierto, rodeado generalmente de un pórtico de columnas y con una fuente en medio, destinada a las abluciones simbólicas. En el pórtico se situaban los catecúmenos. Las naves constituían la basílica propiamente tal. Era un espacio rectangular, dos veces más largo que ancho, dividido por filas de columnas en tres o cinco naves, siendo la central la más alta. Los fieles se situaban en las naves laterales: los hombres a la derecha y las mujeres a la izquierda. La nave central quedaba libre ordinariamente. Ai final de ésta, aunque en un plano un poco más elevado, estaba el santuario, que terminaba en un ábside semicircular, en cuyo fondo se levantaba la cátedra episcopal, rodeada de bancos de piedra para los presbíteros. Delante de la cátedra se encontraba el altar, hacia el cual convergía espontáneamente la mirada y el interés de todos los presentes: el clero y el pueblo. Además de este modelo, clásico en Occidente, en Oriente estuvo muy extendido un edificio de planta concéntrica, octogonal, redonda o en forma de cruz, con cuatro o más exedras coronadas con una cúpula. Las primeras basílicas orientales en planta central inspiraron los elementos arquitectónicos de las basílicas bizantinas, cuyo tipo más perfecto y grandioso es la de Santa Sofía de Constantinopla (s. VI). Las basílicas orientales tenían el ábside orientado hacia el saliente o aurora, coincidiendo así con la actitud que adoptaban los fieles mientras oraban con los brazos en alto. Este hecho influyó en la orientación de las iglesias occidentales. Desde los tiempos de Constantino las basílicas se construyeron encima del sepulcro de mártires insignes, entre los que destacaba el del Príncipe de los Apóstoles. Esto explica la construcción de la primitiva basílica de San Pedro, junto
B) La basílica Aunque en el siglo II ya existían lugares específicos de culto, a partir del Edicto de Milán (a. 313) se multiplicaron 102
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al circo de Nerón, y la de san Pablo, extramuros. El eje vertical del altar coincidía con la tumba del mártir y se le llamó «confesión».
do simbolismo cristiano del Medievo ... ideó y fundió maravillosamente, junto con las masas arquitectónicas del edificio, la más completa y grandiosa iconografía que haya sido jamás realizada por el arte cristiano. Este, sobre los portales y los tímpanos, bajo la guía y el impulso de los monjes y del clero, ha expresado en delicadas estatuarias y con una eficacia hasta entonces desconocida, el vasto conjunto de la enseñanza dogmática católica: la creación, la caída, la redención de Cristo, su nacimiento de María Virgen, su pasión y muerte, su resurrección, su glorificación a la diestra del Padre, su final juicio sobre vivos y muertos» 3 .
C) Las iglesias románicas Durante los siglos VI-XI las iglesias occidentales se construyeron casi siempre según el esquema de la clásica basílica romana. Sin embargo, entre el final del siglo VIII y todo el siglo LX surgió en Italia septentrional y en Francia un nuevo estilo, que se impuso vigorosamente en todo el Occidente desde el año mil. Este nuevo estilo era el resultante de mezclar elementos bárbaros, orientales y reminiscencias clásicas. Recibió el nombre de románico, por ser una derivación del arte romano. Las características principales de las iglesias románicas son las siguientes: a) tienen tres naves, de las cuales la central es el doble de larga que las laterales y está separada de ellas frecuentemente por pilares de piedra, aislados o reunidos en forma de haz; b) el presbiterio está mucho más elevado que el plano de la iglesia; y c) las ventanas son pocas y estrechas, dejando pasar poca luz (románico primitivo), salvo en la época tardía. La arquitectura románica proporcionó a la Iglesia un tipo de construcción religiosa muy adaptada a sus necesidades. Este objetivo habría alcanzado mucha mayor perfección si el románico hubiera seguido una evolución normal. D) Las iglesias góticas Pero los arquitectos encontraron un sistema de bóveda tan radicalmente distinto que dio lugar a un nuevo estilo: el gótico u ojival. «La iglesia cristiana sufrió entonces el vértigo de la altura, de la amplitud y de la luminosidad»2. Las iglesias góticas se caracterizan por un acusado verticalismo: en ellas todo invita a dirigir la mirada hacia lo alto. Por otra parte, su expresión más grandiosa —las catedrales— evidencia que la «domus ecclesiae» se ha convertido en un monumento a la gloria de Dios. «El arte gótico, inspirado por la liturgia y por el profun104
E) Las iglesias renacentistas El movimiento renacentista, con el retorno a lo clásico, provocó en la arquitectura religiosa una imitación de los templos paganos grecolatinos. Surgen así unas iglesias en las que el equilibrio de las formas y el predominio de la razón suplantan al lirismo de expresión y al simbolismo del gótico. En esta época (siglos XV-XVI) se ponen de moda las iglesias de planta central. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVI aparece un nuevo tipo de iglesia, caracterizada por tener una sola nave en forma de aula y muy luminosa, rodeada a los lados por pequeñas capillas. Este tipo de construcción, semejante al aula central de las basílicas antiguas —si exceptuamos las capillas—, respondía al deseo práctico de tener un espacio que permitiese ver fácilmente al altar y al celebrante y que fuese apto para la predicación, que alcanzó gran auge a partir de las disposiciones tridentinas. F) Las iglesias barrocas El nuevo estilo encontró una acogida entusiasta por parte del pueblo, pues era muy apto para las celebraciones fastuosas. Precisamente, la excesiva fastuosidad y los gustos de la época motivaron un estilo arquitectónico especial, conocido con el nombre de barroco. El barroco se caracteriza por el uso exagerado de la línea curva y quebrada. Su originalidad no radica tanto en lo constructivo cuanto en lo decorativo y ornamental. Aunque 105
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pueda discutirse el influjo que ejerció en la formación espiritual de las últimas generaciones, parece que ha sido la última creación artística que ha dejado una impronta duradera en los edificios de culto. G) Las iglesias modernas Durante los siglos XVILT-XX los constructores de iglesias no son creadores sino restauracionistas. Así, en la segunda mitad del siglo XVIII se imita el antiguo clasicismo, mientras que en el romanticismo se produce un retorno a los estilos medievales. El siglo XX ha conocido diversos intentos arquitectónicos; pero no obstante la calificación habitual de «arte moderno», no parece que pueda hablarse de un estilo verdaderamente nuevo. Hay, ciertamente, algunas coincidencias en todas las construcciones: funcionalidad, sencillez, etcétera. Pero «el criterio antiguo, ya expresado por Vitrubio, de que la arquitectura debe realizar las tres condiciones de la utilitas, de la firmitas y de la venustas, es rechazado de plano. Grandes masas rectangulares, fachadas altas y desnudas, largos vacíos con vidrieras, a través de las cuales pasan el aire y la luz en abundancia: he aquí cómo ven los artistas modernos los nuevos edificios4. 2. Teología de la iglesia como lugar cultual5 A) La iglesia, lugar cultual de la ekklesía Los primeros cristianos, pobres de bienes temporales y ciudadanos de una sociedad frecuentemente hostil a sus creencias, se sintieron sin embargo señores del universo desde el momento en que podían pacificarlo con su Creador, ofreciendo «en todo lugar» la Víctima Sagrada. Para ellos, lo esencial era la ofrenda que el sacerdote hacía al Padre. Una mesita para colocarla y un recinto donde congregarse la comunidad cristiana bastaban para realizar esa acción divina. Los cristianos de Roma rechazaron el término templum, que utilizaban los paganos, prefiriendo aplicar el nombre ecclesia —que etimológicamente significa convocación y en 106
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lenguaje clásico la asamblea de los ciudadanos libres al edificio material donde se congregaban. El nombre latino ecclesia orienta hacia aquel en favor del cual se destina el edificio: la comunidad; el griego Kyriakon en cambio, manifiesta quién es el Señor en cuyo honor la asamblea, que está reunida, celebra su acción. Ambos aspeaos se integran y complementan, pero el que revela la esencia original del templo cristiano es el primero: la comunidad (es el lugar donde se reúne la comunidad para celebrar el culto). Según esto, las iglesias han de ser construidas, reconstruidas o adaptadas de tal modo que sean «como una imagen de la asamblea reunida, que permita un proporcionado orden de todos, y que favorezca la perfecta ejecución de cadi uno de los ministerios» (OGMR, 257). Este principio implica que el altar, la sede, el ambón y el lugar destinado a los fieles conviertan a la iglesia en un espacio orgánicamente articulado, que transparente a la Iglesia como Pueblo de Dios jerárquicamente organizado. B) La iglesia, casa de Dios Desde que, en la Edad Media, el sagrario pasó a primer plano en la piedad occidental, como consecuencia de las controversias eucarísticas, los cristianos tienden espontáneamente a llamar a la Iglesia «la casa de Dios», puesto que Él habita sacramentalmente en el sagrario y, por extensión, en todo el recinto sacro. Es innegable que esta interpretación es legítima, pues Jesucristo está realmente presente, como Dios y como Hombre, en el sagrario y en la Iglesia. En cierto sentido puede decirse que la iglesia es «la casa o morada de Dios». Ahora bien, esta interpretación no es la más antigua ni la más teológica. En efecto, los primeros cristianos tenían muy arraigada la idea de que Dios no habita «en templos construidos por el hombre» (Act. 17, 20) —como pensaban los judíos y los paganos—, idea muy insistente en la enseñanza paulina, según la cual ellos mismos (1 Cor. 3,16; 2 Cor. 6, 16) y hasta su propio cuerpo (1 Cor. 6, 19) eran templo de Dios; y comprendían perfectamente las palabras de Cristo, a 107
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refiriéndose a su Cuerpo: «Destruid este Templo, y Yo lo reedificaré en tres días» (Jn. 2, 19). Para ellos era evidente el simbolismo del Templo, cuyo velo se rasgó en el momento de la muerte de Cristo: el nuevo sacrificio que éste inauguraba, exigía un nuevo templo. Ese templo es el Cuerpo glorificado de Cristo. «Casa de Dios» es, pues, ante todo la comunidad misma. La edificación es «casa de Dios» porque en ella se reúne la comunidad cristiana para celebrar el culto. El edificio es la morada física que se construye para los templos vivos de Dios, el signo visible de esa comunidad, según la enseñanza patrística, recogida después por Santo Tomás en la Suma Teológica (III, q. 83, a 3). Ahora bien, si la iglesia material simboliza la Iglesia viva, la configuración del espacio arquitectónico o en la disposición de sus partes deben ser expresión del Pueblo de Dios —jerarquía y fieles—, cuyos componentes realizan acciones distintas pero interrelacionadas. En otros términos: no es el sagrario el que configura el espacio de la iglesia, sino la comunidad cristiana que se reúne para celebrar la liturgia, especialmente la eucarística. El sagrario, ciertamente, ocupa un lugar muy destacado en el recinto sacro, y proyecta la realidad de la presencia substancial de Cristo sobre él y sobre los fieles, que, individual y comunitariamente, caen bajo el radio de esa presencia. Pero —como demuestra la praxis de los primeros siglos— no es la realidad configurante del espacio sagrado; ésta es la comunidad cultual. C) La iglesia, espacio cerrado Dios no encuentra al hombre en cualquier parte sino en Jesucristo. Eso explica que el recinto sagrado sea cerrado, es decir: reservado a los que han sido convocados por la Palabra de Dios y han respondido a ella, recibiendo la fe y el Bautismo. En la iglesia no puede entrar cualquiera, aunque se trate de una persona muy virtuosa desde el punto de vista meramente natural. El recinto sagrado está cerrado a los no cristianos y reservado a los iniciados. Gracias a ello, se convierte en un símbolo de la comunidad cristiana como asamblea de llamados, de convocados. Este simbolismo se 108
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pierde cuando la liturgia se celebra al aire libre o en espacios construidos para una finalidad no litúrgica; de ahí que tales espacios sólo deban usarse circunstancialmente y cuando no haya lugares específicos para el culto. También aquí retorna la celebración litúrgica como realidad condicionante de la organización del espacio de la iglesia material. D) La iglesia, lugar de la teofanía La iglesia es el lugar donde acontece la nueva teofanía, es decir: el encuentro entre Dios y el hombre, encuentro que se aerifica cuando la comunidad cristiana celebra la liturgia Esta manifestación de Dios, que desciende hasta el hombre y le eleva hasta El, convierte a la iglesia en el lugar por excelencia de todos los lugares de culto y en realidad santa y sagrada. La tradición eclesial ha expresado esta santidad y sacralidad en múltiples símbolos, la nave, la nueva Jerusalén, el palacio de Dios, etc. La imagen de la nave, insinuada en san Lucas (Le. 5, 3) y repetida constantemente desde Tertuliano para designar a la Iglesia, es aplicada por las Constituciones Apostólicas al edificio material. Según este antiquísimo documento, el obispo es el capitán, que, ayudado por los diáconos, que hacen de marineros, conduce a los fieles, como pasajeros, hacia la eternidad. La expresión habitual: nave de la iglesia es, pues, antiquísima y está cargada de rico simbolismo. La imagen de la ciudad santa, la nueva Jerusalén que desciende del Cielo adornada como esposa que espera la llegada del Esposo (cfr. Apc. 21, 22), también fue aplicada por algunos Padres al edificio material del templo cristiano, dado que el culto terrestre, que en él se celebra, es imagen, incoación y signo profético del que tiene lugar en el templo celeste, es decir: en el Cielo. La iglesia como aula Dei o palacio de Dios también es un símbolo muy tradicional. «En las grandes basílicas de los siglos IV, V y VI se hizo palpable la idea de que la comunidad cristiana, desde el suelo donde reunía sus ofrendas, debía elevarse por la contemplación y la liturgia hasta la mansión del Rey de los cielos: Sursum corda. Las diversas zonas del 109
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edificio se decoraban conforme a este simbolismo. Las bandas murales inmediatamente encima de las arcadas de la nave ostentaban ejemplares de los héroes del cristianismo; las bandas superiores reproducían las escenas de mayor relieve simbólico. En el ábside, los Apóstoles formaban la corte en torno a Cristo Señor. En otros casos, era el arco triunfal reservado a la majestad de Dios-Hombre. En las Iglesias de aguja, la bóveda era un trasunto de mansión celestial con los ángeles en las pechinas y el Cordero en la clave de bóveda. Entrar en la Iglesia es entrar en el palacio de Dios»6. Finalmente la imagen de la Iglesia como tienda de Dios entre los hombres, evocadora de la benignidad de Dios que quiso compartir la vida peregrinante de los cristianos, encontró también su versión arquitectónica en las diversas épocas. En apretada síntesis puede hacerse el balance siguiente: «La iglesia-nave fue realizada en las primeras basílicas critianas. La iglesia-ciudad celeste es también una realización paleocristiana y altomedieval, pero halló su expresión más fascinadora en la catedral gótica, de la misma manera que la iglesia-ciudadela y castillo de Dios había sido realizada en la era románica. La Iglesia palacio de Dios fue el ideal alcanzado por los arquitectos barrocos. Hoy la arquitectura «suspendida» ofrece múltiples posibilidades para la interpretación del templo como tienda de campaña, símbolo que se ve además favorecido por otras características de la sensibilidad de nuestra época»7. E) La iglesia, casa de oración El Verbo Encarnado es el nuevo Templo en el que se celebra el nuevo culto de la nueva Alianza. Pero este hecho no invalida que el Verbo Encarnado se haya establecido en un templo hecho por mano de hombres, porque Él mismo ha querido hacerse presente de modo verdadero, real y substancial en las Especies Eucarísticas, que se consumen durante la celebración o se reservan para la comunión y veneración de los fieles. Es verdad que la reserva eucarística no tiene conexión intrínseca con el lugar donde se celebra la liturgia cristiana, sin embargo, el sensus fidei ha establecido desde hace mu110
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ches siglos una unión fáctica entre ambas realidades, unión que ha sido aceptada por el Magisterio de la Iglesia, el cual no lia sufrido variaciones substanciales en los postulados de reforma del concilio Vaticano II, según se desprende de estas palabras de la Ordenación General del Misal Romano: «Es muy recomendable que el lugar destinado a la reserva de la Eucaristía sea una capilla adecuada para la oración privada de los fieles. Si esto no puede hacerse, el Santísimo Sacramento se pondrá en una parte de la iglesia que sea verdaderamente noble» (OGMR, 276).
3. Ordenación de los diversos elementos de la iglesia Según lo dicho hasta ahora, la naturaleza del lugar cultual exige una adecuada ordenación de todos sus elementos, concretamente: el altar, la cátedra o sede, el ambón, el lugar de los fieles y de los cantores, y el lugar de la reserva del Santísimo Sacramento. A) El Altar1 a) El altar primitivo: único, movible y exento Mientras la Eucaristía y el ágape estuvieron unidos, no existió un altar propiamente tal: la misma mesa que se había usado para el ágape servía después para celebrar la Eucaristía. Dicha mesa tenía forma de ese griega y era de madera. Cuando la Eucaristía se separó del ágape —lo cual ocurrió muy pronto—, comenzó a usarse una mesa especial (mensa, altare): la mensa dominica, como la llama san Pablo (1 Cor. 10, 21). Probablemente se trata de una de aquellas mesas trípodes de madera, circular o cuadrada, que incluía siempre el mobiliario de las casas patricias. Llegado el momento de la celebración, los diáconos —que estaban encargados de su cuidado— la colocaban en el lugar designado, poniendo encima de ella el pan y el vino. Cuando concluía la celebración, la mesa era llevada al lugar en que estaba previamente. El altar primitivo, por tanto, era movible. 111
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Esta movilidad obedecía a la idea que los cristianos tenían del altar: para ellos, a diferencia de los paganos, lo importante no era el altar, sino la acción mística que se realizaba sobre el altar; es decir: el sacrificio de Cristo. Sin embargo, la acción sagrada realizada sobre el altar, dio lugar a que éste fuese considerado como objeto litúrgico, más aún, como res sacra. Los altares de madera comenzaron a ser sustituidos por los de piedra a partir del siglo IV; sin embargo, siguieron existiendo durante muchos siglos, puesto que todavía en el período carolingio se promulgó una ley que los prohibía, no obstante la cual, en pleno siglo XII se construyó en Tívoli un altar de madera. Según Baum hay que rechazar la opinión, bastante generalizada entre los estudiosos, de que durante las persecuciones se celebró frecuentemente la Eucaristía sobre la lápida o piedra que cubría los sarcófagos de los mártires, pues los altares existentes en los antiguos cementerios son todos posteriores al siglo IV. Si la Eucaristía se celebró allí, se colocó delante del sepulcro del mártir la mesa de madera que hacía de altar 9 .
su Sicrificio y piedra angular sobre la que se edifica el templo espiritual de los cristianos, debió influir no poco en la preferencia por la piedra, para que de este modo el altar fuese símbolo de Cristo (1 Cor. 10, 4). Durante el siglo IV el altar cristiano se asocia, además, a las reliquias de los mártires, gracias a los siguientes factores: el desarrollo del culto litúrgico a los mártires; la unión mística de éstos con Cristo: el altar representa a Cristo, que no puede estar completo sin sus miembros y los miembros son miembros gloriosos; la asociación del sacrificio de los mártires al de Cristo: el de los mártires completa, en cierto modo, el valor del de Cristo (Col. 1, 24); y el deseo, tan arraigado en el sentimiento del aquella época, de permanecer en comunión con los difuntos mediante el banquete sagrado celebrado en su misma tumba (por analogía había que colocar la reliquia del mártir donde la comunidad cristiana celebraba el banquete místico de la Eucaristía). EJ nuevo altar tiene, sobre todo, estas tres formas: una mesa de piedra casi cuadrada, ligeramente excavada en la parte superior y sostenida por una columna en el centro o por cuatro columnitas en las esquinas; un cubo vacío, dentro del cual se colocan las reliquias de los mártires, las cuales pueden verse en una urna a través de una reja de hierro o transenna de mármol situada en la parte anterior; y un cubo macizo levantado sobre el sepulcro del mártir, cuando éste yacía bajo el suelo (es lo que comúnmente se llamó «la confesión»). De este tipo es el de san Pedro del Vaticano, levantado sobre la tumba de san Pedro. Para llegar a las reliquias se bajaba por una rampa y se entraba, a través de una puerta, en la celda sepulcral. Esta nueva forma de altar-tumba se impuso con cierta dificultad; en cambio, la costumbre de asociar el altar a la memoria de los mártires encontró siempre una gran acogida. Durante este segundo período, las dimensiones del altar fueron siempre modestas. La mesa tenía preferentemente forma cuadrada o un poco rectangular: los lados no medían más de un metro de largo y de ancho. Todavía no llevaba un lado anterior y otro posterior, sino que era una simple mesa sostenida por cuatro pies. A partir del siglo IV, la norma seguida en Occidente fue
b) Evolución posterior: altar fijo y asociado a los mártires (ss. IV-IX) Al final del siglo IV el altar cristiano adquiere en Oriente y Occidente unas características tan distintas, que puede hablarse de una nueva época. Tres son los cambios fundamentales que se operan: a) se abandona la madera y se emplean materiales sólidos: piedra, mármol, metales preciosos; b) el altar se fija en el suelo; y c) se asocian a él las reliquias de los mártires. Parece que las causas dieron lugar a este cambio fueron, sobre todo, éstas: la libertad de la Iglesia, el desarrollo de la arquitectura basilical, y la idea de Cristo como piedra angluar. En efecto, una vez que habían cesado las persecuciones, ya no existía el peligro de que el altar fuese profanado, dejando de ser necesario que fuera móvil para facilitar su traslado. Por otra parte, en la arquitectura basilical, que tanto se desarrolló en esta época, encajaba mejor el altar de piedra. Por último la idea de Cristo, como altar místico de 112
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la de colocar el altar en el centro del presbiterio, equidistante del ábside y de la nave central y delante de la cátedra del obispo; a veces, también al comienzo o en medio de la nave central, como ocurre con las basílicas de San Pedro y san Pablo. Salvo raras excepciones era, pues, exento. El obispo celebraba desde la cátedra y de cara al pueblo, es decir: mirando a Occidente; en cambio, el pueblo miraba a Oriente y de cara al obispo oficiante. Sin embargo hacia los siglos VIVII —probablemente por influjo de Bizancio, donde se cuidaba más que en ninguna otra parte la postura de la oración— se verificó un cambio importante en la postura del obispo, pues comenzó a orar mirando a Oriente y, en consecuencia, de espaldas al pueblo. Esta nueva praxis, que llegó a Roma a través de rutas galicanas y está reflejada en el Ordo Romanus I, en su doble versión, se abrió paso con dificultad, pero terminó imponiéndose poco a poco. En este período en cada iglesia existe un único altar sobre el cual no se coloca nada, de acuerdo con la praxis primitiva, pues es «una mesa santa, sin mancha, que no pueden tocarla más que los sacerdotes, y éstos con circunspección religiosa»10. En tiempos del Papa Símaco (f 514) —quizá antes— esta costumbre se quebró en Occidente, con la pluralidad de altares en una misma iglesia. Parece que en ello influyó, de modo decisivo, el aumento de monjes-sacerdotes, la multiplicación de misas votivas y sin pueblo, y la difusión del cristianismo en ambientes rurales. Con todo, la Iglesia Latina nunca perdió de vista la unicidad de altar, puesto que siempre distinguió entre el altar principal —o mayor— y los altares secundarios; éstos iban adosados a las naves laterales o en capillas externas independientes, o se colocaban a lo largo del ábside, formando una especie de corona alrededor del altar mayor. c) El altar con retablo Hacia finales del siglo IX se introdujo una nueva costumbre: las reliquias de los santos se colocan, de modo permanente, encima del altar. Los cuerpos de los santos son exhumados y llevados a sus respectivas patrias, y colocados encima del altar en urnas preciosas, como el más precioso ornamento. 114
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Ahora bien, no todas las iglesias tenían acceso a reliquias insignes. Para llenar de alguna manera este vacío, a finales del siglo XI aparecen retablos (retro-tabula), es decir: pequeños cuadros rectangulares, de poca altura, esculpidos en piedra o metal, pintados sobre tabla o recamados de tela, representando la efigie de Jesucristo, de la Santísima Virgen o de los santos, o escenas de su vida. Se colocaban ordinariamente en los altares de las naves laterales, adosados a las paredes. La finalidad de los retablos era favorecer la piedad del celebrante y de todos los fieles que participan en la santa Misa. Al principio se retiraban con facilidad, dadas sus pequeñas dimensiones. Más tarde, especialmente durante el período gótico (s. XII-XIV), se construyeron retablos de madera o de piedra de grandes proporciones —a veces monumentales—, dando lugar a que quedaran definitivamente fijos encima del altar principal o inmediatamente detrás de él. Esto trajo consigo la colocación del altar muy cerca del ábside. Durante los siglos XIV-XV, el retablo pictórico tiende a alargar sus proporciones, abandona la estructura arquitectónica y se limita a un único cuadro, rematado por una cúspide o dividido en órdenes, donde se superponen los compartimentos o planos de paneles pintados y se insertan figuras de talla, rodeando y cerrando la parte posterior del altar. En los siglos XVI y XVII, el retablo pictórico agranda aún más sus dimensiones y se ciñe a una única escena sin división de compartimientos. Gracias a ello, los artistas crean un marco de estatuas, grupos de ángeles, columnas, etc. con unas proporciones tan grandiosas que les convierten en verdaderos monumentos. De este modo se obtiene el siguiente resultado: el retablo ya no es un accesorio del altar sino al revés. Esta inversión de valores litúrgicos se manifestó principalmente en muchas iglesias de los siglos XVII y XVIII. Las consecuencias litúrgicas originadas por los elmentos introducidos a partir de los siglos IX-X son, entre otras, las siguientes: a) el altar perdió su tradicional autonomía y dignidad en la estimación de los fieles; b) la forma de cubo dio paso a la rectangular, forma que sigue todavía vigente; c) el altar fue desplazado del centro del ábside o del crucero ha115
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cia el fondo del ábside, acabando por estar adosado a él y provocando el traslado de los asientos de los monjes hacia adelante para no perder de vista el altar. Este desplazamiento, agravado más tarde por la creación de coros capitulares, dificultó notablemente la participación litúrgica de los fieles; d) la celebración de la Misa de espaldas al pueblo se hizo norma general; y e) los elementos decorativos cobraron tal importancia que casi llegaron a borrar el simbolismo del altar. d) El altar-sagrario (ss. XVI-XX) La última evolución del altar se verifica cuando éste se convierte en sede del sagrario. Este paso se dio en el norte de Italia durante el siglo XVI; de allí pasó poco después a Roma. Fuera de Italia se fue introduciendo paulatinamente; de hecho, en Francia no se generalizó hasta el siglo XVIII y en Alemania existía libertad para elegir el lugar para la reserva eucarística a primeros del siglo XVII, según el Sínodo de Costanza (a. 1609). Los sínodos del siglo XVIII insistieron en que se colocara el sagrario sobre el altar, pero esta praxis no se aceptó umversalmente hasta el 1863, momento en el que la impuso como obligatoria la Sagrada Congregación de Ritos. El Ceremonial de obispos anterior al promulgado por Juan Pablo II (a. 1984) mandaba que el sagrario estuviese colocado en el centro del altar mayor, porque es justo que Jesucristo, centro del culto, esté situado en la parte principal y más importante del templo. Desgraciadamente, en bastantes lugares, especialmente en Italia, el volumen del sagrario no guardó las debidas proporciones respecto a la mesa del altar, dando lugar a la aparición del sagrario-trono. e) El altar actual Con la iniciación del movimiento litúrgico moderno comenzó la recuperación del simbolismo, naturaleza y dignidad del altar. Sus principales postulados, inspirados en el criterio fundamental del retorno a las fuentes, han sido recogidos en los documentos del magisterio relativos a la reforma litúrgica. 116
i) Naturaleza del altar El altar cristiano es, simultáneamente, el ara donde se realza sacramentalmente el sacrificio de la Cruz; la mesa del Señor en torno a la cual se congrega el Pueblo de Dios para participar en la Misa, sobre todo comiendo y bebiendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo; y el centro de la acción de gracias que realiza la Eucaristía11. V) Simbolismo cuando San Juan ponía por escrito este relato, no relacionase intencionadamente la multiplica254
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ción de los panes, el sermón del pan de vida y la Eucaristía; y c) en cada una de las dos partes se habla simultáneamente de la fe y de la Eucaristía, quedando excluido que una parte hable sólo de la fe o de la Eucaristía y que primero hable de la fe \ después de la Eucaristía. Detrás de las palabras de Jesús estaría latente una profundidad que no captaron sus oyentes, pero que fue percibida más tarde por la Iglesia. Por tanto, no habría que ver en el texto dos sentidos literales sino la misma realidad (la Persona de Jesús) percibida en dos momentos distintos: de ahí que todo el discurso deba entenderse de la Persona de Jesús y de la Eucaristía. Quizás la interpretación más acertada sea la que sostiene una profunda unidad literaria y temática en todo el capítulo, siendo el discurso sobre el pan de vida la piedra angular del edificio literario y argumentar, pues es dicho discurso el que da pleno sentido al milagro de la multiplicación de los panes —del que es apéndice el otro milagro— y a la reacción de los discípulos y de los Apóstoles. Esta interpretación, en efecto, es la que mejor concuerda con la intencionalidad simbólica, tan característica de todo el cuarto evangelio, que deja traslucir este capítulo. B) La multiplicación de los panes y su simbolismo eucarístico San Juan presenta el milagro en una doble perspectiva: cristológica y eucarística. El aspecto cristológico se manifiesta en el hecho de que el milagro aparece como una obra que hace el mismo Cristo, para que quienes lo contemplan puedan comprender que El ha bajado del Cielo y se adhieran a su Persona. El aspecto eucarístico se pone de relieve al afirmar —en la última parte— que la Eucaristía es también un alimento, aunque espiritual, así como en una serie de detalles intencionadamente buscados por Juan, a saber: a) la descripción del milagro según la estructura de los relatos institucionales (tomó los panes, dio gracias, los partió y se los dio a los Apóstoles); b) la autonomía del milagro (Juan lo narra como si Jesús hubiese ido a un lugar determinado para realizarlo y dar de comer a la gente); c) la iniciativa de darlo a comer, que parte del mismo Cristo; d) el paralelismo con lo 255
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que aconteció en el Cenáculo: Jesús es quien distribuye el pan, indicando que en la Eucaristía, sean quienes sean los ministros, es Él mismo quien nutre a las almas; e) la insistencia en el término eujaristesas en lugar de euloguesas sin que lo exija el texto; f) el trato dispensado a los trozos sobrantes, que Cristo manda recoger para que no se pierda nada, mandato innecesario en el judaismo, donde existía un gran respeto hacia el pan; g) el número de cestos que se llenaron con lo sobrante: doce canastas, el mismo número que el de los Apóstoles, a los que Cristo entregaría un día la Eucaristía; h) la abundancia de pan: las turbas se sacian y sobra mucho, al igual que la Eucaristía, que es inagotable; i) el contexto pascual («estaba próxima la pascua, la fiesta de los judíos»: v. 4); y j) la conexión entre la Eucaristía y la multiplicación de los panes, introducida con toda naturalidad por el tema del maná.
comunión de vida con Cristo es el motivo por el que Él resucitará a los suyos en el último día (vv. 39.40) y en el contexto de la Eucaristía (v. 54). 3) Esa comunión de vida con Cristo se opera por la fe (vv. 35. 36. 37. 40), entendida como adhesión a su Persona. Creer en sus palabras es consecuencia de esta primera adhesión (vv. 62.67). Por eso es tan grande la analogía con la Eucaristía como contacto personal con Cristo. 4) En este contexto se entienden las dos coordenadas de la fe: la buena disposición subjetiva y el don del Padre. Los judíos no aceptaban el don de Dios porque carecían de las disposiciones necesarias para acogerlo. 5) La única actitud válida entre Cristo (nótese que «yo soy el pan de vida» es una autopresentación de Cristo como Persona, al igual que acontece en otros pasajes de estructura similar: «Yo soy» la luz del mundo —Jn. 9, 5—, el agua de la vida— Jn. 8, 2—, la puerta —Jn. 10, 7-9—, el Buen Pastor —Jn. 10, 11-14—, la resurrección y la vida —Jn. 11, 25) es tener fe en Él, es decir: aceptarle. Comer a Cristo tiene en esta primera parte un sentido metafórico. Equivale a creer en Cristo. Come a Cristo —come este pan— quien cree en Él. Para comerle hecho carne eucarística —segunda parte del discurso— es necesario comerle hecho carne humana —hecho Hombre— por la fe. Fe y Eucaristía quedan así íntimamente relacionadas e indisolublemente unidas: sólo quien acepte que Cristo es el Hijo de Dios encarnado, podrá entrar en comunión con Él en la Eucaristía. Ahí está la última explicación del rechazo de algunos discípulos: la no aceptación de Cristo como enviado por el Padre —la falta de fe en Él— cerró el camino a la fe en la palabra de Cristo. Cerrado ese camino, sólo era posible adentrarse en el del rechazo y abandono.
C) Discurso sobre el pan de vida El discurso que sigue al caminar milagroso sobre las aguas aborda dos temas: el de la fe en Cristo —que, como el maná, es de origen divino y es alimento— y el de comer la Carne y beber la Sangre de Cristo. A primera vista parecen dos cosas autónomas; pero están profundamente unidas, dado que la primera está orientada hacia la segunda: para comer y beber la Carne y Sangre de Cristo es necesario adherirse a Él por la fe. La fe es contemplada, pues, en una perspectiva eucarística. Veamos con mayor detenimiento cada uno de los dos temas. El tema central de los versos 35-51 es el de la fe en Cristo, el cual se desglosa de este modo. 1) Cristo, por su Encarnación, es el pan bajado del Cielo y dado por el Padre; se le llama pan porque hace vivir a la humanidad una nueva vida, la vida sobrenatural, la cual brota del Padre y se nos comunica a través de Cristo. De ahí que Cristo aparezca como el pan dado por el Padre. Comer ese pan implica vivir la vida eterna, es decir: participar de la vida misma de Dios, a la que están llamados todos los que pertenecen a Cristo. La muerte corporal no trunca ni interrumpe esta vida (v. 35). 2) La 256
D) Comer la Carne y beber la Sangre de Cristo Algunos Padres de la escuela alejandrina y, en parte, San Agustín, interpretaron en sentido espiritual (comer a Cristo por la fe) la segunda parte del discurso sobre el pan de vida. A ellos se debe que el Concilio de Trento no se pronunciase autoritativamente sobre el sentido eucarístico de este discurso. Como ya indicamos antes, la mayor parte de los teó257
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logos y exégetas actuales sostienen el sentido eucarístico de este pasaje, aunque mantengan posturas diversas sobre el verso en el que comienza dicho discurso (v. 48, ó 51b, ó 51c) y descartan la tesis de Bultmann y de Wornkamm que niegan la paternidad joánica de este fragmento y afirman que es una interpolación posterior de la Iglesia, para ajustar el discurso del pan de vida al sentido realista que aparece en San Ignacio de Antioquía. Esta opinión no se mantiene en pie, si se tienen en cuenta los paralelismos temáticos y lingüísticos que vinculan la segunda parte del discurso con la primera (de cuya autenticidad no dudan). La temática de esta perícopa puede resumirse así: a) Jesús anuncia que un día dará a comer su Cuerpo y a beber su Sangre; b) ese Cuerpo y esa Sangre, así como su comunión, han de entenderse en sentido real, no metafórico; c) Jesús insiste en la necesidad de comer su Cuerpo (cinco veces) y beber su Sangre (tres veces); d) a través de la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo entramos en comunión con su Persona, la cual nos comunica su propia vida, aunque la vida otorgada en y a. través del Cuerpo y Sangre de Cristo sólo pueda recibirse si se tiene fe en lo que Jesucristo es y significa para nosotros. El punto basilar de esta síntesis temática es el sentido realista —no metafórico, espiritual— que tienen los binomios Carne-Sangre y comer-beber. Ese sentido se deduce: a) del paralelismo con los relatos de la Última Cena; b) de la insistencia en el comer; c) del contexto bíblico; d) de la reacción de los discípulos; y e) de la ratificación que Cristo hace de sus palabras, no obstante el escándalo que producen. a) Paralelismo con los relatos institucionales El binomio carne-sangre se corresponde con el de cuerpo (carne) - sangre de los Sinópticos y san Pablo. La carne dada por (uper) la vida del mundo (v. 51), encuentra su correspondencia en «esta es mi Sangre derramada por los muchos» (Me. 14, 24 y Mt. 26, 28). b) Insistencia en el verbo «comer» Juan emplea cuatro veces (vv. 54.56.57.58) el verbo trogein, que literalmente significa masticar. Este verbo vuelve 258
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a aparecer en la Última Cena en una cita del Salmo 40, 10: «el que come mi pan, levantará contra Mi su calcañar» (Jn. 13,18), donde tiene, sin duda, una reminiscencia eucarística. c) Contexto bíblico No hay ningún caso en la Sagrada Escritura en que comer-beber se entienda metafóricamente en un contexto semejante, por ejemplo creer en Dios, en el Hijo, en la Iglesia, en los hombres. Beber sangre, por otra parte, es una expresión bíblicamente escandalosa, dada la prohibición explícita de beber la sangre o comer la carne no desangrada. d) Reacción de los discípulos En este contexto de escándalo y repugnancia se sitúa la reacción de muchos discípulos de Jesucristo, que, interpretando sus palabras en sentido literal, creyeron que postulaba un antropofagismo. Es inaceptable pensar que Cristo provocase intencionadamente este escándalo, si no hubiera querido expresarse en el sentido que captaron quienes se escandalizaron. En cualquier caso, si le hubieran malinterpretado, les habría corregido, al igual que hizo en otros casos con los Apóstoles; sobre todo teniendo en cuenta la ruptura total que supuso el no desdecirse. e) Ratificación de Cristo Jesucristo siente la reacción de una parte de sus discípulos: el rechazo de su doctrina y el abandono en su seguimiento. Pero no rectifica sino que ratifica sus palabras. A la vez, agradece que los Apóstoles las acepten y se reafirmen en su seguimiento. III. LA EUCARISTÍA, INSTITUIDA La promesa de Cafarnaún fue eficaz. En efecto, según el testimonio de los tres Sinópticos y de san Pablo, en la Última Cena que Jesús celebró con sus Apóstoles, les dio a co259
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mer su Carne y a beber su Sangre. El «discurso del pan de vida» encuentra, jsor tanto, su culminación y su máxima explicitación en la Ultima Cena, puesto que en ella no sólo aparece el hecho de la entrega de su Cuerpo como verdadera comida y de su Sangre como verdadera bebida, sino también el modo de esa entrega: un modo no carnalista —como pensaron los incrédulos discípulos cafarnaítas —sino sacramental a través de pan y vino convertidos en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo.
tución de la Eucaristía y fue trasmitido, a través de las liturgias jerosolimitana y antioquena, a las diversas comunidades cristianas fundadas por los Apóstoles y por san Pablo. La tendencia fixista de la liturgia y la fidelidad de los Apóstoles al mandato de Jesús («haced esto»), salvaguardaron la autenticidad y veracidad de los primeros eslabones de la cadena eucarística. Según esto, las palabras de san Pablo a los corintios: yo os he transmitido a lo que a mí me habían entregado: que el Señor Jesús, etc. (cfr. 1 Cor. 11, 23) son una parádosis estricta, cuyo sentido es éste: el modo de celebrar la Eucaristía que yo os revelé cuando os anuncié la Buena Nueva, es una tradición que se remonta hasta el Señor. En otras palabras: yo celebré la Eucaristía como el Señor Jesús mandó celebrarla. San Pablo estaba tan persuadido de su fidelidad a lo que el Señor había realizado en la Última Cena, que a la hora de dictaminar autoritativamente cómo debían celebrar la Eucaristía los corintios, no apela a su condición de evangelizador y fundador de la iglesia de Corinto, sino que recurre al argumento más contundente: el mandato recibido del Señor a través de la tradición eclesial (probablemente, la liturgia antioquena). San Pablo —hijo de fariseo y educado en la escuela rabínica de Gamaliel (Hech. 22, 3)—, recurre a la parádosis, tecnicismo literario empleado por los rabinos para las cosas pertenecientes a la tradición y que ellos querían transmitir con absoluta fidelidad. Los corintios, ciertamente, pertenecían a un área cultural no judía y, en consecuencia, no estaban familiarizados con los tecnicismos rabínicos. Sin embargo, habían sido evangelizados por san Pablo y sabían que el Apóstol reservaba ese género literario para las cosas mas importantes y que procedían de la tradición apostólica. De hecho, san Pablo usa el tecnicismo de la parádosis cuando habla a los corintios de la muerte y resurrección de Cristo (1 Cor. 15, 3-5). Por lo demás, parece que a él recurría en las demás iglesias, según se desprende de Gal. 1, 9. 12; FU. 4, 9; Col. 2, 6; 1 Tes. 2, 13; 2 Tes. 3, 6.
I. Una tradición que viene del Señor La institución de la Eucaristía está atestiguada por Mt. 25, 26-29; Me. 14, 23-25; Le. 22, 19-20; Le. 22, 15-19a; y 1 Cor. II, 23-26c. La crítica histórica, tanto católica como protestante, considera la historicidad de estos relatos como un dato definitivamente adquirido. Pablo y los Sinópticos no testifican una realidad creada por la comunidad pospascual, sino lo que Cristo hizo en la Ultima Cena con sus Apóstoles. «Los textos eucarísticos pertenecen —dice el protestante Jeremías— a la roca de la primitiva tradición»'bls... «Probablemente —añade Chenderlin— éste es el incidente mejor relatado de toda la vida de Cristo»2. Gracias a la liturgia, las palabras eucarísticas quedaron fijadas desde el principio en su estructura esencial, y protegidas de interferencias textuales y teológicas. La acción del Espíritu Santo —tan patente en la vida de la primera comunidad cristiana y en el ministerio de los Apóstoles— dejó sentirse de modo especial a la hora de asegurar la trasmisión fiel de lo que, ontológica y fácticamente, es la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia: la Eucaristía. Sólo así se explica que la diversidad cronológica y fontal de los Sinópticos y san Pablo no haya introducido diferencias substanciales. Apoyada en esta concordancia substancial de los cuatro relatos —comprobable a través de la intercomparación— la crítica histórico-crítica ha llegado a la conclusión de la existencia de un texto-arquetipo anterior a todos ellos. Este texto-arquetipo enlaza en lo substancial con el texto de la insti260
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2. Dos tradiciones literarias En lo que acabamos de decir ya ha quedado insinuado un dato importante: la concordia substancial de los cuatro relatos eucarísticos. Ahora conviene añadir que la concordancia no es total, pues existen algunas variantes, siempre secundarias, si bien en algún caso tienen algún relieve. Estas diferencias llevan a la crítica histórico-crítica a esta conclusión: del mismo modo que las concordancias no se explicarían sin un texto-arquetipo, las diferencias tampoco se explican si los cuatro testimonios hubieran tenido delante el mismo texto-arquetipo; pues, en tal supuesto, no hay ninguna explicación para no haberlo seguido literalmente. Las diferencias sólo son explicables si los diversos testimonios tienen delante textos-arquetipos substancialmente idénticos y secundariamente distintos. Ahondando en el método crítico-comparado, se advierte que las diferencias agrupan a los relatos institucionales en dos bloques: Mateo y Marcos, Lucas y Pablo. Existe, pues, una doble tradición literaria: la petrina (Mateo y Marcos) y la paulina (Pablo y Lucas). El mismo método descubre que, mientras las diferencias entre Marcos y Mateo hacen pensar en una fuente común, las que existen entre Lucas y Pablo sugieren la existencia de dos fuentes. Sintetizando: el relato de la institución eucarística ha llegado hasta nosotros a través de dos tradiciones (Mt. -Mc/LcPablo) y tres fuentes (Mt/Mc, Lucas y Pablo). Ahora bien, la pluralidad de fuentes y de tradiciones no ha alterado el texto originario; al contrario, el texto usado por Jesucristo nos ha sido trasmitido fielmente en lo esencial por los Sinópticos y san Pablo. 3. Contexto pascual de la Ultima Cena Desde el punto de vista crítico no puede asegurarse ni la fecha exacta de la institución eucarística ni el carácter de la Última Cena. Actualmente existen hipótesis, más o menos fundamentadas y convincentes, pero no certezas. 262
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Respecto a la fecha, es conocida la diferencia entre san Juan (Jn. 13, 1. 29; 18, 28; 19, 14) y los Sinópticos (Me. 14, 12-16). Se ha intentado armonizarlos por tres caminos: a) el de la colisión entre el sábado y la Pascua de aquel año, que habría provocado el adelantamiento de ésta al día anterior; b) el de la afluencia masiva, que habría obligado a distribuir por grupos a los peregrinos, dando lugar a que los galileos sacrificaran los corderos y, en consecuencia, celebraran la Cena Pascual un día antes; y c) el del doble calendario: el lunar, que era el oficial y al que habría seguido san Juan, y el solar, que sería el atestiguado por los Sinópticos. Hasta ahora, ninguna hipótesis ha logrado imponerse críticamente. En cuanto al ritual seguido por Jesucristo en la Ultima Cena, tampoco hay argumentos definitivos; aunque son más los autores que se inclinan a favor del ritual de la Pascua Judía. De todos modos, las dos cuestiones señaladas tienen menos importancia que la que, a veces, se les otorga. La cuestión central radica en la originalidad del rito realizado por Jesucristo. Sin embargo, parece que está definitivamente adquirido el carácter pascual de la Última Cena. Estos detalles ayudan a comprender mejor el sentido de las palabras y gestos de Jesús al instituir la Eucaristía y el carácter pascual de la misma, si bien el carácter pascual de la Eucaristía no se acrecienta ni se empequeñece por la concordancia parcial o cuasitotal con el ritual de la Pascua judía, sino que está condicionado por el hecho de que Cristo es el nuevo Cordero, la nueva Pascua, la plenitud de la economía salvífica. Es decir, lo decisivo no fue el empleo de unos ritos —imperfectos y caducos, aunque en continuidad con la obra de Cristo— sino la sustitución de la sombra por la realidad De aquí que la continuidad entre la Pascua judía y la cristiana haya de buscarse no en el camino de lo ritual sino en el de la plenitud de la economía salvífica. Es ahí donde encontramos la diferencia esencial e infinita que existe entre la Pascua de la Antigua Alianza y la Pascua de la Nueva, porque esencial e infinitamente distintos son el memorial de la Pascua judía y el memorial de la Pascua cristiana.
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4, «Esto es mi Cuerpo», «esta es mi Sangre»: realismo eucarístico La tradición eclesiaP ha interpretado en sentido realista las expresiones: «Esto es mi Cuerpo» (los cuatro testimonios) y «esta es mi Sangre» (Mt-Mc) o su equivalente: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi Sangre» (Pablo y Lucas); viendo una identidad real, no simbólica entre el sujeto «esto» y el predicado «mi Cuerpo». Esa identidad se debe a que el verbo es (estin en griego, probablemente implícito en la forma aramaica) es un verbo copulativo que une dos realidades iguales. Esta interpretación no es compartida por los luteranos (para quienes el sentido es: «este pan es mi Cuerpo»), ni por los calvinistas, ni por algunos autores acatólicos que ven en la interpretación católica una tautología: «esto» —mí Cuerpo—es mi Cuerpo. Algunos autores católicos como Dupont4, rechazan la interpretación tradicional a la que califican de «simplista», apoyándose en el texto de Ezequiel: «Esto (sus cabellos) es Jerusalén» (Ez. 5, 1-5); y recurren al contexto para salvar la interpretación realista católica. Estas interpretaciones —incluida la de Dupont— son erróneas tanto por el significado semántico del verbo ser, como por el sentido del contexto en sí mismo considerado; además, no se compaginan con la doctrina del Concilio de Trento (ses. XIIII, c, !)• A) Significado semántico del verbo «ser» El verbo eimi puede tener el sentido de simbolizar o significar, tanto en el mundo bíblico como en el extrabíblico. Ahora bien, los casos en que esto ocurre son escasísimos comparados con los que tiene valor cualitativo de identidad real. Más aún, cuando ser (eimi) equivale a significar o simbolizar se trata siempre de comparaciones, metáforas, paráfrasis verbales, etcétera, en las cuales ser (la identidad) es identidad de significado no de realidad. En estos casos hay convertibilidad entre ser y significar. Ahora bien, esa convertibilidad no se debe al valor semántico de ser (eimi) sino al contexto en el que va enmarcado. Eimi de suyo significa 264
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ser; para que equivalga a significar tiene que aparecer en el contexto. Pero en estos casos hay que probar el cambio de significado de eimi, no suponerlo. El contexto de es en los relatos eucarísticos institucionales no demuestra que tenga sentido distinto del semántico; al contrario, reafirma el valor semántico de es, sobre todo si se tiene en cuenta la machacona insistencia del capítulo sexto de san Juan, que hay que leer a luz de los relatos institucionales. Ciertamente, en el contexto bíblico, entendido en sentido amplio, es puede equivaler a significar; pero los textos en los que tiene ese sentido están en un contexto parabólico, metafórico o comparativo. Estos casos presentan tres formas: a) el sujeto es un sustantivo (Gn. 41, 26-27; Dn. 10, 7; Mt. 13, 38-39; Apa 1, 2); b) el sujeto es el pronombre yo (Jn. 10, 7; 10, 11; 15, 1); y c) el sujeto es el pronombre esfo(Gn. 17, 10; Ex. 12, 11). Los supuestos a) y b) no crean ninguna dificultad, puesto que los relatos eucarísticos tienen como sujeto el pronombre touto («esto»). La dificultad podrían presentarla Gn. 17, 10 y Ex. 12, 11 que tienen la misma estructura que los relatos institucionales. Ahora bien, el contexto de esos dos textos veterotestamentarios es claramente simbólico, como se desprende de los términos señal y signo, lo cual no sucede nunca en los textos eucarísticos, ni siquiera en la promesa de la Eucaristía de Juan. Por eso, tanto la Vulgata como las demás versiones traducen siempre es mi Cuerpo/Sangre, nunca significa. Por tanto, en las expresiones «esto es mi Cuerpo/esta es mi Sangre», hay identidad real entre «esto» que tiene Cristo en las manos o señala con una de ellas y «mi Cuerpo», «mi Sangre». Dado que el pan y el vino no son signos naturales ni convencionales del Cuerpo y de la Sangre y Cristo no dijo expresa o equivalentemente que las empleaba en sentido simbólico —incluso sabiendo que la Iglesia iba a entenderlas en sentido real—, se deduce que El quiso usarlas tanv bien en sentido realista, no metafórico. Quien se acerca sin prevenciones a las palabras institucionales de la Eucaristía, comprende sin excesiva dificultad que lo que Cristo tiene en las manos al final de esas fórmulas es su Cuerpo y su Sangre. No le falta razón a Maldonado al hacer este comentario 265
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a san Mateo: «Así decimos vulgarmente, "este es mi hermano". Aquí el pronombre éste se refiere a mi hermano y no a ninguna otra cosa, aunque lo significa de distinta manera que las palabras mi hermano; con ellas lo nombro, con el pronombre éste, sin nombrarlo, lo señalo»5. B) El contexto En la actualidad, no pocos autores insisten en que el contexto de los relatos eucarísticos es la única clave para interpretarlos rectamente. Apartándose del sentido tradicional del verbo ser, prefieren hablar de «gesto profético» y «memorial de la Pascua», deduciendo de ellos el realismo eucarístico. Veamos la explicación y crítica de estas posturas. a) «Gesto profético» de Cristo en la Ultima Cena Cuando Jesucristo instituía la Eucaristía, durante la Última Cena, se encontraba en el marco de la Cena Pascual judía y muy próximo al momento de su muerte en la Cruz. Al tomar en sus manos pan/vino pronunció unas palabras relacionadas con su muerte expiatoria. Con ellas, ponía el pan y el vino en relación con la suerte que iban a correr su Cuerpo y su Sangre en la Cruz, dándoles el sentido sacrificial que compete a su muerte. El hecho de que inmediatamente después entregue ese pan y vino a los discípulos, para que coman y beban, implica que los entrega como comida sacrificial Ahora bien, en el mundo judío no existía una comida sacrificial sin participación real en la víctima, ya que nunca se participaba de modo simbólico. Cristo, por tanto, se da como Víctima para que participen de ella los Apóstoles. Hay, pues, presencia real de la Víctima y participación real en ella. Consiguientemente, si esta comida (participación) encierra la presencia de la Víctima, hay que entender en sentido real las palabras «esto es mi Cuerpo», «esto es mi Sangre». Es, pues, la presencia de la Víctima —referida a la comida sacrificial— la que nos hace partícipe del Sacrificio de Cristo en la Cruz y da su fuerza al verbo ser. Todo esto es posible porque Jesucristo en la Última Cena realizó un «gesto profético» en relación con su muerte en la 266
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Cruz. ¿Qué quiere decirse con la expresión «gesto profético»? En primer lugar, su diferencia con una parábola en acción o acción simbólica (vg. la higuera maldita), pues ésta se dirige a la inteligencia, a la que quiere trasmitir una enseñanza. El «gesto profético» no se mueve sólo en el nivel del conocimiento sino también en el de la acción. El «signo profético» hace presente el juicio salvador o condenador de Dios. En cierta medida, anticipa el acontecimiento y lo produce (cfr. vg. Jr. 13, 1-13; Ez. 4, 1-3; 1 Re. 11, 31; 2 Re. 13, 19). Tiene, pues, una eficacia real Además, la diferencia entre el «signo profético veterotestamentario» y el de Jesús en la Última Cena. En efecto, Jesús no sólo anticipó su acción salvadora sino el hecho de su sacrificio en la Cruz realizado en su Cuerpo y Sangre, hechos Víctima. Hay, pues, identidad entre el sacrificio de la Cena y el de la Cruz. Ahora bien, para esto se requiere la presencia de la Víctima, porque sin Víctima no hay sacrificio. La presencia es condición para que exista sacrificio, pues no se actualiza una acción sino un hecho. Esta exposición es sugestiva y tiene muchos aspectos válidos y enriquecedores; pero adolece de un defecto radical: la identificación que establece entre los sacrificios judíos y el sacrificio de Cristo, ya que su nervio argumental es la exigencia de la presencia real de la Víctima de la Cruz en el Cuerpo y Sangre entregados en la Última Cena, pues sin esa presencia de la Víctima no puede haber participación real en el sacrificio; ahora bien, esa presencia y participación se hacen depender de lo que acontecía en los sacrificios judíos. Tal argumentación no valora debidamente el carácter absolutamente singular y específico del sacrificio de Cristo, tanto en su ritualidad como en su significado y eficacia. En cuanto a su ritualidad, conviene advertir que en la Última Cena no existió victimación cruenta, como existía en los sacrificios judíos, en los cuales se comía parte de la víctima previamente inmolada; y que la víctima no fue un animal sino una persona. En cuanto a la eficacia, baste recordar la doctrina de la Carta a los Hebreos sobre el sacrificio de Cristo. En consecuencia, la base sobre la que se asienta la explicación del «signo profético» sólo es válida si se presupone la presencia real de Cristo, hecho Víctima. No es, por tanto, 267
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una prueba de la presencia real sino una reflexión teológica que, aunque enriquece dicha presencia, la presupone. De hecho, quienes apelan al «gesto profético» reconocen la diferencia infinita que existe entre el realizado por Cristo y todos los otros gestos proféticos. Por lo demás, no se ve cómo pueda salvarse, desde esas posiciones, la interpretación tridentina de las palabras consecratorias 6 , así como la enseñanza y vivencia postridentina, que ven las expresiones «esto es mi Cuerpo» y «esta es mi Sangre» como suficientes e indispensables, a la vez, para que haya presencia-sacrificio-comunión. La interpretación tradicional de la Iglesia, no deduce la presencia real del contexto (del que hasta hace poco no se hablaba) sino del texto mismo; es decir: del sentido realista dado al verbo ser (eimi). Se trataría, por tanto, de integrar las nuevas tendencias con la interpretación eclesial, enriqueciendo ésta y posibilitando aquéllas.
aseguraba la fidelidad inquebrantable de Yahvé a sus promesas. La celebración anual de la Pascua no era, por tanto, un recuerdo subjetivo de lo que Yahvé había realizado en otros tiempos, sino un rito sagrado que hacía presente aquella intervención salvífica, haciendo accesible la participación en la misma a quienes tomaban parte en dicho rito. Celebrar la Pascua equivalía a actualizar la salvación obrada por Yahvé e insertarse en esa acción liberadora. En otros términos: la Cena Pascual era la celebración del «memorial de la Pascua». Según esto, el «memorial de la Pascua» incluía tres elementos: a) una acción salvífica pretérita (liberación de Egipto y demás sucesos del Éxodo); b) un rito sagrado (la manducación del Cordero, sobre todo); y c) la actualización salvífica de Yahvé por medio de la celebración pascual. En esta perspectiva, la Eucaristía, en cuanto «memorial de la Pascua» de Cristo, no es un mero recuerdo de la acción salvífica de la Cruz (memorial subjetivo) sino presencialización de dicho sacrificio. Ahora bien, esto es imposible sin la presencia de Cristo Víctima; por lo cual, las expresiones «esto es mi Cuerpo» / «esta es mi Sangre» comportaron la presencia real de Cristo como Víctima, la entrega real, y la participación real de los Apóstoles en la misma. Esta explicación identifica lo no identificable, a saber: el memorial veterotestamentario y lo realizado por Cristo en la Última Cena. El memorial veterotestamentario, en efecto, no actualizaba un hecho sino una acción salvífica de Yahvé, lo cual era posible, puesto que, si Dios puede hacer presente donde quiera una acción salvífica pasada, no había imposibilidad para que presencializara en el rito sagrado de la Cena Pascual la acción salvadora que comenzó en Egipto. Sin embargo, la Eucaristía, como «memorial de la Cruz», no hace presente una acción salvífica sino un hecho concreto que se realiza con una Víctima concreta; lo cual no es posible sin la presencia real de la Víctima. De otro lado, el «memorial de la Cruz» que realizó Cristo en la Ultima Cena no fue la presencialización de una realidad pasada sino futura: un anticipo sacramental de su futura inmolación cruenta. Con razón dicen algunos autores que la diferencia es infinita7.
b) El memorial de la Pascua Algunos autores recurren al tecnicismo «memorial de la Pascua» para determinar el sentido de las expresiones «esto es mi Cuerpo» / «esta es mi Sangre», y, en concreto, el significado del verbo es. Desde un punto de vista metodológico, coinciden con quienes hablan del «gesto profético», puesto que en ambos el contexto de los relatos institucionales es quien esclarece el sentido de las expresiones mencionadas. Por otra parte, no es infrecuente que «gesto profético» y «memorial de la Pascua» se contemplen conjuntamente y sean considerados partes de un mismo argumento. Veamos el sentido y alcance que se concede al «memorial de la Pascua». El «memorial de la Pascua» era algo muy familiar para los israelitas observantes; pues, al celebrar la pascua anual, no se limitaban a recordar la acción de Yahvé que salvó a sus padres de la esclavitud de Egipto, sino que actualizaban dicha acción salvífica, conscientes de que aquella intervención salvadora de Dios no quedaba ligada a un momento pretérito de la historia de Israel sino que seguía presente de generación en generación, gracias a la Alianza del Sinaí, que 268
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Sintetizando: tanto el «gesto profético» como «el memorial de la Pascua» fueron completamente superados por Cristo al instituir la Eucaristía, ya que no hizo presente una acción sino un hecho salvífico; con la peculiaridad de que ese hecho aún no había tenido lugar. Por consiguiente, la presencia real de Cristo en la Eucaristía no se determina partiendo del contexto del «gesto profético» o del «memorial de la Pascua» sino de la interpretación, en clave eclesial, de las expresiones «esto es mi Cuerpo» / «esta es mi Sangre». Tal interpretación no excluye ulteriores enriquecimientos; de hecho, las palabras «esto es mi Cuerpo » y «esta es mi Sangre» se comprenden mejor si se integran en el marco del «gesto profético» y del «memorial de la Pascua». Por esto, al igual que el contexto no debe suplantar a la interpretación eclesial del texto, éste debe integrarse en el contexto. Aunando los criterios de fidelidad a la tradición y de apertura a las nuevas adquisiciones, la teología eucarística puede avanzar con paso seguro y enriquecedor.
5. Cuerpo (carne)-Sangre entregados: sacrificio expiatorio A) Sentido sacrificial de la Eucaristía El binomio carne-sangre de la Ultima Cena tiene como trasfondo los sacrificios veterotestamentarios, pues al ser pronunciadas mientras se celebraba una cena de carácter pascual, resultaba imposible disociar la Carne-Sangre de Cristo de la carne-sangre del Cordero Pascual; máxime si se tiene en cuenta la alusión implícita a la Antigua Alianza —la cual fue sellada con un sacrificio—, pues la sangre de la Última Cena no fue sólo Sangre de Cristo sino sangre de una Alianza Nueva. Además, la interrelación de los binomios Carne-Sangre, entregado-derramada dejan oír el eco del texto isayano del Siervo de Yahvé, que entrega su vida en favor de las muchedumbres (Is. 53). Ese eco está acentuado en el semitismo «por los muchos» (todos) del texto marcano relativo a la sangre, semitismo que recogen Lucas y Pablo en la fórmula del pan y del vino en una expresión idéntica en significado, 270
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pero más inteligible («por vosotros») para sus destinatarios. De otra parte, el hecho de que Lucas y Pablo repitan el «por vosotros» en las dos fórmulas, deja entrever la existencia de un semitismo premarcano en la fórmula del pan. Este trasfondo veterotestamentario conduce hacia la existencia de una víctima inmolada, pues sólo entonces podían existir separadas la carne y la sangre. Según esto, el sentido que Cristo da a lo que está realizando en claro: la victimación de Sí mismo o, si se prefiere, el carácter sacrificial de la Eucaristía que está instituyendo. Este carácter sacrificial de la acción de Cristo no queda invalidado ni disminuido por el hecho de que los participios didómenon y enclinómenon deban traducirse en futuro —como hace la Vulgata: tradetur, effundetur—, pues ellos traducen participios aramaicos que, al ser intemporales, su tiempo se determina por el contexto, y aquí el contexto aclara que no hay derramamiento físico de sangre. Además, tanto en el griego bíblico como en la Koiné, el participio de presente suele traducirse por participio de futuro, sobre todo si por el contexto se ve que se trata de una acción futura cierta —mediata o inmediata— o inmediata en su realización8. El carácter sacrificial de la Eucaristía, tal y como la presentan los relatos institucionales, se deduce del contexto indicado: el sacrificio del Siervo de Yahvé y el sacrificio de la Nueva Alianza; sin excluir los demás sacrificios veterotestamentarios donde se inmolaba una víctima, aludidos en el binomio carne-sangre. B) Sacrificio expiatorio Ya hemos aludido al semitismo (o hebraísmo) por los muchos (Me. 14, 24; Mt. 26, 28) que aparece en la tradición petrina del cáliz, el cual indica el sentido sacrificial de la Eucaristía. Ahora vamos a contemplarlo desde otra vertiente: la expiación. Parece innegable que en el uper pollón marcano y en el peri pollón de Mateo hay una clara alusión al Siervo de Yahvé que da su vida en favor de (o en provecho de) «los muchos» en sentido inclusivo, es decir: de todos. Por otra parte, las partículas uper y peri son propias de los sacrificios ex271
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piatorios o sacrificios ofrecidos a Dios por los pecados de los hombres. Tales partículas concretan en favor de quién se ofrece el sacrificio. Ése es el sentido que tienen en muchos textos neotestamentarios explícitamente relacionados con la muerte de Cristo por los pecados de los hombres (Mt. 28, 28; Me. 10, 45; Rom. 5, 8; 1 Cor. 5, 21; 15, 3). Además, la mención implícita del sacrificio de la Alianza Antigua, al que se contrapone el de la Nueva, confirma el sentido expiatorio del sacrificio eucaristico instituido por Cristo, ya que en el tiempo de Jesús los rabinos interpretaban en sentido expiatorio el sacrificio de la Alianza del Sinaí que originariamente no tuvo ese sentido 9 . De hecho, los rabinos, conscientes de que no se podía comer la carne de los sacrificios expiatorios, traducían Ex. 12, no como dice el texto: «y comieron» sino «como si comieran»10. Finalmente, no debe olvidarse que la redención expiatoria por medio de la Sangre de Cristo es un tema fundamental y muy frecuente en el Nuevo Testamento: «hemos sido justificados gratuitamente por la gracia de Dios, por la redención que hay en Cristo Jesús, a quien ha puesto como sacrificio propiciatorio, mediante la fe, en su Sangre» (Rom. 3, 24-25); «no habéis sido redimidos con oro ni plata, corruptibles (...) sino con la Sangre preciosa de Cristo» (1 Pe. 1. 18); «llevó nuestro pecado en su Cuerpo sobre el madero» (1 Pe. 2, 24); «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Cor. 5, 7). La imagen del Cordero inmolado es muy frecuente en San Juan (Apoc. 5,12; 7, 14; 12, 11; 22, 14). También Juan habla de la muerte de Cristo con sentido propiciatorio: «Nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn. 4, 10). Él sentido expiatorio de la Eucaristía es el sentido originario de los relatos institucionales, puesto que aparece en tres fuentes distintas: Marcos, Lucas y Juan. La dificultad que encuentran algunos para admitir el sentido expiatorio de la Eucaristía, motivada por el carácter descedente que tiene la salvación (es un don gratuito de Dios, no una conquista humana) se desvanece si se tiene en cuenta que es Dios mismo quien proporciona la Víctima: Jesucristo; lo cual conlleva una dimensión descendente de la ex-
piación. Dios Padre determina que el Hijo se haga «siervo» para ofrecer al hombre un remedio eficaz en orden a restablecer la unión que había roto el pecado (eso es, precisamente, expiar); al hombre le corresponde aceptar esa donación y saldar con ella la ofensa inferida a Dios. El sentido expiatorio de la Eucaristía se sitúa, por tanto, en el centro mismo de la Redención y de la historia salvífica. Cuando los Apóstoles comulgaron el Cuerpo y Sangre de Cristo no sólo entraron en comunión íntima de vida con Él, al estilo de la Vid y los sarmientos y los miembros y la Cabeza, sino en la corriente salvífica de la Muerte Redentora de Cristo.
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6. Sangre de la Nueva Alianza La tradición petrina y paulina relacionan la Eucaristía con la Nueva Alianza de Yahvé. El texto de ambas tradiciones, redaccionalmente distinto, tiene el mismo sentido: «esta es mí Sangre de la Alianza» (tradición petrina), «este cáliz es la Nueva Alianza es mi Sangre» (tradición paulina). El pensamiento de la alianza en la sangre de un sacrificio evocaba la Alianza del Sinaí, sellada con la aspersión que realizó Moisés sobre el Pueblo con la sangre de las víctimas inmoladas a Yahvé (Ex. 24, 8; cfr. Heb. 9. 18-21). La Alianza se había sellado con sangre sacrificial y con un sacrificio pacífico. No estaba ausente la referencia a la Alianza Nueva profetizada para los tiempos mesiánicos: «he aquí que vienen días —oráculo del Señor— en que yo haré una Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá, no como la que hice con vuestros padres, cuando los saqué de Egipto (...). Porque esta será la Alianza que yo haré con la casa de Israel (...); yo pondré mi ley en su interior, y la escribiré en su corazón y seré su Dios y ellos serán mi pueblo (...). Les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados» (Jr. 31.31-34). Jesucristo es la Víctima que avala la nueva y definitiva Alianza de Yahvé con su Pueblo (cfr. Is, 42, 6; 49, 8). Su Sangre, derramaba en la Cruz, sustituye a la sangre de las víctimas sinaíticas, cancelando una alianza tantas veces que273
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brantada por la infidelidad de Israel e instaurando otra tan radicalmente nueva, que dará origen a un pueblo nuevo: el de la Nueva Alianza; el cual, al estar unido a Cristo como los miembros a la cabeza y los sarmientos a la vida, imposibilitará la infidelidad de ese pueblo a la nueva comunión de vida instaurada por la Sangre de Cristo-Cabeza. Ciertamente, algunos miembros podrán romper la unión con Cristo; pero será una ruptura existencial, no ontológíca, puesto que no invalidará su condición de miembros unidos a la Cabeza por su condición bautismal. Por esto, la Sangre de Cristo —que les «pertenece» por su condición de miembros— reclamará la intervención misericordiosa de Dios para restaurar, tantas cuantas veces sea necesaria, la ruptura causada por los pecados personales. La inquebrantable fidelidad de la Cabeza hará indefectible la misericordia infinita de Dios, que no cesará de llamar al hombre a la conversión, ofrecerle el perdón y concedérsele siempre que esté dispuesto a aceptarlo. Al instituir la Eucaristía, Jesucristo puso la Sangre que entregaba en relación directa con la de la Cruz («...que será derramada»); sangre que sellaría la Nueva Alianza, cancelando y sustituyendo la que realizó Moisés. De este modo, confería a la Eucaristía el carácter de «Sangre de la Nueva Alianza» y hacía partícipe de sus frutos al grupo privilegiado de los Apóstoles.
do de eu¡aristesas corresponde al griego profano. En el griego de los relatos institucionales y de otros muchos pasajes del Nuevo Testamento es un verbo que sustituye a euloguesas. Según esto, euloguesas y eujaristesas tienen el mismo sentido en los relatos de las dos tradiciones eucarísticas: Jesucristo alabó a Dios, le bendijo con agradecimiento por sus beneficios, entre los que sobresalía el que Él mismo iba a hacer de inmediato. Mientras el término eujaristesas —del que deriva eucaristía— se empleó en ambientes judeocristianos, no fue difícil entenderle como equivalente a euloguesas: bendecir agradeciendo. Pero cuando comenzó a usarse entre cristianos procedentes de la gentilidad fue perdiendo el sentido de «bendecir», circunscribiéndose al de «dar gracias»11. ¿Cuáles fueron los contenidos y la forma de la euloguía empleada por Jesucristo al instituir la Eucaristía? La respuesta más científica sigue siendo ésta: lo ignoramos. Se han formulado diversas hipótesis, más o menos fundamentadas, pero todavía no han entrado en el campo de las certezas. La opinión más común es, quizás, la que ve en la euloguía del paterfamilias sobre la tercera copa, la falsilla literaria y temática de la euloguía eucarística. En este supuesto, se trataría de una bendición ascendente por las intervenciones salvíficas (mirabilia Dei) de Yahvé en favor de su Pueblo en la economía veterotestamentaria. Dentro del esquema tradicional de la euloguía pascual, Jesucristo habría introducido elementos específicos y nuevos en contenido y significado; entre ellos no faltaría la alusión explícita a su obra, realizada para cumplir la voluntad del Padre, especialmente a su muerte y resurrección. Esta hipótesis descansa sobre un supuesto aún no probado suficientemente, a saber: que la eucaristía bajo la especie de vino tuvo lugar en la llamada «copa o cáliz de bendición». Es indudable que tienen mucha fuerza las palabras paulinas: «El cáliz que bendecimos ¿no es la comunión en la Sangre de Cristo?» (1 Cor. 10, 16); pero no lo es menos que no son absolutamente concluyentes, aunque el Apóstol se refiera a la Eucaristía. Además, incluso en el supuesto de que la Eucaristía bajo la especie de vino hubiera tenido lugar en ese momento, queda pendiente la cuestión de los contenidos
7. Bendiciendo y dando gracias Antes de pronunciar las palabras más transcendentales —«esto es mi Cuerpo que será entregado», «esta es mi Sangre, que será derramada»— Jesucristo pronunció una euloguía— según la tradición petrina— y una eujaristía, según la tradición paulina. A primera vista existe una notable diferencia entre ambas tradiciones, pues euloguesas (Mt. y Me.) es una traducción del término semítico mebarek, que significa bendecir (alabar) a Dios por sus obras salvíficas. Eujaristesas (Le. y Pablo) significaría, en cambio, dar gracias. Conviene advertir, sin embargo, que el significado aludi274
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y de la estructura literaria de la euloguía eucarística; sobre todo si tenemos en cuenta el fondo y la forma de la oración sacerdotal de Jesús (Jn. 17) en la Última Cena y otras bendiciones ascendentes recogidas en los Sinópticos (Mt. 11, 25-27; Le. 10, 21, 22) y Juan (11, 41-42). Por lo demás, las palabras que la Carta a los Hebreos pone en labios de Cristo al hacer su entrada en el mundo, es decir: el encarnarse (Heb. 10, 5-7), aportan un dato de gran interés, a saber: el carácter laudatorio y eucarístico se encuentra, sobre todo, en la misma Eucaristía, prolongación sacramental de la Encarnación. 8. «Haced esto en memoria mía» Lucas y Pablo recogen en el texto eucarístico relativo al pan (Le. 22, 19; 1 Cor. 11, 24) y Pablo en el que se refiere al vino (1 Cor, 11, 25) estas palabras: «haced esto, en memoria mía». La omisión en Mateo y Marcos no quiere decir que sean una interpolación de la comunidad pospascual. Parece que la explicación más convincente es que se trata de una rúbrica, y las rúbricas no se dicen, sino que se ejecutan. De todos modos, conviene no olvidar que estas palabras han sido interpretadas auténticamente por el Concilio de Trento (Ses. XXII, c. 2), el cual ha visto en ellas una doble realidad: la colación del sacerdocio a los Apóstoles y el mandato de que ellos y sus sucesores ofrecieran perpetuamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir: la celebración de la Eucaristía. Precisamente, esta interpretación aclara el verdadero alcance del memorial eucarístico: no se trata de una mera conmemoración de un hecho pasado, ni de una actualización de la acción salvífica realizada por Cristo en la Cruz, sino de una realización del mismo sacrificio redentor de la Cruz, Gracias al carácter memorial de la Eucaristía, el Sacrificio Redentor cruento se hace sacramentalmente presente en todas las latitudes, culturas y situaciones, desde la Pascua hasta la Parusía final, posibilitando a todos los hombres insertarse en su dinámica y participar de su eficacia salvífica. 276
LA SAGRADA EUCARISTÍA
IV. LA EUCARISTÍA, CELEBRADA 1. La primera Eucaristía Como se narra en los Evangelios sinópticos y en la primera carta de San Pablo a los corintios, Jesucristo instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza en el contexto de la Cena Pascual Judía. Se trató de una cena solemne de despedida dentro del marco y del ambiente de la Pascua judía, siguiendo, al menos parcialmente, su ritual, aunque introduciendo nuevos elementos y dando a la Pascua un significado esencialmente distinto. ¿Cuál sería el ritual seguido por el Señor? Algunos piensan que la institución de la Eucaristía bajo la especie de pan tuvo lugar en el momento en que el presidente de la cena, inmediatamente antes de comer el cordero (precena), bendecía el pan, lo partía y se lo daba a los comensales. En cuanto a la institución de la Eucariastía bajo la especie de vino se habría llevado a cabo después de la cena, en el momento de bendecir la tercera copa. Según ellos, esto explicaría el hecho y la localización del ágape en algunas comunidades, al menos, de la primitiva cristiandad y la preocupación cronológica de San Lucas, reflejada parcialmente en San Pablo. Otros piensan que Jesucristo siguió el ritual judío hasta la tercera copa. En ese momento habría lavado los pies a sus discípulos y dado a conocer los sentimientos más íntimos de su corazón (Le. 22, 15 ss.). Después tomó el pan que había sido colocado encima de la mesa al terminar la cena, pronunció una bendición, lo consagró y se lo dio a los Apóstoles. Seguidamente tomó el calix benedictionis, pronunció una solemne bendición, lo consagró y se lo dio a beber a los Apóstoles. Por último, recitada la segunda parte del Hallel minor y el Hallel maior, Jesús y los discípulos fueron al Huerto de los Olivos. En esta hipótesis, estarían juntas las dos consagraciones y situadas después de la Cena. Es la praxis que recogerían Mateo y Marcos. Ambas hipótesis concuerdan en lo fundamental: que Jesucristo instituyó la Eucaristía bajo las especies de pan y vino y se la dio a los Apóstoles en comunión. De todos mo277
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dos, la cuestión del ritual judío no es decisiva desde el punto de vista litúrgico, puesto que la celebración de la Eucaristía no se estructuró más tarde a partir del ritual judío de la Pascua sino de las dos mesas del Señor: la de su Palabra y la de su Pan.
g o _ está llena de intencionalidad, deja traslucir que se trata de una institución ya consolidada no sólo allí sino en otras comunidades cristianas. Si esto ocurría en Corinto y en Tróade, nada impide pensar que la Eucaristía se celebraba en todas las comunidades fundadas por san Pablo; incluso que seguían también el esquema de la liturgia de Antioquía, liturgia que el Apóstol sabía que procedía del Señor.
2. La primitiva comunidad de Jerusalén La historia no nos ha trasmitido el ritual eucarístico de la época apostólica, por lo que resulta imposible saber cómo celebraban los Apóstoles la Sagrada Eucaristía. Sin embargo, los escritos neotestamentarios nos han conservado datos de tanto interés, que es factible insertarse en el corazón mismo de la primitiva comunidad cristiana eucarística. Según Ate. 2, 46, la Eucaristía es una estructura esencial de la primera comunidad de Jerusalén. En efecto, cuando san Lucas describe las líneas maestras de dicha comunidad, señala las siguientes: la didaché (instrucción), la fracción del pan (Eucaristía) y la koinonía (comunión de vida y comunión voluntaria de bienes constituida por un fondo común que administraba la Iglesia, formado por las aportaciones voluntarias de los fieles —cfr. Act. 3, 44-46 y Act. 5, 1-11). Esta descripción permite asegurar que la Eucaristía fue uno de los pilares sobre los que se asentó la vida de la iglesiamadre de Jerusalén; más aún, el epicentro de la primitiva comunidad eclesial. 3. Las comunidades paulinas El propio san Pablo testimonia que durante su primer viaje evangelizador a Corinto celebró la Eucaristía y mandó celebrarla después de su partida (1 Cor. 11, 23), de acuerdo con la liturgia seguida en la iglesia de Antioquía, con la que él habría entrado en contacto hacia el año 43. San Lucas, por su parte, describe con bastantes detalles y circunstancias la celebración eucarística que san Pablo llevó a cabo en Tróade, camino de Jerusalén (Act. 20, 7 ss.). Más aún, dado que la especificación de la fecha —el domin278
4. Comunidades judeocristianas La Didaché (ca. 70-90) deja constancia de la celebración de la Eucaristía en las comunidades judeocristianas: tiene lugar «el día señorial del Señor» —el domingo—, está reservada a los bautizados y va precedida de un acto penitencial y de la reconciliación con los hermanos. Quienes atribuyen carácter eucarístico a los capítulos nueve y diez, o al capítulo diez, ven en ellos las anáforas eucarísticas más antiguas. Sin embargo, parece más probable que dichos capítulos no contengan textos anaforales sino oraciones que acompañaban al ágape previo a la celebración eucarística. 5. La Eucaristía en san Justino (m.s.II) San Justino describe de modo bastante completo cómo se celebraba la Eucaristía en Roma y, probablemente, en las iglesias del Asia Menor y de Antioquía hacia mediados del siglo segundo. Según los capítulos 65 y 67 de su 1? Apología, la celebración eucarística consta de dos partes: la liturgia de la Palabra y la liturgia estrictamente eucarística. En la liturgia de la Palabra se leen textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, el obispo predica una homilía de carácter parenético y los fieles se unen a las oraciones que propone el obispo pidiendo por diversas necesidades; al final tiene lugar el rito de la paz. Durante la liturgia eucarística el obispo pronuncia una larga acción de gracias (san Justino no trasmite el 279
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texto) que contiene las palabras consecratorías del relato institucional (cap. 66) y concluye con un amén de toda la comunidad. Después se distribuye la Comunión bajo las dos especies entre los presentes y se lleva a los ausentes. Hay también una cierta comunión de bienes, pues se realiza una limosna, que, sin ser preceptiva ni en el hecho ni en la cuantía, tiene una finalidad concreta: sobvenir a las necesidades de las hermanos.
abundantísimo formulario eucológico; b) aparición de los primeros libros estrictamente litúrgicos; c) composición del Canon Romano y d) introducción de nuevos elementos celebrativos en el Ordinario. Como contrapartida, se inicia un progresivo enfríamento del pueblo en la participación.
6. La Eucaristía en la «Tradición Apostólica» (ca. 215)
Durante este período se compilan y fijan los formularios del período anterior, se sobrecarga el Ordinario, se introducen en él elementos autóctonos de las respectivas iglesias y las llamadas apologías, desaparecen las liturgias locales y se acentúa el alejamiento del pueblo de la liturgia.
A finales del siglo II y principios del III los elementos estructurales de la Eucaristía siguen siendo sustancialmente idénticos a los descritos por san Justino. Sin embargo, la Tradición Apostólica (ca. 215) contiene ya una anáfora propiamente tal. En esta anáfora se encuentran casi todos los elementos anaf orales que aparecerán más tarde en este tipo de composiciones. Estos elementos son: la acción de gracias, las palabras contenidas del relato institucional, la anamnesis, la epíclesis posconsecratoria y la doxología final. Faltan, en cambio, el sanctus y las intercesiones. La anáfora de la Tradición Apostólica aparece en las Constituciones Apostólicas (final del s. IV), aunque muy ampliada. Con ella concuerda sustancialmente la actual anáfora II. Sin embargo, el Canon Romano, que ha sido la Plegaria Eucarística oficial de la Liturgia Romana durante muchos siglos, no siguió el orden de la anáfora de Hipólito, hasta el punto de tener doble epíclesis y doble bloque de intercesiones. 7. La celebración eucarística desde la paz constantiniana hasta san Gregorio Magno Con la paz constantiniana la liturgia conoce un tiempo de excepcional esplendor, tanto en las iglesias de Oriente como en las de Occidente. Por lo que respecta a la Liturgia Romana y, más en concreto, a la Eucaristía, este período se caracteriza por los siguientes hechos: a) creación de un 280
8. La celebración eucarística desde san Gregorio hasta Trento
9. De Trento al Vaticano II El Concilio de Trento y San Pío V intentaron restaurar la liturgia eucarística romana mediante a) el retorno a las fuentes romanas primitivas (aunque en realidad se trató de la Liturgia Romano-Franca), b) la abolición de los usos locales cuya antigüedad fuera inferior a los doscientos años, c) la obligatoriedad del Misal Romano en toda la Iglesia Latina y d) la centralización de la autoridad litúrgica en la Sede Apostólica. En contra de los protestantes, el Concilio prohibió —por razones dogmáticas— la Comunión bajo las dos especies y afirmó la legitimidad de las ceremonias de la Santa Misa y del Canon Romano. De otra parte, recomendó la Comunión frecuente y revalorizó el ministerio de la predicación; en cambio, no permitió la introducción de la lengua vernácula. Después del período reformista del Concilio, que terminó hacia el final del siglo XVI, se abre un gran paréntesis de tres siglos, en los cuales, aunque no faltan las voces de alerta y los intentos de remedio, se consuma el distanciamiento del pueblo de la liturgia eucarística. San Pío X, que había comprobado esta ruptura a través de su dilatado ministerio sacerdotal y episcopal, intentó remediar esta situación. Su intención era realizar una refor281
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ma general; pero su corto y difícil pontificado le permitió tan sólo abrir los tesoros eucarísticos a los niños y recomendar y facilitar la Comunión frecuente. El movimiento litúrgico moderno, las concesiones y reformas de Pío XII, la doctrina del Concilio Vaticano n, del posconcilio y la reforma realizada durante los últimos años han supuesto una profunda renovación en la celebración de la Sagrada Eucaristía, según se desprende de la abundante doctrina magisterial y de los libros litúrgicos actuales. 10. La celebración eucarística actual La estructura de la Liturgia Eucarística actual consta de cuatro partes: ritos introductorios, liturgia de la Palabra, liturgia propiamente sacramental y ritos conclusivos. Aunque haya algunas diferencias, estas partes son comunes a las distintas celebraciones posibles: misa sin pueblo, misa con pueblo y misa concelebrada con o sin pueblo. En nuestra explicación tomamos como paradigma la misa dominical, en la que participa el pueblo fiel los domingos y días festivos. Antes de iniciar la explicación de los ritos, es oportuno señalar los principales aspectos teológicos, catequéticos y pastorales del misterio eucarístico según recuerdan los documentos magisteriales más recientes, puesto que ellos constituyen el substrato doctrinal sobre el que se apoya la celebración eucarística y condicionan en buena medida la participación consciente y fructuosa. A) Principios doctrinales del misterio eucarístico a) Principios teológicos El Concilio Vaticano II se ha ocupado de la Sagrada Eucaristía en muchos de sus documentos. En la constitución Sacrosanctum Concilium (nn. 2.41.47) ha hablado de su naturaleza e importancia; en la Lumen Gentium (nn. 3.7.11. 26.28.50) sobre las íntimas relaciones existentes entre el misterio eucarístico y el misterio de la Iglesia; en los decretos Christus Dominus (nn. 15.30) y Presbyterorum Ordinis (nn. 2.5-8.13.14.18) sobre la incidencia de la Eucaristía en el ministerio y vida de los obispos y presbíteros, respectivamen282
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te; y en la Gaudium et Spes (n. 38) sobre su eficacia para iluminar el sentido de la actividad humana y de toda la creación. Por otra parte, los Romanos Pontífices más recientes han hablado reiteradamente sobre este misterio. Baste recordar a Pío XII en la Mediator Dei (1947), Pablo VI en la Mysterium fidei (1965) y Juan Pablo II en la Redemptor hominis (1979) y Dominicae Cenae (1980). Finalmente, la Sagrada Congregación para el Culto Divino ha publicado multitud de documentos relativos a la Eucaristía, entre los que cabe mencionar la Instrucción Eucharisticum Mysterium (1967) y la Ordenación General del Misal Romano (1969) y las variaciones de noviembre de 1969, diciembre de 1972 y diciembre de 1974. De todo este bagaje doctrinal, en perfecta coherencia con la doctrina tradicional de la Iglesia, emerjen con especial fuerza los siguientes aspectos: el misterio eucarístico es a) sacrificio-sacramento-comunión, b) acto de Cristo y de la Iglesia, c) centro de la vida eclesial, d) sacramento de la presencia sustancial de Cristo y e) realidad sagrada, digna de ser adorada fuera de la Misa, de la que procede y hacia la que se orienta. a') Sacrificio-sacramento-comunión La Eucaristía es, a la vez e inseparablemente, sacrificiosacramento-comunión. En efecto, «nuestro Salvador, en la Ultima Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de gloria futura» (SC, 47). La Misa es, pues, simultáneamente «sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la Cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor que dijo haced esto en memoria mía (Le. 22, 19); banquete sagrado en el que por la comunión del Cuerpo y de la Sangre del Señor el pueblo de Dios 283
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LA SAGRADA EUCARISTÍA
participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres, sellada de una vez para siempre con la Sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor "hasta que venga"» (E.M. 3). Por tanto, en la Misa el sacrificio y la comunión de tal modo pertenecen al mismo misterio que están unidos con un vínculo indisoluble, «pues Cristo se inmola cuando comienza a estar sacramentalmente presente como alimento de los fieles bajo las especies de pan y vino. Y Cristo entregó a su Esposa este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente, por la fe y la caridad, como sacramentalmente, por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la Cena del Señor es siempre comunión con Cristo, que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros» (EM, 3-b). Juan Pablo II en la encíclica «Redemptor hominis» ha afirmado que todo en la Eucaristía es un orden sacramental con esta expresión: «Sacramento-sacrificio, sacramento-comunión y sacramento-presencia».
cial, en el misterio pascual, y le pide la venida de su Reino» (EM, 3-c) Por este motivo, ninguna misa es una acción meramente privada, «aunque en ella algunas veces no es posible la presencia y la activa participación de los fieles» (OGMR.4); al contrario es siempre acción de toda la Iglesia, como Cuerpo Místico y Pueblo de Dios. Ciertamente, la presencia y participación de los fieles es un signo de la naturaleza eclesial de la Eucaristía; pero sin él no pierde ni su eficacia ni su dignidad.
b') Acto de Cristo y de la Iglesia Como todos los sacramentos, la Eucaristía es, ante todo, un acto de Cristo. Más aún, lo es de modo especial, puesto que Cristo es el Sacerdote oferente, la Víctima ofrecida, quien comunica su eficacia cultual y santificadora al sacrificio y el que confiere a la Eucaristía su carácter público, universal y cósmico. Sin embargo, la Celebración Eucarística no es sólo acto de Cristo sino también acto de la Iglesia. En efecto, en ella Cristo, perpetuando a través de los siglos su sacrificio incruento, «se ofrece a Sí mismo al Padre para la salvación del mundo por el ministerio de los sacerdotes. Por su parte, la Iglesia, Esposa y Ministro de Cristo, cumpliendo con Él el oficio de sacerdote y hostia, le ofrece al Padre y se ofrece a sí misma toda entera con Él. Así la Iglesia, sobre todo en la gran oración eucarística, da gracias con Cristo al Padre en el Espíritu Santo por todos los bienes que Él concede a los hombres en la creación y, de modo verdaderamente espe284
c') Centro de la vida eclesial La Misa, como acción de Cristo y de la Iglesia, es el centro de toda la vida cristiana tanto en la Iglesia universal y local como en cada uno de los fieles. En efecto, el sacrificio de Cristo es la cumbre a la que se encamina y en la que culmina toda la economía salvífica de la Antigua Alianza y la vida entera de Cristo. La última etapa de la historia de la salvación, a saber: la que se extiende entre Pentecostés y la Parusía, es consecuencia y vivencia eclesial de ese sacrificio. Por tanto, el sacrificio redentor es el vértice hacia el que se encamina todo el Antiguo Testamento, el punto focal de la vida de Cristo, la fuente de donde brota la Iglesia, y la Alianza nueva y definitiva entre Dios y su Pueblo. Brevemente: es el centro de la Historia Salutis. En ella culmina la acción con que Dios santifica a los hombres en Cristo y el culto que los hombres tributan al Padre. Por consiguiente, toda la acción eclesial de la Iglesia universal, todos sus ministerios y actividades derivan de la Eucaristía y hacia ella se ordenan. La Iglesia vive, pues, de y para la Eucaristía. Ahora bien, como la Iglesia «está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles» (LG, 26), y en ellas «por la fuerza de Cristo se reúne la Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica» (LG, 26), las iglesias locales se edifican y desarrollan en torno a la Eucaristía. Finalmente, como las piedras vivas con que se edifican la Iglesia universal y local son todos y cada uno de los cristianos, la centralidad de la Eucaristía se extiende también a su vida. Por consiguiente, aunque el sacerdocio común ni se reduce ni se agota en lo eu285
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carístico, encuentra en la Eucaristía la fuente y la cima de su acción profética, litúrgica y regia. El sacrificio espiritual de la propia existencia, que todo cristiano está llamado a ofrecer en virtud del sacerdocio bautismal, se realiza gracias a la Eucaristía. d') Sacramento de la presencia substancial de Cristo Según la Mediator Dei y la Sacrosactum Concilium (n.7), Cristo está presente en su Iglesia, en los sacramentos, en su Palabra y en la Eucaristía. Su presencia en la Iglesia es múltiple: está presente en la Iglesia orante, en la Iglesia que ejerce obras de misericordia, en la Iglesia peregrina que anhela llegar a la vida eterna, en la Iglesia que rige y gobierna al Pueblo de Dios. En los sacramentos está presente con su fuerza salvífica. En la Palabra está presente en cuanto que Él es la Palabra subsistente, la Palabra reveladora del misterio de Dios y el mensajero de la Buena Nueva, de tal modo que, «cuando se leen las Sagradas Escrituras en la Iglesia es El quien habla» (SC, 7). Todas estas presencias son reales. Sin embargo, Cristo está presente por antonomasia en la Sagrada Eucaristía, tanto en la persona del ministro como «sobre todo bajo las especies eucarísticas» (SC, 7), pues en ellas está de modo sustancial, es decir, como Dios y Hombre verdadero. Esta presencia eucarística no es ni pneumática, ni simbólica, ni meramente dinámica, ni transignificativa, ni transfinatizadora; sino presencia personal de Cristo realizada por la transustanciación del pan y del vino. Como reza la frase lapidaria de Trento, está «veré, realiter et sustancialiter» (Ses. XIII, c. 1). e') Realidad sagrada La Eucaristía es una realidad sagrada y santa, «porque en ella está continuamente presente y actúa Cristo, "el Santo de Dios" (...), porque es constitutiva de las especies sagradas, del Sancta Sanctis, es decir, de las "cosas santas-Cristo el Santo-dadas a los santos", como cantan todas las liturgias de Oriente en el momento en que se alza el pan eucarístico para invitar a los fieles a la Cena del Señor» (DC, 8). Por tanto, «el sacrum de la Misa no es una 'sacralización', es decir, 286
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una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el Cenáculo, ya que la Cena del Jueves santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, El mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección (...). Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten de por si una forma litúrgica completa, que, no obstante la diversificación según las familias rituales, permanece sustancialmente idéntica. El sacrum de la Misa es una sacralidad instituida por Cristo» (DC, 8). Este carácter sagrado ha encontrado siempre eco en la terminología teológica y, sobre todo, litúrgica. Muchos ritos litúrgicos: estar de pie o de rodillas, incensar el altar o el evangeliario, las profesiones de fe y las aclamaciones, han sido creados por la conciencia eclesial del sacrum eucarístico y por su preocupación pastoral de trasmitirlo a los fieles. {') Legitimidad del culto eucarístico fuera de la Misa La Iglesia profesa que se debe culto latréutico al Sacramento Eucarístico no sólo durante la Misa sino también fuera de la celebración; pues conserva las hostias consagradas, las presenta a la adoración de los fieles y las lleva solemnemente en procesión. El sacrificio eucarístico es el origen y el fin del culto eucarístico fuera de la Misa, porque las sagradas especies no sólo proceden de ella sino que se reservan con la finalidad de que los fieles, que no pueden participar en la celebración eucarística, se unan a pristo y a su Sacrificio por medio de la comunión sacramental. De otra parte, nadie puede dudar «que los cristianos tributan a este santísimo sacramento, al venerarlo, el culto de latría que se debe a Dios verdadero según la costumbre siempre aceptada por la Iglesia Católica. Porque no debe dejar de ser adorado por el hecho de haber sido instituido para ser comido» (Con. Trid. Ses. XIII, c. 4). b) Principios catequéticos La centralidad teológica del Misterio Eucarístico lleva consigo la correlativa centralidad existencial, tanto a nivel de Iglesia universal como de cada cristiano; la cual exige, a 287
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su vez, una adecuada acción catequética, cuyos principales agentes son los pastores de las respectivas comunidades cristianas. Puntos basilares de la catequesis eucarística son los siguientes: a) el carácter sacrificial, sacramental, convival, pascual y memorial de la Eucaristía; b) la centralidad de la Eucaristía en la vida eclesial y personal; c) la Eucaristía como sacramento que realiza y postula la unidad y la caridad; d) las diversas presencias de Cristo; e) las relaciones existentes entre la Liturgia de la Palabra y la propiamente Eucarística; f) la naturaleza y funciones del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial; g) la naturaleza y grados de la participación activa y fructuosa; y h) las relaciones entre liturgia y vida. Esta acción catequética ha de realizarse mediante el método mistagógico, el cual no identifica catequesis litúrgica con información o mera formación intelectual sino que, partiendo de los ritos y oraciones, inicia en el Misterio Eucarístico. c) Principios pastorales La acción catequética presupone y potencia una acción patoral adecuada. Los principios inspiradores son los siguientes: a) la participación activa y fructuosa de todos los fieles es la meta de toda la acción pastoral eucarística; b) la celebración del Misterio Eucarístico es un arte, cuyo ejercicio está muy vinculado al sentido de lo sagrado, a la actitud de adoración y a la vivencia de los ritos y oraciones por parte del ministro y de los fieles; c) la indeterminación de la ley y las distintas posibilidades de elección de formularios bíblicos y eucológicos comportan una actitud rectamente creadora, en la que se conjuguen el respeto absoluto a los textos oficiales de la Iglesia y el mayor bien espiritual de los fieles; d) la homilía es parte importante de toda celebración eucarística, sobre todo durante los tiempos fuertes, los domingos y días festivos, y las ocasiones en las que participa un mayor número de fieles; f) el lugar, los vasos y ornamentos sagrados, y todos los demás elementos que forman el entorno de la celebración de la Sagrada Eucaristía ejercen una mi288
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sión de mediación entre el misterio y la comunidad eucarística, por lo cual deben ser signos sagrados, llenos de nobleza y dignidad. B) La celebración propiamente tal Como se indicó más arriba, la estructura actual de la celebración eucarística presenta el siguiente esquema: Ritos Introductorios, Liturgia de la Palabra, Liturgia propiamente Eucarística y Ritos Conclusivos. a) Ritos introductorios Los Ritos introductorios son todos los comprendidos entre la procesión de entrada y la colecta. Constituyen una especie de exordio e iniciación y tienen como finalidad específica ayudar a los fieles a formar comunidad y a disponerse a una celebración consciente y fructuosa. Los Ritos Introductorios son los siguientes: el canto de entrada, el saludo, el rito penitencial, el Kyrie, el Gloria y la colecta. a') Canto de entrada La celebración de la Santa Misa comienza con la entrada del ministro, que se dirige procesionalmente hacia el altar. Esta procesión simboliza el camino que la Iglesia peregrina recorre hacia la Jerusalén celeste. Cuando forman parte del cortejo los ministros que llevan la cruz y el evangeliario, el simbolismo es aún más rico: Cristo, Redentor y Maestro, garantiza el éxito de ese camino. La actitud de los fieles (de pie) manifiesta tanto el respeto debido al sacerdote, ministro de Cristo, como la disponibilidad para participar en la celebración que se va a iniciar. Mientras el sacerdote se dirige al altar, tiene lugar el canto del introito. Este canto se introdujo en la Liturgia Romana durante el siglo V, para la solemnísima procesión papal desde el fondo de la basílica hasta el altar. El introito tiene, pues, un carácter procesional, solemne y festivo, y es un rito introductorio, que sirve para abrir la celebración, fomentar la unión de quienes .se han reunido, introducir su pensamien289
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to en el sentido de la fiesta y acompañar la procesión del sacerdote y ministros hasta el altar. De suyo, el introito no ha nacido para ser recitado por el celebrante; de ahí que lo ideal sea que se cante «alternativamente por la escola y el pueblo, o por el cantor y el pueblo, o por todo el pueblo, o por la escola. Puede emplearse o la antífona con su salmo (...) u otro canto apropiado a la acción sagrada o la índole del día o del tiempo, con un texto aprobado por la Conferencia Episcopal (...). Si no se canta a la entrada, los fieles o algunos de ellos o un lector recitará la antífona que se propone en el misal. Si esto no es posible, lo recitará al menos el mismo sacerdote después del saludo» (OGMR, 26). El introito ha de ser bien proclamado y bien percibido. Al llegar al altar, el sacerdote y los ministros deben suscitar un profundo sentimiento de estima hacia el mismo, siendo conscientes de su importancia y simbolismo. Esto se concreta en tres actos de veneración al altar: la inclinación, el beso y la incensación. Inclinación. El sacerdote y los ministros hacen una inclinación profunda. Es un gesto de respeto muy expresivo, que forma parte del patrimonio religioso de casi todos los pueblos. Beso. El sacerdote —no los ministros— besa el altar. El gesto de veneración se completa con el beso, signo de amor. Como el altar simboliza a Cristo, hace pensar en los besos del Evangelio: el de la pecadora arrepentida y el de Judas, que invitan a la vigilancia y a la penitencia, sentimientos ambos muy acordes con el inicio de la celebración. Pero, sobre todo, conduce al amor entre Cristo y su Esposa, la Iglesia. Dado que el sacerdote besa el altar en nombre de todo el pueblo allí reunido, representación de la Iglesia, es el beso de Esta a su Esposo. Incensación. La incensación al altar es, ante todo, símbolo de honor, aunque incluye un significado de purificación y santificación.
La señal de la cruz, unida a la fórmula «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», acompaña el comienzo de todas las acciones que realiza un cristiano; por ello, no podía faltar en la que es la acción cristiana por excelencia: la Eucaristía. El gesto recuerda la fuente de toda santificación: el sacrificio de Cristo; mientras que la fórmula es un acto de fe en la Santísima Trinidad y una ardiente súplica a las tres divinas personas. Recuerda también el Bautismo y su dignidad, convirtiéndose así en una llamada para que el cristiano se prepare a participar fructuosamente en el acto bautismal por excelencia.
b') El saludo «Terminando el canto de entrada, el sacerdote y toda la comunidad hacen la señal de la cruz» (OGMR, 28). 290
Después de la señal de la cruz, el sacerdote y los fieles se intercambian un saludo, que contribuye a crear el clima de la celebración. «El sacerdote anuncia con él la presencia del Señor en medio de la comunidad reunida. Con el saludo y la respuesta se manifiesta el misterio de la Iglesia reunida» (OGMR, 28). El saludo manifiesta, por tanto, el misterio de la presencia del Señor entre los que se han reunido en su nombre y el misterio de la Iglesia que se hace presente y visible en toda legítima comunidad eucarística, sobre todo en la presidida por el Obispo (SC, 44). Este doble misterio queda reflejado en las fórmulas de saludo, de inspiración bíblica. Estas fórmulas son tres: una breve y dos largas. Fórmula breve. Tanto las palabras del sacerdote: «El Señor esté con vosotros», como las del pueblo: «Y con tu espíritu» son expresiones bíblicas, tomadas de Rut 2, 4 y 2 Tim. 4, 22. La fórmula «esté con vosotros» es considerada por el misal como fórmula de saludo, de augurio (deseo de la presencia de Cristo y de su gracia) y de constatación de una realidad: el Señor está allí. Primera fórmula larga. Las palabras del sacerdote están inspiradas en 2 Cor. 13, 13. Es una fórmula trinitaria, tomada por San Pablo, probablemente, de la liturgia y es una ampliación de «el Señor esté con vosotros». Segunda fórmula larga. Las palabras del sacerdote se encuentran ordinariamente al comienzo de las cartas paulinas. Estas dos fórmulas pueden ir unidas al acto penitencial. 291
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c') El acto penitencial Este rito responde al sentimiento que tiene la Iglesia de ser «comunidad de pecadores», sentimiento que aparece en diversos momentos de la Misa: ahora, en el lavabo y en el Padre Nuestro y en la comunión, si bien aquí tiene una especial fuerza. El rito penitencial es antiquísimo, pues ya habla de él la Didaché (cap. 14). En los libros litúrgicos primitivos revestía la actual forma del Viernes Santo, es decir, la postración del sacerdote en silencio. A lo largo de la historia ha conocido sucesivas formas. En la liturgia actual, en la que ha sido revalorizado y se pone más de manifiesto su carácter comunitario, tiene la siguiente estructura: invitación al arrepentimiento, silencio, petición de perdón y absolución. La invitación se dirije a los fieles para que examinen su conciencia y se reconozcan pecadores. El silencio es el momento en que eso se realiza y se crea el ambiente interior de arrepentimiento. La petición de perdón, que se expresa en las palabras y en los golpes de pecho que lo sensibilizan, lleva consigo el reconocimiento de la personal situación de pecador y la toma de conciencia de que el pecado es una ofensa a Dios y una herida que con él se inflige a la Iglesia. La absolución no es sacramental, sino una especie de súplica de perdón a Dios. Es un rito muy importante, pues si se convierte en un acto de contrición perfecta, los fieles obtienen la gracia santificante, aunque no baste para acercarse a comulgar en el caso de existir pecados graves. Sirve, además, para valorar la realidad del pecado, acrecentar el espíritu de penitencia y fomentar la acogida de la misericordia que Dios nos ofrece.
parecida a las actuales de Viernes Santo. En el siglo V, el Papa Gelasio introdujo la forma oriental de la oración de fieles, aunque fijó su letanía en el lugar que ocupa el Kyrie. Este Papa, en efecto, creyó que era más pastoral que las oraciones que decía sólo el sacerdote después de las lecturas se cambiaran por una letanía deprecatoria, en la que el pueblo respondiera con el Kyrie, eleison. De ahí el nombre de deprecado Gelasii Posteriormente, el Papa San Gregorio, muy dado a abreviar, suprimió las peticiones los días ordinarios, dejando únicamente la respuesta del pueblo. Luego, según el Ordo RI, se suprimieron las peticiones en todas las misas. Con todo, la historia del Kyrie sigue sin ser una adquisición definitiva de la historia de la liturgia. Lo que sí es cierto es que en la liturgia actual coexisten el Kyrie, la oración de los fieles y las intercesiones de la plegaria eucarística, y que cada una tiene su propio sentido. En cuanto al Kyrie, la OGMR (n. 30) afirma que es «un canto en el que los fieles aclaman al Señor y piden su misericordia». De suyo es un canto, pero puede recitarse. En cambio, su forma es alternada. En él se habla del señorío, realeza y divinidad de Jesucristo a quien se acude, como ocurría durante su vida pública, con el «Señor, ten piedad». Como no existe ninguna determinación en ese «ten piedad», van incluidos todos los hombres y todas sus necesidades.
d') El Kyrie En Oriente existía la costumbre de que después de la lectura del evangelio, un diácono hiciera unas peticiones a las que el pueblo respondía con el sencillo y popular Kyrie, eleison. En la Liturgia Romana, según el testimonio de San Justino, también existían unas peticiones al final de la Liturgia de la Palabra, pero debían de revestir una forma un tanto
e') El Gloria El Gloria no se compuso para la Misa; por este motivo, primitivamente no estuvo destinado para ser usado en ella, ni en Oriente ni en Occidente. Era un cántico de alabanza que se usaba en ciertas circunstancias. Pertenece a la primitiva poesía himnódica y se encuadra entre los psalmi idiotici, es decir, las composiciones inspiradas en la Biblia pero compuestas por escritores cristianos. Se le designa también con el nombre de "doxología mayor" y gozó de tal prestigio en la Iglesia antigua, que logró imponerse no obstante la oposición existente hacia esta clase de himnos. La tradición del texto ha llegado hasta nosotros en tres redacciones: la siria de la Liturgia Nestoriana, la griega de las Constituciones Apostólicas y la griega de la Liturgia Bizantina, que coincide
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substancialmente con la redacción occidental. Está datado en el siglo IV, pero es más antiguo. En la Liturgia Romana aparece en tiempos de San León Magno, si bien reservado exclusivamente a la Misa de Navidad. El Papa Símaco extendió su uso a las misas de los domingos y de los mártires cuando las celebraba el obispo. En el siglo XI se extendió a todas las misas, excepto a las penitenciales. Según la OGMR (n. 31) «es un antiquísimo y venerable himno con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero y le presenta sus súplicas». Es, por tanto, un himno de aclamación y de súplica. No puede considerarse como una duplicación del Kyrie, porque los temas que allí están apenas iniciados, aquí están muy desarrollados. Consta de tres partes: el prólogo, una estrofa dirigida al Padre y otra estrofa dirigida al Hijo; junto con la conclusión final. El prólogo está constituido por las palabras del ángel en Belén; de ahí el nombre de «himno angélico». La primera estrofa —que comprende desde las palabras «por tu inmensa gloria» hasta «Dios Padre todopoderoso»— es de carácter ascendente y se dirige al Padre. Todo gira en torno a «por tu inmensa gloria», que origina el «te alabamos, te bendecimos, te glorificamos, te damos gracias». La gloria de Dios —que puede entenderse de su gloria intrínseca (la gloria que El mismo se da) o extrínseca (la que procede de la creación)— provoca la adoración, la alabanza y la acción de gracias. La estrofa se concluye con tres títulos dados al Padre: Señor, Rey del Cielo y Omnipotente. La segunda estrofa comprende desde las palabras «Señor, Dios, Cordero de Dios» hasta la invocación trinitaria. Emergen con especial fuerza estos tres títulos dirigidos a Cristo: Señor, Cordero de Dios, Hijo del Padre, que hablan del señorío de Cristo, de su carácter de redentor y de su filiación natural divina. Las palabras «Cordero de Dios», tomadas de las pronunciadas por el'Bautista, se refieren al cordero degollado que se inmola por los pecados de los hombres, lo que manifiesta el carácter sacrificial de la Misa. Esas palabras van unidas a la letanía «Tú que quitas el pecado del
muido (...), Tú que quitas el pecado del mundo (...), Tú que estás sentado a la derecha del Padre». Y como si no bastase la motivación precedente, se apela a nuevos títulos: Santo, Señor, Altísimo. El himno concluye con una glorificación a Cristo, al Espíritu Santo y al Padre. «Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2, 11); pero está también, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre. Todo lo que se dice de Cristo, se realiza de modo perfecto en la vida trinitaria, donde las tres divinas Personas se comunican mutuamente toda la gloria. Tenemos así que, mediante esa referencia a la gloria de Dios, el himno nos devuelve a las palabras con que comienza. El Gloria «se canta o se recita los domingos fuera del tiempo de adviento y cuaresma, en las solemnidades o fiestas y en algunas peculiares celebraciones» (OGMR, 31), entendiendo por tales las que «se hacen con solemnidad o asistencia especial de pueblo».
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F) La Colecta La Colecta es la cúspide de todo lo precedente y la conclusión de los ritos introductorios. Consta de cuatro partes: invitación a la oración, silencio, oración propiamente tal y conclusión. Invitación a la oración. Se expresa con la palabra «Oremos». Aunque es la primera vez que aparece explícitamente, continúa los ritos anteriores, los cuales no han sido otra cosa que oración. Sin embargo, la oración alcanza ahora uno de sus vértices y se hace más intensa. Silencio. El silencio de esta oración sirve para que los fieles tomen conciencia de estar en la presencia de Dios y le dirijan sus súplicas. Se invita a una oración personal, pero abierta a intenciones universales. La oración. Sigue después una oración que, por pertenecer al género de las llamadas presidenciales, corresponde al sacerdote. Se la designa con el nombre de colecta, término que está relacionado con el que se usaba en Roma hacia el siglo X y responde al antiguo romano oratio. No es claro si colecta significa la oración que recoge (colligere) las peticio295
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nes particulares de los fieles o la oración que se decíá\ delante de la comunidad reunidad (collecta) antes de iniciar la procesión hacia la statio donde se celebraría la Sagrada Eucaristía. Lo que sí es cierto es que se trata de una oración oficial y presidencial, que el sacerdote dice como ministro de Cristo. Esta oración expresa el carácter de la celebración que está teniendo lugar. Aunque varía el modo, suele referirse al misterio que constituye el objeto de la celebración o a una determinada circunstancia de la celebración misma. Coincide con las características literarias de las oraciones presidenciales romanas: sobriedad, concisión, nobleza, solemnidad y gravedad. Como se dice en nombre de todo el pueblo, suele ser universalista y general, sin bajar a detalles. Ordinariamente va dirigida a/Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, obedeciendo a una constante en toda la economía salvífica que se perpetúa en la Iglesia: todo viene del Padre, por obra de Jesucristo, gracias a la presencia activa del Espíritu Santo, y todo vuelve al Padre, por Cristo, en la fuerza del Espíritu Santo. Atendiendo a su estructura, las colectas pueden ser: simples y amplificadas. Las simples constan de estos tres elementos: invocación a Dios (suele ser el Padre), súplica y conclusión trinitaria. Las amplificadas añaden una didascalía antes de la súplica, cuyo objetivo es motivar a ésta. La conclusión es trinitaria, contiene una profesión de fe en la divinidad de Jesucristo, a quien llama Señor y por medio de la fórmula «en la unidad del Espíritu Santo» indica la identidad de naturaleza de las tres divinas Personas. La actitud que adopta el sacerdote: manos extendidas y elevadas, es la clásica postura del que pide ayuda y ora. La aclamación del pueblo (amén) significa aquí «que así sea» y se une a la oración que el sacerdote ha presentado a Dios en nombre de todos. Con este amén concluyen los Ritos introductorios.
Liturgia de la Palabra; la homilía, la profesión de fe y la oración universal la desarrollan y concluyen. Pues en la lectura, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su Pueblo, le descubre el misterio de la salvación y Redención y le ofrece el alimento espiritual; el mismo Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con sus cantos, y muestra su adhesión a ella por medio de la profesión de fe; y, una vez nutrido con ella, en la oración universal hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGYIR, 33). En la Liturgia de la Palabra son decisivos, según esto, los tres extremos siguientes: a) Dios que habla a su Pueblo (lecturas); b) en un «aquí» y un «ahora» (homilía) y c) el pueblo que escucha a Dios en silencio y responde después con los cantos, la profesión de fe y la oración universal. En la Liturgia de la Palabra hay que resaltar estas dos realidades: la proclamación de la Palabra de Dios y la relación existente entre Liturgia de la Palabra y Liturgia propiamente Eucarística. Proclamación de la Palabra de Dios. Lo más transcendental en la Liturgia de la Palabra es la proclamación de la Palabra de Dios. Cristo mismo es quien la realiza, tanto a través de las lecturas del Nuevo Testamento como del Antiguo, pues, al ser Palabra de Dios encarnada, es la única Palabra que resuena en ambos Testamentos. Esa proclamación no es una mera repetición de palabras pronunciadas en el pasado y registradas en un libro, ni un vacío recuerdo de hechos pasados; es, más bien, un memorial bíblico; es decir, una memoria que actualiza lo que se recuerda, haciéndolo eficaz, en el momento de la proclamación, para aquellos a quienes se dirige. Lo que reactualiza es el misterio de Cristo en su triple dimensión: pasado (salvación obrada por Cristo), presente (actualizada aquí y ahora) y futuro (en continua apropiación por parte de los fieles, hasta la salvación definitiva).
b) Liturgia de la Palabra a') Principios generales «Las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, con los cantos que se intercalan, constituyen la parte principal de la 296
b') Relación entre Liturgia de la Palabra y Liturgia Eucarística Puede afirmarse que la relación es doble: histórica y teológica. 297
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Desde el punto de vista histórico, la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística se desarrollaron de modo independiente y con finalidades diversas; pero a principios del siglo IV aparecen íntimamente unidas. Más aún, según el testimonio de San Justino, esta unión existía ya a mediados del siglo II, y todo hace suponer que hay que remontarse al principio de dicho siglo. Esta realidad tiene como apoyatura teológica la unión entre Palabra-Fe-Sacramento;la cual, de una parte, hace que la Palabra provoque la Fe y la Fe desemboque en el Sacramento, y, de otra, que el Sacramento, gracias a la Fe, encuentre su fundamento en la Palabra. Existe, pues, una ley que puede formularse así: por la Palabra a la Fe y por la Fe al Sacramento. A la Palabra proclamada sigue la Fe del que escucha, la cual se concreta en el ofrecimiento y recepción de la Eucaristía. Ahora bien, la unión histórica y teológica no anula su independencia, pues cada una forma un misterio en sí misma, al actualizar el misterio de Cristo de forma diversa: la Palabra anuncia (en cierto modo realiza) la salvación, y la Liturgia Eucarística realiza esa salvación de modo pleno e infaliblemente eficaz. Unión, pues, e independencia, pero también complementariedad, pues complementariedad existe entre Palabra-FeSacramento: la Palabra suscita la Fe y ésta lleva al Sacramento; y el Sacramento, como realidad de Fe, se apoya en la Palabra.
podríamos distinguir los siguientes momentos: los orígenes, siglo II, siglos III-VIH, la Edad Media, el concilio de Trento y la liturgia actual. Los orígenes. Como buen israelita, el Señor participó en la liturgia sinagogal del sábado. Esta participación fue en ocasiones especialmente significativa, como en el caso de Nazaret, donde, comentando al profeta Isaías, reveló su mesianidad. Después de Pentecostés, los Apóstoles, que habían acompañado al Señor durante su ministerio público en el culto sabático, y los primeros cristianos, pertenecientes en su mayoría al judaismo o al proselitismo judío, siguieron tomando parte en las celebraciones sinagogales, cuyos elementos fundamentales seguían siendo la oración, la lectura de la Ley y de los Profetas y el comentario u homilía (midrash». Con su expulsión de la Sinagoga y la ruptura definitiva con el culto judío, los primeros cristianos llevaron consigo muchos elementos sinagogales; entre ellos, las lecturas del Antiguo Testamento. Así es como comenzó a usarse la lectura de la Ley y de los Profetas y los Salmos en la liturgia cristiana, tanto en los ambientes judíos como en las comunidades provenientes de la gentilidad. Cuando surge la literatura neotestamentaria —Evangelio, Cartas, etc.— se incorpora a la liturgia como elemento de lectura. Siglo II. De este modo, hacia la mitad del siglo II San Justino puede testimoniar que en Roma «se leen los comentarios de los Apóstoles o escritos de los Profetas» (I Ap. 67), es decir, todo el bloque del Antiguo y Nuevo Testamento. El sistema empleado es el de la lectura continua o semicontinua. Siglos III-VII. Poco a poco se va enriqueciendo y organizando el año litúrgico; lo cual provoca una selección de lecturas más apropiadas al misterio que se celebra: Pascua, Navidad, Epifanía, etc. En el siglo V incluso aparecen los primeros sistemas de lecturas y el paulatino abandono de la lectura continua o semicontinua en los días festivos y dominicales, aunque en Cuaresma y Pascua sigue vigente el sistema anterior. Aunque no hay uniformidad en las distintas iglesias locales respecto a los libros y perícopas seleccionados, todas
c') Elementos de la Liturgia de la Palabra La Liturgia de la Palabra consta de los siguientes elementos: las lecturas, los cantos interleccionales, la homilía, la profesión de fe y la oración universal. a") Las lecturas El principal elemento de la Liturgia de la Palabra son las lecturas bíblicas, las cuales han estado presentes en todas las liturgias de Oriente y Occidente, si bien ha variado la praxis según iglesias y geografías. Por lo que respecta, la historia de la Liturgia Romana, 298
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las liturgias leen antes del Nuevo el Antiguo Testamento, conceden un lugar muy destacado a San Pablo y el máximo honor y estima al Evangelio. También hay diversidad en el número de lecturas. En Oriente prevalece la praxis de leer cuatro perícopas, dos del Antiguo Testamento y dos del Nuevo Testamento (Ley-Profetas, Apóstol-Evangelio). En Occidente, las liturgias Galicana, Ambrosiana e Hispánica tenían tres lecturas (Profeta, Apóstol y Evangelio); la Liturgia Romana, que primitivamente también empleó tres lecturas, implantó la norma de leer dos, la «Epístola» y el «Evangelio», aunque en algunas ocasiones hacía tres o más lecturas. Edad Media. Este sistema siguió substancialmente idéntico durante la Edad Media en la Liturgia Romana (las liturgias Ambrosiana, Galicana e Hispánica, fueron absorbidas antes de finales del siglo XII) en cuanto a las lecturas dominicales y feriales de Cuaresma y Pascua. Con el aumento de las fiestas de santos que tenían lecturas propias —propiamente propias o comunes— y la decadencia de los días «estacionales», las perícopas de entre semana fueron perdiendo su importancia, hasta desaparecer casi por completo al principio de la Edad Moderna. Concilio de Trento. Los sistemas de perícopas, al tener un ciclo anual, excluían.de la lectura muchas partes de la Sagrada Escritura. El Concilio de Trento intentó mejorar esta situación y propuso que se asignara a cada semana del tiempo ordinario tres lecturas de San Pablo y tres del Evangelio, formando con ellas y con el resto del formulario del domingo precedente las misas feriales de entre semana. Sin embargo, no llegó a cuajar la sugerencia. Concilio Vaticano II. El apartado «Normas Generales» del capítulo I de la Constitución Sacrosanctum Concilium sienta como principio aplicable a toda la liturgia la importancia de la Sagrada Escritura en las acciones litúrgicas y la necesidad de fomentar hacia ella el amor que atestiguan tanto los ritos orientales como occidentales (n. 24). Este principio le concreta más adelante en este otro, también de carácter general. «En las celebraciones sagradas debe haber lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más apropiadas» (n. 35).
En el capítulo II aplica estos principios a la celebración de la Sagrada Eucaristía del modo siguiente: «A fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare de modo más abundante para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura» (n. 51). Leccionario actual La reforma llevada a cabo durante los últimos años ha puesto en práctica las indicaciones del Concilio Vaticano II, creando un leccionario selecto, abundante y variado, que está estructurado de la siguiente manera: dominical-festivo, ferial, santoral, ritual, votivo y vario («ad diversa»). Los más importantes son el dominical-festivo y el ferial. El primero, con tres lecciones y tres ciclos, contiene las perícopas más importantes de ambos Testamentos, para que el pueblo cristiano, cuando participa en la misa dominical y festiva a la que está obligado, pueda escuchar los pasajes más selectos de la historia de la salvación. El ferial, se subdivide en propio (Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua) y ordinario (el de las ferias del año). El propio tiene un solo ciclo y dos lecturas; el ordinario tiene dos lecturas, de las cuales la primera es distinta en los años pares e impares y la segunda se repite todos los años 12 .
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b") Los cantos interleccionales , A través de las lecturas Dios habla a su Pueblo. Es lógico que éste se sienta interpelado y muestre allí mismo su reacción. Eso explica que, ya desde muy antiguo, hayan existido cantos interleccionales dentro de la Liturgia de la Palabra. Respecto a la Liturgia Romana, los más antiguos son: el salmo responsorial y el alleluia, que ahora la nueva ordenación de las lecturas ha vuelto a hacer posible, al existir muchas ocasiones en las que se leen tres lecciones. Actualmente los cantos interleccionales son tres: el salmo responsorial, el alleluia y las secuencias. Su finalidad es doble: lograr un diálogo entre Dios y su Pueblo y romper la monotonía que podría originar la lectura ininterrumpida de las lecciones. 301
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c") El salmo responsorial Este salmo se llama responsorial y gradual El primer nombre responde al modo de ejecutarse: un cantor o un lector propone el salmo y el pueblo responde con un estribillo. El término gradual alude al hecho de que antiguamente el grupo de cantores que lo interpretaba se colocaba en las gradas del ambón. Este salmo es una respuesta a la Palabra de Dios; por eso se relaciona con la primera lectura. A diferencia de los cantos de entrada, ofertorio y comunión, tiene razón de ser en sí mismo. «Habitualmente se toma del leccionario (...). Sin embargo, para que el pueblo pueda más fácilmente intervenir en la respuesta salmódica, han sido seleccionados algunos textos de responsorios y salmos, según los diversos tiempos del año o las diversas categorías de santos. Estos textos podrán emplearse en lugar del texto correspondiente a la lectura todas las veces que el salmo se canta» (OGMR, 36). En esos casos «se puede escoger, además del salmo asignado por el leccionario, el gradual del Gradual Romano o el salmo responsorial o el aleluyático del Gradúale simplex, tal como figuran en estos mismos libros» (Ibid.). d") El «Alleluia» Alleluia es un término hebreo que significa «alabad al Señor». Su estructura actual es la siguiente: aclamación «alleluia», un versículo, y repetición del «alleluia». Aunque se ejecuta después de la segunda lectura, no está relacionado con ella sino con el evangelio. Cuando se forma una procesión para el evangelio, su función es de acompañamiento. «El alleluia se canta en todos los tiempos fuera de la cuaresma» (OGMR, 37). En ese tiempo es sustituido por otro canto, formado generalmente por un versículo llamado «versículo anterior al Evangelio», que suele ser bíblico, el cual va precedido y seguido de una aclamación. Tanto el «alleluia» y el versículo anterior al evangelio y los demás ritos que acompañan la proclamación del mismo manifiestan la dimensión latréutica de dicha proclamación. 302
e") La «Secuencia» Es una composición litúrgico-musical que precede en algunos casos al «alleluia». Nació en el siglo V, cuando comenzó a amplificarse musicalmente la a final del «alleluia». Por su carácter festivo, estas amplificaciones se denominaron júbilos. Posteriormente, en el siglo IX, comenzaron a llamarse secuencias, por ser una continuación del «alleluia». En el siglo VII se las dotó de letra para facilitar su canto. Durante los siglos IX-XII tuvieron tanto éxito, que llegaron a existir cerca de cinco mil secuencias. El Misal de San Pío V no admitió, sin embargo, más que cuatro. En el Misal de Pablo VI son también cuatro: Victimae Paschali (octava de Pascua), Veni Creator Spiritus (Pentecostés), Lauda Sion (Corpus Christi) y Stabat Mater (Virgen de los Dolores, 15 de septiembre). Las dos primeras son obligatorias, mientras que las otras dos son facultativas. También es facultativa la Victimae Paschali durante la octava, pero no el día de Resurrección. f") La homilía Después de los cantos interlecionales viene la homilía. Por su importancia litúrgico-pastoral explicaremos su naturaleza, dinamismo, lenguaje, dificultades y horizontes, y eficacia. a'") Naturaleza La homilía podría definirse como aquella predicación que, dentro de la liturgia, comenta la Palabra de Dios, partiendo sobre todo de las lecturas escuchadas, ayudando a los fieles a captar el mensaje que ellas trasmiten "hoy"y "aquí" y a responder a sus exigencias. Por ser un género concreto de predicación, la homilía es un anuncio oral, hecho a los hombres, por Cristo, a través de la Iglesia, del plan salvífico de Dios, para que éstos respondan vitalmente a las exigencias que lleva consigo. Ahora bien, como es una predicación que acontece en el marco de la liturgia, se distingue tanto de la evangelización o kérigma (primer anuncio de la Buena Nueva con la inten303
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ción de provocar la conversión y la fe) como de la catequesis (ayuda a los que ya han respondido al kérigma para que profundicen, incluso de modo sistemático, en los diversos aspectos del misterio cristiano). La homilía puede actualizar el mensaje salvífico partiendo de cualquier texto bíblico o eucológico de la celebración en la que está inserta. Sin embargo, lo más normal y lo que mejor concuerda con su naturaleza es actualizar el mensaje, tomando como referencia todas o alguna de las lecturas escuchadas. La homilía no se dirige, de suyo, a los paganos, a los catecúmenos o a los extraños, sino a los hermanos en la fe, reunidos para celebrar los sagrados misterios. Es, por tanto, parte integrante —no añadida— y habitual de la liturgia, cuya naturaleza supone una comunidad evangelizada y catequizada. La homilía es un servicio a los creyentes que celebran una acción litúrgica.
tura al mensaje, aunque a veces resulte duro y exigente; y actitud de fe ante el homileta, viendo en él un mensajero de Dios y un instrumento al servicio de la salvación. La vida de la comunidad cristiana. Siguiendo el ejemplo de Cristo en la sinagoga de Cafarnaún, la homilía aplica la Palabra de Dios a un aquí y a un ahora. De ahí deriva uno de los fundamentos de su carácter profético, en cuanto que descubre el modo de aplicar el mensaje de la Palabra de Dios a la vida de quienes la escuchan. Para cumplir este cometido es necesario que el homileta conozca la vida de la comunidad que le escucha, evite los excesos moralizantes, se centre en el mensaje fundamental —no en los detalles periféricos— , ilumine las situaciones vitales de los oyentes y se abstenga de todo reduccionismo, por exceso o por defecto, así como de todo personalismo. Se trata, en definitiva, de aplicar la Palabra de Dios a las necesidades de los fieles, sabiéndose ministro de Cristo, en cuyo nombre habla 13 . El rito. Además de profética, la homilía es mistagógica, es decir: lleva a la comunidad eucarística desde la Palabra de Dios escuchada y acogida a la Palabra de Dios que se hace eficaz sacramentalmente. En otros términos: la homilía conduce desde la Palabra de Dios que anuncia la salvación hasta la realización de esa salvación en el sacramento. Esta exigencia ha sido resaltada por el reciente Concilio, al afirmar que la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Sacramental forman un solo acto de culto.
b'") Dinamismo La homilía tiene un dinamismo propio, que brota de estos tres hechos: la Palabra de Dios, la vida de la comunidad congregada y el rito que se está celebrando. La Palabra de Dios. La homilía no es una predicación libre o independiente que trasmite las ideas o preferencias del homileta o los mensajes preferidos por los oyentes, sino una prolongación de la lectura bíblica, haciendo que los oídos de los nuevos discípulos de Emaús, oigan la Palabra que Cristo les dirige «hoy», «ahora» y «para esto». Ello exige, en primer lugar, que el homileta capte el verdadero mensaje de la Palabra de Dios proclamada, mediante una interpretación auténtica de la misma, sirviéndose de la exégesis bíblica y, sobre todo, del Magisterio autorizado de la Iglesia, de los Padres y de la intención manifestada por la Iglesia al seleccionar un determinado texto. Es necesario, además, que el homileta se adhiera personalmente a ese mensaje y lo trasmita con integridad y pureza. El homileta es, por tanto, un oyente y un servidor humilde de la Palabra de Dios. Por parte de la comunidad que escucha se requiere aper304
c'") Lenguaje Para que el mensaje de la Palabra de Dios actualizado en la homilía llegue a los fieles, el homileta debe ejercer una auténtica mediación entre ambos. Condición indispensable para ello es la adopción de un lenguaje adaptado, es decir, inteligible, encarnado, acorde con el estilo de su tiempo y sincronizado con las leyes de la comunicación. La intelegibilidad depende en gran medida de la sencillez y de la claridad. Por eso, sin caer en lo vulgar, el homileta huirá de la terminología rebuscada y de los conceptos y modos de decir propios de una clase o de un libro. Las pa305
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rábolas de Cristo sobre el fermento, la mostaza, la perla preciosa, o la oveja perdida son un modelo perfecto; pues unen a la belleza literaria, la sencillez más acabada, donde la profundidad del mensaje llega al oyente con fluidez y gusto. Cristo es también modelo de una predicación encarnada, pues supo llegar a sus oyentes: pescadores, campesinos, pastores y amas de casa a través de barcas y redes, campos y semillas, ganado y pastor, mujer que barre y rebarre en busca de la dracma perdida. Finalmente, Jesucristo fue también un modelo respecto a las leyes de comunicación; pues causaba extrañeza, provocaba entusiasmos, suscitaba interés con sus parábolas o respuestas, usaba el lenguaje más adaptado a cada circunstancia: desde el solemne del «pero yo os digo», al íntimo y lírico del cenáculo durante la Última Cena.
41), la ha recomendado en los días feriales de Adviento, Cuaresma y Pascua (Ibid.), y la considera parte integrante de la misma Misa (SC, 35). Además, crece el número de sacerdotes (jue tienen la homilía diaria. La preparación mediata e inmediata también ha mejorado. Finalmente, hay un número cada día mayor de cristianos con ansias de oír la Palabra de Dios aplicada a su vida profesional y apostólica.
d'") Dificultades y horizontes El ministerio homilético nunca fue fácil de cumplir; hoy reviste especiales dificultades. A principios de 1981 decía el Papa Juan Pablo II: «Es preciso admitir con realidad y con profunda y sufrida sensibilidad que hoy los cristianos se sienten en gran parte extraviados, confusos, perplejos e incluso desilusionados; se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la Verdad revelada y enseñada desde siempre; se han propalado verdaderas herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeldías, incluso se ha violado la Liturgia; inmersos en el "relativismo intelectual" y moral y por ello en el permisivismo, los cristianos son tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moral, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva»14. Se trata de una gran dificultad de carácter externo, que se une a la dificultad objetiva que supone siempre la trasmisión de la verdad revelada, y la subjetiva del homileta, que puede carecer circunstancialmente, de entusiasmo y alegría para proclamar las exigencias y las alegrías de la Buena Nueva. Sin embargo el panorama no es pesimista por las razones siguientes: la revalorización de que ha sido objeto por el magisterio reciente, que la ha impuesto obligatoriamente en todas las misas festivas a las que asiste el pueblo (OGMR, 306
e'") Eficacia Si los destinatarios no ponen obstáculos y el homileta cumple con fidelidad su ministerio, la homilía siempre es eficaz, es decir, portadora de gracia. Al preguntarse los autores de qué modo preciso une Dios en la homilía la fuerza de su Espíritu a la palabra del ministro, algunos sostienen que del mismo modo que en una ocasión especial La mayor parte, sin embargo, hablan de relación causal, pues al formar parte de una acción litúrgica es, al menos, un sacramental y, por tanto, con eficacia de causa instrumental, por el principio del ex opere operantis Ecclesiae. Algunos autores van más lejos y sostienen que la predicación homilética es una realidad intermedia entre un sacramental y un sacramento, por lo que hablan de una eficacia quasi ex opere opéralo. Hay que sostener que la relación entre homilía y gracia es causal g") El Credo Con el nombre de Credo se designa la fórmula que comienza con el verbo credo, y con la cual el cristiano expresa su fe. Eso explica que se la llame también profesión de je. Es muy tradicional el nombre de símbolo, que significa «señal por la que a uno se le reconoce»; y al cristiano se le reconoce por el «Credo». La liturgia cristiana ha conocido varios símbolos, destacando, entre otros, el Símbolo Apostólico y el Nicenoconstantinopolitano. En el siglo IV se llamó Símbolo Apostólico a una fórmula de profesión de fe que se usó en Roma ya en el siglo III, la cual, a su vez, era desarrollo de una fórmula occidental más antigua. Se le llamó "apostólico" porque, aun en su forma desarrollada, contenía la enseñanza de los Após307
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toles. Ha sido una fórmula clásica de la liturgia bautismal y hoy puede usarse en la Misa de niños o normal (desde 1983 en España). El Símbolo Nicenoconstantinopolitano es una profesión de fe oriental que desarrolla una fórmula de fe bautismal. Dado que en su forma amplificada está en armonía con el Símbolo Niceno (a. 325) y Constantinopolitano (a. 381), se le designa con el nombre de ambos símbolos. Timoteo, Patriarca de Constantinopla, mandó recitar el Símbolo en todas las misas. En el siglo VI estaba generalizado su uso en Oriente y Justiniano (a. 568) lo hizo obligatorio. En España entró a formar parte de lal Misa en el mismo siglo por disposición de Recaredo, que mandó recitarlo antes del Padre Nuestro, mientras el sacerdote mostraba la hostia consagrada elevada sobre el cáliz. En España se introduce la palabra Filioque desconocida en el original griego, que, aunque ortodoxa, suscitaría reacciones contrarias en Oriente y Roma. En las Galias se introdujo en el siglo VIII, como reacción contra las ideas adopcionistas de Félix de Urgel y Elipando de Toledo, bajo la intervención de Carlogmano y Alcuino. En Roma, en cambio, no obstante su generalizada difusión en todo el Imperio durante el siglo IX, no se introdujo hasta 1014. Desde entonces ha permanecido en la Misa hasta nuestros días. Según la OGMR (n. 43), dentro de la Misa cumple una triple finalidad: a) el pueblo presta su asentimiento a la Palabra de Dios escuchada en las lecturas; b) provoca la respuesta personal al mensaje proclamado; y c) trae a la memoria de los fieles la regla de su fe, antes de comenzar la celebración propiamente eucarística. El lugar que ocupa actualmente en la Liturgia Romana es más apropiado que el de la antigua Liturgia Hispánica o de Oriente (donde se decía antes de iniciar la anáfora), pues el Símbolo es, ante todo, una respuesta a la Palabra de Dios oída (lecturas) y actualizada (homilía). Estructura. La estructura del Símbolo Nicenoconstantinopolitano es claramente trinitaria, estando especialmente desarrolladas las partes relativas al Hijo y al Espíritu Santo, como consecuencia de las controversias cristológico-trinitarias precedentes. La sección cristológica insiste en la divinidad del Hijo y en el misterio de la Encarnación.
El Símbolo cumple adecuadamente su función cuand Q la comunidad cristiana lo hace objeto de meditación, en re$^ puesta a la Palabra de Dios escuchada. Por este motivo, e j Credo se confía a la comunidad, incluso cuando se cant^ pues se hace en forma alternada. El sacerdote lo dice con e¡ pueblo. Esta recitación coral y meditativa debe favorecer l a oración y, por tanto, la participación interna y fructuosa. La actitud de los fieles —de pie— expresa el ardor y firmeza de la fe de la comunidad que lo recita. Es un rito muy popular y debe emplearse los domingos y solemnidades de forma obligatoria. Es optativo en algunas celebraciones un tanto solemnes (OGMR, 44). Cuando se canta, puede hacerse como de costumbre o de forma alternada (Ibid).
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h") La «Oración de los fieles» a'") Nomenclatura Esta oración se denomina de varias maneras: Oración de los fieles, Oración común, Oración universal y Oración u Oraciones solemnes. La primera recuerda el momento en que los catecúmenos eran despedidos de la celebración; la segunda indica que es una oración que reúne a toda la comunidad en las mismas peticiones; y la última se refiere a la importancia que ha tenido en la Liturgia Romana del Viernes Santo. b'") Historia Es cierto que las primeras comunidades cristianas no conocieron la oratio fidelium entendida en sentido estricto. Sin embargo, conocieron su espíritu, como se desprende del hecho de que los Santos Padres siempre que hablan de la «Oración de fieles» se refieren a 1 Tim 2. 1-4, donde el Apóstol manda orar por varias necesidades. Incluso en este texto encontramos una estructura embrionaria que subsistirá en la oratio fidelium. "Oremos ..., por ..., para que...". El primer testimonio cierto para la Liturgia Romana se encuentra en san Justino, quien en sus relatos eucarísticos 309
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de la I Apología (cap.65 y 67) atestigua su existencia, estructura y peticiones que incluye. Hasta el siglo VI los testimonios se multiplican en las diversas liturgias de Oriente y Occidente y en los escritores eclesiásticos; baste citar a San Cipriano15 y San Agustín16 en Occidente y las liturgias de San Basilio y de San Juan Crisóstomo para Oriente. A partir del siglo VI desaparece en el Rito Romano, excepto el Viernes Santo. En las liturgias orientales no sólo se conserva sino que se multiplica. La explicación de su desaparición en la Liturgia Romana sigue siendo cuestión discutida. Para algunos (Callewaert, Jungmann y Bouman) fue debido a la introducción de intercesiones dentro del Canon de la Misa, las cuales, aunque anaf orales, cumplían la función de la Oratio fidelium17. El concilio Vaticano II decretó su restauración, el lugar que debía ocupar y las peticiones que habría de incluir (SC, 35). En la reforma posterior fue incluida en los libros litúrgicos y se crearon múltiples formularios, según las diversas circunstancias.
tidpando así de modo activo y en concordancia con el misterio eucarístico. Según la OGMR (n. 45) «conviene que esta oración se haga normalmente en las Misas a las que asiste el pueblo» y «el orden de las peticiones será generalmente: las necesidades de la Iglesia, los gobernantes y la salvación del mundo, los que sufren cualquier necesidad y la comunidad local»(n. 48). Sin embargo, «en alguna celebración particular, como en la Confirmación, Matrimonio o Exequias el orden de las intenciones puede amoldarse mejor a la ocasión» (Ibid). En cuanto al modo de realizarse, la IGMR señala lo siguiente: el sacerdote modera las súplicas e invita a los fieles a orar; un diácono, u otra persona, lee las intenciones y el pueblo responde después de cada petición (n. 47). La tercera Instrucción para aplicar la Constitución de Sagrada Liturgia (n. 3g), precisa que las intenciones pueden ser leídas por una o varias personas, recomienda que las peticiones por las necesidades particulares sean previamente preparadas y escritas, y respeten el género literario de la oración de Iosfieles, y prohibe introducir otras peticiones en los mementos de vivos y difuntos del Canon Romano. Por su parte, la Instrucción Actio Pastoralis Ecclesiae (n. 6, h), sobre las misas para grupos especiales, determina que no se omitan las peticiones por la Iglesia, el mundo y los que sufren cualquier necesidad, para subrayar así el carácter universalista que tiene siempre la celebración eucarística.
c'") Estructura La Oración de los fieles reviste una doble forma: solemne y sencilla. En el primer caso, el pueblo sólo responde amén; así sucede el día de Viernes Santo. En el segundo, más popular, tiene forma litánica y consta de tres partes: introducción, peticiones y conclusión. En las peticiones se ruega por las necesidades de la Iglesia universal, por los gobernantes de las naciones, por los necesitados, por las necesidades de la comunidad local y por otras intenciones. d'") Importancia y significado Aunque parezca exagerada la afirmación de que es «tanto y más importante que la homilía»18, es evidente que pocos ritos pueden presentar semejante antigüedad y universalidad. En esta oración el pueblo sacerdotal expresa su poder de intercesión, pide por las necesidades de la Iglesia y del mundo en el mismo umbral de la Liturgia Eucarística, par310
c) La Liturgia propiamente Eucarística Terminada la Liturgia de la Palabra comienza la Liturgia Eucarística. El paso de una a otra está bien resaltado exteriormente: el ministro abandona el ambón o la sede y se acerca al altar, lugar reservado a la celebración del Sacrificio Eucarístico. No se trata de dos acciones cultuales distintas, puesto que forman un único acto de culto. Son dos momentos celebrativos de un único misterio. La Liturgia Eucarística consta de tres partes: la preparación y presentación de los dones, la consagración de los mismos y la distribución de los dones consagrados. 311
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a') Preparación y presentación de los dones Los ritos que comprende la preparación y presentación de los dones son los siguientes: preparación y presentación del pan y del vino con agua, una oración privada del ministro, la incensación, el lavatorio de las manos, una invitación a orar a la que responde el pueblo, y la oración sobre las ofrendas. La estructura de esta primera parte ha variado mucho a lo largo de la historia: por eso, la comprensión adecuada de los elementos actuales exige una ambientación histórica. De ella vamos a ocuparnos antes de entrar en la explicación detallada del rito actual. a") Visión histórica de conjunto En los orígenes, la preparación de los dones carecía de significación ritual pues consistía en poner sobre el altar pan, y vino y agua una vez terminada la Liturgia de la Palabra y antes de la plegaria eucarística (San Justino). La Tradición Apostólica dirá, unas décadas después, que los dones son presentados por los diáconos. Desde finales del siglo II y principios del III comienza la formación del rito, que se incrementará durante la Edad Media. En ello influyó la controversia gnóstica, que llevó a los cristianos a valorar las realidades terrenas y materiales, viendo así en el pan y el vino dones de Dios y testigos de la dignidad humana. En el siglo II los fieles llevan los dones a un lugar oportuno antes de la celebración; después de la Liturgia de la Palabra los diáconos llevan procesionalmente los dones al altar, con lo cual éstos son considerados como oblación, cosa sagrada. Durante la primera mitad de ese siglo no existe una oración sobre las ofrendas sino que en la misma plegaria eucarística va incluida la «commendatio orationis». Por otra parte, también en el siglo IV la presentación de las ofrendas incluye una intención caritativa, pues los fieles llevan más de lo necesario con objeto de subvenir a las necesidades de la Iglesia, del clero y de los pobres. La presentación de las ofrendas era considerada como un deber y un privilegio de los fieles, pues si éstos tenían la obligación 312
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de llevarlas sólo podían hacerlo quienes estaban en comunión con la Iglesia. Hacia el año 700, en Roma, los fieles ya no depositan las ofrendas sobre el altar, sino que el Pontífice y demás ministros bajan a recogerlas a distintas partes de la iglesia. El pan se colocaba sobre un paño sostenido por dos acólitos y el vino se vertía en un cáliz grande desde el que era trasvasado a otro más grande cada vez que se llenaba. En otras iglesias de Occidente eran los mismos fieles quienes llevaban los dones en un paño blanco o en un cestillo hasta el lugar en que los recibían los ministros. Estos los depositaban fuera del altar, excepto los que eran necesarios para la celebración eucarística. En los inicios del siglo VIJJ la ofrenda del pan comienza a ser de pan ácimo en lugar del pan común, aunque permanecen las intenciones ritual y caritativa. Esta praxis se generalizó en el siglo XI. A principios del siglo XI comienza a ofrecerse dinero junto con otros dones. Esto daría lugar a la desaparición de las ofrendas en especies. Enseguida desaparece la procesión ofertorial. Las causas que lo provocan son éstas: la disminución de fieles comulgantes, el pan ácimo confeccionado expresamente para la Eucaristía y la introducción —iniciada en el siglo IX y generalizada en el siglo XII— de las hostias pequeñas, previamente prefabricadas para la comunión de los fieles. Como vestigios de la praxis anterior persistieron la colecta de dinero, realizada al principio de la Liturgia Eucarística y la limosna de la misa, que nacían los oferentes antes de la Misa, para que ésta fuera aplicada por sus intenciones particulares. Esta forma de ofrenda se generalizó cuando aumentó el número de sacerdotes que celebraban la Eucaristía de modo privado, hecho que motivó, a su vez, la aparición de las Misas fundacionales, misas celebradas con los réditos de donaciones particulares. No se puede olvidar, por otra parte, que las ofrendas indicadas no eran únicas, aunque sí las más importantes. La Tradición Apostólica habla de ofrendas de aceite, queso y aceitunas después de la plegaria eucarística, momento que ha sido usado para las bendiciones. La variedad fue tan 313
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grande, que motivó la intervención de algunos sínodos y de las Constituciones Apostólicas sobre lo permitido y lo prohibido. Se podían ofrecer, además de pan y vino y agua, incienso, espigas nuevas, uvas, aceite, velas y cera. Más tarde se ofrecen también objetos preciosos para el culto y bienes inmuebles para la Iglesia. Cuando se introdujo la donación de dinero (siglo XI), estas ofrendas quedaron poco a poco relegadas a circunstancias especiales, vg. las misas de difuntos. A finales de la Edad Media se generalizó la donación pecuniaria o estipendio. En cuanto al modo y formulario de la presentación de las ofrendas tampoco ha habido uniformidad a lo largo de la historia. En los primeros siglos la preparación del pan y del vino se hacía en silencio: era una acción práctica y breve. También se hizo en silencio la procesión de ofrendas. Así mismo, la presentación de los dones no iba acompañada de ningún formulario, pues las ofrendas se consideraban sagradas por el mero hecho de ser colocadas sobre el altar. Sin embargo, la dinámica del rito originó la aparición de un cántico durante la procesión de ofrendas y diversas oraciones sobre las ofrendas. Del canto ofertorial tenemos noticias de la Iglesia Africana hacia el año 400; en Roma, en cambio, el primer testimonio explícito es el OR I (siglo VII-VIII). En cuanto a las oraciones, la más antigua —la llamada oración sobre las ofrendas— data de principios de la Edad Media; las demás son posteriores al siglo IX y proliferaron hasta el siglo XHI. Estas últimas eran o simples apologías con las que el sacerdote pedía perdón y ayuda antes de comenzar el canon o subrayaban la idea de ofrecimiento. Los nombres de canon menor o canon de los laicos indican la importancia que llegaron a tener, si bien expresaban sentimientos impropios de ese momento, al adelantar el momento de la oblación del sacrificio, que tiene su lugar propio en la plegaria eucarística, una vez que los dones han sido consagrados.
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b") El rito actual a'") Presentación del pan y del vino Según la OGMR «al comienzo de la liturgia eucarística se presentan en el altar las ofrendas que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. En primer lugar se prepara el altar o la mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia eucarística, colocando sobre él el corporal, el purificador, el cáliz y el misal. Se traen a continuación las ofrendas; es de alabar que el pan y el vino sea presentado por los mismos fieles; el sacerdote, o el diácono, los reciben en un lugar oportuno y los colocan encima del altar, pronunciando a la vez las fórmulas establecidas. Aunque los fieles no traigan pan y vino suyo, con este destino litúrgico, como se hacía antiguamente, el rito de presentarlos conserva, sin embargo, el valor y significado espiritual. También se pueden aceptar dinero u otros dones para los pobres o para la Iglesia traídos por los fieles o recogidos en la iglesia; por lo cual se colocan en lugar oportuno, fuera de la mesa eucarística» (n. 49). Se advierte que la reciente reforma litúrgica ha retornado a los orígenes en la nomenclatura, ya que emplea la expresión presentación de las ofrendas y no la de ofertorio. También es un retorno a las fuentes la recomendación de que sean los mismos fieles quienes presenten el pan y el vino, bien trayéndolo de sus casas bien llevándolos de un lugar adecuado de la iglesia, pues incluso en ese supuesto conserva su valor y significado espiritual; sin embargo, no se excluye la ofrenda de otros dones, en metálico o en especie, para fines caritativos. El rito tiene un significado bautismal, eucarístico, antropológico y social. El sentido bautismal aparece en el hecho de estar reservado a los bautizados en comunión con la Iglesia. El eucarístico es el más claro y acentuado, pues los dones se presentan para ser consagrados y, una vez convertidos en el Cuerpo y Sangre de Cristo, ser distribuidos a los fieles, de tal modo que presentación-consagración-distribución del 315
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Cuerpo y Sangre de Cristo, en que los dones han sido transustanciados, son tres momentos de una misma celebración. El sentido antropológico se desprende del hecho de que la presentación de los dones es la contribución material inmediata de los fíeles a la celebración Eucarística —que en no pocas culturas son los frutos más representativos del trabajo del hombre y el alimento base de la vida material—, contribución que quiere ser signo externo del ofrecimiento interior de cada fiel. Finalmente, el carácter social se advierte en la cualidad de las ofrendas, que no sólo son individuales sino también ofrenda de toda la Iglesia, bellamente significada en la naturaleza del pan y del vino, hechos de muchos granos de trigo y de muchas uvas.
conque Dios alimente a los hombres. La presentación de los dones sigue teniendo, por tanto, un cierto sabor ofertorial, aunque prevalece la idea de presentación. Cuando el sacerdote recita en alta voz esas oraciones, es decir, cuando no coinciden con el canto del ofertorio, el pueblo responde con la aclamación «bendito seas por siempre. Señor», bella expresión bíblica que cierra oportunamente una oración que comenzaba «bendito seas, Señor». La Liturgia Romana renovada ha conservado la presentación separada del pan y del vino, a diferencia de otras liturgias, en que ambos son presentados simultáneamente 19 .
b'") Fórmulas de presentación del pan y del vino El sacerdote toma en sus manos la patena con la hostia (u hostias) y, elevándola un poco, recita una plegaria de bendición. Lo mismo hace con el cáliz. Las dos oraciones que acompañan la presentación del pan y del vino son, en realidad, una misma oración debidamente adaptada a cada caso. A diferencia del misal anterior, en el que estaban en dependencia de la gran plegaria eucarística, las oraciones que ahora acompañan la presentación de los dones han sido compuestas según el espíritu de las bendiciones hebreas de los alimentos. Son bendiciones ascendentes dirigidas a Dios, fuente de todo bien y Señor de lo creado, para alabarle y bendecirle por los dones del pan y del vino que El nos concede, pues, siendo fruto de la tierra y del trabajo humano, proceden, en última instancia, de su bondad. La presentación es, en cierto modo, interesada, pues se presentan a Dios sus propios dones, para que El los convierta, en favor nuestro, en «pan de vida» y «bebida de salvación». La alusión a esa conversión en el Cuerpo y Sangre de Cristo indica que ambas oraciones están orientadas hacia la consagración; pero no pretenden anticiparla sino prepararla. Cuando se realice la consagración, el pan y el vino alcanzarán su máxima significación, pues gracias a ella, serán la ofrenda verdadera y sin igual del Cuerpo y Sangre de Cristo que los hombres dirijan a Dios y la comida-bebida espiritual 316
c'") Oración al mezclar el agua y el vino Antes de la presentación del vino se depositan en el cáliz unas gotas de agua. El rito es antiquísimo, pues parece que el mismo Señor consagró vino mezclado con agua. De él habla expresamente San Justino, en la segunda mitad del siglo II. En algunas anáforas orientales se recuerda expresamente que Jesús en la Ultima Cena mezcló vino con agua. La mezcla del agua —los fieles— y vino —Cristo— simboliza nuestra unión con Dios, o mejor, la unión de nuestra naturaleza humana con la naturaleza divina de Cristo. Simboliza también la unión de la naturaleza humana y la divina en Cristo. Algunos autores piensan que tiene un tercer simbolismo: el agua y la sangre que brotaron del costado de Cristo, al ser traspasado por la lanza. La fórmula que acompaña a la mezcla es una abreviación de la que existía en el Misal de San Pío V, la cual, a su vez, procedía de una fórmula que se encuentra en el sacramentario Veronense para el tiempo navideño, y que ahora se encuentra como colecta en la Misa del día de Navidad. d'") La oración privada del sacerdote Esta oración, tomada de Dn. 3, 39—40 y que fue introducida en el siglo IX, es la única del rito de presentación de los dones que ha quedado invariada respecto al misal precedente. La expresión suscipiamur a te según algunos significa que Dios reciba el sacrificio espiritual de nosotros mismos; otros, en cambio, piensan que el sacrificio, que más tarde va a ofre317
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cerse, sea recibido por Dios. Las palabras iniciales In spiritu humilitatis y el gesto de inclinación profunda con que se pronuncian, indican los sentimientos con que deben presentarse el pan y el vino.
ciba ofrendas o use el incensario. Sin embargo, el simbolismo es el de purificación interior, tal y como expresaa la fórmula que lo acompaña. El rito conecta muy bien con el sentimiento espontáneo que siente el corazón humano de purificarse antes de tocar cosas santas, sagradas 20 .
e'") La Incensación «Las ofrendas colocadas sobre el altar y el altar mismo pueden ser incensados, para significar de este modo que la oblación de la Iglesia y su oración suben ante el trono de Dios como incienso. También el sacerdote y el pueblo pueden ser incensados por un diácono o por otro ministro, después de la incensación de los dones y del altar» (OGMR, 51). Es la incensación más solemne de la Misa. Comenzó a usarse en el siglo IX en las Galias, siendo aceptada en Roma en el siglo XII. El rito es más simple que en el misal anterior, pues ha desaparecido todo el formulario. El mismo incienso se bendice con una simple cruz. Aunque el rito es facultativo, no debe prescindirse absolutamente de él; pues, además del carácter festivo que confiere a la celebración, tiene un profundo simbolismo: «la oblación y la oración de la Iglesia suben hasta Dios, como el incienso». Simboliza también el honor que tienen ese pan y ese vino colocados sobre el altar, convirtiéndose así en una reverencia anticipada al Cuerpo y Sangre de Cristo, que pronto se harán presentes. Incluso tiene un cierto sentido purificatorio: el pan y el vino se santifican en vistas a la transformación que en ellos va a operarse. La extensión de la incensación al sacerdote y al pueblo tiende a que cada uno se sienta inmerso en la presentación de los dones colocados sobre el altar para el sacrificio. f") El Lavatorio de las manos Después de la incensación, o de la oración In spiritu humilitatis, «el sacerdote se lava las manos. Con este rito se expresa el deseo de purificación interior» (OGMR, 52). Primitivamente, fue un gesto práctico: el sacerdote se lavaba las manos después de recoger las ofrendas. Ese sentido sigue todavía vigente en el caso de que el sacerdote re318
g'") Conclusión de la preparación de los dones «Concluida la colocación de las ofrendas y los ritos que la acompañan, se cierra la preparación de los dones con la invitación a orar juntamente con el sacerdote y con la oración sobre las ofrendas» (OGMR, 52). Los ritos conclusivos de la preparación de los dones constan de dos partes: invitación a la oración, con la respuesta del pueblo, y la oración sobre las ofrendas. Invitación a la oración. El origen de este rito se remonta al siglo VIII. Al principio era muy simple y no exigía respuesta; más tarde se amplificó e incluyó una respuesta. El texto actual Orad, hermanos, es del siglo XII, y el de la respuesta, del siglo XI. Tanto la invitación como la respuesta son una especie de introducción a la oración sobre las ofrendas. Ambas hablan expresamente del sacrificio que pronto se realizará, idea que se hace más insistente en la oración sobre las ofrendas y será central en la Plegaria Eucarística. La invitación, no obstante su amplitud, está en la línea del oremos de la colecta o de la introducción al Padre Nuestro; la respuesta condensa los fines del sacrificio: alabanza y gloria a Dios, bien espiritual de los presentes y bien espiritual de toda la Iglesia21. Oración sobre las ofrendas. Esta oración corresponde a la que en un principio se decía sobre las ofrendas que se presentaban; se decía en alta voz. Posteriormente se dijo en secreto, por influjo de otras liturgias, vg. orientales, o por la lectura en alta voz de los oferentes (siglo IV-V), según las diversas opiniones de los autores. El nuevo uso justificó el nombre de secreta, cuya datación es muy antigua. Desde que en 1965 comenzó nuevamente a recitarse en alta voz, se la denomina «oración sobre las ofrendas». 319
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Es una oración que el celebrante dice en nombre de todo el pueblo y, al igual que la colecta y la poscomunión, es una oración funcional que cierra un determinado complejo ritual. Su finalidad principal es dar sentido a las ofrendas presentadas; por lo que no es infrecuente que aparezcan ideas del formulario que acompaña la preparación de los dones. Sin embargo, aparecen con frecuencia algunos grandes temas que desarrolla la Plegaria Eucarística, tales como ofrenda, santificación, sacrificio, etc. A veces alude al misterio de la fiesta que se celebra. Y no faltan los casos en los que casi se considera realizado el sacrificio y se ofrece por determinadas intenciones.
mismos juntamente con Cristo y por el Amén con que se cierra esta oración. La Plegaria Eucarística tiene la siguiente estructura: una acción de gracias; la aclamación del 'Sanctus' y del 'Benedictus'; la epíclesis preconsecratoria; el relato de la institución, dentro del cual va incluida la consagración, dicha en presente y no como relato histórico; la anamnesis; el ofrecimiento; la epíclesis posconsacratoria; las intercesiones y la doxología final (cfr. OGMR, n. 55). Coincide sustancialmente con las demás plegarias eucarísticas orientales y occidentales, aunque los elementos aparecen distribuidos de forma distinta. Baste recordar, a este respecto, el número y la ubicación de la epíclesis en las liturgias antioquenas, alejandrinas y romana.
b') La Plegaria Eucarística «Ahora es cuando tiene lugar el centro y culmen de toda la celebración, a saber: la misma Plegaria Eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y de santificación. El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia Dios, y se lo asocia a su propia oración que él dirige en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El sentido de toda esta oración es que la congregación entera, de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de las maravillas de Dios y en la oblación del sacrificio» (OGMR, 54). Según esto, la Plegaria Eucarística es el centro y la cima de la celebración y se caracteriza sobre todo por ser una magna acción de gracias por toda la obra de la salvación, cuyo culmen es la reactualización del Sacrificio de Cristo mediante la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor22. En la Plegaria Eucarística el sacerdote asocia consigo al pueblo fiel y todos se unen a Cristo en la glorificación a Dios y en el ofrecimiento del sacrificio. Por este motivo, la Plegaria Eucarística es la oración sacerdotal y presidencial por excelencia, «estando, por ello, prohibido hacer decir parte de la misma a un ministro de grado inferior, a la asamblea o a cualquier fiel» (LI, 4). Los fieles participan activamente por la escucha atenta y respetuosa, por las proclamaciones y respuestas previstas en los ritos, por el ofrecimiento de la Víctima unidos a Cristo-Sacerdote, por el ofrecimiento de sí 320
a") Origen de la Plegaria Eucarística a'") Época primitiva La casi totalidad de los autores piensan que la Plegaria Eucarística hunde sus raíces en la bendición y acción de gracias judías, cuyas fórmulas se encuentran tanto en los textos bíblicos como en las costumbres rituales del pueblo, las cuales habrían servido para la acción de gracias y bendición empleadas por Jesucristo en la Ultima Cena. Las fórmulas bíblicas de los libros históricos son ascendentes y descendentes. En el Nuevo Testamento aparecen fórmulas típicas de bendición judías, vg., en el Magníficat y Benedictus. Los evangelios contienen oraciones de Cristo que siguen la misma estructura 23 . También en San Pablo se hace uso de ellas24. A estos textos bíblicos hay que añadir las bendiciones que jalonaban la vida del pueblo judío: en primer lugar, las bendiciones sinagogales, una de cuyas partes —el Quedusah— piensan algunos que influyó en el Sanctus. Las Semonehessreh (18 bendiciones), que ciertos autores consideran como fuente de las epíclesis y doxología final. Por último, las bendiciones familiares, dentro de las cuales sobresalía el birkat ha mazon o acción de gracias después de la cena, relacionada con la tercera copa pascual. Constaba de dos par321
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tes: una invitación a dar gracias dirigida a los reunidos (birkat ha-zimmun) y la acción de gracias propiamente tal, formada por cuatro bendiciones. Así como las bendiciones sinagogales no parecen haber influido en la Plegaria Eucarística cristiana, es posible que en el birkat ha mazon se encuentre su prehistoria, junto con el Quiddus (rito familiar con el que se consagraban a Dios los días santos, la víspera de la fiesta al inicio de la cena); pues con ella se corresponden las siete acciones distintas de las narraciones de la institución: tomó pan, dio gracias, lo partió, lo distribuyó con unas palabras determinadas; luego tomó la copa de vino, dio gracias, y se la entregó a los discípulos con unas palabras determinadas. De todos modos, hay razones para pensar que la Eucaristía fue instituida dentro del ritual de la Cena Pascual judía, en cuyo supuesto habría que matizar las afirmaciones precedentes, pues la bendición del pan tuvo lugar al principio de la Cena y la bendición de la copa corresponde a la tercera, o a la cuarta según algunos. En estos supuestos, la originalidad de la Cena del Señor estaría en el cambio de significado de las fórmulas y ritos judíos y en las variantes que Cristo introdujo. De este modo, las clásicas fórmulas de bendición judías se convirtieron en la primera acción de gracias —Eucaristía— cristiana.
ción, la anamnesis y la epícle'sis posconsecratoria; así como la carencia de Sanctus e intercesiones. Con la introducción de esos elementos, durante los siglos HJ y IV, se perfila el esquema de la anáfora actual. La evolución sigue caminos distintos según las diferentes iglesias; sin embargo, casi todas las liturgias contienen unos elementos básicos: el diálogo introductorio, la acción de gracias —bendición— al Padre, referencias a la historia salvífica —especialmente al misterio pascual— con alabanza, relato de la institución, la anamnesis, la epíclesis, las intercesiones por los vivos y difuntos y la doxología final. Hay dos grandes bloques anaforales: el de Oriente y el de Occidente. El primero se subdivide, a su vez, en tres grupos: antioqueno, alejandrino y caldeo-persa. En Occidente pueden mencionarse el Canon Romano y las anáforas de las liturgias Hispánica y Galicana. Las anáforas del gruo antioqueno (ritos sirio, bizantino, armeno y algunos egipcios) tienen el esquema siguiente: diálogo introductorio, oración antes del Sanctus, el Sanctus, oración cristológica, relato de la institución, anamnesis, epíclesis, intercesiones y doxología. Las del grupo alejandrino (anáforas de Serapión, San Marcos y algunas egipcias) se caracterizan por tener una doble epíclesis: preconsecratoria y posconsecratoria y las intercesiones antes del relato de la institución. Las de tipo caldeo-persoa (caldeas y maronitas) sitúan las intercesiones antes de la anamnesis. El Canon de la Liturgia Romana tiene estas peculiaridades: es invariable —excepto en el Prefacio, el Communicantes y el Hanc igitur—, posee dos epíclesis y dos bloques de intercesiones. La Liturgia Hispánica se caracteriza por su riqueza, la variabilidad de las oraciones y la carencia de intercesiones y epíclesis posconsecratoria.
b") Evolución posterior La precariedad y provisionalidad de las fuentes hace difícil seguir la evolución de las anáforas. Parece que el primer paso consistió en unir en una sola las bendiciones del pan y del vino, del que serían testimonio, según algunos, los capítulos IX y X de la Didaché. San Justino, aunque no contiene un texto anaforal, se refiere a una solemne bendición de acción de gracias que pronuncia el obispo, la cual incluye las palabras de Cristo en la Ultima Cena y se dirige al Padre, invocando al Espíritu Santo. La Tradición Apostólica contiene el primer texto anafórico totalmente cristiano, si bien podría ser contemporánea de la anáfora judeo-cristiana conocida como de Addai y Mari. Sus elementos más destacables son éstos: la referencia al misterio de Cristo enlazada con el relato de la institu322
c") Las plegarias eucarísticas de la Liturgia Romana actual. La liturgia Romana actual tiene cuatro plegarias ecuarísticas definitivas y varias aprobadas provisionalmente. Las primeras reciben el nombre de Canon Romano o Plegaria Eucarística I y Plegaria Ecuarística II, III y IV. 323
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EL CANON ROMANO
ble bloque de intercesiones y la insistencia en la oblación de la Víctima. La invariabilidad es relativa, dada la multiplicidad de prefacios y las peculiaridades que en ocasiones tienen el Communicantes y el Hanc igitur. Teológicamente el Canon subraya mucho el aspecto sacrificial de la Eucaristía y su entronque trinitario, así como la eclesialidad y universalidad del Sacrificio. En el aspecto literario es una verdadera joya, pues es una composición muy pulida, en la que todo está previsto y el mínimo detalle tiene su intencionalidad.
1. Algunos datos históricos En la segunda mitad del siglo IV debió de existir al menos un germen del Canon («canon» es abreviación de canon actionis o regla que regula el desarrollo de la acción eucarística), pues una obra del Ambrosiaster (370-374) cita unas palabras del Supra quae. A fines de ese siglo el libro De Sacramentis de San Ambrosio reproduce algunas oraciones que difieren muy poco de las del Canon actual (Quam oblationem, Qui pridie, relato de la institución, Unde et memores y Supplices). A principios del siglo VI tenía una estructura muy semejante a la actual y a finales de dicho siglo había adquirido —salvo pequeños detalles— su forma definitiva, pues en ese momento, quizás por obra del Papa Gelasio (492-496), se refundieron todos los elementos que poco a poco se habían ido incorporando y adquirió su forma actual. San Gregorio (590-604) lo fijó definitivamente. En los inicios del siglo VIII se divulgó en las Galias, donde sufrió algunas variantes. En la Iglesia Latina se generalizó durante los siglos IX-XI. A finales del siglo VIII comenzaba todavía por el prefacio; en el siglo IX se escindió su unidad primitiva en dos partes: el prefacio y desde el Te igitur en adelante. Durante muchos siglos se dijo íntegramente en alta voz. A partir del siglo VIII en voz baja (Ordo Romanus de Juan Archicantor) y desde el siglo IX en secreto (Ordo Romanus II). Durante la Edad Media se añadió un amén después de cada oración. Desde entonces permaneció invariable hasta los cambios realizados por la reforma actual, entre los que destaca la recuperación de la unidad primitiva, dado que ahora comienza con el prefacio. 2. Características Desde el punto de vista litúrgico son características del Canon Romano: su invariabilidad, la doble epíclesis, el do324
3. Uso actual Según la IGMR la Plegaria Eucarística I o Canon Romano puede usarse siempre. Son días especialmente aptos los que tienen Communicantes y Hanc igitur propios, las fiestas de los Apóstoles y de los santos que se mencionan en el Communicantes y Nobis quoque, las fiestas de la Santísima Virgen y los domingos. Por criterios pastorales puede preferirse otra plegaria eucarística (cfr. n. 32, a). 4. Elementos: A) El prefacio El prefacio consta de cuatro partes: el diálogo introductorio, el protocolo inicial, el cuerpo y el escatólogo. El diálogo—que ya se encuentra en la anáfora de San Hipólito— es siempre invariable y consta de tres partes: un saludo ("el Señor esté con vosotros"), una invitación a participar activamente ("levantemos el corazón") y una invitación a la alabanza ("demos gracias a Dios"). El protocolo inicial es una acción de gracias dirigida al Padre, en la que se menciona frecuentemente la mediación de Jesucristo. El cuerpo es la parte central y más importante, y explícita los motivos de la acción de gracias. Es la parte más variable y da gracias por los beneficios obrados por Dios en la historia de la salvación o por el misterio que se celebra. El escatólogo sir325
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ve de transición al Sanctus. En él se invoca a la Iglesia celeste (coros angélicos) para que se asocie a la Iglesia peregrina para dar gracias. El número de prefacios ha variado mucho a lo largo de la historia. El sacramentario Veronense, a pesar de estar incompleto, contiene 267. Por una tendencia posterior a convertirles en panegíricos, en el sacramentario Gregoriano-Adriano existen sólo 14. De ellos se conservaron los de Navidad, Epifanía, Pascua, Ascensión, Espíritu Santo, Apóstoles y común; a ellos se añadieron los de la Santísima Trinidad, Santa Cruz y Santísima Virgen. Desde Urbano II hasta principios del siglo XX permaneció invariable el número; pero en 1919 se introdujeron los de San José y difuntos, en 1926 el de Cristo Rey y en 1928 el del Sagrado Corazón de Jesús. El Misal Tridentino, en su última edición típica, poseía estos 14 prefacios (a los que había que añadir el de la bendición del Crisma, que se encontraba en el Pontifical). El Misal de Pablo VI en su primera edición contenía 82, y 85 en la segunda. El Misal Español posee 90. Atendiendo a su contenido, pueden clasificarse así: teológicos (en sentido oriental), cristológicos, eclesiológicos, escatológicos, de historia de la salvación, de economía sacramental, existenciales, hagiográficos y doctrinal-especulativos. Predominan los cristológicos, existenciales y eclesiológicos. La naturaleza del prefacio está descrita en estas palabras de la IGMR: es una «acción de gracias (...) en la que el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da gracias por toda la obra de la salvación o por alguno de sus aspectos particulares, según la diversidad de día, fiesta o tiempo» (n. 55, a).
yacen otros textos bíblicos25. El texto isaiano sólo menciona «la tierra»; la añadidura litúrgica «el cielo» indica que a la alabanza que canta la tierra se une el cielo entero. Su origen es sinagogal; de allí pasó a la liturgia cristiana oriental en el siglo IV, introduciéndose poco después (hacia el año 400) en las plegarias eucarísticas occidentales. El Sanctus es una aclamación solemne que la Iglesia terrestre dirige al Padre como conclusión de la acción de gracias del prefacio. Unida a la Iglesia celeste, la Iglesia peregrina participa ya, aunque en primicias, de la liturgia celestial, cantando al Señor un himno de gloria. Aunque parco en palabras, es un himno de contenido grandioso, donde todos los beneficios y bendiciones que Dios nos otorga, y que nosotros agradecemos, son manifestaciones de su esencia: su santidad, ante la cual la creatura sólo puede postrarse con un sentimiento de profunda reverencia. El Sanctus pertenece al pueblo, como lo indican las palabras del protocolo final: «cantamos, proclamamos, decimos, etc.». Así ocurrió durante siglos, aunque más tarde los Ordines prescribieron que lo cantara el clero. La liturgia actual dice expresamente que lo recita o canta «toda la asamblea» (IGMR, 55, b). El Benedictus tiene una impronta bíblica. El texto fundamental que reproduce es Mt. 21, 9, que se refiere a la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén; si bien no deja de advertirse el eco de los textos veterotestamentarios del Salmo 117, 25-26 y de Ez. 3, 12. A diferencia de oriente, donde no aparece antes del siglo VIII, en la misa romana se encuentra al menos en el siglo VII. La unión con el Sanctus parece que ocurrió en las Galias en el siglo VI, según un testimonio de San Cesáreo de Arles (f 542); con todo, su prehistoria puede encontrarse en la liturgia sinagogal, donde la doxología del Santo (la quedusah) iba seguida de otra doxología tomada de Ez. 3, 12. Dada la amplitud que adquirió el Sanctus durante la época de la polifonía, se impuso la costumbre de cantar el Benedictus después de la consagración, para impedir que ésta fuera cubierta con el canto del Sanctus. Esa costumbre, que fue recogida en Coerimoniale Episcoporum de 1.600, se hizo
B)
Sanctus-Benedictus
El Sanctus es continuación del prefacio, en cuanto que en él desemboca espontáneamente. Por este motivo se cantaba al principio en el mismo tono sencillo del prefacio. Consta de dos partes: el Sanctus y el Benedictus. Las palabras «Santo, santo, santo es el Señor, Dios del Universo, llenos están el cielo y la tierra de tu gloria, hosanna», están inspiradas principalmente en Is. 6, 3, aunque sub326
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obligatoria y general por un decreto de 1921. La liturgia actual ha vuelto a unirle con el Sanctus. Escoltado por un doble hosanna, el Benedictus es una especie de alargamiento y coronación del Sanctus y tiene un marcado carácter de glorificación y bendición. La gloria proclamada en la fórmula Hosanna-Bendito se une a la gloria proclamada por el Sanctus: «llenos están el cielo y la tierra de tu gloria». Con el Sanctus-Benedictus los fieles están preparados para la epifanía que tendrá lugar enseguida y dispuestos a acoger al Mesías, que se hará de nuevo presente entre los hombres por las palabras consecratorias. C) Te igitur Generalidades. Según la tradición romana antigua, finalizado el canto del Sanctus, el sacerdote continuaba recitando en voz alta el Canon, aunque no con la misma melodía del prefacio, sino con un sencillo recitado. Como ya dijimos al explicar el prefacio, en la época carolingia se verifican dos cambios importantes: lo que antecede al Te igitur se separa del Canon y éste pasa a recitarse primero en voz baja y luego en secreto. De este modo, al igual que el Sumo Sacerdote de la Antigua Alianza entraba en el Sancta Sanctorum del Templo, el ministro de la Nueva Ley entraba solo en el santuario del Canon. La liturgia actual, mediante el retorno a las fuentes, ha restaurado la primitiva unidad del Canon y su proclamación en voz alta. De este modo, el Te igitur ha sido liberado de la secular concepción de ser el inicio del Canon. Es natural que el sacerdote, al igual que ocurre en el prefacio, tenga los brazos levantados y extendidos, postura orante que en los primeros siglos recordaba la imagen del Crucificado. El primitivo «Te igitur». Al parecer, el Te igitur primitivo (siglo IV) comprendía hasta las palabras sancta sacrificia illibata, a las que seguían el Quam oblationem y la consagración. Esta situación se alteró cuando se introdujeron las intercesiones. En el estado primitivo, la partícula igitur servía para unir 328
LA SAGRADA EUCARISTÍA
esta oración con el prefacio, al haberse intercalado entre ambas el Sanctus. El sentido del Te igitur era presentar las ofrendas —la commendatio oblationis, de que habla la carta a Decencio— volviendo sobre ideas repetidas en el ofertorio. La expresión per Christum Dominum nostrum indica que la oblación se hace a través de la mediación de Cristo, que ya aparece en el prefacio. El «Te igitur» actual En la liturgia actual, el Te igitur consta de dos partes: la primera comprende la fórmula primitiva; la segunda se inicia con las palabras in primis y concluye con la expresión fidei cultoribus. La primera parte conserva el sentido primitivo: está unida al prefacio y expresa la idea de ofrecimiento de las ofrendas por medio de Jesucristo. Algunos autores sostienen que la trilogía dona significa el dinero, muñera los dones en especie y sacrificia los dones de pan y vino para la Eucaristía; un tercer grupo ve en ¿Zonales regalos que se intercambian los hombres, en muñera lo que exige la ley para el servicio público y en sacrificia los dones dedicados a Dios. Parece que la primera interpretación es la más acertada, pues aunque el análisis terminológico pueda descubrir muchos movimientos de ofrenda, no debe quedar estorbada la idea sintética del único sacerdocio y del único sacrificio de Cristo, porque lo contrario supondría agregar al sacrificio de Cristo un sacrificio autónomo, lo cual es inadmisible. La calidad de ese sacrificio que se ofrece está indicada en el término illibata, que tiene un doble sentido: «incruento» y «sin tacha». De este modo, el Te igitur adelanta —puesto que todavía no se han realizado— dos ideas que aparecerán enseguida: Cristo ofrece al Padre el sacrificio de sí mismo, que por su pureza salva a los pecadores (consagración) y los fieles se ofrecen a sí mismos de modo incruento (oblación posconsecratoria) en actitud de absoluta obediencia al Padre. D) Súplicas intercesoras En Roma, a finales del siglo V, comenzaron a incorporarse al Canon, como había ocurrido en Oriente en el siglo IV, las oraciones intercesoras. Sin embargo, a diferencia de 329
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otras liturgias, fue dotado de un doble bloque: uno anterior y otro posterior al relato de la institución. El bloque preconsecratorio se encuentra repartido en el In primis, el Memento de vivos y el Communicantes. In primis. En esta segunda parte del Te igitur se pide la ayuda divina sobre: a) la iglesia universal, b) el Papa, c) el obispo de la iglesia local donde se está celebrando la Eucaristía y d) el episcopado universal. La petición por la Iglesia va acompañada de las expresiones catholica y toto orbe terrarum {difusa), cuya inclusión obedece no tanto a una mejor comprensión de la naturaleza de la Iglesia cuanto a la universalidad del sacrificio, en contraposición al sectarismo judío y al falso universalismo del Imperio Romano. El contenido de la petición se materializa en cuatro verbos, los cuales aluden a la imagen de Cristo Rey-Pastor, que procura la paz {pacificare), cuida el rebaño {custodire) procurando su unidad frente a los cismas y divisiones {adunare); {regere incluye los tres anteriores y es una síntesis de los mismos). Se pide, por tanto, que Cristo otorgue la paz y mantenga unida a toda la Iglesia. No hay que excluir, sin embargo, que los cuatro verbos formen una unidad estilística. El texto de estas primeras peticiones contiene dos expresiones importantes pero de difícil interpretación: in primis quae y una cum. La interpretación más común y probable es la propuesta por Dom Botte: «que ofrecemos en primer lugar por... (la Iglesia)». Para el una cum se han propuesto cinco interpretaciones: a) se refiere a regere y se pide que conduzca a la Iglesia con el Papa; b) se refiere a Ecclesia tua, y se ofrece el sacrificio por la Iglesia, que es una unión con el Papa o bien que el sacrificio se ofrece por la Iglesia y por el Papa; c) se refiere a communicantes y subraya la idea de comunión entre quienes ofrecen el sacrificio; d) se refiere al sujeto de offerimus y equivaldría a «ofrecemos este sacrificio en unión con el Papa por...»; y e) se refiere a memento y equivale a «al mismo tiempo que del Papa, acuérdate, Señor, de...». El memento de vivos. Parece que fue el deseo de leer el nombre de los oferentees dentro de los sagrados misterios el que motivó la inclusión en el Canon de las oraciones in-
tercesoras. Tanto en Oriente como en Occidente existía la costumbre de nombrar a ciertas personas durante la Eucaristía, aunque variaba el lugar: al ofertorio (Liturgia Galicana), dentro del Canon (Alejandría y Antioquía) y el criterio de selección de los nombres, pues mientras en Oriente se tenía en cuenta la dignidad y la ortodoxia (por lo que se leían los nombres de los obispos, gobernantes y santos especialmente vinculados a aquella iglesia), en Occidente se nombraba a los más representativos que habían hecho la ofrenda. Es lógico pensar que, ante la imposibilidad de nombrar a todos los oferentes, se elegirían los nombres de quienes habían hecho una ofrenda especial, refiriéndose a los demás con una fórmula semejante a la actual: «y todos los aquí reunidos». En la liturgia actual se nombra a aquellos por los que se aplica la primera intención de la Misa; luego, en silencio, se encomiendan nombres e intenciones a discreción del celebrante y de los fieles; está prohibido que los fieles hagan intenciones en voz alta (LI 3-g). En el Memento primitivo quedaba muy resaltado el sacerdocio común de los fieles en la fórmula qui tibi offerunt, fórmula que pareció muy fuerte a Alcuino, el cual introdujo el quae tibi offerimus. Sin embargo, en el texto actual queda en pie que los fieles ofrecen, (qui tibi offerunt) el sacrificio de alabanza (sacrificium laudis) en beneficio propio, de los suyos, por su alma, que se la considera en peligro (pro redemptione animarum,..) y por la salud corporal (incolumitatis suae) y espiritual (spe salutis). El Communicantes, que nació como prolongación del Memento, pretende reforzar su petición gracias al contenido. Según Jungmann, las dificultades que plantea la redacción actual se disipan poniendo un punto después de la expresión incolumitatis suae del Memento, lo cual daría este resultado: Tibique reddunt vota sua... Communicantes et memoriam venerantes... En este supuesto, reaparecería el significado primitivo, es decir: que tanto la comunión con la Iglesia celeste como el ofrecimiento del Sacrificio se refieren a todos los fieles. Según el mismo autor, el Communicantes respondería a estas ideas: Acuérdate de todos ellos, pues la comunidad que aquí te ofrece el sacrificio no está sola, sino que pertenece al gran pueblo de tus redimidos, cu-
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yas primeras filas ya han entrado en la gloria. La inclusión de los santos tendría por finalidad dar mayor fuerza a las peticiones formuladas en el Memento. Lo que sí es cierto es que la lista de los santos fue incluida en el Canon por influjo de Oriente, donde se leían santos vinculados con la propia iglesia local. En el Canon se citan según un orden premeditado: doce Apóstoles y doce mártires, precedidos de la que es Reina de los unos y de los otros, la Santísima Virgen . Además, los mártires se enumeran según su categoría jerárquica: seis obispos —cinco de los cuales son Papas—, dos clérigos y cuatro laicos. En nuestros días se ha incorporado San José, a quien se menciona después de su Esposa y antes que los demás santos. La lista se cierra con el genérico et omnium sanctorum tuorum. En ocasiones, el Communicantes rompe la ley de la invariabilidad del Canon, introduciendo algunas añadiduras los días de Navidad y su octava, Epifanía, Resurrección y su octava, Ascensión y Pentecostés.
non Romano contiene una epíclesis preconsecratoria y otra posconsecratoria. La primera se encuentra en la fórmula Qiiam oblationem. Se trata de una epíclesis implícita, pues implícita es la invocación al Espíritu Santo. La mayor parte de los autores piensan que es una verdadera epíclesis, puesto que, al parecer, invoca la acción santificadora del Espíritu sobre el pan y el vino, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Los gestos que realiza el sacerdote (la imposición de las manos y la antigua signación sobre la oblata) apoyan esta opinión. Los dones (oblationes) que van a ser consagrados van acompañados de cinco adjetivos: benedictam, adscriptam, ratam, rationabilem y acceptabilem. Es posible que se trate de una redundancia estilística, en la que cuente más el conjunto que el significado de cada término tomado aisladamente, ya que parece que el redactor agrupó primero los adjetivos terminados en tam y después los que acababan en bilem. En esta hipótesis habría que descartar una gradación ideológica y admitir que un adjetivo como rationabilem —que significa espiritual, no material como los sacrificios judíos y paganos— pueda estar asociado a los adjetivos benedictam y ratam. Sin embargo parece más probable que cada adjetivo tenga su propio significado, destacando entre todos benedictam, que no implica una mera bendición sino el envío de la potencia de Dios para transformar las ofrendas y darles valor eucarístico, siendo, por tanto, el término clave para que esta oración sea una epíclesis. Adscriptam y ratam, tomados del mundo civil, significan aquí que Dios signe y confirme, es decir, acepte el sacrificio de la Iglesia. Aceptabilem está en la línea de placatus accipias (Hanc igitur) y ut acepta habeos (Te igitur).
E) Hanc igitur Este texto no formaba parte del ordinario de la Misa, pues se reservaba para los días en los que el sacrificio se ofrecía por intenciones particulares: difuntos, misa nupcial, consagración de un obispo y de un sacerdote, etc. Al multiplicarse las misas votivas debió resultar difícil incorporar al Hanc igitur las intenciones particulares, por lo que se le dio un carácter general y fijo, realizando los cambios necesarios. De este modo se presentaba a Dios la ofrenda de todos los fieles sin especificar. Ello trajo consigo que esta fórmula sea una repetición de la primera parte del Te igitur y que vuelva a insistir en que Dios se digne aceptar la ofrenda. El Hanc igitur rompe también la invariabilidad del Canon Romano los días de Resurrección y su octava y el domingo de Pentecostés. En esas ocasiones aparece su sentido primitivo, pues que se pide por intenciones muy concretas: los neófitos que han sido regenerados por el Espíritu. F) Quam oblationem (epíclesis) A diferencia de otras liturgias en las que la epíclesis es única, sea que preceda o siga al relato institucional, el Ca332
En el Quam oblationem pedimos, pues, que el Espíritu Santo transforme las ofrendas en el Cuerpo y Sangre de Cristo y las haga así dignas de su gloria y aceptables en favor nuestro (OG MR, 55-c). Esa invocación del Espíritu, su presencia y acción santificadora en la consagración de las ofrendas es semejante a la que tuvo lugar en la Encarnación, donde estuvo presente y actuante y fue fuente de con333
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sagración respecto a la humanidad asumida. Aparece así que la Eucaristía es prolongación y, en cierto sentido, actualización de la Encarnación.
lias escriturísticas: Lc-Pablo (gratias agens) y Mt-Mc (benedixit). En la introducción a las palabras consecratorias del pan hay una fórmula cargada de intencionalidad: elevatis oculis in coelum, ad te Deum Patrem omnipotentem, puesto que viola la ley judaica que miraba al pan cuando se bendecía. Al dirigir su mirada al Padre, Cristo manifiesta la imposibilidad de una «bendición» eucarística sin referencia a la voluntad del Padre y al cumplimiento de su designio. En los relatos consecratorios aparecen la idea de sacrificio (cuerpo que se entrega, sangre que se derrama), su universalidad (por vosotros y por todos los hombres), su carácter salvífico (en remisión dé los pecados) y de alianza (nueva y eterna alianza) y de memorial (haced esto en conmemoración mía), y la comunión como participación en la Víctima sacrificada (lo partió —lo bendijo—y se lo dio). Del relato institucional del vino, la liturgia actual ha sacado la expresión Mysterium fidei, adición que aparece ya en los sacramentarios y en textos del siglo VII, que tenía carácter de ampliación y era un elemento autónomo dentro del complejo institucional. Situado después del relato completo de la institución y referido al pan y al vino consagrados, tiene un sentido más claro y una mejor justificación: proclamar la obra redentora de Cristo, a la cual nos adherimos con fe, siguiendo un triple formulario. La elevación de la Hostia y del Cáliz no es solemne sino sencilla: es una presentación para que los fieles los adoren, lo cual exige que sea un tanto prolongada. Después de cada consagración, el ministro genuflexus adorat, es decir, hace una genuflexión para adorar las Sagradas Especies; este gesto conviene que sea también suficientemente pausado 26 . Al relato de la institución del Canon Romano se aplican perfectamente las palabras de la OGMR: «con palabras y gestos de Cristo se reactualiza aquella Última Cena en la que el mismo Señor instituyó el sacramento de su Pasión y Resurrección, cuando bajo las especies de pan y vino, dio a los Apóstoles, en forma de comida y bebida, su Cuerpo y su Sangre, y les mandó perpetuar el mismo misterio» (n. 55-d).
G) Relato de la institución En el Canon Romano, al igual que en todas las liturgias y plegarias eucarísticas, tanto de Oriente como de Occidente, el relato de la institución y las palabras consecratorias ocupan el lugar central. Desde el punto de vista redaccional presenta un estado de cosas bastante arcaico, pues si es verdad que las dos partes del relato bíblico acusan una simetría notable y se acercan bastante en su redacción al texto escriturístico, apenas se advierten en ellas ornamentaciones estilísticas. El paralelismo redaccional aparece sobre todo en la repetición de las palabras añadidas in sonetos ac venerabiles manus suas y en las bíblicas ex hoc(eo)omnes y tibi gratias agens benedixit deditque discipulis suis dicens: accipite, de las que sólo son bíblicas gratias agens, dedit, dicens. El relato de la institución comienza con la fórmula qui (Christus) pridie quam pateretur. Atendiendo a esta fórmula introductoria existen cuatro grupos anaforales. El más antiguo (1 Cor. 11, 23) une noche con traición {in qua nocte traderetur); otro grupo desarrolla la idea de que Cristo se entregó libremente a la muerte, idea que se expresa de dos maneras: a) añadiendo a traderetur la fórmula passioni volúntame (TA), o b) insistiendo en que se entregó El mismo (se ipsum traderet), como ocurre frecuentemente en las anáforas orientales; un tercer grupo amplía aún más la idea de voluntariedad, añadiendo pro nostra salute, quedando resaltadas la intencionalidad salvífica de Cristo y el carácter redentor del sacrificio que se ofrece; finalmente, un cuarto grupo, atestiguado por la Liturgia Milanesa y el Canon Romano, suprime el binomio nocte-traderetur, y la alusión doctrinal a la muerte voluntaria y a la dimensión redentora universal del sacrificio, contentándose con una fórmula muy sobria: pridie quam pateretur, en la que se ponen en relación al sacrificio y la comunión. La redacción del relato institucional es idéntica en la consagración del pan y del vino. El texto une las dos fami334
H) Unde et memores (anamnesis y oblación) Desde el punto de vista objetivo, todo está cumplido con la consagración. Las oraciones que siguen tienen por finali335
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dad explicitar el misterio realizado y hacer que la Eucaristía aparezca de nuevo como acción de la Iglesia, que ha quedado como eclipsada ante la acción de Cristo. Casi todas las liturgias acuden a los mismos conceptos, evocando los principales misterios de la vida de Cristo y ofreciendo la Víctima inmolada; es decir: haciendo la anamnesis y la oblación del sacrificio. La anamnesis del Canon Romano aparece en la primera parte de la fórmula Unde et memores, palabras que enlazan con el final de la consagración del vino: Hoc jacite in meam commemorationem, y recuerdan el misterio pascual de la Muerte-Resurrección-Ascensión de Cristo. La idea de memorial abarca toda la celebración eucarística (Liturgia de la Palabra y Liturgia Eucarística), especialmente la anáfora y, sobre todo, la consagración; sin embargo, en la aclamación posconsecratoria y en la oración Unde et memores queda especialmente subrayada y explicitada. El memorial realizado durante la consagración no es subjetivo sino objetivo y eficaz, es decir: hace presente el misterio pascual de Cristo, posibilitando que los fieles se beneficien de sus frutos salvíficos. La oración Unde et memores no es sino la explicitación máxima de esa realidad. La anamnesis está íntimamente unida a la oblación que tiene lugar inmediatamente después. El texto oblativo se encuentra en la segunda parte del Unde et memores y en la oración Supra quae. La oblación que ofrece la Iglesia es la «Hostia pura, santa, inmaculada»; a saber: el sacrificio de Cristo (segunda parte del Unde et memores), sacrificio superior y más valioso que los que le precedieron y prefiguraron: los de Abel, Abrahám y Melquisedec (Supra quae). Ese sacrificio es de orden sacramental, pues ofrecemos «el pan de vida eterna y el cáliz de eterna salvación», (la clara alusión al capítulo VI de San Juan sugiere la idea de banquete sacrificial). La segunda parte del Unde et memores realiza la oblación de la Víctima; Supra quae, en cambio, pide a Dios la aceptación de la ofrenda. Esta súplica de aceptación es una especie de premisa de la epíclesis de la comunión, estableciéndose así una estrecha relación entre la plegaria de aceptación de la ofrenda y la invocación de los frutos de la comunión eucarística.
En el Canon Romano la súplica de aceptación continúa en la primera parte de la epíclesis de comunión. Se advierte, una vez más, que la idea oblación-aceptación permea todo el Canon.
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I) Supplices (epíclesis de comunión) Como ya se ha indicado, el Canon Romano tiene, además de la epíclesis preconsecratoria, otra posterior a la consagración, que se designa como epíclesis de comunión y se encuentra en la fórmula Supplices. Según acabamos de notar, la primera parte insiste en la idea de ofrecimiento de la Víctima; la segunda, en cambio, implora la acción de Dios para que la comunión sea eficaz para los que recibirán la Víctima consagrada y ofrecida. Aunque la mención del Espíritu Santo no es explícita, no por ello deja de ser una oración epiclética, pues, comparando el Canon Romano con la anáfora de Hipólito, que puede considerarse como su fuente, se advierte que la epíclesis de comunión sigue inmediatamente a la oblación. Es verdad que la anáfora de Hipólito menciona expresamente al Espíritu Santo; pero esto no obsta para que el Canon Romano concuerde con ella en lo substancial: pedir que la comunión sea salvíficamente provechosa para los fieles, gracias a la acción divina. El gesto de inclinación profunda que acompaña al Supplices es muy antiguo y refleja plásticamente la actitud de profunda humildad que se adopta al ofrecer la Víctima. La señal de la cruz que traza el sacerdote sobre sí mismo se introdujo al final de la Edad Media y trata de subrayar con una acción exterior la súplica de la bendición celestial. J) Memento de difuntos y «Nobis quoque peccatoribus» (intercesiones) El segundo bloque de plegarias intercesoras del Canon Romano se encuentra en el Memento de difuntos y en la fórmula Nobis quoque peccatoribus. El paralelismo con el Memento de vivos y el Communicantes es evidente. Memento de difuntos. El Memento de difuntos es relativamente tardío en el Canon Romano, como lo prueba el he337
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cho de no existir en el sacramentarlo que el Papa Adriano I remitió a Carlomagno y el que en pleno siglo XIV algunos lo omitiesen en los días festivos. Probablemente la explicación se encuentra en que durante mucho tiempo no se decía en las misas dominicales y festivas ni en el culto público. Sin embargo, las fórmulas de petición por los difuntos son antiquísimas y empalman con las que usaron los primeros cristianos. Basta compararlas, en efecto, con algunos epitafios catacumbales. Al igual que ocurría con el Memento de vivos, también en el de difuntos se leían los nombres en alta voz. Es posible que primitivamente tuvieran lugar después del in somno pacis. Alcuino, que introdujo definitivamente el Memento en el sacramentario Adriano, lo desplazó al lugar actual. Como en esa época el Canon se decía en voz media o baja, la enumeración de los nombres —caso de que se hiciera— no llamó la atención, como el que el Memento de difuntos comenzase a decirse los domingos y días festivos. En el Canon Romano la oración por los difuntos se hace sólo por los que murieron como cristianos: sólo ellos tienen derecho a la oración de la Iglesia y sólo ellos pueden ser nombrados en la oración eucarística; esos fieles son los in Christo quiescentibus. Pero como puede suceder que algunos todavía no hayan entrado en el locum refrigera lucís et pacis, es decir: que se encuentren en el purgatorio, la Iglesia reza también por ellos.
tires, pero no por sus propios méritos sino por la misericordia divina. El recuerdo de los santos tiene por finalidad reforzar la petición. La lista de santos tiene gran parentesco con la del Communicantes, pues está formada por dos grupos de siete (allí eran de doce) precedidos del «mayor nacido de mujer»: el Bautista (allí, la Santísima Virgen). Primitivamente la lista fue mucho más reducida; más tarde, a finales del siglo VI, se hizo una réplica del Communicantes y aparecieron las dos series. No es improbable que ese paralelismo sirviera para introducir el Nobis quoque en el Canon con carácter fijo. La costumbre de elevar la voz al pronunciar las primeras palabras —que se remonta al siglo IX y era una señal convencional para los subdiáconos que asistían a la misa papal— ha quedado suprimido actualmente, al recitarse todo el Canon en alta voz. En cambio, se ha conservado el gesto de golpearse el pecho que data del siglo XHI y los alegoristas interpretaron como recuerdo de los golpes de pecho del pueblo (Le. 23, 48) cuando descendía del Calvario tras la muerte del Señor. El sentido verdadero es el de subrayar la humildad con que el ministro pronuncia las palabras Nobis quoque peccatoribus.
Nobis quoque peccatoribus. En el texto actual, el Nobis quoque peccatoribus enlaza con naturalidad con el Memento de difuntos y, en cierto sentido, con el Supplices; pues parece lógico que, después de pedir por la santificación de los fieles y el descanso eterno de los difuntos, exista una súplica por los ministros sagrados. A primera vista podría parecer que el sujeto de esta petición es la comunidad entera de los fíeles, representada en el ministro; sin embargo es el ministro mismo, puesto que los miles de veces que la expresión «nos peccatores famuli tui» aparece en los sacraméntanos, siempre se refiere al clero. El objeto de la súplica es pedir que los ministros lleguen a ser conciudadanos y coherederos de los Apóstoles y már338
K) La doxología final Al igual que todas las liturgias, el Canon Romano concluye con una doxología, si bien en este caso consta de dos partes: Per quem... et praestas nobis y el Per ipsum. Per quem... Primitivamente se bendecían en este momento ciertos frutos de la naturaleza, pues se quería ponerles lo más cerca posible de la gran bendición que Cristo instituyó y en la que Él y Dios, por Él, da a los dones terrenos la más alta consagración y plenitud de gracias. Cuando desapareció esa costumbre, los dones sobre los que recaía la bendición eran el pan y el vino consagrados, sin excluir la posibilidad de que fuera la creación entera, dando gracias a Dios que, por medio de Cristo, ha creado y nos ha dado todas las cosas. Según esto, las palabras Per quem haec omnia dona sólo reciben pleno sentido relacionándolas con la oración de bendición anterior, de la que es deudora la redacción actual. 339
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La fórmula completa es una gran oración de acción de gracias dirigida a Dios y a Cristo Mediador, por quien Él obra y nos lo da todo. Es la confesión, en forma de doxología, de que toda la gracia nos viene por Jesucristo y, a la vez, un preludio de la gran doxología que sigue inmediatamente. Per ipsum... La Eucaristía es una magna acción de gracias dirigida a la Trinidad. Objetivamente tiene lugar en la consagración del pan y del vino. Pero desde el punto de vista celebrativo es en la doxología final donde alcanza su máxima plasticidad y explicitación. El Prefacio y el Sanctus, que también expresan la glorificación de Dios, quedan superados por la doxología, pues lo que allí era deseo —la renovación de las maravillas divinas— aquí ya se ha logrado. El formulario actual coincide con el de las primitivas redacciones del Canon Romano. Su antigüedad queda atestiguada por el hecho de que la alabanza a Dios se hace «por Cristo», y por la estrecha concordancia que guarda con la doxología de la anáfora de San Hipólito. Literariamente es una fórmula muy lograda, donde la sencillez se armoniza con la grandeza. Las expresiones «con Cristo», «en Cristo» y «en la unidad del Espíritu Santo» pueden referirse a la vida intratrinitaria o a la Iglesia. En el primer caso, el honor y la gloria que se tributan al Padre y al Espíritu Santo son también de Cristo (cum Christo), por lo que glorificando a Cristo (in Christo) se glorifica simultáneamente al Padre y al Espíritu Santo. En el segundo caso es la Iglesia quien, gracias a la unidad realizada en Ella por el Espíritu Santo (in unitate Spiritus Sancti), glorifica al Padre, en plena solidaridad con Cristo. El sentido de la doxología queda subrayado por el gesto del ministro: la elevación de la patena y del cáliz. No es una presentación, como la realizada en la consagración, sino una verdadera elevación, mucho más solemne y rica que la efectuada en presentación de los dones. Esta elevación pretende presentar al Padre, para ofrecérsela, la gran Víctima inmolada: Cristo, suprema expresión del honor y de la gloria debidos a Dios. Es, pues, un gesto muy importante y expresivo. La doxología es competencia exclusiva del sacerdote-ministro, tanto desde el punto de vista histórico, como oracional y legal; puesto que así consta en todos los documentos
históricos que contienen el texto completo del Canon, así lo exige la naturaleza literaria y teológica del mismo y así está preceptuado legalmente.
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L) Amén Este Amén es el único primitivo, ya que los demás son añadiduras medievales que rompen la unidad de la gran Plegaria Eucarística. De él habla ya San Justino. Siempre ha correspondido al pueblo, como consta por el mismo San Justino. Con esta aclamación, el entero Pueblo de Dios ratifica la doxología pronunciada por el ministro y se adhiere a toda la Plegaria Eucarística. Así se manifiesta que la Eucaristía celebrada por el sacerdote no es una acción privada y personal sino acción de toda la Iglesia, la cual, unida a Cristo-Cabeza, en cuyo nombre actúa el ministro, ofrece con Él el Sacrificio Redentor.
LAS NUEVAS PLEGARIAS EUCARÍSTICAS
1. Historia de su elaboración En las discusiones conciliares sobre el esquema de liturgia, algunos Padres pidieron introducir en la recitación del Canon algunos cambios: proclamación en alta voz de las oraciones principales o por lo menos de la doxología final, para que el pueblo pudiera participar más y mejor. Un Padre pidió que se permitiera decir en lengua vulgar lo que él consideraba más importante: el per quem y la doxología final Sin embargo prevaleció la idea de que siguiera diciéndose íntegramente en latín. La Comisión de Liturgia, no obstante, quiso dejar abiertas las puertas, pues a los Padres que pidieron una prohibición expresa de recitar el Canon en lengua vulgar, contestó diciendo que no parecía oportuno que el Concilio prohibiera expresamente lo que la Santa Sede podía conceder en algunos casos particulares y había concedido, de hecho, alguna vez. 341
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Cuando en el posconcilio se crearon los grupos de trabajo para poner en práctica la Constitución conciliar de liturgia (1964), el Grupo X quedó comisionado para reformar el ordinario de la Misa, que comprendía lo relativo al Canon Romano. En las cuatro reuniones que celebró durante 1964 (Tréveris 8-10 de mayo, Einsiedeln 5-7 de junio, Friburgo 24-28 de agosto y Roma 21-23 de septiembre) trató de la reforma de la plegaria eucarística, dividiéndose las posiciones del grupo en cuatro direcciones: a) los partidarios de dejar enteramente intacto el Canon; b) los que postulaban agrupar las intercesiones, juntándolas todas en un mismo lugar, preferentemente después de la consagración; c) quienes pedían la introducción de algunas aclamaciones populares; y d) los que deseaban dejar intacto el Canon y crear una nueva anáfora alternativa. Cuando el relator del «Grupo» informó en la sesión plenaria del Consilium (Roma 30-IX-1964), la mayor parte de los Padres rechazó la idea de un nuevo canon, aunque percibían las dificultades del existente. En octubre de 1965, después de las reuniones habidas en Le Saulchoir (18-23 de julio) y Nemi (15-18 de septiembre), el relator del «Grupo» propuso a los Padres del Consilium, reunidos en sesión plenaria, tres esquemas de reforma. La primera se inclinaba por la aceptación del Canon Romano según la edición crítica de dom Botte, introduciendo muchos pequeños retoques (recitación en voz alta, reducción de cruces y genuflexiones, etc.). La segunda asumía lo anterior y proponía reducir a una sola y abreviada la lista de los santos, abreviar las conmemoraciones de los vivos y difuntos y omitir el Hanc igitur y las conclusiones «Per Christum Dominum nostrum». La tercera añadía a las dos anteriores el desplazamiento del Memento de vivos y del Communicantes al momento anterior a la conmemoración de los difuntos, con lo que se lograría un cuerpo de intercesiones. Los Padres tuvieron la oportunidad de ver los tres esquemas en otras tantas misas que se celebraron con anterioridad al informe. La gran mayoría se inclinó por la primera y la segunda, aunque algunos mostraron gran entusiasmo por la tercera. A la hora de discutir la reforma fue tal el cúmulo de argumentos presentados por algunos consultores, que la votación «ad experimentum», que había resultado positiva,
quedó en suspenso. Al final se informó al Papa sobre el estado de la cuestión, el resultado de las votaciones y la diversidad de opiniones, a la vez que se decía que el «Grupo» se sentiría muy honrado en el supuesto de que se le encargara la redacción de un nuevo canon. El 20 de junio de 1966 el Papa recibió en audiencia al Cardenal Lercaro, Presidente del Consilium, y le indicó que se dejase intacto el Canon Romano así como la posibilidad de crear dos o tres nuevos. Conocido el sentir del Papa, el «Grupo» comenzó inmediatamente a trabajar y a finales de 1966 ya existían 15 proyectos. En 1967 se reunió en Orselina (Suiza) del 24 al 30 de enero y en Nemi del 8 al 12 de marzo. En Orselina se fijaron los cuatro criterios en que debían inspirarse las nuevas composiciones: a) no podían faltar la acción de gracias y la alabanza, el relato de la institución y las anamnesis, porque son elementos esenciales; b) había que incluir también la epíclesis, el sanctus y la doxología final, por ser especialmente importantes; c) convenía integrar la idea de comunión de la celebración particular tanto con la Iglesia celeste como con la terrestre, las intercesiones y una aclamación popular después de la consagración; y d) había que respetar el «genio romano», a saber: que la conmemoración de la redención y de la historia de la salvación siguiera haciéndose en el prefacio y no se podía renunciar a la doble epíclesis. La otra característica —la doble lista de oraciones intercesoras— se convino fácilmente que había que eliminarla y crear una sola, situándola después de la consagración. Al final de la reunión se eligieron tres comisiones para elaborar tres esquemas de anáfora según los criterios establecidos. En Orselina se realizó un esbozo bastante perfilado de la anáfora II, adoptando el esquema de la de San Hipólito; se trazaron los rasgos esenciales de la III; y se pensó en adoptar para la IV la anáfora de San Basilio, en su versión etiópica. En la reunión posterior de Nemi, la anáfora II quedó ultimada para presentarla al Consilium, se eligió uno de los seis esquemas de la III y se aprobaron las líneas generales; no fue posible realizar un esbozo de la IV. En abril de 1967 tuvo lugar en Roma la sesión de los re-
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latores que solía preceder a la sesión plenaria del Consilium, en la que se presentaron los esquemas de las anáforas II y ni; y en una sesión extraordinaria el de la IV, que había sido elaborado por una subcomisión. Se discutieron, palabra por palabra, cada una de ellas y se recogieron numerosas observaciones. El 14 de abril comenzó la sesión del Consilium, donde de nuevo fueron discutidas y analizadas, siendo aprobadas por los Padres del Consilium y, más tarde (octubre de 1967), por los Padres del Sínodo. El 23 de mayo de 1968 la Sagrada Congregación para el Culto Divino publicaba el documento «Preces eucharisticae» promulgando las nuevas anáforas. El 2 de junio del mismo año, el Cardenal Gut, Presidente del Consilium, enviaba una carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales con unas indicaciones para la catequesis. Con la edición típica del Missale Romanum(l970) se incorporaron definitivamente al cuerpo anaforal de la Liturgia Romana. 2. Explicación de las nuevas anáforas A) ANÁFORA II a) Generalidades La anáfora II concuerda sustancialmente con la de San Hipólito, en la que se inspira en contenidos, brevedad y orientación. Sin embargo, no es una mera adaptación, pues, además de otros detalles de menor importancia, se han incorporado el Sanctus-Benedictus, la epíclesis preconsecratoria, la transición, la aclamación posconsecratoria y las intercesiones. Es una anáfora clara y sencilla en la que no existen cortes ni yuxtaposiciones; y cristocéntrica, pues toda la historia salvífica, desde la misma Creación, es contemplada desde Cristo. Es también la más breve de las cuatro plegarias eucarísticas de adultos. Tiene prefacio propio, pero se puede usar cualquiera de los existentes en el Misal Romano, sobre todo aquellos que expresan de modo sintético el misterio salvífico. 344
«Por sus mismas características, la anáfora II se emplea mejor los días ordinarios de entre semana y en circunstancias particulares» (OGMR, 322-b)27. b) El prefacio El diálogo introductorio es idéntico al de Hipólito y del Canon Romano. El protocolo inicial es una acción de gracias al Padre por Jesucristo. El cuerpo del prefacio, más breve que el de Hipólito, recoge sus temas: la creación por el Verbo, la encarnación, la redención y la Iglesia, como fruto de la misma. La relación que se establece entre la entrega voluntaria de Cristo y el designio salvífico del Padre orienta de modo inequívoco a la Eucaristía como actualización —en los signos sacramentales— de la pasión salvadora de Cristo; lo cual conlleva la acentuación de la fe de la comunidad en la Eucaristía como acción de Cristo en su Iglesia. El protocolo final o escatólogo, que no se encuentra en la de Hipólito, se refiere a toda la Iglesia celeste, representada por «todos los ángeles y santos», a la cual se asocia la Iglesia peregrina para entonar el cántico solemne de alabanza. Literariamente es una pieza muy lograda. Con relación a la fuente, el prefacio ha ganado en densidad y ha perdido en sencillez y sabor. c) El Sanctus Este texto es de nueva creación y concuerda literalmente con el de las otras tres plegarias eucarísticas. Es positiva tanto la inclusión como la ubicación, pues, como ya se dijo antes, el prefacio desemboca espontáneamente en el Sanctus. d) La transición Esta pieza, que no se encuentra en Hipólito y que, en cambio, no falta en las anáforas orientales y en las occidentales independientes de Roma, da unidad a la plegaria eucarística. Se trata de un embolismo sencillo: Veré Sanctus, que sirve de enlace con el prefacio a través del Sanctus y de paso lógico y natural a la epíclesis y a la consagración. Porque el 345
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Señor es santo y fuente de toda santidad, se le pide que santifique los dones presentados. La fórmula «fuente de toda santidad» procede de la Liturgia Hispánica. En esta brevísima fórmula se retoma el tema de la alabanza a la santidad de Dios, expresada en el inicio del prefacio con las palabras «Padre Santo» y después en el trisagio.
Las palabras introductorias a la fórmula consecratoria ponen en relación la Eucaristía con la Pasión y subrayan la voluntariedad del sacrificio redentor de Cristo. Están inspiradas en Jn. 10, 18. En cuanto a las palabras inmediatamente preconsecratorias, a diferencia del Canon Romano, donde se unen la tradición de Mt.-Mc. y la de Lc-Pablo, se opta por la línea lucanopaulina, mencionando únicamente, tanto en las palabras relativas al pan como en las referidas al vino, gratias agens (dándote gracias). También se omiten las expresiones del Canon Romano in sonetos ac venerabiles manus suas y elevatis oculis in coelum, lo cual se ajusta mejor a la sobriedad de los pasajes bíblicos.
e) Epíclesis preconsecratoria La anáfora de Hipólito no contiene este elemento. Su introducción en la plegaria eucarística II se debe al deseo de conservar el «genio romano» anaforal. Es una epíclesis en sentido estricto, pues se menciona expresamente al Espíritu Santo y se implora su acción para que los dones de pan y vino se conviertan en «el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor». La santificación de los dones se atribuye al Padre, aunque su acción está unida a la efusión del Espíritu. La expresión «con la efusión de tu Espíritu» procede del Missale Gothicum2* (galicano). Las palabras «de manera que sean para nosotros» no se refieren a que su transformación sea fruto de la fe personal, sino que piden que, a la realidad objetiva del Cuerpo y Sangre de Cristo, corresponda nuestra actitud subjetiva que haga operante en nosotros la Eucaristía. Lo que en el Canon Romano estaba implícito se explícita en esta anáfora y en las HI y IV. Ello se debe al desarrollo pneumatológico posterior, al menos en Occidente, a la época de composición del Canon Romano. f) Relato de la institución Al contrario de lo que ocurría en el prefacio, el relato institucional se ha alargado con relación al de Hipólito. Se han introducido algunas importantes referencias neotestamentarias que se encuentran en casi todas las liturgias, a saber: la Nueva Alianza y la Sangre que se derrama por la muchedumbre en remisión de los pecados. Por otra parte, se ha logrado una redacción más pastoral que la de Hipólito, al dotar al relato institucional de una característica que no debe faltar: la solemnidad. Esta mayor riqueza es consecuencia de las aportaciones de diversas tradiciones litúrgicas. 346
g) Anamnesis La fórmula es substancialmente idéntica a la de Hipólito, aunque la expresión «offerimus tibi panem et calicem» de aquella se ha cambiado por otra más bíblica: (off erimus) «panem vitae» (Jn. 6, 35-44) y «calicem salutis» (Ps. 115, 13). El sentido es claro: se hace el memorial objetivo del misterio pascual de la muerte y resurrección y la Iglesia se lo ofrece al Padre. Es una anamnesis muy sobria, puesto que sólo se mencionan la muerte y la resurrección. Mientras en el Canon Romano y en la anáfora IV el ofrecimiento del sacrificio, que sigue inmediatamente a la anamnesis, aparecen unidos memorial y ofrecimiento (celebramos el memorial y te lo ofrecemos), en las plegarias eucarísticas II y III, la anamnesis (celebrando el memorial... te ofrecemos) está subordinada al ofrecimiento. Por otra parte, se pone en relación el offerimus (te ofrecemos) con el gratias referentes (te damos gracias), explicitando, una vez más, que la Eucaristía es una acción de gracias; aunque el motivo que aquí se aduce es el servicio sacerdotal (nos haces dignos de estar en tu presencia), realidad que debe ser resaltada. h) La epíclesis También aquí se trata de una epíclesis en sentido estricto. Con mayor claridad que la de Hipólito pide la presencia actuante del Espíritu para que la comunión sea eficaz en or347
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den a realizar la unidad de la Iglesia. Esta gracia está relacionada directamente con la potencia del Espíritu Santo, pero no en el sentido de que su acción unificadora sea resultado de comer y beber el Cuerpo y la Sangre de Cristo sino requisito para que la comunión realice dicha unificación. «Que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo», dice la fórmula. Redaccionalmente es mucho más clara que la de Hipólito y las de las anáforas III y IV.
ritu Santo en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos» (TA). No faltan, sin embargo, liturgistas de nota que equiparan las expresiones «in unitate Spiritus Sancti» y «in sancta ecclesia tua». Si así fuera, supondría una concordancia sustancial, pues podría traducirse por «en la unidad de la Iglesia, que el Espíritu Santo asegura y realiza». El gran especialista Dom Botte cree que esta hipótesis es insostenible. B) ANÁFORA III
i) Intercesiones Las intercesiones son un nuevo elemento desconocido por la anáfora de Hipólito. Se las ha incluido por ser un elemento que se encuentra en todas las liturgias. Sin embargo, se ha variado el clásico esquema romano, agrupándolas en un solo bloque después de la epíclesis de comunión y no en dos grupos, uno anterior y otro posterior a la consagración. Sujetos concretos de las intercesiones son: la Iglesia universal (Iglesia extendida por toda la tierra), el Papa, el propio obispo, todos los obispos y sacerdotes, aquellos por quienes se ofrece de modo particular la Eucaristía, los difuntos y el pueblo allí congregado. En la mención de los difuntos se ha adoptado una fórmula muy en consonancia con la eclesiología del Vaticano II y la sensibilidad actual: que murieron «in spe resurrectionis» (los bautizados) y en los diversos ámbitos de acercamiento a la unidad de la Iglesia: «in spe resurrectionis, omniumque defunctorum». La lista de los santos, que se incluye para potenciar el valor de las súplicas, es mucho más breve que en el Canon Romano, pues sólo se mencionan la Santísima Virgen, los Apóstoles y todos los santos. La agrupación en una única lista es una exigencia del único bloque de intercesiones. j) Doxología final La decisión de adoptar el mismo texto doxológico en las cuatro plegarias eucarísticas ha supuesto que la anáfora II no mencione explícitamente a la Iglesia, como hace la de Hipólito: «Por Él, gloria y honor al Padre y al Hijo con el Espí348
a) Generalidades En la anáfora III hay que tener presente estos cinco presupuestos: a) no existe mención explícita de la economía de la salvación en el cuerpo de la misma anáfora (como en las orientales) sino en los prefacios variables (como en el Canon Romano); b) es patente la distinción de los diversos elementos y la concatenación lógica de las ideas; c) se advierten muchas reminiscencias de antiguas liturgias, aunque se han recogido las preocupaciones y el lenguaje de la Iglesia de hoy; d) el estilo es sencillo, bíblico y patrístico; e) finalmente, es relativamente breve (unas quinientas palabras). Por otro lado, es una plegaria muy rica en contenido. Está bastante acentuado el aspecto sacrificial de la Eucaristía (3 veces se habla de ofrenda, 3 de sacrificio). También destacan la universalidad, el ecumenismo y la escatología. Concede gran relieve al sacerdocio común de los fieles. Por todo ello es una plegaria muy apropiada para los domingos y días festivos (OGMR, 322-c). b) Transición La plegaria III puede usarse con cualquier prefacio, no tiene ninguno propio y repite el Sanctus de todas las demás; por eso, comienza con la transición: Veré Sanctus. Esta se ha concebido como un tránsito lógico del Sanctus a la epíclesis, pero resumiendo, a la vez, con unas pinceladas generales de la Liturgia Galicana, la historia de la salvación del prefacio. En efecto, en ella hay una acción de gracias de toda la creación (con razón te alaban todas las crea349
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turas) y Dios creador es quien santifica por su Hijo en el Espíritu Santo. Todo lo que ha hecho Dios por las creaturas, sea cual sea la denominación de esta acción, viene del Padre, pasa por el Hijo y se remata en el Espíritu Santo: «Señor... por Jesucristo... con la fuerza del Espíritu Santo». El Espíritu une y congrega a la Iglesia para ofrecer el sacrificio preanunciado por Malaquías (1, 11): «sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso». Este sacrificio se ofrece ante todo para gloria de la Trinidad («en tu honor»). Junto al carácter trinitario, en la transición destaca el universalismo: alaba toda la creación (te alaban todas las creaturas); todo es creado (das vida) y santificado (santificas todo); ofrece toda la Iglesia (tu pueblo); y el sacrificio es universal («desde donde sale el sol hasta el ocaso»). c) Epíclesis Es una epíclesis en sentido estricto: el Espíritu Santo, que vivifica y santifica todo, es invocado para que consagre los dones presentados. Las palabras finales entroncan con la anamnesis sacrificial, mediante la expresión «que nos mandó celebrar estos misterios»; la cual, a su vez, introduce con gran naturalidad en el relato de la institución. Objetivamente la consagración constituye el memorial en acto: la actualización del mismo sacrificio de Cristo, posibilitando tanto la proclamación anamnética del pueblo como la plegaria sacerdotal de la anamnesis. Es importante que una plegaria eucarística romana —como es frecuente en las orientales— haya recordado esta realidad, presentando el relato de la institución como el cumplimiento de un mandato de Cristo: «que nos mandó celebrar estos misterios». d) Relato de la institución El relato institucional se introduce siguiendo el texto paulino de 1 Cor. 11, 13: «in qua nocte tradebatur». Difiere, por tanto, del Canon Romano: «pridie quam pateretur» (tomado de un misal ambrosiano), de la anáfora II: «cum passioni voluntarie» (tomado de Hipólito) y de la IV, que se sirve del texto joánico «como hubiese llegado la hora». 350
La redacción «gratias agens benedixit» se aproxima a la del Canon Romano y difiere tanto de la II como de la IV anáfora, que omiten el benedixit. e) La anamnesis Según el esquema clásico de la anamnesis, se hace memoria y se ofrece el sacrificio. Aquí la memoria se refiere no sólo a la muerte, resurrección (anáfora II) y ascensión (Canon Romano) sino que se prolonga en la evocación del retorno definitivo del Señor («al celebrar ahora... mientras esperamos su venida gloriosa»). Esta mención que aparece, por ejemplo, en las liturgias Hispana y Ambrosiana, subraya el carácter escatológico de la Eucaristía, el cual, a su vez, tiene una clara vertiente bíblica (1 Cor. 11, 26; 1 Cor. 11, 22) y ecuménica. El ofrecimiento de la oblación recalca la vertiente sacrificial de la Eucaristía: «sacrificio vivo y santo», y laudatoria: «esta acción de gracias». f) La epíclesis Esta epíclesis, que lo es en sentido estricto, tiene una factura especial, pues resulta difícil separar su conclusión de la conmemoración de los santos. Redaccionalmente pueden distinguirse estas cuatro partes: a) «Dirige tu mirada... devolvernos tu amistad»; b) «para que... y un sólo Espíritu»; c) «que El nos transforme... elegidos» y d) «con María... hasta el final». Desde el punto de vista teológico destacan tres ideas: la eclesialidad de la Eucaristía (la Iglesia actualiza y ofrece la Eucaristía), la fuerza del Espíritu Santo y la unión de todos los miembros del Cuerpo Místico, como fruto de la comunión bajo la acción del Espíritu Santo. Hay una expresión que merece ser resaltada convenientemente: «que El nos transforme en ofrenda permanente». En ella se pone de relieve que los fieles, gracias al sacerdocio común que poseen, ofrecen la Víctima y se ofrecen con Ella (LG, 11); más aún, convierten su vida entera en una oblación u ofrenda permanente (LG, 10). Es positivo que se haya explicitado e incluido esta realidad dentro de la plega351
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ría eucarística y que se haya elegido la epíclesis como el lugar más adecuado, pues, de haber sido colocada en la anamnesis, podría haber dado la impresión de que se trataba de una acción humana (nosotros nos ofrecemos); aquí, en cambio, aparece como fruto de la acción divina. La plegaria termina con una invocación a los santos, como fruto último y definitivo de la comunión, con la que alcanzaremos la gloria. La invocación es breve pero suficiente: la Santísima Virgen, los Apóstoles y mártires, el santo del día y el patrono y todos los santos. Se insiste en la idea de intercomunión.
cis, benedicta sanctificas et sanctificata largiris». Esta fórmula se ha simplificado y ha añadido el término mundo, que resume las preocupaciones de la anáfora III: Dios, creador del universo, ha colmado la creación de todo bien por medio de Cristo. La anáfora m tiene también una plegaria especial por los difuntos. Gracias a ella se puede hacer un recuerdo afectuoso de los difuntos y evitar la excesiva multiplicación de misas funerarias. Es una plegaria muy pascual y muy pastoral. h) Doxología final
g) Las intercesiones Las intercesiones pueden agruparse en cuatro bloques: a) el mundo, b) la Iglesia peregrina, c) los pastores y el pueblo y d) los difuntos. Por el mundo se pide la paz y la salvación. De acuerdo con Col. 1, 19-20, Cristo ha reconciliado todas las cosas del Cielo y de la tierra por su Sangre. El prefacio de Cristo Rey presenta a Jesucristo como «hostia pacífica». Según esto, la paz del mundo se presenta menos como esfuerzo humano que como fruto del sacrificio que el Señor ha ofrecido por ella. Es lógico, por tanto, que se haga esta petición dentro de la plegaria eucarística. Para la Iglesia que todavía peregrina hacia la parusía final, se pide la luz de la verdad y el fuego de la caridad (fe y caridad). En ese caminar hacia la patria definitiva la Iglesia es guiada por sus pastores: el Papa, pastor supremo y universal; el propio obispo, supremo pastor de la Iglesia local; el colegio episcopal, como sucesor del Colegio Apostólico; el clero, próvido y necesario colaborador de los obispos. Por eso se pide expresamente por ellos, para que cumplan fielmente con su ministerio. Se añaden las peticiones por los allí reunidos y por todos los hombres. Dentro de los difuntos se distinguen también diversos grados de incorporación a la Iglesia, como en la anáfora II. La súplica final sube a través de Cristo, que según la fuente galicana28 es «per quem omnia creas, creata benedi352
Es por Cristo, con Él y en Él como el universo entero, rescatado por su Sangre y vivificado por su resurrección, da al Todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria. C) ANÁFORA W a) Generalidades Aunque en un principio se pensó adoptar la anáfora de San Basilio, diversas razones aconsejaron prescindir de este proyecto y crear una anáfora que, de una parte, conservase las características romanas y, de otra, expresase, con más claridad y amplitud que las demás, la historia de la salvación; debía, además, presentar un ideario teológico y un estilo más en consonancia con la mentalidad moderna. En el comentario aparecerá repetidamente que estos criterios se han respetado. La estructura teológica de esta anáfora tiene tres partes bien definidas: a) Dios es glorificado por Sí mismo: por su poder, su grandeza y por la obra de la creación; esta alabanza se la tributan los ángeles, los hombres y toda la creación en el Sanctus; b) Dios es glorificado por la creación del mundo y c) Dios es glorificado por la creación y redención del hombre (en la transición, sobre todo). El estilo es sencillo y bíblico, y aunque se han conservado expresiones menos funcionales, están llenas de poesía y 353
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simbolismo. El aspecto bíblico aparece tanto en las expresiones como en el contenido. Características fundamentales de esta anáfora son: la acentuación salvífica, el ecumenismo, la densidad teológica y el substrato bíblico. Estos rasgos pueden dar lugar a que, en ciertos momentos, prevalezca lo catequético sobre lo oracional y que exija una cierta cultura bíblica y litúrgica. Por estos motivos su uso prevalente tendrá lugar «en las reuniones de fieles que tienen ya un conocimiento profundo de la Sagrada Escritura» (OGMR, 322-d), aunque la experiencia parece demostrar que los fieles corrientes la siguen con atención y con más comprensión de lo previsible. En cualquier caso, esta anáfora exige una previa catcquesis que explicite la densidad de los contenidos. b) Prefacio La anáfora IV tiene un prefacio propio que es siempre invariable. Constituye un todo con la transición «post Sanctus», por lo que esta anáfora sólo «puede emplearse cuando la Misa no tiene prefacio propio» (OGMR, 322-d) a fin de no romper su estructura interna. El prefacio desarrolla en tres tiempos su discurso sobre Dios: a) Dios trascendente, b) Dios creador y c) alabanza de toda la creación. El discurso sobre Dios transcendente está expresado en estas palabras: «Tú eres, 1) el único Dios verdadero, 2) que existes desde siempre, 3) y vives para siempre, 4) luz sobre toda luz». Dada la situación fuertemente intramundana de la mentalidad actual, esta reflexión sobre la trascendencia de Dios es muy pastoral. Las expresiones están tomadas de la Biblia (Cfr. 1 Tim. 6, 16) y responden al genio romano, lleno de sobriedad, contrastando así con las anáforas orientales, llenas de adjetivos. El discurso sobre Dios creador está íntimamente unido con el anterior, pues el Dios viviente es la fuente de la vida, el Creador. Por eso, toda la creación tiene su origen en Dios («hiciste todas las cosas») y participan de su bondad, bendición y felicidad, («para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu gloria»). Esta teología 354
explica que la Iglesia vea el mundo con el optimismo de Dios Creador en el primer momento creativo: el mundo es bueno, porque es hechura de Dios. Esta idea, que ha sido muy resaltada por la LG y la GS del Vaticano II, aparece ya en la anáfora de las Constituciones Apostólicas, que canta la obra de la creación con el lirismo de los salmos. La bendición de Dios, que se expande por toda la creación, provoca la admiración y la alabanza de todas las creaturas del cielo y de la tierra. Es una alabanza cósmica, porque en ella participan el cielo (ángeles), los hombres y la tierra. El hombre aparece como sacerdote de la creación, pues sólo él, dotado de inteligencia y voluntad, es capaz de amar, de alabar y de convertirse en voz de la creación inanimada. Dada la revalorización actual de las realidades terrenas y la tarea humana ante ellas, cobra especial valor pastoral la teología de esta parte del prefacio. c) Transición La unidad entre la transición y el prefacio se logra mediante la expresión confitemur tibi, Pater sánete («te alabamos, Padre santo») que se corresponde con confitemur, canentes («aclamamos tu nombre cantando»). En esta pieza se realiza lo que algunos autores llaman el paso de la teología a la economía, es decir: Dios interviene en la historia para salvar a la humanidad pecadora. La transición presenta, de hecho, una síntesis bastante completa de la historia de la salvación, puesto que va presentando los hechos en un sucederse lógico: creación, caída, redención, glorificación, y resaltando las tres grandes etapas de la historia salvífica: creación-elevación, caída-condenación, promesa de salvación y salvación, realizados en tres tiempos: a) el tiempo de la promesa (alianza, profetas —AT—), b) el tiempo de la plenitud: Cristo (envío del Verbo, encarnación, redención a través de toda su vida y sobre todo por el misterio pascual) y c) tiempo de la Iglesia: aplicación de la obra de Cristo desde Pentecostés hasta la Parusía gracias al envío del Espíritu Santo, que posibilita al hombre la vida divina («para que no vivamos ya para nosotros mismos») y, a través suyo, que las realidades humanas queden santificadas 355
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(«santificar todas las cosas») y que toda la creación sea realmente señorío de Cristo. La Eucaristía, por tanto, da gracias por todas las etapas de la historia salvífica y se presenta como el punto focal de las mismas, en cuanto que es el «Nuevo y Eterno Testamento», la «definitiva alianza» que el Padre, por Cristo, en el Espíritu, establece con el hombre y, por su medio, con toda la creación. d) Epíclesis preconsecratoria La unión entre la transición y la epíclesis ha sido sabiamente elaborada: el Espíritu, por quien el Verbo se ha encarnado en María, el Espíritu de santidad enviado por el Padre después de la Ascensión, es también el artífice del misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Como en la anáfora III, la epíclesis señala el carácter sacramental de la acción que va a realizarse: no se trata de un mero relato, repitiendo los gestos y palabras de Cristo en la Última Cena, sino de la celebración de la alianza eterna que renueva la alianza sellada entre Dios y los hombres por el misterio redentor de Cristo. Esta realidad la introduce la anáfora IV con las palabras «el gran misterio que nos mandó celebrar como alianza eterna». La epíclesis es estrictamente tal, ya que se invoca la acción del Espíritu Santo para que los dones se transformen en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Las últimas palabras sirven de enlace natural con el relato institucional. e) Relato de la institución Característica específica de la IV anáfora es la doble referencia al evangelio espiritual: «Padre, ha llegado la hora» (Jn. 17, 1) y «habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo» (Jn. 13, 1). La «hora» es la hora de la glorificación, la cual comienza con la institución del nuevo sacrificio pascual; pero es también la hora del amor supremo. También aquí, en el contexto de la institución, acaecida en la Última Cena, se mencionan el mismo pan y el mismo cáliz compartidos. 356
f) La anamnesis La formulación de la anamnesis es muy simple, por lo que resulta fácil descubrir las palabras esenciales: Unde et..., memoriale nunc celebrantes, recolimus... y offerimus. El Unde et memores marca la unión entre el memorial y la acción del Señor: la celebración del memorial se hace para cumplir el mandato del Señor. La unión entre el presente («memoriale nunc celebrantes») y el pasado («recolimus») está muy acentuada. Asimismo, se subraya el carácter escatológico de la Eucaristía mediante las palabras spectantes ipsius adventus in gloria. La doble afirmación del descenso de Cristo a los infiernos y de su exaltación a la derecha del Padre pertenece a la profesión de fe apostólica (Cfr. 1 Pd. 3, 19) y se encuentra con frecuencia en otras liturgias. El ofrecimiento del sacrificio se mueve en una línea ascendente (agradable a Ti) y descendente (salvación para todo el mundo), aspectos que siempre se incluyen en la anamnesis, pero que aquí están más explicitados. También vuelve a aparecer la universalidad del sacrificio redentor («toto mundo salutare»). g) Epíclesis posconsecratoria El epíclesis posconsecratoria de la IV anáfora retoma ciertos términos de la JH, aunque es más simple en su formulación. En primer lugar, se adiverte mejor que es una verdadera epíclesis en sentido estricto. Además, está independizada de la invocación de los santos. La acción del Espíritu Santo se implora para lograr la unidad de todos los miembros del Cuerpo Místico entre sí (congregados en un solo cuerpo) y con Cristo (en Cristo), como fruto y exigencia de la comunión. En la epíclesis se subraya que el sacrificio eucarístico («hostiam») pertenece a la Iglesia («Ecclesiae... parasti»). Ella lo ofrece y Él se ofrece en y por la Iglesia. h) Las intercesiones Las intercesiones se desarrollan según el esquema de la anáfora U: peticiones por la Iglesia y el mundo, memento de difuntos y recomendación de la comunidad eucarística, con un recuerddo de la Iglesia celeste. 357
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Las peticiones por la Iglesia y el mundo reflejan la distribución que hace el Concilio Vaticano II: el Papa (Iglesia universal), el propio obispo (Iglesia local), el Colegio Episcopal (Iglesia universal, en dependencia y comunión con el Papa), el clero, los oferentes, todo el pueblo de Dios y «los que te buscan con sincero corazón» (fórmula ecuménica). La petición por todos los presentes evoca la intercomunión entre la Iglesia celeste y la terrestre, sirviéndose de una fórmula idéntica a la de la anáfora II; y pide que el clero y los fieles consigan la bienaventuranza. Al final se repite la idea expresada en la transición de la UI anáfora: la alabanza de toda la creación; pero ya «liberada del pecado y de la muerte», viniendo así a identificarse creación y reino: «los cielos nuevos y la tierra nueva» (2 Pd. 3, 13). i) Doxología final Una tal visión no puede sino desembocar en la gran doxología final, iniciada de alguna manera en las últimas palabras de las intercesiones. El Amén, con que el pueblo se adhiere y ratifica la acción sacerdotal, cobra en esta anáfora grandeza y solemnidad. j) La participación del pueblo en la anáfora Mientras el sacerdote recita la anáfora, el pueblo fiel guarda silencio, que no es sinónimo de inactividad sino de dinamismo, en cuanto que lleva consigo insertarse en el movimiento de la oración de la Iglesia, hacer suyas las oraciones del ministro y suscitar en sí mismo los debidos sentimientos interiores de alabanza, acción de gracias, súplica e impetración. Es, por tanto, un silencio activo, lleno de tensión interior y particularmente intenso, pues la plegaria eucarística es el momento álgido del sacrificio redentor, convirtiéndose así en medio privilegiado de participación y signo externo de profunda actividad interior. El silencio se quiebra en determinados momentos. Además del valor celebrativo que esto lleva consigo, en cuanto ayuda a que la tensión interior no esté siempre en su nivel 358
máximo, manifiesta exteriormente el carácter dialogal de la Plegaria Eucarística y su realidad más profunda: que es acción de Cristo (representado en el ministro) y de su pueblo. D) LAS ANÁFORAS DE LOS NIÑOS a) Generalidades Después de la aprobación de las nuevas plegarias eucarísticas se pidió con insistencia a la Santa Sede la aprobación de nuevos textos anaforales. Algunos autores compusieron y publicaron, a título de estudio, plegarias eucaristías. Estas y otras de propia creación comenzaron a usarse en la celebración de la Misa. El 27 de abril de 1973, la Sagrada Congregación para el Culto Divino remitió una «Carta circular a los Presidentes de las Conferencias Episcopales», en la que, después de aludir a estos hechos y afirmar que se había consultado a expertos de todo el mundo, declaraba que «por el momento no ha parecido oportuno conceder a las Conferencias Episcopales la facultad general para mandar componer o aprobar nuevas oraciones eucarísticas » y que sólo podían usarse las cuatro plegarias del Misal Romano, quedando prohibido «emplear ninguna otra compuesta sin permiso de la Sede Apostólica o no aprobada por ella»29. No obstante, algunas Conferencias Episcopales y algunos obispos insistieron en la conveniencia de crear algunas anáforas para niños y para la reconciliación. En el Directorio para la Misa con niños (1 .XI. 1973), la misma Sagrada Congregación puntualizaba que «hasta que la Santa Sede disponga otra cosa para las misas con niños, deben emplearse las cuatro plegarias aprobadas por la Suprema Autoridad para las misas de adultos»30. El Papa Pablo VI consideró, sin embargo, legítima la petición de componer algunas anáforas para niños y transmitió el encargo a la Congregación del Culto Divino. Esta preparó tres esquemas. El 26-X-1974 el Papa determinó la entrada en vigor de tres anáforas para niños durante tres años y ad experimentum. Se dejó a las Conferencias Episcopales la petición de usar una de las tres, si bien podrían traducirla con cierta libertad aunque respetando la estructura. Tras la 359
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aprobación de la Congregación del Culto Divino, podrían introducirla en las misas donde participan sólo o prevalentemente niños, entendiendo por tales los «que todavía no han entrado en la edad llamada preadolescencia». La Conferencia Episcopal Española hizo la petición el 25-1-7531 y obtuvo permiso para usar las tres anáforas durante tres años 32 . Lo mismo ha ocurrido con otras Conferencias Episcopales 33. El 10-XH-1977 la citada Congregación concedió la renovación del permiso por otros tres años, es decir, hasta finales de 198034. El 15 de diciembre de 1980 la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino comunicó a las Conferencias Episcopales que el Papa Juan Pablo II permitía seguir usando —«mientras no se determine lo contrario»35— las plegarias eucarísticas con niños en las mismas condiciones anteriores. En España, por tanto, pueden usarse Jas tres.
adaptar —no sólo traducir— los textos propuestos, c) introducir algunos cambios estructurales, d) conservar substancialmente invariable la estructura fundamental y los contenidos y e) posibilitar la integración en la Misa con los adultos. El resultado ha sido que la plegaria eucarística de las Misas con niños es mucho más dialogal que la de adultos y, en consecuencia, que los niños toman una parte más activa.
b) Características comunes El Directorio para las misas con niños señalan algunas ideas fundamentales: participación plena y consciente (SC, 14), a través de los ritos y oraciones (SC, 48), desde su situación sicológica, conceptual y evolutiva (n. 1). Subrayaba, así mismo, el carácter sobrenatural del misterio eucarístico cuya inteligencia transciende a niños y mayores, aunque la inocencia y simplicidad del niño les hace más aptos para abrirse a la gracia y colaborar con ella (n. 2). Añadía que la meta era la iniciación litúrgica (n. 38), el ideal la Misa con toda la comunidad cristiana —especialmente los domingos (n. 21)—, la Misa con niños una situación imperfecta y transitoria (n. 21), y el objetivo final la participación interna (n. 22). Por último, indicaba la necesidad de tener presente la sicología del niño (n. 35), tanto en algunas intervenciones concretas (nn. 30-32), como en los gestos (nn. 33-34) y el lenguaje (n. 23). Las plegarias eucarísticas para las Misas con niños se compusieron atendiendo estas orientaciones y según los siguientes grandes principios: a) facilitar la participación, b) 360
E) ANÁFORA I DE NIÑOS a) Prefacio El diálogo inicial es idéntico al de las cuatro plegarias eucarísticas ordinarias, de este modo se facilita la futura integración en las misas de adultos. El protocolo inicial es una acción de gracias dirigida al Padre. El cuerpo está dividido en dos partes: en la primera se exponen como motivos de alabanza la obra de la creación; en la segunda, la obra redentora realizada por Cristo. Cada una de ellas va acompañada de una aclamación tomada del Sanctus. El protocolo final es una acción de gracias en la que interviene la comunidad eucarística allí reunida, la Iglesia entera de la tierra y la Iglesia celeste, que son convocadas para, en unión con «todos los santos», entonar la primera parte del Sanctus. b) Sanctus El Sanctus está dividido en tres partes, las cuales terminan siempre con la expresión «¡Hosanna en el Cielo!». Pretende acostumbrar a los niños a cantar más fácilmente este himno laudatorio. Cada una de las aclamaciones puede ser recitada o cantada primero por un cantor o uno de los niños, repitiéndolas o cantándolas después todos. c) Transición Es muy breve y retoma el tema de acción de gracias dirigido al Padre al principio del prefacio, aunque ahora se concretice en los dones del pan y del vino. La mención de los dones al final de la transición sirve de introducción lógica y natural a la epíclesis. 361
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d) Epíclesis Como ocurre en el Canon Romano, se trata de una epíclesis auténtica, pero indirecta, puesto que no se menciona explícitamente al Espíritu Santo. c) Relato de la institución La introducción al relato institucional se hace mediante una fórmula que difiere de las cuatro anáforas de adultos: «la víspera de su pasión» (I), «cuando iba a ser entregado a su pasión» (II), «la noche en que iba a ser entregado» (III), «llegada la hora en que había de ser glorificado» (IV), «una noche, un poco antes de su muerte», (anáfora de niños), dejando abierta la cuestión del momento exacto de la institución eucarística, aunque respetando el carácter pascual de la cena en que tuvo lugar. Las palabras consecratorias son las mismas de las anáforas de adultos. f) Anamnesis «Por razones pedagógicas, se ha cambiado un poco el lugar de las aclamaciones de los fieles después de la consagración. Así los niños comprenderán más fácilmente la relación entre las palabras del Señor "Haced esto en memoria mía" y la anamnesis pronunciada por el sacerdote. La aclamación anamnética o laudatoria no se hace sino después de dicha anamnesis». Parece que así debe suceder, pues a las palabras «haced esto en conmemoración mía» siguen estas otras: «Este mandato de Jesús nosotros lo cumplimos en esta Eucaristía». La anamnesis sigue el esquema clásico: primero se hace el memorial y después la oblación. La aclamación anamnética tiene las características de una verdadera aclamación, pues es breve, vibrante y sonora. En lugar del texto previsto se puede usar uno de los tres de las anáforas normales. g) Epíclesis posconsecratoria Aunque se hace mención explícita del Espíritu Santo y se le pone en relación con la comunión, la fórmula es poco clara, pues parece que la acción realizada por el Espíritu Santo es previa a la comunión. 362
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h) Intercesiones Las intercesiones se refieren a los vivos y a los difuntos y se caracterizan por su universalidad: «Todos los que murieron en paz»; «todos los que sufren y viven tristes»; «la gran familia de los cristianos»; «todos los nombres del mundo entero». No falta, sin embargo, la petición por intenciones particulares y personales: «Te pedimos por aquellos que amamos, N y N». i) Doxología final La gran doxología final tiene la misma formulación que en las plegarias eucarísticas ordinarias. Va precedida de otra doxología menor, en la que se pone de manifiesto que toda la obra de la creación y redención «Tú la haces (Padre) por medio de tu Hijo». F) ANÁFORA II DE NIÑOS a) Prefacio El diálogo inicial es idéntico al de las anáforas ordinarias. El protocolo inicial es una acción de gracias al Padre por Jesucristo. El cuerpo tiene tres tiempos de alabanza: la creación, la redención y la celebración de la redención en la Eucaristía. Los motivos de alabanza son presentados por una fórmula sencilla que se repite invariablemente: «Tú nos amas tanto». La aclamación también es invariable y se armoniza muy bien con la fórmula precedente, tanto desde el punto de vista teológico como pedagógico: «Gloria a Ti, Señor, porque nos amas». El protocolo final, muy semejante al de las anáforas ordinarias, es una invitación a proclamar la gloria de Dios en el Sanctus, en unión «con los ángeles y los santos». El prefacio es un diálogo permanente, bien trenzado literaria y teológicamente. Sin embargo, puede adoptar la forma del prefacio de las plegarias de adultos, pues las aclamaciones, excepto la del Sanctus, son optativas. En el primer caso recuerda la anáfora de San Basilio que es muy dialogal. 363
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b) Sanctus
f) Anamnesis
El texto no tiene ninguna novedad, pues es idéntico al Sanctus de las plegarias eucarísticas ordinarias.
La aclamación anamnética posconsecratoria está situada después de la anamnesis. Esta sigue el esquema clásico: explicitación del memorial y ofrecimiento de la Víctima. La redacción es muy clara: «recordamos» y «ofrecemos». Sigue después una doble fórmula aclamatoria, de las cuales la segunda es más rica en contenido y más pedagógica.
c) Transición La transición es un embolismo laudatorio, cuyos motivos de alabanza son las maravillas salvíficas realizadas por Dios en Cristo en favor nuestro. Literaria y teológicamente recuerda al prefacio de la anáfora II y al de Hipólito. Termina con una aclamación igual a la del final del Sanctus. d) Epíclesis La epíclesis preconsecratoria es muy clara: se pide al Padre que envíe al Espíritu Santo para que los dones de pan y vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Es, pues, una epíclesis en sentido estricto. e) El relato institucional La introducción al relato institucional emplea la fórmula «la víspera de su muerte», distinta de la anáfora I de niños. Hace también alusión a la Eucaristía como sacramento de amor, coincidiendo, en cierto sentido, con la anáfora IV de adultos. Y, al igual que el Canon Romano y la anáfora HI, une las dos tradiciones bíblicas: bendición y acción de gracias. Cada una de las consagraciones va acompañada de la aclamación «¡Señor Jesús!, Tú te entregaste por nosotros». De este modo se retorna a la antiquísima tradición del doble Amén, si bien resalta más el carácter de entrega por nosotros, entroncando así de modo lógico con las palabras consecratorias. La fórmula «haced esto en conmemoración mía», que las plegarias eucarísticas normales unen al relato institucional de modo directo, aquí está separada de él por estas palabras: «Y les dijo también», distinguiendo con mayor claridad entre lo que el Señor hizo y lo que Él mandó hacer. 364
g) Epíclesis e intercesiones Esta fórmula es de estilo clásico: mención explícita de la tercera persona trinitaria relacionada con los frutos de la comunión. Como el fruto principal que se pide al Espíritu es el amor, las intercesiones —unidas redaccionalmente a la epíclesis— se introducen con una fórmula relativa a la unidad. Las intercesiones se agrupan en cuatro bloques: la jerarquía universal y local de la Iglesia, junto con la misma Iglesia; «los que amamos» y «los que debiéramos amar»; los difuntos y los allí reunidos. En la última intercesión se hace mención explícita de la Santísima Virgen —y sólo de Ella— a quien se presenta con la lograda fórmula «Madre de Dios y Madre nuestra». Cada uno de esos bloques intercesores lleva la aclamación «¡Que todos seamos un solo cuerpo para gloria tuya!», aunque pueden suprimirse dichas aclamaciones y revestir las intercesiones la forma de las plegarias eucarísticas ordinarias. La aclamación asume la idea de unidad explícitamente mencionada en el primer grupo de intercesiones e implícitamente en las demás. h) Doxología final El texto es idéntico al de las demás anáforas. G) ANÁFORA III DE NIÑOS «En la plegaria eucarística III se presenta únicamente el texto de las partes variables que corresponde al tiempo pascual. La intención es que para otros tiempos y circunstancias las Conferencias Episcopales elaboren textos apropiados y los introduzcan en el uso litúrgico una vez que la Santa Sede las haya confirmado»36. «En la redacción de estos 365
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textos hay que procurar que las tres partes (prefacio, después del Sanctus, epíclesis) se correspondan mutuamente» 37 . El comentario de esta anáfora versa sobre los elementos variables del tiempo pascual.
Como ocurría en la II anáfora de niños, el mandato de actualizar el sacrificio en memoria Suya, queda separado del relato anterior por la misma fórmula que allí se empleaba: «Y les dijo también».
a) Prefacio
e) Anamnesis También como en la II anáfora de niños, la anamnesis sigue a las palabras «haced esto en conmemoración mía». La ilación se hace de modo natural mediante la expresión «por eso estamos reunidos (...) y recordamos (...) lo que Jesús ha hecho por salvarnos». Con una fórmula que recuerda la de la Constitución de liturgia (n. 47), se explícita que se trata de actualizar el «sacrificio» de Cristo, sacrificio «que Él mismo confió a su Iglesia», en el cual se celebra el misterio de «su muerte y resurrección». La Eucaristía, por tanto, aparece como el sacrificio de Cristo, que se actualiza en la Iglesia y la Iglesia ofrece unida a su Cabeza. La ofrenda del sacrificio viene acompañada de la ofrenda que cada uno hace de sí mismo juntamente con la Víctima que se ofrece: «Te pedimos que nos recibas juntamente con tu Hijo querido». Es un modo concreto de realizar el deseo de la OGMR de «que los fieles no sólo ofrezcan la Hostia inmaculada sino que aprendan a ofrecerse ellos mismos» (35-f). Una peculiaridad de esta anáfora es que en ella aparece la alabanza y la acción de gracias por la obra redentora completa: muerte, resurrección, ascensión y venida definitiva del Señor, expresadas en tres aclamaciones optativas e idénticas: «Señor..., te alabamos, te damos gracias».
Es una pieza breve en la que se da gracias al Padre por la creación y por la llamada que nos ha hecho —y realizado en Cristo— a vivir una vida de comunión con todos los creyentes y con todos los hombres. En el protocolo final la Iglesia terrestre se une a la celeste para cantar el himno de alabanza del «trisagion». b) Después del Sanctus En la oración que sigue al Sanctus prosigue la alabanza a Dios por las maravillas salvíficas realizadas por Cristo, que son fruto de su misericordia y han hecho posible que todos los hombres sean hermanos e hijos de Dios. c) Epíclesis Las últimas palabras de la fórmula precedente sirven de lógica introducción a la epíclesis: ya que Cristo «nos ha reunido ahora» para que «hagamos lo mismo que Él hizo», «santifica este pan y este vino» para que queden transformados en «el Cuerpo y la Sangre de Cristo». Es una epíclesis implícita y de difícil comprensión. d) Relato institucional Las palabras introductorias al relato de la institución repiten la expresión «una noche», de la I anáfora de niños, puntualizando que se trata de la Última Cena: «la víspera de su muerte», de la II anáfora de niños, e incluso dice expresamente que en esa ocasión «Jesús cenó por última vez con sus discípulos». Los textos que preceden a cada una de las fórmulas consecratorias tienen la misma factura redaccional: tomó (el pan y el cáliz), te dio gracias (en ambos casos), lo dio a sus discípulos. 366
f) Epíclesis Al igual que la epíclesis preconsecratoria, también ésta se dirige al Padre, pidiéndole que haga eficaz la comunión para que «te agrademos cada vez más». Es, pues, una epíclesis implícita. Resulta difícil descubrir cómo la acción del Espíritu Santo se siga del hecho de que nos alimentemos del Cuerpo y Sangre de Cristo; realidad, por otra parte, que aparece claramente en las anáforas III y IV de adultos y en la I de niños. 367
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g) Las intercesiones La fórmula es muy sobria: pide por la Jerarquía de la Iglesia universal y local (el Papa, el propio obispo y el colegio episcopal), por todos los cristianos («los que creen en Cristo») y por los allí presentes. La invocación de los santos es también muy sobria: La Santísima Virgen y los santos. A la fórmula de la II anáfora, que usaba una frase muy íntima y catequética: «María... Madre de Dios y Madre nuestra», corresponde otra más lacónica, aunque sustancialmente idéntica: «María, la Madre de Jesús», que entronca con la empleada en las anáforas de adultos: «María, la Virgen Madre de Dios» (H, ÜI y IV). h) La doxología final El texto y el modo de proclamarlo es el mismo que el de las Plegarias Eucarísticas normales. Consideraciones finales Del comentario precedente se desprende que las anáforas para las Misas con niños tienen un carácter tradicional en lo relativo a la estructura, elementos constitutivos, género literario y conceptos básicos. El lenguaje es más adaptado y sencillo pero sin caer en la chabacanería o en el infantilismo. La densidad teológica es notable: de ahí que sea necesaria una catequesis profunda para que los niños puedan captarla. H) ANÁFORAS DE LA RECONCILIACIÓN Con el fin de que las intenciones del Año Santo de 1975 se reflejaran en la Eucaristía y, más en concreto, en su mismo corazón, se compusieros dos anáforas sobre la reconciliación, concediéndose a las respectivas Conferencias Episcopales la posibilidad de recabar el oportuno permiso para usar una de ellas (aunque pronto se extendió a las dos)38. En febrero de 1975 la Conferencia Episcopal Española recibió la facultad de usar la primera de esas náforas, de acuerdo con la solicitud cursada a la S. Congregación para el Culto Divino. 368
Terminado el Año Santo, siguió vigente el permiso para usar las plegarias de la reconciliación en las misas «en que se quiere presentar a los fieles de una manera particular el misterio de la reconciliación»39. Más tarde se amplió el tiempo «en las mismas condiciones anteriores» hasta que la Santa Sede considerase oportuno 40 . Juan Pablo U, en la Bula en la que promulgaba el Año Santo 1983-1984 (n. 11), invitaba expresamente a usar estas plegarias en las celebraciones eucarísticas jubilares; más aún, concedió licencia para seguir usándolas terminado el Año Santo 41 . Estas plegarias tienen los mismos elementos estructurales que las demás anáforas romanas; aunque, como es comprensible, insisten en la temática de la reconciliación. I) LA PLEGARIA DEL SÍNODO SUIZO a) Generalidades El año 1973 fue solicitada una nueva Plegaria Eucarística a la Santa Sede, en vistas a la celebración de un Sínodo de la Iglesia Católica de Suiza. En febrero de 1974 fue favorablemente acogida por Pablo VI y en julio del mismo año aprobada por la S. Congregación para la Doctrina de la Fe. La Congregación para el Culto Divino concedió el oportuno permiso para publicarla. Pronto llegaron a la Santa Sede peticiones de otras Conferencias Episcopales, pidiendo permiso para traducirla a sus respectivas lenguas vernáculas y usarla en la celebración eucarística. La Conferencia Episcopal Española lo hizo después de la Asamblea Plenaria de 1985. La Plegaria del Sínodo suizo —como suele designársela— tiene la estructura tradicional de las anáforas romanas; está escrita en lenguaje moderno, pero concorde con el misterio que se celebra, y tiene una temática de fondo sobre la que se establecen cuatro variantes en el prefacio y en las intercesiones. El objetivo fundamental de esta Plegaria es proclamar que el Señor camina con nosotros, que somos Iglesia peregrina en la tierra. Este tema central es desarrollado en las va369
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riantes según estos cuatro aspectos: Dios providente nos llama y está presente en nuestra andadura cristiana (variante A); Cristo es camino y, a la vez, caminante que se une a nuestro caminar (variante B); la ley del camino cristiano es la del amor (variante C); y todos los seguidores auténticos de Cristo se unirán un día —al término de su peregrinación— en el Reino eterno de Dios. Estas cuatro variantes no son realidades yuxtapuestas ni mucho menos contrapuestas, sino que se complementan mutuamente. b) Peculiaridades a') Variante A La temática especial que introduce esta variante es la siguiente: Dios conduce a la Iglesia. El prefacio proclama la presencia activa y amorosa de Dios entre nosotros en un contexto de Éxodo. Las intercesiones, partiendo de esta cercanía amorosa y poderosa de Dios junto a su Pueblo, piden el fortalecimiento de la unidad que exige y provoca el compartir el Pan Eucarístico; es decir: caminar solidariamente unidos con quienes participan en la misma Eucaristía. b') Variante B Esta variante se mueve en torno a Jesús como nuestro camino. El prefacio canta las maravillas de Dios creador, que nos ha creado por amor y, por amor, nos ha enviado a su Hijo Unigénito, quien nos llama y conduce hacia Sí —y por Él al Padre—, dando sentido, contenido y gozo a nuestra existencia cristiana. Las intercesiones piden al Padre que robustezca a la Iglesia en la fe y en el amor por el Cuerpo y Sangre de su Hijo, para que todos sus miembros tengan sensibilidad ante las necesidades humanas y la Iglesia sea capaz de convertirse en una realidad existencia! donde todos encuentren un hogar de esperanza y un ámbito de libertad en la verdad y de paz en el amor. c') Variante C El tema básico de esta variante es Jesús como modelo de amor. El prefacio proclama que Cristo es una donación del
Padre, revelación de ese amor y modelo de fraternidad. Unas imágenes, tomadas del Evangelio de san Lucas, presentan a Cristo que acoge con ternura a los niños, a los pobres, a los enfermos y a los pecadores. Las intercesiones, teniendo presente esta realidad, suplican al Padre que convierta a cada cristiano en imagen viva de Cristo en nuestro tiempo, sabiendo compartir con los hombres, sus hermanos, las alegrías, penas y esperanzas. Es una invitación a seguir a Cristo compasivo, en la línea de la Constitución Gaudium et Spes. d') Variante D La Iglesia es camino hacia la unidad. Este es el quicio sobre el que gira la variante D: El prefacio —siguiendo de cerca la doctrina de LG— presenta a la Iglesia como realidad sacramental, es decir: como signo eficaz del amor de Dios hacia los hombres, a los cuales conduce sin cesar hacia la unidad, superando todos los obstáculos naturales de cultura, lengua, raza, etc. Moviéndose en esas coordenadas, el prefacio da gracias porque la Iglesia manifiesta la fidelidad del Padre a su alianza —al ser Ella pueblo universal—, la acción del Espíritu Santo que une por su amor a todos los hombres y la salvación obrada por Cristo, muerto y resucitado, que realiza en su Cuerpo Místico las primicias del Reino eterno y definitivo. En otros términos: el prefacio canta la unidad de la Iglesia como don original de Dios que la constituye, como sacramento universal de salvación que la define y compromete en su misión reconciliadora y como anticipo escatológico que la mantiene en la esperanza de alcanzar un día la patria definitiva. Las intercesiones piden al Padre que renueve constantemente a la Iglesia con la luz del Evangelio y la fuerza del Espíritu Santo, acrecentado los vínculos de unidad entre el pueblo y sus pastores y de éstos entre sí. De este modo la Iglesia se convertirá eficazmente en instrumento de reconciliación, concordia y paz en medio de un mundo surcado por tensiones, conflictos y guerras. Conviene notar que la unidad de la Iglesia es considerada como algo ya adquirido y existente, pero siempre perfectible en su respuesta a las exigencias evangélicas y en su docilidad a las mociones del Espíritu Santo. 371
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e') Uso De acuerdo con las peculiaridades señaladas, el marco más adecuado para esta Plegaria Eucarística es la celebración de la Misa con una especial significación eclesial (órdenes sagradas, aniversario de la consagración episcopal o de la Dedicación de la Iglesia), en el octavario por la unión de los cristianos, en las jornadas de oración por la evangelización de los pueblos y en algunas reuniones de carácter pastoral.
es el complemento indispensable de la Plegaria Eucarística. Con ella se manifiesta el deseo eficaz de convertirse, en unión con Cristo, en sacrificio de alabanza; más aún, se realiza un acto positivo de ofrecimiento, con el cual, asimilando los sentimientos sacrificiales de Cristo, se ratifica la nueva y definitiva Alianza, fundada en el sacrificio de Cristo, para realizar plenamente el reino de Dios. Por eso, la cumbre de la participación de los fieles tiene lugar cuando comulgan en la Misa el Cuerpo y la Sangre de Cristo (SC, 55); realidad que es el fundamento de la insistencia con que la Iglesia insta a los fieles a comulgar siempre que participan en el Santo Sacrificio de la Misa y explica la actitud de los primeros cristianos, los cuales siempre que tomaban parte en la misa dominical o ferial recibían la sagrada comunión. La quiebra de esta costumbre se inicia en el siglo IV y pronto se contentan los fieles con participar unas pocas veces al año, incluso una sola vez, en la comunión. El cuarto concilio de Letrán (1215), para evitar un distanciamiento todavía mayor, prescribió la comunión pascual una vez al año. A principios del siglo XV, debido al celo de algunos apóstoles de la Eucaristía, se reimplanta la comunión frecuente, incluso cotidiana. Esta praxis fue recomendada encarecidamente por el concilio de Trento 42 , y continuó vigente en los siglos posteriores, aunque con ciertas alternancias, debido a la acción clarividente de ciertos pastores. En tiempos recientes tuvieron gran importancia los Papas San Pío X, que facilitó y potenció la comunión de los niños43, y Pío XII quien, sobre todo con la mitigación del ayuno, favoreció la comunión incluso diaria de muchos fieles44. El Concilio Vaticano II la «recomienda encarecidamente» (56, 55): Pablo VI concedió incluso que, en determinadas ocasiones, los fieles pudieran recibir la comunión dos veces en el mismo día. El Código de Derecho Canónico actual ha universalizado esta praxis, permitiendo comulgar —siempre que así se desee— dos veces en el mismo día, con tal de que se haga dentro de la celebración eucarística (c. 917).
c) Ritos de comunión a') Generalidades Cristo instituyó el sacrificio sacramental de su Cuerpo y de su Sangre en la forma y bajo los signos de comida y bebida, al mismo tiempo que pronunciaba las inequívocas palabras «tomad, comed», «tomad, bebed». Incluso el mandato dado a los Apóstoles: «haced eso en memoria mía» no se refería exclusivamente al mandato de reactualizar el sacrificio memorial sino también a la participación en el mismo. Por su parte, cuando los Apóstoles tomaron el pan y el vino eucaristizados, eran conscientes de que participaban en el sacrificio mismo de Cristo, tanto por la intelección en sentido literal de las palabras del Señor como por el hecho de estar celebrando la Pascua, que en aquella época era considerada como un sacrificio de comunión, es decir, como un sacrificio en el que se consumía parte de lo que era ofrecido. La Iglesia siempre entendió que la vertiente de comunión era parte integrante de la Eucaristía, según se desprende de testimonios tan primitivos como la primera carta de San Pablo a los Corintios, San Justino y la Tradición Apostólica y de la praxis multisecular, nunca interrumpida, de exigir, al menos, la comunión del ministro y considerar como una corruptela la práctica contraria. Según esto, la Plegaria Eucarística, en la que se realiza el sacrificio, y la comunión, en que se consume la Víctima sacrificada, están íntimamente vinculadas tanto a nivel teológico como ritual; de hecho, así se manifiesta en el relato institucional y en la epíclesis posconsecratoria. La comunión 372
b') Ritos de comunión Antes del siglo IV no se mencionan ritos de comunión en los documentos eucarísticos, debido a que la comunión te373
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nía lugar inmediatamente después de la Plegaria Eucarística. A partir de ese siglo se inicia un proceso de cambio. En el área romana, antes de San Gregorio Magno los ritos de comunión se ordenan de este modo: Padre Nuestro, la paz, fracción y comunión. En el período de los Ordines romani se introduce una doble conmixtión, después del Padre Nuestro, la primera, y la segunda en el momento en que el sacerdote comulga bajo la especie de pan. Posteriormente, los ritos se reordenan así: Padre Nuestro, fracción del pan, conmixtión (única), paz y comunión. Esta ordenación ha estado vigente hasta la reforma del Vaticano II que ha retornado, mediante la simplificación y claridad de los ritos, al orden establecido por San Gregorio. Los ritos actuales, según el orden en que aparecen en el Misal Romano, son los siguientes: la oración dominical, la paz, la fracción del pan, la comnixtión, el Agnus Dei, la oración privada del ministro, la comunión del sacerdote y de los fieles y la poscomunión. Mientras tiene lugar la comunión se canta una antífona o algún otro canto apropiado y aprobado por la Conferencia Episcopal (OGMR, 56 f). Si no hay canto y la antífona no la rezan los fieles o un lector, la recita el sacerdote después de haber comulgado él y antes de distribuir la comunión a los fieles (Ibidem).
oración más sobre los dones consagrados, no era lógico pensar en una oración compuesta por hombres sino en la oración dominical. Casi desde el principio, la recitación del Padre Nuestro iba acompañada de otras fórmulas. En la liturgia actual presenta la siguiente estructura: invitación a rezar la oración dominical, rezo de la misma, embolismo y una doxología (OGMR, 56-a). Invitación a la oración. Antes de recitar la oración dominical, el sacerdote hace una introducción, sirviéndose de la fórmula del misal o de otra semejante, adaptada al misterio que se celebra y respetuosa con la naturaleza de este elemento. La finalidad de esta fórmula es resaltar la importancia del Padre Nuestro e invitar a rezarlo con respeto y devoción. La fórmula del misal actual ha sido usada durante muchos siglos en la Liturgia Romana y pone de relieve que la plegaria es la oración del Señor. El Padre Nuestro. La oración dominical se encuentra en Mt. 6, 9-13 y en Le. 11, 2-4. La liturgia ha introducido la fórmula del primer evangelista por ser la más completa, si bien ha cambiado el término supersubstantialis de Mateo por el cotidianus de Lucas, según la traducción de la Vulgata. En esta oración «se pide el pan cotidiano, que para los cristianos consiste principalmente en el Cuerpo de Cristo, y se implora la purificación de los pecados, de modo que en realidad se den las cosas santas a los santos» (OGMR, 56-a). Es, por tanto, una fórmula orientada hacia la Eucaristía y una óptima preparación para la misma, gracias, sobre todo, a la súplica del perdón de los propios pecados y del pan cotidiano. Estas peticiones, junto con el carácter doxológico de la oración dominical, motivaron su inclusión en la Liturgia Eucarística antes de la comunión. El Padre Nuestro se hace eco de las clásicas fórmulas de bendición —alabanza y súplica— del ritual judío, pues en la primera parte se pide la santificación del nombre de Dios, la llegada de su reino y el cumplimiento de su voluntad en el cielo y en la tierra; y en la segunda se formulan diversas peticiones. Por todo ello es, en cierto sentido, una síntesis de la Plegaria Eucarística. El Padre Nuestro, además de oración dirigida al Padre,
a") La oración dominical En documentos del siglo IV ya se habla explícitamente del Padre Nuestro en la Misa como oración preparatoria de la comunión. San Agustín, por ejemplo, le menciona repetidas veces. En casi todas partes, tanto en Oriente como en Occidente, seguía a la fracción del pan. Este fue también el primitivo esquema romano. Sin embargo, san Gregorio anticipó su recitación, colocándolo inmediatamente después del Canon, del que se consideraba, en cierto sentido, como un complemento, pues la primera parte es como un resumen de la Plegaria Eucarística. Basta pensar, por ejemplo, en el sanctificetur —resumen del Sanctus—, adveniat regnum tuum —síntesis de las dos epíclesis— y fíat voluntas tua, que reproduce la actitud fundamental de entrega de las que brota la oblación. San Gregorio pensaba que, de rezarse alguna 374
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es también una oración que nos une como hermanos; más aún, es la oración de quienes se sienten hijos de un mismo Padre. Por este motivo, tras la invitación del sacerdote, todos los fieles, junto con él, rezan la oración dominical. Esta norma de recitarla en común sacerdote y fíeles estuvo vigente desde los orígenes en Oriente, si bien más tarde la Liturgia Bizantina la reservó al coro o a uno de sus miembros. En la Liturgia Galicana la rezaba también todo el pueblo en común, mientras que en África y Milán se reservó al sacerdote. En España el pueblo cantaba Amén a cada petición. En Roma hay indicios de que intervenían el sacerdote y el pueblo, aunque de modo desigual. En el siglo VE, y probablemente desde antiguo, el pueblo decía únicamente sed libéranos a malo. Embolismo. Del mismo modo que la oración dominical va precedida de una fórmula que le sirve como de prólogo, así también va seguida de otra, llamada embolismo, que le sirve como de conclusión. El embolismo desarrolla la petición última del Padre Nuestro; y pide a Dios que libre a la comunidad de todos los fieles de «todos los males» y le conceda «la paz», mientras aguarda el retorno definitivo de Cristo. La fórmula actual ha eliminado bastantes elementos de la que se encontraba en el Misal de San Pío V y ha añadido la expresión «mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador, Jesucristo», dando así un carácter escatológico al embolismo, en perfecta coherencia con la dimensión escatológica del «venga a nosotros tu reino» (Padre Nuestro), y estableciendo una estrecha relación entre la liberación del mal, especialmente del pecado, y el advenimiento de la Parusía final. Por ser prolongación del Padre Nuestro, la Liturgia Romana lo cantó en voz alta hasta finales del siglo XI, momento en que comienza a decirse en voz baja. Parece que el cambio estuvo motivado, sobre todo, por la creencia de que el embolismo era la parte de la Misa destinada a representar la pasión de Cristo. Actualmente se reza o se canta en alta voz. La doxología final La Didacké (8, 2) es el primer documento cristiano en el que aparece el Padre Nuestro, seguido
de esta fórmula doxológica: «Porque tuyo es el poder por los siglos de los siglos». Una añadidura semejante se encuentra en antiguas liturgias de la Iglesia. Cuando se introdujo el embolismo, permaneció en unas y desapareció en otras, vg., la Liturgia Romana. La reforma llevada a cabo recientemente ha reincorporado la doxología, situándola como conclusión del embolismo, sirviéndose de la fórmula litúrgica —no bíblica— más común en los primeros siglos. Esta doxología, que puede recitarse en alta voz o cantarse por toda la asamblea eucarística, ocupa el lugar del anterior «por Nuestro Señor Jesucristo...».
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b") Rito de la paz La existencia de un rito de paz dentro de la celebración eucarística está atestiguada desde los primeros siglos, tanto en Oriente como en Occidente. Según San Justino (I ApoL 65), en la Liturgia Romana existía ya en el siglo II y estaba situado, como ocurría en todas partes, antes del ofertorio. Esta localización tiene como trasfondo originario el mandato del Señor: «Si, pues, al presentar tu ofrenda ante el altar...» (Mt. 5, 23), pues resultaba obvio darse la paz, como expresión de los sentimientos fraternales, inmediatamente antes de llevar los dones al altar. Inocencio I, en su contestación al obispo de Gubbio (a. 416), le indicaba la prohibición de dar la paz antes de que hubiera terminado toda la celebración, pues el beso de paz era un signo con el cual el pueblo ' expresaba su asentimiento a cuanto se había hecho anteriormente; lo cual deja entrever que el ósculo de la paz rubricaba toda la celebración. Cuando San Gregorio situó el Padre Nuestro inmediatamente después del Canon y ya no se invitaba a darse la paz hasta después del embolismo, espontáneamente se relacionó el beso de la paz con las palabras como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No obstante, siempre estuvo reservado a los fieles, quedando excluidos los catecúmenos. Actualmente es un signo por el cual los fieles «se expresan mutuamente la caridad» (OGMR, 56-b). Por lo que respecta al modo de realizar el rito, el primi377
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tivo uso romano consistió en intercambiarse los fieles un beso de paz; después se pasó a un abrazo; posteriormente se introdujo la costumbre de besar una imagen sagrada, reproducida en una tabla, que se ofrecía a los fieles. La evolución se constata no sólo en el gesto sino en sus protagonistas, pues al principio eran todos los fieles; después se reservó al clero, salvo en ciertas ocasiones en las que los fieles realizaban el rito besando la imagen impresa en una tabla u otro material. La liturgia actual prescribe que los fieles se intercambien la paz siempre que se crea oportuno, dejando a las Conferencias Episcopales la determinación del modo en que debe realizarse, teniendo presente las circunstancias y peculiaridades de cada pueblo (OGMR, 56-b). La estructura del rito es la siguiente: oración por la paz, anuncio de la paz, invitación a intercambiarse la paz y el signo de la paz. El significado completo de todo el rito está indicado claramente en la IGMR (n. 56-b): es un rito por el que «los fieles imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad, antes de participar de un mismo pan». Se trata, por tanto, de un rito que es a la vez signo de paz, de unidad y de amor. Oración por la paz. Las antiguas fuentes litúrgicas designan con este nombre a la oración que fue introducida dentro de los ritos de comunión en el siglo XI. Al principio fue considerada como una apología; actualmente se ha convertido en oración pública, pues el sacerdote la pronuncia en nombre de toda la comunidad allí congregada. Está dirigida a Cristo y apela a su misericordia, para que conceda a la Iglesia la paz y la unidad que entregó a los Apóstoles (Jn. 14, 27). Es una oración que presupone el ósculo de paz, de tal modo que alcanza su pleno sentido cuando se realiza dicho signo. Anuncio de la paz. La fórmula «la paz del Señor esté siempre con vosotros» se introdujo en los ritos de comunión antes que la oración por la paz, y fue colocada inmediatamente antes del intercambio de la paz, con la finalidad de servirle de introducción. Posteriormente fue situada después de la fracción del pan y de la inmixtión. La reforma realizada después del Concilio Vaticano II la
ha devuelto a su primitivo lugar y significado, puesto que el sacerdote, después de la oración por la paz, anuncia ésta con las siguientes palabras: «La paz del Señor esté siempre con vosotros», a la que responde el pueblo «y con tu espíritu». Invitación a intercambiarse la paz. Durante muchos siglos no siguió una invitación expresa a darse la paz después de haberla anunciado, puesto que el anuncio de la paz lleva implícita su comunicación; y la respuesta de los fieles declara que se acepta e intercambia. El rito podría considerarse concluido con el anuncio de la paz. La liturgia actual prescribe que, si parece oportuno, el sacerdote, o el diácono, inviten expresamente a los fieles a intercambiarse la paz. Con ello se pretende prepararse inmediatamente para dar y recibir la paz. El rito queda enriquecido y se hace más explícito. El signo de la paz. Primitivamente el intercambio de la paz partía del altar y se realizaba según un orden jerárquico: el sacerdote besaba el altar, símbolo de Cristo, y daba la paz al diácono; éste la comunicaba al subdiácono; después se intercambiaba entre algunos miembros del clero y así sucesivamente. La fórmula que empleaba era «la paz sea contigo», «y con tu espíritu», dicha en forma dialogada. La liturgia actual prevé que la paz se intercambie simultáneamente entre todos los fieles inmediatamente después de la invitación. No está prescrita ninguna fórmula. De todos modos, lo importante es que sea un gesto verdadero, es decir, que exprese la paz y la fraternidad mutuas y esté revestido de sacralidad, pues es un signo religioso. El término «paz» debe entenderse menos en su acepción vulgar que en sentido bíblico-teológico, a saber: como compendio de todo bien, don mesiánico por excelencia y fruto del Espíritu Santo, que inserta cada vez más a los fieles en el amor de Dios y de los hermanos. Esta paz, hecha también de amor, es condición previa para la comunión eucarística, en la cual se significa y realiza la unión de los fieles con Dios y entre sí.
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c") Fracción del pan Al rito de la paz sigue el de la fracción del pan, que consta de tres partes: la fracción de la Hostia, la inmixtión y el Agnus Del 379
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La fracción del pan. El rito existió desde los orígenes en todas las liturgias. Fue situado inmediatamente antes de la comunión, como respuesta a la acción y mandato de Cristo, que, después de haber dado gracias, partió el pan y se lo dio a los discípulos. Tuvo tanta importancia, que durante la época apostólica se denominó fractio pañis a la Eucaristía (Act. 2, 42). San Gregorio colocó la fracción del pan después del embolismo del Padre Nuestro, lugar en que ha permanecido hasta fechas muy recientes. En las grandes fiestas, en las que comulgaba todo el pueblo, debió ser una acción solemnísima, dando lugar, en el siglo VII, a que se cantase durante ella el Agnus Del Los Ordines Romani describen el rito con todo detalle. Mientras se empleó pan para la comunión, el rito tenía un sentido práctico ya que era necesario partir el pan para poder distribuirlo. Sin embargo, aún en esos siglos, prevaleció el sentido simbólico, en cuanto que orientaba hacia el único pan (1 Cor. 10, 17), Cristo, que se entrega en comunión a todos los fieles. Actualmente se realiza después del rito de la paz y ha recuperado parcialmente su importancia primitiva, dado que, aunque el pan eucarístico debe ser ácimo y hecho de la forma tradicional45, «conviene (...) que se haga de tal forma que el sacerdote, en la misa celebrada con el pueblo, pueda realmente partirlo en diversas partes y distribuirlas, al menos, a algunos de los fieles»46; pues así «manifestará mejor la fuerza y la importancia del signo de la unidad de todos en un solo pan y de la caridad»47. Sin embargo, la preparación del pan eucarístico ha de realizarse de tal modo que «haga posible una decorosa fracción, no dé origen a excesivos fragmentos y no hiera la sensibilidad de los fieles al comerlo» (InD, 8). Como sigue vigente el uso de las formas pequeñas «cuando así lo exige el número de comulgantes y otras razones pastorales» (OGMR, 283), el acento del rito recae sobre todo en su simbolismo teológico. La inmixtión. Este rito se encuentra en todas las liturgias primitivas, aunque de forma diferente. En la Liturgia Romana actual sólo existe una inmixtión, pero durante algún tiempo existieron tres. En alguna época no estuvo incluida en la misa papal sino en la que decían los presbíteros,
a los que se enviaba, por medio de un acólito, una partícula de h Eucaristía celebrada por el papa, como expresión de la unidad de la Iglesia y como signo de que estaban en comunión con él. Esta partícula, llamada fermentum, la depositaba el sacerdote en la misa que decía él al pronunciar las palabras Pax Domini La costumbre es antiquísima y surge del hecho de que la Eucaristía es sacramentum unitatis. En la actualidad es un rito que se realiza en todas las misas. La unión de las especies, hasta ahora separadas, simboliza que ambas pertenecen a la única persona de Cristo glorioso, que está presente de forma total y viva. La fórmula que el sacerdote dice al realizar el gesto insiste en este simbolismo, aunque también orienta hacia la comunión. El Agnus Del Según una nota del Liber Pontificalis, el Papa Sergio I (687-701) introdujo el Agnus Dei en la liturgia romana para acompañar la fracción del pan. Los Ordines Romani más antiguos también lo relacionan con ese rito. El sentido primitivo del Agnus Dei era, por tanto, el de ser un canto de fracción. Este carácter persistió hasta que se generalizó el uso del pan ácimo y de las hostias pequeñas (siglos IX-X). Posteriormente fue desplazado al área del rito de la paz, pasando a ser, en algunos lugares, una especie de canto que acompañaba la paz y, en otros, canto de comunión. En épocas más tardías se encuentra alguna vez como un rito de fracción; pero ya no existía relación entre él y el Agnus Dei, puesto que la fracción se realizaba después del Agnus Del La liturgia actual le ha devuelto su primitiva colocación y función. La fórmula de este canto se inspira en el texto que el Bautista usó para señalar a Cristo como Cordero que quita el pecado del mundo (Jn. 1, 29) y en los cantos de gloria al Cordero del Apocalipsis, pues ve en el rito de la fracción un símbolo de la pasión gloriosa del Señor, Cordero que recibe la máxima glorificación en el acto mismo de ser inmolado por los pecados del mundo. Incluso hay una referencia a la comunión eucarística, a la que prepara la fracción del pan, verdadera Cena Pascual donde se participa del Cordero inmolado y ofrecido. Mientras fue un canto de fracción se repetía tantas ve-
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ees como fuera necesario. En el siglo IX hay ya documentos que atestiguan que sólo se dice tres veces. Gracias a ese número sagrado, el Agnus Dei se convierte en un himno breve pero de contenido grandioso, comparable a los del Apocalipsis: Cristo es el nuevo Cordero que se ha hecho ofrenda y comida por nosotros y en El se ha cumplido plenamente la figura veterotestamentaria del cordero. Actualmente, al convertirse de nuevo en rito de fracción, se canta o recita «cuantas veces sea necesario. La última vez se concluye con las palabras danos la paz» (OGMR, 56-e). Es, por tanto, una fórmula funcional.
otros lugares con anterioridad a la reforma realizada por este Papa. El Misal Romano actual contiene esas dos oraciones, si bien deja al ministro la elección de una de ellas. Las dos son cristológicas, pero mientras la primera se caracteriza por la referencia inicial a la dimensión cristológico-trinitaria de la redención, la segunda, en cambio, insiste en la recomendación paulina de disponerse como conviene a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Ostensión de la hostia. Después de esta oración «el ministro muestra a los fieles el pan eucarístico que será recibido en comunión y les invita al banquete de Cristo» (OGMR, 56-g) mediante las fórmulas «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» y «dichosos los llamados a la Cena del Señor». La primera existía en el misal anterior, mientras que la segunda, que se inspira en el texto del Apocalipsis: «dichosos los llamados al banquete de las bodas del Cordero» (Apc. 19, 9), es nueva y explícita que Cristo, Víctima inmolada por los hombres, se entrega en comunión e invita a recibirlo. Acto de humildad. A continuación el sacerdote y los fieles hacen un acto profundo de humildad, sirviéndose de las palabras del Centurión cuando pidió a Cristo la curación de su siervo (Mt. 8, 8). La fórmula manifiesta tanto la propia indignidad como la certeza de que Cristo pronunciará una palabra de misericordia y de salvación.
d") Últimos ritos de comunión Con la oración privada del sacerdote, la ostensión de la forma y un acto de humildad se concluyen los ritos preparatorios de la comunión. La oración privada del sacerdote. Hasta el siglo IX, la Liturgia Romana no contenía ninguna oración con la que el sacerdote se preparase privadamente a la comunión. Más tarde, esta liturgia introdujo algunas oraciones y breves fórmulas que continuaban después de la sunción del cáliz. Los textos más antiguos se encuentran en el sacramentarlo de Amiens (siglo IX) —lo que indica su origen galicano— que contiene, entre otras, la oración Domine Jesu Christe, FiliDei viví En un manuscrito del siglo X del sacramentario de Fulda se encuentra la oración Perceptio, que es también de origen galicano. Sin embargo hay misales del siglo X e incluso del siglo XI que no contienen ninguna de estas oraciones; pero, según Bernoldo de Constanza (1.090), algunos sacerdotes decían muchas oraciones de comunión, praxis contra la que él reaccionó, retornando a la tradición de decir únicamente la oración Domine Jesu Christe. Con todo, prevaleció la tendencia a aumentar las oraciones; y mientras unos eran partidarios de que se rezasen tres: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, otros opinaban que el celebrante debía tener absoluta libertad para satisfacer su devoción privada, tesis que se defendió y practicó hasta el siglo XVI. San Pío V introdujo en el Misal Romano las oraciones Domine Jesu y Perceptio que en Italia venían diciéndose desde el siglo XI y en 382
c') La Comunión Seguidamente comulga el sacerdote, bajo las dos especies. Después tiene lugar la comunión de los fieles, según las siguientes modalidades: a) con formas reservadas en el sagrario o consagradas en la misma misa; b) bajo una o dos especies; c) una o dos veces en el mismo día; d) en la mano o en la boca; c) recibiéndola de un ministro ordinario o extraordinario; y f) en situación de salud o enfermedad. a") Comunión con hostias consagradas en la misma misa Pertenece al patrimonio de nuestra fe la certeza de la presencia real personal de Cristo en las especies eucarísticas 383
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reservadas en el sagrario, mientras dichas especies no se corrompan; siendo lícito y provechoso comulgar con ellas fuera o dentro de la misa. Sin embargo, Benedicto XIV48 y Pío XII49 recomendaron comulgar con formas consagradas dentro de la misma misa en la que se participa. El Concilio Vaticano II ha reiterado y ratificado esta enseñanza al decir que «los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor» (SC, 55). Esta enseñanza concuerda con la praxis de la iglesia primitiva y está más en consonancia con el ritmo celebrativo.
Después del Concilio, varios documentos pontificios se han ocupado de esta cuestión, mereciendo ser destacados especialmente éstos: Ritus communionis sub utraque specie51 y las instrucciones Eucharisticum Mysterium52, 53 54 OGMR ; y Sacramentali communkme . Hacen alusión a la comunión bajo ambas especies estas otras instrucciones: Actio pastoralis Ecclesiae55; Memoriale Domini56; Liturgicae instuarationis57 e Inestimabile donum5S. Tanto el Concilio como los demás documentos magisteriales posteriores reafirman los principios dogmáticos de Trento (SC, 55). De otra parte, señalan que la comunión bajo las dos especies encierra los siguientes valores: es una forma más plena del rito; es un signo más claro de que la Eucaristía es también banquete; es más clara la referencia a la ratificación de la Nueva Alianza en la Sangre de Cristo y a la relación entre la comunión eucarística y el convite escatológico; y posibilita una más profunda inteligencia del misterio eucarístico. En cuanto a la autoridad competente para permitir la comunión bajo las dos especies, la Constitución de Liturgia es muy sobria: «puede concederse, en los casos en que determine la Sede Apostólica, ajuicio de los obispos» (SC, 55). Los documentos posteriores han cambiado la fórmula conciliar «de iudicio episcoporum» por la de «ordinario», término que comprende a los obispos diocesanos —y sus Vicarios generales y episcopales—, al Prelado de una Prelatura Personal, y, aunque no pertenecen a la estructura jerárquica de la Iglesia, a los Superiores mayores de institutos religiosos de derecho pontificio59. Además, confieren a las Conferencias Episcopales un poder especial para intervenir en esta materia (OGMR, 242), poder que, para algunos, sería verdaderamente legislativo —pudiendo, por tanto, establecer otros casos, además de los expresamente señalados por la Santa Sede— y para otros moderador, en cuanto que determinarían las normas generales a las que tendrían que atenerse los obispos en la efectiva determinación de los casos. En cualquier supuesto, los Ordinarios deben tener en cuenta las siguientes precisiones: a) ha de tratarse de casos de gran importancia; b) dentro de los límites de su competencia; c) para celebraciones bien definidas y d) de grupos bien determina-
b") Comunión bajo las dos especies La comunión bajo las dos especies fue norma ordinaria en Occidente hasta el siglo XII y se ha conservado invariable en Oriente hasta nuestros días. Sería, sin embargo, erróneo pensar que durante esos siglos existía la prohibición de comulgar bajo una especie o que esta praxis, aunque permitida, no se practicó; pues sabemos que los ausentes y los enfermos recibían la comunión bajo la especie de pan y los infantes bajo la especie de vino. Más aún, parece que al principio no estaba reglamentada la comunión bajo una o ambas especies y que existían praxis diferentes según las diversas iglesias locales. El cambio en los usos occidentales obedeció, en un principio, a una mayor veneración a la Sagrada Eucaristía —pues se evitaba el peligro de derramamiento involuntairo del Sanguis— y a motivaciones higiénicas. Posteriormente surgieron motivos de carácteer dogmático, dado que Trento tuvo que reafirmar, contra los protestantes, que la comunión bajo las dos especies no era de derecho divino y que comulgando cualquiera de ellas se recibía íntegramente al Cristo total. Para salvaguardar la fe del pueblo cristiano, prohibió dar la comunión a los seglares bajo la especie de vino50. El Concilio Vaticano II ha restaurado la praxis de los primeros siglos «en los casos que la Sede Apostólica determine (...), por ejemplo a los ordenados en la misa de su ordenación sagrada; a los profesos, en la misa de su profesión religiosa; a los neófitos en la misa que sigue al Bautismo» (SC, 55). 384
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dos, ordenados y homogéneos; e) evitando concesiones indiscriminadas y f) señalando las precauciones que deben tomarse; g) en circunstancias en las que no sea grande el número de comulgantes; h) observando las normas de la autoridad superior; i) garantizando la santidad del sacramento y j) que se trate de misas celebradas fuera de las casas particulares, excepto en el caso del Viático. Los casos en que la Santa Sede permite la comunión bajo las dos especies «a juicio del ordinario y previa una conveniente catequesis», son los siguientes: 1) A los neófitos adultos, en la Misa que sigue a su Bautismo; a los confirmados adultos, en la Misa de su Confirmación; a los bautizados, cuando se les recibe en la comunión con la Iglesia. 2) A los contrayentes, en la Misa de su Matrimonio. 3) A los diáconos, en la Misa de su Ordenación. 4) A la abadesa, en la Misa de su bendición; a las vírgenes en la Misa de su consagración; a quienes profesan, a sus padres, familaires y hermanos de religión, en la Misa de su primera, renovada o perpetua profesión religiosa, con tal de que, dentro de la misma Misa, emitan o renueven sus votos. 5) A los que son instituidos en algún ministerio, en la Misa de su institución; a los auxiliares misioneros laicos, en la Misa en la que públicamente reciben su misión; igualmente a otros, en la Misa en que reciben alguna misión eclesiástica. 6) En la administración del Viático, al enfermo y a todos los presentes, cuando la Misa, según normas del derecho, se celebra en casa del enfermo. 7) Al diácono y ministros, cuando ejercen su función en la Misa. 8) Cuando tiene lugar una concelebración: a) A todos los que en la concelebración desempeñan un ministerio litúrgico, y a todos los alumnos del seminario que tomen parte en ella. b) En sus propias iglesias u oratorios, a todos los miembros de los Institutos que profesan los consejos evangélicos, o de otras Sociedades en las que se consagran a Dios con un voto, entrega o promesa; además, a todos los que en las casas de estos Institutos y Sociedades viven día y noche.
9) A los sacerdotes que asisten a grandes celebraciones y no pueden celebrar o concelebrar. 10) A todos los que en una tanda de ejercicios espirituales tienen una Misa especial durante esos mismos ejercicios y participan activamente en ella; a todos los que toman parte en reuniones de alguna asamblea pastoral, en la Misa que se celebra en común. 11) A los que se enumeran en los apartados 2 y 4, en la Misa de sus jubileos. 12) Al padrino, madrina, padres o consorte, y a los catequistas laicos, en la Misa que se celebra como iniciación de un adulto bautizado. 13) A los padres, familiares e insignes bienhechores que toman parte en la Misa de un neo-sacerdote. 14) A los miembros de las Comunidades, en la Misa conventual o «de comunidad», según la norma del n. 76 de esta Ordenación. Las conferencias Episcopales, además, pueden determinar normas y condiciones bajo las cuales los Ordinarios pueden conceder la facultad de comulgar bajo las dos especies en otros casos que tengan mucha importancia para la vida espiritual de una comunidad o grupo de fieles. Dentro de estos límites, los Ordinarios podrán señalar casos particulares; pero en tal forma, que dicha facultad no se conceda indistintamente, sino precisando bien la clase de celebración, indicando las precauciones que hay que tomar y excluyendo las ocasiones en que el número de personas que van a comulgar sea muy grande. Finalmente, se ha de procurar que el grupo al que se otorga esa facultad sea definido, ordenado y homogéneo (Cfr. OGMR, 242). El rito de la comunión bajo las dos especies puede revestir cuatro modalidades: potación (beber directamente del cáliz), intinción (mojar la forma en el sanguis) y bebiendo del cáliz por medio de una cánula o cucharilla. La elección ha de hacerse teniendo en cuenta la dignidad, la piedad y el decoro con que debe recibirse la comunión. La forma de beber directamente del cáliz exige que todo esté en orden y se evite todo peligro de irreverencia, de modo que, en caso contrario, ha de elegirse la comunión por
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intinción. De todos modos está prohibido que los fieles se pasen unos a otros el cáliz (LI, 6-c), según el principio general de que los fieles «no toman» sino que «reciben» la comunión. El desarrollo completo de cada uno de los modos de comulgar bajo las dos especies está especificado en la OGMR (Cfr. 243-252).
tivas a la comunión una vez al día. La historia de la misma es la siguiente. En primer lugar, se puede recibir la comunión dos veces en el mismo día en los casos siguientes: a) «El sábado por la tarde o la víspera de un día de precepto, si se quiere cumplir con la obligación de oír Misa, aunque se haya comulgado ya el mismo día por la mañana (EM, 28). b) «En la segunda Misa del día de Pascua, o en una de las misas que se celebran el día de Navidad, aunque hayan comulgado en la Vigilia Pascual y en la misa de medianoche de Navidad, respectivamente» (Ibid). c) «Igualmente en la misa vespertina «In Coena Domini» del día de Jueves Santo, aunque hayan comulgado también en la «Misa crismal» (IEO, n. 60 y Tres abhinc annos, n. 14). La Inst. «Inmensae charitatis» (29-1-73), amplió notablemente los casos en los que los fieles podían comulgar dos veces en el mismo día. El Código de Derecho Canónico de 1983 introduce el siguiente principio general: La sagrada comunión puede recibirse siempre que se participa en la Misa (c. 917). Sin embargo, una interpretación auténtica de dicho canon, ha señalado que el término iterum, que literalmente significa «de nuevo», ha de entenderse en sentido restrictivo, es decir: dos veces60.
c") Comunión dos veces en el mismo día Si «la Iglesia, con solícito cuidado, desea ardientemente que los cristianos (...) participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» eucarística (SC, 48) y «recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, que consiste en que los fieles (...) reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor» (SC, 55), cuantas veces se toma parte en la Misa habría que recibir la sagrada comunión. Sin embargo, la praxis secular de la Iglesia ha sido distribuir la comunión a los fieles una vez al día por razones de orden teológico-pastoral, pues pretendía fomentar el aprecio de la comunión y evitar que los fieles identificaran el progreso de la vida cristiana con el incremento de prácticas religiosas y no con la vivencia de las virtudes teologales y morales. Ya advertía San Justino que la recepción de la Eucaristía no eximía, antes exigía, de los cristianos «ser hallados por nuestras obras hombres de buena conducta y guardadores de lo que se nos ha mandado» (IApoL, 65); y la Tradición Apostólica concluía la iniciación cristiana con esta recomendación: «cada uno se aplicará a hacer obras buenas, a agradar a Dios, a llevar una vida santa, a ser celoso por la Iglesia, haciendo lo que ha aprendido y progresando en la piedad» (n. 21). La Iglesia ha ratificado esta doctrina en el último concilio ecuménico, sobre todo en las constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes y en los decretos Apostolicam Actuositatem y Ad gentes, donde enseña que la santidad consiste en el cumplimiento de la voluntad de Dios en el propio estado. Por otro lado, ha impulsado la participación en la Misa, mediante la comunión frecuente y aun diaria (SC, 48.55). Recientemente, ha juzgado oportuno, por motivos de caridad pastoral, variar en parte la praxis y legislación rela388
d") Comunión en la mano o en la boca Las fuentes literarias y monumentales de los nueve primeros siglos atestiguan unánimemente la praxis de recibir la comunión en la mano como norma general; al menos a partir del siglo IV. Así en Egipto existen los testimonios de Clemente (antes del 215), Pedro de Alejandría (|381) y otros escritos anónimos antes del siglo VII. En Siria varios Padres: los Capadocios, San Basilio Ct"379) y San Gregorio Niseno (t390). En el área antioquena, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Jerusalén y Teodoro de Mopsuestia. En África, la Passio Perpetuae (c.a. 203), Tertuliano, San Cipriano y San Agustín. En Milán, San Ambrosio. En España las Actas de los concilios de Zaragoza (380) y Toledo (400). En las Galias, la inscripción Pectorius —cuyo original se atribuye al siglo U-III—, 389
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San Cesáreo de Arles, el concilio de Auxerre, San Gregorio de Tours, etc. En la Liturgia Romana el texto más explícito es una carta del Papa Cornelio (t252), mencionada por Eusebio, y el ceremonial de la Tradición Apostólica conservado en los fragmentos de Verona. Durante los siglos IX-XII deja de ser práctica habitual y en el siglo XIII, según el testimonio de Santo Tomás en la Summa Theologica, casi ha desaparecido completamente. Parece que la causa más importante del cambio fue la nueva forma del pan eucarístico: el deseo de tener para la Eucaristía un pan más blanco, que deja entreverse en el siglo V, cristaliza después en la declaración del pan ácimo como única materia lícita para el sacramento en la Iglesia Latina y en el siglo IX en partículas redondas, que progresivamente se hacen más delgadas. Como causas suelen añadirse las siguientes: la preocupación de defender la Eucaristía de errores supersticiosos; el progresivo apartamiento de los fieles de la liturgia y la consiguiente clericalización de la misma; la defensa del significado transcendente de la Eucaristía contra las ideas confusas de los pueblos bárbaros que se convierten en masa a la fe desde el arrianismo; y la creciente reverencia hacia la Eucaristía: sólo manos consagradas pueden tocar el Cuerpo del Señor. La nueva praxis estuvo vigente, en términos generales, hasta después del Concilio Vaticano II, fecha en que se introdujo ilegalmente en algunos países centroeuropeos y dio lugar a que algunas Conferencias Episcopales y algunos obispos solicitasen de Roma un criterio orientador. El 28-X-1968, el Consilium envió, por mandato del Papa, una circular a los Presidentes de todas las Conferencias Episcopales para recabar el parecer de todos los obispos de cada nación. En la Circular se pedía contestación a estas tres preguntas: a) si, además del modo tradicional, se podía admitir el comulgar en la mano; b) si se consideraba oportuno realizar experiencias en pequeñas comunidades; y c) si los fieles, después de una oportuna catequesis, recibirían bien el cambio. La primera pregunta obtuvo 1.233 votos negativos, 567 positivos y 315 condicionados; la segunda, 1.215 votos negativos y 751 positivos; y la tercera, 1.185 negativos y 835 positivos.
El 29-V-1969, la Congregación para el Culto Divino promulgó la Instrucción Memoriale Domini6', sobre el modo de administrar la comunión, estableciendo que la costumbre de comulgar en la boca permanecía vigente como norma general. Sin embargo, en los lugares donde se hubiere introducido abusivamente, permitía a las Conferencias Episcopales, para no dificultar todavía más su tarea pastoral, solicitar de Roma el oportuno permiso; más aún, contemplaba la introducción de tal praxis en otros lugares con tal que se pidiere a la Santa Sede con el aval de dos tercios de votos episcopales, emitidos en secreto, y se pusiesen todos los medios para evitar toda irreverencia y confusión doctrinal sobre la Eucaristía y otros inconvenientes. Cuando en enero de 1973 apareció la Instrucción Immensae charitatis62 se planteó la duda de si las Conferencias Episcopales podían por sí mismas autorizar la comunión en la mano o necesitaban recurrir a la Santa Sede; la Congregación para el Culto Divino63 respondió que seguía vigente lo establecido en la Memoriale Domini Por lo que a España se refiere, la votación realizada en 1970 no obtuvo los dos tercios favorables requeridos; por lo cual no pudo solicitarse de Roma el permiso oportuno. En cambio, la votación de diciembre del año 1975 obtuvo los votos positivos necesarios. Poco después, el 12-11-1976, la Congregación para el Culto Divino concedía el permiso de comulgar en la mano, con las condiciones que el Episcopado dio a conocer a través de su Secretariado 64 . Las principales son éstas: a) «esta concesión no suplanta la costumbre de recibir la Sagrada Comunión en la boca, sino que introduce, además del existente, un nuevo modo»; b) «los fieles que se acerquen a comulgar pueden optar libremente por recibir la comunión en la boca, como hasta ahora, o en la mano»; c) «los ministros sagrados han de tener sumo cuidado en respetar la voluntad del comulgante y no deben violentar su sensibilidad ni imponer uno de los modos exclusivamente»; d) «el fiel que desee comulgar conforme a esta concesión no puede tomar por sí mismo la Sagrada Forma del copón o patena, sino que la recibirá del ministro en la mano y habrá de consumirla antes de abandonar el lugar donde la reciba». La extensión de la mano para recibir la comunión debe
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realizarse con la fe, el respeto y la adoración que exigen el Cuerpo y la Sangre de Cristo, según el uso que siempre ha observado la Iglesia. Las palabras que dirigía San Cirilo a los neófitos de Jerusalén indican cómo hay que proceder: «Cuando te acerques a recibir el Cuerpo del Señor, no te acerques con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino haciendo de tu mano izquierda como un trono para tu derecha donde se sentará el Rey. Con la cavidad de la mano recibe el Cuerpo de Cristo y responde amén. Recibe el Cuerpo de Cristo con todo cuidado de no perder ninguna partícula. Porque si algo perdieres sería como si tus propios miembros fueran truncados. Porque, díme: si alguno te diese unas limaduras de oro ¿no las guardarías con toda diligencia procurando no perder nada de ellas? ¿No procurarás, pues, con mucha más diligencia que no se te caiga ninguna migaja de lo que es más precioso que el oro y las piedras preciosas?»65. Juan Pablo II, en la Carta Dominicae Cenae (n. 11), se lamenta de «casos de faltas deplorables de respeto a las Especies Eucarísticas, que gravan no sólo las personas culpables sino sobre los Pastores de la Iglesia»; y de la presión ejercida sobre los fieles al no tener «en cuenta la libre opción y la voluntad de los que, incluso en los lugares donde ha sido autorizada la comunión en la mano, prefieren atenerse al uso de recibirla en la boca», (Ibid). Además, recuerda que tienen más vinculación con la distribución de la sagrada Eucaristía las manos consagradas de los sacerdotes que las de los fieles (Ibid).
settes; pero ese ministerio lo ejercían de modo subordinado al obispo. A veces, se permitió que los acólitos llevaran la comunión a los encarcelados; recuérdese que San Tarsicio fue mártir por ejercer este ministerio; pero ni ellos ni otros ministros inferiores fueron nunca admitidos al ministerio de la comunión pública. Los laicos también se han dado, a veces, la comunión a sí mismos y, en caso de ausencia de clérigos, llevaban la comunión a los ausentes. El Sínodo de París, del año 82967, en su canon 45 consideraba como un abuso que las mujeres distribuyeran la comunión. No obstante, siempre que se trata de ministros ordenados inferiores al diácono y de laicos, los casos previstos son excepcionales y de verdadera necesidad. El concilio de Trento afirma68 que la praxis secular de la Iglesia debe permanecer invariable en el futuro. El Código de Derecho Canónico de 1917 (c. 845) recoge sustancialmente esta doctrina, estableciendo que en la Iglesia Latina los sacerdotes son ministros ordinarios de la Eucaristía y los diáconos extraordinarios. Después del Concilio Vaticano II se han introducido algunas modificaciones en esta praxis. En el «Motu Proprio» Sacrum diaconatus ordinem69, Pablo VI constituía al diácono en ministro ordinario, norma que fue confirmada más tarde por la OGMR (nn. 60 y 137) y el Código de Derecho Canónico de 1983 (c. 910). La misma Ordenación General del Misal Romano (n. 65) y el «Motu Proprio» Ministerio, quaedam70 han elevado a ministro extraordinario permanente al acólito. También el Código vigente ha sancionado esta doctrina (c. 910). Más aún, la Sagrada Congregación de los Sacramentos concedió en 1973 la facultad de que los simples fieles, hombres o mujeres, puedan ser ministros extraordinarios en determinadas condiciones (IC, 1,1-VII; cfr. CIC, 30, 3).
e") Ministro de la comunión a'") Visión histórica de conjunto La norma general y universal de la Iglesia ha sido siempre que los celebrantes de la Misa se dieran a sí mismos la comunión, mientras que los fieles la recibían de manos de los sacerdotes; lo que prueba que los ministros ordinarios de la comunión eran los obispos y presbíteros. Ciertamente, documentos muy antiguos66, atestiguan que los diáconos daban la comunión a los presentes y se la llevaban a los au392
b'") Ministro ordinario «Son ministros ordinarios de la sagrada comunión el Obispo, el presbítero y el diácono» (CIC, c. 910, 1). 393
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c'") Ministro extraordinario instituido: el acólito El acólito instituido es ministro extraordinario de la sagrada comunión (cfr. OGMR, n. 65; Ministerio, quaedam, n. VI; CIC, c. 910, 2). «Para que el acólito actúe como ministro extraordinario de la comunión se requiere que no haya suficientes ministros ordinarios o que el número de fieles sea tan elevado que se alargaría demasiado la Misa» (Directorio, n. 4; cfr. Ministerio, quaedam, n. VI). Como el acólito es el verdadero y propio ministro extraordinario permanente de la comunión, este ministerio está reservado a los hombres (cfr. Ministerio quaedam, n. VE) y es, de suyo, definitivo, pues se confiere mediante un rito litúrgico no reiterable. d'") Ministro extraordinario no instituido: el simple fiel. Los Ordinarios del lugar tienen la facultad de permitir que, en casos particulares o por un tiempo determinado o, si fuese necesario, de manera permanente, una persona idónea elegida expresamente como ministro extraordinario, pueda alimentarse directamente del pan eucarístico, o distribuirlo a los fieles y llevarlo a los enfermos a su domicilio: a) cuando falten el sacerdote, diácono o el acólito; b) si éstos no pueden distribuir la comunión, porque se lo impide otro ministerio pastoral o porque son ancianos o están enfermos; c) si los fieles que desean comulgar son tantos que se prolongaría excesivamente la celebración de la Misa o la distribución de la Eucaristía fuera de la Misa (IC, II, 1). «Asimismo, pueden permitir a los sacerdotes que ejercen el ministerio sagrado, el que autoricen a su vez a una persona idónea para que, en el caso de verdadera necesidad y por esa sola vez, distribuya la comunión. Estas facultades pueden ser delegadas por el Ordinario del lugar a los Obispos auxiliares, Vicarios episcopales y Delegados episcopales» (Directorio, n. 12; IC, II, 2-3). El fiel que sea designado como ministro extraordinario de la comunión debe distinguirse por su piedad eucarística, vida cristiana, fe y conducta moral; y no serán nunca designados quienes pueden ser motivo de estupor para los fieles 394
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(cfr. IC, II, 6). Además, «los párrocos y los responsables de la vida litúrgica de las comunidades deben procurar que los candidatos dispongan de la suficiente preparación» (cfr. Directorio, n. 13) bíblica, litúrgica, teológica, pastoral y ceremonial. Esta formación puede impartirse de muchas maneras, especialmente a través de cursillos más o menos prolongados. Para conferir el ministerio extraordinario de la comunión se han de observar los ritos que se describen en la Instrucción Immensae caritatis, tanto para el ministro designado para un período determinado o de modo permanente, como para el ministro designado ad actum. El primero de estos ritos puede tener lugar dentro o fuera de la Misa (cfr. Directorio, n. 14)71. «El ministro extraordinario de la comunión debe llevar la vestidura litúrgica usada en su región, o un vestido conveniente para este sagrado ministerio. La mujer, sea religiosa o seglar, que ejerce este ministerio no usa vestidura litúrgica» (Directorio, n. 15). «Las vestiduras litúrgicas son un signo del ministerio que se ejerce, que contribuyen a destacar la santidad de la acción sagrada y recuerdan, en todo caso, las actitudes interiores que deben poseer al realizar su ministerio u oficio» (Directorio, n. 15). Aunque ya ha quedado insinuado anteriormente, conviene notar que «cuando falte el ministro ordinario del Viático y no se disponga de otro sacerdote, puede llevarlo el diácono o el acólito, u otro fiel, hombre o mujer, que haya recibido del Obispo la autorización para distribuir a los fieles la Eucaristía» (Directorio, n. 8; cfr. CIC, c. 911, 2). Aunque estos ministerios suponen una estimable ayuda para que los fieles participen en la comunión eucarística, especialmente los enfermos, quizás no sea inoportuno volver a recordar cuál es la vocación específica de los sacerdotes, de los ministros ordenados, de los religiosos y de los simples fieles, para evitar todo peligro teórico-práctico de identificar o confundir los carismas específicos de cada uno y respetar el principio de igualdad de misión y diversidad de ministerios.
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f") El ayuno eucarístico En virtud del Motu Proprio «Sacram communionem» de Pío XII y un Decreto de la Congregación del Santo Oficio72 la ley que establecía no tomar alimento alguno, sólido o líquido, desde las doce de la noche anterior (CIC, c. 868-1) quedaba mitigada notablemente, ya que, tanto para los sacerdotes como para los seglares, el ayuno se reducía a tres horas para los alimentos sólidos y bebidas alcohólicas y a una hora para las bebidas no alcohólicas. El 21 de noviembre de 1964, en la Sesión Pública del Concilio Vaticano II, el Cardenal Felici comunicó que Pablo VI, allí presente, mitigaba aún más el ayuno, reduciéndolo a una hora, incluso en los alimentos sólidos y bebidas alcohólicas73, «guardando, sin embargo, la debida moderación». La concesión afectaba a sacerdotes y fieles. Más tarde, aún se efectuó una nueva mitigación, pues se redujo a «un cuarto de hora aproximadamente» en los alimentos y bebidas no alcohólicas en los casos siguientes: 1) en el caso de «enfermos que residan en hospitales o en sus domicilios, aunque no guarden cama»; 2) o de «fieles de edad avanzada, que por su ancianidad no salen de casa o están en asilos»; 3) o de «sacerdotes enfermos, aunque no guarden cama, o de edad avanzada»; 4) o de «las personas que están al cuidado de los enfermos o de los ancianos, y sus familiares, que deseen recibir con ellos la Sagrada Comunión, siempre que sin incomodidad no puedan guardar el ayuno durante una hora» (Ritual de la Comunión fuera de la Misa, n. 24). El nuevo Código de Derecho Canónico señala tres principios; a saber: a) quienes van a comulgar, fuera o dentro de la misa, han de observar el ayuno de todo alimento líquido o sólido durante una hora, excepto cuando se trate de agua o medicamentos; b) los sacerdotes que dicen dos o tres misas en el mismo día pueden tomar algún alimento líquido o sólido aunque no haya transcurrido una hora, entre la segunda y la tercera misa; c) los ancianos y enfermos, así como quienes cuidan de ellos, pueden recibir la sagrada comunión aunque no hayan guardado el ayuno durante una hora (c. 919). 396
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g") Canto de comunión Mientras los fieles se acercan procesionamente a comulgar «se canta la comunión, canto que debe expresar, por la unión de las voces, la unión espiritual de quienes están comulgando, demostrar la alegría del corazón y hacer más fraternal la procesión de los que van avanzando para recibir el Cuerpo de Cristo» (OGMR, 56-1). El canto de comunión existe, al menos, desde el siglo IV. Tradicionalmente se han empleado salmos acompañados de una antífona tomada del mismo salmo o de las lecturas de la Misa o del evangelio joánico relativo a la Eucaristía. Algunos de esos salmos no tienen relación especial con la Eucaristía ni con la fiesta que se celebra; otros, no se relacionan con la Eucaristía pero sí con la fiesta; y existe un tercer grupo directamente relacionado con la Eucaristía, tales como los 22, 23 y 144. La liturgia actual prevé que se emplee «o la antífona del Gradual Romano, con el salmo o sin él, o la antífona con el salmo del Gradúale simplex, o algún otro canto conveniente, aprobado por la Conferencia Episcopal» (OGMR, 56) y que lo cante la escola o ésta y un cantor con el pueblo. «Si no hay canto, la antífona propuesta en el misal se reza por los fieles o por algunos de ellos o por un lector. En caso contrario, lo recitará el mismo sacerdote, después de haber comulgado y antes de distribuir la comunión a los fieles» (Ibid). Además de tener el carácter y, por tanto, el significado de peregrinación que encierra toda procesión, es un canto meditativo. h") La acción de gracias La acción de gracias que sigue a la comunión consta de dos elementos: el silencio o el canto y la oración poscomunión. El silencio o el canto. Son dos elementos nuevos y facultativos. En caso de que fuera necesario prescindir de alguno, habría que conservar la oración en silencio, puesto que así se favorece la alabanza y la acción de gracias (OGMR, 23). Esta oración privada reviste una cierta oficialidad y no 397
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excluye que después de la Misa continúe la acción de gracias, especialmente cuando la primera fue breve. A la acción silenciosa puede seguir un canto hímnico, salmódico o de alabanza, vg. el salmo 33 ó el 150. No es una duplicación del canto de comunión y, aunque no es funcional sino con entidad propia, no tiene límite de duración, dependiendo ésta de las circunstancias que concurran en cada caso. La poscomunión. Del mismo modo que la colecta y la oración sobre las ofrendas son oraciones presidenciales que concluyen la serie de ritos introductorios y ofertoriales, respectivamente, la poscomunión cierra los ritos de comunión. El término procede de los sacramentarios gelasianos y se corresponde con la oración ad complendum o ad completa de los sacramentarios gregorianos. Estructuralmente es muy semejante a la colecta, pues consta de cuatro partes: invitación a orar, silencio, oración propiamente tal y respuesta del pueblo. También se dice en nombre de toda la comunidad eucarística. Su temática suele hacer referencia a la Eucaristía, a la comunión y, a veces, a la festividad del día. Aunque algunas veces da gracias por la comunión recibida, lo específico de esta oración es pedir que la comunión sea eficaz en la vida de los comulgantes. Es una oración, por tanto, que relaciona la Eucaristía y la vida, poniendo de manifiesto que el culto eucarístico es fuente del culto espiritual y que la lógica prolongación de la Eucaristía es la entera vida cristiana, que cada bautizado debe vivir según su vocación específica dentro de la Iglesia.
embargo, su significado es muy diverso, pues mientras en el primer caso invitaba a participar piadosa y activamente en los sagrados misterios, ahora es un deseo de que los misterios celebrados influyan, por el auxilio divino, en la vida de quienes han tomado parte en ellos.
d) Rito conclusivo Según la Ordenación General del Misal Romano el rito de conclusión tiene dos partes: el saludo y la bendición sacerdotal (n. 57, a) y la despedida (n. 57-b). a') El saludo Igual que en el comienzo de la celebración eucarística el ministro saluda a la comunidad cristiana allí reunida, cuando concluye le dirige también un saludo de despedida. Sin 398
b') La bendición Primitivamente la bendición de despedida era una oración en la que el celebrante imploraba la protección y ayuda divinas sobre el pueblo que retornaba a sus deberes cotidianos. Restos de esa oración se encontraban en el Misal de San Pío V en la oratio super populum que se rezaba después de la poscomunión. En el Misal actual tiene su correspondencia en las «oraciones sobre el pueblo». Las bendiciones solemnes no se relacionan con la oratio super populum, sino que recuerdan las fórmulas de bendición galicanas que se impartían después del Padre Nuestro a quienes no iban a comulgar. A la vista de la evolución sufrida en la liturgia penitencial, San Gregorio Magno reorganizó la oratio super populum, suprimiéndola durante el año y conservándola en Cuaresma, tiempo privilegiado de los penitentes, los cuales debían recibir una bendición especial. La conciencia del carácter penitencial de la oratio super populum no duró mucho tiempo, pues en los siglos VII-VIII encontramos en el Sacramentarlo Gregoriano oraciones relacionadas con quienes han recibido la comunión, y los comentaristas francos ignoran su relación con la penitencia pública, además de no limitarla a la Cuaresma. Desde esos momentos la oratio super populum se convirtió en una bendición, conservándose en Cuaresma como resto de antiguas tradiciones. La bendición actual es relativamente tardía y tiene su origen, según algunos autores, en la bendición que el Papa y el obispo impartían mientras se retiraban del lugar de la celebración; o, según otros, en la antigua bendición galicana episcopal después del Padre Nuestro. Evidentemente, hay una correspondencia entre el actual «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» con 399
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que se inicia la Misa y «la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo...», pues en ambos casos se hace una invocación trinitaria y se realiza el signo de la Cruz. Pero la bendición final tiene por objeto implorar el auxilio de Dios sobre los que han tomado parte en la Eucaristía, para que los proteja y acompañe en su caminar diario. El Amén del pueblo, además de adhesión a la oración sacerdotal, expresa su confianza en la misericordia del Señor y la certeza de ser escuchados. Pastoralmente habría que potenciar la idea de que esas fórmulas son una síntesis del sacrificio redentor de Cristo, ofrecido a la Santísima Trinidad para la salvación de los hombres.
tablemente la celebración de la Sagrada Eucaristía, tal y como ha sido diseñada por la reforma conciliar. Sin ánimo de exhaustividad, enumeramos las más importantes, tomando como punto de referencia el Directorio litúrgico-pastoral sobre la celebración de la Misa, aceptado por el Secretariado Nacional Español de Liturgia, el cual no hace sino desarrollar las normas de la Ordenación General del Misal Romano y del Ordinario de la Misa, según aparecen en la edición oficial y en otros documentos que hacen referencia a ellos. Por motivos de claridad, las agrupamos en torno a las cuatro partes de que consta la celebración eucarística: ritos iniciales, Liturgia de la Palabra, Liturgia Eucarística y rito conclusivo.
c') Despedida final La despedida final comprende dos partes: la despedida de los fieles y la del altar. Despedida de los fieles. La mayor parte de las liturgias despiden a los fieles con una frase sencilla: exite in pace (id en paz) dicen las Constituciones Apostólicas; procedamus in pace (vayamos en paz): liturgias Milanesa y Bizantina; nuestra ofrenda sea recibida en paz: Liturgia Hispánica. La Liturgia Romana vigente hasta hace poco usaba dos fórmulas: ite, missa est para las misas con gloria y benedicamus Domino, para los demás casos. Actualmente usa ésta: ite, missa est. Despedida del altar. Al comienzo de la celebración, el ministro besa el altar antes de saludar a la comunidad cristiana, dado que el altar es símbolo de Cristo. Al concluir la celebración adopta la misma actitud: después de despedirse de la comunidad eucarística, lo hace del altar, mediante el gesto del beso. Con la supresión de todos los demás besos, los del comienzo y despedida han sido revalorizados. Son una expresión de amor y veneración de la Iglesia. Una vez realizado ese gesto, el sacerdote, «hecha la debida reverencia, se retira» (OGMR, 125).
a') Ritos introductorios Inclinación y beso al altar. Cuando el celebrante llega al altar, hace la debida reverencia (una inclinación, si no hay sagrario) y luego besa el altar. En el caso de que la misa sea concelebrada, todos los concelebrantes hacen la inclinación y el beso al altar. Saludo. «El saludo se dirige a la asamblea: "vosotros" (y no "nosotros") a fin de provocar la respuesta: "y con tu espíritu". Es un diálogo que se inicia, no una doxología» (Directorio, 11). Silencio del acto penitencial «Es de gran importancia que se dé lugar a un momento de silencio, el cual forma parte del acto penitencial» (Directorio, 16). No hacerlo, iría contra la verdad del rito, pues para reconocer nuestros pecados, hemos de disponer de un cierto espacio de tiempo silencioso. Silencio del "oremos" de la colecta. «Después del "Oremos" (haya o no una breve monición), hay que dar un tiempo de silencio para que cada uno pueda rezar en su corazón» (Directorio, 23). b') Liturgia de la Palabra
e) Corruptelas celebrativas Durante los últimos años se han introducido una serie de corruptelas que, tomadas en su conjunto, amenazan no400
Primera, segunda lectura. Como las rúbricas no se pronuncian sino que se ejecutan, no hay que decir: «primera lectura o segunda lectura». Por lo demás, es obvio que si antes 401
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no se ha leído ninguna, la que se lee en primer lugar será la primera lectura, a la que sigue la segunda. Es palabra de Dios. Las lecturas terminan con una aclamación del ministro, a la que el pueblo responde con otra aclamación. «Es palabra de Dios» no es una fórmula aclamatoria sino afirmativa o de confesión, a la que corresponderían éstas u otras fórmulas semejantes: «así es», «así lo creemos». Cambio del salmo responsorial «Sería empobrecer la Liturgia de la Palabra reemplazar el salmo responsorial por cualquier canto religioso, ya que es un texto bíblico por el cual Dios habla a su pueblo, y tiene íntima relación con la lectura bíblica. Sería antipedagógico transformar la Misa en una especie de festival de canciones que nada tiene que ver con la acción litúrgica» (Directorio, 41). Lecturas fuera del ambón. «Todas las lecturas bíblicas y el salmo responsorial se hacen desde el ambón» (Directorio, 38; cfr. OGMR, 272). La homilía. «La homilía corresponde al sacerdote o diácono. En la celebración litúrgica no debe ser pronunciada por laicos. Tampoco conviene que sea "compartida" como podría ser en grupos muy reducidos; el diálogo a veces puede ayudar, sobre todo en las Misas con niños: la homilía no se improvisa. Hay otras oportunidades distintas de la Misa para "compartir el Evangelio", y aunque existe "una tendencia a valerse de la Misa para todo tipo de actividades pastorales", es bueno no olvidar que "cada cosa debe hacerse a su debido tiempo" (Directorio, 45). Por otra parte, «es obligatorio pronunciar la homilía los domingos y días festivos» (Directorio, 46); por tanto, también en las misas vespertinas del día anterior, por ser ya misas del domingo o de la festividad que se celebra. Cambios en el Credo. «El Credo, profesión de la fe de la Iglesia, es una respuesta a la Palabra de Dios. Tiene un valor de "Tradición" que expresa la unidad de la Iglesia en la misma fe (...). Ningún canto religioso puede reemplazar la fórmula de fe señalada por la Iglesia» (Directorio 51-52).
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c') Liturgia Eucarística a") Presentación-ofrecimiento de las ofrendas Dignidad del altar. «El altar no debe transformarse en estante. Cuídese que en la Mesa del Sacrificio no haya hojas, ni folletos, ni libros superfluos, ni gafas, ni cerillas..., sino velas y flores, discretamente» (Directorio, 65). Presentación por separado del pan y del vino. «La liturgia destaca los signos: signos amplios, significativos, no achicados» (Directorio, 71). Presentar conjuntamente el pan y el vino es achicar los signos. Además, está en contra de toda la tradición litúrgica romana. El lavabo. «El rito del lavabo tiene finalidad simbólica. Para el sacerdote expresa el deseo de estar totalmente purificado antes de comenzar su gran intervención sacerdotal en la Oración Eucarística, en la que actúa al máximo in persona Christi (...). Para que sea significante y que los fieles participen de este "sacramental" se necesita un recipiente hermoso y agua abundante, en la cual el sacerdote lava sus manos, una toalla decente... La liturgia destaca los signos» (Directorio, 73). Sacrificio mío y vuestro. La misa es, ante todo, un acto de Cristo, ya que Él es el Sacerdote oferente y la Víctima ofrecida. Por ser acto de Cristo, lo es también de la Iglesia, Cuerpo Místico, a la que asocia en el ofrecimiento de su sacrificio. El sacerdote representa a Cristo Cabeza y los fieles a los miembros de la Iglesia. Por eso, hay que subrayar la vertiente cristológica («mío») y eclesiológica («vuestro»). Aunque en términos abstractos «nuestro sacrificio» salva ambos aspectos, desde el punto de vista litúrgico, donde el signo juega un papel tan importante, tiene mucha más fuerza la expresión «mío y vuestro», en orden a distinguir los aspectos señalados y la diferencia esencial entre el sacerdocio común y el ministerial. En el caso de la concelebración, la fórmula «nuestro y vuestro sacrificio» deja en penumbra el hecho de que quien la dice es el concelebrante principal; por lo que es una fórmula mucho menos significativa que la prescrita por la rúbrica. 403
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Por otra parte, desde la presentación del pan y el vino hasta la oración sobre las ofrendas, «los concelebrantes deben tener las manos en la posición litúrgica habitual. No deben estar con los brazos cruzados ni poner una pierna sobre otra» (Directorio, 127-2).
consagración y epíclesis, según las melodías aprobadas por la autoridad competente» (Directorio, 85). Partir el pan durante la consagración. «Es un error y un falso mimetismo romper el pan al pronunciar el relato de la Institución: "Tomó el pan, lo partió". La Iglesia no rompe el pan en ese momento de la Misa, porque todavía es pan común y corriente. «En la Misa, la Iglesia desde los tiempos apostólicos fracciona el Cuerpo del Señor, según la enseñanza de san Pablo: Cristo es el único pan partido; "los que comemos de un mismo Pan formamos un solo cuerpo" (1 Cor. 10, 17). Además, según la tradición bíblica, Cristo partió el Pan en vistas a la distribución. Por eso, la Iglesia, al repartir la Cena del Señor, ha localizado esta fracción del pan, no en el momento de la Consagración, sino en la Comunión» (Directorio, 89). Mostrar simultáneamente las dos especies. «Téngase presente que el sacerdote debe elevar la hostia para que el pueblo la vea; sólo con la consagración del vino el sacramento queda completo en su signo. Debe haber genuflexión después de mostrar cada especie» (Directorio, 86-3). Distorsionar las intercesiones. «No se deben confundir las "Preces de intercesión" que forman parte de la "memoria", con la Oración Universal. Las intercesiones ponen de manifiesto que la Iglesia celebra el memorial del Señor en comunión con todos sus miembros, vivos y difuntos, que han sido llamados a participar en la salvación adquirida por el Cuerpo y Sangre de Cristo. No se trata de exposición de necesidades de la comunidad, sino de una evocación de la universalidad de la Iglesia extendida por todo el orbe» (Directorio, 89). De todos modos, no se puede olvidar que la oblación se hace «en favor de sus miembros (de la Iglesia) vivos y difuntos» (OGMR, 55, g.), y de los no creyentes (cfr. Plegaria Eucarística III). Proclamar la doxología con el sacerdote. «Reconociendo en Cristo el único Sacerdote y mediador, es muy importante y oportuno que se destaque especialmente este momento litúrgico que concluye la gran Oración Eucarística (...). En muchas partes, toda la Asamblea acompaña abusivamente al sacerdote pronunciando la Doxología en voz alta. Esto viene del hecho de que en la concelebración, los sacerdotes
b") La Plegaria Eucarística Plegarias eucarísticas no aprobadas. «Repetidas veces la Santa Sede ha insistido: "Úsense únicamente las Plegarias Eucarísticas incluidas en el Misal Romano o legítimamente admitidas por la Sede Apostólica. Es un gravísimo abuso modificar las Plegarias Eucarísticas aprobadas por la Iglesia o adoptar otras compuestas privadamente". «Recuérdese la "lex orandi, lex credendi". Nadie puede disponer a su antojo de lo que pertenece al Pueblo de Dios; sería caer de nuevo en un "clericalismo" arcaico, el imponer a una asamblea contestar con un Amén a composiciones de sacerdotes o laicos, pese a su fama de santidad, capacidad teológica o intuición pastoral de que gocen» (Directorio, 82). Uso sistemático de la Plegaria II: «Utilizar en forma corriente y sistemática la Plegaría II, sería privar a la Comunidad de una proclamación más clara del misterio eucarístico. En efecto, esta Plegaria es un resumen muy sintético de la teología y celebración del misterio eucarístico, y, como toda síntesis, no puede resaltar suficientemente todo el contenido de las verdades que incluye» (Directorio, 84). Recitar oraciones o ejecutar cantos. «Durante la Plegaria Eucarística no se deben recitar oraciones o ejecutar cantos. Al proclamar la Plegaria Eucarística, el sacerdote pronuncia claramente el texto, de manera que facilite a los fieles la comprensión y favorezca la formación de una verdadera Asamblea, compenetrada toda ella en la celebración del memorial del Señor"» (Inestimabile donum, 6; Directorio, 84). Tocar el órgano. «La música de órgano y de otros instrumentos durante la Plegaria Eucarística es un abuso que se vuelve a introducir y que parecía ya superado. El sentimentalismo debe desaparecer frente a la importancia de la Plegaria Eucarística escuchada en silencio. Lo que sí se recomienda es que el sacerdote cante el Prefacio, anamnesis, 404
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concelebrantes la pronuncian todos juntos en voz alta (...). Esta Doxología corresponde por entero, y sólo al sacerdote» (Directorio, 90). Intercalar elementos de un Plegaria en otra. «Cada anáfora forma un conjunto bien unificado, con características particulares y estilo definido. Sería un error intercalar partes de otra anáfora dentro de la que se ha escogido. Resultaría una mezcla híbrida que desfigura y rompe la unidad de la Plegaria Eucaristía» (Directorio, 91). La epíclesis preconsecratoria en la concelebración. «Durante la Epíclesis (preconsecratoria) los concelebrantes deben mantener el gesto consagratorio (las manos extendidas con la palma hacia abajo), hasta el final de la Epíclesis, y no sólo hasta que el celebrante principal las junta para trazar la Cruz sobre el Pan y el Vino» (Directorio, 131). Por otra parte, «durante las palabras de la Consagración, todos los concelebrantes extienden una sola mano hacia el Pan y el Cáliz. Se inclinan profundamente durante la genuflexión del celebrante principal» (Directorio, 132). c") Ritos de comunión Padre Nuestro en la concelebración. «Durante el Padre Nuestro, todos los concelebrantes extienden las manos como el celebrante principal» (Directorio, 136). En cambio, «no está previsto o señalado ningún gesto que deba realizar la Asamblea para acompañar la recitación del Padre Nuestro» (Directorio, 96). Rito de la paz. «El gesto puede ser: apretón de manos, inclinación de cabeza, abrazo. No es un gesto de felicitación (ni siquiera en las ordenaciones), sino de comunión. Se puede decir al darla: "La paz contigo" (Directorio, 99-2). «Sería preferible no cantar nada durante el rito de la paz. Pero si hay algún canto, éste no debe reemplazar al "Cordero de Dios" que acompaña el rito de la "Fracción del Pan" y de la "Inmixtión" y que tiene un simbolismo muy rico de "unidad de toda la Iglesia en un mismo Pan compartido y en un mismo Cáliz"». «Tampoco se debe prolongar el canto de la paz y el saludo, con el peligro de romper el equilibrio de los gestos. De 406
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hecho, el "Cordero de Dios" es un canto sacrificial que da sentido al gesto de Jesús, que partió el pan diciendo: "Tomad y comed... bebed todos de él"» (Directorio, 100, 1-2). «Además, el que preside debe esperar a que hayan terminado todos de darse la paz, para iniciar el rito de la "Fracción" e "Inmixtión"» (Directorio, 100-3). Tomar directamente la comunión. «La comunión se entrega: "es un don del Señor que se ofrece a los fieles por medio del ministro autorizado para ello. No se admite que los fieles tomen por sí mismos el pan consagrado y el cáliz sagrado; y mucho menos, que se lo hagan pasar de uno a otro" (Inestimabile donum, 9). El "autoservicio" es un abuso y una forma de clericalismo, ya que se obliga a todos a comulgar en la mano; la Iglesia respeta la sensibilidad de cada uno. Además, imita el gesto del Señor: "se lo dio, diciendo, tomad..." (Directorio, 108). Reemplazar al ministro de la comunión. «La Inestimabile domum (n. 10) insiste en que el ministro extraordinario sólo puede distribuir la comunión: cuando falta el sacerdote, el diácono o el acólito; cuando el sacerdote está impedido por enfermedad o edad avanzada o cuando el número de los fieles que se acercan a comulgar es tan grande que la celebración misma de la Misa se prolongaría demasiado» (Directorio, 109). d") Rito conclusivo Podemos ir en paz. Esta expresión es incorrecta, puesto que el imperativo plural en primera persona es: "Vayamos en paz". Pero no son razones gramaticales las que impiden usar esa frase, sino argumentos teológicos: «La fórmula "Podéis ir en paz" es una "misión" (Directorio, 117). Es el lazo por el que el ministro remite a los participantes en la Eucaristía a realizar en su vida cotidiana lo que han celebrado en los sagrados ritos. Despedida de los concelebrantes. «Antes de retirarse del altar, le hacen la debida reverencia. El celebrante principal lo venera también besándolo como de costumbre» (OGMR, 208). 407
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11. La concelebración eucarística A) Naturaleza La concelebración —que etimológicamente significa obrar en unión de o junto con otros—puede tomarse en sentio amplio, restringido y estricto. En el primer caso se aplica al culto cristiano, cuya naturaleza, esencialmente comunitaria, exige que sea realizado por todos los cristianos. Entendida así, la concelebración hunde sus raíces en el sacerdocio común y es predicable de todos los bautizados que participan en una acción litúrgica eclesial, vg., el rezo del Oficio Divino. En sentido más restringido se refiere a la concelebración sacerdotal es decir, la que únicamente pueden realizar quienes han recibido el sacramento del Orden, sea en plenitud sea en grado subordinado; vg. una consagración episcopal o la celebración sacramental penitencial del rito B. En sentido estricto se aplica a la celebración eucarística episcopal, presbiteral o mixta. Hasta 1956, los estudiosos distinguían entre celebración sacramental o ceremonial, hablada o silenciosa, explícita o implícita, según la nomenclatura de los diversos autores. Esta distinción tenía carácter funcional, pues pretendía explicar ios testimonios de los cuatro o cinco primeros siglos relativos a la concelebración eucarística. Desde 1957 la Iglesia entiende como tal la que es sacramental, es decir, aquella en la que todos los concelebrantes pronuncian conjuntamente, al menos, las palabras consecratorias sobre el pan y el vino74. B) Evolución histórica a) Hasta el siglo VI Todos los autores admiten la práctica de la concelebración, tanto en Oriente como en Occidente, desde el siglo V ó VI. En cuanto a los siglos precedentes no hay unanimidad, pues mientras la mayoría se pronuncia en sentido afirmativo, algunos no sólo niegan su existencia sino que la consideran contraria al sentido comunitario y jerárquico de la Eucaristía75. 408
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Los autores favorables a la concelebración durante los primeros siglos aducen, sobre todo, estos tres argumentos: era un modo de expresar la comunión en la misma fe y en la misma autoridad; servía para testimoniar el honor que se dispensaba a un obispo o sacerdote, peregrino o extranjero; y era un signo por el que la comunidad cristiana conocía si un obispo o un presbítero estaban excomulgados, pues a éstos se les excluía de la concelebración. Sin embargo, estos autores coinciden en afirmar que la concelebración de los primeros siglos era un acto extraordinario, solemne y público, para el cual se exigía habitualmente la presencia del obispo o de su delegado; de suerte que una concelebración diaria con sólo sacerdoes, como se ha practicado en Oriente durante siglos y se practica ahora en la Iglesia Latina, no pertenece a la tradición primitiva; más aún, puede considerarse como una paradoja litúrgica. Afirman, también, que el ritual primitivo difiere del descrito en el Ordo Romanus Illy el de San Amando (Ordo R. IV) y, más todavía, del de los Pontificales Romanos. b) Desde el siglo VI hasta la Alta Edad Media La duda sobre la existencia de la concelebración se refiere exclusivamente a los cinco primeros siglos, pues el testimonio del Ordo Romanus ///(siglo VII-VIII), que recoge la liturgia del tiempo de San Gregorio, no puede ser más explícito. En efecto, este Ordo dice que cuando el Papa se acerca al altar, los cardenales presbíteros se colocan a su derecha y a su izquierda y pronuncian todo el Canon juntamente con él, aunque procurando que se oiga bien la voz del Pontífice. Así se concelebraba en Roma en las cuatro grandes festividades del año: Navidad, Pascua, Pentecostés y San Pedro 76. Duchesne piensa que la concelebración se practicaba en todas las misas estacionales, y que sólo después del siglo IV se fija en cuatro u ocho solemnidades mayores 77 . Este autor y Dom Botte creen que el Ordo Romanus III no es el primer testimonio explícito de la concelebración de la Liturgia Romana sino un testimonio que atestigua su evolución. Durante la Edad Media, algunas catedrales practicaron 409
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la concelebración el día de Jueves Santo; incluso algunas iglesias galas, como las de París, Orleáns, Chartres, etc., continuaron haciéndolo hasta el siglo XVII y la de Lyón hasta nuestros días. c) Desaparición Santo Tomás conoció, admitió y justificó la concelebración 78. Sin embargo, los escolásticos posteriores la impugnaron por razones teológicas, llegando incluso a negar que hubiera existido durante algún tiempo en la Iglesia. Cayetano, por ejemplo, decía que, caso de no sustituirla completamente, los sacerdotes no debían pronunciar las palabras consecratorias para no hacer inútil la consagración del obispo79. Esta actitud contribuyó a la desaparición progresiva de la concelebración en la Iglesia Latina, la cual terminó por reservarla a las misas de consagración episcopal y ordenación presbiteral. La primera apareció en el siglo XII y la segunda en el siglo XIII; pero ninguna de las dos contiene el ritual puro y auténtico de los orígenes80. d) El Concilio Vaticano LT La Comisión Preparatoria del Concilio, que conocía la historia de la concelebración en Occidente y la praxis ininterrumpida de la misma en Oriente, propugnaba que el Concilio extendiera la concelebración a otras circunstancias que no fueran las misas de consagración y ordenación, argumentando que así se mostraba más claramente la unidad del sacerdocio y de la Iglesia, se favorecía la piedad de los sacerdotes y se evitaban ciertas dificultades prácticas 81 . De hecho, el esquema sobre liturgia que se entregó a los Padres Conciliares, hablaba de ampliar el número de casos (n. 44) y el número de concelebrantes (n. 45) y de variar el rito (n. 46)82. Durante la discusión del esquema, los Padres sinodales repitieron y completaron los argumentos teológico-pastorales de la Comisión Preparatoria. Las principales razones teológicas que esgrimieron fueron éstas: la concelebración expresa mejor: a) que la Eucaristía es centro y símbolo de la 410
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unidad de la Iglesia y del sacerdocio; b) la índole comunitaria del Sacrificio Eucarístico; c) el carácter colegial y ministerial del sacerdocio; d) la íntima naturaleza del sacramento del Orden y los vínculos fraternales de los sacerdotes entre sí y filiales respecto a su Obispo; e) el misterio de la unidad cristiana y f) la unión entre el clero y los fieles en torno a un mismo altar y celebrando un solo sacrificio83. Los Padres añadieron otras razones de orden litúrgicopastoral Según ellos, la concelebración a) contribuiría a la dignificación de la celebración eucarística; b) haría particularmente vivo a los sacerdotes el recuerdo de su ordenación; y c) sería un estímulo para la misma piedad sacerdotal, un ejemplo de especial valor para los fieles y un poderoso vínculo de unión entre la Iglesia Oriental y Occidental84. Las intervenciones de los Padres reflejan el ambiente litúrgico preconciliar, que giraba en torno a lo que se ha llamado escuela alemana y escuela francesa. La primera, representada por la corriente del Instituto Litúrgico de Tréveris, era de tendencia restrictiva; la segunda, polarizada en torno al Centro de Pastoral Litúrgica de París, abogada por una concelebrción frecuente. El texto definitivo salió mejorado en lo relativo a la naturaleza y extensión de la concelebración, pues incorporó equilibradamente los deseos de la mayoría y los temores de la minoría. Así lo demuestra la lectura del n. 57 de la Constitución Sacrosansctum Concilium. Los principios que ahí se establecen son los siguientes: a) la concelebración, fuera de los casos que establece el nuevo Pontifical, no será nunca obligatoria; b) excepto en los casos de derecho común, tendrá que realizarse con licencia del ordinario; y c) cada sacerdote tiene la libertad de concelebrar o celebrar individualmente con tal de que lo haga en otro momento de la concelebración, si celebra en la misma iglesia, y que no sea Jueves Santo, pues en este día se prohiben las misas sin pueblo. El Concilio especificó también los casos concretos en que está permitida la concelebración así como la autoridad episcopal o religiosa que puede permitirla. Comparando el texto conciliar con la tradición se advierte que el Concilio no se apoyó en razones históricas sino teo411
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lógicas y pastorales, pues la concelebración cotidiana de los Orientales con solos presbíteros, o cualquiera otra forma de concelebración privada que, de alguna manera, sea un sustitutivo de las llamadas «Misas privadas», no encuentra ningún apoyo en la primitiva tradición litúrgica eclesial.
pastoral —que requiere o exige la celebración individual—, en el segundo ratifica el derecho vigente sobre los casos en que se puede celebrar varias veces en el mismo día.
e) El período posconciliar Después del Concilio Vaticano II la Santa Sede ha publicado diversos documentos relativos a la concelebración, entre los cuales tienen especial importancia los siguientes: el Ritus servandus in concelebratione missae (1965), la Instrucción Eucharisticum mysterium (1967), la Instrucción General del Misal Romano (1969), y la Declaración sobre la concelebración (1972). Estos documentos justifican, teológica y pastoralmente, la concelebración, regulan su disciplina y, en algún caso, determinan el rito que debe observarse. Desde el punto de vista teológico-pastoral subrayan que la concelebración manifiesta: a) la unidad del sacerdocio, del sacrificio, de la Iglesia y del presbiterio diocesano; b) la comunión entre el obispo y su presbiterio; y c) la importancia que tiene en la vida del obispo y del presbítero, y en la celebración eucarística de las comunidades religiosas. Los aspectos disciplinares más importantes están contenidos en la OGMR y en la Declaración de 1972. En la OGMR se indican los casos en que está permitida (n. 153), la importancia de la concelebración del obispo con sus sacerdotes (n. 157), los casos en los que se puede concelebrar varias veces en el mismo día (n. 158), ciertas normas rituales que deben tenerse en cuenta (156, 159, 160) y la autoridad competente (n. 155). Por su parte, la Declaración contempla la posibilidad de concelebrar cuando ya se ha celebrado (n. 2 y 3) y ratifica la libertad que goza cada sacerdote para celebrar individualmente (n. 3-c). «La Misa concelebrada se ordena, en cualquiera de sus formas, según las normas de la Misa celebrada individualmente» (OGMR, 159) y lo prescrito en la OGMR (166-208). El nuevo código .dedica los ce. 902 y 905, 1 a esta cuestión. En el primer caso no pone más límites que la utilidad 412
C) Teología y pastoral de la concelebración La concelebración eucarística presupone unas realidades teológicas muy profundas, de las cuales depende que sea entendida convenientemente o de modo erróneo. Dichas realidades son las siguientes: 1) toda Misa, con o sin pueblo, celebrada o concelebrada, es un acto de Cristo Sacerdote y de su Esposa la Iglesia y, por ello, también una realidad esencialmente universal y comunitaria; 2) entre la Misa y el sacrificio redentor de la Cruz existe identidad no sólo específica sino numérica, lo que supone que no hay muchos sacrificios sino muchas presencias del mismo sacrificio; 3) tanto el obispo como el presbítero participan sacramentalmente del sacerdocio ministerial de Jesucristo, en plenitud o en grado subordinado. Como ese sacerdocio es único, existe entre ambos una unidad sacramental; 4) «la misma unidad de consagración y misión de todos los presbíteros requiere su comunión jerárquica con el orden de los obispos, que de vez en cuando ponen de manifiesto en la concelebración litúrgica» (PO, 7). La concelebración no se sitúa en el orden del ser sino del signo de esas realidades; por lo cual, no las crea sino que las manifiesta. ¿Cómo se verifica esa manifestación significante? Parece claro que una concelebración en la que participa el pueblo, manifiesta la unidad del sacerdocio, del sacrificio y del Pueblo de Dios, puesto que a nivel de signo deja percibir que si todos los sacerdotes concelebrantes realizan un único sacrificio es porque existe un solo sacrificio y un único sacerdocio; y si la comunidad cristiana se congrega en torno a ese sacrificio, que es el de Cristo Cabeza, es porque esa comunidad está unida entre sí y con la Cabeza. Estas realidades aparecen particularmente claras en el caso de los excomulgados o de los catecúmenos, quienes por ser miembros separados de la Iglesia o miembros meramente potenciales no pueden participar en la concelebración, sea a nivel sacerdotal o de simple fiel. 413
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Cuando la concelebración está presidida por el obispo de la iglesia local, sea que tenga lugar en la iglesia madre —la catedral— o en cualquiera de las legítimas comunidades cristianas eucarísticas, manifiesta la unidad de los sacerdotes entre sí, la comunión jerárquica con su obispo y la capitalidad de éste respecto a la iglesia local, puesto que la Eucaristía es el centro no sólo de la Iglesia universal sino de la iglesia local. Queda también patente la comunión del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común, así como la dimensión de servicio del primero con relación al segundo. En el caso en que la concelebración tenga lugar sin la presencia del pueblo y la participación del obispo propio, queda muy subrayada la unidad de sacerdocio y de sacrificio así como las exigencias de unidad y fraternidad sacerdotales. La concelebración puede ayudar a los sacerdotes en el campo ascético y pastoral. A través de ella, en efecto, deben actualizar la conciencia de su participación en el único sacerdocio de Cristo, de su corresponsabilidd en una misma y única misión y, en consecuencia, ahondar en el compromiso que tienen contraído por su sacerdocio de vivir y fomentar la unidd, la ayuda fraterna en todos los aspectos y la mutua colaboración, no obstante la separación física, el propio encargo apostólico y la legítima libertad en los planteamientos pastorales. Si concelebran el obispo y cierto número de presbíteros, el obispo puede sentir especialmente iluminada su paternidad y profundizar en lo que implica tener a los presbíteros como necesarios y próvidos colaboradores. Por su parte, los sacerdotes pueden comprender mejor su obligación de querer al obispo como a Padre, y obedecerle y secundarle como a Pastor supremo de una porción concreta del Pueblo de Dios. De ese modo saldrá reformada tanto la visión universalista de su sacerdocio como la naturaleza e implicaciones de la comunión jerárquica. Por lo que respecta a los fieles, la concelebración se convierte en una epifanía de la estructura jerárquica de la Iglesia, puesto que cada miembro aparece según el lugar que ocupa en la Iglesia: el Obispo, como Jefe y supremo Pastor de la Iglesia local; los presbíteros, como sus colabordores; los
mimistros, en sus funciones propias; y el Pueblo de Dios en su íntima comunión y acción. De otro lado, la concelebracíón es un estímulo para la unión y colaboración tanto de los fieles entre sí como con el obispo y su presbiterio, aunque desde su condición laical y fidelidad a la propia vocación o carisma.
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V. LA EUCARISTÍA VENERADA La celebración eucarística es fuente, cima y centro de toda la actividad eclesial y de la entera vida cristiana, tanto individual como comunitaria; puesto que es la actualización sacramental del misterio pascual. Ahora bien, la celebración eucarística no agota todas las virtualidades de la Eucaristía, puesto que ésta es inseparablemente «sacrmento-sacrificio, sacramento-comunión, sacramento-pesencia» (RH, 20). San Agustín captó ya este sentido totalizante y lo expresó en una fórmula llena de expresividad y vigor teológico: «(La Eucaristía) no debe dejar de ser adorada por el hecho de haber sido instituida para ser comida»85. Esta fórmula, sin embargo, no es original en su contenido, puesto que el obispo de Hipona expresaba la fe de la Iglesia desde sus mismos orígenes. Más tarde, su contenido sería repetido sin cesar por los teólogos y demás tratadistas de la Eucarisatía, vivido por el pueblo cristiano, sancionado solemnemente por el Concilio Tridentino (Ses. XUI), enseñado ininterrumpidamente por el Magisterio de la Iglesia y creído por pastores y fieles. Esta verdad ha encontrado una acogida muy favorable en el Concilio Vaticano II (cfr. vg. PO, 5), y en los documentos posconciliares relativos a la reforma litúrgica de la Eucaristía. Baste citar, a título de ejemplo, unas palabras de la instrucción Eucharisticum Mysterium (n. 59), recogidas posteriormente en las «Observaciones generales previas» del Ritual de la Sagrda Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa (n. 3): «Nadie debe dudar que los cristianos tributan a este santísimo sacramento, al venerarlo, el culto de latría, que se debe a Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada en la Iglesia católica». 415
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Juan Pablo II no ha dudado en afirmar que «la animación y el rebustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto y de la que es el punto central» (Carta a los obispos de la Iglesia —24.11.1980— n. 3 in fine), y que «no es lícito ni en el pensamiento, ni en la vida, ni en la acción quitar a este Sacramento su dimensión plena, y su significado esencial» (RH, 20). El Ritual antes citado ratifica estos postulados, al afirmar que «se recomienda con empeño la devoción privada y pública a la Santísima Eucaristía, aun fuera de la Misa, de acuerdo con las normas establecidas por la Iglesia», ya que «la piedad que impulsa a los fieles a adorar a la santa Eucaristía los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual» (n. 79). Entre las diversas formas de veneración a la Eucaristía fuera de la celebración podemos destacar las siguientes: la reserva, la exposición, las procesiones y los congresos eucarísticos.
oratorio para recibir el Viático. Sin embargo, sólo a partir del siglo noveno se generaliza la reserva de la Eucaristía en las iglesias, pasando a ser excepción reservarla en las casas. Un caso de estas excepciones tenía lugar con las vírgenes recién consagradas, a las que se permitía guardar la Eucaristía de la Misa de su Bendición, para que las autoconsumieran en los días siguientes. En cuanto al lugar concreto no hubo una praxis uniforme. En Roma y en Milán se guardaban al principio en las sacristías (sacrarium); en Francia y Alemania se depositaban encima del altar; en Italia y otros lugares, en sagrarios murales. En Renania se colocaban las Sagradas Especies en palomas suspendidas delante del altar. Al profundizarse en la presencia real y en el respeto a la Eucarisatía, se evoluciona hacia tabernáculos inamovibles, fijados encima del altar, convirtiéndose en praxis normal durante el siglo XVI. En esta evolución influyó mucho el IV Concilio de Letrán, que, al prescribir guardar la Eucaristía bajo llave, provocó en Francia la generalización de los tabernáculos móviles. Durante los siglos XVI-XX se impone, poco a poco, la práctica de colocar el tabernáculo sobre el altar mayor de la iglesia; haciéndose obligatorio a finales del siglo XLX. El Código de Derecho Canónico de 1917 estableció la norma de que «se custodie en el lugar más importante y noble de la iglesia, y por tanto, como regla general, en el altar mayor» (c. 1268). De acuerdo con el Coeremoniale Episcoporum, prescribía también que en las iglesias catedrales existiera un sagrario fuera del altar mayor (c. 1268, 3), y en las iglesias colegiatas o conventuales, donde las funciones se celebran en el altar mayor, la Eucaristía debía reservarse en otro altar (Ibidem). En los santuarios que contienen reliquias en el altar mayor, la Eucaristía se reservaría en otro altar (c. 1265). La doctrina de la instrucción Eucharisticum Mysterium (nn. 52-57) y de la OGMR (n. 277) está recogida en las «Observaciones generales previas» del Ritual de la Comunión y del culto eucarístico fuera de la Misa, donde se determina lo siguiente: a) «El lugar en que se guarda la Santísima Eucaristía sea
1. La reserva eucarística A) El hecho Durante los siglos I-IV la Sagrada Eucaristía se reservaba en las casas particulares 86 , para posibilitar o facilitar, especialmente en los períodos más violentos de las persecuciones, la comunión diaria y por viático. Esta "reserva domiciliaria", atestiguada por Tertuliano 87 y San Agustín88, entre otros, obedece a varias concausas, si bien la causa principal radica en el hecho de que no se celebraba todos los días la Sagrada Eucaristía. Los Pastores exhortaban vehementemente a los fieles a conservar con gran cuidado las Sagradas Especies89; los fieles, por su parte, eran conscientes de que pecaban si, por ejemplo, dejaban caer algunas partículas por negligencia90. Junto a la "reserva domiciliaria" coexistió, desde muy antiguo, la reserva en lugares específicos de culto 91 . San Benito, por ejemplo, antes de morir mandó que le llevaran a su 416
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verdaderamente destacado» y «apto para la adoración y oración privada» (n. 9, 1). b) «La Sagrada Eucaristía se reservará en un sagrario sólido, no transparente e inviolable. De ordinario, en cada iglesia haya un solo sagrario, colocado sobre un altar, o, a juicio del Ordinario del lugar, fuera de un altar, pero en alguna parte de la iglesia que sea noble y esté debidamente adornada» (10, 1). c) «La llave del sagrario (...) debe estar guardada diligentísimamente por el sacerdote» (10, 2). d) «La presencia real se indique por el conopeo, o por otro medio determinado por la autoridad competente y arda una lámpara de cera o aceite» (n. 11). El Código de Derecho Canónico vigente repite sustancialmente estas disposiciones y parte de las anteriores. Concretamente, prescribe lo siguiente: a) «Habitualmente, la Santísima Eucaristía estará reservada en un solo sagrario de la iglesia u oratorio» (c. 938, 1). b) «El sagrario en el que se reserva la Santísima Eucaristía ha de estar colocado en una parte noble de la iglesia u oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente adornada, y apropiada para la oración» (c. 938, 2). c) «El sagrario en el que se reserva habitualmente la Sagrada Eucaristía debe ser inamovible, hecho de materia sólida no transparente, y cerrado de manera que se evite al máximo el peligro de profanación (c. 938, 3). d) «Por causa grave, se puede reservar la Santísima Eucaristía en otro lugar digno y más seguro, sobre todo durante la noche» (c. 938, 4). e) «Quien cuida de la iglesia u oratorio ha de proveer a que se guarde con la mayor diligencia la llave del sagrario en el que está reservada la Santísima Eucaristía» (c. 838, 5). f) «Ante el sagrario en el que está reservada la Santísima Eucaristía ha de lucir constantemente una lámpara especial, con la que se indique y honre la presencia de Cristo» (c. 940). El Código determina también de modo tajante que «a nadie le está permitido conservar en su casa la Santísima Eucaristía o llevarla consigo en los viajes, a no ser que lo exija una necesidad pastoral y observando las prescripciones dadas por el Obispo diocesano» (c. 935). Pero permite que exis-
ta la reserva de la Santísima Eucaristía «en la casa de un instituto religioso o en otra casa piadosa» (c. 936). Sería una extrapolación anacrónica ver en estas disposiciones sobre la reserva Eucarística en «las casas particulares ordinarias» unas normas contrarias a las que atestiguan las fuentes más primitivas, pues las circunstancias actuales son muy distintas a las de los primeros momentos, salvo situaciones extraordinarias de alguna nación o de alguna persona, en cuyos supuestos no sería difícil armonizar las disposiciones legales con esos hechos anormales.
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B) Fines de la reserva La Sagrada Congregación de Sacramentos describía en 194992 los fines de la reserva Eucarística con estas claras palabras: «El fin primario y principal de la conservación de las Sagradas Especies en la iglesia fuera de la Misa es la administración del Viático; los fines secundarios son la distribución de la Comunión (...) y la adoración de Nuestro Señor Jesucristo, oculto bajo las especies». La encíclica Mediator Dei, por su parte, había recordado, en 1947, que «la conservación de las Sagradas Especies para los enfermos y para cuantos estuvieran en peligro de muerte, trajo consigo la laudable costumbre de adorar este celestial alimento reservado en los templos» (n. 163). Esta doctrina está recogida substancialmente en las «Observaciones previas» del Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto Eucarístico fuera de la Misa (n. 5) y en el Código vigente (c. 938, 2; 939). 2. La exposición eucarística A) Historia A partir del siglo XI, junto a la presencia dinámica de Jesucristo en las Sagradas Especies, comienza a insistirse en el realismo sacramental Las causas fueron muchas y complejas, pero parece que una de las más determinantes fue la controversia berengariana, que, al no comprender bien la noción agustiniana de sacramento, entendió la presencia de 419
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Cristo en la Eucaristía como algo meramente simbólico. Como reacción, los teólogos se introducen en un camino fundamentalmente realista, haciendo pasar a segundo plano en sus exposiciones el aspecto sacrificial de la Eucaristía. Dado que la teología siempre condiciona la pastoral, este modo de ver las cosas produjo en los fieles el afianzamiento de la fe en la presencia real y verdadera de Jesucristo en la Eucaristía. Un modo concreto de expresar esa fe consistió en el deseo de ver la Hostia para adorarla. Esta actitud, aunque trajo consigo algunas exageraciones y desviaciones, es legítima, objetivamente considerada, y, en cualquier caso, está en la base de las exposiciones y procesiones eucarísticas. El primer testimonio de la exposición es del siglo XIV (a. 1394) y se refiere a Santa Dorotea que, según su biógrafo, acudía todas las mañanas a ver la Sagrada Hostia expuesta en un ostensorio. Con ocasión de la reforma protestante, que volvía a repetir, aunque de otro modo, las posiciones de Berengario (excepto Lutero, que siempre admitió la presencia real, aunque no la transustanciación), la catequesis postridentina insistió en las definiciones de Trento, contribuyendo, de modo indirecto, al afianzamiento de la exposición, dado que los pastores veían en ella un modo sencillo y eficaz de inculcar en los fieles la confesión de fe en la presencia real y permanente de Cristo; y los fieles, un modo concreto de expresar esa fe eucarística. En este contexto es fácil entender que se multiplicasen las profesiones de fe en la presencia permanente de Jesucristo en las Sagradas Especies. Surge así en Milán, en pleno siglo XVI, la llamada Exposición de las Cuarenta horas. De ella brotarán, con toda naturalidad, la Adoración perpetua y la Adoración reparadora. Sin embargo, es durante el siglo XVII cuando las exposiciones se multiplican tanto, que ha sido llamado «el siglo de la exposición frecuente». De este momento arranca también la costumbre de exponer el Santísimo al atardecer y, sobre todo, el jueves. Pío XII, en la Mediator Dei (n. 169), alabó y recomendó la exposición frecuente. Las «Orientaciones» del Ritual actual afirman que la exposición «lleva a reconocer en ella la
maravillosa presencia de Cristo y les invita (a los fieles) a la unión de corazón con Él, que culmina en la Comunión Sacramental» (n. 82).
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B) Clases La exposición puede ser solemne o simple, breve o prolongada; ésta, a su vez, puede durar uno o varios días o ser perpetua. La exposición solemne (pública la llamaba el CIC de 1917) es la que se tiene en la custodia; simple (privada, según la antigua clasificación), la que se hace con el copón; breve, si el tiempo de adoración es corto; prolongada, si dura un tiempo más o menos largo, aunque no sea continuo (vg. la que se realiza durante las vigilias de la Adoración Nocturna o la de las Cuarenta horas); perpetua, si se tiene todos los días durante bastantes horas. En las iglesias u oratorios en los que está permitido reservar la Eucaristía, es decir: «en la Iglesia catedral, en todas las Iglesias parroquiales y en la Iglesia u Oratorio anejo a la casa de un instituto religioso o sociedad de vida apostólica, en la capilla del Obispo y, con licencia del Ordinario del lugar, en otras iglesias, oratorios y capillas» (c. 934), «se puede hacer la exposición tanto con el copón como con la custodia» (c. 941) . No se requiere ninguna causa especial, con tal de que se observen las normas prescritas en el Ritual. Es aconsejable que en esas mismas iglesias y oratorios se tenga todos los años una exposición solemne que dure un tiempo adecuado, aunque no sea continuo, para que la comunidad cristiana pueda tener ocasión de meditar con mayor profundidad sobre el misterio eucarístico y adorarlo con más detención, con tal de que se asegure una concurrencia de fieles proporcionada a su solemnidad (c. 942). Esta exposición no pretende sustituir al piadoso ejercicio de las Cuarenta horas, sino dar una nueva posibilidad para aquellas comunidades que no pueden celebrarlas. Está prohibido cualquier tipo de exposición en la misma iglesia u oratorio donde se celebra la Santa Misa. En los casos en que se tiene expuesto el Santísimo durante un tiempo prolongado, debe hacerse la reserva antes de comenzar 421
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la celebración eucarística; cuando la exposición es perpetua, bastará, por ejemplo, correr una cortinilla antes del comienzo de cada una de las misas y descorrerla una vez concluida la celebración.
Su forma expresiva es una fila larga que avanza solemne y lentamente cantando y rezando; o un cortejo con características ceremoniales para honrar a un personaje o a una realidad sagrada. Su simbolismo es múltiple. Expresa, en primer lugar, la realidad de la historia humana. Cuando se desarrolla fuera de un lugar sagrado, sirve para que los hombres se vean insertos en los lugares donde habitualmente trabajan y viven. Para los cristianos es un recuerdo de su carácter de peregrinos hacia la Patria definitiva. En el Antiguo Testamento las procesiones formaban parte de la liturgia del Templo y su voz resuena en el contenido de varios salmos, además de los graduales (119-134). Tuvieron especial relieve las del Éxodo; la del retorno del exilio —segundo éxodo—; la de la conquista de Jericó, donde el Arca de la Alianza, portada por los sacerdotes, precedía al pueblo (Gn. 6, 1-16); el traslado del Arca a Jerusalén (2 Sam. 6, 12-19); la de Nehemías, para dedicar los muros reedificados (Ne. 12, 27-43) y la de Judit (Judit 15, 12-16). En el Nuevo Testamento sólo se menciona la solemne entrada de Jesucristo en Jerusalén, que culmina en el Templo. En la vida de la Iglesia no aparecen, como es lógico, antes de la paz constantiniana. Al principio se tenían en ocasiones muy excepcionales y eran muy sobrias. Después proliferaron, aunque perdieron en calidad. Estas procesiones son de diversa índole: las que conmemoran misterios de Cristo (vg. Presentación de Jesús en el Templo, la del domingo de Ramos, la del Cirio en la Vigilia Pascual); las ocasionales (vg. con motivo del traslado de las reliquias); los cortejos fúnebres o exequiales; las que se hacen por causas de orden público (vg. una peste, el hambre, la guerra); las penitenciales (vg. algunas de Semana Santa); las estacionales de Cuaresma; las rituales o ceremoniales (las de entrada, ofertorio y comunión en la misa, la de los óleos del Jueves Santo, la de los «presantificados»; el traslado del Santísimo al monumento después de la misa In Coena Domini; la del bautisterio al altar, en la última parte del Bautismo); y las devocionales o votivas, entre las que destacan las eucarísticas y las de la Virgen. Los elementos de la procesión cristiana son éstos: 1) la
C) Ministro El ministro de la exposición puede ser ordinario o extraordinario. Es ministro ordinario de la exposición y de la bendición el sacerdote y el diácono. Es ministro extraordinario para la exposición y reserva, pero no para la bendición, el acólito, el ministro extraordinario de la sagrada comunión u otro encargado por el Ordinario del lugar. En el caso de los ministros extraordinarios, hay que atenerse a las prescripciones dadas por el Obispo diocesano (c. 943). D) Estructura Según el Ritual, las exposiciones breves se organizan de un modo muy semejante al de una celebración de la Palabra, si bien en este caso debe ser de carácter eucarístico. Por este motivo, «antes de la bendición con el Santísimo Sacramento, se debe dedicar un tiempo conveniente a la lectura de la Palabra de Dios, a los cánticos, a las preces y a la oración en silencio prolongada durante algún tiempo» (n. 89). Si se lleva a cabo una pastoral adaptada a las circunstancias de cada comunidad cristiana concreta, la exposición así realizada puede ser un eficaz instrumento de pastoral litúrgica, una gran catequesis sobre los diversos aspectos del Misterio Eucarístico y un medio excelente para que los fieles ahonden en su piedad hacia Jesús Sacramentado y terminen participando, más y mejor, en la celebración de la Misa y en la comunión sacramental.
3. Las procesiones eucarísticas A) Las procesiones en general La procesión es un rito religioso cuya extensión y significado es universal. 422
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reunión de la comunidad local en un lugar determinado; 2) la marcha, con un determinado y preestablecido orden; 3) un lugar prefijado como punto de llegada; 4) la piedad intensa, que convierte a la procesión en un momento excepcionalmente fuerte de oración; 5) un misterio cristiano que se celebra; y, a veces, la celebración de la Eucaristía. Son, pues, una síntesis bíblico-cultual, con connotaciones antropológicas, teológicas y litúrgicas.
motivos decorativos (aunque algunos piensan que era para subvenir al Papa con el Viático, en caso de que fuera necesario). Benedicto XIH, en 1727 y 1729, fue el último Papa que usó este privilegio.
B) Las procesiones eucarísticas Las procesiones eucarísticas se desarrollaron en el clima del Corpus Christi, poco después de la institución de esta solemnidad por Urbano IV, en 1264. Sin embargo, algunas aparecieron con posterioridad e independencia de esta fiesta. En primer lugar, las que tenían lugar en circunstancias gozosas para el pueblo. Para acrecentar la solemnidad, se tenía una procesión eucarística, asociada al deseo ardiente del pueblo de contemplar visualmente el Sacramento. En 1372, por ejemplo, el obispo de Brandeburgo concedió la facultad de llevar la Eucaristía en procesión en seis fiestas importantes del año litúrgico: Pascua, Pentecostés, Navidad, la Dedicación de la Iglesia, Todos los Santos y el Corpus Christi. La coronación de los reyes y reinas, las victorias sobre los enemigos y algunos sucesos de menor importancia (vg. el éxito en la fundición de la campana mayor de una catedral), se conmemoraban con una procesión eucarística. En Alemania e Inglaterra fueron frecuentes tales procesiones cuando una carestía, una peste, o alguna necesidad pública se cernía sobre el país. En algunos lugares se introdujo la costumbre de bendecir los campos con el Santísimo, que había sido llevado en procesión (ya en el siglo XIII). Fue muy frecuente que el sacerdote saliese, acompañado de su pueblo con el Santísimo en el copón, cuando amenazaba algún temporal, haciendo la señal de la cruz en las cuatro direcciones. Por último, hay que recordar la costumbre introducida en el ceremonial de los viajes papales. Un caballo blanco servía como de custodia para llevar el Sacramento. Parece que fue introducida esta costumbre a finales del siglo XIV por 424
C) Congresos eucarísticos El siglo XIX suele designarse como «siglo de la Eucaristía», debido a que durante él arraigó en el pueblo fiel y en las asociaciones un gran fervor eucarístico; y, sobre todo, a que durante ese siglo surgieron instituciones eucarísticas muy variadas, como la Adoración Nocturna (a. 1848), innumerables Congregaciones Religiosas polarizadas en torno al Misterio Eucarístico, y los Congresos eucarísticos, máximo exponente en solemnidad del culto a la Eucarisatía. La fundación de los Congresos eucarísticos va unida a nombres tan ilustres como San Pedro Julián Eymard, los Monseñores Segur y Mermillod y la Srta. Tamisier. Esta última fue, sin embargo, la gran propagandista de los Congresos eucarísticos, logrando intensificar, no sólo en Francia, sino también en Bélgica y Holanda, el apostolado del culto a la Eucaristía. Apoyada por Mons. Segur, en 1874 consiguió organizar una magna peregrinación al santuario de los «Padres grises», cerca de Avignon en cuya capilla estaba expuesto el Santísimo desde hacía varios siglos. El esfuerzo de Tamisier y colaboradores no fue estéril, pues León XHI aprobó el proyecto de celebrar en Lille (a. 1881) un Congreso Eucarístico. Después vendrían tres más en Francia, dos en Bélgica y uno en Suiza. El octavo, celebrado en Jerusalén, rebasó los límites del viejo continente. La institución fue consolidándose en calidad y universalidad. Así, en 1910 se celebró uno en América (Montreal); en 1928 otro en Australia (Sidney); y en 1964 otro en Bombay (India). El primero celebrado en España tuvo lugar el año 1911, fecha en la que ya habían comenzado a celebrarse los Congresos Nacionales. Tanto los Nacionales como los Internacionales, tienen tres elementos fundamentales: a) los actos litúrgicos y religiosos (misas, comuniones, adoraciones, procesiones públicas, vigilias de más o menos duración, etc.; b) los actos cul425
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tuales (estudios dogmáticos, litúrgicos, históricos, etc., sobre la Eucaristía); y c) los actos publicitarios (asambleas, exposiciones, etc.), destinados a dar a conocer la Iglesia Católica. Aunque todos los Congresos Internacionales han tenido la finalidad común de manifestar, acrecentar y propagar la vida católica en todo el mundo mediante el culto a la Sagrada Eucaristía, sin embargo cada uno de ellos ha tenido un sello específico. El de Montreal será difícil de superar en solemnidad; los celebrados en Holanda e Inglaterra destacaron el aspecto ecuménico; los de Bombay y Bogotá tuvieron un marcado acento social. Merece especial mención el celebrado en Roma en 1905, porque significó ya el fruto maduro de ese «siglo de la Eucaristía», con la promoción de la comunión frecuente llevada a cabo por San Pío X. Los frutos de estos Congresos han sido múltiples; pero ocupa el primer lugar el incremento de la piedad y devoción eucarística de los fieles; pues su asistencia masiva a los actos celebrados durante los Congresos ha sido el mejor cauce para manifestar, interiorizar y potenciar la fe en la Eucaristía. La reforma litúrgica promovida por el Vaticano II ha dado el espaldarazo definitivo a los Congresos Eucarísticos, según se desprende del Ritual del Culto Eucarístico fuera de la Misa, donde se les contempla tanto en su naturaleza como en su preparación y celebración. Según el Ritual citado, los Congresos Eucarísticos son «una "statio" (se entiende eucarística) a la cual (...) una Iglesia local invita a otras Iglesias de la región o de la nación o aun de todo el mundo, para que todos juntos reconozcan más plenamente el misterio de la Eucarisatía bajo algún aspecto particular y lo veneren públicamente con el vínculo de la caridad y de la unión», convirtiéndose así en «verdadero signo de fe y de caridad» (RE, n. 109). Para lograr la mayor eficacia posible, conviene que sean bien preparados, a base de potenciar la catequesis sobre la Eucaristía, la participación litúrgica y las obras sociales, tanto asistenciales como de promoción humana (RE, n. 111). La celebración del Congreso deberá atenerse a los siguientes criterios: a) la centralidad de la Sagrada Eucaris-
tía; b) el estudio científico del tema elegido y sus derivaciones prácticas; c) la adoración prolongada de la Sagrada Eucaristía, tanto a nivel personal como comunitario; y d) la celebración de una procesión pública, a tenor de lo dispuesto para las procesiones eucarísticas (RE, n. 112).
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Capítulo IV EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA 1. La penitencia en el AT A) Realidad y naturaleza del pecado En la Sagrada Escritura se trata constantemente del pecado, de sus causas y de sus efectos. Entre todos los relatos del AT, el de la caída, con que se abre la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza de extraordinaria riqueza. Desde aquí hay que proceder. El pecado de Adán es ante todo una desobediencia a Dios en su aspecto externo, pero en el fondo de su corazón es una rebeldía con respecto a Dios, a quien quiere suplantar. Desea ponerse en lugar de Dios, para decidir entre el bien y el mal. Desconfía de Dios a quien considera como a un rival. La misma noción de Dios queda trastornada. El pecado antes de provocar el gesto del hombre, ha corrompido su corazón. No es posible concebir perversión ni trastorno más radical ni extrañarse de que acarree consecuencias tan graves. El capítulo 3 del Génesis es una de las páginas más tristes de la literatura bíblica y de toda la humanidad. Como el pecado marcó los orígenes de la historia de la humanidad, marca también el de la historia de Israel. Desde su origen revive éste el drama de Adán, al mismo tiempo que aprende por su propia experiencia y nos enseña lo que es el pecado. Son dos los hechos principales que nos muestran el pecado de Israel: la adoración del becerro de oro y el de su concupiscencia por preferir al alimento distribuido milagrosamente por Dios un alimento de su propio gusto. Esto nos muestra que el pecado es esencialmente una 429
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realidad religiosa, que toca a la relación de la persona con Dios; es una repulsa y una ofensa a Dios, como Creador y Salvador. Repulsa que puede describirse como la actitud de una persona que no desea verse determinada en su existencia por su relación con Dios como Creador, como Salvador, como Aquel que le invita a una alianza, como el Amor que lo invita a la comunión de amistad con El y con los demás hombres. Es un rechazo del amor de Dios que le dio la existencia y lo mantiene en ella y le concede su amistad con El, que, en definitiva, es el mejor don que el hombre pueda desear.
paz prometido por Dios a los hombres como incluido en su ofrecimiento de Alianza y definitivamente inaugurado por el advenimiento de Cristo. Por eso mismo, el pecado como repulsa de la alianza, como «no» del hombre al proyecto y a la llamada divina, como repulsa de la comunión y del amor de Dios, como desconfianza en la promesa divina, es también necesariamente repulsa de la comunión con los demás hombres, negativa a construir juntamente con ellos el porvenir prometido por Dios, oposición a la construcción del reino de Cristo en sus dimensiones personal y social.
B) Llamada profética a la conversión La predicación de los profetas consiste en gran parte en denunciar el pecado de los regidores del pueblo de Dios y del mismo pueblo. De ahí las enumeraciones de pecados, tan frecuentes en la literatura profética, de ordinario con referencia más o menos directa al Decálogo y que se multiplican con la literatura sapiencial. El pecado viene a ser una realidad sumamente concreta, y así nos enteramos de lo que es engendrado por el abandono de Yahvé: violencias, rapiñas, juicios inicuos, homicidios, mentiras, adulterios, perjurios, usuras, derechos atropellados, multitud de desórdenes sociales. Los profetas, al recordar al pueblo que debían mostrarse fieles a la Alianza, denuncian y condenan al mismo tiempo tanto las idolatrías como las injusticias que se dan en el pueblo. Anuncian con energía que Dios abomina de un culto, por muy espléndido que sea, que es superficial y formalista, por no ir acompañado del ejercicio de la justicia y del respeto a los demás hombres. El pecado no sólo hiere a Dios, sino también a aquellos a quienes Dios ama. Dios se ha constituido garante de todos los derechos de la persona humana. (Son bien expresivos estos lugares de los Profetas: Is. 1, 14-17; 10, 1-4; 58, 3-14; 59, 1-9; Jer. 5, 23-27; 7, 3-11; 21, 11-12; 22, 1-5.13-17; Ez. 18, 5-17; 21, 1-16; 33, 14-16; 33, 14-16; Am. 2, 6-8; Os. 4, 1-3; 6, 1-9, etc.). Por consiguiente, la fidelidad a la Alianza es amor a Dios y amor a los demás hombres, es compromiso por la construcción de aquel reino de verdad, de justicia, de amor y de 430
C) Celebraciones penitenciales en Israel Fácilmente se advierte una doble orientación en el complejo penitencial de Israel: una, que se ha denominado cúltica-ritual, en la que el dolor viene provocado por las desgracias, principalmente populares, con manifestaciones aparatosas de llanto, de oraciones colectivas, posiblemente con alguna liturgia penitencial, en que los hombres y mujeres —y en algún caso hasta los mismos animales— ayunan, se cubren de saco y de ceniza; y otra, en que se hace confesión pública de los pecados, clamando a Dios por el perdón que llega con el cese de la calamidad epidémica. Probablemente también se ofrecían sacrificios de holocaustos, aunque esto no aparece claramente sino el Día de la Expiación. El ritual detallado de la expiación se contiene en el libro del Levítico, capítulo 16. Es un día de descanso completo, de penitencia y de ayuno, que implica una asamblea en el Templo y sacrificios particulares. En él se hace la expiación por el santuario, por los sacerdotes y por el pueblo. Resulta un ritual heterogéneo, posiblemente debido a diversos autores. Este ritual combina dos ceremonias diferentes por su espíritu y por su origen. Hay en primer lugar un ritual levítico: el sumo sacerdote ofrece un toro en sacrificio por su pecado y por el de su «casa», esto es, por los sacerdotes aaronitas, penetra (única vez al año) detrás del velo que cierra el santo de los santos, inciensa el propiciatorio, kapporet, y lo rocía con sangre de toro. Inmola luego un macho cabrío por el pecado del pueblo, lleva la sangre detrás del velo, donde rocía el propiciatorio, como había hecho con la sangre de 431
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toro. Esta expiación por los pecados del sacerdocio y del pueblo está ligada, de manera que parece artificial, a una expiación por el santuario, especialmente por el altar, al que se frota y se rocía con la sangre del toro y del macho cabrío. Las dos expiaciones están igualmente unidas en la adición final, pero los términos están invertidos. En este ritual se reconocen las ideas de pureza y el valor expiatorio de la sangre, que son característicos de las reglas del Levítico. Pero se añade un rito particular que depende de otras concepciones. La comunidad ofrece dos machos cabríos, que se echan a suertes, uno para Yahvé y el otro para Azazel. El primero sirve para el sacrificio por los pecados del pueblo, como antes hemos dicho. Una vez terminada la ceremonia, el macho cabrío que queda en vida se coloca «delante de Yavé»; el sumo sacerdote pone las manos sobre la cabeza del animal y lo carga con todas las faltas, voluntarias o no, de los israelitas. Luego, un hombre conduce al desierto al animal, el cual se lleva consigo los pecados del pueblo. Este hombre, que ha quedado impuro por tal contacto, no puede reintegrarse a la comunidad sino después de haber limpiado sus vestidos y de haberse lavado. Según la tradición de los rabinos, el macho cabrío se llevaba a Bet Hadudu, la actual Hirbethareidan, que domina el valle del Cedrón, a unos seis kilómetros de Jerusalén.
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
A) Jesucristo anuncia la reconciliación El NT se abre con el grito del Bautista, eco de la mejor tradición prof ética: «Cambiad vuestros pensamientos y vuestros afectos, porque ha llegado el Reino de los Cielos». Se trata de un viraje de vida completo, porque ahora precisamente se acerca Dios para perdonar y salvar. De otro modo, el castigo será inexorable, pues el Reino de Dios llega para decidir definitivamente la suerte de los hombres. Los frutos dignos de penitencia no son tanto las obras de mortificación cuanto una vida plena de justicia y equidad, de unión y obediencia a la voluntad divina. El fruto sazonado es la nueva vida orientada hacia Dios. Tampoco Jesucristo cambia de tono: «Arrepentios y creed al Evangelio» (Me. 1, 15; Mt. 4, 17), ni prescribirá otra cosa a sus Apóstoles en la primera misión. El Evangelio es la proclamación del reino y éste se identifica con la irrupción de Dios en la historia. Esa llegada de Dios exige al hombre un cambio radical en su manera de pensar, sentir y obrar, rompiendo definitivamente con su pasado pecaminoso, para recibirlo con toda el alma y todo el corazón. La enseñanza de Jesús sobre la penitencia está avalada con imágenes de gran realismo, como la parábola de la oveja perdida (Le. 15, 3-7), la del fariseo y el publicano (Le. 18, 9-14) y sobre todo la del hijo pródigo (Le. 15, 11-32). B) Jesucristo realiza la reconciliación
2. La Penitencia en el NT. Ccn la nueva revelación, las mejores ideas proféticas logran su plena madurez. La terminología penitencial aparece sobre todo en los Sinópticos, en los Hechos de los Apóstoles y en el Apocalipsis. En las Cartas de San Pablo apenas aparece, porque su contenido entra en el concepto predominante de la fe. Se impone el nombre de metánoia que literalmente indica un cambio íntimo de pensamiento: el hombre ha de cambiar íntimamente su forma de pensar, volviéndose sinceramente a Dios y acomodando, con idéntica sinceridad, su conducta práctica a la nueva orientación de cara a Dios. 432
Los evangelios presentan a Jesús no sólo como el mediador de la reconciliación de los pecadores con el Padre, sino también como el que sale al encuentro de los pecadores y como ministro del perdón. Son bien conocidos los casos de la mujer samaritana (Jn. 4, 6-42), del paralítico (Le. 5, 17-26), de la mujer pecadora (Le. 7, 36-50), de la mujer sorprendida en adulterio (Jn. 8, 1-11), de Zaqueo (Le. 19, 1-10) y del Buen Ladrón (Le. 23, 39-43). Son también notables los casos de los dos apóstoles pecadores de que nos hablan los evangelios: el de Pedro (Le. 22, 54-62; Jn. 21, 15-17) que se deja llevar por el miedo de la situación en que ha llegado a encontrarse, pero al mirarlo Jesús comprende la malicia de su gesto, se arrepiente de él, llora amargamente con lágrimas que tienen 433
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su raíz en su amor a Jesús y repara la triple negación con una triple confesión de amor; y el de Judas (Mt. 26, 21-25; 26, 47-50; 27, 3-10), por el contrario, que ha ido preparando su pecado con una progresiva infidelidad, separándose de Cristo y encerrándose en sí mismo y no capta las pruebas de amor y de misericordia de Cristo y acaba en la desesperación. C) Jesucristo institucionaliza la reconciliación a) Bautismo. Jesús instituyó el Bautismo para la remisión de los pecados y la pertenencia a su Iglesia. Lleva implícitamente la indicación de que se perdona el pecado original, al ser administrado también a los que no tienen aún capacidad de pecados personales, como los niños, para los cuales no se excluye en su bautismo el perdón de los pecados. Después de recibir el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, San Pedro dice en su discurso inmediato que hay necesidad de recibir el Bautismo con sentimientos de arrepentimiento, a fin de obtener la remisión de los pecados y el don del Espíritu Santo (Act. 2, 38-41). Esta manera de obrar supone una orden dada por Cristo, tal como está anunciada en Jn. 3, 3 ss. y formulada explícitamente después de la resurrección (Mt. 28, 19; Me. 16, 16). San Pablo profundiza y completa la doctrina bautismal que resultaba de las enseñanzas del Salvador (Me. 10, 38) y de la práctica de la Iglesia (Rm. 6, 3). El Bautismo conferido en nombre de Cristo une a la muerte, a la sepultura y a la resurrección del Salvador (Rm. 6, 3 ss.; Col. 2, 12). La inmersión representa la muerte y la sepultura de Cristo; la salida del agua simboliza la resurrección en unión con El. El Bautismo hace que muera el cuerpo en cuanto instrumento de pecado (Rm. 6, 6) y hace participar en la vida para Dios en Cristo (Rm. 6, 11). La muerte al pecado y el don de la vida son inseparables: la ablución del agua pura es al mismo tiempo aspersión de la sangre de Cristo, más elocuente que la de Abel (Heb. 12, 24). El Bautismo es, por lo mismo, un sacramento pascual, una comunión con la pascua de Cristo; el bautizado muere al pecado y vive para Dios en Cristo (Rm. 6, 11).
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b) Eucaristía. Del NT se obtienen tres series de datos a propósito de la relación de la Eucaristía y los pecados de los miembros de la comunidad que la celebra. En primer lugar, en el mismo texto de la institución se afirma claramente que la Eucaristía es la sangre de la nueva Alianza «derramada para el perdón de los pecados» (Mt. 26, 28). Por otra parte, en el caso de pecados verdaderamente graves y notorios, está atestiguada la exclusión de la plena comunión de la vida cultual y social de la comunidad cristiana. San Pablo habla claramente de la buena disposición para acercarse al banquete eucarístico. Por lo mismo, según la doctrina del Nuevo Testamento sobre la Eucaristía, aunque no está directamente ordenada al perdón de los pecados ni supla al sacramento de la Penitencia, en algunos casos puede perdonar los pecados graves, según la doctrina de Santo Tomás (3, q. 79, a. 3) y de ella dimana la gracia del perdón, a través del sacramento de la Penitencia. c) La Penitencia. En el Concilio de Trento se definió que con las palabras de Jn. 20, 22-23 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia1. Se citan también los textos de Mt. 16, 19 y 18, 18 y las fórmulas claves ecclesiae y ministerium clavium para hablar del ministerio del perdón que se ejerce en el sacramento de la Penitencia. Según el sentir de la Iglesia, los textos citados de san Mateo prueban que Cristo ha confiado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores, la facultad y la misión de perdonar los pecados mediante una sentencia o una acción visible o social que tiene valor delante de Dios en orden a la salvación. En estos textos hay que ver, según ciertos autores, la doble potestad de absolver y no absolver, que es esencial para el poder judicial en el estricto sentido que hoy se entiende, aunque no era común en la época del Nuevo Testamento. Esta opinión concuerda con el desarrollo de la práctica penitencial en la historia de la Iglesia, donde el ministerio de «atar» y «desatar» significa fundamentalmente la facultad de remitir y retener los pecados de los cristianos, imponiéndoles condiciones y obligaciones que sean signo de su verda435
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dera conversión2, y conceder o negar el perdón de los pecados. El poder de perdonar y de retener los pecados, según Jn. 20, 21-23, ha sido interpretado según dos tendencias. La primera, llamada clásica o jurídica, entiende el «perdonar» como referido directamente al pecado en cuanto que es ofensa a Dios, sin que el evangelista tenga presente la dimensión eclesial del pecado. «Retener», según esta sentencia, significa, por el contrario, negar la absolución y, en consecuencia, imponer o confirmar la obligación de someterse de nuevo al poder de la Iglesia. La segunda, llamada eclesial o eclesiológica, entiende el texto de San Juan a la luz del texto de San Mateo (18, 18), de la práctica penitencial de la Iglesia primitiva y de la práctica de las comunidades judías contemporáneas de Jesús. En esta perspectiva, interpretan «perdonar» como referido a los pecados del cristiano en cuanto que son una ofensa a la Iglesia (en la primera parte de la frase) y en cuanto que son una ofensa a Dios (en la segunda parte de la frase). En este caso, su sentido sería el siguiente: a quien vosotros, como jefes de la Iglesia, le perdonéis los pecados (considerados como una ofensa contra la santidad de la Iglesia), también se los perdonará Dios (en cuanto que son una ofensa contra El). En esta explicación el «retener» adquiere un sentido verdaderamente activo: significa «vincular», «ligar» al pecador según la gravedad de su pecado y «obligarle» a cumplir ciertas condiciones que lo lleven a la corrección y conversión para poder luego reconciliarlo perdonándole el pecado.
femia contra el Espíritu Santo (Mt. 12, 31-32; Me. 3, 28-29; Le. 12, 10), la apostasía (Heb. 6, 4-6) y el pecado de muerte (1 Jn. 5, 16). La blasfemia contra el Espíritu Santo. Los santos Padres, como San Agustín, manifiestan la dificultad de interpretar ese texto. Algunos exégetas modernos proponen la solución de que esa blasfemia consistiría en la repulsa de Cristo por parte de su pueblo, repulsa que se debió, más que a su malicia, a su debilidad e ignorancia, por lo cual se dice que es susceptible de perdón. La blasfemia contra el Espíritu Santo sería la repulsa de Cristo por parte de los fariseos, que atribuían a Satanás las obras de Cristo. La irremisibilidad no proviene de la limitación del poder de perdonar, sino de las malas disposiciones de los sujetos. La apostasía, de que se habla en la Carta a los Hebreos, hay que interpretarla en igual sentido que en el caso anterior. Los sujetos que caen en esa apostasía se incapacitan a sí mismos para recibir el perdón. El pecado de muerte, en esa carta de San Juan, no equivale al pecado mortal, según la teología tradicional, sino a un pecado de gravedad extrema. Hay que afirmar que San Juan no dice que tales pecados sean imperdonables, sino su dificultad, por no estar tales sujetos en condiciones adecuadas para su perdón.
Las dos interpretaciones están de acuerdo en afirmar que Cristo confió a los Apóstoles el ministerio sacramental de perdonar los pecados a los cristianos. Las dos son capaces de demostrar que estas palabras de Jesús se refieren a los cristianos pecadores y no a los que no han sido bautizados todavía 3 . Las palabras con que Jesús concedió a la Iglesia el poder de perdonar los pecados no implican limitación alguna. Pero, ¿qué decir de ciertos pasajes del NT que parecen restringir esa universalidad de perdón? Esos pasajes se reducen a tres casos especiales: la blas-
A) Las Cartas paulinas
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3. La penitencia desde la época apostólica hasta Hermas
Analizando los textos paulinos con respecto a la penitencia podemos distinguir tres tipos. I o . Algunos textos hablan simplemente de una «corrección», incluso pública, del hermano pecador por parte del responsable de la comunidad cristiana, o también de una corrección del mismo por parte de los llamados «espirituales» ((cfr. 1 Tim. 5, 20; 2 Tim. 2, 25-26; Gal. 6, 1-2). 2°. Otros textos hablan de una práctica más concreta: la exclusión del hermano pecador de la plena comunión de la vida cultual y social de la comunidad. Esta exclusión se da 437
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en el caso de pecados realmente graves y notorios, vg.: una ociosidad que se convierte en un peso para la comunidad y que va contra el deber general de ganarse el pan con el trabajo (2 Tes, 3, 6s.), el incesto, la fornicación, la avaricia, el robo, la idolatría, la maledicencia, la embriaguez, etc. (1 Cor. 5, 9-11). La exclusión se hace a través de una especie de sentencia pronunciada a veces por la comunidad (2Cor. 2, 6) junto con el mismo Pablo (1 Cor. 5,3-4.12-13), y a veces amenazada únicamente por San Pablo (2 Cor. 13, 2. 10); en todo caso, esta sentencia es proferida en el nombre y con la autoridad del Señor Jesucristo (1 Cor. 5, 3-41; 2 Cor. 13, 3-10) o en su presencia (2 Cor. 2, 10). El sentido y finalidad de esta exclusión es doble: librar a la comunidad santa y a los hermanos débiles del peligro del viejo fermento del pecado (1 Tes. 3, 6. 14; 1 Cor. 5, 2.6.9.11), y abandonar al hermano pecador en manos de Satanás para su conversión y salvación (1 Cor. 5, 5; 1 Tim. 1, 20; 2 Cor. 2, 11; 2 Tes. 3, 15), ya que la misma autoridad con que se pronuncia esta sentencia ha sido conferida por Cristo al apóstol para la edificación y no para la destrucción (2 Cor. 13, 10). 3 o. La reconciliación tiene un carácter oficial. Se trata de un perdón, de una concesión de indulgencia y de gracia hecha al pecador por la comunidad juntamente con San Pablo (2 Cor. 2, 7-8. 10); se trata de confortar al hermano pecador, de confirmarle en la caridad (2 Cor. 2, 8), es decir, de volver a introducirle en el ágape que es don del Espíritu y que constituye la unidad de la Iglesia (Rm. 5, 5). Por eso la reconciliación del hermano pecador arrepentido es una liberación y una victoria de todos sobre Satanás (2 Cor. 2, 11). Es de notar que la comunidad paulina considera al pecador como un hermano por el que ora y se aflige, y cuya conversión y salvación procura sin cesar (2 Tes. 3, 1); 1 Cor. 5, 2. 6; 2 Cor. 2, 5). La insistencia en el valor medicinal de la pena impuesta, tan clara en las cartas paulinas, sugiere que en realidad se concedía el retorno a la plena comunión de la comunidad, cuando había pruebas de sincero arrepentimiento 4 .
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
B) Los Padres Apostólicos a) La Doctrina de los doce Apóstoles o Didaché trata muchas veces de los pecados y de la confesión de los mismos: amonesta a los bautizados para que lloren por toda maldad (3,1). Los pecados cotidianos pueden ser perdonados por la oración (por eso deben rezar tres veces al día el Padrenuestro y pedir a Dios en la quinta petición por el perdón de los pecados), también mediante el ayuno, la limosna y la confesión de esos pecados (4, 14; 7, 4; 14, 1). La confesión de los pecados debe hacerse en las asambleas litúrgicas, pero no podemos saber cómo se hacía esa confesión de los pecados; tal vez era una fórmula general a la que seguía una fórmula absolutoria. Es de suponer que en esa práctica de la celebración eucarística dominical no entraban los pecados graves. También tiene en cuenta la penitencia por los pecados graves que excluyen de la celebración de la eucaristía (10, 6; 14, 1). A todos interesa la conversión del hermano pecador (2, 7; 4, 3) a quien corrigen y por quien rezan. b) San Ignacio de Antioquía habla en primer lugar de pecados como la impureza, el odio, las contiendas e iras y otras faltas de amor 5 ; luego se refiere a los que hacen penitencia y vuelven a la Iglesia6. Todos los hermanos han de orar por el hermano pecador, para que haga penitencia y retorne a la comunión eclesial7. El obispo tiene la misión de advertir, enseñar y reprender, puede castigar y excomulgar sobre todo a los herejes y cismáticos. La paz con el obispo y su perdón garantizan el perdón de Dios y la paz con El8. Sólo Dios perdona los pecados; pero es menester hacer penitencia de ellos y ésta pertenece a la reconciliación con la Iglesia concedida por el obispo. El perdón de la Iglesia y del obispo es causa del perdón de Dios. c) San Policarpo de Esmirna se asemeja a la misma doctrina y práctica que San Ignacio de Antioquía9. d) Primera Carta de San Clemente Romano. En primer lugar afirma que la Iglesia entera participa en la superación de los pecados de sus miembros (2, 4-6; 56, 1), sobre todo
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con la oración y la corrección; luego, más concretamente con la determinación del obispo o del colegio de los presbíteros de la penitencia del pecador. Considera al mismo nivel los medios de la corrección de la Iglesia y los de Dios. Son bien expresivas estas palabras de San Clemente: «Y vosotros que habéis dado pie al tumulto someteos a los presbíteros y dejaos castigar en penitencia, doblando las rodillas de vuestro corazón. Aprended a someteros y renunciad a la insolencia fanfarrona y orgullosa de vuestras lenguas» (57,1-2). Exige en primer lugar la conversión. Han de reparar su pecado con la penitencia que determinen los responsables de la comunidad. Luego, serán reconciliados con la Iglesia y tendrán parte en su esperanza. Como en los anteriores, también para San Clemente la paz con la Iglesia es el presupuesto y la razón de que Dios perdona el pecado.
A partir de la quinta visión, que sirve de tránsito a la segunda parte, las instrucciones le son dadas por un ángel vestido de pastor. Los preceptos y las cinco primeras semejanzas o alegorías son un extracto de la moral cristiana; las cuatro últimas alegorías se ocupan de la ejecución de la penitencia. La novena alegoría, introducida posteriormente, es una repetición y complemento de la torre en construcción. Se introduce un elemento nuevo: se interrumpe el trabajo antes de terminar, con el fin de prolongar el tiempo de la penitencia que tan rigurosamente había fijado poco antes. Esta rectificación se hizo necesaria desde el momento en que la esperada parusía no se había verificado. Toda la obra resulta algo oscura. Sin embargo podemos suponer que describe fielmente la práctica penitencial de la iglesia romana en el siglo n. Según él, un cristiano después del Bautismo no debe necesitar normalmente el perdón de sus pecados. Parece que esto era lo normal en una gran mayoría de cristianos. Pero para aquellos que después del Bautismo caen en pecado grave, Dios misericordioso y sabio, que conoce la fragilidad humana y la astucia del diablo, ha creado un medio de salvación: la penitencia. Esta comprende el arrepentimiento del pecado, la confesión del mismo ante Dios, la plegaria, la resignación, la vergüenza, la limosna y la aceptación del castigo medicinal. La Iglesia prohibe hablar del perdón de los pecados después del Bautismo ante los catecúmenos y recién bautizados, para que no sea una incitación a pecar. La penitencia prevista por Dios se extiende a todos los pecados, incluso los más graves, como la apostasía y el adulterio. Sólo los que no quieren convertirse no alcanzan el perdón. Pero la penitencia no puede ser recibida más que una sola vez: «Si alguno después de la sublime y solemne llamada al Bautismo, tentado por el demonio pecara, tiene el precepto de la única penitencia». Esto hay que entenderlo en sentido pedagógico y pastoral, pues se supone que el que recae no tiene verdadera intención de penitencia, sin la cual no hay perdón de los pecados. Sin embargo del escrito de Hermas se deduce que en Roma había en aquella época la costumbre de hacer penitencia varias veces, por eso establece: «Cuando uno peca y hace penitencia continuamente de
4. Novedad de la penitencia en el Pastor de Hermas La doctrina más detallada sobre la penitencia en la segunda mitad del siglo II la encontramos en el Pastor Hermas. Tiene una forma literaria apocalíptica. El autor escribe las revelaciones y doctrinas que ha recibido de la misma Iglesia, representada como una matrona, y del ángel de la penitencia, representado en figura de Pastor. Según la atendible noticia del Fragmento de Muratori, era hermano de San Pío I y compuso esta obra bajo su gobierno. El Libro contiene cinco visiones, doce preceptos y diez alegorías. En las cuatro primeras visiones Hermas contempla a la Iglesia como una matrona vestida de blanco, que poco a poco rejuvenece y que le ordena que amoneste a los suyos y a todos los cristianos a abrazar pronto prácticas de penitencia, ya que les ha sido concedido un plazo de tiempo determinado para arrepentirse. En la tercera visión el autor ve la construcción de una torre grande que representa a la Iglesia. Las piedras usadas para construir la torre son los cristianos buenos, mientras que las descartadas como inutilizables y arrojadas alrededor de ella son los pecadores, que deben perfeccionarse con los golpes de la penitencia, si quieren entrar a formar parte del edificio. 440
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nada le sirve esto, pues será difícil que viva». Tal regla tuvo serias consecuencias en toda la Iglesia primitiva. La terrible dureza de tal costumbre y práctica se dulcificó con la indicación de que la Iglesia no podía admitir de nuevo a la penitencia a los que recaían, porque les faltaba evidentemente el propósito serio de enmendarse, pero, sin embargo, podían esperar que Dios los perdonase.
tituible. Las prácticas penitenciales en Tertuliano no son preferentemente medicinales, sino expiatorias. El pecador debe confesar su delito a los superiores eclesiásticos y pedir la intercesión ante Dios de la comunidad cristiana. Quien perdona es Dios, pero la readmisión en la vida comunitaria de la Iglesia es el presupuesto necesario para conseguirlo. Tertuliano no limita el perdón a ningún pecado; pero no reconoce más que una sola y única penitencia. En su época montañista abandona toda su doctrina anterior acerca de la penitencia, sobre todo a partir del año 205. El montañismo no tenía al principio una doctrina de la penitencia más rigurosa que la común en la Iglesia, sino sólo unas prácticas penitenciales más duras que la de muchas comunidades cristianas. Tertuliano creó una doctrina penitencial herética sobre las prácticas penitenciales del montañismo. Mientras que los montañistas anteriores a Tertuliano afirmaban que la Iglesia podía perdonar toda clase de pecados, pero que no lo hacía para no dar a los pecadores sensación de facilidad, Tertuliano defendió apasionadamente que la Iglesia no podía perdonar todos los pecados.
5. Primer estadio de la penitencia canónica10 A) Tertuliano (f hacia el año 220) Hay que distinguir en la doctrina de Tertuliano sobre la penitencia dos épocas de su vida: la católica y la montañista. Entre todos los escritores eclesiásticos latinos, antes de San Agustín, Tertuliano es uno de los más originales y más personales. En su espíritu se hermanaron el ardor de la estirpe púnica con el sentido práctico de los romanos. Estaba inflamado de celo religioso, poseía una inteligencia penetrante, una elocuencia arrebatadora, agudeza singular y una vasta cultura en todos los campos del saber. En su obra La Penitencia, escrita hacia el año 203, defiende primero las doctrinas comunes sobre la penitencia en la Iglesia. Es el primer autor que nos da una imagen clara de los métodos penitenciales de la Iglesia antigua y además nos hace saber que tales métodos, cuyas partes esenciales existen desde tiempos apostólicos, han tomado ya una forma fija. El pecador debe reconciliarse con Dios mediante obras de penitencia. Distingue entre Bautismo y Penitencia, porque en el primero Dios perdona por misericordia y en la segunda se exige al sujeto obras de satisfacción. Esto es una gracia grande por parte de Dios. La penitencia no puede ser meramente interna, sino que se ha de manifestar con hechos externos. A esto lo llama exomologesis (confesión), que no es sólo una confesión de palabra, sino que ha de manifestarse también en hechos, como el ayuno riguroso, lágrimas, oraciones de rodillas, petición de que intercedan los presbíteros y demás hermanos por el pecador. Tertuliano subraya la acción de parte de la Iglesia en la concesión del perdón, que es insus442
B) San Cipriano ff 258) Convertido al cristianismo hacia el año 246, fue elegido obispo de su ciudad natal, Cartago, dos años o tres más tarde, y desplegó una gran actividad pastoral, interrumpida por la persecución de Decio durante el año 250. Precisamente, los efectos devastadores que tuvo esta persecución entre los cristianos, explica su tratado De lapsis, compuesto en la primavera del 251 al retornar de su destierro, así como su doctrina sobre la Penitencia. En efecto, ante el edicto del Emperador Decio, que obligaba a todos los habitantes de su Imperio a participar en un sacrificio general a los dioses, fueron muchos los cristianos que cayeron (lapsi), realizando un sacrificio propiamente tal (sacrificati), ofreciendo unos granos de incienso en el altar (thurificati) o inscribiendo su nombre en la lista de los adoradores, recibiendo la célula o «libelo» (libellatici) sin haber realizado el sacrificio. Al final de la persecución fueron muchos los lapsi que acudieron a quienes habían confesado la 443
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fe sin desfallecer (confessores), pidiéndoles «cartas de paz», que les abrieran nuevamente las puertas de la comunión con la Iglesia. Esta situación dio lugar a que san Cipriano adoptase una actitud muy rigorista de cara a los lapsi, con la finalidad de evitar la relajación de los cristianos, llegando incluso a negar la reconciliación a quienes no hubieran hecho la penitencia pública estando obligados a hacerla, aunque se encontraran en peligro de muerte, apartándose en este punto de la doctrina de los Papas, que siempre habían mandado reconciliar a los moribundos (cfr. DS 236).
Ordo Paenitentium (S. León prohibiría más tarde la confesión pública: DS 323). Después de la confesión, el obispo (o presbítero) fijaba la penitencia y su duración. Una y otra tenían rasgos comunes y, a la vez, elementos específicos en cada caso, lo que prueba que los penitentes confesaban pecados distintos en especie y en número.
6. Práctica penitencial durante los siglos IV-V Durante los siglos IV y V abundan los testimonios sobre la penitencia: Papas, Padres de la Iglesia, Concilios, sínodos, escritores eclesiásticos, etc., hablan del sacramento de la reconciliación. Aunque existen algunas características propias de cada iglesia y una normativa más concreta que en tiempos de Tertuliano y san Cipriano, se mantienen en vigor las líneas fundamentales: los pecados especialmente graves han de someterse a la penitencia pública; ésta se concede una sola vez en la vida; y se desarrolla según el siguiente esquema: a) confesión de los pecados al obispo o sacerdote, b) entrada oficial en el grupo de los penitentes (ordo paenitentium), c) periodo penitencial y d) reconciliación oficial con la Iglesia. A) Confesión secreta de los pecados Antes de ser admitido a la penitencia pública, el penitente debía presentarse al obispo, confesarle sus culpas y pedirle la admisión en el grupo de los penitentes u Ordo Paenitentium. Ordinariamente los pecados eran públicos y conocidos por los demás miembros de la comunidad cristiana; pero, a veces, se trataba de pecados ocultos, puesto que el obispo o el presbítero que oía en confesión al penitente tenía que guardar secreto de ello11. La confesión era privada y se necesitaba como requisito previo para ingresar en el 444
B) Ingreso en el «Ordo Paenitentium» Tras la imposición de la penitencia por el obispo o presbítero y su aceptación por el penitente, éste entraba de modo solemne y público en el Ordo Paenitentium mediante un rito que se celebraba el lunes siguiente al primer domingo de Cuaresma 12 —más tarde el miércoles de ceniza— en presencia de la comunidad cristiana. El obispo llamaba a los candidatos, les imponía las manos, los revestía con la túnica de penitente y derramaba ceniza sobre sus cabezas. El rito comprendía también diversas oraciones y otros actos litúrgicos, en los cuales tomaba parte toda la comunidad cristiana. El acto concluía con la despedida del obispo. A partir de aquel momento, el pecador ingresaba en el grupo de los penitentes. C) Estado penitencial Durante el período penitencial, los penitentes llevaban algún signo externo considerado infamante. En las Galias, por ejemplo, se rapaban la cabeza, mientras que en España se dejaban crecer el pelo y las barbas. Además debían realizar algunos actos privados: oración, limosna, ayuno, abstinencia de carne, no hacer uso del matrimonio, etc., y otros públicos, que variaban según las costumbres de cada iglesia local, aunque en todas partes dependían del grado en que se encontraban los penitentes, pues, a semejanza de lo que ocurría en el catecumenado, los penitentes pasaban por distintos grados: los flentes (llorones), que imploraban oraciones a los fieles a la entrada de la iglesia; los audientes (oyentes o escuchadores), que tomaban parte en la liturgia de la palabra hasta la "oración de los fieles"; los substrati (postrados), que asistían a Misa de rodillas o postrados; y los con445
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sistentes, que asistían a la celebración eucarística de pie, pero sin participar en las ofrendas. Todos los penitentes estaban excluidos de la participación en la comunión eucarística. Durante el tiempo que duraba la penitencia (la actio paenitentialis), los penitentes tenían reservado un lugar específico para ellos en la iglesia. En África, por ejemplo, ocupaban una nave especial; en otros lugares, se quedaban al principio de la iglesia. La Iglesia, sin embargo, los tenía en gran estima y consideración: rogaba por ellos y con ellos, celebraba ritos especiales para ellos, ayunaba en señal de solidaridad. De este modo, quedaba atemperada parcialmente la dureza del estado penitencial, pues los penitentes agradecían muy de veras la cordialidad y el amor fraternal de sus hermanos, lo cual les consolaba no poco.
La penitencia pública —tal y como se desarrolló— planteó el grave problema de saber el momento en el que Dios perdonaba al pecador, pues al realizarse la reconciliación con la Iglesia, se presuponía que el pecado había sido perdonado antes, incluso mucho antes. Esto estaba motivado por el hecho de que la sacramentalidad de la penitencia era aún muy genérica, en cuanto que el esfuerzo del pecador y la mayor o menor ayuda de la Iglesia significaban eficazmente el perdón por parte de Dios. Esta falta de concreción se prestaba a no pocas angustias de conciencia13.
D) La reconciliación Cumplida la actio paenitentialis, se celebraba la reconciliación de los penitentes el jueves o viernes anterior a Pascua. Tenía carácter público y solemne, pues la realizaba el obispo estando presente la comunidad cristiana. El obispo se dirigía al lugar donde se encontraban los penitentes y los conducía al presbiterio. Allí les imponía otra vez las manos, rezaba unas plegarias especiales y les daba el beso de la paz. Luego participaban plenamente en la Eucaristía. Después de esta reincorporación a la comunidad eclesial, la iglesia, en su pedagogía salvadora, no les dejaba abandonados, sino que les dispensaba cuidados especiales, a fin de consolidarlos en la práctica de las virtudes y alejarlos de las ocasiones de pecados a que se hallaban expuestos. Respecto al tratamiento dispensado a los reincidentes en los pecados que exigían penitencia pública, no existió una praxis uniforme- Ciertamente, ninguna iglesia local les permitió repetir la penitencia canónica; únicamente —y en los casos más benévolos— se les concedía participar en la eucaristía, pero sin comulgar, reservando para la hora de la muerte el consuelo del Santo Viático, previa la reconciliación. 446
7. La práctica penitencial en el medioevo (ss. VI-XIII) A) Penitencia reiterable El rigorismo de la penitencia pública —tanto por la duración como por los actos penitenciales previos a la reconciliación y las consecuencias (entredichos) posteriores a ella, y, sobre todo, la no iterabilidad—, trajo consigo, entre otros, dos gravísimos inconvenientes: el retraso del Bautismo por parte de no pocos catecúmenos y el abandono masivo de la Penitencia, siendo muy pocos —y, además, de edad avanzada— los que ingresaban en el ordo paenitentium. Esto explica que, a partir del siglo IV, comience a abandonarse, primero excepcionalmente, y después de un modo generalizado, la praxis vigente desde Hermas, consistente en conceder la penitencia y el perdón de los pecados especialmente graves una sola vez en la vida. Surge así la penitencia reiterable, es decir, la penitencia y el perdón de los pecados citados, tantas veces cuantas un pecador se acerca al obispo o a un presbítero para obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia. Los primeros testimonios de esta nueva praxis son orientales y datan del siglo IV. En Occidente, el primer testimonio es el canon 11 del tercer concilio de Toledo del año 58914, el cual deja constancia de la costumbre introducida «en algunas iglesias de España», consistente en que «los hombres hacen penitencia de sus pecados, no conforme a los cánones, sino que, repugnantemente, cuantas veces quieren pe447
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car, otras tantas piden ser reconciliados por el presbítero». Los Padres Conciliares reprueban con energía este proceder y mandan «que la penitencia se dé conforme a la norma canónica de los antiguos». Sin embargo, la penitencia iterable terminaría imponiéndose también en España, así como en el resto de Europa; y, además, con gran rapidez, debido no sólo a la acción de los monjes de san Columbano, sino también a la favorable acogida del clero. (Por qué estos monjes y el clero español introdujeron esta nueva praxis es algo que se suele afirmar pero no explicar satisfactoriamente; y, sin embargo, tiene una importancia capital). Aunque no es infrecuente identificar la penitencia reiterable y la penitencia privada, en realidad se trata de dos cosas distintas, puesto que, en el período anterior la confesión de los pecados al obispo o al presbítero se hacía privadamente (en secreto) antes de ingresar en el estado penitencial. Además, en los casos de peligro de muerte también era privada la absolución del ministro, ya que siempre se exigió para comulgar el estado de gracia santificante, según la prescripción de san Pablo (1 Cor. 11, 27-29). Es más objetivo afirmar que la penitencia reiterable introdujo la praxis de realizar privadamente la absolución y la «penitencia». En este punto, como en tantos otros, es preciso admitir tanto la precariedad de las fuentes como la dificultad de su interpretación en los primeros siglos. De hecho, continuamente se están retocando y variando hipótesis y afirmaciones que antes parecían absolutamente solventes. Por otra parte, no debe olvidarse que la penitencia iterable es más una cuestión pastoral que teológica, puesto que se trata de la aplicación práctica del poder de las llaves que tiene la Iglesia, poder que no está limitado por Cristo, antes al contrario, se encuadra mejor en el «no sólo siete sino setenta veces siete» (cfr. Le. 17, 3-4). Cuando la Iglesia creyó que lo más prudencial y el medio mejor para potenciar la vida cristiana hacia la santidad era el rigor, aplicó de modo muy restrictivo (una vez en la vida) la concesión del perdón de los pecados especialmente graves, aunque bastante comunes en los primeros siglos. En cambio, cuando comprobó que el rigor apartaba a las almas de Dios, apeló a la benignidad y retornó a la penitencia iterable. 448
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Además hay que evitar un segundo equívoco: el de afirmar que la penitencia privada aparece en los ss. VI-VII. Si analizamos el proceder de la Iglesia Apostólica encontramos —junto a la idea predominante de que el cristiano no debe pecar, sino aspirar a la santidad— que la penitencia pública se reserva a los pecados especialmente graves: la apostasía, el adulterio, el homicidio, etc., y la penitencia privada e iterable a los pecados menos graves, aunque las formas de esta penitencia son poco conocidas. No se puede olvidar, en efecto, que Hermas es el primer gran rigorista y que la novedad que introduce en materia penitencial no es el reconocimiento de que la Iglesia tiene poder de perdonar todos los pecados sin límite alguno, sino que la Iglesia debe aplicar el rigor en el poder de las llaves, para, de este modo, evitar todo relajamiento e impulsar la santidad de todos los bautizados. Todo esto concuerda con la doctrina sancionada por Trento, según la cual «si alguno dijere que la confesión sacramental, o no fue instituida o no es necesaria por derecho divino; o dijere que el modo de confesarse con solo el sacerdote, que la Iglesia observó siempre desde el principio y sigue observando, es ajeno a la institución y mandato de Cristo, y una invención humana, está fuera de la Iglesia»15. B) Penitencia «tarifada» La nueva praxis penitencial adoptó muy pronto la forma de penitencia «tarifada» o «reglada», así llamada porque el confesor imponía al penitente las penitencias que prescribían los penitenciales, que eran una especie de manuales para confesores, donde cada pecado tenía asignada una «tarifa» penitencial16. El ritual de la penitencia tarifada se desarrollaba conforme al siguiente esquema: acusación privada de los pecados a un sacerdote; imposición de la penitencia correspondiente; absolución; y cumplimiento de la penitencia. Todos los penitenciales concuerdan en el orden de los dos primeros elementos: el penitente manifestaba sus pecados y el confesor le imponía la penitencia. En cuanto a los otros dos, no hay uniformidad: en los penitenciales más antiguos la absolución precede al cumplimiento de la peniten449
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cia; en otros muchos, mediaba un espacio de tiempo entre la confesión y la absolución, en el que se cumplía la penitencia. El esquema seguido hasta el siglo X, según atestigua el ritual romano de la época, era éste: confesión, imposición de la penitencia, cumplimiento de la misma y absolución. Cuando el penitente había cumplido la penitencia, venía a la Iglesia, se arrodillaba ante el altar, el sacerdote imponía las manos, recitaba la plegaria del perdón de los pecados y con ello el pecador quedaba recociliado con Dios y con la Iglesia17. En esta época todavía no existe la fórmula indicativa de absolución, como aparece en el Ritual Romano de Paulo V de 1614. El sacramentario Gelasiano contiene cinco orationes super paenitentes, de las cuales las cuatro primeras se remontan a los siglos V-VI. Aunque en el siglo VIII estaba generalizada la penitencia «tarifada», no faltaron intentos de volver a la penitencia antigua —por ejemplo, en la reforma carolingia—, con la intencionalidad de no conceder con facilidad el perdón de pecados gravísimos y evitar las conmutaciones de la penitencia que se había venido implantando: cuantiosas limosnas, misas, etc., lo cual, además de introducir nuevas discriminaciones entre los pobres y los poderosos, resquebrajaba el auténtico sentido penitencial. Gran parte de esas conmutaciones estaban contenidas en los penitenciales, por lo que algunos concilios provinciales pidieron su derogación, por considerarlos llenos de errores 18 . En este ambiente se comprende que durante algún tiempo coexistieran la penitencia antigua y la tarifada, como atestigua el Capitular de Teodulfo de Orleáns, del año 821. El Ordo agentibus publicam paenitentiam del Gelasiano, que viene inmediatamente después de las oraciones sobre los penitentes, no es de esta época, sino que debió formar parte —salvo el título y algunas rúbricas introducidas más tarde— de un libro penitencial con los usos litúrgicos del siglo V. Posiblemente fue compilado en Roma en la época de la reorganización de las estaciones cuaresmales e insertado después en el citado sacramentario. C) La obligación de confesar La reiterabilidad y la generalización de la penitencia tarifada motivó que pronto se urgiera la obligación de confe450
sarse al menos una vez al año y siempre que, existiendo conciencia de pecado grave, hubiese que recibir la comunión eucarística. La legislación no se uniformó hasta el IV Concilio de Letrán, que introdujo la confesión «al menos una vez al año» (y comulgar, «por lo menos» en Pascua: cfr. D 437). 8. La Penitencia en los teólogos escolásticos desde el siglo XIII19 A) Cuestiones doctrinales La penitencia tarifada había resuelto un grave problema pastoral, en cuanto que todos los pecadores tenían acceso a ella; había eliminado también los aspectos infamantes de la penitencia pública. Sin embargo, en el aspecto doctrinal hubo que esperar hasta la época áurea de la escolástica medieval para aclarar algunos puntos, sobre todo el del papel que juega cada uno de los actos que integran la celebración de la penitencia, y cuál es el tipo de mediación que corresponde a la Iglesia para otorgar el perdón de los pecados y que éstos sean perdonados ante Dios. Si en la época de la penitencia antigua (pública) y en la tarifada se ponía el acento en la contrición, a partir de la gran escolástica la absolución del sacerdote cobra cada vez mayor importancia, hasta el punto de afirmarse que, si un pecado ha sido perdonado por Dios antes de la absolución, nunca habrá sido con absoluta independencia de ella, puesto que todos los actos del penitente, para que sean auténticos, deben estar ordenados a recibir la absolución. Dicho en otros términos: todos los actos del penitente, si son verdaderos, implican el deseo serio de someter los pecados a la potestad de las llaves, otorgada por Jesucristo a su Iglesia. Los autores escolásticos manejan dos grandes materiales de construcción para levantar su edificio doctrinal: la aplicación a la penitencia del esquema materia-forma (la materia o cuasimateria son los actos del penitente y la forma es la absolución), de cuya conjunción resulta el signo sacramental, no pudiendo perdonar los pecados ninguno de ellos 451
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por separado; y la institución del sacramento de la Penitencia por Cristo. Este es el esquema que desarrolla santo Tomás de Aquino en los Comentarios al Maestro de las Sentencias (In IV Sent. 22) y en la Suma Teológica (3, q.84-90). Para el sabio Aquinate, no hay otro camino para obtener el perdón de los pecados que la mediación eclesial; de tal modo que, en los casos en los que Dios concede el perdón por la contrición perfecta del pecador, lo hace porque esa contrición incluye el propósito de someter los pecados al poder de las llaves que tiene la Iglesia (el votum paenitentiae); si no hay tal propósito, no hay contrición verdadera. En contra de santo Tomás, Escoto sostuvo la existencia de dos caminos distintos de justificación: uno sacramental y otro extrasacramental. En el primero, la contrición merece «de congruo» la justificación; en el segundo, la justificación se realiza ex opere operato y es más fácil porque no se requiere una contrición operante como «mérito de congruo». Además, Escoto puso la esencia del sacramento en la absolución. La confesión, la contrición y la satisfacción son sólo disposiciones para el sacramento. Sin embargo, el Concilio de Florencia —más tarde también el de Trento— recogió la doctrina de Santo Tomás 20 , que se diferenciaba tanto de la teología anterior al siglo XII (según la cual la penitencia consiste sólo en los actos del penitente; de ahí el contricionismo y la propensión al rigorismo en las prácticas penitenciales del pecador), como de la de Escoto, que, al poner la esencia de la penitencia en la absolución, hace que el sacerdote sea quien realice el sacramento; y afirmaba que el sacramento de la Penitencia está constituido conjuntamente por los actos de penitente (designados como cuasimaterid) y por la absolución (llamada forma). He aquí la síntesis magistral recogida por el Concilio de Florencia: «El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasimateria son los actos del penitente, que se distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón, a la que toca dolerse del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante. La segunda es la confesión oral, a la que pertece que el pecador confiese a su sacerdote íntegramente to-
dos los pecados de que tuviere memoria. La tercera es la satisfacción por los pecados, según el arbitrio del sacerdote: satisfacción que se hace principalmente por medio de la oración, el ayuno y la limosna. La forma de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el sacerdote cuando dice "Yo te absuelvo"»21.
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B) El rito sacramental Durante esta época la penitencia sigue siendo substancialmente idéntica a la del período anterior; pero se va imponiendo paulatinamente la forma de dar la absolución antes de cumplirse la satisfacción. Esta forma es la que ha permanecido durante los siglos posteriores y la que está vigente todavía en el Ordo Paenitentiae en los esquemas A y B, que son el modo ordinario de conceder el perdón y la reconciliación con Dios y la Iglesia. C) Intervenciones magisteriales y errores Durante este período son especialmente interesantes las intervenciones del IV Concilio de Letrán (1214) —al que ya nos hemos referido— sobre la obligatoriedad de la confesión anual y sobre las obligaciones propias de los confesores 22; el Decreto para los Armenios del concilio de Florencia, que recoge y propone la doctrina de Santo Tomás de Aquino 23 ; la condenación de Aberlardo, que negaba prácticamente «el poder de las llaves», y de las teorías de J. Wicleff24 (1415) y Pedro Martínez de Osma 25 (1479), que negaban la necesidad de la confesión para los que ya estaban contritos. Lutero mantuvo en un principio el «poder de las llaves» dado por Cristo a la Iglesia, aunque no se pronunció sobre su realidad sacramental. Pero su práctica fue rápidamente abandonada en el conjunto del protestantismo, y su teología, tal y como había sido expuesta por los escolásticos, fue combatida con mayor o menor violencia. El Concilio de Trento repitió y precisó más la doctrina del Concilio de Letrán. Señaló especialmente la sacramentalidad de la penitencia, la eficacia de la absolución sacramental para la reconciliación con Dios, con la necesidad correlativa de una confesión integral y verdadero arrepen453
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
timiento para la validez de la absolución recibida. Por otra parte, insistió sobre los fundamentos bíblicos de la satisfacción penitencial, que, bajo una forma u otra, siempre ha estado en vigor en la Iglesia26.
9. Fórmulas absolutorias de la Penitencia Las numerosas fórmulas absolutorias contenidas en los libros penitenciales desde el siglo VIH al XV no siempre han estado redactadas en el mismo estilo. En un principio adoptaron una forma literaria optativa o de oración y luego una forma indicativa o judicial. Las fórmulas optativas abundan entre los actos preparatorios del penitente. Otras están en relación con la absolución y revisten carácter sacramental. Generalmente contienen una evocación expresa al poder de ¡as llaves conferido por Cristo a Pedro y a los Apóstoles y concluyen con un detalle personal relativo a los sacerdotes y al pueblo. Es destacable la que contiene una carta del obispo de Angers a Roberto de Mans (837). También se encuentra en el Pontifical RomanoGermánico. Las fórmulas indicativas comienzan a aparecer durante los siglos IX-X, siendo enseguida las más preferidas tanto por la pastoral como por las escuelas teológicas, ya que ven en ellas mejor expresado el carácter judicial de la actuación sacramental del sacerdote confesor y una mayor analogía con las del Bautismo y Confirmación. Una de las más antiguas se encuentra en los Ordines penitenciales de los enfermos (s. X). Luego se unió una fórmula optativa o de oración con la indicativa o judicial, como la que se encuentra en el Ordo promulgado en el Sínodo de Nimes del año 1284 y así ha continuado hasta nuestros días, mediante el Ritual de Paulo V, en 1614, que sustancialmente se encontraba ya en el Ritual del Cardenal Santori (1584), es decir: Misereatur, Indulgentiam, Dominus noster Jesús Christus te absolvat..., que ha estado en vigor en la Iglesia hasta la promulgación del Ritual de Pablo VI27. 454
10. El Nuevo rito del sacramento de la Penitencia A) Preparación El movimiento litúrgico, anterior al Concilio Vaticano II, había intentado revalorizar el carácter comunitario y eclesial del sacramento de la penitencia, con celebraciones comunitarias anteriores y posteriores a la confesión. Pastoralmente esto no era muy viable, dado que los fieles se confesaban con frecuencia en orden a la comunión eucarística, de modo especial desde los dos Decretos de San Pío X, sobre la comunión frecuente (Sacrosancta Tridentina Synodus) y sobre la edad de la primera Comunión (Quam singulari). Esto es una óptima adquisición pastoral y no se puede desestimar, pues ha reportado a la Iglesia copiosos frutos de vida espiritual intensa. Lo que el movimiento litúrgico deseaba era armonizar esa grandiosa realidad pastoral y que no se perdiese en la conciencia de los fieles, y a ser posible en la misma celebración penitencial, el carácter eclesial de este sacramento como todos los demás, sin perder de vista que este sacramento incluye por su misma naturaleza un aspecto privado, como se ha mantenido siempre en la Iglesia, incluso en la época de mayor auge de la llamada penitencia pública. En la Constitución Sacrosanctum Concilium, en uno de los más breves artículos de toda la documentación conciliar, se dice: «Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del sacramento» 28 . Dentro de su brevedad, el Concilio manifestaba aquí su deseo de una reforma eficaz del rito. Luego otros documentos del mismo expresarían el carácter comunitario y eclesial del sacramento de la Penitencia29. Dentro del Consilium, organismo creado para llevar a cabo la reforma litúrgica inspirada por el Concilio Vaticano 11, se creó una comisión de peritos a fines del año 1966, entre los que se encontraban K. Rahner, C. Vogel y L. Ligier, presididos por el P. Lecuyer. Esta comisión presentó un proyecto el 4 de abril de 1967. Luego redactó un esquema completo de los ritos de la penitencia que fue presentado en la décima reunión general del Consilium, abril de 1968. En ese 455
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esquema se exponen los criterios que se han seguido en el plan propuesto de reforma del rito de la penitencia; una síntesis histórica del sacramento de la penitencia en la Iglesia Oriental y Occidental y un proyecto de tres ritos: confesión individual, celebración comunitaria de la penitencia con confesión y absolución individual y celebración comunitaria con absolución general colectiva, sin previa confesión individual, según los casos previstos en la práctica vigente y autorizados por la competente autoridad de la Iglesia30. También se había previsto una nueva fórmula para la absolución sacramental, de modo que se expresasen mejor el efecto y la gracia propia de la Penitencia, según había pedido el Concilio Vaticano H En la sesión XI del Consilium (octubre de 1968) fueron examinados y aprobados los «praenotanda» o introducción general al rito. En noviembre de 1969 se discutió la posibilidad de una pluralidad de fórmulas para la absolución, previa la aprobación y decisión de las respectivas Conferencias Episcopales. De este modo el trabajo de la comisión quedó prácticamente terminado. Tenía no pocos interrogantes. Todo el trabajo de la Comisión pasó a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, cuyo examen se prolongó hasta el 16 de junio de 1972, en que esa Sagrada Congregación publicó las normas generales para dar la absolución colectiva sin previa confesión sacramental. Después de cerca de tres años de la elaboración del primer proyecto pareció conveniente revisarlo de nuevo y adaptarlo a las normas de la S.C. para la Doctrina de la fe. Había que completar y adaptar también la introducción general, según el estilo adoptado en los otros libros litúrgicos que se habían promulgado durante ese tiempo. Había que enriquecer también los mismos ritos litúrgicos, que en un principio se redactaron muy escuetamente, en sus líneas esenciales. Para este trabajo se constituyó una nueva comisión dirigida por P. Journel y con miembros completamente distintos de la comisión anterior. El trabajo de esta comisión fue sometido, además de a la Congregación para el Culto Divino, a las Congregaciones para la Doctrina de la fe, de los Sacramentos, del Clero, de la Evangelización de los pueblos y a la Penitenciaría Apostólica. Después de un año de examen minucioso en esos Dicasterios romanos, el trabajo que-
dó terminado. Pero en mayo de 1973 fue sometido de nuevo a la aprobación de la Congregación para la Doctrina de la fe, que dio su dictamen final en noviembre de 1973, y el 2 de diciembre de ese mismo año fue promulgado por un Decreto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino. El nuevo Rito de la Penitencia se publicó en su primera edición típica el 4 de febrero de 1974. B) Criterios para la revisión del rito Basados en la doctrina general del Vaticano II se subraya que el pecado es ofensa a Dios y a la Iglesia; por lo mismo, que en la penitencia el pecador se reconcilia con Dios y con la Iglesia; que toda la Iglesia colabora en la conversión y en la reconciliación del hermano que ha pecado. Además de estos aspectos fundamentales de la penitencia en la Iglesia, se han tenido presentes en la reforma del rito los criterios generales de la reforma litúrgica posconciliar: revalorizar en el rito la importancia de la Sagrada Escritura; subrayar el aspecto comunitario; cuidar la simplicidad y la sobriedad del rito al mismo tiempo que su nobleza y dignidad; no olvidar la impronta del misterio pascual en los sacramentos; y tener presente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y el amor y misericordia del Padre como fuente de la salvación del mundo. C) Título del sacramento Aunque no es lo más importante, no deja de tener interés. Sirve para identificarlo y expresar su contenido. Normalmente se le ha llamado «confesión», de ahí «confesor» al sacerdote que administraba este sacramento y «confesonario» al lugar donde se administra. Esto indica la importancia que se ha dado a la acusación de las faltas que ha polarizado, en cierto modo, la atención sobre las demás partes o elementos de este sacramento. En la antigüedad prevaleció el nombre de Penitencia; de ahí el nombre de «Ordo Paenitentium», «penitenciales», «penitenciarios», que, en cierto sector de la Iglesia, ha perdurado hasta nuestros días y se referían respectivamente a la clase de los que hacían la penitencia pública, a los libros en donde se consignaban ritos y otras 457
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normas referentes a la penitencia, y a los encargados de impartirla. En el nuevo rito se le da el nombre de «reconciliación», aunque queda el de Ordo Paenitentiae. El nombre de «reconciliación» tiene una buena base bíblica: San Mateo lo emplea para la purificación antes de presentar la ofrenda en el altar (5, 23-24); en las Cartas paulinas se nos presenta a Cristo como el reconciliador de los hombres con el Padre (Ef. 2 14-16); también son textos muy expresivos Col. 1, 20; Rom. 5, 10; 2 Cor. 5, 18-20. En la antigua Liturgia Romana se llama a este sacramento «reconciliación de los penitentes», por ejemplo, en el Sacramentado Gelasiano31. Aparece también en la doctrina magisterial de la Iglesia y en la práctica popular de algunos lugares, en donde los rieles hablan de ir a «reconciliarse» o preguntan al sacerdote si pueden «reconciliarlos». Es cierto que ese título de «reconciliación» pone en evidencia mejor la acción de Dios, o al menos, la relación bilateral del encuentro con Dios en los sacramentos, mientras que penitencia y confesión expresan más bien la parte del penitente. D) El sacramento de la Penitencia: sus partes En el n. 6 de los prenotandos del nuevo ritual se dice: «El discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo, acude al sacramento de la Penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del ministerio de los sacerdotes». Se indican aquí cinco elementos: contrición, confesión —previo el examen de conciencia—, satisfacción y absolución. a) Contrición La contrición ocupa el primer lugar de los actos del penitente y consiste en un dolor del alma y un detestar el pe458
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cado cometido, con propósito de no pecar en adelante. De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia. b) Confesión La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios, por medio del examen de conciencia, y de la contrición de los propios pecados, es parte del sacramento de la Penitencia. La confesión exige del penitente la voluntad de abrir el corazón al ministro de Dios, y del ministro un juicio espiritual, mediante el cual, como representante de Cristo, y en virtud del poder que se le ha confiado, pronuncia la sentencia de absolución o retención de los pecados. c) Satisfacción La verdadera conversión exige la satisfacción por los pecados, el cambio de vida y la reparación de los daños. El objeto y la cuantía de la satisfacción ha de acomodarse a cada penitente, para que cada uno repare lo que destruyó por su pecado. Ha de ser realmente un remedio del pecado cometido y algo que, de algún modo, renueve la vida. d) Absolución Al pecador bien dispuesto, Dios le concede el perdón de los pecados por medio del signo de la absolución impartida por el ministro adecuado. Con ella, el sacramento de la Penitencia alcanza su plenitud. E) Necesidad y utilidad del sacramento de la Penitencia La acción o efecto de este sacramento es la conversión renovada, la reconciliación de aquellos que han pecado después del Bautismo. Por eso, la Penitencia se considera en la tradición de la Iglesia como una renovación de la gracia bautismal. El Bautismo es, en efecto, el primer signo fundamental de la conversión a Cristo y de la participación en el misterio de su muerte y resurección (Rom. 6, 7-13). Siguiendo la doc459
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trina del Concilio de Trento, el nuevo rito, en su Introducción general distingue entre la necesidad y utilidad del sacramento de la Penitencia. Es diversa y múltiple la herida del pecado en la vida de los individuos y de la comunidad. Por eso, es también diverso el remedio que nos proporciona la Penitencia. De aquí que el fiel deba confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados graves que recuerde, después de examinar su conciencia, para recibir el remedio saludable del sacramento de la Penitencia15. «Además, la recepción frecuente y diligente de este sacramento es muy útil contra los pecados veniales. Porque no se trata de una mera repetición ritual ni de una especie de ejercicio psicológico, sino de un esfuerzo asiduo por perfeccionar la gracia del Bautismo, para que, llevando en nuestro cuerpo la muerte de Cristo, la vida de Jesús se manifieste cada día más en nosotros (Cfr. 2 Cor. 4, 10). En estas confesiones, los penitentes, al acusarse de faltas veniales, deben preocuparse, sobre todo, por asemejarse más plenamente a Cristo y por obedecer con mayor atención a la voz del Espíritu» (REP, n. 7, b). F) Misión de la comunidad eclesial en la celebración de la Penitencia «La Iglesia entera, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras en el ejercicio de la obra de la reconciliación que Dios le confió. Porque no solamente llama a la penitencia por medio de la predicación de la palabra de Dios, sino que también intercede por los pecadores y ayuda al penitente con solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados y alcance así la misericordia de Dios, que es el único que puede perdonarlos. Pero, más aún, la Iglesia misma llega a ser el instrumento más importante de la conversión y de la absolución del penitente, por el ministerio que Cristo confió a los apóstoles y a sus sucesores» (Cfr. Mt. 18, 18; Jn. 20, 23) (REP. 8). G) El ministro del sacramento de la Penitencia «La Iglesia ejerce el ministerio del sacramento de la Penitencia por medio de los presbíteros y obispos, quienes, por la predicación de la Palabra de Dios, llaman a los fieles a la 460
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conversión y les declaran e imparten el perdón de los pecados, en nombre de Cristo y por el poder del Espíritu Santo. »En el ejercicio de este ministerio, los presbíteros obran en comunión con el obispo, de cuyo poder y misión participan, pues el obispo es el moderador de la disciplina penitencial. »E1 ministro competente del sacramento de la penitencia es el sacerdote con facultad para absolver según las leyes canónicas. Pero todos los sacerdotes, aunque no estén aprobados para oír confesiones, absuelven en forma válida y lícita a cualquier penitente en peligro de muerte» (REP, n. 9). H) Ejercicio pastoral del ministerio sacerdotal en la Penitencia «Para que el confesor pueda desempeñar su oficio recta y fielmente, debe conocer las dolencias espirituales, aplicarles los remedios convenientes y ejercer con sabiduría su oficio de juez, para lo cual, debe adquirir la ciencia y la prudencia necesarias, con el estudio asiduo, bajo la guía del magisterio de la Iglesia, y, sobre todo, con la oración; porque el discernimiento de los espíritus es un conocimiento íntimo de la acción de Dios en el corazón de los hombres, un don del Espíritu Santo y un fruto de la caridad (Fil. 1, 9-10). »E1 confesor debe mostrarse siempre dispuesto a escuchar las confesiones de los fieles, cuantas veces lo pidan en forma razonable. »Cuando el confesor recibe al pecador penitente y lo conduce a la luz de la verdad, cumple una función paternal, revela a los hombres el corazón de Dios Padre y reproduce la imagen de Cristo, Buen Pastor. Debe recordar, por consiguiente, que se le ha confiado el mismo ministerio de Cristo, el cual cumplió misericordiosamente la obra de la redención, para salvar a los hombres, y se hace presente, con su poder, en los sacramentos. »E1 confesor, sabiendo que, como ministro de Dios, ha conocido la conciencia secreta de su hermano, está obligado a guardar religiosamente el secreto sacramental» (REP, n. 10). 461
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I) El penitente «Son muy importantes las funciones que el mismo fiel penitente desempeña en el sacramento. Porque, al acercarse, debidamente preparado, a este remedio de salvación instituido por Cristo y al confesar sus pecados, toma parte activa, con sus actos, en el mismo sacramento que llega a plenitud con las palabras de la absolución, que el ministro pronuncia en nombre de Cristo. »Así el fiel, mientras experimenta y proclama en su vida la misericordia de Dios, celebra también, junto con el sacerdote, la liturgia de una Iglesia que se halla en trance de continua renovación (REP, n. 11). J) Celebración de la Penitencia El nuevo Ritual indica que el sacramento se administre en el lugar y en la sede establecidos por el derecho. Según el Código vigente, «el lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio. Por lo que se refiere a la sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesonarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor, que pueden utilizar libremente los fieles que los deseen. No se deben oír confesiones fuera del confesonario, si no es por justa causa» (CIC, c. 964). La Conferencia Episcopal Española, de acuerdo con las facultades del canon citado, ha determinado que «en las iglesias y oratorios existirá siempre en lugar patente el confesonario tradicional, que pueden utilizar libremente los fieles que así lo deseen» (art. 7, del segundo decreto de la CEE sobre normas complementarias al Nuevo Código). Respecto al tiempo de la celebración, el Ritual establece como norma general que la reconciliación de los penitentes puede celebrarse en cualquier día y hora. Sin embargo, es conveniente que los fieles sepan los días y horas en que el sacerdote está disponible para atenderles en ese ministerio. También es aconsejable que los fieles se acerquen a reconciliarse en momentos distintos de la celebración Eucarística, si bien la prudencia pastoral tendrá en cuenta las condiciones en que se encuentran los fieles. Por lo demás, no pue462
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de olvidarse que quien necesita ponerse en gracia de Dios y lo hace durante la celebración de la Misa, se dispone a participar en el Sacrificio del modo más perfecto, que consiste en recibir sacramentalmente al Señor. El ritual recuerda que la Cuaresma es un tiempo especialmente apropiado para la celebración de este sacramento, que puede ir precedido de celebraciones penitenciales que ayudan a lograr un conocimiento y unas disposiciones internas mejores para reconciliarse con Dios y con los hermanos, a la vez que se acentúa el carácter eclesial y comunitario. En cuanto a las vestiduras litúrgicas, el Ritual no prescribe ninguna especial, sino que se observen las normas dadas por los ordinarios locales. Las últimas orientaciones de la Conferencia Episcopal Española (XI . 1978) señalan que «los ornamentos propios para la celebración individual en la Iglesia son el alba y la estola. Si se celebra en otro lugar apropiado, fuera de la Iglesia, no es necesario que el ministro revista ningún ornamento» (n. 75). Respecto al modo de celebrar el sacramento de la reconciliación el Ritual contempla tres posibilidades: reconciliación de un solo penitente, reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individual y reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución general. a) Reconciliación de un sólo penitente El Ritual exhorta, en primer lugar, tanto al sacerdote como al penitente, que se preparen con la oración a celebrar este sacramento. El sacerdote invocará al Espíritu Santo para recibir de El la luz y la caridad necesarias para ejercer su ministerio con entrañas de buen pastor. Por su parte, el penitente confrontará su vida con los mandamientos y el ejemplo de Jesucristo y rogará a Dios que le perdone sus pecados. Una vez realizada esta preparación, comienza la celebración del rito de la reconciliación que consta de las partes siguientes: acogida del penitente, lectura de la Palabra de Dios, confesión de los pecados, manifestación del dolor, absolución sacramental, alabanza a Dios y despedida. 463
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA Acogida del penitente. El sacerdote debe acoger al penitente con amor fraterno y dirigirle, sí parece oportuno, un saludo amable y cariñoso. El penitente se santigua (se aconseja que también lo haga el sacerdote) y el ministro le invita a la confianza, mediante una breve fórmula —el Ritual recoge seis—. El penitente, sobre todo si es desconocido para el confesor, debe indicarle su situación cristiana personal para que el sacerdote pueda cumplir bien su ministerio. Lectura de la Palabra de Dios. Después el sacerdote o el mismo penitente, si es oportuno, lee algún texto de la Sagrada Escritura, que puede hacerse también en la preparación al sacramento. El Ritual trae una selección de doce textos escriturísticos para esta ocasión. Confesión de los pecados. Luego el penitente confiesa sus pecados, comenzando, donde sea costumbre, por la fórmula: «Yo, pecador,...». Se dan normas para que el sacerdote ayude al penitente a la confesión de sus pecados, cuando sea necesario, y al arrepentimiento y expiación convenientes. Luego le impone una saludable penitencia que sea satisfacción y ayuda para el futuro, de modo especial con la oración, la propia abnegación, el servicio misericordioso en favor del prójimo, que tanto manifiesta el aspecto social de este sacramento. Oración del penitente y absolución. El Ritual presenta once fórmulas breves mediante las cuales el penitente puede expresar su dolor y propósito de enmienda. Inmediatamente extiende el sacerdote sus manos sobre el penitente, o al menos la mano derecha, y recita la siguiente fórmula de absolución: Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. Alabanza a Dios y despedida. Como ritos de conclusión el Ritual presenta cinco fórmulas para elegir la más apropiada. Con ellas se proclama la misericordia de Dios y se despide al penitente. 464
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Rito breve. Cuando lo aconseje la necesidad pastoral, el sacerdote puede omitir o abreviar algunas partes del rito. Hay que observar siempre: la confesión de los pecados y la aceptación de la satisfacción, la invitación a la contrición y las fórmulas de la absolución y de la despedida. En inminente peligro de muerte es suficiente que el sacerdote diga las palabras esenciales de la absolución: «Yo te absuelvo...». b) Reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individual En ocasiones especiales es muy conveniente una celebración más solemne de la penitencia sacramental, aprovechando todas las oportunidades que ofrece el nuevo rito penitencial, así por ejemplo en la celebración de la Cuaresma, en Ejercicios Espirituales o en otras circunstancias apropiadas. Esta celebración comunitaria manifiesta más claramente el carácter eclesial de la penitencia y puede favorecer mucho una mayor intensificación de las disposiciones interiores de los penitentes, sobre todo de la conversión del corazón. Esto ha de ser lo principal, pues si la solemnidad externa mermase la autenticidad de la conversión personal no sería aconsejable esa celebración comunitaria. Para esta celebración se han de preparar lo mejor posible las lecturas, los cantos y se ha de cuidar que estén presentes varios sacerdotes que en lugares determinados puedan oír la confesión de cada penitente en particular y dar a cada uno la absolución sacramental. Ritos iniciales: Reunidos todos los que participan en esas celebraciones pueden entonar un canto apropiado. Luego el sacerdote saluda a la asamblea con una de las siete fórmulas que trae el ritual, a la cual sigue una monición o breve exhortación sobre la importancia del rito, e invita a la oración y después de unos momentos de oración en silencio concluye con una de las seis plegarias que trae el nuevo ritual. Liturgia de la Palabra: Es muy conveniente la Palabra de Dios en la celebración de la Penitencia porque ella nos da a conocer la misericordia de Dios y mueve al arrepentimiento. El nuevo rito trae una buena selección de lecturas bíbli465
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cas tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo. Se puede elegir una o varias lecturas. Si son varias, la última será siempre la del evangelio y entre ellas se intercala algún salmo responsorial, o un canto apropiado o un espacio de silencio. Si sólo se hace una lectura es bueno que sea la del evangelio. A las lecturas sigue una homilía apropiada. Terminada la homilía, se deja un tiempo de silencio para la reflexión y examen de conciencia. Se puede ayudar a los fieles a hacer el examen y a excitar en ellos la contrición con. fórmulas muy adecuadas que trae el mismo Ritual u otras semejantes. Si se juzga conveniente, esto puede sustituir a la homilía. Rito de la reconciliación: A una invitación del diácono o de otro ministro, todos se arrodillan o se inclinan y rezan una fórmula de confesión muy general, por ejemplo, el «Yo pecador»..., recitan una oración litánica de las que trae el Ritual o entonan un canto adecuado. Luego se reza el Padrenuestro, que nunca se ha de omitir, y cada cual va a confesarse con el sacerdote que desee. Este le impone la penitencia y le da la absolución. Terminadas estas confesiones individuales, todos regresan a sus lugares respectivos y el sacerdote que preside invita a todos a la acción de gracias, para lo cual hay fórmulas muy bellas en el nuevo Ritual, como también para la conclusión del rito y despedida. c) Reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución general El nuevo Ritual trata de este modo de administrar el sacramento de la penitencia en los nn. 31-35. Damos su contenido tal cual aparece literalmente en el Ritual: a') Disciplina de la absolución general «La confesión individual e íntegra y la absolución individual siguen siendo la única forma ordinaria para que los fieles se reconcilien con Dios y con la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral exima de esta confesión. Puede suceder, en efecto, por circunstancias especiales, que sea lícito y aun necesario impartir la absolución general a varios penitentes a la vez, sin la previa confesión individual.
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
Además del caso de peligro de muerte, también es lícito, en caso de grave necesidad, absolver sacramentalmente a varios fieles que se han confesado pecadores en forma general y se hallan convenientemente arrepentidos. Esto acontece, por ejemplo, cuando, por el número de penitentes, no hay suficiente cantidad de confesores para oír convenientemente las confesiones dentro de un tiempo razonable y, así, los penitentes —sin culpa propia— se verían obligados a privarse por largo tiempo de la gracia del sacramento o de la sagrada comunión. Este caso se dará, sobre todo, en territorios de misión, pero también en otros lugares y en aquellas reuniones de fieles en que se presente la grave necesidad mencionada (n. 31). En cambio, si hay suficientes confesores disponibles, no es lícito dar la absolución general atendiendo sólo al crecido número de penitentes, como, por ejemplo, puede suceder en alguna fiesta importante o en una peregrinación32. Corresponde al obispo diocesano, en diálogo con los demás miembros de la Conferencia episcopal, juzgar si se dan las condiciones anteriores y, por lo mismo, determinar cuándo es lícito dar la absolución sacramental en forma general. Fuera de los casos establecidos por el obispo diocesano, si se presenta otra necesidad grave de impartir la absolución sacramental a varios fieles a la vez, el sacerdote debe acudir antes, si le es posible, al ordinario de lugar, para impartir lícitamente la absolución; si no le es posible, informará al ordinario, cuanto antes, sobre la necesidad que se presentó y sobre la absolución general impartida 33 . Para que los fieles puedan beneficiarse de la absolución general, se requiere, necesariamente, que estén convenientemente dispuestos, es decir, que cada uno de ellos esté arrepentido de sus culpas y se proponga no volverlas a cometer y reparar los daños y escándalos que hubiere causado, y, además, debe tener el propósito de confesar individualmente, a su debido tiempo, los pecados graves que ahora no puede confesar. Los sacerdotes instruirán diligentemente a los fieles sobre estas disposiciones y condiciones, requeridas para el valor del sacramento 34 . Según esta doctrina del Ritual y la del vigente Código de Derecho Canónico (ce. 961-963 y 968) —que están inspira-
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das, sobre todo, en la Declaración de la S. Penitenciaría Apostólica del 6JL1915 ("AAS" 7 (1915) 72), en el Decreto de la SC Consistorial del 8.XII.1939 ("AAS" 31 (1939) 712), en la Instrucción de la S. Penitenciaría del 25.111.1944 ("AAS" 36 (1944) 115-116) y en las Normas pastorales de la SC para la Doctrina de la fe del 16.VI.1972 ("AAS" 64 (1972) 510-514), la disciplina de la absolución general se rige conforme a los siguientes principios: 1) la absolución general es siempre algo excepcional2,5, puesto que la confesión íntegra de los pecados es el único modo ordinario para obtener el perdón de los mismos y la reconciliación con Dios y con la Iglesia; 2) un caso concreto de esa excepción es la amenaza de peligro de muerte, si el sacerdote o los sacerdotes no tienen tiempo de oír la confesión de cada penitente; 3) también, si hay necesidad grave, «es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo razonable, de tal modo que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la Sagrada Comunión», (c. 961) Conviene notar que se requiere que ambas condiciones se verifiquen conjuntamente, a saber: la insuficiencia de confesores y la circunstancia de que los penitentes se vean forzosamente privados de la gracia sacramental o de la comunión. La reunión de grandes masas de fieles para celebraciones penitenciales no justifica per se la absolución colectiva; todavía con mayor razón, si la convocación ha tenido como objetivo forzar un hecho consumado. Los fieles convocados, además de no tener ninguna obligación ni necesidad de hacerlo ese día y a esa hora, han podido confesarse antes o pueden hacerlo después. En el caso de no haber suficientes confesores, se confiesan los penitentes que puedan y los restantes en otro momento o día; 4) corresponde al obispo diocesano juzgar si se dan las condiciones requeridas. Teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conf e468
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rencia Episcopal, puede determinar los casos en los que se verifica esa necesidad; 5) para que un fiel reciba válidamente la absolución colectiva, se requiere a) estar debidamene dispuesto y b) a la vez tener el propósito de hacer a su debido tiempo confesión individual de todos los pecados graves que en las presentes circunstancias no ha podido confesar de ese modo; 6) a quien se le han perdonado los pecados por la absolución general, debe acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no interponerse causa justa; 7) queda firme la obligación de que todos los fieles que han llegado al uso de razón están obligados a confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año. b') Rito de la absolución general Todo se hace como para la reconciliación comunitaria con confesión y absolución individual, salvo que en la homilía el sacerdote ha de dar una síntesis de las normas de la Iglesia manifestadas en a') y que el sacerdote da la absolución a todos colectivamente con la fórmula ya conocida para la confesión individual. Se propone antes una satisfacción que todos deben cumplir; a ella cada uno puede añadir algo, si así lo desea. Finalmente, el sacerdote invita a la acción de gracias, como antes se ha indicado y, omitida la oración conclusiva, bendice al pueblo y lo despide. 11. Las celebraciones penitenciales El nuevo Ritual presenta varios esquemas para lo que él mismo llama celebraciones penitenciales. Se trata de celebraciones de la Palabra, de corte penitencial, en las que el pueblo participa para aumentar su espíritu de penitencia. Estas celebraciones no son estrictamente sacramentales, puesto que no se imparte en ellas la absolución sacramental; por ello, hay que educar al pueblo para que sea cons469
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ciente de esta realidad y no las confunda con cualquiera de las celebraciones propiamente penitenciales (A.B.C.). Entre las principales ventajas de estas celebraciones pueden señalarse las siguientes: potencian el espíritu de penitencia en la comunidad cristiana; ayudan a los fieles a preparar la confesión que harán a su debido tiempo; sirven para que los niños vayan adquiriendo gradualmente conciencia de la naturaleza y gravedad del pecado y su liberación por Cristo; y, finalmente, ayudan a los catecúmenos en su conversión. 12. Adaptaciones El Ritual prevé la posibilidad de hacer algunas adaptaciones y señala cuáles son las que corresponde realizar a las Conferencias Episcopales, al obispo de la diócesis y al ministro del sacramento. Prácticamente ya han sido indicadas en lo que llevamos dicho. 13. Absolución de censuras y dispensa de irregularidad Dado que los penitentes pueden ser no sólo pecadores sino sujetos de censuras e irregularidades canónicas, el ritual contiene unas fórmulas especiales para estos supuestos. El ministro puede usarlas en la celebración del sacramento, antes o después de la absolución sacramental, o fuera del sacramento de la Penitencia. Quizás sea oportuno recordar que el ritual de Santori ya contenía fórmulas semejantes. 14. Pluralidad de fórmulas El Ritual contiene una gran pluralidad de fórmulas para la celebración del sacramento de la Penitencia, entre las que cabe destacar las lecturas bíblicas, los esquemas para exámenes de conciencia y la celebración penitencial para enfermos. Por todo ello, bien puede afirmarse que el Ritual es el mejor libro de pastoral sobre la Penitencia, en el que el sa470
cerdote encontrará abundante y valioso material para ejercer como conviene el ministerio de la reconciliación, para bien de los hombres y glorificación de Dios, dos fines que nunca puede olvidar, pues le ayudarán a santificarse tanto como ministro como sujeto del sacramento 36 . 15. Un modo práctico de reconciliar a un solo penitente con la mayor sencillez A. ACOGIDA Penitente: «Ave, María Purísima». Sacerdote: «Sin pecado concebida». Penitente: «En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Sacerdote: «El Señor Jesús, que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, te acoja con bondad. Confía en él». B. PALABRA DE DIOS Sacerdote o Penitente: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom. 5, 8). C. CONFESIÓN de los PECADOS y ACEPTACIÓN de la SATISFACCIÓN Penitente: «Hace que me confesé...» «Me acuso...». Sacerdote: «Ya sabes... Procura... Arrepiéntete... En satisfacción por tus pecados... ¿Te parece...? Manifiesta, pues, tu contrición». D. ORACIÓN del PENITENTE Penitente: «Jesús, Hijo de Dios, apiádate de mí, que soy un pecador». E. ABSOLUCIÓN con IMPOSICIÓN de MANOS Sacerdote: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrec471
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ción de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de ios pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO». Penitente: Amén. F. ACCIÓN de GRACIAS y DESPEDIDA del PENITENTE Sacerdote: «El Señor, que te ha liberado del pecado, te admita también en su reino. A Él, la gloria por los siglos». Penitente: Amén.
16. Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual (Praen. 22-30; Or. 70-72) La ambientación y justificación de esta celebración está magistralmente expuesta en el núm. 22 de los Praenotanda.
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
C. RITO DE RECONCILIACIÓN (Praen. n. 27) Invitación del Diácono o ministro. Todos arrodillados, o inclinados: Confesión en general. Oración litánica, o canto. PADRE NUESTRO, con conclusión. CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN INDIVIDUAL (Praem. n. 28). Los fieles se acercan a los Sacerdotes, que se hallan en lugares adecuados: confesión, absolución, tras imposición y aceptación de la satisfacción. D. ACCIÓN DE GRACIAS POR LA MISERICORDIA DE DIOS (Praen. n. 29) El sacerdote que preside, con los demás sacerdotes junto a sí, invita a la acción de gracias y a la práctica de las buenas obras. Salmo o himno apropiado, o bien Oración litánica para proclamar el poder y la misericordia de Dios. Oración final de acción de gracias. E. RITO DE CONCLUSIÓN (Praen. n. 30)
A. Ritos iniciales (Praen. n. 23) Canto. Saludo del Sacerdote. Monición sobre la importancia y el orden de esta celebración. Oración.
Bendición del sacerdote. Despedida de la asamblea. Conviene sopesar bien los valores de esta forma de celebración de la reconciliación; ellos y sus peligros están detalladamente expuestos en las Orientaciones Doctrinales y Pastorales del Episcopado Español, n. 70.
B. LITURGIA DE LA PALABRA (Praen. n. 24) Se ordena como la de la Misa; o, si hay una sola lectura, conviene que se tome del Evangelio. Homilía (con las matizaciones que se indican en Praen. n. 25). Examen de conciencia (que puede ser dirigido, con sugerencias, en un ambiente de silencio para la reflexión). 472
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Capítulo V LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS* 1. Las unciones con óleo en el mundo extrabíblico y en el AT El aceite, como todas las sustancias que tienen mucha utilidad para la vida humana, ha sido empleado en un gran número de religiones paganas y todavía se usa en no pocos pueblos no civilizados. La unción se hace frecuentemente con perfumes, miel, saliva, grasa, sangre, etcétera; pero, sobre todo, con aceite, solo o mezclado con otras sustancias. Las virtualidades del aceite se han condensado en esta fórmula: oleum enim sanat, lenit, recreat, penetrat ac lucet. Todo esto lo hace muy apto para ser un símbolo religioso importante. En forma de unción se utiliza para consagrar las personas y las cosas y para curar enfermedades o alejar los poderes maléficos. Con este uso se encuentra entre los egipcios, griegos y romanos y en diversas culturas de América y África. Se usa también en los ritos funerarios. Los griegos acostumbraban a colocar en las tumbas vasos con ungüentos (lecytas), de los que hay numerosos ejemplares en los museos arqueológicos. Un rito de unción de enfermos y difuntos se ha encontrado en la Avesta iraní. Entre los semitas era muy estimada la unción como rito sagrado. El AT muestra el uso del aceite en sentido profano y religioso. Se usa para la preservación de los ardores del sol, como ingrediente higiénico y maquillaje, y como remedio en las enfermedades (cfr. Sal. 104, 15; Dt. 38, 40; Rut 3, 3; Dan. 10, 3). Se emplea en las fiestas (Ecl. 9, 8; Sal. 23, 5); 475
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LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
en la unción de objetos de culto (Ex. 30, 26; 40, 10), de ciertas personas (Lev. 8, 12 y 30) y de los reyes (1 Re. 10, 1). Jacob unge la piedra de Bethel (Gn 28, 18; 35, 14). El título de ungido por excelencia se aplica al Mesías; por ello Jesús de Nazaret, como Mesías verdadero, será el Ungido por antonomasia, el Cristo'.
no obran sólo ni primariamente la salud del cuerpo, sino el bien sobrenatural del hombre completo unido a Cristo. A este bien pertenece también el perdón de los pecados, si existen.
2. El rito de la Unción promulgado por Santiago Los Santos Padres han visto un anuncio anticipado del sacramento de la Unción de los Enfermos en el texto de Marcos 6, 12-13, el cual dice que los Apóstoles, enviados por Cristo a misionar por la Galilea, y en conformidad con sus instrucciones, predicaban la penitencia, arrojaban muchos demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban. Pero es en la Carta de Santiago donde se ha visto la promulgación de este sacramento, según las enseñanzas de la Iglesia, sobre todo las del Concilio Tridentino. Después de exhortar a la fortaleza en las pruebas, mediante la paciencia y la oración, añade: «¿Está afligido alguno entre vosotros? Ore. ¿Está de buen ánimo? Salmodie. ¿Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfermo y el Señor le hará levantarse y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados» (Sant. 5, 13-15). El apóstol alude en este texto a un rito usual en tiempo de Cristo, al que Él dio un contenido nuevo del que carecía hasta entonces. El rito es muy sencillo: oración y unción con óleo; gracias a él, el enfermo curará. Esta curación no es ni sólo corporal ni sólo espiritual sino integral, es decir: se refiere a la salud del hombre completo, destinado a la plenitud de Dios. La salud debe entenderse en sentido amplio: la oración de la fe y la unción concederán a cada uno lo que aquí y ahora es salud para él. Para unos, la salud puede ser la curación de la enfermedad; para otros, la muerte temprana. El verdadero bien es llegar al Señor, poseer el reino de Dios. Si la consecución de este bien exige el aplazamiento de la muerte, Dios la aplazará. Por tanto, la oración y la unción 476
3. Del rito promulgado por Santiago al primer ritual de la Unción En la Iglesia primitiva se usó mucho la unción de los enfermos con el aceite, según atestiguan los documentos patrísticos y litúrgicos. A) Testimonios patrísticos San Ireneo (c. 140-202) censura a los gnósticos que corrompen los ritos y misterios cristianos. Sobre la unción de los enfermos dice: «Otros hay que redimen a los que están muriendo al final de su defunción echando sobre sus cabezas aceite y agua, o el ungüento ya dicho con el agua, con las invocaciones ya dichas, para que se hagan incomprensibles e invisibles los príncipes y potestades, y el propio hombre interior se levante por encima de las cosas invisibles; como si su cuerpo permaneciera en este mundo y su alma se entregara al demiurgo»2. Orígenes, en sus homilías sobre el Levítico, alude al texto de Santiago como remedio para la remisión de los pecados de los enfermos sobre quienes se ora y a los que se unge con el aceite 3 . Este texto prueba el uso del sacramento de la Unción de los Enfermos en el siglo III. Poco después Afraates, gran representante de la Iglesia siria, menciona el fruto del olivo como signo sacramental que «unge a los enfermos y, por su arcano misterioso (sacramento), reduce a los penitentes»4. San Juan Crisóstomo, en su tratado del sacerdocio 5 , alude varias veces a la Unción de los Enfermos realizada por los sacerdotes, a quienes considera ministros propios. En una homilía sobre el Evangelio de San Mateo, al comparar la Iglesia con una casa privada, dice: «¿Qué hay aquí que no sea grande, que no sea tremendo?; pues esta mesa del altar 477
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es mucho más honorable y más suave que la tuya; y esta lámpara, más que la tuya. Esto lo saben bien todos aquellos que, mediante la fe, ungidos tempestivamente con aceite, han sido librados de sus enf ermades» 6 . San Cirilo de Alejandría (f 444) alude también en varias ocasiones al texto de Santiago, relacionándole con los enfermos 7 . Lo mismo ocurre con San Hilario de Poitiers (c. 315-366) y San Ambrosio (333-397)8. Pero el testimonio más explícito es el del Papa Inocencio I en la Carta que escribió, en el 416, al obispo de Gubio, Decencio, como respuesta a las cuestiones que le había presentado: «No hay duda de que el pasaje de Santiago (5,13-16) debe tomarse o entenderse de los fieles que están enfermos, los cuales pueden ser ungidos con el sagrado aceite de la unción, que, hecho por el obispo, pueden usar no sólo los sacerdotes, sino también todos los cristianos en necesidad propia o de los suyos. Por lo demás, vemos que se ha introducido una cuestión vana, cual es dudar de que el obispo pueda hacer lo que es lícito a los presbíteros. Porque, si se dice a los presbíteros, es porque los obispos, impedidos por otras ocupaciones, no pueden acudir a todos los enfermos. Por lo demás, si el obispo puede o cree conveniente visitar por sí mismo a algunos, sin duda alguna puede bendecir y ungir con la unción, puesto que puede consagrar el Crisma»9. Para entender bien estos textos hay que tener presente que desde muy antiguo era praxis habitual que los fieles llevasen a sus casas óleo bendecido para realizar unciones en determinados casos, como la enfermedad. Sin embargo, sólo era un rito verdaderamente sacramental cuando los presbíteros y, por supuesto, los obispos, ungían a los enfermos. San Cesáreo de Arles (c. 470-543) tiene un texto de gran belleza: «Siempre que ocurra alguna enfermedad, que reciba el Cuerpo y la Sangre de Cristo el que está enfermo y que unja su cuerpo débil, para que en él se cumpla aquello: ¿Enferma alguno... ? Mirad, hermanos: el que en la enfermedad se acogiere a la Iglesia, merecerá recibir la salud corporal y el perdón de los pecados»10. A partir del siglo VI son muchos los testimonios sobre el sacramento de la Unción de los Enfermos. También es abundante la legislación canónica, de modo especial a partir de 478
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los Concilios del período carolingio. Por eso, la Constitución Apostólica «Sacram unctionem infirmorum» (30.XI.1972) puede afirmar: «La sagrada Unción de los Enfermos, tal como lo reconoce y enseña la Iglesia Católica, es uno de los siete sacramentos del Nuevo Testamento, instituido por nuestro Señor Jesucristo, esbozado ya en el evangelio de San Marcos, recomendado a los fieles y promulgado por el apóstol Santiago, hermano del Señor, cuando escribe: ¿Hay alguno enfermo...?11. B) Testimonios litúrgicos En la Didaché hay un texto controvertido sobre la bendición del ungüento que dice así: «Te damos gracias, Padre nuestro, por el óleo de la unción que nos has indicado por Jesucristo, tu siervo; gloria a ti por los siglos. Amén»12. La Tradición Apostólica de San Hipólito (c. 215) recoge este texto sobre la unción de los enfermos: «Oh Dios, Tú santificas el aceite y lo das para la santidad de aquéllos que lo usan y lo reciben. Por medio de él Tú has conferido la unción a los reyes, a los sacerdotes, a los profetas; haz que también este aceite dé fuerza a los que de él gusten y salud a los que lo usen»13. Las Constituciones Egipcíacas dicen: «Así como, santificado este aceite, das salud a los que lo usan y reciben y ungiste a los reyes, sacerdotes y profetas; del mismo modo haz que este aceite conforte a los que lo gusten y dé salud a los que lo usen»14. Es una reminiscencia del texto anterior. Nótese que, en los textos aducidos y en otros similares, los fieles no sólo son ungidos con ese aceite bendecido, sino que también lo gustan. En la Didascalia de los Apóstoles (siglo UJ) se dice: «Santifica este aceite, ¡oh Dios!, concede la salud a los que lo usan y reciben la unción con que ungiste a los sacerdotes y profetas; así también da fuerza a los que lo beben, y salud a los que lo usan»15. En términos semejantes se expresan los Cánones de Hipólito16. El Eucologio de Serapión de Thumis, en Egipto (siglo IV), contiene tres fórmulas relativas al aceite de los enfermos. 479
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Las dos primeras se refieren a la bendición del aceite, que tenía lugar en la celebración eucarística, después de la bendición del pueblo una vez terminada la acción de gracias por la comunión eucarística. La tercera parece que se recitaba en el momento de la misma unción al enfermo. He aquí los textos: «Oración por la ofrenda del aceite y del agua: Bendecimos en nombre de tu Hijo Único, Jesucristo, estas ofrendas; invocamos sobre el aceite y sobre el agua, al que sufrió, fue crucificado y resucitó y está sentado a la diestra del Dios increado: concédeles la virtud de curar, para que alejen toda fiebre, todo demonio y toda enfermedad. Que lleven a quienes las reciban, en nombre de tu Hijo, Jesucristo, curación y salud; por El te sean dadas gloria y poder en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén». Imposición de las manos después de la bendición del agua y del aceite: «Dios de verdad, que amas a los hombres, guarda a tu pueblo en la comunión del Cuerpo y de la Sangre; conserva vivos sus cuerpos y puras sus almas. Concede tu bendición para guardarlos en tu comunión, asegúrales la fuerza de la Eucaristía, únelos en la alegría y haz de ellos elegidos, por tu Hijo único, Jesucristo, en el Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos. Amén». «Oración por el óleo de los enfermos, el pan y el vino: Te rogamos a Ti, que posees toda fuerza y todo poder, Salvador de todos los hombres, Padre nuestro Señor y Salvador Jesucristo: te suplicamos que un poder de curación se difunda sobre este aceite desde el Cielo de tu Hijo Único; que quienes reciban la unción o participen de estos elementos sean liberados de todo mal y de toda enfermedad para triunfar sobre toda potencia satánica, alejar todo espíritu impuro, expulsar todo espíritu malo, extirpar toda fiebre, temblor y debilidad, conceder la gracia y la remisión de los pecados, recibir el remedio de la vida y la salvación, procurar la salud y la integridad del alma, del cuerpo y del espíritu y la plenitud de la fuerza. Que toda empresa diabólica, Señor, todo poder satánico, toda emboscada del Adversario, toda plaga, todo suplicio, toda pena, golpe, choque o sombra mala teman tu nombre, que invocamos, y el nombre de tu Hijo Único. Que se alejen 480
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del interior y del exterior de tus servidores, para que sea santificado el nombre del que por nosotros fue crucificado y resucitó, asumió nuestros males y nuestras enfermedades, Jesucristo, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Por El te sean dados gloria y honor, por los siglos de los siglos. Amén»17.
4. El ritual del «Líber Ordinum»: estructura y contenido El Liber Ordinum de la antigua Liturgia Hispana tiene un «Ordo» para visitar y ungir al enfermo. El sacerdote hace la señal de la cruz sobre la cabeza del enfermo con aceite bendecido, mientras dice: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, que reina por los siglos de los siglos. Amén». Recita luego tres antífonas, una larga oración y da la bendición. Las antífonas aluden a la curación corporal y a la salud en general. La oración que expone y pide los efectos de esta sagrada unción dice así: «Jesús, Salvador y Señor nuestro, que eres salud y medicina, que nos instruyes por la voz de tu apóstol para que unjamos a los enfermos con aceite. Pedimos la misericordia de tu piedad; mira propicio, desde la admirable altura de los cielos, a este siervo tuyo, para que la medicina de tu gracia restituya, después de probarlo, al que la enfermedad lleva al final y la falta de fuerzas ya le conduce al ocaso. Y extingue en él, Señor, los ardores de las pasiones y de las fiebres, los estímulos de los dolores, y destruye los tormentos de los vicios. Disipa los tormentos de la enfermedad y de las pasiones. Comprime la inflación y los tumores de la soberbia. Limpia la podredumbre de sus entrañas y vanidades. Concede la paz al interior de sus visceras y corazón. Sana la diversidad de médulas y pensamientos. Aparta las cicatrices de la conciencia y de las llagas. Hazte presente en 481
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los peligros físicos y típicos. Remueve las pasiones antiguas e inmensas. Modera las obras y la materia de la carne y de la sangre y concédele propicio el perdón de sus delitos. Y así le guarde siempre tu piedad, para que ni la salud le conduzca alguna vez al castigo ni la enfermedad, por tu auxilio, le lleve ahora a la perdición; y que esta sagrada unción del aceite sea para él rápida curación de la enfermedad presente y remisión deseada de todos sus pecados»18. Es, posiblemente, uno de los textos más importantes de la liturgia de la Unción de los Enfermos, tanto por el contenido doctrinal, preciso y exacto de este sacramento, como por su antigüedad. La bendición final resume bien los efectos del sacramento: «Que el Señor sea propicio para todas tus iniquidades y sane todas tus enfermedades. Libre tu vida de la muerte y sacie tu deseo en los bienes. Amén. Y de tal manera te dé la medicina, que siempre le des las gracias. Amén... Y que os visite el Ángel de la salud y de la paz en el nombre de la santa e individua Trinidad»19.
yes y profetas, y mártires; que tu unción hecha bendita por Ti, Señor, permanezca en nuestras entrañas; en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, por quien creas, Señor, todos estos bienes» 20. Luego trae cuatro oraciones para ser recitadas junto al enfermo, en su casa o donde se encuentre. Su texto es el siguiente: «Oh Dios, que te dejas dominar piadosamente por el afecto hacia tu criatura: inclina tu oído a nuestras súplicas y mira complacido a tu siervo que sufre por la adversa salud del cuerpo, visítalo con tu salvación y otórgale la medicina de la gracia celestial. Por Cristo nuestro Señor. Amén». «Oh Dios que concediste para la vida eterna los dones del remedio del género humano y de la salvación: conserva en tu siervo los dones de tus virtudes y concédele que sienta tu medicina no sólo en el cuerpo, sino también en el alma. Por...». «Dios de las virtudes celestiales, que con la fuerza de tu mandato expulsas de los cuerpos humanos toda debilidad y toda enfermedad: asiste propicio a este tu siervo, para que, alejadas las enfermedades y restauradas las fuerzas, bendiga tu santo nombre, recobrada la salud al instante. Por...». «Señor santo, Padre omnipotente y eterno, que nos robusteces, infundiendo la langueza de tu fuerza a la fragilidad de nuestra condición, para que nuestros cuerpos y miembros alienten con los remdios eficaces de tu piedad: mira propicio a este tu siervo, para que, excluida de los cuerpos toda necesidad de enfermedad, se restaure en él la gracia perfecta de la antigua salud. Por...»21. Nada se dice en este lugar de la unción al enfermo; pero hemos de suponerla, ya que el mismo Sacramentario incluye la bendición del aceite para los enfermos.
5. La prehistoria del ritual romano de la Unción A) El Sacramentario Gelasiano En el Sacramentario Gelasiano del siglo VIII, según el Códice Vaticano Regúlense Latino n. 316, la Misa Crismal de Jueves Santo contiene esta oración para bendecir el óleo de los enfermos: «Te rogamos, Señor, que envíes desde los cielos al Espíritu Santo Paráclito sobre esta grosura de aceite, que te has dignado producir del verde leño para refección de la mente y del cuerpo. Y que tu santa bendición sirva a cuantos sean ungidos, gusten, o sean tocados, como defensa del cuerpo, del alma y del espíritu, para eliminar todo dolor, toda debilidad, toda enfermedad de mente y de cuerpo. Ya que ungiste a los sacerdotes, re482
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B) Las oraciones «ad visitandum infirmum» del Gregoriano
mo y el Señor lo aliviará y, si tuviere pecados, se le perdonarán": te rogamos, Redentor nuestro, que cures, por la gracia del Espíritu Santo, las enfermedades de este enfermo; sana sus heridas, perdona sus pecados, elimina todos sus dolores del corazón y del cuerpo, y devuélvele, misericordiosamente, la salud interna y externa, para que, restablecido y sano por obra de tu misericordia, sea devuelto a los oficios de tu piedad...». Después se ordena que el ministro realice la unción con el óleo de los enfermos, haciendo cruces en el cuello, en la garganta, entre los hombros y en el pecho; y que sea más ungido donde el dolor sea más vehemente. Mientras se hacen estas unciones, otro de los sacerdotes allí presentes (esto indica que participaban varios sacerdotes en el rito) dice la oración siguiente: «Te hago la unción del óleo santo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para que no se oculte en ti el espíritu inmundo; ni en los miembros, ni en la médula, ni en ninguna articulación de los miembros, sino que habite en ti la fuerza de Cristo Altísimo y del Espíritu Santo, para que, por obra de este misterio, por la unción de este sagrado aceite y por nuestra oración, medicamentado y fortalecido por la fuerza de la Santa Trinidad, merezcas recobrar la salud anterior y aún mejor...». El sacramentario prescribe que se dé al enfermo la comunión del Cuerpo y Sangre del Señor. Este rito ha de repetirse durante siete días, si hubiere necesidad. El Señor curará al enfermo y perdonará sus pecados, si los tuviere. Otros sacerdotes ungirán al enfermo en los cinco sentidos corporales y en todos ellos se hará la señal de la cruz con el óleo bendito, mientras dicen: «En el nombre del Padre f, y del Hijo f, y del Espíritu Santo f»25. Como puede apreciarse, se trata de un Ritual bastante desarrollado.
En el Suplemento al Sacramentado Gregoriano, atribuido a Alcuino y más recientemente a San Benito de Aniano, hay seis oraciones para ser recitadas ante el enfermo. Las cuatro últimas son las que aparecen en el Sacramentado Gelasiano, que acabamos de transcribir; las dos primeras, en cambio, son nuevas. Su texto es el siguiente: «Deus qui fámulo tuo Ezechiae trequinos annos ad vitam donasti, ita et famulum tuum illum a lecto aegritudinis tua potentia erigat ad salutem. Per..» «Réspice, Domine, super famulum tuum illum in infirmitate sui corporis laborantem, et animam refove quam creasti, ut castigationibus emendata, continuo se sentiat tua medicina salvatum. Per. ...»22. A estas oraciones sigue el formulario litúrgico para la Misa por el enfermo 23 . Como ocurría en el Gelasiano, tampoco se alude aquí a la unción de los enfermos; pero contiene una bendición del óleo de los enfermos en el Jueves Santo, en la única Misa que se tiene en este día. Esa bendición es la misma que hemos transcrito del Sacramentario Gelasiano, con algunas ligeras variantes 24 . Pero en otras redacciones del Sacramentario Gregoriano, como la que editó Dom Ménard y reproduce la Patrología Latina de Migne, se insertan oraciones y ritos en los que puede apreciarse un gran desarrollo del Ritual de la Unción de los Enfermos: «Oraciones para visitar a los enfermos. Ante todo, hagan los sacerdotes agua bendita, derramando sal; y asperjen al enfermo con el agua, diciendo la antífona y oraciones; y también asperjen su habitación ...». Después el sacerdote dice esta oración: «Señor Dios, que por tu apóstol has dicho: "¿Enferma alguno entre vosotros? Que haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y que oren sobre él, ungiéndolo con óleo santo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfer484
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6. Evolución posterior en el Rito Romano Los posteriores rituales latinos de la Unción se clasifican en tres tipos, según la naturaleza de las fórmulas de unción, el número y la localización de las mismas, y las relaciones existentes entre la recitación de las fórmulas y las unciones con el óleo bendito 26 . De acuerdo con estos criterios, existen tres tipos de rituales: tipo A, B, y C. A) Rituales «tipo A» Estos rituales son los más antiguos y son los Ordines VIII y IX de la obra de Dom Marténe 27 , a los cuales se añadieron otros. Dos de ellos se remontan al siglo VIII. Todos los demás fueron compuestos hacia finales del siglo VIII o principios del siglo LX. En general tienen una estructura diferente, pero coinciden en que las unciones se realizan mientras se recitan una o varias fórmulas, no una fórmula para cada unción. Las fórmulas más antiguas son muy sencillas; por ejemplo: «Te unjo con el óleo santificado en nombre de la Santísima Trinidad, para que seas salvo por los siglos de los siglos»; o bien: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo que reinan por los siglos de los siglos. Amén». No siempre se indica dónde han de hacerse las unciones; a veces se prescribe que se haga la unción en el lugar de mayor dolencia. Pertenecen también a este tipo de rituales, el del Sacramentarlo Gregoriano transcrito por Dom Ménard y publicado en la Patrología Latina de Migne y el de los Ordines V-VII y XIV de Dom Marténe. Parece que hay que situar su origen en el territorio comprendido entre el Somme y el Loire. Las unciones se hacen, en forma de cruz, en el cuello, en la garganta, en los hombros y en el pecho o en aquella parte del cuerpo en que más intenso sea el dolor. Estos rituales son del siglo IX. También aparece en este tipo de rituales la unción de los cinco sentidos, gracias a múltiples refundiciones llevadas a cabo durante el mismo siglo IX, de modo especial en Tours y Corbie. En algunos ejemplares aparece esta nota (como se ha indicado en el ejemplar del Sacramentario Gregoriano transcrito por Dom Ménard): 486
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«Muchos de los sacerdotes ungirán además a los enfermos en los cinco sentidos corporales; esto es, en los párpados de los ojos y en lo oídos por dentro, y en la extremidad de las narices o por fuera, y en los labios por fuera, y en las manos externamente, es decir, por fuera. Y en todos estos miembros harán la señal de la cruz con el óleo santo diciendo: En el nombre del Padre f, y del Hijo f, y del Espíritu Santo f. Harán esto para que, si en los cinco sentidos se adhirió alguna mancha espiritual o corporal, sea sanado con esta medicina de Dios». Esta rúbrica se incluyó después, con algunas modificaciones, dentro del mismo ritual, covirtiéndose en norma que había que seguir. Más tarde se redactaron fórmulas especiales para cada una de las unciones que debían hacerse en los diferentes sentidos. Así es como nacieron los rituales del tipo segundo. B) Rituales «tipo B» A. Chavasse ha hecho un estudio sobre 43 rituales de este tipo, pertenecientes a los siglos IX-XII. Según hemos dicho, cada unción que se realiza en cada uno de los sentidos tiene su fórmula propia. Las fórmulas son indicativas; por ejemplo: «Unjo tus ojos con el óleo bendito, para que lo que pecaste con la mirada ilícita, sea expiado por la unción de este óleo. Por Cristo nuestro Señor. Amén». Las unciones no se limitan a los cinco sentidos, sino que se realizan también en otras partes del cuerpo. Un ritual de este tipo fue recogido en el Pontifical Romano-Germánico (Ordo XV de Dom Marténe y PL 78, 526-529). Luego se adoptó en la segunda redacción del Pontifical Romano del siglo XII y estuvo vigente en muchas diócesis hasta el siglo XVII (son los Ordines XXII, XXIV, XXVIII y XXX" de Dom Marténe). El Sacerdote Romanum de Castellani, de 1523, reproduce un ritual de este tipo, que se usaba en. el Patriarcado de Venecia, juntamente con otro ritual del tipo tercero, según el rito de la Curia Romana. 487
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C) Rituales «tipo C» Los rituales del tipo tercero, aparecidos hacia fines del siglo X, fueron divulgados principalmente por el movimiento reformístico de los benedictinos de Cluny. En general siguen la estructura de los rituales del tipo segundo; pero se caracterizan por una mayor simplificación y por la separación, cada vez más acentuada, de la administración de los sacramentos de la Penitencia, Viático y Unción. Un ritual de este tipo fue introducido en el Pontifical Romano del siglo XIII28. Fue propagado a través de este libro litúrgico y los franciscanos hicieron gran uso de él. Más tarde pasó a los rituales de Castellani, Santori y, finalmente, de Paulo V, en 1614. Los rituales del «tipo C» casi siempre tienen cinco unciones —una en cada sentido—, cada una de las cuales tiene sus propia fórmula, que no es indicativa, sino deprecativa; por ejemplo: «Por la unción del óleo sagrado y por su bendición, te perdone Dios lo que has pecado por los ojos...»; o «Por esta santa unción y su piadosísima misericordia te perdone el Señor lo que has faltado por los ojos...».
presencia diabólica, que acudan los ángeles de paz y desaparezca la discordia maligna. La segunda (Oremus et deprecemur) pide a Dios que bendiga la morada del enfermo y a todos los que en ella habitan, y les dé el buen Ángel custodio y haga que le sirvan según las maravillas de su Ley; que aparte de ellos todos los poderes contrarios y los libere de todo terror y de toda perturbación y se digne guardarlos sanos y salvos. En la tercera (Exaudí nos) se pide a Dios que se digne enviar desde el Cielo a su santo Ángel para que custodie, fomente, proteja, visite y defienda a los que habitan en esa casa. Siguen la confesión general y las fórmulas absolutorias Misereature Indulgentiam, que no aparecen en los libros antes citados. Por otra parte, la oración Omnipotens, sempiterne Deus, qui per beatum Iacobum, que en los rituales precedentes venía inmediatamente después, en el Ritual de Paulo V fue desplazada a las oraciones conclusivas del rito. A continuación se dice la fórmula In nomine Patris... extinguatur, que en el Pontifical del siglo Xm acompañaba la unción de la cabaeza. Ni la fórmula ni la unción aparecen en los rituales de Castellani y Santori. Esta aparecerá en el Ritual de 1925. En el de Paulo V aparece la fórmula pero no la unción ni la imposición de manos. La fórmula está redactada así: «En el nombre del Padre f, y del Hijo "f", y del Espíritu Santo f, extíngase en ti toda virtud maligna por la imposición de nuestras manos y por la invocación de todos los santos Angeles, Arcángeles, Patriarcasa, Profetas, Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes y de todos los Santos. Amén». Luego tiene lugar la unción en los ojos, en los oídos, en las narices, en la boca, en las manos y en los pies. Existía también una unción ad lumbos et renes; pero, a partir del ritual de Santori, se prescribe que se omita cuando se trata de mujeres y también si los hombres tienen una enfermedad que no les permita moverse. Luego se suprimió. Por causa razonable podía omitirse también la de los pies. La fórmula es la deprecativa que hemos visto en los rituales del tipo tercero: «Por esta santa Unción t y por su piadosísima misericordia, perdónete el Señor cuanto hubieres faltado por... Amén». Luego siguen unas preces y tres oraciones, la primera de
7. El «Rituale Romanum» de Paulo V (a. 1614): A) Estructura El rito de entrada consta de los mismos elementos que ya aparecen en el Pontifical del siglo XIII, en los libros litúrgicos de los franciscanos que proceden de él y en los rituales de Castellani y Santori, pero con una ligera modificación: sitúa la aspesión con agua bendita y, eventualmente, la confesión de los pecados, después de los versos «Pax huic domui...» y Adiutorium, retrasando así las tres oraciones de entrada, que se encontraban ya en los libros litúrgicos que hemos analizado. La primera oración (Introeat) pide al Señor que su entrada en la casa del enfermo sea en la forma de nuestra humildad y traiga consigo la felicidad eterna, la prosperidad divina, la alegría serena, la caridad fructuosa y la salud sempiterna. Al mismo tiempo se pide que huya de ella cualquier 488
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las cuales se recitaba en los ritos de entrada del Pontifical del siglo Xin, en los libros litúrgicos de los franciscanos y en los rituales de Castellani y Santori: «Señor Dios, que nos dijiste por tu apóstol Santiago: Si alguno de vosotros enferma, líame a los presbíteros de la Iglesia, y oren sobre el ungiéndolo con óleo en nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si estuviere en pecado se le perdonará. Curad, os rogamos, Redentor nuestro, con la gracia del Espíritu Santo, la dolencia de este enfermo; sanad sus heridas y perdonad sus pecados; echad de él todos los dolores del alma y del cuerpo, y devolvedle misericordiosamente la plena santidad interior y exterior, para que, restablecido por obra de vuestra misericordia, se reintegre a sus anteriores oficios. Que con el Padre...». Esta oración aparece por vez primera en un ritual de los últimos años del siglo VIII o primeros del siglo IX para introducir el rito de la Unción de los Enfermos. Luego siguen otras dos oraciones. La última se encontraba ya en el Sacramentario Gelasiano29. Su texto en castellano es el siguiente: «Vuelve, Señor, tus ojos a tu siervo N. que desfallece por la enfermedad de su cuerpo, y alivia el alma que creaste, para que, enmendado con el castigo, conozca que es salvado por tu medicina. Por...». «Señor Santo, Padre omnipotente, Dios eterno, que infundiendo en los cuerpos enfermos la gracia de tu bendición, guardas tu hechura con muchas formas de piedad; asiste benigno a la invocación de tu Nombre, para que a tu siervo, libre de la enfermedad y restituido a la salud, le erijas con tu diestra, le confirmes con tu virtud, le protejas con tu poder y, con toda la prosperidad deseada, le restituyas a tu santa Iglesia. Por...». Donde se podía realizar cómodamente, el Ritual Romano prescribía la recitación de salmos penitenciales y otras preces y oraciones, mientras se desarrollaba el rito de la Un-
ción de los Enfermos. Esto solía hacerse en los monasterios, en algunos de los cuales aún continúa vigente dicha práctica. Este Ritual Romano recuerda a los párrocos y encargados de la cura de almas que el cuidado de los enfermos, por sí mismos o por medio de otros sacerdotes que les ayudan en el ministerio, es una de las principales obligaciones de su cargo pastoral. Para cumplir este ministerio, el Ritual Romano contiene diversas fórmulas, muchas de ellas tomadas de los Sacramentarios Gelasiano, Gregoriano y del Suplemento a este último de Alcuino o, como se dice recientemente, de San Benito de Aniano.
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B) Significado El significado de la Unción de enfermos en el Ritual de Paulo V queda bien expresado en las fórmulas que hemos transcrito. Es el significado general que la Iglesia ha tenido siempre sobre ese sacramento, y que ha sido reflejado en la doctrina del Magisterio, de los Santos Padres y escritores eclesiásticos y, muy particularmente, de los concilios, tanto particulares como generales y ecuménicos, que el Concilio de Trento resume así: «Nuestro clementísimo Redentor, que quiso que sus siervos estuvieran en todo tiempo provistos de los remedios saludables contra todos los dardos de todos los enemigos, al modo como en los otros sacramentos preparó los máximos auxilios con los cuales pudieran los cristianos conservarse durante su vida incólumes contra todo grave mal espiritual; así ha protegido el final de la vida con el sacramento de la extremaunción, como un baluarte firmísimo. Porque si bien nuestro enemigo busca y aproveha en el decurso de la vida ocasiones para devorar a toda costa nuestras almas (1 Pe. 5, 8), ningún tiempo hay, sin embargo, en que con más vehemencia intensifique toda la fuerza de su astucia para perdernos totalmente y derribarnos, si pudiera, de la confianza en la divina misericordia, como al ver que es inminente el término de la vida»30. 491
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El Ritual de Paulo V no recogió la doctrina del Concilio Tridentino en sus fórmulas, sino que la tomó de los rituales antiguos; pues entendía que la doctrina del referido concilio estaba contenida en ellas. Lo mismo cabe decir de los efectos de este sacramento; el concilio de Trento los resumía así: «La realidad y el efecto de este sacramento se explican por las palabras: Y la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados,se le perdonarán (Sant. 5, 14-15). Porque esta realidad es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas (si queda alguna por expiar) y las reliquias del pecado; y alivia y fortalece el alma del enfermo, excitando en él una gran confianza en la divina misericordia. Ayudado el enfermo con ella, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor las tentaciones del demonio que está acechando su talón (Gen. 3, 15) y, a veces, recobra la salud del cuerpo, si es que conviene para la salud del alma»31. De todos modos, los redactores del Ritual de Paulo V deberían haber tenido más en cuenta la doctrina precisa de Trento, creando nuevas fórmulas o enriqueciendo las ya existentes, como ha hecho el nuevo rito de la Unción de Enfermos promulgado por Pablo VI. Así se habría evitado reducir este sacramento a Extremaunción; pues, si es verdad que Trento emplea ese término, no lo es menos que declaró: «que esta unción ha de administrarse a los enfermos, sobre todo a aquellos que están en estado tan grave que parecen llegados al final de la vida. Por eso se llama también sacramento de los moribundos»32. Es decir, el Concilio de Trento retiene también como efecto de este sacramento —de acuerdo con la tradición— la curación del cuerpo. De ahí que pueda ser Unción de Enfermos o Extremaunción.
maunción que también, y mejor, puede llamarse unción de los enfermos, no es sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por la enfermedad o vejez». No se trata de un cambio meramente terminológico. Los Padres conciliares, en efecto, pretendieron poner fin al problema pastoral que llevaba consigo la praxis anómala de conferir la Unción «in extremis», que olvidaba uno de sus posibles efectos: la curación. La Unción de Enfermos comenzó a llamarse «extremaunción» hacia los siglos XH-XIÜ, como consecuencia de que, desde unos dos siglos antes, existía la práctica de administrar este sacramento en los últimos instantes de la vida. Ya en el Concilio de Trento algunos Padres conciliares consideraron inoportuno el nombre de extremaunción, aunque prevaleció la opinión del Legado Papal, que se apoyaba en el hecho de que el mismo Concilio ya lo había empleado. De hecho, el Concilio de Trento, como hemos visto, afirma que es el sacramento de los enfermos, principalmente de los que se encuentran en un estado tan grave que parece el final de su vida. El artículo 74 trata del rito continuado para el mejor cuidado pastoral de los enfermos: «Además de los ritos separados de la Unción de los Enfermos y del Viático, redáctese un rito continuado, según el cual la Unción sea administrada al enfermo después de la confesión y antes de recibir el Viático». El Ritual anterior preveía que, en tales casos, se diese la Extremaunción después del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía, conforme a una costumbre general que se introdujo hacia los siglos XH-XIII. Con la redacción de un rito continuado, como fue habitual hasta esos siglos, se evitaban repeticiones y se establecía un orden más conforme con la doctrina de la Iglesia, ya que el sacramento de los moribundos era la sagrada Eucaristía en forma de Viático, «medicina de inmortalidad y antídoto para no morir», como decía San Ignacio de Antioquía. El artículo 75 se refiere al número de las unciones y a la revisión de las fórmulas eucológicas: «Adáptese, según las circunstancias, el número de las oraciones correspondientes
8. El nuevo «Ordo Unctionis infirmorum» A) Postulados de la «Sacrosanctum Concilium» Los artículos 73-75 de la Constitución «Sacrosanctum Concilium» del Vaticano II se refieren a la Extremaunción o Unción de los Enfermos. El artículo 73 dice que «la extre492
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al rito de la Unción, de manera que respondan a las diversas situaciones de los enfermos que reciben el sacramento». Como ya hemos visto, hasta el siglo XIII variaba el número de unciones en el Rito Romano. Ni siquiera entre los orientales ha habido uniformidad en este aspecto. En el Ritual anterior se permitía, en caso de necesidad, una sola unción, preferentemente en la frente. Las oraciones del Ritual de Paulo V piden con insistencia la curación del enfermo. Pronunciadas en lengua vulgar sobre un enfermo en peligro lejano de muerte, podían serle reconfortantes y consoladoras. Pero en el caso de un moribundo parece que no tenían mucho sentido. En realidad, en esos momentos habría que decir unas oraciones que reflejasen mejor la situación del enfermo. Por eso se dice que la revisión del Ritual ha de tener en cuenta las diversas situaciones de los enfermos que reciben el sacramento. El esquema presentado al Concilio contenía un articulado que autorizaba a repetir alguna vez la Unción dentro de una misma enfermedad; pero los Padres conciliares no lo creyeron oportuno, hasta el punto de que unos dos mil Padres votaron a favor de la supresión de este artículo y sólo 247 en contra. En la práctica de la Iglesia anterior al siglo XIII, se permitía la iterabilidad El Código de 1917 decía que «en la misma enfermedad no se puede repetir este sacramento a no ser que el enfermo se cure después de haber recibido la Unción y caiga en otro peligro de muerte» (c. 940, 2). El nuevo Código es más amplio, como veremos luego, ya que permite recibirlo otra vez si, durante la misma enfermedad, el peligro se hace más grave (c. 1004, 2). Algunos Padres conciliares pensaban que la iterabilidad dentro de la misma enfermedad, cuando ésta es larga e incurable, podría suponer un gran alivio espiritual para los enfermos, y contribuiría a disipar entre los fieles la aprensión que sienten contra este sacramento, por considerarlo como de «in extremis»33.
Constitución Apostólica Sacram unctionem infirmorum (30.XI.72), con estas palabras: «El concilio de Florencia (22 de nov. de 1439) describió los elementos esenciales de la unción de los enfermos, en el llamado Decreto para los Armenios 34. El Concilio de Trento declaró su institución divina y examinó a fondo todo lo que se dice en la Carta de Santiago acerca de la Santa Unción, especialmente lo que se refiere a la realidad y a los efectos del sacramento» (como antes se ha indicado). «El mismo santo Sínodo proclamó, además, que en las palabras del apóstol se indica con bastante claridad que esta unción ha de administrarse a los enfermos y, sobre todo, a aquellos que se encuentran en tan grave peligro que parecen estar ya en el fin de la vida, por lo cual también es llamada sacramento de los moribundos. Finalmente, por lo que se refiere al ministro propio, declaró que éste es el sacerdote». Por su parte, el Concilio Vaticano II además de los tres artículos ya expuestos de la SC, dice en la Constitución Lumen Gentium: «Con la Unción de los Enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda a los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (cfr. Sant. 5, 14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (Rom. 8. 17; Col. 1, 24; 2 Tim. 2, 11-12; 1 Pe. 4, 13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios» (LG, 11).
B) Doctrina de la «Lumen Gentium» (comparada con los concilios de Florencia y de Trento) Las relaciones entre la Lumen Gentium y los Concilios de Florencia y Trento son abordados por Pablo VI en la 494
C) Diversidad de «Ordines» según las circunstancias: visión global Siguiendo las normas del Concilio Vaticano II, se han redactado diversos Ordines teniendo en cuenta las diversas circunstancias en que puedan encontrarse los enfermos: a) visita de los enfermos; b) comunión de los enfermos; c) Unción de los enfermos: rito ordinario, Unción dentro de la Misa, celebración de la Unción con gran concurrencia de fieles, celebración fuera de la Misa, celebración dentro de la Misa; d) Viático: administración del Viático dentro de la Misa, administración del Viático fuera de la Misa; e) administración de los sacramentos a los enfermos en próximo peligro de muerte: rito continuado de Penitencia, Unción y Viá495
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tico; f) Sagrada Unción sin Viático; g) Unción bajo condición de «si vive aún»; y h) asistencia a los moribundos. El nuevo rito ha revalorizado mucho los aspectos teológicos, antropológicos, litúrgicos y pastorales de la asistencia espiritual a los enfermos, siendo el resultado de un feliz encuentro del Evangelio con la sensibilidad del hombre contemporáneo. En el ámbito de las premisas doctrinales y pastorales, los cuatro primeros números de los Prenotandos presentan la enfermedad y su sentido en el misterio de la salvación. La Iglesia siente y hace propia la angustia de la conciencia humana, que encuentra existencialmente el problema del dolor y del mal en la experiencia de la enfermedad. Todos los intentos de la ciencia para prolongar la longevidad biológica son considerados como preparación al Evangelio. La Iglesia está presente, por lo mismo, con su misión evangélica en esta lucha formidable del hombre contra la enfermedad en todas sus formas. Se coloca como luz y fermento en el interior de la conciencia humana, revelando al hombre la riqueza integral de las posibilidades ofrecidas por Dios para el dominio sobre la creación y sobre el mal. El Ritual de la Unción de los Enfermos presenta una visión renovada de los efectos del sacramento, viendo en él una realidad que afecta a la totalidad de la persona humana en su complejidad de alma y cuerpo. La misma fórmula sacramental descubre una renovación respecto a las fórmulas anteriores, que proceden de la Edad Media, mostrando mejor la doctrina de Trento, que los redactores del Ritual de Paulo V no se atrevieron a realizar. Conviene destacar la mención explícita de la gracia del Espíritu Santo, tan subrayada por el Concilio Tridentino en su interpretación del texto de la Carta del apóstol Santiago. Se ha cuidado mucho la evangelización del enfermo, teniendo presente la misión que él desempeña en el conjunto de la vida de la Iglesia. La evangelización de los que sufren es también hoy un signo de la obra mesiáníca. De ahí las abundantes lecturas bíblicas —largas y breves— y otros textos de inspiración bíblica. Se subraya la urgencia de una evangelización del mundo sanitario: médicos y enfermos. La comunidad cristiana, al manifestar la propia preocupación en favor de los débiles
y enfermos, será para el mundo contemporáneo signo vivo de la presencia de Cristo, esperanza para el hombre. No se olvida la posibilidad de adaptar los ritos a las situaciones específicas; lo cual manifiesta la preocupación de la Iglesia por los enfermos concretos y por la concreta comunidad que participa en el rito.
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D) El «Ordo Unctionis Infirmorum» típico fuera de la Misa a) Visión de conjunto a') Rito de entrada El Ritual ofrece cuatro fórmulas de saludo inicial. El ministro, si es conveniente, asperja después al enfermo y a la habitación con agua bendita, mientras dice éstas o semejantes palabras: «Que esta agua, al evocar nuestro Bautismo, nos recuerde a Cristo, que por nosotros y por nuestra salvación murió y resucitó». Sigue una exhortación para ambientar a los presentes, que puede sustituirse por una oración muy parecida a la primera que traía el Ritual anterior para después de las unciones. b') Acto penitencial El enfermo puede confesarse en este momento. Si no lo necesita, o no lo desea, el Ritual ofrece tres fórmulas para un acto penitencial colectivo. Este acto penitencial ya existía en el Ritual anterior, incluso cuando se tenía también la confesión sacramental en este momento. El nuevo rito da opción a una u otra cosa. c') Lectura de la Palabra de Dios De acuerdo con la norma del Ritual de los Sacramentos de Pablo VI —que prescribe siempre alguna lectura bíblica—, se propone después la lectura de la perícopa evangélica Mt. 8, 5-10. 13. De todos modos, el Ritual contiene un 'Apéndice' en el que existen muchas y variadas lecturas. Si se cree oportuno, el sacerdote hace una breve homi497
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lía y, como es tradicional, concluye la Liturgia de la Palabra con unas preces litánicas, para las que el Ritual ofrece tres formularios. Estas preces pueden hacerse después de la unción o, si se estima oportuno, en este momento y después de la unción. Lo normal es que se hagan inmediatamente después de la lectura o de la homilía. d') Unción del enfermo El rito de la unción comienza con la imposición de manos del sacerdote, en silencio, sobre la cabeza del enfermo. En el supuesto de no existir óleo bendecido, el ministro del sacramento puede bendecirlo. En previsión de esta eventualidad, el Ritual ofrece el formulario adecuado. Se trata de dos fórmulas; una de las cuales es la de la Misa Crismal para bendecir el óleo de los enfermos, que coincide, salvo pequeñas variantes, con la famosa fórmula Emitte de los antiguos sacraméntanos romanos. Si el óleo estuviera bendecido —que será el caso normal—, el ministro dice una oración de acción de gracias e inmediatamente después unge al enfermo en la frente y en las manos, diciendo una sola vez: «Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te ayude en tu enfermedad. Amén». Se trata de una fórmula compuesta con elementos de la anterior, del Concilio de Trento y de la Carta de Santiago (5, 15). En ella se expresan todos los efectos del sacramento, no uno solo de ellos. Después se recita una oración. El Ritual contiene seis formularios, de acuerdo con las diversas situaciones en que se puede encontrar el enfermo: ancianidad, peligro de muerte, en agonía, etc. Concluida la oración, todos rezan el Padrenuestro. Si el enfermo comulga, recibe la comunión inmeditamente después, según el rito de la comunión de enfermos. Después de unos momentos de silencio, el sacerdote reza una de las cuatro oraciones del Ritual.
b) Líneas de fuerza del nuevo ritual: sentido humano y cristiano del dolor El Ritual es muy expresivo sobre el sentido de la enfermedad humana en el misterio de la salvación. El dolor y la enfermedad han sido siempre uno de los problemas que más angustian a la conciencia humana. Los cristianos no están exentos de ellos; pero, iluminados con la fe, comprenden mejor el misterio del dolor y lo sobrellevan con especial fortaleza. La hagiografía cristiana es riquísima en este sentido y contiene ejemplos de innumerables personas que, gracias a las palabras de Jesucristo, han comprendido y aceptado el valor de la enfermedad para la propia salvación y la de todo el mundo. La enfermedad y el dolor son, ciertamente, consecuencia del pecado; pero no puede afirmarse que cualquier dolor o enfermedad sean castigo de los propios pecados. El ejemplo más significativo es el de Cristo que, siendo inocente y sin la más pequeña culpa, fue «varón de dolores» (Is. 53, 4-5). Dios quiere, en su Providencia divina, que luchemos contra la enfermedad y el dolor en todas sus manifestaciones, usando nuestra inteligencia con la mayor hondura para descubrir y aplicar las incontables realidades terapéuticas que El mismo ha puesto en la creación. Quiere que busquemos, por todos los medios legítimos, el beneficio inestimable de la salud, para que cada uno pueda realizar la tarea que tiene encomendada. Sin embargo, entra también dentro del plan de Dios que estemos siempre dispuestos «a completar en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo, para la salvación del mundo», en espera de la gloria final (cfr. Col. 1, 24; Rom. 8, 19-21). Por otra parte, los enfermos tienen la misión de recordar, con su testimonio, a todos los cristianos e incluso a todos los hombres las realidades superiores y esenciales, así como mostrarles que la vida mortal se redime con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo35.
e') Conclusión El rito termina con la bendición del ministro al enfermo y a los presentes con una de las dos fórmulas del Ritual.
c) La Unción, sacramento para los enfermos Los Sinópticos contienen muchos testimonios relativos a la solicitud de Cristo por los enfermos y testifican que hizo
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partícipes de esta solicitud a los discípulos que enviaba a evangelizar. No es de extrañar, por tanto, que El mismo instituyese un sacramento específico para ayudar, espiritual y corporalmente, a los enfermos, a fin de que, con la aceptación amorosa de sus dolores, y con la unión obediente a la Cabeza, contribuyesen al bien de todo el Pueblo de Dios. Sin que haya una necesidad intrínseca, es claro que las características de la enfermedad ayudan a comprender la necesidad de que exista un sacramento que canalice la gracia sacramental hacia los enfermos, para que su fe no se debilite con las asechanzas del enemigo36. La Santa Unción es el sacramento que aporta esa gracia; de ahí que sea un sacramento de enfermos graves y no sólo de moribundos. Según dice el mismo Ritual, este sacramento otorga al enfermo la gracia del Espíritu Santo, con la cual, la persona humana, en su totalidad, es socorrida en el camino de la salvación, elevada a la confianza en Dios, «fortalecida contra las tentaciones del mal y las angustias de la muerte, para que pueda, no solamente soportar con valentía la adversidad, sino también afrontarla activamente y lograr incluso el restablecimiento corporal, si conviene para su salvación. Este sacramento concede, además, el perdón de los pecados y la plenitud de la conversión cristiana»37. Como ocurre en los demás sacramentos, la fe tiene aquí una importancia relevante: «El enfermo se salva por su fe y por la fe de la Iglesia, que está penetrada en el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, de donde mana la eficacia del sacramento, a la vez que espera confiado la realización del reino, cuya prenda recibe en el sacramento» 38 . De todos modos, no hay que olvidar la doctrina del Concilio de Trento sobre la eficacia «ex opere operato». d) Sujeto e iterabilidad La carta de Santiago enseña que la Unción se confiere a los enfermos para aliviarlos y salvarlos. Es necesario, por tanto, preocuparse diligentemente de que los fieles que empiezan a tener la vida en peligro, por enfermedad o vejez, reciban tempestivamente este sacramento. Ciertamente, no es suficiente que un cristiano esté en500
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fermo para que se le pueda aplicar el remedio de que habla Santiago. Es necesario que su vida esté, de una u otra forma, en peligro grave. La gravedad, sin embargo, no puede provocar angustias de conciencia, siendo suficiente un juicio prudente, el cual puede formarse con la opinión del médico. Este principio determina que sean sujetos aptos para recibir la Unción: a) todos los adultos que se encuentran gravemente enfermos; b) los que van a someterse a una intervención quirúrgica, siempre que el motivo sea una enfermedad peligrosa; c) los ancianos, por su natural debilidad, aunque no tengan una enfermedad que haga temer por su salud; y d) los niños que tengan el suficiente conocimiento para recibirla con fruto. La Unción puede iterarse si hubiere existido una mejoría dentro de la misma enfermedad o, por el contrario, cuando el peligro se agrava. A los enfermos que han perdido el uso de la razón, se les puede administrar la Unción cuando se supone que, caso de estar conscientes, la pedirían por ser creyentes. Cuando el sacerdote acude junto a un enfermo que está muerto, rogará a Dios por él, para que le perdone los pecados y le admita misericordiosamente en su reino, pero no le administrará la Unción. No obstante, si duda positivamente si está muerto, puede administrarle el sacramento bajo condición39. e) El ministro El ministro propio de la Unción es sólo el sacerdote. Los obispos, los párrocos y sus cooperadores, los sacerdotes encargados del cuidado de los enfermos o de los ancianos en hospitales y los superiores de comunidades religiosas clericales son los ministros ordinarios de este sacramento. Por eso procurarán, sirviéndose si es preciso de otras personas, preparar convenientemente a los enfermos, para que ellos y quienes les atienden, participen conscientemente en la Unción y en los demás sacramentos que suelen acompañar el itinerario sacramental del enfermo. Al Ordinario del lugar corresponde regular las celebraciones comunitarias de la Unción de Enfermos, cuando se congregan pacientes de varias parroquias u hospitales. 501
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Los demás sacerdotes confieren la Unción con el consentimiento del ministro ordinario. En caso de necesidad, basta la licencia presunta y avisar luego al párraco o al capellán del hospital. Cuando dos o más sacerdotes asisten a un enfermo, no hay inconveniente en que uno de ellos diga las oraciones y haga la unción, con su fórmula, y los demás se distribuyan entre sí las diversas partes de la celebración, como son los ritos iniciales, la lectura de la Palabra de Dios, las invocaciones y las moniciones. Por lo demás, todos pueden imponer las manos al enfermo 40 f) El aceite bendecido La materia apta para el sacramento es el aceite de oliva o, según las circunstancias, otro aceite vegetal. Este debe ser bendecido por el obispo o por un presbítero que tenga esta facultad por el mismo derecho o por especial concesión de la Sede Apostólica. Además del Obispo, pueden bendecir el óleo para la Unción de los Enfermos en virtud del mismo derecho: — los que son equiparados por el derecho al obispo diocesano; y — cualquier presbítero en caso de verdadera necesidad. El óleo de los enfermos es bendecido ordinariamente por el obispo en la Misa Crismal del Jueves Santo. Cuando el presbítero se vea en la necesidad de bendecirlo dentro del rito mismo, puede llevarlo consigo o hacer que lo preparen los familiares del enfermo. Si, después de la celebración, sobra algo de este óleo bendito, se empapa un algodón con él y se quema. Sin embargo, cuando el presbítero usa el óleo bendecido previamente por el obispo o por otro presbítero, lo lleva consigo, en un recipiente destinado para ello. Este recipiente ha de estar muy limpio, debe ser de una materia que conserve en buen estado el óleo y ha de tener capacidad suficiente. Para mayor comodidad, el óleo puede conservarse en un algodón bien empapado. Después de la celebración de la Unción, el presbítero guardará el recipiente en un lugar digno, donde el óleo se conserve con cuidado y respeto. Ténga502
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se la precaución de que el óleo se conserve en buenas condiciones; por consiguiente, debe cambiarse oportunamente, ya sea cada año, después de la bendición de los óleos que hace el obispo el Jueves Santo, o con más frecuencia, si fuera necesario 41 . g) Unciones y formulario La unción se hace ungiendo al enfermo en la frente y en las manos; conviene repartir la fórmula de tal manera que la primera parte se diga mientras se unge la frente y la segunda mientras se ungen las manos. Pero, en caso de necesidad, es suficiente que se haga una sola unción en la frente o, a causa del estado especial del enfermo, en otra parte del cuerpo, diciendo la fórmula completa de una vez. No hay ningún inconveniente en aumentar el número de unciones o en ungir otras partes del cuerpo, teniendo en cuenta la idiosincracia y las tradiciones del lugar. La fórmula con la cual se administra la Unción de los Enfermos en el rito latino es la siguiente: Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad42. h) Adaptaciones que corresponden a las Conferencias Episcopales Corresponde a las Conferencias episcopales: a) determinar las adaptaciones a que se refiere el n, 39 de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia43; b) considerar lo que pueda admitirse de las tradiciones y modo de ser de los diversos pueblos y proponer a la Sede Apostólica otras adaptaciones que se juzguen útiles o necesarias, para poderlas introducir en los rituales nacionales; c) mantener vigentes o adaptar los elementos propios ya existentes en los rituales particulares, siempre que estén de acuerdo con la Constitución sobre la Sagrada Liturgia y las necesidades actuales; d) preparar las versiones de los textos, de manera que 503
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se acomoden verdaderamente a las diversas lenguas y culturas, añadiendo, cuando fuere oportuno, melodías aptas para el canto; e) adaptar y completar las introducciones de la edición típica del Ritual Romano, para que la participación de los fieles sea consciente y fructuosa; f) al preparar las ediciones de los libros litúrgicos, ordenar las materias de modo que sean apropiadas para el uso pastoral. Cuando la edición típica de la Ordenación de la Unción de los enfermos y de su cuidado pastoral presenta fórmulas optativas, las ediciones en lengua vernácula pueden contener otras fórmulas del mismo género 44 . i) Adaptaciones que corresponden al ministro Teniendo en cuenta las circunstancias concretas y los deseos de los fieles, el mismo Ritual concede al ministro diversas facultades. Por ejemplo, tener en cuenta la fatiga del enfermo y las variaciones que puede sufrir en su estado físico durante un día o, incluso, en una hora; de ahí que, si es necesario, puede abreviar la celebración; tomar conciencia de que, si no está presente una comunidad de fieles, la Iglesia está presente en él y en el enfermo; esforzarse, tanto antes como después de la celebración del sacramento, en ofrecer al enfermo el cariño, la ayuda y la comprensión de la comunidad local, por sí mismo o, si el enfermo lo quiere, por otro cristiano de la comunidad; procurar que si, después de la Unción, el enfermo se restablece o siente una notable mejoría agradezca al Señor el beneficio recibido, por ejemplo, participando en una Misa de acción de gracias, o de otra manera conveniente. Conviene que el ministro tenga en cuenta que el acto penitencial puede hacerse al comienzo de la celebración o después de las lecturas bíblicas y que, en lugar de la acción de gracias sobre el óleo, puede dar una breve explicación al enfermo, sobre todo si éste se encuentra en una sala con otros enfermos que no participan en la celebración45. 504
LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
j) Pastoral de enfermos El Episcopado Español, al publicar en castellano el Ritual para la Unción de los Enfermos, dio unas orientaciones doctrinales y pastorales muy atinadas, que conviene tener en cuenta. Veamos algunas de especial interés. a') El enfermo La enfermedad y la vejez siempre han sido situaciones personales especialmente delicadas; pero puede afirmarse, con razón, que, a pesar de las mejoras sociales de nuestro tiempo, en el mundo actual —especialmente en las regiones desarrolladas— constituyen una situación crítica, que se ha agudizado por el ambiente materialista. Los aspectos somáticos, psicológicos, sociales y religiosos, que se entremezclan en un mismo enfermo, dan lugar a situaciones diferenciadas dentro de una misma enfermedad. Entre los aspectos somáticos y psicológicos hay que tener en cuenta la distinta situación de un anciano, de un enfermo a corto y largo plazo, los enfermos crónicos o los que precisan una intervención quirúrgica. En unos, la esperanza de la curación es grande; en otros, se ha perdido totalmente; hay quien padece ansiedad, otros soledad. A ello habrá que sumar la formación cultural que, según los casos, será alivio o tortura para el enfermo. Y no faltará quien necesite ayuda material para poder sanar. Sin olvidar estos aspectos, siempre condicionantes, se valorarán, sobre todo, los distintos niveles de fe cristiana, para actuar con prudencia, gradualidad, discreción y pudor, evitando cuanto pueda provocar dolor, resentimiento o alejamiento 46 . b') La familia La familia cristiana, como Iglesia doméstica sometida a prueba por la enfermedad de uno de los suyos, debe manifestar su condición de comunidad natural de amor humano y cristiano, tanto en la abnegación y entrega personal y solidaria de todos, como en la atención espiritual del enfermo. Los familiares creyentes deben llamar a los presbíteros de 505
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la Iglesia, para que dispensen tempestivamente a sus familiares enfermos los auxilios de que dispone la Iglesia para todo el itinerario de la enfermedad 47 . c') La comunidad cristiana Una de las grandes ocasiones en las que la Parroquia testimonia que es una comunidad de amor es la enfermedad de uno de sus miembros. Durante ella, los lazos que vinculan a la parroquia y al enfermo, lejos de romperse adquieren un sentido nuevo, que debe ser robustecido por el amor. La organización pastoral parroquial ha de lograr que todos los enfermos estén bien atendidos y evitar cualquier tipo de discriminación, como sería que unos enfermos se viesen privados de las ayudas más elementales, mientras que otros fuesen confortados, visitados y atendidos con exceso48. d') El obispo Al obispo incumbe la obligación de promover y dirigir la pastoral sanitaria de toda la diócesis, manifestando una atención especial hacia los más pobres y desamparados. Su presencia cerca de los enfermos, sea para presidir una celebración, sea para una visita de consuelo, será un testimonio claro de su oficio de Padre y Pastor de todos. Por lo demás, como ya se ha dicho, en casos de celebraciones en las que se congregan enfermos de diversas parroquias u hospitales, a él corresponde la reglamentación de esas celebraciones comunitarias de la Unción de los Enfermos 49 . e') El sacerdote La presencia del sacerdote junto al enfermo es signo de la presencia de Cristo, no sólo porque es ministro de los sacramentos de la Unción, la Penitencia y la Eucaristía, sino porque es especial servidor de la paz y del consuelo de Cristo. Su presencia, humilde y servicial, junto al enfermo o anciano es un apostolado nada brillante pero muy testimonial y eficaz. El respeto y la discreción le sugerirán los momentos más oportunos para ayudar al enfermo a que vaya progresando en su identificación con Cristo paciente 50 . Tienen 506
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una responsabilidad especial los párrocos y sus colaboradores; los capellanes de clínicas, hospitales y residencias de ancianos; y los superiores de comunidades religiosas clericales51. f') El personal sanitario «El laico que trabaja en el campo sanitario no sólo ejercita una de las más nobles profesiones, sino que ejerce, de hecho, un apostolado frecuentemente misionero. La honradez y la competencia profesional son, sin duda, una condición indispensable que difícilmente puede ser suplida por ningún otro tipo de celo apostólico»52. g') Comunidades religiosas dedicadas a los enfermos Las comunidades religiosas que tienen como misión el servicio a los enfermos, en los hospitales y en otras organizaciones sanitarias, deben dar especialmente testimonio de fe y de esperanza teologal, en medio de un mundo cada vez más tecnificado y materialista. La capacitación y competencia profesional serán medios para un mejor servicio de caridad, teniendo la preocupación constante de educar en la fe a enfermos y familiares, y de humanizar la técnica para hacer de ella vehículo de amor a Cristo. Cuidar a los enfermos en nombre de la Iglesia, como testigos de la compasión y ternura del Señor, es el carisma propio de las comunidades religiosas en las instituciones sanitarias»53. h') Las cofradías o asociaciones de enfermos La comunidad parroquial alentará la promoción de asociaciones y fraternidades de enfermos, ya que son éstos los que, por sintonizar de manera más directa con otros enfermos, podrán realizar una gran labor personal en este campo. De este modo será patente que es una comunidad católica, esto es, abierta a las necesidades de todos los hombres. Tendrán muy en cuenta que deben dar razón de la fe y esperanza cristianas, evitando, al mismo tiempo, todo proselitismo o coacción opuestos a la dignidad de la persona humana y a la libertad religiosa54. 507
LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
i') Coordinación pastoral Dentro del mismo centro sanitario —y aun de la parroquia— ha de existir la debida coordinación entre la actividad del capellán, las religiosas, los laicos que trabajan en el campo sanitario y la familia, para que ninguna de las necesidades de los enfermos quede desatendida y a todos llegue la ayuda y el consuelo necesarios. Esta coordinación se requiere no sólo por razones de eficacia, sino porque, como creyentes, forman una comunidad cristiana. Todos deben colaborar para que los servicios religiosos de la casa estén pensados y realizados para servir a los enfermos y no para otros fines menos nobles. El mismo criterio debe aplicarse respecto a los centros sanitarios y a la parroquia. Son útilísimos los secretariados de apostolado sanitario diocesano. Deberían existir en todas las diócesis, pues así la coordinación pastoral y caritativa de la Iglesia sería más eficiente55. j') La visita a los enfermos Todos los cristianos, participando en la solicitud y el amor de Cristo y de la Iglesia hacia los que sufren, deben esmerarse en la atención a los enfermos y, según cada caso, visitarlos, confortarlos en el Señor y ayudarles fraternalmente en sus necesidades. Sin embargo, los párrocos y cuantos atienden pastoralmente a los enfermos, son los responsables de decirles palabras de fe, con las que pueden descubrir la significación de la enfermedad humana dentro del misterio de la salvación. Más aún, exhortarles de tal forma que, iluminados por la fe, sepan unirse a Cristo doliente y, en último término, santificar su enfermedad. Misión suya es llevar gradualmente a los enfermos, según las circunstancias personales, a una participación viva y frecuente de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía y, sobre todo, a la recepción de la Unción y del Viático a su debido tiempo. Conviene que los enfermos —solos, con sus familiares o con los que les atienden— sean conducidos a la oración, meditando sobre todo aquellos pasajes de la Sagrada Escritura 508
que iluminan el misterio de la enfermedad humana en Cristo y el valor del sufrimiento para su obra redentora, o rezando salmos y otras oraciones de súplica. Para lograr esto, los sacerdotes no sólo deben ofrecer los medios adecuados sino también orar algunas veces con los mismos enfermos. Quizás puedan componer una plegaria común a modo de breve celebración de la Palabra de Dios. Sí así fuera, acompañen a la lectura de la Biblia una plegaria tomada de los salmos, de otros textos oracionales o de las letanías; al final, bendigan al enfermo, imponiéndole las manos si les parece oportuno 56 . k') Confesión y comunión frecuentes Los pastores de almas deben facilitar al máximo el acceso de los enfermos y ancianos a la Eucaristía, aun cuando su estado no sea grave ni haya peligro de muerte. Siempre que sea posible, déseles la comunión cada día, sobre todo durante el tiempo pascual. La comunión puede administrarse a cualquier hora del día. Se puede dar la comunión a los enfermos bajo la sola especie de vino si no pueden recibirla bajo la especie de pan. Los que asisten al enfermo pueden recibir la comunión junto con él, respetando lo establecido por el derecho. Al llevar la Sagrada Eucaristía para administrar la comunión fuera de la iglesia, se utiliza una cajita o un vaso cerrados y, en cuanto al modo de portar las sagradas especies y al vestido, deben tenerse presentes las circunstancias de cada caso y lugar. Los que viven con el enfermo o cuidan de él, han de preparar adecuadamente la habitación y disponer una mesa cubierta con un mantel para colocar sobre ellas el Sacramento. Dispóngase también, si es costumbre, un vaso con agua bendita y el hisopo o un ramo pequeño apto para la aspersión, y cirios sobre la mesa 57 .
9. La Unción de los enfermos dentro de la Misa Cuando lo permita el estado del enfermo y, en especial, cuando ha de recibir la comunión, se puede administrar la 509
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Sagrada Unción dentro de la Misa, sea en la Iglesia, sea también, con permiso del Ordinario, en la casa del enfermo o en el hospital. Cuando se administra la Unción dentro de la Misa, se celebra con vestiduras blancas y se usa el formulario de la Misa por los enfermos. Pero en los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua, en las solemnidades, en el Miércoles de Ceniza y durante la Semana Santa se usa la Misa del día, con las fórmulas de bendición final propias de la Unción de Enfermos, si se cree conveniente. Si se usa el formulario de la Misa por los enfermos, las lecturas se toman del leccionario para la Unción de enfermos, a no ser que su provecho y el de los asistentes aconseje elegir otras; sin embargo, cuando no se permite usar el formulario de la Misa por los enfermos, una de las lecturas puede tomarse del mencionado leccionario, excepto durante el Triduo Pascual y en las solemnidades de Navidad, Epifanía, Ascensión, Pentecostés, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo y las demás que sean de precepto. La unción se celebra después de la homilía, en la forma siguiente: a) una vez que se ha leído el evangelio, el sacerdote, basándose en el texto bíblico, explica el sentido del dolor humano en la historia de la salvación y la gracia del sacramento en la Unción, teniendo en cuenta las circunstancias del enfermo y de los presentes; b) concluida la homilía, se prosigue como en el rito de la Unción de los Enfermos (según antes se ha expuesto y está consignado en el Ritual): se comienza con las letanías o preces litánicas o, si la letanía o la oración universal se hace después de la unción, con la imposición de las manos; luego se tiene la bendición del óleo o la oración de acción de gracias sobre el mismo, según el caso; finalmente, se administra la Unción; c) después, a no ser que se haya recitado la letanía, se hace la oración universal, la cual concluye con una de las oraciones que siguen a la unción. La Misa prosigue normalmente, con la preparación de los dones. El enfermo y los presentes pueden comulgar bajo las dos especies58. 510
10. La Unción de los enfermos «in articulo mortis» Con el fin de facilitar ciertos casos particulares en los que, sea por una enfermedad repentina o por otros motivos, el fiel se encuentra como de improviso en peligro de muerte, existe un rito continuo, gracias al cual el enfermo puede recibir la fuerza salvífica de los sacramentos de la Penitencia, Unción y Eucaristía en forma de Viático. Si el peligro de muerte es tal que no hay tiempo de administrarle los tres sacramentos en el orden que acaba de indicarse, se da al enfermo la oportunidad de la confesión sacramental que, en caso necesario, podrá hacerse de forma genérica; a continuación se le administra el viático (cuya recepción obliga a todos los fieles en peligro de muerte); finalmente, se administrará la Santa Unción, si hay tiempo. «Gozan ipso iure de la facultad de confirmar (...) para los que se encuentran en peligro de muerte, el párroco, e incluso cualquier presbítero»59. Si por circunstancias especiales hubiere que administrar a un enfermo que está en próximo peligro de muerte solamente la Unción, sin el Viático, se observará el rito de la Unción tal como se describe en el rito continuo, comenzando con la monición previa a la Penitencia o al acto penitencial, según la fórmula especial del Ritual para estos casos. Después de la unción el sacerdote dice una de las oraciones finales del rito de la Unción, escogiendo la que mejor se acomode al estado del enfermo. En caso de que el sacerdote dude de si el enfermo vive todavía, puede administrarle la Unción bajo condición, con los formularios prescritos para estos casos. 11. El Viático La tradición litúrgica y la disciplina de la Iglesia presentan al Viático como el sacramento de los moribundos. Abundan, al menos desde el siglo II, los documentos en los que se muestra que los sacerdotes, diáconos y hasta los mismos fieles llevaban la Eucaristía a los enfermos como Viático. A partir del siglo DI, los obispos y los concilios tienen muy en cuen511
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ta que los penitentes puedan ser reconciliados para recibir la Sagrada Eucaristía antes de morir. Es muy expresivo el canon 13 del Concilio primero de Nicea sobre la Eucaristía como Viático: no se puede privar de ella a los moribundos, y esto porque es una antigua regla de la Iglesia. El Ordo 49, según Andrieu, posiblemente del siglo VII, afirma que el Viático es una prenda de resurrección para el moribundo. Los ritos del Viático se desarrollaron mucho en la época de los carolingios; el formulario del Ritual Romano se fijó en el siglo XIII60. El Ritual promulgado por Pablo VI otorga gran importancia a la Eucaristía administrada a los enfermos. En la «Visita a los enfermos», que recomienda vivamente a los sacerdotes con cura de almas y para la que les da normas pastorales importantes, advierte que los pastores de almas procurarán que los enfermos y ancianos, aunque no estén graves ni en peligro de muerte, comulguen con frecuencia, incluso diariamente, en especial en el tiempo pascual, comunión que puede hacerse a cualquier hora. Respecto al Viático he aquí las normas tan atinadas del Ritual: «El fiel cristiano, en su paso de esta vida a la eterna, alimentado con el Viático del Cuerpo y Sangre de Cristo, se fortalece con esta prenda de resurrección, según las palabras del Señor: Quien come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. El Viático debe recibirse, a ser posible, dentro de la Misa, de manera que el enfermo pueda comulgar bajo las dos especies, porque la comunión recibida como Viático debe considerarse como un signo especial de la participación en el misterio que se celebra en el sacrificio de la Misa, esto es, la muerte del Señor y en su tránsito al Padre. Todos los bautizados que pueden recibir la sagrada comunión deben recibir el Viático. Pues los fieles, cuando, por cualquier causa, se encuentran en peligro de muerte, están obligados, bajo precepto, a recibir la sagrada comunión; los pastores deben velar para que la administración de este sacramento no se difiera, de modo que los fieles sean fortalecidos con él cuando aún están en plena posesión de sus facultades. 512
LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
Conviene que el fiel cristiano renueve la profesión de fe del Bautismo, por el cual recibió la adopción de hijo de Dios y fue constituido heredero de la promesa de vida eterna. Los ministros ordinarios del Viático son: el párroco y sus coadjutores, el sacerdote encargado del cuidado de los enfermos en los hospitales y el superior de una comunidad religiosa clerical. En caso de necesidad cualquier sacerdote puede administrar el Viático, con licencia, por lo menos presunta, del ministro ordinario. Cuando no está presente ningún sacerdote, puede llevar el Viático a los enfermos un diácono o cualquier fiel cristiano, hombre o mujer, que, con autoridad de la Santa Sede, haya recibido legítimamente del obispo la facultad para distribuir la comunión a los fieles. En este caso, el diácono sigue la celebración descrita en el Ritual; los demás emplearán el rito ordinario para distribuir la sagrada comunión, pero usando la fórmula propia para administrar el Viático, propuesta en el Ritual»61. El rito del Viático tiene las siguientes partes: rito de en trada, acto penitencial, liturgia de la palabra, profesión de fe bautismal, preces litánicas, comunión sacramental, conclusión. El Ritual contiene fórmulas abundantes y muy adecuadas. 12. Asistencia a los moribundos Una de las tareas más urgentes de la caridad cristiana es la solidaridad con el hermano o hermana que agoniza, uniéndose a él para implorar la misericordia de Dios y excitarle a la confianza en nuestro Señor Jesucristo. El nuevo Ritual contiene abundantes fórmulas para este ministerio. La plegaria más característica ha sido la oración Proficiscere («Sal de este mundo, alma cristiana...»), que aparece por vez primera en los Sacramentarlos Gelesianos de Gellone y de Rheinau, los dos del siglo VIII. Se ha conservado en la Iglesia hasta nuestros días. Al principio se extendió mucho en medios galicanos y luego en los romanos, sobre todo durante los siglos X-XIJÍ. Tuvo una gran aceptación en los ambientes monásticos de los siglos XI-XH En la Liturgia 513
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Ambrosiana se la conoce, al menos, desde los siglos XI-XIII. Los libros litúrgicos dependientes del Sacramentado gregoriano la desconocen por lo general. La reproduce el Pontifical Romano del siglo XII y todos los intermediarios hasta el Ritual de 1614. Este último se ha usado, con ligeras modificaciones, en la Liturgia Romana hasta la promulgación del Ritual de enfermos por Pablo VI. El texto de la primera parte, según la edición de 1953 (la última antes de la reforma de Pablo VI), presentaba ligeras variantes con los Sacramentarlos de Gellone y de Rheinau, fuera de los incisos referentes a la Virgen María (introducido en 1919) y a San José (introducido en 1922). La oración sugiere un inmenso cortejo de intercesores para el supremo «viaje» del alma. En cuanto a los dieciocho personajes o grupos humanos que presentan los manuscritos como símbolos ejemplares para el cristiano en esta situación, hay una gran variedad: el de Gellone nombra diez; once el de Rheineau; trece el Pontifical Romano del siglo XII y el Ritual Romano de 1614, y nueve el Ritual Romano promulgado por Pablo VI. Los personajes son los siguientes: Abel por su sacrificio agradable (Misal de Hambourg); Noé, por el diluvio (Gellone); Enoc y Elias (Ibid.); Abrahán, por su fe (Líber Ordinum de Salzbourg, siglo XI y Sacr. de Arezzo); Lot, librado de Sodoma (Rheinau); Moisés, salvado de las aguas (Gellone); Isaac, liberado de ser sacrificado (Rheinau); Jacob, por la bendición de la majestad de Dios (Arezzo); Job, por sus sufrimientos (Gellone); Daniel liberado de la fosa de los leones (Gellone); Tres jóvenes del horno de Babilonia (Gellone); Jonás, episodio de la ballena (Gellone); Susana, liberada de los testigos falsos (Gellone); David, liberado de Saúl y de Goliat (Gellone); El género humano, liberado por la Pasión de Cristo (Arezzo); 514
SS. Pedro y Pablo, liberados de sus prisiones (Gellone); Santa Tecla, liberada de tres suplicios (Rheinau). El de Arezzo es el primero que presenta la oración Suscipiat te Sancstus Michael.., desaparecida en el nuevo Ritual, pero que ha estado vigente desde finales del siglo X hasta el Ritual de Pablo VI. Muchos autores han investigado los orígenes de la oración Proficiscere. Para algunos se remonta a los siglos II-III, por su relación con la iconografía de las catacumbas; otros niegan esa relación, sobre todo Martimort, que sostiene que la iconografía catacumbal es bautismal y no funeraria, lo cual no es exacto, pues existen elementos funerarios, además de bautismales. No cabe duda de que se trata de una oración muy antigua y no hay que descartar alguna influencia de ciertos libros apócrifos, como el Libro de Enoc y las Actas de San Pablo, que tratan de Santa Tecla. Otra fuente pueden ser las Orationes Pseudocyprianae, en su traducción latina de un original griego, posiblemente del siglo IV62.
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Capítulo VI EL SACRAMENTO DEL ORDEN* 1. El sacerdocio en el mundo grecorromano En las religiones étníco-políticas, por ejemplo, la romana y la oficial de las distintas ciudades-Estado griegas, el sacerdocio correspondió, al menos inicialmente, al jefe del respectivo grupo étnico-político: el padre (familia), el patriarca (clan, tribu), el rey o caudillo (nación), el emperador (Imperio Romano). Es el sacerdocio natural Al aumentar el número de los miembros, la misma persona no puede desempeñar, según Filón (s.I a.C.-I d.C), con la perfección debida la doble tarea, a saber, «el gobierno de los hombres» y «el servicio de la divinidad» (De virtute, 54). Por eso delegó este ministerio en personas consagradas vitalicia o temporalmente a él. Surge así el sacerdocio profesional si bien el jefe natural casi siempre conserva algunas funciones sacerdotales, por ejemplo, los sacrificios o la consulta de los augures en determinados momentos de la vida nacional. Además de las religiones oficiales, en el mundo greco-romano florecieron, sobre todo en los siglos inmediatamente anteriores y posteriores al nacimiento de Jesucristo, las diferentes formas de religiosidad telúrico-mistérica. A éstas no se pertenecía, como en las étnico-políticas, por nacimiento de padres ciudadanos. Aquí hay siempre un sacerdocio profesional En ambas constantes religiosas el sacerdocio profesional estaba jerarquizado y podía accederse a él por herencia, por elección (sorteo) o por compra-venta. Según Platón (Leyes, 759, a-e), en los templos de su Estado ideal o utópico, ade517
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más de los «servidores, ayudantes» (el ostiario o portero, el administrador, los encargados de la música, del aderezo de la estatua del dios o diosa y de la limpieza, etc.), debe haber «sacerdotes y sacerdotisas» con igualdad de funciones; con todo, esta igualdad sólo existió en las religiones mistéricas. Dentro del sacerdocio, hay siempre —al menos— un «sumo» o «máximo» sacerdote o sacerdotisa al frente de los simples sacerdotes con ministerios diferenciados. Una nota del sacerdocio romano es la colegialidad. Estaban estructuradas en collegia las cuatro clases principales de sacerdotes: los pontífices (de etimología incierta), los epulones, los quindecimvirales y los augures, así como las Vírgenes Vestales o «sacerdotisas» de Vesta. Propio de los sacerdotes es ofrecer sacrificios a los dioses e implorar para los hombres los beneficios que se desean. En las religiones mistéricas, en vez de sacrificios cruentos de animales, suele haber ofrendas de dones agrícolas: vino, leche, miel, etcétera. Esto aparece ya en los primeros documentos griegos conocidos y descifrados (escritura Lineal B del 1.500 a. C. y siguientes). Las palabras significativas de «sacerdote» lo definen como «hacedor» (griego) o «dador» (latín) «de lo sagrado». Lo «sagrado», en cuanto competencia del sacerdote, es sinónimo de «sacrificio» en la época clásica, no en la Lineal B. Antes de la victimación del animal —a veces al mismo tiempo— tenía lugar las epíclesis o «invocación» a la divinidad. La función definitoria del sacerdocio étnico-político es la sacrificial, del telúrico-mistérico la representación, o sea: «la acción de hacer presente de nuevo» —visible— a la diosa o al dios. Carecían del ministerio de la palabra. Esta carencia queda compensada por la presencia de la mántica o adivinación sólo en cuanto al sentido etimológico de «profeta» (el que habla «en nombre o lugar de» otro), en este caso de la divinidad. A veces suponía predecir el porvenir. De ahí que las «sacerdotisas» de los santuarios oraculares, tales como Delfos, Dodona, son llamadas también «profetisas»'.
so que dentro de Israel existieran las instituciones del profetismo, el sacerdocio y la realeza, al objeto de realizar con ese Pueblo sus designios salvíficos. Estas tres instituciones fueron, durante mucho tiempo, como tres ejes de la vida de Israel.
2. Antiguo Testamento: Profetas, sacerdotes y reyes La Alianza convirtió a Israel en un pueblo de profetas, sacerdotes y reyes (Ex. 19, 6). Sin embargo, Dios mismo dispu-
A) Los profetas. El profetismo ocupa un puesto bien determinado dentro de Israel: es una parte integrante de ese pueblo, aunque no la única. Mientras existió un Estado, los profetas iluminaron a los reyes. Son bien conocidas las actuaciones de Natán, Elíseo y, sobre todo, Isaías y, en algunos momentos, Jeremías. A los profetas —que con los sacerdotes participaban en la consagración del rey— incumbía decir si la acción emprendida era la que Dios quería, si tal política se encuadraba exactamente dentro de la historia de la salvación, etc. Sin embargo, el profetismo, en el sentido estricto del término, no es una institución como el sacerdocio y la realeza. Israel puede procurarse un rey (Dt. 17, 14), pero no un profeta. Este puede ser objeto de promesa (Dt. 18, 14-19), pero siempre es un don que Dios otorga libre y gratuitamente. Esto se percibe con toda claridad durante el tiempo en que se interrumpió el profetismo (1 Mac. 9, 27; cfr. Sal. 74, 9). Israel vive entonces con la esperanza del Profeta prometido (1 Mac. 4, 26; 14, 41). Así se explica la acogida entusiasta que los judíos dispensaron a la predicación del Bautista (Mt. 3, 1-12). Aunque el profetismo tiene un lugar dentro de la comunidad, no es ésta quien lo constituye como tal, sino la vocación recibida de Dios. Ejemplos significativos pueden ser los de Samuel, Amos, Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc. Esta llamada comporta siempre una misión, cuyo instrumento es la boca del profeta, que dirá la Palabra de Dios. Su mensaje no es exterior al portador, ni patrimonio del que puede disponer el profeta, sino la manifestación en él del Dios vivo, del Dios santo. Los verdaderos profetas tienen conciencia de que es otro quien les hace hablar, hasta el punto de tener que corregirse en algunas ocasiones en que han hablado por propia ini-
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ciativa (cfr. 2 Sam. 7). Las denuncias que realizan por el incumplimiento de la Ley les crea enemistades que, a veces, terminan con la muerte violenta, como lo proclamó Jesucristo: «Jerusalén, que matas a los profetas» (Mt. 23, 37». La idea de que la muerte de los profetas es el coronamiento de todas sus profecías se abre paso a través de esa experiencia. El prototipo es el Siervo de Yahvé, que consuma su misión en el silencio del cordero al que se sacrifica (Is. 53, 7). B) Los reyes En el antiguo Oriente la institución regia está siempre íntimamente ligada con la concepción mítica de la realeza divina, común a las diversas civilizaciones del tiempo. Por este motivo es una institución sagrada que, en diversos grados, pertenece a la esfera de lo divino. Pero en Israel es inconcebible una divinización, aunque sea superficial, del monarca. La diferencia entre el Dios personal y, por tanto, único, de una parte, y el rey humano de otra, se sintió siempre de manera muy viva. Aun cuando se conciba la divinidad del rey como la santidad sobrenatural concentrada, hay que tener en cuenta que toda la Biblia subraya vigorosamente la total distinción del Señor de la Alianza, de Yahvé, que es totalmente otro, y la persona humana del soberano. No obstante, existe una estrecha vinculación entre Yahvé y el soberano, mediante la investidura y, de modo especial, mediante la unción. En el fondo, el rey de Israel participa de la realeza eterna de Yahvé. Si todo rey representa al Dios de Israel, esto se da de modo especialísimo en el rey David, del que descenderá el rey mesiánico, el Ungido por excelencia, porque nadie en la tierra se acerca tanto al Dios personal como el que es llamado por el profeta Isaías «Dios Fuerte», «Padre Eterno», «Príncipe de la paz» (Is. 9, 5): En el AT se menciona con cierta frecuencia al rey de justicia que defiende el derecho del pobre. Se alaban sus victorias militares. Algunos textos atribuyen incluso al Mesías una función militar (Sal. 2, 9). Sin ser sacerdote en sentido propio, se le atribuyen funciones sacerdotales. Por eso ocupa en el culto un lugar de preferencia. Recibe, antes que los
demás, aunque en favor de ellos, la bendición divina. Se le considera como rey-pastor de los suyos y representa una condición imprescindible para la prosperidad material y espiritual del pueblo. En este sentido el Mesías aparece como el rey ideal de su pueblo 2 C) Los sacerdotes La época patriarcal no conoció el sacerdocio. En los pueblos civilizados que rodeaban a Israel —como era el caso de Mesopotamia y Egipto— la función sacerdotal era desempeñada frecuentemente por el rey, a quien asistía, la mayor parte de las veces, un clero jerarquizado y hereditario, que constituía una verdadera casta. Los actos de culto en la época de los patriarcas eran realizados por el cabeza de familia. Puede afirmarse con seguridad que los únicos sacerdotes que aparecen en el Génesis son extranjeros. Los demás casos tienen otras explicaciones: anacronismos o legitimación de una costumbre posterior. Por la ley mosaica, el sacerdocio fue confiado de modo exclusivo a Aarón, de la tribu de Leví, y a sus descendientes masculinos. Los restantes miembros de la tribu, como propiedad de Dios, oficiaban en el culto como ministros de los sacerdotes. Aarón mismo, y uno de sus descendientes en lo sucesivo, tenía que estar a la cabeza de esta jerarquía, como sumo sacerdote, con poderes y derechos especiales y vestidura sacerdotal propia. No puede ponerse en duda, por lo mismo, la antigüedad de esta institución, si bien, con el paso del tiempo, fue desarrollándose y adquirió mayor relieve y extensión. El sacerdocio era hereditario, pero el sacerdote tenía que recibir la ordenación e investidura (Ex. 29; Lev. 8). Para el sumo sacerdote regían rigurosas leyes de pureza (Lev. 21, 10-15). A los sacerdotes incumbía la obligación de los sacrificios, de tal modo que sólo las acciones más secundarias podían ser ejecutadas por no sacerdotes. A esto se añadía el ministerio en el santuario: la renovación de los panes de la proposición, el cuidado de la luz en el candelabro de siete brazos, la bendición después del sacrificio de la mañana. También era misión suya el cuidado de la observancia de la Ley. 521
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Tenían la obligación de instruir al pueblo en las doctrinas y leyes religiosas. Se los consideraba como «mensajeros del Señor» y resolvían casos difíciles de derecho. Después del destierro, la interpretación de la Ley y la instrucción en la misma se fue convirtiendo, cada vez más, en un asunto del escriba o doctor de la Ley, y a los sacerdotes se les reservó exclusivamente el culto. Al frente de ellos estaba el sumo sacerdote, cuyo ministerio venía definido por tres momentos: la vocación y elección por Yahvé, el privilegio de entrar en el sancta sanctorum y la función de la expiación o reconciliación. El sacerdocio también fue incluido en la esperanza mesiánica. Del mismo modo que el misterioso rey de la prehistoria cananea, Melquisedec, fue a la vez rey y sacerdote, así debía ser el nuevo Rey-Mesías; pero su sacerdocio superaría a todos, pues sería eterno. La función sacerdotal comportaba exigencias muy altas. Dada la fragilidad humana, se comprende que no siempre estuviesen a esa altura y fueran corregidos por los profetas. El interés mayor de estas críticas —y de planes de reforma subsiguientes— reside en que todos están inspirados en un ideal sacerdotal. Los profetas recuerdan sus obligaciones a los sacerdotes de su tiempo: les exigen un culto puro y verdadero y fidelidad a la Ley. Ahora bien, como la experiencia enseña la santidad, se espera que Dios mismo realice el sacerdocio perfecto el día de la restauración y del juicio 3 .
3. Cristo, Profeta, Sacerdote y Rey A) Cristo, Profeta El profetismo de Jesucristo está ampliamente reflejado en el Nuevo Testamento —de modo especial en los Evangelios—, al mismo tiempo que su originalidad y superioridad respecto a todos los demás. A diferencia de los profetas, no se limita a anunciar el oráculo de Dios, sino que proclama: «Pero yo os digo...» (Mt. 5, 22-28.34.39.44), y hace preceder a sus declaraciones una atestación solemne: «En verdad os digo...», como respondiendo a una palabra oída en secreto.
Cuando se compara con personajes ilustres del Antiguo Testamento, se sitúa por encima de ellos: «Aquí hay uno que es más que Jonás... Aquí hay uno que es más que Salomón» (Mt. 12, 41-43): Cristo apareció rodeado de profetas: Zacarías, Simeón, Ana la profetisa y, sobre todo, Juan el Bautista; pero situado por encima de todos ellos. Aunque su comportamiento es muy distinto al de Juan Bautista, deja traslucir rasgos inequívocamente proféticos: revela el contenido de los signos de los tiempos (Mt 16, 2 ss.) y anuncia su fin (Mt. 24, 25). Su actitud frente a los valores recibidos reasume la crítica de los profetas; por eso es severo con los que tienen la llave y no dejan entrar (Le. 11, 52), se enfrenta y rechaza la hipocresía religiosa (Mt. 15, 7), señala la verdadera herencia espiritual, tan confusa y ambigua entre los judíos de su tiempo (Jn. 8, 39), predica la purificación del Templo (Me. 11, 15 ss.) y anuncia un culto perfecto después de la destrucción material del santuario (Jn. 2, 16). Finalmente, tiene un rasgo que lo une de modo particular con los antiguos profetas: ve desechado su mensaje (Mt. 13, 13 ss.) y rechazado El mismo, por aquella Jerusalén que había matado a los profetas (Mt. 23, 37 ss.). A medida que se acerca este momento, lo anuncia y explica su sentido, siendo así profeta de Sí mismo y mostrando que es dueño de su destino, y que, si lo acepta, es para realizar el designio del Padre, anunciado en la Escritura. En presencia de tales actitudes, acompañadas de signos milagrosos, se comprende que la multitud designase espontáneamente a Jesús con el título de profeta (Mt. 16, 14; Le. 7, 16; Jn. 4, 19; 9, 17). Y que, en casos determinados, lo señalase como el Profeta por excelencia, preanunciado en las Escrituras (Jn. 1, 21; 6, 14; 7, 40). Sin embargo su personalidad desborda, en todos los sentidos, la tradición profética. El es otra cosa. Es el Mesías verdadero, el «Siervo de Dios», el «Hijo del Hombre» y el «Hijo de Dios». B) Cristo, Sacerdote Jesús sabía, y así lo enseñaba, que El era «más grande que el Templo» (Mt. 12, 6). Interpretó que con su venida ter-
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minarían el Templo y su culto (Mt. 26, 61). Presentó como propio del Mesías y se lo aplicó a Sí mismo, el salmo 109, donde se dice: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Mt. 22, 43 ss.). Según manifestación del Sanedrín, el hecho de sentarse a la derecha de Dios, que conviene al Hijo del hombre, va unido con la idea del Sacerdote-rey según el orden de Melquisedec (Mt. 26, 64). En el Mesías, que es Jesús mismo, halla su cumplimiento la esperanza en la figura ideal del sacerdote. Jesús se proclama como el Sumo Sacerdote y Mesías esperado. La Carta a los Hebreos es el Libro del Nuevo Testamento que explícita más ampliamente el sacerdocio de Cristo, aunque pone el acento en su sacrificio expiatorio en la cruz. Jesús, como antiguamente Aarón, y con mayor razón que él, ha sido llamado por Dios para intervenir en favor de los hombres y ofrecer sacrificios por sus pecados (5, 1-4); por eso su sacerdocio pone fin al antiguo. Este sacerdocio está enraizado en su mismo ser, que le hace ser mediador por excelencia: verdadero hombre (2, 10-18; 4-15) y, a la vez, verdadero Hijo de Dios, superior a los ángeles (1, 1-13). Es el sacerdote único y eterno y reaüzó su sacrificio, de una vez para siempre, en el templo de Sí mismo (7, 27; 9, 12. 25-28; 10, 10-14). Ahora es el eterno intercesor, el gran mediador de la Nueva Alianza (8, 6-13; 10, 12-18). Los fundamentos del sumo sacerdocio de Cristo son el designio de Dios, la unión solidaria con la humanidad por la igualdad de naturaleza, el llamamiento de Dios y la proclamación como Sumo Sacerdote. Su grandeza se muestra en la superioridad sobre el sacerdocio levítico y sobre cualquier otro sacerdocio terreno. Con el sacerdocio de Cristo inicia Dios un culto nuevo, que está en la esfera de la consumación final y de la escatología (4, 8; 7, 11.28). El Sumo Sacerdote, Cristo, es perfecto en todos los aspectos (7, 26 ss.). Tiene toda la perfección personal y moral que le habilita para el culto perfecto al ser completamente santo, separado de los pecadores, levantado sobre toda criatura y cercano a Dios, inmerso absolutamente en lo divino. Está siempre en activa relación con Dios, en favor de los hombres. La idea del sacerdocio de Cristo aparece con frecuencia en todo el NT. De ahí que la oración de despedida
de Cristo (Jn. 17) haya sido llamada, con razón, «oración sacerdotal». Cristo es el gran Mediador ante el Padre (1 Tim. 2, 6; 1 Jn. 21)4.
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C) Cristo, rey El reinado de Cristo es proclamado por todo el Nuevo Testamento desde el comienzo hasta el fin. En la Anunciación, San Gabriel le dice a la Virgen María: «Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin» (Le. 1,32-33). En el epílogo del Apocalipsis se dice de El que es «la raíz y el linaje de David, la estrella brillante de la mañana» (Ap. 22, 16). La vida terrena de Jesús contiene muchos pasajes de su carácter regio; pero es sobre todo en la pasión donde, paradójicamente, ese carácter se proclama de manera solemne: desde su entrada triunfal en Jerusalén hasta el título de la Cruz en la que muere. Sin embargo, la resurreción es la suprema proclamación de la realeza de Cristo. Ella le convierte en el Señor por excelencia. Al resucitar. Cristo entró en su reino y liberó a los hombres del poder de la muerte, del pecado, de las tinieblas de la esclavitud de Satanás. Por otra parte, a lo largo de su vida, en las horas de despedida y después de haber resucitado sintió la necesidad de hacer comprender a sus Apóstoles y a los demás que le siguieron de cerca la naturaleza de su reinado: «no es de este mundo» (Jn. 18, 39), ni está representado por ninguna monarquía humana, ni entra en competencia con los reyes terrenos. El suyo es un reino mesiánico, aunque sin ningún parecido con el mesianismo terreno y político que esperaban los judíos. Los cristianos vienen a ser sus subditos con toda propiedad cuando Dios los arranca del dominio de las tinieblas, para trasladarlos al reino de su Hijo, en quien tienen la redención (Col. 1, 13). Esta realidad no les impide someterse también a los reinos de este mundo y cumplir sus leyes justas (1 Pe. 2, 13-17), con tal que no se opongan a la autoridad espiritual de Jesús. El drama consiste en que, a veces, se levantan contra su Señor y contra su Ungido (Cfr. Sal. 2, 2). Esta es la historia de las persecuciones hechas a la Iglesia a 525
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lo largo de toda su historia. Pero, al fin, todos tendrán que reconocer el Reino de Cristo que, como canta el prefacio de la fiesta de Cristo Rey, es un «reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz». Este reino escatológico, que se manifestará en toda su plenitud al final de los tiempos, existe ya ahora en el Cielo y es una magnitud eterna e inconmovible. A él tiende la Iglesia; pero ya ha comenzado en nosotros —sus miembros— por la gracia que Cristo nos mereció, como Sumo Sacerdote, con el sacrificio expiatorio de la Cruz5, cuya primera aplicación sacramental es el Bautismo. Resumiendo: a diferencia de lo que había acontecido en la economía antigua —en la que el profetismo, el sacerdocio y la realeza residían en personas distintas—, en la economía nueva coexisten en la Persona del Verbo Encarnado. El Nuevo Testamento afirma con claridad que Cristo es Profeta, Sacerdote y Rey. Más aún, que posee en plenitud esas tres realidades, las cuales pertenecen a un orden de cosas distinto del veterotestamentario. Esto no quiere decir que profetismo, realeza y sacerdocio se confundan en Cristo; son, ciertamente, distintos, pero no autónomos ni, mucho menos, contrapuestos; al contrario, los tres están al servicio de una única misión: la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. 4. La Iglesia, comunidad profética, sacerdotal y real Cristo fue constituido Profeta, Sacerdote y Rey por la unción y consagración del Espíritu Santo. Quienes reciben el Bautismo son ungidos y consagrados con una unción semejante y participan de la misma misión de Cristo y, por lo mismo, de su profetismo, sacerdocio y realeza. Todos los miembros del Pueblo que Cristo adquirió con su Sangre son, pues, sacerdotes, profetas y reyes. En otros términos: la Iglesia es una comunidad enteramente sacerdotal. «Vosotros sois —dice San Pedro— linaje escogido, sacerdocio real, nación santa» (1 Ped. 2, 9). Según esto, todos los bautizados tienen la misión de lle-
var a plenitud en sí mismos la obra iniciada por el bauti smo, haciendo de su vida una ofrenda agradable al Padre; y ordenar la creación entera según el plan de Dios. Más aún, su condición profética les exige anunciar que Cristo ha muerto y resucitado por todos los hombres. Su condición sacerdotal y real, por otra parte, les llevará a instrumentar todos los medios necesarios para que los hombres, dóciles al anuncio salvador, reaccionen con fe y reciban el Bautismo, convirtiéndose así en piedras vivas con las que va creciendo el edificio de la Iglesia6. 5. La Iglesia, Pueblo de Dios jerárquicamente estructurado La elección de los Doce y la colación de una serie de prerrogativas, exclusivas de ellos y de sus sucesores, pone de manifiesto que en la Iglesia no todos participan del profetismo, del sacerdocio y de la realeza de Cristo en el mismo grado. Cristo, «Apóstol» o «Enviado» del Padre por antonomasia, comunicó en grado supremo su «apostolado» y «misión» a quienes, después de El, serán apóstoles suyos por participación: «Como el Padre me envió, así también os envío Yo a Vosotros» (Jn. 20, 21). Junto a ellos aparece un grupo de setenta y dos discípulos y, desde el día de Pentecostés, una comunidad de bautizados. La Iglesia ha sido fundada por Cristo como esencialmente jerárquica. En el vértice de la pirámide formada por pastores y fieles coloca a Pedro, a quien promete (Mt. 16, 18) y confiere (Jn. 21, 15-19) el Primado de jurisdicción para que pueda pastorear a corderos y ovejas. La Jerarquía en la Iglesia, según esto, no nace y se desarrolla a impulso de un dinamismo natural propio de toda comunidad humana que, si no quiere desintegrarse, se divide a sí misma en un doble orden: dirigentes-dirigidos, gobernantes-gobernados. La Jerarquía de la Iglesia debe su existencia a su Fundador. A) Cuestión, jerárquica y cuestión terminológica En los primeros escritos cristianos hay una cierta imprecisión terminológica. Deberían pasar varios decenios antes 527
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de que las designaciones jerárquicas llegaran a tener valor técnico. Tenía que ser así, si se tiene en cuenta el carácter ocasional de las fuentes conocidas, las cuales no tratan de elaborar un tratado, más o menos sistemático, de la jerarquía o del sacerdocio cristiano. Por otra parte, hay que tener en cuenta la diversidad de autores, destinatarios, tiempo y lugar de composición de los primeros escritos cristianos. Además, la misma persona podía ser designada de modo distinto según fuera llamada por un Apóstol o un simple fiel, o se fijara en la función que desempeñaba. Finalmente, la Iglesia no es una sociedad artificiosamente formada en torno a una mesa— como por un decreto regulador de las funciones, nombres, asignación económica, etcétera—, sino una realidad viva que, como todo lo vivo, se gesta, nace y se desarrolla. La terminología aparece ya fijada en S. Ignacio de Antioquía martirizado en el 107, aunque transcurrirán todavía varios decenios antes de que se generalice. Sin embargo, desde los orígenes existió una cabeza monárquica en cada iglesia local y un colegio director de cada comunidad cristiana; es decir: el obispo y los presbíteros o el colegio presbiteral. B) Incorporación al orden jerárquico La elección de alguien para el sacerdocio (obispo, presbítero) y su ordenación auna una doble vertiente, la visible: rito de ía ordenación, y la invisible: especie de espíritu vivificador de lo ritual, a saber, el influjo divino. Cuando en el N.T. se relata la elección de una persona para un ministerio, a primera vista existe una doble versión respecto al modo. En la primera hay elección o designación de los candidatos, oración e imposición de manos. Así acaece en la elección de los Siete (Act. 1, 23-26), en la de Timoteo (1 Tim. 4, 14; 5, 2; 2 Tim. 1, 6) y en la de Matías (Act, 1, 23-26), si bien en ésta no se menciona la imposición de manos. En cambio, en la misión de Bernabé y Pablo —dos de los "profetas y maestros" de la iglesia antioquena—, en la elección de quienes son escogidos para fundar otras iglesias, aparecen, además del nombramiento, la oración y la imposición de manos, dos elementos nuevos: el ayuno o preparación ascética y la intervención del Espíritu Santo (Act. 13, 1-3). 528
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A primera vista, los usos jerosolimitanos y antioquenos pueden parecer dos variantes de la praxis eclesial a la hora de conferir un ministerio jerárquico (Jerusalén) o un ministerio también jerárquico, pero a la vez con aspectos carismático$ (Antioquía). Sin embargo, no se trata de dos variantes ni, menos aún, de dos constantes o de praxis diferenciadas de duración indeterminada. Así lo confirma un testimonio de los Hechos de los Apóstoles (20, 28), en el que hay una alusión evidente a la intervención del Espíritu Santo, no relacionada con la misión de los «profetas», sino en la constitución de los presbíteros o miembros del colegio director de la comunidad cristiana de Efeso, término usado por el hagiógrafo cuando narra que Pablo «desde Mileto, después de enviar recado a Efeso, convocó a los presbíteros de la iglesia» (Act. 20, 20). A continuación, una vez reunidos en Mileto, les habla antes de despedirse de ellos para siempre. En esta alocución, cargada de emoción y entenebrecida por nubarrones presagiadores de tormentas próximas, los designa por medio del genérico epíscopos, empleado como descripción de su actividad, más que en calidad de designación personal o de su ministerio: «.., Mirad por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual os puso el Espíritu Santo como episkópous (supervisores—gobernantes) para pastorear la iglesia de Dios» (Act, 20, 27). ¿Cómo y cuándo concedió el Espíritu Santo a los presbyteros o miembros del colegio director de la comunidad efesina su cargo o misión de gobierno pastoral? Parece obvio que mediante el rito ordenatorio de la imposición de manos. La intervención del Espíritu Santo es, sin duda, el Kárisma (de donde «carisma»): «gracia», «don» que se concedió a Timoteo «diá (-mediante) la imposición de manos» de S. Pablo (2 Tim, 1, 6) «con» {meta, idea de compañía, concomitancia, conveniente, pero no necesaria ni imprescindible) la del presbiterio» (1 Tim. 4, 14). El colegio presbiteral es una pieza insustituible en la organización de las comunidades paulinas. Sin embargo sólo la imposición de manos de San Pablo concedió la ordenación a los presbíteros de Efeso, sin que fuera necesaria la del Colegio efesino presente. El autor de los Hechos indica los fines generales del primer viaje, vigentes en todos los restantes (Act. 14, 21-23), a 529
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los cuales añade uno más preciso: el establecimiento de una organización permanente en las ciudades evangelizadas, al frente de las cuales pone un colegio de presbyteros, directamente que, de momento dependen del Apóstol en funciones de cabeza monárquica o episcopal de todas las comunidades fundadas por él. Y lo hace «mediante la imposición de manos». Pero aquí no menciona la intervención del Espíritu Santo. En cambio, cuando habla en Efeso a los presbyteros, nombrados por él, sin duda conforme al mismo ritual, atribuye al Espíritu santo su constitución real (Act. 17, 28). Los términos «orden, ordenar, ordenación» son términos trasplantados al recinto cristiano desde el profano romano por Tertuliano y San Cipriano, ambos juristas romanos. «Ordenación» es la «acción» por la cual alguien es segregado de la «plebe» (romana o cristiana) y agregado o incorporado a cualquiera de las «órdenes» o «estamentos» o «clases». En la sociedad romana son el orden senatorial, ecuestre, etcétera; en la cristiana, el sacerdotal obispos y presbíteros, y el eclesiástica éstos y sus ayudantes, vg, los diáconos. La conjunción de la «plebe» y del «orden» director integran «el pueblo» romano y cristiano7. C) El ministerio de los obispos El Nuevo Testamento menciona varios ministerios eclesiales; pero se resalta el de los obispos, presbíteros y diáconos. Además de los Apóstoles (los Doce y san Pablo, que tienen una misión universal) hay obispos, que son itinerantes o residenciales. Obispos itinerantes (o misioneros y sin sede fija) son los «apóstoles» o «enviados» de los Apóstoles: Bernabé, Silas, Tíquico, Timoteo, y Tito en el primer período de su vida pastoral, etcétera (Act. 14, 4.14; 15, 22.32; 1 Cor. 1, 19; 4, 17; 16, 10, etc.). También los «profetas» (Act. 11.27; 13,1 ss; 15,32; 1 Cor. 14,29.32.37.; etc); los «doctores», «maestros» (Act. 13,l,ss.); los «hermanos» colaboradores de san Pablo (1 Cor. 1, 1; 2 Cor. 1, 1; Act. 15-23; etc). Obispos residenciales son Santiago, en Jerusalén; Felipe, en Cesárea (Act. 21,8); Timoteo, en Efeso; Tito, en Creta; 530
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Gayo y Diotrefe, en 3 Jn; y el «ángel» de cada una de las siete iglesias de Asia Menor (Apc.2-3). A ellos podrían añadirse algunos más salientes de la época posapostólica inmediata: Clemente, en Roma; Ignacio, en Antioquía; Policarpo, en Esmirna y los restantes destinatarios de las cartas de San Ignacio de Antioquía. Las cartas pastorales de San Pablo son un testimonio privilegiado sobre el ministerio episcopal. Este se centra, sobre todo, en la enseñanza y en el pastoreo de la respectiva comunidad así como en la celebración de la Eucaristía y otros sacramentos. a) El ministerio profético A Timoteo, a quien ha enviado a Efeso para gobernar aquella Iglesia, San Pablo le recomienda y manda la lectura, la exhortación y la enseñanza. La lectura de la Sagrada Escritura, habitual en la Sinagoga, se hacía también en las comunidades cristianas constituidas por los Apóstoles y sus colaboradores. Esto traía consigo una cuidada selección de los pasajes más acomodados a la predicación del Evangelio y a las necesidades específicas de cada comunidad. Después de la lectura tenía lugar, como ocurría en la Sinagoga, una exhortación tendente a mover los corazones para abrazar esa doctrina y convertirla en vida práctica y cristiana. La enseñanza consistía en una exposición doctrinal del texto bíblico, tanto de su significado genuino como de las secuencias prácticas que de él se derivaban, sin aberraciones extrañas (1 Tim. 1, 3), que merecían el duro apelativo de «cuentos de viejas» (IbicL 4, 6). Es verdad que otros también podían leer, exhortar, enseñar; pero siempre bajo el control de Timoteo, que tiene por oficio la obligación de hacerlo y vigilar para que se haga rectamente (Ibid., 1, 3). Por eso, San Pablo le recomienda que vele sobre sí mismo y su instrucción y que persevere en ello, «porque haciendo esto te salvarás a ti y a tus oyentes» (1 Tim. 4, 16). El cuidado de su adelantamiento personal y la vigilancia permanente sobre la doctrina han de ser preocupación constante de su vida. El es el responsable de lo que se enseñe en la Iglesia de Efeso (1 Tim. 1, 3-5; 1, 18; 3, 14-16). 531
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Timoteo ha de guardar el depósito de la fe y luchar contra los herejes (1 Tim. 6, 20). El contenido de ese depósito, sea cual sea la interpretación que quiera seguirse, está íntimamente relacionado con la sana doctrina, que no puede ser otra que la tradicional, es decir: la que está contenida en la revelación de Jesucristo, que se le ha confiado. En la segunda carta (4, 1-5) San Pablo exhorta a Timoteo a predicar la palabra, a insistir oportuna e importunamente, a convencer, a reprender, a exhortar con toda longanimidad y doctrina. La predicación de la sana doctrina es tarea necesaria y urgente que ha de llevarse a cabo con mucha paciencia y competencia, precisamente porque los hombres se cansarán pronto de la rutina del que hace la exposición. Afectados por un prurito de novedades, buscarán quien apacigüe su descontento, predicándoles no la doctrina habitual y tradicional del Evangelio, sino lo nuevo, lo curioso, e incluso lo extravagante. También a Tito, a quien ha dejado como delegado suyo en Creta, recomienda San Pablo predicar la sana doctrina (Tit. 1, 5), enseñando lo que es conforme a ella (Tit. 2, 1), en oposición a la enseñanza de los embaucadores cretenses, maestros de fábulas y de preceptos arbitarios (Tit. 1, 14). Esto ha de hacerlo en público y en privado, teniendo presente que no debe limitarse a una enseñanza meramente especulativa de la verdad, pues la verdad cristiana ha de influir en la vida, por lo que Tito habrá de deducir de la verdad cristiana las consecuencias prácticas que llevan a una vida santa. Como a Timoteo, le manda que enseñe «estas cosas y exhorte y reprenda con toda autoridad: que nadie te menosprecie» (Tit. 2, 15). Santo Tomás observa que estas indicaciones no se refieren a la persona de Tito, sino a su cargo pastoral de obispo, a algo propio de su ministerio.
del cargo ministerial que ha recibido por la imposición de las manos (2 Tim. 1, 6), para ser su delegado en las Iglesias de Efeso. Es de notar que San Pablo le recuerda que tiene autoridad sobre todos: ancianos, jóvenes, viudas, etc., incluso sobre los mismos presbíteros (1 Tim. 5, 1-19). Con Tito procede del mismo modo: «Te dejé, le dice, para que acabes de organizar lo que falta y establezcas en cada ciudad presbíteros, como yo mismo te ordené» (Tit. 1,5). Sobre estos presbíteros hay siempre uno que preside, llamado obispo o supervisor, como opina Spic y otros, aunque algunos prefieren ver en los dos términos una perfecta sinonimia, lo cual no se compagina bien con el plural de los primeros, o colegio de presbíteros y el «supervisor» u obispo, a no ser que se refiera esto al mismo Tito.
b) El gobierno pastoral San Pablo dice a Timoteo: «Intima y enseña estas cosas» (1 Tim. 4, 11). Con ello quiere indicarle que debe imponer con autoridad todo lo que le recomienda en la carta, especialmente lo relativo a la piedad. Esa autoridad no procede de un prestigio moral, fruto de los años y la experiencia, sino 532
c) La potestad de santificar En varios pasajes de las dos cartas de San Pablo a Timoteo se alude a la gracia que ha recibido por la imposición de las manos en orden a su ministerio que, en definitiva, ha de contribuir a la santificación de los fieles encomendados a él (1 Tim. 4, 14; 2 Tim. 1, 6.7). Timoteo debe comunicar y transmitir a otros, mediante la imposición de las manos, el carisma recibido; pero ha de hacerlo con criterio recto, conociendo la idoneidad de los candidatos, para no hacerse partícipe de los pecados ajenos (1 Tim. 5, 22-23)8. D) Los presbíteros En el lenguaje del NT no siempre se distinguen suficientemente los términos «obispo» y «presbítero», pero hay pasajes en los que se advierte con claridad la existencia y distinción de dos órdenes distintos. Ya hemos visto que Tito debía de constituir presbíteros en diversas ciudades de Creta (Tit. 1, 5). Por otra parte, Timoteo atiende a los presbíteros de Efeso y les indica el oficio presidencial que les corresponde en la asamblea litúrgica y en la enseñanza. Por eso dice: «Los presbíteros que presiden bien son dignos de un doble honor, esto es, del respeto de los fieles y del estipendio conveniente, sobre todo los que se afanan en la predicación y en la enseñanza» (1 Tim. 5, 17). Por ese prestigio y dignidad 533
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que tienen, merced a la gracia recibida por la imposición de las manos, no han de dar oídos a las acusaciones que se hacen contra ellos, si no es ante la presencia de dos o tres testigos (1 Tim. 5, 18). Aunque en esta época el nombre de presbítero no es exclusivo de los sacerdotes de «segundo orden», sin embargo se designa frecuentemente con ese nombre al colegio formado por ellos, según consta en las cartas pastorales de San Pablo y en algunos textos de los Hechos de los Apóstoles. Por ejemplo, cuando los discípulos de Antioquía enviaron ayuda económica a los hermanos de Judea, se la confiaron a los «presbíteros» por medio de Bernabé y Pablo (Act. 11, 30). El capítulo 15 de los Hechos alude varias veces a los presbíteros junto a los apóstoles (v.v. 2.4.6.22.23; 16, 4). En la primera carta de San Pedro (cap. 5) se trata ampliamente de los presbíteros. Estos no son los que tienen más edad que los jóvenes, sino los que, por la imposición de las manos, están al frente de comunidades (1 Tes. 5, 12) y son, en cierto modo, jefes (Heb. 13, 7). La terminología de la jerarquía eclesiástica es aún oscilante, pero la organización que San Pedro supone en su primera carta es similar a la de las cartas pastorales de San Pablo y a la de los Hechos. Son verdaderamente pastores de su pueblo, de la porción que se les ha confiado. Son elegidos para ese cargo, pues se les exhorta a aceptarlo de buena voluntad. San Pedro mismo se designa a sí mismo «presbítero como ellos». Pero en los Hechos de los Apóstoles los presbíteros aparecen como distintos de los Apóstoles, aunque el oficio de pastor es común a ambos. La posesión de ese oficio motiva que San Pedro se coloque en la misma línea con los presbíteros; es decir, no lo hace sólo por sentimientos de humildad, sino también por el sentido de la responsabilidad común. No obstante, Pedro se distingue de los presbíteros por el hecho mismo de la superioridad que muestra al exhortarlos y por ser «testigo de los padecimientos de Cristo», esto es, apóstol, categoría peculiarísima en la primitiva Iglesia y en la Iglesia de siempre. Todo el capítulo 5 de la primera Carta de San Pedro es un programa de la misión pastoral del presbiterado. Su potestad santificadora está atestiguada en la Carta de Santiago: «¿Algunos de vosotros enferma? Haga llamar a los pres-
bíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con el óleo en el nombre del Señor» (5, 14). Si es cierto que en el Apocalipsis San Juan proyecta, sublimada, en el cielo, la liturgia que ve en la tierra, este hecho no impide ver en los 24 ancianos una transposición de la concelebración litúrgica de los presbíteros en la liturgia de la Iglesia incipiente (Apoc. 4, 4. 9-11). E) Los diáconos El capítulo sexto de los Hechos de los Apóstoles refiere la elección y consagración de los primeros diáconos. Cuando presentaron a los Apóstoles los que habían sido elegidos, oraron sobre ellos y les impusieron las manos. San Pablo, en su primera carta a Timoteo (3, 8-10), trata de los diáconos y de las condiciones que deben poseer. El NT los nombra en diversas ocasiones 9 . Tienen un oficio de administración temporal y de servicio de beneficiencia, aunque también intervienen en la oración privada y en la oración litúrgica, incluida la celebración eucarística, y en la predicación. Su misión fue enaltecida por la predicación y martirio de San Esteban (Act. 6, 8-15 y 7). Dentro del ministerio de los diáconos, en la Iglesia apostólica destaca la acción pastoral del diácono Felipe en Samaría, su eficaz predicación y la administración del sacramento del Bautismo. Felipe, sin embargo, no podía confirmar. Por eso fueron enviados Pedro y Juan para que, por su oración y la imposición de las manos, transmitieran el Espíritu Santo a los que habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. También hay que recordar el Bautismo que confirió al etíope (Act. 8). De todos modos, el NT da cuenta de muchos ministerios a los que designa con una terminología muy variada 10 . Esto no obstante, no se explica la clara distinción de los tres órdenes principales: obispo, presbítero y diácono en San Ignacio de Antioquía y en otros Padres Apostólicos sin una base firme en la misma época de los Apóstoles y, por tanto, en el Nuevo Testamento. 535
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6. Historia del ritual de las ordenaciones hasta el Concilio Vaticano II A) El obispo a) La Tradición Apostólica El ritual de la Tradición Apostólica es el más antiguo de los que se conocen. Los elementos principales son: la imposición de las manos por parte de los obispos y presbíteros en silencio; oración silenciosa; segunda imposición de las manos sobre la cabeza del elegido, por parte de todos los obispos presentes, no de los presbíteros; oración consecratoria, recitada por el consagrante principal; ósculo de paz11. La primera imposición de las manos, según las interpretaciones más autorizadas, no tenía valor consecratorio; era un gesto de designación del candidato. La segunda, por el contrario, tenía valor consecratorio. La ordenación tiene lugar ante gran concurso de fieles. Luego se determinaría que fuese en domingo, día de fiesta y, en algunos casos, en día de un Apóstol, Lo más destacable es la plegaria consecratoria, la cual no tuvo gran influencia en los rituales posteriores, pero, según Dom Botte, ninguna otra ha tenido más claridad y riqueza. Como diremos más adelante, es la que se ha elegido —introduciendo algunos retoques— para el ritual de la ordenación del obispo promulgado por Paulo VI. Dice así: «Oh Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación (2 Cor. 13), que habitas en lo más alto de los cíelos y miras lo que es humilde (Sal. 112, 5-6); que conoces todas las cosas antes de que existan (Dan. 13, 42); que has dado normas a tu Iglesias por la gracia de tu palabra y has predestinado desde toda la eternidad a la raza justa de Abrahán; has establecido jefes y sacerdotes, para no dejar tu santuario sin liturgia; desde la fundación del mundo has querido ser glorificado por los que escogiste. Difunde ahora tu poder que viene de Ti, el Espíritu soberano que diste a tu Hijo amado, Jesucristo, y después a los santos Apóstoles que edificaron en el lugar del templo a tu Iglesia, a fin de glorificar y cantar tu nombre incesantemente. Concede, oh Padre, que conoces los corazones, a este servidor que has escogido para el episcopado, que apaciente tu sagrado
rebaño, sirviéndote de noche y de día; que haga complaciente tu rostro y que ofrezca las oblaciones de tu Iglesia Santa; que pueda perdonar los pecados en virtud del Espíritu del Sacerdocio Supremo, según tu mandato; que distribuya los lotes según tus órdenes; que desligue todo lazo en virtud del poder que concediste a los Apóstoles; que te complazca por la naturaleza y la pureza de su corazón, presentándote un suave perfume por tu Hijo Jesucristo12». Se indica, además, que se celebre en domingo, para que el pueblo fiel pueda asistir, ya que él tiene una parte en la designación del obispo 13. Este precioso testimonio se remonta hacia el año 215 de la era cristiana. b) Sacramentario Veronense La compilación de los textos litúrgicos del Veronense es de la segunda mitad del siglo VI (entre los años 550-590) pero, al menos, algunas de sus fórmulas son anteriores, sobre todo las del ritual de la ordenación que proceden, muy probablemente , del siglo V. Los siglos V-VI son una época de excepcional floración de fórmulas litúrgicas. Este sacramentario contiene las oraciones de una misa de consagración de obispo; después vienen las fórmulas de la consagración episcopal. En primer lugar la oración Propitiare —que perdura hasta nuestros días— en la que se pide al Señor que atienda los ruegos de su Iglesia y le conceda su bendición por la efusión de la gracia episcopal sobre el elegido14. Sigue después la oración consecratoria propiamente dicha, la cual, con ligeras variantes, ha estado vigente en la Iglesia hasta el Vaticano U: Deus honorum omnium (...). En ella se pide a Dios que es el honor de todas las dignidades que sirven a su gloria en los santos órdenes, que trató familiarmente con Moisés, dándole, entre otros preceptos, los relacionados con el culto y los que habían de servir en tan gran ministerio, como Aarón, «a quien mandaste revestir con vestido misterioso durante las funciones sagradas; y así las generaciones venideras comprendieran el sentido contenido en los ejemplos de los antepasados y no faltara en ninguna edad la erudición de tu doctrina; y si las figuras obtuvieron tanta veneración de los antiguos, cuál no ha de ser la nuestra por la verdad
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que ellas representan: pues el vestido del primer sacerdote representaba la hermosura de nuestras almas; y no es ya el esplendor de los vestidos lo que da gloria al sacerdocio, sino la hermosura de estas almas; puesto que aquellos agradaban a los ojos carnales, sólo para hacer comprender los misterios que ellos figuraban. Por eso te rogamos, Señor, que a este nuestro hermano que has elegido para el ministerio del supremo sacerdocio, le concedas la gracia de que todo lo que representaban aquellos vestidos, en el resplandor del oro, de la pedrería y en la variedad de los trabajos preciosos, brille en sus costumbres y en sus actos. Realiza en tu sacerdote el fin de tu ministerio y, revestido con los ornamentos de tu gloria, santifícalo con el rocío de tu unción sacerdotal». Luego se pide que la gracia divina lo inunde por completo para que «abunde en él la constancia de la fe, la pureza del amor y la sinceridad de la paz. Dale la cátedra episcopal para regir a tu Iglesia y al pueblo universal». Finalmente se pide a Dios que sea para él la autoridad, el poder y la firmeza, que multiplique su bendición y su gracia, a fin de que sea idóneo para impetrar la misericordia divina y, con la gracia de Dios, sea devoto15. c) Sacramentario Gelasiano del siglo VIII Antes de la oración consecratoria Deus honorum omnium preceden tres oraciones, de las que la segunda y tercera son del Veronense. La otra pide la gracia de que los elegidos sean útiles a la Iglesia y sean fortalecidos por la virtud divina16. En la oración consecratoria, entre las palabras: «... sinceritas pacis» y «tribuas eis, domine, cathedram episcopalem...», se incluyen unas largas peticiones en favor del que es consagrado, las cuales reflejan, al mismo tiempo, la variedad de su ministerio: la evangelización, la predicación, el poder de las llaves, la facultad de bendecir. Las virtudes que se pide a Dios para los elegidos son éstas: el celo apostólico, el fervor, la humildad, la sinceridad, la delicadeza de alma, etc.17. Siguen luego dos oraciones: la oración secreta o sobre la ofrenda de la misa de ordenación y la oración para después de la comunión 18 .
d) Sacramentario Gregoriano-Adriano El rito de la ordenación del obispo del Sacramentario Gregorio-Adriano es igual, en su oración consecratoria, al del Veronense, sin las adiciones del Gelasiano. Las oraciones son similares19. Todos estos sacramentarlos contienen sólo las fórmulas. Sin embargo, aunque no se indiquen los ritos, hemos de suponer la imposición de las manos y la unción, puesto que estos gestos aparecen en otras fuentes de la época. e) Pontifical Romano-Germánico del siglo X En este Pontifical la misa de ordenación sigue el rito ordinario hasta la oración colecta. Terminada ésta, el metropolitano se sienta ante el altar rodeado de los obispos asistentes. El elegido, revestido de alba, estola, cíngulo y capa, sale de la sacristía acompañado de los obispos y se dirige hacia el altar, donde, después de una exhortación, es objeto de un largo escrutinio, en el que se le interroga si explicará al pueblo que se le ha encomendado el contenido de la Sagrada Escritura con su palabra y con su ejemplo; si guardará y hará guardar los decretos, normas y tradiciones de los Padres ortodoxos y de la Sede Apostólica; si promete obediencia al Sucesor de Pedro. Después sigue un examen sobre las virtudes que ha de guardar: castidad, sobriedad, dedicación exclusiva a las cosas de Dios, humildad, paciencia, atención a los pobres y peregrinos. A continuación se realiza una larga profesión de fe. Terminado el examen, se lee la epístola o primera lectura (1 Tim. 3, 1-8). Después de los cantos interleccionales el arcediano, ayudado por los acólitos y subdiáconos, calza al elegido las sandalias y le reviste con la dalmática, la casulla y los «cambagos» (adorno del calzado de las altas jerarquías civiles y eclesiásticas), mientras los obispos recitan unas oraciones especiales en el momento de calzarle las sandalias, de ponerle las manoplas y vestirle la dalmática. Después se exhorta al pueblo fiel, se recitan las letanías y se coloca sobre la espalda y la cabeza del ordenando el Evangelio abierto, que es sostenido así por dos obispos mien539
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tras se recita una oración y los demás obispos imponen las manos sobre la cabeza del elegido. A continuación se recita la oración consecratoria, como en el Gelasiano; pero al llegar a las palabras: «caelesti Unguenti rore sanctifica», unge con santo crisma la cabeza del nuevo obispo, mientras dice: «Que por esta bendición celestial quede ungida y consagrada tu cabeza en el orden de los Pontífices». Y siguen las demás palabras del texto consecratorio del Gelesiano: «Que esta unción se extienda abundante sobre su cabeza; que unja sus vestidos; y descienda hasta las extremidades de su cuerpo; a fin de que la virtud de tu Espíritu llene su interior y cubra todo su exterior. Abunde en él la constancia de la fe, la pureza del amor, la sinceridad de la paz». Terminada la oración consecratoria tiene lugar la unción de las manos con esta fórmula: «Sean ungidas estas manos con el Oleo santificado y el Crisma de santificación. Sean ungidas y consagradas como cuando Samuel ungió a David para Rey y Profeta. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, que ellas formen la imagen de la santa cruz de nuestro Salvador Jesucristo, que nos ha redimido de la muerte y conducido al reino de los cielos. Escúchanos, misericordioso Padre, Omnipotente y Eterno Dios, y concédenos lo que te pedimos. Por Cristo nuestro Señor. Amén». Sigue luego esta oración: «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que ha querido encumbrarte a la dignidad del Episcopado, El mismo te unja con el crisma y con el ungüento de la unción misteriosa y te fecunde con abundancia de bendición espiritual; que todo lo que bendigas sea bendito, y todo lo que santificares sea santificado, y la imposición de tus manos consagradas contribuya a la salvación de todos. Amén». Después bendice el anillo con esta fórmula: «Creador y conservador del género humano, dador de la gracia espiritual, dispensador de la salvación eterna, envía tu bendición sobre este anillo, a fin de que todo el que se adorne con este signo de la sagrada fe, en virtud de la defensa celestial, se aproveche para su salvación eterna. Por Cristo, nuestro Señor. Amén». Al entregárselo le dice que es el anillo de la discreción y
del honor, signo de la fe, para que selle lo que deba sellar, ate lo que deba atar, desate lo que deba desatar a los que creen por la fe del Bautismo; y a los pecadores y penitentes abra las puertas del cielo por el ministerio de la reconciliación; etc. Luego bendice el báculo con la fórmula Deus, sine quo nihil potest benedici.. y se lo entrega con esta fórmula, u otra semejante: «Recibe este báculo, símbolo del oficio de Pastor; a fin de que seas misericordiosamente severo en corregir los vicios, juzgando sin cólera, impulsando dulcemente los ánimos de los que te sean confiados a la práctica de las virtudes, sin dejar la corrección de los abusos con suave severidad. Amén». Algunos códices recogen esta fórmula para la entrega del anillo: «Recibe este anillo, símbolo de fidelidad, para que con fe inviolable guardes a la esposa de Dios, esto es, la Santa Iglesia. Amén». Terminados estos ritos, el consagrado besa al Pontífice y a los diáconos; el arcediano le lleva a donde están los obispos y presbíteros para que hagan lo mismo. Luego es entronizado en uno de los asientos episcopales. La misa continúa como de costumbre, pero con textos propios. El Pontifical recoge dos fórmulas de bendición solemne antes de la comunión, pero pensamos que se dirían al final de la Misa, como era costumbre 20 .
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f) Pontifical Romano del siglo XU El rito de este Pontifical es idéntico al del Pontifical Romano-Germánico en las fórmulas del interrogatorio, profesión de fe, oración consecratoria, unción de la cabeza y de las manos (para ésta sólo la última oración), entrega del anillo y del báculo. En cambio, no contiene las oraciones que se dicen mientras calzan las sandalias, ponen las manoplas y revisten con la dalmática al elegido. También carece de las fórmulas de bendición del anillo y del báculo. En cambio, introduce el rito de la entrega del Evangeliario con esta fórmula: «Recibe el Evangelio y vé, predica al pueblo que te ha sido confiado; poderoso es el Señor para aumentar en ti su gracia. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.» 541
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Nada se dice de la entronización, pero sí del saludo al final de la misa: inclinándose tres veces ante el obispo que le ha consagrado repite: Multos annos, multos annos, multos annos. Luego recibe la bendición del Pontífice que ha presidido la consagración. Se habla por primera vez del lienzo que le ha cubierto la cabeza después de la unción y de la imposición de la mitra. Se dice también que el nuevo obispo debe cantar, si le es posible, la misa durante cuarenta días por el pueblo que se le ha confiado21. g) Pontifical de la Curia Romana (siglo XIII) El rito de la ordenación episcopal en el Pontifical de la Curia Romana del siglo XIII es similar al descrito en el Pontifical del siglo XII, salvo que entre las vestiduras del candidato se mencionan expresamente el amito y el manípulo, y que en algunos códices se proclama públicamente: «Al obispo le corresponde juzgar, interpretar, consagrar, ordenar, ofrecer, bautizar y confirmar»22. h) Pontifical de Guillermo Durando (siglo XIII) El Pontifical de Durando introduce varias modificaciones en los ritos de la ordenación del obispo. Sin embargo, tanto la preparación del sábado anterior al domingo en que se ha de realizar la consagración episcopal como los comienzos de ésta son idénticos. La primera modificación consignada consiste en que durante las letanías, al llegar a las peticiones sobre el elegido, el pontífice consagrante se levanta, toma el báculo y vuelto hacia el elegido dice: «que te dignes bendecir a este electo presente, te rogamos» (...), «que te dignes bendecir y santificar a este electo presente, te rogamos» (...); «que te dignes bendecir, santificar y consagrar a este electo, te rogamos (...)». Los demás obispos que intervienen en la consagración hacen y dicen lo mismo. Terminadas las letanías y colocado el evangeliario sobre la espalda y la cabeza del elegido, el obispo consagrante impone sus dos manos sobre la cabeza de aquél y dice estas palabras: «Recibe el Espíritu Santo». Lo mismo hacen los demás obispos. El Pontifical hace notar que en algunas iglesias 542
la unción de la cabeza y de las manos la realizan también los demás obispos que intervienen en la consagración, pero que esto es contrario al derecho y a la praxis romana. Se introduce el canto del Veni Creator, durante la unción. Para la bendición del báculo emplea la siguiente fórmula: «Oh Dios, sostén de la humana flaqueza, bendice este báculo y, por tu misericordia, concede que lo que por él se designa exteriormente, se realice interiormente en las costumbres de tu servidor. Por Cristo Nuestro Señor. Amén». La fórmula de la entrega del báculo, así como todo lo demás, incluida la oración consecratoria, es la ya conocida del Pontifical del siglo X. En cambio, las fórmulas para la bendición y entrega de la mitra son las siguientes: «Oh Señor Dios, Padre omnipotente, cuya bondad es tan preclara y la virtud inmensa, de la cual procede todo don perfecto: adornado de toda belleza, dígnate bendecir y santificar esta mitra que hemos de imponer en la cabeza de este obispo, servidor tuyo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén». «Colocamos, Señor, sobre la cabeza de este obispo y atleta, vuestro yelmo de defensa y salvación, a fin de que por él, por el ornato de su faz y con la cabeza armada por la fuerza de los dos Testamentos, aparezca terrible a los enemigos de la verdad, y dándole tu gracia, sea un fuerte impugnador de los mismos; Tú que adornaste la faz de Moisés por la gracia de tu conversación con los rayos esplendorosos de resplandor y verdad y ordenaste colocar la tiara sobre la cabeza de tu Pontífice Aarón. Por Cristo Nuestro Señor. Amén». Después del Ite missa est o Benedicamus Domino, se bendicen y se imponen los guantes o quirotecas, con estas palabras: «Omnipotente Creador, que al hombre formado a tu imagen le diste manos dotadas de discreción, que como instrumento de la inteligencia le sirvieran para obrar rectamente, ordenándole conservarlas limpias, para que fueran digna imagen del alma y consagrasen dignamente los santos misterios; dígnate bendecir y santificar estos guantes para que cuantas veces uno de tus ministros, los sagrados Pontífices, quisiere cubrir sus manos con humildad, le sea dada por tu misericordia la pureza de corazón y se manifieste en sus acciones. Por J.C.N.S. Amén». «Cubre, Señor, las manos de este tu ministro con la inocencia del hombre nuevo que bajó de los cielos; para que así como Ja543
EL SACRAMENTO DEL ORDEN INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
cob, tu amado siervo, por sus manos cubiertas con la piel de cabrito, obtuvo la bendición de su padre al ofrecerle la comida y bebida gustosísima, así éste merezca obtener la bendición de tu gracia, al ofrecer por sus manos la Hostia saludable. Por N.SJ. vuestro Hijo, que en semejanza de hombre pecador se ofreció a Ti por nuestra salvación. Amén». Luego tiene lugar la entronización en la cátedra episcopal; se canta el Te Deum, y el nuevo obispo bendice al pueblo 2 3 . i) Pontifical R o m a n o posterior El Pontifical R o m a n o posterior reproduce sustancialmente los ritos y formularios del Pontifical de Durando, con el triple «ad multos annos» del consagrado al consagrante, al final de la ceremonia. Y mientras se canta el Te Deum, recorre la Iglesia, acompañado de dos obispos, bendiciendo al pueblo. B)
Presbíteros
a) La Tradición
Apostólica
Según la Tradición Apostólica de San Hipólito, en la consagración del presbítero está presente el colegio presbiteral (el presbyterium) presidido por el obispo y asisten los fieles. Terminada la liturgia de la palabra, el obispo impone sus manos sobre la cabeza del candidato. Luego hacen lo mismo todos los presbíteros q u e intervienen en el rito. Después el obispo dice la siguiente plegaria consecratoria: «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, dirige tus ojos sobre tu siervo aquí presente; concédele el Espíritu de gracia y de consejo para que ayude a los sacerdotes y gobierne a tu pueblo con un corazón puro, como consideraste al pueblo que para Ti elegiste y ordenaste a Moisés elegir a los ancianos, a los que llenaste del Espíritu que habías derramado sobre tu siervo. Concédenos también ahora, Señor, ese Espíritu de gracia, conservándolo indefectiblemente en nosotros, y haznos dignos, una vez llenos de este Espíritu, de servirte con simplicidad de corazón, alabándote por tu Hijo Jesucristo, por quien sean dadas gloria y potencia, al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos. Amén»24.
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b) Sacramentario Veronense El Sacramentario Veronense contiene dos oraciones previas a la oración consecratoria. Estas oraciones h a n perdur a d o en la Iglesia hasta la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II. Contiene así mismo una oración consecratoria, la cual h a sido incorporada substancialmente al rito de la ordenación presbiteral de la liturgia renovada por el Concilio. He aquí el texto de dichas oraciones: (Oraciones preconsacratorias) «Oremos, hermanos carísimos, a Dios Padre omnipotente, para que sobre estos sus siervos, a quienes eligió para el cargo del presbiterado, multiplique los dones celestiales y consigan, con su auxilio, lo que reciben de su dignación. Por C.N.S. Amén». «Te rogamos nos oigas, oh Señor Dios nuestro, e infundas la bendición del Espíritu Santo y la virtud de la gracia sacerdotal, de suerte que sigas favoreciendo con la perpetua munificencia de tus dones a quienes presentamos a tus piadosos ojos para que sean consagrados. Por...» (Oración consecratoria) «Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, autor de los honores y distribuidor de todas las dignidades, por quien todas las cosas prosperan, por quien todo se consolida, adquiriendo cada vez más perfección la naturaleza humana según el orden sabiamente dispuesto. De esta manera se desarrollaron los grados sacerdotales y los oficios de los Levitas, constituidos por místicos sacramentos; de suerte que al instituir Sumos Pontífices para el régimen de los pueblos, elegiste también, para compañía y cooperación en los ministerios, varones de orden inferior y de menor dignidad. Así multiplicaste en el desierto el espíritu de Moisés en los setenta varones prudentes, por quienes, ayudado, fácilmente gobernó la muchedumbre del pueblo. Así también traspasaste a Eleazar e Itamar la abundancia y la plenitud de espíritu de su padre Aarón, para que de esta manera fuese suficiente el número de sacerdotes que atendiesen a los sacrificios y a los sacramentos de uso más frecuente. Con esta tu providencia, oh Señor, a los Apóstoles de tu Hijo les diste Doctores de la fe como compañeros, de los cuales llenaron todo el orbe con la feliz predicación del Evangelio. Por lo cual rogárnoste, Señor, prestes estos auxilios a nuestra insuficiencia, que cuanto más frágiles somos, tanto más necesitamos de ellos. Rogárnoste, pues, Padre omnipotente, concedas a estos tus siervos la dignidad del Presbiterado; aviva en su pecho el ardor de la santidad, para
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que cumplan dignamente con el ministerio del segundo grado que de Ti, oh Dios, reciben, y con el ejemplo de su vida sean una reprensión tácita de las malas costumbres. Sean diligentes cooperadores de nuestro ministerio, brille en ellos el resplandor de toda justicia, para que, dando buena cuenta de la administración que se les confía, consigan el premio de la bienaventuranza eterna» 25 . c) Sacramentarlo Gelasiano del siglo VIII En el Gelesiano aparecen las tres oraciones del Veronense y dos oraciones m á s al final la Consummatio Presbyteri y otra titulada ítem benedicti La primera pide el auxilio divino para el nuevo presbítero, y que sea enriquecido con los dones sacerdotales del Espíritu Santo. Estas oraciones se incluyeron en los Pontificales medievales, pero sólo la última siguió usándose en la Liturgia Rom a n a hasta la reforma de los ritos de la ordenación promulgada por Pablo VI. Dice así: «Oh Dios, autor de toda santificación, de quien proviene la verdadera consagración y plena bendición, infunde Tú, Señor, sobre estos tus siervos, que destinamos al honor del Presbiterado, el don de tu bendición, para que se muestren ancianos en la gravedad de su porte y en su modo de vivir, siguiendo la doctrina que San Pablo expone a Tito y Timoteo; de suerte que, meditando día y noche tu ley, crean lo que leen, enseñen lo que creen, imiten lo que enseñan; se refleje en ellos la justicia, la constancia, la misericordia, la fortaleza y las demás virtudes; muestren con su ejemplo y confirmen con sus exhortaciones, y conserven puro e inmaculado el don de su ministerio; transformen con su bendición inmaculada el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de tu Hijo para bien de tu pueblo (en realidad el texto literal del Gelasiano dice así: «et per obsequium plebis tuae corpus et sanguinem filii tui inmaculata benedictione transformentur») y transformados ellos mismos por la inviolable caridad en varones perfectos hasta llegar a la medida de la plenitud de Cristo, llenos del Espíritu Santo, pura la conciencia, firmes en la fe, resuciten en el día del justo y eterno juicio de Dios ("... spiritu sancto pleni persolvant"). Por ...»26. d) Sacramentario Gregoriano El Sacramentario Gregoriano concuerda completamente con el Veronense y no tiene las adiciones del Gelesiano 27 . 546
EL SACRAMENTO DEL ORDEN
e) Pontifical Romano-Germánico del siglo X En este Pontifical hay u n rito de presentación del candidato y u n a fórmula para el interrogatorio sobre sus propósitos de asumir las obligaciones del presbiterado; sigue inmediatamente después u n a alocución dirigida a todos los asistentes, la cual ha sido usada por la Liturgia R o m a n a en la ordenación de los presbíteros, hasta el pontifical anterior a la reforma promulgada por Pablo VI. Es la siguiente: «Porque conviene, hermanos carísimos, para el bien común, que concuerden los pareceres de los que tienen una común suerte, como acaece en una nave, donde es igual la seguridad o el peligro del piloto y de los que en ella son conducidos; por esa razón, no en vano fue ordenado por los Padres que se pidiese el parecer del pueblo acerca de aquellos que habían de ser escogidos para el servicio del altar; porque sucede, a veces, que unos pocos saben lo que ignora la multitud acerca de la vida y conducta de los ordenados y porque es natural que cada uno preste obediencia con más facilidad al ordenado, a quien dio su consentimiento para que lo fuese. La conducta de N., por lo que a mí toca, creo estar bien probada y ser agradable a Dios y digna, a lo que pienso, de la promoción a mayor dignidad eclesiástica. Mas para que no suceda que a uno o a algunos engañe el parecer de otros o les ciegue la pasión, debe pedirse el parecer del pueblo. Así, pues, lo que sepáis de sus actos y costumbres, y lo que sintáis de su mérito, manifestadlo con toda libertad, dando así el testimonio que se pide para el sacerdocio, atendiendo más al mérito que a la afección...». En algunos códices el interrogatorio viene después de esta exhortación, y así quedó fijado más tarde. Luego se indica el ministerio del presbiterado: «A los presbíteros pertenece ofrecer, bendecir, presidir, predicar, bautizar y abundar en obras buenas y agradables a Dios en todas partes». Siguen luego las dos oraciones del Veronense previas a la oración consecratoria y la misma oración consecratoria. Antes de esas oraciones, el obispo y los presbíteros que intervienen en el rito, le h a n impuesto las manos. Se le impone la estola, al estilo sacerdotal, sobre el cuello, con estas palabras: «Recibe el yugo del Señor, porque su yugo es suave y su carga ligera». Después se le reviste con la casulla, mientras dice esta fórmula: «Recibe la vestidura sacerdotal, por la cual se significa la caridad; pues poderoso
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es Dios para aumentar en ti la caridad y para consumar su obra». Luego vienen las dos oraciones últimas del Gelasiano: «Sit nobis, fratres...» y «Deus, sanctificationum omnium auctor...». Después consagra las manos del ordenado con óleo santo, mientras dice: «Dígnate, Señor, consagrar estas manos por esta unción y nuestra bendición, de tal modo que lo que rectamente consagraren sea consagrado y lo que bendijeren, sea bendito y santificado en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén». Luego le entrega la patena con el pan y el cáliz con el vino, mientras dice: «Recibe la potestad de ofrecer sacrificios a Dios y de celebrar Misas, así por los vivos como por los difuntos, en el nombre del Señor. Amén». Termina el rito de ordenación con esta fórmula: «La bendición de Dios Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo descienda sobre vosotros para que seáis benditos en el orden sacerdotal y ofrezcáis hostias aplacables por los pecados y ofensas del pueblo a Dios Omnipotente, al cual el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén»2S. f) Pontifical romano del siglo XJJ Este Pontifical es idéntico al anterior, salvo en que no se incluye la exhortación a los asistentes, previa a dar su juicio sobre la conducta del candidato 29 . g) Pontifical de la Curia Romana del siglo XIII El Pontifical de la Curia del s. XIII concuerda substancialmente con los dos Pontificales anteriores. En algunos códices la exhortación previa al juicio de los asistentes sobre la conducta del candidato se reduce a estas palabras: «Con el auxilio de Dios y de nuestro Salvador Jesucristo elegimos a éstos en el orden del sacerdocio. Si alguno, pues, tuviese algo que decir contra ellos, en nombre de Dios y por su gloria, salga y dígalo sin respeto humano; recuerde, con todo, su propia condición». Hace notar que si las letanías no se han dicho en la ordenación de diáconos, se digan ahora. Antes de la unción prescribe el canto del Veni, Creator Spiritus. Indica expresamente que en la unción se usa el óleo de los catecúmenos.
Después de la ordenación prescribe que vayan junto al altar con sus misales para recitar todo en voz baja, «sicut si celebrarent». En realidad es una auténtica concelebración, como se conoce por otros documentos de la época, por ejemplo, la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino30. Tanto en este Pontifical como en los anteriores se dice expresamente, o se supone, que los diáconos que se presentan para ser ordenados presbíteros, van revestidos de alba, sujetada con el cíngulo, y la estola sobre el hombro izquierdo y recogida debajo del brazo derecho. h) Pontifical de Durando (siglo XIII) Este Pontifical sigue la línea de los Pontificales anteriores, aunque introduce algunos cambios notables. La exhortación a los fieles, previa a su juicio sobre la conducta del candidato, es la misma que la del Pontifical Romano-Germánico, con la conclusión que hemos visto en el Pontifical de la Curia Romana del siglo XIII. En esta forma pasó al Pontifical posterior. Introduce una exhortación dirigida a los que han de ser ordenados, que también recogió el Pontifical posterior. Es la siguiente: «Habiendo de ser consagrado, hijos muy amados, para el oficio de Presbíteros, procurad recibirlo dignamente y, después de recibido, ejercitarlo con todo esmero. Al sacerdote toca ofrecer, bendecir, predicar y bautizar; con gran temor se ha de subir, pues, a tal alto grado y se ha de velar que a los elegidos les recomiende su sabiduría celestial, su intachable conducta y una probada práctica de la virtud. Por esto, Señor, al mandar a Moisés que escogiera setenta varones de todo Israel para que le ayudasen y entre quienes repartiese los dones del Espíritu Santo, añadió: los que tú conoces que son ancianos del pueblo. Vosotros, pues, habéis sido simbolizados por los setenta varones y ancianos, si, llenos de los siete dones del Espíritu Santo y observando los diez mandamientos de la ley, sois sobrios y graves en vuestra ciencia y en vuestras obras. Bajo el mismo misterio y la misma figura escogió el Señor en el Nuevo Testamento a setenta y dos discípulos y los envío de dos en dos delante de sí a predicar, para dar a entender, por su palabra y sus obras, que los ministros de su Iglesia deben ser perfectos en la fe y en las obras y estar fundados en la virtud de la doble caridad, a saber, en el amor de Dios y del prójimo. Trabajad,
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pues, en ser tales que podáis, con la gracia de Dios, ser elegidos dignamente para ayudar a Moisés y a los doce Apóstoles. Y a la verdad que, al existir en la santa Iglesia varones consagrados en diversos órdenes, unos Pontífices, otros simples sacerdotes, otros diáconos y otros diversos órdenes queda Ella coronada, adornada y regida con una maravillosa variedad, y el Cuerpo de Cristo, formado de muchos miembros de diferente dignidad. Así, pues, hijos muy amados, a quienes la voluntad de nuestros hermanos ha elegido para ser colaboradores nuestros, guardad en vuestras costumbres la integridad de una vida casta y santa. Advertid lo que hacéis; imitad lo que tratáis, de tal suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor, procuréis mortificar vuestros miembros de todo vicio y concupiscencia. Sea vuestra doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; que el buen olor de vuestra vida haga las delicias de la Iglesia de Cristo, para que con la predicación y el ejemplo edifiquéis la casa, esto es, la familia de Dios, de suerte que ni nosotros, por causa de vuestra promoción, ni vosotros por haber tomado tan elevado oficio, merezcamos ser condenados por el Señor, sino más bien, ser galardonados por El; lo que El mismo nos conceda por su gracia. Amén». Luego impone las manos sobre la cabeza del candidato, en silencio, y lo mismo hacen tres o más sacerdotes allí presentes, revestidos con capas pluviales o con casullas. Recita la oración «Oremus, dilectissimi...» y la ya conocida oración consecratoria del Veronense. Lo demás es igual que en el Pontifical anterior: las vestiduras sacerdotales, la unción de las manos, la entrega del cáliz y la patena con el pan y el vino, la concelebración, etcétera. Después de la ordenación, el Pontífice impone las manos sobre la cabeza del ordenado mientras dice: «Recibe el Espíritu Santo, a los que perdones los pecados...». Luego despliega la casulla que cada uno tiene doblada sobre los hombros. Por su parte, el presbítero, colocando sus manos entre las del Pontífice, hace la promesa de obediencia a su obispo y a sus sucesores. El Pontífice le da el beso de la paz y después le dirige esta instrucción: «Pues el ministerio que habéis de administrar es muy delicado, os amonesto que antes de que os acerquéis al altar a celebrar la Misa, aprendáis con suma diligencia, de otros sacerdotes doctos y experimentados, el orden de todo ello y la consagración, fracción y comunión con la Hostia». Por último, le da la bendición, como en el Pontificial del siglo X. 550
i) Pontifical posterior El Pontifical Romano posterior sigue completamente al de Durando, salvo en esta exhortación, añadida al final de la misa: «Hijos muy amados: Considerad atentamente el Orden que habéis recibido y la carga puesta sobre vuestros hombros; procurad vivir santa y religiosamente y agradar a Dios omnipotente, para que podáis alcanzar su gracia, la cual El, por su misericordia, se digne concederos». Además, impone a los ordenados de presbíteros que celebren, después de la primera Misa, una del Espíritu Santo, otra de la Virgen María y la tercera por las almas de los fieles difuntos. C) El diácono a) La Tradición Apostólica Según el ritual de ordenación de la Tradición Apostólica, al diácono sólo le impone las manos el obispo ordenante, pues no se ordena para el sacerdocio, sino para el ministerio del obispo y para que realice lo que se le mande. La oración consecratoria es la siguiente: «Oh Dios que has creado y dispuesto todo por tu Verbo; Padre de nuestro Señor Jesucristo, al que enviaste para servir a tu voluntad y manifestarnos tus designios; concede el espíritu de gracia, de celo y diligencia a tu siervo aquí presente, al que has escogido para servir a tu Iglesia. Que él presente en el Santo de los Santos lo ofrecido por los grandes sacerdotes por Ti establecidos para la gloria de tu nombre. Concédele que te sirva así sin reproche y con pureza para que llegue a ser digno, con tu aprobación, de un grado más elevado, alabándote por tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor»31. b) Sacramentarlo Veronense En el Veronense, después de tres oraciones —en las que se piden diversas gracias para los ordenandos— se encuentra la siguiente oración consecratoria: «Escúchanos, Dios todopoderoso, dador todos los honores, distribuidor de los órdenes y administrador de los ministerios, que, permaneciendo inmutable, renuevas todas las cosas y las dispones con tu palabra, virtud y sabiduría, y por Jesucristo, Hijo tuyo, Señor nuestro, las preparas con eterna providencia 551
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y las otorgas ajustándolas según los tiempos. A cuyo cuerpo, esto es, a tu Iglesia, distinguida por la variedad de gracias celestiales y trabada en sus distintos miembros, una por ley admirable que rige todo el conjunto, le concedes que crezca y se dilate para decoro de su templo. Y así dispusiste que el servicio de las sagradas funciones se ejecutase en tu nombre por tres órdenes de ministros, a semejanza de lo que hicieron en un principio los hijos de Leví, para que velando fiel y constantemente en el desempeño de las místicas funciones de tu casa, lograsen poseer en herencia, la bendición eterna. Rogárnoste, pues, Señor, mires propicio a estos tus siervos que humildemente dedicamos al servicio de tus altares en el oficio de diáconos. Nosotros, en verdad, como hombres ignorantes de la mente y juicio irreformable de Dios, juzgamos de la vida de éstos en la medida que se nos alcanza. Pero a Ti, Señor, no se te oculta lo que es desconocido para nosotros, las apariencias no te engañan. Tú eres conocedor de los secretos y escudriñas los corazones. Tú, pues, podrás aquilatar la vida de éstos con tu juicio celestial, y dar a los dignos lo que pedimos. Te rogamos, Señor, envíes sobre ellos el Espíritu Santo, con el cual, por el don de tu gracia septiforme, sean robustecidos para ejercer fielmente el cargo de tu ministerio. Abunde en ellos toda suerte de virtud: la autoridad modesta, el pudor constante, el candor de la inocencia y la más exacta observancia de la disciplina. Resplandezcan tus mandamientos, en sus costumbres, para que el pueblo, en el ejemplo de su castidad, vea un modelo santo que imitar y, llevando por delante el buen testimonio de su conciencia, perseveren firmes y estables en Cristo y merezcan, por tu gracia y con feliz suceso, pasar de este grado inferior hasta los más sublimes»32. c) Sacramentario Gelasiano El sacramentario Gelasiano contiene las dos primeras oraciones del Veronense y la misma oración consecratoria 33 .
dos con el don del cielo, puedan ellos obtener la gracia de tu majestad y dar a los demás ejemplo de buena conducta. Por...»34. e) Pontifical Romano-Germánico (siglo X) En este Pontifical las dos oraciones anteriores a la de consagración están tomadas del sacramentario Gregoriano; en cambio, la plegaria consecratoria es la de los Sacramentarlos antes descritos. La imposición de la estola va acompañada de estas palabras: «Recibe la blanca estola de manos de Dios; cumple con tu ministerio; que poderoso es el Señor para acrecentar en ti su gracia». Luego le hace entrega del evangelario con estas palabras: «Recibe la potestad de leer el Evangelio en la Iglesia de Dios, así por los vivos como por los difuntos: en el nombre del Señor. Amén». Sigue después esta bendición: «Señor Santo, Padre de la fe, de la esperanza y de la gracia, remunerador de las perfecciones, que derramas los efectos de tu bondad sobre todos los elementos del cielo y de la tierra por ministerio de los ángeles distribuidos por todas partes en los cielos y en la tierra, dígnate ilustrar con amor espiritual también a éstos tus siervos, a fin de que estando siempre prontos para tu servicio, sean admitidos en tus santos altares como ministros incorruptos; y purificados más y más por tu misericordia, sean dignos de aquella promoción para la cual tus Apóstoles, con inspiración del Espíritu Santo, eligieron a los siete cuyo guía y jefe fue el bienaventurado Esteban, de manera que, armados de todas las virtudes que tu servicio exige, consigan agradarte. Por...». Una vez que el candidato ha sido constituido diácono, se prescribe, al menos en algunos manuscritos, que se le revista con la dalmática, aunque no se indica ninguna fórmula 35 .
d) Sacramentario Gregoriano
f) Pontifical Romano del siglo XII
El sacramentario Gregoriano es idéntico al Gelasiano, menos en la segunda oración, que la cambia por la siguiente: «Escucha, Señor, nuestros ruegos y envía sobre estos tus siervos el Espíritu de tu bendición; a fin de que, enriqueci-
Este Pontifical contiene un rito de presentación de los candidatos y una incipiente fórmula del examen de su conducta. Después del canto de las letanías y una alocución al pueblo, tiene lugar la imposición de manos. La oración consecratoria es la misma de los Sacramentos Romanos. Las
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dos oraciones previas del Gregoriano cambian de lugar: u n a se dice antes de la plegaria consecratoria y otra después de la entrega del Evangelio. Todo lo demás se desarrolla como en el Pontifical anterior 36 . g) Pontifical de la Curia R o m a n a del siglo XIII Este Pontifical es idéntico al anterior, excepto en la imposición de manos, que se hace d u r a n t e la oración consecratoria, a las palabras: «Te rogamos, Señor, envíes sobre ellos el Espíritu Santo...»; y en que para la vestición del diácono con la dalmática se indica la fórmula: «El Señor te vista la ropa de salud y la vestidura de alegría, y la dalmática de justicia te cubra siempre. En el n o m b r e del Señor. Amén» 37 . h) Pontifical de Durando (siglo XIII) El Pontifical de Durando sigue literalmente al anterior, salvo en que introduce u n a monición al pueblo para que se pronuncie sobre la conducta de los candidatos, y u n a exhortación a los mismos candidatos con estas palabras: «Hijos amadísimos, que habéis de ser promovidos al Orden levítico: considerad con gran atención a cuan alto grado de la Iglesia subís. Porque pertenece al diácono servir al altar, bautizar y predicar. Ya en el Antiguo Testamento, de las doce tribus, sólo la de Leví fue escogida para que sirviera con especial devoción y perpetuamente al Tabernáculo de Dios y a sus sacrificios. Y tanta fue la dignidad que se le concedió, que nadie, a no ser los de aquel linaje, se arrogaba el servir a aquel culto divino y ministerio, de manera que, por un gran privilegio de herencia, merecía ser y llamarse de la tribu del Señor. De ellos, hoy, hijos amadísimos, heredáis el nombre y el oficio, porque sois elegidos para el oficio levítico al servicio del Tabernáculo del testimonio, esto es, la Iglesia de Dios, que estando siempre vigilante, lucha incesantemente contra los enemigos, según lo que dice el Apóstol: no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires. A esta Iglesia de Dios debéis sostener y defender como tabernáculos, con los ornamentos sagrados, con la predicación divina y con la ejemplaridad de vida. Y como Leví quiere decir añadido o separado, vosotros, hijos 554
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amadísimos, que recibís el nombre de la herencia paterna, debéis estar separados de los deseos de la carne, de las concupiscencias terrenas que luchan contra el alma; sed resplandecientes, limpios, puros, castos, como corresponde a los ministros de Cristo y a los dispensadores de los misterios de Dios, para ser dignamente agredados al número de los que componen el grado eclesiástico y merezcáis ser la herencia y tribu querida del Señor. Y, puesto que sois coministros y cooperadores en el misterio del Cuerpo y Sangre del Señor, permaneced ajenos a todo incentivo de la carne, como dice la Escritura: purificaos los que lleváis los vasos del Señor. Tened presente al bienaventurado Esteban, que por su perfecta castidad fue escogido por los Apóstoles para este oficio. Cuidad de que, a quienes anunciéis el Evangelio con la palabra, se lo enseñéis con las obras, para que pueda decirse de vosotros: bienaventurados los pasos de los que anuncian la paz, de los que anuncian los bienes. Calzad vuestros pies con los ejemplos de los santos para la preparación del evangelio de la paz; que el Señor os lo conceda por su gracia. Amén». En la oración consecratoria, vigente en la praxis de la Iglesia desde el Sacramentario Veronense, Durando introdujo estas palabras, mientras imponía las manos sobre la cabeza de cada uno: «recibe el Espíritu Santo para ser fuerte y resistir al diablo y a sus tentaciones». Luego seguían las palabras de la oración consecratoria: «Te rogamos, Señor, envíes sobre ellos el Espíritu Santo...». Durando coloca la vestición de la dalmática inmediatam e n t e después de la imposición de la estola y antes de la entrega del Evangelio. En todo lo demás sigue al Pontifical anterior 3 8 . i) Pontifical R o m a n o posterior El posterior Pontifical R o m a n o reproduce exactamente el de Durando.
7. Reforma de Pío XII Como hemos podido ver en la historia de los ritos de las ordenaciones, todo se fue complicando poco a poco, hasta dejar casi oscurecido lo principal: la imposición de las ma-
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nos y la oración consecratoria. Hay gran diferencia entre los ritos de ordenación de la Traditio Apostólica y los del Pontifical de Durando. Esta complejidad de los ritos de las ordenaciones desorientó a no pocos teólogos, los cuales sobrevaloraron la capacidad de la razón especulativa y construyeron sistemas aparentemente lógicos, pero endebles en la realidad. En el Decretum pro Armenis del Concilio de Florencia, promulgado el 22 de noviembre de 1439 por el Papa Eugenio IV con la Bula Exultóte Deo, se dice que la materia del sacramento del Orden consiste en la entrega de ciertos objetos: la patena con pan y cáliz con vino, para el presbiterado; el evangelio, para el diaconado; el cáliz vacío, para el subdiaconado y así en las restantes órdenes menores. Como forma se presentan las palabras pronunciadas en el acto de la entrega de tales instrumentos. Esta doctrina, que no fue definida, se oponía a toda la tradición de la Iglesia y dejó muy mal parado al supremo orden del episcopado. Ella fue posible gracias a una liturgia de la ordenación sobrecargada de ritos, apoyados en conceptos muy arbitrarios y artificiales. Antes y después no faltaron quienes sostuvieron que la imposición de las manos y las palabras adecuadas eran lo único esencial del rito de ordenación. Por ejemplo, san Buenaventura, Pedro Soto, los concilios de Colonia (1536) y Maguncia (1549, Morin, Goar, Marténe y otros. En nuestro siglo fue decisiva la obra de W. van Rossum, De essentia sacramenti Ordinis (Freibourg, 1932), que demostró claramente que la imposición de las manos y la fórmula consecratoria constituían el rito esencial del Orden. Pío XII, tan importante en muchos aspectos de la vida de la Iglesia y especialísimamente en el campo de la liturgia, fijó la materia y la forma para los tres grados superiores del Orden en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, del 30 de noviembre de 194739. En ella se determina que la materia para esos tres grados es la imposición de las manos y la forma las palabras siguientes de las respectivas plegarias consecratorias:
ellos el Espíritu Santo con el cual, por el don de tu gracia septiforme, sean robustecidos para ejercer fielmente el cargo de tu ministerio»;
a) para el diaconado. «Te rogamos, Señor, envíes sobre 556
b) para el presbiterado: «Te rogamos, Padre omnipotente, concedas a estos tus siervos la dignidad del Presbiterado; ávida en su pecho el ardor de la santidad, para que cumplan dignamente con el sacerdocio que de Ti, oh Dios, reciben, y con el ejemplo de su vida sean una reprensión tácita de las malas costumbres». c) para el episcopado: «Realiza en tu sacerdote el grado sumo de tu ministerio y, revestido con los ornamentos de tu gloria, santifícalo con el rocío de tu unción sacerdotal». 8. Otros ministerios El primer testimonio litúrgico que habla de la existencia de otros ministerios en la Iglesia —además del diaconado, presbiterado y episcopado— es la Traditio Apostólica (primera mitad del siglo III). Este documento especifica, junto a los tres grados citados, a los subdiáconos, lectores y exorcistas. Años más tarde, el Papa Cornelio, en una carta al obispo Fabio, dice de Novaciano: «Él no ignora que aquí (en la Iglesia de Roma) hay cuarenta y seis presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y dos exorcistas, lectores y porteros...»40. En Oriente no se han conocido más que los tres grados mayores de la jerarquía eclesiástica, el subdiácono y el lector. Aunque documentos antiguos, como las Constituciones Apostólicas, mencionan también a los cantores, porteros, exorcistas, confesores, fosores, sin embargo no eran considerados como órdenes propiamente tales. El Sacramento Veronense no contiene ningún formulario, ni las llamadas Ordenes menores. El Sacramentario Gelasiano, en cambio, lo tiene para la bendición del ostiario, lector, exorcista y subdiácono 41 . Hay que llamar la atención sobre un hecho muy notable, a saber: que consigne una fórmula para la unción de las manos del subdiácono y no haga 557
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lo mismo respecto a los tres grados mayores de la jerarquía eclesiástica. En el Sacramentario Gregoriano no existen fórmulas para la ordenación del subdiácono ni de los llamados órdenes menores. Sí, en cambio, en el Suplemento de Alcuino —o, como se quiere ahora, de san Benito Aniano— a dicho sacramentario. En él se encuentran unos ritos muy desarrollados con sus fórmulas respectivas para el ostiariado, lectorado, exorcitado, acolitado y subdiaconado 42 . En el Sacramentario Gregoriano hay una oración Ad clericum faciendum*3. Un rito más desarrollado aparece en el citado Suplemento44, con la tonsura clerical, cuyo origen es oscuro. Estos ritos están descritos muy pormenorizadamente en los Pontificales del Medievo, de donde pasarán después al Pontifical Romano posterior, que ha estado vigente hasta el «Motu proprio» Ministerio. quaedam{\5.VQl.\912), que suprimió la tonsura y determinó que la incorporación al estado clerical quedaba vinculada al diaconado. Las llamadas órdenes menores quedan reducidas a dos: lectorado y acolitado, y se llamarán en adelante «ministerios». Pueden ser confiados a seglares; con lo cual ya no se consideran como algo reservado a los candidatos al sacramento del Orden. Estas normas comenzaron a regir el primero de enero de 1973. El subdiaconado comenzó a considerarse orden mayor hacia fines del siglo XIII; sin embargo, en el Ritual se le consideró orden menor. Poco a poco fue revalorizándose con la entrega del manípulo, la tunicela, el canto previo de las letanías de los santos y, finalmente, la monición inicial, que aparece por vez primera en el Pontifical Romano del año 1485. Sobre todo lo dignificó la promesa del celibato. El subdiaconado desapareció con el «Motu proprio» Ministerio, quaedam de Pablo VI.
gha vernácula. En la consagración episcopal, todos los obispos presentes pueden imponer las manos»45. La reforma posterior del rito de las ordenaciones sagradas responde no sólo a la escueta disposición de la Sacrosanctum Concilium sino también, y muy principalmente, a la riqueza doctrinal que aportaron la Constitución Lumen Gmtium y otros documentos conciliares, como los referentes a los obispos y a los presbíteros. El nuevo rito, tanto en su estructura como en los elementos que lo integran, ha querido dejar traslucir la impronta teológica que la Iglesia ha proclamado sobre el Orden sagrado. También ha tenido en cuenta el aspecto pastoral, pues el sacramento del Orden interesa mucho a los fieles, puesto que a su servicio quedan destinados quienes lo reciben. Con buen criterio, la entrega de los instrumentos y de las insignias ha sido desposeída de la excesiva importancia que había adquirido y situada en un discreto lugar. Todas las ordenaciones se realizan después del Evangelio, como ocurría en la antigüedad cristiana, antes de que el Ordo Romanus XXXIV determinase que se hicieran inmediatamente después de cantado o recitado el gradual.
9. El nuevo «Ordo» de Pablo VI A propósito de la reforma de los ritos de ordenación, el Concilio Vaticano II dijo escuetamente: «revísense los ritos de las ordenaciones tanto en lo referente a las ceremonias como a los textos. Las alocuciones del Obispo al comienzo de cada ordenación o consagración pueden hacerse en len558
A) El Obispo La bendición del anillo, del báculo pastoral y de la mitra ha de realizarse antes de la ordenación. Terminada la lectura del Evangelio, se canta el himno Veni Creator Spiritus u otro apropiado. Se hace la petición de la ordenación y la lectura del mandato apostólico. Sigue una alocución u homilía, que puede suplirse por la que señala el Pontifical, que ha sido redactada con textos del Nuevo Testamento, de San Agustín, de la Lumen Gentium y del decreto Christus Dominus46. Terminada la alocución, se examina al elegido sobre su fe y futuro ministerio episcopal. Siguen las letanías de los Santos, con peticiones especiales para el elegido. Luego se dice la oración Propitiare, que, como hemos visto, ya aparece en el Sacramentario Veronense y, con excepción del Gelasiano, ha estado siempre en uso en la Iglesia. Es una especie de introducción a la plegaria 559
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consecratoria. El consagrante principal impone las manos en silencio sobre la cabeza del elegido; después hacen lo mismo todos los obispos que participan en el rito. Luego el consagrante principal pone sobre la cabeza del elegido el libro abierto de los Evangelios y lo sostienen dos diáconos hasta el final de la oración consecratoria. Esta ha sido tomada íntegramente de la Traditio Apostólica de Hipólito, según las antiguas versiones dadas a conocer por Dom B. Botte. Es el cambio más radical realizado en los nuevos ritos de las ordenaciones. El Pontifical prescribe que todos los obispos consagrantes digan, con las manos juntas, estas palabras de la referida oración consecratoria: «Infunde ahora sobre este siervo tuyo, que has elegido, la fuerza que de Ti procede: el Espíritu de soberanía que diste a tu amado Hijo Jesucristo y El, a su vez, comunicó a los santos Apóstoles, quienes establecieron la Iglesia por diversos lugares como santuario tuyo para gloria y alabanza de tu nombre». De acuerdo con una praxis vigente desde principios del siglo LX, se unge después de la cabeza del nuevo obispo con el santo Crisma, mientras se dice esta nueva fórmula: «Dios, que te ha hecho partícipe del Sumo Sacerdocio de Cristo, derrame sobre ti el bálsamo de la unción, y con sus bendiciones te haga abundar en frutos». No se le consagran las manos, pues ya fueron consagradas en la ordenación sacerdotal. Luego se le entrega el libro de los Evangelios con estas palabras, inspiradas en 2 Tim. 4, 2: «Recibe el Evangelio y anuncia la palabra de Dios con deseo de enseñar y con toda paciencia». La entrega del anillo se hace con palabras inspiradas en la fórmula del Pontifical Romano-Germánico: «Recibe este anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la Iglesia, Esposa Santa de Dios». La mitra se le impone sin decir fórmula alguna. Finalmente, tiene lugar la entrega del báculo con palabras inspiradas en Act. 20, 28: «Recibe el báculo, signo de pastor, y cuida de toda tu grey, porque el Espíritu Santo te ha constituido obispo, para que apacientes la Iglesia de Dios». Terminados estos ritos, se entroniza al nuevo obispo en su cátedra, de acuerdo con esta normativa: «Si la ordenación se ha hecho en la cátedra, el consagrante principal invita al nuevo Obispo que ha sido ordenado en su propia igle-
sia, para que se siente en la cátedra; entonces el consagrante principal se sienta a su derecha. Pero si el obispo ha sido ordenado fuera de su propia iglesia, es invitado por el consagrante principal para que se siente el primero entre los obispos concelebrantes. Si la ordenación no se ha hecho en la cátedra, el consagrante principal lleva al ordenado hasta la cátedra (o al lugar preparado para él), siguiéndole los obispos consagrantes». Luego recibe el beso de la paz del consagrante principal y de todos los obispos. La Misa sigue como de costumbre; al final de la poscomunión se canta el Te Deum o el Magníficat, mientras el obispo ordenado, acompañado de los consagrantes, recorre la iglesia bendiciendo a todos. Luego puede hablar al pueblo brevemente.
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B) El presbítero De acuerdo con la praxis tradicional, la ordenación se realiza en domingo, día de fiesta, a no ser que razones pastorales aconsejen lo contrario. Todos los presbíteros concelebran con el obispo en la Misa de la ordenación. Es conveniente que el obispo admita a otros miembros del presbiterio diocesano; en este caso, tienen la precedencia los presbíteros ordenados ese día. Los ordenandos estarán revestidos con amito, alba, cíngulo y estola diaconal; los demás, con las vestiduras necesarias para concelebrar. Después de la lectura del evangelio, tiene lugar la presentación de los ordenandos. Sigue la alocución u homilía del obispo sobre el ministerio del presbítero, que puede hacerse leyendo el texto del Ritual de Ordenes, elaborado de nuevo con pasajes del Concilio Vaticano II (LG 28; PO 1.2.4.5.6.), a los que se han incorporado frases muy expresivas del Pontifical anterior: «Que vuestra enseñanza sea alimento para el pueblo de Dios; que vuestra vida (el buen olor de vuestra vida) sea un estímulo para los discípulos de Cristo, a fin de que con vuestra palabra y vuestro ejemplo se vaya edificando la casa que es la Iglesia de Dios (...). Daos cuenta de lo que hacéis e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrec561
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ción del Señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar en una vida nueva». Terminada la alocución, se examina a los candidatos sobre sus disposiciones respecto al ministerio que van a recibir, y la promesa de obediencia al propio obispo y sucesores. Siguen las letanías de los santos con la oración Exaudí nos, del Veronense. Viene después la imposición de las manos en silencio por parte del obispo sobre la cabeza de los candidatos; lo mismo hacen los presbíteros que participan en el rito. La oración consecratoria es la del Veronense, que pasó a todos los Pontificales, con algunas ligeras modificaciones. Después, algunos presbíteros colocan la estola en sentido presbiteral a cada uno de los ordenados y les revisten con la casulla. Luego, el obispo unge con el Santo Crisma las manos de los ordenados. Es una verdadera innovación con respecto a los Rituales anteriores. También es nueva la fórmula que se emplea? «Jesucristo, el Señor, a quien, el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Durante la vestición y la unción se canta el himno Veni, Creator Spiritus u otro canto apropiado. Sigue la entrega a cada ordenado de la patena con pan y del cáliz con vino y un poco de agua, mientras dice: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo». Finalmente, el obispo da la paz a cada uno de los ordenados.
sus disposiciones acerca del ministerio que van a recibir. En el interrogatorio se encuentra por vez primera esta pregunta: «¿Prometéis conservar y acrecentar el espíritu de oración, tal como corresponde a vuestro ministerio y, fieles a este espíritu, celebrar la Liturgia de las Horas, según vuestra condición, para el bien de la Iglesia y de todo el mundo?». Se hace también la promesa de obediencia al propio obispo y a sus sucesores. Antes de las letanías de los santos, se recita la oración: Oremus, dilectissimi, y después de las mismas la oración Domine Deus, preces nostras, que ya se encuentran en el Sacramentarlo Veronense. La imposición de las manos se hace en silencio y antes de la oración consecratoria, a diferencia del Pontifical anterior, que se remonta al de Durando, del siglo XIII. La oración consecratoria es la misma que la del sacramentarlo Veronense, con algunas modificaciones. Terminada la oración consecratoria, algunos diáconos o presbíteros imponen a cada uno de los ordenados la estola, según el estilo diaconal, y les revisten con la dalmática. Mientras, puede cantarse el salmo 83 u otro canto apropiado. Se ha cambiado la fórmula de la entrega del evangeliario por otra más adecuada, inspirada en una oración que se decía antes en la ordenación de los presbíteros: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado». Finalmente, el obispo da a cada ordenado el beso de paz47.
C) El diácono Terminada la lectura del evangelio de la Misa, tiene lugar la presentación de los candidatos al diaconado. Después, el obispo pronuncia una homilía o alocución, que puede ser la del mismo Ritual de las Ordenaciones, la cual ha sido redactada con textos del Nuevo Testamento, del Concilio Vaticano II (LG 28 y AG 16) y algunos pasajes de la alocución del Pontifical anterior, que se remonta al de Durando (siglo XIII). Sigue una exhortación del obispo, la promesa celíbataria de los ordenandos y el examen de los candidatos sobre 562
D) Colación de los ministerios de lector y acólito Según el «Motu proprio» Ministeria quaedam, deben mantenerse en toda la Iglesia Latina, adaptándolos a las necesidades actuales, los ministerios de lector y acólito. A ellos se les confían las funciones que desempeñaba el subdiácono. La supresión del subdiaconado en la Iglesia Latina no impide que, a juicio de las Conferencias Episcopales, el Acólito pueda ser llamado también subdiácono. De todos modos, hay que notar que no se trata de órdenes menores, sino de ministerios y, por lo mismo, que no son ordenados sino instituidos. Los ministerios se conferieren mediante un rito propio, 563
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realizado por el Obispo y por el Superior Mayor en los Institutos Clericales de perfección. Las Conferencias Episcopales pueden pedir a la Sede Apostólica, por razones particulares necesarias o muy útiles, la institución de otros ministerios, como los de Ostiario, Exorcista, Catequista, etcétera. Al Lector se le confía la misión de leer la Palabra de Dios en las funciones litúrgicas, excepto el Evangelio; si falta el Salmista, le suple en los salmos interleccionales y, en defecto del Diácono o del Cantor, proclamará las intenciones de la Oración de los fieles. Se encargará también de la preparación de otros fieles a quienes se encomiende temporalmente la lectura de la Sagrada Escritura en los actos litúrgicos. El Acólito debe ayudar al diácono y prestar su servicio al sacerdote. Es misión suya cuidar el servicio del altar, distribuir, como ministro extraordinario, la Sagrada Comunión cuando faltan los ministros ordinarios (obispo, presbítero, diácono, cfr. CI.Cc. 910). En las mismas circunstancias especiales se le puede encargar la Exposición y Reserva del Santísimo Sacramento, pero no la Bendición con el mismo; también la instrucción de los fieles que, por encargo temporal, ayudan al sacerdote o diácono en los actos de culto. Los ritos de la institución de estos dos ministerios tienen la misma estructura que la de las ordenaciones. Se realizan en la Misa después del Evangelio. Se les presenta y se tiene una homilía adecuada sobre el respectivo ministerio, que puede ser la del Ritual. Luego hay una invitación a la oración y oración en silencio. El ministro sagrado prosigue con una oración adecuada en cada caso. Al lector se le entrega inmediatamente después el libro de la Sagrada Escritura con estas palabras: «Recibe el libro de la Sagrada Escritura y transmite fielmente la Palabra de Dios, para que sea más viva y eficaz en el corazón de los hombres». Al acólito se le entrega la patena con pan o el cáliz con vino, con estas palabras: «Recibe esta patena con el pan (o este cáliz lleno de vino) para la celebración de la Eucaristía, y vive de tal forma que seas digno de servir la mesa del Señor y de la Iglesia»48. 564
EL SACRAMENTO DEL ORDEN
E) Rito de admisión de candidatos al Diaconado y al Presbiterado En el «Motu proprio» Ad pascendum, del 15 de agosto de 1972, Pablo VI estableció algunas normas referentes al orden sagrado del Diaconado49. En él se establece un rito para ser admitido entre los candidatos al Diaconado y al Presbiterado. Para ser admitido, el candidato hace una petición escrita y una contestación positiva, también escrita, el competente Superior Eclesiástico: el propio Obispo, o similar, en la diócesis y el Superior Mayor en los Institutos Clericales de perfección. En virtud de esta aceptación, el candidato ha de prestar especial atención a su vocación. Los candidatos al Diaconado, tanto transitorio como permanente, han de recibir los ministerios de Lector y Acólito y ejercerlos durante un tiempo conveniente; por eso se prescriben los intersticios. La Sede Apostólica puede dispensar de recibir estos ministerios. La obligatoriedad del celibato para los candidatos al sacerdocio y para los candidatos no casados al Diaconado está realmente vinculada al Diaconado. El comprimiso público de observar el sagrado celibato ante Dios y ante la Iglesia debe ser hecho también por los religiosos mediante un rito especial que precede a la ordenación diaconal. La admisión al estado clerical y la incardinación a una diócesis determinada se realizan en virtud de la misma ordenación diaconal. El rito de la admisión puede celebrarse en cualquier día, principalmente en días festivos. Se hace en la iglesia o en un lugar apropiado; dentro de la Misa o en una celebración de la Palabra de Dios. Nunca debe estar unido a las Ordenes Sagradas o a la institución de lectores o acólitos. Después del Evangelio se tiene una homilía adecuada al rito y puede concluir con el texto insertado en el Ritual o con palabras semejantes. Hay una presentación o llamada a los candidatos; luego, el que preside se dirige concretamente a éstos y les interroga sobre su decisión; sigue una oración litánica con intenciones acomodadas a las circunstancias y la oración del ministro según una de las fórmulas del Ritual. 565
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Si la admisión se ha celebrado dentro de la Misa, ésta prosigue como de costumbre. Si ha tenido lugar en una celebración de la Palabra, imparte la bendición quien ha presidido la celebración y se despide en la forma acostumbrada 50 .
Capítulo VII EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO*
1. El Matrimonio en el Antiguo Testamento A) El plan primitivo de Dios: Gn. 1-2 El Génesis (1, 27-28; 2, 18-25) presenta con trazos vigorosos el plan de Dios sobre el matrimonio: es una comunidad de vida y amor, exclusiva, indisoluble y fecunda entre un hombre y una mujer. Mientras existió el hombre solo, había una carencia en su vida, estaba como incompleto, hasta el extremo de encontrarse en una situación que no era buena y tener necesidad de una compañera, con la que compartir su existencia. Dios mismo creó esa compañera: la mujer, como tal se la dio al hombre, y éste se alegró (Gn. 2, 18.22.23). Desde los orígenes, el hombre y la mujer aparecen unidos en un mismo proyecto de vida, fundado en el amor mutuo. Este proyecto no era transitorio o temporal; al contrario, se trataba de algo duradero de por vida, puesto que la unión entre el hombre y la mujer era tan real e íntima que formaban «una sola carne», es decir: una comunidad indisoluble: «Este es el por qué el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y son los dos una sola carne» (Gn. 24). Esta comunidad de vida y amor indisoluble era también exclusiva, puesto que ningún otro hombre ni ninguna otra mujer podría introducirse, ni siquiera temporalmente, en esa comunidad de vida, pues dejaría de existir «una sola carne». Finalmente, se trataba de una comunidad destinada a repoblarla, creación con otros hombres y mujeres: «Dios creó 566
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al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y Dios los bendijo diciendo: Sed prolíficos y multiplicaos, poblad la tierra» (Gn. 1,27-28). B) El matrimonio en la historia de Israel Cuando se compara la institución matrimonial de Israel y la de los pueblos circunvecinos, lo que maravilla no son las modificaciones sociológicas sino la ruptura radical con el fondo ideológico de esos pueblos. La causa de esta ruptura no es otra que Dios único y salvador, Dios vivo, capaz de modificar todas las cosas. Al leer los episodios matrimoniales en la historia de Israel, es fácil advertir que la procreación era lo esencial, y que todo estaba ordenado a ella, incluso el mismo amor y la felicidad de los contrayentes. La descendencia tenía una proyección mesiánica y era un signo manifiesto de la bendición divina. Cuando Dios emprende la educación de su pueblo, dándole su ley, la institución matrimonial no está ya al nivel del ideal primitivo; pues, en la práctica, la ley adapta parcialmente sus exigencias a la dureza de los corazones (Mt. 19,8). La fecundidad sigue considerándose como el valor primordial al que se subordina todo lo demás; pero, una vez asegurado este punto, la institución está marcada por las huellas de las costumbres ancestrales, tan alejadas del matrimonio prototipo del Génesis 1-2. Los, textos antiguos están muy marcados por una mentalidad en la que el bien de la comunidad prevalece sobre el bien de las personas, de tal modo que las leyes y las exigencias comunitarias se imponen a los individuos. Basta pensar, por ejemplo, en el hecho de que los padres casen a sus hijos sin consultarles y en la prohibición de ciertos matrimonios dentro de la parentela o con extranjeros. No obstante, la espontaneidad del amor está viva. Hay hogares unidos con un amor profundo y unas fidelidades que duran libremente más allá de la muerte, como en el caso de Elcana y Ana, padres de Samuel (1 Sam. 1,8). El Cantar de los Cantares es un testimonio muy expresivo; pues, aunque sea alegórico y se refiere al amor de Yavé y su pueblo, es evidente que el libro
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
manifiesta ese amor con palabras y términos que eran en su tiempo los del amor humano. No obstante la poligamia, los hogares monógamos no son raros y son cantados con tonalidades entusiastas. En la evolución de la institución matrimonial, la monogamia termina por imponerse. Aun cuando el matrimonio es ante todo una cuestión civil y los textos antiguos no hacen alusión a un ritual religioso, el israelita sabe muy bien que Dios le guía en la elección de la esposa (Gen. 24, 42-52) y que asume, en virtud de la Alianza, los preceptos que regulan el matrimonio (Lev. 18). El Decálogo, ley fundamental de Israel, garantiza la santidad de la institución (Ex. 20, 14; Prov. 2, 17). Impresiona fuertemente la visión que ofrece el libro de Tobías sobre el hogar preparado por Dios, fundado bajo su mirada en la fe y en la oración, según el modelo que trazaba el Génesis, guardado por la fidelidad cotidiana a la ley. El ideal bíblico del matrimonio, llegado a este nivel, supera las imperfecciones que había sancionado provisionalmente la ley mosaica. En el Antiguo Testamento se observa una distinción y separación entre los esponsales y la boda. Ésta es una verdadera fiesta. El esposo acude a la mansión de la esposa y la conduce, velada y acompañada por sus familiares y amigos, hacia su nuevo hogar, donde tendrá lugar el banquete de boda. Antes de partir de la casa paterna, la esposa recibe una bendición de su parentela (Gen. 24, 60 y Tob. 9, 6 ss.). En la tradición judeo-rabínica hay una mayor solemnización de la fiesta nupcial. Existen textos fijos de bendiciones y de oraciones que, posiblemente, eran conocidos anteriormente 1 . 2. El matrimonio, sacramento: Nuevo Testamento El matrimonio es presentado en el Nuevo Testamento como respuesta a una vocación. Jesucristo confirmó la institución matrimonial, contenida en el Génesis (1, 27-26; 2, 18-25) y completada en todo el Antiguo Testamento; pero añadió una consideración específicamente escatológica, señalando que la búsqueda del Reino prevalece sobre el Matrimonio. Así se explica que recalcase el primitivo sentido y 569
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la ordenación primordial del matrimonio, y anulase la posibilidad de divorcio concedida a los judíos por la dureza de su corazón (Me. 10, 5-9 y Mt. 19, 4-8). Dejamos a un lado la excepción de Mt. 5, 32 y 19, 9 «por causa de fornicación», que se ha interpretado tradicionalmente por separación, pero no por disolución del vínculo ni reiteración de matrimonio y más reciente por la indicación de una situación ilegítima, esto es: que sólo los matrimonios válidos llevarían consigo la indisolubilidad. Recuérdese la frase de Jesús a la samaritana: «el que ahora tienes tampoco es tu marido» (Jn. 4, 18). El matrimonio, por haber sido instituido por Dios, es una representación y revelación de la gloria divina; más concretamente, del amor divino que lo configura y lo llena. Por eso es signo e instrumento de la gracia. En Cristo, sin embargo, encuentra su plenitud. El mero hecho de que Cristo predicara al mundo un mensaje sobre el matrimonio alude ya a su carácter sacramental, esto es, a su eficacia para conceder la gracia. Cristo sabía que había sido enviado sólo para instaurar el Reino de Dios; sabía que no era misión suya ordenar inmediatamente las cosas de este mundo. Por eso, cuando hace indicaciones sobre el matrimonio, revela con ello que no lo entendía sólo como cosa de este mundo, sino como un elemento del Reino de Dios, como una parte del reino divino instaurado por El, como signo y signo eficaz de una realidad sobrenatural. Sus palabras sobre el matrimonio se convierten de este modo en Buena Nueva, en alegre mensaje de la salvación. En la primera Carta a los Corintios (cap. 7) San Pablo responde a una serie de consultas y recomienda de paso su propia vida de virginidad. Pero insiste en que cada cual tiene su propio carisma (7, 7), dando a entender claramente que el matrimonio no es menos carisma que el celibato por el reino de los cielos. El matrimonio cristiano tiene además virtud santificante para el cónyuge, aun para el que todavía no es creyente (1 Cor. 7, 14-16). A los esposos se les exhorta a que se amen mutuamente con amor cristiano (Col. 3, 18 ss.; Ef. 5, 22-23; 1 Pe. 3, 7). La manifestación más profunda de la sacramentalidad del matrimonio la encontramos en Ef. 5, 21-33. Aunque todo el pa-
saje paulino tenga gran hondura matrimonial, destaquemos sobre todo los versos 31-32: «He aquí que el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande, hablo con relación a Cristo y a la Iglesia». Dejando a un lado las disquisiciones exegéticas de los especialistas, subrayemos que, conforme al uso paulino, y muy particularmente en la Carta a los Efesios, misterio es una realidad o hecho escatológico y mesiánico, que Dios esconde en sí y va revelando gradualmente a sus escogidos. El gran misterio aquí descrito es la unión de Cristo y de la Iglesia, expuesta con los mismos términos que en Génesis 2, 24 se describe la unión del hombre y de la mujer. El misterio consiste en que Cristo y la Iglesia forman una unidad, como el marido y la mujer forman una sola carne; y, en la perspectiva de la exhortación a los maridos, es como Cristo ve en la Iglesia a su propia carne para tratarla como a tal. Este misterio, escondido por los siglos, después de la glorificación de Cristo ha sido revelado a los profetas de la Nueva Alianza; por eso San Pablo puede fundar en esta unión matrimonial de Cristo y de su Iglesia la teología y la moral de los casados. El misterio de Cristo y de su Iglesia es tan grande, que no cabe una unión más estrecha entre Cristo y sus fieles, entre Dios y la criatura. De este modo, el matrimonio cristiano, en cuanto que guarda relación con la unión de Cristo y de la Iglesia, entra a formar parte del mismo misterio, del gran misterio, está en el plano de lo sobrenatural y de la Iglesia. Apoyado en esta doctrina bíblica y en toda la tradición de la Iglesia, el Concilio de Trento sintetizó esa admirable doctrina en estas palabras: «El perpetuo e indisoluble lazo del matrimonio proclamólo por inspiración del Espíritu divino el primer padre del género humano cuando dijo: "Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por lo cual abandonará el hombre a su padre y a su madre y se juntará a su mujer y serán dos en una sola carne" (Gen. 2, 23-24). Que con este vínculo sólo dos se unen y se juntan, enseñólo más abiertamente Cristo nuestro Señor, cuando, refiriendo como pronunciadas por Dios, las últimas palabras
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dijo: "Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne" (Mt. 19, 6). Ahora bien, la gracia que perfeccionará aquel amor natural y confirmará la unidad indisoluble y santificará a los cónyuges, nos la mereció por su Pasión el mismo Cristo, instituidor y realizador de los venerable sacramentos. Lo cual insinúa el apóstol Pablo cuando dice: "varones, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a Sí mismo por Ella" (Ef. 5, 25), añadiendo seguidamente: "Este sacramento, grande es; pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia" (Ef. 5, 32). Como quiera, pues, que el matrimonio en la Ley del Evangelio aventaja por la gracia de Cristo a las antiguas nupcias, con razón nuestros santos Padres, los Concilios y la Tradición de la Iglesia Universal enseñaron siempre que debía ser contado entre los sacramentos de la Nueva Ley. Furiosos contra esta tradición, los hombres impíos de este siglo, no sólo sintieron equivocadamente de este venerable sacramento, sino que, introduciendo según su costumbre, con pretexto del Evangelio, la libertad de la carne, han afirmado, de palabra o por escrito, muchas cosas ajenas al sentir de la Iglesia Católica y a la costumbre aprobada desde los tiempos de los Apóstoles, no sin grande quebranto de los fieles en Cristo»2. En el canon primero definió el mismo Concilio: «Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley del Evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema» 3 . La sacramentalidad del Matrimonio cristiano no es sólo una determinación accidental del matrimonio natural, sino que abarca y configura la estructura esencial del Matrimonio cristiano desde su raíz. Al igual que el Nuevo Testamento, como consumación del Antiguo, no se puede derivar ni entender a partir de la Vieja Alianza, sino que debe entenderse y considerarse en su figura absolutamente nueva —determinada por el misterio de la Encarnación de Dios—, así tampoco el Matrimonio cristiano puede entenderse como consumación del Matrimonio originalmente natural bajo la ley del pecado, sino que se le debe considerar en su forma nueva esencial4. 572
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
3. La celebración del matrimonio en el mundo greco-romano A) Variedad, según las épocas La ceremonia nupcial en Grecia tuvo muchas evoluciones. En el período clásico se distinguen dos niveles. La realización jurídica del matrimonio se hacía por el reclutamiento de la esposa, pues la educación de las jóvenes estaba tan separada del mundo que los matrimonios por amor eran raros. Una vez que la reclutadora habia encontrado la joven adecuada, se llegaba a un acuerdo entre el padre de la joven y el futuro esposo de su hija, y presentaba la dote. La presencia de la esposa no era necesaria, pues no tenía ninguna competencia en este acto. Al acuerdo nupcial seguía la boda, acto religioso explícito. Antes la esposa sacrificaba a Artemisa o a otra diosa un mechón de sus cabellos. Luego, los futuros esposos tomaban un baño en el agua traída procesionalmente de una fuente sagrada. El sacrificio de las nupcias era ofrecido a los dioses del matrimonio: Júpiter, Apolo, Artemisa y otros. El banquete nupcial tenía lugar en la casa paterna del futuro esposo, o bien, si la casa era pequeña, en uno de los apartamentos del templo. Los invitados traían coronas de mirto. Un joven traía un pan y pronunciaba la fórmula misteriosa: «Yo he escapado del mal y he encontrado el bien». Al final del banquete el esposo llenaba a su esposa de regalos, se ofrecía una libación y se recitaban las bendiciones. Luego tenía lugar la parte principal de la ceremonia: la procesión hacia la casa del esposo y la introducción de la esposa en la cámara nupcial, rodeada de ritos diversos. Después de las conquistas de Alejandro Magno, bajo la influencia asiática, se acentuó aún más la parte jurídica del matrimonio. De este época datan el contrato escrito y el precio de «compra» de la esposa, ofrecido por el esposo al padre de la misma. Los aspectos jurídicos aún se complicaron más bajo la influencia egipcia. Durante el período helenístico se acentuaron los ritos religiosos, siendo abundantes las bendiciones pronunciadas por el sacerdote o las sacerdotisas. 573
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B) Itinerario matrimonial Las mujeres entraban a formar parte de la familia del marido y de su potestad marital por estos tres actos: la repartición del farro u hogaza de trigo entre los esposos en el banquete nupcial; la venta simbólica de la esposa; y la cohabitación, al menos durante un año, de los dos esposos. El matrimonio iba precedido de los esponsales, en los cuales el esposo prometía conducir próximamente como esposa a la joven prometida. Esta promesa era jurídicamente de tanta importancia, que si se violaba, llevaba consigo severas sanciones. En los esponsales se redactaban los pactos dótales y se intercambiaban regalos entre las dos partes, aunque el compromiso del futuro matrimonio se expresaba por el beso y por el anillo esponsalicio. El día de la boda, la esposa, vestida de blanco, llevaba sobre la cabeza una corona de flores y un velo anaranjado le caía casi hasta cubrir el rostro. Le acompañaba y asistía durante toda la ceremonia la prónuba, una matrona que, para ser honrada con tal oficio, debía haber tenido un solo marido. El rito nupcial comenzaba por el sacrificio de una oveja. Si se desarrollaba con normalidad, significaba que los dioses no eran contrarios a la realización de la boda. Terminado el sacrificio, se redactaba el contrato del matrimonio en presencia de diez testigos. Luego la prónuba tomaba la mano derecha de los nuevos esposos y ponía una sobre otra. Era el momento más solemne de la ceremonia religiosa y significaba el cambio de fe entre los nuevos esposos y la voluntad recíproca de querer vivir juntos. Entonces, si era preciso, se celebraba la ceremonia, antes referida, del farra ofrecían a la divinidad la hogaza de trigo y comían juntos algún bocado. Luego se tenía la cena nupcial. Al anochecer, la esposa, a la luz de las antorchas, era acompañada a la casa de su esposo; éste la recibía a la entrada con una ceremonia sagrada. Después la prónuba hacía sentar a la esposa frente a la puerta y dirigía algunas oraciones habituales a las divinidades de la nueva mansión.
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4. Primitiva celebración cristiana del Matrimonio Antes del siglo V no existe un ritual del Matrimonio cristiano. Conocemos las ceremonias del rito matrimonial por algunos datos sueltos que aparecen en los escritos de los Santos Padres y escritores cristianos primitivos. El autor de la Carta a Diogneto declara, a principios del siglo UJ, que los cristianos se casan como los demás. Es posible que no se refiera al ceremonial de la boda, sino que exprese una situación de hecho. El núcleo ritual del matrimonio estaría constituido por los usos ancestrales, aunque purificados de los ritos idolátricos. Algunos de los usos paganos han perdurado en el cristianismo hasta nuestros días. Sin embargo, es muy notable que, a principios del siglo II, San Ignacio de Antioquía indique la conveniencia de que los esposos y las esposas se unan con la aprobación del obispo, a fin de que su matrimonio sea según Dios y no según la concupiscencia 5 . Hacia el año 200, se pregunta Tertuliano: «¿Cómo podremos conseguir dar a conocer la felicidad de aquel matrimonio que es conciliado por la Iglesia, confirmado por la celebración del sacrificio, sellado por la bendición, anunciado por los ángeles, ratificado por el Padre? Permaneciendo en pie, de manera que ni siquiera sobre la tierra los hijos se casen rectamente sin el consentimiento de sus padres»6. Tertuliano da a entender que esta publicidad de las bodas, a diferencia de lo que la ley civil permitía, obedecía a una disciplina propia de la Iglesia, como garantía frente a la inestabilidad del ánimo humano. Por otra parte, son evidentes algunos ritos litúrgicos matrimoniales. El esquema substancial de los mismos no variará en los escritos de los siglos IV y V, aunque aparecerá más desarrollado. San Ambrosio recuerda el contrato esponsalicio cambiado entre los futuros esposos con la entrega del anillo, la ofrenda de los dones y el beso del esposo a la esposa. Durante la República y en los primeros años del Imperio no estaba permitido el beso a la prometida; más tarde, en la época de Constantino, al asemejarse los esponsales a la boda, el beso entró en los ritos esponsalicios. Los cristianos no prohibieron ni suprimieron este beso esponsalicio; al contrario, le acogieron muy favorablemente, pues se compaginaba con 575
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lo que ellos hacían en las celebraciones eucarísticas. El mismo San Ambrosio afirma, en su Carta 41, que el beso es como prenda de las nupcias y prerrogativa del matrimonio. Los esponsales habían alcanzado mayor importancia; la Iglesia, acomodándose a la normativa jurídica, los consideraba como un compromiso solemne de contraer matrimonio. Se sabe que en algunos lugares había penas disciplinares para quienes incumplían esta promesa. Puede citarse la que decretó el concilio de Elvira, el año 303. La ceremonia nupcial concluía normalmente en la Iglesia, en presencia del obispo, con la celebración de la Eucaristía, durante la cual los esposos hacían la ofrenda y comulgaban, se tenía la velación de la esposa y se le daba una bendición especial. La velación llegó a tener tanta importancia, que su rito dio nombre a la boda entera. Inocencio I, en su famosa Carta a Himerio7, no habla de la unión de las manos, pero es cierto que existía, pues aparece en muchos sarcófagos cristianos. Lo mismo hay que decir de la corona de flores. Al final, se leían los derechos y deberes de los contrayentes y los dos esposos firmaban el acta, junto con el obispo o presbítero que había presidido la ceremonia litúrgica. 5. Ritual del Matrimonio en las Iglesias de Oriente Las Iglesias de Oriente suelen coincidir en los ritos matrimoniales y sólo tienen algunas diferencias en los formúlanos litúrgicos. Hay una clara diferencia entre los esponsales y la boda propiamente dicha. Hasta el siglo VII, la Iglesia Bizantina usó las arras o dones en la ceremonia de los esponsales: el esposo daba un regalo, una suma de dinero o un anillo a su prometida (rara vez al contrario). Este gesto tenía valor jurídico. Con el paso del tiempo, el regalo se convierte en algo simbólico, en lugar de ser una transación. La entrega del regalo iba acompañada de un beso y del rito de unir la mano derecha de los prometidos. Los esponsales eran obligatorios para ambas partes, de modo que la ruptura se consideraba como un verdadero divorcio. Antes del siglo VIII no existía ninguna bendición del sa576
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cerdote en esta ceremonia. En los siglos VIII y IX comienza a aparecer una bendición sacerdotal Ahora bien, el hecho de que esté separada de los ritos descritos, demuestra que su origen hay que buscarlo en otras tradiciones orientales, especialmente entre los sirios. Con el tiempo se unirían ambos ritos, convirtiéndose la bendición en el rito principal de los esponsales. La celebración de la boda, durante los primeros siglos cristianos del mundo helenístico, era una fiesta alegre y exhuberante. Las familias, los amigos y los vecinos se reunían en la casa de la novia para el banquete de la tarde. El esposo era llevado allí procesionalmente. Poco antes de terminar el banquete, el padre de la novia se la entregaba a su futuro esposo y colocaba las coronas nupciales en sus cabezas. Más tarde, ya anochecido, se conducía a la joven pareja hasta su nuevo hogar con gran algarabía y regocijo. Los sínodos y los obispos atacaron muchas veces estas costumbres procedentes del paganismo, por los desórdenes libidinosos que solían desencadenar. Desde esta perspectiva, se comprende que los obispos defendieran con gran fuerza la celebración de la boda durante la Cuaresma. En las familias verdaderamente cristianas era el obispo o el sacerdote quienes coronaban a los esposos. Ya en el siglo IV San Juan Crisóstomo encontraba en este rito un sentido ascético: «Se pone una corona en la cabeza de los esposos como símbolo de su victoria, pues avanzan invictos hacia el puerto del matrimonio, sin haber sido vencidos por el placer»8. De hecho en Oriente la palabra «coronar» equivale a «casar», del mismo modo que el verbo latino «nubere» (velar) equivale a «contraer matrimonio». En el Ordo sirio se dice esta oración: «Señor, vos hicisteis resplandecer a los antiguos profetas con la corona del profetismo; vos glorificasteis a los Apóstoles y coronasteis a los gloriosos mártires con la corona de la victoria; el día de la retribución coronaréis en vuestro reino celeste, con coronas tejidas con obras de justicia, a los santos que sean dignos de ellas (...). Extended vuestra mano derecha y bendecid estas coronas gloriosas que resplandecen en el honor y la gloria, coronas llenas de una belleza incorruptible, coronas marcadas con el sello de la cruz vivificadora»9. Los etíopes son los únicos que celebran la coronación de los espo577
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sos dentro de la liturgia eucarística. En algunos ritos orientales se prevé que los esposos puedan comulgar, pero, generalmente, esta praxis ha caído en desuso. La distinción entre los ritos de los esponsales y los del matrimonio son más bien formales, pues, desde hace un milenio, ambos se realizan uno a continuación del otro. En algunos ritos orientales se presenta a los esposos, después de la coronación, una copa bendita como recuerdo de las bodas de Cana y de la copa eucarística. Así aparece en una oración armena en la bendición de los esposos. El ritual caldeo concluye los ritos del matrimonio con esta rúbrica: «Se lleva luego a la joven en procesión y con gran solemnidad a la casa del esposo en medio de gritos de júbilo; va adornada con todos sus atavíos y cubierta con un velo precioso. Los miembros de su nueva familia salen a recibirla a la puerta de su casa y, en señal de abundancia y de prosperidad, arrojan sobre ella frutas, grano y pequeñas monedas». Existen textos bíblicos para los esponsales, para la bendición del vestido de la novia y para la coronación. Además de los salmos nupciales: 18, 44, 127 y 20 —que es un salmo de coronación—, hay otras piezas bellísimas de libre composición, como ésta de la Iglesia de Antioquía: «Al Esposo celeste, que por amor se ha desposado con la Iglesia contaminada de las naciones y, con su crucifixión, la ha purificado, lavado y hecho de ella una esposa gloriosa, invitando a su festín de boda a los Profetas, a los Apóstoles y a los Mártires: a El la gloria»10. Lo mismo hay que decir de las oraciones, tanto las de súplica como las de bendición. La Iglesia copta ruega así por los contrayentes: «Que el amor perpetuo funde y asegure su unión. Edifícalos, Señor, sobre el fundamento de vuestra santa Iglesia, para que marchen juntos en la concordia y en la unión selladas por la palabra que se han dado. Porque Vos mismo sois este lazo de amor y la norma que regirá su unión» u . En la Iglesia de Antioquía se hace esta plegaria, tan evocadora y tan llena de unción: «Señor Dios, hacednos dignos de participar en la alegría de vuestro festín, que no tendrá fin; en el júbilo de vuestra cámara nupcial, que no conoce ocaso; en la felicidad de vuestro ban578
quete, al que el tiempo no pone límites. Hallémonos llenos de alegría con los invitados que participan en él; de júbilo, con los convidados que en él exultan; y de felicidad, con los comensales que en él se deleitan. Y os cantaremos cánticos de gloria y de acción de gracias»12. Una de las fórmulas más bellas de bendición es la del Rito Sirio, atribuida a San Efrén. He aquí un fragmento, que dice el sacerdote mientras impone la mano sobre la cabeza del esposo: «Esposo, que has inclinado humildemente la cabeza ante los sacerdotes: Cristo Nuestro Señor levante tu cabeza y te dé prosperidad en este mundo y en el otro. Gobierne Cristo tu existencia Bendiga tus empresas (...). Sea tu cosecha abundante como la inundación del Tigris. Crece y produce frutos abundantes, como el Eufrates, entre las naciones (...). La sombra de la cruz luminosa te proteja noche y día. Prospere tu casa y te mantenga perpetuamente en la alegría (...). Transcurra tu sueño en paz Para la esposa se dicen estas expresiones, dignas de una campaña vocacional: «Señor: salgan sacerdotes de sus hijos y diáconos del fruto de sus entrañas (...). Hállese su marido en el colmo de la alegría; exulten sus padres y reposen sobre sus rodillas hijos que sean dóciles a vuestra voluntad»14. 6. Ritual del matrimonio en las Iglesias de Occidente A) Roma Las primeras fórmulas para el rito del Matrimonio en la Iglesia Romana las encontramos en los sacramentarios, donde hay unos aspectos que siempre se repiten y otros que son propios de cada uno de esos libros15. a) Sacramentarlo Veronense. (Incipit velado nuptialis) Este sacramentarlo contiene las tres oraciones de la Misa: colecta, sobre la oblata y después de la comunión, que luego pasaron al Gregoriano y de allí a la Liturgia romana posterior, hasta la reforma del Concilio Vaticano n. Son las siguientes: «Óyenos, Dios omnipotente y misericordioso, para que el rito realizado por nuestro ministerio, reciba con 579
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tu bendición su cabal cumplimiento» (Colecta); «Te rogamos, Señor, recibas la ofrenda que te presentamos para atraer tus bendiciones sobre la santa ley del matrimonio; y, pues Tú has sido su autor, sé también su ordenador» (sobre la ofrenda); «Te rogamos, oh Dios omnipotente, que sigas favoreciendo con tu delicada asistencia lo que por tu providencia has instituido; para que conserves en larga paz a los que has unido con vínculo legítimo» (Poscomunión). Antes de la Bendición de la esposa inserta la oración, Adesto, que en el Gelasiano viene como oración colecta. La Bendición de la esposa —Pater, mundi conditor— se repite también en el Gelasiano con ligerísimas variantes, pero no en el Gregoriano, que tiene una bendición distinta, aunque inserta el conocido párrafo de la Bendición del Veronense: «... haz que sea, en Cristo, fiel y casta esposa y que siga siempre el ejemplo de las santas mujeres; que sea amable para su marido, como Raquel; prudente, como Rebeca; fiel durante una larga vida, como Sara. Haz, Señor, que nada en su conducta dé pábulo al demonio, autor del pecado; que permanezca siempre apegada a la fe y a los mandamientos; unida a su único marido, huya de toda relación ilícita; fortalezca su debilidad con la severidad de su conducta; sea estimada por su continencia; respetable por su pudor; instruida en las cosas de Dios; sea fecunda en hijos, virtuosa y pura; y llegue al descanso de los bienaventurados en el reino celestial». Contiene también una fórmula para el Hanc igitur16.
c) Sacramentario Gregoriano. (Oratio ad sponsas velandas) Como se ha dicho, las tres oraciones de la Misa son las mismas que en el Veronense. También es igual la fórmula para el Hanc igitur. Repite el prefacio del Gelasiano. Indica que, antes del rito de la paz de la Misa, se diga la Bendición de la esposa. Esta bendición es distinta de la de los dos Sacramentarlos anteriores, salvo el último párrafo ya indicado. Este formulario se usó luego en la Liturgia Romana hasta la reforma promulgada por Pablo VI y, en parte, ha pasado también al mismo ritual de Pablo VI. Su texto es el siguiente:
b) Sacramentario Gelasiano. (Incipit actio nupcialis) Sus textos principales son los mismos que en el Veronense, con alguna variante poco importante. Algunas oraciones cambian de lugar: la oración colecta del Veronense es en el Gelasiano oración para después de la comunión. Tiene un prefacio propio que, con ligeras variantes, es el primero de los contenidos en el Ritual promulgado por Pablo VI y se encuentra también en el Gregoriano. El Hanc igitur es el mismo que en el Veronense, con alguna ligerísima variante textual. Además tiene otro para el día trigésimo y el aniversario. Indica que la Bendición de la esposa se hace después del Padrenuestro de la Misa. Después de la comunión hay una bendición para los dos esposos17. 580
«Recibe, Señor, y concede benévola protección a la institución del matrimonio, por el que has regulado la propagación del género humano, a fin de que esta unión, de la que eres autor, se mantenga por tu gracia. Oh Dios, que con el poder de tu fuerza lo has creado todo de la nada; que, puesto en orden el universo y hecho al hombre a tu imagen, le has creado en la mujer una ayuda inseparable, sacando su cuerpo del cuerpo del hombre, para enseñar que jamás es lícito separar lo que has querido hacer salir de un solo ser. Oh Dios, que has consagrado el vínculo del matrimonio por medio de un misterio tan grande, prefigurando por el matrimonio la unión de Cristo con la Iglesia; oh Dios, que unes a la mujer y al hombre y das a esta unión, establecida desde el origen, la única bendición que no han abolido ni el castigo del pecado original, ni la condena del diluvio; mira bondadoso a esta tu sierva, que, al unirse en matrimonio a su marido, implora la gracia de tu protección; haz que su yugo sea yugo de amor y de paz; haz que sea, en Cristo, fiel y casta esposa (...)»18. Además de esto, existían ciertas costumbres populares, que se conservaron tenazmente; pero los documentos de la Iglesia insisten en que lo sustancial es el consentimiento de los contrayentes, el cual tenía lugar en los esponsales. Después del siglo X, la Iglesia, para asegurar mejor la constitución normal de la familia, dispuso que la manifestación del consentimiento y la consiguiente entrega del signo nupcial, el anillo, fuese expresamente declarado en presencia del sacerdote, en la iglesia o, más frecuentemente, delante de las puertas de la iglesia, como indican no pocos rituales de los siglos X-XIV. En el Pontifical Romano-Germánico, el rito se desarro581
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lia en la iglesia de la siguiente manera: los dos esposos, con sus respectivos padres y el paraninfo, se presentan al obispo o al sacerdote, revestido para tal circunstancia de las vestiduras sagradas. Este les pregunta si existe entre ellos algún impedimento. Obtenida una respuesta negativa, pregunta primero al padre de la novia si consiente en ceder la patria potestad al esposo; dada la respuesta afirmativa, pide el consentimiento de los contrayentes. Luego bendice el anillo, que entrega al esposo y éste lo pone sucesivamente en los dedos pulgar, índice y medio, mientras dice: «N. N. con este anillo te desposo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén». Siguen diversas oraciones y una bendición a los dos esposos. Nada se dice del rito de juntar la mano derecha de los dos esposos, ni de la velación. Los Ordines varían mucho en este punto. La coronación de los esposos, desaparecida en los rituales posteriores al siglo XI, se conservó en la costumbre popular, siempre deseosa de poner en la cabeza de la esposa una corona de azahar. Las fórmulas del sostenimiento mutuo de los esposos son muy distintas en los diversos rituales. Por otra parte, el consentimiento no se daba siempre ni en todas partes ante un sacerdote. En Italia, después del siglo XIII, lo recibía un notario en la casa de la esposa. El Concilio de Trento obligó a que el notario fuese sustituido por el párroco. El Ritual de Pablo VI ha acogido esta praxis y el nuevo Código de Derecho canónico la ha ratificado. B) Milán Consta que en Milán existía un rito matrimonial desde tiempos muy antiguos. San Ambrosio dice que el Matrimonio es santificado con la velación y bendición sacerdotal. En la época de los reyes francos una serie de Capitulares prescriben, como absolutamente necesaria, la bendiaión sacerdotal de las bodas. A mediados del siglo IX, el Papa Nicolás I daba una respuesta a los búlgaros en la que indicaba que la Iglesia Romana practicaba el rito de la velación y de la bendición sacerdotal. Lo mismo indican también los concilios, como el de Pavía al que asiste Angilberto II, arzobispo de Milán. 582
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Sin embargo, resulta un poco extraña la ausencia de la Bendición nupcial y de la Misa por los esposos en los códices ambrosianos. Una y otra se encuentran en el Pontifical del siglo IX que, si no es ambrosiano, fue usado ciertamente por el arzobispo de Milán. Los formularios son los del Sacramentario Gregoriano. En los Misales Milaneses no hay ningún rastro de la fórmula de bendición ni de la Misa nupcial, excepto en el Misal de Lodrino, del siglo XI, que contiene cuatro oraciones y el prefacio, tomado todo ello del Sacramentario Gregoriano; y en el Misal Ambrosiano del siglo XI, de la basílica de San Ambrosio, que contiene las cuatro oraciones y el prefacio que se encuentran en el Sacramentarlo Gelasiano y en el Gellonense. La ausencia de estas fórmulas de la liturgia matrimonial en los antiguos libros litúrgicos ambrosianos parece explicar la ausencia de la fórmula de la Confirmación, de la que también trata San Ambrosio en sus obras De Mysteriis y De Sacramentis. La Misa para los esposos falta en casi todos los Misales hasta el siglo XIV; los que la tienen, carecen de Bendición para los esposos, que comienza a aparecer, en varias formas, en los Misales del siglo XV y en algunos rituales del siglo XIV. Si por los códices se sabe muy poco sobre las fórmulas litúrgicas para la celebración del matrimonio, tenemos, sin embargo, testimonios incluso de San Ambrosio sobre los ritos. Paredi cita diversos pasajes de las obras del santo en los que se alude al anillo, signo de la fidelidad prometida; al beso del matrimonio; a la velación, acompañada de una oración de bendición y, probablemente, a la corona nupcial. Algunos de estos ritos se conservaron hasta el concilio de Trento. En 1472 se menciona un matrimonio per annulum et osculum. Otras costumbres, más bien profanas, se introdujeron después, de modo especial las relativas a las costumbres populares que se celebraban fuera de la iglesia, si bien, dentro de la misma iglesia, se hacían cosas inadecuadas, como el comer y beber juntos los nuevos esposos. Esta costumbre fue prohibida por san Carlos en el primer concilio provincial, del año 1565. Prácticamente, es en un ritual de San Carlos donde en583
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contramos un rito matrimonial completo, incluido el consentimiento de los esposos; pues en los rituales precedentes sólo se encuentra la bendición de la esposa19. C) Las Galios No somos más afortunados en los ritos matrimoniales de las Galias. Las fuentes litúrgicas no dan suficiente base para conocer la liturgia matrimonial en esos territorios. En el Misal de Bobbio (siglo VII) hay una «benedictio thalami super nubentes»,lo cual revela que no existían únicamente costumbres populares ni formulaciones jurídicas civiles. En otra oración se pide a Dios la gracia del Matrimonio, con evocación de las mujeres célebres del Antiguo Testamento: Sara, Rebeca, Raquel, Susana. Hay también una oración para las segundas nupcias. Con la introducción de la Liturgia Romana en el reino de los francos, se fusionaron los ritos locales con los de la Liturgia Romana pura. Esto explica la aparición, en el siglo VIII, de la Misa con la bendición nupcial y, más tarde, el rito y fórmulas del consentimiento y del anillo. Al sobrevenir el derrumbamiento del Imperio Carolingio (siglos IX-X), la Iglesia se vio inducida a ocuparse de las formalidades jurídicas del Matrimonio, aunque sin convertir en celebraciones litúrgicas esos actos familiares. El primer paso dado por la Iglesia fue garantizar la libertad del consentimiento de la esposa, exigiendo carácter público para el matrimonio. Parece que fue en Normandía donde el intercambio del consentimiento entre los contrayentes recibió la consagración litúrgica. Por eso se determinó que este rito no se realizara en la casa de la esposa, sino en la puerta de la iglesia. De ahí que la expresión «in facie ecclesiae», originariamente deba entenderse en sentido material, aunque, más tarde, adquiriese un sentido teológico muy profundo: la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Los dos Ordines más antiguos del matrimonio «in facie ecclesiae» están tomados del Misal de Rennes y de un Pontifical de la abadía normanda de Lire 20. El texto del Misal de Rennes (comienzos del siglo XII) es muy expresivo: «Vaya primero el sacerdote ante la puerta de la Iglesia, revestido de alba y estola, con el agua bendita. Después de rociar a 584
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los esposos, les interrogará con prudencia para saber si quieren desposarse conforme a la ley; se informará de si acaso son parientes y les enseñará cómo vivir juntos en el Señor. Después de esto, diga a los padres, según la costumbre, que den su hija al esposo y a éste que le dé su dote, cuyo escrito hará leer en presencia de todos los asistentes; haga también que la despose con un anillo bendecido en el nombre de la Santísima Trinidad, poniéndoselo en la mano derecha, y le regale algunas piezas de oro o plata según sus posibilidades. Después, el sacerdote pronuncie la bendición que está indicada en los libros. Una vez terminada, entrarán en la iglesia y comenzará la Misa. Entonces el esposo y la esposa llevarán luces encendidas en las manos. Durante la Misa harán la ofrenda de esas velas en el ofertorio. Antes del rito de la paz, se pondrán bajo un velo según la costumbre, entonces recibirán la bendición nupcial. Al final, el esposo recibirá la paz del sacerdote y él la dará a su esposa». Es fácil observar cómo los ritos antiguos de los esponsales se han convertido en ritos del Matrimonio. Las formalidades jurídicas del Matrimonio han ganado en dignidad. Lo principal en los ritos litúrgicos sigue siendo la bendición nupcial. Los formularios son muy variados, según los distintos lugares. El Ritual de Chanons prescribe que el esposo diga estas palabras en el momento de expresar su consentimiento: «Yo, N., tomo a la aquí presente como mujer y esposa y le prometo que le guardaré buena fe y lealtad; sana y enferma la conservaré y no la cambiaré por ninguna otra mientras viva». El de Valence, del año 1255, consigna este texto: «Yo, N., te llevo y te recibo a ti N., como esposa y me entrego como tu verdadero marido». D) España En la liturgia española hay abundantes testimonios sobre la celebración litúrgica del Matrimonio a) Antigua Liturgia Hispana El Ritual, en cuanto que es el libro de la administración de los sacramentos o sacramentales, se encuentra citado, en todo o en parte, en diversos lugares, desde el concilio IV de Toledo (año 633) hasta la carta de donación de Pelagio, obis585
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po de León (año 1073). La designación es muy variada: Líber Ordinum, Ordinum, Ordo Líber Ordinum Sacerdotale, Manuale, Líber Manualis, Manuale Ordinum21. Es muy notable la riqueza textual de la liturgia matrimonial, pues existen cinco formularios: Ordo nubentium, Ordo arrarum, Ordo ad benedicendum eos qui noviter nubunt, Prefatio solius persone, que primum nubit cum ea persona que iam nubsit, ítem Ordo de secundis nutiis. El Ordo nubentium es el final de una oración de Vísperas y una bendición. Falta un cuaderno del códice manuscrito en el cual se encontraría todo el Oficio de Vísperas, con el que los contrayentes se prepararían para la celebración del Matrimonio. Esto demuestra que los que contraerían Matrimonio al día siguiente, se preparaban ya desde la víspera para una digna celebración del mismo. En ese oficio se preocupa la Iglesia de pedir al Señor las gracias que santifiquen a los contrayentes y los hagan fieles en el nuevo estado que van a tomar. El Ordo arrarum indica que si alguno quiere, puede entregar las arras y colocarlas sobre el mantel del altar y también dos anillos. Luego inserta una oración y una fórmula de bendición que pasaría después al llamado Ritual Toledano, que se ha usado en muchas diócesis españolas hasta la reforma litúrgica promulgada por Pablo VI, como veremos más adelante. El Ordo ad benedicendum eos qui noviter nubunt es un ritual completo del Matrimonio, en el cual se encuentran un prefacio, una oración con una bendición sobre la esposa, otra bendición y un rito de despedida con una nueva bendición. Se hace mención de la imposición del velo y del «yugo»: una cadena o cordón que enlaza a los dos contrayentes. En el llamado «prefacio» se recuerda, en primer lugar, que Dios, con su bendición, quiere la multiplicación del género humano; por eso se pide a todos los presentes que rueguen para que el Señor guarde a los dos contrayentes (indicando su nombre), a quienes ha llamado a la alianza matrimonial. Se suplica que Dios les conceda un sentido de paz, igualdad de ánimo y costumbres enraizadas en la mutua caridad; que los hijos, recibidos en el cumplimiento de su deber, los tengan como Dios quiere y que a ellos llegue tam-
bien su bendición. En las oraciones siguientes se indican las propiedades y fines del Matrimonio, así como los mejores dones que la Iglesia desea para sus hijos que lo contraen. La bendición de la esposa es la misma que aparece en el Ritual Toledano. Los otros dos rituales, que se refieren a las segundas nupcias, son interesantes para conocer el sentir de la Iglesia española sobre esos matrimonios 22. En la antigua Liturgia Hispana no hay formulario para la Misa nupcial, al igual que en los ritos galicanos.
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b) El «Manual» Toledano Las fuentes más antiguas que se conocen del Manual Toledano pertenecen a los siglos XII y XIII. Del siglo XIV, época en que debió formarse el Manual diocesano, independiente de los Sacraméntanos y Pontificales usados hasta entonces, no queda más que el texto latino del catecismo de párrocos, según el Sínodo Toledano de 1323, que luego aparece en castellano en la edición príncipe del Manual (año 1490). Por su estilo parece que los textos proceden del siglo XIV. En 1494 hubo otra edición. En el siglo XVI se hicieron cinco ediciones: tres anteriores al Concilio de Trento y dos posteriores al mismo; la primera de estas últimas (año de 1582) fue acogida en gran parte de las diócesis de España y de Hispanoamérica. En el siglo XVII se realizó la edición del Ritual Romano con el apéndice del Toledano. En la edición príncipe, de 1490, están en latín el requerimiento a los presentes sobre la existencia de impedimentos y el consentimiento de los contrayentes. También la bendición de las arras y anillos. Pero en la entrega hay esta fórmula en castellano: «Esposa, con este anillo contigo me caso e desposo e de mi cuerpo te honro e estos XIII dineros e meaja en testimonio te dono». En las ediciones del siglo XVI anteriores a Trento aparece la bendición de las arras y anillos unida a la bendición nupcial, en lugar de ser un rito relacionado con la manifestación del consentimiento, como aparece en las ediciones del siglo XV. Se menciona por vez primera en el Toledano las trece monedas como arras y se pone en castellano esta fór587
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muía: «Sposa, estas arras vos dono en señal de matrimonio y con mi cuerpo te honro, ansi como manda la santa madre yglesia de roma. Y ella responde: Yo las recibo». En la edición tridentina se ponen en castellano todas las fórmulas que en las ediciones anteriores aparecían en latín; pero las rúbricas continúan todas en latín. La exhortación del Catecismo de Trento: «Mirad, hermanos, que celebráis el Sacramento del matrimonio...» es la única que se ha venido repitiendo literalmente hasta nuestros días. La bendición de las arras y anillos se sigue colocando dentro de la bendición nupcial. Se simplifican algunas rúbricas y se suprime la frase: «de mi cuerpo os honro». La Misa de velaciones introduce una exhortación en castellano interpretando la rúbrica del Misal tridentino sobre la fidelidad y castidad que deben observar los contrayentes. Concluye el rito con la fórmula usada ya en el siglo XIII: «Compañera os doy, y no sierva; amadla como Cristo ama a su Iglesia». El consentimiento se expresa en estos términos: El sacerdote pregunta a la esposa: «Señora N., ¿queréis al señor N., por vuestro legítimo esposo y marido, por palabras de presente, como lo manda la santa, católica y apostólica Iglesia Romana? — Sí, quiero. — ¿Os otorgáis por su esposa y mujer? — Sí, me otorgo. — Recibísle por vuestro esposo y marido? — Sí, le recibo». Luego pregunta lo mismo al esposo. Seguidamente el sacerdote pone la mano derecha de la esposa sobre la derecha del esposo y dice: «Y yo, de parte de Dios todopoderoso y de los bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo y de la Santa Madre Iglesia, os desposo, y este Sacramento entre vosotros confirmo, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén». Y los asperja con agua bendita. En la bendición nupcial, después de bendecidas las arras y los anillos, el sacerdote coloca en el dedo anular del esposo el suyo, mientras dice: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti Entrega el anillo y las arras al esposo para que se los entregue a la espojsa con estas palabras: «Esposa, este anillo y arras os doy en s2ñal de matrimonio». Y la esposa dice: «Yo lo recibo»23. 588
c) El Ritual Tarraconense El Ritual Tarraconense del siglo XVI ha conservado muchos formularios y ritos del antiguo Rito Hispano. Reunidos los novios en su casa o en la iglesia, juntamente con sus padres, parientes, amigos y testigos hay una admonición en castellano para indagar si hay o no impedimentos. Luego el sacerdote pregunta a los contrayentes si quieren que se realice el matrimonio entre ellos. Sigue el escrutinio y el juramento que hacen los esposos poniendo la mano sobre el evangelio. Se insiste en los rituales sobre la necesidad de recibir la bendición nupcial, que en la mayoría de los rituales se realiza del siguiente modo: el sacerdote, revestido de todos los ornamentos para la Misa, menos la casulla, se dirige a la puerta del templo, donde le aguardan arrodillados los esposos. Después de asperjarlos con agua bendita, bendice las arras y los anillos y se hace la entrega de los mismos. La Misa de velaciones no se diferencia notablemente de lo prescrito en el Misal Romano, pero en algunos rituales se prescribe la misa del Espíritu Santo. Después de la comunión impone un velo sobre las espaldas del esposo y parte del mismo sobre la cabeza de la esposa y los une con la cadena o el cordón con las palabras «recibid el yugo del Señor...». Una vez que ha impartido la bendición de la Misa, el sacerdote da la última bendición a los esposos y recita la oración: «Deus Abraham...», como aparece en el Misal Romano, mientras impone alternativamente la mano sobre la cabeza del esposo y de la esposa por tres veces consecutivas. Luego los desata, esto es, les quita la cadena y el velo24. d) El Ritual Valenciano Las fuentes del Ritual Valenciano remontan al siglo XV. Los libros propiamente rituales pertenecen al siglo XVI y siguientes. En no pocos aspectos, el Ritual Valentino se parece al Tarraconense y al Toledano, por razón de los elementos del antiguo Rito Hispano. El rito matrimonial comprende dos elementos esenciales en todos los rituales: el propio rito sacramental del desposorio, llamado también esponsales; y el rito de la bendición nupcial u oficio nupcial. El rito sacramental de los des589
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posorios tiene dos actos: el requerimiento y la fórmula del consentimiento matrimonial. A estos dos elementos básicos el Ritual de 1592, mandado imprimir por el Arzobispo y Patriarca San Juan de Rivera, añade la exhortación del Catecismo Romano: «Considerad, hermanos, que celebráis el sacramento del matrimonio...». El oficio nupcial comprende la bendición de las arras y anillos y la bendición de los esposos con la velación, todo ello realizado dentro de la Misa que, hasta 1570, era la del Espíritu Santo u otra de cualquier solemnidad «ad devotionen nubentium». Las arras, como en los rituales tarraconenses, son los anillos: «annulis aureis vel argentéis, quos arras appellamus». Se desconoce el uso de las trece monedas que indica el Toledano. La entrega de los anillos es mutua: del esposo a la esposa y viceversa. Se realiza el rito que hemos encontrado ya en el Pontifical Romano-Germánico del siglo X, esto es: al decir «en el nombre del Padre», se coloca en el dedo pulgar; al decir «en el nombre del Hijo», se coloca en el dedo índice, y al decir «en el nombre del Espíritu Santo», se coloca en el dedo cuarto. A partir del Ritual de San Juan de Rivera se ajustan los ritos al modelo romano. En los Misales del siglo XV hay varias formas de realizar la bendición nupcial, según se trate de las primeras o segundas nupcias: a) Primeras nupcias de ambos: se sigue el rito normal. b) Primeras nupcias de la esposa y segundas del esposo: sólo se bendice a la esposa y no al esposo. c) Segundas nupcias de la esposa y primeras del esposo: sólo se bendice al esposo y no a la esposa. d) En las segundas nupcias de ambos no se bendice a ninguno. Esto demuestra que la bendición nupcial se dirigía tanto a la esposa como al esposo y que, una vez recibida, no era reiterable 25 . e) Otros Rituales Españoles Todos los Rituales comienzan el rito con una exhortación. Por lo que se refiere a los anillos, prescriben dos los de Segovia, Pamplona, Sevilla, Palencia y León; y uno el de Burgos. Sin embrgo, en todos existen las arras. La fórmula con que el sacerdote confirma el matrimonio celebrado varía
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bastante en cada Ritual. También es diferente el lugar en que se celebra el matrimonio: en algunos es a la entrada de la iglesia y en otros en el altar mayor. También se cambia el orden de la bendición de las arras y de los anillos: en algunos se hace primero la de los anillos y en otros la de las arras. La Misa de velación es la de la Santísima Trinidad, con lecturas propias. Pero en el Manual de Burgos, Palencia y Sevilla el prefacio no es el de la Santísima Trinidad, sino uno especial para los esposos, tomado del Sacramento Gelasiano y que estuvo vigente hasta el Misal de San Pío V. En la forma promulgada por Pablo VI, corresponde al primero de los prefacios del rito del Matrimonio. Algunos Manuales, como los de Burgos y Palencia, contienen otros formularios para las bodas que se celebran en los tiempos litúrgicos de Navidad y de Pascua. El rito de la bendición nupcial es similar en todos 26 . 7. El Ritual Romano de Paulo V (año 1614) El rito del matrimonio en el Ritual de Paulo V es muy escueto. El sacerdote, revestido con la sobrepelliz y la estola blanca o, si va a celebrar la Misa, con las vestiduras sacerdotales necesarias para esa celebración, se dirige al altar, en donde aguardan los contrayentes con sus parientes, amigos y testigos, y les pide su consentimiento con estas palabras: «—N., ¿quieres recibir a N. aquí presente, por tu legítima esposa, según el rito de la santa Madre Iglesia? — Sí quiero. — N., ¿quieres recibir a N., aquí presente, por tu legítimo esposo, según el rito de la santa Madre Iglesia? — Sí, quiero». Luego, el sacerdote les invita a darse la mano derecha y él recita esta fórmula: «Yo os uno en matrimonio, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén». Inmediatamente después bendice el anillo de la esposa con esta oración: «Bendice, Señor, este anillo que en tu nombre bendecimos a fin de que la que lo lleve, conservando a su esposo una fidelidad íntegra, permanezca en tu paz y voluntad y viva siempre con él en mutuo amor». El esposo pone
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el anillo en el dedo anular de la esposa, mientras el sacerdote bendice este gesto con estas palabras, a la vez que hace el signo de la cruz: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén». Luego hay unos versículos y se termina con esta oración: «Mira, Señor, a estos tus siervos, y protege la institución del matrimonio por el que has regulado la propagación del género humano, a fin de que, unidos por Ti, disfruten ambos de tu auxilio». Sigue la Misa de velación, como Misa votiva propia si lo permiten las rúbricas. Ya hemos dicho que las oraciones de esta Misa (colecta, secreta y poscomunión) son las mismas que las del Sacramentario Veronense. Después del Padrenuestro tiene lugar la bendición nupcial, que es la misma del Sacramentario Gregoriano. Luego se continúa la Misa como de costumbre. Después del Ite Missa est o Benedicamus Domino se dice esta oración: «El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob esté con vosotros y os colme con sus bendiciones; para que veáis los hijos de vuestros hijos, hasta la tercera y cuarta generación, y después poseáis sin fin la vida eterna, con el auxilio de nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina, Dios, por los siglos de los siglos. Amén». Esta oración, inspirada en el Libro de Tobías, aparece ya en el Pontifical Romano-Germánico del siglo X. Luego les hace una exhortación sobre la lealtad del uno para con el otro, el amor mutuo, la perseverancia en el temor de Dios y el fiel cumplimiento de las fiestas y de los tiempos especiales de oración y de ayuno.
Matrimonio, el Santo Sínodo (son palabras tomadas del Concilio Tridentino), desea ardientemente que se conserven. Además, la competente autoridad eclesiástica territorial, de que se habla en el art. 22, 2 de esta Constitución, tiene facultad, según la norma del art. 63, de elaborar un rito propio adaptado a las costumbres de los diversos lugares y pueblos, quedando en pie la ley de que el sacerdote asistente pida y reciba el consentimiento de los contrayentes. Celébrese, habitualmente el Matrimonio dentro de la Misa, después de la lectura del evangelio y de la homilía, antes de la oración de los fieles. La oración por la esposa, oportunamente revisada de modo que inculque la igualdad de ambos esposos en la obligación de mutua fidelidad, puede recitarse en lengua vernácula. Si el sacramento del Matrimonio se celebra sin Misa, léanse al principio del rito la epístola y el evangelio de la Misa por los esposos e impártase siempre la bendición nupcial»27. Estas indicaciones se han tenido muy en cuenta en la elaboración del ritual del Matrimonio; incluso se ha ido más lejos, como en lo referente a la lengua vulgar, pues no sólo se usa ésta en la bendición de los esposos, sino en todo el rito. El nuevo Ritual fue promulgado el 19 de marzo de 1969.
8. El nuevo Ritual del Matrimonio promulgado por Pablo VI Al tratar del ritual del Matrimonio, la Constitución Litúrgica del Concilio Vaticano II determinó lo siguiente: «Revísese y enriquézcase el rito de la celebración del Matrimonio que se encuentra en el Ritual Romano, de modo que se exprese la gracia del sacramento y se inculquen los deberes de los esposos con mayor claridad. Si en alguna parte... están en uso otras laudables costumbres y ceremonnias en la celebración del sacramento del 592
A) Normas generales del nuevo rito Ordinariamente el Matrimonio se celebra dentro de la Misa. En esta celebración deben destacarse los siguientes elementos: a) la liturgia de la palabra, en la que se manifiesta la importancia del Matrimonio cristiano dentro de la historia de la salvación y su papel en la santificación de los esposos y de los hijos; b) el consentimiento de los contrayentes, que es solicitado y ratificado por el sacerdote o diácono asistente; c) la tradicional oración por la esposa, mediante la cual el sacerdote invoca la bendición de Dios sobre la alianza conyugal; d) finalmente, la comunión eucarística de los esposos y demás asistentes, por la cual se alimenta la caridad y se realiza la unión con el Señor y los hermanos 28 . 593
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Si el Matrimonio se celebra entre un cónyuge católico y otro bautizado no católico, deberá usarse el rito del Matrimonio fuera de la Misa. Si se cree conveniente, y con el consentimiento del Ordinario de lugar, puede celebrarse con el rito del Matrimonio dentro de la Misa, pero excluyendo de la comunión eucarística al cónyuge no católico, de acuerdo con la ley general. Si el Matrimonio se celebra entre un cónyuge católico y otro no bautizado, se deberá usar el rito del Matrimonio apropiado para este caso. Los pastores de almas deben tener un particular cuidado de los acatólicos y de los católicos no practicantes o indiferentes que asisten a las celebraciones litúrgicas y escuchan la Palabra de Dios, con ocasión del Matrimonio; pues los sacerdotes son ministros del Evangelio para todos. En la celebración del Matrimonio, aparte de los honores debidos a las autoridades civiles, de acuerdo con las leyes litúrgicas se evitará cualquier acepción de personas o de clases sociales, tanto en las ceremonias como en el ornato externo. Siempre que se celebre el Matrimonio dentro de la Misa, se usa el formulario de la misa ritual y vestiduras litúrgicas de color blanco; sin embargo, cuando se celebra en domingo o en una solemnidad, se dice la Misa del día, conservando la bendición de los esposos y, si parece oportuno, la fórmula propia de bendición final. En la celebración del Matrimonio, la liturgia de la palabra tiene un gran valor para la catequesis sobre el sacramento y sobre los deberes de los cónyuges; por tanto, cuando se prohibe celebrar la Misa ritual propia, una de las lecturas puede, sin embargo, tomarse de los textos previstos para la celebración del Matrimonio, excepto en las solemnidades de precepto y en el Triduo Pascual. En los domingos del tiempo de Navidad y en los del tiempo ordinario, si la comunidad parroquial no participa en la Misa en la que se celebra el Matrimonio, puede emplearse también la Misa ritual propia. Si el Matrimonio se celebra durante los tiempos de Adviento o de Cuaresma, o en días de marcado carácter penitencial, el párroco advertirá a los esposos que tengan en cuenta la naturaleza particular de estos tiempos29. 594
B) Prescripciones canónicas sobre la forma de celebrar el Matrimonio El nuevo Código de Derecho Canónico contiene una normativa que hace referencia a la forma de la celebración del Matrimonio. He aquí lo más importante: a) «Solamente son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar o el párroco, o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y ante dos testigos, de acuerdo con las reglas establecidas en los cánones siguientes, y quedando a salvo lo que se trata en los ce. 144; 1112, 1; 1116 y 1127, 2 y 3. Se entiende que asiste al matrimonio sólo aquel que, estando presente, pide la manifestación del consentimiento de los contrayentes y la recibe en nombre de la Iglesia» (c. 1108). b) «El Ordinario del lugar y el párroco, mientras desempeñan válidamente su oficio, pueden delegar a sacerdotes y a diáconos la facultad, incluso general, de asistir a los matrimonios dentro de los límites de su territorio. Para que sea válida la delegación de la facultad de asistir a los matrimonios, debe otorgase expresamente a personas determinadas; si se trata de una delegación especial, ha de darse para un matrimonio concreto; pero, si se trata de una delegación general, debe concederse por escrito» (c. 1111). c) «Donde no haya sacerdote ni diáconos, el Obispo diocesano, previo voto favorable de la Conferencia Episcopal y obtenida la licencia de la Santa Sede, puede delegar a laicos para que asistan a los matrimonios. Se debe elegir un laico idóneo, capaz de instruir a los contrayentes y apto para celebrar debidamente la liturgia matrimonial» (c. 1112). d) «Si no hay alguien que sea completamente conforme al derecho para asistir al matrimonio, o no se puede acudir a él sin grave dificultad, quienes pretenden contraer verdadero matrimonio pueden hacerlo válida y lícitamente estando presentes sólo dos testigos: 1. en peligro de muerte. 2. fuera de peligro de muerte, con tal de que se prevea prudentemente que esa situación va a prolongarse durante un mes. En ambos casos, si hay otro sacerdotee o diácono que 595
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pueda estar presente, ha de ser llamado y debe asistir al matrimonio juntamente con los testigos, sin perjuicio de la validez del matrimonio sólo ante testigos» (c. 1116). e) «El matrimonio entre católicos o entre una parte católica y otra parte bautizada no católica se debe celebrar en una iglesia parroquial; con licencia del Ordinario del lugar o del párroco puede celebrarse en otra iglesia u oratorio. Él Ordinario del lugar puede permitir la celebración del matrimonio en otro lugar conveniente. El matrimonio entre una parte católica y otra no bautizada podrá celebrarse en una iglesia o en otro lugar convenientes» (c. 1118). f) «Fuera del caso de necesidad, en la celebración del matrimonio se deben observar los ritos prescritos en los libros litúrgicos aprobados por la Iglesia o introducidos por costumbres legítimas» (c. 1119). En este sentido, la Conferencia Episcopal puede determinar que incluso el rito del Sacramento propiamente dicho pueda celebrarse en las casas 30 . C) Aspectos generales del nuevo rito del Matrimonio El Ritual del Matrimonio contiene cuatro apartados principales: celebración del Matrimonio dentro de la Misa; celebración del Matrimonio fuera de la Misa; celebración del Matrimonio entre un católico y un bautizado; leccionario bíblico para la celebración del Matrimonio. Puede afirmarse que se ha puesto mucha atención a los datos que ofrece la antigua tradición litúrgica de la Iglesia, en la que se encuentran fórmulas de una gran riqueza eucológica. Tales textos han sido retocados para resaltar más su contenido doctrinal y pastoral, según los criterios del Concilio Vaticano n. Con respecto al Ritual anterior se nota mayor claridad a propósito de los verdaderos protagonistas de la celebración: los mismos contrayentes; de modo especial en la forma de expresar su consentimiento. Por eso mismo, se ha sustituido la fórmula «ego coniungo vos in matrimonium» por otra más conforme con la doctrina teológica del sacramento, además de las razones históricas que existían para ello. 596
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De este modo, el sacerdote que interviene en la celebración litúrgica del Matrimonio, aparece como testigo de una Iglesia que escucha y participa en una decisión de fe expresada por los esposos y como responable y guía de una celebración de fe dentro de la asamblea litúrgica. Es importante también todo lo referente al concepto de familia, tan amplia y profundamente tratado en el Concilio Vaticano II. Se ha enriquecido en gran medida la liturgia de la Palabra con textos bíblicos muy valiosos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. De este modo, la celebración del Matrimonio podrá resultar más adaptada a la situación concreta de las personas y de los mismos tiempos litúrgicos. Las lecturas están distribuidas así: ocho del Antiguo Testamento, diez del Nuevo, además de otras diez tomadas de los Evangelios. A ellas hay que añadir los cantos interleccionales, que también son bíblicos. La edición típica latina contiene dos fórmulas para expresar el consentimiento, cuatro colectas para la Misa, tres fórmulas para la bendición de los anillos, tres oraciones sobre las ofrendas, tres prefacios, un Hanc igitur propio para el caso de emplear la primera Plegaria Eucarística, tres fórmulas para la bendición de los esposos, tres oraciones para después de la comunión y tres bendiciones finales. Los rituales particulares pueden añadir otras y, de hecho, así ha sucedido en el Ritual Español y en otras lenguas. Todo esto, además de enriquecer notablemente el aspecto doctrinal, eucológico y pastoral del sacramento del Matrimonio, ofrece la oportunidad de realizar una celebración bien pensada y sentida, en la que los mismos contrayentes pueden tomar parte activa, sugiriendo ellos mismos, con la ayuda del sacerdote que ha de intervenir en la ceremonia, los textos más adecuados. D) Celebración del Matrimonio dentro de la Misa: elementos rituales a) Rito de entrada A la hora convenida, el celebrante, revestido con las vestiduras requeridas para la celebración de la Misa, se dirige, 597
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junto con los ministros, hacia la puerta de la iglesia o, según la oportunidad, hacia el altar; allí saluda a los nuevos esposos y les manifiesta que la Iglesia comparte su alegría. Los rituales particulares contienen fórmulas adecuadas. Si las circunstancias lo aconsejan, se omite este rito y se inicia la celebración por el comienzo de la Misa, según la forma ordinaria. Si se marcha procesionalmente hacia el altar, van delante los ministros; sigue, a continuación, el celebrante y cierran la procesión los nuevos esposos, quienes, según las costumbres de cada lugar, van acompañados con honor al menos por los padres y dos testigos. Mientras tanto se entona el canto de entrada. El rito de entrada concluye con la oración colecta que, como se ha dicho, presenta cuatro fórmulas elegibles. La primera subraya la realidad del Matrimonio a la luz de las relaciones entre Cristo y la Iglesia, y se inspira en un texto de la bendición nupcial del Misal anterior y en una oración del miércoles de la Semana de Pascua. Y dice así: «Señor, Tú que consagraste la unión conyugal para significar en ella la unión de Cristo con tu Iglesia, concede a estos hijos tuyos N. y N. dar a su vida de esposos el sentido que descubren en la fe». Las otras dos son de nueva composición. La cuarta, tomada del Sacramentarlo de Fulda con algún retoque, desarrolla muy bien el tema del amor nupcial, y dice así: «Señor, Dios nuestro, que al crear el género humano estableciste la unión entre el hombre y la mujer: une en la fidelidad de tu amor a estos hijos tuyos que celebran su boda, para que, amándose sin egoísmo, den testimonio de tu amor».
personas y a las circunstancias concretas. Esto excluye l a utilización de homiliarios prefabricados, hechos por personas ajenas a la celebración y sin tener en cuenta el ambiente especial donde se realiza y sin conocer a los contrayentes
b) Liturgia de la Palabra La proclamación de la Palabra de Dios siempre tiene gran importancia en la celebración litúrgica. Por este motivo se han elegido textos abundantes que deben seleccionarse con gran esmero. Después del evangelio, el celebrante hace la homilía, la cual, a partir de los textos escogidos, expondrá el misterio del Matrimonnio cristiano, la dignidad del amor conyugal, la gracia propia del sacramento y los deberes de los esposos, atendiendo siempre a la diversidad de las 598
c) El escrutinio Terminada la homilía, y hecha una breve monición q U e consigna el mismo Ritual, tiene lugar el escrutinio. Como ya hemos visto, aparece en los ritos matrimoniales a partir de los siglos IX y X, para cerciorarse de la libertad con que proceden los contrayentes —aspecto en el que tanto insiste el nuevo Código de Derecho Canónico—, así como de la fidelidad mutua y de la obligación de recibir y educar a los hijos. d) El consentimiento Para dar el consentimiento —que es el elemento esencial del rito— se han redactado nuevas fórmulas. La primera está inspirada en la que se usaba en los países de lengua inglesa: «Yo, N. te quiero a ti N. como esposa, y me entrego a ti, y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida». «Yo, N. te quiero a ti, N. como esposo y me entrego a ti, y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida». Mientras pronuncian estas palabras, los contrayentes tienen unidas sus manos derechas. Lo mismo ocurre en las otras formulas. El segundo formulario está redactado en forma interrogativa. El sacerdote, o quien asiste al matrimonio, pregunta al esposo: «N., ¿quieres recibir a N. como esposa, y prometes serle fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarla y respetarla todos los días de tu vida?». Y lo mismo se dice a la esposa, con los cambios necesarios. La respuesta es afirmativa. El Ritual Español tiene una tercera fórmula (aunque en un «apéndice» consigne otras dos): El esposo: «N., ¿quieres ser mi mujer?». La esposa: «Sí, quiero». 599
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La esposa: «N., ¿quieres ser mi marido?» El esposo: «Sí, quiero». El esposo: «N., yo te recibo como esposa y prometo amarte fielmente durante toda mi vida». La esposa: «N., yo te recibo como esposo y prometo amarte fielmente durante toda mi vida». Sigue la confirmación del celebrante: «El Señor confirme vuestro consentimiento, que habéis manifestado ante la Iglesia, y derrame su bendición sobre vosotros. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». El sacerdote a continuación puede invitar a la asamblea a realizar una solemne aclamación con las palabras que trae el Ritual; o también un cantor puede entonar o proclamar la aclamación. e) Bendición e imposición de los anillos Es un rito muy antiguo, que ya se encontraba entre los paganos. En el nuevo ritual se bendicen y se entregan los dos anillos: el de la esposa y el del esposo, como se usaba en muchos rituales particulares de siglos pasados. El esposo pone primero el anillo, una vez bendecido, a la esposa, mientras dice: «N., recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad». Luego la esposa se lo pone al esposo con las mismas palabras. Los anillos son signos visibles de la alianza matrimonial. El sacerdote invoca la bendición de Dios, para que esa alianza se mantenga siempre. f) Bendición y entrega de las arras En el Ritual Español se ha incluido este rito que ya aparecía en los Rituales más antiguos que se conocen, como el de la antigua Liturgia Hispana. También era conocido en los ritos de los esponsales en la antigüedad pagana. La fórmula de bendición es la siguiente: «Bendice, Señor, estas arras, que pone N. en manos de N., y derrama sobre ellos la abundancia de tus bienes». El esposo toma las arras (unas monedas) y las entrega a la esposa diciéndole: «N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir». La entrega de las arras simboliza la función providencial de Dios en el Matrimonio. 600
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Sigue la oración de los fieles. Los Rituales contienen formularios muy diversos; de ellos, deben escogerse las peticiones más oportunas. Continúa la Misa como de costumbre. Es bueno que los esposos hagan la ofrenda. Como ya se ha dicho, hay tres prefacios elegibles. El primero está tomado del Ritual matrimonial del Sacramentarlo Gelasiano y dice así: «Que con el yugo suave del amor y el vínculo indisoluble de la unidad, hiciste más fuerte la alianza nupcial, para que aumenten los hijos de tu adoración por la honesta fecundidad de los esposos. Tu providencia, Señor, y tu amor lo dispuso así de modo tan admirable, que el nacer llena la tierra y el renacer aumenta tu Iglesia: Por Jesucristo nuestro Señor». El segundo es una nueva composición inspirada el Sermón 22 de San León Magno31. Y dice así: «Porque estableciste la nueva alianza con tu pueblo, para hacer partícipes de la naturaleza divina y coherederos de tu gloria a los redimidos por la muerte y resurrección de Jesucristo. Toda esta graciosa liberalidad la has significado en la unión del hombre y de la mujer, para que el sacramento que celebramos nos recuerde tu amor inefable». El tercero también es de nueva creación; en él se exalta el amor humano, consagrado por el sacramento, como participación del amor eterno de Dios. La primera Plegaria Eucarística tiene el Hanc igitur propio. Se encuentra con algunas variantes en el Sacramentarlo Veronense: «Acepta, Señor, en tu bondad esta ofrenda nuestra, de tus hijos N. y N. y de toda tu familia santa que hoy intercede por ellos; y ya que les has concedido llegar al día de los desposorios, otórgales también el gozo de una ansiada descendencia y de una larga vida». g) La bendición de los esposos Después del Padrenuestro, omitido el embolismo Líbranos, Señor..., tiene lugar la bendición de los esposos y no sólo de la esposa, como antiguamente. El Ritual presenta tres formularios: el primero es el que aparece en el Sacramentarlo Gregoriano y se ha usado en la Iglesia latina durante siglos. Se incluyó en el Misa anterior de San Pío V y ahora ha sido 601
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incorporado al nuevo Ritual, pero con un cambio notable, al final del mismo, gracias a este texto: «...Abunde en ella el amor y la paz, y siga siempre los ejemplos de las santas mujers, cuyas alabanzas canta la Escritura. Confíe en ella el corazón de N., su esposo, y teniéndola por digna compañera y coheredera de la gracia de la vida, la respete y ame siempre como Cristo ama a su Iglesia. También, Señor, te suplicamos por estos hijos tuyos: que permanezcan en la fe y amen tus preceptos; que, unidos en matrimonio, sean ejemplo por la integridad de sus costumbres; y, fortalecidos por el evangelio, manifiesten a todos el testimonio de Cristo; que su unión sea fecunda, sean padres de probada virtud, vean ambos los hijos de sus hijos y, después de una feliz ancianidad, lleguen a la vida de los bienaventurados en el Reino celestial». Los otros dos son de nueva creación: el primero está inspirado en la estructura de la parte introductoria a la bendición tradicional, que hemos transcrito al tratar del Sacramentario Gregoriano, con amplia evocación de la historia de la salvación; el segundo es más simple y más ágil. Pero los dos son fieles al principio de ofrecer una bendición centrada esencialmente sobre la mujer, con algún inciso relacionado con el varón y una súplica final por los dos. Los esposos pueden comulgar bajo las dos especies. No se precisa para ello autorización del Ordinario de lugar. h) Bendición final Hay tres fórmulas elegibles: la primera se inspira en la antigua Liturgia Hispana32. Las otras dos son de nueva composición; la una tiene esquema trinitario y la otra se inspira en las bodas de Cana y se refiere a Cristo y al testimonio cristiano. E) Celebración del Matrimonio fuera de la Misa Además de los casos previstos en que está presente un sacerdote, éste es el rito que usa también el diácono que, en ausencia del sacerdote, haya sido delegado por el obispo o por el párroco para, en nombre de la Iglesia, asistir a la celebración del Matrimonio y bendecirlo. 602
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a) Rito de entrada A la hora convenida, el celebrante, revestido con sobrepelliz y estola, o también capa pluvial, todo de color blanco, se dirige, junto con los ministros, hacia la puerta de la iglesia o, según la oportunidad, hacia el altar; allí saluda a los contrayentes y les manifiesta que la Iglesia comparte su alegría. Todo se desarrolla como en el rito anterior dentro de la Misa, salvo la colecta, que se omite. b) Liturgia de la Palabra Se realiza según las rúbricas generales sobre este rito. Después del evangelio tiene lugar la homilía, como se ha dicho en el rito dentro de la Misa. c) Liturgia del sacramento Todo se realiza según lo dicho en la celebración del Matrimonio dentro de la Misa. Después de la entrega mutua del anillo, o también de las arras, se tiene la oración de los fieles, a la cual se une, sin solución de continuidad, la bendición solemne de los esposos, según una de las tres fórmulas que trae el Ritual. Después de la bendición solemne se recita la oración dominical. Si se desea recibir la comunión, después del rezo de la oración dominical el celebrante distribuye el pan eucarístico, según costumbre. Terminada la comunión, puede, según la oportunidad, guardarse unos momentos de oración silenciosa o entonarse un salmo o un cántico de alabanza. Luego, el celebrante concluye con una de las dos oraciones que trae el Ritual u otra apropiada. Después de la oración dominical, o de la comunión, si ha tenido lugar, el celebrante bendice a los presentes con una de las fórmulas del Ritual. F) Celebración del Matrimonio entre un católico y un no bautizado La celebración tiene lugar en la iglesia o en otro lugar conveniente y se desarrolla según el rito que para estos casos trae el Ritual. El rito de entrada es similar al rito del sacramento fuera 603
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de la Misa, que acabamos de describir. Sigue la liturgia de la palabra. Pueden leerse tres lecturas escogidas del leccionario especial del matrimonio, la primera de las cuales será del Antiguo Testamento. Si las circunstancias lo aconsejan, se hará una sola lectura. Después de la homilía, que debe tener muy en cuenta las circunstancias especiales de esta celebración, sigue la liturgia sacramental con una monición especial para este caso. Todo lo demás se realiza como en el rito del sacramento juera de la Misa, Si las circunstancias lo aconsejan, la bendición solemne de los esposos puede omitirse. Cuando se hace, se une sin solución de continuidad a la oración de los fieles. Esta puede hacerse dejando un tiempo de oración en silencio, para que la asamblea presente sus intenciones a Dios, o como de costumbre; el Ritual indica la tercera de las fórmulas antes señaladas. Después de la bendición solemne de los esposos, todos recitan la oración dominical; si la bendición no se realiza, el celebrante puede decir otra oración apropiada, en lugar del Padrenuestro. La celebración concluye con la bendición del sacerdote a los esposos y a todos los presentes.
Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento» (c. 1055).
G) Aniversarios de la celebración del Matrimonio El Misal Romano contiene varias oraciones para la celebración de Misas en el día aniversario de la celebración del matrimonio; de modo especial, al cumplirse los 25 y los 50 años. En estos casos, cuando las rúbricas del Misal lo permiten, se dice la Misa de acción de gracias con las oraciones propias para el aniversario, las bodas de plata (25 años) y las bodas de oro (50 años).
9. Sujetos del Matrimonio «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. 604
10. Matrimonios mixtos «Está prohibido, sin licencia expresa de la autoridad competente, el matrimonio entre dos personas bautizadas, una de las cuales haya sido bautizada en la Iglesia Católica o recibida después del Bautismo y no se haya apartado de ella mediante un acto formal, y otra adscrita a una Iglesia o comunidad eclesial que no se halle en comunión plena con la Iglesia católica» (c. 1124). Este canon indica con toda claridad la mente de la Iglesia respecto a los matrimonios mixtos: se los prohibe a sus hijos como criterio general No obstante, «si hay una causa justa y razonable, el Ordinario del lugar puede conceder esta licencia; pero no debe otorgarla si no se cumplen las condiciones que siguen: 1. que la parte católica declare que está dispuesta a evitar cualquier peligro de apartarse de la fe, y prometa sinceramente que hará cuanto le sea posible para que toda la prole se bautice y se eduque en la Iglesia católica; 2. que se informe en su momento al otro contrayente sobre las promesas que debe hacer la parte católica, de modo que conste que es verdaderamente consciente de la promesa y de la obligación de la parte católica; 3. que ambas partes sean instruidas sobre los fines y propiedades esenciales del matrimonio que no pueden ser excluidos por ninguno de los dos» (c. 1125). En cuando a las cautelas «corresponde a la Conferencia Episcopal determinar tanto el modo según el cual han de hacerse estas declaraciones y promesas, que son siempre necesarias, como la manera de que quede constancia de las mismas en el fuero externo y de que se informe a la parte no católica» (c. 1126). Por lo que respecta a la forma «que debe emplearse en el matrimonio mixto, se han de observar las prescripciones del canon 1108 (que indicamos antes); pero si contrae ma605
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trimonio una parte católica con otra no católica se requiere únicamente para la licitud; pero se requiere para la validez la intervención de un ministro sagrado, observadas las demás prescripciones de derecho» (c. 1127, 1). «Si dificultades graves impiden que se observe la forma canónica, el Ordinario del lugar de la parte católica tiene derecho a dispensar de ella, pero consultando, en cada caso, al Ordinario del lugar en que se celebra el matrimonio y permaneciendo para la validez la exigencia de alguna forma pública de celebración; compete a la Conferencia Episcopal establecer normas para que dicha dispensa se conceda con unidad de criterio» (c. 1127, 2). «Se prohibe que, antes o después de la celebración canónica, a tenor del párrafo primero, haya otra celebración religiosa del mismo matrimonio para prestar o renovar el consentimiento matrimonial; asimismo, no debe hacerse una ceremonia religiosa en la cual, juntos el asistente católico y el ministro no católico y realizando cada uno su propio rito, pidan el consentimiento de los esposos» (c. 1127, 3). Respecto al cuidado pastoral de los matrimonios mixtos, «los Ordinarios del lugar y los demás pastores de almas deben cuidar de que no falte al cónyuge católico, y a los hijos nacidos de matrimonio mixto, la asistencia espiritual para cumplir sus obligaciones y han de ayudar a los cónyuges a fomentar la unidad de su vida conyugal y familiar» (c. 1128). «Las prescripciones de los ce. 1127 y 1128 se aplican también a los matrimonios para los que obsta el impedimento de disparidad de cultos, del que trata el c. 1086, párrafo 1» (c. 1129). El canon 1086, 1 dice lo siguiente: «Es inválido el matrimonio entre dos personas, una de las cuales fue bautizada en la Iglesia católica o recibida en su seno y no se ha apartado de ella por acto formal, y otra no bautizada». La dispensa de este impedimento puede darla el Ordinario del lugar; teniendo en cuenta lo que se ha dicho anteriormente en los ce. 1125 y 1126.
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Capítulo VIII ALGUNOS SACRAMENTALES I. IA LITURGIA FUNERARIA 1. Ritos funerarios cristianos: visión de conjunto Desde los tiempos más remotos de la humanidad, los difuntos han sido objeto de un cuidado peculiar, así como el lugar de sus enterramientos. La liturgia cristiana se acomodó en gran parte a los usos del medio ambiente histórico y cultural en que florecía, pero dando siempre a todos sus ritos una impronta genuinamente cristiana. La praxis funeraria, constatable en las catacumbas romanas, es un exponente muy expresivo de lo que significan los difuntos en el cristianismo. A) Trasfondo religioso de los ritos funerarios paganos Cuando el hombre se encuentra en los umbrales de la eternidad, se hace, con frecuencia, más creyente y religioso, y adopta una actitud de respeto y de suplicante vasallaje frente al Creador. Aquí está la explicación de que, incluso en las más escépticas civilizaciones paganas de la antigüedad, se descubra siempre un fondo de religiosidad, al menos cuando se trata de los difuntos. Este hecho es tan radical, que los epígrafes y plegarias funerarias son los únicos monumentos cultuales que hoy conocemos de muchos pueblos. Según el criterio de los antiguos, cuando el alma salía del cuerpo era introducida en una especie de atmósfera sagrada que envolvía incluso al cadáver y al mismo sepulcro; 607
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ALGUNOS SACRAMENTALES
de ahí las leyes de la inviolabilidad de los sepulcros. Negar la sepultura a un cadáver era la pena más infamante que podía infligirse a un malhechor. Los latinos, de modo especial, querían seguir ejerciendo con los difuntos las costumbres de la vida doméstica; de ahí que no mirasen los sepulcros como lugares de infaustos augurios, y que sepultasen a sus difuntos en los propios jardines o en los bordes de las grandes vías que partían de Roma hacia todo el Imperio. Cerca estaban también las «villas» o granjas en torno a esos mausoleos, como aún se puede ver en la Vía Apia de Roma. Sobre aquellos hipogeos hacían sacrificios, después de los cuales los vivos se unían, en cierto modo, con los difuntos, consumiendo en su memoria los alimentos del banquete fúnebre. Esto se realizaba, sobre todo, en el aniversario de su natalicio o, lo que es lo mismo, en su cumpleaños. Los cristianos consideraron como dies natalis —el día de su nacimiento a la vida eterna en la gloria celeste— al mismo día de la muerte.
Cuanto había de inofensivo, afectuoso e incluso genial en el ritual funerario de la antigüedad clásica, fue recibido por la Iglesia, siguiendo su acostumbrada economía salvífica.
B) Cristianización de los ritos funerarios paganos El cristianismo no suprimió el culto a los difuntos, sino que lo purificó y consolidó, sobre todo en cuando al dogma de la resurrección de los muertos. Según puede constatarse por la historia y la arqueología, los cristianos de Roma, desde los mismos tiempos apostólicos, erigieron sus cementerios (lo que los paganos llamaban necrópolis) a los lados de las espléndidas vías consulares. En aquellos primeros hipogeos —excavados en las fincas de Domitila, de Priscila, de los Cecilios, de los Flavios, de los Acilios y otros —enterraron, además de las víctimas de las persecuciones de los emperadores romanos, los cadáveres de los hermanos en la fe que habían muerto de muerte natural. La Iglesia concedió a cada uno de ellos un lóculo excavado en la toba del subsuelo urbano y, en vez de los parentalia de los paganos, ofreció, en días determinados, sobre aquellas tumbas lo que más tarde llamó San Agustín sacrificium pretii nostri1: el sacrificio de nuestro rescate. Ya en tiempo de San Ignacio de Antioquía y de San Policarpo, se hablaba de ofrecer la Eucaristía en sufragio por los difuntos, como de una realidad fundada en la tradición. 608
C) El ritual cristiano de exequias anterior al Vaticano II a) Costumbres respecto al cadáver Desde tiempos antiquísimos, al expirar el enfermo, su cadáver era lavado, según la costumbre antigua y universal. Cuando su posición lo permitía, era embalsamado al estilo egipcio o, por lo menos, se le ungía con una cantidad tan grande de perfume, que Tertuliano llegó a decir, en su Apologeticum, que los cristianos eran más espléndidos para honrar a sus muertos que los paganos para «sahumar» a sus dioses. Después se vestía al cadáver con los distintivos de su clase. A los ricos se les ponía un traje de púrpura recamado de oro. Un poco irónicamente se pregunta San Jerónimo, si los cuerpos no pueden convertirse en polvo, si no están amortajados con púrpura. El mismo San Jerónimo atestigua que en las iglesias había clérigos cuyo encargo principal consistía en preparar los cadáveres para las sepulturas 2 . Según el cardenal Schuster, sólo los que morían de muerte violenta recibían sepultura con los mismos vestidos que llevaban cuando les sorprendió la muerte. Así explica él por qué Santa Cecilia llevaba la ropa ensangrentada cuando fue descubierta. Otras veces se envolvía el cadáver en un sudario, a ejemplo del Señor. A veces se enterraba a los difuntos con la Eucaristía. (Esta costumbre, que fue prohibida severamente, todavía seguía vigente en Alemania en el siglo XI, según se desprende del testimonio que ofrece la tumba de San Udalrico, en la que fue encontrada una píxide que contenía Sanguis Domini et alia Sancta. En la Edad Media, los sacerdotes eran inhumados con un cáliz de estaño en las manos, en vez de la Eucaristía). b) El entierro Casi siempre se enterraba al difunto el mismo día de su tránsito. Pero la inhumación de los grandes personajes se di609
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feria tres, cuatro y, a veces, hasta siete días, con el fin de que pudieran acudir al sepelio otros personajes ilustres. Respecto a los obispos, el concilio de Valencia, del año 524, sancionó que debían ser llevados al sepulcro por sus colegas de la Provincia Eclesiástica; por eso tenían prohibido los presbíteros inhumarlo antes de que llegasen los obispos vecinos. El Concilio considera esta praxis como una costumbre antigua. El Derecho Romano, en el que se inspiró la legislación canónica de la Iglesia, prohibía enterrar a los cadáveres en el recinto de las ciudades o dentro de los templos. Cada vez que San Gregorio Magno otorgaba licencia para dedicar algún oratorio o baptisterio, ponía siempre la condición de que en ese lugar no hubiera sepulturas. A pesar de ello, el uso contrario prevaleció en Roma en la época lombarda, hasta el extremo de que las iglesias titulares sustituyeron en parte a los cementerios suburbanos. No es posible determinar con exactitud el texto de las antiquísimas preces funerarias. Pero se sabe que, desde los siglos de las persecuciones, existía sobre el particular una precisa tradición eclesiástica. Hace tiempo, observaron los arqueólogos que el ciclo escriturario más repetido en las pinturas fúnebres de las catacumbas está en perfecta armonía con las oraciones de la commendatio animae, que, como hemos visto, es antiquísima, y con los diversos personajes bíblicos a que alude. Hablando del entierro de San Pablo, ermitaño, cuenta San Jerónimo que San Antonio cantó los salmos tradicionales entre los cristianos. También se encuentran alusiones a la liturgia funeraria en las antiguas inscripciones sepulcrales y en los sarcófagos , sobre todo en las descubiertas hace años en Libia. En las Actas de San Cipriano, inhumado en plena persecución con muchos asistentes que llevaban cirios encendidos y en tono triunfal, se encuentran algunas palabras alusivas al rito primitivo de las exequias cristianas. Al describir San Jerónimo las de Fabiola, cuenta que se oía resonar por las vías romanas el canto del alleluya. En la relación de los funerales de Santa Paula, hace notar que «fue conducida llevando el féretro los obispos con sus propias manos y hombros, y otros prelados portaban antorchas y ci-
rios encendidos... cantaban salmos en griego, latín y sirio, no sólo por espacio de tres días hasta que fue sepultada en la cripta junto a la gruta en que lo fue el Señor, sino durante toda la semana» 3 . San Agustín describió maravillosamente, en el libro noveno de sus famosas Confesiones, la muerte y funerales de su madre santa Mónica en Ostia. Cuando expiró, se entonó el salmo 100, a cuyos versos todos los asistentes respondían Misericordiam et iudicium cantabo tibi, Domine. Muy pronto acudió a la casa un público numeroso y después que el cadáver fue acomodado en el féretro, según la costumbre, lo llevaron al cementerio y a continuación se celebró la Santa Misa junto al sepulcro, pero antes de que el féretro fuera introducido en él4. Respecto a Oriente, San Gregorio Niseno alude a una verdadera vigilia nocturna, semejante al tipo de las usadas en las fiestas de los mártires, con cánticos de salmos e himnos. En la biografía de San Pacomio (|346) se alude a los mismos 5. San Gregorio de Tours lo confirma en las Galias6. San Cesáreo (|543) alude también a las lecturas 7 . Para el cortejo fúnebre, las Constituciones Apostólicas prescriben el canto de salmos, sobre todo los salmos 114 y 115, a los cuales pueden añadirse los salmos 22, 26, 31, 50, 90 y 120, cuyos versículos se encuentran frecuentemente en las inscripciones de los sepulcros de esa época 8 . Con ciertas variantes, esta costumbre ha sido vivida por la Iglesia en todas las liturgias hasta nuestros días. Dom Cabrol hace notar que el cortejo fúnebre constituye una de las formas más antiguas de procesión.
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c) Actos cultuales posteriores al entierro Como ya se ha dicho, los difuntos eran sepultados fuera de la ciudad, pero no muy lejos de ella, a fin de poder acudir allí con relativa frecuencia. Las exequias solían ir seguidas de un luto de nueve días; de ahí el nombre de novendialia. El tercero y el noveno de esos días eran los más solemnes, porque en ellos venían los parientes a la tumba y allí celebraban los paganos el banquete fúnebre con el sacrificio. Durante el año se celebraban también los parentalia, 611
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como ya se ha dicho, los rosalia, los dies violationis, esto es, de las violetas, cumpleaños, etc. En esos días se esparcían en torno a la tumba del difunto ungüentos perfumados, hierbas aromáticas, flores simbólicas, rosas, violetas, etc. Los cristianos hacían algo semejante, pero con sentido muy distinto. Como ya se ha indicado, el dies natalis no era el cumpleaños, sino el día de su partida para la eternidad. Era una vivencia profunda del dogma de la resurrección de los cuerpos y de la gloria futura. Según las Constituciones Apostólicas, también se conmemoraban con un rito litúrgico doble los días tercero, noveno y cuadragésimo. San Ambrosio alude a esta práctica, pero señala también otra praxis: esto era aplicable a los días séptimo y trigésimo9. San Agustín era contrario incluso a las novendialia, porque tenían un fuerte sabor pagano 10 . Con todo, los fieles siguieron haciéndolo, pues no veían en ello nada opuesto a la doctrina cristiana, al situar por encima de todas esas manifestaciones de piedad para con los difuntos el sacrificio eucarístico y ordenar a él las otras muestras de veneración, como los perfumes, las flores y las hierbas aromáticas. De hecho, la Iglesia ha conservado, hasta la promulgación de la liturgia posconciliar por Pablo VI, la celebración de la Misa por los difuntos los días tercero, séptimo, trigésimo y aniversario. El Misal de Pablo VI sólo contiene formularios para el día aniversario, aunque con una gran variedad de fórmulas litúrgicas11.
nos y Laudes. Carecía de himnos. Los salmos no terminaban con el Gloria Patri Las nueve lecciones estaban tomadas del Libro de Job. El invitatorio se introdujo en el siglo XIII, en la Abadía de San Galo. No fue redactado para ser recitado en la Vigilia de los difuntos, sino para los días tercero, séptimo, trigésimo y aniversario. En el medievo era praxis común recitarlo casi todos los días del año en sufragio de los bienhechores, sobre todo en algunos monasterios. En cientos lugares se cambiaron las lecciones del Libro de Job por el libro de San Agustín De cura gerenda pro mortuis, que todavía aparecían en el Breviario anterior a la reforma de Pablo VI el día 2 de noviembre, Conmemoración de todos los Fieles Difuntos12.
D) El Oficio de difuntos A fines del siglo VII y, posiblemente, antes de la época de San Gregorio Magno (f606) existía un Oficio de difuntos. La ordenación de los salmos tiene impronta romana sin influjos monásticos ni galicanos. Así lo confirma el Ordo de Juan el Archicantor, de San Pedro del Vaticano, escrito hacia el año 680; e, indirectamente, Amalario cuando afirma que ese Oficio se encontraba ya en los sacramentarlos romanos llegados a las Galias hacia la mitad del siglo VIII. Posteriormente, el Ordo de Saint-Riquier, escrito hacia el año 800, y el Concilio de Aix-la-Chapelle, del año 817, mencionan el Oficio de difuntos con estas tres horas: Vísperas, Noctur612
E) La Misa de difuntos La Iglesia debió recordar muy pronto durante la celebración de la Eucaristía a los hermanos que habían muerto. Encontramos algunos indicios en ciertos testimonios de la Apología de Arístides (140), en la que puede leerse: «si alguno de los fieles muere, dadle el saludo con la celebración de la Eucaristía y rezando alrededor de su cadáver»13. El apócrifo oriental de las Actas Iohannis (hacia el año 150), alude a la oración del santo apóstol en la tumba de Brusiana y a la celebración allí del santo sacrificio de la Misa14. Tertuliano, hacia fines del siglo II, menciona la celebración de la Santa Misa el día de la sepultura y en el aniversario de la muerte de un fiel cristiano'\ San Cipriano se refiere a esta costumbre como a una tradición muy antigua16, y en él son frecuentes las expresiones «ofrecer sacrificios por la muerte de un hermano», «nombrarlo en las preces», etc.17. Santa Mónica, ya moribunda, encarga que se haga memoria de ella en el altar18. En Oriente ocurría lo mismo. Los «dípticos» de las diversas liturgias muestran el cuidado que se tenía de nombrar a los difuntos en la celebración de la Eucaristía. Los textos más antiguos recogen ese recuerdo de los difuntos; por ejemplo, el Eucologio de Serapión (t362) y las Constituciones Apostólicas. En Occidente encontramos oraciones por los difuntos en el antiquísimo Sacramentarlo Veronense o 613
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Leoniano y en el Sacramentario Gelesiano Vetus, que contiene trece fórmulas para misas por los difuntos. Ese número se redujo en el Sacramentario Gregoriano. Los textos de las Misas por los difuntos han sido objeto de muchos estudios. El canto de entrada: Réquiem aeternam, tomado del libro cuarto de Esdras, apócrifo, pero tenido como canónico hasta el Papa Gelasio (|495), parece ser muy antiguo en la liturgia, ya que es anterior a este Papa, pues de lo contrario tal vez no habría sido introducido en la liturgia. Hay muchos epígrafes cimiteriales que lo incluyen. El Gradual es de la misma época y tiene como verso el versículo 7 del salmo 111. Otras veces era sustituido por otros textos, vg. Qui Lazarum, como aparece en manuscritos litúrgicos de los siglos X y XI. El canto del aleluya existía en la antigüedad, como ya hemos visto en el caso de Fabiola, aludido por San Jerónimo; pero, al menos desde el siglo IX, desaparece del Rito Romano, como lo atestigua Amalado y el antiguo Ordo de San Pedro. Hacia el siglo XIII, se incluyó también en las Misas por los difuntos la secuencia Dies irae, que no puede ser atribuida a Tomás de Celano, como se ha creído, ya que existe en manuscritos del siglo XII y Tomás de Celano vivió entre los años 1200-1260. De los misales franciscanos pasó al Misal de San Pío V; ahora, en la reforma litúrgica de Pablo VI, ha sido suprimido del Misal, pasando a ser himno ad libitum de la última semana del Año litúrgico. Un texto muy discutido es la antífona del ofertorio: Domine, Iesu Christe19. En el Sacramentario Gelesiano se encuentran fórmulas para prefacios propios de las Misas de difuntos, pero ninguno logró pasar al Misal de San Pío V. En 1919 Benedicto XV introdujo uno, compuesto con elementos de la Liturgia Galicana; es el primero de la serie de prefacios de difuntos del Misal de Pablo VI, como luego veremos.
Misal de Ratoldo se encuentran ya todos los elementos de ese rito, salvo que el responsorio Libera me... es sustituido por el Subvenite. (Actualmente esta absolución sólo se permite cuando está presente el cadáver o en las Misas de difuntos que se celebran en los cementerios o lugares de enterramientos. Por eso se concedió a la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, y de allí pasó a la primera edición del Misal en castellano). 2. Sentido de las exequias cristianas según los SS. Padres y las liturgias antiguas Los Santos Padres y las liturgias antiguas contienen múltiples datos doctrinales sobre los difuntos. Veamos algunos de especial interés 20 . A) Salvación del alma por la plegaria de los vivos La liturgia funeraria cristiana parece limitarse primitivamente a la acción de gracias. El uso de orar por una mejor condición de los difuntos se remonta, sin embargo, a los siglos II y III. Este uso tiene una base escriturística en el texto del libro de los Macabeos (2 Mach. 12, 43-45) y encontró un poderoso aliado en algunas costumbres ambientales, sobre todo en ciertas prácticas populares en Egipto. La oración por los muertos, en el sentido estricto del término, implica una eclesiología: la intercesión de los vivos por los difuntos supone que la comunión fundada sobre el Bautismo, mantenida por la fe y la vida cristiana y alimentada por la Eucaristía, se prolonga más allá de la muerte. La práctica corresponde a una concepción sobre el destino del alma después de su separación del cuerpo por la muerte 21 .
F) El rito de la absolución
B) Protección contra el «Adversario»
Este rito no es antiguo ni originariamente romano. Se encuentra en el llamado Misal de Ratoldo, del siglo X. Recibe el nombre de la oración que se tenía después de la Misa cantada por el difunto, estuviera o no presente el cadáver: Absolve quaesumus, Domine, animam famuli tul.. En el citado
Durante los siglos IV-VIII existe la idea de que el alma libra, inmediatamente después de la muerte, una lucha contra un Adversario que intenta perderla para siempre. Al igual que los orientales, san Ambriosio parece situar el drama en los aires, donde los espíritus hostiles intentan interceptar el
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vuelo del alma hacia Dios. San Agustín lo sitúa en el momento del juicio particular, en que el Adversario, como una especie de fiscal, intenta que la decisión sea suya y por eso contradice lo bueno que ha hecho el alma. Según la mentalidad de la época, se piensa que el Adversario se entromete en la misma agonía. Algo de esto parece deducirse de las preces por los agonizantes, incluso en la actualidad (si bien hay que tener presente que en esos momentos el Demonio pone más esfuerzo, si cabe, en perdar al alma, lo cual explicaría la insistencia de las oraciones de la Iglesia para que el alma salga victoriosa). En las Galias y en España la liturgia se preocupa principalmente del momento de la Commediatio anímete y de la inhumación del cadáver. Estos conceptos han influido en la elección de ciertos textos bíblicos como Ef. 6, 12 y el salmo 90. Eso mismo aparece en Roma con San Gregorio Magno, pero no está muy acentuado en la Liturgia Romana 22 .
la liturgia funeraria. Tertuliano la defendió con calor, pero fue combatida ya desde su misma época. En la segunda mitad del siglo V triunfa la opinión de que las almas justas esperan en el Paraíso; a veces, el seno de Abrahán se confunde con el Paraíso. Los Padres y la liturgia describen el Paraíso como un jardín inmenso en el que se levanta la Ciudad santa donde reina Cristo en medio de los santos. En otras palabras, es la verdadera tierra prometida de la que la Jerusalén celeste es la capital. Los Padres de los primeros siglos, sobre todo los de los siglos IV-V, oponen la bienaventuranza celestial a los sufrimientos terrestres y a los castigos de la condenación eterna. En la época posterior —con San Gregorio Magno, San Isidoro de Sevilla y San Beda— la oponen también a las penas del purgatorio. En cuanto a la liturgia funeraria, se subraya la antítesis entre salvación y condenación. Rara vez se opone la felicidad eterna a los sufrimientos de esta vida. El Seno de Abrahán y el Paraíso se describen como la región de los vivos, el lugar de la luz, el lugar del refrigerio, el lugar del reposo, el lugar de la paz y la sociedad de los Santos 24 .
C) El perdón de los pecados en el otro mundo Los Padres y la liturgia insisten en la posibilidad de obtener el perdón de los pecados no sólo de los vivos sino también de los difuntos. Pueden aducirse algunos testimonios de San Ambrosio, y San Agustín y San Pedro Crisólogo sobre la eficacia de la oración en orden a asegurar la salvación de las almas y librarlas de la condenación eterna. San Gregorio Magno es el primero que explica la oración por los difuntos relacionándola con el purgatorio. Le siguieron San Isidoro de Sevilla, San Beda el Venerable y los escritores posteriores. Sin embargo, esa doctrina no pasa a las fórmulas litúrgicas, que mantienen la línea de los Santos Padres de la época áurea: evocan el perdón y la salvación del alma de los difuntos. Pero la frecuencia de este tema varía según la cualidad del difunto. El uso de reconciliar a los penitentes in extremis o de celebrar la Misa por los penitentes no reconciliados influye en el desarrollo del tema del perdón en algunas fórmulas litúrgicas de los funerales23. D) Admisión .del alma en el Seno de Abrahán y en el Paraíso La espera de algunas almas justas en un lugar inferior, que sería el Seno de Abrahán, es una concepción arcaica en 616
E) La resurrección, el juicio y la bienaventuranza eterna La participación en la prima resurrectio significa la participación en la salvación y en la felicidad del Millenium; pero, a veces, se quiere aludir a la suerte de los justos en la resurrección general. Este tema es muy antiguo. En Tertuliano y, parcialmente, en la Liturgia Galicana está asociado, ante todo, a la espera en el Seno de Abrahán; en cambio, en San Ambrosio y en la antigua Liturgia Hispana, se refiere al Paraíso. Sin embargo, el tema de la participación en la resurrección general es más importante y no menos antiguo que el anterior. San Agustín indica ya el uso de 1 Tes. 4, 13-17 y Jn. 11 en la liturgia funeraria. Incluso puede decirse que ya aparece en el siglo III, dado el uso que hacen los Padres de la Carta a los Tesalonicenses, tanto en sus cartas de condolencia como en sus consideraciones sobre la celebración cristiana de la muerte. En cuanto al juicio, son interesantes en los Padres y en 617
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la liturgia las citas del salmo 111, 7 y 142, 2: «In memoria aeterna erit iustus, ab auditu malo non timebit» y «Non intres in iudicium cum servo tuo». La liturgia es muy sobria sobre la bienaventuranza eterna; sin embargo, hay textos muy expresivos en este sentido 25 . Todo esto pasó, en líneas generales, a la liturgia anterior a la reforma de Pablo VI.
no impide, por otra parte, aceptar todos los aspectos positivos que existen en la celebración actual; incluyendo, si es posible, las costumbres funerarias locales, dándoles un sentido más profundo, como hizo siempre la Iglesia. b) Carácter festivo
A) Sentido de las exequias cristianas:
Muchos elementos de las exequias del nuevo Ritual manifiestan su carácter festivo: la vestición y el adorno del cadáver —con una clara significación sacramental y escatológica—, la sustitución del llanto fúnebre por el canto esperanzador de los salmos; la celebración de la Eucaristía; etcétera.
a) Celebración del misterio pascual
c) Comunión entre vivos y difuntos
Las exequias que la Iglesia tiene previstas con motivo de la muerte de cualquiera de sus hijos, «no son únicamente ritos de purificación del difunto, ni sólo oraciones de intercesión, ni una mera expresión de condolencia y consuelo» (REE, n. 8). La Iglesia celebra en ellas el misterio pascual, para que quienes fueron incorporados a Cristo, muerto y resucitado por el Bautismo, pasen con El a la vida, sean purificados y recibidos en el Cielo, y aguarden el triunfo definitivo de Cristo y la resurrección de los muertos (cfr. SC, 82). Esto explica que la esperanza de la resurrección sea un tema central en las exequias. A ella se refieren constantemente las lecturas, las antífonas y las oraciones. Incluso late esta idea en el rito de inhumación, que explica, por otra parte, la resistencia de la Iglesia a introducir otra práctica respecto a los cadáveres (aunque no repruebe la incineración con tal que se respeten ciertas condiciones). También está sugerida por el lugar donde se entierran los cadáveres, que no es la clásica ciudad de los muertos (necrópolis) sino el lugar donde duermen los difuntos en espera de la definitiva resurrección al final de los tiempos. Esta idea del misterio pascual suele estar desplazada por una actitud, bastante generalizada, que tiende a ver en las exequias únicamente el lado humano (dolor-consuelo), o únicamente ritos de purificación o de intercesión. Su recuperación exige una paciente y seria labor catequética, la cual
Los ritos exequiales expresan también los vínculos existentes entre todos los miembros de la Iglesia. Aquí radica el sentido de los sufragios que los vivos han ofrecido y ofrecen por los difuntos (cfr. LG, 50): oraciones, obras de caridad, aplicación de indulgencias, ofrecimiento de la Santa Misa, etc. El Ritual pone de relieve que el cristiano no muere solo, sino que lo hace acompañado de la comunidad cristiana, que lo encomienda, a su vez, a la comunidad celeste. Expresan esta realidad, entre otros, los siguientes hechos: la presencia de la familia —a ser posible de una comunidad más amplia—, para participar en el Santo Sacrificio y tributar al difunto el último saludo de despedida; la convocación de la Santísima Virgen y de los Santos, que aparece en diversas plegarias, pidiendo a la comunidad celeste que reciba a quien hasta ahora formaba parte de la comunidad terrestre; las procesiones funerarias, con su simbolismo del carácter peregrinante del cristiano y del paso de una comunidad transitoria a una comunidad definitiva.
3. El Ritual de Exequias de Pablo VI
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d) Intercesión por el difunto Las exequias expresan la certeza de la resurrección, la fe en la victoria de Cristo sobre la muerte y la esperanza de participar plenamente en ella. Pero manifiestan también la in619
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certidumbre inherente a la esperanza cristiana. Por eso, la Iglesia eleva preces de intercesión por los difuntos, para que el Señor perdone sus pecados, los libre de la condenación eterna, los purifique totalmente, los haga partícipes de la eterna bienaventuranza y los resucite gloriosamente al final de los tiempos. La eficacia de esta intercesión se funda en los méritos de Jesucristo, no en los sufragios mismos.
las exequias debe expresar claramente el sentido pascual de la muerte cristiana. Veamos algunos puntos concretos sobre el particular.
e) Veneración del cuerpo Los ritos funerarios manifiestan claramente la veneración que siente la Iglesia por los cuerpos difuntos. Superando el platonismo (para quien el cuerpo es cárcel del alma), el maniqueísmo (que ve en la materia algo intrínsecamente malo), el espiritualismo (que sólo admite, de hecho o de derecho, el elemento espiritual) y el materialismo ateo (para quien sólo existe lo material, a lo que considera indefectiblemente perecedero y despreciable), la Iglesia proclama que la unidad vital cuerpo-alma, son objeto de salvación: uno y otra serán glorificados o condenados. f) Ejemplo para la vida cristiana Las exequias son una magnífica ocasión para que la comunidad cristiana reflexione y ahonde en el significado profundo de la vida y de la muerte; y para que los pastores de almas realicen una eficaz acción evangelizadora, potenciada por las disposiciones positivas de los familires, la participación en la misa exequial de muchos cristianos alejados y la presencia amistosa de personas indiferentes, incrédulas e incluso ateas. B) Aspectos doctrinales sobre los difuntos en el Ritual de Pablo VI La doctrina sobre el concepto cristiano de la muerte ha encontrado amplio eco en los nuevos ritos y formularios de la liturgia promulgada por Pablo VI, tanto en el Misal como en el Ritual y en la Liturgia de las Horas. Se ha tenido en cuenta de modo especial, lo indicado en la constitución Sacrosanctum Concilium (n. 81), donde se dice que el rito de 620
a) Liturgia de la Palabra En las lecturas bíblicas hay una amplia y profunda catcquesis sobre el misterio de la muerte cristiana. Temas fundamentales son los de la resurrección final, la esperanza en la misericordia divina, la salvación por la muerte y resurrección de Cristo, la necesidad de vivir la nueva vida en Cristo para poder participar de su gloria, la importancia de la caridad en la vida y en la muerte, la dicha de los que mueren en el Señor, el juicio por las buenas obras, la espera vigilante y fiel del Esposo, la confianza del justo en el Señor, la esperanza en el amor misericordioso de Dios, la acción de gracias por la futura y definitiva salvación, etc. b) Las nuevas misas por los difuntos La investigación histórica de las fuentes de la oración litúrgica y la reflexión teológica sobre las mismas manifiestan claramente la verdadera naturaleza de la muerte cristiana. Las ideas claves de las oraciones por los difuntos del Misal de Pablo VI reflejan el pensamiento de San Pablo sobre el pecado y la muerte, como se describe en Rom, 5-6. La muerte forma parte del misterio bautismal: «¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con Él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom. 6, 3-4). De acuerdo con esta afirmación, el rito bautismal representa la muerte, sepultura y resurrección de Cristo. En el acto bautismal el cristiano pasa por la experiencia de morir al pecado y ser sepultado y resucitar como Cristo. Esto es precisamente el Misterio Pascual. La doctrina de las antiguas y nuevas oraciones de las misas por los difuntos es una doctrina de confortamiento de la 621
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fe y de esperanza. Algunas frases y expresiones que piden para el difunto la purificación de todos sus pecados, a través de la eficacia del Sacrificio Eucarístico, conservan intacta la enseñanza de la Iglesia sobre el purgatorio. Se ha revisado cuidadosamente todo formulario para facilitar su comprensión por los cristianos de nuestra época. El cristiano se identifica con Cristo en la muerte, y en el acto de morir él retorna a su Creador y Redentor, que ha muerto y sufrido por su salvación. El Sacrificio Eucarístico es la proclamación de la muerte y resurrección del Señor. El cristiano participa en este misterio, aceptando voluntariamente la propia muerte, que es un «paso» de la muerte a la vida. Es el cumplimiento, en la gloria, de su profesión de fe bautismal. Esta es precisamente la gracia obtenida por Cristo en favor nuestro, al revestirse de nuestra mortalidad para hacernos partícipes de su divinidad26.
sericordioso de su amor, a trayés de los méritos de Cristo, nos otorga la gracia de resucitar a una vida nueva (Pref. V). La humanidad es considerada cristiana, esto es, como el conjunto de todos los fieles (Pref. I). El hombre recibe la vida de Dios (Pref. IV); por su providencia es conservado en ella (Pref. IV). La vida del hombre estaría siempre bajo la influencia de la muerte, como consecuencia del pecado (Pref. IV), si no hubiera sido redimido ni admitido a la posibilidad de la esperanza (Pref. I). El hombre posee un cuerpo destinado a disolverse en la tierra de donde fue formado (Pref. IV); pero por el poder de la gracia divina será llamado a resucitar con Él a una vida nueva (Pref. V). En su resurrección (Pref. IV), vivirá eternamente por Dios (Pref. V). Oprimido por la culpa, que le obliga a morir (Pref. V), tiene la certeza de la resurrección (Pref. I), después del exilio terreno. Cuando alcance la morada eterna (Pref. I, II), experimentará que Cristo es su Vida (Pref. III, IV) y su resurrección (Pref. El, IV). Todos estos prefacios de difuntos tienen gran relación con el n. 18 de la Constitución Gaudium et Spes, del concilio Vaticano II27.
c) Doctrina de los prefacios de difuntos Jesús se sujeta a la muerte (Pref. II). La muerte de Cristo es fuente de vida para el hombre (Pref. II, III). En Él brilla la esperanza de nuestra resurrección (Pref. I), porque mediante su muerte salvífica en la cruz, nos ha librado de la muerte (Pref. II). En Él, vida nuestra, se actualiza nuestra redención (Pref. HJ). La eficacia de la muerte de Cristo es múltiple: es luz de esperanza; salvación de todo el mundo; vida de los hombres; porque será la resurrección de los muertos. La redención, realizada por medio de la victoria (Pref. V) sobre la muerte (Pref. IV), se convierte en fuente de inmortalidad (Pref. I) y de gloria (IV). El Hijo de Dios (Pref. IV), el Ungido de Dios (Pref. V) se ha asociado a los hombres, a su estado de muerte, para llamarlos a la Vida (Pref. V). La muerte de Cristo pone fin a las consecuencias del pecado y, por lo mismo, inicia los efectos de la redención: resurrección, salvación y vida. En esta visión aparece la importancia de la intervención de Dios Padre. Él es el autor del plan de salvación por medio de Jesucristo. Como de Él proviene el origen de la vida y la conservación de la misma (Pref. IV), también de Él, por el don mi622
C) Celebración litúrgica de las exequias según el Ritual de Pablo VI a) Formas de celebración El nuevo Ritual de Exequias propone tres formas de celebración para adultos: la primera prevé la existencia de tres estaciones: en la casa del difunto, en la iglesia y en el cementerio; la segunda tiene dos estaciones: en la capilla del cementerio y junto al sepulcro; la tercera sólo tiene una estación: en la casa del difunto. Primera forma de celebración. Esta forma es casi idéntica a la del ritual precedente. Como acabamos de señalar, contempla tres momentos celebrativos: en la casa del difunto, en la iglesia y en el cementerio, con dos procesiones intermedias. Sin embargo, las procesiones, especialmente en las grandes ciudades, o no son frecuentes o, por diversas razones, son menos convenientes; por otra parte, la insuficien623
INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
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cia de clero y las largas distancias entre las iglesias y los cementerios dificultan que los sacerdotes puedan a veces celebrar los tres momentos indicados. En vista de ello, se aconseja a los fieles que, en ausencia del sacerdote o diácono, reciten ellos mismos las oraciones y salmos acostumbrados; si esto no fuera posible, se omitirán las «estaciones» o los ritos en la casa del difunto y en el cementerio 28 . Según esta primera forma, la «estación» en la iglesia comprende, de ordinario, la celebración de la Misa exequial. Esta puede celebrarse «todos los días; excepto las solemnidades de precepto, la Feria V in Coena Domini, el Triduo Sacro y los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua» (OGMR, 336). Ahora bien, si por motivos pastorales las exequias pueden celebrarse sin Misa— aunque en lo posible debe tenerse otro día—, es obligatoria la Liturgia de la Palabra, haya o no Sacrificio Eucarístico y el rito que antes se llamaba absolución del difunto y a partir de ahora se denomina última despedida29. Segunda forma de celebración. La segunda forma comprende dos «estaciones» y ambas tienen lugar en el cementerio: una en la capilla del mismo y otra junto al sepulcro. En esta forma de exequias no se prevé la celebración eucarística; no obstante, tendrá lugar, ausente el cadáver, antes o después de las exequias30. Tercera forma de celebración. La tercera forma de celebración exequial puede ser inútil en algunos lugares; en otros, sin embargo, resulta necesaria. Teniendo presente las diversas circunstancias, no se determinan expresamente los detalles de esta forma. Pero se ha juzgado conveniente dar al menos algunas indicaciones, de tal modo que, en este caso, se puedan tomar elementos comunes con las otras formas, por ejemplo, en la Liturgia de la Palabra y en el rito de la última recomendación y despedida. Por lo demás, podrán proveer las Conferencias Episcopales31. En la preparación de las versiones en lengua vernácula de la edición típica latina de la «Ordenación de las exequias», las Conferencias Episcopales pueden mantener las tres formas de exequias o cambiar el orden u omitir una u otra forma. Porque puede suceder que, en algún país, se use exclusivamente una de las formas, por ejemplo, la primera, con
las tres «estaciones», en cuyo caso se ha de mantener ésta, con exclusión de las otras dos; en otros países, en cambio, las tres formas pueden ser necesarias. Por lo tanto, las Conferencias episcopales proveerán oportunamente, teniendo en cuenta las necesidades particulares 32 .
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b) Algunos elementos destacables a') La última recomendación y despedida Después de la misa exequial tiene lugar el rito de la última recomendación y despedida del difunto. Este rito no significa una purificación, que se realiza en todo caso por el sacrificio eucarístico, sino el último saludo de la comunidad cristiana a uno de sus miembros, antes de que el cuerpo sea sepultado. Pues, si bien en la muerte hay siempre una separación, a los cristianos, que como miembros de Cristo son una sola cosa en Él, ni siquiera la misma muerte puede separarlos. El celebrante introduce este rito con una monición; siguen unos momentos de silencio, la aspersión e incensación y el canto de despedida. Este canto, compuesto con texto y melodía adecuados, debe ser cantado por todos y, a la vez, todos han de ver en él la culminación del rito. También la aspersión, que recuerda la inscripción en la vida eterna realizada por el Bautismo, y la incensación, con la que se honra el cuerpo del difunto, templo del Espíritu Santo, pueden ser consideradas como gesto de despedida. El rito de la última recomendación y despedida sólo puede tener lugar en la misma acción exequial y estando presente el cadáver 33 . b') La lectura de la Palabra de Dios En cualquier celebración por los difuntos, tanto exequial como común, se considera parte muy importante del rito la lectura de la Palabra de Dios. En efecto, ésta proclama el misterio pascual, afianza la esperanza de una nueva vida en el reino de Dios, exhorta a la piedad hacia los difuntos y a dar un testimonio de vida crisitana34. 625
ALGUNOS SACRAMENTALES INICIACIÓN A LA LITURGIA DE LA IGLESIA
c') Los salmos En los oficios por los difuntos, la Iglesia recurre especialmente a los salmos para expresar el dolor y reafirmar la confianza. Los pastores de almas deben procurar que, mediante una adecuada catequesis, sus comunidades comprendan con mayor claridad y profundidad los salmos que se proponen para la liturgia exequial, por lo menos algunos de ellos. En cuanto a los otros cantos, cuya conveniencia pastoral se indica con frecuencia en el rito, deben expresar el sentido bíblico y litúrgico35. d') Las oraciones La comunidad cristiana confiesa su fe e intercede piadosamente en las oraciones