La ética ante el vacío de la existencia. Aforismos de axiología a la intemperie
 9789874684653

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F. G. Marín

La ética ante el vacío de la existencia Aforismos de axiología a la intemperie

La ética ante el vacío de la existencia Aforismos de axiología a la intemperie

Guzmán Marín, Francisco La ética ante el vacío de la existencia : aforismos de axiología a la intemperie / Francisco Guzmán Marín. - 1a ed. - Goya : Arandú, 2021. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-46846-5-3 1. Filosofía. 2. Filosofía Contemporánea. 3. Ética. I. Título. CDD 199.72

Dirección editorial: Daniel Lesteime Diseño de tapa: F. G. Marín

La presente edición digital es de distribución libre y gratuita. El autor conserva todos los derechos sobre la obra y es el único responsable por su contenido.

© Francisco Guzmán Marín Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Publicado en Argentina ISBN: 978-987-46846-5-3

¿A quién? A nadie, porque nadie está

¿Qué es bueno — Todo lo que eleva el sentimiento de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? — Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? — El sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia queda superada. F. Nietzsche

Mi reconocimiento y gratitud a Erik, Giorgio y Rocío por sus observaciones, preguntas, comentarios, correcciones y sugerencias, aunque, debo confesarlo, no presté atención a todas sus recomendaciones.

A su vez, no podría dejar de reconocer a los anónimos personajes que inspiraron varios de los aforismos que acá se desarrollan y cuyos nombres reservo, en el injustificado afán de ser políticamente co­ rrecto; ética intelectual, la denominan ahora. Permisible debilidad social, la mía.

PREFACIO ¿Por qué no en las tabernas, los burdeles o en los garitos? Sí, por qué no… Digamos, por ahora, que prefiero no buscarla en los anfiteatros, las capillas o los claustros universitarios. Mejor donde bulle la vida que en los lugares viciados por la muerte. Michel Onfray

Arrojado el ser humano, en la impertérrita desnudez del mundo, asediado por el aleatorio embate de los desmesurados elementos, la manada corre a refugiarse, despavorida, de las ingobernables fuerzas de la intemperie; mientras que los pastores deploran la brutal indigencia a la que los condena una existencia desfundamentada, sin propósito, sentido, ni futuro cierto y, para resistir tan cruel escarnio, traman limes mítico-formales que los resguarden de los siniestros avatares del acontecer mundano. Rebaño y rabadanes encaran las funestas incertidumbres del sino humano, desde la agobiante perspectiva de la fuga, al representarse el emergente devenir de la vida, como una aciaga catástrofe, una desgraciada condena, de la cual deben evadirse en cuanto les sea posible, por cualquier medio a su efímero alcance: el orgánico sentido comunitario, el rito, la tradición, la civilización, la religión, el mito, el ideal, el imperio del significante de la razón y la reforma del ser, entre otros más. La contingente y perecedera existencia en el mundo constituye una arbitraria broma cruel, un injusto penar, que convierte la vida humana en un implacable periplo de prueba, un inapelable peregrinaje de expiación. Este “mundo no puede ser obra de un ser totalmente bueno, pero sí puede ser

obra de un diablo, que ha traído a las criaturas a la existencia para deleitarse con la contemplación de su tormento”, según recupera Rüdiger Safranski la juvenil conclusión de Arthur Schopenhauer ¿Cuál es la culpa a expurgar?, ¿cuál es el pecado a purgar? Existir, sólo el hecho de existir. La renuncia de sí es la condición sine qua non, el medio y la prueba de salvación. Pero, hay otros, los maldecidos de la casta de Caín, los guerreros que levantan con descaro la mirada al sol, lascivos gustan de la lluvia empapando su cuerpo, obscenos gozan del roce del viento acariciando su piel, arraigan la planta de los pies en la áspera superficie de la tierra, con ingenua arrogancia hacen de sus ingrávidas huellas, francos senderos sobre la árida existencia y del abismo existenciario, la posibilidad de su destino, causa y ser. Para éstos, la contingencia de la vida, la tragedia de la muerte y la desmesura de los elementos de la intemperie, constituyen el fondo primario de las abiertas posibilidades de ser en el mundo. La afirmación de sí, la fuerza de voluntad y el exceso de los instintos conforman los sustentos de sus posibles formas de existir. El inmoderado ejercicio del poder, y no de la dominación, representa el lance fundamental de su envío de singularidad. Aquellos significan, en el temor de la huida, su débil presencia en el azaroso discurrir del cosmos; los otros descubren en la cobardía de la renuncia, de la evasión, el significado trascendental de su comparecencia en el orden existenciario; pero, éstos reconocen el sentido de su ser, en la abierta exploración de las nuevas posibilidades de existir en el contingente advenir del mundo, por eso no precisan de custodios refugios, fundamentos trascendentales o tierras prometidas. La patria del guerrero es el acto mismo de la creación de sí. Así, pues, en la pragmática significación de la existencia propia, se afincan los diversos sistemas de valores que orientan el contingente devenir de la humana vida, sobre la caótica superficie del acontecer del mundo. Grosso modo, en el espectro onto-histórico de estas diferentes pulsiones de significación existenciaria, se constituyen tres formas elementales de reflexión filosófica sobre los sistemas de valores que organizan el sentido, comprensión, orientación y acción humana, que no se corresponden con el triádico modelo progresivo previsto 9

por George Santayana (Prerational Morality, Rational Ethics y PostRational Morality), a saber: por un lado, el metafísico emplazamiento de algún prototipo ideal de ser, ley divina, o utópico principio sociohistórico de actuación trascendental, universal y trans-histórico para el conjunto integral de sociedades, pueblos e individuos; por otro lado, el crítico o descriptivo análisis, compendio y/o reconstrucción socio-civilizatoria de los modelos morales construidos en el devenir del progreso ético de la humanidad; y, por último, siguiendo el provocativo lance nietzscheano, el cuestionamiento especulativo, a golpe de marro, de los diversos principios, modos y/o prácticas sociales en que se materializa el pensamiento axiológico, con el objeto de disponer posibilidades emergentes de resignificar el problema, función y trascendencia de los regímenes de valores, en el onto-histórico devenir de la vida humana. Es claro que, en la concreción de la práctica filosófica, tales tendencias se entreveran, confluyen y/o contravienen, multiplicando los puntos de perspectiva, problematizaciones, juicios y conclusiones axiológicas; de esta manera: las críticas descripciones socio-históricas se utopizan o se transforman en demiúrgicas leyes, los principios trascendentales se transvaloran con la resolución material de la historia y las resonancias del golpe de marro terminan convirtiéndose en ideales prototipos de ejemplaridad social —como es el caso de la axiológica figura del héroe en Fernando Savater, la Autonomía Ética en Immanuel Kant y el Übermensch de Friedrich Nietzsche, respectivamente, por ejemplo—. La diferencia es analítica, no histórico-filosófica. De ahí, pues, que la distinción sustantiva entre estos tres lances generales de reflexión axiológica radique en el filosófico punto de perspectiva, desde la cual se parte para definir el justo ser, la conducta recta, la definición conceptual de los valores y el gobierno de sí, del ser humano, en sus dos dimensiones principales: el dominio del ser propio y el dominio socio-político (“… nadie es digno de gobernar [a la sociedad] si no es capaz de gobernarse [a sí mismo]”, como apunta Paul Vayne, a propósito del ideal greco-romano sobre el dominio de sí y su íntima articulación con el ejercicio del dominio de la vida pública). El ideal del ser, la 10

ley divina y/o el principio de utopía se sustentan en la Metafísica Binaria de Oposición que escinde la existencia en el mundo, en dos antagónicos y excluyentes modos de ser, vivir, conocer y actuar en la ecúmene, y no limes del existir, entre los cuales se encuentran: el Ser ante el No-Ser, la vida frente a la Muerte, la Sabiduría ante la Ignorancia y el Orden frente al Caos, de donde derivan sus sistemas axiológicos más importantes, también conformados por valores antitéticos y exclusos, esto es: la Justicia versus la Injusticia, la Virtud contra el Vicio, la Verdad ante la Falsedad y la Templanza frente al Exceso —el élan d’excès—, en función de lo cual se determinan las opuestas y exclusivas posibilidades del sino humano: la Salvación o la Perdición, divina, onto-histórica y/o socio-civilizatoria. De hecho, la propia constitución ontológica del ser humano se explica desde la composición de dos sustancias contrarias y privativas, tales son: la Res Cogitans y la Res Extensa, Alma y Cuerpo, Espíritu y Materia. Así, dispuesta en cuanto modos contrarios y exclusivos de ser, del ser humano, la vida se ofrece como una disyunta posibilidad de existencia, en donde el individuo, la comunidad y la sociedad misma están conminados, obligados y coaccionados a elegir, de manera permanente: el legítimo resarcimiento de la ecúmene, fracturada tras la caída humana —del Alma Universal, el Adámico Edén y el Comunismo Primitivo, verbigracia—, o el abismo de la perdición universal. Sobre los frágiles hombros humanos, y sus atávicos temores, pesa la trascendental responsabilidad del destino entero de la creación, de la totalidad del cosmos, ya en cuanto finito reflejo ontológico de la divinidad, conciencia testimoniante de la naturaleza o expresión más realizada de la materia. En esta lógica, algunos de sus paradigmas axiológicos, con mayor reconocimiento socio-histórico, son: el ascético filósofo platónico, la epicúrea ataraxia, el imperativo categórico kantiano y la apel-habermasiana comunidad ideal de comunicación. El aspecto en común que detentan el ideal, la ley y la utopía es la emergente confluencia, armonización y/o alianza de la fe y la razón —la “fe en la razón”, la “razón de la fe”, la “fe que razona” y la “razón con fe”—, para definir la figura histórico-axiológica de 11

sus respectivos sistemas de valores: el mesías, el mártir, el fármakon, el salvador y el libertador, entre otros más. El análisis crítico-descriptivo, por su parte, desempeña la archivista función de ordenar, glosar, clasificar, etiquetar, archivar, contrastar, sintetizar, historiar, difundir, enseñar y, aún, pretende explicar a legos y noveles filósofos, con presunta mayor claridad de entendimiento, que los mismos pliegues de autoría, las propuestas axiológicas construidas por la tradición filosófica —rumiante acción que le provoca escalofríos a Schopenhauer— 1. A tal efecto, se instauran diversos dispositivos de formación, divulgación, discusión y reproducción de las figuras axiológicas predominantes en la historia del pensamiento formal, esto es: claustros universitarios, congresos académicos, revistas especializadas y libros comentados, revisados y apostillados, donde los valores son despojados de toda vitalidad a fuerza de su retórica reiteración formalizada, mientras el pensamiento axiológico es privado de toda su potencia reflexiva a causa de su brutal sometimiento a los administrativos procedimientos de evaluación, arbitraje y acreditación académica. El filosófico análisis académico, revendedor de viejas virtudes, siguiendo a Michel Onfray, se complace en la retórica conceptuada, desvaída, del discurso formalizado, carente de energía y vitalidad, de la dialéctica disertación reiterativa, saneada de las infecciosas significaciones mundanas. Parafraseando al filósofo francés, bien es posible afirmar que la fatua filosofía académica fabrica un filósofo calculable en sus diversos dispositivos de crítica y análisis en los que se destruye el pensamiento en favor de la repetición. Aunque, desde la negación metafísica del contingente suceder mundano y quizás afectado, también, de un mórbido pesimismo desencantado, el filosófico encauzamiento de la existencia sustentada en el ideal, la ley y la utopía intenta explorar las posibilidades de la vida, sopesar

1  "Qué en breve los gusanos roerán mi cuerpo es un pensamiento que puedo soportar, —¡pero que los profesores de filosofía harán lo propio con mi filosofía! Eso me provoca escalofríos", exclama el filósofo alemán. 12

sus problemas existenciarios, responder a la nostalgia del retorno, afrontar la ansiedad del futuro, explicar los modos posibles de ser, del ser humano, pese a que termine reduciéndolas a una binómica disyunción antagónica; empero, los distintos dispositivos de la petulante filosofía académica constituyen un profiláctico cerco del pensar, rumiar y regurgitar lo ya pensado, deslindándose de las abiertas posibilidades de sentido de la vida, que acontece tras de sus márgenes formales y relegando los valores que la significan en las tabernas, los burdeles y los garitos, según previene Onfray, simples metáforas de los espacios vitales en que acontece orgiástica la existencia humana. A los archivistas de la filosofía sólo les interesan los asépticos juegos del lenguaje formalizado. El archivista filósofo académico no puede pensar más que en los argumentos construidos dentro de la tradición axiológica y no le es pensable salirse de los limes conceptuales de lo ya pensado, con lo cual tan sólo puede proyectar el ser de un mundo caricaturizado, privado de su mayor cualidad onto-histórica: la contingencia significante, la pluralidad de sentidos existenciarios. Cual ciego bibliotecario de la benedicta abadía, en las norteñas montañas de Italia, contempla extasiado, desde su invidente ceguera, todo el opulento caudal de pensamiento axiológico interpretado, sobre-interpretado y transinterpretado, ordenado y clasificado en sus justos cartabones, mientras continúa murmurando y clamando el formal rumiar de los sistemas de valores ya construidos, cual virtuoso copista medieval. A veces, y sólo a veces, cuando el hastío de la reiteración formalizada o la indigestión de pensar sobre sí mismo, habiendo ya sorteado las frivolidades y la puerilidad de las eclécticas resoluciones filosóficas, o de las alternativas filosofías débiles, entonces, la crítica o el análisis académico se desvía de su trascendental propósito, deforma su función archivista o corrompe su límpida regurgitación y, por ende, se aproxima a la construcción de un nuevo ideal, de una nueva ley, de una novel utopía, que bosqueja otras figuras axiológicas posibles; y cuando la dionisíaca embriaguez es excesiva, lujuriosa, puede decantarse en un auténtico golpe de marro. Los milagros, aun 13

cuando en el desgarro de una existencia desfundamentada, con un dios inexistente, muerto o ausente, en ocasiones, también ocurren, y el reiterativo pensamiento axiológico se depura en la singularidad, se refina en la individuación. Pero, en lo general, existen dos clases de archivistas filosóficos, estos son: el archivista genealógico, que se especializa en la reconstrucción de las genealogías de los sistemas axiológicos, y el archivista evangelizador, que se empeña en la misión trascendental de recuperar el trazo onto-histórico del progreso ético de la humanidad. Sin embargo, conviene advertir, allende el ímpetu archivista, el análisis crítico y/o descriptivo de los sistemas de valores, desarrolla una importante función en la conservación y actualización del pensamiento filosófico, disponiendo el sólido yunque en el que se afianza el ideal, la ley y la utopía, para descargar sobre el pensamiento metafísico, el demoledor golpe de marro. El pensamiento metafísico sustituye la tangibilidad del mundo material, concreto, real, con entidades ideales, nomotéticas y/o utópicas, las cuales se estructuran, comportan y orientan conforme a los abstractos principios que los generan, sin resistencias, titubeos, reservas, negaciones o sigilos, de esta manera: la clarividente demonio renuncia al críptico lenguaje divino y revela a Parménides, sin resabio de misterio, la trascendental disyunción onto-cognitiva; la platónica res-publica se organiza bajo el racional dominio comunitario de los ascéticos filósofos, sin competencia política y con el manso sometimiento de la sociedad estamentada; arribado a la mayoría de edad, el individuo moderno actúa según las máximas universales que propone el imperativo categórico kantiano; el científico comunismo marxiano, no sólo emancipa al ser humano de las coacciones materiales de la mundana intemperie, sino que, además, resuelve todas las contradicciones onto-históricas y diferencias socio-político-económicas; y en la comunidad ideal apelhabermasiana de comunicación, los interlocutores son motivados por la voluntad racional, el diálogo razonable, las normas universales, el reconocimiento del idéntico valor de las opiniones y sin mezquinos objetivos soterrados, por ejemplo. La realidad metafísica es dócil 14

a la deriva especulativa del pensamiento filosófico. En tanto que el análisis histórico-filosófico reniega del mundo de la vida, para refugiarse en las fronteras conceptuales de las figuras axiológicas construidas por la tradición. En la reiteración formal de las ideas no hay riesgo alguno, sí prestigio intelectual certificado. El analista académico, crítico y/o descriptivo, no tiene que lidiar con las contingentes emergencias axiológicas de las complejas, contradictorias e inconsistentes experiencias vitales del ser humano, arrojado en la impertérrita e irracional existencia; le es suficiente con el sistemático reconocimiento de los argumentos de fundamentación metafísica, sentidos conceptuales y significados formales, resguardándose en el prestigio y autoridad filosófica de las corrientes tradicionales de pensamiento, para yuxtaponer, de manera extra-lógica, sus reflexivas arquitecturas teorético-conceptuales, en cuanto interpretaciones hermenéuticas del mundo de la vida. El filósofo académico recela de los inestables y cenagosos valores que dotan de sentido y significan la tornadiza existencia en las tabernas, los burdeles y los garitos, las vitales experiencias en los abiertos espacios de la montaña, el desierto y la mar-océano, donde bulle pletórica la vida; por eso prefiere la estable seguridad del pensamiento teórico, la estéril significación formalizada y el árido sentido conceptuado de la sobria filosofía axiológica —ética, creo, la denominan—, lo cual no sólo la sustrae del espinoso compromiso de entender, interpretar y explicar el incierto sustento racional y la voluble observancia de los valores que orientan el actuar humano, en el emergente suceder de cada contexto onto-histórico, sino que, además, le permite construir un teorético refugio, a donde protegerse de las abrasivas fuerzas de la mundana intemperie donde se devasta la ilusoria solidez de los ideales, leyes, utopías y, aun, de la existencia humana misma. El pensamiento metafísico y la rumiante filosofía académica, con toda su sofisticada arquitectura especulativo-discursiva, constituyen un búnker que resguarda al ser arrojado ahí de las intemperantes, cáusticas, impertérritas y destructivas fuerzas de la intemperie. El nietzscheano golpe de marro se dirige, precisamente, contra ese 15

artificioso reducto de estable seguridad existenciaria para derruir sus muros conceptuales, abatir su metafísica bóveda y provocar que las incontinentes fuerzas de la intemperie, revitalicen el pensamiento humanitario y la vida humana. La axiología metafísica deserta del mundo para construir su ecúmene de formales fantasmagorías; el eunuco análisis académico abjura de la realidad, a fin de pastar en la conceptuada seguridad de los sistemas teoréticos; pero, el especulativo lance nietzscheano arraiga entre los pedruscos, terrones y guijarros de la tierra con el propósito manifiesto de permitir que fluyan por las derivas reflexivas, las cáusticas fuerzas de la mundana intemperie, e inundar de vitalidad las provocativas resonancias del golpe de marro. El contingente acontecer de la vida, el azaroso suceder del mundo y la ingobernable potencia de las meteorológicas fuerzas de la intemperie, inexorables, deslían la aparente solidez de los metafísicos ideales, leyes y utopías, así como de las crítico-descriptivas regurgitaciones filosóficas. En sentido estricto, los códigos axiológicos no progresan en el mundo de la vida, pero, sus emergentes resignificaciones y sus estratégicas rearticulaciones de valoración, si contribuyen a sofisticar las prácticas de sometimiento social, tornando más sutiles los dispositivos de coacción política, de los sistemas de dominio que fundamentan, a partir de lo cual se constituye la ilusoria percepción del mejoramiento continuo de las interacciones socio-político-económicas. Sin embargo, pese a la presunta secularización del sistema político, racionalización de la sociedad, monoteísmo cívico-religioso, emancipación axiológica, reconocimiento universal de la trascedente unidad ontológica de la especie, defensa global de los derechos humanos y reforma sociocivilizatoria de los individuos y pueblos en el ordo mundi, entre otros fenómenos onto-históricos. El ser humano prosigue en su “natural” condición humana, es decir, continua siendo el más intransigente depredador de sí mismo —homo hominis lupus, según la perspicaz intuición de Thomas Hobbes—, aunque más refinado en su acciones de explotación, opresión, coerción, manipulación, enajenación y 16

exterminio de individuos, comunidades y sociedades. Generalizando la reflexión de Edgar Morin, respecto de la mentalidad de verdugo en el régimen de nazi, bien es posible concluir que “nunca antes, las modalidades de la muerte fueron tan científicamente experimentadas, el sadismo tan sabiamente aplicado, la muerte tan inmanente”. La sistemática aniquilación masiva del pueblo judío, por el Tercer Reich, axiológicamente no es menos perversa que la táctica matanza de naciones enteras, realizada por el Imperio Romano, ambos apelan a razones de Estado, pero, Hitler es execrado, mientras los emperadores romanos son glorificados; en la misma perspectiva, no detenta mayor integridad un individuo con un oscuro pasado de comprobada militancia en las juventudes hitlerianas, que otra persona con antecedentes de “traicionera” divulgación de “secretos de Estado”, aunque el primero arribe a la máxima representación de la moral cristiana, en el Vaticano, y el segundo deba exiliarse, recluirse, perseguido por la honorable justicia nacionalista; como tampoco es más humanitaria la explotación intensiva de la época post-industrial que el esclavismo decimonónico, aun cuando el primero se promueva como un signo necesario del desarrollo socio-económico, impulsado y protegido por gobiernos, en tanto éste se condene por inhumano; en cada caso, la diferencia de valoración es pragmática, no de progreso axiológico, cual proponen los defensores del avance socio-civilizatorio. La seducción sustituye a la amenaza de las armas, el disciplinamiento societal releva al adoctrinamiento religioso, el biopouvoir reemplaza al poder pastoral del monarca, las dictablandas suplen a las dictaduras, la religiosidad cívica suplanta a la religiosidad teosquética, pero los sistemas de dominio continúan coaccionando a individuos y comunidades, imponiendo modos legítimos de ser, formas lícitas de vida, patrones legales de existencia. El predominio de la razón, de facto, no ha contribuido a liberar de sus cadenas materiales, religiosas, económicas, políticas y comunitarias al individuo, todo lo contrario, ha posibilitado la instauración de sistemas de sometimiento que pretenden sustentarse en el “libre consenso” de los agentes sociales, transparentando los procedimientos, dispositivos 17

y estrategias de dominio social. A despecho del filosófico optimismo de Victoria Camps, el ser humano no es más libre que en el pasado; la verdadera diferencia axiológica, radica en que ahora ficciona su libertad y antes experienciaba, sin falaces ilusiones, la crudeza de su servidumbre. Los valores de la líquida sociedad postmoderna no son mejores que los valores de los “bárbaros” Hunos, los “salvajes indios” o los panteístas medievales; como tampoco los valores de las “comunidades originarias” comportan mayor mérito que los valores de las sociedades capitalistas, según se defiende desde el romántico Síndrome de Germania; cierto es que los siglos de teorética reflexión filosófica, en realidad, fuera del búnker conceptual en que se resguarda de la intemperie, poco han impactado en la “humanización” metafísica del ser humano, en el teleológico “mejoramiento” de la humanidad; el inconsecuente mundo de la vida —la lujuria del élan d’excès de la taberna, el burdel y el garito—, termina por imponer su contingente, contradictoria y voluble ponderación existenciaria, y sin críticos análisis académicos, erosiona la sólida consistencia formal de los metafísicos ideales, leyes y utopías. El denominado progreso socio-civilizatorio sólo ha servido para potenciar la capacidad de dominio y destrucción del ser humano, como previene ya Morin, punto de vista con el cual parece coincidir Onfray: Aceptar el contrato [el Contrato Social, conviene precisar], es recibir servidumbre y esclavitud, cuando nos prometían dignidad y libertad. El hombre es un lobo para el hombre, y nada podría hacerlo un dios para sus semejantes, ni el derecho, ni la ley, ni lo social: todo lo que invente el lobo tenderá siempre a aumentar su naturaleza carnicera. A lo sumo, le agregará zorrería, y brillará en el arte de seducir y persuadir a otro de que la atadura es libertad.

Atonales resonancias del primer golpe de marro: el reconocimiento de la ausencia del progreso axiológico, de la singularidad ontohistórica de los valores éticos. Pero, a todo esto, ¿qué es la ética?, ¿cómo participa la ética en el advenir onto-histórico del ser humano?, ¿cuál es la función social del filósofo que estudia la ética? En principio, por 18

su origen etimológico, la palabra ética deriva del griego ēthikós —en la­tín ethĭcus— , compuesta de los términos: éthos (έθoς), “costumbre”, “hábitos”, “modo de hacer o apropiarse de las cosas”, y de ico (ikoς), “relativo a”, razón por la cual, la ética se refiere al estudio de las costumbres de los hábitos humanos; a su vez, moral proviene del latín morālis, de mos-moris, es decir, “costumbre”, aunque los romanos solían utilizar el término para referirse a las normas que dirigen la conducta y la acción de las personas. Luego, entonces, grosso modo, a partir de la emergente articulación de ambos vocablos, bien es posible entender a la ética como la reflexión sobre las normas acostumbradas, habituales, que rigen el comportamiento y la actuación humana. Hasta tal punto, en ningún caso aparecen, todavía, los tradicionales conceptos del Bien, Justicia, Deber, Dignidad, Felicidad, Universalidad y sus correspondientes opuestos, con los cuales suele asociarse el filosófico estudio de la ética. De hecho, en la tragedia griega, por ejemplo, la virtud del áristoi, el héroe y el guerrero no se determina por su “buena conducta” o “buen carácter”, “justo proceder”, “cumplimiento del deber”, “grado de felicidad”, o la “universalidad de sus principios”, sino más bien por la consecución de sus posibilidades de ser, mediante la performativa afirmación de su anèr agathós, aíschos y areté, de manera respectiva. La religiosa pulsión onto-legislativa del filósofo es la fuente de procedencia de la Metafísica Binaria de Oposición, en cuanto columna básica del desarrollo del pensamiento filosófico sobre la ética, deformando su lance primigenio de comprender aquellos preceptos normativos que las costumbres de una sociedad disponen con el objeto de orientar las conductas y los actos de sus miembros, para convertirla en un código teleológico del encauzamiento del ser, del ser humano, de su vida y relación social, con el propósito expreso de alcanzar cierto fin onto-histórico: el resarcimiento de la fractura original causada por la caída humana, el retorno al seno de Dios, la imperturbable felicidad, el comunismo científico, la conquista de la libertad, la enetereza humana, etc. “La verdad es que las palabras ‘ética’ y ‘moral’, en sus orígenes griego éthos y latino mos, significan prácticamente lo mismo: carácter, costumbres. Ambas expresiones 19

se refieren, a fin de cuentas, a un tipo de saber que nos orienta para forjarnos un buen carácter, que nos permita enfrentar la vida con altura humana, con dignidad, en suma ser” justos y felices, de acuerdo con la síntesis realizada por Pedro Subirats Camaraza; así, para acotar este “deber ser” teleológico, se emplaza un nuevo neologismo ético, la deontología, que procede del griego déon, déon-ontos (δέον, δέον-οντος), “aquello que es necesario, debido o preciso”, “deber”, “obligación”, y logía (λογία), “tratado”, “estudio”, “conocimiento”, en función de lo cual puede explicarse como el estudio de los deberes u obligaciones del ser humano, “deberes sociales”, “deberes públicos”, “deberes para consigo mismo”, por ende, suele definirse en tanto que “ética normativa”, es decir, la ética que dicta el deber ser del ser humano. Y en cuanto “deber ser”, a la vida justa le es propio el justo ser, conforme a la vertiente aristotélica, su carácter es universal e imperativo, de acuerdo con Kant, inmutable y ahistórico, como parece proponer Lawrence Kohlberg. Segundo golpe de marro: la vida carece de cualquier finalidad teleológica onto-histórica, como no sea el vivir mismo, con todas las implicaciones de existir en la mundana intemperie, conmoverse ante sus intempestivas contingencias, padecer, como Rimbaud, “una temporada en el infierno” —“Se me abrasan las entrañas… Es el infierno, ¡la pena eterna!... Ardo como es debido… Yo me creo en el infierno, por lo tanto estoy en él”, clama el vate maldito—, o elevarse a las alturas de lo inconmensurable, el olvido o la memoria, el abismo o la cumbre, pues, la audacia de vivir siempre comporta un severo riesgo para el ser, para la estabilidad de la conciencia, “y veces se lleva a los abismos cuando uno aspira a las cimas”, como bien previene Onfray. Adolente de cualquier propósito trascendental, el actuar humano no se orienta por deberes, pulsión teologizada, según proclaman los teólogos pastores —políticos, religiosos, humanistas, etc.—, sino que se apertura a la emergente contingencia del deseo, instinto singularizado; la indeterminada e intemperante capacidad de desear lo inaudito o lo habitual, la distinción o el anonimato, la singularidad o lo ordinario, la afirmación o la renuncia de sí, entre otros, frente al impertérrito suceder mundano, emplazan las 20

cardinales fundamentales del proceder humano. La libertad se resuelve en los limes de posibilidad que abre el deseo de ser, de vivir, de existir, dentro de sus concretas circunstancias onto-históricas. La potencia del desear connota la vitalidad con que se habitan las experiencias de vida; un excesivo desear comporta un pletórico vivir, un atemperado desear denota un mórbido existir. Cuando el deseo se pervierte en deber, la voluntad de vivir se debilita, enferma de la nostalgia del retorno, o de la ansiedad de futuro; instinto de tornar al seno paterno, síndrome del hijo pródigo, pulsión de arribar a la utopía, síndrome de la salvación. La vitalidad de la deseante capacidad humana deviene de la potencia de su fuerza de voluntad, abismo originario en que se gestan las posibilidades de la libertad. La voluntad es inherente al ser del ser humano, es su fundamento propio de ser, pero la fuerza que le es propia determina el grado de vitalidad de su deseante desear, los alcances posibles de su deseo, los límites probables de su ser y la profundidad de su experiencia de vivir. Así, en estrictos términos analíticos, por la potencia de la fuerza que les caracteriza, existen tres lances principales de voluntad, tales son: la voluntad de servidumbre, la voluntad del deber y la voluntad de poder, , de la que derivan las principales formaciones axiológicas, en el onto-histórico devenir humano, a saber: el siervo que se rige por el código moral, el profeta-misionero normado por el dogma deontológico y el guerrero orientado por el pragmatismo ético, respectivamente. Tres disposiciones de voluntad, sustento constitutivo de tres correspondientes sistemas de valores que denuncian la vitalidad de la experiencia de vida, la forma de significar los modos factibles de ser y la manera de dotar de sentido a la existencia en el mundo. Per se, los valores no representan simples dispositivos de encauzamiento, disciplinamiento, control y/o reforma de la conducta humana, como propone el pensamiento teleológico metafísico, por el contrario, conforman paradigmas de significación y sentido del ser, del ser humano, arrojado en el mundo, desprovisto de cualquier fundamento posible, salvo aquel que pueda darse a sí mismo. El abierto o encubierto afán de dominio, es el impulso que reduce los 21

valores a simples pautas de encauzamiento de la conducta social. Pero, en su esencia vital, los valores significan y dotan de sentido a la existencia humana. Así, entonces, el código moral evidencia resignadas voluntades carentes del impulso de individuación, des­ provistas de densidad onto-histórica, enfermas de tradición, pero dotadas de un fuerte instinto gregario, pulsión de manada, en cuyo comunitario claustro se resguardan de las caóticas fuerzas de la intemperie; el dogma deontológico patentiza cierta voluntad pesimista, agobiada por el síndrome de Jonás, desprovista de la energía vital necesaria para soportar el terror de la creación, embargada por un sentimiento natural de inferioridad ante la trascendencia masiva de la creación, siguiendo la interpretación antropológica de Ernest Becker, respecto de los planteamiento de Abraham H. Maslow, en fin, desencantada de la terrible conciencia de su contingente y finito existir desfundamentado, aunque si pertrechada de una potente aspiración a la vida transmundana, un febril ingenio para trazar expiativos senderos de salvación ontológica y una magistral disposición a la fantasmagoría; el pragmatismo ético, por su parte, testimonia una jovial voluntad trágica, empecinada en traducir el caos hacia nuevas formaciones de existencia, convertir el terror de la Gorgo en un afirmativo envío de ser, erigir el tributo de su vida en un performativo lance de singularidad —para clamar arrogante con la ronca voz de Salvador Dalí: “Soy el centro del mundo. Soy el genio de los genios”—, en otras palabras, transfigurar su experiencia vital en un sedicioso acto de creación de sí, trastocando las pasivas adhesiones a las consignas de la tribu, en la vertiente de reflexión de Onfray, y las universales leyes de la teológica redención de los profetas-misioneros (“Jamás pertenecí a este pueblo…; pertenezco a la raza que cantaba el suplicio; no comprendo las leyes; carezco de sentido moral, soy una bestia”, coreando el cáustico cantar de Rimbaud). El guerrero no pertenece a nación deontológico-moral ninguna, él constituye su propia patria ética. Tercer golpe de marro: los valores y, por ende, los sistemas morales, deontológicos y/o éticos que los organizan en códigos, dogmas o 22

pragmáticas disposiciones, son relativos al estrato socio-cultural, el pueblo, el individuo y la específica dimensión humana en que participan para significar la vida y dotar de sentido a la existencia arrojada en el mundo; pero, no, desde luego, a la manera de una práctica flexibilización coyuntural, aun cuando creativa, de los grandes valores universales, de los ahistóricos proto-valores, como entiende Camps —“los grandes valores éticos deben tener ambición universal, pero para llevarlos a la práctica es necesario flexibilizar mucho… Ahí entra el relativismo si lo entendemos como una flexibilidad que depende de coyunturas”, en palabras de la filósofa española—. A despecho de la pretendida universalidad moral arrai­ gada en la fuente de procedencia de la tradición socio-histórica, en que se significa la manada: el legado divino, la fundación heroica o el pacto socio-político, por ejemplo —sea el Decálogo de YHWH [‫]הוהי‬, los míticos limes de Rómulo, o el Contrato Social hobbesiano, de forma respectiva—, y del presunto carácter universal de la deontología encepada en la resolutiva salvación onto-histórica, en que encuentra su sentido existenciario el pesimista profeta-misionero (el Yanna [‫ ]ةّنج‬musulmán, el Comunismo Científico marxista, verbigracia), la ética no se opone al relativismo axiológico, ni tampoco aspira al universal proto-valor, por el contrario, la contingencia, la variabilidad y la ductilidad, constituyen el suelo fértil en donde se gesta el contenido significante y el sentido orientador de la experiencia vital, así como, también, la estructura singularizante del sistema valoral que posibilita la radical individuación del guerrero. Parafraseando a Dalí, el guerrero exclama sin cortapisas: Et Ego Homo Sum, pero, no a la manera metafísica del ideal platónico, como tampoco en cuanto paradigma deontológico-moral, sino en tanto performativa afirmación de su singularidad onto-histórica, “identidad sin copia ni duplicación posible”, como bien plantea Onfray. De facto, ni siquiera los valores deontológico-morales detentan un mismo significante contenido, un idéntico sentido existenciario, transversal a todas las épocas socio-históricas, a todas las dimensiones humanas, a todos los pueblos del orbe, a todos los 23

individuos de una comunidad, tan sólo distribuidos segmentaria y flexiblemente por sus coyunturales circunstancias onto-históricas; los valores deontológico-morales, a su vez, como la ética misma, son relativos a la vitalidad de la fuerza de voluntad que los sustenta, carecen de la anhelada universalidad. La propiedad universal de los valores es un efecto del impulso de dominio. En realidad, lo único universal es la disposición humana a significar y dotar de sentido al ser indeterminado, al abierto exis­tir y al contingente vivir, arrojado a la intemperie de un mundo desfundamentado. La libertad es una posibilidad universal de ser, el ser libre es relativo al singular acto de afirmación de sí. La apremiante pulsión de fundamentar la existencia es inmanente a la conciencia de sí del ser humano, pero los valores que la significan y le otorgan sentido, son relativos a la vitalidad subyacente de su fuerza de voluntad. Ahora bien, como la fuerza de voluntad no es homogénea, ni preserva la misma intensidad en toda dimensión humana, ni en todo momento del onto-histórico devenir, la relatividad de los valores se manifiesta en cuatro principales disposiciones, tales son: en primer lugar, la discontinuidad socio-civilizatoria, cada estrato socio-político conforma sus propios sistemas de significación y dotación de sentido existenciario, que lo singularizan en el acontecer histórico; en segundo lugar, la fractura de los significantes y los sentidos de la existencia, entre las diferentes dimensiones político-culturales de una misma sociedad, pues, no persiste un cierto continuum deontológico-moral y/o ético entre las distintas prácticas culturales de una comunidad, de hecho, su sistema de valores se conforma, siempre, de manera contradictoria, paradójica, divergente y discrepante —un pueblo puede ser moral en sus prácticas políticas, deontológico en sus interacciones religiosas y ético en el éthos de su sexualidad, o viceversa, por ejemplo—; en tercer lugar, la heterogénea composición de los sistemas axiológicos co-existentes en los diversos individuos, colectivos y comunidades que conforman a un cuerpo social, lo cual permite la dinámica transformación histórica de sus contenidos de significación y sentido existencial —en toda sociedad cohabitan relaciones intensivas entre 24

individuos éticos, colectivos deontológicos y comunidades morales, o también a la inversa—; y en cuarto lugar, la compleja articulación de valores contrarios, discordantes e incompatibles en los sistemas particulares de significación y sentido vital de los individuos, toda vez que no se integran de modo uniforme y consistente, razón por la cual, una misma persona puede sostener valores deontológicos en el campo intelectivo, morales en el ámbito erótico y éticos a nivel estético-artístico, verbigracia, sin mayor conflicto existenciario. La contingente vitalidad humana sustenta la pragmática relatividad de los valores morales, deontológicos y éticos. Sí, como enseña la tradición filosófica, en la perspectiva disciplinaria, la ética es la reflexión sobre los valores humanos —pensados, idealizados, actuados— en su devenir onto-histórico, el presente opúsculo es un abierto y provocativo lance de discusión crítica sobre el conjunto de los múltiples problemas axiológicos, bosquejados antes y, con seguridad, importunará a las buenas conciencias humanistas. Es conveniente advertir, a su vez, que de ningún modo subyace en su intención, ya soterrada, o bien deliberadamente, el constituir alguna propuesta ideal o paradigmática, o quizás, el feliz augurio del nuevo ser, vivir o actuar humano, como pretende la reflexión metafísica, ni mucho menos representa cierto análisis reiterativo, esclarecedor conceptual, revelador de recónditas ideas no advertidas antes, de los modelos valorales construidos por la tradición filosófica, según opera el pensamiento académico. Quien se aproxime con la expectativa de encontrar cualquier prototipo ético o un antologar histórico de los megalíticos sistemas de valores erigidos sobre el altiplano filosófico, sólo descubrirá un hontanar seco. Por el contrario, congruente con la forma de estudio que le es correspondiente al reflexionar ético, prescindiendo de toda vocación legislativa, aunque a veces, transgresivo conmigo mismo, renuente a renunciar a cierta parcialidad axiológica, como podrá apreciarse con suficiente evidencia, conculco de manera premeditada este especulativo límite auto-impuesto, pero, en lo general, la deriva argumentativa del texto es un descriptivo intento socio-histórico de problematizar los valores que significan y dotan de sentido a la frágil 25

existencia humana, arrojada a la impertérrita intemperie de un mundo desfundamentado, pero cuya conciencia de sí, del ser humano, le demanda la emergente construcción de un determinado fundamento metafísico u onto-histórico, que explique su accidental presencia en el cosmos, la posible trascendencia de su contingente experiencia de vida y el derrotero que le ha sido reservado tras las arcanas bambalinas del fatídico abrazo de la muerte, a fin de superar la insoportable levedad del ser, del ser humano —como develaba ya la visión literaria de Milán Kundera—, exorcizar el agobiante sentimiento de irrelevancia existenciaria y dotar de una determinada densidad performativa, a su incierta voluntad de vivir. La ontológica indeterminación humana apertura la auténtica posibilidad de la performativa afirmación de los modos factibles de ser, del ser humano, es decir, la disposición ontohistórica para la práctica de la libertad, no la vocación legislativa de prueba de cualquier demiurgo; aunque, al propio tiempo, esta abertura del ser, lo condena a la trágica conciencia de ingravidez existenciaria, de insignificancia vital. En la muerte o ausencia de dios, cualquier cosa es posible, pero, también, todo pierde densidad y trascendencia. Parafraseando a Mijaíl Málishev Krasnova, podemos acotar: es triste verdad que así como venimos por accidente al mundo sin ninguna trascendentalidad, nos iremos de él sin dejar rastro alguno, pues, existir “es estar en el universo en el cual somos sólo una partícula”, de acuerdo con el profesor universitario de filosofía. De ahí que el esclavo perciba en esta necesidad de alcanzar consistencia ontológica, una expiativa carga que lastra su débil experiencia de vida; el profetamisionero asume la carencia de tal densidad onto-histórica, como un abominable déficit de humanidad, existencia en falta, que embarga de culpa a la ecúmene entera; mientras el guerrero, por su parte, se la apropia en cuanto abierta posibilidad de significarse a sí mismo, proyectar diversos modos de ser en el orbe y transformar las fisuras de la caótica intemperie en pragmáticos lances de libertad. Quede, entonces, a la fuerza de su propio vuelo e indiscernible destino, la deriva reflexiva de estas palabras.

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Ich hab’ meine Sach’ auf nichts gestellt Goethe

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Aforismos

I

Los valores no son simples lances regulatorios de la conducta social humana, sino que en su conjunto, definen el significado y el sentido de la existencia y la vida misma de la especie, los pueblos y los individuos. Los valores de una época determinan la identidad histórica de la sociedad y la singularidad personal de los individuos que la conforman. La sociedad construye sus prácticas valorativas en la interacción socio-histórica con otros pueblos, bien sea por tradición, aculturación, inculturación o transculturación; mientras que los individuos conforman su sistema de valores particular por disciplinamiento, agenciamiento, resistencia o afirmación existenciaria. Los valores encadenan, liberan o desquician la vida individual y/o social del ser humano. Y aun cuando todos los valores son sociales, pues, de facto, la misma afirmación de la individualidad, el acto de singularización es un hecho social, no existe una continuidad necesaria entre la moral social, la teleología deontológica y la ética individual. En tanto la sociedad humana, como el propio ser humano, se conforma por múltiples dimensiones onto-históricas, las formas de significación existenciaria que comportan los valores, desempeñan distintas funciones de afirmación vital en cada caso; los sentidos existenciales de una dimensión pueden resultar disfuncionales para cualquier otra y aun para la misma dimesnsión en momentos distintos del discurrir de la vida. Un mismo valor significa disposiciones existenciales diferentes para diversas dimensiones onto-históricas, fundamenta distintas pautas de comportamientos sociales, incluso contradictorias, e implica diferentes formaciones

de vida. En la creación, por ejemplo, la verdad corrompe la libertad propia del acto creador, enajena las posibilidades de ampliación de la existencia y deforma la identidad propia de la obra; el egoísmo personal afirma la singularidad del ser individual, pero disloca la comunidad del ser social. Así, los valores que posibilitan la cohesión de la sociedad humana y organizan el devenir onto-histórico pueden descoyuntar la vida de un individuo y viceversa, es decir, los valores que sustentan el instinto vital de una persona pueden provocar la anomia en un tramado comunitario y subvertir la historia. En sentido estricto, no son las clásicas definiciones del Bien y del Mal, la deseabilidad de las formas de vida, las disposiciones de la Ley y/o las pautas rectas de la conducta social aquello que determina los sistemas axiológicos, sino la pragmática de los valores en sí lo que define la moral de esclavos, la deontología paranoica y la ética de libertad, es decir, el sentido existenciario, el significado vital de siervos, profetas-misioneros y guerreros. La moral de esclavos subordina la vida del individuo y de la propia sociedad a los valores tradicionales de la manada, que fundamentan el sistema de dominio prevaleciente. El código moral simboliza las disposiciones del instinto gregario del rebaño y se formaliza en las regulaciones onto-históricas de la Ley, a nombre de la justicia, el derecho y/o el interés por el otro, según parecen prevenir Kant, Ronald Dworkin y Emmanuel Lévinas, entre otros. Los valores representan símbolos trascendentales que ordenan, orientan y encauzan la vida del esclavo; medios de legitimación de su existencia en el mundo y dotación de sentido de la función que desempeña en la jerarquía del dominio establecido. La voluntad de servidumbre es el sustrato de la moral de esclavos. La aspiración central de la voluntad de servidumbre es que el estatus social y el Estado —en cuanto organización política de la sociedad y situación histórica del orden cultural—, predominen por sobre el deseo y las voluntades colectivas e individuales. La moral de esclavos se significa en el control sistemático e institucionalizado de las apetencias, los intereses y las aspiraciones comunitarias y 30

particulares, es decir, en la administración político-religiosa de la vida individual y colectiva; el desorden, el caos, amenaza la estabilidad social y debe ser exiliado del seno de la comunidad. Las revoluciones sociales rompen el orden y el control de la sociedad, por eso mismo, la manada se organiza para demandar e imponer nuevas formas de regulación comunitaria; es la causa principal de que toda revolución social termine con la instauración de una dictadura —pues, parafraseando a Savater, bien es posible afirmar que las revoluciones sólo han servido para reforzar más el poder de la autoridad e intensificar la separación de los agentes de dominio—. En la perspectiva de la voluntad de servidumbre, la vida sólo puede cobrar sentido como parte del desarrollo socio-histórico de los valores, del progreso de la moral, de la maduración ética del ser humano, del fin impuesto por el creador; de ahí, entonces, que la propia libertad se convierta en una condena histórica, en un destino social, en un legado político, en un deber del querer ser, del cual es imposible escapar —“la libertad se convierte en destino”, plantea Eugenio Trías, a propósito del límite ontológico; “la libertad es el primordial deber (ser) de nuestro querer (ser)”, determina Savater en la lógica de la intervención de la voluntad en la identidad—. Para la moral de esclavos, la conquista de la libertad no proviene de la afirmación de la propia singularidad, del deseo de ser y/o de la voluntad performativa de crear, sino que es un legado del desarrollo socio-histórico, de la maduración humana, del fin impuesto por el creador al ser, del ser humano. La historia, en cuanto desarrollo progresivo de las disposiciones originarias de la especie humana, constituye la realización del fin moral supremo, esto es: la concreción de la libertad como bien trascendental, de acuerdo con la concepción kantiana; o la orientación de la voluntad y la inteligencia humana hacia el fundamento de su prima causa metafísica, Dios, en cuanto Bien Moral, conforme a la tradición tomista. El culto cívico a la experiencia de la libertad es una refinada trampa del sistema de dominio, puesto que la ritualización intelectual del pensamiento libre y de las prácticas autónomas, sólo pretende 31

encubrir las nuevas formas flexibles, líquidas, blandas blandas de ejercer el dominio político y de arraigar la vocación de servidumbre, en aras del bienestar y la estabilidad social. A la libertad no se le debe culto político, ni ritual religioso, sólo se la puede honrar en la discreta afirmación de sí, o en la estridente creación performativa. Ahí donde la libertad se ritualiza en credos políticos o en dogmas de religiosidad cívica, los individuos emancipados y las comunidades libres son una simple ficción que se aferran al dominio social, para no desvanecerse en el vacuo desierto de la historia, o en el umbro abismo de posibilidades existenciarias. El paladín libertario sólo es un obseso esclavo que subyuga al alucinante vuelo de los estandartes de la libertad. Ningún otro puede habitar mi propia libertad, nadie puede liberar a ningún otro, ninguna libertad “puede respetar, defender y tutelar la libertad de los demás”, como pretende la teología libertaria de Carlos Cardona. “Nadie tiene derecho a ponerme en libertad”, espeta su reclamo el Kirilov de Fiódor Dostoievski, pues, “la coerción hacia la libertad raramente [nunca, para ser precisos] conduce a la libertad”, como bien advierte Zygmunt Bauman. De ninguna forma, la libertad es una herencia socio-civilizatoria, o del progreso moral del ser humano, pues, en sentido estricto, su fuente de procedencia y fundamento onto-histórico lo constituye el abismo de posibilidades de ser y de significarse, del ser humano, en cuanto indeterminado ente. Y el primer acto performativo de la libertad, con el consecuente advenimiento de la conciencia de posibilidades existenciarias, es la afirmación del propio ser y la correspondiente afirmación de sí mismo, con lo cual abre la funesta irrupción del Mal en la ecúmene y, por tanto, la probabilidad de la propia perdición; inquietantes hechos que tanto temen el esclavo y el profeta-misionero, pues, “busca crearte a ti mismo y crearás una ruina”, según previene San Agustín, de acuerdo con Dalmacio Negro, de ahí su bufo afán de traducirla en mito, rito y culto cívicoreligioso, a fin de despojarla de sus perniciosos riesgos. Empero, la ética de libertad potencia las fuerzas performativas que comporta el devenir de la vida, la cultura y la sociedad, pese 32

a la naturaleza contingente de la existencia mundana; de hecho, el carácter inexorable de la muerte y la entropía que parecen disolverlo todo en la nada, la conciencia plena de la finitud humana y del propio cosmos es el factor determinante para que la voluntad de poder instaure un sistema de valor que posibilita el ejercicio de la libertad en el plano ontológico, histórico y social. La libertad no es un valor per se, sino un sistema de valoración que, a través de las fuerzas performativas y de su correspondiente dialéctica de la creacióndestrucción, destrucción-creación, impulsa la transformación permanente del individuo, la sociedad, la cultura y el mundo; pues, de facto, “el hombre sólo alcanza su verdadera identidad si acepta la función creadora y trascendente de la destrucción”, según advierte Rafael Argullol, a propósito de la conciencia estética romántica. El ser libre nunca permanece idéntico a sí mismo, no se fija en su propia seidad, sino que explora, de manera continua, los lances abiertos de posibilidad que le apertura el abismo existenciario. La voluntad de poder (Der Wille zur Macht) es la esencia de la ética de libertad. La certeza de lo fugaz de la existencia en el mundo, la conciencia de finitud afirma la voluntad de poder ante el carácter inapelable de la muerte, y son las fuerzas performativas las que constituyen las condiciones de posibilidad de la transformación onto-histórica. La voluntad de poder y el recurso de las fuerzas performativas no se oponen a la muerte, no pretenden combatir la función disolutoria de la entropía, sino, más bien, hacer de la existencia, por efímera que ésta sea, un acto de singularidad creadora-destructora, ¿o acaso destructora-creadora?, la dialéctica performativa no es unidireccional ¿Acaso no dijo Nietzsche: “Este es mi universo dionisíaco que se crea y se destruye perpetuamente a sí mismo”? La entrópica muerte no representa el límite opuesto de la vida, ni tampoco el cerco de la libertad, como advierte la voluntad embriagada de temor y coaccionada por la debilidad de ser, todo lo contrario, constituye un fondo de posibilidades vitales para la experiencia humana, un abismo de significación existenciaria, puesto que, de hecho, la “muerte no significa un 33

mero cese del ser, sino un modo de ser, en concreto una posibilidad privilegiada de ser sí mismo”, como bien acota Byung-Chul Han. La singularidad onto-histórica es la consecuencia definitiva de la voluntad de poder, la cual no es propiedad natural de todos los seres, sino sólo de aquellos que están determinados por el instinto de afirmación de la diferencia, de la pulsión de autoafirmación del ser propio; de ahí, entonces, que no exista una ética trascendental de la libertad, sino, más bien, una pluralidad de sistemas éticos de libertad, contingencias éticas, tantos como guerreros existen, o han existido, en el devenir ontológico de la historia. La ética del guerrero deviene de la trascendencia de la pulsión de muerte, por el instinto de vida; en la afirmación singular de la existencia. La ética de libertad dispone, ante todo, formaciones de singularidad, procesos de individuación, lances de vanguardia. Sí, los valores de la libertad conforman la ética del guerrero. Y el auténtico guerrero puede crear a partir de la destrucción, o también puede destruir actuando de la creación, conforme a la disposición que haga de las fuerzas performativas de su contexto socio-histórico en la afirmación libre de su ser. No hay libertad en la indeterminación absoluta, en la ausencia de posibilidades, el verdadero acto libre sólo puede acontecer en el marco de las determinaciones onto-históricas. La vocación del guerrero es la transformación permanente del orden existencial, histórico y social prevaleciente. Nada incomoda más a la voluntad de poder que la permanente renovación del ser en cuanto producto del deber, la costumbre y/o la sintética resolución de la historia que impone la continuidad de la tradición; el guerrero no renueva al ser, sino que lo afirma transgrediendo la prolongación de la herencia socio-civilizatoria. La deontología paranoica somete el devenir de la vida individual y colectiva al delirio del deber que instauran las cualidades humanas fundamentales, los principios primeros de la existencia, sean tales divinos, naturales y/o históricos. El ser es, no puede ser siendo porque implicaría que el no ser puede devenir ser; en consecuencia, el ser del ente es una necesidad metafísica, un deber trascendental. 34

El dogma deontológico dota de sentido y de significado existencial al sino humano, en función del deber trascendental. Así, entonces, la voluntad del deber es el sustrato de la deontología paranoica. Deontología deriva del participio griego tò déon, esto es ‘aquello que debe hacerse, aquello que es un deber’; en consecuencia, los principios trascendentales que sustentan el sistema de valores de la deontología paranoica son revelados por la voluntad divina, reconocidos de las leyes metafísicas o naturales por la razón o derivados lógicamente de la dialéctica socio-histórica por el pensamiento materialista y, en consecuencia, no pueden, no deben cuestionarse a riesgo de convertirse en apóstata, mitómano o contra-revolucionario. Al igual que para el esclavo, los valores son símbolos de legitimación de la existencia, significación del sistema de dominio instaurado y encauzamiento onto-histórico de la manada, en la trascendental misión de salvar al ser humano de la caída. La diferencia fundamental es que la moral es orgánico-distributiva del presente socio-político y la deontología es teleológico-prescriptiva del advenimiento onto-histórico. Desde la comprensión de la deontología paranoica, la existencia y la vida humana representan una misión histórica, una tarea ontológica, como bien parece advertir Schopenhauer: “… la vida no es obviamente un regalo del que disfrutar, sino una tarea que realizar”. Los valores religiosos, y no la religiosidad misma, derivan de la emergente alianza metafísica entre la voluntad de servidumbre y la voluntad del deber, es decir, de la comunión entre la moral de esclavos y la deontología paranoica. De ahí, entonces, que los delirios deontológicos tengan un carácter sagrado, formal o socio-histórico, pero siempre revestidos de un cierto sentido religioso. Religión de lo divino, filosofía metafísica, ciencia natural o culto cívico. El acontecer de la vida es contingente pero los valores trascendentales son universales, unívocos, transhistórico e irrecusables, por ende, allende la voluntad individual y/o popular, son los verdaderos determinantes de la vida recta, el destino justo y la salvación humana. En tal perspectiva, acaso no fue Vladimir Lenin quien planteó: “¿Libertad? ¿para qué? La libertad y la igualdad sólo existirán en el orden establecido por los comunistas”, a 35

Fernando de los Ríos, representante de los socialistas españoles; un orden que sólo deviene inexorable de la resolución socio-histórica que impone la dialéctica materialista. En cuanto contingente, la vida siempre se encuentra en falta, en deuda, en penuria, y sólo puede ser resarcida, redimida y consumada mediante la observancia del deber trascendental. La deontología paranoica funda la Metafísica Binaria de Oposición con que se encadena el instinto vital a los valores trascendentales. En síntesis, la significación y el sentido de la vida en la moral de esclavos proviene del sistema de dominio vigente, mientras que en la ética de libertad deviene de la afirmación de la singularidad del ser y en la deontología paranoica deriva del deber trascendental. La voluntad de servidumbre genera esclavos, la voluntad de poder guerreros y la voluntad del deber profetas-misioneros. Para el esclavo la revolución es un medio de renovación del poder, para el guerrero un dispositivo de transformación onto-histórica y para el profetamisionero un estado de transición al destino humano verdadero.

II

Al definir el sentido y el significado de la existencia, a su vez, los valores determinan las distintas formas de relacionarse, de comprometerse, de involucrarse, de asumir el instinto vital propio del ser humano; de tal forma que el esclavo sólo permanece pasivo y sumiso ante el vertiginoso acontecer de la vida, el guerrero la habita con insaciable apetencia y el profeta-misionero, contrito y pesimista, le impone los inflexibles cauces del recto vivir, del justo ser, depurado por la odisea de la expiación, a fin de alcanzar la promesa de la redención. La potencia de las fuerzas que genera el instinto de vida define la constitución, carácter y función de los diversos sistemas axiológicos, 36

no las metafísicas definiciones del Bien y del Mal, las cuales son, más bien, sintéticos resultados de las afirmaciones del propio ser que principios rectores de la conducta humana. El Bien y el Mal son el efecto, la consecuencia, no el origen o la causa, de la fuerza vital que impulsa las distintas disposiciones de existencia: la redención en la moral de esclavos, la creación en la ética del guerre­ro, la salvación en la deontología paranoide-pesimista. Por eso mismo, la mansedumbre es la actitud humana fundamental para la voluntad de servidumbre, porque comporta la renuncia de sí, la renuncia del mundo y de los avatares del destino que conmocionan las emociones, las pasiones, las pulsiones, los apetitos del cuerpo y del espíritu que subvierten la estabilidad orgánica del orden establecido en el cosmos. El esclavo siempre percibe la vida como una pesada carga, como un lastre del cual debe despojarse por entero para poder existir en comunión absoluta con el sistema de dominio prevaleciente. En consecuencia, la resignación a la vida y sus aciagas contingencias es la columna vertebral del sistema moral del esclavo; pulsión de permanencia en la existencia. Por su parte, la asertividad es la actitud sustantiva para la voluntad de poder, dado que implica la afirmación de sí, de la propia singularidad del ser, la afirmación de los envíos vitales con todas sus inesperadas emergencias, aun cuando conmocionen el equilibrio de la corporalidad, del pensamiento y del alma. El guerrero anticipa la vida como una oportunidad siempre abierta para instaurar nuevas formas de ser, para revolucionar el orden de la existencia y crear modos alternativos de vivir. La provocación continua de los sentidos, de las pulsiones, de las sensaciones, de las facultades es una copa que el guerrero degusta con divino placer. En tal perspectiva, la autodeterminación vital de la existencia, pese a todos sus impredecibles riesgos, es el valor nodal del sistema ético del guerrero; pulsión de ser. La autodeterminación del ser es el lance fundamental de la libertad. Y en tanto, la docilidad disciplinada —no la docilidad servil, propia del esclavo— es la actitud nuclear de la voluntad del deber porque compromete las tensiones de la vida a la rectoría de los valores trascendentales, universales, primordiales, 37

tales como: la felicidad, la salvación, el honor, la justicia y/o la bondad, entre otros. El profeta-misionero advierte la vida como una oportunidad cerrada para alcanzar la existencia justa mediante la dialéctica de oposición, es decir, niega las pulsiones vitales para afirmar la “vida verdadera” subyacente en los valores que le preceden y le trascienden. La afirmación de la vida deviene por efecto de la negación de los instintos vitales y la aceptación de los azares de la existencia, a los cuales, instintos y azares, el profeta-misionero no teme de forma alguna, ni los asume como un peso insufrible, todo lo contrario, representan la ocasión para resistir la intemperancia y confirmar la templanza necesaria, la moderación indispensable, que imponen los valores trascendentales. A mayor intensidad de los instintos le es directamente proporcional la fuerza del estoicismo para resistirlos; a mayor adversidad de los infortunios del destino le corresponde una virtud superior para afirmarse en sus valores. La inquebrantable fe de Job que se fortalece con cada adversidad dispuesta por Dios, a provocación de Satán. La vida es un simple decurso de valores trascendentales en la que el profeta-misionero navega, fiel, sin desviarse un ápice del sino correcto, a riesgo de perderse, de condenarse; pulsión de salvación, enfermedad del retorno, como le denomina Lévinas. Así, entonces, la fidelidad es el valor primordial del sistema deontológico del profeta-misionero. La identidad onto-histórica de la voluntad del deber se realiza en la fidelidad irrestricta e intolerante a los valores que dotan de propósito final a la vida. El profeta-misionero prefiere martirizar la vida, renunciar a ella, antes que traicionar los valores mediante los cuales define su propia existencia. Y el imperecedero sueño del profeta-misionero, la forma de redención que prometa a la manada, es una vida fija e inalterable en el existir, condenada a un modo fijo de ser, clausurada a un invariable destino onto-histórico y encadenada a universales valores fijos. La fijación del ser, a toda prueba, es el ideal deontológico del profeta-misionero. Los valores deontológico-morales deforman la función vital del instinto humano; en esta perspectiva, el instinto gregario de ser un 38

impulso de conservación de sí y de la especie entera, a través del profundo temor a la vida que infunde el pesimismo existenciario, se convierte en una constrictora fuerza de contención, represión y sumisión, disfrazada de templanza, prudencia y humildad, que aglutina a los individuos y a los colectivos sociales en un proyecto de manada, cuya principal aspiración es la conquista históricotrascendental de la vida verdadera, de la existencia superior, de la sociedad justa, negando la contradictoria vitalidad de los instintos. Así, el profundo miedo a vivir del esclavo propicia la integración funcional de la piara, donde el buen pastor, el paladín moral, el caudillo carismático, el líder de opinión, etc., sólo es otro esclavo que goza del engañoso privilegio de someterse al bienestar del rebaño, a través de la preservación del sistema de sometimiento de los corderos. Mandar obedeciendo, gobernar sirviendo; mandar “es, entonces, hacer la voluntad de aquel que obedece”, como bien previene Lévinas. El insaciable apetito vital propio del guerrero, por su parte, genera misántropos ascetas, desarraigados de su contexto y de su tiempo específico de vida. Construir destruyendo los sentidos de la existencia, destruir construyendo los significados de la vida. El guerrero no manda, ni obedece, como tampoco pretende el bien comunitario; por el contrario, transgrede el mandato, subvierte la obediencia, deconstruye el sistema de dominio, aunque tampoco teme mandar, obedecer o hacer el bien; por eso mismo, el mandamiento, aun cuando imposición exterior de una ley racional, de ninguna manera es condición de la libertad humana, según pretende Lévinas —“he aquí, bajo una forma política, el mandamiento como condición de la libertad”—, puesto que la constitución del Estado no sólo no proviene de la voluntad de poder, todo lo contrario, se sustenta en la voluntad de servidumbre, sino que, además, en tanto institución, obedece a un orden racional experimentado como otra forma de tiranía, de acuerdo con el mismo filósofo lituano, es decir, el orden estatal instituido representa el lance onto-histórico de dominio a revolucionar por la acción performativa. El mandato de la ley argamasa la disposición de manada: el pueblo de Dios, 39

en la providencia divina; el Sistema social, en la previsión del contractualismo. En tanto, la irrevocable fidelidad al ideal de vida del profeta-misionero, provoca la conformación de legionarios, de milicianos, de congregaciones, de feligreses, cuyo adalid suele ser el más fervoroso creyente, el más intolerante piadoso, el más devoto místico, dueño exclusivo de la única verdad que norma el devenir del destino humano. Existir legislando, promulgar viviendo. Tres formas básicas de la humana existencia, tres disposiciones generales de valorar la vida mundana.

III

En términos de la pragmática onto-histórica, no existen valores buenos o malos per se, según pretende la Metafísica Binaria de Oposición, como tampoco valores duales, opuestos, complementarios e interdependientes que armonizan el acontecer de la existencia, como previene la filosofía taoísta, sino tan sólo valores que encadenan, enferman o liberan las primitivas pulsiones vitales del ser. El bien y el mal no tienen existencia esencial, puesto que sólo son ideali­ zaciones absolutas de las esperanzas y temores humanos, como lo es el círculo a la percepción de la curva constante en la naturaleza, o el concepto metafísico de perfección por deriva lógica del presunto orden jerárquico de los entes en el mundo. Ni siquiera la muerte es una fuerza opuesta o complementaria al devenir de la vida, ni menos aún debilita los instintos vitales, según reconoce Nietzsche. Las pulsiones de vida pueden ser fortalecidas por los instintos de muerte y, a su vez, los instintos de muerte pueden ser potenciados por las pulsiones de vida, como bien lo evidencian las prácticas médicas modernas que no dudan en sacrificar la vida en aras de preservarla. Los instintos de muerte no necesariamente debilitan 40

la vitalidad del ser, ni tampoco siempre las pulsiones de vida vigorizan, nutren, la continuidad del existir. La singularidad del guerrero trágico, por ejemplo, se afirma sobre el instinto de muerte; Aquiles sólo puede alcanzar la gloria eterna del guerrero mediante la eukleès thánatos: su propia muerte, la muerte de Héctor y de aquellos que perecieron bajo su imbatible espada. La vital pulsión de muerte del sempiterno Pélida, preserva viva la memoria épica de Cicno, Troilo, Héctor, Pentesilea, Tersites y Memnón, por mencionar sólo algunos de los más importantes al respecto; sin cuya destructora cólera ya hubiesen perecido en el olvido. Así, pues, en la pragmática ontohistórica no persiste algún tipo de sistema estamentario de valores antagonistas; no hay alguna clasificación axiológica jerarquizada complementaria. El jerárquico orden binario de los valores sólo es una pesimista aspiración del sueño metafísico; evasión axiológica de las azarosas contingencias de la vida. Un mismo valor puede esclavizar, enfermar o liberar al ser humano, todo depende de la voluntad que lo asuma y de la disposición asertiva con que integre al devenir de su existencia. El factor fundamental que determina su función pragmática es la acción afirmativa sobre la singularidad del ser, es el modo como se usan las fuerzas performativas a su alcance para instaurar nuevos lances de existir. Los valores que someten, constriñen o contienen al deseo esclavizan; mientras aquellos que estratifican, coaccionan o clausuran la existencia enferman; y los que abren, multiplican o diversifican las posibilidades del ser, liberan. La situación onto-histórica de una persona, de un pueblo, de una raza, se define únicamente por el carácter y la fuerza de su voluntad. En consecuencia, hay valores provenientes de la aspiración de libertad que terminan esclavizando o enfermando al ser humano. Todo redentor somete a nombre de la libertad. El salvacionista pregón de los redentores de todos los tiempos ha prometido la inexorable redención de los oprimidos, de los afligidos, de los humildes, de los desposeídos, de la humanidad entera, pero, sin embargo, la manada sigue siendo esclava, los profetas-misioneros continúan asumiendo la función de pastores y la vida persiste contingente y 41

finita; mientras que los nuevos redentores prosiguen lucrando con la voluntad débil, la pobreza de espíritu y la utópica esperanza de la salvación. El salvador redime, el libertador emancipa, a condición del sometimiento irrestricto del rebaño, a su omnisciente voluntad revolucionaria, reformadora. En términos generales, existen tres principales disposiciones de redentores onto-históricos, a saber: el redentor revolucionario que libera bajo la irrecusable premisa de sustituir al amo en la instauración del nuevo sistema de dominio; el redentor militante cuya acción emancipadora consiste en el usufructo catequista de la suplicante voz del sometido, a fin de gestionar el atemperamiento humanista de las circunstancias socio-políticoeconómicas de servidumbre; y el redentor misionero que rescata al oprimido de su mísera existencia, mediante la trascendental promesa de la salvación metafísica —síntesis histórica, síntesis espiritual—: Lenin, Marat y Vasco de Quiroga, de manera respectiva, entre otros. Así, las revoluciones sociales, por ejemplo, se han inspirado en la ética de la libertad, pero siempre han concluido con la instauración de sistemas totalitarios de pensamiento, organización política y práctica socio-cultural. Tras las banderas de liberación, las revoluciones embozan la transformación de los sistemas de dominio, no su abolición. El dogmatismo subversivo en cuanto comprensión cerrada del devenir histórico, la dictadura revolucionaria en tanto estrategia política de disciplinamiento social y la insurrecta homogeneidad cultural como una forma de coacción civilizatoria. El denominado materialismo histórico, verbigracia, en cuanto suma dialéctica del devenir de la liberación humana, reclama la inevitable necesidad político-económica de la dictadura del proletariado, impone el dogma marxista del determinismo histórico en tanto explicación última de la realidad socio-histórica y anticipa el advenimiento de una sola cultura científica en la que se disolverán todas las diferencias onto-sociales, pero, también, donde se desvanece cualquier espacio para la voluntad singular de las comunidades y/o de los individuos. En tal perspectiva, no fue acaso Karl Marx quien señaló:

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El comunismo es la abolición positiva de la propiedad privada, de la autoenajenación humana y, por lo tanto, la apropiación real de la naturaleza humana a través del hombre y para el hombre. Es, pues, la vuelta del hombre mismo como ser social, es decir realmente humano. Una vuelta completa y consciente que asimila toda la riqueza del desarrollo anterior. El comunismo, como naturalismo plenamente desarrollado, es un humanismo y, como humanismo plenamente desarrollado, es un naturalismo. Es la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre. Es la verdadera solución al conflicto entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la autoafirmación, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Es la solución del dilema de la historia y sabe que es esta solución.

Resolución histórico-materialista del deber metafísico parminedeano. El problema es que el dilema humano no tiene solución ninguna y de tal irresolubilidad proviene la indeterminación ontológica de la especie humana, tanto como las abiertas posibilidades de afirmar la singularidad de su ser en la historia y en el orden existencial. Y la singularidad establece diferencias onto-históricas, no resuelve los antagonismos existenciales, antes bien, los multiplica, los diversifica y los intensifica. Así, convertida en necesidad socio-histórica, los valores de la libertad se transforman en fuente de procedencia de la servidumbre subversiva y del deber revolucionario. Pervertidos los valores de la libertad producen la integración de masas de esclavos y legiones de paranoicos misioneros. Esclavos paranoicos que pregonan el advenimiento de la libertad mediante la instauración necesaria de la dictadura misionera. Pero, la libertad no admite transiciones político-económicas, pues no se trata de un estadio históricocultural, ni tampoco de alguna etapa de la maduración humana, sino de la afirmación ontológica de la singularidad, de la asertiva exploración del abismo de posibilidades existenciarias. La libertad no representa la “abolición positiva y definitiva” de los antagonismos onto-históricos, los dilemas socio-políticos, los conflictos económicoculturales, o las tensiones entre la esencia y la existencia, por el contrario, potencia la diversidad de sus posibilidades. Y, en sentido estricto, nadie puede ser libre aprendiendo a ser vasallo o profeta-misionero; 43

aunque, hay guerreros que surgen de la esclavitud y guerreros que se tornan profetas-misioneros. El principal problema de la metafísica materialista marxista, como de cualquier otro lance metafísico, es que aspira a la plenitud, culminación y resolución humana (sociocivilizatoria, onto-histórica, o teleológico-religiosa), mediante la categórica renuncia al rasgo fundamental que hace al ser, del ser humano, y lo distingue del resto de los entes en el universo, esto es: la inquietante apertura al indiscernible abismo de posibilidades existenciarias. La singularidad ontológica del ser humano no sólo se debe al carácter indeterminado de su ser, según acota la antropología filosófica moderna, sino que se define por la relación intensiva de la convergencia, discrepancia o coalición emergente de dos clases de posibilidades existenciarias, que le dispone la doble abertura de su seidad, a saber: la apertura para ser lo que su fuerza de voluntad de poder, le posibilita experimentar de los diferentes modos de ser en la existencia humana —Ángel o Demonio, Mandela o Jack “The Ripper”, Héctor o Paris, David o Goliat—; y la apertura hacia el mundo al que se encuentra arrojado, huérfano y desfundamentado, que le posibilita experienciar el exceso, el déficit y el equilibrio de ser en la existencia extra-humana (el universo, la roca y el árbol, por ejemplo). El abismo de posibilidades existenciarias, en que se sustenta la libertad, es configurado por la coyuntura de esta doble apertura del ser, del ser humano; de las pulsiones de temor, paranoia o jovialidad con que se afronta la abertura ontológica y el consecuente abismo, dimana el sentido onto-histórico de la servidumbre, la misión o la performatividad humana, respectivamente. Las revoluciones socio-políticas se originan, fundamentan y encauzan en aras de la libertad, por lo menos en su teleológica doctrina, pero se promueven desde el miedo y la paranoia social, por ende, se resuelven siempre en la instauración de nuevos sistemas de dominio, aún más intransigentes, dogmáticos e inflexibles que las prácticas de sometimiento precedentes, a las cuales se pretende subvertir. Empero, las revoluciones socio-políticas no son el único lance humano de subversión del orden onto-histórico establecido; 44

cada disposición de vida implantada por las diferentes dimensiones culturales y, de hecho, cada lance de existencia constituido por las distintas dimensiones humanas puede ser sublevado, transformado, revolucionado, aunque siempre concluye con la instauración de nuevas formaciones de orden existencial. La diferencia sustantiva entre las diversas clases de movimientos revolucionarios lo representa precisamente la libertad, y con mayor exactitud, el ejercicio de la autodeterminación del modo de ser propio, la identidad ontohistórica, tanto en el ámbito individual, como en el nivel social. Las revoluciones socio-políticas definen nuevos sistemas de dominio, nuevas dinámicas de sometimiento, porque no emanan, ni derivan y tampoco se solventan en las prácticas de libertad, sino en las disposiciones de la voluntad de servidumbre, en otras palabras, se desarrollan en la dialéctica de la sumisión, se desplazan del dominio político al dominio social para tornar al punto de partida, esto es: el dominio político. En esta lógica de resolución onto-histórica, el valor de la libertad opera como un simple dispositivo de significación del vasallaje. ¿Libertad?, ¿libertad, para qué?, la pregunta del magno revolucionario ruso todavía resuena estridente en el metafísico discurrir de la historia. Y sin embargo, resulta pertinente preguntarse: ¿acaso existen posibilidades revolucionarias que no concluyan en el insano establecimiento de nuevos sistemas de dominio?, ¿lances revolucionarios que no se resuelvan en la dialéctica del amo y del esclavo? Sí, por supuesto que sí, las revoluciones que devienen de la abierta experimentación de las posibilidades de ser y se resuelven en la apertura de nuevas posibilidades de existencia, es decir, las revoluciones performativas, las subversiones de la asertiva voluntad de poder. Las revoluciones performativas no se realizan en la aspiración de la libertad, que es su thelos propio de posibilidad, sino en el indeterminado arrebato de la creación. El creador no se propone la liberación, no actúa a nombre de la justa emancipación, es más modesto en sus empeños, tan sólo pretende revolucionar los modos de ser existentes, sea que lo consiga o no, porque la obra de creación no resuelve ni sustituye al acto creador. Así, pues, ¿libertad…, para 45

qué?, no puede liberarse lo que en sí mismo representa el acto propio de la autoafirmación onto-histórica. ¿Acaso Tlacaélel anhela la noble dignidad del Tlatoani, Alan Turing inaugura la defensa de los derechos de género o William Christopher Handy acaudilla el movimiento por los derechos civiles? No, nunca emprendieron tan importantes misiones, tan sólo instauraron disposiciones de creación.

IV

A diferencia del esclavo y del profeta-misionero, el auténtico guerrero no dispone de un canon axiológico clausurado que determine de forma unívoca el sentido de sus acciones en el estrato socio-histórico en el que interviene; por el contrario, la ética del guerrero es flexible, dúctil, fluida, estratégica, conforme a las condiciones y exigencias históricas de los envíos vitales, las disposiciones ontológicas y las prácticas culturales que pretenda instaurar. En el esclavo y el profetamisionero, los valores son medios simbólicos para la consecución de un fin ulterior: el recto proceder, la vida justa, la redención, la salvación, etc.; en el guerrero, por su parte, son las condiciones de posibilidad del objeto, el sentido y el contexto en el que se ejerce el poder performativo, lo que decide el tipo de valores implicados, tanto en su significado como en su recurso ético, no la contingencia del interés particular del guerrero, o la trascendentalidad fenomenológica del acontecimiento histórico en sí mismo. La ética de libertad no se conforma o se transforma a conveniencia particular de las afecciones o pasiones del guerrero, sino a consecuencia directa de su firme determinación para establecer las condiciones de posibilidad onto-histórica que plantea el ejercicio abierto de su voluntad de poder. El poder performativo constituye el instinto vital del guerrero, su razón de ser y la asertividad de su propia libertad. Los valores 46

que sustentan la forma de vida del guerrero denuncian su modo de ser. De forma equivalente a como se transmuta su mismo ser, con cada afirmación onto-histórica del poder performativo, la ética del guerrero se transfigura continuamente. Los valores que le sirven para fundar un lance de performance, en otro momento le resultan obstáculos insalvables, por eso debe ajustar el sistema valoral de forma permanente. ¿Esto significa, de alguna manera, que la ética del guerrero es utilitarista? No, desde luego, el guerrero se significa en la pragmática axiológica. Los valores del guerrero son del todo inquebrantables, inconmovibles e irrefutables en su causa —incluso, más intransigentes que los deberes del profeta misionero—, pero fluidos, flexibles y retractables en su circunstancia socio-histórica. La virtud del guerrero deviene de la vitalidad con que asume sus deseos, pasiones e instintos en el devenir de su incidencia en el mundo, por desmesurados que estos puedan ser y, sin embargo, no es voluble en los valores que afirman su empecinada voluntad de poder. En sentido estricto, como la existencia misma, el guerrero no es bueno ni malo, humano o inhumano —per se—, pero sus actos, al propio tiempo, pueden ser tanto de héroes como de villanos. La ética que significa su existencia es, también, como la disposición de los nuevos envíos de experiencia humana que propone, un acto asertivo de libertad, no una necesidad impuesta por el instinto de conservación del rebaño y del sistema de dominación, o del deber decretado por el impulso irrefutable de la resolución socio-histórica. El poder performativo del guerrero deviene de un exceso de ser, no del déficit ontológico que pretende resarcir la sumisión y el deber. El esclavo se significa en los valores heredados de la tradición que sustenta y legitima el sistema de dominio constituido e instaurado, en función del cual construye su identidad histórica, su función social y su estatus político-económico. Por su parte, en la estructura organizativa comunitaria, en el orden integrativo de la manada, las disposiciones de dominio son la fuente primigenia, el agente institucional legitimante y el salvaguarda nodal de la moral y la estabilidad pública; al propio tiempo que detenta, no sólo el monopolio de la 47

violencia, como bien reconoce Max Weber, sino también el monopolio de la construcción identitaria, la distribución de las funciones sociales y la definición del proyecto político-económico, mediante los dispositivos de disciplinamiento moral. En el lance dispuesto por Kant, Fichte, Schiller y Hegel, entre otros, siguiendo las reflexiones de Safranski del Estado —en cuanto máxima concreción institucional de las disposiciones del sistema de dominio vigente—, se espera la mejora moral del ser humano. En los sistemas totalitarios, sean religiosos, políticos e, incluso, estético-artísticos (como el surrealismo de Bretón, por ejemplo), el ejercicio de este monopolio se evidencia en toda su magnitud. El credo moral es el sustrato de toda la propaganda político-ideológica en que se fundamenta el dominio instituido; de hecho, la transversalidad socio-cultural y político-económica de los valores morales que promueven las prácticas de sometimiento son un signo inequívoco de los sistemas totalitarios. Al igual que la tradición histórica en que se fundamenta, la moral de esclavos pretende ser inmutable al devenir del tiempo y sólo se transforma a través de las reformas que impulsa el propio sistema de dominio para actualizar la vigencia de sus dispositivos procedimentales de control y sometimiento; o con el radical establecimiento de un nuevo régimen de dominación. Pero, en general, la novedad ética, la alteración del sistema moral vigente, inquieta profundamente a la voluntad de servidumbre del esclavo, porque interpela, cuestiona, problematiza la legitimidad del orden socio-político establecido por las prácticas de dominio, la relación amo-esclavo que le es inherente y, aun, la propia existencia del siervo. A consecuencia de esto, la instauración de un nuevo sistema de dominio siempre comporta el decreto de un determinado sistema moral que puede representar la continuidad, la reforma o la transmutación de los valores tradicionales, en cuyo defecto se pretende la implantación de una nueva forma de tradición histórica ¿Acaso el triunfo de todas las revoluciones socio-políticas no ha comportado alguna variante del Comité de Salvación Pública? Los sistemas totalitarios aspiran siempre a establecer una tradición histórico-moral de mil años. 48

En la manada, el amo y el esclavo comparten la misma voluntad de servidumbre, la misma moralidad y condición onto-histórica; ambos son prisioneros de la misma pragmática de sometimiento. El paranoico es compelido por el deber trascendental de alcanzar el destino humano, previsto por la divinidad, la evolución natural de la especie o la dialéctica socio-histórica. El paranoico profetamisionero se concibe a sí mismo como el héroe trágico, el fármakon (φάρμακον, pharmakon) o el pastor que debe resarcir la ruptura onto-histórica generada tras la pérdida del Absoluto Primigenio: el Alma Universal, el Paraíso, el Comunismo Primitivo, etc. La caída del ser humano, el desagarro de la vida comunal primigenia y la muerte de Dios fracturan al ser, por lo que la misión trascendental del profeta-misionero es su restitución metafísica, su resarcimiento teolológico, a través del intransigente seguimiento de la vida recta, de la existencia justa, que dispone el sistema deontológico de valores. La historia humana, de acuerdo con la conciencia paranoica, no es más que la transición depurativa del ser, la odisea expiativa de la humanidad, entre un Absoluto Primigenio y un Absoluto Utópico: la República en Platón, la Ciudad de Dios en San Agustín, el Comunismo Científico en Marx, la Sociedad Tecnológica en Herbert Marcuse, verbigracia. En razón de este carácter transitorio de la historia, el profeta-misionero, de manera constante, promueve reformas deontológicas que pretenden la madurativa regeneración del ser humano y cuya consecuencia directa es la instauración de nuevas formas de dominio, ambas fundamentadas en el delirio de la predestinación. El martirio, el sacrificio y el sometimiento no tienen un fin en sí mismo, ni tampoco un cierto propósito instrumental —no es el instinto de poder lo que motiva al paranoico—, todos ellos son simples dispositivos procedimentales de la purificación humana, medios que posibilitan el completar su humanidad, para alcanzar el destino prometido. Excluido del irrevocable deber, el profeta-misionero se transforma en suicida, o en línea de fuga —siguiendo el lance deleuciano—; incitado por el deber es un deontológico reformador permanente. Cierto, el guerrero y el paranoico 49

impulsan cambios continuos en el orden social dispuesto; empero, el primero transforma por efecto de la asertividad onto-histórica y el segundo por responsabilidad trascendental. Al inventarse a sí mismo, el guerrero provoca la innovación de su contexto sociocultural porque construye su espacio vital; en tanto que al asumir la responsabilidad trascendental a la que se debe, el profeta-misionero se siente obligado a reformar al ser y al entorno en cuyo ambiente se realiza la maduración socio-histórica.

V

La grandeza de ser, en la intensiva exploración de las abiertas posibilidades onto-históricas de la existencia, inspira el devenir de la vida del guerrero; la necesidad de satisfacer sus apetencias primarias motiva la permanencia del esclavo en el mundo; y la responsabilidad del deber con el sino predestinado por el demiurgo, impulsa los envíos de ser del paranoico misionero. El guerrero es en su proyecto de vida, devenir ser de su ser; el esclavo carece de cualquier proyección existenciaria, su presencia en el mundo es como una indefinida forma en el contingente espectro del existir, habita un eterno presentismo, agobiado por sus necesidades básicas de sobrevivencia, por eso se esfuma en el anonimato del acontecer de la historia; y el profeta-misionero sólo se reconoce en el teolológico discurrir del destino decidido por el logos que rige el porvenir de la existencia (Las Moiras, el Espíritu Absoluto, la Dialéctica Histórica, el Progreso Socio-Civilizatorio), en consecuencia, su momento de vida es el de la utopía, un futuro tiempo siempre por arribar. Así, entonces, por la gloria de la afirmación de su voluntad de poder, el guerrero trasciende la muerte, o hace de ella un acto de invención de sí, que la muerte sólo puede ser un modo propio del ser de sí 50

—“posibilidad privilegiada de ser sí mismo, toda vez que la muerte es mi muerte”, como bien acota Han—; por la efímera subsistencia, el siervo renuncia pesimista a la vida; y por la inapelabilidad de la predestinación, el profeta-misionero clausura la existencia, enclaustra el vivir, en una sola senda justa, un único modo recto de ser, pensar y actuar. Aquiles, Efialtes y Pablo de Tebas.

VI

El ser humano en tanto especie conforma una determinada unidad onto-histórica y en cuanto individuo constituyecierta unidad ontológica; empero, ello no significa que tales unidades sean unidimensionales en su desarrollo socio-histórico, experiencias vitales y/o comportamientos comunitarios e individuales. La especie humana es una unidad onto-histórica de múltiples lances socioculturales, mientras que el individuo es una unidad ontológica de diversas dimensiones existenciales. En esta perspectiva, la unidad ontológica que representa al ser humano, en lo individual, se integra por variadas dimensiones de distinta naturaleza, las cuales son definidas por diferentes factores existenciarios y participan de disímiles formas en el indefinido acontecer de la experiencia de vida. Por su parte, la unidad que significa la especie humana, como resulta más evidente todavía, deviene de una compleja multiplicidad de agentes, factores y condiciones de existencia socio-ambientales. Cada dimensión ontológica y cada lance socio-cultural encuentran su ritmo particular de desarrollo histórico y comporta sus propios valores vitales; además, aunque se afectan mutuamente, nunca alcanzan el mismo nivel de refinamiento, ni tampoco actúan en la misma dirección de vida. Y a despecho del imperio del significante occidental que pretende imponer a la razón en la rectoría de las 51

facultades humanas y del devenir histórico-civilizatorio, la verdad es que ninguna dimensión ontológica en lo particular, ni tampoco ningún lance socio-cultural en lo específico, gobierna, dirige o rige al resto de éstas, a riesgo de corromper la propia vida —como sucede con el proyecto de la civilización moderna—; por el contrario, tan sólo conforman estructuras y disposiciones emergentes de existencia. En consecuencia, las diversas dimensiones humanas y los distintos niveles socio-culturales, así como los diferentes valores vitales que las sustentan, preservan relaciones conflictivas, contradictorias y, a veces, sólo a veces, de reciprocidad o correspondencia entre sí. De esta manera, un individuo, una sociedad, puede ser tolerante en el ámbito socio-político e intolerante en el contexto religioso; liberal en las relaciones inter-raciales y conservador en las interacciones de género; sofisticado en el nivel tecnológico y burdo en el plano ético, abierto en las expresiones estético-artísticas y cerrado en las comprensiones intelectuales, por ejemplo. Tal multidimensionalidad ontológica y socio-cultural explica el carácter conflictivo y contradictorio del ser humano. Ahí su grandeza ética, ahí su mezquindad moral, ahí su paranoia deontológica. El modo en que se concilian, articulan y/o estructuran los distintos valores de tales dimensiones ontológicas y unidades culturales, definen la singularidad social de los individuos y la identidad histórica de cada estrato socioambiental; en consecuencia, también determinan las pautas de las conductas sociales e individuales. Es un craso error pretender el sometimiento de la vida a un sólo principio existencial, a una sola dimensión ontológica, a un sólo lance socio-cultural, a un sólo valor ético, moral o deontológico. Todo lo contrario, a mayor pluralidad de valores éticos que alienten la vida humana, por contradictorios y/o conflictivos que estos puedan ser, mayor plenitud en la experiencia vital de la existencia. Luego, entonces, el único principio válido en la aceptación y/o renuncia de cualquier valor ético, es el poder performativo que comporta para inventarse a sí mismo, transformando el orden existencial establecido. Cuando un valor obtura, detiene o corrompe la fuerza performativa, más vale renunciarlo, conjurarlo, 52

exorcizarlo de sí mismo y del contexto social. Así, pues, el criterio fundamental para la selección de los valores de una ética vital es el poder performativo que posibilita la innovación permanente de la vida y la existencia misma.

VII

Todos los valores son sociales porque devienen de un estrato históricocultural concreto y encuentran su pleno sentido ontológico en el seno de las prácticas colectivas en que se desarrollan. Aunque los valores singularizan, no existen valores individuales absolutos. La indivi­ dualidad sólo es un pliegue social, una plegadura de la sociedad. Aún la ética individual más transgresiva es tal, la ética del guerrero, sólo en el marco de la moral y/o la deontología social de una época histórica específica. En este sentido, Miguel Orive Grisaleña, siguiendo el lance reflexivo trazado por Savater, se equivoca del todo cuando establece que el “… origen de los valores es el individuo concreto”, puesto que éste nace ya en cierta disposición deontológico-moral que después, en el proceso mismo de la construcción de su identidad individual y/o comunitaria, asume, afirma, transforma y/o transvalora; pero, siempre en el espacio propio de trama social, aún como radicalización de la autonomía individual o idealización ontológica. La divina afirmación de Alejandro Magno en cuanto conquistador legítimo de Frigia, primero, y de Asia, después, tras cruzar el Heles­ponto, con el estridente beneplácito de Zeus (alrededor del año 334 antes de nuestra era), mediante la pragmática resolución del nudo gordiano y la consecuente revolución político-cultural que detonó, acontece porque los valores morales de la tradición histórica de los pueblos asiáticos ya estaban ahí, aguardando el arribo performativo de la ética griega, sin los cuales, el guerrero macedonio tan sólo hubiese 53

representado un bárbaro invasor más. La misma situación prevalece, siglos después, con la rauda conquista española del sistema de dominio Mexica. ¿Cómo es posible que un puñado de españoles, al mando de Hernán Cortés, en tan poco tiempo conquiste al sistema de dominio más poderoso de Mesoamérica, conformado por una población de más de quince millones de personas? No son pocos los que en actitud conciliatoria justifiquen la caída del sistema de dominio Mexica en cuanto producto de la alianza que Cortés, con la emergente intermediación de la “Malinche”, pudo tramar con varios pueblos prehispánicos: totonacas, tlaxcaltecas y cholultecas, entre otros, como parte de un proceso de liberación regional del dominio de Moctezuma; sin embargo, los verdaderos fundamentos del derrumbe del sistema de dominio no se deben tanto a la superioridad tecnológica de los españoles y al número de aliados que lograron aglutinar en su campaña, ya en múltiples ocasiones antes, los mexicas habían logrado contener revueltas de mayor magnitud, sino que la deontología paranoica ya formaba toda una tradición histórica en el imaginario social de este estrato histórico-cultural, para el advenimiento de Quetzalcóatl, el “hombre blanco barbado”, y la correspondiente imposición performativa de la ética renacentista de Cortés, en tanto heredero legitimo del trono de Moctezuma, sin lo cual, el puñado de españoles y sus pueblos aliados tan sólo hubieran representado una contingencia épica más en la preservación de este poderoso sistema de dominio mesoamericano. El sistema de valores que conforman la ética del guerrero es tal, sólo en el contexto de la moralidad de los esclavos y/o la deontología de los paranoicos, puesto que fuera de ese marco histórico-cultural, esos mismos valores no necesariamente inspiran a un guerrero, por el contrario, pueden fundamentar la existencia de un esclavo o de un profetamisionero. La ética deviene y se afirma en el suelo de la voluntad de servidumbre y/o de la voluntad del deber, en cuanto envíos de posibilidad del abismo en que se fundamenta la jovial aspiración de libertad. En una verdadera sociedad de guerreros, en sentido estricto, ninguno es auténtico guerrero —¿acaso si apenas alcanzan a ser 54

soldados?, como es el caso de los orgullosos samurái—; es por eso que de la sociedad espartana, el pueblo guerrero por antonomasia de la tradición occidental, sólo un hombre ha resistido la erosión de la muerte, sólo un nombre resulta inmortal: Leónidas, rey de Esparta, hacia el siglo v o vi, antes de nuestra era; mientras que de la mesurada Atenas descollan imperecederos: Teseo, Arístides, Pericles y Temístocles, entre otros. El que un pueblo sea guerrero no implica que cada uno de sus miembros, cada uno de los individuos que lo conforman, a su vez, también sean guerreros y viceversa, esto es, la nación de un guerrero no siempre constituye una sociedad guerrera; sólo los esclavos y los profetas-misioneros conforman manadas. Los guerreros pueden integrar colectivas alianzas emergentes para alcanzar contingentes objetivos socio-históricos, pero, sin establecer nunca, disposiciones comunitarias; el guerrero representa en sí mismo su propia patria transterrada. Los valores deontológicos dictados por la divinidad tienen un carácter comunitario y se significan en un momento preciso del devenir de la historia; la donación del decálogo que Jehová (latinización de la palabra hebrea ‫ה ֹוהְי‬ ָ ) hace al pueblo israelí, por intermediación de Moisés en el monte Sinaí, durante el éxodo a la tierra prometida, por ejemplo. Incluso, cuando la divinidad impone su irrebatible voluntad a un solo individuo, siempre es en el contexto de los valores predominantes en las prácticas sociales de un pueblo —como es el caso de Heracles, a quien le es impuesta la penitencia divina de las doce proezas dispuestas por su más odiado enemigo, Euristeo, a través de la sibila de Delfos, en cuanto medio de expiación por el derramamiento de la sangre de sus hijos, dentro del marco de la obediencia que se le debía a los designios revelados de los dioses—. No es el tipo de valores, lo inédito o la reiteración de estos, lo que determina al guerrero, al esclavo o al paranoico. Aquiles es un auténtico guerrero porque afirma, de manera performativa, el destino decidido por Las Moiras; mientras que Heracles es un héroe trágico paranoico porque se somete al deber de su sino, sin resistirse como Edipo, sin afirmarlo como Héctor —digno adversario del Pélida—. 55

Así, entonces, la transvaloración nietzscheana no significa el repudio absoluto de los valores sociales de la manada, sino la afirmación performativa de los valores en cuanto propiedad de una singularidad, la asunción asertiva de la eticidad que significa la individuación de la existencia. Los valores siempre son sociales, pese a la libertad, la servidumbre o la paranoia que comporten. La diferencia radical de los valores éticos, con respecto a los valores morales y los valores deontológicos, que representan una violencia sobre los instintos vitales y una negación de las pulsiones existenciales, respectivamente, no radica tanto en su exclusividad u originalidad que los sustrae de las prácticas socio-históricas vigentes, más bien, por el contrario, su individuación proviene de la depuración asertiva que hace el gue­rre­ ro para afirmar la singularidad de su existencia; de este afirmativo refinamiento voluntario deviene el carácter excéntrico de la ética de libertad, de ahí su rareza, peculiaridad y primicia. Empero, el hecho de que todos los valores sean sociales no comporta necesariamente que exista cierta relación de correspondencia y/o de reciprocidad entre los valores de un pueblo y los valores de los individuos que lo constituyen, sean estos morales, deontológicos o éticos, según sea el caso. Existen sociedades determinadas por la ética de la libertad cuyos individuos son delimitados por la moralidad o la paranoia; pero, también persisten individuos definidos por la voluntad de poder, en sociedades de esclavos y profetas-misioneros. En el primer caso, los Estados Unidos de América (USA) y todo el amplio espectro de los movimientos esclavistas, racistas, segregacionistas, homofóbicos, xenófobos, fundamentalistas y supremacistas que se han desarrollado a lo largo de su breve historia —como el Ku Klux Klan, el Partido Nazi Americano y la American Border Patrol, por ejemplo—; mientras que, en el segundo caso, destaca Nelson Mandela, “Madiba”, en la Sudáfrica del apartheid de la segunda mitad del siglo xx , verbigracia. El sistema de valores que priva en las prácticas socio-culturales de un pueblo no siempre resulta saludable para la afirmación performativa de los individuos que lo conforman; pero, a su vez, los valores individuales pueden implicar 56

perniciosas consecuencias para la sanidad y estabilidad de las estructuras que articulan el devenir de la sociedad, incluso de la especie. La obediencia es condición sine qua non de la organización comunitaria, pero obtura el plegamiento de la individualidad; mientras que el egoísmo posibilita la afirmación del individuo, pero devasta las estructuras de sociabilidad. Así, persiste una suerte de tensión crítica entre el sistema valoral de la sociedad y los valores de los individuos. El predominio de los valores comunitarios comporta, por necesidad social, el sometimiento de las potencias performativas de los individuos, pero, también, la preeminencia de los valores individuales, de forma invariable, supone el riesgo de la anomia y la consecuente disolución de la sociedad. La forma histórica en que se concilian, articulan y amalgaman los valores individuales con los valores sociales genera el contexto histórico de la libertad, la paranoia y/o la esclavitud de los individuos y/o de la propia comunidad. El absolutismo moral instaura la servidumbre en las prácticas comunitarias e individuales. La deontología totalitaria pervierte, enferma, contamina, deforma la vitalidad individual y colectiva. La liberalidad ética potencia las fuerzas performativas de la singularidad social y de sus posibles individualidades. Sin embargo, la ética de libertad, instaurada como principio moral o deontológico de la sociedad, puede propiciar el surgimiento de identidades serviles o paranoicas. Sí, todo valor es social, ya que se asume por asimilación, resistencia, oposición o fuga al sistema de valores que determina una época, un estrato socio-histórico; pero no existe una relación de continuidad necesaria entre los valores generales de la sociedad y los valores particulares de los individuos.

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VIII

La búsqueda de la felicidad no es el propósito fundamental de la existencia humana, como pretende el pensamiento pesimista. Habitar la vida en sus múltiples posibilidades de experiencia, condición y conmoción existencial, con la fuerza performativa de que dota la voluntad de poder, es el sino irrecusable del ser humano. Y en eso consiste, precisamente, el significado de la apuesta nietzscheana de hacer que la vida devenga arte, es decir, inventarse a sí mismo a partir de la profunda vitalidad que entraña cualquier experiencia posible: la tristeza, la sensibilidad estético-artística, el erotismo, el misticismo, la angustia, la rabia, la impotencia, la morbosidad, la depresión, etc.; no fijar el exceso de vida en un sólo estado existencial —la ataraxia, la imperturbabilidad, la euforia, el hedonismo—, sino convertir cada lance vital, cada contingencia experiencial, en un acto performativo. Inventarse a sí mismo, ampliar las posibilidades del ser, desde cualquier probable experiencia vital. La felicidad sólo es una experiencia posible en el abierto devenir de los lances de vida y no agota, ni comprende, la compleja dimensión de la existencia humana. Así como la potencia performativa del arte puede devenir de cualquier experiencia de vida: la guerra, la tragedia, la destrucción, el pesimismo, el amor, el odio y la propia felicidad, entre muchas otras; por su parte, la vitalidad del ser humano puede afirmarse desde cualquier determinante ontológica, por definitiva que ésta pueda ser. La voluntad de poder se afirma en la conciencia plena de la finitud humana, pues, como bien reconoce Chuck Palahniuk, a través de la jovial conclusión de Grace, respecto de la trágica muerte de Théodore Géricault, “todos morimos… La meta no es vivir para siempre, la meta es crear algo que viva para siempre”; en esta misma perspectiva: todos nos conmocionamos, el objeto de la vida no es ser feliz, el propósito es hacer de nuestras vivencias un acto de creación de sí. Parafraseando a Schopenhauer, bien es posible afirmar que la 58

experiencia de vida misma es sólo una manifestación de la voluntad de poder. Empero, agobiado por el insoportable peso de la existencia, en toda su indefinida soledad y dramática contingencia, el pesimista espíritu de rencor pretende reducir la compleja indeterminación de la vida humana: a un solo estado del ser —la Eudaimonia, la plenitud del ser, en Aristóteles—, a una sola condición ontológica —la Ataraxia, la imperturbabilidad del Alma, en Epicuro— , a una sola forma de unidad trascendental —el Tao, el equilibrio existencial, en el Taoísmo— , a una sola actitud —el Wu Wei, la “No Acción”, en la filosofía Zen—, a una sola emoción —el Hedonismo, el placer como bien superior, en Aristipo de Cirene— ; a partir de lo cual el pesimismo existencial renuncia a la potente vitalidad que comporta la voluntad de poder y a la vasta posibilidad del devenir ser. La aspiración a la vida impertérrita, impávida, desde donde Chuang-Tse dice que la “verdadera alegría y la felicidad perfectas sólo pueden encontrarse en la no-acción”. Pero, la imperturbabilidad de la existencia significa la radical negación de la experiencia de vida misma, pues, “la paz permanente de la vida / es la paz permanente de la muerte”, como bien versa el irreverente poeta, Charles Bukowski. Fijar la existencia en un sólo estado de experiencia vital es una aspiración pesimista del pensamiento metafísico, pulsión de muerte convertida en teleo­ logía existencialista. Vivir en verdad, y aún la propia sabiduría, es conmoverse, excitarse, inquietarse, perturbarse, sorprenderse ante la imprevisible contingencia de la existencia. La imperturbabilidad de los lances vitales sólo es una corrupta aspiración de los débiles, de los medrosos que temen la contingente experiencia de la plenitud existencial. Sin embargo, la verdadera experiencia de la plenitud existencial no es la plenitud aristotélica del ser en cuanto bien supremo del ser humano: la felicidad, sino más bien la experimentación, siempre contingente, del ser en el devenir, de las abiertas posibilidades de la autopöiesis, puesto que la humanidad, en tanto especie, y el individuo, como ente particular, son expresiones ontológicamente indeterminadas, dispuestas a la autodefinición de la existencia. La determinación de lo humano 59

es su propia indeterminación ontológica. Más aún, la vida es un discurrir cuántico, un fluir de cuantos experienciales, y violentarla en la fijación de un estado único del ser es corromperla, degradarla, pervertirla. Aquellos que se amedrentan al experimentar los envíos incontenibles, inapelables, intempestivos, del ser siendo, se aferran desesperados a la dictadura de la perennidad de un estatus ontológico, de una experiencia o de un ideal que los trasciende y los desborda. El vano intento de petrificar el flujo vital, con todas sus pasionales conmociones, sólo pervierte la existencia, fragiliza al espíritu, anula las fuerzas performativas, degenera el deseo. La vida estancada es una ciénega putrefacta que todo lo infesta a su alrededor. La acinesia produce esclavos que recelan de los impulsos instintivos de la vida; el fanatismo, por su parte, genera paranoicos que reniegan de las pasiones impetuosas de la existencia. El esclavo y el paranoico renuncian a su voluntad de vivir. Son zombis, muertos vivientes, como ya previene Jean-Paul Sartre. Pero, esta renuncia nunca es personal, este recelo al poder trasformador de las fuerzas performativas no se agota en sus temores particulares, por el contrario, sospechan de quienes se entregan por entero a la experiencia de la existencia, desconfían de quienes no comparten su renuencia a vivir; parafraseando a Maslow, bien es posible señalar que el esclavo y el profeta-misionero tiemblan de debilidad, temor reverencial y miedo ante las mismas posibilidades que el guerrero. Y tal suspicacia para con aquellos seres que encaran las contingencias de la existencia con una irrestricta vitalidad, bien pronto se transforma en furor desbordado, en agresión incontenible, en pulsión de muerte. Los seres vitales son perseguidos, acorralados, condenados, segregados y, de prisa, sacrificados en aras de salvaguardar la moral social, de preservar el desarrollo legítimo del sino humano, presentido por la paranoia misionera. El vigor de la vitalidad pone en grave riesgo el sistema de seguridad en que se refugian las voluntades muertas. Los esclavos y paranoicos destruyen todo aquello que ponga en riesgo la estabilidad de su existencia, la solidez de sus dogmas, la consistencia de su fe, la inmutabilidad de sus valores. Son muertos antropófagos. 60

Muertos que condenan y devoran todo instinto de vida. Y en esto radica toda su mezquina felicidad de “cadáveres vivientes”, como bien lo demuestra la parábola del maestro Zen que envía al discípulo al cementerio a alabar a los muertos, primero, y a injuriarlos, luego, con la finalidad de mostrarle la virtud de la imperturbabilidad del espíritu. La pulsión de muerte convertida en virtud; la impavidez del cadáver traducida en paradigma de existencia; la negación de la vida como principio onto-histórico. La búsqueda de un estado existencial o de un valor trascendental, sea la felicidad, la salvación o el deber, por mencionar algunos de los meta-relatos más recurrentes de la historia humana, sólo condena la existencia del ser al trastorno delirante que reniega de las pulsiones vitales, en función de una promesa sobrehumana que lo impele, lo acosa, lo angustia y lo evade inevitable en la aspiración imposible de lo inalcanzable. No hay mejor ejemplo de este delirio paranoico que la deontología cristiana y la deontología revolucionaria. En tal delirio, la vitalidad existenciaria del presente debe sacrificarse, comprometerse y encauzarse de manera inevitable hacia la aspiración trascendental de la utopía de la salvación y/o la liberación del ser humano, que en el fondo son situaciones correlativas: al salvarlo, los profetas-misioneros del cristianismo, liberan al ser humano de su condena mundana, mientras que al liberarlo, los profetas-misioneros revolucionarios, de cualquier talante, lo salvan de su condena histórica, después de todo, “el anhelo y la búsqueda del Reino de Dios se traslada a este mundo adoptando la forma de utopía”, como bien advierte Negro; pero, las disposiciones necesarias para alcanzar la gracia divina o la resolución de la historia son imposibles a la condición humana. Nadie más consciente de esta imposibilidad de alcanzar la utopía religiosa que el evangelista cristiano y el evangelista revolucionario. No hay seres humanos absolutamente justos, rectos, pese a la compasiva intercesión de Abraham, por eso Jehová está obligado a demoler Sodoma y Gomorra, por eso destruyó a la humanidad entera con el diluvio universal y por eso mismo anticipa, desde los albores de los tiempos, un nuevo apocalipsis ígneo para 61

depurar la tierra. A quienes ha prevenido de su divina indignación, no es porque sean merecedores de su deontológico reconocimiento y, por ende, de la salvación eterna por su incuestionable justicia, sino porque representan su insistente esperanza en la Creación. ¿Qué sería de YAVHÉ despojado de su infinita esperanza en la humanidad? En esta misma perspectiva, no hay auténticos revolucionarios, liberadores y liberados sin mezquindades subterráneas, in­mo­ ra­lidades soterradas, seres humanos libres en absoluto, pues, de manera inexorable persisten resabios inaceptables de la voluntad de servidumbre —esclavos irredentos, amos contumaces—, individuos dispuestos a traicionar los más nobles principios de la sagrada revolución, ya sea por su depravada inclinación a servirse de los otros, o ya por su ilegitima vocación a someterse a voluntades ajenas; en consecuencia, a cada triunfo revolucionario le sucede un ineludible período de terror persecutorio que depura y purifica a la sociedad recién liberada de los falsos profetas, de los falaces redentores y de todos los parias enemigos acérrimos de la libertad apenas conquistada. El Terror auspiciado por el Comité de Salvación Pública, entre 1793 y 1794, después de la victoria de la Revolución Francesa, ; la Gran Purga —también denominada Yeshovschina— impuesta por Iósif Stalin, a partir del 30 de julio de 1937, con la consolidación de la Revolución Socialista Rusa; las purgas internas del Partido Comunista, primero, entre 1953 y 1954, y la Gran Revolución Cultural, después, en la década de 1966 a 1976, impulsadas por el régimen de Mao Tze-Tung, tras el triunfo de la Revolución Comunista China. En resumen, y “para decirlo con toda franqueza, en todas las aldeas se necesita un breve periodo de terror”, pues, “Un poco de terror siempre es necesario”, advierte enfático el legendario libertador chino; aún más, “un período de dictadura violenta, o quizás de dictadura violenta y sangrienta, es justificable porque implicará la supresión y el fin de la dominación de clase, un objetivo adecuado para la vida humana; es por esta última condición que toda la empresa podría justificarse”, confirma Noam Chomsky en esta misma perspectiva. Pero, la depuración revolucionaria es una profilaxis social continua, 62

el progreso libertario no puede detenerse nunca, por eso mismo el saneamiento de la comunidad “liberada” es, y debe ser, permanente. Los enemigos de la libertad popular no descansan, nunca duermen, siempre están al acecho, soñando con la restauración de las cadenas. De ahí que toda sociedad post-revolucionaria precisa de la paranoica conciencia delirante y su panóptica vigilancia. No hay ser humano más paranoico que el evangelista profeta-misionero. La salvación del ser humano demanda del incólume juicio de fe del santo oficio, la liberación humana requiere del inflexible juicio revolucionario del tribunal popular. No hay diferencia ninguna en la suscripción de sus valores: ambos odian la libertad, ambos detestan la vida, ambos condenan la diversidad existencial. Tomás de Torquemada y Maximiliem Robespierre, pilares fundamentales sobre los que se asienta el delirio paranoico de la salvación y la liberación humana. ¿Libertad y salvación?, ¿cuántos han sido sacrificados y esclavizados en su nombre? La asunción de la reforma deontológico-moral de la liberación y la salvación humana que proponen el salvador, el profeta-misionero y el libertador para terminar con la vergonzosa opresión social no admite alternativa posible para el liberado, ¡Regeneración o Muerte!, como ya anticipa subversivo, desde los deontológicos ideales de la Fraternité, Égalité y Liberté, Jean-Baptiste Carrier: “Convertiremos Francia en un cementerio si no podemos regenerarla a nuestro modo”, después de haber ahogado a 10,000 franceses en el Loira, según recupera Negro. Y en este mórbido delirio que persigue la salvación y la liberación consiste la felicidad del paranoico. Encauzar la existencia humana en una sola ruta socio-civilizatoria, evitar que se desborde en su lujuriosa vitalidad, contener el exceso de los instintos. Así, pues, la ataraxia, en todas sus variantes histórico-filosóficas, convierte al ser humano en un muerto viviente que degrada la vida en la acinesia y el delirio paranoico lo transforma en una patológica máquina de guerra que corroe los instintos vitales en la penuria de la utopía religiosa. Pero, la única utopía verdadera, es habitar la vida en toda su intensiva autopoiesis, experienciar la existencia en toda su diversa conmoción vital. Y empero, pese a todo, la monolítica aspiración del 63

espíritu de rencor, la renuncia de la vida, aunque existencia corrupta, es, también, una forma particular de la afirmación performativa que realiza la voluntad de poder. Voluntad de poder pesimista. Así pues, la felicidad no es el sino de la existencia humana. El propósito fundamental del ser humano es vivir, experimentar la intensidad irrestricta de la vida, en toda su abierta variabilidad. Y la contingencia de la vida no es el resultado de la dialéctica trascendental que traman las fuerzas trans-históricas del Bien y del Mal, o de la perenne confrontación de los contrarios del Sistema Binario de Oposición; no, la vida es la potencia performativa del deseo deseado, del deseo asumido, del deseo alcanzado, del deseo trascendido, del deseo deseante, del deseo que sólo aspira a desear, el deseo despojado de todo sentido de culpa o de condena. La vida es deseo siempre en devenir, pues, el “deseo es la esencia misma del hombre”, como enseña Baruj Spinoza (Proposición 18, Demostración). En consecuencia, la vida con todas sus trágicas contingencias y su ineluctable finitud es el fin último del ser humano. Padecer, conmoverse, embargarse de felicidad, entregarse sin ambages a la tristeza, embriagarse de belleza, fascinarse ante el horror, desafiar al abismo, hundirse en la desesperación, renacer en el optimismo vital, rendirse al pesimismo y al rencor…, ese es el auténtico destino humano. Es la afirmación de la trágica voluntad de poder del guerrero: aferrarse a la contingencia de la vida, porque sabe de cierto que en breve ha de morir; aún más, convertir el suceso de la muerte misma, en un lance de vitalidad existenciaria. El instinto performativo en cuanto virtud existencial.

IX

¿Existen valores trascendentales que constituyan el sustrato primigenio de los valores socio-históricos? ¿Existen valores supra-históricos que 64

posibiliten el juicio legítimo de la moral, la deontología y/o la ética particular de las diversas épocas que conforman el devenir sociocivilizatorio de un pueblo? ¿Existen principios fundamentales que permiten la ponderación lícita de los valores suscritos por diferentes sociedades, como la racionalidad o la razonabilidad, según pretende la filosofía occidental? ¿El Bien y el Mal representan los meta-valores que fundamentan todo sistema axiológico? Y más aún: ¿existe algún tipo de progreso socio-histórico en los valores? ¿Los valores de las sociedades modernas son más avanzados que los valores de las sociedades primitivas? ¿Son mejores los valores de las sociedades sofisticadas que los valores de las sociedades simples? ¿La raciona­ lizada depuración étnica es más progresista que la irracional limpieza étnica? A todo amo le place responder afirmativamente a cada una de estas preguntas, puesto que forma parte del dominio de los signos, los sentidos y los significados culturales que comporta el control cultural de todo sistema de poder establecido, como bien parece advertir Guillermo Bonfil Batalla. La discusión entre el relativismo ético y la meta-moral o la meta-deontología, en realidad, más que un debate axiológico es una disputa política: la afirmación histórica del modo de ser propio y su correspondiente imposición sobre los ilegítimos modos de ser de los otros. La apelación a los valores universales y trans-históricos para someter a juicio el comportamiento particular de un individuo, de un grupo social, pueblo o nación, siempre ha estado determinada por cierta voluntad política, por algún afán de dominio que pretende instituir la justificación legitima, para someter a su arbitrio las disposiciones culturales de otra sociedad. Históricamente, el juicio moral o deontológico sobre los individuos o las sociedades siempre precede a su sacrificio, sometimiento o colonización. Todo juicio moral es un acto de imposición de los profundos temores de la piara, mientras que los juicios deontológicos son dispositivos axiológicos de coacción social; en el fondo, todo juicio valoral cons­ tituyen actos de poder, ya sean de dominio político, según sucede con los juicios morales y/o deontológicos, o bien de transgresión onto-histórica, de transvaloración de los valores vigentes, como 65

acontece con los juicios éticos del guerrero. La manada recurre al dogma moral para legitimar la continuidad del sistema de dominio vigente, el profeta-misionero utiliza a la teología deontológica para imponer o mantener un régimen de coacción social y el guerrero se sirve de los valores para subvertir el orden general establecido. Aún los valores individuales devienen de una afirmación singular de la voluntad de poder. La presunta supremacía de los valores legitima la superioridad onto-histórica de cualquier pueblo sobre el resto de las comunidades humanas, de todo proyecto socio-civilizatorio sobre cualquier otro lance histórico-cultural; de hecho, la declaración de inferioridad de los valores de una comunidad cuestiona, incluso, el grado de humanidad de los individuos que la conforman ¿Acaso no fue este el principal argumento para colonizar y/o eliminar a los nativos del nuevo mundo, para esclavizar a los negros de África, para occidentalizar al planeta en el orden del mundo globalizado? La bestialización del otro se fundamenta en la condena deontológicomoral. Así, entonces, la instauración de cualquier orden social, tanto como la preservación y/o expansión de todo régimen de dominio, encuentra como fundamento moral o deontológico, el incuestionable reconocimiento de los valores supra-históricos, que suelen ser, siempre, los valores suscritos por el modo de ser de los agentes dominantes. La ausencia de valores trascendentes a las voluntades históricas y a las prácticas culturales específicas de un estrato social se presenta en cuanto correlato del riesgo de la disolución, corrupción y/o denigración del sentido identitario de la comunidad. Los valores, además de dotar de significado a la existencia humana, constituye la fibra fundamental del tejido social. Por eso mismo, la penuria de los valores trans-históricos denota un déficit de la propia condición de humanidad y del sacro destino que le ha sido conferido. En tal perspectiva, el relativismo ético se presenta como un principio de la entropía onto-histórica. Sin proto-valores la existencia humana sólo es un simple accidente en el devenir del cosmos, despojado de sentido y de dirección histórica. Por ende, la única forma de excomulgar el siniestro germen de la entropía que implica el peligroso 66

relativismo ético es mediante la imposición irrestricta del predominio de los valores supra-históricos en la articulación y el devenir socio-civilizatorio de las comunidades humanas. Sin embargo, de forma recíproca, la estabilidad social y la certidumbre histórica que instaura esta imposición política de los valores trascendentales se convierte en la evidencia apodíctica de su presencia necesaria en el orden existencial. Los valores trans-históricos legitiman un orden de poder existente, pero a su vez, el devenir ordenado de la sociedad, producto de los dispositivos de auto-reproducción política que ese mismo sistema genera a través del control cultural, se convierten en evidencia socio-histórica de la necesidad existencial de esos mismos valores trascendentales. Así, los valores supra-históricos se imponen por un acto de dominio que demuestra con ello su propia necesidad existenciaria. La sociedad humana no puede ser sino a partir de un sistema político que la organice, mediante la determinación del sentido histórico que definen los proto-valores, usufructo exclusivo de la clase dominante. Los valores trans-históricos imponen el orden moral, o deontológico, en el cuerpo social y en su destino onto-histórico, pero, este mismo orden impuesto evidencia con ello, su existencia trascendente a la voluntad humana. Imposición de una meta-moral, de una meta-deontología, que legitima la imposición de un orden socio-político, pero, también, a la inversa, implantación de un orden socio-cultural que justifica la institución de este mismo sistema axiológico trascendental. Los proto-valores, entonces, devienen de la vocación política de dominio, no de las formas de significación de la existencia humana; pero, aun más, desplazan de la contingente voluntad de poder del ser humano, el fundamento, significación y definición de su sino socio-histórico hacia una demiúrgica voluntad que la trasciende y determina, convirtiendo el libre albedrío en una engañosa ficción o en una capciosa estrategia de coacción metafísica. En la moral de esclavos, la existencia particular y colectiva no puede ser sino a partir de los valores trascendentales que fundan la familia, la comunidad, la sociedad, la historia humana. La moral suprema arraiga en la voluntad del demiurgo que instaura la tradición 67

social y a la cual se encuentran compelidos todos los agentes de la sociedad, a riesgo de convertirse en tránsfugas de la comunidad. La meta-moral es un legado de la tradición socio-histórica. Los proto-valores son la argamasa que mantiene la vigencia del sentido identitario de la sociedad, a través de la renovación permanente de las tradiciones socio-culturales. La continuidad y el seguimiento de la tradición posibilitan la actualización de la moral social que identifica al cuerpo comunitario. De ahí la importancia histórica del respeto y la inflexible persistencia de las tradiciones socio-culturales. En el devenir de la tradición el individuo se reconoce miembro de una comunidad y la sociedad identifica su destino. La tradición histórica, fundada desde siempre, instaurada desde los orígenes de la existencia misma, constituye el contexto identitario del ser social. Parafraseando a Hans Belting, bien es posible afirmar que si la historia cuenta para algo, ésa es la historia de la tradición en la que una sociedad busca su identidad. Las sociedades que carecen de una tradición arraigada en los albores del tiempo histórico, por consecuencia, están desprovistas, también, de cualquier futuro posible. Es el caso de las sociedades mestizas latinoamericanas. La certeza del origen comporta la incertidumbre del futuro. Para trazar el destino trascendental de un pueblo, de una raza, resulta necesario insertar su devenir socio-cultural en una tradición histórica que abreve en los misteriosos orígenes del tiempo humano, como lo hace José Vasconcelos con su Raza Cósmica. Por eso el individuo, los colectivos, deben sacrificar sus aspiraciones, intereses y valores particulares a la permanencia de las tradiciones socio-históricas, con la finalidad de no comprometer la estabilidad de la sociedad. La singularidad individual y/o colectiva no puede ser tolerada desde la precaria posición moral de esclavos. La ética no tiene cabida en la manada y en sus vetustas tradiciones socio-culturales. El orden social de los siervos es frágil, aunque aparenta ser sólido e inamovible como la meta-moral que lo sustenta, por eso debe resguardarse de cualquier síntoma de anarquía, de disolución social, es decir, de todo tipo de ética singular. El juicio social de la moral 68

de esclavos se realiza siempre desde la gravedad histórica de la tradición socio-cultural y la sanción consiste, de modo invariable, en la inmediata exclusión de los infractores del cuerpo comunitario. La acusación de inmoralidad, amoralidad o transgresión de los valores morales que hacen el ser histórico de la sociedad es inape­ lable. El juicio popular siempre es estridente, pasionario y definitivo: los culpables han de excluirse del orden social prevaleciente, sin vacilaciones, ni apelación. La manada hace de la exclusión de los infractores, un ritual de purificación moral del cuerpo comunitario, que sirve tanto para renovar la legitimidad de sus valores tradicionales, como para disuadir cualquier posible futura transgresión. La manada reclama sumisión absoluta a la moral de esclavos. Y la exclusión puede ser concluyente, temporal o simbólica. La exclusión social concluyente comporta el sacrificio o el exilio de los agentes que traen con su pecado ético, el miasma para la resolución histórica de la comunidad. Su corrupta presencia es un cáncer que debe expurgarse de modo determinante y, por ende, resulta un ejemplo categórico para los miembros de la manada. El cuerpo tradicional comunitario debe imponerse y prevalecer por sobre cualquier deseo o posición particular. Así, la dictadura siempre ejecuta o exilia a nombre del orden social instaurado o conquistado, y de los “buenos valores” que está obligada a salvaguardar, es decir, actúa en defensa de los proto-valores que la sustentan. La defensa de la meta-moral siempre es una lucha a muerte. Religión o muerte. Patria o muerte. Revolución o muerte. Tradición o muerte. El legítimo sacrificio de quienes se oponen al honorable destino humano representado por el orden social impuesto y preservado por las prácticas socioculturales convertidas en tradición histórica. Por su parte, el exilio puede ser permanente o temporal. En ambos casos, la exclusión social es posible tanto dentro de un pliegue del cuerpo mismo de la sociedad —el sistema penitenciario, por ejemplo—, como la segregación externa de la comunidad —el destierro, la expatriación, la proscripción, verbigracia—; según lo han demostrado todas las dictaduras a lo largo de la historia. El exilio 69

interno se realiza mediante dos modalidades básicas, a saber: por un lado, la exclusión-reclusión en los dispositivos institucionales de confinamiento social —las prisiones, los hospitales, los internados, los psiquiátricos, etc.—; y por otro lado, la exclusión-marginación social del conjunto de las actividades que renuevan la tradición histórico-cultural, de las prácticas socio-políticas, de los rituales de identidad comunitaria, de las acciones institucionales. Mientras que la exclusión simbólica consiste en la estigmatización moral de los agentes transgresores, esto es, se les convierte en seres maldecidos, en parias de la sociedad, individuos de potenciales vicios recurrentes. No se los separa del seno comunitario, no se los sacrifica, pero los distintos enclaves individuales y colectivos de la sociedad asumen la obligación de distanciarse, de romper cualquier tipo de relación con los execrados y, al propio tiempo, se abrogan el derecho de vengar las afrentas morales realizadas contra el orden socio-cultural establecido. El derecho de la manada a cobrar la justa venganza por las afrentas morales se aprecia con mayor claridad en el sacrificio por lapidación, en el que la muchedumbre de todos los niveles sociales se aglutina en torno del condenado o condenada —San Esteban, en el siglo I; Parisa, Iran, Khayreih, Shamameh, Kobra, Soghra y Fatemeh, en el siglo xxi, de nuestra era— , toman la piedra que objetiva la justicia popular y la lanzan con toda la fuerza de su indignación moral. La participación activa del colectivo social en el proceso de lapidación de los apóstatas morales comporta dos sentidos fundamentales, esto es: en primera instancia, el ritual de reivindicación o desagravio de los valores de la manada y, en segunda instancia, el rito de renovación del compromiso personal con la moralidad que identifica al ser comunitario. En este sentido, más que la auténtica asunción del pecado, lo que finalmente disuade a los Maestros de la Ley y a los Fariseos de la aplicar la Ley de Moisés y, en consecuencia, lapidar a la mujer sorprendida en fragante adulterio, en realidad es la intuición del establecimiento de la nueva moralidad que funda el surgimiento de una nueva manada. Los esclavos nunca se arriesgan a quedar marginados del rebaño, sea aquella desde la cual construyeron su 70

sentido identitario, o sea aquella que les anticipa la esperanza de un nuevo régimen de servidumbre. Y a falta de una ley que objetive en piedras la justicia moral, bien sirven para tal efecto las injurias, el escarnio y la denuncia pública permanente, en cuanto castigo social contra los parias morales. La dimensión de ruptura y de venganza para con los transgresores morales es directamente proporcional al grado de interiorización de la moral de esclavos y del compromiso con la tradición socio-histórica de la comunidad, en otras palabras, al nivel de apropiación de los valores meta-morales que detenten los diferentes agentes comunitarios. A mayor asunción de los valores trascendentales, superior es el grado de rencor contra los parias inmorales. Ante el maldecido cualquiera se transforma en el pináculo de la virtud. Y después de todo, el infame nunca consigue liberarse de la maldición moral, sin importar dónde vaya, sin que interese el tiempo transcurrido desde su “pecado”, sin considerar los actos de expurgación a que haya sido sometido o las acciones de contrición que haya realizado. Una vez condenado por el juicio público, llevará por siempre el estigma moral, la marca de Caín que lo convierte en maldecido: las mutilaciones corporales, la yerra de esclavos, la letra escarlata y la estrella amarilla, entre muchos otros. La indignada vox populli traducida en justas erinias que persiguen implacables a los culpables de la degeneración moral de la sociedad. En cualquier caso, la sagrada exclusión de los disolutos siempre pretende un carácter preventivo, profiláctico: conservar la salud pública, preservar el orden social, salvar a la comunidad del miasma que puede corromperle. Lo mismo que se extirpa un tumor canceroso, debe amputarse del cuerpo de la manada, la putrefacta influencia de los inmorales y amorales. Por eso mismo, el apóstol social, desde la suprema cumbre moral en que fundamenta su existencia, explica al mundo sin falsos rubores, parafraseando a Ernesto “Che” Guevara: Nosotros tenemos que decir aquí una verdad conocida, que hemos expresado siempre ante la historia: excluimos, sí, hemos excluido, sacrificamos y seguiremos

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estigmatizando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte contra la perversión moral. De manera inversa a la moral de esclavos, en la deontología paranoica los valores supremos no provienen del mandato del demiurgo en el origen, sino más bien de la providencia transhumana que prescribe el futuro, histórico o divino del ser humano en el mundo. Así, mientras el siervo se sustenta en el carácter trascendental de los valores heredados para justificar la vigencia permanente del orden de dominio instaurado por la tradición socio-histórica, en sentido contrario, el profeta-misionero se fundamenta en la utopía de los proto-valores para reformar cualquier forma de sistema político-cultural, con el objeto de alcanzar el destino prometido: el Comunismo Primitivo en la vertiente marxista; la Ciudad de Dios en la perspectiva cristiana; y el Yanna en la concepción del Islam, por ejemplo. La existencia de los valores supra-históricos representa el horizonte del devenir necesario de la historia, las pautas de actuación social y el garante metafísico de la predestinación humana. El Sistema Binario de Oposición constituye la disyuntiva metafísica entre la perdición y la salvación del ser humano, entre la condena y la redención. El Bien y el Mal de ser simples formas emergentes de ponderación vital de las experiencias existenciarias, en la pragmática ética, a partir de la significación de la vida y el mundo en cuanto tiempo y espacio deontológico-moral de prueba onto-histórica, donde el Sistema Binario de Oposición opera como límite del pensamiento —“las únicas sendas posibles del pensar”, según prescribe la Diosa al filósofo de Elea—, criterio fundamental de juicio de la existencia justa y orientación trascendental del sino humano, estos valores no sólo se emplazan como proto-significantes existenciales, sino que se transforman en categorías metafísicas de resolución socio-histórica. El pensamiento metafísico convierte al Bien y al Mal en valores absolutos. Por ende, el cuestionamiento, la crítica y la resistencia a los meta-valores comporta algo más peligroso que la simple disolución del orden y de la unidad social histórica, esto es, supone la perdición, el descarrío, la ruina del 72

destino de la humanidad. La salvación es la apuesta definitiva. De ahí, entonces, que el relativismo ético y su presunta consecuencia lógica, la anarquía de los valores, comprometen la consecución del futuro mismo, la conquista de la utopía, la salvación prevista por la propia divina providencia; en consecuencia, la reacción paranoica contra la inmoralidad, la amoralidad y la transgresión deontológica es más violenta, más intransigente, más determinante. La ruptura de la unidad social, aunque trágica, puede volver a reconstituirse a partir de la renovación trascendental de los ideales supremos; la corrupción de la comunidad, aunque condenable, puede depurarse mediante la reforma humana; la erosión de los sistemas de dominio, aunque dramática, puede reconstruirse en torno de nuevos centros de dominación; la historia de la humanidad se ha resuelto en el re-encauzamiento permanente de los recurrentes extravíos del ser humano, en la constante rectificación de los fallos deontológico-morales, pero, ¿qué puede hacerse ante la funesta pérdida de la salvación?, ¿qué hacer ante el fatal desvanecimiento de la utopía?, ¿cómo evitar la condena humana? Si el destino histórico se dilapida en la permisibilidad ética, la humanidad entera se hunde en el abismo de la perdición, la existencia completa continúa fracturada. La apuesta es demasiado alta, el riesgo demasiado comprometedor y, por eso mismo, resulta por completo inaceptable. De ahí, entonces, que no puede haber tolerancia alguna para el miasma que atenta contra la ventura del destino humano. El maldecido no puede ser sino excomulgado de la sociedad, ya sea mediante el sacrificio o el destierro definitivo. El totalitarismo no admite desviación alguna de los proto-valores que lo fundamentan, no tiene la capacidad de permitir la disidencia ética en el proyecto socio-histórico que suscribe, por ende, y por la justa congruencia con sus valores, debe purgar el cuerpo social de cualquier riesgo de disonancia en el sistema deontológico que guía el devenir del sino de la especie. Es por ello mismo que el nivel de totalitarismo existente en cualquier clase de orden socio-político, sea directamente proporcional al grado de intolerancia axiológica en cualquiera de las dimensiones 73

onto-históricas. A mayor eficacia de los dispositivos institucionales de exclusión social —reclusión política, desaparición forzada, ejecución sumaria y exilio, entre otros—, mayor es el nivel del poder totalitario en las determinaciones de las prácticas sociales. En la perspectiva de la radicalización deontológica, la difusión pública de las ideas disidentes representa el mayor peligro a la voluntad totalitarista, por eso el silenciamiento de los opositores, por eso la quema pública de libros. Ahí donde las voces se apagan en la diatriba y/o la consigna delirante de las masas y la flama perpetua se nutre de libros frente al coro enardecido de la manada, el dominio del totalitarismo se consolida, pese a que se revista de poder libertario. De hecho, el totalitarismo siempre suele revestir su inflexibilidad deontológica en los valores supremos de la libertad y la redención social. Aún más que la moral de esclavos, la voluntad totalitarista requiere para arraigar y asentarse en la sociedad, de la unidad y la uniformidad de los valores; sin embargo, la paranoia deontológica, el totalitarismo profeta-misionero amalgaman bien con la voluntad de servidumbre. Existe una correspondencia pragmática entre el soterrado deseo de dominación del profeta-misionero y el abierto deseo de ser dominado del esclavo. En la percepción de la deontología paranoica nada potencia más la infección social, nada compromete más la salud pública, que la sola presunción de la posible inexistencia de los proto-valores, desde los cuales justifica su presencia histórica y enjuicia las disposiciones de comportamiento de los individuos, los colectivos, las comunidades y las sociedades en su conjunto, dentro del espectro del decurso necesario de la civilización. El reconocimiento incuestionable de los valores supra-históricos otorga al profeta-misionero, la autoridad axiológica para juzgar sobre cualquier contingencia socio-cultural, político-económica y/o étnico-racial; sin este referente valoral se desvanece su potestad de significación onto-histórica, su facultad legítima de enjuiciamiento e, incluso, su capacidad para comprender e interpretar los sentidos de la existencia humana. Al margen de la utopía, el delirio paranoico se transforma en demente enajenación. 74

A lo largo del desarrollo socio-histórico del ser humano, la denodada lucha de la deontología paranoica contra el relativismo ético ha desembocado en la mesiánica locura del exterminio masivo y selectivo, en la inspirada esquizofrenia de la persecución social y en la mística obsesión del control categórico del pensamiento, las pulsiones y las conductas humanas. Sacrificando en el proceso a sus aliados más cercanos, la comunidad de siervos, la manada de esclavos. Y los inmolados de este delirio deontológico persecutorio se multiplican por millones en el devenir ecuménico. Las mujeres suelen ser las víctimas más propicias para el desenfreno paranoico iluminado. De esta paranoia delirante proviene la profilaxis católicocristiana de la Santa Inquisición, el saneamiento étnico-racial de la Solución Final en la Alemania Nazi, la Purificación Social con la imposición de la Sharia durante el régimen Talibán en Afganistán, la Limpieza Étnica de las interahamwe Hutu en Ruanda. La salvación humana amerita el sacrificio social como medio de disuasión social y de expiación histórica. El sacrificio de un individuo para salvar a la comunidad, el exterminio de un pueblo para redimir a la sociedad, el genocidio de una raza para emancipar a la especie humana. Como cualquier religión, la utopía se nutre de la expiación. Expia­ ción o muerte, es la delirante consigna paranoica. Por su parte, la ética de la libertad sólo se integra con aquellos valores que fundan, afirman o enriquecen el impulso vital —el élan vital, de acuerdo con Bergson—, la pulsión de vida. El auténtico guerrero no se interesa por la existencia y/o la ausencia de los proto-valores, ni tampoco reconoce virtudes o vicios per se, sino más bien se identifica con la pragmática de los valores que hacen posible alcanzar su proyecto particular de vida; aun después de la propia muerte. En el guerrero, el proyecto social deviene por defecto de su actuación en la historia, no por aspiración ética. La misma muerte sólo es una forma específica para alcanzar la eternidad —la eukleés thánatos que hace posible la muerte y la consecuente memoria gloriosa—, para ensanchar la experiencia vital más allá de la vida individual, utilizando como medio de trascendencia existencial la 75

memoria social, algo que bien sabían los héroes trágicos griegos. La muerte no es el final de una vida, acaso sea una oportunidad para enriquecer la existencia, para proyectar sobre el mundo una nueva fuerza vital que no pre-existía, la meta existencial que reconoce Palahniuk, y en eso consiste precisamente la fuerza performativa de la voluntad de poder. Aquiles se deshace de sus despojos materiales en las playas de Troya para erigirse por sobre el devenir de la historia y convertirse en contemporáneo de los seres humanos de todas las épocas. Paradigma del guerrero, imagen de culto del esclavo, ícono del salvajismo para el profeta-misionero. En la ética de la libertad sólo existen valores thanáticos y valores vitales. Vida enferma, vida lujuriosa. Pero, esta clasificación axiológica no aspira a fundar ningún tipo de metafísica binaria de oposición, pues la muerte y la vida no representan fenómenos o valores opuestos en la existencia humana, sino principios extremos de la dialéctica exis­ tenciaria: se muere para vivir, se vive para morir, se vive y muere para hacer de la existencia un acto de creación que emplace a la performativa afirmación de sí, a la voluntad de individuación, en la perenne contemporaneidad de todas las épocas; de ahí, entonces, que se trate más bien de una organización analítica de la pragmática de los valores, en función de la voluntad de singularidad que alienta el instinto de vida de los individuos y/o los colectivos sociales, en la emergencia de la contingencia del mundo. El arte proviene tanto del instinto de muerte, como de la pulsión vital. El mismo valor puede generar pulsiones de vida o instintos de muerte en los diversos agentes sociales y en los diferentes momentos del acontecer del existir. La inexorable fatalidad del destino humano constituye, a la vez, el optimismo vital del heroísmo trágico y el pesimismo patológico del heroísmo romántico. El mismo delirio paranoico hace de Dalí un mesiánico artista y de Hitler un mesiánico genocida. La diferencia es pragmática, no axiológica. La ética del guerrero no conforma algún tipo de metafísica moral y/o deontológica, aunque su estructura axiológica y los valores particulares que la conforman, bien pueden servir a los propósitos de 76

una metafísica que posibilite al esclavo justificar la continuidad de un sistema de dominio y al profeta-misionero legitimar un orden totalitario; por el contrario, la ética de la libertad, constituye una determinada pragmática performativa, es decir, dispone de los valores que le son pertinentes para materializar su experiencia de vida, para proyectar su lance de existencia. La contienda del guerrero no es una lucha por los valores, ya para conservarlos en la tradición socio-histórica, o ya para alcanzarlos mediante la reforma deontológica del ser humano; no, se trata más bien de la asertiva afirmación de la vida. La especificidad de los valores que afirma denota la singularidad del guerrero. El fin último de la ética es la expansión de la existencia, los valores sólo permiten encauzarla y dotarla de sentido. En tal perspectiva, si los valores supremos de un estrato socio-histórico, de un colectivo social inspirado por la voluntad de servidumbre y/o por el delirio paranoico le son útiles al guerrero para la afirmación del instinto de vida, no duda en asumirlos, promoverlos e, incluso, imponerlos en las prácticas de la comunidad. Y si debe cambiar el sistema ético que significa su existencia, tampoco se reserva para sustituirlo por entero. Al esclavo le asusta y al paranoico le indigna que producto de alguna experiencia de vida significativa, el guerrero pueda cambiar por completo sus valores y aun su propio sistema ético. El guerrero no padece de turbación moral, de pundonor deontológico, o culpa existenciaria. ¿Cinismo ético?, si contribuye a ampliar, a extender, a expandir la experiencia vital, sin duda alguna que el guerrero es un cínico por antonomasia, el cínico supremo de la sociedad, o en todo caso, y con mayor precisión, es devoto de la ética abierta, de la ética a la intemperie del mundo. La ética, como la propia vida, como la existencia misma, no se encuentra predeterminada, no es un destino definido, todo lo contrario, es un continuo devenir cuántico, un hacerse performativo perpetuo. La ética, la vida, la existencia es puro devenir. La ética sólo existe en el acto mismo de afirmación de sí; no preexiste al hecho performativo. En tal perspectiva, la ética abierta es dinámica, estratégica y rizomática, no rígida, programática y estrati77

ficada, desconoce cualquier clase de límite, como no sea la vida en sí misma; su élan vital se extiende a todos los seres humanos, sin importar su vocación de servidumbre o su delirio paranoico, incluso, comprende la existencia toda. La vida no es moral —aunque tampoco es inmoral o amoral—, como tampoco deontológica; la vida es instinto vital, impulso existencial. Pretender hacer de la ética un decálogo reformador de la vida humana es corromper, a la vez, los valores y la vida misma. Y quizás la única utopía legitima sea que los demonios terminen por exterminar a los ángeles y, a su vez, los seres humanos, hartos de la contención del instinto e inspirados en una jovial rebeldía onto-histórica, sean capaces de aniquilar a los demonios, ¡grandioso aquelarre!, y emane, así, la venturosa visión de un mundo desangelado y desdemonizado, libre, por fin, de cualquier coerción deontológico-moral. ¡Esa sí sería la auténtica imagen de un mundo feliz, pero imposible!

X

El instinto vital es un impulso de exceso, élan d’excès. La modera­ ción y la templanza no son valores propios de la vida, sino actos de violencia sobre la vitalidad de los instintos, como bien parece haberlo presentido ya Nietzsche. En la naturaleza libre, abierta, la vida se desborda en la lujuria del exceso; pues, aun en la intemperante sobriedad del desierto, la vida rebosa inmoderada. Ante la vorágine voluptuosa del impulso vital, el espíritu de rencor, el pensamiento pesimista, impone la violencia de la moderación en cuanto dispositivo moral de contención de los instintos y la templanza en tanto fijación estática de la existencia. El miedo a vivir emboza la pulsión de muerte —Thánatos —, la renuncia de la vida que conmueve en el ideal moral de la moderación y la templanza. Pero la vida sólo 78

puede nutrirse del exceso de los sentidos, las pulsiones, los apetitos, los pensamientos, las emociones, las intuiciones, los deseos, las inspiraciones, las experiencias, las fuerzas performativas. El eros se fortalece en el exceso de la vida; mientras que, por el contrario, thánatos corrompe la existencia con la agresiva imposición de la virtud de vivir en la contención y la mesura. El élan d’exès es la auténtica virtud del guerrero. Exceso sin falta, culpa, arrepentimiento y/o remordimiento. El exceso de vida, existencia y ser, propicia el desarrollo verdadero de la virtud ética. La selva es pletórica en sus disposiciones y formaciones ontológicas porque es exuberante en su asertiva vitalidad. En esta misma perspectiva, la virtud ética se alcanza como consecuencia del exceso en la vivencia, en la excesiva capacidad para experimentar el devenir del ser. Por ende, el exceso constituye, también, el fundamento de la sabiduría, como bien aventura William Blake en Proverbios del Infierno —”The road of excess leads to the palace of wisdom”—. La auténtica sabiduría —que no el simple amor al saber—, se construye en la excesiva exploración performativa del ser, de la experiencia de vivir, del experimentar el existir. La existencia, la virtud ética y la sabiduría se potencian en la vida desmesurada, en el excesivo vivir. Al excederse la vida se trasciende en una diversa multiplicidad de disposiciones ontológicas; en el exceso de la experiencia, el ser humano se excede a sí mismo en una variada heterogeneidad de disposiciones onto-históricas. Por el contrario, la templanza y la moderación son necesidades de un espíritu cansado, decrépito, enfermo, pesimista, acongojado ya de cierta patología de muerte y, por ello mismo, representan una violación expresa al instinto vital, al deseo de excederse. El pensamiento pesimista, la voluntad débil, se venga del exceso de vitalidad, imponiendo la contención de eros y la mesura en la experimentación de la vida en cuanto formas virtuosas de existencia, sendas rectas de salvación onto-histórica. Ya santo Tomás advierte que en el orden de las Partes Integrales de la Virtud de la Templanza, dos condiciones son requeridas necesariamente, a saber: la vergüenza que implica la intemperancia y la honestidad que impele 79

amar la intrínseca belleza de los actos virtuosos de la propia templanza. Círculo virtuoso de la moral de esclavos: la vergüenza ante la intemperancia de la vida y la honestidad de negarla por amor a la virtud de la templanza misma. Pero la ataraxia, en cualquiera de sus formas deontológico-morales, no es otra cosa que el terri­ ble anonadamiento del instinto vital, la renuncia manifiesta a la vitalidad performativa de la existencia. La moral de la mesura y la continencia emanan y se alimentan del miedo, de la vergüenza, de vivir; del rencor que provoca la potencia exuberante de la vida, del sentimiento de revancha que produce la incapacidad de excederse en la experiencia de sí. La “templanza y la fortaleza se destruyen por el exceso”, advierte pesimista Aristóteles. Aunque también, conviene advertir que esta moral de esclavos proviene del profundo arrepentimiento existencial de haberse excedido en el vivir y de la ausencia de la energía vital necesaria que le permita trascenderse, mediante el acto performativo de crearse a sí mismo. Es más fácil, tras la renuncia pesimista a la vida, convertirse en el profeta-pastor de la manada, que trascenderse en la performativa afirmación del propio ser. El surgimiento de la moral de la mesura y la templanza es un síntoma inequívoco de la decadencia de una cultura, del ocaso socio-histórico de un pueblo. La virtud de la moderación impone un límite al exceso de vivir; mientras que la virtud de la templanza obliga a renunciar a la vitalidad de los instintos; y entre ambas ins­ tauran la contención del existir. Pero, en la existencia contenida, retenida, clausurada, la vida se corrompe, se degrada, perece de indolencia y apatía ¿Y qué fue de la Grecia trágica después de la Ética a Nicómaco? ¿Y qué aporta Grecia al impulso vital de la civilización occidental tras el surgimiento de la moral de la moderación y de la templanza aristotélica? Parafraseando a Jean-Jacques Rousseau, y a despecho de Kant, antes de la Edad de la Razón no es posible tener idea ninguna de los seres morales y, por tanto, de la resentida contención del instinto vital. Sin embargo, el exceso de vida destruye la moderación y la templanza, como ya previene Aristóteles, infunde un apetito jovial por el vivir. La vida no es mesurada ni conoce de 80

temperancia, se desarrolla pletórica en el élan d’excès. En consecuencia, los valores vitales del guerrero constituyen la ética del exceso, la voluntad de excederse. Haciendo de los inspirados versos del vate maldito Charles Baudelaire, una pragmática paráfrasis, bien podemos afirmar sin ambages: Para no sentir el horrible peso de la vergüenza de vivir que enferma y provoca desconfiar del instinto vital, hay que excederse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud ética, como mejor les parezca. Pero excederse… ¡Es hora de excederse! Para no ser esclavos estoicos de la templanza, ¡Excédanse, excédanse sin cesar!

XI

Todo valor que no es subvertido, transgredido, traicionado, controvertido con feroz incontinencia enferma, corrompe, encadena, paraliza, estratifica el libre cauce de la vida. Al profeta-misionero le place, de modo intenso, asumir que los valores necesarios de su sistema deontológico tienen un carácter absoluto, categórico, universal, ejemplar y, en consecuencia, deben ser intransgredibles —“¡Yo debo actuar de esta forma…, yo no debo actuar de esta forma…, sólo hay una forma íntegra de actuación!”, es la máxima deontológica—. El deber impone la inalterabilidad de los valores, la planitud de la vida recta, la imperturbabilidad de la existencia justa. Luego, entonces, la virtud deriva de la observancia incuestionada, e incuestio­nable, de los valores del Bien, en tanto que el vicio proviene del extravío de los mismos y/o de la apropiación de los valores pertene­cientes al Mal, prescritos por el demiurgo o deseados por el ser humano. En tal perspectiva, el pensamiento paranoico comprende que al Bien le corresponde lo bueno de la existencia, mientras que al Mal le con­ cier­ne el infortunio de la Vida. De hecho, se pretende que el Bien y el 81

Mal representan una cierta propiedad metafísica, puesto que el Bien es el valor adecuado para el Alma, según parece anticipar ya Platón; en cuanto que el Mal es la negación de la esencia humana —“representa la situación alienante que niega la esencia humana a los seres humanos”, de acuerdo con Javier San Martín Sala—. Por eso mismo es que el Bien conduce a la salvación y el Mal es el amplio camino a la perdición. Por su parte, el siervo, pese a su profundo sentido conservador y tradicionalista, mantiene una peculiar concepción fatalista respecto de la presunta inviolabilidad de los valores sociohistóricos, matizada por una compleja y contradictoria mezcla de actitudes liberales, anarquistas, fascistas, totalitarias y, desde luego, conservadoras, porque sabe de cierto que la virtud moral absoluta, es un ideal históricamente imposible. El esclavo sueña con la libertad, pero lo impulsa una profunda vocación de sometimiento; pregona la moral pública, pero practica la inmoralidad privada, alaba fervoroso a Dios, pero departe devoto con el Diablo —como bien pudo haber sentenciado José Rubén Romero, a través de la irreverente voz de su célebre Pito Pérez—. La voluntad de servidumbre precisa de la inmutabilidad ideal y de la volubilidad práctica de la moral para preservar y renovar el sistema de dominio existente, sin afirmar, sin negar, valor alguno. La virtud del esclavo es la hipocresía socio-ontológica. Empero, los valores que fundamentan el auténtico lance de liber­ tad deben quebrantarse, contravenirse, para poder ser afirmados después, como producto de un acto asertivo de la voluntad de poder y convertirlos en tanto formas de significación propia. La transvaloración ética encuentra como condición sine qua non la transgresión afirmativa de los valores para emplazarlos en cuanto disposiciones de significación existenciaria del propio ser. La ética del guerrero no se conforma con la simple interiorización de los valores sociales, sino que se constituye con la apropiación performativa de los valores que le posibilitan afirmar el devenir singular de su ser, la construcción de su identidad particular. Por eso mismo, la subversión ética es condición necesaria de la libertad. La ética 82

de la libertad, individual y/o colectiva, sólo deviene de la dialéctica que fractura el orden de los valores predominantes, morales, deontológicos e, incluso, éticos, para provocar su ulterior afirmación vital o transformación asertiva, conforme al devenir emergente de las experiencias de vida. Poco importa si los valores son coincidentes, discordantes, underground u opuestos a las prácticas axiológicas de una época socio-histórica, lo que de verdad los integra en un sistema ético de liberación es la asertiva afirmación de la voluntad de vivirse, significarse, singularizarse a sí mismo onto-históricamente. Los valores interiorizados sin cuestionarse, o transgredirse, son el resultado de la imposición moral, o deontológica, de una voluntad dominante en las diferentes dimensiones de las estructuras sociales, a saber: la familia, la asociación gregario-afectiva, el orden políticoeconómico y/o el sistema socio-cultural, entre otros. La incuestio­ nable continuidad de los valores es el fundamento de todo sistema de dominio: dictadura, totalitarismo. A todo sistema de sometimiento le es correlativo un sistema axiológico de coacción socio-cultural que pretende estratificar el lance rizomático de la vida. Cualquier valor que es asumido en cuanto deber indiscutible, inalterable, es una cadena invisible, y por tanto inexpugnable, que subyuga el instinto vital del ser humano. Aun los valores más sediciosos al orden moral, o deontológico, establecido, con el transcurrir de las prácticas sociales se transforman en nuevas formas de coacción política y, por ende, deben infringirse con el ímpetu irrestricto del deseo, de la voluntad de poder, a fin de que sea posible renovar, de manera constante, la noble virtud de la vitalidad que comportan. Nada más pernicioso a la ética vital que los valores estratificados, inmutables e intransgredibles al contingente devenir cuántico de la vida. Los valores incontrovertibles propician paranoicos delirios metafísicos. Los valores impostados generan manadas de esclavos. La intolerancia deontológica proviene del espíritu de rencor que siente un temor atroz ante las inconstancias de la existencia y, por ello mismo, aspira a la inmutabilidad de los valores para fijarla, contenerla, encauzarla. 83

La mentalidad del esclavo percibe en la variabilidad la corrupción social; mientras que el delirio paranoico advierte en la mudanza la perdición humana. Si no es posible controlar las incontenibles variaciones de las contingencias de la vida, por lo menos intentar la contención de sus pautas de significación y conducta existencial. Someter el instinto vital al orden moral o deontológico. Sin embargo, la vida representa un fecundo impulso de abertura y el ser del ser humano se define onto-históricamente por la doble apertura de su disposición ontológica, que le demanda el lance de una ética abier­ ta para afirmarse a sí mismo y trascender su propia contingencia existenciaria, en consecuencia, la mayor virtud del instinto vital es la transgresión ética de los valores que le significan. Ahí donde el siervo y el profeta-misionero sólo reconocen vicio, degeneración, vileza, el auténtico guerrero construye, performativo, los lances vitales de su virtud ética. ¿Cómo ser libre sin transformar los valores en formas propias de significación existencial? El acto fundamental de la libertad humana radica en la afirmación performativa de las formas de significación del propio ser, de los sentidos que orientan la experiencia de vida. La ética del guerrero se conforma en la transgresión performativa que convierte los valores sociales en un sistema propio de significación onto-histórica. La fuerza de su voluntad de poder constituye el fundamento de su proyecto de existencia, arrojado a la intemperie de un mundo desfundamentado. Y en esto radica la diferencia fundamental entre el guerrero y el esclavo, cierto, ambos practican el relativismo valoral, pero, mientras aquel afirma los valores que orientan su existencia en el devenir historia, éste los asume, sin decisión alguna, en cuanto consecuencia política del devenir socio-civilizatorio.

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XII

La moral de esclavos escinde el sistema social en dos grandes conjuntos de virtudes histórico-culturales complementarias, en dos formas de significación existencial integradas, en dos modos suplementarios de ser en el desarrollo socio-civilizatorio, esto es: la vocación de servidumbre y la devoción de gobernar, cuyo fundamento ontológico lo constituye la pulsión de sometimiento que se manifiesta en la disposición de someterse a la voluntad del otro y en la disposición de someter a los otros a la voluntad propia. De hecho, la pulsión de sometimiento y sus disposiciones correlativas de someter/some­ tiéndose conforman la expresión psicológica de la voluntad de servidumbre que caracteriza al amo y al esclavo. Ambos agentes morales se determinan históricamente por estas disposiciones de la pulsión de sometimiento. En efecto, al someterse a la voluntad del amo, el esclavo termina sometiendo a éste a su propia voluntad de renuncia de sí, es decir, lo convierte en responsable de su existencia; mientras que, al someter a su voluntad al esclavo, el amo acaba sometiéndose a la voluntad de sometimiento de éste, asume la responsabilidad de su vida. “Sólo te pido tan poco, sólo deja que te gobierne y podrás tener todo lo que quieras… Sólo témeme, ámame, haz lo que te digo, y yo seré tu esclavo”, reclama Jareth, rey de los Goblins, a Sarah en esta misma deriva de la pulsión de sometimiento. El amo y el esclavo significan el sentido de su existir en tal dialéctica de some­ ter sometiéndose. En esta perspectiva, la gobernabilidad política es directamente proporcional a la capacidad del amo y del esclavo para significarse en la existencia del otro, para satisfacer la pulsión de sometimiento, no tanto en la incompetencia del primero para responder a las demandas y necesidades instrumentales del segundo. El problema de la gobernabilidad es un factor de significación onto-histórica, más que de competencia instrumental y/ o de la capacidad de respuesta institucional. El esclavo puede desfallecer en 85

la inopia más injusta, sobrevivir apenas en la miseria más extrema, pero nunca tolera el debilitamiento de los códigos de significación onto-histórica. Narra la leyenda política, en el célebre mito de “Stalin y la Gallina Desplumada”, que ante la profunda preocupación de sus más cercanos colaboradores respecto del creciente descontento popular, a causa del evidente incumplimiento de las promesas revolucionarias en la Rusia socialista, el intransigente dictador soviético, sin asomo de piedad alguna, despluma una gallina, todavía viva, hasta dejarla sangrando en carne ardiente, para soltarla luego con el epítome de la consigna emancipadora: “eres libre”; sin embargo, la sangrante y maltrecha ave se restriega sumisa en la botas del déspota bolchevique y le persigue en pos de los granos de trigo que va soltando por el suelo; tras lo cual, parafraseando la versión de José Luis Valdés Ugalde, jovial exclama: así son los rebaños: persiguen a sus salvadores y profetas-misioneros, a pesar de la humillación y el dolor que aquellos les causan, a cambio de formas de significación existenciaria. En sentido estricto, las revoluciones sociales detonan cuando las fuerzas de la dialéctica del someter sometiéndose dejan de significar la existencia del amo y del esclavo. Al perderse las formas de significación del amo, el sistema de dominio decae por abulia política; mientras que al desgastarse los modos de significación del esclavo, el sistema de poder se desintegra por inconformidad social. En esto yerra precisamente la célebre dialéctica del amo y del esclavo de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, puesto que el esclavo no se somete al amo porque tema perder la vida, es capaz de arriesgarla en la preservación o la renovación del sistema de dominio que le significa la existencia. ¿En cuántos serviles cadáveres se cimenta la imperecedera gloria de los grandes conquistadores —Ciro II el Grande, Alejandro Magno, Julio César, Gengis Kan, Carlo Magno y Napoleón Bonaparte—, por ejemplo? El esclavo, sin temor, ni duda alguna, con suma facilidad puede ofrendar su vida en pos de cumplimentar la voluntad del amo, fuente de procedencia de los signos que dotan de sentido a su existir en la historia. En realidad, la voluntad de servidumbre no teme a la muerte, le amedrenta la vida. 86

En la comprensión de este fenómeno socio-político es más certero Étienne de La Boétie, quien encuentra en el arraigo de los sistemas de dominio, la presencia de cierta servidumbre voluntaria —voluntad de servidumbre, bien podemos acotar—, la cual propicia que sea el esclavo quien se esclaviza y suicida cuando, pudiendo escoger entre la servidumbre y la libertad, prefiere abandonar los derechos que recibió de la naturaleza para cargar con el yugo que causa su daño y le embrutece, parafraseando al escritor político francés. Empero, la libertad no es un don natural sino una conquista performativa de la voluntad de poder, atreviéndose a mirar los insondables fondos del abismo de posibilidades existenciarias. En realidad, el ser humano no se gesta, ni nace libre, como pretende el romanticismo liberal, por el contrario, es arrojado a las entrópicas fuerzas de la intemperie del mundo, que lo exceden y lo someten a sus caóticos azares en la urdimbre de una tradición onto-histórica que le impele a supeditarse a las disposiciones de identidad y significación existenciarias ya construidas por el proyecto socio-civilizatorio. El ser humano adviene a la existencia abierto e indeterminado, sí, pero es la afirmación performativa de su ser, aquello que en verdad lo hace libre. Atemorizado por la desmesura de las fuerzas de la intemperie y la tradición onto-histórica que lo exceden, puede elegir entre el frágil refugio del sitio de la manada, los límites utópicos del sen­ dero teleológico de la metafísica o la afirmación performativa de su contingente experiencia de vida. La dialéctica del someter sometiéndose que instaura la voluntad de servidumbre en el devenir historia no se resuelve, como pretende Hegel, en un sistema binario de oposición, cuyas figuras antitéticas se conforman por el amo y el esclavo (quienes, a final de cuentas, constituyen una determinada disposición onto-histórica complementaria, concurrente, conjuntiva), sino que involucra la participación decisiva de un tercer agente socio-cultural, a través del cual la estructura organizacional de dominio y los dispositivos procedimentales de control se actualizan, dinamizan y reforman de manera permanente, a saber: el redentor. En el fondo, el redentor 87

es un simple agente de legitimación social del sistema de dominio consolidado y de renovación del sistema de sometimiento caduco. En efecto, con fundamento en los principios de la metafísica de la redención onto-histórica, el redentor asume la responsabilidad sociopolítica de denunciar la perversión intrínseca al nefasto sistema de dominio establecido, de luchar con denuedo para subvertir las formas de sometimiento prevalecientes y de proyectar la imposición de nuevos regímenes de servidumbre, a nombre de la libertad humana. Así, emplazando los valores socio-culturales de mayor significado en el estrato histórico (tales como la fe, la devoción, el honor, la virtud, la responsabilidad ciudadana, la igualdad ontológica, la fraternidad, la equidad, la ley, el amor, etc.), en cuanto principios metafísicos rectores del devenir justo de la civilización, el redentor se atribuye a sí mismo el usufructo exclusivo de la conciencia histórica sobre las ilegitimas condiciones de dominio existentes y la clarividencia necesaria respecto del reconocimiento de las pautas onto-culturales de reforma social, indispensables para materializar la utopía de la manumisión del ser humano; en consecuencia, se autodesigna como el único agente con la autoridad histórica legítima para dirigir y tutelar la imperiosa subversión de los siervos, a fin de imponer en nuevo orden político en la sociedad: la Res Pública, la Comuna, la Ciudad del Sol, la Nueva Atlántida, Christianópolis, The Commonwealth, el Socialismo, Germania y Telema —o la “República Amorosa”, en la vulgarizada versión de la izquierda tropical mexicana—, por mencionar sólo algunas de las utopías más importantes. El redentor social se caracteriza siempre por su profunda vocación mesiánica, que le reviste de un cierto carisma irresistible a las necesidades de significación existencial de la manada, quien suele entregársele delirante a sus inspiradas proclamas multitudinarias. La permanente proclama multitudinaria renueva el pacto de sumisión entre la manada y el redentor; sin este continuo rito de comunión político-moral, la ciega fe de la servidumbre se diluye en el desencanto. Todo redentor se nutre del culto delirante de la manada, por eso gusta de las masivas concentraciones multitudinarias. En el silencio omiso de la piara, el 88

redentor se disipa en la aterradora soledad de su laberinto. A causa de su arraigado sentido apostólico se aproxima al paranoico, pero se diferencia del profeta-misionero en que su reino si es de este mundo, del mundo histórico de la utopía. En la perspectiva emancipadora del redentor, la libertad no es opción ninguna para el ser humano, por el contrario, es su inelu­ dible destino a conquistar, es su condena ontológica, según establece Sartre; por consecuencia, debe someterse, de manera irrestricta, a la dialéctica histórica de la liberación social, ya sea por vocación ontológica, o ya por coacción comunitaria. El esclavo no puede res­ ponsabilizarse de su propia libertad, demasiado acostumbrado a la servidumbre, producto de su condición subalterna ha deformado su conciencia histórica, y el amo tampoco dispone de la virtud moral necesaria para encauzar el proceso de manumisión humana, toda vez que su voluntad de dominio pervierte su comprensión del devenir socio-histórico; sólo resta, entonces, la preclara conciencia libertaria del manumisor —“La libertad es un bien tan valioso que hay que racionarlo”, advierte Lenin—. El redentor es el iluminado por la conciencia histórica que raciona el preciado bien de la libertad. De ahí, pues, que, en aras de su propia liberación, el amo y el esclavo deben someter su voluntad al tutelaje mesiánico del redentor. La responsabilidad histórica demanda del libertador la instauración irrevocable de una férrea dictadura libertaria que elimine todo vestigio del sistema de dominio que subvierte, la represión inape­ lable de los agentes sociales que se resisten al proceso de liberación emprendido y el disciplinamiento de la sociedad en los principios de la metafísica socio-histórica que norman el nuevo orden políticocultural impuesto. Los libertadores siempre han desconfiado de la libertad, por eso demandan su contención, encauzamiento y protección. Así, toda dictadura se instaura a nombre de la salvación: la salvación del esclavo, la salvación del pueblo, la salvación de una nación, la nación del ser humano; en otras palabras, toda dictadura enferma de la nostalgia de retorno a la Unidad primigenia, siguiendo a Lévinas. El redentor es un esclavo inspirado en la mesiánica visión 89

de la salvación; no hay de que salvarse, pero el redentor inventa el infierno de la perdición y la utopía de la salvación para fundar la lucha salvacionista, primero, e instaurar la dictadura redentora, después. El redentor-misionero liberando a los indígenas del nuevo mundo, de la perniciosa idolatría; el redentor-revolucionario emancipando al pueblo de la denigrante servidumbre; el redentor-proletario inde­ pendizando a las clases trabajadoras de su oprobiosa sumisión; el redentor-moral rescatando a la sociedad entera de la ignominiosa corrupción. Las tareas de la dictadura libertaria no son sólo tareas destructivas (destrucción de los remanentes del sistema de dominio subvertido), tareas represivas (represión de los amos anteriores, de sus nefastos aliados y de las clases menos desarrolladas que no alcanzan a comprender el proceso de liberación en curso). Su característica principal no es la violencia. Lo principal está en la organización y disciplina de la nueva clase dominante, como grupo que dirige al resto de los esclavos en la construcción de la nueva sociedad. El objetivo de los redentores es destruir las bases sobre las cuales descansa la explotación del ser humano por el ser humano, convertir a todos los miembros de la sociedad en seres libres, suprimir la división de la sociedad en clases y establecer las nuevas relaciones de colaboración y solidaridad entre los seres humanos, según es posible parafrasear el credo comunista sintetizado por Marta Harnecker. La dictadura social intolerante e inflexible, como medio de distribución estatal del valioso bien que representa la libertad, es el único medio legítimo y eficiente que encuentra el redentor en el proceso histórico de emancipación humana. La libertad es una falacia que se contradice en sus propios fundamentos, puesto que si implica la capacidad de pensar y actuar conforme a la propia voluntad, reflexiona el manumisor, entonces la sociedad se disuelve en el Estado de Naturaleza y, por ende, los seres humanos se enfrascan en el estado de guerra permanente, como anticipa Hobbes, donde ninguno puede ser libre en realidad porque prevalece la “ley del más fuerte”, quien termina sometiendo al resto de sus congéneres al arbitrio de sus necesidades y deseos particulares; de ahí, entonces, 90

que la única posibilidad para la civilización es la contención de las voluntades, los deseos y los instintos individuales con el objeto de instaurar el Estado Civil regido por la autoridad política (el amo emplazado en tanto institución social, garante del desarrollo onto-histórico de la sociedad) y por el imperativo categórico de las leyes morales. Punto de perspectiva que parece compartir Sigmund Freud, para quien el devenir de la cultura sólo es posible mediante la represión permanente de las pulsiones individuales —sobre todo las de carácter sexual—. La contención del transgresivo instinto vital es el fundamento psíquico-social del orden político y del desarrollo de la cultura, incluso de la conformación de nuevos modelos de sociedades más justas, como parece prevenir Chomsky: “creo que deseamos crear una sociedad donde probablemente se los reprima [los peores instintos humanos] y se los reemplace por instintos más sanos”. Por su parte, Marx entiende la libertad como la producción asociada de los seres humanos, independiente de las necesidades naturales y de la coacción de los fines externos, en otras palabras, la liberación humana está condicionada por la regulación comunitaria. Los aspectos centrales de la concepción marxiana de la libertad, en términos generales, son: por una parte, el dominio de la naturaleza mediante el desarrollo de las fuerzas sociales productivas y, por otra parte, la destrucción histórica de las fuerzas sociales alienadas, siguiendo el análisis de Andrzej Walicki. La sociedad de individuos libres es un imposible socio-histórico. La única libertad verdadera es la libertad impuesta socialmente, la libertad colectiva, la libertad en y por la manada. Empero, sometido a las tramas de significación onto-histórica del rebaño, la libertad es sólo una quimérica ilusión revolucionaria. En este sentido, todo redentor, en el fondo, es un amo en potencia, un pequeño aspirante a dictador, un futuro déspota mesiánico —como bien lo demostró Muammar Kadhafi, por ejemplo—. El auténtico redentor está por completo convencido de imponer un sistema de poder más eficiente que el régimen de poder vigente que pretende subvertir. El indiscutible propósito de la dictadura 91

emancipante no es la libertad —concepto por completo burgués—, sino el poder, según advierte Lenin. ¿El poder para qué? ¿El poder para quién? Es suficiente con el reconocimiento de los dispositivos de disciplinamiento, vigilancia y depuración social que son capaces de imaginar, instaurar e introyectar los redentores en las prácticas socio-políticas de la liberación humana, para percatarse de su profunda vocación de dominio. Al final, a lo largo de la historia, todo proceso emancipador concluye con la imposición brutal de un nuevo régimen de sometimiento social, la mayoría de las veces, más represivo y abusivo que el sistema de dominio anterior, y por lo regular impulsado por los propios redentores que se proponían liberar al pobre pueblo oprimido Lo único que diferencia a la dictadura tradicional de la feroz “dictadura libertaria” es la impudicia abierta con que ésta ejerce e impone las estrategias de dominio sobre el rebaño, mientras que aquella intenta disimular sus férreos dispositivos de sometimiento detrás del inocente recato de un supuesto consenso social, tras el hipócrita enmascaramiento de la preservación del orden público. Y queda todavía un misterio por resolver: ¿cómo adquiere el redentor esa conciencia histórica que le atribuye la autoridad moral para asumir el liderazgo incuestionable del proceso de liberación humana, para racionar el preciado bien de la libertad? Es un misterio de la mística revolucionaria ¿Acaso, tal vez, sea la moral que fundamenta su férreo compromiso social? La indescifrable iluminación libertaria, equivalente a la inexplicable iluminación divina, pues, ambas provienen de la misma mística religiosa. En consecuencia, el valor fundamental de la virtud redentora es la piedad. El redentor se asume como un ser compasivo; el prototipo de la compasión, por antonomasia. Por conmiseración con el esclavo se tutela el alcance de su libertad. La moral de la piedad establece una relación jerárquica de dependencia ontológica e histórica entre dos condiciones humanas, esto es: el menesteroso cuya debilidad social le hace objeto de compasión y el altruista cuyo exceso de generosidad lo hace capaz de donar actos de misericordia. No hay igualdad, ni solidaridad, no puede haberla, entre estos dos 92

seres humanos, porque el siervo depende de la piadosa virtud del redentor. La moral de la piedad, el valor de la compasión, dispone de una relación asimétrica entre el libertador y el esclavo, donde el segundo ha de someterse a la voluntad del primero, en aras de su propio beneficio socio-histórico. Pero el esclavo odia la libertad. La libertad convierte al ser humano en responsable de sí, del proyecto de su vida, del devenir de su destino, de la vastedad de su deseo, de las pulsiones que animan su instinto vital —“La libertad significa responsabilidad; por eso, la mayoría de los hombres le tiene tanto miedo”, como afirma George Bernard Shaw y parece confirmar Freud, “… la mayoría de la gente no quiere la libertad realmente, porque la libertad implica responsabilidad, y la mayoría de las personas tienen miedo de la responsabilidad”—. La libertad enfrenta al vacío existencial, al oscuro abismo de posibilidades existenciarias y a la responsabilidad de fundar la vida misma, mediante la afirmación performativa del deseo. Hacer del deseo una disposición ontológica para inventarse a sí mismo, para definir un modo singular de ser. Sin embargo, nada más terrible que asumir la responsabilidad de la existencia propia, la responsabilidad de los deseos deseados. Es más cómodo, más fácil, que el amo asuma la responsabilidad plena del orden existenciario en la totalidad del destino humano; es más conveniente delegar en cualquier otro, las responsabilidades propias de la condición sociopolítica y económico-cultural que se detenta en el devenir de la civilización, antes que asumir las determinaciones onto-históricas correspondientes. El responsabilizarse de sí convierte al esclavo en pávido, digno de la recriminación socio-histórica; pero, al atribuir al amo la responsabilidad de su condición de servidumbre, lo emplaza en el papel de víctima, acreedor de la piedad redentora. En cuanto víctima “es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse”, según acota Daniele Giglioli. Eso explica por qué el discurso vindicativo, la arenga libertaria, produce tal seducción en la mentalidad de la manada. La responsabilidad del sistema de dominio, de la explotación humana, de la degradación del someti93

miento en el discurso libertario, siempre se atribuye a la perversidad del amo, nunca a la maliciosa voluntad de servidumbre del esclavo. El siervo está libre de cualquier responsabilidad histórica respecto de la inequidad del régimen político que lo envilece y lo denigra; esa es la auténtica libertad que en verdad anhela y disfruta, esto es, la emancipación de la responsabilidad onto-histórica, pues, el esclavo sólo “quiere un mundo seguro para su placer y culpar a los demás por su destino”, como bien advierte Becker, aunque éste lo generaliza a todo ser humano. Las condiciones del sometimiento humano son producto de la inmoralidad del imperio, de las clases hegemónicas, de los grandes confabulados y de los terratenientes, ayer; de las empresas trasnacionales, de los organismos multilaterales y de la globalización económica, hoy; de nuevos y siniestros explotadores, mañana. El siervo es una simple víctima del sistema de dominio imperante, el amo es el cruel victimario que lo instaura y lo preserva, el Estado lo reproduce y la sociedad resulta una apática cómplice de su condición y continuo padecimiento. En su condición de víctima, radica el auténtico peligro del esclavo, según parece advertir Bert Hellinger, puesto que su legítimo plañido no pretende, de ninguna manera, solventar la injusta situación de servidumbre en que se encuentra sometido, sino más bien arrastrar a todos, a su mísero estado, convertirnos en rehenes de la culpa de ser copartícipes del sistema de dominio que los oprime, ya por colusión con los explotadores, sea por insensible omisión o simplemente por falta de solidaridad social; la víctima convierte a todos en malvados, aliados perversos de su irrevocable voluntad de sumisión. “Una víctima es muy peligrosa; daña a todos”, sentencia el pedagogo alemán. En su desgraciada situación de víctima, el siervo articula “… carencia y reivindicación, debilidad y pretención, deseo de tener y deseo de ser”, siguiendo los planteamientos de Giglioli. Empero, es conve­ niente apuntar que la instauración, arraigo, expansión, potenciación, degradación e, incluso, los excesos de cualquier sistema de dominio sólo son posibles mediante la colaboración, cómplice u omisa, de la manada, los profetas-misioneros y los propios redentores. No hay 94

crimen socio-histórico (discriminación, segregación, exclusión social, tortura, desaparición, asesinatos masivos, masacre, genocidio, holocausto), sin la cómplice participación de la sociedad. El devenir socio-histórico de la manada no es estático, pese a la arraigada veneración del esclavo por la continuidad de las prácticas tradicionales y su profunda desconfianza en los cambios políticoculturales. Si bien es cierto que el siervo detesta la libertad, también es verdad que siente una vehemente pasión por la cíclica renovación de sus opresores. La sustitución periódica del amo, cuando el sistema de dominio erosiona su capacidad de significación de la existencia, produce en el esclavo dos evanescentes ilusiones históricas, esto es: el ideal del progreso social y el espejismo de la liberación, pero sin el temido riesgo de asumir la responsabilidad de sí. Y paradójicamente, le genera una confianza ciega en la presunta estabilidad y certidumbre socio-civilizatoria que parece proporcionarle la dialéctica del someter sometiéndose. Así, el siervo se solaza en la convicción socio-histórica que construye el sistema de dominio vigente; pues, más que deformar la realidad, más que ocultarla en la verborrea ideológica, todo régimen de sometimiento instituye nuevas formas de realidad para legitimarse, como bien anticipa Michel Foucault. En tal perspectiva, el esclavo compromete su vida con los redentores, no por auténtico anhelo libertario, todo lo contrario, se convierte en fanático partidario de su causa porque representa una nueva voluntad de dominio a la cual someterse, encarna la novedad de otro axioma histórico a qué aferrarse, personifica la irrupción de un nuevo referente para significar la propia vida. Muda el régimen de sometimiento, pero permanece inalterable, acaso conmovido y re-significado, el estatus de servidumbre en que se siente amparado. Los siervos libertos desa­ rrollan un inquebrantable espíritu de fidelidad perruna para con los piadosos redentores que prometen liberarlo, mientras no pretendan atribuirles la responsabilidad histórica de su situación social. Apoyo incondicional a nuestro redentor, dicta la consigna libertaria, como un acto litúrgico de la renovación del pacto de servidumbre irrestricta con el nuevo amo. Y es cierto, del redentor no es propio cuestionar 95

sus decisiones sociales, dudar de sus prácticas políticas, discutir sus dogmas históricos, enjuiciar su moralidad libertaria, criticar sus mesiánicas propuestas, problematizar sus ponderaciones públicas, a riesgo de convertirse en traidor de la manada, en apóstata de la libertad. El redentor es el histórico censor de toda práctica sociocultural y de todo ser humano; al propio tiempo que se emplaza allende de cualquier juicio de su época. La crítica atenta contra el régimen de sometimiento pastoral que se instaura, por eso debe excluirse del nuevo orden socio-político en proceso de construcción. La crítica es una suerte de trampa ideológica del sistema de dominio que se subvierte, cuyo propósito fundamental es demeritar el trascendental y legitimo avance socio-histórico del proceso emancipador, según previene la doctrina leninista. Los procesos socio-históricos de la redención son incuestionables. Aun así, a veces sorprende el profundo liberalismo con que el libertador asume las acres detracciones de sus acérrimos opositores y la iracunda intolerancia que suele caracterizar a sus más fieles seguidores. El esclavo no sólo besa sus cadenas, como bien parece advertir Marx, sino que, además, las defiende con intransigente convicción. El riesgo es que la siniestra amenaza de la libertad pueda convertirse en nefasta realidad sociohistórica. El siervo se estremece de sólo imaginarse libre, ¡qué terri­ble condena!, ¡qué asfixiante maldición!, ¡¿qué voluntad humana es capaz de soportar la conciencia de saberse libre, de asumirse en libertad?! ¡¿Quién puede con tal responsabilidad de vida?! ¡¿Acaso los esclavos liberados, a la largo de la historia, no suelen preguntarse estremecidos: y ahora, qué será de mí?! ¿Quién cuidará de mi desamparada existencia?! Es aterrador. Ser libre es totalmente aterrador. El valor sustantivo que define la virtud de siervos es la vocación de servicio. El esclavo vive para servir y en la servidumbre justifica su efímera existencia. En términos políticos, la moral de servidumbre instaura una doble relación de dominio en la sociedad, esto es: el esclavo que existe para servir a la voluntad del amo y el amo que vive para responsabilizarse de la existencia del esclavo. El amo y el esclavo se definen por su profunda vocación de servicio. 96

Luego, entonces, en la dialéctica de cualquier sistema de dominio, nadie es libre en realidad; ni el esclavo que delega la responsabilidad de su propia existencia en la voluntad distributiva del amo, como tampoco los humanistas redentores que pretenden subvertir el régimen de poder establecido para imponer su propia dictadura libertaria y menos aún las élites dominantes que subsisten en la fábula de someterlo todo a su libre albedrío: las voluntades sociales, las fuerzas políticas, los dispositivos económicos, los códigos culturales, los estamentos raciales, las tradiciones históricas, el propio derrotero humano. Los amos y los redentores son tan esclavos como los siervos mismos, incluso, puede ser que su condición de servidumbre sea mayor todavía porque, allende la ficción de suponerse libres, se encuentran subordinados a una triple forma de sumisión, a saber: el sometimiento a la pragmática de dominio que imponen, el acatamiento a los dispositivos de control social que utilizan para preservar el régimen de sometimiento establecido y la sujeción a la misma estructura de encierro socio-cultural en que reservan la moral de servicio que organiza el sistema social. El esclavo besa las cadenas que le imponen, mientras que el amo y el libertador besan las cadenas que se imponen a sí mismos. En efecto, todo sistema de dominio se sustenta en tres pilares fundamentales, tales son: por un lado, una pragmática de sometimiento que distribuye funciones político-culturales y socioeconómicas a los diferentes individuos, colectivos y/o comunidades que conforman al conjunto de la sociedad humana; por otro lado, una serie de dispositivos de coacción, organización, jerarquización y disciplinamiento social que posibilitan institucionalizar el control de los diferentes agentes sociales, en la premisa de preservar el orden, la estabilidad y el desarrollo socio-histórico de la civilización; y por último, una disposición político-religiosa que delimita formalmente el tejido social de dominio, a partir de cinco factores nodales: el te­ rritorio, la tradición histórico-cultural, la formación étnico-racial, el pueblo y el corpus jurídico que legitima su existencia. Hacia el exterior, esta disposición político-religiosa diferencia al sistema de dominio de otro tipo de formaciones societales, singu97

lariza su presencia en el devenir socio-histórico; en tanto que hacia el interior, dota de identidad socio-cultural a todos los agentes que lo conforman. En el desarrollo de la historia humana, se han constituido diversas formaciones político-religiosas, tales como: el Clan, la Tribu, el Feudo, el Reino, la República, la Nación y el Estado, por mencionar las entidades más importantes, pero siempre han delimitado sistemas de sometimiento particulares. Así, pese a la pretendida secularización del Estado-Nación, hacia el siglo xviii y xix de nuestra era, los cierto es que persiste una intrínseca relación de justificación metafísica, legitimación onto-histórica, fundamentación jurídica y proyección teleológica entre la religión y la política, en todo sistema de dominio, pues, el Estado es la expresión de lo divino sobre la tierra, según parece advertir Hegel. En stricto sensu, la política representa la gestión social del religioso sentido de pertenencia del ser humano, mientras que la religión constituye el dogma metafísico del sentido social de autoridad; es por eso que los rituales y las autoridades políticas invariablemente se revisten de un determinado carácter religioso, en tanto que las estructuras religiosas se organizan de manera política. Se susurra ante el amo como ante dios, se venera al palacio como al templo, para no mancillar de mundanidad su sacra trascendencia. Las relaciones de dominio son inherentes a las sociedades humanas porque le es inmanente al ser humano la voluntad de servidumbre y la consecuente voluntad de dominio. La libertad es un acto de transgresión al orden natural de la existencia. La libertad es una conquista del propio ser mediante la afirmación performativa de la voluntad de poder. La libertad es un exceso de ser. No se puede concebir que un ser humano pueda vivir fuera de las formaciones político-religiosas. Al fin y al cabo, así es como se define, así es como alcanza su propia identidad. La formación político-religiosa dota de todo: reglas, obligaciones, responsabilidades, compañeros, amigos, incluso la vida en el más allá. La disposición político-religiosa define al ser humano, parafraseando a Michel Gear y Kathleen O’Neal. Los socialistas teóricos bien sabían que toda entidad político-religiosa 98

define cierto tipo de dominio, por eso mismo aspiran a su completa subversión, al desvanecimiento de sus fronteras de sometimiento, es decir, al internacionalismo. ¡Esclavos del mundo, uníos! Como la salvación judeo-cristiana, se pretende que la liberación humana sólo es posible fuera de cualquier entidad político-religiosa particular ¡Mi patria no es de este mundo!, afirma el supremo salvador. No, la patria de los redentores nunca es de este mundo, no del mundo histórico vigente, desde luego, puesto que siempre se encuentra en el horizonte del futuro utópico. Las disposiciones político-religiosas constituyen estructuras de encierro socio-cultural, donde el régimen de dominio se reproduce de forma distributiva, rizomática y microfísica, según nos advierta ya Foucault. La aspiración de los auténticos libertadores es que estos dispositivos distributivos, rizomáticos y microfísicos tengan un alcance global, que someta a toda la especie humana. En este esquema de dominio, el esclavo y el redentor pueden cuestionar las prácticas de sometimiento, los dispositivos de control social y el estado histórico-cultural de la sociedad en que se encuentran y aun sus propias formas de represión, segregación y/o extermino, sin que comprometan la permanencia del sistema político existente, el régimen de coacción social establecido, pero el amo no puede permitirse tales “libertades”, ni siquiera puede dejar escapar un atisbo de sus dudas o debilidades particulares, está obligado a acatar en absoluto la dinámica particular del establishment que soporta la operación del régimen político instituido, a riesgo de quebrantar la disposición político-religiosa que legitima su posición histórica y quedarse sin manada para conducir, y en el caso más extremo, sin nación para gobernar —como le sucede al exprimer ministro de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Mikhail Sergeyevich Gorbachev—. El amo no desea ni pretende salvar a nadie, sólo aspira preservar el estatus del orden social establecido. El amo no es conservador por convicción socio-histórica, sino por necesidad sistémica de sometimiento. Es la preservación de las prácticas de sometimiento convertidas en tradición, lo que lo 99

sostiene en su posición dominante y, por eso mismo, debe propiciar su reproducción y continuidad si quiere mantenerse en tal estatus socio-político. Cambia el sistema de dominio, cambian los amos que lo rigen. Y el grado de conservadurismo que asume el amo en su práctica socio-histórica, evidencia el nivel de esclavitud al que se encuentra sometido por voluntad propia. El esclavo puede apelar al iluso engaño de que su condición de servidumbre se debe a la ilegítima violencia de la voluntad del amo —y por ello es objeto de la piedad redentora—, pero, ¿a quién puede culpar el amo de su propia esclavitud? ¿Qué redención posible existe para el amo? ¿Qué salvador puede redimir al amo? El custodio se halla también prisionero tras los muros del presidio que resguarda, sometido a los mismos códigos de control y disciplinamiento social de los reclusos que custodia; vigilando por entre los barrotes de su misma celda y siendo vigilado, a su vez, detrás de los hierros de las mazmorras en que mora el resto de los reos que contiene. La libertad del celador es ilusoria. Todo presidio comporta, siempre, tres clases de reclusos: los prisioneros condenados, los presos guardianes y los reos “libres” que circundan la prisión. Aún más, en la sociedad panóptica, por cuanto se trata de un dispositivo estratégico de control y sometimiento, la vigilancia es global, por su carácter, también, rizomático y distributivo. La vigilancia totalitaria se determina por la vigilancia mutua de los siervos; es la sociedad vigilándose a sí misma, mediante la mirada obsesiva de toda la manada sobre cada uno de sus agentes involucrados, sin importar su condición o estatus social: amos, pastores, profetas-misioneros, esclavos, instituciones. La sociedad entera es el Big Brother. Incluso, los propios vigilantes no pueden escapar de los sistemas de vigilancia social, como bien lo han demostrado, por una parte, Julian Assange y la organización The Sunshine Press con la exhibición pública de los archivos de WikiLeaks y, por otra parte, Edward Joseph Snowden con la publicación de los documentos clasificados de la National Security Agency (NSA) de los Estados Unidos (USA), a través de los cuales se exhiben los programas de vigilancia masiva PRISM y XKeyscore. 100

En la sociedad panóptica todos son objeto de vigilancia, mientras, a su vez, se encuentran vigilando; todos son reos de su propio acecho. No se puede gobernar un sistema de dominio sin someterse a las mismas prácticas político-económicas y el estatus socio-cultural que comporta, sin encadenarse a los mismos dispositivos de control social que organizan al régimen de sometimiento establecido y sin supeditarse a la misma vigilancia permanente que se ejerce sobre los siervos. Nicolás Maquiavelo se olvidó de advertir al Príncipe que, al disponer los dispositivos de sometimiento social, terminaría siendo esclavo de sus propias prácticas de dominio. Los sistemas de dominio son estructuras político-culturales de clausura que enclaustran al amo y al esclavo. Los siervos pueden dormir sin preocuparse de que el régimen de sometimiento se fracture o pierda toda su capacidad de significación; en caso de que suceda, ya vendrá un nuevo amo a hacerse responsable de su existencia; por eso mismo, el amo está condenado a la servidumbre paranoica del orden social que ha instaurado. El amo se asume libre, pero, a dondequiera que va, arrastra las cadenas que él mismo ha forjado para mantener el orden social y al que debe defender con celoso afán. Así, uno de los valores nodales de la virtud del amo es el orden. Orden Socio-Político, Orden Institucional, Orden Histórico, Orden Moral. Los mayores tiranos y dictadores de la historia han impuesto y mantenido sus regímenes de dominio, en aras de ins­ taurar, restablecer y/o preservar el orden moral en la sociedad. El orden, la autoridad y el respeto irrestricto son los valores morales de toda forma de tiranía. El propio redentor se propone restaurar el orden moral legítimo que debe prevalecer en la comunidad. De esta forma, la defensa permanente del orden moral pretende definir la vida del amo, porque el desorden implica la anarquía, la desestabilidad, la anomia, el desgaste de las fuerzas sociales en la entropía, la pérdida del sentido existenciario y, en consecuencia, la corrupción del destino humano. La moral del orden dispone una relación subordinada entre el demiurgo legislante que establece las normas del ordenamiento, el salvaguarda del orden socio-histórico correspondiente y la comunitaria 101

manada que es ordenada, es decir, una relación de sometimiento entre los especialistas en ordenar, los especialistas en proteger tal orden y los especialistas en obedecer el orden determinado, siguiendo el lance de explicación del filósofo español, Savater. Por su parte, el guerrero habita egoísta su libertad, sin pretender redimir o liberar nadie, únicamente desea alcanzar los lances vitales del instinto que siempre lo preceden; tampoco anhela regir los sistemas de dominio, aunque puede degustar la embriaguez del liderazgo, sin culpa alguna, pero se solaza más en los juegos de conquista. La libertad no es un bien comunitario que se distribuye, como los dispositivos de sometimiento y control social, sino una cualidad propia que se habita sin compartirse ni donarse —“¡ese ideal nunca podría ser del otro, y menos el de todos, todos!”, como bien afirma Nietzsche—; si acaso, lo único posible es establecer alianzas y solidaridades entre libertades, entre guerreros. La comunión de guerreros se conforma por la inter-dependencia. En cuanto la libertad proviene de un élan d’excès, de un exceso de ser, no es, desde luego, algún tipo de propiedad o atributo para compartirse, ni ninguna clase de conocimiento o saber que sea posible aprender, como tampoco una capacidad para desarrollarse, ni menos aún, una suerte de estadío socio-civilizatorio que pueda ser alcanzado. La diferencia del esclavo y del paranoico profeta-misionero con respecto del guerrero es de cualidad no de grado. La afirmación performativa del ser no admite graduaciones ontológicas, ni tampoco socio-históricas, si acaso diferencias cualitativas en las intensidades de la creación de sí. De hecho, la libertad es el valor opuesto al valor de la comunidad, de la piara, de la cultura. El anhelo de la libertad se dirige contra determinadas formas y exigencias de la cultura —y del rebaño, puede complementarse—, o bien contra ésta en general, según parece anticipar ya Freud. Así, entonces, como resulta imposible la enseñanza-aprendizaje del ser artista, tampoco nadie puede enseñar o aprender a ser libre; la libertad no es un contenido socio-educativo. En esto se equivoca, por completo, el pensamiento moderno —Kant y Hegel, entre otros—, porque ni la 102

madurez humana, ni el desarrollo socio-civilizatorio provocan el advenimiento de la libertad. En tal perspectiva, Kant relaciona el progresista arribo a la “Edad de la Razón”, a la “madurez humana”, con el ejercicio de la libre voluntad “La ilustración es la liberación del hombre de su estado de minoría de edad. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro”, según define, el filósofo alemán, a este movimiento del siglo xviii; mientras que, por su parte, Hegel arraiga la libertad en el devenir de la Idea en Espíritu Absoluto, en el despliegue histórico del Espíritu hacia el centro de sí mismo “… la filosofía enseña que todas las propiedades del espíritu existen sólo mediante la libertad, que todas son simples medios para la libertad, que todas buscan y producen la libertad… la libertad es la única cosa que tiene verdad en el espíritu… Cuando el espíritu tiende a su centro, tiende a perfeccionar su libertad”, señala respecto de la superación de los límites de la razón subjetiva. Pero, de hecho, el progreso de la civilización y el predominio de la razón tan sólo comportan el refinamiento racional de los dispositivos de sometimiento social, como bien lo ha evidenciado, a suficiencia, el siglo xx; mientras que la madurez, con la pérdida de la osadía —siguiendo el lance de reflexión de Carlos Fuentes—, tranquiliza las pasiones, domeña los instintos, atempera las pulsiones, es decir, transforma la jovialidad en un impulso conservador. Empero, la libertad no es un estado del ser, sino más bien una cierta forma de ser, de afirmar la existencia propia; no representa una conquista histórica sino una performativa afirmación ontológica. Y aún, por la libre voluntad, se puede decidir ser esclavo o profeta-misionero. La libertad es propia de espíritus osados, de instintos joviales, de pasiones encendidas, de pulsiones desmedidas, de deseos excedidos. No se puede ser libre sin arriesgar la seguridad de la propia existencia, la estabilidad emocional, el entorno de vida, el favor del pastor y el reconocimiento social. La virtud de la imperturbabilidad existenciaria es un evidente signo de voluntades cancinas, mórbidas, indolentes; lastradas por la pulsión de sometimiento. En este sentido, 103

a consecuencia de su mismo ser libre, el guerrero es cosmopolita, un transterrado que no pertenece a ningún puerto, un tránsfuga que excede a su propia época. La libertad hace de la vida del guerrero una auténtica experiencia de rizoma. Siempre está de tránsito por la vida. Sin obligaciones para ninguna formación político-religiosa, sin familia, ni pueblo. Es totalmente libre. Entonces, la virtud del guerrero es la libertad en sí misma, sin ambages, ni tutelajes, ni transiciones. La liberación en el guerrero no puede ser una promesa histórica, sino una conquista permanente de sí mismo. El presente es el tiempo del guerrero; aunque ese presente integra el pasado y el futuro en un sólo lance de afirmación performativa. ¿Acaso Aquiles no es contemporáneo a todos los seres humanos? La única utopía del guerrero es la realización del deseo que evidencia el ejercicio de su libertad. La ética de libertad establece una relación de solidaridad entre pares. Sólo en el marco de la libertad, y sólo en el ser libre, prevalece en los seres humanos la condición de igualdad. En cualquier otro caso, es retórica de redentores. La comunidad de los guerreros es posible únicamente por la solidaridad de sus alianzas emergentes. Alianzas frágiles que no organizan alguna clase de proyecto socio-histórico y que se agotan en la pragmática emergencia de sus finalidades estratégicas. El guerrero carece de cualquier proyecto social, su intervención siempre es individual, singular, “… su combate tiene como objetivo su soberanía absoluta; su victoria será la producción de sí mismo como una excepción, un ser sin doble ni duplicación posible”, de acuerdo con la caracterización que hace Onfray de Condottiere; a despecho de esclavos, paranoicos profetasmisioneros e imperativos libertadores, aun cuando las implicaciones de sus actuaciones onto-históricas, por lo general, siempre alcancen algún tipo de dimensión socio-cultural. La posible transformación performativa de la sociedad es un efecto de exceso en la actuación socio-histórica del guerrero, no su leitmotiv.

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XIII

La esclavitud indigna, desde luego que subleva los ánimos; pero la libertad amedrenta, porque representa la irrevocable asunción de la responsabilidad de sí y de afirmar la posibilidad de ser lo que se es, o se desea ser. La servidumbre es una condición socio-histórica que indigna a todos los agentes sociales: amos, redentores, esclavos, profetas-misioneros y guerreros. El esclavo se indigna porque las retribuciones del amo nunca son lo suficientemente correlativas a la voluntad de servidumbre que compromete y porque la inquietante amenaza de la liberación atenta contra su estatus de irresponsabilidad socio-histórica. En cuanto responsable directo de la existencia del esclavo, el amo tiene la obligación moral de satisfacer y, al propio tiempo, contener sus necesidades, deseos, instintos, aspiraciones, intereses, es decir, salvarlo de sí mismo. El soslayar tal responsabilidad onto-histórica, medita el esclavo, rompe con el pacto de servidumbre que les mantiene unidos en el régimen de dominio establecido. El redentor se indigna porque no es quien gobierna el sistema de sometimiento vigente, porque no es su voluntad la que se erige sobre el resto de la sociedad, porque no es su mesiánica comprensión la que orienta los derroteros de la manada. La indignación del redentor está motivada porque el amo se niega a cederle espacios de sometimiento, a compartir los dispositivos de coacción social; aunque, en el fondo, el libertador tampoco está muy convencido de querer compartir las estrategias de dominio con los viejos amos, eso le quita legitimidad a su discurso reivindicador, desnuda sus más hondos deseos de servidumbre. El amo se indigna porque los esclavos no aquilatan en su justa dimensión, los trascendentales sacrificios socio-históricos que está responsabilizado de realizar para preservar el orden social, la estabilidad institucional y la recta orientación del destino humano: los esclavos, con sus plañideros lamentos, no desisten de reclamar retribuciones por desempeñar las 105

obligaciones que les son conferidas por el desarrollo de la historia y los redentores siempre están al acecho, como lobos, cuestionando todas las decisiones socio-culturales, todas las intervenciones políticoeconómicas, sin proponer alternativa alguna. ¡Qué saben ellos de la responsabilidad de gobernar una manada! Y el guerrero se indigna ante la incapacidad ontológica de los esclavos, los redentores, los amos y los profetas-misioneros para habitar su propia libertad, asumir los retos de su deseo, afrontar la responsabilidad de vivir y vivirse, comprometerse con sus lances de existencia y, desde esa misma contingencia, inventarse a sí mismo, en interdependencia y solidaridad con los otros. Sin embargo, desde esta justa indignación que embarga a todos los agentes sociales, el esclavo reclama mayores recompensas por su mansa servidumbre, el redentor demanda la ampliación de los espacios de participación en el sistema de dominio, el amo exige la intensificación del compromiso social a que están obligados todos, individuos, colectivos y comunidades; mientras que el guerrero, ausente de solicitudes libertarias o compensatorias, experimenta en la vasta soledad de su vida, en el profundo vacío de su existencia, mediante la afirmación performativa de su deseo, nuevas disposiciones de ser libre —a veces como místico eremita, o excéntrico misántropo, pero siempre como un impulsivo creador—. La justa indignación es la reactiva respuesta a la agresión permanente que le es inherente a todo sistema de dominio, pero nunca se traduce en la afirmación performativa del propio ser. Las expresiones de la indignación pueden ser estridentes e, incluso, violentas, deconstructivas —y alimentar la evanescente esperanza de los intelectuales militantes—, pero nunca se traducen en cambios socio-históricos sustantivos; con el tiempo, cuando las manifestaciones de indignación se atemperan, las estructuras de sometimiento se estabilizan. En sus aspectos más fundamentales, las revoluciones socio-políticas, más que por la indignación de la manada, son provocadas por la ruptura de las formas de significación onto-histórica que deben comportar los regímenes de sometimiento. Cuando los siervos y los redentores, 106

incluso los mismos amos y los profetas-misioneros, experimentan el vacío existencial, la ausencia de significación onto-histórica, las revoluciones socio-políticas estallan, con imprevisibles consecuencias. Pero, las verdaderas transformaciones civilizatorias, los auténticos saltos cuánticos socio-culturales, se gestan lentamente, a través del tiempo, en la afirmación performativa de la voluntad de poder, en el ejercicio persistente de inventarse a sí mismo en la libertad. Sí, es verdad, la libertad no se demanda ni se invoca, se concede o delega, mucho menos se tutela o se custodia, puesto que es una propiedad ontológica que se ejerce por la afirmación asertiva de la voluntad de poder. Nadie puede educarse en el ser libre, formarse en el libre albedrío, porque la libertad es una pulsión del exceso de ser, acotada por la responsabilidad de afirmar el deseo propio y las consecuencias derivadas de su prosecución, mientras que la voluntad de servidumbre, tanto como la voluntad del deber, se afirma sobre la minusvalía del ser en sí, el debilitamiento del sí mismo y la subordinación a un cierto demiurgo, trascendental o trascendente —Dios o el Estado, verbigracia—, que se convierte en el responsable fundamental de su existencia, desde donde se emplaza la humildad, la renuncia y el sometimiento como valores deontológico-morales. Afirmación pesimista de la vida, Síndrome de Jonás. En este sentido, parafraseando a Octavio Paz, bien es posible decir que la afirmación pesimista de la vida sitúa al ser humano en la condición de criatura; mientras que la afirmación asertiva de la voluntad de poder le emplaza en la posición de creador; “eco de la antigua seducción diabólica: et eritis sicut dii”, según advierte Cardona, al constituirse la voluntad humana en cuanto sustento de su propio ser, para afirmar sin ambages: ¡yo soy en mi causa, fundamento y libertad! En principio, como condición necesaria de la auténtica emancipación, creación de sí mismo, performativa afirmación del propio ser. Sin embargo, aun en el sometimiento a la voluntad del otro —la alteridad contingente o la alteridad trascendental, el amo o Dios—, la afirmación de la vocación de servidumbre, inexorable, inevitable y, en apariencia, contradictoriamente, se funda sobre un 107

acto de libertad: la libre decisión de delegar la responsabilidad de sí en la volición y la tutela del otro. Ser esclavo, renunciar a la propia libertad es un acto libre en sí mismo, que no comporta contradicción alguna, pues, como bien acota Manuel García Morente: “No hay contradicción en el acto libre que consiste libremente en renunciar a la libertad. Porque yo puedo libremente renunciar a la libertad, porque el acto libre de renunciar a mi libertad no se refiere a cada uno de los ejercicios de esa libertad, sino de una vez para siempre a la entrega que yo hago de mi libertad”.

XIV

La ética de la libertad no es una aspiración de la manada, ni siquiera de la generalidad de los seres humanos. Por el contrario, la libertad se cierne como una inquietante amenaza sobre las zonas de confort y seguridad existencial en que se resguarda el esclavo, en torno de las incuestionables convicciones onto-históricas y apodícticas certezas metafísicas en que se parapeta el profeta-misionero. La voluntad de servidumbre, encubierta bajo el altruismo de la vocación de servicio, es la cualidad que más se difunde, promueve y arraiga en el acontecer social humano. Vivimos para servir, es el lema fundamental del siervo. El “que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mateo 20: 26-27), enseña la doctrina cristiana; yo “no sé de ningún hombre, excepto de aquellos que han prestado un gran servicio a la raza humana”, sentencia François-Marie Arouet Voltaire, y el “propósito de la vida humana es servir, y mostrar compasión y voluntad de ayudar a otros”, concluye Albert Schweitzer, en este mismo lance moral-deontológico de definición del destino humano. El servir es un factor político-religioso que pretende 108

organizar y ordenar a la sociedad, así como distribuir las funciones y responsabilidades de los diversos agentes sociales. La voluntad de servidumbre establece una relación de mutua dependencia entre la manada y el individuo. La formación político-religiosa lo da todo al individuo, y por eso está obligado a darlo todo también. Pese a las restricciones que impone la formación político-religiosa, lo más importante que ofrece es la seguridad, parafraseando a O’Neal y Gear. La manada depende del individuo para existir, el individuo depende de la manada para vivir. El sistema de dominio se constituye por la dependencia mutua que otorga seguridad a los diversos agentes que participan de la trama social. La esclavitud es un refugio para el espíritu humano porque descarga del peso de la existencia y del compromiso del deseo propio, por eso mismo se somete a la voluntad de dioses, reyes, profetas, líderes y redentores de todo tipo. En la reserva de seguridad que impone la formación políticoreligiosa del amo, se descarga la responsabilidad de vivir, de existir, de desear. La sociedad se lamenta de su condición subalterna, pero deifica la voluntad de servidumbre porque conforma un contexto de seguridad existenciaria. Parafraseando a John Bowker, a propósito de Freud, bien es posible afirmar que la principal tarea de la formación político-religiosa, su auténtica razón de ser, es defendernos contra la abrumadora responsabilidad de existir. Por su parte, la libertad arroja al ser humano a la abisal indeterminación de la existencia, a la apertura emergente del mundo en transformación permanente, a los intempestivos envíos del deseo, a los inquietantes lances del instinto vital. La libertad despoja al existir de todo fundamento y de toda orientación trascendental. Como bien afirma Ludwig Wittgenstein, “… en el mundo no hay ningún valor y, aunque lo hubiese, no tendría valor alguno”. En tal perspectiva, el mayor horror de la libertad es que obliga al ser humano a significarse a sí mismo, a dotar de sentido a la existencia propia, partiendo del vacío, de la nada. La nada significa. Si la vida humana es un accidente en el devenir del universo, entonces, la nada la fundamenta y dispone las abiertas posibilidades de ser. El deseo de 109

ser, la afirmación performativa de la voluntad de poder, es el único lance de significación de que dispone la humanidad para existir en el devenir historia. Luego entonces, la libertad sitúa al guerrero ante la responsabilidad de afirmar sus instintos de vida y los valores que le son correlativos, desde el deseo de ser. Al asumirse libre, el ser humano confronta la inconmensurable soledad de su existencia. No hay determinismo, el guerrero es libre, el guerrero es libertad. Sí, por otra parte, no existe fundamento alguno, el guerrero no se encuentra frente a valores u órdenes que legitimen su conducta. Así, no tiene, ni detrás ni delante de sí, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Está solo, sin excusas. El guerrero está condenado a ser libre. Libre porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace, parafraseando a Sartre. Ante la ausencia de fundamento existencial, el guerrero es responsable de sí, de desbordar con su deseo, el vacío de existir.

XV

En tanto el esclavo se significa en la moral de servidumbre y el guerrero en la afirmación performativa del deseo, por su parte, ante la terrible conciencia del vacío existencial, de la nada que parece fundamentar la vida humana, el profeta-misionero absuelve la profunda soledad ontológica derivada de tal conciencia, en la asunción del deber que comporta el Imperativo Categórico de la aspiración teleológica de la Utopía. El paranoico resuelve la ausencia del fundamento existenciario en la arrogación de la Misión onto-histórica, lo cual implica la suplantación de la fuerza vital del deseo por la pulsión pesimista del Deber. El profeta-misionero enajena su libertad, sus instintos y sus propios placeres en el imperativo categórico del deber que impone la realización de la misión onto-histórica, en 110

cuyo sistema metafísico de valores significa su existencia y compromete su vida. “Duermo seis horas, cuando puedo dormirlas, si no duermo menos. No tomo y sí fumo. No voy a ninguna diversión, de ninguna clase, y soy un convencido de que tengo una misión que cumplir en el mundo, y de que en aras de esa misión tengo que sacrificar el hogar, tengo que sacrificar todos los placeres de la vida diaria de cualquier sujeto, tengo que sacrificar mi seguridad personal y quizá tenga que sacrificar mi vida”, afirma categórico el “Che” Guevara. El irrestricto cumplimiento del deber antes que la vida misma es la virtud deontológica, por antonomasia, del profetamisionero; el principio onto-histórico que dispone el recto devenir de su existencia en el mundo. El carácter necesario de la misión del paranoico y la propiedad trascendental de sus valores le son legados por la voluntad del Demiurgo (Dios, el Espíritu, el Estado-Nación, la Dialéctica Socio-Histórica, la Redención Humana) y, por eso mismo, no admiten cuestionamiento alguno. El “deber moral se presenta como legitimado y la legitimación suele venir por dos vías: por el principio de autoridad o por el principio de universalidad”, como bien hace patente Camps. La autoridad divina, la autoridad del Estado, o la universalidad kantiana del Imperativo Categórico. El Decálogo revelado a Moisés, en el monte Sinaí; la Legalidad Universal, la Moral Revolucionaria. Así, entonces, la deontología paranoica se constituye por valores absolutos y necesarios, de alcance universal y trans-histórico, a través de cuya regencia intransigente es posible la concreción de la promesa del U-topos. En efecto, al déficit del significado existencial, el profeta-misionero le dispone la negación del ser contingente, del ser histórico, para afirmar la esperanza de la posibilidad de un ser total, de un ser a-histórico, en un tiempo y un espacio todavía inexistentes, pero gobernado por el imperativo categórico de los valores fundamentales que resolverán todas las contradicciones e indigencias socio-históricas. “Para construir el comunismo, simultáneamente hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole 111

moral, fundamentalmente sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social”, según enseña el “Che” Guevara. La voluntad paranoica se erige sobre la renuncia del devenir de la existencia, de la vitalidad del deseo, de la fuerza performativa de los instintos y, por ende, de la libertad, para afirmar la asunción del porvenir onto-histórico que comporta la teleológica Utopía, el control de la vitalidad que impone el deber y el sometimiento a los valores fundamentales de la virtud proto-histórica. La construcción de la “Sociedad del Mañana” y de su correspondiente “Hombre Nuevo”, la salvación del ser humano, demanda el sometimiento de la vida histórica al sentido del deber. Pero, ¿a qué debe su vida el profetamisionero? A la misión onto-histórica que le ha sido conferida por el Demiurgo, sin duda alguna, empero, el teleológico camino hacia la Utopía está delimitado por el reconocimiento de la naturaleza sustancial del Bien y el Mal, fundamento de la virtud paranoica que establece la Metafísica Binaria de Oposición. En tal perspectiva, la condición socio-histórica del Imperativo Categórico es, siempre, de carácter religioso, sea racional, teológico o racional-teológico. En cualquier caso, su función es teleológica y, por consecuencia, trazan la orientación de la existencia humana, definen el derrotero justo de la conducta socio-cultural. La salvación onto-histórica del ser humano acontece entre las lindes que establece la Metafísica Binaria de Oposición. Así, entonces, en la deontología paranoica racional el reconocimiento de las actuaciones justas y del orden existencial definido por las pulsiones trascendentales de lo Bueno y lo Malo, se realiza mediante el uso de la Razón, ya por reflexión mnemotética o deducción lógica, ya por afinidad innata o intuición racional; mientras que en la deontología paranoica teológica el conocimiento cierto de la virtud y de las estructuras existenciales dispuestas en la Creación, por las potencias primigenias del Bien y el Mal, acontece sólo, y solamente en el “Estado de Fe”, bien por inspiración o revelación divina, ya por connaturalidad esencial o evangelización doctrinaria. Por su parte, la deontología paranoica racional-teológica pretende conciliar las 112

disposiciones cognitivas de la Razón con las clarividencias de la Fe, en el propósito de constituir un único corpus de virtud teleológica. En este sentido, lo naturalmente innato en la razón es tan virtuoso que no hay posibilidad de pensar en su maldad. Y menos aún es lícito encontrar malicia en lo que poseemos por la fe, ya que ha sido confirmado por Dios. Luego, como solamente la maldad es contraria a la bondad, como claramente prueban sus definiciones, no hay posibilidad de que los principios racionales sean contrarios a la virtud de la fe, parafraseando a Santo Tomás. En consecuencia, sea por la razón, la fe o la comunión entre ambas disposiciones humanas, las actuaciones socio-culturales y políticoeconómicas, individuales y/o colectivas, deben determinarse de acuerdo con el deber que imponen los principios trascendentales de la virtud deontológica. Dado su carácter necesario y universal, los principios trascendentales constituyen, al mismo tiempo, el fundamento y el fin de la vida virtuosa. Al comportarse, por voluntad propia, conforme al deber que implica el imperativo categórico del canon deontológico, en cuanto acto legislativo universal, consecuencia lógica de los juicios sintéticos y fin último de la existencia humana, encuentra la humanidad su misma realización onto-histórica. La virtud deontológica, en tal perspectiva, no comporta ninguna clase de retribución socio-histórica, puesto que la satisfacción existencial se descubre en la justicia ontológica de la recta actuación. Los principios trascendentales que prescriben los deberes del buen vivir y la convivencia justa significan, por definición demiúrgica —Logos divino, disposición natural o ley histórica—, la representación ontohistórica del Bien. Parafraseando a Camps, es posible afirmar que el Bien (Καλό) es el principio deontológico por antonomasia. La deontología es la determinación del buen vivir, de la mejor manera de existir. De ahí, entonces, que, durante una gran parte de la historia humana, la deontología paranoica haya sido confundida como la Ética de lo Bueno, o la Teoría del Bien, suscrita por filósofos de la estatura de Platón, Santo Tomás y Kant. Sin embargo, la estructura de valores que conforma a la deontología paranoica no constituye ningún tipo 113

de sistema ético, porque encadena la vida humana a los propósitos trascendentales de un cierto U-topos (siempre perseguido, nunca alcanzado, pero omnipresente al acontecer socio-histórico), es decir, somete la existencia del ser humano a la metafísica de un estado inexistente, de un ideal trascendental que demanda la renuncia de la propia humanidad para disponer la probabilidad de alcanzarse. La doctrina deontológica exige la irrestricta negación de la abierta naturaleza humana, en cuanto condición necesaria de la realización onto-histórica de su plena humanidad; en consecuencia, enferma los lances de vitalidad porque renuncia a vivir en la contingente emergencia del presente, por la ilusoria promesa de una beatífica existencia libre futura, cuando la vida, como la libertad misma, sólo se conjugan en tiempo presente, esto es, sólo pueden acontecer en las disposiciones onto-históricas de la actualidad, en los lances instintivos del presente. La deontología paranoica enferma la vitalidad performativa de la existencia humana, con el delirio de mesianismo, consistente en la negación pesimista de las condiciones y lances onto-históricos de la vida en actualidad, para afirmar el prototipo de un ser humano, de una sociedad humana, que carece precisamente de los contradictorios rasgos que definen a la humanidad y con la nostalgia del retorno, siguiendo a Lévinas, que promete el regreso al primigenio estado de inocencia, proyectado en el futuro resarcimiento de la fracturada existencia mundana. El profetamisionero promete la salvación humana mediante el futuro retorno al estado de gracia perdido —el comunismo primitivo en la sociedad científica, el Alma Universal de Platón, la Tierra Prometida en las llanuras de Moab de Israel, el pródigo regreso a la Casa del Padre—. Así, pues, en el fondo, la patología del delirio de mesianismo y de la nostalgia del retorno, provocada por la deontología paranoica, estriba en la renuncia ontológica pesimista del ser propio y de sus posibilidades performativas de devenir, para someterlo al ideal deontológico de la utopía teleológica. Pero, la libertad humana no niega al ser, cualesquiera sea su condición onto-histórica, muy por el contrario, afirma los diferentes lances de posibilidad de su devenir existencia, ratifica performativa la apertura del ser. 114

XVI

A la impotencia de asumir el deseo, de reconocerse en cuanto ser deseante, la manada le atribuye la virtud suprema. La templanza, humildad, obediencia, respeto, sumisión y servidumbre conforman los soportes existenciales de la moral del miedo, la represión del instinto vital. Temor a las potencias irrestrictas del exceso, el orgullo, la solidaridad, la temeridad, la osadía y la rebeldía, entre otros valores propios del guerrero. En el guerrero, los valores, y aún los mismos antivalores, representan la virtud de afirmar el propio ser, mientras que en el esclavo constituyen opciones excluyentes de ser y en el profeta-misionero medios de contención del instinto, dispositivos de represión del deseo, para encauzar la existencia hacia el justo ser. La represión en cuanto sistema psíquico de contención de las vicisitudes de la vida, mecanismo de defensa contra la intempestiva adversidad de la existencia; la represión en tanto régimen cultural para refrenar las pulsiones rizomáticas del deseo, dispositivo de protección social contra las entrópicas fuerzas del instinto. “Si la amenaza es externa resulta evidente que la huida sería el medio apropiado. En el caso de la pulsión, de nada vale la huida, pues el yo no puede escapar de sí mismo. Entonces, el andamiaje psíquico del individuo, rechaza de la conciencia todo aquello que no es capaz de asumir y lo mantiene a resguardo de la misma”, según afirma Freud. Pero, además, el mismo acontecer de la cultura no podría ser sino a partir de la represión permanente del deseo, de acuerdo con el padre del psicoanálisis —“nuestra cultura descansa totalmente en la coerción de los instintos”—. La contención permanente del deseo, en cuanto paradigma de devenir ser, cultura y tradición socio-histórica, conforma el fundamento de toda moral. El miedo y la represión, luego, constituyen la forma de significación existencial del esclavo, puesto que representa la “condición indispensable para vivir y trabajar en comunidad, de acuerdo con Roy Baumeister: “… la capacidad 115

de controlar los propios impulsos y deseos resulta indispensable para vivir y trabajar en comunidad”, según explica el psicólogo estadounidense. Sin embargo, el temor a la vida y la contención del deseo enferman, corrompen, debilitan, deforman la vital jovialidad de la existencia; por ende, la moral es el miasma histórico de la vida humana. El surgimiento y la asunción de la moral es el síntoma inequívoco de la clausura patológica de la vida. Toda moral es una violencia enfermiza sobre la vitalidad de los instintos, como bien reconoce ya Nietzsche. Virtud de espíritus enfermos, mórbidos. La moral del esclavo sustenta la cultura de la vergüenza: vergüenza de fracturar al ser primigenio con la caída, vergüenza de turbarse ante las contingentes intemperies del mundo, vergüenza del deseo de ser algo distinto a lo prescrito por la voluntad del Demiurgo, vergüenza de disponer de la posibilidad del libre albedrío, vergüenza de ser finito, abierto e indeterminado y, quizás, incompleto. Ahora bien, a la incapacidad de asumir las condiciones ontohistóricas que determinan el devenir del ser humano, de afirmar las contradictorias estructuras ontológicas que definen la singularidad de su humanidad, el espíritu paranoico le concede el reconocimiento de la virtud por antonomasia. El deber, la piedad, el control, sacrificio, recelo, fidelidad, fobia, patriotismo y revancha conforman los basamentos existenciarios de la deontología del pesimismo, el control del exceso del deseo. Desconfianza a las indeterminadas fuerzas de la voluptuosidad, la soberbia, la intemperancia, la nobleza, el elitismo, la intrepidez y la insubordinación, entre otros valores que sustenta el guerrero. El disciplinamiento teleológico en cuanto sistema del buen encauzamiento de las facultades humanas, ante la profunda desconfianza que producen los contradictorios lances vitales de sus estructuras ontológicas (así, mientras la razón aspira al Bien, los instintos del cuerpo corrompen al espíritu, según medita el profetamisionero, por ejemplo); el disciplinamiento evangelizador en tanto proyecto de civilización que representa el recto encauzamiento de las fuerzas socio-históricas, frente a la decadente y degenerativa acción de los agentes de la perversión (los infieles, los contra-revolucionarios, 116

los confabulados y los poderes fácticos, entre otros). La estrategia disciplinaria es aquel conjunto de dispositivos procedimentales en la cual el comando social se construye a través de una difusa red de dispositifs o aparatos que producen y regulan costumbres, hábitos y prácticas productivas. El control disciplinario gobierna, en efecto, estructurando los parámetros y límites del pensamiento y la práctica, sancionando y prescribiendo los comportamientos normales y/o desviados, parafraseando a Foucault. El justo encauzamiento disciplinado de las pulsiones vitales, como modelo de devenir ser y civilización, constituye el sustrato de todo sistema deontológico de valores. La desconfianza y el disciplinamiento, entonces, representan el paradigma de significación existenciaria del profeta-misionero. Empero, el recelo a la existencia y el disciplinamiento doctrinario de las pulsiones vitales infectan, pervierten, devastan, desvirtúan las potencias performativas de la voluntad de vivir; en consecuencia, la deontología es el miasma ontológico del ser humano. El emplazamiento y la apropiación de la deontología es un indicio indudable del enclaustramiento patológico y clausura de la existencia humana. Toda deontología es una forma de coacción sobre el devenir abierto de la vida. Virtud de espíritus cansinos, moribundos, desfallecientes. La deontología del espíritu pesimista-paranoico fundamenta la cultura de la culpa: culpabilidad de la ignorancia que provoca el pecado, culpabilidad de la transgresión de la Ley del Demiurgo, culpabilidad de los sentimientos que lo desvían del justo ser, culpabilidad de reconocerse libre, culpabilidad de la impotencia de resistir las provocaciones del deseo, en fin, culpabilidad de ser el causante del mal en el mundo; por eso mismo, para el profeta-misionero, el destino de la vida humana se presenta, siempre, como un proceso de permanente expiación ontológica —tragedia de destino, según lo denomina Francisco Rodríguez Adrados—. En este sentido es que el espíritu paranoico-pesimista le apuesta a la formación deontológica, al disciplinamiento socio-histórico, es decir, a la reforma del ser mediante la enseñanza de la virtud, la teleológica educación en y para los valores, desde luego, no para la vida. Disciplinamiento 117

deontológico para obedecer los teleológicos principios metafísicos, actuar conforme los valores trascendentales que deciden la existencia justa y renunciar a los impulsos performativos del ser propio. Así, pues, si el esclavo es conservador a causa de su profunda vocación por el pasado, por su parte, el profeta-misionero lo es a consecuencia de su intensa convicción por el futuro. Ambos niegan el contingente devenir de la existencia, para clausurar el voluptuoso lance de la vida en la significación ontológica del pasado, el primero, y en la predestinación metafísica del futuro, el segundo. Y, sin embargo, el siervo y el paranoico misionero padecen la misma afección de la nostalgia del retorno. En efecto, la tradición histórica dispone la inmutabilidad de la existencia y, por ende, el carácter represivo de los valores morales que la significan; mientras que, por su parte, la metafísica del U-topos emplaza el ideal de la invariabilidad de la vida y, por defecto, la función disciplinaria de los valores deontológicos que la dotan de sentido. El esclavo y el paranoico conciben al mo­ vimiento histórico, a la transformación de la vida, como un simple proceso de transición entre el caos y la instauración del orden, entre la perdición y la salvación. Restauración del orden primigenio, el esclavo; resarcimiento del orden fracturado, el profeta-misionero. Retorno a la armonía socio-económica del comunismo, en Marx; restitución del espíritu absoluto en Hegel; reconciliación con lo divino en la tradición judeo-cristiana-musulmán. Y entre la moral y la deontología, los instintos vitales se contienen, la fuerza performativa del deseo se obtura, las posibilidades existenciarias se constriñen, los modos de ser se anulan. Empero, la existencia deviene irrefrenable, la vida mana incontenible. En el estancamiento onto-histórico, la vitalidad fenece por atrofia existencial. A contrapunto del siervo y del paranoico, el guerrero carece de virtud moral y/o deontológica. Es la individualidad singularizada que asume como forma de significación existenciaria, la indeterminación y apertura del ser. Lo cual no significa que adolezca de valores o de virtud. Nadie precisa de valores más firmes y sólidos que aquel comprometido con el instinto vital, que aquel involucrado 118

plenamente con la potencia performativa del deseo, que aquel que se atreve a apropiarse de la apertura del ser, para inventarse a sí mismo. Pero, la virtud del guerrero no se funda en el miedo y la desconfianza ante el contingente devenir de la existencia, sino en el optimismo de la audacia y el exceso de significarse en el deseo; aunque tampoco se somete a las indómitas seducciones del instinto. La performativa afirmación de sí es un acto de estricta libertad, no de ciega persecución de la apetencia. El deseo de ser es el horizonte de la vida y el estandarte de la existencia del guerrero; de ser siempre más que lo prescrito por el Hado. Así, entonces, el reconocimiento, la afirmación, la consecución y la asunción de las consecuencias del desear es la máxima expresión de la existencia virtuosa para el guerrero. Si en el desear encuentra pecado el esclavo y culpa el paranoico, por su parte el guerrero afirma virtud. La responsabilidad integral de los valores que le posibilitan ser, despojados de pecado y culpa, constituye la ética de libertad. Los valores éticos se someten a la significación de la vida, a la dotación del sentido de la existencia; no pretenden la represión y/o el disciplinamiento de los lances del ser; que la asociación y el liderazgo es posible sin la coerción de los instintos, pero sólo entre guerreros. En el esclavo y el profetamisionero, los valores son medios de contención y encauzamiento de la existencia, mientras que en el guerrero son expresiones de significación de las posibilidades que afirman, performativamente, su ser. La ética potencia el deseo porque es la capacidad de desear y la responsabilidad existenciaria que comporta, lo que erige la auténtica posibilidad ontológica de la libertad. La libertad no es posible en el vacío, porque nada puede afirmarse en la ausencia de posibilidad. Pero, antes del posible elegir se encuentra la capacidad de desear, sin la cual no es factible elección alguna. Los entes determinados no eligen porque no tienen la facultad de desear y, por tanto, no pueden ser libres. La virtud del guerrero es la libertad de desear y afirmar el deseo, sin miedos anquilosantes, ni recelos culpables. Compromiso y responsabilidad con el deseo mismo, que le permite inventarse el propio ser. 119

XVII

No existen valores fundamentales, primigenios, proto-históricos, ni siquiera univocidad y consistencia entre los valores que significan a un individuo, colectivo, comunidad, sociedad, época y, menos aún, al devenir socio-civilizatorio de la humanidad, como pretende el absolutismo moral y/o deontológico; tan sólo existen pulsiones mórbidas, tanatológicas y vitales de significar la existencia. Los valores son emergentes a la contingencia de la vida y discontinuos al devenir de la existencia. De hecho, en los valores no existe progreso alguno —ni siquiera como esfuerzo racional de distinción entre el Bien y el Mal, según pretende Camps—, como tampoco continuidad ontológica y/o socio-histórica; acaso nada más existan procesos emergentes de transvaloración axiológica, es decir, procedimientos de afirmación pesimista, resentida y/o performativa de los valores onto-históricos. Al igual que sucede con los paradigmas científicos, en la perspectiva histórica analítica de Thomas Kuhn, los diversos sistemas morales, deontológicos y éticos son inconmensurables entre sí, como también entre los valores que significan la singularidad de los individuos, las sociedades y las épocas. En sentido estricto, los valores provienen de las formas específicas del sentir la vida, del habitar la existencia, de reconocerse en el mundo, no de los sentimientos y/o de las afecciones emocionales que provocan, en el ser humano, los estados contingentes del devenir histórico o las citoarquitecturas cerebrales, por eso nunca se pierden o se desvían, según temen los esclavos y profetas-misioneros, tan sólo se resignifican con cada nueva manera de experimentar el sentir humano. El work in progress en que Camps parece entender el advenir la historia de la ética —la historia del progreso moral, según ella misma acota—, en realidad, no da cuenta del evolutivo mejoramiento de los sistemas axiológicos, en lo general, y/o de los valores, en lo particular, que definen los contenidos de la reflexión filosófica y/o de las disposiciones 120

fundamentales del derecho individual y social institucionalizado, sino, más bien, expone las diferentes formas en que han significado y siguen significando su existencia los seres humanos, en el caótico y cuántico acontecer onto-histórico de la vida. El supuesto progreso deontológico-moral del cual pretende dar cuenta el pensamiento filosófico no representa más que la simple proyección del mórbido deseo reformador de la inconclusa naturaleza humana, de corregir sus fallos ontológicos —aun cuando deseo al fin—, en cuyo lance metafísico abreva la vetusta tradición de los amantes del saber. Así, pese al presunto igualitarismo y libe­ralismo que parecen sustentar el “constitucionalismo político” y los “derechos fundamentales” de las sociedades modernas —en los cuales se fundamenta el optimismo moral de la filósofa española, que le provoca exclamar: “Somos indudablemente más libres y más iguales que cuando Aristóteles o Kant enunciaron sus teorías morales”—, la manada prosigue renunciando a la responsabilidad de su existencia, el profeta-misionero continua en el intento de encauzar los instintos sociales de vida y el guerrero persiste revolucionando los valores del estrato socio-histórico, ante la indignación y el escándalo de aquellos; pero, lo que en verdad resulta del todo indu­dable es la transformación política de los sistemas y los dispositifs de dominio: de la dictadura a la dictablanda, del sometimiento sólido al sometimiento líquido, del absolutismo autocrático al absolutismo democrático, de la vigilancia focal a la vigilancia panóptica, de la macro-física de opresión a la micro-física de coacción, del control centralizado al control rizomático, de la dominación concentrada a la dominación distributiva, de la represión social al disciplinamiento societal, del pío-power al biopouvoir, por mencionar sólo algunas de sus figuras más relevantes al respecto. Luego, entonces, si transitar de un modo cerrado de dominación estamental a una forma abierta de dominación disciplinaria, de una práctica dura de explotación social tributaria a un sistema flexible de explotación socio-ambiental intensiva, del brutal genocidio de conquista al sistemático genocidio tecnológico-industrial, del teológico control pastoral al rizomático control panóptico y de la moralidad parroquial iusnaturalista a la 121

arquetípica deontología racional, por ejemplo, demarca algún progreso ético auténtico, entonces, sin lugar a dudas, la premisa del work in progress de Camps, sustenta el histórico advenimiento del “avance moral”; de lo contrario, tan sólo denuncia la emergente transformación de las inconmensurables representaciones valorales de las sociedades y los pueblos, en su cuántico desarrollo socio-cultural. En este contexto de virtualización de los sistemas de dominio, en que las estrategias y dispositivos de sometimiento social se transparentan e invisibilizan —incluso, donde las propias revoluciones sociales estallan en la fascinante virtualidad clandestina de los pasamontañas y los rifles de madera, se desarrollan en las literarias cavilaciones de “Durito” y las indignadas adhesiones globales, para resolverse en la insurgente contienda de las canchas de futbol—, la libertad es sólo un evanescente espejismo. En más de un aspecto, a nombre de los derechos fundamentales y del respeto a la vida, la sociedad contemporánea dispone de mayores dispositivos de control moral que la polis griega, cuenta con más catecismos deontológicos que el panteísta estrato medieval. Las prácticas sociales de servidumbre se subjetivan en la auto-realización, la auto-recriminación, la autorepresión y la auto-regulación de los individuos y comunidades, como bien parece advertir Han, pues, en “… la orwelliana 1984 esa sociedad era consciente de que estaba siendo dominada; hoy no tenemos ni esa consciencia de dominación…, ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando…“, se vive con la angustia “… de no hacer siempre todo lo que se puede y, de hecho, ya no hay contra quién dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión”, sino de “nosotros mismos”, bien es posible completar la reflexión del filósofo surcoreano-alemán. Si la auto-dominación, el auto-control, la auto-contención, es decir, la auto-regulación de los individuos y comunidades es el signo de los sistemas contemporáneos de coacción social y control político, ¿de quién hay que emanciparse? Por otra parte, en cuanto las dimensiones ontológicas y socioculturales no constituyen un continuum, existencial, sino que por 122

el contrario, comportan diferentes ritmos y niveles de desarrollo histórico, considerando, además, de que tampoco se integran entre sí de manera armónica o subordinada a una cierta facultad rectora —la Razón, como pretenden los amantes del saber, por ejemplo—, entonces, el sistema de valores significante de la existencia del ser humano se conforma por el conjunto de sistemas valorales que dotan de sentido a cada una de las dimensiones humanas, tanto en lo individual como en social. Dimensiones socio-culturales, dimensiones ontológicas. En el proceso de significación existencial, los valores se organizan en un sistema de sistemas de valores. Entre estos diferentes sistemas de valoración, de significar la existencia social e individual, persisten relaciones intensivas, contradictorias y discontinuas. En consecuencia, la pragmática de los valores no dispone de ningún tipo de continuum progresivo en el desarrollo socio-civilizatorio de la humanidad, ni siquiera como objeto de pensamiento; el artificio de la progresiva evolución onto-histórica es uno de los múltiples dispositivos de reflexión racional con que se pretende dotar de coherencia, dirección y propósito trascendental al azaroso, caótico y contingente existir en el mundo. El ideal del progreso histórico es producto del teleológico pensamiento metafísico, infectado de la nostalgia del retorno y proyectado en cuanto utopía del sistemático perfeccionamiento humano; cualquier intención de reconocimiento de continuidad y progreso en el devenir histórico de los valores, tan sólo evidencia una profunda aspiración metafísica. Pero, el hecho de que no exista un continuo progresivo en los valores, tampoco implica que los valores sean estáticos e inmutables, nada más alejado de la verdad; los valores resignifican y se resignifican en la pragmática valorativa de cada individuo, sociedad y época histórico-cultural. La transformación de los valores de una dimensión particular puede impactar en la resignificación integral del sistema axiológico de una época, como sucede con la renovación de los valores estético-artísticos del Renacimiento y su innegable impacto en la conformación del sistema de significación moderno. La contingencia pragmática, la multidimensionalidad existenciaria 123

y la contradicción onto-histórica representan las características nodales de los sistemas de valoración del ser humano y acaso sea el rasgo propio de la singularidad humana, más que la razón o el alma, según pretende el pensamiento tradicional. La transvaloración es un proceso cuántico; transforma los modos de significación humana en cuánticos saltos socio-culturales. La preeminencia de ciertos valores en cualquier individuo, sociedad o época histórica determinada, proviene del grado de vitalidad que le caracterice. Y, de hecho, predominan distintas clases de valores en las diferentes dimensiones ontológicas y en los diversos niveles socio-culturales del ser humano, en relación directamente proporcional al grado de vitalidad que comportan las pulsiones, los deseos que afirma. La vitalidad enferma supura moral, la vitalidad agónica excreta deontología, la vitalidad jovial destila ética. En efecto, el ser humano se conforma por la integración de múltiples dimensiones ontológicas que responden de distinta forma a los diversos impulsos de la vida. Tales dimensiones ontológicas comportan su propio devenir histórico particular, aunque se interrelacionan, condicionan y se afectan mutuamente en su acontecer existencia integrada. Pero, no existe coherencia, armonía o conformidad necesaria entre tales dimensiones ontológicas del ser humano. Antes bien, implican pulsiones antagónicas y discordantes. Así, por ejemplo, en la dimensión erótico-sexual, se afirman las sensibilidades del cuerpo, en la dimensión intelectivo-cognitiva, las sensibilidades de la razón, en la dimensión estético-artística, las sensibilidades de la percepción, en la dimensión socio-política, las sensibilidades de la emoción y en la dimensión mítico-religiosa, las sensibilidades del espíritu, del alma, de la psiché, con la consecuente negación, suspicacia y/o desacreditación entre ellas. El valor fundamental de la razón es la verdad, en tanto que para el espíritu es la fe, para la emoción los sentimientos y para la inspiración lo probable, lo verosímil. De ahí, entonces, que cada dimensión ontológica comprenda su propio sistema de valores que le posibilita afirmar el sentido existenciario de su pulsión particular de vida. Pero, como entre las diferentes dimensiones ontológicas 124

no persiste congruencia, concurrencia y/o articulación necesaria, según hemos visto, entre los múltiples sistemas de valores que las significan, existen, también, relaciones antagónicas y contradictorias. El conflicto, la duda y la incertidumbre humana provienen de tal antagonismo y contradicción existencial de los valores. Emmanuel, ante la inminencia de la resolución inexorable de su destino previsto por la divinidad, en la soledad de las sombras del Huerto de los Olivos, en Getsemaní, se enfrenta al dilema deontológico de obedecer irrestricto a la sacra voluntad del Dios-Padre que le demanda su pulsión mítico-religiosa, las éticas pulsiones de la conservación de la vida a que lo conmina, también categórico, su instinto vital y las legítimas justificaciones de la causa que demanda, incondicional, su razón, de donde deviene el reclamo humano: “Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú”, devota convicción que más tarde se traduce en duda razonable: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!” El desgarramiento ético forma parte sustantiva del ser abierto, indeterminado, que es el ser humano, arrojado a la contingencia del mundo, según previene el existencialismo; consecuencia ontológica de la ausencia de fundamento y, por ende, de los valores predeterminados, trascendentales, absolutos. En tanto ser indeterminado constituye un desgarramiento en el orden determinado de la existencia; el ser humano no es sino a partir del deseo que le hace devenir ser; el deseo, y no la apetencia, lo dota de humanidad. Y tal desgarramiento ontológico lo arroja a la caótica contingencia de la vida, de frente al insondable abismo de posibilidades existenciarias, en el advenir acontecimiento sociohistórico. Por consecuencia, los valores de la ética son contingentes a la contradictoria multidimensionalidad y diversidad onto-histórica del ser humano. El esclavo busca resarcir este desgarro con la tradición moral y el profeta paranoico con la deontología trascendental; mientras que el guerrero no pretende resarcirla, sino que la convierte en el sustrato de la posibilidad de ser. No hay un sólo sistema de valores que comprenda a la humanidad entera, ni siquiera en la dimensión del sistema social, menos 125

aún al nivel individual. Si el individuo se conforma por distintas dimensiones antagónicas y contradictorias, por su parte, el grado de complejidad de la discrepancia y la contradicción es aún mayor en el ámbito de la sociedad y de la especie. Existe una relación directamente proporcional entre la vastedad del espectro de las posibilidades de ser y las contradicciones deontológico-morales y éticas que persisten en el ser humano, tanto a nivel individual, como en la dimensión social. Por eso mismo, no hay tampoco valores supremos, absolutos, que priven en todos los individuos, las sociedades y la historia humana en su conjunto; tan sólo existen múltiples y contingentes formaciones valorales que constituyen diversos sistemas morales, deontológicos y/o éticos, los cuales disponen de pautas de significación ontológica, identidad histórica y, por lo tanto, comportamientos virtuosos distintos para el desarrollo de la vida individual, la organización social y el devenir socio-cultural en los diferentes órdenes de acontecimientación de la existencia humana. La virtud del guerrero —la Areté (ἀρετή) griega—, no es la virtud del apóstol —el sacrificio (sacrificium) cristiano—, ni la virtud del filósofo —la Alétheia (ἀλήθεια) heideggeriana—, como tampoco la virtud estético-artística (la creación sensible), y menos aún, la virtud del amante —la seducción—, por ejemplo. Luego, entonces, a nivel de las inter-relaciones sociales y de las interacciones entre diversos pueblos, no persisten valores morales proto-históricos, ni tampoco valores deontológicos trascendentales. Todo juicio del imperativo categórico no es más que un acto de imposición política, un acontecimiento de dominio, un dispositivo de control cultural, en el que la sentencia final se encuentra predeterminada por la fuerza de la coacción, el imperio del significante o la teleo­ lógica prescripción. Son juicios que parten de la supuesta superioridad de los valores propios y la condena a priori de los valores del otro, de los otros. El enjuiciamiento categórico fundamenta la imposición socio-histórica de los sistemas de dominio. Aun así, el relativismo ético no es la oposición del absolutismo axiológico. Es la imposición de la Metafísica Binaria de Oposición lo que ha 126

instaurado la falsa dinámica de los valores opuestos: el absolutismo moral, o deontológico, versus el relativismo ético, la virtud de la sabiduría contra el vicio de la ignorancia, la verdad ante lo falso, la bondad frente a la maldad, por ejemplo: “… al fin y al cabo, la ética busca lo universal. El relativismo absoluto, aunque suene a contradicción, es opuesto a la ética… Los grandes valores éticos deben tener ambición universal”, plantea Camps en esta lógica kantiana. Pero, en el acontecer contingente de la vida, como en la tradición agonista griega, co-existen verdades, sabidurías y valores contrarios, antitéticos, sin que por ello pierdan su pertinencia vital, o resulten repudiados del orden social. El relativismo ético no tiene opuestos absolutos, ni tampoco se opone a la moral y a la deontología de forma absoluta. El lance de la existencia no deviene por oposiciones metafísicas auto-excluyentes, ni tampoco por pulsiones filosóficas de rencor —que son las responsables directas de la instauración del Sistema Binario de Oposición en el Imperio del Significante—, sino por la dialéctica agonista: sabiduría trágica vital. El único criterio ético que puede situarse por sobre los valores particulares de los individuos, las sociedades y los estratos socioculturales es la contingente exigencia del instinto de vida, del deseo de ser, en su circunstancia contextual e histórica concreta de existencia. La cuestión fundamental para establecer un punto de referencia ético, no moral o deontológico —aunque toda práctica cultural comporta los tres tipos de sistemas valorales, aun en el plano individual—, que permita someter a juicio los sistemas de valores existentes entre dos o más agentes humanos pertenecientes a contextos socio-culturales distintos, es el reconocimiento de los puntos de aproximación, contacto y/o intersección de los horizontes del sentir la vida, del sentir la existencia, que mantienen entre sí. Un criterio subordinado a éste es el grado de congruencia persistente entre el valor que asignan a la vida, a la existencia, y los sistemas axiológicos con que la significan. Y de hecho, estos principios también valen para el enjuiciamiento de los sistemas de valores que pertenecen al mismo contexto históricocultural. En virtud de lo cual, el racionalismo moral, tanto como 127

el racionalismo deontológico, se equivocan por completo, cuando pretenden que el nivel de razonabilidad, monológico o dialógico, es el criterio básico para ponderar de forma ética los valores de distintas comunidades, pues, aun cuando a la comprensión reflexiva aparezcan como irracionales e irrazonables los valores de la alteridad humana, la experiencia del sentir común posibilita la valoración convergente. Por lo demás, ¿a qué tipo de razonabilidad se refiere?, ¿razonabilidad para quién de los implicados?, ¿cómo se determina la razonabilidad de un valor?, ¿en las condiciones idea­ les del diálogo? El emplazamiento predominante del principio de razonabilidad en los juicios morales ya comporta la atribución de trascendentalidad onto-histórica a un valor propio del imperio del significante que define a la sociedad moderna, a saber, el Imperio de la Razón, pero que no necesariamente es compartido por otras tradiciones socio-civilizatorias. A las sociedades modernas les puede parecer “razonable” la intensiva explotación industrial de los recursos naturales, a fin de mantener su estilo de vida, sin embargo, para los Kawahiva del Amazonas, esta práctica socio-económica representa un auténtico atentado contra el orden orgánico de la existencia; a los herederos de la tradición occidental, la materialidad histórica del Mal, cuando no realidad metafísica sustancial, les representa una idea, por demás, “razonable”, empero, en la cultura Tojolabal, del sur de México, constituye un hecho imperceptible e innombrable para el cual no tienen término equivalente en su lengua; situación semejante prevalece con el concepto de “maldad” en el lenguaje Náhuatl. En esta misma dirección de pensamiento, el desarrollo renacentista de la perspectiva geométrica pretende constituir un significativo avance en el proceso de racionalización de las formas de percepción y/o representación del mundo; en tanto que, para las artes tradicionales chinas, esta técnica de construir la perspectiva no encuentra mayor sentido histórico en sus formas de significación poética. Pero, a partir de los puntos de confluencia de los diversos horizontes del sentir humano, puede construirse el diálogo ético entre diferentes agentes socio-culturales y, desde ese marco de 128

valo­ración, emplazar los principios onto-históricos que permitan el mutuo enjuiciamiento de los valores. Y este es un asunto propio de la sensibilidad de identificación humana, pulsión erótica, es decir, principio de carácter psíquico que tiene como condición absoluta el reconocimiento del otro, establecimiento de lazos afectivos con la alteridad, individuos u objetos —“ligazón afectiva”, según le denomina Freud, límite al egoísmo narcisista—; a consecuencia de lo cual no corresponde al ámbito de los juicios racionales, o razonables, siguiendo el lance del racionalismo moral, o deontológico, cuya valoración se sustenta en la verificación de las identidades, no en el consentimiento de las alteridades, de las diferencias. “El ser es, el no-ser no es (…), únicas sendas de búsqueda que cabe concebir”, le sentencia categórica la Diosa a Parménides. Las condiciones existenciarias del contexto determinan formaciones específicas de vitalidad y, por ende, paradigmas particulares de significación ontológica y sentido socio-histórico. Así, las condiciones de vida en el desierto demandan de verdades, sabidurías, valores y revelaciones vitales distintas a las exigencias que dispone el devenir de la existencia en la fronda selva. Ambos medios excesivos de vida y, por tanto, de instintos y virtudes vitales diversas. De manera correlativa, las pulsiones que hacen posible la vida en la era mesozoica resultan disfuncionales para la época cenozoica; en esta misma perspectiva, el Código del Bushido que norma la existencia del Bushi, en el Japón del siglo xviii, carece de todo sentido en el sistema de valores que rige la dinámica empresarial del mundo global, en el siglo xxi, aun cuando se pretenda su impostada recurrencia. Luego entonces, la contingencia de cada contexto onto-socio-histórico comporta su propio criterio ético y deontológico-moral para someter a juicio los valores, formas de significación y comportamientos existenciales de los individuos, sociedades y estratos culturales, conforme a las posibilidades concretas de que disponen para el desarrollo de la vida. El instinto vital, conforme a las condiciones específicas de su contexto onto-histórico, es el criterio ético nodal que se erige por sobre la especificidad de los valores individuales, colectivos y 129

socio-civilizatorios, esto, sin que pretenda actuar, o emplazarse, en cuanto principio trascendente universal, sino, más bien, como un cierto catalizador emergente, del grado de vitalidad prevaleciente en los individuos, las sociedades, las épocas onto-históricas. En consecuencia, los criterios fundamentales del juicio ético son relativos al contexto en que significan la existencia, pero, universales con relación a los valores particulares. La universalidad de los valores es relativa a la dimensión del entorno en que se afirma su sentido existenciario. Y aun en este caso, la imposición de tales criterios del juicio ético son el resultado de un acto de poder: la potestad de la vida, en la que la superioridad del valor que se impone es el instinto vital, el sentir de la existencia, y la condena definitiva se cierne, a priori, sobre la moral y la deontología que enferman, corrompen y/o destruyen el acontecer vital del existir.

XVIII

Cada estrato socio-histórico tiene sus propios juicios deontológicomorales sumarios para los cuales no hay defensa posible y cuya sentencia viene expedita, lapidaria e inapelable tras la sola acusación de la víctima o el solidario victimizado. Antes fue la deslealtad, la traición a los soberanos, la impiedad; luego fue la herejía y la brujería, sin soslayar la amoralidad, el libertinaje, la sodomía; y hoy es el abuso de la mujer, el acoso sexual y la pedofilia; y ya puede advertirse que se avecina pronto el maltrato animal. La flamígera indignación de la manada no admite recusación, defensa o justificación alguna; la sola acusación legitima la victimización del acusador, la culpabilidad del acusado y la presta represalia de la indignada piara. En pleno siglo xxi, Shumalia es condenada a muerte por lapidación, tras ser acusada de relaciones ilícitas con su primo, en 130

la provincia de Punjab, Pakistán; mientras que en Araruama, Brasil, una pareja casi es linchada por la multitud enardecida, después de la falsa acusación de secuestro infantil por redes sociales, y ante la omisa complicidad de las autoridades; Dwayne Jones es asesinada por una turba ofendida con su condición de mujer transexual, en Jamaica; esto, sin soslayar, la indignación pública y rechazo, en el orden global, que ha propiciado la representante de Miss España Universo, Ángela Ponce, por su condición de transgénero. En estos juicios sumarios, la culpabilidad del acusado deviene irrecusable por la sola imputación pública o anónima; y resulta políticamente incorrecto situarse de parte del vil acusado. Aún, grandes persona­ lidades de la historia han sido víctimas de esta defensa irrestricta de la salud moral pública: Sócrates en la Grecia clásica; Girolamo Savonarola en el fervor cristiano de la Italia del siglo xv; Oscar Wilde en la Inglaterra Victoriana y Ana Frank en la Alemania nazi, entre muchos otros; nadie está a salvo de la expedita justicia popular. Por consecuencia, el aislamiento socio-político es la primera sanción que se aplica al condenado, aún antes de que se dicte sentencia formal, o pese a que se carezca de la misma. La violación a los más sagrados principios morales y/o deontológicos de una época histórica, aunque sólo sea presumible, no admite consideración ninguna, sin importar la estatura intelectual, social, política o religiosa del inculpado. Si el infamado se defiende, acusa hipocresía; si calla, asume culpabilidad; si solicita piedad, evidencia contumacia; si implora perdón; revela cinismo. No hay escape ninguno. Cualquier actitud posible del inculpado tan sólo demuestra el grado de su culpabilidad o descaro, nunca su probable inocencia. No hay exoneración posible ante los juicios morales y/o deontológicos. No existe necesidad ninguna de demostrar las causas de la acusación; la imputación se sostiene por sí misma y por la incuestionable moralidad que reviste a los acusadores: víctimas, fiscales y jueces. Las más de las veces confundidas en los mismos agentes de recriminación. No importa la veracidad de la incriminación y las motivaciones escondidas del querellante, sólo interesa la culpa del procesado, que se atribuye por defecto. 131

Cuando el río suena…, sentencia la vulgata sabiduría. La víctima siempre sintetiza la verdad axiomática, de la legítima indignación social; el acusado, por su parte, sólo representa el insolente cinismo del victimario. Las causas fundamentales de los juicios sumarios, sean públicos o reservados, siempre son de carácter moral y/o deontológico. Así, Sócrates es condenado a beber la cicuta acusado por impiedad contra la ciudad de Atenas, denunciado por Meleto en el Ágora, alrededor del siglo iv antes de nuestra era; Girolamo Savonarola es excomulgado primero y condenado a la hoguera después, imputado de herejía, rebelión y errores religiosos, por el Tribunal de la Santa Inquisición, en el siglo xv; Georges-Jacques Danton es condenado a la guillotina revolucionaria, después de que Louis Antonie León Saint Just lo acusa de ser enemigo de la República en la Francia “libre, fraterna e igualitaria” del siglo xviii; Bill Clinton casi pierde la presidencia de los Estados Unidos de América (USA) tras la denuncia de su relación extramarital con la becaria de la Casa Blanca Mónica Lewinsky hacia finales del siglo xx. Al indignado acusador nunca lo macula perversidad alguna, malevolencia ninguna, mala intención, hipocresía o falta, su prístina inocencia está fuera de toda duda. Entre más grande sea el inculpado moral y/o deontológico, mayor es el escarnio que hace de él la manada enardecida. Ante la irrecusable imputación moral y/o deontológica no debe existir defensa alguna: o se acepta con descaro la culpa, o se rechaza la inobjetable responsabilidad con hipocresía, o se intenta esquivar con alevosa indiferencia, pero, en cualquier caso, la acusación, la culpa y el justo castigo lo perseguirán por siempre, como las furias a Orestes. Maldecido, cual Caín, el estigma de culpabilidad lo perseguirá eternamente, mientras la memoria humana sea capaz de recordar la infamia.

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XIX

En los vastos anales del teleológico encauzamiento deontológico-moral de la sociedad, la siniestra sombra de un oscuro y semi-clandestino personaje, anegado de profundo resentimiento, se extiende funesta sobre la desdichada crónica de la infamia humana; y aun cuando resulta uno de los principales instigantes confabuladores de la injusta condena, persecución, estigmatización, exilio y sacrificio de quienes, a sus inquisidores ojos, pervierten la virtud comunitaria y/o individual del rebaño, en muy raras ocasiones es responsabilizado de sus perversos actos contra la alteridad, y a no ser que se presente como acusador o testigo moral, casi nunca pisa los tribunales jurídicos, antes bien, suele pasar desapercibido para el inapelable veredicto de la historia, pero, siempre se encuentra presidiendo y juzgando desde la clandestina seguridad de las sombras, acuciando o testimoniando la justa indignación de los juicios populares. De hecho, apunta Jesús Hernández, “el que los instigadores o los autores de una masacre [linchamiento, tormento, sacrificio y estigmatización, bien es posible completar] acaben purgando su culpabilidad es, lamentablemente, una excepción histórica”. ¿Acaso fueron condenados por sus crímenes de odio, miedo, venganza o recelo, el sumo Sacerdote José Kaiapha, el patriarca Cirilo, Jean Bodin, Ludovico delle Colombe —y quizás, también, el jesuita Cristopher Schneider—, Elizabeth Hubbard, Ann Putnam Jr. y Thomas Nelson, entre la pléyade de pérfidos personajes soslayados? Innatos e intuitivos maestros del disimulo, se embozan de profetas-misioneros, libertadores, redentores, revolucionarios, pastores, luchadores sociales, justicieros, defensores de la fe, de los derechos civiles, la diversidad de género, la integridad de la mujer, la seguridad infantil y de todos aquellos ropajes que le permitan revestirse de una augusta dignidad moral, tras la cual puedan escamotear la oscuridad de su origen, la vileza de sus rencores, la ruindad de sus instintos, la villanía de sus deseos. Ante la sociedad se presentan en cuanto comprometidos 133

intercesores de una noble misión social, inspirados paladines de las indefensas víctimas; por eso mismo, su apariencia suele ser inocua, sus gestos suaves, sus modales corteses, su voz afable, mientras que, por el contrario, sus posturas públicas se caracterizan por la inflexibilidad, determinación y severidad de sus planteamientos. Con atildada cordialidad, insidiosos, suelen condenar al otro, descargando todo el peso del rencor que lastra sus vidas; esconden detrás de causas altruistas, de fanáticas bio-ideologías, su irrefrenable discurso y actuación social de odio. Incapaces de imaginar un solo pensamiento propio, o de instaurar un verdadero lance de performativa creación a través de su mismo ser, pero, sagaces y diestros en el artificio del camuflaje, se apropian de cualquier prédica deontológica vigente, homilía vindicante imperante, discurso políticamente correcto, o bio-ideología dominante, que otros, con auténtica visión onto-histórica y potencia creativa, han dispuesto en la emergente transformación socio-política de su contexto civilizatorio, para balbucear con meridiana claridad las incomprendidas premisas teorético sociales que les permitan desfogar, con toda legitimidad y sin impostados fingimientos, sus más bajas pulsiones contra quienes constituyan el objeto nodal de sus atávicas aversiones. Inmersos en la inspiración evangélica de la misión onto-histórica a que se sienten predestinados, convierten sus toscos fundamentos y creencias sociales en primitiva y burda teología. Así, pues, atrincherados en sus dogmáticas doctrinas teológicas, evaden cualquier posible controversia que arriesgue a evidenciar la probable debilidad de sus apodícticos argumentos; sus palabras, conductas y acciones se acorazan en el imperativo categórico de la indebatible certeza deontológica. Cuestionar la pertinencia de su prédica y de sus actos, constituye un cuestionamiento directo a los principios mismos de la causa que defienden; auto-investidos del mismo dolor y humillación que agravia a las víctimas, toda posible detracción en contra suya representa una agresión más contra la integridad moral del rebaño entero. ¿Quién es este personaje tan siniestro en el onto-histórico adveni­ miento de los sistemas deontológico-morales? En la reconstrucción 134

de los acontecimientos más infames de la historia humana y la correspondiente filiación de sus principales actores, atrincherado tras el lujurioso desenfreno de la muchedumbre, resulta cuasianónimo, transparente, incógnito, aunque sea el principal agente de instigación en la perversa agitación de las pasionarias estampidas de la manada, como sucede con la crónica de los vergonzosos linchamientos de afro-americanos en el sur de los Estados Unidos durante el periodo comprendido entre 1877 y 1950, por ejemplo. Y aun cuando aparezca en los primeros planos del proscenio de la diatriba y de las fotografías que testimonian los abyectos actos de masacre, linchamiento, tortura y estigmatización, carente de singularidad propia y de una posición determinada en el orden social, se empecina en permanecer desconocido, ignorado, camuflajeado detrás del benevolente rostro de otro conjurado cualquiera, posando junto a su infame trofeo: el lacerado cuerpo del imputado; en consecuencia, puede asumir cualquier nombre posible —Catalina de Médicis, Juan Calvino, John B. Kennedy y Enrique Meza Pérez, verbigracia—, y promover desde todo parapeto socio-político y económico-cultural su discurso deontológico-moral de odio: el púlpito religioso, la tribuna política, el estrato militar, la plataforma empresarial, el escenario intelectual, el estrado universitario, etc. Las fuentes de legitimación onto-histórica, a través de las cuales encubre la proyección de las frustraciones socio-ontogenéticas de su origen y la vergüenza de las secretas pulsiones que lo atormentan, comprenden todo el posible espectro de fundamentación de la existencia humana: la raza, cultura, religión, política, economía, sexo y preferencias personales, entre muchas otras más, pero todas ellas se orientan hacia un sólo propósito común, esto es, anatematizar la depravada presencia del otro, cuya ética diferencia, amenaza con exponer, descarada y cínicamente, la legitima posibilidad de las intemperantes pasiones que se esfuerza por ocultar, y contener, detrás de su pública virtud moral. Ante su teológica percepción, y en cuanto reflejo del desencanto de su procedencia, frustración con lo que es y/o la obscenidad de su incontinente desear, el otro 135

detenta una existencia culpable, por simple petición de principio: se parece demasiado al ser que repudia de sí mismo y se diferencia bastante del ideal deber ser que atribuye al ser y al comportamiento de la manada, tales como: el grado de fervor religioso, la pureza de la raza, la legitimidad de la orientación política, la recta conducta de género, etc. Acuciado por el Síndrome de Torquemada, 2 que define su engañosa personalidad —mínima en su apariencia personal, estridente en su presencia social; atormentada en su deontológica experiencia íntima de sí, mesurada en su externa representación moral ante la manada—, y que al propio tiempo, impulsa los trayectos de su nefasta e intrascendente intervención en la dinámica del corpus de la sociedad, encendiendo sus temores más profundos, no es capaz de construir o transformar lance onto-histórico de existencia ninguno, o de aperturar cualquier tipo de vector de posibilidad en los modos de ser, del ser humano, pues, carece de fuerza asertiva en la voluntad de poder y de imaginación performativa en sus formas de habitar el mundo, por ende, impotente y medroso, reduce sus abiertas posibilidades de actuación social al único envite que le es posible y al cual se entrega fanático, como medio exclusivo de vida, significación existenciaria y onto-teleológica misión personal, esto es: anatematizar y, por ende, excomulgar del corpus de la comunidad, el miasma de la diferencia ética que cuestiona y contradice el

2  Tomás de Torquemada, de ascendencia judía, Martillo de los Herejes, como le denomina el cronista Sebastián de Olmedo, es un presbítero dominico, primer Inquisidor General de Castilla y Aragón, confesor de la reina Isabel La Católica, que en el afán de desvanecer de la memoria pública la vergüenza de sus orígenes y distanciarse de los falsos convertidos al cristianismo, promueve una severa persecución de los judeoconversos, como los fueron sus abuelos, provocando la condena de más de 20 000 congéneres a penas deshonrosas y de más de 10 000 personas a la hoguera, de acuerdo con el historiador eclesiástico Juan Antonio Llorente; además de ser uno de los principales instigadores de la expulsión de los judíos, de las tierras del reino. La intransigente actitud deontológico-moral del personaje y su irrestricto afán de “salvar” a su país de la herejía, es lo que fundamenta onto-históricamente el Síndrome de Torquemada. 136

dogma deontológico-moral, mediante el cual se organiza, controla y encauza al pudoroso rebaño. En el fondo de su indigente ser, no cree, ni hace suyos, como tampoco los asume en la clandestina oscuridad de su vida privada, los valores morales que defiende en público, tan sólo los utiliza para escamotear las impotencias propias, mediante la intransigente persecución de los presuntos apóstatas, la coerción permanente de la manada y el franco desfogue de sus destructivas pasiones, sin padecer responsabilidad alguna. Cobarde, rehúye cualquier consecuencia derivada de sus actos o de la pretendida defensa de su causa, por eso permanece anónimo, oculto entre los rostros sin rostro, ni identidad propia, de la amorfa muchedumbre. El esclavo organiza socialmente sus debilidades para protegerse de las intemperantes fuerzas de la intemperie; el profeta-misionero realiza el encauzamiento onto-histórico del poder colectivo del rebaño, para evadirse del caótico acontecer mundano; el libertador expropia las indignadas fuerzas sociales de la manada, para transformar el sistema de dominio establecido; y el guerrero orienta su voluntad performativa de poder, para experienciar las indeterminadas posibilidades de ser, en la existencia; pero, el Torquemada tan sólo pretende obturar, contener y/o destruir cualquier transgresivo lance del instinto de poderío, toda disposición de performativo exceso del deseo, cualquier afirmativa potencia de significación de sí mismo, todo asertivo envío de vitalidad alternativa, en la orgíastica vorágine del aquelarre depurativo; impúdica fiesta de pasiones desenfrenadas, donde la manada, justiciera, puede desahogar libremente sus faltas, rencores, aversiones, inquinas y venganzas, sin sentimiento de culpa alguna. Perverso ritual de frágiles voluntades resentidas, en el que la inmisericorde rabia tumultuaria, exonera a todos de cualquier delito, culpa o pecado. Hay que ver cómo se pavonea y celebra exul­ tante, el vil linaje de Torquemada, ante el bestial monumento de la ciega destrucción del rebaño en estampida: el tapiz de cadáveres masacrados, las humeantes cenizas de los condenados, el oscilante cuerpo de los colgados, las sanguinolentas heridas de los lacerados, 137

la vergonzante marca de los estigmatizados y la humillante marcha de los exiliados, por mencionar sólo algunos de los actos más recurrentes al respecto; incluso, compelido por un grosero instinto de rapiña, convierte en trofeos, suvenires, botín y recompensa, los restos desmembrados, las pertenencias y las imágenes registradas de los repudiados. El auténtico Torquemada, orgulloso, conforma siempre un minucioso reservorio mnemotético de los infames galardones de su causa. En esta perspectiva, conforme al registro de Jesús Hernández, en torno a la brutal masacre de Jerusalén, en el año de 1099, el canónigo Raimundo de Aguilers, frente al dantesco espectáculo de cuerpos destrozados, exclama eufórico de satisfacción: Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blancos de sus flechas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el templo de Salomón, que los cadáveres flotaban en ella y en muchos lugares la sangre nos llegaba hasta la rodilla.

En riguroso sentido, no le preocupa demasiado la salud moral de la piara, ni la integridad físico-emocional de las víctimas que exaltado pregona defender y, menos aún, se ocupa de provocar la reforma sustantiva de las relaciones socio-culturales, las interacciones político-económicas y las prácticas de dominio, constituyentes del ethos donde se gestan las condiciones de posibilidad de los into­ lerables aconteceres que fanático denuncia; su verdadero interés se concentra en la frenética violencia del dantesco espectáculo popular que propicia y en el cual significa su existencia dentro del devenir onto-histórico, sin importar la probable inocencia o culpabilidad de los imputados, o el posible alcance de la sanción penal que pudieran ameritar, en estricta justicia. Obsesionado por el wishful thinking del síndrome que lo enferma y debilita, a su fóbico comprender, la simple acusación de la honrada víctima, pública o anónima, hace ya incuestionable, la alevosa culpabilidad del acusado, pues, 138

parafraseando a Bodino: cuando se trata de apóstatas, el rumor público es casi infalible, por tanto, el castigo debe ser categórico, ejemplar y definitivo. La recta honorabilidad del valeroso acusador de apostasía, en su trágica representación de inocente víctima, como la respetabilidad del mismo Torquemada que se auto-unge de solidario victimisado —ocultos ambos en la cómplice compunción de la manada, al amparo de la “garantía de confidencialidad y anonimato”—, nunca son puestas en duda, a riesgo de parecer infame coludido con el perverso victimario; en consecuencia, la veracidad de la incriminación es tan irrefutable como la culpabilidad misma del imputado, toda vez que: Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece.

Como bien reconoce Giglioli, en consecuencia, la infalibilidad moral, la inmunidad ante la crítica y el prestigio social también alcanza a amparar al Torquemada que, intransigente, le defiende, pues, “quien está con la víctima no se equivoca nunca”, de acuerdo con el profesor italiano de Literatura Comparada, Giglioli. Entonces, ¿para qué demandarle a la agraviada víctima prueba alguna de su axiomática acusación?, ¿para qué someterla a los humillantes procesos legales, en los que sólo se hace escarnio de su dolor?, ¿para qué profundizar sus heridas abiertas, imponiéndole el injusto respeto a los arbitrarios derechos de su obvio verdugo? Como en los juicios sumarios, el acusado es culpable por definición y debe privársele de cualquier derecho posible. El intemperante rencor del Torquemada no tiene como objeto la intersubjetiva reconstrucción de la verdad de los hechos, eso sólo contribuye a intensificar el daño a la víctima; ni tampoco a observar los principios y procesos del derecho positivo, pues, la ley sólo tiende a proteger a los poderosos, no a los débiles; 139

menos aún, tiene la intención de acatar la indiscriminada tolerancia del injusto derecho universalizado; no, su propósito es más simple, más hedonista, menos legalista, su pretensión es propiciar el castigo expedito y ejemplar del denunciado mediante el maniqueo estímulo del odio colectivo y su violenta resolución sumaria en la ciega estampida del rebaño. Pero, ¿cómo consigue arrancar de su tradicional mansedumbre a la manada?, ¿cómo logra incendiar los profundos resentimientos del dócil rebaño? En realidad, la estrategia es muy simple en sus groseros principios operativos, pero suficientemente efectiva en su resolución social, pues, apela a dos pulsiones primarias de significación existenciaria del ser humano, esto es: el miedo esencial que resulta de sentirse arrojado en un mundo sobre cuyos inquietantes aconteceres no parece tener el más mínimo control y la esperanza de una cierta justicia onto-histórica, divina o sintético resolutiva que recompense sus crueles padecimientos y dispense el merecido castigo a los contumaces. En cuanto el siervo afronta la vida como una odisea de prueba, siente un miedo esencial ante cualquier perturbación del orden establecido que pueda dislocar el deber ser del rebaño y/o la ruta de salvación onto-histórica prevista por el demiurgo a través de la clarividente percepción del profetamisionero, y por ende, también, miedo a que no exista justicia trascendental ninguna, a que, al final de los tiempos, sin importar su gravedad, todo pecado quede impune. “Con el miedo, la existencia se confronta con lo siniestro y desapacible”, como bien apunta Han. A partir de estos factores centrales, el miedo existenciario y la teológica esperanza de justicia, el Torquemada comienza por apropiarse de un argumento onto-teleológico de evangelización deontológico-moral, que le posibilite ocultar su discurso de odio detrás de una determinada doctrina de salvación y/o reforma social: el dogma de la fe verdadera, la militancia revolucionaria, la supremacía racial, el derecho fundamental a la vida, el feminismo radical, la equidad de género, la superioridad socio-civilizatoria, etc., en otras palabras, cualquier credo teleológico o bio-ideología vigente; enseguida, dependiendo de su posición o función social, 140

convierten su trinchera en púlpito de prédica deontológico-moral, de manera abierta, sectorial o underground, con el propósito expreso de constituir una tendencia de opinión pública, escuela doctrinaria o corpus pastoral que contribuya en la difusión del catecismo evangelizador y en el reclutamiento de nuevos feligreses; a la par, induce, encauza, propicia, incentiva y organiza diversos rumores públicos —compendios de verdades a medias, mentiras completas, verdades engañosas, mentiras ciertas—, que crecen en exponencial verosimilitud hasta alcanzar la bodina infalibilidad, mediante los cuales identifica, señala, reconoce y advierte sobre los evidentes culpables de apostasía, ya en cuanto pecadores confirmados, o bien, en tanto probables transgresores —¡qué más da, no hace diferencia alguna!—; para concluir con la sistemática promoción de la ciega estampida de la manada, a través de los sumarios juicios populares, la verbena del linchamiento público —simbólico o material—, la segregación del cuerpo comunitario y/o la estigmatización corporal, indumentaria o simbólica de los imputados, con lo cual arraiga, recrudece y propala el miedo esencial, como medio de autodefensa existencial del rebaño. La estrategia de odio del torquemada traza un lance circular de miedo: comienza con el miedo esencial en cuanto fundamento del credo deontológico-moral en que emboza su profundo desprecio para consigo mismo; continua con el desplazamiento rizomático del miedo de la negatividad de lo extraño, lo desconocido, lo distinto que arranca al rebaño de su “cotidianidad familiar y habitual, de la conformidad social”, según acota Han, a propósito de Ser y Tiempo de Heidegger; se encepa en la voluntad de servidumbre de la manada, con el miedo depurativo que impulsa las destructivas pulsiones de la ciega estampida donde se permite desfogar su profundo resentimiento existencial y, al mismo tiempo, se embriaga de la evanescente sensación del ambiguo empoderamiento socio-histórico que le aporta el explosivo y efímero acto de ejercer la ambicionada justicia por mano propia —ignorante de su circuns­tancial función como simple instrumento del vengativo rencor de aquel—; y se consuma con el 141

arraigo social del existenciario miedo autodefensivo en que se enclaustra el rebaño, ante la siniestra pre­sencia de los diversos modos de experienciar y habitar la vida, en el onto-histórico acontecer mundano, cada uno de los cuales parece cuestionar la teológica legitimidad del unívoco deber ser, del ser humano, desde donde se prescribe el imperativo categórico del recto vivir, pensar, juzgar, actuar y percibir, en la justa interacción comunitaria. Todo aquel que se desvíe un ápice de esta deontológica-moral rectitud de ser, bien sea por presunción de la piara o ya en tanto acto intencional del individuo, es culpable de apostasía y, en consecuencia, debe ser condenado por el inapelable juicio popular. En la presunta defensa de la salud moral pública, la maquiavélica acción del torquemada no pretende ni propicia transformación social significativa ninguna, toda vez que su actuar de odio, se agota en la estridente emergencia del tumultuario desahogo de los profundos resentimientos de la manada —aunque sí constituye una exitosa “herramienta para conseguir unos determinados objetivos personales o políticos”, de los distintos agentes involucrados, como bien advierte Jesús Hernández—. Pero, después del linchamiento público…, ¿qué? Sin embargo, su insidiosa presencia pervierte y ulcera el tejido social, las relaciones interpersonales, las prácticas político-culturales y el ambiente exis­tencial del rebaño, pues, en primer lugar, escinde el corpus de la comunidad en dos antagónicas, irreductibles y mórbidas disposiciones sociales, esto es, víctimas y victimarios, en las que cualquiera puede despeñarse en la segunda, pero nunca retornar a la íntegra inocencia de la primera; en segundo lugar, constriñe las múltiples interacciones de la sociedad, a la manipulación moral permanente, de la tiranía del victimismo, auténtico o solidario, donde cada decisión socio-política debe subordinarse a la agraviada voluntad de las víctimas —potenciales, reales o ficticias—; en tercer lugar, desacredita todas las tradiciones onto-históricas, los procesos particulares de construcción identitaria y los lances alternativos del experienciar existenciario, que puedan contravenir, de algún modo, la teológica doctrina deontológico-moral que predica; y en cuarto 142

lugar, distorsiona el habitus comunitario mediante la instauración sistemática de los dispositivos de sospecha, vigilancia y chantaje, puesto que cada mirada, gesto, palabra, idea, actitud, reserva, actuación, intimidad, planteamiento o juego, entre otros posibles fenómenos, puede ser interpretado, a juicio de cualquiera, como un evidente e innegable síntoma de apostasía o agresión social, en virtud de lo cual, todos los miembros de la manada están obligados a vigilarse, denunciarse y sancionarse mutuamente, además de someterse al chantaje co­lectivo de la rectitud moral, a riesgo de convertirse en objeto de la indignación pública y, por ende, sujeto a las destructivas pulsiones de los juicios sumarios. El imperativo de la transparencia despoja al individuo y a la propia comunidad de toda intimidad protectora, sobre-exponiéndolos a la enferma culpabilidad anticipada. En su culpable pulsión de odio encubierto, para el funesto Torquemada, sus feligreses y la comunidad infectada, por simple principio teológico, el ser humano ya viene signado de una cierta culpa originaria, producto de la tradición histórica o las determinaciones onto-genéticas. Luego, entonces, sí, como previene la European Commission against Racism and Intolerance (Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, ECRI): … el discurso de odio debe entenderse como fomento, promoción o instigación, en cualquiera de sus formas, del odio, la humillación o el menosprecio de una persona o grupo de personas, así como el acoso, descrédito, difusión de estereotipos negativos, estigmatización o amenaza con respecto a dicha persona o grupo de personas y la justificación de esas manifestaciones por razones de ”raza”, color, ascendencia, origen nacional o étnico, edad, discapacidad, lengua, religión o creencia, sexo, género, identidad de género, orientación sexual y otras características o condición personales [sic].

Aun cuando encubierto en el discurso de la víctima solidaria y la presunta filantropía de la causa social que, hipócrita, ostenta defender, detrás de cuyo subterfugio aspira a sanear la culpa de las enfermas pulsiones que derivan de su rencor esencial, corrom­piendo

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su sentido de vida y las formas particulares de su significación existenciaria, el Torquemada es uno de los principales promotores del discurso y las acciones de odio en el onto-histórico devenir del ser humano; aunque sus funestas motivaciones personales y las nefastas consecuencias sociales de sus actos, salvo en excepcionales ocasiones, suelen pasar desapercibidas y anónimas para el juicio de la historia. Por cuanto la voluntad de poder enferma adolece, por completo, de fuerza performativa y sólo es capaz de transmitir la misma enfermedad que padece y lo torna impotente, a lo único que puede apelar de la manada es a los análogos sentires que organizan su mórbida experiencia de vida, esto es: miedo, odio, inquina, cólera, resentimiento, inseguridad y revancha, que sólo es posible solventar en las violentas y momentáneas expresiones de la estampida ciega, a saber: el escarnio, la estigmatización, tortura, segregación, linchamiento y masacre; en consecuencia, su destructiva imaginación se reduce a la perversa construcción e instauración de diversos dispositivos de exterminio sistemático, simbólico o material, tales como: pasquines de escarnio, letras escarlata, marcaje a hierro, sambenitos, comités inquisidores, protocolos de contención y castigo, técnicas e instrumentos de sanción, patíbulos y piras, por ejemplo. El propósito nodal es anatematizar y excomulgar a través de la condena del pecado ajeno y la correspondiente expiación del otro, las vergonzosas pulsiones, rencores, odios y aficiones que deplora de sí mismo —¡jamás confesaría, ni siquiera para la intimidad de su fuero interno, el formidable gozo existencial que le produce la implacable degradación humana, de los presuntos infames que persigue!—; por ende, su disposición de justicia popular se caracte­ riza por ser rauda, ejemplar, brutal y dramática, resuelta, siempre, en el dantesco espectáculo público, con el propósito manifiesto de conjurar cualquier posible duda, de la inminente amenaza que se cierne sobre la totalidad de los miembros del rebaño, si se atreven a desafiar, de pensamiento o acto, el código de comportamiento recto que se impone, mediante la burda simplificación teológica de los principios deontológicos prescritos por los profetas-misioneros. 144

El torquemada es un cínico canalla que acusa a cualquier otro de contumaz bellaquería, por simple presunción o confirmación fáctica para esconder la mezquindad de sus propias faltas, entre la justa indignación de los agraviados, y presentarse, así, ante la irritada manada, como la impoluta representación de la virtud moral; puesto que nunca se mancha las manos con la condena, la sangre y/o la purgación de los apóstatas inculpados. Incapaz de disponer un único lance de creación, impotente de imaginación y voluntad performativa, pero, embargado de un profundo resentimiento y pulsión de revancha, sólo apela a una oscura ética de tribunal inquisidor, que le justifique destruir, contener, someter y/o expurgar del rebaño, a cualquiera que le represente la devolución de la anatemizante mirada con la cual se censura a sí mismo, aun a contracorriente de la liberalidad de los valores deontológico-morales vigentes en su estrato socio-histórico. Reacio se niega a asumir el papel público de juez, fiscal o verdugo, pues su actuar es furtivo, encubierto, clandestino y subterráneo, delegando tan “sucias” tareas en las autoridades civiles, los comités de salvación pública y/o en la furia desbordada del rebaño, como sucede con la Santa Inquisición, los Guardias Rojos en la Revolución Cultural China, los Comités de Defensa en la Cuba socialista, o los tumultuarios linchamientos ante la crisis de inseguridad pública en el México de la segunda década del siglo xxi, verbigracia. Las mentiras y la inducción al falseamiento de los hechos los reserva para sus devotos feligreses. En toda época de la historia humana y en cualquier espacio social en que intervenga, el Torquemada no es más que un personaje vil, cuya cancerosa influencia envilece las prácticas socio-políticas del habitus en el que, subrepticio, caza; empero, no es extraño que, además de ser eximido de sus actos de odio, sea acreedor del reconocimiento público, escale las más altas esferas del sistema de dominio establecido y reciba los máximos honores sociales, incluido el Premio Nobel, como bien advierte y documenta Jesús Hernández. Es el caso del Senador Republicano Joseph McCarthy, principal instigador de la feroz “cacería de comunistas”, en los Estados Unidos de la postguerra, cuya ominosa 145

operación le ameritó ocupar la presidencia de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado; y también del exmi­nis­ tro israelí Menájem Beguín que a pesar de su participación en la masacre de alrededor de 300 palestinos en la aldea Deir Yassin en el año de 1948, como líder del grupo armado Organización Nacional Militar (IZL, o Irgún), no le constituyó ningún impedimento para obtener el Premio Nobel de la Paz, 1978, por ejemplo; aún más, el atributo de Bondad Absoluta de Yahvé no es puesto en cuestión, ni siquiera dentro el análisis del origen del mal en el mundo, pese a que representa el principal instigador de las indiscriminadas masacres bíblicas. Ahí donde se impone la emergente autoridad moral del Torquemada, con el indignado despertar del rebaño, se cierne amenazadora la Espada de Damocles sobre todos sus miembros, conformándose un hostil ambiente de crispación, malestar, sospecha y persecución social, que puede condenar, a priori, y sin defensa posible, a cualquier persona. A salvo de tan penoso riesgo, incólume, el Torquemada aparece ante sus píos feligreses, víctimas coligadas y público expectante, investido de una incuestionable virtud moral, exonerado de todo pecado y atrincherado en una teológica verdad irrefutable. La infamia dispone de múltiples máscaras para embozar sus más acendradas pulsiones de odio, pero, ninguna tan peligrosa como la máscara de la virtud.

XX

El sustrato de todo valor moral, deontológico y/o ético deviene del sentir vital, del sentir existencial, no del intelecto o de la razón, como pretende el pensamiento filosófico —“Hume…, could say with perfect truth that morality was no founden on reason”, según acota George Santayana, respecto del filósofo escocés—, ni de las aficiones y/o de 146

las aversiones del cerebro, como tampoco de los patrones de deseabilidad, según proponen las actuales tendencias de la neurociencia. De hecho, cada una de las distintas dimensiones que conforman la estructura ontológica humana comportan sus formas particulares de sentir los impulsos vitales. En esta perspectiva, la dialéctica del cuerpo se sustenta en el sentir fisiológico de la afición-repulsión, el cerebro en el sentir neurológico de la atracción-aversión, el sentir estético-artístico en la complacencia-desagrado, el sentir religioso en la convicción-escepticismo, el sentir erótico en la afinidad-indiferencia, el sentir intelectual en la comprensión-necedad y el sentir instintivo en el vigor-extenuación, por mencionar sólo algunos ejemplos al respecto. Los extremos de estas relaciones binómicas del sentir humano no significan, desde luego, oposiciones ontológicas (a la manera del Bien y el Mal, la Verdad y lo Falso, la Belleza y lo Feo, la Virtud y el Vicio, en general, el Ser y el No-Ser), según pretende la Metafísica Binaria de Oposición, por el contrario, en términos pragmáticos, representan posibilidades límite de la experiencia humana, pero, en sí mismos, no son excluyentes, ni incompatibles o irreconciliables; de hecho, el ser humano puede experimentar, al propio tiempo, sentires de fascinación-terror, como sucede ante la presencia del abismo, del vacío, o de amor-odio, atracción-repudio, de acuerdo al acontecer en las interacciones socio-afectivas, por ejemplo. Así, pues, de la dialéctica vital que establecen estas diversas formas de sentir deviene la virtud moral, deontológica y ética; aunque, sin embargo, el pensamiento moral confunde el sentir con el sentimiento, la reflexión deontológica lo sustituye con el intelecto y la pulsión ética lo afirma, de manera performativa, en el fundamento de la significación del ser. Pero, en principio, parafraseando a Gilles Deleuze, bien es posible afirmar que en la determinación de los valores, el intelecto siempre llega después y que los sentimientos son reacciones a las formas de sentir la existencia, no fundamentos de la experiencia humana. De ahí que las estrategias de normalización psicológica, los dispositivos psicoterapéuticos, los métodos de adaptación psíquica a los sistemas de dominio vigentes —regímenes de 147

verdad, mecanismos de sanidad pública, procedimientos de admi­ nistración social, etc.—, en cualequiera de sus vertientes, siempre se propongan la depuración de los sentimientos que lastran el sentir de la vida, esto es, transformación de los impulsos instintivos en actos social y políticamente aceptados. En el proceso de significación existencial que realizan los valores, la razón tan sólo formaliza, en disposiciones teoréticas, los lances de sentido vital que disponen las distintas formas de sentir. La distinción racional entre el Bien y el Mal no sustenta ninguna forma de progreso axiológico ni tampoco la sofisticada argumentación filosófica dispone de principios y razones que orienten el progreso socio-civilizatorio, como pretende Camps: “[el] esfuerzo por explicar racionalmente la distinción entre el bien y el mal forma parte del progreso de la mente humana y del progreso moral mismo (…) Mientras existan principios y razones bien formulados desde los que criticar las tropelías morales y los atropellos contra los derechos humanos, tendremos un asidero al que agarrarnos para seguir luchando por el progreso de la civilización”. Cierto es que la optimista lucha por la civilización y los derechos humanos, durante siglos ya, ha comportado la muerte y el sometimiento de cientos de miles de seres humanos, a lo largo y ancho del planeta, aun en la misma cuna continental de la civilización y los derechos humanos, con las consecuentes tropelías morales y las recurrentes violaciones de los derechos fundamentales, incluso a mayor escala que la más déspota de las dictaduras, en toda la historia humana. El progreso de la civilización se cimenta sobre un cúmulo de cadáveres y se argamasa en los vicios del dominio; en sentido estricto, civilizar ha significado, y sigue significando, sometimiento, esto es: sometimiento a los valores de una disposición socio-cultural que se asume predestinada por el Demiurgo y al etnocentrismo prescriptivo que le es correspondiente. La racional reflexión teorético-filosófica sólo emboza de razonable legitimidad a los brutales dispositivos de dominio que impone la civilización sobre los pueblos del orbe. Ahora bien, en las definiciones teorético-reflexivas sobre los valores, prevalecen 148

siempre dos fenómenos de comprensión ontológica, a saber: por un lado, cierta violencia formal, y formalizante, contra el exceso de vitalidad de los instintos —así, por ejemplo, Platón reconoce que el ser humano se encuentra atrapado entre dos pulsiones contrarias, esto es “El amor reflexivo hacia el bien y el deseo ciego del placer”; la intemperancia vital de los instintos, desde luego, es la causante de este ciego deseo de placer; pero, los instintos nunca son ciegos, ni tampoco aspiran siempre al placer—; y por otro lado, un exceso de sentido existencial que desborda la constricción formalizada de los conceptos filosóficos y científicos. De ahí, pues, que el primer Wittgenstein concluya categórico: “nada de lo que somos capaces de pensar o de decir puede constituir el objeto (la ética)”, puesto que ésta, “de ser algo, es sobrenatural”. Empero, los valores éticos no son sobrenaturales, según anticipa el filósofo austríaco, de hecho, son naturales, demasiados naturales, como bien podría haber replicado Nietzsche, porque son disposiciones de sentir del instinto vital. La violencia formal instaura el sistema de dominio del Imperio de la Razón sobre el resto de las pulsiones del conjunto de las facultades humanas, primero, y en torno del devenir socio-civilizatorio, después, bajo los estandartes del progreso socio-civilizatorio; reduciendo las pulsiones vitales a un simple mecanismo ciego de reacción, cuyo único propósito es la obtención del placer, conforme propone Platón, debilitando las facultades superiores del ser humano. “¿Cómo voy a tener moral, si soy, como decís, necesidad ciega, puro mecanismo?... Sí, sois el único ser moral en vuestro mundo y, en consecuencia, el único inmoral”, le increpa la Madre Naturaleza al Hombre, a través de las palabras de Sir Charles Sherrintong. Se pretende que las pulsiones naturales son ciegas, mecánicas, inmorales, por eso mismo la función onto-histórica de la Razón es el gobierno, el sometimiento, el control de la lujuriosa vitalidad de la existencia y del azaroso, contingente, imprevisible discurrir de la historia en su devenir proyecto de civilización, resolución del espíritu absoluto, mediante el gravamen de la moral y/o la deontología. Los valores morales y/o deontológicos gravan y lastran la vida. Negación formal 149

de los instintos vitales del existir en el mundo. Y empero, los seres magnos son instinto puro; aun aquellos que desbordan su inteligencia racional hacen de la pulsión vital su facultad superior. Así, entonces, ningún concepto formal puede contener la inconmensurable vitalidad de los instintos, de las pulsiones de vida, del sentir la existencia, por eso mismo, persiste en toda definición filosófica y/o científico-disciplinaria de los valores, una determinada segmentación del ser humano, una legitimación del sistema de dominio prevaleciente y un dejo de sentido que se escabulle en el misterio de la profunda soledad accidental del existir. En efecto, con la instauración del pesimismo filosófico y del consecuente emplazamiento de la Metafísica Binaria de Oposición —a partir de la categórica sentencia de Parménides—, se pretende la fractura onto-histórica de las estructuras existenciales que conforman al ser humano, en el antagónico lance de dos formas de vida excluyentes, irreconciliables, que lo condenan al desgarro de una intransigente lucha moral y/o deontológica, a saber, la vida virtuosa regida por el Bien y la vida del vicio dirigida por el Mal, en cuya dialéctica contradicción se resuelve el grado de humanidad que le es propio en cada caso, en cada sociedad, en cada época socio-civilizatoria. El Bien y el Mal sustanciados —Dios y el Diablo, Yahvé y Luzbel, Espíritu y Materia— constituyen, al propio tiempo, las potencias primigenias, las fuerzas históricas y el horizonte de resolución del sino humano. La síntesis histórica de este desgarramiento ontológico, sin duda alguna, la realiza el denominado pensamiento humanista, que no sólo se propone problemas imposibles —como bien advierte ya Foucault—, sino que, además, presenta una imagen segmentada, fragmentada, escindida y, por ende, deformada del ser humano, en la que prevalece la significación de la existencia a partir de cuatro valores emplazados como principios metafísicos de la organización estructural del Ser, a saber: la Unidad, Verdad, Bondad y Belleza —“El Uno, lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello, se trata de lo que llamamos los atributos trascendentales del Ser, ya que superan todos los límites de las esencias y son la misma extensión que ser”, deter150

mina Hans Urs von Balthasar, siguiendo el lance platónico—. Pero, la crueldad, la depravación, la arrogancia, la avaricia, la deslealtad, entre muchos otros defectos o vicios onto-históricos, también son rasgos propiamente humanos, demasiado humanos, no son lances pulsionales de la naturaleza, de los instintos vitales, de ahí que ser despiadado, corrupto, altanero, codicioso y traicionero, por mencionar sólo algunos rasgos de carácter, es también mostrarse humano, ser demasiado humano, como bien podría argumentar Nietzsche. En sentido estricto, aún desde la perspectiva de la Metafísica Binaria de Oposición, la humanidad, en cuanto tal, no se define por el ideal de sus virtudes deseables, sino por esta contradictoria tensión onto-histórica entre las diversas pulsiones vitales que representan los distintos valores éticos, por la inquietante confluencia de las posibilidades límite de la experiencia humana. Y en esto radica el principal problema de las definiciones conceptuales de los valores y, por tanto, del humanismo mismo, es decir, imponen la violencia simbólica del ideal racional sobre la contradictoria estructura ontológica del ser humano para reconocer sólo aquellos aspectos, sólo aquellas disposiciones de elección y actuación que lo harán aparecer como Bueno, Virtuoso y, en consecuencia, Humano. Humanismo que sitúa al ser humano siempre fuera de sí, proyectándose y perdiéndose en su exterioridad, persiguiendo idea­ les trascendentales o fundamentos absolutos para poder existir, de conformidad con las reflexiones de Sartre, respecto del humanismo existencialista, y/o de Chomsky en torno del concepto real de justicia —“… nunca podemos elegir el mal; lo que elegimos es siempre el bien…, buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente en cuanto a humano”, afirma categórico el filósofo francés; creo “que hay cierto tipo de fundamento absoluto…, que en última instancia reside en las cualidades humanas fundamentales, sobre las que se basa un concepto ‘real’ de justicia”, acota el lingüística estadounidense—. Pero, la auténtica humanidad no se encuentra albergada, soterrada, escondida, subyacente en una fracción de su 151

entidad, en un segmento de su estructura existencial, como la Razón, ni tampoco en una forma particular de ser, en un modo específico de actuar, como la Virtud, y menos aún en la resolución histórica de su profundas contradicciones ontológicas, en la depuración deontológico-moral de sus déficit existenciarios, o en la radical negación de sus profundas pulsiones auto-destructivas, sino más bien en la afirmación performativa de sus extremas incordias ontohistóricas a fin de proyectar el devenir de su mismo ser, de definir su propia vida, de resolver su existencia misma. ¿Acaso hay algo más humano que la contradicción onto-histórica, incluso aún más que la facultad de la razón, tan ponderada por el pesimista pensamiento formal? Las estructuras del ente animal, planta, mineral, gas, átomo, partícula…, en fin, del ente cosmos, no comportan contradicciones porque ya son en sí, no eligen lo que pueden ser, se resuelven en las determinaciones de lo que ya son; sin embargo, el ente humano deviene ser, está siendo y dejando de ser, por las posibilidades mismas de elección y afirmación que abren las contradictorias estructuras ontológicas que le conforman. Las pulsiones de Eros y Thánatos, los principios de la Luz y de la Oscuridad, los instintos de la Creación y la Destrucción, la voluntad de permanecer y la voluntad de transformarse, entre otras energías vitales —aunque no a la manera de fuerzas opuestas y complementarias, según propone la metafísica taoísta, sino más bien como horizontes de posibilidad del deseo—, son consustanciales al ser humano. En la pragmática existencial, la virtud puede devenir vileza, como bien lo han demostrado a la saciedad todos los regímenes religiosos de carácter teológico o político, mientras que el vicio puede transformarse en virtud, según lo han patentizado todos los perversos artistas de la historia, cualquiera sea su lance performativo de afirmación onto-histórica (el “sodomita y toxicómano” Oscar Wilde, quien aduce con franco descaro: “El único medio de librarse de una tentación es ceder a ella. Resistid, y vuestra alma enfermará de deseo”; como el “sádico, lujurioso y alcohólico” Niccolò Paganini, por mencionar sólo a dos de ellos). La fuerza de voluntad, el carisma político y la sobria templanza de 152

Hitler, fundamentaron el holocausto de la segunda guerra mundial en el siglo xx; mientras que la falta de escrúpulos, el arrebato impulsivo, el alcoholismo descarado y el engaño recurrente de Churchill, actuaron como dispositivos estratégicos de la liberación europea del yugo nazi. En la pragmática vital, las contradicciones ontológicas del ser humano y las posibilidades límite de la experiencia humana no se resuelven en la dialéctica sintética, ni se superan en el progreso socio-civilizatorio, ni tampoco se trascienden con el arribo a la madurez kantiana, por el contrario, coexisten en sus intensivas antítesis, en sus intensas convergencias, generando diversos lances de existencia onto-histórica. Al conceptuarse los valores derivan moral formalizante, al traducirlos en envíos metafísicos se convierten en deontología formalizada; pero, la ética es anti-formal, instinto vital. Los valores éticos sustentan el devenir de la vida, no el reflexionar del pensamiento. En esta perspectiva, la forma en que se asumen los instintos vitales, el modo como se afirma el sentir de la existencia, la manera en que se compromete el deseo con el devenir del propio ser, en un estrato socio-histórico concreto, en las prácticas comunitarias específicas y en el proyecto personal de vida, provoca la disposición valoral de una época, de una sociedad, de un individuo. No hay progreso en los sistemas históricos de los valores sociales, como tampoco persiste evolución en la afirmación vital de los instintos, tan sólo existen revoluciones cuánticas de los sentires, los sentidos, los significados, los deseos, los modos de afirmar las pulsiones de vida. Los sistemas de valoración, las formas de significación, las disposiciones instintivas de las épocas, las sociedades y los individuos son inconmensurables entre sí. El juicio deontológico-moral que jerarquiza en estamentos de progreso socio-civilizatorio, a los diversos sistemas de valores sociales, tan sólo denuncia la búsqueda de legitimidad del orden de dominio prevaleciente. El miedo a los instintos genera el pesimismo religioso. La desconfianza en los sentires produce el impulso del optimismo reformador. La convicción en los deseos fundamenta la jovialidad performativa. La idea del progreso deontológico-moral es 153

una pulsión racionalista que pretende reafirmar su propia soberanía en el Imperio del Significante.

XXI

En cuanto no existe progreso ético, moral o deontológico, más que como justificación del dominio socio-político-cultural, las contradicciones no se resuelven con el devenir histórico, las oposiciones no se superan o solventan con el desarrollo de las sociedades, las convergencias intensivas de valores no se trascienden con la consolidación del proyecto civilizatorio, ni tampoco se constituyen sistemas axiológicos puros, impolutos, concordantes, tan sólo se resignifican los valores que dotan de sentido a la existencia; de hecho, a consecuencia de la inapelable irresolución ontológica del ser humano, los sistemas de significación existencial se conforman por valores contrarios, convergentes, irreductibles, correspondientes, que responden a sus propias pulsiones vitales y, al propio tiempo, instauran sus mismos lances de deseo de ser. En tal perspectiva, la identificación de la moral de esclavos, la deontología paranoica y la ética de la libertad es una distinción analítica, y no onto-histórica, esencialista o fundamentalista; el esclavo, el profeta-misionero y el guerrero no son figuras socio-culturales depuradas, profilácticas, personalidades puras, coherentes, puesto que, en la pragmática vital, los valores se mezclan entre sí, se alían en diversas formaciones axiológicas contradictorias, en múltiples disposiciones intensivas, a saber: esclavos profetas, paranoicos libertadores y guerreros siervos —Simeón, Lenin y Oishi Kuranosuke Yoshio, verbigracia—, por mencionar sólo algunas de las posibilidades históricas. El ser humano puede actuar como guerrero en el campo estético-artístico y, al propio tiempo, someterse como esclavo en la política y asumirse 154

tal profeta-misionero en la práctica social, por ejemplo. En la pragmática existencial, las posibles articulaciones axiológicas se multiplican, se diversifican, se intensifican, sin resolver sus profundas contradicciones, oposiciones, convergencias o correspondencias. Así, entonces, las disposiciones valorales más importantes del acontecer de la historia humana son las siguientes: A. Las formaciones morales siempre tienen como base fundamental el profundo temor a la intemperante vitalidad de los instintos, del deseo y al contingente suceder de las fuerzas de la intemperie del mundo, mientras que su configuración socio-histórica particular depende de la clase de valores específicos de los distintos sistemas de significación existencial con los cuales se asocia de manera emergente y preponderante: • Moral Pastoral. Resulta de la articulación funcional de la vo­ lun­tad de servidumbre con una arraigada vocación del deber y un irrestricto sentido de solidaridad social. La Moral Pastoral conforma disposiciones globales de manada —el cristianismo, por ejemplo—. • Moral Ascética. Proviene de la alianza emergente del sentimiento de sobriedad con una encubierta aspiración de trascendencia —histórica, espiritual— y una velada afirmación de singularidad. La Moral Ascética fundamenta los diversos envíos de santidad, de misticismo. • Moral Apodíctica. Emana de la concurrencia compulsiva de preservar el orden socio-histórico establecido con el sentido de predestinación religiosa, la universalidad valoral, o el predomino del Estado, y la afirmación de la voluntad de poder. En tal perspectiva, la Moral Apodíctica instaura destinos de vida, comunitarios, sociales e historia. B. Por su parte, las disposiciones metafísicas de significación existencial construidas desde la deontología paranoica encuentran como sustrato el espíritu pesimista, el arraigado sentimiento de rencor, de revancha, que desconfía profundamente del contingente 155

lance del instinto vital y del ingobernable suceder de las fuerzas de la intemperie que imperan en el mundo. En consecuencia, las composiciones histórico-culturales específicas se integran a partir de los valores predominantes con los cuales se afilia el paranoico profeta-misionero, para dotar de sentido a la vida; se constituye en: • Metafísica de Salvación. Surge de la intransigente piedad ante el padecimiento continuo de la vida, en comunión con la irrecusable necesidad de expiar las culpas que comporta el existir y el imperturbable estoicismo frente a las contingentes conmociones del destino o de la perfidia humana. La Metafísica de Salvación concibe el desarrollo histórico, social e individual como un envío de prueba, redención y purificación para alcanzar la vida verdadera, la existencia justa, donde el devenir de la existencia concluye por absolución divina o resolución dialéctica —espiritual o material—; de ahí, pues, que resulta el sustento metafísico de todo tipo de utopía, sea su carácter religioso, idealista y/o materialista. • Metafísica Nihilista. Procede de la irrevocable renuncia a la individualidad, al deseo de afirmación del yo, en obsesiva coalición con la desmedida afición por el dogmatismo especulativo y, contradictoriamente, la relativización de todos los valores, experiencias y sentidos de la existencia. La Metafísica Nihilista propone la negación del yo, de los valores, de la experiencia histórica humana y, aún, de la propia realidad existenciaria, en cuanto camino —tao— para alcanzar la beatitud, la iluminación, la plenitud o la totalidad, a fin de fundirse en la Unidad del Absoluto; por eso mismo, es la fuente sustantiva de toda forma de escepticismo filosófico y/o teológico. • Metafísica Binaria de Oposición. Deriva del reconocimiento del carácter incuestionado, e incuestionable, del imperativo categórico que comporta la Legalidad Absoluta del Ser, cuyos principios esenciales y leyes universales determinan su devenir cósmico, en firme confluencia con el sentido trascendental de los valores

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y la afirmación performativa de la existencia. Luego, entonces, la Metafísica Binaria de Oposición representa el soporte nodal de todo sistema teórico-formal y, por ende, de cualquier disciplina científica; aún más, de la formalización instrumental de la vida, en cuanto proyecto socio-civilizatorio, como es el caso de la cultura occidental regida por el Imperio de la Ley, verbigracia. C. Los sistemas éticos, por su cuenta, tienen como núcleo sustancial de constitución, la afirmación performativa de los instintos vitales, la asertividad de las pulsiones del deseo ante el abierto, caótico y azaroso acontecer de las mundanas fuerzas de la intemperie, con todos los riesgos existenciales que este jovial optimismo comporta; de hecho, la performativa pulsión del guerrero convierte su finitud de vida y su fragilidad existenciaria ante las imponentes energías naturales que le desbordan, en el emergente fundamento de la afirmación de su propio ser; por consecuencia, las características y potencialidades particulares de sus composiciones socio-políticas en el devenir de la historia, resultan de la forma concreta como se articula esta confianza incondicional en la vida, en las indeterminadas posibilidades de la existencia, con los envíos morales y/o deontológicos, a saber: • Ética Militante. Dimana de una peculiar vocación de servicio unida a la firme voluntad del deber y a la aspiración intransigente de la igualdad social; en esta perspectiva de comprensión ética, la libertad es el horizonte —siempre prometido, pero, también, siempre inalcanzable— del compromiso, la acción y el proyecto político que organiza y justifica la militancia en torno de un movimiento social reivindicador. El guerrero dispone la ética revolucionaria de transformación societal: transgresión permanente, ruptura de los órdenes establecidos, consecuencia ética, solidaridad entre pares, cuestionamiento sistemático, lealtad emergente, etc.; sin embargo, la manada lo asimila en cuanto moral pastoral: respeto incondicional, reproducción del nuevo orden instituido, inconsecuencia moral, compasión 157

por los desiguales, obediencia ciega y fidelidad absoluta, entre otros. Al respecto conviene advertir, a fin de evitar confusiones, el verdadero guerrero militante desconfía del pasado, no utiliza la autoridad de los héroes históricos ni se fundamenta en el peso de las tradiciones para afirmar su lucha social; en otras palabras, no pretende alcanzar el futuro mirando hacia el pasado. Lo propio del guerrero militante es la ruptura permanente del orden establecido y, por ende, fácilmente puede convertirse en una línea de fuga, en términos deleucianos. Aunque disruptor por antonomasia, el guerrero militante es la única configuración ética que dispone de un proyecto socio-histórico concreto, siempre perfeccionable y, por consecuencia, inalcanzable —pues, aún en su dimensión comunitaria, por lo general, las disposiciones éticas no suelen comportar ninguna clase de proyecto social—, pero, sólo como un medio estratégico de reforma permanente de las estructuras de la existencia humana, de los envíos socioculturales de vida. En este sentido, existen tres tipos principales de guerreros militantes, tales son: el guerrero dictador, el guerrero político y el guerrero subversivo —Fidel Castro, Lev Trotsky y el “Che” Guevara, verbigracia—; todos ellos, en su nivel estratégico de actuación social, se proponen la redención histórica del ser humano. La Ética Militante fundamenta todo proyecto de vindicación y/o revolución socio-política. • Ética Performativa. Deviene de la asunción del trágico sentir del déficit existencial que determina el acontecer accidental de la vida, en confluencia estratégica con la fidelidad irrestricta al carácter universal de los valores y la afirmación categórica de la singularidad personal y/o colectiva. La articulación funcional de estos contrastantes valores propicia la fundación onto-histórica de nuevos envíos de vitalidad, bien sea de manera subyacente en cada uno de los actos de creación existencial, o bien de forma abiertamente declarativa, como sucede con los movimientos estético-artísticos del siglo xx. Y el primer acto performativo del guerrero es la invención de la singularidad de sí mismo, la 158

afirmación de la excéntrica peculiaridad del ego propio, la proyección onto-histórica del ser en sí mismo, el emplazamiento de la propia personalidad en cuanto fundamento del lance creador que le es inherente a su voluntad de poder —el Dalí que afirma sin ambages, a edad temprana: “Seré un genio, y el mundo me admirará. Quizá seré despreciado e incomprendido, pero seré un genio, un gran genio, porque estoy seguro de ello”, y más tarde se afirma sobre la excomunión del gran sacerdote: “¡No podéis expulsarme porque yo soy el surrealismo!”—. Hacer del cuerpo, la conducta, los sentires, las pasiones, las declaraciones y, aún, de la existencia misma un acto de creación, no es tarea exclusiva de la época moderna, como pretende Anthony Giddens, o del prototipo moderno del dandismo que reconoce Foucault en Baudelaire; por el contrario, es el rasgo característico del gue­ rrero performativo de todas las épocas: desde Aquiles a Dalí, de Miyamoto Mushi a Steve Jobs. En cualquier caso, el “dandis­mo estético” baudelairiano identificado por Foucault es sólo una modalidad onto-histórica particular de la pulsión performa­tiva del guerrero y el proyecto reflexivo del producirse a sí mismo, “… de la manera en que el individuo construye/reconstruye su historia de vida”, que analiza Giddens, es apenas el agenciamiento social generalizado del espíritu estético renacentista. La Ética Performativa adolece de cualquier proyecto socio-histórico, pero, comporta siempre programas cuánticos de transformación, instauración y diversificación existencial; por eso mismo, esta disposición ética constituye el soporte fundamental de todo acto de creación onto-histórica, en cualequiera de los campos de la práctica socio-cultural. • Ética de Conquista. Proviene de una férrea vocación de dominio en dogmática coalición con un arraigado sentido de predestinación histórica y una acendrada voluntad de afirmación asertiva del ego propio. El guerrero conquistador utiliza las estrategias político-militares y económico-culturales de control social a su alcance, como medios de realización histórica de la 159

trascendental misión personal que le ha sido encomendada por el demiurgo: la divinidad, el espíritu, el destino, la voluntad de poder, la dialéctica de la historia. La instauración de nuevos regímenes de dominio, por brutales que estos puedan ser, no es más que la consecuencia socio-política del verdadero leit motiv del auténtico conquistador, quien únicamente responde a la intemperante pulsión de trascenderse a sí mismo y de transformar las estructuras onto-históricas de la vida en que deviene el ser humano, como bien lo muestran Alejandro Magno, el Papa Julio ii, Napoleón Bonaparte y Erich von Manstein, entre otros. En cuanto las acciones del guerrero conquistador representan sólo un medio de trascendencia y reforma existencial, confía en que el juicio de la historia le sea benévolo por la relevancia histórica de sus obras y no por la forma de su obrar, según piensa Julio ii. Así, entonces, la Ética de Conquista es la fuente de procedencia de todo proyecto de reforma socio-económica y/o político-cultural. Y, de hecho, estas distintas disposiciones de significación ontológica tampoco conservan incólume su identidad original, sino que en la pragmática existencial de los valores suelen intersectarse, combinarse y/o subordinarse entre sí, dando origen a múltiples configuraciones socio-históricas, tales como: el esclavo conquistador, el paranoico pastor y el guerrero nihilista, entre otros posibles —Espartacus, Tomás de Torquemada y Osama bin Laden, o en todo caso, el Guasón encarnado por Heath Ledger, verbigracia—. Por consecuencia, en los valores no prevalece lógica ni razón alguna, tan sólo envíos de recelo, resentimiento, escepticismo, pesimismo, optimismo y/o jovialidad ante la vida, por mencionar sólo algunos de los lances más importantes, para significar la existencia humana. En el fondo se trata de la fuerza vital con que se asumen los diversos aspectos de la vida humana, tanto en su carácter social, como en su dimensión individual. En la determinación de los sistemas de valores, el criterio fundamental es el devenir irracional, pragmático, contingente, intempestivo e imprevisible de los lances de vida, pues, como bien 160

afirma Miguel de Unamuno: “… todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital”. En función de las formas específicas de afirmar la vitalidad de los instintos es que se conforman, en la historia humana, los diferentes sistemas axiológicos.

XXII

En la tradición clásica del pensamiento filosófico-antropológico, dispuesta por el dominio de significación de la Metafísica Binaria de Oposición en el proyecto socio-histórico de Occidente, preva­ lece el dualismo antagonista en cuanto fundamento metafísico de la comprensión estructural ontológica del ser humano, es decir, la identidad existencial de lo humano se constituye por la integración indiscernible, conflictiva e irreconciliable de dos sustancias opuestas, esto es: el cuerpo, la res extensa, sustancia material corrupta y corruptible; y el alma, la res divina, sustancia espiritual incorrupta e incorruptible, aunque si lastrable, como intuye Platón. “Hemos tomado la costumbre de concebirlas [la res extensa y la res cogitans] de un modo apresurado y perezoso, como dos cosas opuestas la una junto a la otra, extrañas la una a la otra, incluso exclusivas y opues­ tas”, confirma al respecto Jean-Luc Nancy. El cuerpo, en cuanto sustancia material se encuentra supeditado, cuando no condenado, a la irracionalidad e intemperancia de los instintos primarios, de las apetencias animales, por eso mismo, es el depositario de las necesidades básicas de la existencia: la sexualidad, los apetitos, las emociones, etc.; mientras que el alma, el espíritu o el pensamiento, si se prefiere, en tanto hálito divino, es el principio de animación que porta la auténtica potencia vital y la identidad humana en sí mismas y, por ende, comporta las facultades superiores, tales como el Intelecto o la Razón, la Voluntad, la Sensibilidad y la Memoria. 161

El cuerpo, despojado del alma, en el peor de los casos no guarda diferencia alguna con la materia inanimada, mientras que en el mejor de los escenarios posibles, como simple envío biológico es por completo equivalente a cualquier otro organismo de la naturaleza, al mismo nivel que las bacterias, plantas o animales. En tal perspectiva, es la sustancia espiritual, la res divina, en cuanto tal —el Alma, el Espíritu, la Psiqué, la Mente, la Conciencia, según se prefiera—, por su propiedad racional, cogitativa —bien sea mnemotética, o ya apropiativa—, es lo que transforma a esta Unidad Ontológica de contrarios en entidad humana. Pero, mientras el Alma confiere fuerza vital, conocimiento y humanidad al cuerpo, por su parte, éste le somete a sus contingentes pulsiones y apetencias, contaminándola, lastrándola con su mundana degradación, evitando que alcance su verdadero sino, que manifieste su auténtica Arkhé —siguiendo, la vertiente de reflexión platónica—, puesto que el cuerpo es la prisión del Alma, porque la convierte en esclava de lo material y lo pasional, de acuerdo con la comprensión pitagórica; allí “… purga una pena cuya naturaleza no es fácil de discernir, pero que fue muy grave. Por eso el cuerpo es tan pesado y tan penoso para el alma (10)”, según acota Nancy. Y por cuanto la Virtud, es decir, el conocimiento del deber, del actuar justo y recto, corresponde al ámbito de la Voluntad dirigida por la propiedad intelectiva de la Razón, facultades propias de la sustancia espiritual, de la res divina, del Alma, entonces, los valores, en cuanto arquetipos de la Realidad Moral Trascendental, sólo pueden ser conocidos y apropiados mediante el desarrollo de la Sabiduría Intelectual. Por consecuencia, dado que no son producto de la convención o el pacto social, sino de las Ideas absolutas, los valores son entidades racionales y, por defecto, posibilitan la racionalización histórica de la existencia humana, según dispone el Imperio del Significante de la racionalidad occidental. Empero, si bien es cierto que el cuerpo y el alma —cualquiera sea el significado que se le atribuya a esta última: psykhê, anima-animus, néfesch, pensamiento o conciencia, por mencionar sólo algunas de las posibles—, representan dos clases de sustancias radicalmente 162

distintas, y quizás opuestas, si se prefiere, también es verdad que este hecho en sí mismo no implica, por necesidad ontológica, una relación de minusvalía existencial entre sí y, por ende, tampoco la persistencia de algún tipo de relación subordinada o de sometimiento de la una sobre la otra, sino más bien de una determinada interacción simbiótica de mutua potenciación existenciaria, vital. En efecto, para la dialéctica de la Metafísica Binaria de Oposición, la diferencia denota cierto déficit ontológico ante la identidad y, por ende, presupone una determinada relación de supeditación onto-histórica: el cuerpo del alma, el esclavo del amo, el salvaje del civilizado, la mujer del hombre, el individuo común de los sabios, etc.; sin embargo, la diferencia de grado, la desigualdad cualitativa, no hace insuficiencia ontológica como pretende el pensamiento paranoico deontológico de todas las épocas, todo lo contrario, diversifica las disposiciones de existencia, potencia los lances de vitalidad y, en consecuencia, amplía las posibilidades del deseo, intensifica las experiencias de vida, multiplica los lances de la existencia. Y, de hecho, el cuerpo y el alma detentan las mismas facultades, aunque en envíos de cualidad diferenciados que el pensamiento clásico tradicional le ha atribuido como propiedad exclusiva de esta última sustancia humana, a saber: en primer lugar, la capacidad de cogitar al mundo con la intención de resolver los problemas que comporta la existencia vital; en segundo lugar, la competencia para decidir conforme al deseo y disponer de las actuaciones necesarias para alcanzar los propósitos deseados; y en tercer lugar, el registro mnemotético de las experiencias asimiladas, con la finalidad de constituir una determinada reserva onto-histórica que le posibilite trascender las circunstancias particulares de su devenir existencia mundana. El cuerpo es una sustancia intelectiva, deseante, volitiva, sensible y mnemotética. En sentido estricto, el cuerpo no es la prisión del Alma, como previene el pensamiento filosófico clásico, todo lo contrario, sometido por las estrategias de dominio, intelectual y práctico-social, del Imperio del Significante de la Razón, es el cuerpo quien ha sido convertido en prisionero del Alma. Supeditado a los procesos formales de decodificación y 163

codificación de la analítica intervención racionalista, el cuerpo ha sido objeto de una sistemática exploración, disección, fragmentación, mutilación, rehabilitación y ortopedia, con el propósito manifiesto de sustraerle de los inquietantes abismos del dolor, la incapacidad y la muerte; pero, a su vez, también es sujeto de una metódica técnica de desciframiento, segmentación, desarticulación, refuncionalización, recomposición y eficientización operativa de sus distintos componentes en la intención deliberada de tornarlo dócil, disciplinado y útil; además de lo cual, es sometido a procedimientos permanentes de coacción, flagelación, corrección, penitencia, enclaustramiento y contención, con la finalidad expresa de encauzarlo, significarlo y domesticarlo en el recto proceder de la templanza. Cuerpo Síntoma de vitalidades enfermas, Cuerpo Productivo de fuerzas funcionales, Cuerpo Deontológico-Moral de instintos contenidos. Así, pues, a la coercitiva tutela del Imperio del Significante, la Razón ofrece a la existencia humana, una masa de cuerpos relativamente sumisos, no sólo los hospitales a los médicos, como reconoce Alain Corbin. Por su parte, el cuerpo en cuanto expresión biológica del ser, dispone de la facultad cogitativa, como el alma misma, desde la cual establece una cierta interacción cognitiva con su entorno socio-ambiental, que le posibilita resolver los problemas vitales de su existencia en el mundo y, al propio tiempo, incidir de forma significativa en las transformaciones de su contexto de vida, en la adaptación de su nicho existenciario a sus envíos de vitalidad, como bien ha planteado el denominado biologismo epistemológico, desde Jean Piaget hasta Humberto Maturana. El cuerpo no es una simple sustancia pasivo-reactiva, como suele proponer la filosofía antropo­ lógica tradicional, sino todo lo contrario, se adapta activamente a las condiciones existenciarias de su entorno vital y en el proceso mismo de adaptación activa, participa de forma definitiva en la transformación continua de éste. Al adaptarse al mundo, lo adapta a sus propias pulsiones de ser. Más aún, en tanto el cuerpo se per­ cibe percibiendo, se concibe concibiendo y se conoce conociendo, realiza una acción reflexiva, un acto de conciencia de sí. El cuerpo 164

puede dudar de la existencia del mundo, de los entes que percibe, de las sensaciones que le conmueven, pero, en tanto se percibe percibiendo, no puede dudar de su percibir, pues aunque sueñe, o imagine, la percepción, cierto es que tal percibir da cuenta de su existencia, por tanto, percibe luego existe, sentio ergo sum, según podríamos aplicar la dialéctica cartesiana de la duda metódica. El cuerpo es una entidad reflexionante, un ente reflexivo, como bien anticipa la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty. Pero, el propio carácter reflexivo del cuerpo denuncia que su actuación transformadora no es reactiva a los estímulos del ambiente, ni ciega al devenir onto-histórico, ni involuntaria al sentido existencial de los cambios que genera, todo lo contrario, en tanto organismo vivo, no se reduce a ser un simple ente de apetencias necesarias: la alimentación, la hidratación y la reproducción, entre otras, sino que es un cierto ser deseante, con la sensibilidad y la voluntad propia para promover el establecimiento de las condiciones indispensables que le permitan alcanzar los fines de su deseo. No se reduce a ser la simple objetivación de la voluntad, esto es, la volición “convertida en representación”, según piensa Schopenhauer, más bien se constituye como un ser deseante y volitivo, en sentido estricto. Y, de hecho, mientras el alma homogeniza la esencia humana, por efecto de su naturaleza espiritual, aspiración a lo universal y carácter racional, es el cuerpo quien lo singulariza en cuanto entidad existenciaria en el mundo, según parece advertir Safranski: “… [el] que nos separa y singulariza es el cuerpo”, concluye el filósofo alemán—. Aún más, el cuerpo constituye la patencia clara y distinta, la evidencia sintética, la testabilidad apodíctica, de la existencia humana (“… el cuerpo da lugar a la existencia”, plantea Nancy), por lo menos en tres posibles sentidos, esto es: por un lado, en tanto apertura del ser de lo humano al mundo de los entes, es decir, excribe la entidad humana al existir mundano de los seres (Existencia “dirigida al afuera”, según apunta el filósofo francés); por otro lado, como objetivación singular del ser, entidad ob-jetada desde el acontecer de la alteridad, puesto que “otro es un cuerpo porque sólo un cuerpo es otro”, de acuerdo con 165

Nancy; y, por último, en cuanto exposición del ser mismo, punto de partida y arribo de la voluntad de poder para devenir posibilidad existenciaria del ser propio, ente adviniendo ser (“El cuerpo es esta partida de sí a sí… El cuerpo es el ser expuesto del ser”, previene el filósofo galo). El espíritu, por su parte, es intimidad pura, indiferencia absoluta, identidad indivisa; pero, ya como fragmento caído del Alma Universal, soplo divino o encarnación del verbo, la existencia espiritual sólo puede ser intuida por el intelecto o derivada lógicamente por la razón, sin que sea posible cogitarla con certeza incuestionada, a su vez, su etérea singularidad es idéntica en todo ser humano, sin importar su naturaleza onto-histórica o su virtud deontológico-moral o ética, hecho que fundamenta su absoluta Unidad trascendental. El espíritu siempre es Uno, idéntico e imperceptible a la comprensión humana. De ahí, entonces, que las capacidades transformativas del cuerpo sean de dos clases, a saber: por un lado, inherentes a sus disposiciones genéticas para adaptarse de manera orgánica a los cambios constantes del entorno donde habita y deliberadas a sus lances de deseo, a sus envíos de voluntad, en las alteraciones continuas que provoca para convertirlo en espacio vital propio. Y de cada experiencia de vida, el cuerpo va conformando un registro mnemotético que acrecienta, enriquece, sus estructuras ontológicas, reconstituye sus disposiciones genéticas, intensifica sus deseos existenciales, diversifica los propósitos de su voluntad y potencia los efectos de su acción transformadora. El cuerpo por entero es un reservorio de memoria existencial, tanto de los abiertos envíos onto-genéticos del continuum de la especie, como de las diversas experiencias de vida del individuo y la sociedad. En tal perspectiva, el cuerpo, como el alma misma, es una entidad con capacidad propia para definir juicios axiológicos —que no todos los juicios son racionales, ni tampoco las voluntades axiológicas proceden siempre racionalmente y menos aún el pensamiento se resuelve, inexorable, en la racionalidad—, esto en cuanto resultado de los valores vitales que ha construido desde sí mismo, desde su mismo deseo de vivir, y no dependientes de los valores espirituales 166

o racionales, como un estricto acto volitivo que orienta y proyecta el sentido de su existencia en el mundo, al propio tiempo que participa en el encauzamiento del lance genético de su reproducción biológica en cuanto especie. En efecto, los valores del cuerpo a­rrai­gan, de manera dinámica, flexible y abierta, en la discursividad genética que determina la autopóiesis humana. Los valores también son una propiedad ontológica del cuerpo, bien sea por la dialéctica de los procesos de afición-aversión del cerebro, como pretenden algunos planteamientos de las neurociencias, o ya por las pulsiones instintivas de conservación-reproducción biológica, y en este sentido, alcanzan dimensión universal, trascendente; aunque su universalidad y trascendencia es pragmático-ontológica, no arquetípico-metafísica, según se pretende con los valores del alma. Los valores espirituales desean fundamentarse en el deber ser, mientras que los valores del cuerpo se sustentan en el ser siendo, en el devenir entidad biológica. Corpus Moral, Corpus Deontológico, Corpus Ético. De ahí, entonces, que, sea a consecuencia de la dialéctica ontogenética impuesta por los sentires, las pulsiones, los instintos de afectividad-aversión, afición-repulsión, o en cuanto producto de la estructuración sináptica del cerebro humano —tesis axiológica que consiste “transformar el Lógos o Dios Creador por el Cerebro”, sostenida por Patricia Smith Churchland, como bien advierte Fernando Miguel Pérez Herranz a propósito de la constitución de la subjetividad, o mejor aún, “la moralidad se origina en la neurobiología del apego y en los vínculos afectivos”, según apunta la misma filósofa canadiense—; o en cuanto producto de las acciones exitosas del organismo en el proceso de conservación y evolución natural del ser humano, o en tanto efecto directo de las interacciones socio-institucionales de su ser histórico (valores derivados de la tradición socio-cultural, el pacto social o la ideología política impuesta por la clase dominante); desde la fuerza vital abúlica, pesimista o performativa que lo caracterice, el cuerpo desarrolla sus propios valores morales, deontológicos y/o éticos. Que el cuerpo también es capaz de servir a sus propias adicciones, de someterse a los imperativos de trascendencia, como de crear, de 167

transformarse a sí mismo. La represión permanente de los instintos vitales, el sometimiento a las indigencias, a los apetitos, y/o el disci­ plinamiento societal produce Corpus Morales —cuerpos dóciles, como les denomina Foucault: “… es dócil un cuerpo que puede ser sometido, utilizado, transformado y perfeccionado”—; mientras que el predominio de las pulsiones de trascendencia reproductiva, de los instintos de sacrificio, de muerte, o de la debilidad de los deseos mórbidos genera corpus deontológicos y la afirmación performativa de los lances de vitalidad, de los joviales envíos de apetencia excesiva, inmoderada —pragmática articulación de los instintos vitales con las pulsiones de trascendencia genética— constituye cuerpos éticos. Y por cuanto los valores del cuerpo, en principio, se constituyen y significan desde la lógica existenciaria de su ser biológico, entonces, no preservan una relación necesaria y directamente recíproca con los valores espirituales del alma, todo lo contrario, pueden coexistir de forma antagónica, divergente y paradójica; de esta manera es posible la conflictiva convivencia de corpus morales o deontológicos con almas éticas y también, a la inversa, corpus éticos en almas morales o deontológicas, entre otros posibles modos de coexistencia axiológica. Almas de vitalidad férrea cohabitando cuerpos enfermos, cuerpos de voluntad vigorosa coexistiendo con almas mórbidas —el físico teórico Stephen Hawking y el místico monje ruso Grigori Yefimovich Rasputín, de manera respectiva, por ejemplo—. Aunque también son posibles corpus éticos, morales o deontológicos, en consonancia con almas éticas, morales o deontológicas, de manera respectiva. Pero, en sentido estricto, el ser humano no se determina por la sumatoria de las propiedades ontológicas de dos entidades diferentes, ni mucho menos por el predominio de las facultades de alguna de ellas, a saber: el alma y el cuerpo, como pretende el pensamiento racionalista clásico. En tanto articulación onto-existenciaria de dos sustancias de naturaleza diversa, incluso opuestas entre sí, el ser humano es una tercera entidad por completo diferente a cada una, y aun a la sumatoria, de las esencias que le originan. Si la diferencia en la disposición estructural de un mismo compuesto produce sustancias 168

distintas, tanto en sus propiedades y características ontológicas, como en su trascendencia e impacto en el orden existencial —según es posible advertir en las diversas formaciones alotrópicas del Carbono, verbigracia—, entonces, por consecuencia lógica, la articulación de dos sustancias de naturaleza, si no antitética, si por lo menos distinta en sus cualidades ontológicas, como el alma y el cuerpo, genera una entidad con propiedades, facultades y disposiciones onto-históricas del todo diferentes, a aquellas que son propias de su causa. Aún, en el caso de la conjunción de dos entidades iguales, el ente resultante es siempre un producto distinto. Así, por ejemplo, el número Dos, aunque deviene de la sumatoria de una Unidad más otra Unidad, y pese a que conserva las propiedades de los números primos y de ser igual a su factorial, como las Unidades de las que procede, lo cierto es que presenta atributos filosóficos, matemáticos y metafísicos por demás distintos a la Unidad que fundamenta su existencia. En este mismo orden de ideas, aun cuando causado por la articulación del cuerpo y del alma, el ser humano no es preponderantemente racional, ni tampoco instintivo por antonomasia, es decir, no se encuentra determinado por algún tipo de relación de dominio entre sus sustancias causantes y/o de las propiedades particulares de éstas, como propone el reduccionismo filosófico clásico, sino que constituye una estructura ontológica distinta, con atributos y facultades diversas, algunas de las cuales resultan de la integración potenciada de las propiedades primigenias (es el caso de la intuición cognitiva, derivada de la conjugación instinto-razón, y de la voluntad apolíneo-dionisiaca, en el sentido nietzscheano, que proviene de la comunión de la voluntad lógica y de la voluntad pasional, por ejemplo), mientras que otras más son exclusivas e inmanentes a la entidad que define lo humano (como la pulsión erótica y la com­ prensión estético-artística, verbigracia). El cuerpo ausente de alma es alguna clase de ente biológico, cuando no un cadáver; el alma carente de cuerpo es algún tipo de ente espiritual, cuando no un simple lance de energía cósmica; pero, en ningún caso, en sentido estricto, representan, constituyen la entidad de un ser humano. Existe 169

una determinante comunión ontológica entre el alma y el cuerpo, sin la cual dejan de ser, tanto el ser del ser humano, como la entidad misma que son, pues, “En realidad, los dos destinos —cuerpo y alma— adquieren su hermandad [unidad ontológica, plantearía yo] no en la supervivencia de uno y el aniquilamiento del otro sino en la cesación del ser de ambos [o en la conservación de ambos, me parece]”, de acuerdo con Málishev. El alma persiste o se desvanece con el perseverar y el palpitar del cuerpo; el alma y el cuerpo viven o perecen uno con el otro; el ser humano sólo es en la emergente concurrencia ontológica de ambos lances existenciarios. Pensar un cuerpo sin alma, o de manera inversa, un alma sin cuerpo, en cuanto ser humano, es tan ininteligible como concebir un ser humano que se comporte en tanto tal, pero sin serlo, siguiendo el lance de Javier Sádaba. En términos generales, la estructura ontológica del ser humano se conforma por las siguientes dimensiones: estético-artística, mítico-religiosa, erótico-sensible, onírico-volitiva, racional-lingüística, instintivo-emocional y pragmático-vital, en tanto que a nivel ontohistórico, las dimensiones que determinan a la humanidad son: socio-cultural, político-económica y étnico-racial, entre otros. Luego, tanto a nivel ontológico como a escala onto-histórica, cada una de estas distintas dimensiones comporta sus valores propios y, por ende, formas de significación existencial diferentes. Y de la misma manera a como acontece con el cuerpo y el alma, pese a que estas diversas dimensiones son interdependientes y se afectan de forma significativa entre sí, tampoco persiste una relación necesaria de coherencia y reciprocidad en los valores que significan la patencia existencial de cada una ellas, ni menos todavía, se articulan en torno a la rectoría de un sólo valor preponderante. Así, por ejemplo, en el ámbito estético-artístico el valor principal es la forma sensible, por su parte, en el mítico-religioso es la fe, en el erótico-sensible es la comunión, en el onírico-volitivo es la probabilidad, en el racionallingüístico es la veracidad, el instinto-emocional es la afectividad y en el pragmático-vital es la vida misma; en tanto que en el contexto socio-cultural es la práctica social, en el político-económico la utopía 170

y en el étnico-racial la tradición, la genealogía. En consecuencia, el sistema de valores humanos es complejo, inconsistente, contradictorio y/o convergente. Las contradicciones humanas devienen de esta diversa pluralidad de valores que significan y dotan de sentido a su existencia en el mundo.

XXIII

La imagen social del guerrero, en sí misma, es controversial por la propia singularidad que lo caracteriza y define su inédita existencia, razón por la cual su disruptora presencia suele intimidar, incomodar, la gregaria sensibilidad de la manada y resulta del todo inoportuna al susceptible delirio de la conciencia paranoica. Es inevitable que la intempestiva intrusión del guerrero cuestione, conmueva y disloque el orden establecido en que se fundamentan las prácticas socio-históricas tradicionales, en cualquier campo de la existencia humana, pues, ante el impertérrito principio clásico del deber ser que sustenta y origina a la Moral de Esclavos y a la Deontología Paranoica —la una, rigiendo desde la inapelable gravedad del pasado instituido como tradición; la otra, gobernando desde la incues­tio­na­ble autoridad del futuro emplazado en cuanto utopía—, el gue­rre­ro propone la Ética fundada en el querer ser, es decir, sustituye el debere ergo sum por el volo ergo sum. Así, pues, mientras la Moral y la Deontología, desde la dictadura del Imperio del Significante del Bien, de lo Bueno, se preocupa en exceso por el establecimiento de normas, dogmas y códigos de conducta, como parece advertir Savater; por su parte, siguiendo la aguda intuición filosófica de José Ortega y Gasset, bien es posible acotar que el gue­ rre­ro decide no contentarse con la realidad; se niega a repetir los gestos que la costumbre, la tradición, en una palabra, los instintos 171

biológicos le fuerzan a hacer. Porque ser guerrero consiste en ser uno, uno mismo —aunque, conviene prevenir, el filósofo español reserva estas palabras para la figura del héroe—. El esclavo y el profeta se afanan en la imposición recurrente de normas, dogmas y códigos de comportamiento social, en tanto que el guerrero los destroza sin ningún tipo de concesión. A consecuencia de esta reforma de los valores que significan la existencia humana, con la instauración performativa de la voluntad de ser, del desear ser, y, por ende, de la intempestiva transformación del orden establecido, es que el gue­ rrero aparece como un inquietante riesgo para la estabilidad de la manada, quien le acusa de impiedad, y como una severa amenaza para el logro del destino previsto por la omnisciente visión de los profetas, quienes le imputan apostasía social. Símbolo del Mal, el guerrero adviene con la impronta de Caín, que lo transforma en egoísta rebelde o en héroe redentor —pariente etimológico de Lucifer, como señalaría Onfray—. Empero, el guerrero no puede escapar de la trágica condena de su sino, la tragedia es el rasgo distintivo de su existencia —como el mismo héroe trágico griego—, puesto que, si afirma su existencia en la voluntad de ser, sólo el egoísmo le permite alcanzar la aserción de su querer en las abiertas posibilidades de la acción vital, dado que éste constituye “… el quererse del querer, el amor del yo por lo posible. Es decir, el egoísmo es la fe de la subjetividad en su propia infinitud”, como bien acota Marta Nogueroles Jové, a propósito de la Ética de Savater. La virtud ética del guerrero es su propia condena moral y deontológica, el egoísmo, pues, le posibilita la búsqueda, la invención y la subversión permanente de las disposiciones del ser, siguiendo el lance reflexivo del filósofo español. Si Dios, el Espíritu, la Humanidad, la Historia, la Verdad, la Justicia y la misma Libertad sólo atienden su propia causa, según anticipa ya Max Stirner, el guerrero afirma su propia causa, asume su propio deseo de ser. Siguiendo el provocativo lance del filósofo alemán, pregona sin ambages: “Yo mismo soy mi causa, y no soy bueno ni malo; esas no son, para mí, más que palabras… Mi causa no es divina ni humana, no es lo verdadero, ni lo bueno, 172

ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no es general, sino única, como yo soy único”. Radical egoísmo absoluto. Virtud ética por exceso de vitalidad, por abundancia de ser, por intemperancia instintiva. Si el guerrero es instinto puro, entonces, su primera pulsión es afirmarse a sí mismo; simple manifestación del egoísmo biológico, del gen egoísta, siguiendo el lance de comprensión dispuesto por Richard Dawkins. Luego, entonces, ¿quién es el guerrero?, o mejor aún: ¿qué es el guerrero? ¿Acaso es un villano? ¿Es un soldado? ¿Un rebelde? ¿Un héroe? ¿El prototipo de la virtud moral? El auténtico guerrero es todo esto y menos, y todavía más. El guerrero es voluntad pura, instinto en acción, egoísmo performativo. Para aproximarse a una posible tentativa de respuesta más precisa a esta cuestión, resulta pertinente plantear dos breves apostillas, a saber: por un lado, es de la concepción común, y a veces del pensamiento disciplinario, asociar la imagen del guerrero con el genio militar, el conquistador, el gue­rri­lle­ro, el soldado o el simple combatiente a ultranza. Así, Alejandro de Macedonia, Julio César, Hernán Cortés, George Smith Patton Jr., el “Che” Guevara, el soldado espartano, el combatiente vikingo, el gladiador samurái y/o las nobles sociedades de los cuauhpipiltin y ocelopipiltin, entre otras múltiples figuras históricas que se han destacado por su genio militar o por la intransigencia y valor en el campo de batalla, son las representaciones paradigmáticas más recurrentes que el pensamiento ordinario se hace del guerrero. Empero, la guerra, el orden militar, la campaña guerrillera y el espacio de lucha o de combate no son ámbitos exclusivos, ni tampoco delimitativos, de la acción del guerrero, pues, en estos también participan manadas de siervos y parvadas de profetas-misioneros, ya sea diseñando la estrategia de guerra o conformando el cuerpo de la milicia, ya también liderando las huestes adoctrinadas o combatiendo con fiereza en el campo de batalla. El intransigente “defensor de la fe y paladín de la religión”, Conde de Leicester, pese a sus indudables destrezas militares, en realidad no fue nunca un guerrero, como tampoco lo fueron nin173

guno de sus fieles partidarios en las cruzadas o en sus mesiánicas batallas religiosas, si acaso apenas representan al fanático misionero y su mesnada de catecúmenos. Mientras que Oishi Kuranosuke Yoshio y los 46 devotos Ronin, que hacen a la leyenda japonesa, regidos por el inflexible código filosófico-religioso-militar único del Bushido, que somete la voluntad de ser a la virtud del deber constituido por la integración orgánica de los valores de la lealtad, el auto-sacrificio, la justicia, el sentido de la vergüenza, la educación, la pureza de espíritu, la modestia, la humildad, el espíritu marcial, el honor y el amor, aun cuando individuos de acción reflexiva, tanto en la venganza de su señor Asano Takumi No Kami Naganori, como en el ritual del Seppuku ordenado por el Shogun, actúan bajo la pulsión del vasallaje del deber incuestionado al amo. Eros reducido al principio de virtud deontológica. El ser del samurái sólo puede afirmarse en el sentido del deber. El samurái vive para su vocación, para el deber y el servicio, afirma categórico Eiji Yoshikawa. De hecho, el término samurái proviene de una cierta variación del verbo saburau, en japonés antiguo, que literalmente significa servir, en razón de lo cual, este paladín es aquel que vive para servir. En tal perspectiva, Simón IV de Montfort no es más que un soldado misionero, Kuranosuke un siervo heroico y las tropas de ambos, simples rebaños de enajenados. Por su parte, la presencia, acción, impacto e influencia del auténtico guerrero excede cualquier límite tradicional de la experiencia humana —en consecuencia, trasciende el campo de la guerra, la milicia y el combate—, razón por la cual suele irrumpir transgresivo en todo tipo de práctica social: la política, la religión, el arte, la erótica, la economía, la ciencia y la filosofía, entre otras. De ahí que la figura del guerrero se desborde por todo el entramado histórico-cultural: guerrerospoetas políticos-guerreros, guerreros-pastores, amantes-guerreros, guerreros-empresarios, filósofos-guerreros, etc., sin que tal fenómeno posibilite, o justifique, la confusión con las tradicionales formas de representación deontológico-moral. La vida en toda su plenitud y diversidad es el espacio propio del guerrero; pero, lo que cambia 174

son los ámbitos de su acción decisiva, no las características que definen su singularidad onto-histórica. Y por otro lado, el héroe, sobre todo en la representación mítica del héroe trágico, es la segunda imagen recurrente con la que suele intentar explicarse la transgresiva presencia histórica del guerrero y, por tanto, desde la modelización de sus presuntos valores sociales se pretende construir la metafísica fundamentación racional de la Virtud Moral: el heroísmo, emplazándolo en cuanto Ideal Deontológico-Moral del ser humano. La palabra héroe deriva del griego hērōs (ἥρως) y del latín heros, que designa a los hombres y mujeres memorables a causa de las hazañas que realizan en aras del Bien de la sociedad, dada su superioridad moral y física, según apunta Hugo Francisco Bauzá, a propósito de la concepción aristotélica del héroe trágico; la acción heroica que lo singulariza, al propio tiempo lo sitúa en cuanto paradigma deontológico-moral de culto para la manada y le reserva la inmortalidad en la memoria humana. Así se pretende erigir al guerrero como arquetipo del heroísmo; modelo de las actitudes onto-históricas y actuaciones humanas. “El héroe es el tipo de humano ideal que desde el centro de su ser se proyecta hacia lo noble y hacia la realización de lo noble, esto es, hacia valores vitales “puros”, no técnicos, y cuya virtud fundamental es la nobleza del cuerpo y del alma”, según aduce Ernest Robert Curtius, o mejor aún, el héroe en cuanto radicalización de la autonomía del individuo moderno, como advierte Orive Grisaleña, siguiendo a Savater: “El héroe es el individuo autónomo que, en cumplimiento o invención de la más alta moralidad, decide vivir su peripecia personal y social como una aventura irrepetible”. Los valores que definen la virtud del heroísmo pueden variar en cada estrato socio-histórico: el aristós en Grecia, la piedad en el cristianismo, la justicia en la visión caballe­ resca y la lealtad en el bushi, entre otros, pero, siempre constituyen el ideal deontológico-moral que inspira la vida humana porque “los ejemplos heroicos inspiran nuestra acción y la posibilitan”, de acuerdo con Savater. Aún más, al sacrificarse el héroe se eleva en valor, con lo que dispone otras posibles individualidades, “… cuyas 175

vidas serán regida [sic] por valores similares al valor por el cual aquél entregó su vida”, como previene Málishev. De esta manera, Prometeo, Hércules, Leónidas y sus 300 soldados espartanos, Nanahuatzin, Cuauhtémoc, Tasunka Witko y sus aguerridos combatientes Siux Oglala, Lev Trotski y Martin Luther King, sin soslayar a Edipo, Hamlet, Cyrano de Bergerac y Don Alonso Quijano, el insigne hidalgo “Don Quijote de la Mancha”, entre otros diversos personajes del heroísmo trágico, conforman el símbolo mitológico con que se intenta sintetizar las sobrehumanas virtudes morales del guerrero. En su máxima patencia onto-histórica, el héroe es el emplazamiento de subjetividad —individual, colectivo y/o comunitario— que se sacrifica por el Bien humano. Sin embargo, héroe no es sinónimo de guerrero, ni el heroísmo en sí mismo, cualquiera sea su definición deontológico-moral, es una de las virtudes necesarias de éste, como tampoco representa el arquetipo de la moral social o la deontología misionera; pues, de hecho, no se requiere ser un guerrero para devenir héroe (como bien lo evidencian las figuras mítico-históricas de Antígona, Josefa Ortiz de Domínguez y John F. Kennedy, por mencionar sólo algunos ejemplos del imaginario social al respecto), pero, a su vez, grandes guerreros han sido interpretados y enaltecidos como héroes, no a causa de su heroísmo precisamente, o debido al altruismo de que hicieron gala, sino como producto del interés histórico-político de legitimar determinada condición de dominio, mientras que otros más, por la misma razón, han sido condenados al infierno de la infamia. El heroísmo no es condición ética del gue­ rre­ro; no se precisan de las cualidades guerreras para devenir héroe. El gue­rre­ro, en ningún caso, constituye el ideal moral o el prototipo deontológico, según pretende la representación mítica del héroe; antes bien, si el guerrero representa un arquetipo de virtud, es a causa de la transgresión, resignificación y transvaloración ética de los valores tradicionales de la manada y de los profetas-misioneros. ¿Cuál es, pues, la diferencia sustantiva que persiste entre el héroe y el gue­rre­ro? ¿El heroísmo es una cualidad que desconoce por completo el guerrero? ¿El desgarramiento trágico es una propie176

dad, un rasgo característico, un factor definitorio del gue­rre­ro? En principio, conviene advertir, aun cuando no representan figuras idénticas, semejantes o equivalentes, tampoco constituyen imágenes mítico-históricas anti-téticas, antagónicas o excluyentes, puesto que comparten dos rasgos ontológicos en común, esto es: por una parte, son seres instintivos, su comportamiento se determina por el instinto —“… el misterioso soplo que, ya se le tome en sentido sobrenatural, ya en sentido puramente humano, pero instintivo e inconsciente es, de todas maneras, algo que viene de lo desconocido”, como bien anticipa ya José Enrique Rodó a propósito de lo que parece carecer San Martín para alcanzar la estatura del Héroe—; y por otra parte, afirman su ser en la acción, transforman el abismo de lo imposible en posibilidades abiertas de actuación y es en este acto performativo en el que deviene su ser en el mundo. El héroe y el guerrero son instinto puro, instinto en acción. Y a causa de este hecho es que la ética no puede ser un fenómeno racional, como pretende el pensamiento filosófico clásico; por el contrario, el sistema ético se conforma en la acción instintiva, en el sentir instintivo del héroe y del guerrero. Si el héroe representa el ideal deontológico-moral de la sociedad, entonces, los valores son profundamente irracionales y se fundamentan en el actuar instintivo. En un arrebato de inspiración, y sólo por el arrebato mismo, por un momento que puede diluirse en la eternidad de un suspiro, o traducirse en la evanescente solidaridad de un estilo propio de vida, el héroe deviene ser ético, se aproxima a la singularidad del guerrero. El comportamiento heroico y la conducta del guerrero no son una elección preferible, “un algo mejor que los otros «algos» posibles”, como afirma Savater, puesto que provienen de los abismos insondables del instinto, parafraseando a Rodó, en ese sentido, representan sólo una posibilidad de elección, un posible elegir, una elección entre otras posibles, ni mejor, ni peor, que cualquiera de las posibilidades abiertas por el abismo existenciario —y en todo caso, ¿mejor para quién?, ¿mejor para qué?, ¿mejor con respecto a qué?—; en consecuencia, las acciones del héroe y del guerrero no pueden ser justificadas de manera racional, sino 177

a posteriori, como un acto deliberado de convertirlas en códigos, dogmas y normas morales, o deontológicas, es decir, un vano intento de racionalizar sus instintivos impulsos mediante la idealización paradigmática del actuar humano. La mítica grandeza del héroe y del guerrero proviene de esta pulsión pesimista de desarraigar la conducta humana del instinto, del sentir la existencia, para enraizarla en los proto-relatos ideales de la razón, en otras palabras, en cuanto fundamento de las acciones históricas del ser humano. Ni el héroe, ni el guerrero se detienen a justificar o legitimar sus actuaciones, porque están por completo absortos en devenir su ser del deseo, del querer instintivo; no disponen del tiempo necesario para acreditar la posible razón de sus hechos —¡y quizás, si acaso pudieran dete­ nerse por un instante a meditar la racionalidad del propósito de sus acciones, entonces, tal vez nunca actuarían en consecuencia!—. El acto heroico y la acción decisiva contradicen el actuar racional; ni el héroe, ni el guerrero, son seres razonables. La vida ética del héroe y del guerrero es instinto puro, irracionalidad plena. Empero, la diferencia primordial que separa al héroe del gue­rre­ ro radica en el sustrato mismo de su virtud, esto es: mientras que aquél actúa en la motivación de un profundo altruismo humanitario, sustentado en una cierta concepción teleológica del Bien sociohistórico, carente de egoísmo, ausente de afirmación del yo propio, que lo impele a sacrificar su existencia en aras del Bien común, del honor, la justicia, la verdad, la salvación, la tradición y/o los valores trascendentales del ser humano, o de los dioses, entre otros, o quizás, también, inspirado por las cualidades humanas fundamentales, según podría acotar Chomsky; éste, por su parte, se define en la performativa aserción de su deseo, de su querer, de su sentir la vida, de su pasión por lo posible, es decir, de su egoísmo pleno, sin supeditarse al beneficio social, a la piedad divina, a la trascendentalidad de los principios deontológico-morales. “Para un guerrero todo comienza y termina en sí mismo”, como enseña Don Juan Matus, a través de Carlos Castaneda. Aunque ambos, seres instintivos, el héroe es impulsado por su arraigado sentido del Bien social, su irrefrenable 178

deseo de ser Justo, su irrevocable respeto por las tradicionales normas deontológico-morales; en tanto el guerrero es provocado por el instinto de la auto-determinación y la auto-realización de sí mismo, por la definición del deseo en su devenir soberanía singular, por su vigorosa vitalidad de ser, por su ingenuo afán de fundamentarse en la performativa voluntad de poder. El guerrero se determina por el egoísmo performativo, allende las márgenes del altruismo social que define al héroe. “Dios y la humanidad no basaron su causa sobre nada, sobre nada más que ellos mismos. Yo basaré, entonces, mi causa sobre mí; soy, como Dios, la negación de todo lo demás, soy todo para mí, soy el único”, como insiste la sagaz intuición de Stirner, que bien puede ser el credo del guerrero. La causa del gue­rrero es su ser mismo, su ser único. El héroe se halla sometido al ideal deontológico-moral con que significa su vida y define sus heroicos actos; pero, el guerrero, por su parte, determina la virtud de su existencia por la performativa afirmación de su libre albedrío y “la libertad humana es esencialmente no heroica”, como bien previene Lévinas. A causa de la propia libertad que le singulariza, el guerrero no es heroico. Y sin embargo, el heroísmo no es del todo ajeno a la virtud pragmática del guerrero, que está dispuesto a sacrificarse en pos de una noble causa, si esto le permite afirmar su excesivo deseo de ser; ni tampoco el héroe es negado a comportarse como un auténtico guerrero, cuando las circunstancias de su sino le demandan la egoísta afirmación de su deseo —según resulta por demás evidente en las egregias figuras de Aquiles y de Ulises, respectivamente—; pero, el heroísmo del primero no se define por su convicción de lo Bueno, lo Verdadero, o lo Justo, sino que deviene por defecto de su firme resolución de ser, de trascenderse a sí mismo; en cuanto que la acción épica del segundo no es el fin en sí mismo de su causa, sino el medio necesario, inevitable, para demostrar su profunda vocación por los principios trascendentales de la vida: el Amor, la Patria, el Honor. El guerrero se sacrifica para ser —“Si acudes a Troya, tuya será la gloria. Escribirán epopeyas de tus victorias durante miles de años. El mundo recordará tu nombre. Pero… si 179

acudes a Troya no volverás a casa. Pues tu gloria y tu maldición caminan juntas de la mano”, le advierte la divina Tetis al aguerrido Aquiles, empero, pese a la trágica amonestación de su madre, el mítico guerrero parte en busca de los laureles que Las Parcas le deparan—; mientras que el héroe es a causa del cumplimiento de su deber —“¡No te enojes conmigo, venerada deidad! Conozco muy bien que la prudente Penelopea te es inferior en belleza y estatura; siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme a casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente para los dolores; pues he padecido mucho así en el mar como en la guerra, y venga este mal tras de los otros”, replica con estas estoicas palabras Ulises a la diosa Calipso, quien le ofrece la inmortalidad (V, 215-20)—. Y sin embargo, en el mismo acto de sacrificio, el guerrero no se propone defender o afirmar el predominio del Bien, la Verdad, la Justicia o la Virtud, sino que sólo persigue instaurar su pragmática forma instintiva de concebir el bien, la verdad, la justicia y la virtud propia. El hecho de que la manada o cualquier iluminado profeta-misionero conviertan su credo particular en dogma, código o norma moral, o deontológica, es una acción que desborda el ámbito de interés del guerrero, aunque, si bien es una consecuencia directa de su histórica potencia performativa. A veces sólo basta un inspirado arrebato instintivo para convertirse en héroe, pero el guerrero es siempre una permanente inspiración instintiva de ser, de existir, de vivir. La instintiva inspiración, que persistente se hunde en las profundidades del abismo de abiertas posibilidades, orienta la vida del guerrero. Y si acaso ha de definirse al guerrero, en un rasgo de singularidad onto-histórica, tal es el ideal imposible, es decir, hacer de la finita existencia humana un performativo acto de afirmación vital, transformar la muerte en un revolucionario lance de vida. La voluntad de poder traducida en voluntad de trascendencia onto-histórica, que no genética, ni tampoco metafísica. 180

Quizás sea posible abundar en las diferencias sustantivas que prevalecen entre el guerrero y el héroe a partir del sistemático análisis desarrollado por James M. Redfield, a propósito de las emblemáticas figuras de Héctor y Aquiles, en el trágico devenir narrativo de la Ilíada. El príncipe troyano es un héroe porque dispone su vida entera al servicio del dictado de los dioses, de la tradición socio-cultural, la defensa de la familia y del pueblo, la conservación de los valores deontológico-morales, es decir, antepone las exigencias de los otros a la vitalidad de sus propios deseos, por ende, su actuación socio-histórica se encuentra compelida —lo mismo que Simón IV de Montfort y el legendario samurái Kuranosuke—, por el deber a la deidad, la polis (el Estado), el amo, y/o la comunidad; en virtud de lo cual, constituye uno de los símbolos fundamentales de la continuidad del sistema social establecido, o de la instauración de un nuevo régimen de dominio, desde donde se erige como el prototipo de los valores sociales de la época. En los héroes a que rinde culto, funda el sistema de dominio su canon deontológicomoral. El héroe representa siempre un ideal de conducta social; de ahí que Redfield sintetice: “Héctor ha puesto su vida al servicio de los demás…, sólo es el tipo de héroe que nosotros mismos, en nuestros momentos de más elevadas aspiraciones, podríamos confiar en ser”, en consecuencia, “Héctor, pues, encarna la norma ideal de la sociedad homérica”. Parafraseando a Redfield, bien es posible concluir que el héroe es un mártir del deber, un testigo del acontecer mundano, un personaje dispuesto a morir por los contradictorios valores de la vida cotidiana. Aquiles, por su parte, encarna la afirmación radical de la singularidad de sí mismo y del sentido trascendente de la existencia propia, pese al inminente riesgo de la muerte y, aún, a través de la muerte misma, a cuya causa hace caso omiso y subvierte las normas predominantes en el éthos del estrato socio-cultural en que habita, siguiendo los planteamientos del profesor estadounidense. La fuerza desmesurada de la voluntad de poder, aunque dominada por las pasiones, como la pronta cólera, la indignación y el deseo de venganza, por ejemplo, dota de sentido 181

y encauza la acción social del Pélida, incluso, a contracorriente de la disposición de dioses, soberanos, tradiciones, familia, amigos y sociedad; advierte con suma claridad, pues, suele caracterizarle una aguda inteligencia —”Aquiles es un hombre de gran inteligencia, pero poca sensibilidad”, apunta Redfield al respecto—, pero, invaria­ blemente, desde el particular punto de perspectiva de su deseo, los límites y profundas contradicciones del existir mundano, sin que esto le conmine a con-fundirse con la manada, a supeditarse a los valores que sustentan su gregaria identidad —según sucede con Héctor—, antes bien, tal entendimiento lo distancia de la sociedad en que actúa y lo insta a emplazar los hechos de su férrea voluntad, en cuanto confirmación de la legitimidad de los principios éticos que orientan su decisivo proceder —para “Aquiles, esta plena conciencia [de los límites y contradicciones de la vida] entraña el rechazo de la comunidad y de la cultura, el rechazo de la vida misma… Aquiles ha hecho de su propia voluntad una ley moral [ley ética, más bien convendría acotar]”, según apunta el historiador estadounidense—. La sensibilidad del guerrero es performativa, no social, ni humanitaria; en todo caso, es humanista en cuanto creación egoísta de sí. El guerrero no atestigua el acontecer mundano, todo el contrario, interviene de forma decisiva en su definición onto-histórica, es un personaje dispuesto a morir por su propia causa, por la realización del destino que su determinación ha asumido. Sí, el voluntarioso actuar del célebre rey de los Mirmidones comporta la muy factible destrucción de todos quienes se hayan en su entorno de acción: correligionarios, amigos o antagonistas por igual, esto es, el ejército atrida cuando indignado se sustrae del combate y, con la divina intermediación de su madre ante Zeus, Tetis, la hermosa ninfa de pies argénteos, reclama el correspondiente castigo para el despótico Agamenón tras la arbitraria afrenta inferida; del amado Patroclo al enviarlo, ataviado con su armadura, en lugar suyo, a fin de no comprometer la integridad de su honor y la inflexibilidad de su voluntad; del heroico Héctor, domador de caballos, matador de hombres, príncipe de Troya, en cuanto irrevocable venganza por la 182

muerte de aquél; de las huestes troyanas como paliativo que atempera su ambición, dolor y furia; y de su propia vida, al consumarse el trágico augurio de su gloria, revelado por la maternal nereida. Empero, la performativa destrucción constituye la argamasa con que se crea el mito, la leyenda y la memoria histórica del guerrero y, al propio tiempo, dispone los principios fundamentales de cualquier forma de humanismo —el humanismo trágico, el humanismo renacentista, el humanismo romántico e, incluso, el moderno huma­ nismo débil, entre otros—; porque Aquiles representa el arquetipo del guerrero por antonomasia. Si los personajes de la Ilíada cobran dimensión humana, es porque son resignificados por la potente égida del irreductible Eácida. Ahora bien, en cuanto Aquiles actúa sólo conforme a su propia causa, el egoísmo es la principal virtud orientadora de sus acciones en el mundo, sin importar los alcances destructivos que su empecinamiento provoca en los agentes de su entorno, porque el egoísmo es propio de la definición onto-histórica del guerrero. Pero, si bien el egoísmo es un rasgo fundamental del guerrero, como lo evidencia con toda claridad el impulsivo proceder del Pélida, no es la única característica que determina su singularidad onto-histórica; en principio, Rodríguez Adrados y Don Juan Matus, a través de Castaneda, parecen coincidir en que es acción decisiva, consecuente con su mismo ser, más allá del pensar y de la previsión de los posibles desenlaces de su actuación particular —“… vacilen o no, actúan siempre cuando es llegado el momento, y actúan con arreglo a la más completa consecuencia consigo mismo, bien que a veces sólo el acto de la decisión descubra su verdadero yo, de acuerdo con el filólogo español, o más aún, un guerrero vive de actuar, no de pensar en actuar ni de pensar qué pensará cuando haya actuado”, según recupera el antropólogo peruano—. El guerrero es acción pura, instinto en acto, que interviene en las márgenes de la línea de fuga, siempre a riesgo de convertirse en una irreductible máquina de guerra; destrucción vacía, carente de cualquier posibilidad creadora, locura nihilista. Antes de continuar, resulta necesario plantear un par de acotaciones, a fin de evitar equívocas confusiones, 183

a saber: por un lado, el egoísmo, en tanto categórica afirmación de sí, performativa definición del ser de su ser, es una característica fundamental del auténtico guerrero, no de algún tipo específico de guerrero, a diferencia del héroe que se encuentra determinado por el sentido del deber al otro —a la deidad, al monarca, a la tradición, al Estado, etc.—, sin lo cual no alcanzaría el estatuto social de héroe. En esta perspectiva, no es que haya guerreros egoístas por oposición y/o diferenciación a guerreros altruistas, guerreros compasivos, o guerreros espirituales, entre otros, sino, más bien, guerreros que accionan en distintas dimensiones de la práctica socio-cultural, tales como el arte, la religión, la guerra, la política y la economía, por mencionar sólo algunos de los ámbitos más importantes al respecto. Y por otro lado, pese al reconocimiento de las profundas diferencias cualitativas que persisten entre los diversos personajes de la tragedia y/o la épica griega, Rodríguez Adrados, Redfield, Carlos García Gual y Jean-Pierre Vernant, en la misma tendencia de indistinción del guerrero y del héroe que suele caracterizar a los estudiosos de tal campo, atribuyen a éste los rasgos de singularidad de aquél y viceversa. Sin embargo, pese a la posibilidad cierta del héroe-guerrero, o del guerrero-héroe, existen claras diferencias entre ambas figuras onto-históricas. Así, mientras el héroe “… es un ejemplo de humanidad superior que se nos ofrece como un espejo de la vida humana en sus momentos decisivos”, según reconoce explícitamente Rodríguez Adrados —aunque éste lo refiere sólo al héroe de la tragedia griega—, por su parte, el guerrero es hybris indeterminada, figura desmesurada, como bien propone Redfield y García Gual, en la potencia de su fuerza de voluntad, en la firme determinación de sus decisiones, en el alcance trascendente de sus actos, en la forma como se fortalece su ser propio, ante la impertérrita adversidad del destino. Antes que un espejo de la vida humana en sus momentos decisivos, el guerrero es la determinante proyección de la posibilidad de ser del ser humano, en el devenir onto-histórico. De ahí, pues, que la muerte enaltece a Aquiles, proyecta su figura descomunal en el advenir de la historia 184

humana; de ninguna forma mengua la dimensión de su presencia o lo hace desaparecer de la mundana existencia. La desmesura de Aquiles sigue tan actual como en los campos de batalla de la mítica Troya. La ejemplaridad de sus acciones hace trascender al héroe, mientras que el élan d’excès hace del guerrero una presencia contemporánea a todos los estratos onto-históricos; el héroe es una clara referencia deontológico-moral que enseña un modo particular de ser en la ecúmene, pero el guerrero es un ímpetu vital ético que hace patente las abiertas posibilidades de ser, del ser humano. La muerte no representa el límite existencial para el guerrero, sino tan sólo una forma de ser de su ser, siguiendo las reflexiones de Martin Heidegger sobre el ser-para-la-muerte; por eso mismo, aun cuando Aquiles sabe de cierto que la muerte lo aguarda en los campos troyanos de combate, detrás del último aliento de Héctor, determinado abandona Ftía (Φθίη), su patría, para dirigirse a la anatólica ciudad y, después, se empecina en su venganza personal contra el tenaz defensor de Troya, a través de cuya muerte se consuma el inexorable presagio de su leyenda —“Déjame morir pronto, pues no estuve allí con mi amigo para impedir su muerte… Ahora saldré, hasta que encuentre al asesino de esa cabeza querida, Héctor. Mi propia muerte acepto cuando Zeus y los demás dioses inmortales me la deparen”, responde categórico Aquiles a su madre Tetis, cuando ésta le previene de las funestas consecuencias de asesinar al comandante troyano (xviii, 98116)—. En este sentido, parafraseando a García Gual, bien es posible afirmar que el destino del guerrero es su propia voluntad. El guerrero es un personaje con grandeza de voluntad, tiene un propósito por el que arriesga la vida. Cada acción decisiva, por voluntad propia, se orienta hacia la inexorable realización de su determinado deseo de exceder los contingentes límites de la existencia, por tal causa afirma Rodríguez Adrados que “… es el hombre mismo elevado a la culminación de su ser humano, tratando de abrirse paso en situaciones no elucidadas antes, en riesgo de chocar con el límite divino”. Y no podría ser de otra manera, toda vez que el guerrero es el causante mismo, no la víctima propicia, como el héroe, de tales 185

decisivas situaciones, en las que se le demanda, siempre, exceder los límites de ser su ser humano. Por otro lado, al intransigente empeño de la dignidad de la vida, que le impide a Aquiles aceptar el hipócrita resarcimiento de Agamenón, pues, no sólo todo agravio resulta intolerable e inadmisible para el guerrero, sin importar la fuente de procedencia —individuos comunes, héroes, reyes y/o dioses—, y por tanto, cualquier forma de disculpa, “… por satisfactoria que pudiera parecer para su amor propio en virtud de la amplitud y del carácter público de la reparación, continuará siendo vana e insuficiente”, como bien reconoce Vernant, sino que detrás de los abundantes presentes del supremo comandante de los ejércitos aqueos, se esconden las inaceptables cadenas del sometimiento de la voluntad de poder del colérico Pélida; a tal empeño, entonces, le es correspondiente el determinado deseo por la dignidad de la muerte. En este aspecto radica otra diferencia significativa entre el guerrero y el héroe, toda vez que éste aguarda la kalòs thánatos, la ‘muerte bella’, la ‘muerte hermosa’ de acuerdo con Sócrates, conminado por el intenso sentido del aíschos, de la vergüenza —vergüenza del riesgo de avergonzar el honor y la tradición de la estirpe a que pertenece, vergüenza ante la posibilidad de deshonrar al padre, vergüenza por la probabilidad de morir despojado de la anèr agathós—, virtud de los áristoi, de los seres ejemplares, y por ende, condenado a la perenne desaprobación deontológico-moral de la comunidad, según advierten Redfield y Vernant, en función de lo cual concluye el profesor estadounidense: “Héctor antes que nada es un héroe del aidós”; mientras que aquél tan sólo aspira a la eukleès thánatos, la muerte gloriosa, impulsado por la consecución de su propia areté, la excelencia de alcanzar el ser de su ser, a cuyo destino, los actos de su férrea voluntad, inexorablemente, le conducen. El héroe es un ser de vida ejemplar, sujeto a las normas deontológico-morales de su contexto onto-histórico, coaccionado por la contradictoria red de las relaciones socio-políticas que definen su virtud —“… las obligaciones de Héctor —y por tanto sus distintas definiciones de sí mismo— son en sí mismas contradictorias. Héctor está atrapado 186

entre la familia y la ciudad… Es al mismo tiempo rey y guerrero, es hijo y hermano, y también es padre y esposo”, apunta Redfield al respecto—, por lo que se afana en conseguir, también, una muerte ejemplar, la kàlos thánatos, mediante la cual refrenda la vigencia, trascendencia y legitimidad de los valores tradicionales que significan su existencia en el mundo y, al mismo tiempo, conjura la posibilidad de un morir deshonroso, vergonzoso. Si los áristoi se someten a los valores que ordenan, controlan y significan las actuaciones sociales, capitulando, también, a la voluble aprobación popular, entonces, para aproximarse a la virtud de los mejores, al siervo no le resta más que emular su vida ejemplar, mientras el profeta-misionero convierte su “filantrópico sacrificio social”, en credo deontológico-moral; tal es la función simbólica del héroe. Pero, el guerrero, por su parte, en tanto es un ser desmesurado en su libertad ética, excesivo en la afirmación de su voluntad de poder, desmedido en sus acciones socio-históricas, sin reserva alguna en romper, destrozar, subvertir las normas predominantes en su contexto socio-cultural, incluso, a riesgo de lindar en el desdoro, en la vergüenza —de ahí el carácter ambiguo, contradictorio y, a veces, absurdo que reconoce Vernant en la figura de Aquiles y la consecuente declaración de García Gual, pertinente a la definición del guerrero, esto es: “solitarios más bien en sus aventuras, y muchas veces culpables, por su propia grandeza, de cierta desmesura, eso que los griegos llamaban hybris”—, hace del trágico acto de su muerte, un modo decisivo de afirmar los valores que significan su propia singularidad, sustentados en los hechos intransigentes de su voluntad. La dignidad de la vida y de la muerte, para el guerrero, está representada por la performativa afirmación de su volición, actuar por poder, no por el deber; más para el héroe, la dignidad se encuentra en la vida y la muerte a salvo de cualquier resabio de vergüenza, depurada de todo vestigio de deshonor, sin mácula posible de deshonra. ¿Y cuál es, pues, la relación que preserva el guerrero con el trágico desgarramiento ontológico de la existencia humana? ¿Es el guerrero, el ser trágico por antonomasia? ¿Es la tragedia el rasgo distintivo 187

que singulariza la senda del guerrero? En sentido estricto, la tragedia es el sino humano, razón por la cual no es un rasgo característico exclusivo del guerrero o del héroe, sino que su noble distinción proviene de la forma particular en que asume, afirma y transforma el incomprensible silencio del dios, la impertérrita indiferencia del universo, la inaprensible fugacidad del tiempo, la agobiante incertidumbre de la historia, la equívoca certeza del conocimiento, la desesperante precariedad de la vida y la perturbadora fragilidad de la existencia humana, en un modo específico de devenir el ser propio, de sentir el deseo. La trágica conciencia de la muerte es inhe­ rente a la conciencia de sí del ser humano, pero sólo el guerrero la convierte en el fundamento del proyecto histórico de su existencia, sustrato del sentido de su vida, sin fugas teleológicas, sin renuncias pesimistas; mientras que el héroe la troca en la expresión máxima de su virtud, el esclavo la pervierte en negación y el profeta-misionero la corrompe con rencor. La finitud representa el fundamento éticovital del guerrero. Retomando a Federico Wamba Magallanes, bien es posible afirmar que el guerrero “es el mayor egoísta tal vez porque ha tomado mayor conciencia de la tragedia humana: nacer para morir y no poder impedirlo, y no asumirlo en el fondo”. Después de todo, es posible que la tragedia —tanto para el individuo común, como para el áristoi, el héroe, el Übermensch y, aún, el guerrero—, se defina por la conciencia plena de que no importa la fuerza de la voluntad de poder, la grandeza de carácter y/o la dimensión de las acciones humanas, al final de la odisea —vulgar, ejemplar, heroica o gloriosa—, tan sólo aguardan los negros abismos de la muerte; no por los posibles errores, o fallos, de juicio, decisión y/o actuación que provocan su “caída” deontológico-moral y lo condenan a morir, según parecen presuponer Aristóteles, Redfield, Rodríguez Adrados y Vernant, entre otros, o por la falta onto-histórica, el pecado, de acuerdo con la tradición judeo-cristiana. El guerrero, lo mismo que el esclavo, no teme a la muerte, pero tampoco le aterra la vida como a éste; no hace del miedo, o del pesimismo desencantado su razón de existir, por el contrario, convierte la conciencia de su finitud en 188

impulso vital, pulsión mnemotética de trascendencia ontológica. Si como versa el poeta español, Emilio Durán: “Tener / la certeza de la muerte / es, en realidad, / dos veces morir”, luego, entonces, es la tragedia para el guerrero la conciencia de la absoluta soledad ontológica que deviene de la ausencia de proto-relatos, de la privación de meta-valores, de la carencia de fundamentos trascendentales que expliquen y signifiquen la existencia humana, en otras palabras, la plena convicción de que “el gran Pan ha muerto, de la muerte de Dios”, como bien anticipa ya Plutarco, primero, y confirma Nietzsche, luego; por su parte, para el héroe representa el incierto predominio, y quizás también el dudoso triunfo histórico, del Bien sobre el Mal; en tanto que para la piara de siervos y la pléyade de profetas-misioneros, lo trágico proviene, no de la certidumbre de la muerte, sino del tener que vivir, del estar obligados a sentir la contingencia de la vida en este mundo. La verdadera tragedia para el esclavo y el paranoico, no es la muerte en sí misma —que en realidad representa la promesa del retorno al origen divino: el Alma Universal, el Valhala, el Edén, el Yanna, entre otros—, sino más bien, la irrevocable expulsión del paraíso primigenio. La metafísica religiosa (teológica, teleológica o cívica-histórica), sin duda alguna, emana de esta negación pesimista de la vida mundana, de la falsa vida, como una eufemística artimaña para trascender su precaria y azarosa contingencia. Sí, como parece proponer Schopenhauer, el pesimismo es la convicción de que, en el peor de estos mundos, la vida no merece la pena de ser vivida, ni tampoco afirmada, entonces, sólo queda la opción de negarla, lo cual implica, también, la negación de “lo ente como tal en su totalidad”, según acota Heidegger. La propia doctrina anti-religiosa del laicismo no es más que una forma encubierta de cívica religiosidad, donde la divina figura de Dios es sustituida por la histórica representación del Estado. La devoción mística es al dogma de lo divino, lo que la devoción nacionalista es al dogma de lo cívico, religiosidad pura, negación de sí, afirmación pesimista de la existencia desfundamentada, rencorosa asunción de la finitud humana. La búsqueda de los principios trascendentes y/o trascendentales —doctrinas, códigos, 189

normas y/o valores—, y no de la trascendencia de la singularidad humana, es sólo una manera de escapar del insoportable agobio del accidente de vivir. Pero el guerrero no teme a la inminencia de la muerte, ni tampoco se arredra ante el indiferente vacío en que deviene la vida, por el contrario, transforma la inevitable soledad del sueño en una abierta oportunidad de ser, mediante la afirmación performativa de su existencia solitaria. “Vivimos como soñamos”, solos, previene Joseph Conrad, y el guerrero hace de tal soledad existencial, su proyecto particular de vida. ¡Huérfano, sí, arrojado en el mundo, sin sentido alguno, despojado de cualquier herencia, y aunque embargado de un fervoroso temor existencial, contempla extasiado el abismo de su libertad!; el guerrero convierte la trágica orfandad onto-histórica en un performativo lance de afirmación de sí, en un modo singular de ser del ser humano. La existencia del guerrero y, por ende, la ética en que se significa es trágica a causa del reconocimiento y la aceptación, sin ambages, de la ausencia de fundamentos trascendentales que justifiquen, o legitimen, el contingente acontecer de la vida, por eso mismo, se caracteriza por ser anti-dogmática, a-teológica y profundamente autónoma. La voluntad performativa de poder constituye el sustento, legitimidad y validación del credo ético del guerrero; luego entonces, sin importar el probable carácter universal, o la completa emergencia coyuntural, de sus principios axiológicos, condición deontológica kantiana, la voluntad de significación del propio ser, la asignación performativa del sentido de la vida propia representa la auténtica autonomía ética del guerrero. Ante el abierto meandro en que acontece la existencia, el guerrero decide prescindir de los proto-relatos que atemperan la abrasiva soledad del paisaje y traza los inéditos senderos de su sentir, de su desear, de sus pulsiones instintivas. En principio, y aún, a veces, en el imprevisible derrotero de la historia, en cuanto representante supremo de algún culto religioso —según sucede con Giuliano della Rovere, mejor conocido como el Papa Guerrero, Julio II, verbigracia—, el guerrero es ateo convencido, un ascético irredento, un apóstata sin remedio, un 190

agnóstico por vocación, que se atreve a cuestionar la pertinencia de su propia decisión de ser. ¡Si Dios ha muerto, todo modo de ser es posible y ninguna forma de ser es legitima por sí misma! Lo único que legitima la existencia es la afirmación performativa de sí. Y en esa abierta posibilidad de devenir el ser, el deseo, el sentir, o de transformarse en otro ser histórico probable funda y afirma, el guerrero, la libertad de inventarse y re-inventarse a sí mismo, conforme a sus propias experiencias de vida. En esta perspectiva, la libertad no se instaura con la capacidad de elección del individuo, conforme a las pretensiones del pensamiento liberal ni tampoco se sustenta en la dialéctica des-enajenación de la conciencia, de las condiciones materiales socio-históricas a que se halla sometido, como preconiza el razonamiento comunista, y menos todavía se cimienta en el ficticio albedrío de optar a juicio propio por el Bien o por el Mal según propone la Metafísica Binaria de Oposición, sino, por el contrario, la auténtica libertad se constituye en la trágica aceptación de la existencia desfundamentada en la emergencia de las contingentes condiciones de existencia y en la afirmación performativa del deseo de ser, del sentir la pulsión de existir. Privada de cualquier clase de fundamento, la vida se despliega en infinitas posibilidades de existencia, en probabilidades de destino, pese a los inciertos avatares del insensible cosmos. Y la única fuerza capaz de transformar la posibilidad de la libertad en voluntad de acción, la probabilidad del deseo en acto de ser, es la potencia performativa de crear. Inventarse a sí mismo, trazar las rutas de sus huellas, ensanchar las posibilidades del mundo. La desfundamentación de la existencia comporta la posibilidad cierta de elegir al ser propio. Así, entonces, la potencia performativa es el rasgo fundamental propio, exclusivo y distintivo que singulariza la trágica presencia del guerrero en la humana historia; de ahí, también, su nobleza, virtud e identidad. La incontenible fuerza que posibilita la autodeterminación de sí mismo y la auto-realización de la vida propia, en cuanto sustento fáctico de su irrevocable aspiración de libertad convertida en acto de ser, deviene de la potencia performativa que 191

caracteriza al auténtico guerrero. Las propiedades ontológicas particulares de esta potencia performativa, la conversión específica de su fuerza en voluntad de poder y la instintiva afirmación del deseo en cuanto posibilidad de ser definen la controvertida personalidad del guerrero. La libertad, en tanto sistema ético, proviene de esta posibilidad de auto-determinarse, de esta probabilidad de autorealizarse, de esta autonomía para significarse. Y el único lance de voluntad que puede desbordar el vacío existencial en que acontece la vida, la única oportunidad ontológica en que la libertad humana puede aspirar a lo absoluto es el momento histórico de la creación. Creación de la identidad propia, creación de las formas de lo real, creación de los modos de existencia, creación del devenir de la historia, creación de los estilos de vivir, creación de los lances de sentir. La creación en sí misma, por ende, objetiva, materializa y concreta las fuerzas históricas de la potencia performativa; realiza el ser del ser humano. Por consecuencia, en cuanto ésta constituye su principal rasgo definitorio, entonces, el verdadero guerrero es el creador. El suyo es un egoísmo creador que dona posibilidades de ser a la existencia humana; su altruismo es por defecto de creación, no por principio del deber al existir, del adeudar al descubrirse vivo. Y la creación comprende, funda, define y participa en todos los campos de la experiencia histórico-cultural, razón por la cual, el guerrero se distingue de cualquier otra expresión social del ser humano (el héroe, el soldado, el guerrillero, el fiero combatiente, el esclavo y el profeta-misionero, entre otros), por su inagotable capacidad de crear nuevos órdenes de existencia, de vida, deseo, pensamiento, sensibilidad, percepción, experiencia. Sin embargo, es importante advertir que la creación sólo es posible mediante la destrucción implacable de los sistemas de percepción prevalecientes, la subversión inflexible de los regímenes de actuación instituidos, la aniquilación intransigente de los modos de existencia legitimados, por tanto, el genuino guerrero es el gran creador-destructor de la historia, en cualesquiera de las dimensiones de la experiencia humana. El inconmensurable Pablo Picasso destruyendo las modernas 192

formas de percepción estético-artística heredadas de la tradición renacentista y, al propio tiempo, instaurando nuevas maneras de construir la percepción artístico-estética de lo real. El provocativo Marcel Duchamp deconstruyendo el reconocimiento y valoración tradicional del objeto artístico en cuanto pieza exprofesa de creación por dominio técnico-estético, y disponiendo en el mismo lance de desafío nuevas formas de emplazar la esteticidad artística en los objetos. En la precariedad de un mundo desfundamentado, en la inconstancia del devenir de la historia despojada de todo protorelato, en el caos de una existencia desprovista de cualquier propósito trascendental, en fin, arrojados entre el asfixiante hedor de un Dios hace tiempo muerto, o en el profundo sentimiento de abandono de un Dios que lleva una eternidad ausente, el ser sólo puede legitimarse en la dialéctica ontológica de la destrucción-creación, de la creación-destrucción, en cuya potencia performativa se diversifican las posibilidades vitales del ser humano y, en el mismo lance, se multiplican las probabilidades existenciarias del ecuménico cosmos en que habita. La negación pesimista de la fuerza performativa de la voluntad de poder preserva al ser humano en la condición de criatura del destino, al arbitrio de la volición absoluta del Demiurgo o de las fuerzas trascendentales de la dialéctica histórica; mientras que la potencia del acto de creación, al contumaz influjo de la seducción del deseo, lo emplaza en la dimensión de creador, pues “el contacto con el mal fomenta la creatividad”, de acuerdo Safranski. Por eso mismo, el guerrero es el maldito de Dios, el excretado de la manada, el réprobo de los profetas-misioneros; por su impulsivo afán ético de hacer del caos un cosmos, como bien reconoce Onfray: “… [el] ético se encuentra, pues, en esta situación… Hacer un mundo a partir del caos”.

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XXIV

La conciencia de sí, no sólo le permite al ser humano saber de su exis­ tencia en el mundo, tanto como de las afecciones que su contingente acontecer le provocan: pulsiones, deseos, sentimientos, pasiones, sentires y apetitos, entre otros, sino que además, le posibilita autoasignarse una posición específica, privilegiada, predominante, en el orden ecuménico del cosmos —lance del Alma Universal, Hijo de Dios, Pliegue del Espíritu, Expresión más Acabada de la Materia y Especie Dominante, por mencionar sólo algunos de ellos—, desde donde define un cierto devenir histórico que explica las causas, los propósitos, de su origen y dilucida su destino final. La conciencia de sí emplaza al ser humano en la función de conciencia testimo­ niante de la existencia del cosmos. En sentido estricto, la conciencia de sí impele al ser humano a legitimar su incidental existencia en el orbe mediante la significación de su causa original, de su sino último y de cada una de las acciones en el provenir de la historia. Tales procesos de significación constituyen una decidida tentativa de conjurar el trágico carácter accidental de la vida, de dotarla de cierta trascendencia de sentido que la arranque del sinsentido, el caos, el azar y la entropía en que parece resolverse el universo. Si la vida es un simple accidente, un fortuito acontecer, en el indiferente orden de la existencia, entonces: ¿cuál es el sentido de vivirla? ¿Qué diferencia a las diversas formas de vida? ¿Qué legitima a la existencia vital? Si la vida es adventicia, cualquier disposición vital, cualquier estilo de vivir, cualquier vivencia, por nimia que sea, tiene el mismo nivel de importancia, la misma dimensión de insignificancia, esto es: ¡ninguno!, y al propio tiempo: ¡cualquier forma de existencia es igual de relevante, comporta equivalente trascendencia! ¿Cómo alcanzar el sino propio, el hado de la humanidad entera, cuando no existe destino alguno? Si el discurrir de la vida es ciego, carente de fundamento y sin sentido, ¿para qué habitarla?, ¿para qué experimentarla?, ¿para 194

vivirla?, ¿para qué el empeño deontológico-moral? La conciencia de sí —ese rasgo distintivo tan humano, celebrado, glorificado hasta el exceso por los amantes de la sabiduría, que no por los sabios mismos—, inmisericorde, deja caer toda la gravedad del peso de una existencia desfundamentada sobre los frágiles hombros humanos. El desmesurado desconcierto de la vida, ausente de sentido en sí y por sí misma, provoca la irrecusable necesidad del ser humano de fundamentar su existencia, de legitimar su potencia vital, de acreditar su presencia en el mundo, de ancorar su evanescente experienciar mundano, de significar sus volubles decisiones, en pocas palabras, de dotar de un cierto valor trascendental a su imprevisible entidad en el orden existencial. Los denodados afanes humanos demandan de una razón trascendente a la contingente fragilidad de su ser, que justifique las profusas lágrimas de impotencia ante la implacable resolución del destino y las eventuales sonrisas de esperanza ante las piadosas promesas del Demiurgo. Y ante el insensible silencio del universo, ante el inconmovible devenir contingente del orbe, ante la obstinada indiferencia del dios —muerto o ausente, el ser humano no tiene ninguna otra opción que hablar por la existencia toda desde su particular forma de sentirse existente, dotarla de sentido desde sus propias formas específicas de significación onto-histórica. El “… hombre es la medida de todas las cosas; de manera que tales como me parecen los objetos, tales son para mí; y que tales como te aparecen a ti, tales son para ti”, según acota Protágoras —de acuerdo con Platón—, no sólo porque cons­ ti­tuye la norma de la verdad para sí mismo, sino porque representa la conciencia testimoniante y el propio decirse de la existencia de la creación, del cosmos. El ser humano en cuanto unidad básica de medida de la existencia comporta dos significados posibles, esto es: por un lado, que el imprevisible acontecer del mundo, su misterio, impersonalidad y compleja simplicidad, se sintetiza en el ontológico lance humano —microcosmos reflejo legítimo del macrocosmos, ente creado a semejanza de Dios—; y por otro lado, que la infinita resolución del universo se reduce a la contingente dimensión humana, 195

con el espurio propósito de desentrañarlo, explicarlo y comunicarlo. En esta perspectiva, el cosmos se conoce a sí mismo a través de la comprensión humana, o quizás, también, el develar del mundo sólo es un medio para que el ser humano se conozca a sí mismo, según parece haber presentido Carl Sagan —“somos el medio para que el cosmos se conozca a sí mismo y, al propio tiempo, el estudio del universo es un viaje para descubrirnos”, como sintetiza el divulgador científico estadounidense—. En cualquier caso, el Ser se hace patente a través del decir humano; conciencia que da cuenta de lo existente. Así, la necesidad de justificar el accidental devenir de su propia vida le impone el imperativo categórico de descubrir, o de construir, la legitimación necesaria de la existencia entera, para lo cual se emplaza a sí mismo en la función trascendental de conciencia universal y, por ende, se atribuye también el rol de portavoz lícito y exclusivo del silente cosmos; de esta manera, la conciencia de sí se transforma en conciencia cósmica, en tanto que la necesidad de significación propia se convierte en necesidad de legalización universal de lo existente. El empírico contingente adviene, de esta manera, en empírico trascendental. El instinto y el deseo, sustrato de la vida misma, no precisan legitimarse, pero dotan de sentido vital a la existencia sin explicarla, sin encorsetarla en las formali­ zaciones teoréticas; mientras que la razón y el sentimiento, y no el sentir en sí, requieren de su legitimación y explicación ontológica, de su fundamentación teleológica, en función de lo cual pretenden dotar de sentido metafísico al ser, al ente. El instinto y el deseo constituyen estilos estético-eróticos de vida, conforman paradigmas performativos de ser; en tanto que la razón y el sentimiento estable­ cen sistemas teológicos, metafísicos y meta-teóricos de pensar la existencia, antes que atreverse al exceso de vivir. Los amantes del saber han pensado intensamente, pero, ¿con qué intensidad han vivido?, prefieren la hoguera de sus poemas trágicos. La vitalidad es sustituida por la formalización del pensamiento sobre el devenir de la vida; la existencia misma se evidencia en el pensamiento racional y se legitima en la acción reflexiva de tal modelo de pensarse. La 196

racionalización del sentimiento pesimista ocasiona el surgimiento, arraigo y consolidación del pensamiento filosófico, primero, y de la deriva científica, después. El asombro, o la “admiración”, ante la alétehia de la existencia, es la fuente de procedencia del pensar racional, del deseo de explicar la existencia del mundo y de la vida, según pretenden Platón, Aristóteles y Heidegger, entre otros; empero, no es el puro asombro, ante el milagro del devenir del cosmos, lo que provoca el vano intento de racionalizar lo existente, pues, el artista responde a tal asombro con la ampliación de las posibilidades de ser, pero, el profeta-misionero duda pesimista de la posibilidad misma del existir, de la posibilidad de conocerla y, aún más, de la posibilidad de declararla, como parece haber presentido Gorgias. El ser humano, la existencia en toda su vasta complejidad, no es porque exista en sí mismo, sino porque se torna sentimiento, se piensa, deviene historia, conciencia, y en este sistema de explicación existencial la vida es legitimada; ¿acaso René Descartes no descartó la posibilidad del sentir la existencia como evidencia apodíctica del existir y en su lugar emplazó la premisa racional, clara y distinta del Cogito ergo sum?, aunque bien pudo haber sentenciado con mayor precisión: Cogito ergo sum ego pessiman; sin embargo, conviene advertir, aún antes de la conciencia de pensarse pensando, en el orden del acontecer existenciario, se siente el pensamiento de la constatación cartesiana de la existencia, por tanto, Sentio ergo cogito, ergo sum. Parafraseando al filósofo alemán Hans Blumenberg, es posible afirmar, entonces, que la racionalización del sentimiento pesimista nos aparta transitoriamente del horro vacui, ya que, mientras racionalizamos la vida nos distraemos de la angustia de una “existencia impuesta de manera inexorable” y cuyo momento de finitud ignoramos, así como ignoramos también si existe o no algo detrás de esa finitud. De ahí, pues, que la necesidad de la significación humana, traducida ahora en necesidad de legislación universal, mediada por la formalización del sentimiento pesimista, pese a todo, sea el fundamento pragmático de la develación cons­ truida de las universales leyes de la naturaleza, leyes de la física, leyes 197

de la historia, leyes del mercado, leyes del pensamiento, leyes del juicio y, no podría ser de otra forma, de las leyes morales o deontológicas que deben regir el comportamiento humano. La formalización deviene, de esta manera, sustrato del acontecer mundano de la vida, del ser. La existencia se significa, legitima y explica en este marco de legislación trascendental instaurado por la demiúrgica conciencia racional de sí. Esto explica la profunda devoción de los amantes del saber, por la palabra escrita, por el decir formalizado, por el eterno repetirse del discurso petrificado —voz muerta que habla—, debido a que posibilita la vivencia mesurada ausente de todo riesgo, el pensamiento atrincherado fuera de toda vitalidad, la sustitución del sentir la existencia misma por la observación pasiva de las formas narrativas —y también explana, desde luego, el agudo recelo de Sócrates hacia la reflexión yerta en la escritura—. La lite­ racidad es el templado mausoleo que protege al discurso humano de las fortuitas intemperies onto-históricas de la existencia. Pero, el reconocimiento de las leyes que rigen el metafísico advenimiento del ser, del cosmos, de la historia humana, no se limita a la legitimación del origen y del destino de la existencia, dispuesto por la demiúrgica conciencia, así como de su correspondiente significación del acontecer mundano, sino que también comporta el establecimiento formal de los límites rectos, justos, del existir, del vivir, del pensar, del argumentar y, por supuesto, del correcto actuar humano. En efecto, la dialéctica legislativa que impone la conciencia pesimista de sí, constriñe la existencia entera a los límites formales de un modelo de reflexión racional —racionalizada y racionalizante— que, mediante la lógica de oposiciones binarias, define el justo devenir del ser y, por tanto, las legítimas formas de confrontar la contingencia de la vida, así como el correcto modo de pensarla, habitarla y percibirla. “Es necesario decir y pensar que el ser es y que el no ser no es, único sendero pensable y verdadero”, sentencia categórico Parménides y con este laudo formal, dictado por la diosa Razón, inaugura el filósofo de Elea la Metafísica Binaria de Oposición. A partir de entonces, con el advenimiento de la mayoría de edad, con 198

el arribo a la “Edad de la Razón”, en términos kantianos, la existencia, la vida y el pensamiento, en Occidente, se delimitan por el estrecho sendero que corre, escabroso, entre el abismo y la plenitud, entre la perdición y la salvación, entre la desdicha y la felicidad. ¿Acaso Aristóteles no definió ya la felicidad como la plenitud del ser en tanto ejercicio virtuoso de la Razón? Si el ser humano es la medida de todas las cosas y la razón es la medida del ser, del ser humano, entonces, la Razón es la medida justa de todo cuanto existe, cuyos límites son acotados por la Metafísica Binaria de Oposición. Sin embargo, esta formación metafísica del pensamiento no es exclusiva de la tradición occidental, puesto que, en la filosofía oriental, el taoísmo, por ejemplo, la retoma en las emblemáticas figuras del yin y el yang, es decir, las representaciones binarias de lo femenino y lo masculino, la oscuridad y la luz, la pasividad y la actividad, absorción y penetración, por mencionar sólo algunas de oposiciones que prevalecen en el pensamiento de Oriente. En tal perspectiva, existen tres principales modelos en que se disponen las dialécticas oposiciones binarias de la metafísica, a saber: la relación excluyente, la interacción complementaria y la concomitancia resolutiva, esto es: la exclusión de la apariencia de lo real en Platón, la Unidad del Ser y el No-Ser en Lao Tsé (“El ser y el no-ser se engendran mutuamente”, establece en el Tao Te King), y la resolución histórica del espíritu a través de la dialéctica superación de la tesis y la antítesis de Hegel, respectivamente. Pero, cualquiera sea la dialéctica propia de las oposiciones binarias, la vida ha de discurrir en frágil equilibrio, entre los principios que determinan a este tipo de pensamiento metafísico. Así, entonces, la vitalidad instintiva y el deseo performativo, como el sentimiento y la razón, además de la propia vida, dejan de ser en sí mismos, para transformarse en problema reflexivo, en objeto de racionalización. Por consecuencia, la única forma de ser legítima es la existencia reflexiva, reflexionada y reflexionante. La consecuencia directa de esta imposición del significante que establece la Metafísica Binaria de Oposición es la jerarquización de las formas de devenir la existencia, la vida, el pensamiento y las 199

facultades humanas. El Ser, la Razón, la Verdad, el Conocimiento, la Belleza y lo Bueno —en una palabra: el Logos—, se entronizan como los únicos criterios legitimantes de la vida justa, recta; mientras que el No-Ser, la Irracionalidad, lo Falso, la Opinión —aunque verdadera—, lo Grotesco y la Maldad son relegados como simples indicadores de la existencia deslegitimada, injusta. Si en un mundo desfundamentado, con un dios muerto o ausente, cualquier modo de vivir es en sí mismo válido, lícito; por su parte, con la instauración de la dialéctica metafísica de oposiciones binarias, sólo es posible un paradigma exclusivo y auténtico de devenir en el mundo: la existencia regida por el Logos; cualquier otra forma posible de vida es condenada a la ilegitimidad, a la corrupción. De esta manera, a la oposición metafísica del ser y el no-ser le sucede enseguida el antagonismo binario de la Verdad-Falsedad, Realidad-Apariencia, Logos-Mito, Episteme-Doxa, Racional-Irracional, Cultura-Naturaleza, Orden-Caos, Equilibrio-Entropía, Conocimiento-Ignorancia, Eros-Thánatos, Libertad-Esclavitud y Belleza-Fealdad, entre otros, esto sin soslayar la dicotómica oposición de los valores morales, o deontológicos, a saber: Bien-Mal, Virtud-Vicio, Integridad-Pecado, Perdón-Venganza y Templanza-Intemperancia, por mencionar sólo algunas de las contradicciones existentes entre los valores de significación existenciaria; las cuales minan el derrotero histórico del ser humano hacia el binomio supremo de la existencia en el mundo, esto es: Salvación-Perdición, Redención-Condena. La vida virtuosa redime y salva, en tanto que la existencia deshonesta condena y pierde. En tal perspectiva, se establece una relación de reciprocidad necesaria entre la moral, en cuanto sistema particular de valores significantes de la existencia, y el justo vivir en tanto paradigma universal de vida; entre la Deontología, como doctrina específica de ponderación del deber de lo existente, y el recto vivir en cuanto prototipo trascendental de lo viviente; de ahí, entonces, que la vida legitimada sea deontológico-moral y la existencia deslegitimada sea, por ello mismo, inmoral, anti-deontológica. El pensamiento pesimista pretende que las oposiciones rigen el desarrollo socio200

histórico del ser humano y, como bien advierte Adolfo Vázquez Rocca, “… construyen una jerarquía de valores nada inocente, que busca garantizar la verdad y sirve para excluir y devaluar los términos inferiores de la oposición. Metafísica binaria que privilegia la realidad y no la apariencia, el hablar y no el escribir, la razón y no la naturaleza, el hombre y no la mujer”. Dialéctica metafísica que legitima la identidad del ser y condena la diferencia onto-histórica. Así, la Metafísica Binaria de Oposición sustituye la indiferencia impersonal del cosmos y el obstinado silencio del Dios, con la inflexible legitimación y la intolerante significación del sistema formal de los valores antagónicos. Sólo existe un modo del recto y justo vivir, cualquier otra posibilidad es ilícita, injusta e incorrecta, es decir, inmoral —“el mal sobreviene al esquivar aquel orden [el orden del ser y del Bien de los entes, es pertinente acotar]”, según parece plantear Cardona, a propósito de Santo Tomás de Aquino—. No hay conciliación posible en la racionalidad construida desde el sentimiento pesimista, desde el rencor de la existencia despojada de todo sentido trascendental. La razón, con sus antagonismos irreco­nciliables, limita, cerca, el abierto acontecer de la vida. El ser humano regido por el Logos sólo puede vivir a través de los límites que impone a las infinitas pulsiones, sensaciones, provocaciones, sentires, pensares, imaginares, creaciones y aconteceres de la existencia, en este mundo privado de significados esenciales. Sin embargo, aunque extremos de la moral y la deontología, el Bien y el Mal no constituyen los límites significantes de los valores propios de la ética, ¡vamos, ni siquiera la Vida y la Muerte conforman las lindes de la pragmática vital!, puesto que la existencia en sí misma carece de todo extremo limítrofe y rizomática se desborda en indefinidas posibilidades e inagotables probabilidades. Quizás, acaso, los únicos límites existentes sean aquellos procedentes de las opciones afirmadas performativamente por la voluntad de poder, por la vitalidad del instinto, por la fuerza del deseo. “Todos los caminos extravían porque al conducirte a un sitio te niegan la posibilidad de dirigirte a otro. No hay camino para alcanzar El Tao. Lo único 201

que puedes hacer es vivir”, enseña Chuang Tzu a través de las iluminadas palabras del venerable anciano Hai-Mo Peng. Aún en las condiciones más extremas: el abrasivo frío del espacio cósmico, el intemperante calor de las calderas del infierno que despliegan los volcanes, las oscuras oquedades de las cavernas, el sucinto intersticio de los implacables riscos y los fanáticos delirios de la razón, la vida, inexorable, se abre camino. En consecuencia, el guerrero, auténtico ser ético, puede hacer del vicio una virtud, de la muerte una forma de potenciar la vida y de la intemperancia un lance de acrecentar las posibilidades de existencia; pero, también de manera inversa, puede traducir la virtud en vicio, la vida en muerte y la templanza en incontinencia. La ética adolece de todo tipo de límite ontológico, de cualquier emplazamiento del deber ser, puesto que es vital, pragmática, estratégica y rizomática; al propio tiempo que resulta anti-metafísica, trans-antagónica y para-racional. El guerrero no se opone a la razón, pero tampoco se somete a los dogmáticos dictados del Logos, ni rinde culto incondicional a los provocativos lances de la irracionalidad; más bien, de conformidad con su particular estrategia existenciaria, recurre a los recursos de que dispone: dispositivos instrumentales, emocionales, instintivos, eróticos, estéticos, míticos y, también, racionales, entre otros más, para hacer devenir en historia, el ser de su deseo. En sentido estricto, la ética del guerrero, sin perderse en la locura, o quizás por la propia inspiración de una locura demasiado humana, se sitúa más allá del Bien y del Mal, pero, sin sustraerse del bien y del mal —y a veces, más allá de la Vida y de la Muerte, pero, sin evadirse de la vida y de la muerte—, porque se constituye en la exquisita demencia excesiva del deseo, que aún en la inapelable y definitiva condena de la finitud, encuentra formas creativas, estratégicas y potenciales de legitimar, significar y acrecentar las posibilidades y las probabilidades de la exis­ tencia —pues, parafraseando al Guasón, es bastante factible afirmar que detrás de cada gran locura, hay ahí una gran eticidad—. Así, pues, en consonancia con el lance de la vida, la ética se configura diversa y rizomática, por antonomasia. Si, como advierte Nietzsche, la moral, 202

y también la deontología, es una negación de las pulsiones vitales, del instinto de poder, entonces, la ética es su afirmación performativa; porque el instinto, el sentir y el deseo no requieren de legitimación y explicación alguna, pues, se auto-legitiman y auto-explican en su propia realización onto-histórica.

XXV

¿El Bien y el Mal son algo más que simples conceptos axiológicos de la reflexión filosófica? ¿El Bien y el Mal únicamente representan fuerzas onto-históricas o, por el contrario, comportan cierta entidad propia? ¿El bien y el mal son tan sólo actos reflejos, reacciones empático-aversivas de nuestro cerebro, como pretenden algunos planteamientos de las denominadas neurociencias? ¿O es acaso que el bien y el mal no sean más que elementos mitológicos, según apunta Leszek Kolakowski a propósito del espectro anti-teológico? Al pensamiento metafísico no le es suficiente con la formalización conceptual de los valores, con la racionalización filosófica de la virtud, para legitimar la existencia necesaria y el predominio trans-histórico del sistema moral o deontológico, sino que precisa sustanciar los pilares fundamentales de la Metafísica Binaria de Oposición, el Bien y el Mal, así como la consecuente moralización del orden y el acontecer contingente del cosmos —“Dios, en su omnisciencia, ha incorporado los sucesos naturales en un orden moral del cosmos; tales hechos se dan, pues, en virtud de la necesidad de la naturaleza, pero tienen al mismo tiempo un propósito moral”, como bien sintetiza Kolakowski la interpretación religiosa del mundo—. En efecto, si los valores que significan la vida humana se sustentan en la evanescente contingencia de los instintos, los deseos o los sentires; si los acontecimientos mundanos que conmueven de continuo la 203

existencia del ser humano —catástrofes y siniestros naturales—, se agotan en su efímera incidentalidad, sin propósito trascendente alguno, ajenos por completo al posible derrotero de su destino histórico; si las acciones volitivas humanas que provocan padecimientos, sufrimiento y/o dolor en los otros individuos, colectivos, comunidades y/o pueblos no tienen consecuencia ninguna; en fin, si la tragedia humana no comporta algún sentido ulterior a la propia circunstancia en que se resuelve a sí misma, entonces, la presencia de la humanidad en el orden y devenir del cosmos es tan sólo un accidente sin significado, ni sentido ninguno. De hecho, la morali­ zación y/o deontologización de la existencia se propone arrancar de la subhumanidad, de la animalidad al ser humano, siguiendo el lance reflexivo de Flannery O’Connor —“If there were no hell, we would be like the animals. No hell, no dignity”—. Así, la sustanciación del Bien y del Mal, con la consecuente moralización del orden y el acontecer cósmico, tiene el propósito nodal de gravar la insoportable levedad de la existencia. ¿Qué puede normar efectivamente la conducta humana, si los valores constituyen una simple convención socio-histórica? ¿Cómo distinguir las “acciones buenas” de las “acciones malas”, los “comportamientos rectos” de las “conductas injustas”, si la virtud es relativa a la comprensión particular de los individuos, comunidades, sociedades y/o estratos histórico-culturales? ¿Qué significado puede colegirse de los fenómenos naturales —terremotos, inundaciones, deslizamientos, erupciones volcánicas, sequías y tornados, entre otros—, si su acontecer es indiferente al destino humano? La posibilidad única de que los valores signifiquen verdaderamente la vida humana es que tengan un carácter trascendente al contingente devenir de la existencia, pues, sin el Demiurgo, como el gran absoluto trascendental, “… falta el punto de referencia, la discriminación decisiva entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, y todo es irrelevante”, siguiendo a Cardona. La sustanciación del Bien y del Mal, por tanto, es una necesidad onto-histórica, porque permite dotar de sentido cierto a la presencia del ser humano en el mundo, así como a sus actos y 204

a los aconteceres del cosmos en que habita —sea que dios exista, o no, ya se encuentre ausente, o muerto; bien queda, entonces, su hipóstasis en las figuras del Estado, el progreso histórico, los conceptos universales o las cualidades humanas fundamentales, para funcionar como referente trascendental—. En tal perspectiva, para legitimar la vida humana y, por consecuencia, la existencia del orden cósmico en donde se encuentra arrojada, el pensamiento filosófico pesimista se avoca a la ilusoria construcción de la Metafísica del Bien y del Mal. “En este orden de cosas, al filósofo no le queda otro recurso —puesto que no puede presuponer en los hombres y su actuación global ningún propósito racional propio— que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de criaturas tales que, sin conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado plan de la Naturaleza”, según afirma el maese Kant, en el mismo lance de reflexión). La especulación metafísica dota de consistencia sustancial, de densidad esencial, al perecedero suceder de la existencia humana y del propio universo, dotándolos de sentido y dirección trascendental. Sustanciar al Bien en esta metafísica lógica especulativa no repre­ senta mayor problema, puesto que se identifica con la propia divinidad, su hipostasis mundana, o en cuanto propiedad o derivación nomotética de las mismas. Dios representa el Bien, es Bueno en sí mismo y/o de su omnisciente sapiencia emanan los principios morales, o deontológicos, que rigen el devenir de la existencia; mientras que, por su parte, en tanto conciencia moral, o deontológica, del sistema social, sintetizada en la formalización de las leyes, el Estado —y más particularmente, el Estado moderno, el denominado Estado de Derecho—, representa el garante del bien común en tanto proceso onto-histórico de reconocimiento y emplazamiento de los principios universales de la moralidad, los cuales posibilitan la instauración y preservación del orden, la justicia y la paz; principios que son “impersonales”, porque no dependen de los contingentes intereses particulares de los individuos y, por ende, son también “objetivos”, 205

toda vez que cualquier ser reflexivo, inteligente, racional, puede reconocerlos como legítimos y válidos; ya como producto del devenir de la Idea en Espíritu Absoluto, o en cuanto resolución dialéctica de las contradicciones socio-históricas. “El fin de la polis es vivir bien… Hay que suponer, en consecuencia, que la comunidad política tiene por objeto las buenas acciones, y no sólo la vida en común”, según plantea Aristóteles; en tanto que Pablo VI, en su encíclica Pacem in Terris, núm. 51, de manera complementaria establece que la autoridad tiene origen divino y es postulada por el orden moral y viene de Dios; pues, de hecho, “sólo bajo la protección del dios eterno…, puede el dios mortal del Estado otorgar protección y paz”, según le atribuye Safranski a Hobbes. Así, pues, Dios, el Estado y las leyes que de estas entidades se derivan, conforman el referente fundamental para sustentar los juicios morales, o deontológicos; que el código deontológico-moral demanda la trascendental distinción entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, de acuerdo con Cardona. Y si Dios, o su hipostasis mundana, constituye la entidad del Bien y de su omnisciente intelecto emana el orden y el acontecer del cosmos, sin la continua necesidad de su intervención, entonces, cada fenómeno natural: los diáfanos rayos solares del crepúsculo que inspiran al poeta, la frágil belleza de las flores de durazno que conmueven al pintor, así como también las devastaciones que hacen padecer al ser humano, comporta un determinado sentido moral o deontológico, el cual, apremiada por la enfermedad de la nostalgia del retorno, la razón humana, está obligada a identificar y comprender, con la finalidad manifiesta de contribuir en el resarcimiento de la fractura original, en la restitución de la Unidad primigenia. De esta manera, no sólo la vida y el destino humano se moralizan, sino que también el orden existencial y su consecuente suceder mundano adquieren un carácter moral o deontológico. Pero, a su vez, los propios principios morales y deontológicos se revisten de un cierto sentido trascendental, esto es, tienen la función onto-histórica de orientar el destino humano hacia la restitución de la comunión originaria, bien sea a través del ciclo depurativo de la transmigración de las almas, 206

la redención del espíritu o la dialéctica materialista. El fin supremo de la moral y la deontología es la salvación humana. Pretender la sustanciación del Mal, por otro lado, es ya otra cuestión mucho más complicada; campo minado de múltiples aristas filosóficas, teológicas y teleológicas para las derivas reflexivas del pensamiento especulativo, en las que toda posible concepción confronta profundas inconsistencias metafísicas, pues, “en verdad, no es un problema sino un misterio”, concluye Jacques Maritain al respecto ¿Acaso el Mal tiene entidad propia e independiente de Dios? ¿O es que Dios mismo comporta un cierto lado oscuro donde se alberga y desde donde actúa el Mal sobre el mundo? ¿O puede ser, quizás, contradictoriamente, que la omnipresencia divina no comprenda la existencia toda y, por consecuencia, en sus márgenes de ausencia permita la inevitable presencia del Mal? ¿O tal vez sea probable que las inapelables leyes del universo creado, pese a su causa divina y a la absoluta omnisciencia del creador no sean en sí mismas perfectas y de esta tara primigenia devenga, inexorable, el Mal? ¿O bien pudiera ser que el Mal sea un acto premeditado de la Voluntad divina para castigar la inevitable idolatría, desobediencia y corrupción del ser humano? ¿Aun cuando puede ser, también, que el Mal tan sólo sea una tendencia exclusiva de la finita estructura ontológica humana? ¿Y es posible que, en cuanto sustancia opuesta a la naturaleza divina del espíritu, el Mal sea inherente a la materia de que está hecho el cosmos? Divino, mundano o humano, la presencia del Mal en el mundo representa siempre una crítica paradoja en el orden exis­ tenciario, dispuesto por el demiurgo, tanto porque cuestiona la absoluta perfección del divino creador y de su obra, como porque problematiza las apodícticas certezas de la especulación metafísica. La misma negación del Mal en el cosmos, constituye de suyo una paradoja ontológica irresoluble. Al negarse la existencia del mal, a su vez, también se niega la perfección de la obra creada por el Dios y, al mismo tiempo, la posibilidad de la libertad humana, según parecen coincidir Santo Tomás y Friedrich Schelling, entre otros. Ahora bien, si como Nietzsche supone no precisamos del concepto 207

de “lo malo” (das Böser), porque es suficiente con la connotación de “negativo” (das Schlechte), entonces, ¿por qué negar lo inexistente?, ¿qué referencia lo positivo?, ¿cómo explicar la degradación del instin­to vital, la perversión del sentir la existencia? La síntesis lógica de esta profunda contradicción metafísica se expresa, sin ambages, en la célebre paradoja planteada por Epicuro: ¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?

La milenaria comunión del profundo temor a la vida del esclavo y del vengativo espíritu del rencor del profeta-misionero, ha propiciado el surgimiento, emplazamiento y predominio en el Imperio del Significante de la tradición socio-civilizatoria de Occidente —aunque también se encuentra presente este impulso pesimista en el resto de los envíos culturales—, de un cierto tipo lokeano de pensamiento metafísico, que cobra forma religiosa, teológica, teleológica y/o filosófica, según pretenda explicar la presencia y función del Mal en el orden de la existencia. Más proclive a reconocer la influencia y participación del Mal, que del Bien, en el contingente acontecer del cosmos, en las acciones humanas y en su posible impacto en el derrotero existencial del individuo, la comunidad y la especie —“es más cómodo construir un consenso sobre lo que es el Mal que sobre lo que es el Bien”, de acuerdo con Alain Badiou—, la pulsión metafísica no duda en ensayar cualquier probable respuesta: desde la atribución de cierta entidad propia —como se representa en las emblemáticas figuras de Seth, Ahrimán, Érebo, Eósforo, Loki y Lucifer, por mencionar sólo algunos de los más conocidos—, aunque si bien matizada por su posición secundaria en la jerarquía divina, para no situarlo en la omnipotente dimensión de Dios, hasta su derivación de la imperfecta estructura ontológica del ser humano, pasando por la cólera pedagógica de la divinidad y la simple, aunque 208

inexplicable, ausencia del Bien. Abraxas, por ejemplo, constituye la síntesis divina del Bien y el Mal, la Luz y la Oscuridad, la Sabiduría y la Ignorancia, la Verdad y la Mentira; Dios-Demonio en donde confluyen los presuntos extremos que determinan lo existente y, a su vez, absoluto mediador de estas trascendentales oposiciones metafísicas. En tanto que, radicalizando la tesis de Plotino respecto de la inevitabilidad del Mal en la escalera de la existencia, una de las diversas vertientes gnósticas no duda en proponer que la Maldad del Demiurgo le impele a crear un mundo donde asienta sus reales el mal. Y sabemos de cierto, quizás demasiado bien —con las emblemáticas figuras de Prometeo, Orestes, Moisés y Job, entre una amplia multitud de víctimas de la ira o la malicia divina, a lo largo de la historia—, que la deidad no vacila en descargar todo el sufrimiento, todas las desgracias, todas las calamidades, todo el miasma, que su sagrada voluntad comporta, cuando decide poner a prueba, reprobar y/o castigar la conducta humana. “Oyó Febo Apolo [la plegaria del sacerdote Crises], e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros…; más luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres. Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del Dios”, narra Homero el castigo que el flechador Apolo desata sobre los Atridas cuando el Rey Agamenón se niega devolver a Criseida a su anciano padre (Canto I, 43); “Entonces Jehová hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego de parte de Jehová desde los cielos; y destruyó las ciudades, y toda aquella llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra”, relata la Biblia la destrucción de estas pecadoras ciudades (Génesis 19:24-25). Esto, sin olvidar el terrible Diluvio Universal que Vishnú (विष्ण,ु en sánscrito) descargó sobre el mundo, de acuerdo con la tradición Veda. Así, entonces, el mal posee en sí mismo naturaleza divina y el hombre es por naturaleza malo, según sentencian Maimónides y Kant en los extremos del pensamiento metafísico. Por su parte, Gottfried Leibniz plantea que el mal puede explicarse mediante tres posibles sentidos, a saber: 209

el metafísico por la “imperfección”, el físico por el sufrimiento y el moral por el pecado. El primero denuncia el déficit existenciario, la insuficiencia ontológica o la falta onto-histórica propia del ser humano, o también, y quizás por consecuencia lógica, de la falibilidad de sus facultades operativas de agente; mientras que las segundas, el pecado y el sufrimiento, representan las consecuencias directas de tal imperfección de ser, de esta incompletud de humanidad. Ser finito, contingente y corruptible; conocimiento relativo, afectividad intemperante y voluntad inconsecuente, entre otros rasgos ontológicos humanos, son las puertas de la irrupción del Mal en el cosmos, la ventana al abismo de la perdición, la herida en el amor divino. Los defectos de la entidad humana, pues, constituyen el fundamento del surgimiento del Mal en la obra del Demiurgo. En este esquema de comprensión moral, o deontológica, el pensamiento científicodisciplinario no puede sustraerse de la Metafísica del Mal —o del Mito del Mal, según prefiere denominarle Baumeister—, y por ende, construye sus propias explicaciones “racionales” a partir del reconocimiento de la imperfecta constitución de la estructura biológica humana, o de sus consecuentes degradaciones, deformaciones y/o degeneraciones sinergético-integracionales, en cuanto producto de las enfermedades psicológicas o neuronales. En tal perspectiva, el mal deriva de los trastornos psicóticos, las afecciones cerebrales, las influencias sociales y/o las apetencias pulsionales. De ahí que Baumeister proponga cuatro principales causas para el surgimiento del mal, esto es: la agresión útil, el egotismo amenazado, el sadismo y el idealismo. El idealismo convertido en pulsión religiosa, conviene aclarar: religiosidad mística, religiosidad cívica, religiosidad racional. “La religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin religión siempre habrá buena gente haciendo cosas buenas y mala gente haciendo cosas malas. Pero, para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión”, advierte Steven Weinberg, en consonancia con este punto de vista sobre el mal; aunque si bien hace falta cualquier tipo de religiosidad, incluso la fe en el Estado y en la ciencia, para que la gente buena haga cosas malas, habría que 210

completar la sentencia del físico estadounidense. ¿Cuántos genocidios se han realizado a nombre del Dios?, ¿cuántos crímenes de lesa humanidad se han cometido a nombre del Estado?, ¿a cuántos seres vivos se ha torturado y asesinado a nombre de la ciencia? —¿y acaso no fue la curiosidad científica, la principal pulsión que orienta los ominosos experimentos del Ángel de la Muerte?—. Empero, no es la intención aquí realizar una apología o alguna clase de análisis genealógico de la Metafísica del Bien y del Mal que, por lo demás, otros con mayor sentido de la historicidad del pensamiento ya se han ocupado de tales menesteres, sino más bien, el asunto es poner de manifiesto las auténticas pulsiones onto-históricas que causan este tipo de reflexión teológico-filosófica. En tal propósito, resulta del todo indispensable sustituir las clásicas preguntas de origen teleológico-conceptual, tales como: ¿qué es el Bien?, ¿qué es el Mal?, ¿cuál es el origen del Bien y del Mal?, para instaurar un modo de interrogación pragmática que permita la reconstrucción fenomenológica de lo bueno y lo malo, es decir, la identificación sistemática de las formas históricas en que la bondad y la maldad se presentan a la comprensión humana, esto es: ¿a qué clase de fenómenos, el ser humano, le predica la propiedad de ser bueno o malo?, ¿qué pulsiones le motivan para categorizar a los fenómenos mundanos, sociales o naturales, como algo bueno o malo?, con el objeto de descubrir al verdadero demon que se oculta detrás de esta metafísica mascarada. El pensamiento teológico-filosófico pretende descubrir la causa eficiente y la causa final de los valores, mientras que la pragmática axiológica sólo se propone exponer la fuente de procedencia de las formas de significación humana. Así, pues, más allá de la vulgar ligereza con que la manada adjetiva todo tipo de fenómenos, para significar las cosas más dispares, como lo saludable de un alimento o de una actividad física, la calidad de una institución o de un producto, la pericia técnica de una estrategia de juego o de una resolución estético-artística, entre otras múltiples situaciones —la carne de cerdo es mala, el deporte es bueno; es una escuela muy buena, es una película muy mala; fue una estrategia defensiva por 211

demás mala, es un verso bastante bueno, por ejemplo—, lo cual contribuye tanto a deformar los sentidos del discurso, como la manera en que los valores significan la vida; es por demás evidente que cada estrato histórico-cultural comporta sus propios criterios, formas y medios de significación existenciaria. Sin embargo, pese a los múltiples modos de predicar lo que es bueno y aquello que es malo, ya se refieran a acciones humanas o bien a los aconteceres naturales, que la doctrina deontológico-moral reconoce en el devenir absoluto del universo —origen, desarrollo y fin—, siempre parecen persistir, constantes, tres principales pulsiones en el espíritu de manada y en la prédica de los profetas-misioneros, las cuales determinan su pragmático uso onto-histórico, a saber: la pasión de impotencia, el sentimiento del miedo y el ánimo de esperanza. ¿Qué tiene en común el castigo divino con los vicios del ser humano?, ¿qué relación persiste entre los desastres naturales y la violencia humana?, ¿en que se asemejan las enfermedades con las acciones pecaminosas de los individuos y las sociedades humanas, verbigracia?, pero, también de manera contraria, ¿qué emparenta la gracia divina con la virtud humana?, ¿qué relaciona la pródiga fertilidad de la naturaleza con el altruismo humano?, ¿en qué se identifica la salud con los actos de templanza del individuo y de los pueblos, por ejemplo? En principio, estos diversos fenómenos no comparten nada en común entre sí, ni a nivel ontológico, ni tampoco en la dimensión onto-histórica: la gracia y los castigos divinos devienen de la Absoluta Voluntad del Dios, la fertilidad y los desastres naturales provienen de las impersonales leyes que rigen el advenimiento del cosmos —aun cuando instauradas por el sacro Creador—, la salud y las enfermedades derivan de la dia­ léctica del equilibrio de los organismos, mientras que, por su parte, la virtud, el altruismo, la templanza, el vicio, la violencia y el pecado humano, entre otros más, sobrevienen por completo de la contingente voluntad humana, sobre la cual se funda su libertad; y empero, el pensamiento metafísico, vulgar y formalizado, se esfuerza por armonizar estos distintos fenómenos mediante las categorías 212

morales o deontológicas del Mal y del Bien. Los castigos divinos y los vicios humanos representan males en tanto que la gracia y las virtudes humanas son buenas para el desarrollo histórico de la humanidad y del mundo, pero, ¿qué permite atribuirles a estos diversos aconteceres de la existencia la predicación de malos o buenos? En sentido estricto, la forma como impactan en el ánimo del espíritu humano, a saber: el sufrimiento o la felicidad que le provocan, el desencanto o la fascinación que le producen. Ahí, pues, la fuente de procedencia de la fenomenología pragmática de lo bueno y lo malo. Si el destino humano es la felicidad, es bueno todo aquello que le produce ser feliz e, inversamente, es malo todo aquello que le genera un sufrir, un padecer. La Metafísica Binaria de Oposición se sustenta, entonces, sobre la búsqueda desesperada de la felicidad y el rechazo intransigente del sufrimiento, del padecimiento. El omnipotente numen metafísico de la moral y la deontología se cimenta sobre la más profunda debilidad humana: la impotencia, el miedo y la esperanza. La impotencia humana ante la ingobernabilidad de las fuerzas del cosmos, que lo exceden; el profundo miedo ante la imprevisibilidad de la resolución del destino, pese a todas las promesas del Demiurgo; y la esperanza de que al final, cuando la contingente contrición del padecer haya por fin terminado, aguarde impostergable el justo reconocimiento a la virtud deontológico-moral, la justa retribución a la integridad de la vida, esto es: la salvación para los rectos, la condena para los aviesos. Ante la exasperante impotencia de perdonar el inmerecido agravio de los malvados y/o de cobrar la justa revancha por los ultrajes recibidos, temeroso de acrecentar la desgracia de su sino, el espíritu pesimista se refugia en la quimérica esperanza de una metafísica resolución onto-histórica, que compense sus crueles padeceres y, a su nombre, cobre la legitima venganza. La clásica construcción del famoso ídolo de pies de barro, en el que el oro de la cabeza representa el ideal teleológico del resarcimiento de la fractura original del mundo a través de la salvación humana; la plata del torso significa la moralización y/o deontologización del acontecer del cosmos, en 213

función de lo cual, todo fenómeno mundano constituye un signo interpretable del inexorable destino de la humanidad, gracia o castigo (el Crismón reconocido por el General Constantino, en el cielo romano, In hoc signo vinces, con el cual se impone sobre los ejércitos de Majencio y, en consecuencia, arriba al trono del Imperio más poderoso de la época, punto de inflexión histórica donde se inicia la odisea del cristianismo en religión planetaria; la peste negra que arrasa la Europa del siglo xiv, por ejemplo); el bronce del vientre y de los muslos, por su parte, simbolizan la imposición socio-política del Imperio de la Ley Universal en el gran devenir de la Historia Humana —predominio del Imperativo Categórico kantiano—; y los pies de barro figuran la angustiosa debilidad ontológica del ser humano. La desmesurada impotencia humana, ante la inexplicable indiferencia de Dios y la impersonal pasividad del Universo, para exorcizar el sufrimiento de la existencia, resistir sus devastadores efectos en la vida mundana y convertir tan atroz padecimiento en un acto performativo de significación del ser propio, del deseo vital, del sentirse existente. El abismal miedo de que detrás de la máscara metafísica no haya nadie vigilando, no haya ningún sentido primigenio que explique el suceder del cosmos, como bien advierte ya Foucault; el aterrador temor de que la vida se agote en su ingrávida contingencia, carente de cualquier trascendencia y, por ende, al final de la historia no aguarde tampoco nada; ninguna resolución onto-histórica. Y para compensar la insufrible pesadumbre que provocan la impotencia y el miedo, la manada se resguarda en la esperanza. Junto a la impotencia y al miedo casi siempre se aparece la esperanza, parafraseando a José Luis Cardero. La esperanza de que haya un demiurgo significando la existencia, un juez supremo sentenciando las acciones humanas y, cuando todo termine, un severo celador que reserve el Edén de felicidad eterna para el justo y el averno de sufrimiento perpetuo para el malvado —“Beati in regno coelesti videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis magis compleceat”, advierte Santo Tomás—. Dios, la metafísica, la moral y la deontología no son más que la proyección de la impotencia, 214

el miedo y la esperanza del ser humano, ante el desesperante vacío de fundamento en que acontece su existencia. Pero, la impotencia, el miedo y la esperanza, aun cuando proyecto socio-religioso de civilización, nunca han representado una auténtica estrategia de ser, sino más bien cierta disposición a permanecer como creatura del Demiurgo, oveja de pastoreo y sacrificio, minusválido sujeto de tutelaje. Impotente, la manada, para conjurar el sufrimiento, es decir, el mal que comporta la contingencia de la vida en este mundo —aun cuando sea el mejor de los posibles, de conformidad con el metafísico optimismo de Leibniz—; temerosa, también, de que la implacable muerte tan sólo represente la entrópica disipación de la experiencia del existir, sin sentido alguno, sin significado ninguno, sin trascendencia probable y, sobre todo, peor todavía, sin consecuencia tampoco por la clase de orientación axiológica de las acciones humanas, individuales o sociales, o por el grado de padecimiento que deba soportar ante el fatal hecho de haber vivido, se entrega, sin ambages, a la esperanza delirante edificada por el espíritu de venganza de los profetas-misioneros. Al borde del abismo existencial, privado de significados, sentidos y trascendencias, en que acontece la vida del ser humano, toda experiencia vital posible comporta el mismo valor, esto es: ¡ninguno, para ser exactos! Ninguna acción es mala o buena por sí misma, ningún fenómeno es mejor o peor que otro cualquiera. Abrumadora expresión de una existencia incidental sin destino alguno. ¿De qué sirve, entonces, la conciencia de sí?, ¿qué ha de testificar la paranoica conciencia humana?, ¿acaso sólo ha de atestiguar la ausencia de fundamento existenciario?, ¿es posible que sólo ha de adverar la privación de cualquier propósito último?, ¿qué terrible demiurgo pudo concebir un mundo dotado de una conciencia que testimonia su prevalente acontecer, pero privado de todo sino?, ¿cuál es la finalidad de tal existir?, ¿qué malévola deidad pudo fraguar tan terrible broma? El profeta-misionero no es inmune a las debilidades de la manada, por el contrario, expe­riencia con mayor intensidad la delirante angustia de la impotencia, el miedo 215

y la esperanza; de ahí su profundo espíritu de rencor y, por ende, su compulsivo sentimiento de revancha. Rencor contra las abiertas posibilidades de una existencia desfundamentada, venganza contra la performativa potencia vital. Resentimiento de débiles contra el vigor de los poderosos. Pero, como la debilidad no obtura, ni anula, la potencia performativa de la voluntad de poder que subyace en todo devenir ser, tan sólo la corrompe, la deforma, la pervierte, la enferma, entonces, el profeta-misionero la usa para erigir todo el delirante entramado de la Metafísica del Bien y del Mal, con el objeto de encauzar los lances de la existencia, controlar las potencias vitales y, en el proceso mismo, gobernar las impotencias, los miedos y las esperanzas de la manada. En lugar de transformar la fragilidad de la vida humana en poderosa voluntad creadora, la conciencia paranoico-delirante instaura el régimen de la debilidad como virtud y promete, en cuanto recompensa trascendental, ¡tras el juicio final!, la improbable utopía de la felicidad eterna: la Ciudad de Dios, el Mundo Feliz, el Comunismo Científico. En este sentido, Genaro Fernández Mac Gregor sintetiza: “… el hombre es una criatura muy infeliz y muy impotente, incapaz de todo si Dios no lo asiste y no sostiene su voluntad vacilante”; pero, Dios sólo asiste y sostiene si el ser humano se somete, por voluntad propia y sin cuestionamiento alguno, a las leyes que impone sobre la existencia y las cuales convierte el profetamisionero, en credo deontológico-moral, sobre el que instaura su régimen de dominio. Ante la impotencia de someter a su dominio el devenir del existir mundano, por lo menos, sojuzgar la voluntad humana, es el sueño vanal de todo profeta-misionero; a su vez, es importante advertir que ni siquiera la obediencia y devoción plena, ciega, irrestricta, garantiza, de forma absoluta, la piedad y el favor divino, pues, la misteriosa voluntad del Dios, puede castigar, sancionar, perseguir y amonestar la vida humana, aun sin causa alguna, o todavía en el acatamiento de sus contradictorias reglas, como bien lo ejemplifican las emblemáticas figuras de Job y de Orestes. En tal contexto socio-histórico, siguiendo el lance reflexivo de Ernst Bloch, se conforman dos tendencias principales de esperanza, 216

a saber: la piara, privada de imaginación, mientras espera la justa retribución de sus injustas penurias, sale de sí para proyectar ilusiones en el aire, “sueños que no llegan a madurar…, esperanza de baja estofa”, como bien apunta el filósofo alemán; mientras que el profeta-misionero, lastrado de una fértil y delirante imaginación paranoica, se evade de sí para fundamentar la utopía de la resolución histórica, en que el ser humano depurado resarce la fractura original que desgarró, y sigue desgarrando, a la existencia, tras la caída, deviene comunión con lo absoluto y alcanza su plena humanidad. Ensoñación condenada al fracaso, la amargura y el desconsuelo; arrebato de hazaña heroica que promete el camino, la reforma y la salvación, para concluir en el pesimista desencanto. En consecuencia, el primer acto de prestidigitación metafísica de la vetusta legión de profetas-misioneros es la glorificación de la debilidad y la consecuente condena ontológica de la fortaleza vital, del élan d’excès, con el propósito manifiesto de enardecer las evanescentes esperanzas de la manada y trazar los racionales derroteros de la utopía. La metafísica utopía se fundamenta en la racionalización de las impotencias, los miedos y las vanas esperanzas del rebaño. Así, pues, lo bueno que promete la perenne felicidad humana es la afirmación de su propia debilidad, el no-poder convertido en virtud deontológico-moral (y “… es bueno todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos”, como apunta irónicamente Nietzsche), en tanto lo malo que comporta la cruel pesadumbre del sufrimiento es la vigorosa vitalidad, la performativa voluntad de poder —“Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes”, continua en el mismo tono el filólogo alemán—. El segundo acto de la conciencia paranoica-delirante es el proceso de moralización de la existencia, que comienza con la atribución de un valor moral, o deontológico, a cada uno de los fenómenos 217

mundanos y concluye, por deriva lógica, con la metafísica sustanciación del Bien y del Mal. Dios y el Demonio no se encuentran al principio de la significación de la vida humana, sino más bien al final de la impotencia, el miedo y la esperanza, es decir, del no-poder de la manada; estas sacras figuras constituyen la representación exacerbada de la debilidad del ser humano. Nuestra impotencia, nuestro miedo, nuestra esperanza son los únicos argumentos que puede utilizar el dios, y el demonio, para probar su existencia más allá de nosotros mismos, bien podríamos aducir parafraseando a Cardero. Dios y el Demonio, tanto como sus correlatos deontológico-morales, el Bien y el Mal, ampliando la reflexión de Mary Midgley, cristalizan “toda una masa de ideales y normas muy complejas subyacentes a las normas morales y que le dan su significado”, es decir, los divinos referentes del deber ser, del recto vivir, de la justa existencia, son sintéticas representaciones de pulsiones humanas, no fuente de procedencia de los valores onto-históricos que le significan. Y el tercer acto de ilusión del pensamiento pesimista es la imposición de una cierta relación de identidad ontológica entre el Bien, la Razón, la Verdad, la Belleza y la Justicia, pues, no son más que el mismo Ser absoluto, siguiendo la teológica deriva de Cardona. Por eso mismo, lo que es bueno es racional, verdadero, bello y justo, siguiendo el lance de la reflexión platónica; e inversamente, lo que es malo es irracional, falso, feo e injusto. Luego, entonces, los actos morales o deontológicos, son buenos, racionales, verdaderos, bellos y justos, mientras que las acciones inmorales son malas, irracionales, falsas, feas e injustas. Dios es la Verdad Absoluta, el Demonio el Absoluto Embaucador. Y en el centro mismo del drama metafísico, de la apuesta sobre el tablero, el ser moral, el ser deontológico, en cuanto garante único, legitimo, del resarcimiento de la fractura original; sin embargo, como el esclavo y el profeta-misionero sienten un atávico temor ante la responsabilidad de la existencia de sí, con mayor razón retroceden aterrorizados frente a la posibilidad de asumirse en tanto causantes directos de la salvación o la condena cósmica, en virtud de lo cual, aun sin descentrarse del núcleo del orden existencial, la conciencia 218

paranoica-delirante emplaza al ser humano en la tensión de las dos fuerzas primigenias, el Bien y el Mal, que lo exceden en potencia, pero que disputan la tenencia de su alma. El ser humano obra, según su voluntad, resista o sucumba a los susurros de Dios o del Demonio. Ahora bien, puesto que la debilidad ha sido entronada en cuanto virtud, el espíritu de rencor del profeta-misionero y de la manada, desde luego, dirige la potencia de su empeño de venganza contra todo lo que represente vitalidad desaforada, voluntad de poder, exceso de vivir, esto es: la libertad, los instintos, el deseo, el sentir. El culto a la debilidad no anula la potencia performativa de la conciencia paranoico-delirante, ni tampoco de la voluntad de servidumbre, pero la transforma en fuerza destructora de todo impulso vital, lance de degeneración del instinto, perversión del deseo, pues, “toda perversidad procede de la debilidad”, como bien apunta Rousseau. La destrucción comienza con la condena moral y deontológica de los instintos, el deseo, el sentir y la propia libertad, porque conmueven e inquietan la templanza del espíritu humano y, por ende, atentan contra la realización de su destino prometido: ¡la consecución de la felicidad! “La inquietud es el mayor mal, que le puede venir al alma”, según afirma San Francisco de Sales, Obispo de Geneva —hoy Ginebra—. Los instintos, particularmente los instintos sexuales, en tanto impulsos egocentristas de afirmación y continuidad performativa de la existencia propia y del devenir de los lances de la vida, corrom­ pen la voluntad y la razón del ser humano, cediendo a las falaces tentaciones del demonio. Los instintos propician que anteponga el amor propio a la Ley Moral, evidenciando su naturaleza mala, de acuerdo con la vertiente de reflexión kantiana. El deseo, por su parte, comporta cuatro grandes defectos deontológicos y morales, a saber: en primer lugar, es una fuerza irracional, inconsciente, sobre la cual no debe cederse, según la máxima ética de Jacques Lacan; en segundo lugar, es siempre una determinada exigencia-de cosas que tienden a satisfacer indigencias, pasiones y apetencias adventicias en la vida del ser humano, inquietando su espíritu, ya las consiga o se prive de ellas; en tercer lugar, es la pulsión de la perseverancia 219

del ser propio, fundamento del egoísmo humano; y en cuarto lugar, es fuerza concupiscente que transige a las provocaciones de la tentación, el egoísmo y, por tanto, del pecado —“… cado uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido”, dictamina el apóstol Santiago [1:14-15]—. El deseo es el lenguaje de seducción del Absoluto Embaucador; mientras que el sentir arraiga la existencia en el mundo, desviando a la conciencia humana de su verdadero origen y destino, la divinidad de su alma, propiciando la perdida de su ser, alejándolo de su fundamento y causa. El instinto, el deseo y el sentir son potencias irracionales, por lo que, de acuerdo con la relación de identidad moral y deontológica, también deben ser falsas, feas, injustas y, en consecuencia, malas; de ahí que deben ser reprimidos, administrados y vigilados cuando no expurgados de la naturaleza humana. El Gran Embaucador, empero, lo constituye el sistema moral-deontológico que dispone las figuras de Dios y el Demonio en el origen y causa de la contención permanente de los instintos y los deseos humanos, como condición necesaria de la recta existencia, vida y convivencia social; al propio tiempo que emplaza al Infierno en cuanto medio de depuración onto-histórica, ya sea en el mundo verdadero de la divinidad o bien en la trágica experiencia terrena. La salvación transita inexorable por los oscuros meandros de contrición y depuración que comporta el abismo existenciario; el infierno posibilita la dignidad humana, según previene O’Connor. La condena moral o deontológica de la libertad, sin embargo, resulta un asunto más difícil y complejo de dilucidar. En su delirio paranoico, la conciencia pesimista advierte que no es suficiente con cierto pensar y actuar sometidos a los trascendentales principios morales o deontológicos, sino que tales acciones deben ser por completo intencionales, es decir, un explícito acto de la voluntad humana, una libre elección voluntaria del Bien —“No basta que la acción tenga un carácter determinado para que la conducta sea justa o buena; es preciso también que el hombre actúe de un modo determinado ante todo, que actúe a sabiendas; en segundo lugar, que proceda en razón de una decisión consciente y que prefiera esa 220

acción por sí misma; finalmente, que actúe desde una posición firme e inquebrantable”, según dictamina Aristóteles—. Si el ser humano obra bien, no por voluntad propia, sino compelido por algún cierto determinismo onto-histórico, efecto necesario de la Volición divina o de las inapelables determinaciones del Espíritu o de la Materia, en el inexorable devenir de la Gran Historia, a la dialéctica manera de Hegel o de Marx, no puede concluirse, de esta automática forma de proceder que sea bueno o justo por derecho propio, como tampoco es posible decir que la exigencia biológica de respirar sea buena o mala, por ejemplo, dado que sólo es una respuesta determinada a priori genéticamente y condicionada por la necesidad de su misma constitución onto-genética. Actuar bien, sin la posibilidad de elegir en estricto apego a la libre voluntad, es sólo un automatismo ontológico. “Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso que permaneciera en la santidad de la justicia…; y tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado por la gracia; y tenemos libre albedrío para el mal, abandonado de la gracia, y por la gracia fue sanado de la corrupción”, como establece el Concilio de Quiersy. Así, entonces, del libre albedrío de la voluntad humana proviene la facultad de pecar y con el pecado se instaura el Mal en el mundo, según parece prevenir San Agustín de Hipona. De ahí, entonces, que la conciencia paranoico-delirante reclame la libre elección del Bien y el rechazo voluntario del Mal, pues, “la libertad es la facultad de las dos potencias: es facultad del hombre como tal, que quiere la verdad, conoce el bien, y así lo ama en un acto libre de identificación intencional”, según reconoce Cardona. Empero, en el fondo, lo que en realidad pretende el profeta-misionero, con esta dialéctica voluntarista, no es tanto sustentar la necesidad de la libre elección del Bien en sí mismo, como factor indispensable de la virtud moral o deontológica sino, por el contrario, justificar y demandar la obediencia categórica a la incuestionable autoridad onto-histórica que comportan las leyes morales o deontológicas y, en consecuencia, sus representantes en el orbe. “Dios manda honrar toda autoridad”, reconoce sarcástico 221

Nietzsche en el proceso histórico de la instauración del Imperio de los Débiles. Pero, la perversidad proviene de la debilidad, como anticipa ya Rousseau. En consecuencia, si el ser humano quiere tornar el Paraíso, a la santidad de la justicia, granjearse el favor de la gracia, en el ejercicio pleno de su libertad, debe obedecer con toda su voluntad a la autoridad moral o deontológica, es decir, a la conciencia pesimista, rencorosa y vengativa que representan los profetas-misioneros. Sí, la sustanciación del Bien y del Mal pertenece al drama de la libertad humana, es posible plantear, parafraseando a Safranski, y de modo más preciso aún: la Metafísica Binaria de Oposición pertenece al drama de la ambición de control, y no de poder, de la voluntad de servidumbre y de la conciencia paranoide. En esta perspectiva, la Moral y la Deontología, en sentido estricto, no emanan de la aspiración o de la inspiración del Bien, por el contrario, devienen del repudio irrestricto a toda forma de vitalidad, condenándola en cuanto representación del Mal. Pero, el ser es, ni bueno, ni malo, ni falso, ni verdadero, ni justo, ni injusto, sólo es. Y si acaso existe una forma de Bien último, supremo, trascendente a la finita existencia humana —ya sea como correspondencia con el ser, o en cuanto correlato de su esencia divina, si se quiere—, este es la potenciación de las posibilidades de experienciar, habitar y diversificar las disposiciones de vida, donde la muerte no es su opuesto ni tampoco su trágico fin, sino, por el contrario, la condición misma de su acontecer en el mundo, el fundamento propio de su significación onto-histórica (“En cuanto arrojado estar-en-el-mundo, el Dasein ya está siempre entregado a su muerte”, como afirma Heidegger al respecto); empero, el imperativo contingente de la conciencia paranoico-delirante lo transforma en principio trascendental, en virtud absoluta, en sustancia primigenia, como un medio metafísico para conjurar el sin sentido, la ausencia de fundamento y el terrible azar en que deviene el mundano existir. Empero, ¿cómo es que la libertad humana origina, fundamenta y favorece la terrible irrupción del Mal en el mundo?, ¿cómo es que el divino don del libre albedrío se transforma en principio de 222

perversión del orden existencial?, ¿cómo es que su propia disposición de ser se vuelva contra el mismo ser humano y se emplace como principal fuente de procedencia de su onto-histórico padecer, desgracia y perdición? Prevista en cuanto germen y sustento del Mal en la ecúmene, la libertad parece una cruel broma del Demiurgo; mejor haber sido creado ángel, animal, planta o cosa, ser determinado, sin posibilidad alguna de desear, de elegir su propia causa y derrotero, pero, también, desprovisto del siniestro riesgo que le condena al pecado y a la ruina. A su libre voluntad, pese a las condiciones onto-históricas que acotan su existencia (la Ley de dios, la imprevisibilidad del destino, la desmesura de los elementos de la intemperie, los principios fundamentales de la Naturaleza Humana, el Estado de Derecho, la emergencia político-económica, etc.), el ser humano puede alcanzar la sublime beatitud de la santificación o perderse en la abominable fatalidad de la maldición; la gracia del empíreo o la condena del averno. En la superficie misma del abismo de posibilidades existenciarias, en donde se sustenta la libertad humana, irrumpe la turbadora factibilidad de elevarse o precipitarse en el orden de la creación, mientras que, en la profunda oscuridad de su insondable fondo, aguarda conminatoria la absolución o la repulsa. La dramática elección trascendental en el núcleo, juicio y resolución de la voluntad humana. No hay escape ninguno en tal dialéctica onto-histórica, la libertad representa una inexorable condena para el ser humano, como ya previene el existencialismo sartriano, puesto que aun el anonadamiento pesimista, la renuncia voluntaria a decidir, en sí misma, constituye una elección efectiva que puede perderla. La ataráxica contención de la voluntad no exime de la responsabilidad de haber optado por una posibilidad de ser y, por tanto, amerita la sanción correspondiente. Luego, en cuanto ineluctible condena, pese a la divina apertura de la incierta posibilidad de la salvación, la libertad deja entrever el grotesco rostro del Mal que le es inmanente. ¿Para que dona la voluntad creadora al ser humano, de la propiedad que ha de corromperle? Es un auténtico misterio el paradójico humor demiúrgico que decide 223

favorecer a su criatura predilecta con el exclusivo privilegio de la posibilidad cierta del extravío de sí y del destino prometido, pues, si la libertad representa en sí misma ya una ineludible condena, ni siquiera resulta necesaria la ominosa presencia sustanciada del Mal, en la sediciosa forma del Demonio, Satanás, o Lucifer, para explicar su funesta influencia en el contingente acontecer mundano, toda vez que su aciaga irrupción en el orden de la creación corresponde, por entero, al drama de la voluntad humana, como bien acota Safranski: “… [no] hace falta recurrir al diablo para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana”. Y no es que la libertad despliegue o comporte abismos de exceso, según pretende el filósofo alemán, con el ejemplo de Sade, sino que el fundamento mismo del carácter abierto e indeterminado del ser, del ser humano, como del libre albedrío que es propio de su voluntad de poder, lo define el abismo de posibilidades existenciarias, en cuyas ignotas honduras abreva su performativa imaginación y asertividad, inagotable fuente de procendencia de los diversos lances de ser, existir y vivir para la incontenible experiencia humana, es decir, en su propio sustento ontológico ya se instaura la condena del exceso de probabilidades de ser, fracturando, antes siquiera de haber decidido y actuado, cualquier unívoca disposición divina u onto-histórica de devenir su contingente entidad. No es, pues, una falta de ser, o ausencia de dios, lo que justifica la infausta irrupción del Mal en la ecúmene y, por ende, en el espíritu humano, con las consecuentes desgracias para su terrenal vida, sino el exceso de posibilidades de afirmación existenciaria de los distintos modos de ser de que dispone el ser humano, para habitar en el caótico suceder del mundo. La donación divina o la resolución onto-histórica del libre albedrío, entonces, consiste en la apertura del exceso de posibilidades de ser —la inconscien­ cia de la inocencia adámica, o la conciencia de sí del expulsado; la inhumanidad del ser enajenado, o la humanidad del ser regido por las cualidades fundamentales, verbigracia—, no con la pérdida de Dios y/o del ser propio, tras la elección humana, según pretende el pensamiento paranoico-pesimista. 224

En el acto de creación, ¿acaso querría o, tal vez, podría haberlo evitado, sin renunciar a su omnipresente presencia en el orden de lo creado?, el Demiurgo dota al ser humano, como a todas sus criaturas, de los primeros principios —cualidades humanas fundamentales, en la lógica chomskiana—, y de una determinante tendencia hacia el Fin último, el Bien absoluto, la Verdad prima y la plenitud que constituye Dios en la existencia cósmica, instaurando en todos los seres una inapelable atracción hacia su fundamento metafísico, de acuerdo con Cardona, siguiendo la reflexiva tradición tomista. “Al crear, Dios había dotado a todas sus criaturas de un principio de atracción hacia sí, y por tanto hacia la plenitud del ser y del bien”, según acota el sacerdote español. De ahí, entonces, que todas las facultades y propiedades humanas, tales como la inteligencia, el amor, la razón y la voluntad, entre otras, se orienten por estos valores humanos fundamentales, conforme a la terminología empleada por el lingüista estadounidense hacia la resolución final que representa la sintética reintegración a la Unidad Absoluta; fuente de procedencia de la agobiante enfermedad de la nostalgia del retorno, como la denomina Lévinas. El resto de los entes de la creación, inmunes a esta mórbida nostalgia y guiados tan sólo por sus primigenias determinaciones ontológicas, amparados con la inocencia originaria, sin prueba o contrición alguna, de manera natural tornan a la infinita gracia del creador; pero, la capciosa broma del Demiurgo para el ser humano, es que no le resulta suficiente con la simple elección irreflexiva del Bien, por el contrario, se le demanda una radical decisión amorosa, inteligente, racional y voluntaria del regreso a Dios, o de la consumación de su auténtica humanidad. Así, el sacro don del libre albedrío no se reduce a la pura capacidad de elegir en torno de las opciones posibles, demarcadas por la trascendencia de la Ley, divina u onto-histórica, sino que se le exige la conciencia plena de la relación metafísica de identidad subyacente en la Verdad, la Justica, el Bien y la Ley que los sintetiza. La elección del retorno a Dios debe definirse por el consciente reconocimiento del camino justo, la existencia verdadera y la bondad del Ser que representa, en 225

cuanto causa volitiva de la creación, no por un temeroso acto de fuga de los infortunios de la vida mundana. El dilema nunca ha sido la observancia o la transgresión de la Ley —obedecer a Dios o probar del fruto prohibido, el ser o el no ser, la piedad o la impiedad—, toda vez que la rectitud de Job no lo exime del acoso divino, ni la vida licenciosa priva a las personas de alcanzar la indulgencia de la beatitud; no, la genuina disyuntiva se trama entre la conciencia del instante acerbo que revela la plenitud del Ser y la conciencia de sí que resbala en el abismo del olvido ensimismado del ego humano, como parecen explicar San Agustín, Cardona y Safranski. Cierto, al delegar en la contingente voluntad humana la aquiescencia o conculcación del precepto divino, Dios le otorga el exclusivo privilegio del don de la libertad, pero, aun antes de disponer de la oportunidad efectiva de decidir, tentado por la cautivante astucia de la serpiente, la angustia de la conciencia del abismo de posibilidades le estalla al ser humano, con todo el peso, carga y gravedad del ego propio, del sí mismo, como acota Lévinas y reitera Han —“… la libertad del yo no es ligera como la gracia, sino en sí misma gravedad, de que el yo es irremediablemente sí mismo”, aduce el filósofo lituano al respecto; ser “… sí mismo no significa simplemente ser libre. El yo es también una carga y un peso”, explica el ensayista surcoreano en el mismo lance reflexivo–; y con el aterrador develar de la conciencia de posibilidades que sustenta el sagrado obsequio del libre albedrío se produce la categórica fractura original entre el Ser Absoluto y el humano ser sí mismo, la entidad de los seres del mundo y el ser propio del ser humano, la paradisíaca inocencia se pierde para siempre, asienta sus reales el Mal en la creación y mana incontenible el corrosivo sentimiento de la culpa, como bien arguye Safranski —“Cuando la conciencia de la libertad entra en juego, la inocencia paradisíaca queda atrás. Desde ese momento existe el dolor originario de la conciencia. La conciencia ya no se agota en el ser, sino que lo rebasa, pues ahora contiene posibilidades, un horizonte sumamente seductor de posibilidades”, en palabras del pensador teutón—. 226

El Mal no emana del ejercicio de la libertad en sí misma, sino de la conciencia de las posibilidades existenciarias que se despliegan a la consideración humana, con su sola probabilidad fáctica, más allá de los límites establecidos por la Ley y que su misma transgresión efectiva confirma, pese a la posible severidad de sus factibles consecuencias. La conciencia del libre albedrío comporta, siempre, cierta disidencia fundamental, como le denomina Safranski, un determinado efecto de cisma ontológico, ruptura de concordancia, discordia de voluntades, escisión de dependencia y división de propósitos que provoca la fractura original en el orden de la Unidad absoluta de la creación; convirtiéndola en conciencia culpable, conciencia apesadumbrada, conciencia del pecado, en virtud de lo cual se torna visible, palmaria, a la mirada conminatoria de Dios y, también, a la censura de su propio mirarse a sí misma. Así, la mirada se devela en cuanto infierno, con Sartre, porque la conciencia de sí testimonia las diversas alternativas de ser que le abren su propio desear y que el mirar, implacable, arranca de la intimidad del ser. La desgracia del Mal en el mundo se instaura con la conciencia del abismo de posibilidades existenciarias, de donde abreva disidente, su conversión en deseo de ser y el anhelo de la performativa afirmación del ego propio, en que se afianza el libre albedrío. En sentido estricto, la conciencia de posibilidades es una conciencia deseante y, por ende, una conciencia culpable; en principio, culpable de desear las posibilidades que se le ofrecen de ser en el mundo y, después, culpable del imperioso desear la consecución de su deseo de ser. No existe libertad sin el apremiante deseo de ser, ya se afirme con toda su pavorosa incertidumbre o se niegue pesimista con toda su anestesiada certeza. Al final, poco importa si prueba o se abstiene del fruto prohibido, si acata o se infringe la Ley, con el conocimiento consciente de que existen tales primigenias posibilidades se produce el desgarro original, en tres dimensiones fundamentales: la trágica fisura con dios, la identitaria distanciación con los entes del mundo y la culpable abertura del abismo de posibilidades en el ser mismo, del ser humano. La Unidad absoluta se fractura por 227

exceso de posibilidades. Ausente de la conciencia de posibilidades, la Unidad del ser en dios y en el mundo, en cuanto coextensión de la omnipresencia divina, permanece íntegra e incorrupta; pero, a partir de su categórica detonación en el ser humano, con el dictado del sacro precepto, de forma inmanente, se dispone la factibilidad de la independencia de afirmación y fundamentación humana. La Ley no sólo induce su transgresión, como advierte Safranski, sino que también supone la posibilidad de la definición del bien, la verdad, la justicia y el conocimiento desde la dimensión humana, al margen del Demiurgo. Luego, entonces, el Mal no proviene de la infortunada ausencia de Dios, o de la ausencia de ser, según pretenden San Agustín y Santo Tomás, de manera respectiva, sino que constituye un exceso del deseo de sí, una desdichada caída en el ego propio, lo que lo fragmenta de dios; padeciendo de un cierto olvido ensimismado de su Fin último, atracción fundamental y los primeros principios con que fue creado, de acuerdo con Cardona y Juan Donoso Cortés —“El desorden causado por la prevaricación del hombre fue parecido al causado por la rebelión del ángel… Habiendo dejado el hombre de gravitar hacia su Dios con su entendimiento, con su voluntad y con sus obras, se constituyó en centro de sí propio, y fue el último fin de sus obras, de su voluntad y de su entendimiento”, subraya el filósofo español, en este lance—. Lo que en dios representan evidentes signos de su absoluta perfección: la gravitación respecto de sí mismo, la auto-fundamentación del Bien, la Verdad, la Belleza y la Justicia, por el contrario, en el ser humano significa una incuestionable certeza de la insuficiencia ontológica y la imperfección volitiva que causa el Mal en el mundo. En síntesis, la conciencia de la libertad humana, en cuanto abismo de posibilidades existenciarias, sustenta la presencia del Mal en el orden de la creación. Y sin embargo, el libre albedrío del ser humano sólo es posible en el élan d’excès de los modos de ser en la existencia, porque en la dependencia de cualquier otra voluntad fuera de sí mismo —el Demiurgo, Dios, el Estado—, aun cuando en el favor de la gracia, inevitablemente, se encuentra condenado a 228

la miserable condición de tutelada criatura. No hay escape posible: el padecimiento del Mal de la servidumbre o el dolor del Mal de la libertad, pues, parafraseando a Alexander Solyenetzin: la línea que separa a la sumisión de la libertad atraviesa el corazón de cada ser humano. ¿Y quién destruiría un pedazo de su propio corazón?

XXVI

¿Cuál es la imagen simbólica, por antonomasia, de la manada? ¿Qué representación totémica encarna los valores fundamentales del rebaño? El mártir simboliza, sin duda alguna, más aun que el propio héroe, la síntesis onto-histórica de los valores morales, y deontológicos, de la voluntad de servidumbre y de la conciencia paranoica, esto es, representa el núcleo de significación trascendental de los esclavos y de su indiscutible autoridad pastoral, los profetas-misioneros. El término mártir deriva del latín: martyr, es decir, testigo; pero, no de cualquier clase de testigo, sino de aquel que rinde su testimonio a costa del padecimiento propio del exilio, el suplicio o de la muerte. La libre aceptación del sacrificio constituye la forma y el medio del público testimonio presentado por el mártir, pues, este acto máximo es intrínseco a la moralidad que representa y pretende imponer a la sociedad —“el sacrificio es intrínseco a la moralidad”, apunta Bauman, en este sentido—. Sócrates, bebiendo la cicuta en la Grecia del año 399, antes de nuestra era; el apóstol Bartolomé, condenado por el rey Astiages, desollado y decapitado por pregonar el evangelio cristiano; el Generalísimo-Sacerdote Don José María Morelos y Pavón, tras de la excomulgación, la degradación y la condena de herejía, ejecutado por fusilamiento en el México independentista de 1815, por mencionar sólo algunos significativos casos. Pero, ¿qué testimonia con su noble sacrificio el mártir?, ¿qué tienen en común 229

estos diversos personajes socio-históricos? La arenga del General Pierre de Riel, Marqués de Beurnonville, a sus compañeros de desgracia, prisioneros en la capital de Franconia, Wurtzburgo, en 1793, manifiesta con suficiente claridad las pulsiones de muerte y el mensaje consecuente que motivan el consentimiento voluntario del martirio, a saber: “Si yo sucumbo y teneís vosotros la dicha de volver al seno de nuestra patria, os encargo solemnemente asegureís al pueblo francés que muero mártir de la libertad, fiel a la república y a mis deberes”. Así es, en efecto, el mártir se sacrifica por la esperanza convertida en fe onto-histórica, el sistema moral, o deontológico, en el cual se fundamenta y el deber irrevocable que su causa altruista comporta. No es la pena lo que hace al mártir, sino la causa, sentencia categórico San Agustín. Y cualquier esperanza emplazada en cuanto fe onto-histórica puede ser objeto de martirio: la verdad, la doctrina religiosa, la revolución socio-política, el amor, el arte, etc. —Hipatia, Jan Hus, Emiliano Zapata, Romeo, Federico García Lorca y Hanns Eisler, de manera respectiva, verbigracia—. En esta perspectiva, siguiendo a Antonio María Baggio, el símbolo del mártir desempeña las siguientes funciones en la manada: • Testimonio de fe: Anuncia una cierta verdad incuestionada e incuestionable que comporta siempre una doctrina metafísica de ser del ser humano y, por ende, determinado código moral o deontológico que debe normar los comportamientos individuales y/o sociales del rebaño, los cuales han sido refrendados por la coherente asunción del altruista sacrificio del mártir; acto que pretende sintetizar la comunión de los principios deontológicomorales y las acciones humanas. “Esta es la razón, jueces míos, para que nunca perdaís las esperanza aún después de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con él; porque lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde

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luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida”, sentencia Sócrates, a través de las mnemotéticas palabras de Platón. • Martirio voluntario: Aceptación soberana de la voluntad propia respecto de la prueba del martirio: el exilio, el tormento y/o la muerte, como testimonio irrebatible de su fe. “Muero por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Qué mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria!”, exclama Maximiliano de Habsburgo, previo a su fusilamiento. • Inocencia onto-histórica: El sacrificio no es la consecuencia directa de una culpa particular o personal, sino más bien la condena de la fe que el mártir suscribe, de los valores morales o deontológicos que defiende, o del Bien del cual participa. “¡Mis doctrinas! No sostengo doctrinas propias; lo que predico son las doctrinas de Cristo, y por estas daré mi sangre, me consi­ deraré feliz de poder padecer por causa de mi Redentor”, replica Dominico antes de fallecer martirizado. • Conciencia de víctima: El mártir tiene claro que su fe, sus valores y, por consecuencia, sus comportamientos implican el inexorable riesgo del martirio. El mártir es una víctima de su esperanza irrevocable. “Es mejor morir por una idea que vale la pena vivir, que vivir por una idea que no vale la pena morir”, sentencia Stephen Bantu Biko. • Testimonio que denuncia. El suplicio constituye en sí mismo una irrefutable violación de la fe, los valores y las conductas justas que el mártir pretende representar y de los cuales da fiel testimonio. “Antes de cerrar los ojos y dirigirme hacia la figura de Buda, suplico respetuosamente al presidente Ngô Dinh Diêm que tenga compasión de los habitantes de la nación y que desarrolle una igualdad religiosa… Llamo a los venerables reverendos, miembros de la sangha y predicadores budista para que se organicen y hagan ofrendas con el objetivo de proteger el budismo”, justifica en una carta su martirio, el monje budista mahayana de la Orden de los Bonzos, Thich Quang Duc.

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• Testimonio-profecía: El mártir es sólo un medio, acaso un portavoz, de la esperanza de un mundo más justo para el ser humano; su sacrificio representa una determinada anunciación de la nueva verdad que debe prevalecer en el mundo. “[En] general, el mártir anuncia y prefigura el mundo, la situación futura que se obtendrá con la realización de la verdad que él custodia”, apunta Antonio María Baggio. “Und lhr habt doch gesiegt!”, reza la mitología nazi tras la muerte de los catorce “mártires de Feldherrnhalle”. • Representación del drama humano: El cruel sacrificio que debe padecer el mártir, en todo su trágico dramatismo, representa el sufrimiento y la esperanza absoluta del ser humano, del pueblo y de su destino onto-histórico; su martirio encarna el dolor de toda la manada, pues, como bien plantea Baggio, “… el mártir es una figura sacrificial, que se inmola ‘por’, ‘en lugar de’ ”. El mártir asume el suplicio en aras de salvar al rebaño, es el cordero de la redención humana. “Estoy entregando mi cuerpo, como una ofrenda de luz para ahuyentar la oscuridad”, declara el Lama Soepa, antes de inmolarse. • Testimonio-mensaje: El martirio, más que sufrimiento en sí mismo, constituye la transmisión de un mensaje trascendental para la manada, confirma la legitimidad del enviado y define un destino propio al ser humano, cuya realización sólo es posible mediante la irrestricta observancia del código moral o deontológico que anuncia. El mártir anticipa un nuevo pacto socio-histórico; objetiva la realidad del mensaje. “Nosotros le oímos decir: ‘Yo destruiré este templo hecho por manos, y en tres días edificaré otro no hecho por manos’”, relata Marcos (14:58) el presagio comunicado por Emmanuel. • Testimonio re-significante: El padecimiento del mártir propone un nuevo significado para la existencia, para la vida humana, que conmina a ser asumido, resguardado y asimilado por el rebaño, re-estructurando sus relaciones e interacciones onto-históricas, sustentando el emplazamiento de un nuevo núcleo de integración, de esperanza y de fe en torno de la causa que testimonia. El 232

martirio siempre inspira la virtud de cierto espíritu gregario que no sólo aglutina las pulsiones sociales, sino que también transforma en culto, ceremonia y rito, el injusto sufrimiento del mártir. “Por eso —repito— es día de meditación, porque aquí tenemos que venir todos los años a recordar a los muertos de la Revolución; pero tiene que ser como un examen de la conciencia y de la conducta de cada uno de nosotros, tiene que ser como un recuento de lo que se ha hecho, porque la antorcha moral, la llama de la pureza que encendió nuestra Revolución, hay que mantenerla viva, hay que mantenerla limpia, hay que mantenerla encendida, puesto que no podemos permitir que se vuelva a apagar jamás la llama de las virtudes morales de nuestro pueblo”, según arenga Castro a la nación cubana, en el aniversario de la caída de Frank País, en 1959. • Actualización del mensaje: En cuanto el sacrificio deviene de la verdad testimoniada por el mártir, entonces, su cruel padecimiento señala a los apóstatas que le condenan y potencia la fuerza onto-histórica de su firme convencimiento. El martirio no sólo confirma la veracidad de su mensaje, sino que también fortalece las resonancias morales o deontológicas de sus dogmas metafísicos. “Los testigos y mártires nos inspiran en la oración, nos empujan en el apostolado, nos confirman en la fe”, plantea la Sede Central del Cristianismo Católico, en el año de 1927. • Multiplicador vocacional: El testimonio presentado por el mártir, a través del suplicio, conmina a la manada a emular su fe, su virtud y su “noble” comportamiento. “¡Y pluguiera a Dios que también nosotros llegáramos a participar de su suerte y ser condiscípulos suyos!”, exclama Policarpo a propósito de los mártires. El sacrificio del mártir constituye la irrecusable renovación religiosa de la fe en la preeminencia del pacto ontohistórico convenido con la divinidad o con la entidad estatal, en la forma de ley sagrada o norma jurídica, pues, parafraseando a Rousseau, la vida no es ya sólo un beneficio de la existencia humana, sino un don condicional de Dios o del Estado. La ley 233

es la condicional de la permanencia de la vida humana en el mundo, que se afirma en el corpus social de la manada, a través del martirio. El símbolo del mártir puede erigirse a consecuencia del propio sacrificio, de la injusta condena de los infieles, de la aclamación popular, del emplazamiento político, de la demanda divina o en cuanto resultado de cierta combinación emergente de todas, o de algunas de estas distintas fuentes de procedencia —Nangdrol, Procopio, los obreros de la Revuelta de Haymarket, los Diez Mártires judíos, Isaac y Salvador Allende, de manera respectiva, verbigracia—. Así, pues, el símbolo del martirio puede constituirse a partir del suplicio de un solo individuo o colectivo social concreto, hasta el histórico sacrificio de todo un pueblo o, incluso, de toda una raza, según sucede con el holocausto judío en la Alemania Nazi, o con la conquista de un territorio continental, tras el presunto descubrimiento del Nuevo Mundo; y sin embargo, aún en estos últimos casos, el anónimo sufrimiento de los mártires continua siendo la argamasa fundamental de la doctrina religiosa de los profetas-misioneros, del código moral o deontológico sustentado en la debilidad convertida en virtud, del agobiante sentimiento de venganza de los oprimidos y de los núcleos de cohesión social de la manada. Nada intensifica más los fervorosos lazos de comunión del rebaño, que el compasivo símbolo del mártir redentor, quién se sacrifica por compasión y a quién rinde culto piadoso el ser humano, como bien se hace patente con el planetario arraigo y expansión del cristianismo, por ejemplo. La ventaja de la religión cristiana frente a otros envíos religiosos es que se sustenta en el símbolo del martirio y el terror; de ahí su gloria metafísica, su piadoso fervor y su inagotable poder de convocatoria. El misericordioso sacrificio del mesías, el terror del castigo que representa la condena a la vida mundana, después de la expulsión del Edén, y también el horror que comporta el castigo divino tras el apocalíptico enjuiciamiento de la desobediencia humana.

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El mártir concentra los valores de la redención y la edificación, como bien advierte Patrick Begrand. Redención del rebaño a través del sufrimiento, edificación de un nuevo régimen onto-histórico mediante el emplazamiento de un novo sistema de valores de significación existencial y dotación de sentido de la vida en el mundo. El Cristo martirizado redime al ser humano, al propio tiempo que instaura el dogma, la doctrina y el código moral-deontológico del cristianismo, verbigracia. Pero, en cualquier caso, ¿cuál es el factor de comunión que identifica al mártir con el profeta-misionero y al conjunto de la manada?, ¿qué posibilita la relación de identidad que persiste entre estos agentes socio-históricos? La moral y la deontología, no la ética según propone Badiou, definen al ser humano como una víctima y es esta condición existenciaria lo que establece la relación de identidad entre el mártir en cuanto símbolo ontohistórico, los profetas-misioneros en tanto autoridades legítimas de la vida justa y el rebaño como objeto de la salvación humana. En términos concretos, el mártir es la víctima onto-histórica de los impíos, el profeta-misionero es víctima de la caída de la divina gracia que lo condena a la existencia mundana y el esclavo es víctima del sistema de dominio imperante. A su vez, todos son víctimas de las tentaciones del Mal. Parafraseando a Badiou, bien podemos decir que la conciencia paranoico-delirante es aquella que es capaz de reconocerse a sí misma como víctima. Víctima de las confabulaciones trascendentales de las potencias originarias del Bien y del Mal, víctima del pecado original de la caída. La víctima es un ser-parala-muerte, precisamente porque teme las incontinentes pulsiones de la vida que pueden llevarla a desobedecer los imperativos cate­ góricos de la salvación, porque la amedrentan las contingencias de la existencia que pueden perderla. En este sentido, la víctima sólo tiene dos opciones en el impertérrito mundo, para resistir el incontenible embate de las pulsiones vitales: perecer emulando al mártir u obedecer los dogmas de la muerte. Los profetas-misioneros y, por ende, la manada gusta con toda delectación “de los mártires, porque son ellos quienes les permiten reafirmarse placenteramente 235

en su dulce inactividad al confirmarles que la vida no ofrece más que una disyuntiva: ser ani­quilado o ser obediente”, como bien parece reconocer la poderosa intuición literaria de Milan Kundera; el martirio salvador ante la contemplación del acontecer de una existencia mundana que aterro­riza. Sólo el ser humano reconocido en la piadosa situación de víctima es merecedor de la conmiseración onto-histórica; sólo una víctima puede ser salvada. El guerrero, por eso mismo, no amerita piedad alguna de la manada, el profetamisionero, el juicio onto-histórico o la divinidad, por cuanto nunca es reconocido, ni tampoco se sitúa, en el drama metafísico de la víctima y, en consecuencia, representa el irredento condenado por antonomasia, el contumaz maldecido de la gracia. La salvación humana, la reforma onto-histórica, el resarcimiento de la Unidad original, fracturada tras la caída, demanda del inape­ lable sacrificio del fármakon, en cuanto víctima propicia que encarna la culpa toda de la existencia, repara la falta existenciaria, promete la redención onto-histórica a través de su expiatorio martirio y restaura el orden existencial perdido, el pacto con lo divino —“… chivo expiatorio, aquel en cuya contra se recobra la unidad del grupo amenazado por su propia violencia, es llamado con el término griego fármakon: a la vez ‘remedio’ y ‘veneno’, culpable del desorden y restaurador del orden”, según explica René Girard, a propósito del Edipo Rey de Sófocles—. El mártir es el fármakon que se sacrifica con la intención manifiesta de redimir la existencia, reformar el ser del ser humano, de salvar a la manada del castigo divino, de la condena onto-histórica. En tanto fármakon, el mártir se sacrifica porque su vida se encuentra lastrada por el pecado que abruma la experiencia humana en el acontecer mundano; la piara, por su parte, le sacrifica para expurgar las faltas en que su débil voluntad le hace caer recurrentemente, amenazando el orden y el significado de su mísero existir; el profeta-misionero lo condena al sacrificio porque reconoce en su contrita persona el símbolo del miasma que macula el éxodo de la vida recta y la ofrenda expiatoria para sosegar la justa indignación del Demiurgo; y Dios reclama su sacrificio como prueba 236

de la obediencia, lealtad, sumisión y fe del ser humano —“Toma a Isaac, tu amado hijo único, ve a la tierra de Moria y ofrécelo como un sacrificio que debe quemarse completamente, en la montaña que yo te indicaré”, le demanda Jehová al primero de los patriarcas judíos (Génesis 22:2)—. En esta perspectiva, resulta necesario delimitar una sustantiva diferencia entre el dócil sacrificio del mártir y la generosa inmolación del guerrero. El sacrificio del fármakon se realiza en la teleológica dialéctica de la expiación del pecado y la consecuente salvación humana, mientras que el guerrero se inmola para emular el obsequio divino de la creación, para donar el lance performativo de la vida. El mártir es una ofrenda, una víctima propicia del destino prescrito —del cual duda y opone tímida resistencia, como Iesus en el Huerto de los Olivos—, pero, el guerrero es un legado, una donación de la existencia. El agónico martirio del Emmanuel crucificado pretende expurgar la culpa humana, retornar al cauce de la Unidad primigenia y renovar el pacto trascendental con la sacra devoción del Demiurgo; sin embargo, el guerrero postrado en la piedra ritual de la inmolación o al borde del cenote sagrado dona su vida, emulando el legado divino de la creación, para revitalizar el cíclico continuum de la existencia. Así, la diferencia sustantiva entre el sacrificio y la inmolación radica en la fuente de procedencia y en la emergencia de su sentido onto-histórico. Herkunft y Entstehung, siguiendo el análisis genealógico nietszcheano-foucaultiano. El sacrificio proviene de la demanda divina de la justa retribución y tiene la función trascendental de salvar a la polis, la revolución, la humanidad —Edipo, Hans Beimier y Cristo, de manera respectiva, verbigracia—, de la perdición onto-histórica, de la condena ontológica. Por eso mismo, la víctima sacrificada, el fármakon, participa como medio de salvación; en cuanto que el guerrero inmolado interviene en la permanente actualización del acto creador de la vida en el mundo —recreación del performativo momento cuando el Dios Nanahuatzin se arroja a la hoguera para originar el Quinto Sol, el resto de los dioses se inmolan para infundirle de su energía vital y, de esta forma, encauzar su imperecedero decurso—, razón por 237

la cual, contribuye a preservar el flujo vital de lo existente, no a salvarlo del pecado humano. De esta forma, el guerrero inmolado no es una víctima propicia, ni tampoco representa un salvador, sino que encarna la donación divina, pues, en última instancia, su legado es la constante renovación de la vida, ofrece su propia fuerza vital para propulsar la continuidad existencial del universo. El inmolado no calma las pasiones divinas, ni resarce primigenias unidades fracturadas, como tampoco depura las faltas humanas, por el contrario, se convierte en aliado fundamental del Demiurgo para preservar perenne el acontecer de lo creado. Existe una cierta corres­ ponsabilidad onto-histórica, alianza ontológica, entre la divinidad y el guerrero para promover la vigencia del lance de la existencia; en tanto que la comunión entre el dios y el fármakon se realiza a través de la enfermiza trinidad del pecado, la expiación y la salvación. El mártir se encuentra agobiado por la enfermedad de la nostalgia del retorno al protector amparo de la piedad del Demiurgo, mientras que el compromiso performativo del guerrero es con la potencia vital que imperecedera actualiza la mundana existencia. El contrito acto redentor del fármakon, encuentra como fin último, salvar al ser humano de las contingentes corrupciones de este mundo; la generosa acción del guerrero, por el contrario, tiene la deliberada intención de prolongar la continuidad del mundano ciclo de la vida. El mártir es un tránsfuga de la terrena existencia, el guerrero es un adicto empedernido del instinto, el deseo y la provocación vital.

XXVII

En términos generales, la manada rehúye toda clase de compromiso de vida y, por tanto, evade cualquier tipo de responsabilidad socio-ambiental, político-económica y/o étnico-racial, como no sea 238

participar en el inocuo ceremonial a las tradiciones históricas y en el culto a sus autoridades morales y/o deontológicas, a no ser que se encuentre motivada por el miedo y arengada por la providente voz de los profetas-misioneros se movilice, vengativa, en irreprimible estampida. Bajo sus rencorosas coces pueden triturarse los guerreros más poderosos, los sistemas de dominio más sólidos, las deidades más antiguas. El instinto de la manada es la destrucción tumul­tua­ ria, no sirve para otra cosa; sólo bajo la voluntad paranoica de un profeta-misionero, del intransigente afán de dominio de un nuevo libertador, o mejor aún, en los auspicios de la férrea voluntad de un guerrero, tal instinto puede encauzarse hacia la construcción. Tras el furor de la estampida, apaciguados ya los instintos de venganza, el rebaño vuelve a someterse dócilmente a los códigos morales metafísicos o deontológicos de los nuevos amos que lo han liberado. Esta es la dialéctica de toda revolución: los libertadores azuzan los más recónditos temores de los esclavos —su profundo miedo a la vida, su intenso odio a la libertad, su vehemente encono contra las abiertas posibilidades del poder—, como consecuencia de esto, el rebaño desboca todo su contenido resentimiento en irrefrenable estampida, en ciega pulsión de revancha, destruyendo todo a su paso y, después, agotado por el orgiástico ímpetu destructor, se adapta sumiso al nuevo orden de dominio. Pero, en este esquema libertario, aun cuando discurso manifiesto, en ninguna revolución la libertad significa un riesgo verdadero. “Al mismo tiempo que conquista el poder, la revolución acomete la conquista del pensamiento”, sentencia categórico José Carlos Mariátegui, es decir, la instauración de un nuevo sistema de control cultural. La libertad revolucionaria siempre supone una promesa utópica, irrealizable: la emancipación humana. La manada, en cuanto tal y por sí misma, no sirve para construir nada, es pura potencia destructora, fuerza demoledora, voluntad aniquiladora, sentimiento de venganza, abismo que todo consume y devasta, incluso, y en primer instancia, a sus propios libertadores. Es sólo bajo la firme coacción de una enérgica voluntad de poder, paranoico-delirante o performativa, que puede transformarse en 239

energía constructora. Sí, los grandes monumentos de la historia se cimentan sobre los atribulados hombros, el sudor de la fatiga y la abnegada sangre de los esclavos, pero representan siempre el testimonio indudable de una inflexible voluntad de poder; mientras que todas las ruinas de la civilización constituyen siempre el innegable tributo de la manada. Empero, en el receloso crisol del rebaño, hay individuos y también colectivos que hacen de la simulación política y de la evasión social un principio moral, o deontológico, una forma de virtud suprema. En la estabilidad del sistema de dominio y, más aún, en la incertidumbre coyuntural de las crisis socio-políticas, estos simuladores son los más acérrimos críticos de las debilidades humanas y de los perniciosos vicios de las prácticas distributivas de control y sometimiento que comportan los sistemas de dominio, que llega a confundirse, a veces, con la estridencia reivindicativa de los libertadores; pero, apenas llegado el momento de la asunción de las responsabilidades societales, amparados en una falsa moralidad deontológica, en una falaz vocación al sacrificio personal, rehúyen amedrentados de cualquier forma de compromiso socio-político que los exponga al juicio inapelable y a la sentencia expedita de cualequiera de las fuerzas beligerantes, arguyendo, a su favor, su decidida indisposición para atentar contra nadie, prefiriendo la abnegada renuncia de su posición y de sus privilegios sociales, antes que contribuir a la condena de los canallas —eligen, falaces, calzar los dignos ropajes del mártir, antes que comprometer su acción a cualquiera de las causas confrontadas—; mas, cuando estalla incontenible el ciego fragor destructivo de la estampida, se refugian cautelosos en sus recónditas guaridas a esperar, horrorizados, la inexorable resolución histórica de los conflictos. Atestiguan indignados, tras bambalinas, por las rendijas de sus oscuras madrigueras, los excesos y las injusticias acaecidas en el desenlace de las disputas sociales. Son críticos neutrales, testigos pasivos, víctimas impostadas, escapistas consumados; conciliadores oportunistas que intentan, por todos los medios posibles, armonizar su presencia social con todos los actores políticos, por antagónicas 240

que sean sus posiciones socio-históricas. Encarnan una pasiva trai­ ción pacificadora. Estos evasivos simuladores son la peor calaña de los esclavos, más infames aun que los siervos traidores, porque estos actúan motivados por un legítimo impulso de conservar el orden establecido, de impedir el inevitable cambio de régimen de dominio, aquellos, sin embargo, sólo pretenden conservar la inanidad de su mísera existencia. Y cuando la algidez de la voraz tormenta ha comenzado a diluirse en la fatiga de la manada, tornando las aguas, ya calmas, a irrigar el nuevo sistema de dominio, cual beatíficos ángeles redentores, los evasivos simuladores salen de sus cómodas madrigueras para manifestar su resuelta solidaridad con las víctimas atropelladas, denunciar apocalípticos las injusticias cometidas, lamentarse de la injusta caída del orden derumbado y proponer novas formas rectas de interacción societal. Eventualmente, estos simuladores evasivos se convierten en los doctos pregoneros de la prudencia y la templanza. Apelan insistentes a la moderación de los prudentes, a fin de no provocar el inminente riesgo de nuevas estampidas que todo lo trastoquen. Encubren su indigente debilidad e incontrolables temores, según la ocasión socio-política, tras de cuatro principales valores, a saber: en la vigencia del orden de dominio, la honestidad en la denuncia de los males sociales; en la crisis del conflicto, el respeto a todos los agentes confrontados; en el delirio atroz de la estampida, la cordura ante el exceso de los desmanes; y después de la instauración del nuevo régimen de dominio, la prudencia en las acciones socio-políticas. ¡Hay que ver como claman por la moderación de los instintos y la contención de los impulsos de revancha! Estos evasores son los grandes mediadores de la manada; siempre intentan granjearse el favor de todas las fuerzas confrontadas. Están libres de pecado porque jamás participan de las aberrantes injusticias, pero tampoco intervienen nunca en la beatífica resolución de las reformas del ser o en la honorable conquista de las novas disposiciones del existir. Su virtud fundamental se conforma por la simulación o el acomodo moral o deontológico, la empecinada evasión de todo tipo 241

de compromiso socio-político y la inacción onto-histórica, aunque pueden plegarse a cualquier estrategia de dominio. Representan la vulgar degradación moral y/o deontológica. Los evasivos simuladores constituyen el fundamento onto-histórico de la máxima einsteiniana de que el “… mundo es un lugar peligroso. No por causa de los que hacen el mal, sino por aquellos que no hacen nada por evitarlo”. Los evasivos simulan encarnar las virtudes deontológico-morales, para no ser objeto del escarnio de la manada o de los profetas-misioneros; están dispuestos a presentarse cual mártires, sin asumir el martirio, desde luego, para atesorar el culto de los probos; pero, en el fondo, son los mayores cómplices, soterrados y taimados, de la más baja perversión de los sistemas de dominación.

XXVIII

En tanto los tres órdenes axiológicos se conforman por disposiciones valorales que significan la existencia humana y dotan de sentido a su experiencia de vida, ¿cuál es, entonces, la diferencia sustantiva que persiste entre las doctrinas morales o deontológicas, y los sistemas éticos? La distinción fundamental entre las diversas formaciones de valoración de lo existente, más que en la clase de valores desde donde se sustenta su comprensión particular de virtud, radica en la forma como se realiza la afirmación de la voluntad de poder, la indeterminación ontológica característica de lo humano y las posibilidades de ser. En efecto, el esclavo, el profeta-misionero y el guerrero, en lo general, suscriben en la práctica los mismos valores de lealtad, cortesía, confianza, justicia, honestidad y generosidad, entre otros, pero, además de dotarles de un significado, una función y una posición jerárquico-pragmática propia en cada caso, se diferencian por el modo en que se perciben a sí mismos, a su manera específica 242

de concebir el devenir de la existencia y a la legitimidad que atribuyen a las distintas probabilidades de ser. De ahí, pues, que el esclavo y el profeta-misionero reducen la potencia performativa de la voluntad de poder a la simple capacidad de elección entre el Bien y el Mal, clausuran la indeterminación existenciaria del ser humano en la necesidad ontológica y restringen los lances de la entidad a una sola posibilidad legítima de ser. La eseidad del ser es necesaria, en razón de lo cual, las doctrinas morales y deontológicas que la significan son también necesarias, tanto porque comportan las disposiciones trascendentales del Demiurgo en la creación de la existencia, como porque, en consecuencia, determinan el único modo recto de existir, de vivir, a fin de hacer posible la onto-histórica salvación humana. En el pleno ejercicio de su libertad renuncian a ser libres y en tal desistimiento onto-histórico acotan su existencia a una sola posibilidad necesaria de eseidad: el ser-para-la-salvación. El categórico carácter imperativo con que suele justificarse la infalibilidad de las leyes morales y deontológicas, proviene del reconocimiento de esta presunta necesidad ontológica que define el destino humano. El Bien y el Mal, en cuanto potencias primigenias, ya de manera inmanente o de modo contingente son necesarias en la resolución trascendental de la existencia: la salvación o la condena onto-histórica. Empero, desde la pragmática lógica del guerrero, la definición histórica del bien y del mal se funda sobre un acto de libertad humana y no en torno de la necesidad ontológica. Cada sistema de valores, sea moral, deontológico o ético, se constituye como una posibilidad de significación existenciaria, de dotación de sentido de la vida. Los valores particulares y el propio sistema axiológico, en su conjunto, con todas sus contradicciones onto-históricas significan la vida individual y social del ser humano, mientras que la virtud de su actuación consistente, el grado de coherencia y congruencia entre los valores sustentados y las acciones desarrolladas dotan de sentido a la existencia. Los valores significan, la virtud define el sentido existenciario; y de modo recíproco, las formas de significación determinan la clase de valores que se afirman, mientras 243

que el sentido vital decide la virtud onto-histórica. El guerrero potencia la performatividad de la voluntad de poder al instaurar múltiples disposiciones de significación de la vida, diversificar los sentidos vitales de la existencia, afirmar la abierta indeterminación ontológica humana y ampliar los lances de la entidad en diferentes posibilidades legitimas de ser. En consecuencia, la disposición de los sistemas de valores y las formaciones de virtud ética son tan amplias como indeterminadas son las posibles experiencias de vida del guerrero. El guerrero es el ser-para-la creación, el ente que traduce el imposible ontológico en posibilidad onto-histórica; en la incierta probabilidad de crear, de experienciar las posibles formas de ser, sustenta su irrevocable vocación de libertad. El mundo, en tanto ecúmene —la casa del ser humano—, no es dado de por sí ni tampoco se encuentra determinado por la necesidad ontológica, sino que se construye desde y por la afirmación performativa de las distintas posibilidades de devenir el ser. En tal perspectiva, este mundo no es el mejor de los posibles, según afirma el metafísico optimismo de Leibniz, sino tan sólo uno de los mundos posibles. “El mundo del bien y del mal es un mundo creado por cada libertad. No es un mundo dado. Es sólo un mundo posible. Mejor: infinitos mundos posibles para cada libertad… El bien y el mal, en este sentido, son creados por la libertad y no dados por la necesidad”, como bien señala Jesús de Garay Suárez Llanos. La voluntad de poder abre infinitas posibilidades de ser, mientras que el deseo orienta los instintos de su concreción a partir de lo cual el esclavo y el profeta-misionero prefieren enclaustrarse en la necesidad ontológica, en la reducción metafísica; en tanto que el guerrero se inspira en la trágica finitud, se embriaga en la abierta indeterminación ontológica, se excede en las diversas posibilidades de crear. La fuerza de la voluntad de poder del ser humano se define por las posibilidades de ser que reconoce, afirma y potencia.

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XXIX

Las disposiciones del devenir “natural” de la existencia comportan, siempre, una profunda contradicción ontológica con los emplazamientos de vida que impone el desarrollo socio-histórico de los sistemas morales y deontológicos, no sólo por el carácter “antinatural” de los valores que los conforman y la violencia que ejercen sobre la vitalidad de los instintos, como bien advierte ya Nietzsche, sino porque también proponen lances opuestos, antagónicos, impotentes, de existir. La existencia en toda su dimensión, la vida en toda su complejidad, ya sea por la tensión de las fuerzas de permanencia y disolución de los sistemas existenciarios (dialéctica sinergiaentropía), o bien por la ontológica voluntad de poder de los entes que les demanda ser más, tienden hacia la plétora, la diversificación y/o transformación continua de las formas de existir; mientras que la moral y la deontología, con todo su pesimista espíritu de renuncia, sólo son capaces de aspirar a la fijación intemporal del ser, de la vida. Promesa judeo-cristiana: la salvación humana como ser fijado en la perenne contemplación del rostro de la divinidad. ¡Y a esto le llaman felicidad eterna! Pero, la inmortalidad reiterativa sólo es patencia de una cancerígena deformación del ente, del instinto vital. Ni siquiera Dios es capaz de permanecer afianzado en sí mismo, “… ni siquiera él puede soportar algo así, un «estado penoso», un estado del que tenía razones para librarse, de manera que puso manos a la creación”, como bien advierte Safranski. La creación moviliza al absoluto divino, le arranca para siempre de su absoluta estaticidad, de su absoluto ensimismamiento, a partir de tres principales momentos: el instante de la creación del universo, la resolución onto-histórica de lo creado y el misterio de lo que ha de tornar a su sagrado seno. En esta perspectiva, los valores morales y/o deontológicos, en su pretensión estatizante del ser, no sólo son antinaturales sino que también son antidivinos. Así, pues, en el 245

denominado orden natural, sea producto de la contingencia o la divinidad, aún la cosa más inerte —los planetas yertos, las estériles rocas ferrosas, los ambientes abrasivos, por ejemplo— presenta una potente disposición activa de sinergia ante las inapelables fuerzas disolutorias de la entropía; aun los lances de energía más destructivos en el cosmos —los voraces agujeros negros, las devastadoras supernovas, las implacables explosiones de rayos gamma, verbigracia—, participan en la performativa producción de nuevas formaciones de ser. En la naturaleza, todos los entes son agentes activos de su propio continuum ontológico y de la generación de nuevas disposiciones de existencia. La ley de la existencia es perseverar y generar ser en el devenir a través del tiempo, parafraseando a Carlos Rojas Osorio, a propósito de Kierkegaard. El Primer Principio de la Termodinámica, prefigura el principio del continuum de la existencia, esto es: el ser no se crea, ni se destruye, tan sólo se transforma en distintas disposiciones de ser. En el orden moral y/o deontológico, los seres humanos son agentes reactivo-pasivos de las voluntades demiúrgicas que disponen el devenir del mundo. Sólo el pesimista pensamiento metafísico binario de oposición es capaz de concebir el absurdo de una cierta realidad ontológica, constituida sobre el antagonismo soporte de un agente activo —el sujeto: Dios, el Espíritu, el Alma, etc.—, y una determinada entidad pasiva —el cuerpo, la materia, el objeto, verbigracia—, bajo cuya enajenada dialéctica proviene el onto-histórico acontecer del universo. Pero, toda entidad es en sí misma acto puro, patencia del devenir ser. En este sentido, la vida, pese a toda su trágica fragilidad ontológica y contingencia existenciaria, potencia al infinito las posibilidades de perseverancia vital, al propio tiempo que contribuye activamente en la diversificación, multiplicación, diferenciación y complejización de los modos de existencia. La vida constituye la patencia más compleja de la vo­luntad de ser. La existencia en sí misma y la vida, por ende, conforman manifestaciones fenoménicas de la performativa vo­ luntad de poder. Voluntad para perseverar en su ser, voluntad para disponer nuevas formaciones ontológicas, voluntad para experienciar 246

de forma abierta, flexible y performativa las contingentes fuerzas de la intemperie del mundo. “Allí donde observamos una inme­ diata y primera fuerza de algo originariamente movido, nos vemos obligados a pensar en la voluntad como su interna esencia; la vida misma es manifestación de la voluntad”, afirma en la misma ver­ tiente de reflexión, Schopenhauer. Incluso la propia comprensión mítico-religiosa de la divinidad, del Demiurgo, es la manifestación de una voluntad performativa absoluta que, en su eterno continuum perseverante de ser, no de fijación ensimismada de sí, según lo pensaron los aristotélicos —Yo Soy El que Soy, responde YHVH a Moisés, en el Monte Sinaí—, causa, sustenta y potencia las diversas disposiciones de la existencia contingente. La moral y la deontología, sin embargo, y por el contrario, a nombre de esa misma voluntad de perseverancia en la entidad y de la compleja proliferación de las nuevas disposiciones de ser, imponen a la vida del ser humano, degradándolo ontológicamente, modos pasivo-reactivos, impotentes, profilácticos, estériles y patológicos de existencia onto-histórica. El esclavo y el profeta-misionero confunden perseverancia en el ser con estaticidad del ser, fijación del ser en un estado ideal o trascendental. Existir constituye la inconmensurable patencia ontológica de la voluntad de poder, mientras que la regencia de los valores morales y/o deontológicos representa la restrictiva expresión de la impotencia vital, de la minusvalía ontológica. Así, entonces, ¿cómo consiguen, el pensamiento de renuncia del esclavo y la reflexión pesimista del profeta-misionero, conciliar los principios activos que hacen devenir al ser con los dogmas pasivo-reactivos de la moral y la deontología?, ¿cómo resuelve la comprensión metafísica las profundas contradicciones ontológicas que derivan de la necrofílica imposición de los valores morales y/o deontológicos sobre el desarrollo onto-histórico de la vida humana?, ¿cuáles son los principales dispositivos procedimentales de control moral y/o deontológico sobre las fuerzas performativas de la existencia?, ¿cómo logra atemperar moral y/o deontológicamente, el espíritu de rencor las disposiciones vitales que organizan las prácticas socio-culturales y 247

político-económicas de las comunidades humanas? La prestidigitación metafísica del pensamiento de venganza, proyecta y emplaza dos dispositivos fundamentales de la práctica social, que al propio tiempo que encomia las potencias performativas generadoras del devenir de la existencia, la vida y la historia en el cosmos —la divinidad, el Demiurgo, el ser, las fuerzas de la física, las reacciones químicas, las potencias de la psiqué, etc.—, contienen los inquietantes riesgos que estas mismas fuerzas comportan en la realización onto-histórica de las sociedades humanas, tales dispositivos son: el rito y el culto. Ritos y cultos cívicos, religiosos, psicológicos, científicos, educativos, profesionales, estéticos, poéticos, eróticos, políticos, económicos y místicos, por mencionar sólo algunos de los más recurrentes en las prácticas socio-culturales. La represión permanente de las fuerzas performativas que generan la existencia, en cuanto modelo exclusivo de ser, de vivir, de sociedad, de cultura, de civilización. La psicoanalítica intuición freudiana planteada a nivel ontológico: la represión permanente como paradigma fundamental del ser, la fijación existenciaria en cuanto proto-tipo de la existencia. En esta perspectiva, el rito representa el dispositivo social de simulación codificada, formalizada y profiláctica de las fuerzas performativas de la existencia, de la vida, de la historia; a través de la cual se pretende la participación comprometida de los individuos y de las comunidades en los lances constitutivos del ser, pero inmunizados contra los inquietantes riesgos de la transgresión, ruptura y/o transformación onto-histórica que comporta la voluntad de poder sobre los regímenes de dominio instituidos, así como, también, respecto de los sistemas morales y/o deontológicos en los cuales se sustentan y legitiman. Todo régimen de dominio se instaura, fundamenta y legitima en torno del establecimiento de un sistema moral y/o deontológico que contiene, encauza y disciplina las pulsiones creativo-disruptivas de la existencia. Los valores morales y/o deontológicos desempeñan la función social de someter los instintos vitales del ser humano, a las necesidades de preservación, consolidación y reproducción del régimen de dominio establecido. 248

Persiste una cierta relación proporcional entre el tipo de valores morales-deontológicos que operan en la sociedad y la clase de sistema de dominio vigente en el estrato socio-histórico. De hecho, las leyes que rigen las interacciones humanas y organizan la estructura social, tanto en el orden jurídico, como en la dinámica política, no son más que la formalización de los valores moral-deontológicos impuestos por la emergente confluencia de la voluntad de servidumbre y de la voluntad de deber. La Ley, siguiendo a Kant, se sustenta en el principio metafísico del deber moral —o deontológico, sería más conveniente acotar— y en la medida que se propone la regulación de la conducta humana, su contenido formal detenta un carácter universal, necesario, toda vez que se encuentra determinado por el imperativo categórico, es decir, no puede ser sometido a ningún condicionamiento onto-histórico particular: “… y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa como propiamente necesario”, según dictamina el filósofo alemán. En esta perspectiva, el Estado de Derecho constituye la realización kantiana del régimen de dominio legitimado por la masa de esclavos y regenteado por la pléyade de profetas-misioneros; por eso mismo, pese a su ferviente vocación laico-instrumental conforma una sociedad religiosamente ritualizada. Ritual democrático que simula el predominio político de la voluntad del poder popular; ritual jurídico que simula la preeminencia irrestricta del denominado “imperio de la ley”; ritual humanista que simula el reconocimiento de la igualdad humana; ritual instrumental que simula el advenimiento a la edad de la razón; ritual revolucionario que simula la emancipación político-social de la manada. A través del democrático ritual político, de manera voluntaria, la piara se somete a la continua renovación de los amos en el ficticio entusiasmo del libre ejercicio de la libertad de elección. El esclavo legitima el autoritarismo de los amos elegidos y constituye la primera línea de defensa intransigente contra cualquier acción 249

que pueda desestabilizar, o sólo cuestionar, el sistema de dominio re-actualizado. Así, la ritualización de los fenómenos onto-históricos posibilita reafirmar, de manera cíclica, la ficción psicológica de la autodeterminación humana performativa, en el proceso mismo que refrenda la legitimidad del sistema de dominio instaurado. Se ritualiza la historicidad performativa del acto transgresivo como medio de legitimación del pacto social que sostiene el régimen de dominio vigente. Ahora bien, por su parte, el culto representa el dispositivo social de transferencia simbólica de las potencias ontológicas del ser, de las fuerzas vitales del instinto y/o de las pulsiones socio-culturales de la civilización, por parte de los agentes y de las comunidades históricas, con el propósito manifiesto de significar su identidad existenciaria, dotar de sentido a su tradición socio-histórica o de intensificar su experiencia de vida en el mundo. La realización social del culto dispone de una cierta relación de reciprocidad entre las potencias onto-históricas objeto de la devoción —la divinidad, el héroe, el mártir, las mistéricas fuerzas de la existencia, los flujos vitales, etc.— y los fieles devotos, sin que se sean conminados a cuestionar, y menos todavía abandonar, la actitud pasivo-reactiva que la moral y la deontología les impone; a través de la interacción simbólica del culto, el ser humano obsequia su veneración para recibir a cambio los dones propios de la vida, de la existencia —“… sólo una ciudad próspera honra a su dioses”, exclama Eteocles, soberano de Tebas—. Así, por ejemplo, en la Grecia antigua, la fundación de una ciudad exige del culto a una divinidad protectora bajo cuyo sagrado designio queda su fortuna y destino —Apolo en Troya y Atenea en Atenas, por mencionar sólo a dos de las ciudades más importantes de la época—; mientras que la tradición cristiana arraiga su identidad onto-histórica en la continua renovación del pacto con el Dios mediante el simbólico canibalismo de la eucaristía; en tanto que los guaraníes consumen la personalidad y el cuerpo físico de los mejores hombres, de los guerreros connotados con la finalidad de alcanzar el Aguyé, esto es, el Camino de la Perfección. Al rendir 250

culto a las diversas manifestaciones onto-históricas de la voluntad de poder: la divinidad, el héroe y el guerrero mismo, entre otros, el esclavo y el profeta-misionero evaden la responsabilidad de sus propias posibilidades performativas, pero se asumen herederos, usufructuarios y adjudicatarios legítimos de tales envíos de existencia: la gracia divina, las identidades, la libertad, los derechos humanos, etc. Nadie demanda mayor legitimidad sobre la regencia de los dones onto-históricos legados por la voluntad de poder que el profeta-misionero; nadie reclama más derecho de disfrutar de tales beneficios socio-culturales y/o político-económicos que el esclavo. El carácter simbólico del culto, de este modo, permite la resolución onto-histórica de las contradicciones morales y deontológicas implicadas en la reproducción de los regímenes de domino existentes; al mismo tiempo que se contiene, controla y encauza las posibilidades del reconocimiento y las probabilidades del uso de las potencias performativas de ser, atributo propio de cada uno de los entes en el cosmos. De ahí, entonces, que a través del culto sea factible, en la dimensión cívico-política, encomiar al héroe transgresor del orden moral y/o deontológico de su estrato socio-histórico de vida para instaurar nuevas posibilidades de organización social, pero sin comprometer un ápice, los sistemas morales y/o deontológicos que sustentan y legitiman el régimen de dominio establecido. Se rinde culto al Cristo que anticipa la destrucción de un templo dominado por corruptos sacerdotes y voraces mercaderes, sin que sea cuestionado el sistema imperial de una iglesia controlada por pederastas sacerdotes y feraces comerciantes. En este sentido, cualquier acto de creación histórica, todo fenómeno de transformación social, cualquier acto performativo de la voluntad de poder, traducido en rito y culto se torna inocuo, profiláctico, es decir, pierde toda su potencia performativa.

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XXX

En el lance de la tradición judeo-cristiana, el máximo valor de significación existencial de que dispone la manada es la piedad, en cuanto: devoción, compasión y misericordia. La devoción representa el principio rector de los dogmas deontológicos del profeta-misionero, la compasión constituye el valor fundamental de la moral de esclavos y la misericordia es el criterio nodal para determinar la justicia que corresponde a cada acto onto-histórico. Piedad deriva del latín piĕtas, referente a la devoción, compasión y/o misericordia que se siente hacia algo o hacia alguien. Inspirado por el amor, el núcleo metafísico del valor de la piedad es el deber; el deber para con el creador, el deber al pacto establecido con la divinidad, el deber a la existencia, el deber a la resolución del destino humano. Así, entonces, infundidos por el amor a lo sagrado, los seres humanos deben devoción axiomática a las distintas manifestaciones de la jerarquía divina, la cual se traduce en obediencia ciega, incuestionable e irres­tri­cta a sus omniscientes designios, pues, sus bendiciones, dones y recompensas provienen de tal sumisión —“En cuanto al que me escucha, él residirá en seguridad y estará libre del disturbio que se debe al pavor de la calamidad”, sentencian los Proverbios (1:33) y en este mismo tenor, declara el Papa Francisco que por “esto, el don de la piedad suscita en nosotros, sobre todo, la gratitud y la alabanza”—. A su vez, en cuanto pater creator, embargado por la misma inspiración, YHVH condena y castiga con ferocidad la transgresión humana, con el propósito expreso de depurar deontológica-moralmente al ser humano y, por la misma razón, sentencia a su hijo Christus al martirio —al propio tiempo, Cordero del Sacrificio y Profeta del Reino de Dios—, con el fin de salvarlo de la perdición eterna que comporta el pecado. Por fervorosa piedad, los torquemada de toda estofa, embozados bajo cualquier afeite vindicador —la defensa de la fe, la civilización, los derechos humanos, la población vulnerable, 252

las mujeres, los niños y, desde luego, la moral y las buenas costumbres, entre otros—, siempre se proponen el saneamiento de toda formación socio-cultural que pueda comportar cualquier vestigio de inmoralidad, la depuración deontológica de toda disposición ontohistórica que pueda conllevar cualquier resabio de transgresión del recto ser. El juicio deontológico-moral de los profetas-misioneros es categórico, inapelable e irrenunciable, a nombre del Bien social. En consecuencia, la piedad como devoción significa, al unísono: amor a Dios, deseo de Dios y temor de Dios. Por otra parte, a causa de este mismo amor sacro, y quizás como simple transferencia de la comunión con lo divino, en cuanto reconocimiento espiritual de lo que hay de Dios en sus congéneres o en tanto adhesión instintiva con quienes comparten la misma situación ontológica de criaturas del Señor, el ser humano debe compasión al prójimo, es decir, al semejante de sí mismo, al pariente, hermano, amigo y aliado —y no al otro, al diferente, al contrario de sí, esto es, al infiel, idólatra, apóstata, bárbaro, salvaje, inmoral, etc., a quienes debe convertir, combatir o exterminar. En esta perspectiva, inapelable, el Corán demanda: “¡Confirmad, pues, a los que creen! Infundiré terror en los corazones de quienes no crean ¡Cortadles el cuello, pegadles en todos los dedos!” (Sura 8:12), “¡Creyentes! ¡Combatid contra los infieles que tengáis cerca!” (Sura 9:123)—. En hebreo, por una parte, Hesed (piedad) explica la íntima relación existente del pueblo elegido con su Dios y, por otra parte, refiere a la clase de relación mutua que persiste entre familiares, camaradas, partidarios y semejantes. En esta perspectiva, la piedad como compasión se define por las siguientes disposiciones moral-deontológicas: la fidelidad, la comunión, la clemencia y la mansedumbre. En efecto, la compasión genera determinado sentimiento filial, cierta pulsión gregaria, que impele a la conformación del sentido de comunidad, a la construcción de una identidad social corporativa, en fin, a la formación del espíritu de manada. Asociación humana sustentada en la recíproca alienación de los instintos vitales y en la enajenación mutua de la

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voluntad de poder, de ahí, pues, que el papa Francisco declare sin ambages, ni remilgos, que: Seremos capaces, verdaderamente, de alegrarnos con los que están alegres y de llorar con los que lloran, de estar cercanos a los que están solos o angustiados, de corregir a quien se equivoca, de consolar a quien está afligido, de acoger y de socorrer a quien lo necesita. Hay una relación muy estrecha entre el don de la piedad y la mansedumbre, el don de la piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace mansos, nos hace tranquilos, pacientes, en paz con Dios, al servicio con mansedumbre de los demás.

La piedad, en cuanto compasión, genera mansos rebaños de esclavos, magisteriales profetas-misioneros e indignados libertadores. Aun más, el dogmático canon deontológico-moral de la piedad, en tanto compasión, impone, promueve y coacciona un sólo modo legítimo de ser en el mundo, la forma de ser del compasivo, como bien parece enseñar Don Juan Matus, a través de Castaneda, toda vez que el sentimiento de compasión comporta desear que el otro fuese como uno mismo, estuviese en el lugar propio. De hecho, el sentido gregario de la piara se sustenta en el deber de la igualdad de ser, cognada, proyectada, impuesta y significada mediante el recurso de los símbolos tradicionales de identidad social, emplazados como dogma religioso por los pastores de la manada: profetas-misioneros y libertadores. La paranoica mansedumbre magisterial del profetamisionero bien pronto se convierte en rubicunda indignación ante cualquier posible ruptura del deber ser que impone la doctrina deontológico-moral. Inspirados por la amorosa compasión, los siervos sumisos obedecen, los doctos pastores enmiendan; ambos afiliados por la unio mystica: Obedire et emendare. Empero, apenas embargados de la “legítima” indignación deontológico-moral, la piedad rauda se transforma en obcecado impulso de venganza ejemplar, tornando al mesurado profeta-misionero en intransigente juez y a la dócil manada en sanguinario verdugo. Por piedad se somete a la manada, por piedad se enmienda a los insumisos. Ahora bien, la piedad en tanto misericordia, por otro lado, constituye el criterio 254

deontológico-moral sustantivo a través del cual es posible juzgar el grado de bondad de los agentes que participan en la resolución onto-histórica de la existencia —la divinidad, el espíritu, los seres humanos—, a partir de la justicia propia de sus acciones en el mundo. Por misericordia, Dios perdona los pecados de sus fieles y devuelve a la manada, las ovejas descarriadas; por misericordia, los profetasmisioneros legan la palabra divina a la piara; por misericordia, los seres humanos sienten esta espontánea repugnancia ante el sufrimiento de sus semejantes (siguiendo a Rousseau en este último punto). El término misericordia deriva del latín misere (miseria, necesidad), cor o cordis (indicación al corazón) e ia (que expresa la tendencia “hacia los demás”), en virtud de lo cual, y en sentido estricto, expresa la capacidad de conmoverse por la miseria o la necesidad de las criaturas, aunque si bien, el pensamiento metafísico prefiere explicarlo como el altruista sentimiento de compasión, favorecimiento (del hebrero Jânan), gracia (del griego Járis) o de bondad que provoca el sufrimiento, el padecimiento y la pena de los seres, en razón de lo cual se impone la exigencia insoslayable de brindarles socorro, amparo y protección. “El que no sirve para servir, no sirve para vivir”, sentencia la misericordiosa Madre Teresa de Calcuta; imposición deontológico-moral del modo de ser que le significa, condenando cualquier otra forma de vivir posible. En tal perspectiva, la misericordia se manifiesta en tres principales disposiciones, a saber: en primer lugar, la inclinación del Dios a favorecer la adoración y el tributo que le ofrecen sus fieles sus fieles —“El Señor favorece a los que temen, a los que esperan en su misericordia” [Salmos 147:11]; “… para aquellos que llevan una vida justa, reservada en su Señor, son jardines con corrientes que fluyen, y esposas puras, y gozo en las bendiciones de Dios” [Sura 3:15]—. En segundo lugar, la vocación de los profetas-misioneros para iluminar a la manada con la palabra justa —“Al ver a las multitudes tuvo misericordia de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” [Mateo 9:36]—. Y en tercer lugar, la pulsión natural subjetiva de los seres humanos para conmoverse ante el dolor, la penuria y la 255

angustia que comporta la contingencia de la vida. Si la compasión genera un cierto sentimiento gregario de asociación filial, alienada y enajenada, por su parte, la misericordia endurece estas alianzas sociales con el sentido comunitario de la mutua dependencia. Las sociedades comunitarias —nucleares, religiosas y/o civiles, como las familiares, cristianas o musulmanas, y nacionales, respectivamente—, se determinan por su sólido sentido del clemente deber a los congéneres, a la comunidad y a la deidad —los conciudadanos, la patria y el Dios, o el Estado, por ejemplo—, cuya mutua dependencia societal los protege del inquietante devenir de la alteridad, la contingencia y la incertidumbre que comporta el acontecer ontohistórico del cosmos. Pero, según es posible advertir en sus diferentes patencias ontohistóricas, la piedad establece siempre una relación asimétrica entre los seres implicados: el ser piadoso y el ser menesteroso; en la que el primero detenta una posición más elevada en la jerarquía ontológico-moral-deontológica que el segundo, por eso mismo es el favorecido de la divinidad y, sin embargo, también, donde ambos afirman la posibilidad legitima de su ser por el deber que adeudan al mandato o demanda de otra disposición óntica —Dios, el Espíritu, la Historia, la Civilización, el Estado, el Imperativo Categórico—, no en cuanto resolución del deseo de su voluntad performativa de poder. En la lógica moral y/o deontológica que instaura el valor significante de la piedad, el deber siempre constituye determinada deuda onto-histórica para con el derecho de la existencia. La mítica imagen del compasivo San Martín de Tours (mejor conocido como San Martín Caballero), montado a caballo en un gélido día de invierno, cortando con la espada la mitad de su capa, pues la otra mitad pertenece a Roma, para donarla, misericordioso, al mendigo leproso que padece el inclemente frío de la ciudad de Amiens, en el actual territorio de Francia; tras cual justo acto es premiado con la revelación divina y se transforma, entonces, en uno de sus más devotos seguidores del Cristo. El valor de la piedad, de esta manera, denigra la condición ontológica del ser humano, por lo menos en 256

tres posibles sentidos, a saber: por un lado, en su relación con el Dios, pese haber sido creado a su imagen y semejanza, lo sitúa en la infamante posición de criatura dependiente de los inescrutables designios divinos, bien sea como simple agente de su sacro determinismo omnisciente —la inapelable previsión de Las Moiras que deciden la fortuna y/o la maldición de cada ser—, o ya en cuanto objeto de prueba de su fidelidad, devoción, obediencia y justicia —a la manera de Abraham, Job, Noé y Lot, de modo respectivo; y por eso mismo exclama indignado el poeta español, León Felipe: “¿Lloramos sólo porque Tú has apostado con Satán? / Nuestra lepra, / esta lepra de ahora / ¿ha salido también del gran cubilete de tus dados? / ¿No somos más que una jugada tirada sobre la mesa verde / de tu gloria? / ¿Apuestas ahí arriba con el Diablo a la luz y a la sombra / como al negro y al rojo en un garito? / Y ahora… ¿ha ganado el negro… / ha triunfado la sombra?... / ¡te ha vencido Satán! / ¿Y yo no soy más que una ficha, / una moneda, / una res, / un esclavo… / el objeto que se apuesta… / lo que va de un paño a otro paño / de una bolsa a otra bolsa?”—. Por otro lado, en su relación metafísica con las diversas representaciones onto-históricas del profeta-misionero, es emplazado en la triste condición de siervo perpetuo del poder pastoral, al propio tiempo oveja del rebaño, cordero del sacrificio y párvulo perenne del adoctrinamiento moral-deontológico (“Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño de mi prado, hombres sois, y yo soy vuestro Dios –declara el Señor Dios” [Ezequiel 34:31], “… y yo soy su pastor en la tierra, único representante legítimo del Dios, o del Estado, en el mundo, sentencia el profeta-misionero”, bien es posible concluir). Y por último, en su misericordiosa relación con sus infortunados prójimos, se reconoce como una simple víctima corporativa del mismo estado de indigencia en que adviene la vida humana, ante los funestos avatares del destino. De ahí, pues, que la piedad sea la más deleznable de las formas de significación existencial de que dispone el ser humano, porque lo coloca en la condición de minusvalía ontológica, muy por debajo de los animales, las plantas y las cosas inertes que, aun cuando también 257

creadas, no están supeditados al deber de afirmar la legitimidad de su existencia mediante la obediencia potestativo-coaccionada, más que a partir de su simple estar en el mundo, de la seidad que les hace ser, de su fuerza potencial de prevalencia, a pesar de las erosivas fuerzas de la intemperie. Por ende, ante el oprobioso valor de la piedad del esclavo, el profeta-misionero y la propia divinidad, voluntarioso, el guerrero opone la solidaridad que posiciona a los distintos seres en el mismo rango del existir; principio onto-histórico que ya presentían los sabios griegos, al empeñarse en descubrir la physis primera, el Arjé de que se conforman todos los mundanos entes, el universo entero y los propios dioses. La misma arjé, imagen, semejanza, propiedades espirituales y voluntad performativa, solidariza al guerrero con lo divino. Aunque en su diferencia ontológica, en su desigual potencia afirmativa, la solidaridad remonta al guerrero, y dispone al resto de los entes del cosmos, en la equivalente disposición de la voluntad de poder. La existencia entera se constituye del mismo elemento primordial; cualquiera éste sea. La solidaridad convierte en fraterna, la singularidad de las diferencias. De esta forma, a fuerza de su irrestricta voluntad de poder, el héroe trágico griego, el guerrero dionisiaco, reta el inexorable designio de Las Moiras, aspira someter a su deseo la inevitable resolución de la fortuna y lucha codo a codo, de igual a igual, con los divinos. Al esclavo, que delega la responsabilidad de su vida en el provisorio mandato de los amos rectores de la existencia; al profeta-misionero, quien fundamenta su autoridad pastoral en las trascendentales je­ rar­quías onto-históricas; al libertador, cuyo mesiánico liderazgo se sustenta en su incuestionable superioridad deontológico-moral, les encrespa, indigna y amedrenta, la descarada impiedad que comporta el igualitario reconocimiento ontológico de la solidaridad. A los dóciles corderos del rebaño, a los benévolos profetas-misioneros, a los altruistas liberadores y todavía a la propia sufriente manada, se les debe piedad, pero a los guerreros sólo puede honrárseles con la solidaridad.

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XXXI

Aunque si bien puede instaurar colectivos, comunidades, naciones e imperios, a causa de sus posibles alianzas estratégicas con manadas de esclavos, legiones de paranoicos e inspirados emancipadores, el guerrero nunca sustenta alguna clase de proyecto socio-histórico, sus creaciones comportan siempre propósitos singulares, pulsiones de rareza, excéntricos instintos, pero el rebaño y sus pastores sienten un cierto gusto morboso por aglutinarse en torno de sus acciones performativas, ya como fieles feligreses, idólatras espectadores y/o devotos imitadores, o bien en cuanto acérrimos detractores, fanáticos persecutores y/o rencorosos críticos; pero, los auténticos valores de la libertad no alimentan pulsiones gregarias, disposiciones asociativas, puesto que el espíritu de colectividad ya supone la renuncia voluntaria a las capacidades de autodefinición y, por ende, la forja necesaria de determinadas cadenas sociales, bien en tanto agente de dominio, o ya como objeto dominado, según anticipa con clarividente intuición John Locke mediante la paradigmática metáfora del Contrato Social —“Por consiguiente, siempre que cierta cantidad de hombres se unen en una sociedad, renunciando cada uno de ellos al poder ejecutivo que les otorga la ley natural en favor de la comunidad, allí y sólo allí habrá una sociedad política o civil”, según reconoce el filósofo inglés—. Y sin embargo, la libertad sólo es posible en el núcleo mismo de las determinantes de interacción societal, es decir, en el seno propio de la sociedad humana. El ermitaño no es un ser libre, sino acaso un profeta-misionero sin manada, o quizás un fanático esclavo de sus propias intuiciones metafísicas. Aun así, sólo la voluntad de servidumbre y el delirio paranoico cons­ truyen, perfilan, bosquejan, proyectos socio-históricos. La soledad resulta una carga demasiado onerosa, insoportable e intensa para los frágiles hombros de los esclavos y de los profetas-misioneros, en virtud de lo cual precisan poblar su mórbida existencia cotidiana 259

con impulsos gregarios para preservarse y defenderse de las inesperadas contingencias del mundo —enemigos foráneos, siniestros naturales, maldiciones divinas; “… “la única vía para construir ese poder común, apto para la defensa contra la invasión extranjera y las ofensas ajenas, garantía de que por su propia acción y por los frutos de la tierra los hombres pueden alimentarse y satisfacerse, es dotar de todo el poder y la fuerza a un hombre o asamblea de hombres, quienes, por mayoría de votos, estén capacitados para someter a sus voluntades a una sola voluntad”, según apunta Hobbes—, al propio tiempo que colman el inquietante vacío del éthos onto-histórico con deidades y utopías. En el fondo, la sociedad se amalgama de miedo, utopía y religiosidad. Empero, el guerrero está demasiado excedido de su ser, de voluntad de poder, inspiración vital y pulsiones performativas, como para angustiarse de su terrible soledad, de su desesperante orfandad; aunque nadie más consciente de su plena y absoluta soledad ontológica —sin dioses, sin fundamentos, sin coordenadas—. Más allá de su deseo de ser sólo resta la nada. No obstante, es la misma consciencia trágica de su definitiva soledad lo que le dispone para afirmar su voluntad performativa de poder y, en consecuencia, convertir su descomunal lamento existenciario en un auténtico acto de creación. El guerrero es el gran misántropo creador. Si existe un dios, lo que en verdad lo asemeja con el ser humano es la soledad creadora. “La verdad es que Dios es el gran Solitario”, sentencian Haroldo Joseph Rahm y María J. R. Lamego.

XXXII

En la perspectiva del actuar ético, auténtica senda del guerrero (y toda vez que no se impone la existencia trascendental de un determinado imperativo categórico, universal, ahistórico, estratificado, estático 260

e incuestionable de significación y dotación metafísica del sentido de la vida), la transgresión deliberada o involuntaria de cualquier clase de valor, siguiendo el lance griego de la hamartia (αμαρτία), tan sólo representa el fallo de una meta, es decir, el yerro de actuar conforme a la pauta existencial de un ideal específico de conducta social, de un prototipo de vida, que el individuo asume de manera expresa en cuanto modelo, o paradigma, de comportamiento vital. Pero, el vivir y, más aún, el existir en plenitud, no se reduce al logro de una meta, a una sola forma de significarse, por trascendente que esta pueda parecer —la salvación, verbigracia—, al contrario, comporta siempre una diversa multiplicidad de ambiciones vitales, de significantes existenciarios, de sentidos onto-históricos, la mayoría de las veces contradictorios entre sí, y cuando la voluntad de poder, por tentación, desobediencia y/o perversión, trastoca el logro de cualquiera de ellos, el deseo siempre dispone de nuevas formas de definir el ser propio. Los valores son relativos a las posibilidades de las experiencias de vida. Allende los valores tradicionales, las normas jurídicas y/o las leyes de origen trascendental, divino o histórico, imperantes en la preservación del orden social, el gue­ rrero, por su parte, afirma de manera performativa aquellos valores que significan el devenir de su particular forma de existencia, de sus modos singulares de ser en la imprevisible contingencia del mundo; lo cual no significa que tales significaciones sean inapelables ante la intempestiva variedad y complejidad de las experiencias de vida. La infracción ética nunca significa algún tipo de déficit existenciario, una falta ontológica, la pérdida del destino anticipado o la demiúrgica condena; el pragmático sistema de valores del guerrero es flexible, estratégico y dúctil. De ahí que, en relación directa con el nivel de ruptura y del tipo de valores involucrados, debido a su alto grado de maleabilidad, el código ético puede ser reformado, reorientado o reafirmado por la voluntad de poder; transvalorado de continuo por el deseo performativo. Los éthos vitales demandan formaciones propias de eticidad, en consecuencia, las transformaciones de los modos de ser que disponen las experiencias de vida 261

instan conversiones éticas. Sin embargo, no debe confundirse esta plasticidad valoral natural del guerrero, con frivolidad ética, pues, el significado total de su existencia, el sentido mismo de su vida, depende, por completo, de los valores que sustenta y desde donde proyecta las posibilidades onto-históricas de su ser, sólo que no se emplaza en cuanto profeta-misionero o esclavo de sus significantes existenciales. La permanente transvaloración nietzscheana, dispuesta en tanto lance de plenitud vital, es el rasgo característico de la ética de libertad —“la ética está siempre en gestación, se hace y deshace a sí misma, es más una actitud que un cuerpo de creencias”, como bien sintetiza Camps—. Y al final de su camino, no existe dios o Demiurgo ante quien pueda arrepentirse para que le sean perdonadas sus reiteradas transgresiones, no existe un tribunal supremo ante el cual deba dar cuenta y justificación de sus hechos; los juicios éticos del guerrero se realizan en la determinación misma de sus actos. Aceptar el desafío de vivir implica una constante transgresión a la razón, al orden social, a la tradición cultural, al dialéctico devenir del Espíritu, a Dios. Parafraseando a Ortega y Gasset, se puede afirmar: no es posible que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad práctica, activa del guerrero. Su vida es una perpetua reistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de valorar. La única forma de que dispone el guerrero para subsanar sus hamartias, sus fallos de meta, es convirtiendo sus demonios en performativos aliados. Y a fin de no proyectar falaces relaciones conceptuales, conviene advertir que este proceso de demon alianza no se refiere, en lo más mínimo, al acto de sublimación psicológica, en el sentido psicoanalítico, es decir, no consiste en la operación psíquica del desvío de los impulsos instintivos, en cuanto mecanismo de defensa del yo hacia lances de conducta moral y/o deontológicamente mejor aceptados por las prácticas socio-culturales, puesto que al guerrero no le significan las presiones sociales, sino que, por el contrario, la afirmación de las posibilidades performativo-creadoras que sus demonios 262

comportan, constituyen disposiciones sustantivas de las construcciones de su ser, con independencia de las funciones específicas que los valores desempeñan en la preservación del sistema de dominio establecido en la sociedad. Los demonios, tanto como los divinos ángeles, representan, para el guerrero, posibilidades de ser, de crear, de experimentar, de inventarse a sí mismo. Los demonios forman parte sustantiva de la virtud ética del guerrero. Por su parte, en la lógica del pesimista pensamiento metafísico, el errar el blanco se transforma en no hacer lo recto, el error trágico de la poética aristotélica se convierte en el desviarse del camino, errar la meta definida por Dios, de la teología judeo-cristiana, es decir, la αμαρτία griega se resignifica en el jattá’th (pecado) hebreo, de ahí que la transgresión de los principios, normas y/o valores deontológico-morales represente un fallo contra el orden divino, una determinada falta derivada de la humana tendencia a pecar, del impulso al mal a que conduce el libre albedrío; “rechazo, negatividad, desvío o malquerencia: oposición —en definitiva— de persona a Persona, de la criatura a Dios”, como advierte Cardona, aversio a Deo; aunque también, en cuanto producto de la piedad redentora, de la promesa salvacionista, puede entenderse en cuanto sacrificio por el pecado, siguiendo a John J. O’Rourke. “El pecado no es más que un acto moralmente malo”, sentencia definitivo Santo Tomás (De Malo, 8:3). En la misma perspectiva, la palabra pecado deriva del latín peccatum, que a su vez procede del verbo peccare, el cual significa ‘cometimiento de una falta’, ‘acción culpable’, ‘obrar erra­ damente’. Así, pues, la violación de los valores establecidos es un pecado porque representa la actuación fuera del marco de legitimación de la Ley e implica, por necesidad, la intrusión del Mal en el orden de la existencia, de la degeneración en la progresiva evolución de la vida, de la ruptura en la continuidad de la tradición histórica que preserva la estabilidad del sistema social, de la degradación de la natural humanidad del ser del ser humano. Por tal motivo, se peca contra el Dios, el Espíritu, la Razón, la Especie, la Historia, el Estado y la Revolución. En este sentido, la infracción del imperativo 263

categórico, legitimado por la autoridad del Estado y por su carácter universal, ahistórico, que lo hace incontrovertible, constituye el síntoma indudable de cierto déficit existenciario, de determinada falta ontológica, de la trágica pérdida del hado predestinado. En cuanto el ser humano es un ente imperfecto, a consecuencia directa de su finitud y contingencia, se encuentra privado “de forma u orden, o medida debida” conforme al Bien absoluto que representa la divinidad, de acuerdo al razonamiento de Santo Tomás (De Malo, 2:2), en función de lo cual su fe, razón o voluntad pueden fallar en el reconocimiento, la observancia y/o promoción de la existencia justa, del recto proceder, de la vida regida por el Imperio de la Ley, ya sea por indigencia, tentación, intemperancia o perversión —“el mal de la acción [el mal moral, bien es posible acotar] o de la operación viene siempre de cierto defecto que está presupuesto en el ser o en las potencias operativas del agente”, apunta Maritain, a propósito de Santo Tomás—. El pecado, la desobediencia moraldeontológica (el delito, el crimen, en términos jurídicos), simboliza la patencia de una evidente discordia con el ser. “Peccatum non est pura privatio, sed actus debito ordine privatus”, acota Santo Tomás. En sí mismo, este hecho provoca el inexorable extravío de su auténtico sino último: la rendención ontológica y, por tanto, la consecuente salvación que ha de tornarlo a su origen, a su patria primigenia —Ulises de regreso a Ítaca, Adán de retorno al Edén, Cristo reintegrándose al Reino del Padre, la conciencia volviendo a la Totalidad—; fortuna sólo posible mediante la constante depuración ontológica que comporta la irrestricta asunción del deber: deber de obrar acorde con las disposiciones del Dios, deber de actuar en correspondencia con la Razón, deber de conducirse en el respeto al dogma legal que preserva la vigencia del Sistema Socio-Político establecido, deber de portarse de acuerdo con los supremos valores revolucionarios —“ [el] socialismo económico sin la moral comu­ nista no me interesa”, declara enfático el “Che” Guevara, en la misma lógica—. La reflexión metafísica de la moral y la deontología hacen derivar al ser del deber. El deber como deuda onto-histórica ante el 264

Demiurgo, el deber en cuanto obligación de ser conforme a la Ley. El ser humano, como el resto de los entes en el universo, debe su existencia a este Creador que lo causa desde los arcanos y oscuros abismos de la nada —la divinidad, la naturaleza—, al mismo tiempo que le impone un modo específico de ser, una posición particular en la jerárquica estructura del cosmos y lo previene de un destino propio, por lo tanto, debe obediencia incondicionada y voluntaria a los preceptos ontológicos con los que ha sido predeterminado, a la naturaleza existencial que le ha sido conferida, aun en cuanto ser libre. La libertad en tanto posibilidad coaccionada de respetar la trascendental ley del Demiurgo o perderse en la condena de la nada, pues, el ser humano, “con su libertad, pone en juego su mismo destino, la plenitud de su naturaleza, el fin mismo de su ser y, en consecuencia, el sentido de su propia libertad”, de acuerdo con Cardona. El deber como causa primigenia, legitimidad existen­ ciaria y proyecto onto-histórico de ser. Es en tal perspectiva, que la infracción de los valores morales y/o deontológicos, por comisión u omisión, comporta siempre una patente discordia con la misma entidad que lo define, representa un verdadero atentado contra el ser que le ha sido concedido, la mordida de la nada, del no-ser, como bien podría concluir Maritain siguiendo a Santo Tomás —“El mal [y por tanto el pecado] existe realmente como una herida o una mutilación del ser…, es una herida de Dios”, establece el filósofo francés—, o tal vez, la irrupción del caos inicial, según puede señalar Roberto Augusto Miguez, en la ruta de reflexión teológico-filosófica establecida por Schelling. Pero, en tanto la entidad humana testimonia un manifiesto déficit ontológico, su propia existencia ya viene marcada, lastrada, por la tara del pecado, por la falta que comporta la transgresión moral y/o deontológica, de pensamiento, decisión y acto, lo cual la emplaza en la trágica posición de criatura caída, espíritu expulsado del Alma Universal, proscrito de la Ley, condenado del demiurgo. En efecto, por cuanto el ser humano peca de pensamiento, palabra, intención y de hecho, aún antes de haber pensado, hablado, deseado y/o actuado, 265

incluso, antes de haber nacido, ya se encuentra improntado por el estigma de la desobediencia primigenia, en tanto conciencia de las posibilidades existenciarias, del deseo de ser y la apertura ontológica que lo distingue del orden existenciario: el pecado original que le lega la dialéctica de la instauración de la Ley divina y el consecuente usufructo del libre albedrío humano. “La ley induce la transgresión, de la ley”, como bien señala Safranski; la ley funda la posibilidad del pecado —“Lo que pasa es que sólo conocí el pecado a la luz de la ley. Y así, de hecho, yo no habría tenido noticia de la concupiscencia sino porque la ley me dijo (…) Quiero decir que sin ley, el pecado no es más que una palabra”, de acuerdo con San Pablo (Romanos, 7-14)—. Sin la implantación de la ley, el pecado no existe y la condena se desvanece en el libre deseo de ser. De ahí que el atributo de la libertad ya lo convierte, por defecto, en pecador —sea que decida comportarse acorde con los principios rectores de la Ley, o que resuelva proceder en contra de la prohibición instituida—, porque le permite pensar, valorar, reflexionar, sobre la probabilidad de su transgresión y la sola consideración de tal posibilidad lo condena a la rebelde posición de insumiso impenitente, de inconsecuente transgresor. La “obediencia de la ley”, como pretende Lévinas, no resguarda la libertad, por el contrario, la corrompe, la condena, la contradice. La libertad posibilita negar la existencia del Dios, rechazar la vigencia de la Ley, cuestionar la legitimidad del orden de dominio establecido; obedecer a la Ley comporta, por necesidad, renunciar al propio libre albedrío, para subordinarse al mandato trascendente de la divinidad, el Estado o la comunidad, como bien parece advertir el pensamiento contractualista. La libre valoración de obedecer la Ley implica un evidente pecado de intención y pensamiento de inexcusable sedición. No hay escapatoria posible: “… ciertamente no hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque” (Eclesiastés 7:20). Es por eso que el profeta-misionero y el esclavo aprecian con cierta desconfianza la falible libertad que puede conducirlos a la perdición, al hacer una mala elección del acto moral, dada la deficiente capacidad electiva característica de 266

la voluntad humana —“el mal es una decisión libre del hombre”, según parece sostener Schelling—; por esa misma causa, diversos teólogos morales y/o deontológicos atribuyen la irrupción del Mal en el mundo, al usufructo de la libertad humana, como San Agustín, Santo Tomás y Schelling, por ejemplo. En tal dirección de pensamiento, Santo Tomás plantea: “Lo que constituye formalmente la falta o mal moral adviene a un ser de que su voluntad procede de elección sin tener actualmente en consideración la regla”; mientras que Alfonso Aguiló señala sin ambages: “Y tuvo que ser la libertad humana lo que indujo el mal en la creación”. Así, pues, el ser humano ya había pecado aún antes de ceder a la tentación de la serpiente. Y es ese el verdadero pecado original, la primera transgresión humana, con que viene estigmatizado todo ser de la especie, esto es: la posibilidad de valorar la obediencia o la oposición a la prohibición divina; porque la esencia de la libertad humana no consiste tanto en el poder de la acción y/o de la abstención de proceder conforme a los preceptos onto-históricos que dicta la Ley, según parece prevenir Santo Tomás —“… todo cuanto sucede en el curso de las cosas humanas, debe ser medido y regulado según la regla de la razón y la ley divina”, advierte Maritain, de acuerdo con los planteamientos del filósofo y teólogo escolástico—, sino más bien en la ponderación de las posibilidades inherentes de actuar al margen de la legalidad existencial decretada. Y el pensar en estas probabilidades es ya una falta, un acto errado, un pecado, constituye una caída del ser. La libertad comporta el abismo del mal, del pecado, la posibilidad de la seductora transgresión de la ley, como bien apunta Safranski a propósito de San Agustín. Y sin embargo, es imposible soslayar la temeraria hipótesis de que en el fondo Dios mismo sea el causante del origen del mal en el mundo, en cuanto artífice de un ser dotado de libre albedrío, legislador supremo que impone la Ley del deber ser y juez absoluto de la transgresión onto-histórica, pues, el “Dios conservador del mundo aprendió tal vez a descubrir en el espejo del hombre la parte de mal que hay en él mismo”, como propone Safranski; invirtiendo la tesis de Paul Ricoeur, bien es posible sen267

tenciar: la misma teología que proclama la culpabilidad del ser humano denuncia la culpabilidad de Dios. Luego, entonces, y en sentido estricto, el Bien y el Mal provienen de esta consideración ética que permite la asertividad performativa de la libertad humana, no de la legalidad ontológica impuesta por la autoridad y la universalidad, divina u onto-histórica, es decir, la libre asunción de la responsabilidad de actuar en concordancia o discrepancia con los límites vitales instaurados por las leyes de la existencia. Pecar adviene del reconocimiento de la posibilidad de transgredir las fronteras existenciarias impuestas por la ley. En el fondo, lo que pretende el dogmatismo moral-deontológico es subsanar el terrible vacío existencial de un mundo desfundamentado, conjurar la angustiosa soledad que comporta el acontecer de una vida deslegitimada, depurar la culpa que implica un ser indeterminado, mediante la impávida esperanza del perdón onto-histórico y la consecuente salvación ontológica —porque “nuestro Dios perdona cualquier pecado, lo perdona siempre, hace fiesta cuando uno le pide perdón y olvida todo”, según enseña el Papa Francisco; tal perdón forma parte sustantiva de la onto-histórica alianza entre la divinidad y el ser humano—. La ley y la posibilidad del perdón otorgan fundamento a la existencia humana. De ahí que Camps sentencie categórica: “Sin esperanza no hay ética posible [no hay moral o deontología posible, bien es recomendable enmendar] si concebimos la ética como un proyecto de vida y sociedad mejores”. El problema es que la ética, y a despecho de los metafísicos moralesdeontológicos, no conforma algún tipo de proyecto de existencia, individual o social, como tampoco representa un medio de alcanzar la felicidad o la reforma ontológica de lo humano, puesto que es, tan sólo, un sistema de valores que significan el deseo de ser; ¿ser qué?, aquello que sea posible desear. La ética no hace del guerrero un ente mejor, ni lo convierte en una buena persona ni, menos aún, dispone la reforma ontológica de su ser en el mundo, sólo dota de sentido y significado a su desmesurado deseo de existir, a su excesivo instinto de vivir. La gran falacia del pensamiento metafísico 268

pesimista, pero también uno de sus principales recursos de control social, es la artificiosa esperanza de que la irrestricta apropiación de los valores morales y/o deontológicos, más que una forma de significar la existencia propia es un dispositivo trascendental de restauración, depuración y regulación onto-histórica del ser humano.

XXXIII

En el imperativo afán de explicarse el significado primigenio y sustantivo del existir en el cosmos y, por consecuencia, reconocer el sentido definitivo que comporta la mundana vida, en términos generales, el ser humano suele agobiarse por la pregunta acerca de ¿cómo construir una existencia valiosa, recta, justa, en el indiferente e impersonal advenimiento del cosmos?; ¿cómo dotar de importancia significativa, relevancia trascendente, a la trágica experiencia de vivir en el caótico acontecer del mundo?; ¿cómo atribuir densidad onto-histórica al contingente actuar humano?; ¿cómo evitar que el abismo de la nada sea el destino único de la existencia mundana? La intención primordial de esta interrogante existencial representa el tenaz intento de justificar la elección, individual o colectiva, de un modo determinado de ser en el múltiple discurrir onto-histórico de la vida, de cierta forma de trascender la efímera vivencia particular, en la aleatoria contingencia del universo. En la tradición histórica del pensamiento formal, las respuestas posibles a tal cuestión, de manera analítica, pueden agruparse en dos grandes tendencias de reflexión filosófica, a saber: el pesimismo metafísico y el optimismo ontológico, a partir de cuyos lances de vitalidad, mórbidos o vigo­ rosos, se conforman los tres principales sistemas de significación existenciaria y sus correspondientes agentes socio-históricos, estos son: la deontología paranoide con los profetas-misioneros, la moral 269

de esclavos con la manada de siervos y la ética de libertad con el guerrero. Los dos primeros se definen a partir del instinto gregario del rebaño, bien en tanto pastores, o ya como corderos, justificando su alternativa existenciaria en la afirmación de la primacía del todo por sobre cualesquiera de sus partes, el predominio de la comunidad sobre cualquier individuo, tanto a nivel de la integridad de la creación, como en la dimensión onto-histórica del sistema social; mientras que, por su parte, el último agente representa el instinto de individuación por antonomasia, que no se opone, por necesidad, con el corpus social, pues, a lo largo de la historia, han existido sociedades singularizadas. Los tres agentes sociales concuerdan en reconocerse a sí mismos como seres finitos, imperfectos y contingentes; sin embargo, el profeta-misionero opta por centrar su atención en los déficits existenciarios, las faltas ontológicas, o los fallos de actuación socio-histórica, que identifica en la corruptible “naturaleza humana” —factor procedimental de su pesimismo reflexivo—, de ahí, entonces que reformule la pregunta inicial hacia la cuestión metafísica: ¿qué es necesario hacer para rectificar la incontinente disposición humana, rescatarla del vicio, encauzarla hacia la “vida justa” y, por ende, conseguir que alcance su destino final prometido por la omnisciente previsión del demiurgo? —o quizás, también, en la variante interpelación del Buda: “¿Qué, al hacerlo, me llevará al bienestar y felicidad de largo plazo?” (Culakammavibhanga Sutta, MN 135)—. Así, pues, pese a la rencorosa comprensión pesimista que le es característica —manifestación indudable del pesimismo de la debilidad, siguiendo a Nietzsche—, el profeta-misionero aspira a la esperanza de una postrer existencia más venturosa, perdida en el pasado remoto tras la dramática caída humana, de la funesta fractura original, pero aguardando en las remotas posibilidades del futuro, a condición de la necesaria reforma ontológica que propicia la permanente rectificación deontológico-moral del ser humano. La enfermedad de la nostalgia del retorno convertida en mórbida utopía. Es por este patológico discernimiento que la probable realización, metafísica u onto-histórica, de todo lance utópico, en aras de las 270

propiedades humanas fundamentales, o de alcanzar la “verdadera humanidad”, supone la existencia producida mediante la reforma ontológica y el tutelaje deontológico-moral, de un ser humano que ha dejado de ser precisamente eso: ¡humano!, para alcanzar la estatura del presunto ser total, supremo, superior, integral, ahistórico, en cuanto resolución definitiva de los antagonismos esenciales del ser humano con dios, la naturaleza y consigo mismo, esto es: Der Neue Mensch, como parecen proponer el Marqués de Condorcet, Rousseau y Marx, entre otros (el Homo Philosophus platónico, el Citoyen rousseauniano, el Hombre Nuevo Marxista, el Sovietskiy Chelovek del comunismo soviético, el Übermensch nietzscheano, la Raza de Bronce vasconceliana, el Muyahid del credo musulmán de Alí Shariti y el Homo Androgynous de la bio-ideología del feminismo, verbigracia), quien habrá de consumar el nuevo orden existenciario, rechazando al pasado y abominando el envilecido presente. Y son estos factores onto-históricos: por un lado, su esperanzada pulsión de una utópica vida allende las fronteras de la Historia, prevista por el trascendental augurio salvacionista —la Ciudad de Dios, la Comunidad Ética, la Cité de l’Homme, el Comunismo Científico, el Mundo Feliz—, y por otro lado, la encomienda metafísica capital que se auto-confiere de mutuo propio para corregir la voluble entidad humana, a fin de salvarla de su propia indigencia, los que definen la singularidad vital del profeta-misionero; de aquí proviene su alucinada paranoia metafísica, su intransigente voluntad de deber y su irrevocable pulsión de dominio sobre los instintos de vida, respecto de los deseos de ser. En última instancia, la concreción metafísica y/u onto-histórica de la utopía deontológico-moral, con el mito del Homo Novus, se sustenta en la pesimista negación de lo humano, por lo menos en su mundanidad socio-ontológica, y la consecuente necesidad de su reforma histórica esencial, a través de la educación político-religiosa, de donde deriva “… una nueva forma de fe secular, capaz de suscitar nuevos salvadores y nuevas iglesias seculares”, como afirma Negro, a propósito de la psicología humanista. 271

Por su parte, la pesimista vertiente de reflexión metafísica, a su vez, históricamente se escinde en dos grandes lances de pensamiento racional, suscritos por imponentes personalidades filosóficas que han dominado, durante siglos, el análisis formal de los sistemas ideales y emergentes de valoración existenciaria, así como también sus respectivos propósitos trascendentales de regulación de la vida humana. El primer lance se origina con la pregunta filosófica formulada por Platón respecto de “¿cómo ha de vivirse una vida virtuosa?”; mientras que el segundo lance lo establece el maese Kant con la metafísica interrogante: “¿qué debo hacer?” El núcleo de interpelación existencial de ambas cuestiones es el deber y su finalidad última es el perfeccionamiento humano, ya como producto de la purificación que comporta la reflexiva vida virtuosa —“Si están, pues, enemistados por completo del cuerpo, y desean tener a su alma sola, cuando eso se les presenta, ¿no sería una enorme incoherencia que no marcharan gozosos hacia allí adonde tienen esperanza de alcanzar lo que durante su vida desearon amantemente –pues amaban el saber– y de verse apartados de aquello con lo que convivían y estaban enemistados… Acaso lo verdadero, en realidad, sea una cierta purificación de todos estos sentimiento, y también la moderación y la justicia y la valentía, y que la misma sabiduría sea un rito purificador”, establece Platón en el Fedón o de la Inmortalidad del Alma—, o bien en cuanto principio de universalidad conductual —“Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal, promulga el filósofo prusiano desde la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres—. El imperativo categórico en estas interpelaciones metafísicas es el deber. La palabra deber deriva del latín debere (ser deudor, estar obligado a), que deviene de dehibere, conformada por el prefijo de (privación) y del verbo habere (tener, poseer, dominar, guardar, mantener), en razón de lo cual, como pronominal, suele referirse a estar obligado en virtud de una ley natural o divina, aunque también puede entenderse en tanto necesidad de actuar conforme al imperativo de la Ley. 272

La ley, entonces, es emplazada en cuanto referente nodal del juicio y la reforma moral y/o deontológica del ser humano. Y es en esta dialéctica reflexiva que se produce la profunda confusión metafísica respecto de la función de la ética y en torno de los alcances existenciales de la explicación racional de los valores, pues, de la comprensión pragmática sobre la forma en que estos participan en los procesos de significación de la existencia, por mediación del imperativo categórico del deber, el pensamiento filosófico, desde La República platónica hasta la Edad de la Razón kantiana, desde la Ciudad de Dios agustiniana hasta el Comunismo Científico marxiano, lo transforma en el esfuerzo del intelecto por determinar qué es la moral —y con ello la deontología, por supuesto—, cómo han de justificarse los sistemas de valores correspondientes, cómo es necesario que se apliquen a los individuos y comunidades, sin soslayar el decreto de cómo deben realizarse los juicios moral-deontológicos, en otras palabras, de ser una disciplina de conocimiento sobre la pragmática social de los valores, se emplaza en la posición significante de conciencia legislativa del ser. La perspectiva formal de la interpretación pragmática de los valores que conforman la virtud social, con el pesimismo metafísico, pronto se convierte en el horizonte, el sendero, el código y el medio de legitimación de la reforma ontológica humana. Para el amante del saber resulta inevitable dictar los rectos modos de ser, las justas formas de vivir, los legítimos procesos del pensar. En este sentido, Savater declara categórico: “Llamo ética a la convicción revolucionaria y a la vez tradicionalmente humana de que no todo vale por igual, de que hay razones para preferir un tipo de actuación a otros”. No todo comportamiento humano es legítimo, no toda forma de vida es recta, no todo modo de ser es lícito, no toda disposición existencial es justa. ¿Y cuáles son esas razones que deciden la legitimidad del actuar, ser y existir humano? Las definiciones metafísicas onto-históricas de la moral y la deontología, desde luego; de hecho, la legitimidad ontológica y, en consecuencia, la posible racionalidad de los valores estriba en su correspondencia 273

con la reforma humana que propone el Ideal de Ser, concebido por el delirante sueño del profeta-misionero. El pensamiento filosófico que sustenta a las distintas teorías metafísicas de los valores pretende emplazar sus propuestas formales en cuanto disposiciones históricas de regímenes de organización política, definiciones de antropología filosófica, proyectos definitivos de vida y pautas doctrinales de enjuiciamiento de los actos humanos —“… los legisladores deben invitar y exhortar a la práctica de la virtud por amor del bien en la seguridad de que atenderán sus exhortaciones los que están adelantados en la formación de buenos hábitos; imponer castigos y correcciones a los desobedientes y sin disposición natural para el bien; y desterrar a los incurables miserables; pues el bueno y el que tiende en su vida a los que es noble obedecerá a la razón, y el hombre vil que sólo aspira al placer debe ser castigado con el dolor, como un animal de yugo. Por eso dicen también que los dolores que se les inflijan han de ser tales que se opongan lo más posible a los placeres que ellos aman”, establece Aristóteles–. La república de Platón, la Razón de acuerdo con la filosofía clásica, el Socialismo Real y el Comité de Salvación Pública de Robespierre, o el Comité de Actividades Antiamericanas de Joseph MacCarthy, verbigracia. Pero, como bien muestran estos distintos ejemplos, diversas tentativas de tales alucinantes propuestas ya se han intentado instituir en práctica onto-histórica y, sin importar el tiempo que han perdurado, todas ellas han fracasado de manera rotunda ante la abierta indeterminación del ser humano, pues, aún los esclavos más persuadidos, requieren de un mínimo de libre albedrío, de cierta voluntad propia, para decidir la continuidad de su fiel servidumbre. No existe el poder absoluto, conforme a la perspicaz intuición de Foucault. Empero, pese a todas las frustraciones socio-históricas, la metafísica moraldeontológica sigue atribuyéndose la facultad de definir e imponer prototipos universales de Ser. Ahora bien, y en términos generales, el desarrollo histórico de la metafísica moral-deontológica, comprende cuatro principales estadíos del pensamiento filosófico, tales son: en primer instancia, la moral 274

introspectivo-eudaimonista que se constituye a partir de la confluencia reflexiva de las premisas socrático-platónicas y cuya máxima rectora se resume en el principio de “conoce los prototipos que determinan al Ser, las Ideas, con el objeto de hacer factible el logro trascendental de la felicidad humana”; en segunda instancia, la moral pragmáticoteleológica, suscrita por Aristóteles, que encuentra como propósito nodal “la realización de la esencia y las potencialidades del ser humano, en función de sus fines éticos y dianoéticos”; en tercera instancia, la deontología teológico-salvacionista, instaurada por la tradición judeo-cristiana, la cual dispone “el cumplimiento irrestricto de la Ley divina, en cuanto medio de renovación permanente del pacto con el Dios y condición necesaria de la posible redención humana” —en su expresión laica, se transforma en “el cumplimiento irrestricto de la Ley jurídica, en cuanto medio de renovación permanente del pacto con el Estado, con la Nación, y condición necesaria de la posible redención social”—; y en cuarta instancia, la deontología categóricoformal, emplazada por Kant, que determina “… el imperativo de definir las pautas racionales de conducta, discurso y/o significantes identitarios, universalizables, en tanto principios nomotéticos de comportamiento social”. Grosso modo, y entre paréntesis, la observancia de la ley divina, en la moral musulmana, se traduce en la exigencia de los actos virtuosos que comprenden tanto los actos de culto como los mismos actos de vida —“Así, lo que sea que conduzca al bienestar de los individuos de una sociedad y no se oponga a los fundamentos de la religión es moralmente bueno en el Islam, y lo que fuera que la perjudique es moralmente malo”, según acota Khalid Latif—; en el budismo, por su parte, los preceptos morales (Pancha Shila) tienen, más bien, un carácter indicativo que prescriptivo, para todos aquellos que pretenden la iluminación. La Metafísica Binaria de Oposición abreva de los diversos paradigmas moral-deontológicos que cons­truyen los diferentes estadíos filosóficos, a fin de conformar su dialéctica formal de antagonismos onto-históricos, en tanto factores doctrinales de definición del ser justo, la existencia recta, la vida virtuosa y, por ende, de los juicios de valoración humana, a saber: 275

Los diferentes modelos moral-deontológicos que se han proyectado a lo largo de la diversa historia humana, de manera particular los sistemas modernos y contemporáneos de valoración ontohistórica, tan sólo representan complejas variaciones, derivaciones, integraciones, eclecticismos y/o síntesis de estos paradigmas básicos que ha construido el pensamiento metafísico pesimista. Constituyen el sustrato de legitimación de la estructura de dominio que impone el profeta-misionero, así como el referente fundamental de su credo valoral y de sus pautas de actuación social y de reforma ontológica del ser humano. En este sentido, la relación entre la política y los valores moral-deontológicos es necesaria, de acuerdo con el pensamiento metafísico, como bien anticipa ya Aristóteles, porque permiten deslindar, e imponer, conviene advertir los actos justos de los actos injustos, las acciones rectas de las acciones des­ honestas, y la caída de los grandes meta-relatos que comporta el advenimiento del incierto postmodernismo, no consigue minar la autoridad y universalidad de la Metafísica Binaria de Oposición, ni tampoco socavar las pulsiones legislativas y reformadoras del ser humano que implica su dialéctica instauración en las prácticas sociales, pues, según confirma Jacques Derrida: “Se necesita esa relación, debe existir, es necesario deducir de la ética una política y un derecho. Es necesario hacer esa deducción para determinar lo 276

‘mejor’ o lo ‘menos malo’, con todas las comillas que se imponen”. Pero, ¿qué o quién determina eso mejor, o menos malo?, ¿y qué es eso mejor, o menos malo?, ¿acaso los líderes políticos, económicos, religiosos, filósofos y/o artísticos, entre otros, tienen la capacidad para reconocer y determinar lo que es mejor, o menos malo, para las sociedades e individuos contemporáneos?, ¿o quizás la manada ha desarrollado esa capacidad de identificación y definición de aquello que es mejor, o menos malo, para ella misma, para los diferentes colectivos sociales o los individuos del presente, tras la plane­ taria expansión de la democracia de masas? A fin de cuentas, el pensamiento postmoderno no constituye ningún tipo de renuncia fundamental a los principios rectores de la pulsión metafísica, sino tan sólo, acaso, el simple atemperamiento de sus aspiraciones ontolegislativas, producto de su profundo desencanto socio-histórico para con las promesas incumplidas de la reforma deontológicomoral que debía comportar el advenimiento de la Edad de la Razón, el ineludible arribo a la mayoría de edad del ser humano; en todo caso, la propuesta postmoderna del pensamiento débil, de la derogación de los grandes meta-relatos, únicamente representa la pesimista expresión del pensamiento moderno desencantado. En tal perspectiva, resulta nodal entender que el establecimiento de una política y un derecho, a través de la aquilatación societal del Bien y del Mal, o de sus postmodernos atemperados conceptos de lo mejor o menos malo, destacados o sin destacar, —derivados, o deducidos, de la Ley Divina, la Dialéctica del Espíritu o de la Historia, el Imperativo Categórico o la propia Ética, según propone Derrida—, en sentido estricto, es un acto manifiesto de dominación social, sea del profeta-misionero, del libertador o del guerrero. Los sistemas de valores, más que cualquier proyecto social, conforman el sustrato de legitimación onto-histórica de cualquier régimen de dominio. Y la manada, en tanto tal, no es capaz de definir por sí misma una política, un derecho, un proyecto social, una forma de ser, razón por la cual, sólo selecciona y asume sin restricciones los modelos moral-deontológicos que le resultan más estables y menos inquietantes 277

para significarse en la existencia, de ahí que su principal pregunta moral-deontológica sea: ¿qué debemos hacer? Empero, no se trata de un cuestionamiento existencial para sí misma, sino, más bien, una angustiosa demanda de amparo para el profeta-misionero, ¿qué debemos hacer para ser salvos?, a lo cual responde categórico el profeta-misionero: “… si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano” (Corintios 15:2); “… y co­no­cerán la verdad, y la verdad los hará libre” (Juan 8:32); sólo un ideal fuerte, como el comunismo, puede salvarnos, parece sostener Gianni Vattimo, inspirado por el ideal fuerte de las primeras comunidades cristianas: “Si no fuera cristiano no sería comunista, es lo que digo siempre”, concluye el filósofo italiano. Ante la augusta autoridad y la consecuente universalidad de los sistemas morales y deontológicos se erige escéptica la mundana figura del guerrero que no aspira a la salvación ni tampoco se propone redimir a nadie, pues, su único deseo es yantar la vida con pasión, explorar las abiertas posibilidades del existir, trazar los indeterminados derroteros del deseo. No es un pastor en busca de su manada, no es un redentor tras la liberación humana, no es el profeta-misionero con una trascendental encomienda por cumplir; es tan sólo un ente lanzado a la existencia, sin más argumentos que su performativa voluntad de ser. En tal perspectiva, contempla extasiado el voluptuoso advenimiento de la vida, aspira la incontenible vitalidad de sus instintos, presiente las vastas posibilidades que apertura el contingente acontecer del mundo y, en el numen de una mántica inspiración, lanza al aire su pregunta básica de significación existenciaria: ¿qué puedo hacer? Soñar lo imposible, con los pies plenamente arraigados en los vigorosos veneros de la tierra, hacer de la finitud un suspiro de eternidad y de la memoria un medio de existencia, desde donde danzar la inmortalidad con la muerte. Es el mismo fenómeno que atestiguan los primeros filósofos de la antigüedad, pero, recelosos y amedrentados por el incontenible discurrir del cosmos, prefieren refugiarse en la racionalidad metafísica de las abstracciones formales: el ápeiron de Anaximandro, el átomo de Leucipo, el Ser de Parménides, 278

las Ideas de Platón, el Uno de Plotino, el Espíritu de Hegel, el ente de la ontología, la Voluntad de Schopenhauer, la Nada de Sartre y las Leyes Naturales de la ciencia, por mencionar sólo algunos de los conceptos de mayor prosapia en la tradición filosófica. Si no puede dominarse el desarrollo de la existencia, por lo menos puede controlarse su comprensión racional; la Razón se emplaza, de esta manera, como la facultad, el paradigma y el criterio legitimante del conocimiento humano, a partir del cual se legisla el comportamiento justo de la sociedad y el individuo. En tanto persiste una relación de identidad ontológica entre la Verdad y la Justicia del Ser, que sólo puede ser intelegida y orientada por la Razón —“… puesto que la virtud moral es una disposición relativa a la elección y la elección es un deseo deliberado, el razonamiento tiene que ser verdadero y el deseo recto para que la elección sea buena, y tiene que ser lo mismo lo que la razón diga y lo que el deseo persiga”, según anticipa ya Aristóteles—, entonces, por correspondencia lógica, la metafísica moral-deontológica asume la atribución de racionalizar, conocer, legislar y juzgar los valores que determinan la conducta onto-histórica del ser humano, a fin de depurar su mundana entidad y, por ende, hacer posible su retorno a la primigenia Unidad trascendental. El cosmos se transforma, por consecuencia, en el espacio propio de la expiación humana y la historia se convierte en el devenir de la Razón en Redención Absoluta. Así, el espíritu de rencor se venga de la ingobernable contingencia del impertérrito universo, transmuta la existencia en dialéctica formal de purificación ontológica, apresta la vida como tarea intelectivoreformadora e identifica al pensamiento con la reflexión racional, racionalizada y racionalizante. Empero, el mundo no es el purgatorio de los pecados existenciales, sino más bien el abierto escenario de las posibilidades ontológicas —donde el Bien y el Mal, así como la misma Razón, tan sólo representan tres de sus probables posibilidades—; los valores tampoco son conceptos formales, si acaso sentires vitales de significación existenciaria; la vida humana no es, de ninguna manera, una tarea, una misión, por el contrario, 279

constituye disposiciones indeterminadas de afirmar al ser, desde los lances vitales del instinto; y, en última instancia, el ser humano no precisa de exoneración ninguna. Venimos a la contingente exis­ tencia, a explorar todas las posibilidades de ser, de vivir, de existir; libres de pecado y falta, exentos de culpa y de condena, pero, excesos de responsabilidad de sí. Desmesurada y aterradora responsabilidad de sí. ¿Y es que, acaso, el guerrero no llega a lamentarse de la contingencia mundana?, ¿no padece los arbitrarios avatares de la vida?, ¿no le embarga el desencanto ante los intempestivos extravíos de la fortuna?, ¡sin duda alguna y, quizás, con mayor intensidad que otro ente cualquiera!, ¡y sus aflicciones pueden cimbrar al mundo entero, conmocionar por completo el advenimiento onto-histórico de la humanidad!, porque no hay consuelo metafísico alguno para atemperar el abismo existencial de su ontológico pesar; una vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de sí mismo rendida a las desmesuradas e ingobernables fuerzas de la intemperie, prisionera de una existencia desfundamentada, parafraseando a Ortega y Gasset. “Quiero un sueño sin sueños… Nada”, reclama apesadumbrado, con su ronca voz, el poeta español, León Felipe. No hay dios que consuele los infortunios de la existencia, no hay Demiurgo que explique las desdichas de la vida. Pero, aún su pesimista plañido, es un intemperante bramido de rebeldía onto-histórica, un intransigente acto de sedición existenciaria, una asertiva declaración ontológica de la voluntad de poder, un lance performativo de ser…, en la nada, y desde la nada que representa el abismo de posibilidades existenciarias. “La vida no tiene sentido a priori”, confirma Sartre, hecho que obliga al ser humano a significarla, a dotarla de sentido. Es el gesto afirmativo de su excesivo deseo por definir su propia identidad onto-histórica, a la manera del héroe trágico griego, que al oponer su voluntad al inexorable sino previsto por las Moiras, dispone del sentido, el significado y el modo de devenir su entidad en la historia. ¡Y desde tal emplazamiento de desafío ontológico se erige en leyenda, prototipo 280

de la memoria histórica! Sin embargo, el nihilismo pesimista del gue­rrero no es la aspiración de las filosofías de renuncia, la disolución del ego, de la individuación, del deseo de ser, como medio de reintegración existencial al Todo —“Para liberarse hay que fundir el alma individual en el alma del mundo”, según acota Ramón Villeró Castella, siguiendo el lance narrativo del budismo tibetano—, sino más bien la extinción absoluta, la pérdida total de la conciencia, la plena aniquilación del ser; ¡qué también es una posibilidad de la existencia: dejar de ser, advenir no-ser, morir! Es de la voluntad de poder, también, el desear la muerte, anhelar la entropía del propio ser —“En suma, no poseo para expresar / mi vida sino mi muerte”, declara melancólico el poeta peruano, César Vallejo, o insumiso el Kirilov de Dostoievski: “Me mataré para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad”—. Existen guerreros de vocación thanática; éticas nihilistas. Voluntad de nada, como bien señala Olivier Reboul en su explicación del nihilismo moderno. Pues, la vida no representa la negación de la muerte, ni el no-ser constituye la refutación del ser, sino más bien una posibilidad, entre otras, de proyectar la definición de sí. Se vive muriendo, se muere viviendo; se es dejando de ser, se abandona al ser, siendo. Vivir es una posibilidad, no una necesidad absoluta, toda vez que la propia muerte puede potenciar la existencia. “Aprendiendo a morir se aprende a vivir mejor”, concluye Platón. La muerte es una condición necesaria del continuum existenciario, genético y onto-histórico de la vida; de hecho, ésta no es más que un lance de posibilidad autopoiética de aquella. La aserción performativa de este dialéctico devenir de la existencia hace del guerrero un trágico ser; sin embargo, es pertinente dejar constancia de que la creativa potencia de la voluntad de poder del guerrero abreva, sin reservas, de la trágica conciencia de su inapelable finitud existenciaria. Parafraseando a Sartre, el gue­ rrero, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventarse a sí mismo. Sí, el guerrero también se deja embargar por el desánimo, pero, en términos nietzscheanos, el suyo es el pesimismo de la fuerza, es decir, no se refugia en metafísicas ilusiones, asume 281

la infortunada brevedad de la vida y no quiere velos ni disimulos, como bien podría concluir Heidegger. Y a fin de anticipar posibles interpretaciones equívocas, en tanto el sistema de significación existencial del guerrero constituye una determinada ética de poder, una cierta afirmación performativa del poderío autopoiético que le es inmanente al ser, resulta del todo conveniente demarcar tres pragmáticas diferenciaciones socio-culturales, a saber: por un lado, el objeto de la política no es el ejercicio del poder, como tampoco la exploración de sus posibilidades onto-históricas (acaso sólo se interese por su enajenación administrativa), sino más bien el desarrollo de las estrategias de dominación social, puesto que gobernar demanda del constante diseño, instauración y renovación de los dispositivos institucionales del dominio de la sociedad, en general, y de los individuos, en lo particular. Las estrategias de dominación se emplazan como políticas de desarrollo social que usufructúan, organizan, administran y encauzan los poderes colectivos e individuales de que dispone una sociedad. La ficción del poder político se refracta sobre la expoliación del poder que le es propio a cada ser social. La manada le ofrenda al político —representante de la divinidad en el mundo— el tributo del derecho a ser ordenada (en el doble sentido político del término, a saber: gobernada y, por ende, sometida a un cierto régimen de orden socio-jurídico, es decir, moral-deontológico); esta enajenación política del poder permite la constitución del Estado —en participio pasado, según advierte Trías, esto es, fenómeno social fijado, estratificado, paralizado, anquilosado— y hace de los humanos seres dóciles, disciplinados, funcionales y productivos. Rehenes de la renuncia voluntaria a su propia libertad en el único acto libre de que su voluntad es capaz, los corderos del rebaño pretenden resguardarse en la presunta seguridad existencial que les promete la formación socio-política de Estado. El ser humano renuncia a su poderío performativo para preservarse en la ficticia situación de seguridad onto-histórica que parece ofrecerle la estructura jurídico-administrativa del Estado, pues, las leyes que lo someten al orden y desde donde se ejerce su gobierno, 282

dotan de seguridad existenciaria y favorecen una conciencia tranquila, como bien parece reconocer Bauman, puesto que es el fundamento mismo del Contrato Social, según anticipa ya Rousseau: “… el contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes”. Es así como se forjan las pulsiones del deber y las voluntades de servidumbre, pues, el esclavo y profeta-misionero no carecen de voluntad de poder, sino de poder en la voluntad. Incluso, se pretende que el Estado y la Ley, pese a constituir evidentes dispositivos de dominio y control de la manada, representan un orden de razón para prevenirse de la tiranía y preservar la libertad, de acuerdo con la explicación de Lévinas: “La libertad consiste en instituir fuera de sí un orden de razón, en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución. La libertad, en su temor a la tiranía, desemboca en la institución, en un compromiso de la libertad en nombre de la libertad, en un Estado”. Sí, la servidumbre también es un acto de libertad. Esta histórica confusión de atribuir al poder como objeto de la política y de articular a ésta con los sistemas éticos de valoración social, según puede colegirse de la filosófica acotación de Gustavo Bueno, respecto de que las “… meditaciones sobre el Poder [es decir, sobre el Estado] tienen un carácter moral o ético —son ”filosofía moral” (…) Toda reflexión sobre el Poder (aunque en sus comienzos, no sea estrictamente filosófica, sino científica, categorial) alcanza inmediatamente resonancias morales”, deviene del clásico error de concebir a la ética como el arte de gobernarse, auto-controlarse, auto-contenerse, auto-limitarse, a sí mismo, a través de lo cual, por derivación ontos-lógica, se alcanza la legitima facultad de gobernar a la Polis, al Estado —“… sé señor de ti mismo no menos que de los demás, y considera que lo más digno de un rey es no ser esclavo de ningún deleite, y gobernar sus deseos más que a sus súbditos”, enseña Isócrates, mientras que en la misma línea de pensamiento, Confucio plantea: “… uno que no sepa gobernarse a sí mismo, ¿cómo sabrá gobernar a los demás?”. Empero, la ética no es un dispositivo de contención del élan d’excès, de la moderación de los instintos, del gobierno del deseo, como pretende la doctrina 283

deontológico-moral, sino más bien, la significación de la rizomática exploración de las abiertas posibilidades del existir. La práctica política se resuelve en el desarrollo de las estrategias rizomáticas, distributivas, tributarias y microfísicas de dominio, siguiendo el lance analítico de Foucault; en tanto que el auténtico poder se realiza históricamente en la performativa exploración, diversificación y multiplicación de las posibilidades de vida, de las disposiciones de existencia. El verdadero poder, la voluntad de poder del guerrero, que no la espuria y mezquina pulsión de dominio del político, no tiene como objeto el sometimiento del otro, el subyugar la voluntad del siervo, aunque puede ser uno de sus colaterales efectos posibles, sino disponer nuevas genealogías en el devenir onto-histórico, novos modos de ser del ser humano, inéditas formas de significación humana. La creación de sí mismo, en principio, y desde ese lance performativo, la generación de nuevas formaciones existenciarias, es la expresión ontológica, por antonomasia, del verdadero poder humano, cuyo efecto socio-histórico redunda en la singularización del ente, no en la generalización de los dispositivos de dominio social, como sucede en la política. La ética de poder no sustenta, ni suscribe, ninguna clase de doctrina o práctica política, por el contrario, subvierte los valores morales y deontológicos, además de los sistemas de control colectivo e individual, en que se legitima la vigencia de los regímenes de dominio instituidos. Es propio de la política, el control social, la administración del poderío comunitario, por eso mismo contiene las manifestaciones del poder, colectivo o individual, y norma su actuación histórica conforme a los principios moral-deontológicos que se derivan de su principal interpelación existencial: ¿qué debo hacer para conservar vigente, el sistema de dominio establecido?; parafraseando a Cardona, es posible concluir que toda política es falta de autoridad, es una forma de debilidad, de impotencia intrínseca que se intenta suplir con la coacción externa; mientras que el poder se hace patente en el exceso de vitalidad, en la plétora del ser, en la abundancia de los instintos, los cuales son significados por la pragmática existenciaria de la 284

ética. El poder constituye la potencia performativa de inventarse a sí mismo, de transitar su propia senda de vida y de significar su propia existencia; en tanto que la política se conforma por las estrategias de usufructo del poder, los dispositivos de control socio-cultural y la universalización de las formas de significación existenciaria. En síntesis, la política mesura las disposiciones de vida, en tanto que el poder excede los instintos vitales y la ética dota de sentido a sus ontohistóricos excesos. De ahí, entonces, que la pregunta del guerrero: ¿qué puedo hacer?, en términos estrictos, signifique: ¿cómo excedo mi ser? El guerrero se significa en el poder ser, el político encuentra el significado de su existencia en el dominio social. Por otro lado, y a consecuencia de la distinción anterior, el interpelante lance de significación existenciaria del guerrero, esto es, ¿qué puedo hacer?, precisa de una elemental diferenciación pragmática entre el deber y el poder, cuyos efectos socio-políticos trascienden el ámbito de la compleja problemática semántica imbricada en la cons­ trucción del discurso ético, moral y/o deontológico, a partir de lo cual se han propiciado diversas confusiones conceptuales, argumentativas y onto-históricas. En principio, por ejemplo, hay quienes advierten en la deontología formal kantiana, cierta manifestación de la ética de poder, a causa de su explícita renuncia a la moral hete­rónoma, es decir, a la prescripción nomotética de las leyes sociales por una entidad legislativa, trascendente y ajena a la voluntad propia del ser humano —Dios, el Espíritu, el Estado, las Instituciones, los sacerdotes, etc.— y, por lo tanto, de la presunta autodeterminación racional de sus imperativos categóricos, cuando en realidad, su propuesta deontológica, está determinada por el principio del deber, mediante la aplicación de tres principales fórmulas legislativas del imperativo categórico, a saber: la pauta de universalidad, la norma de la personalidad y la disposición de autonomía que determinan la responsabilidad del individuo racional hacia sí mismo, hacia la sociedad de la que forma parte y hacia la humanidad entera —“… obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin al mismo tiempo y nunca solamente como un 285

medio”, sentencia Kant—. El demiurgo legislador parece diluirse de la deontología kantiana, pero, lo cierto es que sólo se sustituye por el principio de humanidad subyacente a toda voluntad humana, lo cual le dota de su auténtico sentido universal. Ahora bien, en sentido estricto, el deber es, de modo invariable, un determinado tipo de condicionamiento ontológico, legislativo y/u onto-histórico, definido en cuanto necesidad, causa, obligación u opción exclusiva —para ser salvo se debe [es necesario] actuar con rectitud, el pecado se debe [es causado por] a la transgresión de la ley, el cristiano se debe [está obligado con] a su prójimo y pensar al ser es el deber [la única opción legítima] del pensamiento, de manera respectiva, verbigracia—; mientras que el poder, por su parte, es una fuerza performativa que diversifica las posibilidades y las alternativas de la existencia, de la vida. La principal fuente de confusión entre estos términos deviene del uso semántico del poder en cuanto contingencia condicional y como atribución legal, por ejemplo: de saber la verdad bien podría [debería] haber actuado con justicia y puedo [tengo derecho a] arre­ pentirme, en cada caso. Empero, la diferencia radical consiste en que el poder es un envío performativo del ser, según he planteado antes, en tanto que el deber es una obsesiva pulsión condicionante, restrictiva y limitante de la acción existencial. El deber conmina a mantenerse dentro de las márgenes de actuación identitaria que determina la condición, la ley o la situación onto-histórica del ente; pero, la existencia, aunque delimitada ontológicamente, comporta un infinito de posibilidades de ser, de existir, de vivir; aún la taxativa prohibición legislativa, divina o histórica, comporta siempre una miríada de probabilidades de proceder, en última instancia, o tal vez, en primera oportunidad, la ocasión de ser un ¡réprobo transgresor! El guerrero, en cuanto aspira al exceso de su ser, se conduce por la performativa inspiración del poder, no por las restricciones ontológicas del deber; crea, inventa, innova, porque puede hacerlo, no porque deba realizarlo para definirse. Y por último, el rotundo rechazo al dogma moral-deontológico de los valores apodícticos, del imperativo categórico, de los deberes 286

universales, de la nomotética racionalidad comunicativa, no implica necesariamente la taxativa aceptación onto-histórica del anarquismo ético, la proliferación del vicio o la instauración de la amoralidad. El relativismo de los valores, de ninguna manera, es correlativa de la frivolidad ética, según he mostrado antes; ¡vamos, ni siquiera el nihilismo existencial constituye la absoluta renuncia a la significación de la vida, a la asunción del sin-sentido ontológico! La provocativa sentencia de Nietzsche de que “¡muerto Dios, todo se vale!”, no ha de entenderse como la pesimista afirmación de que todo acto carece de valor en sí mismo y, por ende, cualquier acción humana es legítima por derecho propio, conforme a la apocalíptica prédica de los diversos feligreses de la Metafísica Binaria de Oposición, para quienes no existen más que un par de opciones en la vida: la Virtud o el Vicio; acaso tan sólo signifique la ausencia de una cierta conciencia trascendental, la inexistencia de un siniestro Demiurgo legislante, de un principio trascendental de humanidad, oculto detrás del deseo humano, es decir, el perturbador reconocimiento de que los fenómenos no son morales o deontológicos, sino, apenas, existen lances morales y/o deontológicos de interpretación de los hechos, como bien parece establecer el dionisiaco filósofo alemán. Detrás de cada deseo sólo hay otro deseo, parafraseando el aforismo nietzscheano sobre las máscaras interpretativas, y detrás del último deseo develado, sólo está la nada, el vacío original. En consecuencia, se trata de la trágica conciencia de una existencia desfundamentada, de una vida despojada de todo metafísico sustrato que no se reduce al simple reflejo del desencanto religioso de una época —de acuerdo con la clarividente intuición del joven Hegel: el “… sentimiento sobre el que reposa la religión de la nueva época es el de que Dios mismo ha muerto”—, por el contrario, anticipa ya el mundo, desde el propio silencio de los oráculos advertido por Plutarco: “¡El gran Pan ha Muerto!”, la angustiante revelación del incipiente e inexorable derrumbe de los grandes meta-relatos de significación existenciaria. Sin embargo, la desfundamentación de la existencia, de la vida, no comporta la precipitación del ser en la nada, la instauración de la 287

dictadura de la nada nulificante, sólo denuncia el debilitamiento de los valores supremos que devalúan la vida —“… la frase ‘Dios ha muerto’ significa que el mundo suprasensible ha perdido su fuerza efectiva. No procura la vida”, señala Heidegger al respecto—. En efecto, el amenazante desvanecimiento del metafísico fundamento, no representa la pérdida de las posibilidades de significación de la existencia, la imposibilidad de dotar de sentido a la contingente experiencia de la vida, lo único de que da cuenta es el desplazamiento del “factótum significante”, es decir, la sustitución de la divinidad donadora de significado por la voluntad humana auto-significativa. La irrupción de la nada fundante en cuanto abismo de posibilidades existenciarias. El esclavo, el profeta-misionero, el redentor e, incluso, el político se niegan a renunciar al dogma metafísico del fundamento existencial; pero, convencido de la performativa fuerza significante que subyace en su fecunda voluntad de poder, el guerrero dota de sentido a su peculiar modo de existir, a su forma singular de vida, motivado por su excesivo deseo de ser, en otras palabras, realiza la transvalorización nietzscheana de los valores —“Después de la caída de los valores hasta ahora supremos, la nueva instauración de los valores se transforma, en relación con los valores anteriores, en una ’transvaloración’ de todos los valores’. El no frente a los valores precedentes nace del sí a la nueva instauración de valores”, como bien explica Heidegger. En esta perspectiva, la pregunta de qué puedo hacer, en su lance de cómo es posible exceder mi ser, interpela sobre las disposiciones de la existencia en el mundo y las posibilidades de entidad que le son inherentes. El código genético, la tradición onto-histórica y el estado de la situación socio-ambiental, entre otros múltiples factores existenciales, definen las disposiciones vitales del ser humano, las cuales pueden percibirse en tanto determinantes necesarios de la vida y, por ende, asumirse como opciones exclusivas del exis­ tir; sin embargo, en cuanto disposiciones existenciarias, que no condicionantes del ente, constituyen lances abiertos de ser, envíos indeterminados de vivir, posibilidades indefinidas de actuación, 288

desde donde es factible transformar los estratos de existencia, las estructuras sociales y, desde luego, las facultades individuales. Aún la configuración ontológica más hermética, el régimen de dominio más cerrado, presenta fronteras débiles, zonas frágiles, límites porosos, que pueden ser horadados, fisurados, resquebrajados, erosionados, por cuyas aperturas es posible exceder el ser; el deseo siempre encuentra senderos de ruptura, potenciación y afirmación performativa para la voluntad de poder. “El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer”, aduce Ernesto Sábato. De ahí, pues, que los valores significantes del guerrero, su trágica y contingente eticidad, no lo arrancan del incierto acontecer del mundo, todo lo contrario, lo arraigan al potente lance de existir, al avasallante deseo de vivir; por lo que su posible trascendencia onto-histórica, es sólo una consecuencia directa de la intensidad con que yanta su vida, no el horizonte de su realización ontológica. Este mundo es el terri­ torio vital del guerrero. El esclavo y el profeta-misionero, todavía el político, y no el estadista, se imponen deberes para significar su existencia, en tanto que el guerrero se significa en el mismo vivir, en las formas a través de las cuales define la singularidad de su propio ser. Pero, no hay deberes de vida, ni siquiera la propia vida constituye un deber, una obligación, como previenen los profetas-misioneros, tan sólo hay significantes de la existencia. Los valores, entonces, no son pautas, ni tampoco dispositivos de gobierno, contención y/o control de los impulsos vitales, de los instintos de ser, únicamente conforman definiciones emergentes de los modos onto-históricos de existir. El lance vital no es para gobernarse, administrarse y/o reprimirse, función de los dispositivos de control y dominio, si acaso dispone posibilidades para excederse en los sentidos, significados y experiencias de vida. Pero, esta explícita renuncia al gobierno ético de sí, de la polis, ¿no comporta la acracia social?, ¿no significa la legitimidad de todo antivalor?, ¿la validez de toda actuación humana, por perniciosa que ésta pueda ser? “Ahora, sin moral el hombre perece, pues, está a la 289

vista que ningún orden social puede mantenerse sólo sobre la base de la coacción física…, Sin orden social, el caos disuelve no sólo a las instituciones sino también al ser humano”, sentencia categórico Massimo Desiato. En efecto, todo régimen de dominio se sustenta sobre un sistema de valores que le legitima, amalgama su estructura social y posibilita su reproducción política; de facto, las modalidades de coacción física derivan del tipo de valores predominantes en la sociedad. En verdad que la articulación y cohesión social requieren de valores, el asunto nodal es: ¿qué clase de valores? Los valores morales y/o deontológicos fundamentan regímenes de dominio en los que los individuos deben someterse a las necesidades y demandas de la manada, o al imperativo categórico de los profetasmisioneros; empero, los valores significan las acciones humanas, no definen su horizonte de dirección, ni tampoco sus implicaciones sociales. En el devenir socio-histórico, acciones catalogadas moral y/o deontológicamente como buenas han propiciado efectos nocivos y, de manera inversa, actos malos han generado benéficas consecuencias; pero, a su vez, disposiciones justas para el rebaño han entrañado resultados injustos para los individuos y preceptos rectos para el individuo han comportado secuelas incorrectas para la piara —en esta misma dirección de pensamiento, Adela Cortina concluye que “la aplicación del utilitarismo a la organización sociopolítica supone la ampliación de la prudencia individual a la sociedad, pero esta virtud, perfectamente adecuada para dirigir la vida de los individuos, aplicada a la sociedad, produce injusticias”, siguiendo las reflexiones de John Rawls sobre la justicia—¿Acaso las más perversas dictaduras no se han instituido y ejercido al altruista nombre de la salvación humana: de la polis, del Estado, de la Nación, del bienestar social? Por lo demás, siguiendo a Bauman, en la práctica, resulta del todo imposible que comprendamos la escala completa, total, de las consecuencias derivadas de los actos morales y/o deontológicos —tanto a nivel individual, como en la dimensión colectiva—, con el poder de la imaginación e intelección ética de que disponemos, en cuanto seres humanos. Es falaz el principio que 290

supone la justicia correspondiente a las acciones virtuosas, tanto como que el bien general constituye el bien de todos los individuos, así como también que el bien atrae al bien y el mal atrae al mal; la onto-histórica defensa del efecto karma, en cualesquiera de sus versiones occidentales u orientales, tan solo representa un simple acto de fe religiosa, denota una metafísica aspiración idealista, de que detrás del impertérrito azar de la existencia persiste una cierta voluntad demiúrgica, juzgando el proceder humano, recompensando a los justos, sancionando a los malvados. Sin embargo, y pese a esto, aun cuando cualquier actuación humana es posible, justificada o injustificada, fundamentada o carente de fundamento, no todo comportamiento social o individual es lícito, según anticipa ya Savater. Luego, entonces, aun desde la pragmática comprensión del guerrero, ¿hay un modo de vida recto?, ¿existen razones definitivas para favorecer y aprobar algún tipo de comportamiento humano sobre cualquiera otro, según propone el filósofo español? Sin duda alguna, el guerrero, aunque a la intemperie de la existencia, aun cuando arrojado a un mundo despojado de fundamento, no es un frívolo ético, sólo que no reduce las posibilidades de la vida a un sólo modelo legítimo de ser. En tal sentido, persisten múltiples probabilidades de integridad, diversas vitalidades virtuosas. La rectitud de la vida, la virtud existencial, la actuación justa, siempre depende de los valores dispuestos por la sociedad, en general, y por los individuos que la conforman, de manera particular, en cada estrato socio-histórico; empero, el problema toral que sigue persistiendo es: ¿a qué se le denomina una vida recta?, ¿qué define a la existencia justa?, ¿cuáles son los principales valores que la sustentan?, ¿cuál es la fuente de procedencia de tales valores?, ¿qué emergencia provoca la conformación de tal sistema axiológico? De ahí, pues, que si tales razones de rectitud se entienden en términos de un conocimiento racional justo, de un imperativo cate­ górico universal, que subordine el devenir de la vida a un cierto deber supremo trascendental, aunque proveniente de la propia voluntad del ser humano, a la manera kantiana, o en cuanto producto de la 291

conciencia moral y/o deontológica de sus posibles implicaciones sociales, la respuesta, sin duda alguna, es: ¡no!, en definitiva no hay razones metafísicas que definan, a priori o a posteriori, las pautas éticas de la actuación humana, salvo para el pesimista espíritu del esclavo y la rencorosa voluntad del profeta-misionero. Antes de la vida no existe fundamento prescriptivo alguno y ninguna conciencia contingente es capaz de prever, con certeza absoluta, las consecuencias onto-históricas de sus actos. Las interpretaciones moral-deontológicas son objeto de pretensiones misioneras. El gobierno de las pasiones no evidencia fortaleza de ánimo sino más bien debilidad de espíritu. Empero, si las razones de la virtud ética representan la patencia de los impulsos vitales, de los lances instintivos de ser, del deseo experimental de vivir —y no de las obsesiones del placer, el guerrero no es un hedonista esclavo del goce, ni tampoco un compulsivo eudaimonista—, la respuesta sin ambages es terminante: ¡sí, por supuesto! ¿Cuál es, entonces, el criterio vital que decide la existencia justa? ¡La potenciación de la vida, desde luego; la expansión de los modos de existir, induda­ blemente; la afirmación performativa del ser, con toda seguridad! Pero, conviene precisar, se trata de una disposición performativa de la voluntad de poder sobre sí misma y respecto de las posibilidades de exceder el propio ser, no de sometimiento, explotación, degradación y/o aniquilación de los otros. La subyugación, esclavización, envilecimiento, laceración y/o masacre de cualquier persona, tan sólo denuncia un profundo espíritu de rencor, mórbida vitalidad y voluntad débil. Al excederse a sí mismo, por el contrario, el guerrero dilata las posibilidades existenciarias del mundo, porque instaura nuevas disposiciones de ser. Por el contrario, asumir el papel de dios, del Demiurgo, para decidir la suerte del resto de los entes en el mundo, no es un acto de poder, sino una perversión del deseo, y una evidente manifestación de la ausencia de poder, puesto que éste se ejerce sobre las posibilidades de sí mismo, no respecto del control y/o explotación de los otros. En realidad, la corrupción de la vida humana sea por la esclavitud o el tormento, o ya por la exclusión y 292

el exterminio, es sólo la radicalización de los metafísicos dogmas morales y/o deontológicos. De hecho, todos los grandes holocaustos humanos, míticos e históricos, desde el Diluvio Universal hasta los centros de tortura en Abu Ghraib, pasando por las legendarias masacres del Rey David, las masivas matanzas de las cruzadas, el asesinato brutal de la Santa Inquisición, el exterminio industrial del régimen nazi y las purgas políticas del socialismo, en la Unión Soviética y China, por mencionar sólo algunos de los fenómenos más representativos, todos ellos fueron producto del extremismo moral y deontológico, no de la emergente vitalidad ética del guerrero. El impulso de depravación del deseo ya se encuentra, en ciernes, en germen latente, dentro del más moderado, y bien intencionado, sentimiento moral-deontológico que reclama de razones para enjuiciar las actuaciones humanas. En realidad, quien más demanda del gobierno de los instintos es quien más precisa del control sobre sus propias pulsiones de dominación social. La moral y la deontología se constituyen por un obsesivo impulso de disolución del ser; de ahí todas las desgracias sociales que han provocado en el contingente acontecer de la historia humana. “Pero el culpable es Dios: el bien, y no el mal, es la causa de nuestras desgracias”, afirma Javier Hernández Pacheco al respecto, siguiendo el lance reflexivo de Nietzsche. Por su parte, la vida es el rizoma de afirmación performativa de las posibilidades existenciarias, no la obligación nomotética en que la emplaza el profeta-misionero, o el drama existencial en que la convierte el esclavo. En esta perspectiva, la sobrecogedora sentencia de Dostoievski, a través de las palabras del ateo Iván Karamazov: “… si Dios no existe, todo está permitido”, a no ser que se pretenda su emplazamiento en cuanto metafísico dogma absoluto, encuentra su inevitable apostilla ontológica, en la ilegitima degradación de la existencia, mediante la pesimista abstracción formal, el rencoroso sentido del deber y/o la desesperada sustitución del Dios.

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XXXIV

“El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo se debe a la caída de los valores compartidos y sagrados —medita Sábato—. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a las reglamentaciones de un club deportivo, ¿cómo podrán salvarnos ante la desgracia o el infortunio?... Por eso la soledad se vuelve tan terrible y agobiante”. El abismal sentimiento de orfandad, el agobiante sentimiento de ingravidez onto-histórica, la angustiante sensación de pérdida de los valores y la inquietante amenaza del posible extravío de la salvación humana, divina, socio-histórica o existencial, de que da cuenta el famoso escritor argentino, sin duda alguna, proviene de la desesperante presunción o del pleno reconocimiento de que las formas tradicionales de significación existenciaria —los trascendentales valores del espíritu, o los suprasensibles valores supremos, de acuerdo con Sábato y Heidegger, de manera respectiva— han visto erosionada toda su fuerza metafísica efectiva, todo su performativo poder significante, toda su asertiva creatividad vital. Las grandes conmociones socio-históricas, sobre todo aquellas que disuelven en el cuestionamiento social y la incertidumbre histórica, las certezas que sustentan las consuetudinarias disposiciones societales, tales como: la familia, la religión, las tradiciones socio-culturales, las formaciones estético-artísticas, las costumbres, las instituciones del Estado, las prácticas de construcción identitaria, las relaciones interpersonales, las interacciones económicas, etc., provocan este intenso desasosiego en la manada, en los profetas-misioneros y en los políticos, quienes se aprestan de inmediato al presagio de sus funestas consecuencias y a su heroico rescate de la nada, del olvido, la perversión o la corrupción. El vacío existencial es la terrible consecuencia ontológica de la trágica pérdida de los valores, a que, inexorable, se enfrenta la conciencia pesimista, la voluntad proféticomisionera. Los cambios radicales suelen confundir, desorientar y 294

desmoralizar, siempre, a las voluntades débiles, a los espíritus frágiles. Empero, el ser humano es huérfano de origen —ya por ausencia, expulsión, repudio, amnesia o muerte divina, o bien, por tratarse de un simple incidente accidental en la materialización del universo—, en razón de lo cual no precisa salvación alguna, ni siquiera de sí mismo, y los valores nunca se pierden, la significación de la vida jamás se desvanece en la nada, tan sólo transforma su sentido y contenido existencial. Aun en las sociedades más sanguinarias, en las instituciones más brutales, en los grupos más crueles —la sociedad nazi, la iglesia cristiana católica y Al Qaeda, por ejemplo—, existen sólidos valores deontológico-morales y/o éticos, incluso, a veces más claros en su contenido significante y más firmes en su práctica social que los existentes en las ilustradas “comunidades civilizadas”. Empero, el rebaño y sus pastores desconfían profundamente de las contingentes e intempestivas mudanzas de la vida; la mórbida continuidad inalterable del existir, la fijación a ultranza del ser, es su principal aspiración, esperanza y reclamo onto-histórico, de ahí el firme conservadurismo de los valores coagulantes a los que rinde fanático culto: la templanza, continencia, imperturbabilidad, mode­ ración, austeridad, mesura, prudencia, sobriedad, contemplación e impasibilidad, en síntesis, la ataraxia, la explícita renuncia a las turbaciones de la vida, el total desistimiento del deseo —“El deseo y la felicidad no pueden vivir juntos”, decreta Epicteto; alcanzar el Nirvana implica la necesaria extinción de los deseos, enseña la Tercera de las Cuatro Nobles Verdades del Budismo—. Si el mundo es el impertérrito enemigo de la existencia humana y las ingobernables fuerzas de la intemperie hostiles al acontecer de la vida, preciso es engañar al espíritu mediante la evasión de la impasibilidad y la calma del ser-estando, del ser-permaneciendo; desprecio del mundano cosmos. El metafísico pensamiento pesimista define al ente por su estático estar en la existencia, por su invariable permanecer en la entidad; este es el verdadero fundamento de la paranoica búsqueda filosófica de la esencia primera, de la substancia última: indivi­si­ ble, inalterable, inmóvil, imperecedera. El simple permanecer en 295

la existencia, en cuanto principio y sustento metafísico del dogma deontológico-moral. El guerrero, por su parte, habiendo definido el sentido y el significado de su vida, por la incierta finitud y la intempestiva contingencia que parece caracterizar al acontecer mundano, las abruptas alteraciones socio-históricas, por drásticas que éstas puedan sobrevenir, tan sólo representan nuevas posibilidades de significar al ser, de explorar las experiencias de la vida, de proyectar el deseo, de dotar de sentido a la existencia; en consecuencia, proyecta nuevas formaciones éticas, novas disposiciones de virtud. Cierto, la pulsión de desear no puede nunca satisfacerse, como bien advierte el temeroso espíritu pesimista, pues, tras el deseo realizado siempre adviene al infinito otro deseo más; sin embargo, el eterno apetecer constituye el principio fundamental de las abiertas factibilidades del existir, de las inconmensurables probabilidades de vivir, dado que abreva del abismo de posibilidades existenciarias. Aún la negación del deseo representa una posibilidad de vida, como bien lo hacen patente el esclavo y el profeta-misionero. Si las alteraciones del contexto existencial le demandan la reorientación estratégica de los valores, el guerrero no confronta mayores problemas para reformar los significantes orientadores de su onto-histórico devenir en el mundo. Empero, cuando el guerrero, por agotamiento o desencanto, establece o no consigue conformar un sistema ético singular, se convierte en una incontenible línea de fuga que todo lo destruye a su paso, incluso su propia posibilidad de ser, sin construir nada, sin significar cosa alguna, es decir, desmonta la performativa dialéctica del crear-destruir, destruir-crear, donde la hazaña se convierte en un fin en sí mismo y no en medio para significarse, para excederse en la propia entidad, actúa, pues, como una deleuziana máquina de guerra, alteridad auto-agónica. “La guerra mantiene la dispersión y segmentaridad de los grupos, y el guerrero está atrapado en un proceso de acumulación de sus hazañas, que lo conduce a una soledad y a una muerte prestigiosas, pero sin poder”, según apuntan Deleuze y Félix Guattari, en esta misma perspectiva. La legendaria máquina 296

de guerra helena, liderada por el icónico Alejandro Magno, en su incontenible hazaña de conquistar todo reino del oriente conocido, en su época, hasta alcanzar los confines del orbe aristotélico, sin crear imperio propio alguno, pero dispersando los valores socioculturales griegos y dejando a otros las cenizas de la guerra para asentar la construcción de nuevos señoríos: el Egipto Ptolemaico, el Imperio Seléucida y la Macedonia Antigónida.

XXXV

Los valores constituyen la condición de posibilidad del juicio axio­ lógico sobre las conductas, acciones, desempeños sociales y formas de vida del ser humano, tanto a nivel comunitario, como en la dimensión individual; y aun los propios valores han de ser sometidos a la existenciaria ponderación legitimante del poder. Si en cualquier cultura e individuo los diferentes instintos, pulsiones, deseos, intereses y afectos onto-históricos se mantienen en permanente conflicto, resulta necesario un cierto arbitro supremo que prevenga “un sentido de la vida razonablemente coherente y continuo”, razón fundamental de la moralidad, según advierte Midgley. Los valores representan un acto de afirmación vital de la voluntad poder sobre la sociedad, el individuo, la existencia y las pulsiones primigenias que les definen. Cuando el poder se materializa en cuanto estrategias y dispositivos institucionales de sometimiento y control de la manada, los corderos y sus correspondientes disposiciones identitarias, asume la histórica forma de régimen de dominio; empero, cuando se concretiza en lances performativos de afirmación del ser, propio y/o comunitario, instaura tendencias de creación ontohistórica: estético-artísticas, mítico-religiosas, erótico-sensibles, socio-culturales, político-económicas y étnico-civilizatorias, entre 297

otras. Pero, ¿cómo se ponderan los valores?, ¿con qué valores se evalúan los valores?, ¿cómo se enjuicia la legitimidad onto-histórica de un valor?, ¿de qué manera se determina la jerarquía axiológica de los valores que conforman un sistema moral, deontológico o ético?, ¿cómo se decide la menor o mayor importancia social de los valores?, ¿cómo se definen los denominados antivalores?, ¿exis­ te alguna clase de meta-valores, supra-valores, que posibilitan el juicio axiológico sobre los valores? Desde su emplazamiento como facultad predominante en el Imperio del Significante del proyecto histórico de la civilización occidental, la razón constituye la facultad suprema del ser humano y, al mismo tiempo, el máximo valor de tasación de la existencia entera. La razón no encuentra otra facultad o valor superior a sí misma; se fundamenta, legitima y valida a partir de los propios criterios, juicios, dispositivos procedimentales y construcciones de racionalidad que impone en el dominio de las prácticas socio-culturales, esto significa que carece de cualquier factor, agente principio o norma de valoración externa al sistema racional que ha instaurado e instituido sobre el devenir general de los procesos onto-históricos humanos. “La virtud de la racionalidad es el reconocimiento y la aceptación de la razón como la única fuente de conocimientos que un hombre puede poseer, su único juez de valores y la única guía para sus acciones”, según concluye Ayn Rand en tal perspectiva. Incluso, el impulso metafísico racional ha pretendido la racionalización de todas las dimensiones humanas, como la fe con el movimiento escolástico, el arte con el movimiento conceptual y los subterráneos de la subjetividad con la terapia psicológica y/o psicoanalítica, por ejemplo. La conformación, establecimiento y expansión del Imperio Racional del Significante no se detiene en las márgenes de la intelección e intervención instrumental en el mundo, sino que se disemina por todo el conjunto de las prácticas socio-culturales, político-económicas, étnico-ontológicas, estético-artísticas, erótico-afectivas y místicoreligiosas, entre otras, en el torpe afán de intentar la racionalización de cada uno de sus devenires históricos. La razón fundamenta la 298

racionalidad socio-histórica y, a su vez, ésta justifica la preeminencia de aquella. El círculo racional de la Razón se cierra sobre sí misma. “La serpiente se chupa el caramelo de cola”, como bien advierte León Felipe. La razón no puede legitimarse históricamente más que de forma tautológica. La “… característica común a todos los hombres estriba en una racionalidad única y sólo puede descubrirse a través de esa misma racionalidad”, como apunta Sanjay Seth, en la misma deriva de pensamiento, a propósito del proyecto de la Ilustración. En esta perspectiva, la conformación de los sistemas de valores, sean morales, deontológicos o éticos, no podrían escapar de este onto-histórico proceso de racionalidad racionalizante, pues, la conducta virtuosa es aceptable sólo desde un punto de vista que es de alguna manera universal…, requiere de un punto de vista universal, parafraseando a Peter Singer, y lo auténticamente universal en el ser humano, sin lugar a duda, lo representa la Razón; o mejor aún, la virtud “… consiste en someterse por completo, en contra de la felicidad y de las inclinaciones de nuestros sentidos [o instintos y deseos], a la ley moral [y deontológica], a la «voz de la razón», a la «voz celestial»”, como apunta Han, en el lance kantiano. La unidad humana se cimenta en la propiedad de la Razón, que la asemeja con lo divino. En consecuencia, la razón se dispone como la suprema facultad legislante de los valores (ya en su coherencia sistémica, en su relevancia significante o en la dotación de sentido de la existencia, bien como ponderación negativa, en su carácter de anti-valor), mientras que, por su parte, el razonamiento lógico enajena el juicio axiológico, las razones de actuación constituyen el soporte fundamental de legitimación del comportamiento racional y la razonabilidad representa el criterio nodal sobre la pertinencia socio-histórica de los valores. Nuestra “… sociedad está marcada por una pluralidad razonable de creencias, muchas de las doctrinas conflictivas no pueden ser verdaderas, pero todas deben ser razo­ nables, en el sentido de que no pueden ser mostradas como falsas”, demarca Michael H. Lessnoff, o según concluye Rawls, es “… verdad que el equilibrio de valores políticos que profesa un ciudadano 299

debe ser razonable, y de tal modo que otros ciudadanos también lo consideren razonable”, a propósito del liberalismo político, verbigracia. Los valores morales, deontológicos y/o éticos no precisan ser verdaderos, aunque tampoco deben mostrarse como falsos, de acuerdo con el planteamiento de Lessnoff, pero si es condición necesaria que sean razonables. Y la razonabilidad de las formas de significación existenciaria está concebida de antemano mediante la formalización de la ley, divina u onto-histórica, por ende, la elección de los valores razonables no se realiza a consecuencia del razonamiento ético, de la dialéctica lógica de los valores, sino que, por el contrario, estos ya han sido seleccionados de manera previa en la propia acción legislativa de la razón. El rasgo fundamental de la razón es su carácter legislativo, es decir, el reconocimiento, pronunciamiento e instauración de las leyes de la existencia; la formalización de la experiencia de ser en el mundo. Parafraseando a Peter Sloterdijk, desde la progresiva aspiración kantiana, bien es posible afirmar que en la edad de la razón, el existir y la ley, la vida y el ideal tienen que estar siempre de acuerdo; alcanzar la mayoría de edad supone regirse por la razón, la legalidad onto-histórica y el ideal de la vida recta, justa. En consecuencia, la razonabilidad ética, moral y/o deontológica se deriva de la capacidad para comportarse conforme a las leyes universales, o generales, instituidas por la razón. Leyes del ser, leyes del pensamiento, leyes del conocimiento, leyes de la historia, leyes del lenguaje, leyes naturales. “Por definición, la razón se basa en normas, y actuar razonablemente significa seguir ciertas normas. La libertad, característica de un yo moral, se midió entonces por el grado de apego a dichas reglas”, plantea Bauman a propósito de la ética moderna. Así, entonces, el juicio axiológico tan sólo sirve para justificar y legitimar la selección de los valores, realizada aún antes del acto legislativo mismo; de hecho, “… todos los sistemas racionales se fundan en premisas fundamentales aceptadas a priori. ¡Todos!”, según reconoce Maturana, factor determinante y por demás característico, desde luego, de los sistemas de racionalidad ética, moral y/o deontológica. De ahí, pues, y en última instancia, 300

que el supra-valor esencial de ponderación de la valía, importancia y legalidad de los valores particulares, tanto de su coherencia en cuanto sistema social axiológico, como de la posición jerárquica de los valores en la estructura moral, deontológica o ética, sin duda alguna, lo encarna la tautológica Razón. En este sentido, la metafísica racional instaura la razonabilidad de los valores en cuanto criterio esencial de la legitimidad sociohistórica de los sistemas morales, deontológicos y éticos, por lo menos desde tres perspectivas principales, a saber: por un lado, como consecuencia lógica del conocimiento verdadero sobre el ser, los fines ontológicos de la existencia humana, los principios fundamentales, el Bien, la Virtud, la Ley divina u onto-histórica, y/o el sino predestinado por el Demiurgo —el denominado eudaimonismo, por ejemplo—. Se pretende una cierta relación directamente proporcional entre el conocimiento de la justicia ontológica que determina al ser y la definición de la vida justa. “El gran factor perturbador en la vida de un hombre es la ignorancia del bien y del mal”, afirma Marco Tulio Cicerón en esta vertiente de pensamiento. El mal proviene de la ignorancia. Nadie “… es causante del mal que él mismo hace, sino que lo hace por ignorancia del fin”, según apunta Aristóteles. Ignorancia que provoca el error fatal del ser humano, esto es, el pecado, la falta. La razón devela la justicia y, por ende, la ley ontológica que rige la existencia; relación de identidad entre la verdad y la virtud, la vida y su sentido. Por otro lado, en tanto justificación racional del comportamiento recto, de la valoración de los actos justos —la deontología kantiana, verbigracia—. Las acciones son universalmente inteligibles mediante la weberiana racionalidad axiológica, según parece explicar Raymund Boudon, pues, tal racionalidad es “… indispensable para describir, explicar y evaluar los comportamientos, los actos, las creencias del actor social”, a partir de la identificación de las strong reasons que las sustentan. La racionalidad no sólo hace inteligible a las actuaciones humanas, sino que también dota de razonabilidad a los valores que las orientan. El Mal deviene de la irracionalidad, de la renuncia a la 301

razón. Y por último, la correspondencia ontológica de los valores con el Ideal Metafísico de la Reforma Onto-Histórica que impone la racionalidad moral-deontológica (la escolástica, por ejemplo). “Las normas jurídicas valen principalmente porque formulan exigencias de justicia que brotan del orden metafísico de los seres y solo en segundo lugar por la autoridad de quien las promulga”, como establece Santo Tomás. El Ideal Onto-Histórico construido por el pensamiento racional metafísico, en cuanto producto del conocimiento formal y de la deriva lógica del ser legitimo del ente, se instaura como el paradigma de la razonabilidad de los valores. La justicia de los actos humanos se corresponde, por necesidad, con la justicia del ser, de ahí su carácter razonable. La ley descubierta, e instaurada en el seno de la dinámica social, por la razón, determina el en-cauce de la existencia, en el doble sentido del término, esto es: en cuanto causa de los valores socio-históricos y en tanto encauzamiento de la vida recta. El Mal dimana de la contradicción y/o la resistencia irracional, a la reforma moral-deontológica del ser humano. En efecto, el Mal es irrazonable por definición propia; la falta de razonabilidad propicia la instauración del mal en las sociedades humanas. Así, entonces, la pretensión nodal de la reflexión metafísica formal es que las teorías éticas, que no los sistemas éticos en sí mismos —aunque sería más apropiado asentar, las “teorías morales y/o deontológicas”—, permiten la fundamentación racional de los códigos de valores que más tarde serán impuestos en el orden de la vida social. De esta manera, el pensamiento metafísico invierte el sentido de la relación pragmático-reflexiva de los valores, esto es, en principio, como bien se advierte en la mayéutica socrática, la práctica social de las formas de significación existenciaria, ausentes de cualquier fundamento lógico-racional, definen la conformación de la virtud social, de los sistemas morales, deontológicos y/o éticos, sobre los cuales delibera la razón, al extinguirse el día, como el arri­bo del búho de Atenea —pues, de acuerdo con Bauman, “Razón es como llamamos al recuento de acciones ex post facto, del cual se ha extraído 302

la pasión o el candor”, o mejor aún, lo “… racional se constituye en las coherencias operacionales de los sistemas argumentativos que construimos en el lenguaje para defender o justificar nuestras acciones”, como bien propone Maturana—; sin embargo, a partir de que la razón se erige en cuanto legisladora suprema, legitima y exclusiva de la vida recta, a través de la augusta autoridad filosófica de Platón y Aristóteles —no olvidemos que toda “autoridad” tiene un carácter divino y la filosófica es dictada directamente por la propia divinidad—, la relación axiológica se invierte, es decir, primero, la especulación racional determina el deber ser de la entidad humana y de la sociedad en que se desarrolla, para después promover la imposición del código de virtud resultante en la organización y práctica social, a través del dominio político. El sistema de dominio social se embosca tras el quimérico delirio de la utopía; espejismo que inunda de esperanza a la piara, de la probabilidad de una exis­tencia más justa, de una vida más racional, más virtuosa, de la posibilidad de un mundo mejor —“¡Un mundo mejor es posible!”, reza el credo de los movimientos contrasistémicos del siglo xxi, apropiándose de la arenga revolucionaria del inspirado líder cubano, Fidel Castro—. “No existe la vida moral [ni deontológica, me parece también] sin utopismo”, advierte Lévinas. De ahí que todos los deontológico-moralistas de la historia, incapaces de soportar el peso de una existencia desfundamentada, irracional, ausente de sentido, a su vez, sean grandes utopistas. Y la forma de la utopía moral-deontológica no puede construirse sino a partir de la deriva lógica que emana del discurrir filosófico, de la metafísica racional, pues, ante “todo, la filosofía es una ética”, como bien reconoce también Lévinas. La República platónica, la Ciudad de Dios agustiniana, la Edad de la Razón kantiana y el Comunismo Científico marxiano, entre otros, son claros ejemplos de esta dia­ léctica formal de los valores. Los profetas-misioneros especulan a priori el deber ser, después construyen los argumentos filosóficos que le fundamentan y concluyen en el impulso de instauración de los sistemas institucionales de coerción social, que garantizan su imposición en el corpus de la comunidad. Tal es el círculo de coacción 303

social que instituye la denominada razonabilidad ética. Por ende, los denominados “antivalores” resultan de la irracional negación histórica de las virtudes morales y/o deontológicas, constituyen la representación social del mal, la ilógica e irrazonable refutación de la utopía, de la esperanza. Por su parte, en la pragmática histórica del ejercicio social de los valores, la teoría axiológica se construye como una disciplina descriptiva, si bien analítico-reflexiva, de las formas concretas de significación existenciaria y de dotación del sentido de la vida del ser humano y de las comunidades en que habita, ausente de toda pretensión legislativo-prescriptiva, adolente de toda intención jurídico-normativa. En sentido estricto, la teoría ética se trata más bien de una cierta sociología de los valores. Y de hecho, las comunidades e individuos que sustentan un determinado sistema de virtud social, independientemente de que éste sea moral, deontológico o ético, por lo general, desconoce el significado formal, la posible articulación lógica, la probable razonabilidad y coherencia racional que pueda persistir entre sus acciones y sus valores constituyentes. En realidad, nadie recurre a un filósofo, un neurólogo o un científico social (¡vamos, ni siquiera los filósofos, los científicos y los profetas-misioneros mismos!), para asumir, determinar, defender, practicar y, aun, argumentar los valores con que significan su existencia y, al propio tiempo, orientan su proyecto particular y/o social de vida. De hecho, las strong reasons que pretende reco­ nocer Boudon en la presunta racionalidad axiológica weberiana, se desvanecen con prontitud, ante el intento de las personas por justificar racionalmente sus decisiones particulares ante los problemas morales, deontológicos y/o éticos, pues, su acuerdo emocional con tales decisiones parece ser más fuerte, que su capacidad para explicar las razones que les motivan para asumirlas, como bien tienden a mostrar los estudios del biólogo Marc Hauser —“El juicio moral es un proceso espontáneo e intuitivo y la argumentación racional desempeñan un papel secundario; cuando ocurre, es un proceso posterior con el que se busca la evidencia y se construye el apoyo de la reacción intuitiva inicial”, plantea en la misma dirección de 304

pensamiento, Natalia López Moratalla—. En esta perspectiva, tiene más sentido hablar de los strong feelings, que de las strong reasons, en la comprensión del fenómeno axiológico. Pero, en la dialéctica de dominio, todos los torquemadas de la historia seleccionan, a priori, los valores con los cuales pretenden mantener bajo control racional, las inquietantes apetencias que les provocan sus propios impulsos, instintos, deseos, pasiones, miedos y demonios que les acosan de manera incesante; con estos mismos valores traman, lue­go, códigos morales y/o deon­tológicos que imponen a la manada, con el objeto de contener los excesos de su vitalidad y, en la misma estrategia de dominación social, exorcizar las ingobernables concupiscencias personales que les devoran las entrañas y a las cuales no pueden resistirse, en el resguardo de las sombras de su sigilosa vida privada. Entre mayor sea la incapacidad de los pastores y de los profetas-misioneros para recusar la profusión de sus apetitos y temores, más intransigente es la defensa de los ordenamientos moral-deontológicos que han impuesto sobre la dinámica social. El moralista y el catequista combaten intransigentes y sancionan severos el pecado en la sociedad, mientras, disolutos concupiscentes, pecan en privado. Empero, no es la razón sino el deseo erótico-afectivo lo que, en realidad, determina la asunción social y la definición pragmática de los valores. Pues, si algo nos ha legado el pesimista desencanto postmoderno es el reconocimiento indudable de que el ser humano “… hace cosas que difícilmente pasarían la prueba de un propósito responsable, ya no se diga ‘razonable’ ”, y todavía más, “… no todas las acciones, ni siquiera las más importantes, necesitan una justificación o explicación como digna de nuestra estima”, según reflexiona Bauman. El lance de la vida es tanto irracional como irrazonable, se abre camino contra toda lógica racional, por eso mismo los valores que la orientan en el mundo, suelen ser insensatos y paradójicos; lo cual, sin embargo, no atempera su performativa fuerza orientadora de la conducta humana. Todo individuo y toda sociedad han podido desarrollarse a plenitud onto-histórica en el contingente devenir de 305

la especie, sin necesidad de haber conjurado antes la cotidiana incoherencia y contradicción ética, moral y deontológica en que suele acontecer la vida. Y de hecho, la gran mayoría de las actuaciones éticas, heroicas o santas —e incluso, morales y deontológicas—, carecen y contradicen todo criterio racional, razonable o de racionalidad. El mártir, embargado de fervorosa piedad, que se somete de mutuo propio al suplicio para dar prueba de su imperturbable fe; el sabio, persuadido de la irrefutable certeza de sus metafísicas tesis, que prefiere la cicuta al exilio para legitimar sus filosóficas enseñanzas; el héroe, embriagado de su altruista filantropía, que sacrifica la vida en la defensa de un ideal socio-histórico; el soldado, abrumado por la vergüenza, que acomete el ritual del seppuku para para salvar su honor; el guerrero, inspirado por su excesiva vitalidad, que renuncia a la holgura material en el afán de alcanzar el objeto de su deseo —Policarpo de Esmirna, Sócrates, Shavarsh Karapetyan, Inokuma Isao Isao y Paul Gaughín, por ejemplo—; sin duda alguna, todos ellos evidencian una férrea convicción axiológica, un sólido canon de valores propios, pero, a su vez, también acusan una apasionada conducta insensata, irracional, e irrazonable. El ser humano es más irracional que racional, como bien concluyen Joseph Roucek y Angela Muller Montiel —“la ‘irracionalidad’ es característica del pensamiento”, complementan los escritores estadounidenses—. La propia realidad del mundo es irracional; pese al racional empeño de descubrir la razón subyacente en su fáctico acontecer y en su formal comprensión, cierto es que su construcción se cimenta sobre abiertas irracionalidades, de acuerdo con Unamuno —“Hegel hizo célebre su aforismo de que todo lo racional es real y todo lo real es racional; pero somos muchos los que, no convencidos por Hegel, seguimos creyendo que lo real, lo realmente real, es irracional; que la razón construye sobre irracionalidades”—. Y de hecho, ni siquiera la razón misma es racionalizable, ni tampoco razonable. Parafraseando a Maturana, bien es posible afirmar que no es la razón lo que nos lleva a la acción ética, moral y/o deontológica sino las disposiciones erótico-afectivas. En sentido estricto, el comportamiento ético, moral 306

y deontológico suele contradecir, y aún oponerse francamente, a los principios de la actuación racional; y de hecho, de modo inverso, los actos contra-éticos, inmorales y anti-deontológicos pueden justificarse de manera racional, según parece presentir Singer —“La conducta éticamente indefendible no es siempre irracional”, como reflexiona el filósofo australiano—. En los juicios axiológicos, la intensidad erótico-afectiva suele ser más fuerte que la razón, como parecen evidenciar los estudios psicológicos del estadounidense Joshua Green. En realidad, y más allá de las metafísicas pretensiones del pensamiento formal, si la conducta humana se rigiera en absoluto por los juicios de la razón, no sería posible el comportamiento moral, deontológico o ético; ni siquiera el lenguaje común mismo sería factible, sometido por completo a las exigencias de la lógica racional, como bien ha mostrado ya el Wittgenstein del Tractatus y que parece obviar el Jürgen Habermas de la ética comunicativa. La razón formal despoja de todo contenido de significación vital a la existencia humana; es idealidad pura, carente de toda pasión, instinto, deseo. Improntada de su herencia platónica, la razón no puede pensar, reflexionar, discurrir, sino a partir de formas ideales, abstracciones conceptuales, desprovistas de todo contenido de vida, privadas de toda experiencia sensible. Aunque, si bien, es pertinente advertir, que las necrofílicas pulsiones de la razón son también envíos performativos del instinto de vivir. Pero, contra toda evidencia socio-histórica, los metafísicos de la razón, en cualesquiera de sus variantes lógico-formales, pretenden escamotear este carácter irracional, o para-racional, de los valores, este irrazonable lance erótico-afectivo de significación existenciaria, mediante la explicación teorético-formal de una presunta dialéctica de interiorización-exteriorización de las razones neurológicosociales para preferir determinados modos de conducta humana, frente a otros posibles. En tal perspectiva, Maturana sostiene que “… al declararnos seres racionales vivimos una cultura que desvaloriza las emociones, y no vemos el entrelazamiento cotidiano entre razón y emoción que constituye nuestro vivir humano, y no nos 307

damos cuenta de que todo sistema racional tiene un fundamento emocional”. De esta manera, por un lado, se pretende que los códigos nomotéticos, lo mismo que el aprendizaje, son externos al individuo y se asimilan como parte del desarrollo onto-genético del ser humano, según encuentra Piaget en el “Juego de las Canicas”, por ejemplo; empero, lo que “descubre” el biólogo suizo son efectos de superficie, simples destellos de las relaciones erótico-afectivas que el individuo y las comunidades van tramando con los agentes, factores, elementos y condiciones de su entorno de vida. Arraigada en la famosa “Regla de Oro” de la teoría moral clásica, la pregunta que rige la indagación piagetano-kohlbergiana resulta ser: “…. ¿qué es el juicio moral si no una estructura cognitiva de cómo sentimos que debemos tratar a otros y de cómo los demás nos deben tratar?”, siguiendo a Richard H. Hersh, Diana P. Paolitto y Joseph Reimer, a propósito del denominado Crecimiento Moral. Sin embargo, esta onto-genética explicación racional de los procesos de construcción de las formas de significación existenciaria de la vida humana, de los procedimientos de dotación de sentido que realizan los individuos y las sociedades para disponer su presencia en el mundo, a través de los valores morales, deontológicos y/o éticos, presenta tres principales deformaciones de comprensión onto-histórica, a saber: primero, desde la misma perspectiva racionalista de las teorías axiológicas, la reflexión es tautológica, como bien lo denota la pregunta piagetano-kohlbergiana, es decir, supone que la afectividad y el aprendizaje evolucionan de manera paralela, mediante constructos onto-cognitivo-deontológico-morales, en función de lo cual “descubre” estadios progresivos de construcción de estructuras onto-cognitivo-deontológico-morales, en pocas palabras, descubre el principio de desarrollo moral del que originalmente parte, para dilucidar la formación del juicio moral en el ser humano. Segundo, en cuanto producto de la significativa influencia del sociólogo francés, Emilie Durkheim, sobre el biólogo suizo, la tesis piagetano-kohlbergiana confunde el fenómeno de socialización, que comporta tanto del emplazamiento social de las “explicaciones 308

funcionales” —esto es, de las narrativas de dominio—, —, como de la instauración de normas y leyes institucionales e instituyentes —en otros términos, preceptos estructurales que deben ser interiorizados y obedecidos sin mayor cuestionamiento—, a fin de ordenar y, por consecuencia, convertir al mundo en un sitio más habitable y seguro para las sociedades humanas, siguiendo las líneas de reflexión de Bauman (“Mantener el orden significa mantener a la sociedad —esa red de interacciones sociales— estructurada”, según concluye el sociólogo polaco), con el desarrollo de la sociabilidad que representa el proceso de constitución de las interacciones de identificación y afectividad con la alteridad socio-mundana, esto es, con la otredad contingente —las entidades de la naturaleza, los seres humanos— y la otredad absoluta —la divinidad, el cosmos—, desprovistas, tales interacciones, de cualquier propósito instrumental y, por ende, de todo sentido racional (“Como la sociabilidad no puede pensarse en términos de medios y fines, no pertenece —según los estándares de Weber— a la familia de las acciones racionales”, conforme a la explicación de Bauman); y tercero, subordina la disposición de las formas de significación existenciaria que procesan los individuos y colectivos sociales para dotar de sentido al mundano acontecer de su vida, a los procedimientos de adaptación funcional al marco normativo predominante en los distintos niveles de organización estructural de la sociedad, en cada estrato histórico —las reglas de los juegos infantiles, como el juego de las canicas que sirve de soporte para el análisis piagetano, verbigracia—, a partir de lo cual se pierde de perspectiva que las leyes vigentes en las dinámicas sociales, son simples convenciones formalizadas de los valores construidos por los agentes sociales e impuestas, dotadas de un cierto carácter universal, por los dispositivos de dominio institucional, sin embargo, pese a su incuestionable carácter social, la dotación de sentido a la vida propia y a la existencia de los otros entes en el universo, es intrínseco a las disposiciones de vitalidad del ser humano, aun cuando se negocian, consensan, generalizan e institucionalizan en el contexto de la trama societal —“la moralidad [la significación existencial, en nuestros 309

términos] hace posible la negociación ética y el consenso, y no a la inversa”, como bien advierte Bauman, al respecto. Aunque, si bien, el desarrollo de los valores se fundamenta en las formas del sentir humano, y no en la razón como pretenden los metafísicos racionales, la pregunta piagetano-kohlbergiana se equivoca por completo, en el objeto y la dirección de tal sentimiento humano, pues, el asunto no se reduce a cómo sentimos que debemos tratar a los otros y de cómo esperamos ser tratados por ellos, dado que este sentimiento del trato social es más un cierto efecto colectivo, una determinada consecuencia comunitaria, de las disposiciones manifiestas de sentir la vida propia, de experimentar la existencia de la otredad, que, en realidad, el sustrato onto-histórico de la formación moral, deontológica y/o ética. El trato social constituye el producto de las negociaciones y los consensos erótico-afectivos que devienen de las interacciones sociales. Las normas son exteriores a los individuos, sólo en la medida de que los valores, en cuanto formas de significación existenciaria, han sido negociados y consensados en las interacciones erótico-afectivas consigo mismo y con la otredad; las cuales se transforman en leyes, cuando se han formalizado e instaurado como regímenes de dominio. Así, en cuanto dispositivos de dominación social, las leyes se transforman en prescripciones del deber ser. El nivel de plegamiento de los individuos a tales lances nomotéticos —verdadero objeto del interés psicológico de Piaget, de donde derivan sus famosos estadíos del desarrollo moral—, no es más que la consecuencia directa de las formas particulares de identificación consigo mismo y con la alteridad, en estrecha relación con los modos específicos de disponer las interacciones afectivosociales del ser humano. A menor sentimiento de identificación ontológica y menor disposición afectiva, mayor adherencia a las normas sociales; pero, también de manera inversa, a mayor capacidad de identificación onto-histórica y mayor intensidad afectiva, menor suscripción a la normativa social. El trato social dispensado para los otros y esperado de ellos para sí mismo, proviene de esta dialéctica erótico-afectiva, de este sentimiento de identificación y 310

afectividad onto-histórica. En esta lógica, los Skinhead, por ejemplo, partiendo de un profundo sentimiento de orfandad ontológica y de resentimiento social, significan la vida en función del reconocimiento metafísico de un determinado orden trascendental jerarquizado, el cual carece de toda posible razón y de algún grado de razonabilidad, pero que tan sólo representa la radicalización socio-histórica de la conjunción simbólica de los principios religiosos de la creación divina con las racionales tesis del progreso socio-civilizatorio, donde la raza blanca, tanto por su presunta herencia sagrada, como por su supuesta superioridad cultural, ocupa la cúspide de la pirámide existencial; de ahí que perciban y traten al resto de las razas humanas, al mismo nivel de inferioridad en que se encuentran desarrolladas sus disposiciones erótico-afectivas. En este caso, el trato social es una simple forma de compensación erótico-afectiva del déficit de significación existenciaria. Las disposiciones de identificación jerarquizada y de afectividad cosificante de la otredad propician el trato racista, xenófobo y/u homófobo de las pretendidas razas superiores y no al revés, como supone la interrogante piagetano-kohlbegiana. Luego, entonces, la interpelación más precisa sobre el desarrollo moral, deontológico y/o ético, o más bien, la cuestión sobre los procesos de construcción de las formas de dotación de sentido de la vida es: ¿qué es el juicio axiológico si no una determinada disposición erótico-afectiva del ser humano para consigo mismo y para con la irrefutable presencia de la otredad? Afectividades débiles fundamentan la moral, afectividades enfermas sustentan la deontología, afectividades vitales afirman la ética. Por otro lado, en franca oposición al pensamiento tradicional que tiende a fundamentar el desarrollo del espíritu axiológico en el ser humano, a partir de la apropiación de las reglas sociales, del disciplinamiento societal que generan los dispositivos de formación institucional y de la recuperación de las experiencias del devenir socio-civilizatorio (el derecho inalienable a la vida legado por la Revolución Francesa, la educación cívica derivada de la tradición enciclopédico-ilustrada y el respeto a la diversidad cultural propuesto 311

por el pensamiento contemporáneo, por ejemplo), es decir, de las acciones de socialización de los individuos, como previene el punto de vista sociológico de Durkheim; el actual lance de explicación del proceso de construcción del fenómeno de la moralidad humana, en cuanto producto de los procedimientos de exteriorización social de ciertas pulsiones primarias innatas, tales como los sentimientos de aversión, empatía, equidad y solidaridad, entre otras posibles —algunas de las cuales, aunque no todavía del todo evolucionadas y articuladas de forma reflexiva conforme al paradigma humano, son también observables en los primates superiores y, con mayor o menor intensidad ontológica, en el resto de las especies animales, mediante comportamientos intencionados de repugnancia hacia situaciones concretas, de identificación con el padecimiento de otros entes, de tolerante coexistencia ante la escasez de los recursos vitales y/o de asociación colaborativa para cazar o defenderse de peligros inminentes, incluso entre especies diferentes; quizás “… la diferencia más intrigante es que, mientras en especies individuales muestran algunas capacidades morales, sólo los humanos han sido capaces de evolucionar hacia un set completo de estas cosas”, según argumenta Hauser—, se sustenta en los recientes estudios psicológicos, neurobiológicos y/o neuro-éticos que proponen la determinación de los juicios axiológicos y, por ende, de las conductas humanas, en tanto consecuencia directa del tipo de organización propia y del funcionamiento particular de las redes neuronales, de las estructuras sinápticas, esto es: de las conexiones funcionales del denominado cerebro moral, de la mente moral, del sentido ético o de la sensibilidad moral, de acuerdo con la terminología de Churchland, Hauser, James Q. Wilson y Jorge Moll, de manera respectiva. A partir del mapeo de los mecanismos, acciones y funciones cerebrales que posibilitan las actuales técnicas de registro de la actividad eléctrica del cerebro —el electroencefalograma, los potenciales evocados y el magnetoencefalograma—, así como de las neuro-imágenes (la resonancia magnética funcional, la tomografía por emisión de fotón único y la tomografía por emisión de positrones), 312

estructurales —imagen por resonancia magnética y tomografía axial computarizada— y estimulación cerebral —estimulación magnética transcraneal—, por ejemplo, realizado a psicópatas, personas con diversas lesiones en la corteza cerebral e individuos “normales” sometidos al artificio de la resolución de dilemas morales, la lectura de contenidos ético-moral-deontológicos y/o la observación pasiva o instruida de imágenes afectivas, se pretende el “descubrimiento” de las insuficiencias neuronales, las interacciones entre las diferentes zonas del cerebro y las neuronas específicas —como las denominadas neuronas espejo, descubiertas por el equipo neurobiológico encabezado por Giacomo Rizzolatti, verbigracia—, que participan en la definición de los grados de empatía, aversión, equidad e identificación social, entre otras, determinantes de los juicios axiológicos y, por ende, de los comportamientos éticos del ser humano. En este sentido, los estudios desarrollados por Jean Decety y Laurie Skelly, de la Universidad de Chicago, con la participación de Kent Klehl, de la Universidad de Nuevo México —por mencionar sólo un caso de las múltiples investigaciones instrumentadas, hoy día, en esta misma dirección—, con 80 prisioneros de entre 18 y 50 años de edad, muestran que los agentes con altos grados de psicopatía, en otras palabras, con déficit serios de empatía e identificación con el dolor, la angustia y el padecimiento de las otras personas, evidencian menor actividad en la corteza orbifrontal lateral, en la amígdala y en otras regiones de la materia gris, pero, de modo inverso, a su vez, también presentan mayor actividad en el estratum y en la ínsula, por ejemplo. En síntesis, las conductas morales, deontológicas y/o éticas son producto del desarrollo y el funcionamiento normal de las redes neuronales que articulan los campos cognitivos y emocionales del cerebro —“Estoy por completo de acuerdo en que los juicios morales son informados por procesos emocionales y racionales en competencia en el cerebro… Los veo como dos modos diferentes de pensamiento moral, uno (el emocional) que privilegia la eficiencia cognitiva sobre la flexibilidad y otro (el racional) que privilegia la flexibilidad cognitiva sobre la eficiencia”, según propone Greene—. 313

Así, pues, por cuanto los valores constituyen simples pautas del comportamiento social, derivados del tipo y grado de funcionamiento de las sinapsis neuronales, el Mal tan sólo representa una cierta disfunción cerebral y, en consecuencia, el Bien únicamente refleja el apropiado desarrollo y funcionalidad del cerebro ético. El problema de la reforma deontológico-moral, entonces, se reduce a ser un simple asunto de salud pública: la detección temprana y/u oportuna de las disfunciones neuronales que afectan la sensibilidad ética, con el objeto de medicar o de asignar la terapia psicológica correspondiente, a fin de “corregir” la conducta social del ser humano. De hecho, los neurocientíficos y los diseñadores de políticas públicas, entre otros agentes del sistema de dominio, ya anticipan que las denominadas neurociencias están proporcionando los sustentos cerebrales para instaurar una cierta ética normativa, puesto que el conocimiento de los mecanismos cerebrales puede permitir la definición científica del deber moral, incluso, la inserción de determinado tipo de creencias, como bien advierte Cortina. ¡Problema resuelto!, ¡la dosis recta del soma deontológico-moral para alcanzar la histórica utopía del mundo feliz! Por su parte, en una posición que pretende mediar entre la propuesta de interiorización de las normas sociales y el desarrollo de las redes neuronales que sustentan el sentido ético, en cuanto condición sine qua non de la moralidad humana, se encuentra el lance de análisis de la denominada Neurobiología de las Emociones Morales. En esta perspectiva, Roberto E. Mercadillo, José Luis Díaz y Fernando A. Barrios señalan que las “… emociones morales dependen de deseos y de resultados socialmente aceptados, por lo que el individuo elabora un juicio moral a partir del cual acepta o rechaza afectivamente una determinada situación. Además de los estímulos desencadenantes, las emociones morales se caracterizan por una tendencia al refuerzo social, es decir a dirigir su comportamiento hacia el restablecimiento de la norma o valor moral que se percibieron quebrantados”, expuesto en otras palabras, la resolución de las disyuntivas conductuales emanadas de las emociones 314

primarias —como el miedo, por ejemplo—, a través del efecto de determinados marcadores somáticos que resultan de los aprendizajes sobre los estímulos desencadenantes de tales emociones y de la valoración de las actuaciones posibles, conforme a la vigencia de los códigos sociales predominantes en el estrato histórico-cultural, permiten la toma de las decisiones axiológicas. De la misma manera como sucede con los perros de Pavlov, los impulsos primarios definen las conductas específicas de los individuos, las cuales son reforzadas, o reprimidas, por los estímulos normativos del contexto social —así, los perros pavlovianos salivan ante la sonora insti­ gación de las campanas condicionantes del fisiólogo ruso, en tanto que los sujetos morales actúan con rectitud ante el reforzamiento de las reglas sociales—. Dialéctica social de premios y sanciones, refuerzos positivos y refuerzos negativos, que sustentan los sistemas de dominio moderno, de acuerdo con Foucault. El impulso moral convertido en un simple reflejo condicionado. La interiorización del amo, a través de la apropiación de las normas instituidas, como producto del condicionamiento social. Conforme a la perspectiva de los estudios neuroéticos, las normas sociales —sean morales, deontológicas o éticas— tienen un carácter adaptativo, en otras palabras, representan normas de adaptación. Sin embargo, en la pragmática vital, las conductas éticas —y no los comportamientos morales y/o deontológicos—, se asumen y se realizan históricamente, aun a contracorriente de los dispositivos de coacción social, esto es: de los mecanismos instituidos de incentivación y disuasión de reforma humana —los denominados instrumentos de premiación y castigo—. Pese a esto, la analítica del discurso psico-neurobiológico, a partir de los estudios de Jonathan David Haidt, reconoce cuatro principales familias de las emociones morales, a saber: • Emociones de Condena. Es el conjunto de emociones que tienden a la actuación egoísta o conducta antisocial, tanto como al comportamiento pro-social. Las emociones más importantes de esta familia emocional son: la indignación, el disgusto, la ira y el

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desprecio. Para múltiples autores de este campo, la indignación es el núcleo mismo de la auténtica conducta moral, pues, en ésta “… se expresa la más profunda conmoción de la persona que reacciona frente a una acción moralmente mala”, según propone Julio de Zan, es “… el lugar «antropológico» más fundamental”, de acuerdo con José María García Mauriño, toda vez que “… revela el sentimiento de ‘elegir la vida’ frente al mal que la caricaturiza”, como concluye Jean-Philippe Pierron. • Emociones de Autoconciencia. Emociones que impactan en los comportamientos de reducción de la presencia social de los individuos, así como a justificar y/o disculpar sus acciones ante el quebrantamiento de convenciones, normas o leyes sociales. Las emociones primordiales en esta familia son: la culpa, el pudor y la vergüenza. La culpa, y la vergüenza derivada de esta profunda pulsión de culpabilidad que le es inherente, siguiendo el lance de reflexión de Schopenhauer, emplaza al ser humano en la posición de verdadero sujeto moral, pues, se trata de “un sentimiento relativo a la imputabilidad concerniente a nuestras acciones, lo cual descansa en la inquebrantable certeza de que somos los autores de nuestros actos”. • Emociones Relativas al Sufrimiento Ajeno. Respuestas emocionales que permiten tanto la comprensión erótica del otro, como la posibilidad de representarse y posicionarse afectivamente en la situación emocional en donde se encuentra, a partir del punto de perspectiva desde el cual se le observa, el lenguaje verbal, las exclamaciones o los gestos corporales que manifiesta, la información de las experiencias precedentes, disponible en la memoria y la consecuente reacción empática de participar de tal estado de ánimo, siguiendo el lance de análisis suscrito por Luis Moya-Albiol, Neus Herrero y M. Consuelo Bernal. Las emociones centrales de esta familia son: la empatía y la compasión. De hecho, para diversos autores, cristianos y liberales, como los representantes de la Ilustración escocesa —Blair, Bos­ well y Johnson, entre otros—, la experiencia de la compasión 316

ante el padecimiento ajeno constituye el momento preciso en que es revelada la plena humanidad de las personas, el numen fundamental de su ser humano, por antonomasia. “En efecto, la compasión surge siempre por la inferencia de que otro sufre o padece e incluye el deseo de aliviar el sufrimiento percibido, lo que suele condicionar comportamientos altruistas hacia la víctima”, según plantean Mercadillo, Díaz y Barrios. • Emociones de Admiración. Corresponde a las emociones relativas a la capacidad sensible de sentir, percibir y/o identificarse con la singularidad paradigmática de determinadas personas consideradas como ejemplares; son propiciadas por situaciones gratas o estímulos de comportamientos socialmente ponderados, a partir de los cuales se desarrollan relaciones y competencias sociales cohesivas. Constituyen la apertura de la interioridad personal, de la intimidad del yo, hacia las posibilidades del ser del otro. Disponen lances de emulación, reiteración y refrendo de conductas sociales aceptadas. Las emociones más significativas de esta familia son: la gratitud, la admiración y la devoción. En este sentido, de acuerdo con Javier Gomá Lanzón, aunque si bien es cierto que el juicio moral genérico se encuentra influido, en alto grado, por el devenir de la tradición socio-histórica, en realidad, se funda en los sentimientos morales de admiración y respeto —así como de gratitud y devoción, convendría concluir—, hacia personas significativas que tienden a representar prototipos humanos, arquetipos de humanidad, los cuales son generadores del progreso de las prácticas morales. En resumen, las disposiciones emocionales en íntima asociación con los reforzamientos normativos sociales conforman los procesos de construcción deontológico-moral del ser humano. Al respecto, Feggy Ostrosky-Solís apunta que los estudios recientes de la neurobiología han “… postulado que los fenómenos morales emergen de la integración del conocimiento social contextual (representado en la corteza prefrontal), del conocimiento social semántico (almacenado

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en la corteza temporal posterior y anterior) y los estados básicos y motivacionales (dependientes de circuitos cortico-límbicos)”. De esta manera, por cuanto la estructura organizacional sináptica, el funcionamiento, las reacciones emocionales y las evoluciones del cerebro son comunes a todos los miembros de la especie, pese a la diversidad histórica de las normas, reglas y leyes que predominan en las distintas sociedades humanas, entonces, los valores que devienen de las mismas detentan un cierto carácter universal. En efecto, la pretensión es que puede hacerse converger la amplia diversidad de valores, producto de la multiplicidad socio-étnica, en las normas y reglas dispuestas por la neuroética, sustentadas en el funcionamiento del cerebro, soporte común de todos los seres humanos, como bien advierte Cortina. La universalidad moral, deontológica y/o ética, allende la relativa fiabilidad empírica de la especulación filosófica, es confirmada ahora por la “objetiva intelección” de la ciencia moderna, es decir, por el último estadío de la madurez humana, la incuestionable racionalidad lógico-formal de las prácticas científicas. Así, entonces, la neuroética parece alcanzar la síntesis kantiana entre la razón y la naturaleza, esto es, la concordancia entre la causalidad natural y la voluntad general, a través del orden deontológico-moral. En cuanto la naturaleza carece de un carácter moral, está imposibilitada de imponer cualquier clase de deber, puesto que esto sólo corresponde a la razón práctica, ajena a toda forma de coacción ontológico-social, empero, con el favorecimiento de sus disposiciones —en este caso, la organización y el funcionamiento neural— y orientada por la razón, contribuye al ordenamiento de la piara, en aras de su propia conservación, mediante el reconocimiento y la ulterior imposición de las leyes universales; puesto que hasta un pueblo de demonios, a condición de que dispongan de entendimiento, preferiría el Estado Deontológico-Moral (Estado de Derecho, en la perspectiva moderna), al Estado Natural hobbesiano. El imperativo categórico kantiano deviene en el neural imperativo adaptativo, como bien previene Cortina.

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Si las emociones básicas —tales como la aversión, empatía, equidad, solidaridad, miedo, culpa, gratitud e indignación, por mencionar sólo algunas de ellas— son inmanentes al desarrollo socio-histórico de la humanidad, entonces, los valores que se fundamentan en las mismas, aun cuando emociones más complejas —las denominadas emociones morales—, representan, en consecuencia, también patrones generales de conducta social, salvo en los casos de subdesarrollo y/o lesión cerebral, es decir, de la insanidad moral —“… perversión de los sentimientos naturales, de los afectos, del temperamento, de los hábitos, de las disposiciones morales y los impulsos naturales”, según plantea H. F. Augstein—. En consecuencia, el sometimiento a tales patrones generales de comportamiento —en sentido estricto, Leyes Universales de Coacción Social—, encubren su profunda vocación de dominio y su carácter reformador, tras la imperativa disposición de los procesos evolutivos naturales, puesto que “… no se trata del perfeccionamiento moral del hombre, sino del mecanismo de la naturaleza”, según advierte el maese Kant. Sin embargo, esta forma de comprensión y explicación psico-neurobiológica de los fenómenos axiológicos comporta tres principales implicaciones, a saber que: por una parte, los contenidos conductuales de los individuos y/o de las sociedades particulares, tan sólo constituyen variantes específicas de los patrones generales del comportamiento social —“patrones normales”, bien convendría precisar, siguiendo la ruta de reflexión de Augstein—; por otro lado, las conductas inmorales, amorales e, incluso, ilícitas únicamente significan efectos sociales de las disfunciones, deficiencias, desviaciones y/o afecciones de los procesos cognitivo-emocionales del cerebro, esto es, patologías del razonamiento moral, como sucede con la psicopatía, por ejemplo (el “… daño en la corteza prefrontal ventral y medial esta [sic] asociada con deterioro en la toma de decisión de tipo moral”, apunta Ostrosky-Solís en la misma perspectiva); y por último, reduce los juicios axiológicos a simples reacciones emocionales, los valores a patrones de normalidad conductual y su asunción a efectos de reforzamiento social, marcadores somáticos como les denomina 319

António Damásio (“… los marcadores somáticos apoyan los procesos cognitivos, permiten una conducta social apropiada, contribuyen a la toma de decisiones —mediante la inhibición de la tendencia a buscar el refuerzo inmediato— y facilitan la representación de escenarios futuros en la memoria de trabajo, de acuerdo con J.M. Martínez Selva, J.P. Sánchez Navarro, A. Bechara y F. Román). Empero, pese a toda la minuciosa capacidad de observación, registro y sistematización empírica, sin olvidar sus impresionantes recursos tecnológicos de investigación, de que hace alarde la práctica científica de la neurobiología, en coordinación con las racionales aspiraciones de la psicología, cierto es que construyen todo su andamiaje de comprensión, explicación y formalización de los procesos de decisión axiológica, sobre simples efectos de superficie del acontecer socio-histórico del fenómeno moral, deontológico y/o ético. En principio, confunden efectos sinápticos con causalidades morales, es decir, el colorido mapeo de las zonas y funciones del cerebro que se activan, o permanecen inactivos, ante el gestáltico artificio de la resolución de dilemas morales paradigmáticos —la clásica disyuntiva del tranvía de Hauser, por ejemplo—, la lectura de contenidos ético-moral-deontológicos formales y/o la observación pasiva, o instruida, de imágenes afectivas —la “Prueba de los 60 Rostros” de Paul Ekman, verbigracia—, sólo significan el efecto sináptico-neuronal, no la causa, desde luego, que provocan en las disposiciones del cerebro, los estímulos morales inducidos por este tipo de pruebas psicológicas. Así, en realidad, ¿qué observan los neuro-biólogos y/o los neuro-éticos?, ¿las redes neurales son disposiciones cerebrales para resolver dilemas morales, o por el contrario, las disyuntivas axiológicas provocan la constitución y reacción de tales conexiones sinápticas en el cerebro?, ¿los neuro-científicos atestiguan el funcionamiento, la conformación y/o las reacciones del cerebro moral?, ¿los procesos neuronales que registran y analizan, con tanta minuciosidad, los científicos psico-neurobiólogos son reacciones a las posibles alternativas de actuación de los dilemas morales o sólo son indicadores de consentimiento o discrepancia 320

con las variables implicadas?, ¿las emociones morales son la fuente de procedencia de un posible código moral universal, o por el contrario, denotan la tendencia universal humana para construir y aceptar códigos morales, deontológicos y/o éticos? Pero, inmersos en la clásica hermeneusis racionalista, interpretan la forma del mapa como si fuese la geografía misma que denota y, peor aún, analizan sus disposiciones funcional-constitutivas como si se tratara de las fuerzas tectónicas y/o meteorológicas que la originan; más aún, confunden la disposición formal del dilema moral con la complejidad vital que comportan los problemas axiológicos en el devenir real de la existencia —pues, en “… realidad, la vida moral no consiste en enfrentarse a dilemas, sino en proyectar una vida buena, la riqueza experiencial de la vida humana no se deja encorsetar en dilemas”, como bien plantea Cortina a propósito de Jesús Conill—. La vida no se resuelve en dilemas, sino en posibilidades de ser, en probabilidades existenciarias; por su parte, más que para resolver dilemas de actuación emergente, los valores morales, deontológicos y/o éticos significan, dotan de sentido, el desfundamentado vivir humano. Para exponerlo en términos sencillos y llanos, por muy meticuloso que pueda ser, el mapa únicamente es una simple representación formal del efecto topográfico producido por la articulación funcional de las pulsiones internas y externas que participan en su generación; mientras que la argucia de los dilemas morales tan sólo constituye una artificiosa simplificación del auténtico complejo valoral que confrontan los individuos y las sociedades en su cotidiano devenir onto-histórico. En toda su maravillosa estructura orgánico-funcional, por sí mismo, el cerebro no puede explanar la abierta condición existencial humana, menos todavía, una particular red neuronal puede dar cuenta de su compleja disposición axiológica. El sináptico tejido cerebral no agota, ni explica el devenir vital del ser humano. En tal punto de vista, los estudios de la psico-neurobiología, más que en las condiciones de posibilidad del fenómeno axiológico, se sustentan en dos clases de efectos, a saber: las reacciones emocionales a los incentivos morales y las normas, convenciones, reglas y 321

leyes sociales que las somatizan —las cuales, también, son efectos colectivos de las interacciones valorales del ser humano, no causas de la producción performativa de los valores en la sociedad y en los individuos—. Es verdad, el miedo, en cuanto emoción básica, primaria, dispone de dos posibles lances conductuales, esto es: la huida —pasiva o activa—, o el ataque defensivo, pero, los valores humanos multiplican las posibilidades de actuación, en consecuencia, la decisión de optar por cualquier alternativa factible, e incluso imposible, depende de las formas de significación existencial, las circunstancias y las condiciones de vitalidad implicadas en el hecho concreto que genera la irrupción de este estado emocional. A veces, el valiente escapa temeroso del peligro, mientras que el cobarde ataca temerario; incentivados, ambos, por el predominio de los valores que les significan, no por las reacciones sinápticas del cerebro, ni tampoco por la invocación de las leyes vigentes en la sociedad; de hecho, más bien, a contracorriente de los dos sistemas de coacción psico-biológico-social. Ante la perturbadora indefinición de una existencia condenada a la intemperie del displicente devenir del mundo —expatriado de la seguridad ontológica del ser en sí, exiliado de las inconscientes certezas de sí, expulsado de la infalible protección divina—, las sinápticas emociones primarias del cerebro incitan a resguardarse en las opresivas urdimbres de la manada, las normas sociales exigen la acrítica conservación, reproducción y potenciación del tejido colectivo, pero, el instinto de afirmación performativa del ser para sí, le impele a explorar las abiertas intensidades de la vida, abandonando las incuestionables convicciones comunitarias. Por su parte, emplazados en los principios del discurso de dominio moral que establece la Metafísica Binaria de Oposición, los estudios psico-neurobiológicos analizan con todo el rigor científico, las reacciones emocionales del cerebro y las relaciones existentes entre las convenciones sociales y la evolución organizativo-funcional de las neuronas, a partir de la tesis trascendental de los valores opuestos del Bien y del Mal, ahora transformados en sinápticos impulsos hacia lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, o también en 322

disposiciones de salud o insanidad moral —según se deriva de los planteamientos de Augstein; o como se evidencia con mayor claridad en la definición propuesta por Hauser a su denominado instinto moral, esto es, “… la capacidad, producto de la evolución, que posee toda mente humana y que de manera inconsciente y automática genera juicios sobre lo que está bien y lo que está mal”—. Así, pues, aque­ llas sensibilidades, o insensibilidades, que evidencian las funciones cerebrales registradas en los neurales mapas citoarquitectónicos, son sobre-interpretadas en cuanto disposiciones de conductas virtuosas o perversas, conforme a los paradigmas morales aceptados por la sociedad, en la época moderna, esto es: en un extremo, el altruismo y las emociones pro-sociales, mientras que en el otro extremo se identifican el egoísmo y las emociones anti-sociales (“… la conducta moral proviene de un delicado balance entre la conducta prosocial y altruista en un extremo y la conducta antisocial y egoísta en el otro”, según expone Ostrosky-Solís, recuperando los planteamientos de Haidt y de Moll). Así, pues, antes que dilucidar los verdaderos impulsos neurales participantes de las conductas morales, deontológicas y/o éticas, las denominadas emociones morales y sus consecuentes explicaciones “científicas”, tan sólo dan cuenta de las proyectivas posiciones axiológicas de quienes se proponen “descubrir las fuentes naturales” de la moralidad humana. Ya en el pasado, se ha pretendido sustentar en descripciones “racionales” la inferioridad y/o patología deontológico-moral de las razas subordinadas, como los negros, indígenas y/u orientales, en el reconocimiento de las supuestas “pulsiones naturales” que les caracterizan —valga de ejemplo, la Descripción General de África, de Mármol de Carvajal, de 1573—, con las nefandas consecuencias socio-históricas de que todos tenemos referencia. Antes, la “bestialidad irracional”, la “barbarie instintiva”, hacía de ciertos individuos y colectivos sociales, seres inmorales propensos al crimen; hoy es la incapacidad de modular las emociones, la locura y/o la patología lo que pretende explicar las conductas ilícitas, la predisposición a delinquir. En el fondo, la oposición locura-razón constituye la actualización racio323

nal de la Metafísica Binaria de Oposición, que traduce “… todas las antiguas oposiciones de nuestra cultura [la cultura Occidental, conviene advertir] en la oposición mayor, soberana, monótona, entre normal y patológico”, como bien reconoce Foucault. La forma de los discursos de dominio cambia con los emplazamientos de comprensión ontológica predominantes en el Imperio del Significante de cada estrato socio-histórico (Dios, la Razón, el Bien Comunitario, etc.), con el objeto de justificar políticamente los dispositivos de coacción social, pero, en el fondo, siempre prevalece la misma pulsión de sometimiento proveniente de la articulación funcional de la voluntad de servidumbre del esclavo y la voluntad de deber del profeta-misionero. Así, devotos feligreses de la racionalidad formal parten de premisas apodícticas que han dispuesto a priori, con las cuales operan en la construcción de sus explicaciones científicas, para encontrar las evidencias neurales que las demuestran. “Nacemos con un instinto moral, una capacidad que crece de forma natural en cada niño, desarrollada para generar juicios rápidos sobre lo que es correcto o incorrecto, y basada en unos procesos que actúan de forma inconsciente”, afirma en esta perspectiva Hauser. Pero, la vida no se rige por oposiciones excluyentes e irreconciliables. Más allá de los neurotransmisores, la organización y el funcionamiento del cerebro; allende también las emociones básicas y complejas; a nivel ontológico, las células se relacionan, interaccionan, conviven y coexisten a partir de las disposiciones eróticas que ha diseñado el desarrollo genético, es decir, de las formas específicas de identificarse a sí misma y de identificarse con los entes de su entorno. Los organismos multicelulares devinieron de la erótica pulsión asociativa. El origen mismo del sexo, en cuanto estrategia ontológica de diversificación reproductiva, deviene, se preserva y también se explica por este genético lance de eroticidad. “El eros es lo único que da vida al organismo. Eso se puede decir también de la sociedad”, cómo bien propone Han. De hecho, más que en las reacciones emocionales, los marcadores somáticos y las normas sociales, los auténticos lances de hominización y de 324

socialización son los impulsos eróticos, y que Maturana confunde con el amor, a fin de cuentas, un impulso particular de identificación con la otredad —la “… emoción fundamental que hace posible la historia de hominización es el amor… El amor es el fundamento de lo social”, define el biólogo chileno—. Aunque si bien, es pertinente advertir que el proceso de hominización no explica el desarrollo propio de la humanización; el primero proviene de las cuánticas mutaciones genético-biológicas, en tanto que el segundo deviene de las cualitativas transformaciones onto-históricas. Por su parte, a diferencia de las emociones, que pueden ser clasificados en tanto buenos o malas, correctas o incorrectas, saludables o insanas, prosociales o anti-sociales, el erotismo, en sí mismo, no comporta una connotación, ni tampoco ninguna disposición ontológica, hacia la virtud o el vicio; en sentido estricto, sus lances pueden ser favorables o desfavorables a la performativa potenciación de la existencia, pero, este impacto no depende de la pulsión erótica misma, sino más bien, de las condiciones de vitalidad de los individuos y las comunidades. Así, en cuanto las emociones son reacciones a los estímulos de los contextos de vida, resulta pertinente interrogarse respecto de ¿qué disposiciones ontológicas posibilitan tales reacciones en los individuos?, sin duda alguna, las disposiciones eróticas provocan esta dialéctica emocional de empatía-aversión, que reconocen los estudios psico-neurobiológicos. Ahora bien, una última inconsistencia que presentan estas científicas explicaciones de los estudios psico-neurobiológicos, es la reducción emotivo-conductual, reactivo-adaptativa, de la moralidad humana; expuesto en otras palabras, se pretende que la experiencia moral, deontológica y/o ética, se limita a la simple toma de decisiones y a su consecuente actuación social, en cuanto producto de las emociones que las motivan. La vivencia axiológica se presenta, así, como un circuito cerrado de reacciones adaptativas, esto es: los estímulos del entorno social inducen determinadas emociones que, a su vez, propician ciertas conductas que les posibilitan emplazarse funcionalmente en su contexto socio-ambiental de vida 325

(culmen socio-histórico de la redonda verdad parminedeana). En este lance de comprensión, Antonio Alcalá Malavé, establece que las “… emociones son reacciones psicofisiológicas que representan modos de adaptación a ciertos estímulos del individuo…”, las cuales les posibilitan organizar con rapidez “… las respuestas de distintos sistemas biológicos, incluidas las expresiones faciales, los músculos, la voz, la actividad del sistema nervioso y la del sistema endocrino, a fin de establecer un medio interno óptimo para el comportamiento más efectivo. Empero, aquello que los neurales mapas citoarquitectónicos no muestran, de ninguna manera, como tampoco lo hacen con las disposiciones eróticas, causantes de las asociaciones sináptico-orgánicas del cerebro, es que, allende sus neuromorfológicos registros, en realidad, los valores constituyen el núcleo fundamental de la auténtica experiencia axiológica. Y los valores no son emociones, ni tampoco se sintetizan en las decisiones y los comportamientos sociales, aun cuando representan una de sus principales fuentes de procedencia. En sentido estricto, los valores son el sustrato de los vínculos, las interacciones y las convivencias morales, deontológicas y/o éticas del ser humano, los cuales participan en la definición de sus concepciones, decisiones, posiciones, previsiones, conductas y explicaciones existenciales —donde las relaciones sociales son apenas una de las expresiones colectivas de la existencia—, aunque no de manera exclusiva y determinante, sino más bien de modo indicativo y concurrente con otras disposiciones ontológicas, tales como los instintos, las pulsiones, los deseos, los intereses, las aspiraciones, etc. Todas las disposiciones axiológicas históricas denotan relaciones sociales, en efecto, pero, este fenómeno no tiene un carácter inverso, es decir, no todas las interacciones societales son morales, deontológicas y/o éticas. Las relaciones eróticas carecen de cualquier connotación deontológico-moral o ética. Las emociones no conforman, ni sustentan valores, en todo caso resultan reacciones a los estímulos valorales. La “… respuesta emocional es la reacción subjetiva y somática —motora o vegetativa— del 326

individuo ante un acontecimiento, como por ejemplo las consecuencias positivas o negativas de una decisión”, según afirman Martínez Selva, Sánchez Navarro, Bechara y Román, a propósito de la hipótesis del marcador somático propuesta por Damasio. Por su parte, las normas, reglas y leyes sociales son síntesis formales de los valores practicados por los individuos y/o las comunidades en un contexto socio-histórico concreto, pero, no significan valores en sí mismas. Las decisiones y los comportamientos humanos no sólo provienen de las emociones, o de los valores, por el contrario, tienen múltiples causales, internas y externas a los individuos y sociedades, entre las que se encuentran: las afecciones físicas, las coacciones sociales y las contingencias ambientales, por mencionar sólo algunas de las más importantes. Por lo demás, las interacciones orgánico-ambientales no se reducen a un trascendental propósito evolutivo de adaptación funcional, como pretende el darwinismo, puesto que persiste entre los sistemas biológicos y su entorno existencial, diversas correlaciones de mutua transformación ontológica, según parece ya haber mostrado Piaget. Los organismos promueven transformaciones significativas en sus contextos de vida, pero, a su vez, estos inducen sustanciales mutaciones en aquellos. Y para concluir, en la pragmática cotidiana de la vida, producto del presentismo humano, en lo general, no se suele valorar las consecuencias positivas o negativas de las decisiones y/o actuaciones sociales, pues, de hecho, la mayoría de ellas, en todas los ámbitos de los sistemas sociales: políticos, culturales, económicos, religiosos, etc., se resuelven acciones trascendentes, sin considerar sus posibles implicaciones morales, deontológicas y/o éticas, incluso, a contracorriente de la lógica racional, el sentido común, las normas vigentes y/o sus efectos en la conservación de la existencia —aunque siempre puede construirse un argumento racional para justificarlas, aún en los casos más cuestionables, como sucede con las deleznables experimentaciones médicas del Carnicero de Mauthausen, o la producción y el uso de las armas nucleares en el mundo; de hecho, en este proceso de justificación racional de la irracional conducta humana, es que cobra su verdadero sentido el 327

concepto freudiano de racionalización, esto es, la designación de “… aquellas justificaciones y falsas fundamentaciones con las que la conciencia pinta o encubre sus autoengaños. Lo racional aparece como una tapadera sobre la irracionalidad privada y colectiva”, según bien explica Sloterdijk. El auténtico problema de fondo que provoca tales simplificaciones en la comprensión del fenómeno axiológico, pese a los minuciosos registros citoarquitectónicos y el eminente carácter interdisciplinario de los estudios psico-neurobiológicos y/o neuro-éticos, es que no han podido sustraerse del reduccionismo ontológico, propio de los sistemas racionales de intelección, explicación y/o intervención en los procesos existenciales. En efecto, desde los albores del pensamiento filosófico griego, la intención fundamental de la reflexión racional es el descubrimiento del elemento, principio, causa y/o ley primigenia, y última, esto es, la physis que explique la existencia del cosmos, la sustancia de que se conforma y las fuerzas que lo organizan en cuanto totalidad ordenada, así como la esencia propia del ser humano —pulsión de donde derivan los conceptos de átomo, Idea, Motor Inmóvil, Leyes de la Gravitación Universal, Espíritu Absoluto y la Ecuación de la Relatividad General, eso sin olvidar a la Razón misma, por ejemplo—, en virtud de lo cual, desde el punto de vista psico-biológico, se pretende sustentar el origen de la moralidad humana, en las emociones que generan las interacciones neurales del cerebro, como producto de los estímulos de reforzamiento social, es decir, en el presunto sentido, sensibilidad o mente moral, aun cuando se reconoce su preeminente condición reactiva. Es cierto que si cambia la estructura biológica humana, como previene Maturana, a su vez, y como consecuencia directa de tal alteración, se transforma el campo de acción y, aún, los actos mismos de los individuos y las sociedades —ámbito donde se insertan, desde luego, las actuaciones morales, deontológicas y/o éticas—; empero, esto no sucede porque el sistema biológico sea el sustrato, primero y último, de las decisiones y de los comportamientos humanos, sino, más bien, debido a que al definirse como un complejo de diversas 328

dimensiones ontológicas —cuerpo y espíritu, naturaleza y cultura, en principio—, las mutaciones acontecidas en cualquiera de ellas, impacta en la modificación del resto de las mismas. La organización y el fun­cionamiento cerebral, incitado por los estímulos socioambientales del entorno existencial, no explican en sí mismos y por sí solos, las condiciones de posibilidad que originan, establecen, potencian y demarcan los hechos axiológicos. La estructura y el funcionamiento cerebral son condiciones necesarias de las decisiones y los comportamientos humanos, pero no condiciones suficientes para explicarlas. En realidad, lo que evidencian las reacciones neurales, no son principios biológicos de códigos deontológico-morales, sino, más bien, tendencias humanas para la construcción, arraigo y expansión social de tales códigos axiológicos. Aunque si bien, es importante reconocer, la contribución más relevante de estos científicos lances de comprensión psico-biológica y neuro-ética es que permiten su descentramiento de los fenómenos determinados por la razón, para resituarlos en el ámbito propio de la denostada irracionalidad —los sentimientos y las emociones, según anticiparon David Hume y Franz Bretano, de manera respectiva, entre otros—. “Si podemos depender de algún principio que aprendamos de la filosofía es éste, que pienso puede ser cierto e indudable: no hay nada en sí mismo valioso o despreciable, deseable u odioso, bello o deforme, sino que estos atributos nacen de la particular constitución y estructura del sentimiento y afecto humanos”, según propone el filósofo escocés. En esta misma perspectiva, Maturana apunta: la “invitación ética no es racional sino emocional”. Sin embargo, lo que el actual reduccionismo científico psico-biológico no alcanza a comprender, es el hecho de que no son las emociones sino los valores, los auténticos sustentos del fenómeno axiológico; los cuales, más que un reactivo contenido emocional —llámese este reactivo contenido: sentimientos, emociones morales o amor, como proponen Hume, Hauser y Maturana, respectivamente—, comportan formas específicas de significación de la existencia. El núcleo propio de los valores, sin duda alguna, es su carácter significante de la experiencia vital humana. 329

Antes que sustentar las decisiones y los comportamientos sociales, los valores dotan de sentido y significado al hecho de vivir, de existir, en el mundo. De ahí, pues, que los sistemas morales, deontológicos y/o éticos, si bien provocan múltiples y diversas reacciones emocionales en los individuos y comunidades humanas, propiciando la asunción de decisiones y actuaciones consecuentes, lo cierto es que sus contenidos fundamentales son significados vitales. Suscribir un determinado sistema axiológico supone habitar una particular forma de significarse en la existencia, de dotar de sentido a la propia vida. Pero, ¿cómo es que se conforman estos significados del existir?, ¿acaso son representaciones reflexivas de la vida? A nivel ontológico, las disposiciones eróticas posibilitan la constitución de los sistemas biológicos, empero, en la dimensión onto-histórica éstas se transforman en disposiciones afectivas que propician la formación de los sistemas sociales, en otras palabras, los genéticos lances de identificación con la otredad se transmutan en tendencias de participación con los otros, las cuales permiten asociaciones filia­les, interacciones familiares, relaciones de alianza, complicidades emergentes, vínculos emocionales, etc. Las disposiciones eróticas tienen su origen en el desarrollo onto-genético, mientras que las disposiciones afectivas encuentran su fuente de procedencia en el devenir onto-histórico. Por su parte, las disposiciones afectivas, en sí mismas, como sucede con las disposiciones eróticas, tampoco son buenas o malas, correctas o incorrectas, propias o impropias, sanas o insanas, sino que, en todo caso, su impacto en la performativa potenciación de la existencia, dependen del grado de vitalidad comunitaria. En comunidades débiles persisten afectividades enfermas, pero, de modo correlativo, en sociedades fuertes subsisten afectividades vigorosas; aunque también, la irrupción de afectividades enérgicas en contextos mórbidos termina suprimiendo o poten­ciando al colectivo social y, a la inversa, la intrusión de afectividades perturbadas concluye eliminando o fortaleciendo a los individuos que las sustentan. La articulación genético-social de las disposiciones erótico-afectivas dota de significado ontológico a la existencia humana. Los valores 330

constituyentes de la moral, la deontología y/o la ética, en consecuencia, representan núcleos erótico-afectivos que significan la experiencia de vivir en el mundo. Los valores no son redes sinápticas, sino complejos erótico-afectivos de significación vital. Parafraseando a Camilo José Cela, a propósito del altruismo moral y biológico, bien es posible afirmar que no puede hablarse de un código ético universal, sino de una tendencia universal, erótico-afectiva, de creación de formas de significación de la existencia humana.

XXXVI

En términos generales, la historia del pensamiento y la práctica moral, deontológica y/o ética se han construido sobre el antagónico soporte de dos pilares trascendentales a la vida humana, aun en las atemperadas reflexiones pesimistas de la época postmoderna, tales son: el Bien y el Mal, o tras la caída de los grandes meta-relatos, lo mejor o lo malo. Estas columnas capitales constituyen la esencia misma de la Metafísica Binaria de Oposición, en cualesquiera de sus variantes socio-históricas; pues, de hecho, el Bien dispone de la justa existencia del ser, mientras que el Mal, inexorable, pervierte el recto camino del inteligir, el pensar y el propio existir —“Pues lo mismo es inteligir y ser”, según previene la Diosa a Parménides—. Sobre esta irreconciliable oposición metafísica se han erigido los más sofisticados sistemas del pensamiento axiológico y, también, de manera aciaga, bajo su sombra se han instaurado los más ruines regímenes de dominio. En la fundamentación de la noble supremacía del Bien y la intransigente condena de la corrupción que le es inmanente al Mal, o de sus atemperadas variaciones postmodernas, se han comprometido los talentos y reflexiones más descollantes de la augusta reflexión filosófica —Platón, Aristóteles, Cicerón, San 331

Agustín, Santo Tomás de Aquino, Spinoza, Habermas y Lévinas, entre otros; ¿cómo cuestionar las agudas cavilaciones axiológicas de tan insignes autoridades intelectuales, a riesgo de parecer frívolo, demente o temerario?—, pero, a su vez y a contracorriente de la aguda ingenuidad de los razonamientos filosóficos, en su respectiva defensa y combate, se han cometido los crímenes más atroces y los genocidios más infames —los suplicios infligidos a cientos, por la tristemente célebre Santa Inquisición y la abyecta “Campaña Al Anfal” lanzada por el régimen de Saddam Husein contra el pueblo Kurdo, por ejemplo—. En el fondo, toda condena humana esconde, siempre, una cierta repulsa moral o deontológica. La encarnizada lucha del Bien contra el Mal, pese a toda su refinada justificación racional, en realidad, no ha contribuido a la significativa maduración ética del ser humano —como no sea a las sesudas discusiones de la filosofía académica— y sí, en cambio, de manera lícita o ilegítima —según sucede con la provocativa metáfora del Übermensch, aquella peculiar bestia rubia nietzscheana, en la esquizofrénica propaganda política de la eficiente máquina de guerra nazi—, ha servido tan sólo para legitimar toda clase de sistemas de dominio. Pero, ¿es posible imaginar, sentir, idear y/o practicar, en consecuencia, un sistema axiológico situado allende del Bien y del Mal?, ¿es factible derruir los sólidos muros del hermético Templo de la Virtud, construido por centurias a fuerza de dogmas tautológicos sobre las necesarias reformas progresivas de la Razón, y en tan sólo tres días volver a erigir, sobre sus ruinas metafísicas, el nuevo santuario de la existencia a la intemperie, el novo arcano a la voluntad performativa de poder, la novel abadía a la vida desfundamentada?, ¿es viable trascender los metafísicos dualismos y trazar el instigante lance de una ética emancipada de las onto-históricas oposiciones?, ¿o acaso sólo se trata del utópico delirio nietzscheano de preludiar el probable, pero imposible, advenimiento de la abierta ética del futuro? ¿Acaso es factible la vida humana a la intemperie ética de la existencia? “Aceptar la negación de la verdad constituye la afirmación de que la vida significa, claro está, un enfrentamiento peligroso con 332

los sentimientos que normalmente se asocian con los valores, por lo que una filosofía que se atreva a ello se sitúa más allá del bien y del mal”, afirma categórico Nietzsche. En términos generales, la tradición filosófica sólo parece reconocer cuatro posibilidades ciertas de emplazarse allende del bien y del mal, a saber: la inocencia primitiva —y de manera particular, la inocencia adámica—, la fuerza (sobre todo en la emblemática alegoría del súper-hombre nietzscheano, el Übermensch), el prototipo del mártir —el ejemplo del Cristo, de acuerdo con Luigi Pareyson, quien propone que la alternativa al nietzscheanismo “avant la lettre está en lo único que lo libera verdaderamente y que al mismo tiempo lo sojuzga de modo irresistible [al ser humano, conviene precisar]: el ejemplo de Cristo”— y por último, la indiferencia total (la epicúrea ataraxia, el éxtasis cristiano y la iluminación budista, verbigracia). En cualquier caso, cada una de estas diversas disposiciones teleológicas supone la superación de los valores y, por ende, el desvanecimiento metafísico de los polos opuestos, de las potencias contrarias, que los sustentan: el Bien y el Mal; trascendencia deontológico-moral por negación de la experiencia mundana. Sin embargo, los valores, como el poder mismo, son inmanentes e irrenunciables a la vida humana; pues, desistirse de las formas de significación existencia­ ria, o de dotación del sentido de la vida, comporta necesariamente despojar al individuo y a la propia especie, de aquello que le hacer ser humano y transformarlo en hombre-Dios o en Dios-hombre, respuesta androteísta y teándrica, de manera respectiva, siguiendo las reflexiones de Pareyson. La inocencia primitiva, primigenia, original, y la existencia sustentada en la propia fuerza de ser, el inconmensurable Übermensch, representan la solución androteísta, es decir, la conversión en hombre–Dios; mientras que el ejemplo de Cristo y la indiferencia total constituyen la resolutiva transformación teándrica, esto es, el devenir Dios-hombre. La inocencia primigenia significa el especulo de lo divino, adámico momento del devenir onto-histórico en que el rostro humano devuelve, sin mediación ni misterio alguno, la límpida mirada del 333

profundo abismo del Dios, el Universo o el Cosmos —en el estado de inocencia, el ser humano “vio a Dios sin mediación alguna”, como bien señala Santo Tomás—; existencia justa donde todos los dones sobrenaturales y preternaturales, dispensación divina a prueba, posibilitan su armónica comunión con el absoluto. La inocencia constituye el primitivo estado de gracia antes de la imposición de la ley, del estallamiento de la conciencia de posibilidades existencia­ rias, de la donación del libre albedrío y, por ende, de la condición moral-deontológica que instaura la onto-histórica escisión del ser humano con su causa prima, metafísica ruptura del mundo y de lo humano mismo, en dos órdenes opuestos e irreconciliables representados por el Bien y el Mal. En efecto, la inocencia representa el originario desconocimiento de la ley y es, precisamente, esta ignorancia primaria sobre lo justo y lo injusto, la irrecusable condición de posibilidad que le sitúa más allá del bien y del mal; pues, de hecho, es el acto mismo de la nomotética disposición, lo que apertura el riesgo de la caída humana, la causalidad del pecado, la irresistible pulsión de transgresión, la excitación del deseo, toda vez que “no hay deseo si no hay prohibición”, como bien señala Jeannette Gorn, a propósito del mito adámico, o mejor aún, “porque la ley produce ira, pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión” (Romanos 4:15), pues, “yo no conocí el pecado sino por la ley…, porque sin ley el pecado está muerto” (Romanos 7:7-8). La inocencia carece de valores porque no significa la existencia, tan sólo propicia el habitar la vida como un simple lance óntico, ausente de cualquier probabilidad de significarse, al mismo nivel que las piedras, las plantas, los animales. Voluntad pasiva de permanencia, instinto involuntario de reproducción. Corriente vital que fluye sumisa al arbitrio de las fuerzas divinas y/o mundanas, sin sentido propio. Irresponsabilidad de sí por ausencia de significado. Fuga de la mundana vitalidad por exceso de plegamiento a su ciego devenir, sin disposición propia, sin afirmación performativa. La inocencia no precisa de valores porque es obediencia absoluta: sometimiento total a la voluntad divina, sumisión completa a las disposiciones ontológicas, acatamiento 334

incondicional a las resoluciones onto-genéticas, subordinación definitiva a las apetencias del instinto. Su posicionamiento más allá del bien y del mal es una simple consecuencia directa de este pasivo obedecer. Quien sólo obedece, sin voluntad propia, no es bueno, tampoco malo, carece de virtud o de vicio. En el Edén, en el estado de pureza, sólo existe una única y exclusiva opción: obedecer; la posibilidad de la desobediencia implica, siempre, la irrecuperable pérdida del paraíso, de la inocencia. Puede alcanzarse la gloria de Dios, pero no el retorno al Edén. Perdida la inocencia, jamás puede ser recuperada, ni aún con la muerte misma, como tampoco con la absolución divina. Tras la metafísica caída, el ser humano puede ser un pecador absuelto, pero nunca un ser inocente; en el fondo prevalecerá el infausto recuerdo de las posibilidades existenciarias que tuvo frente a sí, con el voluptuoso privilegio de la libertad. En términos generales, existen dos expresiones fundamentales de la inocencia, tales son: la inocencia adámica y la inocencia animal. La inocencia infantil resulta de una peculiar confluencia de ambos estados de inocencia; en tanto que la locura es una forma de inocencia que deviene por el extravío de sí, el olvido de la justicia del propio ser. Y, en cualquier caso, a todas estas formas de inocencia les es caracte­ rístico la omisión elemental de la ley y, por ello mismo, la privación de cualquier forma de valor. Sí, Piaget y Kohlberg, tienen razón, a despecho de Hauser, en que la disposición axiológica es innata, pero, los valores morales, deontológicos y/o éticos se construyen en los procesos de significación socio-histórica, aunque no se reduce a la simple asimilación de las reglas colectivas, ni tampoco es el producto de una cierta gramática moral universal, como pretende el biólogo evolucionista. Por su parte, el súper-hombre, habiendo aceptado, sin ambages, la inapelable tragedia de la existencia desfundamentada, carente de todo metafísico sentido trascendental, tras la infortunada muerte del Dios, en términos nietzscheanos, constituye la onto-histórica superación de la inquietante orfandad humana, la asertiva trascendencia de sus primigenios temores, en otras palabras, representa la 335

performativa afirmación de la vida, la instintiva creación de sí mismo, la inspirada opertura del espíritu humano. El sólo presentimiento de la presencia divina justifica, legitima, sustenta y dota de valor esencial a la existencia en el mundo; pero, su irreparable pérdida arroja al ser a una forma de existir despojada de toda dirección, sentido y significado. El trágico deceso o abandono de Dios deja al ser humano solo ante el impertérrito acontecer del cosmos y a la suerte de sus propias decisiones. Nada le explica en el pasado, nada le inspira en el presente, nada lo guía hacia el futuro, salvo sus instintivos deseos de ser. Ante esta incierta realidad mundana, el súper-hombre asume la total soledad de la vida y se significa en su potente voluntad de poder. El súper-hombre nietzscheano contempla extasiado, sobrecogido y receloso, el indeterminado vacío de la existencia, como un abismo abierto para experienciar las infinitas posibilidades del excesivo vigor de vivir. La irresolución del universo y de su propio ser, es tan sólo una permanente provocación a su, también indeterminada, capacidad de desear. “Somos seres deseantes destinados a la incompletud y es eso lo que nos hace caminar”, según reconoce la aguda perspicacia de Lacan. El deseo estructura nuestras disposiciones ontológicas, establece las sinergias de actuación onto-histórica, encauza las posibilidades de ser y las aviene con el indiferente devenir del cosmos. La vitalidad del deseo determina la auténtica fuerza de la voluntad de poder, pues, ésta proviene de la potencia del deseo de ser. La voluntad es la patencia onto-histórica del desear ser, y su vitalidad la energía para ser más. Dionisíaca libertad. Así, pues, a causa de su enérgica voluntad de poder, el súper-hombre es capaz de superar el disyuntivo antagonismo de los pilares fundamentales de la Metafísica Binaria de Oposición, en un único acto de afirmación de sí, puesto que muerto Dios todo es posible y sobre todo, resulta imperativo la transvaloración de todos los valores. “No hay Dios, no hay reglas, no hay bien ni mal”, dado que “todas las opciones son arbitrarias”, de acuerdo con la sintética reflexión de María del Carmen Maroto, siguiendo el lance trazado por el pensamiento sartriano. 336

En el súper-hombre, los valores no están ausentes, como sucede con el estado de inocencia, sino que, por el contrario, son subvertidos por los performativos excesos de la voluntad de poder que le es propia. Y eso precisamente denota la transvaloración nietzscheana de todos los valores, no la negación, u oposición, sistemática de las diversas formas de significación existenciaria, sino más bien la asertiva transformación de los sentidos de la vida, la ruptura de los órdenes establecidos del existir. La voluntad de poder del súperhombre, sin caer en la tentación legislativa, dispone nuevas formas de significación humana. La incontenible vitalidad que lo caracteriza, le impele a transgredir los valores existentes y a disponer novos modos de ser, en cuanto medio de afirmación de sí, lo que lo sitúa allende del bien y del mal, por la demasía de sentidos, significados, deseos, instintos, pulsiones y ambiciones que compromete, no por la ausencia o refutación de los valores, o el pesimista desencanto para con la profunda puerilidad humana. En tal perspectiva, el súperhombre no es el titánico Raskolnikov de Dostoievsky, en Crimen y Castigo, quien decepcionado de la patética condición humana, elige la transgresión de la ley religiosa y moral, asesina de manera deliberada, como una forma de probar —de probarse a sí mismo, conviene advertir— el carácter ilimitado de su libertad, la posibilidad de pertenecer al selecto grupo de aquellos seres excepcionales para quienes todo les está permitido y, por ende, se encuentran posicionados más allá del bien y del mal —seres napoleónicos, apunta Pareyson; verdaderos seres de bronce, exclama extasiado Raskolnikov—; pero, que a fin de cuentas, en realidad se hallan motivados por el más profundo sentimiento moral, “¡la filantrópica actuación de hacer el bien social!” No, el súper-hombre es la patencia de la vitalidad excedida, por antonomasia; su resuelta virtud no proviene de la inflexibilidad de sus valores, o de sus paranoicas necesidades de trascendentalidad, en todo caso, deviene de la radical afirmación de su propia singularidad de ser, que le dota su desaforada vocación performativa. De esta manera, su posicionamiento más allá del bien y del mal es la consecuencia directa de sus excesos de ser, de 337

significación y vitalidad, antes que de sus estados o desencantos existenciales. Ahora bien, a fin de evitar falaces correspondencias, resulta pertinente señalar aquí que el súper-hombre de ninguna manera es el guerrero, aun cuando parecen compartir las mismas disposiciones onto-históricas. El súper-hombre es la alucinante utopía del reformador nietzscheano de la precaria condición humana; manifiesta con toda claridad la filosófica tentación legislativa de Nietzsche. Si Iesus, el mesías judío, es tentado por el demonio, en el desierto, y Sidharta provocado por el mara Devaputra, bajo el Árbol Bodhi, en el Bodh Gaya; el filólogo alemán, a su vez, es seducido por la deriva teleológica, en la desmesurada soledad filosófica de su peculiar pensamiento disruptor. “Se puede decir de Nietzsche lo que él decía de Platón, a saber que él es “principalmente legislador y reformador”…, de donde procede su visión sorprendente del filósofo del futuro, como legislador, como creador de valores”, conforme bien previene Yannis Constantinidés. El Übermensch representa el Homo Novus de Nietzsche, en su posibilidad profético-misionera. El gue­ rrero, sin embargo, es la realidad onto-histórica del auténtico creador y aunque, a veces, por intencional estrategia performativa, puede actuar como legislador —Bretón, verbigracia—, la conformación de su sistema ético no pretende ser una superación trascendental de lo humano, no es un puente para alcanzar otro grado de humanidad, no significa la negación de lo humano, como pretende Nietzsche, sino la afirmación performativa de las abiertas probabilidades de existir, en otras palabras, representa la aceptación, sin cortapisas, del lance ontológico de ser humano, demasiado humano. El guerrero no conforma ninguna disposición futura del mito-utopía del “hombre nuevo”, todo lo contrario, significa la afirmación de la onto-histórica humanidad del ser, del ser humano, en toda su plena contradicción, inconsistencia y corruptible actualidad; al propio tiempo lance de virtud y vicio, integridad deshonesta, obscenidad recta, moderación intemperante, incontinencia mesurada; ángel-leviatán, demonioserafín. El deseo, y no la razón, perfecciona la condición humana, con cada experimentar los modos de ser en la existencia; mientras 338

que la segmentaria reforma deontológico-moral tan sólo enferma de debilidad su voluntad de poder y pervierte la excesiva vitalidad de sus instintos. Al disponer códigos deontológico-morales y/o éticos, a la manera bretoniana, el guerrero no pretende encauzar la vida hacia formas rectas, justas o legítimas de existencia, como lo hace el profeta-misionero, sino aperturar nuevas posibilidades de exploración del ser y de la experiencia humana. En términos generales, tres son las principales diferencias del súper-hombre nietzscheano con el guerrero, a saber: por un lado, aquél constituye el futuro onto-histórico del ser humano, mientras que éste significa su devenir presente; por otro lado, el primero simboliza la inocencia reconquistada —como puede advertirse en las trascendentes transfiguraciones del Zaratustra—, en tanto que el segundo representa la transgresiva afirmación de su destierro —ni inocencia, ni culpa—; y por último, la alegoría nietzscheana aspira a una moral de patricios, aristócrata axiología, en cuanto que aqueste detenta una pragmática ética mundana (sin que, por ello, comparta los valores de la piara, o las formas de significación de los profetas-misioneros, quienes, al fin y al cabo, también anhelan sentidos trascendentales). El súperhombre prefigura la utopía inalcanzable, la fábula imposible, que demanda la nihilista renuncia a ser humano, para rozar lo divino, aproximarse al absoluto; no, desde luego que su mítico vaticinio no supone la ontológica exploración de otras posibilidades de devenir la humana singularidad de ser en el cosmos; pese a la jovial vitalidad del pensamiento de Nietzsche, personifica la pesimista percepción de la frágil existencia del ser humano. Pero, el guerrero no comporta la negación alguna de su indeterminada humanidad, la refutación de ninguno de sus instintivos deseos, por más oscuros o luminosos que estos puedan ser, no simboliza la vana esperanza de la utópica fuga onto-histórica, todo lo contrario, constituye la afirmación performativa de todas sus contingentes probabilidades de ser, en el azaroso acontecer del mundo. El súper-hombre es la promesa de la aurora del mañana, mientras que el guerrero es la confirmación asertiva del presente socio-histórico humano, la oscuridad de la noche y la 339

claridad del día. El guerrero se sitúa más allá del bien y del mal, sin recuperar la inocencia primigenia, ni promesa alguna de utopía, por pragmática afirmación existenciaria, es decir, la performativa aceptación de que el ente, la existencia y la vida misma devienen ausentes de fundamentación, sentido y/o significación trascendentales, carentes del ominoso estigma del Bien o del Mal. Lo que la clarividente Demon se guardó de revelarle a Parménides, es que el ser es, aun en su posible devenir no-ser, ni bueno, ni malo, sólo es. Ahora bien, la metafísica posibilidad del denominado ejemplo del Cristo sintetiza la convergencia mítico-religiosa de la taumatúrgica presencia onto-histórica del Santo y la paradigmática función sociocultural del mártir; mundana encarnación de lo divino en mística alianza con el irrebatible testimonio de la fe; legado de la ley trascendental en sacra comunión con el irrevocable deber de confirmarla. A un tiempo, gracia y sumisión; camino de santificación y pauta de salvación; derogación de la ley de obra e instauración de la suprema ley, esto es, la ley de la fe, manifestación de la justicia divina. El Cristo encarna la existencia, la voluntad y el mensaje divino; mientras que su sacrificio simboliza el testimonio, el dogma y el deber que comporta la fe. Dios, profeta y cordero, ese es el verdadero misterio onto-histórico del Cristo. Su presagio renueva la vigencia del pacto en tanto que su martirio dispone la salvación humana; legado testamentario mediante la oblación del suplicio. “Porque donde hay un testamento, necesario es que ocurra la muerte del testador. Pues un testamento es válido sólo en caso de muerte, puesto que no se pone en vigor mientras vive el testador” (Hebreos 9:16-17). El mártir representa la ofrenda de clemencia y misericordia ante el sacro juicio divino y el Santo constituye el mediador que preludia la noble esperanza de la gracia y el perdón. Por eso mismo, el cordero de Dios, con su último aliento sentencia imperativo: Consummatum est, pues, con la donación de sí, se consuman todas las promesas, todos los auspicios, todas las profecías. Metafísica de la esperanza del resarcimiento del mundo, restauración de la Unidad original fracturada por la caída y/o el pecado. En esta perspectiva, parafraseando a Juan Pablo II, 340

bien es posible afirmar que el ejemplo del Cristo es la encarnación suprema del Evangelio de la Esperanza. La mártir santidad representa el unum necessarium moral-deontológico, dado que todos los valores de la virtud humana están contenidos e implicados en este trascendental paradigma onto-histórico. En consecuencia, el ejemplo del Cristo se sitúa allende del bien y del mal, porque en el tránsito de las leyes de lo sensible y de la vida hacia la instauración de las leyes de la fe, de la axiología religiosa, los valores tradicionales de la virtud moral-deontológica se suspenden, mientras son erigidas las formas definitivas de significación por la fe. Por encima de todos los valores mundanos y espirituales se encuentran los valores de lo santo, de acuerdo con Max Scheler. De ahí que toda personificación del ejemplo del Cristo, en cualquier campo de la experiencia humana —Sócrates con la fundación de la filosofía en Grecia, Iesus con el emplazamiento inaugural del cristianismo en Jerusalén, por ejemplo—, denota, siempre, un determinado sisma en la continuidad de la tradición socio-histórica, pues, a partir de su generoso martirio, prevalecen nuevos significantes de la existencia humana. En efecto, de equivalente modo a la nietzscheana metáfora del súper-hombre, su irrupción en el devenir onto-histórico del ser humano, provoca la inapelable transvaloración de todos los valores; pero a diferencia de aquél, su trascendencia axiológica no afirma la vida en el mundo, sino la renuncia a su contingente acontecer y la feliz anticipación de la aurora divina, el retorno a la sagrada patria: el Alma Universal, el Reino de Dios, el Todo, es decir, la consecución del Moksha. El súper-hombre es el sentido de la tierra, en cuanto que el ejemplo del Cristo es el sentido de lo transmundano. Las acciones del cordero de Dios, en el orbe, en sí mismas y conforme a las leyes del obrar establecidos, no son buenas ni tampoco malas, porque responden a los sumos valores de su dogma metafísico que su sola presencia comporta y encarna, pero que todavía no son vigentes porque forman su herencia testamentaria, su legado onto-histórico. La cuarta posibilidad de situarse allende del bien y del mal es la indiferencia total, la indiferencia inmóvil según la determina Hegel, 341

la ataraxia de los estoicos, la impasibilidad budista. Pesimista evasión de la vida; virtud de los suicidas. “Las cosas de este mundo no conmueven ni angustian al que se siente espíritu libre”, como bien advierte Stirner en relación con el mundo cristiano. En efecto, esta amoral deserción onto-histórica representa el completo vaciamiento de todas aquellas emociones, ambiciones, sentimientos, pulsiones y deseos que puedan conmover y perturbar el sosegado recogimiento del espíritu humano, la inconmovible vacuidad esclarecida; en sentido estricto constituye “la indiferencia moral de una personalidad interiormente vacía y carente de vida al borde de disgregarse en la nada”, de acuerdo con Pareyson, en relación con el “amoralismo” que parece caracterizar al Stavrogin de Los Demonios de Dostoievsky. Desde una perspectiva sociológica, la indiferencia moral significa la abúlica conducta, la apática postura y la desinteresada actitud de los individuos y los colectivos sociales, hacia cualquier clase de situación, condición o actuación de las personas, en franca displicencia para con los significados existenciales que comportan los valores socio-históricos vigentes. De hecho, tal es su principal rasgo social, conforme a la explicación de Arnoldo Kraus, esto es, la falta de aborrecimiento a los actos inhumanos y la pasiva integración del individuo a la inmutable masa, poco dispuesta a protestar. Así, la indiferencia moral denota cierta patológica irresponsabilidad del ser humano hacia su propia vida, su indolente abstención de actuar y al ajeno acontecer del mundo. En efecto, la profunda insensibilidad ética que comporta el numen de la impasibilidad ontológica, resta importancia a cualquier advenimiento de la existencia: la corrupción de los impulsos vitales, la insana pasividad de la voluntad y el impersonal discurrir del cosmos, entre otros. Renuncia expresa a las contingentes afecciones del existir. Negación del ser; ficticia emancipación por abdicación de la vida. La indiferencia total es la virtud del espíritu enfermo, de la voluntad débil, de la vitalidad pesimista. Ante el trágico reconocimiento de la ineptitud propia para afrontar y resistir la potente intensidad de los lances del vivir, arrojada sin significaciones trascendentales al azaroso suceder del 342

universo, el alma rencorosa prefiere evadirse de tan cruel destino y se recluye en la mística estabilidad existencial de la ataraxia. Todo el metafísico andamiaje que se ha construido para legitimar la pertinencia onto-histórica de la total indiferencia, sólo pretende ocultar, tras las formales reflexiones filosóficas y teológicas, el profundo temor que entraña consagrarse a las ingobernables posibilidades de la vida. En términos generales, existen cuatro formas básicas de representación de este ontológico vaciamiento emocional, de tal impertur­ babilidad afectiva, a saber: la impertérrita serenidad natural, carente de intenciones, clemencia y justicia —conforme al lance reflexivo de Nietzsche—; la clarividente depuración espiritual —revelación inmediata del ser, siguiendo a Hegel—, ausencia total de deseos, pasiones y temores; la abúlica incapacidad de distinción moral, exceso de apatía, tedio e insensibilidad vital ante los azarosos avatares de la existencia —“no conozco ni siento ni el bien ni el mal, que no sólo he perdido el sentido, sino que me parece que el mal y el bien en realidad ni siquiera existen”, según argumenta Dostoievski a través de Stavrogin—; y por último, el maquiavélico pragmatismo político, privado de prejuicios, virtudes y lealtades, inmoralidad camuflajeada de realismo político —“Haga pues el príncipe todo lo posible por ganar y conservar el estado, y los medios serán juzgados honorables y alabados por todos”, sentencia Nicolás Maquiavelo—. En cualquiera de estas formas, las disposiciones moral-deontológicas del bien y del mal se deslían en la pesimista indiferencia de la vida. La serena indolencia de los impersonales aconteceres naturales adolescen de toda virtud existencial. La naturaleza derrocha, sin medida alguna, toda su potencia performativa, despojada de cualquier sentido de justicia o rectitud. En tanto que, por su parte, la ataráxica purgación del espíritu implica, necesariamente, además del total desistimiento del rizomático deseo, de la anulación de los instintos performativos, la definitiva suspensión de los juicios axiológicos, a fin de sustraerse de la más mínima probabilidad de afrontar el conflicto existenciario —causante directo del implacable padecimiento humano— y así, aproximarse al sacro estado de 343

sosiego e impavidez absoluta, propios del Dios y/o de la Totalidad Cósmica. La impasibilidad desperdicia, sin ningún tipo de restricción, toda la performativa voluntad del instinto de ser en la negativa disolución del ego, fuera de cualquier significado de moderación o exceso. Por lo que corresponde a la inhabilidad para realizar las distinciones morales (como los trastornos de personalidad antisocial que encuentra la neuro-psicología, verbigracia), provoca la onto-histórica indiferenciación y la axiológica equivalencia de los valores sociales, asignando, por ende, el mismo valor existencial a comportamientos dispares, contrarios y divergentes, sin ninguna clase de prioridad vital, según puede apreciarse, con toda claridad, en la siguiente cavilación del Stavrogin de Dostoievsky: “Puedo desear hacer un acción buena y sentir placer. Pero, a la vez, puedo desear también realizar una acción mala y sentir igual placer”. La apatía moral dilapida, sin volición alguna, todo performativo deseo en la arbitrariedad del sinsentido de la confusión y la futilidad del hacer, privado de cualquier representación de bondad o maldad. Y por último, el maquiavélico pragmatismo político subordina los significados existenciales a las banales exigencias de conservación, reproducción y consolidación de los sistemas de dominio. Preservar la formación estatal antes que los abiertos impulsos de la vida, es la premisa fundamental del denominado realismo político; por esto la conformación del Estado Político salvaguarda el desarrollo social de la vida humana, por oposición a la guerra permanente que prevalece en el Estado Natural, es sólo una fábula del pensamiento contractualista, puesto que, como cualquier entidad trascendental, precisa devorar y controlar los flujos vitales para poder persistir. No hay divinidad, transmundana o histórica, que no se alimente de la contingente existencia humana. El maquiavelismo, entonces, despilfarra las sinergias performativas de la sociedad, en la obscenidad onto-histórica del cinismo y la simulación estéril, desposeído de todo pudor o vicio. La indiferencia total, en consecuencia, si sitúa más allá del bien y del mal por efecto de la negación de los sentidos existenciarios. 344

Pero, fuera de estas formas filosóficas, conviene preguntarse, ¿es posible descubrir otros diferentes lances de emplazamiento allende del bien y del mal, dotados de mayores disposiciones de vitalidad, es decir, estilos de ser que no comporten perder, renunciar, evadir y/o desconocer las contingentes intensidades de la vida? En principio, aunque todavía revestidas de un cierto romanticismo metafísico decimonónico, del que ni siquiera Nietzsche ha podido sustraerse, la tradición del pensamiento filosófico propone dos formas más de alcanzar tal situación onto-histórica, a saber: el amor y el arte. “Lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien y del mal”, sentencia el filólogo alemán, y más aún, continua en esta misma reflexiva dirección: “Yo podría imaginarme una música cuyo más raro encanto consistiría en que no supiese yo nada del bien y del mal…: un arte que, desde una gran lejanía, viese cómo corren a refugiarse en él los otros colores de un mundo moral que está hundiéndose en su ocaso y que se ha vuelto casi incomprensible”. Empero, el amor es una pulsión emocional que, desde la sobrevaloración ontológica, la idealidad metafísica y la mitificación religiosa, se ha pretendido reconocerla como una de las fuerzas constitutivas y motoras del devenir de la existencia en la creación, preservación y redención del mundo; pero, en realidad, no representa más que una simple manifestación de las potencias eróticas que hacen al ser, en cuanto entidad individual, especie social y disposición vital. Las acciones de amor no trascienden, de ninguna manera, los pilares fundamentales de la Metafísica Binaria de Oposición, por el contrario, instauran un incuestionable sistema de dominio sustentando en un rígido código moral-deontológico, cuyos pilastres esenciales son: la Comunión y la Discordia, que en la deriva del metafísico romanticismo son equivalentes al Bien y el Mal. La comunión es el bien del amor, mientras que la discordia significa su mal. El amor dispone la más inflexible de las dictaduras onto-históricas, no admite equívoco alguno, ni acepta ser compartido. ¿Acaso YHVH no reclama la exclusividad del amor del pueblo elegido?, “… derribaréis sus altares y quebraréis sus pilares sagrados y cortaréis sus Aseras pues no adorarás a ningún 345

otro dios, ya que el SEÑOR, cuyo nombre es Celoso, es Dios celoso” (Éxodo 34: 13-14); ¿no fue Yeshua quien demanda la indiscutible negación de sí mismo para poder seguirlo?, “… si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 16: 24); ¿y es que el amor no incita thanáticas pulsiones?, “No es que muera de amor, muero de ti. / Muero de ti, amor, de amor de ti”, según versa el inconmensurable vate, Jaime Sabines. El amor en cuanto tal, que no el erotismo, dispone de un recíproco sentido de propiedad sobre el ser amado, condición sine qua non de la noble perseverancia del amar, a partir de lo cual se le demanda el categórico sometimiento de sus deseos, instintos y pasiones —“Di que eres mía, y mi amor perseverará siempre tal como hoy comienza… Ten, toma mi sortija. Mi casa, mi honor, sí, mi vida serán tuyos, y me someteré a tu mandato”, exclama henchido de amor a Diana, el Bertrán del romántico dramaturgo inglés, William Shakespeare—. El que no se entrega incondicional a los obstinados dominios del amor, entonces, no ama. No, los actos de amor no están fuera del bien y del mal, ni tampoco instauran sus propios valores, puesto que sólo responden a los ciegos impulsos de su pasión; no son acciones de voluntad, desde luego, ni tampoco afirman las posibilidades de ser. De hecho, el odio es más fuerte y perenne que el amor, pues, en tanto éste reclama de permanentes demostraciones para confiar y renovarse, a aquel sólo le basta con una sola declaración. El amor engendra siempre lejanías ontológicas, de ahí la necesidad de encontrarse con lo otro; pero, nada más cercano que el odio, siempre presente en sí mismo. El arte, es cierto, en sí mismo, carece de moral y deontología, aunque no de ética, ni tampoco se sustrae de explorar, experienciar y representar las derivas moral-deontológicas, en todo su ontohistórico dramático suceder. En esta perspectiva, parafraseando a García Morente, respecto de la filosofía kantiana, es posible afirmar que la esfera del arte constituye por sí misma una provincia autónoma de la cultura humana… El arte no es moral ni inmoral: es simplemente un acto creador. A diferencia del amor, el arte no 346

sólo determina sus propias reglas de acontecimientación, relación y valoración de sí, más allá de las pasiones humanas, sino que, sobre todo, dispone la singularidad de sus modos de ser. Si el arte enriquece al mundo, como parece reconocer Heidegger, se debe a que el acto creador se autodefine a sí mismo, emulando el primigenio acto de creación del demiurgo, pues, como acota Negro, siguiendo a Cassirer, a propósito del humanismo renacentista: el ser humano es “una criatura a la que el Creador le confirió el don de creación”, dádiva correlativa al don del libre albedrío. Es imposible el acto de creación performativo, sin detentar la irrestricta libertad que lo fundamenta, causa y dota de su significado existenciario. De hecho, los valores estético-artísticos desde los que se ponderan las prácticas, tendencias y los objetos de arte, sin importar si tales valoraciones sean formales, históricas, estéticas, técnicas y/o discursivas, ente otras múltiples posibles, son establecidos por sus formas específicas de devenir a la existencia. Al final de todo intento racionalista y pese a su tautológica dialéctica, la analítica racional no tiene mejor opción que plegarse a los performativos lances de la cosmovisión vital del arte. La razón formaliza la existencia, el arte dispone nuevas formas del existir. Así, pues, en el fenómeno artístico no persisten valores antitéticos, puesto que, incluso, las manifestaciones anti-estéticas, grotescas, ridículas, inmorales, etc., son categorías estéticas en la performativa realización del arte —como bien lo ha mostrado ya el romanticismo decimonónico—. Las antinomias que hacen a la moral, la deontología y a la propia metafísica, no son antagónicas fuerzas excluyentes en la práctica artística, por el contrario, conforman probabilidades ciertas de su concreción estética. De ahí, entonces, que las mismas representaciones de la inmoralidad, la amoralidad, el vicio o la propia maldad, doten de valor estético a las obras artísticas, según previene Sixto José Castro Rodríguez, ya porque aportan las diversas posibilidades de experienciar la moralidad socio-histórica de una época, o en tanto permiten la eventual inteligibilidad del crudo acontecer inmoral en el imper­té­rrito desarro­llo de la realidad social, es decir, a partir de las respuestas emocionales 347

que los mismos objeto de arte demandan, posibilitan el experimentar, sentir y percibir el vicio, la corrupción, la degeneración, en fin, el mal en toda su intensidad onto-histórica, para exponerlo de manera superlativa, sin comprometer la sensibilidad moral y/o deontológica de los individuos y las comunidades que atestiguan de tales envíos artísticos. La obra de arte que expresa la inmoralidad en toda su crudeza, en sí misma no es inmoral; el individuo, el co­ lec­tivo, que alcanza la experiencia estética mediante su argumento perfomativo, por este sólo hecho, tampoco encarna la inmoralidad. En este sentido, las representaciones de la morbosidad, pornografía, obscenidad, violencia, crueldad, sensualidad, erotismo, injusticia, vicio, etc., en otras palabras, todas aquellas expresiones transgresivas que hieren la delicada susceptibilidad moral y/o deontológica de los profetas-misioneros (como las obras del Marqués de Sade, Oscar Wilde, Henri Miller, Gustave Coubert, Alfred Hitchcock, Quentin Tarantino, Katsushika Hokusai, Gioconda Belli, Paolo Schmidin y David Cerny, entre muchos otros), no convierte a sus creadores y a las obras de arte en inmorales, anti-deontológicas o amorales —por más que así lo sancionen todos los torquemadas de la historia, quienes anticipan en su difusión social peligrosos efectos morales y políticos—, sino que la misma provocación de moralidad que conllevan incrementa su propio valor artístico —por “eso se comprende que algunos autores sostengan que el carácter probadamente inmoral de una obra de arte aumenta su valor artístico”, según apunta Castro Rodríguez—. La práctica artística se funda, resuelve, manifiesta, valora y existe desde sus propios sustentos, desde sus mismas formas de devenir, sin necesidad de referentes externos a sí misma, y a despecho de la estética y/o la poética racionalista; esta propiedad auto-legitimante es lo que le posibilita trascender los dispositivos de coacción onto-histórica que imponen los sistemas moral-deontológicos y de pensamiento de la Metafísica Binaria de Oposición. Sin la superación de las trascendentales antinomias de significación existenciaria, ni hay arte, ni tampoco ética. Es de esta manera como el arte alcanza a posicionarse allende del bien y del 348

mal, en cuanto efecto directo del indeterminado acto creador, en tanto consecuencia inmanente de la performativa fundación de su ser onto-histórico y, por ende, de la construcción social de las formas estéticas que le significan. El arte en su más pura entidad, devenir y justipreciación no es moral, inmoral, amoral, recto o deshonesto, justo o injusto, virtuoso o vil, en todo caso, de resultar necesaria alguna clase de connotación axiológica, bien es posible aventurar que se trata de un fenómeno para-moral, de un hecho para-deontológico, o con mayor precisión todavía, su resolución estética constituye un acto ético —de ahí que para Wittgenstein, la ética y la estética sean lo mismo, es decir, son Uno (sind Eins)—; puesto que en la verdadera eticidad no prevalece el antagonismo disyuntivo, ni tampoco la ilegitimidad existenciaria que comporta la Metafísica Binaria de Oposición (en el arte, el noser puede advenir ser, al ser le es posible sucederse en no-ser y, aún más, ser y no-ser al mismo tiempo, a contracorriente de la categórica prescripción de la diosa parmenideana; mientras que en la ética, las acciones justas son susceptibles de trocarse en injusticia, a lo injusto le es factible devenir justicia y, más todavía, existe la justicia injusta y la injusticia justa, en el mismo acontecer onto-histórico, a despecho del idealismo deontológico-moral). Y no es que en el arte no tenga presencia el bien y el mal, lo moral e inmoral, lo deontológico y lo anti-deontológico, lo metafísico y lo ontológico, porque su negación y exclusión implicaría el trascendental emplazamiento de un valor antagonista al lance estético-artístico, de una forma de significación opuesta al arte y, por tanto, la disposición de un nuevo dogma moral-deontológico, de un modo novo de Metafísica Binaria de Oposición —el credo moral estético y la metafísica artística, según se ha intentado ya, en el filosófico pasado con la postura hegeliana, por ejemplo—; no, sin duda alguna, los valores metafísicos, morales y/o deontológicos, no son negados, exclusos o proscritos en la estética realización de la práctica artística, todo lo contario, son resignificados, patentizados y potenciados por las posibilidades onto-históricas de las expresiones estético-artísticas. En las obras 349

de arte, la inmoralidad, el vicio y el mal, no son matizados, ni disi­ mulados, ni tampoco embozados tras el cretinismo y la exaltación hipócrita de la virtud pública, como acontece en la laxa realidad socio-histórica, sino que sus dramáticas acciones son expuestas a la indiscreta mirada de todos, en su más cruda mundanidad. El arte, entonces, carece de oposiciones y gradaciones axiológicas, su fórmula es simple: es arte o no es arte, y después de todo, sólo arte. Aquello que no resulta arte, no es su opuesto onto-histórico, es únicamente una manifestación ajena al lance de artisticidad, externa a la esfera estético-artística. Ahora bien, que la resolución del proceso artístico sea insuficiente, equívoco o mediocre, por falta de pericia, experticia o talento estético, y devenga en soez vulgaridad, como las obras de aspiración erótica que no pueden evitar deslizarse hacia la grosera pornografía, eso ya no es una cuestión moral o deontológica; pero, a su vez, la estética disposición de recursos técnico-expresivos, depurados o anodinos, tampoco es objeto de una cierta ponderación moral-deontológica; pues, aún los errores, defectos y desaciertos, también, dotan de valor estético a la obra de arte. En las manifestaciones estético-artísticas, las imperfecciones forman parte sustantiva de su perfecta autenticidad onto-histórica. La obra de arte integra la imperfección técnica o expresiva, a su perfecta realización estética. Una vez más, la superación artística de los valores antagónicos. Así, pues, en conclusión, el arte se sitúa allende del bien y del mal, porque constituye un acto de creación de sí, una transgresiva ruptura de los límites ontológicos y, por tanto, de los confines morales y deontológicos. En el arte no existen leyes, sino posibilidades performativas de existencia. La trascendencia estética del bien y del mal que realiza el arte, es a causa de su exceso de ser. En el exceso de ser, lo bueno puede devenir malo, lo malo advenir bueno y aún ser uno mismo al propio tiempo. Hacer de la vida una obra de arte, un lance de creación de sí, parece proponer Nietzsche. Pero, en sentido estricto, ¿qué significa esta proposición antropológica?, ¿a qué nos convoca el filósofo alemán con tan provocativa propuesta?, ¿es que acaso nos incita a 350

comportarnos como artistas (romántica proyección socio-histórica de la generación de la bohemia artística del París decimonónico)?, ¿es el artista el único creador, en la contingente condición humana?, o de modo inverso, ¿todo creador es un artista?, y en el lance de la pragmática axiológica que en este asunto nos ocupa, resulta del todo pertinente preguntarse: ¿es el guerrero un creador?, ¿un artista?, ¿es quizás el envío del arte, el único camino viable para situarse más allá del bien y del mal, perdida la inocencia y una vez deslegitimadas las opciones de la utopía, la fuga metafísica o el extravío de la locura? A fin de construir una tentativa de respuesta con mayores elementos de comprensión y desde una perspectiva más amplia, conviene antes revisar, aunque de manera sucinta, el verdadero origen onto-histórico de la moral y la deontología, allende cualquier pretensión metafísica. Es cierto que el sustrato pulsional de estas formas de significación existenciaria, lo constituyen la voluntad de servidumbre y la voluntad del deber, de modo respectivo; también es verdad que tales representan una metafísica violencia contra los “instintos primordiales de la vida”, un eficiente dispositivo de coacción comunitaria sobre los deseos humanos, según advierte ya el filólogo germano; sin embargo, la causa primigenia de estas disposiciones de voluntad, sin margen a duda alguna, lo constituye la necesidad de encontrar, emplazar y resguardar los límites de la existencia humana. En efecto, arrojado en la indeterminada vastedad desértica del mundano acontecer, privado de dioses que sustenten, legitimen y orienten la vida del ser humano y, por ende, carente de límites, cauces y referentes precisos, el existir se presiente como una inquietante y ominosa amenaza, cuya única certeza posible, a más de la muerte, es perderse en la nada —“ver al mundo como en realidad es, resulta devastador y horrible… Deja a un animal tembloroso a merced del cosmos y del problema de su significado”, como bien advierte Becker–; —; aun cuando la nada misma pueda constituir el fundamento de la performativa afirmación de la existencia propia, según parecen haber previsto los existencialistas —“soy la nada creadora, la nada de la que saco todo”, sentencia Stirner en este lance—; 351

de ahí, la exigencia inexcusable de trazar fronteras ideales, metafísicos lindes, a donde resguardar la existencia humana. Un refugio fiable que preserve a salvo al cuerpo de las erosionantes inclemencias del mundo, al pensamiento de las corrosivas incertidumbres existenciales y a la conciencia de las ignotas determinaciones del destino. Sí, de pie ante la inmensa soledad ontológica del desierto, frente a la portentosa apertura indeterminada de sus posibilidades, ¿cómo no conmoverse hasta los instintos y sentir la irrecusable urgencia de un albergue, por nimio y opresivo que éste pueda ser?, pero, sin asilos previsibles, ¿por qué no guarecerse en las quiméricas reverberaciones del erial, convertidas en arquetípicas formas ideales? En esta lógica reflexiva, el ser y el no-ser, el bien y el mal, significan límites existenciarios, confines que encauzan, orientan y reservan el contingente devenir de la vida humana. Referentes “anti-naturales” de orientación existencial, coordenadas artificiales de significación vital, cuyo propósito nodal es el vano intento de evitar extraviarse en el abierto abismo de posibilidades existenciarias del cosmos. El temor existencial, pues, es la auténtica fuente de procedencia de los sistemas morales y deontológicos; es por eso, también, que todo valor derivado de sus metafísicas aprehensiones comporta, siempre, una cierta aspiración salvacionista. La moral y la deontología, entonces, conforman el recepto ideal, el albergue formal, a donde puede ampararse a salvo, el pensamiento, el sino y la vida humana. Exponerse a la apertura del mundo, implica el ineludible riesgo de dejar de ser. Empero, el peligro del extravío en la nada no es sólo una inquie­ tante consecuencia del impertérrito advenir del universo, sino que es una intrínseca cualidad de las estructuras existenciales de lo humano. Las indeterminaciones del mundo son correlativas de las indefiniciones humanas. Si el cosmos es un espacio abierto de probabilidades onto-históricas, por su parte, el ser humano constituye, en sí mismo, un abierto micro-cosmos de posibilidades ontológicas. El caos dispone el delicado orden cosmológico a nuevas formaciones sinérgicas, mientras que los deseos, los instintos y las apetencias 352

abren al caos, las frágiles disposiciones humanas lo lanzan hacia nuevas y perturbadoras organizaciones de ser. La abertura en el sistema-cosmos y en el sistema-humano fractura el orden ontológico persistente permitiendo la amenazante irrupción del vacío. El incierto agujero negro que voraz consume toda disposición existenciaria. De hecho, el orden cósmico no es más que una pausa de la entropía. No, la amenaza de la nada no se encuentra sólo tras las efímeras fronteras donde el ser humano resguarda, paranoico, sus temores. No, el riesgo de perderse en la absurda vacuidad no ha quedado fuera, sino que lo descubre, consternado, en las profundas disposiciones de sí mismo. El caos parece una cierta propiedad inmanente al ser humano y al mundo en que se encuentra arrojado. En tal perspectiva, si ha trazado lindes metafísicos, contornos formales, para contener la perenne acometida de las contingentes inclemencias del mundo, debe, también, demarcar márgenes ideales, confines racionales, para controlar la continua embestida de las ingobernables pulsiones vitales. Sí, como advierte Bowker, “la naturaleza se alza contra nosotros majestuosa, cruel e inexorable; devuelve a nuestro ánimo la debilidad y el desamparo…, sería menester la creación de un universo menos hostil o más benévolo”. El temor reproduce las estrategias de encierro metafísico y clausura ontológica. El miedo, encubierto tras el noble deber de conservar la existencia del ser humano en el caótico acontecer del cosmos, erige los criogénicos muros a donde pretende la continuidad, inalterable e idéntica, de la contingente formación humana. La patencia del límite determina la condición ontológica, la inteligencia, la razón, el logos, el destino y la propia libertad humana, de acuerdo con Trías —“Luego el límite es la vez razón de nuestra inteligencia y Lógos; y razón de nuestra libertad. Somos inteligentes por ser limítrofes; somos libres por la misma causa”—. Metafísica justificación de los dispositivos de control, clausura y encierro que comporta la medrosa instauración de límites —“cada ser humano tiene (…) la misma carencia de libertad, es decir, nosotros (…) creamos (…) una prisión a partir de la libertad”, en función de la indeterminación ontológica de su ser y del mundo, 353

bien podríamos acotar el planteamiento de Otto Rank, citado por Becker—. Allende las fronteras metafísicas sólo prevale la temida indeterminación. Parafraseando al filósofo español, bien es factible plantear que el límite lo es entre lo que se puede ser y lo que no se debe ser; o entre lo vital y lo no vital. Más aún todavía, el trazo de los cercos existenciales permite controlar aperturas emergentes, a través de las cuales resulta viable, aunque de forma “indirecta y análoga”, reservada y a salvo, propiciar determinados accesos a lo inaccesible, esto es: a los fundamentos del existir, a los sustratos de la vida, situados allende de la protectora clausura —“un trazado mural que permitía aperturas, o puertas, mediante las cuales se podía promover cierto acceso a lo inaccesible, mundana ‘recreación de la inaugurattio del cosmos’... ”, según rememora Trías, respecto del limes romano—. Los límites que contienen las erosivas fuerzas de la intemperie, conforman sistemas metafísicos; en tanto que los sitios de control de las pulsiones vitales, disponen sistemas morales y/o deontológicos. La recelosa construcción de lindes formales, de limes racionales, para el pensamiento y la vida humana, opera un trascendental pasaje onto-histórico del amenazante caos cósmico hacia el benévolo cosmos ordenado. Pero, esta ontológica metamorfosis no es el producto de un cambio en las cualidades de la existencia, sino en la instauración del límite mismo que escinde al mundo y al propio ser humano, en dos posibilidades existenciarias, a saber: el pernicioso caos de las fuerzas incontrolables y la benéfica seguridad del cosmos de las potencias mesuradas, domeñadas, gobernadas. El caos deviene ecúmene con el onto-histórico emplazamiento del límite y una vez dispuesto en el ordenamiento de la existencia, el cosmos y el ser humano mismo, son para siempre entidades escindidas, desgarradas entre dos disposiciones antagónicas, esto es: la perdición y la salvación del ser propio, en otras palabras, las intensivas oposiciones del mal y del bien, de manera respectiva. Tensiones ontológicas que sólo pueden ser resueltas con la metafísica fundación de limes ideales; prototipos formales que definen modos legítimos, irrecusables, de ser en el mundo. Este hecho explica el por qué entre 354

más excesivas sean las apetencias del profeta-misionero, y de la manada, más intransigentes son los valores moral-deontológicos que instauran y a los cuales se someten. La salvación lo es todo y lo justifica todo, incluso, el decreto de la muerte. El temor al desbordamiento incontrolable de los deseos, instintos y apetencias que provoque la irremediable perdición es la verdadera causa primigenia de los herméticos códigos morales y deontológicos, pues, parafraseando al poeta Wystan Hugh Auden, todos los deseos tienden a ser adictivos, y el punto terminal de la adicción es la condenación. El bien y el mal son la cal y el canto con las que se construyen los sólidos muros de la Metafísica Binaria de Oposición. Las formas de significación existenciaria instituidas por los profetas-misioneros, representan dispositivos de control onto-histórico; aunque, conviene advertir, a través de tales recursos de dominio social, en realidad lo que pretenden estos metafísicos legisladores, es el sometimiento de sus propias pulsiones desmedidas, de las caóticas apetencias que les asustan. Usan a la manada como un medio de expiación personal, por eso resultan tan intolerantes a la transgresión moral o deontológica. La intensidad con que es atormentado por la excesiva lujuria de sus instintos es directamente proporcional a la vehemencia con que defienden la moralidad social. La fanática observancia de los valores moral-deontológicos a que somete a la manada es un subterfugio hipócrita para desplazar la inquisitiva vigilancia, propia y pública, de sus vergonzosas debilidades, de sus perturbadoras intemperancias. El pavor a perderse anima el espíritu legislativo de todo torquemada, por eso amuralla y coacciona el mundano acontecer de la contingente existencia del ser humano. Así, en principio, los mórbidos sentidos vitales dispuestos por la metafísica moral-deontológica acotan el devenir de la vida humana y, consecuentemente, reprimen el posible rebosamiento de los deseos, los instintos y las apetencias de individuos y sociedades. Los límites existenciales no pueden transgredirse, como bien le previene la insigne Demonio a Parménides, a riesgo de perderse en el abismo ilimitado. La metafísica rehúye de toda 355

suerte de apertura. Es por eso que desde la moral y la deontología no puede alcanzarse la descomunal posición de más allá del bien y del mal, puesto que denotan la necesaria imposición de límites a las abiertas posibilidades ontológicas del ser humano. Conculcar las fronteras defensivas de la Metafísica Binaria de Oposición, implica subvertir los valores morales y deontológicos que comporta, además de derru­ir, al propio tiempo, los ilusorios argumentos racionales con que se propone legitimarla. La estratificación de la existencia conlleva su formalización metafísica y su correspondiente coerción moral-deontológica. En síntesis, la fuente de procedencia ontohistórica de los metafísicos valores morales y deontológicos es el irrestricto miedo a las indeterminadas posibilidades ontológicas, deseos existenciales e instintos vitales del ser humano. De esta forma, el refugio se transforma en una hermética prisión, donde inexorable se debilita la performativa voluntad de poder. Ahora bien, en cuanto contingente, el ser humano es una entidad delimitada ontológicamente por la finitud de su existencia, es decir, por la muerte, única certeza de que puede disponer en el caótico acontecer del mundo; pero, también, resulta oportuno acotar, que es un ente indeterminado y abierto por sus infinitas posibilidades de ser. Sin embargo, agobiado por el temor a las incontenibles fuerzas de la intemperie —“las fuerzas de la naturaleza son impersonales y son hostiles, y al final también son abrumadores”, acota al respecto Bowker—, el pesimista pensamiento metafísico suele confundir el carácter delimitativo del límite con las determinaciones probables del ser en función de lo cual sus limes ideales se traducen en infranqueables disposiciones ontológicas para el devenir socio-histórico de la especie, el pensamiento racional —y no para la caótica imaginación— y los instintos primordiales de la vida, es decir, confunde la delimitación existenciaria con la determinación ontológica. La proposición moral y/o deontológica determina la condición y el sino humano; antes de esta trascendental proposición, predomina la absoluta indefinición ontológica, siguiendo el lance reflexivo de Trías. En esta perspectiva, para la Metafísica Binaria de Oposición, 356

sólo existen dos exclusivas, incompatibles y posibles formas de ser, tales son: la entidad del bien y la entidad del mal. Dios y el Demonio, seguidos de sus mundanos correligionarios, el individuo del bien y el individuo del mal, la comunidad de virtud y la comunidad del vicio; los entes del Dios y los entes del Demonio. Pero, el carácter delimitado de cualquier fenómeno, de toda entidad, no comporta, por necesidad, la reducción determinante de sus probabilidades onto-históricas, pues, de hecho, en el advenir del cosmos y del mismo desarrollo de la civilización humana, coexisten, sin ninguna contradicción lógica, la delimitación existenciaria asociada, de manera íntima, con la indefinición fenoménica; el orden y la entropía. Así, por ejemplo, en el ámbito de la más formal de las prácticas racionales, la matemática, tenemos que la división entre cero es infinita, indefinida o indeterminada, según se prefiera; expuesto este planteamiento en términos simbólicos es: n / 0 = ∞, como bien sintetiza el matemático Bhaskara I, en el siglo vii. Los límites de la ecuación están representados por n y el 0, pero su cociente deriva al infinito. En este mismo lance pragmático, tenemos que el nacimiento y la muerte, la voluntad de poder y el temor existencial, la fuerza y la debilidad, las disposiciones ontológicas y las estructuras del cosmos, entre otras múltiples condiciones posibles, constituyen los limes de la entidad humana, empero, las probabilidades de ser que se aperturan entre tales límites son indefinidas, infinitas, indeterminadas. Es el deseo lo que convierte estas posibilidades en formaciones concretas del existir, la fuerza que introduce la incontenible potencia del caos en las ontológicas disposiciones humanas. Y, en estricto sensu, la vital exploración de las indefinidas posibilidades de la existencia es lo que significa la propuesta de Nietzsche de hacer de la vida una obra de arte, puesto que tal es el rasgo nodal del fenómeno estético-artístico, experimentar la posible materialización de las indeterminadas y abiertas probabilidades de formación existenciaria. A diferencia del ontológico lance de Píndaro, el reto aquí es: llega a ser todas las posibles entidades que puedas ser. El límite no es opuesto a la indeterminación, sino una de sus infinitas posibilidades. 357

Así, no es que el guerrero sea o deba devenir artista, ni tampoco todo creador lo es, por necesidad, más allá de las vulgares consideraciones populares, sino más bien el hecho de que todas estas disposiciones humanas —el guerrero, el creador y el artista— confluyen en la abierta exploración de las indefiniciones ontológicas mediante la performativa afirmación del ser-siendo, del no-sersiendo, del ser-siendo-no-ser y del no-ser-siendo-ser, es decir, la asertiva experimentación de las posibilidades existenciarias del ente. En esta perspectiva, los valores de la ética si bien constituyen límites significantes de la vital experiencia humana, no conforman, de manera alguna, barreras infranqueables para advenir ser, por el contrario, disponen emergentes aserciones de la entidad, donde el miedo no debilita la voluntad de poder, sino que fortalece su irrevocable deseo de trascenderse a sí mismo; pues, de hecho, en la ética, el miedo no es lo opuesto al coraje, sino la condición necesaria de la entereza. Las estremecedoras fuerzas de la intemperie, aun cuando intimidantes, no coaccionan la férrea voluntad de ser del guerrero. El éthos vital del guerrero es la intemperie cósmica. Cierto es que el guerrero también precisa de benévolos albergues donde guarecerse, pero sólo en cuanto postas para reponer fuerzas y restañar heridas, antes de tornar a la azarosa senda del instinto; no en tanto celdas para enclaustrarse, a resguarde del caos mundano, como sucede con el espíritu de rencor del profeta-misionero y el ánimo pesimista de la manada. La voluntad del deber construye celdas de enclaustramiento, la voluntad de servidumbre levanta vallados de encierro. En cuanto que el esclavo y el profeta-misionero naufragan la vida y la existencia, precisan de cercos —“cerco de razón, cerco de luz, cerco fronterizo, cerco del aparecer, cerco hermético y cercos entrelazados”, de acuerdo con la deriva de Trías, es decir, del residuo “de racionalidad que puede darnos orientación en nuestro paso por la vida… único vestigio meta/físico al que podemos acceder”— para ser, pensar y devenir en el mundo. Por su parte, en la performativa volición del guerrero, las antagónicas pulsiones de la existencia se resuelven en la inspirada diversificación de las disposiciones 358

ontológicas, no en la síntesis trascendental que prescribe la dialéctica hegeliana. En los sistemas éticos, los valores contrarios no son excluyentes, antagónicas y restrictivas formaciones de significación existenciaria, monolíticos sentidos del abierto acontecer de la vida; puesto que, a la inversa de estas estériles convicciones patológicas, los lindes ontológicos y axiológicos del guerrero, tan sólo representan contingentes delimitaciones de las singulares manifestaciones de la existencia. El limes acota un modo particular de ser, frente a otras formas diferentes de advenir entidad. De ahí, entonces, que la ética se sitúe allende del bien y del mal por efecto de la pragmática disolución de los inamovibles valores metafísicos, la performativa afirmación de las múltiples posibilidades de experienciar el devenir de la vida y la vital resolución de las contradicciones existenciales, sin tener que fugarse de las ingobernables contingencias del mundo, sacrificarse para redimir la existencia, ampararse en la quimérica utopía o extraviarse en el sin-sentido de la demencia. Fuera de toda pretensión de dominio, el guerrero encuentra en las incontenibles potencias del caos, cósmicas y humanas, una inago­ table fuente de transformación onto-histórica, pues, parafraseando a Nietzsche: verdaderamente hay que hacerse del caos, dentro de sí, para poder engendrar nuevas disposiciones de ser. A diferencia del filósofo-político, del tecnócrata funcionario, el guerrero no aspira, ni pretende, controlar o reprimir las disolutoras fuerzas del caos, para imponer la permanente continuidad de un estado particular de la entidad, fijada en la historia —“sin represión, el Estado es un cáos”, (sic) sentencia categórico, el insigne libertador latinoamericano, Simón Bolívar, en virtud de lo cual insta “con encarecimiento á (sic) los LEGISLADORES, para que dicten leyes fuertes y terminantes sobre esta importante materia”—. El guerrero, de frente a las caóticas fuerzas de la intemperie, afirma su inapelable voluntad de ser y, por ende, conforma e instaura los códigos éticos que significan su existencia, los éticos valores que dotan de sentido a su vida. En efecto, la ética es el sistema axiológico del guerrero por antonomasia, porque los sentidos vitales que comporta no definen necesariamente 359

el devenir de su existencia, ni tampoco la aprisionan en los límites de las metafísicas evasiones, por el contrario, constituyen orientaciones emergentes de la performativa afirmación vital. La proposición ética, a despecho del primer Wittgenstein y del Trías de la Filosofía del Límite, de ninguna manera resulta inexistente, menos única, ni tampoco determina la condición y la predestinación humana, más bien, existe de forma diversa y múltiple, potenciando las posibles disposiciones de ser, de vivir, sentir, pensar, desear, temer y crear, entre otros lances instintivos, del ser humano. Así, pues, la libertad no dimana de una cierta fisura en la estructura del límite existencial, de la transgresión de la proposición ética y/o de la opción de “conducirse en forma inhumana”, según previene Trías, sino más bien, de la performativa afirmación de las distintas posibilidades de existir, de las diversas probabilidades de ser, por contradictorias que éstas puedan ser. El mismo individuo deviniendo, al propio tiempo y sin graves antagonismos ontológicos: un ferviente racionalista, un partidario de la fe, un defensor de la paz, un amante de la música jovial y un severo misógino, entre otras disposiciones posibles y probables. ¿Sutil remembranza del carismático Albert Einstein?…, ¡quizás! La ética, como el arte, no comporta valores opuestos y/o contradictorios, dado que aún los denominados “inhumanos comportamientos” son formas específicas de significación humana, de afirmar su paradójica humanidad. La inhumanidad, por más que ofenda la susceptible sensibilidad del idealismo humanista, es una de las patencias posibles de ser del ser humano, demasiado humano. Y pese a la paradoja, la propia servidumbre es un acto de libertad del esclavo, una asertiva decisión de su inajenable voluntad de poder. “La voluntad no puede recibir la orden de otra voluntad sino porque encuentra esa orden en sí misma. La exterioridad del mandamiento no es sino una interioridad”, como parece confirmar Lévinas. La libertad no determina al ser humano, ni al mundo de vida en que habita, como pretende Trías, más bien, en sentido inverso, potencia la indefinición ontológica y multiplica las posibilidades de ser de su ser. Es propio del pensamiento metafísico, demonizar las patencias 360

onto-históricas que contravienen sus ideales proto-tipos de ser, aunque todas las representaciones del mal, en la historia humana, divinas o mundanas, se han construido a la sombra de los dogmas morales y deontológicos; pero, la actitud ética no se obtura en la condena de las diversas posibilidades del ente, al contrario, subvierte los valores de censura y de perversión de la existencia, para transformarlos en vectores performativos de creación. En esta perspectiva, los instintos vitales no son violentados por los valores éticos, en tanto que constituyen su fundamento y contenido existencial. En síntesis, la ética del guerrero sólo es posible mediante la pragmática superación, y no de su negación ontológica del bien y del mal, en cuanto disposiciones trascendentales del ser.

XXXVII

Todo régimen de dominio se sustenta y legitima en un determinado código moral, deontológico y/o ético que significa la existencia particular y en su conjunto de los miembros de la piara, así como de los profetas-misioneros y de los líderes que la rigen, a partir del tipo de voluntad predominante en la estructura jurídico-teleológica desde la cual se organiza e instaura como entidad política propia —es decir, en cuanto formación de Estado, para exponerlo conforme a la terminología moderna—, en correlación con la clase de fuerzas vitales que participan en su articulación como sistema social. La reflexión axiológica marxista se equivoca por completo cuando pretende que el sistema moral de una sociedad, de una época, se constituye por los valores de la clase dominante, antes bien, por el contrario, lo que en realidad posibilita el predominio y/o la consecuente regencia de una clase social determinada, es la vigencia predominante de ciertos valores deontológico-morales y/o éticos, en ese estrato social. En 361

sentido estricto, la clase dominante tan sólo universaliza las formas de significación prevalecientes en las prácticas sociales de su estrato socio-histórico. El Estado y el Sistema Social —supuesto que sean entidades diferentes, allende la percepción de Hobbes— se constituyen como dispositivos de seguridad existencial mediante la definición del pacto que reclama la cesión de los poderes individuales y colectivos, a fin de evadirse del imperio de la fuerza que prevalece en el implacable, aun cuando reserva de adámica inocencia, del Estado de Naturaleza, de acuerdo con la perspectiva común de la teoría clásica del contractualismo. El miedo, la debilidad y la renuncia al poder propio, en tanto fundamento del origen, preservación y proyección onto-histórica del Estado y del Sistema Social. El control de la violencia generalizada mediante el monopolio de la violencia institucionalizada. El control de los poderes individuales y colectivos, a través del usufructo monopólico del dominio institucionalizado, en cuanto garantía histórica de conservación de la existencia. El control de las pulsiones sociales es el rasgo definitorio del Estado y del Sistema Social. En el imperio de la fuerza, el mantenimiento de la vida es una apuesta de la voluntad de poder. Luego, entonces, la onto-histórica articulación entre el género de voluntad de poder y la especie de vitalidad que prevalece en el corpus social define el sistema de valores que lo dota de sentido existenciario y, por ende, de la categoría de sociedad y de orden político que lo singulariza en el devenir de la historia. Pese a la progresiva visión contractualista, cierto es que el imperio de la fuerza persiste, encubierto o sacra­ lizado en la concreción de la dinámica histórica del Estado y del Sistema Social, bien como principios de autorregulación económica y competencia política, o ya en tanto factores meritocráticos de movilidad social y construcción identitaria, entre otros fenómenos posibles. Parafraseando a Carl von Clausewitz puede plantearse que el Estado es la continuación del imperio de la fuerza por otros medios. De ahí que sociedades de voluntades débiles, o carentes de fuerza en la voluntad, según se prefiera, en onto-histórica asociación con vitalidades enfermas o frágiles, son más propensas al ilusorio 362

influjo de los salvacionistas dogmas teológico-teleológicos, sean estos metafísicos, científico-disciplinarios o mítico-históricos y, en consecuencia, a la preponderancia socio-política de los sistemas morales y deontológicos; mientras que, por el contrario, sociedades de voluntades enérgicas, o dotadas de fuerza en la voluntad, en onto-histórica articulación con vitalidades vigorosas, o resistentes, son más proclives al pragmatismo realista y, por tanto, a la preeminencia socio-política de los sistemas éticos. En el predominio de los valores moral-deontológicos, el imperio de la fuerza es condenado a nombre del “humanismo redencionista”, en cuanto que, por su parte, en la primacía de los valores éticos, el imperio de la fuerza es consagrado en aras del “darvinismo depurativo”. El Imperio de los Feligreses versus el Imperio de los Aptos. Entre ambos extremos de estas onto-históricas correlaciones se conforman diversas estructuras sociales y, también, distintas formaciones políticas. Los valores morales y/o deontológicos son instituidos a través de tres principales dispositivos socio-históricos, a saber: en principio, los ordenamientos jurídicos que delimitan la legalidad y legitimidad de los modos de ser y de actuar en el mundo, de los individuos, colectivos y/o comunidades partícipes de la dinámica social; en segunda instancia, la ritualización de las tradiciones sociales, cívicas, económicas, religiosas y/o culturales, entre otras más, como disposición política de renovación continua del pacto social que instaura la formación de Estado —a la entidad estatal les es indispensable la religiosidad del ritual, si bien convertida en culto cívico, para renovar la legitimidad histórica de su existencia, sin exponer el sistema de dominio establecido—; y en tercer instancia, las estrategias de formación societal que posibilitan tanto la retransmisión de los valores vigentes a las nuevas generaciones, como el permanente disciplinamiento de los agentes sociales, mediante los cuales se promueve la constante reproducción y/o reestructuración del sistema de dominio erigido. Las leyes regulan los comportamientos sociales, los ritos le dotan de trascendentalidad onto-histórica y la formación societal posibilita la continuidad socio-cultural de las prácticas de 363

dominio. Es por esta razón que el emplazamiento de nuevos regímenes de dominio comporta, siempre, la necesaria institucionalización de nuevos códigos de legalidad, lances de tradición y prácticas educativas. Cierto es que la educación representa un espacio político, según parece haberlo advertido bien Allan Bloom, sin embargo, a contracorriente de los esperanzadores argumentos que se han esforzado por construir los optimistas teóricos de la denominada pedagogía de la liberación, del oprimido, o de la reproducción, si se prefiere (Paulo Freire, Henry Giroux, Peter McLaren y Stephen Kemmis, por mencionar sólo algunos de los más recurrentes en las comunidades socio-educativas), la verdad es que en tal espacio se reproducen o se transforman, con las estrategias de resistencia socio-política, los sistemas de dominio social, pero, donde nunca se disponen lances de libertad para ninguno de sus agentes implicados, pues, aun en las “revolucionarias reformas deontológicomorales” de presunta liberación socio-cultural, los contenidos y los procesos de formación societal se determinan por la utópica orientación de las bio-ideologías imperantes, no por los intereses, deseos y/o necesidades particulares de los individuos o colectivos que se forman. Los agentes dominantes encauzan la reproducción del sistema de dominio vigente, mientras que los reformadores tutelan la transformación socio-civilizatoria —“el hombre nuevo no se forma por sí mismo, es el partido quien dirige todo el proceso de reestructuración socialista y de reeducación de las masas”, como recupera Negro del periódico Pravda (17/05/1934), en este sentido, por ejemplo—. Pero, desde el encauzamiento y el tutelaje se forma en y para las prácticas de dominio, establecidas o por constituir, nunca para generar auténticos procesos de emancipación humana. Cuando el abismo de posibilidades existenciarias se cierra a la voluntad de poder del ser humano, por prescripción trascendental o utopía salvacionista, la libertad se disipa, como la arena entre los dedos. No es gratuito que en la imperecedera Grecia clásica, la educación de los jóvenes haya sido responsabilidad de ilotas. La libertad es una afirmación de vida, un acto performativo de la voluntad de 364

poder, no la consecuencia de un proceso de disciplinamiento social. En cuanto no es posible educar en ser —pese a la categórica prescripción del equipo de la UNESCO, encabezado por Jacques Delors—, tampoco es factible formar en la libertad, puesto que la existencia libre, la vida abierta a las contingentes posibilidades del mundo, constituye una performativa elección de devenir el propio ser. La libertad sólo puede apropiarse por impregnación, contagio. En cualquier estrato socio-histórico, la educación representa una estrategia de disciplinamiento societal, cuyo propósito básico es tornar funcionales y eficientes las capacidades de hacer y de actuar de los individuos y/o comunidades conforme a las necesidades propias del sistema de dominio establecido, como bien lo ha descrito ya Foucault; pero, de ninguna manera, las disposiciones de ser son disciplinables, acaso sólo sean, y en cierto grado, renunciables. No se aprende a ser esclavo, profeta-misionero o guerrero, ya que tal condición onto-histórica es el resultado de una libre elección de ser en el mundo, dependiendo de la clase de voluntad de poder en que se afirme la existencia. Ahora bien, antes de continuar, resultan pertinentes dos acotaciones centrales, a saber: por un lado, el predominio de un cierto tipo de voluntad de poder, disposición de vitalidad y correlación onto-histórica en la organización de la estructura socio-política de un pueblo, de una comunidad, no es un indicador, en absoluto, de que la totalidad de sus miembros, agentes y/o elementos constitutivos compartan la misma disposición ontológica, puesto que la distribución de las formas de volición, vitalidad y/o relación social no es homogénea, ni unitaria, como tampoco idéntica o unívoca, pues, de hecho, ni siquiera la prevalencia de un sistema axiológico particular —sea éste moral, deontológico o ético—, implica, por necesidad, que la mayoría de sus individuos, colectivos e instituciones dispongan de la misma fuerza de voluntad, equivalente deseo de vivir o se vinculen socialmente de manera similar. En el advenir socio-histórico es posible la coexistencia funcional de individuos éticos, en sociedades morales con sistemas políticos deontológicos, 365

así como también de regímenes de dominio morales, en pueblos éticos conformados por una generalidad de individuos deontológicos; además de cualquier otra onto-histórica variación posible, de estos mismos elementos. Es de la pesimista pulsión metafísica, la espuria pretensión de reducir a la Unidad, Univocidad e Identidad, el contingente advenir del ser, pero, la realidad cósmica, la vida ontohistórica, la existencia mundana tiende, siempre, a la emergente multiplicidad, multivocidad y diferenciación óntica, fenoménica y socio-cultural. Por ello mismo, las correlaciones de la voluntad de poder con las disposiciones de vitalidad no son unívocas, antes, al contrario, potencian la diversificación del ser social. Por otro lado, a consecuencia del fenómeno anterior, en todo estrato socio-histórico prevalecen múltiples y diversos sistemas de valores que, pese su recíproca influencia, afectación y/o condicionamiento axiológico, no mantienen una unívoca relación de correspondencia, afinidad o unidad entre sí, por el contrario, sus interacciones societales suelen ser más bien dinámicas, emergentes y/o intensivas, aun dentro del mismo régimen de dominio, del propio colectivo que administra el poder de la sociedad. No existe estructura onto-histórica política, económica, cultural, religiosa y/o estética, por mencionar sólo algunas de las más importantes, que no comporte una heterogénea disposición de valores morales, deontológicos y éticos; pues, todavía en la organización moral-deontológica más dogmática y severa existen pliegues de eticidad —la Santa Inquisición, el nazismo y el socialismo revolucionario, por ejemplo—, pero, a su vez, el guerrero de más obstinado pragmatismo no puede renunciar a sus irreprimibles pulsiones de deontológica moralidad —Picasso y Diego Rivera, verbigracia—. En esta perspectiva, bien podemos parafrasear a Luis Cardoza y Aragón, respecto de que el artista está más allá de la moral, aunque la persona, como ser social, esté bajo su dominio. Las intensivas correlaciones axiológicas que persisten en cada estrato socio-histórico no tienden, nunca, a la univocidad de los valores, por el contrario, potencian la multiplicación de las distintas formas de significación humana. 366

Pese a la heterogénea multiplicidad de las voluntades de poder, disposiciones de vitalidad, correlaciones onto-históricas y, por ende, de las formas de significación humana en el mundano devenir de la existencia, la prevalencia y continuidad socio-política del Estado, en cuanto forma institucionalizada de las prácticas de dominio social, demanda del artificio mítico-religioso de la presunta existencia de un sólo, y exclusivo, sistema axiológico que fundamenta, organiza, dota de singularidad y define al ser del sistema social en la historia, ya como tribu, casta, polis, feudo, reino o nación, entre otros posibles formaciones económico-políticas. Lo primero que dispone la divinidad para preservar el orden de su creación y la continuidad histórica de su pueblo elegido, según enseña el mito religioso, son los valores trascendentales a los cuales ha de someterse, de manera imperativa, la voluntad del ser humano: “pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás”, le previene categórico YHAVÉ al primigenio Adán del paraíso (Génesis 2:17), en tanto que en el Monte Sinaí, Moisés recibe de Jehová el inapelable decálogo que ha regir sobre su pueblo (Éxodo 20:1-17); la primera acción realizada por cualquier régimen de dominio que se instaura, es el acto legislativo de imponer la universalización de los valores que han de dotar de orden y significado histórico a la sociedad sobre la cual se pretende su regencia, de acuerdo con el mito cívico. De ahí que Kirilov concluya categórico: “Si Dios existe toda la voluntad es suya y yo no puedo escapar a su voluntad”. En esta perspectiva, las formas significantes de la existencia social siempre se presentan organizadas en la modalidad de preceptos imperativos, código de normas, sistemas legales o estatus constitucionales. Un pueblo, una cultura, un sistema de valores conforman los pilares básicos de toda disposición de Estado. Identidad socio-histórica por correspondencia con la identidad del ser. En consecuencia, al interior del Estado, tal canon de valores impuestos detenta un cierto carácter general y necesario a todos los individuos, colectivos, comunidades e instituciones que conforman su estructura social; mientras que, hacia su exterioridad, define el 367

género de las interacciones socio-culturales, político-económicas y/o étnico-religiosas que establece con otras entidades estatales en el orbe. De hecho, se pretende que la doctrina deontológico-moral es una conquista socio-civilizatoria, lo cual posibilita establecer una jerarquía de desarrollo onto-histórico entre las diversas sociedades humanas. El grado de flexibilidad, interna y externa de las distintas disposiciones de Estado depende del tipo de valores predominantes que conforman la especificidad de su sistema moral-deontológico, moral-ético, deontológico-moral, deontológico-ético, ético-moral o ético-deontológico instituido. Los sistemas moral-deontológicos y deontológico-morales fundamentan dogmáticas doctrinas teológicoteleológicas que legitiman regímenes totalitarios de dominio; por su parte, los sistemas moral-éticos y deontológico-éticos sustentan dialécticos credos reflexivo-naturalistas que legalizan formaciones semi-totalitarias de dominio; y por último, los sistemas ético-morales y ético-deontológicos argumentan principios pragmático-funcionales que promueven configuraciones liberales de dominio. El Estado Comunista, la República Platónica y el Estado Democrático, respectivamente, por ejemplo. No existe sistema de dominio fundado sobre una sola y exclusiva clase de valores; no existe sociedad sin formas de dominio. La anarquía sólo supone la desinstitucionalización de las fuerzas y prácticas de dominio; el ingenuo retorno rousseauniano al Estado de Naturaleza, a la condición natural del ser humano, allende la perversa institucionalización del Estado y sus hipócritas valores moral-deontológicos, pero, donde también prevalece el imperio de la fuerza bruta, el Estado de guerra permanente, la “bellum omnium contra omnes”, de acuerdo con Hobbes. El límite onto-histórico de la utopía anarquista es el descentramiento y multiplicación de las formas de dominio, no su desaparición de la dialéctica social. “No tengo nada en contra de la interacción de asociaciones libres federadas; y en este sentido, puede haber centralización, interacción, comunicación, argumentación, debate, y todo lo demás, así como crítica. Mi oposición está dirigida a la centralización del poder”, según explica su posición anarco-sindicalista Chomsky, al respecto. 368

La categórica voluntad del deber del profeta-misionero, convierte el onto-histórico artificio de legitimación social del Estado, en principio fundamental de la existencia del ser humano, con el objeto de universalizar los valores moral-deontológicos y/o deontológicomorales que sustentan sus formas particulares de significarse en el mundo. De esta manera, el dominio social adquiere dimensiones absolutas, pues, ya no se extiende únicamente hasta los límites políticos del Estado o del pueblo, para el cual se legislan los valores que le estructuran como sistema social, sino que comprende a la totalidad de los miembros de la especie, por el sólo hecho de ser humano. Una humanidad, un destino, un modo de ser, un mismo código de valores. La totalitarista voluntad del profeta-misionero pregona la existencia de un único sistema moral y/o deontológico para todo humano, ya por determinación metafísica, conquista socio-histórica y/o disposición natural. Prescripción divina, identidad del ser, dialéctica de la historia, principios naturales, formaciones del cerebro —“nuestra facultad moral está equipada de un conjunto de reglas universales, a la que cada cultura establece excepciones particulares”, concluye Hauser en esta perspectiva—. En cualquier caso, aún en la concepción totalitarista más racional y positiva, la unívoca universalidad de los valores morales, o deontológicos, se emboza de un cierto remanente mítico-religioso que la dota de significado y validez trascendental. Sin este dejo necesario de religiosidad —divina, histórica o cívica—, los valores se relativizan al individuo, a la sociedad, al Estado o al estrato socio-histórico que los refrenda. Amenaza inquietante de un relativismo onto-histórico del todo inaceptable para el dogmático pensamiento totalitarista. Cierto, el profeta-misionero puede aceptar la inevitable presencia de valores alternos a su doctrinaria significación existencial, pero siempre como una suerte de excepción, anomalía, o desviación, al recto encauzamiento de la justicia de ser, esto es, los mundanos valores de la cultura, la enfermedad, el vicio, la anarquía, la disolución social, la perdición. “En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo; todo aquel que no practica la justicia, no es de Dios” (Juan 3: 10); “vender los valores es traicionar 369

la revolución… Ser egoísta es traición, negarse al trabajo voluntario y social es traicionar la revolución”, sentencia inequívoco Hugo Chávez Frías, el carismático paladín venezolano del efímero socialismo del siglo xxi. La justicia de ser, de vivir, de existir, en la lógica del totalitarismo, se define por los valores del dominio social. En realidad, conviene advertir, el profeta-misionero se preocupa menos por el Bien, la Justicia y la Virtud, que por el control de los perturbadores apetitos, instintos y deseos a los cuales se haya sometido sin remedio y que reconoce en los deleznables desenfrenos de la manada. ¿Acaso no quiebra, Moisés, las tablas del decálogo divino ante los idólatras devaneos de su pueblo, en las márgenes del Monte Sinaí (Éxodo 32: 15-19)? El temor es el auténtico leit motiv de la paranoica vocación legislativa del profeta-misionero. El torpe afán de intentar el control de las insumisas pulsiones existenciales, en un cosmos indiferente y también ingobernable a la voluntad humana. La imperiosa necesidad de imponer un ilusorio lance de gobierno sobre el contingente devenir de la vida, sometida, de manera inexorable, a la corrosiva intemperie del mundo. De ahí la pulsión paranoica, el sentido del deber, la vocación legislativa y la aspiración de dominio. Ante el mítico hechizo de la utopía del control existenciario, la piara se entrega fascinada a la totalitarista voluntad del profeta-misionero, que promete la liberación de las coercivas condicionantes materiales de la vida, sea mediante la salvación divina, o la resolución sociohistórica. Desde esta perspectiva, Augusto Montiel Castro y Jorge Martínez Contreras, tienen razón respecto de que la conducta moral promueve la cohesión de los grupos sociales, aunque no por efecto de la evolución de la neocorteza cerebral, sino más bien por el temor compartido a las incontinentes pulsiones de la vida. El miedo no sólo representa la maldición del ser humano, como anticipa ya Kirilov, sino que constituye el fundamento de todo dispositivo de coacción social, de control político. No hay diferencia alguna. Totalitarismo y esclavitud —servidumbre, en el mejor de los casos—, son fenómenos onto-históricos correlativos. El totalitarismo moral, o deontológico, esclaviza, enferma, degrada, más nunca libera. 370

XXXVIII

“Si combates en torno de la apolínea ciudad de Troya, no volverás a la patria tierra, pero tu gloria será inmortal; por el contrario, si regresas a la fértil Ftía, tu vida será larga, pues, la muerte no te será pronta, pero, perderás la ínclita fama”, le revela su madre Tetis, la hermosa nereida de los pies argénteos, al orgulloso rey de los mirmidones, el colérico Aquiles. Tales son las opciones onto-históricas que le presenta la divinidad al guerrero, estas son las alternativas existenciales que condicionan la vida del ser humano en el mundo. Por su parte, el príncipe Moisés confronta la disyuntiva de disfrutar de los placeres de la élite del legendario Egipto o de alcanzar la sacra promesa de la existencia eterna del Dios judío y padecer la adversa suerte de su pueblo —“Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija del Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:24-25)—. Tales son los dilemas onto-históricos que le presenta el Dios al profeta, esta es la disyuntiva existencial a la que se haya sometida la vida humana. La gloria y la desgracia ante la vida ordinaria y el olvido; la salvación y el padecimiento frente a la condena y la complacencia; el egoísmo ontológico y la afirmación vital versus el sometimiento a la divina ley y la consecuente negación de sí, tales son los límites onto-históricos que determina el De­ miurgo a la breve vida del ser humano en el mundo. Ser en Dios y en comunidad, o ser en sí mismo; comunión o egocentrismo. Los dioses olímpicos en Grecia, primero, y el monolítico YAVHÉ en el linaje hebreo, después, trazan el horizonte de la actuación posible para los individuos y los pueblos, pero, al propio tiempo, aperturan el espacio de decisión probable a la voluntad humana. El heroísmo trágico griego, el libre albedrío judeo-cristiano. A la existencia en 371

el cosmos le son inmanentes los límites onto-históricos, sí, y sin embargo, las posibilidades del ente no se encuentran determinadas a priori por las inexorables leyes del Demiurgo —el destino decidido por Las Moiras, los Mandamientos Divinos, los Principios del Orden y la Entropía, los Códigos de la Genética, etc.—, al contrario es la voluntad de ser lo que determina las formas específicas del devenir humano. El guerrero elige la eukleès thánatos, la muerte gloriosa, mientras que el esclavo prefiere el ominoso ultraje de la grosera longevidad y el paranoico profeta-misionero, el divino salvador, aspira a la ilusoria evasión de la vida y de la muerte mismas para alcanzar la gracia de la existencia eterna, en el mundo verdadero del empíreo —“Mi reino no es de este mundo”, responde Iesus a Pilatos (Juan 18: 35-36); “y en mi patria no se pone el sol”, concluye idealista el trovador, Jesús de Chamberi—. Así nace el humanismo, entre las condicionantes existenciales y la performativa afirmación vital de la voluntad humana. Emplazando al individuo y a la comunidad en el propio centro de las circunstancias existenciales que definen el advenimiento del mundo, pero en la asertividad de sus facultades onto-históricas para decidir su destino, conocer los principios fundamentales que organizan el acontecer del cosmos en que habita y domeñar la naturaleza a su voluntad, necesidades y deseos particulares. Pero, sobre todo, para disponer los sentidos existenciales que significan su presencia en el mundo, es decir, para decretar los valores que orientan los derroteros de su vida. La divinidad es el pensamiento que se piensa, la verdad, la bondad y la belleza en sí mismas, mientras que el ser humano es el pensamiento contingente, mundano, que lo desentraña, el intelecto que lo devela, la fe que le revela, la voluntad que resuelve sus misteriosos e ignotos arcanos. Al arbitrio de la divina ley del Demiurgo, el ser humano no es más que una frágil criatura sometida a la absoluta voluntad del Dios. Una simple jugada tirada sobre la mesa verde de su gloria…, la ficha, la moneda, la res, el esclavo, el objeto que se apuesta, como pareciera advertir la poética clarividencia del vate español, León Felipe. La afirmación de sí, aun a riesgo de contravenir los sacros designios 372

y convertirse en apostata blanco de las implacables Eríneas de la deidad, por el contrario, lo arroja inexorable a la incierta fortuna del contingente azar de la existencia, huérfano de sentido y dirección, ante lo cual sólo dispone de la entereza de su volición y de la infalibilidad de la razón, para intentar evadirse de la fatalidad del sino decretado y así trazar el derrotero de una mejor suerte en el mundo, la posible jugada de una vida venturosa. El héroe trágico opone su resuelta voluntad al categórico designio divino, pese a la inminente amenaza de ser derrotado por el inapelable destino. Edipo que, huyendo del funesto augurio develado por el legendario Oráculo de Delfos, comete la hamartia y, por ende, dispone las condiciones de posibilidad onto-histórica para realizar la implacable fortuna decidida por las Parcas. Ironía divina. La heroica voluntad que desafía es el factor desencadenante y el hecho de consumación del aciago hado sentenciado por la omnisciente previsión divina. Aunque, en ocasiones, la obstinada volición del héroe consigue sobreponerse a la omnímoda condena de los dioses. Ulises, el hombre de los múltiples senderos, quien logra sortear con fortuna los infaustos óbices todos, que la rencorosa furia de Poseidón ha decretado en contra del ingenioso rey de Ítaca, para retornar glorioso a su tierra patria y a su fiel esposa. Afirmación humana. La estratégica alianza entre la férrea voluntad y el ingenio del espíritu, la inteligencia, permite al ser humano trascender su precaria condición subalterna a la incuestio­ nable ley divina y trazar los horizontes de su propia ventura. Odiseo representa el gozne de transición entre la determinada voluntad del héroe trágico y la infalible razón cogitante del filósofo. Emana, así, la doctrina sofista, al decir de Stirner, esto es: “¡No te dejes imponer!,«usa en toda ocasión tu inteligencia, la sutileza; la ingeniosidad de tu espíritu; gracias a una inteligencia sólida y bien ejercitada es como se vive mejor en el mundo, se asegura en él la mejor suerte, la vida mejor»”, que habrá de desembocar en la filosofía, en el llano amor al saber. Si la firme voluntad del héroe trágico es capaz de re-encauzar, con probable gloria, el hado previsto por la divinidad, entonces, por su parte, la infalible razón puede 373

develar la Physis y el Nomos que gobiernan el devenir del cosmos y el acontecer histórico de la sociedad humana, sin necesidad de la benevolente revelación del Dios. A su vez, si se dominan los principios rectores que organizan el devenir natural y la historia social, entonces, se abre la posibilidad de controlar al mundo y el discurrir del destino humano, es decir, la oportunidad de convertir al cosmos en Ecúmene —la Casa del Ser Humano— y la historia en progreso socio-civilizatorio. El héroe, pese a la fatalidad del sino presagiado, decide el rumbo del azar que pretende; el sabio, por su cuenta, aun cuando ignotos los arcanos de la existencia, dispone de la facultad decisiva para conocer los principios fundamentales que rigen el suceder del universo, del cual forman parte los dioses mismos. En consecuencia, develar el orden del universo, entraña la posibilidad cierta de asequir a la naturaleza propia de la deidad. En la voluntad y la razón encuentra la humanidad los senderos de su liberación de la piedad divina. La voluntad establece y orienta la fuerza de determinación, mientras que la razón aporta los contenidos de decisión. En la sinergia funcional de estos atributos, el ser humano prescinde de la gracia del Dios, para conocer y actuar en el onto-histórico devenir mundano. Al amparo de la razón, la revelación de la verdad pasa de la potestad de oráculos y augures, a la jurisdicción del “amor al saber” que comporta la reflexión filosófica. La misma voluntad trágica del héroe se desplaza ahora al emplazamiento de subjetividad que constituye al filósofo para fundamentar ontológicamente los dominios de la razón, las pulsiones del saber. La férrea lucha contra la fatalidad de la suerte predestinada se transforma en la empecinada contienda por develar los ocultos secretos del ser, por desbrozar los misterios de la verdad. La volición trágica del héroe deviene voluntad de Alétheia —del desocultamiento del ser, voluntad de verdad, como la denomina Heidegger—, en el Imperio del Significante, instaurado por la razón. El héroe trágico desaparece del foro griego, el sofista es desterrado del pólemos (Πολεμος) público e irrumpe victorioso el filósofo, el amante de la verdad, en la decisiva lid por la afirmación del ser humano y su consecuente liberación onto-histórica, mediante 374

el conocimiento del ser. Así, con el predominio de la filosofía, la teogonía, la sabiduría del pólemos, el sabio sofista y el vitalismo ético del héroe trágico devienen teología, Metafísica Binaria de Oposición, profeta-misionero y doctrina deontológico-moral. Pero, ¿cuál es el objeto fundamental de este conocimiento verdadero del ser?, ¿hacia dónde debe dirigirse el ilimitado poder de la razón?, puesto que no es suficiente con el ingenio de la inteligencia y las sutilezas del saber, como pretendieron los sofistas, sino que resulta necesario orientar la voluntad de verdad hacia su fin primordial, a su sumo propósito metafísico, según enseña Sócrates, esto es: el conocimiento del Bien, hecho con el cual se instaura la teleológica moral logocéntrica; pues, lo “que hace surgir el bien y por vía de simple consecuencia el Mal, concierne exclusivamente a la rara existencia de los procesos de verdad”, según enseña Badiou. De ahí, entonces, que Sócrates resulta el fundador de la moral, parafra­seando a Stirner. Así es como nace el humanismo, en el intersticio de la afirmación de la voluntad y la razón humana, y la entronización de la moral; en el deseo de emancipación de la divina regencia y el pronto encadenamiento a los seductores apercibimientos de la metafísica moral. Con el advenimiento de la filosofía, de la voluntad de verdad, la enérgica vitalidad del humanismo se transforma en un lance socio-civilizatorio de moralización onto-histórica. La significación de la existencia mundana, de esta forma, transita de la teodicea al antropocentrismo, para concluir fondeándose en la racionalidad metafísica. Empero, existe una diferencia fundamental entre la voluntad de afirmación de sí, del héroe griego, y la voluntad de verdad del filósofo, en que devino el sabio sofista; incluso, la misma divergencia persiste entre este último y el amante del saber. El héroe trágico y el héroe épico no pretenden evadirse del incierto acontecer de este mundo, ni de los lascivos apetitos de su cuerpo, como tampoco de las estridentes intemperancias de su carácter, tan sólo procuran oponer su facultad de decidir, por sí mismos, los derroteros de su sino, a los inexorables designios del Demiurgo. La amada patria 375

de Odiseo —Ítaca, Penélope—, es tierra fértil, es carne palpitante que aguarda su regreso; los inmortales laureles a que aspira Aqui­ les están hechos de memoria humana, de vital elegía. Ninguno de estos héroes atempera el devastador efecto de su furia: Ulises cobra su justa venganza, liquidando a todos los pretendientes que asedian, codiciosos, a su nación y a su mujer; el furibundo rey de los mirmidones, embargado de ciega cólera, siembra de cadáveres el campo de batalla y ultraja, impío, el cuerpo de Héctor, tras la muerte de Patroclo. Las pasiones del héroe griego no conocen de templanza; y ninguno de ellos aspiró renunciar a la contingente existencia mundana, por las glorias del espíritu. “Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muertos”, se queja el espíritu de Aquiles ante “el héroe de multiforme ingenio” (Odisea, 11.488-92). Por su parte, en este mismo lance de significación existencial, para los sofistas el mundo es una verdad y la alegría de vivir es la verdadera vida, siguiendo a Stirner. Es por eso mismo que la sabiduría sofista se arraiga sobre la pragmática explicación de la physis constitutiva del mundo, de los principios rectores que organizan la existencia; a consecuencia de esta mundana voluntad de saber, y no de excluyente verdad, denominan a sus racionales formas de sabiduría como peri physeos (περι φυσεοϛ), esto es: “acerca de la naturaleza”, o mejor aún, según les describe Aristóteles, en cuanto fisiólogos, es decir, “aquellos que buscan una explicación de la naturaleza” y físicos, en la opinión de Teofrasto. El héroe griego y el sofista anhelan sacudirse el divino yugo, sin evadirse de la vida, sin sustraerse de la patria tierra, pues, como bien advierte Stirner, “¡El héroe no intenta escalar al cielo, sino atraerlo a él, forzarlo a hacerse terrestre!”. La voluntad de poder en que se sustenta la afirmación de sí del héroe griego y el conocimiento de la physis constitutiva del mundo, en cuanto producto de la racional intelección, que realiza el sabio sofista, en su proceso de liberación onto-cognitiva del arbitrio divino, representa la primera fuente de procedencia del humanismo. 376

El poder humano en todo su pleno desafío a las inapelables determinaciones del Demiurgo. El héroe griego y el sofista se niegan a continuar siendo una simple criatura del dios, la ficha de cambio de las cósmicas fuerzas divinas, para situarse, de pleno derecho, en la dimensión del Ser, mediante la ontológica afirmación de la voluntad propia; semejante a las mismas deidades. Sin embargo, su emergente desplazamiento por la circunspecta personalidad del filósofo —del amante de la sabiduría, no del sabio en sí mismo—, en los albores del Imperio del Significante de la Razón, no sólo re-centra en la voluntad de verdad los míticos fundamentos de este movimiento onto-histórico, sino que, también, arraiga en la pesimista debilidad su medrosa vocación de ser, en la explicación moral el sentido de la existencia y en la evasión del contingente acontecer mundano, los senderos de la libertad humana. Así, la ontológica contienda por anteponer la humana voluntad de poder a la irrestricta volición del dios, en el mundano lance de los derro­ teros de la vida, se transforma, entonces, en la resentida lucha del espíritu contra la corrupta materialidad del mundo: la tierra en que se encuentra arrojado, caído, el ser humano; el cuerpo en que se haya prisionera el alma. La comprensión de la existencia se moraliza y, por ende, la sabiduría se troca en el conocimiento de las maneras de ser, conforme a la representación del Bien —el “bien es el fin de todas las acciones del hombre”, enseña Aristóteles—. La Verdad y el Bien conforman manifestaciones idénticas del Ser, porque son a la vez causa y efecto de Ser, objeto propio de la voluntad, siguiendo la deriva de San Agustín, a propósito de la Idea del Bien. En esta pers­ pectiva, ante la fatal impotencia del ser humano para enfrentar las implacables intemperancias que comporta la existencia sometida a la mundana intemperie, desposeído ya de la protectora piedad divina, la liberación humana se plantea como la inevitable deserción del corruptible mundo material, la forzosa evasión de la incontinente vida terrenal, pues, las “cosas de este mundo no conmueven ni angustian al que se siente espíritu libre”, según advierte Stirner, en la misma línea de reflexión. La vida se devalúa ante las patencias del 377

espíritu: la Razón, las Ideas, el Pensamiento, la Justicia del Ser. El mundo y la vida misma se tornan sombras falsas, umbros reflejos de los arquetipos que conforman la existencia verdadera, oculta, allende las contingentes fronteras de la corrupción material. De esta forma, la verdad adviene alétheia, la existencia verdadera sobre­ viene pensamiento, la vida se deprecia ante el histórico devenir del espíritu. Cogito ergo sum —pienso, luego soy—, sintetiza Descartes, en el culmen de esta onto-histórica fuga, es decir, la vida y el ser no son otra cosa que pensamiento, espíritu, de acuerdo con Stirner; la misma Historia sólo constituye la patencia del devenir del Espíritu Absoluto, lance racional en donde cobra plena autoconciencia de sí y, por consecuencia, la libertad se manifiesta en cuanto pensamiento puro, independiente de toda determinación material, según concluye Hegel —“lo libre es el concepto en su existencia y el concepto es lo único que posee realidad efectiva pues se da a sí mismo”, advierte el filósofo alemán—. Escapando de las contingentes incontinencias del mundo, con el advenimiento de la estoica filosofía, la vida queda enclaustrada, confinada, prisionera de las racionales abstracciones del espíritu: la teoría, el concepto, la lógica, la dialéctica; incluso, la fe misma adviene dialéctica abstracción teológica. Así, el júbilo de la humana libertad es efímero y bien pronto, con el advenimiento de la filosofía, del burdo amor al saber, se ahoga en las racionales especulaciones morales de la metafísica de la verdad; la significación de la vida humana, entonces, deriva en formal discernimiento de la veracidad del Ser. En tanto persiste una relación directa de correspondencia entre el Ser y la Verdad —ens et verum—, el comportamiento humano no puede sino condicionarse al verdadero modo del Ser. La legitimidad del canon deontológicomoral adviene de esta metafísica relación entre el Ser y la Verdad. La racionalidad devela la Verdad del Ser y, por tanto, le corresponde, por derecho propio, disponer los cauces rectos de la conducta humana. Si la voluntad de poder del héroe en la determinación del sino propio, a pesar de la fortuna decretada por el Demiurgo, y del sofista en el saber de la vida buena y de la organización constitutiva 378

del mundo, comporta la liberación humana del divino yugo, por su parte, en la rencorosa pretensión de emanciparse de las imper­térri­ tas fuerzas que corroen la existencia a la intemperie, desamparada de la piedad del dios, la puritana voluntad de verdad del filósofo, en la apodíctica definición del deber ser, somete la vitalidad de los instintos, del deseo, al imperativo categórico de la vida justa —no de la vida verdadera, del sofista—, que conduce de retorno al seno de la autorreferente vida espiritual. La razón, el pensamiento, el espíritu crean su propio cosmos de fantasmas, desligado de toda mundanidad, privado de cualquier terrenalidad. En cuanto todo ente mundano se encuentra determinado por una cierta causa ajena a sí mismo, es imposible que sea una entidad independiente, pues, lo “único que puede considerarse libre sería aquello que no necesita de ninguna causa externa para llegar a ser y para actuar”, según explica Raúl E. de Pablos Escalante, a efectos del pensamiento de Spinoza. Esa es la nueva libertad que promete flemático el filósofo; pesimista debilidad que se resguarda de las contingentes fuerzas de la intemperie, al abrigo de sus propias quimeras formales, a fin de dotar de significado y seguridad a la existencia. El “espíritu no existe más que cuando crea algo espiritual y su existencia resulta de su unión con lo espiritual, creación suya”, como bien apunta Stirner. Libertad espiritual, emancipación de débiles; instauración de la debilidad en cuanto principio fundamental de la metafísica moral. Así, la terrenal aventura de Ulises en su empecinado regreso a Ítaca se transforma en la odisea de depuración onto-histórica, en la espiritual liberación de las pulsiones mundanas, como condición sine qua non del resarcimiento de la platónica Alma Universal, del Edén judeo-cristiano, de la Unidad Absoluta del taoísmo. La corrupción que comportan las inhumanas fuerzas de la mundana intemperie y las propias apetencias materiales del ser humano devie­ nen pruebas de purificación ontológica para alcanzar la utópica salvación prometida por los delirios del espíritu, auténtico destino humano. Las nuevas cadenas se forjan de dogmáticas ideas moraldeontológicas, embozadas de verdad —no es sino porque hay 379

verdades, y en la medida de que existen los sujetos de estas verdades, es que hay códigos moral-deontológicos, bien es posible parafrasear a Badiou—, que no sustentadas en legitima sabiduría. El oráculo se torna teleología, la sabiduría adviene teología, la esperanza utopía y los amantes del saber devienen legislativos-pastores. Emana, de esta forma, al lado de la vetusta moral de esclavos, la paranoica deontología de los profetas-misioneros; ministros del escepticismo especulativo. Habiendo contemplado la luminosa veracidad de las Ideas-Arquetipo, el filósofo regresa a la caverna con la trascendental misión de “liberar” a los esclavos de las engañosas sombras del mundo; pero, según muestra hasta la saciedad, la historia, el revolucionario acto de liberación siempre comporta la instauración de una nueva forma de dominio, en este caso, la instauración del Imperio del Significante de la Razón. La existencia humana queda presa, ahora, de teoréticos grilletes que trazan, apodícticos, los rectos derroteros de la vida. El filósofo sobreviene profeta de la Ley, rector del Estado, pastor de la manada. De esta forma, la afirmación de la libertad propia que sustenta la primera manifestación ontohistórica del humanismo, bajo la recelosa mirada de la filosofía, se advierte en cuanto causa, origen y fuente de procedencia del Mal en el cosmos, porque mantiene, todavía, encadenada la existencia humana a la mundana contingencia; mezquino afán de ocultar que las formales categorías moral-deontológicas del Bien y del Mal, en realidad, dimanan de la excluyente voluntad de verdad, metafísico sustento de la reflexiva deriva filosófica. La intemperante libertad del héroe griego y del sabio sofista debe contenerse al amparo del Deber, de la Ley, del Estado; la propia libertad se emplaza como un Deber acotado por la Ley, resguardado por el Estado y definido por la Verdad. La Ley en cuanto síntesis socio-histórica de la Verdad moral que define al Deber Ser. Sócrates: (…) ¿Qué responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice la verdad? Critón: Así me parece.

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El categórico dogmatismo de la teleológica voluntad de verdad filosófica, traducido en teológico saber (conocimiento teórico, discer­ nimiento abstracto, sistema lógico-formal que explica y predice el auténtico devenir de la existencia), sustituye a la omnisciente volición legislativa del dios y encadena al ser humano a los inequívocos principios del deontológico deber ser, pues, en tanto el “pensar es idéntico al ser” —según aventura ya Parménides y confirma, luego, como evidencia clara y distinta, Descartes—, el fin último de la vida humana “es el crecimiento y el desarrollo del hombre” —y de la mujer también, sin duda alguna—, “de acuerdo con su naturaleza y constitución”, conforme a la síntesis que realiza Erich Fromm, siguiendo el lance de la “ética humanista”. El Demiurgo adviene pensamiento filosófico, reflexión teorético-conceptual; por lo que pronto prescinde de todo referente mundano y se transforma en Espíritu Absoluto, categórica abstracción. El Demiurgo y su creación constituyen omnisciente deriva matemática. Así como la música, en Hegel, prescinde de toda referencia al mundo material, para metamorfosearse en sonido puro, expresión del absoluto; por su parte, la abstracción matemática, en cuanto concepto puro, vaciado de todo contenido físico, sobreviene absoluta espiritualidad. “El propio Dios geometriza”, reflexiona Platón; las “matemáticas son el lenguaje con el que Dios ha escrito el universo”, sentencia Galileo Galilei; y la “Geometría existía antes de la Creación. Es co-eterna con la mente de Dios… La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación… La Geometría es Dios mismo”, concluye Johanes Kepler, en el mismo lance de pensamiento. La densa materialidad terrena se desvanece ante el inapelable devenir de la Idea en Espíritu Absoluto. “Tal es el mundo, ‘vano’, ‘nulo’, ilusoria apariencia, sin otra realidad que el espíritu, de que es la envoltura visible”, de acuerdo con el análisis de Stirner. Pero, el ser humano no es el espíritu, aun cuando éste pueda representar su esencia misma, según parece elucubrar Ludwig Feuerbach, en su filosófica pretensión de retrotraer la presencia divina a la interioridad humana —morador vinculante con el Arquetipo Absoluto, con el Ser Supremo, y al propio tiempo, 381

como propiedad determinante de su ser—; no, el ser humano no es el espíritu porque la espiritualidad pura, sólo es concebible en tanto que Dios, allende el contingente acontecer mundano, más allá de todo suceder material. El héroe griego y el sofista buscan emanciparse de la legislativa volición divina, a fin de decidir su propio ser en el mundo; el filósofo, por su parte, huyendo de la corrupta materialidad mundana, buscando resguardarse de las intemperantes fuerzas de la intemperie existenciaria, encuentra la absoluta voluntad del dios —bien en tanto supremo prescriptor de la Ley, ya en cuanto potencia esencial—, como determinante necesaria de la vida, el destino y el propio ser de lo humano. En el vano intento de evadirse del contingente orbe, la filosofía “descubre que el dios es el garante y el canon de la existencia justa, del recto ser”. Tragedia existencial. Edipo, escapando de la inapelable condena del oráculo de Delfos, se aleja del reino de Corintio y de aquellos que creía sus progenitores, Pólibo y Mérope, para “caer en el error fatal” del sino previsto por las Parcas: matar a Layo, su verdadero padre, y casarse con Yocasta, su auténtica madre; de la misma forma, la tradición humanista, fugándose de las materiales cadenas de la existencia, torna a entregarse a la fundamental prescripción divina, aquella misma de la que ansiaban liberarse el héroe griego y el sofista. Regreso del hijo pródigo al piadoso seno del padre. Así, la sabiduría peri physeos, el saber del mundo y de la vida verdadera del sofista, con la reflexión filosófica, se troca teleo­ lógico conocimiento, teológico entendimiento. La “sofista fisiología” adviene filosófica metafísica. En su pesimista afán de evadirse de la terrenal existencia, para alcanzar la auténtica vida espiritual, el ser humano queda preso de una compleja red de abstracciones que le determinan la manera justa de vivir, el modo recto de ser. Luego, entonces, si el sumo propósito metafísico es el conocimiento del Bien, siguiendo la reflexiva deriva moral de Sócrates, en consecuencia, la filosofía asume la trascendental misión de des-cubrir el fin último del ser humano, conforme a su propia naturaleza y de legislar respecto de la forma lícita de alcanzarlo, a partir de lo cual 382

construye el dogma deontológico para los pastores y el evangelio moral para el rebaño. La teogonía moral se transforma en metafísica deontológica. De esta manera, la metafísica deontológica-moral emana de su intrínseca vinculación con los juegos de verdad, como bien les denomina Foucault. Ungido en esta mesiánica misión humanística, el filósofo se presenta como el gobernante legítimo y exclusivo de la “Res-pública”, de la “Razón-Pública”. “El dios le ha encargado de esto, es su misión, y no la abandonará…, el hombre que se ocupa del cuidado de los otros; tal es la posición particular del filósofo”, de acuerdo con el agudo apunte del pensador francés. Paranoica visión platónica. El filósofo legisla el deber ser y la piara se apropia del recto existir. El problema de la recta existencia y del justo vivir se reduce al aprendizaje de un determinado número de categóricas verdades, de apodícticos dogmas, de los cuales unos son metafísicos principios fundamentales y otros más son reglas de conducta, siguiendo el lance de reflexión de Foucault, en ocasión de la corriente estoica. La autoridad del filósofo (y de todo profeta-misionero) para gobernar la platónica República —y aún la weberiana República burocrática—, se legitima en su capacidad para develar la verdad y regir a la manada conforme al recto proceder que dicta soberano el metafísico pensamiento racional. La libertad humana se desvanece en la metafísica teoría del Deber, es decir, en la instauración del imperativo dogma deontológico. Y el cerco se cierra con la onto-histórica encarnación del Dios. La sagrada trinidad de la filosofía deontológico-moral, es decir, de la Metafísica Binaria de Oposición, se conforma por estos tres onto-históricos desplazamientos que provoca la filosófica representación de la emancipación humana, del desarrollo onto-histórico del libre albedrío, como pesimista evasión del mundo, en el afán de alcanzar la libertad espiritual, auténtica liberación del ser humano, se presume, con la formal instauración del empíreo de las existencias ideales —el Topus Uranus de Platón, verbigracia—, a saber: el re-descubrimiento de la voluntad divina en cuanto suprema Razón legislativa, el develamiento del Espíritu en tanto esencia definitoria 383

de lo humano y el devenir del Verbo en humana materialidad, encarnación del Dios a través del advenimiento de Iesus, el mesiánico “Hijo del Hombre”, de acuerdo con la profética visión de Daniel (7: 13-14). Tres principios metafísicos fundamentales y un sólo modo de ser verdadero, definido por la categórica prescripción divina. “Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Juan 8: 31-37). El Verbo instaura la Verdad, a través de la Ley, y su fiel observancia libera al espíritu que mora incólume en las profundas interioridades del ser humano. El héroe griego y el sofista aman demasiado la existencia propia, para pretender fugarse de la vida te­ rrena, pero, mientras el pensamiento no construya su abstracto refugio metafísico, el espíritu que mora dentro de sí y que le mantiene unido al Ser Supremo —el Alma Universal, Dios, el Espíritu Absoluto—, permanecerá fatalmente encadenado a la corrupta contingencia de este mundo, siguiendo el analítico reflexionar de Stirner, respecto de la constitución del “tabernáculo espiritual” que realiza la tradición judeo-cristiana. La demiúrgica voluntad determina el Deber Ser a través del establecimiento del Imperio de la Ley; mientras que la esencia espiritual dispone la verdadera naturaleza humana, de donde deviene el onto-histórico fin último de su destino; y la incarnatio del Verbo constituye la comunión con el Dios, con el logos fundador, mediante la cual se torna al piadoso regazo divino y se traza el recto camino de la salvación. “Lo que existía desde el principio… acerca de la Palabra de Vida, es lo que anunciamos. Porque la Vida se hizo visible… y les anunciamos la Vida eterna, que existía junto al Padre…, se lo anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1: 1-3). En consecuencia, la razón acaece Logos, la filosofía metafísica alétheia, el conocimiento teología, la filosofía deontológico dogma, el filósofo profeta-misionero, el orbe ontológico espacio de prueba, el destino senda moral de redención y ¿la piara?, bueno…, el rebaño continúa siendo temerosa manada. Así, la humanista libertad griega queda presa en las deontológico384

morales abstracciones del filósofo, convertido en el teólogo misionero que aspira, pesimista, la trascendental liberación espiritual. Y el opresivo sueño del espíritu se prolonga durante centurias, determinando el objeto del conocer, la forma de existencia, el tipo de comportamiento, la clase de relaciones sociales y el recto horizonte del destino humano, tanto para merecer el reconocimiento de la legítima humanidad y pertenencia a la manada, como para alcanzar la única emancipación verdadera a la que se puede aspirar en el mundo material, la libertad espiritual, y la salvación trascendental, a través de la redención onto-histórica y el consecuente sacrificio de la terrena vida. Despierta, así, el humanismo moderno, redescubriendo los valores y los modelos antiguos del pensamiento racional, la exploración del mundo y la disposición performativa, en el nauseabundo hedor de un dios hace tiempo muerto, o por lo menos, en el desamparo de un Demiurgo hace largas edades ausente del orbe humano; pero, sin embargo, privado de toda la afirmativa voluntad del héroe griego y de la mundana sabiduría sofista. El humanismo moderno nace infectado de tres pesimistas vocaciones, heredadas de la edad del espíritu, a saber: el culto a la debilidad convertida en virtud moral (pues, humana “cosa es tener compasión de los afligidos”, según declara Giovanni Boccaccio, en la fundación misma de este onto-histórico lance), la pedagógica necesidad de reformar la “imperfecta naturaleza humana” —el “humanismo tiene así entre sus señas de identidad una profunda vocación pedagógica: mediante el cultivo de las litterae humaniores se aspiraba [y en el postmoderno desencanto todavía se sigue aspirando, es pertinente advertir] a dar forma a la plenitud de la condición humana”, como bien apunta Arsenio Ginzo—, y la predilección por lo saberes formales, despojados de todo contenido vital, en que se materializa la ciencia —saber artesanal formalizado, de acuerdo con Foucault—, pese a su profunda desconfianza por los estériles lenguajes abstractos de la Edad del Espíritu, siguiendo las reflexiones de Jéssica Sánchez Espillaque, a propósito de la crítica de Juan Luis Vives al pensamiento de la Escolástica. La voluntad de verdad, en el moderno humanismo, 385

usurpa la instintiva voluntad de vivir, por eso su fuente de procedencia se fundamenta en las litterae humaniores que comportan a la gramática, la retórica, la historia y la filosofía moral, entre otras, desde donde construye el conocimiento de lo humano, en lugar de abrevarlo a partir de la experiencia humana misma. Aunque, por un momento, en la jovial inspiración renacentista, el humanismo, encuentra su principal fuente de realización onto-histórica, en la vitalidad performativa de la creación. La resuelta disposición del héroe griego para afirmar su vocación de ser y el horizonte de su sino en el cosmos, deviene en la audaz determinación del creador renacentista para representar, significar, transformar e intervenir en el orden de la existencia, a través del acto performativo, del instinto estético-artístico, del deseo de experimentar nuevas formaciones del ser. En esta perspectiva, Pico della Mirandola declara resuelto: “Nec te caelestem neque te­rrenum, neque mortalem neque immortalem fecimus, ut tui ipsius quasi arbitrarius honorariusque plates et fictor, in quam malueris tu te formam effingas. Poteris in inferiora quae sunt bruta dege­nerare; poteris in superiora quae sunt divina ex tui animi sententia regenerari”. En un efímero instante de la historia humana, la vida adviene manifestación artística y el arte acontece vitalidad plena; tal cual la nostálgica aspiración nietzscheana. En la performativa potencia de este humanista éthos creador, el ser humano se erige en toda su plenitud onto-histórica hasta alcanzar la constitutiva dimensión existenciaria del demiurgo; ente finito, contingente y corruptible, sí, desde luego, pero, sin déficits ontológicos que deban ser subsanados mediante reformas deontológico-morales. La crea­ ción hace del individuo y de la especie una entidad plena, aunque no determinada, ni absoluta. La indeterminada apertura humana es la fundamental condición de posibilidad para la creación de sí, la exploración de nuevas disposiciones onto-históricas, la performativa afirmación de alternas formaciones de ser. El ser humano es capaz tanto de representar y conocer la verdad mundana, como de recrear y transformar al mundo, de acuerdo con sus designios, siguiendo la reflexión de Ambrosio Velasco, respecto del humanismo renacentista. 386

Empero, el envío del humanismo performativo, bien pronto se agota en las formales disposiciones de la comprensión racional, de las nuevas formaciones de la metafísica deontológico-moral. El arte mismo se transforma en simple dominio técnico, en virtud representativa de lo real, “ornato de la vida seria”. El sueño absolutista del espíritu termina con la humanista vigilia, pero, la alucinante narcosis de la Razón prosigue. En consecuencia, un nuevo fundamento sustituye al viejo dios muerto, o ausente, el Hombre —aun cuando incompleto—; un novo dogma teologal remplaza a la senil teología del espíritu, la Ciencia; un reciente evangelio releva la vetusta promesa de la redención divina, el Progreso Socio-Civilizatorio; e irrumpe una secular forma de dominio deontológico-moral, mediante la práctica política, el biopouvoir, sustentado en el teológico de las bio-ideologías. La era de los empíricos trascendentales comienza su suceder histórico. La plenitud humana termina con los delirios de la razón y acaso sea el romanticismo, el último frustrado acto festivo de la resistencia performativa del deseo. La máquina binaria del logos termina por imponerse, en cuanto proyecto humano, vaciando al mundo del espíritu y despojando a la existencia de toda vitalidad. Y aun cuando la mayoría de los estudiosos suelen definir al humanismo moderno como el trascendental desplazamiento del teleológico sueño del teocentrismo hacia el progresista despertar del antropocentrismo, es decir, el reemplazamiento de Dios por el hombre en tanto medida de todas las cosas, según propone Seth, momento socio-civilizatorio de secularización de la existencia mundana, en que el ser humano se sitúa como origen, causa, centro, objeto y fin del devenir histórico, pero que en realidad se trata de la recreación del mismo fenómeno ya acontecido en la antigua Grecia clásica, tras el reconocimiento de la Razón en cuanto facultad y unidad esencial de lo humano, y el consecuente advenimiento de la filosofía, a saber: el emplazamiento de un nuevo sistema de dominio regido por el logocentrismo, desde donde se determina una sola forma deontológico-moral legitima de ser, pensar y conocer. En tal perspectiva, el profesor hindú de Ciencias Políticas declara 387

sin cortapisas: “lo que se nos ha enseñado a dominar razón no es la racionalidad en sí, sino una modalidad de interpretación del mundo histórica y culturalmente definida; además, la consideración de que esta tradición es universal ha sido un elemento esencial de la historia del colonialismo y de su justificación”. De hecho, el logocentrismo es el dispositivo más eficaz y eficiente del dominio planetario que ha realizado el proyecto socio-civilizatorio de Occidente. Así, el humanismo moderno se inaugura volviendo la mirada a la antigüedad clásica, no tanto para reestablecer los históricos patrones de ese mítico pasado, imitando sus formas de pensamiento, arte y cultura, sino más bien en cuanto referente existencial, lance creador que posibilita transformar su teocéntrica experiencia en un nuevo modelo de humanidad, civilización y existencia; empero, infectado de las pesimistas vocaciones de la edad del espíritu, este "mito productor de energía", como bien lo denomina Federico Chabod, ésta revolucionaria idea de liberación, pronto se degrada en la reforma deontológico-moral del ser, en utópicos problemas imposibles, o en simple fofería como bien advierte ya Foucault, y en la administración formal de la vida, a través de los dispositivos institucionales y científico-disciplinarios de deconstrucción y recodificación de los impulsos vitales, cuyo rasgo principal es la fijación estratificada del existir humano. La humanidad que se representa y defiende el humanismo moderno es un cadáver de corazón la­ tiente, un muerto viviente que, temeroso, desconfía de los instintos vitales. El omnipotente hombre creador de Leonardo Da Vinci, el hombre indeterminado de Pico della Mirandola, en general, la abierta voluntad de la autosuficiencia y autonomía renacentista —la “humanitas de Nicolas de Cusa, Pico de la Mirandola, Poponazzi, Ficino, Giordano Bruno…, Leonardo, etc., entraña autosuficiencia y autonomía”, como bien acota Negro—, se traduce en la patética forma del ser incompleto, fragmentado, inconcluso, que precisa ser reformado mediante el disciplinamiento deontológico-moral de la educación intelectual y/o política, para alcanzar su plena humanidad. La reforma deontológico-moral del ser humano, se determina por el 388

ideal de humanidad que hace a su verdadero Ser, de acuerdo con los principios “descubiertos” e impuestos por la Razón. En consecuencia, el auténtico humanista es el amante de la ciencia, del saber, de las letras, en virtud de lo cual se presenta como defensor absoluto de la libertad de pensamiento, de amor a la naturaleza, pero sólo en tanto objeto de la investigación artístico-científico-disciplinaria, y por ende, opuesto a las determinaciones religiosas. Sin embargo, la humanística secularización del pensamiento y de las prácticas socio-políticas modernas, no prescinde de la deidad y del código religioso, tan sólo se reduce a sustituir al viejo dios —moribundo, muerto o ausente—, por el culto a la Verdad matematizada, el dogma bíblico por el credo científico-disciplinario y la unidad metafísica por la unidad de la especie —la característica en común que hace de la diversidad humana una cierta Unidad ontológica, más allá de “la variedad de experiencias, de morales y de conceptos de la belleza”, es la racionalidad, según concluye Seth del argumento kantiano; simple actualización de la poética fe latina, “Homo sum, humani nihil a me allienum puto”, como sentencia Terencio—. Y la unidad de la especie constituye el sustrato de la universalidad moral-deontológica, pues, “no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser… y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos”, según afirma Sartre. La singularidad performativa se desvanece en la unidad ontológica de lo humano. Libertad de pensamiento que no de vida, porque los impulsos vitales se encuentran administrados, coaccionados y/o confinados al disciplinamiento deontológico-moral que se deriva de los credos científico-disciplinarios del biopouvoir. La voluntad de verdad no sólo devela los secretos de la naturaleza para transformarla en ecúmene, la casa del ser humano, sino que también organiza dispositivos de revelación de la subjetividad humana y de los principios fundamentales de la Humanidad, individual y/o comunitaria, con el objeto de encauzarla, normalizarla, domesticarla y depurarla. El nombre de la humanística manada moderna es la 389

sociedad confesional, regida por el poder pastoral que administra las fuerzas subjetivas de la comunidad, a fin de mantenerla a salvo de las corruptoras potencias de la intemperie. El pensamiento es libre, sí, pero, los contenidos del pensar no los decide el individuo, ni tampoco la comunidad, sino las falaces maneras civilizadas que comporta el irrebatible progreso histórico, demarcado por el dogma científico-disciplinario, según parece haber ya prevenido Rousseau; mientras que los instintos vitales del cuerpo son coaccionados por las represiones permanentes de la moral pública y la codificación sistemática de la deontología productiva. Pensamientos disciplinados, cuerpos dóciles. Despojada del espíritu fundante, la vida se reduce a su ciega y maquínica función biológica: procesos metabólicos del aprovechamiento de energía, procesos sinápticos de construcción de redes neuronales. La máquina biológica, aunque yerta, debe preservarse funcionando, al margen de toda contingencia mundana, incluso de la muerte misma, física o espiritual. De ahí que el legítimo representante, por antonomasia, del humanismo moderno, sea el cadáver de corazón latente de la medicina contemporánea, el muerto viviente de Sartre. La preservación biológica de la vida humana, desde la teológica comprensión de las bio-ideologías, en su básica forma fetal, o en su postrera configuración mortal, se defiende a ultranza, aún a costa de los abiertos impulsos del vivir mismo, bajo la formal concepción médico-jurídica, con que se recubre el dogma deontológico-moral, del maquínico funcionamiento del cuerpo bio­ lógico. Así, el culmen de la humanística defensa de la vida humana, lo representa el corpus formal del derecho, el cuerpo biológico de la medicina. La ley protege la integridad física del cuerpo, la medicina lo mantiene funcionando ¿Cuántos cadáveres deambulan por las calles, ciegos, sordos e insensibles a las pulsiones de la vida, luchando tenazmente en postergar su inevitable muerte?, ¿cuántos muertos invernan congelados, aguardando el milagro de la científica resurrección? La fragilidad e incompletud de la vida humana, es decir, su inapelable debilidad ontológica, biológica, política, social, cultural, económica y jurídica, entre otras, debe ser protegida, sin 390

reservas, a través de todos los dispositivos deontológico-morales del humanismo moderno, tales como los derechos humanos, los derechos políticos, los derechos culturales, los derechos sexuales y reproductivos, por mencionar sólo algunos de los más relevantes. La responsabilidad de preservar la vida, aun despojada de toda pulsión vital, de todo instinto jovial, compromete a toda la humanidad. La vida se enclaustra en una profiláctica red de derechos formales, que la asfixian hasta negarla. El humanismo griego encuentra su fundamento ontológico en la afirmación de la voluntad de poder, el primigenio humanismo renacentista descubre su sustrato histórico en la performativa voluntad de creación —creación de sí, creación de obras, creación del orbe, creación del devenir historicidad—, mientras que el humanismo moderno, por su parte, se define sociológicamente por su paranoica desconfianza y su misionera lucha contra las disposiciones de dominio —primero, contra el determinismo del dominio eclesiástico, segundo, contra el despotismo del dominio político y, al final, desviado de su verdadero objeto, desemboca contra toda patencia de poderío—. Cualquier forma de humanismo emplaza al ser humano en el núcleo mismo de la existencia mundana, medida y centro del ser, siguiendo las reflexiones de Lourdes Flamarique, pero, cada una de ellas significa la finitud de la vida en diferentes disposiciones de virtud deontológico-moral y/o ética. El humanismo griego significa el derecho a la existencia propia en la virtud de la fuerza —la fuerza de la determinación personal con el guerrero, la fuerza del saber con el sofista—; el humanismo renacentista significa su derecho a participar en el desarrollo de la historia, mediante la virtud de la irrestricta potencia, autonomía y suficiencia creadora (artística, hermenéutica, onto-histórica); en tanto que el humanismo moderno, pervertido por el pesimismo del racionalismo filosófico y la teleológica piedad cristiana, significa el derecho a la vida en la virtud de la debilidad humana (fragilidad existencial que debe ser defendida contra los excesos del poder, protegida del mal por la Ley, rescatada de la caída por la reforma deontológico-moral, 391

preservada a ultranza de la inapelabilidad de la muerte). El guerrero, el sofista, el artista, el explorador, el conquistador y el pensador se ganan el derecho al existir, como producto de la afirmación de su propio poder, por eso mismo se erigen cumbres de la historia, en indelebles emplazamientos de leyenda, legado y/o paradigmas de vitalidad: Aquiles y Ulises, Protágoras y Gorgias, Leonardo Da vinci y Miguel Ángel, Cristóbal Colón y Américo Vespucio, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, Nicolás Copérnico y Maquiavelo, verbigracia, en cuanto magnitud onto-histórica de las posibilidades de ser, de lo humano; la medida justa, por el contrario, del misericordioso espectro del humanismo moderno es anónima muchedumbre, cuyo derecho a la vida sólo deriva del contingente e incidental hecho de haber sido arrojado al mundo, sin más mérito que la función biológica, sin más virtud que la debilidad del déficit de poder, sin más carácter que la vocación de víctima. Víctima de la degradación propia que comporta el poder, víctima de los funestos excesos del poderío. “Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely”, sentencia en consonancia John Emerich Edward Dalberg-Acton, “Lord Acton”. El poder se cierne como una infausta fuerza corruptora del rebaño, por eso mismo debe ser combatido, perseguido, denunciado, menguado, anulado. Fascinación por la debilidad que explica la planetaria expansión del cristianismo; nada como un dios humanizado convertido en víctima, para despertar una fervorosa pasión religiosa, un desbordado amor piadoso. La piedad por el dios victimizado, no la fe en la divina promesa de la salvación, es lo que explica la milenaria planetarización del cristianismo —“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en esa cruz y escarnecido, / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muéveme tus afrentas y tu muerte…”, declara embargado de piadoso amor, el anónimo vate—. El culto a la debilidad como fe y misericordia religiosa (religiosidad deífica de las teo-ideologías, religiosidad secular de las bio-ideologías). El humanismo moderno 392

emplaza a todo ente en la posición de víctima, razón por la cual debe ser rescatado, reparado y, en consecuencia, salvado. Así, en tanto que las figuras más representativas del humanismo griego y renacentista legan portentosos monumentos al poderío humano —himnos a la osadía, santuarios a la fe o al amor, memorias de conquista, bastiones de imperio, tratados de develación—, que ensanchan los límites de la existencia en el mundo, extienden las posibilidades de las experiencias de vida, por su parte, el huma­ nismo moderno, dada su paranoica desconfianza en las transgresivas pasiones del poder, convierte el devenir de la historia en un drama deontológico-moral, en socio-jurídica odisea de depuración ontológica, que se resuelve siempre en la permanente instauración, conservación, restauración y defensa a ultranza de intransgredibles márgenes a la intervención humana. Parafraseando a James Joyce, bien es posible señalar que no hay herejía, ni filosofía, tan odiosa para el humanismo moderno, como el ser poderoso; el ejercicio del poder se vigila, se denuncia, se condena. Si bien es cierto que el biopouvoir nace, en el siglo xviii, como una estrategia política de administración y regulación estatal de la vida humana, con las bioideologías, una disposición particular de dominio, a fin de conservar la salud pública de las sociedades modernas, según explica Foucault, también es verdad que hacia la segunda mitad del siglo xx deviene tendencia deontológico-moral de contención jurídico-social del poder, en cualesquiera de sus posibles patencias onto-históricas: políticas, económicas, científicas, tecnológicas, etc., mediante las disposiciones reflexivo-formales de la Bioética, en el incuestionable propósito de salvaguardar las diversas expresiones de la vida en el planeta ¿Quién puede oponerse y/o cuestionar la intransigente defensa de la vida? El problema es que detrás del discurso y de los dispositivos institucionales de protección de la vida, que fanáticas promueven las bio-ideologías, se ocultan las pulsiones de la Metafísica de la Debilidad que la degrada a la condición de víctima —“ayudar a la vida humana significa ir al encuentro de las personas que están en la necesidad, ponerse a su lado, hacerse cargo de su fragilidad”, 393

argumenta el Papa Francisco, en esta perspectiva—. Víctima de las intemperancias del mundo, de las incontinencias del deseo, de los excesos del poder, de los “fallos” de humanidad. La acotación jurídico-social de las participaciones del poder, de cualquier forma de poderío indeterminado es la premisa y el fundamento nodal del humanismo moderno, tras la concepción de la vida y del mismo ser humano en tanto víctimas de su propia fragilidad existenciaria. El culto a la debilidad existencial emplazada como virtud deontológicomoral, encuentra su correlato necesario en la atemperada reflexión del pensamiento débil, que incapaz de distanciarse abiertamente de la tradicional Metafísica Binaria de Oposición, tan sólo acierta a matizar sus polos de significación deontológico-moral y para legitimarse en el decurso de la civilización, visionario anticipa el falso advenimiento de la época postmetafísica, con el consecuente derrumbe de todos los proto-relatos y de toda forma de utopía onto-histórica, construidos por el pensamiento fuerte. Empero, detrás del retórico subterfugio del fin de la metafísica, el huma­ nismo moderno emplaza una determinada formación metafísica, una nueva disposición de meta-relato y un ideal posible de credo deontológico-moral, a saber: el Apostolado de la Debilidad, los Derechos Humanos y la Bioética, de manera respectiva, con lo cual instaura, expande y consolida un novo sistema de dominio sociocivilizatorio, de alcance planetario —“todo humanismo se basa en una metafísica; es otra manera de dominar a los entes”, de acuerdo con Flamarique—. En esta perspectiva, Víctor Manuel Martínez Bullé Goyri señala que, tras los traumáticos hechos de genocidio, centros de concentración y exterminio, cuestionables experimentos con seres humanos y las prácticas eugenésicas y eutanásicas del siglo xx, “los derechos humanos pasaron a convertirse en paradigma ético [paradigma deontológico, sería mejor acotar] de las sociedades contemporáneas y en criterio de valoración del desarrollo moral de los estados”. La fragilidad onto-histórica que sitúa al ser humano, y a la vida toda, en la trágica condición de víctima necesaria, constituye el sustrato 394

básico del principal legado del humanismo moderno: el Derecho Humano, en sus distintas declaraciones, generaciones, pactos y/o ampliaciones, a saber: la Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen (1789), la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH, 1948), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC, 1966), los Derechos de Solidaridad o de los Pueblos (década de los años 80, en el siglo xx) y los Derechos a la Vida Futura (por signarle una denominación particular al movi­ miento que se expande hacia finales del siglo xx y principios del siglo xxi). El derecho inalienable a la vida, la supervivencia digna, la justicia, la participación en la distribución de la riqueza social producida, la apropiación del capital cultural disponible, a la información generada, la intervención ciudadana en las determinaciones de gobierno y la construcción de la identidad propia, entre otros, sustentado en el simple hecho de existir, por el existir mismo, delimita las atribuciones del poderío, y no de los sistemas de dominio mismos, a los cuales dota de nuevos significados de legitimación, esto es, el garantizar la protección legal, la defensa institucional y la retribución social de las víctimas, pues, el poder sin control no sólo resulta estéril e improductivo, sino que también es inmoral y pernicioso, según proclaman los humanistas profetas-misioneros. El único derecho que intransigente enajena la paranoica sensibilidad del humanismo moderno a la vida humana, es el derecho a la muerte honorable, al fallecimiento noble, a la kalòs y a la eukleès thánatos. El decoro en el morir se criminaliza, se pervierte en patológico instinto autodestructivo o se sustrae de las prácticas sociales públicas, puesto que la única muerte legítima es la trágica fractura de la fragilidad existenciaria, la muerte por impotencia. La propia finitud de la vida convierte al ente humano en víctima de su ser arrojado en el mundo. El poder de decidir las circunstancias y la ocasión de la propia muerte —como Aquiles en Troya—, es enajenado por los humanistas dispositivos jurídico-institucionales del derecho humano. El libre albedrío encuentra su límite irrebatible en los dispositivos de coacción médico-político-legal de la determinación particular 395

de la propia muerte; se pretende el reconocimiento del derecho inalienable a elegir las formas específicas de vida, pero se niega tajantemente el derecho a optar por los modos singulares de morir. Así, en sentido estricto, los derechos humanos no surgen para elevar al débil a la aristocrática dimensión del poderoso —el soberano, el Estado, empresario, legislador, creador, científico, médico, intelectual, maestro, etc.—, y desde esa posición defender “su inalienable derecho a la existencia digna”, según pretenden sus más fervorosos creyentes —“Defender al más débil es garantizarle, entonces, el debido proceso, vale decir la oportunidad de ser escuchado y hacer valer sus versiones, pruebas y argumentos a su favor. Significa igualarlo frente a quien tiene una posición de privilegio frente a la correlativa exclusión estructural de la que es víctima”, argumenta desde la humanista jurisprudencia, Ernesto Pazmiño Granizo—, sino, por el contrario, para degradar a éste último al nivel de víctima de sí mismo y del “injusto” sistema social que lo sustenta, para atemperar los excesos potenciales de su poder, limitar sus posibilidades fenoménicas de intervención onto-histórica, mediante procesos reformadores de permanente humanización deontológico-moral. Los altruistas redentores sociales nunca se proponen cerrar la brecha hacia el poderío de las élites, a la generalización de los privilegios que gozan los poderosos, todo lo contrario, sus reformas siempre tienen como principio de acción político-social, el vengativo debilitamientos de los fuertes, la rencorosa distribución universal de la pauperización del pensamiento, la vida y la voluntad humana; patencia indudable del Síndrome de Jonás, como lo denomina Maslow, “sentimiento natural de inferioridad”, conforme propone Becker —“simple carencia de energía para aguantar lo superlativo, la apertura de uno mismo a la totalidad de la experiencia”, como explica el antropólogo cultural estadounidense—. La “re-educación de los niños” en la Unión Soviética, la Revolución Cultural y los Campos de Re-Educación de los intelectuales en la China maoísta representan pliegues de esta tendencia de reforma humanizadora, que pretende despojar a los individuos, colectivos y comunidades 396

de toda forma de poder propio, a fin de someter la potencia de su voluntad particular a los dictados del dogma deontológico-moral, que organiza y encauza a la manada en su odisea socio-civilizatoria hacia la salvación, pues, “lo que realmente caracteriza la humanización del hombre es el progreso moral”, según aduce Enrique Menéndez Ureña, en este mismo lance de pensamiento, o mejor aún, la bio­ ética en cuanto dispositivo disciplinario del buen encauzamiento del comportamiento humano, como parece reconocer sin ambages Martínez Bullé Goyri: “La bioética…; como disciplina moral aspira a dirigir u orientar la conducta humana”. En la perspectiva del humanismo moderno, arrojado a las inciertas fuerzas del onto-histórico devenir de la existencia, el ser humano no sólo constituye un desventurado, frágil y desamparado ente, expuesto a las erosivas intemperancias del mundo, excesivas a sus finitas posibilidades de vida, sino que, además, constituye una cierta entidad inconclusa e incompleta, la cual sólo puede ser consumada mediante el desgarramiento deontológico-moral de las estructuras ontológicas que le hacen ser precisamente humano. En efecto, la conquista de "la plenitud de la condición humana", que anticipa Ginzo, comporta necesariamente la aporética fragmen­tación de la singularidad ontológica que determina su humanidad por antonomasia y fundamenta la posibilidad onto-histórica de su libre albedrío, mediante la extirpación deontológico-moral de los instintos, pasiones, sentimientos, aficiones e inclinaciones que provocan su trágica “caída” en el Mal, el Vicio y el Pecado, pervirtién­dola en los oscuros abismos de la inhumanidad —ni humano, ni animal y menos aún divino, el grado más bajo en la jerarquía de la existencia—. La vocación pedagógica del humanismo moderno se encuentra determinada por la paranoica pulsión humanizadora del ser, del ser humano. Fiel a la pesimista tradición del pensamiento de la Metafísica Binaria de Oposición, el moderno humanismo pretende que las disposiciones ontológicas hacia el Bien, humanizan la entidad humana, mientras que las disposiciones ontológicas hacia el Mal deshumanizan, inhumanizan, a las distintas dimensiones de la humanidad entera: el 397

individuo, los colectivos, las sociedades, la especie —“Hacer el bien humaniza, hace a las personas y a los pueblos más solidarios y activa los valores éticos de la verdad y la justicia”, acota Joan Bestard Comas, embargado del más puro humanismo cristiano—; por consecuencia ontos-lógica, la depuración deontológico-moral del ser humano consiste en la trascendental fractura de su naturaleza propia, de su condición ontológica, con el propósito manifiesto de alcanzar su plenitud, de concluir su verdadera humanización, de corresponderse con la verdad de su ser, según descubre la razón. El fin último del ser humano, perseguido por la filosofía desde su misma fuente de procedencia, es su plena humanización, a través del desgarramiento deontológico-moral de su ser en el mundo. No existe novedad alguna, desde su origen mismo, con Sócrates, la teleológica moral logocéntrica demanda la fractura del ser constituyente de lo humano, en cuanto condición necesaria para resarcir la caída y, por ende, consumar su plenitud. El retorno al Alma Universal, la fusión con el Todo, la comunión con el Logos, la resolución de la Historia —en el Espíritu Absoluto o en el Comunismo Científico—, en fin, la salvación humana comporta la aporía de humanizar al ser humano, negando las posibilidades onto-históricas que le dotan de humanidad, pues, sin la contradictoria sinergia de las disposiciones a la virtud y al vicio, al bien y al mal, a la ley y su transgresión, pierde su libertad de ser y se transforma en ángel o demonio, pero ya no más en ser humano. Y los ángeles y demonios no precisan de deontológicos profetasmisioneros, ni morales dogmas de purificación ontológica, dado que les define su determinante participación con la divinidad. El ángel y el demonio son seres determinados, carecen de libertad. Por tanto, la plena humanización del ser, del ser humano implica, entonces, el fin de la teleología deontológico-moral; la consumación humana supone, pues, la conclusión de la Metafísica Binaria de Oposición, el advenimiento de la auténtica época postmetafísica; pero, a su vez, también comporta el término del ser humano. El poder corrompe, sin duda alguna que envilece a todos cuan­ to involucra: al poderoso lo pervierte en el egoísmo, la soberbia, 398

crueldad, lujuria, avaricia, envidia y furia, entre otros; mientras que al desamparado lo denigra en la codicia, ambición, inquina, pereza, amargura, apatía y el rencor, por mencionar sólo algunos de los vicios más recurrentes al respecto; y a ambos, el poder les degrada a la condición de inhumanidad. Los defectos personales derivados de los usos del poder, constituyen el onto-histórico fundamento de los pecados capitales que conducen a la perdición, es por eso que los creadores llevan la marca de Caín en la frente, el estigma de los maldecidos de dios; pero, también, es el signo de distinción de los poderosos que intimidan a la piara —“El estigma fue lo que existió en un principio… Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás… Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor. Llevaba una «señal»… Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros a la gente”, explica Hermann Hesse a través del disruptor reflexionar de Demian—. Los grandes holocaustos de expiación humana son producto de la omnipotencia divina, los peores crímenes de depuración ontohistórica son causados por recelosos profetas-misioneros, es por eso que el rebaño desconfía, teme y sospecha de todo ser poderoso. El poder es inhumano, fuente del mal en la existencia, origen de toda penuria, causa de vicio y perdición, por eso mismo es que “lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte” (Corintios 1:27) y por ello, también, los míseros son la teleológica misión de todo salvador. La debilidad conduce a la salvación, puesto que representa la filantrópica donación onto-histórica del verdadero redentor, cuyo propósito trascendental es que el desprotegido renazca de su miseria en la venturosa gracia deontológico-moral de la utopía de un mundo humanizado, de una existencia redimida, ausente de Mal, Vicio, Pecado y, por tanto, de la arrogancia del poder propio —“Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mi” (Éter 12:27), pues, “se siembra en debilidad, resucitará en poder” (Corintios 15:43)—. La propia resolución materialista de la historia, mediante la heroica lucha revolucionaria, se plantea como propósito final, el 399

trascendental rescate humano del injusto abismo del poder, que le condena a la inhumanidad. “La revolución sólo es sagrada y legitima cuando se ha emprendido á nombre del progreso (sic) y es capaz de verificar una reforma moral, intelectual y material del pueblo entero”, sentencia clarividente Giuseppe Mazzini. Metafísica de la Debilidad. ¿Qué sería de los redentores sin la debilidad humana? El único poder legítimo es el poder emanado del pueblo trocado en manada, soberano absoluto, fuente originaria de todo poder onto-histórico, pero, desde luego, sometido a la inflexible regencia deontológico-moral de un celoso pastor. La sumatoria de las debilidades que lo emplazan en cuanto víctima del injusto poder, fundamenta la nobleza y legitimidad de la causa y la fuerza popular. Aporía socio-política, en el vano propósito de acotar la irrestricta potencia del poder y los infaustos efectos en la condición humana, bajo los auspicios del dogmático credo del humanismo moderno, los Derechos Humanos, se termina imponiendo un nuevo sistema de dominio, de alcance planetario, tan excesivo en sus atribuciones, tan abusivo en sus determinaciones, tan desmedido en su controles, tan injusto en sus limitaciones a los excesos de la vida, tan arbitrario en las restricciones a las posibilidades de la existencia, como los mismos regímenes de dominio a los cuales se intenta oponer y combate con denodado afán. El biopouvoir es el nuevo sistema de dominio global, la bioética su fundamento teo-teleológico y las bio-ideologías su credo deontológico-moral, factores sustantivos de la máquina mitológica con que operan los dispositivos de control contemporáneo, pues, “quien controla una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder”, de acuerdo con Giglioli, siguiendo a Furio Jesi. El problema toral del moderno humanismo es que, en su de­rro­ tero socio-histórico, se confundió de enemigo, pues, en principio surge como una estrategia política de oposición y resistencia a las prácticas del dominio absoluto —el despotismo de la iglesia, la monarquía y/o el Estado— y termina oponiéndose a la voluntad de poder, afirmando la debilidad como virtud existenciaria, en el 400

proceso; pervirtiéndose, a su vez, en una nueva aspiración de dominio absoluto, al amparo de un nuevo ideal deontológico-moral, la bioética. ¿Quién puede oponerse a la política regencia universal de los Derechos Humanos?, ¿quién puede resistirse a la intransigente defensa de los débiles?, ¿quién puede objetar las humanistas regulaciones de la bioética? Empero, a despecho de las nobles intenciones que orientan la resuelta defensa del débil y el tenaz combate contra toda forma de poderío, en el cual comprometen el sentido de su vida los deontológico-moralistas libertadores modernos, cierto es que la comunión humanista del inconsecuente culto a la debilidad y las correspondientes prácticas de dominio institucionalizadas, tan sólo genera la cultura de la miseria y la paranoia social, como bien se evidencia en las regulaciones bioéticas post-modernas y según parece haberlo intuido ya Rousseau —reunidas “la debilidad y la dominación, sólo engendran miseria y locura”, de acuerdo con la reflexiva perspicacia del filósofo suizo—. El ideal humanista moderno constituye la realización socio-histórica del imperativo categórico kantiano y ya evidencia el pesimista recelo paranoico contra el vigo­ roso poder que potencia las posibilidades abiertas de la existencia, de todo torquemada. Es tal el museo que lega a la histórica memoria, el humanismo moderno: el tributo a la debilidad, la vindicación de la miseria en cuanto virtud deontológico-moral, el contubernio de la indigencia en tanto objeto y paradigma del altruismo social, la menesterosa representación de la manada como lance de la revolución socio-civilizatoria, la pobreza convertida en instinto gregario. Así, entonces, ¿a dónde están los arrogantes espartanos, el colérico Aquiles, el ingenioso Ulises, el inagotable Da Vinci y/o “El Divino” Buonarroti del moderno humanismo? En la perspectiva de la debilidad como virtud deontológico-moral, el prototipo fundamental del héroe es la víctima, como bien advierte Giglioli —“La víctima es el héroe de nuestro tiempo”, según reconoce el profesor italiano, apenas en la primera línea de su libro sobre la Crítica de la Víctima—. El verdadero reto post-moderno, más que la secularización de la metafísica del pensamiento débil, es la asertiva reafirmación del 401

poder performativo, que no victimice, mutile, niegue y/o rectifique el contradictorio, indeterminado y voluble ser del ser humano, en la resolución de su onto-histórico proyecto de existencia.

XXXIX

Narciso contempla extasiado la agraciada imagen refractada en el estanque, se complace en sus bellos rasgos, incluso, queda prendado de la hermosa figura que la líquida superficie le ofrece a la mirada, pero, ¿quién es?, ¿la divinidad mirándole desde el embalse?, ¿algún extraño ser, espléndido por cierto, que, a su vez, le devuelve la mirada?, ¿quién es tan magnífico ser? La tradición construida por el pensamiento literario y los amantes del saber, sin mayor proble­ matización crítica, asume que Narciso reconoce su mismo ser, su propia belleza, en la traslúcida forma devuelta por el manantial y, en consecuencia, termina enamorándose de sí mismo, castigado por la diosa Némesis, a causa de su acendrada egolatría. Egolatría deriva del griego ἐγώ y λατρεια (ego y latria, en latín), en función de lo cual denota: “adoración de sí mismo”, “amor propio”, “egoísmo puro”, disposición aborrecida por la divinidad y, en consecuencia, pecado que debe ser sancionado, repudiado, expurgado de la humana vida, en razón de lo cual es castigado por el Absoluto, censurado por el profeta-misionero y satanizado por el rebaño, que sólo entiende de la “renuncia altruista”, en favor del “bien comunitario”. Empero, ¿acaso Dios no representa y reclama la total adoración de sí mismo, el incondicional amor propio, el egoísmo absoluto? “Ved ahora que yo, yo soy, y no hay dioses conmigo; Yo hago morir, y yo hago vivir; Yo hiero, y yo sano; y no hay quien pueda librar de mi mano”, sentencia categórico Jehová (Deuteronomio 32:39), entonces, ¿por qué el egoísmo en el ser humano, creado a imagen y semejanza del 402

Dios, es una falta? A fin de eludir los juicios sumarios, las críticas condenas y/o las dialécticas objeciones de esclavos moralistas y/o deontológicos profetas-misioneros, “excesivo” o “insuficiente” amor de sí mismo, “desmesurado” o “escaso” egoísmo, prefieren matizar los defensores del amor propio como fundamento onto-histórico de los valores deontológico-morales o éticos, según ocurre con Savater, por ejemplo (“Pero, como he dicho, a diferencia de los equívocos que se suscitaban en torno al término de ’egoísmo’, la ambigüedad del amor propio –entre el instinto de conservación y la autopromoción, entre el respeto a la propia dignidad y el engreimiento– es beneficiosa en lo tocante al uso teórico que aquí pretendo hacer de la noción”, apresura la advertencia el filósofo español, a propósito de su tesis sobre la fundamentación de los valores). Empero, dejando para líneas más adelante el problema del egoísmo, en realidad, ¿qué advierte Narciso en la imagen revelada por la fuente? Si, como pretende la tradición, el mítico joven se reconoce a sí mismo y, maldecido por la diosa, queda cautivo de su propia gracia, ¿por qué, entonces, intenta besar la imagen que el estanque le ofrece?, ¿por qué se afana en alcanzarse a través del evanescente reflejo del agua?, ¿por qué no solazarse en sí mismo, directamente, mediante la auto-exploración erótica, la auto-erotización?, ¿acaso desconoce que la imagen refractada no es él mismo?, ¿ es posible que su exacerbada egolatría, aderezada con la divina condena, le impida distinguir entre su ser propio y la imagen reflejada en la líquida superficie? La egolatría conduce hacia el ser mismo, mientras que la imagen, aun cuando propia, encauza a la exterioridad del ser, orienta hacia la otredad, testimonia la alteridad; es por eso que YAHVEH afirma su identidad ante Moisés, apelando a su propia ipseidad —YO SOY EL QUE SOY (Éxodo 3: 14)— y condena toda tentativa de representarle con cualquier clase de imagen de sí —“No os haréis ídolos, ni levantarás imagen tallada ni pilares sagrados, ni pondréis en vuestra tierra piedra grabada para inclinaros ante ella; porque Yo soy el SEÑOR vuestro Dios” (Levítico 26:1)—. “La tautología de la ipseidad es un egoísmo”, como bien apunta Lévinas. Allende falsa o verdadera, reflejada, representada, 403

ambicionada, pensada, imaginada, soñada, poetizada o socializada, la imagen siempre denuncia la inexorable tentativa de otro ser, pese a las posibles semejanzas onto-históricas que patentice. De ahí, pues, que Narciso no se enamore de sí mismo, no es el egoísmo, en sentido estricto, lo que le conduce a la muerte, como pregona la tradición establecida, sino el vano afán de entregarse a la otredad que constata la imagen, de abandonar la intimidad de su ser propio, para rendirse a la exterioridad de sí, de ceder a la fascinante seducción de la alteridad. La tragedia de Narciso, más que denunciar los peligros del egoísmo, en sentido estricto, previene contra el amor a la otredad; amar al otro conlleva el riesgo de perderse a sí mismo. De hecho, el amor de sí mismo constituye un principio bueno, porque representa la condición sine qua non de la conservación del ser propio, causa de la autonomía moral y de la consecuente orientación hacia el bien, además de que, mediado por la razón y la piedad, posibilita el establecimiento de vínculos humanos y virtuosos con los otros, de acuerdo con Rousseau. Sin embargo, la presencia del otro y las consecuentes formas de relación que se pueden tramar con éste, es la premisa necesaria de la fundamentación, legitimidad, surgimiento y vigencia de los distintos valores éticos, morales y deontológicos, de acuerdo con el teleológico pensamiento profético-misionero y la aspiración de la voluntad de servidumbre, de la manada. La relación con la exterioridad que apertura la presencia y el reconocimiento del otro, no puede ser sino deontológico-moral, ética, de acuerdo con Lévinas —“la relación [¿Metafísica?] con el exterior, no es posible sino como relación ética”, según demarca el filósofo ruso—, en cuanto sustrae al ser de sí-mismo, de la terrible soledad del egoísmo en que se encuentra confinado, al margen de la socialidad, y le emplaza en la trayectoria ontológica que puede convertirlo en sujeto. Pero, ¿quién es el otro?, ¿cómo se manifiesta la alteridad?, ¿cuál es el carácter de la relación deontológico-moral, o ética, que es posible establecer con la otredad? Grosso modo, existen tres principales formas onto-históricas de patencia de la alteridad, a saber: el Otro Absoluto, el Otro Trascendente y el otro contingente, 404

quien, a su vez, se manifiesta como el otro prójimo, el otro adyacente y el otro cosa —Dios, el Universo y el ser humano; el ser racional de la ética comunicativa, la animalidad de la bioética y el fondo fijo acumulado del pensamiento instrumental denunciado por Heidegger, de manera respectiva, verbigracia—. Cada uno de estos distintos modos de otredad puede representarse, simbolizarse, reflejarse, proyectarse e, incluso, inscribirse en el orden imaginario —como sucede con el “pequeño otro”, le petit autre, de Lacan—. Ante la patencia onto-histórica de la alteridad, el otro es negado, repudiado o reconocido, en función del modo específico como sea afirmado el ser propio, del tipo de voluntad que sustente la emergente percepción de sí mismo —el “otro me revela lo que soy, esencialmente con su mirada”, como bien sintetiza Leonardo Eiff—; en consecuencia, el otro es concebido como fundamento, riesgo, complemento, extensión o recurso de realización, determinista o performativa, de los deseos de sí; lo cual define las posibles relaciones a tramar con él. Enclaustrado en el metafísico principio de la identidad del ser, desde la misma fuente de procedencia del racional imperio del significante occidental, el pensamiento filosófico siente una profunda aversión por el otro que persiste en su otredad, por quien se resiste a renunciar a su diferencia, como bien previene Lévinas: La filosofía occidental coincide con el develamiento del Otro en el que, al manifestarse como ser, el Otro pierde su alteridad. Desde su infancia, la filosofía ha estado aterrorizada por el Otro que permanece siendo Otro, ha sido afectada por una alergia insuperable. Por ello, se trata esencialmente de una filosofía del ser: la comprensión del ser es su última palabra y la estructura fundamental del hombre… El Dios de los filósofos, desde Aristóteles hasta Leibniz, pasando por el Dios de los escolásticos, es un dios adecuado a la razón, un dios objeto de comprensión, incapaz de turbar la autonomía de una conciencia que reencuentra por sí sola el camino a través de todas sus aventuras, que regresa a casa como Ulises, quien, a través de todas sus peregrinaciones, no hace otra cosa sino dirigirse hacia su isla natal.

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Al revelarlo en cuanto ser, el otro pronto es convertido en cognado, semejante o prójimo, a fin de privarle de sus inquietantes diferencias, o cuando menos de atemperar sus amenazantes posibilidades existenciarias; reducir las distinciones ontológicas a simples desigualdades de grado, en lo posible, desvanecer las disimilitudes cualitativas. Porque admitir la presencia legítima del otro, cuestiona, interpela, disputa la legitimidad misma de la existencia propia, la pertinencia de la estructura ontológica del ente mismo. En consecuencia, el primer movimiento se propone la identificación del principio físico, metafísico y/u ontológico que relaciona a la existencia toda en una misma naturaleza u origen —la physis, el Ser, el ente y la creación, por ejemplo—; el segundo desplazamiento convierte la alteridad en semejanza, aun cuando gradual y jerarquizada —“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Génesis 1: 26)—; mientras que el tercer lance proyecta la identidad del ser propio en el otro —la razón, el carácter indeterminado y el lenguaje, entre otros, es decir, lo que hace a la esencia humana; desde donde se justifica la apreciación de Heinrich Beck respecto de que “la esencia del hombre es la misma en todos los pueblos y tiempos, y no depende de circunstancias y condiciones históricas interiores o exteriores. Por consiguiente, la medida de la moralidad es algo general, que vale exactamente igual para todos los pueblos, tiempos y situaciones”—. La relación con la otredad, con el rostro del ser del otro, en cuya patencia se advierte ya la indudable presencia del Absoluto, la relación que establece el sí mismo con el otro, en cuyo trayecto ontológico, éste afirma su propia trascendencia onto-histórica, parece ser la relación ética, por antonomasia, siguiendo los derroteros planteados por Lévinas; sin embargo, la forma concreta en que la alteridad es percibida, apreciada y convertida, determina la clase de relación deontológica, moral o ética que se establece con el otro. Aún más, el modo específico como se afirma el ser propio, el “excesivo” o “escaso” amor de sí mismo que se profese, para exponerlo en términos de Savater, también participa, de manera más decisiva, incluso, en la definición de las 406

relaciones axiológicas con la otredad. Afirmaciones débiles propician relaciones morales, afirmaciones enfermas promueven relaciones deontológicas y afirmaciones performativas generan relaciones éticas. De hecho, la singularidad del tipo de afirmación de sí, a su vez, decide la manera en que la existencia del otro es convertida, legitimada y/o significada. La voluntad de servidumbre aprecia en la alteridad posibles camaradas de esclavitud o cofrade de amos para obedecer; la voluntad pesimista-paranoica advierte en la otredad, futuros feligreses a evangelizar, probables correligionarios de dogma teleológico o factibles amenazas a combatir; la voluntad de poder reconoce en el otro, performativos envíos para acrecentar las posibilidades del ser, intensificar los lances del deseo, potenciar las vitales experiencias del existir. En el propósito expreso de trascender ociosas detracciones, relativas a que expuesto de tal modo, las relaciones éticas parecen reducirse a una simple modalidad de las relaciones instrumentales, en tanto la alteridad se presenta al guerrero como un simple medio, dispositivo o provocación del crecimiento del ser propio, resulta conveniente advertir que el sólo reconocimiento del otro en cuanto otro, en toda la plenitud de su diferencia y aún previo a cualquier acción de ambas partes, fractura ya el ontológico enclaustramiento de la identidad de cada cual, abriendo al ser a nuevas posibilidades de existencia; mientras que la incondicional aceptación onto-histórica de su otredad, en su radical distinción, dispone de múltiples trayectos ontológicos de trascendencia vital para cada uno, no sólo de construcción subjetiva, como previene Lévinas. La sugestiva irrupción del otro siempre propone, para el guerrero, la posibilidad abierta de establecer nuevas alianzas, complicidades y/o solidaridades performativas, con alternas voluntades de poder. Las relaciones del guerrero son pragmático-solidarias, no instrumentales, ni tampoco de dominio, según sucede con esclavos y profetas-misioneros. Por su parte, las relaciones del esclavo son expiativo-filantrópicas, mientras que las relaciones del profeta-misionero son pías. El siervo habita la vida como un pasionario trayecto ontológico, en cuya 407

mundana humildad, resignación y padecimiento se hace merecedor de la vida verdadera, allende las corruptas fronteras de este mundo, ¿o acaso no predicó Iesus a sus discípulos: “Bienaventurados ustedes los pobres, porque el reino de Dios les pertenece” (Lucas 6:20), o en su segunda versión, “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3)?; por ende, establece con sus semejantes, compasivas relaciones de caridad mutua; con los amos, relaciones de dependencia altruista; y con la divinidad, relaciones de sumisa devoción. El esclavo reclama del amo seguridad y de Dios indulgencia, por eso mismo renuncia a su libertad, reniega de su voluntad de poder y ofrece fervorosa obediencia; en cuanto que de los iguales, demanda caritativo contubernio y entrega fidelidad comunitaria. A su vez, el profeta-misionero atestigua la existencia como una teleológica odisea de prueba, depuración y/o purificación, que tiene por objeto alcanzar la plenitud humana y, a consecuencia de lo mismo, posibilitar el acaecimiento de la metafísica utopía: espiritual, onto-histórica y/u ontológica —el resarcimiento de la Unidad original fracturada, la instauración del Comunismo Científico o la consumación del bien supremo del ser humano, esto es: la Felicidad, por ejemplo—; pues, “la vida es un intinerario órfico, un en busca de la plenitud, en busca, en definitiva, del cielo”, como enseña el artista romántico, de acuerdo con Argullol. La voluntad pesimista-paranoica construye el Ideal del Absoluto, el Estado, la dialéctica social, el ser humano o la vida recta, a partir del cual deriva los principios nodales de la fundamentación trascendental del saber moral, el Deber, el juicio ético, los principios procedimentales de la legislación prima de las meta-normas universales y, por ende, de las onto-históricas leyes que rigen y regulan el comportamiento práctico humano (el Decálogo judeo-cristiano, la phrónesis aristotélica, el imperativo categórico kantiano, la bioética postmoderna, la ética del discurso apel-habermasiana y la Cartilla Moral de Alfonso Reyes, entre otros más). El Ideal Metafísico emplazado como principio trascendental, ahistórico y universal, dispone el trayecto onto-histórico de reformas individuales y sociales para 408

que el ser humano logre la plenitud humana y, por ende, alcance la salvación, la redención, de su sojuzgada condición mundana. “El hombre debe educarse para el bien… El creyente hereda, pues, con su religión, una moral ya hecha, pero el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general”, según acota Reyes en esta misma vertiente del pensamiento, aunque imbuido de la inspiración cristiana, o como ya había anticipado el Baron de Olbach, desde los fundamentos “no religiosos” de la “naturaleza” humana, la “sensibilidad” “basta para hacerle conocer [al ser humano] tanto lo que se debe á sí mismo, como lo que debe á los otros con quienes se halla destinado á vivir sobre la tierra… ellos [los individuos] son unos mismos en el fondo, y solamente se diferencian en la forma esterior: todos desean ser felices, aunque no puedan serlo de la misma manera (sic)”. Así, entonces, ya como pulsión religiosa, bien en cuanto disposición natural, o sea en tanto tendencia socio-civilizatoria, el utópico Ideal Metafísico opera en cuanto fin último, paradigma de reforma ontológica, criterio de juicio axiológico y regulador universal de las actuaciones humanas. De ahí, pues, que las relaciones del profeta-misionero sean, por antonomasia, de irrestricta coacción reformadora, tanto del ser propio, como del ser social de la manada; aunque en la discreta intimidad de su fuero interno, padezca la angustia existencial de la aporética resolución reformista, toda vez que si alcanza la reforma total del ser humano, conforme al Ideal Metafísico pre-establecido, perdería la auténtica condición humana —el ser desprovisto de ontológicas contradicciones axiológicas es ángel o demonio, mientras que la Comunidad Ideal de Comunicación sólo podría devenir Comunidad de Autómatas, verbigracia—, pero, si acepta la inevitabilidad de la abierta, irresoluble y contradictoria “naturaleza” humana, en el peor de los casos, la intención reformista pierde todo su trascendental sentido onto-histórico, y en el mejor de los hechos, se relativiza el Ideal Metafísico que orienta todo el proceso reformador, dado que cualquier reforma para el “mejoramiento” deontológico-moral de la conducta humana, cualquiera sea su orientación espiritual, natural o 409

civilizatoria, tendría equivalente legitimidad onto-histórica. El trágico agobio de la voluntad pesimista-paranoide, es la plena conciencia de que su resuelta vocación reformadora, no alcanza para reformar, siquiera, su propia contradicción ontológica. El problema es que el análisis axiológico, desarrollado desde la perspectiva de la socialidad, reduce la comprensión de los valores morales, deontológicos y éticos a un simple lance de regulación, control y/o encauzamiento del comportamiento humano, tanto a nivel de la metafísica definición de las leyes universales y la onto-histórica legislación de las normas contingentes, como en la dimensión de las interacciones entre estados, sociedades, colectivos e individuos, donde el egoísmo, la adoración de sí mismo, el amor propio, la pulsión de Narciso, se encuentra condenado, sancionado, repudiado y perseguido por la demiúrgica voluntad divina, el progreso socio-civilizatorio y el glorificado espíritu de manada; la relación consigo mismo, aún con sus oprobiosos remanentes egoístas, sólo se reconoce legítima cuando resulta conveniente al ordenamiento de la contradictoria naturaleza humana, según sucede con el solipsismo trascendental kantiano, en el legislativo proceso de formulación del imperativo categórico, a saber: la Fórmula de la Ley Universal, la Fórmula de la Ley de la Naturaleza, la Fórmula del Fin en Sí Mismo, la Fórmula de la Autonomía y la Fórmula del Reino de los Fines, por ejemplo. En la lógica de la socialidad, las relaciones sociales y los valores deontológico-morales y/o éticos, pretenden un carácter altruista, a favor del bien comunitario. La utopía de todas la bio-ideologías siempre culmina con el proyecto altruista del ser para los otros, donde se pretende que consuma el ser humano su plena humanidad. En virtud del ser social, de la comunidad ideal o histórica, el individuo debe renunciar a sí mismo, repudiar sus deseos particulares, sacrificar sus intereses personales, contener sus instintos propios, a fin de que prevalezca la identidad, cohesión y organicidad del tribal leviathan. La integridad y salvación del rebaño, representa el bien supremo de la sociabilidad deontológico-moral del siervo y del profeta-misionero, mientras que el mal se encarna en la búsqueda 410

del provecho propio, del favor individual, es decir, del egoísmo; en este sentido, Rand señala: el “altruismo declara que toda acción realizada en beneficio de los demás es buena y toda acción realizada en beneficio propio es mala. Así resulta que el beneficiario de una acción es el único criterio de comparación del valor moral de ésta, y mientras el beneficiario sea cualquiera salvo uno mismo, todo está permitido”. Y no podría ser de otra forma, pues, desde el momento mismo que el otro es reconocido como otro, en el propio instante que devuelve la mirada, se asume la responsabilidad de su existencia, en la devoción del absoluto, a través de la huella que se avizora en el rostro de la otredad, o en la misericordia y la caridad que se debe a la alteridad, condición prima de la relación deontológico-moral, como parece advertir Lévinas —“Desde el momento que el otro me mira, yo soy responsable de él sin siquiera tomar responsabilidades en relación con él, su responsabilidad me incumbe. Es una responsabilidad que va más allá de lo que yo hago”—. De hecho, el desinteresado altruismo por el otro define el bien fundamental de la socialidad, de acuerdo con el cosaco escritor —“El bien consiste justamente en la misericordia por el otro”—. La altruista virtud de la identidad de la tribu se sintetiza en la paradigmática actuación de los nobles, los mejores, los notables, es decir, de los áristoi (ἄριστοι), con cuyas acciones se fortalecen las comunitarias ligazones de la manada, al propio tiempo que se erigen los referentes fundamentales del Bien deontológico-moral y se orienta el encauzamiento de la reforma onto-histórica de los individuos y las comunidades humanas. Ya en la egregia figura del héroe y el prohombre, o bien en la venerable representación del santo y del mártir, sin importar demasiado la veracidad histórica de los hechos de vida, la verosimilitud de los actos realizados y la certidumbre de los valores atribuidos —pues, para la definición del ser noble. Lo que a ésta le importa, en rigor, no es tanto saber lo que de hecho la persona notable fue, sino más bien lo que de ella se cree, sea, parafraseando a Antonio Arbea, a propósito de la Atenas que describe Pericles, en el Discurso Fúnebre relatado por 411

Tucídides—, el aristos es, siempre, un símbolo del altruismo social que debe caracterizar a cada uno de los miembros del rebaño. La identidad tribal se construye en torno del carácter significante de los símbolos y la legendaria virtud de “los mejores”, en tanto símbolo de la civitas, posibilita el reconocimiento de la continuidad histórica del pacto social que fundamenta el origen y la tradición del rebaño. Al igual que el mesías renueva el pacto sagrado del ser humano con la divinidad, por su parte, el aristos restaura el pacto social de la tribu. Los símbolos se argamasan de míticas inspiraciones y el aristos no es más que el mito representacional de las aspiraciones expiativo-salvacionistas del esclavo y el profeta-misionero; lo cual cuestiona, también, la totalitaria pretensión de la voluntad pesimista-paranoica, de arraigar en la soberanía de la infalible razón, el surgimiento, selección y suscripción de los valores que deben regular la conducta social del ser humano. El mito, de ninguna forma es racional, o irracional, en todo caso, como los valores y el arte mismo, es para-racional, se constituye allende las márgenes de la razón. En cuanto mítico símbolo de la virtud social, el incuestionable altruismo de los notables dispone la clase de interacciones que deben prevalecer en la relación del individuo con los otros, con cada uno de los miembros de la tribu y con la totalidad de la propia manada, a riesgo de resultar “inútil”, estéril, para su permanencia y progreso socio-civilizatorio, en el devenir onto-histórico —“Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad”, según previene Pericles, la conducta cívica ateniense—; por consecuencia, se opone al egoísmo, al individualismo egocentrista. El piadoso amor al otro, a la polis, a la patria, debe prevalecer por sobre el insumiso amor de sí mismo. “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país”, sentencia John F. Kennedy, en su investidura como trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, el 20 de enero de 1961. De ahí, entonces, que a los valores deontológico-morales, en tanto principios, leyes y/o normas sociales, se les atribuya la función sustantiva de regular y 412

encauzar las conductas en la sociedad, del tribal leviathan. Pero, a despecho del profético pensamiento misionero, tal función es un simple efecto de superficie, una consecuencia derivativa. Si bien es cierto que todos los valores morales, deontológicos y éticos tienen un indiscutible carácter social, y sólo pueden hacerse patentes en el onto-histórico acontecer mundano, a través del comportamiento individual y/o colectivo, dentro de las prácticas político-culturales, socio-económicas, mítico-étnicas, eróticoafectivas, místico-religiosas y estético-artísticas, entre otras, del corpus de la sociedad —ya sea en consonancia, correspondencia y conciliación, o en cuanto discrepancia, oposición y resistencia a los valores predominantes en el sistema de dominio vigente—; también es verdad que la conducta humana se deriva de las formas específicas del sentir la vida propia, del significar la existencia misma. La voluntad abatida por el sentir de la fragilidad de la vida, expuesta al exceso de las mundanas fuerzas de la intemperie existencial, produce formas de significación débiles, serviles, y sólo se siente a resguardo en la mesurada contención de los valores morales de la tribu; por su parte, la voluntad agobiada por el infausto testimonio de la trágica finitud de la experiencia vital y de la exasperante impotencia de la volición humana para imponerse sobre los derro­teros del onto-histórico destino, ante la inconmensurabilidad del absoluto y la categórica potencia de la voluntad del Demiurgo, genera modos de significación paranoide, pesimistas, enfermos de la nostalgia del retorno, la cual sólo puede fugarse de las inclementes determinaciones del mundo, mediante las teleológicas abstracciones de los valores deontológicos de la utopía (la res-pública platónica, la mayoría de edad kantiana, el leviathan hobbesiano y la comunidad ideal de comunicación apelhabermasiana, por ejemplo); a su vez, la voluntad inspirada por las abiertas posibilidades onto-históricas que le propone la existencia, arrojada en un cosmos desfundamentado, indeterminado y ausente de cualquier metafísico propósito, explora disposiciones vitales, performativas, emergentes y pragmáticas de significación existenciaria, convirtiendo las impertérritas contingencias de la vida, en actos 413

de afirmación de sí, lances de individuación, trayectos ontológicos del instinto egoísta, a través de los éticos valores del élan d’excès. Aunque, conviene advertir, que el egoísmo de la singularidad, no es una pulsión exclusiva del individuo, como tampoco es contradictorio del sentir comunitario, pues, de hecho, los notables proyectos socio-civilizatorios se han afirmado en el devenir onto-histórico, sobre el egoísta instinto de individuación, aun cuando las tribales estructuras que las crean, se conformen por manadas de siervos, augustos profetas-misioneros y transgresores guerreros –como es el caso de Egipto, Grecia, Roma, China, Mayas e Incas, verbigracia—. En la antagónica pulsión de la Metafísica Binaria de Oposición, el egoísmo se atribuye al enquistamiento del individuo y, por ende, se contrapone al descentramiento del altruismo comunitario, persona versus sociedad; sin embargo, en la pragmática existenciaria no existen radicales antagonismos onto-históricos, ni tampoco contradictorias exclusiones axiológicas. Las relaciones sociales no se reducen a la abierta interacción con un alter ego, del cual se asume piadosa responsabilidad, según pretende Lévinas, entre otros, sino que también la relación consigo mismo, con cada una de las diferentes dimensiones constitutivas de su propio ser, representan una forma particular de interacción social. El carácter multidimensional, abierto y plural de la ontología humana, dispone que el individuo sea otro para sí mismo y, en consecuencia, se perciba, actúe e interaccione con su propia alteridad, tanto a nivel de la meta-conciencia de sí, como en el ámbito del advenir deseante deseo, instintivo instinto. El individuo es en sí y otredad, al propio tiempo, en el lance de la existencia; unidad y pluralidad contingente, el ser humano es legión, como producto de la conciencia de posibilidades existenciarias. Ante el Dios, la falta humana radica en el irrebatible reconocimiento de que el individuo es multitud, heterogeneidad, pluralidad, que contradice la idéntica Unidad Absoluta de lo divino, no en la presunta posesión demoníaca que denuncia el profeta-misionero. La persona puede ser egoísta consigo misma, en la dimensión intelectivo-cognitiva, y altruista en el plano erótico-afectivo; de manera correlativa, la 414

sociedad puede detentar un vasto culto a sí misma y, en la propia disposición onto-histórica, dispensar un integrativo altruismo sociocivilizatorio con los pueblos coetáneos, aun cuando sea mediante el dominio económico-político-militar, como sucede con Roma, por ejemplo. La adoración de sí mismo y el interés desinteresado, al igual que la afirmación individual y el sentido comunitario, no son extremos antitéticos de la vida, en el pragmatismo existenciario, sino posibilidades de significación vital. Las posibilidades existenciarias y axiológicas se contradicen y complementan, se alían y disocian, se afilian y diferencian, en función de cada emergencia onto-histórica. Los revolucionarios sociales evidencian, con mayor claridad, esta compleja comunión de valores diversos: deontológicos en el impulso del progreso socio-político, morales en la ligazón de la manada y éticos en la performativa afirmación de su identidad onto-histórica (“En eso no había alternativa. Nosotros escogimos el único camino honrado, el único camino leal que podíamos seguir con nuestra patria…: Ese era el camino que tenía que seguir la revolución: el camino de la lucha antimperialista y el camino del socialismo… No hay una sociedad con más valores morales que los que ha alcanzado esta sociedad nuestra al cabo de 21 años de revolución, con un sentido de justicia, con un sentido de honor, con un sentido de dignidad, con un aprecio y una admiración por el mérito, por el trabajo, por el sacrificio… No he sido nunca ni soy comunista, si lo fuese tendría el valor suficiente para proclamarlo”, aduce categórico Castro, en tal vertiente). De ahí, entonces que en el individuo, como en la comunidad, operen también regulaciones deontológico-morales y/o éticas de la conducta social. Moral individual, deontología particular, ética propia. Pero, en sentido estricto, los valores por sí mismos, en su más íntima propiedad, no conforman pautas de conducta humana, normas de comportamiento social, patrones neuronales de deseabilidad ontológica y/o síntesis sociohistóricas de las representaciones axiológicas del Bien y del Mal, de acuerdo con las metafísicas intenciones de las diversas corrientes del pensamiento pesimista-paranoico y de la vocación de servidumbre; 415

por el contrario, son disposiciones de significación existenciaria que orientan el devenir onto-histórico de las abiertas posibilidades de afirmar la identidad propia, ya como ser individual, o bien en cuanto ser social. En realidad, las leyes y normas sociales derivan de la formalización de los valores, no constituyen el fundamento de estos, conforme advierte la reflexión teleológica; mientras que los comportamientos sociales, no sólo trascienden el encauzamiento de las reglas vigentes, sino que responden al sentir contingente de la vida, al caótico advenir de la existencia. Las leyes establecidas por el Demiurgo, mundano o trascendental, y aun los mismos valores son subvertidos de continuo, merced a las circunstanciales emergencias de las experiencias vitales. Me afirmo y me niego, porque estoy vivo, parafraseando a Sartre. Arrojado en un mundo carente de cualquier tipo de fundamento, estando dios moribundo, muerto o ausente, y despojado el devenir onto-histórico de toda predestinación trascendental, como bien anticipan Norbert Elías y el evolucionismo moderno —“el proceso civilizatorio individual, así como el social, se lleva a cabo en gran medida de un modo ciego… La historia de la vida no muestra un rumbo definido, no tiene dirección ni sentido”, según concluye el sociólogo alemán—, entonces, ¿qué significado detenta la existencia misma?, ¿qué valor entraña la vida?, ¿qué sentido comporta el vivir?, ¿qué propósito tiene cualquier clase de actuación? A fuerza de honestidad ética, que no deontológico-moral, el existir, la vida y la actuación comportan todos los propósitos onto-históricos posibles, todos los probables sentidos existenciarios, todos los factibles significados vitales, todos los oportunos valores sociales…, ¡y ninguno! Los valores son formas de significar la existencia propia y se sustentan en los modos particulares de sentir la vida, ante las descomunales e impertérritas fuerzas de la mundana intemperie, no simples medios de regulación del comportamiento social humano, según pretenden los pastores y profetas-misioneros; en virtud de lo cual, la manera específica como se afirme el ser mismo, determina los significados, sentidos, propósitos y valores del existir propio, en el plano individual 416

y en la dimensión comunitaria; tan vastos como las performativas posibilidades de ser, tan pobres como el grado de contención del élan d’excès vital que produce el miedo a vivir. De facto, el modo concreto de asumir el ser propio, la vida misma, frente al caótico acontecer mundano, define el tipo de relación social que se trama consigo mismo y con la inquietante alteridad, pero, no a la manera de la reductiva pulsión de semejanza que entraña la famosa “Regla de Oro”, en la vertiente del desarrollo moral piagetiano-kohlbergiano, por mencionar una de las más representativas corrientes al respecto, ni tampoco a guisa de la pía responsabilidad del otro que propone Lévinas, por ejemplo, sino, por el contrario, en cuanto proyección onto-psicológica de la forma particular de sentir la fuerza vital y la correspondiente posición existencial que se auto-asigne, la voluntad de poder, en el mundo. En el sentir moral, el sí mismo y la otredad representan, siempre, una latente amenaza a conjurar, mediante la conversión en prójimo, la integración comunitaria y/o la exclusión onto-histórica; mientras que en el sentir deontológico, ambas entidades constituyen un gravamen a la existencia, que debe afrontarse con piadosa responsabilidad, estoica obligación e intransigente reforma ontológica; por su parte, en el sentir ético irrumpen como indeterminadas posibilidades de inspirar relaciones abiertas de exce­ der al ser, intensificar la experiencia de vida y potenciar el deseo. La metafísica Regla de Oro —“Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes. De hecho, esto es la ley” (Mateo 7:12)—, detrás de sus dos formas básicas de encauzamiento moral, a saber: trata a los demás como desearas que te tratasen a ti y no hagas a los demás lo que no desearas que te hicie­ ran a ti, en su falaz reciprocidad empática, esconde dos recónditos temores del rebaño, tales son: el miedo a la injusticia onto-histórica, es decir, que después de la expiativa mansedumbre del esclavo no se le reserve retribución alguna, que su devota sumisión no obtenga la recompensa prometida, y el pavor a la exasperante impotencia de cobrar la justa venganza, la conveniente revancha, ante el impune agravio del siniestro poderoso; estas enquistadas aprensiones generan 417

el profundo resentimiento que sustenta la filantrópica moralidad del siervo y, consecuentemente, su fanática demanda del control social. El rol de víctima onto-histórica que asume el esclavo, hace de todo posible ser, absoluto o contingente, responsable de su mísera condición y, por ende, obligado donador de altruista misericordia. El esclavo es el principal demandante y el partidario más ferviente de las prácticas de dominio. Pero, el arraigado horror de la manada no se supera con la sustitución de la consagrada Regla de Oro por la legendaria Lex Talionis, el clásico “ojo por ojo”, de la denominada Regla de Plata que sentencia categórica: “trata a los demás como los demás te tratan”, pues, en la aparente osadía de su reclamo, se embozan dos recelos básicos, estos son: el resquemor de que la retribución se convierta en represalia y el atávico temor de que se le impute la responsabilidad de sus propios actos. El esclavo rehúye cualquier forma de responsabilidad existenciaria, por eso mismo, siempre demanda el trato piadoso de la divinidad, del amo y de sus semejantes, que le sustraiga de ser tratado como anhela, en las ocultas honduras de su miedo, tratar a la alteridad, semejante o extraña, y más aún, que se le exija responder al trato de que es objeto por el resto de sus congéneres; el profeta-misionero, por su parte, convierte la libertad en un deber que se manifiesta en la responsabilidad de sí mismo —el “cuidado de sí”, en los griegos, de acuerdo con Foucault, o el “deber para con el propio querer”, siguiendo la vertiente dispues­ ta por Savater— y en la responsabilidad del otro, según propone Lévinas, a través de cuya teleológica estrategia emboza el miedo de abrirse a las indeterminadas provocaciones del deseo y al abierto acontecer del mundo. A su vez, la implantación de la discutible Regla de Platino —“trata a los demás como les gustaría ser tratados”—, tras de su empática filiación, oculta la violencia del sometimiento deliberado al deseo del otro, la subordinación intencional a la apetencia ajena. Al pensamiento pesimista-paranoico no le es suficiente con el auto-vasallaje, con el auto-sacrificio, sino que, además, exige la obediencia comprometida, el sacrificio voluntario. Es inmoral el altruismo interesado, anti-deontológica la razón interesada. 418

Pero, aun cuando siempre sociales, de ninguna manera los valores provienen de los modos específicos de asociación del yo consigo mismo y/o con los otros egos que se encuentran arrojados en el azaroso e impertérrito suceder del mundo, ni tampoco representan simples pautas, nomotéticas o deliberativas, de comportamiento societal, todo lo contrario, su fuente de procedencia es la potencia vital que fundamenta el sentir, individual y colectivo, de la existencia, del poder subyacente en la voluntad de existir, en cuanto formas onto-históricas de significación de la vida, en lo general, y de los hechos concretos del vivir, en lo particular. El mismo fenómeno ontohistórico, por trágico que éste sea, puede representar un ominoso presagio para el esclavo, justa amonestación de la divinidad para el profeta-misionero o cierta oportunidad estratégica de afirmación performativa de la propia voluntad de poder para el guerrero, conforme al sentir débil, enfermo o vigoroso de cada cual. El significado propio que se otorgue a la vida, el sentido mismo que se le asigne a la existencia, define la singularidad del tipo de relación social con el ego de sí y con la perturbadora alteridad, así como la clase de conducta societal correspondiente. La vida sentida como destino de tragedia, en términos de Rodríguez Adrados, es decir, en tanto proceso de expiación mundana de la caída original, por fractura o pecado primigenio, dispone significados, relaciones y comportamientos sociales de carácter moral; por su parte, la existencia asumida en cuanto terrena odisea de redención onto-histórica, por divina absolución o dialéctica resolución socio-civilizatoria, determina sentidos, interacciones y conductas sociales de clara orientación deontológica; mientras que la vida apropiada en tanto abierta posibilidad de afirmar performativamente el deseo de ser, aunque desfundamentada y carente de cualquier dirección trascendental, propone lances de significación, asociación y actuación social de naturaleza ética. Los comportamientos sociales son el reflejo de los valores que sustentan la pragmática vital de los individuos y las comunidades, no el ritualizado encauzamiento de las formales regulaciones deontológico-morales. Y la significación de la existencia, la 419

atribución de sentido a la vida, individual o colectiva, es un acto de afirmación singular de la voluntad de poder del ser, por antonomasia, esto es, una performativa acción de la pulsión egoísta; pero, no a la clausurada manera del conatus espinosista sobre la indefinida perseverancia en su ser (humano) del individuo, como parece reconocer Savater —“la ética no quiere otra cosa que la realización más inatacable de lo que el sujeto ya es, aunque buena parte de este ser permanezca aún en el grado ontológico de posibilidad prefe­ rible”, plantea el filósofo español en consonancia—, bien en cuanto atribulada resignación de ser uno mismo, conforme a la inapelable previsión demiúrgica, divina, kármica o socio-histórica de la vo­ luntad de servidumbre (“orientándose hacia sí mismo, queriendo ser él mismo, el yo se sumerge, a través de su propia transparencia, en el poder que le ha planteado”, establece Søren Kierkegaard, al respecto), o ya en tanto metafísico ideal antropológico a realizar mediante la conquista onto-histórica de la excelencia, virtud, de­ puración y/o superación de la contingente condición humana, de la voluntad del deber —el “hombre, dirá Zaratrustra, es «un tránsito y un ocaso»…, al hundirse en su ocaso, como el sol, pasa al otro lado… Y «pasar al otro lado» es superarse a sí mismo y llegar al superhombre”, sentencia Nietzsche en tal tenor—, sino más bien como la apertura vital del ser, de la voluntad performativa, a las diversas posibilidades de existencia que le propone el deseo, en su incierto encuentro con las intemperantes fuerzas de la mundana intemperie; pero, aunque no, desde luego, en cuanto simple reducción a las opciones preferibles, favorables o convenientes del ser, en todo caso, como abierta experienciación de las probabilidades de existir, a veces, aun a contracorriente del mismo perseverar del ser o de la afirmación del propio deseo —como lo sintetizan las arquetípicas figuras del guerrero trágico y el guerrero romántico, Aquiles y Cyrano de Bergerac, por ejemplo—. En el origen de la conciencia de sí, de la afirmación humana misma y de su significación onto-histórica en el orden mundano, se encuentra la más pura expresión del egoísmo; el cual no es contrario 420

de la relación solidaria y la pulsión altruista, según parece prevenir ya Savater: “no hay solidaridad ni altruismo efectivo que no partan del más primario egoísmo”, como tampoco el instinto de individuación se opone al impulso gregario. El egoísmo es propio del individuo, tanto como de los colectivos sociales, de las comunidades locales y de las sociedades, en lo general; de hecho, representa un factor sustantivo de la integración social, la construcción identitaria y la conformación del proyecto socio-histórico de civilización. Ya como cerrada afirmación de la “identidad histórica”, o bien, en cuanto, defensa socio-civilizatoria del “estilo de vida” alcanzado, el egoísmo argamasa las interacciones societales que organizan al sistema social. Las cumbres del pensamiento humano comparten con los grandes creadores, las culturas sofisticadas, los pueblos dominantes, la divinidad y, aun, los anónimos mezquinos, el mismo impulso egoísta de individuación; la diferencia sustantiva entre cada una de estas diversas disposiciones de individuación no es deontológico-moral o ética, ni de mayor o menor correspondencia con la excelencia o la plenitud del ser, como tampoco del grado de intensidad en la perseverancia de la existencia, sino de las posibilidades onto-históricas de afirmación performativa del egoísmo. Si bien es cierto que la sociedad no se define por la simple sumatoria de los individuos que la integran y menos todavía se estructura como un cierto superlativo ser humano, a la manera de la res-pública platónica, también es verdad que en tanto comunidad humana, equivalentes disposiciones de vitalidad, afirmaciones performativas, impulsos de individuación, formas concretas de sentir la vida, modos de significación existenciaria y fuerza de voluntad, entre otros aspectos, participan en la definición de sus actuaciones onto-históricas. En sentido estricto, la sociedad es un ser colectivo con propiedades ontológicas, facultades de intervención onto-histórica, sensibilidades existenciarias, formaciones axiológicas e instintos de vitalidad, entre otros, cualitativamente distintas a las características propias de los individuos que la conforman; lo cual explica el predominio de sociedades guerreras integradas por fervientes siervos, sociedades 421

profético-misioneras compuestas por guerreros y sociedades esclavas constituidas por profetas-misioneros, destacando sólo tres de sus posibilidades onto-históricas (tal es el caso de la sociedad japonesa, la sociedad mexica y la sociedad judía, de manera respectiva, verbigracia). No persiste una relación de continuidad entre la sociedad y el individuo, pero, aunque entidades distintas, tampoco prevalece una determinada correlación antagónica u opuesta entre ellas. El acontecer del cosmos, sin demiúrgica causa, ni teleológico sino, como la vida misma, deviene de las condiciones de posibilidad y de los factores emergentes de probabilidad existenciaria, que no de las resoluciones de identidad, síntesis, unidad, contradicción y/o exclusión ontológico-formal, según pretende el teológico pensamiento de la Metafísica Binaria de Oposición. Las relaciones emergentes de continuidad, incoherencia, correspondencia, discrepancia, concordancia y/o contradicción moral, deontológica y ética entre la sociedad y el individuo, son posibles, probables, no necesarias, como tampoco inmutables, eternas y universales. En cuanto formas de significación vital de la existencia, los valores son onto-históricos, contingentes y particulares a los individuos, co­ lectivos y/o sociedades que los afirman. En realidad, detrás de toda la parafernalia formalista y racional reflexión filosófico-metafísica, con todas sus teleológicas entidades ideales, predomina un espurio impulso de dominio del élan d’excès de la vida individual y social, por eso mismo, su insistencia en el gobierno, control y regulación de los instintos de sí y de los lances onto-históricos de la sociedad. Parafraseando a James Joyce, bien es posible afirmar que no hay herejía, ni pulsión tan odiosa para esclavos y profetas-misioneros como el instinto de la vida excesa. La verdadera ética no aspira al dominio de sí, ni de los diversos agentes que conforman al sistema social, sino a la exploración performativa de las posibilidades de trascender el propio ser.

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XL

El derecho a la vida es el derecho fundamental del ser humano, inviolable y sin excepción posible de condición social, raza, género, cultura, religión, edad, salud, etc., “inherente a la propia naturaleza humana”, según parece reconocer Alberto Pacheco Escobedo; principio constitutivo del sustento y generador de cualquier otro derecho factible, de acuerdo con el lance onto-histórico de la tradición humanista moderna; pero, en la misma pulsión de reafirmación de la voluntad y singularidad de lo humano en sí, a su vez, resulta pertinente preguntarse: ¿acaso también se dispone y reconoce del irrenunciable derecho a la muerte? La vida es contingente, finita y opcional, sin embargo, por su parte, la muerte es inequívoca, definitiva y categórica —“la vida no se puede robar para que vuelva al hombre”, exclama airado Aquiles, en este sentido (Canto IX, 308)—; más allá de cualesquiera teleológica esperanza y de toda promesa tecno-utópica, la única apodíctica certeza de la mundana existencia es la trágica inevitabilidad del fatum de la muerte. Al final, la propia divinidad ha de entregarse al ineludible amparo de la muerte. Temida, negada, repudiada, ignorada o postergada, la muerte es el límite existencial del propio universo y, aun, de la posible demiúrgica creación misma. La existencia sólo es un paréntesis en la nada. El suceso de vivir es renunciable, recusable, tanto para individuos, como para colectivos y comunidades, todavía más, es un fenómeno que puede ser expoliado, enajenado y administrado institucionalmente por el Estado y, de forma arbitraria, por impulsos, pasiones e intereses particulares —la pena de muerte, el genocidio nazi y la limpieza étnica; la ejecución terrorista, el asesinato político y el homicidio pasional, verbigracia—; mientras que, pese al optimismo humanista moderno y el medroso imaginario científico-tecnológico y bio-ideológico postmoderno —“el hombre nuevo nacido de la revolución podría superar incluso la muerte por medio de la 423

ciencia y la técnica”, según la jovial apuesta de Nicolai Fedorov, de acuerdo con Negro—, el hecho de morir es inapelable, irrecusable, irreversible y de ningún modo es posible su despojo o transferencia —“Nadie puede tomarle al otro su morir… El morir debe asumirlo cada Dasein por sí mismo”, como bien afirma Heidegger, en tal pers­ pectiva—. Al igual que la libertad misma, nadie más puede habitar la propia muerte. Empero, con el arraigo del culto a la debilidad, en cuanto virtud deontológico-moral, de la percepción de la vida en tanto odisea expiativo-redentora y de la teleológica atribución de la felicidad como fin último de la existencia humana, que ha traído consigo el moderno humanismo de pastores y profetas-misioneros, se pervierte el lance onto-histórico del inalienable respeto al instinto humano de vivir, sobre todo ante el posible dominio institucional del Estado, en que se cimenta el actual principio del derecho a la vida, para trastocarlo en el absurdo deber de vivir, en la teleológica obligación de vivir, como anticipa ya la filosófica reflexión del maese Kant, confirma la poética clarividencia de José Martí, luego, y se convalida, después, en el lance de la reflexiva teológico-jurídica de Pacheco Escobedo —“conservar cada cual su vida es un deber, según determina el filósofo prusiano; los versos no se han de hacer para decir que se está contento o se está triste, sino para ser útil al mundo, enseñándole…, que la vida es un deber, de acuerdo con el poeta cubano, o que es necesario también señalar que el hombre no sólo tiene derecho a vivir, sino también la obligación de vivir”, como acota el sacerdote mexicano—. La comprensión moderna de la vida humana, reduce el fenómeno de vivir al simple reconocimiento formal de los mecanismos que operan en el funcionamiento sanitario-patológico de los procesos psico-biológicos de la experiencia vital, despojados de cualquier resabio mítico-mágico, religioso-espiritual, místico-poético, etc., a riesgo de acusar una existencia enferma —de la nostalgia del pasado, de las funciones neurológicas, las relaciones empáticas o las regulaciones corporales, por mencionar algunas de las más importantes al respecto—, en razón de lo cual, se desplaza a los 424

filósofos de la dilucidación de su singularidad y disposiciones ontológicas, para recentrarse en la subjetiva y/o positiva explicación de los agentes confesionales de la salud pública, es decir, de médicos, psicólogos y psicoanalistas, entre otros. Así, el derecho a la vida se materializa en el deber de preservar funcionando la máquina psicobiológica, en la histeria por la conservación de la salud, a fin de “prolongar la vida como mera vida a cualquier precio”, de acuerdo con Han, aun cuando enclaustrada en invisibles muros de valores bio-éticos, psicológicas aprehensiones y profilácticas protecciones socio-jurídicas, o en definitiva, confinada en sanitarias capsulas protectoras y/o encadenada al monótono siseo de “tecnológicas maquinarias”, al margen ya, incluso, de todo posible deseo —la “obligación de vivir incluye por necesidad la obligación de curarse, o sea de conservar la salud, o de recuperar ésta”, explana Pacheco Escobedo en tal ver­tiente de pensamiento—. Los “de­seantes seres” que reconoce Lacan, se resuelven, ahora, en mecánicos procedi­ mientos psico-biológicos. El inequívoco resultado de este espurio impulso humanista, en el que se emboza el atávico temor a la nada que comporta la muerte, es la multiplicación exponencial de los muertos vivientes, de los cadáveres de corazón latiente, los difuntos en animación suspendida y los finados que hablan (el konopaf, en la tradición del Senegal, de acuerdo con Louis-Vincent Thomas), quienes invaden, corrompiendo, el instinto vital, el élan d’excès, de todas las dimensiones de las postmodernas sociedades. El torquemada postmoderno renueva sus afeites con la deontológica defensa de la vida, pero conserva el mismo odio pesimista contra todo exceso de vivir, en cuyo instinto vital la muerte representa, sin embargo, una posibilidad de ser —“una posibilidad de ser de su ser”, o mejor aún, la “muerte es una manera de ser de la que el Dasein se hace cargo tan pronto como él es”, según bien explica Heidegger; morir “significa: «’Yo soy’, es decir, llego a ser mi yo más propio»”, reitera Han en la misma lógica de comprensión—. No parece haber escape alguno a la obligación, a la histeria del deber de la vida; ni al individuo, en lo particular, como tampoco 425

a la sociedad, en general, se le reconoce el derecho a la muerte, salvo en cuanto piadoso acto, filantrópico amparo, de “liberar” del sufrimiento, de la agonía irremediable, del padecimiento insanable que puede aquejar al ser humano, o como vendetta institucional contra los victimarios. Transfigurado el derecho en deber, en obli­ gación, la vida se convierte en agobiante condena y la muerte se advierte disfuncionalidad psico-biológica, en otras palabras, se le despoja de toda posible vitalidad; impulso opuesto e irreconci­ liable con el instinto de vivir, pulsión autodestructiva que tensa la experiencia de vida, conforme propone la dialéctica binaria de oposición —“instinto de autodestrucción”, presente en todo ser humano, “deseo de matar, deseo de ser matado y deseo de morir”, en cuanto principios esenciales del comportamiento suicida, en la lógica de explicación de Karl Menninger—; Thánatos versus Eros en la perspectiva del psicoanálisis freudiano, verbigracia; el primero como impulso de “devolver la vida orgánica a su condición inorgánica” y, el segundo, en tanto impulso de “aglutinar e integrar todos los elementos constitutivos en su unidad orgánica”, según explica Bowker, siguiendo el pensamiento freudiano. En consonancia con esta pesimista pesadumbre existencial, adviene oportuno el poético lamento del vate español, León Felipe: ¡Qué pena si esta vida nuestra tuviera —esta vida nuestra— mil años de existencia! ¿Quién la haría hasta el fin llevadera?

En la dialéctica comprensión de la Metafísica Binaria de Oposición, que predomina en la reflexiva del pensamiento racional de Occi­ dente, Thánatos representa el antitético polo extremo de Eros, pulsión de muerte (lebenstrieb) que devasta paulatinamente la pulsión de vida (todestrieb), del deseo de vivir, “ánimo impotente” que se opone al conatus, a la “perseverancia en el ser”, siguiendo a Spinoza. Sin opuestos dualismos que se resuelvan de manera exclusa o sintética —metafísica parmenideana y metafísica hegeliana, de 426

forma respectiva, verbigracia—, no existe filosofía, ni ciencia, ni tampoco disciplina alguna del conocimiento formal. La existencia humana se desarrolla en la tensión de este metafísico dualismo deontológico-moral. Así, parafraseando a Carolina Serrano Barquin, et al., bien es factible afirmar: un ser erotizado aspira a la vida, a la creación; mientras que un ser deserotizado, thanatizado, en sufrimiento procura su muerte, la destrucción de sí. La penuria psicológica y la falencia biológica son las causas principales del ser deserotizado, de la pulsión de muerte. No hay, pues, instinto vital en la avidez de la muerte, en el anhelo de la nada; la vida crea, la muerte destruye, no hay conciliación posible en la resolución dialéctica de tales pulsiones antagónicas; a no ser que el impulso vital, el erotismo, derive en cuanto reacción desesperada ante la angustiosa conciencia de la muerte, como parece reflexionar Georges Bataille —“es debido a que somos humanos y a que vivimos en la sombría perspectiva de la muerte el que conozcamos la violencia exasperada, la violencia desesperada del erotismo”, según acota el antropólogo francés—, en el sicalíptico intento de reparar los destructivos estragos de la muerte, a través del nacimiento, de la reproducción. Si al ser humano le resulta imposible la vida eterna, la inmortalidad, dispone, para vencer a la muerte, de la progenie para prolongar el impulso vital de su existencia en el mundo, mediante la continuidad de la especie. El individuo muere, pero el ser humano prevalece. Memoria genética, memoria genealógica. En la azarosa contingencia mundana, la inapelable certidumbre de la muerte provoca el intemperante deseo de conservar la vida, dilatar de forma indefinida su permanencia en el tiempo; pulsión de trascendencia existenciaria, bien en cuanto herencia genética, ya como legado ontohistórico. En cualquier caso, la binaria oposición se conserva: Eros significa la pulsión de vida, creación y orden; en tanto que Thánatos constituye la pulsión de muerte, destrucción y entropía. A consecuencia de que simboliza la funesta destrucción de la vida, y también del entorno donde se reproduce, la muerte es despojada de todo resabio posible de vitalidad, de cualquier probable sentido de trascendencia 427

existenciaria; en virtud de lo cual, la aspiración de nada, el deseo de morir, no puede denotar sino un patológico instinto autodestructivo, espíritu atribulado, cuerpo doliente, ser deserotizado, que precisa, demanda, exige ser reconfortado, rehabilitado, sanado, a través de los recursos y dispositivos médico-terapéuticos dispuestos para tal efecto. El anhelo de morir tan sólo acusa un mórbido deseo suicida, impulso de matar, pulsión de ser matado, conforme pretende la explicación de Menninger. Pero, toda vez que el derecho a la vida es inherente a la naturaleza humana, de acuerdo con Pacheco Es­ cobedo, entonces, cualquier atentado contra la vida del ser humano, sin importar la etapa en que se encuentre, y aun proveniente de sí mismo, ocasiona un auténtico ambiente de agravio e inseguridad para la humanidad entera —“cuando no se respeta el derecho a vivir…, todos los vivientes están en alguna forma menos seguros de que se respete su derecho a vivir”, de acuerdo con el sacerdote mexicano, a propósito del debate sobre el aborto—, puesto que todo individuo tiene la obligación moral, el deber deontológico, de respetar, defender y conservar la vida, sin excepción alguna, ni condición ninguna. De esta forma, la muerte se proscribe y el derecho a la vida se transforma en el deber de vivir, en la obligación de preservarse vivo. En efecto, la imposición deontológico-moral del deber de vivir, de la obligación de mantener funcionando la máquina psico-biológica que es el ser humano, no sólo comporta la sistemática corrupción de la vida que se pretende, a ultranza y de manera artificiosa, defender —pues, “la vida no se reduce a la existencia, a la existencia del cuerpo con sus ritmos biológicos, circulación de sangre y pulso de corazón”, como bien acota Málishev—, sino que también deforma y degrada el sentido onto-histórico de la muerte, más allá de las transformaciones socio-históricas descritas por Foucault, a consecuencia de la acción de los dispositivos anatómico-disciplinarios y político-sanitarios implicados en la conformación, arraigo, desarrollo y expansión del sistema de dominio del biopouvoir. De hecho, en sentido estricto, la histórica conquista del derecho a la 428

vida, de ninguna manera ha significado una mayor emancipación del ser humano, según prometen los teólogos del progreso sociocivilizatorio, sino su sometimiento a nuevas prácticas de dominio (invisibles, líquidas, micro-físicas), cuyo objeto es la regulación, administración, adies­tramiento, intensificación, ajuste y economía de la vida misma, tanto a nivel de los cuerpos individuales, como en la dimensión del cuerpo social —toda “una tecnología de poder centrada en la vida”, según sintetiza el filósofo francés—; prácticas de dominio sustentadas en un instrumental código deontológicomoral, camuflado de filantrópica custodia de la vida, de trascendencia universal y de rizomática proliferación normativa —que engloba desde la regulación de los servicios médicos hasta la protección animal, pasando por el control natal y la producción de alimentos, por ejemplo—, donde la muerte deja de ser una posibilidad de trascendencia vital, de afirmación de la voluntad de poder, de exceder los límites de la experiencia mundana, de estar-entero en el mundo, según propone Heidegger, sin anestesias metafísicas, ni teológicas evasiones, para convertirse en cierta “anomalía”, un “escándalo anómalo”, como lo denomina Málishev, una determinada “insuficiencia”, una evidente “disfuncionalidad”, un “inadecuado funcionamiento”, un “fallo ontológico”, reminiscencia de arcaicas metáforas, como refiere Morin —“«metáforas» arcaicas que interpretan el hecho de morir como una enfermedad, un accidente ancestral que se ha hecho hereditario, un maleficio infringido por un brujo o un dios, un fallo o un mal”—, en otras palabras, un estado patológico que afecta el justo operar de la máquina psicobiológica en que ha derivado la comprensión positivo-racional del ser humano —porque “no es normal estar muerto hoy día… Estar muerto es una anomalía impensable… La muerte es una delincuencia, un extravío incurable”, como bien recupera Jean Baudrillard—. La muerte ya no deviene más de las posibilidades de ser del ser, sino de la enfermedad psicológica, de la enfermedad biológica, o de la mórbida conjunción de ambos trastornos patológicos en la “recta” vitalidad humana; la propia muerte es percibida como una 429

suerte de “mal, todavía, irremediable”, de una “enfermedad, aún, incurable”. En tal perspectiva, el instinto de muerte, la aspiración de nada, tan sólo denuncia una enfermiza pulsión auto-destructiva, una insana propensión auto-desvalorativa, una nociva baja autoestima, desde luego, síntomas evidentes de una psiqué enferma —la muerte “nadea”, disuelve, corroe, apunta Johann David Wyss, de acuerdo con Niklas Bornhauser y Herbert Csef—; Thánatos emplazado en cuanto deseo patológico de claudicación existencial en la obligada lucha por la vida, signo inequívoco de la derrota humana en la milenaria pretensión de someter, o por lo menos de adecuar, la impertérrita contingencia mundana, a su voluntad y necesidad, en síntesis, de transformar al cosmos en ecúmene —la casa del ser humano—; la muerte en tanto entrópica pulsión que se opone a la permanencia indefinida del ser en la existencia; mientras que, por su parte, la consunción de la energía vital del cuerpo, la inexorable finitud de la res extensa, acusa desgaste celular, dete­ rioro del ADN Mitocondrial, empobrecimiento del sistema inmunológico, hiper-producción de los enlaces cruzados proteínicos, deterioro orgánico y/o inapropiada programación genética, entre otras múltiples causas posibles, es decir, deficiencia de la mecánica operacional biológica, tendencia degenerativa del cuerpo, indicios manifiestos de organismos enfermos, entrópica fuerza disipatoria del orden molecular que posibilita la permanencia y continuidad de la materia viva, “degradación de lo biológico en lo físico”, acota Louis-Vincent Thomas, al respecto. En consecuencia, y de manera correlativa a la regulación socio-política de la vida, se constituye todo un sistema de agentes, normativas, dispositivos, protocolos, economías, tecnologías, productos y servicios dispuestos a evitar, contener, contrarrestar y luchar contra los corrosivos avances de las enfermedad psico-biológica, esto es, un régimen de dominio que se organiza en torno a la administración y ritualización políticoeconómica de la muerte —pues, “el negocio organizado en torno a la muerte constituye una industria de notable envergadura”, como bien acota Bowker—, el cual tiene por canon deontológico-moral, 430

la defensa irrestricta de la “dignidad de la vida”, con que se emboza la contemporánea culpa, vergüenza, el miedo y el tabú de morir 3. De ahí que Styczen reconoce como la norma más elemental y universal, el siguiente principio: “Persona est affirmanda propter seipsam et propert dignitatem suam”, conforme cita Paulina Taboada Rodríguez. A la dignidad de la vida le corresponde la dignidad de la muerte, es decir, a las disposiciones onto-históricas de los modos sociales considerados en cuanto dignos de ser vividos, se les atribuye las respectivas formaciones sociales de morir dignamente; y de manera inversa, la dignidad con que se afronta la experiencia vital de la muerte explica y significa la dignidad de la vida en un pueblo. La vitalidad de la muerte constituye un evidente signo de la jovialidad de la vida, pues, a fin de cuentas, “la «muerte es mensajera de la vida»”, de acuerdo con Argullol, a propósito de Hölderlin; aun más, parafraseando a Morin, bien es posible afirmar que esta muerte a la cual tantos gritos y plegarias ha dirigido el ser humano, no es otra cosa que la propia imagen de la vida, su propio mito, esto es, la muerte representa la “metáfora de la vida”, según plantea el sociólogo francés. La sociedad, y el individuo mismo —ya por asimilación, disciplinamiento y/o adaptación, o bien por resistencia, oposición y/o deserción—, demandan que el proceso social de la muerte sea 3  En su estudio sobre la historia de la muerte en Occidente, Philippe Ariès encuentra que hacia el siglo xx acontece un “inaudito” cambio en la actitud contemporánea ante la muerte, dentro de las sociedades industrializadas, pues, de ser un tradicional suceso familiar y propio de la especie humana, se transforma ahora en un fenómeno tabú que avergüenza y atemoriza, del cual es necesario evadirse mediante la reclusión del acto de morir al ámbito hospitalario, la enajenación de la propia muerte al moribundo, la rauda desaparición del cadáver de la escena pública o su re-vivificación artificial, la negación del estatuto de muerte y la interdicción del duelo. Así, el historiador francés, nos señala expresamente que: “la muerte en otro tiempo tan presente por resultar familiar, va a difuminarse y a desaparecer. Se vuelve vergonzante y objeto de tabú…, y es probable que el rechazo a la muerte esté tan unido al modelo de la civilización industrial que no pueda dejar de expandirse al mismo tiempo que él”. 431

concordante con el grado de dignidad que caracteriza a la com­ prensión experiencial de la vida, pues, aun cuando la experiencia de morir “es el patrimonio de los seres singularizados”, el acontecer de “la muerte puede definirse en cierta medida como un hecho social”, de acuerdo con la explicación de Louis-Vincent Thomas. Por su origen etimológico, dignidad deriva del latín dignitas, dignitatis, que significa ‘mérito’, ‘valor personal’, las cuales, a su vez, provienen de los vocablos: dignus, digna, dignum, esto es, ‘merecedor’, ‘digno’, ‘prestigio’; y de acuerdo con Martínez Bullé Goyri, este término se asocia con la palabra griega axios (άξιος) que denota “lo recto, justo o conveniente de realizar” y, por ende, objeto de “mérito, aprecio u honra”, de donde concluye el profesor mexicano que la “dignidad es ser tratado como lo que se es”. Así, la vida digna se vive conforme a lo que se es y, en consecuencia, la muerte digna se muere acorde a lo que se ha alcanzado a ser, en la experiencia onto-histórica de vivir. Pero, ¿qué se ha de ser, para hacerse merecedor de un cierto valor personal, aprecio social, honra pública, prestigio histórico, en otras palabras, para devenir un ser digno? La respuesta es más axiológica que ontológica, aunque el pensamiento metafísico la ha convertido en una suerte de resolución onto-teleológica, con la moralización de la existencia y la sustanciación deontológica del ser de lo humano, tanto en su vertiente judeo-cristiana, como en la tradición humanista moderna. Si el vivir y el morir conforme a lo que se es, resulta la fuente de procedencia de la dignidad humana, entonces, el “trato social” que se recibe por tal causa, es un efecto del ser digno, una secuela pública de la dignidad de ser y no el trato mismo por lo que se es, según pretende Martínez Bullé Goyri. En A su vez, Gorer reconoce que en el siglo xx, la muerte, en tanto proceso natural, socialmente se ha vuelto cada vez más “indecible”, “impronunciable” —“Nel ventesimo secolo, tuttavia, il senso del pudore è stato interessato da un mutamento passato inosservato: la copula è diventata sempre più 'nominabile', specialmente nelle società anglosassoni, mentre la morte, in quanto processo naturale, è diventata sempre più 'innominabile'”, expuesto en las propias palabras del antropólogo inglés. 432

estricto sensu, la dignidad corresponde al ser que es acorde con lo cual es; empero, tal axioma comporta un problema toral, pues, si el ser humano es un ser abierto, indeterminado, como propone la comprensión antropológica moderna —“El ser humano es un ser abierto, un ser en realización, un ser en permanente devenir. Su ser está determinado en cada momento por la manera como actúa, como escoge, como tiene sentido de sí mismo y del mundo. Éste es un ser que participa en la construcción de su ser, en la invención de sí mismo”, según compendia Rafael Echeverría al respecto—, y por lo tanto, tiene a su disposición múltiples modos de ser, siguiendo a Eduardo Nicol, pudiendo alcanzar la sublime dignidad de lo divino o la ruin indignidad de las bestias, pues, toda posibilidad ya se encuentra en la potencia de su indeterminado ser, de acuerdo con Pico della Mirandola —“quando se ipsum ipse in omnis carnis fasciem, in omnis creaturae ingenium effingit, fabricat et transformat”, según sentencia el pensador italiano—, luego entonces, ¿cuál es el modo de ser propio de la dignidad humana? Grosso modo, por lo menos, cuatro principales lances sustentan las diversas conformaciones, interpretaciones y explicaciones onto-históricas de la dignidad humana, no tanto las disyuntas oposiciones de la heteronomía o la autonomía deontológico-moral, como pretende Ramón Valls, en el cauda del análisis kantiano, tales son: la virtud de ser, la cognación de ser, la voluntad de ser y la participatio entis; mientras que el reconocimiento social de la dignidad procede de la emergente conjunción de dos fenómenos político-religiosos, los cuales son: por un lado, la potencia performativa del ser que es y, por otro lado, la tendencia predominante de los modos dignos de ser, en el estrato socio-civilizatorio donde se significa al ser que es. En este esquema de reflexión, conviene tener presente que, aun cuando siempre sociales, existen modos singulares y comunitarios de afirmar la dignidad humana, los cuales no siempre son coincidentes, recíprocos o continuos, por el contrario, pueden ser divergentes, discordantes y/o discontinuos.

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En lo general, cada uno de estos cuatro lances define, sintetiza y diversifica las distintas posibilidades de los modos de ser dignos del ser y, por lo tanto, de las formas de vivir y morir dignamente, en función del paradigma onto-histórico de dignidad predominante en cada estrato socio-cultural. Luego entonces, aun cuando Francisco García Moreno y Martínez Bullé Goyri no parecen encontrar antecedentes claros y directos del reconocimiento social, en la antigua Grecia, sobre la dignidad humana —“en la Grecia antigua no hay nada que corresponda exactamente a la dignitas romana”, según plantea el primero—, cierto es que en la tradición homérica, la cultura griega clásica y los primeros filósofos, es posible advertir ya la fuente de procedencia deontológico-moral y/o ética de la dignidad del ser humano, si bien todavía más orientada hacia las disposiciones ontológicas, al ser propio del ser, que hacia la pres­ cripción normativa o al cumplimiento de deberes 4, en el sustento de dos términos nodales que derivan de la misma raíz etimológica del agathós (ἀγαθός), conducta ideal, tales son: aristós (αριστος), el mejor en el desempeño y cumplimiento de una misión, propósito o función; y aretē (αρετή), la excelencia de ser, la plenitud del ánthropos (ἄνθρωπος) —“la areté consiste en ser como se ‘debe ser’…, esto es, en llegar a ser en plenitud lo que ya es”, de acuerdo con Armando R. Poratti—. Al respecto, es conveniente advertir que en ningún caso opera la resolutiva dialéctica de oposición de lo Bueno y lo Malo, a la manera deontológico-moral judeo-cristiana, para decidir el aristós y la aretē del ser, vivir, actuar y/o morir humano, por el contrario, se desarrolla en torno de su correspondencia con el ideal ontológico de lo que se es; pero no en cuanto deber metafísico, el deber ser de la teología redencionista, desde luego, sino más bien en tanto realización, logro o consecución de la plenitud del ser

4  En esta perspectiva, Poratti señala expresamente que agathós, areté, no son determinaciones éticas sino ontológicas, pues, no “hacen primariamente referencia a ‘deberes’ ni ‘normas’, sino propiamente y a veces solamente, al modo más o menos pleno con que alguien es aquello mismo que es”. 434

propio: la valentía y destreza combativa en el soldado, la nobleza en el héroe, la capacidad retórica en el político, la sabiduría en el sabio y la prudencia en el monarca, verbigracia. En tal esquema de comprensión, el criterio sustantivo para determinar el reconocimiento social de la dignidad humana, sin duda alguna, lo representa el ideal del ser. Empero, el ideal del ser comporta dos posibilidades de concreción onto-histórica, a saber: por un lado, la virtud de ser conforme a lo que se es, el aristós, y por otro lado, la voluntad de ser acorde con la afirmación performativa de las posibilidades de ser, la aretē. La virtud de ser define la dignidad propia de los héroes y de los áristoi, los seres notables. Aquellos se significan en la moral del aíschos que les conmina a comportarse en el respeto y preservación de la dignidad tradicional de la familia, el linaje y el pueblo al quepertenecen; mientras que estos se singularizan por el soporte de la deontología subyacente a su posición personal, en el devenir de la dignidad político-religiosa y jurídico-cívica que organizan el cuerpo social donde se desempeñan. Sin embargo, el reconocimiento de la dignidad individual de ambos personajes, se halla supeditada a la voluble aprobación y/o condena popular, en consecuencia, el héroe puede decaer en villanía —“you either die a hero or you live long enough to see yourself become the villain”, acota Harvey Dent en tal perspectiva— y el notable puede declinar en ordinariedad; aunque los áristoi, pese al riesgo de la desgracia, disponen de mayores márgenes de intervención para transformar las tradiciones, prácticas, ritos, estructuras y, aun, los valores mismos que organizan y dotan de sentido a su sociedad, respecto de las posibilidades sociales del héroe —Pericles y Héctor, por ejemplo—. La dignidad del aristós es atribuida de forma directa y expresa por el fervor popular que se otorga a la posición social heredada de la tradición histórica, al puesto conferido dentro del régimen políticoeconómico-religioso y/o al grado de severidad del comportamiento deontológico-moral evidenciado en la vida pública; en cuyo defecto puede perderse, esfumarse, con la consecuente deshonra de sí mismo y de toda su estirpe, pasada, presente o futura; incluso, tal deshonor 435

alcanza a macular el pundonor del pueblo de donde proviene. De ahí que la vida, conducta y muerte del héroe y del áristoi implique, siempre, un cierto carácter ejemplar —“en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso [suplicar], y después de vuestra sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros”, apóloga digno Sócrates, en esta perspectiva—. La dignidad de la virtud de ser exige la recta medida del comportamiento social. La voluntad de ser determina la dignidad particular del guerrero, sustentada en la conquista de su aretē, en el logro de la excelencia de ser por afirmación performativa de los modos posibles de ser de su ser. Aquiles confronta la categórica disyuntiva de una longeva vida feliz, pero anónima, o de un breve vivir trágico, pero de imperecedera gloria, emplazándose como coetáneo de los seres humanos, de todas las épocas; y aun cuando tentado por el impulso de escapar de su pronta muerte —primero, disfrazado de mujer, oculto entre las hijas del rey Licomedes y, después, empecinado en tornar a Ftía, tras la afrenta de Agamenón—, decide convertir la fatalidad del presagio de su destino, en un medio para proyectar la inmortalidad de su existencia en el mundo. El Pélida era ya una leyenda en vida, a causa de su anér (ᾰ̓νήρ) propio, de su incuestionable competencia física para el combate, y de haber demostrado, sin lugar a dudas, pese a su irascible carácter, o quizás debido a su volátil temperamento, el ser un auténtico aristós, el “mejor lidiador” de su tiempo —“Aquiles mismo, para esta misma paradigmaticidad, es considerado áristos…, ‘el mejor’ = el más fuerte y valiente en el conjunto de ‘los mejores’, sus pares”, como bien explica Poratti—, empero, situado en esa sola dimensión, su egregia figura onto-histórica no guarda diferencia ninguna con el resto de los héroes que participan del mismo campo de batalla —Áyax, Ulises, Diomedes, Sarpedón y, sobre todos ellos, el valeroso príncipe troyano, Héctor, némesis indiscutible del feroz Eácida–; en consecuencia, lo que singulariza su emblemática presencia 436

en la historia, lo convierte en auténtico guerrero y lo impronta en el código genético de la memoria humana, es la performativa voluntad de afirmar su propio modo de ser, vivir, actuar y morir, sin teleológicas justificaciones sociales, allende la voluntad de dioses, monarcas, familia, amigos, correligionarios, tradiciones y del pueblo mismo, tan sólo orientado por los envíos existenciarios que posibilita su aretē. A diferencia del héroe y del aristoi, la dignidad del guerrero no proviene de la progenie, la prosapia social o la posición pública que le haya sido conferida por monarcas o la aclamación popular, ni tampoco depende del reconocimiento o del oprobio del pueblo, y únicamente puede perderla a condición de la renuncia explícita de las posibilidades de ser de su ser, de la reducción de la existencia a un exclusivo modo de ser; de ahí, entonces, que la posible indignidad del guerrero es el funesto extravío de su aretē, la vulgar conversión de su portentosa personalidad en un simple ser común, semejante a cualquier otro cordero de la manada, con el consecuente anonimato e intrascendencia onto-histórica. El guerrero puede actuar en las márgenes de la deshonra, el deshonor e, incluso, de la infamia, sin que por ello decline en la indignidad. La pérdida de la dignidad del guerrero implica, por necesidad, la disolución de su singularidad onto-histórica. Ahora bien, es verdad que los modos de ser del gue­ rrero, ya se encuentran dispuestos en su ser, de manera inmanente —en potencia, según podría acotar Aristóteles—, pero, es la férrea voluntad de ser, la incontenible fuerza que apertura su posibilidad existenciaria, con cada performativa afirmación vital, y en lance onto-histórico con la asertividad de su muerte. El aristós constituye un simbólico arquetipo de vida, conducta y muerte para la sociedad —“el áristos puede ser un ejemplo para los agathoí, quienes esforzándose por alcanzar el modelo no harían sino mostrarse como tales agothoí”, de acuerdo con el filósofo argentino—, mientras que la aretē del guerrero dispone, diversifica y multiplica las posibilidades de los modos de ser del ser humano; en ello reside su radical singularidad onto-histórica, en eso se sustenta su noble dignidad humana. En términos generales, cuatro procesos permiten la trascendencia del 437

anér propio y del reconocimiento social del aristós, para situar al guerrero en la noble dignidad del aretē, tales son: en primer lugar, la identificación de los modos posibles de ser, sin reducciones ontoteológicas o coacciones socio-políticas (la vida anónima o la perenne existencia, como sucede con Aquiles, verbigracia); en segundo lugar, la performativa afirmación de su singularidad onto-histórica, pese a la posible fatalidad del derrotero de su existencia; en tercer lugar, la auto-determinación ética como principio básico de significación y orientación fundamental de su vida, comportamiento y muerte, a despecho de los valores deontológico-morales que organizan y encauzan al rebaño, aunque no a guisa del auto-legislador kantiano, pues, no aspira a convertir la máxima de su acción en ley universal, ni tampoco obrar conforme a tal principio, sino tan sólo dotar de sentido a su singular actuación, pese al riesgo del desdoro; y en cuarto lugar, la conversión de la muerte en un lance vital para trascender la contingente finitud de la humana existencia, un medio para estar-entero en el mundo, siguiendo la tesis heideggeriana, punto de inflexión entre la nada disolutora del ser y la nada creadora de la memoria histórica. La muerte no representa la necesaria destrucción onto-histórica para el guerrero, por ello mismo, no teme a la nada que comporta su inexorable asedio, todo lo contrario, hace de sus ignotos misterios, la piedra angular de la causa del mito de la vida humana: la consecución de la dignidad de su aretē, es decir, la performativa realización del ser afirmado por la voluntad de ser. En la hedonista época contemporánea, como una forma crítica de ruptura y transgresión del imperio del significante de la Metafísica Binaria de Oposición del Bien y del Mal, de lo Humano y lo Inhumano, la Utopía y Distopía —aun en la versión de su credo débil, desfundamentado, líquido—, la singularidad del guerrero se diversifica en la peculiar figura del paradójico anti-héroe. Heredero de la mística guerrera, el anti-héroe se inventa a sí mismo, desde el horizonte de sus propias formas de significación existenciaria. La cognación de ser proyecta la dignidad sustentada en la teología, histórico-tradicional y/o místico-religiosa, del origen común que 438

comparten los miembros pertenecientes a cierto linaje, dinastía, logia o secta, pueblo, raza o la especie misma, en general —los Heráclidas y los Ópatas, los Habsburgo, los masones, los romanos, la raza aria y los seres humanos, en la perspectiva judeo-cristiana, de manera respectiva, por ejemplo—. La filiación con el agente y/o causa originante, así como la observancia del modo deontológicomoral de ser dispuesto por la tradición del pliegue social, determina el grado de dignidad atribuida a los individuos y/o colectivos que participan de su comunión, y reconocida por el grupo de sus iguales y/o semejantes. De hecho, el reconocimiento de la dignidad propia de los individuos y comunidades, se encuentra definido por el modo legítimo de ser humano que fundamenta la construcción identitaria de estos pliegues socio-históricos y desde la cual valoran la existencia del otro, como bien lo evidencian las diferentes formas que han utilizado las distintas sociedades en la identificación del “extranjero”, del “extraño”, de la otredad, esto es: el bárbaro para los usufructuarios del lógos, la bestia para los detentadores de la auténtica humanidad, el salvaje para los legatarios de La Civilización, el infiel para los devotos del dios verdadero, el turisï kámetz para los póre pecha y la cha’latá para los cha’cña, verbigracia. La humanidad y, por tanto, la dignidad que le es correspondiente, cesa en las fronteras del pliegue social, de los pares, los iguales, los semejantes, despojando al otro, al extraño, de la recta virtud de existir (a “menudo se llega a privar al extranjero de ese último grado de realidad, haciendo de él un ‘fantasma’ o una ‘aparición’ ”, según apunta Claude Lévi-Strauss al respecto) y aun de la misma naturaleza humana, con lo cual se la reduce a un modo indigno de ser, vivir, actuar y morir, como es posible afirmar, siguiendo los planteamientos del antropólogo francés. El simple emplazamiento en la condición de ser indigno para reconocerle humanidad, justifica la repulsa, el sometimiento, la conversión y/o el extermino del otro, tal cual sucede con los nativos en la conquista del novo orbe, el holocausto judío en la Alemania Nazi y el genocidio Tutsi en Ruanda, verbigracia —“Scriptum est enim in libro Proverbiorum: qui stultus est serviet sapienti: et 439

tales esse barbaras et inhumanas gentes a vita civil et a mitioribus moribus abhorrentes. Quibus commodum esset a natura justum ut humaniorum et virtute praestantium principum, aut gentium imperio subjicerentur, ut horum virtute, legibus atque prudentia, deposita feritate, in vitum humaniorem, mitiores mores, virtutum cultum redigerentur”, argumenta Juan Ginés de Sepúlveda, en esta lógica de pensamiento, para justificar la guerra contra los indios de Las Américas—. La dignidad humana es propiedad exclusiva de quienes comparten una determinada fuente de procedencia común. En consecuencia, el linaje y la dinastía reconocen en su origen y causa, la herencia legítima del modo lícito de ser, dispuesto por un héroe o un áristoi, conforme al cual deben normar su conducta en el mundo —el arrojo temerario de Héracles para los Heráclidas, por ejemplo—; en tanto que la logia y la secta fundamentan su dignidad en el teleológico dogma de un mesías o de algún profetamisionero, quien previene los rectos senderos de la justa existencia —el mítico arquitecto Hiram Abif en el caso de la francmasonería, verbigracia—; y por su parte, el pueblo y la raza afincan en el mito su origen, genealogía, destino y misión en la historia —Aztlán de acuerdo con la tradición mexica—. En cuanto que la dignidad procedente de la participación míticoreligiosa se determina por dos factores principales, tales son: por un lado, el tipo de vínculo, comunión y/o filiación que se preserva con lo divino (ascendencia directa o indirecta, favorecimiento y/o feligresía, como pueden representar las figuras onto-históricas de Iesus y Leónidas, Job y la nación de Israel, verbigracia); y por otro lado, la observancia individual-comunitaria del modo de ser legítimo, dispuesto por el dios, a través de la imposición de la Ley sagrada, que establece tanto el recto proceder deontológico-moral, como el destino consecuente a la elección humana. Elevarse a la sublimidad de lo divino, o degradarse a la grosería de las bestias, según previene Pico della Mirandola. “Pero debes saber que, si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples fielmente todos sus mandamientos y preceptos que hoy te ordeno, vendrán sobre ti y te alcanzarán todas 440

estas maldiciones: Maldito serás en la ciudad, y maldito en el campo. Malditas serán tu canasta y tu mesa de amasar”, advierte inapelable YHVH a su pueblo (Deuteronomio 28:15-17). De ahí que, en la lógica de la Metafísica Binaria de Oposición, la dignitas hominis donada por la divinidad, se opone a la miseria hominis que representa el envilecimiento del ser, del ser humano, en tanto producto de su inconsecuente naturaleza ontológica. Así, aun cuando Martínez Bullé Goyri señala que la dignidad no se pierde, ni se deteriora durante toda la vida, como tampoco se encuentra supeditada a la condición social, al reconocimiento público o al carácter particular de las personas y sociedades, “pues no depende del propio ser humano”, dado su sentido de donación divina; cierto es que, a su libre albedrío —factor determinante de su redención o condena—, el individuo y la sociedad misma pueden fracturar el pacto fundante de la alianza primigenia, caer de la gracia del dios y, hundidos en la miseriae, perderse en la indignidad de ser, vivir, morir e, incluso, en la excomunión eterna, pues, parafraseando a William Winwood Reade, bien es posible afirmar: sooner or later men make the gods angry and condemn them to indignity. La indignidad humana, la miseria hominis, constituye la categórica muerte, física y espiritual, para el ser excomulgado de lo divino. La desobediencia de la sacra ley comporta la inexorable muerte perpetua para el ser humano, mientras que su fiel acatamiento le garantiza la posibilidad de la vida imperecedera, ya mediante la resurrección prometida por la tradición judía, o bien, a través del retorno al sagrado seno, conforme a la previsión cristiana —“a quienes viven de esa manera [de forma impía] les aguarda una muerte eterna…”, en tanto que “a quienes observan las leyes…, Dios les ha garantizado una existencia renovada y en la revolución de las edades el don de una vida mejor”, como recupera Bowker de Philo Judaeus y Josephus, respectivamente—. En este sentido, la cognación de ser desplaza la concepción ontológica de la dignidad humana, para recentrarla en la deontológica virtud del deber ser, dispuesta por el modo propio del ser de lo divino; erigiendo, consecuentemente, al profeta, al santo, al mártir 441

y al apóstol, como los protipos fundamentales de la aspiración mundana del ser digno. Digno de ser reconocido en tanto hijo y/o favorito del dios, digno de ser considerado en cuanto ser humano, digno de ser salvado. Y la expresión superlativa del paradigma del modo digno de ser, emplazado por la comprensión mítico-religiosa, sin lugar a dudas, lo encarna el Iesus Hominum Salvator (IHS), al mismo tiempo: hijo de dios, profeta del nuevo pacto, hombre santo, apóstol del novo credo y cordero del martirio con que se rubrica la novel dignidad deontológico-moral. Razón por la cual, el cristia­ nismo sintetiza y potencia los rasgos nodales de la dignidad derivada de la cognación de ser, esto es: un origen común, la creación, que torna en prójimos a todos los seres humanos; la misma posibilidad de ser salvos o maldecidos, con lo cual se hace responsable a cada individuo del destino de la especie; la semejanza compartida con el Creador, símbolo y garantía del ligamen paterno-filial con lo divino; y un único modo legítimo de ser, regido por la deontológica virtud del deber a dios y a sus congéneres. La piedad humana, por corres­pondencia con la divina misericordiae, significa el fundamento de la virtud del deber ser; el ser piadoso por semejanza con la misericordia del Supremo Hacedor. Luego entonces, en la perspectiva mítico-religiosa, la dignidad no proviene del actuar humano, per se —al modo de ser del aristoi, el héroe o el guerrero—, sino del reconocimiento manifiesto de la divinidad, de la preservación del nexo con el Creador; en consonancia, la muerte tampoco corresponde al ámbito de la voluntad humana, todo lo contrario, pertenece, por completo, a los misterios de la volición divina. De hecho, pese al teológico dogma de la infinita conmiseración del Dios, la muerte se presenta cual agobiante amenaza para el ser humano, a causa de la advertencia del Juicio Final y su imprevisible categórica sentencia, ¿quién está cierto de ser indultado, absuelto, por la sagrada justicia?, al Todopoderoso no se lo puede engañar, no se lo puede coaccionar o sobornar —“ni vivo ni muerto escaparía del castigo del Dios Todopoderoso”, exclama Eleazar ante la disyuntiva de pecar o el apercibimiento del martirio (2 Macabeos 6:26)—; por ende, 442

ante la muerte ya no se presiente la nada, al contrario, se cierne el ominoso amago del castigo y, quizás, sólo tal vez, la eventual gracia de la redención. Pero, aun más, la muerte a consecuencia de la acción humana, se penaliza, se condena en cuanto pecado capital, bien se atente contra sí mismo, o ya se ejecute hacia su prójimo —el suicidio o el asesinato, por ejemplo—, como queda establecido, de manera concluyente, en el Quinto Mandamiento del Decálogo del Creador —No matarás (Éxodo 20:13)—, el cual se “yergue como una muralla defensiva del valor de la vida”, conforme interpreta el Papa Francisco. La dignidad, la vida y la muerte, no son propiedades de las que pueda disponer a su libre albedrío, el ser humano, son dones dispensados por la absoluta bondad divina. La única muerte digna es el sacrificio exigido por Dios: la ofrenda de la inmolación y el obsequio del tributo, demandado u ofrecido; la exclusiva ejecución permitida es la depuración deontológico-moral del ser humano: la expiación de los apóstatas y el aniquilamiento de los infieles. En este sentido, ordena categórico el Dios de Israel: “Pero de las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida, sino que destruirás completamente: al heteo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo, como Jehová tu Dios te ha mandado; para que no os enseñen a hacer según todas sus abominaciones que ellos han hecho para sus dioses, y pequéis contra Jehová vuestro Dios” (Deuteronomio 20:16-18). La participatio entis perfila la dignidad fundamentada en la sustanciación de la naturaleza humana, es decir, en la humanidad que hace del ser humano un ser deontológico-moral y/o ético, así como en el reconocimiento de la presunta supremacía de sus facultades y propiedades ontológicas, las cuales no sólo lo singularizan en la mundana entidad, diferenciándolo, de manera significativa, del resto de los seres en el cosmos, sino que, además, se pretende, lo emplazan en el pináculo del orden existenciario, según coinciden Santo Tomás, Blaise Pascal y Martínez Bullé Goyri, por ejemplo —la “Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura” (STh, I, q.29 a.3), el “hombre es para sí mismo 443

el más prodigioso objeto de la naturaleza y el hombre es concebido como un ser superior sobre los demás en tanto que es el único dotado de razón”, conforme proponen estos diversos personajes, de manera respectiva—. La participación de la misma sustancia y la afinidad de sus facultades convierte en iguales a la totalidad de los seres humanos en la ecúmene; en tanto que el carácter indeterminado de su disposición ontológica, los emplaza en el mundo como seres libres, autónomos, auto-determinados. Pero, la dignidad, la igualdad y la libertad no se conquistan con la actuación personal o la maduración onto-histórica, como parece proponer el lance kantiano, ¡vamos, ni siquiera se precisa la más mínima fé o compromiso con el ideal deontológico-moral del ser de la humanidad!, todo el contrario, son atributos innatos en el ser humano, tan sólo por el simple hecho de haber sido engendrado biológicamente por otros seres humanos, gestarse en el vientre de una mujer y/o mostrar una genérica forma antropomorfa —como es el caso del feto, en las discusiones morales sobre el aborto, verbigracia—. “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derecho”, establece el Artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948; aunque para el movimiento anti-aborto, entre otras dogmáticas bio-ideologías fanáticas defensoras de la vida, tal dignidad y derecho se adquieren desde el momento mismos de la fecundación. La participación del origen común, de la misma sustancia y análogas facultades, dotan de igual dignidad a todo ser humano, sin importar su condición ontológica, político-racial, socio-económica, tradición cultural, físico-psicológica y/o la trascendencia onto-histórica de sus actos socio-históricos, pues, no es posible la distinción entre los seres humanos, dado que todos somos iguales por naturaleza, parafraseando a Anfitón. La dignidad se engendra con el ser humano y permanece perenne, incluso hasta en su propia muerte; ni siquiera el hecho de haber tornado al estado inorgánico, la concupiscencia de su cuerpo y la fuerza de su deseo, demerita, en modo alguno, el reconocimiento social de la dignidad humana. Los muertos conservan su dignidad de vida. El genocida más sanguinario, el altruista más generoso, el 444

creador más performativo, el comandante militar más caballeroso y la persona más indolente, aun cuando diferentes en los valores deontológico-morales y/o éticos con que afirman el derrotero de su vida —Idi Amin, Agnes Gonxha Bojaxhiu, Picasso, Erwin Rommel y el anónimo ciudadano, de manera respectiva, por ejemplo—, preservan semejante jerarquía de dignidad. Y es que la dignidad corresponde a la especie, al ser de lo humano, no al individuo, la estirpe, la clase social o la comunidad, en particular. En la presunta protección de la dignidad humana se ha construido todo un andamiaje jurídico-político de alcance global y se han organizado toda una serie de diversos dispositivos institucionales y ciudadanos, cuyo propósito nodal es la observancia, vigilancia y defensa a ultranza de las condiciones socio-políticas necesarias, en el orden mundial, para garantizar la vida, el desarrollo social y la muerte digna de las personas y comunidades, incluso, de aquellas sometidas a procesos, sentencias y/o condenas penales, sin importar la dimensión de sus infracciones legales, deontológico-morales o éticas. Esto se debe a la presunción de que cualquier agravio o daño a la dignidad de una persona, colectivo y/o pueblo, por cuanto la dignidad es a la esencia misma del ser humano, entonces, representa un ultraje sustantivo a la especie en general, a la humanidad en su conjunto. Tal perspectiva procura legitimar desde el categórico dominio de los agentes de la salud —médicos, psicólogos, psicoanalistas y terapeutas, entre otros, verbigracia—, pasando por la altruista defensa de toda forma de vida en el planeta, hasta el intervencionismo humanitario de las “civilizadas sociedades” predominantes. El pilar fundamental sobre el que se asienta todo este aparato de protección y defensa de la dignidad humana, además de erguirse en cuanto paradigma deontológico-moral, y no ético, del comportamiento humano y, al propio tiempo, funcionar como criterio nodal de la valoración del desarrollo humano y político-civilizatorio de las sociedades mo­ dernas y contemporáneas, sin margen de duda alguna, lo constituye la tradición de los denominados Derechos Humanos. La finalidad última de los derechos humanos es la salvaguarda de la dignidad 445

humana. Estricto sensu, la secularización del pensamiento tan sólo desplazó del sentido religioso de la dignidad humana el fundamento divino hacia la sustanciación de la entidad, de la Voluntad del Dios a la Naturaleza de la Humanidad, pero conserva el mismo carácter deontológico-moral, aunque ahora remitido a la facultad auto-legislativa del ser humano, que le posibilitan sus singulares propiedades ontológicas. De ahí que Martínez Bullé Goyri señale: … el tema de la dignidad humana cobró una mayor importancia para el Derecho a partir del desarrollo de la dignidad de la persona como un valor intrínseco de los individuos, y por tanto su respeto y tutela en las relaciones sociales tomó una especial dimensión al considerarse primero como un deber moral y posteriormente como un deber jurídico.

En este sentido, las principales propiedades humanas que permiten el emplazamiento funcional, la consolidación deontológico-moral y la expansión planetaria de esta forma particular de comprender la dignidad, son: la Razón que delimita la distinción sustantiva entre el Bien y el Mal, el ser justo del ser injusto, la vida recta de la vida indecente, el actuar generoso del actuar egoísta y la muerte digna de la muerte indigna, entre otras posibilidades —“Ca non sola mente nos dio este deseo natural del bien verdadero mas avn dionos claro yngenjo para poder conosçer las vias derechas para la alcançar alunbro nuestros coraçones para que pudiesemos disçerner entre las osas contrarias y escoger lo que nos cunple”, según plantea Cicerón, en el mismo lance de pensamiento —, así como el sano distanciamiento que debe ser establecido con las intemperantes apetencias del cuerpo, las cuales sólo tienden a degradar la virtud de su noble dignidad, a descarriarle del legítimo modo de ser, del ser humano, a rebajarle al mismo nivel que las bestias —“la deleytaçion del cuerpo non es asaz digna dela exçelençia del ome”, señala categórico el político romano , o mejor aún, como propone Johann Christoph Friedrich Schiller: “La dignidad surge por sí misma en la virtud, ya que por su contenido presupone el dominio del hombre sobre sus instintos”; la Voluntad, en cuanto fundamento del libre 446

albedrío, que a partir de las reflexivas dilucidaciones deontológicomorales de la razón, posibilita el auto-gobierno del ser humano, la autonomía en la definición de la ley por derecho propio, el dominio de las pasiones personales y el control de las pulsiones sociales, con el propósito expreso de encauzarlas de forma racional —o quizás “razonablemente”, como propone Rawls y Lévinas, verbigracia—, hacia el orden justo que comporta el recto ser, con lo cual se convierte en dueño de su propio derrotero, sin sentirse coaccionado por una voluntad ajena a sí mismo, o coercionado por una cierta determinación natural intrínseca —falacia teológica y falacia naturalista, de manera respectiva—, como tampoco está obligado a dar cuenta de sus actos a nadie más que a su propia razón de ser, siguiendo la deriva kantiana —el ser humano “es el único ser que es sui iuris, dueño de sí mismo, de su propio ser”, de acuerdo con Martínez Bullé Goyri, desde el mismo punto de perspectiva—; y por último, la indeterminación ontológica que apertura múltiples modos onto-históricos de ser, vivir, actuar y morir, respecto de los cuales puede cavilar y ponderar la razón, a fin de que la voluntad disponga de elementos suficientes para optar por aquellos más íntegros de traducir en destino humano, individual y social —“el modo de ser de la vida ni siquiera como simple existencia es ser ya, puesto que lo único que nos es dado y que hay cuando hay vida humana es tener que hacérsela, cuada cual la suya. La vida es gerundio y no un participio: un fasciendum y no un factum”, conforme bien plantea Ortega y Gasset—. Metafísica trinidad del humanismo moderno: la razón conoce la humanidad esencial que hace al ser del ser humano, la voluntad orienta sus diferentes disposiciones ontológicas hacia tal patrón de existencia mundana y la indeterminación de su ser apertura la posibilidad de su teologización deontológico-moral; en consecuencia, los diversos modos de ser que le son inmanentes, de acuerdo con Nicol, terminan reduciéndose a una disyunta oposición, esto es: el justo ser, sometido al paradigma deontológico-moral del Deber Ser; ante el injusto ser, censurado por los dispositivos sanatorio-legales del biopouvoir. 447

Luego entonces, allende si existe o no una cierta naturaleza humana, un determinado ser del ser humano, una esencia denominada “Humanidad”, algo que parece cuestionar Ortega y Gasset, es verdad que diversas tradiciones del pensamiento humanista concuerdan en el hecho de que la dignidad humana se arraiga en estas diferentes condiciones ontológicas, exclusivas de lo humano, como bien sintetizan: Pascal —“L’HOMME est visiblement fait pour penser, c’est toute sa dignité et tout son mérite”—, Valls —“la dignidad humana consiste en la capacidad que tenemos los humanos de darnos ley moral a nosotros mismos”— y Nicol —“el hombre no tiene su ser completo en el momento en que ya es hombre, sino que tiene que existir haciéndose hombre a lo largo de toda su existencia… En un mismo individuo, el grado de la areté [virtud] es oscilante, y la oscilación no depende sino de él mismo, de lo que él hace”—, por ejemplo. Empero, la dignidad sustentada en la deontológica moralización de la existencia, más que un ser abierto a diversos modos de ser, a distintas posibilidades onto-históricas, como ya anticipa Pico della Mirandola, en cuya tradición continúan Nicol, Arnold Gehlen y Ortega y Gasset, entre otros más, nos presenta un indigente ser, fracturado a causa de su binómica y discordante disposición ontológica, inconcluso por insuficiencia de Humanidad, no debido al exceso de sus probabilidades de ser, y en consecuencia, constreñido a una disyunción deontológico-moral de existencia, vida y muerte —“ocurre que unas veces es más hombre y otras menos hombre”, dependiendo “del servicio que presta en su quehacer”, dada la moralidad de la “areté humana”, según apunta Nicol, desde tal perspectiva—. En el fondo, la indeterminación y los posibles modos de ser que tanto pondera el humanismo moderno, como rasgos definitorios de la singularidad ontológica humana, tan sólo representan formas de coacción deontológico-moral; al final, únicamente disponemos de dos exclusas alternativas: el camino de la salvación con la paulatina humanización del ser humano, o el sendero de la perdición con su aciaga declinación en la inhumanidad. En este espectro de pensamiento, la muerte, inexorable, nos 448

confronta con la inapelable sentencia de nuestras decisiones de vida: la absolución o la condena onto-histórica; pero, también, la muerte representa una mundana fatalidad, en donde la resuelta voluntad humana no tiene mayor jurisdicción, como no sea para diferir, los más posible, su inevitable advenimiento, so pena de ser censurada, reprobada, patologizada. Acaso el único resquicio que le resta a la voluntad humana, en la perspectiva del humanismo moderno, sea la decisión sobre la probable actitud a asumir ante el ineluctable adve­ nimiento de la muerte, como bien previene Taboada Rodríguez —“en relación a nuestra propia muerte, lo único que podría estar sujeto a la libertad es la actitud que adoptemos ante ella”, como sintetiza la profesora chilena—; la autodeterminación humana sólo tiene jurisdicción sobre las opciones de comportamiento que orientan la vida, pero no para concluirla, según argumenta la Corte Europea de Derechos Humanos, a propósito del caso de Diane Pretty —la “Corte entendió… que la autodeterminación significaba el poder adoptar conductas para guiar su vida pero no para terminar con ella”, como recupera Juan Carlos Tealdi—. La muerte legítima es la muerte digna, es decir, la muerte inocua, ocultada, indolora, negada, silenciosa, domesticada, light; la discreta muerte que permite escapar del sufrimiento insanable, de la vida desahuciada. Muerte evasión, muerte huida, muerte fuga, muerte coercionada. Así, pues, más que en la libertad de ser, en la vida y, aun, en la muerte misma, la participatio entis sustenta la dignidad en la autonomía y/o soberanía deontológico-moral del ser humano, en la capacidad auto-legislativa para regular, controlar y encauzar su comportamiento onto-histórico individual, colectivo y social, es decir, en la facultad de traducir los valores con que significa su vida, en una determinada forma de Deber, deber para consigo mismo, deber para con los iguales, deber para con la sociedad humana, a través de la instauración jurídico-política del Derecho, en cualquie­ ra de sus múltiples variantes —la “moral autónoma, en efecto, o se malentiende como derecho a hacer “lo que me da la gana” o se queda en agua de rosas. Sirve, a lo sumo, para descalificar normas 449

o conductas, pero no para decir concretamente qué se debe hacer”, como bien apunta Valls al respecto—, en otras palabras, de convertir la Doctrina de la Virtud en Doctrina del Derecho, el Deber Deontológico-Moral en Deber Jurídico-Político, emplazando y demandando al Estado como el principal garante, tutor y protector de la dignidad humana. La libertad humana como la capacidad de someterse a sí mismo, apelando al carácter universal y necesario de los deberes deontológico-morales; el libre albedrío en cuanto facultad para diseñar los dispositivos jurídico-políticos del dominio social. Este hecho comporta dos consecuencias básicas, ya anticipadas líneas antes, a saber: por un lado, la histórica reducción de la libertad ontológica a los limes de la autonomía jurídico-política, mediante la imposición social de la falacia humanista, que arraiga los valores deontológico-morales en el ser mismo de lo humano —“hay moral [y deontología] donde hay humanos, porque donde hay humanos hay deberes”, acota Valls siguiendo la deriva kantiana; “lo moral [y lo deontológico] no es algo sobreañadido al ser, sino algo producido por el ser mismo en su existencia”, corrobora Nicol—; y por otro lado, la deformación de los límites de la existencia mundana, esto es, la transformación del derecho a la vida en el deber de vivir, de la soberanía sobre la propia vida en la obligación de mantenerse vivo, con la consecuente patológica proscripción de la muerte. En la estrategia de dominio del biopouvoir, la vida y la muerte se cons­ tituyen como objetos del interés de la salud pública para el Estado, expoliando, en la práctica deontológico-moral y jurídico-política, al individuo, colectivos, comunidades y, aun, a la sociedad misma, del derecho a decidir sobre los modos onto-históricos de ser, vivir y morir, conforme a la proyección del deseo particular de cada cual, pese a la propaganda socio-civilizatoria del humanismo moderno. En los sistemas y regímenes pre-industriales de dominio, articulando la deriva socio-histórica de Philippe Ariès y Foucault, aun cuando el amo detenta y ejerce a discreción el “legítimo” derecho de enajenar la vida de sus siervos, y a diferencia de lo que sucede con monarcas, personajes ilustres y santos, a quienes se les niega el 450

estatuto onto-histórico de muertos —a “su muerte, el rey embalsamado era vestido de púrpura del día de la coronación y extendido sobre un lecho solemne semejante al trono, como si fuera a despertarse de un momento a otro… El rey no moría”, apunta Ariès al respecto, verbigracia—, por su parte, los vasallos en ningún momento pierden el derecho sobre su propia muerte, ya sea para presidir los rituales de su óbito, bien para afirmar la singularidad de su trascendencia onto-histórica, o inclusive, como una forma extrema de escapar a los dispositivos de coacción socio-política (Sócrates, Aquiles y Catón de Útica, respectivamente, por ejemplo). Cierto, el amo es dueño de la vida del esclavo y puede disponer de la misma, a su personal antojo: explotarla, encadenarla, humillarla, recluirla, apostarla y destruirla, por mencionar tan sólo algunas de las decisiones posibles en tal aspecto, pero, éste conserva siempre la potestad sobre su propia muerte; salvo la fortuita contingencia mundana de la muerte intempestiva, el siervo sabe del momento, la circunstancia y la suerte de su morir, sobre todo cuando ha sido condenado por el Señor. Sin embargo, en la dinámica específica de las prácticas de sometimiento que instauran las estrategias del control social del biopouvoir, habiéndose transformado el derecho en deber deontológico, en obligación moral, la vida y la muerte son alienadas a partir de las disposiciones instrumentalsanitario-formales con que operan las tecnologías de la administración pública de las máquinas psico-biológicas, tanto a nivel particular de los cuerpos individuales, como en la dimensión general de los cuerpos sociales, donde la libertad humana se ficciona en los líquidos, transparentes y flexibles eslabones de las humanistas dictablandas; parafraseando a Corinne Maier, bien es posible afirmar que si antes, el amo tenía el poder de quitar la vida; hoy, por el contrario, se esfuerza por administrar lo vivo y de hacer vivir a cualquier precio. En aras de preservar la dignidad de la vida se somete la voluntad humana a la teleología deontológico-moral, se niega el derecho personal a la muerte, se rechaza su vitalidad existencial y se refuta la inevitabilidad del fenómeno en sí mismo —“The proof of concept that indefinite lifespans are truly possible is that they already exist in nature today. 451

Among some lifeforms, both unicellular and multicellular organisms, no senescence has been found… We might soon reach what I call the “death or death”, when death will be basically optional… Living indefinitely will be possible form both the hardware (biological) side and the software (mental) side”, según argumenta José Luis Cordeiro, en esta perspectiva—. Allende las científico-tecnológicas promesas de la vida inmortal, del perenne vivir, en el humanitario sistema de dominio del biopouvoir, el ser humano carece del derecho a conocer, presidir, organizar y decidir sobre las circunstancias de su propia muerte; ¡vamos, ni siquiera dispone del derecho a parecer muerto! A fin de no ofender la sensible dignidad humana, la muerte se maquilla de vitalidad, se disfraza de onírico reposo; tras la artificiosa intervención de los profesionales del embalsamiento moderno, los muertos parecen vivos, como si en cualquier momento abrirán los ojos y retomarán los cauces de su truncada vida; mientras que los cementerios, cada vez más, se camuflajean de plácidos jardines para pasear. Así, las únicas decisiones que le restan al ser humano, con relación a la muerte, son: por una parte, la posible actitud a adoptar frente al morir propio y el morir ajeno, ante probabilidad de diluirse en la nada, o ser juzgado por el sumo demiurgo, y la forma personal de enfrentar el vacío existenciario que se abre con el fatídico deceso del ser amado, o el modo de encarar la brutal advertencia revelada por la defunción del otro; y por otra parte, la conversión de la muerte en el recurso último para sustraerse del dolor irremediable, de la enfermedad incurable, del padecer irremisible, o del ensañamiento terapéutico, pero, aun en tal caso, la voluntad particular se encuentra tutelada, por la “piadosa” voluntad de familiares, agentes instituidos de la salud pública y/o dispositivos jurídico-políticos del Estado mismo —padres, hermanos (as) y/o pareja; médicos, psicólogos y terapeutas; trabajadores sociales, abogados y funcionarios públicos, en cada caso, por ejemplo—. Víctima de la finitud ontológica, la muerte se ofrece como tragedia existenciaria en la vida del ser humano y, al propio tiempo, en cuanto oportuna grieta de escape a la desgracia irreparable, para el moderno pensamiento humanista. 452

La muerte es la única certeza en la contingente fortuna humana, constituye “la consumación estructural del particular modo de ser del ser-nacido humano”, como reflexiona Julio Cabrera, no existe duda alguna sobre nuestra mortalidad, nos resulta bastante claro que somos seres destinados a morir, apenas se adviene a la vida, conforme reconoce Heidegger, pero, en sentido estricto, más que un simple hecho onto-biológico, según pretende el pensamiento médico-científico, es un fenómeno de comprensión, percepción y/o representación onto-histórica, como bien advierten Taboada Rodríguez y Bataille, entre otros —“lo que llamamos la muerte es antes que nada la conciencia que tenemos de ella”, de acuerdo con la síntesis que realiza el antropólogo francés—, en virtud de lo cual, su suceder se encuentra determinado por los valores deontológicomorales y/o éticos, prevalecientes en cada estrato socio-civilizatorio. La conciencia de la muerte, más que el pólice oponible o la instrumental fabricación de herramientas, es un factor definitorio de la “naturaleza” humana, del ser de la humanidad quizá “el hombre se convirtió en hombre desde el momento en que empezó a enterrar los cadáveres de sus congéneres, inventó el ritual funerario y elaboró las creencias en la supervivencia o en la resurrección en el más allá de los fallecidos”, como apunta al respecto Málishev—; compañera solidaria e inseparable del proceso de hominización, a despecho de la pragmática visión de Morin, la muerte ha sido la cómplice y aliada más influyente en el desarrollo histórico-cultural del ser humano, provocativa fautora, que no fundamento, ni causa o principio, del pensamiento religioso, filosófico y/o deontológico-moral (“el hombre creó símbolos culturales que no envejecen ni decaen para aliviar su temor a su fin último”, como declara Becker en esta misma dirección reflexiva, o mejor aún con George Steiner: “Si sigue mereciendo la pena experimentar la existencia es gracias a que podemos contar historias, ficticias o matemático-cosmológicas…, cartografiando de otro modo los factores determinantes de la realidad pragmática”). Sin embargo, la evolución socio-histórica de la actitud ante la muerte no parece corresponderse con el lance de racionalización de la vida 453

humana, con el kantiano arribo a la mayoría de edad, pues, en lugar de aproximarse a la resolución de su inefable misterio, paliar la congénita angustia de morir (Todesangst), el terror de fenecer, y contener su inexorable acontecimiento —bien por la hipotética transferencia digital de la mente humana a un sustrato artificial, ya por la probable regeneración nanotecnológica del cuerpo o la factible clonación biológica—, pese al optimismo científico-tecnológico, la sociedad moderna ha optado por ocultarla en la evasión, el silencio, la clandestinidad, la simulación y/o la negación, tanto de su fáctico advenimiento, como de todas aquellas circunstancias asociadas a su suceder, de conformidad con los coincidentes planteamientos de Pascal, Scheler, Geoffrey Gorer, Bauman, Ariès, Taboada Rodríguez y Baudrillar, por mencionar sólo algunos de los autores más representativos de esta vertiente —de “las sociedades salvajes a las sociedades modernas, la evolución es irreversible: poco a poco los muertos dejan de existir”, acota al respecto el sociólogo francés—. En la sociedad hedonista, la muerte representa un irritante malestar, una negativa adversidad, que debe ser evitada a toda costa, borrando todos los indicadores de su sobrecogedora presencia, silenciando su ensordecedora voz, sublimando su amenazadora inminencia —en “los tiempos actuales, que aspiran a proscribir de la vida toda negatividad, también enmudece la muerte. La muerte ha dejado de hablar. Se le priva de todo lenguaje”, como acota Han—. Si no puede sustraerse categóricamente de la existencia humana, el inelu­ dible factum de la muerte, porque acaso sólo estemos condenados a postergarla de forma asintótica de la perennidad, sin conseguir nunca la total supresión de su inquietante presencia de la vida y la conciencia del ser humano, tornando en ilusoria quimera la muerte de la muerte que pretende Cordeiro y a despecho, también, de los sueños más febriles de la racional aspiración a la inmortalidad —“con la ciencia médica deseamos anular la muerte, y así le negamos un lugar en nuestra conciencia”, señala Becker—, entonces, quizás sea más probable prescindir de la abisal pesadumbre que nos provoca su fatal advenimiento, escamoteándola del pensamiento, soslayando 454

su perturbadora presencia, como reconoce Pascal, enclaustrando sus efectos socio-emocionales, de acuerdo con la reconstrucción histórica de Ariès, y utilizarla en cuanto simple fisura de escape existencial ante el dolor intolerable, el padecimiento insanable, la vida desahuciada. De ahí que el exclusivo modo pensable del morir digno, con sus debidas reservas político-jurídicas y sólo por estrictas razones humanitarias, es la Muerte Piadosa, la “muerte dulce”, la muerte digna, desprovista de sufrimientos, según explica Pacheco Escobedo, en sus distintas variantes, a saber: la eutanasia —activa o pasiva— y el denostado suicidio —altruista, egoísta, anómico y fatalista, en la lógica durkheimiana, además del “suicidio asistido”, en la significación contemporánea—, con la consecuente proscripción de cualquier otra forma de muerte onto-histórica, entre las que se encuentran: la muerte trágico-performativa, la muerte ejemplar, la muerte honorable, la muerte trágico-heroica, la muerte romántica, la muerte mística y la muerte poética, por señalar algunas de las más relevantes en la historia humana —sea el caso del singular morir de Aquiles, Sócrates, Kuranosuke, Héctor, los Amantes de Teruel, Iesus y César Vallejo, de manera respectiva, verbigracia—. La onto-histórica deformación de la muerte, la moderna com­ prensión de la “muerte digna”, en cuanto simple fisura de escape de la existencia infeliz, del timorato rencor del espíritu atormentado por la ingobernable contingencia mundana, más que acusar el temor a la morbosa posibilidad de la destrucción humana —tan experimentada, hasta la impudicia, a través de películas, documentales, narrativas, expresiones artísticas y video juegos, entre otros—, denuncia el recóndito miedo a la desmesura de la vida abierta a la intemperie ética y al agotamiento de la utopía deontológico-moral, “auténtico sentimiento de creatura frente al aplastante y negador milagro de Ser”, como bien acota Becker. Al “animal humano” le son propios dos correlativos miedos fundamentales, siguiendo al antropólogo cultural estadounidense, los cuales son: el miedo a la vida y el miedo a la muerte. Pero, el miedo a la muerte no se reduce al simple ataque de Todesangst (la angustia y la ansiedad de morir), en que parece 455

encontrarse atrapada la sociedad moderna, sino que abre una múltiple diversidad de formas de afirmar performativamente el ser del ser humano y de los modos de experimentar la vida: el miedo a la intrascendencia existencial que confronta Aquiles en la opción de abandonar los campos de combate de Troya, a dónde le aguarda inexorable la muerte; el miedo a la inconsecuencia epistémico-moral afrontado por Sócrates, ante la posibilidad de habitar el exilio ontofilosófico; el miedo al aíschos que enfrenta Héctor, en el riesgo de macular de vergüenza, envilecimiento y deshonra a su linaje y a su pueblo, en la cobarde evasión de su épico deber; el miedo al deshonor encarado por Kuranosuke, ante la alternativa de romper el Código del Bushido, en cuyos principios deontológicos organiza su vida; y el miedo de corromper el argumento y la fe del mensaje divino, o revolucionario, que arrostran Iesus y el “Che” Guevara, de manera respectiva, en la tentación de evadir el martirio y la condigna muerte, por mencionar sólo algunos de los ejemplos más relevantes al respecto. La vitalidad con que se significa la inevitable posibilidad de morir preserva cierta relación proporcional directa con la fuerza vital que sustenta los modos del ser y del vivir humano. Así, la deformación del sentido y el significado onto-histórico de la muerte, en el fondo, tan sólo denota la distorsión de la experiencia y la representación socio-cultural de la vida; el límite médico-político-jurídico de la autodeterminación del morir propio, más que la contención del peligro a la generalización social de la aspiración a la nada, evidencia las humanistas coacciones deontológico-morales que aprisionan a la vida moderna, pese al libertario pregón de los evangelistas del progreso socio-civilizatorio. De facto, la negación del derecho a elegir los modos del morir propio, la tutela de la muerte particular, el círculo de complicidad, hace patente la encubierta restricción del derecho a decidir sobre las formas del vivir singular, devela el tutelaje de los modos sociales de ser, convirtiendo el derecho a la vida, en la obligación de preservar el recto funcionamiento de la máquina psico-biológica en que ha devenido el ser humano, en el deber de permanecer en el ser de la res extensa, expresión, por antonomasia, 456

de la virtud deontológico-moral (“el fundamento de la virtud es el mismo conato de conservar el propio ser”, según decreta Spinoza [Proposición 18, Escolio b]). La deformación onto-histórica del vivir y el morir, entonces, consiste en la reducción psico-biológica de la vida y la muerte. Pero, ¿cuáles son los principales factores socio-culturales constitutivos de la condición de posibilidad onto-histórica que propicia la emergente deformación deontológico-moral de la vida y de la muerte? ¿Por qué la mecánica reducción de la mundana experiencia de vivir y morir, a un simple fenómeno psico-biológico, despojando al lance de vitalidad de todo su misterio erótico, estético, místico y performativo?, por mencionar sólo algunos de los aspectos más importantes al respecto, en la moderna Welstanchauung? La dialéctica existencia del cosmos, aconteciendo en las lindes del orden y la entropía, la permanencia y la disolución, la presencia y la nada, la continuidad y el salto cuántico, la creación y la destrucción, no se agota en la mecánica de las relaciones de fuerza, y menos aún el prodigio de la vida, según pretende la reductiva explicación científico-disciplinaria, pues, siempre prevalece un dejo de arcano en el acontecer fenoménico del universo, irreductible al absolu­ tismo de las leyes de la física, como bien lo evidencian el suceder del micro-cosmos cuántico y la estructuración de la subjetividad humana, por ejemplo —“la ciencia no nos dice, ni podrá decirnos jamás, cómo es que el mundo existe”, apunta León Olivé en el mismo lance de pensamiento—. Así, entonces, la emergente convergencia de cinco factores nodales determina la onto-histórica deformación de la vida y de la muerte, en la época moderna, a saber: en primer instancia, el filosófico emplazamiento de la permanencia en el ser, del perseverar en la vida, en cuanto principio onto-deontológicomoral del existir, bien como voluntad en Schopenhauer, conātus en Spinoza, o ya en tanto imperativo categórico en Kant, por ejemplo —la “voluntad es voluntad de vivir, un querer perpetuo e insaciable que no tiene más fin que el de mantenerse en el ser”, sintetiza Pilar López de Santa María la perspectiva schopenhaueriana; “el alma se 457

esfuerza en perseverar en su ser por una duración indefinida”, propone el filósofo neerlandés (Proposición 9); y “aquella máxima [de renunciar a la vida] no puede realizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber”, esto es, mantenerse en la vida, de acuerdo con el filósofo prusiano [4:422]—, a partir de lo cual se sustenta el metafísico deber social de vivir, la obligación sanitario-político-jurídica de conservar la sanidad y la vida; en segunda instancia, el predominio socio-cultural del conocimiento científico-disciplinario y, por ende, de su consecuente comprensión mecánico-maquínica del devenir del universo, en función de lo cual se legitima la medicalización y la sanitaria administración de los fenómenos de la vida y de la muerte; en tercer instancia, la disposición de los derechos humanos como el basamento del código deontológico-moral que organiza, regula y encauza las relaciones y el comportamiento socio-político moderno, cuyo eje fundamental lo representa la irrestricta defensa de la vida, incluso frente a la voluntad del individuo sobre la probabilidad de decidir su propia muerte; en cuarta instancia, la configuración de la sociedad hedonista, caracterizada por la civilización de la apetencia, el individualismo narcisista, el presentismo desencantado 5 y la sucesión de los placeres efímeros que generan el surgimiento del homo felix, como le denomina Gilles Lipovetsky —vivir “mejor, «aprovechar la vida«, gozar del confort y de las novedades comerciales [y políticas, conviene complementar] aparecen como derechos del individuo, como fines en sí, preocupaciones cotidianas de las masas…, el homo felix dejó de ser una promesa dirigida a los sabios y se convirtió en el género humano, [… en] la consagración del presente hedonista que transmiten las mitologías festivas de los objetos y las diversiones”, de conformidad con la explicación del filósofo francés—, lo cual

5  En esta misma línea de pensamiento, Bauman apunta ˝el futuro ya no es ‘para siempre’, sino que necesita ser montado y desmontado continuamente˝, extendiéndose en un presente continuo, sin futuro alguno, adolente de toda utópica orientación. 458

permite la transparencia, el ocultamiento y la evasión legitima de aquello que pueda perturbar la vacua felicidad humana, en tal sentido, ¿qué puede trastornar más el ánimo humano que el traumatismo de la muerte, según le denomina Morin —la “conciencia realista de la muerte es traumática en su misma esencia”, de acuerdo con el sociólogo galo—?; y en quinta instancia, la Cuarta Revolución Tecnológica que parece abrir la promesa de alcanzar la codiciada inmortalidad humana, en cuanto producto de la intervención de la ingeniería genética, la digitalización de la memoria y/o la conciencia, la nanotecnología de restauración biológica o la clonación, pese a los riesgos ético-vitales que tal tentativa comporta (“If certain attempts to use high-technology health care involve a distortion of the moral life and the idolatry of mere physical survival, then one will have grounds for regarding some extraordinary or disproportionate care as morally dangerous”, como bien advierten Engelhardt Jr., Tristram y Cherry). Un aspecto significativo a destacar de la emergencia onto-histórica de este contexto socio-cultural, heredado directamente de la tradición judeo-cristiana, pero cuyo germen puede advertirse ya en los orígenes del pensamiento filosófico, es el trascendente gravamen que se cierne sobre la existencia humana, desde el cual se somete la voluntad de los individuos, y aun de las comunidades mismas, al arbitrio de una soberanía externa a su propio albedrío, pese al jubileo kantiano del arribo a la autonomía moral, a la histórica madurez humana, entre cuyas principales formas de represen­ tación social se encuentran: Dios, el Estado, la patria, el pueblo y la familia; coaccionando el devenir de la muerte al abono continuo de la indefinida deuda que toda persona detenta por el simple hecho de haber nacido. El ser humano no sólo adviene a la existencia lastrado por la falta —el pecado original, la incompletud humana y/o la tara del mal—, sino que también debe vivir con el agobiante peso del débito socio-político-metafísico. Producto de la creación divina, la evolución natural o el progreso socio-civilizatorio, el individuo nace con el deber cívico-teleológico de su existir en el 459

mundo, en la comunidad de la especie, y cuyo saldo e intereses está obligado a solventar de forma permanente, incluso, más allá de su muerte. Y la soberanía acreedora nunca está dispuesta a condonar la deuda. Así, allende la filantrópica defensa de la vida humana, el reconocimiento individual y el reclamo social de este adeudo onto-histórico, a que se encuentra compelido todo individuo, y toda sociedad, al arribar a la existencia, justifica el deber de mantenerse sano, la obligación de preservarse en la vida, a fin de no cometer el pecado de impiedad ante lo divino, injusticia contra el Estado, atentar contra el “Derecho Natural”, negar el fin último de la Voluntad, contradecir al imperativo categórico, traicionar a la sociedad y despojar a los suyos de lo que por justicia les pertenece —el confort de la presencia, el afecto protector, la contribución solidaria, etc.—, de acuerdo con Platón, Aristóteles, Rousseau, Schopenhauer, Kant, Morin y Pacheco Escobedo, de manera respectiva, por ejemplo. En tal perspectiva, parafraseando a Wittgenstein sobre el suicidio, bien es posible señalar que si la decisión voluntaria sobre la muerte está permitida, entonces todo está permitido. Si algo no está permitido, entonces la decisión sobre la propia muerte no está permitida. Esto arroja luz sobre la esencia del código deontológico-moral moderno. Ya que la muerte a voluntad propia es, por así decirlo, el pecado elemental. En consecuencia, la humanitaria afirmación moderna del derecho a la vida, de ningún modo significa el reconocimiento jurídico-político-social de que el individuo es poseedor de su propia vida y, menos todavía, de su propia muerte. Más que el desarrollo socio-histórico de la afirmación individual, como pretende Morin, es el gravamen existenciario de la deuda, lo que otorga verdadero sentido al acerto del sociólogo francés, esto es: “el suicidio [la muerte por voluntad propia, es conveniente generalizar] consagra la total dislocación entre lo individual y lo cívico”, en otras palabras, entre la voluntad individual y el deber cívico. De ahí, entonces, que el progresivo a­rribo a la era de la libertad, no emancipa al ser humano de la deuda cívico-teleológica que grava, lastra, su existencia en el mundo y condiciona su muerte al derecho que tiene la soberanía 460

acreedora sobre la indefinida continuidad de su vida. En el régimen de las políticas del dominio concentrado, el amo decide sobre la muerte del siervo, pero, en el sistema de las prácticas del dominio rizomático, micro-físico, distributivo, disciplinario, en general, del biopouvoir, la voluntad acreedora actúa sobre la permanencia de la vida de los individuos. La deuda cívico-teleológica obliga a perseverar en el vivir, como bien sintetiza Pacheco Escobedo: Esta obligación [la obligación de vivir] se fundamenta en lo que cada individuo representa para los demás, y en especial para sus parientes más próximos, que tienen derecho a seguir recibiendo de esa persona lo que ésta pueda aportarles como padre, esposo, ciudadano, etcétera; se funda además en el hecho de que la vida no tiene sentido en sí misma: no se vive por vivir sino que se vive para algo; la vida es necesariamente finalista; y esos fines, trascienden necesariamente la vida misma en su forma actual.

Así es como se configura la comprensión social de la muerte en las sociedades modernas, industrializadas, hipertecnologizadas, desarrolladas, individualizadas, subjetivadas, arraigando en todas las dimensiones de la comunidad global, dominada por el paradigma occidental de civilización, en la líquida época contemporánea, forma de representación que se constituye como el bifronte dios romano, Janus, de dos inquietantes rostros orientados hacia contrarias direcciones, y sin embargo, complementarios entre sí, esto es: por un lado, la amenazante faz de la Gorgona, muerte destructora de la existencia, puerta a la nada, umbral del abismo, cuyo terrible aspecto, putrefacto, descarnado, remora siempre la inexorable finitud humana, conturbando la evanescente, efímera y festiva felicidad del narcisista homo felix, del eufórico hedonismo consumista de la civilización de la apetencia, del anestesiado presentismo del mundo feliz. “¿Y quién podría soportar el pensamiento de la muerte si la vida fuera una alegría?”, se interroga con lúcido pesimismo Schopenhauer, ¿quién puede soportar el impensable pensamiento, la conminatoria presen­ cia y el atroz recordatorio de la muerte, en el ficticio júbilo de la

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felicidad obligada, la ortopédica auto-estima exaltada y la imaginaria satisfacción político-consumista personaliza­da? Sí, como parece anticipar Lucio Anneo Séneca, la felicidad consiste en la imperecedera seguridad, convicción y tranquilidad del espíritu —“indiferencia por la fortuna… calma del espíritu puesto en seguro y la elevación”, como señala el filósofo hispanorromano—, “encantamiento perpetuo con alegrías privadas”, según actualiza Lipovetsky, entonces, nada conmociona más la inestable inconmovilidad emocional que hace a la felicidad moderna, nada provoca mayor ansiedad existencial en la frágil conciencia hedonista, que la intimidante admonición de la muerte. El funesto rostro de la Gorgo representa el inexcusable fracaso del progreso socio-civilizatorio para solventar la mayor tragedia de la existencia humana, de la insuficiencia del conocimiento científico-disciplinario para aliviar el dolor humano, de la incapacidad terapéutica, el acompañamiento y el coaching de vida para infundir vitalidad, voluntad de vivir, optimismo por permanecer vivo, en el espíritu de cada uno y de todos los seres humanos, por eso, ante la evasión de la vida, acota Morin que “allí donde se produce el suicidio, la sociedad no sólo ha fracasado en su intento de ahuyentar la muerte, de procurar el gusto por la vida al individuo, sino que ella misma ha sido derrotada, negada: ya nada puede hacer por y contra la muerte del hombre”, pero, aún más, Juan Ramón de la Fuente reconoce un cierto sentimiento de fracaso y angustia ante el acontecer de la muerte, estado emocional compartido por el equipo de salud que atestigua el inexorable perecer de un paciente, según concluyen Zoraida Elena Carmona Berrios y Cira Elizabeth Bracho de López. Aunque individual, el morir de cualquier persona no significa sólo la muerte particular de la misma, es decir, no muere únicamente el individuo que agoniza, o encuentra intempestivo su fenecer, por el contrario, una parte de la humanidad perece con él, su fallecer proclama la mortalidad humana e impronta a la especie entera del grave sentimiento de derrota, debilidad, ansiedad, exposición y sin sentido —la “angustia, ansiedad, frustración, fracaso, incompetencia, amenaza, tristeza, negación de la muerte y conciencia de la 462

finitud de la propia muerte”, son los “sentimientos predominantes” descubiertos por Carmona y Bracho en el equipo médico que investigan—, pues, sin importar la magnitud de las hazañas personales, la relevancia de las experiencias vividas, o la consistencia de los valores afirmados, al final, como el más egregio de los áristoi, el insigne héroe, el mártir iluminado o el mayor cretino de la piara, el ser humano será vencido por la muerte, devastando todo lo que fue, desleíendo el deseo incitador y disipando la aspiración de ser. ¿Qué perverso demiurgo pudo haber imaginado tan trágica mascarada? En efecto, el óbito individual, y más si es colectivo, contamina de muerte a todo ser humano, dejándole el injusto estigma de la pérdida y la expugnación, con el cual tiene que “lidiar” durante toda la existencia, escapando a la inmortalidad o negando su carácter ineluctable. La “especie procura la muerte natural de sus individuos” para protegerse a sí misma, de acuerdo con el sociólogo francés; sin embargo, la mórbida vitalidad del humanismo moderno imputa de pernicioso darvinismo social cualquier tentativa de advertir en la finitud ontológica, un mecanismo de fortalecimiento humano y sólo puede reconocer en la muerte el aterrador rostro de Fobos (Φόβος). En la hedonista sociedad postmoderna, la muerte ya no es más un modo de ser del ente y sólo deriva en la imposibilidad onto-histórica del ser humano, en la simple cesación de la vida, por eso mismo la histeria de postergarla a través de todos los medios posibles a su contingente alcance, de acuerdo con Han —la muerte ya “no es «un modo de ser», sino el mero cese de la vida, que hay que postergar por todos los medios”—. En el anverso, por otro lado, aguarda el no menos inquietante y estremecedor rostro de Deimos (Δειμος), Fuga para la cultura romana, muerte dulce para el ortésico pensamiento humanitario moderno, ortotanásica evasión del sufrimiento, puerta de escape, Parca piadosa, portal liberador de la existencia doliente, cuyo umbrío aspecto, ignoto, hermético, inefable y, aunque sombra adlátere al deseo humano, presencia terrorífica del todo inexplorada, desconocida —“Der Tod ist kein Ereignis des Lebens. Den Tod Erlebt man 463

nicht”, como afirma Wittgenstein al respecto (Tractatus 6.4311)—, que parece prometer la paz definitiva al ser atribulado —en el seno de la gracia divina, o en la entrópica disipación de la nada—, consuelo definitivo a la vida agobiada por el dolor, alivio absoluto a la enfermedad incurable, remanso postrero al espíritu atormentado. Si la vida digna deriva del simple hecho de advenir a la existencia, sin más mérito que permanecer siendo en un mundo donde es obligado ser feliz, vivir en la eufórica anestesia del presentismo hedonista, entonces, la bioética muerte digna, por su parte, pro­ viene del sencillo acto de abandonar el existir desventurado, sin más virtud que dejar de ser infeliz; muerte buena que, al propio tiempo, libera al ser humano de la vida sufriente y del morir sufriendo, con la sanción formal del paliativo consentimiento médico-políticojurídico. Vida anestesiada, muerte sedada. Adolente de fundamento la existencia e incognoscible la muerte en sí misma, pues, acaso sólo sea posible acceder a su preludio psico-biológico (“es posible que vivamos parcialmente nuestra muerte…, pero, a fortiori será sólo una parte. Lo que necesariamente no podremos vivir será nuestra muerte completa”, como bien acota Olivé), lo único que resta es la explicación, el habitar y la atención de los maquínicos procesos de la subjetividad psicológica y de las biológicas reacciones físicoquímicas. Aunque, es pertinente advertir, la resolución de la vida y de la muerte se reduce a la explicación de los hechos biológicos implicados, reservando la comprensión de la actitud humana, ante la contingencia de tales fenómenos, al estudio psicológico, a la interpretación psicoanalítica; lo cual tiene como consecuencia directa tres situaciones principales, tales son: en primer lugar, la confusión del instinto de conservación, del impulso de permanencia, con la pulsión de vida, es decir, el estar en la existencia, el mantenerse en la vida, con la fuerza vital de vivir, con el performativo despliegue de la vitalidad; en segundo lugar, como efecto del aspecto anterior, la biologización del acto de vivir y morir, en relación con el funcionamiento o colapso del denominado “sistema vital” (cardio-respiratorio, nervioso-cerebral o celular; en tal perspectiva, la Asociación Médica 464

Mundial [AMM] señala que la “certificación de la muerte puede hacerse en base a la cesación irreversible de todas las funciones de todo el cerebro, incluido el tronco encefálico, o la cesación irrever­ sible de las funciones circulatorias y respiratorias)”; y en tercer lugar, la medicalización de la muerte, esto es, la conversión de la muerte en una enfermedad susceptible de ser curada por el desarrollo del conocimiento y la tecnología médica, con lo cual, la medicina se erige como “reguladora técnica” del morir, según bien señala Luis Guillermo Blanco. Muerte Medicada, ¿Muerte Correcta?, Muerte Intervenida. Sin embargo, el paliativo alivio de la clínica muerte pia­ dosa no alcanza para ofrecer una auténtica salida de escape, umbral de evasión, al irremediable dolor psicológico, al incurable suplicio psíquico, al desahucio espiritual. El muerto sin cadáver, pero, con la muerte fluyendo por sus venas, pese a contaminar de pesimista debilidad a todo su entorno, aun cuando corrompe toda vitalidad a su alcance, está obligado a mantener funcionando la máquina biológica, tiene el deber de perseverar en lo que es: un cadáver de corazón latiente, un muerto que habla. El rostro de Deimos es indiferente al sufrimiento psicológico; obstinado, conserva tapiada la grieta de evasión al padecimiento psíquico. La aspiración a la inmortalidad es inherente a la conciencia humana de la muerte. La intensidad del deseo de permanecer en la existencia, que no necesariamente de vivir, es correlativo a la magnitud del miedo de morir; pero, a su vez, la fuerza de la voluntad con que se afronta la vida es correspondiente a la potencia específica con la cual se aproxima a sus limes, o se convierte en un acto performativo de creación de sí. La nietzscheana apuesta de hacer de la vida una obra de arte, comporta necesariamente hacer de la muerte, también, una obra de arte; en ambos casos, un performativo acto de singularidad onto-histórica, una excesiva “capacidad para inventar nuevas formas de existencia”, de acuerdo con Onfray. A la pasión de vivir, le es recíproca la vehemencia con que se acepta la perturbadora danza con la muerte. La perseverancia en el existir por el existir mismo, el simple estar en el ser, de forma paulatina degrada la voluntad de 465

poder, ante el impertérrito embate de las corrosivas fuerzas de la intemperie, como la roca milenaria frente a la incontenible acometida de las fuerzas meteorológicas, poco a poco cede la consistencia de su ser, para deshacerse en polvo; mientras que la afirmación de la inexorable finitud humana diversifica, multiplica, las posibilidades fácticas de ser, del ser humano, tanto a nivel de la especie con los cuánticos saltos de transformación genética, como a nivel del individuo, con la apertura de la aserción del deseo propio de ser, del performativo acto de individuación onto-histórica —“la muerte afirma al individuo”, según acota Morin—. De ahí que la absurda tentativa de la así denominada muerte de la muerte, moderna actua­ lización del vetusto anhelo de inmortalidad, con la biologización del proceso de morir, la regulación político-sanitaria de la vitalidad humana, la conspiración del silencio que invisibiliza, oculta, camu­ flajea y proscribe cualquier indicio de la amenazadora presencia de la muerte, incluso, despojando al individuo del conocimiento de su propio fenecer, como bien explica Ariès —“la sociedad moderna ha privado al hombre de su muerte y cómo sólo se la devuelve si él no la utiliza para perturbar a los vivos”, de conformidad con la síntesis que realiza el historiador francés—, la ortopédica entibación psicoterapéutica de la vida y el confinamiento de la Parca, a representar una simple puerta de fuga al cuerpo desahuciado, no constituye más que el plañidero intento de una sociedad enferma de debilidad, agobiada por el ataque de Todesangst, para minimizar el ineluctable carácter de la muerte, como bien previene ya Freud, en la recupe­ ración hecha por Morin, de su ensayo sobre el psicoanálisis, esto es: nosotros “insistimos siempre en el carácter ocasional de la muerte: accidente, enfermedades, infecciones, vejez avanzada, revelando así claramente nuestra tendencia a despojar a la muerte de todo carácter de necesidad, a hacer de ella un acontecimiento accidental”. A tal efecto, se conforma toda una estructura médico-jurídicopolítica, de alcance global, cuyo propósito básico es la regulación deontológico-moral del empeño de prolongar el funcionamiento de la máquina biológica, o en definitiva, suprimir la muerte de la vida 466

humana, mediante el artificial recurso científico-tecnológico, pese a los riesgos onto-históricos que tan espurio afán comporta, según anticipa Bataille —pensar “un mundo en el que una organización artificial garantizase la prolongación de la vida humana, es algo de pesadilla”—. La profana mutilación del ser del ser humano, ya su cruel mortalidad con la postergación indefinida de la vida o la abolición de la muerte, o también, la devastadora totalidad de su experiencia del mundo con la necia reducción al eufórico estado de felicidad continua —pues, “hay una completa contradicción en querer vivir sin sufrir”, como concluye Schopenhauer—, torna en exasperante delirio su existencia, precisando, entonces, de la permanente narcosis psicológica y/o fármaco-barbitúrica de la conciencia, para proseguir perseverando en la vida. “Cuando se niega la muerte en aras de la vida, la vida misma se trueca en algo destructivo. Se vuelve autodestructiva”, conforme previene Han. Al final, la muerte termina, siempre, por imponerse al deseo de inmortalidad onto-histórica, frustrando los cándidos esfuerzos científico-religiosos del ser humano, desencantando sus ingenuos conjuros teórico-teológicos, tornando fútil su fascinante tecnología mecánico-mágica, privando del sentido trascendental a su embaucador dogma deontológico-moral; pues, aun, en la eventual existencia de un dios todavía danzante, moribundo, muerto o ausente, en el punto final del colofón, aguarda la irónica sonrisa de la Parca, la entrópica resolución de la creación. La perenne presencia del áristoi, el héroe y el guerrero en la onto-histórica memoria, por ejemplo, se desvanecerá con la desaparición del pueblo que los acuñó, primero, y de la propia especie, después; los imperecederos vestigios del admirable logro socio-civilizatorio, se esfumarán con la disolución de la ecúmene humana; el metafísico drama del Bien y el Mal, el Ser y el No-Ser, el Orden y el Caos, la Materia y el Espíritu Absoluto, se difuminará con la inexorable erosión de los demon primigenios; incluso, las complejas cadenas moleculares que organizan el prodigio de la vida, se desleirán con la disipación atómica del universo, perdiéndose del cósmico recuerdo, el devenir del ser que originó el misterio del 467

Bing-Bang; sólo entonces, la propia muerte se extinguirá a sí misma, con la última partícula de la existencia, desintegrándose. Ni siquiera la nada fundante, la nada que nadea, la nada destructora, habrá de persistir. Pese a su absoluta omnisciencia, el Demiurgo adolece de memoria. La humana inmortalidad es contingente, por más que pueda prolongarse, su existencia tiene fecha de caducidad. Lo único de que dispone el ser humano, en su finito existir, es la posibilidad tangible, fáctica, onto-histórica, de hacer de su vida y, por tanto, de su muerte, un performativo acto de creación de sí, un singular lance de artisticidad. Sin embargo, la sociedad que glorifica la debilidad en cuanto virtud deontológico-moral y torna en víctima cualquier modo de ser, del ser humano, abrumada por el ataque de Todesangst, tan sólo puede percibir en la muerte, una cierta tara de la existencia, mal onto-histórico, enfermedad psico-biológica, que es necesario subsanar, corregir, aliviar; niega el carácter ineluctable de la Parca y pretende que es apenas un fortuito accidente, susceptible de ser prevenido, administrado, regulado; razón por la cual, proyecta en la vitalidad del impulso de muerte, su propio Síndrome de Jonás —“evasión de la plena intensidad de la vida”, conforme entiende Maslow, de acuerdo con Becker—, advirtiendo en el cortejo, el abrazo, el deseo, el culto y la capitulación ante el estremecedor rostro de la Gorgo, nada más que la patológica egocidad de un ser deserotizado, la autodestructiva pulsión de un espíritu cansino, la sufriente deserción de una voluntad suicida. El pensamiento débil sólo puede reconocer debilidad en cualquier probable experiencia vital humana; y no hay mayor vitalidad que en el experienciar la cercanía de la muerte ¡Cuánta quietud incita el abismo de su mirada, ahuyentando el profundo terror que provoca imaginarla! Declaración de Perogrullo: ¡nunca se experimenta con mayor intensidad la vida, que en las aterradoras lindes de la muerte! La vigorosa individuación del morir denota la intensa vitalidad de singularización en el vivir. Aquiles, Héctor, Sócrates, Kuranosuke, Iesus y el “Che” Guevara, entre otros más, aunque cada cual por su propios motivos particulares, no se entregan al abrigo de la Gorgona, 468

cansados de la vida, derrotados por el destino, intentando fugarse del dolor insoportable de la existencia; como tampoco el osado deportista extremo, el audaz rescatista y el intrépido soldado, verbigracia, a pesar de la radical diferencia de sus causas, no se arriesgan a morir, llevados por la psiqué trastornada, la voluntad enferma, o el instinto desahuciado; al contrario, afirman la pavorosa posibilidad de su muerte, con la intensa convicción de que hacen la experiencia de su vida. La actitud ante la muerte evidencia la fuerza vital con que se despliega la voluntad de poder en el mundo. Y nadie mejor que el guerrero para afirmar, con toda la fuerza de su performativa voluntad de poder, con todo el élan d’excès de su jovial instinto de individuación, tanto la intensidad de experienciar la vida, como la plenitud de convertir la muerte en un impetuoso acto testimonial de haber existido, pues, aunque ésta pueda desvanecer lo que es, nunca suprimirá del todo, el hecho de que ha sido o, mejor aún, de que todavía sigue siendo, según parece haber intuido Spinoza. Hay tantos rostros de la Gorgo, como deseos orientan la voluntad de ser del ser humano. En este sentido, por terrible que pueda parecer al humanismo moderno, se “debería, por amor a la vida, querer la muerte de otra manera, libre, consciente, sin azar, sin sorpresa”, como bien propone Nietzsche. De facto, el derecho de elegir las conductas que guíen el propio vivir, sin la correspondiente posibilidad cierta, del derecho de optar por el comportamiento que oriente el morir propio, según pretende la Corte Europea de Derechos Humanos, inevitablemente, coacciona la autodeterminación humana, mutila los modos de ser del ser humano y terminan por deformar el significativo acontecer de la vida y de la muerte. El sometimiento de la pulsión de Thánatos, termina por sojuzgar la pulsión de Eros. En sentido estricto, allende la falacia humanista de la autodeterminación deontológico-moral, la libertad humana sólo puede concretarse, en el desarrollo onto-histórico, con la performativa afirmación del vivir y el morir humano, es decir, con el nietzscheano hacer de la vida y de la muerte una auténtica obra de arte. Así, pues, al derecho a la vida le es consustancial el derecho a la muerte, y aún antes que el 469

“derecho a morir sin dolor” se encuentra el derecho a decidir sobre la propia muerte. A contracorriente de siervos y profetas-misioneros, la ética despliega todo su performativo pragmatismo vital, en el élan d’excès de la orgiástica danza de Eros y Thánatos.

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ÍNDICE prefacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 aforismos i. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30 ii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 iii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .41 iv. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 v . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 vi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52 vii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 viii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 ix. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 x . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 xi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82 xii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86 xiii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 xiv . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 xv. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 xvi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116 xvii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 xviii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131 xix . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134 xx. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147 xxi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 xxii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162 xxiii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 172 xxiv. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 503

xxv. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 204 xxvi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 230 xxvii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .239 xxviii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243 xxix. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 246 xxx. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253 xxxi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260 xxxii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .261 xxxiii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 270 xxxiv. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295 xxxv. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 298 xxxvi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 332 xxxvii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 362 xxxviii. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 372 xxxix. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 403 xl . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 424 fuentes de consulta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 472

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La ética ante el vacío de la existencia. Aforismos a la intemperie (primera edición) terminó de diagramarse en mayo de 2021, en Arandú Ediciones — Goya, Corrientes, Argentina.

Arrojado el ser humano en la impertérrita desnudez del mundo, asediado por el aleatorio embate de los desmesurados elementos, la manada corre a refugiarse, despavorida, de las ingobernables fuerzas de la intemperie; mientras que los pastores deploran la brutal indigencia a la que los condena una existencia desfundamentada, sin propósito, sentido, ni futuro cierto, y para resistir tan cruel escarnio, traman limes mítico-formales que los resguarden de los siniestros avatares del acontecer mundano. Rebaño y rabadanes encaran las funestas incertidumbres del sino humano, desde la agobiante perspectiva de la fuga, al representarse el emergente devenir de la vida como una aciaga catástrofe, una desgraciada condena, a la que deben evadir en cuanto les sea posible, por cual­ quier medio a su efímero alcance: el orgánico sentido comunitario, el rito, la tradición, la civilización, la religión, el mito, el ideal, el imperio del significante de la razón y la reforma del ser, entre otros más. Pero, hay otros, los maldecidos de la casta de Caín, los guerreros que levantan con descaro la mirada al sol, lascivos gustan de la lluvia empapando su cuerpo, obscenos gozan del roce del viento acariciando su piel, arraigan la planta de los pies en la áspera superficie de la tierra, con ingenua arrogancia hacen de sus ingrávidas huellas francos senderos sobre la árida existencia y del abismo existenciario, la posibilidad de su destino, causa y ser. Para estos, la contingencia de la vida, la tragedia de la muerte y la desmesura de los elementos de la intemperie constituyen el fondo primario de las abiertas posibilidades de ser en el mundo. La afirmación de sí, la fuerza de voluntad y el exceso de los instintos conforman los sustentos de sus posibles formas de existir. Así, en estrictos términos analíticos, por la potencia de la fuerza que los caracteriza, existen tres principales lances de voluntad, tales son: la voluntad de servidumbre, la voluntad del deber y la voluntad de poder, de donde derivan las principales formaciones axiológicas en el onto-histórico devenir humano, a saber: el siervo, que se rige por el código moral; el profeta-misionero, normado por el dogma deontológico; y el guerrero, orientado por el pragmatismo ético, respectivamente.